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Full text of "El Periquillo Sarniento [microform]"

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University  of  Illinois  Library 


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EL 


PERIQUILLO  SARNIENTO 


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ES    PROPIEDAD 


EL  PENSADOR  MEXICANO 

(J.  JOAQUÍN  FERNÁNDEZ  DE  LIZARDI) 


EL 

'liRIOilllO  S.\RXIFJTO 

LA    QUiaOTlTA 

DON   catrín    de   la    FACH  EN  DA.  —  NOCHES  TRISTES 

DÍA    ALEQRE.  —  FÁBULAS 

PRÓLOGO   DE 

n.   KIIANOISCO  SOSA 

EUICIÓN  DE  LUJO 

ADOKNAUA    CON    LÁMINAS   CROMOLITOGRAK/ADAS,    Y    ENRIQUECIDAS   SUS    PÁGINAS 

CON    NUMEROSO!»    GRABADOS 


DIBUJOS  DE 


D.  ANTONIO  UTIULLO 


TONIO   I 


MÉXICO 

J.  Ballescá  y  Cumpañía.  Sucesor 


W,     SANTA     ISABEL,     8 


SANTA  TERESA,  8,  BARCELONA-GRACIA 
1897 


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Nadie  crea  que  es  suyo  el  retrato,  sino  que  hay 

muchos  diablos  que  se  parecen  unos  á  otros.  El  que  se 
hallare  tiznado,  procure  lavarse,  que  esto  le  importa  más 
que  hacer  crítica  y  examen  de  mi  pensamiento,  de  mi 
locución,  de  mi  idea,  ó  de  los  demás  defectos  de  la 
obra. 

TORRES  viLLARROKL  en  SU  prólogo  de  la 
Barca  de  Aqueronte 


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PRÓLOGO 


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I- 

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Para  aquilatar  los  merecimientos  que  tiene  á  la  fama 
po'stuma  el  Pensador  Mexicano,  hay  necesidad  de  estudiar 
más  bien  el  fondo  que  la  forma  de  sus  numerosas  produc- 
ciones. En  el  momento  actual  de  la  literatura  en  México, 
y,  sobre  todo,  dadas  las  cultas  aficiones  que  privan  en  el 
público  lector,  parecen  demasiado  toscos  los  moldes  en  que 
vaciara  sus  pensamientos  el  popular  escritor  en  el  primer 
tercio  del  siglo  á  cuyas  postrimerías  nos  ha  tocado  asistir. 

Hay,  además,  que  tener  presente  que  Fernández  Li- 
zardi  perseguía  en  sus  obras,  ante  todo  3'  sobre  todo,  fines 
más  trascendentales  y  gloria  más  duradera  que  la  que  alcan- 
zan los  que  deleitan  á  sus  contemporáneos  con  la  diccio'n  ele- 
gante, con  el  brillo  de  las  imágenes  y  con  la  pulcritud  de 
la  frase  por  medio  de  la  atinada  seleccio'n  de  los  vocablos. 

PERIQUILLO   SARNIENTO.  —  T.  I,    A.  —  *. 

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II  PROLOGO 

No;  Fernández  Lizardi  no  era   cincelador  de  frases:    era  lo 
que  en  nuestros  días  llamamos  periodista  de  combate;    era 
un  apo'stol,  mejor  diremos,  un  precursor.    Día  á  día,  sin  los 
atildamientos  académicos,   sin   más   preocupacio'n,    sin   otro 
deseo  que  el  de  inculcar  en  el  pueblo  el  amor  á  la  libertad: 
luchando  con  las  innúmeras  dificultades  que  para  imprimir 
siquiera   fuese    un    folleto    se   necesitaba    vencer    en    aquella 
época .    hablaba    él    al    pueblo    en   el    lenguaje   en   que   creía 
ser  mejor  comprendido,  y  le  despertaba  de  su  letargo  para 
señalarle  el  camino  que  tenía  que  seguir  si  anhelaba  tener 
vida   propia   y   regirse   por  sí   mismo.     Por    eso   en   nuestra 
historia  literaria  el  primer  nombre  de  un  escritor  verdade- 
ramente popular,  el  autor  que  hoy  mismo  goza  de  la  predi- 
leccio'n  de  las  masas,  es  Fernández  Lizardi.    Y  reconocerlo 
así,    no  trae   aparejado  el  afirmar  que  á  micdida  que  la  ilus- 
tración derrama  su  luz  en  las  superiores  capas  sociales,   va 
siendo  para  éstas  menos  digno  de  estima  el  regocijado   autor 
del  Perkjuillo  y  de  la  Oiiijotttd.   Lejos  de  eso,  mientras  más 
años  pasan  y  mientras  más  se  depuran  por  los  que  viven  las 
glorias  de  los  que  A'a  murieron,  los  pensadores  3^  los  erudi- 
tos  profundizan   la   alteza    de   miras,    el   acendrado   patrio- 
tismo,   la    fe   inquebrantable    ^con    que    Fernández    Lizardi, 
hombre  superior  en  su  época,  inicio',   no  solamente  la  crea- 
ción de  la  novela  mexicana,  sino  también  la  crítica  de  los 
actos  gubernativos.    Para  quienes  en  tal  punto  de  vista  se 
colocan,    los  opúsculos  políticos  y  los   estudios  sociales  del 
Pensador,  no  solo   comenzaron  á  demoler  el  edificio  del  anti- 
guo   régimen,    sino    que    fueron    los   primeros    vagidos    del 
periodismo  mexicano,   pues  hasta  entonces  era  desconocida 
en  nuestro  suelo  la  discusio'n  de  los  problemas  sociales. 


PROLOGO  III 

Cualesquiera  que  sean  los  defectos  que  hoy  encuentren 
en  las  novelas,  en  los  folletos,  en  las  fábulas  y  en  los  demás 
escritos  de  Fernández  Lizardi,  los  que  no  encomian  sino  los 
refinamientos  y  exquisiteces  del  estilo,  es  indiscutible  para 
quienes  buscan  la  nobleza  y  la  altitud  de  los  propo'sito?, 
que  en  la  obra  del  Pensador  habrá  de  verse  siempre  la  pro  - 
clamacio'n  de  nuevos  ideales.  Y  no'tese  bien:  hoy  que  la 
tendencia  dominante  conduce  á  autores  y  lectores  al  natura- 
lismo, las  páginas  del  Perkjuillo,  de  la  Ouijotita  y  de  Don 
Catrín  de  la  fachenda,  encierran  muchas  de  las  minucias  y 
crudeces  que  si  entonces  caracterizaban  la  novela  picaresca, 
en  nuestros  días  constitu3^en  el  arsenal  de  los  mismos  nove- 
ladores psicólogos  y  tendenciosos,  debiendo,  sin  embargo, 
observarse  que  las  novelas  del  Pensador  no  pueden  con  jus- 
ticia ser  tachadas  de  pornográficas.  Como  documento^  su 
valor  es  inestimable,  porque,  ;en  do'nde,  si  no  es  en  ellas, 
podríamos  recoger  datos  para  trazarnos  el  cuadro  de  la 
sociedad  mexicana  de  principios  del  siglo?  ¿En  do'nde  po- 
dríamos encontrar  noticias  sobre  la  antigua  indumentaria? 
Resurgen  ante  nuestros  ojos  las  pasadas  generaciones,  con 
todos  sus  defectos  3^  también  con  todas  sus  buenas  cuali- 
dades; oímos  sus  propias  palabras,  vemos  co'mo  se  vestían, 
sabemos  cuáles  eran  sus  entretenimientos,  cuáles  sus  alegrías 
y  cuáles  sus  dolores,  3^^  todo  esto  de  la  manera  más  natural 
y  sencilla,  sin  pretensiones,  y  mucho  menos  sin  dejar  de 
fustigar  las  malas  costumbres,  antes  bien  enderezándose  los 
propósitos  del  narrador  á  reformar,  á  perfeccionar,  á  seña- 
lar nuevos  horizontes  y  nuevas  y  nobilísimas  aspiraciones. 
¡Cuan  atinada  es,  por  lo  mismo,  la  observacio'n  de  Pimen- 
tel  al  señalar  al  Pensador  como  uno  de  los  primeros  refor- 


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IV  PROLOGO 

madores  mexicanos!  ¿Qué  otra  cosa  fué  sino  procurar  la 
reforma  de  la  literatura  en  México,  escribir  libros  en  los 
que  nada  hay  que  no  sea  genuinamente  mexicano,  y  escri- 
birlos en  una  época  en  que  todo  era  un  fiel  trasunto  de  lo 
español? 

Comprueba  cuanto  así  en  rasgos  generales,  en  síntesis, 
acabamos  de  exponer,  lo  que  de  Fernández  Lizardi  y  de 
sus  escritos  han  dicho  verdaderas  autoridades  en  crítica 
literaria. 

Vcámoslo,  sino: 

Altamirano  opina  que  la  más  famosa,  entre  las  obras  del 
Pensador,  es  el  Perioiillo,  de  la  cual,  dice,  es  inútil  hacer 
un  análisis,  porque  puede  asegurarse  sin  exageracio'n  que  no 
hay  mexicano  que  no  la  conozca,  aunque  no  sea  más  que  por 
las  alusiones  que  hace  frecuentemente  á  ella  nuestra  gente 
del  pueblo  por  los  apodos  que  hizo  célebres  y  las  narra- 
ciones que  andan  en  boca  de  todo  el  mundo.  «Lo  que  dire- 
mos sí,  —  agrega  Altamirano, — es  que  el  Pensador  se  anti- 
cipo' á  Sué  en  el  estudio  de  los  misterios  sociales,  y  que, 
profundo  y  sagaz  observador,  aunque  no  dotado  de  una 
instrucción  adelantada,  penetro  con  su  héroe  á  todas  partes 
para  examinar  las  virtudes  y  los  vicios  de  la  sociedad  mexi- 
cana ,  y  para  pintarla  como  era  ella  á  principios  de  este 
siglo,  en  un  cuadro  palpitante,  lleno  de  verdad  y  completo, 
al  grado  de  tener  pocos  que  le  igualen.  » 

El  mismo  Altamirano,  refiriéndose  á  las  Fábulas  de 
Fernández  Lizardi,  hace  constar  que  los  asuntos  de  estas 
fábulas  son  casi  siempre  nuevos:  señala  los  defectos  de  que 
adolecen,  }'  dice  que,  á  pesar  de  semejantes  lunares,  son  apre- 
ciabilísimas  por  la  tendencia  rigorosamente  moral,  y  porque 


PROLOGO  V 

evidentemente  son  el  primer  esfuerzo  del  talento  mexicano  para 
cultivar  un  género  de  literatura  útil  y  benéfico. 

Pimentel ,  hablando  de  las  mismas  Fábulas,  las  califica 
de  apreciables ,  porque  aunque  tienen  defectos  de  forma  y 
resabios  de  la  escuela  prosaica,  en  lo  general  cumplen  con 
los  preceptos  del  arte,  y  porque,  además,  algunas  de  ellas 
se  recomiendan  por  la  circunstancia  de  ser  de  un  gusto 
nacional,  pues  figuran  allí  animales  de  nuestro  suelo  y 
reprenden  vicios  y  defectos  propios  del  país. 

Menéndez  Pela3^o  llama  á  Fernández  Lizardi  periodista 
revolucionario,  hombre  de  ideas  radicales  y  heterodoxas 
cuando  todavía  eran  rarísimas  en  México,  y  extraordina- 
riamente tenaz  en  divulgarlas.  Todo  esto  es  cierto  y  cons- 
tituye un  título  de  gloria  para  el  Pensador,  y  no  importa, 
por  lo  mismo,  que  el  autor  que  acabamos  de  citar  añada 
en  una  nota,  que  Fernández  Lizardi  fue  un  ingenioso 
aunque  chabacano  escritor,  cuya  importancia  es  más  bien 
histórica  y  social  que  propiamente  literaria.  Ya  hemos 
dicho  que  reconocemos  los  defectos  de  forma  que  tanto  se 
ha  censurado  en  los  escritos  del  Pensador,  defectos  que  él 
fué  el  primero  en  confesar,  como  se  ve  en  las  siguientes 
líneas  que  tomamos  del  capítulo  penúltimo  del  Periquillo. 
«Yo  mismo,  dice,  me  avergüenzo  de  ver  impresos  errores 
que  no  advertí  al  tiempo  de  escribirlos.  La  facilidad  con 
que  escribo  no  prueba  acierto.  Escribo  mil  veces  en  medio 
de  la  distraccio'n  de  mi  familia  y  de  mis  amigos :  pero  esto 
no  justifica  mis  errores,  pues  debía  escribir  con  sosiego  y  su- 
jetar mis  escritos  á  la  lima,  o'  no  escribir,  siguiendo  el  ejem- 
plo de  Virgilio  o'  el  consejo  de  Horacio;  pero  después  que  he 
escrito  de  este  modo,  y  después  de  que  conozco  por  mi  natu- 

PERIOUILLO   SARNIENTO.  — T.    I,    .\.—  •*. 


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VI  l'RÜLOGO 


ral  inclinación  que  no  tengo  paciencia  para  leer  mucho,  para 
escribir,  borrar,  enmendar,  ni  consultar  despacio  mis  es- 
critos, conñeso  que  no  hago  como  debo,  y  creo  firmemente 
que  me  disculparíín  los  sabios ,  atribu3'endo  á  calor  de  mi 
íantasía  la  precipitacio'n  siempre  culpable  de  mi  pluma. 
Me  acuerdo  del  juicio  de  los  sabios,  porque  del  de  los 
necios  no  hago  caso.» 

No  le  disculparán  los  sabios  únicamente,  sino  cual- 
quiera que  recuerde  que  el  Pensador  fué,  como  dice  el  más 
joven  y  también  el  más  diligente  de  sus  bio'grafos,  González 
Obrcgdn,  apo'stol  de  nuevas  ideas  en  una  sociedad  en  que 
predominaban  el  fanatismo  y  la  ignorancia;  censor  cons- 
tante de  costumbres  profundamente  arraigadas  durante  una 
existencia  secular:  partidario  acérrimo  de  la  libertad  de  su 
patria :  propagador  incansable  de  la  instruccio'n  popular  por 
medio  de  escritos  y  de  proyectos:  iniciador  de  la  Reforma 
en  una  época  en  que  el  clero  gozaba  de  todas  sus  riquezas, 
de  todos  sus  fueros  y  de  todo  su  poder,  y  autor  de  libros 
que  abrieron  una  nueva  senda  para  formar  una  literatura 
nacional. 

Si  en  un  trabajo  de  la  índole  de  la  presente  introduc- 
cio'n  cupiera  analizar  minuciosamente  las  producciones  del 
Pcnsüdor,  sin  dificultad  pondríamos  de  resalto  la  clarivi- 
dencia de  ese  espíritu  superior,  que  anticipándose  á  las  gene- 
raciones que  más  tarde  le  han  sucedido,  preconizaba  las 
teorías  pedago'gicas  que  hoy  privan,  merced  á  que  han 
llegado  de  allende  el  Océano:  se  vería  como  iniciaba  que  la 
instrucción  debía  ser  gratuita  y  obligatoria;  que  con  ahinco 
pedía  la  higiene  en  las  escuelas,  y  que  recomendó'  la  ense- 
ñanza objetiva.    V  si  la  tarea  no  hubiese  sido  desempeñada 


PROLOGO  Vil 

con  acierto  por  el  ya  citado  joven  González  Obregdn,  con 
cuánto  placer  haríamos  hoy. — trazando  la  biografía  de  Fer- 
nández Lizardi,  —  que  los  lectores  de  sus  Obras  Escogidas, 
siguieran  paso  á  paso,  día  á  día,  los  sucesos  de  esa  vida 
gloriosa  de  reformador  político  y  literario,  de  apo'stol  y  de 
mártir!  Porque  el  mérito  del  Pensador,  como  ya  lo  dejo' 
dicho  Altamirano,  es  tal  en  todas  sus  obras,  que  aunque  las 
preocupaciones  de  la  escuela  literaria  pasada  lo  hayan  depri- 
mido y  anatematizado,  la  opinio'n  del  pueblo  mexicano  agra- 
decido se  ha  apresurado  á  concederle  el  puesto  de  honor,  v 
la  escuela  contemporánea,  para  la  que  son  todavía  menos 
disculpables  los  defectos  de  los  literatos  que  siguieron  al 
Pensador  y  que  tuvieron  más  elementos  para  ilustrarse, 
venera  el  nombre  de  este  escritor  modesto,  virtuoso  3" 
dotado  de  un  ingenio  nada  común,  como  el  nombre  del 
patriarca  de  nuestra  literatura  popular. 

Lo  que  hasta  aquí  hemos  expuesto  con  la  concisio'n  que 
es  indispensable  emplear  cuando  no  se  trata  de  escribir  una 
verdadera  monografía,  sino  de  hacer  ciertas  advertencias 
útiles  al  común  de  los  lectores  3^  de  prevenir  las  objeciones 
que  los  puristas  intolerantes  pudieran  presentar  al  ver  una 
nueva  y  lujosa  reproduccio'n  de  obras  en  las  que  persisten 
muchos  en  encontrar  solo  defectos,  basta  para  justificar  el 
entusiasmo  con  que  hemos  recibido  la  noticia  de  que  la  bien 
reputada  casa  editorial  de  Ballescá  3^  C.'^  va  á  levantar  este 
monumento,  —  que  no  es  en  verdad  el  primero  que  México 
debe  á  los  nobles  esfuerzos  de  los  mismos  editores, — al 
patriarca  de  la  novela,  de  la  fábula  y  del  periodismo  en 
nuestro  suelo. 

Y  pues  la  gratitud  pública,  y  pues  los  literatos  mismos, 


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VIII 


PRÓLOGO 


no  han  cuidado  de  perpetuar  en  mármoles  y  bronces  la  no- 
bilísima figura  del  Pensador,  queden  al  menos  reimpresas  sus 
obras  más  aplaudidas,  con  todos  los  recursos  de  que  la  tipo- 
grafía dispone  en  nuestros  días.  Así,  ya  no  en  una  plaza 
o'  en  un  paseo,  sino  en  mil  y  mil  hogares:  en  las  bibliotecas 
de  los  ricos  y  de  los  sabios,  como  en  los  humildes  anaqueles 
del  pueblo  trabajador,  estas  Obras  Escogidas  recordarán  á 
nuestros  po'steros  que  nunca  es  estéril  la  tarea  de  aquel  que, 
como  Fernández  Lizardi,  consagra  su  existencia  al  mejora- 
miento de  la  sociedad  de  que  es  hijo:  que  hay  algo  que  no 
muere,  sino  que  perdura  en  el  tiempo  y  en  el  espacio:  el 
espíritu,  la  inteligencia  de  los  hombres  superiores. 


Francisco  Sosa. 


México,  1896. 


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VIDA  Y  HECHOS 

SíiiTI) 


ESCRITA    POR    EL 


para  sus  hijos 


CAPÍTULO  PRIMERO 


Comienza  Periquillo  escribiendo  el  motivo  que  tuvo  para  dejar  á  sus  hijos 
estos  cuadernos,  y  da  razón  de  sus  padres,  patria,  nacimiento  y  demás  ocurrencias 

de  su  infancia 

Postrado  en  una  cama  muchos  meses  hace,   bata- 
llando  con   los   médicos   y  enfermedades,   y  esperando 

PERIQUILLO  SARNIENTO.  — T.      I,    A.— 1. 


Z  PENSADOR    MEXICANO 

con  resignación  el  día  en  que,  cumplido  el  orden  de  la 
divina  Providencia,  hayáis  de  cerrar  mis  ^jos,  queridos 
hijos  míos,  he  pensado  dejaros  escritos  los  nada  raros 
sucesos  de  mi  vida,  para  que  os  sepáis  guardar  y  pre- 
caver de  muchos  de  los  peligros  que  amenazan  y  aun 
lastiman  al  hombre  en  el  discurso  de  sus  días. 

Deseo  que  en  esta  lectura  aprendáis  á  desechar 
muchos  errores  que  notaréis  admitidos  por  mí  y  por 
otros,  y  que,  prevenidos  con  mis  lecciones,  no  os  expon- 
gáis á  sufrir  los  malos  tratamientos  que  yo  he  sufrido 
por  mi  culpa;  satisfechos  de  que  mejor  es  aprovechar 
el  desengaño  en  las  cabezas  ajenas  que  en  la  propia. 

Os  suplico  encarecidamente  que  no  os  escandalicéis 
con  los  extravíos  de  mi  mocedad,  que  os  contaré  sin 
rebozo,  y  con  bastante  confusión,  pues  mi  deseo  es  ins- 
truiros y  alejaros  de  los  escollos  donde  tantas  veces  se 
estrelló  mi  juventud,  y  á  cuyo  mismo  peligro  quedáis 
expuestos.  ' 

No  creáis  que  la  lectura  de  mi  vida  os  será  dema- 
siado fastidiosa,  pues  como  yo  sé  bien  que  la  variedad 
deleita  el  entendimiento,  procuraré  evitar  aquella  mo- 
notonía ó  igualdad  de  estilo,  que  regularmente  enfada 
á  los  lectores.  Así  es,  que  unas  veces  me  advertiréis 
tan  serio  y  sentencioso  como  un  Catón,  y  otras  tan 
trivial  y  bufón  como  un  Bertoldo.  Ya  leeréis  en  mis 
discursos  retazos  de  erudición  y  rasgos  de  elocuencia; 


OBRAS   ESCOGIDAS  Ó 

y  ya  veréis  seguido  un  estilo  popular  mezclado  con  los 
vefr3ines  Y  paparruchadas  del  vulgo. 

También  os  prometo  que  todo  esto  será  sin  afec- 
tación ni  pedantismo;  sino  según  me  ocurra  á  la  memo- 
ria, de  donde  pasará  luego  al  papel,  cuyo  método  me 
parece  el  más  análogo  con  nuestra  natural  veleidad. 

r 

Últimamente,  os  mando  y  encargo,  que  estos  cua- 
dernos no  salgan  do  vuestras  manos,  porque  no  se 
hagan  el  objeto  de  la  maledicencia  de  los  necios  ó  de 
los  inmorales;  pero  si  tenéis  la  debilidad  de  prestarlos 
alguna  vez ,  os  suplico  no  los  prestéis  á  esos  señores, 
ni  á  las  viejas  hipócritas,  ni  á  los  curas^ interesables, 
y  que  saben  hacer  negocio  con  sus  feligreses  vivos  y 
muertos,  ni  á  los  médico%^y  abogados  chapuceros,  ni 
á  los  escribanos,  agentes,  relatores  y  procuradores  ladro- 
nes, ni  á  los  comerciantes  usureros,  ni  á  los  albaceas 
herederos,  ni  á  los  padres  y  madres  indolentes  en  la 
educación  de  su  familia,  ni  á  las  beatas  necias  y  supers- 
ticiosas, ni  á  los  jueces  venales,  ni  á  los  corchetes  pica- 
ros, ni  á  los  alcaides  tiranos,  ni  á  los  poetas  y  escritores 
remendones  como  yo,  ni  á  los  oficiales  de  la  guerra  y 
soldados  fanfarrones  v  hazañeros,  ni  á  los  ricos  avaros, 
necios,  soberbios  y  tiranos  de  los  hombres,  ni  á  los 
pobres  que  lo  son  por  flojera,  inutilidad  ó  mala  con- 
ducta, ni  á  los  mendigos  fingidos;  ni  los  prestéis  tam- 
poco á  las  muchachas  que  se  alquilan,  ni  á  las  mozas 


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4  '  PENSADOR    MEXICANO 


que  se  corren,  ni  á  las  viejas  que  se  afeitan,  ni...  pero 
va  larga  esta  lista.  Basta  deciros  que  no  los  prestéis  ni 
por  un  minuto  á  ninguno  de  cuantos  advirtiereis  que  les 
tocan  las  generales  en  lo  que  leyeren;  pues  al  momento 
que  vean  sus  interiores  retratados  por  mi  pluma,  y  al 
punto  que  lean  alguna  opinión,  que  para  ellos  sea  nueva 
ó  no  conforme  con  sus  extraviadas  ó  depravadas  ideas, 
á  ese  mismo  instante  me  calificarán  de  un  necio,  harán 
que  se  escandalizan  de  mis  discursos,  y  aun  habrá  quién 
pretenda,  quizá,  que  soy  hereje,  y  tratará  de  delatarme 
por  tal,  aunque  ya  esté  convertido  en  polvo.  ¡Tanta  es 
la  fuerza  de  la  malicia,  de  la  preocupación  ó  la  igno- 
rancia! 

Por  tanto,  ó  lood  para  vosotros  solos  mis  cuadernos, 
ó  en  caso  de  prestarlos  sea  únicamente  á  los  verdade- 
ros hombres  de  bien,  pues  éstos,  aunque  como  frágiles 
yerren  ó  hayan  errado,  conocerán  el  peso  de  la  verdad 
sin  darse  por  agraviados,  advirtiendo  que  no  hablo  con 
ninguno  determinadamente,  sino  con  todos  los  que  tras- 
pasan los  límites  de  la  justicia;  mas  á  los  primeros  (si 
al  ñn  leyeren  mi  obra)  cuando  se  incomoden  ó  se  burlen 
de  ella,  podréis  decirles,  con  satisfacción  de  que  que- 
darán corridos:  «^Dq  qué  te  alteras?  ¿qué  mofas,  si  con 
distinto  nombre  de  tí  habla  la  vida  de  este  hombre  des- 
reglado?» ^ 

«    .    .     . ¿Quid  rideb?  mutato  nomine,  de  te  fabella  narratur. 


■^: 


OBRAS    ESCOGIDAS  O 

Hijos  míos:  después  de  mi  muerte  leeréis  por  pri- 
mera vez  estos  escritos.  Dirigid  entonces  vuestros  votos 
por  mí  al  trono  de  las  misericordias;  escarmentad  en 
mis  locuras;  no  os  dejéis  seducir  por  las  falsedades  de 
los  hombres;  aprended  las  máximas  que  os  enseño, 
acordándoos  que  las  aprendí  á  costa  de  muy  dolorosas 
experiencias:  jamás  alabéis  mi  obra,  pues  ha  tenido 
más  parte  en  ella  el  deseo  de  aprovecharos;  y  empapa- 
dos en  estas  consideraciones,  comenzad  á  leer. 

MI    PATRIA,    PADRES,    NACIMIENTO 
Y  PRIMERA  EDUCACIÓN 

Nací  en  México,  capital  de  la  América  Septentrio- 
nal, en  la  Nueva-España.  Ningunos  elogios  serían  bas- 
tantes en  mi  boca  para  dedicarlos  á  mi  cara  patria;  pero, 
por  serlo,  ningunos  más  sospechosos.  Los  que  la  habitan 
y  los  extranjeros  que  la  han  visto  pueden  hacer  su  pane- 
gírico más  creíble,  pues  no  tienen  el  estorbo  de  la  par- 
cialidad, cuyo  lente  de  aumento  puede  á  veces  disfrazar 
los  defectos,  ó  poner  en  grande  las  ventajas  de  la  patria 
aun  á  los  mismos  naturales;  y  así,  dejando  la  descrip- 
ción de  México  para  los  curiosos  imparciales,  digo:  que 
nací  en  esta  rica  y  populosa  ciudad  por  los  años  de 
1771  á  73,  de  unos  padres  no  opulentos,  pero  no  cons- 
tituidos en  la  miseria:  al  mismo  tiempo  que  eran  de  una 

PERIQUILLO  SARNIENTO.  — T.   I,   A.  — 2. 


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6  PENSADOR    MEXICANO 

limpia  sangre,  la  hacían  lucir  y  conocer  por  su  virtud. 
I  Oh,  si  siempre  los  hijos  siguieran,  constantemente  ^los 
buenos  ejemplos  de  sus  padres! 

Luego  que  nací,  después  de  las  lavadas  y  demás 
diligencias  de  aquella  hora,  mis  tías,  mis  abuelas  y  otras 
viejas  del  antiguo  cuño,  querían  amarrarme  las  manos, 
y  fajarme  ó  liarme  como  un  cohete,  alegando  que  si 
me  las  dejaban  sueltas,  estaba  yo  propenso  á  espan- 
tarme, á  ser  muy  manilargo  ^  de  grande,  y  por  último, 
y  como  la  razón  de  más  peso  y  el  argumento  más  incon- 
trastable, decían,  que  éste  era  el  modo  con  que  á  ellas 
las  habían  criado,  y  que  por  tanto,  era  el  mejor  y  el  que 
se  debía  seguir  como  más  seguro,  sin  meterse  á  disputar 
para  nada  del  asunto;  porque  los  viejos  eran  en  todo 
más  sabios  que  los  del  día,  y  pues  ellos  amarraban  las 
manos  á  sus  hijos,  se  debía  seguir  su  ejemplo  á  ojos 
cerrados. 

A  seguida  sacaron  de  un  canastito  una  cincha  de 
listón  que  llamaban  faja  de  dijes,  guarnecida  con  mani- 
tas  de  a::abacJie,  el  ojo  del  venado,  colmillo  de  caimán  y 
otras  baratijas  de  esta  clase,  diz  que  para  engalanarme  con 
estas  reliquias  del  supersticioso  paganismo  el  mismo  día 
que  se  había  señalado  para  que  en  boca  de  mis  padrinos 
fuera  yo  á  profesar  la  fe  y  santa  religión  de  Jesucristo. 


*    Suele  darse  á  entender  con  esta  palabra,  un  atrevido  y  dispuesto  á  dar  golpes  por 
motivos  ligeros.  E. 


OBRAS   ESCOGIDAS  7 

¡Válgame  Dios,  cuánto  tuvo  mi  padre  que  batallar 
con  las  preocupaciones  de  las  benditas  viejas!  ¡Cuánta 
saliva  no  gastó  para  hacerles  ver  que  era  una  quimera  y 
un  absurdo  pernicioso  el  Jiar  y  atar  las  manos  á  las  cria- 
turas! ¡Y  qué  trabajo  no  le  costó  persuadir  á  estas  ancia- 
nas inocentes  á  que  el  azabache,  el  hueso,  la  piedra,  ni 
otros  amuletos  de  esta  ni  ninguna  clase,  no  tienen  virtud 
alguna  contra  el  aire,  rabia,  mal  de  ojo  y  semejantes 
faramallas! 

Así  me  lo  contó  su  merced  muchas  veces,  como 
también  el  triunfo  que  logró  de  todas  ellas,  que  á  fuerza 
ó  de  grado  accedieron  á  no  aprisionarme,  á  no  ador- 
narme  sino  con  un  rosario,  la  santa  cruz,  un  relica- 
rio y  los  cuatro  evangelios,  y  luego  se  trató  de  bauti- 
zarme. 

Mis  padres  ya  habían  citado  los  padrinos,  y  no 
pobres,  sencillamente  persuadidos  á  que  en  el  caso  de 
orfandad  me  servirían  de  apoyo. 

Tenían  los  pobres  viejos  menos  conocimiento  de 
mundo  que  el  que  yo  he  adquirido,  pues  tengo  muy 
profunda  experiencia  de  que  los  más  de  los  padrinos 
no  saben  las  obligaciones  que  contraen  respecto  de  los 
ahijados,  y  así  creen  que  hacen  mucho  con  darles  medio 
real  cuando  los  ven,  y  si  sus  padres  mueren,  se  acuer- 
dan de  ellos  como  si  nunca  los  hubieran  visto.  Bien 
es  verdad  que  hay  algunos  padrinos  que  cumplen  con 


8  PENSADOR   MEXICANO 

SU  obligación  exactamente,  y  aun  se  anticipan  á  sus 
propios  padres  en  proteger  y  educar  á  sus  ahijados. 
¡Gloria  eterna  á  semejantes  padrinos  I 

En  efecto,  los  míos  ricos  me  sirvieron  tanto  como 
si  jamás  me  hubieran  visto;  bastante  motivo  para  que 
no  me  vuelva  á  acordar  de  ellos.  Ciertamente  que  fueron 
tan  mezquinos,  indolentes  y  mentecatos,  que  por  lo  que 
toca  á  lo  poco  ó  nada  que  les  debí  ni  de  chico  ni  de 
grande,  parece  que  mis  padres  los  fueron  á  escoger  de 
los  mas  miserables  del  hospicio  de  pobres.  Reniego  de 
semejantes  padrinos,  y  más  reniego  de  los  padres  que, 
haciendo  co/nc/'a'o  del  sacramento  del  Bautismo,  no  soli- 
citan padrinos  virtuosos  y  honrados,  sino  que  posponen 
éstos  á  los  compadres  ricos  ó  de  rango,  ó  ya  por  el 
rastrero  interés  de  que  les  den  alguna  friolera  á  la  hora 
del  bautismo,  ó  ya  neciamente  confiados  en  que  quizá, 
pues,  por  una  contingencia  ó  extravagancia  del  orden 
ó  desorden  común,  serán  útiles  á  sus  hijos  después  de 
sus  días.  Perdonad,  pedazos  míos,  estas  digresiones 
que  rebozan  naturalmente  de  mi  pluma,  y  no  serán 
muy  de  tarde  en  tarde  en  él  discurso  de  mi  obra. 

Bautizáronme,  por  fin,  y  pusiéronme  por  nombre 
Pedro,  llevando  después,  como  es  uso,  el  apeUido  de 
mi  padre,  que  era  Sarmiento. 

Mi  madre  era  bonita,  y  mi  padre  la  amaba  con 
extremo:  con  esto,  y  con  la  persuasión  de  mis  discretas 


I   • 


OBRAS    ESCOGIDAS  9 

tías,  se  determinó  nemine  discrepante,  ^  á  darme  nodriza 
ó  chichigua,  como  acá  decimos. 

I  Ay,  hijos!  Si  os  casareis  algún  día  y  tuviereis  suce- 
sión,  no  la  encomendéis  á  los  cuidados  mercenarios  de 
esta  clase  de  gentes;  lo  uno,  porque  regularmente  son 
abandonadas,  y  al  menor  descuido  son  causa  de  que 
se  enfermen  los  niños;  pues  como  no  los  aman,  y  sólo 
los  alimentan  por  su  mercenario  interés,  no  se  guardan 
de  hacer  cóleras,  de  comer  mil  cosas  que  dañan  su 
salud,  y  de  consiguiente  la  de  las  criaturas  que  se  les 
confían,  ni  de  cometer  otros  excesos  perjudiciales,  que 
no  digo  por  no  ofender  vuestra  modestia;  y  lo  otro, 
porque  es  una  cosa  que  escandaliza  á  la  naturaleza  que 
una  madre  racional  haga  lo  que  no  hace  una  burra, 
una  gata,  una  perra,  ni  ninguna  hembra  puramente 
animal  y  destituida  de  razón. 

¿Cuál  de  éstas  fía  el  cuidado  de  sus  hijos  á  otro 
bruto,  ni  aun  al  hpmbre  mismo?  ¿Y  el  hombre  dotado  de 
razón  ha  de  atrepellar  las  leyes  de  la  naturaleza,  y  aban- 
donar á  sus  hijos  en  los  brazos  alquilados  de  cualquiera 
india,  negra  ó  blanca,  sana  ó  enferma,  de  buenas  ó  depra- 
vadas costumbres,  puesto  que  en  teniendo  leche  de  nada 
más  se  informan  los  padres,  con  escándalo  de  la  perra, 
de  la  gata,  de  la  burra  y  de  todas  las  madres  irracionales? 


'    Esta  fórmula,  usada  en  la  Universidad,  quiere  decir  en  castellano:  lin  opotición, 
unánimemente.  E. 

PERIQUILLO   SARNIENTO. —  T.    I,    A.  — 3. 


4 


^¿.íIk  .ii..— il:'  xj'-i-'.if'-^í^v-íí**..' 


10  PENSADOR    MEXICANO 

¡Ah!  Si  estas  pobres  criaturas  de  quienes  hablo 
tuvieran  sindéresis,  al  instante  que  se  vieran  las  ino- 
centes abandonadas  de  sus  madres,  cómo  dirían  llenas 
de  dolor  y  entusiasmo:  mujeres  crueles,  ¿por  qué  tenéis 
el  descaro  y  la  insolencia  de  llamaros  madres?  ¿conocéis 
acaso  la  alta  dignidad  de  una  madre?  ¿sabéis  las  señales 
que  la  caracterizan?  ¿habéis  atendido  alguna  vez  á  los 
afanes  que  le  cuesta  á  una  gallina  la  conservación  de 
sus  pollitos?  ¡Ahí  No.  Vosotras  nos  concebisteis  por 
apetito,  nos  paristeis  por  necesidad,  nos  llamáis  hijos 
por  costumbre,  nos  acariciáis  tal  cual  vez  por  cumpli- 
miento, y  nos  abandonáis  por  un  demasiado  amor  pro- 
pio ó  por  una  execrable  lujuria.  Sí,  nos  avergonzamos 
de  decirlo;  pero  señalad  con  verdad,  si  os  atrevéis,  la 
causa  porque  os  somos  fastidiosos.  A  excepción  de  un 
caso  gravísimo  en  que  se  interese  vuestra  salud,  y  cuya 
certidumbre  es  preciso  que  la  autorice  un  médico  sabio, 
virtuoso  y  no  forjado  á  vuestro  gusto,  decidnos:  ¿os 
mueven  á  este  abandono  otros  motivos  más  paliados 
que  el  de  no  enfermaros  y  aniquilar  vuestra  hermosura? 

Ciertamente  no  son  otros  vuestros  criminales  pre- 
textos, madres  crueles,  indignas  de  tan  amable  nombre; 
ya  conocemos  el  amor  que  nos  tenéis,  ya  sabemos  que 
nos  sufristeis  en  vuestro  vientre  por  la  fuerza,  y  ya  nos 
juzgamos  desobligados  del  precepto  de  la  gratitud;  pues 
apenas  podéis,  nos  arrojáis  en  los  brazos  de  una  extra- 


,j^,. ■  <K.-.^..-¿.'-^fu:  />.^-- 


OBRAS    ESCOGIDAS  11 

ña,  cosa  que  no  hace  el  bruto  más  atroz.  Así  se  pro- 
dujeran estos  pobrecillos  si  tuvieran  expeditos  los  usos 
de  la  razón  y  de  la  lengua. 

Qaedé,  pues,  encomendado  al  cuidado  ó  descuido 
de  mi  chichigua,   quien,  seguramente,  carecía  de  buen 
natural,  esto  es,  de  un  espíritu  bien  formado;   porque 
si  es  cierto  que  los  primeros  alimentos  que  nos  nutren 
nos  hacen  adquirir  alguna  propiedad  de  quien  nos  los  mi- 
nistra, de  suerte  que  el  niño  á  quien  ha  criado  una  cabra 
no  será  mucho  que  salga  demasiado  travieso  y  saltador, 
como  se  ha  visto;  si  es  cierto  esto,  digo:  que  mi  primera* 
nodriza  era  de  un  genio  maldito,  según  que  yo  salí  de  mal 
intencionado,  y  mucho  más  cuando  no  fué  una  sola  la 
que  me  dio  sus  pechos,   sino  hoy  una,  mañana  otra, 
pasado  mañana  otra,  y  todas,  ó  las  más,  á  cual  peores; 
porque  la  que  no  era  borracha,  era  golosa;  la  que  no 
era  golosa,  estaba  gálica;  la  que  no  tenía  este  mal,  tenía 
otro;  y  la  que  estaba  sana,  de  repente  resultaba  en  cinta, 
y  esto  era  por  lo  que  toca  á  las  enfermedades  del  cuerpo, 
que  por  lo  que  toca  á  las  del  espíritu,  rara  sería  la  que 
estaría  aliviada.   Si  las  madres  advirtieran,  á  lo  menos, 
estas  resultas  de  su  abandono,  quizá  no  fueran  tan  indo- 
lentes con  sus  hijos. 

No  sólo  consiguieron  mis  padres  hacerme  un  mal 
genio  con  su  abandono,  sino  también  enfermizo  con  su 
cuidado.  Mis  nodrizas  comenzaron  á  debilitar  mi  salud, 


c: 


12  PENSADOR    MEXICANO 

y  hacerme  resabido,  soberbio  é  impertinente  con  sus  des- 
arreglos y  descuidos,  y  mis  padres  la  acabaron  de  des- 
truir con  su  prolijo  y  mal  entendido  cuidado  y  cariño; 
porque  luego  que  me  quitaron  el  pecho,  que  no  costó 
poco  trabajo,  se  trató  de  criarme  demasiado  regalón  y 
delicado;  pero  siempre  sin  dirección  ni  tino. 

Es  menester  que  sepáis,  hijos  míos,  por  si  no  os 
lo  he  dicho,  que  mi  padre  era  de  mucho  juicio,  nada 
vulgar,  y  por  lo  mismo  se  oponía  á  todas  las  candideces 
de  mi  madre;  pero  algunas  veces,  por  no  decir  las  más, 
flaqueaba  en  cuanto  la  veía  afligirse  ó  incomodarse  de- 
masiado, y  ésta  fué  la  causa  porque  yo  me  crié  entre 
bien  y  mal,  no  sólo  con  perjuicio  de  mi  educación  moral, 
sino  también  de  mi  constitución  física. 

Bastaba  que  yo  manifestara  deseo  de  alguna  cosa, 
para  que  mi  madre  hiciera  por  ponérmela  en  las  manos, 
aunque  fuera  injustamente.  Supongamos:  quería  yo  su 
rosario,  el  dedal  con  que  cosía,  un  dulcecito  que  otro  niño 
de  casa  tuviera  en  la  mano,  ó  cosa  semejante,  se  me 
había  de  dar  en  el  instante,  y  cuenta  como  se  me  negaba, 
porque  aturdía  yo  el  barrio  á  gritos;  y  como  me  ense- 
ñaron á  darme  cuanto  gusto  quería,  porque  no  llorara, 
yo  lloraba  por  cuanto  se  me  antojaba  para  que  se  me 
diera  pronto. 

Si  alguna  criada  me  incomodaba,  hacía  mi  ma- 
dre que  la  castigaba,    como  para  satisfacerme,   y  esto 


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OBRAS   ESCOGIDAS  13 

no  era  otra  cosa  que  enseñarme  á  ser  soberbio  y  ven- 
gativo. 

Me  daban  de  comer  cuanto  quería,  indistintamente 
á  todas  horas,  sin  orden  ni  regla  en  la  cantidad  y  cali- 
dad de  los  alimentos,  y  con  tan  bonito  método  lograron 
verme,  dentro  de  pocos  meses,  cursiento,  barrigón  y  des- 
colorido. 

Yo,  á  más  de  esto,  dormía  hasta  las  quinientas,  y 
cuando  me  despertaban,  me  vestían  y  envolvían  como 
un  tamal  de  pies  á  cabeza;  de  manera  que,  según  me 
contaron,  yo  jamás  me  levantaba  de  la  cama  sin  zapa- 
tos, ni  salía  áe\  jonuco  sin  la  cabeza  entrapajada.  A  más 
de  esto,  aunque  mis  padres  eran  pobres,  no  tanto  que 
carecieran  de  proporciones  para  no  tener  sus  vidrieri- 
tas:  teníanlas,  en  efecto,  y  yo  no  era  dueño  de  salir 
al  corredor  ó  al  balcón  sino  por  un  raro  accidente,  y  eso 
ya  entrado  el  día.  Me  economizaban  los  baños  terrible- 
mente, y  cuando  me  bañaban  por  campanada  de  vacante, 
era  en  la  recámara  muy  abrigada  y  con  un  agua  bien 
caliente. 

De  esta  suerte  fué  mi  primera  educación  física;  ¿y 
qué  podía  resultar  de  la  observancia  de  tantas  preocu- 
paciones juntas,  sino  el  criarme  demasiado  débil  y  enfer- 
mizo? Como  jamás,  ó  pocas  veces,  me  franqueaban  el 
aire,  ni  mi  cuerpo  estaba  acostumbrado  á  recibir  sus 
saludables  impresiones,  al  menor  descuido  las  extrañaba 

PERIQUILLO   SARNIENTO.  —  T.    I,    A.  — 4. 


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14  PENSADOR    MEXICANO 

mi  naturaleza,  y  ya  á  los  dos  y  tres  años  padecía  cata- 
rros y  constipados  con  frecuencia,  lo  que  me  hizo  medio 
raquítico.  ¡Ah!  no  saben  las  madres  el  daño  que  hacen 
á  sus  hijos  con  semejante  método  de  vida.  Se  debe  acos- 
tumbrar á  los  niños  á  comer  lo  menos  que  puedan,  y 
alimentos  de  fácil  digestión  proporcionados  á  la  tierna 
elasticidad  de  sus  estómagos:  deben  familiarizarlos  con 
el  aire  y  demás  intemperies,  hacerlos  levantar  á  una 
hora  regular,  andar  descalzos,  con  la  cabeza  sin  pañue- 
los ni  atorros,  vestir  sin  ligaduras  para  que  sus  fluidos 
corran  sin  embarazo,  dejarlos  travesear  cuanto  quieran, 
y  siempre  que  se  pueda  al  aire  fresco,  para  que  se  agili- 
ten y  robustezcan  sus  nerviecillos,  y  por  fin,  hacerlos 
bañar  con  frecuencia,  y  si  es  posible  en  agua  fría,  ó 
cuando  no,  tibia  ó  quebrantada,  como  dicen.  Es  increíble 
el  beneficio  que  resultaría  á  los  niños  con  este  plan  de 
vida.  Todos  los  módicos  sabios  lo  encargan,  y  en  México 
ya  lo  vemos  observado  por  muchos  señores  de  propor- 
ciones y  despreocupados,  y  ya  notamos  en  las  calles 
multitud  de  niños  de  ambos  sexos  vestidos  muy  senci- 
llamente, con  sus  cabecitas  al  aire,  y  sin  más  abrigo 
en  las  piernas  que  el  túnico  ó  pantaloncito  flojo.  ¡Quiera 
Dios  que  se  haga  general  esta  moda  para  que  las  cria- 
turas logren  ser  hombres  robustos  y  útiles  por  esta  parte 
á  la  sociedad ! 

Otra  candidez   tuvo   la   pobrecita  de  mi  madre,   y 


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-    OBRAS    ESCOGIDAS  '  15 

fué  llenarme  la  fantasía  de  cocos,  dejos  y  macacos,  con 
cuyos  extravagantes  nombres  me  intimidaba  cuando 
estaba  enojada  y  yo  no  quería  callar,  dormir  ó  cosa 
semejante.  Esta  corruptela  me  formó  un  espíritu  cobar- 
de y  afeminado,  de  manera  que.  aún  ya  de  ocho  ó  diez 
anos,  yo  no  podía  oir  un  ruidito  á  media  noche  sin 
espantarme,  ni  ver  un  bulto  que  no  distinguiera,  ni  un 
entierro,  ni  entrar  en  un  cuarto  oscuro,  porque  todo 
me  llenaba  de  pavor;  y  aunque  no  creía  entonces  en  el 
coco,  pero  sí  estaba  persuadido  de  que  los  muertos  se 
aparecían  á  los  vivos  cada  rato,  que  los  diablos  salían 
á  rasguñarnos  y  apretarnos  el  pescuezo  con  la  cola  cada 
vez  que  estaban  para  ello,  que  había  bultos  que  se  nos 
echaban  encima,  que  andaban  las  ánimas  en  penas  men- 
digando nuestros  sufragios,  y  creía  otras  majaderías  de 
esta  clase,  más  que  los  artículos  de  la  fe.  ¡Gracias  á 
un  puñado  de  viejas  necias  que,  ó  ya  en  clase  de  criadas 
ó  de  visitas,  procuraban  entretener  al  niño  con  cuentos 
de  sus  espantos,  visiones  y  apariciones  intolerablesl  ;Ah! 
¡qué  daño  me  hicieron  estas  viejas!  ¡de  cuántas  supers- 
ticiones llenaron  mi  cabeza!  ¡Qué  concepto  tan  injurioso 
formé  entonces  de  la  Divinidad,  y  cuan  ventajoso  y  res- 
petable hacia  los  diablos  y  los  muertos!  Si  os  casareis,  .f' 
hijos  míos,  no  permitáis  á  los  vuestros  que  se  fami- 
liaricen con  estas  viejas  supersticiosas,  á  quienes  yo  vea 
quemadas  con  todas  sus  fábulas  y  embelecos  en   mis 


c 


16  PENSADOR    MEXICANO 

días;  ni  les  permitáis  tampoco  las  pláticas  y  sociedades 
con  gente  idiota,  pues  lejos  de  enseñarles  alguna  cosa 
de  provecho,  los  imbuirán  en  mil  errores  y  necedades 
que  se  pegan  á  nuestra  imaginación  más  que  unas  garra- 
patas, pues  en  la  edad  pueril  aprenden  los  niños  lo  bueno 
y  lo  malo  con  la  mayor  tenacidad,  y  en  la  adulta,  tal  vez 
no  bastan  ni  los  libros  ni  los  sabios  para  desimpresio- 
narlos de  aquellos  primeros  errores  con  que  se  nutrió  su 
espíritu. 

De  aquí  proviene  que  todos  los  días  vemos  hombres 
en  quienes  respetamos  alguna  autoridad  ó  carácter,  y  en 
quienes  reconocemos  bastante  talento  y  estudio;  y  sin 
embargo,  los  notamos  caprichosamente  adheridos  á  cier- 
tas  vulgaridades  ridiculas,  y  lo  peor  es  que  están  más 
aferrados  á  ellas  que  el  codicioso  Creso  á  sus  tesoros; 
y  así  suelen  morir  abrazados  con  sus  envejecidas  igno- 
rancias; siendo  esto  como  natural,  pues,  como  dijo  Hora- 
cio: ía  vasija  f/uarda  por  muvJio  tiempo  oí  olor  del  primer 
aroma  en  que  se  infurtió  cuando  nuecft . 

Mi  padre  era,  como  he  dicho,  un  hombre  muy 
juicioso  y  muy  prudente:  siempre  se  incomodaba  con 
estas  boberías :  era  demasiadamente  opuesto  á  ellas; 
pero  amaba  á  mi  madre  con  extremo,  y  este  excesivo 
amor  era  causa  de  que,  por  no  darle  pesadumbre,  su- 
friera y  tolerara,  á  su  pesar,  casi  todas  sus  extrava- 
gantes ideas,  y  permitiera,  sin  mala  intención,  que  mi 


•y.i'rtiítJnV^  «•■<•  i/idftl    "flilillilt^ 


"■4 


OBRAS   ESCOGIDAS  17 

madre  y  mis  tías  se  conjuraran  en  mi  daño.  ¡Válgame 
Dios,  y  qué  consentido  y  mal  criado  me  educaron!  ¿A  mí  i 

negarme  lo  que  pedía,  aunque  fuera  una  cosa  ilícita  en 
mi  edad  ó  perniciosa  á  mi  salud?  Era  imposible;  ¿reñir-  i 

me  por  mis  primeras  groserías?  De  ningún  modo;  ¿refre- 
nar los  ímpetus  primeros  de  mis  pasiones?  Nunca.  Todo 
lo  contrario.  Mis  venganzas,  mis  glotonerías,  mis  nece- 
dades y  todas  mis  boberas  pasaban  por  gracias  propias 
de  la  edad,  como  si  la  edad  primera  no  fuera  la  más 
propia  para  imprimirnos  las  ideas  de  la  virtud  y  del 
honor. 

Todos  disculpaban  mis  extravíos  y  canonizaban  mis 
toscos  errores  con  la  antigua  y  mal  repetida  cantinela 
de  déjelo  usted:  es  niño:  es  propio  de  sti  edad:  no  sabe 
lo  que  hace:  ;cón\o  ha  de  eomen::av  por  donde  nosotros 
acabamos:"  y  otras  tonteras  de  este  jaez,  con  cuyas  indul-  .    I 

gencias  se  pervertía  más  mi  madre,  y  mi  padre  tenía 
que  ceder  á  su  impertinente  cariño.  ¡Qué  mal  hacen 
los  hombres  que  se   dejan    dominar  de   sus   mujeres,  f 

especialmente  acerca  de  la  crianza  ó  educación  de  sus  <. 

K    hijos  1 

Finalmente,  así  viví  en  mi  casa  los  seis  años  pri- 
meros que  vi  el  mundo.  Es  decir:  viví  como  un  mero 
animal,  sin  saber  lo  que  me  importaba  saber  y  no  igno-  -ij| 

rando  mucho  de  lo  que  me  convenía  ignorar. 

Llegó,  por  fin,  el  plazo  de  separarme  de  casa  por 

PERIQUILLO   SARNIENTO.  — T.    I,   A.  — 5. 


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18 


PENSADOR   MEXICANO 


algunos  ratos,  quiero  decir;  me  pusieron  en  la  escuela, 
y  en  ella  ni  logré  saber  lo  que  debía,  y  supe,  como 
siempre,  lo  que  nunca  había  de  haber  sabido,  y  todo 
esto  por  la  irreflexiva  disposición  de  mi  querida  madre; 
pero  los  acontecimientos  de  esta  época,  os  los  escribiré 
en  el  capítulo  siguiente. 


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CAPITULO  II 


En  el  que  Periquillo  da  razón  de  su  ingreso  á  la  escuela, 
los  progresos  que  hizo  en  ella,  y  otras  particularidades  que  sabrá  el  que  las  leyere, 

las  oyere  leer,  ó  las  preguntare 


Hizo  sus  mohínas  mi  padre,  sus  pucheritos  mi 
madre,  y  yo  un  montón  de  alharacas,  y  berrinches 
revueltos  con  mil  lágrimas  y  gritos;  pero  nada  valió 
para  que  mi  padre  revocara  su  decreto.  Me  encajaron 
en  la  escuela  mal  de  mi  grado. 


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20  PENSADOR    MEXICANO 

El  maestro  era  muy  hombre  de  bien;  pero  no  tenía 
los  requisitos  necesarios  para  el  caso.  En  primer  lugar 
era  un  pobre,  y  emprendió  este  ejercicio  por  mera  nece- 
sidad, y  sin  consultar  su  inclinación  y  habilidad;  no  era 
mucho  que  estuviera  disgustado  como  estaba,  y  aun 
avergonzado  en  el  destino. 

Los  hombres  creen  (no  sé  por  qué)  que  los  mucha- 
chos, por  serlo,  no  so  entretienen  en  escuchar  sus  con- 
versaciones ni  las  comprenden;  y  fiados  en  este  error, 
no  se  cuidan  de  hablar,  delante  de  ellos,  muchas  cosas 
que  alguna  vez  les  salen  á  la  cara,  y  entonces  conocen 
que  los  niños  son  muy  curiosos  y  observativos. 

Yo  era  uno  de  tantos,  y  cumplía  con  mis  deberes 
exactamente.  Me  sentaba  mi  maestro  junto  á  sí,  ya  por 
especial  recomendación  de  mi  padre,  ó  ya  porque  era 
yo  el  más  bien  tratadito  de  ropa  que  había  entre  sus 
alumnos. 

No  sé  qué  tiene  un  buen  exterior  que  se  respeta 
hasta  en  los  muchachos. 

Con  esta  inmediación  á  su  persona  no  perdía  yo 
palabra  de  cuantas  profería  con  sus  amigos.  Una  vez 
le  oí  decir  platicando  con  uno  de  ellos:  —  Sólo  la  maldita 
pobreza  me  puede  haber  metido  á  escuelero;  ya  no  tengo 
vida  con  tanto  muchacho  condenado;  ¡qué  traviesos  que 
son  y  qué  tontos  I  por  más  que  hago  no  puedo  ver  uno 
aprovechado.  ¡Ah,  jucha  en  el  oficio  tan  maldito!  ¡Sobre 


'- kÍ j.' III  i1  ViMÍiial  lÉÉlUii  l"i '■ÍmÍÍ  lif  «fWiiiliítil  ■      mi  V 


OBRAS   ESCOGIDAS  21 

que  ser  maestro  de  escuela  es  la  última  droga  que  nos 
puede  hacer  el  diablo  I...  —  Así  se  producía  mi  buen 
maestro,  y  por  sus  palabras  conoceréis  el  candor  de  su 
corazón,  su  poco  talento  y  el  concepto  tan  vil  que  tenía 
formado  de  un  ejercicio  tan  noble  y  recomendable  por 
sí  mismo,  pues  el  enseñar  y  dirigir  la  juventud  es  un 
cargo  de  muy  alta  dignidad ,  y  por  eso  los  reyes  y  los 
gobiernos  han  colmado  de  honores  y  privilegios  á  los 
sabios  profesores;  pero  mi  pobre  maestro  ignoraba  todo 
esto,  y  así  no  era  mucho  que  formara  tan  vil  concepto 
de  una  tan  honrada  profesión.  . 

En  segundo  lugar  carecía,  como  dije,  de  disposición 
para  ella,  ó  de  lo  que  se  dice  genio.  Tenía  un  corazón 
muy  sensible,  le  era  repugnante  el  afligir  á  nadie,  y  este 
suave  carácter  lo  hacía  ser  demasiado  indulgente  con 
sus  discípulos.  Rara  vez  les  reñía  con  aspereza,  y  más 
rara  los  castigaba.  La  palmeta  y  disciplina  tenían  poco 
que  hacer  por  su  dictamen;  con  esto  los  muchachos  esta- 
ban en  sus  glorias,  y  yo  entre  ellos,  porque  hacíamos 
lo  que  se  nos  antojaba  impunemente. 

Ya  ustedes  verán,  hijos  míos,  que  este  hombre, 
aunque  bueno  de  por  sí,  era  malísimo  para  maestro  y 
padre  de  familias;  pues  así  como  no  se  debe  andar  todo 
el  día  sobre  los  niños  con  el  azote  en  la  mano  como 
cómitre  de  presidio,  así  tampoco  se  les  debe  levantar 
del  todo.  Bueno  es  que  el  castigo  sea  de  tarde  en  tarde, 

PERIQUILLO   SARNIENTO.  — T,    I,    A.  — 6.  . 


•'■.t.-^ií-  .i'ív'  ''•ir:.*? '.-    ','  _  '■      ■"  *:-  •,  :^/r-,(, 


22  PENSADOR    MEXICANO 

que  sea  moderado,  que  no  tenga  visos  de  venganza,  que 
sea  proporcionado  al  delito,  y  siempre  después  de  haber 
probado  todos  los  medios  de  la  suavidad  y  la  dulzura 
para  la  enmienda;  pero  si  éstos  no  valen,  es  muy  bueno 
usar  del  rigor  según  la  edad ,  la  malicia  y  condición  del 
niño.  Xo  digo  que  los  padres  y  maestros  sean  unos  tira- 
nos, pero  tampoco  unos  apoyos  ó  consentidores  de  sus 
hijos  ó  encargados.  Platón  decía,  (¡uo  no  siempre  se  Jian 
de  refrenar  las  ¡tosiones  de  los  niños  eon  la  seceridad, 
ni  siemjtre  se  lian  de  acostumbrar  d  los  mimos  ij  cari- 
cias. ^ 

La   prudencia   consiste   en    poner  medio   entre   los 
extremos. 

Por  otra  parte,  mi  maestro  carecía  de  toda  la  habi- 
lidad que  se  requiere  para  desempeñar  este  título.  Sabía 
leer  y  escribir,  cuando  más,  para  entender  y  darse  á 
entender;  pero  no  para  enseñar.  No  todos  los  que  leen 
saben  leer.  Hay  muchos  modos  de  leer,  según  los  estilos 
de  las  escrituras.  No  se  han  de  leer  las  oraciones  de 
Cicerón  como  los  anales  de  Tácito,  ni  el  panegírico  de 
Plinio  com.o  las  comedias  de  Moreto.  Quiero  decir,  que 
el  que  lee  debe  saber  distinguir  los  estilos  en  que  se 
escribe,  para  animar  con  su  tono  la  lectura,  y  entonces 
manifestará  que  entiende  lo  que  lee,  y  que  sabe  leer. 
A     Muchos  creen  que  leer  bien  consiste  en  leer  aprisa, 

•    Lib.  \'¡I  de  Legthus. 


-    ■'■  ■■'--'  y  rtiiltliii'  r-  —■— ^-^  -'iniMIH  >t'i  íélfV^^dtlilfl'Él 


T»í^-,r    '■T^T'-r 


OBRAS   ESCOGIDAS  23 

y  con  tal  método  hablan  mil  disparates.  Otros  piensan 
(y  son  los  más)  que  en  leyendo  conforme  á  la  ortografía 
con  que  se  escribe,  quedan  perfectamente.  Otros  leen 
así,  pero  escuchándose  y  con  tal  pausa,  que  molestan  á 
los  que  los  atienden.  Otros,  por  fin,  leen  todo  género  de 
escritos  con  mucha  afectación,  pero  con  cierta  monoto- 
nía ó  igualdad  de  tono  que  fastidia.  Estos  son  los  modos 
más  comunes  de  leer,  y  vosotros  iréis  experimentando 
mi  verdad,  y  veréis  que  no  son  los  buenos  lectores  tan 
comunes  como  parece. 

Cuando  oyereis  á  uno  que  lee  un  sermón  como 
quien  predica,  una  historia  como  quien  refiere,  una 
comedia  como  quien  representa,  etc.,  de  suerte  que  si 
cerráis  los  ojos  os  parece  que  estáis  oyendo  á  un  orador 
en  el  pulpito,  á  un  individuo  en  un  estrado,  á  un  cómico 
en  un  teatro,  etc.,  decid:  éste  sí  lee  bien;  mas  si  escu- 
cháis á  uno  que  lee  con  sonsonete,  ó  mascando  las  pala- 
bras, ó  atrepellando  los  renglones,  ó  con  una  misma 
modulación  de  voz,  de  manera  que  lo  mismo  lea  Las 
noches  de  Young  que  el  Todo  fiel  cristiano  del  catecismo, 
decid  sin  el  menor  escrúpulo:  Fulano  no  sabe  leer,  como 
lo  digo  ahora  de  mi  primer  maestro.  Ya  se  ve,  era  de 
los  que  deletreaban  c,  a,  ca:  c,  e,  que:  c,  i,  qui,  etc.; 
¿qué  se  podía  esperar? 

Y  si  esto  era  por  lo  tocante  á  leer,  por  lo  que  res- 
pecta á  escribir,  ¿qué  tal  sería?  tantito  peor,  y  no  podía 


.s.  '::.'  -Vi»-  i;!ii!Ait^-,--cv;iL.jüs^.viJ!^'.'.i^ 


24  PENSADOR   MEXICANO 

ser  de  otra  suerte;  porque  sobre  cimientos  falsos  no  se 
levantan  jamás  fábricas  firmes. 

Es  verdad  que  tenía  su  tintura  en  aquella  parte  de 
la  escritura  que  se  llama  calografía;  porque  sabía  lo 
que  eran  trazos,  finales,  perfiles,  distancias,  proporcio- 
nes, etc.,  en  una  palabra,  pintaba  muy  bonitas  letras; 
pero  en  esto  de  ortogrofía  no  había  nada.  El  adornaba 
sus  escritos  con  puntos,  comas,  interrogaciones  y  demás 
señales  de  éstas;  mas  sin  orden,  método  ni  instrucción; 
con  esto  salían  algunas  cosas  suyas  tan  ridiculas,  que 
mejor  le  hubiera  sido  no  haberlas  puesto  ni  una  coma. 
El  que  se  mete  á  hacer  lo  que  no  entiende,  acertará  una 
vez,  como  el  burro  que  tocó  la  flauta  por  casualidad; 
pero  las  más  ocasiones  echará  á  perder  todo  lo  que  haga, 
como  le  sucedía  á  mi  maestro  en  ese  particular,  que 
donde  había  de  poner  dos  puntos  ponía  coma;  en  donde 
ésta  tenía  lugar,  la  omitía;  y  donde  debía  poner  dos 
puntos,  solía  poner  punto  final:  razón  clara  para  cono- 
cer desde  luego  que  erraba  cuanto  escribía;  y  no  hubiera 
sido  lo  peor  que  sólo  hubieran  resultado  disparates  ri- 
dículos de  su  maldita  puntuación;  pero  algunas  veces 
salían  unas  blasfemias  escandalosas. 

Tenía  una  hermosa  imagen  de  la  Concepción,  y 
le  puso  al  pie  una  redondilla  que  desde  luego  debía 
decir  así: 


OBRAS   ESCOGIDAS  25 


Pues  del  Padre  celestial 
fué  María  la  Hija  querida, 
^no  había  de  ser  concebida 
sin  pecado  original í' 


Pero  el  infeliz  hombre  erró  de  medio  á  medio  la 
colocación  de  los  caracteres  ortográficos,  según  que  lo 
tenía  de  costumbre,  y  escribió  un  desatino  endemoniado 
V  digno  de  una  mordaza,  si  lo  hubiera  hecho  con  la  más 
leve  advertencia,  porque  puso: 

jPues  del  Padre  celestial 
fué  María  la  Hija  querida? 
No,  había  de  ser  concebida 
sin  pecado  original. 

Ya   ven  ustedes   qué  expuesto  está  á  escribir  mil 
"satinos  el  que  carece  de  instrucción  en  la  ortografía, 
cuan  necesario  es  que  en  este  punto  no  os  descuidéis 
•n  vuestros  hijos. 

Es  una  lástima  la  poca  aplicación  que  se  nota  sobre 

>'e  ramo  en  nuestro  reino.  No  se  ven  sino  mil  groseros 

•ni'barismos  todos  los  días  escritos  públicamente  en  las 

vt  !  Tías,  chocolaterías,  estanquillos,  papeles  de  las  esqui- 

iKí-,   y  aun  en  el  cartel  del  coliseo.    Es  corriente  ver 

ina  mayúscula  entremetida  en  la  mitad  de  un  nombre 

'  v(irbo,  unas  letras  por  otras,  etc.  Como,  v.  gr.,  Cho" 

inTeria  famosa.  Rt'al  estanqidyo  de  puros  //  ciíjaros, 

/' '  Barbero  de  Cehdla.  La  Horgullosa.  El  Sebero  Dic- 

PERIQUILLO   SARNIENTO. —  T.    I,    A.  — 7, 


-* 


.i'-fe-    '^.É^:    .Tt.!.' 


r  •;.''^^jfc,''«r-<i' 1  "■.,.".it^"-4i£l¿lt's£3Í(5^'ii££i"A^"i¿../i4*^- 


26  PENSADOR   MEXICANO 

tadoi',  y  otras  impropiedades  de  este  tamaño,  que  no  sólo 
maniñeslan  de  á  legua  la  ignorancia  de  los  escribientes, 
sino  lo  abandonado  do  la  policía  de  la  capital  en  esta 
parte. 

¿Qué  juicio  tan  mezquino  formará  un  extranjero 
de  nuestra  ilustración  cuando  vea  semejantes  despilta- 
rros escritos  y  consentidos  públicamente,  no  ya  en  un 
pueblo,  sino  nada  menos  que  en  México,  en  la  capital 
de  las  Indias  Septentrionales,  y  á  vista  y  paciencia  de 
tanta  respetable  autoridad,  y  de  un  número  de  sabios 
tan  acreditados  en  todas  facultades?  ¿Qué  ha  de  decir, 
ni  qué  concepto  ha  de  formar,  sino  de  que  el  común 
del  pueblo  (y  eso  si  piensa  con  equidad)  es  de  lo  más 
vulgar  é  ignorante,  y  que  está  enteramente  desatendido 
el  cuidado  de  su  ilustración  por  aquellos  á  quienes  está 
confiada? 

Sería  de  desear  que  no  se  permitiera  escribir  estos 
públicos  barbarismos  que  contribuyen  no  poco  á  des- 
acreditarnos. ^ 

Pues  aún  no  es  esto  todo  lo  malo  que  hay  en  el 
particular,  porque  es  una  lástima  ver  que  este  defecto 
de  ortografía   se   extiende   á   muchas   personas  de  fina 

•  En  todas  partes  se  ha  quejado  el  buen  gusto  de  los  insultos  que  le  ha  hecho  la 
barbarie.  Hablando  sobre  esto  mismo  D.  Antonio  Ponz,  en  sus  viajes  fuera  de  España, 
con  relación  á  iguales  barbarismos  que  notó  públicamente  escritos  en  su  patria,  celebra 
la  policía  de  muchas  ciudades  de  Europa,  en  las  que  vio  escritos  los  rótulos  públicos  con 
la  mayor  exactitud  ortográñca  y  curiosidad  calográQca ;  proponiendo  á  sus  paisanos 
estos  modelos  de  ilustración ,  con  el  deseo  de  que  los  imitaran ,  que  es  el  mismo  que  nos 
anima  á  la  presente. 


.r^lL^-l-.  '  -  ;'■  \-ht¡  iMf'tH'^M'nr  >■    ■.If  IWÉ'ñÉiViTrTl'^áii  i.¿«k.i-¿^..-.-,. ,- 


OBRAS   ESCOGIDAS  27 

educación,  de  talentos  no  vulgares,  y  que  tal  vez  han 
pasado  su  juventud  en  los  colegios  y  universidades,  de 
manera  que  no  es  muy  raro  oir  un  bello  discurso  á 
un  orador,  y  notar  en  este  mismo  discurso  escrito  por 
su  mano,  sesenta  mil  defectos  ortográficos;  y  á  mí  me 
parece  que  esta  falta  se  debe  atribuir  á  los  maestros  de 
primeras  letras  que,  ó  miran  esté  punto  tan  principal 
de  la  escritura  como  mera  curiosidad,  ó  como  requisito 
no  necesario,  y  por  eso  se  descuidan  de  enseñarlo  á  sus 
discípulos,  ó  enteramente  lo  ignoran,  como  mi  maestro, 
y  así  no  lo  pueden  enseñar. 

Ya  ustedes  verán,  ¿qué  aprendería  yo  con  un  maes- 
tro tan  hábil?  Nada  seguramente.  Un  año  estuve  en  su 
compañía,  y  en  él  supe  leer  de  corrido,  según  decía  mi 
candido  preceptor,  aunque  yo  leía  hasta  galopado;  por- 
que como  él  no  reparaba  en  niñerías  de  enseñarnos  á 
leer  con  puntuación,  saltábamos  nosotros  los  puntos, 
paréntesis,  admiraciones  y  demás  cositas  de  estas  con 
más  ligereza  que  un  gato;  y  esto  nos  celebraban  mi 
maestro  y  otros  sus  iguales. 

También  olvidé  en  pocos  días  aquellas  tales  cuales 
máximas  de  buena  crianza  que  mi  padre  me  había  ense- 
ñado en  medio  del  consentimiento  de  mi  madre;  pero 
en  cambio  de  lo  poco  que  olvidé,  aprendí  otras  cosillas 
de  gusto,  como,  v.  gr.,  ser  desvergonzado,  mal  criado, 
pleitista,  tracalero,  hablador  y  jugadorcillo. 


> 


!■ 


28  PENSADOR    MEXICANO 

La  tal  escuela  era,  á  más  de  pobre,  mal  dirigida: 
con  esto  sólo  la  cursaban  los  muchachos  ordinarios,  con 
cuya  compañía  y  ejemplo,  ayudado  del  abandono  de  mi 
maestro  y  de  mi  buena  disposición  para  lo  malo,  salí 
aprovechadísimo  en  las  gracias  que  os  he  dicho.  Una  de 
V  ellas  fué  el  acostumbrarme  á  poner  malos  nombres,  no 
sólo  á  los  muchachos  mis  condiscípulos,  sino  á  cuantos 
conocidos  tenía  por  mi  barrio,  sin  exceptuar  á  los  viejos 
más  respetables.  ¡Costumbre  ó  corruptela  indigna  de 
toda  gente  bien  nacida!  pero  vicio  casi  generalmente 
introducido  en  las  más  escuelas,  en  los  colegios,  cuar- 
teles y  otras  casas  de  comunidad;  y  vicio  tan  común  en 
los  pueblos,  que  nadie  se  libra  de  llevar  su  mal  nombre 
á  retaguardia.  En  mi  escuela  se  nos  olvidaban  nuestros 
nombres  propios  por  llamarnos  con  los  injuriosos  que 
nos  poníamos.  Uno  se  conocía  por  el  tuerto,  otro  por  el 
corcobado,  éste  por  el  lagañoso,  aquél  por  el  roto.  Quién 
había  que  entendía  muy  bien  por  loco,  quién  por  burro, 
quién  por  guajolote,  y  así  todos. 

Entre  tantos  padrinos  no  me  podía  yo  quedar  sin  mi 
pronombre.  Tenía  cuando  fui  á  la  escuela  una  chupita 
verde  y  calzón  amarillo.  Estos  colores,  y  el  llamarme 
mi  maestro  algunas  veces  por  cariño  Pcdrillo,  facili- 
taron á  mis  amigos  mi  mal  nombre,  que  fué  Periquillo; 
pero  me  faltaba  un  adjetivo  que  me  distinguiera  de 
otro  Perico  que  había  entre  nosotros,   y  este  adjetivo 


OBRAS  ESCOGIDAS  29 

Ó  apellido  no  tardé  en  lograrlo.  Contraje  una  enferme- 
dad de  sarna,  y  apenas  lo  advirtieron,  cuando  acordán- 
dose de  mi  legítimo  apellido  me  encajaron  el  retumbante 
título  de  Sarniento,  y  heme  aquí  ya  conocido  no  sólo  en 
la  escuela  ni  de  muchacho,  sino  ya  hombre  y  en  todas 
p?íries,  por  Periquillo  Sarniento. 

Entonces  no  se  me  dio  cuidado,  contentándome  con 
corresponder  á  mis  nombradores  con  cuantos  apodos 
podía;  pero  cuando  en  el  discurso  de  mi  vida  eché  de 
ver  qué  cosa  tan  odiosa  y  tan  mal  vista  es  tener  un 
mal  nombre;  me  daba  á  Barrabás,  reprochaba  este  vicio 
y  llenaba  de  maldiciones  á  los  muchachos;  mas  ya  era 
tarde. 

Sin  embargo,  no  dejarán  de  aprovecharos  estas  lec- 
ciones para  que  á  vuestros  hijos  jamás  les  permitáis 
poner  nombres;  ad virtiéndoles,  que  esta  burda  manía, 
cuando  menos,  arguye  un  nacimiento  ordinario  y  una  > 
educación  muy  grosera;  y  digo  cuando  menos,  porque  si 
no  se  hace  por  mera  corruptela  y  chanzoneta,  sino  que 
estos  nombres  son  injuriosos  de  por  sí,  ó  se  dicen  con 
ánimo  de  injuriar,  entonces  prueban  en  el  que  los  pone 
ó  los  dice  una  alma  baja  ó  corrompida,  y  será  pecami- 
nosa la  tal  corruptela,  de  más  ó  menos  gravedad,  según  ^^ 
el  espíritu  con  que  se  use. 

Entre   los   romanos   fué   costumbre   conocerse    con 
sobrenombres  que  denotaban  los  defectos  corporales  de  '        -v: 

PERIQUILLO  SARNIENTO.  — T.   I,   A.  — 8.  , 


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30  PENSADOR    MEXICANO 

quien  los  tenía:  así  se  distinguieron  los  Cocles,  los 
Manos  la /'gas,  los  Cicerones,  los  N^asones  y  otros;  pero 
lo  que  entonces  fué  costumbre  adoptada  para  inmorta- 
lizar la  memoria  de  un  héroe,  hoy  es  grosería  entre 
nosotros.  Las  leyes  de  Castilla  imponen  graves  penas  á 
los  que  injurian  á  otros  de  palabra,  y  el  mismo  Cristo 
dice  que  será  reo  del  fuego  eterno  el  que  le  dijere  á  su 
lierniano  tonto  ó  fatuo. 

Y  si  aun  con  los  iguales  debemos  abstenernos  de 
este  vicio,  ¿qué  será  respecto  á  nuestros  mayores  en 
edad,  saber  y  gobierno?  y  á  pesar  de  esto,  ¿cuál  es  el 
superior,  sea  de  la  clase  ó  carácter  que  sea,  que  no  tenga 
su  mal  nombre  en  la  comunidad  ó  en  el  pueblo  que 
gobierna?  Pues  éste  es  un  osado  atrevimiento,  porque 
debemos  respetarlos  en  lo  público  y  en  lo  privado. 

Sólo  el  ser  viejo  ya  es  un  motivo  que  debe  ejercitar 
nuestro  respeto.  Las  canas  revisten  á  sus  dueños  de 
cierta  autoridad  sobre  los  mozos.  Tan  conocida  ha  sido 
esta  verdad  y  tan  antigua,  que  ya  en  el  Levítico  se  lee: 
recerencla  la  persona  del  anciano,  y  lecdntate  d  la  pre- 
senda  de  los  que  tienen  canas.  Aun  á  los  mismos  paga- 
nos no  se  ocultó  la  justicia  de  este  respeto.  Ju venal  nos 
dice  que  hubo  tiempo  en  que  se  tenia  por  un  crimen  digno 
de  muerte,  que  no  se  levantara  un  j'ocen  d  la  presencia  de 
un  cié  jo,  ó  un  niño  d  la  de  un  hombre  barbado.  ^   Entre 

1    Sát.  XIII. 


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OBRAS   ESCOGIDAS  31 

los  lacedemonios  se  mandaba  que  los  niños  reveren- 
ciaran públicamente  ú  los  ancianos,  ij  les  cedieran  el 
lugar  en  todas  ocasiones. 

¿Qué  dijeran  estos  antiguos  si  vieran  hoy  á  los 
muchachos  burlarse  de  los  pobres  viejos  á  merced  de  su 
cansada  edad?  Cuarenta  y  dos  muchachos  perecieron  en 
los  brazos  y  dientes  de  dos  osos;  ¿y  por  que?  porque 
se  burlaron  del  profeta  Elíseo  gritándole  calco.  ¡Oh,  qué 
bueno  fuera  que  siempre  hubiera  un  par  de  osos  á  la 
mano  para  que  castigaran  la  insolencia  de  tanto  mucha- 
cho atrevido  y  mal  criado  que  crece  entre  nosotros  1 

No  digo  á  los  viejos,  pero  ni  á  los  asimplados  ó 
dementes  se  debe  burlar  por  ningún  caso.  El  defecto 
espiritual  de  estos  infelices  debe  servir  para  dar  gracias 
al  Criador  de  que  nos  ha  librado  de  igual  fatalidad;  debe 
contener  nuestra  soberbia,  haciéndonos  reflexionar  que 
mañana  ú  otro  día  podemos  padecer  igual  trastorno, 
como  que  somos  de  la  misma  masa,  y  por  último,  debe 
excitar  nuestra  compasión  hacia  ellos,  porque  el  mi- 
serable trae  en  su  misma  miseria  una  carta  de  reco- 
mendación de  Dios  para  sus  semejantes.  Ved,  pues, 
qué  crueldad  no  será  el  burlarse  de  cualquiera  de 
estos  pobrecillos,  en  vez  de  compadecerlos  y  socorrerlos 
como  debía  ser.  Aprended  todo  esto  para  inspirarlo  á 
vuestros  hijos,  y  no  tengáis  por  importunas  mis  digre- 
siones. 


'^.4 


32  PENSADOR    MEXICANO 

5        Volviendo  á  mis  adelantamientos  en  la  escuela,  digo 
que  fueron  ningunos,  y  así  hubieran  sido  siempre,  si  un 

impensado  accidente  no  me  hubiera  librado  de  mi  maes- 
tro. Fué  el  caso,  que  un  día  entró  un  padre  clérigo  con 
un  niño  á  encomendarlo  á  su  dirección:  después  que 
hubo  contestado  con  él,  al  despedirse  observó  el  versito 
que  os  he  dicho,  lo  miró  atentamente,  sacó  un  anteojito, 
lo  volvió  á  leer  con  él,  procuró  limpiar  las  interrogacio- 
nes y  la  coma  que  tenía  el  no,  creyendo  fuesen  sucieda- 
des de  moscas;  y  cuando  se  hubo  satisfecho  de  que  eran 
caracteres  muy  bien  pintados,  preguntó:  —  ¿Quién  escri- 
bió esto? — A  lo  que  mi  buen  maestro  respondió  diciendo 
que  él  mismo  lo  había  escrito  y  que  aquella  era  su  letra. 
Indignóse  el  eclesiástico,  y  le  dijo: — Y  usted  ¿qué  quiso 
decir  en  esto  que  ha  escrito? — Yo,  padre,  respondió  mi 
maestro  tartamudeando,  lo  que  quise  decir,  es:  que 
María  Santísima  fué  concebida  en  gracia  original,  porque 
fué  la  hija  querida  de  Dios  Padre.  Pues,  amigo,  repuso  el 
clérigo,  usted  eso  querría  decir;  mas  aquí  lo  que  se  lee 
es  un  disparate  escandaloso;  pero  pues  sólo  es  efecto  de 
su  mala  ortografía ,  tome  usted  el  palo  del  tintero  ó  todos 
sus  algodones  juntos,  y  borre  ahora  mismo  y  antes  que 
me  vaya  este  verso  perversamente  escrito,  y  si  no  sabe 
usar  de  los  caracteres  ortográficos,  no  los  pinte  jamás; 
pues  menos  malo  será  que  sus  cartas  y  todo  lo  que 
escriba  lo  fíe  á  la  discreción  de  los  lectores,  sin  gota  de 


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OBRAS   ESCOGIDAS  33 

puntuación,  que  no  que  por  hacer  lo  que  no  sabe,  escriba 
injurias  ó  blasfemias  como  la  presente. 

El  pobre  de  mi  maestro,  todo  corrido  y  lleno  de  ver- 
güenza, borró  el  verso  fatal,  delante  del  padre  y  de  nos- 
otros. Luego  que  concluyó  su  tácita  retractación,  prosi- 
guió el  eclesiástico: — Me  llevo  á  mi  sobrino,  porque  él  es 
un  ciego  por  su  edad,  y  usted  otro  ciego  por  su  ignorancia: 
y  sí  un  ciego  es  el  lazarillo  de  otro  ciego,  ya  usted  habrá 
oído  decir  que  los  dos  van  á  dar  al  precipicio.  Usted  tiene 
buen  corazón  v  buena  conducta;  mas  estas  cualidades  de 
por  sí  no  bastan  para  ser  buenos  padres,  buenos  ayos  ni 
buenos  maestros  de  la  juventud.  Son  necesarios  requisi- 
tos para  desempeñar  estos  títulos,  ciencia,  prudencia, 
virtud  y  disposición.  Usted  no  tiene  más  que  virtud,  y 
esta  sola  lo  hará  bueno  para  mandadero  de  monjas  ó 
sacristán,  no  para  director  de  niños.  Conque  procure 
usted  solicitar  otro  destino,  pues  si  vuelvo  á  ver  esta 
escuela  abierta,  avisaré  al  maestro  mayor  para  que  le 
recoja  á  usted  las  licencias,  si  las  tiene.  Adiós. — Consi- 
deren ustedes,  ¿cómo  quedaría  mi  maestro  con  semejante 
panegírico?  Luego  que  se  fué  el  padre  clérigo,  se  sentó  y 
reclinó  la  cabeza  sobre  sus  brazos,  lleno  de  confusión 
y  guardando  un  profundo  silencio. 

Ese  día  no  hubo  planas,  ni  lección,  ni  rezo,  ni  doc- 
trina, ni  cosa  que  lo  valiera.  Nosotros  participamos  de  su 
pesadumbre  é  hicimos  el  duelo  á  su  tristeza  en  el  modo 

PERIQUILLO   SARNIENTO. —  T.    I,    A.  — 9. 

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34  PENSADOR    MEXICANO 

que  pudimos,  pues  arrinconamos  las  planas  y  los  libros, 
y  no  osamos  levantar  la  voz  para  nada.  Bien  es,  que 
por  no  perder  la  costumbre,  retozamos  y  charlamos  en 
secreto  hasta  que  dieron  las  doce,  á  cuya  primera  cam- 
panada volvió  mi  maestro  en  sí:  rezó  con  nosotros,  y 
luego  que  nos  echó  su  bendición,  nos  dijo  con  un  tono 
bastante  tierno:  —  ^^ Hijos  míos:  yo  no  trato  de  proseguir 
en  un  destino  que  lejos  de  darme  que  comer,  me  da 
disgusto.  Ya  habéis  visto  el  lance  que  me  acaba  de  pasar 
con  ese  padre:  Dios  le  perdone  el  mal  rato  que  me  ha 
dado;  pero  yo  no  me  expondré  á  otro  igual,  y  así  no 
vengáis  á  la  tarde:  avisad  á  vuestros  padres  que  estoy 
enfermo  y  ya  no  abro  la  escuela.  Conque  hijos,  vayan 
norabuena  y  encomiéndenme  á  Dios.^> 

No  dejamos  de  alligirnos  algún  tanto,  ni  dejaron 
nuestros  ojos  de  manifestar  nuestro  pesar,  porque  en 
efecto,  sentíamos  á  mi  maestro  como  que  magí"ier  tontos, 
conocíamos  que  no  podíamos  encontrar  maestro  más 
suave  si  lo  mandábamos  hacer  de  mantequilla  ó  maza- 
pán; pero  en  ñn,  nos  fuimos. 

Cada  muchacho  haría  en  su  casa  lo  que  yo  en  la 
mía,  que  fué  contar  al  pie  de  la  letra  todo  el  pasaje,  y  la 
resolución  de  mi  maestro  de  no  volver  á  abrir  la  escuela. 

Con  esta  noticia  tuvo  mi  padre  que  solicitarme 
nuevo  maestro,  y  lo  halló  al  cabo  de  cinco  días.  Llevóme 
á  su  escuela  y  entregóme  bajo  su  terrible  férula. 


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OBRAS    ESCOGIDAS  35 

¡Qué  instable  es  la  fortuna  en  esta  vida!  Apenas  nos 
muestra  un  día  su  rostro  favorable  para  mirarnos  con 
ceño  muchos  meses.  ¡Válgame  Dios,  y  cómo  conocí  esta 
verdad  en  la  mudanza  de  mi  escuela!  En  un  instante 
me  vi  pasar  de  un  paraíso  á  un  infierno,  y  del  poder  de 
un  ángel  al  de  un  diablo  atormentador.  El  mundo  se  me 
volvió  de  arriba  abajo. 

Este  mi  nuevo  maestro  era  alto,  seco,  entrecano, 
bastante  bilioso  é  hipocondríaco,  hombro  de  bien  á  toda 
prueba,  arrogante  lector,  famoso  pendolista,  aritmético 
diestro  y  muy  regular  estudiante;  pero  todas  estas  pren- 
das las  deslucía  su  genio  tétrico  y  duro. 

Era  demasiado  eficaz  v  escrupuloso.  Tenía  muv 
pocos  discípulos,  y  á  cada  uno  consideraba  como  el  único 
objeto  de  su  instituto.  ¡Bello  pensamiento  si  lo  hubiera 
sabido  dirigir  con  prudencia!  pero  unos  pecan  por  uno 
y  otros  por  otro  extremo  donde  falta  aquella  virtud. 
Mi  primer  maestro  era  nimiamente  compasivo  y  condes- 
cendiente, y  el  segundo  era  nimiamente  severo  y  escru- 
puloso. El  uno  nos  consentía  mucho,  y  el  otro  no  nos 
disimulaba  lo  más  mínimo.  Aquél  nos  acariciaba  sin 
recato,  y  éste  nos  martirizaba  sin  caridad. 

Tal  era  mi  nuevo  preceptor,  de  cuya  boca  se  había 
desterrado  la  risa  para  siempre,  y  en  cuyo  cetrino  sem- 
blante se  leía  toda  la  gravedad  de  un  Areopagita.  Era  de 
aquellos   que   llevan    como    infalible   el    cruel    y    vulgar 


■'•JtSi.^^ÍP.„.      .V  >■_;.',■   '■*-^"l:    Hift^'.-  tlÍ¿i    ■W¿.±\i     ''^■^■^^}.:*-A' 


-^,    '    »<».•- 


36  PENSADOR    MEXICANO 

/axioma  de  que  la  Iciva  con  sangre  entra,  y  bajo  este 
sistema  era  muy  raro  el  día  que  no  nos  atormentaba. 
La  disciplina,  la  palmeta,  las  orejas  de  burro  y  todos 
los  instrumentos  punitorios,  estaban  en  continuo  movi- 
miento sobre  nosotros;  y  yo,  que  iba  Heno  de  vicios, 
sufría  más  que  ninguno  de  mis  condiscípulos  los  rigores 
del  castigo. 

Si  mi  primer  maestro  no  era  para  el  caso  por  indul- 
gente, éste  lo  era  menos  por  tirano;  si  aquél  era  bueno 
para  mandadero  de  monjas,  éste  era  mejor  para  cochero 
ó  mandarín  de  obrajes. 

Es  un  error  muy  grosero  pensar  que  el  temor  puede 
hacernos  adelantar  en  la  niñez  si  es  excesivo.  Con  razón 
decía  Plinio  que  el  miedo  es  un  maestro  muy  infiel.  Por 
milagro  acertará  en  alguna  cosa  el  que  la  emprenda 
prevenido  del  miedo  y  del  terror;  el  ánimo  conturbado, 
decía  Cicerón,  no  es  á  propósito  para  desempeñar  sus 
funciones.  Así  me  sucedía,  que  cuando  iba  ó  me  lleva- 
ban á  la  escuela,  ya  entraba  ocupado  de  un  temor 
imponderable;  con  esto  mi  mano  trémula  y  mi  lengua 
balbuciente  ni  podían  formar  un  renglón  bueno  ni  articu- 
lar una  palabra  en  su  lugar.  Todo  lo  erraba,  no  por  falta 
de  aplicación,  sino  por  sobra  de  miedo.  A  mis  yerros 
seguían  los  azotes,  á  los  azotes  más  miedo,  y  á  más 
miedo  más  torpeza  en  mi  mano  y  en  mi  lengua,  la  que 
me  granjeaba  más  castigo. 


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OBRAS    ESCOGIDAS  37 

En  este  círculo  horroroso  de  yerros  y  castigo  viví 
dos  meses  bajo  la  dominación  de  aquel  sátrapa  infer- 
nal. En  este  tiempo  ¡qué  diligencias  no  hizo  mi  madre, 
obligada  de  mis  quejas,  para  que  mi  padre  me  mudara 
de  escuela  I  ¡qué  disgustos  no  tuvo!  ¡y  qué  lágrimas  no 
le  costó  I  pero  mi  padre  estaba  inexorable,  persuadido  á 
que  todo  era  efecto  de  su  consentimiento,  y  no  quería  en 
esto  condescender  con  ella,  hasta  que  por  fortuna  fué 
un  día  á  casa  de  visita  un  religioso  que  ya  tenía  noticia 
del  pan  que  amasaba  el  señor  maestro  susodicho,  y  ofre- 
ciéndose hablar  de  sus  crueldades,  peroró  mi  madre  con 
tanto  ahinco,  y  atestiguó  el  religioso  con  tanta  solidez  á 
mi  favor  que,  convencido  mi  padre,  se  resolvió  á  ponerme 
en  otra  parte,  como  veréis  en  el  capítulo  que  sigue. 


PERIQUILLO   SARNIENTO. —  T.    I,    A.— 10, 


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CAPITULO  III 


En  el  que  Periquillo  describe  su  tercera  escuela,  y  la  disputa 
de  sus  padres  sobre  ponerlo  á  oñcio 


Llegó  el  aplazado  día  en  que  mi  padre  acompa- 
ñado del  buen  religioso  determinó  ponerme  en  la  ter- 
cera escuela.  Iba  yo  cabizbajo,  lloroso  y  lleno  de  temor, 
creyendo  encontrarme  con  el  segundo  tomo  del  viejo 
cruel,  de  cuyo  poder  me  acababan  de  sacar,  sin  em- 
bargo, de  que  mi  padre  y  el  reverendo  me  ensancha- 
ban el  ánimo  á  cada  paso. 


40  PENSADOR   MEXICANO 

Entramos  por  fin  á  la  nueva  escuela;  pero  ¡cuál 
fué  mi  sorpresa  cuando  vi  lo  que  no  esperaba  ni  estaba 
acostumbrado  á  ver!  Era  una  sala  muy  espaciosa  y 
aseada,  llena  de  luz  y  ventilación,  que  no  embarazaban 
sus  hermosas  vidrieras:  las  pautas  y  muestras  colocadas 
á  trechos,  eran  sostenidas  por  unos  genios  muy  gracio- 
sos, que  en  la  siniestra  mano  tenían  un  festón  de  rosas 
de  la  más  halagüeña  y  exquisita  pintura.  No  parece  sino 
que  mi  maestro  había  leído  al  sabio  Blanchard  en  su 
escuela  de  las  costumbres,  y  que  pretendió  realizar  los 
proyectos  que  apunta  dicho  sabio  en  esta  parte,  porque 
la  sala  de  la  enseñanza  rebosaba  luz,  limpieza,  curiosi- 
dad y  alegría. 

Al  primer  golpe  de  vista  que  recibí  con  el  agra- 
dable exterior  de  la  escuela,  se  rebajó  notablemente 
el  pavor  con  que  había  entrado,  y  me  serené  del  todo 
cuando  vi  pintada  la  alegría  en  los  semblantes  de  los 
otros  niños,  de  quienes  iba  á  ser  compañero. 

Mi  nuevo  maestro  no  era  un  viejo  adusto  y  satur- 
nino, según  yo  me  lo  había  figurado;  todo  lo  contrario, 
ora  un  semijoven  como  de  treinta  y  dos  á  treinta  y  tres 
años,  de  un  cuerpo  delgado  y  de  regular  estatura;  vestía 
decente,  al  uso  del  día  y  con  mucha  limpieza;  su  cara 
manifestaba  la  dulzura  de  su  corazón;  su  boca  era  el 
depósito  de  una  prudente  sonrisa;  sus  ojos  vivos  y  pene- 
trantes inspiraban  la  confianza  y  el  respeto;  en  una  pala- 


iiitiir  I  ¿~i-.r^-'^  ■-■    -i.!*  -■   ■•  .     -aia^i»ij.^  T.  ■     ,.--  „   ,.   ^  ■i_.^_.t  ■  ■  ■    ;..i..    ^  -•■  ^■=^-»-~-^' ■'^*-^«  ^  "■•v-ji' \,<^a-i>  fiffi,   ii'''   -  f    J.I  ,^n.fiit^ 


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— ¿Ves,  hijo,  qué  primores  encierra  la  naturaleza,  aun  en  cuatro  hierbecitas 
y  unos  animalitos  que  aquí  tenemos? 


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OBRAS    ESCOGIDAS  .41 

bra,  este  hombre  amable  parece  que  había  nacido  para 
dirigir  la  juventud  en  sus  primeros  años. 

Luego  que  mi  padre  y  el  religioso  se  retiraron,  me 
llevó  mi  maestro  al  corredor;  comenzó  á  enseñarme  las 
macetas;  á  preguntarme  por  las  flores  que  conocía;  á 
hacerme  reflexionar  sobre  la  varia  hermosura  de  sus 
colores,  la  suavidad  de  sus  aromas  y  el  artificioso 
mecanismo  con  que  la  naturaleza  repartía  los  jugos  de 
la  tierra  por  las  ramificaciones  de  las  plantas. 

Después  me  hizo  escuchar  el  dulce  canto  de  varios 
pintados  pajarillos  que  estaban  pendientes  en  sus  jauli- 
tas,  como  los  de  la  sala,  y  me  decía: — ¿Ves,  hijo,  qué  pri- 
mores encierra  la  naturaleza,  aun  en  cuatro  hierbecitas 
y  unos  animalitos  que  aquí  tenemos?  Pues  esta  natu- 
raleza es  la  ministra  del  Dios  que  creemos  y  adoramos. 
La  mayor  maravilla  de  la  naturaleza  que  te  sorprenda, 
la  hizo  el  Criador  con  un  acto  simple  de  su  suprema 
voluntad.  Ese  globo  de  luego  que  está  sobre  nuestras 
cabezas,  que  arde  sin  consumirse  muchos  miles  de  años 
hace,  que  mantiene  sus  llamas  sin  saberse  con  qué 
pábulo,  que  no  sólo  alegra,  sino  que  da  vida  al  hombre, 
al  bruto,  á  la  planta  y  á  la  piedra;  ese  sol,  hijo  mío,  esa 
antorcha  del  día,  ese  ojo  del  cielo,  esa  alma  de  la  natu- 
raleza que  con  sus  benéficos  resplandores  ha  deslum- 
hrado á  muchos  pueblos,  granjeándose  adoraciones  de 
deidad,  no  es  otra  cosa,  para  que  me  entiendas,  que  un 

PERIQUILLO   SARNIENTO    —T.    I,    A.  — 11. 


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42  PENSADOR    MEXICANO 

juguete  de  la  soberana  Omnipotencia.  Considera,  ahora, 
cuál  será  el  poder,  la  sabiduría  y  el  amor  de  este  tu 
gran  Dios,  pues  ese  sol  que  te  admira,  esos  cielos  que 
te  alegran,  estos  pajarillos  que  te  divierten,  estas  flores 
que  t(3  halagan,  este  hombre  que  te  enseña,  y  todo 
cuanto  te  rodea  en  la  naturaleza,  salió  de  sus  divinas 
manos  sin  el  menor  trabajo,  con  toda  perfección  y 
destinado  á  tu  servicio.  Y  quó,  ¿tú  serás  tan  para  poco 
que  no  lo  conozcas?  O  ya  que  lo  conozcas,  ¿serás  tan 
indigno  que  no  agradezcas  tantos  favores  al  Dios  que 
te  los  ha  hecho  sin  merecerlos?  Yo  no  lo  puedo  creer 
de  tí.  Pues  mira,  el  mejor  modo  de  mostrarse  agrade- 
cida una  persona  á  su  bienhechor,  es  servirlo  en  cuanto 
pueda,  no  darle  ningún  disgusto  y  hacer  cuanto  le 
mande.  Esto  debes  practicar  con  tu  Dios,  pues  es  tan 
bueno.  El  te  manda  que  lo  ames  y  que  observes  sus 
mandamientos.  En  el  cuarto  de  ellos  te  ordena  que  obe- 
dezcas y  respetes  á  tus  padres,  y  después  de  ellos  á  tus 
superiores,  entre  los  que  tienen  un  lugar  muy  distin- 
guido tus  maestros.  Ahora  me  toca  serlo  tuyo,  y  á  tí  te 
toca  obedecerme  como  buen  discípulo.  Yo  te  debo  amar 
como  hijo  y  enseñarte  con  dulzura,  y  tú  debes  amarme, 
respetarme  y  obedecerme  lo  mismo  que  á  tu  padre. 

No  me  tengas  miedo,  que  no  soy  tu  verdugo:  trá- 
tame con  miramiento;  pero  al  mismo  tiempo  con  con- 
fianza, considerándome  como  padre  y  como  amigo. 


OBRAS   ESCOGIDAS 


43 


Acá  hay  disciplinas,  y  de  alambre,  que  arrancan  los 
pedazos;  hay  palmetas,  orejas  de  burro,  cormas,  grillos 
y  mil  cosas  feas;  pero  no  las  verás  muy  fácilmente,  por- 
que están  encerradas  en  una  covacha.  Esos  instrumen- 
tos horrorosos  que  anuncian  el  dolor  y  la  infamia,  no 
se  hicieron  para  tí  ni  para  esos  niños  que  has  visto, 
pues  estáis  criados  en  cunas  no  ordinarias,  tenéis 
buenos  padres,  que  os  han  dado  muy  bella  educación, 
y  os  han  inspirado  los  mejores  sentimientos  de  virtud, 
honor  y  vergüenza,  y  no  creo  ni  espero  que  jam.ás  me 
pongáis  en  el  duro  caso  de  usar  de  tan  repugnantes  cas- 
tigos. 

El  azote,  hijo  mío,  se  inventó  para  castigar  afren- 
tando al  racional,  y  para  avivar  la  pereza  del  bruto  que 
carece  de  razón;  pero  no  para  el  niño  decente  y  de  ver- 
güenza que  sabe  lo  que  le  importa  hacer  y  lo  que  nunca 
debe  ejecutar,  no  amedrentado  por  el  rigor  del  castigo, 
sino  obligado  por  la  persuasión  de  la  doctrina  y  el  con- 
vencimiento de  su  propio  interés. 

Aun  los  irracionales  se  docilitan  y  aprenden  con 
sólo  la  continuación  de  la  enseñanza,  sin  necesidad  de 
castigo.  ¿Cuántos  azotes  te  parece  que  les  habré  dado 
a  estos  mocentes  pajaritos  para  hacerlos  trinar  como  los 
oyes?  Ya  supondrás  que  ni  uno;  porque  ni  soy  capaz  de 
usar  tal  tiranía  ni  los  animalitos  son  bastantes  á  resis- 
tirla.   Mi    empeño    en    enseñarlos    y   su   aplicación   en 


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44  PENSADOR   MEXICANO 

aprender  los  han  acostumbrado  á  gorjear  en  el  orden 
que  los  oyes. 

Conque  si  unas  avecita.s  no  necesitan  azote  para 
aprender,  un  niño  como  tú,  ¿cómo  lo  habrá  menester?... 
¡Jesús!...  ni  pensarlo.  ¿Qué  dices?  ¿me  engaña?  ¿me 
amarás?  ¿harás  lo  que  te  mande?  —  Sí,  señor,  le  dije, 
todo  enternecido,  y  le  besé  la  mano,  enamorado  de  su 
dulce  genio.  El  entonces  me  abrazó,  me  llevó  á  su  recá- 
mara, me  dio  unos  bizcochitos,  me  sentó  en  su  cama  y 
me  dijo  que  me  estuviera  allí. 

Es  increíble  lo  que  domina  el  corazón  humano  un 
carácter  dulce  y  afable,  y  más  en  un  superior.  El  de 
mi  maestro  me  docilitó  tanto  con  su  primera  lección, 
que  siempre  le  quise  y  veneré  entrañablemente,  y  por  lo 
mismo  le  obedecía  con  gusto. 

Dieron  las  doce,  me  llamó  mi  maestro  á  la  escuela 
para  que  las  rezara  con  los  niños.  Acabamos,  y  luego  nos 
permitió  estar  saltando  y  enredando  todos  en  buena  com- 
pañía; pero  á  su  vista,  con  cuyo  respeto  eran  nuestros 
juegos  inocentes.  Entretanto  fueron  llegando  los  criados 
y  criadas  por  sus  respectivos  niños,  hasta  que  llegó  la 
de  mi  casa  y  me  llevó;  frero  advertí  que  mi  maestro  le 
volvió  el  libro  que  yo  tenía  para  leer,  y  le  dio  una  esque- 
lita  para  mi  padre,  la  que  se  reducía  á  decirle  que 
llevara  yo  primeramente  los  compendios  de  Fleury  ó 
Pintón,  y  cuando  ya  estuviera  bien  instruido  en  aquellos 


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OBRAS   ESCOGIDAS  45 

principios,  sería  útil  ponerme  en  las  manos  El  Hombre 
feli:;,  Los  Niños  célebres,  Las  Recreaciones  del  hombre 
sensible,  ú  otras  obritas  semejantes;  pero  que  nunca  con- 
venía que  yo  leyera  Soledades  de  la  cid  a,  Las  nótelas  de 
Sayas. j  Guerras  ciciles  de  Granada,  La  historia  de  Cario 
Magno  y  doce  pares,  ni  otras  boberas  de  éstas,  que  lejos 
de  formar,  cooperan  á  corromper  el  espíritu  de  los  niños 
ó  disponiendo  su  corazón  á  la  lubricidad,  ó  llenando  su 
cabeza  de  fábulas,  valentías  y  patrañas  ridiculas. 

Mi  padre  lo  hizo  según  quería  mi  maestro,  y  con 
tanto  más  gusto  cuanto  que  conocía  que  no  era  nada 
vulgar. 

Dos  años  estuve  en  compañía  de  este  hombre  ama- 
ble, y  al  cabo  de  ellos  salí  medianamente  aprovechado  en 
los  rudimentos  de  leer,  escribir  y  contar.  Mi  padre  me 
hizo  un  vestidito  decente  el  día  que  tuve  mi  examen 
público.  Se  esforzó  para  darle  una  buena  gala  á  mi 
maestro,  y  en  efecto,  la  merecía  demasiado.  Le  dio  las 
debidas  gracias,  y  yo  también  con  muchos  abrazos,  y 
nos  despedimos. 

Acaso  os  habrá  hecho  tuerza,  hijos  míos,  que 
habiendo  yo  sido  do  tan  mal  natural  por  mi  educación 
física  y  moral  sin  culpa,  sino  por  un  excesivo  amor  de 
mi  madre,  y  habiéndome  corrompido  más  con  el  per- 
verso ejemplo  de  los  muchachos  de  mi  primera  escuela, 
hubiera  transformádome  en  un  instante  de  malo  en  regu- 

PERIQUILLO  SARNIENTO.  -T.    I,    A.— 12. 


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46  PENSADOR    MEXICANO 

lar  (porque  bueno  jamás  lo  he  sido)  bajo  la  dirección 
de  mi  verdadero  maestro;  pero  no  lo  extrañéis,  porque 
tanto  así  puedo  la  buena  educación  reglada  por  un 
talento  superior  y  una  prudencia  vigilante,  y  lo  que  es 
más,  por  el  buen  ejemplo,  que  es  la  pauta  sobre  que 
los  niños  dirigen  sus  acciones  casi  siempre. 

Así  que,  cuando  tengáis  hijos,  cuidad  no  sólo  de 
instruirlos  con  buenos  consejos,  sino  de  animarlos  con 
buenos  ejemplos.  Los  niños  son  los  monos  de  los  viejos; 
pero  unos  monos  muy  vivos:  cuanto  ven  hacer  á  sus 
mayores,  lo  imitan  al  momento,  y  por  desgracia  imitan 
mejor  y  más  pronto  lo  malo  que  lo  bueno.  Si  el  niño  os 
ve  rezar,  él  también  rezará;  pero  las  más  veces  con  tedio 
y  durmiéndos(\  No  así  si  os  oye  hablar  palabras  torpes 
é  injuriosas;  si  os  advierte  iracundos,  vengativos,  las- 
civos, ebrios  ó  jugadores;  porque  esto  lo  aprenderá 
vivamente,  advertirá  en  ello  cierta  complacencia,  y  el 
deseo  de  satisfacer  enteramente  sus  pasiones  le  hará 
imitar  con  la  mayor  prolijidad  vuestros  desarreglos;  v 
entonces  vosotros  no  tendréis  cara  para  reprenderlos; 
pues  ellos  os  podrán  decir:  esto  nos  habéis  enseñado, 
vosotros  habéis  sido  nuestros  maestros,  y  nada  hacemos 
que  no  hayamos  aprendido  de  vosotros  mismos. 

Los  cangrejos  son  unos  animalitos  que  andan  de 
lado;  pues  como  advirtiesen  esta  deformidad  algunos 
cangrejos  civilizados,  trataron  de  que  se  corrigiera  este 


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OBRAS   ESCOGIDAS 


47 


defecto;  pero  un  cangrejo  machucho  dijo: — ^^Señores,  es 
una  torpeza  pretender  que  en  nosotros  se  corrija  un  vicio 
que  ha  crecido  con  la  edad.  Lo  seguro  es  instruir  á 
nuestra  juventud  en  el  modo  de  andar  derechos,  para 
que,  enmendando  ellos  este  despilfarro,  enseñen  después 
á  sus  hijos  y  se  logre  desterrar  para  siempre  de  nuestra 
posteridad  este  maldito  modo  de  andar. — Todos  los  can- 
grejos nomine  disci'opantc  ^  celebraron  el  arbitrio.  Encar- 
góse su  ejecución  á  los  cangrejos  padres,  y  éstos  con 
muy  buenas  razones  persuadían  á  sus  hijos  á  andar 
derechos;  pero  los  cangrejitos  decían: — ;A  ver  como, 
/taclres/ — Aquí  era  ello.  Se  ponían  á  andar  los  cangrejos 
y  andaban  de  lado,  contra  todos  los  preceptos  que  les 
acababan  de  dar  con  la  boca.  Los  cangrejillos,  como  que 
es  natural,  hacían  lo  que  veían  y  no  lo  que  oían,  y  de 
este  modo  se  quedaron  andando  como  siempre.  Esta  es 
una  fábula  respecto  á  los  cangrejos,  mas  respecto  á  los 
hombres  es  una  verdad  evidente;  porque,  como  dice 
Séneca,  se  hace  largo  y  dificU  el  camino  que  conduce  ñ  la 
virtud  ]tor  los  preceptos:  breve  y  eficaz  por  el  ejemplo. 

Así,  hijos  míos,  debéis  manejaros  delante  de  los 
vuestros  con  la  mayor  circunspección,  de  modo  que 
jamás  vean  el  mal,  aunque  lo  cometáis  alguna  vez  por 
vuestra  miseria.  Yo,  á  la  verdad,  si  habéis  de  ser  malos 
(lo  que  Dios  no  permita)  más  os  quisiera  hipócritas  que 

*    De  común  acuerdo. 


48  PENSADOR    MEXICANO 

escandalosos  delante  de  mis  nietos,  pues  menos  daño 
recibirán  de  ver  virtudes  fingidas  que  de  aprender 
vicios  descarados.  No  digo  que  la  hipocresía  sea  buena 
ni  perdonable,  pero  del  mal  el  menos. 

No  sólo  los  ci'istianos  sabemos  que  nos  obliga  este 
buen  ejemplo  que  se  debe  dar  á  los  hijos.  Los  mismos 
paganos  conocieron  esta  verdad.  Entre  otros  es  digno  de 
notarse  Juvenal,  cuando  dice  en  la  Sátira  XIV  lo  que 
os  traduciré  al  castellano  de  este  modo: 

Nada  indigno  del  oído  ó  de  la  vista 
El  niño  observe  en  vuestra  propia  casa. 
De  la  doncella  tierna  esté  muy  lejos 
La  seducción  que  la  haga  no  ser  casta, 

Y  no  escuche  jamás  la  voz  melosa 

De  aquel  que  se  desvela  en  arruinarla. 
Gran  reverencia  al  niño  se  le  debe, 

Y  si  á  hacer  un  delito  te  preparas. 
No  desprecies  sus  años  por  ser  pocos, 
Que  la  malicia  en  muchos  se  adelanta; 
Antes  si  quieres  delinquir,  tu  niño 

Te  debe  contener  aun  cuando  no  habla, 

Pues  tú  eres  su  censor,  y  tus  enojos, 

Por  tus  ejemplos  moverá  mañana. 

( Y  has  de  advertir  que  tu  hijo  en  las  costumbres 

Se  te  ha  de  parecer  como  en  la  cara) 

Cuando  él  cometa  crímenes  horribles 

No  perdiendo  de  vista  tus  pisadas. 

Tú  querrás  corregirlo  y  castigarlo, 

Y  llenarás  el  barrio  de  alharacas. 
Aún  más  harás,  si  tienes  facultades, 
Lo  desheredarás  lleno  de  saña ; 
¿Pero  con  qué  justicia  en  ese  caso 
La  libertad  de  padre  le  alegaras 
Cuando  tú,  que  eres  viejo,  á  su  presencia 
Tus  mayores  maldades  no  recatas? 


OBRAS   ESCOGIDAS 


49 


Después  que  pasaron  unos  cuantos  días  que  me 
dieron  en  mi  casa  de  asueto  y  como  de  gala,  se  trató  de 
darme  destino. 

Mi  padre,  que  como  os  he  dicho,  era  un  hombre 
prudente  y  miraba  las  cosas  más  allá  de  la  cascara,  con- 
siderando que  ya  era  viejo  y  pobre,  quería  ponerme  á 
oficio;  porque  decía  que  en  todo  caso  más  valía  que  fuera 
yo  mal  oficial  que  buen  vagabundo;  mas  apenas  comu- 
nicó su  intención  con  mi  madre,  cuando...  ¡Jesús  de  mi 
alma!  ¡qué  aspavientos  y  qué  extremos  no  hizo  la  santa 
señora!  Me  quería  mucho,  es  verdad;  pero  su  amor 
estaba  mal  ordenado.  Era  muy  buena  y  arreglada;  mas 
estaba  llena  de  vulgaridades.  Decía  á  mi  padre: — ¿Mi 
hijo  á  oficio?  no  lo  permita  Dios.  ¿Qué  dijera  la  gente  al 
ver  al  hijo  de  don  Manuel  Sarmiento,  aprendiendo  á 
sastre,  pintor,  platero  ú  otra  cosa? — ¡Qué  ha  de  decir! 
respondía  mi  padre;  que  don  Manuel  Sarmiento  es  un 
hombre  decente,  pero  pobre,  y  muy  hombre  de  bien, 
y  no  teniendo  caudal  que  dejarle  á  su  hijo,  quiere  pro- 
porcionarle algún  arbitrio  útil  y  honesto  para  que  solicite 
su  subsistencia  sin  sobrecargar  á  la  república  de  un 
ocioso  más,  y  este  arbitrio  no  es  otro  que  un  oficio. 
Esto  pueden  decir  y  no  otra  cosa. — No,  señor,  replicaba 
mi  madre  toda  electrizada:  si  usted  quiere  dar  á  Pedro 
algún  oficio  mecánico,  atropellando  con  su  nacimiento, 
yo  no;  pues  aunque  pobre,   me   acuerdo   que   por   mis 

PERIQUILLO   SARNIENTO.  — T.    I,    A.  — 13. 


50  PENSADOR    MEXICANO 

venas  y  por  las  de  mi  hijo  corre  la  ilustre  sangre  de 
los  Ponces,  Tagles,  Pintos,  Vélaseos,  Zumalacárreguis 
y  Bundiburis.  —  Pero,  hija,  decía  mi  padre,  ¿qué  tiene 
que  ver  la  sangre  ilustre  de  los  Ponces,  Tagles,  Pintos, 
ni  de  cuantos  colores  y  alcurnias  hay  en  el  mundo,  con 
que  tu  hijo  aprenda  un  oficio  para  que  se  mantenga 
honradamente,  puesto  que  no  tiene  ningún  vínculo  que 
afiance  su  subsistencia? — ¿Pues  qué,  instaba  mi  madre, 
le  parece  á  usted  bueno  que  un  niño  noble  sea  sastre, 
pintor,  platero,  tejedor  ó  cosa  semejante? — Sí,  mi  alma, 
respondía  mi  padre  con  mucha  fiema:  me  parece  bueno 
y  muy  bueno  que  el  niño  noble,  si  es  pobre  y  no  tiene 
protección,  aprenda  cualquier  oficio,  por  mecánico  que 
sea,  para  que  no  ande  mendigando  su  alimento.  Lo  que 
me  parece  malo  es  que  el  niño  noble  ande  sin  blanca, 
roto  ó  muerto  de  hambre  por  no  tener  oficio  ni  beneficio. 
Me  parece  malo  que  para  buscar  que  comer  ande  de 
juego  en  juego,  mirando  donde  se  arrastra  un  muerto,  ^ 
donde  dibuja  una  apuesta,  ó  logra  por  favor  una  guru- 
piada.  ^  Me  parece  más  malo  que  el  niño  noble  ande  al 
medio  día  espiando  dónde  van  á  comer  para  echarse, 
como  dicen,  de  apóstol,  y  yo  digo  de  gorrón  ó  sinver- 
güenza,  porque  los  apóstoles   solían   ir  á  comer  á   las 


'  Asi  se  llama  en  los  juegos  hurtarse  una  parada  á  sombra  del  descuido  de  su 
•egitimo  dueño. 

»  Llaman  los  jugadores  gurupíé  al  que  ayuda  al  banquero,  montero,  etc.,  á  bara- 
jar, pagar  las  apuestas  que  ganan,  recoger  las  que  pierden,  etc.  E. 


,    -í"* -.<-;-  1 


OBRAS    ESCOGIDAS 


51 


casas  ajenas  después  de  convidados  y  rogados,  y  estos 
tunos  van  sin  que  los  conviden  ni  les  rueguen;  antes, 
á  trueque  de  llenar  el  estómago,  son  el  hazmerreir  de 
todos,  sufren  mil  desaires,  y  después  de  tanto,  perm.a- 
necen  más  pegados  que  unas  sanguijuelas,  de  suerte  que 
á  veces  es  necesario  echarlos  noramala  con  toda  clari- 
dad. Esto  sí  me  parece  malo  en  un  noble,  y  me  parece 
peor  que  todo  lo  dicho  y  malísimo  en  extremo  de  la 
maldad  imaginable  que  el  joven  ocioso,  vicioso  y  pobre 
ande  estafando  á  éste,  petardeando  á  aquél  y  haciendo  á 
todos  las  trácalas  que  puede,  hasta  quitarse  la  máscara, 
dar  en  ladrón  público  y  parar  en  un  suplicio  ignomi- 
nioso ó  en  un  presidio.  Tú  has  oído  decir  varias  de  estas 
pillerías,  y  aun  has  visto  algunos  cadáveres  de  estos 
nobles,  muertos  á  manos  de  verdugos  en  esta  plaza 
de  México.  Tú  conociste  á  otro  caballerito  noble  y 
muy  noble,  hijo  de  una  casa  solariega,  sobrino  nada 
menos  que  de  un  primer  ministro  y  secretario  de  Estado; 
pero  era  un  hombre  vicioso,  abandonado  y  sin  destino: 
(por  calavera)  consumó  sus  iniquidades  matando  á  un 
pobre  maromero  en  la  cuesta  del  Platanillo,  camino  de 
Acapulco,  por  robarle  una  friolera  que  había  adqui- 
rido á  costa  de  mil  trabajos.  Cayó  en  manos  de  la 
Acordada,  se  sentenció  á  muerte,  estuvo  en  la  capilla, 
lo  sacó  de  ella  un  virrey  por  respeto  del  tío,  y  per- 
manece preso  en  aquella  cárcel  ya  hace  una  porción  de 


..tM-  ^íiid&yíéáL.^  iio2kl  '¿¿rjíifí'i^-í 


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52  PENSADOR    MEXICANO 

años.  ^  He  aquí  el  triste  cuadro  que  presenta  un  hombre 
noble,  vicioso  y  sin  destino.  Nada  perdió  el  lustre  de 
su  casa  por  el  villano  proceder  de  un  deudo  picaro. 
Si  lo  hubieran  ahorcado,  el  tío  hubiera  quedado,  como 
quodó,  en  el  candelero;  porque  así  como  nadie  es  sabio 
por  lo  que  supo  su  padre,  ni  valiente  por  las  hazañas 
que  hizo,  así  tampoco  nadie  se  infama  ni  se  envilece 
por  los  pésimos  procederes  de  sus  hijos. 

He  traído  á  la  mí^moria  este  caso  horrendo,  y  ¡ojalá 
no  sucedieran  otros  semejantes  1  para  que  veas  á  lo  que 
está  expuesto  el  noble  que,  fiado  en  su  nobleza,  no  quiere 
trabajar,  aunque  sea  pobre. 

— Pero  ¿luego  ha  de  dar  en  un  ojo?  decía  mi  madre, 
¿luego    ha   de   ser    Pedrito    tan    atroz  y  malvado    como 
D.  N.  li.f — Sí,  hijita,  respondía  mi  padre;  estando  en  el 
mismo  predicamento,  lo  propio  tiene  Juan  que  Pedro;  es 
una  cosa  muy  natural,  y  el  milagro  fuera  que  no  suce- 
diera del  mismo  modo,  mediando  las  propias  circunstan- 
cias.   ¿Qué    privilegio   goza    Pedro    para   que,   supuesta 
su  pobreza  é  inutilidad,  no  sea  también  un  vicioso  y  un 
ladrón,  como  Juan,  y  como  tantos  Juanes  que  hay  en  el 
mundo?  ¿Ni  qué  firma  tenemos  del  Padre  Eterno,  que 
nos  asegure   que   nuestro   hijo  ni  se   empapará   en   los 
vicios,   ni   correrá    la   desgraciada   suerte   de   otros  sus 
iguales,  mayormente  mirándose  oprimido  de  la  necesi- 

*    Siendo  virrey  el  conde  de  Revilla,  lo  desterró  para  siempre  á  las  islas  Marianas. 


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OBRAS   ESCOGIDAS  53 

dad,  que  casi  siempre  ciega  á  los  hombres  y  los  hace 
prostituirse  á  los  crímenes  más  vergonzosos? 

— Todo  esto  está  muy  bueno,  decía  mi  madre; 
¿pero  qué  dirán  sus  parientes  al  verlo  con  oficio?  — 
Nada,  ¿qué  han  decir?  respondía  mi  padre;  lo  más  que 
dirán  es;  mi  primo  el  sastre,  mi  sobrino  el  platero  ó 
lo  que  sea;  ó  tal  vez  dirán:  no  tenemos  parientes 
sastres,  etc.,  y  acaso  no  le  volverán  á  hablar;  pero 
ahora,  díme  tú:  ¿qué  le  darán  sus  parientes  el  día  que 
lo  vean  sin  oficio,  muerto  de  hambre  y  hecho  pedazos? 
Vamos,  ya  yo  te  dije  lo  que  dirían  en  un  caso,  díme  tú 
lo  que  le  dirán  en  el  contrario.  —  Puede,  decía  mi  buena 
madre,  puede  que  lo  socorran  siquiera  porque  no  los 
desdore. — Ríete  de  eso,  hija,  respondía  mi  padre;  como 
él  no  los  desplatee,  poca  fuerza  les  hará  que  los  des- 
dore. Los  parientes  ricos,  por  lo  común,  tienen  un 
expediente  muy  ensayado  para  librarse  de  un  golpe 
de  la  vergüencilla  que  les  causan  los  andrajos  de  sus 
parientes  pobres,  y  éste  es  negarlos  por  tales  redon- 
damente. Desengáñate;  si  Pedro  tuviere  alguna  buena 
suerte  ó  hiciere  algún  viso  en  el  mundo,  no  sólo  lo 
reconocerán  sus  verdaderos  parientes,  sino  que  se  le 
aparecerán  otros  mil  nuevos,  que  lo  serán  lo  mismo 
que  el  Gran  Turco,  y  tendrá  continuamente  á  su  lado 
un  enjambre  de  amigos  que  no  lo  dejarán  mover;  pero 
si  fuere  un  pobre,  como  es  regular,  no  contará  más  que 

PERIQUILLO   SARNIENTO. —  T.   I,    A  .  —  14. 


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54  PENSADOR    MEXICANO 

con  el  peso  que  adquiera.  Esta  es  una  verdad,  pero  muy 
antigua  y  muy  experimentada  en  el  mundo;  por  eso 
nuestros  viejos  dijeron  sabiamente,  que  no  haij  más 
amigo  quo  Dios,  ni  más  pai'ientc  que  na  poso.  ¿Tú  ves 
ahora  que  nos  visitan  y  nos  hacen  mil  expresiones  tu 
tío  el  capitán,  mi  sobrino  el  cura,  las  primas  Delga- 
dos, la  tía  Rivera,  mamá  Manuela  y  otros?  Pues  es 
porque  ven  que,  aunque  pobres,  á  Dios  gracias  no  nos 
falta  que  comer  y  les  sirvo  en  lo  que  puedo.  Por  eso 
nos  visitan,  por  eso  y  nada  más,  créelo.  Unos  vienen 
á  pedirme  prestado,  otros  á  que  les  saque  de  este  ó 
aquel  empeño,  quién  á  pasar  el  rato,  quién  á  inquirir 
los  centros  de  mi  casa  y  quién  á  almorzar  ó  tomar  cho- 
colate; pero  si  yo  me  muero,  como  que  quedas  pobre, 
verás,  verás  cómo  se  disipan  los  amigos  y  los  deudos, 
lo  mismo  que  los  mosquitos  con  la  incomodidad  del 
humo.  Por  estos  conocimientos  deseara  que  mi  Pedro 
aprendiera  oficio,  ya  que  es  pobre,  para  que  no  hubiera 
menester  á  los  suyos  ni  á  los  extraños  después  de  mis 
días.  Y  te  advierto,  que  muchas  veces  suelen  los  hom- 
bres hallar  más  abrigo  entre  los  segundos  que  entre  los 
primeros;  mas  con  todo  eso,  bueno  es  atenerse  cada  uno 
á  su  trabajo  y  á  sus  arbitrios  y  no  ser  gravoso  á  nadie. 

— Tú  medio  me  aturdes  con  tantas  cosas,  decía  mi 
madre;  pero  lo  que  veo  es  que  un  hidalgo  sin  oficio  es 
mejor   recibido   y  tratado  con  más  distinción  en  cual- 


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OBRAS   ESCOGIDAS 


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quiera  parte  decente  que  otro  hidalgo  sastre,  batihoja, 
pintor,  etc.  —  Ahí  está  la  preocupación  y  la  vulgari- 
dad, respondía  mi  padre.  Sin  oficio  puede  ser;  pero  no 
sin  destino  ú  arbitrio  honesto.  A  un  empleado  en  una 
oficina,  á  un  mihtar  ó  cosa  semejante,  le  harán  mejor 
tratamiento  que  á  un  sastre  ó  á  cualquiera  otro  oficial 
mecánico,  y  muy  bien  hecho:  razón  es  que  las  gentes  se 
distingan;  pero  al  sastre  y  aun  al  zapatero  lo  estimarán 
más  en  todas  partes  que  no  al  hidalgo  tuno,  ocioso,  tra- 
piento y  petardista,  que  es  lo  que  quiero  que  no  sea  mi 
hijo.  A  más  de  esto,  ¿quién  te  ha  dicho  que  los  oficios 
envilecen  á  nadie?  Lo  que  envilece  son  las  malas  accio- 
nes, la  mala  conducta  y  la  mala  educación.  ¿Se  dará  des- 
tino más  vil  que  guardar  puercos?  pues  esto  no  embarazó 
para  que  un  Sixto  V  fuera  pontífice  de  la  Iglesia  católica... 
Pero  esta  disputa  paró  en  lo  que  leeréis  en  el  capí- 
tulo cuarto. 


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CAPITULO  IV 


En  el  que  Periquillo  da  razón 
■  en  qué  paró  la  conversa- 
ción de  sus  padres,  y  del 
resultado  que  tuvo,  y 
fué  que  lo  pusieron  á 
estudiar,  y  los  pro- 
gresos que  hizo. 


madre ,    sin 
embargo   de 
lo  dicho ,  se 
opuso  de  pie  firme  á 
que  se  me  diera  oficio, 
insistiendo  en  que   me   pu- 
siera mi  padre  en  el  colegio.    Su  merced  le  decía: 

— No  seas  candida;  y  si  á  Pedro  no  le  inclinan  los 
estudios  ó  no  tiene  disposición  para  ellos,  ¿no  será  una 
barbaridad  dirigirlo  por  donde  no  le  gusta?   Es  la  mayor 

PERIQUILLO  SARNIENTO.  — T.    I,   A.  — 15. 


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58  PENSADOR    MEXICANO 

simpleza  de  muchos  padres  pretender  tener  á  pura  fuerza 
un  hijo  letrado  ó  eclesiástico,  aun  cuando  no  sea  de  su 
vocación  tal  carrera  ni  tenga  talento  á  propósito  para  las 
letras;  causa  funesta,  cuyos  perniciosos  efectos  se  lloran 
diariamente  en  tantos  abogados  firmones,  ^  médicos  ase- 
sinos y  eclesiásticos  ignorantes  y  relajados,  como  adver- 
timos. 

Todavía  para  dar  oficio  á  los  niños  es  menester 
consultar  su  genio  y  constitución  física,  porque  el  que 
es  bueno  para  sastre  ó  pintor,  no  lo  será  para  herrero 
ó  carpintero,  oficios  que  piden,  á  más  de  inclinación, 
disposición  de  cuerpo  y  unas  robustas  fuerzas. 

No  todos  los  hombres  han  nacido  útiles  para  todo. 
Unos  son  buenos  para  las  letras,  y  no  generalmente, 
pues  el  que  es  bueno  para  teólogo,  no  lo  será  para 
médico;  y  el  que  será  un  excelente  físico,  acaso  será 
un  abogado  de  á  docena,  si  no  se  le  examina  el  genio; 
y  así  de  todos  los  letrados.  Otros  son  buenos  para  las 
armas  é  ineptos  para  el  comercio;  otros  excelentes  para 
el  comercio  y  topos  para  las  letras;  otros,  por  último, 
aptísimos  para  las  artes  liberales  y  negados  para  las 
mecánicas,  y  así  de  cuantos  hombres  hay. 

En  efecto,   hombres   generales  y  á  propósito  para 


•  Se  llama  así  á  los  abogados  que ,  teniendo  pocos  negocios  en  sus  bufetes,  ocurren 
á  los  Oficios  de  los  escribanos,  y  antiguamente  á  los  Bancos  de  los  procuradores,  á 
poner  su  firma  por  cuatro  reales  ó  un  peso,  en  los  escritos  que,  según  las  leyes,  no 
podían  correr  sin  este  requisito.  K. 


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OBRAS  ESCOGIDAS  59 

todas  las  ciencias  y  artes  se  consideran  ó  como  fenóme- 
nos de  la  naturaleza,  ó  como  testimonios  de  la  Omni- 
potencia Divina,  que  puede  hacer  cuanto  quiera. 

Sin  embargo,  yo  creo  firmemente  que  estos  omnis-  .    i 

cíos,  que  una  que  otra  vez  ha  celebrado  el  mundo,  han  1 

sido  sólo  unos  monstruos  (si  puede  decirse  así)  de  enten- 
dimiento, de  aplicación  y  de  memoria,  y  han  admirado  á 
las   generaciones   por  cuanto  han  adquirido  el  conoci-  * 

miento  de  muchas  más  ciencias  que  el  común  de  los 
sabios  sus  coetáneos,  y  las  han  poseído  tal  vez  en  un 
grado  más  superior;  pero,  en  mi  concepto,  no  han  pasado 
de  unos  fenómenos  de  talento,  rarísimos  en  verdad;  mas 
limitados  todavía  infinitamente,  y  no  han  merecido  ni  i 

merecerán  jamás  el  sagrado  renombre  de  omniscios, 
pues  si  omniscio  quiere  decir  el  que  todo  lo  sabe,  digo 
que  no  hay  más  que  un  omniscio  dentro  y  fuera  de  la 
naturaleza,  que  es  Dios.  Este  Ente  Supremo  es  sí,  el 
único  y  verdadero  omniscio,  porque  es  el  que  única 
y  verdaderamente  sabe  todo  cuanto  se  puede  saber;  y 
en  este  sentido,  conceder  un  hombre  omniscio,  fuera 
conceder  otro  Dios,  de  cuyo  absurdo  están  muy  lejos 
aun  los  que  honraron  al  profundo  Leibniz  con  tan  pom^ 
poso  título. 

Acaso  este  grande  hombre  no  sería  capaz  de  ensue- 
lar  un  zapato,  de  bordar  una  sardineta,  ni  de  hacer  otras 
mil  cosas  que  todos  vemos  como  meras  frioleras  y  efectos 


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60  PENSADOR    MEXICANO 

de  un  puro  mecanismo;  y  sin  acaso,  este  ingenio  céle- 
bre, si  resucitara,  tendría  que  abjurar  muchos  de  sus 
preceptos  y  axiomas,  desengañado  con  los  nuevos  des- 
cubrimientos que  se  han  hecho. 

Todo  esto  te  digo,  hija  mía,  para  que  reflexiones 
que  todos  los  hombres  somos  finitos  y  limitados,  que 
apenas  podemos  acertar  en  una  ú  otra  cosa;  que  los 
ingenios  más  célebres  no  han  pasado  de  grandes;  pero 
ni  remotamente  han  sido  universales,  pues  ésta  es  pre- 
rrogativa del  Criador,  y  que,  según  esto,  debemos  exami- 
nar la  inclinación  y  talento  de  nuestros  hijos  para  diri- 
girlos. 

No  me  acuerdo  dónde  he  leído  que  los  lacedemo- 
nios,  para  destinar  á  los  suyos  con  acierto,  se  valían  de 
esta  estratagema.  Prevenían  en  una  gran  sala  diferentes 
instrumentos  pertenecientes  á  las  ciencias  y  artes  que 
conocían.  Supon  tú  que  en  aquella  sala  ponían  instru- 
mentos de  música,  de  pintura,  de  escultura,  de  arqui- 
tectura, de  astronomía,  de  geograíía,  etc.,  sin  I  altar 
tampoco  armas  y  libros:  hecho  esto  disponían  con  disi- 
mulo que  varios  niños  se  juntasen  allí  solos,  y  que  juga- 
sen á  su  arbitrio  con  los  instrumentos  que  quisiesen,  y 
entretanto,  sus  padres  estaban  ocultos  y  en  observación 
de  las  acciones  de  sus  hijos,  y  notando  á  qué  cosa  se 
inclinaba  cada  uno  de  por  sí;  y  cuando  advertían  que 
un  niño  se  inclinaba  con  constancia  á  las  armas,  á  los 


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OBRAS   ESCOGIDAS  61       . 

libros,  ó  á  cualquiera  ciencia  ó  arte  de  aquellas  cuyos 

instrumentos  tenían  á  la  vista,  no  dudaban  aplicarlos  á  ,^ 

ellos,  y  casi  siempre  correspondía  el  éxito  á  su  prudente 

examen. 

Siempre  me  ha  gustado  esta  bella  industria  para 
rastrear  la  inclinación  de  los  niños;  así  como  he  repro- 
bado la  general  corruptela  de  muchos  padres  que  á 
tontas  y  á  locas  encajan  á  los  muchachos  en  los  colegios, 
sin  indagar  ni  aun  ligeramente  si  tienen  disposición  para 
las  letras. 

Hija  mía,  este  es  un  error  tan  arraigado  como  gro- 
sero. El  niño  que  tenga  un  entendimiento  somero  y 
tardo  jamás  hará  progresos  en  ciencia  alguna,  por  más 
que  curse  las  aulas  y  manosee  los  libros.  Ni  t'stos  ni  los 
colegios  dan  talento  á  quien  nació  sin  él.  Los  burritos 
entran  todos  los  días  en  los  colegios  y  universidades  car- 
gados de  carbón  ó  de  piedra,  y  vuelven  á  salir  tan  burros 
como  entraron;  porque  así  como  las  ciencias  no  están 
aisladas  en  los  recintos  de  las  universidades  ó  gimnasios, 
así  tampoco  éstos  son  capaces  de  comunicar  un  adarme  1 

de  ciencia  al  que  carezca  de  talento  para  aprenderla. 

Fuera  de  esto,  hay  otra  razón  harto  poderosa  para 
que  yo  no  me  resuelva  á  poner  á  mi  hijo  en  el  colegio, 
aun  cuando  supiera  que  tenía  una  bella  disposición  para 
estudiante,  y  esta  es  mi  pobreza.  Apenas  alcanzo  para 
comer  con  mi  corto  destino,  ¿de  dónde  voy  á  coger  diez 

PERIQUILLO  SARNIENTO.— T.   I,   A.  — 16. 


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62  PENSADOR    MEXICANO 

pesos  para  la  pensión  mensual  y  toda  aquella  ropa 
decente  que  necesita  un  colegial?  y  ya  ves  tú  aquí  un 
embarazo  insuperable. 

— No,  dijo  mi  madre,  que  hasta  entonces  sólo  había 
escuchado  sin  despegar  sus  labios  para  nada;  no,  esa 
no  es  razón  ni  menos  embarazo;  porque  con  ponerlo  de 
capense  ya  se  remedió  todo. 

—  Muy  bien,  dijo  mi  padre,  me  has  quinado;  pero 
vamos  á  ver  qué  salida  me  das  á  esta  otra  dificultad.  Yo 
ya  estoy  viejo,  soy  pobre,  no  tengo  qué  dejarte:  mañana 
me  muero,  te  hallas  viuda,  sola,  sin  abrigo  ni  qué 
comer,  con  un  mocetón  á  tu  lado  que  cuando  mucho 
sabrá  hablar  tal  cual  latinajo  y  aturdir  al  mundo  entero 
con  cuatro  ^vy/os  y  pedanterías  que  el  mismo  que  las  dice 
no  las  entiende;  pero  que  en  realidad  de  nada  vale  todo 
eso,  porque  el  muchacho  como  no  tiene  quién  lo  siga 
fomentando,  se  queda  varado  on  la  mitad  de  la  carrera 
sin  poder  ser  ni  clérigo,  ni  abogado,  ni  médico,  ni  cosa 
alguna  que  le  facilite  su  subsistencia  ni  tus  socorros  por 
las  letras;  siendo  lo  peor  que  en  ese  caso  tampoco  es  útil 
ya  para  las  artes;  pues  no  se  dedicará  á  aprender  un 
oficio  por  tres  fortísimas  razones.  La  primera,  por  cier- 
tos humorcillos  de  vanidad  que  se  pegan  en  el  colegio  á 
los  muchachos,  de  molo  que  cualquiera  de  ellos  sólo  con 
haber  entrado  al  colegio  (y  más  si  vistió  la  beca)  y  saber 
mascar  el  Cicerón  ó  el  Breviario,  ya  cree  que  se  envile- 


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OBRAS   ESCOGIDAS  63 

cería  si  se  colocara  tras  de  un  mostrador,  ó  si  se  pusiera 
á  aprender  un  oficio  en  un  taller.  Esto  es  aún  siendo  un 
triste  gramatiquillo,  ¿qué  será  si  ha  logrado  el  altiso- 
nante V  colorado  título  de  bachiller?  ¡Oh!  entonces  se 
persuade  que  la  tierra  no  lo  merece.  ¡Pobres  mucha- 
chos ! 

Esta  es  la  primera  razón  que  lo  inutiliza  para  las 
artes.  La  segunda  es,  que  como  ya  son  grandes,  se  les 
hace  pesado  el  trabajo  material,  al  paso  que  vergonzoso 
el  ponerse  de  aprendices  en  una  edad  en  que  los  demás 
son  oficiales,  y  aún  se  dificultaría  bastante  que  hubiera 
maestro  que  quisiera  encargarse  de  la  enseñanza  y  man- 
tención de  tales  jayanes. 

La  tercera  razón  es,  que  como  en  tal  caso  ya  los 
muchachos  tienen  el  colmillo  duro,  esto  es,  ya  han  pro- 
bado á  lo  que  sabe  la  libertad,  de  manera  ninguna  se 
quieren  sujetar  á  lo  que  tan  fácilmente  se  hubieran  suje- 
tado de  más  niños;  y  cátate  ahí  el  estado  de  tu  Pedro  si 
lo  ponemos  á  estudiar  y  muero  dejándolo,  como  es  facti- 
ble, en  la  mitad  de  la  carrera,  pues  se  queda  en  el  aire 
sin  poder  seguir  adelante  ni  volver  atrás.  Y  cuando  tú 
veas  que  en  vez  de  contar  con  un  báculo  en  que  apoyarte 
en  la  vejez,  sólo  tienes  á  tu  lado  un  haragán  inútil  que 
de  nada  te  sirve  (pues  en  las  tiendas  no  fían  sobre  silo- 
gismos ni  latines)  entonces  darás  á  Judas  los  estudios  y 
las  bachillerías  de  tu  hijo.    Conque,  hija  mía,  hagamos 


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04  PENSADOR    MEXICANO 

ahora  lo  que  quisieras  haber  hecho  después  de  mis  días. 
Pongamos  á  oficio  á  Pedro.  ¿Qué  dices? 

— ¿Qué  he  de  decir?  respondió  mi  madre;  sino  que 
tú  te  empeñas  en  mortificarme  y  en  hacer  iníeHz  á  esa 
pobre  criatura,  tratando  de  ordinariarlo  poniéndolo  de 
artesano,  y  por  eso  hablas  y  ponderas  tanto.  Pues  qué, 
¿ya  sabes  que  es  un  tonto?  ¿ya  sabes  que  te  vas  á  morir 
en  la  mitad  de  sus  estudios?  ¿y  ya  sabes,  por  fin,  que 
porque  tú  te  mueras  se  cierran  todos  los  recursos?  Dios 
no  S(^  muere:  parientes  tiene  y  padrinos  que  lo  socorran: 
ricos  hay  en  México  harto  piadosos  que  lo  protejan,  y 
yo,  que  soy  su  madre,  pediré  limosna  para  mantenerlo 
liasta  que  se  logre.  No,  sino  que  tú  no  quieres  al  pobre 
muchacho;  pero  ni  á  mí  tampoco,  y  por  eso  tratas  de 
darme  esta  pesadumbre.  ¿Qué  he  de  hacer?  soy  iníeliz  y 
también  mi  hijo... 

Aquí  comenzó  á  llorar  la  alma  mía  de  mi  madre, 
y  con  sus  cuatro  lágrimas  dio  en  tierra  con  toda  la 
constancia  y  solidez  de  mi  buen  padre,  pues  éste,  luego 
que  la  vio  llorar  la  abrazó  como  que  la  amaba  tierna- 
mente, y  la  dijo: 

— No  llores,  hijita,  no  es  para  tanto.  Yo  lo  que  te  he 
dicho  es  lo  que  me  enseña  la  razón  y  la  experiencia;  poro 
si  es  de  tu  gusto  que  estudie  Pedro,  que  estudie  nora- 
buena; ya  no  me  opongo:  quizá  querrá  Dios  prestarme 
vida  para  verlo  logrado,  ó  cuando  no,  Su  Majestad  te 


-••'-■'■■  ■  *'-'i,i '^ñi  rfiiM-'-^'-'  —  ■'■-•-«- ■■■^1--  -li"  íi  r     *r'i-'i   iiÉ  «■"'' ^rtñ'MWIÍii-íliift'i'^riM-itifri>iMiMiii'ÍÍ¿BÍÍir  '     ■^~^v----*^¿^  ■'■ 


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OBRAS    ESCOGIDAS  65 

abrirá   camino,    como    que    conoce    tus   buenas   inten- 
ciones. 

Consolóse  mi  madre  con  esta  receta,  y  desde  enton- 
ces sólo  se  trató  de  ponerme  á  estudiar,  y  me  empezaron 
á  habilitar  de  ropa  negra,  arte  de  la  lengua  latina  y 
demás  necesarias  menudencias. 

No  parece  sino  que  hablaba  mi  padre  en  profecía, 
según  que  todo  sucedió  como  lo  dijo.  En  efecto,  tenía 
mucho  conocimiento  de  mundo  y  un  juicio  i)erspicaz; 
pero  estas  cualidades  se  perdían,  las  más  veces,  por 
condescender  nimiamente  con  los  caprichos  de  mi 
madr(\ 

Muy  bueno  y  muy  justo  es  que  los  hombres  amen  á 
sus  mujeres  y  que  les  den  gusto  en  todo  cuanto  no  se 
oponga  á  la  razón;  pero  no  que  las  contemplen  tanto  que 
por  no  disgustarlas,  atropellen  con  la  justicia,  expo- 
niéndose ellos  y  exponiendo  á  sus  hijos  á  recoger  los 
frutos  de  su  imprudente  cariño,  como  me  sucedió  á  mí. 
Por  eso  os  prevengo  para  que  viváis  sobre  aviso,  de 
manera  que  améis  á  vuestras  esposas  tiernamente  según 
Dios  os  lo  manda  y  la  naturaleza  arreglada  os  lo  inspira; 
mas  no  os  afeminéis  como  aquel  valientísimo  Hércules, 
que  después  que  venció  leones,  jabalíes,  hidras  y  cuanto 
se  le  puso  por  delante,  se  dejó  avasallar  tanto  del  amor 
de  Omfale  que  ésta  lo  desnudó  de  la  piel  del  león  Ñemeo, 
lo  vistió  de  mujer,  lo  puso  á  hilar,  y  aún  le  reñía  y  casti- 

PERIQUILLO   SARNIENTO.  —  T.    I,    A.—  17. 


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66  PENSADOR    MEXICANO 

gaba  cuando  quebraba  algún  huso  ó  no  cumplía  la  tarea 
que  le  daba.  ¡Qué  vergonzosa  es  semejante  afeminación, 
aun  en  la  fábula  I 

Las  mujeres  saben  muy  bien  aprovecharse  de  esta 
loca  pasión,  y  tratan  de  dominar  á  semejantes  maridos 
de  mantequilla. 

Cólera  da  ver  á  muchos  de  éstos  que  no  conociendo 
ni  sabiendo  sostener  su  carácter  y  superioridad,  se  aba- 
ten hasta  ser  los  criados  de  sus  mujeres.  No  tienen 
secreto,  por  importante  que  sea,  que  no  les  revelen;  no 
hacen  cosa  sin  tomarles  parecer,  ni  dan  un  paso  sin 
su  permiso.  Las  mujeres  no  han  menester  tanto  para 
querer  salirse  de  su  esfera,  y  si  conocen  que  este  rendi- 
miento del  hombre  se  lo  han  granjeado  con  su  hermo- 
sura, entonces  desenrollan  de  una  vez  todo  su  espíritu 
dominante,  y  ya  tenéis  en  cada  una  de  estas  una  Omfale, 
y  en  cada  hombre  abatido  un  Hércules  marica  y  sinver- 
güenza. En  este  caso,  cuando  las  mujeres  hacen  lo  que 
se  les  antoja  á  su  arbitrio,  cuando  tienen  á  los  hombres 
en  nada,  cuando  los  encuernan,  cuando  los  mandan,  los 
injurian  y  aún  les  ponen  las  manos,  como  lo  he  visto 
muchas  veces,  no  hacen  más  sino  cumplir  con  su  in- 
clinación natural  y  castigar  la  vileza  de  sus  maridos  ó 
amantes  sin  prevenirlo. 

Dios  nos  libre  de  un  hombre  que  tiene  miedo  á  su 
mujer,  que  es  preciso  que  le  tome  su  parecer  para  ir 


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OBRAS    ESCOGIDAS  67 

á  hacer  esto  ó  aquello,  que  sabe  que  le  ha  de  dar  razón 
de  adonde  fué  y  de  dónde  viene,  y  que  si  su  mujer  grita 
y  se  altera,  él  no  tiene  más  recurso  que  apelar  á  los 
mimos  y  caricias  para  contentarla.  Estos  hombres,  in- 
dignos de  nombre  tan  superior,  están  siempre  dispuestos 
á  ser  unos  descendientes  del  cabrío  y  unos  padres  de 
familia  ineptísimos;  porque  ellos  no  dirigen  á  sus  hijos, 
sino  ellas.  Los  mismos  muchachos  advierten  temprano 
la  superioridad  de  las  madres,  y  no  tienen  á  sus  padres 
el  menor  miramiento;  y  más  cuando  notan  que  si  come- 
ten alguna  picardía  por  la  que  el  padre  los  quiere  casti- 
gar, con  acogerse  á  la  madre,  ésta  los  defiende,  y  si  se 
oh'cce,  arma  una  pendencia  al  padre  y  se  queda  come- 
tida la  culpa  y  eludida  la  pena. 

No  sin  razón  dijo  Terencio  que  las  madres  ayudan  á 
sus  hijos  en  las  iniquidades  y  estorban  el  que  sus  padres 
los  corrijan.  Lo  que  os  pondré  en  una  estrofita  para  que 
la  tengáis  en  la  memoria. 

*  Suelen  ayudar  las  madres 

A  la  maldad  de  sus  hijos, 
Impidiendo  que  los  padres 
Les  den  el  justo  castigo. 

Es  verdad  que  ni  mi  padre  ni  mi  madre  eran  de  los 
hombres  afeminados,  ni  de  las  mujeres  altivas  que  he 
dicho.  Mi  padre  algunas  veces  se  sostenía,  y  mi  madre 
jamás  se  alteraba  ni  se  alzaba,  como  dicen,  con  el  santo 


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68  TENSADOa    MEXICANO 

y  la  limosna;  lo  que  sucedía  era  que  cuando  no  le  valían 
sus  insinuaciones  y  sus  ruegos  para  hacer  á  mi  padre 
desistir  de  su  intento,  apelaba  á  las  lágrimas,  y  entonces 
era  como  milagro  que  no  se  saliera  con  la  suya,  porque 
las  lágrimas  de  una  mujer  hermosa  y  amada  son  armas 
eficacísimas  para  vencer  al  hombre  más  circunspecto. 

Sin  embargo,  algunas  ocasiones  se  sostenía  con  el 
mayor  vigor.  Era  bueno  que  siempre  hubiera  conservado 
igual  carácter;  mas  los  hombres  no  somos  dueños  de 
nuestro  corazón  á  todas  horas,  aunque  siempre  debié- 
ramos serlo. 

Finalmente:  llegó  el  día  en  que  me  pusieron  al  estu- 
dio, y  éste  fué  el  de  don  Manuel  Enríquez,  sujeto  bien 
conocido  en  México,  así  por  su  buena  conducta,  como 
por  su  genial  disposición  y  asentada  habilidad  para  la 
enseñanza  de  la  gramática  latina,  pues  en  su  tiempo 
nadie  le  disputó  la  primacía  entre  cuantos  preceptores 
particulares  había  en  esta  ciudad;  mas  por  una  tenaz 
y  general  preocupación  que  hasta  ahora  domina,  nos 
enseñaba  mucha  gramática  y  poca  latinidad.  Ordinaria- 
mente se  contentan  los  maestros  con  enseñar  á  sus  discí- 
pulos una  multitud  de  reglas  que  llaman  ¡talitos,  con  que 
hagan  unas  cuantas  oracioncillas,  y  con  que  traduzcan  el 
Breviario,  el  Concilio  de  Trento,  el  catecismo  de  San 
Pío  V.  y  por  fortuna  algunos  pedacillos  de  la  Eneida  y 
Cicerón.     Con   scn\cjante    mctodo    scilen    los    mucJiacJios 


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OBRAS    ESCOGIDAS 


69 


habladores  y  no  latinos,  como  dice  el  padre  Calasanz 
en  su  Discernimiento  de  Ingenios,  Tal  salí  yo,  y  no  podía 
salir  mejor.  Saqué  la  cabeza  llena  de  reglitas,  adivinan- 
zas, frases  y  equivoquillos  latinos;  pero  en  esto  de  inteli- 
gencia en  la  pureza  y  propiedad  del  idioma,  ni  palabra. 
Traducía  no  muy  mal  y  con  alguna  facilidad  las  homilías 
del  Breviario,  y  los  párrafos  del  Catecismo  de  los  curas; 
pero  Virgilio,  Horacio,  Juvenal,  Persio,  Lucano,  Tácito 
y  otros  semejantes  hubieran  salido  vírgenes  de  mi  inte- 
ligencia si  hubiera  tenido  la  fortuna  de  conocerlos,  á 
excepción  del  primer  poeta  que  he  nombrado,  pues  de 
éste  sabía  alguna  cosita  que  le  había  oído  traducir  á  mi 
sabio  maestro.  También  supe  medir  mis  versos,  y  lo  que 
era  exámetro,  pentámetro,  etc.;  pero  jamás  supe  hacer 
un  dístico. 

A  pesar  de  esto,  y  al  cabo  de  tres  años,  acabé  mis 
primeros  estudios  á  satisfacción,  pues  me  aseguraban 
que  era  yo  un  buen  gramático,  y  yo  lo  creía  más  que 
si  lo  viese.  ¡Válgate  Dios  por  amor  propio  y  cómo  nos 
engañas  á  ojos  vistas!  Ello  es  que  yo  hice  mi  oposición  á 
toda  gramática,  y  quedé  sobre  las  espumas;  mi  maestro 
y  convidados  muy  contentos,  y  mis  amados  padres  más 
huecos  que  si  me  hubiera  opuesto  á  la  magistral  de 
México  y  la  hubiera  obtenido. 

Siguiéronse  á  esta  función  las  galas,  los  abrazos, 
los  agradecimientos  á  mi  maestro,  y  mi  salida  del  estu- 

PERIQUILLO  SARNIENTO. —  T.   I,    A.  — 18. 


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70  PENSADOR    MEXICANO 

dio;  aunque  yo  no  debo  salirme  sin  deciros  otras  cositas 
que  aprendí  y  repasé  en  aquellos  tres  años.  Gomo  allí  no 
había  un  corto  número  de  niños,  como  en  mi  buena 
escuela,  sino  que  había  infinidad  de  muchachos  entre 
pupilos  y  capenses,  todos  hijos  de  sus  madres,  y  de  tan 
diferentes  genios  y  educaciones,  y  yo  siempre  luí  un 
maleta  de  primera,  tuve  la  maldita  atingencia  de  escoger 
para  mis  amigos  á  los  peores,  y  me  correspondieron 
fielmente  y  con  la  mayor  facilidad;  ya  se  ve,  que  cada 
oveja  ama  su  pareja,  y  esto  es  corriente;  el  asno  no  se 
asocia  con  el  lobo  ni  la  paloma  con  el  cuervo:  cada  uno 
ama  su  semejante.  Así  yo  no  me  juntaba  con  los  niños 
sensatos,  pundonorosos  y  de  juicio,  sino  con  los  malicio- 
sos y  extraviados,  con  cuyas  amistades  y  compañías  cada 
día  me  remataba  más,  como  os  sucederá  á  vosotros  y 
á  vuestros  hijos,  si  despreciando  mis  lecciones  no  procu- 
ráis ó  hacerlos  que  tengan  buenos  amigos  ó  que  no 
tengan  ninguno,  pues  es  infalible  el  axioma  divino  que 
nos  dice:  con  el  iranio  serás  santo,  ¡j  te  percertirds  con  el 
¡¡errerso.  Así  me  sucedió  puntualmente;  bien  que  yo  ya 
estaba  pervertido,  pero  con  la  compañía  de  los  malos 
estudiantes  me  acabé  de  perder  enteramente. 

Paréceme  que  al  leer  estos  renglones  exclamáis: 
¿cómo  se  mudó  tan  presto  nuestro  padre?  pues  en  la  últi- 
ma escuela  en  que  estuvo  ¿no  había  olvidado  las  malas 
propiedades  que  había  adquirido  en  la  primera?  ¿cómo 


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OBRAS   ESCOGIDAS 


71 


fué  esta  metamorfosis  tan  violenta?  Hijos  míos:  las 
buenas  ó  malas  costumbres  que  se  imprimen  en  la  niñez 
echan  muy  profundas  raíces;  por  eso  importa  tanto  el 
dirigir  bien  á  las  criaturas  en  sus  primeros  años.  Los 
vicios  que  yo  adquirí  en  los  míos,  ya  por  el  chiqueo 
de  mi  madre,  las  adulaciones  de  las  viejas  mis  parientas, 
el  indolente  método  de  mi  maestro,  el  pésimo  ejemplo  y 
compañía  de  tanto  muchacho  desreglado,  y  sobre  todo 
esto,  por  mi  natural  perverso  y  mal  inclinado,  profundi- 
zaron mucho  en  mi  espíritu,  me  costó  demasiado  trabajo 
irme  deshaciendo  de  ellos  á  costa  de  no  pocas  reprensio- 
nes y  caricias  de  mi  buen  maestro,  y  del  continuo  buen 
ejemplo  que  me  daban  los  otros  niños.  Me  parece  que  si 
nunca  me  hubieran  faltado  semejantes  preceptos  y  con- 
discípulos no  me  hubiera  vuelto  á  extraviar,  sino  que 
hubiera  asentado  una  conducta  acendrada  y  religiosa; 
pero  ¡ah!  que  no  hay  que  fiar  en  enmiendas  forzadas 
ó  pasajeras,  porque  en  faltando  el  respeto  ó  el  fervor, 
se  lleva  el  diablo  esta  clase  de  enmiendas,  y  quedamos 
con  nuestro  vestido  antiguo  ó  tal  vez  peores. 

Así  lo  experimenté  yo,  bien  á  mi  costa.  Estaban  mis 
pasiones  sofocadas,  no  muertas;  mi  perversa  inclinación 
estaba  como  retirada,  pero  aún  permanecía  en  mi  cora- 
zón como  siempre;  mi  mal  genio  no  se  había  extinguido, 
estaba  oculto  solamente  como  las  brasas  debajo  de  la 
ceniza  que  las  cubre;  en  una  palabra,  yo  no  obraba  tan 


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72  l'ENSADOR    MEXICANO 

mal  y  con  el  descaro  que  antes,  por  el  amor  y  respeto 
que  tenía  á  mi  prudente  maestro  y  por  la  vergüencilla 
que  me  imponían  los  demás  niños  con  sus  buenas  accio- 
nes; pero  no  porque  me  faltaran  ganas  ni  disposición. 

En  efecto,  luego  que  me  separé  de  estos  testigos,  á 
quienes  respetaba,  y  me  uní  otra  vez  á  otros  compañeros 
tan  disipados  como  yo,  volví  á  soltar  la  rienda  á  mis 
pasiones;  corrieron  éstas  con  el  desenfreno  propio  de 
la  edad,  v  se  salieron  del  círculo  de  la  razón,  así  como 
un  río  se  sale  de  madre  cuando  le  faltan  los  diques  que  lo 
contienen. 

Sin  duda  era  el  muchacho  más  maldito  entre  los 
más  relajados  estudiantes;  porque  yo  era  el  Non  plus 
ultra  ^  de  los  bufones  v  chocarreros.  Esta  sola  cualidad 
prueba  que  no  era  mi  carácter  de  los  buenos,  pues  en 
sentir  del  sabio  Pascal,  hombre  c/tistoso,  ruin  carácter. 
Ya  sabéis  que  en  los  colegios  estas  frases,  parar  la  bola, 
pandorrjuear,  cantaletear,  y  otras,  quieren  decir:  mofar, 
insultar,  provocar,  .<((¡terir,  inj'uriai;  incomodar  ij  agra- 
viar por  todos  los  modos  posibles  á  otro  pobre;  y  lo  más 
injusto  y  opuesto  á  las  leyes  de  la  virtud,  buena  crianza 
y  hospitalidad  es,  que  estos  graciosos  hacen  lucir  su 
habilidad  infame  sobre  los  pobres  niños  nuevos  que 
entran  al  colegio.    He  aquí  cuan  recomendables  son  estos 

*  Alusión  á  la  inscripción  de  las  columnas  de  Hércules  en  Cádiz,  que  después  del 
descubrimiento  de  América  enmendó  España,  poniendo  Plu,t  ultra  en  dos  columnas, 
entre  las  que  colocó  su  escudo  de  armas.  E. 


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OBRAS    ESCOGIDAS  73 

truhanes  majaderos  para  que  atados  á  un  pilar  del  colegio 
sufrieran  cien  azotes  por  cads,  pandorga  de  éstas;  pero  lo 
sensible  es,  que  los  catedráticos,  /¡asantes,  sotamtnistros 
y  demás  personas  de  autoridad  en  tales  comunidades,  se 
desentienden  del  todo  de  esta  clase  de  delito,  que  lo  es 
sin  duda  grave,  y  pasa  por  m ((chachada,  aun  cuando  se 
quejan  los  agraviados,  sin  advertir  que  esta  su  condes- 
cendencia autoriza  esta  depravada  corruptela,  y  ella 
ayuda  á  acabar  de  formar  los  espíritus  crueles  de  los 
estragadores  como  yo,  que  veía  llorar  á  un  niño  de  estos 
desgraciados,  á  quienes  afligía  sumamente  con  las  inju- 
rias y  befa  que  les  hacía,  y  su  llanto,  que  me  debía 
enternecer  y  refrenar,  como  que  era  el  fruto  del  senti- 
miento de  unas  criaturas  inocentes,  me  servía  de  entre- 
més y  motivo  de  risa,  y  de  redoblar  mis  befas  con  más 
empeño. 

Considerad  por  aquí  cuál  sería  mi  bella  índole, 
cuando  tenía  la  fama  de  ser  el  mejor  j)andorg dista  de 
todo  el  colegio,  y  decían  mis  compañeros  que  yo  le 
paraba  la  bola  á  cualquiera,  que  era  lo  mismo  que  decir 
que  yo  era  el  más  indigno  de  todos  ellos,  y  que  ninguno, 
bueno  ó  malo,  dejaría  de  incomodarse  si  escuchaba  en  su 
contra  mi  maldita  lengua.  ¿Os  parece,  hijos  míos,  esta 
circunstancia  algo  favorable?  ¿Con  ella  sola  no  advertís 
mi  depravado  espíritu  y  condición?  porque  el  hombre 
que  se  complace  en  afligir  á  otro  su  semejante,  no  puede 

PERIQUILLO   SARNIENTO. —  T.    I,    A.  — 19. 


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74 


PENSADOR    MEXICANO 


menos  que  tener  un  alma  ruin  y  un  corazón  protervo. 
Ni  valga  decir  que  lo  hacen  unos  muchachos,  pues  esto 
lo  que  prueba  es,  que  si  aún  desde  muchachos  son 
malos,  de  grandes  serán  peores,  si  Dios  y  la  razón  no 
los  modera,  lo  que  no  es  muy  común.  Yo  tuve  una 
multitud  de  condiscípulos,  y  por  observación  he  visto 
que  es  raro  el  que  ha  salido  bueno  de  entre  estos  genios 
burlones  con  exceso,  y  lo  peor  es  que  hay  mucho  de  esto 
en  nuestros  colegios. 

Por  estos  principios  conoceréis  que  era  perverso  en 
todo.  En  fin,  entré  á  estudiar  filosofía. 


'TT^^l^'fT?:¡^^r^f%i'!yS;^^'i^^¿-^-p^!!?f^ .; 


CAPITULO  V 


Escribe  Periquillo  su  entrada  al  curso  de  artes, 
lo  que  aprendió,  su  acto  general,  su  grado,  y  otras  curiosidades 
que  sabrá  el  que  las  quisiere  saber 


Acabé  mi  gramática,  como  os  dije,  y  entré  al 
máximo  y  más  antiguo  colegio  de  San  Ildefonso  á  estu- 
diar filosoíía,  bajo  la  dirección  del  doctor  don  Manuel 
Sánchez  y  Gómez,  que  hoy  vive  para  ejemplar  de  sus 
discípulos.  Aún  no  se  acostumbraba  en  aquel  ilustre 
colegio,  seminario  de  doctos  y  ornamento  en  ciencias 
de  su  metrópoli,  aún  no  se  acostumbraba,  digo,  enseñar 
la  filosoíía  moderna  en  todas  sus  partes;  todavía  reso- 
naban en  sus  aulas  los  ergos  de  Aristóteles.    Aún  se  oía 


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76  PENSADOR    MEXICANO 

discutir  sobro  el  onic  do  r((znn ,  las  vudlidades  ocalias  y  la 
ma/cn'a  p/'ima,  y  esta  misma  se  definía  con  la  explica- 
ción de  la  nada,  nec  esí  quid,  ote.  Aún  la  física  experi- 
mental no  se  mentaba  en  aquellos  recintos,  y  los  grandes 
nombres  de  Cariosio,  Xoiríon.  Mttsc/tomb/'ock  v  otros 
eran  poco  conocidos  en  aquellas  paredes  que  han  depo- 
sitado tantos  ingenios  célebres  y  únicos,  como  el  de  un 
Portillo.  En  ñn,  aún  no  se  abandonaba  enteramente  el 
sistema  peripatético  que  por  tantos  siglos  enseñoreó  los 
entendimientos  más  sublimes  de  la  Europa,  cuando  mi 
sabio  maestro  se  atrevió  el  primero  á  manifestarnos 
el  camino  de  la  verdad  sin  querer  parecer  singular, 
pues  escogió  lo  mejor  de  la  lógica  de  Aristóteles  y  lo 
que  le  pareció  mas  probable  de  los  autores  modernos 
en  los  rudimentos  de  física  que  nos  enseñó;  y  de  este 
modo  fuimos  unos  verdaderos  eclécticos,  sin  adherir 
caprichosamente  á  ninguna  opinión,  ni  deferir  sistema 
alguno,  sólo  por  inclinación  al  autor. 

A  pesar  de  este  prudente  método,  todavía  aprendi- 
mos bastantes  despropósitos  de  aquellos  que  se  han  ense- 
ñado por  costumbre,  y  los  que  convenía  quitar,  según  la 
razón  y  hace  ver  el  ilustrísimo  Feijoo,  en  los  discur- 
sos X,  XI  y  XII,  del  tomo  VII  de  su  Teatro  crítico. 

Así   como    en    el   estudio   de   la   gramática  aprendí 

yvarios  equivoquillos  impertinentes,  según  os  dije,  como 

Caracolos  comes:  ¡¡astorcito  come  adores:  non  est  peca- 


1 1  •*  '^niÜtoiHiáimáiÉáiai^iMiiiáimigÉi 


-rj'-^'^:«*';st«^^5p>5Si"|;p*7'K>^  Spiy^W^:-  ■^rWT'^':' 


jf*.  -.,.--%» 


OBRAS   ESCOGIDAS         .  77 

ium  mortcde  occidcre  pairom  sum,  y  otras  simplezas  de 
éstas,  así  también  en  el  estudio  de  las  súmulas  aprendí 
luego  luego  mil  sofismas  ridículos,  de  los  que  hacía 
mucho  alarde  con  los  condiscípulos  más  candidos,  como 
por  ejemplo:  besar  ¡a  tierra  es  acto  de  lnnnildad;  la 
miíjer  es  tierra,  luego,  etc.  Los  apóstoles  son  doce,  san 
Pedro  e.^  apóstol,  ergo  etc.;  y  cuidado,  que  echaba  yo 
un  ergo  con  más  garbo  que  el  mejor  doctor  de  la  acade- 
mia de  París,  y  le  empataba  una  negada  á  la  verdad  más 
evidente.  Ello  es  que  yo  argüía  y  disputaba  sin  €esar, 
aun  lo  que  no  podía  comprender;  pero  sabía  fiar  mi  razón 
de  mis  pulmones,  en  í'rase  del  padre  Isla.  De  suerte  que 
por  más  quinadas  que  me  dieran  mis  compañeros,  yo  no 
cedía.  Podía  haberles  dicho:  á  entendimiento  me  gana- 
rán, pero  á  gritón  no;  cumpliéndose  en  mí,  cada  rato, 
el  común  refrán  de  que  quien  mal  pleito  tiene,  ú  coces 
lo  mete. 

¿Pues  qué  tal  sería  yo  de  tenaz  y  tonto  después  que 
aprendí  las  reducciones,  reduplicaciones,  equipolen- 
cias y  otras  baratijas,  especialmente  ciertos  desatinados 
versos,  que  os  he  de  escribir  solamente  porque  veáis 
á  lo  que  llegan  los  hombres  por  las  letras.  Leed  y 
admirad: 

Bárbara,  Celarent,  Darii,  Ferio,  Baralipton 
Celantes,  Dabitis,  Fapesmo,  Frisesómorum 
Cesare,  Camestres,  Festino,  Baroco,  Darapti 
Felapton,  Dísamis,  Datisi,  Bocardo,  Ferison. 

PERIQUILLO   SARNIENTO    —  T.    I,    A.  —  20. 


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78 


PENSADOR    MEXICANO 


¡Qué  tal!  ¿No  son  estos  versos  estupendos?  ¿no 
están  más  propios  para  adornar  redomas  de  botica  que 
para  enseñar  reglas  sólidas  y  provechosas?  Pues,  hijos 
míos,  yo  percibí  inmediatamente  el  Iruto  de  su  inven- 
ción; porque  desatinaba  con  igual  libertad  por  Bárbara 
que  por  Iwrlson,  pues  no  producía  más  que  barbari- 
dades á  cada  palabra.  Primero  aprendí  á  hacer  sofismas 
que  á  conocerlos  y  desvanecerlos;  antes  supe  oscure- 
cer la  verdad  que  indagarla;  electo  natural  de  las  pre- 
ocupaciones de  las  escuelas  y  de  la  pedantería  de  los 
muchachos. 

En  medio  de  tanta  barabúnda  de  voces  y  termina- 
jos exóticos,  supe  qué  cosa 'eran  silogismo,  entimema 
sorites  y  dilemma.  Este  último  es  argumento  terrible 
para  muchos  señores  casados,  porque  lastima  con  dos 
cuernos,  y  por  eso  se  llama  bicornuto. 

Para  no  cansaros,  yo  pasé  mi  curso  de  lógica  con 
la  misma  velocidad  que  pasa  un  rayo  por  la  atmósfera 
sin  dejarnos  señal  de  su  carrera,  y  así  después  de  dis- 
putar harto  y  seguido  sobre  las  operaciones  del  entendi- 
miento, sobre  la  lógica  natural,  artificial  y  utente;  sobre 
su  objeto  formal  y  material;  sobre  los  modos  de  saber; 
sobre  si  Adán  perdió  ó  no  la  ciencia  por  el  pecado  (cosa 
que  no  se  le  ha  disputado  al  demonio);  sobre  si  la  lógica 
es  ciencia  ó  arte,  y  sobre  treinta  mil  cosicosas  de  éstas, 
yo  quedé  tan  lógico  como  sastre;  pero  eso  sí,  muy  con- 


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OBRAS    ESCOGIDAS 


79 


tentó  V  satisfecho  de  que  sería  capaz  de  concluir  con  el 
cn/ü  al  mismo  Estagirita.  Ignoraba  yo  que  por  los  frutos 
se  conoce  el  árbol,  y  que  según  esto,  lo  mismo  sería 
meterme  á  disputar  en  cualquiera  materia  que  dar  á 
conocer  á  todo  el  mundo  mi  insuficiencia.  Con  todo  esto, 
vo  estaba  más  hueco  que  un  calabazo,  y  decía  á  boca 
llena  que  era  lógico  como  casi  todos  mis  condiscípulos. 

No  corrí  mejor  suerte  en  la  física.  Poco  me  entre- 
tuve en  distinguir  la  particular  de  la  universal;  en  saber 
si  ésta  trataba  de  todas  las  propiedades  de  los  cuerpos,  y 
si  aquélla  se  contraía  á  ciertas  especies  determinadas. 
Tampoco  averigüé  qué  cosa  era  física  experimental  ó 
teórica;  ni  en  distinguir  el  experimento  constante  del 
l'enómeno  raro,  cuya  causa  es  incógnita;  ni  me  detuve 
en  saber  qué  cosa  era  niccúnica;  cuáles  las  leyes  del 
movimiento  y  la  quietud;  qué  significaban  las  voces 
fuoi-zd.  drlHcl,  y  cómo  se  componían  ó  descomponían 
estas  cosas.  Menos  supe  qué  era  jucr-a  cvnin'pciü,  con- 
irijíKjd,  iancjoniv,  cdt'cicción,  gravcdcul,  peso,  ¡)otcncm. 
rcsi)<(<'nri((,  y  otras  friolerillas  de  esta  ciase.  Y  ya  se  debe 
suponer  que  si  esto  ignoré,  mucho  menos  supe  qué  cosa 
era  esídfica.  JddrosüUica,  Jiidt'fiidica,  cwrometi'ía ,  óplicci 
y  trescientos  palitroques  de  estos;  pero  en  cambio,  dis- 
puté fervorosamente  sobre  si  la  esencia  de  la  materia 
estaba  conocida  ó  no;  sobre  si  la  trina  dimensión  deter- 
mmada  era  su  esencia  ó  el  agua;  sobre  si  repugnaba  el 


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80  PENSADOR    MEXICANO 

vacío  en  la  naturaleza;  sobre  la  divisibilidad  en  infinito, 
y  sobre  otras  alharacas  de  este  tamaño,  de  cuya  ciencia  ó 
ignorancia  maldito  el  daño  ó  provecho  que  nos  resulta. 
Es  cierto  que  mi  buen  preceptor  nos  enseñó  algunos 
principios  de  geometría,  de  cálculo  y  de  física  moderna; 
mas  Inórase  por  la  cortedad  del  tiempo,  por  la  superficia- 
lidad de  las  pocas  reglas  que  en  él  cabían,  ó  por  mi  poca 
aplicación,  que  sería  lo  más  cierto,  yo  no  entendí  palabra 
de  esto;  y  sin  embargo,  decía  al  concluir  este  curso,  que 
era  lf^i<-n,  y  no  era  más  que  un  ignorante  patarato;  pues 
después  que  sustenté  un  actillo  de  h'sica,  de  memoria, 
y  después  que  hablaba  de  esta  enorme  ciencia  con 
tanta  satisfacción  en  cualquiera  concurrencia,  tomo  que 
me  mochen  si  hubiera  sabido  explicar  en  qué  consiste 
que  el  chocolate  dé  espuma,  mediante  el  movimiento 
del  molinillo;  por  qué  la  llama  hace  figura  cónica, 
y  no  de  otro  modo;  por  qué  se  ení'ría  una  taza  de 
caldo  ú  otro  licor  soplándola,  ni  otras  cosillas  de  estas 
que  traemos  todos  los  días  entre  manos. 

Lo  mismo,  y  no  de  mejor  modo,  decía  yo  que  sabía 
metalísica  y  ética,  y  por  poco  aseguraba  que  era  un 
nuevo  Salomón  después  que  concluí,  ó  concluyó  con- 
migo, el  curso  de  artes. 

En  esto  se  pasaron  dos  años  y  medio;  tiempo  que 
se  aprovechara  mejor  con  menos  reglitas  de  súmulas, 
algún   ejercicio   en   cuestiones   útiles    de    lógica,    en   la 


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OBRAS   ESCOGIDAS 


81 


enseñanza  de  lo  muy  principal  de  metafísica,  y  cuanto 
se  pudiera  de  física  teórica  y  experimental. 

Mi  maestro  creo  que  así  lo  hubiera  hecho  si  no 
hubiera  temido  singularizarse  y  tal  vez  hacerse  objeto 
de  la  crítica  de  algunos  zoilos,  si  se  apartaba  de  la 
rutina  antigua  enteramente. 

Es  verdad,  y  esto  ceda  siempre  en  honor  de  mi 
maestro,  es  verdad  que,  como  dejo  dicho,  ya  nosotros 
no  disputábamos  sobre  el  ente  de  ra^ón,  eualidades 
ocfdtas,  lormalidade,^.  Jiecceidades,  (¡uididades,  inten- 
cionéis, y  todo  aquel  enjambre  de  voces  insignificantes 
con  que  los  aristotélicos  pretendían  explicar  todo  aquello 
que  se  escapaba  á  su  penetración.  «Es  verdad  (dire- 
mos con  Juan  Buchardo  Mecknio)  que  no  se  oyen  ya 
en  nuestras  escuelas  estas  cuestiones  con  la  frecuencia 
que  en  los  tiempos  pasados;  pero  ¿se  han  aniquilado  del 
todo?  ¿Están  enteramente  limpias  las  universidades  de 
las  heces  de  la  barbarie?  Me  temo  que  dura  todavía 
en  algunas  la  tenacidad  de  las  antiguas  preocupacio- 
nes, si  no  del  todo,  quizá  arraigada  en  cosas  que  bastan 
para  detener  los  progresos  de  la  verdadera  sabiduría.» 
Ciertamente  que  la  declamación  de  este  crítico  tiene 
mucho  lugar  en  nuestra  México. 

Llegó,  por  fin ,  el  día  de  recibir  el  grado^dejbachiller 
en  artes.  Sostuve  mi  acto  á  satisfacción,  y  quedé  gran- 
demente, así  como  en   mi  oposición  a  toda  gramática; 

PERIQUILLO   SARNIENTO.  —  T.    I,    A.  — 21.  . 


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82  PENSADOR    MEXICANO 

porque  como  los  réplicas  no  pretendían  lucir,  sino  hacer 
lucir  á  los  muchachos,  no  se  empeñaban  en  sus  argu- 
mentos, sino  que  á  dos  por  tres  se  daban  por  muy  satis- 
fechos con  la  solución  menos  nerviosa,  y  nosotros  quedá- 
bamos más  anchos  que  verdolaga  en  huerta  de  indio, 
creyendo  que  no  tenían  instancia  que  oponernos.  ¡Qué 
ciego  es  el  amor  propio! 

Ello  es  que  así  que  asado,  yo  quedé  perfectamente, 
ó  á  lo  menos  así  me  lo  persuadí,  y  me  dieron  el  grande, 
el  sonoroso  y  retumbante  título  de  haaxdcmreo,  y  quedé 
aprobado  ad  onuu'a.  ^  ¡Santo  Dios!  ¡Qué  día  fué  aquel 
para  mí  tan  plausible,  y  qué  hora  la  de  la  ceremonia 
tan  dichosa!  Cuando  yo  hice  el  juramento  de  instituto, 
cuando  colocado  frente  de  la  cátedra,  en  medio  de  dos 
señores  bedeles  con  mazas  al  hombro,  me  oí  llamar 
bachiller  en  concurso  pleno,  dentro  de  aquel  soberbio 
general,  y  nada  menos  que  por  un  señor  doctor,  con 
su  capelo  y  borla  de  limpia  y  vistosa  seda  en  la  cabeza, 
pensé  morirme,  ó  á  lo  menos  volverme  loco  de  gusto. 
Tan  alto  concepto  tenía  entonces  formado  de  la  bachi- 
llería, que  aseguro  á  ustedes  que  en  aquel  momento 
no  hubiera  trocado  mi  título  por  el  de  un  brigadier  ó 
mariscal   de   campo.     Y   no   creáis   que    es    hiperbólica 


■  Para  todo:  Con  esta  frase  se  designan  en  el  Título  los  que  pueden  á  virtud  de  él 
seguir  cursando  cualquiera  de  las  facultades  mayores,  á  distinción  de  cuando  no  es  la 
aprobación  general,  pues  entonces  no  se  pueden  cursar  sino  las  facultades  expresadas 
en  el  Titulo.  E. 


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OBRAS    ESCOGIDAS  83 

esta  proposición,  pues  cuando  me  dieron  mi  título  en 
latín  y  autorizado  formalmente,  creció  mi  entusiasmo 
de  manera,  que  si  no  hubiera  sido  por  el  respeto  de 
mi  padre  y  convidados  que  me  contenía,  corro  las  calles, 
como  las  corrió  el  Ariosto  cuando  lo  coronó  por  poeta 
Maximiliano  I.  ¡Tanto  puede  en  nosotros  la  violenta  y 
excesiva  excitación  de  las  pasiones,  sean  las  que  fueren, 
que  nos  engaña  y  nos  saca  fuera  de  nosotros  mismos 
como  febricitantes  ó  dementes  I 

Llegamos  á  mi  casa,  la  que  estaba  llena  de  viejas  y  mo- 
zas, parientas  y  dependientes  de  los  convidados,  los  cua- 
les luego  que  entré  me  hicieron  mil  zalemas  y  cumplidos. 
Yo  correspondí  más  esponjado  que  un  guajolote;  ya  se 
ve,  tal  era  mi  vanidad.  La  inocente  de  mi  madre  estaba 
demasiado  placentera:  el  regocijo  le  brotaba  por  los  ojos. 

Desnúdeme  de  rnis  hábitos  clericales  y  nos  entra- 
mos á  la  sala  donde  se  había  de  servir  el  almuerzo,  que 
era  el  centro  á  que  se  dirigían  los  parabienes  y  ceremo- 
nias de  aquellos  comedidísimos  comedores.  Creedme, 
hijos  míos,  los  casamientos,  los  bautismos,  las  canta- 
misas  y  toda  fiesta  en  que  veáis  concurrencia,  no  tienen 
otro  mayor  atractivo  que  la  mamuncia.  Sí,  la  coca,  la 
coca  es  la  campana  que  convoca  tantas  visitas,  y  la  ban- 
dera que  recluta  tantos  amigos  en  momentos.  Si  estas 
fiestas  fueran  á  secas,  seguramente  no  se  vieran  tan 
acompañadas. 


84  PENSADOR    MEXICANO 

Y  no  penséis  que  sólo  en  México  es  esta  pública 
gorronería.  En  todas  partes  se  cuecen  habas,  y  en 
prueba  de  ello,  en  España  es  tan  corriente,  que  allá 
saben  un  versito  que  alude  á  esto.    Así  dice: 

A  la  raspa  venimos , 
Virgen  de  Illescas , 
A  la  raspa  venimos ; 
Que  no  á  la  fiesta. 

Así  es,  hijos,  á  la  raspa  va  todo  el  mundo  y  por  la 
raspa,  que  no  por  dar  días  ni  parabienes.  Pero  ¿qué 
más?  Si  yo  he  visto  que  aun  en  los  pésames  no  falta 
la  raspa,  antes  suelen  comenzar  con  suspiros  y  lamen- 
tos y  concluir  con  bizcochos,  queso,  aguardiente,  choco- 
late ó  almuerzo,  según  la  hora;  ya  se  ve  que  habrán 
oído  decir  que  los  duelos  con  pan  son  menos,  y  que  á 
barriga  llena,  corazón  contento. 

No  os  disgustéis  con  estas  digresiones,  pues  á  más 
de  que  os  pueden  ser  útiles,  si  os  sabéis  aprovechar  de 
su  doctrina,  os  tengo  dicho  desde  el  principio  que  serán 
muy  frecuentes  en  el  discurso  de  mi  obra,  y  que  ésta  es 
(ruto  de  la  inacción  en  que  estoy  en  esta  cama,  y  no  de 
un  estudio  serio  y  meditado;  y  así  es  que  voy  escribiendo 
mi  vida  según  me  acuerdo,  y  adornándola  con  los  con- 
sejos, crítica  y  erudición  que  puedo  en  este  triste  estado, 
asegurándoos  sinceramente  que  estoy  muy  lejos  de  pre- 
tender ostentarme  sabio,  así  como  deseo  seros  útil  como 


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OBRAS   ESCOGIDAS  85 

padre,  y  quisiera  que  la  lectura  de  mi  vida  os  fuera  pro- 
vechosa y  entretenida,  y  bebierais  el  saludable  amargo 
de  la  verdad  en  la  dorada  copa  del  chiste  y  de  la  erudi- 
ción. Entonces  sí  estaría  contento  y  habría  cumplido 
cabalmente  con  los  deberes  de  un  sólido  escritor,  según 
Horacio,  v  conforme  mi  libre  traducción: 

De  escritor  el  oficio  desempeña, 

Quien  divierte  al  lector  y  quien  lo  enseña. 

Mas  en  fin,  yo  hago  lo  que  puedo;  aunque  no  com.o 
lo  deseo.  . 

Sentémonos  á  la  mesa,  comenzamos  á  almorzar 
alegremente,  y  como  yo  era  el  santo  de  la  fiesta,  todos 
dirigían  hacia  mí  su  conversación.  No  se  hablaba  sino 
del  niño  bachiller,  y  conociendo  cuan  contentos  esta- 
ban mis  padres,  y  yo  cuan  envanecido  con  el  tal  título, 
todos  nos  daban,  no  por  donde  nos  dolía,  sino  por 
donde  nos  agradaba.  Con  esto  no  se  oía  sino:  tenga 
usted  bachiller;  beba  usted  bachiller;  mire  usted  bachi- 
ller; y  torna  bachiller,  y  vuelve  bachiller  á  cada  ins- 
tante. 

Se  acabó  el  almuerzo;  después  siguió  la  comida  y  á 
la  noche  el  bailecito,  y  todo  ese  tiempo  fué  un  continuo 
bachUlevainiento.  ¡Válgame  Dios  y  lo  que  me  bachillerea- 
ron ese  día!  Hasta  las  viejas  y  las  criadas  de  casa  me 
daban  mis  bachillereadas  de  cuando  en  cuando.   Final- 

PERIQÜILLO   SARNIENTO.— T.    I,    A.  — 22. 


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8G  PENSADOR    MEXICANO  N 

mente,  quiso  la  Majestad  Divina  que  concluyera  la  frasca, 
V  con  ella  tanta  bachillería.  Fuéronse  todos  á  sus  casas. 
Mi  padre  quedó  con  sesenta  ó  setenta  pesos  menos  que 
le  costó  la  función;  yo  con  una  presunción  más,  y  nos 
retiramos  á  dormir,  que  era  lo  que  faltaba. 

A  otro  día  nos  levantamos  á  buena  hora,  y  yo,  que 
pocas  antes  había  estado  tan  ufano  con  mi  título  y  tan 
satisfecho  con  que  me  estuvieran  regalando  las  orejas 
con  su  repetición,  ya  entonces  no  le  percibía  ningún 
gusto.  ¡Qui'  cierto  es  que  el  corazón  del  hombre  es 
infinito  en  sus  deseos,  y  que  únicamente  la  sólida  virtud 
puede  llenarlo! 

No  entendáis  que  ahora  me  hago  el  santucho  y  os 
escribo  estas  cosas  por  haceros  creer  que  he  sido  bueno. 
No,  lejos  de  mí  la  vil  hipocresía.  Siempre  he  sido  per- 
verso, ya  os  lo  he  dicho,  y  aun  postrado  en  esta  cama 
no  soy  lo  que  debía;  mas  esta  con  lesión  os  ha  de  asegu- 
rar mejor  mi  verdad,  porque  no  sale  empujada  por  la 
virtud  que  hay  en  mí,  sino  por  el  conocimiento  que 
tengo  de  ella,  conocimiento  que  no  puede  esconder 
el  mismo  vicio.  De  suerte  que  si  yo  me  levanto  de  esta 
cníermedad  y  vuelvo  á  mis  antiguos  extravíos  (lo  que 
Dios  no  permita)  no  me  desdeciré  de  lo  que  ahora  os 
escribo,  antes  os  confesaré  que  hago  mal;  pero  conozco 
el  bien,  según  se  expresaba  Ovidio. 

Volviendo  á  mí,  digo,  que  á  los  dos  ó  tres  días  de 


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OBRAS   ESCOGIDAS 


87 


mi  grado,  determinaron  mis  padres  enviarme  á  divertir 
á  unos  herraderos  que  se  hacían  en  una  hacienda  de  un 
su  amigo,  que  estaba  inmediata  a  esta  ciudad.  Fuíme  en 
efecto... 


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CAPITULO  VI 


En  el  que  nuestro  bachiller  da  razón  de  lo  que  le  pasó  en  la  hacienda, 
que  es  algo  curioso  y  entretenido 


Llegué  á  la  hacienda  en  compañía  del  amigo  de 
mi  padre,  que  era  no  menos  que  el  amo  ó  dueño  de  ella. 
Apeámonos,  y  todos  me  hicieron  una  acogida  favorable. 

Con  ocasión  del  divertimiento  que  había  de  los 
herraderos,  estaba  la  casa  llena  de  gente  lucida,  así  de 
México  como  de  los  demás  pueblos  vecinos. 

PERIQUILLO  SARNIENTO.  — T.    I,   A.  — 23. 


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90 


PENSADOR   MEXICANO 


r    I 


Entramos  á  Ja  sala,  me  senté  en  buen  lugar  en  el 
estrado,  porque  jamás  me  gustó  retirarme  á  largo  trecho 
de  las  faldas,  y  después  que  hablaron  de  varias  cosas  de 
campo,  que  yo  no  entendía,  la  señora  grande,  que  era 
esposa  del  dueño  de  la  dicha  hacienda,  trabó  conversa- 
ción conmigo  y  me  dijo:  — Conque,  señorito,  ¿qué  le  han 
parecido  á  usted  esos  campos  por  donde  ha  pasado? 
Le  habrán  causado  su  novedad,  porque  es  la  primera 
vez  que  sale  de  México,  según  noticias. — Así  es,  señora, 
la  dije,  y  los  campos  me  gustan  demasiado.  —  Pero  no 
como  la  ciudad,  ¿es  verdad?  me  dijo.  —  Yo  por  política  le 
respondí: — Sí,  señora,  me  han  gustado,  aunque  cierta- 
mente no  me  desagrada  la  ciudad.  Todo  me  parece 
bueno  en  su  línea;  y  así  estoy  contento  en  el  campo 
como  en  el  campo,  y  divertido  en  la  ciudad  como  en  la 
ciudad. — Celebraron  bastante  mi  respuesta,  como  si 
hubiera  dicho  alguna  sentencia  catoniana,  y  la  señora 
prosiguió  el  elogio  diciendo; — Sí,  sí;  el  colegial  tiene 
talento,  aunque  luciera  mejor  si  no  fuera  tan  travieso, 
según  nos  ha  dicho  Januario. 

Este  Januario  era  un  joven  de  diez  y  ocho  á  diez 
y  nueve  años,  sobrino  de  la  señora,  condiscípulo  siempre 
y  grande  amigo  mío.  Tal  salí  yo,  porque  era  demasiado 
burlón  y  gran  bellaco,  y  no  le  perdí  pisada  ni  dejé  de 
aprovecharme  de  sus  lecciones.  El  se  hizo  mi  íntimo 
amigo  desde  aquella  primera  escuela  en  que  estuve,  y 


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OBRAS   ESCOGIDAS 


91 


fué  mi  eterno  ahuizote  ^  y  mi  sombra  inseparable  en 
todas  partes,  porque  fué  á  la  segunda  y  tercera  escuela 
en  que  me  pusieron  mis  padres;  salió  conmigo,  y  con- 
migo entró  y  estudió  gramática  en  la  casa  de  mi  maestro 
Enríquez;  salí  de  allí,  salió  él;  entré  á  San  Ildefonso, 
entró  él  también;  me  gradué,  y  se  graduó  en  el  mismo 
día. 

Era  de  un  cuerpo  gallardo,  alto  y  bien  íormado;  pero 
como  en  mi  consabida  escuela  era  constitución  que  nadie 
se  quedara  sin  su  mal  nombre,  se  lo  cascábamos  á  cual- 
quiera, aunque  fuera  un  Narciso  ó  un  Adonis;  y  según 
esta  regla  le  pusimos  á  don  Januario  Juan  Largo,  com- 
binando de  este  modo  el  sonido  de  su  nombre  y  la  perfec- 
ción que  más  se  distinguía  en  su  cuerpo.  Pero  después 
de  todo,  él  fué  mi  maestro  y  mi  más  constante  amigo,  y 
cumpliendo  con  estos  deberes  tan  sagrados,  no  se  olvidó 
de  dos  cosas  que  me  interesaron  demasiado  y  me  hicie- 

'  Parece  que  esta  frase  tuvo  origen  desde  el  tiempo  de  la  gentilidad  entre  los  indí- 
genas, á  los  que  gobernó  desde  el  año  de  1482  hasta  el  de  1502  el  emperador  Ahuítzotl, 
cuya  palabra  mexicana  quiere  decir  agüero.  Este  hombre  cruel  y  sanguinario  hizo 
morir  en  la  dedicación  del  templo  principal  de  México,  más  de  G4,000  victimas  humanas, 
según  dicen  varios  autores ;  pero  el  padre  Torquemada  asegura  que  en  los  cuatro  días 
que  duró  la  fiesta  fueron  sacrificados  72,344  prisioneros.  Esta  matanza  causó  tan  horro- 
rosa impresión  en  los  mexicanos  sus  subditos,  que  desde  aquel  tiempo  llamaron  ahuUzotl 
al  perseguidor,  ó  al  que  causa  daño  de  cualquier  género. 

Para  consuelo  de  la  humanidad,  la  sana  critica  no  carece  de  razones  para  persuadir 
que  8i  este  hecho  (que  no  tiene  semejante  en  los  anales  de  la  barbaridad)  no  es  fabuloso, 
es  á  lo  menos  muy  exagerado,  debiendo  sospecharse  que  se  ha  cometido  algún  error  ó 
en  la  numeración  de  los  MS.  que  tuvieron  presentes  los  AA.,  ó  en  la  interpretación  de 
las  cifras  y  jeroglíficos  de  los  mexicanos,  ó  en  la  signiñeación  de  las  voces  de  su  idioma. 
Pero  este  asunto  no  es  de  este  lugar,  y  siempre  es  cierto  que  el  espantoso  número  de 
victimas  que  sacrificó  Ahuitzotl  en  esta  ocasión  debió  de  escandalizar  á  sus  vasallos, 
dando  origen  á  la  frase. 


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92 


PENSADOR    MEXICANO 


ron  muy  buen  provecho  en  el  discurso  de  mi  vida, 
y  fueron:  inspirarme  sus  malas  mañas  y  publicar  mis 
prendas  y  mi  sobrenombre  de  Periquillo  Sarniento  por 
todas  partes;  de  manera  que  por  su  amorosa  y  activa 
diligencia  lo  conservé  en  gramática,  en  filosofía  y  en  el 
público  cuando  se  pudo.  Ved,  hijos  míos,  si  no  sería  yo 
un  ingrato  si  dejara  de  nombrar  en  la  historia  de  mi 
vida  con  la  mayor  efusión  de  gratitud  á  un  amigo  tan 
útil,  á  un  maestro  tan  eficaz  y  al  pregonero  de  mis 
glorias,  pues  todos  estos  títulos  desempeñó  á  satisfac- 
ción el  grande  y  benemérito  Juan  Largo. 

No  sabía,  con  todo  eso,  si  aquellas  señoras  tenían 
tan  larga  relación  de  mí,  ni  si  sabían  mi  retumbante 
nombrecillo.  Estaba  muy  ufano  en  el  estrado  dando  taba, 
como  dicen,  con  la  señora  y  una  porción  de  niñas,  entre 
las  cuales  no  era  la  menos  viva  y  platiconcilla  la  hija  de 
la  señora  mi  panegirista,  que  no  me  pareció  tercio  de 
paja,  porque  sobre  no  haber  quince  años  leos  y  estar  ella 
en  sus  quince,  era  demasiado  bonita  é  interesante  su 
figura;  motivo  poderoso  para  que  yo  procurara  mane- 
jarme con  cierta  afabilidad  y  circunspección  lo  mejor  que 
podía  para  agradarla;  y  ya  había  notado  que  cuando 
decía  yo  alguna  facetada  colegialuna,  ella  se  reía  la 
primera  y  celebraba  mi  genialidad  de  buena  gana. 

Estaba  yo,  pues,  quedando  bien  y  en  lo  mejor  de  mi 
gusto,   cuando  en  esto  escuché  ruido  de  caballos  en  el 


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OBRAS   ESCOGIDAS 


93 


patio  de  la  hacienda,  y  antes  de  preguntar  quién  era, 
se  fué  presentando  en  medio  de  la  sala,  con  su  buena 
manga,  paño  de  sol,  botas  de  campana  y  demás  adere- 
zos de  un  campista  decente...  ¿quién  piensan  ustedes 
que  sería?  ¡Quién  había  de  ser,  por  mis  negros  pecados, 
sino  el  demonio  de  Juan  Largo,  mi  caro  amigo  y  íavore- 
cedorl  Al  instante  que  entró,  me  vio,  y  saludando  á.  todos 
los  concurrentes  en  común  y  sobre  la  marcha,  se  dirigió 
á  mí  con  los  brazos  abiertos  y  me  halagó  las  orejas 
de  esta  suerte: — ¡Oh,  mi  querido  Periquillo  Sarniento! 
¿tanto  bueno  por  acá?  ¿cómo  te  va,  hermano?  ¿qué 
haces?  siéntate... 

No  puedo  ponderar  la  enojada  que  me  di  al  ver 
como  aquel  maldito  en  un  instante  había  descubierto  mi 
sarna  y  mi  periquería  delante  de  tantos  señores  decentes, 
y  lo  que  yo  más  sentía,  delante  de  tantas  viejas  y  mucha- 
chas burlonas,  las  que  luego  que  oyeron  mis  dictados 
comenzaron  á  reirse  á  carcajadas  con  la  mayor  impuden- 
cia y  sin  el  menor  miramiento  de  mi  personita.  Yo  no  sé 
si  me  puse  amarillo,  verde,  azul  ó  colorado;  lo  que  sí  me 
acuerdo  es,  que  la  sala  se  me  oscureció  de  la  cólera,  y 
los  carrillos  y  orejas  me  ardían  más  que  si  los  hubiese 
estregado  con  chile.  Miré  al  condenado  Juan  Largo,  y  le 
respondí  no  sé  qué,  con  mucho  desdén  y  gravedad,  cre- 
yendo con  este  entono  corregir  la  burla  de  las  muchachas 
y  la  insolencia  de  mi  amigo;  pero  nada  menos  que  eso 

PERIQUILLO   SARNIENTO.  — T.   I,   A.— 24. 


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94 


PENSADOR    MEXICANO 


conseguí,  pues  mientras  yo  me  ponía  más  serio,  las 
muchachas  reían  de  mejor  gana,  de  modo  que  parecía 
que  les  hacían  cosquillas  á  las  muy  puercas,  y  el  picaro 
de  Juan  Largo  añadía  nuevas  facetadas  con  que  redobla- 
ban sus  caquinos.  Viéndome  yo  en  tal  apuro,  hube  de 
ceder  á  la  violencia  de  mi  estrella  y  disimular  la  bola  que 
tenía,  riéndome  con  todos;  aunque  si  va  á  decir  verdad, 
mi  risa  no  era  muy  natural,  sino  algo  más  que  forzada. 

En  fin,  después  que  me  periquearon  bastante  y  dise- 
caron el  hediondo  cadáver  de  su  sarnosa  etimología,  ya 
que  no  tenían  base  para  reir,  ni  aquel  bribón  bufonada 
con  que  insultarme,  cesó  la  escena,  y  calmó,  gracias  á 
Dios,  la  tempestad. 

Entonces  fué  la  primera  vez  que  conocí  cuan  odioso 
era  tener  un  mal  nombro,  y  qué  carácter  tan  vil  es  el 
de  los  truhanes  y  graciosos,  que  no  tienen  lealtad  ni  con 
su  camisa;  porque  son  capaces  de  perder  al  mejor  amigo 
por  no  perder  la  facetada  que  les  viene  á  la  boca  en  la 
mejor  ocasión;  pues  tienen  el  arte  de  herir  y  avergonzar 
á  cualquiera  con  sus  chocarrerías,  y  tan  á  mala  hora 
para  el  agraviado,  que  parece  que  les  pagan,  como  me 
sucedió  á  mí  con  mi  buen  condiscípulo,  que  me  fué  á 
hacer  quedar  mal,  justamente  cuando  estaba  yo  que- 
riendo quedar  bien  con  su  prima.  Detestad,  hijos  míos, 
las  amistades  de  semejante  clase  de  sujetos. 

Llegó  la  hora  de  comer,  pusieron  la  mesa,  y  nos 


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OBRAS   ESCOGIDAS 


95 


sentamos  todos  según  la  clase  y  carácter  de  cada  uno. 
A  mí  me  tocó  sentarme  frente  á  un  sacerdote  vicario  de 
Tlalnepantla,  á  cuyo  lado  estaba  el  cura  de  Cuautitlán 
(lugar  á  siete  leguas  de  México),  que  era  un  viejo  gordo 
V  harto  serio. 

Comieron  todos  alegremente,  y  yó  también,  que 
como  muchacho  al  fin,  no  era  rencoroso,  y  más  cuando 
trataban  de  complacerme  con  abundancia  de  guisados 
exquisitos  y  sabrosos  dulces;  porque  don  Martín,  que  así 
se  llamaba  el  amo,  era  bastante  liberal  y  rico. 

Durante  la  comida  hablaron  de  muchas  cosas  que 
yo  no  entendí;  pero  después  que  alzaron  los  manteles, 
preguntó  una  señora  si  habíamos  visto  la  cometa.  —  El 
cometa  dirá  usted,  señorita,  dijo  el  padre  vicario.  — Eso 
es,  respondió  la  madama. — Sí,  lo  hemos  visto  estas 
noches  en  la  azotea  del  curato  y  nos  hemos  divertido 
bastante.  —  ¡Ay!  qué  diversión  tan  tea,  dijo  la  madama. 

—  ¿Por  qué,  señorita?  —  ¿Por  qué?  porque  ese  cometa  es 
señal  de  algún  daño  grande  que  quiere  suceder  aquí. 

—  Ríase  usted  de  eso,  decía  el  cleriguito:  los  cometas 
son  unos  astros  como  todos;  lo  que  sucede  es,  que  se  ven 
de  cuando  en  cuando  porque  tienen  mucho  que  andar,  y 
así  son  tardones,  pero  no  maliciosos.  Si  no,  ahí  está 
nuestro  amigo  don  Januario,  que  sabe  bien  qué  cosa  son 
los  cometas,  y  por  qué  se  dan  tanto  á  desear  de  nuestros 
ojos,  y  él  nos  hará  favor  de  explicarlo  con  claridad  para 


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96 


PENSADOR    MEXICANO 


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que  ustedes  se  satisfagan. — Sí,  Januarito,  anda,  dinos 
cómo  está  eso,  dijo  la  prima.  — Mas  el  demonio  de  Juan 
Largo  sabía  tanto  do  cometas  como  de  pirotecnia,  pero 
no  era  muy  tonto,  y  así  sin  cortarse  respondió:  —  Prima, 
ese  encargo  se  lo  puedes  hacer  á  mi  amigo  Perico  por 
dos  razones:  la  una,  porque  es  muchacho  muy  hábil,  y  la 
dos,  porque  siendo  esta  súplica  tuya,  propia  para  hacer 
lucir  una  buena  explicación  cometal,  por  regla  de  política 
debemos  obsequiar  con  estos  lucimientos  á  los  huéspe- 
des. Conque  vamos,  suplícale  al  Sanileniilo  que  te  lo 
explique:  verán  ustedes  qué  pico  de  muchacho.  Así  que 
él  no  esté  con  nosotros  yo  te  explicaré,  no  digo  qué  cosa 
son  cometas,  y  por  dónde  caminan,  que  es  lo  que  ha 
apuntado  el  padrecito,  sino  que  te  diré  cuántos  son 
todos  los  luceros,  cómo  se  llama  cada  uno,  por  dónde 
andan,  qué  hacen,  en  qué  se  entretienen,  con  todas 
las  menudencias  que  tú  quieras  saber,  satisfecho  que 
tengo  de  contentar  tu  curiosidad  por  prolija  que  sea,  sin 
que  haya  miedo  que  no  me  creas,  pues  como  dijo  tío 
Quevedo: 


El  mentir  de  las  estrellas 
Es  un  seguro  mentir, 
Porque  ninguno  ha  de  ir 
A  preguntárselo  á  ellas. 


Conque  ya  quedamos,  Poncianita,  que  te  explicará 
el   cometa   al   derecho   y   al   revés  mi   amigo   Perucho, 


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OBRAS   ESCOGIDAS 


97 


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mientras  yo,  con  licencia  de  estos  señores,  voy  á  ensi- 
llar   mi    caballo.  —  Y    diciendo   y    haciendo   se   disparó 
fuera  de  la  sala  sin  atender  á  que  yo  decía,  que  estando 
allí  los  señores  padres,  ellos  satisfarían  el  gusto  , de  la 
señorita  mejor  que  yo.    No   valió  la  excusa:   el  vicario 
de  Tlalnepantla  me   había   conocido   el  juego,    y   por- 
fiaba en  que  íuera  yo  el  explicador.    Yo,   decía:  —  No, 
señores;  fuera  una  grosería  que  yo  quisiera  lucir  donde 
están   mis   mayores. — El   cura,    que   era   tan   socarrón 
como   serio,    al   oir   esta    mi    urbanidad,    se    sonrió    al 
modo   de   conejo   y   dijo: — Sabrán    ustedes,    para   bien 
saber,  que  en  tiempo  de  marras,  había  en  mi  parroquia 
un  cura   muy   tonto   y    vano,    entre  los  que  eran    más 
tontos;  él,  pues,  un  día  estaba  predicando  lleno  de  satis- 
iacción   cuantas   majaderías  se  le  venían  á  la  cabeza  á 
unos  pobres  indios  que  eran  los  que  únicamente  podían 
tener  paciencia  de  escucharlo.   Estaba  en  lo  más  fervo- 
roso del  sermón,   cuando  fué  entrando  en  la  iglesia  el 
arzobispo  mi  señor,  que  iba  á  la  santa  visita.    Al  instante 
(|ue  entró  alborotóse  el  auditorio  y  turbóse  el  predicador, 
siendo  su  sorpresa  mayor  que  si  hubiese  visto  al  diablo. 
Callóse  la  boca,  quitóse  el  bonete,  y  diciendo  su  ilustrí- 
sima  que  continuara,  exclamó:  —  ¡Cómo  era  capaz,  señor 
ilustrísimo,  que  estando  presente  mi   prelado,   fuera  yo 
tan  grosero  que  me  atreviera  á  seguir  mi  sermón!   Eso 
no;  suba  usía  ilustrísima,  y  acábelo,   mientras  acabo  yo 

PERIQUILLO  SARNIENTO.  — T.   I,   A.  — 25. 


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98  PENSADOR    MEXICANO 

la  misa  pro  populo.  —  El  arzobispo  no  pudo  contener  la 
risa  de  ver  la  grande  urbanidad  de  este  cura  ignorante,  y 
lo  bajó  del  pulpito  y  del  curato.  Apliquen  ustedes.  — 
Calló  el  padre  gordo  diciendo  esto.  Sonrióse  el  vicario  y 
las  mujeres,  y  yo  no  dejé  de  correrme,  aunque  me  cabía 
cierta  duda  en  si  lo  diría  por  mi  política  ó  por  la  de  Juan 
Largo;  mas  no  duró  mucho  en  esta  suspensión,  porque 
el  zaragate  del  padre  vicario  probó  de  una  vez  todo  su  ar- 
bitrio, diciendo  á  la  Poncianita:  —  Usted,  niña,  elija  quién 
ha  de  explicar  lo  que  es  cometa,  el  colegial  ó  yo;  y  si  la 
elección  recae  en  mí,  lo  haré  con  mucho  gusto,  porque 
no  me  agrada  que  me  rueguen,  ni  sé  hacer  desaire  á  las 
señoras. — Sin  duda  la  guiñó  del  ojo;  porque  al  instante 
me  dijo  la  prima  de  Largo:  —  Usted,  señor,  quisiera  me 
hiciera  ese  favor.  —  No  me  pude  escapar:  me  determiné 
á  darle  gusto;  mas  no  sabía  ni  por  dónde  comenzar, 
porque  maldito  si  yo  sabía  palabra  de  cometas,  ni  come- 
tos:  sin  embargo,  con  algún  orgullo  (prenda  esencialí- 
sima  de  todo  ignorante)  dije:  — Pues,  señores,  los  come- 
tas, ó  las  cometas,  como  otros  dicen,  son  unas  estrellas 
más  grandes  que  todas  las  demás;  y  después  que  son  tan 
grandes,  tienen  una  cola  muy  larguísima... — ¿Muy  lar- 
guísima? dijo  el  vicario. — Y  yo,  que  no  conocía  que  se 
admiraba  de  que  ni  castellano  sabía  hablar,  le  respondí 
lleno  de  vanidad: — Sí,  padre,  muy  larguísima;  ¿pues 
qué,   no  la  ha  visto  usted? — Vaya,  sea  por  Dios,   me 


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OBRAS   ESCOGIDAS 


99 


contestó.  —  Yo  proseguí:  —  Estas  colas  son  de  dos  colo- 
res, ó  blancas  ó  encarnadas;  si  son  blancas,  anuncian 
paz  ó  alguna  felicidad  al  pueblo,  y  si  son  coloradas,  como 
teñidas  de  sangre,  anuncian  guerras  ó  desastres;  por  eso 
la  cometa  que  vieron  los  reyes  magos  tenía  su  cola 
blanca,  porque  anunció  el  nacimiento  del  Señor  y  la  paz 
general  del  mundo,  que  hizo  por  esta  razón  el  rey  Octa- 
viano,  y  esto  no  se  puede  negar,  pues  no  hay  nacimiento 
alguno  en  la  Nochebuena  que  no  tenga  su  cometita  con 
la  cola  blanca.  El  que  no  los  veamos  muy  seguido  es 
porque  Dios  los  tiene  allá  retirados,  y  sólo  los  deja  acer- 
carse á  nuestra  vista  cuando  han  de  anunciar  la  muerte 
de  algún  rey,  el  nacimiento  de  algún  santo,  ó  la  paz  ó  la 
guerra  en  alguna  ciudad,  y  por  eso  no  los  vemos  todos 
los  días,  porque  Dios  no  hace  milagros  sin  necesidad. 
El  cometa  de  este  tiempo  tiene  la  cola  blanca,  y  segura- 
mente anuncia  la  paz.  Esto  es,  dije  yo  muy  satisfecho, 
esto  es  lo  que  hay  acerca  de  los  cometas.  Está  usted 
servida,  señorita.  —  Muchas  gracias,  dijo  ella. — No,  no 
muchas,  dijo  el  vicario;  porque  el  señorito,  aunque  me 
dispense,  no  lía  dicho  palabra  en  su  lugar,  sino  un  atajo 
de  disparates  endiablados.  Se  conoce  que  no  ha  estudiado 
palabra  de  astronomía,  y  por  lo  propio  ignora  qué  cosas 
son  estrellas  fijas,  qué  son  planetas,  cometas,  constela- 
ciones, dígitos,  eclipses,  etc.,  etc.  Yo  tampoco  soy  astró- 
nomo, amiguito;  pero  tengo  alguna  tintura  de  una  que 


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100  PENSADOR    MEXICANO 

otra  cosilla  de  éstas;  y  aunque  es  muy  superficial,  me 
basta  para  conocer  que  usted  tiene  menos,  y  así  habla 
tantas  barbaridades;  y  lo  peor  es  que  las  habla  con  vani- 
dad, y  creyendo  que  entiende  lo  que  dice  y  que  es  como 
lo  entiende;  pero  para  otra  vez  no  sea  usted  candido. 
Sepa  usted  que  los  cometas  no  son  estrellas,  ni  se  ven 
por  milagro,  ni  anuncian  guerras,  ni  paces,  ni  la  estrella 
que  vieron  los  reyes  de  Oriente  cuando  nació  el  Salvador 
era  cometa,  ni  Octaviano  i\iv  rey,  sino  cesar  ó  emperador 
de  Roma,  ni  éste  hizo  la  paz  general  con  el  mundo  por 
aquel  divino  natalicio,  sino  que  el  príncipe  de  la  paz, 
Jesucristo,  quiso  nacer  cuando  reinaba  en  el  universo 
una  paz  general,  que  lué  en  tiempo  de  Augusto  César 
Octaviano,  ni  crea  usted,  finalmente,  ninguna  de  las 
demás  vulgaridades  que  se  dicen  de  los  cometas;  y 
porque  no  piense  usted  que  esto  lo  digo  á  tintín  de  boca, 
le  explicaré  en  breve  lo  que  es  cometa.  Oiga  usted: 
los  cometas  son  planetas  como  todos  los  demás;  esto  es, 
lo  mismo  que  la  Luna,  Mercurio,  Venas,  la  Tierra, 
Mar/e,  Júpiter,  Saí/trno  y  Ilerscliel,  los  cuales  son  unos 
cuerpos  esféricos,  (esto  es,  perfectamente  redondos,  ó 
como  vulgarmente  decimos,  unas  bolas);  son  opacos, 
no  tienen  ninguna  luz  de  por  sí,  así  como  no  la  tiene  la 
tierra,  pues  la  que  reflectan  ó  nos  envían  se  la  comunica 
,/el  sol.  La  causa  de  que  los  veamos  de  tarde  en  tarde,  es 
'  porque  su  curso  es  irregular  respecto  á  los  demás  plañe- 


.--..^.^      :■■■■  ..:■■      <     J.-.' .^1»-'^  i'>-^>;'.¿.-.a.^.^..-'.  .  ^.-.^Jy..  '¿¿I 


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OBRAS   ESCOGIDAS 


101 


tas,  quiero  decir:  aquéllos  hacen  sus  giros  sobre  el  sol 
esférica,  y  éstos  elípticamente;  pues  unos  dan  su  vuelta 
redonda  y  otros  (los  cometas)  larga;  y  esta  es  la  causa 
porque  teniendo  más  camino  que  andar,  nos  tardamos 
nosotros  más  en  verlos;  así  como  más  pronto  verá  usted 
al  que  haya  de  ir  y  venir  de  aquí  á  México  que  al  que 
haya  de  ir  y  venir  de  aquí  á  Guatemala;  porque  el  pri- 
mero tiene  menos  que  andar  que  el  segundo.  Esas  colas 
que  se  les  advierten,  no  son,  según  los  que  entienden, 
otra  cosa  más  que  unos  vapores  que  el  sol  les  extrae 
é  ilumina,  así  como  ilumina  la  ráfaga  de  átomos  cuando 
entra  por  una  ventana;  y  este  mismo  sol,  conforme  la 
disposición  en  que  comunica  su  luz  á  este  vapor,  hace 
que  estas  colas  de  los  cometas  nos  presten  un  color 
blanco  ó  rojo,  para  cuya  persuasión  no  necesitamos 
atormentar  el  entendimiento,  pues  todos  los  días  adverti- 
mos las  nubes  iluminadas  con  una  luz  blanca  ó  roja, 
según  su  posición  respecto  al  sol.  *  En  virtud  de  esto, 
nada  tenemos  que  esperar  favorable  del  color  blanco  de 
las  colas  de  los  cometas,  ni  que  temer  adverso  por  su 
color  rojo.  Esto  es  lo  más  fundado  y  probable  por  los 
físicos  en  esta  materia;  lo  demás  son  vulgaridades  que  ya 
todo  el  mundo  desprecia.  Si  usted  quisiere  imponerse 
á  fondo  de  estas  cosas,  lea  al  padre  Almeida,  al  Brisson, 


Estas  explicaciones  del  padre  vicario  indican  que  tampoco  él  estaba  muy  instrui- 
do en  el  asunto.   E. 

PERIQUILLO   SARNIENTO.  — T.    I,    A.  — 26. 


*1 


102  PENSADOR    MEXICANO 

y  á  otros  autores  traducidos  al  castellano  que  tratan  de  la 
materia /)/'o  famotiori;  esto  es,  con  extensión.  La  que  yo 
he  tenido  para  explicar  este  asunto,  ha  sido  demasiada, 
y  verdaderamente  tiene  visos  de  pedantería,  pues  estas 
materias  son  ajenas  y  tal  vez  ininteligibles  á  las  perso- 
nas que  nos  escuchan,  exceptuando  al  señor  cura;  pero 
la  ignorancia  y  vanidad  de  usted  me  han  comprometido  á 
tocar  una  materia  singular  entre  semejantes  sujetos,  y 
que  por  lo  mismo  conozco  habré  quebrantado  las  leyes 
de  la  buena  crianza;  mas  la  prudencia  de  estos  señores 
me  dispensará,  y  usted  me  agradecerá  ó  no  mis  buenas 
intenciones,  que  se  reducen  á  hacerle  ver  que  no  se  meta 
jamás  á  hablar  en  cosas  que  no  entiende. 

¡Contemplen  ustedes  cómo  quedaría  yo  con  seme- 
jante responsoriol  Al  instante  conocí  que  aquel  padre 
decía  muy  bien,  por  más  que  yo  sintiera  su  claridad; 
pues  aunque  he  sido  ignorante,  no  he  sido  tonto,  ni  he 
tenido  cabeza  de  tepeguaje.  Fácilmente  me  he  docilitado 
á  la  razón,  porque  en  la  realidad  hay  verdades  tan 
demostradas  y  penetrantes  que  se  nos  meten  por  los  ojos 
á  pesar  de  nuestro  amor  propio.  ¡Infelices  de  aquellos 
cuyos  entendimientos  son  tan  obtusos  que  no  les  entran 
las  verdades  más  evidentes,  y  más  iníelices  aquellos  cuya 
obstinación  es  tal  que  les  hace  cerrar  los  ojos  para  no 
ver  la  luz  I  ¡Qué  pocas  esperanzas  dan  unos  y  otros  de 
prestarse  dóciles  á  la  razón  en  ningún  tiempo!    Quédeme 


-^^-•^■^ifcliilñiila-ii'riJiSMiiii'  ■  MI  r'  fi   V"  ,*^:.'..^*. ^..^    ■  '  ^,\^^±tjJ.:  a\    .■-.:■■»   -^. 


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OBRAS   ESCOGIDAS  103 

confuso,  como  iba  diciendo,  y  creo  que  mi  vergüenza  se 
conocía  por  sobre  de  mi  ropa,  porque  no  me  atreví  á 
hablar  una  palabra,  ni  tenía  qué.  Las  señoras,  el  cura  y 
demás  sujetos  de  la  mesa,  sólo  se  miraban  y  me  miraban 
de  hito  en  hito,  y  esto  me  corría  más  y  más. 

Pero  el  mismo  padre  vicario,  que  era  un  hombre 
muy  prudente,  me  quitó  de  aquella  media  naranja  con  el 
mejor  disimulo,  diciendo:— Señores,  hemos  parlado  bas- 
tante: yo  voy  á  rezar  vísperas,  y  es  regular  que  las  seño- 
ritas quieran  reposar  un  poco  para  divertirnos  esta  tarde 
con  los  toritos. 

Levantóse  luego  de  la  mesa,  y  todos  hicieron  lo 
mismo.  Las  señoras  se  retiraron  á  lo  interior  de  la  casa, 
y  los  hombres,  unos  se  tiraron  sobre  los  canapés,  otros 
cogieron  un  libro,  otros  se  pusieron  á  divertir  á  juegos 
de  naipes,  y  otros,  por  fin,  tomaron  sus  escopetas  y  se 
í'ueron  á  pasar  el  rato  á  la  huerta. 

Sólo  yo  me  quedé  de  non,  aunque  muchos  señores 
me  brindaron  con  su  compañía;  pero  yo  les  di  las 
gracias,  y  me  excusé  con  el  pretexto  de  que  estaba  can- 
sado del  camino,  y  que  acostumbraba  dormir  un  rato 
de  siesta. 

Guando  vi  que  todos  estaban  ó  procurando  dormir,  ó 
divertidos,  me  salí  al  corredor,  me  recosté  en  una  banca, 
y  comencé  á  hacer  las  más  serias  reflexiones  entre  mí 
acerca  del  chasco  que  me  acababa  de  pasar. 


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104  PENSADOR   MEXICANO 

— Ciertamente,  decía  yo,  ciertamente  que  este  padre 
me  ha  avergonzado;  pero  después  de  todo,  yo  he  tenido 
la  culpa  en  meterme  á  dar  voto  en  lo  que  no  entiendo. 
No  hay  duda,  yo  soy  un  necio,  un  bárbaro  y  un  presu- 
mido. ¿Qué  he  leído  yo  de  planetas,  de  astros,  cometas, 
eclipses  ni  nada  de  cuanto  el  padre  me  dijo?  ¿Cuándo  he 
visto  ni  por  el  forro  los  autores  que  me  nombró  ni  he 
oído  siquiera  hablar  de  esto  antes  que  ahora?  ¿Pues 
quién  diablos  me  metió  en  la  cabeza  ser  explicador  de 
cosa  que  no  entiendo,  y  luego  explicador  tan  sandio  y 
orgulloso?  ¿En  qué  estaría  yo  pensando?  Ya  se  ve,  soy 
bachiller  en  filosofía,  soy  físico.  Reniego  de  mi  física  y 
de  cuantos  físicos  hay  en  el  mundo  si  todos  son  tan  pelo- 
tas como  yo.  ¡Voto  á  mis  pecados!  ¿Qué  dirá  este  padre? 
¿Qué  dirá  el  señor  cura?  ¿Y  qué  dirán  todos?  Pero  ¿qué 
han  de  decir  sino  que  soy  un  burro?  Para  más  fué  que 
yo,  el  tuno  de  Juan  Largo,  que  no  se  atrevió  á  manifes- 
tar su  ignorancia.  No  hay  remedio;  saber  callar  es  un 
principio  de  aprender,  y  el  silencio  es  una  buena  tapade- 
ra de  la  poca  instrucción.  Juan  Largo,  no  hablando,  dejó 
á  todos  en  duda  de  si  sabe  ó  no  sabe  lo  que  son  cometas; 
y  yo,  con  hablar  tanto,  no  conseguí  sino  manifestar  mi 
necedad  y  ponerme  á  una  vergüenza  pública.  Pero  ya 
sucedió,  ya  no  hay  remedio.  Ahora,  para  que  no  se 
pierda  todo,  es  preciso  satisfacer  al  mismo  padre,  que  es 
quien  entiende  mi  tontera  mejor  que  los  demás,  y  supli- 


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OBRAS    ESCOGIDAS  105 

carie  me  dé  un   apunte  de   los  autores  físicos  que  yo  v  | 

líueda  estudiar;  porque  ciertamente  la  física  no  puede 
menos  que  ser  una  ciencia,  á  más  de  útilísima,  entrete- 
nida, y  yo  deseo  saber  algo  de  ella. 

Con  esta  resolución  me  levanté  de  la  banca  y  me  fui 
á  buscar  al  vicario  que  ya  había  acabado  de  rezar,  y 
redondamente  le  canté  la  palinodia. 

—  Padrecito,  le  dije;  ¿qué  habrá  usted  dicho  de 
Ja  nueva  explicación  del  cometa  que  me  ha  oído? 
Vamos,  que  usted  no  se  esperaba  tan  repentino  entre- 
més sobre  mesa;  pero  la  verdad,  yo  soy  un  majadero 
y  lo  conozco.  Como  cuando  aprendí  en  el  colegio  unos 
cuantos  preliminares  de  física  y  algunas  propiedades 
de  los  cuerpos  en  general,  me  acostumbré  á  decir 
que  era  físico,  lo  creí  firmísimamente,  y  pensé  que  no 
había  ya  más  que  saber  en  esa  facultad.  A  esta  pre- 
ocupación se  siguió  el  ver  que  había  quedado  bien  en 
mis  actillos,  que  me  alabaron  los  convidados  y  que  me 
dieron  mis  galas;  y  después  de  esto,  no  habrá  ocho 
días  que  me  he  graduado  de  bachiller  en  filosofía,  y  me 
dijeron  que  estaba  yo  aprobado  para   todo.    Pensé  que  á 

era  yo  filósofo  de  verdad,  que  el  tal  título  probaba  mi  ' 

sabiduría,  y  que  aquel  pasaporte  que  me  dieron  para 
iodo,  me  facultaba  para  disputar  de  todo  cuanto  hay, 
aunque  fuera  con  el  mismo  Salomón;  pero  usted  me  ha 
dado  ahora   una   lección   de   que   deseo   aprovecharme;  ' 

PERIQUILLO   SARNIENTO.  — T.    I,    A.  — 27, 


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106  PENSADOR    MEXICANO 

porque  me  gusta  la  lísica,  y  quisiera  saber  los  libros 
donde  pueda  aprender  algo  de  ella;  pero  que  la  enseñen 
con  la  claridad  que  usted. 

— Esa  es  una  buena  señal  de  que  usted  tiene  un 
talento  no  vulgar,  me  dijo  el  padre;  porque  cuando  un 
hombre  conoce  su  error,  lo  confiesa  y  desea  salir  de 
ól ,  da  las  mejores  esperanzas,  pues  esto  no  es  pro- 
pio de  entendimientos  arrastrados  que  yerran  y  lo 
conocen,  pero  su  soberbia  no  les  permite  confesarlos; 
y  así  ellos  mismos  se  privan  de  la  luz  de  la  enseñanza, 
semejantes  al  enfermo  imprudente  que  por  no  descu- 
brir su  llaga  al  médico  se  priva  de  la  medicina  y  se  em- 
peora. Pero  ¿dónde  aprendió  usted  ese  montón  de  vul- 
garidades que  nos  contó  de  los  cometas?  Porque  en  el 
colegio  seguramente  no  se  las  enseñaron. 

— Ya  se  ve  que  no,  le  respondí.  Esa  copia  de  luci- 
dísima erudición  que  he  vaciado  se  la  debo  á  las  viejas 
y  cocineras  de  mi  casa. 

— No  es  usted  el  primero,  dijo  el  padre,  que  mama 
con  la  primera  leche  semejantes  absurdos.  Verdadera- 
mente que  todas  esas  son  patrañas  y  cuentos  de  viejas. 
Usted  lo  que  debe  hacer  es  aplicarse,  que  aún  es  mu- 
chacho y  puede  aprovechar.  Yo  le  daré  el  apuntito  que 
me  pide  de  los  autores  en  que  puede  leer  á  gusto  estas 
materias,  y  le  daré  también  algunas  leccioncitas  mien- 
tras estemos  aquí. 


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OBRAS   ESCOGIDAS 


107 


Le  di  las  gracias,  quedando  prendado  de  su  bello 
carácter.  Iba  á  pedirle  un  favor  de  muchacho,  cuando 
nos  llamaron  para  que  nos  fuéramos  á  divertir  al  corral 
del  herradero. 


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CAPITULO  VII 


Prosigue  nuestro  autor  contando  los  sucesos 
que  le  pasaron  en  la  hacienda 


Sin  embargo  de  que  nos 
llamaron,  el  padre  vicario  con- 
tinuó diciéndome: 
— Por  lo  que  toca  á  lo  que  usted  me  pide,  acerca 
de  que  le  instruya  de  los  mejores  autores  físicos,  le 
digo,  que  no  es  menester  apuntito,  porque  son  muy 
pocos  los  que  he  de  aconsejar  á  usted  que  lea,  y  fácil- 
mente los  puede  encomendar  a  la  memoria.  Procure 
usted  leer  la  Física  experimental  de  los  abates  Para  y 
Nollet,  las  Recreaciones  filosóficas  del  padre  don  Teodoro 
de  Almeida,  el  Diccionario  de  física,  y  el  Tratado  de 
física  de  Brisson.    Con  esto  que  usted  lea  con  cuidado, 

PERIQUILLO   SARNIENTO,  — T.    I,    A.  —  28. 


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PENSADOR   MEXICANO 


tendrá  bastante  para  hablar  con  acierto  de  esta  ciencia 
en  donde  se  le  ofrezca,  y  si  á  este  estudio  quisiere  añadir 
el  de  la  historia  natural,  como  que  es  tan  análogo  al  ante- 
rior, podrá  leer  con  utilidad  El  Espectáculo  de  la  Natu- 
raleza por  Pluche,  y  con  más  gusto  y  fruto  la  Historia 
natural  del  célebre  conde  de  Buñbn,  llamado  por  anto- 
nomasia el  PUnio  de  Francia. 

Estos  estudios,  amiguito,  son  útiles,  amenos  y 
divertidos;  porque  el  entendimiento  no  encuentra  en 
ellos  lo  abstracto  de  la  teología,  la  incertidumbre  de  la 
medicina ,  lo  intrincado  de  las  leyes  ni  lo  escabroso 
de  las  matemáticas.  Todo  llena,  todo  deleita,  todo  embe- 
lesa y  todo  enseña,  así  en  la  física  como  en  la  historia 
natural.  Es  estudio  que  no  fatiga  y  ocupación  que  no 
cansa.  La  doctrina  que  ministra  es  dulce  y  el  vaso  en 
que  se  brinda  es  de  oro. 

Los  que  miran  el  Universo  por  la  parte  de  afuera, 
se  sorprenden  con  su  primorosa  perspectiva;  pero  no 
hacen  más  que  sorprenderse  como  los  niños  cuando  ven 
la  primera  vez  una  cosa  bonita  que  les  divierte.  El  filó- 
sofo, como  ve  el  Universo  con  otros  ojos,  pasa  más  allá 
de  la  simple  sorpresa:  conoce,  observa,  escudriña  y 
admira  cuanto  hay  en  la  naturaleza. 

Si  eleva  su  entendimiento  á  los  cielos,  se  pierde  en 
la  inmensidad  de  esos  espacios  llenos  de  la  Majestad  más 
soberana;  si  detiene  su  consideración  en  el  sol,  mira 


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OBRAS   ESCOGIDAS  111 

una  mole  crecidísima  de  un  fuego  vivísimo,  penetrante 
é  inextinguible,  al   paso  que   benéfico  é  interesante  á 
toda  la  naturaleza;  si  observa  la  luna,  sabe  que  es  un 
globo  que  tiene  montes,   mares,   valles,   ríos,   como  el 
globo  que  pisa;  y  que  es  un  espejo  que  refleja  la  brillante 
luz  del  sol  para  comunicárnosla  con  sus  influencias:  si 
atiende  á  los  planetas  como  Venus,  Mercurio,  Marte  y 
la  restante  multitud  de  astros,   ya  fijos,    ya   errantes, 
no  contempla  sino  una  prodigiosa  infinidad  de  mundos 
ya  luminosos,   ya  iluminados,   ya  soles,   ya  lunas  que 
observan  constantemente  los  movimientos  y  giros  que  la 
sabia  Omnipotencia  les  prescribió  desde  el  principio:  si 
su  consideración  desciende  á  este  planeta  que  habitamos, 
admira  la  economía  de  su  hechura;  mira  el  agua  pen- 
diente sobre  la  tierra,  contenida  sólo  con  un  débil  pol- 
villo de  arena;  los  montes  elevados;  las  cascadas  estre- 
pitosas; las  risueñas  fuentes;   los  arroyos  mansos;  los 
caudalosos  ríos;  los  árboles,  las  plañías,  las  flores,  las 
frutas,   las  selvas,    los   valles,    los   collados,    las   aves, 
las  fieras,  los  peces,  el  hombre,  y  hasta  los  desprecia- 
bles insectillos  que  se  arrastran;  y  todo,  todo  le  franquea 
teatro  á  su  curiosidad  é  investigación.    La  atmósfera,  las 
nubes,  las  lluvias,  el  rocío,  el  granizo,  los  fuegos  fatuos, 
las  auroras  boreales,  los  truenos,  los  relámpagos,  los 
rayos  y  cuantos  meteoros  tiene  la  naturaleza,  presentan 
un  vastísimo  campo  á  su  prolijo  y  estudioso  examen. 


-^.t^  .^^t^r^ftw'-/;:.  ,  w>'l^:r<"  M.j£^-if  íf-fkJ^yiLiil'.ííáli^itL^'itt^Z/ 


112  PENSADOR    MEXICANO 

y  después  que  admira,  contempla,  examina,  discurre, 
pondera  y  acicala  su  entendimiento  sobre  un  caos  tan 
prodigioso  de  entes  heterogéneos,  tan  admirables  como 
incomprensibles,  reflexiona  que  el  conocimiento  ó  igno- 
rancia que  tiene  de  estos  mismos  seres  lo  llevan  como 
por  la  mano  hasta  la  peana  del  trono  del  Criador.  Enton- 
ces el  filósofo  verdadero  no  puede  menos  que  anonadarse 
y  postrarse  ante  el  solio  de  la  Deidad  Suprema,  confesar 
su  poder,  alabar  su  providencia,  reconocer  en  silencio  lo 
sublime  de  su  sabiduría  y  darle  infinitas  gracias  por  el 
diluvio  de  beneficios  que  ha  derramado  sobre  sus  cria- 
turas, siendo  entre  las  terrestres  la  más  noble,  la  más 
excelsa,  la  más  privilegiada  y  la  más  ingrata  el  hom- 
bre, «bajo  cuyos  pies  (nos  dice  la  voz  de  la  verdad)  que 
sujetó  todo  lo  criado:»  Omnia  suh/ecfsíi  sdb  pcclihas 
€Jus:  y  lo  mismo  ser-á  llegar  el  filósofo  á  estos  subli- 
mes y  necesarios  conocimientos,  que  comenzar  á  ser 
teólogo  contemplativo;  pues  así  como  todos  los  rayos 
de  la  rueda  de  un  coche  descansan  sobre  la  maza  que 
es  su  centro,  así  las  criaturas  reconocen  su  punto  cén- 
trico en  el  Criador;  por  manera,  que  los  impíos  ateís- 
tas que  niegan  la  existencia  de  un  Dios  criador  y  con- 
servador del  Universo ,  proceden  contra  el  testimonio 
común  de  las  naciones,  pues  las  más  bárbaras  y  sal- 
vajes han  reconocido  este  soberano  principio;  porque 
los  mismos  cielos   proclaman  la  gloria  de  Dios;  el   fir- 


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OBRAS   ESCOGIDAS 


113 


mamento  anuncia  sus  obras  maravillosas,  y  las  criatu- 
ras todas  que  se  nos  manifiestan  á  la  vista,  son  las 
conductoras  que  nos  llevan  á  adorar  las  maravillas  que 
no  vemos.  Pero,  ya  se  ve,  los  ateístas  son  unos  brutos 
que  parecen  hombres,  ó  unos  hombres  que  voluntaria- 
mente quieren  ser  menos  que  los  brutos.  Ello  es  evi- 
dente... 

En  esto,  viendo  que  nos  tardábamos,  salieron  á 
llamarnos  otra  vez  las  niñas  y  señores  de  la  hacienda, 
para  que  fuéramos  á  ver  las  travesuras  de  los  payos  y 
caporales,  y  tuvimos  que  suspender,  ó  por  mejor  decir, 
cortar  enteramente  una  conversación  tan  dulce  para  mí, 
porque  en  la  realidad  me  entretenía  más  que  todos  los 
herraderos. 

Admiráronse  de  vernos  tan  unidos  al  padre  y  á  mí, 
creyendo  que  yo  conservara  algún  resentimiento  por  el 
sonrojillo  que  me  había  hecho  pasar  sobre  mesa,  y  aun 
entre  chanzas  nos  descubrieron  su  pensamiento;  pero 
yo,  en  medio  de  mis  desbaratos,  he  debido  á  Dios  dos 
prendas  que  no  merezco.  La  una,  un  entendimiento  dócil 
á  la  razón,  y  la  otra,  un  corazón  noble  y  sensible,  que 
no  me  ha  dejado  prostituir  fácilmente  á  mis  pasiones. 
Lo  digo  así  porque  cuando  he  cometido  algunos  ex- 
cesos, me  ha  costado  dificultad  sujetar  el  espíritu  á 
la  carne.  Esto  es,  he  cometido  el  mal  conociéndolo  y 
atrepellando   los   gritos   de   mi   conciencia  y  con  plena 

PERIQUILLO    SARNIENTO.—  T.    I,    A.  — 29. 


114  PENSADOR    MEXICANO 

advertencia  de  la  justicia,  lo  que  acaece  á  todo  hom- 
bre cuando  se  desliza  al  crimen.  Por  estas  buenas 
cualidades  que  digo  he  visto  brillar  en  mi  alma,  jamás 
he  sido  rencoroso  ni  aun  con  mis  enemigos;  mucho 
menos  con  quien  he  conocido  que  me  ha  aconsejado 
bien  tal  vez  con  alguna  aspereza,  lo  que  no  es  común, 
porque  nuestro  amor  propio  se  resiente  de  ordinario 
de  la  más  cariñosa  corrección,  siempre  que  tiene  visos 
de  regaño;  y  por  eso  los  de  la  hacienda  se  admiraban 
de  la  amistosa  armonía  que  observaban  entre  mí  y  el 
padre. 

Fuímonos  por  fin  al  circo  de  la  diversión,  que  era 
un  gran  corral,  en  el  que  estaban  formados  unos  có- 
modos tabladitos.  Sentámonos  el  padre  vicario  y  yo 
juntos ,  y  entretuvimos  la  tarde  mirando  herrar  los 
becerros  y  ganado  caballar  y  mular  que  había.  Mas 
advertí  que  los  espectadores  no  manifestaban  tanta  com- 
placencia cuando  señalaban  á  los  animales  con  el  fuego 
como  cuando  se  toreaban  los  becerrillos  ó  se  jine- 
teaban los  potros  ,  y  mucho  mas  cuando  un  torete 
tiraba  á  un  muchacho  de  aquellos,  ó  un  muleto  des- 
prendía á  otro  de  sobre  sí;  porque  entonces  eran  des- 
medidas las  risadas,  por  más  que  el  golpeado  inspirara 
la  compasión  con  la  aflicción  que  se  pintaba  en  su  sem- 
blante. 

Yo,  como  hasta  entonces  no  había  presenciado  se- 


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OBRAS    ESCOGIDAS  115 

mejante  escena,  no  podía  menos  que  conmoverme  al  ver 
á  un  pobre  que  se  levantaba  renqueando  de  entre  las 
patas  de  una  muía  ó  las  astas  de  un  novillo.  En  aquel 
momento  sólo  consideraba  el  dolor  que  sentiría  aquel 
infeliz,  y  esta  genial  compasión  no  me  permitía  reir 
cuando  todos  reventaban  á  caquinos.  El  juicioso  vicario, 
que  ¡ojalá  hubiera  sido  mi  mentor  toda  la  vidal  advirtió 
mi  seriedad  y  silencio,  y  leyéndome  el  corazón  me  dijo: 
— ¿Usted  ha  visto  toros  en  México  alguna  vez?— No, 
señor,  le  contesté;  ahora  es  la  primera  ocasión  que 
veo  esta  clase  de  diversiones,  que  consisten  en  hacer 
daño  á  los  pobres  animales,  y  exponerse  los  hombres 
á  recibir  los  golpes  de  la  venganza  de  aquéllos,  la  que 
juzgo  se  merecen  bien  por  su  maldita  inclinación  y  bar- 
barie.— Así  es,  amiguitó,  me  dijo  el  vicario;  y  se  conoce 
que  usted  no  ha  visto  cosas  peores.  ¿Qué  dijera  usted 
si  viera  las  corridas  de  toros  que  se  hacen  en  las  capi- 
tales, especialmente  en  las  fiestas  que  llaman  Reales.^ 
Todo  lo  que  usted  ve  en  éstas  son  trutas  y  pan  pintado: 
lo  más  que  aquí  sucede  es  que  los  toretes  suelen  dar  sus 
revolcadillas  á  estos  muchachos,  y  los  potros  y  muías 
sus  caídas,  en  las  que  ordinariamente  quedan  molidos  y 
estropeados  los  jinetes;  mas  no  heridos  ó  muertos  como 
sucede  en  aquellas  fiestas  públicas  de  las  ciudades  que 
dije;  porque  allí,  como  se  torean  toros  escogidos  por  fero- 
ces, y  están  puntales,  es  muy  frecuente  ver  los  intestinos 


Ii6 


PENSADOR    MEXICANO 


I . 


de  los  caballos  enredados  en  sus  astas,  hombres  gra- 
vemente lastimados  y  algunos  muertos. — Padre,  le  dije 
yo,  ¿y  así  exponen  los  racionales  sus  vidas  para  sacri- 
ficarlas en  las  armas  enojadas  de  una  fiera?  ¿y  así  con- 
curren todos  de  tropel  á  divertirse  con  ver  derramar  la 
sangre  de  los  brutos  y  tal  vez  de  sus  semejantes? — Así 
sucede,  me  contestó  el  vicario,  y  sucederá  siempre  en 
los  dominios  de  España,  hasta  que  no  se  olvide  esta  cos- 
tumbre tan  repugnante  a  la  naturaleza  como  á  la  ilus- 
tración del  siglo  en  que  vivimos. 

Conversamos  largo  rato  sobre  esto,  como  que  es 
maleria  muy  íértil,  y  cuando  mi  amigo  el  vicario  hubo 
concluido,  le  dije: 

—  Padre,  estoy  pensando  que  ese  demontir  de  Ja- 
nuario  ó  Juan  Largo,  mi  condiscípulo,  luego  que  sepa 
los  disparates  que  yo  dije  del  cometa,  y  la  justa  repre- 
hensión de  usted,  me  ha  de  burlar  altamente  y  en  la 
mesa  delante  de  todos,  porque  es  muy  pamlorriuisUf,  y 
tiene  su  gusto  en  pararle  la  bola,  como  dicen,  á  cual- 
quiera en  la  mejor  concurrencia;  y  yo  ciertamente  no 
quisiera  pasar  otro  bochorno  como  el  de  á  medio 
día,  ó  ya  que  él  sea  tan  mal  amigo  y  tan  impru- 
dente, que  padeciera  el  mismo  tártago  que  yo,  hacién- 
dolo usted  quedar  mal  con  alguna  preguntita  de  física, 
pues  estoy  seguro  que  entiende  tanto  de  esto  como  de 
hacer  un  par  de  zapatos;  y  así  le  encargo  á  usted  que 


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OBRAS   ESCOGIDAS 


117 


me  haga  este  favor  y  le  saque  los  colores  á  la  cara  por 
faceto. 

— Mire  usted,  me  dijo  el  padre;  á  mí  me  es  fácil 
desempeñar  á  usted,  pero  ésa  es  una  venganza,  cuya  vil 
pasión  debe  usted  refrenar  toda  la  vida:  la  venganza 
denota  una  alma  baja  que  no  sabe  ni  es  capaz  de  disi- 
mular el  más  mínimo  agravio.  El  perdonar  las  injurias 
no  sólo  es  señal  característica  de  un  buen  cristiano,  sino 
también  de  una  alma  noble  y  grande.  Cualquiera,  por 
pobre,  por  débil  y  cobarde  que  sea,  es  capaz  de  vengar 
una  ofensa:  para  esto  no  se  necesita  religión,  ni  talento, 
ni  prudencia,  ni  nobleza,  cuna,  educación,  ni  nada 
bueno;  sobra  con  tener  una  alma  vil,  y  dejar  que  la 
ira  corra  por  donde  se  le  antoje  para  suscribir  fácil- 
mente á  los  sanguinarios  sentimientos  que  inspira.  Pero 
para  olvidar  un  agravio,  para  perdonar  al  que  nos  lo 
infiere,  y  para  remunerar  la  maldad  con  acciones  bené- 
ficas, es  menester  no  solamente  saber  el  evangelio, 
aunque  esto  debía  ser  suficiente,  sino  tener  una  alma 
heroica,  un  corazón  sensible,  y  esto  no  es  común:  tam- 
poco lo  es  ver  unos  héroes  como  Trajano,  de  quien  se 
cuenta  que  dando  audiencia  pública  llegó  al  trono  un 
zapatero  fingiendo  iba  á  pedir  justicia;  acercóse  al  empe- 
rador, y  aprovechando  un  descuido,  le  dio  una  bofetada. 
Alborotóse  el  pueblo,  y  los  centinelas  querían  matarlo  en 
el  acto;  pero  Trajano  lo  impidió  para  castigarlo  por  sí 

PERIQUILLO   SARNIENTO. —  T.    I,   A.  — 30. 


118  PENSADOR   MEXICANO 

mismo.  Ya  asegurado  el  alevoso,  le  preguntó: — ¿Qué 
injuria  te  he  hecho,  ó  qué  motivo  has  tenido  para  insul- 
tarme?—  El  zapatero,  tan  necio  como  vano,  le  contestó: 
—  Señor,  el  pueblo  bendice  vuestro  amable  carácter: 
nada  tengo  que  sentir  de  vos;  mas  he  cometido  este 
sacrilego  delito  sabiendo  que  he  de  morir,  sólo  porque 
las  generaciones  futuras  digan  que  un  zapatero  tuvo 
valor  para  dar  una  bofetada  al  emperador  Trajano. — 
Pues  bien,  dijo  éste;  si  ése  ha  sido  el  motivo,  tú  no 
me  has  de  exceder  en  valor.  Yo  también  quiero  que 
diga  la  posteridad,  que  si  un  zapatero  se  atrevió  á  dar 
una  bofetada  al  emperador  Trajano,  Trajano  tuvo  valor 
para  perdonar  al  zapatero.    Anda  libre. 

Esta  acción  no  necesita  ponderarse;  ella  sola  se 
recomienda,  y  usted  puede  deducir  de  ella  y  de  miles 
de  iguales  que  hay  en  su  línea,  que  para  vengarse  es 
menester  ser  vil  y  cobarde,  y  para  no  vengarse  es 
preciso  ser  noble  y  valiente;  porque  el  saber  vencerse 
á  sí  mismo  y  sujetar  las  pasiones  es  el  más  difícil 
vencimiento,  y  por  eso  es  la  victoria  más  recomenda- 
ble y  la  prueba  más  inequívoca  de  un  corazón  magná- 
nimo y  generoso.  Por  todo  esto,  me  parece  que  será 
bueno  que  usted  olvide  y  desprecie  la  injuria  del  señor 
Januario. 

— Pues,  padrecito,  le  dije,  si  más  valor  se  necesita 
para  perdonar  una  injuria  que  para  hacerla,  yo  desde 


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OBRAS   ESCOGIDAS  119 

ahora   protesto    no   vengarme  ni  de  Juan  Largo,  ni  de 
cuantos  me  agravien  en  esta  vida. 

—  ¡Oh,  don  Pedrito,  me  contestó  el  vicario,  cuan 
apreciable  fuera  esta  clase  de  protestas  en  el  mundo 
si  todas  se  llevasen  al  cabo  I  Pero  no  hay  que  protestar 
en  esta  vida  con  tanta  arrogancia;  porque  somos  muy 
débiles  y  frágiles,  y  no  podemos  confiar  en  nuestra 
propia  virtud,  ni  asegurarnos  en  nuestra  sola  palabra. 
A  la  hora  de  la  tempestad  hacen  los  marineros  mil 
promesas,  pero  llegando  al  puerto  se  olvidan  como  si 
no  se  hubieran  hecho.  Cuando  la  tierra  tiembla  no  se 
oyen  sino  plegarias,  actos  de  contrición  y  propósitos 
de  enmienda;  mas  luego  que  se  aquieta,  el  ebrio  se 
dirige  al  vaso,  el  lascivo  á  la  dama,  el  tahúr  á  la  baraja, 
el  usurero  á  sus  lucros  y  todos  á  sus  antiguos  vicios. 
Una  de  las  cosas  que  más  perjudican  al  hombre  es  la 
confianza  que  tiene  de  sí  mismo.  Ésta  pone  en  ocasión 
do  prostituirse  á  los  jóvenes,  de  extraviar  á  las  almas 
timoratas,  de  abandonarse  á  los  que  ministran  la  justi- 
cia y  de  ser  delincuentes  á  los  más  sabios  y  santos. 
Salomón  prevaricó,  y  san  Pedro,  que  se  tenía  por  el  más 
valiente  de  los  apóstoles,  fué  el  primero  y  aun  el  único 
que  negó  á  su  divino  Maestro.  Conque  no  hay  que  fiar 
mucho  en  nuestras  fuerzas,  ni  que  charlar  sobre  nues- 
tra palabra,  porque  mientras  no  llega  la  ocasión  todos 
somos  rocas;   pero  puestos  en  ella  somos  unas  pajitas 


120  PENSADOR    MEXICANO 

miserables  que  nos  inclinamos  al  primer  vientecillo  que 
nos  impele. 

Poco  más  duró  nuestra  conversación,  cuando  se 
acabó  la  tardo  y  con  ella  aquella  diversión,  siéndonos 
preciso  trasladarnos  á  la  sala  de  la  hacienda. 

Como  en  aquella  época  no  se  trataba  sino  de  pasar 
el  ratOj  todos  fueron  entreteniéndose  con  lo  que  más  les 
gustaba,  y  así  fueron  tomando  sus  naipes  y  bandolones, 
y  comenzaron  á  divertirse  unos  con  otros.  Yo  enton- 
ces ni  sabía  jugar  (ó  no  tenía  qué,  que  es  lo  más 
cierto),  ni  tocar,  y  así  me  luí  por  una  cabecera  del 
estrado  para  oir  cantar  á  las  muchachas,  las  que  me 
molieron  la  paciencia  á  su  gusto;  porque  se  acercaban 
hacia  mí  dos  ó  tres,  y  una  decía:  —  Niña,  cuéntame 
un  cuento,  pero  que  no  sea  el  de  Periquillo  Sarnien- 
to.—  Otra  me  decía:  — Señor,  usted  ha  estudiado, 
díganos,  ¿por  qué  hablan  los  pericos  como  la  gente? 
—  Otra  decía:  —  ¡Ay,  niña,  qué  comezón  tengo  en  el 
brazo!  ¿si  tendré  sarna?  —  Así  me  estuvieron  chuleando 
estas  madamas  toda  la  noche  hasta  que  fué  hora  de 
cenar. 

Púsose  la  mesa:  sentámonos  todos  y  con  todos  mi 
amiguísimo  Juan  Largo,  que  hasta  entonces  se  había 
estado  jugando  malilla  ó  no  sé  qué. 

Mientras  duró  la  cena  se  trataron  diversos  asuntos. 
Yo  en  uno  que  otro  metía  mi  cucharada;  pero  después 


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OBRAS    ESCOGIDAS  121 

de  provocado,  y  siempre  con  las  salvas  de:  según  me 
jiarece;  ijo  no  tengo  inteligencia;  dicen;  he  oído  a  sega-  ; 

rnr,  etc.;  pero  ya  no  hablé  con  arrogancia  como  al  medio 
día:  ya  se  ve,  tal  me  tenía  de  acobardado  el  sermón  que 
me  espetó  el  vicario  en  mis  bigotes.  ¡Oh,  cuánto  aprove- 
cha una  lección  á  tiempo! 

Se  alzó  la  mesa,  y  mi  buen  amigo  Juan  Largo,  diri-  ;      - 

giendo  á  mí  la  palabra,  comenzó  á  desahogar  su  genio 
bufón,  lo  mismo  que  yo  me  había  pensado. — ¿Conque, 
Periquillo,  me  dijo,  las  cometas  son  una  cosa  á  modo  de 
trompetas?  ¡Vamos,  que  tú  has  quedado  lucido  en  el  acto 
del  medio  día!    ¡Sí,  ya  sé  tus  gracias:  no  sabía  yo  que  -f 

tenía  por  condiscípulo  un  tan  buen  físico  como  tú  y  á  .i 

más  de  físico,  astrónomo.  Seguramente  que  con  el 
tiempo  serás  el  mejor  almanaquero  del  reino.  A  hombre 
que  sabe  tanto  de  cometas  ¿qué  cosa  se  le  podrá  ocultar 
do  todos  los  astros  habidos  y  por  haber? — ^  Las  mujeres, 
como  casi  siempre  obran  según  lo  que  primero  advier- 
ten, y  en  esta  rechifla  no  veían  otra  cosa  que  una  bur- 
leta,  comenzaron  á  reir  y  á  verme  más  de  lo  que  yo 
quería;  pero  el  padre  vicario,  que  ya  me  amaba  y  cono- 
cía mi  vergüenza,  procuró  libertarme  de  aquel  chasco,  y 
dijo  á  don  Martín  (que  ya  dije  era  dueño  de  la  hacienda):  | 

— ¿Conque  pasado  mañana  tiene  usted  eclipse  de  sol? —  I 

Sí,  señor,  dijo  don  Martín,  y  estoy  tamañito. — ¿Por  qué?  '  .  í 

preguntó   el   vicario. — ¿Cómo   por   qué?   dijo  el  amo; 

PERIQUILLO  SARNIENTO.— T.   I,    A.  — 31.  /;        ^ 


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122  PENSADOR    MEXICANO 

porque  los  eclises  son  el  diablo.  Ahora  dos  años,  me 
acordaré  que  estaba  ya  viniéndose  mi  trigo,  y  por  el 
maldito  ecUs  nació  todo  chupado  y  ruincísimo,  y  no  sólo, 
sino  que  toda  la  cría  del  ganado  que  nació  en  aquellos 
días  se  maleó  y  se  murió  la  mayor  parte.  Vea  usted  si 
con  razón  les  tengo  tanto  miedo  á  los  eclises. — Amigo 
don  Martín,  dijo  el  vicario,  yo  creo  que  no  es  tan  bravo 
el  león  como  lo  pintan;  quiero  decir,  que  no  son  los 
pobres  eclipses  tan  perversos  como  usted  los  supone. — 
¿Cómo  no,  padre?  dijo  don  Martín.  Usted  sabrá  mucho, 
pero  tengo  mucha  esperencia,  y  ya  ve  que  la  esperencia 
es  madre  de  la  cencía.  No  hav  duda,  los  eclises  son  muv 
dañinos  á  las  sementeras,  á  los  ganados,  á  la  sala  y 
hasta  á  las  mujeres  preñadas.  Ora  cinco  años  me  acordaré 
que  estaba  en  cinta  mi  mujer,  y  no  lo  ha  de  creer,  pues 
hubo  eclis  y  nació  mi  hijo  Polinario  tencuiias. — ¿Pero 
por  qué  fué  esa  desgracia?  preguntó  el  cura. — ¿Cómo 
por  qué,  señor?  dijo  don  Martín;  porque  se  lo  comió 
el  eclis.  —  No  se  engañe  usted,  dijo  el  vicario;  el  eclip- 
se es  muy  hombre  de  bien,  á  nadie  se  come  ni  perju- 
dica ,  y  si  no ,  que  lo  diga  don  Januario.  ¿Qué  dice 
usted,  señor  bachiller? — No  hay  remedio,  contestó  lleno 
de  satisfacción,  porque  le  habían  tomado  su  parecer: 
no,  no  hay  remedió,  decía:  el  eclipse  no  puede  comer 
la  carne  de  las  criaturas  encerradas  en  el  vientre  de  sus 
madres;  pero  sí  puede  dañarlas  por  su  maligna  influen- 


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OBRAS   ESCOGIDAS 


123 


cia,  y  hacer  que  nazcan  tencuas  6  corcovadas,  y  mucho 
mejor  puede  con  la  misma  malignidad  matar  las  crías 
y  chuparse  el  trigo,  según  ha  dicho  mi  tío,  atestiguan- 
do con  la  experiencia,  y  ya  ve  usted,  padre  mío,  que 
fjiiod  ab  experientia  paiet  non  incUget  probatione.  Esto 
es;  no  necesita  de  prueba  lo  que  ya  ha  manifestado  la 
experiencia. 

— No  me  admiro,  dijo  el  padre,  que  su  tío  de  usted 
piense  de  esa  manera,  porque  no  tiene  motivo  para  otra 
cosa;  pero  me  hace  mucha  fuerza  oir  producirse  de  igual 
modo  á  un  señor  colegial.  Según  eso,  dígame  usted,  ¿qué 
son  los  eclipses? — Yo  creo,  dijo  Januario,  que  son 
aquellos  choques  que  tiene  el  sol  y  luna,  en  los  que  uno 
ú  otro  salen  perdiendo  siempre  conforme  es  la  fuerza  del 
que  vence:  si  vence  el  sol,  el  eclipse  es  de  la  luna,  y 
si  vence  ésta,  se  eclipsa  el  sol.  Hasta  aquí  no  tiene 
duda;  porque  mirando  el  eclipse  en  una  bandeja  de 
agua,  materialmente  se  ve  cómo  pelea  el  sol  con  la  luna; 
y  se  advierte  lo  que  uno  ú  otro  se  comen  en  la  lucha; 
y  si  tienen  virtud  estos  dos  cuerpos  para  hacerse  tanto 
daño,  siendo  solidísimos,  ¿cómo  no  podrán  dañar  á  las 
tiernas  semillas  y  á  las  débiles  criaturas  del  mundo?— 
Eso  es  lo  que  yo  digo,  repuso  el  bueno  de  don  Martín: 
vea  usted,  padre,  si  digo  bien  ó  mal.  No  hay  que  hacer, 
mi  sobrino  es  muy  sabido:  ansí  mesmo  según  y  cómo 
él   explica  el  eclis,    lo   explicaba  su  padre,  mi  difunto 


124  PENSADOR    MEXICANO 

hermano,  que  era  hombre  de  muchas  letras,  y  allá  en  la 
Huasteca,  nuestra  tierra,  decían  todos  que  era  un  pozo 
de  cencia.  ¡Ah,  mi  hermano  1  si  él  viviera  ¡qué  gusto 
tuviera  de  ver  á  su  hijo  Januarito  tan  adelantado  1 — No 
mucho,  aunque  me  perdone,  dijo  el  vicario;  porque 
el  señor  no  entiende  palabra  de  cuanto  ha  dicho;  antes 
es  un  blasfemo  filosófico.  ¿Qué  pleitos,  qué  choques, 
influencias  fatales  ni  malditas  quiere  usted  que  produz- 
can  los  '^CiToses?  Sepa  usted,  señor  don  Martín,  que  el 
mayor  eclipse  no  le  puede  hacer  á  usted  ni  á  sus  siem- 
bras, ni  ganado,  más  daño  que  quitarles  una  poca  de  luz 
por  un  rato.  No  hay  tal  pleito  del  sol  y  la  luna,  ni  tales 
faramallas.  ;,Se  pudiera  usted  pelear  de  manos  desde 
aquí  con  uno  que  estuviera  en  México? — Ya  se  ve  que 
no,  dijo  don  Martín.  —  Pues  lo  propio  sucede  al  sol 
respecto  de  la  luna,   prosiguió  el  vicario;   porque  dista 

'\\  un  astro  de  otro  muchísimas  leguas. — Pues  en  resumi- 

das  cuentas,  preguntó  don  Martín,  ¿qué  es  ecUs.^ — No 
es  otra  cosa,   respondió  el  padre  vicario,  que  la  intcr- 

-     •  posición  de  la  luna  entre  nuestra  vista  y  el  sol,  y  en- 

tonces se  llama  eclipse  de  sol,  ó  la  interposición  de  la 
tierra  entre  la  luna  y  el  sol,  y  entonces  se  dice  eclipse 
de  luna. 

— ¿Ya  ve  usted  todo  eso?  dijo  el  payo,  pues  no  lo 

entiendo.  —  Pues  yo  haré  que  lo  perciba  usted  clarísima- 

[  mente,  dijo  el  padre:   Sepa  usted  que  siempre  que  un 


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OBRAS   ESCOGIDAS 


125 


cuerpo  opaco  se  opone  entre  nuestra  vista  y  un  cuerpo 
luminoso,  el  opaco  nos  embaraza  ver  aquella  porción  de 
luz  que  cubre  con  su  disco. — Agora  lo  entiendo  menos, 
decía  don  Martín.  —  Pues  me  ha  de  entender  usted, 
replicó  el  padre.  Si  usted  pone  su  mano  enfrente  de 
sus  ojos  y  la  luz  de  la  vela,  claro  es  que  no  verá  la 
llama. — Eso  sí  entiendo. — Pues  ya  entendió  usted 
el  eclipse. — ¿Es  posible,  padre,  decía  don  M^i-tí'.  muy 
admirado,  es  posible  que  tan  poco  tienen  que  entender 
los  eclisesf  —  Sí,  amigo  mío,  decía  el  vicario.  Lo  que 
sucede  es,  que  como  su  mano  de  usted  es  mayor  que  la 
llama  de  la  vela,  siempre  que  la  ponga  frente  de  ella 
la  tapará  toda  y  hará  un  eclipse  total;  pero  si  la  pone 
frente  de  una  luminaria  de  leña,  seguramente  no  la 
tapará  toda  sino  un  pedazo;  porque  la  luminaria  es  más 
grande  que  la  mano  de  usted,  y  entonces  puede  usted 
decir  que  hizo  un  eclipse*  parcial,  esto  es,  que  tapó  una 
parte  de  la  llama  de  la  luminaria.  ¿Lo  entiende  usted? 
— Y  muy  bien,  respondió  el  payo.  Pero  ¿qué  tan  fácil- 
mente ansí  se  entienden  los  eclises  del  sol  y  de  la  luna? 
—  Sí,  señor,  dijo  el  padre.  Ya  dije  á  usted  que  el  sol 
está  muchas  leguas  distante  de  la  luna;  es  mucho  mayor 
que  ella,  lo  mismo  que  la  luminaria  es  mucho  más 
grande  que  su  mano  de  usted,  y  así  cuando  la  luna 
pasa  por  entre  el  sol  y  nuestros  ojos,  tapa  un  pedazo 
de  éste,   que  es  lo  que  no  vemos;   y  lo   que  al  señor 

PERIQUILLO    SARNIENTO.  — T.    I,    A.  — 32. 


% 


126  PENSADOR   MEXICANO 

Januario,  á  usted  y  á  otros  les  parece  comido,  no  es 
otra  cosa  que  la  mano  que  pasa  frente  de  la  luminaria. 
¿Lo  entiende  usted?  —  Completamente,  dijo  don  Martín, 
y  según  eso  nunca  habrá  eclises  totales  de  sol,  porque  es 
la  luna  mucho  más  chica,  y  no  lo  puede  tapar  todo. — 
Así  debía  ser,  dijo  el  vicario,  si  siempre  la  luna  pasara 
á  una  misma  distancia  respecto  del  sol  y  nuestra  vista; 
pero  como  algunas  veces  pasa  quedando  muy  cerca  de 
nosotros,  ^  nos  lo  cubre  totalmente,  así  como  siempre 
que  usted  se  ponga  la  mano  junto  de  los  ojos  no  verá 
nada  de  la  luminaria,  sin  embargo  de  que  su  mano  de 
usted  es  mucho  más  chica  que  la  luminaria;  y  ahora  sí 
creo  que  me  ha  entendido  usted.  —  ¿Y  los  de  la  luna, 
cómo  son?  preguntó  el  payo.  —  Ddl  mismo  modo,  dijo 
el  padre;  así  como  la  luna  tapa  ú  obscurece  un  pedazo 
del  sol  '^  cuando  se  pone  entre  él  y  nosotros,  así  la  tierra 
lapa  ú  obscurece  un  pedazo  de  luna  ó  toda  cuando  se 
pone  entre  ella  y  el  sol. 

— Ansí  áehQ  ser,  dijo  don  Martín,  y  ora  reflejo  que 
he  visto  algunos  eclises  del  sol  y  luna  totales,  como  usted 
les  llama,  ó  que  se  ha  tapado  toda,  de  modo  que  hemos 
estado  osearas  totalísimamente.  Sobre  que  no  le  hace 
que  la  luminaria  sea  más  grande  que  la  mano.    ¿Y  es 

'  No  es  la  distancia  de  la  luna  respecto  de  nosotros  lo  que  hace  que  sean  totales  los 
eclipses,  sino  su  completa  interposición.  E. 

*  Bien  sabia  el  vicario  que  lo  que  se  obscurece  no  es  el  sol,  sino  la  tierra  que  recibe 
la  sombra ;  pero  se  explicó  asi  porque  lo  entendiera  don  Martin. 


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OBRAS   ESCOGIDAS  127 


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posible  que  no  son  otra  cosa  los  ec/íses.^  —  Sí,  señor,  dijo 
el  padre,  no  son  otra  cosa,  y  teniendo  el  año  trescientos 
sesenta  y  cinco  ó  sesenta  y  seis  días,  si  es  bisiesto,  tene- 
mos nosotros  otros  tantos  eclipses  del  sol,  y  totales,  que 
es  más  gracia.  —  ¡Cómo,  padrel  decía  don  Martín. — 
Ya  se  ve  que  sí,  dijo  el  vicario:  ¿ve  usted  de  noche  el 
sol?  —  No,  señor,  ni  una  pizca,  respondió  don  Martín. — 
Pues  ahí  tiene  usted  que  se  le  eclipsa  el  sol  todo  entero, 
y  para  que  usted  no  me  vea,  tanto  tiene  que  yo  me 
meta  á  la  recámara  como  que  usted  cierre  los  ojos. — ; 
Es  verdad,  decía  don  Martín;  pero  según  que  usted  me  i 

ha  dicho,  y  según  lo  que  agora  me  dice,  creo  que  el 
mundo  es  mucho  más  grandísimo  que  el  sol,  que  no 
puédemenos,  sobre  que  lo  estamos  mirando.  —  Pues  sí 
puede  menos,  amigo,  dijo  el  vicario;  y  en  efecto,  es  tan 
pequeño  respecto  al  sol,  como  lo  es  una  avellana  res- 
pecto á  un  coco.  —  Pues  entonces,  replicó  don  Martín, 
salimos  con  lo  que  usted  me  dijo;  pues  aunque  mi  mano 
sea  más  chica  que  la  luminaria,  me  la  puede  tapar  toda 
en  estando  muy  cerca  de  mis  ojos.  —  Así  es,  dijo  el  vica- 
rio, puede  ó  no  puede  taparla  toda,  según  la  distancia  en  • 
que  usted  la  pusiere  respecto  á  sus  ojos.  Si  la  pone  lejos 
de  ellos,  no  tapará  toda  la  luminaria,  algo  verá  usted  de  J^ 
ella;  pero  si  se  la  pone  en  las  narices,  no  verá  nada. 
— Ya  se  ve  que  así  ha  de  ser,  decía  don  Martín,  y  no 
solamente  no  veré  la  luminaria,  pero  ni  la  puerta  de  la 


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128  PENSADOR    MEXICANO 

hacienda  que  es  más  grande,  ni  cosa  alguna,  y  eso  será 
porque  casi  me  tapo  los  ojos  con  la  mano  poniéndola  tan 
cerca. — Pues  vea  usted  la  razón,  dijo  el  padre,  porque 

se  suelen  ver  algunos  eclipses  totales  de  sol  causados 
por  la  luna,  porque  ésta,  aunque  mucho  más  pequeña 
que  él,  si  se  pasa  muy  cerca  de  nosotros,  como  en  rea- 
lidad pasa  algunas  veces,  hace  el  efecto  de  la  mano 
trente  de  la  luminaria,  y  lo  mismo  hace  la  tierra,  sin 
embargo  de  su  pequenez,  eclipsándonos  el  sol  todas  las 
noches  por  estar  pegada  á  nosotros.  * 

— Perfectamente  entendí  todo  el  asunto  de  los  ccli- 
seSy  padre  vicario,  dijo  don  Martín,  y  creo  que  cual- 
quiera lo  entenderá,  por  negado  que  sea.  ¿Lo  entiendes, 
hija?  ¿lo  han  entendido,  muchachas? — Todas  á  una  voz 
respondieron  que  sí,  y  que  muy  bien:  que  ya  sabían  que 
podían  hacer  eclipses  de  sol,  de  luna,  ó  de  luminarias, 
cada  vez  que  se  les  antojara;  pero  el  buen  don  Martín 
volvió  á  preguntar:  —  Dígame  usted,  padre;  ya  que  los 
ecUses  no  son  más  que  eso,  ¿por  qué  son  tan  dañinos 
que  nos  pierden  las  siembras,  los  ganados,  y  hasta  nos 
enferman  y  sacan  imperfectos  los  muchachos?  —  Esa  es 
la  vulgaridad,  respondió  el  vicario.  Los  eclipses  en  nada 
se  meten,  ni  tienen  la  culpa  de  esas  desgracias.  Las 
siembras  se  pierden  ó  porque  les  ha  faltado  cultivo  á 
su  tiempo,  ó  han  escaseado  las  aguas,  ó  la  semilla  estaba 

*    Esto  coincide  con  la  explicación  anteriormente  anotada,  que  no  es  exacta.  E. 


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OBRAS   ESCOGIDAS  129 

dañada,  ó  era  ruin,  ó  la  tierra  carece  de  jugos,  ó  está 
cansada,  etc.  Los  ganados  malparen,  ó  las  crías  nacen 
enfermas,  ya  porque  se  lastiman  las  hembras,  ó  padecen 
alguna  enfermedad  particular  que  no  conocemos,  ó  han 
comido  alguna  hierba  que  las  perjudica,  etc.;  úUima- 
mente,  nosotros  nos  enfermamos  ó  por  el  excesivo  tra- 
bajo, ó  por  algún  desorden  en  la  comida  ó  bebida,  ó  por 
exponernos  al  aire  sin  recato  estando  el  cuerpo  muy 
caliente,  ó  por  otros  mil  achaques  que  no  faltan;  y 
las  criaturas  nacen  tencuas,  raquíticas,  defectuosas  ó 
muertas  por  la  imprudencia  de  sus  madres  en  comer 
cosas  nocivas,  por  travesear,  corretear,  alzar  cosas  pesa- 
das, trabajar  mucho,  tener  cóleras  vehementes  ó  recibir 
golpes  en  el  vientre.  Conque  vea  usted  cómo  no  tienen 
los  pobres  eclipses  la  culpa  de  nada  de  esto.  —  Bien,  dijo 
don  Martín;  pero  ¿cómo  suceden  estas  desgracias  pun- 
tualmente cuando  hay  eclis.^  —  La  desgracia  de  los  eclip- 
ses, dijo  el  vicario,  consiste  en  que  suceda  algo  de  esto 
en  su  tiempo;  porque  los  pobres  que  no  entienden  de 
nada,  luego  luego  echan  la  culpa  á  los  eclipses  de  cuan- 
tas averías  hay  en  el  mundo.  Así  como  cuando  uno  se 
enferma,  lo  primero  que  hace  es  buscar  achaque  á  su 
enfermedad,  y  tal  vez  cree  que  se  la  ocasionó  lo  más 
mócente.  Conque,  amigo,  no  hay  que  ser  vulgares,  ni 
que  quitar  el  crédito  á  los  pobrecitos  eclipses,  que  es 
pecado  de  restitución. 

PERIQUILLO   SARNIENTO.— T.    I,    A.  — 33. 


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130 


PENSADOR    MEXICANO 


Celebraron  todos  al  padre  vicario,  y  le  pegaron  un 
buen  tabardillo  al  amigo  Juan  Largo,  de  modo  que 
se  levantó  de  allí  chillándole  las  orejas.  A  poco  rato 
nos  fuimos  á  acostar. 


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CAPITULO  VIII 


En  el  que  escribe  Periquillo  algunas  aventuras  que  le  pasaron  en  la  hacienda 

y  la  vuelta  á  su  casa 


A  otro  día  nos  levantamos  muy  contentos:  el  señor 
cura  hizo  poner  su  coche  y  el  padre  vicario  mandó  en- 
sillar su  caballo  para  irse  á  sus  respectivos  destinos. 
El  padre  vicario  se  despidió  de  mí  con  mucho  cariño, 
y  yo  le  correspondí  con  el  mismo,  porque  era  un  hombre 
amable,  benéfico,  y  no  soberbio  ni  necio. 

Fuéronse,  por  fin,  y  yo  quedé  sin  tan  útil  compañía. 
El  hermano  Juan  Largo,  tan  tonto  y  sinvergüenza  como 
siempre  (porque  es  propiedad  del  necio  no  dársele  nada 


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132 


PENSADOR    MEXICANO 


de  cosa  alguna  de  esta  vida),  á  Ja  hora  del  almuerzo  me 
comenzó  á  burlar  con  la  cometa;  pero  yo  le  rebatí  defen- 
diéndome con  los  disparates  que  él  había  hablado  acerca 
del  eclipse,  con  cuya  diligencia  lo  dejé  corrido,  y  él  debía 
de  haber  advertido  que  es  una  majadería  ponerse  á  ape- 
drear el  tejado  del  vecino  el  que  tiene  -el  suyo  de  vidrio. 

Fuérase  porque  yo  era  nuevo  en  la  casa,  ó  porque 
tenía  un  genio  más  prudente  y  jovial,  las  señoras,  las 
muchachas  y  todos  me  querían  más  que  á  Juan  Largo, 
que  era  naturalmente  tosco  y  engreído.  Con  esto,  cuando 
yo  decía  alguna  facetada,  la  celebraban  infinito,  y  de 
esto  mondaba  mi  rival  Januario,  y  trataba  de  vengarse 
siempre  que  hallaba  ocasión,  sin  poder  yo  librarme  de 
sus  maldades,  porque  las  tramaba  con  la  capa  de  la 
amistad.  ¡Abominable  carácter  de  almas  viles,  que  fa- 
brican la  traición  á  la  sombra  de  la  misma  virtud  1 

Como  yo  por  una  parte  lo  amaba,  y  él  por  otra  tenía 
un  genio  intrigante,  me  disimulaba  sus  malas  intencio- 
nes, y  yo  me  entregaba  sin  recelo  á  sus  dictámenes. 

Todas  las  tardes  salíamos  á  pasear  á  caballo.  Ya  se 
deja  entender  qué  buen  jinete  sería  yo,  que  no  había 
montado  sino  los  caballos  de  alquiler  barato  de  México, 
animales  tlaco?,  trabajados,  y  do  una  zoncería  y  manse- 
dumbre imponderables.  No  eran  así  los  de  la  hacienda, 
porque  casi  todos  estaban  lozanos  y  eran  briosos,  motivo 
bastante  para  que  yo  les  tuviera  harto  miedo;  por  esto 


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OBRAS   ESCOGIDAS  133 

me  ensillaban  los  de  la  señora  y  de  La  niña,  su  hija,  y 
todas  las  tardes,  como  dije,  salíamos  á  pasear  Januario, 
yo  y  dos  hijos  del  administrador,  que  eran  muy  buenas 
maulas. 

De  todos  los  cuatro  yo  era  el  menos  jinete,  ó  como 
dicen,  el  más  colegial;  con  esto,  me  hacían  mil  trave- 
suras en  el  campo,  como  colearme  los  caballos,  maneár- 
melos, espantármelos  y  cuanto  podían  para  que,  á  pesar 
de  ser  mansos,  se  alborotasen  y  me  echaran  al  suelo, 
como  lo  hacían  sin  mucha  dificultad  á  cada  instante;  de 
suerte  que,  aunque  los  golpes  que  yo  llevaba  eran  ligeros 
y  de  poco  riesgo  por  ser  en  las  hierbas  ó  en  la  arena, 
sin  embargo,  fueron  tantos  que  no  sé  cómo  no  bastaron 
á  acobardarme.  Bien  que  mis  buenos  amigos,  después 
que  reían  á  mi  costa  cuanto  querían,  me  consolaban 
contándome  las  caídas  que  habían  llevado  para  aprender, 
y  añadían:  —  Note  apures,  hombre,  esto  no  es  nada; 
pero  aunque  en  cada  caída  te  quebraras  una  pierna  ó 
se  te  sumiera  una  costilla,  lo  debías  tener  á  mucha 
dicha,  cuando  vieras  lo  que  aprovechan  efetas  leccio- 
nes de  los  caballos  para  tenerse  bien  en  .ellos;  porque, 
amigo,  no  hay  remedio,  los  golpes  hacen  jinete,  y 
tú  mismo  advertirás  que  ya  no  estás  tan  lerdo  como 
antes:  no,  ya  te  tienes  más  y  te  sientas  mejor,  y  si 
duras  otro  poco  en  la  hacienda  nos  has  de  dar  á  todos 
ancas  vueltas. 

PERIQUILLO   SARNIENTO. —  T.    I,    A.  — 34. 


134 


PENSADOR    MEXICANO 


¿Quién  creerá  que  estas  frivolas  lisonjas  eran  las 
vilmas  medicinales  que  aquellos  tunantes  aplicaban  á 
mis  golpes  y  magullones?  ¿y  quién  creerá  que  yo  me 
daba  por  muy  bien  servido  con  ellas,  y  se  me  olvidaba  la 
jácara  que  me  hacían  al  caer  y  los  pugidos  que  me  cos- 
taba levantarme  algunas  veces?  Mas  ¿quién  lo  ha  de 
creer,  sino  aquel  que  sepa  que  la  adulación  se  hace  tanto 
lugar  en  el  corazón  humano,  que  nos  agrada  aun  cuando 
viene  dirigida  por  nuestros  propios  enemigos? 

El  picarón  de  Januario  no  se  saciaba  de  hacerme 
mal  por  cuantos  medios  podía,  y  siempre  fingiéndome 
una  amistad  sincera.  Una  tarde  de  un  día  domingo  en 
que  se  toreaban  unos  becerros,  me  metió  en  la  cabeza 
que  entrara  yo  á  torear  con  él  al  corral;  que  eran  los 
becerros  chicos;  que  estaban  despuntados;  que  él  me 
enseñaría;  que  era  una  cosa  muy  divertida;  que  los 
hombres  debían  saber  de  todo,  especialmente  de  cosas  de 
campo;  que  el  tener  miedo  se  quedaba  para  las  mujeres, 
y  qué  sé  yo  qué  otros  desatinos,  con  los  que  echó  por 
tierra  todo  aquel  escándalo  que  yo  manifesté  al  vicario  la 
vez  primera  que  vi  la  tal  zambra  de  hombres  y  brutos. 
Se  me  disipó  el  horror  que  me  inspiraron  al  principio 
estos  juegos,  falté  á  mi  antigua  circunspección  en  este 
punto,  y  atropellando  con  todo,  me  entré  al  corral  á  pie, 
porque  me  juzgué  más  seguro. 

A  los  principios  llamaba  al  becerro  á  distancia  de 


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OBRAS   ESCOGIDAS  135 

diez  ó  doce  varas,  con  cuya  ventaja  me  escapaba  fácil- 
mente de  su  enojo  subiéndome  á  las  trancas  del  corral- 
mas  como  en  esta  vida  no  hay  cosa  á  que  no  se  le  pierda 
el  miedo  con  la  repetición  de  actos,  poco  á  poco  se  lo  fui 
perdiendo  á  los  becerros,  viendo  que  me  libraba  de  ellos 
sin  dificultad,  y  ayudado  con  los  estímulos  de  mis  buenos 
amigos  y  camaradas,  que  á  cada  m.omento  me  gritaban: 
^¡Arrímese,  colegial!  ¡arrímate,  hombre,  no  seas  collón! 
¡anda,  Coquita!  ^  —  y  otras  incitaciones  de  esta  clase,  me 
fui  acercando  más  y  más  á  sus  testas  respetables,  hasta 
que  en  una  de  ésas  se  me  puso  por  detrás  de  puntillas  el 
señor  Juan  Largo,  y  cuando  yo  quise  huir,  no  pude, 
porque  él  me  embarazó  la  carrera  haciendo  que  trope- 
zaba conmigo,  con  cuyo  auxilio  tan  á  tiempo  me  alcanzó 
el  becerro,  v  levantándome  en  el  aire  con  su  mollera,  me 
hizo  caer  en  tierra  como  un  zapote  mal  de  mi  grado,  y  á 
la  distancia  de  cuatro  á  cinco  varas.  Yo  quedé  todo  des- 
guarnido del  susto  y  del  porrazo;  pero  con  todo  esto, 
como  el  miedo  es  ligerísimo,  y  yo  temía  la  repetición  del 
lance,  pues  el  becerro  aún  esperaba  concluir  su  triunfo, 
me  levanté  al  momento  sin  advertir  que  al  golpe  se  me 
habían  reventado  los  botones  v  las  cintas  de  los  calzones, 
y  así,  habiéndoseme  bajado  á  los  talones,  quedé  engri- 
llado, sin  poder  dar  un  paso  y  en  la  más  vergonzosa 
figura;  pero  el  maldito  novillo,  aprovechando  mi  inepti- 

*    Lo  mismo  que  Marica  ó  Mariquita.  E. 


.',:^.£.<^. 


I- 


I 


136  PENSADOR   MEXICANO 

tud  para  correrj  repitió  sobre  mí  un  segundo  golpe;  mas 
con  tal  furia  que  á  mí  me  pareció  que  me  habían  quebra- 
do las  costillas  con  una  de  las  torres  de  catedral,  y  que 
había  volado  más  allá  de  la  órbita  de  la  luna;  pero  al  dar 
en  el  suelo  tan  furioso  costalazo  como  el  que  di  no  volví 
á  saber  de  cosa  alguna  de  esta  vida. 

Quedé  privado:  subiéronme  cubierto  con  unas  man- 
gas, y  se  acabó  la  diversión  con  el  susto,  creyendo  todas 
las  señoras  que  me  había  dado  algún  golpe  mortal  en  el 
cerebro. 

Quiso  Dios  que  no  pasó  de  una  ligera  suspensión  del 
uso  de  los  sentidos;  pues  con  los  auxilios  de  la  lana 
prieta,  ^  el  álcali,  ligaduras  y  otras  cosas,  volví  en  mí  al 
cabo  de  media  hora,  sin  más  novedad  que  un  dolorcillo 
en  el  hueso  cocíj-  que  no  dejaba  de  molestarme  más  de  lo 
que  yo  quería. 

Pero  cuando  estuve  en  mi  entero  acuerdo  y  me  vi 
rodeado  de  todos  los  señores  que  estaban  en  la  hacienda, 
tendido  en  una  cama,  muy  abrigado,  y  llenos  todos  de 
sobresalto,  preguntándome  unos:  «¿cómo  se  siente 
usted?»  otros:  «¿qué  tiene  usted?»  y  todos:  «¿qué  le  due- 
le?» y  en  medio  de  esta  concurrencia  advertí  mis  cal- 
zones sueltos,  por  haberse  reventado  la  pretina,  y  me 
acordé   de   las   faldas   de   mi   camisa   y    del   lance    que 


*    La  gente  vulgar  cree  que  esta  lana  y  no  la  blanca  es  la  que  tiene  virtud  de  hacer 
volver  en  si  al  que  está  privado  de  sentidos,  y  á  esta  vulgaridad  alude  el  autor.  E. 


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OBRAS   ESCOGIDAS 


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me  acababa  de  pasar,  me  lleoé  de  vergüenza  (pasión 
que  no  me  ha  faltado  del  todo),  y  hubiera  querido  ha- 
ber caído  honestamente  como  César  cuando  lo  asesinó 
Bruto. 

Les  di  gracias  por  su  cuidado,  contestándoles  que  no 
me  había  hecho  mayor  mal;  mas  con  todo  eso,  la  señora 
de  la  hacienda  me  hizo  tomar  un  vaso  de  vinagre 
aguado,  y  á  poco  rato  una  porción  de  calahuala,  con  lo 
que  á  otro  día  estaba  enteramente  restablecido. 

Mi  buen  amigo  Januario  en  aquel  primer  rato  de  mi 
mal,  y  cuando  todos  estaban  temiendo  no  fuera  cosa 
grave,  se  manifestó  bien  apesadumbrado  con  toda  aquella 
hipocresía  que  sabía  usar;  mas  al  siguiente  día  que  me 
vio  fuera  de  riesgo,  me  cogió  á  cargo  y  comenzó  á 
desahogar  todas  sus  bufonadas,  haciéndome  poner  colo- 
rado á  cada  momento  delante  de  las  muchachas  con  el 
vergonzoso  recuerdo  de  mi  pasada  aventura,  insistiendo 
en  mi  desnudez,  en  la  posición  de  mi  camisa  y  en  el 
indecente  modo  de  mi  caída. 

Gomo  él  con  sus  truhanadas  excitaba  la  risa  de  las 
niñas  y  yo  no  podía  negarlo,  me  avergonzaba  terrible- 
mente, y  no  hallaba  más  recurso  que  suplicarle  no 
mo  sonrojara  en  aquellos  términos;  pero  mi  súplica  sólo 
servía  de  espuelas  á  su  maldita  verbosidad,  y  esto  me 
añadía  más  vergüenza  y  más  enojo. 

Para  serenarme  me  decía:— No   seas   tonto,  her- 

PERIQUILLO  SARNIENTO. —  T.   I,   A.  — 35. 


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138  PENSADOR    MEXICANO 

mano,  si  esto  es  chanza.  Esta  tarde  nos  iremos  á  pasear 
á  Cuamatla;  verás  qué  hacienda  tan  bonita.  ¿Qué  caballo 
quieres  que  te  ensillen?  ¿el  almendrillo  ó  el  grullo  de  tía? 
— Yo  le  contesté  la  primera  vez  que  me  lo  dijo: — Amigo, 
yo  te  agradezco  tu  cariño;  pero  excúsate  de  que  me 
ensillen  ningún  caballo,  porque  yo  no  pienso  volver  á 
montar  en  mi  vida  grullos  ni  grullas,  ni  pararme  delante 
de  una  vaca,  cuanto  menos  delante  de  los  toros  ó  bece- 
rros.—  Anda,  hombre,  decía  él,  no  seas  tan  cobarde; 
no  es  jinete  el  que  no  cae,  y  el  buen  toreador  muere  en 
las  astas  del  toro. — Pues  muere  tú  norabuena,  le  res- 
pondía yo,  y  cae  cuantas  veces  quisieres,  que  yo  no  he 
reñido  con  mi  vida.  ¿Qué  necesidad  tengo  de  volver  á  mi 
casa  con  una  costilla  menos  ó  una  pierna  rota?  No,  Juan 
Largo,  yo  no  he  nacido  para  caporal  ni  vaquero.  —  En 
dos  palabras;  yo  no  volví  á  montar  á  caballo  en  su 
compañía,  ni  á  ver  torear  siquiera,  y  desde  aquel  día 
comencé  á  desconfiar  un  poco  de  mi  amigo.  ¡Feliz  quien 
escarmienta  en  los  primeros  peligros!  pero  fnás  «feliz  el 
que  escarmienta  en  los  peligros  ajenos,»  como  dijo  un 
antiguo:  Félix  qucni  faciunt  aliona  pcricala  cautum. 
Esto  se  llama  saber  sacar  fruto  de  las  mismas  adversi- 
dades. 

A  los  tres  días  de  este  suceso  se  acabaron  las  diver- 
siones, y  cada  huésped  se  fué  para  su  casa.  El  malvado 
Januario   había  advertido  que  yo  veía  con  cariño  á  su 


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OBRAS  ESCOGIDAS  139 

prima  y  que  ella  no  se  incomodaba  por  esto,  y  trató 
de  pegarme  otro  chasco  que  estuvo  peor  que  el  del 
becerro. 

Un  día  que  no  estaba  en  casa  don  Martín,  porque  se 
había  ido  á  otra  hacienda  inmediata,  me  dijo  Januario: 
— Yo  he  notado  que  te  gusta  Ponciana  y  que  ella  te 
quiere  á  tí.  Vamos,  dime  la  verdad;  ya  sabes  que  soy  tu 
amigo  y  que  jamás  me  has  reservado  secreto.  Ella  es 
bonita;  tú  tienes  buen  gusto,  y  yo  te  lo  pregunto,  porque 
sé  que  puedo  servir  á  tus  deseos.  La  muchacha  es  mi 
prima  y  no  me  puedo  yo  casar  con  ella,  y  así  me  alegra- 
ra que  disfrutara  de  su  amor  un  amigo  á  quien  yo 
quisiera  tanto  como  á  tí. — ¿Quién  había  de  pensar  que 
esta  era  la  red  que  me  tendía  este  maldito  para  burlarse 
de  mí  á  costa  de  mi  honor?  Pues  así  fué,  porque  yo,  tan 
fácil  como  siempre,  lo  creí,  y  le  dije: — Que  tu  prima  es 
de  mérito,  es  evidente;  que  yo  la  quiero,  no  te  lo  puedo 
negar;  pero  tampoco  puedo  saber  si  ella  me  quiere  ó  no, 
pues  no  tengo  por  dónde  saberlo. —¿Cómo  no?  dijo 
Januario,  ¿pues  qué,  nunca  le  has  dicho  tu  sentimiento? 
—Jamás  la  he  hablado  de  eso,  le  respondí.— Y  ¿por  qué? 
instó  él.— ¡Cómo  por  qué!  le  dije  yo;  porque  le  tengo 
vergüenza:  dirá  que  soy  un  atrevido;  lo  avisará  á  su 
madre,  ó  me  echará  noramala.  A  más  de  eso,  tu  tía  es 
muy  celosa;  jamás  nos  da  lugar  de  hablar,  ni  la  deja  sola 
un  momento;  ¿conque  cómo  quieres  que  yo  tenga  lugar 


140  PENSADOR    íMEXICANO 

para  tratar  con  esa  niña  unas  conversaciones  de  esta 
clase?  —  Rióse  Januario  grandemente,  burlóse  de  mi 
temor  y  recato,  y  me  dijo: — Eres  un  pazguato;  no  te 
juzgaba  yo  tan  zonzo  y  para  nada:  ¡miren  qué  dificulta- 
des tan  grandes  tienes  que  vencer!  Quita  allá,  collón. 
Todas  las  mujeres  se  pagan  de  que  las  quieran,  y  aun- 
que no  correspondan,  agradecen  el  que  se  lo  digan. 
Ahora,  ¿no  has  oído  decir  que  al  que  no  habla  nadie  le 
oye?  Pues  habla,  salvaje,  y  verás  cómo  alcanzas.  Si 
temes  á  la  vieja  de  mi  tía,  yo  te  haré  juego;  yo  te  pro- 
porcionaré que  le  hables  á  solas,  espacio  y  á  tu  satisfac- 
ción. ¿Qué  dices?  ¿quieres?  habla:  verás  que  yo  solo  soy 
tu  verdadero  amigo. 

Con  semejantes  consejos,  viendo  que  la  ocasión  me 
brindaba  con  lo  mismo  que  yo  apetecía,  no  tardé  mucho 
en  admitir  su  obsequiosa  oferta,  y  le  di  más  agradeci- 
mientos que  si  me  hubiera  hecho  un  verdadero  favor. 

El  bribón  se  apartó  de  mí  por  un  corto  rato,  al  cabo 
del  cual  volvió  muy  contento  y  me  dijo: — Todo  está 
hecho.  He  dado  un  vomitorio  á  Poncianita,  y  me  ha 
desembuchado  todo;  ha  cantado  redondamente  y  me 
ha  confesado  que  te  quiere  bien.  Yo  le  dije  que  tú 
mueres  por  ella  y  que  deseas  hablarla  á  solas.  Ella 
quisiera  lo  mismo;  pero  me  puso  el  embarazo  de  su 
madre  que  la  trae  todo  el  día  como  un  llavero.  La  di- 
ficultad al  parecer  es  grande;  mas  yo  he  discurrido  el 


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OBRAS   ESCOGIDAS  141 

arbitrio  mejor  para  que  ustedes  logren  sus  deseos  sin 
zozobra,  y  es  éste:  el  tío  no  ha  de  venir  hasta  mañana; 
ya  tú  sabes  la  recámara  donde  ella  duerme  con  su 
madre;  ya  sabes  que  su  cama  está  á  la  derecha  luego 
que  se  entra;  y  así  esta  misma  noche  puedes  entre  las 
once  y  doce  ir  á  hablarla  todo  cuanto  quieras,  en  la 
inteligencia  de  que  la  vieja  á  esa  hora  está  en  lo  más 
pesado  de  sú  sueño.  Poncianita  está  corriente;  sólo  me 
encargó  que  entraras  con  cuidado  y  sin  hacer  ruido,  y 
que  si  no  está  despierta,  le  toques  la  almohada,  que 
ella  tiene  un  sueño  muy  ligero.  Conque  mire  usted, 
señor  Periquillo,  y  qué  pronto  se  han  vencido  todas  las 
dificultades  que  te  acobardan;  y  así  no  hay  que  ser 
zonzo;  logra  la  ocasión  antes  que  se  pase,  ya  yo  hice 
por  tí  cuanto  he  podido. 

Repetí  las  gracias  á  mi  grande  amigo  por  sus 
buenos  oficios,  y  me  quedé  haciendo  mi  composición  de 
lugar,  pensando  qué  le  diría  yo  á  esa  niña  (pues  á  la 
verdad  mi  malicia  no  se  extendía  á  más  que  á  hablar), 
y  deseando  que  corrieran  las  horas  para  hacer  mi  visita 
de  lechuza. 

Entretanto  el  traidor  Juan  Largo,  que  ni  palabra 
había  hablado  á  su  prima  acerca  de  mis  amorcillos,  fué 
á  ver  á  su  tía,  y  le  dijo:  que  tuviera  cuidado  con  su  hija, 
porque  yo  era  un  completo  zaragate;  que  él  ya  había 
notado  que  yo  le  hacía  mil  señas  en  la  mesa,  y  que  ella 

PERIQUILLO   SARNIENTO.— T.    I,    A.  — 36. 


142  PENSADOR    MEXICANO 

me  las  correspondía;  que  algunas  noches  me  había  bus- 
cado en  mi  cama  y  no  estaba  yo  en  ella;  y  así  que 
mudara  á  Poncianita  á  otra  recámara  con  una  criada, 
y  que  ella  se  acostara  en  la  misma  cama  que  su  prima 
aquella  noche  y  estuviera  con  cuidado  á  ver  si  él  se 
engañaba.  Todo  le  pareció  muy  bien  á  la  señora;  lo 
creyó  como  si  lo  viera;  agradeció  á  Januario  el  celo 
que  manifestaba  por  el  honor  de  su  casa;  prometió 
tomar  el  consejo  que  le  acababa  de  dar,  y  sin  más 
averiguación ,  se  encerró  en  un  cuarto  con  la  inocente 
muchacha  y  le  dio  una  vuelta  del  demonio,  según  me 
contó  á  los  dos  meses  una  criada  suya  que  se  fué  á  aco- 
modar á  mi  casa,  y  oyó  el  chisme  del  picaro  primo  y 
advirtió  el  injusto  castigo  de  Ponciana. 

Dos  lecciones  os  da  este  suceso,  hijos  míos,  de  que 
os  deberéis  aprovechar  en  el  discurso  de  vuestra  vida. 
La  primera  es  para  no  ser  fáciles  en  descubrir  vuestros 
secretos  á  cualquiera  que  se  os  venda  por  amigo;  lo  uno, 
porque  puede  no  serlo,  sino  un  traidor,  como  Januario, 
que  trate  de  valerse  de  vuestra  simplicidad  para  per- 
deros; y  lo  otro,  porque,  aun  cuando  sea  un  amigo, 
quizá  llegará  el  caso  de  no  serlo,  y  entonces,  si  es  un 
vil  como  muchos,  descubrirá  vuestros  defectos  que  le 
hayáis  comunicado  en  secreto,  para  vengarse.  En  todo 
caso,  mejor  es  no  manifestar  el  secreto  que  aventurarlo: 
s¿  quieres  que  tu  secreto  esté  oculto,    decía  Séneca,  no 


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OBRAS   ESCOGIDAS  143 

lo  digas  á  nadie;  pues  si  íü  mismo  no  lo  callas,  ¿cómo 
quieres  que  los  demás  lo  tengan  en  silencio? 

La  otra  lección  que  os  proporciona  este  pasaje  es, 
que  no  os  llevéis  de  las  primeras  ideas  que  os  inspire 
cualquiera.  El  creer  lo  primero  que  nos  cuentan  sin 
examinar  su  posibilidad,  ni  si  es  veraz  ó  no  el  mensa- 
jero que  nos  trae  la  noticia,  arguye  una  ligereza  imper- 
donable, que  debe  graduarse  de  necedad,  y  necedad  que 
puede  ser  y  ha  sido  muchas  veces  causa  de  unos  daños 
irreparables.  Por  un  chisme  del  perverso  Aman  iban  á 
perecer  todos  los  judíos  en  poder  del  engañado  Asnero; 
y  por  otro  chisme  y  calumnia  del  maldito  Juan  Largo 
sufrió  la  niña  su  prima  un  castigo  y  un  descrédito 
injusto. 

En  el  discurso  de  aquel  día  la  señora  me  mostró 
bastante  ceño  ó  mal  modo;  pero  como  muchacho,  no 
presumí  que  yo  era  la  causa  de  él,  atribuyéndolo  á 
alguna  enfermedad  ó  indisposición  con  la  familia  sir- 
viente. Sí  extrañé  que  la  niña  no  asistió  á  la  mesa; 
poro  no  pasó  de  echarla  menos. 

Llegó  la  noche;  cenamos,  me  acosté,  y  me  quedé 
dormido  sin  acordarme  de  la  consabida  cita;  cuando  á 
las  horas  prevenidas,  el  perro  de  Januario,  que  se  des- 
velaba por  mi  daño,  viendo  que  yo  roncaba  alegremente, 
se  levantó  y  fué  á  despertarme  diciéndome:  — Flojo,  con- 
denado, ¿qué  haces?  anda,  que  son  las  once,  y  te  estará 


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144  PENSADOR   MEXICANO 

esperando  Poncianita.  —  Era  mi  sueño  mayor  que  mi 
malicia,  y  así  más  de  fuerza  que  de  gana  me  levanté 
en  paños  menores;  descalzo  y  temblando  de  írío  'y  de 
miedo  me  íuí  para  la  recámara  de  mi  amada,  ignorante 
de  la  trama  que  me  tenía  urdida  mi  grande  y  generoso 
amigo.  Entré  muy  quedito;  me  acerqué  á  la  cama, 
donde  yo  pensaba  que  dormía  la  inocente  niña;  toqué 
la  almohada,  y  cuando  menos  lo  pensé,  me  plantó  la 
vieja  madre  tan  furioso  zapatazo  en  la  cara,  que  me  hizo 
ver  el  sol  á  media  noche.  El  susto  de  no  saber  quién  me 
había  dado,  me  decía  que  callara;  pero  el  dolor  del  golpe 
me  hizo  dar  un  grito  más  recio  que  el  mismo  zapatazo. 
Entonces  la  buena  vieja  me  afianzó  de  la  camisa,  y  sen- 
tándome junto  á  sí  me  dijo:  —  Gállese  usted,  mocoso 
atrevido,  ¿qué  venía  á  buscar  aquí?  ya  sé  sus  gracias. 
¿Así  se  honra  á  sus  padres?  ¿Así  se  pagan  los  favores 
que  le  hemos  hecho?  ¿Este  es  el  modo  de  portarse  un 
niño  bien  nacido  y  bien  criado?  ¿Qué  deja  usted  para 
los  payos  ordinarios  y  sin  educación?  Picaro,  indecente, 
osado,  que  se  atreve  á  arrojarse  á  la  cama  de  una  niña 
doncella,  hija  de  unos  señores  que  lo  han  favorecido. 
Agradezca  que  por  respeto  de  sus  buenos  padres,  no 
hago  que  lo  majen  á  palos  mis  criados;  pero  mañana 
vendrá  mi  marido,  y  en  el  día  haré  que  se  lleve  á  usted 
á  México,  que  yo  no  quiero  picaros  en  mi  casa. 

Yo,  lleno  de  temor  y  confusión,  me  le  hinqué,  lloré  y 


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OBRAS   ESCOGIDAS 


145 


supliqué  tanto  que  no  le  avisara  á  don  Martín,  que  al  fin 
me  lo  prometió.  Fuíme  á  mi  cama,  y  observé  que  reía 
bastante  el  indigno  Januario  debajo  de  la  sábana;  pero 
no  me  di  por  entendido. 

Al  día  siguiente  vino  don  Martín,  y  la  señora  pre- 
textando no  sé  qué  diligencia  precisa  en  la  capital,  hizo 
poner  el  coche,  y  sin  volver  á  ver  á  la  pobre  muchacha, 
me  condujeron  á  la  casa  de  mis  padres,  sin  darse  la 
señora  por  entendida  con  su  marido,  según  me  lo  pro- 
metió. 


PERIQUILLO   SARNIENTO. —  T.    I,    A,  — 37. 


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CAPITULO  IX 


i. lega  Periquillo  á  su  casa  y  tiene  una  larga  conversación  con  su  padre  sobre  materia» 

curiosas  é  interesantes 


Llegamos  á  mi  casa,  donde  fui  muy  bien  recibido 
de  mis  padres,  especialmente  de  mi  madre,  que  no  se 
hartaba  de  abrazarme,  como  si  acabara  de  llegar  de 
luengas  tierras  y  de  alguna  expedición  muy  arriesgada. 


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148  PENSADOR   MEXICANO 

El  señor  don  Martín  estuvo  en  casa  dos  ó  tres  días 
mientras  concluyó  su  negocio,  al  cabo  de  los  cuales  se 
retiró  á  su  hacienda,  dejándome  muy  contento  porque 
se  había  quedado  en  silencio  mi  desorden. 

El  señor  mi  padre  un  día  me  llamó  á  solas  y  me 
dijo: 

—  Pedro,  ya  has  entrado  en  la  juventud  sin  saber 
en  dónde  dejaste  la  niñez,  y  mañana  te  hallarás  en  la 
virilidad  ó  en  la  edad  consistente  sin  saber  cómo  se 
te  acabó  la  juventud.  Esto  quiere  decir,  que  hoy  eres 
muchacho  y  mañana  serás  un  hombre:  tienes  en  tu 
padre  quién  te  dirija,  quién  te  aconseje  y  cuide  de 
tu  subsistencia;  pero  mañana,  muerto  yo,  tú  habrás 
de  dirigirte  y  mantenerte  á  costa  de  tu  sudor  ó  tus 
arbitrios,  so  pena  de  perecer,  si  no  lo  haces  así;  porque 
ya  ves  que  yo  soy  un  pobre  y  no  tengo  más  herencia  que 
dejarte  que  la  buena  educación  que  te  he  dado,  aunque 
tú  no  la  has  aprovechado  como  yo  quisiera. 

En  virtud  de  esto,  pensemos  hoy  lo  que  ha  de  ser 
mañana.  Ya  has  estudiado  gramática  y  filosofía,  estás 
en  disposición  de  continuar  la  carrera  de  las  letras,  ya 
sea  estudiando  teología  ó  cánones,  ya  leyes  ó  medicina. 
Las  dos  primeras  facultades  dan  honor  y  aseguran  la 
subsistencia  á  los  que  se  dedican  á  ellas  con  talento  y 
aplicación;  mas  es  como  preciso  que  sean  eclesiásticos 
para  que  logren  el  fruto  de  su  trabajo  y  sean  útiles  en. 


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OBRAS    ESCOGIDAS 


149 


SU  carrera;  pues  un  secular,  por  buen  teólogo  ó  cano- 
nista que  sea,  ni  podrá  orar  en  un  pulpito,  ni  resolver 
un  caso  de  conciencia  en  un  confesonario;  y  así  es  que 
estas  facultades  son  estériles  para  los  seculares,  y  sólo  se 
pueden  estudiar  por  ilustrarse,  en  caso  de  no  necesitar 
los  libros  para  comer. 

La  medicina  y  la  abogacía  son  facultades  útiles  para 
los  seculares.  Todas  son  buenas  en  sí  y  provechosas, 
como  el  que  las  profese  sea  bueno  en  ellas;  esto  es,  como 
salga  aprovechado  en  su  estudio;  y  así  sería  una  necedad 
muy  torpe  que  el  teólogo  adocenado,  el  médico  igno- 
rante, el  leguleyo  ó  rábula  acusaran  á  estas  ciencias  del 
poco  crédito  que  ellos  tienen  ó  les  echaran  la  culpa  de 
que  nadie  los  ocupe;  porque  nadie  los  juzga  útiles,  ni 
quieren  fiar  su  alma,  su  salud  ni  sus  haberes  en  unas 
manos  trémulas  é  insuficientes. 

Esto  es  decirte,  hijo  mío,  que  tienes  cuatro  caminos 
que  te  ofrecen  la  entrada  á  las  ciencias  más  oportunas 
para  subsistir  en  nuestra  patria;  pues  aunque  hay  otras, 
no  te  las  aconsejo,  porque  son  estériles  en  este  reino,  y 
cuando  te  sirvan  de  ilustración,  quizá  no  te  aprovecha- 
rán como  arbitrio.  Tales  son  la  física,  la  astronomía,  la 
química,  la  botánica,  etc.,  que  son  parte  de  la  primera 
ciencia  que  te  dije. 

Tampoco  te  persuado  que  te  dediques  á  otros  estu- 
dios que  se  llaman  bellas  letras,  porque  son  más  delei- 

PERIQUILLO   SARNIENTO.  — T.   I,   A.  — 38. 


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150  PENSADOR    MEXICANO 

tables  al  entendimiento  que  útiles  á  la  bolsa.  Suponga- 
mos que  eres  un  gran  retórico  y  más  elocuente  que 
Demóstenes:  ¿de  qué  te  servirá  si  no  puedes  lucir  tu 
oratoria  en  una  cátedra  ó  en  unos  estrados?  que  es  como 
decirte,  si  no  eres  sacerdote  ó  abogado.  Supon  también 
que  te  dedicas  al  estudio  de  las  lenguas,  ya  vivas,  ya 
muertas,  y  que  sabes  con  primor  el  idioma  griego,  el 
hebreo,  el  francés,  el  inglés,  el  italiano  y  otros,  esto  solo 
no  te  proporcionará  subsistir. 

Pero  con  más  eficacia  te  apartara  yo  de  la  poesía, 
si  la  quisieras  emprender  como  arbitrio;  porque  el  trato 
con  las  musas  es  tan  encantador  como  infructuoso. 
Comunmente  cuando  alguno  está  muy  pobre  dice  que 
está  haciendo  cersos.  Parece  que  estas  voces  poeta  y 
pobre  son  sinónimas,  ó  que  el  tener  la  habilidad  de 
poetizar  es  un  anatema  para  perecer.  Algunos  fami- 
liares del  Pindó  han  logrado  labrar  su  fortuna  por  su 
numen;  pero  han  sido  pocos  en  realidad.  Virgilio  fué 
uno  de  ellos,  que  fué  protegido  de  Augusto;  pero  no  se 
hallan  fácilmente  Augustos  ni  Mecenas  que  patrocinen 
Virgilios;  antes  muchos  otros  que  han  tenido  las  dos  cir- 
cunstancias que  Horacio  requiere  para  la  poesía,  que  son 
numen  y  arte,  han  pedido  limosna  cuando  se  han  atenido 
á  esta  habilidad,  y  otros  más  prudentes  se  han  apartado 
de  ella,  mirándola  como  un  comercio  pernicioso  á  su 
mejor  colocación;  tal  fué  don  Esteban  Manuel  Villegas, 


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OBRAS    ESCOGIDAS  151 

cuyas  Eróticas  tenemos.    Por  esto  te  aconsejo  en  esta 
parte  con  las  mismas  palabras  de  Bocangel: 

Si  hicieras  versos,  haz  pocos, 
Por  más  que  te  asista  el  genio, 
Que  aunque  te  lo  aplauda  el  gusto, 
Ha  de  reñirlo  el  talento. 

Que  es  como  decirte:  aunque  tengas  gusto  de  hacer 
versos,  aunque  éstos  sean  buenos  y  te  los  celebren,  haz 
pocos,  no  te  embeleses  ni  te  distraigas  en  este  ejercicio, 
de  suerte  que  no  hagas  otra  cosa,  porque  entonces  si  no 
eres  rico,  ha  de  reñirlo  el  talento,  pues  la  bolsa  lo  ha  de 
sentir,  y  la  moneda  andará  reñida  contigo  como  con  casi 
todos  los  poetas.  El  padre  del  gran  Ovidio  le  decía  que 
no  se  dedicara  á  las  Musas,  poniéndole  por  causal  la 
pobreza  que  se  podía  esperar  de  ellas,  pues  le  acordaba 
que  Homero,  siendo  tan  celebrado  poeta,  murió  pobre. 
X lillas  reliquit  opes. 

No  es  esto  decirte  que  son  inútiles  la  poesía  y  las 
demás  ciencias  que  te  he  dicho;  antes  muchas  de  ellas 
son  no  sólo  útiles,  sino  necesarias  á  ciertos  profesores. 
Por  ejemplo,  la  dialéctica,  la  retórica  y  la  historia  ecle- 
siástica son  necesarísimas  al  teólogo;  la  química,  bota-, 
nica  y  toda  la  física  es  también  precisa  para  el  médico;  la 
lógica,  la  oratoria  y  la  erudición  en  la  historia  profana 
son  también,  no  sólo  adornos,  sino  báculos  forzosos  para 
el  que  quiera  ser  buen  abogado.   Últimamente,  el  estudio 


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152  PENSADOR   MEXICANO 

de  las  lenguas  ministra  á  los  literatos  una  exquisita  y 
copiosa  erudición  en  sus  respectivas  facultades,  que  no 
se  logra  sino  bebiéndose  en  las  fuentes  originales,  y  la 
dulce  poesía  les  sirve  como  de  saínete  ó  refrigerio  que  les 
endulza  y  alegra  el  espíritu  fatigado  con  la  prolija  aten- 
ción con  que  se  dedican  á  los  asuntos  serios  y  fastidio- 
sos; pero  estos  estudios  considerados  con  separación  de 
las  principales  facultades  (si  se  deben  separar),  sólo 
serán  un  mero  adorno,  podrán  dar  de  comer  alguna  vez, 
pero  no  siempre,  á  lo  menos  en  América,  donde  faltan 
proporción,  estímulos  y  premios  para  dedicarse  á  las 
ciencias. 

Conque  de  todo  esto  sacamos  en  conclusión,  que  un 
pobre  como  tú  que  sigue  la  carrera  de  las  letras  para 
tener  con  qué  subsistir,  so  ve  en  necesidad  de  ser  ó 
sacerdote  teólogo  ó  canonista;  ó  siendo  secular,  médico  ó 
abogado;  y  así,  ya  puedes  elegir  el  género  de  estudio  que 
te  agrade,  advirtiendo  antes,  que  en  el  acierto  de  la 
elección  consistirá  la  buena  fortuna  que  te  hará  feliz  en 
el  discurso  de  tu  vida. 

Yo  no  exijo  de  tí  una  resolución  violenta  ni  despre- 
meditada. No,  hijo  mío,  ésta  no  es  puñalada  de  cobarde. 
Ocho  días  te  doy  de  plazo  para  que  lo  pienses  bien. 
Si  tienes  algunos  amigos  sabios  y  virtuosos,  comu- 
nícales las  dudas  que  te  ocurran,  aconséjate  con  ellos, 
aprovéchate    de    sus   lecciones,    y   sobre   todo,    cónsul- 


tfjtr  1^*^110^ JÍF«r.li^        \:'J  -^       .  .    i.      .  -1.      .^..'n  .        ■'.—    X-^^A^^i^^^^^-t.^Á^    M.'Bi^lbiI.ir  >^¿.  Mllíl/tt^^  V'^^-.'-t.  ' 


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OBRAS   ESCOGIDAS  153 

tate  á  tí  mismo;  examina  tu  talento  é  inclinación,  y 
después  que  hagas  estas  diligencias,  resolverás  con  pru- 
dencia la  carrera  literaria  que  pienses  abrazar.  En  inteli- 
gencia, que  si  de  tus  consultas  y  examen  deduces  que 
-no  serás  buen  letrado,  ni  sacerdote,  ni  secular,  no  te 
apures  ni  te  avergüences  de  decírmelo,  que  por  la  gracia 
de  Dios,  yo  no  soy  un  padre  ridículo,  que  he  de  incomo- 
darme porque  me  participes  el  desengaño  que  saques  por 
fruto  de  tus  reñexiones.  No,  Pedro  mío;  dime,  dime  con 
toda  franqueza  tu  nuevo  modo  de  pensar;  yo  te  puse  el 
arte  de  Nebrija  en  la  mano,  por  contemporizar  con  tu 
madre;  mas  ahora  que  ya  eres  grande,  quiero  contempo- 
rizar contigo,  porque  tú  eres  el  héroe  de  esta  escena;  tú 
eres  el  más  interesado  en  tu  logro,  y  así  tu  inclinación  y 
tu  aptitud  para  esto  ó  para  aquello  se  debe  consultar, 
y  no  la  de  tu  madre  ni  la  mía. 

No  soy  yo  de  los  padres  que  quieren  que  sus  hijos 
sean  clérigos,  frailes,  doctores  ó  licenciados,  aun  cuando 
son  ineptos  para  ello  ó  les  repugna  tal  profesión.  No;  yo 
bien  sé  que  lo  que  importa  es  que  los  hijos  no  se  queden 
flojos  y  haraganes,  que  se  dediquen  á  ser  útiles  á  sí  y  al 
Estado,  sin  sobrecargar  la  sociedad  contándose  entre  los 
vagos,  y  que  esto,  no  solamente  las  ciencias  lo  facilitan, 
también  hay  artes  liberales  y  ejercicios  mecánicos  con 
que  adquirir  el  pan  honradamente. 

Y  así,  hijo  mío,  si  no  te  agradan  las  letras,  si  te 

PERIQUILLO   SARNIENTO.  — T.    I,    A.  — 39, 


\ 


154  PENSADOR   MEXICANO 

parece  muy  escabroso  el  camino  para  llegar  á  ellas,  ó  si 
penetras  que  por  más  que  te  apliques  has  de  avanzar 
muy  poco,  viniendo  á  serte  infructuoso  el  trabajo  que 
impondas  en  instruirte,  no  te  aflijas,  te  repito.  En  ese 
caso  tiende  la  vista  por  la  pintura,  ó  por  la  música,  ó 
bien  por  el  oficio  que  te  acomode.  Sobran  en  el  mundo 
sastres,  plateros,  tejedores,  herreros,  carpinteros,  bati- 
hojas, carroceros,  canteros  y  aun  zurradores  y  zapateros 
que  se  mantienen  con  el  trabajo  de  sus  manos.  Dime, 
pues,  qué  cosa  quieres  ser,  á  qué  oficio  tienes  inclina- 
ción y  en  qué  giro  te  parece  que  lograrás  una  honrada 
subsistencia;  y  créeme  que  con  mucho  gusto  haré 
porque  lo  aprendas  y  te  fomentaré  mientras  Dios  me 
diere  vida;  entendido  que  no  hay  oficio  vil  en  las  manos 
de  un  hombre  de  bien,  ni  arte  más  ruin,  oficio  ú  ejerci- 
cio más  abominable  que  no  tener  arte,  oficio  ni  ejercicio 
alguno  en  el  mundo.  Sí,  Pedro;  el  ser  ocioso  é  inútil  es 
el  peor  destino  que  puede  tener  el  hombre;  porque  la 
necesidad  de  subsistir  y  el  no  saber  cómo  ni  de  qué,  lo 
ponen  como  con  la  mano  en  la  puerta  de  los  vicios  más 
vergonzosos,  y  por  eso  vemos  tantos  drogueros,  tantos 
rufianes  de  sus  mismas  hijas  y  mujeres,  y  tantos  ladro- 
nes, y  por  esta  causa  también  se  han  visto  y  se  ven  tan 
pobladas  las  cárceles,  los  presidios,  las  galeras  y  las 
horcas. 

Así,  pues,  hijo  mío,  consulta  tu  genio  é  inclinación 


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OBRAS   ESCOGIDAS  155 

con  espacio,  para  abrazar  éste  ó  el  otro  modo  con  que 
juzgues  prudentemente  que  subsistirás  los  días  que  el 
cielo  te  conceda,  sin  hacerte  odioso  ni  gravoso  á  los 
demás  hombres,  tus  hermanos,  á  quienes  debes  ser  bené- 
fico en  cuanto  puedas,  que  esto  exige  la  legítima  socie- 
dad en  que  vivimos. 

Pero  también  debes  advertir,  que  aunque  tú  has  de 
ser  el  juez  que  te  examine,  por  la  misma  razón  has 
de  ser  muy  recto  sin  dejarte  gobernar  por  la  lisonja, 
pues  entonces  perderás  el  tiempo.  Tus  especulaciones 
serán  vanas,  y  te  engañarás  á  tí  mismo  si  no  pruebas  tu 
capacidad  y  analizas  tu  genio  como  si  fuera  el  de  un 
extraño,  y  sin  hacerte  el  más  mínimo  favor.  El  gran 
Horacio  aconseja  en  su  Arfe  Poética  á  los  escritores,  que 
para  escribir  elijan  aquella  materia  que  sea  más  confor- 
me á  sus  fuerzas,  ¡j  vean  el  peso  que  puedan  tolerar  sus 
Jiombros,  y  el  que  resistan. 

Pues  es  cierto  que  si  las  fuerzas  exceden  á  la  carga, 
ésta  se  sobrellevará;  mas  si  la  carga  es  mayor  que  las 
fuerzas,  rendirá  al  hombre,  quien  vergonzosamente 
caerá  bajo  su  peso. 

Es  una  verdad  que  se  introduce  sin  violencia  dentro 
de  nuestros  corazones,  que  no  todos  lo  podemos'^  todo; 
pero  la  lástima  es  que,  aunque  conocemos  su  evidencia, 
la  conocemos  respecto  de  los  demás,  mas  no  respecto  de 
nosotros  mismos.    Cuando  alguno  emprende  hacer  esto  ó 


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156  PENSADOR   MEXICANO 

aquello  y  le  sale  mal,  luego  decimos:  ¡Oh I  pues  si  se 
mete  á  lo  que  no  entiende,  ¿no  es  preciso  que  yerre? 
Pero  cuando  nosotros  emprendemos,  creemos  que  somos 
capaces  de  salimos  con  la  nuestra;  ¿y  si  erramos?  ¡Ohl 
entonces  nos  sobran  mil  disculpas  á  nuestro  favor  para 
cubrirnos  de  las  notas  de  imperitos  ó  atolondrados. 

Por  esto  no  me  cansaré  de  repetirte,  hijo  mío,  que 
antes  de  abrazar  esta  ó  la  otra  facultad  literaria,  esta 
ó  aquella  profesión  mecánica,  etc.,  lo  pienses  bien;  veas 
si  eres  ó  no  á  propósito  para  ello;  pues  aun  cuando  te 
sobre  inclinación,  si  te  falta  talento  errarás  lo  que  em- 
prendas sin  ambas  cosas,  y  te  expondrás  á  ser  objeto  de 
la  más  severa  crítica. 

Cicerón  fué  el  depósito  de  la  elocuencia  romana; 
tenía  inclinación  á  la  poesía,  pero  no  aquel  talento 
propio  para  ella  que  llaman  estro,  lo  que  fué  causa 
de  que  cometiese  una  ridicula  cacofonía,  ó  mal  sonido 
de  palabras  en  aquel  verso  que  censuró  con  otros 
Quintiliano: 

o  fortunatam  natatn  me  consule  Romam. 

Y  Juvenal  dijo,  que  si  las  Filípicas  con  que  irritó  el 
ánimo  de  Antonio  las  hubiera  dicho  con  tan  mala  poesía, 
nunca  hubiera  muerto  degollado. 

El  célebre  Cervantes  fué  un  grande  ingenio,   pero 
desgraciado  poeta;  sus  escritos  en  prosa  le  granjearon 


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OBRAS   ESCOGIDAS  157 

una  lama  inmortal  (aunque  en  esto  de  pesetas,  murió 
pidiendo  limosna;  al  fin  fué  de  nuestros  escritores);  pero 
de  sus  versos,  especialmente  de  sus  comedias,  no  hay 
quién  se  acuerde.  Su  grande  obra  del  Quijote  no  le  sirvió 
de  parco  para  que  no  lo  acribillaran  por  mal  poeta;  á  lo 
menos  Villegas  en  su  séptima  elegía  dice,  hablando  con 
su  amigo: 

Irás  del  Helicón  á  la  conquista 
Mejor  que  el  mal  poeta  de  Cervantes, 
Donde  no  le  valdrá  ser  quijotista. 

Este  par  de  ejemplitos  te  asegurará  de  las  verdades 
que  te  he  dicho.  Conque,  anda,  hijo,  piénsalas  bien,  y 
resuelve  qué  es  lo  que  has  de  ser  en  el  mundo;  porque 
el  fin  es  que  no  te  quedes  vago  y  sin  arbitrio. 

Fuese  mi  padre,  y  yo  me  quedé  como  tonto  en  víspe- 
ras, porque  no  percibía  entonces  toda  la  solidez  de  su 
doctrina.  Sin  embargo,  conocí  bien  que  su  merced  quería 
que  yo  eligiera  un  oficio  ó  profesión  que  me  diera  de 
comer  toda  la  vida;  mas  no  me  aproveché  de  este  cono- 
cimiento. 

En  los  siete  días  de  los  ocho  concedidos  de  plazo 
para  que  resolviera,  no  me  acordé  sino  de  visitar  á  los 
amigos  y  pasear,  como  lo  tenía  de  costumbre,  apadri- 
nado del  consentimiento  de  mi  candida  madre;  pero  en  el 
octavo  me  dio  mi  padre  un  recordoncito,  diciéndome: 
^Pedrillo;  ¿ya  sabrás  bien  lo  que  has  de  decir  esta  noche 

PERIQUILLO   SARNIENTO. —  T.    I,    A.  — 40. 


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158  PENSADOR   MEXICANO 

acerca  de  lo  que  te  pregunté  hoy  hace  ocho  díasV — 
Al  momento  me  acordé  de  la  cita,  y  fui  á  buscar  un 
amigo  con  quien  consultar  mi  negocio. 

En  efecto,  lo  hallé;  pero  ¡qué  amigo  1  como  todos  los 
que  yo  tenía,  y  los  que  regularmente  tienen  los  mucha- 
chos desbaratados,  como  yo  era  entonces.  Llamábase 
este  amigo  Martín  Pelayo,  y  era  un  bicho  punto  menos 
maleta  que  Juan  Largo.  Su  edad  sería  de  diez  y  nueve  á 
veinte  años;  jiigadorcillo  más  que  Briján;  enamorado 
más  que  Cupido;  más  bailador  que  Batilo;  más  tonto  que 
yo,  y  más  zángano  que  el  mayor  de  la  mejor  colmena. 
A  pesar  de  estas  nulidades,  estaba  estudiando  para 
padre,  según  decía,  con  tanta  vocación  en  aquel  tiempo 
para  ser  sacerdote  como  la  que  yo  tenía  para  verdugo; 
sin  embargo,  ya  estaba  tonsurado  y  vestía  los  hábitos 
clericales,  porque  sus  padres  lo  habían  encajado  al  estado 
eclesiástico  á  fuerza,  lo  mismo  que  se  encaja  un  clavo  en 
la  pared  á  martillazos,  y  esto  lo  hicieron  por  no  perder  el 
rédito  de  un  par  de  capellanías  gruesas  que  había  here- 
dado. ¡Qué  mal  estoy  y  estaré  toda  mi  vida  con  los  ma- 
yorazgos y  las  capellanías  heredadas  I 

Pero  de  cualquier  modo,  este  fué  el  eximio  doctor, 
el  hombre  provecto  y  el  sabio  virtuoso  que  yo  elegí  para 
consultar  mi  negocio,  y  ya  ustedes  verán  qué  bien  cum- 
pliría con  las  buenas  intenciones  de  mi  padre.  Así  salió 
ello. 


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OBRAS   ESCOGIDAS  159 

Luego  que  yo  le  informé  de  mis  dudas  y  le  dije  algo 
de  lo  que  mi  padre  me  predicó,  se  echó  á  reir  y  me  dijo: 

— Eso  no  se  pregunta.  Estudia  para  clérigo  como 
yo,  que  es  la  mejor  carrera,  y  cierra  los  ojos.  Mira,  un 
clérigo  es  bien  visto  en  todas  partes;  todos  lo  veneran  y 
respetan  aunque  sea  un  tonto,  y  le  disimulan  sus  defec- 
tos; nadie  se  atreve  á  motejarlos  ni  contradecirlos  en 
nada;  tiene  lugar  en  el  mejor  baile,  en  el  mejor  juego, 
y  hasta  en  los  estrados  de  las  señoras  no  parece  despre- 
ciable, y  por  último,  jamás  le  falta  un  peso,  aunque  sea 
de  una  misa  mal  dicha  en  una  carrera.  Conque  así  estu- 
dia para  clérigo  y  no  seas  bobo.  Mira  tú;  el  otro  día  en 
cierta  casa  de  juego  se  me  antojó  no  perder  un  albur, 
á  pesar  de  que  vino  el  as  contrario  delante  de  mi  carta,  y 
me  afiancé  con  la  apuesta,  esto  es,  con  el  dinero  mío  y 
con  el  ajeno.  El  dueño  reclamaba  y  porfiaba  con  razón 
que  era  suyo;  pero  yo  grité,  me  encolericé,  juré,  me  cogí 
el  dinero  y  me  salí  á  la  calle,  sin  que  hubiera  uno  que 
me  dijeia  esta  boca  es  mía,  porque  el  que  menos  me  juz- 
gaba diácono;  y  ya  tú  ves  que  si  este  lance  me  hubiera 
sucedido  siendo  médico  ó  abogado  secular,  ó  me  salgo 
sin  blanca  ó  se  arma  una  campaña  de  que  tal  vez  no 
hubiera  sacado  las  costillas  en  su  lugar.  Conque  otra 
vez  te  digo,  que  estudies  para  clérigo  y  no  pienses  en 
otra  cosa. 

Yo  le  respondí: — Todo  eso  me  gusta  y  me  convence 


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100  PENSADOR    MEXICANO 

demasiado;  pero  mi  padre  me  ha  dicho  que  es  preciso 
que  estudie  teología,  cánones,  leyes  ó  medicina;  y  yo,  la 
verdad,  no  me  juzgo  con  talentos  suficientes  para  eso. — 
No  seas  majadero,  me  respondió  Pelayo.  No  es  menes- 
ter tanto  estudio  ni  tanto  trabajo  para  ser  clérigo;  ¿tienes 
capellanía? — No  tengo,  le  respondí. — Pues  no  le  hace, 
prosiguió  él:  ordénate  á  título  de  idioma;  ello  es  malo, 
porque  los  pobres  vicarios  son  unos  criados  de  los  curas, 
y  tales  hay  que  les  hacen  hasta  la  cama;  pero  esto  es 
poco,  respecto  á  las  ventajas  que  se  logran;  y  por  lo  que 
toca  á  lo  que  dice  tu  padre  de  que  es  necesario  que  estu- 
dies teología  ó  cánones  para  ser  clérigo,  no  lo  creas. 
Con  que  estudies  unas  cuantas  definiciones  del  Ferrer 
ó  de  Lárraga,  te  sobra;  y  si  estudiares  algo  de  Cliquet, 
ó  del  curso  Salmaticense,  ¡oh!  entonces  ya  serás  un  teó- 
logo moralista  consumado,  y  serás  un  Séneca  para  el 
confesonario,  y  un  Cicerón  para  el  pulpito,  pues  podrás 
resolver  los  casos  de  conciencia  más  arduos  que  hayan 
ocurrido  y  puedan  ocurrir,  y  predicarás  con  más  séquito 
que  los  Masillones  y  Burdalúes,  que  fueron  unos  grandes 
oradores,  según  me  dice  mi  catedrático,  que  yo  no  los 
conozco  ni  por  el  forro. 

— Pero,  hombre,  la  verdad,  le  dije;  yo  creo  que  no 
soy  bueno  para  sacerdote,  porque  me  gustan  mucho  las 
mujeres,  y  según  eso,  pienso  que  soy  mejor  para  casado. 
— Perico,  ¡qué  tonto  eresl  me  contestó  Pelayo.    ¿No  ves 


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OBRAS   ESCOGIDAS  161 

que  esas  son  tentaciones  del  demonio  para  apartarte  de 
un  estado  tan  santo?  ¿Tú  crees  que  sólo  siendo  eclesiás- 
tico podrás  pecar  por  este  rumbo?  No,  amigo;  también 
los  seculares  y  aun  los  casados  pecan  por  el  mismo. 
A  más  de  que  ¿qué  cosa?...  pero  no  quiero  abrirte  los 
ojos  en  esta  materia.  Ordénate,  hombre,  ordénate,  y 
quítate  de  ruidos,  que  después  tú  me  darás  las  gracias 
por  el  buen  consejo. 

Despedíme  de  mi  amigo,  y  me  fui  para  casa, 
resuelto  á  ser  clérigo,  topara  en  lo  que  topara;  porque 
me  hallaba  muy  bien  con  la  lisonjera  pintura  que  me 
había  hecho  Martín  del  estado. 

Llegó  la  noche,  y  mi  buen  padre,  que  no  se  des- 
cuidaba en  mi  provecho,  me  llamó  á  su  gabinete  y  me 
dijo: 

—  Hoy  se  cumple  el  plazo,  hijo  mío,  que  te  di  para 
que  consultaras  y  resolvieras  sobre  la  carrera  de  las 
ciencias  ó  de  las  artes  que  te  acomode,  para  dedicarte 
á  ellas  desde  luego;  porque  no  quiero  que  estés  per- 
diendo tanto  tiempo.  Dime,  pues,  ¿qué  has  pensado  y 
qué  has  resuelto? — Yo,  señor,  le  respondí,  he  pensado 
ser  clérigo. — Muy  bien  me  parece,  me  dijo  mi  padre; 
pero  no  tienes  capellanía,  y  en  este  caso  es  menester 
que  estudies  algún  idioma  de  los  indios,  como  mexicano, 
otomí,  tarasco,  matzagua  ú  otro,  para  que  te  destines  de 
vicario  y  administres  á  aquellos  pobres  los  santos  sacra- 

PERIQÜILLO   SARNIENTO.  — T.    I,    A.  — 41, 


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162  PENSADOR    MEXICANO 

mentos  en  los  pueblos.  ¿Estás  entendido  en  esto?  —  Sí, 
señor,  le  respondí,  porque  me  costaba  poco  trabajo  decir 
que  sí;  no  porque  sabía  yo  cuáles  eran  las  obligaciones 
de  un  vicario. 

— Pues  ahora  es  menester  que  también  sepas, 
añadió  mi  padre,  que  debes  ir  sin  réplica  á  donde  te 
mandare  tu  prelado,  aunque  sea  al  peor  pueblo  de  tierra 
caliente,  aunque  no  te  guste  ó  sea  perjudicial  á  tu  salud; 
pues  mientras  más  trabajos  pases  en  la  carrera  de  vica- 
rio, tantos  mayores  méritos  contraerás  para  ser  cura 
algún  día. 

En  los  pueblos  que  te  digo,  hay  mucho  calor  y  poca 
ó  ninguna  sociedad,  si  no  es  con  indios  mazorrales.  Allí 
tendrás  que  sulrir  á  caballo  y  á  todas  horas  en  las  confe- 
siones, soles  ardientes,  Fuertes  aguaceros  y  continuas 
desveladas  ó  vigilias.  Batallarás  sin  cesar  con  los  ala- 
cranes, turicatas,  tlalages,  pinolillo,  garrapatas,  gege- 
nes,  zancudos  v  otros  insectos  venenosos  de  esta  clase, 
que  te  beberán  la  sangre  en  poco  tiempo.  Será  un 
milagro  que  no  pases  tu  trinquetada  de  tercianas,  que 
llaman  fríos,  á  los  que  sigue  después  ordinariamente 
una  tiricia  consumidora;  y  en  medio  de  estos  trabajos, 
si  encuentras  con  un  cura  tétrico,  necio  y  regañón, 
tendrás  un  vasto  campo  donde  ejercitar  la  paciencia;  y 
si  topas  con  un  flojo  y  regalón,  cargará  sobre  tí  todo 
el  trabajo,  siendo  para  él  lo  pingüe  de  los  emolumentos. 


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OBRAS   ESCOGIDAS  163 

Conque  esto  es  ser  sacerdote  y  ordenarse  á  título  de 
idioma  ó  administración.  ¿Te  gusta?  —  Sí,  señor,  le  res- 
pondí de  cumplimiento,  pues  á  ]a  verdad  no  dejó  de 
resfriar  mi  ánimo  el  detalkque  me  había  hecho  de  los 
trabajos  y  mala  vida  que  suelen  pasar  los  vicarios.  Pero 
yo  decía  entre  mí: — ¿Qué,  luego  ha  de  dar  en  un  ojo? 
¿Luego  he  de  ir  á  tener  á  tierra  caliente,  á  un  pueblo 
ruin?  ¿luego  ha  de  haber  alacranes,  moscos  ni  esos 
otros  salvajes  que  me  dice  mi  padre?  ¿Luego  me  han 
de  dar  los  fríos,  ó  los  curas  á  quienes  sirva  han  de  ser 
todos  flojos  y  regañones?  Quizá  no  será  así,  sino  que 
hallaré  un  buen  pueblo  y  cura,  y  entonces  paseare  bien, 
tendré  dinero,  y  dentro  de  un  par  de  años  lograré  un 
curato  riquillo,  y  descansando  yo  en  mis  vicarios,  ya 
me  podré  tender  boca  arriba  y  raparme  una  videta  de 
ángeles. 

Estas  cuentas  estuve  yo  haciendo  á  mis  solas, 
mientras  mi  padre  fué  á  la  puerta  para  enviar  una 
criada  á  traer  tabaco.  Volvió  su  merced,  se  sentó  v 
continuó  su  conversación  de  este  modo: 

—  Conque,  Pedrillo,  supuesta  la  resolución  que 
tienes  de  ordenarte,  ¿qué  quieres  estudiar?  ¿cánones  ó 
teología? — Yo  me  sorprendí,  porque  cuanto  me  agra- 
daba tener  dinero  rascándome  la  barriga  hecho  un  flojo, 
tanto  así  me  repugnaba  el  estudio  y  todo  género  de 
trabajo. 


M-íí,  ífc-'fciÉ.rfi.'iL,  í- '-.  *ta*V     ".    i         .*.■.'•■- ^i-'ú"  -  i*'i^_J.''^  iífcii..^-. 


164  PENSADOR    MEXICANO 

Quédeme  callado  un  corto  rato,  y  mi  padre,  advir- 
tiendo mi  turbación,  me  dijo: — Cuando  resolviste  dedi- 
carte á  la  Iglesia ,  ya  preveniste  la  clase  de  estudios  que 
habías  de  abrazar,  y  así  no  debes  detener  la  respuesta. 
¿Que,  pues,  estudias?  ^cánones  ó  teología?  —  Yo  muy 
fruncido  le  respondí: — Señor,  la  verdad;  ninguna  de 
esas  dos  facultades  me  gusta,  porque  yo  creo  que  no 
las  he  de  poder  aprender,  porque  son  muy  difíciles.  Lo 
que  quiero  estudiar  es  moral,  pues  me  dicen  que  para 
ser  vicario,  ó  cuando  más  un  triste  cura,  con  eso  sobra. 

Levantóse  mi  padre  al  oir  esto,  algo  amohinado,  y 
paseándose  en  la  sala  decía:  —  ¡Vea  usted!  estas  opinio- 
nes erróneas  son  las  que  pervierten  á  los  muchachos. 
Así  pierden  el  amor  á  las  ciencias;  así  se  extravían  y 
se  abandonan;  así  se  empapan  en  unas  ideas  las  más 
mezquinas  y  abrazan  la  carrera  eclesiástica,  porque  les 
parece  la  más  fácil  de  aprender,  la  más  socorrida  y  la 
que  necesita  menos  ciencia.    De  facto,  estudian  cuatro 

i 

definiciones  y  cuatro  casos  los  más  comunes  del  moral, 
se  encajan  á  un  sínodo,  y  si  en  él  aciertan  por  casuali- 
dad, se  hacen  presbíteros  en  un  instante  y  aumentan  el 
número  de  los  idiotas  con  descrédito  de  todo  Estado. — 
Y  encarándose  á  mí,  me  dijo: — En  efecto,  hijo,  yo  co- 
nozco varios  vicarios  imbuidos  en  la  detestable  máxima 
que  te  han  inspirado  de  que  no  es  menester  saber  mucho 
para  ser  sacerdote,  y  he  visto,  por  desgracia,  que  algu- 


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OBRAS   ESCOGIDAS 


165 


nos  han  soltado  el  acocote  para  tomar  el  cáliz,  ó  se  han 
desnudado  la  pechera  de  arrieros  para  vestirse  la  casulla, 
se  han  echado  con  las  petacas  y  se  han  metido  á  lo  que 
no  eran  llamados;  pero  no  creas  tú,  Pedro,  que  una 
mal  mascada  gramática  y  un  mal  digerido  moral  bastan , 
como  piensas,  para  ser  buenos  sacerdotes  y  ejercer  dig- 
namente el  terrible  cargo  de  cura  de  almas. 

Muy  bien  sé  que  hubo  tiempos  en  que  (como  nos 
refiere  el  abate  Andrés  en  su  historia  de  la  literatura) 
decayeron  las  ciencias  en  la  Europa,  en  tanto  grado,  que 
el  que  sabía  leer  y  escribir  tenía  cuanto  necesitaba  para 
ser  sacerdote,  y  si  por  fortuna  sabía  algo  del  canto  llano, 
entonces  pasaba  plaza  de  doctor;  pero  ¿quién  duda  que 
la  santa  Iglesia  no  se  afligiría  por  esta  tan  general  igno- 
rancia, y  que  condescendería  con  la  ineptitud  de  estos 
ministros,  por  la  oscuridad  del  siglo,  por  la  inopia  de 
sujetos  idóneos  y  porque  el  pueblo  no  careciera  del 
pasto  espiritual;  y  así,  á  trueque  de  que  sus  hijos  no 
perecieran  de  hambre,  teniendo  por  la  gracia  de  Jesu- 
cristo, el  pan  tan  abundante,  tenía  que  fiar  con  dolor  su 
repartimiento  á  unas  manos  groseras  y  que  encomen- 
dar, á  más  no  poder,  la  administración  de  la  viña  del 
Señor  á  unos  operarios  imperitos? 

Pero  así  como  en  aquel  tiempo  hubiera  sido  un 
error  grosero  decir  que  sobra  con  saber  leer  para 
hacerse  alguno  digno  de  los  sagrados  órdenes,  por  más 

PERIQUILLO   SARNIENTO. —  T.    I,    A.  — 42. 


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1G6  PENSADOR   MEXICANO 

que  así  sucediera,  de  la  misma  manera  lo  es  hoy  asegu- 
rar que  para  obtener  tan  alta  dignidad  sobra  con  una 
poca  de  gramática  y  otro  poco  de  moral,  por  más 
que  muchos  no  tengan  más  ciencias  cuando  se  ordenan; 
pues  tenemos  evidentes  testimonios  de  que  la  Iglesia  lo 
tolera,  mas  no  lo  quiere. 

Todo  lo  contrario;  siempre  ha  deseado  que  los 
ministros  del  altar  estén  plenamente  dotados  de  ciencia 
y  virtud.  El  sagrado  Concilio  de  Trento  manda:  «que 
los  ordenados  sepan  la  lengua  latina;  que  estén  ins- 
truidos en  las  letras;  desea  que  crezca  en  ellos  con  la 
edad  el  mérito  y  la  mayor  instrucción;  manda  que  sean 
idóneos  para  administrar  los  sacramentos  y  enseñar  al 
pueblo,  y  por  último,  manda  establecer  los  seminarios, 
donde  siempre  haya  un  número  de  jóvenes  que  se  ins- 
truyan en  la  disciplina  eclesiástica,  los  que  quiere  que 
aprendan  gramática,  canto,  cómputo  eclesiástico  y  otras 
facultades  útiles  y  honestas;  que  tomen  de  memoria  la 
Sagrada  Escritura,  los  libros  eclesiásticos,  homilías  de 
los  santos  y  las  fórmulas  de  administrar  los  sacramen- 
tos, en  especial  lo  que  conduce  á  oir  las  confesiones,  y 
las  de  los  demás  ritos  y  ceremonias.  De  suerte,  que 
estos  colegios  sean  unos  perennes  planteles  de  ministros 
de  Dios.»  Ses.  23,  cap.  xi,  xiii,  xiv  y  xviii. 

Conque  ya  ves,  hijo  mío,  cómo  la  santa  Iglesia 
quiere,  y  siempre  ha  querido,  que  sus  ministros  estén 


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OBRAS   ESCOGIDAS  167 

dotados  de  la  mayor  sabiduría,  y  justamente;  porque  ¿tú 
sabes  qué  cosa  es  y  debe  ser  un  sacerdote?  Seguramente 
que  no.  Pues  oye:  un  sacerdote  es  un  sabio  de  la  ley, 
un  doctor  de  la  le,  la  sal  de  la  tierra  y  la  luz  del  mundo. 
Mira  ahora  si  desempeñará  estos  títulos,  ó  los  merecerá 
siquiera  el  que  se  contenta  con  saber  gramática  y  la 
moral  á  medias,  y  mira  si  para  obtener  dignamente 
una  dignidad  que  pide  tanta  ciencia,  bastará  ó  sobrará 
con  tan  poco,  y  esto  suponiendo  que  se  sepa  bien.  ¿Qué 
será  ordenándose  con  una  gramática  mal  mascada  y  una 
moral  mal  aprendida? 

Por  otra  parte,  cuando  vemos  tantos  sacerdotes 
sabios  y  virtuosos  que,  ya  viejos,  enfermos  y  cansados, 
con  las  cabezas  trémulas  y  blancas,  en  l'uerza  de  la  edad 
y  del  estudio,  aún  no  dejan  los  libros  de  las  manos;  aún 
no  comprenden  bastante  los  arcanos  de  la  teología;  aún 
se  oscurecen  á  su  penetración  muchos  lugares  de  la 
Sagrada  Biblia;  aún  se  confiesan  siempre  discípulos  de 
los  Santos  Padres  y  Doctores  de  la  Iglesia,  y  se  cono- 
cen indignos  del  sagrado  carácter  que  los  condecora, 
¿qué  juicio  haremos  de  la  alta  dignidad  del  sacerdocio? 
¿Y  cómo  no  nos  convenceremos  del  gran  fondo  de  santi- 
dad y  sabiduría  que  requiere  un  estado  tan  sublime  en 
ios  que  sean  sus  individuos? 

Y  si  después  de  estas  serias  consideraciones,  tende- 
mos la  vista  por  el  oriente  opuesto,  y  vemos  cuan  tran- 


rA.-^**.    ^  ■V'-: .'T- i .''-r£.-^\-s.lkJr^Á^'^^L'l^iiJ¿L:^^ 


168  PENSADOR    MEXICANO 

quilos  y  satisfechos  se  introducen  al  Sancia  Sanctoruin 
muchos  jovencitos  con  cuatro  manotadas  que  le  han 
dado  a  Nebrija  y  otras  tantas  al  Padre  Lárraga.  Si  vemos 
que  algunos,  apenas  se  ordenan  de  presbíteros,  cuando 
se  despiden,  no  sólo  de  estos  dos  pobres  libros,  sino 
quizá,  y  sin  quizá,  hasta  del  breviario.  Y  por  último,  si 
damos  un  paso  fuera  de  la  capital,  y  ciudades  donde 
residen  los  diocesanos  y  cabildos,  y  vemos  por  esos 
pueblos  de  Dios  lances  de  ignorancia  escandalosos  y  aun 
increíbles,  ^  y  si  escuchamos  en  esos  pulpitos  sande- 
ces y  majaderías  que  no  están  escritas,  ¿qué  juicios  nos 
hemos  de  formar  de  estos  ministros?  ¿Cuál  de  su  virtud? 
¿Y  cuál  de  lo  recto  de  la  administración  espiritual  de  los 
infelices  pueblos  encargados  á  su  custodia?  ¡Ohl  que 
para  referir  los  daños  de  que  son  causa,  sería  preciso 
decir  lo  que  Eneas  á  Dido  al  contarle  las  desgracias  de 
Troya.  ¿Quién  reprimirá  las  lágrimas  al  referir  tales 
cosas? 

*  Tal  es  el  (jue  sigue.  Reconcilióse  en  un  lugar  de  España  el  eximio  doctor  Suárez 
para  celebrar,  y  el  miserable  vicario  que  lo  oyó  de  penitencia  era  tan  ignorante,  que  no 
sabia  la  forma  de  la  absolución.  Fué  necesario  que  el  mismo  penitente  se  la  fuera  apun- 
tando así  como  se  hace  con  el  que  ha  de  recitar  una  relación  que  no  sabe;  pero  por  fin, 
con  este  auxilio,  absolvió  nuestro  vicario  al  dicho  sacerdote,  quien  luego  que  acabó  su 
misa,  fué  á  ver  al  cura  lleno  de  escándalo,  y  con  razón,  y  le  dio  parte  de  lo  que  le  habla 
acontecido;  pero  ¿cuál  sería  la  sorpresa  de  este  teólogo  cuando  oyó  al  cura  que  muy 
mesurado  le  dijo;  —  Padre,  ese  vicario  es  muy  tonto;  ya  yo  le  tengo  dicho  varias  veces 
que  no  se  meta  en  absolver,  sino  que  oiga  las  confesiones  y  me  remita  á  los  penitentes, 
que  yo  los  absolveré^ 

Conozco  que  este  caso  se  hará  increíble;  pero  se  hará  tal  á  los  que  no  hayan  salido 
de  México  ó  de  otras  ciudades,  pues  los  que  hemos  andado  por  los  pueblecillos  distantes 
de  las  mitras,  lo  creemos  como  si  lo  hubiéramos  visto,  porque  hemos  presenciado  otros 
más  lastimosos  en  su  línea,  y  yo  pudiera  citar  algunos  sí  no  fueran  tan  modernos. 


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OBRAS    ESCOGIDAS 


169 


Aquí  sacó  mi  padre  su  relox  y  me  dijo: — Ha  sido 
larga  la  conferencia  de  esta  noche;  mas  aún  no  te  he 
dicho  todo  cuanto  necesitas  sobre  un  asunto  tan  intere- 
sante; sin  embargo,  lo  dejaremos  pendiente  para  maña- 
na, porque  ya  son  las  diez,  y  tu  madre  nos  espera  para 
cenar.  Vamonos. 


PERIQUILLO   SARNIENTO. —  T.    I.    A.  — 43. 


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CAPITULO  X 


Concluye  el  padre  de  Periquillo  su  ¡nsirucción 

Resuelve  éste  estudiar  teología.  La  abandona.  Quiere  su  padre  ponerlo  á  oficio, 

él  se  resiste,  y  se  refieren  otras  cosillas 


Cenamos  muy  contentos  como  siempre,  y  nos 
fuimos  á  acostar  como  todas  las  noches.  Yo  no  pude 
menos  que  estar  rumiando  lo  que  acababa  de  decir  mi 
padre,  y  no  dejaba  de  conocer  que  me  decía  el  credo; 


'  v_^  *  :  *Í.  T*  ^-  ' -ii. ,  i.  4 :  *  i .  _  1."  -  ;  ^-^J^-í- 


;)Hit^. 


172  PENSADOR    MEXICANO 

porque  hay  verdades  que  se  meten  por  los  ojos,  aunque 
uno  no  quiera;  pero  por  má.s  que  me  convencían  las 
razones  que  había  oído,  no  me  podía  resolver  á  estudiar 
cánones  ó  teología,  que  era  el  intento  de  mi  buen  padre; 
pues  así  como  me  agradaba  la  vida  libre  y  holgazana, 
así  me  fastidiaba  el  trabajo.  Finalmente,  yo  me  quedé 
dormido,  haciendo  mis  cuentas  de  como  conseguiría  ser 
clérigo  para  tener  dinero  sin  trabajar  y  de  cómo  eludiría 
las  buenas  intenciones  de  mi  padre.  En  esto  se  desvelan 
muchos  niños  sin  advertir  que  se  desvelan  en  su  ruina. 

Al  otro  día,  después  que  vino  mi  padre  de  misa,  mo 
llomó  á  su  cuarto  y  me  dijo: 

—  Xo  quiero  que  se  nos  vaya  á  olvidar  la  contes- 
tación de  anoche.  Te  decía,  Pedro,  que  los  pueblos 
padecen  mucho  cuando  sus  curas  y  vicarios  son  igno- 
rantes ó  inmorales,  porque  jamás  las  ovejas  estarán 
seguras  ni  bien  cuidadas  en  poder  de  unos  pastores 
necios  ó  desidiosos;  y  todo  esto  te  lo  he  dicho  para 
probarte  que  la  sabiduría  nunca  sobra  en  un  sacerdote, 
y  más  si  está  encargado  del  cuidado  de  los  pueblos; 
y  para  mayor  confirmación  de  mi  doctrina,  oye. 

En  los  pueblos  puede  haber,   y  en  efecto  habrá  en 
muchos,  algunas  almas  místicas  que  aspiren  á  la  per- 
fección por  el  camino  ordinario,  que  es  el  de  la  oración  ^ 
mental.    ¿Y   qué   dirección   podrá  dar   un   padre   vicario 
semilego  á  una  de  estas  almas,    cuando  por  desidia  ó 


-.V-         .J'"    ^  '-V.  • 


OBRAS   ESCOGIDAS  173 

ineptitud  no  sólo  no  ha  estudiado  la  respectiva  teología, 
pero  ni  siquiera  ha  visto  por  el  Torro  las  obras  de  Santa 
Teresa,  la  Lucerna  mística  del  padre  Esquerra,  los 
desengaños  místicos  del  padre  Arbiol,  y  quizá  ni  aun  el 
Kempis  ni  el  Villacastín?  ¿Cómo  podrá  dirigir  á  una 
alma  virtuosa  y  abstracta  el  que  ignora  los  caminos? 
¿Cómo  podrá  sondear  su  espíritu  ni  distinguir  si  es  una 
alma  ilusa  ó  verdaderamente  favorecida,  cuando  no  sabe 
que  cosa  son  las  vías  purgativa,  iluminativa,  contempla- 
tiva y  unitiva?  ¿Cuando  ignora  qué  cosa  son  revelacio- 
nes, éxtasis,  raptos  y  deliquios?  ¿Cuando  le  coge  de 
nuevo  lo  que  son  consolaciones  y  sequedades?  ¿Cuando 
se  sorprende  al  oir  las  voces  de  ósculo  santo,  abrazo 
divino  y  desposorio  espiritual?  ¿Y  cuando  (por  no  can- 
sarte con  lo  que  no  entiendes)  ignora  del  todo  los  primo- 
res con  que  obra  la  divina  gracia  en  las  almas  espiritua- 
les y  devotas?  ¿No  es  verdad?  ¿No  conoces  tú  que  si  te 
pusieras  á  llevar  un  navio  á  Cádiz,  á  Cavite  ó  á  otro 
puerto,  con  las  luces  que  tienes  de  pilotaje  (que  son  nin- 
gunas), seguramente  darías  con  la  embarcación  iníeliz 
que  se  te  confiara  en  un  banco,  en  un  arrecile  ó  en  un 
golfo,  sin  llegar  jamás  por  jamás  al  puerto  de  su  destino? 
Esto  lo  debes  comprender,  porque  la  comparación  es 
muy  sencilla.  Pues  lo  mismo  sucede  á  estos  infelices 
vicarios  Lárrar/os  á  secas,  que  apenas  saben  absolver  á 
un  pecador  común,  (como  los  indios  que  no  saben  más 

PERIQUILLO    SARNIENTO.  —  T.    I,    A.  —  44. 


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174  PENSADOR    MEXICANO 

que  llevar  una  canoa  á  Ixtacalco).  Ellos,  los  pobres,  son 
ciegos,  y  las  almas  que  aspiran  á  entrar  por  la  vía  de  la 
perfección  también  son  ciegas,  y  necesitan  una  buena 
guía  que  las  dirija.  No  la  hallan  en  los  directores  modo- 
rros, y  sucede  que  (á  no  ser  por  un  favor  especial  de 
la  gracia)  ellas  ó  se  entibian  ó  se  pierden ,  y  las  guías  ó 
se  conlunden  ó  se  precipitan  en  los  errores  de  la  ilusión 
que  ellas  les  comunican. 

Esta  es  una  verdad  terrible,  pero  es  una  verdad  que 
no  negará  ningún  sacerdote  sabio.  Yo  lo  que  veo  (y  que 
confirma  mi  opinión  en  el  particular)  es  que  los  sacer- 
dotes virtuosos,  santos  y  doctos  son  muy  escrupulosos 
para  confesar  y  dirigir  monjas  y  otras  almas  espirituales, 
y  cuando  las  dirigen  son  muy  eficaces  para  no  dejar  de 
la  mano  la  sonda  de  la  doctrina  y  la  prudencia.  A  más  de 
esto,  consultan  con  el  teólogo  por  esencia,  con  Dios  digo, 
en  los  ratos  de  oración  que  tienen,  y  como  saben  que 
deben  hacer  cuantas  diligencias  humanas  estén  en  su 
arbitrio  para  conseguir  el  acierto,  consultan  las  dudas 
que  tienen  con  otros  varones  sabios  y  espirituales.  Esto 
veo,  y  esto  me  hace  creer  lo  contingente  que  será  el 
acierto  de  la  dirección  espiritual  de  unas  almas  místicas 
fiado  á  unos  pobres  clérigos  casi  legos,  que  apenas  saben 
lo  muy  preciso  para  decir  misa  y  absolver  al  penitente  en 
virtud  de  la  promesa  de  Jesucristo. 

De  manera,  hijo  mío,  que  estoy  firmemente  persua- 


T  f 4< rfi f *  I  I  icT^*^w^'r.':>.lMLL>iLu.£.A:c 


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OBRAS    ESCOGIDAS  175 

dido  que  si  la  Iglesia  santa  pudiera  hacer  que  todos  sus 
ministros  fueran  teólogos  y  santos,  no  omitiría  sacrificio 
alguno  para  conseguirlo;  pero  la  escasez  de  varones  y 
talentos  tales  como  los  necesarios,  hace  que  provea  á  los 
fieles  de  aquellos  que  se  encuentran  tal  cual  útiles  para 
la  simple  administración  de  los  Sacramentos. 

Aún  hay  más.  Ya  te  dije  que  los  sacerdotes  son  los 
maestros  de  la  ley.  A  ellos  toca  privativamente  la  expli- 
cación del  Dogma  y  la  interpretación  de  las  Sagradas 
Escrituras.  Ellos  deben  estar  muy  bien  instruidos  en  la 
revelación  y  tradición  en  que  se  funda  nuestra  fe,  y  ellos, . 
en  íin,  deben  saber  sostener  a  la  faz  del  mundo  lo  sólido 
ó  incontrastable  de  nuestra  santa  religión  y  creencia. 

Pues  ahora,  supongamos  un  caso  remoto,  pero  no 
imposible.  Supongamos,  digo,  que  un  pobrecito  vicario 
de  estos  de  que  hablamos,  ó  un  religioso  hebdomadario, 
ó  que  llaman  de  misa  ij  olla,  tiene  con  un  hereje  una 
disputa  acerca  de  la  certeza  de  nuestra  religión,  de  la  jus- 
ticia de  su  dogma,  de  lo  divino  de  sus  misterios,  de  la 
realidad  del  cumplimiento  de  las  profecías,  de  lo  evidente 
de  la  venida  del  Mesías,  del  cómputo  de  las  semanas  de 
Daniel  ó  cosa  semejante  (advirtiendo  que  los  herejes  que 
promueven  ó  entran  en  estas  disputas,  aunque  son  cie- 
gos para  la  fe,  no  lo  son  para  las  ciencias.  He  vivido  en 
puerto  de  mar  y  he  conocido  y  tratado  algunos).   ¿Cómo  •    í 

conocerán  sus  sofismas?  ¿Cómo  eludirán  sus  argumen- 


,...rJ'4:o  i,^*il.->jXiWjiÍtf^A.-««,V-ij¿-;¡>¿  , -M.. 


176  PENSADOR    MEXICANO 

tos?  ¿Cómo  distinguirán  su  malicia  de  la  tuerza  intrín- 
seca de  la  razón?  ¿Y  cómo  podrá  salir  de  sus  labios  la 
verdad  triunfante  y  con  el  brillo  que  le  es  tan  natural? 
Ello  es  cierto  que  si  sólo  el  Fcri'cr,  el  Cli(jiicl,  el  Lái'ra- 
(/a  ú  otro  sumista  de  moral  semejante  fueran  bastantes 
para  contrarrestar  á  los  herejes,  no  sé  cómo  hubiera 
salido  san  Agustín  con  los  maniqueos,  san  Jerónimo 
con  los  donatistas,  ni  otros  Santos  Padres  con  otras 
chusmas  de  herejes  y  heresiarcas  á  quienes  combatieron 
y  confundieron  con  brillantez  y  solidez  de  argumentos. 

De  todo  lo  dicho  debes  concluir,  Pedro  mío,  que 
para  ser  un  digno  sacerdote  no  sobra  con  saber  lo  muy 
preciso;  es  necesario  imbuirse  y  empaparse  en  la  sólida 
teología  y  en  las  reglas  ó  leyes  eclesiásticas,  que  son  los 
cánones  de  la  Iglesia. 

Agrega  á  esto,  que  es  tan  peculiar  al  sacerdote  la 
literatura,  que  á  mediados  del  siglo  xiii  no  eran  promo- 
vidos al  clericato  sino  los  literatos,  según  la  novela  de 
Justiniano  6,  cap.  4  y  123,  cap.  12.  De  modo  que 
Juliano  el  antecesor  escribía:  El  (jkc  no  <?.s  Utct'aío  no 
jjuede  ser  cicrñjo.  Sucedió  que  para  significar  un  hombre 
docto  y  literato,  empezó  á  usarse  el  nombre  de  clrn'go, 
y  el  de  lego  para  denotar  un  ignorante  ó  que  no  sabía 
las  letras,  de  donde  provino  también  que  á  los  legos 
doctos  se  les  daba  el  título  de  clérigos;  y  por  el  contra- 
rio,  los  eclesiásticos  no  literatos  eran  llamados  también 


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OBRAS   ESCOGIDAS  177 

legos.  Se  le  llama  clérigo  (son  palabras  de  Oderico  Vital 
en  el  lib.  3)  porque  está  imbuido  en  el  conocimiento  ele  las 
letras  y  de  las  demás  artes.  En  la  Crónica  A  mírense 
leemos  también  las  siguientes  palabras:  Con  la  anuencia 
do  algunos  ro/nanos,  ¡li^o  que  se  le  subordinase  cierto 
español  muy  clérigo  llamado  Durdino.  Y  en  la  historia 
de  los  obispos  de  Eistet:  Este  obispo  Juan  fué  gran  clé- 
rigo en  el  Derecho  Canónico;  esto  es,  gran  letrado. 
El  mismo  significado  se  observa  que  tuvo  antiguamente 
en  la  lengua  francesa,  pues  clei'c  quería  decir  lo  mismo 
que  docto,  como  también  clergie  lo  mismo  que  ciencia  y 
doctrina. 

Toda  esta  erudición  y  alguna  más  la  recogió  el 
señor  Muratori  en  su  opúsculo  titulado:  Reflexiones 
sobre  el  buen  gusto,  cap.  7,  tbl.  70,  71  y  72,  donde  lo 
podrás  ver,  confirmando  que  para  merecer  el  nombre  de 
clérigo  es  menester  ser  literato;  y  de  lo  contrario,  el  que 
no  lo  sea,  no  será  un  padre  clérigo,  sino  un  padre  lego. 

Harto  te  he  dicho,  y  así,  si  quieres  ser  eclesiástico, 
dime:  ¿qué  te  resuelves  á  estudiar? 

Viéndome  yo  tan  atacado,  no  hubo  remedio;  res- 
pondí á  mi  padre  que  estudiaría  teología;  y  á  los  dos  días 
ya  era  yo  cursante  teólogo  y  vestía  los  hábitos  cleri- 
cales. 

No  tardé  mucho  en  ver  en  la  Universidad  á  mi 
amigo  Pelayo,  á  quien  di  parte  de  todo  lo  que  me  había 

PERIQUILLO  SARNIENTO.  —  T.   I,    A.— 45. 


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178  PENSADOR    MEXICANO 

ocurrido  con  mi  padre,    y  cómo  yo,   no  pudiendo  esca- 
parme de  sus  insinuaciones,  elegí  estudiar  teología. 

—  Ello  será  un  perdedero  de  tiempo,  supuesto  que 
no  te  gusta  el  estudio,  me  dijo  mi  amigo;  pero  si  no  hay 
otro  remedio,  ¿qué  se  ha  de  hacer?  A  veces  es  preciso 
contemporizar  con  los  viejos  ideáticos,  aunque  uno  no 
quiera,  aunque  sea  para  engañarlos,  mientras  se  reali- 
zan nuestros  proyectos.  Mi  padre  también  es  del  tenor 
siguiente:  ha  dado  en  que  estudie  cánones  a  fortlori;  esto 
es,  quieras  que  no  quieras;  y  aún  me  habla  de  licencia- 
turas y  borlas;  pero  yo,  que  no  soy  vanidoso,  no  pienso 
en  oso;  lo  que  quiero  es  acabar  mis  cánones  bien  ó  mal; 
alcanzar  el  gradillo;  ordenarme  y  quitarme  de  libros 
ni  quebraderos  de  cabeza.  Tú  puedes  hacer  lo  mismo: 
aguanta  tus  cursos  de  Universidad  con  la  paciencia  que 
un  purgado,  y  cuando  menos  lo  pienses  te  hallarás 
hecho  un  bachiller  teólogo,  que  para  el  caso  de  que  digan 
que  lo  eres,  con  esto  basta. 

Ni  es  menester  que  te  des  mala  vida  ni  te  derritas 
los  sesos  sobre  los  libros.  Estudia  de  carrera  lo  que 
te  señale  tu  catedrático,  enséñate  á  manejar  el  ergo  por 
imitación,  y  frecuenta  la  Universidad,  porque  los  cursos  ^ 
importan,  hijo;  los  cursos  son  más  precisos  que  la 
ciencia  misma,  para  lograr  el  grado. 

Bien  saben  y  sabemos  que  á  lo  que  vamos  los  más 
estudiantes  á  la  Universidad  no  es  á  aprender  nada,  sino 


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OBRAS   ESCOGIDAS  179 

á  cuajar  un  rato  unos  con  otros;  pero  lo  cierto  es  que  el 
que  no  tiene  su  certificación  de  haber  cursado  el  tiempo 
prefinido  por  estatuto,  no  se  graduará,  aunque  sea  más 
teólogo  que  Santo  Tomás;  y  si  la  tiene,  él  será  bachiller, 
aunque  no  sepa  quién  es  Dios  por  el  padre  Ripalda;  pero 
ello  es  que  así  la  vamos  pasando,  y  así  la  pasaremos  tú  y 
yo  con  más  descanso. 

Yo  apenas  falto  de  la  Universidad  tal  cual  vez;  pero 
del  colegio  sí  me  deserto  con  frecuencia.  Los  domingos, 
jueves  y  fiestas  de  guardar  no  tenemos  clase  por  el  cole- 
g'0>  y  yo  ^(^^o  *  uno  ó  dos  días  á  la  semana;  ya  verás  qué 
poco  me  mortifico. 

Esto  es  lo  que  harás  tú,  si  quieres  que  no  se  te  haga 
pesado  el  estudio  de  la  teología.  Acompáñate  conmigo; 
arráncale  á  tu  padre  los  realitos  que  puedas,  y  confía  de 
mí  en  que  no  sólo  te  pasarás  buena  vida,  sino  que  te 
civilizarás,  porque  advierto  que  eres  un  mexicano  payo, 
y  yo  te  quiero  sacar  de  barreras.  Sí,  yo  te  llevaré  á  varias 
casas  de  señoritas  finas,  que  tengo  de  tertulias;  aprende- 
rás á  danzar,  á  bailar,  á  contestar  con  las  gentes  decen- 
tes. Fuera  de  esto,  te  sentaré  en  los  estrados  y  haré  que 
te  comuniques  con  las  damas;  porque  el  trato  con  las 
señoras  ilustra  demasiado.    I  Itimamente  te  enseñaré  á 


*  Los  estudiantes  entienden  por  «aíar  faltar  á  la  cátedra,  no  asistir  á  ella,  y  por 
cuajar  (de  cuya  voz  usó  el  autor  poco  antes),  ocuparse  de  cosas  ajenas  del  estudio,  char- 
lando y  pasando  el  rato,  lo  mismo  que  se  entiende  entre  los  artesanos  y  otros  trabaja- 
dores por  matar  el  zapo.  E. 


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180  PENSADOR   MEXICANO 

jugar  al  billar,  malilla  do  campo,  tresillo,  básiga  y  albu- 
res, que  todas  estas  habilidades  son  partes  de  un  mozo 
fino  é  ilustrado,  y  de  esto  modo  nos  la  pasaremos  buena. 
Al  cabo  de  un  año  tú  no  te  conocerás,  y  me  darás  las 
gracias  por  los  buenos  oficios  de  mi  amistad. 

El  cielo  vi  abierto  con  el  plan  de  vida  que  me  pro- 
puso Pelayo;  porque  yo  no  aspiraba  á  otra  cosa  que 
á  holgar  y  divertirme,  y  así  le  di  las  gracias  por  el 
interés  que  tomaba  en  mis  adelantos,  y  desde  aquel  día 
me  puse  bajo  su  dirección  y  tutela. 

VÁ  inmediatamente  trató  de  cumplir  con  sus  debe- 
res, llevándome  á  varias  tertulias  que  frecuentaba  en 
algunas  casas  medianamente  decentes  y  en  las  que 
vivían  señoritas  de  título,  como  h/  Cucaracha,  la  Pisa- 
bonito,  la  Qiiehi'antaJiucsos  y  otras  de  igual  calaña. 

Ya  se  deja  entender  que  los  tertulios  y  tertulias 
debajo  de  capas,  casacas  y  enaguas,  eran  muchachas  y 
jóvenes  de  primera  tijera;  esto  es,  mozos  y  mozas  estra- 
gados, libertinos  y  tunos  de  profesión. 

Con  tan  buenas  compañías  y  la  dirección  de  mi 
sapientísimo  mentor,  dentro  de  pocos  meses  salí  un 
buen  bandolonista,  bailador  incansable,  saltador  eterno, 
decidor,  refranero,  atrevido  y  lépero  ^  á  toda  prueba. 

Como   mi   maestro  se   había  propuesto  civilizarme 


•    Pillo,  zaragate.   De  esta  voz  se  derivan  las  de  que  también  usa  el  autor  en  dis- 
tintas partes  como  leperaje,  leperuzca,  etc.  E. 


irr«iifaiir<i'i<rfliti^ii  II  I'      II    i'  ■■>  iii  ■■'  '        lii  üJ-IMi  ■  ^•-^-'^''^ **■--•*  -'" 


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'^'wr^'v.^-  ':_,.  ^••>ír>:'í¿-7'^ 


...  llevándome  á  Varías  tertulias  que  frecuentaba  en  algunas  casas 

medianamente  decentes 


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..     .  .^.¿AS&i  . 


■^     i.-   ^\*  .::^e¿Jb^' ^. 


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OBRAS   ESCOGIDAS  181 

6  ilustrarme  en  todos  los  ramos  de  la  caballería  de  la 
moda,  me  ensenó  á  jugar  al  billar,  tresillo,  tute  y  juegos 
carteados;  no  se  olvidó  de  instruirme  en  las  cábulas  del 
bisbís,  ^  ni  en  los  ardides  para  jugar  albures  según  arte, 
y  no  así,  así,  á  la  buena  de  Dios,  ni  á  lo  que  la  suerte 
diera;  pues  me  decía,  rjuc  c¡  que  limpio  jiigaha,  limpio  se 
iba  n  su  casa,  sino  siempre  con  su  pedazo  de  diligencia. 

Un  año  gasté  en  aprender  todas  estas  maturrangas; 
pero  eso  sí,  salí  maestro  y  capaz  de  poner  cátedra  de 
fullería  y  leperaje  á  lo  decente;  porque  hay  dos  clases 
do  tunantismo:  una  soez  y  arrastrada  como  la  de  los 
enlrazadados  y  borrachos  que  juegan  á  la  rayuela  ó  á  la 
taba  en  una  esquina;  que  se  trompean  en  las  calles;  que 
profieren  unas  obscenidades  escandalosas;  que  llevan  á 
otras  leperuzcas  descalzas  y  hechas  pedazos,  y  se  embo- 
rrachan públicamente  en  las  pulquerías  y  tabernas,  y 
éstos  se  llaman  pillos  y  léperos  ordinarios. 

La  otra  clase  de  tunantismo  decente,  es  aquella  que 
se  compone  de  mozos  decentes  y  extraviados  que  con 
sus  capas,  casaquitas  y  aun  perfumes,  son  unos  ociosos 
de  por  vida,  cofrades  perpetuos  de  todas  las  tertulias, 
cortejos  de  cuanta  coqueta  se  presenta,  seductores  de 
cuanta  casada  se  proporciona,  jugadores,  tramposos  y 
fulleros   siempre   que   pueden;    cócoras  ^  de  los  bailes, 

*    Con  algunas  alteraciones  se  llama  hoy  Imperial.  E. 

»    Los  que  con  groserías  incomodan  impudentemente  á  los  que  asisten  á  una  diver- 
sión, ó  á  cualquiera  otra  concuríencia  pública  ó  privada.  E. 

PERIQUILLO   SARNIENTO. —  T.   I,   A.  — 46. 


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182  PENSADOR    MEXICANO 

sustos  de  los  convites,  gorrones  intrusos,  sinvergüenzas, 
descarados,  necios  á  nativitate,  taravillas  perdurables  y 
máquinas  vestidas,  escandalosas  y  perjudiciales  á  la  des- 
dichada sociedad  en  que  viven;  y  estos  tales  son  pillos 
y  h'jtci-os  decentes,  y  de  esta  clase  de  pillería  digo,  que 
pude  haber  puesto  cátedra  púbHca,  según  lo  que  apro- 
veché con  las  lecciones  de  mi  maestro  y  el  ejemplo  de 
mis  concursantes  en  el  corto  espacio  de  un  año. 

El  pobre  de  mi  padre  estaba  muy  ajeno  de  mis 
indignos  adelantamientos,  y  muy  pagado  de  Martín  Pe- 
layo,  que  visitaba  mi  casa  con  frecuencia;  porque  ya  os 
he  dicho  que  vuestro  abuelo  era  de  tan  buen  entendi- 
miento como  corazón.  En  efecto,  era  hombre  de  bien  y 
virtuoso,  y  como  tales  personas  son  fáciles  de  engañarse 
por  las  astucias  de  los  malvados,  entre  yo  y  mi  amigo 
teníamos  alucinado  á  mi  buen  padre;  porque  yo  era  un 
gran  picaro,  y  Pelayo  era  otro  picaro  más  que  yo;  y  así 
entre  los  dos  hacíamos  cera  y  pábilo  de  las  creederas 
de  mi  padre,  que  tenía  por  un  mozo  muy  fino,  arreglado 
y  buen  estudiante  al  tuno  de  Martín,  y  éste  á  mis  excusas 
hacía  delante  de  mis  padres  unos  elogios  encarecidísimos 
de  mi  talento  y  aplicación,  con  lo  que  les  clavaba  más 
la  espina;  esto  es,  á  mi  padre,  que  á  mi  madre  no  era 
menester  nada  de  eso;  porque  como  me  amaba  sin  pru- 
dencia, mis  mayores  maldades  las  disculpaba  con  la  edad 
y  mis  menores  me  las  pasaba  por  gracias  y  travesuras. 


'^j^h¿  .• '. 


E-V 


OBRAS   ESCOGIDAS  183 

Pero  así  como  la  moneda  falsa  no  puede  correr 
mucho  tiempo  sin  descubrir  ó  su  mal  trojel  ó  su  liga, 
así  la  maldad  no  puede  pasar  muchos  días  con  la  capa 
de  la  hipocresía  sin  manifestar  su  sordidez.  Puntual- 
mente sucedió  lo  mismo  conmigo;  pues  mi  padre  un  día 
que  yo  no  lo  pensaba,  me  preguntó  que  cuándo  era  mi 
acto,  ó  que  si  estaba  en  disposición  de  tenerlo.  Cierta- 
mente que  si  como  me  preguntó  eso,  me  hubiera  pre- 
guntado que  si  estaba  apto  para  bailar  una  contradanza, 
para  pervertir  una  joven,  ó  para  amarrar  un  alburito, 
no  me  tardo  mucho  en  responder  afirmativamente;  pero 
me  hizo  una  pregunta  difícil,  porque  yo  con  mis  queha- 
ceres no  pude  dedicarme  á  otro  estudio,  de  suerte  que 
mi  Biluart  estaba  limpio  y  casi  intacto. 

Sin  embargo,  era  preciso  responder  alguna  cosa,  y 
l'ué  que  mi  catedrático  no  me  había  dicho  nada,  que  se 
lo  preguntaría.  —  No,  me  dijo  mi  padre,  no  le  preguntes 
nada,  que  yo  lo  haré. — En  mala  hora  se  encargó  mi 
padre  de  semejante  comisión;  porque  fué  al  segundo  día 
al  colegio,  y  le  preguntó  á  mi  maestro  que  en  qué 
estado  estaba  yo  de  estudio,  y  que  si  estaba  capaz  de 
sustentar  un  acto  le  hiciese  favor  de  avisárselo  para 
hacer  sus  diligencias  para  los  gastos. 

Mi  maestro,  tan  veraz  como  serio,  le  contestó : 

— Amigo,  yo  deseaba  que  usted  me  viera  para  de- 
cirle que  su  niño  no  promete  las  más  leves  esperanzas 


-r^M-A^-        t.  e. 


A5^:!>*:í-A'¿v. 


A, 
a' 


184 


PENSADOR    MEXICANO 


de  aprovechar,  no  porque  carezca  de  talento,  sino  por 
falta  de  aplicación.  Es  muy  abandonado;  rara  semana 
deja  de  faltar  uno  ó  dos  días  á  la  clase,  y  cuando  viene, 
es  á  enredar  y  á  hacer  que  pierdan  el  tiempo  los  otros 
colegiales.  En  virtud  de  esto,  ya  usted  verá  cuál  será  su 
aptitud  y  cuáles  sus  adelantos.  A  más  de  esto,  yo  le 
he  advertido  ciertas  amistades  y  malas  inclinaciones  que 
me  hacen  temer  la  ruina  próxima  de  este  mozo,  y  así 
usted,  como  buen  padre,  vele  sobre  su  conducta  y  vea  en 
qué  lo  ocupa  con  sujeción;  porque  si  no,  el  muchacho 
se  le  pierde,  y  usted  ha  de  dar  á  Dios  cuenta  de  el. 

Mi  padre  se  despidió  de  mi  maestro  bastante  aver- 
gonzado (según  después  me  dijo)  y  lleno  de  una  justa 
cólera  contra  mí.  ¡Pobres  padres  1  ¡y  qué  ratos  tan  pesa- 
dos les  dan  los  malos  hijos!  Fué  á  casa  al  medio  día;  me 
saludó  con  mucha  desazón;  se  entró  á  la  recámara  con 
mi  madre,  y  ésta,  como  á  las  dos  horas,  salió  con  los  ojos 
llorosos  á  mandar  poner  la  mesa. 

Mi  padre  apenas  comió;  mi  madre  tampoco;  yo, 
como  sinvergüenza,  y  que  ignoraba  que  era  el  eje  sobre 
que  se  movía  aquel  disgusto,  no  dejé  de  hacer  cuanto 
pude  por  agotar  los  platos;  porque  al  fin  no  hay  sinver- 
güenza que  no  sea  glotón.  Durante  la  comida  no  habló 
mi  padre  una  palabra,  y  así  que  se  concluyó  se  levan- 
taron los  manteles  y  se  dieron  gracias  á  Dios;  se  retiró 
mi  padre  á  dormir  siesta  y  me  dijo  con  mucha  seriedad: 


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OBRAS    ESCOGIDAS  185 

— Esta  tarde  no  vaya  usted  al  colegio,  que  lo  he  me- 
nester. 

Como  la  culpa  siempre  acusa,  yo  me  quedé  con  bas- 
tante miedo,  temiendo  no  hubiera  sabido  mi  padre  algu- 
nas de  mis  gracias  extraordinarias,  y  me  quisiese  dar 
con  un  garrote  el  premio  que  merecían. 

Luego  concebí  que  yo  había  sido  la  causa  de  la 
cólera,  de  la  parsimonia  de  la  mesa  y  de  las  lágrimas 
de  mi  madre;  pero  como  estaba  satisfecho  en  que  ésta 
no  me  quería,  sino  me  adoraba,  no  tuve  empacho  para 
decirla: — Señora,  ¿qué  novedad  será  ésta  de  mi  padre? — 
A  lo  que  la  pobrecita  me  contestó  con  sus  lágrimas,  y 
me  refirió  todo  lo  que  había  acaecido  á  mi  padre  con  mi 
maestro,  y  cómo  estaba  resuelto  á  ponerme  á  oficio... — 
¿A  oficio,  dije  yo,  á  oficio?  No  lo  permita  Dios,  señora. 
¿Qué  pareciera  un  bachiller  en  artes,  y  un  cursante  teó- 
logo convertido  de  la  noche  á  la  mañana  en  sastre  ó 
carpintero?  ¿Qué  burla  me  hicieran  mis  condiscípulos? 
¿Qué  dijeran  .mis  parientes?  ¿Qué  se  hablará?  —  Pues 
hijo,  me  contestó  mi  madre,  ¿qué  quieres  que  haga? 
Ya  yo  he  rogado  á  tu  padre  bastante;  ya  se  lo  he  dicho; 
ya  le  he  llorado;  pero  está  renuente,  no  hay  forma  de 
convencerle:  dice  que  no  quiere  que  se  lo  lleve  el  diablo 
juntamente  contigo  por  darme  gusto.  Yo  no  sé  qué 
hacer...  —  No  llore  usted,  señora,  la  dije:  yo  sí  sé  lo 
que  se  ha  de  hacer.    Seguro  está  que  mi  padre  tenga  el 

PERIQUILLO   SARNIENTO.— T.    I,    A.  — 47. 


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186  PENSADOR    MEXICANO 

gusto  de  verme  de  hojalatero  ni  de  sastre.    Pues  qué, 
¿ya  se  cerraron  los  cuarteles?  ¿Ya  se  acabaron  las  casá- 
is cas  y  el  pan  de  munición?  — ¿Qué  quieres  decir  con  eso, 

Pedrito?  me  decía  mi  madre.  —  Nada,  señora,  le  con- 
testé; sino  que  antes  que  aprender  oficio,  me  meteré  á 
soldado,  á  bien  que  tengo  buen  cuerpo,  y  me  recibirán 
en  cualquier  parte  con  mil  manos. 

Aquí  redobló  mi  madre  su  llanto,  y  me  dijo:  —  ¡Ay, 
hijo  de  mi  alma!  ¿qué  es  lo  que  dices?  ¿soldado?  ¿sol- 
dado? ¡no  lo  permita  Dios!  No  te  precipites  ni  te  deses- 
peres; yo  volveré  á  rogarle  á  tu  padre  esta  tarde,  y  ya 
que  dice  que  no  eres  para  los  estudios,  y  que  es  fuerza 

darte  destino,  veremos  si  te  coloca  en  una  tienda... — 
i,-.     ■       ■ 

Calle  usted,   madre,   le  dije.     Eso  es  peor.    ¿Qué  bien 

pareciera  un  bachiller,  tiznado  y  lleno  de  manteca,  y  un 

teólogo  despachando  tlaco  de  chilitos  en  vinagre?   No, 

no;  soldado  y  nada  más;   pues  una  vez  que  á  mi  padre 

ya  se  le  hace  pesado  el  mantenerme,  el  rey  es  padre  de 

t  todos,   y  tiene  muchos  miles  para  vestirme  y  darme  de 

.  .         comer.     Esta    tarde    me    voy    á    vender   en    la    bandera 

de  China,   y   mañana  vengo  á  ver  á  usted    vestido   de 

recluta. 

Cada  vez  que  yo  me  acuerdo  de  éste  y  otros  malos 

ratos  que  di  á  la  pobre  de  mi  madre,  y  de  las  lágrimas 

que  derramó  por  mí,  quisiera  sacarme  el  corazón  á  peda- 

zos  de  dolor;  pero  ya  es  tarde  el  arrepentimiento,  y  sólo 


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OBRAS   ESCOGIDAS  187 

sirven  estas  lecciones,  hijos  míos,  para  encargaros  que 
miréis  á  vuestra  madre  siempre  con  amor  y  respeto  ver- 
dadero, sin  imitar  á  los  malos  hijos  como  yo  fui;  antes 
rogad  á  Dios  no  castigue  los  extravíos  de  mi  juventud 
como  merecen,  y  acordaos  que  por  boca  del  Sabio  os 
dice:  Honra  d  tu  padre,  ij  no  ole  ¡des  los  fj  émidos  de  tu 
madre.  Acuérdate  que  d  ellos  les  debes  la  vida,  y  pdgales 
lo  que  te  Jian  dado. 

Finalmente,  esta  escena  paró  en  que  mi  madre  me 
rogó,  me  instó,  me  lloró  porque  no  fuera  soldado,  jurán- 
dome que  se  volvería  á  empeñar  con  mi  padre  para  que 
desistiera  de  su  intento  y  no  me  pusiera  á  oficio,  con 
cuya  promesa  me  serené,  como  que  eso  era  lo  que  yo 
deseaba,  y  por  lo  que  afligí  tanto  á  su  merced,  no  porque 
á  mí  me  agradara  la  carrera  militar,  y  más  en  clase 
de  soldado,  como  que  veía  con  horror  todo  género  de 
trabajo. 

¡Qué  bueno  hubiera  sido  que  mi  madre  me  hubiera 
quebrado  en  la  cabeza  cuanta  silla  había  en  la  sala,  y 
bien  amarrado  me  hubiera  despachado  al  primer  cuartel, 
y  allí  me  hubiesen  encajado  luego  luego  la  gala  de  re- 
cluta; con  eso  se  hubieran  acabado  mis  bachillerías  y  sus 
cuidados;  pero  no  lo  hizo  así,  y  tuvo  después  que  sufrir 
lo  que  Dios  sabe. 

Al  cabo  de  un  rato  salió  mi  padre  ya  con  sombrero 
y  bastón,  y  me  dijo:  —  Tome  usted  la  capa  y  vamos. — 


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188  PENSADOR    MEXICANO 

Yo  la  tomé  y  salí  con  su  merced  con  temor,  y  mi  madre 
se  quedó  con  cuidado. 

A  poco  haber  andado,  se  paró  mi  padre  en  un 
zaguán,  y  me  dijo: 

—  Amigo,  ya  estoy  desengañado  de  que  es  usted  un 
gran  perdido,  y  yo  no  quiero  que  se  acabe  de  perder. 
Su  maestro  me  ha  dicho  que  es  un  flojo,  vago  y  vicioso, 
y  que  no  es  para  los  estudios.  En  virtud  de  esto,  yo 
tampoco  quiero  que  sea  para  la  ganzúa  ni  para  la  horca. 
Ahora  mismo  elige  usted  oficio  que  aprender,  ó  de  aquí 
llevo  á  usted  á  presentarlo  al  rey  en  la  bandera  de  China. 

Todos  los  retobos  que  usé  con  mi  madre,  con  mi 
padre  se  volvieron  sumisiones,  como  que  sabía  yo  que 
no  acostumbraba  mentir  y  era  resuelto;  y  así  no  pude 
hacer  más  que  humillarme  y  pedirle  por  favor  que  me 
diese  un  plazo  para  informarme  del  oficio  que  me  pare- 
ciera  mejor.  Concedióme  mi  padre  tres  días  á  modo  de 
ahorcado,  y  volvimos  para  casa,  donde  hallamos  á  mi 
pobre  madre  enferma  de  un  gran  flujo  de  sangre  que  le 
había  venido  por  la  pesadumbre  que  le  di,  y  el  susto 
con  que  se  quedó. 

Ya  se  ha  dicho  que  mi  padre  la  amaba  con  extremo, 
y  así  lleno  de  sentimiento  acudió  á  que  la  medicina  la 
auxiliara.  En  efecto,  al  segundo  día  ya  estuvo  mejor; 
pero  sin  dejar  de  llorar  de  cuando  en  cuando,  porque  ya 
yo  le  había  dicho  la  resolución  de  mi  padre,  y  ella  en 


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OBRAS   ESCOGIDAS  189 

medio  de  su  dolencia  no  se  había  descuidado  en  supli- 
carle no  me.  pusiera  á  oficio,  á  lo  que  mi  padre  le  con- 
testó que  se  restableciera  de  su  achaque,  y  que  ahí  se 
vería  lo  que  por  fin  se  había  de  hacer. 

Esta  respuesta  desconsoló  á  mi  madre,  y  fué  causa 
de  que  yo  no  las  tuviera  todas  conmigo,  porque  no 
habiendo  visto  jamás  á  mi  padre  tan  tenaz  en  su  propó- 
sito y  tan  esquivo  con  mi  madre  al  parecer,  me  hizo 
entender  que  de  aquella  vez  no  me  escaparía  yo  de  cual- 
quier aprendizaje. 

No  sabiendo  qué  hacer  para  librarme  de  la  férula  de 
los  maestros  mecánicos,  que  me  amenazaba  por  momen- 
tos, discurrí  la  traza  más  diabólica  que  podía  en  lance 
tan  apurado,  y  fué,  ir  á  ver  á  mi  caritativo  preceptor 
y  sabio  amigo,  el  ínclito  Martín  Pelayo.  Con  la  confianza 
que  tenía,  me  entré  de  rondón  hasta  su  cuarto,  donde  lo 
hallé  columpiándose  de  un  lazo  que  pendía  del  techo, 
tarareando  unas  boleras  v  dando  saltos  en  el  suelo. 

Tan  embebecido  estaba  en  su  escoleta,  que  no  sintió 
cuando  yo  entré,  y  prosiguió  brincando  como  un  gamo, 
hasta  que  yo  le  dije: — ¿Qué  es  esto,  Martín?  ¿Te  has 
vuelto  loco,  ó  estás  aprendiendo  á  maromero? — Entonces 
él  me  vio  y  me  contestó:  —  Ni  estoy  loco,  ni  quiero  ser 
volatín;  sino  que  estoy  trabajando  por  aprender  á  hacer 
la  octava  que  piden  estas  boleras.  Y  diciendo  esto,  conti- 
nuó sus  cabriolas. 

PERIQUILLO   SARNIENTO.— T.    I,    A.  — 48. 


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190  PENSADOR   MEXICANO 

Yo,  mirando  lo  espacio  que  estaba,  le  dije: — Sus- 
pende un  poco  tus  lecciones,  que  traigo  un  asunto  de 
mucha  importancia  que  comunicarte  y  del  que  sólo  tu 
amistad  puede  sacarme  con  bien.  —  El  entonces  muy 
cortés  se  quitó  del  lazo,  se  sentó  conmigo  en  su  cama,  y 
me  dijo:  —  No  sabía  yo  que  traías  asunto,  pero  di  lo  que 
se  ofrezca,  que  ya  sabes  cuánto  te  estimo. 

Le  contó  punto  por  punto  todas  mis  cuitas,  rema- 
tando con  decirle  que  para  libertarme  del  deshonor 
que  me  esperaba  en  el  aprendizaje,  había  pensado  me- 
terme á  fraile.  El  me  oyó  con  bastante  gravedad,  y  me 
dijo: 

—  Perico,  yo  siento  los  infortunios  que  te  amenazan 
por  el  genio  ridículo  y  escrupuloso  de  tu  padre;  pero  su- 
puesto que  no  hay  medio  entre  ser  oficial  mecánico  ó  sol- 
dado, y  que  el  único  arbitrio  de  evadirte  de  ambas  cosas 
de  esas,  es  meterte  á  fraile,  yo  soy  de  tu  mismo  pare- 
cer; porque  más  vale  tuerta  que  ciega;  peor  es  ser  el 
sastre  Perico,  ó  el  soldado  Perico,  que  no  el  padre  fray 
Pedro.  Ello  es  verdadero,  que  la  vida  de  fraile  trae  sus 
incomodidades  inaguantables,  como  el  estudio,  la  asis- 
tencia de  comunidad,  la  observancia  de  las  reglas,  la 
subordinación  á  los  prelados  y  la  sujeción  ó  privación 
de  la  libertad  que  tanto  te  acomoda  á  tí  y  á  mí; 
pero  todo  es  hacerse.  A  más  de  que,  en  cambio  de 
esas  molestias,   tiene  el  estado  sus  ventajas  considera- 


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OBRAS    ESCOGIDAS  191 

bles,  como  el  honor  de  la  religión  que  se  extiende  por 
todos  sus  individuos,  aunque  sean  legos;  el  respeto 
que  infunde  el  santo  hábito,  y  sobre  todo,  hijo,  el 
afianzar  la  torta  para  siempre.  Ya  verás  tú  que  estas 
conveniencias  no  las  encuentra  un  artesano  ni  un  sol- 
dado, y  así  me  parece  que  lleves  adelante  tu  pensa- 
miento. 

— Pues  yo  he  venido,  le  dije,  á  consultarte  mis 
designios  y  á  suplicarte  te  empeñes  con  tu  padre  para 
que  me  dé  una  esquela  de  recomendación  para  que  me 
admita  tu  tío  el  provincial  de  San  Diego;  porque  esto 
urge,  y  en  la  tardanza  está  el  peligro;  pues  como  yo 
consiga  la  patente  de  admitido,  ya  á  mi  padre  se  le 
quitará  el  enojo  y  me  verá  de  distinto  modo. 

—  Pues  eso  es  lo  de  menos,  me  dijo  Pelayo;  ven 
mañana  temprano,  que  yo  haré  que  mi  padre  ponga  la 
esquela  esta  noche. — Con  este  consuelo  me  despedí  de 
Martín  muy  contento,  y  me  volví  á  mi  casa. 

Entré  en  ella,  y  encontré  de  visitas  á  don  Martín, 
el  de  la  hacienda,  á  la  señora  su  esposa,  la  que  me  cascó 
el  zapatazo,  á  su  niña  y  al  famoso  Juan  Largo  ó  Janua- 
rio,  que  toda  la  familia  había  venido  á  México  á  pasear; 
porque  como  todo  fastidia  en  este  mundo,  los  que  viven 
en  las  ciudades  buscan  su  diversión  en  el  campo,  y  los 
que  viven  en  el  campo  anhelan  por  la  ciudad  para  diver- 
tirse, y  ni  unos  ni  otros  logran  por  largo  tiempo  satis- 


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192  PENSADOR    MEXICANO 

facer  sus  deseos;  porque  como  la  tristeza  no  está  en  ei 
campo  ni  en  la  ciudad  sino  en  el  corazón,  nos  siguen  los 
fastidios  y  cuidados  donde  quiera  que  llevamos  nuestro 
corazón. 

Luego  que  hube  saludado  á  las  visitas  y  que  cesaron 
los  cumplimientos  de  moda,  me  aparté  al  corredor  con 
Januario  y  hablamos  largo  sobre  diversos  asuntos, 
ocupando  el  mejor  lugar  de  la  conversación  los  míos, 
entre  los  que  le  conté  mis  aventuras,  y  la  última  resolu- 
ción que  tenía  de  volverme  fraile;  á  lo  que  Juan  Largo 
me  contestó  muy  aprisa: 

—  Sí,  sí,  Periquillo;  vuélvete  fraile,  hijo,  vuél- 
vete fraile;  no  harás  cosa  mejor.  No  todos  los  hom- 
bres hacen  lo  que  deben  sino  lo  que  les  está  más  á 
cuento  para  sus  fines  particulares:  quién  hay  que  se 
ordena  porque  es  inútil  para  otra  cosa,  ó  por  no 
perder  una  capellanía;  quién  que  se  casa  con  la  pri- 
mera que  encuentra,  más  que  no  le  tenga  amor,  ni  con 
qué  mantenerla,  sólo  por  escaparse  de  una  leva;  quién 
que  se  mete  á  soldado  porque  no  lo  persiga  la  justicia 
ordinaria,  por  tramposo  ó  por  alguna  fechoría  que  ha 
cometido;  y  quién,  en  fin,  que  hace  mil  cosas  contra 
su  gusto,  sólo  por  evitar  este  ó  el  otro  lance  que  con- 
sidera serle  peor;  conque  ¿qué  nuevo  ni  raro  será  que 
tú  te  metas  á  fraile  por  no  aprender  oficio  ni  ser  solda- 
do? Sí,  Perico,    haces    bien,    alabo   tu    determinación; 


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OBRAS   ESCOGIDAS  193 

pero  hermano,  aviva,   aviva  el  negocio;  porque  al  mal 
paso  darle  prisa. 

Así  concluyó  su  arenga  este  grande  hombre.  Él,  es 
claro  que  me  dijo  muchas  verdades,  pero  truncas.  Si  me 
hubiera  dicho  después  de  ellas,  que  aunque  así  lo  hacen, 
en  ello  nada  justo  hacen  ni  digno  de  un  hombre  de 
bien,  y  que  por  lo  común  estas  trampas  y  artificios  de 
que  se  valen  para  eludir  el  castigo,  excusar  el  trabajo, 
engañar  al  superior  ó  evitar  por  el  camino  más  breve 
la  desgracia  inminente  ó  que  parece  tal,  no  son  sino 
unos  remedios  paliativos  ó  aparentes,  que  después  de 
tomados  se  convierten  en  unos  venenos  terribles,  cu  vas 
funestas  resultas  se  lloran  toda  la  vida.  Si  me  hubiera 
dicho  esto,  repito,  quizá  quizá  me  hubiera  hecho  abrir 
los  ojos  y  cejar  de  mi  intento  de  ser  religioso,  para  el 
que  no  tenía  ni  natural  ni  vocación;  pero  por  mi  des- 
gracia los  primeros  amigos  que  tuve  fueron  malos,  y  de 
consiguiente  pésimos  sus  consejos. 

A  otro  día  marché  para  la  casa  de  Pelayo,  quien 
puso  en  mis  manos  la  esquela  de  su  padre,  el  que  no 
contento  con  darla,  pensando  que  yo  era  un  joven  muy 
virtuoso,  prometió  ir  á  hablar  por  mí  á  su  hermano  el 
provincial,  para  que  me  dispensara  todas  aquellas  prue- 
bas y  dilaciones  que  sufren  los  que  pretenden  el  hábito 
en  semejantes  religiones  austeras. 

No   parece  sino   que  me  ayudaba  en  todo  aquella 

PERIQUILLO   SARNIENTO.  —  T.    I,    A.  — 49. 


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194 


PENSADOR    MEXICANO 


fortuna  que  llaman  de  picaro,  porque  todo  se  facilitaba  á 
medida  de  mi  deseo. 

Yo  recibí  mi  esquela  con  mucho  gusto,  di  las 
gracias  á  mi  amigo  por  su  empeño,  y  me  volví  para 
casa. 


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CAPITULO  XI 


Toma  Periquillo  el  hábito  de  religioso,  y  se  arrepiente  en  el  mismo  día 
Cuéntanse  algunos  intermedios  relativos  á  esto 


Todo  aquel  día  lo  pasé  contentísimo  esperando  que 
llegara  el  siguiente  para  ir  á  ver  al  provincial.    No  quise 


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196  PENSADOR    MEXICANO 

ir  en  esa  tarde,  por  dar  lugar  á  que  el  padre  de  Pelayo 
hiciese  para  mí  el  empeño  que  había  ol'recido. 

Nada  ocurrió  particular  en  este  día,  y  al  siguien- 
te á  buena  hora  me  luí  para  el  convento  de  San  Diego,  y 
al  pasar  por  la  alameda,  que  estaba  sola,  me  puse  frente 
á  un  árbol,  haciéndolo  pasar  en  mi  imaginación  la  plaza 
de  provincial,  y  allí  me  comencé  á  ensayar  en  el  modo 
de  hablarle  en  voz  sumisa,  con  la  cabeza  inclinada,  los 
ojos  bajos  y  las  dos  manos  metidas  dentro  de  la  copa 
del  sombrero. 

Con  estas  v  cuantas  exterioridades  de  humildad  me 
sugirió  mi  hipocresía,  marché  para  el  convento. 

Llegué  á  él,  anduve  por  los  claustros  preguntando 
por  la  celda  del  prelado;  me  la  enseñaron,  toqué,  entré  y 
hallé  al  padre  provincial  sentado  junto  á  su  mesa,  y  en 
olla  estaba  un  libro  abierto,  en  el  que  sin  duda  leía  á  mi 
llegada. 

Luego  que  lo  saludé,  le  besé  la  mano  con  todas 
aquellas  ceremonias  en  que  poco  antes  me  había  ensa- 
yado, y  le  entregué  la  carta  de  recomendación  de  su 
hermano.  La  leyó,  y  mirándome  de  arriba  abajo,  me 
preguntó  que  si  quería  ser  religioso  de  aquel  convento. 
—  Sí,  padre  nuestro,  respondí.  —  ¿Y  usted  sabe,  prosi- 
guió, qué  cosa  es  ser  religioso,  y  de  la  estrecha  obser- 
vancia de  nuestro  padre  San  Francisco?  ¿Lo  ha  pensado 
usted  bien? — Sí,   padre,  respondí. — ¿Y  qué  le  mueve  á 


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OBRAS   ESCOGIDAS  197 

usted  el  venir  á  encerrarse  en  estos  claustros  y  á  pri- 
varse del  mundo,  estando  como  está  en  la  flor  de  su 
edad? — Padre,  dije  yo,  el  deseo  de  servir  á  Dios. — Muy 
bien  me  parece  ese  deseo,  dijo  el  provincial;  pero  qué 
¿no  se  puede  servir  á  Su  Majestad  en  el  mundo?  No 
todos  los  justos  ni  todos  los  santos  lo  han  servido  en 
los  monasterios.  Las  mansiones  del  Padre  celestial  son 
muchas  y  muchos  los  caminos  por  donde  llama  á 
sus  escogidos.  En  correspondiendo  á  los  auxilios  de  la 
gracia,  todos  los  estados  y  todos  los  lugares  de  la  tierra 
son  á  propósito  para  servir  á  Dios.  Santos  ha  habido 
casados,  santos  célibes,  santos  viudos,  santos  anacoretas, 
santos  palaciegos,  santos  idiotas,  santos  letrados,  santos 
médicos,  abogados,  artesanos,  mendigos,  soldados,  ricos, 
y  en  una  palabra,  santos  en  todas  clases  del  Estado. 
Conque,  de  aquí  se  sigue  que  para  servir  á  Dios,  no 
es  condición  precisa  el  ser  fraile,  sino  el  guardar  su 
santa  ley,  y  ésta  se  puede  guardar  en  los  palacios,  en  las 
oficinas,  en  las  calles,  en  los  talleres,  en  las  tiendas, 
en  los  campos,  en  las  ciudades,  en  los  cuarteles,  en  los 
navios,  y  aun  en  medio  de  las  sinagogas  de  los  judíos 
y  de  las  mezquitas  de  los  moros. 

La  profesión  de  la  vida  religiosa  es  la  más  perfecta; 
pero  si  no  se  abraza  con  verdadera  vocación,  no  es  la 
más  segura.  Muchos  se  han  condenado  en  los  claustros 
que  quizá  se  hubieran  salvado  en  el  siglo.    No  está  el 

PERIQUILLO    SARNIENTO.  —  T.    I  ,    A.  —  50. 


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*, 


198  PENSADOR    MEXICANO 

caso  en  empezar  bien,  es  menester  la  constancia.  Nadie 
logra  la  corona  del  triunfo,  sino  el  que  pelea  varonil- 
mente hasta  el  fin.  En  la  edad  de  usted  es  preciso  des- 
confiar mucho  de  esos  ímpetus  ó  fervores  espirituales, 
que  ordinariamente  no  pasan  de  unas  llamaradas  de 
sacate,  que  tan  pronto  se  levantan  como  se  apagan;  y 
así  sucede  que  muchos  ó  no  profesan,  ó  si  profesan  es 
por  la  vergüenza  que  les  causa  el  qué  dirán;  y  estos  tales 
profesos,  como  que  lo  son  sin  su  voluntad,  son  unos 
malos  religiosos,  desobedientes  y  libertinos,  que  con  sus 
vicios  y  apostasías  dan  que  hacer  á  los  superiores,  escan- 
dalizan á  los  seculares,  y  de  camino  quitan  el  crédito 
á  las  religiones;  porque,  como  dice  Santa  Teresa,  y  es 
constante,  el  mundo  quiere  que  los  que  siguen  la  virtud 
sean  muy  perfectos;  nada  les  dispensa,  todo  les  nota, 
les  advierte  y  moteja  con  el  mayor  escrúpulo,  y  de 
aquí  es  que  los  mundanos  fácilmente  disculpan  los  vicios 
más  groseros  de  los  otros  mundanos;  pero  se  escan- 
dalizan grandemente  si  advierten  algunos  en  este  ó  el 
otro  religioso  ó  alma  dedicada  á  la  virtud.  Levantan  el 
grito  hasta  el  cielo,  y  hablan,  no  sólo  contra  aquel  fraile 
que  los  escandaliza,  sino  contra  el  honor  de  toda  la  reli- 
gión, sin  pesar  en  la  balanza  de  la  justicia  los  muchos 
varones  justos  y  arreglados  que  ven  en  la  misma  reli- 
gión, y  aun  en  el  mismo  convento. 

Para  evitar  que  los  jóvenes  se  pierdan  abrazando 


_<>:>.  LV.        •  -''"  '---^v---^.: 


OBRAS   ESCOGIDAS  199 

sin  vocación  un  estado  que  ciertamente  no  debe  ser  de 
holgura,  sino  de  un  trabajo  continuo,  para  cumplir  los 
prelados  con  nuestra  obligación,  y  no  dar  lugar  á  que  las 
religiones  se  desacrediten  por  sus  malos  hijos,  debemos 
examinar  con  mucha  prudencia  y  eficacia  el  espíritu  de 
los  pretendientes,  aun  antes  de  que  entren  de  novicios, 
pues  el  noviciado  es  para  que  ellos  experimenten  la 
religión;  pero  el  prelado  debe  examinarles  el  espíritu 
aún  antes  de  ser  novicios. 

En  virtud  de  esto,  usted,  que  desea  servir  á  Dios 
en  la  religión,  ¿ya  sabe  que  aquí  de  lo  primero  que 
ha  de  renunciar  es  de  la  voluntad,  porque  no  ha  de 
tener  más  voluntad  que  la  de  los  superiores,  á  quienes 
ha  de  obedecer  ciegamente? — Sí,  padre,  dije  yo. — ¿Sabe 
que  ha  de  renunciar  para  siempre  al  mundo,  sus 
pompas  y  vanidades,  así  como  lo  prometió  en  el  bau- 
tismo?— Sí,  padre. — ¿Sabe  que  aquí  no  ha  de  venir 
á  holgar  ni  á  divertirse,  sino  á  trabajar  y  á  estar  ocupado 
todo  el  día? — Sí,  padre;  y  sí,  padre,  y  sí,  padre,  res- 
pondí á  setenta  sabes  que  me  preguntó,  que  ya  pensaba 
yo  que  era  llegada  mi  hora  y  me  estaban  sacramen- 
tando; y  todo  este  examen  paró  en  que  me  dio  mi 
patente  allí  mismo,  ad virtiéndome  que  fuera  mi  padre 
á  verse  con  su  reverencia. 

Tales  fueron  mis  palabras  estudiadas  y  mis  hipocre- 
sías, que  la  llevó  entre  oreja  y  oreja  aquel  buen  prelado. 


200  PENSADOR    MEXICANO 

y  formó  de  mí  un  concepto  ventajoso.  Ya  se  ve,  él  era 
bueno,  yo  era  un  picaro,  y  ya  se  ha  dicho  lo  fácil  que  es 
que  los  picaros  engañen  á  los  hombres  de  bien,  y  más  si 
los  cogen  desprevenidos. 

El  bendito  provincial,  al  despedirme,  me  abrazó  y 
me  dijo:  —  Pues,  hijo  mío,  vaya  con  Dios,  y  pídale  á 
Su  Majestad  que  le  conserve  en  sus  buenos  propósitos, 
si  así  conviene  á  su  mayor  gloria  y  bien  de  su  alma. 
Dígale  todos  los  días  con  el  mayor  fervor:  confirinn  hoc 
Deas,  (¡aod  operatus  es  in  nobis,  ^  y  disponga  su  corazón 
cada  día  más  y  más  para  que  fecundice  en  él  la  gracia 
del  Espíritu  Santo,  y  produzca  frutos  opimos  de  virtud. — 
Con  esto  le  besé  la  mano,  y  me  retiré  para  casa. 

¿Quién  creerá  que  cuando  salí  del  convento  sentí  no 
sé  qué  de  bueno  en  mí,  que  me  parecía  que  de  veras 
tenía  yo  vocación  de  ser  religioso?  No  se  me  olvidaba 
aquel  aspecto  venerable  del  anciano  prelado,  aquellas 
palabras  tan  llenas  de  unción  y  penetrantes  que  tanto  eco 
hicieron  en  mi  corazón,  aquella  su  prudencia,  aquel  su 
carácter  amable  y  aquel  todo  hechicero  de  la  verdadera 
virtud,  capaz  de  enamorar  al  mismo  vicio. 

—  En  efecto,  yo  decía  entre  mí;  ¿qué  mano  que 
hubiera  nacido  para  fraile,  que  no  lo  hubiera  advertido, 
y  Dios  quisiera  haberse  valido  de  este  accidente  para 
reducirme  y  meterme  en  el  camino  que  me  conviene?  No 

•    ¡Oh  Dio»',  confírmalo  que  ha»  obrado  en  mi.  E. 


^  I  ^^j^iv  .,     .      .    ' 


OBRAS    ESCOGIDAS  201 

hay  duda  :  así  debe  ser.  Yo  me  acuerdo  haber  oído  decir 
que  Dios  hace  renglones  derechos  con  pautas  torcidas,  y 
éste  ha  de  ser  uno  de  ellos,  sin  remedio.  Estos  y  seme- 
jantes discursos  ocupaban  mi  imaginación  en  el  camino 
del  convento  á  mi  casa. 

Luego  que  llegué  á  ella,  me  entré  á  ver  á  mi  madre, 
y  le  conté  cuánto  me  había  pasado,  manifestándole  la 
patente  de  admitido  en  el  convento  de  San  Diego.  De  que 
mi  madre  la  vio,  no  sé  cómo  no  se  volvió  loca  de  gusto, 
creyendo  que  yo  era  un  joven  muy  bueno,  y  que  cuando 
menos  sería  yo  otro  San  Felipe  de  Jesús. 

No  hay  que  dudar  ni  que  admirarse  de  esta  sorpresa 
de  mi  madre,  pues  si  mis  maldades  le  parecían  gracias, 
mi  virtud  tan  al  vivo  ¿qué  le  parecería? 

Vino  mi  padre  de  la  calle,  y  mi  madre  llena  de 
júbilo  le  impuso  de  todas  mis  intenciones,  enseñándole 
al  propio  tiempo  la  patente  del  padre  provincial. 

— ¿Ves,  hijo,  le  decía;  vos  cómo  no  es  tan  bravo  el 
león  como  lo  pintan?  ¿Ves  cómo  Pedrito  no  era  tan  malo 
como  tú  decías?  El  como  muchacho  ha  sido  traviesillo; 
¿pero  qué  muchacho  no  lo  es?  Tú  querías  que  fuera  un 
santo  desde  criatura,  querías  bien;  pero,  hijo,  es  una 
imprudencia.  ¿Cómo  han  de  comenzar  los  niños  por 
donde  nosotros  acabamos?  Es  necesario  dar  tiempo  al 
tiempo.  Ya  ves  qué  mutación  tan  repentina.  ¿Cuándo 
la  esperabas?    Ayer  decías  que  Pedro  era  un  picaro,  y 

PERIQUILLO  SARNIENTO.  —  T.   I,    A.  — 51. 


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202  PENSADOR    MEXICANO 

hoy  ya  lo  ves  hecho  un  santo;  ayer  pensabas  que  había 
de  ser  el  lunar  de  su  linaje,  y  hoy  ya  ves  que  él  será  el 
lustre  de  su  familia,  porque  familia  que  cuenta  un  deudo 
fraile,  no  puede  ser  de  oscuro  principio;  yo  á  lo  menos 
así  lo  entiendo,  v  en  esta  fe  v  creencia  he  de  vivir, 
aunque  me  digan,  como  ya  me  lo  han  dicho,  que  esto 
es  una  preocupación  de  las  que  han  echado  más  raíces 
en  América  que  en  otras  partes  del  mundo;  pero  yo  no 
lo  creo,  sino  que  en  teniendo  una  familia  un  pariente 
fraile,  ya  puede  apostárselas  en  nobleza  con  el  Preste 
Juan  de  las  Indias  sin  haber  menester  ejecutorias,  genea- 
logías, ni  esotras  zarandajas  de  que  tanto  blasonamos  los 
nobles,  porque  esas  cosas  sólo  las  saben  los  parientes 
y  amigos  de  las  casas;  pero  los  extraños,  que  no  las  ven, 
no  pueden  saber  si  son  nobles  ó  no.  Lo  que  no  sucede 
teniendo  un  deudo  fraile;  porque  todo  el  mundo  lo  ve,  y 
nadie  puede  dudar  de  que  es  noble  él,  sus  padres,  sus 
abuelos,  sus  bisabuelos  y  sus  tatarabuelos;  y  si  el  dicho 
fraile  se  casara,  fueran  nobles  y  muy  nobles  sus  hijos, 
nietos,  biznietos,  tataranietos  y  choznos;  porque  un 
fraile  es  una  ejecutoria  andando.  Conque,  mira  si  tengo 
razón  de  estar  contenta,  v  si  tú  también  debes  estarlo 
con  la  nueva  resolución  de  Pedrito. 

Yo  por  un  agujerito  de  la  puerta  había  estado 
oyendo  y  fisgando  toda  esta  escena,  y  vi  que  mi  padre 
leyó,   releyó,   y  remiró  una,  dos  y  tres  veces  la  patente; 


*,.y. 


OBRAS   ESCOGIDAS  203 

y  aun  advertí  que  más  de  una  vez  estuvo  por  limpiarse 
los  ojos,  á  pesar  de  que  no  tenía  lagañas.  ¡Tal  era  la 
duda  que  tenía  de  mi  verdad  que  apenas  creía  lo  que 
estaba  leyendo  1 

Sin  embargo  de  esta  su  sorpresa,  oyó  muy  bien  toda 
la  arenga  de  mi  madre,  á  la  que  luego  que  concluyó,  le 
dijo: 

—  ¡Válgate  Dios,  hija,  qué  candida  cresl  ¡cuántas 
boberías  me  has  dicho  en  un  instante!  Si  alguno  nos 
hubiera  escuchado,  yo  me  avergonzara ;  pues  las  fami- 
lias que  en  realidad  son  nobles  como  la  tuya,  no  aspiran 
á  parecerlo  con  el  empeño  de  tener  un  hijo  religioso,  ni 
hacen  vanidad  de  ello  cuando  lo  tienen;  antes  ese  em- 
peño y  esa  vanidad  es  una  prueba  clara  de  una  no 
conocida  nobleza,  ó  que  á  lo  menos  no  puede  manifes- 
tarse de  otro  modo;  modo  ciertamente  muv  aventurado, 
y  que  puede  estar  sujeto  á  mil  trácalas;  pero  esto  no  es 
lo  que  importa  por  ahora,  á  más  que  la  nobleza  verda- 
dera consiste  en  la  virtud.  Esta  es  su  piedra  de  toque 
y  su  prueba  legítima,  y  no  los  puestos  brillantes,  ecle- 
siásticos ó  seculares,  pues  éstos  muchas  veces  se  pueden 
hallar  en  personas  indignas  de  tenerlos  por  su  mala 
moral,  etc.  Lo  que  importa  por  ahora  es  esta  patente. 
Yo  me  hago  cruces  y  no  acabo  de  entender  cómo  es 
esto.  Ayer  era  Pedro  tan  libertino  y  descarriado,  que 
hacía  continuas  faltas  en  el  colegio  por  irse  á  tunantear 


»  .:¿iú»í;..j--''''  j»j¿.:,-  .'-;í,'-A.»/ís>ííií«k'; 


204  PENSADOR    MEXICANO 

con  SUS  amigos,  ¿y  hoy  tan  sujeto  y  virtuoso  que  pre- 
tende ser  religioso,  y  de  una  religión  estrecha  y  obser- 
vante? Ayer  tan  ñojo,  que  aun  para  estudiar  teología, 
ponía  mil  cortapisas,  ¿y  hoy  tan  decidido  por  el  trabajo 
de  una  comunidad?  Ayer  tan  disipado,  ¿hoy  tan  reco- 
leto? Ayer  tan  uno,  ¿y  hoy  tan  otro?  No  sé  cómo  será 
esto. 

Yo  no  ignoro  que  Dios  es  poderoso  y  puede  hacer 
cuanto  quiera:  sé  muy  bien  que  de  una  Magdalena  hizo 
una  santa,  de  un  Dimas  un  confesor,  de  un  Saulo  un 
Pablo,  de  un  Aurelio  un  Agustino,  y  de  otros  pecadores 
otros  tantos  siervos  suyos  que  han  edificado  su  Iglesia; 
pero  estos  casos  no  son  comunes;  porque  no  es  común 
que  el  pecador  corresponda  á  los  auxilios  de  la  gracia; 
lo  corriente  es  despreciarlos  cada  instante,  y  por  eso  está 
el  mundo  tan  perdido.  No  sé  por  qué  me  parece  que 
éstas  son  picardías  de  Pedro...  — Cállate,  dijo  mi  madre, 
como  tú  no  quieres  al  pobre  muchacho,  aunque  haga 
milagros  te  han  de  parecer  mal.  Sus  defectos  sí,  los 
crees,  aunque  no  los  veas;  pero  de  su  virtud  dudas,  aun 
mirándola  con  los  ojos.  Bien  dicen,  en  dando  en  que  un 
perro  tiene  rabia  hasta  que  lo  matan. 

— ¿Qué  estás  hablando,  hija?  decía  mi  padre;  ¿qué 
virtud  estoy  mirando  yo,  ni  jamás  he  visto  en  Pedro?  — 
¿Qué  más  prueba  de  virtud  que  esa  patente?  decía  mi 
madre. — No,   esta  patente  no  prueba  virtud,   replicaba 


Aüíatff-fwiúti  .  ■«  rimítt  irjiV  -mW  ^  •->.»»^-^<--~---^-a-..;-¿.j;  aZ....->^V.  .■■ii-.».  ;..^'.íí.i1-. 


OBRAS   ESCOGIDAS  205 

mi  padre;  lo  que  prueba  es  que  tuvo  habilidad  para 
engañar  al  provincial  hasta  arrancársela  por  sus  fines 
particulares.  —  Tú  harás  y  dirás  todo  eso  por  no  gastar 
en  el  hábito  y  en  la  profesión;  pero  para  eso  no  es 
menester  que  quites  de  las  piedras  para  poner  en  mi 
hijo.  Aún  tiene  tíos,  y  cuando  no,  yo  pediré  los  gastos 
de  limosna.  —  Así  se  explicó  mi  madre,  á  quien  mi 
padre,  con  mucha  prudencia  contestó:  —  No  seas  tonta, 
mujer.  No  son  los  gastos,  sino  la  experiencia  que  tengo 
la  que  me  hace  desconfiar  de  Pedro.  Conozco  su  genio 
y  tengo  examinado  su  carácter;  por  eso  dudo  que  sea 

r 

cierta  su  vocación.  El  es  mi  hijo,  lo  amo,  y  lo  amo 
mucho;  pero  este  amor  no  m.e  quita  el  conocimiento 
que  tengo  de  él.  Sé  que  no  le  gusta  el  trabajo,  que  le 
agrada  la  libertad,  los  amigos  y  el  lujo  demasiado,  y 
que  es  muy  variable  en  su  modo  de  pensar.  A  más  de 
esto,  es  muy  joven,  le  falta  mucho  para  saber  distinguir 
bien  las  cosas,  y  todo  ello  me  hace  creer  que  apenas 
estará  en  el  convento  dos  ó  tres  meses,  verá  el  trabajo 
de  la  religión  y  se  saldrá.  Esto  es  lo  que  deseo  excu- 
sar, no  los  gastos,  pues  siempre  he  erogado  gustoso 
cuantos  he  considerado  concernientes  á  su  bien.  No  obs- 
tante, yo  de  buena  gana  y  con  la  misma  voluntad  que 
otras  veces  gastaré  en  esta  ocasión  cuanto  sea  nece- 
sario, y  me  daré  los  plácemes  de  que  sea  con  provecho 
suyo. 

PERIQUILLO   SARNIENTO. —  T.   I,   A.  — 52. 


.*.'i»iic.'»f;^''.- -=-..  i >i'i.v -:*is.  j.t' .t'Ü/j 


200  PENSADOR    MEXICANO 

Aquí  paró  la  sesión,  y  salieron  los  dos  buenos  viejos 
á  comer. 

A  la  noche  me  llamó  mi  padre  á  solas,  me  hizo  mil 
preguntas,  á  las  que  yo  contesté  funrn,  amen,  con  la 
misma  hipocresía  que  al  provincial.  Me  echó  su  merced 
mi  buen  sermón,  explicándome  qué  cosa  era  la  vida  de 
un  religioso;  cuál  la  perfección  de  su  estado;  cuáles  sus 
cargos;  cuan  temibles  son  las  resultas  que  se  debe  pro- 
meter el  que  abraza  sin  vocación  un  estado  semejante, 
y  qué  sé  yo  qué  otras  cosas,  todas  ciertas,  justas,  muy 
bien  dichas  y  para  mi  bien;  pero  esto  es  lo  que  los 
muchachos  oven  con  menos  atención,  v  así  no  es  mucho 
se  les  olvide  pronto.  Ello  es  que  yo  estuve  en  el  sermón 
con  los  ojos  bajos  y  con  una  modestia  tal  que  ya  parecía 
un  novicio.  Tan  bien  hice  el  papel,  que  mi  padre  creyó 
que  era  la  pura  verdad,  y  me  ofreció  ir  por  la  mañana  á 
ver  al  padre  provincial;  me  dio  su  bendición,  le  besé  la 
mano  v  nos  fuimos  á  acostar. 

Yo  dormí  muy  contento  y  satisfecho,  porque  los 
había  engañado  á  todos,  y  me  había  esca))ado  de  ser 
aprendiz  ó  soldado. 

A  otro  día,  cuando  me  levanté,  ya  mi  padre  había 
salido  de  casa,  v  cuando  volvió  á  ella  al  medio  día,  me 
dijo  delante  de  mi  madre:  — Señor  Pedi'ito,  ya  vi  al  pro- 
vincial; ya  está  todo  en  corriente,  y  de  aquí  á  ocho  días, 
dándonos  Dios  vida,  tomarás  el  íiábito. 


.4j^^->-.  '.V- ..- i...  ^'fc  ..r-.-.  «V »*    ...v- ^- i^  .  j^.ia.1  ifiSikf ,.- «.j. 


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OBRAS    ESCOGIDAS  207 

Mi  madre  se  alegró,  y  yo  fingí  alegrarme  más  con  la 
noticia. 

Comimos,  y  á  la  tarde  fui  á  ver  á  Pelayo  y  le  di 
cuenta  del  buen  estado  de  mi  negocio.  Él  me  dio  los 
plácemes  de  este  modo: 

—  Me  alegro,  hermano,  de  que  todo  se  haya  faci- 
litado. El  caso  es  que  aguantes  las  singularidades  de 
los  frailes,  y  más  en  el  año  del  noviciado;  porque  te 
aseguro  que  las  tienen  y  de  marca;  pues  esto  de  levan- 
tarse á  media  noche,  rezar  todo  el  día,  andar  con  los 
ojos  bajos,  hablar  poco,  ayunar  mucho,  pelarse  á  azo- 
tes, barrer  los  claustros,  estudiar  y  sufrir  por  toda  la 
vida  á  tanto  fraile  grave,  es  una  tarea  inacabable,  un 
subsidio  eterno,  una  esclavitud  constante  v  una  serie  no 
interrumpida  de  trabajos,  de  que  sólo  la  muerte  podrá 
librarte;  pero  en  fin,  ya  lo  hiciste,  y  es  menester  mor- 
derte un  brazo;  porque  si  no,  ¿qué  dii*á  tu  padre?  ¿Qué 
dirá  tu  madre?  ;.Qué  dirán  tus  parientes?  ¿Qué  dirá  el 
provincial?  ¿Qué  dirán  los  conocidos  de  tu  casa?  ¿Qué 
dirá  mi  padre?  ¿Y  qué  dirán  todos?  Si  ahora  te  arrepin- 
tieras, fuera  un  escándalo  para  el  público,  un  deshonor 
para  tí  y  una  vergüenza  terrible  para  tus  pobres  padres; 
y  así  no  hay  remedio,  hermano,  á  lo  hecho  pecho,  dice 
el  refrán;  ahora  es  fuerza  que  seas  fraile  quieras  ó  no 
quieras. 

Hay   hombres  cuyo  carácter  es  tan   venenoso   que 


-^i.:,'*- JL.  - 


208  PENSADOR    MEXICANO 

hacen  mal,  aun  cuando  ellos  piensan  que  hacen  bien. 
Son  como  el  gato  que  lastima  al  tiempo  de  hacer  cari- 
ños. Así  era  el  de  Pelayo,  que  después  que  decía  que 
me  estimaba,  parece  que  se  empeñaba  en  enredarme  ó 
afligirme;  pues  primero  me  pintó  que  la  religión  era  una 
Jauja;  y  ya  que  estuve  comprometido,  me  la  representó 
como  una  mazmorra,  desacreditándola  por  ambos  lados. 

Yo  me  despedí  de  él  bien  contristado,  y  casi  casi 
ya  estaba  por  retractarme  de  mis  propósitos;  pero  la 
vergüencilla  y  este  que  dirán,  este  (jué  dirán  del  mundo, 
que  es  causa  de  que  atropellemos  casi  siempre  con  las 
leyes  divinas,  me  hizo  forzar  mi  inclinación,  hacer  á 
un  lado  mis  temores  y  llevar  adelante  mi  falsa  inten- 
tona. 

En  aquellos  ocho  días  se  prepararon  todas  las  cosas 
necesarias  para  mi  ingreso;  se  dio  parte  de  él  á  todos 
mis  amigos,  parientes,  conocidos,  bien  y  malhechores, 
y  de  todos  ellos  recibió  mi  padre  mil  parabienes  y  mi 
madre  mil  enhorabuenas,  que  hacían  por  junto  dos  mil 
faramallas,  que  llaman  políticas,  ceremonias  y  cumpli- 
mientos, pero  que  no  dejan  todas  ellas  una  onza  de  uti- 
lidad, por  más  que  se  multipliquen  en  número. 

Mis  padres  se  ocupaban  en  estos  ocho  días  en  reci- 
bir visitas  y  en  disponer  lo  necesario  para  la  entrada,  y 
yo  me  ocupaba  en  andar  con  Pelayo  despidiéndome  de 
mis  tertulias,  no  con   poco  dolor  de  mi  corazón,  pues 


ÉSOl^  ^I  r  'i  ríii'*!  rfi  tfrVí  'i      f  i  Vní  fir'iflJmifiilir'iál  í<   Hilii  '  lll^ri^llimii  Hil I '■■ --21  ■■-'i.^«-^    .  ,  :iáibi.Z 


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OBRAS   ESCOGIDAS  209 

sentía  demasiada  violencia  en  la  separación  de  mis  peca- 
minosas distracciones. 

Mi  gran  Pelayo  se  había  propuesto  avisar  en  cuantas 
partes  íbamos  de  mis  nuevos  intentos  y  lo  pronto  que 
estaba  mi  noviciado.  Yo  le  rogaba  que  los  callara;  mas 
á  él  se  le  hacía  escrúpulo  y  cargo  de  conciencia  el  reser- 
varlos, y  como  todas  las  casas  que  visitábamos  eran  de 
aquellos  y  aquellas  que  llaman  de  la  Jioja,  me  daban  mis 
estregadas  terribles,  especialmente  las  mujeres.  Una  me 
decía:  —  ¡Ay!  ¡qué  lástima!  tan  niño  y  encerrarse. — 
Otra:  —  ¡Qué  gracia!  y  tan  muchacho.  —  Otra: — ¿Qué 
no  se  acordará  usted  de  mí?  —  Otra: — ¿A  qué  no  pro- 
lesa  usted?  —  Esta: — Yo  no  creo  que  usted  sea  bueno 
para  fraile  siendo  tan  muchacho,  no  feo  y  con  tantas 
gracias.  —  Aquella:  —  ¿Bailador  y  fraile?  vamos,  yo  no 
lo  creo.  — Y  así  todas,  y  cuando  se  ofrecía  proferir  algu- 
nos cuentecillos  y  palabritas  obscenas  (que  se  ofrecían 
á  cada  paso),  saltaba  alguna  muchacha  burlona  con  la 
frialdad  de:  —  ¡Ay,  niña!  f^quicn  dice  eso/  Cállate,  na 
perturbes  al  siervo  de  Dios. 

Sin  embargo  de  todas  estas  bufonadas,  yo  me  diver- 
tía todo  lo  posible  por  despedida.  Hacía  orejas  de  mer- 
cader y  bailaba,  tocaba  el  bandolón,  platicaba,  seducía  y 
hacía  cosas  que  son  mejores  para  calladas.  Tales  fueron 
los  ejercicios  preparatorios  en  que  me  entretuve  en  los 
ocho  días  precedentes  á  mi  frailazgo.  Así  salió  ello. 

PERIQUILLO   SARNIENTO. —  T.    I,   A.  — 53. 


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210  PENSADOR    MEXICANO 

No  contento  con  la  libertad  que  tenía  en  la  calle 
hasta  las  ocho  de  la  noche  (que  hasta  esa  hora  se 
le  extendió  la  licencia  al  religioso  in  fh>ri,  6  por  ser), 
ni  satisfecho  por  las  holguras  que  me  proporcionaba  mi 
maestro  Pelayo,  mi  genio  lestivo  y  la  lacilidad  de  las 
damas  que  visitábamos,  todavía  aspiraba  á  seducir  á 
Poncianita,  la  hija  de  don  Martín,  el  de  la  hacienda,  que 
l'recuentaba  mi  casa  diariamente;  mas  la  muchacha  era 
virtuosa,  discreta  y  juguetona.  Conocía  bien  mi  carác- 
ter, y  me  tenía  por  lo  que  era;  esto  es,  por  un  joven 
calavera  y  malicioso,  pero  tonto  en  la  realidad;  y  así  á 
todos  los  mimos  y  sorroclocos  que  yo  le  hacía,  me  con- 
testaba con  mucho  agrado,  pero  también  con  mucha 
variedad,  y  siempre  haciéndome  ver  que  me  quería.  Con 
esto  yo,  más  bobo  y  malicioso  que  ella,  pensaba  lograr 
alguna  vez  la  conquista;  pero  ella,  más  honrada  y  viva 
que  yo,  pensaba  que  esta  vez  jamás  llegaría,  como  en 
electo  jamás  llegó. 

Ln  día  le  di  yo  mismo  una  esquelita  que  decía  una 
sarta  de  tonteras  y  requiebros,  y  remataba  asegurán- 
dole de  mi  buena  voluntad,  y  que  si  yo  no  hubiera  de 
entrarme  religioso,  con  nadie  me  casaría  sino  con  ella. 
Por  aquí  se  puede  conocer  muy  bien  lo  que  yo  era, 
Y  cómo  es  compatible  la  ignorancia  suma  con  la  suma 
malicia:  pero  lo  más  digno  de  celebrarse  es  la  chusca 
contestación  de  ella  á  mi  papel,  que  decía:    «Señoriío: 


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OBRAS    ESCOGIDAS  211 

agradezco  la  buena  voluniad  de  usted,  y  si  pudiera  la 
correspondería,  pero  estoy  queriendo  lien  á  otro  caha- 
llerito,  que  si  esto  no  fuera,  con  nadie  me  casaría  yo 
mejor  que  con  usted,  aunque  sacara  dispensa.  Dios  le 
/taya  buen  reliyioso,  y  le  de  ventura  en  lides. — La  que 
usted  sabe.» 

No  puedo  ponderar  bien  las  agitaciones  que  sentí 
con  esta  receta.  Ella  me  enceló,  me  enamoró  y  me  enfu- 
reció en  términos  que  esa  noche,  que  fué  la  víspera  de 
mi  entrada,  apenas  pude  dormir.  ¿Qué  tal  sería  el  albo- 
roto de  mis  pasiones?  Pero  por  fin,  amaneció,  y  con 
la  vista  de  otros  objetos  fué  calmando  un  poco  aquel 
tumulto. 

Llegó  la  tarde;  me  despedí  de  mi  madre,  tías  y 
conocidas,  á  quienes  abracé  muy  compungido,  sin  des- 
cuidarme de  hacer  la  misma  ceremonia  con  la  domina 
Poncianita,  la  que  correspondió  mi  abrazo  con  bastante 
desdén,  como  que  estaba  presente  su  madre,  y  no  me 
quería  como  me  significaba. 

Acabada  la  tanda  de  abrazos,  lágrimas  y  monerías, 
nos  fuimos  para  el  convento,  mi  padre,  yo,  mis  tíos  y 
una  porción  de  convidados  que  iban  á  ser  testigos  de  mi 
hipocresía. 

Luego  la  suerte  (adversa  para  mí)  presagió  mi  des- 
ventura, en  mi  concepto;  porque  el  silencio  con  que 
íbamos  y  la  larga  serie  de  coches  que  seguía  el  nuestro, 


212  PENSADOR    MEXICANO 


representaba  bien  un  duelo,  y  cuantos  nos  miraban 
en  la  calle  no  pensaban  otra  cosa.  En  efecto,  á  mí 
y  á  mis  padres  se  nos  podía  haber  dado  el  pésame 
con  justicia. 

Llegamos  á  San  Diego;  se  avisó  al  padre  provincial, 
quien  nos  recibió  con  su  acostumbrado  buen  carácter,  y 
montando  en  el  coche  en  que  yo  iba  con  mi  padre,  nos 
dirigimos  á  Tacubaya,  donde  está  el  noviciado  de  San 
Diego. 

Luego  que  nos  apeamos  á  la  puerta  del  convento, 
se  dispusieron  todas  las  cosas,  y  luímos  al  coro,  donde  se 
celebró  la  función.  Tomé  el  hábito,  pero  no  me  desnudé 
de  mis  malas  cualidades;  yo  me  vi  vestido  de  religioso 
y  mezclado  con  ellos,  pero  no  sentí  en  mi  interior  la  más 
mínima  mutación;  me  quedé  tan  malo  como  siempre,  y 
entonces  experimenté  por  mí  mismo  que  el  Jiáhlio  no 
hace  (il  inonjo. 

Despidióse  mi  padre  de  mí  y  de  aquella  venerable 
comunidad,  hicieron  lo  mismo  los  demás,  y  Juan  Largo 
me  dio  un  grande  abrazo,  á  cuyo  tiempo  le  dije:  —  No 
dejes  de- venir  á  verme.  —  El  me  lo  prometió;  se  fueron 
todos,  y  me  quedé  yo  solo  y  curtido  entre  los  frailes,  y 
como  suele  decirse,  rabo  entre  piernas  y  como  perro  en 
barrio  ajeno. 

Inmediatamente  comencé  á  extrañar  lo  áspero  del 
sayal.    Llegó   la  hora  del  refectorio,  y  me  disgustó  bas- 


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OBRAS   ESCOGIDAS  213 

tante  lo  parco  de  la  cena.  Fuíme  á  acostar,  y  no  hallaba 
lugar  que  me  acomodara;  por  todas  partes  me  lastimaba 
la  cama  de  tablas,  y  como  nunca  me  había  dado  una 
ensavadita  en  estas  mortificaciones,  ni  de  chanza,  se  me 
asentaban  demasiado. 

Daba  vueltas  y  más  vueltas,  y  no  podía  dormir  pen- 
sando en  Poncianita,  en  la  Zoi-i-a,  en  la  Cucaracha  v  en 

ti 

otras  iguales  sabandijas,  y  me  arrepentía  sinceramente 
de  mi  determinación;  renegaba  del  apoyo  que  hallé  en 
Pelayo,  y  me  daba  al  diablo  juntamente  con  la  esquela 
de  recomendación  que  tan  breve  me  había  facilitado  mi 
presidio,  que  así  nombraba  yo  mi  nuevo  estado;  pero  él 
no  tenía  la  culpa,  sino  yo,  que  no  era  para  él. 

—  ¿No  soy  buen  salvaje  y  majadero,  me  decía  yo 
mismo,  en  haberme  condenado  por  mi  propia  voluntad 
á  esta  cárcel  tan  espantosa  y  á  esta  vida  tan  miserable? 
¿Qué  caudales  me  he  robado?  ¿Qué  moneda  falsa  he 
fabricado?  ¿Qué  herejías  he  dicho?  ¿Qué  casa  he  incen- 
diado? ¿Ni  qué  crimen  atroz  he  cometido  para  padecer 
lo  que  padezco?  ¿Quién  diablos  me  metió  en  la  cabeza 
ser  fraile,  sólo  por  librarme  de  ser  aprendiz  ó  soldado? 
En  cualquiera  de  estos  dos  ejercicios  me  la  pasara  yo 
mejor  seguramente,  porque  comiera  cuanto  pudiera 
hasta  hartarme,  y  lo  que  se  me  diera  la  gana;  me 
pusiera  camisa  más  que  fuera  de  manta;  durmiera  en 
colchón,  si  lo  tenía,  y  hasta  que  se  me  antojara  el  día  que 

PERIQUILLO  SARNIENTO. —  T.    I,    A.  —  54. 


214  PENSADOR    MEXICANO 

estuviera  franco,  y  por  último,  gozaría  de  mi  libertad 
andando  entre  mis  amigos  y  conocidas  en  los  bailes  y 
jaranitas,  y  no  aquí  con  esta  jerga  pegada  al  pellejo,  des- 
calzo, comiendo  mal,  durmiendo  peor  y  sobre  unas  duras 
tablas,  encerrado,  trabajando,  y  sin  ver  una  muchacha 
ni  cosa  que  lo  parezca  por  todo  esto.  ¡Ahí  reniego  de 
mí,  y  ¡maldita  sea  la  hora  en  que  yo  pensé  ser  fraile! 

Así  hablaba  yo  conmigo  mismo,  y  así  hablan  todos 
aquellos  jóvenes  de  ambos  sexos,  y  en  especial  las  niñas 
miserables,  que  sin  una  inspiración  de  Dios  y  sin  una 
vocación  perfecta  abrazan  el  estado  religioso;  estado 
santo,  estado  quieto,  dulce  y  celestial  para  los  que  son 
llamados  á  él  por  la  gracia;  pero  estado  duro,  difícil  é 
infernal  para  los  que  se  introducen  á  él  sin  vocación. 
¡Cuántos,  cuántos  lo  experimentan  en  sí  mismos  á  la 
hora  de  ésta,  tal  vez,  y  sin  remedio  1  Cuidado,  hijos 
míos,  cuidado  con  errar  la  vocación,  sea  cual  l'uere; 
cuidado  con  entrar  en  un  estado  sin  consultar  más  que 
con  vuestro  amor  propio,  y  cuidado,  por  fin,  con  echaros 
cargas  encima  que  no  podáis  tolerar,  porque  pereceréis 
debajo  de  ellas. 

Maldiciendo  y  renegando,  como  os  digo,  me  quedé 
dormido  cerca  de  las  once  y  media  de  la  noche,  y  apenas 
había  pegado  mis  párpados,  cuando  entra  en  mi  celda  un 
novicio  despertador,  y  me  dice:  —  Hermano,  hermano, 
levántese  su  caridad,  vamos  á  maitines.  —  Abrí  los  ojos, 


OBIIAS    ESCOGIDAS  215 

advertí  que  era  fuerza  obedecer,  y  me  levanté  echando 
sapos  y  culebras  en  mi  interior. 

Fui  á  coro,  y  medio  durmiendo  y  rezongando  lo  que 
entendía  del  oficio,  concluí  mi  tarea  y  volví  á  mi  celda 
apeteciendo  un  pocilio  de  chocolate  siquiera  á  aquella 
hora,  porque  ciertamente  tenía  hambre;  pero  no  había 
ni  á  quién  pedírselo. 

Reinaba  un  profundo  silencio  en  aquel  dormitorio,  y 
en  medio  del  pavor  que  me  causaba,  para  entretener  mi 
hambre,  mi  vigilia  y  mi  desesperación,  me  volví  á  entre- 
gar á  mis  ideas  libertinas  y  melancólicas,  y  tanto  me 
abstraje  en  ellas,  que  derramé  hartas  lágrimas  de  cólera 
y  de  arrepentimiento;  pero  me  venció  el  sueño  al  cabo 
de  las  cuatro  de  la  mañana  y  me  quedé  dormido; 
mas  ¡oh  desgracia  de  flojos!  no  bien  había  comenzado  á 
roncar,  cuando  he  aquí  al  hermano  novicio  que  me  vino 
á  despertar  para  ir  á  prima. 

Me  levanté  otra  vez  lleno  de  rabia,  maldiciéndome  á 
guisa  de  condenado;  pero  allá  en  mi  corazón  y  sin 
hablar  una  palabra,  diciendo  entre  mí:  —  ¿Pues  no  es 
<ista  una  vida  pesadísima?  ¡Habráse  visto  empeño  como 

el  que  ha  tomado  este   frailecillo  en  no  dejarme  dormir! 

'  .  .  . 

El  es  mi  ahuúote  sin  duda,  es  otro  doctor  Pedro  Recio, 

pues  si  el  del  Quijote  quitaba  á  Sancho  Panza  los  platos 
de  delante  luego  que  empezaba  á  comer,  éste  me  quita  á 
mí  el  sueño  luego  que  comienzo  á  dormir. 


21G  PENSADOR    MEXICANO 

Pensando  estos  despropósitos  me  í'uí  a  coro,  recé 
más  que  un  ciego,  y  al  cantar  abría  tanta  boca,  pero  de 
hambre,  porque  como  la  cena  de  la  noche  anterior  no 
me  gustó  mucho,  apenas  la  probó;  y  así  tenía  el  estó- 
mago en  un  hilo,  deseando  se  acabara  la  prima  para  ir  á 
desquitarme  con  el  chocolate,  que  me  lo  prometía  de  lo 
mucho  y  bueno,  pues  había  oído  decir  en  el  siglo  que 
los  frailes  tomaban  muy  buen  caracas,  y  cuando  en  casa 
había  algún  pocilio  muy  grande,  decían:  — Este  pozuelón 
es  frailero. — Con  esto  vo  decía  entre  mí: — A  lo  menos  si 
la  cena  Tur  mala,  el  desayuno  será  lamoso.  Sí,  no  hay 
duda;  ahora  me  soplaré  un  tazón  de  buen  chocolate  con 
sus  correspondientes  bizcochos,  ó  cuando  no,  con  cuar- 
tilla de  pan  enmantecado  por  lo  menos. 

En  esta  santa  contemplación  se  acabó  el  rezo  y 
salimos  de  coro;  ¡pero  cuál  lué  mi  tristeza  y  enojo 
cuando  dieron  las  seis,  las  seis  v  media,  las  siete,  v 
no  parecía  tal  chocolate  ni  pareció  en  toda  la  mañana, 
porque  me  dijeron  que  era  día  de  ayuno!  Entonces  me 
acabé  de  dar  á  Barrabás,  renegando  más  y  con  doble 
fervor  de  mi  maldito  pensamiento  de  ser  fraile,  y  más 
cuando  fueron  otros  dos  novicios,  y  presentándome  dos 
cubetas  de  cuero,  me  dijeron:  —  Hermano,  venga  su 
caridad;  tome  esas  cubetas,  y  vamos  á  barrer  el  con- 
vento mientras  es  hora  de  ir  á  coro. 

—  Esta  está  peor,  me  decía  yo;  ¡conque  no  dormir. 


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OBRAS   ESCOGIDAS  217 

no  comer  y  trabajar  como  un  macho  de  norial  ¿Esto  es 
ser  novicio?  ¿Esto  es  ser  fraile?  ¡Ah,  pese  á  mi  maldita 
ligereza,  y  á  los  infames  consejos  de  Pelayo  y  de  Juan 
Largo!  No  hay  remedio,  yo  no  soy  fraile,  yo  me  salgo; 
porque  si  duro  aquí  ocho  días  me  acaba  de  llevar  el 
diablo  de  sueño,  de  hambre  y  de  cansancio.  Yo  me 
salgo,  sí;  yo  me  salgo...  pero  ¿tan  breve?  ¿Aún  no 
caliento  el  lugar  y  ya  quiero  marcharme?  No  puede  ser. 
¿Qué  dirán?  Es  fuerza  aguantar  dos  ó  tres  meses,  como 
quien  bebe  agua  de  tabaco,  y  entonces  disimularé  mi 
salida  fingiéndome  enfermo;  aunque  no  habrá  para  qué 
afanarme  en  fingir,  pues  mi  enfermedad  será  real  y  ver- 
dadera con  semejante  vida,  y  plegué  á  Dios  que  de  aquí 
allá  no  haya  yo  estacado  la  zalea  ^  en  estos  santos  pare- 
dones. ¡Qué  hemos  de  hacer! 

Así  discurría  yo  mientras  subía  agua  y  regaba  los 
tránsitos  con  la  picJiandia,  siempre  triste  y  cabizbajo; 
pero  admirándome  de  ver  lo  alegres  que  barrían  los 
otros  dos  frailecitos,  mis  compañeros,  que  eran  tanto  ó 
más  jóvenes  que  yo.  Ya  se  ve,  eran  unos  virtuosos,  y 
habían  entrado  allí  con  verdadera  vocación,  y  no  por 
excusarse  de  trabajar,  para  holgarse  como  yo. 

El  uno  de  ellos,  que  era  el  más  muchacho,  era  muy 

•  Estacar  la  zalea:  (frase  familiar).  Morir,  con  alusión  á  los  borregos,  que  después 
de  muertos  son  desollados  y  sus  zaleas  clavadas  con  estacas  en  el  suelo  ó  en  las  paredes 
para  secarse  antes  de  curtirlas.  Lo  mismo  signiñca  la  otra  frase  vulgar:  Pelar  su  indig- 
na rata.  E. 

PERIQUILLO    SARNIENTO. —  T.    I,    A.  — 55  . 


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218  PENSADOR    MEXICANO 

alegre,  su  color  era  blanco,  su  pelo  bermejo,  sus  ojillos 
azules  y  muy  vivos,  su  boca  llena  de  una  modesta  son- 
risa, y  como  estaba  fatigado  con  el  trabajo,  estaba  colo- 
radito y  bonito  que  parecía  un  san  Antonio.  Advirtió  mi 
semblante  sombrío  y  triste,  y  creyendo  el  inocente  que 
era  efecto  de  una  suma  austeridad  y  de  los  escrúpulos 
que  me  agitaban,  se  llegó  á  mí  y  me  dijo  con  mucho 
agrado:  —  Hermanito.  ¿qué  tiene?  ¿por  qué  está  tan 
triste?  Alégrese;  la  alegría  no  se  opone  al  servicio  de 
Dios.  Este  Señor  es  todo  bondad.  Somos  sus  hijos,  no 
sus  esclavos;  quiere  que  lo  amemos  como  á  padre,  y  que 
lo  adoremos  como  al  Señor  Supremo;  no  que  lo  temamos 
con  un  miedo  servil,  no;  ¡si  no  es  nuestro  tirano!  Es  un 
Dios  lleno  de  dulzura,  no  un  Dios  parricida  como  el 
Saturno  de  los  paganos.  Su  vista  sólo  alegra  á  los  santos 
y  hace  toda  la  felicidad  del  cielo.  Su  servicio  debe  inspi- 
rar á  los  suyos  la  mayor  confianza  y  alegría. 

El  santo  rey  David  nos  dice  expresamente:  servid  al 
Señor  con  ale(/."ía,  y  el  Eclesiástico:  ^< arroja  lejos  de  tí 
la  tristeza,  porque  es  pasión  que  á  muchos  quita  la  vida, 
y  en  ella  no  hay  utilidad.»  Pero  ¿qué  más?  el  mismo 
Jesucristo  nos  manda  «que  no  queramos  hacernos  tristes 
como  los  hipócritas.»  Conque,  hermanito,  alegrarse,  ale- 
grarse y  desechar  escrúpulos  é  ideas  funestas,  que  ni 
hacen  honor  á  la  Deidad  ni  traen  provecho  á  las  almas. 

Yo  agradecí  sus  consejos  al  buen  religiosito,   y  le 


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OBRAS   ESCOGIDAS 


219 


envidié  su  virtud,  su  serenidad  y  alegría;  porque  no  sé 
qué  tiene  la  sólida  virtud  que  se  hace  amable  de  los 
mismos  malos. 

Llegó  la  hora  de  la  misa  conventual,  y  fuimos  á 
coro.  Entonces  advertí  que  no  asistían  algunos  padres 
que  había  visto  por  el  convento.  Pregunté  el  motivo,  y 
me  dijeron  que  eran  padres  graves  y  jubilados  ó  exentos 
de  las  asistencias  de  comunidad.  Con  esto  me  consolé  un 
poco,  porque  decía:  — En  caso  de  profesar,  que  lo  dudo, 
como  yo  sea  padre  grave,  ya  estoy  libre  de  estas  cosas. — 
Fuimos  á  coro. 


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CAPITULO  XII 


Trátase  sobre  los  malos  y  los  buenos  consejos;  muerte  del  padre  de  Periquillo, 

y  salida  de  éste  del  convento 


Estuve  en  el  coro  durante  la  tercia  y  la  misa;  pero 
con   la  misma  atención  que  el   facistol.    Todo  se  me 

PERIQUILLO   SARNIENTO.— T.    I,    A.  — 56. 


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222  PENSADOR    MEXICANO 

fué  en  cabecear,  estirar  los  párpados  y  bostezar,  como 
quien  no  había  cenado  ni  dormido. 

El  que  presidía  lo  notó,  y  luego  que  salimos  me 
dijo:  —  Hermano,  parece  que  su  caridad  es  harto  flojillo; 
enmendarse,  que  aquí  no  es  lugar  de  dormir. 

Yo  no  dejé  de  incomodarme,  como  que  no  estaba 
acostumbrado  á  que  me  regañaran  mucho;  pero  no  osé 
replicar  una  palabra.  Me  calé  la  capilla,  y  marché  á 
continuar  la  limpieza  de  mi  santo  cuartel. 

Llegó  la  hora  bendita  del  refectorio,  y  aunque  la 
comida  era  de  comunidad,  á  mí  me  pareció  bajada  del 
cielo,  como  que  á  buena  hambre  no  hay  mal  pan. 

En  fin,  me  luí  acostumbrando  poco  á  poco  á  sufrir 
los  trabajos  de  fraile  y  el  encierro  de  novicio,  mante- 
niendo el  estómago  debilitado,  consolando  á  mis  ojos 
soñolientos,  animando  mis  miembros  fatigados  con  d 
trabajo  y  tolerando  las  demás  penalidades  de  la  reli- 
gión, con  la  esperanza  de  que.  en  cumpliendo  seis  mesoí^, 
fingiría  una  enfermedad,  y  me  volvería  á  mis  ajos  y 
coles,  que  había  dejado  en  la  calle. 

Esta  esperanza  se  avaloraba  con  la  vista  de  mi 
padre  de  cuando  en  cuando,  pero  más  y  más  con  los 
siempre  cristianos,  prudentes  y  caritativos  consejos  de 
mis  dos  mentores  Januario  y*Pelayo,  que  solían  vi:?i- 
tarme  con  licencia  del  padre  maestro  de  novicios,  á 
quien  mi  padre  los  había  recomendado. 


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OBRAS   ESCOGIDAS  223 

Uno  me  decía:  —  Sí,  Perico;  no  harás  otra  cosa 
mejor  que  mudarte  de  aquí:  mírate  ahí  como  te  has 
puesto  en  dos  días;  flaco,  triste,  amarillo,  que  ya  con 
la  mortaja  encima  no  falta  más  sino  que  te  entierren, 
lo  que  no  tardarán  mucho  en  hacer  estos  benditos 
frailes,  pues  con  toda  su  santidad  son  bien  pesados  é 
imprudentes.  Luego  luego  quisieran  que  un  pobre 
novicio  fuera  canonizable ;  todo  le  notan,  todo  le  cas- 
tigan; nada  le  disimulan  ni  perdonan:  ya  se  ve,  ningún 
padre  maestro  se  acuerda  que  fué  novicio. — Esto  me 
decía  el  menos  malo  de  mis  amigos,  que  era  Pelayo; 
que  el  Juan  Largo  maldito,  ése  era  peor;  blasfemaba 
de  cuantos  frailes  y  religiosos  había  en  el  mundo;  y 
¿en  qué  términos  lo  haría,  pues  siendo  yo  algo  peor 
que  Barrabás,  me  escandalizaba? 

Ciertamente  que  no  son  para  escritas  las  cosas  que 
me  decía  de  todas,  y  en  especial  de  aquella  venerable 
religión,  que  no  tenía  la  culpa  de  que  un  picaro  como 
yo  se  acogiera  á  ella  sin  vocación  y  sin  virtud,  sólo 
para  eludir  los  muy  justos  designios  de  su  padre;  pero 
por  sus  consejos  inferiréis  el  fondo  de  maldad  que  abri- 
gaba su  corazón. 

— No  seas  tonto,  me  decía:  salte,  salte  á  la  calle; 
no  te  vayas  á  engreír  aquí  y  profeses,  que  será  ente- 
rrarte en  vida:  Eres  muchacho,  salvaje,  goza  del 
mundo.  Las  muchachas  tus  conocidas  siempre  me  pre- 


:tói.,. 


224  PENSADOR    MEXICANO 

guntan  por  tí:  mi  prima  ha  llorado  mucho,  te  extra- 
ña, y  dice  que  ojalá  no  fueras  fraile,  que  ella  se 
casara  contigo.  Conque  salte,  Periquillo,  hijo,  salte, 
y  cásate  con  Poncianita,  que  es  la  única  hija  de  don 
Martín  y  tiene  sus  buenos  pesos.  Ahora,  ahora  que- 
te  quiere  has  de  lograr  la  ocasión ;  pues  si  ella  pierde 
la  esperanza  de  tu  salida  y  se  enamora  de  otro,  lo 
pierdes  todo.  ¡Ojalá  y  yo  no  fuera  su  primo  1  á  buen 
seguro  que  te  diera  estos  consejos,  pues  yo  los  tomara 
para  mí;  pero  no  puedo  casarme  con  ella,  al  fin  se 
ha  de  casar  con  cualquiera,  y  ese  cualquiera  no  ha  de 
ser  otro  más  que  tú,  que  eres  mi  amigo;  pues  lo  que 
se  ha  de  llevar  el  moro,  mejor  será  que  se  lo  lleve  el 
cristiano.  ¿Qué  dices?  ¿Qué  le  digo?  ¿Cuándo  te  sales? 
Yo  era  maleta,  y  luego  con  las  visitas  y  persua- 
siones de  este  tuno  me  pervertía  más  y  más,  y  llegué 
á  tanto  grado  de  desidia  que  no  hacía  cosa  á  derechas 
de  cuantas  me  mandaba  la  obediencia.  Si  salía  á  acoli- 
tar, estaba  en  el  altar  inquietísimo;  mi  cabeza  parecía 
molinillo,  y  no  paraban  mis  ojos  de  revisar  á  cuanta 
mujer  había  en  la  iglesia;  si  barría  el  convento  lo 
hacía  muy  mal;  si  servía  el  refectorio,  quebraba  los 
platos  y  escudillas;  si  me  tocaba  algún  oñcio  en  el  coro, 
me  dormía;  finalmente,  todo  lo  hacía  mal,  porque  todo 
lo  hacía  de  mala  gana;  con  esto,  raro  era  el  día  en 
<jue  no  entraba  al  refectorio  con  la  almohada,  la  escoba 


,.-^-,.-^.vr 


OBRAS   ESCOGIDAS  225 

Ó  los  tepalcates  colgados,  con  un  tapaojos  ó  con  otra 
señal  de  mis  malas  mañas  v  de  las  ridiculeces  de  los 
frailes,  como  yo  decía. 

Los  primeros  días  se  me  asentaba  la  silla  un  poco,  ' 
esto  es,  se  me  hacían  pesadas  semejantes  burlas  y  mo- 
jigangas, como  yo  las  llamaba,  siendo  su  propio  nombre 
¡renitencias;  pero  después  me  fui  connaturalizando  con 
ellas  de  modo  que  se  me  daba  tanto  de  entrar  al  coro 
ó  refectorio  con  una  sarta  de  guijarros,  pendiente  del 
cuello,  como  si  llevara  un  rosario  de  Jerusalén. 

Así  cayendo  y  levantando,  y  haciendo  desesperar 
á  los  benditos  religiosos,  llegué  á  cumplir  seis  meses 
de  novicio,  tiempo  que  desde  el  primer  día  me  había 
prefijado  para  salirme  á  la  calle  y  volverme  á  mis 
andanzas  en  el  siglo.  Ya  estaba  yo  pensando  de  qué 
mal  sería  bueno  enfermarme,  ó  fingir  que  me  enfer- 
maba, para  cohonestar  mi  veleidad,  y  habiendo,  por 
último,  elegido  la  epilepsia,  ya  iba  á  descargar  sobre 
el  corazón  sensible  de  mi  padre  el  golpe  fatal,  escri- 
biéndole mi  resolución  de  sah'rme,  cuando  llegó  Januario 
y  me  dio  la  triste  noticia  de  hallarse  mi  dicho  padre 
gravemente  enfermo  y  desahuciado  de  los  médicos. 

Afligióme  semejante  nueva,   y  trataba   de  acelerar 
mi  salida;   pero  Januario   me   contuvo  diciéndome  que 

i    Esta  comparación  con  los  caballos  apenas  se  puede  pasar  á  Periquillo,  si  no  es 
hablando  de  sí  mismo.  E.  . 

PERIQUILLO   SARNIENTO.— T.    I,    A.  — 57. 


226 


PENSADOR   MEXICANO 


tiempo  había  para  ella;  que  por  entonces  suspendiera 
mi  resolución,  pues  nada  iba  á  medrar,  y  antes  podría 
suceder  que  mi  padre  con  la  pesadumbre  se  agravara 
y  se  abreviaran  sus  días  por  mi  precipitación;  y  así, 
que  me  sosegara,  que  por  muerte  ó  por  vida  de  mi 
padre  se  haría  la  cosa  después  con  más  acierto  y  menos 
inconvenientes. 

Hícelo  así,  y  confieso  que  me  convenció,  porque, 
á  pesar  de  ser  tan  malo,  esta  vez  me  aconsejó  como 
hombre  de  bien. 

Los  hombres,,  hijos  míos,  son  como  los  libros.  Ya 
Silbéis  que  no  hay  libro  tan  malo  que  no  tenga  algo 
bueno;  así  los  hombres,  no  hay  uno  tan  perverso,  que 
tal  cual  vez  no  tenga  algunos  buenos  sentimientos;  y 
en  esta  inteligencia,  el  mayor  pecador,  el  más  relajado 
y  libertino,  puede  darnos  un  consejo  sano  y  edificante. 

Cinco  días  pasaron  después  del  que  me  habló  Janua- 
rio,  cuando  vino  á  verme  don  Martín,  y  previniéndome 
el  ánimo  con  los  consuelos  que  le  dictó  su  caridad, 
me  dio  una  carta  cerrada  de  mi  padre,  y  con  ella  la 
noticia  de  su  fallecimiento. 

La  naturaleza  apretó  mi  corazón,  y  mis  lágrimas 
manifestaron  en  abundancia  mis  sentimientos.  Don  Mar- 
tín repitió  sus  consuelos,  y  se  fué  á  dar  algunas  limos- 
nas al  padre  provincial  para  sufragios  por  el  alma  del 
difunto.  El  padre  vicario,  los  coristas  y  mis  connovicios, 


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OBRAS   ESCOGIDAS  227 

entraron  á  mi  celda  y  me  daban  todos  aquellos  consuelos 
que  se  apoyan  en  la  religión,  y  luego  que  calmó  un 
poco  mi  dolor,  me  dejaron  solo  y  se  retiraron  á 
sus  destinos.  Dos  días  pasaron  sin  que  yo  me  atre- 
viese á  abrir  la  carta,  pues  cada  vez  que  la  quería 
abrir,  leía  el  sobrescrito  que  decía:  A  mi  qíioi'ido  hijo 
Pedro  Sarmicjito.  Dios  lo  (/üífrdc  en  su  sanUí  (¡vacia 
muchos  años.  Entonces  se  estremecía  mi  corazón  sobre- 
manera, y  no  hacía  más  que  besarla  y  humedecerla 
con  mis  lágrimas,  pues  aquellos  pocos  caracteres  me 
acordaban  el  amor  que  siempre  me  había  tenido,  y  su 
constante  virtud  que  me  había  inspirado. 

¡Ay,  hijos!  ¡Qué  cierto  es  que  el  buen  padre,  la 
buena  esposa  y  el  buen  amigo,  s<')lo  se  conocen  cuando 
la  muerte  cierra  sus  ojos!  Yo  sabía  que  mi  padre  era 
bueno;  pero  no  lo  conocí  bien  hasta  que  tuve  la  noti- 
cia de  su  fallecimiento.  Entonces  á  un  golpe  de  vista 
vi  su  prudencia,  su  amor,  su  juicio,  su  afabilidad  y 
todas  sus  virtudes,  y  al  mismo  tiempo  eché  de  ver  el 
maestro,  el  hermano,  el  amigo  y  el  padre  que  había 
perdido. 

Al  cabo  de  tres  días  abrí  la  carta,  cuyo  contenido  leí 
tantas  veces  que  se  me  qued(^  en  la  memoria,  y  por  ser 
sus  documentos  digna  herencia  de  vuestro  abuelo,  os 
la  quiero  dejar  aquí  escrita. 


228  PENSADOR    MEXICANO 

«Amado  hijo:  al  borde  del  sepulcro  te  escribo  ésta, 
que  según  mi  orden,  te  entregarán  luego  que  esté  mi 
cadáver  sepultado.  ^ 

»No  tengo  más  bienes  que  dejar  á  tu  pobre  madre, 
que  cuatro  reales  y  los  pocos  muebles  de  casa  para  que 
pase  sin  ansias  algunos  días  de  su  triste  viudedad;  y  á  tí, 
hijo  mío,  ¿qué  te  podré  dejar,  sino  escritas  por  mi  mano 
trémula  y  moribunda,  aquellas  mismas  máximas  que  he 
procurado  inspirarte  toda  mi  vida?  Hazles  lugar  en  tu 
corazón  y  procura  traerlas  á  la  memoria  con  frecuencia. 
Obsérvalas,  que  jamás  te  arrepentirás  de  su  observancia. 

»Ama  á  Dios,  témelo  y  reconócelo  por  tu  padre, 
tu  señor  y  tu  benefactor. 

>;Sé  fiel  á  tu  patria  y  respeta  á  las  autoridades  esta- 
blecidas. 

» Pórtate  con  todos  como  quisieras  se  portaran  con- 
tigo. 

»A  nadie  hagas  daño,  y  jamás  omitas  el  bien  que 
puedas  hacer. 

»No  aflijas  á  tu  madre,  ni  excites  su  llanto;  porque 
las  lágrimas  que  derraman  las  madres  por  los  malos 
hijos,  claman  ante  Dios  contra  éstos  por  la  venganza. 

» Jamás  desprecies  los  clamores  del  pobre,  y  hallen 
sus  miserias  un  abrigo  en  tu  corazón. 

»No  juzgues  del  mérito  de  los  hombres  por  su  exte- 
rior, (jue  éste  es  engañoso  las  más  veces. 


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OBRAS   ESCOGIDAS  229 

»No  te  empeñes  nunca  en  singularizarte  en  nada. 

»Si  profesares  en  esa  santa  religión,  no  olvides  en 
ningún  tiempo  los  votos  con  que  te  has  consagrado  á 
Dios. 

»No  te  afanes  por  alcanzar  los  puestos  honoríficos 
de  la  religión,  ni  te  entristezcas  si  no  los  alcanzares,  que 
esto  no  es  propio  del  verdadero  religioso  que  ha  abando- 
nado el  mundo  y  sus  pompas. 

»Si  fueres  padre  maestro  ó  prelado,  no  olvides  la 
observancia  de  tu  regla;  antes  entonces  debes  ser  más 
modesto  en  el  húbito,  más  puntual  en  el  coro  y  más 
edificante  en  todo;  pues  no  es  razón  que  exijas  de  tus 
subditos  el  estrecho  cumplimiento  de  su  obligación,  si  tú 
les  enseñas  otra  cosa  con  el  ejemplo. 

»No  te  mezcles  en  los  negocios  y  asambleas  de  los 
seglares,  porque  no  los  escandalice  tu  relajación;  pues 
tan  bien  parece  un  religioso  en  el  coro,  en  el  claustro,  en 
el  altar,  pulpito  ó  confesonario,  como  mal  en  el  paseo, 
tertulia,  juego,  baile,  coliseo  y  estrados  de  visitas. 

;>No  uses  copetes  en  el  cerquillo  á  modo  de  faisán  ó 
pavo,  que  esta  sola  divisa  manifiesta  el  poco  espíritu 
religioso,  y  declara  bien  lo  apegado  que  está  el  que  lo 
usa  al  mundo  y  á  sus  modas. 

V Final niente,  si  no  profesas,  guarda  los  preceptos 
del  Decálogo  en  cualquiera  que  sea  el  estado  de  tu  vida. 
Ellos  son  pocos,  fáciles,  útiles,  necesarios  y  provecho - 

PERIQUILLO    SARNIENTO.—  T.    I,    A.  —  58. 


■Ic.L.r  —  -^'  .t.  -jál.  - 


230  PENSADOR    MEXICANO 

SOS.  Están  fundados  en  el  derecho  natural  y  divino. 
Lo  (jue  nos  mandan  es  justo:  lo  que  nos  prohiben  es 
en  beneficio  nuestro  y  de  nuestros  semejantes;  nada 
tienen  de  violento  sino  para  los  abandonados  y  libertinos; 
y  por  último,  sin  su  observancia  es  imposible  lograr  ni  la 
paz  interior  en  esta  vida,  ni  la  felicidad  eterna  en  la  otra. 
» Acuérdate,  pues,  de  esto,  y  de  que  dentro  de  pocos 
días  seguirás  el  camino  en  que  va  á  entrar  tu  padre, 
cuya  bendición  con  la  de  Dios  te  alcance  por  siempre. 
Adiós,  hijo  amado.  A  las  orillas  de  la  eternidad,  tu 
amante  padre — Manuel.» 

Esta  carta  no  hizo  más  efecto  que  entristecerme 
algunos  ratos,  pero  sin  profundizar  sus  verdades  en  mi 
corazón,  porque  á  éste  le  faltaba  disposición  para  recibir 
tan  saludable  semilla. 

Pasaron  quince  días,  en  cuyo  corto  tiempo  se  me 
olvidaron  en  gran  parte  los  sentimientos  de  la  muerte  de 
mi  padre,  los  avisos  de  su  carta,  esto  es,  el  primer 
espíritu  de  compunción  con  (jue  la  leí,  y  sólo  me  acor- 
daba de  mi  apetecida  libertad. 

Al  cabo  de  estos  días  vino  Januario  y  me  trajo  un 
recado  de  mi  madre,  diciéndome  que  estaba  muy  apesa- 
rada y  triste  en  su  soledad,  y  que  ya  era  tiempo  para  que 
yo  realizara  mis  proyectos,  pues  habiendo  muerto  mi 
padre,  ya  no  había  cosa  que  embarazara  mi  salida;  antes 


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OBRAS   ESCOGIDAS  231 

ésta  podría  servir  á  mi  madre  de  consuelo,  y  otras  cosas 
á  este  modo  con  que  acabé  yo  de  resolverme. 

Le  manifesté  ;i  Januario  la  carta  de  mi  padre,  y  él 
luego  que  la  leyó  se  echó  á  reir,  y  me  dijo:  —  Está  bueno 
el  sermón,  no  hay  que  hacer.  Tu  padre,  hermano,  erró 
la  vocación  de  medio  á  medio.  Era  mejor  para  misionero 
que  para  casado;  pero  consejos  y  bigotes,  dicen  que  ya 
no  se  usan.  La  herencia  está  muy  buena,  aunque  yo 
no  daría  por  ella  una  peseta.  Si  como  tu  padre  te  dejó 
advertencias,  te  hubiera  dejado  monedas,  se  las  deberías 
agradecer  más;  porque,  amigo,  un  peso  duro  vale  más 
que  diez  gruesas  de  consejos.  Guarda  esta  carta,  y  salte 
á  ver  qué  haces  con  lo  que  ha  dejado  tu  padre,  porque  tu 
madre  ¿(jué  ha  de  hacer?  En  cuatro  días  lo  gasta  y  se 
acaba,  v  ni  tú  ni  ella  lo  disfrutáis. 

Yo  le  agradecí  aquellos  que  me  parecían  buenos 
consejos,  y  le  dije  que  le  propusiera  á  mi  madre  mi 
salida,  pretextándole  mi  enfermedad  y  lo  útil  que  yo  le 
podía  ser  á  su  lado.  Januario  me  ofreció  desempeñar 
el  asunto  v  volver  al  otro  día  con  la  razón. 

« 

Incjuietísimo  me  (juedé  yo  esperando  la  resolución  de 
mi  madre,  no  porque  yo  (juería  captar  su  venia,  pues 
no  la  juzgaba  necesaria,  sino  para  con  esta  hipocresía 
atarle  la  voluntad  de  modo  que  me  franqueara  sin  reser- 
va todos  los  mediecillos  que  mi  padre  había  dejado,  y  se 
fiara  de  mí,  como  si  yo  fuera  un  buen  hijo. 


r.;-    ;-rM-»-.'' ■^.-'-     ■-■- TT..-..  /    ;     -V   -    .*"  í,-v^*i.jt  t¿*--ik-.  ■"-'i.-.'   :i    ai.jV'C. 


232  PENSADOR    MEXICANO 

Todo  me  sali<'>  según  me  lo  propuse,  pues  al  día 
siguiente  volvió  Januario.  y  me  dijo  (jue  todo  estaba 
corriente;  (jue  él  había  ponderado  mucho  mi  falsa  enfer- 
medad í\  mi  madre,  y  díchole  <jue  yo  lloraba  mucho  por 
ella,  í|ue  tanto  por  mi  salud,  como  por  servirla  y  acom- 
pañarla, deseaba  salirme;  pero  (|ue  esperaba  su  parecer, 
porcjue  era  tan  bueno  su  hijo,  (jue  sin  su  licencia  no 
daría  un  paso.  A  lo  (|ue  mi  madre  le  contestó:  que 
saliera  enhorabuena,  pues  mi  salud  valía  más  (jue  todo, 
y  en  todas  partes  se  podía  servir  á  Dios. 

—  Oídos  (¡uc  tales  orejas,  '  dije  yo  al  escuchar  estas 
razones.  Mañana  comemos  juntos,  Januario... — Y  al 
instante  vamos  á  visitar  á  Poncianita  ,  m(^  dijo  él, 
que  cada  día  está  más  chula  el  diantre  de  la  mu- 
chacha. 

En  conversaciones  tan  edificantes  como  óstas  pasa- 
mos el  rato  que  me  piM-mitió  la  campana,  á  cuyo  toque 
se  despidió  Januario,  quedándome  yo  deseando  llegara  la 
noche  para  avisarle  mi  deí (nominación  al  padre  maestro 
de  novicios. 

Llegó  en  efecto,  y  á  mi  parecer  más  tarde  que  otras 
veces.  Luego  que  tuve  lugar  me  entré  en  su  celda,  y  le 
dije  que  estaba  enfermo,  y  á  más  de  eso,  que  mi  madre 
había  quedado  viuda,  pobre  y  sin  más  hijo  que  yo,  y  que 


1    Oidos  qua  tal  oyen  dice  la  expresión  familiar  castellana;  pero  por  el  disparate  de 
un  estudiante  se  ha  hecho  común  decirse  como  en  este  lugar.  E. 


'  '■  '^V     \  -   ■  ■•".«trf^i'J.-ls.^.-A 


OBRAS   ESCOGIDAS  233 

así  pensaba  volverme  al  siglo;  que  me  hiciera  favor  de 
facilitarme  mi  ropa. 

El  buen  religioso  me  escuchó  con  santa  paciencia,  y 
me  dijo:  que  viera  lo  que  hacía;  que  ésas  eran  tenta- 
ciones del  demonio;  si  estaba  enfermo,  médicos  y  botica 
tenía  el  convento,  y  que  allí  me  curarían  con  el  mismo 
cuidado  que  en  mi  casa;  que  si  mi  madre  había  quedado 
viuda  y  pobre,  no  había  quedado  sin  Dios,  que  es  padre 
universal  y  no  desampara  á  sus  criaturas;  y  por  último, 
que  lo  pensara  bien.  — Ya  lo  tengo  bien  pensado,  padre 
maestro,  le  dije,  y  no  hay  remedio,  yo  me  salgo,  porque 
ni  la  religión  es  para  mí,  ni  yo  para  la  religión. 

Enfadóse  su  paternidad  con  estas  razones,  y  me  dijo: 
— La  religión  es  para  todos  los  que  son  para  ella;  mas 
su  caridad  dice  bien,  que  no  es  para  la  religión,  y  así  me 
lo  ha  parecido  algunas  veces.  Vaya  con  Dios.  Mañana 
temprano  mandaré  avisar  á  nuestro  padre  provincial,  y 
se  irá  á  su  casa  ó  á  donde  le  parezca. 

Me  retiré  de  su  vista,  y  esa  noche  ya  no  quise  ir  á 
coro  ni  á  refectorio  (ni  me  hicieron  instancia  tampoco), 
y  á  otro  día  entre  nueve  y  diez  de  la  mañana  me  llamó 
el  padre  maestro  de  novicios,  me  despojó  solemnemente 
de  los  hábitos,  me  dio  mi  ropa,  y  me  marché  para  la 
calle,  dirigiéndome  inmediatamente  para  México. 

-  Después  que  descansé  un  rato  en  un  asiento  de  la 
alameda,   y  me  sacudí  el  polvo  del  camino,   que  había 

PERIQUILLO  SARNIENTO.  —  T,  I,    A.  — 59. 


•^ 


234  PENSADOR   MEXICANO 

hecho  desde  Tacubaya,  me  dirigía  á  mi  casa,  é  iba  yo 
envuelto  en  mi  capa,  con  mi  pañuelo  amarrado  en  la 
cabeza  y  lleno  de  confusión,  pensando  que  estaba  como 
excomulgado  y  separado  de  aquellos  siervos  de  Dios. 
No  sé  qué  pavor  se  apoderaba  de  mi  corazón  cada  vez 
que  volvía  Ja  cara  y  veía  las  sagradas  paredes  de  San 
Diego,  depósitos  do  la  virtud  y  quietud,  de  donde  yo  me 
retiraba. 

—  No  hay  duda,  decía  vo  entre  mí,  vo  acabo  de 
dejar  el  asilo  de  la  inocencia;  yo  he  dejado  la  única  tabla 
á  que  podía  asirme  en  el  naufragio  de  esta  vida  mortal. 
Dios  me  verá  como  un  ingrato,  y  los  hombres  me  des- 
preciarán como  un  inconstante...  |Ah,  si  pudiera  yo  vol- 
verme I 

En  estas  serias  meditaciones  iba  yo  embebecido, 
cuando  me  tiró  de  la  capa  uno  de  mis  antiguos  con- 
tertulianos que  me  conoció  y  acompañaba  á  una  de 
las  coquetillas  más  desenvueltas  que  yo  había  chuleado 
antes  de  entrar  en  el  convento. 

Luego  ([ue  nos  saludamos  y  reconocimos  los  tres, 
me  pregunt(')  él,  cuándo  me  había  salido  y  por  qué. 
Le  respondí  que  a(juel  mismo  día,  y  por  la  muerte  de 
mi  padre  y  mi  enfermedad.  Me  lo  tuvieron  á  bien,  y  me 
llevaron  á  almorzar  á  un  figón,  donde  comí  á  lo  loco 
y  bebí  punto  menos,  con  cuyos  socorros  se  disiparon  mis 
tristezas. 


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OBRAS   ESCOGIDAS 


235 


Despidiéronse  de  mí,  y  me  fuf  para  mi  casa.  Luego 
que  mi  madre  me  vio,  comenzó  á  abrazarme  y  á  llorar 
amargamente;  pero  me  manifestó  su  contento  por  te- 
nerme otra  vez  en  su  compañía.  ¿Quién  le  había  de 
decir  que  sus  trabajos  comenzaban  desde  aquel  día,  y 
(jue  mi  persona,  lejos  de  proporcionarle  los  consue- 
los y  alivios  que  se  prometía,  le  había  de  ser  funesta- 
mente gravosa?  Pero  así  fué,  como  veréis  en  el  capítulo 
siguiente. 


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CAPITULO  XIII 


Trata  Periquillo  de  quitarse  el  luto,  y  se  discute  sobre  los  abusos  de  los  funerales, 

pésames,  entierros,  lutos,  etc. 


Entramos  on  la  época  más  desarreglada  de  mi  vida. 
Todos  mis  extravíos  referidos  hasta  aíjuí  son  frutas  y 
pan  pintado  respecto  á  los  delitos  que  se  siguen.  Cierta- 
mente me  horrorizo  yo  mismo,  y  la  pluma  se  me  cae  de 

PERIQUILLO   SARNIENTO. —  T.    I,    A.— 60. 


238  PENSADOR    MEXICANO 

la  mano  al  escribir  mis  escandalosos  procederes,  y  al 
acordarme  de  los  riesgos  y  lances  terribles  que  á  cada 
momento  amenazaban  mi  honra,  mi  vida  y  mi  alma; 
por(|ue  es  evidente  que  el  hombre  mientras  es  más 
vicioso  está  más  expuesto  á  mayores  peligros.  Ya  se 
sabe  (|ue  nuestra  vida  es  un  tejido  continuo  de  sustos, 
miserias,  riesgos  y  zozobras  (jue  por  todas  partes  nos 
amagan;  pero  el  hombre  de  bien  con  su  conducta  arre- 
glada se  libra  de  muchos  de  ellos  y  se  hace  feliz  en 
cuanto  cabe  en  esta  vida  miserable;  cuando  por  el  con- 
trario, el  hombre  vicioso  y  abandonado,  no  sólo  no  se 
libra  de  los  males  (jue  naturalmente  nos  acometen,  sino 
(jue  con  su  misma  relajación  se  mete  en  nuevos  empe- 
ños y  llama  sobre  sí  una  espantosa  multitud  de  peli- 
gros y  lacerías,  (jue  ni  remotamente  los  experimentara 
si  viviera  como  debía  vivir,  y  de  este  fácil  principio  se 
comprende  por  (juó  los  mñs  viciosos  son  los  más  llenos 
de  aventuras  y  acaso  los  que  lo  pasan  peor  aún  en  esta 
vida.    Yo  fui  uno  de  ellos. 

Seis  meses  estuve  en  mi  casa  haciendo  una  vida 
bien  hipócrita;  ponjue  rezaba  el  rosario  todas  las  noches, 
según  la  costumbre  de  mi  difunto  padre,  salía  muy  poco 
á  la  calle,  no  asistía  á  ninguna  diversi(')n .  hablaba  de  la 
virtud  y  de  cosas  de  Dios  con  frecuencia,  y  en  una  pala- 
bra, hice  tan  bien  el  papel  de  hombre  de  bien,  que  la 
pobre  de  mi  madre  lo  creyó  y  estaba  conmigo  loca  de 


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OBRAS   ESCOGIDAS  239 

contenta.  ¡Qué  mucho!  si  la  tragó  Januario  siendo  tan 
veterano  en  picardías,  y  tanto  lo  creyó,  que  un  día  me 
dijo: — Periquillo,  me  has  admirado:  ciertamente  que  tú 
naciste  para  fraile,  pues  cuando  yo  esperaba  que  salieras 
á  coger  las  primicias  de  tu  libertad  absoluta  y  que  nos 
daríamos  los  dos  nuestros  verdes  muy  razonables,  te  veo 
encerrado  y  hecho  un  anacoreta  en  tu  casa.  —  ¡Pobre  de 
Januario!  ¡Pobre  de  mi  madre!  ¡Y  pobres  de  cuantos 
se  persuadieron  ñ  que  era  virtud  lo  que  sólo  era  en  mí 
una  malicia  muy  refinada! 

Trataba  yo  de  conceptuarme  bien  con  mi  madre 
para  que  confiando  en  mí  totalmente  no  me  escaseara 
los  mediecillos  que  mi  padre  le  hubiera  dejado,  lo  que 
no  me  fué  difícil  conseguir  con  mis  estratagemas  mali- 
ciosas. 

De  facto,  mi  madre  me  descubrió  y  aun  me  hizo 
administrador  de  los  bienecillqs  que  habían  quedado,  y 
consistían  en  mil  y  seiscientos  pesos  en  reales;  como 
quinientos  en  deudas  cobrables,  y  cerca  de  otros  mil 
en  alhajitas  y  muebles  de  casa.  Cortos  haberes  para  un 
rico;  mas  un  capitalito  muy  razonable  para  sostenerse 
cualquier  pobre  trabajador  y  hombre  de  bien;  pero  sólo 
eso  era  lo  que  me  faltaba,  y  así  di  al  traste  con  todo 
dentro  de  poco  tiempo,  como  lo  veréis. 

Cualquier  capitalito  razonable  ñorece  en  las  manos 
de  un  hombre  de  conducta  y  aplicado  al  trabajo;  pero 


V 


V 


240  PENSADOR    MEXICANO 

ninguno  es  suficiente  para  medrar  en  las  de  un  joven 
como  yo,  que  no  sólo  era  disipado,  sino  disipador. 

El  dinero  en  poder  de  un  mozo  inmoral  y  relajado 
es  una  espada  en  las  manos  de  un  loco  furioso.  Como 
no  sabe  hacer  de  él  el  uso  debido,  constantemente  sólo 
le  sirve  de  perjudicarse  á  sí  mismo  y  perjudicar  á  otros, 
abriendo  sin  reserva  la  puerta  á  todas  las  pasiones,  facili- 
tando la  ejecución  de  todos  los  vicios  y  acarreándose  por 
consecuencia  necesaria  un  sinnúmero  de  enfermedades, 
miserias,  peligros  y  desgracias. 

Para  precavci'  así  la  dilapidación  de  los  mayorazgos, 
como  la  total  ruina  de  estos  pr(')digos  viciosos,  meten  la 
mano  los  gobiernos,  y  (juitándoles  la  administración  y 
manejo  del  capital,  les  señalan  tutores  que  los  cuiden 
y  adieten  como  á  unos  muchachos  ó  dementes;  porque 
si  nó,  en  dos  por  tres  tirarían  los  bancos  de  Londres  si 
los  hubieran  á  las  manos. 

¡Es  una  vergüenza  que  á  unos  hombres  regular- 
mente bien  nacidos,  y  sin  la  desgracia  de  la  demencia, 
sea  menester  que  las  leyes  los  sujeten  á  la  tutela  y  los 
reduzcan  al  estado  de  pupilos,  como  si  fueran  locos  ó 
muchachos!  Pero  así  sucede,  y  yo  he  conocido  algunos 
de  estos  mayorazgos  sin  cabeza. 

Si  yo  hubiera  sido  mayorazgo  no  me  hubiera  (jue- 
dado  por  corto  para  tirar  todo  el  caudal  en  dqs  semanas, 
pues  era  flojo,  vicioso  y  desperdiciado:  tres  requisitos  que 


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OBRAS    ESCOGIDAS  241 

con  sólo  ellos  sobra  para  no  quedar  caudal  á  vida  por 
opulento  y  pingüe  que  sea. 

Atando  el  hilo  de  mi  historia  digo:  que  ya  me  can- 
saba yo  de  disimular  la  virtud  que  no  tenía,  y  deseando 
romper  el  nombre  y  quitarme  la  máscara  de  una  vez,  le 
dije  un  día  á  mi  madre:  —  Señora,  ya  no  tarda  nada  el 
día  de  san  Pedro. — ¿Y  ({ué  me  quieres  decir  con  eso? 
preguntó  su  merced.  —  Lo  (jue  quiero  decir,  le  respondí, 
es  que  ese  día  es  de  mi  santo,  y  muy  propio  para  qui- 
tarnos el  luto.  —  ¡Ayl  no  lo  permita  Dios,  decía  mi 
madre.  ¿Yo  quitarme  el  luto  tan  breve?  ni  por  un 
pienso.  Amé  mucho  á  tu  padre  y  agraviaría  su  memo- 
ria si  me  quitara  el  luto  tan  presto. 

— ¿Cómo  tan  presto,  señora?  decía  yo;  ¿pues  ya  no 
han  pasado  seis  meses?  —  ¿Y  qué,  decía  ella  toda  escan- 
dalizada, seis  meses  de  luto  te  parecen  mucho  para 
sentir  á  un  padre  y  á  un  esposo?  No,  hijo,  un  año 
se  debe  guardar  el  luto  riguroso  por  semejantes  per- 
sonas. 

Ya  ustedes  verán  que  mi  madre  era  de  aquellas 
señoras  antiguas  que  se  persuaden  á  que  el  luto  prueba 
el  sentimiento  por  el  difunto,  y  gradúan  éste  por  la  dura- 
ción de  aquél;  pero  ésta  es  una  de  las  innumerables  vul- 
garidades que  mamamos  con  la  primera  leche  de  nues- 
tras madres. 

Es  cierto  que  se  debe  sentir  á  los  difuntos  que  ama- 

PERIQUILLO    SARNIENTO. —  T.    I,    A.  — 61. 


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242  PENSADOR    MEXICANO 

mos,  y  tanto  más  cuanto  más  estrechas  sean  las  rela- 
ciones de  amistad  ó  parentesco  que  nos  unían  con  ellos. 
Este  sentimiento  es  natural,  y  tan  antiguo,  que  sabe- 
mos que  las  repúblicas  más  civilizadas  que  ha  habido 
en  el  mundo,  Grecia  y  Roma,  no  sólo  usaban  luto, 
sino  que  hacían  aún  demostraciones  más  tiernas  que 
nosotros  por  sus  muertos.  Tal  vez  no  os  disgustará  sa- 
berlas. 

En  Grecia,  á  la  hora  de  expirar  un  enfermo,  sus 
deudos  y  amigos  que  asistían,  se  cubrían  la  cabeza  en 
señal  de  su  dolor  para  no  verlo.  Le  cortaban  la  extre- 
midad de  los  cabellos  y  le  daban  la  mano  en  señal  de  la 
pena  que  les  causaba  su  separación. 

Después  de  muerto  cercaban  el  cadáver  con  velas,  * 
lo  ponían  en  la  puerta  de  la  callo,  y  cerca  de  6\  ponían 
un  vaso  con  agua  lustral,  con  la  que  rociaban  á  los  que 
asistían  á  los  funerales.  Los  que  concurrían  al  entierro 
y  los  deudos  llevaban  luto. 

Los  funerales  duraban  nueve  días.  Siete  se  conser- 
vaba el  cadáver  en  la  casa,  el  octavo  se  quemaba,  y  el 
noveno  se  enterraban  sus  cenizas.  Con  poca  diferencia 
hacían  lo  mismo  los  romanos. 

Luego  que  expiraba  el  enfermo  daban  tres  ó  cuatro 
alaridos  para  manifestar  su  sentimiento.    Ponían  el  cadá- 

•  En  los  primeros  días  del  cristianismo  se  usaban  ya  los  cirios  ó  hachas  de  cera; 
pero  anteriormente  no  se  conocían,  pues  que  ni  en  pinturas  ni  en  grabados  ó  medallas 
se  ve  algo  que  se  les  parezca,  y  candela  propiamente  quiere  decir  lu2.  E. 


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OBRAS   ESCOGIDAS  243 

ver  en  el  suelo,  lo  lavaban  con  agua  caliente  y  lo  ungían 
con  aceite.  Después  lo  vestían  y  le  ponían  las  insignias 
del  mayor  empleo  que  había  tenido. 

Como  aíjuellos  gentiles  creían  que  todas  las  almas 
debían  pasar  un  río  del  infierno  que  llamaban  Aque- 
rontc,  para  llegar  á  los  Elíseos,  y  en  este  río  había  S(')lo 
una  barca,  cuyo  amo  era  un  tal  Carón,  barquero  intere- 
sable que  á  nadie  pasaba  si  no  le  pagaban  el  Hete,  le 
ponían  los  romanos  í\  sus  muertos  una  moneda  en  la 
boca  para  el  efecto. 

A  seguida  de  esto,  exponían  el  cadáver  al  público 
entre  hachas  y  velas  encendidas,  sobre  una  cama  en  la 
puerta  de  la  casa. 

Guando  se  había  de  hacer  el  entierro,  se  llevaba  el 
cadáver  al  sepulcro  <')  en  hombros  de  gente  <')  en  literas, 
(como  nosotros  antes  de  hoy  los  llevábamos  en  coches). 
Acompañaba  al  cadáver  la  música  lúgubre,  y  unas  muje- 
res lloronas  al((uiladas,  que  llamaban  por  esta  razón 
Prcüficw,  y  en  castellano  se  llaman  plañideras.  (|ue 
con  sus  llantos  forzados  reglaban  el  tono  de  la  música 
y  el  punto  que  había  de  seguir  en  el  suyo  el  acompa- 
ñamiento. 

Los  esclavos  á  (juienes  el  difunto  había  dado  libertad 
en  su  testamento  iban  con  sombreros  puestos  y  hachas 
encendidas.  Los  hijos  y  parientes  con  los  rostros  cubier- 
tos y  tendido  el  cabello.   Las  hijas  con  las  cabezas  descu- 


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244  PENSADOR    MEXICANO 

biertas,  y  todos  los  demás  amigos  con  el  pelo  suelto 
y  vestidos  de  luto. 

Si  el  difunto  era  ilustre,  se  conducía  primero  el 
cad.'iver  á  la  plaza,  y  desde  una  columna  que  llamaban 
de  ¡a,<  a/'cngas,  un  hijo  ó  pariente  pronunciaba  una 
oraci<'>n  fúnebre  en  elogio  de  sus  virtudes.  Tan  antiguos 
así  son  los  sermones  de  honras. 

Después  do  esto,  se  conducía  el  cadáver  al  sepulcro, 
sobre  cuyo  lugar  hubo  variación.  Algún  tiempo  se  con- 
servaban los  cadáveres  en  las  casas  de  los  hijos.  Después, 
viendo  lo  perjudicial  de  este  uso,  se  estableció  por  buen 
gobierno  (jue  se  sepultasen  en  despoblado,  y  ya  desde 
entonces  procuraba  cada  uno  labrar  sepulcros  de  piedra 
para  sí  y  su  lamilia.  '  Lo  mismo  observaron  los  griegos, 
con  excepci(3n  de  los  lacedemonios.  Los  pobres  (|ue  no 
podían  costear  este  lujo,  se  enterraban  como  en  todas 
partes,  en  la  tierra  pelada. 

Después  se  acostumbró  quemar  á  los  héroes  di- 
funtos. Para  esto  ponían  el  cadáver  sobre  la  pira^  que 
era  un  montón  bien  elevado  de  leña  seca ,  la  que 
rociaban  con  licores  y  aromas  olorosos,  y  los  parien- 
tes le  pegaban  faego  con  las  hachas  que  llevaban  en- 

*  ¡Bella  providencia!  que  hemos  visto  imitada  en  México  desde  la  peste  de  1813, 
aboliéndose  el  envejecido  abuso  de  sepultarse  los  cadáveres  en  las  iglesias,  y  dándoles 
sepulcros  en  los  campos  cantos  suburbios,  conforme  á  las  determinaciones  de  los  Conci- 
lios. ¡Ojalá  no  se  olvide,  ni  haya  sus  infracciones  toleradas  ó  impunes! 

•  Esta  costumbre  remedan  nuestras  piras.  Por  esto  se  hacen  elevadas,  se  colman 
de  luces,  se  adornan  con  jarras  que  despiden  aromas  olorosos,  se  colocan  los  bustos  de 
los  difuntos  en  sus  cúpulas,  y  se  ponen  con  las  insignias  de  sus  empleos. 


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OBRAS   ESCOGIDAS  245 

cendidas,  volviendo  en  aquel  acto  las  caras  á  la  parte 
opuesta. 

Mientras  ardía  el  cadáver,  los  parientes  echaban  al 
fuego  los  adornos  y  armas  del  difunto,  y  algunos  sus 
cabellos  en  prueba  de  su  dolor. 

Consumido  el  cadáver ,  se  apagaba  el  fuego  con 
agua  y  vino,  y  los  parientes  recogían  las  cenizas  y  las 
colocaban  en  una  urna  entre  flores  y  aromas.  Des- 
pués el  sacerdote  rociaba  á  todos  con  agua  para  pu- 
rificarlos,  y  al  retirarse,  decían  todos  en  alta  voz: 
y^  terna  ni  vale,  ó  que  te  raya  bien  eternamente,  cuyo 
buen  deseo  explica  mejor  nuestro  requiescat  in  pace, 
en  pa^  descanse.  Hecho  esto,  se  colocaba  la  urna  en 
el  sepulcro,  y  grababan  en  él  el  epitafio,  y  estas  cua- 
tro letras  S.  T.  T.  L.,  que  querían  decir:  Sit  tibí  térra 
lecís,  séate  la  tierra  lece,  para  que  los  pasajeros  de- 
seasen su  descanso.  Entre  nosotros  se  ve  una  cruz  en 
un  camino,  ó  un  retablito  de  algún  matado  en  una 
calle ,  á  fin  de  que  se  haga  algún  sufragio  por  su 
alma. 

Concluida  la  función,  se  cerraba  la  casa  del  difunto, 
y  no  se  abría  en  nueve  días,  al  fin  de  los  cuales  se  hacía 
una  conmemoración. 

Los  griegos  cerca  de  la  hoguera  ó  pira  ponían  ñores/ 
miel,  pan,  armas  y  viandas...  ;Ayl  ofrendas,  ofrendas 
de   los   indios,    ¡qué  antiguo  y  supersticioso  es  vuestro 

PERIQUILLO    SARNIENTO.  — T.    I,    A.  — 62. 


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246  PENSADOR    MEXICANO 

origen!  ^  Toda  la  función  se  concluía  con  una  comida  que 
se  daba  en  casa  de  algún  pariente.  Hasta  esto  imitamos, 
acordándonos  que  los  duelos  con  pan  son  menos. 

¿Y  acaso  sólo  los  griegos  y  romanos  hacían  estos 
extremos  de  sentimiento  en  la  muerte  de  sus  deudos  y 
amigos?  No,  hijos  míos.  Todas  las  naciones  y  en  todos 
tiempos  han  expresado  su  dolor  por  esta  causa.  Los 
hebreos,  los  sirios,  los  caldeos  y  los  hombres  más 
remotos  de  la  antigüedad,  manifestaban  su  sensibilidad 
con  sus  finados,  ya  de  uno,  ya  de  otro  modo.  Las  nacio- 
nes bárbaras  sienten  y  expresan  su  sentimiento  como  las 
civilizadas. 

Justo  es  sentir  á  los  difuntos,  y  en  los  libros  sagra- 
dos leemos  estas  palabras:  <^Llora  por  el  difunto,  porque 
ha  faltado  su  luz  ó  su  vida.;;  Supra  moriain  plora,  defecit 
cniín,  Itij'  c/((s,  (Eccl.,  cap.  22,  v.  10).  Jesucristo^ lloró 
la  muerte  de  su  querido  Lázaro,  y  así  sería  un  absurdo 
horroroso  el  llevar  á  mal  unos  sentimientos  que  inspira 
la  misma  naturaleza  y  blasfemar  contra  las  demostra- 
ciones exteriores  que  los  expresan. 

Así  es  que  yo  estoy  muy  lejos  de  criticar  ni  el  sen- 
timiento ni  sus  señales;  pero  en  la  misma  distancia  me 
hallo  para  calificar  por  justos  los  abusos  que  notamos  en 


'  Todavía  hay  pueblos  donde  los  indios  ponen  á  sus  muertos  un  itacate,  que  es  un 
envoltorio  con  cosas  de  comer,  y  algunos  realillos.  En  otros,  á  más  de  esto,  les  esconden 
un  papel  lleno  de  disparates  para  el  Eterno  Padre,  y  sus  ofrendas  son  con  igual  supers- 
tición. En  otro  lugar  diremos  quiénes  sostienen  estos  abusos. 


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OBRAS   ESCOGIDAS  247 

éstas,  y  creo  que  todo  hombre  sensato  pensará  de  la 
misma  manera;  porque  ¿quién  ha  de  juzgar  por  razona- 
bles las  lloronas  alquiladas  de  los  romanos,  ni  los  fletes 
que  ponían  á  sus  muertos  en  la  boca?  ¿Quién  no  reirá  la 
tontería  de  los  coptos,  que  en  los  entierros  corren  por 
las  calles  dando  alaridos  en  compañía  de  las  plaíiidevas, 
echándose  lodo  en  la  cara,  dándose  golpes,  arañándose, 
con  los  cabellos  sueltos  y  representando  todo  el  exceso 
de  unos  furiosos  dementes?  ¿Quién  no  se  horrorizará  de 
aquella  crueldad  con  que  en  otras  tierras  bárbaras  se 
entierran  vivas  las  viudas  principales  de  los  reyes  ó 
mandarines,  etc.? 

Todos,  ala  verdad,  criticamos,  aleamos  y  ridiculi- 
zamos los  abusos  de  las  naciones  extranjeras,  al  mismo 
tiempo  que,  ó  no  conocemos  los  nuestros,  ó  si  los  co- 
nocemos no  nos  atrevemos  á  desprendernos  de  ellos, 
venerándolos  y  conservándolos  por  respeto  á  nuestros 
mayores,  que  así  los  dejaron  establecidos. 

Tales  son  los  abusos  que  hasta  hoy  se  notan  en 
orden  á  los  pésames,  funerales  y  lutos.  Luego  que 
muere  el  enfermo  entre  nosotros  se  dan  sus  alaridos, 
regularmente  para  manifestar  el  sentimiento.  Si  la  casa 
es  rica,  es  lo  más  usado  despachar  al  muerto  al  depósito; 
pero  si  es  pobre,  no  se  escapa  el  zelorio.  Este  se  reduce  á 
tender  en  el  suelo  el  cadáver,  ya  amortajado  en  medio  de 
cuatro   velas,  á  rezar  algunas  estaciones  y  rosarios,  á 


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248  PENSADOR    MEXICANO 

beber  dos  chocolates,  y,  para  no  dormirse,  á  contar 
cuentos,  y  á  entretener  el  sueño  con  boberías,  y  quizá 
con  criminalidades.  Yo  mismo  he  visto  quitar  créditos  y 
enamorar  á  la  presencia  de  los  difuntos.  ¿Si  serán  estas 
cosas  por  vía  de  sufragios? 

Algún  tanto  calman  los  gritos,  llantos  y  suspiros 
en  el  intermedio  que  hay  desde  la  muerte  del  deudo 
hasta  el  acto  de  sacarlo  para  la  sepultura.  Entonces, 
como  si  un  cadáver  nos  sirviera  de  algún  provecho,  como 
si  no  nos  hicieran  un  gran  favor  con  sacarnos  de  casa 
aquella  inmundicia,  y  como  si  al  mismo  muerto  lo 
fueran  á  descuartizar  vivo,  se  redobla  el  dolor  de  sus 
deudos,  se  esfuerzan  los  gritos,  se  levantan  hasta  el  cielo 
los  ayes,  se  dejan  correr  con  ímpetu  las  lágrimas,  y 
algunas  veces  son  indispensables  las  pataletas  y  desma- 
yos, especialmente  entre  las  dolientes  bonitas;  ^  unas 
veces  originados  de  su  sensibilidad,  y  otras  de  sus  mone- 
rías. Y  cuidado  que  hay  muchachas  tan  diestras  en 
fingir  un  acceso  epiléptico  que  parece  la  mera  verdad. 
Por  lo  común  son  unos  remedios  eficaces  para  hacer 
volver  á  algunas  los  consuelos  y  los  chiqueos  de  las 
personas  que  ellas  quieren. 

Dejaremos  á  los  dolientes  en  su  zambra  de  gritos  y 
desmayos,  mientras  observamos  el  entierro. 

'  Yo  he  observado  que  estos  males  casi  nunca  acometen  á  las  viejas  ni  á  las  feas. 
Los  médicos  acaso  sabrán  la  causa  de  este  fenómeno,  y  sabrán  por  qué  á  una  mucha- 
cha que  conoci  no  le  daba  su  mal  cuando  tenía  las  medias  sucias. 


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OBRAS    ESCOGIDAS  249 

Si  el  muerto  es  rico,  ya  se  sabe  que  el  fausto  y  la 
vanidad  lo  acompañan  hasta  el  sepulcro.  Se  convida 
para  el  entierro  á  los  pobres  del  Hospicio,  los  que  con 
hachas  en  las  manos  acompañan  ¡cuántas  veces!  los 
cadáveres  de  aquellos  que  cuando  vivos  aborrecieron  su 
compañía. 

No  me  parece  mal  que  los  pobres  acompañen  á  los 
ricos  cuando  muertos;  pero  sería  mejor,  sin  duda,  que 
los  ricos  acompañasen  á  los  pobres  cuando  vivos,  esto 
es,  en  las  cárceles,  en  los  hospitales  y  en  sus  chozas 
miserables;  y  ya  que  por  sus  ocupaciones  no  pudieran 
acompañarlos  ni  consolarlos  personalmente,  siquiera  que 
los  acompañara  su  dinero  aliviándoles  sus  miserias. 
Aquel  dinero,  digo,  que  mil  veces  se  disipa  en  el  lujo 
y  en  la  inmoderación.  Entonces  sí  asistirían  á  sus  fune- 
rales, no  los  pobres  alquilados,  sino  los  socorridos.  Estos 
irían  sin  ser  llamados,  llorando  tras  el  cadáver  de  su 
bienhechor.  Ellos,  en  medio  de  su  aflicción,  dirían:  — 
Ha  muerto  nuestro  padre,  nuestro  hermano,  nuestro 
amigo,  nuestro  tutor  y  nuestro  todo.  ¿Quién  nos  con- 
solará? ¿Y  quién  sustituirá  el  lugar  de  este  genio  be- 
néñco? 

iLsta  sí  fuera  asistencia  honrosa,  y  los  mayores 
elogios  que  pudieran  lisonjear  el  corazón  de  sus  parien- 
tes; porque  las  lágrimas  de  los  pobres  en  la  muerte  de 
los   ricos,    honran   sus  cenizas,  perpetúan  la  memoria 

PERIQUILLO   SARNIENTO. —  T.    I,    A.— 63, 


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250  PENSADOR   MEXICANO 

de  sus  nombres,  acreditan  su  caridad  y  beneficencia  v 
aseguran  con  mucho  fundamento  la  felicidad  de  su  suer- 
te futura  con  más  solidez,  verdad  y  energía  que  toda  la 
pompa,  vanidad  y  lucimiento  del  entierro.  ¡Infelices  de 
los  ricos  cuya  muerte  ni  es  precedida  ni  seguida  de  las 
lágrimas  de  los  pobres  I 

Volvamos  al  entierro.  Siguen  metidos  dentro  de 
unos  sacos  colorados,  unos  cuantos  viejos  que  llaman 
trinitarios;  después  van  algunos  eclesiásticos,  y  con  ellos 
otros  muchos  monigotes  al  modo  de  clérigos;  á  esta 
comitiva  sigue  el  cadáver  y  tras  él  una  porción  de 
coches. 

La  iglesia  donde  se  hacen  las  exequias  está  llena 
de  blandones  con  cirios,  y  la  tumba  magnífica  y  ga- 
lana. La  música  es  igualmente  solemne  aunque  fú- 
nebre. 

Durante  la  vigilia  y  la  misa,  que  para  algunos  here- 
deros no  es  de  roquieni  sino  de  gracias,  no  cesan  las 
campanas  de  aturdimos  con  su  cansado  clamoreo,  repi- 
tiéndonos 

Qi:e  ese  doble  de  campana 
No  es  por  aquel  que  murió, 
Sino  porque  sepa  yo 
Que  me  he  de  morir  mañana. 

Bien  que  de  esta  clase  de  recuerdos  deben  aprove- 
charse especialmente  los   ricos,  pues  estos  dobles  sólo 


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OBRAS   ESCOGIDAS  251 

por  ellos  se  echan  y  les  acuerdan  que  también  son 
mortales  como  los  pobres,  por  los  que  no  se  doblan 
campanas,  ó  si  acaso  es  poco  y  de  mala  gana;  y  así 
los  pobres  son  en  la  realidad  los  muertos  que  no  hacen 
ruido,  * 

Se  concluye  el  entierro  con  todo  el  fausto  que  se 
puede,  ó  que  se  quiere,  cuidándose  de  que  el  cadáver 
se  guarde  en  un  cajón  bien  claveteado,  forrado  y  aun 
dorado  (como  lo  he  visto),  y  tal  vez  que  se  deposite  en 
una  bóveda  particular,  ya  que  los  mausoleos  son  privati- 
vos á  los  príncipes,  como  si  la  muerte  no  nos  hiciera  á 
todos  iguales,  verdad  que  atestigua  Séneca  diciendo  en 
la  ep.  102,  que  la  cenüa  iguala  d  todos.  ¿Quién  distin- 
guirá las  cenizas  de  César  ó  Pompeyo  de  las  de  los 
pobres  villanos  de  su  tiempo? 

Toda  esta  bambolla  cuesta  un  dineral ,  y  á  veces  en 
estos  gastos,  tan  vanos  como  inútiles,  se  han  notado 
abusos  tan  reprensibles  que  obligaron  á  los  gobernantes 
á  contenerlos  por  medio  de  las  leyes,  mandando  éstas 
que  siendo  los  gastos  de  los  funerales  excesivos,  atendi- 
dos los  haberes  y  calidad  del  difunto,  los  modifique  el 
juez  del  respectivo  domicilio. 

Entra  aquí  la  grave  dificultad  para  saber  cuándo  no 
hay  exceso  en  estos  gastos.  Confieso  que  será  muy  rara 
la  vez  que  el  juez  pueda  decidir  en  este  caso,  porque 
casi  siempre  le  faltarán  los  conocimientos  interiores  del 


^•i*Ii: 


252  PENSADOR   MEXICANO 

estado  de  las  cosas  del  finado,  y  así  sólo  podrá  deter- 
minar el  exceso  con  atención  á  su  calidad.  Supongamos; 
cuando  un  plebeyo  conocido  quiera  sepultarse  con  la 
pompa  de  un  conde,  y  aun  entonces  si  tiene  dinero  con 
que  pagarla,  no  sé  si  se  burlará  de  las  leyes;  pero  Hora- 
cio sí  lo  sabía  cuando  dijo:  que  todo,  la  virtud...  entién- 
dase, los  elogios  que  á  ella  son  debidos,  la  fama  y  el 
esplendor  obedecen  á  las  hermosas  riquezas,  y  el  que  las 
sepa  acopiar  será  ilustre,  valiente,  justo,  sabio  y  lo  que 
quiera. 

Mas  hablando  á  lo  cristiano,  vo  no  me  detendré  en 
fijar  la  regla  por  dónde  se  deba  conocer  cuándo  hay 
exceso  en  los  funerales. 

Ya  sé  que  parecerá  nimiamente  escrupulosa,  pero 
aseguro  que  es  infahble  y  muy  sencilla.  Se  reduce  á  que 
lo  que  se  gaste  de  lujo  en  los  funerales  no  haga  falta 
á  los  acreedores  ni  á  los  pobres. 

Y  si  los  acreedores  están  pagados  y  á  los  pobres  se 
les  han  dado  algunas  limosnas,  ¿no  podrá  el  finado  dispo- 
ner á  su  voluntad  del  quinto  de  sus  bienes?  Sí  podrá,  se 
responde;  pero  luego  luego  pregunto:  lo  que  se  gasta 
en  lujo,  ¿no  estuviera  mejor  empleado  en  los  pobres  que 
siempre  sobran?  Es  inconcuso.  Pues  en  este  caso,  ¿cuál 
es  el  lujo  que  se  deberá  usar  lícitamente  entre  cristianos? 
Ninguno  á  la  verdad.  Digo  esto  si  hablo  con  cristianos, 
que  si   hablara  con   paganos  que  afectaran    profesar  el 


?'Si\,^.*^ui->»¿.  _"■  *.*-«M--.*.'fc»-.  »"  T-iyi.^  '_ 


OBRAS    ESCOGIDAS  253 

cristianismo,  sería  menos  escrupuloso  en  mis  opiniones. 
Vamos  á  otra  cosa. 

A  proporción  de  los  abusos  que  se  notan  en  los 
entierros  de  los  ricos,  se  advierten  casi  los  mismos  en 
los  de  los  pobres;  porque  como  éstos  tienen  vanidad, 
quieren  remedar  en  cuanto  pueden  á  los  ricos.  No  convi- 
dan á  los  del  Hospicio,  ni  á  los  trinitarios,  ni  á  muchos 
monigotes,  ni  se  entierran  en  conventos,  ni  en  cajón 
compuesto,  ni  hacen  todo  lo  que  aquéllos,  no  porque  les 
falten  ganas,  sino  reales.  Sin  embargo,  hacen  de  su 
parte  lo  que  pueden.  Se  llama  á  otros  viejos  contra- 
hechos y  despilfarrados  que  se  dicen  licrmanos  del  San- 
tísimo; pagan  sus  siete  acompañados.  la  cruz  alta,  su 
cajoncito  ordinario,  etc.,  y  esto  á  costa  del  dinero,  que 
antes  de  los  nueve  días  del  funeral  suele  hacer  falta  para 
pan  á  los  dolientes. 

Es  costumbre  amortajar  á  los  difuntos  con  el  humil- 
de sayal  de  san  Francisco;  pero  si  en  su  origen  fué 
piadosa,  en  el  día  ha  venido  á  degenerar  en  corrup- 
tela. 

Estoy  muy  lejos  de  murmurar  la  verdadera  piedad  y 
devoción,  y  el  objeto  do  mi  presente  crítica  recae  única- 
mente sobre  el  simoniaco  comercio  ^  que  se  hace  con 
las  mortajas,  y  los  perjuicios  que  resienten  las  gentes 

•  Si  hubiese  exactitud  en  esta  expresión,  podría  decirse  muy  bien  que  las  mortajas 
son  bienes  espirituales.  Pero  no  es  así,  y  es  otro  el  nombre  con  que  debe  designarse  lo 
que  hay  de  abusivo  en  esta  práctica.  E. 

PERIQUILLO   SARNIENTO.  —  T.    I,    A.  — 64. 


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254  PENSADOR    MEXICANO 

vulgares  por   vestir  á  sus  muertos  de  azul   y   á   tanta 
costa. 

Las  mortajas  se  venden  á  un  precio  excesivamente 
caro,  cual  es  el  de  doce  pesos  y  medio,  si  es  para  hom- 
bre, y  seis  pesos  dos  reales  para  mujer.  Los  pobres, 
apenas  muere  el  eniormo,  tratan  de  solicitarle  la  mor- 
taja, ¿y  si  no  tienen  dinero?  Se  empeñan,  se  endrogan, 
y  aun  piden  limosna  para  ello,  haciendo  i'alta  para  pan  á 
las  criaturas  lo  que  gastan  en  un  trapo  inútil  y  asque- 
roso, pues  no  pasa  de  ahí  la  mejor  mortaja,  cuando  se 
pone  á  un  muerto,  quien  está  en  el  caso  de  no  poder 
ganar  ninguna  indulgencia;  y  como  para  gozar  estas 
gracias  espirituales  se  necesita  estar  en  el  estado  de 
merecer,  se  sigue  que  en  no  vistiendo  al  enfermo  la  mor- 
taja en  vida,  después  de  muerto  le  valdrá  tanto  como  el 
capisayo  del  gran  Chino. 

Vosotros,  si  tenéis  en  el  discurso  de  vuestra  vida 
algunos  deudos,  y  sus  fallecimientos  acaecen  en  medio 
de  vuestra  indigencia,  no  os  alujáis  por  el  entierro  ni 
por  la  mortaja.  El  entierro  se  facilita  con  tres  pesos 
cuatro  reales,  que  distribuiréis  en  esta  forma.  Doce 
reales  de  un  cajón,  un  peso  para  los  cargadores  y  otro 
para  el  sepulturero  que  les  labre  la  casa  en  el  campo 
santo. 

La  mortaja  será  más  barata  si  os  conformáis  con 
vuestra  pobreza.    Los  judíos  acostumbraban  liar  á  sus 


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OBRAS   ESCOGIDAS  255 


muertos  con  unas  vendas  que  llamaban  sudarios,  y 
después  los  envolvían  en  una  sábana  limpia.  Así  podéis 
hacerlo,  y  quedarán  los  vuestros  tan  amortajados  como 
el  mejor.  Por  cierto  que  no  fué  otra  la  mortaja  de  Jesu- 
cristo. 

Acabados  los  entierros,,  siguen  los  pésames.  Para 
recibir  éstos  se  cierran  las  puertas,  se  colocan  las  seño- 
ras mujeres  en  los  estrados  y  los  señores  hombres 
en  las  sillas,  todos  enlutados  y  guardando  un  pro- 
fundo silencio  durante  esta  ceremonia,  ó  cuando  más 
hablando  en  voz  baja ,  porque  no  les  dé  allerecía  á 
los  dolientes,  cuya  moderación  y  respeto  acaso  no  se 
observó  tan  escrupulosamente  en  la  enfermedad  del 
finado. 

También  he  notado,  como  abuso  en  estos  lances,  que 
las  conversaciones  que  se  tienen  con  los  dolientes  se 
dirigen  á  celebrar  y  ponderar  las  virtudes  del  difunto,  á 
traer  á  la  memoria  las  causas  que  produjeron  su  enfer- 
medad, lo  que  padeció  en  ella,  los  remedios  (jue  le 
ministraron,  lo  que  tardó  en  la  agonía  y  otras  imperti- 
nencias semejantes,  con  cuya  relación  atormentan  más 
los  afligidos  espíritus  de  sus  parientes. 

Esta  costumbre  de  dar  pésames  se  contrae  á  dos 
cosas.  La  primera,  á  manifestar  que  tomamos  parte 
en  el  sentimiento  de  aquellas  personas  á  quienes  los 
damos,  ya  por  razón  de  parentesco  ó  ya  por  la  amistad 


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256  PENSADOR    MEXICANO 

que  teníamos  con  el  difunto.  La  segunda,  para  conso- 
lar en  lo  posible  á  sus  dolientes,  ofreciéndoles  nues- 
tros arbitrios  temporales,  y  asegurándoles  que  con  los 
suyos  uniremos  nuestros  votos  para  que  se  aumenten 
los  sufragios  de  que  consideramos  á  su  alma  nece- 
sitada. 

Ya  se  ve  que  todo  este  ceremonial  es  casi  siempre 
Un  embuste  solemne,  un  cumplimiento  de  rutina  y  una 
de  las  costumbres  más  bien  recibidas. 

No  parecerá  muy  avanzada  esta  proposición  ;'i  quien 
advierta  que,  no  digo  los  parientes  remotos  y  los  ami- 
gos, pero  los  más  inmediatos  y  aun  los  más  favore- 
cidos del  difunto,  pasado  poco  tiempo  no  se  vuelven  n 
acordar  de  él;  porque  con  el  discurso  de  los  días  el 
corazón  se  serena,  las  Ingrimas  se  enjugan,  la  falta 
se  suple,  los  beneficios  se  olvidan  y  todo  se  borra,  á 
pesar  de  cuantos  gritos,  alharacas,  lágrimas,  pataletas 
y  faramallas  se  prodigaron  en  la  escena  triste  de  su 
muerte. 

Y  si  este  olvido  se  nota  en  el  hijo,  en  la  esposa  y 
en  el  hermano,  ¿qué  esperanza  podrán  tener  los  pobres 
muertos  en  los  sufragios  tan  prometidos  por  los  que  sólo 
van  al  velorio  por  beber  el  chocolate,  y  á  dar  el  pésame 
porque  les  llevaron  el  convite,  por  más  que  al  despe- 
dirse digan  que  no  los  olcidarún  en  sus  oraciones,  aunque 
mal  os. '^ 


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OBRAS   ESCOGIDAS  257 

Este  asunto  es  muy  serio.  Lo  suspenderemos,  mien- 
tras acabamos  de  refutar  el  abuso  de  hablar  de  los  difun- 
tos al  tiempo  de  dar  los  pésames,  porque  si  como  hemos 
dicho,  uno  de  los  objetos  de  estos  pesamenteros  es  aliviar 
el  sentimiento  de  los  dolientes,  parece  que  es  un  error 
que  puede  calificarse  de  impolítico  el  renovar  los  motivos 
de  dolor  á  los  deudos  al  tiempo  mismo  que  pretendemos 
consolarlos. 

No  puede  menos  que  atormentarse  el  corazón  de 
la  mujer  ó  hijo  del  difunto  al  oir  decir:  ¡Qué  bueno  era 
don  Fulano!  ¡Qué  atento!  ¡Qué  afable!  ¡Aij,  mi  alma! 
dice  otra:  tiene  usted  mil  razones  de  llorarlo;  no  hallará 
otro  marido  como  el  (¡ue  perdió:  y  otras  sandeces  de 
estas,  que  son  otros  tantos  tornillos  con  que  están  apre- 
tando el  corazón  que  quieren  consolar.  De  modo  que 
estas  políticas  lisonjas  son  unos  indiscretos  torcedores 
de  los  espíritus  afligidos. 

¿Cuánto  mejor  no  fuera  sustituir  esta  fórmula  im- 
prudente de  dar  pésames  con  otra  opuesta,  en  la  que,  ó 
se  trataran  asuntos  festivos  é  indiferentes,  ó  más  bien 
se  redujera  sólo  esta  etiqueta  á  ofrecer  con  sinceri- 
dad sus  haberes  y  proporciones  á  la  voluntad  de  los 
dolientes,  en  caso  de  haberlos  menester?  Pues,  pero 
con  verdad,  no  con  faramalla,  y  cuando  los  dichos 
dolientes  estuvieran  satisfechos  de  esta  verdad,  segura- 
mente quedarían  más  bien  consolados  que  con  todos  los 

PERIQUILLO   SARNIENTO. —  T.    I,    A.— 65. 


258  PENSADOR    MEXICANO 

panegíricos  que    hoy   dedican    los   pesamenteros    á   sus 
muertos. 

Pero  volviendo  á  éstos,  digo:  que  pobre  del  que  se 
muere  si  no  ha  procurado  en  vida  facilitarse  el  camino 
de  su  salvación,  ateniéndose  á  los  hijos,  á  los  amigos 
y  albaceas. 

Vemos,  y  muy  frecuentemente,  que  muchos  que 
tal  vez  tienen  proporciones,  mientras  viven,  ni  dan 
limosna,  ni  se  hacen  decir  una  misa,  ni  pagan  sus 
deudas,  ni  restituyen  lo  mal  habido,  ni  practican  ningu- 
na obligación  de  aquellas  que  nos  impone  la  religión  y 
nuestro  mismo  interés;  pero  llega  la  hora  en  que  nues- 
tros oídos  no  pueden  menos  que  escuchar  la  verdad. 
Les  intima  el  médico  la  sentencia  de  su  muerte;  conocen 
ellos  que  puede  no  errar  el  pronóstico,  porque  su  natu- 
raleza se  debilita  por  instantes  más  y  más;  se  apodera  de 
sus  corazones  el  temor  de  la  eternidad  que  los  espera; 
se  llama  al  confesor  y  al  escribano;  vienen  los  dos  casi 
juntos;  se  hace  la  confesión  de  prisa  y  Dios  sabe  cómo; 
se  sigue  el  testamento;  se  dispone  todo;  se  declaran  las 
deudas;  se  m.anda  pagar;  se  nombran  albaceas  para  el 
efecto;  se  ordena  hacer  las  limosnas  que  llaman  mandas 
forzosas,  algunas  á  los  pobres;  decir  algunas  misas  por 
su  alma,  y  hecho  todo  esto  se  recibe  el  sagrado  Viático, 
los  santos  Óleos,  y  muere  el  enfermo  muy  consolado; 
pero  ¡ahí...    ¡cuánto  hay  que  desconfiar  de  estas  buenas 


J4.VJL.^-*-  í;%¿^Jío,Wj«a1k 


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OBRAS    ESCOGIDAS  259 

disposiciones,   cuando  se   hacen  á  la  orilla  misma  del 
sepulcro  I 

Se  dan  limosnas  y  se  mandan  hacer  restituciones  (si 
se  mandan  hacer)  en  aquella  hora,  porque  no  se  pueden 
llevar  los  caudales  á  la  sepultura.  Se  mueren  muy  con- 
fiados en  que  los  albaceas  cumplirán  el  testamento  ¿y 
cuántas  veces  se  engañan  los  testadores?  ¿Cuántas  veces 
se  transforman  los  albaceas  en  herederos,  v  los  curado- 
ves  ad  bona  en  tenedores  de  bienes?  Innumerables.  No, 
no  son  raras  las  quejas  que  se  oyen  todos  los  días  á 
los  pobres  menores  a  quienes  ha  dejado  por  puertas  ó  la 
mala  le  ó  la  mala  administración  de  aquéllos. 

Todo  lo  dicho  os  enseña  á  no  esperar,  como  dicen, 
á  la  hora  de  los  gestos  para  disponer  de  vuestras  cosas; 
porque  entonces  el  susto  y  la  precipitación  rebajan 
mucha  parte  del  acierto. 

Llegamos  á  los  lutos  en  los  que,  como  visteis  con  mi 
madre,  caben  también  los  abusos.  El  luto  no  es  más  que 
una  costumbre  de  vestirse  de  negro  para  manifestar 
nuestro  sentimiento  en  la  muerte  de  los  deudos  ó  ami- 
gos; pero  este  color,  á  merced  de  la  dicha  costumbre, 
es  sólo  señal,  mas  no  prueba  del  sentimiento.  ¿Cuántos 
infelices  no  se  visten  luto  en  la  muerte  de  las  personas 
que  más  aman,  porque  no  lo  tienen?  Y  su  dolor  es  inne- 
gable. Al  contrario,  ¿cuántas  viuditas  jóvenes,  cuántos 
hijos  y  sobrinos  malos  é  interesables,  que  desearon  la 


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260  PENSADOR    MEXICANO 

muerte  del  difunto  por  entrar  en  la  posesión  de  sus 
bienes,  no  se  vestirán  unos  lutos  muy  rigurosos,  así  por 
seguir  la  costumbre  como  por  persuadirnos  que  están 
penetrados  del  sentimiento  que  no  conocen? 

El  color,  dicen  los  físicos,  que  es  un  accidente 
que  no  altera  la  substancia  de  las  cosas;  y  así,  el  buen 
hijo  sentirá  á  su  padre,  la  buena  esposa  á  su  marido" 
y  los  buenos  amigos  á  sus  amigos,  ora  se  vistan  de 
negro,  ora  de  azul,  ora  de  verde,  encarnado  ó  cual- 
quier color.  Y  al  contrario:  el  deudo  que  no  amaba  á  su 
pariente,  ó  que  quizá  deseaba  que  espirara  por  here- 
darlo, no  lo  sentirá  más  que  se  eche  encima  cuantas 
bayetas  negras  hay  en  todas  las  luterías  del  mundo. 

En  algunas  provincias  del  Asia,  el  color  blanco  es  el 
que  han  adaptado  para  luto;  y  entre  nosotros  que  se 
acostumbra  vestirse  de  negro  el  viernes  Santo  y  el  día 
de  Finados,  se  observa  que  no  es  por  sentimiento  sino 
poi'  lujo. 

Después  de  todo,  no  tengo  por  abuso  el  traje  negro 
en  semejantes  casos;  pero  sí  califico  por  tal  aquel  deter- 
minado número  de  días  que  se  traen  los  lutos  para 
denotar  nuestro  mayor  ó  menor  sentimiento,  según  las 
graduaciones  de  parentesco  que  se  tiene  con  los  di- 
funtos. 

Ya  habéis  visto  que  en  el  tiempo  de  mi  madre,  un 
año  era  el  prefijado  para  llevar  el  luto  por  los  padres. 


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OBRAS    ESCOGIDAS  261 

hijos  y  consortes,  ^  seis  meses  por  los  hermanos,  tres  por 
los  sobrinos,  etc.  Esta  no  puede  menos  que  ser  una 
bobera;  porque  si  se  amaba  á  los  difuntos  verdadera- 
mente y  el  luto  es  la  prueba  del  sentimiento,  en  ningún 
tiempo  se  debía  quitar  porque  en  ningún  tiempo  debía 
cesar  el  motivo;  y  si  no  se  amaban,  era  indiferente  el 
llevarlo  pocos  ó  muchos  meses,  pues  que  no  prueba 
sentimiento  el  traje  negro. 

Algunas  de  estas  reflexiones  hice  á  mi  madre,  hasta 
que  la  desentusiasmé  de  su  capricho,  y  me  ofreció  que 
nos  quitaríamos  el  luto  para  el  día  de  san  Pedro,  que  era 
cuanto  yo  deseaba  para  quitarme  también  la  máscara  de 
la  virtud  que  había  fingido  y  correr  á  rienda  suelta  por 
toda  la  carrera  de  los  vicios,  disfrutando  de  mi  libertad 
enteramente  y  tirando  con  mis  amigos  los  pocos  medie- 
cilios  que  mi  padre  había  economizado  para  la  subsisten- 
cia de  mi  pobre  madre. 

Según  esta  determinación,  se  me  hizo  un  vestido  de 
petimetre  para  ese  día,  y  se  dispuso  su  almuerzo,  comida 
y  bailecito  para  la  noche. 

Llegó  el  tan  deseado  para  mí  29  de  Junio;  me  quité 
los  trapos  negros,  que  hasta  entonces  habían  sido  escola- 
res, y  me  planté  de  gala  á  lo  secular.  Parece  que  con 
campana  llamaron  á  todos  los  parientes  y  conocidos  ese 


•    En  la  capital  de  México  ya  no  se  ve  tanto  de  esto;  pero  en  los  pueblos,  villas  y 
otras  ciudades  del  reino,  aún  observan  religiosamente  estos  abusos. 

PERIQUILLO   SARNIENTO.  —  T.    I,    A.  — 66. 


262  PENSADOR    MEXICANO 

día;  muchos  que  no  habían  vuelto  á  casa  desde  el  entie- 
rro de  mi  padre,  y  otros  que  ni  aun  el  pésame  habían 
ido  á  dar  á  mi  madre  se  encajaron  entonces  con  la 
mayor  confianza  y  poca  vergüenza. 

Ya  se  deja  entender  que  en  primer  lugar  fueron  mis 
íntimos  amigos  Januario,  Pelayo,  y  otros  como  ellos, 
que  también  llevaron  al  baile  á  sus  madamas  tituladas 
que  lo  eran  también  mías.  En  una  palabra,  el  olor  del 
guajolote  y  del  pulque  de  pina  acarreó  ese  día  á  mi  casa 
una  porción  de  amigos  míos,  parientes  y  conocidos  de 
mi  madre  que  fueron  á  cumplimentarme.  Dios  se  los 
pague. 

Se  lamieron  el  almuerzo,  consumieron  la  comida,  y 
á  su  tiempo  alegraron  el  baile  grandemente;  porque  can- 
taron, bailaron,  retozaron,  so  embriagaron,  ensuciaron 
toda  la  casa,  y  al  fin  salieron  unos  murmurando  el  al- 
muerzo, otros  la  comida,  otros  el  bail-e.  y  todos  alguna 
cosa  de  lo  mismo  que  habían  disfrutado. 

¡  Qué  necedad  es  tener  una  diversión  públical 
So  gasta  el  dinero,  se  sufren  mil  incomodidades,  se 
pierden  algunas  cosas,  y  siempre  se  queda  mal  con  los 
mismos  á  quienes  se  pretende  obsequiar,  y  se  recibe  en 
murmuración  y  habladurías  lo  que  se  pretende  recibir 
en  agradecimiento. 

Sin  embargo  de  todo  esto,  como  entonces  yo  no  pen- 
saba así,  nada  me  daba  cuidado,  ni  en  nada  pensé  sino 


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OBRAS   ESCOGIDAS 


263 


en  divertirme  y  holgarme  á  costa  del  dinero;  aunque  es 
verdad  que  en  aquella  hora  me  adularon  bastante,  espe- 
cialmente las  coquetas,  con  cuyos  elogios  di  por  bien 
empleado  el  dinero  que  se  gastó  y  las  incomodidades 
que  sufrió  mi  madre. 


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CAPITULO  XIV 


Critica  Periquillo  los  bailes,  y  hace  una  larga  y  útil  digresión 
hablando  de  la  mala  educación  que  dan  muchos  padres  á 
sus  hijos,  y  de  los  malos  hijos  que  apesadumbran  á  sus 
padres. 


Cansados  de  bailar  y  de  beber,  se 
acabó  el  baile  como  todos  se  acaban. 
A  las  doce  poco  más  de  la  noche  se  fueron  yendo  los 
más  prudentes,  ó  los  menos  tontos  que  no  trataban  de 
desvelarse.  Los  demás  que  se  quedaron,  iuérase  por- 
que extrañaban  el  bullicio  de  los  que  se  habían  ido  ó 
porque  se  habían  cansado  ya.  apenas  se  levantaban  á 
bailar.  Las  velas  estaban  muy  bajas  y  pidiendo  su  relevo, 
y  los  músicos,  que  no  descuidan  en  empinar  la  copa  en 
tales  ocasiones,  ya  no  atinaban  á  tocar  bien  el  son  que 

PERIQUILLO  SARNIENTO.  —  T.    I,   A.  — 67. 


266  PENSADOR    MEXICANO 

les  pedían,  y  aun  había  alguno  de  ellos  que  rascaba  su 
bandolón  abajo  de  la  puente. 

Januario,  como  tan  diestro  en  estas  escuelas,  me 
dijo:  — Hombre,  ¡qué  entristecida  se  ha  dado  el  baile  y 
tan  temprano! — ¿Y  qué  hemos  de  hacer?  le  dije  yo. — 
¿Cómo  qué?  Alegrarlo,  me  respondió. — ¿Y  con  qué  se 
alegra?  le  pregunté.  —  Con  una  friolera.  ¿Hay  aguar- 
diente?—  Sí,  le  dije. — ¿Y  azúcar  y  limones? — También. 
—  Pues  manda  que  lo  pongan  todo  en  la  recámara. — 
Hice  lo  que  me  dijo  Januario,  quien  en  un  momento 
hizo  una  mezcla  de  aguardiente,  azúcar  y  limón,  que 
llaman  ponche;  mandó  poner  nuevas  luces  en  las  pan- 
tallas, y  comenzó  á  dar  á  los  músicos  y  á  los  asistentes 
de  aquel  brebaje  condenado  á  pasto  y  sin  medida,  con 
cuya  diligencia  se  puso  aquello  de  los  demonios. 

Al  principio  bailaban  con  algún  orden  y  sabían 
algunos  lo  que  tocaban  y  otros  lo  que  saltaban;  pero 
en  cuanto  el  aguardiente  endulzado  comenzó  á  hacer  su 
operación,  se  acabaron  dé  trastornar  las  cabezas;  se  hizo 
á  un  lado  el  tal  cual  respetillo  y  moderación  que  había 
habido;  las  mujeres  escondieron  la  vergüenza  y  los  hom- 
bres el  miramiento. 

Entró  segunda  y  tercera  tanda  de  ponche,  y  ya  no 
había  gente  con  gente;  porque  ya  aquello  no  era  baile, 
sino  retozo  y  escándalo  criminal. 

Los  que  hacen  bailes,  y  más  si  son  de  la  clase  de 


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OBRAS   ESCOGIDAS  267 

éste  (que  pocos  hay  que  no  lo  sean),  son  unos  alcahuetes* 
y  solapadores  de  mil  indecencias  escandalosas.  Tal  vez 
no  lo  presumirán,  no  lo  querrán  y  aun  se  disgustarán 
con  ellas;  pero  todo  esto  no  salva  el  que  sean  los  consen- 
tidores y  los  motores  principales  de  estas  lúbricas  desen- 
volturas; pues  en  buena  filosofía  se  sabe,  que  lo  que  es 
causa  de  la  causa,  es  causa  de  lo  causado;  y  así  los  ({ue 
hacen  un  baile  deben  tener  consideración  de  muchas 
cosas  para  evitar  estos  desenfrenos  escandalosos;  porque 
si  no,  pasarán  la  plaza  de  alcahuetes  declarados  á  los 
ojos  del  mundo,  y  á  los  de  Dios  serán  reos  de  cuantos 
pecados  se  cometan  en  sus  casas. 

Las  principales  consideraciones  que  debe  tener  pre- 
sentes el  que  hace  un  baile,  me  parece  <]ue  se  pueden 
reducir  a  las  siguientes: 

1.*  Que  las  mujeres  concurrentes  sean  honestas, 
de  buena  vida,  y  nunca  solteras  ó  mujeres  libres,  sino 
hijas  de  familia  ó  casadas,  y  (|ue  vayan  con  sus  padres  ó 
maridos,  para  que  el  respeto  de  éstos  las  contenga  y 
contenga  á  los  jóvenes  libertinos. 

2.*  Que  con  conocimiento,  jamás  se  convide  á  nin- 
guno de  éstos,  por  exquisita  que  sea  su  habilidad;  pues 
menos  malo  será  que  se  baile  mal  que  no  que  se 
seduzca  bien.  Ordinariamente  estos  mozos  bailadores, 
ó  como  les  dicen,  úitles,  son  unos  picaros  de  buen  tama- 
ño; no  llevan  á  un  baile  más  que  dos  objetos:  divertirse  y 


i.'V-s'.'.lííliJA 


268  PENSADOR    MEXICANO 

choriQucar  (es  su  voz).  Este  cJiongueo  no  es  más  que  sus 
seducciones  ó  llanezas.  Si  pueden,  pervierten  á  la  don- 
cella y  hacen  prevaricar  á  la  casada,  y  todo  esto  sin 
amor,  sino  por  un  mero  vicio  ó  pasatiempo. 

Algunas  ocasiones  (¡ojalá  no  fueran  tantas  1)  logran 
sus  intentos,  y  apenas  satisfacen  su  lujuria  cuando 
abandonan  por  nuevo  objeto  ;'i  aquellas  infelices  locas 
que  prostituyeron  su  honor  y  su  virtud  á  la  verbosidad  y 
arterías  de  un  mozo  inmoral,  lascivo,  necio  y  sólo  buen 
bailarín. 

Pero  aun  cuando  encuentren  con  pedernal,  quiero 
decir,  cuando  por  fortuna  las  muchachas  todas  de  un 
baile  son  juiciosas,  honestas  y  recatadas,  que  saben  bur- 
lar sus  intentonas  y  conservar  su  honor  ileso  en  medio 
de  las  llamas,  como  la  zarza  que  vio  arder  Moisés  sin 
quemarse,  lo  que  ciertamente  es  un  milagro,  aun  en 
este  caso  tan  remoto  hacen  estos  útiles  su  negocio. 

Ellos,  á  más  no  poder,  y  cuando  se  les  cierran 
los  oídos  de  las  jóvenes,  no  se  dan  por  vencidos  ni  se 
entristecen.  Como  sus  adulaciones  y  diligencias  en  cual- 
quier  seducción  no  son  por  amor  sino  por  vicio,  no  se 
les  da  cuidado  de  los  desaires,  ni  se  entibian  por  no 
hallar  correspondencia.  Nada  menos.  Siguen  brincando 
y  saltando  muy  serenos,  contentándose  con  lo  que  ellos 
llaman  caldo.  j 

Este  caldo...  alerta,  casados  y  padres  de  familia  que 


j  OBRAS   ESCOGIDAS  269 

sabéis  lo  que  es  el  honor  y  lo  queréis  conservar  como  es  ^        > 

debido;  este  caldo  es  el  manoseo  que  tienen  con  vuestras 

hijas  y  mujeres,  ^  las  licencias  pasan  mil  veces  de  las 

manos  á  las  bocas,  convirtiéndose  los  manoseos  claros 

en   ósculos   furtivos,   que  las  menos    escrupulosas    no 

llevan  á  mal,  y  las  que  se  llaman  prudentes  y  honradas 

disimulan  y  sufren  por  evitar  pendencias. 

De  suerte,  que  el  marido  ó  padre  pundonoroso  que 
en  su  casa  se  espantaría  de  que  su  mujer  ó  hija  le  diese 
la  mano'á  un  hombre,  en  un  baile  de  estos  tolera  á  su 
vista  que  se  las  abracen,  tienten,  estrujen  y  manoseen 
más  que  las  ancas  de  un  caballo  gordo. 

Lo  peor  es,  que  estos  manoseos  y  tentadas  acompa- 
ñadas de  las  risas  y  dichitos  que  se  acostumbran,  son,  / 
para  muchas  mujeres,  como  el  pecado  venial  para  las 
almas,  con  la  diferencia  que  el  pecado  venial  entibia  y 
dispone  á  las  almas  para  el  pecado  mortal,  y  los  mano- 
seos ó  caldos  de  que  hablamos  encienden  y  disponen 
á  algunas  jóvenes  para  dar  al  traste  con  su  honor,  el 
de  sus  padres  y  maridos.  Ningún  escrúpulo  está  por 
demás  para  evitar  estos  excesos. 

La  tercera  consideración  que  podían  tener  los  que  T 

hacen  ó  dan  un  baile,  era  que  no  hubiera  en  ellos  licor 

*    Estose  facilita  masen  las  contradanzas  y  loalset,  que  no  son  otra  cosa  que  lo  ...  «f 

que  antes  se  llamaba  a¿eman(¿a.  La  diferencia  está  en  que  aquélla  se  bailaba  espacio,  y  -  ,  C 

ésta  retozando  de  prisa,  y  entre  la  mucha  polvareda  se  esconden  ó  disimulan  mejorías 
palabras,  las  citas,  los  pellizcos,  los  abrazos,  los  besos,  y  algo  peor  que  callo  para  no 
ofender  la  modestia.  '      » 

PERIQUILLO   SARNIENTO.— T,    I,    A.— 68.  íf 

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270  PENSADG'R    MEXICANO 

espirituoso.  En  caso  de  ser  preciso,  por  costumbre  6 
carino,  obsequiar  á  los  concurrentes,  sería  menos  malo 
hacerlo  con  soletas  v  nieve  de  leche,  limón,  tamarin- 
do,  etc.,  de  esta  clase,  que  no  con  merendatas  y  vino^ 
aguardiente,  ponche  y  otros  licores  semejantes,  que  ofus- 
cando el  cerebro  facilitan  el  trastorno  de  la  razón  v 
alteran  la  constitución  física  de  ambos  sexos,  cuyas 
resultas,  cuando  menos,  no  escapan  de  ser  deseos,  pen- 
samientos consentidos  y  delectaciones  amorosas,  y  en  tal 
y  tal  persona  algo  más  y  mas  pecaminoso. 

Mucho  de  esto  se  evitaría  con  la  reglita  que  os  dejo 
señalada;  pues  es  cierto  el  dicho  antiguo  de  que  sine 
Cerero  et  BaccJio  frigei  Yenus .  que  equivale  á  esta 
coplita: 

Poco  manjar  y  ninguna 
Espirituosa  bebida, 
Si  la  lujuria  no  apagan, 
A  lo  menos  la  mitigan. 

La  cuarta  y  última  consideración  que  se  debía  tener, 
era  que  los  bailes  durasen  cuando  más  hasta  las  doce  de 
la  noche.  Esta  es  una  hora  más  que  regular  para  irse 
á  recoger  cada  uno  á  su  casa  bastante  divertido,  si  es 
racional;  porque  lo  que  pasa  de  esa  hora  ya  no  debe 
llamarse  diversión,  sino  vicio,  incomodidad  v  tontería. 

A  solas  estas  cuatro  reglillas  quisiera  yo  que  se 
sujetaran  los  que  dan  un  baile,  y  me  parece  (bien  que 
no  lo  aseguro)  que  no  se  arrepentirían  de  su  observancia. 


7'''>*5'í™T»..'._T,lf;;' -.;,,.;    ,      .•..■.•,-:■        ■_-./,.■,:■  -       ■—;Ví.»W-VjTt.«,^,-.:.-.- 


OBRAS   ESCOGIDAS  271 

Últimamente,  yo  no  declamo  contra  los  bailes,  sino 
contra  los  escándalos  de  los  bailes.  Quítese  de  ellos  todo 
lo  que  los  hace  pecaminosos  y  peligrosos,  y  dejándolos 
en  una  clase  de  diversión  indiferente,  ellos  serán  malos 
para  quien  quiera  ser  malo  en  ellos,  y  serán  honestos 
para  el  honesto;  pero  mientras  así  no  se  haga,  el  baile, 
sea  por  sus  abusos,  sea  por  su  ocasión,  no  podrá  librarse 
de  la  definición  de  un  Padre  de  la  Iglesia,  que  dice,  que 
el  baile  es  un  círculo,  cuyo  centro  es  el  demonio. 

Bailar  no  es  malo;  lo  malo  es  el  modo  con  que  se 
baila  y  el  objeto  por  que  se  baila.  David  bailó  delante  del 
Arca  del  Señor,  y  los  israelitas  delante  del  becerro  de 
Belial.  Todos  bailaron;  pero  ¡con  qué  diverso  modo  y 
con  qué  diverso  objetol  Por  eso  también  fueron  diversas 
las  retribuciones.  .       -'^ 

Hay  moralistas  tan  austeros  que  no  consideran  baile 
sin  ocasión  próxima  voluntaria,  y  según  esto,  no  juzgan 
lícito  ninguno.  Yo,  después  de  respetar  su  opinión,  no 
me  conformo  con  ella.  Soy  más  indulgente  y  digo,  que 
puede  haber  y  de  hecho  habrá,  no  siendo  como  los  que 
se  usan,  algunos  bailes  donde  falten  estas  ocasiones, 
estos  escándalos,  cantares  lascivos,  manoseos,  embria- 
gueces y  demás  abusos  que  se  notan  en  los  más  de  i 
ellos.  ¿Y  cuáles  serán  éstos?  Los  que  se  debieran  usar 
entre  gentes  de  buena  conciencia.  ' 
Si  todos  los  concurrentes  lo  son,  el  baile  será  una  ; 


272 


PENSADOR    MEXICANO 


diversión  honesta.  La  dificultad  estriba  en  que  se  dé  un 
baile  con  tanto  arreglo. 

Dejando  á  todos  que  hagan  lo  que  quieran  en  sus 
casas,  volviendo  á  la  mía,  digo:  que  ya  fatigados  de 
saltar,  beber  y  charlar,  se  fueron  poniendo  en  quietud  á 
más  no  poder,  porque  los  más  no  se  podían  tener  en  pie. 

Los  músicos  arrumbaron  sus  instrumentos  junto  á 
las  sillas,  y  ellos  se  acostaron  en  ellas  lo  mejor  que 
pudieron;  las  mujeres  se  amontonaron  en  el  estrado,  y 
los  hombres  se  pusieron  á  contar  cuentos  y  á  hablar 
ociosidades  para  no  dormirse,  pues  no  tardaba  en  ama- 
necer, como  deseaban,  para  irse  á  tomar  café. 

Las  disposiciones  no  eran  muy  malas;  pero  ellos 
ni  ellas  eran  dueños  de  sí,  sino  el  aguardiente  que  los 
narcotizaba  más  y  más  á  cada  minuto. 

Con  esto,  unos  hablando  y  otros  oyendo  simplezas, 
se  fueron  quedando  dormidos  unos  por  un  lado  y  otros 
por  otro,  siendo  de  los  primeros  Januario. 

La  señora  mi  madre  ya  se  había  recogido  bien 
temprano,  encargándome  que  cuidara  la  casa,  como  lo 
hice,  pues  aunque  tenía  sueño  como  el  mejor,  no  me 
atreví  á  dormir,  temeroso  de  que  no  se  fuera  alguno  á 
llevar  alguna  cosa.  Es  un  demonio  el  interés.  En  el 
estado  de  la  salud  pocas  cosas  desvelan  á  los  hombres 
más  que  él. 

Alerta  estaba  yo  velando  á  todos  y  oyéndolos  roncar 


_íir;v  "v>"-^v-  /'l?'-^'? 


OBRAS   ESCOGIDAS 


273 


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y  vaciar  el  estómago  cual  más  cual  menos.  No  me  era 
muy  grata  esta  música  ni  estos  olores;  y  á  más  de  eso, 
ya  no  podía  sufrir  el  sueño. 

Es  verdad  que  el  zaguán  estaba  cerrado  y  yo  tenía  la 
llave,  por  lo  que  bien  me  podía  haber  acostado;  pero  me 
detenía  el  considerar  que  en  casa  no  había  más  que  mi 
madre,  yo  y  una  criada  buena,  pero  vieja  y  dormilona, 
que  no  madrugaba  si  el  mundo  se  volcara  de  arriba 
abajo.  Mi  madre  no  era  justo  que  se  levantara  á  abrir 
á  aquellos  bribones  á  la  hora  que  á  cada  uno  se  le 
quitara  la  borrachera  y  quisiera  marcharse  para  la  calle, 
y  así  no  había  otro  centinela  más  que  yo,  que  para  no 
dormirme  me  puse  á  divertir  con  los  dormidos  á  mi 
entera  satisfacción,  como  que  sabía  que  dormían,  los 
más.  con  dos  sueños,  el  natural  y  el  del  aguardiente. 

Uno  de  los  perjuicios  que  la  embriaguez  acarrea  al 
que  la  tiene,  es  exponerlo  á  la  irrisión  de  cualquiera, 
como  les  sucedió  á  éstos  conmigo;  pues  á  unos  les  tizné 
las  caras,  á  otros  les  escondí  varias  cosas,  á  otros  les 
cosí  unos  con  otros,  v  á  todos  les  hice  mil  maldades. 

Amaneció  el  día,  corrió  el  ambiente  fresco,  abrí  el 
balcón,  y  á  vista  de  la  luz  y  al  sonido  de  las  campanas  y 
del  ruido  de  la  gente  que  andaba  por  las  calles,  fueron 
despertando;  y  mirándose  unos  á  otros  las  caras  llenas 
de  jaspes  y  labores,  no  podían  contener  la  risa,  especial- 
mente las  mujeres,  las  que  lo  mismo  fué  levantarse  que 

PERIQUILLO   SARNIENTO.  —  T.   I,    A.— 69. 


274  PENSADOR    MEXICANO 

oir,  con  dolor  de  su  corazón,  tronar  sus  vestidos  v  aun 
verlos  hechos  pedazos. 

Unas  disimulaban  su  pesar,  mas  otras  renegaban 
del  picaro  ocioso  que  las  había  inferido  tal  daño,  que 
ciertamente  lo  era;  pero  los  tunantes  como  yo  no  repa- 
ran en  eso;  el  caso  es  divertirse  á  costa  ajena,  y  como 
esto  se  logre,  nada  les  importa  hacer  una  maldad  que 
perjudique  el  interés  y  aun  la  salud  de  los  demás. 

Pasado  el  primer  fervor  del  enojo,  limpias  unas, 
remendadas  otras,  v  todos  más  serenos,  se  marcharon 
para  el  café  ó  á  sus  casas,  menos  Januario  y  tres  ó  cuatro 
amigos  suyos  y  míos,  que  como  más  gorrones  y  sinver- 
güenzas se  quedaron  hasta  apurar  en  el  almuerzo  las 
reliquias  del  día  anterior;  pero  por  fin,  almorzaron,  y 
viendo  que  ya  no  quedaba  niás  que  repelar  de  la  fiesta, 

se  fueron  á  la  calle  v  vo  á  mi  cama. 

«i  II 

Dormí  como  un  podenco  hasta  las  doce  del  día,  á 
cuya  hora  me  levanté  y  hallé  á  la  pobre  vieja  cocinera 
hecha  un  Bernardo  contra  los  bailadores. 

—  Señora,  decía  á  mi  madre,  ¿no  es  brava  sin- 
razón la  de  estos  perdularios,  que  después  de  haber 
tragado  y  divertídose  todo  el  día,  pusieran  la  casa 
como  la  han  puesto?  Mire  usted,  señora,  todo  el 
día  se  me  ha  ido  en  limpiar  sus  porquerías;  porque 
¡Jesús!  ¡Cómo  estaba  todol  era  un  asco.  Un  vómito 
por   el   corredor,    una   suciedad    por    la    escalera,    otra 


ÉÉMÍiMlMát;úu¿MUkM£Bá^<i  ^•.■^..-.^      y     ut.-,      .^^.-J^      ,     .^?    w-^j.  '     --itf--   j^i^g^t.- j^^-.ifc.r..:^.l'.'^r«r  -      **   <¿T^;l'-.'J^-;<-'V.kJ^ 


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OBRAS    ESCOGIDAS  275 

por  otro  lado;  hasta  la  sala,  señora,  hasta  la  sala 
estaba  hecha  una  zahúrda.  ¡Ah  tú!  ¡qué  gente  tan  sucia 
y  tan  grosera!  Pero  lo  que  yo  más  he  sentido,  señora, 
han  sido  las  macetas.  Mire  su  merced  cómo  las  han 
puesto.  Todas  están  destrozadas.  ¡  Ay,  qué  gentes  van  á 
los  bailes  de  tan  mal  natural,  que  no  contentas  con 
tragar,  divertirse,  emborracharse  y  emporcar  la  casa, 
todavía  hacen  mil  maldades  como  esta  I 

Mi   madre  consoló  á  la  viejecita  diciéndole: 

— Dice  usted  bien,  nana  Felipa;  son  unos  picaros, 
indecentes,  groseros  y  malcriados  los  que  hacen  tanto 
mal  en  las  mismas  casas  en  que  se  divierten;  pero  ya, 
por  ahora,  no  hay  remedio.  Ya  usted  sabe  que  mi  mari- 
do no  era  amigo  de  estas  jaranas,  y  así  yo  no  tenía 
experiencia  de  semejantes  groserías;  pero  le  empeño 
á  usted  mi  palabra,  en  que  será  la  primera  y  la  última. 

No  me  gustó  mucho  esta  sentencia,  porque  como  ni 
yo  gastaba  el  dinero,  ni  trabajaba  en  nada  de  la  función, 
hubiera  querido  que  siguieran  los  bailecitos  en  mi  casa, 
á  lo  menos  tres  veces  á  la  semana. 

Sin  embargo,  no  me  metí  por  entonces  en  otra  cosa 
más  que  en  reirme  de  la  vieja,  y  á  la  tarde  á  buena  hora 
tomé  mi  sombrero  y  me  salí  para  la  calle. 

Volví  por  la  primera  á  las  nueve  de  la  noche,  y  hallé 
á  mi  madre  algo  seria,  pues  me  dijo:  ¿que  dónde  había 
estado?  Que  extrañaba  en  mí  tanta  licencia;  que  yo  era 


r: 


276  PENSADOR    MEXICANO 


SU  hijo,  y  que  no  pensara  que  porque  había  muerto  mi 
padre  ya  era  yo  dueño  absoluto  de  mi  Hbertad,  y  otras 
cosas  á  este  modo,  á  las  que  respondí  que  ya  ese  tiempo 
se  había  acabado,  que  ya  yo  no  era  muchacho,  que  ya 
me  rasuraba,  y  que  si  salía  y  me  detenía  en  la  calle,  era 
para  ver  de  qué  cosa  nos  habíamos  de  mantener. 

Semejantes  respostadas  entristecieron  á  mi  madre 
bastante,  y  desde  luego  conoció  lo  que  iba  á  suceder,  que 
l'ué  quitarme  la  máscara  y  perderla  el  respeto  entera- 
mente como  sucedió. 

Quisiera  pasar  este  poco  tiempo  de  maldades  en 
silencio,  y  que  siempre  ignorarais,  hijos  míos,  hasta 
dónde  puede  llegar  la  procacidad  de  un  hijo  insolente 
y  malcriado;  pero  como  trato  de  presentaros  un  espejo 
fiel  en  que  veáis  la  virtud  y  el  vicio  según  es,  no  debo 
disimularos  cosa  alguna. 

Hoy  sois  mis  hijos,  y  no  pasáis  de  unos  muchachos 
juguetones;  pero  mañana  seréis  hombres  y  padres  de 
l'amilias,  y  entonces  la  lectura  de  mi  vida  os  enseñará 
cómo  os  debéis  manejar  con  vuestros  hijos,  para  no 
tener  que  sufrirles  lo  que  mi  pobre  madre  tuvo  que 
sufrirme  á  mí. 

Dos  años  sobrevivió  mi  madre  á  la  muerte  de  mi 
amado  padre,  y  fué  mucho,  según  las  pesadumbres  que 
le  di  en  ese  tiempo,  y  de  que  me  arrepiento  cada  vez  que 
me  acuerdo. 


OBRAS   ESCOGIDAS  277 


Constantemente   disipado,  vago  y  mal  entretenido, 
no  pensaba  sino  en  el  baile,  en  el  juego,  en  las  mujeres,     '     ,       \-^ 
y   en  todo  cuanto  directamente  propendía  á  viciar  mis 
costumbres  más  y  más. 

El  dinerito  que  había  en  casa  no  bastaba  á  cumplir 
mis  deseos.  Pronto  concluyó.  Nos  vimos  reducidos  á  . 
mudarnos  á  una  viviendita  de  casa  de  vecindad:  pero 
como  ni  aun  ésta  se  pudo  pagar,  á  pocos  días  puse  á 
mi  madre  en  un  cuarto  bajo  é  indecente,  lo  que  sintió 
sobremanera,  como  que  no  estaba  acostumbrada  á  seme- 
jante trato. 

La  pobre  de  su  merced  me  reprendía  mis  extravíos; 
me  hacía  ver  que  ellos  eran  la  causa  del  triste  estado  á 
que  nos  veíamos  reducidos;  me  daba  mil  consejos  per- 
suadiéndome á  que  me  dedicara  á  alguna  cosa  útil,  que 
me  confesara,  y  que  abandonara  aquellos  amigos  que  me 
habían  sido  tan  perjudiciales,  y  que  quizá  me  pondrían 
en  los  umbrales  de  mi  última  perdición.  En  fin,  la  infeliz 
señora  hacía  todo  lo  que  podía  para  que  yo  reflexionara 
sobre  mí;  pero  ya  era  tarde. 

El  vicio  había  hecho  callos  en  mi  corazón;  sus 
raíces  estaban  muy  profundas  y  no  hacían  mella  en  él 
ni  los  consejos  sólidos,  ni  las  reprensiones  suaves  ni  las 
ásperas.  Todo  lo  escuchaba  violento  y  lo  despreciaba 
pertinaz.  Si  me  exhortaba  á  la  virtud,  me  reía;  y  si 
me  afeaba  mis  vicios,   me  exasperaba;  y  no  sólo,  sino 

PERIQUILLO   SARNIENTO. —T.    I,    A  .  —  70. 


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278  PENSADOR    MEXICANO 

que  entonces  le  faltaba  al  respeto  con  unas  respuestas 
indignas  de  un  hijo  cristiano  y  bien  nacido,  haciendo 
llorar  sin  consuelo  á  mi  pobre  madre  en  estas  oca- 
siones. 

|Ah,  lágrimas  de  mi  madre,  vertidas  por  su  culpa  y 
por  la  mía!  Si  a  los  principios,  si  en  mi  infancia,  si 
cuando  yo  no  era  dueño  absoluto  de  los  resabios  de 
mis  pasiones,  me  hubiera  corregido  los  primeros  ímpetus 
de  ellas  y  no  me  hubiera  lisonjeado  con  sus  mimos, 
consentimientos  y  cariños,  seguramente  yo  me  hubiera 
acostumbrado  á  obedecerla  y  respetarla;  pero  fué  todo  lo 
contrario:  ella  celebraba  mis  primeros  deslices  y  aun  los 
disculpaba  con  la  edad,  sin  acordarse  que  el  vicio  tam- 
bién tieno  su  infancia  en  lo  moral,  su  consistencia  v 
su  senectud,  lo  mismo  que  el  hombre  en  lo  físico.  VX 
comienza  siendo  niño  ó  trivial,  crece  con  la  costumbre  y 
fenece  con  el  hombre,  ó  llega  á  su  decrepitud  cuando 
al  mismo  hombre  en  fuerza  de  los  años  se  le  amortiguan 
las  pasiones. 

¿Qué  provecho  no  hubiera  resultado  á  mi  madre  y  á 
mí,  si  no  se  hubiera  opuesto  tantas  veces  á  los  designios 
de  mi  padre,  si  no  le  hubiera  embarazado  castigarme,  y 
si  no  me  hubiera  chiqueado  tanto  con  su  imprudente 
amor?  ¡Ah!  yo  me  habría  acostumbrado  á  respetarla,  me 
hubiera  criado  timorato  y  arreglado,  y  bajo  este  sistema 
no  hubiera  yo  padecido  tantos   trabajos   en    el  mundo, 


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OBRAS   ESCOGIDAS  279 

ni  mi  madre  hubiera  sido  víctima  de  mis  desobediencias 
y  vilipendios. 

Lo  más  sensible  es  que  este  funesto  caso  no  carece 
de  ejemplares.  Hijos  de  viudas  consentidoras,  casi  siem- 
pre son  hijos  perdidos  y  malcriados,  y  madres  de  seme- 
jantes hijos  ¿qué  han  de  ser  sino  unas  mujeres  desgra- 
ciadas? 

Sucede  por  lo  común  que  el  padre  es  un  hombre 
regular  que  procura  inspirar  al  niño  unos  sentimientos 
cristianos,  morales  y  políticos,  y  según  ellos  desviarlo  de 
todas  aquellas  bajezas  á  que  el  hombre  se  inclina  natu- 
ralmente. Esto  hace  llorar  al  niño,  y  la  madre  se  aflige  y 
lo  embaraza.  Hace  alguna  travesura,  se  le  celebra;  usa 
alguna  malacrianza,  se  le  disculpa;  produce  algunas  pala- 
bras indecentes,  ó  porque  las  oyó  á  los  criados,  ó  en  la 
calle,  y  se  festejan;  el  padre  se  tuesta  de  estas  cosas,  y 
teme  empeñarse  en  reprenderlas  y  castigarlas  al  hijo, 
porque  cuando  lo  hace,  sabe  que  salta  la  madre  como 
una  leona;  y  ya  sea  porque  la  ama  demasiado,  ya  porque 
no  se  vuelva  aquel  matrimonio  un  infierno,  condesciende 
con  ella,  no  se  castiga  el  delito  del  muchacho,  éste  se 
queda  riendo  y  satisfecho  en  la  impunidad  que  le  asegu- 
ra su  mamá,  da  rienda  á  sus  vicios,  que  entonces,  como 
dijimos,  son  vicios  niños,  puerilidades,  frioleras;  pero 
en  la  edad  adulta  son  crímenes  y  delitos  escandalosos. 

Sin  embargo,  rara  vez  deja  de  servir  de  cierto  freno 


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280  PENSADOR   MEXICANO 

la  presencia  del  padre;  pero  si  éste  muere,  todo  se  acaba 
de  perder.  Roto  el  único  dique  que  había,  aunque  débil, 
se  sale  de  caja  el  río  de  las  pasiones,  atropellando  con 
cuanto  se  pone  por  delante. 

Entonces  la  viuda  reconoce  lo  feroz  de  un  corazón 
entregado  á  la  libertad,  quiere  oponerse  por  la  primera 
vez,    pero   es   tarde;    el   torrente   es   impetuoso,    y   sus 
fuerzas  incapaces  de  contenerlo.    Prueba   los   consejos, 
emplea  las   caricias,    compila    las   reprensiones,    tienta 
las   amenazas,    agota  las  lágrimas,  solicita  castigos,  y 
acaso,  desesperada,  prorrumpe  en  maldiciones  coptra  su 
hijo;  ^  mas  nada  basta.  El  joven  endurecido,  obstinado  y 
acostumbrado  á   no  obedecer  ni  respetar  á  su  madre, 
desprecia  los   consejos,    se    mofa  de  las  caricias,  burla 
las  reprensiones,  se  ríe  de  las  amenazas,  se  divierte  con 
las  lágrimas,    elude    los   castigos  y  retorna  las   impre- 
caciones con  otras  tales,  si  no   se    desacata,    como  se 
ha  visto,  á  poner  sus  viles  manos  en  la  persona  de  su 
madre.  '^ 

Toda  esta  lastimosa  catástrofe  se  excusaría  con 
educar  bien  y  escrupulosamente  á  los  niños.  ¿Y  á  cuán- 
tos puntos  se  pueden  reducir  las  principales  obligaciones 
de  los  padres  acerca  de  la  buena  educación  de  sus  hijos? 
A  tres,  en  sentir  de   un   varón  apostólico  que  floreció 

*  Muchas  veces  se  han  visto  cumplidas  estas  maldiciones.  Los  hijos  deben  guardar- 
se de  merecerlas,  y  los  padres  de  proferirlas.  Todo  es  malo. 

•  Crimen  atroz,  pero  que  no  carece  de  ejemplares. 


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OBRAS   ESCOGIDAS  .281 

en  México.  ^  A  saber:  á  enseñarles  lo  que  deben  saber,  á 
corregirles  lo  mal  que  hacen  y  á  darles  buen  ejemplo. 
Tres  cosas  muy  fáciles  al  decirse,  pero  muy  difíciles 
al  practicarse,  atendiendo  la  multitud  de  hijos  mal  cria- 
dos y  llenos  de  vicios  que  notamos;  mas  no  porque  sean 
difíciles  de  observarse,  porque  el  yugo  del  Señor  es 
suave,  sino  porque  los  tales  padres  y  madres  ni  remota- 
mente se  aplican  á  practicar  los  tres  preceptos  insinua- 
dos; antes  parece  que  al  propósito  se  desvían  de  ellos 
cuanto  pueden. 

Si  es  en  la  instrucción,  se  contentan  con  darles  la 
muy  superficial  por  medio  de  unos  maestros  ó  ayos 
mercenarios,  ^  que  acaso,  viendo  el  chiqueo  de  los  padres, 
no  tratan  más  que  lisonjear  al  pupilo  con  harto  daño 
de  él  y  de  sus  conciencias. 


'    El  padre  Juan  Martínez  de  la  Parra,  de  la  Compañía  de  Jesús. 

*  Hablamos  aquí  de  los  padres  decentes  y  bien  nacidos,  que  obran  de  este  modo; 
no  de  la  gente  vulgar  que  no  abriga  ningunos  sentimientos  regulares;  pues  á  éstos  no 
los  corrige  la  critica  ni  la  persuasión.  Estos  bárbaros  que  llevan  al  hijo  á  que  los  cuide 
cuando  el  aguardiente  los  arroja 'por  las  calles;  otros  que  los  llevan  al  juego,  y  aun 
juegan  con  ellos;  otros  en  cuyas  pocilgas  jamás  se  oyen  sino  maldiciones,  juramentos, 
riñas  y  obscenidades,  etc.;  éstos  no  sólo  no  pueden  dar  á  sus  hijos  buena  educación  ni 
buen  ejemplo,  porque  son  unos  brutos  racionales,  sino  que  por  esta  misma  razón 
siempre  los  imbuyen  en  sus  errores  y  preocupaciones,  y  con  sus  perversos  ejemplos  les 
forman  un  corazón  de  demonios.  Esta  es  una  triste  verdad,  pero  verdad  que  si  se  qui- 
siera desmentir  hablaran  en  su  favor  las  pulquerías,  tabernas,  villarcitos,  cárceles  y 
calles  de  esta  ciudad,  que  no  están  llenas  de  otra  polilla  que  de  estos  haraganes  y  vicio- 
sos. ¡Qué  cosa  tan  grande  fuera  el  hacerlos  útiles  al  Estado  y  á  sí  mismos!  ¿Qué  provi- 
dencias más  conducentes  para  el  caso,  que  encargarse  de  sus  hijos,  proporcionándoles 
por  amor  y  por  fuerza  la  buena  educación  ?  ¿Y  qué  arbitrio,  á  mi  parecer,  más  fácil  para  / 
ello  que  el  proyecto  de  las  escuelas  gratuitas,  que  propuse  en  el  tomo  tercero  de  mi 
Pentador  mexicano,  números  7,  8  y  9f  Yo  aseguro  que,  practicado  en  todeis  sus  partes, 
dentro  de  diez  años  nuestra  plebe  no  fuera  tan  necia,  viciosa  é  inútil  como  hoy.  Esto 
seria  hacer  de  las  piedras  hijos  de  Abrahán. 

PERIQUILLO  SARNIENTO.  —  T.  I,   A.  — 71. 


282  PENSADOR    MEXICANO 

Si  es  en  la  corrección,  ya  hemos  dicho  el  abandono 
de  estos  padres,  y  especialmente  de  las  madres. 

Últimamente,  si  es  en  el  ejemplo,  ¿cuál  es  el  ordina-  v 
rio  que  ven  los  hijos  en  sus  casas?  Lujo  en  las  personas, 
excesos  en  la  mesa,  orgullo  con  los  criados,  altanería 
y  desprecio  con  los  pobres. 

Esto  es  cuando  menos,  que  cuando  más  ya  se  sabe 
lo  que  ven  y  oyen  los  niños  en  muchas  casas.  Y  siendo 
el  ejemplo  el  aliciente  más  poderoso  para  formar  bien  ó 
mal  el  corazón  del  niño  en  aquella  edad,  ¿cómo  será  éste 
con  tales  ejemplos?  Los  resultados  nos  lo  dicen:  niño  en- 
greído, grande  soberbio;  niño  consentido,  grande  necio; 
niño  abandonado,  grande  perdido;  y  así  de  lo  demás. 

Todo  esto  se  remediaba  con  la  buena  educación, 
y  ésta  desde  temprano.  El  consejo  es  del  Espíritu  Santo, 
que  dice:  Si  (icncs  ¡ti/os,  instruyelos  desde  su  niñez.  (EccL., 
cap.  VII).  El  árbol  se  ha  de  enderezar  cuando  es  vara,  no 
cuando  se  robustece  y  es  tronco.  Los  médicos  dicen  que 
los  remedios  se  deben  aplicar  al  principio  de  las  enferme- 
dades, antes  que  tomen  cuerpo,  antes  que  se  vicie  toda  la 
sangre  y  corrompa  los  humores.  Los  diestros  cirujanos 
componen  el  hueso  luego  que  se  disloca,  y  lo  entablan 
luego  que  advierten  la  fractura;  porque  si  no,  cría 
bahilla  y  se  imposibilita  la  cura. 

Así,  ni  más  ni  menos,  debe  ser  la  educación  de 
los  niños;  desde  pequeños,  antes  que  sean  troncos.  Se 


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OBRAS  ESCOGIDAS  283 

han   de   corregir   sus   deslices  luego  que  se  les  noten, 
porque  si  no,  crían  babilla. 

Estas  verdades  son  más  claras  que  el  agua,  más 
repetidas  que  los  días;  no  hay  quién. diga  que  las  ignora, 
y  con  todo  eso  no  se  ven  sino  muchachos  mal  criados  y 
necios,  que  después  son  unos  hombres  vagos,  viciosos 
y  perdidos. 

Esto  no  puede  estar  en  otra  cosa  sino  en  que 
obramos  contra  lo  mismo  que  sabemos.  Consentimos  á 
los  muchachos,  por  serlo,  y  por  tenerles  demasiado 
amor;  ellos,  cuando  jóvenes,  nos  llenan  de  pesadumbres 
y  disgustos,  y  entonces  son  los  ojalas  y  los  malhayas, 
pero  sin  fruto. 

¿Cuánto  mejor  y  más  fácil  no  es  domar  al  caballo 
de  potro  que  de  viejo?  Tienen  los  padres  un  freno  y  un 
acicate  muy  oportuno  para  el  caso,  y  que,  sabiéndolos 
manejar  con  prudencia,  es  casi  imposible  que  deje  de 
producir  buenos  efectos.  El  freno  es  la  ley  evangélica 
bien  inspirada  y  el  acicate  el  buen  ejemplo  practicado 
constantemente. 

Los  campistas  de  nuestra  tierra  dicen  que  el  mejor 
caballo  necesita  las  espuelas;  así  podemos  decir,  que  el 
niño  más  dócil  y  el  de  mejor  natural  ha  menester  obser- 
var buenos  ejemplos  para  formar  su  corazón  en  la  sana 
moral  y  no  corromperse.  Esta  es  la  espuela  más  eficaz 
para  que  los  niños  no  se  extravíen. 


284  PENSADOR   MEXICANO 

El  buen  ejemplo  mueve  más  que  los  consejos,  las 
insinuaciones,  los  sermones  y  los  libros.  Todo  esto  es 
bueno;  pero  por  fin  son  palabras  que  casi  siempre 
se  las  lleva  el  viento.  La  doctrina  que  entra  por  los  ojos, 
se  imprime  mejor  que  la  que  entra  por  los  oídos.  Los 
brutos  no  hablan,  y  sin  embargo,  enseñan  á  sus  hijos,  y 
aun  á  los  racionales  con  su  ejemplo.  Tanta  es  su  fuerza. 

No  hay  que  admirarse  de  que  el  hijo  del  borracho 
sea  borracho;  el  del  jugador,  tahúr;  el  del  altivo,  alti- 
vo, etc.,  etc.;  porque  si  eso  aprendió  de  sus  padres,  no 
es  maravilla  que  haga  lo  que  vio  hacer.  El  hijo  del 
gato  caza  ratón,  dice  el  reirán. 

Lo  que  sí  es  maravilla,  ó  por  mejor  decir,  cosa  de 
risa,  es  que,  como  apunté  poco  há,  cuando  el  hijo  ó  hija 
son  grandes,  y  grandes  picaros,  cuando  cometen  grandes 
delitos  y  dan  grandes  disgustos,  entonces  los  padres  y 
las  madres  se  hacen  de  las  nuevas  y  exclaman:  <<¡ Quién 
lo  pensara  de  mi  hijo  I  ¡Quién  lo  creyera  de  fulanal» 
¡Tontos!  ¿Quién  lo  ha  de  creer,  quién  lo  ha  de  pensar? 
Todo  el  mundo;  porque  todo  el  mundo  ha  visto  cuál  ha 
sido  vuestro  modo  de  criarlos.  El  milagro  fuera  que,  edu- 
cándolos bien  y  dándolos  buenos  ejemplos,  ellos  salieran 
indóciles  y  perversos;  pero  que  salgan  malos  cuando  la 
doctrina  que  han  mamado  ha  sido  ninguna,  y  los  ejem- 
plos que  han  visto  han  sido  pésimos,  es  una  cosa  muy 
natural;    porque   todos  los  efectos  corresponden  á  sus 


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OBRAS   ESCOGIDAS  285 

causas.  ¿Quién  se  ha  admirado  hasta  hoy  de  que  un 
poco  de  algodón  arda  si  se  aplica  al  í'uego,  ni  que  se 
manche  un  pliego  de  papel  si  se  mete  en  una  olla  de 
tinta?  Nadie,  porque  todos  saben  que  es  propio  del  fuego 
quemar  lo  combustible,  y  de  la  tinta  teñir  lo  susceptible 
de  su  color.  Pues  tan  natural  así  es  que  los  niños  ardan 
con  la  mala  educación  y  se  contaminen  con  los  malos 
ejemplos.  Lo  que  importa  es  no  darles  una  ni  otros. 

Por  esto  entre  los  laccdemonios  se  acostumbraba 
castigar  en  los  padres  los  delitos  de  los  hijos,  discul- 
pando en  éstos  la  falta  de  advertencia  v  acriminando  en 
aquéllos  la  malicia  ó  la  indolencia. 

Wenceslao  y  Bolcslao,  príncipes  de  Bohemia, 
fueron  hermanos,  hijos  de  una  madre:  el  primero  fué 
un  santo,  á  quien  veneramos  en  los  altares,  y  el  segundo 
un  tirano  cruel  que  quitó  la  vida  á  su  mismo  hermano. 
Distintos  naturales,  distintas  suertes;  pero  ¿á  qué  se 
atribuirán  sino  á  las  distintas  educaciones?  Al  primero 
lo  educó  su  abuela  Ludmila,  mujer  piadosísima  y  santa, 
y  al  segundo,  su  madre  Draomira,  mujer  loca,  infame 
y  torpísima.  ¡  Tal  es  la  fuerza  de  la  buena  ó  mala  educa- 
ción en  los  primeros  años! 

Cuando  ponderamos  lo  mal  que  hacen  los  padres 
cuando  faltan  á  las  obligaciones  que  tienen  contraídas 
respecto  de  los  hijos,  no  disculpamos  á  éstos  de  sus 
desacatos  é  inobediencias.    Unos  y  otros  hacen  mal,  y 

PERIQUILLO    SARNIENTO.  —  T,    I,    A.  —  72. 


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286  PENSADOR    MEXICANO 

unos  y  otros  trastornan  el  orden  natural,  infringen  la 
ley  y  perjudican  las  sociedades  en  que  viven,  y  no 
enmendándose,  unos  y  otros  se  condenan;  pues,  como 
se  lee  en  los  sagrados  libros:  ^  los  hijos  recogen  la  lena 
y  los  padres  encienden  el  luego. 

Es  verdad  que  Dios  dice  que  el  hijo  malcriado  será 
el  oprobio  tj  la  confusión  de  sus  padres;  pero  también 
están  llenas  de  anatemas  las  divinas  letras  contra  tales 
hijeas.  Oid  algunas  que  constan  en  los  Proverbios  y  el 
Eclesiástico:  Se  extinf/uird  la  vida  del  rjue  maldice  d 
su  padre,  y  pronto  quedará  entre  las  tinieblas  del  sepul- 
cro. Mala  será  la  fama,  ú  se  lei'á  desJionrado  el  c¡ue 
menosprecia  d  su  madre.  El  (¡ue  aflige  d.  su  padre  ó 
huye  de  su  madre,  será  ignominioso  ó  infeliz.  La  mal- 
dición de  ésta  destruye  Jiasta  los  cimientos  de  la  casa 
de  los  malos  Iii/Os.  y  por  último:  Decoren  los  cuervos 
carnicecos  el  cadáver,  y  sárjuenle  los  ojos  al  que  se  cdrece 
d  burlarse  de  su  padre. 

Horrorizan  estas  maldiciones;  pero  y  qué,  ¿habrá 
hijos  tan  inicuos,  ingratos  y  desalmados  que  las  merez- 
can? Esto  mismo  dudó  Solón,  y  por  eso  cuando  dio 
leyes  á  los  atenienses  y  les  señaló  castigo  á  todos  los 
delitos,  no  lo  señaló  al  hijo  ingrato  y  parricida,  '■^  diciendo 
que  no  se   persuadía   pudiera   haber  tales   hijos.    ¡Ah! 

•    Jerem.,  7,  V.  18. 

^    Para  el  caso  lo  mismo  es  matarlos  á  pesadumbres  que  con  veneno  ó  puñal. 
Todo  es  quitarles  la  vida. 


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OBRAS   ESCOGIDAS  287 

Nosotros  no  podemos  fingirnos  esta  duda,  porque  vemos 
mil  hijos  que  ni  merecen  este  nombre,  según  son  de 
perversos  é  ingratos  con  sus  padres. 

Por  el  contrario,  prodiga  Dios  las  bendiciones  de 
los  hijos  buenos,  amantes  y  obedientes  á  sus  genera- 
dores. Dice  (jue  vivirán  ¡arijo  tiempo  sobre  la  tierra, 
que  la  bendición  del  padre  afirma  las  casas  de  los  hijos, 
esto  es,  su  felicidad  temporal.  Que  de  la  honra  que 
tributaren  al  padre,  resultará  la  gloria  del  Jiijo  ó  su 
buen  nombre.  Que  el  Señor  se  acordará  del  buen  hijo 
en  el  día  de  su  tribulación;  que  atenderá  sus  oraciones; 
<¡ue  les  perdonará  sus  pecados,  y  en  fin.  que  les  acom- 
pañará la  bendición  de  Dios  eternamente . 

Es  tan  justo,  debido  y  natural  el  amor,  respeto  y 
gratitud  que  los  hijos  deben  á  los  padres,  que  los  mismos 
paganos  que  no  conocieron  al  verdadero  Dios,  ni  se 
impusieron  en  sus  bendiciones  y  amenazas,  nos  lo  deja- 
ron recomendado  no  sólo  con  sus  plumas  sino  con  sus 
obras. 

¡Qué  amor  el  de  aquella  joven  romana,  que  estando 
su  padre  preso  y  sentenciado  á  morir  de  hambre,  se  di<'> 
arbitrio  para  alimentarlo  por  una  rendija  de  la  puerta 
de  la  cárcel!  Y  ¿con  qué?  Con  la  leche  de  sus  pechos. 
Acción  tan  tierna  (jue,  sabida  por  los  jueces,  le  granjeó 
el  indulto  al  infeliz  anciano. 

¡  Qué  respeto  el  de  aquellos  dos  nobles  hijos  Cleoves 


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288  PENSADOR    MEXICANO 

y  Vit(')n.  que  laltando  los  caballos,  ellos  tiraron  la  carroza 
y  condujeron  hasta  las  puertas  del  templo  á  su  madre  la 
sacerdotisa!  Acción  que  elogió  Cicerón  y  la  aplaudieron 
tanto  los  romanos,  (jue  veneraron  como  á  dioses  á  aque- 
llos dos  tan  reverentes  hijos. 

¡Qué  piedad  la  de  Eneas,  que  ardiendo  la  ciudad  de 
Troya  en  la  noche  fatal  de  su  exterminio,  cuando  todo 
era  espanto,  terror  y  confusión,  y  no  tratando  todos  sino 
de  librarse  de  la  muerte,  él  corre  donde  estaba  su  viejo 
padre  Anchises,  lo  pone  sobre  sus  hombros,  vuela  con  él 
por  entre  las  llamas,  y  le  asegura  la  vida  diciéndole: 

Ea,  vén  á  mi  cerviz,  que  yo  en  mis  hombros 
Te  tengo  de  librar,  ¡oh  padre  amado  I 
Sin  que  tan  dulce  carga  en  ningún  tiempo 
Me  agrave  ni  la  estime  por  trabajo: 
Sea  después  lo  que  fuere,  que  hora  el  riesgo 
O  la  dicha  será  comün  á  entrambos!  • 

Estos  heroicos  ejemplos  ¿no  embelesan,  no  encan- 
tan, no  enternecen  á  los  buenos  hijos?  Y  á  los  malos 
¿no  los  avergüenzan  y  confunden?  Estas  brillantes  accio- 
nes no  fueron  hechas  por  unos  santos  cristianos,  ni  por 
unos  anacoretas  del  yermo,  sino  por  unos  gentiles,  por 
unos  paganos  que  no  gozaron  la  luz  del  Evangelio,  ni 
tuvieron  noticia  de  sus  infalibles  promesas,  y  sin  em- 
bargo, amaban,  veneraban  y  socorrían  á  sus  padres  hasta 
el  extremo  que  habéis  visto,  sin  más  guía  que  la  natura- 

'    ViKOiLio.  Eneida,  2. 


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OBRAS    ESCOGIDAS 


289 


leza  y  sin  más  interés  que  la  complacencia  interior  que 
es  uno  de  los  frutos  de  la  virtud. 

Pero  los  malos  hijos  no  s<')lo  no  veneran  á  sus 
padres,  sino  (jue  los  insultan,  y  lejos  de  socorrerlos  y 
alimentarlos,  les  disipan  cuanto  tienen,  los  abandonan 
y  los  dejan  perecer  en  la  miseria.  ¡Ay  de  tales  hijos!  y 
¡ay  de  mil  que  í'uí  uno  de  ellos,  y  á  tuerza  de  disgustos 
y  sinsabores  di  con  mi  pobre  madre  en  la  sepultura, 
como  lo  veréis  en  el  capítulo  primero  del  tomo  que  sigue. 


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PERIQUILLO   SARNIENTO. —T.    I,    A.  — 73. 


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ÍNDICE 


DEÍI^    TOMO    I^RIMBRO,    A. 


Prólogo I 

Capítulo  í.  — Comienza  Periquillo  escribiendo  el  motivo  que 
tuvo  para  dejar  á  sus  hijos  estos  cuadernos,  y  da 
razón  de  sus  padres,  patria,  nacimiento  y  demás 
ocurrencias  de  su  infancia i 

»  II. — En  el  que  Periquillo  da  razón  de  su  ingreso  á 
la  escuela,  los  progresos  que  hizo  en  ella,  y  otras 
particularidades  que  sabrá  el  que  las  leyere,  las 
oyere  leer,  ó  las  preguntare 19 

»  III. — En  el  que  Periquillo  describe  su  tercera  escue- 
la, y  la  disputa  de  sus  padres  sobre  ponerlo  á 
oficio.        .       . 39 

»  IV. —  En  el  que  Periquillo  da  razón  en  que  paró  la 
conversación  de  sus  padres,  y  del  resultado  que 
tuvo,  y  fué  que  lo  pusieron  á  estudiar,  y  los 
progresos  que  hizo 57 

»  V. — Escribe  Periquillo  su  entrada  al  curso  de  artes, 
lo  que  aprendió,  su  acto  general,  su  grado,  y 
otras  curiosidades  que  sabrá  el  que  las  quisiere 
saber 75 

PERIQUILLO  SARNIENTO.  —  T.  I,   A.— 74. 


294  ÍNDICE 

Capítulo  VI. —  En  el  que  nuestro  bachiller  da  razón  de  lo  que 
le  pasó  en  la  hacienda,  que  es  algo  curioso  y 
entretenido 89 

»  VII. —  Prosigue    nuestro   autor  contando   los  sucesos 

que  le  pasaron  en  la  hacienda 109 

»  VIII. —  En  el  íjue  escribe  Periquillo  algunas  aventuras 
que  le  pasaron  en  la  hacienda  y  la  vuelta  á  su 
casa 131 

»  IX. — Llega  Periquillo  á  su  casa  y  tiene  una  larga 
conversación  con  su  padre  sobre  materias  curio- 
sas é  interesantes 147 

»  X. —  Concluye  el  padre  de  Periquillo  su  instrucción. 
Resuelve  este  estudiar  teología.  La  abandona. 
Quiere  su  padre  ponerlo  á  oficio,  él  se  resiste,  y 
se  refieren  otras  cosillas 171 

»  XI. — Toma  Periquillo  el  hábito  de  religioso,  y  se 
arrepiente  en  el  mismo  día.  Cuéntanse  algunos 
intermedios  relativos  á  esto 195 

»  XII. — Trátase  sobre  los  malos  y  los  buenos  consejos; 
muerte  del  padre  de  Periquillo,  y  salida  de  éste 
del  convento -       .       221 

»  XIII. — Trata  Periquillo  de  quitarse  el  luto,  y  se  dis- 
cute sobre  los  abusos  de  los  funerales,  pésames, 
entierros,  lutos,  etc 237 

V  XI\'. —  Critica  Periquillo  los  bailes,  y  hace  una  larga  y 
útil  digresión  hablando  de  la  mala  educación  que 
dan  muchos  padres  á  sus  hijos,  y  de  los  malos 
hijos  que  apesadumbran  á  sus  padres.     .       .       .       265 


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PAUTA 


para  la  colocación  de  las  láminas 


J.  Joaquín  Fernández  de  Lizardi.   .       .       ...       .       .       .  I 

—  ¿Ves,  hijo,  qué  primores  encierra  la  naturaleza,  aun  en  cuatro 

hierbecitas  y  unos  animalitos  que  aquí  tenemos?     .       .       .  41 

—  Señor,  usted  ha  estudiado,    díganos;    ;por   qué   hablan   los 

pericos  como  la  gente? .       .120 

...  llevándome  á  varias  tertulias  que  frecuentaba  en  algunas  casas 

medianamente  decentes 180 

...  lo  mismo  fué  levantarse  que  oir,  con  dolor  de  su  corazón,  tro- 
nar sus  vestidos  y  aun  verlos  hechos  pedazos.  .       .       .       .         274 


ESTE  TOMO  SE 

ACABÓ  DE  IMPRIMIR  EN  BARCELONA, 

EN  EL  ESTABLECIMIENTO  TIPO-LITOGRÁFICO 

DE  ESPASA  Y  COMPAÑÍA, 

EN    AGOSTO    DE 

1897 


..;r2l53.' 


EL 


PERIQUILLO  SARNIENTO 


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ES   PROPIEDAD 


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ir;>';  '£-«:«':' 


EL  PENSADOR  MEXICANO 

(J.  JOAQUÍN  FERNÁNDEZ  DE  LIZARDI) 


EL 


n:i.) 


h:kl()[llJX)SARMBNT() 


LA  QUIJOTITA 

nON   CATRÍN    DE    LA    FACHENDA.  —  NOCHES  TRISTES 

DÍA  ALEGRE.  — FÁBULAS 

PRÓLOGO    DE 

n.   FRANí^SCO  SOSA 

EDICIÓN  DE  LUJO 

ADORNADA    CON    LÁMINAS    CROMOLITOGRAI- lADAS,    Y    ENRIQUECIDAS   SUS    PÁGINAS 

CON    NUMEROSOS   GRABADOS 

DIBUJOS  DE 

D.  ANTONIO  UTEILLO 


TOMO  I 


MÉXICO 

J.  Baliéscá   \    Conjpañía.  Sucesor 


8,     SANTA     ISABEL,     8 


SANTA  TERESA,  8,   BARCELONA-GRACIA 
1897 


^■>^  _       ■■  ^ . 


^Vl:'.  tÍi.^''-V-/.j.4J' 


■^kxUuiÉIÉiH^b . 


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VIDA  Y  HECHOS 


TO 


ESCRITA  POR  ÉL 

para  sus  hijos 


CAPÍTULO  PRIMERO 

Escribe  Periquillo  la  muerte  de  su  madre,  con  otras  cosillas  no  del  todo 

desagradables 

I  Con  qué  constancia  no  está  la  gallina  lastimándose 
el  pecho  veinte  días  sobre  los  huevos  I   Cuando  los  siente 

PERIQUILLO  SARNIENTO.— T,  I,   B,  —  l.  • 


2  PENSADOR   MEXICANO 

animados,  ¡con  qué  prolijidad  rompe  los  cascarones  para 
ayudar  á  salir  á  los  pollitos  1  Salidos  éstos,  ¡con  qué 
eficacia  los  cuida;  con  qué  amor  los  alimenta;  con  qué 
ahinco  los  defiende;  con  qué  cachaza  los  tolera,  y  con 
qué  cuidado  los  abriga! 

Pues  á  proporción  hacen  esto  mismo  con  sus  hijos 
la  gata,  la  perra,  la  yegua,  la  vaca,  la  leona  y  todas  las 
demás  madres  brutas.  Pero  cuando  ya  sus  hijos  han 
crecido,  cuando  ya  han  salido,  digámoslo  así,  de  la  edad 
pueril .  y  pueden  ellos  buscar  el  alimento  por  sí  mismos, 
al  momento  se  acaba  el  amor  y  el  chiqueo,  y  con  el 
pico,  dientes  y  testas,  los  arrojan  de  sí  para  siempre. 

No  así  las  madres  racionales.  ¡Qué  enfermedades 
no  sufren  en  la  preñez  1  ¡Qué  dolores  y  á  qué  riesgos 
no  se  exponen  en  el  parto!  ¡Qué  achaques,  qué  cuida- 
dos y  desvelos  no  toleran  en  la  crianza!  Y  después  de 
criados,  esto  es.  cuando  ya  el  niño  deja  de  serlo,  cuando 
es  joven  y  cuando  puede  subsistir  por  sí  solo,  jamás 
cesan  en  la  madre  los  afanes,  ni  se  amortigua  su  amor, 
ni  fenecen  sus  cuidados.  Siempre  es  madre,  y  siempre 
ama  á  sus  hijos  con  la  misma  constancia  y  entusiasmo. 

Si  obraran  con  nosotros  como  las  gallinas,  y  su 
amor  S('»lo  durara  á  medida  de  nuestra  infancia,  todavía  no 
podríamos  pagarlas  el  bien  (jue  nos  hicieron,  ni  agradecer- 
las las  fatigas  (|ue  les  costamos,  pues  no  es  poco  el  de- 
berlas la  existencia  física  v  el  cuidado  de  su  conservación. 


iL^^MÍiZí-^-^-^i^.'^ .:^  V-..  ■>  'Mt^]^~^^.^j^iw,3^.^^éáé^r  '  ^¿^^^'^í  L4-.^'^'«JlI>.v. 


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OBRAS   ESCOGIDAS  Ó 

No  son  ciertamente  otras  las  causales,  porque  nos 
persuade  el  Eclesidsiico  nuestro  respeto  y  gratitud  hacia 
los  padres.  Honra  d  tu  padre,  dice  en  el  cap.  VII,  honra 
á  tu  padre,  y  no  olvides  los  gemidos  de  tu  madre.  Acuér- 
date que  si  no  fuera  por  ellos  no  existieras,  y  pórtate 
con  ellos  con  el  amor  que  ellos  se  portaron  contigo.  Y  el 
santo  Tobías,  el  Viejo,  le  dice  á  su  hijo:  Honraras  á  tu 
madre  todos  los  días  de  tu  vida,  debiéndote  acordar  de  los 
peligros  y  trabajos  que  padeció  por  tí  cuando  te  tuco  en 
su  vientre.   (Tobías,  cap.  IV). 

En  vista  de  esto,  ¿quién  dudará  que  por  la  natu- 
raleza y  por  la  religión  estamos  obligados,  no  sólo  á 
honrar  en  todos  tiempos,  sino  á  socorrer  á  nuestros 
padres  en  sus  necesidades  y  bajo  culpa  grave? 

Digo  en  todos  tiempos,  porque  hay  un  abuso  entre 
algunas  personas,  que  piensan  que  en  casándose  se 
exoneran  de  las  obligaciones  de  hijos,  y  que  ni  se 
hallan  estrechadas  á  obedecer  ni  respetar  á  sus  padres 
como  antes,  ni  tienen  el  más  mínimo  cargo  de  soco- 
rrerlos. 

Yo  mismo  he  visto  á  muchos  de  éstos  y  éstas  que 
después  de  haber  contraído  matrimonio,  ya  tratan  á  sus 
padres  con  cierta  indiferencia  y  despego  que  enfada. — 
No,  dicen ,  ya  estoy  emancipado,  ya  salí  de  la  patria  po- 
testad, ya  es  otro  tiempo. —  Y  la  primera  acción  con  que 
toman  posesión  de  esta  libertad  es  con  chupar  ó  fumar 


4  PENSADOR   MEXICANO 

tabaco  delante  de  sus  padres.  ^  A  seguida  de  esto,  les 
hablan  con  cierto  entono,  y  por  último,  aunque  estén 
necesitados,  no  los  socorren. 

Cuanto  á  lo  primero,  esto  es,  cuanto  al  respeto  y  la 
veneración,  nunca  quedan  los  hijos  eximidos  de  ella,  sea 
cual  fuere  el  estado  en  que  se  hallen  colocados,  ó  la 
dignidad  en  que  estén  puestos.  Siempre  los  padres  son 
padres,  y  los  hijos  son  hijos,  y  en  éstos,  lejos  de  vitupe- 
rarse, se  alaba  el  respeto  que  manifiestan  á  aquéllos. 
Casado  y  rey  era  Salomón,  y  bajó  del  trono  para  recibir 
con  la  mayor  sumisión  á  su  madre  Betsabé;  lo  mismo 
hizo  Bonifacio  VIII  con  la  suya,  y  hace  todo  buen  hijo, 
sin  que  estas  humillaciones  les  hayan  acarreado  otra 
cosa  que  gloria,  bendiciones  y  alabanzas. 

Por  lo  que  toca  al  socorro  que  deben  impartirles  en 
sus  necesidades,  aún  es  más  estrecha  la  obligación.  No 
se  excusa  la  mujer,  teniéndolo,  con  decir:  «Mi  marido 
no  me  lo  da:»  pedírselo,  que  si  él  fué  buen  hijo,  él  lo 
dará;  y  si  no  lo  diere,  economizarlo  del  gasto  y  del  lujo; 
pero  que  haya  para  galas,  bailes  y  otras  extravagancias 
y  no  haya  para  socorrer  á  la  madre,  es  cosa  que  escan- 

'  El  fumar  no  es  malo,  es  un  vicio  de  los  tolerables,  y  aunque  él  por  sí  es  muchas 
veces  pernicioso  á  la  salud  y  gravoso  á  la  bolsa,  ya  la  costumbre  lo  tiene  favorecido; 
pero  ¿el  chupar  delante  de  los  padres?  Tampoco  es  malo;  es  tan  licito  como  delante  de 
los  que  no  lo  son.  Ningún  padre  se  escandalizará  si  ve  que  su  hijo  toma  polvos  en  su 
presencia;  mas  con  todo  eso,  la  misma  costumbre  que  sufre  que  se  tome  tabaco  aun 
en  la  iglesia,  por  las  narices,  no  lo  tolera  por  la  boca,  ni  delante  de  los  padres  y  supe- 
riores. Ello  es  una  preocupación,  pero  pasadera,  y  con  la  que  probamos  nuestro  respeto 
á  algunas  personas  y  lugares. 


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OBRAS   ESCOGIDAS  5 

daliza;  bien  que  apenas  cabe  en  el  juicio  que  haya  tales 
hijas. 

Más  frecuentemente  se  ve  esto  en  los  hombres,  que 
luego  dicen :  —  ¡Oh I  yo  socorriera  á  mis  padres;  pero  soy 
un  pobre,  tengo  mujer  é  hijos  á  quienes  mantener,  y  no 
me  alcanza. — ¡Holal  Pues  tampoco  esa  es  disculpa  justa. 
Consulten  á  los  teólogos,  y  verán  cómo  están  en  obliga- 
ción de  partir  el  pan  que  tengan  con  sus  padres;  y  aún 
hay  quien  diga  ^  que  en  caso  de  igual  necesidad,  bajo  de 
culpa  grave,  primero  se  ha  de  socorrer  á  los  padres  que 
á  los  hijos. 

No  favorecer  á  los  padres  en  un  caso  extremo,  es 
como  matarlos.  Delito  tan  cruel,  que  asombrados  de  su 
enormidad  los  antiguos,  señalaron  por  pena  condigna 
á  quien  lo  cometiera,  el  que  lo  encerraran  dentro  de 
un  cuero  de  toro,  para  que  muriera  sofocado,  y  que 
de  este  modo  lo  arrojaran  á  la  mar,  para  que  su  cadá- 
ver ni  aun  hallara  descanso  en  el  sepulcro. 

¿Pues  cuántos  cueros  se  necesitarán  para  enfardelar 
á  tantos  hijos  ingratos  como  escandalizan  al  mundo  con 
sus  vilezas  y  ruindades?  En  aquel  tiempo  yo  no  me 
hubiera  quedado  sin  el  mío;  porque,  no  sólo  no  socorrí 
á  mi  madre,  sino  que  le  disipé  lo  poco  que  mi  padre 
le  dejó  para  su  socorro. 

¡Qué  caso!    De  las  cinco  reglas  que  me  enseñaron 

*    Santo  Tomás. 

PERIQUILLO   SARNIENTO. —  T.    I,   B.  —  2.       . 


b  PENSADOR   MEXICANO 

en  la  escuela,  unas  se  me  olvidaron  enteramente  con  la 
muerte  de  mi  padre,  y  en  otras  me  ejercité  completa- 
mente. Luego  que  se  acabaron  los  mediecillos  y  se  ven- 
dieron las  alhajitas  de  mi  madre,  se  me  olvidó  el  sumar, 
poríjue  no  tenía  (jué:  multipUcar  nunca  supe;  pero  medio 
jKirtir  y  partir  por  entero,  entre  mis  amigos,  y  las 
amigas  mías  y  de  ellos,  todo  lo  que  llegaba  A  mis 
manos,  lo  aprendí  perfectamente;  por  eso  se  acabó  tan 
pronto  el  principalito;  y  no  bastó,  sino  que  siempre  que- 
daba re.<ían(lu  á  mis  acreedores,  y  sacaba  esta  cuenta  de 
memoria:  (juien  debe  á  uno  cuatro,  á  otro  seis  y  á  otro 
tres,  etc.,  y  no  les  paga,  les  debe.  Eso  sabía  yo  bien: 
deber,  destruir,  aniquilar,  endrogar  y  no  pagar  á  nadie 
de  esta  vida;  y  éstas  son  las  cuentas  que  saben  los  per- 
didos de  pe  á  />«.  Sumar  no  saben,  porque  no  tienen  qué; 
multiplicar  tampoco,  porque  todo  lo  disipan;  pero  restar 
á  quien  se  descuida  y  partir  lo  poco  que  adquieren  con 
otros  haraganes  petardistas  que  llaman  sus  amigos,  eso 
sí  saben  como  el  mejor,  sin  necesitar  las  reglas  de  arit- 
mética para  nada.    Así  lo  hice  yo. 

En  estas  y  las  otras,  no  quedó  en  casa  un  peso 
ni  cosa  que  lo  valiera.  Hoy  se  vendía  un  cubierto; 
mañana  otro;  pasado  mañana  un  nicho;  otro  día  un 
i'opero;  hasta  que  se  concluyó  con  todos  los  muebles 
y  menaje.  Después  se  siguió  con  toda  la  ropita  de  mi 
madre,  de  la  que  en  breve  dieron  cuenta  en  el  Montepío 


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OBRAS   ESCOGIDAS  7 

y  en  las  tiendas,  pues  como  no  liabía  para  sacarla,  todas 
las  prendas  se  perdieron  en  una  bicoca. 

Es  verdad  que  no  todo  lo  gasté  yo;  algo  se  consumió 
£ntre  mi  madre  y  nana  Felipa,  Eramos  como  aquel  loco 
de  quien  refiere  el  padre  Almeida  ^  que  había  dado  en 
la  tontera  de  que  era  la  Santísima  Trinidad,  y  un  día  le 
preguntó  uno  ¿que  cómo  podía  ser  eso  andando  tan  des- 
pilfarrado y  lleno  de  andrajos?  A  lo  que  el  loco  contestó: 
^•qué  quiere  iisted/'  si  somos  tres  al  romper.  Así  sucedía 
en  casa,  que  éramos  tres  al  comer  y  ninguno  al  buscar. 
Bien,  que  cuando  hubo,  yo  gastaba  y  tiraba  por  treinta; 
y  así  á  mí  sólo  se  me  debe  echar  la  culpa  del  total  des- 
barato de  mi  casa. 

La  pobre  de  mi  madre  se  cansaba  en  persuadirme 
solicitara  yo  algún  destino  para  ayudarnos;  pero  yo  en 
nada  menos  pensaba.  Lo  uno,  porque  me  agradaba 
más  la  libertad  que  el  trabajo,  como  buen  perdido,  si 
acaso  hay  perdidos  que  sean  buenos;  y  lo  otro,  porque 
¿qué  destino  había  de  liallar  que  fuera  compatible  con 
mi  inutilidad  y  vanidad  que  fundaba  en  mi  nobleza  y 
en  mi  retumbante  título  hueco  de  bachiller  en  artes, 
que  para  mí  montaba  tanto  como  el  de  conde  ó  mar- 
qués? 

Al  pie  de  la  letra  se  cumplió  la  predicción  de  mi 
padre;  y  mi  madre,  entonces,  á  pesar  de  su  cariño,  que 

•    Recreac.  filos.,  tom.  IV,  .tarde  19. 


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8  PENSADOR    MEXICANO 

nunca   le   faltó  hacia  mí,  conoció  cuánto  había  errado 
en  oponerse  á  que  yo  aprendiese  algún  oficio. 

El  saber  hacer  alguna  cosa  útil  con  las  manos, 
quiero  decir,  el  saber  algún  arte  ya  mecánico,  ya  liberal, 
jamás  es  vituperable,  ni  se  opone  «i  los  principios  nobles, 
ni  á  los  estudios  ni  carreras  ilustres  que  éstos  propor- 
cionan; antes  suele  haber  ocasiones  donde  no  vale  al 
hombre  ni  la  nobleza  más  ilustre,  ni  el  haber  tenido 
muchas  riquezas,  y  entonces  le  aprovechan  infinito  las 
habilidades  que  sabe  ejercitar  por  sí  mismo. 

La  deshonra,  dice  un  autor  que  escribió  casi  á  fines 
del  siglo  pasado,  ^  la  deshonra  ha  de  nacer  de  la  ocio- 
sidad ó  de  los  delitos;  no  de  las  profesiones.  Todos 
los  individuos  del  cuerpo  político  deben  reputarse  en 
esta  parte  hijos  de  una  familia. 

¿Qué  hubiera  sido  de  Dionisio,  rey  de  Sicilia, 
cuando  habiendo  perdido  el  reino  y  andando  prófugo  é 
incógnito  por  sus  tiranías,  no  hubiera  tenido  alguna 
habilidad  para  mantenerse?  Hubiera  perecido  segura- 
mente en  las  garras  de  la  mendicidad,  ya  que  no  en 
las  manos  de  sus  enemigos;  pero  sabía  leer  y  escribir, 
bien  sin  duda,  pues  emprendió  ser  maestro  de  escuela, 
y  con  este  ejercicio  se  mantuvo  algún  tiempo. 

¿Qué    suerte   hubiera   corrido    Arístipo,    si   cuando 


*    El   Licenciado   don    Francisco  Xavier  Peñaranda  en  su  Sittema  económico  y 
político  más  conoeniente  d  Etpaña. 


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OBRAS   ESCOGIDAS  9 

aportó  á  la  isla  de  Rodas,  habiendo  perdido  en  un 
naufragio  todas  sus  riquezas,  no  hubiera  tenido  otro 
arbitrio  con  qué  sostenerse  por  sí  mismo?  Hubiera  pere- 
cido: pero  era  un  excelente  geómetra,  y  conocida  su 
habilidad,  le  hicieron  tan  buen  acogimiento  los  isleños, 
que  no  extrañó  ni  su  patria  ni  sus  rifjuezas;  y  en  prueba 
de  esto  les  escribió  á  sus  paisanos  estas  memorables 
razones:  Dad  á  luesti'os  ¡ti/os  tales  riquezas  (jue  no  las 
pierdan,  aun  cuando  salf/an  desnudos  de  un  naufragio. 
¡Qué  bien  tocaba  este  consejo  á  muchas  madres  y  á 
muchos  nobleci tosí 

Si  uno  de  nuestros  abogados,  teólogos  y  canonistas, 
arribara  náufrago  á  Pekín  ó  Constantinopla.  ¿hallara  qué 
comer  con  su  profesión?  No;  porque  en  esas  capitales 
ni  reina  nuestra  religión,  ni  rigen  nuestras  leyes;  y  así, 
si  no  sabía  coser  una  camisa,  tejer  un  jubón,  hacer  unos 
zapatos  ó  cosa  semejante  con  sus  manos,  sus  conclu- 
siones, argumentos,  sistemas  y  erudición  le  servirían 
tanto  para  subsistir,  como  á  un  médico  sus  aforismos 
en  una  isla  desierta  é  inhabitable. 

Esta  es  una  verdad;  pero  por  desgracia  el  abuso 
que  contra  ella  se  comete  es  casi  general  en  los  ricos 
y  en  los  que  se  tienen  por  de  la  sangre  azul. 

Dije  casi,  y  dije  una  bobera:  sin  casi.  Es  abuso 
generalísimo,  y  tanto,  que  está  apadrinado  por  la  vieja 
y   grosera   preocupación    de  que  los  o /icios  envilecen  al 

PERIQUILLO   SARNIENTO. —  T.    I,    H    —  3. 


10  PENSADOR   MEXICANO 

que  los  ejei'cita,  y  de  este  error  se  sigue  otro  más  mal- 
dito, y  es  aquel  desprecio  con  que  se  ve  y  se  trata  á 
los  pobres  oficiales  mecánicos.  Fulano  es  hombre  de 
bien,  pero  es  sastre;  citano  es  de  buena  cuna,  pero 
es  barbero;  mengano  es  virtuoso,  pero  es  zapatero.  ¡Oh I 
¿Quién  le  ha  de  dar  el  lado?  ¿Quién  lo  ha  de  sentar  á  su 
mesa?  ¿Ni  quién  lo  ha  de  tratar  con  distinción  ni  apre- 
cio? Sus  cualidades  personales  lo  recomiendan,  pero  su 
oficio  lo  abate. 

Así  se  explican  muchos  á  quienes  yo  diría:  señores, 
¿si  no  tuvierais  riquezas  ni  otro  modo  de  subsistir  sino 
de  hacer  zapatos,  coser  chaquetas,  aparejar  sombre- 
ros, etc.,  no  es  verdad  que  entonces  renegaríais  de  los 
ricos  que  os  trataran  con  la  necia  vanidad  con  que  ahora 
tratáis  vosotros  á  los  menestrales  y  artesanos?  Eslo  sin 
duda. 

Y  si  por  un  caso  imposible,  aun  siendo  ricos,  si 
un  día  se  conjuraran  contra  vosotros  todos  éstos,  y  no 
os  (juisieran  servir  á  pesar  de  vuestro  dinero,  ¿no  anda- 
ríais descalzos?  Sí,  porque  no  sabéis  hacer  zapatos.  ¿No 
andaríais  desnudos  y  muertos  de  hambre?  Sí,  porque  no 
sabéis  hacer  nada  para  vestiros,  ni  cultivar  la  tierra 
para  alimentaros  con  sus  frutos. 

Conque  si  en  la  realidad  sois  unos  inútiles,  por 
más  que  desempeñéis  en  el  mundo  el  papel  de  los  actores 
de   aquella  comedia  titulada  Los   hijos  de   la  foriunaf 


lÉtÉfnir  i -II    I  •    .  ^^,i|^^^^,_^ 


••    -'Vf. 


OBRAS   ESCOGIDAS  11 

¿por  qué  son  esas  altiveces,  esos  dengues  y  esos  des- 
precios con  aquellos  mismos  que  habéis  menester  y 
de  quienes  depende  vuestra  brillante  suerte?  ^  Si  lo 
hacéis  porque  son  pobres  los  que  se  ejercitan  en  estos 
oficios  para  subsistir,  sois  unos  tiranos,  pues  sólo  por 
ser  pobres  miráis  con  altivez  a  los  que  os  sirven,  y 
quizá  á  los  que  os  dan  de  comer;  '^  y  si  solamente  lo 
hacéis  así  ó  los  tratáis  con  este  modo  orgulloso,  porque 
viven  de  su  trabajo,  á  más  de  tiranos,  sois  unos  necios; 
y  si  no,  pregunto:  vosotros  ¿de  qué  vivís?  Tú,  minero; 
tú,  hacendero;  tú,  comerciante;  te  murieras  de  hambre 
y  perecieras  entre  la  indigencia  si  Juan  no  trabajara  tu 
mina,  si  Pedro  no  cultivara  tus  campos  y  si  Antonio 
no  consumiera  tus  géneros,  todos  á  costa  del  sudor  de 
sus  rostros,  mientras  tú,  hecho  un  holgazán,  acaso, 
acaso  no  sirves  sino  de  escándalo  y  peso  á  la  república. 

Así  hablara  yo  á  los  ricos  soberbios  y  tontos,  ^  al 
mismo  tiempo  que  á  vosotros,  oh  pobres  honrados,  ^  os 
alentara  á  sufrir  sus  improperios  y  baldones,  á  resigna- 
ros en  la  Divina  Providencia  y  á  continuar  en  vuestros 
afanes  honradamente,  satisfechos  de  que  no  hay  oñcio 

^  Es  constante  que  los  pobres  son  feudatarios  de  los  ricos  y  los  que  aumentan  sus 
riquezas. 

*  Los  miserables  jornaleros  que  cultivan  las  haciendas,  los  operarios  que  trabajan 
las  minas  y  los  artiñces  que  labran  los  tejidos,  etc.,  dan  de  comer  y  sostienen  el  lujo  de 
los  ricos. 

'    Con  ésos  se  habla. 

^  A  ésos  se  dirige  el  apostrofe,  no  á  los  pobres  viciosos,  pues  á  éstos,  si  los  ultrajan 
por  su  mala  conducta,  bien  se  lo  merecen.  Ser  picaro  á  más  de  pobre  es  gran  desgracia. 


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I.     . 


12  PENSADOR    MEXICANO 

vil  como  el  hombro  no  lo  sea,  ni  hay  riqueza  ni  distin- 
ción alguna  que  descargue  de  las  notas  de  necio  ó  vicioso 
á  quien  las  tiene. 

¿Cuántas  veces  irá  un  hombre  lleno  de  ignorancia  ó 
de  delitos  dentro  del  dorado  coche  que  hace  estremecer 
vuestros  humildes  talleres?  ¿Y  cuántas  la  salsa  que  sazo- 
na los  pichones  y  perdices  de  su  mesa  será  la  intriga, 
el  crimen  y  la  usura,  mientras  que  vosotros  coméis  con 
vuestros  hijos  y  con  una  dulce  tranquilidad  tal  vez  una 
tortilla  humedecida  con  el  sudor  de  vuestra  frente? 

No  son.  hijos  míos,  los  oficios  los  que  envilecen 
al  hombre  (no  me  cansaré  de  repetir  esta  verdad),  el 
hombre  es  el  que  se  envilece  con  sus  malos  procederes; 
ni  menos  es  estorbo  la  pobre  cuna,  ni  las  artes  mecáni- 
cas para  lograr  entre  los  apreciadores  del  mérito  el 
lugar  que  uno  se  sepa  merecer  con  su  virtud,  habilidad  y 
ciencia.  Buenos  testigos  de  esta  verdad  son  tantos  inge- 
niosos poetas,  diestros  pintores,  excelentes  músicos,  es- 
cultores insignes  y  otros  habilísimos  profesores  de  las 
artes  ya  liberales,  ya  mixtas,  á  (juienes  el  mundo  ha 
visto  visitados,  enriquecidos  y  honrados  por  los  pontí- 
fices, emperadores  y  reyes  de  la  Europa.  Prueba  clara 
de  que  el  mérito  distinguido  y  la  sobresaliente  habilidad, 
no  sólo  no  es  barrera  que  imposibilita  los  honores,  sino 
(jue  muchas  veces  es  el  imán  que  los  atrae  hacia  sus 
profesores.  Ya  se  ha  dicho  en  esta  misma  obrita  (jue 


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OBRAS   ESCOGIDAS  13 

Sixto  V,  antes  de  gobernar  la  Iglesia  católica  como  pon- 
tífice, fué  porquerizo.  ^  Ejemplar  que  vale  por  otros 
muchos  que  recuerdan  las  historias  eclesiástica  y  pro- 
fana. Bien  que  la  vanidad  ha  hecho  que  en  nuestros  días 
no  sean  estos  ejemplos  muy  comunes. 

Pero  es  menester  decirlo  todo.  No  sé  si  es  más 
admirable  ver  á  un  hombre  elevarse  desde  la  basura  á 
un  puesto  alto,  n  ver  á  otros  que,  colocados  en  61,  no 
olviden  la  humildad  de  sus  principios.  Yo  creo  que  esto, 
así  como  es  lo  más  justo,  así  es  lo  más  difícil,  atendida  la 
soberbia  humana,  y  siendo  lo  más  difícil  de  suceder, 
debe  ser  lo  más  admirable. 

Que  un  hombre  pase  del  estado  de  pobre  al  de  rico, 
del  de  plebeyo  al  de   noble   y  del  de  pastor  al  de  rey, 


'  Este  pontiñce  nació  en  un  pueblo  en  la  marca  de  Ancona  á  13  de  Diciembre  de 
1521.  Fué  su  padre  un  pobre  labrador,  como  dice  Moreri,  ó  viñadero,  como  dice  el  autor 
del  Diccionario  de  hombres  iluatres ,  llamado  Peretti  y  su  madre  Mariana.  Cuidaba  puer- 
cos ó  lechones,  y  pasando  un  religioso  'franciscano  por  donde  él  estaba,  ignorando  el 
camino,  lo  llevó  de  guía,  y  enamorado  de  la  agudeza  de  sus  respuestas  lo  condujo  á  su 
convento.  A  poco  tiempo  tomó  el  hábito  de  la  orden  seranea,  y  correspondiendo  sus  as- 
censos á  su  aplicación  y  talento,  logró  sentarse  en  la  silla  de  San  Pedro.  Restableció  á 
la  pureza  de  su  origen  la  edición  de  la  Vulgata  (Biblia);  canonizó  á  San  Diego,  religioso 
franciscano  español;  agregó  á  los  doctores  de  la  Iglesia  á  San  Buenaventura;  mandó  cele- 
brar la  ñesta  de  la  presentación  de  la  Santísima  Virgen  é  hizo  muchas  otras  cosas  exce- 
lentes. En  tiempo  de  una  grande  hambre  que  padeció  Roma,  por  cuya  causa  hubo  una 
sublevación,  construyó  varios  edificios,  abrió  algunos  caminos,  y  promovió  el  famoso 
templo  ó  cúpula  de  San  Pedro,  que  se  creíi  inacabable,  en  la  que  mantuvo  diariamente 
á  600  operarios.  Últimamente,  erigió  un  obelisco  en  la  plaza  de  San  Pedro  de  72  pies  de 
altura.  No  sólo  este  Pontiñce  fué  de  humilde  y  pobre  ascendencia.  Sin  nombrar  á 
San  Pedro,  San  Dionisio,  Juan  XVIII,  Dámaso  11,  Nicolás  I,  y  otros  se  cuentan  de  oscu- 
ro linaje,  Adriano  IV  y  Alejandro  V,  de  niños  se  alimentaron  de  limosna;  Urbano  IV  fué 
hijo  de  otro  porquerizo;  Benedicto  XI  fué  hijo  de  una  lavandera  de  paños;  Benedicto^XII 
hijo  de  un  molinero,  etc.  (véase  la  historia  de  los  Pontífices).  Lo  que  prueba  bien  que  ni 
lo  oscuro  del  nacimiento  ni  la  última  miseria  obstan  para  lograr  los  empleos  más  .hono- 
ríficos, cuando  la  ciencia  y  la  virtud  hacen  á  los  hombres  dignos  de  ellos. 

PERIQUILLO   SARNIENTO. —  T.    I,    B.  —  4. 


KÍ.-V.t.á.^'^''  Z^:. 


14  PENSADOR   MEXICANO 

como  se  ha  visto,  puede  ser  efecto  de  la  casualidad  en  la 
que  el  mismo  hombre  no  tiene  parte:  pero  que  viéndose 
encumbrado  sobre  los  demás,  lejos  de  ensoberbecerse  ni 
endiosarse,  se  manifieste  humano,  afable  y  cortés  con 
sus  inferiores,  acordándose  de  lo  que  fué,  esto  sí  es 
admirable,  porque  prueba  una  grande  alma  capaz  de 
tener  á  raya  sus  pasiones  en  cualquier  estado  de  vida; 
lo  que  no  hace  el  hombre  muy  fácilmente. 

Lo  común  es  (|ue  vemos  infinitos  que  nacieron  ricos 
y  grandes,  y  éstos  son  orgullosos  y  altivos  por  natura- 
leza; esto  es,  así  vieron  el  manejo  de  sus  casas  desde  sus 
primeros  días;  la  lisonja  les  meció  la  cuna  y  respira- 
ron la  vanidad  con  el  primer  ambiente.  Heredaron,  por 
decirlo  de  una  vez,  la  nobleza,  el  dinero,  los  títulos,  v 
con  esto  la  altivez  y  la  dominación  que  ejercitan  con  los 
que  están  debajo  de  ellos. 

Esto  es  malo,  malísimo;  porque  ningún  rico  debe 
olvidarse  de  que  es  hombre,  ni  de  que  es  semejante  al 
pobre  y  al  plebeyo;  sin  embargo,  si  se  pueden  disculpar 
los  vicios,  parece  que  la  soberbia  del  rico  merece  alguna 
indulgencia,  si  se  considera  que  jamás  ha  visto  la  cara 
á  la  miseria,  ni  le  han  faltado  lisonjeros  que  lo  anden 
incensando  á  todas  horas  de  rodillas.  Es  menester  ser 
un  Alejandro  para  no  caer  en  la  tentaci<')n  de  dejarse 
adorar  como  Nabuco. 

Pero  los  pobres  que  nacieron  entre  los  terrones  de 


i^iaiUiáká 


OBRAS   ESCOGIDAS  15 

una  aldea  ó  mísero  pueblecico;  que  sus  padres  fueron 
unos  infelices  y  sus  primeros  refajos  unas  mantas;  que 
así  se  criaron  y  así  crecieron  luchando  con  la  desdicha  y 
la  indigencia,  no  sólo  ignorando  los  ecos  de  la  adulación, 
sino  familiarizándose  con  los  desprecios;  éstos,  digo, 
¿por  qué  si  á  la  Providencia  le  place  elevarlos  á  un 
puesto  brillante,  al  momento  se  desvanecen  y  se  des- 
conocen hasta  el  punto,  no  sólo  de  menospreciar  á  los 
pobres,  no  sólo  de  no  socorrer  á  sus  parientes,  sino  ¡lo 
más  execrable!  de  negar  su  estirpe  enteramente?  Esta 
es  una  soberbia  imperdonable. 

No  son  éstas  ficciones  de  mi  pluma;  el  mundo  es  tes- 
tigo de  estas  verdades.  ¿Cuántos,  al  tiempo  de  leer  estos 
renglones,  dirán:  «Mi  hermano,  el  doctor,  no  me  habla.» 
Otros:  «Mi  hermana,  la  casada,  no  me  saluda.»  Otros: 
«  Mi  tío,  el  prebendado,  no  me  conoce.»  y  así  muchos? 

No  quisiera  decirlo;  pero  quizá  por  este  vicio  é 
ingratitud  se  inventó  aquel  trillado  refrán  que  dice: 
quieren  cer  d  un  ruin,  denle  un  cargo.  Ello  es  una 
vileza  de  espíritu  ^  degenerar  de  su  sangre  y  dejar  pere- 
cer en  la  miseria  á  los  deudos,  sólo  por  pobres,  al  tiempo 
que  se  podían  favorecer  con  facilidad  á  merced  del  puesto 
encumbrado  que  se  ocupa.  * 

*  Asi  como  puede  haber  una  alma  noble  en  un  plebeyo,  así  puede  haber  una  alma 
ruin  dentro  de  un  noble,  y  á  ésta  llamamos  alma  vil  ó  vileza  de  espíritu. 

*  Se  entiende,  sin  perjuicio  de  la  justicia,  pues  entonces  no  resultará  del  beneficio 
virtud  sino  agravio. 


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16  PENSADOR    MEXICANO 

Pero  auníjue  sea  soberbia,  villanía  ó  lo  que  se  le 
(juiera  llamar,  así  lo  vemos  practicar.  Y  si  estas  clases 
de  personas  son  tan  altivas  con  su  sangre,  ¿<iué  no  serán 
con  sus  dependientes,  subditos  y  otros  pobres,  á  quienes 
consideran  muy  indignos  de  su  afabilidad  y  cortesía? 

Se  ve.  y  no  con  rareza,  (jue  muchos  de  éstos  que 
eran  atentos,  cariñosos  y  bien  criados  con  todo  el  mundo 
en  la  esfera  de  pobres,  luego  que  cambia  su  suerte  y  se 
levantan  de  entre  la  ceniza  se  hacen  soberbios,  hincha - 
dos,  fastidiosos  y  detestables. 

El  célebre  padre  Murillo,  en  su  catecismo,  citando  á 
Plinio  y  Estrab<')n,  dice  (jue  el  Bucéfalo  <')  caballo  de 
Alejandro  cuando  estaba  en  polo  se  dejaba  manosear 
y  tratar  de  cual(juiera;  pero  en  cuanto  lo  ensillaban  y 
enjaezaban  ricamente  se  volvía  indomable  y  no  se  suje- 
taba sino  al  joven  Maced<'»n.  El  dicho  padre  hace  sobre 
este  cuentecillo  una  reflexión  muy  oportuna  que  la  he 
de  poner  al  pie  de  la  letra.  //«//  alíjanos,  dice,  (jue  son 
irritahlcs  ciunvlo  csU'in  en  polo:  pei'o  viéndose  adornados 
ron  una  fjai'nacha,  una  borla,  una  dif/nidad,  //  aun  iba 
('(  decir,  con  una  mortaja  de  religioso,  no  liciij  quién  se 
ace¡'if)üe  con  ellos. 

No,  hijos,  por  Dios,  no  aumentéis  el  número  de 
estos  ingratos  soberbios.  Si  mañana  la  suerte  os  colo- 
care en  algún  puesto  brillante,  que  es  lo  que  se  dice 
estar  en  candelero,  ó  si  tenéis  riquezas  y  valimientos, 


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OBRAS   ESCOGIDAS  17 

dispensad  vuestros  favores  á  cuantos  podáis  sin  agravio 
de  la  justicia,  que  eso  es  ser  verdaderamente  grandes. 
Mientras  mayor  sea  vuestra  elevación,  tanto  mayor  sea 
vuestra  beneficencia.  Cicerón  en  la  defensa  de  Q.  Liga- 
rio,  dice:  Qae  con  niju/ujia  cosa  se  parecen  los  ¡lonibres 
más  d  Dios  que  con  esta  rii'índ.  Siempre  respetará  el 
mundo  los  augustos  nombres  de  Tito  y  Marco  Aurelio. 
Este  llenó  de  glorias  y  felicidades  á  Roma,  y  aquél  fué 
tan  inclinado  á  hacer  bien,  que  el  día  que  no  hacía  uno, 
decía  que  lo  había  perdido,  dieni  percUdinius. 

Por  otra  parte,  jamás  os  desvanezcáis  con  las  ricjue- 
zas  ni  con  los  empleos  de  distinción,  ponjue  ésta  será  la 
prueba  más  segura  de  que  no  los  merecéis,  ni  habéis 
jamás  disfrutado  de  aquéllas.  Si  vemos  que  uno  al 
entrar  en  un  coche  ó  subir  á  un  barco  se  desvanece  y 
le  acometen  vértigos  frecuentes,  fácilmente  conocemos, 
aunque  él  no  lo  diga,  que  aquella  es  la  primera  vez 
que  pisa  semejantes  muebles.  No  sin  razón  dice  nuestro 
vulgar  adagio,  (jue  ú  herradura  que  chapalea  ciato  le 
falta,  y  es  por  esto. 

¡Qué  diferente  juicio  no  hace  el  mundo  de  aquellos 
que  habiendo  nacido  pobres  ú  oscuros,  y  hallándose  de 
repente  con  riíjuezas  ó  empleos  sobresalientes,  ni  se  des- 
vanecen con  la  altura  de  éstos,  ni  se  deslumhran  con 
el  brillo  de  aquéllas,  sino  que,  inalterables  en  el  mismo 
grado  de  sencillez  y  bella  índole  ({ue  antes  tenían,  con- 

PERIQUILLO  SARNIENTO. —T.   I,   B.  — 5. 


18  PENSADOR   MEXICANO 

quistan  cuantos  corazones  tratan!  ¿No  es  preciso  confe- 
sar (jue  el  corazón  de  estos  hombres  es  magnánimo:  que 
no  se  aturde  ni  se  inflama  con  el  oro,  y  que  si  nació  sin 
empleos  y  sin  honores,  á  lo  menos  fué  siempre  digno  de 
ellos? 

Y  si  estos  mismos  hombres,  en  vez  de  abusar  de  su 
poder  ó  su  dinero  para  oprimir  al  desvalido  ó  atropellar 
al  pobre,  en  cada  uno  de  estos  desgraciados  reconocen 
un  semejante  suyo,  lo  halagan  con  su  dulce  trato,  lo 
alientan  con  sus  esperanzas  y  lo  favorecen  cuando 
pueden,  ¿no  es  verdad  que  en  vez  de  murmuradores, 
envidiosos  v  maldicientes,  tendrían  un  sinnúmero  de 
amigos  y  devotos  que  los  llenaran  de  bendiciones,  les 
desearan  sus  aumentos  y  glorificaran  su  memoria  aun 
más  allá  del  término  de  sus  días?   ¿Quién  lo  duda? 

Ni  es  prenda  menos  recomendable,  en  un  rico  de 
los  que  hablo,  una  ingenuidad  sincera  y  sin  afectación. 
El  saber  confesar  nuestros  defectos  nosotros  mismos  es 
una  virtud  que  trae  luego  la  ventaja  de  ahorrarnos  el 
bochorno  de  (jue  otros  nos  los  refrieguen  en  la  cara; 
y  si  el  nacer  pobres  ó  sin  ejecutorias  es  defecto,  ^ 
confesándolo  nosotros  les  damos  un  fuerte  tapaboca  á 
nuestros  enemigos  y  envidiosos. 


»  No  son  defectos.  El  mundo  mira  con  desprecio  á  los  pobres  y  á  los  que  no  brillan 
con  la  nobleza;  pero  ésta  es  una  de  las  locuras  de  que  está  el  mundo  lleno.  Los  defectos 
que  no  penden  del  arbitrio  del  hombre,  no  son  vituperables  ni  se  deben  echar  en  cara. 
Hacerlo  es  necedad. 


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OBRAS   ESCOGIDAS  19 

El  no  negar  el  hombre  lo  humilde  de  sus  princi- 
pios cuando  se  halla  en  la  mayor  elevación,  no  sólo  no 
lo  demerita,  sino  que  lo  ensalza  en  el  concepto  de  los 
virtuosos  y  sabios,  que  son  entre  quienes  se  ha  de  aspi- 
rar á  tener  buen  concepto,  que  entre  los  necios  y  viciosos 
poco  importa  no  tenerlo. 

Bien  conoció  esta  verdad  un  tal  Wigiliso,  que 
habiendo  sido  hijo  de  un  pobre  carretero,  por  su  vir- 
tud y  letras  llegó  á  ser  arzobispo  de  Maguncia ,  en 
Alejandría,  y  ya  para  no  engreirse  con  su  alta  dig- 
nidad, ó  como  dijimos,  para  no  dar  que  hacer  á  sus 
émulos,  tomó  por  armas  y  puso  en  su  escudo  una 
rueda  de  un  carro  con  este  mote:  Memineri<  quid  sis 
ct  quid  fueris:  Acuérdate  de  lo  (|ue  eres  y  de  lo  que 
fuiste. 

Tan  lejos  estuvo  esta  humildad  de  disminuirle  su 
buen  nombre,  que  antes  ella  misma  lo  ensalz(')  en  tanto 
grado,  que  después  de  su  muerte  mandó  el  emperador 
Enrico  II  que  aquella  rueda  se  perpetuase  por  armas  del 
arzobispado  de  Maguncia. 

Agatocles,  como  rey  y  rey  rico,  tenía  oro  y  plata  con 
que  servirse  á  la  mesa,  y  sin  embargo,  comía  en  barro 
para  acordarse  que  fué  hijo  de  un  alfarero. 

Y  por  último,  Bonifacio  VIII  fué  hijo  de  padres 
muy  pobres;  ya  siendo  pontífice  romano,  fué  á  verlo 
su  madre;   entró   muy  aderezada,   y  el  santo  Papa  no 


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20  PENSADOR    MEXICANO 

la  habló  siquiera,  antes  preguntó: — ^'Quién  es  esta 
señora.'' — Es  la  madre  de  Vuestra  Santidad. —  A^o  puede 
ser  eso,  dijo,  si  mi  madre  es  muy  pobre.  —  Entonces  la 
señora  tuvo  que  desnudarse  las  galas,  y  volvió  á  verlo 
en  un  traje  humilde,  en  cuya  ocasión  el  Papa  la  salió  á 
recibir  y  la  hizo  todos  los  honores  de  madre  como  tan 
buen  hijo.  ^ 

Ya  veis,  pues,  queridos  míos,  como  ni  los  oficios 
ni  la  pobreza  envilecen  al  hombre,  ni  le  son  estorbo 
para  obtener  los  más  brillantes  puestos  y  dignidades, 
cuando  él  sabe  merecerlos  con  su  virtud  ó  sus  letras. 
En  estas  verdades  os  habéis  de  empapar,  y  éstos  son  los 
ejemplos  que  debéis  seguir  constantemente,  y  no  los 
de  vuestro  mal  padre,  que  habiéndose  connaturalizado 
con  la  holgazanería  y  la  libertad,  no  se  quería  dedicar 
á  aprender  un  oficio  ni  á  solicitar  un  amo  á  quien  servir, 
ponjue  era  noble;  como  si  la  nobleza  fuera  el  apoyo  de 
la  ociosidad  y  del  libertinaje. 

La  pobre  de  mi  madre  se  cansaba  en  aconsejarme, 
pero  en  vano.  Yo  me  empeoraba  cada  día,  y  cada  ins- 
tante le  daba  nuevas  pesadumbres  y  disgustos,  hasta  que, 


•  De  Benedicto  XI  se  sabe,  que  siendo  un  pobre  hijo  de  una  lavandera  de  paños, 
exaltado  al  pontificado,  fingió  también  no  conocerla',  porque  iba  vestida  de  seda,  y  asi 
que  fué  á  visitarlo  con  su  humilde  traje  de  lana  la  conoció  y  obsequió. 

De  Benedicto  XII,  dice  la  historia,  que  habiendo  sido  hijo  de  un  molinero,  no  quiso 
jamás  reconocerlo  sino  en  su  propio  traje  de  molinero.  Estos  heroicos  ejemplos  de  hu- 
mildad han  quedado  escritos  para  realzar  más  el  mérito  y  la  virtud  de  tales  personajes. 
Véase  el  Onomátticon  de  Guillermo  Burio,  secc.  X  .,  fol.  358. 


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OBRAS    ESCOGIDAS  21 

acosada  de  la  miseria  y  oprimida  con  el  peso  de  mis 
maldades,  cayó  la  infeliz  en  cama  de  la  enfermedad  de 
que  murió. 

En  este  tiempo  ¡qué  trabajos  para  el  módico  I  ¡qué 
ansias  para  la  botica!  ¡qué  congojas  para  el  alimen- 
to no  costó,  no  á  mí,  sino  á  la  buena  de  tía  Felipa! 
Porque  yo,  picaro  como  siempre,  apenas  iba  á  casa  al 
medio  día  y  á  la  noche  á  engullir  lo  (jue  podía,  y  á 
preguntar,  como  por  cumplimiento,  cómo  se  sentía  mi 
madre. 

Ya  han  pasado  muchos  años,  ya  he  llorado  mu- 
chas lágrimas  y  mandado  decir  muchas  misas  por  su 
alma,  y  aún  no  puedo  acallar  los  terribles  gritos  de  mi 
conciencia,  que  incesantemente  me  dicen:  «Tú  matas- 
te á  tu  madre  á  pesadumbres;  tú  no  la  socorriste  en 
su  vida,  después  de  sumergirla  en  la  miseria,  y  tú, 
en  fin,  no  le  cerraste  los  ojos  en  su  muerte.»  ¡Ay, 
hijos  míos,  no  quiera  Dios  que  experimentéis  estos 
remordimientos!  Amad,  respetad  y  socorred  siempre  á 
vuestra  madre,  (|ue  esto  os  manda  el  Criador  y  la 
naturaleza. 

Por  fortuna  la  fiebre  que  le  acometió  fué  tan  violen- 
ta que  en  el  mismo  día  la  hizo  disponer  el  médico,  y  al     - 
siguiente  perdió  el  conocimiento  del  todo. 

Dije  que  esto  fué  por  fortuna,  porque  si  hubiera 
estado  sin  este  achaque,  habría  padecido  doble  con  sus 

PERIQUILLO   SARNIENTO.  —  T.    I,   B.  —  6. 


22  PENSADOR    MEXICANO 

dolencias,  y  con  la  pena  (jue  le  debería  haber  causado 
el  vil  proceder  de  un  hijo  tan  ingrato  y  para  nada. 

En  los  seis  días  que  vivió,  todo  su  delirio  se  redujo 
á  darme  consejos  y  á  preguntar  por  mí.  según  me  dije- 
ron las  vecinas,  y  yo  cuando  estaba  en  casa  no  le  oía 
decir  sino:  — ¿Ya  vino  Pedro?  ¿Ya  está  ahí?  Déle  usted 
de  cenar,  tía  Felipa;  hijo,  no  salgas,  que  ya  es  tarde, 
no  te  suceda  una  desgracia  en  la  calle: — y  otras  cosas  á 
este  tenor  con  las  que  probaba  el  amor  que  me  tenía. 
¡Ay,  madre  mía!  ¡Cuánto  me  amaste,  y  (ju6  mal  corres- 
pondí á  tus  caricias  I 

Finalmente,  su  merced  espiró  cuando  yo  no  estaba 
en  casa.  Súpelo  en  la  calle,  y  no  volví  á  aquélla  ni  puse 
un  pie  por  sus  contornos,  sino  hasta  los  tres  días,  por 
no  entender  en  los  gastos  del  entierro  y  todos  sus 
anexos,  por<jue  estaba  sin  blanca,  como  siempre,  y  el 
cura  de  mi  parroquia  no  era  muy  amigo  de  fiar  los 
derechos. 

A  los  tres  días  me  luí  apareciendo  y  haciéndo- 
me de  las  nuevas,  contando  cómo  había  estado  preso 
por  un  pleito,  y  con  el  credo  en  la  boca  por  saber 
de  mi  madre,  y  qué  sé  yo  cuántas  más  mentiras,  con 
las  que.  y  cuatro  lagrimillas,  les  quité  el  escándalo  á 
las  vecinas  y  el  enojo  á  nana  Felipa,  de  (|uien  supe 
que,  viendo  que  yo  no  parecía  y  que  el  cadáver  ya  no 
aguantaba,    barri<')   con    cuanto   encontró,   hasta   con    el 


ir.- 


OBRAS   ESCOGIDAS  23 

colchón  y  con  mis  pocos  trapos,  y  los  dio  en  lo  que 
primero  le  ofrecieron  en  el  baratillo,  y  así  salió  de  su 
cuidado. 

No  dejó  de  afligirme  la  noticia,  por  lo  que  tocaba 
á  mi  persona,  pues  con  el  rebato  que  tocó  me  dejó  con 
lo  encapillado  y  sin  una  camisa  que  mudarme,  porque 
cuantas  yo  tenía  se  encerraban  en  dos. 

A  seguida  me  contó  que  debía  al  médico  no  sé 
cuántas  visitas  y  al  boticario  qué  sé  yo  qué  recetas,  que 
como  nunca  tuve  intención  de  pagarlas  no  me  impuse  de 
las  cantidades. 

Después  de  todo,  yo  no  puedo  acordarme  sin  ter- 
nura de  la  buena  vieja  de  tía  Felipa.  Ella  fué  criada, 
hermana,  amiga,  hija  y  njadre  de  la  mía  en  esta  oca- 
sión. Fuérase  de  droga,  de  limosna  ó  como  se  fuese, 
ella  la  alimentó,  la  medicinó,  la  sirvió,  la  veló  y  la 
enterró  con  el  mayor  empeño,  amor  y  caridad,  y  ella 
desempeñó  mi  lugar  para  mi  confusión ,  y  para  que 
vosotros  sepáis  de  paso  que  hay  criados  fieles,  aman- 
tes y  agradecidos  á  sus  amos,  muchas  veces  más 
que  los  mismos  hijos;  y  es  de  advertir  que  luego  que 
mi  madre  llegó  al  último  estado  de  pobreza,  le  dijo 
que  buscara  destino,  porque  ya  no  podía  pagarle  su 
salario;  á  lo  que  la  viejecita,  llorando,  le  respondió 
que  no  la  dejaría  hasta  la  muerte,  y  que  hasta  enton- 
ces la  serviría  sin  interés,  y  así  lo  hizo,  que  en  todas 


24  PENSADOR    MEXICANO 

.  partes  hay  criados  héroes  como  el  calderero  de  San 
Germán. 

Pero  yo  no  me  tenía  tan  bien  granjeado  el  amor 
de  nana  Felipa,  á  pesar  de  (|ue  me  crió,  como  dicen. 
Aguantó  como  las  buenas  mujeres  los  nueve  días  de  luto 
en  casa,  y  no  fué  lo  más  el  aguantarlos,  sino  el  dar- 
me de  comer  en  todos  ellos  á  costa  de  mil  drogas  y 
mil  bochornos,  pues  ya  no  había  quedado  ni  estaca  en 
pared. 

Pero  viendo  mi  sinvergüencería,  me  dijo: — Pedri- 
to,  ya  ves  que  yo  no  tengo  de  dónde  me  venga  ni 
un  medio:  yo  estoy  en  cueros  y  he  estado  sin  con- 
veniencia por  servir  y  acompañar  al  alma  mía  de 
mi  señora,  que  de  Dios  goce;  pero  ahora,  hijito,  ya  se 
murió,  y  es  tuerza  que  vaya  á  buscar  mi  vida;  porque 
tú  no  lo  tienes  ni  de  dónde  te  venga,  ni  yo  tampoco;  y 
asina  ¿qué  hemo.s  de  hacer?  —  Y  diciendo  esto,  lloran- 
do como  una  niña  y  mudándose  para  la  calle  fué  todo 
uno,  sin  poderla  yo  persuadir  á  que  se  quedara  por 
ningún  caso.  Ella  hizo  muy  bien.  Sabía  el  pan  que  yo 
amasaba,  y  la  vida  que  le  había  dado  á  mi  pobre  madre, 
¿(jué  esperanzas  le  podían  quedar  con  semejante  vaga- 
bundo? 

Cátenme  ustedes  solo  en  mi  cuarto  mortuorio,  que 
ganaba  veinte  reales  cada  mes,  y  no  se  pagaba  la  renta 
siete;  sin  más  cama,  sábanas  ni  ropa  que  la  que  tenía 


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OBRAS   ESCOGIDAS  25 

encima;   sin  tener  qué  comer  ni  quién  me  lo  diera,  y 

en  medio  de  estas  cuitas  va  entrando  el  maldito  casero 

apurándome  con  que  le  pagara;  haciéndome  la  cuenta 

de  veinte  por  siete  son  ciento  cuarenta,  que  montan  diez  Í 

y  siete  pesos  cuatro  reales,  y  que  si  no  le  pagaba,  ó  le 

daba  prenda  ó  fiador,  vería  á  un  juez  y  me  pondría  en  la 

cárcel.  . 

Yo,  temeroso  de  esta  nueva  desgracia,  ofrecí  pagarle 
i\  otro  día,  suplicándole  se  esperara  mientras  cobraba 
cierto  comunicado  de  mi  madre. 

El  pobre  lo  creyó  y  me  dejó.  Yo  no  perdí  tiempo; 
le  escribí  un  papel  en  que  le  decía,  que  al  buen  paga- 
dor no  le  dolían  prendas,  y  que  en  virtud  de  eso  le  hacía 
cesión  de  bienes  de  todos  los  trastos  de  mi  casa,  cuya 
lista  quedaba  sobre  la  mesa. 

Hecha  la  carta,  cerrada  con  oblea  y  entregada  con  la 
llave  á  la  casera,  me  salí  á  probar  nuevas  aventuras  y 
á  andar  mis  estaciones,  como  veréis  en  el  capítulo  que 
sigue. 

Pero  antes  de  cerrar  éste,  sabréis  como  á  otro  día 
fué  el  casero  á  cobrar;  preguntó  por  mí,  diéronle  el 
papel,  lo  leyó,  pidió  la  llave,  abrió  el  cuarto  para  ver 
los  trastos  y  se  fué  hallando  con  el  papel  prometido  que 
decía: 


PERIQUILLO   SARNIENTO. —  T.   I,    B.  —  7. 


.^  j.  jük:»!.  ' 


í 


26  PENSADOR    MEXICANO 

LISTA  (le  los  muebles  y  alhff/as  de  que  hago  cesión  d 
(Ion  Panfilo  Pantoja,  pov  el  arrendamiento  de  siete 
meses  que  debo  de  este  cuarto.    A  saber: 

Dos  canapés  y  cuatro  sillitas  de  paja,  destripados  y 
llenos  de  chinches. 

Una  cama  vieja  que  en  un  tiempo  fué  verde, 
también  con  chinches. 

Una  mesita  de  rincón,  quebrada. 

Una  id.  grande  ordinaria,  sin  un  pie. 

Un  estantito  sin  llave  v  con  dos  tablas  menos. 

Un  petate  de  á  cinco  varas,  y  en  cada  vara  cinco 
millones  de  chinches. 

Un  nichito  de  madera  ordinaria  con  un  pedazo  de 
vidrio,  y  dentro  un  santo  de  cera,  que  ya  no  se  conoce 
quién  es  por  las  injurias  del  tiempo. 

Dos  lienzos  grandes,  que  por  la  misma  causa  no 
descubren  ya  sus  pinturas;  pero  sí  el  cotense  en  que 
las  pusieron. 

Dos  pantallitas  de  palo  viejas,  doradas,  una  con  su 
luna  quebrada,  y  otra  sin  nada. 

Una  papelera  apolillada. 

Una  caja  grande  sin  í'ondo  ni  llave. 

Un  baúl  tinoso  de  pelo  y  muy  anciano. 

Una  silla  poltrona  coja. 


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OBRAS   ESCOGIDAS  27 

Una  guitarra  de  tejamanil  sorda. 

Unas  despabiladeras  tuertas. 

Una  pileta  de  agua  bendita  de  Puebla,  despostillada. 

Un  rosario  de  Jerusalén  con  su  cruz  embutida  en 
concha,  sin  más  defecto  que  tres  ó  cuatro  cuentas  menos 
en  cada  diez. 

Un  tomo  trunco  del  Quijote  sin  estampas. 

Un  Lavalle  viejito  y  sin  forro. 

Un  promontorio  de  novenas  viejas. 

Un  candelero  de  cobre. 

Una  palmatoria  sin  cañón. 

Dos  cucharas  de  peltre  y  un  tenedor  con  un  diente. 

Dos  pocilios  de  Puebla,  sin  asa. 

Dos  escudillas  de  id.  y  cuatro  platos  quebrados. 

Una  baraja  embijada. 

Como  veinte  relaciones  y  romances,  y  otros  impre- 
sos sueltos.  % 

Entre  ollitas  y  cazuelas  buenas  y  quebradas,  doce 
piezas. 

Un  cacito  agujereado. 

Un  pedazo  de  metate. 

Un  molcajete  sin  mano. 

La  escobita  del  bacín. 

La  olla  del  agua. 

El  cántaro  del  pozo.  "^  j 

El  palito  de  la  lumbre.  | 


28 


PENSADOR    MEXICANO 


La  tranca  de  la  puerta. 

Una  borcelana  cascada. 

Dos  servicios  útiles,  poco  vacíos. 

Todo  esto  para  el  señor  casero,  encargándole  que  si 
sobrare  algún  dinero,  despucs  de  pagada  su  deuda,  lo 
invierta  por  bien  de  la  difunta.  —  México,  15  de  Noviem- 
bre de  1789.  —  Pnlro  Sarmienío. 

Se  daba  al  diablo  el  triste  casero  con  semejante  lista, 
mientras  yo.  según  os  dije,  me  ocupaba  en  otras  atencio- 
nes más  precisas. 


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CAPÍTULO  II 


Solo,  pobre  y  desamparado  Periquillo  de  sus  parientes,  se 
encuentra  con  Juan  Largo,  y  por  su  persuasión  abraza 
la  carrera  de  los  pillos  en  clase  de  cócora  de  los  juegos. 


Viéndome  solo,  huérfano  y  pobre,  sin  casa,  hogar 
ni  domiciUo,  corno  los  maldecidos  judíos,  pues  no  reco- 
nocía feligresía  ni  vecindad  alguna,  traté  de  buscar,  como 
dicen,  madre  que  me  envolviera;  y  medio  roto,  cabiz- 
bajo y  pensativo,  salí  para  la  calle  luego  que  entregué 
á  la  casera  la  lista  de  mis  exquisitos  muebles. 

El  primer  paso  que  di  fué  ir  á  tentar  de  paciencia 

PERIQUILLO    SARNIENTO.—  T.    I,    B    —  8. 


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30  PENSADOR    MEXICANO 

á  mis  parientes  paternos  y  maternos,  creyendo  hallar 
entre  ellos  algún  consuelo  en  mis  desgracias;  pero  me 
engañé  de  medio  á  medio.  Yo  les  contaba  la  muerte  de 
mi  madre  y  mi  orfandad  y  desamparo,  rematando  el 
cuento  con  implorar  su  protecci<')n ;  y  unos  me  decían 
que  no  habían  sabido  la  muerte  de  su  hermana;  otros 
se  hacían  de  las  nuevas;  todos  fingían  condolerse  de  mi 
suerte,  pero  ninguno  me  facilitó  el  más  mínimo  socorro. 

Despechado  salía  yo  de  cada  casa  de  las  de  ellos, 
considerando  que  no  había  tenido  ningún  pariente  que 
tomara  interés  en  mi  situación,  sino  mi  difunta  madre, 
á  quien  comencé  á  sentir  con  más  viveza,  al  mismo 
tiempo  que  concebí  un  odio  mortal  contra  toda  la  caterva 
de  mis  desapiadados  tíos. 

— ¿Es  posible,  decía  yo,  (jue  éstos  son  los  parientes 
en  el  mundo?  ¿Tan  poco  se  les  da  de  ver  perecer  á  un 
deudo  suyo  y  tan  cercano?  ¿Estas  son  las  leyes  que  se 
guardan  de  la  naturaleza?  ¿Así  respeta  el  hombre  los 
derechos  de  la  sangre?  ¿Y  así  hay  locos  que  se  fíen  en 
sus  parientes? 

Cuando  vivía  mi  padre,  cuando  tuvo  alguna  propor- 
ción é  iban  á  casa  á  que  los  sirviera,  estos  mismos  me 
hacían  mil  fiestas,  y  aun  me  daban  mis  mediecillos 
para  fruta,  y  si  había  alguna  diversioncita  ó  era,  como 
dicen,  día  de  manteles  largos,  todos  iban  de  montón,  y 
muchos  sin  esperar  el  convite;  pero  cuando  estas  cocas 


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OBRAS   ESCOGIDAS  31 

se  acabaron,  cuando  la  pobreza  se  apoderó  de  mi  casa 
y  ya  no  hubo  qué  raspar,  se  retiraron  de  ella,  y  ni  á 
mí  ni  á  mi  madre  nos  volvieron  A  ver  para  nada.  No  es 
mucho,  pues,  que  ahora  salga  yo  con  tan  mal  expediente 
de  sus  casas.  Todavía  me  debo  dar  las  albricias  de  que 
no  me  han  negado,  ni  me  han  echado  á  rodar  las  esca- 
leras. 

Si  algún  día  tengo  hijos,  les  he  de  aconsejar  que 
jamás  se  atengan  á  sus  parientes,  sino  al  peso  que  sepan 
adquirir.  Este  sí  es  el  pariente  más  cercano,  el  más  libe- 
ral, el  más  pronto  y  el  más  útil  en  todas  ocasiones.  Que 
esotros  parientes  al  fin  son  de  carne  y  hueso  como  cual- 
quier animal,  ingratos,  vanos,  interesables  6  inservi- 
bles. Cuando  su  deudo  tiene  para  servirlos,  lo  visitan  y 
lo  adulan  sin  cesar;  pero  si  es  pobre  como  yo,  no  sólo 
no  lo  socorren,  sino  que  hasta  se  avergüenzan  del  paren- 
tesco. 

Embebecido  iba  yo  en  estas  consideraciones  y  tem- 
blando de  cólera  contra  mis  indignos  deudos,  cuando  al 
volver  una  esquina  vi  venir  á  lo  lejos  á  mi  amigo  Juan 
Largo.  Un  vuelco  me  dio  el  corazón  de  gusto,  creyendo 
que  tal  encuentro  no  podía  menos  que  serme  feliz. 

Luego  que  nos  vimos  cerca  me  dijo  él:  —  ¡Oh,  Peri- 
quillo, amigo  I  ¿qué  haces?  ¿cómo  estás?  ¿qué  es  de  tu 
vida?  —  Yo  le  conté  mis  cuitas  en  un  instante,  conclu- 
yendo con  hartar  de  maldiciones  á  mis  tíos. — ¿Pues  y 


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32  PENSADOR    MEXICANO 

qué  te  lian  hecho  esos  señores,  me  dijo,  que  estás  con 
ellos  de  tan  mal  talante?  —  ¿Qué  me  han  de  hacer,  con- 
testa yo.  sino  despreciarme  y  no  favorecerme  ninguno, 
olvidando  que  tengo  sangre  suya,  y  que  á  mi  padre 
debieron  mil  favores? 

— Tienes  raz»'»n.  dijo  Juan  Largo;  los  parientes  del 
día  son  unos  malditos  y  ruines.  A  mí  me  acaba  de  suce- 
der un  poco  peor  con  el  perro  viejo  de  mi  tío  don  Martín. 
Has  de  saber  que  desde  que  falto  de  esta  ciudad,  que  ya 
es  cerca  de  un  año,  me  he  estado  con  él  en  la  hacienda; 
pues  un  vaquero  condenado  me  levantó  el  falso  testimo- 
nio, habrn  (juince  días,  de  que  yo  había  vendido  diez 
novillos,  y  te  puedo  jurar,  hermano,  que  sólo  fueron 
siete;  pero  hay  gentes  que  se  saldrán  de  misa  por  decir 
una  mentira  y  quitar  un  crédito. 

Ello  es  que  el  tío  lo  creyó  de  buenas  á  primeras,  y 
me  achacó  todo  lo  que  se  había  perdido  en  la  hacienda 
desde  que  yo  estaba  allá;  me  conjuró  y  me  amenazó 
para  que  lo  confesara;  pero  yo  jamás  he  sido  más  pru- 
dente, ni  he  tenido  más  cuenta  con  mi  lengua.  Gallé  y 
callara  por  toda  la  eternidad,  si  por  toda  ella  me  exi- 
gieran estas  confesiones;  por  lo  cual,  enfadado  el  don 
Martín,  me  encerró  en  un  cuarto,  y  con  un  bejuco  de 
esos  de  los  cabos  de  regimiento  me  dio  una  tarea  de 
palos  que  hasta  hoy  no  puedo  volver  en  mí;  y  no  paró 
en  esto,  sino  que,  quitándome  todos  los  trapillos  regu- 


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OBRAS    ESCOGIDAS  33 

lares  que  tenía  yo  y  mis  dos  caballitos,  me  echó  á  la 
calle,  quiero  decir,  al  camino,  que  era  la  calle  más  inme- 
diata á  su  casa,  jurándome  por  toda  la  corte  del  cielo, 
que  si  me  volvía  á  ver  por  todos  aquellos  contornos,  me 
volaría  de  un  balazo;  añadiendo  que  era  yo  un  picaro, 
vagabundo,  ladrón  y  mal  agradecido,  que  lo  estaba  sa- 
queando, después  de  comerle  medio  lado. — Y  así,  nora- 
mala, picaro,  me  decía,  noramala,  que  tú  no  eres  mi 
sobrino  como  has  pensado,  sino  un  arrimado  miserable 
y  vicioso;  por  eso  eres  tan  indigno,  que  yo  no  tengo 
sobrinos  ladrones. 

Hasta  este  punto  llegó  el  enojo  de  mi  tío,  y  vién- 
dome abandonado,  pobre,  apaleado  y  en  la  mitad  del 
camino,  resolví  venirme  á  esta  capital  como  lo  verifiqué. 
Habrá  ocho  días  ó  diez  que  llegué;  luego  luego  fui  á 
buscarte  á  tu  casa;  no  te  hallé  en  ella  ni  quién  me  diera 
razón  dónde  vivías.    He  encontrado  á  Pelavo,  á  Sebas- 

ni 

tián,  á  Casiodoro,  al  mayorazgo  y  á  otros  amigos,  y  todos 
me  han  dicho  que  cuánto  há  (¡ue  no  te  ven.  He  pregun- 
tado por  tí  á  Chepa  la  Guaja,  á  la  Pisaflores,  á  Pancha  la 
Larga,  á  la  Escobilla  y  á  otras,  y  todas  me  han  contes- 
tado diciéndome  que  no  saben  dónde  vives.  En  fin,  en 
este  corto  tiempo  no  he  perdido  momento  por  saber  de 
tí,  y  todo  ha  sido  en  vano.  Díme.  pues,  ¿por  qué  les  has 
excusado  tu  casa? 

Yo  le  respondí,  que  lo  uno  porque  no  me  fueran  á 

PERIQUILLO   SARNIENTO.  — T.    I,    B.  —  9. 


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34  PENSADOR   MEXICANO 

cobrar  algunos  picos  que  debía,  y  lo  otro  porque  mi  casa 
era  un  cuartito  miserable  y  tan  indecente  que  me  daba 
vergüenza  que  me  visitaran  en  él. 

Aprobó  mi  arbitrio  Januario,  á  quien  le  dije:  — Y  tú 
ahora  ¿en  qué  piensas?  ¿de  qué  te  mantienes?  —  De 
cócora  en  los  juegos,  me  respondi»'),  y  si  tú  no  tienes  des- 
tino, y  quieres  pasarlo  de  lo  mismo,  puedes  acompa- 
ñarme, que  espero  en  Dios  ^  que  no  nos  moriremos  de 
hambre,  pues  más  ven  cuatro  ojos  que  dos.  El  oficio  es 
fácil,  de  poco  trabajo,  divertido  y  de  utilidad.  ¿Conque 
quieres? 

— Tres  más,  dije.  Pero  dime:  ¿qué  cosa  es  ser 
cócora  de  los  juegos,  ó  á  quiénes  les  llaman  así?  — 
A  los  que  van  .'i  ellos,  me  dijo  Januario,  sin  blanca, 
sino  sólo  á  iníjeniarse,  y  son  personas  á  quienes  los 
jugadores  les  tienen  algún  miedo,  ponjue  no  tienen  que 
perder,  y  con  una  ingeniada,  muchas  veces  les  hacen 
un  agujero. 

—  Cada  vez.  le  dije,  me  agrada  más  tu  proyecto; 
pero  dime:  ¿qué  es  eso  de  iiKjcniarse.^  "^  —  Ingeniarse,  me 
contestó  Januario,  es  hacerse  de  dinero  sin  arriesgar 
un  ochavo  en  el  juego.  —  Eso  debe  ser  muy  difícil,  dije 

*  Desatino  craso,  aunque  no  nuevo  en  algunas  bocas.  Nunca  se  debe  esperaren 
Dios  para  tomar  una  venganza  ni  satisfacer  ninguna  pasión  pecaminosa,  porque  esto 
fuera  ultrajar  su  bondad  y  su  justicia  creyéndole  capaz  de  coincidir  con  nuestros  vicios. 
Dios  permite  el  pecado,  pero  no  lo  quiere. 

•  Aunque,  como  se  ha  dicho,  Perico  era  un  perdido,  todavía  ignoraba  muchas 
cosas  y  términos  de  la  escuela  de  los  tunos.  Januario  fué  el  que  lo  acabó  de  adiestrar. 


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OBRAS   ESCOGIDAS  35 

yo,  porque,  según  he  oído  decir,  todo  se  puede  hacer  sin 
dinero,  menos  jugar. 

— No  lo  creas,  Perico.  Los  cócoras  tenemos  esa 
ventaja,  que  nos  ingeniamos  sin  blanca,  pues  para  tener 
dinero  llevando  resto  al  juego,  no  es  menester  habilidad 
sino  dicha  y  adivinar  la  que  viene  por  delante.  La  gracia 
es  tenerlo  sin  puntero. 

— Pues  siendo  así,  cócora  me  llamo  desde  este 
punto;  pero  dime,  Juan,  ¿cómo  se  ingenia  uno? 

—  Mira,  me  respondió:  se  procura  tomar  un  buen 
lugar  (pues  vale  más  un  asiento  delantero  en  una  mesa 
de  juego  que  en  una  plaza  de  toros),  y  ya  sentado  uno 
allí,  está  mcjiando  al  montero  ^  para  cogerle  un  zapote  '  ó 
verle  uudi  puerta,  '^  y  entonces  se  da  un  codazo,  ^  que  algo 
le  toca  al  denunciante  en  estas  topadas.  O  bien  procura 
uno  dibajar  las  paradas,  ^  marcar  un  naipe,  ^  arrastrar 
un  muerto, "  ó  cuando  no  se  pueda  nada  de  esto,  armarse 
con  una  apuesta^  al  tiempo  que  la  paguen,  y  entonces 
se  dice:  «Yo  soy  hombre  de  bien;  á  nadie  vengo  á  estafar 
nada;  y  voto  á  este  santo,  y  juro  al  otro,  y  los  diablos 

*  Espiando  sus  manejos.  E. 

*  Advertirle  alguna  trampa.   E. 

*  Observar  cuál  es  la  carta  primera.  E. 

*  Se  avisa  á  los  concurrentes.   E. 

'^  Dividir  las  apuestas  de  modo  que  no  les  toque  por  completo  la  rebaja  de  lo  que  el 
montero  quita  por  estar  la  carta  que  gana  á  la  puerta.   E. 

'  Doblarla  punta  ó  hacer  alguna  otra  señal  á  una  carta  para  ver  dónde  queda 
después  que  se  baraje.  E. 

^    Cobrar  la  parada  ó  apuesta  del  que  se  descuida.   E. 

*  Cobrarla  y  porfiar  que  es  cosa  suya.   E. 


36  PENSADOR    MEXICANO 

me  lleven  si  esta  apuesta  no  es  mía;»  y  se  acalora  la  cosa 
mas,  añadiendo:  «¿Es  verdad,  don  Fulano?  Dígalo  usted, 
don  Citano;»  de  suerte  que  al  fin  se  queda  en  duda  de 
quién  es  el  dinero,  y  el  que  tiene  la  apuesta  gana.  Esta 
ingeniada  es  la  más  arriesgada;  porque  puede  uno  topar 
con  un  atravesado  que  se  la  saque  á  palos;  pero  esto  no 
es  lo  corriente,  y  así  en  las  apuradas  es  menester  arries- 
garse. Ello  es,  que  yo  nunca  me  quedo  sin  comer  ni  sin 
cenar,  pues  como  no  hayan  pegado  las  otras  diligencias 
y  el  juego  esté  para  acabarse,  me  llevara  yo  seis  ú  ocho 
reales  en  la  bolsa  cogiéndome  una  parada,  más  que  fuera 
de  mi  madre.  Pero  has  de  advertir,  desde  ahora  para 
entonces,  que  nunca  te  atrevas  á  arrastrar  muertos,  ni  te 
armes  con  paradas  que  pasen  ni  aun  lleguen  á  un  peso; 
sino  siempre  con  muertos  chiquillos  y  paraditas  de  tres 
á  cuatro  reales,  que  pagados  siempre  son  dobles,  y  como 
el  interés  es  corto,  se  pasan,  no  se  advierte  en  cuál  de 
los  dos  que  disputan  está  el  dolo  y  uno  sale  ganancioso; 
lo  que  no  tiene  con  las  paradas  grandes,  porque  como 
que  interesan,  no  se  descuidan  con  ellas,  sino  que  están 
sus  amos  pelando  tantos  ojos  sobre  su  dinero,  y  ahí 
va  uno  muy  expuesto. 

— Yo  te  agradezco,  amigo  Januario,  tus  deseos  de 
que  yo  tenga  algún  modito  con  qué  comer,  que  cierto 
que  lo  necesito  bien;  asimismo  te  agradezco,  le  dije,  tus 
consejos  y  tus  advertencias;  pero  tengo  algún  temorcillo 


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OBRAS   ESCOGIDAS  37 

de  que  no  me  vaya  á  tocar  una  paliza  ó  cosa  peor  en  una 
de  éstas;  porque,  la  verdad,  soy  muy  tonto  y  no  veterano 
como  tú,  y  pienso  que  al  primer  tapón  he  de  salir,  tal 
vez,  con  las  zurrapas  que  me  cuesten  caro,  y  cuando 
piense  que  voy  á  traer  lana,  salga  trasquilado  hasta  el 
cogote. 

Se  medio  enfadó  Januario  con  este  miedo  mío,  y  me 
dijo: 

—  Anda,  bestia,  eres  un  para  nada.  ¡Qué  paliza  ni 
qué  bromal  ¿pues  qué,  luego  luego  te  han  de  coger  la 
mácula?  Yo  no  me  espantaré  de  que  al  principio  te  tem- 
blará la  mano  para  cogerte  medio  real;  pero  todo  es 
hacerse,  y  después  te  soplarás  hasta  los  quince  y  veinte 
pesos,  quedándote  muy  fresco,  *  y  yo  te  diré  cómo.  Ya 
sabes  que  los  principios  son  dificultosos;  vencidos  éstos, 
todo  se  hace  llevadero.  Entra  con  valor  á  la  carrera  de 
los  cócoras,  que  en  verdad  que  es  demasiado  socorrida, 
sin  temer  palizas,  ni  trompadas  de  ninguno,  pues  ya  has 
oído  decir  que  á  los  atrevidos  favorece  la  fortuna  y  á 
los  cobardes  los  repele.  Tú  ya  estás,  no  sólo  abandonado 
de  ella,  sino  bien  repelado;  ¿quieres  verte  peor?  Fuera 
de  que,  supon  que  á  tí  ó  á  mí  nos  arman  una  campaña 


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'  Estos  eran  los  amigos  de  Perico,  y  sus  consejos.  Cierto  que  el  demonio  no  podía 
aconsejarle  peor.  Por  esto  dijo  muy  bien  el  padre  Jerónimo  Dutari,  que  los  malos 
amigos  son  los  diablos  que  no  espantan. 

Ese  modo  con  que  aqui  lo  induce  al  robo  y  la  fullería  es  el  que  se  usa  prácticamente, 
y  en  la  realidad  es  así;  al  principio  se  comienza  con  miedo,  pero  después  se  hace  el  vicio 
familiar.  Por  eso  es  lo  mejor  no  comenzar,  ■ -S- ^ 

PERIQUILLO   SARNIENTO.  —  T.    I,    B.  —  10. 


» - 


38  PENSADOR    MEXICANO 

al  cabo  de  tres  ó  cuatro  meses  que  hayamos  comido, 
bebido  y  gastado  n  costa  de  los  tahúres;  ¿luego  nos  han 
de  dar?  ¿No  pueden  recibir  también  de  nuestras  manos? 
Y  por  último,  pon  que  salimos  rotos  de  cabeza  ó  con 
una  costilla  desencajada;  con  algún  riesgo  se  alquila  la 
casa,  no  todo  ha  de  ser  vida  y  dulzura,  y  en  ese  caso 
quedan  los  recursos  de  los  médicos  y  de  los  hospitales. 
Conque,  Perico,  manos  á  la  obra:  sal  de  miserias  y  de 
hambre,  que  el  que  no  se  arriesga  no  pasa  la  mar. 
A  más  de  que  en  la  clase  de  ingeniadas  hay  otros  arbi- 
trios más  provechosos  y  quizá  con  menos  peligros. 

— Dímelos  por  tu  vida,  le  dije,  que  ya  reviento  por 
saberlos. 

— Uno  de  ellos,  me  dijo  Januario,  es  comedirse 
á  tallar  ó  ayudar  á  barajar  á  otros,  y  este  arbitrio  suelo 
proporcionar  una  buena  gratificación  ó  (j limpiada,  ^  si 
el  amo  es  liberal  y  gana;  y  aunque  no  sea  franco  ni 
gane,  el  f/iirujuY'  no  puede  perder  nunca  su  trabajo, 
como  no  sea  tonto,  pues  en  sabiendo  irse  n  profundis 
seguido,  sale  la  cuenta  y  muy  bien:  pero  es  menester 
hacerlo  con  salero,  pues  si  no,  va  uno  muy  expuesto. 

— ¿Cómo  es  eso,  le  pregunté,  de  //>e  d  profundis, 
que  no  entiendo  muy  bien  los  términos  facultativos  de  la 
profesión? 

—  Irse   á  profundis,    dijo   mi   maestro,    es    escon- 

i    Véase  la  nota  del  primer  tomo  sobre  esta  palabra.  E. 


'^^Jf7^m¡^>'7^r^^:^;rsrfjvr'7^^  ■í.:--"y^;y-^ 


OBRAS   ESCOGIDAS  39 

derse  el  dinero  del  monte  que  se  pueda,  poco  á  poco, 
mientras  baraja  el  compañero,  fingiendo  que  se  rasca, 
que  se  saca  el  polvero,  que  se  saca  un  cigarro,  que  se 
compone  el  pañuelo  y  haciendo  todas  las  diligencias  que 
se  juzguen  oportunas  para  el  caso;  pero  esto,  ya  dije, 
es  menester  hacerlo  con  mucho  disimulo,  v  haciéndolo 
así,  la  menor  gurupiada  te  valdrá  ocho  ó  diez  pesos. 

También  es  otro  arbitrio  que  tengas  en  el  juego  un 
amigo  de  confianza,  como  yo,  y  sentándose  éste  junto 
á  tí,  á  cada  vez  que  se  descuide  el  dueño  del  dinero,  le 
das  cuatro  pesetas  fingiendo  (jue  le  cambias  un  peso. 
Este  dinero  lo  juega  el  compañero  con  valor;  si  se  le 
arranca,  lo  vuelves  á  habilitar  con  nuevas  pesetas; 
cuando  le  pagues,  le  das  siempre  dinero  de  más  para 
engordar  la  polla,  sin  miedo  ninguno,  pues  como  el 
dueño  del  monte  te  tenga  por  hombre  de  bien,  harás 
de  él  cera  y  pábilo.  Si  está  ganando,  el  dinero  lo  deslum- 
hrará, y  si  está  perdiendo,  la  misma  pérdida  lo  cegará; 
de  manera  que  jamás  reflexionará  en  tu  diligencia,  que 
mil  veces  es  excelente,  pues  yo  he  visto  otras  tantas 
desmontar  entre  el  gurupié  y  el  palero  (que  así  se 
llaman  estos  compañeros)  con  el  mismo  dinero  del 
monte.  En  este  caso  no  salen  los  dos  juntos,  sino  sepa- 
rados, para  no  despertar  la  malicia,  y  en  cierto  lugar 
se  unen,  se  parten  la  ganancia,  y  aleluya. 

El  tercero,  más  liberal  y  pronto  arbitrio,  es  entregar 


Í-. . 


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40  PENSADOR   MEXICANO 

todo  el  monte  en  un  albur,  si  el  compañero  tiene  plata 
para  pagarlo;  y  si  no  la  tiene,  en  distintos  albures,  que^ 
al  fin  resulta  el  mismo  efecto  que  es  desmontar.  Pero 
para  esto  es  preciso  que,  así  el  gurupié  como  el  palero, 
sean  muy  diestros;  y  todo  consiste  en  la  friolera  de 
amarrar  los  albures,  poner  la  baraja  al  mismo  en  dispo- 
sición de  que,  conociendo  por  dónde  está  el  mollete,  alce 
por  él,  y  salgan  los  albures  puestos,  teniendo  entre  los 
dos,  compactado  con  anticipación,  si  se  ha  de  apostar  á  la 
judía,  ó  á  la  contrajudía,  á  la  de  fuera  ó  á  la  de  adentro, 
ó  á  la  una  y  una,  para  no  equivocarse  y  perder  el  dinero 
tontamente,  que  eso  se  llama  hacer  burro  con  bola 
en  ni/tno. 

Para  entrar  en  esta  carrera  y  poder  hacer  progresos 
en  ella,  es  indispensable  que  sepas  a/ncirrar,  :^apotecu\ 
ciar  J)oca  de  lobo,  dar  rci8Írilla,^o,  hacer  la  /tueca,  dar  la 
enipcdniada,  colearte,  csjtejearie  y  otras  cositas  tan  finas 
y  curiosas  como  éstas,  que  aunque  por  ahora  no  las 
entiendas,  poco  importa;  ^  yo  te  las  enseñaré'  dentro  de 
quince  ó  veinte  días,  que  como  tú  te  apliques  y  no  seas 
tonto,  con  ese  tiempo  basta  para  que  salgas  maestro  con 
mis  lecciones. 

Mas  es  de  advertir  que  para  salir  con  aire  en  las 


'  Bien  pudo  Periquillo  haber  explicado  aquí  el  mecanismo  de  estas  fullerías;  pero 
sin  duda  las  calló  con  estudio  deseando  prevenir  á  los  lectores  incautos  en  los  peligros 
del  juego  sin  enseñarlos  á  maliciosos.  Es  bueno  saber  que  hay  drogas,  pero  no  saber 
hacerlas. 


OBRAS   ESCOGIDAS  41 

más  ocasiones  es  necesario  que  trabajes  con  tus  armas; 
y  así  es  indispensable  que  sepas  hacer  las  barajas. 

—  Esa  es  otra,  dije  yo  muy  admirado;  pues  ¿no  ves 
que  eso  es  un  imposible  respecto  á  que  me  falta  lo  mejor 
que  es  el  dinero?  —  ¿Pero  para  qué  quieres  dinero  para 
eso?  me  preguntó  Januario. — ¿Cómo  para  qué?  le  dije; 
para  moldes,  papel,  pinturas,  engrudo,  prensas,  oficiales 
y  todo  lo  {{ue  es  menester  para  hacer  barajas;  y  fuera  de 
esto,  aunque  lo  tuviera,  no  me  arriesgaría  á  hacerlas, 
¿no  ves  que  donde  nos  cogieran  nos  despacharían  á  un 
presidio  por  contrabandistas? 

Rióse  á  carcajada  suelta  Juan  Largo  de  mi  simpli- 
cidad, y  me  dijo: — Se  echa  de  ver  que  eres  un  pobre 
muchacho  inocente,  y  que  todavía  tienes  la  leche  en  los 
labios.  Camote,  para  hacer  las  barajas  como  yo  te  digo, 
no  son  menester  tantas  cosas  ni  dinero  como  tú  has  pen- 
sado. Mira,  en  la  bolsa  tengo  todos  los  instrumentos  del 
arte. 

Y  diciendo  esto  me  manifestó  unos  cuadrilonguitos 
de  hoja  de  lata,  unas  tijeritas  finas,  una  poquita  de  cola 
de  boca  y  un  panecito  de  tinta  de  China. 

Quédeme  yo  azorado  al  ver  tan  poca  herramienta,  y 
no  acababa  de  creer  que  con  sólo  aquello  se  hiciera  una 
baraja ,  pero  mi  maestro  me  saco  de  la  suspensión  dicién- 
dome: 

—  Tonto,  no  te  admires;  el  hacer  las  barajas  en  el 

PERIQUILLO  SARNIENTO.  —  T.  I,  B.  —  11. 


42  PENSADOR    MEXICANO 

modo  que  te  digo  no  consiste  en  pegar  el  papel,  abrir  los 
moldes,  imprimirlas  y  demás  que  hacen  los  naiperos;  ese 
es  oficio  aparte.  Hacerlas  al  modo  de  los  jugadores, 
quiero  decir  hacerlas  floreadas ;  esto  se  hace  sin  más 
que  estos  pocos  instrumentitos  que  has  visto,  y  con  sólo 
ellos  se  recortan  ya  anchas,  ya  angostas,  ya  con  esquinas 
que  se  llaman  orejas:  ó  bien  se  pintan  ó  se  raspan  ((jue 
dicen  vaciar)  ó  se  trabajan  de  pcf/iics,  ó  se  hacen  cuantas 
habilidades  uno  sabe  ó  quiere;  todo  con  el  honesto  fin  de 
dejar  sin  camisa  al  que  se  descuide. 

— La  verdad,  hermano,  dije  yo,  todos  tus  arbitrios 
están  muy  buenos;  pero  son  unos  robos  y  declara- 
dos latrocinios,  y  creo  «jue  no  habrá  confesor  que  los 
absuelva. 

—  ¡Vaya,  vaya,  dijo  Januario  meneando  la  ca- 
beza, pues  estás  fresco  1  ¿Conque  ahora  que  andas  ahí 
todo  descarriado,  sin  casa,  sin  ropa,  sin  qué  comer,  y 
sin  almena  de  qué  colgarte,  vas  dando  en  escrupuloso? 
¡Majadero!  pues  si  eres  tan  virtuoso,  ¿para  qué  te  saliste 
del  convento?  ¿No  fuera  mejor  que  te  estuvieras  allí 
comiendo  de  coca  y  con  seguridad ,  y  no  andar  ahora 
de  atjuí  para  allí  y  muñéndote  de  hambre? 

Vamos,  <|ue  ciertamente  he  sentido  la  saliva  que  he 
gastado  contigo,  y  las  luces  que  te  he  dado  por  tu  bien, 
y  por  no  verte  perecer.  Bestia,  si  todos  pensaran  en 
eso,  si  reflexionaran  en  (jue  el  dinero  que  así  ganan  es 


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OBRAS   ESCOGIDAS  43 

robado,  que  debe  restituirse,  y  que  si  no  lo  hicieren  así 
se  los  llevará  el  diablo,  ¿crees  tú  que  hubiera  tanto  hara- 
gán que  se  mantuviera  del  juego  como  se  mantiene? 
¿te  parece  que  éstos  juegan  suerte  y  verdad,  y  así  se 
mantienen?  No,  Perico;  éstos  juegan  con  la  larga,  ^  y 
siempre  con  su  pedazo  de  diligencia,  si  no  ¿cómo  se 
habían  de  sostener?  Ganarían  un  día  del  mes  y  perde- 
rían veintinueve,  pues  ya  has  oído  decir  que  el  juego 
más  quita  que  da,  y  esto  es  muy  cierto  en  queriendo 
ser  muy  escrupuloso;  porque  el  que  limpio  juega  limpio 
se  va  á  su  casa;  pero  por  esta  razón  estos  señoritos, 
mis  camaradas  y  compañeros,  antes  de  entrar  en  el  giro 
de  la  fullería,  lo  primero  que  hacen  es  esconder  la  con- 
ciencia debajo  de  la  almohada,  echarse  con  las  petacas 
y  volverse  corrientes.  Bien  que  no  he  conocido  uno  que 
no  tenga  su  devoción.  Unos  rezan  á  las  Animas,  otros 
á  la  Santísima  Virgen,  éste  á  san  Cristóbal,  aquél  á 
santa  Gertrudis,  y  finalmente  esperamos  en  el  Señor 
(jue  nos  ha  de  dar  buena  muerte.  ^  Conque  no  seas 
tonto,  Periquillo,  elige  tu  devoción  particular,  y  anda, 
hombre,  anda,  no  tengas  miedo;  peor  será  que  pegues 
la  boca  á  una  pared;  ^  porque  donde  tú  no  lo  busques, 

'  Alusión  al  juego  del  billar,  ó  al  del  truco,  pues  que  el  primero  no  estaba  en 
aquella  época  muy  generalizado.  E. 

*  Esperanza  pésima.  No  se  debe  esperar  en  Dios  para  ofenderlo;  ni  valen  para 
esto  las  devociones  de  los  santos,  antes  es  una  injuria  el  invocarlos  creyendo  que  inter- 
cederán con  Dios  por  los  que  lo  ofenden  en  esa  confianza. 

'  No  68  peor  estar  pobre  que  ser  ladrón;  pero  en  la  práctica  se  ve  que  muchos,  por 
no  ser  pobres,  son  ladrones,  y  cuanto  malo  hay. 


44  PENSADOR    MEXICANO 

estás  seguro  que  haya  quién  te  dé  ni  un  lazo  para  que 
te  ahorques.  Ya  has  visto  lo  que  te  acaba  de  pasar  con 
tus  tíos.  Conque  si  entre  los  tuyos  no  hallas  un  pedazo 
de  pan,  ¿qué  esperanzas  te  (juedan  en  adelante?  Ahora 
estoy  yo  en  México,  que  soy  tu  amigo  y  te  puedo  ense- 
ñar y  adiestrar;  si  dejas  pasar  esta  ocasión,  mañana  me 
voy.  y  te  quedas  á  pedir  limosna;  porque  no  á  todos  los 
Jiáhiles  les  gusta  enseñar  sus  habilidades,  temerosos  de 
no  criar  cuervos  que  á  ellos  mismos  tal  vez  mañana 
ú  otro  día  les  saquen  los  ojos.  En  fin .  Perico,  harto  te 
te  he  dicho.  Tú  sabrás  lo  que  harás,  que  yo  lo  hago  no 
más  de  pura  caridad.  ^ 

Gomo  por  una  parte  yo  me  veía  estrechado  de  la 
necesidad  \  sin  ser  útil  para  nada,  y  por  otra,  los  pro- 
yectos de  Januario  eran  demasiado  lisonjeros,  pues  me 
facilitaba  nada  menos  (jue  el  tener  dinero  sin  trabajar, 
que  era  á  lo  que  yo  siempre  había  aspirado,  no  me  fué 
difícil  resolverme:  y  así  le  di  las  gracias  á  mi  maestro, 
reconociéndolo  desde  aquel  instante  por  mi  protector,  y 
prometiéndole  no  salir  un  punto  de  la  observancia  de  sus 
preceptos,  arrepentido  de  mis  escrúpulos  y  advertencias, 
como  si  debiera  el  hombre  arrepentirse  jamás  de  no 
seguir  el  partido  de  la  iniquidad;  pero  lo  cierto  es  que 
así  lo  hacemos  muchas  veces. 

Durante  esta  conversación  advirtió  Januario  que  yo 

*    1  Buena  caridad !  Asi  son  muchas  caridades  que  se  ven  en  el  mundo. 


■'^-'^ ..- 1  i-ii^"-'  ■  ..^ . 


OBRAS    ESCOGIDAS  45 

tenía  los  labios  blancos,  y  me  dijo: — Tú,  según  me 
parece,  no  has  almorzado.  —  Ni  tampoco  me  he  desayu- 
nado, le  respondí;  y  cierto  que  ya  serán  las  dos  y  media 
de  la  tarde.  —  Ni  la  una  ha  dado,  dijo  Januario;  pero  el 
reloj  de  los  estómagos  hambrientos  siempre  anda  adelan- 
tado, así  como  se  atrasa  el  de  los  satisfechos.  Por  ahora 
no  te  aflijas;  vamonos  á  comer. 

—  ¡Santa  palabra!  dije  yo  entre  mí',  y  nos  mar- 
chamos. 

Aquel  era  el  primer  día  que  yo  experimentaba  todo 
el  terrible  poder  de  la  hambre,  y  quizá  por  eso  luego  que 
puse  el  pie  en  el  umbral  de  la  fonda,  y  me  dio  on  las 
narices  el  olor  de  los  guisados,  se  me  alegró  el  corazón 
de  manera  (jue  pensé  que  entraba,  por  lo  menos,  en  el 
paraíso  terrenal. 

Sentémonos  á  la  mesa,  y  Januario  pidi<'>  con  mucho 
garbo  dos  comidas  de  á  cuatro  reales  y  un  cuartillo  de 
vino.  Yo  me  admiré  de  la  generosidad  de  mi  amigo, 
y  temeroso  no  fuera  á  salir  con  alguna  de  las  suyas 
después  de  haber  comido,  le  pregunté  si  tenía  con  qué 
pagar,  por(|ue  lo  (jue  había  pedido  valía  siquiera  un  par 
de  pesos.  El  se  sonrió  y  me  dijo  (jue  sí,  y  para  que 
comiese  yo  sin  cuidado,  me  mostró  como  seis  pesos  en 
dinero  doble  V  sencillo. 

En  esto  fueron  trayendo  un  par  de  tortas  de  pan  con 
sus  cubiertos,  dos  escudillas  de  caldo,  dos  sopas,  una  de 

PERIQUILLO   SARNIENTO.  —  T.    I,    ü. —  12. 


46  PENSADOR   MEXICANO 

fideos  y  otra  de  arroz,  el  puchero,  dos  guisados,  el  vino, 
el  dulce  y  el  agua;  comida  ciertamente  frugal  para  un 
rico,  pero  á  mí  me  pareció  de  un  rey,  ó  por  lo  menos  de 
un  embajador,  pues  si  á  buena  hambre  no  hay  mal  pan, 
aunque  sea  malo,  cuando  el  pan  es  de  por  sí  bueno,  debe  , 
parecer  inmejorable  por  la  misma  regla.  Ello  es  que  yo 
no  comía,  sino  que  engullía,  y  tan  aprisa,  que  Januario 
me  dijo: — Espacio,  hombre,  espacio,  que  no  nos  han  de 
arrebatar  los  platos  de  delante. 

Entre  la  comida  menudeamos  los  dos  el  vino,  lo  que 
nos  puso  bastante  alegres;  pero  se  concluyó,  y  para  repo- 
sarla sacamos  tabaco  y  seguimos  platicando  de  nuestro 
asunto. 

Yo,  con  más  curiosidad  que  amistad,  le  pregunté  á 
mi  mentor  que  dónde  vivía.  A  lo  que  él  me  respondió 
que  no  tenía  casa  ni  la  había  menester,  porque  todo  el 
mundo  era  su  casa. 

— ¿Pues  dónde  duermes?  le  dije.  —  Donde  me  coge   - 
la  noche,  me  respondió;  de  manera  que  tú  y  yo  estamos 
iguales  en  esto,  y  en  ajuar  y  ropa;  porque  yo  no  tengo 
más  que  lo  encapillado. 

Entonces,  asombrado,  le  dije: — ¿Pues  cómo  has 
gastado  con  tanta  liberalidad?  —  Eso,  respondió,  no  lo 
extrañes;  así  lo  hacemos  todos  los  cócoras  y  jugadores 
cuando  estamos  de  vuelta;  quiero  decir,  cuando  estamos 
gananciosos,  como  yo,  que  anoche  con  una  parada  con 


OBRAS  ESCOGIDAS  47 

que  me  armé,  y  la  fleché  con  valor,  hice  doce  pesos; 
porque  yo  soy  trepador  cuando  me  toca,  esto  es,  apuesto 
sin  miedo,  como  que  nada  pierdo  aunque  se  me  arranque, 
y  tengo  la  puerta  abierta  para  otra  ingeniada. 

— Quizá  por  eso,  dije  yo,  he  oído  decir  á  los  monte- 
ros que  más  miedo  tienen  á  un  real  dado  ó  arrastrado 
en  mano  de  los  cócoras  como  tú,  que  á  cien  pesos  de  un 
jugador. — Por  eso  es,  dijo  Juan  Largo;  porque  nosotros, 
como  siempre  vamos  en  la  verde,  esto  es,  no  arriesgamos 
nada,  poco  cuidado  se  nos  da  que  después  de  acertar 
ocho  albures  con  cuatro  reales  á  la  dobla,  en  el  noveno 
nos  ganen  ciento  veinte  pesos;  porque  si  lo  ganamos, 
hacemos  doscientos  cincuenta  y  seis,  y  si  lo  perdemos, 
nada  perdemos  nuestro,  y  en  este  caso  ya  sabemos  el 
camino  para  hacer  nuevas  diligencias. 

No  así  los  que  van  al  juego  á  flec/tar  ^  el  dinero  que 
les  ha  costado  su  sudor  y  su  trabajo;  pues  como  saben 
lo  que  cuesta  adquirirlo,  le  tienen  amor,  lo  juegan  con 
conducta,  y  estos  siempre  son  cobardes  para  apostar  cien 
pesos,  aun  cuando  ganan,  y  por  eso  les  llaman  pijoteros. 

Esta  misma  es  la  causa  de  que  nosotros,  cuando  es- 
tamos de  vuelta,  somos  liberales,  y  gastamos  y  triunfa- 
mos francamente,  porque  nada  nos  cuesta,  ni  aquel  dine- 
ro que  tiramos  es  el  último  que  esperamos  tener  por  ese 
camino. 

*    Arriesgar.  E. 


sOglÉÉrL:'^.-.' 


48  PENSADOR   MEXICANO 

Tú  desengáñate:  no  hay  gente  más  liberal  que  los 
mineros,  los  dependientes  que  manejan  abiertamente  el 
dinero  de  sus  amos,  los  hijos  de  familia,  los  tahúres 
como  nosotros,  y  todos  ^  los  que  tienen  dinero  sin  tra- 
bajar ó  manejan  el  ajeno,  cuando  es  dificultoso  hacerles 
un  cargo  exacto. 

—  Pero,  hombre,  le  dije;  yo  no  dudo  de  cuanto  dices; 
pero  ¿has  comprado  siquiera  una  sábana  ó  frazada  para 
dormir?  —  Ni  por  un  pienso  me  meteré  yo  en  eso  por 
ahora,  me  respondió  Januario;  no  seas  tonto,  si  no  tengo 
casa,  ¿para  qué  quiero  sábana?  ¿dónde  la  he  de  poner? 
¿la  he  de  traer  ,'i  cuestas?  Tú  te  espantas  de  poco.  Mira, 
los  jugadores  como  yo,  hacemos  el  papel  de  cómicos; 
unas  veces  andamos  muy  decentes,  y  otras  muy  trapien- 
tos; unas  veces  somos  casados  y  otras  viudos;  unas 
veces  comemos  como  marqueses  y  otras  como  mendigos, 
ó  quizá  no  comemos;  unas  veces  andamos  en  la  calle  y 
otras  estamos  presos;  en  una  palabra,  unas  veces  la 
pasamos  bien  y  otras  mal;  pero  ya  estamos  hechos  á  esta 
vida;  tanto  se  nos  da  por  lo  que  va  como  por  lo  que 
viene.  En  esta  profesión  lo  que  importa  es  hacer  á 
un  lado  el  alma  y  la  vergüenza,  y  créeme  que  hacién- 
dolo así  se  pasa  una  vida  de  ángeles. 

Algo  me  mosqueé  yo  con  una  confesión  tan  ingenua 
de  la  vida  arrastrada  que  iba  á  abrazar,  y  más  conside- 

•    No  todos,  sino  todos  los  que  proceden  mal. 


■■t  j'.  .j.  -. 


^?^  -  ..      .'-'^TaJ^^ ---n;^ 


OBRAS    ESCOGIDAS  49 

rando  que  debía  ser  verdadera  en  todas  sus  partes,  como 
que  Januario  hablaba  inspirado  del  vino,  que  rara  vez 
es  oráculo  mentiroso,  antes  casi  siempre,  entre  mil  cua- 
lidades malas,  tiene  la  buena  de  no  ser  lisonjero  ni  falso; 
pero  aunque,  según  el  inspirante,  debía  variar  de  con- 
cepto, como  varié,  no  me  di  por  entendido,  ya  por  no 
disgustar  á  mi  bienhechor,  ó  ya  por  experimentar  por  mí  , 
mismo  si  me  tenía  cuenta  aquel  género  de  vida;  y  así 
sólo  me  contenté  con  volverle  á  preguntar  que  dónde 
dormía.  A  lo  que  él,  sin  turbarse,  me  dijo  redonda- 
mente : 

— Mira,  yo  unas  veces  me  quedo  de  postema  en  los 
bailes,  y  paso  el  resto  de  las  noches  en  los  canapés;  otras 
me  voy  á  una  fonda,  y  allí  me  hago  piedra,  y  otras,  que 
son  las  más,  las  paso  en  los  arrastradci'itos.  Así  me  he 
manejado  en  los  pocos  días  que  llevo  en  México,  y  así 
espero  manejarme  hasta  que  no  me  junte  con  quinientos 
ó  mil  pesos  del  juego,  que  entonces  será  preciso  pensar 
de  otra  manera. 

— ¿Y  cuáles  son  los  arrastraderitos,  le  pregunté, 
y  con  qué  te  tapas  en  ellos?  —  A  lo  que  él  me  contestó: 
—  Los  arrastraderitos  son  esos  truquitos  indecentes  é 
inservibles  ^  que  habrás  visto  en  algunas  accesorias. 
Estos  no  son  para  jugar,  porque  de  puro  malos  no  se 


*    De  muchos  años  á  esta  parte  los  han  sustituido  unos  billarcitos  de  la  misma 
clase.  E. 

PERIQUILLO  SARNIENTO. —  T.   I,   B.  —  13. 


\ 


50  PENSADOR    MEXICANO 

puede  jugar  en  ellos  ni  un  real;  pero  son  unos  pretextos 
ó  alcahueterías  para  que  se  jueguen  en  ellos  sus  albures 
y  se  pongan  unos  montecitos  miserables. 

En  estos  socuchos  juegan  los  pillos,  cuchareros  y 
demás  gente  de  la  última  broza.  Aquí  se  juega  casi 
siempre  con  droga;  y  luego  que  se  mete  allí  algún  ino- 
centón, le  mondan  la  picha  ^  y  hasta  los  calzones  si  los 
tiene.  A  estos  jugadores  bisónos,  y  (jue  no  saben  la  mali- 
cia de  la  carrera,  les  llaman  ¡)icJiones,  y  como  á  tales  los 
descañonan  en  dos  por  tres.  En  fin,  en  estos  dichos 
arrastraderos,  como  que  todos  los  concurrentes  son 
gente  perdida,  sin  gota  de  educación  ni  crianza,  y  aun 
si  tienen  religión,  sábelo  Dios;  se  roba,  se  bebe,  se 
juega,  se  jura,  se  maldice,  se  reniega,  etc.,  sin  el  más 
mínimo  respeto,  porque  no  tienen  ninguno  que  los  con- 
tenga, como  en  los  juegos  más  decentes. 

En  uno  de  éstos  me  quedo  las  más  noches,  á  costa 
de  un  realito  que  le  doy  al  coime,  y  si  tengo,  dos;  me 
presta  la  carpeta  ñ  un  capotito  ó  frazada  llena  de  piojos 
de  las  que  hay  empeñadas,  y  así  la  paso.  Conque  ya 
te  respondí,  y  mira  si  tienes  otra  cosa  que  saber,  porque 
preguntas  más  que  un  catecismo. 

Si  antes  estaba  yo  cuidadoso  con  la  pintura  que  me 
hizo  de  la  videta  cocorina,  después  que  le  dio  los  claros  y 
las  sombras  que  le  l'altaban  con  lo  de  los  arrastraderos, 

'     Frazada  ó  sábana  vieja  y  ralJa  para  cubrirse.  E. 


--->;  '?^.^'=^**^^T  *^  -. :     J^Wf'-TTiyo'   •^."'F». 


OBRAS   ESCOGIDAS  51 


me  quedé  írío;  pero  con  todo,  no  le  manifesté  mal  modo, 
y  me  hice  el  ánimo  de  acompañarlo  hasta  ver  en  qué 
paraba  la  comedia  de  que  iba  yo  tan  pronto  á  ser 
actor. 

Salimos  de  la  fonda,  y  nos  anduvimos  azotando  las 
calles  ^  toda  la  tarde.  A  la  noche  á  buena  hora  nos 
fuimos  al  juego.  Januario  comenzó  á  jugar  sus  medie- 
cilios  que  le  habían  sobrado,  y  se  le  arrancaron  en  un 
abrir  y  cerrar  de  ojos;  pero  á  él  no  se  le  dio  nada.  Cada 
rato  lo  veía  yo  con  dinero,  y  ya  suyo,  ya  ajeno,  él  no 
dejaba  de  manejar  monedas;  ello,  á  cada  instante  tam- 
bién tenía  disputas,  reconvenciones  y  reclamos,  mas  él 
sabía  sacudirse  y  quedarse  con  bola  en  mano. 

Se  acabó  el  juego  como  á  las  once  de  la  noche,  y 
nos  fuimos  para  la  calle.  Yo  iba  pensando  que  leíamos 
el  Concilio  Niceno  por  entonces;  pero  salí  de  mi  equivo- 
cación cuando  Juan  Largo  tocó  una  accesoria,  y  después 
que  hizo  no  sé  qué  contraseña,  nos  abrieron:  entramos  y 
cenamos,  no  con  la  decencia  que  habíamos  comido,  pero 
lo  bastante  á  no  quedarnos  con  hambre. 

Acabada  la  cena,  pagó  Januario  y  nos  salimos  á  la 
calle.  Entonces  le  dije:  ^-Hombre,  estoy  admirado,  por- 
que vi  que  se  te  arrancó^  luego  que  entramos  al  juego,  y 
aunque  estuviste  manejando  dinero,  jurara  yo  que  habías 


*  Paseando  por  ellas  sin  objeto  y  por  sólo  andar  ó  pasar  el  tiempo.   E. 

*  Arrancársele,  quiere  decir  entre  jugadores,  quedarse  sin  blanca.  E. 


52  PENSADOR    MEXICANO 

salido  sin  blanca,  y  ahora  veo  que  has  pagado  la  cena; 
no  hay  remedio,  tú  eres  brujo. 

—  No  hay  más  brujería  que  lo  que  te  tengo  dicho. 
Yo  lo  primero  que  hago  es  rehundir  y  esconder  seis  ú 
ocho  realillos  para  la  amanezca,  ^  de  la  primera  inge- 
niada que  tengo.  Asegurado  esto,  las  demás  ingenia- 
das se  juegan  con  valor  á  si  trepan.  Si  trepa  alguna, 
bien;  y  si  no,  ya  se  pasó  el  día,  que  es  lo  que  im- 
porta. 

En  estas  pláticas  llegamos  á  otra  accesoria  más  inde- 
cente que  aquella  donde  cenamos.  Tocó  mi  Mentor,  hizo 
su  contraseña,  le  abrieron,  y  á  la  luz  de  un  cabito  que 
estaba  espirando  en  un  rincón  de  la  pared  vi  que  aquél 
era  el  (irrasírddcriío  de  que  ya  tenía  noticia. 

Habló  Januario  en  voz  baja  con  el  dueño  de  aquel 
infernal  garito,  que  era  un  mulato  envuelto  en  una 
manga  azul,  y  ya  se  había  encuerado  para  acostarse,  y 
éste  nos  sacó  dos  frazadas  muv  sucias  v  rotas  v  nos  las 

«i  «I  tj 

dio  diciendo:  —  Sólo  por  ser  usted  mi  amigo,  me  he 
levantado  á  abrir,  que  estoy  con  un  dolor  de  cabeza  que 
el  mundo  se  me  anda.  — Y  sería  cierto,  según  la  borra- 
chera que  tenía. 

No  éramos  nosotros  los  únicos  que  hospedaba  aquella 
noche  el  tuno  empelotado.  Otros  cuatro  ó  cinco  pela- 
gatos, todos  encuerados,   y  á  mi  parecer  medio  borra- 

'    Para  tener  con  que  amanecer.   E. 


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M" .- .  7^ í af > '5 ■-•i^;iE_«^j?'->í v-r^f •  í <f^ ' iii  ■  "^vx  '"-r  ^  ^i^''   •  \í.  •-;"■"  Vi  ?,-7^-  ?^s??  ■;■■ 


OBRAS  ESCOGIDAS  53 

chos,  estaban  tirados  como  cochinos  por  la  banca,  mesa 
y  suelo  del  truquito. 

Como  el  cuarto  era  pequeño,  y  los  compañeros  gente 
que  cena  sucio  y  frío,  y  bebe  pulque  y  chinguirito,  ^  esta- 
ban haciendo  una  salva  de  los  demonios,  cuyos  pesti- 
lentes ecos,  sin  tener  por  dónde  salir,  remataban  en  mis 
pobres  narices,  y  en  un  instante  estaba  yo  con  una 
jaqueca  que  no  la  aguantaba:  de  modo  que  no  pudiendo  ; 

mi  estómago  sufrir  tales  incensarios,  arrojó  todo  cuanto 
había  cenado  pocas  horas  antes. 

Januario  advirtió  mi  enfermedad,  y  percibiendo  la 
causa  me  dijo:  — Pues,  amigo,  estás  mal;  eres  muy  deli- 
cado para  pobre.  —  No  está  en  mi  mano,  le  respondí. — 
Y  él  me  dijo:  — Ya  lo  veo;  pero  no  te  haga  fuerza,  todo  ^ 

es  hacerse,  y  esto  es  á  los  principios,  como  te  dije  esta 
mañana;  pero  vamonos  á  acostar  á  ver  si  te  alivias. 

A  la  ruidera  de  la  evacuación  de  mi  estómago  des- 
pertó uno  de  aquellos  léperos,  y  así  como  nos  vio  comen - 

4 

zó  á  echar  sapos  y  culebras  por  aquella  boca  de  demonio. 
—  ¡Qué  rotos  tales  de  m....!  decía;  ¿por  qué  no  irán  á 
vomitarse  sobre  la  tal  que  los  parió,  ya  que  vienen  borra- 
chos, y  no  venir  á  quitarle  á  uno  el  sueño  á  estas  horas? 

Januario  me  hizo  seña  que  me  callara  la  boca  y  nos 
acostamos  los  dos  sobre  la  mesita  del  billar,  cuyas  duras 
tablas,  la  jaqueca  que  yo  tenía,  el  miedo  que  me  in-  ]^ 


'    Aguardiente  de  caña.  E. 

PERIQUILLO   SARNIENTO. —  T.    I,   B.  — 14. 


'¿ir  w  ='.»    ,    ^.,\.  «í-Jíí.'-.i;:  *''!- 


54 


PENSADOR    MEXICANO 


fundieron  aquellos  encuerados  á  quienes  piadosamente 
juzgur  ladrones,  los  innumerables  piojos  de  la  frazada, 
las  ratas  que  se  paseaban  sobre  mí,  un  gallo  (jue  de 
cuando  en  cuando  aleteaba,  los  ronquidos  de  los  que 
dormían,  los  estornudos  traseros  que  disparaban  y  el 
pestífero  sahumerio  que  resultaba  de  ellos,  me  hicieron 
pasar  una  noche  de  los  perros. 


^*»    >.»*-' 


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CAPÍTULO  líl 


Prosigue  Periquillo  contando  sus  trabajos  y  sus  bonanzas  de  jugador 
Hace  una  seria  crítica  del  juego,  y  le  sucede  una  aventura  peligrosa  que  por  poco 

no  la  cuenta 


Contando  las  horas  y  los  cantos  del  gallo  estuve  toda 
la  noche  sin  poder  dormir  un  rato,  y  deseando  la  venida 
de  la  aurora  para  salir  de  aquella  mazmorra,  hasta  que 
quiso  Dios  que  amaneció,  y  fueron  levantándose  aquellos 
bribones  encuerados. 


56  PENSADOR    MEXICANO 

Sus  primeras  palabras  fueron  desvergüenzas,  y  sus 
primeras  solicitudes  se  dirigieron  á  hacer  la  mañana. 
Luego  que  los  oí,  los  tuve  por  locos,  y  le  dije  á  Januario: 
—  Estos  hombres  no  pueden  menos  que  estar  sin  gota 
de  juicio,  porque  todos  ellos  quieren  hacer  la  mañana. 
¡Qué  locura  tan  graciosa  1  ¿Pues  qué,  piensan  que  no 
está  hecha,  ó  se  creen  ellos  capaces  de  una  cosa  que 
es  privativa  de  Dios? 

Se  rió  Januario  de  gana,  y  me  dijo: — Se  conoce 
que  hasta  hoy  fuiste  tunante  á  medias,  pillo  decente  y 
zángano  vergonzante.  En  efecto,  ignoras  todavía  muchos 
de  los  términos  más  comunes  y  trillados  de  la  dialéctica 
leperuna;  pero  por  fortuna  me  tienes  á  tu  lado,  que  no 
perderé  ningunas  ocasiones  que  juzgue  propias  para 
instruirte  en  cuanto  pueda  conducir  á  sacarte  un  diestro 
veterano,  ya  sea  entre  los  pillos  decentes,  ya  sea  entre 
los  de  la  chic/ti  pelada,  ^  como  son  éstos. 

Por  ahora  sábete  que  hacer  la  mañana  entre  esta 
gente  quiere  decir  desayunarse  con  aguardiente,  pues 
están  reñidos  con  el  chocolate  y  el  café,  y  más  bien 
gastan  un  real  ó  dos  á  estas  horas  en  cJiincjuirilo  malo 
que  en  un  pocilio  del  más  rico  chocolate. 

Apenas  salí  de  esa  duda,  cuando  me  puso  en  otras 


•  Echada  la  sábana  ó  frazada  sobre  el  hombro  izquierdo  y  terciada  bajo  el  brazo 
derecho  como  acostumbran  esas  gentes,  queda  descubierta  la  teta  derecha  cuando  no 
hay  camisa  ú  otra  ropa;  y  como  chichi  en  mexicano  quiere  decir  teta  ó  pecho,  la  frase 
se  aplica  á  los  que  tienen  el  pecho  de  fuera  ó  andan  sin  camisa  por  no  usarla.   E. 


OBRAS   ESCOGIDAS  57 

nuevas  uno  de  aquellos  zaragates  que,  según  supe,  era 
oficial  de  zapatero;  pues  le  dijo  á  otro  compañero  suyo: 

—  Chepe,  ^  vamos  á  hacer  la  mañana  y  vamonos  á  traba- 
jar, que  el  sábado  quedamos  con  el  maestro  en  que  hoy 
habíamos  de  ir,  y  nos  estará  esperando. — A  lo  que 
el  Chepe  respondió: — Vaya  el  maestro  al  tal,  que  yo 
no  tengo  ni  tantitas  ganas  de  trabajar  hoy  por  dos  moti- 
vos: el  uno  porque  es  san  Lunes,  y  el  otro  porque  ayer 
me  emborraché  y  es  fuerza  curarme  hoy. 

Suspenso  estaba  yo  escuchando  aquellas  cosas,  que 
para   mí  eran   enigmas,    cuando   mi   maestro   me  dijo: 

—  Has  de  saber  que  es  un  abuso  muy  viejo,  y  casi 
irremediable  entre  los  más  de  los  oficiales  mecánicos,  no 
trabajar  los  lunes,  por  razón  de  lo  estragados  que  quedan 
con  la  embriagada  que  se  dan  el  domingo,  y  por  eso 
lo  llaman  san  Lunes,  no  porque  los  lunes  sean  días  de 
guarda  por  ser  lunes,  como  tú  lo  sabes,  sino  porque  los 
oficiales  abandonados  se  abstienen  de  trabajar  en  ellos 
por  curarse  la  borrachera,  como  éste  dice. 

—  ¿Y  cómo  se  cura  la  embriaguez?  pregunté.  — Con 
otra   nueva,    me  respondió  Januario.  —  Pues  entonces, 
dije   yo,    debiendo   el   exceso   del   aguardiente   hacer  el      > 
mismo   efecto   el   domingo  que  el  lunes,  se  sigue  que,  f 

si  una  emborrachada  del  domingo  ha  de  menester  para 
curarse  otra  del  lunes,   la  del  lunes  necesitará  la  del 

'    Lo  mismo  que  Pepe  ó  José.  E. 

PERIQUILLO  SARNIENTO.  —  T.   I,   B.  —  15. 


íy.iV-;ul.í:^.^^i. 


58 


PENSADOR    MEXICANO 


martes,  la  del  martes,  la  del  miércoles,  y  así  venimos  á 
sacar  por  consecuencia  que  se  alcanzarán  las  embriague- 
ces unas  á  otras,  sin  que  en  realidad  se  verifique  la 
curación  de  la  primera  con  tan  descabellado  remedio. 
La  verdad,  ésa  me  parece  peor  locura  en  esta  gente  que 
la  de  hacer  la  mañana;  porque  pensar  que  una  tranca^ 
se  cura  con  otra,  es  como  creer  que  una  quemada  se 
cura  con  otra  quemada,  una  herida  con  otra,  etc.,  lo  que 
ciertamente  es  un  delirio. 

—  Tú  dices  muy  bien,  contestó  Januario,  pero  esta 
gente  no  entiende  de  argumentos.  Son  muy  viciosos  y 
ílojos;  trabajan  por  no  morirse  de  hambre,  y  acaso  por 
tener  con  qué  mantener  su  vicio  dominante,  que  casi 
generalmente,  entre  ellos,  es  el  de  la  embriaguez,  de 
manera  que  en  teniendo  que  beber,  poco  se  les  da  de  no 
comer  ó  de  comer  cualquiera  porquería;  y  ésta  es  la 
razón  de  que  por  buenos  artesanos  que  sean,  y  por  más 
que  trabajen,  jamás  medran,  nada  les  luce,  porque  todo 
lo  disipan ,  y  así  los  ves  desnudos  como  á  estos  dos,  que 
quizá  serán  los  mejores  oficiales  que  tendrá  el  maestro 
en  su  taller. 

—  ¡Qué  lástima  de  hombres!  exclamé;  y  si  son 
casados,  ¡qué  vida  les  darán  á  sus  pobres  mujeres,  y  qué 
mal  ejemplo  á  sus  hijos  I  —  Considéralo,  me  dijo  Janua- 
rio. A  sus  mujeres  las  traen  desnudas,  hambrientas  y 

*    Estar  con  la  tranca  quiere  decir  estar  borracho.  E. 


•^'-"*— -"^''■^•— ■  -"•—■ *""*-^^"  ■"' 


"^Mii 


OBRAS   ESCOGIDAS  59 

golpeadas,  y  á  los  hijos  en  cueros,  sin  comer  y  mal- 
criados. 

En  esto  nos  salimos  de  aquella  pocilga,  y  fuimos 
á  tomar  café.  Lo  restante  del  día,  que  lo  pasamos  en 
visitas  y  andar  calles  hasta  las  doce,  me  anduve  yo 
cusqueando  ^  y  rascando.  Tal*  era  la  multitud  de  piojos 
que  se  me  pegaron  de  la  maldita  j'ruza.  ^  Y  no  fué  eso  lo 
peor,  sino  que  tuve  (|ue  sufrir  algunas  chanzonetas 
pesadas  que  me  dijeron  los  amigos;  porque  los  anima- 
litos  me  andaban  por  encima,  y  eran  tan  gordos  y  tan 
blancos  que  se  veían  de  á  legua,  y  cada  vez  que  alguno 
se  ponía  donde  lo  vieran,  decía  uno: — Eso  no,  á  mi 
amigo  Perico  no,  que  aquí  estoy  yo. — Otros  decían: 
Hombre,  eso  tiene  buscar  novias  de  á  medio. — Otros: 
¡Qur  buenas  fuerzas  tienes,  pues  cargas  un  animal 
tan  grande  I  —  Y  así  me  chuleaban  todos  á  su  gusto,  sin 
quedarse  por  cortos  con  mi  compañero  que  también 
estaba  nadando. 

Por  fin  dieron  las  doce,  y  me  dijo  éste:  — Vamonos 
al  juego;  porque  yo  no  tengo  blanca  para  comer,  y  no 
seas  tonto,  vete  aplicando.  Donde  tú  puedas,  afianza  una 
apuesta  y  di  que  es  tuya .  que  yo  juraré  por  cuantos 
santos  hay  que  te  la  vi  poner;  pero  ya  te  he  advertido 
que  sea  apuesta  corta,  que  no  pase  de  dos  ó  tres  reales; 

*  Satisfaciendo  la  curiosidad,  ó  mirando  todo  lo  que  ocurre.  E. 

*  Frazada.  E. 


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■^áfi,kí--v  .  ■- '  ..-■  ,-«  .*'*-^»  a'.-'  ,  ■.-<-■■'.'     "*.'■  í,'.  ;:■  -.  ¿*^^yj^^^  i#i'r'A.: 


60  PENSADOR    MEXICANO 

porque  si  vas  á  hacer  una  tontera,  nos  exponemos  á  un 
codillo. 

En  electo,  entramos  al  juego,  tomamos  buenos  luga- 
res, se  calentó  aquello,  como  dicen,  y  yo  ya  le  echaba 
el  ojo  á  una  apuesta,  ya  á  otra,  ya  á  otra;  y  no  me  deter- 
minaba á  tomarme  ninguna  de  puro  miedo.  Quería 
extender  la  mano,  y  parece  que  me  la  contenían  y  me 
decían  en  secreto:  ^'Qaé  ras  ('i  haccv;'  Deja  eso  a/tí  que 
no  es  fui/o...  La  conciencia  ciertamente  nos  avisa  y  nos 
reprende  secreta,  pero  eficazmente,  cuando  tratamos  de 
hacer  el  mal;  lo  que  sucede  es  que  no  queremos  atender 
á  sus  gritos. 

Januario  no  más  me  veía,  y  yo  conocía  que  me 
quería  comer  de  cólera  con  los  ojos.  A  lo  menos  si  ha 
tenido  ponzoña  en  la  vista,  como  cuentan  los  mentirosos 
que  la  tiene  el  basilisco,  no  me  levanto  vivo  de  la  mesa; 
tal  era  su  Feroz  mirar.  Hay  gentes  que  parece  que  toman 
empeño  en  hacer  que  otros  salgan  tan  perversos  como 
ellos,  y  este  condenado  era  uno  de  tantos. 

Por  último,  yo  más  temeroso  de  su  enojo  que  de 
Dios,  y  más  bien  por  contemporizar  con  su  gusto  que 
con  el  mío,  (jue  es  lo  (jue  sucede  en  el  mundo  diaria- 
mente, resolví  á  armarme  con  una  peseta  al  tiempo  que 
la  pagaron.  Cuando  el  pobre  dueño  del  dinero  iba  á 
estirar  la  mano  para  coger  sus  cuatro  reales,  ya  yo  los 
tenía  en  la  mía.    Allí  fué  lo  de:  ese  dinero  es  mío;  no. 


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OBRAS    ESCOGIDAS  61 

sino  mío:  r¡o  digo  verdad,  ¡j  yo  también;  con  su  poco 
(jue  mucho  de:  está  muij  bien;  ahí  lo  réremos;  donde 
usted  quiera,  y  todas  las  bravatas  corrientes  en  seme- 
jantes lances,  hasta  (|ue  Januario,  con  un  tono  de  hombre 
de  bien,  dijo  al  perdidoso: — Amigo,  usted  no  se  caliente. 
Yo  vi  poner  á  usted  su  peseta:  pero  la  (|ue  el  señor  ha 
tomado,  no  le  quede  á  usted  duda,  es  suya,  (jue  yo  se  la 
acabo  de  prestar. 

Con  esto  se  serenó  la  riña,  (juedándose  a(|uel  infeliz 
sin  sus  mediecillos  y  yo  habilitado  con  ellos. 

Ya  se  me  derretían  en  la  mano  sin  acabar  de  poner- 
los á  un  albur;  no  ponjue  me  faltara  valor  para  apostar 
cuatro  reales,  pues  ya  sabéis  (¡ue  yo,  aun<juc  sin  habi- 
lidad, sabía  jugar  y  había  jugado  cuanto  tenía  mi  madre, 
sino  porque  temía  perderlos  y  (juedarme  sin  comer.  ¡Tal 
era  el  miedo  que  la  hambre  me  había  infundido  el  día 
anterior! 

Januario  me  lo  conoció,  y  me  hizo  señas  para  que 
los  jugara  con  francjueza,  pues  ya  él  tenía  segura  la 
mamuncia. 

Con  esta  satisfacción  los  jugué  en  cinco  albures  á  la 
dobla,  y  cuando  me  vi  con  diez  y  seis  pesos,  creí  tener 
un  mayorazgo;  ya  se  ve,  como  aquel  que  en  muchos  días 
no  había  tenido  un  real. 

Mi  compañero  me  hizo  seña  que  los  rehundiera, 
como  lo  verifi(jué,  pensando  que  nos  íbamos  á  comer; 

PERIQUILLO   SARNIENTO-— T,  I,    B.  —  16. 


62  PENSADOR    MEXICANO 

mas  Januario  en  nada  menos  pensaba,  antes  se  quedó 
allí  hecho  un  postema,  hasta  (jue  se  acabó  la  partida 
grande,  á  cuyo  instante  me  pidió  el  dinero,  sacó  él  cuatro 
pesos  y  una  de  sus  barajas,  y  se  puso  á  tallar  ^  diciendo: 
— Tírenle  á  este  bui-lotiio. 

Los  tahúres  fuertes,  así  que  vieron  el  poco  fon- 
do, se  fueron  yendo;  pero  los  pobretes  se  apuntaron 
luego  luego,  (jue  es  lo  (|ue  se  llama  entra/'  ¡)or  la 
punta. 

El  montecillo  lué  engrosando  poco  á  poco,  de  modo 
(|ue  á  las  dos  do  la  tarde  ya  tenía  aíjuella  ^anganrtda 
como  setenta  pesos. 

A  esa  hora  fueron  entrando  dos  pavitos  muv  decen- 
tes  y  bien  rellenos  de  pesos.  Comenzaron  á  apuntarse  de 
gordo;  de  á  veinte  y  veinticinco  pesos,  y  comenzaron  á 
perder  del  mismo  modo.  En  cada  albur  (jue  yo  los  veía 
poner  los  chorizos  de  pesos  se  me  bajaba  la  sangre  á  los 
talones,  creyendo  (jue  en  dos  albures  que  acertaran  se 
perdía  todo  nuestro  trabajo,  y  nos  salíamos  sin  blanca 
soñando  (jue  habíamos  tenido,  lo  (jue  á  mí  se  me  hacía 
intolerable,  según  el  axioma  de  los  tahúres,  de  que  más 
,<c  siente  lo  (jue  se  cría  (jue  lo  (jue  se  jtare. 

Pero  a(juello3  hombres  estaban,  según  entendí  en- 
tonces, erradísimos,  ponjue  el  albur  en  cjue  ponían  diez  ó 
doce  pesos  lo  ganaban;  pero  a(juel  en  donde  apostaban 

'    Barajar.  E. 


li— ja'itAi    'nn\  'i  —''■'•-  ■■■'-'-«■  •^'- .-« ^-  ''—'^'tu,V,iiii  i'tt"--^-  -■  ^  •■-■-■■^--^ 


■■■"■,    ■■■..-.  v- 


# 


OBRAS   ESCOGIDAS  63 

entre  los  dos  cuarenta  ó  cincuenta  lo  perdían,  así  podían 
jugarlo  con  mil  precauciones. 

De  este  modo  se  les  arrancó  á  los  dos  casi  á  un 
tiempo,  y  uno  de  ellos,  al  perder  el  último  albur  que 
iba  interesado,  y  siendo  de  un  caballo  contra  un  as,  vino 
el  as;  sacó  los  cuatro  caballos,  v  mientras  estuvo  rom- 

ti 

piendo  los  demás  naipes,  se  los  comió,  como  quien  se 
come  cuatro  soletas,  y  hecha  esta  importante  diligencia, 
se  salió  con  su  compañero,  ambos  encendidos  como  una 
grana,  y  sudando  la  gota  tan  gorda.  ¡Tales  eran  los 
vapores  que  habían  recibido  I 

Januario,  con  mucha  socarra,  contó  trescientos  y 
pico  de  pesos;  le  dio  una  gratificación  al  dueño  de  la 
casa,  y  lo  demás  lo  amarró  en  su  pañuelo. 

Ya  se  lo  comían  los  otros  tahúres  pidiéndole  barato; 
pero  á  nadie  le  dio  medio,  diciendo: — Guando  á  mí  se  me 
arranca,  ninguno  me  da  nada,  y  así  cuando  gane,  tam- 
poco he  de  dar  yo  un  cuarto. 

No  me  pareció  bien  esta  dureza,  porque,  aunque  tan 
malo,  he  tenido  un  corazón  sensible. 

Nos  salimos  á  la  calle  y  nos  luímos  á  la  fonda, 
que  estaba  cerca;  comimos  á  lo  grande,  y  concluida  la 
comida,  me  dijo  mi  protector  :  — ¿Qué  tal,  señor  Perico, 
le  gusta  á  usted  la  carrera?  Si  no  se  hubiera  determi- 
nado á  armarse  con  a({uella  apuesta  ¿contara  con  ciento 
y  más  pesos  suyos?   Vaya,  toma  tu  plata  y  gástala  en  lo 


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é 


64  PENSADOR    MEXICANO 

que  quieras,  que  es  muy  tuya  y  puedes  disponer  de  ella 
á  tu  gusto  con  la  bendición  de  Dios;  ^  auncjue  pienso  que 
lo  que  conviene  es  que  apartemos  cincuenta  pesos  por 
ambos  para  puntero,  y  vayamos  ahora  mismo  al  Parián, 
ó  más  bien  al  Baratillo,  á  comprar  una  ropilla  decente, 
con  cuyo  auxilio  la  pasaremos  mejor,  nos  darán  mejor 
trato  en  todas  partes,  y  se  nos  lacilitarán  más  bien  las 
ocasiones  de  tener:  porcjue  te  aseguro,  hermano,  que 
aunijue  dicen  (jue  el  hábito  no  hace  al  monje,  yo  no  sé 
qué  tiene  en  el  mundo  esto  de  andar  uno  decente,  (jue  en 
las  calles,  en  los  paseos,  en  las  visitas,  en  los  juegos, 
en  los  bailes  y  hasta  en  los  templos  mismos  se  dis- 
fruta de  ciertas  atenciones  y  respetos.  De  suerte  que 
más  vale  ser  un  picaro  bien  vestido,  (jue  un  hombre  de 
bien  trapiento,  '^  y  así  vamos. 

No  lo  dijo  á  sordo;  me  levanté  al  momento,  cogí  mi 
dinero,  (jue  era  menos  del  que  le  tocó  á  Januario;  pero 
yo  lo  disimulé,  satisfecho  de  (|ue  en  asunto  de  intereses 
el  mejor  amigo  (juiere  llevar  su  ventajita. 

Fuimos  al  Baratillo,  compramos  camisas,  calzones, 
chalecos,  casacas,  capas,  sombreros,  pañuelos,  zapa- 
tos, y  hasta  unas  cascaritas  de  reloj  ó  relojes  cascaras  ó 
maulas,  pero  (jue  parecían  algo. 

'  Sólo  eso  le  faltaba,  porque  no  puede  ser  bendito  de  Dios  lo  que  se  adquiere  nnala- 
mente. 

*  No  hay  tal.  Es  verdad  que  el  mundo  abunda  de  gentes  necias  que  califican  á  la 
persona  por  su  exterior,  y  asi  tal  vez  honran  al  picaro  decente;  pero  al  primer  chasco 
que  llevan  se  desengañan. " 


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Fuimos  al  Baratillo,  compramos  camisas,  calzones,  chalecos,  casacas.. 


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OBRAS    ESCOGIDAS  65 

o/'  .  ■ .;     '   . 

Ya  habilitados,   fuimos  á  tomar  un  cuarto  en  un 

mesón,  mientras  hallábamos  una  vivienda  proporcio- 
nada. En  esto  de  camas  no  había  nada,  y  aunque  se 
lo  hice  advertir  á  Januario,  éste  me  dijo:  —  Ten  pacien- 
cia, que  después  habrá  para  todo.  Por  ahora  lo  que 
importa  es  presentarnos  bien  en  la  calle,  y  más  (|ue 
comamos  mal  y  durmamos  en  las  tablas,  eso  nadie  lo  ve. 
¿Qué.  te  parece  (|ue  todos  los  guapos  ó  currutacos  que 
ves  en  el  público  tienen  cama  ó  comen  bien?  No,  hijo; 
muchos  andan  como  nosotros;  todo  se  vuelve  apariencia, 
y  en  lo  interior  pasan  sus  miserias  bien  crueles.  A  éstos 
llaman  rotos. 

Yo  me  conformé  con  todo,  contentísimo  con  mis 
trapillos,  y  con  (jue  ya  no  volvía  á  pasar  otra  noche  en 
el  arrustradcriio  condenado. 

Llegamos  al  mesón,  tomamos  nuestro  cuarto,  y  nos 
encajamos  en  él  locos  de  contento.  Aquella  noche  no 
quiso  Januario  que  fuéramos  á  jugar,  ponjue,  según  él 
decía,  se  debía  reposar  la  ganancia  Nos  fuimos  á  la 
comedia,  y  cuando  volvimos,  cenamos  muy  bien  y  nos 
acostamos  en  las  tablas  duras,  que  algo  se  ablandaron 
con  los  capotes  viejos  y  nuevos. 

Dormí  como  un  niño,  (jue  es  la  mejor  comparación. 
y  á  otro  día  hicimos  llamar  al  barbero,  y  después  de  ali- 
ñados nos  vestimos  y  salimos  muy  planchados  á  la  calle. 

Como  nuestro  principal  objeto  era  que  nos  vieran 

PERIQUILLO   SARNIENTO. —  T.    I,    B.  —  17. 


66  PENSADOR    MEXICANO 

los  conocidos,  la  primera  visita  lué  la  casa  del  bachiller 
Martín  Pelayo:  pero  ¿cuál  fué  nuestra  sorpresa,  cuando 
creyendo  encontrar  al  Martín  antiguo,  encontramos  un 
Martín  nuevo,  y  en  todo  diferente  del  que  conocíamos; 
pues  acjuél  era  un  joven  tan  perdulario  como  nosotros, 
y  éste  era  un  cleriguito  ya  muy  formal,  virtuoso  y 
asentado. 

Luego  que  entramos  á  su  cuarto  se  levantó  y  nos 
hizo  sentar  con  mucha  urbanidad;  nos  contó  cómo  era 
diácono,  y  estaba  para  ordenarse  de  presbítero  en  las 
próximas  témporas.  Nosotros  le  dimos  los  parabienes; 
pero  Januario  trató  de  mezclar  sus  acostumbradas  cho- 
carrerías y  facetadas,  á  las  que  Pelayo  en  un  tono 
bien  serio  contestó:  —  ¡Válgame  Dios,  señor  Januariol 
¿Siempre  hemos  de  ser  muchachos?  ¿No  se  ha  de 
acabar  algún  día  ese  humor  pueril?  Es  menester  dife- 
renciar los  tiempos;  en  unos  agradan  las  travesuras  de 
niños,  en  otros  la  alegría  de  jóvenes,  y  ya  en  el  nuestro 
es  menester  que  apunte  la  seriedad  y  macicez  de  hom- 
bres, poríjuc  ya  nos  hacen  gasto  los  barberos. 

Yo  no  soy  viejo,  ni  aunque  lo  luera  me  opondría  á 
un  genio  festivo.  Me  gustan,  en  efecto,  los  hombres  ale- 
gres y  joviales,  de  (juienes  se  dice:  donde  el  está  no  Itaij 
tristeza.  Sí,  amigos;  para  mí  hay  no  cosa  más  fastidiosa 
que  un  genio  regañón,  tétrico  y  melancólico;  huyo  de 
ellos  como  de  unos  misántropos  abominables;  los  juzgo 


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OBRAS   ESCOGIDAS  67 

soberbios,    descontentos,    murmuradores,   insociables   y 
dignos  de  acompañar  á  los  osos  y  á  los  tigres. 

Al  contrario,  ya  dije,  estoy  en  mis  glorias  con  un 
hombre  atento,  atable,  instruido  y  alegre.  La  compañía 
de  uno  de  ellos  me  deleita,  me  engolosina,  me  amarra, 
y  seré  capaz  de  estarme  con  él  los  días  y  las  semanas; 
pues...  pero  ha  de  ser  de  este  estambre,  porque  en  siendo 
un  necio,  hablador,  arrogante  y  faceto,  ¿quién  lo  ha  de 
sufrir? 

Estos  genios  no  son  festivos,  sino  juglares;  su  ca- 
rácter es  ruin  y  sus  costumbres  groseras.  Cuando  pla- 
tican, golpean;  cuando  quieren  divertir,  fastidian  con  sus 
frialdades:  porque,  hombres  sin  talento  ni  educación,  no 
pueden  parir  buenos,  alegres  ni  razonados  conceptos; 
antes  las  chanzas  de  éstos  ofenden  las  honras  y  las  per- 
sonas, y  sus  agudezas  punzan  la  fama  ó  el  corazón  del 
prójimo. 

Esto  digo,  amigos,  deseando  que  eviten  ese  genio 
chocarrero  á  todas  horas.  Todo  tiene  su  tiempo.  Las 
matracas  de  Semana  Santa  parecerán  mal  á  los  mucha- 
chos en  la  pascua  de  Navidad,  y  la  lama  de  Nochebuena 
no  la  pondrán  en  sus  monumentitos. 

Así  me  lo  ha  hecho  creer  la  experiencia,  y  algunos 
desaires  que  les  he  visto  correr  á  muchos  facetos. 

A  poco  rato  de  decir  esto  el  padre  Pelayo,  mudó  de 
conversación  con  disimulo;  pero  mi  compañero,  que  lo 


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68  PENSADOR    MEXICANO 

había  entendido,  y  estaba  como  agua  para  chocolate, 
no  aguantó  mucho.  Se  despidió  á  poco  rato  y  nos  fui- 
mos. 

En  la  calle  me  dijo: — ¿Qué  te  parece  de  este  mono? 
¡Quién  no  lo  hubiera  conocido!  Ahora,  porque  está  orde- 
nado de  Evangelio,  quiere  hacer  del  formal  y  arreglado; 
poro  á  otro  perro  con  ese  hueso,  que  ya  sabemos  que 
todas  esas  son  hipocresías. 

Yo  le  corté  la  conversación;  porque  me  repugnaba 
murmurar  al^irunas  veces,  v  nos  fuimos  á  otras  visi- 
tas  donde  nos  recibieron  mejor  y  aun  nos  dieron  de 
almorzar. 

Así  se  pas('>  la  mañana  hasta  (|ue  dieron  las  doce, 
á  cuva  hora  nos  fuimos  ai  mesón;  sacamos  veinticinco 
pesos  del  puntero,  y  nos  fuimos  al  juego. 

En  el  camino  dije  A  Januario:  —  Hombre,  si  van  los 
payos,  donde  nos  acierten  un  albur,  nos  lleva  Judas. — 
No  nos  llevará,  me  dijo,  ¡ojalá  vayan!  ¿Pues  tú  piensas 
que  está  en  ellos  el  errar  ó  acertar?  No,  hijo,  está  en 
mis  manos.  Yo  los  conozco  y  sé  que  juegan  la  apretada 
figura,  y  así  les  amarro  los  albures  de  manera  que  si 
ponen  poco,  dejo  (jue  venga  la  figura,  y  si  ponen  harto, 
se  las  subo  al  lomo  del  naipe.  Eso  malo  tiene  el  jugar 
cartas  de  afición  ó  una  regla  fija. 

— ¿Pues  qué.  tiene  reglas  el  juego?  le  pregunté,  y 
me  dijo:  —  Lo  que  los  tahúres  llaman  reglas  no  es  sino 


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OBRAS   ESCOGIDAS 


69 


un  accidente  continuado,  en  barajando  bien,  porque  que 
venga  el  cuatro  contra  la  sota,  es  un  accidente;  que 
venga  después  el  siete  contra  el  rey,  es  otro  accidente; 
que  venga  el  cinco  contra  el  caballo,  es  otro,  y  así 
aunque  se  hagan  diez  ó  veinte  contrajudíos,  no  son  más 
que  diez  ó  veinte  accidentes  ó  un  accidente  continuado. 
No  hay  mejor  regla  ni  más  segura  que  los  capotes,  des- 
lomadas, rasirilla:^os  y  otras  diligencias  de  las  que  yo 
hago,  y  aun  éstas  tienen  su  excepción,  (jue  es  cuando  se 
la  advierten  á  uno  y  le  ganan  con  su  juego;  por  eso  dice 
uno  de  nuestros  relranes  que  contra  vigiata  no  harj 
regla.  Lo  demás  de  judía,  contrajudía,  pares  y  nones, 
lugar,  y  todas  esas  que  llaman  reglas,  son  entusiasmos, 
preocupaciones  y  vulgaridades  en  que  vemos  que  incu- 
rren todos  los  días  hombres,  por  otra  parte  nada  vul- 
gares; pero  parece  que  en  el  juego  nadie  es  dueño  de  su 
juicio.  Ten,  pues,  entendido  que  no  hay  más  (|ue  dos 
reglas:  La  suerte  ij  la  droga.  Aquélla  es  más  lícita,  pero 
ésta  es  más  segura.  - 

En  esto  llegamos  al  juego,  y  Januario  se  sentó  como 
siempre;  pero  no  jugó  más  (jue  un  peso;  porque  iba  con 
intención  de  poner  el  monte,  pues,  según  él  decía,  así 
llevaba  nuestro  dinero  más  defensa;  porque  de  Enero 
d  Enero,  el  dinero  es  del  montero. 

Así  que  se  acabó  la  partida  pusimos  nuestro  burlo- 
tillo,  y  ganamos  diez  ó  doce  pesos,  porque  no  fueron  los 

PKRIQUILLO    SARNIENTO.  —  T.    I ,    B.  —  18. 


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70  PENSADOR   MEXICANO 

pollos  gordos  que  esperaba;  sin  embargo,  nos  dimos  por 
contentos  y  nos  fuimos. 

Así  pasamos  con  esta  vuelta  como  seis  meses  ganan- 
do casi  todos  los  días,  aun(jue  fuera  poco.  En  este  tiempo 
aprendí  cuantas  fullerías  me  quiso  enseñar  Januario. 
Compramos  camas,  alguna  ropa  más  y  la  pasamos  como 
unos  marqueses. 

Nada  me  quedó  que  observar  en  dicho  tiempo  en 
asunto  do  juego.  Conocí  que  es  una  verdad  que  es  el 
crisol  de  los  liomhres,  porque  allí  descubren  sus  pasiones 
sin  rebozo,  ó  á  lo  menos  es  menester  estar  muy  sobre  sí 
para  no  descubrirlas,  lo  que  es  muy  raro,  pues  el  interés 
ciega  y  en  el  juego  no  se  piensa  más  que  en  ganar. 

Allí  se  observa  el  que  es  malcriado,  ya  porque  se 
echa  en  la  mesa,  se  pone  el  sombrero,  no  cede  el  asiento 
ni  al  que  mejor  lo  merece,  le  echa  el  humo  del  cigarro 
on  la  cara  á  cualquiera  que  está  á  su  lado,  por  más  que 
sea  persona  de  respeto  ó  de  carácter,  y  hace  cuantas 
groserías  quiere  sin  el  menor  miramiento.  Lo  peor  es 
que  hay  un  axioma  tan  vulgar  como  falso  que  dice  que 
en  el  juerjo  todos  son  ir/ nales,  y  con  este  parco  ni  los 
malcriados  se  abstienen  de  sus  groserías,  ni  muchas 
personas  decentes  y  de  honor  se  atreven  á  hacerse  res- 
petar como  debieran. 

De  la  misma  manera  que  el  grosero  descubre  en  el 
juego  su  falta  de  educación  con  sus  majaderías  y  ordina- 


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OBRAS   ESCOGIDAS  71 

rieces,  descubre  el  inmoral  su  mala  conducta  con  sus 
votos  y  disparates;  el  embustero  su  carácter  con  sus 
juramentos;  el  fullero  su  mala  íe  con  sus  drogas;  el 
ambicioso  su  codicia  con  la  voracidad  que  juega;  el  mez- 
quino su  miseria  coíi  sus  poquedades  y  cicaterías;  el 
desperdiciado  su  abandono  con  sus  garbos  imprudentes; 
el  sinvergüenza  su  descoco  con  el  arrojo  con  que  pide 
a  su  sombra;  el  vago...  pero  ¿qué  me  canso?  Si  allí 
se  conocen  todos  los  vicios,  porque  se  manifiestan  sin 
disfraz.  El  provocativo,  el  truhán,  el  soberbio,  el  lison- 
jero, el  irreligioso,  el  padre  consentidor,  el  marido  lenón, 
el  abandonado,  la  buscona,  la  mala  casada,  y  todos, 
todos  confiesan  sin  tormento  el  pie  de  qué  cojean;  y  por 
hip(')critas  que  sean  en  la  calle,  pierden  los  estribos  en 
el  juego  y  suspenden  toda  la  apariencia  de  virtud,  dán- 
dose á  conocer  tales  como  son. 

Malditas  son  las  nulidades  del  juego.  Una  de  ellas 
es  la  torpe  decisión  que  reina  en  él.  Al  que  lleva  dinero 
liasta  le  proporcionan  el  asiento,  y  cuando  acierta,  lo 
alaban  por  un  buen  punto  y  diestro  jugador:  pero  al  que 
no  lo  lleva,  ó  se  le  arranca,  ó  no  le  dan  lugar,  ó  se  lo 
quitan,  y  de  más  á  más  dicen  que  es  un  crestón,  término 
con  que  algunos  significan  que  es  un  tonto. 

En  fin ,  yo  aprendí  y  observé  cuanto  había  que 
aprender  y  que  observar  en  la  carrera.  Entonces  me 
sirvió   de   perjuicio,    y   ahora   me   sirve  de  haceros  ad- 


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72  PENSADOR   MEXICANO 

vertir   todos   sus  funestos  resultados  para  apartaros  de 
ella. 

No  os  quisiera  jugadores,  hijos  míos;  pero  en  caso 
de  que  juguéis  alguna  vez,  sea  poco,  sea  lo  vuestro,  sea 
sin  droga;  pues  menos  malo  será  que  os  tengan  por 
tontos,  que  no  que  paséis  plaza  de  ladrones,  que  no  son 
otra  cosa  los  fulleros. 

Muchos  dicen  que  juegan  por  socorrer  su  necesidad. 
Este  es  un  error.  De  mil  que  van  al  juego  con  el  mismo 
objeto,  los  novecientos  noventa  y  nueve  vuelven  á  su 
casa  con  la  misma  necesidad,  ó  acaso  peores,  pues  dejan 
lo  poco  que  llevan,  acaso  se  comprometen  con  nuevas 
drogas,  y  sus  familias  perecen  más  aprisa. 

Habréis  oído  decir,  ó  lo  oiréis  cuando  seáis  grandes, 
que  muchos  se  sostienen  del  juego.  Yo  apenas  puedo 
creer  (jue  éstos  sean  otros  que  los  que  juegan  con  la 
larga,  como  dicen,  esto  es,  los  tramposos  y  ladrones, 
que  merecían  los  presidios  y  las  horcas  mejor  que  los 
pillos  Maderas  y  Paredes;  ^  porque  de  un  ladrón  cono- 
cido por  tal  pueden  los  hombres  precaverse;  pero  de 
éstos  no. 

Semejantes  sujetos  sí  creo  que  se  sostengan  del 
juego  alguna  vez;  pero  los  hombres  de  bien,  los  que 
trabajan  y  los  (jue  juegan  como  dicen,  d  la  buena  de 
Dios,  lo  tengo  por  un  imposible  físico,   porque  el  juego 

*    Dos  famosos  ladrones  que  hubo  en  México. 


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OBRAS   ESCOGIDAS  73 

hoy  da  diez  y  mañana  quita  veinte.  Yo  sé  de   todo   y 
03  hablo  con  experiencia. 

Otra  clase  de  personas  se  sostienen  del  juego,  espe- 
cialmente en  México...  ¿Nos  oye  alguno?...  Pues  sabed 
que  éstos  son  ciertos  señores  que  teniendo  dinero  con 
que  buscar  la  vida  en  cosas  más  honestas  y  no  que- 
riendo trabajar,  hacen  comercio  y  granjeria  del  juego, 
poniendo  su  dinero  en  distintas  casas  para  que  en  ellas 
se  pongan  montes,  que  llaman  partidas. 

Como  este  modo  de  jugar  es  tan  ventajoso  para  el 
(jue  tiene  fondo,  ordinariamente  ganan,  y  á  veces  ganan 
tanto,  (jue  algunos  conozco  que  ruedan  coche  y  hacen 
caudales.  ¿Qué  tal  será  la  cosa,  pues  para  acomodarse  de 
talladores  ó  gura  pies  con  sus  mercedes,  se  hacen  más 
empeños  que  para  entrar  de  oficial  en  la  mejor  oficina? 
Y  con  razón:  porque  el  lujo  que  éstos  ostentan  y  la  fran- 
queza con  que  tiran  un  peso,  no  lo  puede  imitar  un 
empleado  ni  un  coronel.  Ya  se  ve,  como  que  hay  seño- 
rito de  estos  que  tienen  de  sueldo  diariamente  seis,  ocho 
y  diez  pesos,  amén  de  sus  buscas,  (jue  ésas  serán  las  que 
quisieren. 

También  menudean  los  empeños  y  las  súplicas  para 
(|ue  los  señores  monteros  envíen  dinero  á  las  casas  para 
jugar,  por  interés  de  las  gratificaciones  que  les  dan  á  los 
dueños  de  ellas,  que  cierto  que  son  tales,  que  bastan  á 
sostener  regularmente  á  una  familia  pobre  y  decente. 

PERIQUILLO    SARNIENTO. —  T.    I,    B.  —  19. 


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/4  PENSADOR    MEXICANO 

ICstas  son  las  personas  que  yo  no  negaré  (jue  se 
mantienen  del  juego;  pero  ¡qué  pocas  son!  y  si  desme- 
nuzamos el  cómo,  es  menester  considerarlas  criminales 
aun  íi  estas  pocas,  y  después  de  ci'oer  de  buena  í'e  que 
juegan  con  la  mayor  limpieza.  Y  si  no,  pregunto:  ¿se 
debe  reputar  el  juego  como  ramo  de  comercio  y  como 
arbitrio  honesto  para  subsistir  de  él?  ¿Sí  ó  no?  Si  sí, 
¿por  qué  lo  prohiben  las  leyes  tan  rigorosamente?  Y  si 
no,  ¿cómo  tiene  tantos  patronos  <|ue  lo  defienden  por 
lícito  con  todas  sus  fuerzas?  Yo  lo  diré. 

Si  los  hombres  no  pervirtieran  el  orden  de  las  cosas, 
el  juego,  lejos  de  ser  prohibido  por  malo,  fuera  tan  lícito 
que  entrara  á  la  parte  de  aíjuella  virtud  moral  que  se 
llama  eutrapelia;  pero  como  su  codicia  traspasa  los  lími- 
tes de  la  diversión,  y  en  estos  juegos  de  que  hablamos  se 
arruinan  unos  á  otros  sin  la  más  mínima  consideración 
ni  fraternidad,  ha  sido  necesario  que  los  gobiernos  ilus- 
trados metan  la  mano,  procurando  contener  este  abuso 
tan  pernicioso,  bajo  las  severas  penas  que  tienen  prescri- 
tas las  leves  contra  los  infractores. 

El  que  tenga  patronos  que  lo  defiendan  y  prosélitos 
que  los  sigan  no  es  del  caso.  Todo  vicio  los  tiene,  sin  que 
por  eso  pueda  calificarse  de  virtud,  y  tanto  menos  vigor 
tienen  sus  apologías  cuanto  que  no  las  dicta  la  razón, 
sino  su  sórdido  interés  y  declarado  egoísmo. 

¿Quiénes  son  las  gentes  que  apoyan  el  juego  y  lo 


BÉÉt  'aiiiníiiiiiMi  iMii   1 


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4 

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OBRAS   ESCOGIDAS  75 

defienden  con  tanto  ahinco?  Examínese,  y  se  verá  que 
son  los  fulleros,  los  inútiles  y  los  holgazanes,  ora  consi- 
dérense pobres,  ora  ricos;  y  de  semejante  clase  de 
abogados  es  menester  que  se  tenga  por  sospechosa  la 
defensa,  siquiera  porque  son  las  partes  interesadas. 

Decir  que  el  juego  es  lícito  porque  es  útil  á  algunos 
individuos,  es  un  desatino.  Para  que  una  cosa  sea  lícita 
no  basta  que  sea  útil,  es  menester  que  sea  honesta  y  no 
prohibida.  En  el  caso  contrario,  podría  decirse  que  eran 
lícitos  el  robo,  la  usura  y  la  prostitución,  porque  le  traen 
utilidad  al  ladrón,  al  usurero  y  á  la  ramera.  Esto  fuera 
un  error;  luego  defender  el  juego  por  lícito  con  la  misma 
razón  es  también  el  mismo  error. 

Pero  sin  ahondar  mucho  se  viene  á  los  ojos  que  esta 
decantada  utilidad  que  perciben  algunos,  no  equivale  á 
los  perjuicios  que  causa  á  otros  muchos.  ¡Qué  digo  no 
equivale!  Es  enormemente  perjudicialísima  á  la  sociedad. 

Contemos  los  tunos,  fulleros  y  ladrones  que  se  sos- 
tienen del  juego;  agreguemos  á  éstos,  aquellos  que  sin 
ser  ladrones  hacen  caudal  del  juego;  añadamos  sus 
dependientes;  numeremos  las  familias  que  se  socorren 
con  las  gratificaciones  que  les  dan  por  razón  de  casa;  no 
olvidemos  lo  (jue  se  gasta  en  criados  y  armadores;  ^ 
advirtamos  lo  que  unos  entalegan,   lo  que  otros  tiran, 


*    Este  nombre  damos  á  aquellos  que  andan  reclutando  tahúres  para  los  juegos. 
A  éstos  también  se  les  paga  su  diligencia.  -^8 


76  PENSADOR   MEXICANO 

lo  íjue  éstos  comen  y  lo  que  gastan  todos;  sin  pasar  en 
blanco  el  lujo  con  que  gasta,  viste,  come  y  pasea  cada 
uno  á  proporción  de  sus  arbitrios.  Después  de  hecha  esta 
cuenta,  calculemos  el  numerario  cotidiano  que  chuparán 
estas  sanguijuelas  del  Estado  para  sostenerse  á  costa  de 
él,  y  con  la  franqueza  (jue  se  sostienen,  y  entonces  se 
verá  cuántas  familias  es  menester  que  se  arruinen  para 
que  se  sostengan  estos  ociosos. 

Para  conocer  esta  verdad  no  es  necesario  ser  mate- 
mático: basta  irse  un  día  á  informar  de  juego  en  juego, 
y  se  verá  que  los  más  que  ganan  son  los  monteros.  ^ 
Pregúntese  á  cada  uno  de  los  tahúres  ó  puntos  qué  tal 
le  fué,  y  por  cuatro  ó  seis  que  digan  que  han  ganado, 
responderán  cuarenta  que  perdieron  hasta  el  último 
medio  que  llevaban. 

»  De  suerte  (jue  esta  proposición  es  evidente:  tantos 
cuantos  se  sostienen  del  /tief/o,  son  otras  tantas  espon- 
jas (le  la  jiohiacinn  (¿w  chupan  la  sustancia  de  los 
pobres. 

Todas  estas  reflexiones,  hijos  míos,  os  deben  servir 
para  no  enredaros  en  el  laberinto  del  juego,  en  el  que, 
una  vez  metidos,  os  tendréis  que  arrepentir  quizá  toda  la 
vida;   porcjue  á  carrera  larga,  rara  vez  deja  de  dar  tama- 

*  Y  los  banqueros  (le  los /mpertaic».  Este  es  otro  jueguito  peor  que  el  monte,  por- 
que incita  más  la  codicia  con  ei  exceso  del  premio  que  ofrece.  He  visto  á  los  hombres 
andar  como  locos,  con  el  lápiz  y  el  papel  haciendo  cábulas  y  cálculos  imaginarios. 
¡Caramba  en  el  juego  que  después  de  dejar  á  uno  sin  blanca,  puede  despacharlo  impe- 
rialmente á  buscar  un  número  á  San  Hipólito ! 


iurTfiTiiiiaiÉ  'ÁjJI 


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OBRAS   ESCOGIDAS 


77 


ñas  pesadumbres;  y  aun  los  gustos  (jue  da  se  pagan  con 
un  crecido  rédito  de  sinsabores  y  disgustos,  como  son  las 
desveladas,  las  estragadas  del  estómago,  los  pleitos,  las 
enemistades,  los  compromisos,  los  temores  de  la  justicia, 
las  multas,  las  cárceles,  las  vergüenzas  y  otros  á  este 
modo. 

De  todas  estas  cosas  supe  yo  en  compañía  de  Ja- 
nuario  y  de  algo  más;  porque  por  fin  se  nos  arrancó. 
Comenzamos  á  vender  la  ropita  y  todo  cuanto  teníamos; 
íí  estar  de  malas,  como  dicen  los  hijos  de  Briján:  á  mal 
comer,  á  desvelarnos  sin  fruto,  á  pagar  multas,  etc., 
hasta  que  nos  quedamos  como  antes,  y  peores,  porque 
ya  nos  conocían  por  fulleros,  y  nos  miraban  á  las  manos 
con  más  atención  que  á  la  cara. 

En  medio  de  esta  triste  situación  y  para  coronar  la 
obra,  el  picaro  Januario  enredó  á  un  payo  para  que 
pusiera  un  montecito,  diciéndole  que  tenía  un  amigo 
muy  hábil  hombre  de  bien  para  que  le  tallara  su  dinero. 
El  pobre  payo  entró  por  el  aro  y  quedó  en  ponerlo  al  día 
siguiente.  Januario  me  avisó  lo  que  había  pasado,  dicién- 
dome  que  yo  había  de  ser  el  tallador. 

Convenimos  en  que  había  de  amarrar  los  albures  de 
afuera  para  que  él  alzara,  y  otro  amigo  suyo,  que  había 
vendido  un  caballo  para  apuntarse,  pusiera  y  desmon- 
tara, y  que  concluida  la  diligencia  nos  partiríamos  el 
dinero  como  hermanos. 

PERIQUILLO  SARNIENTO.  —  T.   I,   B.  —  20. 


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78  PENSADOR    MEXICANO 

No  me  costó  trabajo  decir  que  sí,  como  que  ya  era 
tan  ladrón  como  él. 

Llegó  el  día  siguiente:  fué  Juan  Largo  por  el  payo, 
me  dio  éste  cien  pesos  y  me  dijo:  —  Amito,  cúidelos, 
que  yo  le  daré  una  buena  gala  si  ganamos. — Que- 
damos en  eso,  le  respondí,  y  me  puse  á  tallar  á  mi 
modo  y  según  y  como  los  consejos  de  mi  endemonia- 
dísimo maestro. 

En  dos  por  tres  se  acab(')  el  monte,  porque  el  dinero 
del  caballo  vendido  eran  diez  pesos,  y  así  en  cuatro  albu- 
res que  amarré  y  alzó  Januario,  se  llev<')  el  dinero  el 
tercero  en  discordia. 

Mste  se  salió  primero  para  disimular,  y  ;'i  poco  rato 
Januario,  haciéndome  señas  que  me  (quedara.  El  pobre 
payo  estaba  lelo,  considerando  que  ni  visto  ni  oído  fué  su 
dinero:  sólo  decía  de  cuando  en  cuando:  —  ¡Mire,  señor, 
qué  desgracia  I  ni  me  divertí.  —  Pero  no  faltó  un  mirón 
que  nos  conocía  bien  á  mí  y  á  Januario:  advirtió  los  za- 
potes que  yo  había  hecho,  y  le  dijo  al  payo  con  disimulo, 
y  ;'i  mis  excusas,  que  yo  había  entregado  su  dinero. 

Entonces  el  barbaján,  con  más  viveza  para  vengarse 
que  para  jugar,  me  llevó  á  su  mesón  con  pretexto  de 
darme  de  comer.  Yo  me  resistía  no  temiendo  lo  que 
me  iba  á  suceder,  sino  deseando  ir  á  cobrar  el  premio 
de  mis  gracias:  pero  no  pude  escaparme;  me  llevó  el 
payo  al  mesón,  se  encerró  conmigo  en  el  cuarto  y  me 


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OBRAS   ESCOGIDAS 


79 


dio  tan  soberbia  tarea  de  trancazos  que  me  dislocó  un 
brazo,  me  rompió  la  cabeza  por  tres  partes,  me  sumió 
unas  cuantas  costillas,  y  á  no  ser  porque  al  ruido  for- 
zaron los  demás  huéspedes  la  puerta  y  me  quitaron  de 
sus  manos,  seguramente  yo  no  escribo  mi  vida;  porque 
allí  llega  su  último  fin.  Ello  es  que  quedé  á  sus  pies  pri- 
vado de  sentido,  y  luí  á  despertar  en  donde  veréis  en  el 
capítulo  que  sigue. 


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CAPITULO  IV 


Vuelve  en  si  Perico  y  se  encuentra  en  el  hospital. 

Critica  los  abusos  de  muchos  de  ellos.  Visítalo  Januario.  Convalece.  Sale  á  la  calle. 

Refiere  sus  trabajos.  Indúcelo  su  maestro  á  ladrón  ,  él  se  resiste 

y  discuten  los  dos  sobre  el  robo 


Yo  aseguro  que  si  el  payo  me  hubiera  matado  se 
hubiera  visto  en  trapos  pardos,  pues  la  ley  lo  habría  acu- 
sado de  alevoso,  como  que  pensó  y  premeditó  el  hecho,  y 
me  puso  verde  á  palos  sin  defensa,  cuya  venganza,  por 


PERIQUILLO   SARNIENTO.  —  T.   I,   B.  —  21. 


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82  PENSADOR    MEXICANO 

SU  crueldad  y  circunstancias,  fué  una  vileza  abominable; 
pero  no  se  quedó  atrás  la  mía  de  haberle  entregado  á 
otros  su  dinero  en  cuatro  albures. 

Alevosía  y  traición  indigna  fué  la  suya,  y  la  mía  fué 
traición  y  vileza  endiablada:  mas  con  esta  diferencia:  que 
él  cometió  la  suya  irritado  y  provocado  por  la  mía,  y  la 
(|ue  yo  hice,  no  sólo  fué  sin  agravio,  sino  después  de 
ofrecida  por  él  una  buena  gala. 

De  modo  que,  vista  sin  pasión,  la  vileza  que  yo 
cometí  fué  peor  y  más  vergonzosa  que  la  de  él;  y  así 
si  me  matara  en  aquel  día,  muerto  me  habría  quedado 
y  con  razón;  porque  si  no  debemos  dañar  ni  defraudar 
á  nadie,  mucho  menos  á  aquel  (|ue  hace  confianza  de 
nosotros. 

Casi  de  esta  misma  manera  discurría  yo  conmigo 
dos  horas  después  que  volví  en  mí,  y  me  hallé  en  una 
cama  del  hospital  de  San  Jácome,  ^  adonde  me  conduje- 
ron de  orden  de  la  justicia. 

A  poco  rato  llog(')  un  escribano  con  sus  correspon- 
dientes satélites  á  tomarme  declaraci('>n  del  hecho.  Ya  se 
deja  entender  que  yo  estaba  rabiando  y  en  un  puro  grito^ 
así  por  los  dolores  agudísimos  que  me  causaban  la  dislo- 
cación y  fracturas,  como  por  los  que  sufrí  en  la  curación^ 
que  fué  un  poco  tosca  y  to/na/ona,  como  de  hospital  al  fin. 

'  No  hay  hospital  de  este  título  en  México.  Este  disimulo  es  para  que  la  critica  no 
recaiga  sobre  ningún  hospital  determinado.  Los  abusos  que  se  critican  son  ciertos. 
¡Ojalá  se  remedien! 


iamu^ji^taihlim^iu. 


:._,^>   .-V    Í-.     ■:.r      ,     -       -.  .,    -..y,,-^-._  --,,-.      ^    ^•-.    ^--    ,:.Tjffl,^5,;j^,,,^j¡i^^    ,.^   ....     _^  ,-         .|fri7i; 


OBRAS   ESCOGIDAS  83 

Estar  yo  de  esta  manera,  y  entrar  el  escribano  con- 
jurándome y  amenazándome  para  que  confesará  con  61 
mis  pecados  y  delante  de  tanta  gente  que  allí  había,  fué 
un  nuevo  martirio  que  me  atormentó  el  espíritu,  que  era 
lo  que  me  faltaba  que  doler. 

Por  último,  yo  juré  cuanto  él  quiso;  pero  dije  lo 
que  convenía,  ó  á  lo  menos  lo  que  no  me  perjudicaba. 
Referí  el  hecho,  omitiendo  la  circunstancia  del  entrego, 
y  dije  con  verdad  que  yo  no  conocía  á  mi  enemigo,  ni  lo 
había  visto  otra  vez  en  toda  mi  vida.  De  este  modo  se 
concluyó  aquel  acto,  firmé  la  declaración  con  mil  traba- 
jos, y  se  marchó  el  señor  escribano  con  su  comitiva. 

Como  las  heridas  de  la  cabeza  eran  muchas  v  bien 
dadas,  no  se  podía  restañar  la  sangre  fácilmente;  cada 
rato  se  me  soltaba,  y  con  tanta  pérdida  me  debilité, 
en  términos  que  me  acometían  frecuentes  desmayos,  y 
tantos,  que  se  creyó  que  eran  síntomas  mortales,  ó  (jue 
bajo  alguna  contusión  hubiese  rota  alguna  entraña. 

Con  estos  temores  trataron  de  que  viniese  el  ca- 
pellán, como  sucedió  en  efecto.  Me  confesé  con  harto 
miedo,  porque  al  ver  tanto  preparativo,  yo  también 
tragué  que  me  moría;  pero  mi  miedo  no  hizo  mejor  mi 
confesión.  Ya  se  ve:  ella  fué  de  prisa,  sin  ninguna  dis- 
posición y  entre  mil  dolores;  ¿qué  tal  saldría  ella?  Mala 
de  fuerza.  Confesión  de  apaga  y  vamonos.  Apenas  se 
acabó,  trajeron  el  Viático,  y  yo  cometí  otro  nuevo  sacri- 


-rü_>;-    '■■,'yjr.i:--   á'V-r,..!:.  ..   I-    '<iA'-.   .r,.    -     ..t^'JW'i'J'.f-^J^.Ü^tl-Á'.'Á  ■' 


84  PENSADOR    MEXICANO 

legio,  y  conocí  cuan  contingentes  son  las  últimas  disposi- 
ciones cristianas  cuando  se  hacen  en  un  lance  tan  apu- 
rado como  el  mío. 

En  estas  cosas  serían  ya  las  once  de  la  noche. 
Yo  no  había  querido  tomar  nada  de  alimento,  porque 
no  lo  apetecía,  ni  menos  podía  conciliar  el  sueño  por  los 
agudos  dolores  que  padecía,  pues  no  tenía,  como  dicen, 
huoso  sano;  pero,  sin  embargo,  la  sangre  se  detuvo,  y 
un  practicante  me  tomó  el  pulso,  me  hizo  morder  una 
cuchara  y  hacer  no  sé  qué  otras  faramallas,  y  decretó 
(jue  no  moría  en  la  noche. 

Con  esta  noticia  se  fueron  ú  acostar  los  enfermeros, 
dejándome  junto  á  la  cama  una  escudilla  con  atole  y 
un  jarrito  con  bebida,  para  que  yo  la  tomara  cuando 
quisiera. 

No  dej(')  de  consolarme  algún  tanto  el  pronóstico 
favorable  del  mediquín,  y  yo  mismo  me  tomaba  el  pulso 
de  cuando  en  cuando  por  ver  si  estaba  muy  débil,  y 
hallándolo  así  y  más  de  lo  que  yo  (juería,  me  resolví 
á  la  una  de  la  mañana  á  tomar  mi  atole  y  mi  trusco 
de  pan,  aunque  con  repugnancia,  por  fortalecerme  un 
poco  más. 

Con  mil  trabajos  tomé  la  taza,  y  rempujando  los 
tragos  con  la  cuchara,  embaulé  el  atolillo  en  el  es- 
tómago. 

Muchas  consideraciones  hice  sobre  la  causa  de  mi 


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OBRAS   ESCOGIDAS  .85 

mal,  y  siempre  concedía  la  razón  al  payo. — No  hay  duda, 
decía  yo,  él  me  ha  puesto  á  la  muerte;  pero  yo  tuve  la 
culpa,  picaro,  por  traidor.  ¡Cuántos  merecen  iguales  cas- 
tigos por  iguales  crímenes! 

Cansado  de  filosofar  funestamente  v  á  mala  hora, 
pues  ya  no  había  remedio,  me  iba  quedando  dormido, 
cuando  los  aves  de  un  moribundo  que  estaba  junto  á  mí 
interrumpieron  mi  sueño  y  pude  percibir  que  con  una 
lánguida  voz,  que  apenas  se  oía,  se  auxiliaba  solo,  ol 
miserable,  diciendo:  —  ¡Jesús,  Jesús,  ten  misericordia 
de  mí! 

El  temor  y  la  lástima  que  me  causó  aquel  triste 
espectáculo  me  hicieron  esforzar  la  voz  cuanto  pude,  y 
les  grité  á  ios  enfermeros:  —  ¡  Hola !  amigos,  levántense 
que  se  muere  un  pobre.  — Cuatro  ó  cinco  veces  grité,  y. 
ó  no  me  oían  aíjuellos  picaros,  ó  se  hacían  dormidos, 
que  fué  lo  que  tuve  yo  por  más  cierto;  y  así,  enfadado 
de  su  flojera,  á  pesar  de  mis  dolores,  les  tiré  con  el 
jarro  de  la  bebida  con  tan  buen  tino,  que  los  bañé  mal 
de  su  grado. 

No  pudieron  disimular,  y  se  levantaron  hechos  unos 
tigres  contra  mí,  hartándome  á  desvergüenzas;  pero  yo, 
valiéndome  del  sagrado  de  mi  enfermedad,  los  enfrené 
diciéndoles  con  el  garbo  que  no  esperaban :  —  Picaros, 
indolentes,  faltos  de  caridad,  que  os  acostáis  á  roncar, 
debiendo  alguno  quedar  en  vela  para   avisar   al   padre 

PERIQUILLO  SARNIENTO.— T.   I,  B.  —  22. 


^ 


^mbÉJ^-: 


86  PENSADOR    MEXICANO 

capellán  de  guardia  si  se  muere  algún  enfermo,  como 
ese  pobrecito  que  está  espirando.  Yo  mañana  avisaré 
al  señor  mayordomo,  y  si  no  os  castiga,  vendrá  el  escri- 
bano y  le  encargaré  avise  estos  abusos  al  excelentísimo 
señor  Virrey  y  le  diga  de  mi  parte  que  estabais  bo- 
rrachos. 

Se  espantaron  a(juellos  llojos  con  mis  amenazas  y 
cavilosidades,  y  me  suplicaron  que  no  avisara  al  supe- 
rior. Yo  se  los  ol'recí  con  tal  que  tuviesen  cuidado  de  los 
pobres  enfermos. 

Entretanto  teníamos  este  colo(|uio,  murió  el  infeliz 
por  quien  me  incomodé,  de  suerte  que  cuando  fueron  á 
verlo,  va  era  ánima. 

En  cuanto  aquellos  enfermadores  ó  enfermeros 
vieron  que  ya  no  lespiraba,  lo  echaron  fuera  de  la 
cama  calentito  como  un  tamal,  lo  llevaron  al  dep(')SÍto 
casi  en  cueros,  y  volvieron  al  momento  á  rastrear  los 
trebejos  que  el  pobre  difunto  dejó,  y  se  reducían  á  un 
coti')n  y  unos  calzones  blancos  viejos,  sucios  y  de  manta; 
un  eslaboncito,  su  rosario  y  una  cajilla  de  cigarros  que 
no  creo  (jue  la  probó  el  infeliz. 

En  tanto  que  el  aire,  se  hizo  la  hijuela  y  partición 
de  bienes,  tocándole  á  uno,  de  los  dos  que  eran,  los  cal- 
zones y  el  rosario,  y  al  otro  el  cot<'»n  y  el  eslaboncito;  y 
sobre  á  quién  le  había  de  tocar  la  cajilla  de  cigarros  tra- 
baron una  disputa  tan  altercada,  que  por  poco  rematan 


OBRAS    ESCOGIDAS 


87 


á  porrazos,  hasta  que  otro  enfermo  les  aconsejó  que  se 
partieran  los  cigarros  y  tiraran  el  papel  de  la  cubierta. 

Aprobaron  el  consejo,  lo  hicieron  así;  se  fueron  á 
acostar,  y  yo  me  quedó  murmurando  la  cicatería  é  inte- 
rés de  semejantes  machíes;  pero  como  á  las  tres  de  la 
mañana  me  dormí,  y  tan  bien,  que  fué  señal  evidente  de 
que  habían  calmado  mis  dolores. 

A  otro  día  me  despertaron  los  enfermeros  con  mi 
atole  que  no  dejé  de  tomar  con  más  apetencia  que  el 
anterior.  A  poco  rato  entró  el  médico  á  hacer  la  visita 
acompañado  de  .sus  aprendices.  Habíamos  en  la  sala 
como  setenta  enfermos,  v  con  todo  eso  no  dun'»  la  visita 
quince  minutos.  Pasaba  toda  la  cuadrilla  por  cada  cama, 
y  apenas  tocaba  el  médico  el  pulso  al  enfermo,  como  si 
fuera  ascua  ardiendo,  lo  soltaba  al  instante,  y  seguía 
á  hacer  la  misma  diligencia  con  los  demás,  ordenando 
los  medicamentos  según  era  el  número  de  la  cama, 
verbigracia  decía:  número  1,  sangría;  número  2,  id.; 
número  3,  régimen  ordinario;  número  4,  lavativas  emo- 
lientes: número  5.  bebida  diaforética;  número  G,  cata- 
plasma anodina,  y  así  no  era  mucho  que  durara  la  visita 
tan  poco. 

Por  un  yerro  de  cuenta  me  pusieron  A  mí  en  la  sala 
de  medicina,  debiéndome  haber  zampado  en  la  de  ciru- 
gía, y  esta  casualidad  me  hizo  advertir  los  abusos  que 
voy  contando.  Sin  duda  en  mi  cama,  que  era  la  60,  había 


.  ifífHfc^' 


88  PENSADOR    MEXICANO         ! 

muerto  el  día  antes  algún  pobre  de  ñebre,  y  el  médico, 
sin  verme  ni  examinarme,  sólo  vio  el  recetario,  y  el 
número  de  la  cama,  y  creyendo  que  yo  era  el  febrici- 
tante, dijo:  —  Número  60,  cáusticos  y  líquidos.  —  ¡Gáus- 
licos  y  líquidos  I  exclamé  yo.  ¡Por  María  Santísima,  que 
no  me  martiricen  ni  me  lastimen  más  de  lo  que  estoy! 
Ya  que  ayer  no  me  mató  el  payo  á  palos,  no  quieran 
ustedes,  sefiores,  matarme  hoy  de  hambre  ni  á  que- 
madas. 

A  mis  lamentos  hicieron  advertir  al  doctor  que  yo 
no  era  el  íebricitante,  sino  un  herido.  Entonces,  cargán- 
dose de  razón  para  encubrir  su  atolondramiento,  pre- 
guntó: —  ¿Pues  qué  hac('  aquí?  A  su  sala,  á  su  sala. 

Así  se  concluyó  la  visita,  y  quedamos  los  enfermos 
entregados  al  brazo  secular  de  los  practicantes  y  curan- 
deros. De  que  yo  vi  que  á  las  once  fueron  entrando  dos 
con  un  cántaro  de  una  misma  bebida,  y  les  fueron  dando 
su  jarro  á  todos  los  enfermos,  me  quedé  frío. — ¿Cómo  es 
posible,  decía  yo,  que  una  misma  bebida  sea  á  propósito 
para  todas  las  enfermedades?  Sea  por  Dios. 

Después  entró  el  cirujano  y  sus  oficiales,  y  me  cura- 
ron en  un  credo;  pero  con  tales  estrujones  y  tan  poca 
caridad,  que  á  la  verdad  ni  se  los  agradecí;  porque  me 
lastimaron  más  de  lo  que  era  menester. 

Llegó  la  hora  de  comer,  y  comí  lo  que  me  dieron, 
que  era...  ya  se  puede  considerar.  A  la  noche  siguió  la 


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OBRAS   ESCOGIDAS 


89 


cena  de  atole,  y  á  otro  pobre  del  número  36,  que  estaba 
casi  agonizando,  le  pusieron  frente  de  la  cama  un  cruci- 
fijo con  una  vela  á  los  pies,  ^  y  se  fueron  á  dormir  los 
enfermeros  dejando  á  su  cuidado  que  se  muriera  cuando 
se  le  diera  la  gana. 

Dos  meses  estuve  yo  mirando  cosas  que  apenas  se 
pueden  creer  y  que  sería  de  desear  se  remediaran. 

Ya  estaba  convaleciendo  cuando  un  día  entró  á 
verme  Januario  envuelto  en  un  zarape  roto,  con  un 
sombrero  de  mala  muerte,  en  pechos  de  camisa  '^  con  un 
calzoncillo  roto  y  mugriento,  y  unos  zapatos  de  vaqueta 
abotinados  y  más  viejos  que  el  sombrero. 

Como  yo  no  lo  dejé  tan  mal  parado,  ni  lo  había 
conocido  tan  trapiento,  me  asusté  pensando  que  había 
alguna  gran  novedad,  y  que  por  eso  venía  disfrazado  mi 
amigo;  pero  él  me  sacó  del  temor  que  me  había  infun- 
dido,  diciéndome  que  aquel  traje  era  el  propio  y  el  único 
que  tenía,  porque  los  cuidados  le  habían  seguido  como  á 
los  perros  los  palos;  que  desde  el  día  de  mi  desgracia 
no  había  pedido  alzar  cabeza;  que  todo  el  asunto  se 
puso  entre  los  jugadores,  y  que  ya  no  le  daban  lugar 
en  ningún  juego,  porque  todos  lo  trataban  de  entregador; 
que  el  mismo  día,  luego  que  me  echó  menos  y  supo  que 

•    A  esta  ceremonia  de  indolencia  y  poca  caridad  llaman  en  los  más  hospitales  poner 
el  Tecolote. 

»    Este  modo  de  hablar  es  vulgar.  Ya  se  sabe  que  quiere  decir  que  no  tenía  ni 

chupa,  ni  chaleco. 

PERIQUILLO   SARNIENTO.  —  T.    I,   B.  —  23. 


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t- 


90  PENSADOR    MEXICANO 

había  ido  con  el  payo,  temió  lo  que  pasó,  y  á  la  noche 
fué  á  informarse  al  mesón,  donde  le  dijeron  que  mi 
heridor  así  como  se  recobró  de  la  cólera  y  advirtió  el 
desaguisado  que  había  hecho,  temeroso  de  la  justicia, 
ensilló  su  caballo  y  tomó  las  de  Villadiego,  con  tal  lige- 
reza, que  cuando  los  alguaciles  fueron  á  buscarlo,  ya 
ól  estaba  lejos  de  México;  i[ue  el  picaro  del  compañero 
que  apostó  los  albures  se  marchó  también  con  el  dinero 
sin  saberse  á  dónde,  de  suerte  que  no  le  tocó  al  dicho 
Januario  un  real  de  su  diligencia:  ^  que  á  pie  y  andando 
fué  éste  en  su  busca  hasta  Chilapa,  donde  le  dijeron  que 
se  había  ido;  (|ue  hizo  su  viaje  en  vano;  que  se  juntó  con 
otros  hábiles  y  se  l'ué  de  misión  ^  á  Tixtla,  pensando 
hacer  algo,  porque  había  fiesta;  pero  (|ue  el  subdelegado 
era  opuestísimo  á  los  juegos,  y  no  pudo  hacer  nada;  que 
de  limosna  se  mantuvo  y  se  volvió  á  México;  que  dos 
días  antes  había  llegado,  y  luego  (|ue  se  informó  (|ue 
todavía  estaba  yo  en  el  hospital  me  vino  á  ver;  que  estaba 
pereciendo,  y  últimamente,  que  deseaba  (jue  yo  saliera 
para  que  entre  los  dos  viéramos  lo  (jue  hacíamos. 

Toda  esta  larga  relación  me  hizo  Januario,  y  no  en 


*  Muchas  veces  sucede  esto  mismo  á  algunos,  que  se  exponen  y  previenen  un  robo 
y  otros  son  los  aprovechados. 

*  Los  tunos  llaman  ir  á  mi$ióii  ó  ir  de  misión  á  ciertas  viajatas  que  hacen  fuera  de 
las  ciudades  á  robar  con  la  baraja  á  los  infelices  que  se  descuidan  y  caen  en  sus  manos. 
En  rara  entrada  de  cura  ó  subdelegado,  ó  ñestecita,  no  hay  de  estos  misioneros  maldi- 
tos. Son  la  polilla  de  los  pueblos.  Suelen  mil  veces  ir  sin  un  real,  desnudos  y  á  pata,  y 
volver  á  caballo,  vestidos  y  con  muchos  pesos  que  han  robado.  Sería  bueno  que  toilos 
los  jueces  hiciesen  lo  que  el  de  Tixtla;  esto  es,  no  consentirlos  en  sus  territorios. 


'iVim  a/.''-j^-- -  - -". ^*''-     •  si^J  i  r-..- .  r.'.y^jtr.    .?<».'-...  .^«^a.r<^'fi^i^Z»-»^..á;^'^iV-^  r'<'-^..^f4r^b^>. 


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OBRAS   ESCOGIDAS 


91 


compendio.  Yo  le  conté  el  pormenor  de  mis  desgracias, 
y  él  me  contestó:  —  Hermano,  ¡qué  se  ha  de  hacer!  el 
que  está  dispuesto  á  las  maduras,  ha  de  estarlo  también 
n  las  duras.  Así  como  estuviste  conforme  y  gustoso  con 
los  pesos  (jue  ganaste,  así  lo  debes  estar  con  los  palos 
que  has  llevado.  Eso  tiene  nuestra  carrera,  que  tan 
pronto  logramos  buenas  aventuras,  como  tenemos  que 
sufrir  otras  malas.  Lo  mismo  dijera  si  hubiera  suce- 
dido conmigo;  pero  no  te  desconsueles;  acaba  de  sanar 
(jue  no  siempre  ha  de  estar  la  mar  en  calma.  Si  salieres 
cuando  yo  no  lo  sepa,  búscame  en  el  arrastradcrito 
de  aíjuella  noche,  porcjuc  no  tengo  otra  casa  por  ahora; 
pero  ni  tú  tampoco.  Ya  sabes  que  somos  amigos  viejos. 
—  Con  esto  se  despidió  Januario  dejándome  en  el  hos- 
pital, en  donde  me  dieron  de  alta  á  los  tres  días  como 
á  los  soldados. 

Salí  sano,  según  el  médico;  pero  según  lo  que 
renqueaba,  todavía  necesitaba  más  agua  de  calahuala  y 
más  parchazos;  mas  ¿qué  había  de  hacer?  El  facultativo 
decía  que  ya  estaba  bueno,  y  era  menester  creerlo,  á 
pesar  de  que  mi  naturaleza  decía  que  no. 

Salí  por  fin  todo  entelerido  y  entrapajado;  pero  ¿á 
dónde  salí?  A  la  calle,  porque  casa  no  la  conocía,  y  salí 
peor  de  lo  que  entré,  porque  mis  trapillos  estaban  malos 
á  la  entrada,  pero  salieron  desahuciados.  No  sé  en  qué 
estuvo. 


.■  1  ;i„-3-'i.., 


92  PENSADOR    MEXICANO 

Pobre  y  trapiento,  solo,  enfermo,  y  con  harta 
hambre,  me  anduve  asoleando  todo  el  día  en  pos  de  mi 
protector  Januario,  á  cuyas  migajas  estaba  atenido,  sin 
embargo  de  que  lo  consideraba  punto  menos  miserable 
que  yo. 

Mis  diligencias  fueron  vanas,  y  era  la  una  del  día 
y  yo  no  tenía  en  el  estómago  sino  el  poquito  de  atole 
(jue  bebí  en  el  hospital  por  la  mañana,  por  señas  de  que 
al  tomarlo  me  acordé  de  aquel  versito  que  dice: 

Este  es  el  postrer  atole 
Que  en  tu  casa  he  de  beber. 

Ello  es  (|ue  \a  no  veía  de  hambre,  pues  así  por  la 
pérdida  de  sangre  que  había  sufrido,  como  por  el  mal 
pasaje  del  hospital,  estaba  débilísimo. 

No  hubo  remedio;  á  las  tres  de  la  tarde  me  quité 
la  chupa  en  un  zaguán  y  la  fui  á  empeñar.  ¡Qué  trabajo 
me  costó  (jue  me  fiaran  sobre  ella  cuatro  reales!  Pues  no 
pasaron  de  ahí,  ponjue  decían  (jue  ya  no  valía  nada;  pero 
por  fin  los  prestaron,  me  habilité  de  cigarros  y  me  fui 
á  comer  á  un  bodegón. 

Algo  se  content»')  mi  corazón  luego  que  se  satisfizo 
mi  estómago.  Anduve  toda  la  tarde  en  la  misma  dili- 
gencia que  por  la  mañana,  y  saqué  de  mis  pasos  el 
mismo  fruto,  que  fué  no  hallar  á  mi  compañero;  pero 
después   que   anocheció   y   dieron   las   ocho,    me    entró 


.A-jáüf-^^ÉiCi  ■*^--  -'  •  ■'***--'    ■•■ 


OBRAS    ESCOGIDAS  93  | 

mucho  miedo  pensando  (|ue  si  me  quedaba  en  la  calle 
estaba  tan  de  vuelta,  que  podría  ser  que  me  encontrara 
una  ronda  ó  una  patrulla  y  fuera  á  amanecer  á  la 
cárcel. 

Por  estos  temores  me  resolví  á  irme  al  arras/ra-  : 

dcrlto,  que  se  me  hacía  tan  duro  como  el  hospital  mismo; 
pero  la  necesidad  atropella  por  todo.  '* 

Llegué  á  la  maldita  zahúrda  con  real  y  medio,  pues 
antes  me  cené  medio  de  fríjoles  en  el  camino.  Entré 
sin  que  nadie  me  reconviniera  y  vi  que  estaba  la  mesita 
del  juego  como  cuadro  de  ánimas,  pero  de  condenados. 

Como  catorce  ó  diez  y  seis  gentes  había  allí,  y  entre 
todos,  no  se  veía  una  cara  blanca  ni  uno  medio  vestido. 
Todos  eran  lobos  y  mulatos  encuerados,  que  jugaban 
sus  medios  con  una  barajita  que  sólo  ellos  la  conocían 
según  estaba  de  mugrienta. 

Allí  SG  pelaban  unos  á  otros  sus  pocos  trapos,  ya 
empeñándolos,  y  ya  jugándolos  al  remate,  quedándose 
algunos  como  sus  madres  los  parieron,  sin  más  que  un 
mcijtle,  como  le  llaman,  que  es  un  trapo  con  que  cubren 
sus  vergüenzas,  y  habiendo  picaro  de  estos  que  se  enre- 
daba con  una  frazada  en  compañía  de  otro  á  (juien  le 
llamaba  su  valedor. 

Abundaban  en  aquel  infierno   abreviado  los  jura- 
mentos, obscenidades    y    blasfemias.   El  juego,  la  con-  ; 
currencia,  la  estrechez  del  lugar  y  el  chinguirito  tenían              _'     .   ' 

PERIQUILLO  SARNIENTO,  —  T.    I,    B.  —  24.  ' 


'*».  '  e^í.  J  -■  !'^:t  m   ^.:^'^-  ■  ..  .i.-. 


94       .  PENSADOR    MEXICANO 

aquello  ardiendo  en  calor,  apestando  á  sudor,  y  hecho... 
ya  lo  comparé  bien,  un  infierno. 

Luego  que  vieron  (jue  me  arrimé  á  la  mesa  á  ver 
jugar,  pensando  que  tenía  dinero,  me  proporcionaron 
por  asiento  la  esquina  de  un  banco  que  tenía  una  estaca 
salida  y  se  me  encajaba  por  mala  parte,  dejándome 
hecho  monito  de  vidrio. 

Sin  embargo  de  mi  incomodidad,  no  me  levanté, 
considerando  que  entre  aquella  gente  era  demasiada 
cortesía.  Saqur  mediecillo  y  comencé  á  jugar  como 
todos. 

No  tardó  mucho  en  perderlo,  y  seguí  con  otro  que 
corri»*)  la  misma  suerte  en  menos  minutos,  y  no  quise 
jugar  el  tercero  por  reservarlo  para  pagar  la  posada. 

Ya  me  iba  á  levantar,  cuando  el  coime  me  conoció 
y  me  dijo:  —  Usted  ¿á  quién  venía  á  buscar?  Yo  le  dije 
que  á  don  Januario  Carpeña  (que  así  se  apellidaba  mi 
compañero).  Rieron  todos  alegremente  luego  que  res- 
pondí, y  viendo  que  yo  me  había  ciscado  con  su  risa, 
me  dijo  el  coime:  —^ ¿Acaso  usted  buscará  á  Juan  Largo 
el  entregador,  aquel  con  quien  vino  la  otra  noche?  —  No 
lo  pude  negar;  dije  que  al  mismo,  y  me  contestó:  — 
Amigo,  pues  ése  no  es  don  ni  doña,  cuando  más  y 
mucho,  será  don  Petate,  y  don  Encuerado  como  nos- 
otros... 

A  este  tiempo  íué  entrando  el  susodicho,  y  luego 


/Í^'.JÍ.AlíU^tJ¡ÍA^Í~^iL^-:'.   ''.    '■^\. 


1^-.;- 


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OBRAS   ESCOGIDAS 


95 


que  lo  vieron,  comenzaron  todos  á  darle  broma,  dicién- 
dole:  —  ¡Oh,  don  Januariol  ¡Oh,  señor  don  Juan  Largo  I 
Pase  su  merced.  ¿Dónde  ha  estado?  —  y  otras  sandeces, 
que  todas  se  reducían  á  mofarlo  por  su  tratamiento  que 
yo  le  había  dado. 

El  no  me  había  visto,  y  como  lo  ignoraba  todo, 
estaba  como  tonto  en  vísperas,  hasta  que  uno  de  los 
encuerados,  para  sacarlo  de  la  duda,  le  dijo: — Aquí  ha 
venido  preguntando  por  el  caballero  don  Januario  Garra- 
piña ó  Garrapeña  el  señor,  —  y  diciendo  esto  me  señaló. 

No  bien  me  vio  Januario,  cuando  exaltado  de  gusto 
no  tuvo  su  amistad  expresiones  más  finas  con  que  salu- 
darme que  echarse  á  mis  brazos  y  decirme: — ;Es  posible, 
Periquillo  Sarniento,  </ue  nos  coleemos  d  cer  juntos.^  — 
En  cuanto  aquellos  hermanos  oyeron  mi  sobrenombre, 
renovaron  los  caquinos,  y  comenzaron  á  indagar  su 
etimología,  cuya  explicación  no  les  negó  Januario. 

Aquí  fué  el  mofarme  y  el  periquearme  todos  á  cual 
más,  como  que  al  fin  eran  gente  soez  y  grosera;  yo, 
por  más  que  me  incomodé  con  la  burla,  no  pude  menos 
sino  disimular  v  hacerme  á  las  armas,  como  dicen  vul- 
garmente;  porque  si  hubiera  querido  ser  tratado  de 
aquella  canalla  según  merecían  mis  principios,  les 
hubiera  dado  mavor  motivo  de  burlarme.    Estos  son  los 

ti 

chascos  á  que  se  expone  el  hombre  flojo,  perdido  y  sin- 
vergüenza. 


.*) 


M     ?A    ¿      ^J". 


..   ^'  iL.-^IXs^K'ÉJISJiiíU-iú* 


96  PENSADOR    MEXICANO 

Guando  me  vieron  tan  jovial  y  que,  lejos  de  amohi- 
narme les  llevaba  el  barreno,  se  hicieron  todos  mis 
amigos  y  camaradas,  marcándome  por  suyo,  pues  según 
decían,  era  yo  un  muchacho  corriente,  y  con  esta  con- 
fianza nos  comenzamos  todos  á  tutear  alegremente.  Cos- 
tumbre ordinaria  de  personas  malcriadas,  que  comienza 
en  son  de  cariño  y  las  más  veces  acaba  con  desprecios, 
aun  entre  sujetos  decentes.  ^ 

Cátenme  ustedes  ya  cofrade  de  semejante  comu- 
nidad, miembro  de  una  academia  de  pillos  y  socio  de 
un  complot  de  borrachos,  tahúres  y  cuchareros.  ¡Vamos, 
que  en  aquella  noche  quedé  yo  aventajadísimo  y  acabé 
de  honrar  la  memoria  de  mi  buen  padre! 

¿Qué  hubiera  dicho  mi  madre  si  hubiera  visto  me- 
tido en  aquella  indecentísima  chusma  al  descendiente  de 
los  Ponces,  Tagles,  Pintos,  Vélaseos,  Zumalacárreguis  y 
Bundiburis?  Se  hubiera  muerto  mil  veces,  y  otras  tantas 
habría  resuelto  ponerme  al  peor  oficio,  antes  que  dejar- 
me vagabundo;  pero  las  madres  no  creen  lo  que  sucede, 
y  aun  les  parece  que  estos  ejemplos,  se  quedan  en  meros 
cuentos,  y  que  aun  cuando  sean  ciertos  no  hablan  con 
sus  hijos.  En  fin  ,  nos  acostamos  como  pudimos  los  que 
nos  (juedamos  allí,  y  yo  pasé  la  noche  como  Dios  quiso. 


•  El  tratamiento  de  tú,,  lejos  de  aumentar  la  amistad,  como  se  creen  algunos  vulga- 
res, la  disminuye;  porque  á  la  demasiada  conTianza  ordinariamente  sigue  el  menospre- 
cio, á  éste  el  sentimiento,  al  sentimiento  el  enojo,  y...  ¡adiós  amistad!  Un  tratamiento 
político  y  cariñoso  conserva  los  buenos  amigos. 


Irtf  iinÉti>iiMriií»ii  iil  ni-  '  i-'i  .  •t^aiít^.^ji^^^.JíM^Tí.iím-iiíjuíj 


-TÍIÍ"  ■  »    ■• 


OBRAS    ESCOGIDAS 


97 


Seis  ú  ocho  días  estuve  entre  aquella  familia,  y  en 
ellos  me  dejó  Januario  sin  capote,  pues  un  día  m.e  lo 
pidió  prestado  para  hacer  no  sé  qué  diligencia;  se  lo  llevó 
y  me  dejó  su  zarape.  A  las  cuatro  de  la  tarde  vino  sin  él, 
quedándome  yo  muerto  de  susto  cuando  me  contó  mil 
mentiras,  y  remató  con  que  el  capote  estaba  empeñado 
en  cinco  pesos. — ¡  En  cinco  pesos,  hombre  de  Dios! — dije 
yo.  ¿Cómo  puede  ser  eso,  si  está  tan  roto  y  remendado 
que  no  vale  veinte  reales? — ¡Oh,  qué  tonto  eres!  me  con- 
testó; si  vieras  los  lances  que  hice  con  los  cinco  pesos, 
te  hubieras  azorado:  ya  sabes  que  soy  trepador.  Me 
llegué  á  ver  como  con...  yo  te  diré.  Quince  y  siete  son 
veintidós,  y...  ¿nueve?  treinta  y  uno...  ¿y  doce?  en  fin, 
como  con  cincuenta  pesos,  por  ahí. — ¿Y  qué  es  de  ellos? 
pregunté. — ¿Qué  ha  de  ser?  dijo  Januario:  que  estaba  yo 
jugando  la  contrajudia  cerrada;  le  puse  todo  el  dinero 
á  un  tres  contra  una  sota,  y... — Acaba  de  reventar,  le 
dije;  vino  la  sota  y  se  llevó  el  diablo  el  dinero  ¿no  es 
eso? — Sí,  hermano,  eso  es;  ¡pero  si  vieras  qué  tres  tan 
chulo  I   cIu(juHo,    contrajadío^   nones,   hajar  do  afuera...^ 


*  ■ 


i 


1  Llaman  regla,  los  jugadores,  á  cualquier  orden  de  cartas  ó  combinaciones  que 
eligen  para  jugar.  Asi  es  que  grande  y  chica  es  una  regla,  y  ésta  no  tiene  que  explicar, 
pues  que  dos  cartas  que  se  echan  sobre  la  mesa,  una  tiene  tantos  superiores,  y  ésa  es 
grande;  asi  como  la  que  tiene  tantos  menores  es  chica.  Si  una,  por  ejemplo,  es  4  y  la 
otra  3,  la  primera  será  grande  y  la  segunda  chica.  Judia,  quiere  decir  la  más  grande  en 
las  figuras  y  la  más  chica  en  las  cartas  blancas.  —  Contrajudia,  viceversa.  Pares  y 
nones,  los  números  pares  ó  impares;  pero  la  gracia  está  en  saber  distinguirlos  cuando 
las  dos  cartas  son  de  una  misma  clase,  v.  gr.  salieron  2  y  4,  ambos  son  pares;  ;^cuál 
será  el  par  y  cuál  el  non  ?  Salieron  7  y  5,  ¿cuál  de  los  dos  es  el  par?  Esto  lo  explican  con 
alguna  confusión;  pero  sabiéndose  que  la  mayor  conteroa  su  oalor  se  aclara  todo.  Así  es 

PRRIQUILLO    SARNIENTO. —  T.    I,    B.  —  25. 


n  i^^^'L.^^I&Me- 


98  PENSADOR    MEXICANO 

¡vamos,  si  todas  las  llevaba  el  maldito  tres  I  — ¡Maldito 
seas  tú,  y  el  tres,  y  el  cuatro,  y  el  cinco,  y  el  seis,  y 
toda  la  baraja,  (jue  ya  me  dejaste  sin  capote!  ¡Voto  á 
los  diablos!  ser  la  única  alhaja  (jue  yo  tenía,  mi  col- 
chón, mi  cama  y  todo,  ¿y  dejarme  tú  ahora  hecho  un 
pilíiuancjo? — No  te  apures,  me  dijo  Januario,  yo  tengo 
un  proyecto  muy  bien  pensado  (jue  nos  ha  de  dar  á  los 
dos  mucho  dinero,  y  puede  sea  esta  noche;  pero  has 
de  guardar  el  secreto.  Por  ahora  ahí  tenemos  el  zarape 
(jue  bien  puede  servirnos  á  ambos. 

Yo  le  pregunté  qué  cosa  era.  Y  él,  llevándome 
(\  un  rincón  del  cuartito,  me  dijo: — Mira,  es  menes- 
ter que  cuando  uno  está  como  nosotros  se  arroje  y  se 
determine  á  todo;  porque  peor  es  morirse  de  hambre. 
Sábete,  pues,  (|ue  cerca  de  aquí  vive  una  viuda  rica,  sin 
otra  compañía  que  una  criada,  no  de  malos  bigotes,  á 
la  que  yo  lo  he  echado  mis  polvos,  aunque  nada  he 
logrado.  Esta  viuda  ha  de  ser  la  (jue  esta  noche  nos 
socorra,  auncjue  no  (|u¡era. — ¿Y  cómo?  le  pregunté. — 
A  lo  que  Januario  me  dijo: — Aquí  en  la  pandilla  hay 


que,  en  el  primer  caso,  el  4  es  par  y  el  2  non.  En  el  segundo  caso,  7  es  non  y  5  par.  En 
las  figuras  hoy  la  sota  representa  8,  el  caballo  9  y  el  rey  10  ;  pero  en  la  época  de  que  se 
habla  en  la  obra,  como  las  barajas  tenían  ochos  y  nueves,  la  sota  representaba  10,  el 
caballo  11  y  el  rey  12.  Así  es  que  siempre,  para  los  pares  y  nones,  quedan  sujetos  á  la 
regla  general  de  \a  mayor,  etc.  —  Lugar  de  dentro  y  de  afuera.  El  primero  es  en  el  que 
se  echa  la  primera  carta  que  sale  ó  el  que  en  las  carpetas  ó  cueros  está  marcado  con  el 
núm.  1,  y  el  segundo  con  el  núm.  2. 

Hay  otras  muchísimas  reglas  que  se  inventan,  según  el  capricho  de  cada  jugador; 
pero  esta  nota  debe  reducirse  á  aquellos  de  que  hace  mención  la  obra  en  este  lugar.  E. 


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OBRAS   ESCOGIDAS  99 

un  compañero  que  le  dicen  Calas  el  Pipilo,  <jue  es  un 
mulatillo  muy  vivo,  de  bastante  espíritu  y  grande  amigo 
mío.  l']ste  me  ha  proporcionado  el  que  esta  misma  noche 
entre  diez  y  once  vayamos  á  la  casa,  sorprendamos  á  las 
dos  mujeres,  y  nos  habilitemos  de  reales  y  de  alhajas, 
que  de  uno  y  otro  tiene  mucho  la  viuda. 

Todo  está  listo;  ya  estamos  convenidos,  y  tenemos 
una  ganzúa  que  hace  á  la  puerta  perfectamente.  Sólo  nos 
falta  un  compañero  que  se  quede  en  el  zaguán,  mientras 
que  nosotros  avanzamos.  Ninguno  mejor  que  tú  para  el 
efecto.  Conque  aliéntate,  que  por  una  chispa  de  capote 
que  te  perdí  te  voy  á  facilitar  una  porción  considerable 
de  dinero. 

Asombrado  me  quedé  yo  con  la  determinación  de 
Januario,  no  pudiendo  persuadirme  que  fuera  capaz 
de  prostituirse  hasta  el  extremo  de  declararse  ladrón;  y 
así,  lejos  de  determinarme  á  acompañarlo,  le  procuré 
disuadir  de  su  intento,  ponderándole  lo  injusto  del  hecho, 
los  peligros  á  que  se  exponía  y  el  vergonzoso  paradero 
que  le  esperaba  si  por  una  desgracia  lo  pillaban. 

Me  oyó  Januario  con  mucha  atención,  y  cuando  hice 
punto,  me  dijo: — No  pensaba  que  eras  tan  hipócrita  ni 
tan  necio,  que  te  atrevieras  á  fingir  virtud  y  á  darle 
consejos  á  tu  maestro.  Mira,  mulo;  ya  yo  sé  que  es  . 
injusto  el  robo  y  que  tiene  riesgos  el  oficio;  pero  dime: 
¿qué  cosa  no  los  tiene?   Si  un  hombre  gira  por  el  comer- 


100 


PENSADOR    MEXICANO 


cío,  puede  perderse;  si  por  la  labor  del  campo,  un  mal 
temporal  puede  desgraciar  la  más  sazonada  cosecha;  si 
estudia,  puede  ser  un  tonto,  ó  no  tener  créditos;  si 
aprende  un  oficio  mecánico,  puede  echar  á  perder  las 
obras,  pueden  hacerle  drogas  ó  salir  un  chambón;  si 
gira  por  oficinista,  puede  no  hallar  protección,  y  no 
lograr  un  ascenso  en  toda  su  vida;  si  emprende  ser  mili- 
tar, pueden  matarlo  en  la  primera  campaña,  y  así  todos. 
Coníjue  si  todos  tuvieran  miedo  de  lo  que  puede 
suceder  nadie  tendría  un  peso,  porque  nadie  se  arries- 
gara á  buscarlo.  Si  me  dices  que  solicitarlo  de  los  modos 
que  he  pintado  es  justo,  tanto  como  es  inicuo  el  que  yo 
te  propongo,  te  diré  (jue  robar  no  es  otra  cosa  que  (jui- 
tarle  á  otro  lo  suyo  sin  su  voluntad;  y  según  esta  verdad 
el  mundo  está  lleno  de  ladrones.  Lo  que  tiene  es  que 
unos  roban  con  apariencias  de  justicia  y  otros  sin  ellas; 
unos  pública,  otros  privadamente;  unos  á  la  sombra  de 
las  leyes  y  otros  declarándose  contra  ellas;  unos  expo- 
niéndose á  los  balazos  y  á  los  verdugos,  y  otros  pasean- 
do y  muy  seguros  en  su.s  casas.  En  fin,  hermano,  unos 
roban  á  lo  divino  y  otros  á  lo  humano;  pero  todos 
roban.  '    Coníjue  así,  esto  no  será  motivo  poderoso  que 


1  Sólo  Januario  podia  hablar  con  tanta  generalidail,  porque  era  un  perdido.  Déla 
abundancia  del  corazón  se  vienen  á  la  boca  las  palabras.  No  todos  roban;  pero  son 
tantos  los  ladrones  y  puede  tanto  el  interés,  que  apenas  hay  de  quién  fiar.  Se  pierden 
los  hombres  de  bien  entre  los  que  no  lo  son,  y  en  asunto  de  intereses  no  son  comunps 
los  que  hacen  mucho  escrúpulo,  ya  de  defraudar  ó  ya  de  quedarse  con  lo  ajeno.  Esta  es 
una  verdad  amarga,  pero  es  una  verdad.  Examinémosla  sin  pasión. 


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OBRAS   ESCOGIDAS  101 

me  aparte  de  la  intención  que  tengo  hecha;  porque  mal 
de  muchos...,  etc. 

¿Qué  más  tiene  robar  con  plumas,  con  varas  de 
medir,  con  romanas,  con  recetas,  con  aceites,  con  pape- 
les, etc.,  etc.,  etc.,  que  robar  con  ganzúas,  cordeles  y 
llaves  maestras?  Robar  por  robar,  todo  sale  allá,  y 
ladrón  por  ladrón,  lo  mismo  es  el  que  roba  en  coche  que 
el  que  roba  á  pie:  y  tan  dañoso  á  la  sociedad  ó  más  es  el 
asaltador  en  las  ciudades  que  el  salteador  de  caminos. 

No  me  arrugues  las  cejas  ni  comiences  á  escanda- 
lizarte con  tus  mocherías.  Esto  que  te  digo,  no  es  sólo 
porque  quiero  ser  ladrón;  otros  lo  han  dicho  primero 
que  yo,  y  no  s<'>lo  lo  han  dicho,  sino  que  lo  han  impreso, 
y  hombres  de  virtud  y  de  sabiduría,  tales  como  el  padre 
jesuíta  Pedro  Murillo  Velarde,  en  su  Catecismo.  Oye  lo 
que  se  lee  en  el  lib.  II,  cap.  XII,  íbi.  177: 

«Son  innumerables  los  modos,  géneros,  especies 
y  maneras  que  hay  de  hurtar  (dice  este  padre).  Hurta 
el  chico,  hurta  el  grande,  hurta  el  oficial,  el  soldado,  el 
mercader,  el  sastre,  el  escribano,  el  juez,  el  abogado;  y 
aunque  no  todos  hurtan,  todo  género  de  gente  hurta. 
Y  el  verbo  rapio  se  conjuga  por  todos  modos  y  tiem- 
pos.  ^   Húrtase  por  activa  y  por  pasiva,   por  circunlo- 

*  Como  decir  de  presente:  yo  hurto,  tú  hurtas,  aquél  hurta;  nosotros  hurtamos, 
vosotros  hurtáis,  aquéllos  hurtan.  De  pretérito:  yo  hurté,  tú  hurtaste,  aquél  hurtó,  etc. 
De  futuro:  yo  hurtaré,  tú  liurtarás,  y  asi  todos  los  demás  tiempos  y  personas.  ¡Qué 
desgracia  !  muchos  no  saben  ni  leer  y  conjugan  este  verbo  sin  turbarse. 

PERIQUILLO    SARNIENTO.  — T.    I,    B.  — 26. 


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102  PENSADOR   MEXICANO 

quio  y  por  participio  de  futuro  en  ras.y>  Hasta  aquí  dicho 
autor. 

¿Qué  te  parece,  pues?  Y  donde  hay  tanto  ladrón, 
¿(jué  bulto  haré  yo?  Ninguno  ciertamente;  porque  un 
garbanzo  más  no  revienta  una  olla.  ¿Tú  sabes  los  que 
se  escandalizan  de  los  ladrones  y  de  sus  robos?  Los 
de  su  oficio,  tonto.  Esos  son  sus  peores  enemigos; 
por  eso  dice  el  refrán,  que  siente  un  (jato  que  otro 
arañe. 

Xo  me  acuerdo  si  en  un  libro  viejo  titulado  De- 
leite de  la  discreción,  n  en  otro  llamado  Floresta  es- 
pañola,  pero  seguramente  en  uno  de  los  dos,  he 
leído  aquel  cuento  gracioso  de  un  loco  muy  agudo 
que  había  en  Sevilla ,  llamado  Juan  García,  el  cual, 
viendo  cierta  ocasión  que  llevaban  un  ladrón  al  supli- 
cio, comenzó  á  reir  á  carcajada  tendida,  y  pregunta- 
do que  de  qué  se  reía  en  un  espectáculo  tan  funesto, 
respondió;  —  Me  rio  de  ver  que  los  ladrones  gran- 
des llevan  (i  aliorcar  cd  chico.  —  Aplique  usted,  señor 
Perico. 

— Todo  lo  que  saco  por  conclusión,  le  respondí,  es 
que  cuando  un  hombre  está  resuelto,  como  tú,  á  cual- 
quiera cosa,  por  mala  que  sea,  interpreta  á  su  favor  los 
mismos  argumentos  que  son  en  contra.  Todo  eso  que 
dices  tiene  bastante  de  verdad.  Que  hay  muchos  ladrones, 
¿quién  lo  ha  de  negar,  si  lo  vemos?  Que  el  hurto  se  palia 


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OBRAS   ESCOGIDAS  103 

con  diferentes  nombres,  es  evidente,  y  que  las  más  veces 
se  roba  con  apariencias  de  justicia,  es  más  claro  que  la 
luz;  pero  todo  esto  no  prueba  que  sea  lícito  el  hurtar. 
¿Acaso  por  qué  en  las  guerras,  justas  ó  injustas,  se 
matan  los  hombres  á  millares,  se  probará  jamás  que 
es  lícito  el  homicidio?  La  repetición  de  actos  engendra 
costumbre,  pero  no  la  justifica,  si  ella  no  es  buena  de 
por  sí. 

Tampoco  prueba  nada  lo  que  dice  el  padre  Murillo, 
porque  lo  dijo  satirizando  y  no  aplaudiendo  el  robo.  Pero 
por  no  deberte  nada,  te  he  de  pagar  tu  cuentecito  con 
otro,  que  también  he  leído  en  un  libro  de  jesuíta,  y  tiene 
la  recomendación  de  probar  lo  que  tú  dices,  y  lo  (jue  yo 
digo,  esto  es,  que  muchos  roban,  pero  no  por  eso  es 
lícito  el  robar.    Atiéndeme: 

«Pintó  uno  en  medio  de  un  lienzo  un  príncipe,  y 
á  su  lado  un  ministro  que  decía:  Sirco  d  éste  solo, 
1/  de  L'sie  me  sirco.  Después  un  soldado  que  decía: 
Mientras  ijo  robo,  me  roban  éstos.  A  seguida  un  la- 
brador diciendo :  Yo  sustento,  y  me  sustento  de  estos 
tres.  A  su  lado  un  oficial  que  confesaba:  Yo  engaíio, 
ij  me  engañan  estos  cuatro.  Luego  un  mercader  que 
decía :  Yo  desnudo  cuando  cisto  d  estos  cinco.  Des- 
pués un  letrado:  Yo  destruyo  cuando  amparo  d  estos 
seis.  A  poco  trecho  un  médico:  Yo  mato  cuando  curo 
d  estos  siete.    Luego    un    confesor:    Yo  condeno   cuando 


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104  PENSADOR   MEXICANO 

absuelco  d  estos  ocho.  Y  á  lo  último  un  demonio 
extendiendo  la  garra,  y  diciendo:  Pues  yo  me  llevo 
d  todos  estos  nueve.  Así,  unos  por  otros  encadena- 
dos, los  hombres  van  estudiando  los  fraudes  contra  el 
séptimo  precepto ,  y  bajando  encadenados  al  infier- 
no.» Hasta  aquí  el  cristiano,  celoso  y  erudito  padre 
Juan  Martínez  de  la  Parra,  en  su  plática  moral  45, 
folio  239  de  la  edición  24/,  hecha  en  Madrid  el 
año  1788. 

Conque  ya  ves  cómo,  aunque  todos  roban,  según 
dices,  todos  hacen  mal,  y  á  todos  se  los  llevará  el  diablo, 
y  yo  no  tengo  ganas  de  entrar  en  esa  cuenta. 

—  Estás  muy  mocho,  me  dijo  Januario,  y  á  la 
verdad  esa  no  es  virtud  sino  miedo.  ¿Cómo  no  escru- 
pulizas tanto  para  hacer  una  droga,  para  arrastrar  un 
muerto,  ni  armarte  con  una  parada,  que  ya  lo  haces 
mejor  que  yo?  ¿Y  cómo  no  escrupulizaste  para  entregar 
los  cien  pesos  del  payo?  Pues  bien  sabes  que  todos  esos 
son  hurtos  con  distintos  nombres. 

—  Es  verdad,  le  respondí;  pero  si  lo  hice  fué 
instigado  de  tí,  que  yo  por  mí  solo  no  tongo  valor 
para  tanto.  Conozco  que  es  robo  y  (jue  hice  mal;  y 
también  conozco  que  de  estas  estafas,  trampas  y  dro- 
gas se  va  para  allá;  esto  es,  para  ladrones  declarados. 
Yo,  amigo,  no  quiero  que  me  tengas  por  virtuoso. 
Sup<')n  que  me  recelo  de  puro  miedo;  mas  cree  infali- 


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OBRAS   ESCOGIDAS 


105 


blemente  que  no  tengo  ni  tantitas  apetencias  de  morir 
ahorcado. 

Así  estuvimos  departiendo  un  gran  rato,  hasta  que 
nos  resolvimos  á  lo  que  sabréis,  si  leéis  el  capítulo  que 
viene  detrás  de  éste. 


PERIQUILLO   SARNIENTO.  —  T.   I,    H.  —  27. 


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CAPITULO  V 


En  el  que  nuestro  autor  refiere  su  prisión,  el  buen  encuentro  de  un  amigo 
que  tuvo  en  ella  y  la  historia  de  éste 


Después  de  muchos  debates  que  tuvimos  sobre  la 
materia  antecedente,  le  dije  á  Januario:  —  l'ltimamente, 
hermano,  yo  te  acompañaré  á  cuanto  tú  quieras  como 
no  sea  á  robar;  porque  á  la  verdad  no  me  estira  ese 
oficio,  y  antes  quisiera  (juitarte  de  la  cabeza  tal  tontera. 

Januario  me  agradeció  mi  cariño;  pero  me  dijo  que 
si  yo  no  quería  acompañarlo,  que  me  quedara;  pero  que 
le  guardara  el  secreto,  porque  él  estaba  resuelto  á  salir 
de  miserias  aquella  noche,  topara  en  lo  que  topara:  que 


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108  PENSADOR    MEXICANO 

si  la  cosa  se  hacía  sin  escándalo,  según  tenían  pensado 
él  y  el  Pipilo,  á  otro  día  me  traería  un  capote  mejor  ({ue 
el  (|ue  me  había  jugado,  y  no  tendríamos  necesidades. 

Yo  le  prometí  guardarle  el  más  riguroso  silencio, 
dándole  las  gracias  por  su  oferta  y  repitiéndole  mis  con- 
sejos con  mis  súplicas;  pero  nada  basí(3  á  detenerlo. 
Al  irse  me  abrazó,  y  me  puso  al  cuello  un  rosario  dicién- 
dome: — Por  si  tai  vez  por  un  accidente  no  nos  viéremos, 
ponte  este  rosarito  para  (jue  te  acuerdes  de  mí. — Con  esto 
se  marchó,  y  yo  me  (juedé  llorando:  por(|ue  le  quería, 
á  pesar  de  conocer  (|ue  era  un  picaro.  No  sé  qué  tiene 
la  comunicación  contraída  y  mantenida  desde  muchachos 
que  engendra  un  cariño  de  hermanos. 

Fuese  mi  amigo,  y  yo  pasé  tristísimo  lo  restante  de 
la  tarde,  sintiendo  su  abandono  y  temiendo  una  funesta 
desgracia.  A  las  nueve  de  la  noche  no  cabía  yo  en  mí, 
extrañando  al  compañero:  y  al  modo  de  los  enamorados, 
me  salí  á  rondarlo  por  acjuella  calle  donde  me  dijo  que 
vivía  la  viuda. 

Embutido  en  una  puerta  y  oculto  á  la  merced  del 
poco  alumbrado  de  la  calle,  observé  que  como  á  las  diez 
y  media  llegaron  á  la  casa  destinada  al  robo  dos  bultos, 
que  al  momento  conocí  eran  Januario  y  el  Pipilo:  abrie- 
ron con  mucho  silencio;  emparejaron  la  puerta,  y  yo  me 
íuí  con  disimulo  á  encender  un  cigarro  en  la  vela  del 
farol  del  sereno  que  estaba  sentado  en  la  esquina. 


OBRAS   ESCOGIDAS  109 

Luego  que  llegué  lo  saludé  con  mucha  cortesía;  él 
me  correspondió  con  la  misma,  le  di  cigarro,  encendí 
el  mío,  y  apenas  empezaba  yo  á  enredar  conversación 
con  él,  esperando  el  resultado  de  mi  amigo,  cuando 
oimos  abrir  un  balcón  y  dar  unos  gritos  terribles  á  una 
muchacha,  que  sin  duda  fué  la  criada  de  la  viuda: 
— ¡Señor  sereno,  señor  guarda,  ladrones!  ¡corra  usted 
por  Dios f  fjue  nos  matan! 

Así  gritaba  la  muchacha,  pero  muy  seguido  y  muy 
recio.  El  guarda,  luego  luego  se  levantó;  chifló  lo  mejor 
que  pudo,  y  echó  unas  cuantas  bendiciones  con  su  farol 
en  medio  de  las  bocacalles  para  llamar  á  sus  compa- 
ñeros, y  me  dijo:  — Amigo,  déme  usted  auxilio;  tome  mí 
farol  V  vamos. 

Cogí  el  farol,  y  él  se  terció  su  capotito  y  enarboló 
su  chuzo;  pero  mientras  hizo  estas  diligencias  se  esca- 
paron los  ladrones.  El  Pipilo,  á  quien  conocí  por  su 
sombrero  blanco,  paso  casi  junto  á  mí,  y  por  más  que 
corrió  el  sereno  y  yo  (que  también  hice  que  corría),  fué 
incapaz  darle  alcance,  porque  le  nacieron  alas  en  los  pies. 
No  le  valió  al  sereno  gritar: — ¡Atájenlo,  atájenlo!  pues 
aquellas  calles  son  poco  acompañadas  de  noche  y  no 
había  muchos  atajadores. 

Ello  es  que  el  Pipilo  se  escapó,  y  con  menos  susto 
Januario,  que  tomó  por  la  otra  bocacalle,  por  donde  no 
hubo  sereno  ni  quien  lo  molestara  para  nada. 

PERIQUILLO  SARNIENTO.  — T.   I,   B.  —  28. 


lio  PENSADOR    MEXICANO 

Entretanto,  llegaron  otros  dos  guardas,  y  casi  tras 
ellos  una  patrulla.  La  muchacha  todavía  no  cesaba  de 
dar  gritos  en  el  balcón,  pidiendo  un  padre,  asegurando 
que  habían  matado  á  su  ama.  A  sus  voces  acudieron 
todos  V  entramos  en  la  casa. 

Lo  primero  (jue  encontramos  fué  á  la  dicha  mu- 
chacha llorando  en  el  corredor,  diciéndonos: — ¡Ay,  seño- 
res! un  padre  y  un  médico,  que  ya  mataron  á  mi  ama 
esos  indignos. 

El  sargento  de  la  patrulla  con  dos  soldados,  los  se- 
renos y  yo,  que  no  dejaba  el  í'arol  de  la  mano,  entramos 
en  la  recámara  donde  había  la  señora  tirada  en  su 
cama,  la  cual  estaba  llena  de  sangre,  y  ella  sin  dar 
muestras  de  vida. 

La  vista  horrorosa  de  a(|uel  espectáculo  sorprendió 
á  todos,  V  á  mí  me  llenó  de  susto  v  de  lástima:  de 
susto,  por  el  riesgo  (jue  corría  Januario  si  lo  llegaban 
á  descubrir,  y  de  lástima,  considerando  la  injusticia 
con  (|ue  habían  sacrificado  atjuella  víctima  inocente  á  su 
codicia. 

A  poco  rato  llegaron  casi  juntos  el  módico  y  el  con- 
fesor, (\  (|uienes  fué  á  llamar  un  soldado  por  orden  del 
sargento,  luego  que  éste  desde  la  calle  oyó  los  gritos  de 
la  muchacha. 

En  cuanto  llegaron,  se  acercó  el  sacerdote  á  la 
cama,  y  viendo  que  ni  por  moverla  ni  por  hablarla   se 


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♦ 


OBRAS    ESCOGIDAS  111 

movía,  la  absolvió  bajo  de  condición,  y  se  retiró  á  un 
lado. 

Entonces  se  acercó  el  médico,  y  como  más  práctico, 
advirtió  (jue  estaba  privada,  y  que  aquella  sangre  era  un  \     * 

achaíjue  mujeril.  Salímonos  á  la  sala,  ya  consolados  de 
(jue  no  era  la  desgracia  (|ue  se  pensaba,  mientras  entre 
el  médico  y  la  moza  curaron  caseramente  á  la  enferma. 

Concluida  esta  diligencia  y  vuelta  en  sí  del  desmayo, 
llamó  el  sargento  á  la  criada  para  (jue  viera  lo  <jue  fal- 
taba en  la  casa.  Ella  la  registró  toda,  y  dijo  (|ue  no 
faltaba  más  (jue  el  cubierto  con  (|ue  estaba  cenando  su 
ama,  y  el  hilito  de  perlas  que  tenía  en  el  cuello:  ponjue 
luego  (jue  uno  de  los  ladrones  cargó  con  ella  para  la 
cama,  el  otro  se  embolsó  el  cubierto;  y  sin  ser  bastante 
ó  sin  advertir  á  detener  á  la  que  daba  esta  razón,  salió 
al  balcón  y  comenzó  á  gritar  al  sereno,  á  cuyos  gritos  no 
hicieron  los  ladrones  más  que  salirse  á  la  calle  corriendo.  i 

Yo  estaba  con  el  farol  en  la  mano,  desembozado  el 
zarape  y  con  aquella  serenidad  que  infunde  la  inocencia; 
pero  la  malvada  moza,  mientras  estaba  dando  esta  razón, 
no  me  quitaba  un  instante  la  vista,  repasándome  de 
arriba  abajo.    Yo  lo  advertí:  pero  no  se  me  daba  nada,  I 

atribuyéndolo  á  que  no  le  parecía  muy  malote.  . ,    I 

Preguntóle  el  sargento  si  conocía  á  alguno  de  los 
ladrones,  y  ella  respondió: — Sí,  señor,  conozco  á  uno  ^  ¿ 

que  se  llama  señor  Januario,  y  le  dicen  por  mal  nombre  .     * 


4 


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112  PENSADOR    MEXICANO 

Juan  Largo,  y  no  sale  de  este  truquito  de  aquí  á  la 
vuelta,  y  este  señor  lo  ha  de  conocer  mejor  que  yo. — 
A  ese  tiempo  me  señaló,  y  yo  me  quedé  mortal,  como 
suelen  decir.  El  sargento  advirtió  mi  turbación  y  me 
dijo:  —  Sí,  amigo,  la  muchacha  tiene  razón  sin  duda. 
Usted  se  ha  inmutado  demasiado,  y  la  misma  culpa  lo 
está  acusando.   ¿Usted  será  (juizá  el  sereno  de  esta  calle? 

—  No,  señor,  le  dije  yo;  antes  cuando  la  señora  salió 
al  balcón  á  gritar,  estaba  yo  chupando  un  cigarro  con  el 
sereno,  y  nosotros  luímos  los  primeros  que  venimos  á 
dar  el  auxilio.  Que  lo  diga  el  señor. 

Entonces  el  sereno  confirmó  mi  verdad;  pero  el 
sargento,  en  vez  de  convencerse,  prosiguió: — Sí,  sí;  tan 
buena  maula  será  usted  como  el  sereno.  ¿Serenos?  jah! 
ahorcados  los  vea  yo  á  todos  por  alcahuetes  de  los 
ladrones;  si  éstos  no  tuvieran  las  espaldas  seguras  con 
ustedes,  si  ustedes  no  se  emborracharan,  ó  se  durmie- 
ran, ó  se  alejaran  de  sus  puestos,  era  imposible  que 
hubiera  tantos  robos. 

El  sereno  se  apuraba  y  juraba  atestiguando  conmigo 
que  no  estaba  retirado  ni  durmiendo;  pero  el  sargento 
no   le   hizo   caso,   sino   que   preguntó   á   la  muchacha: 

—  ¿Y  tú,  hija,  en  qué  te  fundas  para  asegurar  que  éste 
conoce  al  ladrón? — ¡Ay,  señor!  dijo  la  muchacha;  en 
mucho,  en  mucho.  Mire  su  mercó,  ese  zarape  que  tiene 
el  señor,  es  el  mismo  del  señor  Juan  Largo,  que  yo  lo 


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•^ 


^ 


OBRAS   ESCOGIDAS  113 

conozco  bien,  como  que  cuando  salía  á  la  tienda  ó  á  la  - 

plaza  no  más  me  andaba  atajando,   por  señas  que  ese 

rosario  que  tiene  el  señor  es  mío,  que  ayer  me  agarró 

ese  picaro  del  descote  de  la  camisa  y  del  rosario,  y  me  •  • 

quería  meter  en  un  zaguán,  y  yo  estire  y  me  zafé,  y  i 

hasta  se  rompió  la  camisa;  mire  su  merca,  y  mi  rosario  J 

se   le   quedó  en  la  mano  y  se  reventó;   por  señas  que 

ha  de   estar   añidido,    y    le    han    de    faltar   cuentas,    y  U 

es  el  cordón  nuevecito;  es  de  cuatro  y  de  seda  rosada 

y  verde,    y   en   esa  bolsita    que  tiene  ha   de  tener  dos 

estampitas;  una  de  mi  amo  señor  san  Andrés  Avelino  y 

otra  de  santa  Rosalía. 

Frío  me  quedé  yo  con  tanta  seña  de  la  maldita 
moza,  considerando  que  nada  podía  ser  mentira,  como 
(|ue  el  rosario  había  venido  por  mano  de  Januario,  y  ya 
él  me  había  contado  la  afición  que  le  tenía. 

El  sargento  me  lo  hizo  quitar;  descosió  la  bolsita, 
y  dicho  y  hecho;  al  pie  de  la  letra  estaba  todo,  conforme 
había  declarado  la  muchacha.  No  fué  menester  más 
averiguación.  Al  instante  me  trincaron  codo  con  codo 
con  un  portafusil,  sin  valer  mis  juramentos  ni  alegatos, 
pues  á  todos  ellos  contestó  el  sargento:  —  Bien,  mañana 
se  sabrá  cómo  está  eso. 

Con  esto  me  bajaron  la  escalera,  y  la  moza  bajó 
también  á  cerrar  la  puerta,  y  viendo  que  no  podía  meter 
la  llave,   advirtió  que  el  embarazo  era   la   ganzúa  que 

PERIQUILLO  SARNIENTO. —  T.  I,   B.  — 29. 


114  PENSADOR   xMEXICANO 

habían  dejado  en  la  chapa.  La  quitó  y  se  la  entregó  al 
sargento.  Cerró  su  puerta  y  á  mí  me  llevaron  al  vivac 
principal. 

Luego  (jue  me  entregaron  á  aquella  guardia,  pre- 
guntaron sus  soldados  á  mis  conductores  que  por 
qué  me  llevaban.  Y  ellos  respondieron  que  por  cucha- 
ra, esto  es,  por  ladn^n.  Los  preguntones  me  echa- 
ron mil  tales,  y  como  que  se  alegraron  de  (|ue  hubiera 
yo  caído,  á  modo  que  fueran  ellos  muy  hombres  de 
bien.  Escribieron  no  só  qué  cosa,  y  se  marcharon; 
pero  al  despedirse,  dijo  el  sargento  á  su  compañero: 
—  Tenga  usted  cuidado  con  ése,  que  es  reo  de  conse- 
cuencia. 

No  bien  oyó  el  sargento  de  la  guardia  tal  recomen- 
dación, cuando  me  mand<'>  poner  en  el  cepo  de  las  dos 
patas. 

La  patrulla  se  fué;  los  soldados  se  volvieron  á  enco- 
ger en  su  tarima;  el  centinela  se  quedó  dando  el  quién 
vive  á  cuantos  pasaban,  y  yo  me  (juedé  batallando  con 
el  dolor  del  cepo,  el  molimiento  del  envigado,  una  mul- 
titud de  chinches  y  pulgas  que  me  cercaron,  y,  lo  peor 
de  todo,  un  conl'iiso  tropel  de  pensamientos  tristes  que 
me  acometieron  de  repente. 

Ya  se  deja  entender  qué  noche  pasaría  yo.  No  pude 
pegar  los  ojos  en  toda  ella,  considerando  el  terrible  y 
vergonzoso  estado  á  que  me  veía  reducido  sin  comerlo 


....    :^   ±1.^ 


5  «>        .• 


OBRAS   ESCOGIDAS  115  l" 

ni  beberlo,  sólo  por  haber  conservado  la  amistad  de  un 

picaro.  ^  ,. 

Amaneció  por  fin;  se  tocó  la  diana,  se  levantaron  . 

los  soldados  echando  votos,  como  acostumbran,  v  cuan- 
do  llegó  la  hora  de  dar  el  parte,  lo  despacharon  al 
mayor  de  plaza,  y  á  mí  amarrado  como  un  cohete  entre 
los  soldados  para  la  cárcel  de  corte. 

Luego  que  entré  del  boíjuete  al  patio  tocaron  una 
campana,  que  según  me  dijeron  después  era  diligencia 
que  se  hacía  con  todos  los  presos,  para  que  el  alcaide 
y  los  guardianes  de  arriba  estuviesen  sobre  aviso  de  que  ^ 

había  preso  nuevo. 

En  efecto,  á  poco  rato  oí  que  comenzó  uno  á  gritar: 
— ¡Ese  nueco,  ese  nueat  pava  uvviha!  Advirtiéronme  los 
compañeros  que  á  mí  me  llamaban,  y  el  presidente,  (jue 
era  un  hombretón  gordo,  con  un  chirrión  amarrado  en 
la  cintura,  me  llevó  arriba  y  me  metió  en  una  sala 
larga,   donde   en   una   mesita   estaba   el   alcaide,    quien  j 

me  preguntó  cómo  me  llamaba,  de  dónde  era  y  quién 
me  había  traído  preso.  Yo,  por  no  manchar  mi  gene- 
ración, dije  que  me  llamaba  Suncho  Pére^,  que  era 
natural  de  Ixtlahuaca  y  (jue  me  habían  traído  unos 
soldados  del  Principal. 

Apuntaron  todo  esto  en  un  libro  y  me  despacharon. 


•  A  muchos  les  sucede  lo  mismo,  y  no  enmiendan  á  los  jóvenes  estos  ejemplos.  El 
amigo  bueno  se  debe  conservar  á  toda  costa,  y  del  malo  se  debe  huir  luego  que  se  cono- 
ce ;  porque  más  vale  andar  solo,  etc. 


^ 


.^ 


116  PENSADOR    MEXICANO 

Luego  que  bajé  me  cobró  el  presidente  dos  y  medio,  y 
no  sé  cuánto  de  patente.  Yo,  que  ignoraba  aquel  idioma, 
le  dije  que  no  quería  asentarme  en  ninguna  cofradía 
en  aquella  casa,  y  así,  que  no  necesitaba  de  patente. 
El  cómitre  maldito,  (jue  pensó  que  me  burlaba  de  él, 
me  dio  un  bofetón  que  me  hizo  escupir  sangre,  dicién- 
dome:  —  ¡So  tal  (y  me  lo  encajó),  nadie  se  mofa  de  mí, 
ni  los  hombres,  condmds  un  mocoso!  La  patente  se  le 
pide,  y  si  no  quieres  pagarla,  harás  la  limpieza,  so 
cucharero.  —  Diciendo  esto  se  fué,  y  me  dejó,  pero  me 
dejó  en  un  mar  de  atlicciones. 

Había  en  aquel  patio  un  millón  de  presos.  Unos 
blancos,  otros  prietos;  unos  medio  vestidos,  otros  de- 
centes; unos  empelotados,  otros  enredados  en  sus 
pichas;  pero  todos  pálidos,  y  pintada  su  tristeza  y  su 
desesperación  en  los  macilentos  colores  de  sus  caras. 

Sin  embargo,  parece  que  nada  se  les  daba  de  aquella 
vida;  porque  unos  jugaban  albures,  otros  saltaban  con 
los  grillos,  otros  cantaban,  otros  tejían  medias  y  puntas, 
otros  platicaban,  y  cada  cual  procuraba  divertirse,  menos 
unos  cuantos  más  ñsgones  que  se  rodearon  de  mí  á 
indagar  cuál  era  el  motivo  de  mi  prisión. 

Yo  les  contesté  ingenuamente,  y  así  que  me  oyeron 
se  separaron  riendo,  y  en  un  momento  ya  me  conocían 
entre  todos  por  eucluira. 

Nadie  me  consolaba,  y  todo  el  interés  que  mani- 


_^»- 


OBRAS   ESCOGIDAS  117 

Testaron  por  saber  la  causa  de  mi  arresto  lué  una  simple  ' 

curiosidad.  Pero  para  que  se  vea  que  en  el  peor  lugar 

del  mundo  hay  hombres  buenos,  atended.  ^ií 

Entre  los  que  escucharon  el  examen  que  me  hacían  í 

los  presos  fisgones  estaba  un  hombre  como  de  cuarenta  ' 

años,  blanco  y  no  de  mala  presencia,  vestido  con  sólo 
su  camisa,  unos  calzones  de  pana  azul,  una  manga 
morada,  botas  de  campo,  ó  campaneras,  como  llamamos, 
zapatos  abotinados  y  sombrero  blanco  tendido.  Mste, 
luego  que  me  dejaron  solo,  se  acercó  á  mí,  y  con  una 
afabilidad  nueva  para  mí  en  aquellos  lugares,  me  dijo:  — 
Amiguito,  ¿gusta  usted  de  un  cigarro?  —  Y  me  lo  dio, 
sentándose  junto  á  mí.  Yo  lo  tomé  agradeciéndole  su 
comedimiento,  y  él  me  instó  para  que  fuera  á  su  cala- 
bozo á  almorzar  de  lo  que  tenía.  Torné  á  manifestarle 
mi  gratitud  y  me  fui  con  él. 

Luego  que  llegamos  á  su  departamento,  descolgó  un  .  :jú 

tompeate  que  tenía  en  la  pared,  sacó  un  ir  asco  ^  de 
queso  y  una  torta  de  pan,  y  lo  puso  en  mis  manos  dicién- 
dome:  —  La  posada  no  puede  ser  peor,  ni  hay  cosa  mejor 
que  ofrecerle  á  usted;  pero  ¿qué  hemos  de  hacer?  Coma- 
mos esto  poco  que  Dios  nos  da,  estimando  usted  mi 
afecto  y  no  el  agasajo;  porque  éste  es  bastante  corto  y 
grosero.  • 

'    Troteo  ó  troteo.  Voz  corrompida  que  usa  la  gente  vulgar  en  vez  de  trozo,  si  no 
€s  sincopada  de  trocisco.  E. 

PERIQUILLO   SARNIENTO.  — T.    I,   B.  —  30.     !  < 


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118  PENSADOR    MEXICANO 

Yo  me  admiraba  de  escuchar  unos  comedimientos 
semejantes  á  un  hombre  al  parecer  tan  ordinario,  y 
entre  asombrado  y  enternecido  le  dije:  — Le  doy  á  usted 
infinitas  gracias,  señor,  no  tanto  por  el  agasajo  que  me 
hace,  cuanto  por  el  interés  que  manifiesta  en  mi  desgra- 
ciada suerte.  A  la  verdad  que  estov  atónito,  v  no  acabo 
de  persuadirme  cómo  puede  hallarse  un  hombre  de  bien, 
como  debe  ser  usted,  en  estos  horrorosos  lugares,  depó- 
sitos de  la  iniquidad  y  de  lá  malicia. 

El  buen  amigo  me  contestó:  — Es  cierto  que  las  cár- 
celes son  destinadas  para  asegurar  en  ella  á  los  picaros 
y  delincuentes;  pero  algunas  veces  otros  más  picaros  y 
más  poderosos  se  valen  de  ellas  para  oprimir  á  los  ino- 
centes, imputándoles  delitos  que  no  han  cometido,  y 
regularmente  lo  consiguen  á  costa  de  sus  cabalas  y  arti- 
ficios, engañando  la  integridad  de  los  jueces  más  vigilan- 
tes; pero,  según  el  dictamen  de  usted,  sin  duda  yo  me  he 
engañado  en  el  mío. 

— ¿Pues  cuál  es  el  de  usted?  le  dije.  —  El  mío,  me 
contestó,  es  el  que  acabo  de  decir,  esto  es,  que  aunque 
el  instituto  de  las  cárceles  sea  asegurar  delincuentes,  la 
malicia  de  los  hombres  sabe  torcer  este  fin  y  hacer  que 
sirvan  para  privar  de  su  libertad  á  los  hombres  de  bien 
en  muchos  casos,  de  lo  que  tenemos  abundancia  de 
ejemplares  que  nos  eximen  de  más  pruebas. 

Conforme  á  este  mi  parecer,  y  no  sé  por  qué  par- 


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OBRAS   ESCOGIDAS  119 

ticular  simpatía,  me  compadeció  usted  luego  que  vi  el 
mal  tratamiento  que  le  hizo  el  presidente,  y  formé  idea 
de  que  era  usted  un  hombre  de  bien,  y  que  tal  vez  lo 
había  sepultado  en  estas  mazmorras  algún  enemigo  pode-  "^ 

roso  como  á  mí;  mas  ya  usted  me  ha  hecho  variar  de  -I 

pensamiento,  pues  cree  que  en  las  cárceles  no  puede 
haber  sino  reos  criminales,  y  así  me  persuado  ahora  que 
usted,  como  joven  sin  experiencia,  habrá  delinquido,  más 
por  miseria  humana  que  por  malicia:  pero  cuando  así 
sea,  hijo  mío,  no  crea  usted  que  me  escandalizo,  ni 
menos  (|ue  lo  dejo  de  amar  y  de  compadecer;  porque  en 
el  hombre  se  debe  aborrecer  el  vicio,  pero  nunca  la  per- 
sona. Por  tanto,  pídale  usted  licencia  al  presidente  para 
venirse  á  ese  calabozo,  y  si  le  tiene  miedo,  yo  se  la 
pediré,  y  pondrá  usted  su  cama,  cuando  se  la  traigan, 
junto  a  la  mía,  así  para  servirse  de  mí  en  lo  poco  que 
sea  útil,  como  para  que  se  libre  de  las  mofas  de  los 
demás  presos,  (jue  como  gente  muy  vulgar,  sin  princi- 
pios ni  educación  alguna,  se  entretienen  siempre  burlán- 
dose con  los  pobres  nuevos  que  vienen  á  ser  inquilinos 
de  estas  cuadras. 

Yo  le  retorné  mis  agradecimientos,  añadiendo:  — 
No  puedo  menos  que  considerar  en  usted  un  hombre 
muy  sensible  y  muy  de  bien,  ó  más  propiamente,  un 
genio  bienhechor  que  se  digna  dedicarse  á  ser  mi  ángel 
tutelar  en  el  desamparo  en  que  me  hallo,  y  me  he  aver- 


7^/-,-;>     .'7^  *^;' '•■•••';■■•  ^-  ^:-r---    -         Tv-  r      ■.  •■  iC^:vy^J^  '^!^''T*^^^^^i^^rv*^,r'J9V-.¿v^_  f^ 


120  PENSADOR    MEXICANO 

gonzado  de  haberme  explicado  con  tanta  necedad,  que 
pude  persuadir  á  usted  que  creía  que  cuantos  están  en 
las  cárceles  son  picaros ,  pues  ciertamente  cuando  usted 
no  l'uera  una  de  las  excepciones  de  esta  regla,  yo  mismo 
soy  una  prueba  contraria  al  mal  juicio  que  había  for- 
mado de  las  cárceles... 

— Según  eso.  interrumpió  el  amigo,  ¿usted  no  ha 
venido  aquí  por  ningún  delito? — Ya  se  ve  que  no, 
dije. 

Y  en  seguida  le  contó  punto  por  punto  mi  vida  y 
milagros  hasta  la  época  infeliz  de  mi  prisión. 

El  compañero  me  atendió  con  mucha  cortesía,  y 
luego  que  hube  concluido,  me  dijo:  —  Amigo,  la  sen- 
cillez con  que  usted  me  ha  referido  sus  aventuras,  me 
confirma  en  el  primer  concepto  que  hice  luego  (jue  lo  vi; 
esto  es,  que  usted  era  un  mozo  bien  nacido  y  que  había 
venido  por  una  desgracia  imprevista,  aunque  es  cons- 
tante que  no  padece  sin  delito.  No  robó  ni  cooperó  al 
robo;  pero  ¡ay,  amigo!  tiene  usted  sobre  sí  las  lágrimas 
que  ai'rancó  á  su  madre  y  tal  vez  la  muerte,  que  proba- 
blemente le  anticipó  con  sus  extravíos,  y  los  delitos  que 
se  cometen  contra  los  padres  claman  al  cielo  por  la 
venganza.  Por  ahora  no  hay  más  que  conocer  esta 
verdad,  arrepentirse  y  confiar  en  la  divina  Providencia, 
cjue,  aun  cuando  castiga,  siempre  dirige  sus  decretos  á 
nuestro  bien.  Por  lo  que  toca  á  mí,  ya  le  dije,  cuente  con 


■^^■w'  ^  -^T^?^---  fyi-S^ 


OBRAS   ESCOGIDAS  121 


un  amigo  y  con  mis  infelices  arbitrios,  que  los  emplearé 
gustosísimo  en  servirlo. 

Por  tercera  vez  le  di  las  gracias,  conociendo  que  su 
oferta  no  era  de  boca,  como  las  que  se  usan  comun- 
mente; y  picándome  la  curiosidad  de  saber  quién  sería 
aquel  hombre  amable,  no  pude  contenerme,  sino  que 
con  pocos  circunloquios  le  supliqué  me  hiciera  el  favor 
de  imponerme  de  sus  infortunios.  A  lo  que  él  me 
contestó  con  mucho  agrado  diciéndome: 

— Don  Pedro,  cuando  no  fuera  por  corresponder  á  la 
confianza  que  usted  ha  usado  conmigo,  contándome  sus 
tragedias,  haría  de  buena  gana  lo  que  me  suplica,  porque 
es  sabido  y  cierto  que  las  penas  comunicadas  cuando  no 
sanan  se  alivian.  En  esta  inteligencia,  ha  de  saber  usted 
que  yo  me  llamo  Antonio  Sánchez;  mis  padres  fueron  de 
buena  cuna  y  arreglada  conducta,  y  ambos  tuvieron  un 
llorido  capital,  del  que  yo  habría  disfrutado  si  la  Provi- 
dencia no  me  hubiera  destinado  á  padecer  desde  que  vi  la 
luz  primera;  bien  que  no  me  quejo  de  mi  suerte  cuando 
recuerdo  mis  desgracias,  pues  sería  un  blasfemo  si 
hablara  con  resentimiento  de  un  Dios  que  me  ama  infini- 
tamente más  que  yo  mismo,  y  quien  infaliblemente  todo 
lo  dispone  para  mi  beneficio;  pero  sólo  en  tono  de  la 
relación  de  mi  vida  digo:  que  desde  ({ue  nací  fui  desgra- 
ciado, por(|ue  mi  madre  murió  en  el  momento  que  salí 
de  sus  entrañas,  y  ya  se  sabe  que  esta  orfandad  desde 

PERIQUILLO   SARNIENTO. —  T.    I,   B.  — 31. 


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122  PENSADOR    MEXICANO 

el  nacimiento  acarrea  una  larga  serie  de  fatalidades  á  los 
que  hemos  tenido  esta  desventura. 

Mi  buen  padre  no  perdonó  fatiga,  gasto  ni  cuidado 
para  suplir  esta  falta;  y  así  entre  nodrizas,  ayas  y  criadas 
pasé  mi  puerilidad  con  aquella  alegría  propia  de  la  edad, 
sin  dejar  de  aprender  aquellos  principios  de  religión, 
urbanidad  y  primeras  letras,  en  que  no  se  descuidó  de 
instruirme  mi  amante  padre,  con  aíjuel  esmero  y  cariño 
con  que  se  tratan  por  los  buenos  padres  los  primeros 
y  únicos  hijos. 

Quince  años  contaba  yo  cuando  el  mío  me  puso  en 
el  colegio,  donde  permanecí  tres  muy  contento  y  lleno  de 
inocentes  satisfacciones,  que  sr  me  acabaron  con  el  falle- 
cimiento de  su  merced,  quedando  bajo  la  tutela  del 
albacea,  cuyo  nombre  dejo  en  silencio  por  no  descubrir 
enteramente  al  autor  de  mis  desgracias.  Ya  usted  cono- 
cerá por  esta  expresión  que  mi  albacea  en  poco  tiempo 
concluyó  con  mis  bienes,  dejándome  en  las  garras  de  la 
indigencia,  y  cuando  ya  no  tuvo  que  hacer,  se  fugó  de 
Orizaba.  de  donde  soy  natural,  sin  dejarme  siquiera 
recomendado  á  su  corresponsal  (jue  tenía  en  México. 

Mste,  luego  que  supo  su  ausencia  y  el  funesto  motivo 
que  la  había  ocasionado,  fué  al  colegio,  borró  colegia- 
tura, me  llevó  á  su  casa,  me  impuso  de  mi  triste  situa- 
ción, concluyendo  con  decirme,  (jue  él  era  un  pobre 
cargado  de  familia,  que  se  compadecía  de  mi  desgracia; 


OBRAS   ESCOGIDAS  123 

pero  que  no  podía  hacerse  cargo  de  mí,  y  así  que  solici- 
tara la  protección  de  mis  parientes  y  viera  lo  que  hacía. 

Considere  usted  qué  tal  me  quedaría  con  semejante 
noticia.  Tenía  entonces  diez  y  ocho  años  y  ninguna  expe- 
riencia; pero  por  especial  lavor  de  Dios  ni  había  con- 
traído ningún  vicio  vergonzoso  ni  pensaba  á  lo  mucha- 
cho; y  así  le  dije,  que  dentro  de  ocho  días  resolvería 
lo  que  había  de  hacer  y  le  avisaría.  - 

En  el  momento  fui  á  ver  á  un  estudiante  pobre  y 
hombre  de  bien,  A  quien,  después  de  Xíontarle  mis  des- 
gracias, le  encargué  que  me  vendiese  mi  cama,  libros, 
manto,  turca,  reloj  y  cuanto  consideró  (jue  podía  valer 
algo. 

En  efecto,  mi  amigo  hizo  la  diligencia  con  eficacia  y 
prontitud,  y  al  segundo  día  me  trajo  ciento  y  pico  de 
pesos.  Le  di  su  gratificación,  y  cambié  la  mayor  parte  en 
oro,  comprando  con  el  resto  una  manga  y  unas  botas 
semiviejas. 

Hecha  esta  diligencia,  fui  á  los  mesones  á  buscar  un 
pasajero  que  estuviera  de  viaje  para  mi  tierra.  Por  for- 
tuna no  fué  vana  mi  solicitud;  hallé  un  arriero  que  iba  á  j4v 
llevar  cigarros  y  traer  tabaco,  y  por  diez  pesos  ajusté 
con  él  mi  marcha.  Entonces  aA^isé  mi  determinación  al  • 
corresponsal  de  mi  albacea,  quien  me  la  aprobó,  y  despi- 
diéndome de  él  y  de  su  familia,  me  fui  al  mesón  y  á  los 
dos  días  partimos  para  Orizaba. 


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124  PENSADOR    MEXICANO 

No  me  pareció  este  viaje  como  los  anteriores  que 
había  hecho  por  el  mismo  camino,  cuando  iba  á  vacacio- 
nes, especialmente  en  vida  del  señor  mi  padre;  mas  era 
otro  tiempo  y  era  forzoso  acomodarme  á  las  circuns- 
tancias. 

Llegué  por  fin  á  la  expresada  villa  sin  novedad,  y 
recelando  algún  despego  en  uno  que  otro  pariente  (|ue 
tenía  acomodado,  determinó  ir  á  apearme  en  casa  de 
unas  tías  viejas  que  conocía  me  amaban  y  no  se  desde- 
ñarían de  hospedarme. 

No  salió  falso  mi  modo  de  pensar;  porque  luego  que 
me  vieron  las  pobrecillas  comenzaron  á  llorar,  como  que 
sabían  primero  que  yo  mis  infortunios,  me  abrazaron  y 
me  internaron  á  la  casita,  asegurándome  que  la  mirara 
como  mía. 

Les  manifesté  mi  gratitud  lo  mejor  que  pude,  di- 
ciéndoles  pensaba  en  acomodarme  en  alguna  tienda, 
hacienda  n  cosa  semejante  para  comenzar  á  aprender 
á  ganar  el  pan  con  el  sudor  de  mi  frente,  (jue  erqi  ya  lo 
único  á  que  podía  aspirar. 

Las  benditas  viejas  se  enternecían  con  estas  cosas,  y 
yo  redoblaba  mis  agradecimientos  á  sus  sentimientos 
expresivos. 

Seis  días  contaba  yo  de  hospedaje  en  su  casa, 
cuando  una  tarde  entró  en  ella  un  señor  muv  decente,  á 
quien  yo  no  conocía  y  mis  tías  trataban  con  confianza. 


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OBRAS   ESCOGIDAS  125 

porque  le  lavaban  y  cosían  su  ropa  cuando  transitaba  por 
allí,  y  valiéndose  de  su  comunicación  le  dijeron:  — Señor 
don  Francisco,  ¿conoce  usted  á  este  niño?  —  Señalán- 
dome. El  caballero  dijo  que  no,  y  ellas  añadieron:  — 
Es  nuestro  sobrino  Antoñito,  el  hijo  de  su  amigo  de 
usted,  nuestro  difunto  don  Lorenzo  Sánchez,  que  en  paz 
descanse. 

— ¿Es  posible,  dijo  el  caballero,  que  este  joven  des-  . 
graciado  es  el  hijo  de  mi  amigo?  ¿Y  qué  hace  aquí,  en 
este  traje  tan  indecente?  ¿No  estaba  en  el  colegio?  —  Sí, 
señor,  respondieron  mis  tías;  pero  como  su  albacea 
echó  por  ahí  todo  su  patrimonio,  se  halla  el  pobrecillo 
reducido  á  buscar  en  qué  ganar  la  vida  con  su  trabajo,  y 
mientras,  se  ha  venido  con  nosotras. 

— Ya  tenía  vo  noticia  de  la  fechoría  de  ese  bribón, 
dijo  el  caballero,  pero  no  lo  quería  creer.  ¿Y  qué,  ami- 
guito,  nada  le  dejó  á  usted?  —  Nada,  señor,  le  contesté; 
de  suerte  que  para  poder  trasladarme  ;'i  esta  villa  tuve 
que  vender  manto,  cama,  libros  y  otras  frioleras.    ' 

—  ¡Válgame  Dios!  ¡pobre  joven!  prosiguió  el  don 
Francisco.  ¡Ah  picaros,  picaros  albaceas,  que  tan  mal 
desempeñáis  los  encargos  de  los  testadores,  enriquecién- 
doos con  lo  ajeno  y  dejando  por  puertas  á  los  misera- 
bles pupilos! 

Amiguito,   no  se  desanime  usted;  sea  hombre  de  .  f 

bien,  que  no  todos  los  que  tienen  qué  comer  han  here-  '     * 

PERIQUILLO    SARNIENTO. —  T.    I,    B.  —  32. 


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126  PENSADOR    MEXICANO 

dado,  así  como  las  horcas  no  suspenden  á  cuantos  ladro- 
nes hay,  (jue  si  así  lo  hicieran,  no  se  pasearan  riendo 
tantos  albaceas  ladrones  que  hay  como  el  de  su  padre 
de  usted.  ¿Sabe  usted  escribir  razonablemente?  —  Señor, 
le  dije,  verá  usted  mi  letra. — Y  en  seguida  escribí  en  un 
papel  no  sé  qué. 

Le  gustó  mucho  mi  letra,  y  me  examinó  en  cuentas, 
y  viendo  que  sabía  alguna  cosa,  me  propuso  que  si  quería 
irme  con  él  á  tierra  adentro,  donde  tenía  una  hacienda  y 
tienda,  que  me  daría  (juince  pesos  cada  mes  el  primer 
año.  mientras  me  adiestraba,  á  más  de  plato  y  ropa 
limpia. 

Yo  vi  el  cielo  abierto  con  semejante  destino,  que 
entonces  me  pareció  inmejorable,  como  que  no  tenía 
ninguno,  ni  esperanza  de  lograrlo;  y  así  admití  al  ins- 
tante, dándole  yo  y  mis  tías  muchas  gracias. 

El  caballero  debía  partir  al  día  siguiente  á  su  des- 
tino, y  así  me  dijo  que  desde  aquella  hora  corría  yo  por 
su  cuenta,  (jue  me  despidiera  de  mis  tías  y  me  fuera 
con  él  á  su  posada. 

Resolví  hacerlo  así,  y  sacjué  de  la  faltriquera  cuatro 
onzas  de  oro  que  me  habían  (juedado  de  la  realización 
de  mis  haberes,  dándole  tres  de  ellas  á  mis  tías,  que  no 
querían  admitir,  por  más  (jue  yo  porfiaba  en  que  las 
recibieran,  asegurándolas  que  no  las  había  reservado 
con  otro  objeto  que  el  dárselas  luego  que  me  acomo- 


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OBRAS   ESCOGIDAS  127 

dará,  que  ya  había  llegado  ese  caso,  y  de  consiguiente  el 
de  que  yo  les  manifestara  mi  gratitud. 

Con  todo  esto  rehusaban  mis  tías  el  admitirlas,  hasta 
que  mi  amo  (que  ya  es  menester  nombrarlo  así)  les  dijo 
que  las  recibieran,  pues  yo  á  su  lado  nada  necesitaría. 

Tomáronlas  por  fin,  y  despedímonos  entre  lágri- 
mas, abrazos  y  propósito  de  escribirnos.  A  otro  día  sali- 
mos de  Orizaba,  y  al  mes  y  días  llegamos  á  Zacatecas, 
donde  estaba  la  ubicación  de  mi  amo. 

Antes  de  ponerme  en  su  tienda  hizo  llamar  al  sastre 
y  á  la  costurera,  y  con  la  mayor  presteza  se  me  hizo  ropa 
blanca  y  de  color,  ordinaria  y  de  gala,  comprándoseme 
cama,  baúl  y  todo  lo  necesario. 

Yo  estaba  contento,  pero  azorado  al  ver  su  muni- 
ficencia, considerando  que,  según  lo  que  había  gastado 
en  mí  y  mi  ruin  sueldo  de  quince  pesos,  ya  estaba  yo 
vendido  por  cuatro  ó  cinco  años  cuando  menos. 

Ya  habilitado  de  esta  suerte  y  recomendándome  con 
el  título  de  su  ahijado,  me  entregó  en  la  tienda  á  dispo- 
sición del  cajero  mayor. 

No  acabaría  si  circunstanciadamente  quisiera  contar 
á  usted  los  favores  que  le  debí  á  este  mi  nuevo  padre, 
pues  así  lo  amaba,  y  él  me  quiso  como  á  hijo,  porque 
era  viudo  y  no  tuvo  sucesión.  Baste  decir  á  usted  que 
en  doce  años  que  viví  con  él  me  apliqué  tanto,  trabajé 
con  tal  tesón  y  fidelidad  y  le  gané  de  tal  modo  la  vo- 


*• 


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>Jlni^.:.  a''¿Lil,.jt. 


128  PENSADOR    MEXICANO 

luntad,  que  yo  fui,  no  sólo  el  cajero  mayor  y  el  arbitro 
de  sus  confianzas,  sino  que  llenaba  la  boca  llamándome 
hijo,  y  yo  le  correspondía  tratándole  de  padre. 

Pero  como  los  bienes  de  esta  vida  no  permanecen, 
llegó  el  tiempo  de  que  se  me  acabara  el  poco  <jue  había 
logrado  de  descanso. 

Un  sujeto  á  quien  había  fiado  en  la  administración 
de  la  Real  Hacienda,  quebró  y  cubrió  mi  amo  esta  falta 
con  la  mayor  parte  de  sus  intereses,  y  á  seguida  le  aco- 
metió una  terrible  fiebre  de  la  que  talleció  al  cabo  de 
quince  días,  dejándome  lleno  de  dolor,  que  procuraba 
desahogar  en  vano  con  mis  lágrimas,  las  que  no  enjugué 
en  mucho  tiempo,  sin  embargo  de  verme  heredero  de 
todo  cuanto  le  había  quedado,  que  después  de  realizado 
se  redujo  á  ocho  mil  pesos. 

Traté  de  separarme  de  aquella  tierra,  así  para  no 
tener  á  la  vista  objetos  (jue  me  renovasen  cada  día  el 
sentimiento  de  su  falta,  como  para  atender  y  recoger 
á  una  de  mis  pobres  tías  que  había  quedado. 

Con  esta  determinación  me  hice  de  una  libranza 
para  Veracruz,  y  marché  con  dos  mozos  y  mi  eijui- 
paje  para  mi  tierra.  Llegué  en  pocos  días,  tomé  una 
casa,  la  e(|uipé,  y  á  la  primera  visita  (jue  hice  á  mi 
bienhechora  tía,  me  la  llevé  á  ella. 

Fui  después  á  Veracruz,  empleé  mis  mediecillos  y 
me  dediqué  á  la  viandancia,  en  la  que  no  me  fué  mal. 


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OBRAS   ESCOGIDAS 


129 


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pues  en  seis  años  ya  mi  capitalito  ascendía  á  veinte  mil 
pesos. 

La  que  llaman  fortuna  parece  que  se  cansaba  pronto 
de  serme  íavorable.  Contraje  amistad  estrecha  con  dos 
comerciantes  ricos  de  Veracruz,  y  éstos  me  propusieron 
que  si  quería  entrar  á  la  parte  con  ellos  en  cierta  nego- 
ciación de  un  contrabando  interesante  que  estaba  á  bordo 
de  la  fragata  Anfiirite.  Para  esto  me  mostraron  las  fac- 
turas originales  de  Cádiz,  sobre  cuyos  precios  designaba 
el  dueño  para  sí  una  muy  corta  utilidad;  pues  siendo 
todos  los  efectos  ingleses,  escogidos  y  comprados  también 
por  alto,  el  interesado  se  contentaba  con  un  quince  por 
ciento;  pero  con  la  condición  de  que  antes  de  desembar- 
carlos, se  debía  poner  el  dinero  en  su  poder,  siendo 
el  desembarque  de  cuenta  y  riesgo  de  los  compra- 
dores. 

Yo  me  mosqueé  un  poco  con  tal  condición,  pero  los 
compañeros  me  animaron,  asegurándome  que  eso  era  lo 
de  menos,  pues  ya  estaban  comprados  los  guardas;  que 
una  noche  se  verificaría  el  desembarco  por  la  costa  en 
dos  botes  ó  lanchas  del  mismo  puerto. 

Como  la  codicia  agitada  por  el  interés  atropella  por 
todo,  fácilmente  convine  con  mis  camaradas,  creyendo 
hacerme  de  un  principal  respetable  en  dos  meses. 

Con  esta  resolución  procuré  reahzar  cuanto  tenía,  y 
puse  mi  plata  en  poder  de  mis  amigos,  quienes  celebra- 

PERIQUILLO    SARNIENTO. —  T.    I ,    B.  —  33. 


130  PENSADOR    MEXICANO 

ron  el  trato  con  el  marino,  poniendo  todo  el  importe  de 
la  memoria  á  su  disposic¡('>n. 

Todo  estaba  facilitado  para  desembarcar  segura- 
mente el  contrabando,  v  so  hubiera  verificado,  si  uno 
de  los  mismos  guardas  comprados  no  hubiera  hecho 
una  de  las  suyas,  dando  al  virreinato  la  más  cabal  y 
circunstanciada  noticia  del  desembarque  clandestino,  con 
cuya  diligencia  se  tomaron  contra  nosotros  las  precau- 
ciones y  providencias  que  exigía  el  caso,  de  modo  que 
cuando  lo  supimos  l'uó  cuando  el  cargamento  estaba  en 
tierra  y  decomisado. 

No  nos  valió  diligencia  para  rescatarlo,  y  tomamos 
escapar  las  personas.  Yo  era  de  los  tres  el  más  pobre. 
y  sin  duda  el  mns  codicioso;  porque  invertí  todo  mi  capi- 
tal en  la  negociaci<'»n .  por  cuya  razón  lo  perdí  todo. 

Cáteme  usted  de  la  noche  á  la  mañana  sin  blanca,  y 
perdido  en  una  hora  todo  lo  que  había  adquirido  en  diez 
y  ocho  años  de  trabajo. 

Poco  í'altó  para  desesperarme,  y  más  cuando  murió 
la  pobre  de  mi  tía.  que  no  pudo  resistir  este  golpe; 
pero  en  fin,  procuró  hacer  como  dicen,  de  tripas  cora- 
zón, y  vendiendo  lo  poco  que  me  quedó,  y  cobrando  algu- 
nos picos  ({uo  me  debían,  me  junté  con  cerca  de  dos  mil 
pesos,  y  con  ellos  comencé  de  nuevo  á  trabajar;  pero  ya 
con  tan  poco  puntero  lo  más  que  hacía  era  mantenerme. 

En   este  tiempo  ¡locuras  de  los  hombres  I   en  este 


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OBRAS    ESCOGIDAS 


131 


tiempo  se  me  antojó  casarme,  y  de  hecho  lo  verifiqué  con 
una  niña  de  la  villa  de  Jalapa,  quien  ;'i  una  cara  pere- 
grina reunía  una  bella  índole  y  un  corazón  sencillo;  en 
fin,  era  una  de  aquellas  muchachas  que  ustedes  los 
mexicanos  llaman  payas. 

Las  muchas  prendas  que  poseía  y  el  conocimiento 
que  yo  tenía  de  ellas,  me  la  hacían  cada  día  más  amable, 
y  por  tanto,  le  procuraba  dar  gusto  en  cuanto  ella  quería. 

Entre  lo  que  quiso,  fué  venir  á  México  para  ver  lo 
que  le  habían  contado  de  esta  ciudad,  á  donde  jamás 
había  venido.  No  necesitó  más  que  insinuármelo  para 
que  yo  dispusiera  el  traerla...  ¡Ojalá  y  nunca  lo  hubiera 
pensado  1 

Serían  como  dos  mil  y  trescientos  pesos  con  los  que 
emprendí  mi  marcha  para  esta  capital,  á  donde  llegué 
con  mi  esposa  muy  contento,  pensando  gastar  los  tres- 
cientos pesos  en  pasearla,  y  emplear  los  dos  mil  en  algu- 
nas maritatas,  volviéndome  á  mi  tierra  dentro  de  un 
mes,  satisfecho  de  haber  dado  gusto  á  mi  mujer  y  con 
mi  capitalito  en  ser;  ¡pero  qué  errados  son  les  juicios  de 
los  hombres!  Diversos  planes  tenía  trazados  la  Provi- 
dencia para  castigar  mis  excesos  y  acrisolar  el  honor  de 
mi  consorte. 

Posamos  en  el  mesón  del  Ángel,  y  luego  luego 
mandé  llamar  al  sastre  para  que  le  hiciese  trajes  del  día, 
en  cuya  operación,  como  bien  pagado,  no  se  tardó  mucho 


íf.V.l-,» 


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132  PENSADOR   MEXICANO 

tiempo;  porque  las  manos  de  los  artesanos  se  mueven  á 
proporción  de  la  paga  que  han  de  recibir. 

A  los  dos  días  trajo  el  sastre  los  vestidos,  que  le 
venían  á  mi  mujer  como  pintados,  pues  era  tan  hermosa 
de  cara  como  gallarda  de  cuerpo.  Fuera  de  que,  aunque 
era  payita,  no  era  de  aquellas  payas  silvestres  y  criadas 
entre  las  vacas  v  cerdos  de  los  ranchos;  era  una  de  las 
jalapeñas  finas  y  bien  educadas,  hija  de  un  caballero  que 
fué  capitán  de  una  de  las  compañías  del  regimiento  de 
Tres  Villas;  y  por  aquí  conocerá  usted  cuan  poco  tendría 
que  aprender  de  aquel  garbo,  ó  lo  que  llaman  cure  de 
taco  las  cortesanas. 

Electivamente,  luego  que  comencé  á  presentarla  en 
los  paseos,  bailes,  coliseo  y  tertulias,  advertí  con  una 
necia  complacencia  que  todos  celebraban  su  mérito,  y 
muchos  con  demasiada  expresión.  ¿Quién  creerá  que 
era  yo  tan  abobado  que  pensaba  que  no  había  ningún 
riesgo  en  las  adulaciones  y  lisonjas  que  la  prodigaban? 
Así  era,  y  yo  las  correspondía  con  gratitud ;  y  aun  hacía 
más  en  mi  daño,  que  era  franquearla  en  cuantos  lugares 
públicos  podía,  congratulándome  de  que  festejaran  su 
mérito  y  envidiaran  mi  dicha.  ¡Necio!  Yo  ignoraba  que 
la  mujer  hermosa  es  una  alhaja  que  excita  muy  viva- 
mente la  codicia  del  hombre,  y  que  el  honor  en  estos 
casos  se  aventura  con  exponerla  con  frecuencia  á  la 
curiosidad  común;  mas... 


v  -  >v.T,^i^/- .^r^rr.  ■  :~  •        ,:r  :"*  '^Y*~     '  *-     .        i  ■^-■r<7.V»N 


OBRAS   ESCOGIDAS 


133 


Aquí  llegaba  la  conversación  de  mi  amigo,  cuando 
la  interrumpieron  unos  gritos  que  decían: — Ese  nueco; 
ancla,  Sancho  Pérez,  anda,  cucharero;  anda,  Jiijo  de p... 
— Mi  amigo  me  advirtió  que  sin  duda  á  mí  me  llamaban. 
Era  así,  y  yo  tuve  que  dejar  pendiente  su  conversación. 


PeRIQUILLO   SARNIENTO. —  T.    I,    B   —34. 


■  •i%~-   -"^^^-r  J  -«'--^'^"^s'HfTigir'^  t;«< 


Wf^iifi^: 


CAPÍTULO  VI 


Cuenta  Periquillo  lo  que  le  pasó  con  el  escribano,  y  don  Antonio  continúa  contándole 

su  historia 


Suspendí  la  conversación  de  mi  amigo,  según  dije, 
para  ir  á  ver  qué  me  querían.  Subí  lleno  de  cólera  al  ver 
el  tratamiento  tan  soez  que  me  daba  aquel  meco,  mulato 
6  demonio  de  gritón  (que  era  un  preso  destinado  al  efecto 
de  llamar  á  los  demás),  que  fué  el  que  me  condujo  á  la 
misma  sala  ó  cuadra  donde  me  asentó  el  alcaide;  pero 
no  me  llevó  á  su  mesa,  sino  á  otra,  donde  estaba  un 


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136  PENSADOR    MEXICANO 

figurón  prietusco  y  regordete,  que  por  los  ojos  cente- 
lleaba el  fuego  que  abrigaba  su  corazón. 

Luego  que  llegamos  allí  me  dijo  el  picarón:  —  Este 
es  el  señor  secretario  (jue  llama  á  usted.  —  El  tal  escri- 
bano entonces  volvió  la  cara,  y  echándome  una  mirada 
infernal,  me  dijo:  —  Espérate  ahí.  —  El  gritón  se  fué,  y 
yo  me  quedé  un  poco  retirado  de  la  mesa,  y  muy  frun- 
cido, esperando  que  acabara  de  moler  á  un  pobre  indio 
que  tenía  delante. 

Luego  que  despachó  á  éste,  me  llamó,  y  haciéndome 
poner  la  señal  de  la  cruz,  me  dijo:  —  ¿Que  si  sabía  lo  que 
era  jurar?  Que  por  ningún  caso  debía  mentir  ni  que- 
brantar el  juramento:  sino  decir  la  verdad  en  lo  que 
supiere  y  fuere  preguntado,  aunque  me  ahorcaran.  ¿Que 
si  juraba  hacerlo  así? — Yo  respondí  afirmativamente,  y 
él  añadió  con  una  gravedad  de  un  varón  apostólico: — Si 
así  lo  hicieres.  Dios  te  ayude;  y  si  no,  te  lo  demande. 

Concluida  esta  formalidad,  comenzó  á  preguntarme: 
¿Quién  era  yo?  ¿Cómo  me  llamaba?  ¿Qué  calidad,  cuántos 
años,  qué  oficio  y  estado  tenía?  ¿De  dónde  era?  De  ma- 
nera que  ya  estaba  yo  desesperado  con  tantas  preguntas, 
creyendo  que  llevaba  traza  de  preguntarme  de  qué  color 
eran  las  primeras  mantillas  que  me  pusieron. 

Tantas  preguntas  y  repreguntas  pararon  en  que  me 
hizo  contarle  cuanto  quiso  acerca  del  modo  con  que 
había  adquirido  el  rosario  de  la  moza,  de  la  amistad  que 


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OBRAS   ESCOGIDAS  137 

llevaba  con  Januario,  de  los  conocidos  del  truquito,  y  de 
otras  cosillas  de  estas,  que  á  mí  entonces  me  parecieron 
menudencias. 

Así  que  escribió  como  dos  pliegos  de  papel,  me 
hizo  que  los  firmara,  después  de  lo  cual  me  envió  á  mi 
destino. 

Bájeme  muy  contento,  deseando  acabar  de  oir  la 
tragedia  de  mi  amigo,  á  quien  hallé  recostado  en  su 
cama,  divertido  con  la  lectura  de  un  libro. 

Luego  que  me  vio,  cerrólo,  y  sentándose  en  la  cama 
me  preguntó  que  cómo  me  había  ido.  Yo  le  respon- 
dí que  ni  bien  ni  mal,  pues  la  llamada  se  redujo  á 
hacerme  mil  preguntas  el  escribano  y  á  escribir  dos 
pliegos  de  papel,  los  que  firmé,  y  quedé  expedito  para 
volver  á  gustar  de  su  amable  conversación. 

VA  me  contestó  con  urbanidad,  y  me  dijo:  —  Esas 
preguntas  que  han  hecho  á  usted  se  llama  tomar  la 
declaración  preparatoria.  Es  menester  que  tenga  usted 
muy  presente  lo  que  ha  respuesto  para  que  no  se  en- 
rede ó  se  contradiga  cuando  le  tomen  la  confesión  con 
cargos,  que  es  el  paso  más  serio  de  la  causa,  y  del  que 
depende,  las  más  veces,  el  buen  ó  mal  éxito  de  los 
reos. 

—  ¡Virgen  Santísima!  eso  sí  está  malo,  dije,  porque 
hoy  me  hicieron  una  infinidad  de  preguntas  y  de  cosas 
que  muchas  me  parecieron  frioleras.   ¿Quién  se  acordará 

PERIQUILLO  SARNIENTO. —  T.   I,  B.  —  35. 


138  PENSADOR    MEXICANO 

después  de  todo  lo  que  yo  contesté  á  ellas?  ¿Y  de  aquí  á 
cuándo  será  la  confesión  con  cargos? 

— Eso  va  largo,  dijo  don  Antonio;  porque  como  el 
robo  no  fué  cuantioso,  es  regular  que  no  haya  parte  que 
agite,  y  en  esto  caso  la  causa  se  seguirá  de  oficio;  y 
como  estas  causas  no  producen,  por  lo  regular,  costas  á 
los  escribanos,  porque  los  delincuentes  no  tienen  tras 
que  caer,  las  dejan  dormir  cuanto  quieren,  y  vea  usted 
cómo  su  confesión  con  cargos  la  puede  esperar  de  aíjuí  á 
tres  meses,  por  ahí  por  ahí. 

—  Mucho  me  desconsuela  esa  noticia,  le  dije,  por 
dos  razones:  la  primera,  por  la  dilación  que  me  espera 
en  esta  infame  casa;  y  la  segunda,  porque  en  tanto 
tiempo  es  muy  fácil  que  me  olvide  de  lo  que  ahora 
respondí. 

—  Por  lo  (jue  toca  á  la  dilación,  me  contestó  mi 
amigo,  no  es  mucha.  Los  tres  meses  que  he  dicho  son  el 
plazo  que  prudentemente  considero  que  pasará  para  dar 
el  segundo  paso  en  su  causa  de  usted,  pero...  —  Dispense 
usted,  le  interrumpí:  ¿cómo  es  eso  del  segundo  paso? 
¿Pues  qué  no  es  el  último,  y  con  el  que.  justificada  mi 
inocencia,  me  echarán  á  la  calle? 

Rióse  mi  amigo  de  mi  simpleza,  diciéndome:  —  ¡Qué 
bien  se  conoce  que  en  su  vida  de  usted  las  ha  visto  más 
gordas!  Sí;  se  echa  de  ver  que  usted,  no  sólo  no  ha 
estado  preso  jamás,  pero  ni  se  ha  juntado  con  (|uien  lo 


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OBRAS   ESCOGIDAS  139 

haya  estado.  —  Así  es,  le  dije,  y  me  he  acompañado  con 
buenos  pillos;  mas  de  nadie  he  sabido  que  haya  estado 
preso,  y  por  lo  mismo  me  cogen  estas  cosas  de  nuevo. 
Pero  qué,  ¿todavía  de  aquí  á  tres  meses  estará  mi  nego- 
cio muy  espacio V 

— Sí,  querido,  me  respondió  mi  amigo.  Las  causas, 
no  siendo  muy  ruidosas,  ejecutivas  ó  agitadas  por 
partes,  andan  con  pies  de  plomo.  ¿No  ha  oído  usted  por 
ahí  un  axioma  muy  viejo  que  dice,  que  en  entrando  á  la 
cárcel  se  detienen  los  reos  en  si  es  ó  no  es,  un  mes; 
si  es  algo,  un  año;  y  si  es  cosa  grave,  sólo  Dios  sabe? 
Pues  de  esto  conocerá  usted  que  aquí  se  eternizan  los 
hombres. 

— ¿Pero  en  siendo  inocentes?  pregunté.  —  No  im- 
porta nada,  respondió  el  amigo.  Aunque  usted  esté 
inocente,  como  no  tiene  dinero  para  agitar  su  causa  ni 
probar  su  inocencia,  mientras  (|ue  ello  no  se  manifiesta 
de  por  sí,  y  á  pasos  tan  lentos,  pasa  una  multitud  de 
tiempo. 

—  Esa  es  una  injusticia  declarada,  exclamé,  y  los 
jueces  que  tal  consienten  son  unos  tiranos  disimulados 
de  la  humanidad ;  pues  que  las  cárceles,  que  no  se  han 
hecho  para  oprimir,  sino  para  asegurar  á  los  delincuen- 
tes, mucho  menos  son  para  martirizar  á  los  inocentes 
privándolos  de  su  libertad.  , 

—  Usted  dice  muy  bien,  dijo  mi  amigo.  La  privación 


■  ^    7 


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140  PENSADOR    MEXICANO 

de  la  libertad  es  un  gran  mal,  y  si  á  esta  privación  se 
agrega  la  infamia  de  la  cárcel,  es  un  mal.  no  sólo  grande, 
sino  terrible;  y  tanto,  que  tenemos  leyes  que  (juieren 
que  en  ciertos  casos  y  á  tales  personas  se  les  admitan 
fianzas  de  estar  á  derecho,  pagar,  etc.,  y  no  se  sepul- 
ten en  estos  horrorosos  lugares;  pero  sepa  usted  que 
los  jueces  no  tienen  la  culpa  de  las  morosidades  de 
las  causas,  ni  de  los  perjuicios  (jue  por  ellas  sufren  los 
miserables  reos.  En  los  escribanos  consiste  este  y  otros 
daños  (jue  se  experimentan  en  las  cárceles;  ponjue  en 
ellos  está  el  agitar  ó  echar  á  dormir  los  negocios  de  los 
reos,  y  ya  le  dije  á  usted  (jue  las  causas  de  oficio  andan 
espacio  poHjue  no  ofrecen  mucho  lugar  á  las  tenidas. 

—  Eso  es  decir,  repuse  yo,  que  los  más  escribanos 
son  venales  y  (jue  sólo  se  afanan,  trabajan  y  dan  curso 
á  cualquier  negocio  por  interés;  pero  si  éste  falta  no 
hay  que  contar  con  ellos  para  maldita  la  cosa  de  pro- 
vecho. 

—  A  lo  menos,  respondió  mi  amigo,  yo  no  daría 
tanta  extensión  á  la  proposición,  si  no  oyera  lamentarse 
de  sus  morosidades  á  tantos  infelices  que  hay  en  nuestra 
compañía;  pero,  don  Pedro,  es  mucho  el  influjo  que 
tienen  los  escribanos  sobre  la  suerte  de  los  reos.  De  ma- 
nera, que  si  ellos  quieren  endulzan,  y  si  no  agrian  las 
causas;  siendo  ésta  una  verdad  tan  triste  como  sabida. 
Hasta   los  niños  dicen  (|ue  en  el  escribano  está  todo,  y 


''<*!V?'«-**^'?''*^Y^'^'^?^ 


OBRAS    ESCOGIDAS  141 

los  no  niños  se  consuelan   cuando   tienen  al  escribano  > 

de  su  parte,  especialmente  en  las  causas  criminales.  \  ^ 

— ¿Según  eso,  dije  yo,  los  escribanos  tienen  facili-  \ 

dad  de  engañar  á  los  jueces  cuando  quieren?  vi; 

— Y  ya  se  ve  que  la  tienen,  me  respondió  mi  amigo, 
y  que  toda  la  responsabilidad  ({ue  cargaría  sobre  los 
magistrados  ó  jueces,  carga  sobre  ellos  por  el  abuso  que 
hacen  de  la  confianza  que  los  dichos  jueces  depositan  en 
ellos. 

No  piense  usted  que  es  avanzada  la  proposición. 
Si  me  fuera  lícito,  contaría  á  usted  casos  modernos  v 
originales,  de  que  soy  buen  testigo,  y  en  algunos  tam- 
bién parte;  pero  ahí  se  irá  usted  comunicando  con  otros 
presos,  que  son  menos  escrupulosos  que  yo,  y  ellos  infor- 
marán á  usted  pormenor  de  cuanto  le  digo. 

La  lástima  es  que  los  malos  escribanos,  los  más 
venales  y  corrompidos,  son  los  más  hipócritas  y  los  que 
se  saben  captar  más  que  otro  la  confianza  y  benevolencia 
de  los  jueces,  y  á  vueltas  de  ésta,  cometen  sus  intrigas  y 
sus  picardías  con  tanta  mayor  satisfacción  cuanto  que 
están  seguros  de  que  se  crea  su  mala  fe. 

Vuelvo  á  decir  que  éstas  son  verdades  duras  para 
los  malos;  pero  para  éstos,  ¿qué  verdades  hay  suaves? 
Los  jueces  más  íntegros  y  timoratos,  si  están  dominados 
del  escribano,  ¿cómo  sabrán  el  estado  de  malicia  ó  de 
inocencia  que  presenta  la  causa  de  un  reo,  cuando  el 

PERIQUILLO   SARNIENTO.— T.   I,   B.  —  36. 


142  PENSADOR    MEXICANO 

escribano  sólo  ha  tomado  la  declaración?  ¿Y  cuándo,  al 
darle  cuenta  con  ella,  añade  criminalidades  ó  suprime 
defensas,  según  le  conviene?  En  tal  caso,  y  descansando 
su  conciencia  en  la  del  escribano,  claro  es  que  senten- 
ciará según  el  aspecto  con  que  éste  le  manifieste  el  delito 
del  reo. 

De  esto  se  ve  con  mucha  frecuencia  en  los  pueblos, 
y  también  en  las  ciudades,  especialmente  sobre  delitos  co- 
munes y  (|ue  no  llevan  un  agregado  horroroso.  Supon- 
gamos, en  los  delitos  de  juego,  hurtos  rateros,  embria- 
guez, incontinencia  y  otros  así,  que  en  los  crímenes  de 
Estado,  asesinatos,  robos  cuantiosos,  sacrilegos,  etc.,  ya 
sabemos  que  no  se  fían  los  jueces  de  los  escribanos,  sino 
que  asisten  a  las  declaraciones,  confesiones,  careos  y 
demás  diligencias  que  exigen  tales  causas. 

— Confieso  á  usted,  señor,  le  dije,  que  estas  noticias 
me  desconsuelan  demasiado,  ya  porque  el  delito  (jue  se 
me  supone  es  cabalmente  de  aquellos  cuya  averiguación 
se  sujeta  á  la  férula  de  los  escribanos,  ya  porque  yo  no 
tengo  plata  con  que  agitar,  y  ya,  en  fin,  porque  no  me 
atrevo  á  poner  la  menor  duda  en  lo  que  usted  me  dice. 

—  Ni  la  debe  usted  poner,  me  contestó:  porque 
cuando  no  hubiera  aquí  dentro  tantos  testigos  de  mi 
verdad,  yo  mismo  soy  una  prueba  de  ella.  Sí,  amigo; 
dos  años  cuento  de  prisión  por  una  injusta  calumnia,  y 
mi  enemigo  no  hubiera  hallado  tanta  facilidad  para  per- 


_ii  ,-::,.-<A^-^'ii 


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OBRAS   ESCOGIDAS 


143 


derme  si  no  hubiera  contado  con  un  escribano  venal  y 
tracalero. 

—  Pues  ya  que  ha  tocado  usted  ese  punto,  le  dije, 
sírvase  continuar  la  conversación  de  sus  desgracias,  que 
si  mal  no  me  acuerdo,  quedamos  en  que  tenía  usted 
mucha  complacencia  en  lucir  á  su  madama  en  las  mejo- 
res concurrencias  de  México. 

—  Es  verdad,  dijo  don  Antonio,  y  esa  necia  compla- 
cencia la  he  pagado  con  una  serie  no  interrumpida  de 
trabajos.  Mi  esposa  sabía  bailar  diestramente,  y  aun 
danzar;  pero  no  por  arte,  sino  como  se  suele  decir,  de 
afición.  Yo,  deseando  que  sobresaliera  su  mérito  en  todo, 
y  que  no  la  notasen  en  los  bailes  de  mera  aficionada,  la 
solicité  un  buen  maestro,  cuyas  lecciones  aprovechó  ella 
muy  bien,  y  en  poco  tiempo  salió  tan  adelantada,  que 
podía  competir  con  las  mejores  bailarinas  del  teatro,  y 
como  su  garbo  y  su  hermosura  natural  la  favorecían,  se 
llevaba  las  atenciones  en  todas  partes  y  recogía  en  víto- 
res, lisonjas  y  palmoteos  el  íVuto  de  su  habilidad. 

Encantado  estaba  yo  con  mi  apreciable  compañera, 
creyendo  que  aunque  todos  me  la  envidiaran,  ninguno  se 
atrevería  á  seducírmela,  y  aun  en  este  caso,  su  constante 
honor  v  virtud  burlaría  las  solicitudes  inicuas  de  mis 
rivales. 

Con  esta  confianza  me  Tranqueaba  con  ella  á  cual- 
quiera parte  donde  me   convidaban,  que  era  casi  á  los 


aV-í.*»,'  'ii-c.-^i  -.."    '-v.«--. 


144  PENSADOR    MEXICANO 

mejores  bailes  de  México.  En  estas  concurrencias,  ¡qué 
cumplimientos  y  obsequios  nos  dispensaban!  ¡Qué  desti- 
nos y  acomodos  lucrosos  no  me  brindaban!  ¡Qué  protec- 
ciones no  se  me  facilitaron,  y  qué  de  regalitos  y  visitas 
no  me  hacían!  ¿Y  que  fuera  yo  de  tan  poco  mundo,  y 
tan  majadero  ((ue  pensara  que  todas  aquellas  adoraciones 
eran  á  mí?  ¡Ah,  bien  podía  haber  cargado  la  albarda, 
mejor  que  el  jumento  de  la  imagen! 

Cierta  noche,  una  señora  de  respeto,  con  motivo  de 
ser  día  de  su  santo,  convidó  á  mi  mujer  al  baile  de  su 
casa.  Yo  la  llevé  muy  contento,  según  tenía  de  cos- 
tumbre. Fué  mi  esposa  de  las  primeras  que  danzaron, 
sacándola  un  sujeto  de  distinción,  porque  era  rico  y  noble 
(si  es  que  se  da  verdadera  nobleza  donde  falta  la  virtud), 
á  quien  conoceremos  con  el  título  del  marqués  de  T. 
Este  caballero  se  enloqueció  desde  aquel  momento  por 
mi  esposa;  pero  supo  disimular  su  loca  pasión. 

Acabó  de  danzar,  y  como  ya  mi  esposa  y  yo  éramos 
conocidos  de  la  casa,  le  fué  fácil  informarse  de  quiénes 
éramos,  de  qué  tierra,  del  estado  de  nuestra  suerte  y  de 
cuanto  quiso  y  pudo  saber;  y  ya  con  estas  noticias  se 
sentó  juntó  á  mí,  y  con  la  mayor  cortesía  comenzó  á 
enredar  conversación  conmigo,  y  de  unas  en  otras  mate- 
rias vino  á  caer  la  plática  sobre  el  comercio  y  las  grandes 
ventajas  que  ofrecía. 

Con  este  motivo  le  conté  el  atraso  que  había  pade- 


^••>,  ;'   --  r.-  ..    ■     .  -■.,      :'^Tt 


OBRAS   ESCOGIDAS  145 

cido  por  el  contrabando  que  me  decomisaron.  Mostró  él 
afligirse  mucho  y  condolerse  de  mi  desgracia,  y  más 
cuando  supo  lo  poco  que  me  había  quedado  de  principal. 
Pero  por  fin  me  preguntó: — ¿Usted  qué  giro  piensa 
tomar  con  tan  escaso  dinero? — Yo  le  respondí:  —  Pienso 
volverme  á  Jalapa  dentro  de  quince  días,  llevar  emplea- 
dos en  algunas  maritatas  los  pocos  medios  que  han  que- 
dado, dejar  á  mi  mujer  en  casa  de  su  madre  y  continuar 
en  la  viandancia.  —  Amigo,  esa  es  una  bobera,  dijo  el 
marqués:  creo  que  por  mucho  que  usted  trabaje,  nada 
medrará;  porque  un  puntero  tan  miserable  ha  de  dejar 
más  miserables  utilidades,  las  que  usted  ha  de  con- 
sumir precisamente  en  gastos  de  camino  y  en  subsistir, 
y  jamás  se  juntará  con  diez  mil  pesos  suyos,  ni  se  podrá 
prometer  ningún  descanso.  • 

— Ya  lo  veo  así,  le  dije;  mas  es  forzoso  trabajar 
para  comer,  y  cuando  sólo  esto  consiga  no  haré  poco. — 
Bien,  dijo  el  marqués;  pero  cuando  al  hombre  de  bien 
se  le  facilita  una  proporción  ventajosa  no  debe  ser  omiso 
ni  despreciarla. — Esa  es  la  que  á  mí  no  se  me  facili- 
ta, le  contosté. — ¿Luego  si  á  usted  se  le  facilitara, 
dijo  el  marqués,  admitiría?  —  Precisamente,  señor,  le 
respondí;  no  había  de  ser  tan  necio.  —  Pues  amigo, 
añadió,  alegrarse,  que  la  situación  de  usted  y  los  infor- 
tunios que  ha  sufrido  me  compadecen  demasiado.  Usted 
nació  para  rico:   pero  la   suerte   siempre  es   cruel  con 

PERIQUILLO  SARNIENTO   —  T     I,   B.  —  37. 


146  PENSADOR    MEXICANO 

los  buenos.  No  obstante,  mi  compasi(')n  no  se  queda 
en  palabras;  amo  á  usted  por  una  oculta  simpatía;  soy 
rico...  últimamente,  cjuiero  hacerle  hombre.  ¿Dónde 
vive  usted?  —  Le  contesté  que  en  el  mesón.  —  Pues 
bien,  añadi*') ,  mañana  espéreme  usted  entre  once  y 
doce,  y  crea  que  no  le  pesará  la  visita.  ¿Ya  me  co- 
noce usted?  —  No,  señor,  le  dije,  S(')lo  para  servirle. — 
Pues  soy,  prosiguió,  su  amigo  el  marqués  de  T.,  que 
tengo  proporciones  y  deseo  emplearlas  en  favorecer  á 
usted. 

Le  di  las  debidas  gracias,  añadiendo:  —  Que  si  su 
señoría  no  gustaba  incomodarse  en  pasar  á  mi  casa, 
yo  pasaría  á  la  suya  á  la  hora  que  mandase.  —  No,  no, 
me  contest('>;  si  yo  gusto  mucho  de  visitar  á  los  pobres, 
y  á  más  de  que  estos  pasos  los  doy  también  en  obsequio 
de  mi  salud,  porque  me  conviene  hacer  algún  ejercicio 
á  pie. 

Diciendo  esto,  se  comenzaron  á  levantar  algunos 
para  bailar  contradanza,  y  llegando  á  convidar  al  mar- 
qués, se  levantó  éste  y  fué  á  sacar  á  rrii  mujer,  á  tiempo 
que  otro  capitán  estaba  en  la  misma  solicitud.  Cate 
usted  que  sobre  quién  de  los  dos  había  de  bailar,  se 
trabó  una  disputa  reñidísima,  alegando  cada  uno  las 
excepciones  que  le  parecían;  pero  como  á  ninguno  de 
los  dos  satisfacían  los  alegatos  del  contrario,  pues  cada 
uno  decía  que  no  podía  quedar  desairado,  ni  permitir 


OBRAS    ESCOGIDAS  147 

que  su  honor  se  atropellase  en  público,  ^  se  fueron  exce- 
diendo de  unas  palabras  en  otras,  hasta  decírselas  tan 
injuriosas,  que  á  no  alborotarse  las  mujeres  y  mediar 
varios  sujetos  de  respeto,  se  afianzan  á  bofetadas;  pero 
las  señoras  les  tenían  bien  guardados  los  espadines. 

En  fin  ellos,  quisieron  que  no  quisieron,  se  sose- 
garon, concluyéndose  la  cuestión  con  que  mi  mujer  no 
bailara  con  ninguno,  como  debía  ser,  y  de  este  modo 
quedaron  algo  satisfechos,  aunque  toda  la  gente  se  dis- 
gustó, y  yo  más  que  nadie,  al  ver  la  ridiculez  de  los 
contendientes,  que  no  parecía  sino  que  disputaban  una 
cosa  suva. 

El  marqués  con  algún  entono  de  voz  me  dijo: — 
Vamonos,  don  Antonio. — Y  yo,  no  atreviéndome  á  opo- 
nerme á  mi  presunto  protector,  le  obedecí,  y  me  salí  con 
él  y  mi  esposa,  dejando  sin  duda  harta  materia  para  que 
se  ejercitara  la  crítica  maliciosa  de  los  que  se  quedaron. 

Salimos  para  la  calle;  el  marqués  nos  hizo  lugar  en 
su  coche,  y  mandó  (|ue  parase  en  una  fonda. 

*  Rigurosamente  hablando  no  es  otra  cosa  el  honor  sino  el  conato  de  conservar  la 
virtud;  esto  es,  que  cualquier  hombre  puede  decir  con  razón  que  le  ofenden  su  honor 
cuando  le  calumnian  de  ladrón,  le  seducen  á  su  mujer  ó  le  imputan  algún  vicio,  y  en  este 
caso,  esto  es,  estando  inocente,  le  es  muy  lícito  el  defenderse  y  vindicar  su  honor  según 
el  orden  de  la  justicia;  pero  por  desgracia  esta  palabra  honor  se  ha  corrompido  y  se  ha 
hecho  sinónima  de  la  venganza,  vanidad  y  demás  caprichos  de  los  hombres.  Muchos 
hacen  consistir  su  honor  en  el  lujo,  aunque  para  sostenerlo  se  valgan  de  unos  medios 
indecorosos  y  prohibidos;  otros  en  vengar  la  más  mínima  ofensa,  y  los  fueros  siempre 
fueron  canonizados  por  el  honor;  otros  quieren  que  su  honor  consista  en  salirse  con 
cuanto  quieren,  como  el  marqués;  otros  exigen  con  puntualidad  la  más  minuciosa  vene- 
ración de  sus  subditos,  y  otros  en  tales  cosas  como  éstas;  pero  á  la  verdad,  nada  de  esto 
es  honor. 


■/ 


148  PENSADOR    MEXICANO 

Yo  y  mi  esposa  lo  resistíamos;  pero  el  insistió  en 
que  cenara  mi  esposa  alguna  cosita,  y  que  si  quería 
divertirse  aquella  noche,  que  se  buscaría  otro  baile,  y 
caso  de  no  hallarse,  lo  haría  en  su  misma  casa.  Nosotros 
agradecimos  su  favor,  suplicándole  no  se  empeñara  en 
eso,  pues  ya  era  tarde. 

l^n  esto  llegamos  á  la  tonda,  donde  el  marqués 
hizo  poner  una  mesa  espléndida,  al  modo  de  fonda, 
(|uiero  decir,  más  abundante  (|ue  limpia  ni  curiosa;  pero 
así,  y  siendo  sólo  tres  los  cenadores,  tuvo  (jue  pagar  dos 
onzas  de  oro,  (jue  tanto  le  cobró  el  marmitón. 

Así  (jue  salimos  de  la  fonda,  traté  yo  de  despedirme; 
pero  el  marqués  no  lo  consintió,  sino  ({ue  nos  llevó  al 
mesón  en  su  coche,  y  se  volvió  á  su  casa. 

Yo  tenía  un  criado  muy  fiel  llamado  Domingo,  (jue 
hace  papel  en  esta  historia,  y  éste  tenía  cuidado  de  abrir- 
nos á  la  hora  que  veníamos,  como  lo  hizo  esa  noche. 

Nosotros,  (jue  ya  habíamos  cenado,  no  tuvimos  más 
que  hacer  que  acostarnos,  aunque  yo  no  cabía  en  mí  de 
gusto,  considerando  la  fortuna  que  me  aguardaba  con  la 
protección  de  aquel  caballero.  Mi  esposa  advirtió  mi 
desasosiego,  me  pregunt*'»  la  causa,  y  la  referí  cuanto 
me  había  pasado  con  el  marqués,  de  lo  que  la  pobrecilla 
se  alegró  mucho,  no  creyendo,  como  ni  yo  tampoco,  que 
los  fines  de  tal  protección  eran  contra  su  honestidad  y 
mi  honor. 


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OBRAS   ESCOGIDAS 


149 


Hay  en  el  mundo  muchos  protectores  como  éste, 
que  no  saben  dar  un  medio  real  de  limosna  y  sacrifican 
sus  respetos  y  su  dinero  para  satisfacer  su  pasión.  Nos 
recogimos  y  dormimos  el  resto  de  la  noche  tranquila- 
mente. 

Al  día  siguiente,  á  la  hora  prefijada  por  el  marqués, 
estaba  éste  en  casa.  Justamente  era  día  de  años  del  rey, 
ó  no  sé  qué;  ello  es  que  mi  gran  protector  fué  en  un 
famoso  coche  y  vestido  de  gala. 

Nos  saludó  con  mucho  cariño  y  cortesía,  y  después 
de  haber  hecho  una  ligera  crítica  del  pasaje  de  la  noche 
anterior,  me  dijo:  —  Amigo,  he  venido  á  cumplir  mi 
palabra,  ó  más  bien  á  asegurar  á  usted  en  mi  palabra; 
porque  el  marqués  de  T.,  lo  (jue  una  vez  dice,  lo  cumple 
como  si  lo  prometiera  con  escritura.  Diez  mil  pesos 
tengo  destinados  para  habilitar  á  usted  con  una  memoria 
bien  surtida  para  (|ue  vaya  con  ella  á  la  feria  de  San 
Juan  de  los  Lagos,  con  el  bien  entendido,  de  <jue  todas 
las  utilidades  serán  para  usted.  Conque  manos  á  la 
obra.  ¿Qué  determina  usted?  —  Yo  le  di  las  gracias  por 
su  generosidad,  ofreciéndole  que  dentro  de  doce  ó  catorce 
días  recibiría  la  memoria  y  marcharía  para  San  Juan. 

—  ¿Pero  por  qué  hasta  entonces?  preguntó  el  mar- 
qués. —  Y  yo  le  dije,  que  porque  quería  ir  á  llevar  á 
mi  esposa  con  su  madre,  pues  en  México  no  tenía 
casa  de  confianza   dónde   dejarla,    ni   me    parecía   bien 

PERIQUILLO   SARNIENTO.  —  T.   I ,   B.  —  38. 


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150  PENSADOR   MEXICANO 

se  quedara   sola,  fiada  únicamente   al   cuidado   de   una 
criada. 

— Muy  bien  pensado  está  lo  segundo,  dijo  el  mar- 
qués;  pero  tampoco  puede  ser  lo  primero,   porque  yo 
trato  de  favorecer  á  usted,  mas  no  de  perder  mi  dinero, 
como  sucedería  seguramente  si   difiriera   mandar   mis 
efectos  hasta  cuando  usted  quiere;  porque  vea  usted,  se 
necesitan  lo  menos  seis  días  para  buscar  muías  y  arrie- 
ros para  recibir  la  memoria  y  acondicionarla.    A  más  de 
esto,   son  menester  siquiera  doce  días  para  que  llegue 
usted  á  su  destino;   la  feria  no  tarda  en  hacerse,  y  yo 
quiero  que  el  sujeto  que  vaya,  si  usted  no  se  determina, 
no  pierda  tiempo,  sino  que  aligere,  para  que  logre  las 
mejores   ventajas  siendo  de  los  primeros.    Esta   es   mi 
resolución;  mas  no  es  puñalada  de  cobarde  que  no  da 
tiempo.  Voy  al  besamanos,  y  de  aquí  á  una  hora  daré 
la  vuelta  por  ac;'i.    Entretanto  usted  vea  lo  que  determina 
con  espacio  y  me  avisará  para  mi  gobierno.  —  Diciendo 
esto  se  fué, 

¿Quién  había  de  pensar  que  cuando  el  marqués  mos- 
traba más  indiferencia  en  que  me  fuera  ó  no  me  fuera 
pronto  de  México,  era  cuando  puntualmente  apuraba 
todos  sus  arbitrios  para  violentar  mi  salida?  ¡Ah,  pobreza 
tirana,  y  cómo  estrechas  á  los  hombres  de  bien  á  aventu- 
rar su  honor  por  sacudirte! 

En  un  mar  de  dudas  nos  quedamos  yo  y  mi  esposa, 


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OBRAS   ESCOGIDAS  151 

pensando  en  el  partido  que  deberíamos  tomar.  Por  una  ^ 

parte  yo  advertía  que  si   dejaba  pasar   aquella  ocasión  .      ^ 

favorable   no   era   tan    fácil   esperar  otra   semejante,    y  "---^ 

más  en  mi  edad;  y  por  otra,  no  sabía  qué  hacer  con  mi 
esposa,  ni  dónde  dejarla,   porque  no  tenía  casa  de  mi  '  f 

satisfacción  en  México  para  el  efecto. 

Mil  cálculos  estuvimos  haciendo  sin  acabar  de  de- 
terminarnos, y  en  esta  ansiedad  y  vacilación  nos  halló  el 
marqués  cuando  volvió  de  su  cumplido.    Entró,  se  sentó  - 

y  me  dijo: — Por  fin,  ¿qué  han  resuelto  ustedes? — Yo  le 
respondí  de  un  modo  que  conoció  el  deseo  que  tenía  de 
aprovecharme  de  su  favor,  y  el  embarazo  que  pulsaba 
para  admitirlo,  y  consistía  en  no  tener  dónde  dejar  á  mi 
esposa.  A  lo  que  él  con  mucho  disimulo  me  contestó: 
—  Es  verdad.  Ese  es  un  motivo  tan  poderoso  como  justo 
para  que  un  hombre  del  honor  de  usted  prescinda  de  las 
mayores  conveniencias;  porque  en  efecto,  para  ausentar- 
se de  una  señora  del  mérito  de  la  de  usted  es  menester 
pensarlo  muy  espacio,  y  en  caso  de  decidirse  á  ello,  es 
necesario  dejarla  en  una  casa  de  mucha  honra  y  de  no 
menos  seguridad ;  pues  no  porque  la  señorita  no  se  sepa 
guardar  en  cualquiera  parte,  sino  por  la  ligereza  con  que 
piensa  el  vulgo  malicioso  de  una  mujer  sola  y  hermosa, 
y  también  por  las  seducciones  á  que  queda  expuesta; 
porque  no  nos  cansemos,  y  usted  dispense,  señorita,  el 
corazón   de  una  dama   no   es  invencible;    nadie   puede 


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152  PENSADOR   MEXICANO 

asegurarse  de  no  caer  en  un  mundo  sembrado  de  lazos, 
y  el  mejor  jardín  necesita  de  cerca  y  de  custodia;  y  luego 
en  esta  México...  en  esta  México,  donde  sobran  tantos 
picaros  y  tantas  ocasiones.  Así  (jue,  yo  le  alabo  á  usted 
su  muy  justo  reparo,  y  desde  luego  soy  el  primero  que 
le  quitaré  de  la  cabeza  todo  contrario  pensamiento.  Este 
era  el  camino  único  (jue  yo  tenía  de  favorecer  á  usted, 
pero  Dios  me  libre  de  ser  una  causa  ni  remota  de  su 
desasosiego,  ó  tal  vez...  No,  amigo,  no;  piérdase  todo, 
que  el  honor  es  lo  primero. 

A(juí  hizo  punto  el  marques  en  su  conversación,  y 
yo  y  mi  esposa  nos  (juedamos  sin  poder  disimular  el 
sentimiento  (|ue  nos  causó  ver  frustradas  en  un  momen- 
to las  esperanzas  que  habíamos  concebido  de  mudar  de 
fortuna  en  poco  tiempo.  ¡Ah,  maldito  interés,  á  qué  no 
expones  á  los  miserables  mortales! 

Mi  piadoso  protector  era  muy  astuto,  y  así  fácil- 
mente conoció  en  nuestros  semblantes  el  buen  efecto 
de  su  depravada  maquinación,  la  que  tuvo  lugar  de 
llevar  al  cabo  merced  á  la  sencillez  de  mi  esposa. 

Fué  el  caso,  que  adolorida  de  ver  que,  aunque  sin 
culpa,  ella  era  el  obstáculo  de  mi  ventura,  me  dijo: 
—  Pero  mira,  Antonio,  si  lo  que  te  detiene  para  recibir 
el  favor  del  señor,  es  no  tener  dónde  dejarme,  es  fácil  el 
remedio.  Me  iré  contigo,  (jue  á  bien  que  sé  andar  á 
caballo... — No,  no,  dijo  el  marqués,  eso  menos  que  nada. 


OBRAS   ESCOGIDAS  153 

¡Qué  disparate!  ¿Cómo  había  yo  de  querer  que  usted  se 
expusiera  á  una  enfermedad  en  una  caminata  tan  larga? 
Ni  era  honor  del  señor  don  Antonio  el  permitirlo.  ¿No 
ve  usted  que  los  hombres  de  bien  si  trabajan  es  porque 
sus  mujeres  disfruten  algunas  comodidades?  ¿Cómo 
había  de  entregar  á  usted  á  los  soles,  desveladas,  malas 
comidas  y  demás  penurias  de  un  camino  largo?  No, 
señorita,  ni  pensarlo.  Mejor  es  el  medio  que  voy  á  pro- 
poner, y  siempre  que  ustedes  se  conformen  con  él,  me 
parece  que  no  tendrán  por  qué  arrepentirse. 

Con  tanta  ansia  como  bobería  le  rogamos  nos  lo 
declarara,  y  el  marqués,  sin  hacerse  de  rogar,  dijo: 

— Pues,  señores,  yo  tengo  una  tía,  que  no  sólo  es 
honrada,  sino  santa,  si  puedo  decirlo.  Ella  es  una  pobre 
vieja,  beata  de  San  Francisco,  doncella  que  se  quedó 
para  vestir  santos  y  regañar  muchachos;  es  muy  reza- 
dora y  escrupulosa,  de  las  que  frecuentan  el  confesonario 
cada  dos  días.  Su  casa  es  un  convento;  pero  ¿qué  digo? 
es  un  poco  peor.  AUí  apenas  va  una  ú  otra  visita,  y  eso 
de  viejas,  como  dice  ella;  porque  calzonudos,  según  dice, 
no  pisarán  su  estrado  por  cuanto  el  mundo  tiene.  A  las 
oraciones  de  la  noche  ya  está  cerrada  la  casa,  y  la  llave 
bajo  la  almohada.  Sus  mayores  paseos  son  á  la  iglesia  y 
á  los  hospitales  el  domingo,  á  consolar  á  las  enfermas. 
En  una  palabra,  su  vida  es  de  lo  más  arreglado  y  su 
casa  puede  servir  de  modelo  al  más  estrecho  monasterio. 

PERIQUILLO  SARNIENTO.  —  T.  I,   B.  — 39. 


154  PENSADOR   MEXICANO 

Pero  no  piense  usted,  señorita,  por  esto,  que  es  una 
vieja  tétrica  y  ridicula.  Nada  de  eso:  es  do  lo  más  apa- 
cible y  cariñosa,  y  tiene  una  conversación  tan  suave  y 
tan  divertida,  que  con  sola  ella  entretiene  á  cuantas  la 
visitan.  En  fin,  si  usted  es  capaz  de  sujetarse  á  una  vida 
tan  recóndita,  por  dos  ó  tres  meses  que  podrá  dilatarse 
su  esposo  de  usted,  cuando  más,  me  parece  que  no  hay 
cosa  más  á  propósito. 

Mi  esposa,  á  quien  en  realidad  yo  había  sacado  de 
sus  casillas,  como  dicen,  por(jue  ella  estaba  criada 
en  igual  recogimiento  que  el  (jue  acababa  de  pintar  el 
marqués,  no  dudó  un  instante  en  responder:  que  ella 
iba  á  los  bailes  y  á  los  paseos  porque  yo  la  llevaba;  pero 
que  siempre  (jue  (juisiera  dejarla  en  esa  casa,  se  quedaría 
muv  contenta  v  no  extrañaría  otra  cosa  más  (lue  mi 
ausencia.  Yo  me  alegré  mucho  de  su  docilidad,  y 
acepté  el  nuevo  favor  del  marqués,  dándole  las  gracias 
y  quedando  contentísimo  de  ver  resucitadas  mis  espe- 
ranzas y  tan  asegurada  mi  mujer. 

El  marqués  manifestó  igual  contento,  según  decía, 
por  haberme  servido,  y  se  despidió,  quedando  en  volver 
al  otro  día,  así  para  darme  á  conocer  en  el  almacén 
donde  me  habían  de  surtir  y  entregar  la  memoria, 
como  para  llevarnos  á  la  casa  de  la  buena  señora 
su  tía. 

El  resto  de  aquel  día  lo  pasamos  yo  y  mi  esposa 


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OBRAS   ESCOGIDAS  155 

muy  alegres,  haciendo  mil  cuentas  ventajosas,  paseán- 
donos en  el  jardín  de  los  bobos. 

Al  siguiente  ya  el  marqués  estaba  en  el  mesón  muy 
temprano.  Me  hizo  entrar  en  su  coche  y  me  llevó  al 
almacén,  donde  dijo  se  me  surtiera  la  memoria  de  que 
había  hablado  el  día  anterior,  y  se  me  entregase  según 
los  ajustes  que  yo  hiciera  y  como  quisiera,  y  que  él  no 
era  más  que  un  comisionado  para  responder  por  mí  y 
darme  aquel  conocimiento. 

El  comerciante,  al  oir  esto,  creyendo  que  era  verdad 
lo  que  decía  el  marqués,  me  hizo  mil  zalemas  y  se  des- 
pidió de  mí  con  más  cariño  y  cortesía  que  la  que  usó 
cuando  entré  en  su  casa.  Ya  se  ve,  no  era  por  mí,  sino 
por  los  pesos  que  pensaba  desembolsarme. 

Corrido  este  paso,  volvimos  al  mesón,  y  el  marqués 
hizo  vestir  á  mi  esposa  y  nos  fuimos  á  Chapultepec,  ^ 
donde  tenía  dispuesto  un  famoso  almuerzo  y  comida. 

Pasamos  allí  una  mañana  de  campo  bien  alegre  en 
aquel  bosque,  que  es  hermoso  por  su  misma  naturaleza. 
A  la  tarde,  como  á  las  cuatro,  nos  volvimos  á  la  ciudad, 
y  fuimos  á  parar  á  la  casa  de  la  señora  tía. 

Apeámonos;  entró  el  marqués,  tocó  la  campanilla 
del  zaguán,  bajó  una  criada  vieja  preguntando  quién 
era.  Respondió  el  marqués  que  él. — Pues  voy  á  avisar 

*  Ua  hermoso  bosque  extramuros  de  México,  aunque  sin  cosa  más  notable  que  el 
palacio  que  fabricó  en  él  el  señor  don  Bernardo  de  Gálvez,  virrey  que  fué  de  Nueva 
España;  sin  embargo,  suele  servir  de  paseo. 


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156  PENSADOR    MEXICANO 

á  la  señora,  dijo  la  criada,  que  aquí  no  se  le  abre  á 
ningún  señor,  si  mi  ama  no  lo  ve  por  el  escotillón  de  la 
sala.    Espérese  usted. 

En  efecto,  nos  estuvimos  esperando  ó  desesperando 
como  un  cuarto  de  hora,  hasta  que  oímos  sonar  una 
ventanita  en  el  techo  del  mismo  zaguán.  Alzamos  la 
vista,  y  vimos  entre  tocas  á  la  venerable  vieja  con  sus 
anteojos,  mirándonos  muy  espacio,  y  volviendo  á  pre- 
guntar que  quién  era.  El  marqués,  como  enfadado,  le 
dijo:  —  Yo,  tía,  yo,  Miguel.  ^^Abren  ó  no?  —  A  lo  que 
la  vieja  respondió:  —  ¡Ah!  sí,  Miguelito;  ya  te  conozco, 
mi  alma;  ya  te  van  á  abrir;  pero  y  ese  otro  señor,  ¿viene 
contigo,  hijo? — ¡Oh,  porral  dijo  el  marqués,  ¿pues  con 
quién  ha  de  venir? — Pues  no  te  enojes,  dijo  la  vieja,  van. 

Con  esto  cerró  el  escotilioncito,  y  el  marqués  nos 
dijo: — ¿Qué  les  parece  á  ustedes?  ¿Han  visto  clausura 
más  estrecha?  Pero  no  se  aturda  usted,  niña,  que  no  es 
tan  bravo  el  león  como  se  pinta. 

A  este  tiempo  llegó  la  vieja  criada  y  abrió  el  postigo. 
Entramos,  subimos  las  escaleras,  y  ya  estaba  esperán- 
donos en  el  portón  la  señora  tía,  vestida  con  su  hábito 
azul  y  sus  tocas  reverendas,  con  sus  anteojos  puestos,  un 
paño  de  rebozo  fino  de  algodón  y  su  rosario  gordo  en  la 
mano.  Como  le  debí  tantos  favores  á  esta  buena  señora, 
conservo  su  imagen  muy  viva  en  la  memoria. 

Nos  recibió  con  mucho  cariño,  especialmente  á  mi 


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OBRAS    ESCOGIDAS  157 

esposa,  á  quien  abrazó  con  demasiada  expresión,  llenán- 
dola de  mi  almas  //  mi  vidas,  como  si  de  años  atrás  la 
hubiera  conocido.  Entramos  á  dentro,  y  á  poco  nos  sa- 
caron muy  buen  chocolate. 

El  marqués  la  dijo  el  fin  de  su  visita,  que  era  ver  si 
quería  que  aquella  niña  se  quedara  unos  días  en  su  casa. 
Ella  mostró  que  en  eso  tendría  el  mayor  gusto;  pero  que 
no  tenía  más  defecto  que  no  ser  amiga  de  paseos  ni  visi- 
tas, porque  en  eso  peligraban  las  almas,  y  en  seguida 
nos  habló  como  media  hora  de  virtud,  escándalo,  reatos, 
muerte,  eternidad,  etc.,  amenizando  su  plática  con  mil 
ejemplos,  con  los  que  tenía  á  mi  inocente  mujer  enamo- 
rada y  divertida,  como  que  era  de  buen  corazón. 

Aplazado  el  día  de  su  entrada  en  aquel  pequeño 
monasterio,  nos  dijo: — Sobrino,  señores;  vengan  uste- 
des á  ver  mi  casita,  y  que  venga  mi  novicia  á  ver  si  le 
gusta  el  convento. 

Condescendimos  con  la  reverenda,  y  á  mi  esposa  le 
agradó  mucho  la  limpieza  y  curiosidad  de  la  casa,  par- 
ticularmente los  cristales,  pajaritos  y  macetas. 

En  esto  se  pas(')  la  tarde,  y  nos  despedimos,  saliendo 
mi  mujer  prendadísima  de  la  señora. 

Nosotros  nos  quedamos  en  el  mesón  y  el  marqués 
se  fué  á  su  casa.  En  los  seis  días  siguientes  recibí  la 
memoria,  solicité  muías,  y  dejé  listo  mi  viaje;  pero  en 
todo  este  tiempo  no  se  descuidó  mi  protector  en  obse- 

PRRIQUILLO   SARNIENTO.  —  T.    I ,    B.  —  40 


■'..  r'^^í^-' ':  ;p^"^??5ví.'^.  •  T^ 


158  PENSADOR   MEXICANO 

quiar  y  pasear  á  mi  esposa,  porque  decía  que  era  menes- 
ter divertir  á  la  nueva  monja. 

Es  verdad  que  yo,  mirando  el  extremo  del  marqués 
con  ella,  no  dejaba  de  mosquearme  un  poco;  pero  como 
tenía  tanta  satisfacción  en  el  amor  y  buena  conducta  de 
mi  esposa,  no  tuve  embarazo  para  comunicarla  mis  te- 
mores; á  lo  que  ella  me  contestó,  que  los  depusiera; 
lo  uno,  por<jue  me  amaba  mucho  y  no  sería  capaz  de 
ofenderme  por  todo  el  oro  del  mundo,  y  lo  otro,  porque 
el  marqués  era  el  hombre  más  caballero  que  había  cono- 
cido, pues  aun  cuando  salía  con  mi  permiso  con  él  y 
una  criada  en  su  coche,  jamás  se  había  tomado  la  más 
mínima  licencia,  sino  que  siempre  la  trataba  con  decoro. 
Con  esta  seguridad  me  tranquilicé,  y  ya  traté  de  salir  de 
esta  capital  á  mi  destino. 

Díjele  un  día  al  marqués  como  todo  estaba  corriente, 
y  él,  que  no  deseaba  otra  cosa  que  verse  libre  de  mí,  me 
dijo  que  á  la  tarde  vendría  para  llevarme  á  casa  de  su 
deuda,  y  yo  podría  salir  la  mañana  siguiente. 

Mi  esposa  me  suplicó  le  dejase  al  mozo  Domingo 
para  tener  un  criado  de  confianza  á  quien  mandar  si  se 
le  ofrecía  alguna  cosa.  Yo  accedí  á  su  gusto  sin  demora, 
y  el  marqués  no  puso  embarazo  en  ello;  antes  dijo:  — 
Mejor,  se  le  dará  un  cuarto  abajo  á  Domingo,  y  les  podrá 
servir  de  portero  y  compañía. 

Mientras  que  el  marqués  se  fué  á  comer,  compuse 


'-..■.•.>  "^^    -      ."  ^  ^•^sT^.-Vc!  ■Sr*y^i'*i 


OBRAS    ESCOGIDAS 


159 


el  baúl  de  mi  esposa,  dejándola  mil  pesos  en  oro  y  plata, 
por  si  se  le  ofreciera  algo. 

Cuando  el  marqués  vino  no  había  más  que  hacer 
que  la  llevada  de  mi  esposa,  cuya  separación  le  costó, 
como  era  regular,  muchas  lágrimas;  pero  al  fin  se 
quedó,  y  yo  marché  en  la  misma  tarde  á  dormir  fuera 
de  garita. 

Aquí  llegaba  don  Antonio,  cuando  uno  de  los  re- 
glamentos de  la  cárcel  volvió  á  interrumpir  su  conver- 
sación. 


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'•i^*-v:*-ff^yT?^^¡r!r^<i~^:''' •  f  ■'  ■"'^ •  (¡7' 


CAPÍTULO  VII 


Cuenta  Periquillo  la  pesada  burla  que  le  hicieron  los  presos  en  el  calabozo; 
y  don  Antonio  con3luye  su  historia 


El  motivo  por  qué  se  volvió  á  interrumpir  la  con- 
versación de  don  Antonio,  fué  porque  serían  como  las 
cinco  de  la  tarde  cuando  bajó  el  alcaide  á  encerrar  á 
los  presos  en  su  respectivo  calabozo,  acompañado  de 
otros  dos  que  traían  un  manojo  de  llaves. 

Luego  que  encerró  á  los  del  primer  patio,  pasó  al 
segundo,  y  el  feroz  presidente,  aún  amostazado  contra 

PERIQUILLO  SARNIENTO.— T.   I,   B.  —  41. 


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162  PENSADOR    MEXICANO 

mí,  sin  razón,  me  separó  de  la  compañía  de  don 
Antonio  y  me  llevó  al  calabozo  más  pequeño,  sucio  y 
lleno  de  gente.  Entré  el  último,  y  cerrando  con  los  can- 
dados, quedamos  allí  como  moscas  en  cárcel  de  mu- 
chachos. 

Por  mi  desgracia,  entre  tanto  hijo  de  su  madre 
como  estaba  encerrado  en  aquel  sótano,  no  había  otro 
blanco  más  que  yo,  pues  todos  eran  indios,  negros, 
lobos,  mulatos  y  castas,  motivo  suficiente  para  ser 
en  la  realidad,  como  fui,  el  blanco  de  sus  pesadas 
burlas. 

Como  á  las  seis  de  la  tarde  encendieron  una  velita, 
á  cuya  triste  luz  se  juntaron  en  rueda  todos  aquellos 
mis  señores,  y  sacando  uno  de  ellos  sus  asquerosos 
naipes  comenzaron  á  jugar  lo  (jue  tenían. 

Me  llamaron  á  acompañarlos;  pero  como  yo  no 
tenía  ni  un  ochavo,  me  excusé,  confesando  lisa  y  llana- 
mente la  debilidad  de  mi  bolsa;  mas  ellos  no  lo  qui- 
sieron creer,  antes  se  persuadieron  á  que  ó  era  una 
ruindad  mía  «'»  vanidad. 

Jugaron  como  hasta  las  nueve,  hora  en  que  ya 
apenas  tenía  la  vela  cuatro  dedos,  y  no  había  otra;  y 
así  determinaron  cenar  v  acostarse. 

Se  deshizo  la  rueda  y  comenzaron  á  calentar  sus 
ollitas  de  alverjones  en  un  pequeño  brasero  que  ardía 
con  cisco  de  carbón. 


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OBRAS   ESCOGIDAS  163 

Yo  esperaba  algún  piadoso  que  me  convidara  á 
cenar,  así  como  me  convidó  don  Antonio  á  comer;  pero 
fué  vana  mi  esperanza,  porque  aquellos  pobres  todos 
parecían  de  buen  diente  y  mal  comidos,  según  que  se 
engullían  sus  alverjones  casi  fríos. 

Durante  el  juego,  yo  me  había  estado  en  un  rincón, 
envuelto  en  mi  zarape,  y  rezando  el  rosario  con  una 
devoción  que  tiempo  había  que  no  lo  rezaba;  ya  se  ve, 
¿qué  navegante  no  hace  votos  al  tiempo  de  la  borrasca? 

Las  maldiciones,  juramentos  y  palabrotas  indecen- 
tes que  aquella  familia  mezclaba  con  las  disputas  de 
juego,  eran  innumerables  y  horrorosas,  y  tanto,  que 
aunque  para  mis  oídos  no  eran  nuevas,  no  dejaban  de 
escandalizarme  demasiado.  Yo  estaba  prostituido,  pero 
sentía  una  genial  repugnancia  y  hastío  en  estas  cosas. 
No  sé  qué  tiene  la  buena  educación  en  la  niñez,  que 
en  la  más  desbocada  carrera  de  los  vicios  suele  servir 
de  un  freno  poderoso  que  nos  contiene,  y  ¡desdichado 
de  aquel  que  en  todas  ocasiones  se  acostumbra  á  pres- 
cindir de  sus  principios  1 

Así  que  cenaron,  cada  uno  fué  haciendo  su  cama 
como  pudo,  y  yo,  que  no  tenía  petate  ni  cosa  que  lo 
valiera,  viendo  la  irremediable,  doblé  mi  zarape,  haciendo 
de  él  colchón  y  cubierta,  y  de  mi  sombrero  almohada. 

Habiéndose  acostado  mis  concubicularios,  comenza- 
ron á  burlarse  de  mí  con  espacio,  diciéndome :  —  Con- 


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164  PENSADOR   MEXICANO 

que,  amigo,  ¿también  usted  ha  caído  en  esta  ratonera 
por  cucharero í^  ¡Buena  cosa!  ¿Conque  también  los  seño- 
res españoles  son  ladrones?  Y  luego  dicen  que  eso  de 
robar  se  queda  para  la  gente  ruin. 

— No  te  canses,  Ghepe,  decía  otro;  para  eso  todos 
son  unos,  los  blancos  y  los  prietos;  cada  uno  mete  la 
uña  muy  bien  cuando  puede.  Lo  que  tiene  es  que  yo 
y  tú  robaremos  un  rebozo,  un  capote,  ó  alguna  cosa 
ansí;  pero  éstos,  cuando  roban,  roban  de  á  gordo. 

— Y  como  que  es  ansina,  decía  otro;  yo  apuesto 
á  que  mi  camarada  lo  menos  (jue  se  jurtú  jueron  dos- 
cientos ó  quinientos:  y  ¿á  (jué  compone,  eh?  ¿á  qué 
compone? 

Así  y  á  cual  peor  se  fueron  produciendo  todos 
contra  mí,  que  al  principio  procuraba  disculparme;  mas 
mirando  que  ellos  se  burlaban  más  de  mis  disculpas, 
hube  de  callar,  y  encogiéndome  en  mi  zarape  al  tiempo 
que  se  acabó  la  velita,  hice  que  me  dormí,  con  cuya 
diligencia  se  sosegó  por  un  buen  rato  el  habladero,  de 
suerte  que  yo  pensé  que  se  habían  dormido. 

Pero  cuando  estaba  en  lo  mejor  de  mi  engaño,  he 
aquí  que  comienzan  á  disparar  sobre  mí  unos  jarritos 
con  orines;  pero  tantos,  tan  llenos  y  con  tan  buen  tino, 
<iue  en  menos  que  lo  cuento  ya  estaba  yo  hecho  una 
sopa  de  meados  descalabrado  y  dado  á  Judas. 

Entonces  sí  perdí  la  paciencia,  y  comencé  á  hartar- 


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OBRAS   ESCOGIDAS  165 

los  á  desvergüenzas;  mas  ellos,  en  vez  de  contenerse  ni 
enojarse,  empezaron  de  nuevo  su  diversión,  hartándome 
á  cuartazos  con  no  sé  qué,  porcjue  yo,  que  sentí  los 
azotes,  no  vi  á  otro  día  las  disciplinas. 

Finalmente,  hartos  de  reirse  v  maltratarme,  se 
acostaron,  y  yo  me  quedé  en  cuclillas  junto  á  la  puerta, 
desnudo  y  sin  poderme  acostar,  porque  mi  zarape  estaba 
empapado  y  mi  camisa  también. 

¡Válgame  Dios!  ¡y  qué  acongojado  no  sentí  mi 
espíritu  aquella  noche  al  advertirme  en  una  cárcel, 
enjuiciado  por  ladrón,  pobre,  sin  ningún  valimiento, 
entre  aquella  canalla,  y  sin  esperanza  de  descansar 
siquiera  con  dormir,  por  las  razones  que  he  referido  I 
Mas  al  fin,  como  el  sueño  es  valiente,  hubo  de  ren- 
dirme, y  poco  á  poco  me  quedé  dormido,  aunque  con 
sobresalto,  junto  á  la  puerta,  y  apenas  había  comen- 
zado á  dormir,  cuando  saltó  una  rata  sobre  mí,  pero 
tan  grande,  que  en  su  peso  ú  mí  se  me  representó 
gato  de  tienda;  ello  es  que  i'ué  bastante  para  desper- 
tarme, llenarme  de  temor  y  quitarme  el  sueño,  pues 
aún  creía  que  los  diablos  y  los  muertos  no  tenían  más 
que  hacer  de  noche  que  andar  espantando  á  los  dor- 
midos. Lo  cierto  del  caso  fué  que  ya  no  pude  dormir 
en  toda  la  noche,  acosado  del  miedo,  de  la  calor,  de 
las  chinches  que  me  cercaban  en  ejércitos,  de  los  des- 
aforados ronquidos  de  aquellos  picaros  y  de  los  maldi- 

PERIQUILLO   SARNIENTO.  —  T.    I ,    B.  —  42. 


1G6  PENSADOR    MEXICANO 

tos  efluvios  que  exhalaban  sus  groseros  cuerpos,  junto 
con  otras  cosas  (\ue  no  son  para  tomadas  en  boca, 
pues  aquel  sótano  era  sala,  recámara,  asistencia,  cocina, 
comunes,  comedor  y  todo  junto.  ¡Cuántas  veces  no  me 
acordé  de  las  ingratas  noches  que  pasé  en  el  arras- 
iradcriU)  de  Januario! 

Al  fin  quiso  Dios  echar  su  luz  al  mundo,  y  yo, 
(|ue  luí  el  primero  que  la  vi,  comencé  á  reconocer  mis 
bienes,  que  estaban  todavía  medio  mojados,  por  más 
que  los  había  exprimido;  ya  se  ve,  tal  fué  el  aguacero 
de  orines  que  sufrieron;  pero  por  último,  me  vestí  la 
camisa  y  calzoncillos,  y  trabajo  me  costó  para  ponerme 
los  calzones,  porque  mis  amados  compañeros,  creyendo 
que  los  botones  eran  de  plata,  no  se  descuidaron  en 
quitárselos. 

A  las  seis  de  la  mañana  vinieron  á  abrir  la  puerta, 
y  yo  fui  el  primero  que,  muerto  de  hambre  y  desvelado, 
me  salí  para  fuera,  tanto  por  quejarme  con  mi  amigo 
don  Antonio,  cuanto  por  esperar  al  sol  que  secara  mis 
trapos. 

En  efecto,  el  buen  don  Antonio  se  condolió  de  mi 
mala  suerte,  y  me  consoló  lo  mejor  que  pudo,  prome- 
tiéndome (jue  no  volvería  á  pasar  otra  noche  semejante 
entre  acjuellos  picaros,  pues  él  le  suplicaría  al  presidente 
(jue  me  dejara  en  su  calabozo. 

—  ¡Ay,  amigo  1  le  dije,  que  me  parece  que  se  aver- 


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OBRAS    ESCOGIDAS 


167 


gonzará  usted  en  vano;  porque  ese  cómitre  es  muy  duro 
ó  incapaz  de  suavizarse  con  ningunos  ruegos  del  mundo. 

—  No  se  aflija  usted,  me  contestó,  porque  yo  sé  la 
lengua  con  que  se  le  habla  á  esta  gente,  (|ue  es  con  el 
dinero;  y  así,  con  cuatro  ó  seis  reales  que  le  demos,  verá 
usted  como  todo  se  consigue. 

Aún  no  acababa  yo  de  darle  las  gracias  á  mi  amigo, 
cuando  me  gritaron,  y  yo,  pensando  que  era  para  otra 
declaración,  salí  corriendo,  y  vi  (jue  no  era  la  llamada 
sino  para  ayudar  n  la  limpieza  del  calabozo,  en  donde 
me  hicieron  tantos  daños  la  noche  anterior;  ésta  se  redu- 
cía á  sacar  el  barril  de  las  inmundicias,  vaciarlo  en  los 
comunes  y  limpiarlo. 

No  sé  C(')mo  no  volqué  las  tripas  en  tal  operación. 
Allí  no  me  valieron  ruegos  ni  promesas;  porque  el  mal- 
dito vejancón  que  lo  mandaba,  viendo  mi  resistencia,  ya 
comenzaba  á  desatarse  el  látigo  (jue  tenía  en  la  cintura; 
y  así  yo,  por  excusarme  mayor  pesadumbre,  quise  que 
no  quise,  desempeñé  aquel  asqueroso  oficio,  concluido 
el  cual  me  í'uí  otra  vez  al  calabozo  de  mi  buen  amigo, 
que  era  mi  paño  de  lágrimas. 

Luego  que  lo  vi  me  salieron  éstas  á  los  ojos,  y  le 
volví  á  referir  mi  nuevo  castigo.  MI  no  se  hartaba  de 
consolarme  y  procurarme  mi  alivio  de  cuantas  mane- 
ras podía. 

Lo  primero  que  hizo  fué  hacerme   acostar   en   su 


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168  PENSADOR    MEXICANO 

pobre  cama,  me  dio  un  pocilio  de  chocolate,  cigarros, 
y  después  salió  á  buscar  al  feroz  presidente,  de  quien 
consiguió  cuanto  quiso,  pagando  por  mí  los  injustos 
derechos  que  estos  bribones  llaman  patente,  ^  y  dán- 
dole no  s6  qué  otra  gratificación,  con  lo  ([ue,  gracias 
á  Dios,  me  dejaron  en  paz. 

Yo  no  tenía  palabras  con  (jue  significar  mi  gratitud 
á  don  Antonio,  después  que  entendí,  porque  me  lo  dijo 
otro  preso,  todo  lo  (jue  había  hecho  por  mí;  pues  él 
apenas  me  aseguró  que  no  me  mortificarían  más.  Este 
es  el  verdadero  carácter  de  un  buen  amigo,  y  de  un 
caritativo;  no  jactarse  del  beneficio  que  hace,  hacerlo 
sin  mérito  y  tratar  aún  de  que  no  lo  sepa  el  agra- 
ciado para  que  no  le  cueste  el  trabajo  de  agradecerlo. 
Pero  ¡qué  pocos  amigos  hay  de  éstos  I  y  ¡qué  pocas 
caridades  se  hacen  con  tanta  perfección!  Ordinaria- 
mente las  más  caridades  ó  favores  que  llevan  este  nom- 
bre suelen  hacerse  más  bien  por  pasar  plaza  de  ge- 
nerosos y  buenos  cristianos,  lo  que  á  la  verdad  es 
hipocresía,  que  por  hacer  un  beneficio,  y  esto  es  pun- 
tualmente contra  el   orden  mismo  de  la  caridad,  pues 

•  Parece  que  la  tal  gabela,  impuesta  por  la  codicia,  fuera  razonable  en  el  reino  para 
eximirse  con  una  corta  cantidad  del  pesado  oficio  de  hacer  la  limpieza;  pero  esto  debería 
ser  en  el  caso  de  que  no  hubiese  reos  destinados  por  castigo  al  servicio  de  la  cárcel;  mas 
habiéndolos,  claro  es  que  ébtos  lo  hacen,  y  asi  jamás  deberían  obligar  á  esto  á  los  infe- 
lices que  no  tienen  para  pagar  esta  contribución  injusta,  que  siempre  para  en  la  bolsa 
de  los  más  criminales,  como  por  lo  ordinario  son  los  presidentes  que  la  cobran.  Aún  se 
le  verá  peor  cara  á  este  abuso  si  se  considera  que  cobrar  tales  pechos  á  los  presos  está 
prohibido  por  las  leyes. 


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OBRAS   ESCOGIDAS  169 

Jesucristo  dijo  que  lo  que  dó  la  mano  derecha  no  lo 
sepa  la  izquierda.  Es  decir,  que  todo  bien  que  haga  el 
hombre,  lo  haga  por  Dios,  sin  esperar  premio  del  hom- 
bre; porque  si  éste  lo  paga,  ya  Dios  no  debe  nada, 
para  que  nos  entendamos;  y  es  bastante  premio  del 
beneficio  publicarlo  en  nuestro  obsequio  ó  compulsar 
tácitamente  al  beneficiado  á  que  nos  viva  reconocido  con 
su  agradecimiento. 

Krsi  don  Antonio  muy  prudente,  y  como  sabía  que 
no  había  yo  dormido  en  toda  la  pasada  noche,  me  hizo 
acostar,  y  no  me  despertó  hasta  la  una  del  día  para  que 
lo  acompañara  á  comer. 

Me  levanté  harto  de  sueño,  pero  necesitado  del  es- 
tómago, cuya  necesidad  satisfice  á  expensas  del  piadoso 
preso,  quien  luego  que  se  concluyó  nuestra  mesa  frugal, 
me  dijo :  —  Amigo ,  creeré  que  á  pesar  de  los  trabajos 
que  ha  sufrido  usted,  aún  le  habrá  quedado  gana  de 
acabar  de  saber  el  origen  de  los  míos. — Yo  le  dije  que 
sí,  porque  á  la  verdad,  su  plática  era  un  suave  bálsamo 
que  curaba  mi  espíritu  añigido,  y  don  Antonio  continuó 
el  hilo  de  su  historia  de  esta  suerte: 

—  Me  acuerdo,  dijo,  que  quedamos  en  que  salí  de 
esta  ciudad  con  mis  muías  y  arrieros,  quedándose  en 
ella  mi  esposa  en  casa  de  la  tía  vieja,  sin  más  compañía 
de  su  parte  que  el  mozo  Domingo. 

Quisiera  no  acordarme  de  lo  que  sigue,  porque,  sin 

PERIQUILLO   SARNIENTO.  —  T.   I,   B.  —  43. 


170  PENSADOR    MEXICANO 

embargo  del  tiempo  que  ha  pasado,  aún  sienten  dolor 
al  tocarlas  las  llagas  de  mis  agravios,  que  ya  se  van 
cicatrizando;  mas  es  preciso  no  dejar  á  usted  en  duda 
del  fin  de  mi  historia,  tanto  porque  se  consuele  al  ver 
que  yo  sin  culpa  he  pasado  mayores  trabajos,  cuanto 
porque  aprenda  á  conocer  el  mundo  y  sus  ardides. 

Nada  particular  ocurre  (jue  decirle  á  usted  tocante 
á  mí;  porque  nada  tiene  de  particular  el  viaje  de  un 
viandante,  ni  su  residencia  en  el  paraje  de  su  destino; 
á  lo  menos  yo  caminé  y  llegué  al  mío  sin  novedad, 
mientras  que  á  mi  honrada  esposa  se  le  preparaba  la 
más  terrible  tempestad. 

Luego  que  el  picaro  del  marqués  (perdóneme  este 
epíteto  indecoroso,  ya  que  yo  le  perdono  los  agravios 
que  me  ha  hecho),  luego,  pues,  que  conoció  que  ya 
yo  me  había  alejado  de  México,  trató  de  descubrir  sus 
pérfidas  intenciones. 

Comenzó  á  frecuentar  á  todas  horas  la  casa  de  la 
vieja,  que  no  tenía  ni  la  virtud  que  aparentaba,  ni  el 
parentesco  que  decía,  y  no  era  otra  cosa  que  una  alca- 
hueta refinada,  y  con  semejante  auxilio,  considere  usted 
lo  fácil  que  le  parecería  la  conquista  del  corazón  de 
mi  mujer;  pero  se  engañó  de  medio  á  medio,  porque 
cuando  las  mujeres  son  honradas,  cuando  aman  ver- 
daderamente á  sus  maridos  y  están  penetradas  de  la 
sólida   virtud,   son   más  inexpugnables   que  una   roca. 


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OBRAS   ESCOGIDAS 


171 


Tal  fué  esta  heroína  de  la  fidelidad  conyugal.  Las 
astucias  del  marqués,  sus  dádivas,  sus  halagos,  sus 
respetos,  sus  seducciones,  sus  promesas  y  aun  sus  ame- 
nazas, juntas  con  las  repetidas  y  vehementes  diligencias 
de  la  maldita  vieja,  fueron  inútiles.  Con  todas  ellas  no 
sacaba  el  marqués  más  jugo  de  mi  esposa  que  el  que 
puede  dar  un  pedernal;  y  ya  desesperado,  ad virtiendo 
por  tan  repetidas  experiencias  que  aquel  corazón  no 
era  de  los  que  él  estaba  hecho  á  conquistar,  sino  que 
necesitaba  de  armas  más  ventajosas,  se  determinó  á  usar 
de  ellas  y  á  satisfacer  su  apetito  á  pura  fuerza. 

Con  esta  resolución ,  una  noche  determinó  quedarse 
en  casa  para  poner  en  práctica  sus  inicuos  proyectos; 
pero  apenas  lo  advirtió  mi  ñel  esposa,  cuando  con  el 
mayor  disimulo,  aprovechando  un  descuido,  bajó  al  patio 
al  cuarto  de  Domingo,  y  le  dijo: 

—  El  marqués  días  há  que  me  enamora;  esta  noche 
parece  que  se  quiere  quedar  acá,  sin  duda  con  malas 
intenciones;  la  puerta  del  zaguán  está  cerrada;  no 
puedo  salirme,  aunque  quisiera;  mi  honor  y  el  de  tu 
amo  están  en  peligro;  no  tengo  de  quién  valerme  ni 
quién  me  libre  del  riesgo  que  me  amenaza  más  que 
tú.  En  tí  confío,  Domingo.  Si  eres  hombre  de  bien 
y  estimas  á  tus  amos,  hoy  es  el  tiempo  en  que  lo 
acredites. 

El  pobre  Domingo,  todo  turbado,  la  dijo: — Y  bien, 


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172  PENSADOR    MEXICANO 

señora:  dígame  su  merced,  qué  quiere  que   haga,  que 
yo  le  prometo  el  hacer  cuanto  me  mande. 

— Pues,  hijo,  le  dijo  mi  esposa,  yo  lo  que  quiero 
es  que  te  ocultes  en  mi  recámara,  y  que  si  el  marqués 
se  desmandare,  como  lo  temo,  me  defiendas,  suceda  lo 
que  sucediere. 

—  Pues  no  tenga  su  merced  cuidado.  Vayase,  no 
la  echen  de  menos  y  lo  malicien,  que  yo  le  juro  que 
sólo  que  me  mate  el  marqués,  conseguirá  sus  malos 
pensamientos. —  Con  esta  sencilla  promesa  se  subió  mi 
mujer  muy  contenta,  y  tuvo  la  fortuna  de  que  no  la 
habían  extrañado. 

Llegó  la  hora  de  cenar,  y  entró  Domingo  á  servir 
la  mesa  como  siempre.  El  marqués  procuraba  que  mi 
esposa  se  cargara  el  estómago  de  vino;  pero  ella,  sin 
faltar  á  la  urbanidad,  se  excusó  lo  más  que  pudo. 

Acabada  la  cena,  mi  rival  por  sobremesa  apuró  toda 
la  elocuencia  del  amor  para  que  mi  esposa  condescen- 
diera con  sus  torpes  deseos;  pero  ésta,  acostumbrada 
á  resistir  tales  asaltos,  no  hizo  más  que  reproducir  los 
desengaños  que  mil  veces  le  había  dado,  aunque  en 
vano,  pues  el  marqués  estaba  ciego  y  cada  desengaño 
lo  obstinaba. 

Esta  contienda  duraría  como  una  hora,  tiempo  bas- 
tante para  que  la  criada  se  durmiera,  y  Domingo,  sin 
ser  sentido,  se  hubiera  ocultado  bajo  la  misma  cama  de 


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OBRAS   ESCOGIDAS  173 

SU  ama,  la  que,  viendo  que  su  apasionado  la  llevaba 
larga,  se  levantó  de  la  mesa,  diciéndole: — Señor  mar- 
qués, yo  estoy  un  poco  indispuesta;  permítame  usted 
que  me  vaya  á  recoger,  que  es  bien  tarde. —  Con  esto 
se  despidió  y  se  fué  á  su  recámara,  cuidadosa  de  si 
Domingo  se  habría  olvidado  de  su  encargo:  pero  luego 
que  entró,  el  criado  fiel  le  avisó  dónde  estaba,  dicién- 
dole que  estuviera  sin  miedo. 

Sin  embargo  de  esta  compañía,  mi  esposa  no  quiso 
desnudarse  ni  apagar  la  vela,  según  lo  tenía  de  cos- 
tumbre, recelosa  de  lo  que  podía  suceder,  como  sucedió 
en  efecto. 

Serían  las  doce  de  la  noche  cuando  el  marqués 
abrió  la  puerta  y  fué  entrando  de  puntillas,  creyendo 
que  mi  esposa  dormía:  pero  ésta,  luego  que  lo  sintió, 
se  levantó  y  se  puso  en  pie. 

Un  poco  se  sobresaltó  el  caballero  con  tan  ines- 
perada prevención;  pero  recobrado  de  la  primera  tur- 
bación, le  preguntó:  —  Señorita,  ¿pues  qué  novedad  es 
ésta  que  tiene  á  usted  en  pie  y  vestida  á  tales  horas 
de  la  noche?  —  A  lo  que  mi  esposa  con  gran  socarra 
le  respondió:  —  Señor  marqués,  luego  que  advertí  que 
usted  se  quedaba  en  casa  de  esta  santa  señora,  presumí 
que  no  dejaría  de  querer  honrar  este  cuarto  á  deshora 
de  la  noche,  á  pesar  de  que  yo  no  me  he  granjeado 
tales  favores,  y  por  eso  determiné  no  desnudarme  ni 

PERIQUILLO    SARNIENTO. —  T.    I,    B.  — 44. 


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174  PENSADOR    MEXICANO 

dormirme,  porque  no  era  decente  esperar  de  esa  ma- 
nera una  visita  semejante. 

Parece  que  era  regular  que  el  marqués  hubiera 
desistido  de  su  intento,  al  verlo  prevenido  y  reprochado 
tan  á  tiempo;  mas  estaba  ciego,  era  marqués,  estaba 
en  su  casa,  y  según  á  él  le  pareció  no  había  ni  testi- 
gos ni  quien  embarazara  su  vileza;  y  así,  después  de 
probar  por  última  vez  los  ruegos,  las  promesas  y  las 
caricias,  viendo  (jue  todo  era  inútil,  abrazó  á  mi  mujer, 
que  se  paseaba  por  la  recámara,  y  dio  con  ella  de 
espaldas  en  la  cama;  pero  aún  no  había  acabado  ella 
de  caer  en  el  colchón,  cuando  ya  el  marqués  estaba 
tendido  en  el  suelo,  porque  Domingo,  luego  que  cono- 
ció el  punto  crítico  en  que  era  necesario,  salió  por 
debajo  de  la  cama,  y  abrazando  al  marqués  por  las 
piernas,  lo  hizo  medir  el  estrado  de  ella  con  las  cos- 
tillas. 

Mi  esposa  me  ha  escrito  (jue  á  no  haber  sido  el 
motivo  tan  serio,  le  hubiera  costado  trabajo  el  moderar 
la  risa,  pues  no  fué  el  paso  para  menos.  Ella  se  sentó 
inmediatamente  en  el  borde  de  su  cama,  y  vio  tendido 
á  sus  pies  al  enemigo  de  mi  honor,  que  no  osaba  levan- 
tarse ni  hablar  palabra,  porque  el  jayán  de  Domingo 
estaba  hincado  sobre  sus  piernas,  sujetándolo  del  pañue- 
lo contra  la  tierra,  y  amenazando  su  vida  con  un  puñal, 
y  diciéndole  á  mi  esposa,  lleno  de  cólera: — ¿Lo  mato. 


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OBRAS   ESCOGIDAS  175 

señora?  ¿Lo  mato?  ¿Qué  dice?  Si  mi  amo  estuviera 
aquí,  ya  lo  hubiera  hecho;  conque  ansina  nada  se 
puede  perder  por  orrarle  ese  trabajo;  antes  cuando  lo 
sepa,  me  lo  agradecerá  mucho. 

Mi  esposa  no  dio  lugar  á  que  acabara  Domingo 
de  hablar,  sino  que,  temerosa  no  fuera  á  smceder  una 
desgracia,  se  echó  sobre  el  brazo  del  puñal,  y  con 
ruegos  y  mandatos  de  ama,  á  costa  de  mil  sustos  y 
porfías,  logró  arrancárselo  de  la  mano  y  hacer  que 
dejara  al  marqués  en  libertad. 

Este  pobre  se  levantó  lleno  de  enojo,  vergüenza  y 
temor,  que  tanto  le  impuso  la  bárbara  resolución  del 
mozo.  Mi  esposa  no  tuvo  más  satisfacción  que  darle, 
sino  mandar  á  Domingo  que  se  retirara  á  la  segunda 
pieza,  y  no  se  quitara  de  allí,  y  luego  que  éste  la 
obedeció,  le  dijo  al  marqués: 

—  ¿Ve  usted,  señor,  al  riesgo  á  que  lo  ha  expuesto 
su  inconsideración?  Yo  presumí,  según  le  insinué  poco 
hace,  que  se  había  de  determinar  á  mancillar  mi  honor 
y  el  de  mi  esposo  por  la  fuerza,  y  para  impedirlo,  hice 
que  este  criado  se  ocultara  en  mi  recámara.  Llegó  el 
caso  temido,  y  á  este  pobre  payo,  que  no  entiende  de 
muchos  cumplimientos,  le  pareció  que  el  único  modo 
de  embarazar  el  designio  de  usted  era  tirarlo  al  suelo  y 
asesinarlo,  como  lo  hubiera  verificado  á  no  haber  yo 
tomado  el  justo   empeño   que   tomé   en  impedirlo.    Yo 


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176  PENSADOR    MEXICANO 

conozco  que  rl  se  excedió  bárbaramente,  y  suplico  á 
usted  que  lo  disculpe;  pero  también  es  forzoso  que  usted 
conozca  y  confiese  que  lia  tenido  la  culpa.  Ya  le  he  dicho 
á  usted  mil  veces  que  le  agradezco  muy  mucho  y  le  viviré 
reconocida  por  los  favores  que  tanto  á  mí  como  á  mi 
marido  nos  ha  dispensado,  mucho  más,  cuando  advierto 
que  ni  el  uno  ni  la  otra  los  merecemos;  pero,  señor,  no 
puedo  pagarlos  en  la  moneda  que  usted  quiere.  Soy 
casada,  amo  á  mi  marido  más  que  á  mí,  y  sobre  todo, 
tengo  honor,  y  éste,  si  una  vez  se  pierde,  no  se  restaura 
jamás.  Usted  es  discreto;  conozca  la  justicia  que  me 
asiste:  trate  de  desechar  ese  pensamiento  que  tanto  lo 
molesta  y  me  incomoda,  y  como  no  sea  en  eso,  yo  me 
ol'rezco  á  servirle   como  la  última  criada   de   su   casa. 

El  mar(jU('s  guardó  un  profundo  silencio  mientras 
(jue  habló  mi  esposa;  pero  luego  que  concluyó,  se  levan- 
tó, diciendo: 

—  Señorita,  ya  (juedo  impuesto  en  el  motivo  que 
ocasionó  á  usted  pretender  quitarme  la  vida  alevosa- 
mente, y  quedo  medio  persuadido  á  que  si  no  tuviera 
esposo  me  amaría,  pues  yo  no  soy  tan  despreciable. 
Yo  trataré  de  quitar  este  embarazo,  y  si  usted  no  me 
correspondiere,  se  acordará  de  mí,  se  lo  juro. 

Diciendo  esto,  sin  esperar  respuesta,  se  salió  de  la 
recámara,  y  mirando  á  Domingo  en  la  puerta,  le  dijo: 
—  Has  procedido  como  un  villano  vil,  de  guien  no  me 


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OBRAS   ESCOGIDAS  177 

es  decente  tomar  una  satisfacción  cuerpo  á  cuerpo;  mas 
ya  sabrás  quién  es  el  marqués  de  T. 

Mi  esposa,  que  me  escribió  estas  cosas  tan  por- 
menor como  las  estoy  contando  á  usted,  no  entendió 
que  aquellas  amenazas  se  dirigieran  contra  mí  y  la  exis- 
tencia de  mi  criado. 

Ella  esperaba  la  aurora  para  tratar  de  librarse  de 
los  riesgos  á  que  su  honor  se  hallaba  expuesto  en  aquella 
casa  prostituida,  y  mucho  más  cuando  el  criado  la  contó 
lo  que  le  había  dicho  el  marqués,  añadiendo  que  él 
pensaba  partir  á  otro  día  de  la  ciudad,  porque  temía 
que  lo  hiciera  asesinar. 

Mi  esposa  aprobó  su  determinación :  pero  le  rogó 
que  la  dejara  en  salvo  y  fuera  de  aquella  casa,  y  mi 
mozo  se  lo  prometió  solemnemente;  para  que  se  vea 
que  entre  esta  gente,  que  llamamos  ordinaria  sin  razón, 
se  hallan  también  almas  nobles  y  generosas.  ^ 

Rasgó  el  sol  los  velos  de  la  aurora  y  manifestó  su 
resplandeciente  cara  á  los  mortales,  y  mi  esposa  al  ins- 
tante trató  de  mudarse  de  la  casa;  ¿pero  á  dónde,  si 
carecía  absolutamente  de  conocimiento  en  México?  Mas 
¡oh  lealtad  de  Domingo!    El  le  facilitó  todo,  y  le  dijo:  — 

•  Verdad  es  que  á  los  criados  se  les  llama  enemigos  domésticos;  que  por  lo  regular, 
ni  tienen  buena  cuna  ni  educación,  y  que  casi  siempre  más  sirven  por  el  salario  que  por 
amor;  pero  no  es  menos  cierto  que  ésta  no  es  regla  general.  Hay  de  todo;  así  como  hay 
amos  altaneros  y  soberbios  cuyo  trato  duro  no  merece  el  amor  de  sus  domésticos.  Trá- 
tense los  criados  con  cariño  y  humanidad,  y  rara  vez  dejarán  de  corresponder  á  sus 
señores  con  amor,  gratitud  y  respeto. 

PERIQUILLO   SARNIENTO. —  T.    I,   B.  —  45. 


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178  PENSADOR   MEXICANO 

Lo  que  importa  es  que  su  merced  no  esté  aquí,  y  más 
que  esté  en  medio  de  la  plaza.  Voy  á  llamar  los  car- 
gadores. 

Diciendo  esto,  se  fué  á  la  calle,  y  á  poco  rato  volvió 
con  un  par  de  indios  á  quienes  imperiosamente  mandó 
cargar  la  cama  y  baúl  de  mi  esposa,  que  ya  estaba 
vestida  para  salir;  y  aunque  la  vieja  hipócrita  procuró 
estorbarlo,  diciendo  que  era  menester  esperar  al  señor 
marqués,  el  mozo,  lleno  de  cólera,  le  dijo;  —  ¡Qué  mar- 
qués  ni  qué  talega!  VX  es  un  picaro  y  usted  una  alca- 
hueta, de  quien  ahora  mismo  iré  á  dar  cuenta  á  un 
alcalde  de  corte. 

No  fué  menester  más  para  que  la  vieja  desistiera 
de  su  intento,  y  á  los  (juince  minutos  ya  mi  esposa 
estaba  en  la  calle  con  Domingo  y  los  dos  cargadores; 
pero  cuando  vencían  una  dificultad  hallaban  otras  de 
nuevo  que  vencer. 

Se  hallaba  mi  esposa  fatigada  en  medio  de  la  calle, 
con  los  cargadores  ocupados  y  sin  saber  á  dónde  irse, 
cuando  el  fiel  Domingo  se  acordó  de  una  nana  Casilda 
que  nos  había  lavado  la  ropa  cuando  estábamos  en  el 
mosón,  y  sin  pensar  en  otra  cosa,  hizo  dirigir  allá  á  los 
cargadores. 

En  efecto,  llegaron,  y  descargados  los  muebles,  le 
comunicó  á  la  lavandera  cuánto  pasaba,  añadiéndole 
(jue  él  dejaba  á  mi  esposa  á  su  cuidado,  porque  su  vida 


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OBRAS    ESCOGIDAS  179 

corría  riesgo  en  esta  capital;  que  la  señorita  su  ama 
tenía  dinero;  que  de  nada  necesitaba,  sino  de  quien  la 
librara  del  marqués;  y  que  su  amo  era  muy  honrado 
y  muy  hombre  de  bien,  que  no  se  olvidaría  de  pagar 
el  favor  que  se  hiciera  por  su  esposa.  La  buena  vieja 
ofreció  hacer  cuanto  estuviera  de  su  parte  en  nuestro 
obsequio;  mi  fiel  consorte  le  dio  cien  pesos  á  Domingo 
para  que  se  fuera  á  su  tierra,  y  nos  esperara  en  ella, 
con  lo  cual  él,  llenos  los  ojos  de  lágrimas,  marchó 
para  Jalapa,  advertido  de  no  darse  por  entendido  con 
la  madre  de  mi  esposa. 

Luego  que  el  mozo  se  ausentó,  la  viejita  fué  en 
el   momento   á   comunicar   el   asunto   con   un  eclesiás-  f 

tico  sabio  y  virtuoso  á  quien  lavaba  la  ropa,  y  éste, 
después  de  haber  hablado  con  mi  esposa,  dispuso 
las  cosas  de  tal  manera,  que  á  la  noche  durmió  mi 
mujer  en  un  convento,  desde  donde  me  escribió  toda  la 
tragedia. 

Dejemos  á  esta  noble  mujer  quieta  y  segura  en  el 
claustro,  y  veamos  los  lazos  que  el  marqués  me  dis- 
puso, mucho  más  vengativo  cuando  no  halló  á  mi  esposa 
en  la  casa  de  la  vieja,  ni  aún  pudo  presumir  en  dónde 
se  ocultaba  de  su  vista. 

Lo  primero  que  hizo  fué  ponerme  un  propio  avi- 
sándome estar  enfermo,  y  que  luego,  leída  la  suya, 
enfardelara  las   existencias   y  me   pusiera  en  camino  á 


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180  PENSADOR    MEXICANO 

la  ligera  para  México,  porque  así  convenía  á  sus  inte- 
reses. 

Yo  inmediatamente  obedecí  las  órdenes  de  mi  amo, 
y  traté  de  ponerme  en  camino:  pero  no  sabía  la  red  que 
me  tenía  prevenida. 

Esta  fué  la  siguiente.  En  una  de  las  ventas  donde 
yo  debía  parar,  tenía  mi  amo  apostados  dos  ó  tres  bri- 
bones malintencionados,  (que  todo  se  compra  con  el  oro), 
los  cuales,  sin  poder  yo  prevenirlo,  se  me  dieron  por 
amigos,  diciéndome  iban  á  cumplimentarme  de  parte  del 
marqués. 

Yo  los  creí  sincerísimamente,  porque  el  hombre, 
mientras  menos  malicioso,  es  más  fácil  de  ser  enga- 
ñado, y  así  me  comuniqué  con  ellos  sin  reserva.  En 
la  noche  cenamos  juntos  y  brindamos  amigablemente, 
y  ellos,  no  perdiendo  tiempo  para  su  intriga,  embriaga- 
ron á  mis  mozos,  y  á  buena  hora  mezclaron  entre  los 
tercios  de  ropa  una  considerable  porción  de  tabaco,  y 
se  acostaron  á  dormir. 

A  otro  día  madrugamos  todos  para  venirnos  á  la 
capital,  á  la  (jue  llegamos  en  el  preciso  día  á  marchas 
forzadas.  Pasaron  mis  cargas  de  la  garita  sin  novedad 
y  sin  registro;  bien  es  verdad  que  no  sé  qué  diligencia 
hicieron  con  los  guardas,  porque  como  no  todos  los 
guardas  son  íntegros,  se  compran  muchos  de  ellos  á 
bajo  precio. 


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OBRAS    ESCOGIDAS 


181 


Yo  no  hice  alto  en  esto,  pensando  que  mis  cama- 
radas  iban  á  platicar  con  ellos,  porque  tal  vez  serían 
conocidos;  y  así  con  esta  confianza  llegamos  á  México 
y  á  la  misma  casa  del  marqués. 

Luego  que  me  apeé,  mandó  éste  desaparejar  las 
muías  y  embodegar  las  cargas,  haciéndome  al  mismo 
tiempo  mil  expresiones. 

En  vista  de  ellas,  aunque  ya  tenía  en  el  cuerpo  las 
malas  noticias  de  mi  esposa,  que  había  recibido  en  el 
camino,  no  pude  excusarme  de  admitir  sus  obsequios, 
y  aunque  deseaba  ir  á  verla  al  convento,  me  fué  for- 
zoso disimular  v  condescender  con  las  instancias  del 
marqués. 

A  pesar  de  la  molestia  y  cansancio  que  me  causó 
el  camino,  no  pude  dormir  aquella  noche,  pensando 
en  mi  adorada  Matilde,  que  este  es  el  nombre  de  mi 
esposa;  pero  por  fin  amaneció  y  me  vestí,  esperando 
que  despertara  el  marqués  para  salir  de  casa. 

No  tardó  mucho  en  despertar;  pero  me  dijo  que 
en  la  misma  mañana  quería  que  concluyéramos  las 
cuentas,  porque  tenía  un  crédito  pendiente  y  deseaba 
saber  con  (jué  contaba  de  pronto  para  cubrirlo. 

Como  yo,  aunque  lo  veía  con  tedio,  no  presumía 
que  trataba  de  aprovechar  aquellos  momentos  para  per- 
derme, y  á  más  de  esto,  anhelaba  también  por  entre- 
garle su  ancheta,  y  romper  de  una  vez  todas  las  cone- 

PRRIQUILLO   SARNIENTO.  —  T.    I  ,    B,  ^  46 


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182  PENSADOR   MEXICANO 

xiones  que  me  había  acarreado  su  amistad,  no  me  costó 
mucho  trabajo  darle  gusto. 

En  efecto,  comencó  á  manifestarle  las  cuentas,  y 
á  ese  tiempo  entraron  en  el  gabinete  dos  ó  tres  amigos 
suyos,  cuyas  visitas  suspendieron  nuestra  ocupación, 
bien  á  mi  pesar,  que  estaba  demasiado  violento  por 
quitarme  de  la  presencia  de  aquel  pérfido;  pero  no  fué 
dable,  porque  el  picaro,  pretextando  urbanidad  y  cariño, 
sacó  al  comedor  á  sus  amigos  sin  dejarme  separar  de 
ellos;  antes  tratándome  con  demasiada  familiaridad  y 
expresión,  y  de  esta  suerte  nos  sentamos  juntos  á  al- 
morzar. 

Aún  no  bien  habíamos  acabado,  cuando  entró  un 
lacayo  con  un  recado  del  cabo  del  resguardo  (jue  espe- 
raba en  el  patio  con  cuatro  soldados. 

—  ¿Soldados  en  mi  casa?  preguntó  el  marqués  fin- 
giendo sorprenderse.  —  Sí,  señor,  respondió  el  lacayo, 
soldados  y  guardas  de  la  Aduana. — ¡Válgate  Dios  I  ¿Qué 
novedad  será  ésta?  Vamos  á  salir  del  cuidado. 

Diciendo  esto,  bajamos  todos  al  patio,  donde  esta- 
ban los  guardas  y  soldados.  Saludaron  á  mi  amo  cor- 
tesmente,  y  el  cabo  ó  superior  de  la  comparsa  le  pre- 
guntó ¿quién  de  nosotros  era  su  dependiente  que  acababa 
de  llegar  de  tierra  adentro?  El  marqués  contestó  que 
yo,  é  inmediatamente  me  intimaron  que  me  diese  por 
preso,  rodeándose  de  mí  al  mismo  tiempo  los  soldados. 


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OBRAS   ESCOGIDAS 


183 


Considere  usted  el  sobresalto  que  me  ocuparía  al 
verme  preso,  y  sin  saber  el  motivo  de  mi  prisión;  pero 
mucho  más  sofocado  quedé  cuando,  preguntándolo  el 
marqués,  le  dijeron  que  por  contrabandista,  y  que,  en 
achaque  de  géneros  suyos,  había  pasado  la  noche  ante- 
cedente una  buena  porción  de  tabaco  entre  los  tercios, 
que  aún  debían  estar  en  su  bodega;  que  la  denuncia  era 
muy  derecha,  pues  no  menos  venía  que  por  el  mismo 
arriero  que  enfardeló  el  tabaco;  por  señas  que  los  tercios 
más  cargados  eran  los  de  la  marca  T.,  y  por  último, 
que  de  orden  del  señor  director  prevenían  al  señor  mar- 
qués contestase  sobre  el  particular  y  entregase  el  comiso. 

El  marqués,  con  la  más  pérfida  simulación,  decía: 
— Si  no  puede  ser  eso;  sobre  que  este  sujeto  es  dema- 
siado hombre  de  bien,  v  en  esta  confianza  le  fío  mis 
intereses  sin  más  seguridad  que  su  palabra,  ¿cómo  era 
posible  que  procediera  con  tanta  bastardía  que  tratase 
de  abochornarme  y  de  perderse?  ¡Vamos,  que  no  me 
cabe  en  el  juicio  1 

— Pues,  señor,  decían  los  guardas,  aquí  está  el 
escribano  que  dará  fe  de  lo  que  se  halle  en  los  tercios; 
registrémoslos  y  saldremos  de  la  duda. 

— Así  será,  dijo  el  marqués,  y  como  lleno  de  cólera 
mandó  pedir  las  llaves.  Trajéronlas,  abrieron  la  bodega, 
desliaron  los  tercios,  y  fueron  encontrándolos  casi  relie 
nos  de  tabaco. 


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184  PENSADOR    MEXICANO 

Entonces  el  marqués,  revistiendo  su  cara  de  indig- 
nación, y  echándome  una  mirada  de  rico  enojado,  me 
dijo: 

—  ¡So  bribón,  trapacero,  villano  y  mal  agradecido! 
¿Este  es  el  pago  que  ha  dado  á  mis  favores?  ¿Así  se  me 
corresponde  la  ciega  é  imprudente  confianza  que  hice 
de  él?  ¿Así  se  recompensan  mis  servicios  que  en  nada 
me  los  tenía  merecidos?  Y  por  fin,  ¿así  se  retorna  aque- 
lla generosidad  con  que  le  di  mi  dinero  para  que  él  solo 
se  aprovechara  de  sus  utilidades,  sin  que  conmigo  par- 
tiera ni  un  ochavo,  cosa  que  tiene  pocos  ejemplares? 
¿No  le  bastaba  al  muy  picaro  robarme  y  defraudarme, 
sino  que  trató  de  comprometer  á  un  hombre  de  mi  honor 
y  de  mi  clase?  Muy  bien  está  que  él  pague  el  fraude 
hecho  contra  la  Real  Hacienda,  bogando  en  una  galera 
ó  arrastrando  una  cadena  en  un  presidio  por  diez  años; 
pero  á  mí  ¿quién  me  limpiará  de  la  nota  en  que  me  ha 
hecho  incurrir,  á  lo  menos  entre  los  (jue  no  saben  la 
verdad  del  caso?  Y  ¿quién  restaurará  mis  intereses,  pues 
es  claro  que  cuanto  tienen  de  tabaco  los  tercios,  tanto 
les  falta  de  géneros  y  existencias?  Mi  honor  yo  lo  vin- 
dicaré y  lo  aquilataré  hasta  lo  último;  pero  ¿cómo  resar- 
ciré mis  intereses?  Vamos,  no  calle,  ni  quiera  hacerse 
ahora  mosca  muerta.  Diga  la  verdad  delante  del  escri- 
bano: ¿Yo  lo  mandé  á  comerciar  en  tabaco?  ¿O  tengo 
interés  en  este  contrabando? 


^>it.L^^ '>jr>-.'.<i.v.:.  -"  1  .  ^   ..  ...     í^'y^.,   .::  TI  ái»  il-  ¡tr'iát  iiS'  ^t  f*   -  '  ...  'b^   fJ'izAi 


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OBRAS   ESCOGIDAS 


185 


Yo  me  había  estado  callado  á  semejante  inicua 
reprensión,  aturdido,  no  por  mi  culpa,  que  ninguna 
tenía,  ^  sino  por  la  sorpresa  que  me  causó  aquel  hallaz- 
go y  por  las  injurias  que  escuchaba  de  la  boca  del 
marqués,  no  pude  menos  que  romper  el  silencio  á  sus 
preguntas  y  confesar  que  él  no  tenía  la  más  míni- 
ma parte  en  aquello,  pero  (jue  ni  yo  tampoco;  pues 
Dios  sabía  que  ni  pensamiento  había  tenido  de  em- 
plear un  real  en  tabaco.  A  esto  se  rieron  todos,  y 
después  de  emplazar  al  manjués  para  que  contestara, 
cargaron  con  los  tercios  para  la  Aduana,  y  conmigo 
para  esta  prisión,  sin  tener  el  ligero  gusto  de  ver  á 
mi  querida  esposa,  causa  inocente  de  todas  mis  des- 
gracias. 

Dos  años  hace  que  habito  las  mansiones  del  cri- 
men reputado  por  uno  de  tantos  delincuentes:  dos  años 
hace  que  sin  recurso  lidio  con  las  perfidias  del  manjués 
empeñado  en  sepultarme  en  un  presidio,  que  hasta  allá 
no  ha  parado  su  vengativa  pasión;  porque  después  que 
con  infinito  trabajo  he  probado  con  las  declaraciones 
de  los  arrieros  (|ue  no  tuve  ninguna  noticia  del  tabaco, 
él  me  ha  tirado  á  perder  demandándome  el  resto  que 
dice  falta  á  su  principal:  dos  años  hace  que  mi  esposa 


*  No  siempre  la  turbación  prueba  delito.  Esta  es  una  prueba  muy  equivoca;  antes 
el  hombre  de  bien  se  aturdirá  más  presto  que  el  picaro  procaz  cuando  se  vea  acusado  de 
un  delito  que  no  ha  cometido.  El  inmutarse,  desfigurarse  el  semblante  y  balbucir  las 
palabras,  probará  terror  ó  vergü3nza,  pero  no  siempre  la  realidad  del  delito. 

PERIQUILLO   SARNIENTO. —  T.    I,    B.  — 47. 


186  PENSADOR    MEXICANO 

sufre  una  horrorosa  prisión,  y  dos  años  hace  que  yo 
tolero  con  resignación  su  ausencia  y  los  muchos  trabajos 
que  no  digo;  pero  Dios,  que  nunca  falta  al  inocente  que 
de  veras  confía  en  su  alta  Providencia,  ha  querido  darse 
por  satisfecho  y  enviarme  los  consuelos  á  buen  tiempo; 
pues  cuando  ya  los  jueces,  engañados  con  la  malicia  de 
mi  poderoso  enemigo  y  con  los  enredos  del  venal  escri- 
bano de  la  causa,  que  lo  tenía  comprado  con  doblones, 
trataban  de  confinarme  á  un  presidio,  asaltó  al  marqués 
la  enfermedad  de  la  muerte,  en  cuya  hora,  convencido 
de  su  iniquidad,  y  temiendo  el  terrible  salto  que  iba  á 
dar  al  otro  mundo,  entregó  á  su  confesor  una  carta 
escrita  y  firmada  de  su  puño,  en  la  que.  después  de 
pedirme  un  sincero  perdón,  confiesa  mi  buena  con- 
ducta, y  que  todo  cuanto  se  me  había  imputado  había 
sido  calumnia  y  efecto  de  una  desordenada  y  vengativa 
pasión. 

De  esta  carta  tengo  copia,  y  se  les  ha  dado  á  los 
jueces  privadamente,  para  que  no  pare  en  perjuicio  del 
honor  del  marqués;  de  manera  que  de  un  día  á  otro 
espero  mi  libertad  y  el  resarcimiento  de  mis  intereses 
perdidos. 

Msta,  amigo,  es  mi  trágica  aventura.  Se  la  he  con- 
tado á  usted  para  que  no  se  desconsuele,  sino  que 
aprenda  á  resignarse  en  los  trabajos,  seguro  de  que  si 
está  inocente.  Dios  volverá  por  su  causa. 


•  'i-MNtr       ...  .  ,  .1  .      \   .         A.-.~    .,.^.'i•,^.^^^«^■/^.^.í'^L.i^,t.eL 


OBRAS    ESCOGIDAS 


187 


Aquí  llegaba  don  Antonio,  cuando  fué  preciso  se- 
pararnos para  rezar  el  rosario  y  recogernos.  Sin  em- 
bargo, después  de  cenar  y  cuando  estuvimos  más  solos 
le  dije  lo  siguiente: 


^  í:.*¿¿a 


í.^iit^'kStkÜM.  .¿-«J  .-. 


É 


.'V. 


Sale  don  Antonio  de  la  cárcel; 
entrégase  Periquillo  á  la  amistad  de  los  tunos  sus 
compañeros,  y  lance  que  le  pasó  con  el 
Aguilucho 


Guando  estuvimos  acostados 

I 

le  dije  á  don  Antonio:  —  Cierta-  '-^-^ 

mente,   querido  amigo,    que   en 

este  instante  he  tenido  un  gusto 

y   un   pesar.    El  gusto   ha  sido  ' 

saber  que  su  honor  de  usted  quedó  ileso,  tanto  de  parte 

de  su  fidelísima  consorte  cuanto  de  parte  del  marqués, 

en  virtud  de  la  tan  pública  y  solemne  retractación  que 

PERIQUILLO  SARNIENTO. —T.    I,   B.  — 48, 


M- 


190  PENSADOR    MEXICANO 

ha  hecho,  según  la  cual  usted  será  restituido  breve- 
mente á  su  libertad  y  disfrutará  la  amable  compañía 
de  una  esposa  tan  fiel  y  digna  de  ser  amada;  y  el 
pesar  ha  sido  por  advertir  el  poco  tiempo  (|ue  gozaré 
la  amigable  compañía  de  un  hombre  generoso,  benéfico 
V  desinteresado. 

— Reserve  usted  esos  elogios,  me  dijo  don  Antonio, 
para  quien  los  sepa  merecer.  Yo  no  he  hecho  con 
usted  más  que  lo  que  quisiera  hicieran  conmigo,  si 
me  hallara  en  su  situación:  y  así,  sólo  he  cumplido  en 
esta  parte  con  las  obligaciones  (jue  me  imponen  la  reli- 
gión y  la  naturaleza;  y  ya  ve  usted  que  el  que  hace  lo 
(|ue  debe  no  es  acreedor  ni  á  elogios  ni  á  reconoci- 
miento. 

—  ¡Oh,  señor!  le  dije,  si  todos  hicieran  lo  que 
deben,  el  mundo  sería  feliz:  pero  hay  pocos  que  cum- 
plan con  sus  deberes,  y  esta  escasez  de  justos  hace 
demasiado  apreciables  á  los  (|ue  lo  son.  y  usted  no  lo 
dejará  de  ser  para  mí  en  cuanto  me  dure  la  vida.  Ape- 
tecería que  mi  suerte  l'uera  otra,  para  que  mi  gratitud 
no  se  quedara  en  palabras,  pues  si,  según  usted,  el  que 
hace  lo  que  debe  no  merece  elogios,  el  que  se  mani- 
fiesta agradecido  á  un  favor  que  recibe,  hace  lo  que  debe 
justamente:  porque  ¿quién  será  aquel  indigno  que  reci- 
biendo un  favor,  como  yo,  no  lo  confiese,  publique  y 
agradezca,  á  pesar  de  la  modestia  de  su  benefactor?   Mi 


■  A¿iát.^.i^>aJii's.t^lÍt.'LJ^M   '^«.'.^     «>kv.  .'j^MááaÍliá¡mÉ¿i.ji^-.:\. -  .Wn..  ^     ^-■~.     'i-^- <:  .^^^'■.>-^?i—"  tf     --'-■^-^'- 


\tfsii.4^L, 


«:!&■- 


OBRAS   ESCOGIDAS  -  191 

padre,  señor,  era  muy  honrado  y  dado  á  los  libros,  y  yo 
me  acuerdo  haberle  oído  decir,  que  el  que  inventó  las 
prisiones  fué  el  que  hizo  los  primeros  beneficios;  ya  se 
ve  que  esto  se  entiende  respecto  de  los  hombres  agra- 
decidos; pero  ¿(|uién  será  el  infame  que  recibiendo  un 
beneficio  no  lo  agradezca?  En  efecto,  el  ingrato  es  más 
terrible  que  las  fieras.  Usted  ha  visto  la  gratitud  de  los 
perros,  y  se  acordará  de  aquel  león  á  quien,  habiéndole 
sacado  un  caminante  una  espina  que  tenía  clavada  en 
la  mano,  siendo  éste  después  preso  y  sentenciado  á  ser 
víctima  de  las  fieras  en  el  circo  de  Roma,  por  suerte, 
ó  para  lección  de  los  ingratos,  le  toc(')  que  saliese  á 
devorarlo  a(|uel  mismo  león  á  quien  había  curado  de 
la  mano,  y  éste,  con  admiración  de  los  espectadores, 
luego  que  por  el  olfato  conoció  á  su  benefactor,  en  vez 
de  arremeterle  y  despedazarlo,  como  era  natural,  se  le 
acerca,  ^  lo  lame,  y  con  la  cola,  boca  y  cuerpo,  todo 
lo  agasaja  y  halaga,  respetando  á  su  favorecedor. 
¿Quién,  pues,  será  el  hombre  (jue  no  sea  reconocido? 
Con  razón  las  antiguas  leyes  no  prescribieron  pena  á 
los  ingratos,  pensando  el  legislador  que  no  podía  darse 
tal  crimen;  y  con  igual  razón  dijo  Ausonio,  que  no 
producía  la  natuvalc:^a  cosa  peor  que  un  ingrato.  Con- 
que vea  usted,  amigo  don  Antonio,  si  podré  yo  excu- 

*    Es  de  advertir  que  cuando  los  romanos  echaban  fieras  á  los  delincuentes  les 
cercenaban  el  alimento  para  hacerlas  más  feroces  con  el  hambre. 


/*..■  'a- L-"'5S¿ --iVí:".-  r.i;.rl¿!££ÓJ¿., 


192 


PENSADOR   MEXICANO 


sarme  de  agradecer  á  usted  los  favores  que  me  ha  dis- 
pensado. 

— Yo  jamás  hablo  contra  lo  que  me  dicta  la  razón, 
me  respondió;  conozco  que  es  preciso  y  justo  agradecer 
un  beneficio;  yo  así  lo  hago,  y  aun  lo  publico,  pues  á 
más  no  poder,  es  una  media  paga  el  publicar  el  bien 
recibido,  ya  que  no  se  pueda  compensar  de  otra  manera; 
pero  con  todo  eso,  desearía  que  no  lo  hicieran  conmigo, 
porque  no  apetezco  la  recompensa  de  tal  cual  beneficio 
que  hago  del  (jue  lo  recibe,  sino  de  Dios  y  del  testi- 
monio de  mi  conciencia;  porque  yo  también  he  leído 
en  el  autor  que  usted  me  citó,  que  el  que  hace  un  bene- 
ficio no  debe  acordarse  de  que  lo  húo. 

Coníjue  así,  dejando  esta  materia,  lo  que  importa 
es  que  usted  no  desmaye  en  los  trabajos,  ni  se  abata 
cuando  yo  le  falte,  pues  le  queda  la  Providencia,  que 
acudirá  á  sostenerlo  en  ese  caso,  así  como  lo  hace  ahora 
por  mi  medio,  pues  yo  no  soy  más  que  un  instrumento 
de  quien  á  la  presente  se  vale.. 

En  estas  amistosas  conversaciones  nos  quedamos 
dormidos,  y  á  otro  día,  sin  esperarlo  yo,  me  llamaron 
para  arriba.  Subí  sobresaltado,  ignorando  para  qué  me 
necesitaban;  pero  pronto  salí  de  la  duda,  haciéndome 
entender  el  escribano  que  me  iba  á  tomar  la  confesión 
con  cargos. 

Me  hicieron  poner  la  cruz  y  me  conjuraron  cuanto 


f^- ^  =  .:/A, 


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OBRAS   ESCOGIDAS  193 

pudieron  para  que  confesara  la  verdad,  so  cargo  del 
juramento  que  había  prestado. 

Yo  en  nada  menos  pensaba  que  en  confesar  ni  una 
palabra  que  me  perjudicara,  pues  ya  había  oído  decir  á 
los  léperos,  que  en  estos  casos  primero  es  ser  mártir 
que  confesor;  pero  sin  embargo,  yo  juré  decir  verdad,  .  : 

porque  decir  que  sí  no  me  perjudicaba. 

Comenzaron  á  preguntarme  mucho  de  lo  que  ya  se 
me  había  preguntado  en  la  declaración  preparatoria,  y 
yo  repetí  las  mismas  mentiras  á  muchas  de  las  mismas 
preguntas  que  sospechaba  no  me  eran  favorables,  y  así 
negué  mi  nombre,  mi  patria,  mi  estado,  etc.,  añadiendo 
acerca  del  oficio,  que  era  labrador  en  mi  tierra;  confesé,  - 
porque  no  lo  podía  negar,  que  era  verdad  (jue  Januario  '=l| 

era  mi  amigo,  y  que  el  zarape  y  rosario  eran  suyos;  pero 
no  dije  cómo  habían  venido  á  mi  poder,  sino  que  me  los 
había  empeñado. 

A  seguida  se  me  hicieron  varios  cargos,  pero  nada 
valió  para  que  yo  declarara  lo  que  se  quería,  y  en  vista 
de  mi  resistencia  se  concluyó  aquella  formalidad,  hacién- 
dome firmar  la  declaración  y  despachándome  al  patio. 

Yo   obedecí   prontamente,   como   que  deseaba  qui- 
tarme  de   su   presencia.    Bájeme   á   mi  calabozo,   y  no  ( 
hallando   en   él    á   don    Antonio,    salí    para   el   f)atio   á 
tomar  sol. 

Estando  en  esta  diligencia,  se  juntaron  cerca  de  mí  j 

PERIQUILLO   SARNIENTO. —  T.    I,   B. —  49.  .  >'i3j 


•t'-fi^r  \i.",  --  :       -.t_*  *»(.í»iv 


194  PENSADOR    MEXICANO 

unos  cuantos  cofrades  de  Briján,  y  tendiendo  una  fraza- 
dita  en  el  suelo,  se  sentaron  á  jugar  á  la  redonda  en 
buena  paz  y  compañía,  la  que  por  poco  les  deshace  el 
presidente  si  no  le  hubieran  pagado  dos  ó  cuatro  reales 
de  licencia,  que  tanto  llevaba  de  pitanza,  con  nombre  de 
licencia,  por  cada  rueda  de  juego  que  se  ponía,  y  tal  vez 
más.  según  era  la  cantidad  que  se  jugaba. 

Yo  me  admiraba  al  ver  que  en  la  cárcel  se  jugaba 
con  más  libertad  y  á  menos  costo  que  en  la  calle,  envi- 
diando de  paso  las  buscas  de  los  presidentes,  pues  á  más 
de  las  generales,  éste  de  quien  hablo  tenía  otras  que  no 
le  dejaban  poco  provecho,  porque  por  tercera  persona 
metía  aguardiente  y  lo  vendía  como  se  le  antojaba;  pres- 
taba sobre  prendas  con  dos  reales  de  logro  por  peso,  y 
hacía  otras  diligencias  tan  lícitas  y  honestas  como  las 
dichas. 

Deseaba  yo  mezclarme  con  los  tahúres  á  ver  si  me 
ingeniaba  con  alguna  de  las  gracias  que  me  había 
enseñado  Juan  Largo;  pero  no  me  determiné  por  en- 
tonces, porque  era  nuevo  y  veía  la  clase  de  gente  que 
jugaba,  que  cada  uno  podía  darme  lecciones  en  el  arte 
do  la  fullería ,  y  así  me  contenté  con  divertirme  mirán- 
dolos. 

Pasado  un  largo  rato  de  ociosidad,  como  todos  los 
que  se  pasan  en  nuestras  cárceles,  repetí  mi  viaje  al 
calabozo,   y   ya   estaba  don   Antonio   esperándome.    Le 


.      "---*'*^-       ..     .   .,-•  -^;    .;..,..,.;.;      -s.:'...-v..;^   ]  l:.^  .^.L^'.':^^;J.íi¿íííí 


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OBRAS   ESCOGIDAS 


195 


conté  todo  mi  acaecimiento  con  el  escribano,  y  él  mostró 
admirarse  diciéndome: 

—  Me  hace  fuerza  que  tan  presto  se  haya  evacuado 
la  confesión  con  cargos,  pues  ayer  le  dije  á  usted  que 
podía  esperar  este  paso  de  aquí  á  tres  meses,  y  en 
efecto,  puedo  citarle  muchos  ejemplares  de  estas  dila- 
ciones. Bien  es  verdad  que  cuando  los  jueces  son  acti- 
vos, y  no  hay  embarazo  que  lo  impida,  ó  urge  mucho  la 
conclusión  del  negocio,  se  determina  pronto  esta  diligen- 
cia. Pero  vamos  á  esto:  ¿ha  hecho  usted  muchas  citas? 
Porque  siendo  así,  se  enreda  ó  se  demora  más  la  causa. 

—  No  sé  lo  que  son  citas,  le  respondí;  á  lo  que 
don  Antonio  me  dijo: 

—  Citas  son  las  referencias  que  el  reo  hace  á  otros 
sujetos,  poniéndolos  por  testigos,  ó  citándolos  con  cual- 
quiera ingerencia  en  la  causa,  y  entonces  es  necesario 
tomarles  á  todos  declaración ,  para  examinar  por  ésta  la 
verdad  ó  falsedad  de  lo  que  ha  dicho;  y  esto  se  llama 
evacuar  citas.  Ya  usted  verá  que  naturalmente  estas 
diligencias  demandan  tiempo. 

—  Pues,  amigo,  le  dije,  mal  estamos;  porque  yo, 
para  probar  que  no  salí  con  Januario  la  noche  del  robo, 
atestigüé  que  me  había  estado  en  el  truquito  con  todos 
los  inquilinos  de  él,  y  éstos  son  muchos. 

—  En  verdad  que  hizo  usted  mal,  dijo  don  Antonio, 
pero  si  no  había  prueba  más  favorable,  usted  no  podía 


■l-.,»,!--    •^'í,'.»^^^      rj_ti.t,?>-il. 


196  PENSADOR    MEXICANO 

omitirla.  En  fin,  si  con  la  prisa  que  ha  comenzado  el 
negocio,  continúa,  puede  usted  tener  esperanza  de  salir 
pronto. 

En  estas  y  otras  conversaciones  entretuvimos  el 
resto  de  aquel  día,  en  el  que  mi  caritativo  amigo  me 
dio  de  comer,  y  en  los  quince  ó  veinte  más  que  duró  en 
mi  compañía,  no  sólo  me  socorrió  en  cuanto  pudo,  sino 
que  me  doctrinó  con  sus  consejos.  ¡Ah,  si  yo  los  hubiera 
tomado  I 

Guando  me  veía  adunarme  con  algunos  presos,  cuya 
amistad  no  le  parecía  bien,,  me  decía: — Mire  usted,  don 
Pedrito,  dice  el  refrán  (jue  cada  oveja  con  su  pareja. 
Podía  usted  no  familiarizarse  tanto  con  esa  clase  de 
gente  como  N.  y  Z.,  pues,  no  porque  son  pobres  ni 
morenos;  estos  son  accidentes  por  los  que  solamente 
no  debe  despreciarse  al  hombre,  ni  desecharse  su  com- 
pañía, en  especial  si  aquel  color  y  aquellos  trapos  rotos 
cubren,  como  suele  suceder,  un  fondo  de  virtud,  sino 
porque  esto  no  es  lo  más  frecuente;  antes  la  ordinariez 
del  nacimiento  y  el  despilfarro  de  la  persona  suelen  ser 
los  más  seguros  testimonios  de  su  ninguna  educación 

4 

ni  conducta;  y  ya  ve  usted  (jue  la  amistad  de  unas 
gentes  de  esta  clase  no  puede  traerle  ni  honra  ni 
provecho;  y  ya  se  acuerda  de  que,  según  me  ha  con- 
tado, los  extravíos  que  ha  padecido  y  los  riesgos  en 
que  se  ha  visto  no  los  debe  á  otros  que  á  sus   malos 


.t;""»?".-^'".^:  .-.      .      .  :     -;tbhi»»^:--.-   ^*<^."r» 


OBRAS    ESCOGIDAS  197 

amigos,  aun  en  la  clase  de  bien  nacidos,  como  el  señor 
Januario. 

A  este  tenor  eran  todos  los  consejos  que  me  daba 
aquel  buen  hombre,  y  así  con  sus  beneficios  como  con  la 
suavidad  de  su  carácter  se  hizo  dueño  de  mi  voluntad, 

en  términos  que  yo  lo  amaba  y  lo  respetaba  como  á  mi 
padre. 

Esto  me  acuerda  que  yo  debí  á  Dios  un  corazón 
noble,  piadoso  y  dócil  á  la  razón.  La  virtud  me  pren- 
daba, vista  en  otros;  los  delitos  atroces  me  liorrorizaban, 
y  no  me  determinaba  á  cometerlos,  y  la  sensibilidad  se 
excitaba  en  mis  entrañas  a  la  presencia  de  cualquiera 
escena  lastimosa. 

Pero  ¿qué  tenemos  con  estas  buenas  cualidades  si 
no  se  cultivan?  ¿Qué,  con  que  la  tierra  sea  fértil,  si  la 
semilla  que  en  ella  se  siembra  es  de  cizaña?  Eso  era 
cabalmente  lo  que  me  sucedía.  Mi  docilidad  me  servía 
para  seguir  el  ímpetu  de  mis  pasiones  y  el  ejemplo  de 
mis  malos  amigos;  pero  cuando  lo  veía  bueno,  pocas 
veces  dejaba  de  enamorarme  la  virtud,  y  si  no  me  deter- 
minaba á  seguirla  constantemente,  n  lo  menos  me  sentía 
inclinado  á  ello  v  me  refrenaba  mientras  tenía  el  estí- 
mulo  á  la  vista. 

Así  me  sucedió  mientras  tuve  la  compañía  de  don 
Antonio,  pues  lejos  de  envilecerme  ó  contaminarme  más 
con  el  perverso  ejemplo  de  aquellos  presos  ordinarios, 

PERIQUILLO   SARNIENTO.  —  T.    I,    B.— 50. 


&. 

*■ 


t\   -...iüliaitt.fci,.   .  ■ ,.    -j-' j-w."i..r'  ...  ."ií.-iilt    .'J.-i.  i,;¿.«.-."'»i-li_«t.v i-i'ii^i.:;' 


198  PENSADOR    MEXICANO 

(|ue  conocemos  con  el  nombre  de  (jcntcdla,  según  me 
acontoci"'»  en  el  truquito,  lejos  de  esto,  digo,  iba  yo  adqui- 
riendo no  sé  que  modo  de  pensar  con  honor,  y  no  me 
atrevía  á  asociarme  con  aquella  broza  por  vergüenza  de 
mi  amigo,  y  por  la  fuerza  que  me  hacían  sus  suaves  y 
eficaces  persuasiones.  ¡Qué  cierto  es  que  el  ejemplo  de 
un  amigo  honrado  contiene,  á  veces,  más  que  el  pre- 
cepto de  un  superior,  y  más  si  éste  sólo  da  preceptos  y 
no  ejemplos  I 

Pero  como  yo  apenas  comenzaba  á  ser  aprendiz  de 
hombre  de  bien  con  los  de  mi  buen  compañero,  luego 
que  me  faltaron  rodó  por  tierra  toda  mi  conducta  y 
señorío,  á  la  manera  que  un  cojo  irá  á  dar  al  suelo 
luego  que  le  falte  la  muleta. 

Fué  el  caso  que  una  mañana  que  estaba  yo  solo  en 
mi  calabozo  levendo  en  uno  de  los  libros  de  don  Antonio, 
bajó  éste  de  arriba,  y  dándome  un  abrazo,  me  dijo  muy 
alborozado : 

—  Querido  don  Pedro,  ya  quiso  Dios,  por  fin, 
que  triunfara  la  inocencia  de  la  calumnia,  y  que  yo 
logre  el  fruto  de  aquélla  en  el  goce  completo  de  mi 
libertad.  Acaba  el  alcaide  de  darme  el  correspondiente 
boleto.  Yo  trato  de  no  perder  momentos  en  esta  prisión 
para  que  mi  buena  esposa  tenga  cuanto  antes  la  compla- 
cencia de  verme  libre  y  á  su  lado,  y  por  este  motivo 
resuelvo   marcharme   ahora   mismo.     Dejo   á    usted    mi 


•••  •  V  . 


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.  OBRAS   ESCOGIDAS  199 

cama  y  esa  caja  con  lo  que  tiene  dentro  para  que  se    . 

í" 

sirva  de  ella  entretanto  la  mando  sacar  de  aquí,   pero  j 

le  encargo  me  la  cuide  mucho. 

Yo  prometí  hacer  cuanto  él  me  mandara,  dándole 
los  plácemes  por  su  libertad  y  las  debidas  gracias  por  ' 

los  beneficios  que  me  había  hecho,  suplicándole  que 
mientras  estuviera  en  México  se  acordara  de  su  pobre 
amigo  Perico,  y  no  dejara  de  visitarlo  de  cuando  en 
cuando.  El  me  lo  ofreció  así,  poniéndome  dos  pesos  en 
la  mano,  y  estrechándome  otra  vez  en  sus  brazos,  me 
dijo: — Sí,  mi  amigo...  mi  amigo...  j pobre  muchacho! 
bien  nacido  y  mal  logrado...  Adiós... — No  pudo  conte- 
ner este  hombre  sensible  y  generoso  su  ternura:  las 
lágrimas  interrumpieron  sus  palabras,  y  sin  dar  lugar  á 
que  yo  hablara  otra,  marchó  dejándome  sumergido  en 
un  mar  de  aflicción  y  sentimiento,  no  tanto  por  la  falta 
que  me  hacía  don  Antonio,  cuanto  por  lo  que  extrañaba 
su  compañía;  pues  en  efecto,  ya  lo  dije  y  no  me  cansaré  :^ 

de  repetirlo,  era  muy  amable  y  generoso. 

Aquel  día  no  comí,  y  á  la  noche  cené  muy  parca- 
mente; mas  como  el  tiempo  es  el  paño  que  mejor  enjuga 
las  lágrimas  que  se  vierten  por  los  muertos  y  los  ausen- 
tes, al  segundo  día  ya  me  fui  serenando  poco  á  poco. 
Bien  es  verdad  que  lo  que  calmó  fué  el  exceso  de  mi 
dolor,  mas  no  mi  amor  ni  mi  agradecimiento. 

Apenas  los  pillos  mis  compañeros  me  vieron  sin  el 


200  PENSADOR    MEXICANO 

respeto  de  don  Antonio  y  advirtieron  que  quedó  de  depo- 
sitario de  sus  bienecillos.  cuando  procuraron  granjearse 
mi  amistad,  y  para  esto  se  me  acercaban  con  írecuencia, 
me  daban  cigarros  cada  rato,  me  convidaban  á  aguar- 
diente, me  preguntaban  por  el  estado  de  mi  causa,  me 
consolaban  y  hacían  cuanto  les  sugería  su  habilidad  por 
apoderarse  de  mi  confianza. 

No  les  costó  mucho  trabajo,  porque  yo,  como  buen 
bobo,  decía:  —  No,  pues  estos  pobres  no  son  tan  malos 
como  me  parecieron  al  principio.  El  color  bajo  y  los  ves- 
tidos destrozados  no  siempre  califican  á  los  hombres  de 
perversos,  antes  a  veces  pueden  esconder  algunas  almas 
tan  honradas  y  sensibles  como  la  de  don  Antonio;  y 
¿qut'  sé  yo  si  entre  estos  infelices  me  encontraré  con 
alguno  que  supla  la  falta  de  mi  amigo? 

Engañado  con  estos  hipócritas  sentimientos,  resolví 
hacerme  camarada  de  aquella  gentuza,  olvidándome  de 
los  consejos  de  mi  ausente  amigo,  y  lo  que  es  más,  del 
testimonio  de  mi  conciencia  que  me  decía  que,  cuando  no 
en  lo  general,  á  lo  menos  en  lo  común,  raro  hombre 
sin  principios  ni  educación  deja  de  ser  vicioso  y  rela- 
jado. 

A  los  tres  días  de  la  partida  de  don  Antonio,  ya  era 
yo  consocio  de  aquellos  tunos,  llevando  con  ellos  una 
familiaridad  tan  estrecha,  como  si  de  años  atrás  nos 
hubiéramos  conocido;  porcjue  no  sólo  comíamos,  bebía- 


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OBRAS    ESCOGIDAS 


201 


mos  y  jugábamos  juntos,  sino  que  nos  tuteábamos  y 
retozábamos  de  manos  como  unos  niños. 

Pero  con  quien  más  me  intime  fué  con  un  mulatillo 
gordo,  aplastado,  chato,  cabezón,  encuerado  y  demasia- 
damente vivo  y  atrevido,  que  le  llamaban  la  Afjuilifa,  y 
yo  jamás  le  supe  otro  nombre,  que  verdaderamente  le 
convenía  así  por  la  rapidez  de  su  genio  como  por  lo 
afilado  de  su  garra.  Era  un  ladrón  astuto  y  ligerísimo; 
pero  de  aquellos  ladrones  rateros,  incapaces  de  hacer  un 
robo  de  provecho,  pero  capaces  de  sufrir  veinticinco 
azotes  en  la  picota  por  un  vidrio  de  á  dos  reales  ó  un 
pañito  de  á  real  y  medio.  Era,  en  fin,  uno  de  estos 
macutenos  ó  cortabolsas,  pero  delicado  en  la  facultad. 
No  se  escapaba  de  sus  uñas  el  pañuelo  más  escondido, 
ni  el  trapo  más  bien  asegurado  en  el  tendedero.  ¡Qué 
tal  sería,  pues  los  otros  presos,  que  eran  también  profe- 
sores de  su  arte,  le  rendían  el  pórrigo,  ^  le  confesaban 
la  primacía  y  se  guardaban  de  él  como  si  fueran  los 
más  lerdos  en  el  oficio  I 

El  mismo,  haciendo  alarde  de  sus  delitos,  me  los 
contó  con  la  mayor  franqueza,  y  yo  le  referí  mis  aven- 
turas punto  por  punto  en  buena  correspondencia,  sin 
ocultarle   que   así  como  á   él  por  mal  nombre  le   11a- 

'  Plinio  y  otros  autores  usan  la  frase  Herbam  porrigere  en  boca  del  que  confiesa 
haber  sido  vencido.  Por  esto  antiguamente  en  las  escuelas  y  cátedras  de  gramática  se 
usó  que  los  que  habían  dicho  algún  disparate,  se  hincasen  ante  el  que  se  los  corrigió, 
diciéndole  pórrigo  Ubi,  y  á  esto  alude  la  frase  poco  usada  hoy  de  rendir  el  pórrigo,  que 
para  su  inteligencia  pareció  necesario  explicar  en  esta  nota.  E. 

PERIQUILLO   SARNIENTO.— T.    I,    B.  — 51. 


202  PENSADOR   MEXICANO 

maban  Afjuiltki,  así  á  mí  me  decían  Periquillo  Sar- 
niento. 

No  fué  menester  más  que  revelarle  este  secreto  para 
que  todos  lo  supieran,  y  desde  aquel  día  ya  no  me  cono- 
cían con  otro  nombre  en  la  cárcel. 

l'^ste  fué,  según  dije,  el  gran  sujeto  con  quien  yo 
trabé  la  más  estrecha  amistad.  Ya  se  deja  entender  qué 
ejemplos,  qué  consejos  y  qué  beneficios  recibiría  de  mi 
nuevo  amigo  y  de  todos  sus  camaradas.    Como  de  ellos. 

Al  plazo  que  dije  ya  habían  concluido  los  dos  pesos 
que  me  dejó  don  Antonio,  y  yo  no  tenía  ni  qué  comer 
ni  qué  jugar.  Es  cierto  que  el  amigo  Aguilucho  partía 
conmigo  de  su  plato,  pero  éste  era  tal  que  yo  lo  pasaba 
con  la  mayor  repugnancia,  pues  se  reducía  á  un  poco 
de  atole  aguado  por  la  mañana,  un  trozo  de  toro  mal 
cocido  en  caldo  de  chile  al  medio  día  y  algunos  alver- 
jones  ó  habas  por  la  noche,  (juc  ellos  engullían  muy 
bien,  tanto  por  no  estar  acostumbrados  á  mejores  vian- 
das como  por  ser  éstas  de  las  (jue  les  daba  la  caridad; 
pero  yo  apenas  las  probaba.  De  manera  que  si  no  hubiera 
sido  por  un  bienhechor  que  se  dignó  favorecerme,  perez- 
co en  la  cárcel  de  enfermedad  ó  de  hambre,  pues  era 
seguro  que  si  comía  las  municiones  alverjonescas  y  el 
toro  medio  vivo  me  enfermaría  gravemente,  y  si  no 
comía  eso,  no  habiendo  otros  alimentos,  la  debilidad 
hubiera  dado  conmigo  en  el  sepulcro. 


•■JK-     1      "  -i- 


OBRAS   ESCOGIDAS  203 

Pero  nada  de  esto  sucedió;  porque  desde  el  cuarto 
día  de  la  ausencia  de  don  Antonio  me  llevaron  de  la 
calle  un  canastito  con  suficiente  y  regular  comida,  sin 
poder  yo  averiguar  de  dónde,  pues  siempre  que  lo 
preguntaba  al  mandadero  sólo  sacaba  de  éste  que  me 
la  daba  un  amigo,  quien  mandaba  decir  que  no  nece- 
sitaba saber  quién  era, 

Ea  esta  inteligencia,  yo  recibía  el  canastillo,  daba 
las  gracias  á  mi  desconocido  benefactor  y  comía  con 
mejores  apetencias  y  casi  siempre  en  compañía  del 
Aguilucho  ó  de  alguno  de  sus  cofrades. 

Mas  como  la  amistad  de  éstos  no  era  verdadera, 
ni  se  dirigía  á  mi  bien  sino  al  provecho  que  esperaban 
sacar  de  mí,  no  cesaban  de  instarme  á  jugar,  y  esto 
lo  hacían  por  medio  de  Aguilita,  quien  me  decía  á  cada 
cuarto  de  hora: — Amigo  Perico,  vamos  á  jugar,  hombre; 
¿qué  haces  tan  triste  y  arrinconado  con  el  libro  en  la 
mano  hecho  santo  de  colateral?  Mira,  en  la  cárcel  sólo 
bebiendo  ó  jugando  se  puede  pasar  el  rato,  pues  no  hay 
nada  que  hacer  ni  en  qué  ocuparse.  Aquí  el  herrero, 
el  sastre,  el  tejedor,  el  pintor,  el  arcabucero,  el  batihoja, 
el  hojalatero,  el  carrocero  y  otros  muchos  artesanos, 
luego  que  se  ven  privados  de  su  libertad  se  ven  tam- 
bién privados  de  su  oficio,  y  de  consiguiente  constituidos 
en  la  última  miseria  ellos  y  sus  familias  en  fuerza 
de  la  holgazanería  á  que  se  ven  reducidos,    y  los  que 


1 


204  PENSADOR    MEXICANO 

no  tienen  oficio  perecen  de  la  misma  manera;  y  así, 
camarada,  ya  que  no  hay  más  que  hacer,  pasemos  el 
rato  jugando  y  bebiendo  mientras  que  nos  ahorcan  ó 
nos  envían  á  comer  pescado  fresco  á  San  Juan  de 
Ulúa,  ponjuc  lo  demás  será  quitarnos  la  vida  antes 
que  el  verdugo  ó  los  trabajos  nos  la  (juiten. 

Acabó  mi  amigo  su  persuasiva  conversación,  y  le 
dije:  —  No  pensé  jamás  que  un  hombre  de  tu  pelaje 
hablara  tan  razonablemente;  porque  la  verdad,  y  sin 
que  sirva  de  enojo,  los  de  tu  clase  no  se  explican  en  ma- 
teria ninguna  de  ese  modo. — Auntjue  no  es  esa  regla  tan 
general  como  la  supones,  me  contestó,  sin  embargo, 
es  menester  concederte  que  es  así,  por  la  mayor  parte; 
mas  esa  dureza  é  idiotismo  (jue  adviertes  en  los  indios, 
mulatos  y  demás  castas,  no  es  por  defecto  de  su  enten- 
dimiento, sino  por  su  ninguna  cultura  ni  educación. 
Ya  habrás  visto  (jue  muchos  de  esos  mismos  que  no 
saben  hablar,  hacen  mil  curiosidades  con  las  manos, 
como  son  cajitas,  escribanías,  monitos,  matraquitas, 
y  tanto  cachivache  que  atrae  la  afición  de  los  muchachos 
y  aun  de  los  que  no  lo  son;  pues  lo  más  especial  que 
hay  en  el  caso  es  el  precio  en  que  los  venden»  y  la  herra- 
mienta con  que  los  trabajan.  El  precio  es  poco  menos 
que  medio  real  ó  cuartilla,  y  la  herramienta  se  reduce 
á  un  pedazo  de  cuchillo,  una  tira  de  hoja  de  lata,  y  casi 
siempre  nada  más. 


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■.  1- . .: 


OBRAS    ESCOGIDAS  205 

Esto  prueba  bien  que  tienen  más  talento  del  que 
tú  les  concedes;  porque  si  no  siendo  escultores,  car- 
pinteros, carroceros,  etc.,  ni  teniendo  conocimiento  en 
las  reglas  de  las  artes  que  te  he  nombrado,  hacen  una 
figura  de  un  hombre  ó  de  un  animal,  una  mesa,  un 
ropero,  un  cochecito  y  cuanto  quieren,  tan  bonitos  y 
agradables  á  la  vista,  si  hubieran  aprendido  esos  oficios, 
claro  es  (jue  harían  obras  perfectas  en  su  línea. 

Pues  de  la  misma  manera  debes  considerar  que 
si  los  dedicaran  á  los  estudios,  v  su  trato  ordinario  fuera 
con  gente  civilizada,  sabrían  muchos  de  ellos  tanto  como 
el  (|ue  más  y  serían  capaces  de  lucir  entre  los  doctos, 
no  obstante  la  opacidad  de  su  color.  ^  Yo,  por  ejemplo, 
hablo  regularmente  el  castellano,  porque  me  crié  al  lado 
de  un  fraile  sabio,  quien  me  enseñó  á  leer,  escribir  y 
hablar.  Si  me  hubiera  criado  en  casa  de  mi  tía,  la  tri- 
pera, seguramente  i\  la  hora  de  ésta  no  tuvieras  nada 
que  admirar  en  mí.  , 

Pero  dejemos  estas  filosofías  para  los  estudiantes. 
Aquí  nada  vale  hablar  bien  ni  mal,  ser  blancos  ni  prie- 

1  Aún  se  acuerdan  en  esta  ciudad  de  aquel  negrito  lego,  pero  poeta  improvisador 
y  agudísimo,  de  quien  entre  muchas  de  sus  repentinas  agudezas,  se  celebra  la  que 
dijo  al  sabio  padre  Samudio,  jesuíta,  con  ocasión  de  preguntar  éste  al  compañero  si 
nuestro  negro,  que  iba  cerca,  era  el  mismo  de  quien  tanto  se  hablaba;  lo  oyó  éste  y 
respondió: 

Yo  soy  el  negrito  poeta 
Aunque  sin  ningún  estudio, 
Si  no  tuviera  esta  jeta 
Fuera  otro  padre  Samudio.  . 

PERIQUILLO   SARNIENTO.  — T.    I,    B.  — 52. 


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206  PENSADOR    MEXICANO 

tos,  trapientos  ó  decentes:  lo  que  importa  es  ver  cómo 
se  pasa  el  rato  y  cómo  se  les  pelan  los  medios  á 
nuestros  compañeros;  y  así  vamos  á  jugar,  Periquillo, 
vamos  á  jugar,  no  tengas  miedo;  á  mí  no  me  la  dan 
de  malas  en  el  naipe;  de  eso  entiendo  más  que  de  cas- 
trar monas,  y  en  fin,  amarro  un  albur  á  veinte  cartas. 
Conque  vamos,  hombre. 

Yo  le  dije  que  iría  de  buena  gana  si  tuviera  dinero, 
pero  que  estaba  sin  blanca.  —  ¡Sin  blanca!  exclamó 
el  Gerifalte.  No  puede  ser.  ¿Pues  para  qué  quieres 
esas  sábanas  ni  esa  colcha  (jue  tienes  en  la  cama,  ni 
los  demás  trebejos  que  guardas  en  la  cajita?  A({uí  el 
presidente  y  otros  de  tan  arreglada  conciencia  como  él, 
prestan  ocho  con  dos  sobre  prendas,  ó  al  valer,  ó  á 
si  chilla. 

—  El  logro  de  recibir  dos  reales  por  premio  de  ocho 
que  se  presten,  lo  dije,  ya  lo  entiendo,  y  sé  que  eso  se 
llama  prestar  ocho  con  dos;  pero  en  esto  de  la  valedura 
y  del  chillido  no  tengo  inteligencia.  Explícame  qué  cosas 
son. 

—  Prestar  al  valer,  me  respondió,  es  prestar  con  la 
obligación  de  dar  el  agraciado  al  prestador  medio  ó  un 
real  de  cada  albur  que  gane,  y  prestar  á  si  chifla,  es 
prestar  con  un  plazo  señalado,  sin  usura,  pero  con 
la  condición  de  que  pasado  éste,  y  no  sacando  la  prenda, 
se  pierde  ésta  sin  remedio,  en  el  dinero  que  se  prestó 


OBRAS   ESCOGIDAS  207 

sobre  ella,  sin  tener  el  dueño  acción  para  reclamar  las 
demasías. 

— Muy  bien,  dije  yo;  he  quedado  bien  enterado  en 
el  asunto,  y  saco  por  buena  cuenta  que,  ya  de  uno,  ya  de 
otro  modo,  está  el  empeñador  muy  expuesto  á  quedarse 
sin  su  alhaja,  y  los  tales  logreros  en  ocasión  próxima  de 
que  se  los  lleve  el  diablo. 

—  Eso  no  te  apure,  dijo  el  Aguilucho,  que  se  los 
lleve  ó  no.  ¿qué  cuidado  se  te  da?  ¿Acaso  tú  los  pariste? 
El  caso  es  que  nos  habiliten  con  monedas  para  jugar,  y 
por  lo  demás  allá  se  las  avenga. 

— Todo  está  bueno,  hermano,  pero  si  esas  prendas 
no  son  mías,  ¿cómo  las  puedo  empeñar?  —  Con  las 
manos,  decía  mi  gran  amigo,  y  si  no  quieres  hacerlo 
tú  yo  lo  haré,  que  sé  muy  bien  quién  presta  y  quién 
no  en  nuestra  casa.  Lo  que  te  puede  detener  es  lo 
que  responderás  á  don  Antonio  cuando  venga  por  ellas, 
¿no  es  eso?  Pues  mira;  la  respuesta  es  facilísima,  natu- 
ral y  que  debe  pasar  á  la  fuerza,  y  es  decir  que  te  roba- 
ron. No  pienses  que  don  Antonio  lo  ha  de  dudar,  porque 
á  él  mismo  le  hemos  robado  yo  y  otros  no  tan  asim- 
plados como  tú;  y  así  es  preciso  que  él  se  acuerde  y 
diga:  si  á  mí,  que  era  dueño  de  lo  mío,  me  robaban, 
¿cómo  no  han  de  robar  á  este  tonto,  nuevo  y  que  no 
ha  de  cuidar  lo  mío  tanto  como  yo  propio? 

Fuera  de  que,  aun  cuando  no  discurriera  de  este 


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208  PENSADOR    MEXICANO 

modo,  sino  que  pensara  que  era  trácala  tuya,  ¿qué  te 
había  de  hacer?  Ya  estás  en  la  cárcel,  hijo;  ni  más 
adentro,  ni  más  afuera. 

Pero  no  tengas  cuidado  de  que  lo  sepa,  aunque 
vendas  hasta  los  bancos  públicamente,  pues  a(juí  todos 
nos  tapamos  con  una  frazada,  ^  y  no  te  descubriéramos, 
si  el  diablo  nos  llevara. 

— Yo  creo  cuanto  me  dices,  le  contesté;  pero  mira, 
ese  sujeto  es  un  buen  hombre;  ha  hecho  confianza  de 
mí;  se  ha  dado  por  mi  amigo  y  lo  ha  manifestado 
llenándome  de  favores.  ¿Cómo,  pues,  es  posible  que  yo 
proceda  con  él  de  esa  manera? 

—  ¡Qué  animal  eres!  decía  el  Gavilán;  lo  primero, 
que  esa  amistad  de  don  Antonio  era  por  su  convenien- 
cia, por  tenei-  con  quién  platicar,  y  porque  con  nos- 
otros no  tenía  partido  por  mono,  ridículo  y  misterioso: 
lo  segundo,  que  ya  embriagado  con  su  libertad,  no  se 
acordará  en  la  vida  de  estos  (ilichcs,  '  así  como  no  se  ha 
acordado  en  cuatro  días  que  há  que  salió:  lo  tercero, 
(jue  en  caso  (jue  se  acuerde  es  fuerza  que  crea  la  dis- 
culpa sin  hacerte  cargo  del  robo:  y  lo  cuarto  y  último, 
que  eso  no  se  llama  agraviar  á  los  amigos,  pues  tú  no  le 
haces  ningún  agravio,  ni  le  (juitas  su  mujer,  ni  su  cré- 
dito,  ni  sus  intereses,   ni  le  das  una  puñalada,   ni  le 

'    l-'rase  familiar  con  la  que  se  da  á  entender  que  dos  ó  más  se  disculpan  mutua- 
mente, encubriendo  asi  sus  picardías  ó  manejos  comunes.  E. 
*    Trapos  viejos  y  hechos  pedazos.  E. 


i 


OBRAS   ESCOGIDAS  209 

haces  ninguna  injuria  á  sus  sabiendas.  Le  vendes  una 
que  otra  friolerilla  por  pura  necesidad  y  sin  que  lo  sepa; 
lo  que  es  señal  de  grande  amistad.  Si  le  hicieras  algún 
daño  cierto  de  que  lo  había  de  saber,  era  señal  de  que  le 
querías  agraviar:  pero  venderle  cuatro  trapos,  seguro 
de  que  no  lo  sabrá,  es  la  prueba  más  incontestable  de 
que  le  quieres  bien,  lo  que  puede  aquietar  tu  interior.  f 

Finalmente,  tanto  hizo  y  dijo  el  picaro  mulatillo,  4 

que  yo,  que  poco  había  menester,  me  convencí  y  empeñé 
en  cinco  pesos  unos  calzones  de  paño  azul  muy  buenos, 
con  botones  de  plata,  que  había  en  la  caja,  y  nos  fuimos 
á  poner  el  montecito  sin  perder  tiempo. 

Como  moscas  á  la  miel,  acudieron  todos  los  pillos 
enírazadados  á  jugar.    Se  sentaron  á  la  redonda,  y  co-  \i 

menzó  mi  amigo  á  barajar,  y  yo  á  pagar  alegremente. 

En  verdad  que  era  fullero  el  Aguilucho,  pero  no  tan 
diestro  como  decía;  porque  en  un  albur  que  iba  intere- 
sado con  cosa  de  doce  reales,  hizo  una  deslomada  tan 
tosca  y  á  las  claras,  que  todos  se  la  conocieron,  y  comen- 
zando por  el  dueño  de  la  apuesta,  amparándolo  sus 
amigos,  y  al  montero  los  suyos,  se  encendió  la  cosa  de 
tal  modo  que  en  un  instante  llegamos  á  las  manos,  y 
hechos  un  nudo  unos  sobre  otros,  caímos  sobre  la  car- 
peta del  juego,  dándonos  terribles  puñetes,  y  algunos  de 
amigo,  pues  como  estábamos  tan  juntos  y  ciegos  de 
la  cólera,  los  repartíamos  sin  la  mejor  puntería,  y  solía- 

PERigUILLO   SARNIENTO. —  T.    I,    B.  —  53. 


1 


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•^St^  aii.iS^\¡-r^isiatí¡ií¿r^jL¿i-^Í 


..•i: 


210  PENSADOR    MEXICANO 

mos  dar  el  mejor  mojicón  al  mayor  amigo.  A  mí,  por 
cierto,  me  dio  uno  tan  feroz  el  Aguilucho,  que  me  bañó 
en  sangre,  y  l'ué  tal  el  dolor  que  sentí,  (jue  pensé  que 
había  escupido  los  sesos  por  las  narices. 

El  alboroto  del  patio  fué  tan  grande,  que  ni  el  presi- 
dente podía  contenerlo  con  su  látigo,  hasta  que  llegó  el 
alcaide,  y  como  no  era  de  los  peores,  nos  sosegamos  por 
su  respeto. 

Luego  que  nos  serenamos,  y  estando  yo  en  mi 
departamento,  me  fué  á  buscar  mi  compañero  el  Agui- 
lucho, quien,  como  acostumbrado  á  estas  pendencias  en 
la  cárcel  v  fuera  de  ella,  estaba  más  fresco  que  vo,  v  así 
con  mucha  sorna  me  preguntó  cómo  me  había  ido  de 
campaña.  —  De  los  diablos,  le  respondí;  todos  los  dientes 
tengo  llojos  y  las  narices  quebradas,  siendo  lo  más  sen- 
sible para  mí  que  tú  fuiste  quien  me  hizo  tan  gran  favor. 

— Yo  no  lo  sé,  dijo  el  mulatillo:  pero  no  lo  niego, 
que  cuando  me  enojo  no  atiendo  cómo  ni  á  quién  repar- 
to mis  cariños.  Ya  viste  que  aquellos  malditos  casi 
me  tenían  con  la  cara  cosida  contra  el  suelo,  y  así  yo  no 
veía  á  d('»nde  dirigía  la  mano.  Sin  embargo,  perdóname, 
hermano,  que  no  lo  hice  á  mal  hacer.  ¿Y  es  mucha  la 
sangre  que  has  echado?  —  No  había  de  haber  sido  tanta, 
le  respondí,  sobre  que  hasta  desvanecido  estoy. — No  le 
hace,  añadió  él.  Sábete  que  no  hay  mal  que  por  bien  no 
venga.,  y  regularmente  un  trompón  de  estos  bien  dado, 


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OBRAS    ESCOGIDAS  211 

de  cuando  en  cuando,  es  demasiado  provechoso  á  la 
salud;  porque  son  unas  sangrías  copiosas  y  baratas  que 
nos  desahogan  las  cabezas  y  nos  precaven  de  una  fiebre. 

—  Maldito  seas  tú  y  tu  remedio  condenado,  le  dije;  y 
será  mejor  que  en  la  vida  no  me  apliques  otra  semejante 
sangría.  Pero  dime:  ¿cómo  salimos  de  monedas?  Porque 
será  la  del  diablo  que  después  de  sangrados  y  magullados 
hayamos  salido  sin  blanca. 

—  Eso  sí  que  no,  me  respondió  mi  camarada,  las 
tripas  hubiera  dejado  en  manos  de  mis  enemigos  primero 
que  un  real.  Luego  que  vi  que  nos  comenzamos  á  enojar, 
procuré  afianzar  la  plata,  de  suerte  que  cuando  el  general 
tocó  á  embestir,  ya  los  medios  estaban  bien  asegurados. 

— ¿Y  dimde?  le  pregunté;  porque  tú  no  tienes 
chupa,  ni  camisa,  ni  calzones,  ni  cosa  (jue  lo  valga, 
¿conque  dónde  los  escondiste  tan  presto?  —  En  la  pretina 
de  los  calzones  blancos,  me  contestó,  y  entre  el  ceñidor, 
y  por  acabar  esa  maniobra,  me  pusieron  como  viste,  que 
si  desde  el  principio  del  pleito  me  cogen  con  ambas 
manos  trancas,  otro  gallo  les  cantara  á  esos  tales;  pero 
no  somos  viejos  y  sobran  días  en  el  año. 

— Vaya,  deja  esos  rencores,  le  dije;  á  ver  lo  que  me 
toca,  porque  ya  me  muero  de  hambre  y  quisiera  mandar 
traer  de  almorzar.  —  Ya  está  corrida  esa  diligencia,  me 
contestó  el  Aguilucho,  y  por  señas  que  ahí  viene  tío 
Chepito,  el  mandadero,  con  el  almuerzo. 


^:i¡¿iiii: 


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212  PENSADOR    MEXICANO 

En  efecto,  llegó  el  viejecito  con  una  canasta  bien 
habilitada  de  manitas  en  adobo,  cecina  en  tlemole,  pan, 
tortillas,  fríjoles  y  otras  viandas  semejantes.  Llamó  el 
Aguilón  á  sus  camaradas,  y  nos  pusimos  todos  en  rueda 
á  almorzar  en  buena  paz  y  compañía;  pero  en  medio  de 
nuestro  gusto  nos  acordábamos  del  pulquillo,  y  su  falta 
nos  entristecía  demasiado:  mas  al  fin  se  suplió  con 
aguardiente  de  caña ,  y  fueron  tan  repetidos  los  brindis, 
que  yo,  como  poco  <'»  nada  acostumbrado  á  beber,  me 
trastorné  de  modo  que  no  supe  lo  que  sucedi(')  después, 
ni  cómo  me  levanté  de  allí.  Lo  cierto  es  que  á  la  noche, 
cuando  volví  en  mí,  me  hallé  en  mi  cama,  no  muy 
limpio  y  con  un  fuerte  dolor  de  cabeza;  y  de  esta  manera 
me  desnudé  y  procuré  volver  á  dormir,  lo  que  no  me 
costó  poco  trabajo. 


virr,  -•; ;.  •::"»f^c'%. '  v'iíE.í^;  '.''.*^  v'rrw^í'T^í**^ 


CAPITULO  IX 


En  el  que  Periquillo  da  razón  del  reboque 

le  hicieron  en  la  cárcel ;  de  la  despedida  de  don  Antonio; 

de  los  trabajos  que  posó,  y  de  otras  cosas  que  tal 

vez  no  desagradarán  á  los  lectores 


Luego  que  amaneció  se  levanta- 
ron los  presos  de  mi  calabozo,  y  yo 
el  último  de  todos,  aunque  con  bastante  hambre,  como 
que  no  había  cenado  en  la  noche  anterior.  Mi  primera 
diligencia  l'ué  ir  á  sacar  una  tablilla  de  chocolate  para 
desayunarme;  pero  ¡cuál  fué  mi  sorpresa,  cuando  bus- 
cando en  mi  bolsa  la  llave  de  la  cajita,  no  la  hallé 
en  ella,  ni  debajo  de  la  almohada,  ni  en  parte  alguna, 

PERIQUILLO   SARNIENTO.  — T.    I,   B.  —  54. 


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214  PENSADOR    MEXICANO 

y  hostigado  de  mi  apetencia,  rompí  la  expresada  caja  y 
la  encontré  limpia  de  todo  el  ajuar  de  don  Antonio, 
al  que  yo  miraba  con  demasiado  cariño!  Confieso  que 
estuve  á  pique  de  partirme  la  cabeza  contra  la  pared 
de  rabia  y  desesperación,  considerando  la  realidad  del 
suceso,  esto  es,  (jne  los  mismos  compañeros,  luego  que 
me  vieron  borracho,  me  sacaron  la  llavecita  de  la  bolsa 
y  despabilaron  cuanto  la  infeliz  depositaba. 

Yo  acertaba  en  el  juicio,  pero  no  podía  atinar  con  el 
ladr(')n.  ni  recabar  el  robo,  v  esto  me  llenaba  de  más 
cólera:  por  manera  que  no  me  detenía  en  advertir  los 
funestos  resultados  que  trae  consigo  la  embriaguez,  pues 
adormeciendo  las  potencias  y  embargando  los  sentidos, 
constituye  al  ebrio  en  una  clase  de  insensibilidad,  (jue  lo 
hace  casi  semejante  á  un  leño;  y  en  este  miserable  estado, 
no  sólo  está  propenso  á  que  lo  roben .  sino  á  (jue  lo 
insulten  y  aun  lo  asesinen,  como  se  ha  visto  por  repe- 
tidos ejemplares. 

En  nada  menos  pensaba  yo  (jue  en  esto,  lo  que  me 
•hubiera  importado  bastante  pai-a  no  haber  contraído  este 
horroroso  vicio,  como  lo  contraje,  auuíjue  no  con  mucha 
frecuencia. 

Suspenso,  triste,  cabizbajo  y  melancólico  estaba  yo 
sentado  en  la  cama  rovéndome  las  uñas,  mirando  de 
liito  en  hito  la  pobre  caja  limpia  de  polvo  y  paja,  maldi- 
ciendo á  los  ladrones,  echando  la  culpa  á  éste  y  al  otro,  y 


■.rv;:.>7íí^v  '•-'': f',.'^;^TCT,>.->»'v»'v' 


OBRAS   ESCOGIDAS  215 

sin  acordarme  ya  del  chocolate  para  nada;  bien  que, 
aunque  me  acordara  en  aquel  acto,  ¿de  qué  me  habría 
servido,  si  no  había  quedado  ni  señal  de  que  había 
habido  tablillas  en  la  caja? 

Estando  en  esta  contemplación  llegó  mi  camarada 
el  Aguilucho,  quien  con  una  cara  muy  placentera  me 
saludó  y  preguntó  que  cómo  había  pasado  la  noche. 
A  lo  (jue  yo  le  dije:  —  La  noche  no  ha  estado  de  lo 
peor;  pero  la  mañana  ha  sido  de  los  perros.  —  ¿Y  por 
qué,  Periquillo?  —  ¿Cómo  por  qué?  le  dije,  porque  me 
han  robado.  Mira  cómo  han  dejado  la  caja  de  don  An- 
tonio. 

Asomóse  el  Aguilucho  á  verla  y  exclamó  como  las- 
timado de  mi  desgracia: — En  verdad,  hombre,  que  está 
la  caja  más  vacía  (|ue  la  que  llamaba  don  Quijote  yelmo 
de  Mambrino.  ¡Qué  diablura!  ¡Qué  picardía!  ¡Qué  infa- 
mia!  A  mí  no  me  espanta  que  roben,  vamos,  si  yo  soy 
del  arte  ¿cómo  me  he  de  escandalizar  por  eso?  Lo  que 
me  irrita  es  que  roben  á  los  amigos,  porque,  no  lo 
dudes,  Periquillo,  en  el  monte  está  quien  el  monte 
quema.  Sí,  seguramente  que  los  ladrones  son  de  casa,  y 
yo  jurara  que  fueron  algunos  de  los  mismos  picaros  que 
almorzaron  ayer  con  nosotros.  Si  yo  hubiera  olido  sus 
intenciones,  no  sucede  nada  de  esto;  porque  no  me 
hubiera  apartado  de  tí,  y  no  que.  deseoso  de  desquitarme 
de  lo  que  gasté,  fui  á  jugar  con  el  resto  que  nos  quedó,  y 


216  PENSADOR    MEXICANO 

se  nos  arrancó  de  cuajo;  pero  no  te  apures,  que  otro  día 
será  mañana. 

—  Conque  según  eso,  le  dije,  ¿ni  para  el  desayuno  te 
ha  (luedado? — ¡Qué  desayuno  ni  qué  talega,  me  con- 
testó, si  anoche  me  acosté  sin  un  cigarro  I  Pero  díme: 
¿(jiié  fué  lo  que  se  llevaron  de  la  caja?  —  Una  friolera,  le 
dije:  dos  camisas,  un  par  de  calzoncillos,  unas  botas, 
unos  zapatos  buenos,  unos  calzones  de  tripe,  dos  pañue- 
los, unos  libros,  mi  chocolate...  últimamente,  todo. — 
¡Qué  bribonada  1  decía  el  mulatillo;  yo  lo  siento,  her- 
mano, y  andaré  listo  por  todos  los  calabozos  y  entresue- 
los, á  ver  si  rastreo  algo  de  eso  que  has  dicho,  que  con 
una  hilacha  que  encontremos,  pierde  cuidado,  todo  pare- 
cerá; pero  por  ahora  no  te  achucharres,  enderézate, 
levanta  la  cabeza,  párate,  ^  vamos,  sal  acá  luera  y  seré- 
nate, que  no  estamos  hechos  de  trapos;  más  se  perdió 
en  el  diluvio  y  todo  fué  ajeno,  como  lo  (|ue  tú  has 
perdido.  Conijue  anda,  Periquillo,  vén,  no  seas  tonto,  te 
desayunarás. 

Queriendo  que  no  queriendo,  me  levanté  deseoso  del 
desayuno  prometido.  Fuimos  al  calabozo  del  presidente, 
con  quien  habló  el  Aguilucho  como  en  secreto.  Abrió  el 
c<')mitre  una  caja,  y  cuando  yo  pensé  que  iba  á  sacar  una 
tablilla  ó  dos,   y  alguna  torta  de  pan,  vi  que  sacó  una 


'     Esto  es,  ponte  en  pie,  levántate.   Es  comunísimo  este  provincialismo  entre  nos- 
otros, aunque  el  verbo  pararse  no  tiene  tal  acepción  ó  significación  en  castellano.    E. 


OBRAS   ESCOGIDAS  217 

botella  y  un  vaso  y  le  echó  como  medio  cuartillo  de 
aguardiente,  el  que  tomó  mi  camarada  y  lo  pasó  de  su 
mano  á  la  mía  diciéndome: — Toma,  Periquillo,  haz  la 
mañana.  —  Hombre,  le  dije,  yo  no  sé  desayunarme  si  no 
es  con  chocolate.  —  Pues  éste  es  chocolate,  me  contestó; 
lo  que  sucede  es  que  el  que  tú  has  bebido  otras  veces  es 
de  metate  y  éste  es  de  clavija;  pero,  hijo,  cree  que  éste  es 
mejor,  porque  fortalece  el  estómago  y  anima  la  cabeza... 
anda,  pues,  bebe,  que  el  señor  presidente  está  esperando 
el  vaso. 

Con  ésta  y  semejantes  persuasiones  me  convenció,  y 
entre  los  dos  dimos  vuelta  al  medio  cuartillo,  subiéndo- 
seme la  parte  que  me  tocó,  más  presto  de  lo  que  era 
menester;  pero  por  fin,  con  tan  ligero  auxilio,  á  las  dos 
horas  ya  estaba  yo  muy  contento  y  no  me  acordaba  de 
mi  robo. 

Así  pasamos  como  quince  días  dándole  yo  al  Agui- 
lucho qué  comer,  y  él  dándome  que  beber  en  mutua 
y  recíproca  correspondencia;  bien  es  verdad  que  cada 
instante  me  decía  que  vendiéramos  ó  empeñáramos  las 
sábanas  y  colcha  de  la  cama;  pero  no  lo  pudo  conseguir 
de  mí  por  entonces,  porque  le  juré  y  rejuré  que  no  las 
vendería  por  cuanto  había  en  este  mundo,  y  para  mejor 
cumplirlo  se  las  llevé  al  presidente  rogándole  que  me  las 
guardara  para  cuando  su  dueño  las  mandara  llevar  á 
su  casa. 

PERIQUILLO   SARNIENTO.  —  T.    I,    B    —55. 


-■     i^'-r  »-v; 


-.^: 


218  PENSADOR    MEXICANO 

El  dicho  presidente  me  hizo  el  favor  de  guardarlas, 
y  yo  me  quede  sin  más  abrigo  que  mi  zarapillo,  con 
lo  que  perdió  el  taimado  de  mi  buen  amigo  las  espe- 
ranzas de  tener  parte  en  ellas;  mas  no  por  eso  se  dio  por 
sentido  conmigo,  ya  porque  era  de  los  (jue  no  tienen 
vergüenza,  y  ya  porque  no  le  tenía  cuenta  ser  delicado  y 
perder  la  coca  de  mi  convite  al  medio  día,  á  cuya  hora 
jamás  faltó  de  mi  lado,  pues  la  comida  que  mi  incógnito 
bienhechor  me  enviaba  provocaba  á  cortejarla,  así  por  su 
sazón  como  por  su  abundancia,  no  digo  al  tosco  paladar 
del  Aguilucho,  sino  á  otros  más  exquisitos. 

Yo  conceptué  que  el  tal  picaro  había  sido  el  princi- 
pal agente  de  mi  robo,  como  fué  en  efecto,  pero  no  me 
di  por  entendido,  porque  consideré  que  me  daba  á  odiar 
demasiado  entre  aquella  gente,  y  al  fin  más  fácil  sería 
sacar  un  judío  de  la  Inquisición  que  un  real  de  lo  que 
ellos  tendrían  ya  hasta  digerido. 

Con  este  disimulo  fuimos  pasando,  recibiendo  yo  de 
tragos  de  aguardiente  los  bocados  que  le  daba  al  Gavilán. 

Un  día  que  estaba  yo  espulgando  mi  sucia  y  andra- 
josa camisa  me  llamaron  para  arriba.  Subí  corriendo, 
creyendo  que  fuera  para  alguna  diligencia  judicial;  pero 
no  fué  el  escribano  quien  me  llamó,  sino  mi  buen  amigo 
don  Antonio  y  su  esposa,  que  tuvieron  la  bondad  de 
visitarme. 

Luego  que  me  vio,  me  abrazó  con  demasiado  cariño, 


OBRAS   ESCOGIDAS 


219 


y  su  esposa  me  saludó  con  mucho  agrado.  Yo,  en  medio 
del  gusto  que  tenía  de  ver  á  aquel  verdadero  y  generoso 
amigo,  no  dejé  de  asustarme  bastante  considerando  que 
iba  por  sus  trastos  y  yo  había  de  darle  las  cuentas  del 
gran  capitán;  pero  don  Antonio  me  sacó  pronto  del 
cuidado,  pues  á  pocas  palabras  me  dijo  que  ¿por  qué 
estaba  tan  sucio  y  despilfarrado? — Porque  ya  sabe  usted, 
le  contesté,  que  no  tengo  otra  cosa  que  ponerme.  — 
¿Cómo  no?  dijo  mi  amigo,  ¿pues  qué  se  ha  hecho  la 
ropita  que  dejé  en  la  caja?  —  Túrbeme  al  oir  esta  pre- 
gunta, y  no  pude  menos  que  mentir  con  disimulo,  pues 
sin  responder  derechamente  á  la  pregunta,  le  signifiqué 
que  no  la  usaba  por  no  ser  mía,  diciéndole  con  miedo, 
que  él  supuso  efecto  de  vergüenza:  — Como  esa  ropa  no 
es  mía,  sino  de  usted... — No.  señor,  interrumpió  don 
Antonio;  es  de  usted  y  por  eso  la  dejé  en  su  poder. 
Úsela  norabuena.  Le  encargue  que  me  la  guardara  por 
experimentarlo;  pero  pues  la  ha  sabido  conservar  hasta 
hoy,  úsela. 

La  alma  me  volvió  al  cuerpo  con  esta  donación, 
aunque  en  mi  interior  me  daba  á  Barrabás  reflexio- 
nando que  si  él  me  exoneraba  de  la  responsabilidad  de 
la  ropa,  ya  los  malditos  ladrones  me  habían  embarazado 
el  uso.  Pregúntele  si  había  de  llevar  su  cama,  para 
ir  á  disponerla;  y  me  dijo  que  no,  que  todo  me  lo  daba. 
Agradecíle   como   era  justo  su   afecto   y   caridad,   con- 


■5- 


■A(Á'J.     .-'.. 


r'-J^:,.yj^'Uv%J^iir^\^:. 


220  PENSADOR   MEXICANO 

tándole  á  la  señorita  los  favores  que  debía  á  su  marido 
y  desatándome  en  sus  elogios:  pero  él  embarazó  mi 
panegírico  refiriéndome  como  luego  (|ue  salió  de  la 
cárcel  fué  á  ver  á  su  esposa,  quien  ya  le  tenía  una 
carta  cerrada  que  le  había  llevado  un  caballero,  encar- 
gándole que  luego  que  la  viera  fuera  á  su  casa,  pues 
le  importaba  demasiado;  que  habiéndolo  hecho  así,  supo 
por  boca  del  mismo  individuo,  (jue  era  el  primer  albacea 
del  marquc's,  quien  le  suplic*')  encarecidamente  no  cesase 
hasta  sacar  á  don  Antonio  de  la  prisión;  que  le  pidiese 
perdón  otra  vez  en  su  nombre,  y  á  su  esposa,  de  todos 
sus  atentados,  y  que  se  le  diesen  do  contado  ocho  mil 
pesos,  tanto  para  compensarle  su  trabajo,  cuanto  para 
resarcirle  de  algún  modo  los  perjuicios  que  le  había  infe- 
rido, y  que  á  su  esposa  se  le  diese  un  brillante  cercado 
de  rubíes,  que  lo  tenía  destinado  para  precio  de  su  lubri- 
cidad, en  caso  de  haber  accedido  á  sus  ilícitas  seduc- 
ciones; pero  que  habiendo  experimentado  su  fidelidad 
conyugal  se  lo  donaba  de  toda  voluntad  como  corto 
obsequio  á  su  virtud,  suplicando  á  ambos  lo  perdonasen 
y  encomendasen  á  Dios. 

Don  Antonio  y  su  esposa  me  mostraron  el  cintillo, 
que  era  alhaja  digna  d(^  un  marques  rico;  pero  los  dos 
se  enternecieron  al  acabar  de  contarme  lo  (jue  he  escrito, 
añadiendo  la  virtuosa  joven:  — Cuando  advertí  las  malas 
intenciones  de  ese  caballero,  y  vi  cuánto  tuvo  que  pade- 


— •^'--•É''^lliÉi«naiini  'r''it'  ii  "     '  ^ál¿¿ ^^.«-a,^  i.\L:t¿.-j^  -<■.-&» i^'>«.i.«-j»->t> 


..     -•  :  ■«B^'"";.'' 


OBRAS    ESCOGIDAS 


221 


cer  Antonio  por  su  causa,  lo  aborrecí  y  pensé  que  m¡ 
odio  sería  eterno;  pero  cuando  he  visto  su  arrepenti- 
miento y  el  empeño  con  (jue  murió  por  satisfacernos, 
conozco  que  tenía  una  grande  alma,  lo  perdono  y  siento 
su  temprana  muerte. 

—  Haces  muy  bien,  hija,  en  pensar  de  esa  manera, 
dijo  don  Antonio,  y  lo  debemos  perdonar  aun  cuando  no 
nos  hubiera  satisfecho.  El  marqués  era  un  buen  hombre; 
¿pero  qué  hombre,  por  bueno  que  sea,  deja  de  tener 
pasiones?  Si  nos  acordáramos  de  nuestra  miseria  sería- 
mos más  indulgentes  con  nuestros  enemigos,  y  remiti- 
ríamos los  agravios  que  recibimos  con  más  facilidad; 
pero  por  desgracia  somos  unos  jueces  muy  severos  para 
con  los  demás;  nada  les  disculpamos,  ni  una  inadver- 
tencia, ni  una  equivocación,  ni  un  descuido,  al  paso  que 
quisiéramos  que  á  nosotros  nos  disculparan  en  todas 
ocasiones. 

En  estas  pláticas  pasamos  gran  rato  de  la  mañana, 
preguntándome  sobre  el  estado  de  mi  causa,  y  que  si 
tenía  qué  comer.  Díjele  que  sí,  que  todos  los  días  me 
llevaban  una  canasta  con  comida,  cena,  dos  tortas  de 
pan  y  una  cajilla  de  cigarros,  que  yo  lo  recibía  y  lo 
agradecía;  pero  que  tenía  el  sentimiento  de  no  saber 
á  quién,  pues  el  mozo  no  había  querido  decirme  quién 
era  mi  bienhechor. 

—  Eso  es  lo   de   menos,  dijo   don   Antonio,  lo  que 

/  PERIQUILLO   SARNIENTO.  —  T.    I,    B.  —  56. 


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222  PENSADOR   MEXICANO 

importa  es  que  continúe  en  su  comenzada  caridad,  que 
espero  en  Dios  que  sí  continuará. 

Diciendo  esto,  se  levantaron  despidiéndose  de  mi% 
y  añadiendo  don  Antonio,  que  al  día  siguiente  saldrían 
de  esta  capital  para  Jalapa,  á  donde  podría  yo  escri- 
birles mis  ocurrencias,  pues  tendrían  mucho  gusto  en 
saber  de  mí,  y  que  si  salía  de  la  prisión  y  quería  ir  por 
allá,  supuesto  que  era  soltero,  no  me  faltaría  en  qué 
buscar  la  vida  honradamente  por  su  medio. 

No  era  don  Antonio,  como  habéis  visto,  de  los 
amigos  (jue  toda  su  amistad  la  tienen  en  el  pico:  él 
siempre  confirmaba  con  las  obras  cuanto  decía  con  las 
palabras,  y  así,  luego  que  concluyó  lo  que  os  dije,  me 
dio  diez  pesos,  y  la  señorita  su  esposa  otros  tantos,  y 
repitiendo  sus  abrazos  y  finas  expresiones  se  despi- 
dieron de  mí  con  harto  sentimiento,  dejándome  más 
triste  que  la  primera  vez,  porque  me  consideraba  ya 
absolutamente  sin  su  amparo. 

No  dejó  el  Aguilucho  de  estar  en  observación  de 
lo  que  pasaba  con  la  visita,  y  ni  pestañeaba  cuando  se 
despidieron  de  mí  mis  bienhechores,  y  así  vio  muy  bien 
el  agasajo  que  me  hicieron,  y  se  debió  de  darlas  albri- 
cias como  que  se  juzgaba  coheredero  conmigo  de  don 
Antonio. 

Luego  que  éste  se  fué,  me  bajé  para  mi  calabozo 
bastante    confundido;    pero   ya   me  esperaba   en   él  mi 


'        ■  ,       ■  ■-"■■.■■.■'■''  .        '■  " 

OBRAS   ESCOGIDAS  223 

amigo  carísimo  el  Aguilucho,  con  un  vaso  de  aguar- 
diente y  un  par  de  chorizones,  que  no  sé  de  dónde  los 
mandó  traer  tan  pronto,  y  sin  darse  por  entendido  de 
que  había  estado  alerta  sobre  mis  movimientos,  me 
dijo:  —  ¡Vamos,  Periquillo,  hijo!  ¿Que  me  hayas  tenido 
sin  almorzar  hasta  ahora  por  esperarte?  ¡Caramba,  y 
qué  visita  tan  larga!  Si  á  mano  viene  sería  don  Antonio 
que  te  vendría  á  cobrar  sus  cosas.  ¿Qué  tal?  ¿Cómo 
saliste?  ¿Creyó  el  robo?  —  Yo  salí  bien  y  mal,  le  res- 
pondí.—  Bien,  porque  mi  buen  amigo,  no  sólo  no  me 
cobró  nada  de  lo  que  dejó  á  mi  cuidado,  sino  que  me 
lo  dio  todo,  y  unos  cuantos  duros  de  socorro;  y  me  fué 
mal,  porque  pienso  que  éste  será  el  último  auxilio  que 
tendré,  pues  él  mañana  sale  para  su  tierra  con  su 
familia,  y  á  más  de  que  siento  su  ausencia  como  amigo, 
lo  he  de  extrañar  como  bienhechor. 

—  Dices  muy  bien,  y  harás  muy  bien  de  sentirlo, 
dijo  el  Gavilán  al  pollo  tonto,  porque  de  esos  amigos 
no,  no  se  hallan  todos  los  días;  pero  ¡cómo  ha  de  ser! 
Dios  es  grande  y  á  nadie  crió  para  que  se  muera  de 
hambre.  Que  mal  que  bien,  tú  verás  cómo  no  te  falta 
nada  conmigo.  Soy  un  pobre  moreno;  mas,  hermano, 
aunque  yo  lo  diga,  el  color  me  agravia;  pero  soy  buen 
amigo,  y  arañaré  la  tierra  porque  no  te  falte  nada.  No 
sé  si  me  verías  allá  arriba  cuando  estabas  con  tu  visita. 
No    te    lo    quería    decir,    por   eso   me   hice   disimulado 


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224  PENSADOR    MEXICANO 

ahora  que  bajaste:  pero  subí  luego  que  supe  que  quien 
te  llamaba  era  don  Antonio,  por  prevenir  los  testigos 
en  caso  (jue  te  cobrara  y  tú  te  acortaras;  mas  así  que 
al  despedirse  te  abrazó,  perdí  el  cuidado  con  que  me 
tenías  y  bajó  á  prevenirte  este  bocadito,  y  si  no  te  gusta, 
te  mandaré  traer  otra  cosita,  que  todavía  tengo  aquí 
cuatro  reales  que  acabo  de  ganar  al  rentoy.  ¿Los  has 
menester?  Tómalos. — No,  hermano,  le  dije,  Dios  te  lo 
pague;  por  ahora  estoy  habilitado. 

—  No  te  pregunto  cuántos  años  tienes,  decía  el 
negrillo,  sino  (jue  .si  los  has  menester  gástalos,  y  si 
no  tíralos;  pero  sábete  que  yo  siento  más  un  desprecio 
de  un  amigo  que  una  puñalada.  Si  no  fueras  mi  amigo 
ni  yo  te  estimara  tanto  como  te  estimo,  seguro  está  que 
no  te  ofreciera  nada. 

—  Te  lo  agradezco,  Aguilita,  le  respondí;  pero 
no  es  desprecio,  sino  que  por  ahora  estoy  bastantemente 
socorrido. — Pues  me  alegro  infinito  de  tus  ventajas 
como  si  yo  las  disfrutara,  me  respondió.  ¡Pero  mira 
qué  chorizoncitos  tan  sabrosos  I  Come... 

Es  la  lisonja  astuta,  y  como  tal  se  introduce  al 
corazón  por  los  oídos  más  prevenidos  y  circunspectos, 
¿cómo  no  se  introduciría  por  los  míos  incautos  y  no 
acostumbrados  á  sus  malicias?  En  efecto,  yo  quedé 
prendadísimo  del  negrito,  y  mucho  más  cuando  después 
de  repetir  los  brindis  á  menudo,  me  dijo  con  la  mayor 


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OBRAS    ESCOGIDAS  225 

seriedad:  —  Amigo  Periquillo,  yo  soy  amigo  de  los 
amigos  y  no  de  su  dinero.  Acaso  tú  lo  dudarás  de  mí 
porque  me  ves  enredado  en  esta  picha  y  sin  camisa; 
pero  te  voy  á  dar  una  prueba  que  debe  dejarte  satis- 
fecho de  mi  verdad. 

Ya  hemos  tomado  más  de  lo  regular,  especialmente 
tú  que  no  estás  acostumbrado  al  aguardiente.  No  digo 
que  estás  borracho,  pero  sí  sara^oncito.  Temo  no  te 
cargues  más  y  te  vaya  á  suceder  lo  que  el  otro  día,  esto 
es,  que  te  acabes  de  privar  y  te  roben  esc  dinero  de 
la  bolsa;  porque  aquí,  hijo,  en  tocando  al  pillaje,  el 
que  menos  corre  vuela,  y  en  son  de  una  Águila  hay 
un  sinnúmero  de  gavilanes,  gerifaltes,  halcones  y  otras 
aves  de  rapiña;  y  así  me  parece  muy  puesto  en  razón 
que  vayamos  á  dar  á  guardar  esos  medios  que  tienes  al 
presidente,  pues  dándole  una  corta  galita,  porque  no 
da  paso  sin  linterna,  te  los  asegurará  en  su  baúl  y 
tendrás  un  peso  ó  dos  cuando  los  hayas  menester,  y 
no  que  disfruten  de  tu  dinero  otros  picaros  que,  no  sólo 
no  te  lo  agradecerán,  sino  que  te  tendrán  por  un  sal- 
vaje, pues  no  escarmentaste  con  la  espumada  que  te 
dieron  no  mucho  hace. 

Agradecíle  su  consejo,  no  previniendo  la  finura  de 
su  interés,  y  fui  con  él  á  buscar  al  presidente,  á  quien 
entregué  peso  sobre  peso  los  veinte  que  acababa  de 
recibir. 

PERIQUILLO   SARNIENTO.  —  T.    I ,    B.  —  57. 


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226  PENSADOR    MEXICANO 

Concluida  esta  diligencia,  me  dijo  mi  grande  amigo 
que  fuera  á  esperarlo  al  calabozo,  que  no  tardaba. 

Yo  lo  obedecí  puntualmente,  y  sentándome  en  la 
cama,  decía  entre  mí: — \o  hay  remedio,  este  es  un  negro 
fino;  su  color  le  agravia,  como  él  dice;  hasta  hoy  no 
he  conocido  lo  que  me  ama;  á  la  verdad,  es  mi  amigo 
y  digno  de  tal  nombre.  Sí,  yo  lo  amaré,  y  después  de 
don  Antonio,  lo  preferiré  á  cualesquiera  otros,  pues 
tiene  la  cualidad  más  recomendable  que  se  debe  apetecer 
en  los  que  se  eligen  para  amigos,  que  es  el  desinterés. 

En  estos  equivocados  soliloquios  estaba  yo,  cuando 
entró  mi  camarad?.  con  cigarros,  chorizones  y  aguar- 
diente, y  me  dijo:  — Ahora  sí.  hermano  Perico,  podemos 
chupar,  comer  y  beber  alegres  con  la  confianza  de  que 
tus  realillos  están  seguros. 

Así  lo  hice  sin  haber  menesteT  muchos  ruegos, 
hasta  que  en  fuerza  de  la  repetición  de  tragos  me  quedé 
dormido.  Entonces  mi  tierno  amigo  me  puso  en  la  cama, 
teniendo  cuidado  de  soplarse  la  comida  que  me  tra- 
jeron. 

Á  la  tarde  desperté  más  fresco,  como  que  ya  se 
habían  disipado  los  vapores  del  aguardiente,  y  el  Agui- 
lucho, comenzando  á  realizar  sus  proyectos,  me  hizo 
sacar  los  calzones  empeñados,  diciéndome  era  lástima  se 
perdieran  en  tan  poco  dinero.  Su  fin  era  aprovecharse 
de   mis   mediecillos   poco  á  poco,  valiéndose  para  esto 


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OBRAS   ESCOGIDAS  227 

de  las  repetidas  lisonjas  que  me  vendía,  y  con  las  que 
me  aseguraba  que  todo  cuanto  me  aconsejaba  era  para 
mi  bien;  y  así  por  mi  bien  me  aconsejó  que  sacara 
los  calzones,  que  pidiera  la  ropa  de  la  cama  que  había 
dado  á  guardar  y  los  mediecillos  que  tenía  depositados; 
y  por  mi  bien,  pues,  deseando  mis  adelantos, 'según 
decía,  me  provocó  á  jugar,  se  compactó  con  otro  y  me 
dejaron  sin  blanca  dentro  de  dos  días,  y  dentro  de  ocho 
sin  colcha  ni  colchón,  sábanas,  caja  ni  zarape. 

Ya  que  me  vio  reducido  á  la  última  miseria,  fingió 
no  sé  qué  pretexto  para  reñir  conmigo  y  abandonar 
mi  amistad  enteramente.  Concluido  este  negocio,  sólo 
trató  de  burlarse  de  mí  siempre  que  podía.  Efecto  propio 
de  su  mala  condición,  y  justo  castigo  de  mi  imprudente 
confianza. 

Es  verdad  que  el  frío  que  se  me  introducía  por  los 
agujeros  de  mis  trapos,  los  piojillos  que  anidaban  en 
las  hilachas,  la  tal  cual  vergüenza  que  me  causaba  mi  -^ 

indecencia,  la  ingratitud  dé  los  amigos,  en  especial  del 
Aguilucho,   y   la   dureza  con    que   el   suelo   me   recibía  Vi 

por   la  noche,    eran    suficientes    motivos    para  que  yo  .    í 

estuviese  lleno  de   confusión  y   tristeza;    sin   embargo,      . 
algo  calmaba  esta  pasión  al  medio  día  cuando  me  llegaba 
el  canastito  y  satisfacía  mi  hambre  con  algún  bocadito 
sazonado;  pero  después  que  hasta  esto  me  faltó,  porque 
dejó  de  venir  el  cuervo  al  medio  día  sin  saber  la  causa, 


« 


■  •  '.-j./íjinfr'  '  -•..'.;:,  -*■•   '  '      "   .•  ■■■■   ;,  -.'^■T'-,^>'^'í«^'^ís»<5r- 


228  PENSADOR   MEXICANO 

me  daba  á  Barrabás  y  á  todo  el  infierno  junto,  maldi- 
ciendo mi  imprudencia  y  falta  de  conducta,  mas  á  mala 
hora. 

Desnudo  y  muerto  de  hambre  sufrí  algunos  cuantos 
meses  más  de  prisión,  en  los  cuales  me  puse  en  la  espina 
como  suele  decirse;  porque  mi  salud  se  estragó  en  tér- 
minos que  estaba  demasiado  pálido  y  flaco,  y  con  sobrada 
causa,  porque  yo  comía  mal  y  poco,  y  los  piojos  bien  y 
bastante,  como  que  eran  infinitos. 

Después  de  estas  penalidades  y  miserias  que  tenía 
que  tolerar  por  el  día,  seguía,  como  acabé  de  apuntar,  el 
terrible  tormento  que  me  esperaba  por  la  noche  con  mi 
asperísima  cama,  pues  ésta  se  reducía  á  un  petate  viejo 
harto  surtido  de  chinches  y  nada  más,  porque  nada  más 
había  que  supliera  por  almohada,  sábanas  y  colcha  que 
mis  antecedentes  aram.beles,  los  que  sensible  y  pronta- 
mente se  iban  disminjuyendo  á  mi  vista,  como  que  traba- 
jaban sin  intermisión  de  tiempo. 

Considerad,  hijos  míos,  á  vuestro  padre  qué  noches 
y  qué  días  tan  amargos  viviría  en  tan  infeliz  situación; 
pero  considerad  también  que  á  estos  y  á  peores  abati- 
mientos se  ven  los  hombres  expuestos  por  picaros  y  des- 
cabezados. Ya  en  otra  parte  os  he  dicho  que  el  joven 
cuanto  es  más  desarreglado,  tanto  más  propenso  está  á 
ser  víctima  de  la  indigencia  y  de  todas  las  desgracias  de 
la  vida;  al  paso  que  el  hombre  de  bien,  esto  es,  el  de  una 


BOlTíir*?-    ^íTrT* 


OBRAS   ESCOGIDAS  229 

conducta  moral  y  religiosa  ^  tiene  un  escudo  poderoso 
para  guarecerse  de  muchas  de  ellas.  Tal  es  la  que  os 
acabo  de  repetir.  Pero  dejemos  á  los  demás  que  hagan 
lo  que  quieran  de  su  conducta  y  volvamos  á  atar  el  hilo 
de  mis  trabajos. 

De  día^  me  era  insoportable  la  hambre  y  la  desnu- 
dez, y  de  noche  la  cama  y  falta  de  abrigo,  sin  el  que  me 
hubiera  quedado  todo  el  tiempo  que  duré  en  la  cárcel, 
si  no  hubiera  sido  por  una  graciosa  contingencia,  y  fué 
ésta. 

Un  pobre  payo  que  estaba  también  preso,  se  llegó 
á  mí  una  mañana  que  estaba  yo  en  el  patio  esperando  á 
que  llegara  el  sol  á  vengarme  de  las  injurias  de  la  fría 
noche,  y  me  dijo:  —  Mire,  señ'or,  yo  quero  decirle  un 
asunto,  para  que  me  saque  de  un  empeño,  pagando  lo 
que /wcrc.  Pues...  pero  mire  que  no  «/í^íto  que  lo  sepa 
ninguno  de  los  compañeros,  porque  son  muy  burlistas. 
—  Está  muy  bien,  le  respondí;  diga  usted  lo  que  quiera, 

'  i  Oportuna  reflexión  de  Periquillo !  Algunos  equivocan  las  ¡deas  de  la  hombría  de 
bien  con  las  del  lujo  y  del  dinero,  y  en  su  concepto  esta  palabra  hombre  de  bien,  equi- 
vale á  rico  ó  semirrico;  asi  como  la  de  pobre  la  juzgan  limosna  de  picaro,  de  manera 
que,  según  estos  falsos  principios,  no  es  mucho  que  deduzcan  unos  disparates  como 
estos:  Pedro  es  rico,  tiene  dinero,  anda  decente;  luego  es  hombre  de  bien.  Juan  es  . 
pobre,  no  tiene  destino,  anda  trapiento;  luego  es  un  picaro.  ¡Consecuencias  absurdas  é 
ideas  torpísimas  que  no  debían  tener  lugar  en  el  entendimiento  de  los  hombres!  Si  una 
conducta  arreglada  á  la  sana  moral  es  el  testimonio  más  seguro  que  califica  la  verda- 
dera hombría  de  bien,  ¿quién  duda  que  ésta  muchas  veces  se  observa  en  los  pobres,  asi 
como  suele  faltar  en  los  que  no  lo  son?  Evidente  prueba  de  que  el  brillo  ó  la  opacidad 
de  la  persona  no  son  termómetros  seguros  para  graduar  el  carácter  de  los  hombres. 
Es  verdad  que  el  relumbrón  ó  la  miseria  son  muchas  veces  el  premio  ó  castigo  de 
nuestro  buen  ó  mal  proceder;  pero  esta  observación  padece  tantas  excepciones,  que 
no  se  puede  adoptar  como  regla  infalible. 

PERIQUILLO   SARNIENTO.  — T.    I,    B.  —  58. 


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230  PENSADOR    MEXICANO 

que  yo  le  serviré  de  buena  gana  y  con  todo  secreto. — 
Pues  ha  de  saber  usted  que  me  llamo  Cemeterio  Cosco- 
jales...—  Eleuterio  dirá  usted,  le  interrumpí,  ó  Emeterio, 
porque  Cemeterio  no  es  nombre  de  santo. 

— Axcan,  dijo  el  payo,  una  cosa  ansí  me  Hamo,  sino 
(jue  con  mis  cuidados  ni  atino  á  veces  con  mi  nombre; 
pero  en  fin,  ya,  señor,  lo  sabe,  vamos  al  cuento.  Yo  soy 
de  San  Pedro  Kzcapozaltongo,  (|ue  estará  de  esta  ciudá 
como  diez  y  ocho  leguas.  Pues  señor,  allí  vive  una  mu- 
chacha (jue  se  llama  Lorenza,  la  hija  del  tío  Diego  Terro- 
nes, ¡errador  y  curador  de  caballos  de  lo  que  hay  poco. 
Yo,  andando  días  y  viniendo  días,  como  su  casa  estaba 
barda  con  barda  de  la  mía,  y  el  diablo  (jue  no  duerme, 
hizo  que  yo  me  enamorara  de  recio  de  la  Lorenza  sin 
poderlo  remediar;  porque  ¡ah,  señor!  qué  diache  de 
muchacha  tan  bonita,  pues  mírela  que  es  alta,  gorda  y 
derecha  como  una  poroto ,  ó  á  lo  menos  como  un  encino; 
carirredonda,  muy  colorada,  con  sus  ojos  pardos  y  sus 
narices  grandes  y  buenas;  no  tiene  más  defeuto  sino 
que  es  media  bizca  y  le  faltan  dos  dientes  delanteros,  y 
eso  porijue  se  los  tiró  un  macho  de  una  coz,  porque  ella 
se  descuido  y  no  le  tuvo  bien  la  pata  un  día  que  estaba 
ayudando  á  su  señor  padre  ájerrorlo;  pero  por  lo  demás 
la  muchacha  hace  raya  de  bonita  por  todo  aquello.  Pues 
sí  señor,  yo  la  enamoré,  la  regalé  y  la  rogué,  y  tanto 
anduve  en  estas  cosas,  que  por  fin,  ella  quijo  que  no 


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OBRAS   ESCOGIDAS  231 

quijo  se  ablandó,  y  me  dijo  que  sí  se  casaría  conmigo; 
pero  ¿que  cuándo?  porque  no  juera  el  diablo  que  yo  la 
engañara  y  se  le  fuera  a  hacer  malobra.  Yo  le  dije 
que  qué  capaz  que  yo  la  engañara,  pues  me  moría  por 
ella;  pero  que  el  casamiento  no  se  podía  efetuar  muy 
presto,  porque  yo  estaba />/'o6e  más  que  Aman,  y  el  señor 
cura  era  muy  tieso,  que  no  fiara  un  casamiento  si  el 
diablo  se  llevara  á  los  novios,  ni  un  entierro  aunque 
el  muerto  se  gediera  ocho  días  en  su  casa,  y  ansina  que 
si  me  quería,  me  esperara  tres  ó  cuatro  meses  mientras 
que  levantaba  mi  cosecha  de  maíz,  que  pintaba  muy  bien 
y  tenía  cuatro  fanegas  tiradas  en  el  campo. 

Ella  se  avino  á  cuanto  yo  qut'fe,  y  ya  dende  ese  día 
nos  üiamos  como  marido  y  mujer  según  lo  que  nos  que- 
ríamos. Pues  una  noche,  señor,  que  venía  yo  de  mi 
milpa  y  le  iba  á  hablar  por  la  barda,  como  siempre, 
divisé  un  bulto  platicando  con  ella,  y  luego  luego  me 
puse  hecho  un  bacinUo  de  coraje...  A 

— Un  basilisco  (juerrá  usted  decir,  le  repliqué, 
porque  los  bacinitos  no  se  enojan. 

—  Eso  será,  señor,  sino  que  yo  concibo,  pero  no 
puedo  parir,  prosiguió  el  payo;  mas  ello  es  que  yo  me 
juí  para  donde  estaba  el  bulto,  hecho  un  Santiago, 
y  luego  que  llegué,  conocí  que  era  Culás  el  guitarristo, 
porque  tocaba  un  jarabe  y  una  justicia  en  la  guitarra  á 
lo  rasgado  que  la  hacía  hablar. 


.í,-;.:. 


232  PENSADOR    MEXICANO 

En  cuanto  llegué,  le  dije  que  ¿qué  buscaba  en 
aquella  casa  y  con  Lorenza?  El  muy  cnr/ringo/odo  me 
dijo  que  lo  (|ue  (¡uijicra,  que  yo  no  era  su  padre  para 
que  le  tomara  cuentas.  Entonces  yo,  como  que  era 
dueño  de  la  aición,  no  aguanté  mucho,  sino  que  alzando 
una  coa  que  me  ffii/'e  de  un  /)fon,  le  asenté  tan  buen 
trancazo  en  el  rjor/otc,  que  cayó  redondo  pidiendo  con- 
fesión. 

A  esta  misma  hora  iba  pasando  el  fiñente  por  allí 
que  iba  de  ronda  con  los  toptlos:  oyó  los  gritos  de 
Culás.  y  por  más  que  yo  corrí,  me  alcanzaron  y  me 
trajicron  liado  como  un  cuete  á  su  prcswncirt. 

Luego  luego  di  mi  declaraci(')n,  y  el  cerjuano  dijo, 
que  no  fiaba  al  enfermo  ponjue  estaba  muy  mal  gerido 
y  echaba  mucha  sangre.  Con  esto  en  aquella  (jora  se 
llevaron  á  la  probo  Lorenza  depositada  an  casa  el  señor 
cura,  y  á  mí  á  la  cárcel,  donde  me  pusieron  en  el  cepo. 

A  otro  día  me  inrí(')  la  Lorenza  un  recaudo  con  la 
vieja  cocinera  del  cura,  diciéndome  que  ella  no  tenía  la 
culpa,  y  que  Gulas  la  había  llamado  á  la  barda  y  le  estaba 
dando  un  recaudo  fingido  de  mi  parte,  diciéndole  que  yo 
decía  que  saliera  un  ratito  á  la  tienda  con  él,  y  otras 
cosas  que  ya  se  me  han  olvidado;  pero  la  vieja  me  contó 
que  la /íroí^í'  lloraba  por  mí  sin  consuelo. 

Al  otro  día  el  fiñente  me  inviú  aquí  á  esta  cárcel  en 
una  muía  con  un  par  de  grillos  y  un  envoltorio  de  pape- 


«^^■¿flrV  I : .''  .  '.„;••.  É.  \    '_/-n,:  aÍí      ■^-  :    \.Zíím    íii;.-'.  ■«í|L¿l.1-_í¿V-^ 


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^^^■-.lítr.-. 


OBRAS   ESCOGIDAS  233 

les  que  le  dio  á  los  indios  que  me  tragieron  para  que  los 
entregaran  al  señor  juez  de  acá. 

Ya  llevo  tres  meses  de  prisión  y  no  sé  qué  harán 
conmigo,  aunque  Lorenza  me  ha  escribido  (jue  ya  Gulas 
está  bueno  y  sano,  y  anda  tocando  la  guitarra.  Pues  yo, 
señor,  quero  que  me  haga  el  favor,  pagando  lo  que 
juere,  por  el  santo  de  su  nombre  y  por  los  (jiicsitos  de  su 
madre,  de  escrebirme  dos  cartas;  una  para  mi  padrino, 
que  es  el  señor  barbero  de  mi  tierra,  á  ver  si  viene  á 
componer  por  mí  estas  cosas,  y  otra  para  la  alma  mía  de 
Lorenza,  diciéndole  como  ya  sé  que  salió  del  depósito,  y 
que  todavía  Gulas  la  persigue;  que  cuidado  cómo  va  á 
hacer  una  tontera;  que  no  sea  ansina,  y  todas  las  cosas 
que  sepa,  señor,  que  se  deben  poner;  pero  como  de  su 
mano,  (jue  yo  lo  pago. 

Acabó  mi  cliente  su  cansado  informe  y  petición,  y 
le  pregunté  para  cuándo  quería  las  cartas.  — Para  oriía, 
señor,  me  dijo,  para  agora,  porque  mañana  sale  el 
correo. — Pues,  amigo,  le  dije,  déme  usted  dos  reales  á 
cuenta  para  papel.  —  Al  instante  me  los  dio,  y  yo  mandé 
traer  el  papel  y  me  puse  á  escribir  los  dos  mamarrachos, 
que  salieron  como  Dios  quiso;  pero  ello  es  que  al  payo  le 
gustaron  tanto  que,  no  sólo  me  dio  por  ellos  doce  reales 
que  le  pedí,  sino  lo  que  más  agradecí,  un  pedazo  de 
trapo  que  algún  día  fué  capote;  ello  hecho  mil  pedazos, 
con   medio  cuello   menos   y   tan  corto  que  apenas  me 

PERIQUILLO   SARNIENTO.  —  T.    I,    B.  —  59. 


I- 


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234  PENSADOR    MEXICANO 

llegaba  á  las  rodillas.   ¿Que  tal  estaría,  pues  su  dueño  lo 
perdió  ;'i  un  albur  en  cuatro  reales? 

Malo,  malísimo  estaba  el  dicho  trapo,  pero  yo  vi  con 
él  el  cielo  abierto.  Con  los  doce  realillos  comí,  chupé, 
tomé  chocolate,  cené  y  me  sobró  algo;  y  con  el  capisayo 
dormí  como  un  tudesco. 

Pensaba  yo  (jue  iba  variando  mi  fortuna;  pero  el 
picaro  del  Aguilucho  me  sacó  de  este  error  con  una  bien 
pesada  burla  (jue  me  hizo,  y  fué  la  (jue  sigue. 

Al  otro  día  de  mi  buena  aventura  del  capotillo  entró 
bien  temprano  á  mi  calabozo,  y  sentándose  junto  á  mí 
muy  serio  y  triste,  me  dijo: — Mucho  descuido  es  ese, 
señor  Perico,  y  la  verdad  (|ue  los  instantes  del  tiempo 
son  preciosos  y  no  .se  dejan  pasar  tan  fríamente,  y  más 
cuando  el  peligro  que  amenaza  á  usted  es  muy  horrible  y 
está  muy  próximo.  Yo  he  sido  amigo  de  usted  y  quiero 
(jue  lo  conozca,  aun  cuando  no  me  puede  servir  de  nada; 
pero  en  fin,  siquiera  por  caridad  es  menester  agitarlo 
poHjue  no  sea  tan  perezoso. 

Yo,  lleno  de  susto  y  turbación,  le  pregunté: — ¿Qué 
había  habido? — ¿Cómo  qué?  me  dijo  él:  ¿pues  qué  no 
sabe  usted  como  lia  salido  la  sentencia  de  la  Sala  desde 
ayer  para  que,  pa.sados  estos  días  de  fiesta  que  vienen, 
le  den  los  doscientos  azotes  en  forma  de  justicia  por  las 
calles  acostumbradas  con  la  ganzúa  colgando  del  pes- 
cuezo? 


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OBRAS    ESCOGIDAS 


235 


—  ¡Santa  Bárbara!  exclamé  yo  penetrado  del  más 
vivo  sentimiento,  ¿qué  es  lo  que  me  ha  sucedido?  ¿Dos- 
cientos azotes  le  han  de  dar  á  don   Pedro   Sarmiento? 
¡A  un  hidalgo  por  todos  cuatro  costados  1    ¡A  un  descen- 
diente de  los  Tagles,  Ponces.  Pintos,  Vélaseos,  Zumala- 
cárreguis  y  Bundiburisl  Y  lo  que  es  más.  |á  un  señor 
bachiller  en    artes  graduado   en   esta   real   y   pontificia 
Universidad,   cuyos  graduados  gozan  tantos  privilegios 
como  los  de  Salamanca!  — Vamos,  dijo  el  negrito;  no  es 
tiempo  ahora  de  esas  exclamaciones.   ¿Tiene  usted  algún 
pariente    de   proporciones?  —  Sí    tengo,    le   respondí. — 
Pues   andar,    decía   el   Aguilucho;   escríbale   usted   que 
agite  por  fuera  con  los  señores  de  la  Sala  sobre  el  asunto, 
y  que  le  envíe  á  usted  dos  ó  tres  onzas  para  contener  al 
escribano.  También  puede  comprar  un  pliego  de  papel  de 
parte,  y  presentar  un  escrito  á  la  Sala  del  crimen  alegan- 
do sus  excepciones  y  suplicando  de  la  sentencia  m.ientras 
califica  su  nobleza.    Pero  eso  pronto,   amigo,   porque  en 
la  tardanza  está  el  peligro.    Diciendo  esto  se  levantó  para 
irse,  y  yo  le  di  las  gracias  más  expresivas. 

Tratando  de  poner  en  obra  su  consejo,  registré  mi 
bolsa  para  ver  con  cuánto  contaba  para  papel,  la  presen- 
tación del  escrito  y  la  carta  á  mi  tío  el  licenciado  Maceta; 
pero  ¡ay  de  mí,  cuál  fué  mi  conflicto  cuando  vi  que 
apenas  tenía  tres  y  medio  reales,  faltándome  cinco  apre- 
tadamente! 


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236  PENSADOR    MEXICANO 

En  circunstancias  tan  apuradas  luí  á  ver  á  mi  buen 
payo;  le  conté  mis  trabajos  y  le  pedí  un  socorro  por  toda 
la  corte  celestial.  El  pobrecillo  se  condolió  de  mí,  y  con 
la  mayoi'  generosidad  me  dio  cuatro  reales  y  me  dijo: 
—  Siento,  señor,  su  cuidado;  no  tengo  más  que  esto, 
téngalo  que  ya  un  real  cualquier  compañero  se  lo  em- 
prestará ó  se  lo  dará  de  caridd. 

Tomé  mis  cuati'o  reales  v  casi  llorando  le  di  las 
gracias;  pero  no  pude  encontrar  otro  corazón  tan  sen- 
sible como  el  suyo  entre  cerca  de  trescientos  presos  que 
habitaban  a(|uellos  recintos. 

Compré,  pues,  el  papel  sellado,  y  medio  real  del 
común  para  la  carta,  reservando  tres  reales  y  faltándome 
aún  real  y  medio  pai'a  completar  la  presentación  y  pagar 
al  mandadero. 

En  el  día  hice  mi  memorial  como  pude  y  escribí  la 
carta  á  mi  tío,  en  la  (jue  le  daba  cuenta  de  mi  desgracia; 
de  la  inocencia  que  me  lavorecía,  á  lo  menos  en  lo  sus- 
tancial; del  estado  en  (|ue  me  hallaba,  y  de  la  afrenta  que 
amenazaba  á  toda  la  familia,  concluyendo  con  decirle, 
que  aunque  yo  había  ocultado  mi  nombre  poniéndome  el 
de  Sancho  Pérez,  de  nada  serviría  esto  si  me  sacaban  á 
la  calle,  pues  todos  me  conocerían  y  se  haría  manifiesta 
nuestra  infamia;  y  así  que  en  obsequio  del  honor  de  su 
pariente,  el  señor  mi  padre,  y  de  sus  mismos  hijos  y 
descendencia,  cuando  no  por  mí,  hiciera  por  redimirme 


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OBRAS    ESCOGIDAS 


237 


de  tal  afrenta,   mandándome  en  el  pronto  alguna  cosa 
para  granjear  al  escribano. 

Cerré  la  carta,  y  de  fiado  se  la  encomendé  á  tío 
Chepito,  el  mandadero,  para  que  se  la  llevara  á  mi  parien- 
te. Esto  fué  á  las  oraciones  de  la  noche;  mas  siempre 
me  faltaba  un  real  para  completar  los  cuatro  que  debía 
dar  al  portero  por  la  presentación  del  escrito. 

En  toda  la  noche  no  pude  dormir,  así  con  el  sobre- 
salto de  los  temidos  azotes,  como  con  echar  cálculos  para 
ver  de  dónde  sacaba  aquel  real  tan  necesario. 

En  estos  tristes  pensamientos  me  halló  el  día. 
Púseme  ú  hacer  un  escrutinio  riguroso  de  mi  haber 
y  á  examinar  mi  ropa,  pieza  por  pieza,  á  ver  si  tenía 
alguna  que  valiera  real  y  medio;  pero  ¡qué  había  de 
valer!  si  mi  camisa  era  menester  llamarla  por  números 
para  acomodármela  en  el  cuerpo;  mis  calzones  apenas  se 
podían  tener  de  las  pretinas;  las  medias  no  estaban  útiles 
ni  para  tapar  un  caño;  los  zapatos  parecían  dos  conchas 
de  tortuga,  sólo  se  detenían  en  mis  pies  por  el  respeto  de 
un  par  de  lacitos  de  cohetero;  rosario  no  lo  conocía,  y  el 
triste  retazo  de  capote  me  hacía  más  falta  que  todo  mi 
ajuar  entero  y  verdadero. 

Ya  desesperaba  de  presentar  el  escrito  esa  mañana, 
porque  no  tenía  cosa  que  valiera  un  real,  cuando  por 
fortuna  alcé  la  cara  y  vi  colgado  en  un  clavito  mi  som- 
brero, y  considerándolo  pieza  inútil  en  aquella  mazmorra 

PRRIQUILLO   SARNIENTO.  —  T.    I,    B.  — 60.  : 


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238  PENSADOR    MEXICANO 

y  la  mejor  (jue  me  acompañaba,  exclamó  lleno  de  gusto: 
—  ¡Gracias  á  Dios  que  á  lo  menos  tengo  sombrero  que 
me  valga  vn  esta  vez  I  Diciendo  esto,  lo  descolgué,  y  al 
primero  que  se  me  presentó  se  lo  vendí  en  una  peseta, 
con  la  que  salí  de  mi  cuidado  y  me  desayunó  de  pilón. 

Serían  las  diez  de  la  mañana  cuando  Fuó  entrando 
tata  Chepito  con  la  respuesta  de  mi  tío,  que  os  quiero 
poner  á  la  letra  para  que  aprendáis,  hijos  míos,  á  no 
fiaros  jamás  en  los  amigos  y  parientes,  y  sí  únicamente 
en  vuestra  buena  conducta  y  en  lo  poco  ó  mucho  que 
adquiriereis  con  vuestros  honestos  arbitrios  y  trabajo. 
Decía  así  la  respuesta: 

«Señor  Sancho  Pérez:  Guando  usted  en  la  realidad 
sea  quien  dice  y  lo  sac^uen  afrentado  públicamente  por 
ladr(')n.  crea  que  no  se  me  dará  cuidado,  pues  el  picaro 
es  bien  que  sufra  la  pena  de  su  delito.  —  La  conminación 
que  usted  me  hace  de  que  se  deshonrará  mi  familia,  es 
muy  frivola,  pues  debe  saber  que  la  afrenta  sólo  recae  en 
el  delincuente,  (juedando  ilesos  de  ella  sus  demás  deudos. 
— Gonque  si  usted  lo  ha  sido,  súfralo  por  su  causa;  y  si 
está  inocente,  como  me  asegura,  súfralo  por  Dios,  que 
más  padeció  Gristo  por  nosotros. 

»Su  Majestad  socorra  á  usted,  como  se  lo  pide  —  e/ 
Lie.  Maceta.» 


p  i 


OBRAS   ESCOGIDAS  239 

La  sensible  impresión  que  me  causaría  esta  agria 
respuesta,  no  es  menester  ponderarla  á  quien  se  consi- 
dere en  mi  lugar.  Baste  decir  que  fué  tal.  que  dio  con- 
migo en  tierra  postrado  de  una  violenta  fiebre. 

Luego  que  se  me  advirtió,  me  subieron  á  la  enfer- 
mería y  me  asistió  la  caridad  prontamente. 

Cuando  me  hallaron  con  1a  cabeza  despejada,  el 
médico,  que  por  fortuna  era  hábil,  había  advertido  mi 
delirio  y  se  había  informado  de  mi  causa,  hizo  que  me 
desengañara  el  mismo  escribano,  junto  con  el  alcaide, 
de  que  no  había  tal  sentencia  ni  tenía  que  temer  los 
prometidos  azotes. 

Entonces,  como  si  me  sacaran  de  un  sepulcro,  volví 
en  mí  perfectamente;  me  serené,  y  se  comenzó  á  resta- 
blecer mi  salud  de  día  en  día. 

Cuando  estuve  ya  convaleciente  bajo  el  escribano  á 
informarse  de  mí.  de  parte  de  los  señores  de  la  Sala,  para 
que  le  dijera  (juién  me  había  metido  semejante  ficción  en 
la  cabeza;  porque  fueron  sabedores  de  toda  mi  tragedia, 
así  porque  yo  se  los  dije  en  el  escrito,  como  porque 
leyeron  la  carta  del  tío  que  os  he  dicho,  y  formaron  el 
concepto  de  que  yo  sin  duda  era  bien  nacido,  y  por 
lo  mismo  se  debieron  de  incomodar  con  la  pesadez  de 
la  burla  v  deseaban  casticrar  al  autor. 

ti  o 

Con  esto  el  escribano  y  el  alcaide  se  esforzaban 
cuanto  podían  para  que  lo  descubriera;  pero  yo  conside- 


240  PENSADOR   MEXICANO 

rando  su  designio,  las  resultas  que  de  mi  denuncia 
podían  sobrevenir  al  Aguilucho,  y  que  no  me  resultaba 
ningún  bien  con  perjudicar  á  este  infeliz  necio,  que 
bastantemente  agravado  estaba  con  sus  crímenes,  no 
quise  descubrirlo,  y  sólo  decía  que  como  eran  tantos  no 
me  acordaba  á  punto  fijo  de  quién  era. 

No  me  sacaron  otra  cosa  los  comisionados  de  los 
ministros  por  más  que  hicieron;  y  así  formando  de  mí  el 
concepto  de  (jue  era  un  mentecato,  se  marcharon. 

Quedóme  en  la  enfermería  más  contento  que  en  el 
calabozo,  ya  porque  estaba  mejor  asistido,  y  ya,  en  fin, 
porque  entre  los  que  allí  estaban  había  algunos  de  regu- 
lares principios,  y  cuya  conversación  rñe  divertía  más 
que  la  de  los  pillos  del  patio. 

Como  el  escribano  vio  mi  letra  en  el  escrito,  se 
prendó  de  ella,  y  fué  cabalmente  á  tiempo  que  se  le 
despidió  el  amanuense,  y  valiéndose  de  la  amistad  del 
alcaide,  me  propuso  que  si  quería  escribirle  á  la  mano 
que  me  daría  cuatro  reales  diarios.  Yo  admití  en  el  ins- 
tante; pero  le  advertí  que  estaba  muy  indecente  para 
subir  arriba.  1^1  escribano  me  dijo  que  no  me  apurara 
por  eso,  y  en  efecto,  al  día  siguiente  me  habilitó  de 
camisa,  chaleco,  chupa,  calzones,  medias  y  zapatos; 
todo  usado,  pero  limpio  y  no  muy  viejo. 

Me  planté  de  punta  en  blanco,  de  suerte  que  todos 
ios   presos   extrañaban   mi    figura   renovada;  ¿mas  qué 


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OBRAS   ESCOGIDAS 


241 


mucho  si  yo  mismo  no  me  conocía  al  verme  tan  otro 
de  la  noche  á  la  mañana? 

Comencé  á  servir  á  éste  m.i  primer  amo  con  tanta 
puntualidad,  tesón  y  eficacia,  que  dentro  de  pocos  días 
me  hice  dueño  de  su  voluntad,  v  me  cobró  tal  cariño, 
que  no  sólo  me  socorrió  en  la  cárcel,  sino  que  me  sac<') 
de  ella  y  me  llevó  á  su  casa  con  destino,  como  veréis  en 
el  capítulo  siguiente. 


PERIQUILLO  SARNIENTO.  —  T.  I,   B.  — 61. 


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CAPITULO  X 


En  el  que  escribe  Periquillo  su  salida  de  la  cárcel; 

hace  una  crítica  contra  los  malos  escribanos,  y  refiere,  por  último,  el  motivo 

por  qué  salió  de  la  casa  de  Chanfaina  y  su  desgraciado  modo 


Hay  ocasiones  de  tal  abatimiento  y  estrechez  para 
los  hombres,  que  los  más  picaros  no  hallan  otro  recurso 
que  aparentar  la  virtud  que  no  tienen  para  granjearse 


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244  PENSADOR    MEXICANO 

la  voluntad  de  aquellos  (jue  necesitan.  Esto  hice  yo  pun- "^ 
tualmente  con  el  escribano,  pues  auncjue  era  enemigo 
irreconciliable  del  trabajo,  me  veía  confinado  en  una 
cárcel,  pobre,  desnudo,  muerto  de  hambre,  sin  arbitrio 
para  adíjuirir  un  real,  y  temiendo  por  horas  un  fatal 
resultado  por  las  sospechas  que  se,  tenían  contra  mí. 
Con  esto  le  complacía  cuanto  me  era  dable,  y  él  cada 
vez  me  manifestaba  más  cariño,  y  tatito  (jue  en  quince 
ó  veinte  días  concluyó  mi  negocio;  liizo  ver  que  no 
Imbía  testigos  ni  parte  que  pidiera  contra  mí,  que  la 
sospecha  era  leve,  y  quién  sabe  qué  más.  Ello  es  (jue 
yo  salí  en  libertad  sin  pagar  costas,  y  me  fui  á  servirlo 
á  su  casa. 

Llamábase  este  mi  primer  amo  don  Cosme  Casalla, 
y  los  presos  le  llamaban  el  escribano  Chanfaina,  ya  por 
la  asonancia  de  esta  palabra  con  su  apellido,  ó  ya  por 
lo  que  sabía  revolver. 

Era  tal  el  atrevimiento  de  este  hombre  que  una 
ocasión  le  vi  hacer  una  cosa  que  me  dejó  espantado, 
y  hoy  me  escandalizo  al  escribirla. 

Fué  el  caso  que  una  noche  cayó  un  ladrón  cono- 
cido V  harto  criminal  en  manos  de  la  justicia.  Tocóle 
la  formación  de  su  causa  á  otro  escribano  y  no  á  mi 
amo.  Convencióse  y  confesó  el  reo  llanamente  todos 
sus  delitos,  porque  eran  innegables.  En  este  tiempo  una 
hermana  que  éste  tenía,   no  mal  parecida,    fué   á  ver 


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OBRAS    ESCOGIDAS  245 

á  mi  amo,  empeñándose  por  su  hermano  y  llevándole 
no  sé  qué  regalito;  pero  mi  dicho  amo  se  excusó  di- 
ciéndole  que  él  no  era  el  escribano  de  la  causa,  que 
viera  al  que  lo  era.  La  muchacha  le  dijo  que  ya  lo 
había  visto,  mas  que  fué  en  vano,  porque  aquel  escri- 
bano era  muy  escrupuloso,  y  le  había  dicho  que  él  no 
podía  proceder  contra  la  justicia,  ni  tenía  arbitrio  para 
mover  á  su  favor  el  corazón  de  los  jueces;  (|ue  él  debía 
dar  cuenta  con  lo  (jue  resultase  de  la  causa,  y  los  jueces 
sentenciarían  conforme  lo  que  hallaran  por  conveniente, 
y  así  que  él  no  tenía  (jue  hacer  en  eso;  que  ella,  desespe- 
rada con  tan  mal  despacho,  había  ido  á  ver  á  mi  amo, 
sabiendo  lo  piadoso  que  era  y  el  mucho  vaHmiento  que 
tenía  en  la  Sala,  suplicándole  la  viese  con  caridad,  que, 
aunque  era  una  pobre,  le  agradecería  este  favor  toda  su 
vida,  y  se  lo  correspondería  de  la  manera  que  pudiese. 
Mi  amo,  que  no  tenía  por  donde  el  diablo  lo  des- 
echara, al  oir  esta  proposición,  vio  con  más  cuidado 
los  ojillos  llorosos  de  la  suplicante,  y  no  pareciéndole 
indignos  de  su  protección,  se  la  ofreció  diciéndole: 
— Vamos,  chata,  no  llores;  aquí  me  tienes,  pierde  cui- 
dado (|ue  no  correrá  sangre  la  causa  de  tu  hermano; 
pero... — Al  decir  este  pero,  se  levantó  y  no  pude  escu- 
char lo  que  le  dijo  en  voz  baja.  Lo  cierto  es  que  la 
muchacha  por  dos  ó  tres  veces  le  dijo,  «sí,  señor,» 
y  se  fué  muy  contenta. 

PERIQUILLO   SARNIENTO.  — T.   I,   B.  —  62. 


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246  PENSADOR   MEXICANO 

Al  cabo  de  algunos  días,  una  tarde  que  estaba  yo 
escribiendo  con  mi  amo,  fué  entrando  la  misma  joven 
toda  despavorida,   y  entre  llorosa  y  regañona,  le  dijo: 
— No  esperaba  yo  esto,  señor  don  Cosme,  de  la  formali- 
dad de  usted,   ni  pensaba  que  así  se  había  de  burlar  de 
una  infeliz  mujer.  Si  yo  hice  lo  (|ue  hice,  fué  por  librar 
á  mi   hermano,   según   usted   me  prometió,   no   porque 
me    faltara   quién    me   dijera    por    ahí  te   pudras,   pues 
pobre   como    usted    me    ve,    no    me    he    querido    echar 
por  la   calle   de  enmedio,  (jue  si  eso  fuera  así,  así  me 
sobra  (juién  me  saque  de  miserias,   pues  no   falta  una 
media  rota  para  una  pierna  llagada;   pero  maldita  sea 
yo  y  la  hora  en  que  vine  á  ver  á  usted,  pensando  que 
era   hombre  de  bien  y  que   cumpliría  su   palabra,   y... 
—  Cállate,  mujer,  le   dijo   mi   amo,  (jue  has  ensartado 
más    desatinos    que    palabras.    ¿Qué    ha    habido?    ¿qué 
tienes?   ¿qué  te  han   contado?  —  Una  friolera,  dijo  ella, 
que   está   mi    hermano    sentenciado    por   ocho    años    al 
Morro  de  la  Habana. —  ¿Qué  dices,  mujer?  preguntó  mi 
amo  todo  azorado;  si  eso  no  puede  ser;  eso  es  mentira. 
— ¡Qué  mentira  ni  qué  diablos!  decía  la  adolorida;  acabo 
de  despedirme  de  él  y  mañana  sale.    ¡Ay,  alma  mía  de 
mi  hermano!  ¡Quién  te  lo  había  de  decir,  después  que 
yo  he  hecho  por  tí  cuanto  he  podido!...  — ¿Cómo  maña- 
na, mujer?  ¿(jué  estás  hablando? — Sí,  mañana,  mañana, 
que  ya  lo  desposaron  esta  tarde,  y  está  entregado  en 


rasrjs* 


OBRAS   ESCOGIDAS  247 

lista  para  que  lo  lleven. — Pues  no  te  apures,  dijo  mi 
amo,  que  primero  me  llevarán  los  diablos  que  á  tu 
hermano  lo  lleven  á  presidio.  Anda,  vete  sin  cuidado, 
que  á  la  noche  ya  estará  tu  hermano  en  libertad. 

Diciendo  esto,  la  muchacha  se  fué  para  la  calle  y 
mi  amo  para  la  cárcel,  donde  halló  al  dicho  reo  espo- 
sado con  otro  para  salir  en  la  cuerda  al  día  siguiente, 
según  había  dicho  su  parienta. 

Turbóse  el  escribano  al  ver  esto,  mas  no  desmayó, 
sino  que,  haciendo  una  de  las  suyas,  desunció  al  reo 
condenado  de  su  compañero,  y  unció  con  éste  á  un 
pobre  indio  que  había  caído  allí  por  borracho  y  apo- 
rreador  de  su  mujer. 

Este  infeliz  fué  á  suplir  ocho  años  al  Morro  de  la 
Habana  por  el  ladrón  hermano  de  la  bonita,  el  que,  á 
las  oraciones  de  la  noche,  salió  á  la  calle  por  arriba 
libre  y  sin  costas,  apercibido  de  no  andar  en  México 
de  día;  aunque  él  no  anduvo  ni  de  noche,  porque, 
temiendo  no  se  descubriera  la  trúcala  del  escriba,  se 
marchó  de  la  ciudad  lo  más  presto  que  pudo,  quedando 
de  este  modo  más  solapada  la  iniquidad. 

Si  tanta  determinación  tenía  el  amigo  Chanfaina 
para  cometer  un  atentado  semejante,  ¿cuánta  no  tendría 
para  otorgar  una  escritura  sin  instrumentales;  para 
recibir  unos  testigos  falsos  á  sabiendas;  para  dar  una 
certificación  de  lo  que  no  había  visto;  para  ser  escri- 


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248  PENSADOR    MEXICANO 

baño  y  abogado  de  una  misma  parte;  para  comisionarme 
á  tomar  una  declaración;  para  omitir  poner  su  signo 
donde  se  le  antojaba,  y  para  otras  ilegalidades  seme- 
jantes? Todo  lo  hacía  con  la  mayor  frescura,  y  atro- 
pellaba  con  cuantas  leyes,  cédulas  y  reales  órdenes  se 
le  ponían  por  delante,  siempre  que  entre  ellas  y  sus 
trapazas  mediaba  algún  ratero  interés:  y  digo  ratero, 
porque  era  un  hombre  tan  venal  que  por  una  ó  dos 
onzas,  y  á  veces  por  menos,  hacía  las  mayores  picardías. 

A  más  de  esto,  era  de  un  corazón  harto  cruel  y 
sanguinario.  El  infeliz  que  caía  en  sus  manos  por  causa 
criminal,  bien  se  podía  componer  si  era  pobre,  por(|ue 
no  escapaba  de  un  presidio  cuando  menos;  y  se  vana- 
gloriaba de  esto  altamente,  teniéndose  por  un  hombre 
íntegro  y  justificado,  jactándose  de  que  por  su  medio 
se  había  cortado  un  miembro  podrido  á  la  república. 
En  una  palabra,  era  el  hombre  perverso  á  toda  prueba. 

Parece  que  en  mí  es  una  reprensible  ingratitud  el 
descubrimiento  de  los  malos  procederes  de  un  hombre 
á  quien  debí  mi  libertad  y  subsistencia  por  algún  tiempo; 
pero  como  mi  intención  no  es  zaherir  su  memoria  ni 
murmurar  su  conducta,  sino  sólo  representar  en  ella 
la  de  algunos  de  sus  compañeros,  y  esto  á  tiempo  que 
el  original  dejó  de  existir  entre  los  vivos,  con  la  for- 
tuna de  no  dejar  un  pariente  que  se  agravie,  es  regu- 
lar que  los  hombres  que  piensan  me  excusen  de  aquella 


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OBRAS   ESCOGIDAS  249 

nota,  y  más  cuando  sepan  que  el  favor  que  me  hizo 
no  fué  por  hacerme  bien,  sino  por  servirse  de  mí  á 
poca  costa;  pues  en  cerca  de  un  año  que  le  serví,  á 
excepción  de  cuatro  trapos  viejos  y  un  real  ó  dos  para 
cigarros  que  me  daba,  podía  yo  asegurar  que  estaba 
como  los  presidiarios,  sirviendo  á  ración  y  sin  sueldo; 
porque  aunque  me  ofreci<'>  cuatro  reales  diarios,  éstos 
se  quedaron  en  ofrecimientos. 

Sin  embargo,  no  debo  pasar  en  silencio  que  le  me- 
recí haber  aprendido  á  su  lado  todas  sus  malas  mañas 
pro  famotiori,  como  dicen  los  escolares,  quiero  decir 
que  las  aprendí  bien  y  salí  aprovechadísimo  en  el  arte 
de  la  cabala  con  la  pluma. 

En  el  corto  término  que  os  he  dicho,  supe  otorgar 
un  poder,  extender  una  escritura,  chancelarla,  acrimi- 
nar á  un  reo  ó  defenderlo,  formar  una  sumaria,  concluir 
un  proceso  y  hacer  todo  cuanto  puede  hacer  un  escri- 
bano; pero  todo  así  así,  y  como  lo  hacen  los  más,  es 
decir,  por  rutina,  por  formularios  y  por  costumbre  ó 
imitación;  mas  casi  nada  porque  yo  entendiera  perfec- 
tamente lo  que  hacía,  si  no  era  cuando  obraba  con 
malicia  particular,  que  entonces  sí  sabía  el  mal  que 
hacía  y  el  bien  que  dejaba  de  hacer;  pero  por  lo  demás 
no  pasaba  de  un  papelista  intruso,  semicurial  ignorante 
y  cagatinta  perverso. 

Con   todas   estas   recomendables  circunstancias,   se 

PERIQUILLO   SARNIENTO.  —  T.    I,    B.  —  63. 


250  PENSADOR    MEXICANO 

fiaba  mi  maestro  de  mí  sin  el  menor  escrúpulo.  Ya  se 
ve,  ¿de  quién  mejor  se  había  de  fiar  sino  de  un  su  discí- 
pulo que  le  había  bebido  los  alientos? 

Un  día  que  él  no  estaba  en  casa,  me  entretenía  en 
extender  una  escritura  de  venta  de  cierta  finca  que  una 
señora  iba  á  enajenar.  Ya  casi  la  estaba  yo  concluyendo 
cuando  entró  en  busca  de  mi  amo  Chanfaina,  el  licen- 
ciado don  Severo,  hombre  sabio,  íntegro,  é  hipocon- 
dríaco. Luego  (juc  se  sentó  me  preguntó  por  mi  maes- 
tro, y  á  seguida  me  dijo: — ¿Qué  está  usted  haciendo? 
Yo,  que  no  conocía  su  carácter,  ni  su  profesión,  ni 
luces,  le  contosté  (|ue  una' escritura. — ¿Pues  (jué,  repitió 
él,  la  está  pasando  á  testimonio  ó  extendiéndola  origi- 
nal?—  Sí,  señor,  le  dije,  esto  último  estoy  haciendo, 
extendiéndola  original. —  Bueno,  bueno,  dijo,  ¿y  de  qué 
es  la  escritura? — Señor,  respondí,  es  de  la  venta  de  una 
finca. —  ¿Y  quién  otorga  la  escritura? — La  señora  doña 
Damiana  Acevedo.  —  ¡Ahí  sí,  dijo  el  abogado;  la  co- 
nozco mucho,  es  mi  deuda  política;  está  para  casar- 
se tiempo  hace  con  mi  primo  don  Baltasar  Orihuela; 
por  cierto  (jue  es  la  moza  harto  modista  y  disipadora. 
¿Qué,  ya  estará  en  el  estado  de  vender  las  fincas  (jue 
podía  llevar  en  dote?  Aunque  en  ese  caso  no  sé  cómo 
habrá  de  otorgar  la  escritura.  A  ver,  sírvase  usted 
leerla. 

Yo,  hecho  un  salvaje  y  sin  saber  con  quién  estaba 


OBRAS   ESCOGIDAS  251 

hablando,    leí    la    escritura,    que  decía  así,   ni    más   ni 
menos: 

«]^n  la  ciudad  de  México,  á  20  de  Julio  de  1780, 
ante  mí,  el  escribano  y  testigos,  doña  Damiana  Ace- 
vedo,  vecina  de  ella,  otorga:  que  por  sí  y  en  nombre 
de  sus  herederos,  sucesores  ó  hijos,  si  algún  día  los 
tuviere,  vende  para  siempre  á  don  Hilario  Rocha,  natu- 
ral de  la  Villa  del  Carbón  y  vecino  de  esta  capital,  y 
á  los  suyos,  una  casa,  sita  en  la  calle  del  Arco  de  la 
misma,  que  en  posesión  y  propiedad  le  pertenece  por 
herencia  de  su  difunto  padre,  el  señor  don  José  María 
Acevedo,  y  se  compone  de  cuatro  piezas  altas  que  son: 
sala,  recámara,  asistencia  y  cocina;  un  cuarto  bajo,  un 
pajar  y  una  caballeriza;  tiene  quince  pies  de  fachada 
y  treinta  y  ocho  de  fondo,  todo  lo  que  consta  en  la  res- 
pectiva cláusula  del  testamento  de  su  expresado  difunto 
padre,  por  cuyo  título  le  corresponde  á  la  otorgante, 
la  cual  declara  y  asegura  no  tenerla  vendida,  enajenada 
ni  empeñada,  y  que  está  libre  de  tributo,  memoria, 
capellanía,  vínculo,  patronato,  fianza,  censo,  hipoteca 
y  de  cualquiera  otra  especie  de  gravamen:  la  cual  le 
dona  con  toda  su  fábrica,  entradas,  salidas,  usos,  cos- 
tumbres y  servidumbres  en  forma  de  derecho,  en  cuatro 
mil  pesos  en  moneda  corriente  y  sellada  con  el  cuño 
mexicano,  que  ha  recibido  á  su  satisfacción.  Y  desde 
hoy  en   adelante   para  siempre  jamás   se   abdica,   des- 


252  PENSADOR    MEXICANO 

prende,  desapodera,  desiste,  quita  y  aparta,  y  á  sus 
herederos  y  sucesores,  de  la  propiedad,  dominio,  título, 
voz,  recurso  y  otro  cualquier  derecho  que  á  la  citada 
casa  le  corresponde,  y  lo  cede,  renuncia  y  traspasa 
plenamente  con  las  acciones  reales,  personales,  útiles, 
mixtas,  directas,  ejecutivas  y  demás  que  le  competen, 
en  el  mencionado  don  Hilario  Rocha,  á  quien  confiere 
poder  irrevocable  con  libre,  franca  y  general  adminis- 
tración, y  constituye  procurador  actor  en  su  propio 
negocio,  para  (jue  la  goce,  y  sin  dependencia  ni  inter- 
vención de  la  otorgante  la  cambie,  enajene,  use  y  dis- 
ponga de  olla  como  de  cosa  suya  adquirida  con  justo 
legítimo  título,  y  tome  y  aprenda  de  su  autoridad  ó 
judicialmente  la  real  tenencia  y  posesión  que  en  virtud 
de  este  instrumento  le  pertenece:  y  para  que  no  nece- 
site tomarla,  y  antes  bien  conste  en  todo  tiempo  ser 
suya,  formaliza  á  su  favor  esta  escritura  de  que  le  daré 
copia  autorizada.  Asimismo  declara  (jue  el  justiprecio 
y  valor  de  la  tal  finca  son  los  dichos  cuatro  mil  pesos, 
y  que  no  vale  más,  ni  ha  hallado  quién  le  dé  más  por 
ella;  y  si  más  vale  ó  valer  pudiere,  hace  del  exceso 
grata  donación  pura,  mera,  perfecta  é  irrevocable  que 
el  derecho  llama  intcr  cieos,  al  expresado  Rocha  y  sus 
herederos,  renunciando  para  esto  la  ley  I,  tít.  XI,  lib.  5 
de  la  Recopilación,  y  la  que  de  esto  trata  fecha  en  Cor- 
tes de   Alcalá  de   Henares,    como   también   la  de   non 


OBRAS    ESCOGIDAS  253 

numerata  pecunia,  la  del  senadoconsulto  Veleyano,  y 
se  somete  á  la.  jurisdicción  de  los  señores  jueces  y  jus- 
ticias de  S.  M.,  renunciando  las  leyes  si  (¡ua  mulier;  la 
de  si  conceneril  de  jurisdictione  oniniuní  judicuní,  y 
cuantas  puedan  hallarse  á  su  favor  por  sí  y  sus  here- 
deros, obHgándose  además  á  (jue  nadie  le  inquietará  ni 
moverá  pleito  sobre  la  propiedad,  posesión  ó  disfrute 
de  dicha  casa,  y  si  se  le  inquietare,  moviere  ó  apare- 
ciere algún  gravamen,  luego  <jue  la  otorgante  y  sus 
herederos  y  sucesores  sean  requeridos  conforme  á  dere- 
cho, saldrán  á  su  defensa  y  seguirán  el  pleito  á  sus 
expensas  en  todas  instancias  y  tribunales  hasta  ejecuto- 
riarse, y  dejar  al  comprador  en  su  libre  uso  y  pacífica 
posesión;  y  no  pudiendo  conseguirlo  le  darán  otra  igual 
en  valor,  fábrica,  sitio,  renta  y  comodidades,  ó  en  su 
defecto  le  restituirán  la  cantidad  que  ha  desembolsado, 
las  mejoras  útiles,  precisas  y  voluntarias  (|ue  tenga  á  la 
sazón,  el  mayor  valor  que  adquiera  con  el  tiempo,  y 
todas  las  costas,  gastos  y  menoscabos  que  se  le  siguie- 
ren,  con  sus  intereses,  por  todo  lo  cual  se  les  ha  de 
poder  ejecutar  sólo  en  virtud  de  esta  escritura,  y  jura- 
mento del  que  la  posea  ó  lo  represente  en  quien  difiere 
su  importe  relevándole  de  otra  prueba.  Así,  pues,  y  á  la 
observancia  de  todo  lo  referido,  obliga  su  persona  y  bie- 
nes habidos  y  por  haber,  y  con  ellos  se  somete  á  los 
jueces  y  justicias  de  S.  M.  para  que  á  ello  la  compelen 

PRRIQUIM-O   SARNIENTO.  —  T.    I,    B. — 64. 


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254  PENSADOR   MEXICANO 

como  por  sentencia  pasada,  consentida  y  no  apelada  en 
autoridad  de  cosa  juzgada,  renunciando  su  propio  fuero, 
domicilio  y  vecindad  con  la  general  del  derecho,  y  así  lo 
otorgó.  Y  presente  don  Hilario  Rocha,  á  quien  doy  fe 
conozco,  impuesto  en  el  contenido  de  este  instrumento, 
sus  localidades  y  condiciones,  dijo:  que  aceptaba  y 
aceptó  la  compra  de  la  expresada  casa  como  en  ello  se 
contiene,  y  se  obliga... 

—  Basta,  dijo  el  licenciado  Severo,  que  es  menester 
gran  vaso  para  escuchar  un  instrumento  tan  cansado, 
y  á  más  de  cansado  tan  ridículo  y  mal  hecho.  ¿Usted, 
amiguito,  entiende  algo  de  lo  que  ha  puesto?  ¿Conoce  á 
esa  señora?  ¿Sabe  cuáles  son  las  leyes  que  renuncia?  y... 
—  A  este  tiempo  entró  mi  amo  Chanfaina,  é  impuesto 
de  las  preguntas  (jue  me  estaba  haciendo  el  licenciado, 
le  dijo:  —  Este  muchacho  poco  ha  de  responder  á  usted 
de  cuanto  le  pregunte,  porque  no  pasa  de  un  escribien- 
tillo  aplicado.  Esta  escritura  que  usted  ha  escuchado  la 
hizo  por  el  machote  que  le  dejé  y  por  los  que  me  ha  visto 
hacer,  y  como  tiene  una  feliz  memoria  se  le  queda  todo 
fácilmente. —  Hemos  de  advertir  que  hasta  aquí  ni  yo  ni 
mi  patrón  sabíamos  si  era  licenciado  el  tal  don  Severo, 
y  sólo  pensábamos  que  era  algún  pobre  (|ue  iba  á  ocu- 
parnos. 

Con  este  error,  mi  amo,  que  como  gran  ignorante 
era  gran  soberbio,  creyó  aturdir  á  la  visita  y  acreditarse 


OBRAS  ESCOGIDAS  255 

á  costa  de  desatinar  con  arrogancia,  según  que  lo  tenía 
de  costumbre,  y  así  añadió:  — Lo  que  usted  dude,  caba- 
llero, á  mí,  á  mí  me  lo  ha  de  preguntar,  que  lo  satisfaré 
completamente.  Ya  usted  tendrá  noticia  de  quien  soy, 
pues  me  viene  á  buscar;  pero  si  no  la  tiene,  sépase  que 
soy  don  Cosme  Apolinario  Casalla  y  Torrejalva,  escri- 
bano real  y  receptor  de  esta  Real  Audiencia,  para  que 
mande. 

—  Ya,  ya  tengo  noticia  de  la  habilidad  y  talento  de 
usted,  señor  mío,  dijo  el  abogado,  y  yo  mismo  felicito 
mi  ventura  que  me  condujo  ú  la  casa  de  un  hombre 
lleno,  y  tanto  más  cuanto  que  soy  muy  amigo  de  saber 
lo  que  ignoro,  y  me  acomodo  siempre  á  preguntar  á 
quien  más  sabe  para  salir  de  mi  ignorancia.  En  esta  vir- 
tud y  antes  de  entrar  en  el  negocio  á  que  vengo,  quisiera 
preguntar  á  usted  algunas  cosillas  que  hace  días  que 
las  oigo  y  no  las  entiendo. 

—  Ya  he  dicho  á  usted,  amigo,  contestó  Chanfaina 
con  su  acostumbrada  arrogancia,  que  pregunte  lo  que 
guste,  que  yo  le  sacaré  de  sus  dudas  de  buena  gana. 

—  Pues  señor,  continuó  el  letrado,  sírvase  usted 
decirme  ¿qué  significan  esas  renuncias  que  se  hacen  en 
las  escrituras?  ¿Qué  quiere  decir  la  ley  si  qua  mtiUer.^ 
¿Cuál  es  la  de  sive  á  meJ  ¿Qué  significa  aquella  de  si 
convencrit  de  jurisdictione  omnium  judicuni.^  ¿Cuál  es  el 
beneficio  del  senaius-consulto  Veletjano  que  renuncian  las 


256 


PENSADOR    MEXICANO 


mujeres?  ¿Qué  significa  la  non  nunicraíu  ¡jccunia/  ¿Qué 
quiere  decir  renuncio  mi  propio  fuero,  do/nicilio  y  cecin- 
(lad/  ¿Cuál  es  la  ley  I,  tít.  XI,  del  lib.  5  de  la  Recopi- 
lación? Y  por  fin,  ¿quiénes  pueden  6  no  otorgar  escri- 
turas? ¿cuáles  leyes  pueden  renunciarse  y  cuáles  no? 
y  ¿qué  cosa  son  ó  para  qué  sirven  los  testigos  que  llaman 
instrumentales? 

—  Ha  preguntado  usted  tantas  cosas,  dijo  mi  amo, 

que  no  es  muy  fácil  el  responderle  á  todas  con  proli- 
jidad; pero  para  que  usted  se  sosiegue,  sepa  que  todas 
esas  leyes  que  se  renuncian  son  antiguallas  que  de  nada 
sirven,  v  así  no  nos  calentamos  los  escribanos  la  cabeza 
en  saberlas,  pues  eso  de  saber  leyes  les  toca  á  los  abo- 
gados, no  á  nosotros.  Lo  que  sucede  es  que  como  ya 
es  estilo  el  poner  esas  cosas  en  las  escrituras  y  otros 
instrumentos  públicos,  las  ponemos  los  escribanos  que 
vivimos  hoy  y  las  pondrán  los  que  vivirán  de  aquí  á  un 
siglo  con  la  misma  ciencia  de  ellos  que  los  primeros 
escribanos  del  mundo:  pero  ya  digo,  el  saber  ó  ignorar 
estas   niaUírranfjas  nada  importa.  ¿Está  usted? 

Por  lo  que  hace  á  lo  que  usted  pregunta  de  que  qué 
personas  pueden  otorgar  escrituras,  debo  decirle  (jue 
menos  los  locos,  todos.  A  lo  menos  yo  las  extenderé 
en  favor  del  que  me  pague  su  dinero,  sea  quien  fuere, 
y  si  tuviere  algún  impedimento,  veré  como  se  lo  aparto 
y  lo  habilito.  ¿Está  usted? 


^.l.-.'-^i-;;.!  .,j  -i. 


'.':t;..^-. 


OBRAS   ESCOGIDAS  257 

Últimamente:  los  testigos  instrumentales  son  unas 
testas  de  hierro,  ó  más  bien  unos  nombres  supuestos; 
pues  en  queriendo  Juan  vender  y  Pedro  comprar,  ¿qué 
cuenta  tienen  con  que  haya  ó  no  testigos  de  su  contrato? 
De  modo  que  verá  usted  que  yo,  muchos  de  mis  com- 
pañeros, y  casi  todos  los  alcaldes  mayores,  tenientes  y 
justicias  de  pueblos,  extendemos  estos  instrumentos  en 
nuestras  casas  y  juzgados  solos,  y  cuando  llegamos  á 
los  testigos,  ponemos  que  lo  fueron  don  Pascasio,  don 
Nicasio  y  don  i^pitacio,  aunque  no  haya  tales  hombres 
en  veinte  leguas  en  contorno,  y  lo  cierto  es  (jue  las  escri- 
turas se  quedaron  otorgadas,  las  fincas  vendidas,  nues- 
tros derechos  en  la  bolsa,  y  nadie,  aunque  sepa  esta 
friolera,  se  mete  á  reconvenirnos  para  nada. 

Esto  es  lo  que  hay,  amigo,  en  el  particular.  Vea 
usted  si  tiene  algo  más  que  preguntar,  que  se  le  respon- 
derá in  tcnninis,  camarada,  in  icrininis,  terminante- 
mente. 

Levantóse  de  la  silla  el  licenciado  medio  balbuciente 
de  la  cólera,  y  con  un  mirar  de  perro  con  rabia  le  dijo 
á  mi  preclarísimo  maestro:  —  Pues,  señor  don  Cosme 
Casalla,  ó  Chanfaina,  ó  calabaza,  ó  como  le  llamen,  sepa 
usted  que  quien  le  habla  es  el  licenciado  don  Severo 
Justiniano,  abogado  también  de  esta  Real  Audiencia  en 
la  que  pronto  me  verá  usted  colocado,  y  sabrá,   si  no  J 

quiere  saberlo  antes,  que  soy  doctor  en  ambos  derechos, 


PERIQUILLO   SARNIENTO.  —  T.    I,    B.  —  65. 


(.; 


K 


■c-i,^ 


.1. 


■  '  *  V'jp^.   '-^  L«-Vi:  -■^iSkltJV 


258  PENSADOR    MEXICANO 

y  que  no  le  he  hablado  con  mera  fanfarronada  como 
usted,  á  quien  en  esta  virtud  le  digo  y  le  repito  que  es 
un  hombre  lleno,  pero  no  de  sabiduría,  sino  lleno  de 
malicia  y  de  ignorancia.  ¡Bárbaro!  ¿Quién  le  metió  á 
escribano?  ¿quién  le  examin(')?  ¿cómo  supo  engañar  á 
los  señores  sinodales  respondiendo  quizás  preguntas 
estudiadas,  comunes  ó  prevenidas,  ó  satisfaciendo  hipó- 
critamente los  casos  arduos  que  le  propusieron? 

Usted  y  otros  escribanos  ó  receptores  tan  pelotas  y 
malicosos  como  usted,  tienen  la  culpa  de  que  el  vulgo, 
poco  recto  en  sus  juicios,  mire  con  desafecto,  y  aun  diré 
con  odio,  una  profesión  tan  noble,  confundiendo  á  los 
escribanos  instruidos  v  timoratos  con  los  criminalistas 
trapaceros,  satisfechos  de  que  abundan  más  éstos  que 
aquéllos. 

Sí,  señor:  el  oficio  de  escribano  es  honorífico,  noble 
y  decente.  Las  leyes  lo  llaman  público  ij  honrado: 
prescriben  (¡ue  c/  qno  Iiruja  de  ejercerlo  sea  siijelo  de 
htiena  jama,  hombre  libre  //  cristicino:  aseguran  que 
el  jtoner  escribanos  es  cosa  que  pertenece  ('i  los  rei/es. 
Ca  en  ellos  es  puerta  la  (¡uarda  é  lealtad  de  las  cartas 
que  facen  en  la  corte  del  rei¡,  é  en  las  ciudades  é  en 
las  cillas.  K  son  como  testif/os  ¡túblicos  en  los  pleitos, 
é  en  las  posturas  (pactos)  que  los  Jiomes  facen  entre  sí, 
y  mandan  (¡ue  para  ser  admitidos  á  ejercer  dicho  cargo 
justijiquen  con  citación  del  procurculor  síndico  ante  las 


i' •■    Hiaf-' -^>" -v*»-»- 


ií^*^:   •  -■'.   .  <.    .    ■     ■-'       '".;..:_  'V,  '•;/•;-■•  •   .■-.  :-.\  /•■■•^•;  <?{*  -  •   -  ■   ■■  -"S*^'- •«.:,■' >;5-v:" 


OBRAS    ESCOGIDAS  259 

justicias  de  sus  domicilios,  limpie:^a  de  sangre,  legitimi- 
dad, fidelidad,  habilidad,  buena  vida  ij  costumbres.  ^ 

Sí,  amigo;  es  un  oficio  honroso,  y  tanto  que  no 
obsta,  como  han  pensado  algunos,  para  ser  caballeros 
y  adornarse  el  pecho  con  la  cruz  de  un  hábito,  siempre 
que  no  falten  los  demás  requisitos  necesarios  para  el 
caso,  de  lo  que  tenemos  ejemplar.  No  siendo  esto  nada 
particular  ni  violento,  si  se  considera  que  un  escribano 
es  una  persona  depositarla ,  con  autoridad  del  soberano 
de  la  confianza  pública,  d  quien,  así  en  juicio  como  fuera 
de  él,  se  debe  dar  entera  fe  y  crédito  en  cuanto  actúe 
conio  tcd  escribano.  - 

¿No  es,  pues,  una  lástima  que  cuatro  zaragates 
desluzcan  con  sus  embrollos,  necedades  v  raterías  una 
profesión  tan  recomendable  en  la  sociedad?  Á  lo  menos 
en  el  concepto  de  los  muchos:  que  los  pocos  bien  saben 
que  en  expresión  de  cierto  autor  moderno,  el  abuso  de 
tan  decoroso  ministerio  no  debe  degrcalarle,  como  ni  á 
los  demás  de  la  república,  de  la  estimación  g  aprecio  que 
le  son  debidos. 

Esa  escritura  que  usted  ha  puesto  ó  mandado  poner, 
es  un  fárrago  de  simplezas  que  no  merece  criticarse, 
y  ella  misma  publica  la  ignorancia  de  usted,  cuando  no 
la  hubiera  confesado.  ¿Conque  usted  se  persuade  que 
el  escribano  no  necesita  saber   leyes,    y  que  esto  sólo 

*    En  el  prólogo  del  Febrero  ilustrado  se  hallan  citadas  las  respectivas  leyes. 


.^í  : '  .íS¡.'.fói.á.:í-iJít-^tM^::&i\i 


260  PENSADOR    MEXICANO 

compete  á  los  abogados?  Pues  no,  señor,  los  escribanos 
deben  también  estudiarlas  para  desempeñar  su  oficio 
en  conciencia.  ^ 

Msta  es  una  aserción  muy  evidente,  y  si  no,  vea 
usted  en  cuántos  despilfarros  y  nulidades  ha  incurrido 
en  ese  mamarracho  (jue  ha  forjado.  Usted  cita  y  renun- 
cia leyes  que  para  nada  vienen  al  caso,  manifestando  en 
esto  su  ignorancia,  al  mismo  tiempo  (jUc  omite  poner  la 
edad  de  esa  señora,  circunstancia  esencialísima  para  (jue 
sea  válida  la  escritura,  pues  es  mayor  de  veinticinco 
años;  no  es  casada  ni  hija  de  familia;  tiene  la  libre 
administración  de  sus  bienes,  y  puede  otorgar  por  sí 
lo  mismo  (jue  cualquier  hombre  libre,  y  de  consiguiente 
es  un  absurdo  la  renuncia  que  hace  en  su  nombre  del 
í^cna(as-consul(()  Vc/oi/(fno,  pues  no  tiene  aquí  lugar  ni 
le  favorece.  Sepa  usted  que  esta  ley  se  instituyó  en  Roma 
siendo  cónsul  Veleyo  en  favor  de  las  mujeres,  para  que 
no  puedan  obligarse  ni  salir  por  fiadoras  por  persona 
alguna,  y  ya  que  puedan  serlo  en  ciertos  casos,  es 
menester  <jue  renuncien  esta  ley  romana,  ó  más  bien 
las  patrias  que  les  favorecen ,  y  entonces  será  válido  el 
contrato  y  estarán  obligadas  á  cumplirlo;  pero  cuando 
estando  habilitadas  por  derecho  se  obligan  por  sí  y  por 


'  "Ka  imposible  ejercer  los  escribanos  su  oficio,  dice  don  Marco»  Gutiérrez  en  el 
lugar  citado,  sin  saber  mucho  de  jurisprudencia;  pues  de  lo  contrario  forzosamente  han 
de  cometer  infinitos  absurdos  que  originen  costosos  é  interminables  litigios,  y  de  que 
sean  victimas  innumerables  ciudadanos  en  sus  bienes  y  derechos.» 


.  !  , 


■yu^'^T?'''-':-  : .  .-.'■•^^J 


OBRAS    ESCOGIDAS  261 

SU  mismo  interés,  es  excusada  tal  cláusula,  porque 
entonces  ninguna  ley  las  exime  de  la  obligación  que 
han  otorgado. 

Lo  mismo  se  puede  decir  de  las  demás  renuncias 
disparatadas  que  usted  ha  puesto  como  las  de  si  (¡ua 
tnulier,  sice  a  me,  etc.,  pues  éstas  se  contraen  á  asegurar  " 

los  bienes  do  las  mujeres  casadas  ó  por  razón  de  bienes 
dótales;  v  así  sólo  á  éstas  favorecen  v  ellas  únicamente 
pueden  renunciar  su  beneficio,  y  no  las  doncellas  ó  sol-  ' 

teras  como  es  doña  Damiana  Acevedo.  -    f 

Mas  para  que  usted  acabe  de  conocer  hasta  dónde 
llega  su  ignorancia  y  la  de  todos  sus  compañeros  que 
extienden  instrumentos  y  ponen  en  ellos  latinajos,  leyes 
y  renuncias  de  éstas  sin  entender  lo  que  hablan,  sino 
porque  así  lo  han  visto  en  los  protocolos  de  donde  saca- 
ron su  formulario,  atienda:  Dice  usted  que  vendió  la 
casa  en  cuatro  mil  pesos,  que  el  comprador  recibió  á  su 
satisfacción,  y  á  poco  dice  que  renuncia  la  ley  de  la 
non  niinici'fita  pecunia.  Si  usted  supiera  (jue  esta  ley 
habla  del  dinero  no  contado,  y  no  del  contado  y  recibido, 
no  incurriría  en  tal  error.  : 

Últimamente:   el  poner  por  testigos  instrumentales  : 

los  nombres  (jue  usted  quiere,  al  hacer  el  instrumento 
usted  solo,  como  ha  dicho,  y  el  no  explicarle  á  las  partes 
la  cláusula  de  él  y  las  leyes  que  renuncian,  puede  anular 
la  escritura  y  cuanto  haga  con  esta  torpeza;  porque  es 

PERIQUILLO    SARNIENTO.  —  T.    I,    lí.— OG. 


'  «■•  ^W,*    1.^ 


'•-■^Xl4^. 


262  PENSADOR    MEXICANO 

obligación  precisa  de  los  escribanos  el  imponer  á  las 
partes  perfectamente  en  éstas  (jue  usted  llama  anü'r/iia- 
/!((.<:  pero  como  «regularmente  los  escribanos  ^  poco 
menos  ignoran  el  contenido  de  las  leyes  renunciadas 
que  las  mismas  partes,  ¿cómo  deberemos  persuadirnos 
que  cerciorarán  aquello  que  creemos  ignoran?  ¿Llamare- 
mos acaso  á  juicio  al  escribano  para  que,  examinado  del 
contenido  de  dichas  leyes,  si  rectamente  responde,  crea- 
mos que  cercion')  bien  a  las  partes,  y  si  no  da  razón  de 
su  persona  hagamos  el  contrario  concepto?  Mejor  sería.» 

Con(jue,  señor  Casalla,  aplicarse,  aplicarse  y  ser 
hombre  de  bien ;  pues  es  un  dolor  que  por  las  faltas  de 
usted  y  otros  como  usted  sufran  los  buenos  escribanos 
el  vejamen  de  los  necios.  VA  negocio  á  que  yo  venía  pide 
un  escribano  de  más  capacidad  y  conducta  que  usted,  y 
así  no  me  determino  á  fiárselo,  l^studie  más  y  sea  más 
arreglado,  y  no  le  faltará  qué  comer  con  más  descanso 
y  tranquilidad  de  espíritu.  Y  usted,  amiguito,  me  dijo 
á  mí,  estudie  también  si  quiere  seguir  esta  carrera,  y 
no  se  ensene  á  robar  con  la  pluma,  pues  entonces  no 
pasará  de  ave  de  rapiña.  Adiós,  señores. 

Ni  visto  ni  oído  fué  el  licenciado  luego  que  acabó  de 
regañar  á  mi  amo,  quien  se  quedó  tan  aturdido  que  no 
sabía  si  estaba  en  cielo  ó  en  tierra,  según  después  me 
dijo. 

'     Aliaga,  en  su  Kspejo  de  Eicrihanot,  t.  II,  cap.  I,  claus.  13.  fol.  02. 


~,!f\^^y-'~J..--  .       -•     •  .-35^  ;C^--'      V  ,.    'I   ^  .«^ 


OBRAS   ESCOGIDAS  263 

Yo  me  acordé  bastante  de  mi  primer  maestro  de 
escuela,  cuando  le  pasó  igual  bochorno  con  el  clérigo; 
pero  mi  amo  no  era  de  los  que  se  ahogan  en  poca  agua, 
sino  muy  procaz  ó  sinvergüenza;  y  así  disimuló  su 
incomodidad  con  mucho  garbo,  y  luego  que  se  recobró 
un  poco,  me  dijo:  —  ¿Sabes,  Pericjuillo,  por  qué  ha  sido 
esta  faramalla  del  abogado?  Pues  sábete  que  no  por  otra 
causa,  sino  porque  siente  un  gato  que  otro  lo  arañe. 
Estos  letradillos  son  muy  envidiosos;  no  pueden  ver  ojos 
en  otra  cara,  y  quisieran  ser  ellos  solos  abogados,  jueces, 
agentes,  relatores,  procuradores,  escribanos  y  hasta 
corchetes  y  verdugos,  para  soplarse  á  los  litigantes  en 
cuerpo  y  alma. 

Vea  usted  al  bribón  del  Severillo,  y  (jué  charla  nos 
ha  encajado  haciéndose  del  hipócrita  y  del  instruido, 
como  si  lucra  lo  mismo  surcir  un  escrito  acuñándole 
cuarenta  textos,  que  extender  un  instrumento  público. 
Aquí  no  más  has  de  conocer  lo  que  va  del  trabajo  de 
un  abogado  al  de  un  escribano:  el  escrito  de  aquél 
se  tira,  si  se  olrece,  por  inútil,  y  el  instrumento  que 
nosotros  autorizamos  se  guarda  y  se  protocola  eterna- 
mente. 

El  Ictradillo  se  escandaliza  de  lo  que  no  entiende, 
pero  no  se  asustará  de  dejar  un  litigante  sin  camisa. 
Sí,  ya  lo  conozco;  ¡bonito  yo  para  que  me  diera  atole 
con  el  dedo!  No  digo  él,  ni  los  de  toga.  ¿Sabes  por  qué 


"V".  ("v-s  ■.;"'-«•  ixtií-i:  .  ■■Vl.V   ■-tWif  Wfrt.'  -"-^'J.  '      -' Jt-    "  ^— '•>••   ■-•    '  V --»J- 


^.»  ■  i-i,r..     •    ..\-'>v-  ■-=-  ■♦j'.i--';. .  i"»' 


264  PENSADOR    MEXICANO 

tomé  el  partido  de  callarme?  Pues  fué  porque  es  muy 
caviloso,  y  á  más  de  eso  tengo  malicias  de  que  es  asesor 
de  S.  E.  Está  para  ser  oidor  y  no  quiero  exponerme 
á  un  trabajo,  poríjue  estos  picaros  por  tal  de  vengarse 
no  dejarán  libro  que  no  hojeen,  ni  estante  que  no 
revuelvan:  (jue  si  eso  no  hubiera  sido,  yo  lo  hubiera 
enseñado  á  mal  criado.  Con  todo,  que  vuelva  otro  día 
á  mi  casa  á  quebrarme  la  cabeza,  quizás  no  estaró  para 
aguantar,  y  saldrá  por  ahí  como  rata  por  tirante. 

Así  que  mi  amo  se  desahogó  conmigo,  abrió  su 
estantito,  se  refrescó  con  un  buen  trago  del  refino  de 
Castilla,  y  se  marchó  á  jugar  sus  alburitos  mientras  se 
hacía  hora  de  comer. 

Aunque  me  hicieron  mucha  Fuerza  las  razones  del 
licenciado,  algo  me  desvanecieron  la  socarra  y  mentiras 
de  Chanlaina.  Ello  es  que  yo  propuse  no  dejar  su  com- 
pañía hasta  no  salir  un  mediano  oficial  de  escribano; 
mas  no  se  puede  todo  lo  que  se  quiere. 

Á  las  dos  de  la  tarde  volvió  mi  maestro  contento 
poríjue  no  había  perdido  en  el  juego;  puse  la  mesa, 
comió  v  se  fué  á  dormir  siesta.  Yo  t'uí  á  hacer  la  misma 
diligencia  á  la  cocina  donde  me  despachó  muy  bien  nana 
Clara.  (|ue  era  la  cocinera.  Después  me  bajé  á  la  esquina 
á  pasar  el  rato  con  el  tendero  mientras  despertaba  mi 
patrón. 

Este,    luego   que   despertó,    me   dejó    mi    tarea    de 


OBRAS   ESCOGIDAS  265 

escribir,  como  siempre,  y  se  marchó  para  la  calle,  de 
donde  volvió  á  las  siete  de  la  noche  con  una  nueva 
huéspeda  que  venía  á  ser  nuestra  compañera. 

Luego  que  la  vi  la  conocí.  Se  llamaba  Luisa,  y  era 
la  hermana  del  ladrón  que  mi  amo  soltó  de  la  cuerda 
con  más  facilidad  que  don  Quijote  á  Ginés  de  Pasamonte. 
Ya  he  dicho  que  la  tal  moza  no  era  fea  y  que  pareció 
muy  bien  á  mi  amo.  ¡Ojalá  y  á  mí  no  me  hubiera  pare- 
cido lo  mismo  1 

En  cuanto  entró  le  dijo  mi  amo: — Anda,  hija,  des- 
núdate ^  y  vete  con  nana  Clara,  que  ella  te  impondrá 
de  lo  que  has  de  hacer. — Fuese  ella  muy  humilde,  y 
cuando  estuvimos  solos  me  dijo  Chanfaina:  — Periquillo, 
me  debes  dar  las  albricias  por  esta  nueva  criada  que 
he  traído:  ella  viene  de  recamarera,  v  te  vas  á  ahorrar 
de  algún  quehacer;  porque  ya  no  barrerás,  ni  harás 
la  cama,  ni  servirás  la  mesa,  ni  limpiarás  los  candeleros, 
ni  harás  otras  cosas  que  son  de  su  obligación,  sino 
solamente  los  mandados.  Lo  único  que  te  encargo  es 
que  tengas  cuidado  con  ella,  avisándome  si  se  asoma 
al  balcón  muy  seguido,  ó  si  sale  ó  viene  alguno  á  verla 
cuando  no  estuviere  yo  en  casa.  En  fin,  tú  cúidala  y 
avísame  de  cuanto  notares.  Pues,  porque  al  fin  es  mi 
criada,  está  á  mi  cargo,  tengo  que  dar  cuenta  á  Dios 

'  En  aquella  época  sólo  la  gente  muy  infeliz  carecía  de  ropa  más  decente,  ó  aseada 
para  salir  á  la  calle,  y  así  es  que  por  deéiiudarse  se  entendía  quitarse  esa  ropa  y  quedar- 
se con  la  de  dentro  de  casa.  E. 

PERIQUILLO   SARNIENTO.  —  T.   I ,    B.  —  67. 


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266  .  PENSADOR   MEXICANO 

de  ella  y  no  soy  muy  ancho  de  conciencia,  ni  quiero 
condenarme  por  pecados  ajenos.  ¿Entiendes?  —  Sí, 
señor,  le  contesté,  riéndome  interiormente  de  la  necedad 
con  (|ue  pensaba  que  era  yo  capaz  de  tragar  su  hipocre- 
sía. Ya  se  ve,  el  muy  camote  me  tenía  por  un  buen  mu- 
chacho ó  por  un  mentecato.  Como  en  cerca  de  dos  meses 
que  yo  vivía  con  él  había  hecho  tan  al  vivo  el  papel  de 
hombre  de  bien,  pues  ni  salía  á  pasear,  aun  dándome 
licencia  él  mismo,  ni  me  deslicé  en  lo  más  mínimo  con 
la  vieja  cocinera,  me  creyó  el  amigo  Chanfaina  muy 
inocente,  ó  (juién  sabe  qué,  y  me  confió  á  su  Luisa,  (|ue 
fué  fiarle  un  mamón  ;'i  un  perro  hambriento.  Así  salió 
ello. 

Esa  noche  cenamos  y  me  luí  á  acostar  sin  meterme 
en  más  dibujos.  Al  día  siguiente  nos  dio  chocolate  la 
recamarerita,  hizo  la  cama,  barrió,  atizó  el  cobre,  porque 
plata  no  la  había,  y  pu§o  la  casa  albeando,  como  dicen 
las  mujeres. 

Seis  ú  ocho  días  hizo  la  Luisa  el  papel  de  criada 
sirviendo  la  mesa  v  tratando  á  Chanfaina  como  amo, 
delante  de  mí  y  de  la  vieja;  pero  no  pudo  éste  sufrir 
mucho  tiempo  el  disimulo.  Pasado  este  plazo,  la  fué 
haciendo  comer  de  su  plato  auncjue  en  pie;  después  la 
liacía  sentar  algunas  veces,  hasta  (jue  se  desnudó  del 
fingimiento  y  la  coloc(')  á  su  lado  señorilmente. 

Los  tres  comíamos  y  cenábamos  juntos  en   buena 


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OBRAS   ESCOGIDAS  267 

paz  y  compañía.  La  muchacha  era  bonita,  alegre,  viva 
y  decidora;  yo  era  joven,  no  muy  malote  y  sabía  tocar 
el  bandoloncito  y  cantar  no  muy  ronco,  al  paso  que  mi 
amo  era  casi  viejo,  no  poseía  las  gracias  que  yo;  sacán- 
dolo de  sus  trapacerías  con  la  pluma,  era  en  lo  demás 
muy  tonto;  hablaba  gangoso  y  rociaba  de  babas  al  que 
lo  atendía,  á  causa  de  (|ue  el  gálico  y  el  mercurio  lo 
habían  dejado  sin  campanilla  ni  dientes;  no  era  nada 
liberal,  y  sobre  tantas  prendas  tenía  la  recomendable  de 
ser  celosísimo  en  extremo. 

Ya  se  deja  entender  que  no  me  costaría  mucho  tra- 
bajo la  conquista  de  Luisa  teniendo  un  rival  tan  despre- 
ciable. Así  fué  en  efecto.  Breve  nos  conchábamos,  y 
quedamos  de  acuerdo  correspondiéndonos  nuestros  afec- 
tos amigablemente. 

El  pobre  de  mi  amo  estaba  encantado  con  su  reca- 
marera y  plenamente  satisfecho  de  su  escribiente,  quien 
no  osaba  alzar  los  ojos  á  verla  delante  de  él. 

Mas  ella,  que  era  picara  y  burlona,  abusaba  del 
candor  de  mi  amo  y  me  ponía  en  unos  aprietos  terribles 
en  su  presencia;  de  suerte  que  á  veces  me  hacía  reir  y 
á  veces  incomodar  con  sus  chocarrerías. 

Algunas  ocasiones  me  decía: — Señor  Pedrito,  ¡qué 
mustio  es  usted  1  parece  usted  novicio  ó  fraile  recién  pro- 
feso; ni  alza  los  ojos  para  verme;  ¿qué,  soy  tan  fea  que 
espanto?  ¡ Zonzo  1  Dios  me  libre  de  usted.  Será  usted  más 


268  PENSADOR    MEXICANO 

tunante  que  el  que  más.  Sí,  de  éstos  que  no  comen  miel 
libre  Dios  nuestros  panales,  don  Cosme. 

Otras  veces  me  preguntaba  si  estaba  yo  enamorado 
de  alguna  muchacha  ó  si  me  quería  casar,  y  treinta  mil 
simplezas  de  éstas,  con  las  que  me  exponía  á  descubrir 
nuestros  maliciosos  tratos;  pero  el  bueno  de  mi  maestro 
estaba  lelo  y  en  nada  menos  pensaba  que  en  ellos,  antes 
solía  preguntarme  á  excusas  de  ella  si  le  observaba  yo 
alguna  in(juietud.  Y  yo  le  decía: — No,  señor,  ni  yo  lo 
permitiera,  pues  los  intereses  de  usted  los  miro  como 
míos,  y  más  en  esta  parte. — Con  esto  quedaba  el  pobre 
enteramente  satisfecho  de  la  fidelidad  de  los  dos. 

Pero  como  nada  hay  oculto  que  no  se  revele,  al  fin 
se  descubrió  nuestro  mal  procedimiento  de  un  modo  que 
pudo  haberme  costado  bien  caro. 

Estaba  una  mañana  Luisa  en  el  balcón  y  yo  escri- 
biendo en  la  sala.  Antojóseme  chupar  un  cigarro  y  íuí 
á  encenderlo  á  la  cocina.  Por  desgracia  estaba  soplando 
la  lumbre  una  muchacha  do  no  malos  bigotes  llamada 
Lorenza,  que  era  sobrina  de  nana  Clara,  y  la  iba  á  visitar 
de  cuando  en  cuando  por  interés  de  los  percances  que  le 
daba  la  buena  vieja,  la  (jue  á  la  sazón  no  estaba  en  casa, 
porque  había  ido  á  la  plaza  á  comprar  cebollas  y  otras 
menestras  para  guisar.  Me  hallé,  pues,  solo  con  la  mu- 
chacha, y  como  era  de  corazón  alegre  comenzamos  á 
chacotear  familiarmente. 


L."jiií'ijfc-*J  -i..-'-*r,  ■.--^■.- j  .•  ■    -      ^  .-"v  V.aJ  *.if:^'''ii--.^  •-!*  .\*--J%«L"'«   :'.--^i- 


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OBRAS    ESCOGIDAS  269 

En  este  rato  me  echó  de  menos  Luisa;  fué  á  buscar- 
me, y  hallándome  enajenado,  se  enceló  furiosamente  y 
me  reconvino  con  bastante  aspereza,  pues  me  dijo: — Muy 
bien,  señor  Perico.  En  eso  se  le  va  á  usted  el  tiempo,  en 
retozar  con  esa  grandísima  tal... —  No:  eso  de  tal,  dijo 
Lorenza  toda  encolerizada,  eso  de  tal  lo  será  ella  y  su 
madre  y  toda  su  casta. —  Y  sin  más  cumplimientos  se 
arremetieron  v  afianzaron  de  las  trenzas  dándose  muchos 
araños  y  diciéndose  primores:  pero  esto  con  tal  escán- 
dalo y  alharaca,  que  se  podía  haber  oído  el  pleito  y  sa- 
bido el  motivo  ú  dos  leguas  en  contorno  de  la  casa. 

Hacía  yo  cuanto  estaba  de  mi  parte  por  desapar- 
tarlas; mas  era  imposible  según  estaban  empeñadas  en 
no  soltarse. 

A  este  tiempo  entró  nana  Clara,  y  mirando  á  su 
sobrina  bañada  en  sangre,  no  se  metió  en  averiguacio- 
nes, sino  que  tirando  el  canasto  de  verdura,  arremetió 
contra  la  pobre  de  Luisa,  (jue  no  estaba  muy  sana,  dicién- 
dole: — Eso  no,  grandísima  cochina,  lambe-platos,  piojo 
resucitado;  á  mi  sobrina  no,  tal.  Agora  verás  quién  es 
cada  cual.  Y  en  medio  de  esas  jaculatorias  le  menudeaba 
muy  fuertes  palos  con  una  cuchara. 

Yo  no  pude  sufrir  que  con  tal  ventaja  estropearan 
dos  á  mi  pobre  Luisa,  y  así,  viendo  que  no  valían  mis 
ruegos  para  que  la  dejaran,  apelé  á  la  fuerza  y  di  sobre  la 
vieja  á  pescozones. 

PERIQUILLO  SARNIENTO. —  T.   I,    B.  — 68. 


/ 


270  PENSADOR    MEXICANO 

Una  zambra  era  aquella  cocina,  ni  pienso  (|ue  sería 
más  terrible  la  batalla  de  César  en  Farsalia.  Como  no 
estábamos  quietos  en  un  punto,  sino  que  cayendo  y 
levantando  andábamos  por  todas  partes  y  la  cocina  era 
estrecha,  en  un  instante  se  quebraron  las  ollas,  se  de- 
rramó la  comida,  se  apagó  la  lumbre,  y  la  ceniza  nos 
emblanqueció  las  cabezas  y  ensució  las  caras. 

Todo  era  desvergüenzas,  gritos,  porrazos  y  desor- 
den. No  había  una  de  las  contendientes  (jue  no  estuviera 
sangrada  según  el  método  del  Aguilucho,  y  á  más  de 
esto,  desgreñada  y  toda  hecha  pedazos,  sin  quedarme 
yo  limpio  en  la  lunción.  El  campo  de  batalla  ó  la  cocina 
estaba  sembrada  do  despojos.  Por  un  rincón  se  veía  una 
olla  hecha  pedazos,  por  otra  la  tinaja  del  agua,  por  aquí 
una  sai'tén,  por  allí  un  manojo  de  cebollas,  por  esotro 
lado  la  mano  del  metate,  y  por  todas  partes  las  reliíjuias 
de  nuestra  ropa.  El  perrillo  alternaba  sus  ladridos  con 
nuestros  gritos,  y  el  gato  todo  espeluzado  no  se  atrevía  á 
bajar  del  brasero. 

En  medio  de  esta  función  llegó  Chanfaina  ves- 
tido ^en  su  propio  traje,  y  viendo  que  su  Luisa  estaba 
desangrada,  hecha  pedazos,  bañada  en  sangre  y  en- 
vuelta entre  la  cocinera  y  su  sobrina,  no  esperó  razo- 
nes, sino  que  haciéndose  de  un  garrote  di(')  sobre  las 
dos  últimas;  pero  con  tal  gana  y  coraje,  que  á  pocos 
trancazos    cesó    el  pleito  dejando  á   la  infeliz   recama- 


A.\irr;IIo. 


En  medio  de  esta  función  llegó  Chanfaina,  vestido  en  su  propio  traje 


OBRAS   ESCOGIDAS  271 

rera,  que  ciertamente  era  la  que  había  llevado  la  peor 
parte. 

Cuando  volvimos  todos  en  nuestro  acuerdo,  no  tanto 
por  el  respeto  del  amo,  cuanto  por  el  miedo  del  garrote, 
comenzó  el  escribano  á  tomarnos  declaración  sobre  el 
asunto  ó  motivo  de  tan  desaforada  riña.  La  vieja  nana 
Clara  nada  decía,  porque  nada  sabía  en  realidad.  Luisa 
tampoco,  porque  no  le  tenía  cuenta;  yo  menos,  porque 
era  el  actor  principal  de  aquella  escena;  pero  la  maldita 
Lorenza,  como  que  era  la  más  instruida  é  inocente,  en 
un  instante  impuso  á  mi  amo  del  contenido  de  la  causa, 
diciéndole  que  todo  aquello  no  había  sido  más  que  una 
violencia  y  provocación  de  aquella  tal  celosa  que  estaba 
en  su  casa,  que  quizá  era  mi  amiga,  pues  por  celos  de 
mí  y  de  ella  había  armado  a(|uel  escándalo... 

Hasta  a(|uí  oí  yo  á  Lorenza;  porque  en  cuanto  ad- 
vertí que  ésta  había  descorrido  el  velo  de  nuestros  indig- 
nos tratos  más  de  lo  que  era  necesario,  y  que  mi  amo 
me  miraba  con  ojos  de  loco  furioso,  temí  como  hombre, 
y  eché  á  correr  como  una  liebre  por  la  escalera  abajo, 
con  lo  que  confirmé  en  el  momento  cuanto  dijo  Loren- 
za, acabando  de  irritar  á  mi  patrón,  quien  no  queriendo 
que  me  fuera  de  su  casa  sin  despedida,  bajó  tras  de  mí 
como  un  rayo  y  con  tal  precipitación,  que  no  advirtió 
que  iba  sin  sombrero  ni  capa  y  con  la  golilla  por  un 
lado. 


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272 


PENSADOR    MEXICANO 


Como  dos  cuadras  corrió  Chanfaina  tras  de  mí  gri- 
tándome sin  cesar:  —  ¡Párate,  bribón;  párate,  picaro!  — 
pero  yo  me  volví  sordo  y  no  paré  hasta  que  lo  perdí  de 
vista  y  me  halló  bien  lejos  y  seguro  del  garrote. 

Este  fué  el  honroso  y  lucidísimo  modo  con  que  salí 
de  la  casa  del  escribano,  peor  de  lo  que  había  entrado  y 
sin  el  más  mínimo  escarmiento;  pues  en  cada  una  de 
éstas  comenzaba  de  nuevo  la  serie  de  mis  aventuras, 
como  lo  veréis  en  el  capítulo  siguiente. 


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CAPITULO  XI 


En  el  que  Periquillo  cuenta  la  acogida 

que  le  hizo  un  barbero;  el  motivo  porque  se  salió  de  su 

casa;  su  acomodo  en  una  botica  y  su  salida  de 

ésta ,  con  otras  aventuras  curiosas 


Es  increíble  el  terreno  que  avanza  un  cobarde  en  la 
carrera.  Cuando  sucedió  el  lance  que  acabo  de  referir 
eran  las  doce  en  punto,  y  mi  amo  vivía  en  la  calle  de 
las  Ratas;  pues  corrí  tan  de  buena  gana  que  fui  á  esperar 

PERIQUILLO   SARNIENTO.  —  T.   I,    B.  —  69. 


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274  PENSADOR    MEXICANO 

el  cuarto  de  hora  á  la  Alameda;  eso  sí,  yo  llegué  lleno 
de  sudor  y  de  susto;  mas  lo  di  de  barato  así  como  el 
,  verme  sin  sombrero,  roto  de  cabeza,  hecho  pedazos  y 
muerto  de  hambre,  al  considerarme  seguro  de  Chanfaina, 
á  quien  no  tanto  temía  por  su  garrote  como  por  su 
pluma  cavilosa;  pues  si  me  hubiera  habido  á  las  manos 
seguramente  me  da  de  palos,  me  urde  una  calumnia  y 
me  hace  ir  á  sacar  piedra  mucar  á  San  Juan  de  Ulúa. 

Así  es  que  yo  hube  de  tener  por  bien  el  mismo 
mal,  ó  elegí  cuerdamente  del  mal  el  menos;  pero  esto 
está  muy  bien  para  la  hora  ejecutiva,  porque  pasada 
ésta,  se  reconoce  cualquier  mal  según  es,  y  entonces 
nos  incomoda  amargamente. 

Tal  me  sucedió,  cuando  sentado  á  la  orilla  de  una 
zanja,  apoyado  mi  brazo  izquierdo  sobre  una  rodilla, 
teniéndome  con  la  misma  mano  la  cabeza,  y  con  la 
derecha  rascando  la  tierra  con  un  palito,  consideraba 
mi  triste  situación. — ¿Qué  haré  yo  ahora?  me  preguntaba 
á  mí  mismo.  Es  harto  infeliz  el  estado  presente  en  que 
me  hallo.  Solo,  casi  desnudo,  roto  de  cabeza,  muerto 
de  hambre,  sin  abrigo  ni  conocimiento,  y  después  de 
todo,  con  un  enemigo  poderoso  como  Chanfaina,  que 
se  desvelará  por  saber  de  mí  para  tomar  venganza  de 
mi  infidelidad  y  de  la  de  Luisa,  ¿á  dónde  iré?  ¿dónde 
me  (juedaré  esta  noche?  ¿quién  se  ha  de  doler  de  mí, 
ni  quién  me  hospedará  si  mi  pelaje  es  demasiado  sos- 


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OBRAS   ESCOGIDAS 


275 


pechoso?  Quedarme  aquí,  no  puede  ser,  porque  me 
echarán  los  guardas  de  la  Alameda;  andar  toda  la  noche 
en  la  calle,  es  arrojo,  porque  me  expongo  á  que  me 
encuentre  una  ronda  y  me  despache  más  presto  á  poder 
de  Chanfaina;  irme  á  dormir  á  un  cementerio  retirado 
como  el  de  San  Cosme,  será  lo  más  seguro...  pero  ¿y  los 
muertos  y  las  fantasmas  son  acaso  poco  respetables  y 
temibles?  Ni  por  un  pienso.  ¿Qué  haré,  pues,  y  qué 
comeré  en  esta  noche? 

Embebecido  estaba  en  tan  melancólicos  pensamien- 
tos sin  poder  dar  con  el  hilo  que  me  sacara  de  tan 
confuso  laberinto,  cuando  Dios,  que  no  desampara  á 
los  mismos  que  le  ofenden,  hizo  que  pasara  junto  á  mí 
un  venerable  viejo,  que  con  un  muchacho  se  entretenía 
en  sacar  sanguijuelas  con  un  clñquiJiuiíe  en  aquellas 
zanjitas;  y  estando  en  esta  diligencia  me  saludó  y  yo 
le  respondí  cortesmente. 

El  viejo,  al  oir  mi  voz,  me  miró  con  atención,  y 
después  de  haberse  detenido  un  momento,  salta  la  zanja, 
me  echa  los  brazos  al  cuello  con  la  mayor  expresión, 
y  me  dice: — ¡Pedrito  de  mi  alma!  ¿Es  posible  que  te 
vuelva  á  ver?  ¿Qué  es  esto?  ¿Qué  traje,  qué  sangre  es 
ésa?  ¿Cómo  está  tu  madre?  ¿Dónde  vives? 

Á  tantas  preguntas,  yo  no  respondía  palabra,  sor- 
prendido al  ver  á  un  hombre  á  quien  no  conocía  que 
me   hablaba   por  mi  nombre  y  con   una   confianza   no 


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276  PENSADOR    MEXICANO 

esperada;  mas  él,  advirtiendo  la  causa  de  mi  turbación, 
me  dijo: — ¿Qué,  no  me  conoces? — No,  señor;  la  verdad, 
le  respondí,  si  no  es  para  servirle. — Pues  yo  sí  te 
conozco,  y  conocí  á  tus  padres  y  les  debí  mil  favores. 
Yo  me  llamo  Agustín  Rapamentas:  afeité  al  difunto 
señor  don  Manuel  Sarmiento,  tu  padrecito,  muchos  años; 
sí,  muchos,  sobre  que  te  conocí  tamañito,  hijo,  tama- 
ñito; puedo  decir  que  te  vi  nacer;  y  no  pienses  que  no; 
te  quería  mucho  y  jugaba  contigo  mientras  que  tu  señor 
padre  salía  á  afeitarse. 

—  Pues,  señor  don  Agustín,  le  dije,  ahora  voy 
recordando  especies,  y  en  efecto,  es  así  como  usted  lo 
dice. — ¿Pues  qué  haces  aquí,  hijo,  y  en  este  estado? 
me  preguntó. 

—  ¡Ay,  señorl  le  respondí  remedando  el  llanto  de 
las  viudas;  mi  suerte  es  la  más  desgraciada;  mi  madre 
murió  dos  años  hace;  los  acreedores  de  mi  padre  me 
echaron  á  la  calle  y  embargaron  cuanto  había  en  mi 
casa;  yo  me  he  mantenido  sirviendo  á  este  y  al  otro,  y 
hoy  el  amo  (jue  tenía,  porque  la  cocinera  echó  el  caldo 
frío  y  yo  lo  llevé  así  á  la  mesa,  me  tiró  con  él  y  con  el 
plato  me  rompió  la  cabeza,  y  no  parando  en  esto  su 
cólera,  agarró  el  cuchillo  y  corrió  tras  de  mí,  que  á  no 
tomarle  vo  la  delantera,  no  le  cuento  á  usted  mi  des- 
gracia. 

—  ¡Mire   qué   picardía!    decía  el   candido    barbero; 


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ODRAS   ESCOGIDAS  277 

¿y  quién  es  ese  amo  tan  cruel  y  vengativo?  —  ¿Quién 
ha  de  ser,  señor?  le  dije;  el  mariscal  de  Birón.  —  ¡Cómo! 
¿Qué  estás  hablando?  dijo  el  rapador;  no  puede  ser  eso; 
si  no  hay  tal  nombre  en  el  mundo.  Será  otro.  —  ¡  Ah!  sí, 
señor,  es  verdad,  dije  yo;  me  turbé:  pero  es  el  conde... 
el  conde...  el  conde...  ¡válgate  Dios  por  memorial  el 
conde  de...  de...  de  Saldaña.  —  Peor  está  ésa,  decía  don 
Agustín;  ¿qué,  te  has  vuelto  loco?  ¿Qué  estás  hablando, 
hijo?  ¿No  ves  que  esos  títulos  que  dices  son  de  comedia? 
—  Es  verdad,  señor;  á  mí  se  me  ha  olvidado  el  título  de 
mi  amo,  porque  apenas  hace  dos  días  que  estaba  en  su 
casa;  pero  para  el  caso  no  importa  acordarse  de  su  título, 
ó  aplicarle  uno  de  comedia,  porque  si  lo  vemos  con  serie- 
dad, ¿qué  título  hay  en  el  mundo  que  no  sea  de  comedia? 
El  mariscal  de  Birón,  el  conde  de  Saldaña,  el  barón  de 
Trenk  y  otros  mil  fueron  títulos  reales,  desempeñaron 
su  papel,  murieron,  y  sus  nombres  quedaron  para  servir 
de  títulos  de  comedias.  Lo  mismo  sucederá  al  conde  del 
Campo  azul,  al  marqués  de  Casa  nueva,  al  duque  de 
Ricabella  v  á  cuantos  títulos  viven  hov  con  nosotros: 
mañana  morirán  y  Laas  Deo:  quedarán  sus  nombres  y 
sus  títulos  para  acordarnos  s<Mo  algunos  días  de  que  han 
existido  entre  los  vivos,  lo  mismo  que  el  mariscal  de 
Birón  y  el  gran  conde  de  Saldaña.  Conque  nada  importa, 
según  esto,  que  yo  me  acuerde  ó  me  olvide  del  título  del 
amo  que  me  golpeó.    De  lo  que  no  me  olvidaré  será  de 

PERIQUILLO   SARNIENTO.  —  T.    I,   B.  —  70, 


278  PENSADOR    MEXICANO 

SU  maldita  acción,  que  éstas  son  las  que  se  quedan  en  la 
memoria  de  los  hombres  ó  para  vituperarlas  y  sentirlas, 
ó  para  ensalzarlas  y  aplaudirlas,  que  no  los  títulos  y 
dictados  que  mueren  con  el  tiempo,  y  se  confunden  con 
el  polvo  de  los  sepulcros. 

Atónito  me  escuchaba  el  inocente  barbero  tenién- 
dome por  un  sabio  y  un  virtuoso.  Tal  era  mi  malicia 
á  veces,  y  ú  veces  mi  ignorancia.  Yo  mismo  ahora  no 
soy  capaz  de  definir  mi  carácter  en  aquellos  tiempos,  ni 
creo  que  nadie  lo  hubiera  podido  comprender;  porque 
unas  ocasiones  decía  lo  que  sentía,  otras  obraba  contra 
lo  mismo  que  decía;  unas  veces  me  hacía  un  hipócrita, 
y  otras  hablaba  para  el  convencimiento  de  mi  conciencia; 
mas  lo  peor  era  (jue  cuando  fingía  virtud  lo  hacía  con 
advertencia,  y  cuando  iiablaba  enamorado  de  ella  hacía 
mil  propósitos  interiores  de  enmendarme,  pero  no  me 
determinaba  á  cumplirlos. 

Esta  vez  me  tocó  hablar  lo  que  tenía  en  mi  corazón; 
pero  no  me  aproveché  de  tales  verdades;  sin  embargo, 
me  surtió  un  buen  efecto  temporal,  y  fué  que  el  barbero, 
condolido  de  mí,  me  llevó  á  su  casa,  y  su  familia,  que 
se  componía  de  una  buena  vieja  llamada  tía  Casilda  y  del 
muchacho  aprendiz,  me  recibió  con  el  extremo  más 
dulce  de  hospitalidad. 

Cené  aquella  noche  mejor  de  lo  que  pensaba,  y  al 
día  siguiente  me  dijo  el  maestro:  —  Hijo,  aunque  ya  eres 


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OBRAS   ESCOGIDAS  279 

grande  para  aprendiz  (tendría  yo  diez  y  nueve  o  veinte 
años:  decía  bien),  si  quieres,  puedes  aprender  mi  oficio, 
que  si  no  es  de  los  muy  aventajados,  á  lo  menos  da  qué 
comer;  y  así  aplícate  que  yo  te  daré  la  casa  y  el  bocadito, 
que  es  lo  que  puedo. 

Yo  le  dije  que  sí,  porque  por  entonces  me  pareció 
conveniente;  y  según  esto,  me  comedía  ^  á  limpiar  los 
paños,  á  tener  la  vacía  y  á  hacer  algo  de  lo  que  veía 
hacer  al  aprendiz. 

Una  ocasión  que  el  maestro  no  estaba  en  casa,  por 
ver  si  estaba  algo  adelantado,  cogí  un  perro,  á  cuya 
fajina  me  ayudó  el  aprendiz,  y  atándole  los  pies,  las 
manos  y  el  hocico,  lo  sentamos  en  la  silla  amarrado  en 
ella,  le  pusimos  un  trapito  para  limpiar  las  navajas,  y 
comencé  la  operación  de  la  rasura.  El  miserable  perro 
ponía  sus  gemidos  ^  en  el  cielo.  ¡Tales  eran  las  cuchi- 
lladas que  solía  llevar  de  cuando  en  cuando! 

Por  fin,  se  acabó  la  operación  y  quedó  el  pobre 
animal  retratable,  y  luego  que  se  vio  libre,  salió  para  la 
calle  como  alma  que  se  llevan  los  demonios,  y  yo,  en- 
greído con  esta  primera  prueba,  me  determiné  á  hacer  otra 
con  un  pobre  indio  que  se  fué  á  rasurar  de  á  medio.  Con 
mucho  garbo  le  puse  los  paños;   hice  al  aprendiz  trajera 


•  Por  comedirse  y  con  más  frecuencia  acomedirse,  se  entiende  vulgarmente  pres- 
tarse con  voluntad  y  gusto  á  ayudar  á  otros  en  sus  trabajos  y  quehaceres,  ó  desempe- 
ñarlos por  ellos.  E. 

*  No  podía  ladrar  y  así  sólo  gemía.  ^ 


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280  PENSADOR    MEXICANO 

la  vacía  con  la  agua  caliente;  asenté  las  navajas  y  le  di 
una  zurra  de  raspadas  y  tajos  que  el  infeliz,  no  pudiendo 
sufrir  mi  áspera  mano,  se  levantó  diciendo: — Amoquale 
(¡uisíiano,  amoquale:  —  que  fué  como  decirme  en  caste- 
llano: «no  me  cuadra  tu  modo,  señor,  no  me  cuadra.» 
Ello  es  que  él  dio  el  medio  real  y  se  fué  también  medio 
rapado. 

Todavía  no  contento  con  estas  tan  malas  pruebas, 
me  atreví  á  sacarle  una  muela  .'i  una  vieja  que  entró  ú  la 
tienda  rabiando  de  un  fuerte  dolor  v  en  solicitud  de  mi 
maestro;  pero  como  era  resuelto,  la  hice  sentar  y  que 
entregara  la  cabeza  al  aprendiz  para  que  se  la  tuviera. 

Hizo  éste  muy  bien  su  oficio:  abrió  la  cuitada  vieja 
su  desierta  boca  después  de  haberme  mostrado  la  muela 
que  le  dolía;  tomé  el  descarnador  y  comencé  á  cortarla 
trozos  de  encía  alegremente. 

La  miserable,  al  verse  tasajear  tan  seguido  y  con 
una  porcelana  de  sangre  delante,  me  decía:  —  Maestrito, 
por  Dios,  ¿hasta  cuándo  acaba  usted  de  descarnar?  —  No 
tenga  usted  cuidado,  señora,  le  decía  yo;  haga  una  poca 
de  paciencia,  ya  le  falta  poco  de  la  quijada. 

En  fin,  así  que  le  corté  tanta  carne  cuanta  bastó 
para  que  almorzara  el  gato  de  casa,  le  afiancé  el  hueso 
con  el  respectivo  instrumento,  y  le  di  un  estirón  tan 
luerte  y  mal  dado,  que  le  quebré  la  muela  lastimándole 
terriblemente  la  quijada. 


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OBRAS    ESCOGIDAS  281 

—  ¡Ay,  Jesús!  exclamó  la  triste  vieja,  ya  me  arrancó 
usted  las  quijadas,  maestro  del  diablo.  — No  hable  usted, 
señora,  le  dije,  que  se  le  meterá  el  aire  y  le  corromperá 
la  mandíbula.  —  ¡Qué  malíbula  ni  qué  demonios  I  decía 
la  pobre....  jAy,  Jesús!  ¡ay!  ¡ay!  ¡ay!... — Ya  está, 
señora,  decía  yo,  abra  usted  la  boca,  acabaremos  de 
sacar  el  raigón,  ¿no  ve  que  es  ftiuela  matriculada?  — 
Matriculado  esté  usted  en  el  infierno,  chambón,  indigno, 
condenado,  decía  la  pobre. 

Yo,  sin  hacer  caso  de  sus  injurias,  le  decía: — Ande, 
nanita,  siéntese  y  abra  la  boca,  acabaremos  de  sacar  ese 
hueso  maldito:  vea  usted  que  un  dolor  quita  muchos. 
Ande  usted  aunque  no  me  pague. — Vaya  usted  mucho 
noramala,  dijo  la  anciana,  y  sáquele  otra  muela  ó  cuan- 
tas tenga  á  la  grandísima  borracha  (jue  lo  parió.  No 
tienen  la  culpa  estos  raspadores  cochinos,  sino  quien  se 
pone  en  sus  manos. — Prosiguiendo  en  estos  elogios 
se  salió  para  la  calle  sin  querer  ni  volver  á  ver  el  lugar 
del  sacrificio. 

Yo  algo  me  compadecí  de  su  dolor,  y  el  muchacho 
no  dejó  de  reprenderme  mi  determinación  atolondrada; 
porque  cada  rato  decía: — ¡Pobre  señora!  ¡qué  dolor  ten- 
dría! y  lo  peor  que  si  se  lo  dice  al  maestro  ¿qué  dirá?  — 
Diga  lo  que  dijere,  le  respondí;  yo  lo  hago  por  ayudarle 
á  buscar  el  pan;  fuera  de  que  así  se  aprende,  haciendo 
pruebas   y   ensayándose.  —  A   la    maestra    le    dije   que 

PERIQUILLO   SARNIENTO.  —  T.    I,   B.  —  71. 


282  PENSADOR    MEXICANO 

habían  sido  monadas  de  la  vieja;  que  tenía  la  muela 
matriculada  y  no  se  la  pude  arrancar  al  primer  tirón, 
cosa  que  al  mejor  le  sucede. 

Con  esto  se  dieron  todos  por  satisfechos  y  yo  seguí 
haciendo  mis  diabluras,  las  que  me  pagaban  ó  con  dinero 
ó  con  desvergüenzas. 

Cuatro  meses  y  medio  permanecí  con  don  Agustín, 
y  luó  mucho,  según  lo  variable  de  mi  genio.  Es  verdad 
que  en  esta  d¡laci<')n  tuvo  parte  el  miedo  que  tenía  á 
Chanfaina,  y  el  no  encontrar  mejor  asilo,  pues  en  aquella 
casa  comía,  bebía  y  era  tratado  con  una  estimación  res- 
petuosa de  parte  del  maestro.  De  suerte  que  yo  ni 
hacía  mandados  ni  cosa  mas  útil  que  estar  cuidando  la 
barbería  y  liaciendo  mis  fechorías  cada  vez  que  tenía 
proporción;  por(|ue  yo  era  un  aprendiz  de  honor,  y  tan 
consentido  y  hobachón,  que  aunque  sin  camisa,  no  me 
laltaba  quien  envidiara  mi  fortuna.  Mste  era  Andrés,  el 
aprendiz,  quien  un  día  que  estábamos  los  dos  conver- 
sando en  espera  de  marchante  que  quisiera  ensayarse 
á  mártir,  me  dijo: — Señor,  ¡quión  fuera  como  usted!  — 
¿Por  qué,  Andrés?  le  pregunté.  —  Porque  ya  usted  es 
hombre  grande,  duefio  de  su  voluntad  y  no  tiene  quién 
lo  mande;  y  no  yo,  que  tengo  tantos  que  me  regañen,  y 
no  sé  lo  que  es  tener  medio  en  la  bolsa.  —  Pero  así  que 
acabes  de  aprender  el  oficio,  le  dije,  tendrás  dinero  y 
serás  dueño  de  tu  voluntad. 


-^Li.'^J^im^Il.   . 


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OBRAS    ESCOGIDAS  283 

—  ¡Qué  verde  está  eso!  decía  Andrés:  ya  llevo  aijuí 
dos  años  de  aprendiz  y  no  sé  nada.  — ¿Cómo  nada,  hom- 
bre? le  pregunté  muy  admirado. — Así,  nada,  me  con- 
testó. Ahora  que  está  usted  en  casa  he  aprendido  algo. 
—  ¿Y  qué  has  aprendido?  le  pregunté.  —  He  aprendido, 
respondió  el  gran  bellaco,  á  afeitar  perros,  desollar 
indios  y  desquijarar  viejas,  que  no  es  poco.  Dios  se 
lo  pague  á  usted  que  me  lo  ha  enseñado. — ¿Pues 
y  qué,  tu  maestro  no  te  ha  enseñado  nada  en  dos 
años? 

—  ¡Qué  me  ha  de  enseñar!  decía  Andrés.  Todo  el 
día  se  me  va  en  hacer  mandados  aquí  y  en  casa  de  doña 
Tulitas,  la  hija  de  mi  maestro;  y  allí  pior,  porque  me 
hacen  cargar  el  niño,  lavar  los  pañales,  ir  á  la  pulque- 
ría, fregar  toditos  los  trastes  y  aguantar  cuantas  calillas 
(juicren,  y  con  esto  ¿qué  he  de  aprender  del  oficio? 
Apenas  sé  llevar  la  vacía  y  el  escall'ador  cuando  me  lleva 
consigo  mi  amo,  digo,  mi  maestro;  me  turbé.  A  fe  que 
don  Plácido,  el  hojalatero  que  vive  junto  á  la  casa  de 
mi  madre  grande,  ese  sí  que  es  maestro  de  cajeta;  porque 
afuera  de  que  no  es  muy  demasiado  regañón,  ni  les  pega 
á  sus  aprendices,  los  enseña  con  mucho  cariño  y  les  da 
sus  medios  muy  buenos  así  que  hacen  una  cosa  en  su 
lugar;  pero  eso  de  mandados  ¡cuándo,  ni  por  un  pienso! 
Sobre  que  apenas  los  envía  á  traer  medio  de  cigarros, 
coniimds  manteca,  ni  chiles,   ni  pulque,  ni  carbón,   ni 


284  PENSADOR   MEXICANO 

nada  como  acá.    Con  esto  orita  oriia  aprenden  los  mu- 
chachos el  oficio. 

—  Tú  hablas  mal,  le  dije,  pero  dices  bien.  No  deben 
ser  los  maestros  amos,  sino  enseñadores  de  los  mucha- 
chos; ni  éstos  deben  ser  criados  ó  plhjuanejos  de  ellos, 
sino  legítimos  aprendices;  aunque  así  por  la  enseñanza 
como  por  los  alimentos  que  les  dan,  pueden  mandarlos 
y  servirse  de  ellos  en  aquellas  horas  en  que  estén  fuera 
de  la  oficina  y  en  a((uellas  cosas  proporcionadas  á  las 
fuerzas,  educación  y  principios  de  cada  uno.  Así  lo  oía 
yo  decir  varias  veces  á  mi  difunto  padre,  que  en  paz 
descanse.    Pero  díme:  ¿qué.  estás  aquí  con  escritura? 

—  Sí,  señor,  me  respondió  Andrés,  y  ya  cuento  dos 
años  de  aprendiz,  y  vamos  corriendo  para  tres,  y  no 
se  da  modo  ni  manera  el  maestro  de  enseñarme  nada. — 
Pues  entonces,  le  dije,  si  la  escritura  es  por  cuatro  años, 
¿cómo  aprenderás  en  el  último,  si  se  pasa  como  se  han 
pasado  los  tres  (|ue  llevas?  —  Eso  mesmo  digo  yo,  decía 
Andrés;  me  sucederá  lo  (jue  sucedió  á  mi  hermano  Poli- 
carpo  con  el  maestro  Marianito,  el  sastre. — ¿Pues  qué 
le  sucedió?  —  ¿Qué?  que  se  llevó  los  tres  años  de  apren- 
diz en  hacer  mandados  como  oi'ci  yo,  y  en  el  cuarto  ¿^(/ae 
quería  el  maestro  enseñarle  todo  el  oficio  de  á  tiro,  y  mi 
hermano  no  lo  podía  aprender,  y  el  maestro  se  lo  llevaba 
el  diablo  de  coraje,  y  le  echaba  cuarta  al  jtrobe  de  mi 
hermano  á  manta  de  Dios,  hasta  que  el  pi'obo  se  aburrió 


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OBRAS   ESCOGIDAS  285 

y  se  ¡uijó,  y  ésta  es  la  ora  que  no  hemos  vuelto  á  saber 
del:  y  tan  bueno  que  era  el  probé,  pero,  ¿cómo  había  de 
salir  sastre  en  un  año,  v  eso  haciendo  mandados  v  con 
tantísimo  día  de  fiesta,  señor,  como  tiene  el  año?  Y  asina 
yo  pienso  que  el  maestro  de  acá  tiene  trazas  de  hacer  lo 
mesmo  conmigo.  * 

—  ¿Pero  por  qué  no  aprendiste  tú  á  sastre?  pre- 
gunté á  Andrés.  Y  éste  me  dijo:  —  ¡Ay,  señor!  ¿sastre? 
se  enferman  del  pulmón. — ¿Y  á  hojalatero? — No,  señor; 
por  no  ver  que  se  corta  uno  con  la  hoja  de  lata  y  se 
quema  con  los  fierros.  — ¿Y  á  carpintero,  por  qué  no?  — 
¡Ayl  no;  porque  se  lastima  mucho  el  pecho.  —  ¿Y  á 
carrocero  ó  herrero?  —  No  lo  permita  Dios,  si  parecen 
diablos  cuando  están  junto  á  la  fragua  aporreando  el 
fierro.  — Pues,  hijo  de  mi  alma;  Pedro  Sarmiento:  her- 
mano de  mi  corazón,  le  dije  á  Andrés  levantándome 
del  asiento;  tú  eres  mi  hermano,  tatita,  sí,  tú  eres  mi 
hermano;   somos   mellizos  ó  cuates:   dame   un   abrazo. 


K  *  En  el  día  con  gran  dolor  vemos  lo  poco  usado  de  esta  loable  práctica  de  recibir 
aprendices  con  escritura;  pero  cuando  estaba  en  uso  se  recibían  los  aprendices  bajo  las 
obligaciones  y  condiciones  siguientes :  el  maestro  se  obligaba  á  enseñar  al  aprendiz  su 
oñcio  sin  ocultarle  nada,  dentro  de  un  tiempo  determinado,  que  regularmente  eran 
cuatro  años,  pudiendo  á  este  efecto  castigarle  con  prudencia  y  moderación  sin  herirlo  ni 
lastimarlo  gravemente;  á  darle  alimentos,  ropa  limpia  y  cama;  á  que  si  no  estuvo  hábil 
en  el  dicho  tiempo,  pagar  á  otro  maestro  de  la  misma  profesión  ó  arte  el  trabajo  de 
enseñarlo;  y  si  esto  no  quería,  á  tener  en  su  casa  al  aprendiz  en  clase  de  oñcial  pagándole 
salario  de  tal  todos  los  días.  El  otorgante  padre,  pariente,  etc.,  del  aprendiz,  se  obligaba  á 
que  éste  había  de  servir  dicho  tiempo,  no  sólo  en  lo  concerniente  al  oQcio,  sino  en  lo  que 
se  le  ofreciera  á  su  maestro,  siendo  cosa  decente  y  no  impidiéndole  el  tiempo  de  aprender. 
Estas  y  otras  condiciones  igualmente  justas,  pueden  verse  en  el  Febrero  ilustrado,  por 
don  Marcos  Gutiérrez,  part.  I,  t.  II,  cap.  26. 

PERIQUILLO   SARNIENTO. —  T.    I  ,   B.  —  72 


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286  PENSADOR    MEXICANO 

Desde  hoy  te  debo  amar  y  te  amo  más  que  antes,  porque 
miro  en  tí  el  retrato  de  mi  m.odo  de  pensar;  pero  tan 
parecido  que  se  equivoca  con  el  prototipo,  si  ya  no  es 
que  nos  identificamos  tú  y  yo. 

—  ¿Por  qué  son  tantos  abrazos,  señor  Pedrito?  — 
preguntaba  Andrés  muy  azorado;  ¿por  qué  me  dice 
tantas  cosas  que  yo  no  entiendo?  —  Hermano  Andrés, 
lo  respondí,  porque  tú  piensas  lo  mismo  que  yo,  y  eres 
tan  ílojo  como  el  hijo  de  mi  madre.  Á  tí  no  te  acomodan 
los  oficios  por  las  penalidades  que  traen  anexas,  ni  te 
gusta  servir  porque  regañan  los  amos;  pero  sí  te  gusta 
comer,  beber,  pasear  y  tener  dinero  con  poco  ó  ningún 
trabajo.  Pues,  tatita,  ^  lo  mismo  pasa  por  mí;  de  modo 
que,  como  dice  el  refrán,  Dios  los  cría  y  ellos  se  juntan. 
Ya  verás  si  tengo  razón  demasiada  para  quererte. 

—  Eso  es  decir,  repuso  Andrés,  que  usted  es  un 
ílojo  y  yo  también.  — Adivinaste,  muchacho,  le  contesté, 
adivinaste.  ¿Ves  cómo  en  todo  mereces  que  yo  te  quiera 
y  te  reconozca  por  mi  hermano?  —  Pues  si  sólo  por  eso 
lo  hace,  dijo  Andresilío,  muchos  hermanos  debe  usted 
tener  en  el  mundo,  porque  hay  muchos  flojos  de  nuestro 
mismo  gusto;  pero  sepa  usted  (jue  á  mí  lo  que  me  hace 
no  es  el  oficio,  sino  dos  cosas:  la  una,  que  no  me  lo 
enseñan,  y  la  otra,  el  genio  que  tiene  la  maldita  vieja 

•     Tatita,  diminutivo  de  Tata,  que  entre  la  gente  vulgar  se  sustituye  al  nombre  de 
padre,  como  el  de  nana  al  de  madre;  así  como  entre  la  gente  decente  se  dice:  Papá, 
Mamá.  E. 


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.        OBRAS   ESCOGIDAS  287 

de  la  maestra;  que  si  eso  no  fuera,  yo  estuviera  contento 
en  la  casa,  porque  el  maestro  no  puede  ser  mejor. 

—  Así  es,  dije  yo.  Es  la  vieja  el  mismo  diablo,  y 
su  genio  es  enteramente  opuesto  al  de  don  Agustín; 
pues  éste  es  prudente,  liberal  y  atento;  y  la  vieja  con- 
denada es  majadera,  regañona  y  mezquina  como  Judas. 
Ya  se  ve,  ¿qué  cosa  buena  ha  de  hacer  con  su  cara  de 
sábana  encarrujada  y  su  boca  de  chancleta?  ^ 

Hemos  de  advertir  que  la  casa  era  una  accesoria 
con  un  altito,  de  éstas  que  llaman  de  taza  y  plato,  ^  y 
nosotros  no  habíamos  atendido  á  que  la  dicha  maestra 
nos  escuchaba,  como  nos  escuchó  toda  la  conversación, 
hasta  que  yo  comencé  á  loarla  en  los  términos  que  van 
referidos,  é  irritada  justamente  contra  mí,  cogió  con 
todo  silencio  una  olla  de  agua  hirviendo  que  tenía  en 
el  brasero,  y  me  la  volcó  á  plomo  en  la  cabeza,  dicién- 
dome: — ¡Pues  maldito,  mal  agradecido,  fuera  de  mi  casa, 
que  yo  no  quiero  en  ella  arrimados  que  vengan  á  hablar 
de  mí! 

No  sé  si  habló  algo  más  porque  quedé  sordo  y  ciego 
del  dolor  y  de  la  cólera.  Andrés,  temiendo  otro  baño 


>  Esta  voz  es  en  castellano  sinónima  de  chinela,  pero  entre  nosotros  significa  el 
zapato  que  por  viejo  ó  de  intento  tiene  doblado  para  adentro  el  talón,  con  cuyo  motivo 
hace  un  ruido  desagradable  al  andar  con  él.  E. 

'  Esta  locución  tuvo  origen  de  que  pidiéndose  una  poca  de  agua  en  el  cuarto  ó  acce- 
soria de  la  gente  muy  pobre,  se  daba  en  un  jarro  de  barro  común;  pero  los  que  siendo 
algo  más  acomodados  vivían  en  estas  accesorias  con  su  altito,  presentaban  el  agua  en 
una  taza  poblana  sobre  un  plato,  porque  el  precio  alto  de  los  vasos  de  cristal  en  aquella 
época  remota  no  estaba  al  alcance  sino  de  los  ricos  y  gente  bien  acomodada.  E. 


288  PENSADOR    MEXICANO 

peor  y  escarmentado  en  mi  cabeza,  huyó  para  la  calle. 
Yo  rabiando  y  todo  pelado  subí  la  escalenta  de  palo  con 
ánimo  de  desmechar  á  la  vieja,  topara  en  lo  que  topara, 
y  después  marcharme  como  Andrés;  pero  esta  conde- 
nada ora  varonil  y  resuelta,  y  así  luego  que  me  vio 
arriba,  tomó  el  cuchillo  del  brasero  y  se  fué  sobre  mí 
con  el  mayor  denuedo,  y  hablando  medias  palabras  de 
cólera,  me  decía:  —  ¡Ah,  grandísimo  bellaco  atrevidol 
ahora  te  enseñaré... — Yo  no  pude  oir  qué  me  quería 
enseñar  ni  me  quise  quedar  á  aprender  la  lección,  sino 
que  volví  la  grupa  con  la  mayor  ligereza,  y  fué  con  tal 
desgracia,  que  tropezando  con  un  perrillo  bajé  la  esca- 
lora más  presto  que  la  había  subido  y  del  más  extraño 
modo,  porque  la  bajé  de  cabeza  magullándome  las  cos- 
tillas. 

La  vieja  estaba  hecha  un  chile  contra  mí.  No  se 
compadeció  ni  se  detuvo  por  mi  desgracia,  sino  que 
baj(')  detrás  de  mí  como  un  rayo  con  el  cuchillo  en  la 
mano  y  tan  determinada,  que  hasta  ahora  pienso  que 
si  me  hubiera  cogido,  me  mata  sin  duda  alguna;  pero 
quiso  Dios  darme  valor  para  correr,  y  en  cuatro  brincos 
me  puse  cuatro  cuadras  lejos  de  su  furor.  Porque  eso 
sí  tenía  yo  alas  en  los  pies,  cuando  me  amenazaba  algún 
peligro,  y  me  daban  lugar  para  la  fuga. 

En  lo  intempestivo  se  pareció  ésta  mi  salida  á  la  de 
la  casa  de  Chanfaina;  pero  en  lo  demás  fué  peor,  porque 


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OBRAS   ESCOGIDAS  289 

de  aquí  salí  á  la  carrera,  sin  sombrero,  bañado  y  cha- 
muscado. 

Así  me  hallé  como  á  las  once  de  la  mañana  por  el 
paseo  que  llaman  de  la  Tlaxpana.  Estúveme  en  el  sol 
esperando  se  me  secara  mi  pobre  ropa,  que  cada  día 
iba  de  mal  en  peor,  como  que  no  tenía  relevo. 

Á  las  tres  de  la  tarde  ya  estaba  enteramente  seca, 
enjuta,  y  yo  malacondicionado,  porque  me  afligía  el 
hambre  con  todas  sus  fuerzas;  algunas  ampollas  se  me 
habían  levantado  por  la  travesura  de  la  vieja;  los  zapatos, 
como  que  estaban  tan  mal  tratados  con  el  tiempo  que 
se  tenían  en  mis  pies  por  mero  cumplimiento,  me  aban- 
donaron en  la  carrera;  yo  que  vi  la  diabólica  figura  que 
hacía  sin  ellos  á  causa  de  que  las  medias  descubrieron 
toda  la  suciedad  y  flecos  de  las  soletas,  me  las  quité, 
y  no  teniendo  dónde  guardarlas  las  tiré,  quedándome 
descalzo  de  pie  y  pierna;  y  para  colmo  de  mi  desgracia 
me  urgía  demasiado  el  miedo  al  pensar  en  dónde  pasaría 
la  noche  sin  atreverme  á  decidir  entre  si  me  quedaría 
en  el  campo  ó  me  volvería  á  la  ciudad,  pues  por  todas 
partes  hallaba  insuperables  embarazos.  En  el  campo 
temía  el  hambre,  las  inclemencias  del  tiempo  y  la  lobre- 
guez de  la  noche;  y  en  la  ciudad  temía  la  cárcel  y  un 
mal  encuentro  con  Chanfaina  ó  el  maestro  barbero; 
pero  por  fin ,  á  las  oraciones  de  la  noche,  venció  el  miedo 
de  esta  parte,  y  me  volví  á  la  ciudad. 

PERIQUILLO  SARNIENTO.— T,  I,   B.  — 73. 


ft^^M  .  -    'Sbrí!L. 


290  PENSADOR   MEXICANO 

Á  las  ocho  estaba  yo  en  el  portal  de  las  Flores, 
muerto  de  hambre,  la  que  se  aumentaba  con  el  ejercicio 
que  hacía  con  tanto  andar.  No  tenía  en  el  cuerpo  cosa 
que  valiera  más  que  una  medallita  de  plata  que  había 
comprado  en  cinco  reales  cuando  estaba  en  la  barbería; 
me  costó  mucho  trabajo  venderla  á  esas  horas;  pero 
por  último,  liallé  quién  me  diera  por  ella  dos  y  me- 
dio, de  los  que  gasté  un  real  en  cenar  y  medio  en 
cigarros. 

Alentado  mi  estómago,  sólo  restaba  determinar 
dónde  quedarme.  Andaba  yo  calles  y  más  calles  sin 
saber  en  dónde  recogerme,  hasta  (jue  pasando  por  el 
mesón  del  Ángel  oí  sonar  las  bolas  del  truco,  y  acor- 
dándome del  an-astraderito  de  Juan  Largo,  dije  entre 
mí: — No  hay  remedio,  un  realillo  tengo  en  la  bolsa 
para  el  coime;  a(|uí  me  quedo  esta  noche. — Y  diciendo 
V  haciendo  me  metí  en  el  truco. 

Todos  me  miraban  con  la  mayor  atención,  no  por  lo 
trapiento,  que  otros  había  allí  peores  que  yo,  sino  por 
lo  ridículo,  pues  estaba  descalzo  enteramente;  calzones 
blancos  no  los  conocía:  los  de  encima  eran  negros  de 
terna,  parchados  y  agujereados;  mi  camisa  después  de 
rota  estaba  casi  negra  de  mugre,  mi  chupa  era  de  anga- 
ripola  rota  y  con  tamaños  llorones  colorados;  el  som- 
brero se  (juedó  en  casa,  y  después  de  tantas  guapezas 
tenía  la  cara  algo  extravagante,  pues  la  tenía  ampollada 


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OBRAS   ESCOGIDAS  291 

y  los  ojos  medio  escondidos  dentro  de  las  vejigas  que  me 
hizo  el  agua  hirviendo. 

No  era  mucho  que  todos  notaran  tan  extraña  figura; 
mas  á  mí  no  se  me  dio  nada  de  su  atención,  y  hubiera 
sufrido  algún  vejamen  á  trueque  de  no  quedarme  en 
la  calle. 

Dieron  las  nueve,  acabaron  de  jugar  y  se  fueron 
saliendo  todos  menos  yo,  que  luego  luego  me  comedí  á 
apagar  las  velas,  lo  que  no  le  disgustó  al  coime,  quien 
me  dijo:  — Amiguito,  Dios  se  lo  pague;  pero  ya  es  tarde 
y  voy  á  cerrar.  —  Vayase  usted,  señor,  le  dije;  no  tengo 
dónde  quedarme,  hágame  usted  favor  de  que  pase  la 
noche  aquí  en  un  banco,  le  daré  un  real  que  tengo,  y  si 
más  tuviera  más  le  diera.  ^ 

Ya  hemos  dicho  que  en  todas  partes,  en  todos  ejer- 
cicios y  destinos  se  ven  hombres  buenos  y  malos,  y  así 
no  se  hará  novedad  de  que  en  un  truco  y  en  clase  de 
coime,  fuera  éste  de  quien  hablo  un  hombre  de  bien  y 
sensible.  Así  lo  experimenté,  pues  me  dijo:  —  Guarde 
usted  su  real ,  amigo,  y  quédese  norabuena.  ¿Ya  cenó? — 
Sí,  señor,  le  respondí. — Pues  yo  también.  Vamonos  á 
acostar. — Sacó  un  zarape,  me  lo  prestó,  y  mientras  nos 
desnudamos  quiso  informarse  de  quién  era  yo  y  del 
motivo  de  haber  ido  allí  tan  derrotado.  Yo  le  conté  mil 
lástimas  con  tres  mil  mentiras  en  un  instante,  de  modo 
que  se  compadeció  de  mí,  y  me  prometió  que  hablaría  á 


'  -^  <t'-i^BW¿-^>.'-^M>k. 


.i--  Ai. 


292  PENSADOR    MEXICANO 

un  amigo  boticario  que  no  tenía  mozo,  á  ver  si  me  aco- 
modaba en  su  casa.  Yo  acepté  el  favor,  le  di  las  gracias 
por  él  y  nos  dormimos. 

A  la  siguiente  mañana,  á  pesar  de  mi  flojera,  me 
levanté  primero  que  el  coime;  barrí,  sacudí  é  hice  cuanto 
pude  por  granjearlo.  El  se  pagó  de  esto,  y  me  dijo:  — 
Voy  á  ver  al  «boticario;  pero  ¿qué  haremos  de  sombrero? 
Pues  en  esas  trazas  (|ue  usted  tiene  está  muy  sospe- 
choso.—  Yo  no  sé  qué  haré,  le  dije,  porque  no  tengo 
más  que  un  real  y  con  tan  poco  no  se  ha  de  hallar;  pero 
mientras  que  usted  me  hace  favor  de  ver  á  ese  señor 
boticario,  va  vuelvo. 

Dicho  esto  me  fui,  me  desayuné  y  en  un  zaguán  me 
quité  la  chupa  y  la  lerié  en  el  baratillo  por  el  primer 
sombrero  que  me  dieron,  quedándome  el  escrúpulo  de 
haber  engañado  á  su  dueño.  Es  verdad  que  el  dicho 
sombrero  no  pasaba  de  un  cliilaquil  aderezado;  y  donde 
á  mí  me  pareció  (|ue  había  salido  ventajoso  ¿qué  tal 
estaría  la  chupa?  Ello  es  que  al  tiempo  del  trueque  me 
acordé  de  aquel  versito  viejo  de 

Casó  Montalvo  en  Segovia 
Siendo  cojo,  tuerto  y  calvo, 
Y  engañaron  á  Montalvo: 
Pues  ¿qué  tal  sería  la  novia? 

Contentísimo  con  mi  sombrero  y  de  verme  disfra- 
zado con  mis  propios  tilicJics,  convertido  del  hijo  de  don 


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OBRAS   ESCOGIDAS  293 

Pedro  Sarmiento  en  mozo  alquilón,  partí  á  buscar  al 
coime  mi  protector,  quien  me  dijo  que  todo  estaba  listo: 
pero  que  aquella  camisa  parecía  sudadero,  que  fuera  á 
lavarla  á  la  acequia  y  á  las  doce  me  llevaría  al  acomodo, 
porque  la  pobreza  era  una  cosa  y  la  porquería  otra;  que 
aquélla  provocaba  á  lástima  y  ésta  á  desprecio  y  asco  de  la 
persona;  y  por  fin,  que  me  acordara  del  refrán  que  dice: 
como  te  veo  te  juzgo. 

No  me  pareció  iñalo  el  consejo,  y  así  lo  puse  en 
práctica  al  momento.  Compré  cuartilla  de  jabón  y  cuar- 
tilla de  tortillas  con  chile  que  me  almorcé  para  tener 
fuerzas  para  lavar;  me  fui  al  Pipis,  ^  me  pelé  mi  camisa 
y  la  lavé. 

No  tardó  nada  en  secarse,  porque  estaba  muy  del- 
gada y  el  sol  era  como  lo  apetecen  las  lavanderas  los 
sábados.  En  cuanto  la  vi  seca  la  espulgué  y  me  la  puse, 
volviéndome  con  toda  presteza  al  mesón,  pues  ya  no  veía 
la  hora  de  acomodarme;  no  porque  me  gustaba  trabajar, 
sino  porque  la  necesidad  tiene  cara  de  hereje,  dice  el 
refrán,  y  yo  digo  de  pobre,  que  suele  parecer  peor  que 
de  hereje. 

Así  que  el  coime  me  vio  limpio  se  alegró  y  me  dijo: 
—  Vea  usted  como  ahora  parece  otra  cosa.  Vamos. 

Llegamos  á  la  botica,  que  estaba  cerca,  me  presentó 

1    Un  recodo  que  al  lado  de  un  puente  hace  la  acequia  principal  por  el  barrio  de 
San  Pablo,  donde  sin  pagar  se  lavan  los  muy  pobres.  E. 

PERIQUILLO   SARNIENTO.— T.   I,   B.  —  74. 


-Vr;-: 


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294  PENSADOR    MEXICANO 

al  amo,  quien  me  hizo  veinte  preguntas,  á  las  que  con- 
testé á  su  satisfacción,  y  me  quedé  en  la  casa  con  salario 
asignado  de  cuatro  pesos  mensuales  y  plato. 

Permanecí  dos  meses  en  clase  de  mozo,  moliendo 
palos,  desollando  culebras,  atizando  el  fuego,  haciendo 
mandados  y  ayudando  en  cuanto  se  ofrecía  y  me  manda- 
ban, á  satisfacción  del  amo  y  del  oficial. 

Luego  que  tuve  juntos  ocho  pesos,  compré  medias, 
zapatos,  chaleco,  chupa  y  pañuelo;  todo  del  baratillo, 
pero  servible.  Lo  traje  á  la  casa  ocultamente ,  y  á 
otro  día,  que  fué  domingo,  me  puse  hecho  un  veinti- 
cuatro. 

No  me  conocía  el  amo,  y  alegrándose  de  mi  meta- 
morfosis, decía  al  oficial: — Vea  usted,  se  conoce  que 
este  pobre  muchacho  es  hijo  de  buenos  padres  y  que  no 
se  crió  de  mozo  de  botica.  Así  se  hace,  hijo,  manifestar 
uno  siempre  sus  buenos  principios,  aunque  sea  pobre,  y 
una  de  las  cosas  en  que  se  conoce  el  hombre  que  los  ha 
tenido  buenos,  es  que  no  le  gusta  andar  roto  ni  sucio. 
¿Sabes  escribir?  —  Sí,  señor,  le  respondí.  —  A  ver  tu 
letra,  dijo;  escribe  a(|uí. 

Yo,  por  pedantear  un  poco  y  confirmar  al  amo  en 
el  buen  concepto  que  había  formado  de  mí,  escribí  lo 
siguiente: 

Qui  scribere  nesciunt  nullum  putant  es  se  labor em. 
Tres  digiti  scribunt ,  cestera  meinbra  dolent. 


•  »:;_•      ^  - 


OBRAS   ESCOGIDAS  295 

— ^¡  Hola  I  dijo  mi  amo  todo  admirado:  escribe  bien 
el  muchacho  y  en  latín.  ¿Pues  qué,  entiendes  tú  lo  que 
has  escrito?  —  Sí,  señor,  le  dije;  eso  dice  «que  los  que 
no  saben  escribir,  piensan  que  no  es  trabajo;  pero  que 
mientras  tres  dedos  escriben  se  incomoda  todo  el  cuer- 
po.»—  Muy  bien,  dijo  el  amo;  según  eso,  sabrás  qué 
significa  el  rótulo  de  esa  redoma.  Dímelo.  —  Yo  leí 
Olciun  vitellorum  ocorum,  y  dije:  —  Aceite  de  yema  de 
huevos. — Así  es,  dijo  don  Nicolás,  y  poniéndome  botes, 
frascos,  redomas  y  cajones,  me  siguió  preguntando: 
¿y  aquí  qué  dice?  —  Yo,  según  él  me  preguntaba,  res- 
pondía: Oleum  escorpionam.  Aceite  de  alacranes...  Aqua 
menthae.  Agua  de  hierba  buena...  Aqua  peírocelini. 
Agua  de  perejil...  Sirupus  pomovum.  Jarabe  de  manza- 
nas... Unguendi/n  cucurhiiae.  Ungüento  de  calabaza... 
Elíxir...  —  Basta,  dijo  el  amo,  y  volviéndose  al  oficial,  le 
decía: — Qué  dice  usted,  don  José,  ¿no  es  lástima  que 
este  pobre  muchacho  esté  de  mozo  pudiendo  estar  de 
aprendiz  con  tanto  como  tiene  adelantado?  —  Sí,  señor, 
respondió  el  oficial,  y  continuó  el  amo  hablando  con- 
migo.—  Pues  bien,  hijo,  ya  desde  hoy  eres  aprendiz; 
aquí  te  estarás  con  don  José  y  entrarás  con  él  al  labo- 
ratorio para  que  aprendas  á  trabajar,  aunque  ya  algo 
sabes  por  lo  que  has  visto.  Aquí  está  la  Farmacopea 
de  Palacios,  la  de  Fuller  v  la  Matritense:  está  también 
el  Curso  de  Botánica  de  Linneo  y  ese  otro  de  Quími- 


-.•¿Í»í  i-Stó;;  l'.;"Í5!ÍrÍ;  Jauja .: 


■t 


296  PENSADOR    MEXICANO 

ca.    I^studia   todo   esto   y   aplícate,    que  en  tu  salud   lo 
hallarás. 

Yo  le  agradecí  el  ascenso  que  me  había  dado  subién- 
dome de  mozo  de  servicio  á  aprendiz  de  botica,  y  el 
diferente  trato  que  me  daba  el  oficial,  pues  desde  ese 
momento  ya  no  me  decía  Pedro  á  secas,  sino  don  Pedro; 
mas  entonces  yo  no  paró  la  consideración  en  lo  que 
puede  un  exterior  decente  en  este  mundo  borracho,  pero 
ahora  sí.  Cuando  estaba  vestido  de  mozo  ó  criado  ordi- 
nario nadie  se  metió  á  indagar  mi  nacimiento,  ni  mi 
habilidad;  pero  en  cuanto  estuve  medio  aderezado,  se 
me  examinó  de  todo  y  se  me  distinguió  en  el  trato.  ¡Ah 
vanidad,  y  cómo  haces  prevaricar  á  los  mortales  I  Unas 
aventuras  me  sucedían  bien  v  otras  mal,  siendo  el  mismo 
individuo,  sólo  por  la  diferencia  del  traje.  ¿A  cuántos 
pasa  lo  mismo  en  este  mundo?  Si  están  decentes,  si 
tienen  brillo,  si  gozan  proporciones,  los  juzgan,  ó  á  lo 
menos  los  lisonjean  por  sabios,  nobles  y  honrados,  aun 
cuando  todo  les  falte ;  pero  si  están  de  capa  caída,  si  son 
pobres  y  á  más  de  pobres  trapientos,  los  reputan  y  des- 
precian como  plebeyos,  picaros  é  ignorantes,  aun  cuando 
aquella  miseria  sea  efecto  tal  vez  de  la  misma  nobleza, 
sabiduría  y  bondad  de  aquellas  gentes.  ¿Qué  hiciéramos 
para  que  los  hombres  no  fijaran  su  opinión  en  lo  exte- 
rior ni  graduaran  el  mérito  del  hombre  por  su  fortuna? 

Mas  estas  serias  reñexioncs  las  hago  ahora;  enton- 


,.  -^.  ■  i, .  ■  -.^  .%.  -^...t    ■»  :■  -..^-..in.,».  ■■"»>— k.    —^■^i  .  ;iw'.^aü. 


OBRAS   ESCOGIDAS  297 

ees  me  vanaglorié  de  la  mudanza  de  mi  suerte,  y  me 
contentó  demasiado  con  el  rumboso  título  de  aprendiz 
de  botica  sin  saber  el  común  refrancillo  que  dice:  Estu- 
diante perdulario,  sacristán  6  boticario. 

Sin  embargo,  en  nada  menos  pensé  que  en  apli- 
carme al  estudio  de  química  y  botánica.  Mi  estudio  se 
redujo  á  hacer  algunos  menjurjes,  á  aprender  algunos 
términos  técnicos,  y  ;'i  agilitarme  en  el  despacho;  pero 
como  era  tan  buen  hipócrita,  me  granjeé  la  confianza 
y  cariño  del  oficial  (pues  mi  amo  no  estaba  mucho  en  la 
botica),  y  tanto  que  á  los  seis  meses  ya  yo  le  ayudaba 
también  á  don  José  que  tenía  lugar  de  pasear  y  aun  de 
irse  á  dormir  á  la  calle. 

Desde  entonces  ó  tres  meses  antes  se  me  asignaron 
ocho  pesos  cada  mes,  y  yo  hubiera  salido  oficial  como 
muchos  si  un  accidente  no  me  hubiera  sacado  de  la 
casa.  Pero  antes  de  referir  esta  aventura  es  menester 
imponeros  en  algunas  circunstancias. 

Había  en  aquella  época  en  esta  capital  un  médico 
viejo  á  quien  llamaban  por  mal  nombre  doctor  Purgante, 
porque  á  todos  los  enfermos  decía  que  facilitaba  la. cura- 
ción con  un  purgante. 

Era  este  pobre  viejo  buen  cristiano,  pero  mal  médico 
y  sistemático,  y  no  adherido  á  Hipócrates,  Avicena, 
Galeno  y  Averroes,  sino  á  su  capricho.  Creía  que  toda 
enfermedad   no  podía  provenir  sino   de   abundancia  de 

PERIQUILLO   SARNIENTO.  — T.   I,    B.— 75. 


•  j>.«4;,- 


298  PENSADOR    MEXICANO 

humor  pecante,  y  así  pensaba  que  con  evacuar  este 
humor  se  quitaba  la  causa  de  la  enfermedad.  Pudiera 
haberse  desengañado  á  costa  de  algunas  víctimas  que 
sacrificó  en  las  aras  de  su  ignorancia;  pero  jamás  pensó 
que  era  hombre;  se  creyó  incapaz  de  engañarse,  y  así 
obraba  mal:  mas  obraba  con  conciencia  errónea.  Sobre 
si  este  error  era  ó  no  vencible,  dejémoslo  á  los  mora- 
listas; aunque  yo  para  mí  tengo  que  el  médico  que  yerra 
por  no  preguntar  ó  consultar  con  los  médicos  sabios  por 
vanidad  ñ  capricho  peca  mortalmente,  pues  sin  esa  vani- 
dad ó  ese  capricho  pudiera  salir  de  mil  errores,  y  de 
consiguiente  ahorrarse  de  un  millón  de  responsabilida- 
des, pues  un  error  puede  causar  mil  desaciertos. 

Sea  en  esto  lo  que  deba  ser  en  conciencia,  este 
médico  estaba  igualado  con  mi  maestro.  Esto  es;  mi 
maestro  don  Nicolás  enviaba  cuantos  enfermos  pedía  al 
doctor  Purgante  y  éste  dirigía  todos  sus  enfermos  á  nues- 
tra botica.  El  primero  decía  que  no  había  mejor  médico 
que  el  dicho  viejo,  y  el  segundo  decía  que  no  había  mejor 
botica  que  la  nuestra,  y  así  unos  y  otros  hacíamos  muy 
bien  nuestro  negocio.  La  lástima  es  que  este  caso  no 
sea  fingido,  sino  que  tenga  un  sin  fin  de  originales. 

El  dicho  médico  me  conocía  muy  bien,  como  que 
todas  las  noches  iba  á  la  botica,  se  había  enamorado  de 
mi  letra  y  genio  (porque  cuando  yo  quería  era  capaz 
de  engañar  al  demonio),   y  no  faltó  ocasión  en  que  me 


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OBRAS    ESCOGIDAS  299 

dijera:  — Hijo,  cuando  te  salgas  de  aquí  avísame,  que  en 
casa  no  te  faltará  qué  comer  ni  qué  vestir. — Quería  el 
viejo  poner  botica  y  pensaba  tener  en  mí  un  oficial  ins- 
truido V  barato. 

Yo  le  di  las  gracias  por  su  favor,  prometiéndole 
admitirlo  siempre  que  me  descompusiera  con  el  amo, 
pues  por  entonces  no  tenía  motivo  de  dejarlo. 

En  efecto,  yo  me  pasaba  una  vida  famosa  y  tal  cual 
la  puede  apetecer  un  flojo.  Mi  obligación  era  mandar 
por  la  mañana  al  mozo  que  barriera  la  botica,  llenar  las 
redomas  de  las  aguas  que  faltaran,  y  tener  cuidado  de 
que  hubiera  provisión  de  éstas  destiladas  ó  por  infusión; 
pero  de  esto  no  se  me  daba  un  pito,  porque  el  pozo  me 
sacaba  del  cuidado,  de  suerte  que  yo  decía:  — En  distin- 
guiéndose los  letreros,  aunque  el  agua  sea  la  misma, 
poco  importa,  ¿quién  lo  ha  de  echar  de  ver?  El  médico 
que  las  receta  quizá  no  las  conoce  sino  por  el  nombre, 
y  el  enfermo  que  las  toma  las  conoce  menos  y  casi  siem- 
pre tiene  perdido  el  sabor;  conque  esta  droga  va  segura. 
A  más  de  que  ¿quién  quita  que  ó  por  la  ignorancia  del 
médico  ó  por  la  mala  calidad  de  las  hierbas,  sea  nociva 
una  bebida,  más  que  si  fuera  con  agua  natural?  Conque 
poco  importa  que  todas  las  bebidas  se  hagan  con  ésta: 
antes  el  refrán  nos  dice:  que  al  que  es  de  vida,  el  agua 
le  es  medicina. 

No  dejaba  de  hacer  lo  mismo  con  los  aceites,  espe- 


300  PENSADOR    MEXICANO 

cialmente  cuando  eran  de  un  color  así,  como  los  jarabes. 
Ello  es  que  el  quid  pro  qao,  ó  despachar  una  cosa  por 
otra  juzgándola  igual  ó  equivalente,  tenía  mucho  lugar 
en  mi  conciencia  y  en  mi  práctica. 

Estos  eran  mis  muchos  quehaceres  y  confeccionar 
ungüentos,  polvos  y  demás  drogas  según  las  órdenes  de 
don  José,  quien  me  quería  mucho  por  mi  eficacia. 

No  tardé  en  instruirme  medianamente  en  el  des- 
pacho, pues  entendía  las  recetas,  sabía  dónde  estaban 
los  géneros  y  el  arancel  lo  tenía  en  la  boca  como  todos 
los  boticarios.  Si  ellos  dicen,  esta  receta  vale  tanto, 
¿quién  les  va  á  averiguar  el  costo  que  tiene,  ni  si  piden 
ó  no  contra  justicia?  No  queda  más  recurso  á  los  pobres 
que  suplicarles  hagan  alguna  baja:  si  no  quieren  van 
á  otra  botica,  y  á  otra,  y  á  otra,  y  si  en  todas  les  piden 
lo  mismo,  no  hay  más  que  endrogarse  y  sacrificarse, 
porque  su  enfermo  les  interesa,  y  están  persuadidos  á 
que  con  aquel  remedio  sanará.  Los  malos  boticarios 
conocen  esto  y  se  hacen  de  rogar  grandemente,  esto 
es,  cuando  no  se  mantienen  inexorables. 

Otro  abuso  perniciosísimo  había  en  la  botica  en  que 
yo  estaba,  y  es  comunísimo  en  todas  las  demás.  lOste 
es  que  así  que  se  sabía  que  se  escaseaba  alguna  droga 
en  otras  partes ,  la  encarecía  don  José  hasta  el  extremo 
de  no  dar  medios  de  ella,  sino  de  reales  arriba;  siguién- 
dose de  este  abuso  (que  podemos  llamar  codicia  sin  el 


y\\  -        -,;-•, 


■^•s  ^., 


OBRAS   ESCOGIDAS  301 

menor  respeto)  que  el  miserable  que  no  tenía  más  que 
medio  real  y  necesitaba  para  curarse  un  pedacito  de 
aquella  droga,  supongamos  alcanfor,  no  lo  conseguía  con 
don  José  ni  por  Dios  ni  por  sus  Santos,  como  si  no  se 
pudiera  dar  por  medio  ó  cuartilla  la  mitad  ó  cuarta  parte 
de  lo  que  se  da  por  un  real  por  pequeña  que  fuera.  Lo 
peor  es  que  hay  muchos  boticarios  del  modo  de  pensar 
de  don  José.  ¡Gracias  á  la  indolencia  del  protomedicato ' 
que  los  tolera! 

En  fin,  éste  era  mi  quehacer  de  día.  De  noche  tenía 
mayor  desahogo;  porque  el  amo  iba  un  rato  por  las 
mañanas,  recogía  la  venta  del  día  anterior,  y  ya  no 
volvía  para  nada.  El  oficial,  en  esta  confianza,  luego  que 
me  vio  apto  para  el  despacho,  á  las  siete  de  la  noche 
tomaba  su  capa  y  se  iba  á  cumplimentar  á  su  madama; 
aunque  tenía  cuidado  de  estar  muy  temprano  en  la  botica. 

Con  esta  libertad  estaba  yo  en  mis  glorias;  pues 
solían  ir  á  visitarme  algunos  amigos  ({ue  de  repente 
se  hicieron  míos,  y  merendábamos  alegres,  y  á  veces 
jugábamos  nuestros  alburitos  de  á  dos,  tres  y  cuatro 
reales,  todo  á  costa  del  cajón  de  las  monedas,  contra 
quien  tenía  libranza  abierta. 

Así  pasé  algunos  meses,  y  al  cabo  de  ellos  se  le 
puso  al  amo  hacer  balance,  y  halló  que,  aunque  no  había 

•    Así  se  llamaba  un  tribunal  especial  compuesto  de  doctores  en  medicina  que  co- 
nocía en  los  negocios  de  su  facultad.  E. 

PERIQUILLO   SARNIENTO.  — T.    I,    B.  — 76. 


302  PENSADOR    MEXICANO 


« 


\ 


pérdida    de   consideración,    ponjue    pocos    boticarios   se 
pierden,  sin  embargo,   la  utilidad  apenas  era  perceptible. 

No  dejó  de  asustarse  don  Nicolás  al  advertir  el  de- 
mérito, y  reconviniendo  á  don  José  por  él,  satisfizo  éste 
diciendo,  que  el  año  había  sido  muy  sano,  y  que  años 
semejantes  eran  funestos  ó  á  lo  menos  de  poco  provecho 
para  médicos,  boticarios  y  curas. 

No  se  dio  por  contonto  el  amo  con  esta  respuesta, 
y  con  un  semblante  bien  serio  le  dijo: — En  otra  cosa 
debe  consistir  el  demérito  de  mi  casa,  que  no  en  las 
templadas  estaciones  del  año;  porque  en  el  mejor  no 
faltan  enfermedades  ni  muertos. 

Desde  atjuel  día  comenz(')  á  vernos  con  desconfianza 
y  á  no  faltar  de  su  casa  muchas  horas,  y  dentro  de  poco 
tiempo  volvió  á  recobrar  el  crédito  la  botica,  como  que 
había  más  eficacia  en  el  despacho,  el  cajón  padecía  menos 
evacuaciones  y  él  no  se  iba  hasta  la  noche  (juc  se  llevaba 
la  venta.  Cuando  algún  amigo  lo  convidaba  á  algún  pa- 
seo, se  excusaba  diciéndole  que  agradecía  su  favor;  pero 
que  no  podía  abandonar  las  atenciones  do  su  casa,  y  que 
quien  tiene  tienda  es  fuerza  que  la  atienda.  Con  este  mé- 
todo nos  aburrió  breve,  porque  el  oficial  no  podía  pasear 
ni  el  aprendiz  merendar,  jugar  ni  holgarse  de  noche. 

En  este  tiempo,  por  no  sé  qué  trabacuentas,  se  dis- 
gustó mi  amo  con  el  médico  y  deshizo  la  iguala  y  la 
amistad  enteramente.    ¡Qué  verdad  es  que  las  más  amis- 


OBRAS   ESCOGIDAS  303 

tades  se  enlazan  con  los  intereses  I  Por  eso  son  tan  pocas 
las  que  hay  ciertas. 

Ya  pensaba  en  salirme  de  la  casa,  porque  ya  me 
enfadaba  la  sujeción  y  el  poco  manejo  que  tenía  en  el 
cajón,  pues  á  la  vista  del  amo  no  lo  podía  tratar  con 
la  confianza  que  antes;  pero  me  detenía  el  no  tener 
dónde  establecerme  ni  qué  comer  saliéndome  de  ella. 

En  uno  de  los  días  de  mi  indeterminación  sucedió 
que  me  metí  á  despachar  una  receta,  que  pedía  una 
pequeña  dosis  de  magnesia.  Eché  el  agua  en  la  botella. 
y  el  jarabe,  y  por  coger  el  bote  donde  estaba  la  magnesia 
cogí  el  en  donde  estaba  el  arsénico,  y  le  mezclé  su  dosis 
competente.  El  triste  enfermo,  según  supe  después,  se 
la  echó  á  pechos  con  la  mayor  confianza,  y  las  mujeres 
de  su  casa  le  revolvían  los  asientos  del  vaso  con  el  cabo 
de  la  cuchara,  diciéndole  que  los  tomara,  que  los  pol- 
vitos  eran  lo  más  saludable. 

Comenzaron  los  tales  polvos  á  hacer  su  operación, 

V  el  infeliz  enfermo  á  rabiar  acosado  de  unos  dolores 

•I 

infernales  que  le  despedazaban  las  entrañas.  Alborotóse 
la  casa,  llamaron  al  médico,  que  no  era  lerdo,  dijéronle 
que  al  punto  que  tomó  la  bebida  que  había  ordenado 
había  empezado  con  aquellas  ansias  y  dolores.  Entonces 
pide  el  médico  la  receta,  la  guarda,  hace  traer  la  botella 
y  el  vaso  que  aún  tenía  polvos  asentados;  los  ve,  los 
prueba  y  grita  lleno  de  susto:  — Al  eníermo  lo  han  en  ve- 


-■i- .  ■■ 


304  PENSADOR    MEXICANO 

nenado;  ésta  no  es  magnesia  sino  arsénico;  que  traigan 
aceite  y  leche  tibia,  pero  mucha  y  pronto. 

Se  trajo  todo  al  instante,  y  con  estos  y  otros  auxilios 
di-quc  se  alivió  el  enfermo.  Así  que  lo  vio  fuera  de 
peligro,  preguntó  de  qué  botica  se  había  traído  la  bebida. 
Se  lo  dijeron,  y  dio  parte  al  protomedicato,  manifestando 
su  receta,  el  mozo  que  fué  á  la  botica  y  la  botella  y  vaso 
como  testigos  fidedignos  de  mi  atolondramiento. 

Los  jueces  comisionaron  á  otro  médico,  y  acompa- 
ñado del  escribano  fué  á  casa  de  mi  amo.  quien  se  sor- 
prendió con  semejantes  visitas. 

El  comisionado  y  el  escribano  breve  y  sumariamente 
substanciaron  el  proceso,  como  (|ue  yo  estaba  confeso  y 
convicto.  Querían  llevarme  á  la  cárcel,  pero  informados  de 
que  no  era  oficial,  sino  un  aprendiz  bisoño,  me  dejaron 
en  paz,  cargando  á  mi  amo  toda  la  culpa,  de  la  que  sufrió 
por  pena  la  exhibición  de  doscientos  pesos  de  multa  en 
el  acto,  con  apercibimiento  de  embargo  caso  de  dilación; 
notificándole  el  comisionado  de  parte  del  tribunal,  y  bajo 
pena  de  cerrarle  la  botica,  que  no  tuviera  otra  vez  apren- 
dices en  el  despacho,  pues  lo  (|ue  acababa  de  suceder  no 
era  la  primera  ni  sería  la  última  desgracia  que  se  llorara 
por  los  aturdimientos  de  semejantes  despachadores. 

No  hubo  remedio;  el  pobre  de  mi  amo  subió  en  el 
coche  con  aquellos  señores,  poniéndome  una  cara  de 
herrero  mal   pagwik),   y  mirándome  c(wi  bastante  indig- 


-* :  -  ■.•■■•'íi.  ■  Ti  fy^-  -.n   ■  if-' 


OBRAS   ESCOGIDAS  305 

nación,  dijo  al  cochero  que  fuera  para  su  casa,  donde 
debía  entregar  la  multa. 

Yo,  apenas  se  alejó  el  coche  un  poco,  entré  á  la 
trasbotica,  saqué  un  capotillo  que  ya  tenía  y  mi  som- 
brero, y  le  dije  al  oficial:  — Don  José,  yo  me  voy,  porque 
si  el  amo  me  halla  aquí  me  mata.  Déle  usted  las  gracias 
por  el  bien  que  me  ha  hecho,  y  dígale  que  perdone  esta 
diablura  que  fué  un  mero  accidente. 

Ninguna  persuasión  del  oficial  fué  bastante  á  dete- 
nerme. Me  fui  acelerando  el  paso,  sintiendo  mi  desgracia 
y  consolándome  con  que  á  lo  menos  había  salido  mejor 
que  de  casa  de  Chanfaina  y  de  don  Agustín. 

En  fin,  quedándome  hoy  en  este  truco  y  mañana 
en  el  otro,  pasé  veinte  días,  hasta  que  me  quedé  sin 
capote  ni  chaqueta;  y  por  no  volverme  á  ver  descalzo 
y  en  peor  estado,  determiné  ir  á  servir  de  cualquier 
cosa  al  doctor  Purgante,  quien  me  recibió  muy  bien, 
como  se  dirá  en  el  capítulo  primero  del  siguiente  tomo. 


PERIQUILLO  SARNIENTO.— T.    I,   B.— 77. 


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Índice 


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ÍNDICE 


DEL    TOMO    PRIMERO,    B 


Capítulo        I. —  Escribe  Periquillo  la  muerte  de  su  madre,  con 

otras  cosillas  no  del  todo  desagradables.        .       .  I 

»  II. — Solo,  pobre  y  desamparado  Periquillo  de  sus 
parientes,  se  encuentra  con  Juan  Largo,  y  por 
su  persuasión  abraza  la  carrera  de  los  pillos  en 
clase  de  cócora  de  los  juegos 29 

•i  III. — Prosigue  Periquillo  contando  sus  trabajos  y  sus 
bonanzas  de  jugador.  Hace  una  seria  crítica  del 
juego,  y  le  sucede  una  aventura  peligrosa  que 
por  poco  no  la  cuenta 55 

8  IV. — Vuelve  en  sí  Perico  y  se  encuentra  en  el  hos- 

pital. Critica  los  abusos  de  muchos  de  ellos. 
Visítalo  Januario.  Convalece.  Sale  á  la  calle.  Re- 
fiere sus  trabajos.  Indúcelo  su  maestro  á  ladrón, 
él  se  resiste  y  discuten  los  dos  sobre  el  robo.       .         81 

»              V. — En  el  que  nuestro  autor  refiere  su  prisión,  el    " 
buen  encuentro  de  un  amigo  que  tuvo  en  ella  y 
la  historia  de  éste 107 

•>,  VI. — Cuenta  Periquillo  lo  que  le  pasó  con  el  escriba- 

no, y  don  Antonio  continúa  contándole  su  historia.       135 

PERIQUILLO   SARNIENTO.  —  T.   I,    B.  — 78. 


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310 


ÍNDICE 


Capítulo  VIL — Cuenta  Periquillo  la  pesada  burla  que  le  hicie- 
ron los  presos  en  el  calabozo;  y  don  Antonio 
concluye  su  historia l6l 

»  VIH. — Sale  don  Antonio  de  la  cárcel;  entrégase  Pe- 
riquillo á  la  amistad  de  los  tunos  sus  compañeros, 
y  lance  que  le  pasó  con  el  Aguilucho.    .       .       .        189 

»  IX. — En  el  que  Periquillo  da  razón  del  robo  que  le 
hicieron  en  la  cárcel;  de  la  despedida  de  don 
Antonio;  de  los  trabajos  que  pasó,  y  de  otras 
cosas  que  tal  vez  no  desagradarán  á  los  lectores.  213 
X. — En  el  que  escribe  Periquillo  su  salida  de  la 
cárcel;  hace  una  crítica  contra  los  malos  escriba- 
nos, y  refiere,  por  último,  el  motivo  por  qué  salió 
de  la  casa  de  Chanfaina  y  su  desgraciado  modo. .  243 
XI.  —  En  el  que  Periquillo  cuenta  la  acogida  que  le 
hizo  un  barbero;  el  motivo  porqué  se  salió  de  su 
casa;  su  acomodo  en  una  botica  y  su  salida  de 
ésta,  con  otras  aventuras  curiosas 273 


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L. 


PAUTA 


para  la  colocación  de  las  láminas 


Fuimos  al  Baratillo,  compramos  camisas,  calzones,  chalecos,  ca- 
sacas   64 

Domingo  estaba  hincado  sobre  sus  piernas,  sujetándolo  del  pa- 
ñuelo contra  la  tierra,  y  amenazando  su  vida  con  un  puñal.  174 

En  medio  de  esta  función  llegó  Chanfaina,  vestido  en  su  propio 

traje 270 


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ESTE  TOMO  SE 

ACABÓ  DE  IMPRIMIR  EN  BARCELONA, 

EM  EL  ESTABLECIMIENTO  TIPO-LITOGRÁFICO 

DE  ESPASA  Y  COMPAÑÍA, 

EN    AGOSTO    DE 

1897 


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EL 


PERIQUILLO  SARMENTÓ 


ES   PROPIEDAD 


EL  PENSADOR  MEXICANO 

(J.  JOAQUÍN  FERNANDEZ  DE  LIZARDI) 


J   5 


EL 


)l  iiJ/)  SARXIHNTO 


LA  QUUOTITA 

DON  CATRÍN   DE   LA   FACHENDA.  —  NOCHES  TRISTES 

DÍA   ALEGRE.  — FÁBULAS 

PRÓLOGO   DB 


\'l'  \  Ní'lSi;  (J:  >\  )^A 


EDICIÓN  DE  LUJO 

ADORNADA   CON    LÁMINAS   CROMOLITOGRAFIADAS,    Y   ENRIQUECIDAS   SUS   PÁGINAS 

CON   NUMEROSOS  GRABADOS 

DIBUJOS  DB 

D.  ANTONIO  UTKILLO 


TOMO  II 

c 


MÉXICO 

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8,     SANTA     ISABEL,     8 


ü'  t  sor 


SANTA  TERESA,  8,   BARCELONA-GRACIA 
1897 


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VIDA  Y  HECHOS 

DE 


LO  SAKlim 

ESCRITA  POR  ÉL 

para  sus  hijos 


CAPÍTULO  PRIMERO 

En  el  que  reñere  Periquillo  cómo  se  acomodó  con  el  doctor  Purgante;  lo  que  aprendió 
á  su  lado;  el  robo  que  le  hizo;  su  fuga,  y  las  aventuras  que  le  pasaron 
en  Tula,  donde  se  fi ngió  médico 

Ninguno  diga  quién  es,  que  sus  obras  lo  dirán. 
Este  proloquio  es  tan  antiguo  como  cierto;  todo  el 
mundo  está  convencido  de  su  infalibilidad;   y  así  ¿qué 

PBRIQUILLO  SARNIENTO.— T.   II,  C.—  l. 


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é 


yo  7 


Z  PENSADOR    MEXICANO 

tengo   yo   que   ponderar   mis   malos  procederes  cuando 
jc'con   referirlos   se    ponderan?   Lo   que   apeteciera,    hijos 
^  míos,  sería  que  no  leyerais  mi   vida  como  quien  lee  una 
:^      novela,  sino  que  pararais  la  consideración  más  allá  de 
la  cascara  de  los  hechos,  advirtiendo  los  tristes  resul- 
tados   de    la    holgazanería,    inutilidad,    inconstancia    y 
demás  vicios  que    me   afectaron;    haciendo   análisis    de 
los  extraviados  sucesos  de  mi  vida,  indagando  sus  cau- 
sas, temiendo  sus  consecuencias  y  desechando  los  erro- 
res  vulgares   que   veis   adoptados  por  mí  y  por  otros; 
empapándoos  en  las  sólidas  máximas  de  la  sana  y  cris- 
tiana moral  que  os  presentan  á  la  vista  mis  reflexiones, 
y   en    una   palabra,   desearía   que    penetrarais  en  todas 
sus  partes  la  substancia  de  la  obra;  que  os  divirtierais 
con  lo  ridículo;  que  conocierais  el  error  y  el  abuso  para 
no  imitar  el  uno  ni  abrazar  el  otro,  y  que  donde  hallarais 
algún  hecho  virtuoso  os  enamorarais  de  su  dulce  fuerza 
y    procurarais   imitarlo.    Esto    es    deciros,    hijos    míos, 
que  deseara  que  de  la  lectura  de  mi  vida  sacarais  tres 
'    frutos,    dos   principales    y    uno    accesorio.     Amor   á   la 
^  virtud,  aborrecimiento  al  vicio  y  diversión.    Este  es  mi 
'  deseo,  y  por  esto,  más  que  por  otra  cosa,  me  tomo  la 
molestia  de  escribiros  mis  más  escondidos  crímenes  v 

« 

defectos;  si  no  lo  consiguiere,  moriré  al  menos  con  el 
consuelo  de  que  mis  intenciones  son  laudables.  Basta 
de  digresiones  que  está  el  papel  caro. 


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OBRAS   ESCOGIDAS 


Quedamos  en  que  fui  á  ver  al  doctor  Purgante,  y  en 
efecto,  lo  hallé  una  tarde  después  de  siesta  en  su  estudio, 
sentado  en  una  silla  poltrona,  con  un  libro  delante  y 
la  caja  de  polvos  á  un  lado.  Era  este  sujeto  alto,  flaco 
de  cara  y  piernas,  y  abultado  de  panza,  trigueño  y  muy 
cejudo,  ojos  verdes,  nariz  de  caballete,  boca  grande  y 
despoblada  de  dientes,  calvo,  por  cuya  razón  usaba  en 
la  calle  peluquín  con  bucles.  Su  vestido,  cuando  lo  fui 
á  ver,  era  una  bata  hasta  los  pies,  de  aquellas  que  llama- 
ban de  quimones,  llena  de  flores  y  ramaje,  y  un  gran 
birrete  muy  tieso  de  almidón  y  relumbroso  de  la  plancha. 

Luego  que  entré  me  conoció  y  me  dijo:  —  jOh, 
Periíjuillo,  hijol  ¿por  qué  extraños  horizontes  has  veni- 
do á  visitar  este  tugurio?  —  No  me  hizo  fuerza  su  estilo, 
porque  ya  sabía  yo  que  era  muy  pedante,  y  así  le  iba  á 
relatar  mi  aventura  con  intención  de  mentir  en  lo  que 
me  pareciera;  pero  el  doctor  me  interrumpió  diciéndome; 
—  Ya,  ya  sé  la  turbulenta  catástrofe  que  te  pasó  con  tu 
amo,  el  farmacéutico.  En  efecto,  Perico,  tú  ibas  á  des- 
pachar en  un  instante  al  pacato  paciente  del  lecho  al 
féretro  improvisamente,  con  el  trueque  del  arsénico  por 
la  magnesia.  Es  cierto  que  tu  mano  trémula  y  atolondra- 
da tuvo  mucha  parte  de  la  culpa,  mas  no  la  tiene  menos 
tu  preceptor,  el  fármaco,  y  todo  fué  por  seguir  su  ca- 
pricho. Yo  le  documenté  que  todas  estas  drogas  nocivas 
y  cenendticas  las  encubriera  bajo  una  llave  bien  segura 


M 


4  PENSADOR    MEXICANO 

<jue  sólo  tuviera  el  oficial  más  diestro,  y  con  esta  asidua 
diligencia  se  evitarían  estos  equívocos  mortales;  pero  á 
pesar  de  mis  insinuaciones,  no  me  respondía  más  sino 
que  eso  era  particularizarse  ó  ir  contra  la  secuela  de 
los  fni-nmcos,  sin  advertir  '  que  es  propio  del  sabio 
mudar  de  parecer,  sajñcnlis  cst  mutai'c  consilinm,  y  que 
la  costumbre  es  otra  naturaleza,  consuetado  cst  altera 
natura.  Allá  se  lo  haya.  Pero  dime,  ¿qué  te  has  hecho 
tanto  tiempo?  Porque  si  no  han  fallado  las  noticias  que 
en  alas  de  la  lama  han  penetrado,  mis  aarículas,  ya  días 
hace  que  te  lanzaste  á  la  calle  de  la  oficina  de  Esculapio. 
—  Es  verdad,  señor,  le  dije;  pero  no  había  venido 
de  vergüenza,  y  me  ha  pesado  porque  en  estos  días  he 
vendido  para  comer  mi  capote,  chupa  y  pañuelo.  —  ¡Qué 
osUiIdcia!  exclamó  el  doctor;  la  ccrecundia  es  muy 
buena,  optimv  hona,  cuando  la  origina  crimen  de  cogí- 
tato;  mas  no  cuando  se  comete  incolunrir,  pues  si  en 
aquel  Jñc  ct  nunv.  esto  es,  en  aquel  acto,  supiera  el 
individuo  que  hacía  mal,  ((ljs(/ac  dubio,  sin  duda,  se 
abstendría  de  cometerlo.  En  fin,  hijo  carísimo,  ¿tú 
quieres  quedarte  en  mi  servicio  y  ser  mi  consodal  in 
pcrpctuüín,  para  siempre? — Sí,  señor,  le  respondí. — Pues 

*  Para  inteligencia  de  algunos  lectores  pareció  conveniente  poner  en  castellano  los 
latinajos  que  ensarta  el  doctor,  como  otros  que  se  hallan  esparcidos  en  toda  la  obra;  y  se 
han  intercalado  en  ella  las  traducciones,  evitando  la  fastidiosa  aglomeración  de  notas  y 
llamadas  que  interrumpirían  su  lectura.  Esta  advertencia  es  aquí  necesaria  para  que 
no  se  extrañe  en  la  página  siguiente  que  diga  Periquillo  que  no  entendió  muchos  de  estos 
terminotes.  E. 


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OBRAS    ESCOGIDAS  O 

bien.    En  esta  domo,    casa,   tendrás  desde  luego,   ó  en 
primer  lugar,  ¿n  prlmis,  el  panem  nostrum  quoüdianam,' 
el  pan  de  cada  día;  á  más  de  esto,  altundo,  lo  potable 
necesario;  teriio,   la  cama  sic  reí  sic,   según  se  propor- 
cione;   quartn,    los  tegumentos  exteriores  heterogéneos 
de  tu  materia  física;  quintó,  asegurada  la  parte  de  la 
higiene  que  apetecer  puedes,  pues  aquí  se  tiene  mucho 
cuidado  con  la  dieta  y  con  la  observancia  de  las  seis 
cosas  naturales,  y  de  las  seis  no  naturales  prescritas  por 
los  hombres  más  luminosos  de  la  facultad  médica;  sexto, 
beberás  la  ciencia  de  Apolo  e.r  ore  meo,  ex  cisa  tuo  y  eu 
bibliot/ieca  riostra,  de  mi  boca,  de  tu  vista  y  de  esta  libre- 
ría; por  último,  postremo,  contarás  cada  mes  para  tus 
sur  rapios  ó  para  quodcumque  cellis,   esto  es,   para  tus 
cigarros  ó  lo  que  se  te  antoje,  quinientos  cuarenta  y 
cuatro  maravedís  limpios  de   polvo  y   paja,    siendo  tu 
obligación    solamente    hacer    los    mandamientos    de    la 
señora    mi    hermana;    observar    modo    naiuralisiarum, 
al  modo  de  los  naturalistas,  cuándo  estén  las  aves  galli- 
náceas para  ociparar  y  recoger  los  albos  huevos,  ó  por 
mejor   decir,    los  pollos  por  ser,   ó  in  fleri;  servir  las 
viandas  á  la  mesa,  y  finalmente,  y  lo  que  más  te  en- 
cargo,  cuidar  de   la   refacción   ordinaria   y  puridad  de 
mi  muía,  á  quien  deberás  atender  y  servir  con  más  pro- 
lijidad  que  á  mi  persona. 

He  aquí  ¡oh  caro  Perico  1  todas  tus  obligaciones  y 

PERIQUILLO  SARNIENTO. —  T     II,  C  — 2. 


o  PENSADOR    MEXICANO 

comodidades  en  sino/)S(/u,  ó  compendio.  Yo,  cuando  te 
invité  con  mi  pobre  íikj tirio  y  consorcio,  tenía  el  deli- 
berado ánimo  de  poner  un  laboratorio  de  química  y  botá- 
nica; pero  los  continuos  desembolsos  que  he  sufrido 
me  lian  reducido  á  la  pobreza  ad  inojiiam.  y  me  han 
frustrado  mis  primordiales  designios;  sin  embargo,  te 
cumplo  la  palabra  do  admisión,  y  tus  servicios  los  retri- 
buiré justamente,  porque  (/ir/nas  csf  oj)cr((rif(s  mencdc 
síia,  el  que  trabaja  es  digno  de  la  paga. 

Yo,  auníjue  muchos  terminotes  no  entendí,  conocí 
que  me  quería  para  criado  entre  de  escalera  abajo  y  de 
arriba;  advertí  que  mi  trabajo  no  era  demasiado;  que 
la  conveniencia  no  podía  ser  mejor,  y  que  yo  estaba  en  el 
caso  de  admitir  cosa  menos;  pero  no  podía  comprender 
á  cuánto  llegaba  mi  salario;  por  lo  que  le  pregunté, 
que  por  fin  cuánto  ganaba  cada  mes.  A  lo  que  el  doc- 
toróte, como  enfadándose  me  respondió:  —  ¿Ya  no  te  dije 
claris  rcrhis,  con  claridad,  que  disfrutarías  quinientos 
cuarenta  y  cuatro  maravedís?  —  Pero,  señor,  insté  yo, 
¿cuánto  montan  en  dinero  efectivo  <|UÍnientos  cuarenta 
y  cuatro  maravedís?  Poríjue  á  mí  me  parece  que  no 
merece  mi  trabajo  tanto  dinero. — Sí  merece,  stulfisime 
fatnulc,  mozo  atontadísimo,  pues  no  importan  esos  cen- 
tenares más  que  dos  pesos. 

—  Pues  bien,  señor  doctor,  le  dije,  no  es  menester 
incomodarse;   ya  sé  que  tengo  dos  pesos  de  salario,   y 


OBRAS   ESCOGIDAS  7 

me  doy  por  muy  contento,  sólo  por  estar  en  compañía 
de  un  caballero  tan  sapiente  como  usted,  de  quien  sacaré 
más  provecho  con  sus  lecciones  que  no  con  los  polvos  y 
mantecas  de  don  Nicolás. 

—  Y  como  que  sí,  dijo  el  señor  Purgante,  pues  yo 
te  abriré,  como  te  apliques,  los  palacios  de  Minerva,  y 
será  esto  premio  superabundante  á  tus  servicios,  pues 
sólo  con  mi  doctrina  conservarás  tu  sftlud  luengos  años, 
y  acaso,  acaso  te  contraerás  algunos  interese»  y  «^tj- 
maciones. 

Quedamos  corrientes  desde  ese  instante,  y  comen- 
cé á  cuidar  de  lisonjearlo,  igualmente  (jue  á  su  señora 
hermana,  que  era  una  vieja,  beata  Rosa,  tan  ridicula 
como  mi  amo,  y  aunque  yo  quisiera  lisonjear  á  Ma- 
nuelita,  que  era  una  muchachilla  de  catorce  años,  sobrina 
de  los  dos  y  bonita  como  una  plata,  no  podía,  porque 
la  vieja  condenada  la  cuidaba  más  que  si  fuera  de  oro, 
y  muy  bien  hecho. 

Siete  ú  ocho  meses  permanecí  con  mi  viejo,  cum- 
pliendo con  mis  obligaciones  perfectamente;  esto  es, 
sirviendo  la  mesa,  mirando  cuándo  ponían  las  gallinas, 
cuidando  la  muía  y  haciendo  los  mandados.  La  vieja  y 
el  hermano  me  tenían  por  un  santo,  porque  en  las  horas 
que  no  tenía  que  hacer  me  estaba  en  el  estudio,  según 
las  sólitas  concedidas,  mirando  las  estampas  anatómicas 
del  Porras,   del   Willis  y  otras,    y  entreteniéndome  de 


:•  .4 


8  PENSADOR    MEXICANO 

cuando  en  cuando  con  leer  los  aforismos  de  Hipócrates, 
algo  de  Boherave  y  de  van  S^vieten :  el  Etmulero,  el 
Tissot,  el  Buchan,  el  Tratado  de  tabardillos,  por  Amar, 
el  Compendio  anatómico  de  Juan  de  Dios  López,  la 
Cirugía  de  La  Faye,  el  Lázaro  Riverio  y  otros  libros 
antiguos  y  modernos,  según  me  venía  lagaña  de  sacarlos 
de  los  estantes. 

Esto,  las  observaciones  (lue  yo  hacía  de  los  remedios 
fjue  mi  amo  recetaba  á  los  enfermos  pobres  que  iban  á 
verlo  á  su  casa,  que  siempre  eran  á  poco  más  á  menos, 
pues  llevaba  como  regla  el  trillado  refrán  de  «cómo 
te  pagan  vas,»  y  las  lecciones  verbales  que  me  daba, 
me  hicieron  creer  que  yo  ya  sabía  medicina,  y  un  día 
que  me  riñó  ásperamente,  y  aun  me  quiso  dar  de  palos 
porque  se  me  olvidó  darle  de  cenar  á  la  muía,  prometí 
vengarme  de  él  y  mudar  de  fortuna  de  una  vez. 

Con  esta  resolución  esa  misma  noche  le  di  á  doña 
muía  ración  doble  de  maíz  y  cebada,  y  cuando  estaba 
toda  la  casa  en  lo  más  pesado  de  su  sueño,  la  ensillé 
con  todos  sus  arneses.  sin  olvidarme  de  la  gualdrapa; 
hice  un  lío  en  el  que  escondí  catorce  libros,  unos  truncos, 
otros  en  latín  y  otros  en  castellano;  ponjue  yo  pensaba 
que  á  los  médicos  y  á  los  abogados  los  suelen  acreditar 
los  muchos  libros,  aunque  no  sirvan  ó  no  los  entiendan; 
guardé  en  el  dicho  maletón  la  capa  de  golilla  y  la  golilla 
misma  de  mi  amo,   juntamente   con    una   peluca   vieja 


OBRAS    ESCOGIDAS  9 

de  pita,  un  formulario  de  recetas,  y  lo  más  importante, 
sus  títulos  de  bachiller  en  medicina  y  la  carta  de  examen, 
cuyos  documentos  los  hice  míos  á  favor  de  una  navajita 
y  un  poquito  de  limón,  con  lo  (\ue  raspé  y  borré  lo  bas- 
tante para  mudar  los  nombres  y  las  fechas. 

No  se  me  olvid<'>  habilitarme  de  monedas,  pues  aun- 
(jue  en  todo  el  tiempo  que  estuve  en  la  casa  no  me 
habían  pagado  nada  de  salario,  yo  sabía  en  dónde  tenía 
la  señora  hermana  una  alcancía  en  la  que  rehundía  lo 
que  cercenaba  del  gasto,  y  acordándome  de  aquello  de 
que  quien  roba  al  ladrón,  etc.,  le  robé  la  alcancía  dies- 
tramente; la  abrí  y  vi  con  la  mayor  complacencia  que 
tenía  muy  cerca  de  cuarenta  duros,  aunque  para  hacerlos 
caber  por  la  estrecha  rendija  de  la  alcancía  los  puso 
blandos. 

Con  este  viático  tan  competente  emprendí  mi  salida 
de  la  casa  á  las  cuatro  y  media  de  la  mañana,  cerrando 
el  zaguán  y  dejándoles  la  llave  por  debajo  de  la  puerta. 

Á  las  cinco  ó  seis  del  día  me  entré  en  un  mesón, 
diciendo  que  en  el  que  estaba  había  tenido  una  mohína 
la  noche  anterior  y  quería  mudar  de  posada. 

Como  pagaba  bien,  se  me  atendía  puntualmente. 
Hice  traer  café,  y  que  se  pusiera  la  muía  en  caballeriza 
para  que  almorzara  harto. 

En  todo  el  día  no  salí  del  cuarto,  pensando  á  qué 
pueblo   dirigiría    mi    marcha   y    con   quién,    pues   ni   yo 

PERIQUILLO  SARNIENTO. —  T.   II,   C.  —  3. 


"S 


i 


10  PENSADOR    MEXICANO 

sabía  caminos  ni  pueblos,  ni  era  decente  aparecerse  un 
médico  sin  equipaje  ni  mozo. 

Mn  estas  dudas  dio  la  una  del  día,  hora  en  (jue  me 
subieron  de  comer,  y  en  esta  diligencia  estaba,  cuando 
se  acercó  á  la  puerta  un  muchacho  á  pedir  por  Dios  un 
bocadito. 

Al  punto  que  lo  vi  y  lo  oí,  conocí  (jue  era  Andrés, 
el  aprendiz  de  casa  de  don  Agustín,  muchacho,  no  sé  si 
lo  he  dicho,  como  de  catorce  arlos,  pero  de  estatura  de 
diez  y  ocho.  Luego  luego  lo  hice  entrar,  y  á  pocas 
vueltas  de  la  conversación  me  conoció,  y  le  conté  cómo 
era  médico  y  trataba  de  irme  a  algún  pueblccillo  á 
buscar  fortuna,  porque  en  México  había  más  médicos 
que  enlermos;  pero  (jue  me  detenía  carecer  de  un  mozo 
fiel  que  me  acompañara  y  que  supiera  de  algún  pueblo 
dónde  no  hubiera  médico. 

MI  pobre  muchacho  se  me  ofreció  \  aun  me  rogó 
(jue  lo  llevara  en  mi  compañía,  (jue  él  había  ido  á 
Tcpeji  del  Río  en  donde  no  había  médico  y  no  era  pueblo 
corto,  y  que  si  nos  iba  mal  allí,  nos  iríamos  á  Tula  que 
era  pueblo  más  grande. 

Me  agradó  mucho  el  desembarazo  de  Andrés,  y 
habiéndole  mandado  subir  (jUe  comer,  comió  el  pobre 
con  bastante  apetencia,  y  me  contó  cómo  se  estuvo 
escondido  en  un  zaguán,  y  me  vio  salir  corriendo  de  la 
barbería,  y  á  la  vieja  tras  de  mí  con  el  cuchillo;  (jue  yo 


OBRAS   ESCOGIDAS  11 

pasé  por  el  mismo  zaguán  donde  estaba,  y  á  poco  de  que 
la  vieja  se  metió  á  su  casa,  corrió  á  alcanzarme,  pero 
que  no  le  fué  posible;  y  no  lo  dudo,  ¡tal  corría  yo  cuando 
me  espoleaba  el  miedo! 

Díjome  también  Andrés  que  él  se  l'ué  á  su  casa 
y  contó  todo  el  pasaje;  que  su  padrastro  lo  regañó  y  lo 
golpeó  mucho,  y  después  lo  llevó  con  una  corma  á  casa 
de  don  Agustín;  que  la  maldita  vieja,  cuando  vio  que  yo 
no  parecía,  se  vengó  con  él  levantándole  tantos  testimo- 
nios que  se  irritó  el  maestro  demasiado,  y  dispuso  darle 
un  novenario  de  azotes,  como  lo  verificó,  poniéndolo 
en  los  nueve  días  hecho  una  lástima,  así  por  los  muchos 
y  crueles  azotes  (jue  le  dio,  como  por  los  ayunos  que 
le  hicieron  sufrir  al  traspaso;  que  así  que  se  vengó  á  su 
satisfacción  la  inicua  vieja,  lo  puso  en  libertad  quitándole 
la  corma,  echándole  su  buen  sermón,  y  concluyendo  con 
aquello  de  cuidado  con  otrcí;  pero  que  él,  luego  que  tuvo 
ocasión,  sé  huyó  de  la  casa  con  ánimo  de  salirse  de 
México,  y  para  esto  se  andaba  en  los  mesones  pidiendo 
un  bocadito  y  esperando  coyuntura  de  marcharse  con  el 
primero  que  encontrase. 

Acabó  Andrés  de  contarme  todo  esto  mientras  co- 
mió, y  yo  le  disfracé  mis  aventuras  haciéndole  creer  que 
me  había  acabado  de  examinar  en  medicina;  que  ya  le 
había  insinuado  que  quería  salir  de  esta  ciudad,  y  así 
que  me  lo  llevaría  de  buena  gana,  dándole  de  comer 


4 


12  PENSADOR    MEXICANO 

y  haciéndolo  pasar  por  barbero  en  caso  de  (|ue  no  lo 
hubiera  en  el  pueblo  de  nuestra  ubicación. 

—  Pero,  señor,  decía  Andrés,  todo  está  muy  bien; 
pero  si  yo  apenas  sé  afeitar  un  perro,  ¿cómo  me  arries- 
garé á  meterme  á  lo  que  no  entiendo? — Cállate,  le  dije, 
no  seas  cobarde:  sábete  (|ue  audaces  foi'tuna  jucat, 
tinu'í/os</ffc  repcllit... — ¿Qué  dice  usted,  señor,  que  no  lo 
entiendo?  —  Que  á  los  atrevidos,  le  respondí,  favorece 
la  fortuna,  v  á  los  cobardes  los  desecha;  v  í^sí  no  hav 
(]ue  desmayar;  tú  serás  tan  barbero  en  un  mes  que 
estés  en  mi  compañía,  como  yo  luí  médico  en  el  poco 
tiempo  que  estuve  con  mi  maestro,  á  quien  no  sé  bien 
cuánto  le  debo  á  esta  hora. 

Admirado  me  escuchaba  Andrés,  y  más  lo  estaba 
al  oírme  disparar  mis  latinajos  con  frecuencia,  pues 
no  sabía  que  lo  mejor  que  yo  aprendí  del  doctor  Pur- 
gante fué  su  pedantismo  y  su  modo  de  curar,  methodas 
medcndi. 

En  fin.  dieron  las  tres  de  la  tarde  v  me  salí  con 
Andrés  al  Baratillo,  en  donde  compré  un  colchón,  una 
cubierta  de  baqueta  para  envolverlo,  un  baúl,  una  chupa 
negra  y  unos  calzones  verdes  con  sus  correspondientes 
medias  negras,  zapatos,  sombrero,  chaleco  encarnado, 
corbatín  y  un  capotito  para  mi  fámulo  y  barbero  que  iba 
á  ser,  á  (|uien  también  le  compré  seis  navajas,  una 
bacía,  un  espejo,  cuatro  ventosas,  dos  lancetas,  un  trapo 


OBRAS   ESCOGIDAS  13 

para  paños,  unas  tijeras,  una  jeringa  grande  y  no  sé 
qué  otras  baratijas;  siendo  lo  más  raro  que  en  todo  este 
ajuar  apenas  gasté  veintisiete  ó  veintiocho  pesos.  Ya  se 
deja  entender  que  todo  ello  estaba  como  del  Baratillo; 
pero  con  todo  eso,  Andrés  volvió  al  mesón  conten- 
tísimo. 

Luego  que  llegamos  pagué  al  cargador  y  acomoda- 
mos en  el  baúl  nuestras  alhajas.  En  esta  operación  vio 
Andrés  que  mi  haber  en  plata  efectiva  apenas  llegaba 
á  ocho  ó  diez  pesos.  Entonces,  muy  espantado,  me  dijo: 
—  ¡Ay,  señor  I  ¿Y  qué,  con  ese  dinero  no  más  nos  hemos 
de  ir?  —  Sí,  Andrés,  le  dije;  ¿pues  y  qué,  no  alcanza?  — 
¿Cómo  ha  de  alcanzar,  señor?  ¿Pues  y  quién  carga  el 
baúl  y  el  colchón  de  aquí  á  Tepeji  ó  á  Tula?  ¿qué 
comemos  en  el  camino?  ¿y  por  fin,  con  qué  nos  man- 
tenemos allí  mientras  que  tomamos  crédito?  Ese  dinero 
orita  orita  se  acaba,  yo  no  veo  que  usted  tenga  ni  ropa 
ni  alhajas,  ni  cosa  que  lo  valga,  que  empeñar. 

No  dejaron  de  ponerme  en  cuidado  las  reflexiones 
de  Andrés;  pero  ya  para  no  acobardarlo  más,  y  ya 
porque  me  iba  mucho  en  salir  de  México,  pues  yo  tenía 
bien  tragado  que  el  médico  me  andaría  buscando  como 
á  una  aguja  (por  señas  que  cuando  fui  al  Baratillo,  en 
un  zaguán  compré  la  mayor  parte  de  los  tiliches  que 
dije)  y  temía  que  si  me  hallaba,  iba  yo  á  dar  á  la  cárcel, 
y  de  consiguiente  á  poder  de  Chanfaina.  Por  esto,  con 

PERIQUILLO  SARNIENTO;  —  T.   II,   C  — 4. 


.^ 


14  PENSADOR    MEXICANO 

todo  disimulo  y  pedantería,  le  dije  á  Andrés: — No  te 
apures,  hijo:  Deas  prociclehit.^ — No  sé  lo  que  usted  me 
dice,  contestó  Andrés;  lo  que  sé  es  que  con  ese  dinero  no 
hay  ni  para  empezar. 

En  estas  pláticas  estábamos,  cuando  á  cosa  de  las 
siete  de  la  noche,  en  el  cuarto  inmediato  oí  ruido  de 
voces  y  pesos.  Mandé  á  Andrés  que  fuera  á  espiar  qué 
cosa  era.  1^1  fué  corriendo  y  volvió  muy  contento  dicién- 
dome- — Señor,  señor,  ¡qué  bueno  está  el  juego!  —  ¿Pues 
qué,  están  jugando?  —  Sí,  señor;  dijo  Andrés,  están  en 
el  cuarto  diez  ó  doce  payos  jugando  albures,  pero  ponen 
los  chorizos  de  pesos. 

Picóme  la  culebra,  abrí  el  baúl,  cogí  seis  pesos  de 
los  diez  que  tenía  y  le  di  la  llave  á  Andrés  diciéndole 
que  la  guardara,  y  que  aunque  so  la  pidiera  y  me  matara 
no  me  la  diera,  pues  iba  á  arriesgar  aquellos  seis  pesos 
solamente,  y  si  se  perdían  los  cuatro  que  quedaban, 
no  teníamos  ni  con  qué  comer,  ni  con  qué  pagar  el 
pesebre  de  la  muía  á  otro  día.  Andrés,  un  poco  triste 
y  desconfiado,  tom('>  la  llave,  y  yo  me  fui  á  entrometer  en 
la  rueda  de  los  tahúres. 

No  eran  éstos  tan  pavos  como  vo  los  había  menes- 
ter;  estaban  más  que  medianamente  instruidos  en  el 
arte  de  la  baraja,  y  así  fué  preciso  irme  con  tiento.  Sin 
embargo,  tuve  la  fortuna  de  ganarles  cosa  de  veinticinco 

*    Dios  nos  remediará. 


OBRAS   ESCOGIDAS  15 

pesos,    con   los   que  me  salí  muy  contento,   y  hallé  á 
Andrés  durmiéndose  sentado. 

Lo  desperté  y  le  mostré  la  ganancia,  la  que  guardó 
muy  placentero  contándome  como  ya  tenía  el  viaje  dis- 
puesto y  todo  corriente;  porque  abajo  estaban  unos 
mozos  de  Tula  que  habían  traído  un  colegial  y  se  iban 
de  vacío;  que  con  ellos  había  propalado  el  viaje,  y  aun 
se  había  determinado  á  ajustarlo  en  cuatro  pesos,  y  que 
sólo  esperaban  los  mozos  que  yo  confirmara  el  ajuste. 
—  ¿Pues  no  lo  be  de  confirmar,  hijo?  le  dije  á  Andrés; 
anda  y  llama  á  esos  mozos  ahora  mismo. 

Bajó  Andrés  como  un  rayo  y  subió  luego  luego  con 
los  mozos,  con  quienes  quedé  en  (|ue  me  habían  de  dar 
muía  para  mi  avío  y  una  bestia  de  silla  para  Andrés; 
todo  lo  que  me  ofrecieron,  como  también  que  habían  de 
madrugar  antes  del  alba,  y  se  fueron  á  recoger. 

A  seguida  mandé  á  mi  criado  que  fuera  á  comprar 
una  botella  de  aguardiente,  queso,  bizcochos  y  chori- 
zones  para  otro  día,  y  mientras  que  él  volvía,  hice  subir 
la  cena. 

No  me  cansaba  yo  de  complacerme  en  mi  determi- 
nación de  hacerme  médico,  viendo  cuan  bien  se  facilita- 
ban todas  las  cosas,  y  al  mismo  tiempo  daba  gracias  á 
Dios  que  me  había  proporcionado  un  criado  tan  fiel, 
vivo  y  servicial  como  Andresillo,  quien  en  medio  de  estas 
contemplaciones  fué  entrando  cargado  con  el  repuesto. 


16  PENSADOR   MEXICANO 

Cenamos  los  dos  amigablemente,  echamos  un  buen 
trago  y  nos  fuimos  á  acostar  temprano,  para  madrugar, 
despertando  á  buena  hora. 

A  las  cuatro  de  la  mañana  va  estaban  los  mozos 

•I 

tocándonos  la  puerta.  Nos  levantamos  y  desayunamos 
mientras  que  los  arrieros  cargaban. 

Luego  que  se  concluyó  esta  diligencia,  pagué  el 
gasto  que  habíamos  hecho  yo  y  mi  muía,  y  nos  pusimos 
en  camino. 

Yo  no  estaba  acostumbrado  á  caminar,  con  esto 
me  cansé  pronto  y  no  quise  pasar  de  Guautitlan,  por 
más  que  los  mozos  me  porfiaban  que  fuéramos  á  dormir 
á  Tula. 

Al  segundo  día  llegamos  al  dicho  pueblo,  y  yo  posé 
ó  me  hospedé  en  la  casa  de  uno  de  los  arrieros,  que 
era  un  pobre  viejo,  sencillote  y  hombre  de  bien,  á  quien 
llamaban  tío  Bernabé,  con  el  que  me  convine  en  pagar 
mi  plato,  el  de  Andrés  y  el  de  la  muía,  sirviéndole,  por 
vía  de  gratificación ,  de  médico  de  cámara  para  toda  su 
familia,  que  eran  dos  viejas:  una  su  mujer  y  otra  su 
hermana;  dos  hijos  grandes  y  una  hija  pequeña  como  de 
doce  años. 

El  pobre  admitió  muy  contento,  y  cátenme  ustedes 
ya  radicado  en  Tula  y  teniendo  que  mantener  al  maestro 
barbero,  que  así  llamaremos  á  Andrés,  á  mí  y  á  mi 
macha;  que  aunque  no  era  mía,  yo  la  nombraba  por  tal; 


OBRAS   ESCOGIDAS  17 

bien  que  siempre  (jue  la  miraba  me  parecía  ver  delante 
de  mí  al  doctor  Purgante  con  su  gran  bata  y  birrete 
parado,   que  lanzando  luego  por  los  ojos  me  decía:  — 
Picaro,  vuélveme  mi  muía,  mi  gualdrapa,  mi  golilla,  mi 
peluca,  mis  libros,   mi  capa  y  mi  dinero,   que  nada  es 
tuyo.  —  Tan   cierto  es,   hijos   míos,   aquel    principio   de 
derecho  natural  que  nos  dice,  que  en  donde  quiera  que 
está  la  cosa  clama  por  su  dueño,    rinctimr/t/e  res  est, 
jj/v  domino  sao  clamat.  ¿Qué  importa  que  el  albacea  se 
quede  con  la  herencia  de  los  menores  porque  éstos  no 
son   capaces   de    reclamarla?  ¿qué  con  que   el    usurero 
retenga    los    lucros?    ¿qué    con  que   el   comerciante    se 
engrandezca  con  las  ganancias  ilícitas?  ¿ni  qué  con  que 
otros  muchos,  valiéndose  de  su  poder  ó  de  la  ignorancia 
de  los  demás,  disfruten  procazmente  los  bienes  que  les 
usurpan?  Jamás  los  gozarán  sin  zozobras,   ni  por  más 
que  disimulen  podrán  acallar  su  conciencia,  que  incesan- 
temente les  gritará:  —  Esto  no  es  tuyo,  esto  es  mal  habi- 
do; restituyelo^  perecerás  eternamente. 

Así  me  sucedía  con  lo  que  le  hurté  á  mi  pobre  amo; 
pero  como  los  remordimientos  interiores  rara  vez  se 
conocen  en  la  cara,  procuré  asentar  mi  conducta  de  buen 
médico  en  aquel  pueblo,  prometiendo  interiormente 
restituirle  al  doctor  todos  sus  muebles  en  cuanto  tuviera 
proporción.  Bien  que  en  esto  no  hacía  yo  más  que  ir  con 
la  corriente. 

PERIQUILLO   SARNIENTO. —  T.    II,   C  — 5. 


18  PENSADOR    MEXICANO 

Como  no  se  me  habían  olvidado  aquellos  principios 
de  urbanidad  que  me  enseñaron  mis  padres,  á  los  dos 
días,  luego  que  descansó,  me  informé  de  quiénes  eran 
los  sujetos  principales  del  pueblo,  tales  como  el  cura  y 
sus  vicarios;  el  subdelegado  y  su  director,  el  alcabalero, 
el  administrador  de  correos,  tal  cual  tendero  \  otros 
señores  decentes;  v  á  todos  ellos  envié  recado  con  el 
bueno  de  mi  patr(')n  y  Andrés,  ofreciéndoles  mi  persona 
é  inutilidad. 

Con  la  mayor  satisfacción  recibieron  todos  la  noticia, 
correspondiendo  corteses  á  mi  cumplimiento,  y  hacién- 
dome mis  visitas  de  estilo,  las  que  yo  también  les  hice 
de  noche  vestido  de  ceremonia,  quiero  decir,  con  mi 
capa  de  golilla,  la  golilla  misma  y  mi  peluca  encasque- 
tada, porque  no  tenía  traje  mejor  ni  peor;  siendo  lo  más 
ridículo  que  mis  medias  eran  blancas,  todo  el  vestido 
de  color  y  los  zapatos  abotinados,  con  lo  que  parecía  más 
bien  alguacil  que  médico;  y  para  realzar  mejor  el  cuadro 
de  mi  ridiculez,  hice  andar  conmigo  á  Andrés  con  el 
traje  que  le  compré,  que  os  acordaréis  que  era  chupa 
y  medias  negras,  calzones  verdes,  chaleco  encarnado, 
sombrero  blanco  y  su  capotillo  azul   rabón  y  remendado. 

Ya  los  señores  principales  me  habían  visitado, 
según  dije,  y  habían  formado  de  mí  el  concepto  que 
quisieron;  pero  no  me  había  visto  el  común  del  pueblo 
vestido  de  punta  en  blanco  ni  acompañado  de  mi  escu- 


OBRAS   ESCOGIDAS  19 

dero;  mas  el  domingo  que  me  presenté  en  la  iglesia 
vestido  á  mi  modo  entre  médico  v  corchete,  v  Andrés 
entre  tordo  y  perico,  fué  increíble  la  distracción  del 
pueblo,  y  creo  que  nadie  oyó  misa  por  mirarnos:  unos 
burlándose  de  nuestras  extravagantes  figuras,  y  otros 
admirándose  de  semejantes  trajes.  Lo  cierto  es  que 
cuando  volví  á  mi  posada  fué  acompañado  de  una  multi- 
tud de  muchachos,  mujeres,  indios,  indias  y  pobres 
rancheros  que  no  cesaban  de  preguntar  á  Andrés  quiénes 
éramos.  Y  él  muy  mesurado  les  decía:  —  Este  señor  es  mi 
amo,  se  llama  el  señor  doctor  don  Pedro  Sarmiento,  y  mé- 
dico como  él,  no  lo  ha  parido  el  reino  de  Nueva  España; 
V  vo  sov  su  mozo:  me  llamo  Andrés  Cascajo  v  sov 
maestro  barbero,  y  muy  capaz  de  afeitar  á  un  capón, 
de  sacarle  sangre  á  un  muerto  y  desquijarar  á  un  león 
si  trata  de  sacarse  alguna  muela. 

Estas  conversaciones  eran  á  mis  espaldas;  porque 
yo,  á  fuer  de  amo,  no  iba  lado  á  lado  con  Andrés,  sino 
por  delante  y  muy  gravedoso  y  presumido  escuchando 
mis  elogios;  pero  por  poco  me  echo  á  reir  á  dos  carri- 
llos cuando  oí  los  despropósitos  de  Andrés  y  advertí 
la  seriedad  con  (lue  los  decía,  v  la  sencillez  de  los  mu- 
chachos  y  gente  pobre  que  nos  seguía  colgados  de  la 
lengua  de  mi  lacayo. 

Llegamos  á  la  casa  entre  la  admiración  de  nuestra 
comitiva,   á  la  que   despidió  el   tío   Bernabé   con   buen 


20  PENSADOR    MEXICANO 

modo,  diciéndoles  que  ya  sabían  dónde  vivía  el  señor 
doctor  para  cuando  se  les  ofreciera.  Con  esto  se  fueron 
retirando  todos  á  sus  casas  y  nos  dejaron  en  paz. 

De  los  mediecillos  que  me  sobraron  compré,  por 
medio  del  patrón,  unas  cuantas  varas  de  pontiví  y  me 
hice  una  camisa  y  otra  á  Andrés,  dándole  á  la  vieja  casi 
ol  resto  para  que  nos  dieran  de  comer  algunos  días,  sin 
embargo  del  primer  ajuste. 

Como  en  los  pueblos  son  muy  noveleros,  lo  mismo 
(jue  en  las  ciudades,  al  momento  corrió  por  toda  acjuella 
comarca  la  noticia  de  que  había  médico  y  barbero  en  la 
cabecera,  y  de  todas  partes  iban  á  consultarme  sobre  sus 
enfermedades. 

Por  fortuna  los  primeros  que  me  consultaron  fueron 
de  a(juellos  (jue  sanan  auncjue  no  se  curen,  pues  les 
bastan  los  auxilios  de  la  sabia  naturaleza,  y  otros  pade- 
cían porque  (')  no  querían  ó  no  sabían  sujetarse  á  la  dieta 
que  les  interesaba.  Sea  como  fuere,  ellos  sanaron  con  lo 
que  les  ordené,  y  en  cada  uno  labré  un  clarín  á  mi  fama. 

Á  los  (juince  ó  veinte  días  ya  yo  no  me  entendía 
de  enfermos,  especialmente  indios,  los  que  nunca  venían 
con  las  manos  vacías,  sino  cargando  gallinas,  frutas, 
huevos,  verduras,  (juesos  y  cuanto  los  pobres  encon- 
traban. De  suerte  que  el  tío  Bernabé  y  sus  viejas  estaban 
contentísimos  con  su  huésped.  Yo  y  Andrés  no  estába- 
mos tristes,   pero  más  quisiéramos  monedas;  sin  em- 


OBRAS   ESCOGIDAS 


21 


bargo  de  que  Andrés  estaba  mejor  que  yo,  pues  los 
domingos  desollaba  indios  á  medio  real  que  era  una 
gloria,  llegando  á  tal  grado  su  atrevimiento,  que  una  vez 
se  arriesgó  á  sangrar  á  uno  y  por  accidente  quedó  bien. 
Ello  es  que  con  lo  poco  que  había  visto  y  el  ejercicio  que 
tuvo  se  le  agilitó  la  mano,  en  términos  que  un  día  me 
dijo:  —  Ora  sí,  señor,  ya  no  tengo  miedo,  y  soy  capaz 
de  afeitar  al  Suvsum  corda. 

Volaba  mi  fama  de  día  en  día,  pero  lo  que  me  en- 
cumbró á  los  cuernos  de  la  luna  fué  una  curación  que 
hice  (también  de  accidente  como  Andrés)  con  el  alca- 
balero, para  quien  una  noche  me  llamaron  á  toda  prisa. 

Fui  corriendo,  y  encomendándome  á  Dios  para  que 
me  sacara  con  bien  de  aquel  trance,  del  que  no  sin 
razón  pensaba  (jue  pendía  mi  felicidad. 

Llevé  conmigo  á  Andrés  con  todos  sus  instru- 
mentos, encargándole  en  voz  baja,  porque  no  lo  oyera 
el  mozo,  que  no  tuviera  miedo  como  yo  no  lo  tenía; 
que  para  el  caso  de  matar  á  un  enfermo,  lo  mismo  tenía 
que  fuera  indio  que  español,  y  que  nadie  llevaba  su 
pelea  más  segura  que  nosotros;  pues  si  el  alcabalero 
sanaba,  nos  pagarían  bien  y  se  aseguraría  nuestra  fama; 
y  si  se  moría,  como  de  nuestra  habilidad  se  podía  espe- 
rar, con  decir  que  ya  estaba  de  Dios  y  que  se  le  había 
llegado  su  hora,  estábamos  del  otro  lado,  sin  que  hubiera 
quién  nos  acusara  del  homicidio. 

PERIQUILLO   SARNIENTO. —  T.    II,    C  — 6. 


'  -e-  -«t-.i^^ 


22  PENSADOR    MEXICANO 

En  estas  pláticas  llegamos  á  la  casa,  que  la  hallamos 
hecha  una  Babilonia;  porque  unos  entraban,  otros  sa- 
h'an,  otros  lloraban  y  todos  estaban  aturdidos. 

A  este  tiempo  lleg<')  el  señor  cura  y  el  padre  vicario 
con  los  santos  óleos. — Malo,  dije  á  Andrés:  esta  es  enfer- 
medad ejecutiva.  Aquí  no  hay  medio;  ó  quedamos  bien 
ó  quedamos  mal.    Vamos  á  ver  cómo  nos  sale  este  albur. 

Entramos  todos  juntos  á  la  recámara  y  vimos  al 
enfermo  tirado  boca  arriba  en  la  cama,  privado  de  sen- 
tidos, cerrados  los  ojos,  la  boca  abierta,  el  semblante 
denegrido  y  con  todos  los  síntomas  de  un  apoplético. 

Luego  que  me  vieron  junto  á  la  cama  la  señora 
su  esposa  y  sus  niñas,  se  rodearon  de  mí  y  me  pre- 
guntaron, hechas  un  mar  de  lágrimas:  —  ¡  Ay,  señorl 
¿qué  dice  usted,  se  muere  mi  padre?  —  Yo,  afectando 
mucha  serenidad  de  espíritu  y  con  una  confianza  de  un 
profeta,  les  respondí:  —  Callen  ustedes,  niñas,  ¡(jué  se  ha 
de  morir!  estas  son  efervescencias  del  humor  sanguíneo, 
que  oprimiendo  los  ventrículos  del  corazón  embargan 
el  cerebro,  porque  cargan  con  el  pondas  de  la  sangre 
sobre  la  espina  medular  y  la  traquearteria;  pero  todo 
esto  se  quitará  en  un  instante,  pues  si  cccujuatio  fit, 
reccdci plétora,  con  la  evacuación  nos  libraremos  de  la 
plétora. 

Las  señoras  me  escuchaban  atónitas,  y  el  cura  no 
se  cansaba  de  mirarme  de  hito  en  hito,  sin  duda  mofan- 


!•■-■ 


.•:  -t? 


OBRAS   ESCOGIDAS  23 

dose  de  mis  desatinos,  los   que   interrumpió   diciendo: 

—  Señoras,  los  remedios  espirituales  nunca  dañan  ni  se 
oponen  á  los  temporales.  Bueno  será  absolver  á  mi 
amigo  por  la  bula  y  olearlo,  y  obre  Dios. 

—  Señor  cura,  dije  yo  con  toda  la  pedantería  que 
acostumbraba,  que  era  tal  que  no  parecía  sino  que  la 
había  aprendido  con  escritura;  señor  cura,  usted  dice 
bien,  y  yo  no  soy  capaz  de  introducir  mi  hoz  en  mies 
ajena;  pero  cenia  ianti,  digo  (jue  esos  remedios  espiri- 
tuales, no  sólo  son  buenos,  sino  necesarios,  necesítate 
niedií  y  necesítate  prwce/)tí  ín  artículo  mortís:  '  sed  síc 
est,   que  no  estamos  en  ese  caso;  ergo,  etc. 

El  cura,  que  era  harto  prudente  é  instruido,  no  quiso 
hacer   alto   en    mis   charlatanerías,    y  así  me   contestó: 

—  Señor  doctor,  el  caso  en  que  estamos  no  da  lugar  á 
argumentos,  porque  el  tiempo  urge:  yo  s6  mi  obligación  ; 
y  esto  importa.                                                                                               t 

Decir  esto  y  comenzar  á  absolver  al  enfermo  y  el 
vicario  á  aplicarle   el   santo  sacramento  de  la  Unción,  : 

todo  fué  uno.  Los  dolientes,  como  si  aquellos  socorros 
espirituales  fueran  el  fallo   cierto  de   la   muerte  de  su  ' 

deudo,  comenzaron  á  aturdir  la  casa  á  gritos.   Luego  que  I 

los  señores  eclesiásticos  concluyeron  sus  funciones,  se 
retiraron  á  otra  pieza  cediéndome  el  campo  y  el  enfermo. 

•    Como  medio  necesario  para  la  salvación  y  por  la  obligación   de  cumplir  el  pre-  ; 

cepto  en  artículo  de  muerte.  Pero  es  así  que,  etc.  E. 


24  PENSADOR    MEXICANO 

Inmediatamente  me  acerqué  á  la  cama,  le  tomé  el 
pulso,  miré  á  las  vigas  del  techo  por  largo  rato;  después 
le  tomé  el  otro  pulso  haciendo  mil  monerías,  como  eran 
arquear  las  cejas,  arrugar  la  nariz,  mirar  al  suelo,  mor- 
derme los  labios,  mover  la  cabeza  á  uno  y  á  otro  lado 
y  hacer  cuantas  mudanzas  pantomímicas  me  parecie- 
ron oportunas  para  aturdir  á  aquellas  pobres  gentes 
que,  puestos  los  ojos  en  mí,  guardaban  un  profundo  si- 
lencio, teniéndome  sin  duda  por  un  segundo  Hipócrates: 
á  lo  menos  esa  fué  mi  intención,  como  también  ponde- 
rar el  gravísimo  riesgo  del  enfermo  y  lo  difícil  de  la  cu- 
ración, arrepentido  de  haberles  dicho  que  no  era  cosa 
de  cuidado. 

Acabada  la  tocada  del  pulso,  le  miré  el  semblante 
atentamente,  le  hice  abrir  la  boca  con  una  cuchara  para 
verle  la  lengua,  lo  alcé  los  párpados,  le  toqué  el  vien- 
tre y  los  pies,  é  hice  dos  mil  preguntas  á  los  asis- 
tentes sin  acabar  de  ordenar  ninguna  cosa,  hasta  que 
la  señora,  que  ya  no  podía  sufrir  mi  cachaza,  me  dijo: 
—  Por  fin,  señor,  ¿qué  dice  usted  de  mi  marido?  ¿es  de 
vida  ó  de  muerte? 

—  Señora,  le  dije,  no  sé  de  lo  que  será:  sólo  Dios 
puede  decir  (|ue  es  de  vida  y  resurrección,  como  lo  fué 
Lcharuní  qucm  rcsuciíacU  ó  monumento  fa'fichim.  ^  y 
si  lo  dice,  vivirá  aunque  esté  muerto.    Ego  siim  rosa- 

•    Resucitó  á  Lázaro  ya  corrompido  del  sepulcro.  E. 


OBRAS   ESCOGIDAS  ^  25 

r recito  ef  tita,  qui  credidii  in  me,  etiam  si  moríuus  fuerit, 
tivet.  ^ —  ¡  Ay,  Jesús!  gritó  una  de  las  niñas,  ya  se  murió 
mi  padrecito. 

Como  ella  estaba  junto  del  enfermo,  su  grito  fué 
tan  extraño  y  doloroso  y  cayó  privada  de  la  silla,  pen- 
samos todos  que  en  realidad  había  espirado,  y  nos  ro- 
deamos de  la  cama. 

El  señor  cura  v  el  vicario,  al  oir  la  bulla,  entraron 
corriendo,  y  no  sabían  á  quién  atender,  si  al  apoplético  ó 
á  la  histérica,  pues  ambos  estaban  privados.  La  señora, 
ya  medio  colérica,  me  dijo:  —  Déjese  usted  de  latines, 
y  vea  si  cura  ó  no  cura  á  mi  marido.  ¿Para  qué  me 
dijo,  cuando  entró,  que  no  era  cosa  de  cuidado  y  me 
aseguró  que  no  se  moría?  —  Yo  lo  hice,  señora,  por 
no  afligir  á  usted,  le  dije;  pero  no  había  examinado  al 
enfermo  mctltodicc  vel  jiiria  artis  noMrce  pra'ccpia, 
esto  es,  con  método  ó  según  las  reglas  del  arte;  pero 
encomiéndese  usted  á  Dios  y  vamos  á  ver. 

Primeramente  que  se  ponga  una  olla  grande  de 
agua  á  calentar. — Eso  sobra,  dijo  la  cocinera. — Pues 
bien,  maestro  Andrés,  continué  yo:  usted,  como  buen 
flebotomiano,  déle  luego  luego  un  par  de  sangrías  de 
la  vena  cava. 

Andrés,  aunque  con  miedo  y  sabiendo  tanto  como 


*    Yo  soy  la  resurrección  y  la  vida,  y  el  que  cree  en  mi  vivirá,  aunque  ya  esté 
muerto.  E. 

PERIQUILLO   SARNIENTO.  — T.    H,   C.  —  7. 


26  PENSADOR    MEXICANO 

yo  de  venas  cavas,  le  ligó  los  brazos  y  le  dio  dos  piquetes 
que  parecían  puñaladas,  con  cuyo  auxilio,  al  cabo  de 
haberse  llenado  dos  porcelanas  de  sangre,  cuya  prolusión 
escandalizaba  a  los  espectadores,  abrió  los  ojos  el  en- 
fermo. V  comenzó  á  conocer  a  los  circunstantes  v  á 
hablarles. 

Inmediatamente  hice  (jue  Andrés  allojara  las  vendas 
y  cerrara  las  cisuras,  lo  (jue  no  costó  poco  trabajo,  ¡tales 
fueron  de  prolongadas! 

Después  hice  que  se  le  untase  vino  blanco  en  el 
cerebro  y  pulsos,  (|ue  se  le  confortara  el  estómago  por 
dentro  con  atole  de  huevos  y  por  fuera  con  una  tortilla 
de  los  mismos,  condimentada  con  aceite  rosado,  vino, 
culantro  y  cuantas  porquerías  se  me  antojaron:  encar- 
gando mucho  que  no  lo  resupinaran. 

—  ¿Qué  es  eso  de  resupinar,  señor  doctor?  pre- 
guntó la  señora.  Y  el  cura  sonriéndose  le  dijo: — Que 
no  lo  tengan  boca  arriba.  —  Pues  tatita,  por  Dios,  siguió 
la  matrona,  hablemos  en  lengua  que  nos  entendamos 
como  la  gente. 

A  ese  tiempo  ya  la  niña  había  vuelto  de  su  des- 
mayo y  estaba  en  la  conversación;  y  luego  que  oyó  á 
su  madre,  dijo: — Sí,  señor,  mi  madre  dice  muy  bien; 
sepa  usted  que  por  eso  me  privé  endenantes,  porque 
como  empez(')  á  rezar  aquello  que  los  padres  les  cantan 
á   los   muertos  cuando  los   entierran,   pensé  que  ya  se 


OBRAS   ESCOGIDAS 


27 


liabía  muerto   mi  padrecito  y  que   usted   le  cantaba   la 
vigilia. 

Rióse  el  cura  de  gana  por  la  sencillez  de  la  niña 
y  los  demás  lo  acompañaron;  pues  ya  todos  estaban 
contentos  al  ver  al  señor  alcabalero  l'uera  de  riesgo, 
tomando  su  atole  y  platicando  muy  sereno  como  uno  de 
tantos. 

Le  prescribí  su  régimen  para  los  días  sucesivos, 
olrcciéndome  á  continuar  su  curación  hasta  que  estu- 
viera enteramente  bueno. 

Me  dieron  todos  las  gracias,  y  al  despedirme,  la 
señora  me  puso  en  la  mano  una  onza  de  oro,  que  yo  la 
juzgué  peso  en  aquel  acto,  y  me  daba  al  diablo  de  ver 
mi  acierto  tan  mal  pagado;  y  así  se  lo  iba  diciendo  á 
Andrés,  el  que  me  dijo: — No,  señor;  no  puede  ser  plata, 
sobre  que  á  mí  me  dieron  cuatro  pesos. — En  efecto, 
dices  bien,  le  contesté.  Y  acelerando  el  paso  llegamos 
á  la  casa,  donde  vi  que  era  una  onza  de  oro  amarilla 
como  un  azafrán  refino.  "\ 

No  es  creíble  el  gusto  que  yo  tenía  con  mi  onza,  no 
tanto  por  lo  ({ue  ella  valía,  cuanto  porque  había  sido 
el  primer  premio  considerable  de  mi  habilidad  médica, 
y  el  acierto  pasado  me  proporcionaba  muchos  créditos 
luturos,  como  sucedió.  Andrés  también  estaba  muy 
placentero  con  sus  cuatro  duros,  aun  más  que  con  su 
destreza;  pero  yo,  más  hueco  que  un  calabazo,  le  dije:  — 


28  PENSADOR    MEXICANO 

¿Qué  te  parece,  Andresillo?  ¿Hay  facultad  más  fácil  de 
ejercitar  (jue  la  medicina?  No  en  balde  dice  el  refrán  que 
de  médico,  poeta  y  loco  todos  tenemos  un  poco;  pues 
si  á  este  poco  se  junta  un  si  es  no  es  de  estudio  y  aplica- 
ción, va  tenemos  un  médico  consumado.  Así  lo  has  visto 
en  la  famosa  curación  (jue  hice  en  el  alcabalero,  quien 
si  por  mí  no  fuera,  á  la  hora  de  esta  ya  habría  estacado 
la  zalea.  En  efecto,  yo  soy  capaz  de  dar  lecciones  de 
medicina  al  mismo  Galeno  amasado  con  Hipócrates  y 
Avicena,  y  tú  también  las  puedes  dar  en  tu  facultad  al 
protosangrador  del  universo. 

Andrés  me  escuchaba  con  atenci<'>n,  y  luego  que 
hice  punto,  me  dijo:  —  Señor,  como  no  sea  todo  en  su 
merced  y  en  mí  c/d/'i/ia,^  no  estamos  muy  mal.  — ¿A  qué 
llamas  c/d/'i/m/  le  pregunté.  Y  él  muy  socarrón  me 
res})ondiü: — Pues  (•/< //•//>«  llamo  yo  una  cosa  así  como 
que  no  vuelva  usted  a  hacer  otra  cura  ni  yo  á  dar  otra 
sangría  mejor.  A  lo  menos  yo,  por  lo  que  hace  á  mí, 
estoy  seguro  de  que  quedé  bien  de  cJiiripa,  que  por 
lo  que  mira  á  su  merced  no  será  así,  sino  que  sabrá  su 
obligación. 

—  Y  como  que  la  sé,  le  dije.  ¿Pues  y  qué,  te  parece 
que  esta  es  la  primera  zorra  que  desuello?  Que  me  echen 
apopléticos  á  miles,  á  ver  si  no  los  levanto  en  el  mo- 


•    Voz  de  que  se  usaba  en  los  trucos  y  después  en  el  juego  del  billar,  para  dar  á  en- 
tender que  un  lance  salió  bien  por  casualidad  y  no  por  destreza  del  jugador.  E. 


OBRAS    ESCOGIDAS  29 

monto,  ipso  fado,  y  no  digo  apopléticos,  sino  lazarinos, 
tinosos,  gálicos,  gotosos,  parturientas,  tabardillentos, 
rabiosos  y  cuantos  enfermos  hay  en  el  mundo.  Tú 
también  lo  haces  con  primor;  pero  es  menester  que 
no  corras  tanto  los  dedos  ni  profundices  la  lanceta, 
no  sea  (jue  vayas  á  trasvcnar  á  alguno,  y  por  lo  demás 
no  tengas  cuidado  que  tú  saldrás  á  mi  lado,  no  digo 
barbero,  sino  médico,  cirujano,  químico,  botánico,  alqui- 
mista, y  si  me  das  gusto  y  sirves  bien,  saldrás  hasta 
a.«ítrólogo  y  nigromántico. 

—  Dios  lo  haga  así,  dijo  Andrés,  para  (|ue  tenga 
qué  comer  toda  mi  vida  y  para  mantener  mi  familia, 
que  ya  estoy  rabiando  por  casarme. 

En  estas  pláticas  nos  quedamos  dormidos,  y  al  día 
siguiente  fui  á  visitar  á  mi  enlermo,  que  ya  estaba  tan 
aliviado  que  me  pagó  un  peso  y  me  dijo  que  ya  no  me 
molestara,  que  si  se  ofrecía  algo,  me  mandarían  llamar; 
porque  éste  es  el  modito  de  despedir  á  los  médicos 
pegostes  ó  pegados  en  las  casas  por  las  pesetas. 

Como  lo  pensé  sucedió.  Luego  que  se  supo  entre 
los  pobres  el  feliz  éxito  del  alcabalero  en  mis  manos, 
comenzó  el  vulgo  á  celebrarme  y  recomendarme  á  boca 
llena,  porque  decían:  —  Pues  los  señores  principales  lo 
llaman,  sin  duda  es  un  médico  de  lo  que  no  hay.  —  Lo 
mejor  era  que  también  los  sujetos  distinguidos  se  cla- 
varon y  no  me  escaseaban  sus  elogios. 

PERIQUILLO    SARNIENTO.  — T.    H  ,    C.  —  S. 


30  PENSADOR    MEXICANO 

S(')lo  el  cura  no  me  tragaba;  antes  decía  al  subdele- 
gado, al  administrador  de  correos  y  á  otros,  (jue  yo 
sería  buehí  médico;  })cro  que  él  no  lo  creía,  porque  era 
muy  pedante  y  charlatán,  y  quien  tenía  estas  circuns- 
tancias, ó  era  muy  necio  ó  muy  picaro,  y  de  ninguna 
manera  había  que  fiar  de  él;  fuera  médico,  teólogo, 
abogado  ó  cualquier  cosa. 

El  subdelegado  se  empeñaba  en  defenderme,  diciendo 
que  era  natural  á  cada  uno  explicarse  con  los  tér- 
minos de  su  facultad,  y  esto  no  debía  llamarse  pedan- 
tismo. 

—  Yo  convengo  en  eso,  decía  el  cura;  pero  haciendo 
distinción  de  los  lugares  y  personas  con  quienes  se 
habla;  porque  si  yo.  predicando  sobre  la  observancia  del 
séptimo  precepto,  por  ejemplo,  repito,  sin  explicación 
las  voces  de  eníiteusis,  hipotecas,  constitutos,  precarios, 
usuras  paliadas,  pactos,  retrovendiciones  y  demás,  segu- 
ramente que  seré  un  pedante,  pues  debo  conocer  que 
en  este  pueblo  apenas  habrá  dos  que  me  entiendan,  y 
así  debo  explicarme,  como  lo  hago,  en  unos  términos 
claros  que  todos  los  comprendan;  y  sobre  todo,  señor 
subdelegado,  si  usted  quiere  ver  cómo  ese  médico  es 
un  ignorante,  disponga  que  nos  juntemos  una  noche 
acá  con  pretexto  de  una  tertulia,  y  le  prometo  que  lo 
oirá  disparar  alegremente. 

—  Así  lo  haremos,  dijo  el  subdelegado;  pero  ¿y  qué 


I 


i 


ODRAS   ESCOGIDAS  31 

diremos  de  la  curación  que  hizo  la  otra  noche?  —  Yo  diré 
sin  escrúpulo,  respondió  el  cura,  que  ésa  fué  casualidad 
y  el  huevo  juanelo. — ¿Es  posible?  —  Sí,  señor  subde- 
legado; ¿no  ve  usted  que  la  gordura  y  robustez  del 
enfermo,  la  dureza  de  su  pulso,  lo  denegrido  de  su 
semblante,  el  adormecimiento  de  sus  sentidos,  la  respi- 
ración agitada  y  todos  los  síntomas  que  se  le  advertían 
indicaban  la  sangría?  Pues  esc  remedio  lo  hubiera  dictado 
la  vieja  más  idiota  de  mi  feligresía. 

—  Pues  bien,  dijo  el  subdelegado,  yo  deseo  oir  una 
conversación  sobre  la  medicina  entre  usted  y  él.  La 
aplazaremos  para  el  25  de  éste. 

—  Está  muy  bien,  contestó  el  cura.  Y  hablaron  de 
otra  cosa. 

Esta  conversación,  ó  á  lo  menos  su  substancia,  me 
la  refirió  un  mozo  que  tenía  el  dicho  subdelegado,  á 
quien  había  yo  curado  de  una  indigestión  sin  llevarle 
nada;  porque  el  pobre  me  granjeaba  contándome  lo  que 
oía  hablar  de  mí  en  la  casa  de  su  amo. 

Yo  le  di  las  gracias,  y  me  dediqué  á  estudiar  en 
mis  librejos  para  que  no  me  cogiera  el  acto  despre- 
venido. 

En  este  intermedio  me  llamaron  una  noche  para 
la  casa  de  don  Giriaco  Redondo,  el  tendero  más  rico 
que  había  en  el  pueblo,  quien  estaba  acabando  de 
cólico. 


32  PENSADOR    MEXICANO 

— Coge  la  jeringa,  le  dije  á  Andrés,  por  lo  (jue  suce- 
diere, que  ésta  os  otra  aventura  como  la  de  la  otra 
noche.   Dioí^  nos  saque  con  bien. 

Tomó  Andrés  su  jeringa  y  nos  fuimos  para  la  casa, 
que  la  hallamos  como  la  del  alcabalero  de  revuelta:  pero 
había  la  ventaja  de  que  el  enfermo  hablaba. 

Le  hice  mil  preguntas  pedantescas,  porque  yo  las 
hacía  á  miles,  y  por  ellas  me  informé  de  que  era  muy 
goloso  y  se  había  dado  una  atracada  del  demonio. 

Mandé  cocer  malvas  con  jabón  y  miel,  y  ya  (jUe 
estuvo  esta  diligencia  practicada  le  hice  tomar  una  buena 
porci<')n  por  la  boca,  .'i  lo  que  el  miserable  se  resistía 
y  sus  deudos,  diciéndome  que  eso  no  era  vomitorio  sino 
ayuda.  —  T(jmela  usted,  .señor,  le  decía  yo  muy  enfa- 
dado; ¿no  ve  que  si  es  ayuda,  como  dice,  ayuda  es 
tomada  por  la  boca  y  por  todas  partes?  Así,  pues,  señor 
mío,  ó  tomar  el  remedio  ó  morirse. 

l]\  triste  enfermo  bebió  la  asquerosa  poción  con 
tanto  asco,  (jue  con  él  tuvo  para  volver  la  mitad  de  las 
entrañas;  pero  se  fatigó  demasiado,  y  como  el  infarto 
estaba  en  los  intestinos,  no  se  le  aliviaba  el  dolor. 

Entonces  hice  que  Andrés  llenara  la  jeringa  y  le 
mandé  franquear  el  trasero.  — En  mi  vida,  dijo  el  enfer- 
mo, en  mi  vida  me  han  andado  por  ahí.  — Pues,  amigo, 
le  respondí,  en  su  vida  se  habrá  visto  tan  apurado,  ni  yo 
en  la  mía  ni  en  los  años  que  tengo  de  médico  he  visto 


OBRAS    ESCOGIDAS  33 

cólico  más  renuente;  porque  sin  duda  el  humor  es  muy 
denso  y  glutinoso;  pero,  hermano  mío,  el  clister  importa, 
el  clister,  no  menos  que  como  la  salud  única  á  los  ven- 
cidos, y  si  no,  no  hay  que  esperar  más;  porque  una  salas 
viciis  nullan  spcrare  saluicm;  y  así,  si  con  el  medica- 
mento que  prescribo  no  sana,  ocurriremos  á  la  lanceta 
abriendo  los  intestinos,  y  después  cauterizándolos  con 
una  plancha  ardiendo,  y  si  estas  diligencias  no  valen, 
no  queda  más  que  hacer  que  pagar  al  cura  los  derechos 
del  entierro,  porque  la  enfermedad  es  incurable:  según 
Hipócrates,  uhl  nwdicamontiim  non  S((n((t,  fcrnini  sanai: 

;^  tihi  jerniin  non  sanaf,  if/nis  snnai:  ubi  irjnis  non  sanai, 

J  incíirahUc  nwi'hus. 

—  Pues  señor,  dijo  el  paciente,  haciéndole  bajo  sus 

%  parientes;  (jue  se  eche  la  lavativa  si  en  eso  consiste  mi 

I     ' 

^  salud. — Amen,    dico  cohts,   contesté,  é  inmediatamente 

t  mandé  que  se  salieran  todos  de  la  recámara  por  la  hones- 

tidad, menos  la  esposa  del  enfermo. 

Llenó  Andrés  su  jeringa  y  se  puso  á  la  opera- 
ción; pero  ¡qué  Andrés  tan  tonto  para  esto  de  echar 
ayudas!  Imposible  fué  que  hiciera  nada  bueno.  Toda 
la  derramaba  en  la  cama,  lastimaba  al  enfermo  y 
nada  se  hacía  de  provecho,  hasta  que  yo,  enfadado  de 
su  torpeza,  me  determiné  á  aplicar  el  remedio  por  mi 
mano,  aunque  jamás  me  había  visto  en  semejante  ope- 
ración . 

PERIQUILLO   SARNIENTO. —  T.    II,   C  — 9. 


34  PENSADOR    MEXICANO 

Sin  embargo,  olvidándome  de  mi  ineptitud,  cogí 
la  jeringa,  la  llené  del  cocimiento,  y  con  la  mayor 
decencia  le  introduje  el  cañoncillo  por  el  ano;  pero  fué- 
rase  por  algún  mas  talento  que  yo  tenía  que  Andrés, 
n  por  la  aprehensión  del  enfermo  (|ue  obraba  á  mi 
l'avor.  iba  recibiendo  más  cocimiento,  y  yo  lo  animaba 
diciéndole :  — Apriete  usted  el  resuello,  hermano,  y 
recíbala  cuan  caliente  pueda,  que  en  esto  consiste  su 
salud. 

El  alligido  enfermo  hizo  de  su  parte  lo  que  pudo 
(que  en  esto  consiste  las  más  veces  el  acierto  de  los 
mejores  médicos),  y  al  cuarto  de  hora  6  menos  hizo  una 
evacuación  copiosísima,  como  quien  no  había  desaho- 
gado el  vientre  en  tres  días. 

Inmediatamente  se  alivi(').  como  dijo;  pero  no  fué 
sino  que  sanó  perfectamente,  pues  (juitada  la  causa  cesa 
el  efecto. 

Me  colmaron  de  gracias,  me  dieron  doce  pesos, 
y  yo  me  fui  á  mi  posada  con  Andrés,  á  quien  en  el 
camino  le  dije: — Mira  que  me  han  dado  doce  pesos  en 
la  casa  del  más  rico  del  pueblo,  y  en  la  casa  del  alca- 
balero me  dieron  una  onza;  ¿qué,  será  más  rico  ó  más 
liberal  el  alcabalero? 

Andrés,  que  era  socarrón,  me  respondió:  —  En  lo 
rico  no  me  meto,  pero  en  lo  liberal,  sin  duda  que  lo  es 
más  que  don  Ciríaco  Redondo. 


OBRAS   ESCOGIDAS  35 

—  ¿Y  en  cjué  estará  eso,  Andrés?  le  pregunté, 
porque  el  más  rico  debe  ser  más  liberal. —  Yo  no  lo  sé, 
dijo  Andrés,  á  no  ser  que  sea  porque  los  alcabaleros, 
cuando  quieren,  son  más  ricos  que  nadie  de  los  pue- 
blos, porque  ellos  manejan  los  caudales  del  rey,  y  las 
cuentas  las  hacen  como  (juieren.  ¿No  ve  usted  que  la 
alcabala  que  llaman  del  viento,  proporciona  una  cuenta 
inaveriguable?  Suponga  usted  del  real  ó  dos  (|ue 
cobran  por  cada  una  d(í  las  cabezas  (¡ue  se  matan 
en  el  pueblo,  ya  sea  de  toros  ó  vacas,  ya  de  carneros 
ó  cerdos,  ¿quién  les  va  á  hacer  cuenta  de  esto? 
Suponga  usted  las  introducciones  de  cosas  que  no 
traen  guías  sino  un  simple  pase  por  razón  de  su  poco 
S  importe,     como     también    los    contrabaiiditos    que    se 

.j  ofrecen,    en    los   que  se  entra    en    composición    con    el 

i 

>>  arriero,    y    por    último,    aquellos    picos   de    los    granos 

I 

que   en    un    alcabalatorio  suben  mucho  al  fin  del  ano, 

pues   si    un   real    tiene   doce   granos  y   el   arriero  debe 

por    la    factura   siete    granos,    se    le   cobra    un    real,    y 

si    entran    mil   arrieros   se    les   cobra   mil    reales.    Esto 

me  contaba  mi  tío,   que  fué  alcabalero  muchos  años,  y 

^  decía  que  las  alcabalas  del   viento  valían   más  que  los 

ajustes. 

En  esto  llegamos  á  la  posada;  Andrés  y  yo  cenamos 

^  muy  contentos  gratificando  á  los  dueños  de  la  casa,  y 

nos  acostamos  á  dormir. 


~>1 

■.1 


36 


PENSADOR    MEXICANO 


Continuamos  en  bonanza  como  un  mes,  y  en  este 
tiempo  proporcionó  el  subdelegado  la  sesión  que  quería 
el  cura  que  tuviera  yo  con  61;  pero  si  queréis  saber  cuál 
fué,  leed  el  capítulo  que  sigue. 


Cuenta  Periquillo 
varios  acaecimientos  que  tuvo  en  Tula,  y  lo  que  hubo 
de  sufrir  al  señor  cura 


Crecía  mi  lama  de  día  en  día  con  estas 

dos  estupendas    curaciones ,    granjeándome 

^.^      buen   concepto    hasta    con    los    (]ue    no   se 

tenían  por  vulgares.  Tiempo  me  faltaba  para 

ordenar  medicamentos  en  mi  casa,   y  ya  era  cosa  que 

me  chiqueaba  mucho  para  salir  á  hacer  una  visita  fuera 

del  pueblo,  y  eso  cuando  me  la  pagaban  bien. 

Aumentó  mis  créditos  un  boticoncillo  y  una  herra- 
mienta de  barbero  que  envié  á  comprar  á  México,  que 
junto  con  un  exterior  más  decente,   que   tenía  algo  de 

PERIgUILLO   SARNIENTO.  — T.    II,    C.  —  10. 


38 


l'ENSADOU    MEXICANO 


lujo,  pues  tomé  casa  aparte  y  recibí  una  cocinera  y  otro 
criado,  me  hacían  parecer  un  hombre  muy  circunspecto  y 
estudioso. 

Al  mismo  tiempo  yo  visitaba  pocas  casas,  y  en  nin- 
í^una  me  estrechaba  demasiado,  pues  había  oído  decir 
á  mi  maestro,  el  doctor  Purgante,  que  al  médico  no  le 
estaba  bien  sei'  muy  comadrero,  |)or(jue  en  son  de  la 
amistad  querían  (|ue  curara  de  balde. 

C.on  esta  y  otras  i'eglitas  semejantes  concernientes 
á  los  tomines,  los  busqué  muy  buenos,  pues  en  el  poco 
tiempo  que  os  he  dicho,  comimos  yo,,  Andrés  \  la  macha 
muy  bien:  nos  remendamos,  y  llegué  á  tener  juntos 
como  doscientos  pesos  libres  de  polvo  y  paja. 

La  gravedad  y  entono  con  que  yo  me  manifestaba 
al  público,  los  términos  ex<')ticos  y  pedantes  de  (jue  usaba, 
lo  caro  que  vendía  mis  drogas,  el  misterio  con  que  ocul- 
taba sus  nombres,  ¡o  mucho  que  adulaba  á  los  (|ue 
tenían  proporciones,  lo  caro  que  vendía  mis  respuestas  á 
los  pobres  y  las  buenas  ausencias  que  me  hacía  Andrés, 
conti-ibuveron  .'i  dilatar  la  fama  de  mi  buen  nombre  entre 
los  mas.  ' 

A  medida  de  lo  que  crecía  mi  crédito,  se  aumenta- 
ban mis  monedas,  y  á  proporción  de  lo  que  éstas  se 
aumentaban  crecía  mi  orgullo,  mi  interés  y  mi  soberbia. 
A  los  pobres  que,  ponpae  no  tenían  con  qué  pagarme, 
iban  á  mi  casa,   los  trataba  ásperamente,  los  regañaba 


.¿i 


ñ 


OBRAS    ESCOGIDAS 


39 


y  los  despachaba  desconsolados.  A  los  que  me  pagaban 
dos  reales  por  una  visita,  los  trataba  casi  del  mismo 
modo,  por<|ue  más  duraría  un  cohete  ardiendo  que  lo 
que  yo  duraba  en  sus  casas.  Es  verdad  que  aunque  me 
hubiera  dilatado  una  hora  no  por  eso  quedarían  mejor 
curados,  puesto  que  yo  no  era  sino  un  charlatán  con 
apariencias  de  médico;  pero  como  el  infeliz  paciente  no 
sabe  cuánta  es  la  suficiencia  del  médico  ó  del  que  juzga 
})or  tal.  se  consuela  cuando  observa  (|ue  se  dilata  en 
preguntar  la  causa  de  su  mal  y  en  indagar  así  por  sus 
oídos  como  por  sus  ojos,  su  edad,  su  estado,  su  ejer- 
cicio, su  constituci(')n  y  otras  cosas  (|ue  á  los  médicos 
como  vo  parecen  menudencias,  v  no  son  sino  noticias 
mu\  interesantes  para  los  verdaderos  facultativos. 

No  lo  hacía  yo  así  con  los  ricos  y  sujetos  distin- 
guidos, pues  hasta  se  enfadaban  con  mis  dilaciones  y 
con  las  monerías  que  usaba,  por  afectar  (jue  me  intere- 
saba demasiado  en  su  salud :  pero  ¿qué  otra  cosa  había 
de  hacer  cuando  no  había  aprendido  más  de  mi  famoso 
maestro  el  doctor  Purgante? 

Sin  embargo  de  mi  ignorancia,  algunos  enfermos 
sanaban  por  accidente,  aunque  eran  más,  sin  compa- 
ración, los  que  morían  por  mis  mortales  remedios.  Con 
todo  esto,  no  se  minoraba  mi  crédito  por  tn^s  razones: 
la  primera,  ponjue  los  más  que  morían  eran  pobres, 
y  en  éstos  no  es  notable   ni    la   vida  ni  la  muerte;    la 


I 


40  PENSADOR    MEXICANO 

segunda,  porque  ya  había  yo  criado  fama,  y  así  me 
ochaba  á  dormir  sin  cuidado,  auncjue  matara  más  tulte- 
cos  que  sarracenos  el  Cid.  y  la  tercera,  y  que  más  favo- 
rece á  los  médicos,  era  ponjue  los  (|ue  sanaban  pon- 
deraban mi  habihdad  y  los  que  se  morían  no  podían 
(juejarse  de  mi  ignorancia;  con  lo  que  yo  lograba  que 
mis  aciertos  fueran  públicos  y  mis  erradas  las  cubriera 
la  tierra;  bien  que  si  me  sucede  lo  cjue  á  Andrés,  segu- 
ramente se  acaba  mi  bonanza  antes  de  tiempo. 

Fué  el  caso,  que  desde  antes  (|ue  llegáramos  á  Tula, 
ya  el  cura,  el  subdelegado  y  demás  personas  de  la  plana 
mayor  habían  encargado  á  sus  amigos  (jue  les  enviaran 
un  barbero  de  México.  Luego  que  experimentaron  la 
áspera  mano  de  Andrés,  insistieron  en  su  encargo  con 
tanto  empeño,  que  no  tardó  mucho  en  llegar  el  maestro 
Apolinario,  que  en  efecto  estaba  examinado  y  era  ins- 
truido en  su  facultad. 

Andrés,  luego  que  lo  conoció  y  lo  vio  trabajar,  le 
tuvo  miedo,  y  con  más  juicio  y  viveza  (jue  yo,  un  día 
lo  fué  á  ver  y  le  contó  su  aventura  lisa  y  llanamente, 
diciéndole  que  él  no  era  sino  aprendiz  de  barbero;  (jue 
no  sabía  nada;  que  lo  que  hacía  en  a(|uel  pueblo  era 
por  necesidad;  que  él  deseaba  aprender  bien  el  oficio, 
y  que  si  se  lo  quería  enseñar,  se  lo  agradecería  y  le  ser- 
viría en  lo  que  pudiera. 

Esta   súplica  la  acompañó   con   el   estuche   que   le 


•J 


OBRAS    ESCOGIDAS  ^1 

había  yo  comprado,  con  el  que  se  dio  por  muy  gran- 
jeado el  maestro  Apolinario,  y  desde  luego  le  ofreció  á 
Andrés  tenerlo  en  su  casa,  mantenerlo  y  enseñarle  el 
oficio  con  eficacia  y  lo  más  presto  que  pudiera. 

A  seguida  le  preguntó  qué  tal  médico  era  yo.  A  lo 
que  Andrés  le  respondió  que  á  él  le  parecía  muy  bueno, 
y  que  había  visto  hacer  unas  curaciones  prodigiosas. 

Con  esto  se  despidió  del  barbero  para  ir  á  hacer 
la  misma  diligencia  conmigo,  pues  me  dijo  todo  lo  que 
había  pasado  y  su  resolución  de  aprender  bien  el  oficio. 
— Porque  al  cabo,  señor,  yo  conozco  que  soy  un  bruto; 
este  otro  es  maestro  de  veras,  y  así,  ó  la  gente  me  (|uita 
de  barbero  no  ocupándome,  ó  me  quita  él  pidiéndome 
la  carta  de  examen,  y  de  cualquier  manera  yo  me  quedo 
sin  crédito,  sin  oficio  y  sin  qué  comer;  así  he  pensado 
irme  con  él ,  á  bien  que  ya  su  merced  tiene  mozo. 

Algo  extrañaba  yo  á  Andrés,  pero  no  (juise  quitarle 
de  la  cabeza  su  buen  propósito,  y  así,  pagándole  su  sala- 
rio y  gratificándole  con  seis  pesos,  lo  dejé  ir. 

En  esos  días  me  llamaron  de  casa  de  un  viejo  reu- 
mático, á  quien  le  di,  según  mi  sistema,  seis  ó  siete  pur- 
gas, le  estafé  veinticinco  pesos  y  le  dejé  peor  de  lo 
que  estaba. 

Lo  mismo  hice  con  otra  vieja  hidrópica,  á  la  que 
abrevié  sus  días  con  seis  onzas  de  ruibarbo  y  maná  y 
dos  libras  de  cebolla  albarrana. 

PERIQUILLO   SARNIENTO.— T.    II,    C  — 11. 


42  PENSADOR    MEXICANO 

De  estas  gracias  liacía  muy  á  menudo, 'pero  el  vulgo 
ciego  había  dado  en  que  yo  era  buen  médico,  y  por  más 
gritos  que  les  daban  las  campanas,  no  despertaban  de 
su  adormecimiento. 

Lleg<'»  por  fin  el  día  aplazado  por  el  subdelegado  para 
oirme  disputar  con  el  cura,  y  i'ur  el  25  de  Agosto,  pues 
con  ocasión  de  haber  ido  yo  á  darle  los  días  por  ser  el 
de  su  santo,  me  detuvo  á  comer  con  mil  instancias,  las 
que  no  pude  desairar. 

Bien  advertí  que  toda  la  corte  estaba  en  su  casa, 
sin  faltar  el  padre  cura;  pero  no  me  di  por  entendido 
de  (|iio  sabía  lo  (jue  hablaba  de  mí,  satisfecho  en  que, 
por  mucho  (jue  r\  supiera,  no  había  de  tener  de  medicina 
las  noticias  que  yo. 

Con  este  necio  orgullo  me  senté  á  la  mesa  luego  que 
lué  hora,  v  comí  y  brindé  á  la  salud  del  caballero  sub- 
delegado,  en  compañía  de  aquellos  señores,  repetidas 
veces,  haciendo  rcir  á  todos  con  mis  pedanterías,  menos 
al  cura  (¡ue  se  tostaba  de  estas  cosas. 

El  subdelegado  estaba  bienquisto;  con  esto  la  mesa 
estaba  lluna  de  los  principales  sujetos  del  pueblo  con  sus 
señoras.  La  prevención  era  franca,  los  platos  muchos 
y  bien  sazonados.  Se  menudeaban  los  brindis  y  los  vivas; 
los  vasos  no  estaban  muy  seguros  por  los  frecuentes 
coscorrones  que  llevaban  con  los  tenedores  y  cuchillos. 
V  las  cabezas  se  iban  llenando  del  tufo  de  las  uvas. 


OBRAS    ESCOGIDAS 


43 


■4S 


A  este  tiempo  fué  entrando  el  gobernador  de  indios 
con  sus  ofitíiales  de  república,  prevenidos  de  tambor, 
chirimías  y  de  dos  indios  cargados  con  gallinas,  cerdos 
V  dos  carneritos. 

Luego  que  entraron,  hicieron  sus  acostumbradas 
reverencias,  besando  á  todos  las  manos,  y  el  gobernador 
le  dijo  al  subdelegado: — Señor  mayor,  que  los  pase  su 
mercé  muy  felices,  en  compañía  de  estos  señores,  para 
amparo  de  este  pueblo. 

Inmediatamente  le  dio  el  Xóchil,  que  es  un  ramillete 
de  llores,  en  señal  de  su  respeto,  y  un  papel  mal  picado 
y  pintado,  con  un  al  parecer  verso. 

Todo  el  congreso  se  alborotó,  y  se  trató  de  que  se 
leyera  públicamente.  Uno  de  los  padres  vicarios  se 
prestó  á  ello,  y  guardando  todos  un  perfecto  silencio, 
comenzó  á  leer  el  siguiente 


SU NETO 


Los  probes  hijos  del  pueblo 
Con  prósperas  alegrías. 
Te  lo  venimos  á  dar  los  días, 
Con  carneros  y  cochinos. 

Kecibalosté  placenteros 
Con  interés  to  mercé 
Como  señor  josticiero, 
Perdonando  nuestro  afeuto 
Las  faltas  de  este  suñeto 
Pori|ue  los  vivas  mil  años 
Y  después  su  gloria  eternamente. 


44  PENSADOR    MEXICANO 


Todos  celebraron  el  ,^añoto,  repitiendo  los  vivas  al 
subdelegado,  y  los  repiques  en  los  platos  y*vasos,  mez- 
clados con  empinar  la  copa,  unos  más,  otros  menos, 
según  jíu  inclinación. 

El  señor  cura  llenó  un  vasito  y  se  lo  dio  al  gober- 
nador dicit'ndole: — Toma,  hijo,  á  la  salud  del  señor 
subdelegado;  —  quien  mandó  que  en  la  pieza  inmediata 
se  diese  de  comer  al  señor  gobernador  y  á  la  república. 

Tomó  óste  su  vasito  de  vino;  se  repitió  el  brindis 
y  algazara  en  la  mesa,  aumentando  el  alboroto  el  des- 
agradable ruido  del  tambor  y  chirimías,  (jue  ya  nos 
quebraba  las  cabezas,  hasta  que  quiso  Dios  que  llamaran 
á  comer  á  aijuella  familia. 

Luego  que  se  retiraron  los  indios,  comenzaron  todos 
á  celebrar  el  ¿iiñcto.  que  andaba  de  mano  en  mano,  pero 
con  disimulo,   porque   no  lo  advirtieran  los  interesados. 

Con  este  motivo  fué  rodando  la  conversación  de  dis- 
curso en  discurso,  hasta  tocarse  sobre  el  origen  de  la 
poesía,  asunto  que  una  señorita  nada  lerda  pidió  á  un 
vicario,  que  tenía  i'ama  de  poeta,  que  lo  explicara,  y  éste, 
sin  hacerse  del  rogar,  dijo:  — Señorita,  lo  que  yo  sé  en  el 
particular  es,  que  la  poesía  es  antiquísima  en  el  mundo. 
Algunos  fijan  su  origen  en  Adán,  añadiendo  que  Jubdl, 
hijo  de  Lamech,  fué  el  padre  de  los  poetas,  fundando  su 
opinión  en  un  texto  de  la  Escritura  que  dice:  que  Jubcll 
/lie  el  jtadrc  de  los  (¡iic   cantaban   con   el  únjano   (j  la 


.ii,. 


OBRAS   ESCOGIDAS  45 


■f¿£á 


citara,  porque  los  antiguos  bien  conocieron  que  eran 
hermanas  la  música  y  la  poesía;  y  tanto,  que  hubo  quién 
escribiera  que  Osiris,  rey  de  Egipto,  era  tan  aficionado 
á  la  música  que  llevaba  en  su  ejército  muchas  cantoras, 
entre  las  que  sobresalieron  nueve,  á  quienes  los  griegos 
llamaron /^Hísofíí  por  antonomasia. 

Lo  cierto  es,  que  por  la  historia  más  antigua  del 
mundo,  que  es  la  de  Moisés,  sabemos  que  los  hebreos 
poseyeron  este  arte  divino  antes  que  ninguna  nación. 
Después  del  diluvio  renació  entre  los  egipcios,  caldeos 
y  griegos.  De  éstos,  los  últimos  la  cultivaron  con  mucho 
empeño,  y  fué  propagándose  por  todas  las  naciones 
según  su  genio,  clima  ó  aplicaci(')n.  De  manera  que  no 
tenemos  noticia  que  haya  habido  en  el  mundo  ninguna, 
por  bárbara  que  haya  sido,  que  no  haya  tenido,  no  sólo 
conocimiento  del  arte  poética,  sino  á  veces  poetas  exce- 
lentes. En  tiempo  del  paganismo  de  esta  América,  cono- 
cieron los  indios  este  arte  sublime  v  el  de  la  música: 
tenían  sus  danzas  ó  mitotes,  en  las  que  cantaban  sus 
poemas  á  sus  dioses,  y  aun  hubo  entre  ellos  tan  elegan- 
tes poetas,  que  uno,  sentenciado  á  muerte,  compuso  la 
víspera  del  sacrificio  un  poema  tan  tierno  y  tan  patético, 
que  cantado  por  él  mismo  fué  bastante  á  enternecer  al 
juez  que  lo  escuchaba  y  á  obligarlo  á  revocar  la  senten- 
cia; que  vale  tanto  como  decir  que  era  tan  buen  poeta, 
que  con  sus  versos  se  redimió  de  la  muerte  y  se  prolongó 

PERIQUILLO   SARNIENTO. —T.    II  ,   C.  —  12. 


46  PENSADOR    MEXICANO 

la  vida.   Este  caso  nos  lo   refiere  el   caballero   Boturini 
en  su  Idea  de  ¡(/  luf^íoria  de  /as  Indias. 

Es  cierto  que  aunque  no  hasta  el  punto  de  enter- 
necer á  un  tirano,  lo  que  es  mucho;  pero  es  cosa  muy 
antigua  y  sabida  lo  (|ue  inlluye  la  poesía  en  el  corazón 
humano,  y  más  acompafiada  de  la  miisicn.  Por  eso,  para 
confirmaci<')n  de  esta  verdad,  se  cuenta  en  la  fábula  que 
Orleo  venció  y  amansó  leones,  tigres  y  otras  fieras,  y 
que  Amfi('>n  reedificó  los  muros  de  Tebas,  ambos  con 
el  canto,  la  cítara  y  la  lira,  para  significar  que  era  tan 
soberano  el  poder  de  la  música  y  la  poesía,  (jue  ellas 
solas  bastaron  para  reducir  á  la  vida  civil  hombres  sal- 
vajes, feroces  y  casi  brutos. 

—  Á  fe  que  no  hará  otro  tanto,  dijo  el  subdelegado, 
el  autor  de  nuestro  suñeío,  auníjue  se  acompañara  para 
cantarlo  con  la  dulce  música  del  tambor  <'»  chirimía. 
—  Ivióse  la  facetada  del  subdelegado,  y  éste,  queriendo 
oírme  disparar  por  vei*  (mojado  al  cura,  me  dijo:  — ¿Qué 
dice  usted,  señoi'  doctor,  de  estas  cosas? 

Yo  quería  quedar  bien  \  dar  mi  voto  en  todo,  aun 
en  lo  (jue  no  entendía,  habiéndoseme  olvidado  las  leccio- 
nes que  el  otro  buen  vicario  me  dio  en  la  hacienda; 
pero  no  sabía  palabra  de  cuanto  se  acababa  de  hablar. 
Sin  embargo,  vencié)  mi  vanidad  á  mi  propio  conoci- 
miento, y  con  mi  acostumbrado  orgullo  y  pedantería 
dije:  —  Xo  hay  duda  en  que  se  ha  hablado  muy  bien; 


'  ■*  ■ 


OBRAS   ESCOGIDAS 


47 


.1 


pero  la  poesía  es  más  antigua  de  lo  (jue  el  señor  vicario 
ha  dicho,  pues  á  lo  más  que  la  ha  hecho  subir  es  hasta 
Adán,  y  yo  creo  que  antes  que  hubiera  Adán  ya  había 

poetas. 

Escandalizáronse  todos  con  este  desatino  y  más  (jue 
todos  el  cura,  (jue  me  dijo:  —  ¿('ómo  podía  haber  poetas 
sin  haber  hombres? — Sí,  señor,  le  respondí  muy  sereno; 
pues  antes  que  hubiera  hombres  hubo  ángeles,  y  éstos, 
luego  que  fueron  criados,  entonaron  himnos  de  alabanzas 
al  Criador,  y  claro  está  que  si  cantaron  fué  en  verso; 
porque  en  prosa  no  es  común  cantar;  y  si  cantaron 
versos,  ellos  los  compusieron,  y  si  los  compusieron  los 
sabían  componer,  y  si  los  sabían  componer  eran  poetas. 
Conijue  vean  ustedes  si  la  poesía  es  más  antigua  que 
Adán. 

El  cura,  al  oir  esto,  no  más  meneó  la  cabeza  y  no 
me  replicó  una  palabra;  de  los  demás,  unos  se  sonrieron 
y  otros  admiraron  mi  argumento,  y  más  cuando  el  sub- 
delegado prosiguió  diciendo:  —  No  hay  duda,  no  hay 
duda;  el  doctorcito  nos  ha  convencido  v  nos  ha  ense- 
ñadd  un  retazo  de  erudición  admirable  y  jamás  oído. 
¡Vean  ustedes  cuánto  se  han  calentado  la  cabeza  los  anti- 
cuarios por  indagar  el  origen  de  la  poesía,  fijándolo  unos 
en  Jubál,  otros  en  Débora,  otros  en  Moisés,  otros  en  los 
caldeos,  otros  en  los  egipcios,  en  los  griegos  otros,  y 
todos  permaneciendo  tenaces  en  sus  sistemas  sin  poder 


48  PENSADOR    MEXICANO 

convenirse  en  una  cosa,  y  el  doctor  don  Pedro  nos  ha 
sacado  de  esta  confusa  Babilonia  tirando  la  barra  cien 
varas  más  allá  de  los  mejores  anticuarios  é  historiadores, 
y  ensalzándola  sobre  las  nubes,  pues  la  hace  ascender 
hasta  los  ángeles  I  Vaya,  señores,  brindemos  esta  vez 
á  la  salud  de  nuestro  doctorcito.  —  Diciendo  esto  tomó 
la  copa  y  todos  hicieron  lo  mismo,  repitiendo  á  su 
imitación;  —  ¡Viva  el  médico  erudito!  a 

Ya  se  deja  entender  que  en   este  brindis  no  faltó  j 

el  palmoteo  ni  el  acostumbrado  repiíjue  de  los   vasos,  v> 

platos  y  tenedores.  Mas  ¿quién  creerá,  hijos  míos,  que 
fuera  yo  tan  necio  y  tan  bárbaro  que  no  advirtiera  que 
toda  aquella  bulla  no  era  sino  el  eco  adulador  de  la 
irónica  mofa  del  subdelegado?  Pues  así  fué.  Yo  bebí  mi 
copa  de  vino  muy  satisfecho...  ¿qué  digo?  Muy  hueco, 
pensando  que  aquello  era,  no  una  solemne  burla  de  mi 
ignorancia,  sino  un  elogio  digno  de  mi  mérito. 

¿Y(|ué,  pensáis,  hijos  míos,  que  sólo  vuestro  padre, 
en  una  edad  que  aún  frisaba  con  la  de  muchacho,  se 
pagaba  de  su  opinión  tan  caprichosamente?  ¿Creéis  que 
sólo  yo  y  sólo  entonces  perdonaba  la  mofa  de  los  sabios 
suponiéndola  alabanza  á  m.erced  de  la  propia  ignorancia 
y  fanatismo?  Pues  no,  pedazos  míos,  en  todos  tiempos 
y  en  todas  edades  ha  habido  hombres  tan  necios  y  pre- 
sumidos como  yo,  que  pagados  de  sí  mismos  han  pen- 
sado que  S(>lo    ellos   saben,   que  sólo  ellos  aciertan,   y 


OBRAS    ESCOGIDAS  49 

que  los  arcanos  de  la  sabiduría  solamente  á  ellos  se  les 
descubren.  ¡Ayl  No  sé  si  cuando  leáis  mi  vida  con 
reflexión  se  habrá  acabado  esta  plaga  de  tontos  en  el 
mundo;  pero  si  por  desgracia  durare,  os  advierto  que 
observéis  con  cuidado  estas  lecciones:  hombre  cnpri- 
clioso,  ni  sabio  ni  bíicno;  hombre  dócH,  pronto  á  ser 
bueno  7  á  ser  sabio:  hombre  hablador  y  üano,  nunca 
sabio;  ¡lombre  callado  ij  humilde  que  sujete  su  opinión 
á  la  de  los  (¡ue  saben  más,  es  bueno  de  positivo,  estoes, 
es  hombre  de  buen  corazón ,  //  está  con  bella  disposición 
para  ser  sabio  alr/ún  día.  Cuidado  con  mis  digresiones, 
que  quizá  son  las  que  más  os  importan. 

El  subdelegado,  viendo  mi  serenidad,  prosiguió 
diciendo: — Doctorcito,  según  la  opinión  de  usted  y  la 
del  padre  vicario,  la  poesía  es  una  ciencia  ó  arte  divino; 
pues  habiendo  sido  infusa  á  los  ángeles  ó  á  los  hombres, 
porque  los  primeros  ni  los  segundos  no  tuvieron  de 
quién  imitarla,  claro  es  que  sólo  el  Autor  de  lo  criado 
pudo  infundirla;  y  en  este  caso  díganos  usted  ¿por  qué 
en  unas  naciones  son  más  comunes  los  poetas  que  en 
otras,  siendo  todas  hijas  de  Adán?  Porque  no  hay 
remedio,  entre  los  italianos,  si  no  abundan  los  mejores 
poetas,  á  lo  menos  abundan  los  más  fáciles,  como  son 
los  improvisadores;  gente  prontísima  que  versifica  de 
repente  y  acaso  multitud  de  versos. 

Vime  atacado  con  esta  pregunta,  pues  yo  no  sabía 

PERIQUILLO  SARNIENTO.  -T.    II,   C— 13. 


50  PENSADOR    MEXICANO 

disolver  la  dificultad,  y  así,  huyóndole  el  cuerpo,  res- 
pondí:—  Señor  subdelegado,  no  entro  en  el  argumento, 
porcjue  la  verdad,  no  creo  que  haya  habido  ni  pueda 
h;iber  semejantes  poetas  repentinos  ó  improvisadores 
como  usted  les  llama.  Por  tanto,  sería  menester  con- 
vencerme de  su  realidad  para  que  entráramos  en  disputa, 
pues  ¡ir¡w<  ('SÍ  í's>7'  (jiinni  ialiter  rs<c,  primero  es  que 
exista  la  cosa,  y  después  que  exista  de  este  ó  del  otro 
modo. 

—  Pues  en  que  ha  habido  poetas  improvisadores, 
especialmente  en  Italia,  no  cabe  duda,  dijo  el  cura;  y 
aun  yo  me  admiro  como  una  cosa  tan  sabida  pudo 
haberse  escondido  á  la  erudici(')n  del  señor  doctor.  Esta 
facilidad  de  versificar  de  repente  es  bien  antigua.  Ovidio 
la  confiesa  de  sí  mismo,  pues  llega  á  decir  que  cuahjuier 
cosa  que  hablaba  la  decía  en  verso;  esto  al  mismo  tiempo 
que  procuraba  no  hacerlos.^  Yo  he  leído  lo  que  dice 
Paulo  Jovio  del  poeta  Camilo  Cuerno,  célebre  improvi- 
sador que  disfrut»')  por  esta  habilidad  bastantes  satisfac- 
ciones con  el  papa  León  X.  Este  poeta  estaba  en  pie 
junto  á  una  ventana  diciendo  versos  repentinos  mientras 
comía  el  Pontífice,  y  era  tanto  lo  que  éste  se  agradaba 
de  la  prontitud  de  su  vena,  que  él  mismo  le  alargaba 
los  platos  de  que  comía,  haciéndole  beber  de  su  mismo 

•    Scribere  conabar  cerca  so^u'a  inoJis, 
aponte  sua  carmen  números  ccnicbat  ad  apto^. 


4 


^i 


OBRAS   ESCOGIDAS  51 

vino,  sólo  con  la  condición  de  que  había  de  decir  dos 
versos,  lo  menos,  sobre  cada  asunto  que  se  le  propusiera. 
De  un  niño  que  apenas  sabía  escribir  nos  refiere  el 
padre  Calasanz  en  su  Disccrnitniento  de  inf/cnios,  que 
trovaba  cualquier  pie  que  le  daban  de  repente,  y  á  veces 
con  tal  agudeza  (jue  pasmaba  á  los  adultos  sabios. 

De  estos  ejemplares  de  poetas  improvisadores  pu- 
dieran citarse  varios;  pero  ¿para  qué  nos  hemos  de 
cansar,  cuando  todo  el  mundo  sabe  que  en  este  mismo 
reino  floreció  uno  á  quien  se  conoció  por  el  negrito 
poeta,  y  de  quien  los  viejos  nos  refieren  prontitudes 
admirables? 

—  Cuéntenos  usted,  señor  cura,  dijo  una  niña,  algu- 
nos versos  del  negrito  poeta.  —  Se  le  atribuyen  muchos, 
dijo  el  cura;  en  iodo  tiene  lugar  la  ficción;  pero  por 
darle  á  usted  gusto  releriré  dos  ó  tres  de  los  que  sé  que 
son  ciertamente  suyos,  según  me  ha  contado  un  viejo 
de  México.  Oigan  ustedes: 

Entró  una  vez  nuestro  negro  en  una  botica  donde 
estaba  un  boticario  ó  médico  hablando  con  un  cura 
acerca  de  los  cabellos,  y  á  tiempo  que  entró  el  negro 
le  decía:  — Los  cabellos  penden  de... — El  cura,  (|ue  cono- 
cía al  poeta,  por  excitar  su  habilidad  le  dijo: — Negrito, 
tienes  un  peso  como  troves  esto  que  acaba  de  decir  el 
señor,  á  saber:  ¡os  cabellos  penden  de.  —  El  negrito,  con 
su  acostumbrada  prontitud,  dijo: 


i 


52  PENSADOR    MEXICANO 

Ya  ese  peso  lo  gané 
Si  mi  saber  no  se  esconde: 
Quítese  usted ;  no  sea  que 
Una  viga  caiga ,  y  donde 
Los  cabellos  penden  dé. 

Esto  fué  muy  público  en  México.  Se  le  dio  el  mismo 
pie  para  que  lo  trovara  á  la  madre  Sor  Juana  Inés  de  la 
Cruz,  religiosa  jorónima.  célebre  ingenio,  y  poetisa 
famosa  en  su  tiempo,  que  mereció  el  epíteto  de  la  décima 
Mk.^ü  de  Apolo:  pero  la  dicha  religiosa  no  pudo  trovarlo 
y  se  disculpó  muy  bien  en  unas  redondillas,  y  elogió  la 
facilidad  de  nuestro  poeta.  ^ 

En  otra  ocasión,  pasando  cerca  de  él  un  escribano 
con  un  alguacil,  se  le  cayó  al  primero  un  papel;   lo  alzó 

•     Por  no  ser  muy  comunes  ¡as  obras  de  Sor  Juana,  se  pone  aquí  su  contestación, 
que  está  en  el  tomo  II  de  sus  obras.  E. 

Señora,  aquel  primer  pie 
Es  nota  de  posesivo, 

Y  es  inglosable;  porque 
Al  caso  de  genitivo 
Nunca  se  pospone  el  de. 

y  asi  el  que  aquesta  Quinti- 
lla hiío  y  quedó  tan  ufa- 
no, ptít's  tiene  buena  ma- 
no, glose  esta  redondi- 
Lla-no  el  sentido  no  topo, 

Y  no  hay  falta  en  el  primor; 
Porque  es  pedir  aun  pintor 
Que  copie  con  un  hisopo. 

Cualquier  facultad  enseña, 

Si  es  el  medio  desconforme; 

Pues  no  hay  músico  que  forme 

Armonía  en  una  peña. 
Perdonad  ,  si  fuera  del 

Asunto  ya  desvarío 

Porque  no  quede  vacío 

Este  campo  de  papel. 


OBRAS   ESCOGIDAS  53 

el  segundo,  y  le  preguntó  el  escribano  ¿qué  era?  El 
alguacil  respondió,  que  un  testimonio,  y  el  negro  pron- 
tamente dijo: 

¿No  son  artes  del  demonio 
I^evantar  cosa  tan  vil? 
¿Pero  cuándo  un  alguacil 
No  levanta  un  testimonio? 

Otra  ocasión  entró   á   una   casa   donde  estaba   so- 
bre  una  mesa  una  imagen  de  la  Concepción...    Vayan 
ustedes  teniendo  cuidado  qué  cosas  tan  disímbolas  había. 
Una  imagen  de  la  Concepción,   un  cuadro  de  la  San- 
tísima Trinidad,  otro  de  Moisés  mirando  arder  la  zarza, 
unos   zapatos  y  unas  cucharas  de   plata.    Pues,    seño- 
res,   el    dueño    de    la    casa,    dudando    de    la    facilidad 
del    negro,    le   dijo    que  como  todas  aquellas   cosas  las 
acomodara  en    una    estrofa    de    cuatro    pies    le    daría 
las  cucharas.    No  fué  menester  más  para  que  el  negro 
dijera: 

Moisés  para  ver  á  Dios 
Se  quitó  las  antiparras; 
Virgen  de  la  Concepción, 
Que  rae  den  estas  cucharas. 

Ningún  concepto  ni  agudeza  se  advierte  en  este 
verso;  pero  la  facilidad  de  acomodar  en  él  tantas  cosas 
inconexas  entre  sí  y  con  algún  sentido,  no  es  indigna 
de  alabanza. 

PERIQUILLO   SARNIENTO.  —  T.   II,   C.  —  14. 


...iÉsíJt»^.   Tjlir   . 


^ 


54  PENSADOR    MEXICANO 

Por  último,  la  hora  de  la  muerte  sabemos  (jue  no  es 
hora  de  chanzas,  pues  en  la  de  nuestro  poeta  manifestó 
éste  lo  genial  que  le  era  hacer  versos,  porque  estando 
auxiliándolo  un  religioso  agustino,  le  dijo: 

Ahora  sí  tengo  por  cierto, 
Que  la  muerte  viene  al  trote: 
Pues  siempre  va  el  zopilote 
En  pos  del  caballo  muerto. 

Hemos  de  advertir  que  este  pobre  negro  era  un 
vulgarísimo  sin  gota  de  estudios  ni  erudición.  He 
oído  asegurar  que  ni  leer  sabía.  Conque  si  en  medio 
de  las  tinieblas  de  tanta  ignorancia  prorrumpía  en  se- 
mejantes y  prontas  agudezas  en  verso,  ¿qué  hubiera 
hecho  si  hubiera  logrado  la  instrucción  de  los  sabios, 
como  por  ejemplo,  la  del  señor  doctor  que  está  pre- 
sente? 

—  Buena  sea  la  vida  de  usted,  señor  cura,  le  res- 
pondí. En  esto  se  acab<'>  la  comida  y  se  levantaron  los 
manteles,  quedándonos  todos  platicando  sobremesa,  sin 
dar  gracias  á  Dios,  ponjue  ya  en  aquella  época  comen- 
zaba á  no  usarse;  pero  el  subdelegado,  á  (juien  se  le 
quemaban  las  habas  por  vernos  enredar  á  mí  y  al  cura 
en  la  cuestión  de  medicina,  me  dijo:  — Ciertamente  que 
yo  deseaba  oír  hablar  á  usted  y  al  señor  cura  sobre  la 
facultad  médica:  porque  la  verdad,  nuestro  párroco  es 
opucstísimo  á  los  médicos. 


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OBRAS   ESCOGIDAS  55 

—  No  debe  serlo,  dije  yo  medio  alterado;  porque  el 
señor  cura  debe  saber  que  Dios  dice:  que  1^1  crió  la  me- 
dicina de  la  tierra,  y  que  el  varón  prudente  no  debe 
aborrecerla,  Dominr/s  creacil  de  ierra  mecUcinam,  et 
lir  /)r(((lens  non  ahorrebii  ecun.  Dice  también:  que  se 
honre  al  médico  por  la  necesidad,  Jtonora  medicum 
¡jro¡)ter  necesdaieni.  Dice...  —  Basta,  dijo  el  cura:  no 
nos  amontone  usted  textos  (jue  yo  entiendo.  Catorce 
versículos  trae  el  capítulo  38  del  Eclesiástico  en  favor 
de  los  médicos;  pero  el  decimoquinto  dice:  que  el 
(jiie  delinquiere  en  la  preseneia  del  Dios  que  lo  erió, 
eaerd  en  las  manos  del  nK-dico.  Esta  maldición  no  hace 
mucho  honor  á  los  médicos,  ó  á  lo  menos  á  los  médicos 
malos. 

Muy  bien  sé  que  la  medicina  es  un  arte  muy  difícil; 
sé  que  el  aprenderla  es  muy  largo:  que  la  vida  del  hombre 
aún  no  basta;  que  sus  juicios  son  muy  falibles  y  dificul- 
tosos; que  sus  experimentos  se  ejercitan  en  la  respetable 
vida  de  un  hombre;  que  no  basta  que  el  médico  haga 
lo  que  está  de  su  parte,  si  no  ayudan  las  circunstancias, 
los  asistentes  y  el  enfermo  mismo  en  cuanto  les  toca; 
sé  (|ue  esto  no  lo  digo  yo  sino  el  príncipe  de  la  medicina, 
aquel  sabio  de  la  isla  de  Gos,  aquel  griego  Hipócrates, 
aquel  hombre  grande  y  sensible  cuya  memoria  no  pere- 
cerá hasta  que  no  haya  hombres  sobre  la  tierra,  aquel 
filántropo  que  vivió  cerca  de  cien  años  y  casi  todos  ellos 


56  PENSADOR    MEXICANO 

los  empleó  en  asistir  á  los  míseros  mortales;  en  indagar 
los  vicios  de  la  naturaleza  enlerma;  en  solicitar  las  cau- 
sas de  las  enl'ermedades  y  la  eficacia  y  elección  de  los 
remedios,  y  en  aplicar  su  especulación  \  su  práctica 
al  objeto  que  se  propuso,  que  fué  procurar  el  alivio  de 
sus  semejantes.  Sé  todo  esto,  y  sé  que  antes  de  él  los 
míseros  pacientes,  destituidos  de  todo  auxilio,  se  expo- 
nían á  las  puertas  del  templo  de  Diana  en  Ml'eso  y  allí 
iban  todos,  los  veían,  se  compadecían  do  ellos  y  les  man- 
daban lo  que  se  les  ponía  en  la  cabeza.  Sé  que  los  reme- 
dios que  probaban  para  tal  ó  tal  enfermedad  se  escribían 
en  unas  tablas  que  se  llamaban  do  /((s  Dicdicinas:  sé  que 
el  citado  Hipócrates,  después  de  haber  cursado  las  es- 
cuelas de  Atenas  treinta  y  cinco  años,  desde  la  edad 
de  catorce,  y  después  de  haber  aprendido  lo  que  sus 
médicos  enseñaban,  no  se  contentó,  sino  que  anduvo 
peregrinando  do  reino  en  reino,  de  provincia  en  pro- 
vincia, de  ciudad  en  ciudad,  hasta  que  encontró  estas 
tablas,  y  con  ellas  y  con  sus  repetidas  observaciones 
iiizo  sus  célebres  aforismos;  sé  que  después  de  estos 
descubrimientos  se  hizo  de  la  medicina  un  estudio  de 
interés  y  de  venalidad .  y  no  como  antes  que  se  hacía 
por  amistad  del  género  humano. 

Todo  esto  sé  y  mucho  más  que  no  refiero  por  no 
cansar  á  los  que  me  oyen;  pero  también  sé  (jue  ya  en 
el  día  no  se  escudriña  el  talento  necesario  que  se  re- 


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OBRAS   ESCOGIDAS  57 

quiere  para  ser  médico,  sino  que  el  que  quiere  se  mete 
á  serlo  aunque  no  tenga  las  circunstancias  precisas;  sé 
que  en  cumpliendo  los  cursos  prescritos  por  la  Univer- 
sidad, aunque  no  hayan  aprovechado  las  lecciones  de 
los  catedráticos^  y  en  cumpliendo  el  tiempo  de  la  prác- 
tica, ganando  tal  vez  una  certificación  injusta  del  maes- 
tro, se  reciben  á  examen,  y  como  tengan  los  exami- 
nadores á  su  favor  ó  la  fortuna  de  responder  con  tino 
á  las  preguntas  que  les  hagan,  aun  en  el  caso  de 
procederse  con  toda  legalidad,  como  lo  debemos  su- 
poner en  tales  actos,  se  les  da  su  carta  de  examen, 
y  con  ella  la  licencia  de  matar  á  todo  el  mundo  impune- 
mente. 

Esto  sé,  y  sé  también  que  muchos  médicos  no  son 
como  deben  ser,  esto  es,  no  estudian  con  tesón,  no 
practican  con  eficacia,  no  observan  con  escrupulosidad, 
como  debieran,  la  naturaleza;  se  olvidan  de  que  la 
academia  del  médico  y  su  mejor  biblioteca  está  en  la 
cama  del  enfermo  más  bien  que  en  los  dorados  estantes, 
en  los  muchos  libros  y  en  el  demasiado  lujo;  y  mucho 
menos  en  la  ridicula  pedantería  con  que  ensartan  tex- 
tos, autoridades  y  latines  delante  de  los  que  no  los  en- 
tienden. 

Sé  que  el  buen  médico  debe  ser  buen  físico,  buen 
químico,  buen  botánico  y  anatómico;  y  no  que  yo  veo 
que  hay  infinidad  de  médicos  en  el  mundo  que  igno- 

PERIQUILLO  SARNIENTO.— T.    II,   C  — 15. 


58  PENSADOR    MEXICANO 

ran  cómo  se  hace  y  qué  cosa  es,  por  ejemplo,  el  sul- 
fato de  sosa,  y  lo  ordenan  como  específico  en  algu- 
nas enfermedades  en  (|ue  precisamente  es  pernicioso; 
que  ignoran  cuáles  son  y  cómo  las  partes  del  cuerpo 
humano,  la  virtud  ó  veneno  de  muchos  simples,  y  el 
modo  con  que  se  descomponen  ó  simplifican  muchas 
cosas. 

Sé  también  (|uc  no  puede  ser  buen  médico  el  que 
no  sea  hombre  de  bien,  quiero  decir,  el  (jue  no  esté 
penetrado  de  los  más  vivos  sentimientos  de  humanidad 
ó  de  amor  á  sus  semejantes;  ponjue  un  médico  que 
vaya  á  curar  únicamente  por  interés  del  peso  ó  la  peseta, 
y  no  con  amor  y  caridad  del  pobre  enfermo,  segura- 
mente éste  debe  tener  poca  confianza,  y  lo  cierto  es 
íjue  por  lo  común  así  sucede. 

Los  médicos  cuando  se  examinan  juran  asistir 
por  caridad ,  de  balde  y  con  eficacia  a  los  pobres; 
¿y  (jué  vemos?  Que  cuando  éstos  van  á  sus  casas  á 
consultarles  sobre  sus  enfermedades  sin  darles  nada, 
son  tratados  á  poco  más  ó  menos ;  pero  si  son  los 
enfermos  ricos  v  mandan  llamar  á  su  casa  á  los  mé- 
dicos,  entonces  éstos  van  á  visitarlos  con  prontitud, 
los  curan  con  cuidado,  y  á  veces  este  cuidado  suele 
ser  con  tal  atropellamiento  (si  no  hay  implicación  en 
estas  palabras),  que  con  el  mismo  matan  á  los  en- 
fermos. 


- 1 


OBRAS   ESCOGIDAS 


59 


A(juí  hizo  el  señor  cura  una  breve  pausa,  sacando 
la  caja  de  polvos,  y  luego  que  se  hubo  habilitado  las 
nances  de  rapé,  continuó  diciendo  lo  que  veréis  en  el 
capítulo  siguiente. 


n 


r 

T 


di  li>  inuicr  .'///  /a ti?// 
sJin  ocr  oite  jcti  n\  cCAHí^n 
*z)c   /o   iniMno  Oftc  ¿itñjcuA 


I 

-4 


CAPITULO  III 


En  el  que  nuestro  Perico  cuenta  cómo 

concluyó  el  cura  su  sermón;  la  mala  mano  que  tuvo 

en  una  peste  y  el  endiablado  modo  con  que  salió  del  pueblo, 

tratándose  en  dicho  capítulo,  por  vía  de  intermedio, 

algunas  materias  curiosas 


—  No  se  crea,  señores,  continuó  e! 
cura,  que  yo  trato  de  poner  á  los  módicos  en  mal.  La 
medicina  es  un  arte  celestial  de  que  Dios  proveyó  al 
hombre:  sus  dignos  profesores  son  acreedores  á  nues- 
tras honras  y  alabanzas;  pero  cuando  éstos  no  son  tales 
como  deben  ser,  los  vituperios  cargan  sobre  su  ineptitud 
y  su  interés,  no  sobre  la  utilidad  y  necesidad  de  la  me- 
dicina y  sus  sabios  profesores.  1^1  médico  docto,  aplicado 
y  caritativo  es  recomendable;  pero  el  necio,  el  venal  y 

PERIQUILLO   SARNIENTO. —  T.    11,   C.  —  16. 


62  PENSADOR    MEXICANO 

que  se  acogió  á  esta  facultad  para  buscar  la  vida,  por  no 
tener  fuerzas  para  dedicarse  al  mecapal,  es  un  hombre 
odioso  y  digno  de  reputarse  por  un  asesino  del  género 
humano  con  licencia,  aunque  involuntaria,  del  Proto- 
medicato. 

A  médicos  como  estos  desterraron  de  muchas  pro- 
vincias de  Roma  y  otras  partes,  como  si  fueran  pestes,  y 
en  efecto,  no  hay  en  un  pueblo  peste  peor  que  un  mal 
módico.  Mejor  sería  muchas  veces  dejar  al  enfermo  en 
las  sabias  manos  de  la  naturaleza  que  encomendarlo  á 
las  de  un  médico  tonto  é  interesable. 

— Pero  yo  no  soy  de  esos,  dije  yo  algo  avergonzado, 
porque  todos  me  miraban  y  se  sonrieron.  —  Ni  yo  lo 
digo  por  usted,  respondió  el  cura,  ni  por  Sancho,  Pedro 
ni  Martín;  mi  crítica  no  determina  persona,  ni  jamás 
acostumbro  tirar  á  ventana  señalada.  Hablo  en  común  y 
sólo  contra  los  malos  médicos,  empíricos  y  charlatanes, 
que  abusan  de  un  arte  tan  precioso  y  necesario  de  que 
nos  proveyó  el  Autor  de  la  naturaleza  para  el  socorro  de 
nuestras  dolencias.  Si  usted  ó  alguno  otro  (jue  oiga 
hablar  de  esta  manera  se  persuade  á  que  se  dice  por  él, 
será  señal  de  (|ue  su  conciencia  lo  acusa,  y  [entonces, 
amigo,  al  que  le  venga  el  saco  que  se  lo  ponga  en  hora 
buena.  Bien  es  verdad  que  eso  mismo  que  usted  dice,  de 
que  no  es  de  esos,  lo  dicen  todos  los  chambones  de  todas 
las  facultades,  y  no  por  eso  dejan  de  serlo. 


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OBRAS   ESCOGIDAS  63 

—  Pues,  no  señor,  le  interrumpí,  yo  no  soy  de  esos; 
yo  só  mi  obligación  y  estoy  examinado  y  aprobado  nemi- 
ne  discrepante,  con  todos  los  votos,   por  el  real  Proto- 
medicato   de  México;    no   ignoro   que   las   partes   de  la 
medicina  son:  Fisiología,  Patología,  Semeiótica  y  Tera- 
péutica; sé  la  estructura  del  cuerpo  humano;  cuáles  se 
llaman  fluidos,  cuáles  sólidos;  sé  lo  que  son  huesos  y 
cartílagos;  cuál  es  el  cráneo,  y  que  se  compone  de  ocho 
partes;  sé  cuál  es  el  hueso  occipital,  la  duramáter  y  el 
frontis;  sé  el  número  de  las  costillas,  cuál  es  el  esternón, 
los  omoplatos;  el  cócix,  las  tibias;  sé  qué  cosa  son  los 
intestinos,  las  venas,  los  nervios,  los  músculos,  las  arte- 
rias, el  tejido  celular  y  el  epidermis;  sé  cuántos  y  cuáles 
son  los  humores  del  hombre,  como  la  sangre,  la  bilis,  la 
llema,  el  chilo  y  el  gástrico;  sé  lo  que  es  la  linfa  y  los 
espíritus  animales  y  cómo  obran  en  el  cuerpo  sano  y 
cómo  en  el  enfermo;  conozco  las  enfermedades  con  sus 
propios  y  legítimos  nombres  griegos,   como  la  ascitis, 
la  anasarca.  la  hidrofobia,  el  saratán,  la  pleuresía,  el 
mal  venéreo,  la  clorosis,  la  caquexia,  la  podagra,  el  para- 
frenitis,  el  priapismo,  el  paroxismo,  y  otras  mil  enferme- 
dades que  el  necio  vulgo  llama  hidropesía,  rabia,  gálico, 
dolor  de  costado,  gota  y  demás  simplezas  que  acostum- 
bra;   conozco   la   virtud   de  los  remedios   sin   necesitar 
saber  cómo  los  hacen  los  boticarios  y  los  químicos;   los 
simples   de   que   se   componen  y  el  modo  cómo  obran 


64  PENSADOR   MEXICANO 

en  el  cuerpo  humano,  y  así  só  los  que  son  febrífugos, 
astringentes,  antiespasm(')d¡cos,  aromáticos,  diuréticos, 
errinos,  narcóticos,  pectorales,  purgantes,  diaforéticos, 
vulnerarios,  antivenéreos,  emotoicos,  estimulantes,  ver- 
mífugos, laxantes,  cáusticos  y  anticólicos;  sé...  —  Ya 
está,  señor  doctor,  decía  el  cura  muy  apurado,  ya  está, 
por  amor  de  Dios,  que  eso  es  mucho  saber,  y  yo  maldito 
lo  que  entiendo  de  cuanto  ha  dicho.  Me  parece  ((ue  he 
estado  oyendo  hablar  á  Hipócrates  en  su  idioma;  pero  lo 
cierto  es  (jue  con  tanto  saber  despachó  en  cuatro  días 
á  la  pobre  vieja  hidrópica  tía  Petronila,  que  algunos  años 
hace  vivía  con  su  ¡mj!  jaij!  antes  que  usted  viniera,  y 
después  que  usted  vino  le  aligeró  el  paso  á  fuerza  de 
purgantes  muchos,  muy  acres,  y  en  excesivas  dosis,  lo 
que  me  pareció  una  herejía  médica,  pues  la  debilidad 
en  un  viejo  es  cabalmente  un  contraindicante  de  pur- 
gas y  sangrías.  Motivo  fué  éste  para  que  el  otro  pobre 
gotoso  ó  reumático  no  quisiera  (jue  usted  acabara  de 
matarlo. 

Con  tanto  saber,  amigo,  usted  me  va  despoblando  la 
feligresía  sin  sentir,  pues  desde  que  está  aquí  he  adver- 
tido que  las  cuentas  de  mi  parroíjuia  han  subido  un  cin- 
cuenta por  ciento:  y  aunque  otro  cura  más  interesable 
que  yo  daría  á  usted  las  gracias  por  la  multitud  de 
muertos  que  despacha,  yo  no,  amigo;  porque  amo 
mucho  á  mis  feligreses,   y  conozco  que  á  dura  tiempo, 


OBRAS   ESCOGIDAS  65 

usted  me  quita  de  cura,  pues  acabada  (jue  sea  la  gente 
del  pueblo  y  sus  visitas  yo  seré  cura  de  casas  vacías  y 
campos  incultos.  Coníjue  vea  usted  cuánto  sabe,  pues 
aun  resultándome  interés,  me  pesa  de  su  saber. 

Riéronse  todos  á  carcajadas  con  la  ironía  del  cura, 
y  yo,  incómodo  de  esto,  le  dije  ardiéndome  las  orejas: 
—  Señor  cura,  para  hablar  es  menester  pensar  y  tener 
instrucci<'»n  en  lo  que  se  habla.  Los  casos  que  usted  me 
ha  recordado  por  burla  son  comunes:  á  cada  paso  acaece 
que  el  más  ruin  enfermo  se  le  muere  al  mejor  médico. 
¿Pues  (|ué,  piensa  usted  (|ue  los  médicos  son  dioses  que 
han  de  llevar  la  vida  á  los  enlermosf  Ovidio  en  el  libro 
primero  del  Ponto  dice:  «que  no  siempre  está  en  las 
manos  del  médico  (|ue  el  enfermo  sane,  y  que  muchas 
veces  el  mal  vence  á  la  medicina. >> 

Non  est  in  medico  semper  relevetur  ut  cBger; 
Interdíim  docta  plus  valet  arte  malum. 

\      ■ 

%  El    mismo  dice  que   «hav  enfermedades  incurables 

I 

'^       <1UG  no  sanarán  si  el  propio  Esculapio  les  aplica  la  medi- 

•ir       ciña,»    y    harán    resistencia   á    las   aguas  termales  más 

;       específicas,  tales  como  aquí  las  aguas  del  Peñón  ó  Atoto- 

nilco,  y  una  de  estas  enfermedades  es  la  epilepsia.  Oigan 

I       ustedes  sus  palabras: 

Afferat  ipse  liclt  sacras  Epidaurius  herbas, 
Sanavit  nulla  vulnera  cordis  ope. 

t     .  PERIQUILLO   SARNIENTO. —  T.   II,   C  — 17. 

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66  PENSADOR    MEXICANO 

En  vista  de  esto,  admírese  usted,  señor  cura,  de  que 
se  me  mueran  algunos  enfermos,  cuando  á  los  mejores 
médicos  se  les  mueren.  No  Faltaba  más  sino  que  los 
hombres  quisieran  ser  inmortales  sólo  con  llamar  al 
médico. 

Que  el  viejo  gotoso  no  quisiera  continuar  conmigo, 
nada  prueba  sino  que  conoció  que  su  enfermedad  es 
incurable,  pues,  como  dijo  Ovidio,  loco  cilato ,  la  gota 
no  la  cura  la  medicina, 

Tullere  nodosam  nescit  medicina  podagram. 

— Yo  soy  el  loco,  dijo  el  cura,  y  el  majadero,  y  el 
mentecato  en  (juerer  conferenciar  con  usted  de  estas 
cosas.  .'M 

—  Usted  dice  muy  bien,  señor  licenciado,  dije  yo. 
si  lo  dice  con  sinceridad.  En  efecto,  no  hay  mayor  locura 
que  disputar  sobre  lo  que  no  se  entiende.  Quod  medico- 
rum  esl  promiíiini  inedu'i,  íractfnií  fffhrdia  /abri,  decía 
Horacio  en  la  epístola  I,  del  libro  I.  Señor  cura,  dispute 
cada  uno  de  lo  que  sepa,  hable  de  su  profesión  y  no  se 
meta  en  lo  que  no  entiende,  acordándose  de  (jue  el  teó- 
logo hablará  bien  de  teología,  el  canonista  de  cánones,  el 
médico  de  medicina,  los  artesanos  de  lo  tocante  á  su 
oficio,  el  piloto  de  los  vientos,  el  labrador  de  los  bueyes, 
y  así  todos. 

Navita  de  ventis,  de  bobus  narret  arator. 


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OBRAS   ESCOGIDAS  67 

Se  acabó  de  incomodar  el  cura  con  esta  impolítica 
reprensión,  y  parándose  del  asiento,  alzándose  el  birrete 
y  dando  una  palmada  en  la  mesa,  me  dijo:  —  Poco  á 
poco,  señor  doctor,  ó  señor  charlatán;  advierta  usted  con 
quién  habla,  en  qué  parte,  cómo  y  delante  de  qué  perso- 
nas. ¿Ha  pensado  usted  que  soy  algún  (opile,  6  algún 
barbaján  para  que  se  altere  conmigo  de  ese  modo,  y 
quiera  regañarme  como  á  un  muchacho?  ¿O  cree  usted 
que  poHjue  lo  he  llevado  con  prudencia  me  falta  razón 
para  tratarlo  como  quien  es,  esto  es,  como  á  un  loco, 
vano,  pedante  y  sin  educación?  Sí,  señor,  no  pasa  usted 
de  ahí  ni  pasará  en  el  concepto  de  los  juiciosos,  por  más 
latines  y  más  despropósitos  que  diga... 

El  subdelegado  y  todos,  cuando  vieron  al  cura  enoja- 
do, trataron  de  serenarlo,  y  yo,  no  teniéndolas  todas  con- 
migo, porque  á  las  voces  salieron  todos  los  indios  que  ya 
habían  acabado  do  comer,  lo  dije  muy  fruncido: — Señor 
cura,  usted  dispense,  que  si  erré  fué  por  inadvertencia  y 
no  por  impolítica,  pues  debía  saber  que  ustedes,  los  se- 
ñores curas  y  sacerdotes,  siempre  tienen  razón  en  lo  que 
dicen  y  no  se  les  puede  disputar;  y  así  lo  mejor  es  callar 
y  «no  ponerse  con  Sansón  á  las  patadas.»  Nc  eontendas 
cuní  potentioribus,  dijo  quien  siempre  ha  hablado  y 
hablará  verdad. 

— Vean  ustedes,  decía  el  cura;  sí  yo  no  estuviera 
satisfecho   de   que   el  señor  doctor  habla  sin  reflexión 


r 


68  PENSADOR    MEXICANO 


lo  primero  (juc  so  le  viene  .'i  la  boca,  esta  era  mano 
de  irritarse  más;  pues  lo  que  da  á  entender  es  que  los 
sacerdotes  y  curas  á  título  de  tales,  se  quieren  siempre 
salii'  con  cuanto  hay,  lo  que  ciertamente  es  un  agravio 
no  sólo  á  mí,  sino  á  todo  el  respetable  clero;  pero  repito 
quL'  estoy  convencido  de  su  modo  de  producir,  y  así  es 
preciso  disculparlo  y  desengañarlo  de  camino.  —  Y  vol- 
vií'ndose  á  mí.  me  dijo:  —  Amigo,  no  niego  que  hay  algu- 
nos eclesiásticos  que  á  título  de  tales  quieren  salirse  con 
cuanto  hay,  como  usted  ha  dicho;  pero  es  menester  con- 
siderar (jue  éstos  no  son  todos,  sino  uno  ú  otro  impru- 
dente que  en  esto  ó  en  cosas  peores  manifiestan  su  poco 
talento,  y  acaso  vilipendian  su  carácter;  mas  este  caso, 
fuera  de  que  no  es  extraño,  pues  en  cualquiera  cor- 
poración, por  pequeña  y  lucida  que  sea,  no  l'alta  un 
díscolo,  no  debe  servir  de  regla  para  hablar  atroj)L'llada- 
mente  de  todo  el  cuerpo. 

Que   hay   algunos  individuos   en    el    mío   como  los  | 

que  usted  dice,  he  confesado  que  es  verdad,  y  añado  que  f 

■í 

si  sostienen  ó  pretenden  sostener  un  error  conociéndolo,  I 

sólo  porque  son  padres,  hacen  mal,  y  si  ultrajan  á  algún  ^ 

i' 

secular,  no  por  un  acto  primo  ni  acalorados  por  alguna  | 

grosería  que  se  use  con  ellos,  sino  sólo  engreídos  en  (jue 
el  secular  es  cristiano  y  ha  de  respetar  su  carácter  á  lo 
último,  hacen  muy  mal  y  son  muy  reprensibles,  pues 
deben   retlexionar  que  el  carácter  no  los  excusa   de   la 


OBRAS    ESCOGIDAS 


69 


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observancia  de  las  leyes  que  el  orden  social  prescribe  á 

todos. 

Usted  y  los  señores  que  me  oyen  conocerán  por 
esto  que  yo  no  me  atengo  á  mi  estado  para  faltar  al 
respeto  á  ninguna  persona,  como  bien  lo  saben  los  que 
me  han  tratado  y  me  conocen.  Si  me  he  excedido  en 
algo  con  usted  dispénseme,  pues  lo  que  dije  fué  pro- 
vocado por  su  inadvertida  reprensión,  y  reprensión  que 
no  cae  sobre  yerro  alguno;  porque  yo,  cuando  hablo 
alguna  cosa,  procuro  que  me  quede  retaguardia  para 
probar  lo  que  digo;  y  si  no,  manos  á  la  obra.  Entre 
varias  cosas  dije  á  usted,  me  acuerdo,  que  hablaba  cosas 
que  no  entendía  lo  (jue  eran  (esto  se  llama  pedantismo). 
F.s  mi  gusto  (jue  me  haga  usted  (juedar  mal  delante  de 
estos  señores,  haciéndome  favor  de  explicarnos  qué  parte 
de  la  medicina  es  la  somevUica;  cuál  es  el  humor  (jásirico 
ó  el  ¡Kincrcático:  qué  enfermedad  es  el  pn'ajji'snio:  cuáles 
son  las  ff lamíalas  del  mcseníerio:  qué  especies  hay  de 
rci'alalfjias,  y  qué  clase  de  remedios  son  los  emotoicos: 
pero  con  la  advertencia  de  que  yo  lo  sé  bien,  y  entre 
mis  libros  tengo  autores  (|ue  lo  explican  bellamente,  y 
puedo  enseñárselos  á  estos  señores  en  un  minuto;  y  así 
usted  no  se  exponga  á  decir  una  cosa  por  otra,  fiado  en 
que  no  lo  entiendo,  pues  aunque  no  soy  médico,  he  sido 
muy  curioso  y  me  ha  gustado  leer  de  todo;  en  una  pala- 
bra, he  sido  aprendiz  de  todo  y  oficial  de  nada.    Conque 

PERIQUILLO  SARNIENTO. —T.   n,   C  — 18. 


■*T^sáBS^st 


msí-b 


70  PENSADOR   MEXICANO 

así,  vamos  á  ver:  si  me  responde  usted  con  tino  á  lo  que 
le  pregunto,  le  doy  esta  onza  de  oro  para  polvos;  y  si  no, 
me  contentaré  con  que  usted  confiese  que  no  soy  de 
los  clérigos  que  sostengo  una  disputa  por  clérigo,  sino 
porque  sé  lo  que  hablo  y  lo  que  disputo. 

La  sangre  se  me  bajó  á  los  talones  con  la  proposi- 
ción del  cura,  ponjue  yo  maldito  lo  que  entendía  de 
cuanto  había  dicho,  pues  solamente  aprendí  esos  nom- 
bres bárbaros  en  casa  de  mi  maestro,  fiado  en  que  con 
saberlos  de  memoria  y  decirlos  con  garbo,  tenía  cuanto 
había  menester  para  ser  mrdico,  ó  á  lo  menos  para  pare- 
cerlo;  y  así  no  tuve  mns  escape  que  decirle:  —  Señor 
cura,  usted  me  dispense;  pero  yo  no  trato  de  sujetarme 
á  semejante  examen;  ya  el  Protomedicato  me  examinó 
y  me  aprob<'),  como  consta  de  mis  certificaciones  y  docu  - 
mentes. 

—  Está  muy  bien,  dijo  el  cura;  sólo  con  que  usted 
se  niegue  á  una  cosa  tan  fácil  me  doy  por  satisfecho; 
pero  yo  también  protesto  no  sujetarme  á  los  médicos 
inhábiles  ó  que  siquiera  me  lo  parezcan.  Sí,  señor;  yo 
seré  mi  médico,  como  lo  he  sido  hasta  aquí;  á  lo  menos 
tendré  menos  embarazos  para  perdonarme  las  erradas;  y 
en  aquella  parte  de  la  medicina  que  trata  de  conservar 
la  salud  y  los  facultativos  llaman  higiene,  me  con- 
tentaré con  observar  las  reglas  que  la  Escuela  Saler- 
nitana  prescribió  á  un  rey  de  la  Gran  Bretaña,  á  saber: 


OBRAS  ESCOGIDAS  71 

poco  vino,  cena  poca,  ejercicio,  ningún  sueño  meri- 
diano, ó  lo  que  llamamos  siesta,  vientre  libre,  fuga  de 
cuidados  y  pesadumbres,  menos  cóleras;  á  lo  que  yo 
añado  algunos  baños  y  medicinas  las  más  simples, 
^  cuando  son  precisas,  y  cáteme  usted  sano  y  gordo  como 
me  ve:  porque  no  hay  remedio,  amigo,  yo  fuera  el  pri- 
mero que  me  entregara  á  discreción  de  cualquier  médico, 
si  todos  los  médicos  fueran  como  debían  ser;  pero  por 
desgracia  apenas  se  puede  distinguir  el  buen  médico  del 
necio  empírico  y  del  curandero  charlatán. 

Todas  las  ciencias  abundan  en  charlatanes;  pero 
más  que  ninguna  la  medicina.  Un  lego  no  se  atreverá 
á  predicar  en  un  pulpito,  á  resolver  un  caso  de  con- 
ciencia en  un  confesonario,  á  defender  un  pleito  en  una 
audiencia;  pero  ¡qué  digol  ¿Quién  se  atreverá  sin  ser 
sastre  á  cortar  una  casaca,  ni  sin  ser  zapatero  á  trazar 
unos  zapatos?  Nadie  seguramente;  pero  para  ordenar 
un  medicamento  ¿quién  se  detiene?  Nadie  tampoco.  . 
El  teólogo,  el  canonista,  el  legista,  el  astrónomo,  el 
sastre,  el  zapatero  y  todos  somos  médicos  la  vez  que 
nos  toca.  Sí,  amigo;  todos  mandamos  nuestros  remedios 
á  Dios  te  la  depare  buena,  sin  saber  lo  que  mandamos, 
sólo  porque  los  hemos  visto  mandar,  ó  porque  nos  hemos 
aliviado  con  ellos,  sin  advertir  cuánto  dista  la  naturaleza 
de  unos  á  la  de  otros;  sin  saber  los  contraindicantes, 
y  sin  conocer  que  el  remedio  que  lo  fué  para  Juan,  es 


72  PENSADOR    MEXICANO 

veneno  para  Pedro.  Supongamos:  en  algunos  géneros 
de  apoplejías  es  necesaria  y  provechosa  la  sangría;  pero 
en  otros  no  se  puede  aplicar  sin  riesgo,  verbigracia,  en 
una  apoplética  embarazada,  pues  es  casi  necesario  el 
aborto. 

El  que  no  es  médico  no  percibe  estos  inconvenien- 
tes; obra  atolondrado  y  mata  con  buena  intención.  No  en 
balde  las  leyes  de  Indias  prohiben  con  tanto  empeño  el 
ejercicio  del  empirismo.  Lea  usted,  si  gusta,  las  4  y  5 
del  libro  5  título  6  de  la  Recopilación,  que  también 
hablan  de  lo  mismo;  y  aun  médicos  sabios,  tales  como 
Mr.  Ti.ssot  en  su  A  riso  (ti  pueblo,  declaman  altamente 
contra  los  charlatanes. 

Yo  deseara  que  a(juí  se  observara  el  método  que  se  >. 

observa  en   muchas  provincias  del  Asia  con  los  médicos,  | 

I 
y  es,  que  éstos  han  de  visitar  á  los  enfermos,  han  de  ^ 

hacer  y  costear  las  medicinas  y  las  han  de  aplicar.    Si  ^ 

éste  sana,  le  pagan  al  médico  su  trabajo,  según  el  ajuste;  ■; 

pero  si  se  muere,  se  va  el  médico  á  buscar  perros  que  | 

espulgar. 

Esta  bella  providencia  produce  los  buenos  electos 
que  le  son  consiguientes,  como  es  que  los  médicos  se 
apliquen  y  estudien,  y  que  sean  á  un  tiempo  médicos, 
cirujanos,  químicos,  botánicos  y  enfermeros. 

Y  no  me  arrugue  usted  las  cejas,  me  decía  el  cura 
sonriéndose;  algo  ha  habido  en  nuestra  España  que  se 


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OBRAS    ESCOGIDAS  73 

parezca  á  esto.  En  el  título  de  los  físicos  y  los  enfermos, 
entre  las  leyes  del  Fuero  Juzgo,  se  lee  una  en  el  libro  II, 
que  dice:  que  el  físico,  esto  es,  el  médico,  capitule  con 
los  enfermos  lo  que  le  han  de  dar  por  la  cura,  y  que  si 
los  cura  le  paguen,  y  si  en  vez  de  curar  los  empeora  con 
sangrías  (se  debe  entender  que  con  otro  cualquier  error), 
que  él  pague  los  daños  que  causó.  Y  si  se  muere  el  en- 
fermo, siendo  libre,  quede  el  médico  á  discreción  de  los 
herederos  del  difunto;  v  si  éste  era  esclavo,  le  dé  á  su 
señor  otro  de  igual  valor  que  el  muerto. 

Yo  conozco  que  esta  ley  tiene  algo  de  violenta, 
porque  ¿quién  puede  probar  en  regla  el  error  de  un  mé- 
dico, sino  otro  médico?  ¿Y  qué  médico  no  haría  por  su 
compañero?  Fuera  de  que,  el  hombre  alguna  vez  ha  de- 
morir,  y  en  este  caso  no  era  difícil  que  se  le  imputara 
al  médico  el  efecto  preciso  do  la  naturaleza,  y  más  si  el 
enfermo  era  esclavo,  pues  su  amo  querría  resarcirse  de 
la  pérdida  á  costa  del  pobre  médico;  mas  estas  leyes 
no  están  en  uso,  y  sí  me  parece  que  lo  está  la  práctica  de 
los  asiáticos  que  me  gusta  demasiado. 

Ya  el  subdelegado  y  toda  la  comitiva  estaban  incó- 
modos con  tanta  conversación  del  cura,  y  así  procuraron 
cortarla  poniendo  un  monte  de  dos  mil  pesos,  en  el  que 
(para  no  cansar  á  ustedes)  se  me  arrancó  lo  que  había 
achocado,  quedándome  á  un  pan  pedir.  ' 

A  la  noche  estuvieron  el  baile  y  el  refresco  lucidos 

PERIQUILLO   SARNIENTO,— T.    II,   C  — 19. 


74 


PENSADOR    MEXICANO 


y  espléndidos,  según  lo  permitía  el  lugar.  Yo  perma- 
necí allí  más  de  fuerza  que  de  gana,  después  que  se  me 
aclaró,  y  á  las  dos  de  la  mañana  me  luí  á  casa,  en 
la  que  regañé  á  la  cocinera  y  le  di  de  pescozones  á  mi 
mozo,  imitando  en  esto  á  muchos  amos  necios  é  im- 
prudentes que  cuando  tienen  una  cólera  ó  una  pesa- 
dumbre en  la  calle  la  van  á  desquitar  á  sus  casas  con 
los  pobres  criados,  y  quizá  con  las  mujeres  y  con  las 
hijas. 

Así  así.  y  entre  mal  y  bien,  la  continué  pasando 
algunos  meses  más,  y  una  ocasión  que  me  llamaron  á 
visitar  á  una  vieja  rica,  mujer  de  un  hacendero,  que 
estaba  enferma  de  fiebre,  encontré  aUí  al  cura,  á  quien 
temía  como  al  diablo;  pero  yo,  sin  olvidar  mi  charlata- 
nería, dije  que  aquello  no  era  cosa  de  cuidado,  y  que  no 
estaba  en  necesidad  de  disponerse;  mas  el  cura,  que  ya 
la  había  visto  y  era  más  médico  que  yo,  me  dijo: — Vea 
usted,  la  enferma  es  vieja;  padece  la  fiebre  ya  hace  cinco 
días;  está  muy  gruesa  y  á  veces  soporosa;  ya  delira  de 
cuando  en  cuando;  tiene  manchas  amoratadas,  que  uste- 
des llaman  ¡jctcfjnias:  parece  que  es  una  fiebre  pútrida  ó 
mahgna;  no  hemos  de  esperar  á  que  cace  moscas  ó  esté 
m  agonc,  agonizando,  para  sacramentarla.  A  más  de 
que,  amigo,  ¿cómo  podrá  el  médico  descuidarse  en  este 
punto  tan  principal,  ni  hacer  confiar  al  enfermo  en  una 
esperanza  fugaz  y  en  una  seguridad  de  que  el   mismo 


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OBRAS   ESCOGIDAS  75 


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í  médico  carece?   Sépase  usted  que  el  Concilio  de  París 

del  año  de  1429,  ordena  á  los  médicos  que  exhorten  á 
los  enfermos  que  están  de   peligro   á  que  se  confiesen 
antes  de  darles  los  remedios  corporales,  y  negarles  su 
I         asistencia  si  no  se  sujetan  á  su  consejo.    El  de  Tortosa 
I         del  mismo  año  prohibe  á  los  médicos  hacer  tres  visitas 
J  seguidas  á  los  enfermos  que    no   se   hayan   confesado. 

El  Concilio  II  de  Letrán  de  1215,  en  el  canon  24,  dice: 
que  cuando  sean  llamados  los  médicos  para  los  en- 
fermos, deben  aquéllos,  ciníe  todas  cosas,  advertirles  se 
provean  de  médicos  espirituales,  para  que  habiendo 
tomado  las  precauciones  necesarias  para  la  salud  de 
su  alma  les  sean  más  provechosos  los  remedios  en  la 
curación  de  su  cuerpo. 

Esto,  amigo,  me  decía  el  cura,  dice  la  Iglesia  por 
sus  santos  concilios.  Conque  vea  usted  qué  se  puede 
perder  en  que  se  confiese  y  sacramente  nuestra  enferma, 
y  más  hallándose  en  el  estado  en  que  se  halla. 

Azorado  con  tantas  noticias  del  cura,  le  dije:  — 
Señor,  usted  dice  muy  bien,  que  se  haga  todo  lo  que 
usted  mande. 

En  efecto,  el  sabio  párroco  aprovechó  los  preciosos 
instantes,  la  confesó  y  sacramentó,  y  luego  yo  entré  con 
mi  oficio  y  le  mandé  cáusticos,  friegas,  sinapismos,  refri- 
gerantes y  matantes,  porque  á  los  dos  días  ya  estaba  con 
Jesucristo. 


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76  PENSADOR    MEXICANO 

Sin  embargo,  esta  muerte,  como  las  demás,  se  atri- 
buyó á  que  era  mortal,  que  estaba  de  Dios,  á  la  raya,  á 
que  le  llegó  su  hora  y  á  otras  mentecaterías  semejantes, 
pues  ni  está  de  Dios  (|ue  el  médico  sea  atronado,  ni  es 
decreto  absoluto,  como  dicen  los  teólogos,  que  el  enfermo 
muera  cuando  su  naturaleza  puede  resistir  al  mal  con 
el  auxilio  de  los  remedios  oportunos;  pero  yo  entonces 
ni  sabía  estas  teologías  ni  me  tenía  cuenta  saberlas. 
Después  he  sabido  que  si  le  hubiera  ministrado  á  la 
enferma  muchas  lavativas  emolientes  y  hubiera  cuidado 
de  su  dieta  y  su  libre  transpiraci(')n,  acaso  ó  probable- 
mente no  se  hubiera  muerto;  pero  entonces  no  estu- 
diaba nada,  observaba  menos  la  naturaleza  v  sólo  tiraba 
á  estirar  el  peso,  el  tostón  ó  la  peseta,  según  caía  el  peni- 
tente. 

Así  pasé  otros  pocos  meses  más  (que  por  todos 
sería  quince  ó  diez  y  seis  los  que  estuve  en  Tula)  hasta 
que  acaeció  en  aquel  pueblo,  por  mal  de  mis  pecados, 
una  peste  del  diablo,  que  jamás  supe  comprender;  por- 
que les  acometía  á  los  enfermos  una  fiebre  repentina, 
acompañada  de  basca  y  delirio,  y  en  cuatro  ó  cinco  días 
tronaban. 

Yo  leía  el  Tissot,  á  madama  Fouquet,  á  Gregorio 
López,  al  Duchan,  el  Vanegas  y  cuantos  compendistas 
tenía  á  la  mano;  pero  nada  me  valía,  los  enfermos 
morían  á  millaradas. 


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I  OBRAS   ESCOGIDAS  77 

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;  í  Por  fin.  y  para  colmo  de  mis  desgracias,  según  el 

sistema  del  doctor  Purgante,  di  en  hacer  evacuar  á 
los  enfermos  el  humor  pecante,  y  para  esto  me  valí  de 
los  purgantes  mas  feroces,  y  viendo  que  con  ellos 
sólo  morían  los  pobres  extenuados,  quise  matarlos  con 
cólicos  (jue  llaman  //¡iscre/'es,  6  de  una  vez  envene- 
nados. 

Para  esto  les  daba  más  que  regulares  dosis  de  tárta- 
i'o  emético,  hasta  en  cantidad  de  doce  granos,  con  lo 
que  espiraban  los  enfermos  con  terribles  ansias. 

Por  mis  pecados,  me  tocó  hacer  esta  suerte  con  la 
señora  gobernadora  de  los  indios.  Le  di  el  tártaro, 
espiró,  \  á  otro  día  que  iba  yo  á  ver  c<')mo  se  sentía, 
halle'  la  casa  inundada  de  indios,  indias  ó  inditos,  que 
todos  lloraban  á  la  par. 

Fui  entrando  tan  tonto  como  sinvergüenza.  Es  de 
advertir  que  por  obra  de  Dios  iba  en  mi  muía;  pues,  no 
en  la  mía,  sino  en  la  del  doctor  Purgante;  pero  ello  es 
que  apenas  me  vieron  los  dolientes  cuando,  comenzando 
por  un  murmullo  de  voces,  se  levantó  contra  mí  tan 
lurioso  torbellino  de  gritos,  llamándome  ladrón  y  mata- 
dor, que  ya  no  me  la  podía  acabar,  y  más  cuando  el 
pueblo  todo,  (jue  allí  estaba  junto,  rompiendo  los  diques 
de  la  moderación  y  dejándose  de  lágrimas  y  vituperios, 
comenzó  á  levantar  piedras  y  á  disparármelas  infinita- 
mente y  con  gran  tino  y  vocería,  dicióndome  en  su  len- 

PERIQUILLO   SARNIENTO.— T.    II,   C  — 20. 


78  PENSADOR   MEXICANO 

gua:  —  ¡Maldito  seas,  medico  del  diablo,  que  llevas  trazas 
de  acabar  con  todo  el  pueblo! 

Yo  entonces  apretó  los  talones  á  la  macha  y  corrí  lo 
mejor  que  pude,  armado  de  peluca  y  de  golilla,  que 
nunca  me  (altaban,  por  hacerme  respetable  en  todas  oca- 
siones. 

Los  malvados  indios  no  se  olvidaron  de  mi  casa,  á  ; 
la  (jue  no  le  valió  el  sagrado  de  estar  junto  á  la  del  cura, 
pues  después  de  (|ue  aporrearon  á  la  cocinera  y  á  mi 
mozo,  tratándolos  de  solapadores  de  mis  asesinatos,  la 
maltrataron  toda,  haciendo  pedazos  mis  pocos  muebles  y 
tirando  mis  libros  y  mis  botes  por  el  balcón. 

El  alboroto  del  pueblo  fué  tan  grande  \  temible,  (jue 
el  subdcílegado  se  fué  á  refugiar  á  las  casas  cúrales, 
desde  donde  veía  la  h'asca  con  el  cura  en  el  balcón,  y  el 
párroco  le  decía:  —  No  tenga  usted  miedo,  todo  el  encono 
es  conti'a  el  médico.  Si  estas  honras  se  hicieran  con  más 
írecuencia  á  t(^dos  los  charlatanes,  no  habría  tantos  ma-  ' 
tásanos  en  el  mundo. 

Este  fué  el  fin  glorioso  que  tuvieron  mis  aventuras  .: 
de  médico.  Corrí  como  una  liebre,  y  con  tanta  carrera  y  ¿ 
el  mal  pasaje  que  tuvo  la  muía,  en  el  pueblo  de  Tlalne-       •  j 

pantla  se  me  cayó  muerta  á  los  dos  días.    Era  fuerza  que       :j. 

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lo  mal  habido  tuviera  un  fin  siniestro.  .  3 


Finalmente,  yo  vendí  allí  la  silla  y  la  gualdrapa  en       |; 
lo  primero  que  me  dieron;  tiré  la  peluca  y  la  golilla  en 


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Yo  entonces  apreté  los  talones  á  la  macha  y  corrí  lo  mejor  que  pude 


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OBRAS    ESCOGIDAS 


79 


una  zanja  para  no  parecer  tan  ridículo;  y  á  pie  \  andan- 
do con  mi  capa  al  hombro  y  un  palo  en  la  mano,  llegué 
á  México,  donde  me  pasó  lo  que  leeréis  en  el  capítulo  IV 
de  esta  verdadera  O  imponderable  historia. 


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CAPITULO  IV 


En  el  que  se  cuenta 

la  espantosa  aventura  del  locero  y  la 

historia  del  trapiento 


Ninguna  fantasma  ni  espectro  espanta  al 
hombre  más  cierta  y  constantemente  (jue  la  conciencia 
criminal.  En  todas  partes  lo  acosa  y  amedrenta,  y  siem- 
pre á  proporción  de  la  gravedad  del  delito,  por  oculto  que 
éste  se  halle.  De  suerte  que,  aunque  nadie  persiga  al 
delincuente  y  tenga  la  fortuna  de  que  no  se  haya  revelado 
su  iniquidad,  no  importa;  él  se  halla  lleno  de  susto  y 
desasosegado  en  todas  partes.  Cualquiera  casualidad,  un 
ligero  ruido,  la  misma  sombra  de  su  cuerpo,  agita  su 

PERIQUILLO  SARNIENTO. —  T.    II,   C  — 21. 


82  PENSADOR    MEXICANO 

espíritu,  hace  estremecer  su  corazón  y  le  persuade  que 
ha  caído  ó  está  ya  para  caer  en  manos  de  la  justicia  ven- 
gadora. El  desgraciado  no  vive  sin  fatiga,  no  come  sin 
amargura,  no  pasea  sin  recelo  y  hasta  su  mismo  sueño  es 
interrumpido  del  susto  y  del  sobresalto.  Tal  era  mi  esta- 
do interior  cuando  entré  en  esta  capital.  A  cada  paso  me 
parecía  que  me  daban  una  paliza  ó  que  me  conducían  á 
la  cárcel.  Cualquiera  (jue  encontraba  vestido  de  negro 
me  parecía  que  era  Chanfaina;  cúahjuiera  vieja  me  asus- 
taba, figurándome  en  ella  á  la  mujer  del  barbero;  cual- 
(|uicr  botica,  cualquier  médico...  ¡qué  digo!  hasta  las 
muías  me  llenaban  de  pavor,  pues  todo  me  recordaba 
•  mis  maldades. 

Algunas  veces  se  me  paseaba  por  la  imaginación  la 
tranquilidad  interior  (juc  disfruta  el  hombre  de  buena 
conciencia,  y  me  acordaba  de  aquello  de  Horacio  cuando 
dice  á  Fusco  Aristio:  ^ 

El  hombre  de  buen  vivir 
Y  ati'jel  que  á  ninguno  daña, 
No  lia  menester  el  escudo 
Ni  flechas  emponzoñadas. 
Por  cualesquiera  peligros 
Pasa  y  no  se  sobresalta, 
Seguro  en  que  su  defensa 
Es  una  conciencia  sana. 

Pero  estas  serias  reflexiones  sólo  se  quedaban  ón 

•     No  es  traducción  literal,  sino  alusión  á  la  oda  22  de  Horacio,  que  comienza:  Iixte- 
ger  eiíce  scelerisque  puras,  etc. 


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OBRAS    ESCOGIDAS  83 

paseos  y  no  se  radicaban  en  mi  corazón;  con  esto  las 
desechaba  de  mi  imaginación  como  malos  pensamientos 
I  sin  aprovecharme  de  ellas,  y  sólo  trataba  de  escaparme 

de  mis  agraviados,  por  cuya  razón  lo  primero  que  hice 
fué  procurar  salir  de  la  capa  de  golilla,  así  por  quitarme 
de  aquel  mueble  ridículo,  como  por  no  tener  conmigo  un 
innegable  testigo  de  mi  infidelidad.  Para  esto,  luego  que 
llegué  á  México  y  en  la  misma  tarde,  fui  á  venderla  al 
Baratillo  que  llaman  del  piojo,  porque  en  él  trata  la 
gente  más  pobre  y  allí  se  venden  las  piezas  más  sucias, 
asíjuerosas,  despreciables  y  aun  las  robadas. 

Doblé,  pues,  la  tal  capa  en  un  zaguán,  y  con  sólo 
sombrero  y  vestido  de  negro,  que  parecía  de  á  legua 
colegial  huido,  fui  al  puesto  del  baratillero  de  más  crédito 
que  allí  había. 

Por  mi  desgracia  estaba  éste  encargado  por  el  doc- 
tor Purgante  (que  en  realidad  se  llamaba  don  Celidonio 
Matamoros,  aunque  con  más  verdad  podía  haberse 
llamado  Matacristianos);  estaba,  digo,  el  baratillero 
encargado  de  recogerle  su  capa,  si  se  la  fueran  á  vender, 
habiéndole  dejado  las  señas  más  particulares  para  el 
caso. 

Una  de  ellas  era  un  pedazo  de  la  vuelta,  cosido  con 
seda  verde,  y  un  agujerito  debajo  del  cuello,  remendado 
con  paño  azul.  Yo  en  mi  vida  había  reparado  en  seme- 
jantes  menudencias;  con  esto  fui  á  venderla  muy  fresca- 


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84  PENSADOR    MEXICANO 

mente,  y  por  desgracia  se  acordó  del  encargo  el  barati- 
llero, Y  lo  primero  con  que  tropezaron  sus  ojos,  antes  de 
desdoblarla,  l'ué  el  pedazo  de  la  vuelta  cosido  con  seda 
verde. 

Luego  que  yo  le  dije  (jue  era  capa  y  de  golilla,  y  vio 
la  diferencia  de  la  seda  en  la  costura,  me  dijo:  —  Amigo, 
esta  capa  puede  ser  de  mi  compadre  don  Celidonio,  á 
quien  por  mal  nombre  llaman  el  doctor  Purgante.  A  lo 
menos,  si  debajo  del  cuello  tiene  un  remiendito  azul, 
ciertos  son  los  toros.  —  La  desdobló,  registró  y  halló  el 
tal  remiendito.  Entonces  me  preguntó  si  aquella  capa 
era  mía.  si  la  había  comprado  ñ  me  la  habían  dado  á 
vender. 

Yo,  embarazado  con  estas  preguntas  y  no  sabiendo 
qué  decir,  respondí  que  podía  jurar  que  la  capa  ni  era 
mía  ni  la  había  adquirido  por  compra,  sino  que  me  la 
habían  dado  á  vender. 

— ¿Pues  quién  se  la  dio  á  vender  á  usted;  cómo  se 
llama  y  dónde  vive  ó  dónde  está?  me  preguntó  el  bara- 
tillero.—  Yo  le  dije  que  un  hombre  (jue  apenas  lo  cono- 
cía; que  él  sí  me  conocía  á  mí;  que  yo  era  muy  hombre 
de  bien,  aun(jue  la  capa  andaba  en  opiniones,  pero  que 
por  allí  inmediato  se  había  quedado. 

El  baratillero  entonces  le  dijo  á  un  amigo  suyo,  que 
estaba  en  su  tienda,  (jue  fuera  conmigo  y  no  me  dejara 
hasta  que  yo  entregara  al  que  me  había  dado  á  vender 


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OBRAS   ESCOGIDAS  85 

la  capa;  que  se  conocía  que  yo  era  un  buen  verónico, 
pero  que  aquella  capa  la  había  robado  á  don  Celidonio  un 
mozo  que  tenía,  conocido  por  Periquillo  Sarniento,  jun- 
tamente con  una  muía  ensillada  y  enfrenada,  una  gual- 
drapa, una  peluca,  una  golilla,  unos  libros,  algún  dinero 
y  quién  sabe  qué  más;  y  así  que,  ó  me  llevara  á  la 
cárcel,  ó  entregara  yo  al  ladrón,  y  entregándolo  que  me 
dejase  libre. 

Con  esta  sentencia  partí  acompañado  de  mi  alguacil, 
á  quien  anduve  trayendo  ya  por  esta  calle,  ya  por  la  otra 
sin  acabar  de  encontrar  al  ladrón  con  ir  tan  cerca  de 
mí,  hasta  que  la  adversa  suerte  me  deparó  sentado  en  un 
zaguán  á  un  pobre  embozado  en  un  capote  viejo. 

Luego  que  lo  vi  tan  trapiento  lo  marqué  por  ladrón, 
como  si  todos  los  trapientos  fueran  ladrones,  y  le  dije  á 
mi  corchete  honorario  que  aquel  era  quien  me  había 
dado  la  capa  á  vender. 

El  muy  salvaje  lo  creyó  de  buenas  á  primeras,  y 
volvió  conmigo  á  pedir  auxilio  á  la  guardia  inmediata,  la 
que  no  se  negó,  y  así,  prevenido  de  cuatro  hombres  y  un 
cabo,  volvimos  á  prender  al  trapiento. 

El  desdichado,  luego  que  se  vio  sorprendido  con  la 
voz  de  date,  se  levantó  y  dijo:  —Señores,  yo  estoy  dado 
á  la  justicia;  ¿pero  qué  he  hecho  ó  por  qué  causa  me  he 
de  dar?  — Por  ladrón,  dijo  el  corchete. —¿Por  ladrón? 
replicaba  el  pobrete,  seguramente  ustedes  se  han  equi- 

PERIQUILLO   SARNIENTO.  — T.   II,    C  — 22. 


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PENSADOR    MEXICANO 


vocado.  —  No  nos  hornos  equivocado,  decía  el  encargado 
del  baratillero;  hay  testigos  do  tu  robo,  y  tu  mismo 
pelaje  demuestra  quién  eres  y  los  de  tu  librea.  Amá- 
rrenlo. 

—  Señores,  decía  el  pobre:  vean  ustedes  que  hay  un 
diablo  (jue  se  parezca  á  otro;  quizá  no  seré  yo  el  que 
buscan:  que  haya  testigos  que  depongan  contra  mí,  no 
es  prueba  bastante  para  esta  tropelía,  cuando  sabemos 
que  hay  mil  infames  que  por  dos  reales  se  hacen  testigos 
para  calumniar  á  un  hombre  de  bien;  y  por  fin,  el  que 
sea  un  pobre  y  esté  nial  vestido  no  prueba  que  sea  un 
picaro;  el  hábito  no  hace  al  monje. 

Conque,  señores;  hacerme  este  daño  solo  por  mi 
indecente  traje  ó  por  la  dcposiciém  de  uno  ó  dos  picaros 
comprados  á  vil  precio,  sin  más  averiguación  ni  más 
informe,  me  parece  que  es  un  atropellamiento  que  no 
cabe  en  los  prescritos  términos  de  la  justicia. 

Yo  soy  un  hombre  á  quienes  ustedes  no  conocen  y 
sólo  juzgan  por  la  apariencia  del  traje;  pero  quizá  bajo 
de  una  mala  capa  habrá  un  buen  bebedor:  esto  es,  quizá 
bajo  de  este  i'uin  exterior  habrá  un  hombre  noble,  un 
infeliz  y  un  honrado  á  toda  prueba. 

—  Todo  está  muy  bien,  decía  el  encargado  de  cor- 
chete; pero  usted  le  dio  á  este  mozo  (señalándome  á  mí), 
una  capa  de  golilla  para  (¡ue  la  vendiera,  con  la  que 
juntamente  se  robaron  una  muía  con  su  gualdrapa,  unr 


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OBRAS   ESCOGIDAS  87 

golilla,  una  peluca  y  otras  maritatas;  y  este  mismo  mozo 
ha  descubierto  á  usted,  quien  ha  de  dar  razón  de  todo  lo 
que  se  ha  perdido. 

—  ¡Qur  capa,  ni  qué  muía,  ni  qué  peluca,  golilla 
ni  gualdrapa,  ni  qué  nada  sé  yo  de  cuanto  usted  ha 
dicho! 

— Sí,  señor,  decía  el  alguacil;  usted  le  dio  al  señor 
I  á  vender  la  capa  de  golilla;  el  señor  conoce  á  usted  y 
i        quien  le  dio  la  capa  ha  de  saber  de  todo. 

—  Amigo,  me  decía  el  pobre  muy  apurado,  ¿usted 
me  conoce?  ^,Yo  le  he  dado  á  vender  alguna  capa,  ni  me 
lia  visto  en  su  vida? 

—  Sí.  señor,  replicaba  yo  entre  el  temor  y  la  osadía; 
usted  me  dio  á  vender  esa  capa,  y  usted  fué  criado  de  mi 
padre. 

— ; Hombre  del  diablo!  decía  el  pobre,  ¿qué  capa  le 
lie  vendido  á  usted,  ni  qué  conocimiento  tengo  de  usted 
ni  de  su  padre? 

— Sí,  señor,  decía  yo;  el  señor  lo  quiere  negar;  pero 
el  señor  me  dio  á  vender  la  capa. 

—  Pues  no  es  menester  más,  dijo  el  corchete;  ama- 
rren al  señor,  ahí  veremos. 

Con  esto  amarraron  al  miserable  los  soldados,  se  lo 
llevaron  á  la  cárcel  y  á  mí  me  despacharon  en  libertad. 
Tal  suele  ser  la  tropelía  de  los  que  se  meten  á  auxiliar  á 
la  justicia  sin  saber  lo  que  es  justicia. 


88  PENSADOR   MEXICANO 

Yo  me  fui  en  cuerpo  gentil,  pero  muy  contento  al 
ver  la  facilidad  con  que  había  burlado  al  baratillero, 
aunque  por  otra  parte  sentía  el  verme  despojado  de  la 
capa  y  de  su  valor. 

En  estas  y  semejantes  boberías  maliciosas  iba  yo 
entretenido,  cuando  oí  (jue  á  mis  espaldas  gritaban:  ¡aia- 
jcp,  aiajon!  Pensé  en  aquel  instante  que  seguramente 
so  había  indemnizado  el  pobre  á  quien  acababa  de  calum- 
niar, y  venían  en  mi  alcance  los  soldados  para  que  se 
averiguara  la  verdad,  y  apenas  volví  la  cara  y  vi  la 
gente  que  venía  corriendo  por  detrás,  cuando,  sin  espe- 
rar mejor  desengaño,  eché  á  correr  por  la  calle  del 
Coliseo  como  una  liebre. 

Ya  he  dicho  que  en  semejantes  lances  era  yo  una  V 

pluma  para  ponerme  en  salvo;  pero  esa  tarde  iba  tan 
ligero  y  aturdido,  que  al  doblar  una  esquina  no  vi  á  un 
indio  locero  que  iba  cargado  con  su  loza,  y  atropellán- 
dolo  bonitamente  lo  tiré  en  el  suelo  boca  abajo,  y  yo  caí  V- 

sobre  las  ollas  y  cazuelas,  estrellándome  algunas  de  ellas  '? 

en  las  narices,  á  cuyo  tiempo  pasó  casi  sobre  de  mí  y  del 
locero  un  caballo  desbocado,  que  era  por  el  (jue  gritaban 
que  atajasen.  ] 

Luego  que  lo  vi  me  serené  de  mi  susto,  advirtiendo  ': 

que  no  era  yo  el  objeto  que  pretendían  alcanzar;  pero 
este  consuelo  me  lo  turbó  el  demonio  del  indio  que  en        [ 
un   momento   y  arrastrándose   como   lagartija  salió  de        :     1 


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OBRAS   ESCOGIDAS  89 

debajo  de  su  tapp.rtle  ^  de  loza,  y  afianzándome  del 
pañuelo  me  decía  con  el  mayor  coraje:  —  Agora  lo  vere- 
mos si  me  lo  pagas  mi  loza,,  y  paguemelosté  de  prestito; 
ponjue  si  no  el  diablo  nos  ha  de  llevar  orita  on'fa. — 
Anda  noramala,  indio  macuache,  le  dije,  ¿qué  pagar, 
ni  no  pagar?  Y  ¿quién  me  paga  á  mí  las  cortadas  y  el 
porrazo  (jue  he  llevado? 

—  ¿Yo  te  lo  mandé  osté  que  los  fueras  atarantado  y 
no  lo  vías  por  donde  corres  como  macho  azorado?  —  El 
macho  serás  tú  y  la  gran  cochina  que  te  parió,  le  dije; 
indigno,  maldito,  cuatro  orejas,  ^ — acompañando  estos 
re(|UÍebros  con  un  buen  puñete  que  le  planté  en  las 
narices  con  tales  ganas,  que  le  hice  escupir  por  ellas 
harta  sangre. 

Dicen  que  los  indios,  luego  que  se  ven  manchados 
con  su  sangre,  se  acobardan;  mas  éste  no  era  de  esos. 
Un  diablo  se  volvió  luego  que  se  sintió  lastimado  de  mi 
mano,  y  entre  mexicano  y  castellano  me  dijo:  —  Tlaca- 
tocoltl,  mal  diablo,  ¡a(/t'on,  jijo  de  un  dimoño:  agora  lo 
veremos  quién  es  cada  cual. — Y  diciendo  y  haciendo,  me 
comenzó  á  retorcer  el  pañuelo  con  tantas  fuerzas,  que 
ya  me  ahogaba,  y  con  la  otra  mano  cogía  oUitas  y  cazue- 
^         las  muy  aprisa  y  me  las  quebraba  en  la  cabeza;  pero  me 

I  '    Aunque  vulgarmente  llaman  así  á  las  escalerillas  de  tablas  para  cargar  algo  á 

"■,  cuestas,  es  con  equivocación  ,  pues  su  nombre  en  idioma  mexicano  es  cacaxüi.  E. 

i  *    En  el  modo  común  como  los  indios  se  cortan  el  pelo,  les  queda  un  trozo  de  éste 

-K  delante  de  cada  oreja  que  llaman  barcarrota ,  y  aludiendo  á  esto  se  les  dice  por  apodo 

cuatro  orejas.  E. 

PERIQUILLO  SARNIENTO.  — T.   II,   C  — 23. 


•4 


■   ;2 

.4 


90 


PENSADOR   MEXICANO 


las  estrellaba  tan  pronto  y  con  tal  C(')lera.  (|ue  si  como 
eran  ollitas  vidriadas,  esto  es,  de  barro  muy  delgado, 
hubieran  sido  tinajas  de  Cuautitlán,  allí  quedo  en  estado 
de  no  volver  á  resollar. 

Yo,  casi  sofocado  con  los  retortijones  del  pañuelo, 
abriendo  tanta  boca  y  sin  arbitrio  de  escaparme,  procuré 
hacer  de  tripas  coi'azón,  y  como  los  dos  estábamos  cerca 
do  las  ollas,  que  eran  nuestras  armas,  cuando  el  indio 
se  agachaba  á  coger  la  suya,  cogía  yo  también  la  mía, 
V  ambos  á  dos  nos  las  quebrábamos  en  las  cabezas. 

En  un  instante  nos  cercó  una  turba  de  bobos,  no 
para  defendernos  ni  apaciguarnos,  sino  para  divertirse 
con  nosotros. 

La  multitud  de  los  necios  espectadores  llamó  la 
atención  de  una  patrulla  (|ue  casualmente  pasaba  por 
allí,  la  que,  haciéndose  lugar  con  la  culata  de  los  fusi- 
les, lleg<')  á  donde  estábamos  los  dos  invictos  y  temibles 
contendientes. 

A  la  voz  de  un  par  de  cañonazos,  (jue  sentimos  cada 
uno  en  el  lomo,  nos  apartamos  y  sosegamos,  y  el  sar- 
gento, informado  por  el  indio  de  la  mala  obra  que  le 
había  hecho  y  de  que  lo  había  provocado  dándole  una 
trompada  tan  furiosa  y  sin  necesidad,  me  calificó  reo 
en  aquel  acto,  y  requiriéndome  sobre  que  pagara  cuatro 
pesos  que  decía  el  locero  que  valía  su  mercancía,  dije 
que  yo  no  tenía  un  real,  y  era  así;  porque  lo  poco  que 


,jr*rí 


OBRAS   ESCOGIDAS 


91 


me  dieron  por  las  frioleras  que  vendí,  ya  lo  había  gas- 
tado en  el  camino.— Pues  no  le  hace,  replicó  el  sargento, 
pagúele  usted  con  la  chupa,  que  bien  vale  la  mitad;  ó 
si  no,  de  aquí  va  á  la  cárcel.  ¿Conque  tras  de  hacerle 
este  daño  á  este  pobre  y  darle  de  mojicones,  no  querer 
pagarle?  Eso  no  puede  ser;  ó  le  da  usted  la  chupa  ó  va 

á  la  cárcel. 

Yo.  que  por  no  ir  á  semejante  lugar  le  hubiera  dado 
los  calzones,  me  quité  la  chupa,  que  estaba  buena,  y 
se  la  di.  El  indio  la  recibió  no  muy  á  gusto,  porque  no 
sabía  lo  que  valía:  juntó  los  pocos  tcpalcates  (\\iq  halló 
buenos,  y  se  fué. 

Yo,  para  hacer  lo  mismo  por  mi  lado,  busqué  mi 
sombrero,  que  se  me  había  caído  en  la  relriega:  pero 
no  lo  hallé  ni  lo  hallara  hasta  el  día  del  juicio,  si  lo 
buscara,  pues  alguno  de  los  malditos  mirones,  viéndolo 
tirado,  y  á  mí  tan  empeñado  en  la  acción,  lo  recogió, 
sin  duda,  con  ánimo  de  restituírmelo  en  tres  plazos.  ^ 

Mientras  que  me  ocupé  en  buscar  mi  dicho  som- 
brero, en  preguntar  por  él  y  disimular  la  risa  del  con- 
curso, se  alejó  el  indio  mucho  trecho;  la  patrulla  se 
retiró,  la  gente  se  fué  desparramando  por  su  lado,  y 
yo  me  íuí  por  el  mío  sin  chupa  ni  sombrero,  y  con 
algunos  araños  en  la  cara,  muchos  chinchones,  y  dos 
ó  tres  ligeras  roturas  de  cabeza. 

•    Se  entienden  los  del  tramposo:  íardc,  mai  ó  nuftca.  E. 


;  í-» ■ -F  .    T^  itf«^  1*  X— ,„.-(;.-,,    •íi.fr-í.v.;".^"* 


92  PENSADOR    MEXICANO 

De  esta  suerte  se  concluyó  la  espantosa  aventura 
del  locero,  y  yo  iba  lleno  de  melancólicas  ideas,  algo 
adolorido  de  los  golpes  que  sufrí  en  la  pendencia,  pen- 
sando en  dónde  pasaría  la  noche,  aunque  no  era  la 
primera  vez  que  pensaba  en  semejante  negocio. 

Comparando  mi  estado  pasado  con  el  presente,  acor- 
dándome que  quince  días  antes  era  yo  un  señor  doctor 
con  criados,  casa,  ropa  y  estimaciones  en  Tula,  y  en 
aquella  hora  era  un  infeliz,  solo,  abatido,  sin  capa  ni 
sombrero,  golpeado,  y  sin  tener  un  mal  techo  (jue  me 
alojara  en  México,  mi  patria,  me  acordaba  de  aquel  viejí- 
simo verso  que  dice: 

Aprended  flores  de  mí 
Lo  qne  va  de  ayer  á  hoy, 
(^ue  ayer  maravilla  fui 
Y  hoy  sombra  de  mí  no  soy. 

Pero  lo  que  más  me  confundía  era  considerar  que 
por  los  indios  me  habían  venido  mis  dos  últimos  daños, 
y  decía  entre  mí:  —  Si  es  cierto  que  hay  aves  de  mal 
agüero,  para  mí  las  aves  más  funestas  y  de  peor  pres- 
tigio son  los  indios:  porque  por  ellos  me  han  suce- 
dido tantos  males. 

Con  la  barba  cosida  con  el  pecho  y  cerca  de  las 
oraciones  de  la  noche,  iba  yo  totalmente  enajenado 
sin  pensar  en  otra  cosa  que  en  lo  dicho,  cuando  me 
hizo  despertar  de  mi  abstracción  un  hombre  que  estaba 


^y:,'»i?y|ttj;;»:yy?i»ga^y4piif  j.vvv  ñy.*»'  "tu  ■ 


OBRAS    ESCOGIDAS 


93 


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parado  en  una  accesoria,  y  al  pasar  yo  por  ella,  me 
afianzó  del  pañuelo,  y  al  primer  tirón  que  me  dio,  me 
hizo  entrar  en  ella,  mal  de  mi  grado,  y  cerró  la  puerta, 
quedando  la  habitación  casi  obscura,  pues  la  poca  luz 
que  á  aquella  hora  entraba  por  una  pequeña  ventana 
apenas  nos  permitía  vernos  las  caras. 

El  hombre,  muy  encolerizado,  me  decía:  —  Bribo- 
nazo,  ¿no  me  conoce  usted?— Yo,  lleno  de  miedo,  prenda 
inseparable  del  malvado,  le  decía:  —  No,  señor,  sino  para 
servirlo. — ¿Conque  no  me  conoce?  repetía  él  enojado; 
¿jamás  me  ha  visto?  ¿no  se  acuerda  de  mí? —  Xo,  señor, 
decía  yo  muy  apurado;  por  Dios  se  lo  juro  que  no  lo 
conozco. 

Estas  preguntas  y  respuestas  eran  sin  soltarme  del 
pañuelo  y  dándome  cada  rato  tan  furiosos  estrujones, 
(jue  me  obligaba  con  ellos  á  hacerle  frecuentes  reve- 
rencias. 

En  esto  salió  una  viejecita  con  una  vela,  y  asustada 
con  aquella  escena,  le  decía  al  hombre:  — ¡Ay,  hijol 
¿Qué  es  esto?  ¿quien  es  éste?  ¿qué  te  hace?  ¿es  algún 
ladrón? 

— Yo  no  sé  lo  qué  será,  señora,  decía  él;  pero  es  un 
picaro,  y  ahora  que  hay  luz  quiero  que  me  vea  bien  la 
cara  y  diga  si  me  conoce.  Vaya,  picaro;  ¿me  conoces? 
Habla,  ¿qué  enmudeces?  No  há  muchas  horas  que  me 
viste  y  aseguraste  que  fui  criado  de  tu  padre  y  te  di  á 

PERIQUILLO   SARNIENTO.  — T.    II,    C  — 24, 


94  PENSADOR    MEXICANO 

vender  una  capa.  Yo  no  te  he  desconocido,  á  pesar  de 
estar  algo  diferente  de  lo  que  te  vi;  conque  tú  ¿por 
(|ué  no  me  lias  de  conocer  no  habiendo  yo  mudado  de 
traje? 

Estas  palabras,  acompañadas  de  la  claridad  de  la 
vela,  me  hicieron  conocer  perfectamente  al  (jue  había 
acabado  de  calumniar.  No  pude  dejar  de  confesar  mi 
maldad,  y  atrojado  con  el  temor  del  agraviado  á  quien 
alzaba  pelo,  me  le  arrodille  suplicándole  que  me  perdo- 
nara por  toda  la  corte  del  cielo,  añadiendo  á  estas  rogati- 
vas y  plegarias  algunas  disculpas  Irívolas  en  la  realidad, 
pero  que  me  valieron  bastante,  pues  le  dije  que  la  capa 
era  robada;  pero  que  quien  me  la  dio  á  vender  fué  un  so- 
brino del  médico,  que  era  mi  amigo  y  colegial,  y  (jue  yo, 
por  no  perderlo,  me  valí  de  aijuella  mentira  que  había 
echado  contra  él. 

—  Todo  puede  ser,  decía  el  calumniado;  ¿pero  qué 
motivo  tuvo  para  levantarme  este  testimonio  y  no  á  otro 
alguno?  —  Señor,  le  respondí,  la  verdad  que  no  tuve  más 
motivo  que  ser  usted  el  ])rimer  hombre  que  vi  solo  y  de 
pobre  ropa. 

—  Está  muy  bien,  dijo  el  trapiento;  levántese  usted, 
que  no  soy  santo  para  que  me  adore:  pero  pues  usted  se 
ha  figurado  (jue  todos  los  que  tienen  un  traje  indecente 
son  picaros,  no  le  debe  hacer  luerza  que  sean  de  mal 
corazón;   y  así,  ya  que  por  trapiento  me  juzgó  propio 


X 


^i?íWr?^3S^í7??^pps^!5^^  ■  -■;'*'^ 


OBRAS   ESCOGIDAS  95 

para  ser  sospechoso  de  ladrón,  por  la  misma  razón  no  le 
debe  hacer  fuerza  que  sea  vengativo. 

Fuera  de  que  la  venganza  que  pienso  tomar  de  usted 
es  justa,  porque  aunque  pudiera  darle  ahora  una  feroz 
tarea  de  trancazos,  que  bien  la  merece,  no  quiero  sino 
que  la  satisfacción  venga  de  parte  de  la  justicia,  tanto 
para  volver  por  mi  honor,  cuanto  para  la  corrección  y 
enmienda  de  usted,  pues  es  una  lástima  que  un  mozo 
blanco,  y  al  parecer  bien  nacido,  se  pierda  tan  temprano 
por  un  camino  tan  odioso  y  pernicioso  á  la  sociedad. 
Sit'ntese  usted  allí,  y  usted,  madre,  vaya  á  traer  á  mis 
hijos. 

Diciendo  esto,  se  puso  á  hablar  con  la  viejecita  en 
secreto;  despuós  de  lo  cual  ésta  entró  en  la  cocina,  sacó 
un  canastito  y  se  fué  para  la  calle,  cerrando  el  trapiento 
la  puerta  con  llave. 

Frío  me  quedé  cuando  me  vi  solo  con  él  y  encerra- 
v;        do;    y   así   volví   á   arrodillarme  con  todo  acatamiento, 
diciéndole: — Señor,  perdóneme  usted,  soy  un  necio;  no 
supe  lo  que  hice;  pero,  señor,  lo  pasado,  pasado;  tenga 
usted  lástima  de  mí  y  de  mi  pobre  madre  y  dos  herma- 
nas  doncellas   que   tengo,   que  se  morirán  de  pesar  si 
usted  hace  conmigo  alguna  fechoría;  y  así,  por  Dios,  por 
^1        María  Santísima,  por  los  huesitos  de  su  madre,  que  me 
r        perdone  usted  ésta  y  no  me  mate  sin  confesión,   pues 
le  puedo  jurar  que  estoy  empecatado  como  un  diablo. 


1^  ^ 


96 


PENSADOR   MEXICANO 


— Ya  está,  amigo,  me  decía  el  trapiento;  levántese 
usted,  ¿para  qué  son  tantas  plegarias?  Yo  no  trato  de 
matar  á  usted,  ni  soy  asesino  ni  alquilador  de  ellos. 
Siéntese  usted,  (jue  le  quiero  dar  alguna  idea  de  la  ven- 
ganza que  quiero  tomar  del  agravio  que  usted  me  ha 
hecho. 

Me  senté  algo  tran(|UÍHzado  con  estas  palabras,  y  el 
dicho  trapiento  se  sent(')  junto  á  mí.  y  me  rogó  que  le 
contara  mi  vida  v  la  causa  de  hallarme  en  el  estado  en 
que  me  veía.  Yo  le  conté  dos  mil  mentiras,  que  él  creyó 
de  buena  té.  manifestando  en  esto  la  bondad  de  su  carác- 
ter, y  cuando  yo  lo  advertí  compadecido  de  mis  infortu- 
nios, le  supliqué,  después  de  pedirle  otra  vez  mil  perdo- 
nes, que  me  refiriera  quién  era  y  cuál  el  estado  de  su 
suerte;  y  c\  pobre  hombre,  sin  hacerse  de  rogar,  me 
cont(')  la  historia  de  su  vida  de  esta  manera. 

—  Para  que  otra  vez,  me  decía,  no  se  aventure  usted 
á  juzgar  de  los  hombres  por  s<')lo  su  exterior  y  sin  inda- 
gar el  fondo  de  su  carácter  y  conducta,  atiéndame.  Si  la 
nobleza  heredada  es  un  bien  natural  de  que  los  hombres 
puedan  justamente  vanagloriarse,  yo  nací  noble,  y  de 
esto  hay  muchos  testigos  en  México,  y  no  sólo  testigos, 
sino  aun  p<arientes  que  viven  en  el  día. 

Este  favor  le  debí  á  la  naturaleza,  v  á  la  fortuna  le 
hubiera  debido  el  ser  rico,  si  hubiera  nacido  primero 
que  mi  hermano  Damián;  mas  éste,  sin  mérito  ni  elección 


-i-  . 


..-^ 


OBRAS   ESCOGIDAS  97 

suya,  nació  primero  que  yo  y  fué  constituido  mayorazgo, 
quedándonos  yo  y  mis  demás  hermanos  atenidos  á  lo 
poco  que  nuestro  padre  nos  dejó  de  su  quinto  cuando 
murió.  De  manera...  - 

— Perdone  usted,  señor,  le  interrumpí;  ¿pues  qué, 
es  posible  que  su  padre  de  usted  lo  quiso  dejar  pobre  con 
sus  hermanos,  y  quizá  expuesto  á  la  indigencia,  sólo  por 
instituir  al  primogénito  mayorazgo? 

— Sí,  amigo,  me  contestó  el  trapiento,  así  sucedió  y 
así  sucede  á  cada  instante,  y  esta  corruptela  no  tiene  más 
apoyo  ni  más  justicia  que  la  imitación  de  las  preocupa- 
ciones antiguas. 

Usted  se  admira,  y  se  admira  con  razón,  de  ver 
practicado  y  tolerado  este  abuso  en  las  naciones  más  ci- 
^  ilizadas  de  la  Europa,  y  acaso  le  parece  que,  no  sólo  es 
injusticia,  sino  tiranía  el  (jue  los  padres  prefieran  el  pri- 
mogénito á  sus  otros  hermanos,  siendo  todos  hijos  suyos 
igualmente;  pero  más  se  admirara  si  supiera  que  esta 
corruptela  (pues  creo  que  no  merece  el  nombre  de  cos- 
tumbre legítimamente  introducida)  ha  sido  mal  vista 
entre  los  hombres  sensatos  y  hostigada  por  los  monar- 
cas con  muchas  y  duras  restricciones,  con  el  loable  fin 
de  exterminarla.^ 


Son  dignas  de  notarse  las  palabras  de  don  Marcos  Gutiérrez  en  su  ilustración  al 
Febrero,  part.  1,  tom.  I,  cap.  VII.  «La  ignorancia,  dice,  que  ha  adoptado  tantas  veces 
como  verdades  inconcusas  los  errores  más  funestos  para  la  humanidad,  ha  permitido  y 
aun  fomentado  los  vínculos  y  mayorazgos  creyéndolo»  útiles  al  Estado,  sin  embargo  de 

PERIQUILLO   SARNIENTO. —  T     II,   C  — 25. 


5- 


98  PENSADOR    MEXICANO 

En  efecto,  d  marjoirt^r/o  (¡icen  que  es  un  dcrccJio 
que  done  c¡  jiri/nof/cniío  nids  prójcimo  de  succeder  en  los 
hícnes  dejados,  con  la  condición  de  que  se  conserven  inte- 
(jros  jx'i'jícdiaineníe  en  su  faniilia;  mas  si  me  fuera  lícito 
definirlo,  diría:  el  n\ai¡oraz<jo  es  una  ¡tvejerencia  injusla- 
inente  concedida  al  pritnofiénito,  para  que  él  solo  herede 
los  bienes  (¡ue  j)or  i(/uales  jKiríes  pertenecen  d  sus  Jier ma- 
nos, como  (¡ue  tienen  ir/ual  derecho. 

Si  á  alguno  le  pareciera  dura  esta  definición,  yo  lo 
convencería  de  su  arreglo,  siempre  (jue  no  fuera  mayo- 
razgo, pues  siéndolo,  claro  es  que,  por  más  convencido 
íjue  se  hallara  su  entendimiento,  jamás  arrancaría  de  su 
boca  la  confesión  de  la  verdad. 

Yo,  amigo,  si  hablo  contra  los  mayorazgos,  hablo 
con  justicia  y  experiencia.  Mi  padre,  cuando  instituyó  el 
mayorazgo  en   favor   de  su   hijo   primogénito,   acaso   no 

ser  muy  contrarios  á  la  población.  Esta  es  en  toda  sociedad  proporcionada  á  su  subsis- 
tencia, la  cual  disminuyen  sobremanera  las  vinculaciones,  por  destinar  á  uno  solo  lo 
que  corresponde  y  debe  distribuirse  entre  muchos.  Caúsame  admiración  ver  propagada 
por  casi  toda  la  Europa  una  tan  fatal  institución  como  los  mayorazgos,  cuando  á  prime- 
ra vista  choca  y  ofende  á  todo  cora/ón  humano  y  sensible,  (|ue  muchos  hijos  menores 
hayan  de  ser  sacrificados  á  un  hijo  mayor,  y  (|ue  aquéllos  hayan  de  pasar  su  vida  en  la  j 

miseria  é  indigencia  para  que  éste  pueda  hacer  ostentación  de  su  lujo,  de  sus  facultades  \ 

y  aun  tal  vez  de  sus  vicios.  No  es  lo  que  importa  al  Estado  el  que  unas  pocas  familias  ' 

conserven  su  lustre  y  esplendor  á  costa  de  infinitas  sumergidas  en  la  desdicha  y  obscu- 
ridad, sino  el  que,  por  medio  de  la  mejor  distribución  de  las  r¡(]uezas,  puedan  todos  los 
ciudadanos  vivir  con  desahogo  y  comodidad.  Estas  verdades,  que  los  escritores  económi- 
cos nos  han  demostrado  con  la  mayor  evidencia  y  que  debieran  ser  más  conocidas  del  i 
vulgo,  no  se  han  escapado  á  los  ojos  perspicaces  de  nuestro  ilustrado  gobierno,  quien  > 
al  mismo  tiempo  ha  conocido  otros  perjuicios  considerables  que  han  hecho  y   hacen  al                  ] 
Estado  las  vinculaciones.    Prueba  manifiesta  de  todo  esto  son  las  varias  reales  órdenes                ^ 
que,  oponiendo  diferentes  obstáculos  á  la  institución  de  mayorazgos  y  vínculos,  y  conce-                ,í 
diendo  ciertas  facultades  para  la  enajenación  de  sus  bienes,  conspiran  sabiamente  á  im- 
pedir su  aumento  y  aun  á  disminuir  el  número  de  los  ya  establecidos.» 


OBRAS    ESCOGIDAS  99 

pensó  en  otra  cosa  que  en  perpetuar  el  lustre  de  su  casa, 
sin  prevenir  los  daños  que  por  esto  habían  de  sobreve- 
nir á  sus  demás  hijos;  porque  antes  de  que  yo  llegara 
al  infeliz  estado  en  que  usted  me  ve,  ¡cuánto  he  tenido 
(jue  h"diar  con  mi  hermano  para  que  me  diese  siquiera 
los  alimentos  mandados  por  mi  padre  en  una  cláu- 
sula de  la  institución!  ¿Y  de  qué  me  sirvió  esto?  De 
nada,  porque  como  él  tenía  el  dinero  y  la  razón,  fácil 
es  concebir  que  él  se  salía  con  la  suya  en  todas  oca- 
siones. ^ 

Hablando  como  buen  hijo,  quisiera  disculpar  á  mi 
padre  de  los  perjuicios  que  nos  «irrogó  con  esta  su  injusta 
preferencia;  pero  como  hombre  de  bien  no  puedo  dejar 
de  confesar  que  hizo  mal.  ¡Ojalá  que,  como  yo  le  per- 
dono, Dios  le  haya  perdonado  los  males  de  que  fué 
causa!    Tal  vez  á  mí,  que  hoy  no  hallo  qué  comer,  me 

^^       ha  tocado  la  menor  parte. 

I  Cuatro   hermanos  fuimos:   Damián,   el  mayorazgo, 

Antonio,  Isabel  v  vo.  Damián,  ensoberbecido  con  el 
dinero  y  lisonjeado  por  los  malos  amigos,  se  prostituyó 
á  todos  los  vicios,  siendo  sus  favoritos,  por  desgracia,  el 
juego  y  la  embriaguez,  y  hoy  anda  honrando  los  huesos 
de  mi  padre  de  juego  en  juego  y  de  taberna  en  taberna, 

I  '    El  autor  citado  dice  irónicamente:  «Que  es  cosa  de  la  mayor  importancia  para  el 

I  Estado  y  para  los  mismos  fundadores  de  mayorazgos,  que  se  conserve  su  memoria  hasta 

,|  la  más  remota  posteridad,  por  la  grande  hazaña  y  heroica  acción  de  haber  vinculado 

sus  riquezas  y  motivado,  como  regularmente  sucede,  muchos  y  dilatados  pleitos  tan 
.,  conducentes  para  el  bienestar  y  tranquilidad  de  las  familias.  -. 


100  PENSADOR    MEXICANO 

sucio,  desaliñado  y  medio  loco,  atenido  á  una  muy  corta 

dieta  que  le  sirve  para  contentar  sus  vicios.  -^' 

Mi  hermano  Antonio,  como  que  entró  en  la  Iglesia 
sin  vocación,  sino  en  fuerza  de  los  empujones  de  mi 
padre,  ha  salido  un  clérigo  tonto,  relajado  y  escandaloso, 
que  ha  dado  harto  (juehacer  á  su  prelado.  Por  accidente 
está  en  libertad ;  el  Carmen  y  San  Fernando,  la  cárcel  y 
Tepozotlán  son  sus  casas  y  reclusiones  ordinarias. 

Mi  hermana  Isabel...  ¡pobre  muchacha!  ¡Qué  lás- 
tima me  da  acordarme  de  su  desdichada  suerte!  Esta 
infeliz  fué  también  víctima  del  mayorazgo.  Mi  padre  la 
hizo  entrar  en  religión  contra  su  voluntad,  para  mejor 
asegurar  el  vínculo  en  mi  hermano  Damián,  sin  acordar- 
se  quizá  de  las  terribles  censuras  y  excomuniones  que  el  - 

santo  Concilio  de  Trento  fulmina  contra  los  padres  que 
violentan  á  sus  hijas  á  entrar  en  religión  sin  su  volun- 
tad; ^  y  lo  peor  es  (jue  no  pudo  alegar  ignorancia,  pues  ^ 
mi  hermana,  viendo  su  resolución,   hubo  de  confesarle  % 

*  Ses.  25,  cap.  18.  Excomulga  el  Santo  Concilio  en  este  lugar  á  todas  y  cuales- 
quiera personas,  de  cualquiera  calidad  que  sean,  tanto  clérigo  como  legos,  seculares  ó 
regulares,  gocen  de  la  dignidad  que  gozaren,  si  de  cualquiera  manera  obligaren  a 
alguna  doncella,  viuda  ú  otra  mujer...  á  entrarse  en  monasterio,  á  recibir  el  hábito 
de  cualquiera  religión  ó  á  profesar  en  ella.  Excomulga  también  á  todo  el  que  para  ello 
diere  consejo,  aux'lio  ó  favor,  y  lo  que  es  más,  á  cuantos  sabiendo  que  el  ingreso  al  mo- 
nasterio, la  toma  de  hábito  ó  la  profesión,  es  á  fuerza,  interpusieren  para  el  acto  su 
autoridad  ó  su  presencia.  Dj  suerte  que,  como  dice  el  doctor  Boneta,  en  sentir  d»i 
eximio  Suárez,  los  agresores  de  esta  violencia  incurren  en  tres  excomuniones:  en  Li 
primera,  por  el  ingreso  al  monasterio;  en  la  segunda,  por  la  recepción  del  hábito;  y  en  ' 
la  tercera,  por  el  acto  de  la  profesión.  Hay  casos,  dice  este  autor,  en  que  se  justifica 
el  tomar  lo  ajeno  ó  el  matar  á  otro;  pero  el  violentar  á  una  lija  á  que  sea  monja,  no 
hay  caso  que  lo  justifique  ni  lo  pueda  justificar.  (En  su  libro  Gritos  del  Injierno,  p&gi- 
nas211y212). 


^  "^^^^íjSff  7S!«^-51?TS?»j- 


'.-•'■iv     '^-    -•^'-'■^   lí. 


OBRAS    ESCOGIDAS  101 

llanamente  como  estaba  inclinada  á  casarse  con  un  joven 
vecino  nuestro,  que  era  igual  á  ella  en  cuna,  en  educa- 
ción y  en  edad;  muchacho  muy  honrado,  empleado  en 
rentas  reales,  de  una  gallarda  presencia,  y  sobre  todo, 
que  la  amaba  demasiado;  y  con  esta  confesión  le  suplicó 
que  no  la  obligase  á  abrazar  un  estado  para  el  que  no 
se  sentía  á  propósito;  sino  que  le  permitiera  unirse  con 
aquel  joven  amable,  con  cuya  compañía  se  contemplaría 
feliz  toda  su  vida. 

Mi  padre,  lejos  de  docilitarse  á  la  razón,  luego  que 
supo  con  quién  quería  casarse  mi  hermana,  se  exaltó  en 
c«')lora  y  la  riñó  con  la  mayor  aspereza,  diciéndole  que 

■';  esas  eran  locuras  y  picardías;  que  era  muy  muchacha 
para  pensar  en  eso;  que  ese  mozo  á  quien  quería  era  un 
picaro,  tunante,  (jue  sabría  tirarle  cuanto  llevara  á  su 
lado:  que  por  bueno  que  á  ella  le  pareciera  no  pasaba 
de  un  pobre,   con  cuya  nota   deslucía  todas  las  buenas 

';  cualidades  que  ella  le  suponía:  y  por  fin,  que  él  era  su 
padre  y  sabía  lo  (jue  le  estaba  bien  y  á  ella  sólo  le  tocaba 

^  obedecer  y  callar,  so  pena  de  que  si  se  oponía  á  su  volun- 
tad ó  le  replicaba  una  palabra  le  daría  un  balazo  ó  la 
pondría  en  las  Recogidas.  ^ 

Con  este  propósito  y  decreto  irrevocable,  quedó  mi 

"i 

v> 

•  Hasta  hoy  conserva  este  nombre  el  edificio  destinado  anteriormente  á  la  correc- 
2  Clon  de  mujeres  malas;  pero  ya  hace  mucho  tiempo  que  por  falta  de  fondos  no  ha  ser- 
í  vido  á  los  objetos  de  su  institución,  sino  muchas  veces  de  cuartel,  y  ahora  últimamente 
I        se  ha  establecido  en  él  la  fábrica  de  puros  y  cigarros.  E. 

PERIQUILLO   SARNIENTO. —  T.    II,    C  — 26. 


n 


102  PENSADOR    MEXICANO 

pobre  hermana  desesperada  de  remedio  y  sin  más  re- 
curso que  el  del  llanto,  que  de  nada  le  valió. 

Mi  padre  desde  ese  instante  agitó  las  cosas  de  modo 
que  á  los  tres  días  ya  Isabel  estaba  en  el  convento. 

El  joven,  su  querido,  luego  que  lo  supo,  quiso  escri- 
birla  y  acusarla  de  veleidosa  é  inconstante;  pero  mi 
padre,  que  le  tenía  tomadas  todas  las  brechas,  hubo  do 
recoger  la  carta  antes  que  llegara  á  manos  de  la  novicia, 
y  con  ella,  el  dinero  y  un  abogado  caviloso,  le  armó  al 
pobre  tal  laberinto  de  calumnias,  que  á  buen  componer 
tuvo  que  ausentarse  de  México  y  perder  su  destino,  por 
no  exponerse  á  peores  resultados. 

Todo  este  enjuague  se  hizo,  no  sólo  sin  noticia  do 
mi  hermana,  sino  antes  tratando  de  desvanecer  su  pasión 
por  medio  de  la  artería  más  vil,  y  fué  fingir  una  carta  y 
enviársela  de  parte  do  su  amante,  en  la  que  le  decía  mil  - 

improperios,    tratándola  de  loca,    lea  y  despreciable,   y  | 

concluía  asegurándola  de  su  olvido  para  siempre  y  afir-  f 

mandola  (jue  estaba  casado  con  una  joven  muy  hermosa.  | 

Esta  carta  se  supuso  escrita  fuera  de  esta  capital,  y 
obró,  no  el  efecto  que  mi  padre  (juería,  sino  el  que  debía 
obrar  en  un  corazón  sensible,  inocente  y  enamorado,  que 
fué  llenarlo  de  congoja,  exasperarlo  con  los  celos,  agi- 
tarlo con  la  desesperación  y  confundirlo  en  el  último 
abatimiento.  ■      , 

A  pocos  meses   de   esta  pesadumbre  se  cumplió  el 


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J 


OBRAS   ESCOGIDAS  103 

plazo  del  noviciado  y  profesó  mi  hermana,  sacrificando 
su  libertad,  no  á  Dios  gustosamente,  como  el  orador  decía 
en  el  pulpito,  sino  al  capricho  y  sórdido  interés  de  mi 

padre. 

Las  muchas  lágrimas  que  vertió  la  víctima  infeliz 
al  tiempo  de  pronunciar  la  fórmula  de  los  votos,  per- 
suadieron á  los  circunstantes  á  que  salían  de  un  cora- 
zón devoto  y  compungido;  pero  mis  padres  y  yo  bien 
sabíamos  la  causa  que  las  originaba.  Mi  padre  las  vio 
derramar  con  la  mayor  frialdad  y  dureza,  y  aun  me 
parece  (perdóneme  su  respetable  memoria)  tjue  se  com- 
placía en  oir  los  ayes  de  esta  mártir  de  la  obediencia  y 
del  temor,  como  se  complacía  el  tirano  Falaris  al  escu- 
char los  gritos  y  gemidos  de  los  miserables  que  ence- 
rraba en  su  toro  atormentador;  ^  pero  mi  madre  y  yo 
llorábamos  á  su  igual,  y  aunque  nuestras  lágrimas  las 
producía  el  conocimiento  de  la  pena  de  la  desgraciada 
Isabel,  pasaron  en  el  concepto  de  los  más  por  efecto  de 
una  ternura  religiosa. 

Se  concluyó  la  función  con  las  solemnidades  y  cere- 
monias acostumbradas;  nos  retiramos  á  casa  v  mi  her- 
mana  á  su  cárcel,  que  así  llamaba  á  la  celda  cuando  se 
explayaba  conmigo  en  confianza. 

'  Hien  conocido  es  de  los  eruditos  el  toro  de  Falaris.  Este  era  un  buey  grande  y 
liueco,  hecho  de  bronce,  dentro  del  cual  dicho  tirano  hacia  meter  á  los  que  quería  ator- 
mentar extrañamente,  y  estando  encerrados  hacía  poner  fuego  alrededor  del  toro,  el 
que,  penetrando  á  los  infelices,  los  hacía  morir  entre  las  más  terribles  ansias,  crujiendo 
el  aire  sus  ayes  que  parecían  bramidos  de  la  infernal  máquina. 


104 


PENSADOR    MEXICANO 


El  tumulto  de  las  pasiones  agitadas  (jue  se  habían 
conjurado  contra  ella,  pasando  del  espíritu  al  cuerpo,  le 
causó  una  fiebn^  tan  maligna  y  violenta,  que  en  siete 
días  la  separó  del  número  de  los  vivientes...  ¡Ay,  amada 
Isabel  I  ¡Querida  hermana  I  ¡Víctima  inocente  sacrificada 
en  las  inmundas  aras  do  la  vanidad,  á  sombra  de  la  fun- 
dación de  un  mayorazgo!  Perdone  tu  triste  sombra  la 
imprudencia  de  mi  padre,  y  reciba  mis  tiernos  y  amo- 
rosos recuerdos  en  señal  del  amor  con  que  te  quise  y  del 
interés  que  siempre  tomé  en  tu  desdichada  suerte;  y 
usted,  amigo,  disculpe  estas  naturales  digresiones. 

Cuando  mi  padre  supo  su  fallecimiento,  recibió  por 
mano  de  su  confesor  una  carta  cerrada  que  decía  así: 


«Padre  y  señor:  La  muerte  va  á  cerrar  mis  ojos. 
A  usted  debo  el  morir  en  lo  más  llorido  de  mis  años. 
Por  obediencia...  No.  por  miedo  de  las  amenazas  de 
usted,  abracé  un  estado  para  el  que  no  era  llamada  de 
Dios.  Forzadamente  sacrilega,  ofrecí  á  Su  Majestad  mi 
corazón  á  los  pies  de  los  altaros;  pero  mi  corazón  estaba 
ofrecido  y  consagrado  de  antemano  con  mi  entera  volun- 
tad al  caballero  Jacobo.  Cuando  me  prometí  por  suya 
puse  á  Dios  por  testigo  de  mi  verdad,  y  este  juramento  lo 
habría  cumplido  siempre  y  lo  cumpliera  en  el  instante 
de  espirar,  á  ser  posible;  mas  ya  son  infructuosos  estos 
deseos.    Yo  muero  atormentada,  no  de  fiebre,  sino  del 


.-.v  .„^ 


OBRAS   ESCOGIDAS 


105 


sentimiento  de  no  haberme  unido  con  el  objeto  que  más 
amé  en  este  mundo;  pero  á  lo  menos  entre  el  exceso 
de  mi  dolor  tengo  el  consuelo  de  que,  muriendo,  cesará 
la  penosa  esclavitud  á  que  mi  padre...  ¡(jué  dolor  I  mi 
mismo  padre  me  condenó  sin  delito.  Espero  que  Dios 
se  apiadará  de  mí,  y  le  pide  use  con  usted  de  su  infinita 
misericordia  su  desgraciada  hija,  la  joven  más  infeliz. — 

ISAHl'í,.  V  '  ~ 

Esta  carta  cubrió  de  horror  v  de  tristeza  el  corazón 
de  mi  padre,  así  como  la  noche  cubre  de  luto  las  bellezas 
de  la  tierra.  Desde  aquel  día  se  encerró  en  su  recámara, 
donde  estaba  el  retrato  de  mi  hermana  vestida  de  monja; 
lloraba  sin  consuelo,  besaba  el  lienzo  y  lo  abrazaba  á 
cada  instante;  se  negó  á  la  conversación  de  sus  más 
gratos  amigos;  abandonó  sus  atenciones  domésticas; 
aborreció   las   viandas   más   sazonadas   de   su  mesa,  el 


'  Nada  tiene  de  violento  ni  fabuloso  este  pasaje;  mil  han  sucedido  por  su  tenor. 
F,l  doctor  Boneta,  en  su  librito  ya  citado  Gritos  del  Infierno,  en  la  pág.  210,  refiere:  «que 
una  de  estas  forzadas,  estando  para  morir,  preguntó  al  confesor:  —  Padre,  si  me  muero 
¿dejare  de  ser  monja? —  \  respondiéndola  que  sí,  empezó  ella  misma  á  cerrarse  los  ojos 
y  á  hacer  los  esfuerzos  más  rabiosos  para  adelantarse  la  muerte.)  Hasta  aquí  el  autor 
citado.  ^  qué,  ^será  esto  lo  más  ni  lo  único  que  se  ha  visto  con  estas  pobres  que  han  sido 
monjas  contra  su  voluntad?  ¡quiéralo  Dios!  pero  México  mismo  ha  visto  casos  funes- 
tísimos tejidos  de  la  propia  tela,  que  no  referimos  porque  algunos  son  muy  recientes  y 
privados  para  muchos.  ¡  De  cuántos  crímenes  son  reos  ante  el  cielo  los  que  violentan 
á  sus  hijas  á  ser  monjas,  y  de  cuántos  modos  puede  hacerse  esta  violencia!  Lo  conciso 
de  una  nota  no  permite  hacer  una  completa  explicación;  pero  los  padres  timoratos  y 
amantes  de  sus  hijas  ya  se  guardarán  de  forzarles  su  inclinación  ni  con  amenazas,  ni 
con  ruegos,  ni  con  promesas,  ni  con  halagos,  ni  con  persuasiones,  ni  con  nada  que 
huela  á  fuerza  física  ó  virtual,  si  no  quieren  comparecer  reos  de  la  más  rigorosa  respon- 
sabilidad ante  el  más  justo  de  los  jueces. 

PERIQUILLO   SARNIENTO. —  T.    H  ,    C.  —  27. 


106 


PENSADOR    MEXICANO 


sueño  liuyó  de  sus  ojos;  toda  diversi()n  le  repugnaba; 
huía  los  consuelos  como  si  lucran  agravios;  separó  hasta 
la  cama  y  habitación  de  mi  madre,  y  para  decirlo  de  una 
vez,  la  negra  melancolía  llenó  de  opacidad  su  corazón, 
hurtó  el  color  de  sus  mejillas  y  dentro  de  tres  meses 
lo  condujo  al  sepulcro,  después  de  haber  arrastrado  no- 
venta días  una  vida  tristemente  fatigada.  Feliz  será  mi 
padre  si  compurgó  con  estas  penas  el  sacrificio  que  hizo 
de  mi  hermana. 

Muerto  él,  entró  en  absoluta  posesión  del  mayorazgo 
mi  hermano  Damián,  ya  casado;  mi  madre  y  yo,  que  era 
el  menor,  nos  luímos  á  su  casa,  donde  nos  trató  bien 
algunos  días,  al  cabo  de  los  cuales  se  mudó,  por  los  con- 
sejos de  su  mujer,  que  no  nos  quería,  y  comenzaron  los 
litigios. 

Yo  no  pude  sufrir  que  vejaran  á  mi  madre,  y  así 
traté  de  separarla  de  una  casa  donde  éramos  aborrecidos. 
Como,  por  razón  de  ser  hijo  de  rico,  mi  padre  no  me 
dedicó  á  ningún  oficio  ni  ejercicio  con  ([ue  pudiera  adqui- 
rir mi  subsistencia,  me  hallé  en  una  triste  viviendita  con 
madre  á  quien  mantener  y  sin  tener  para  ello  otro  arbi- 
trio que  los  cortos  y  dilatados  socorros  del  mayorazgo. 

En  tan  infeliz  situación  me  enamoré  de  una  mucha- 
cha que  tenía  quinientos  pesos,  y  más  bien  por  los  qui- 
nientos pesos  que  por  ella,  ó  séame  lícito  decir,  que  más 
por   recibir   aquel    dinero   para   socorrer  á  mi  pobre  y 


» 


OBRAS   ESCOGIDAS  107 


amada  madre  que  por  otra  cosa,  me  casé  con  la  dicha 
joven;  recibí  la  dote,  que  concluyó  en  cuatro  días,  que- 
dándome peor  que  antes  y  cada  día  peor,  pues  de  repente 
me  hallé  con  madre,  mujer  y  tres  criaturas. 

Mis  desdichas  crecían  al   par  de  los  días;   me  fué 
^  preciso  reducir  mi  familia  á  esta  triste  accesoria,  porque 

>  mi  hermano  probó  en  juicio  que  ya  no  tenía  obligación 

de  darme  nada.  Mi  mujer,  que  tenía  una  alma  noble  y 
sensible,  no  pudiendo  sufrir  mis  infortunios,  rindió  la 
vida  á  los  rigores  de  una  extenuación  mortal,  ó  por 
decirlo  sin  disfraz,  murió  acosada  del  hambre,  desnudez 
y  trabajos. 

Yoj  á  pesar  de  esto,  jamás  he  podido  prostituirme  al 
juego,  embriaguez,  estafa  ó  ladronicio.  Mis  desdichas  me 
persiguen;  pero  mi  buena  educación  me  sostiene  para  no 
precipitarme  en  los  vicios.  Soy  un  inútil,  no  por  culpa 
mía,  sino  por  la  vanidad  de  mi  padre;  pero  al  mismo 
tiempo  tongo  honor,  y  no  soy  capaz  de  abandonarme  á  lo 
mayorazgo  (dígolo  por  mi  hermano). 

Cate  usted  aquí  en  resumen  toda  mi  vida   y  calí- 
fique  en  la  balanza  de  la  justicia  si  seré  picaro,  como 
me  juzgó,  ú  hombre  de  bien  como  le  significo;  y  cuando, 
:>         conforme  á   la   razón,    crea   que  soy  hombre  de   bien, 
¿í         advierta  que  no  son  los  hombres  lo  que   parecen   por 
-;         su  exterior.    Hombres  verá  usted  en  el  mundo  vestidos 
de  sabios  y  son  unos  ignorantes;  hombres  vestidos  de 


108 


PENSADOR    MEXICANO 


caballeros  y,  á  lo  menos  en  sus  acciones,  son  unos  ple- 
beyos ordinarios;  hombres  vestidos  de  virtuosos  ó  que 
aparentan  virtud,  y  son  unos  criminales  encubiertos; 
hombres...  ¿pero  para  qué  me  canso?  Verá  usted  en  el 
mundo  hombres  á  cada  instante  indignos  del  hábito  que 
traen,  ó  acreedores  á  un  sobrenombre  honroso  (jue  no 
tienen,  aunque  no  se  recomienden  por  el  traje,  y  enton- 
ces conocerá  que  á  nadie  se  debe  calificar  por  su  exterior 
sino  por  sus  acciones. 

A  este  tiempo  tocó  la  puerta  la  viejecita  madre  del 
trapiento;  le  abrió  éste,  y  entró  con  tres  niñitos  de  la 
mano,  que  luego  fueron  á  pedirle  la  bendición  á  su  papá, 
quien  los  recibió  con  la  ternura  de  padre,  y  después  de 
acariciarlos  un  rato  me  dijo: — Vea  usted  el  fruto  de  mi 
amor  conyugal  y  los  únicos  consuelos  que  gozo  en 
medio  de  esta  vida  miserable. 

Á  pocos  momentos  de  esta  conversación,  se  entró 
para  adentro  y  salió  la  vieja  con  un  pocilio  de  aguar- 
diente y  unos  trapos,  y  me  curó  las  ligeras  roturas  de 
la  cabeza.  Después  vino  la  cena  y  cenamos  todos  con  la 
mayor  confianza;  acabada  me  dieron  una  pobre  colcha, 
que  conocí  hacía  falta  á  la  familia,  y  me  acosté  durmien- 
do con  la  mayor  tranquilidad. 

Á  otro  día  muy  temprano  me  despertaron  con  el 
chocolate,  y  después  que  lo  tomé,  me  dijo  el  trapiento: 
— Amiguito,  ya  usted  ha  visto  la  venganza  que  he  querido 


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OBRAS  ESCOGIDAS 


109 


tomar  del  agravio  que  me  hizo  ayer;  no  tengo  otra  cosa 
ni  otro  modo  con  que  manifestarle  que  lo  perdono;  pero 
usted  reciba  mi  voluntad  y  no  mi  trivial  agasajo.  I'nica- 
mente  le  ruego  que  no  pase  por  esta  calle,  pues  los  que 
han  sabido  que  usted  me  calumnió  de  ladrón,  si  lo  ven 
pasar  por  aquí  creerán,  no  que  el  juez  me  conoció  y  fió 
por  hombre  de  bien,  sino  que  nos  hemos  convenido  y 
confabulado,  y  esto  no  le  está  bien  á  mi  honor.  Sólo  esto 
le  pido  á  usted  y  Dios  lo  ayude. 

No  es  menester  ponderar  mucho  lo  que  me  conmo- 
vería una  acción  tan  heroica  y  generosa.  Yo  le  di  las 
más  expresivas  gracias,  lo  abracé  con  todas  mis  fuerzas 
para  significárselas  y  le  supliqué  me  dijera  su  nombre 
para  saber  siquiera  á  quién  era  deudor  de  tan  caritativas 
acciones;  pero  no  lo  pude  conseguir,  pues  él  me  decía: 
— ¿Para  qué  tiene  usted  que  meterse  en  esas  averigua- 
ciones? Yo  no  trato  de  lisonjear  mi  corazón  cuando 
hago  alguna  cosa  buena,  sino  de  cumplir  con  mis  debe- 
res. Xi  quiero  conocer  á  mis  enemigos,  para  vengarme 
de  ellos,  ni  deseo  que  me  conozcan  los  que  tal  vez  reci- 
ben por  mi  medio  un  beneficio;  porque  no  exijo  el  tribu- 
to de  su  gratitud,  pues  la  beneficencia  en  sí  misma  trae 
el  premio  con  la  dulce  interior  satisfacción  que  deja  en 
el  espíritu  del  hombre:  y  si  esto  no  fuera,  no  hubiera 
habido  en  el  mundo  idólatras  paganos  que  nos  han 
dejado  los  mejores  ejemplos  de  amor  hacia  sus  seme- 

PERIQUILLO    SARNIENTO. —  T.    II,   C.  —  28. 


lio 


PENSADOR    MEXICANO 


jantes.    Conque   excúsese   usted   de   esta   curiosidad ,    y 
adiós. 

Viendo  que  me  era  imposible  saber  quién  era  por  su 
boca,  me  despedí  de  él  con  la  mayor  ternura,  acordán- 
dome de  don  Antonio,  el  (|ue  me  favoreció  en  mi  prisión, 
y  me  salí  para  la  calle. 


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CAPÍTULO  V 


En  el  que  cuenta  Periquillo  la  bonanza  que  tuvo; 
el  paradero  del  escribano  Chanfaina ;  su  reincidencia  con  Luisa,  y  otras  cosillas  nada 

ingratas  á  la  curiosidad  de  los  lectores 


Salí,  pues,  de  la  casa  del  trapiento  medio  confuso  y 
avergonzado,  sin  acabar  de  persuadirme  cómo  podía 
caber  un  alma  tan  grande  debajo  de  un  exterior  tan 
indecente;  pero  lo  había  visto  por  mis  ojos,  y  por  más 
que  repugnara  ;i  mi  ninguna  filosofía,  no  podía  negar  su 
posibilidad. 


112 


PENSADOR    MEXICANO 


Así,  pues,  acordándome  del  trapiento  y  de  mi  ami- 
go don  Antonio,  me  anduve  de  calle  en  calle  sin  som- 
brero, sin  chupa  y  sin  blanca,  que  era  lo  peor  de 
todo. 

Ya  á  las  once  del  día  no  veía  yo  de  hambre,  y  para 
más  atormentar  mi  necesidad  tuve  que  pasar  por  la 
Alcaicería,  donde  saben  ustedes  que  hay  tantas  almuer- 
cerías,  y  como  los  bocaditos  están  en  las  puertas  provo- 
cando con  sus  olores  el  apetito,  mi  ansioso  estómago 
piaba  por  soplarse  un  par  de  platos  de  tlemolillo  con 
su  pilón  de  tostaditas  fritas;  y  así,  hambriento,  goloso 
y  desesperado,  me  entré  en  un  truquito  indecente  que 
estaba  en  la  misma  calle,  en  el  que  había  juego  de 
pillaje.  Hablaré  claro,  era  un  ari'dstradci'iío  como  aquel 
donde  me  metió  Januario. 

Éntreme,  como  digo,  y  después  de  colocado  en  la 
rueda,  me  quité  el  chalc^co  y  comencé  á  tratar  de  vender- 
lo, lo  que  no  me  costó  mucho  ti'abajo,  en  virtud  de  que 
estaba  bueno,  v  lo  di  en  la  friolera  de  seis  reales. 

De  ellos  rehundí  dos  en  un  zapato  para  ahnorzar:  y 
me  puse  á  jugar  los  otros  cuatro;  pero  con  tal  cuidado, 
conducta  v  fortuna,  nue  dentro  de  dos  horas  va  tenía  de 
ganancia  seis  pesos,  que  en  a(juellas  circunstancias  y  en 
aquel  juegihto  me  parecieron  seiscientos.  No  nguardé 
más,  sino  que,  ungiendo  (|ue  salía  á  desaguar,  tomé  el 
camino  del  bodegón  más  (jue  de  paso. 


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T^SfWT'^:'  '?r,    •'T'^'^r'^rvf. 


OBRAS   ESCOGIDAS 


113 


Me  metí  en  él  oliendo  y  atisbando  las  cazuelas  con 
más  diligencia  que  un  perro.  Pedí  de  almorzar,  y  me 
embauló  cinco  ó  seis  platitos  con  su  correspondiente  pul- 
que y  frijolillos;  y  ya  satisfecho  mi  apetito,  me  marché 
otra  vez  para  el  truco  con  designio  de  comprar  un  som- 
brero, que  lo  conseguí  fácilmente  y  á  poco  precio;  por 
señas  de  que  no  logré  de  esta  aventura  otra  cosa  que 
almorzar  y  tener  sombrero,  pues  todo  cuanto  los  había 
ganado  lo  perdí  con  la  misma  facilidad  que  lo  había 
adquirido.  De  suerte  que  no  tuve  más  gusto  que  calentar 
el  dinero,  porque  bien  hecha  la  cuenta  y  á  buen  compo- 
ner salí  á  mano;  pues  el  sombrero  me  costó  dos  reales,  y 
cuatro  (jue  gastaría  en  almuerzo  y  cigarros,  fueron  los 
seis  reales  en  que  vendí  mi  chaleco.  Esto  es  lo  que  regu- 
larmente sucede  á  los  jugadores:  sueñan  que  ganan  v  al 
fin  de  cuentas  no  son  sino  unos  depositarios  del  dinero 
de  los  otros,  y  esto  es  cuando  salen  bien,  que  las  más 
veces  vuelven  la  ganancia  con  rédito. 

A  consecuencia  de  haberme  quedado  sin  medio  real, 
me  quedé  también  sin  cenar,  y  por  mucho  lavor  del 
coime,  pasé  la  noche  en  un  banco  del  truco,  donde  no 
extrañé  los  saltos  de  las  pulgas  y  ratas,  las  chinches,  la 
música  de  los  desentonados  ronquidos  de  los  compa- 
ñeros, el  pestífero  sahumerio  de  sus  mal  digeridos  ali- 
mentos, el  porfiado  canto  y  aleteo  de  un  maldito  gallo 
que  estaba  á  mi  cabecera,   lo  mullido   del   colchón   de 

PEKIQUILO    SARNIENTO.  — T.    II,    C.—  29. 


114 


PENSADOR    MEXICANO 


tablas,  ni  ninguna  de  cuantas  incomodidades  proporcio- 
nan semejantes  posadas  provisionales. 

En  fin,  amaneció  el  día,  se  levantaron  todos  tra- 
tando de  desayunarse  con  aguardiente,  según  costum- 
bre, y  yo,  adivinando  qué  haría  para  meter  algo  debajo 
de  las  narices,  porque  por  desgracia  estaba  con  un  estó- 
mago robusto  que  deseaba  digerir  piedras  y  no  tenía  con 
qué  consolarlo. 

ICn  tan  tristes  circunstancias  me  acordé  que  aún 
tenía  rosario  con  su  buena  medalla  de  plata  y  unos  cal- 
zoncillos blancos  de  bramante  casi  nuevos.  Me  despojé  de 
todo  en  un  rincón,  v  como  cuando  tenía  hambre  vendía 
barato,  al  primero  (jue  me  ofreció  un  peso  por  ambas 
cosas  se  las  solté  prontamente  antes  que  se  arrepintiera. 

Me  luí  á  un  cale,  donde  me  hice  servir  una  taza  del 
tal  licor  con  su  correspondiente  mollete,  y  á  la  vuelta 
dejé  en  el  bodeg<')n  dos  reales  y  medio  depositados  para 
que  me  diesen  de  comer  al  medio  día;  compré  medio  de 
cigarros  y  me  volví  al  truquito  con  cuatro  reales  de  prin- 
cipal, pero  aliviado  del  estómago  y  contento,  porque  tenía 
segura  la  comida  y  los  cigarros  para  a(juel  día. 

Fueron  juntándose  los  cofrades  de  Briján  en  la 
escuela,  y  cuando  hubo  una  porción  considerable,  se 
pusieron  á  jugar  alegremente.  Yo  me  acomodé  en  el 
mejor  lugar  con  todos  mis  cuatro  reales  y  comenzaron 
á  correrse  los  albures. 


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OBRAS    ESCOGIDAS  115 

Empecé  á  apostar  de  á  medio  y  de  á  real,  según 
mi  caudal,  y  conforme  iba  acertando,  iba  subiendo  el 
punto  con  tan  buena  suerte,  que  no  tardé  mucho  en 
verme  con  cuatro  pesos  de  ganancia  y  mi  medalla,  que 
rescaté. 

No  quise  exponerme  á  que  se  me  arrancara  tan 
presto  como  el  día  anterior,  y  así,  sin  decir  ahí  quedan 
las  llaves,  me  salí  para  la  calle  y  me  luí  á  almorzar. 

Después  de  esta  diligencia,  comencé  á  vagar  de  una 
parte  á  otra  sin  destino,  casa,  ni  conocimiento,  pensando 
qué  haría  ó  dónde  me  acomodaría,  siquiera  para  asegurar 
el  plato  y  el  techo. 

Así  me  anduve  toda  la  mañana,  hasta  cosa  de  las 
dos  de  la  tarde,  hora  en  que  el  estómago  me  avisó  que  ya 
había  cocido  el  almuerzo  y  necesitaba  de  refuerzo;  y 
así,  por  no  desatender  sus  insinuaciones,  me  entré  á  la 
fonda  de  un  mesón  donde  pedí  de  comer  de  á  cuatro 
reales,  y  comí  con  desconfianza,  por  si  no  cenara  á  la 
noche.  . 

Luego  (jue  acabé  me  entré  al  truco  para  descansar 
de  tanto  como  había  andado  infructuosamente,  y  para 
divertirme  con  los  buenos  tacos  y  carambolistas;  pero 
no  jugaban  á  los  trucos,  sino  á  los  albures  en  un  rincón 
de  la  sala. 

Como  yo  no  tenía  mejor  rato  que  el  que  jugaba  á 
las  adivinanzas,  me  arrimé  á  la  rueda  con  alguna  cisca. 


116 


PENSADOR    MEXICANO 


porque  los  que  jugaban  eran  payos  con  dinero  y  ninguno 
tan  mugriento  y  desarrapado  como  yo. 

Sin  embargo,  así  que  vieron  que  el  primer  albur  que 
aposté  fué  de  á  peso,  y  que  lo  gané,  me  hicieron  lugar  y 
yo  me  determiné  á  jugar  con  valor. 

No  me  salió  malo  el  pensamiento,  pues  gané  como 
cincuenta  pesos,  una  mascada,  una  manga  y  un  billete 
entero  de  Nuestra  Señora  de  Guadalupe.    ' 

Cuando  m('  vi  tan  habilitado,  quise  levantarme  y 
salirme,  y  aún  hice  el  hincapié  por  más  de  dos  ocasiones; 
pero  como  me  veía  acertado  y  había  tanto  dinero,  me 
picó  la  codicia  y  me  clavé  de  firme  en  mi  lugar,  hasta 
(jue,  cansada  la  suiM'te  de  serme  Favorable,  volvió  contra 
mí  el  naipe  y  comencé  á  errar  á  gran  prisa;  de  manera 
que  si  lo  (jue  tenía  lo  había  ganado  en  veinte  albures,  lo 
perdí  todo  en  diez  ó  doce,  pues  quería  adivinar  á  tuerza 
de  dinero. 

En  fin,  á  las  cuatro  de  la  tarde  va  estaba  vo  sin 
blanca,  sin  manga,  sin  mascada  y  hasta  sin  mi  medalla. 
No  me  (juedó  sino  el  billete,  (jue  no  hubo  quién  me  lo 
quisiera  comprar  ni  dándolo  con  pérdida  de  un  real. 

Se  acabó  el  juego,  cada  uno  se  Fué  á  su  destino  y 
yo  me  salí  para  la  calle  con  un  real  <'>  dos  que  me  dieron 
de  barato. 

Me  encaminé  á  la  Alcaicería,  al  truquito  de  mi  cono- 
cido, y  después  de  darle  un  real  por  la  posada,   me  salí 


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OBRAS    ESCOGIDAS  117 

á  andar  las  calles  porque  no  tenía  otra  cosa  que  hacer. 
A  las  nueve  de  la  noche  cenó  de  á  medio,  y  me  t'uí  á 
acostar.  Pasé  una  noche  de  los  perros,  lo  mismo  que  la 
anterior.  A  otro  día  me  levanté  y  me  estuve  asoleando 
en  la  puerta  del  truco  hasta  las  diez,  hora  en  que,  viendo 
que  no  había  (juién  me  convidara  á  almorzar,  ni  teniendo 
con  qué  ingeniarme,  pues  el  que  más  me  ofrecía  era 
habilitarme  sobre  la  camisa,  la  que  no  tuve  valor  de 
desnudarme,  me  í'uí  á  andar,  fiado  en  el  reí'rancillo  que 
dice:  perro  que  no  anda  no  topa  hueso. 

Ya  iba  yo  por  esta  calle,  ya  por  la  otra,  sin  destino 
fijo  y  sin  serme  de  provecho  tanto  andar,  hasta  que, 
pasando  por  la  calle  de  Tiburcio,  vi  mucha  gente  en 
una  casa  en  cuyo  patio  había  un  tablado  con  dosel,  sillas 
y  guardias.  Como  todos  entraban,  entré  también  y  pre- 
gunté ¿qué  era  aquello?  Dijéronme  que  se  iba  á  hacer  la 
rifa  de  Nuestra  Señora  de  Guadalupe.  Al  momento  me 
acordé  de  mi  billete,  y  aunque  jamás  había  confiado  en 
tales  suertes,  me  quedé  en  el  patio,  más  bien  por  ver 
la  solemnidad  con  que  se  hacía  la  rifa  que  por  otra  cosa. 

En  efecto,  se  comenzó  ésta,  y  á  las  diez  ó  doce  bolas 
iué  saliendo  mi  número,  que  me  acuerdo  era  7,59(3,  pre- 
miado con  tres  mil  pesos.  Yo  paraba  las  orejas  cuando 
lo  estaban  gritando,  y  cuando  lo  fijaron  en  la  tabla  hasta 
me  limpiaba  los  ojos  para  verlo;  pero  cerciorado  de  que 
era  el  mismo  que  tenía,  no  sé  cómo  no  me  volví  loco 

PERIQUILO    SARNIENTO. —T.    II,    C.  —  30. 


118  PENSADOR    MEXICANO 

de  gusto,  porque  en  mi  vida  me  había  visto  con  tanto 
dinero. 

Salí  más  alegre  que  la  Pascua  florida  y  me  enca- 
minó para  el  truquito,  porque  por  entonces  no  tenía  me- 
jores conocimi<mtos  (|ue  el  coime  y  los  concursantes  del 
juego,  pues  aunque  cada  rato  encontraba  muchos  de  los 
que  antes  se  decían  mis  amigos,  unas  veces  hacía  yo  la 
del  cohetero,  por  no  verlos  de  vergüenza,  y  otras,  que 
eran  las  más,  ellos  hacían  que  no  me  veían  á  mí,  ya 
por  no  afrentarse  con  mi  pelaje  ó  ya  por  no  exponerse 
á  (jue  les  pidiera  alguna  cosa. 

Fuíme,  pues,  á  mi  conocido  departamento,  donde 
halló  ya  formada  la  rueda  de  tahúres  y  á  mi  amigo  el 
coime  presidiendo  con  su  alcancía,  cola,  barajas,  jabón, 
tijeras  y  demás  instrumentos  del  arte. 

Como  el  dinero  infunde  no  sé  qué  extraño  orgullo, 
luego  (jue  entró  los  saludó,  no  con  encogimiento  como 
antes,  sino  con  un  garbote  que  parecía  natural. — ¿Cómo 
va,  amigo  coime?  ¿Quó  hay,  camaradas?  les  dije.  —  l'^l  y 
y  ellos  apenas  alzaron  los  ojos  á  verme,  y  haciéndom.e 
un  dengue  como  la  dama  más  afiligranada  volvieron  á 
continuar  su  tarea  sin  responderme  una  palabra. 

Yo  entonces  apreté  las  espuelas  al  caballo  de  mi 
vanidad,  y  como  rabiaba  por  participarles  mi  fortuna, 
les  dije:  —  ¡Holal  ¿Ninguno  me  saluda,  eh?  Pero  ni  es 
menester.    Gracias  á  Dios  que  tengo  mucho  dinero  y  no 


'flSf,     ■■  yi-,  =-  -^'•-y. 


OBRAS   ESCOGIDAS  119 

necesito  á  ninguno  de  ustedes.  —  Uno  de  los  jugadores 
que  ese  día  asistía  á  la  mesa  me  conoció,  como  que  fué 
mi  condiscípulo  en  la  primera  escuela  y  sabía  mi  pro- 
nombre, y  al  oir  la  fanfarronada  mía  me  miró,  y  como 

i. 

burlándose  me  dijo:  —  ¡Oh,  Periquillo,  hijo!  ¿Tú  eres? 
¡Caramba!  ¿Conque  estás  muy  adinerado?  Vén,  hermano, 
siéntate  aquí  junto  de  mí,  que  algo  más  me  ha  de  tocar 
de  tu  dinero  que  á  las  ánimas. 

Me  hizo  lugar  y  yo  admití  el  íavor;  pero  ¡qué  mon- 
dada llevó  él  y  los  demás  cuando  advirtieron  cjue  dejé 
correr  ocho  ó  diez  albures  y  no  aposté  un  real !  Entonces 
el  condiscípulo  me  dijo: — ¿Pues  dónde  está  el  dinero, 
Periquillo? — Está  en  libranza,  dije  yo. — ¿En  libranza? — 
Y  muy  segura,  y  no  es  de  cuatro  reales,  sino  de  tres  mil 
pesotes.  —  Diciendo  esto,  les  mostré  mi  billete,  y  todos  se 
echaron  á  reir,  no  queriendo  persuadirse  de  mi  verdad, 
hasta  que  por  accidente  entró  allí  un  billetero  con  una 
lista,  y  yo  le  supliqué  me  la  prestara  para  ver  si  había 
salido  aquel  billete. 

De  que  el  coime  y  los  tahúres  vieron  que,  en  efecto, 
era  cierto  lo  que  les  había  dicho,  toda  la  escena  varió  en 
el  momento.  Se  suspendió  el  juego,  se  levantaron  todos, 
y  uno  me  da  un  abrazo,  otro  un  beso,  otro  un  apretón,  y 
cada  cual  se  empeñaba  por  distinguirse  de  los  demás  con 
las  demostraciones  de  su  afecto. 

La  noticia  sola  de  que  iba  á  tener  dinero  me  hizo 


120 


PENSADOR    MEXICANO 


no  haber  menester  nada  desde  aquel  instante  sin  costar- 
me  blanca;  porque  me  dieron  de  almorzar  grandemente; 
me  regalaron  dos  ó  tres  cajillas  de  cigarros  finos;  me 
facilitaron  dinero  para  jugar,  y  eso  empeñando  sus  capo- 
tes el  coime  y  otros;  bien  que  esto  no  lo  quise  admitir, 
dándoles  las  gracias  con  aire  de  rico,  considerando  que 
aquellos  favores  los  dirigía  el  interés,  y  aún  no  tenía  un 
peso  cuando  ya  mi  cabeza  estaba  llena  de  viento  y  me 
pesaba  la  amistad  de  aquellos  pobretes  trapientos. 

Sin  embargo,  como  los  había  menester,  á  lo  menos 
aquel  día,  permanecí  con  ellos,  ofreciendo  á  todos  mi 
protección  con  intento  de  no  cumplir  á  nadie  mi  prome- 
sa, y  ellos  me  adulaban  á  porfía,  confiando  en  que  los 
tres  mil  pesos  se  repartirían  entre  todos  á  prorrata,  y 
aun  creo  que  ya  estaban  haciendo  las  cuentas  de  en  lo 
que  los  habían  de  gastar. 

Finalmente,  comí,  bebí,  cené  y  chupé  todo  el  día 
sin  que  me  costara  nada.  A  la  noche  no  permitió  el 
coime  que  durmiera  en  el  banco  pelado,  como  las  dos 
noches  anteriores,  sino  que  á  fuerza  me  cedió  su  cama, 
acostándose  él  sobre  la  mesa  del  truco,  y  apenas  insinué 
que  me  incomodaba  el  canto  del  gallo,  cuando  lo  echaron 
á  la  calle.  * 

En  un  colchón,  á  lo  menos  blando,  con  sus  sábanas, 
colcha  y  almohada  no  pude  dormir;  toda  la  noche  se 
me  fué  en  proyectos.    A  las  cuatro  de  la  mañana  me 


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I 


OBRAS   ESCOGIDAS  121 

quedé  dormido,  y  voluntariamente  desperté  como  á  las 
ocho  del  día,  y  advertí  que  ya  estaban  todos  jugando  y 
guardando  un  silencio  poco  usado  entre  semejante  gente. 
Me  aproveché  de  su  atención,  me  hice  dormido  y  oí  que 
I  hablaban  sobre  mí,  aunque  en  voz  baja.  Uno  decía: — Yo 
tengo  esperanzas  de  sacar  todas  mis  prendas  con  esta 
lotería.  —  Otro:  —  Si  de  ese  dinero  no  me  hago  capote, 
ya  no  me  lo  hice  en  mi  vida.  — Otro:  —  Espero  en  Dios 
que  en  cuanto  cobre  señor  Perico  el  dinero  nos  remedia- 
mos todos.  — Y  como  que  sí,  decía  el  coime;  lo  bueno  es 
que  él  es  medio  crestón;  lo  que  importa  es  hacerle  la 
barba. 

Así  discurrían  todos  contra  los  pobres  tres  mil 
pesos,  y  yo,  (|ue  no  veía  las  horas  de  cobrarlos,  hice  que 
me  estiraba  y  despertaba.  Alcé  la  cabeza  y  no  los  había 
acabado  de  saludar,  cuando  va  tenía  delante  café,  choco- 
late,  aguardiente  y  bizcochos  para  que  me  desayunara 
con  lo  que  apeteciera.  Yo  tomé  el  café,  di  las  gracias  por 
todo  y  me  luí  á  cobrar  mi  billete. 

Querían  hilvanarse  conmigo  diez  ó  doce  de  aquellos 
leperuscos;  pero  yo  no  suírí  más  compañía  que  la  del 
condiscípulo,  que  ya  no  me  decía  Periquillo,  sino  Pedri- 
to;  y  por  fortuna  de  él  advertí  que  no  habló  una  palabra 
que  manifestara  interés  á  mi  dinero. 

Llegué  con  él  á  cobrar  el  billete,  y  no  sólo  no  me  lo 
pagaron,  sino  que  al  ver  nuestro  pelaje  desconfiaron  no 

PERIQUILO   SARNIENTO.  — T.    H,    C  — 31.  •  . 


■^4 


122 


PENSADOR    MEXICANO 


fuera  hurtado,  y  dándome  el  mismo  número  y  un  recibo, 
me  lo  detuvieron  exigiéndome  fiador. 

¿Quién  me  había  de  fiar  á  mí  en  aquellas  trazas,  no 
digo  en  tres  mil  pesos,  pero  ni  en  cuatro  reales?  Sin  em- 
bargo, no  desesperé;  me  luí  para  el  mesón  donde  había 
jugado  y  comprado  el  billete  dos  días  antes,  y  luego  que 
entré  y  me  conocieron  los  tahúres  y  el  coime,  comenza- 
ron á  pedirme  las  albricias  con  muchas  veras,  porque  el 
billetero  ya  les  había  dicho  como  había  salido  premiado 
con  tres  mil  pesos  el  número  que  había  vendido  allí. 

Yo,  al  ver  que  sabían  todos  lo  que  les  (juería  descu- 
brir, les  dije: — Gamaradas,  yo  estoy  pronto  á  pagar  las 
albricias;  pero  es  menester  (jue  ustedes  me  proporcionen 
un  fiador  que  me  han  pedido  en  la  lotería;  pues  como 
soy  pobre,  se  desconfía  de  mí  y  no  se  cree  que  el  billete 
sea  mío.  v  aun  me  lo  han  detenido. 

— Pues  eso  es  lo  de  menos,  dijo  el  coime;  aquí  esta- 
mos todos  que  vimos  comprar  a  usted  el  billete,  y  el 
billetero  que  lo  vendi»')  que  no  nos  dejará  mentir. — A  este 
tiempo  entró  el  dueño  del  mesón,  y  sabedor  del  asunto, 
de  su  voluntad  hizo  llevar  un  coche,  v  mandándome 
entrar  con  él.  fuimos  á  la  lotería,  en  donde  quedó  por  mí 
y  me  entregaron  el  dinero. 

Cuando  nos  volvimos,  me  decía  en  el  coche  el  señor 
que  me  hizo  Favor  de  cobrarlo:  —  Amigo,  ya  que  Dios  le 
ha  dado  á  usted  este  socorro   tan  considerable  por  un 


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OBRAS    ESCOGIDAS 


123 


I 


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4 


conducto  tan  remoto,  sepa  aprovechar  la  ocasión  y  no 
hacer  locuras,  porque  la  fortuna  es  muy  celosa,  y  en 
donde  no  se  aprecia  no  permanece. 

Estos  y  otros  consejos  semejantes  me  dio,  los  que  yo 
agradecí  suplicándole  me  guardase  mi  dinero.  MI  me  lo 
ofreció  así,  y  en  esto  llegamos  al  mesón. 

Subió  el  caballero  mi  plata,  dejándome  cien  pesos 
(|ue  le  pedí,  de  los  (jue  gasté  veinte  en  darles  albricias  al 
coime  y  compañeros  y  comer  muy  bien  con  mi  fámulo  y 
condiscípulo,  (jue  se  llamaba  Roque. 

A  la  tarde  me  fui  con  él  para  el  Parián,  en  donde 
compré  camisa,  calzones,  chupa,  capa,  sombrero  y  cuan- 
to pude  V  me  hacía  más  falta:  v  todo  esto  lo  hice  con  la 
ayuda  de  mi  Ro(iue,  (|uc  me  pintó  muy  bien.  Volvímonos 
al  mesón,  donde  tomé  un  cuarto,  y  aunque  no  había 
cama,  cené  y  dormí  grandemente  y  me  levanté  tarde,  á  lo 
rico. 

Luego  que  nos  desayunamos,  puse  un  recibo  de 
quinientos  pesos  y  se  lo  envié  al  señor,  mi  depositario, 
quien  al  momento  me  remiti*')  el  dinero:  salí  con  cien 
pesos  y  á  poco  andar  hallé  una  casa  que  ganaba  veinti- 
cinco mensuales,  la  que  tomé  luego  luego,  porque  me 
pareció  muy  buena. 

Después  me  llevó  Roque  á  casa  de  un  almonedero, 
con  quien  ajustó  el  ajuar  en  doscientos  pesos,  con  la 
condición  de  que  á  otro  día  había  de  estar  la  casa  puesta. 


124 


PENSADOR    MEXICANO 


Le  dejamos  veinte  pesos  en  señal  y  fuimos  á  la  tienda  do 
un  buen  sastre,  á  quien  mandé  hacer  dos  vestidos  muy 
decentes,  encargándole  me  hiciera  favor  de  solicitar  una 
costurera  buena  y  segura,  la  que  el  sastre  me  facilitó  en 
su  misma  casa.  Le  encargué  me  hiciera  cuatro  mudas  de 
ropa  blanca  lo  mejor  que  supiera,  y  (jue  fueran  las  cami- 
sas de  estopilla  y  á  proporción  lo  demás;  le  di  al  sastre 
ochenta  pesos  á  buena  cuenta  y  nos  despedimos. 

Ro(jue  me  dijo  (|ue  él  me  serviría  de  ayuda  de 
cámara,  escribiente  y  cuanto  yo  quisiera;  pero  que  estaba 
muy  trapiento.  Yo  le  ofrecí  mi  protección  y  nos  volvimos 
á  la  posada. 

Comimos  muy  bien,  dormimos  siesta,  y  á  las  cuatro 
me  eché  otros  cien  pesos  en  la  bolsa  y  nos  salimos  al 
Parián,  donde  habilité  á  Roque  de  algunos  trapillos 
regulares,  y  compré  un  relox  que  me  costó  no  sé  cuánto; 
pero  ello  fué  que  me  sobró  un  peso  con  el  (jue  fuimos 
ú  refrescar,  y  después  volvimos  al  mesón,  saqué  dinero  y 
nos  fuimos  á  la  comedia. 

Después  de  ésta,  cenamos  en  la  fonda,  tomamos 
vinos  y  nos  fuimos  á  acostar. 

Así  se  pasaron  cuatro  ó  cinco  días  sin  hacer  más 
cosa  de  provecho  que  pasear  y  gastar  alegremente.  Al  lin 
de  ellos  entró  el  sastre  al  mesón  y  me  entregó  dos  vesti- 
dos completos  y  muy  bien  hechos  de  un  paño  riquísimo; 
las  cuatro  mudas  de  ropa,  como  yo  las  quería,  y  la  cuen- 


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OBRAS   ESCOGIDAS 


125 


ta,  por  la  que  salía  yo  restando  ciento  y  pico  de  pesos. 
No  me  metí  en  averiguaciones,  sino  que  le  pagué  de 
contado  y  aun  le  di  su  gala.  ¡Qué  cierto  es  que  el  dinero 
que  se  adquiere  sin  trabajo  se  gasta  con  profusión  y  con 
una  falsa  liberalidad! 

A  poco  rato  de  haberse  despedido  el  sastre,  entró  el 
almonedero  avisando  estar  la  casa  ya  dispuesta,  que  sólo 
laltaba  ropa  de  cama  y  criados;  que  si  yo  quería,  me  lo 
lacilitaría  todo,  según  le  mandara,  pero  que  necesitaba 
dinero. 

Díjele  que  sí;  que  quería  las  sábanas,  colcha,  sobre- 
cama y  almohadas  nuevas,  una  cocinera  buena  y  un  mu- 
chacho mandadero;  pero  todo  cuanto  antes.  Le  di  para 
ello  el  dinero  que  me  pidió  y  se  fué. 

Aquel  día  lo  pasé  en  ociosidad  como  los  anteriores, 
y  al  siguiente  volvió  el  almonedero  diciéndome  que  sólo 
mi  persona  faltaba  en  la  casa.  Entonces  mandé  á  Roque 
trajera  un  coche,  y  pasé  á  la  vivienda  de  mi  deposita- 
rio tan  otro  y  tan  decente  que  no  me  conocía  á  primera 
vista. 

Cuando  se  hubo  certificado  de  que  yo  era,  me  dijo:  — 
No  me  parece  mal  que  usted  se  vista  decente;  pero  sería 
mejor  que  arreglara  su  traje  á  su  calidad,  destino  y  pro- 
porciones. Supongo  que  por  lo  primero  no  desmerece 
usted  ese  ni  otro  más  costoso;  pero  por  lo  segundo,  esto 
es,  por  sus  cortas  facultades,  creeré  que  propasa  los  lími- 

PERIQUILO    SARNIENTO.  — T.    II,    C  — 32. 


126 


PENSADOR    MEXICANO 


tes  de  la  moderación,  y  que  á  diez  ó  doce  vestidos  de 
c'stos  le  ve  el  fin  á  su  principal.  Es  cierto  que  el  refrán 
vulgar  dice:  císfc/c  como  te  llamas;  y  así  usted,  llamán- 
dose don  Pedro  Sarmiento  y  teniendo  con  qué,  debe 
vestirse  como  don  Pedro  Sarmiento,  esto  es,  como  un 
hombre  decente  pobre;  pero  ahora  me  parece  usted  un 
marqués  por  su  vestido,  aunque  sé  que  no  es  marqués 
ni  cosa  que  lo  valga  por  su  caudal. 

El  querer  los  hombres  pasar  rápidamente  de  un  es- 
tado á  otro,  ó  á  lo  menos  el  querer  aparentar  que  han 
pasado,  es  causa  de  la  ruina  de  las  familias  y  aun  de  los 
l'lstados  enteros.  No  crea  usted  que  consiste  en  otra  cosa 
la  mucha  pobreza  que  se  advierte  en  las  ciudades  popu- 
losas, que  en  el  lujo  desordenado  con  que  cada  uno  pre- 
tende salirse  de  su  esfera. 

Esto  es  tan  cierto  como  natural,  porque  si  el  que 
ad(]uiere,  por  ejemplo,  (juinientos  pesos  anuales  por  su 
empleo,  comercio,  oficio  ó  industria,  ((uiere  sostener  un 
lujo  (|ue  importe  mil,  necesariamente  que  ha  de  gastar 
los  otros  (juinientos  por  medio  de  las  drogas,  cuando  no 
sea  por  otros  medios  más  ilícitos  y  vergonzosos.  Por  eso 
dice  un  refrán  antiguo  (¡uc  el  (¡iie  (¡asia  dk'is  de  lo  (¡uc 
tiene,  no  debe  enojarse  si  le  di/eren  ladi'ún. 

Las  mujeres  poco  prudentes  no  son  las  menos  que 
contribuven  á  arruinar  las  casas  con  sus  vanidades  im- 
portunas.    En  ellas  es  por  lo  común  en  las  que  se  ve  el 


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OBRAS    ESCOGIDAS 


127 


lujo  entronizado.  La  mujer  ó  hija  de  un  médico,  abogado 
ú  otro  semejante  quiere  tener  casa,  criados  y  una  decen- 
cia que  compita,  6  á  lo  menos  iguale,  á  la  de  una  mar- 
(juesa  rica;  para  esto  se  compromete  el  padre  ó  el  marido 
de  cuantos  modos  le  dicta  su  imprudente  cariño,  y  á  la 
corta  ó  á  la  larga  resultan  los  acreedores;  se  echan  sobre 
lo  poco  (|ue  existe,  el  crédito  se  pierde  y  la  lamiHa  perece. 
Yo  he  visto,  después  de  la  muerte  de  un  sujeto,  concur- 
sar sus  bienes,  y  lo  miás  notable,  haber  tenido  lugar  en  el 
concurso  el  sastre,  el  peluquero,  el  zapatero,  y  creo  que 
hasta  la  costurera  y  el  aguador,  porque  á  todos  se  les 
debía.  Con  semejantes  avispas  ¿qué  jugo  les  (|uedaría  á 
los  pobres  hijos?  Ninguno  por  cierto.  Estos  perecieron 
como  perecen  otros  sus  ¡guales.  Poro  ¿qué  había  de  su- 
ceder si  cuando  el  padre  vivía  no  alcanzaban  las  rentas 
para  sostener  coche,  palco  en  el  coliseo,  obsequios  á 
visitas,  gran  casa,  galas  y  todos  los  desperdicios  acceso- 
rios á  semejantes  í'rancachelas?  La  llaga  estuvo  solapada 
en  su  vida;  los  respetos  de  su  empleo  para  con  unos  y  la 
amistad  ó  la  adulación  para  con  otros  de  los  acreedores, 
las  tuvieron  á  raya  para  no  cobrar  con  exigencia;  pero 
'•uando  murió,  como  faltó  á  un  tiempo  el  temor  y  el  inte- 
rés, cayeron  sobre  los  pocos  bienecillos  que  habían  que- 
iado  y  dejaron  á  la  viuda  en  un  petate  con  sus  hijos. 

Este  cuento  refiero  á  usted  para  que  abra  los  ojos  y 
^epa  manejarse  con  su  corto  principalito  sin  disiparlo  en 


128 


PENSADOR    MEXICANO 


costosos  vestidos;  porque  si  lo  hace  así,  cuando  menos 
piense  se  quedará  con  cuatro  trapos  que  mal  vender  y 
sin  un  peso  en  su  baúl. 

Fuera  de  que,  bien  mirado,  es  una  locura  querer  uno 
aparentar  lo  que  no  es,  á  costa  del  dinero,  y  exponiéndose 
á  parecer  lo  que  es  en  realidad  con  deshonor.  Esto  se 
llama  quedarse  pobre  por  parecer  rico.  Yo  no  dudo  que 
usted  con  ese  traje  dará  un  gatazo  á  cualquiera  que  no 
lo  conozca;  porque  quien  lo  vea  hoy  con  un  famoso  ves- 
tido y  mañana  con  otro,  no  se  persuadirá  á  que  su  gran 
caudal  se  reduce  á  dos  mil  y  pico  de  pesos,  sino  (jue  juz- 
gará que  tiene  minas  ó  haciendas,  y  como  en  esta  vida 
hay  tanto  lisonjero  interesable,  le  harán  la  rueda  y  le 
prodigarán  muchas  y  rendidas  adulaciones;  pero  cuando 
usted  llegue,  como  debe  llegar  si  no  se  aprovecha  de  mis 
consejos,  á  la  última  miseria,  y  no  pudiendo  sostener  la 
cascarita  conozcan  que  no  era  rico  sino  un  pelado  vani- 
doso, entonces  se  convertirán  en  amarguras  los  gustos,  y 
los  acatamientos  en  desprecios. 

Conque  ya  le  he  predicado  amistosamente  con  la 
lengua  y  pudiera  predicarle  con  el  ejemplo.  Veinte  mil 
pesos  cuento  de  principal ;  me  ha  venido  la  tentación  de 
tenerle  una  muy  buena  casa  á  mi  mujer  y  un  cochecito, 
y  ya  ve  usted  que  me  sería  fácil;  pues  todavía  no  me 
det<.Tmino.  Pero  ¡qué  más!  la  muestra  que  usted  tiene 
sin  disputa  es  mejor  que  la  mía. 


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OBRAS    ESCOGIDAS 


129 


Acaso   calificará   usted    esta   economía   de   miseria, 
pero  no  lo  es.    Yo  tengo  también  mi  pedazo  de  amor 
propio  y  vanidad,  como  todo  hijo  de  su  madre,  y  esta 
vanidad  es  la  que  me  tiene  á  raya.   ¿Lo  creerá  usted? 
Pues  así  es.    Yo  quisiera  tener  coche;  pero  este  coche 
pide  una  gran  casa,  esta  casa  muchos  criados,  buenos 
salarios  para  que  sirvan  bien,  y  estos  salarios  fondos 
para  que  no  se  acaben  en  cuatro  días.    A  esto  se  sigue 
mucha  y  buena  ropa,  un  ajuar  excelente,  media  vajilla 
cuando  menos  de  plata;  palco  en  el  coliseo,  otro  coche 
de  gala,  dos  ó  tres  troncos  de  muías  buenas,  lozanas  y 
bien  mantenidas,  lacayos  y  lodo  aquello  que  tienen  los 
ricos  sin  fatiga,  y  yo  lo  tendría  cuatro  días  con  ansias 
mortales,    y    al  cabo    de    ellos,  como  que   mi  principal 
no  es  suficiente,    daría  al   traste   con  coches,   criados, 
muías,  ropa  y  cuanto  hubiera,  siéndome  preciso  sufrir 
el   sacrificio   de    haber   tenido    y    no    tener,    á   más   de 
los  desprecios  que  tienen  que  sufrir  los  últimos  indi- 
gentes. 

Así  es  que  no  me  resuelvo,  amigo,  y  más  vale 
paso  que  dure  que  no  trote  que  canse.  Yo  no  quiero 
que  en  mí  sea  virtud  económica  la  que  me  contiene  en 
mis  límites,  sino  una  refinada  vanidad;  sin  embargo, 
cl  efecto  es  saludable,  pues  no  debo  nada  á  ninguno;  no 
tongo  necesidad  de  cosa  alguna  de  las  precisas  para  el 
hombre;   mi  familia  está  decente  y  contenta;  no  tengo 

PERIQUILLO   SARNIENTO.  — T.    II,   C  — 33. 


130 


PENSADOR    MEXICANO 


zozobras  de  que  se  me  arranque  pronto,   y  disfruto  de 
las  mejores  satisfacciones. 

Si  usted  me  dijere  (jue  para  tener  coche  no  es  nece- 
sario tener  tanto  boato  como  el  que  le  pinté,  diré  que 
según  los  modos  de  pensar  de  las  gentes;  pero  como  yo 
no  había  de  ser  de  los  que  tienen  coche  y  le  deben  el 
mes  á  la  cocinera,  si  se  ofrece,  de  ahí  es  que  para  mí 
era  menester  más  caudal  que  para  ellos;  porque,  amigo, 
es  una  cosa  muy  ridicula  ostentar  lujo  por  una  parte 
y  manifestar  miseria  por  otra:  tener  coche  y  sacar  muías 
que  se  les  cuenten  las  costillas  de  flacas,  ó  unos  cocheros 
que  parezcan  judas  de  muchachos;  tener  casa  grande 
por  un  lado  y  por  otro  el  casero  encima;  tener  baile 
y  paseos  por  un  extremo  y  por  otro  acreedores,  trampas 
y  boletos  del  montepío  á  puñados.  i 

No,  amigo,  esto  no  me  acomoda;  y  lo  peor  es  que 
de  estas  ridiculeces  hay  bastantes  en  México  y  en  donde 
no  es  México. 

¿Pues  qué  lo  diré  á  usted  de  un  oficial  mecánico 
ó  de  otro  pobre  igual,  que  no  contando  sino  con  una 
ratería  que  adquiere  con  sumo  trabajo,  se  nos  presenta 
el  domingo  con  casaca  y  el  resto  del  vestido  correspon- 
diente á  un  hombre  de  posibles,  y  el  lunes  está  con  su 
capotillo  de  mala  muerte?  ¿Qué  diré  de  uno  que  vive 
en  una  accesoria,  que  le  debe  al  casero  un  mes  ó  dos, 
cuya  mujer  está  sin  enaguas  blancas  y  los  muchachos 


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OBRAS   ESCOGIDAS 


131 


más  llenos  de  tiras  que  un  espantajo  de  milpa,  y  él  gasta 
en  un  paseo  ó  un  almuerzo  ocho  ó  diez  pesos,  teniendo 
tal  vez  que  empeñar  una  prenda  á  otro  día  para  desayu- 
narse? Diré  que  son  unos  vanos,  unos  presumidos  y 
unos  locos;  v  esto  mismo  din'  de  usted  si  le  sucediere 
igual  caso.  Conque  usted  hará  lo  (|ue  quiera,  que  harto 
le  he  dicho  por  su  bien. 

Yo  me  prendé  de  aquel  hombre  que  tan  bien  me 
aconsejaba  sin  interés;  pero  no  trataba  de  admitir  por 
entonces  sus  consejos;  y  así,  dándole  las  gracias  de  boca, 
le  prometí  observarlos  exactamente  y  le  pedí  mi  dinero. 

D¡('»melo  en  el  momento,  exigiéndome  un  recibo. 
Yo  le  di  veinticinco  pesos  como  de  albricias.  Rehusólos 
recibir  muchas  veces;  pero  yo  porfié  con  tal  tenacidad 
en  que  los  tomara  que  al  fin  los  tomó;  mas  delante  de 
mí  cogió  un  clavo  y  un  martillo  y  comenzó  á  señalarlos 
uno  por  uno,  y  concluida  esta  diligencia,  los  guardó 
en  una  gaveta  de  su  escribanía. 

Yo  le  pregunté  que  para  qué  era  aquella  cere- 
monia. Y  él  me  respondió  que  no  había  menester  di- 
nero; y  así,  que  lo  guardaba  para  darlo  de  limosna  á 
un  infeliz  miserable.  —  Pero  ¿siendo  uno^mismo  cualquier 
dinero  nuestro  en  su  valor,  le  dije,  no  puede  usted  darle 
"tros  pesos  á  ese  pobre,  y  no  esos  propios  que  ha  mar- 
cado?— Eso  tiene  mucho  misterio,  me  dijo,  y  quiera  Dios 
que  usted  no  lo  comprenda. 


-í- 


132 


PENSADOR    MEXICANO 


Con  esto  me  despedí  de  él,  cansado  de  tanta  conver- 
sación, y  dándole  el  dinero  á  Roque  nos  metimos  en  el 
coche  con  el  almonedero,  que  ya  estaba  aburrido  de 
esperarme. 

Llegamos  á  mi  casa,  (jue  la  hallé  bastantemente  lim- 
pia, provista  y  curiosa.  Me  posesioné  de  ella,  aunque 
no  me  gustó  mucho  la  cuenta  (|ue  me  presentó,  que  para 
no  cansarme  en  prolijidades,  ascendió  á  no  só  cuánto; 
ello  es  que  en  vestidos,  ociosidades,  albricias  y  casa  ajua- 
rada se  gastaron  en  cuatro  días  mil  y  doscientos  pesos. 

Por  mi  desgracia  la  cocinera  que  me  buscó  el  almo- 
nedero fué  aquella  Luisa  que  sirvió  de  dama  á  Chan- 
faina V  á  mí. 

Luego  que  el  almonedero  me  la  presenten  la  conocí, 
y  ella  me  conoció  perfectamente;  pero  uno  y  otro  disi- 
mulamos. El  almonedero  se  fué  pagado  á  su  casa;  yo 
despaché  á  Roque  á  traer  puros,  y  llamé  á  Luisa,  con 
la  que  me  explayé  á  satisfacción,  contándome  ella  como 
luego  que  salí  de  casa  del  escribano  y  él  tras  de  mí,  huyó 
ella  del  mismo  modo  que  yo,  y  se  fué  á  buscar  sus  aven- 
turas en  solicitud  mía,  pues  me  amaba  tan  tiernamente 
(|ue  no  se  hallaba  sin  mí;  que  supo  como  Chanfaina  no 
hallándola  en  su  casa  y  estando  tan  apasionado  por  ella, 
se  enfermó  de  C(')lera  y  murió  á  poco  tiempo;  que  ella  se 
mantuvo  sirviendo  ya  en  esta  casa,  ya  en  la  otra,  hasta 
que  aquel  almonedero,  á  quien  había  servido,   la  había 


PENSADOR    MEXICANO 


133 


solicitado  para  acomodarla  en  la  mía,  y  que  pues  estados 
mudan  costumbres  y  ella  me  había  conocido  pobre  y  ya 
era  rico,  se  contentaría  con  servirme  de  cocinera. 

Gomo  el  demonio  de  la  muchacha  era  bonita  v  vo 
no  había  mudado  el  carácter  picaresco  que  profesaba, 
le  dije  que  no  sería  tal,  pues  ella  no  era  digna  de  servir 
sino  de  que  la  sirvieran. 

En  esto  vino  Rofjue,  y  le  dije  que  aquella  muchacha 
era  una  prima  mía  y  era  fuerza  protegerla.  Roque,  (jue 
ora  buen  picaro,  entendió  la  maula  y  me  apoyó  mis 
sentimientos.  Él  mismo  le  compró  buena  ropa,  solicitó 
cocinera,  y  cátenme  ustedes  á  Luisa  de  señora  de  la  casa. 

Yo  estaba  contento  con  Luisa;  pero  no  dejaba  de 
estar  avergonzado,  considerando  que  al  fin  había  entrado 
de  cocinera,  y  que,  por  más  que  yo  aparentara  á  Roque 
que  era  mi  prima,  él  era  harto  vivo  para  ser  engañado, 
y  lejos  de  creerme,  murmuraría  mi  ordinariez  en  su 
interior. 

Con  esta  carcoma  y  deseando  oir  disculpado  mi 
ilelito  por  su  boca,  un  día  que  estábamos  solos  le  dije:  — 
¿Qué  habrás  tú  dicho  de  esta  prima,  Roque?  Ciertamente 
no  creerás  que  lo  es,  porque  la  confianza  con  que  nos 
tratamos  no  es  de  primos,  y  en  efecto,  si  has  pensado 
lo  que  es,  no  te  has  engañado;  pero,  amigo,  ¿qué  podía 
yo  hacer  cuando  esta  pobre  muchacha  fué  mi  valedora 
¿antigua,  y  por  mí  perdió  la  conveniencia  que  tenía,  expo- 

PERIQUILLO   SARNIENTO.  — T.    II,   C  — 34. 


134 


PENSADOK    MEXICANO 


niéndose  .'i  sufrir  una  paliza  ó  á  cosa  peor?  Ya  ves  que 
no  era  honor  mío  el  abandonarla  ahora  que  tengo  cuatro 
reales:  pero,  sin  embargo,  no  dejo  de  tener  mi  vergüen- 
cilla,  porque  al  fin  fue  mi  cocinera. 

Roque,  que  comprendi(')  mi  espíritu,  me  dijo:  —  Eso 
no  te  debe  avergonzar,  Pedrito;  lo  primero,  porque  ella 
es  blanca  y  bonita,  y  con  la  ropa  que  tiene  nadie  la  juz- 
gará cocinera,  sino  una  marquesita  cuando  menos.  Lo 
segundo,  pon|ue  ella  te  quiere  bien,  es  muy  fiel  y  sirve 
de  mucho  para  el  gobierno  de  la  casa;  y  lo  tercero,  por- 
que aun  cuando  todos  supieran  que  había  sido  tu  coci- 
nera y  la  habías  ensalzado  haciéndola  dueña  de  tu  esti- 
mación, nadie  te  lo  había  de  tener  á  mal,  conociendo  el 
mérito  de  la  muchacha;  fuera  de  (|ue  no  es  esto  lo 
primero  que  se  ve  en  el  mundo.  ¡Cuántas  hay  que  pasan 
plaza  de  costureras,  recamareras,  etc.,  y  no  son  sino 
otras  Luisas  en  las  casas  de  sus  amantes  amos!  Conque 
no  seas  escrupuloso;  diviértete  y  ensánchate  ahora  que 
tienes  proporción,  como  otros  lo  hacen,  que  mañana 
vendrá  la  vejez  ó  la  pobreza  y  se  acabará  todo  antes  de 
(jue  hayas  gozado  de  la  vida. 

Claro  está  que  el  diablo  mismo  no  podía  haberme 
aconsejado  más  perversamente  que  Roque;  pero  ya  se 
sabe  que  los  malos  amigos  con  sus  inicuos  ejemplos  y 
perniciosos  consejos  son  unos  vicediablos  diligentísimos 
que  desempeñan  las  funciones  del  maligno  espíritu  á  su 


OBRAS   ESCOGIDAS 


135 


satisfacción,  y  por  eso  dice  el  venerable  Dutari,  que 
debemos  huir,  entre  otras  cosas,  de  los  demonios  que 
no  espantan,  y  éstos  son  los  malos  amigos. 

Tal  era  el  pobre  Roque,  con  cuyo  parecer  me  des- 
caré enteramente,  tratando  á  Luisa  como  si  fuera  mi 
mujer  y  holgándome  á  mis  anchuras. 

Raro  día  no  había  en  mi  casa  baile,  juego,  almuer- 
zos, comilitonas  y  tertulias,  á  todo  lo  que  asistían  con  la 
mayor  puntualidad  mis  buenos  amigos.  ¡Pero  qué  ami- 
gos! aquellos  mismos  bribones  que  cuando  estaba  pobre, 
no  sólo  no  me  socorrieron,  pero  ya  dije  <|ue  hasta  se 
avergonzaban  de  saludarme. 

Estos  lueron  los  primeros  que  me  buscaron,  los  que 
se  complacían  de  mi  suerte,  los  que  me  adulaban  á  todas 
horas  y  los  que  me  comían  medio  lado.  ¿Y  que  fuera  yo 
lan  necio  y  para  nada,  que  no  conociera  que  todas  sus 
lisonjas  las  dictaba  únicamente  su  interés,  sin  la  menor 
estimación  á  mi  persona?  Pues  así  fué,  y  yo,  (jue  estaba 
envanecido  con  las  adulaciones,  pagaba  sus  embustes  á 
peso  de  oro. 

No  sólo  mis  amigos  y  mis  antiguas  conocidas  me 
incensaban,  sino  que  hasta  la  fortuna  parece  que  se  em- 
peñaba en  lisonjearme.  Por  rara  contingencia  perdía  yo 
en  el  juego;  lo  frecuente  era  ganar,  y  partidas  considera- 
bles como  de  trescientos,  (¡uinientos  y  aun  mil  pesos, 
('on  esto  gastaba  ampliamente,  y  como  todos  me  lison- 


136 


PENSADOR    MEXICANO 


jeaban  tratándome  de  liberal,  yo  procuraba  no  perder  ese 
concepto,  y  así  daba  y  gastaba  sin  orden. 

Si  Luisa  se  hubiera  sabido  aprovechar  de  mis  locu- 
ras, pudiera  haber  guardado  alguna  cosa  para  la  mayor 
necesidad;  pero  fiada  en  que  era  bonita  y  en  que  yo  la 
(juería,  gastaba  también  en  profanidades,  sin  reflexionar 
en  que  podía  acabársele  la  hermosura  ó  cansarse  mi 
amor,  y  venir  entonces  á  la  más  desgraciada  miseria: 
mas  la  pobre  era  una  tonta  cocjuetilla  y  pensaba  como 
casi  todas  sus  compañeras. 

Yo  no  hacía  caso  de  nada.  La  adulación  era  mi 
plato  favorito,  y  como  las  sanguijuelas  que  me  rodeaban 
advertían  mi  simpleza  y  habían  aprendido  con  escritura 
el  arte  de  lisonjear  y  estafar,  me  lisonjeaban  y  estafaban 
á  su  salvo. 

Apenas  decía  yo  que  me  dolía  la  cabeza,  cuando 
todos  se  volvían  módicos  v  cada  uno  me  ordenaba  mil 
remedios;  si  ganaba  en  el  juego,  no  lo  atribuían  á 
casualidad,  sino  á  mi  mucho  saber;  si  daba  algún  ban- 
quetito,  mo  ensalzaban  por  más  liberal  que  Alejandro;  si 
bebía  más  de  lo  regular  y  me  embriagaba,  decían  que 
era  alegría  natural;  si  hablaba  cuarenta  despropósitos 
sin  parar,  me  atendían  como  á  un  oráculo,  y  todos  me 
celebraban  por  un  talento  raro  de  a(|uellos  que  el  mundo 
admira  de  siglo  en  siglo.  En  una  palabra,  cuanto  hacía, 
cuanto  decía,  cuanto  compraba,  cuanto  había  en  mi  casa, 


íTS*-;  ■  V^;.-_^i  •  • 


OBRAS    ESCOGIDAS 


137 


hasta  una  perrilla  roñosa  y  una  cotorra  insulsa  y  grita- 
dora, capaz  de  incomodar  con  su  can,  can,  al  mismo 
Job,  era  para  mis  caros  amigos  ¡y  qué  caros!  objeto  de 
su  admiración  y  sus  elogios. 

Pero  ¿qué  más.  si  Luisa  misma  se  reía  conmigo  á  so- 
las de  verse  adular  tan  excesivamente?  Y  á  la  verdad  tenía 
razón,  pues  el  almonedero  que  me  puso  la  casa  se  hizo 
mi  amigo,  con  ocasión  de  ir  á  ella  muy  seguido  á  vender- 
me una  porción  de  muebles  que  le  compré,  y  este  mismo, 
luego  que  vio  el  trato  que  yo  daba  á  Luisa,  olvidándose 
de  (|ue  él  propio  la  había  llevado  á  mi  casa  de  cocinera, 
la  cortejaba,  le  hacía  platos  en  la  mesa  y  con  la  mayor 
seriedad  le  daba  repetidamente  el  tratamiento  de  señorita. 

Cuatro  ó  cinco  meses  me  divertí,  triunfé  y  tiré  am- 
pliamente, y  al  fin  de  ellos  comenzó  á  serme  ingrata  la 
Ion  una.  ó  hablando  como  cristiano,  la  Providencia  fué 
disponiendo  ó  justiciera  el  castigo  de  mis  extravíos  ó 
piadosa  el  freno  de  ellos  mismos.  \^  .,  isr^  --•  .. 

Entre  las  señoras  ó  no  señoras  que  me  visitaban  iba 
una  buena  vieja  que  llevaba  una  niña  c<omo  de  diez  y 
sois  años,  mucho  más  bonita  que  Luisa,  y  á  laque  yo,  á 
•  'xcusas  de  ésta,  hacía  mil  fiestas  v  enamoraba  terca- 

1  ■  -  .  ■      ■  . 

mente,  creyendo  que  sa  coní|uista  me  sería  taii  íacjl 
como  la  (jue  había  conseguido  fe:  bíras^  pero  IH>; 

íué  así;  la  muchacha  era  muy  viva,  y  aun<jue  no  le 
])osaba  ser  querida,  no  quería  prostituirse  á  rñi  íáécívia.,.  ~ 

PERIQUILLO   SARNIENTO.  —  T.    11,    C. ---35.  /    ~ Z^  '  "         ^T- :  ;^"  .  '    >    :: 


í*^'" 


138 


PENSADOR    MEXICANO 


Tratábame  con  un  estilo  agridulce,  con  el  que  cada 
día  encendía  mis  deseos  y  acrecentaba  mi  pasión.  Cuando 
me  advirtió  embriagado  de  su  amor,  me  dijo  que  yo  tenía 
mil  prendas  y  merecía  ser  correspondido  de  una  prin- 
cesa; pero  que  ella  no  tenía  otra  que  su  honor,  y  lo  esti- 
maba en  más  que  todos  los  haberes  de  esta  vida;  que 
ciertamente  me  estimaba  y  agradecía  mis  finezas;  que 
sentía  no  poder  darme  el  gusto  que  yo  pretendía;  pero 
que  estaba  resuelta  á  casarse  con  el  primer  hombre  de 
bien  (jue  encontrara,  por  pobre  que  fuera,  antes  que 
servir  de  diversión  á  ningún  rico. 

Acabé  de  desesperarme  con  este  desengaño,  y  con- 
cibiendo que  no  había  otro  medio  para  lograrla  (jue  ca- 
sarme con  ella,  le  traté  del  asunto  en  aquel  mismo  ins- 
tante, y  en  un  abrir  y  cerrar  de  ojos  quedaron  celebrados 
entre  los  dos  los  esponsales  de  futuro. 

Mi  expresada  novia,  que  se  llamaba  Mariana,  dio 
parte  á  su  madre  de  nuestro  convenio,  y  ésta  quiso  con 
tres  más.  Yo  avisé  política  y  secretamente  lo  mismo  á 
un  religioso  grave  y  virtuoso  que  protegía  á  Mariana,  por 
ser  su  tío,  y  no  me  costó  trabajo  lograr  su  beneplácito 
para  nuestro  enlace;  pero  para  que  se  verificara  faltaba 
que  vencer  una  no  pequeña  dificultad,  que  consistía  en 
ver  cómo  me  desprendía  de  Luisa,  á  quien  temía  yo,  co- 
nociendo su  resolución  y  lo  poco  que  tenía  que  perder. 

Mientras  que  adivinaba  de  qué  medios  me  valdría 


""^^■v 


OBRAS   ESCOGIDAS 


139 


para  el  efecto,  no  me  descuidaba  en  practicar  todas  las 
precisas  diligencias  para  el  casamiento.  Fué  necesario 
ocurrir  á  mis  parientes  para  que  me  franquearan  mis 
informaciones.  Luego  que  éstos  supieron  de  mí  con  tal 
ocasión  y  se  certificaron  de  que  no  estaba  pobre,  ocu- 
rrieron á  mi  casa  como  moscas  á  la  miel.  Todos  me 
reconocieron  por  pariente,  y  hasta  el  picaro  de  mi  tío, 
el  abogado,  fué  el  primero  que  me  visitó  y  llenó  varias 
veces  el  estómago  á  mi  costa. 

Ya  las  más  cosas  dispuestas,  sólo  restaban  dos  nece- 
sarias: hacerle  las  donas  á  mi  futura  y  echar  á  Luisa  de 
casa.  Para  lo  primero  me  faltaba  plata;  para  lo  segundo 
me  sobraba  miedo;  pero  todo  lo  conseguí  con  el  auxilio 
de  Roque,  como  veréis  en  el  siguiente  capítulo. 


r 


*Gran  Sorteo  27  J^^    A  favor  del  * 
Santuario      0^|     de  nuestra 
Señora  de      ^^^    Guadalupe. 

□7^596ü 

Diez  y  seisavo  de  Billete  para  el  Sorteo ' 

\  veinte  y  siete  cfiu  se  celebra  en  la  RU  ¡j 

jj  Lotería  el  di  a  22  de  Agosto  de  1S06. 

cáao^r^  60596      -2 

1....16 
Vale  un  peso O.. 


I 


•  Mt  >.-^  •••« 


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^'¿^•r>?;^    ; 


■Tlj?'  -r-  •■  -    ■^j'  ;  •'rr^-'T^^i^^^ 


CAPITULO  VI 


En  el  que  se  refiere  cómo  echó  Periquillo  á  Luisa  de  su  casa, 
y  su  casamiento  con  la  niña  Mariana 


Tomado  el  dicho  á  mi  novia,  presentadas  las  infor- 
maciones y  conseguida  la  dispensa  de  vanas,  sólo  res- 
taba, como  acabé  de  decir,  hacerle  las  donas  á  mi  que- 
rida y  echar  de  casa  á  Luisa.  Para  ambas  cosas  pulsaba 
yo  insuperables  dificultades.  Ya  le  había  comunicado  á 
lioque  mi  designio  de  casarme,  encargándole  el  secreto; 

PERIQUILLO  SARNIENTO.  —  T.  II,  C  — 36. 


142 


PENSADOR    xMEXICANO 


mas  no  le  había  dicho  las  circunstancias  apuradas  en  (jue 
me  hallaba,  ni  él  se  atrevía  á  preguntarme  la  causa  de 
mi  dilación;  hasta  (jue  yo,  satisfecho  de  su  viveza,  le  dije 
todo  lo  que  embarazaba  el  acabar  de  verificar  mis  pro- 
yectos. 

Luego  que  él  se  informó,  me  dijo: — ¿Y  que  hayas 
tenido  la  paciencia  de  encubrirme  esos  trapantojos  que  te 
acobardan,  sabiendo  que  soy  tu  criado,  tu  condiscípulo  y 
tu  amigo,  y  teniendo  experiencia  de  que  siempre  te  he  ser- 
vido con  fidelidad  y  cariño?  ¡Vamos!  no  lo  creyera  yo  de 
tí:  pero  dejemos  sentimientos  y  anímate,  que  fácilmente 
vas  á  salir  de  tus  aprietos.  Por  lo  que  toca  á  las  donas, 
supongo  que  las  querrás  hacer  muy  buenas,  ¿no  es  así? 

— Así  es,  en  efecto,  le  dije,  y  ya  ves  que  he  gastado 
mucho,  y  que  el  juego  días  hace  que  no  me  ayuda. 
Apenas  tendré  en  el  baúl  trescientos  pesos,  con  los 
que  escasamente  habrá  para  la  función  del  casamiento. 
Si  me  pongo  á  gastarlos  en  las  donas,  no  tengo  ni 
con  qué  amanecer  el  día  de  la  boda:  si  los  reservo 
para  ésta,  no  puedo  darle  nada  á  mi  mujer,  lo  (jue 
sería  un  bochorno  terrible,  pues  hasta  el  más  infeliz 
procura  darle  alguna  cosita  á  su  novia  el  día  (|ue  se  casa. 
Conque  ya  ves  (|ue  ésta  no  es  tranca  fácil  de  brincar. 

—  Sí  lo  es,  me  dijo  Hoque  muy  sereno:  ¿hay  más 
que  solicitar  los  géneros  fiados  por  un  mercader  y  un 
aderecito    regular   por   un    dueño    de    platería?  —  Pero 


"■S'TÍ'".-- 


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OBRAS    ESCOGIDAS 


143 


^^quíén  me  ha  de  fiar  esa  cantidad,  cuando  yo  no  me 
lie  dado  á  conocer  en  el  comercio? 

—  ¡Qué  tonto  eres,  Pedrito,  y  cómo  te  ahogas  en 
poca  agua!  Dime,  no  es  tu  tío  el  licenciado  Maceta? — 
Sí  lo  es.  —  ¿Y  no  es  hombre  de  principal  conocido? — 
'i'ambién  lo  es,  le  respondí,  y  muy  conocido  en  México. 
—  Pues  andar,  decía  Roque,  ya  salimos  de  este  paso. 
Vístete  lo  mejor  que  puedas;  toma  un  coche  y  yo  te 
llevaré  á  un  cajón  y  á  una  platería,  á  cuyos  dueños 
conozco;  preguntas  por  los  géneros  que  quieras,  pides 
cuantos  has  menester,  los  ajustas  y  los  haces  cortar,  y  ya 
que  estén  cortados,  dices  al  cajonero  que  esperas  dinero 
de  tu  hacienda  dentro  de  quince  ó  veinte  días;  pero  (¡ue 
estando  para  casarte  muy  pronto  y  necesitando  aquella 
ropa  para  arras  ó  donas  para  tu  esposa,  le  estimarás  el 
lavor  de  que  te  los  supla,  dejándole  para  su  seguridad 
una  obligación  firmada  de  tu  mano. 

El  comerciante  se  ha  de  resistir  con  buenas  razones, 
pretextando  mil  embarazos  f'ira  fiarte,  porque  no  te 
conoce.  Entonces  le  preguntas  tú  que  si  conoce  al  licen- 
ciado Maceta,  y  que  si  sabe  que  es  hombre  abonado. 
l'll  te  responderá  que  sí;  y  á  seguida  se  lo  propones  de 
liador.  El  mercader,  deseoso  de  salir  de  sus  electos  y 
viéndose  asegurado,  admitirá  sin  duda  alguna.  Lo  propio 
iiaces  con  el  platero,  y  cátate  ahí  vencida  esta  gravísima 
dilicultad. 


> 

É: 


144 


PENSADOR    MEXICANO 


—  No  me  parece  mal  el  proyecto,  le  dije  á  Roque; 
pero  si  el  tío  no  quiere  fiarme  ¿qué  hacemos?  En  ese 
caso  quedo  más  abochornado. — ¿Cómo  no  ha  de  querer 
fiarte,  dijo  Ro(jue,  cuando  te  tiene  por  rico,  te  visita  tan 
seguido  y  te  quiere  tanto? 

—  Todo  está  muy  bien,  le  contesté;  pero  ese  mi  tío 
es  muy  mezquino.  Si  supieras  que  á  otro  sobrino  suyo, 
(jue  cierta  vez  se  vi(')  amenazado  de  llevar  doscientos 
azotes  en  las  calles  públicas,  no  sólo  no  lo  favoreció, 
sabiéndolo,  sino  que  le  escribió  una  esquela  muy  seca 
dándole  á  entender  que  si  en  dinero  estribaba  librarse 
de  esa  afrenta,  que  no  contara  con  él  sino  que  la  sufrie- 
ra, pues  la  había  merecido,  ¿qué  dijeras?  —  Dijera,  me 
contestó  Roque,  que  eso  lo  hizo  con  un  sobrino  pobre; 
pero  mis  orejas  apuesto  á  que  no  lo  hace  con  un  sobrino 
como  tú.  Mira,  Pedrito;  el  hombre  muy  mezquino  ordi- 
nariamente es  muy  codicioso,  y  su  mismo  interés  lo  hace 
ser  franco  cuando  menos  piensa;  por  eso  dice  el  refrán, 
que  la  codicia  rompe  el  saco;  y  otro  dice,  que  siempre 
el  estreñido  muere  de  cursos.  Sobre  todo,  hagamos  la 
tentativa,  que  nada  cuesta.  Díle  que  apenas  tienes  en  el 
baúl  dos  mil  pesos;  (jue  piensas  sacar  dinero  á  réditos 
para  quedar  bien  en  este  lance;  que  dentro  de  quince 
ó  veinte  días  te  traerán  ó  dinero  ó  ganado  de  tu  hacien- 
da; cuéntale  cuántas  mentiras  puedas  y  regálale  alguna 
cosa  bonita  á  su  mujer,  convidando  á  los  dos  para  padri- 


"■^■■^i^?*  .'■  •. 


"■^^■:  ■ 


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OBRAS    ESCOGIDAS 


145 


nos;  y  cuando  hayas  hecho  todo  esto,  díle  cómo  están  los 
grneros  y  alhajas  detenidos  por  falta  de  un  fiador,  y  que 
tú,  descansando  en  su  amistad,  lo  propusiste  por  tal, 
creyendo  no  te  desairaría.  Esto  lo  has  de  decir  después 
(le  comer  y  después  de  haber  llenado  la  copa  cinco 
ú  seis  veces,  teniendo  prevenido  el  coche  á  la  puerta; 
V  móchame  si  no  sucede  todo  á  medida  de  nuestro 
deseo. 

Convencido  con  la  persuasión  de  Roque,  me  deter- 
miné á  poner  en  práctica  sus  consejos,  y  todo  sucedió  al 
pie  de  la  letra,  según  él  me  había  pronosticado;  porque 
apenas  me  dio  el  deseado  sí  mi  dicho  tío,  cuando  sin 
darle  lugar  á  que  se  arrepintiera,  nos  embutimos  en  el 
coclíG,  fuimos  al  cajón,  y  se  extendió  la  obligación  en 
cabeza  del  tío  en  estos  términos: 

Di(jo  i/o,  el  licenciado  don  X  ico  ñor  Maceta;  que 
jior  la  jiresentc  me  obligo  en  toda  for/na  d  satisfacer  d 
don  Xicasio  Brundiirín,  de  este  comercio,  la  cantidad  de 
vil  udl  pesos,  im¡}orte  de  los  géneros  que  lia  sacado  de  su 
cns/i  id  crédito,  mi  sobrino  don  Pedro  Sarmiento  para  las 
(Ini.ns  de  su  esposa:  cuya  obligación  cumpliré  pasado  el 
¡>ki:()  de  un  nies,  en  defecto  del  legítimo  deudor  mi  expre- 
s'o/o  sobrino.  Y pai'a  que  conste  lo  firmé,  etc.» 

Recibió  el  don  Nicasio  su  papelón  muy  satisfecho,  y 
yo  mis  géneros,  que  metí  en  el  coche,  y  nos  fuimos  á  la 
platería   donde   se   representó    la   misma   escena,  y   me 

PERIQUILLO    SARNIENTO.  —  T.    II,    C.  —  37. 


146 


PENSADOR   MEXICANO 


dieron  un  aderezo  y  cintillo  de  brillantitos  que  importó 
quinientos  y  pico  de  pesos. 

Dejó  en  la  sastrería  los  géneros,  dando  al  sastre  las 
señas  de  la  casa  de  mi  novia  y  orden  para  que  fuese  á 
tomarle  las  medidas,  le  hiciese  la  ropa  y  le  entregase  de 
mi  parte  las  alhajas. 

Concluida  esta  diligencia,  me  volví  á  casa  con  el  tío, 
quien  me  decía  en  el  coche  de  cuando  en  cuando:  — 
Cuidado,  Pedrito:  por  Dios,  no  quedemos  mal,  que  estoy 
muy  pobre. — Y  yo  le  respondía  con  la  mayor  socarra:  — 
Xo  tenga  usted  cuidado,  que  soy  hombre  de  bien  y  tengo 
dinero. 

En  esto  llegamos  á  casa,  refrescamos,  y  mi  tío  se  fué 
á  la  suya;  cenamos,  y  después  que  Luisa  se  acostó, 
llamé  á  Roque  y  le  dije:  —  No  hay  duda,  amigo,  que 
tú  tienes  un  expediente  liberal  para  todo.  Yo  te  doy  las 
gracias  por  la  bella  industria  que  me  diste  para  salir 
de  mi  primera  apuración;  pero  falta  salir  de  la  segunda, 
que  consiste  en  ver  cómo  se  va  Luisa  de  casa;  porque  ya 
ves  que  dos  gatos  en  un  costal  se  arañan.  Ella  no  puede 
quedar  en  casa  conmigo  \  Marianita,  porque  es  muy 
celosa;  mi  mujer  no  será  menos,  y  tendremos  un  infier- 
no abreviado.  Si  una  mujer  celosa  se  compara  en  las 
Sagradas  Letras  á  iin  esror/n'()n,  //  se  dice  (/((c  no  Jiatj  ira 
mfi'/or  (ji((>  ¡í(  ira  (le  una  nmjcr:  (¡uc  mejor  seria  virir 
con  un  león  ij  con  un  dr(i<jón,  (¡ue  con  una  de  éstas,  ¿qué 


,_JJ,i>_--.  ..     ...  .  ■.  ^ 


OBRAS   ESCOGIDAS 


147 


diiv  yo  al  vivir  con  dos  mujeres  celosas  é  iracundas?  Así, 
pues,  Roque,  ya  ves  que  por  manera  alguna  me  con- 
viene vivir  con  Luisa  y  mi  mujer  bajo  de  un  techo,  y 
siendo  la  última  la  que  debe  preferirse,  no  sé  cómo 
desembarazarme  de  la  primera,  mayormente  cuando  no 
me  ha  dado  motivo;  pero  ello  es  fuerza  que  salga  de  mi 
casa,  y  no  só  el  modo. 

— Eso  es  lo  de  menos,  me  dijo  Roque,  ¿me  das 
licencia  de  que  la  enamore? — Haz  lo  que  quieras,  le  res- 
pondí.—  Pues  entonces,  continu<')  él,  haz  de  cuenta  que 
está  todo  remediado.  ¿Qué  mujer  es  más  dura  que  una 
peña?  Y  en  una  peña  hace  mella  una  poca  de  agua 
cayendo  con  continuación.  Yo  te  prometo  rendirla  en 
cuatro  días.  No  la  quiero;  pero  sólo  por  servirte  la  sedu- 
ciré lo  mejor  que  pueda,  y  cuando  logre  sus  favores, 
aplazaré  un  rato  crítico,  en  el  fjue  tú,  hallándonos  en 
parte  sospechosa,  puedas,  si  (juieres,  darle  una  paliza, 
suponiendo  tener  mucha  razón,  y  echarla  de  tu  casa  en 
el  instante  sin  que  ella  tenga  boca  para  reconvenirte. 

Concebí  que  el  proyecto  de  Roque  era  demasiado 
injusto  y  traidor;  pero  me  convine  con  él,  porque  no 
'Micontré  otro  más  eficaz,  y  así,  dándole  mis  veces,  espe- 
raba con  ansia  el  apurado  momento  de  lanzar  á  Luisa 
do  mi  casa. 

Roíjue,  (|ue  no  siendo  mal  mozo  era  muy  lépero,  y 
^on  reales  que  yo  le  franqueé  para  la  empresa,  se  valió 


148 


PENSADOR    MEXICANO 


de  cuantas  artes  le  sugir¡(')  su  genio  para  la  conquista  de 
la  incauta  Luisa,  la  que  no  le  fué  muy  difícil  conseguir, 
como  que  ella  no  estaba  acostumbrada  á  resistir  estos 
ataques:  y  así  á  pocos  tiros  de  Roque  rindió  la  plaza 
de  su  l'alsa  fidelidad,  v  el  general  señaló  día,  hora  v 
lugar  para  la  entrega. 

Convenidos  los  dos.  me  dio  el  parte  compactado,  y 
cuando  la  miserable  estaba  enajenada  deleitándose  en  los 
brazos  de  su  nuevo  v  traidor  amante,  entré  vo,  como 
de  sorpresa,  ungiendo  una  cólera  y  unos  celos  implaca- 
bles, y  dándolo  algunas  bofetadas,  y  el  lío  de  su  ropa, 
(|ue  previne,  la  puse  en  la  puerta  de  la  calle. 

La  infeliz  se  me  arrodilló,  lloró,  perjuró  é  hizo 
cuanto  pudo  para  satisfacerme;  pero  nada  me  satisfizo, 
como  que  yo  no  había  menester  sus  satisfacciones  sino 
su  ausencia.  En  fin.  la  pobre  se  fué  llorando,  y  yo  y 
Hoque  nos  quedamos  riendo  y  celebrando  la  facilidad 
con  que  se  había  desvanecido  el  formidable  espectro  que 
detenía  mi  casamiento. 

Pasados  ocho  días  de  su  ausencia,  se  celebraron  mis 
bodas  con  el  lujo  posible,  sin  faltar  la  buena  mesa  y  baile 
que  suele  tener  el  primer  lugar  en  tales  ocasiones. 

A  la  me.sa  asistieron  mis  parientes  y  amigos,  y 
muchos  más  entremetidos  á  quienes  yo  no  conocía,  pero 
fiue  se  metieron  á  título  de  sinvergüenzas  aduladores  y 
yo  no  podía  echarlos  de  mi  casa  sin  bochorno;   pero  ello 


.uno  de  ellos,  añanzando  á  su  enemigo  del  peinado,  se  quedó  con  el  casquete 

en  las  manos 


1-  - 


,. 


OBRAS   ESCOGIDAS 


149 


es  que  acortaron  la  ración  á  los  legítimamente  convida- 
dos y  fueron  causa  de  que  la  pobre  gente  de  la  cocina 
se  quedase  sin  comer. 

Concluida  la  comida  se  dispuso  el  baile,  que  duró 
hasta  las  tres  de  la  mañana,  y  hubiera  durado  hasta  el 
amanecer  si  un  lance  gracioso  y  de  peligro  no  lo  hubiera 
interrumpido. 

Fué  el  caso  que  estando  la  sala  llena  de  gente,  no 
sé  por  qué  motivo  tocante  á  una  mujer,  de  repente  se 
levantaron  de  sus  asientos  dos  hombres  decentes,  y 
habiéndose  maltratado  de  palabra  un  corto  instante, 
llegaron  á  las  manos,  y  el  uno  de  ellos,  afianzando  á 
su  enemigo  del  peinado,  se  quedó  con  el  casquete  en  las 
manos,  y  el  contrario  apareció  secular  en  todo  el  traje  y 
sólo  fraile  en  el  cerquillo. 

En  este  momento  depuso  la  ira  el  enemigo;  la 
mujer,  objeto  de  la  riña,  desapareció  del  baile;  todos  los 
circunstantes  convirtieron  en  risa  el  temor  de  la  pen- 
dencia, y  el  religioso  hubiera  querido  ser  hormiga  para 
c-conderse  debajo  de  la  alfombra. 

En  tan  ridiculas  circunstancias  salió  en  su  traje 
aquel  buen  religioso,  que  os  he  dicho  que  era  tío  de  mi 
mujer,  el  que,  por  muchas  instancias,  y  con  la  ocasión  de 
haberse  casado  su  sobrina  había  asistido  á  la  mesa  públi- 
camente V  se  divertía  un  rato  con  el  baile,  casi  escondido 
on  la  recámara.    Salió  de  ella,  digo,  y  lleno  de  una  santa 

PERIQUILLO   SARNIENTO. —T.    II,   C.  —  38. 


150 


PENSADOR    MEXICANO 


cólera,  encarándose  con  el  religioso  disfrazado,  le  dijo:  — 
Ni  sé  si  hablarle  á  usted  como  á  religioso  ó  como  á  secu- 
lar, pues  todo  me  jíarece  en  este  instante,  ponjue  de  todo 
tiene,  como  el  murciélago  de  la  fábula,  (jue  cuando  le 
convenía  ser  ave  alegaba  tener  alas,  y  cuando  terrestre 
lo  pretendía  probar  con  sus  tetas!  Usted  por  la  cabeza 
parece  religioso,  y  por  el  cuerpo  secular;  y  así  vuelvo  á 
decir,  que  no  sé  por  qué  tenerlo  y  cómo  tratarlo,  aunque 
la  buena  filosolia  me  dicta  que  es  usted  religioso,  porque 
es  más  creíble  que  un  religioso  extraviado  se  disfrace  en 
traje  de  secular  para  ir  á  un  baile,  que  no  que  un  secular 
se  abra  el  cerquillo  para  el  mismo  efecto. 

Pero  siendo  usted  religioso  ¿no  advierte  que  con 
presentarse  en  un  baile  en  semejante  traje  da  á  enten- 
der que  se  avergüenza  de  tener  hábitos,  porque  éstos  no 
parecen  bien  en  los  bailes?  ¿Xo  está  pregonando  su  rela- 
jaci<')n  y  cometiendo  una  interrumpida  apostasía?  ¿No  ve 
que  infringe  el  voto  de  la  obediencia?  ¿No  reílexiona  (jue 
escandaliza  á  sus  hermanos  que  lo  saben  y  á  los  secu- 
lares (jue  lo  conocen,  pues  es  muy  raro  el  religioso  que 
no  es  conocido  por  algunos  individuos  en  un  baile?  ¿No 
atiende  á  que  quita  el  crédito  á  sus  prelados  injusta- 
mente, pues  los  seculares  poco  instruidos  creerán  que  el 
disimulo  <')  la  indolencia  de  sus  superiores  produce  estas 
licencias  desordenadas,  cuando  los  que  tenemos  en  las 
religiones  el  cargo  d-e  gobernar  á  los  demás,  por  más  que 


OBRAS    ESCOGIDAS 


151 


llagamos,  no  podemos  muchas  veces  contener  á  los  dís- 
colos ni  penetrar  los  infernales  arbitrios  de  que  se  valen 
para  eludir  nuestro  celo  y  vigilancia? 

Y  si  esto  es  sólo  por  el  hecho  de  presentarse  en  un 
baile  vestido  de  secular,  ¿qué  será  por  venir  con  mujeres 
y  suscitar  en  tales  concurrencias  riñas  y  pendencias  por 
ellas  con  la  ocasión  perversa  de  los  celos? 

No  quiero  aquí  saber  ni  quién  es,  ni  en  qué  religión 
ha  profesado;  básteme  ver  en  usted  un  fraile  y  consi- 
derar que  yo  lo  soy,  para  avergonzarme  de  su  exceso. 
Pero,  hermano  de  mi  alma,  ¿qué  más  hará  el  secular 
más  escandaloso  en  tales  lances,  cuando  ve  que  un  reli- 
gioso que  ha  profesado  la  virtud,  que  ha  jurado  sepa- 
rarse del  mundo  y  refrenar  sus  pasiones,  es  el  primero 
(|ue  lo  escandaliza  con  su  perverso  ejemplo?  ¿Qué  dirán 
los  señores  que  conocen  á  usted  y  están  presenciando 
este  lance?  Los  prudentes  lo  atribuirán  á  la  humana 
fragilidad,  de  la  (jue  no  está  el  hombre  libre,  no  digo 
('11  los  claustros,  pero  ni  en  el  mismo  apostolado:  pero 
los  impíos,  los  necios  ó  imprudentes,  no  sólo  murmu- 
laián  su  liviandad,  sino  que  vejarán  su  misma  religión, 
diciendo:  los  frailes  de  tal  parte  son  enamorados,  curros, 
valentones  y  fandangueros  como  fulano;  cediendo  sin 
ninguna  justicia  en  deshonor  de  su  santa  religión,  el 
c'scándalo  personal  que  acaba  usted  de  darles  con  su  mal 
^'jemplo. 


152 


PENSADOR    MEXICANO 


Quizá,  y  sin  quizá,  algunas  determinadas  religiones 
son  el  objeto  de  la  befa  privada  en  boca  de  los  libertinos 
imprudentes  por  esta  causa...  Pero  ¿qué  dije  pi'icadar 
La  mola  pública  y  general  (jue  han  sufrido  casi  todas  las 
religiones  no  la  ha  motivado  sino  el  mal  proceder  de 
algunos  de  sus  hijos  escandalosos  y  desnaturalizados. 

No  por  esto  se  crea  que  yo  soy  un  frailo  que  me 
escandalizo  do  nada  ni  me  hago  el  santo.  Soy  pecador, 
¡ojalá  no  lo  fuera  I  só  que  el  descuido  de  usted  ni  es  el 
primero  ni  el  más  atroz  de  los  que  el  mundo  ha  visto;  só 
también  que  hay  ocasiones  en  que  es  indispensable  á  los 
religiosos  asistir  á  los  bailes;  pero  sé  que  en  estas  ocasio- 
nes pueden  estar  con  sus  hábitos,  que  nada  indecorosos 
son  cuando  visten  á  un  individuo  religioso;  so  que  la  sola 
asistencia  de  un  frailo  en  un  bailo,  con  licencia  tácita  ó 
expresa  do  su  prelado,  no  es  pecado;  sé  que  no  es  me- 
nester que  el  dicho  religioso  en  tales  lances  juegue,  baile, 
riña,  corteje  ni  escandalice  do  modo  alguno  á  los  secula- 
res; antes  sí,  tiene  en  los  mismos  bailes  y  concurrencias 
un  lugar  muy  amplio  para  edificarlos  y  honrar  su  reli- 
gión sin  afectación  ni  monería.  Lo  mismo  dijera  de  los 
clérigos  si  mo  perteneciera.  Y  esto  ¿cómo  se  puede 
lograr  á  poca  costa?  Con  no  manifestar  inclinación  á 
ellos  ni  tenerla  en  efecto,  y  con  portarnos  como  reli- 
giosos, cuando  la  política  ú  otro  accidente  nos  obligue 
á  asistir  á  las  funciones  de  los  seculares. 


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y.    :rai»>*  —     :  '^rr  's^^-'^jT;  - 


OBRAS   ESCOGIDAS 


153 


No  soy  tan  rigorista  que  tenga  por  crimen  todo 
género  de  concurrencia  pública  con  los  seglares.  No, 
señor;  la  profesión  religiosa  no  nos  prohibe  la  civili- 
zación que  le  es  tan  natural  y  decente  á  todo  hombre; 
antes  muchas  ocasiones  debemos  prestarnos  á  las  más 
lestivas  concurrencias,  si  no  queremos  cargar  con  las 
notas  de  impolíticos  y  cerriles.  Tales  son,  por  ejemplo, 
la  bendición  de  una  casa  ó  hacienda;  el  parabién  de  un 
empleo  ó  la  asistencia  á  su  posesión;  una  cantamisa,  un 
bautismo,  un  casamiento  y  otras  funciones  semejantes. 

En  una  palabra,  en  mi  concepto  no  es  lo  malo  que 
tal  cual  vez  asista  un  religioso  á  estos  actos,  sino  que  sea 
frecuente  en  ellos,  y  que  no  asista  como  quien  es,  sino 
como  un  secular  escandaloso. 

La  virtud  no  está  reñida  con  la  civilización.  Jesu- 
cristo, (|ue  nos  vino  á  enseñar  con  su  vida  y  ejemplo  el 
camino  del  cielo,  nos  dejó  autorizada  esta  verdad,  ya 
asistiendo  á  las  bodas  y  convites  públicos  que  le  hacían, 
ú  ya  familiarizándose  con  los  pecadores  como  con  la  Sa- 
niaritana  y  el  Publicano.  ¿Pero  cómo  asistía  el  Señor  á 
tales  partes,  para  qué,  y  cuál  era  el  fruto  que  sacaba  de 
sus  asistencias?  Asistía  como  la  misma  santidad;  asistía 
para  edificar  con  su  ejemplo,  instruir  con  su  doctrina  y 
favorecer  á  los  hombres  con  sus  gracias,  siendo  el  fruto 
<ie  tan  divinas  asistencias  la  conversión  de  muchos  peca- 
dores extraviados.    ¡Oh I   Si  los  religiosos  que  asisten  á 

PERIQUILLO   SARNIENTO. —  T.    II,    C.  —  39. 


V: 


154 


PENSADOR    MEXICANO 


funciones  y  convites  profanos  no  fueran  sino  á  edificar 
a  los  concurrentes  con  sus  modestos  ejemplos,  ¡qué  dife- 
rente concepto  no  formaran  de  ellos  los  seglares,  y  cuán- 
tas llanezas  y  atrevimientos  pecaminosos  se  excusarían 
con  su  respetable  presencia! 

Eh;  basta  de  sermón.  Si  he  excedido  los  límites  de 
una  reprensión  fraternal,  sépase  que  ha  sido,  no  para 
confusión  de  este  religioso,  sino  para  su  enmienda  y  es- 
carmiento; lo  he  hecho  en  este  lugar  porque  en  este 
lugar  ha  delinquido,  y  al  que  en  público  peca  se  debe 
corregir  públicamente;  y  por  último,  he  dicho,  señores, 
lo  que  habéis  oído,  para  (jue  se  advierta  que  si  hay  algu- 
nos pocos  frailes  relajados  que  escandalicen,  también  hay 
muchos  (jue  abominen  el  escándalo  y  que  edifiquen  con 
su  buen  ejemplo.  Ustedes  continúen  divirtiéndose  y 
pasen  buena  noche. 

Diciendo  esto,  se  entr<')  mi  tío  á  la  recámara  que  se 
le  destinó,  llevándose  de  la  mano  al  avergonzado  reli- 
gioso. Los  más  de  los  bailadores  va  se  habían  ido 
porque  no  les  acomod(')  el  sermón:  los  músicos  se  esta- 
ban durmiendo,  mis  padrinos  y  yo  teníamos  ganas  de 
acostarnos,  y  con  esto,  pagó  Roque  lo  que  se  debía  a  los 
dichos  músicos,  se  fueron  todos  á  sus  casas  v  nos  reco- 
gimos. 

Al  siguiente  día  nos  levantamos  tarde  yo  y  mi  es- 
posa, á  hora  en  que  ya  el  tío  había  llevado  al  frailecito  á 


'rPf^i^'^-^^.  ■■■?■'  >. 


OBRAS   ESCOGIDAS 


loo 


su  convento,  aunque,  según  después  supimos,  sólo  lo  dejó 
en  su  celda,  acompañándolo  como  amigo  sin  acusarlo 
ante  su  prelado  como  él  temía. 

Se  pasaron  como  quince  días  de  gustos  en  compa- 
ñía de  mi  esposa,  á  quien  amaba  más  cada  día,  así  por- 
(|ue  era  bonita  como  ponjue  ella  procuraba  ganarme  la 
voluntad;  pero  como  en  esta  vida  no  puede  haber  gusto 
permanente  y  es  tan  cierto  que  la  tristeza  y  el  llanto 
siempre  van  pisándole  la  laida  al  gozo,  sucedió  que  se 
cumplió  el  plazo  puesto  al  cajonero  y  al  platero,  y  cada 
uno  por  su  parte  comenzó  á  urgirme  por  su  dinero. 

Yo,  tan  lejos  estaba  de  poder  pagarles,  (jue  ya  se 
me  había  arrancado  de  raíz,  y  tenía  que  estar  enviando 
varias  cosas  al  Parián  y  al  Montepío  á  excusas  de  mi 
mujer,  porque  no  conociera  tan  presto  la  flaqueza  de 
mi  bolsa. 

Los  acreedores,  viendo  (jue  á  la  primera  y  segunda 
reconvención  no  les  pagué,  dieron  sobre  el  pobre  abo- 
gado, y  éste,  no  queriendo  desembolsar  lo  que  no  había 
aprovechado,  me  aturdía  á  esquelas  y  recados,  los  que  yo 
contestaba  con  palabritas  de  buena  crianza,  dándole  espe- 
ranzas y  concluyendo  con  que  pagara  por  mí,  que  vo  le 
I)agaría  después;  mas  eso  solamente  era  lo  que  él  procu- 
raba excusar. 

No  sufrieron  más  dilación  los  acreedores,  sino  que 
se  presentaron  al  juez  contra  el  abogado,  manifestando 


156 


PENSADOR    MEXICANO 


la  obligación  que  había  otorgado  de  pagar  en  defecto 
mío.  El  juez,  que  no  era  lego,  al  ver  la  obligación  se 
sonrió  y  les  dijo  á  los  demandantes  que  aquella  obliga- 
ción era  ilegal,  y  que  ellos  vieran  lo  que  hacían,  porque 
tenían  perdido  su  dinero,  en  virtud  de  una  ley  expresa  ^ 
que  dice:  <'Y  para  remediar  el  imponderable  abuso  que 
con  el  mismo  motivo  de  bodas  se  experimenta  en  estos 
tiempos,  mando  que  los  mercaderes,  plateros  de  oro  y 
plata,  lonjistas,  ni  otro  género  de  personas,  por  sí  ni  por 
interposición  de  otras  personas,  puedan  en  tiempo  alguno 
pedir,  demandar  ni  deducir  en  juicio  las  mercaderías  y 
géneros  que  dieren  al  fiado  para  dichas  bodas  á  cuales- 
quiera personas  de  cualquier  estado,  calidad  y  condición 
<|ue  sean.»  ^ 

Fríos  se  quedaron  los  pobres  acreedores  con  esta 
noticia;  pero  no  desmayaron,  sino  que  pusieron  el  nego- 
cio en  la  Audiencia.  El  abogado,  que  se  vio  acosado  por 
dos  enemigos  en  un  tribunal  tan  serio,  trató  de  defen- 
derse y  halló  la  ley  que  citó  á  su  favor;  pero  no  le  valió, 
pues  los  señores  de  la  Audiencia  sentenciaron  que  en 
clase  de  multa  pagara  el  licenciado  la  cantidad  deman- 
dada, pues  ó  había  obrado  con  demasiada  malicia  ó  igno- 

•  Aut.  4,  tit.  12,  lib.  7  de  la  Recop.,  en  el  ji  26. 

*  Don  Marcos  Gutiérrez,  en  eu  lebrero  reformado,  en  comprobación  de  esta  deci- 
fiión  legal,  trae  el  caso  ejecutoriado  entre  don  Antonio  Zorraquln,  mercader,  y  don  Euge- 
nio Cacliurro,  su  deudor,  de  más  de  doce  mil  reales  que  le  prestó  para  su  boda.  El  citado 
mercader  puso  pleito  ejecutivo  al  segundo  el  año  de  1700  exigiéndolo  de  paga;  el  juez 
declaro  por  nula  la  escritura  de  obligación,  como  hecha  contra  ley  expresa,  y  el  Consejo 
confirmó  la  sentencia  en  apelación.  Febrero.  P.  I,  tom.  2,  cap.  18,  §  25. 


OBRAS    ESCOGIDAS 


157 


rancia  en  el  caso,  y  de  cualquiera  manera  era  acreedor  á 
líi  pena,  ó  bien  por  la  mala  te  con  que  había  obrado 
engañando  á  los  demandantes,  ó  bien  por  la  crasa  igno- 
rancia de  la  ley  que  tenían  en  contra,  lo  (|ue  no  era  dis- 
culpable en  un  letrado. 

Con  esto  el  miserable  tío  escupió  la  plata  mal  de 
su  grado,  y  siguió  la  demanda  contra  mí,  que  sabedor 
ya  de  cuanto  había  ocurrido,  protestando  siempre  pagar 
á  mejora  de  fortuna,  me  afiancé  de  la  misma  ley  para 
librarme  de  la  ejecución,  y  se  declaró  no  tener  lugar 
dicha  demanda  judicialmente. 

En  este  estado  quedó  el  asunto  y  perdido  el  dinero 
del  tío,  á  quien  jamás  le  pagué.  Mal  hecho  por  mi  parte; 
pero  justo  castigo  de  la  codicia,  adulación  y  miseria  del 
licenciado. 

En  estas  y  las  otras  se  pasaron  como  tres  meses, 
tiempo  en  que,  no  pudiendo  ocultarle  ya  á  mi  mujer  mis 
ningunas  proporciones,  fué  preciso  ir  vendiendo  y  empe- 
ñando la  ropa  y  alhajitas  de  los  dos,  para  mantener  el 
lujo  de  comedia  á  que  me  había  acostumbrado;  de  modo 
([ue  los  amigos  no  extrañaban  los  almuercitos,  bailes  y 
bureos  que  estaban  acostumbrados  á  disfrutar. 

Mi  esposa  sola  era  la  que  no  estaba  contenta  con 
ver  su  ropero  vacío.  Entonces  conoció  que  yo  no  era 
un  joven  rico,  como  ella  había  pensado,  sino  un  pobre 
vanidoso,  flojo  é  inútil,  que  nada  tardaría  en  reducirla  á 

PERIQUILLO   SARNIENTO. —  T.    II,    C.  —  40. 


158 


PENSADOR    MEXICANO 


la  miseria;  y  como  no  se  me  había  entregado  por  amor 
sino  por  interés,  luego  que  se  cercioró  de  la  falta  de  éste, 
comenzó  á  resfriarse  en  su  cariño,  v  va  no  usaba  con- 
migo  los  extremos  (|ue  antes. 

Yo,  de  la  misma  manera,  empece  á  advertir  que  ya 
no  la  amaba  con  la  ternura  (jue  al  principio,  y  aun  me 
acordaba  con  dolor  de  la  pobre  Luisa.  Ya  se  ve,  como 
tampoco  me  casé  por  amor,  sino  por  otros  fines  poco 
honestos,  deslumhrado  con  la  hermosura  de  Mariana  v 
agitado  por  la  privación  de  mi  apetito,  luego  que  éste 
se  satisfizo  con  la  posesión  del  objeto  que  deseaba,  se 
lué  entibiando  mi  amor  insensiblemente,  y  más  cuando 
advertí  que  ya  mi  esposa  no  tenía  aquellos  colores  roza- 
gantes que  de  doncella;  y  para  decirlo  de  una  vez,  luego 
(juo  yo  satisfice  los  primeros  ímpetus  de  la  lascivia  ya 
no  me  pareció  ni  la  mitad  de  lo  (jue  me  había  parecido  al 
princij)io.  Ella,  luego  que  conoció  que  yo  era  un  pelado 
y  que  no  podía  disl'rutar  conmigo  la  buena  vida  (jue  se 
prometió,  también  me  veía  ya  de  distinto  modo,  y  ambos, 
comenzando  á  vernos  con  desvío,  seguimos  tratándonos 
con  desprecio  y  acabamos  aborreciéndonos  de  muerte. 

Ya  muy  cerca  de  este  último  paso  sucedió  que 
estaba  yo  debiendo  cuatro  meses  de  casa,  y  el  casero 
no  podía  cobrar  un  real  por  más  visitas  que  me  hacía. 
No  faltó  de  mis  más  queridos  amigos  quien  le  dijera 
como  yo  estaba  muy  pobre  y  que  no  se  descuidara;  bien 


■aw^ 


OBRAS   ESCOGIDAS 


159 


que,  aunque  esto  no  se  lo  hubiera  dicho,  mi  pobreza  ya 
se  echaba  de  ver  por  encima  de  la  ropa,  pues  ésta  no  era 
con  el  lujo  que  yo  acostumbraba;  las  visitas  se  iban  reti- 
rando de  mi  casa  con  la  misma  prisa  que  si  fuera  de  un 
lazarino;  mi  mujer  no  se  presentaba  sino  vestida  muy 
llanamente,  porque  no  tenía  ningunas  galas:  el  ajuar  de 
la  casa  consistía  en  sillas,  canapés,  mesas,  escribanías, 
roperos,  seis  pantallas,  un  par  de  bombas,  cuatro  santos, 
mi  cama  y  otras  maritatas  de  poco  valor;  y  para  remate 
do  todo,  mi  tío,  el  fiador,  viendo  que  no  le  pagaba,  no 
sólo  quebró  la  amistad  enteramente,  sino  (jue  se  cons- 
tituy(')  en  mi  más  declarado  enemigo,  y  no  quedó  uno,  ni 
ninguno  de  cuantos  rñe  conocían,  que  no  supieran  que 
yo  le  había  hecho  perder  más  de  talega  y  media,  pues  á 
todos  se  los  contaba,  añadiendo  que  no  tenía  esperanza 
do  juntarse  con  su  dinero,  porque  yo  era  un  pelagatos, 
larolim  y  picaro  de  marca. 

No  parece  este  vil  proceder  de  mi  tío  sino  al  de  la 
gente  ordinaria,  que  no  está  contenta  si  no  pregona  por 
todo  el  mundo  quiénes  son  sus  deudores,  de  cuánto  y 
ci')ino  contrajeron  las  deudas,  sin  descuidarse,  por  otra 
I)arte,  de  cobrar  lo  que  se  les  debe.  Por  esto  el  discreto 
Boeangel  dice: 

No  debas  á  gente  ruin, 
Pues  mientras  estás  debiendo, 
Cobran  primero  en  tu  fama, 
Y  después  en  tu  dinero. 


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160 


PENSADOR    MEXICANO 


Con  semejantes  clarines  de  mi  pobreza,  claro  está 
que  el  casero  no  se  descuidaría  en  cobrarme.  Así  fué. 
Viendo  (jue  yo  no  daba  traza  de  pagarle,  que  la  casa 
corría,  que  mi  suerte  iba  de  mal  en  peor,  y  que  no  le 
valían  sus  reconvenciones  extrajudiciales,  se  presentó  á 
un  juez,  quien,  después  de  oírme,  me  concedió  el  plazo 
perentorio  de  tres  días  para  que  le  pagara,  amenazán- 
dome con  ejecución  y  embargo  en  el  caso  contrario. 

Yo  dije  amén,  por  quitarme  de  cuestiones,  y  me  luí 
á  casa  con  Roque,  quien  me  aconsejó  que  vendiera  todos 
mis  muebles  al  almonedero  (|ue  me  los  había  vendido, 
pues  ninguno  los  pagaría  mejor;  que  recibiera  el  dinero, 
me  mudara  á  una  viviendita  chica  con  la  cama,  trastos 
de  cocina  y  lo  muy  preciso,  pero  por  otro  barrio  lejos  de 
donde  vivíamos;  que  despidiera  en  el  día  á  las  dos  cria- 
das para  quitarnos  de  testigos,  mas  (|ue  comiéramos  de 
la  Tonda,  y  hechas  estas  diligencias,  la  víspera  del  día 
en  que  temía  el  embargo,  por  la  noche  me  saliera  de  la 
casa  dejándole  las  llaves  al  almonedero. 

Como  yo  era  tan  puntual  en  poner  en  práctica  los 
consejos  de  Roque,  hice  al  pie  de  la  letra  y  con  su  auxi- 
lio  cuanto  me  propuso  esta  vez.  V\  fué  á  buscar  la  casa  y 
la  aseguró,  y  yo  en  los  dos  días  traté  de  mudar  mi  cama 
y  algunos  pocos  muebles,  los  más  precisos.  Al  día  ter- 
cero llam(')  Roque  al  almonedero,  quien  vino  al  instante, 
y  yo  le  dije  que  tenía  que  salir  de  México  al  siguiente  sin 


OBRAS   ESCOGIDAS 


161 


(alta  alguna;  que  si  me  quería  comprar  los  muebles  que 
dejaba  en  la  casa,  que  lo  prefería  á  él  para  vendérselos, 
porque  mejor  que  nadie  sabía  lo  que  habían  costado,  y 
(jue  si  no  los  quería  que  me  lo  avisara  para  buscar  mar- 
ciiantes,  en  inteligencia  de  que  me  importaba  verificar  el 
trato  en  el  mismo  día,  pues  tenía  que  salir  al  siguiente. 

El  almonedero  me  dijo  que  sí,  sin  dilatarse;  pero 
comenzó  á  ponerles  mil  defectos,  que  no  conoció  al  tiem- 
po de  venderlos. 

—  Esto  es  antiguo,  me  decía;  esto  ya  no  se  usa;  esto 
está  quebrado  y  compuesto;  esto  está  medio  apelillado; 
esto  es  de  madera  ordinaria;  esto  está  soldado;  á  esto  le 
falta  esta  pieza;  á  esto  la  otra;  esto  está  desdorado;  esta 
es  pintura  ordinaria;  —  y  así  le  fué  poniendo  á  todo  sus 
defectos  y  haciéndomelos  conocer,  hasta  que  yo,  enfa- 
dado, le  di  en  ochenta  pesos  todo  lo  que  le  había  pasa- 
do en  ciento  sesenta;  pero  por  ñn  cerramos  el  trato,  y 
me  ofreció  venir  con  el  dinero  á  las  oraciones  de  la 
noche. 

No  faltó  á  su  palabra.  Vino  muy  puntual  con  el 
dinero;  me  lo  entregó  y  me  exigió  un  recibo,  expresando 
en  él  haberle  yo  vendido  en  aquella  cantidad  tal  y  tal  y 
t^^l  mueble  de  mi  casa,  con  las  señas  particulares  de  cada 
cnsa.  Yo,  que  deseaba  afianzar  aquellos  reales  y  mudar- 
nie.  se  lo  di  á  su  entera  satisfacción  con  las  llaves  de 
casa,  encargándole  las  volviera  al  casero,   y  sin  más  ni 

PERIQUILLO   SARNIENTO. —  T.   II,    C  — 41. 


162 


PENSADOR    MEXICANO 


más,  cogí  el  dinero  y  me  metí  en  un  coche,  que  me  tenía 
prevenido  Roque,  con  mi  esposa,  despidiéndome  del 
al  monedero,  y  guiando  al  cochero  para  la  casa  nueva 
que  Roque  le  dijo. 

Luego  que  llegamos  á  ella  advirtió  mi  esposa  que 
era  peor  y  más  reducida  que  la  que  tenía  antes  de  casar- 
se, con  menos  ajuar  y  sin  una  muchacha  de  á  doce 
reales.  La  infeliz  se  contristó  v  manifestó  su  sentimiento 
con  imprudencia;  yo  me  incomodé  con  sus  delicadezas 
echándole  en  cara  la  ninguna  dote  que  llevó  á  mi  poder; 
tuvimos  la  primera  riña  en  que  desahogamos  nuestros 
corazones,  y  desde  aquel  instante  se  declaró  nuestro 
mutuo  aborrecimiento.  Pero  dejemos  nuestro  infeliz  ma- 
trimonio en  este  estado,  y  pasemos  á  ver  lo  que  sucedió 
al  día  siguiente  en  mi  antigua  casa. 

No  parece  sino  que  los  accidentes  aciagos  se  rigen  á 
las  veces  por  un  genio  malhechor,  para  que  sucedan  en 
los  instantes  críticos  de  la  desgracia;  porque  en  el  mismo 
día  tercero  (jue  el  almonedero  fue  con  las  llaves  á  sacar 
los  muebles  vendidos,  en  la  misma  hora  llegó  el  casero 
con  el  escribano,  que  llevaba  á  raja  tablas  la  orden  de 
proceder  al  embargo  de  mis  bienes. 

Abri<')  el  almonedero  y  entró  con  sus  cargadores 
para  desocupar  la  casa,  y  el  casero  con  el  escribano  y  los 
suyos  para  el  mismo  efecto.  Aquí  fué  ello.  Luego  que  los 
dos  se  vieron  y  se  comunicaron  el  motivo  de  su  ida  á 


OBRAS   ESCOGIDAS 


163 


aquella  casa,  comenzaron  á  altercar  sobre  quién  debía 
ser  preferido.  El  casero  alegaba  la  orden  del  juez,  y  el 
almonedero  mi  recibo.    Los  dos  tenían  razón  v  demanda- 

ti 

ban  en  justicia;  pero  uno  solo  era  quien  debía  quedarse 
con  mis  muebles,  que  no  bastaban  para  satisfacer  á  dos. 
El  casero  ya  se  conformaba  con  que  se  dividiera  el 
infante  y  se  quedara  cada  uno  con  la  mitad;  pero  el 
almonedero,  que  había  desembolsado  su  plata,  no  entra- 
ba por  ese  aro. 

Por  último,  después  de  mil  inútiles  altercaciones,  se 
convinieron  en  que  los  muebles  se  quedasen  en  la  casa, 
inventariados  y  depositados  en  poder  del  sujeto  más 
pudiente  de  la  vecindad  hasta  la  sentencia  del  juez,  el 
que  declaró  pertenecerle  todos  al  almonedero,  como  (jue 
tenía  constancia  de  habérselos  yo  vendido,  quedando  ai 
casero  su  derecho  á  salvo  para  repetir  contra  mí  en  caso 
de  hallarme.  Todo  esto  lo  supe  por  Roque,  que  no  se 
descuidaba  en  saber  el  último  fin  de  mis  negocios. 
Pasada  esta  bulla,  y  considerándome  yo  seguro,  pues 
á  título  de  insolvente  no  me  podía  hacer  ningún  daño  el 
casero,  sólo  trataba  de  divertirme  sin  hacer  caso  de  mi 
esposa  y  sin  saber  las  obligaciones  que  me  imponía  el 
matrimonio.  Con  semejante  errado  proceder  me  divertí 
alegremente,  mientras  duraron  los  ochenta  pesos.  Con- 
cluidos éstos,  comenzó  mi  pobre  mujer  á  experimentar 
los  rigores  de  la  indigencia  y  á  saber  lo  que  era  estar 


'V 


164 


PENSADOR    MEXICANO 


casada  con  un  hombre  que  se  había  enlazado  con  ella 
como  el  caballo  y  el  mulo  que  no  tienen  entendimiento. 
Naturalmente,  comenzó  á  hostigarse  de  mí  más  y  más  y 
á  manifestarme  su  aborrecimiento.  Yo,  por  consiguiente, 
la  aborrecía  más  á  cada  instante,  y  como  era  picaro,  no 
se  me  daba  nada  de  tenerla  en  cueros  y  muerta  de 
hambre. 

En  estas  apuradas  circunstancias,  mi  suegra  con  los 
chismes  de  mi  mujer  me  mortificaba  demasiado.  Todos 
los  días  eran  pleitos  y  reconvenciones  infinitas,  sin  faltar 
aquello  de —  ¡Ojalá  y  yo  hubiera  sabido  quién  era  usted! 
Seguro  está  (jue  no  se  hubiera  casado  con  mi  hija,  pues 
á  ella  no  le  faltaban  mejores  novios. 

Todo  esto  era  echar  leña  al  fuego,  pues  lejos  de 
amar  á  mi  mujer,  la  aborrecía  más  con  tan  cáusticas 
reconvenciones. 

Mi  mal  natural,  más  que  el  carácter  y  figura  de  mi 
mujer,  me  la  hicieron  aborrecible,  junto  con  las  impru- 
dencias de  la  suegra;  pero  la  verdad,  mi  esposa  no 
estaba  despreciable;  prueba  de  ello  fué  que  concebí  unos 

í 

celos  endiablados  de  un  vecino  que  vivía  frente  de  nos- 
otros. 

Di  en  que  pretendía  á  mi  mujer  y  que  ésta  le  corres- 
pondía, y  sin  tener  más  datos  positivos,  le  di  una  vida 
infernal,  como  muchos  maridos  que  teniendo  mujeres 
buenas  las  hacen  malas  con  sus  celos  majaderos. 


cíT^Ff'U    ;■-■ - 


.-  ^^vT^  ■  • 


OBRAS    ESCOGIDAS 


165 


La  infeliz  muchacha,  que  aunque  deseaba  lujo  y  des- 
ahogo, era  demasiado  fiel,  luego  que  se  vio  tratar  tan 
mal  por  causa  de  aquel  hombre  de  quien  yo  la  celaba, 
propuso  vengarse  por  los  mismos  filos  por  donde  yo 
la  hería,  y  así  fingió  corresponder  á  sus  solicitudes  por 
darme  qué  sentir  y  que  yo  la  creyera  infiel.  Fué  una 
necedad;  pero  lo  hizo  provocada  por  mis  imprudentes 
celos.  ¡Oh,  cómo  aconsejara  yo  á  todos  los  consortes  que 
no  se  dejaran  dominar  de  esta  maldita  pasión,  pues 
muchas  veces  es  causa  de  que  se  hagan  cuerpos  las 
sombras  y  realidades  las  sospechas  1 

Si  cuando  no  había  nada,  la  celaba  y  la  molía  sin 
cesar,  ¿qué  no  haría  cuando  ella  misma  estaba  empe- 
ñada en  darme  que  sentir?  Fácil  es  concebirlo,  aunque 
yo  no  sé  cómo  combinar  el  aborrecimiento  que  le  tenía 
con  los  celos  que  me  abrasaban ;  pues  si  es  cierto  el 
común  proloquio  de  que  donde  no  Jiaij  amor  no  Jiaij 
rohjfi,  seguramente  yo  no  debería  haber  sido  celoso,  si  no 
es  que  se  discurra  que  no  siendo  los  celos  otra  cosa  que 
una  furiosa  envidia  agitada  por  la  vanidad  de  nuestro 
nn^or  propio,  nos  exalta  hasta  la  más  rabiosa  cólera 
í'uando  sabemos  ó  presumimos  que  algún  rival  nuestro 
qm'Te  posesionarse  del  objeto  que  nos  pertenece  por 
algún  título,  y  en  este  caso  claro  es  que  no  celamos 
porque  amamos,  sino  porque  concebimos  que  nos  agra- 
vian, y  aquí  bien  se   puede  verificar  celo  sin  amor,  y 

PERIQUILLO    SARNIENTO.— T.    II ,    C.  —  42. 


160 


PENSADOR    MEXICANO 


concluir  que  en  lo  general  es  falsísimo  el  refrán  vulgar 
citado. 

Lo  primero  que  hice  fué  mudar  á  mi  pobre  esposa  á 
una  accesoria  muy  húmeda  y  despreciable  por  los  arra- 
bales del  barrio  de  Santa  Ana.  A  seguida  de  esto,  no 
teniendo  ya  que  vender  ni  que  empeñar,  le  dije  á  Roque 
que  buscara  mejor  abrigo,  pues  yo  no  estaba  en  estado 
de  poder  darle  una  tortilla;  lo  puso  en  práctica  al  mo- 
mento, y  le  faltó  desde  entonces  á  mi  esposa  el  trivial 
alivio  que  tenía  con  él,  ya  haciéndole  sus  mandados,  y 
ya  también  consolándola,  y  aun  algunas  ocasiones  soco- 
rriéndola con  el  medio  ó  el  real  que  él  agenciaba.  Esto 
me  hace  pensar  que  Roque  era  de  los  malos  por  necesi- 
dad, más  que  por  la  malicia  de  su  carácter,  pues  las 
malas  acciones  á  que  se  prostituía  y  los  inicuos  consejos 
que  me  daba,  se  pueden  atribuir  al  conato  que  tenía  en 
lisonjearme  estrechado  por  su  estado  miserable;  pero,  por 
otra  parte,  él  era  muy  fiel,  comedido,  atento,  agradecido, 
y  sobre  todo  poseía  un  corazón  sensible  y  pronto  para 
remitir  una  injuria  y  condolerse  de  una  infelicidad.  En 
la  serie  de  mi  vida  he  observado  que  hay  muchos  Roques 
en  el  mundo,  esto  es,  muchos  hombres  naturalmente 
buenos,  á  (juienes  la  miseria  empuja,  digámoslo  así, 
hasta  los  umbrales  del  delito.  Cierto  es  que  el  hombre 
antes  debería  perecer  que  delinquir;  pero  yo  siempre 
haría  lugar  á  la  disculpa  en  favor  del  que  cometió  un 


'    ■.•;  Tgpv.;   ■.    ;•!<.  o    .";*■'■ 


OBRAS    ESCOGIDAS 


167 


crimen  estrechado  por  la  suma  indigencia  y  agravaría 
la  pena  al  que  lo  cometiese  por  la  pravedad  de  su  ca- 
rácter. 

Finalmente,  Roque  se  despidió  de  mi  casa,  y  mi 
pobre  mujer  comenzó  á  experimentar  los  malos  trata- 
mientos de  un  marido  picaro  que  la  aborrecía,  aunque 
ella,  lejos  de  valerse  de  la  prudencia  para  docilitarme,  me 
irritaba  más  y  más  con  su  genio  orgulloso  é  iracundo. 
Ya  se  ve,  como  que  tampoco  me  amaba.    - 

Todos  los  días  había  disputas,  altercaciones  y  riñas, 
di'  las  que  siempre  le  tocaba  la  peor  parte,  pues  rema- 
taba yo  á  puntapiés  y  bofetones  los  enojos,  y  de  este 
modo  desquitaba  mi  coraje.  Ella  se  quedaba  llorando  y 
maltratada  y  yo  me  salía  á  la  calle  á  divertir  el  mal 
rato. 

A  veces  no  parecía  yo  en  casa  hasta  pasados  los 
ocho  ó  diez  días  del  pleito,  y  entonces  iba  á  reñir  de 
nuevo  por  cualquiera  friolera  y  á  requerir  a  mi  mujer 
sobre  celos,  siendo  lo  más  vil  de  estas  reconvenciones 
'|U0  eran  sin  haberle  yo  dejado  un  real  para  comer, 
pnreciéndome  en  esto  á  muchos  maridos  sinvergüenzas 
que  se  acuerdan  que  tienen  mujeres  para  celarlas  y  ser- 
virse de  ellas  como  de  criadas,  pero  no  para  cuidar  de  su 
subsistencia;  sin  advertir  que  el  honor  de  la  mujer  está 
anexo  á  la  cocina,  y  que  cuando  el  brasero  ó  chimenea 
no  humea  en   la  casa,   el   hombre   no  debe   gritar  en 


168 


PENSADOR    MEXICANO 


ella;  ^  porque  las  miserables  mujeres,  aunque  sean  más 
honradas  que  las  Lucrecias,  no  tienen  vientres  de  cama- 
leones para  mantenerse  con  el  aire. 

Mi  desgraciada  esposa  sufría,  en  medio  del  odio  con 
que  me  veía,  sus  desnudeces  y  trabajos  sin  atreverse 
á  vivir  con  su  madre,  que  era  la  única  que  la  visi- 
taba, consolaba  y  socorría,  al  fin  madre;  ponjue  las 
dos  me  temían  mucho,  y  yo  había  amenazado  á  mi 
mujer  de  muerte  siempre  que  desamparara  la  casa.  Ni 
aun  el  religioso  su  tío  quería  mezclarse  en  nuestras 
cosas. 

He  dicho  que  entre  mis  malas  cualidades  tenía  la 
buena  de  poseer  un  corazón  sensible,  y  creo  que  si  mi 
esposa,  en  vez  de  irritarme  desde  el  principio  con  su 
orgullo  y  de  haberme  persuadido  á  que  me  era  infiel, 
me  hubiera  sobrellevado  con  cariño  y  prudencia,  yo  no 
hubiera  sido  tan  cruel  con  ella;  pero  hay  mujeres  que 
tienen  gracia  para  echar  á  perder  á  los  mejores  hom- 
bres. 

Las  enlermedade.-^  y  la  mala  vida  cada  día  ponían  á 


•  Esto  se  entiende  cuando  no  humea  por  holgazanería,  inutilidad  ó  mala  versación 
del  marido,  como  en  el  caso  de  Perico;  pero  cuando  no  humea  por  su  pobreza,  entonces 
la  mujer  siempre  debe  ser  fiel,  y  aun  ayudarle  á  su  marido;  porque  Dios,  cuando  creó  la 
mujer,  no  dijo  al  primer  hombre:  hagámosle  una  ama  á  quien  sirva,  ni  una  ociosa  á 
quien  mantenga;  sino  una  mujer  que  le  ayude  como  á  su  semejante,  faciamus  ei  adju- 
íorium  iimili  sibi. 

OTRA  :  La  moral  del  lugar  anotado  y  de  la  nota  anterior  no  es  pura.  Por  más 
picaro  y  abandonado  que  sea  uno  de  los  consortes  en  el  cumplimiento  de  sus  obligacio- 
nes, no  por  esto  se  exime  el  otro  del  deber  de  cumplir  con  las  suyas;  y  asi  es,  que  en 
ningún  caso  la  mujer  debe  ser  infiel  á  su  marido,  ni  éste  tampoco  á  su  mujer.   E. 


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OBRAS    ESCOGIDAS 


169 


mi  mujer  en  peor  estado.  A  esto  se  agregaba  su  preñez, 
con  lo  que  se  puso,  no  sólo  flaca,  descolorida  y  pecosa, 
sino  molesta,  iracunda  é  insufrible. 

Más  la  aborrecía  yo  en  este  estado  y  menos  asistía 
en  la  casa.  Una  noche  que  por  accidente  estaba  en  ella, 
comenzó  á  quejarse  de  fuertes  dolores  y  á  rogarme  que 
por  Dios  fuera  á  llamar  á  su  madre,  porque  se  sentía 
muy  mala.  Este  lenguaje  sumiso,  poco  acostumbrado  en 
ella,  junto  con  sus. dolorosos  ayes,  hicieron  una  nueva 
impresión  en  mi  corazón,  y  mirándola  con  lástima  desde 
a(|uel  punto,  sin  acordarme  de  su  genio  iracundo  y  poco 
amante,  corrí  á  traer  á  su  madre,  quien  luego  que  vino 
advirtió  que  aquellos  conatos  y  dolores  indicaban  un  mal 
parto,  y  que  era  indispensable  una  partera. 

Luego  que  me  impuse  de  la  enfermedad  y  de  la  ne- 
cesidad de  la  facultativa,  roguó  á  una  vecina  fuera  á  bus- 
carla mientras  iba  vo  á  solicitar  dinero. 

tí 

Ella  fué  corriendo;  la  halló  y  la  llevó  á  casa,  y  yo 
empeñé  mi  capote,  que  era  la  mejor  alhaja  que  me  había 
quedado  y  no  estaba  de  lo  peor,  sobre  el  que  me  presta- 
ron cuatro  pesos  á  volver  cinco.  ¡Gracias  comunes  de 
1"^  usureros  que  tienen  hecho  el  firme  propósito  de  que 
se  los  lleve  el  diablo! 

Muy  contento  llegué  á  casa  con  mis  cuatro  pesos  á 
hora  en  que  la  ignorantísima  partera  le  había  arranca- 
do el  feto  con  las  uñas  y  con  otro  instrumento  infer- 

PERIQUILLO    SARNIENTO.—  T.    II,    C  — 43. 


170 


PENSADOR    MEXICANO 


nal,  ^  rasgándole  de  camino  las  entrañas  y  causándole  un 
flujo  de  sangre  tan  copioso,  que  no  bastando  á  contenerlo 
la  pericia  de  un  buen  cirujano,  le  quitó  la  vida  al  segundo 
día  del  sacrificio,  habiéndosele  ministrado  los  socorros 
espirituales. 

¡Oh  muerte,  y  qué  misterios  nos  revela  tu  fatal 
advenimiento  1  Luego  que  yo  vi  á  la  infeliz  Mariana, 
tendida  exánime  en  su  cama  atormentadora,  pues  S(' 
reducía  á  unos  pocos  trapos  y  un  petate,  y  escuché  las 
tiernas  lágrimas  de  su  madre,  despertó  mi  sensibilidad, 
pues  á  cada  instante  le  decía:  —  ¡Ay,  hija  desdichada! 
¡Ay,  dulce  trozo  de  mi  corazón!  ¡Quién  te  había  de  decir 
que  habías  de  morir  en  tal  miseria,  por  haberte  casado 
con  un  hombre  que  no  te  merecía  y  que  te  trató,  no 
como  un  esposo,  sino  como  un  verdugo  y  un  tirano? — 
A  éstas  añadía  otras  expresiones  duras  y  sensibles  que 
despedazaban  mi  corazón,  de  modo  que  no  pude  con- 
tener mis  sentimientos.  En  aquel  momento  advertí  que 
me  había  casado,  no  con  los  fines  santos  á  que  se  debe 
contraer  el  matrimonio,  sino  como  el  caballo  v  el  mulo 
que  carecen  de  entendimiento;  conocí  que  mi  mujer  era 
naturalmente  fiel  y  buena,  y  yo  la  hice  enfadosa  en 
fuerza  de  hostigarla  con  mis  inicuos  tratamientos;  vi 
que    era    hermosa,    pues    aunque    exangüe    y    sin    vital 

*  Hay  parteras  tan  ignorantes  que  creen  facilitar  los  partos  con  las  uñas,  y  hay 
otras  que  sustituyen  á  las  naturales  unas  uñas  de  plata  ú  otro  metal  para  el  mismo 
efecto.   ¡Cuidado  con  las  parteras! 


:^W^7^-^- 


OBRAS   ESCOGIDAS 


171 


aliento,  manifestaba  su  rostro  difunto  las  gracias  de  una 
desventurada  juventud,  y  conocí  que  yo  había  sido  el 
autor  de  tal  fatal  tragedia. 

Entonces...  ¡qué  tarde!  me  arrepentí  de  mis  villa- 
nos procederes;  reflexioné  que  mi  esposa  ni  era  fea  ni 
del  natural  que  yo  la  juzgaba;  pues  si  no  me  amaba, 
tenía  mil  justísimas  razones,  porque  yo  mismo  labré  un 
diablo,  de  la  materia  de  que  podía  haber  formado  un 
ángel,  ^  y  atumultuadas  en  mi  espíritu  las  pasiones 
del  dolor  y  el  arrepentimiento,  desahogué  todo  su  ím- 
petu abalanzándome  al  frío  cadáver  de  mi  difunta  esposa. 

I  Oh  instante  fúnebre  v  terrible  á  mi  cansada  ima- 
ginaciónl  ¡Qué  de  abrazos  le  di!  ¡qué  de  besos  imprimí 
en  sus  labios  amoratados!  ¡qué  de  expresiones  dulcísi- 
mas la  dije!  ¡qué  de  perdones  no  pedí  á  un  cuerpo  que 
ni  podía  agradecer  mis  lisonjas  ni  remitir  mis  agra- 
vios!... Espíritu  de  mi  infeliz  consorte,  no  me  demandes 
ante  Dios  los  injustos  disgustos  que  te  causé;  recibe,  sí, 
en  recompensa  de  ellos,  los  votos  que  tengo  ofrecidos  por 
tí  al  Dueño  de  las  misericordias  ante  sus  inmaculados 
altares. 

Por  último,  después  de  una  escena  que  no  soy  capaz 
de  pintar  con  sus  mismos  colores,  me  (juitaron  de  allí 
por  fuerza,  y  al  cuerpo  de  mi  esposa  se  le  dio  sepul- 

•  No  hay  que  hacer;  los  hombres  mil  veces  tienen  la  culpa  de  que  sus  mujeres  sean 
malas.  Las  mujeres,  y  más  las  mujeres  que  se  casan  muy  niñas,  regularmente  están  en 
disposición  de  ser  lo  que  los  maridos  quieren  que  sean. 


17Í 


PENSADOR    MEXICANO 


tura   no   sé   cómo,   aunque   presumo   que   tuvo  en  ello 
mucha  parte  el  empeño  y  diligencia  del  tío  fraile. 

Mi  suegra,  luego  que  se  acabó  el  funeral  (sepultán- 
dose con  el  cadáver  el  desgraciado  fruto  de  su  vientre), 
se  despidió  de  mí  para  siempre,  dándome  las  gracias  por 
las  buenas  cuentas  (jue  le  había  dado  de  su  hija;  y  yo, 
aquella  noche,  no  pudiendo  resistir  á  los  sentimientos  de 
la  naturaleza,   me  encerré   en   el   cuartito   á   llorar   mi 

viudez  v  soledad. 

•I 

Entregado  á  las  más  tristes  imaginaciones  no  pude 
dormir  ni  un  corto  rato  en  toda  la  noche,  pues  apenas 
cerraba  los  ojos  cuando  despertaba  estremeciéndome,  agi- 
tado por  el  pavor  de  mi  conciencia,  que  me  represen- 
taba con  la  mayor  viveza  á  mi  esposa,  á  la  que  creía 
ver  junto  á  mí,  y  que,  lanzándome  unas  miradas  terri- 
bles, me  decía:  —  ¡Cruel I  ¿Para  qué  me  sedujiste  y  apar- 
taste del  amable  lado  de  mi  madre?  ¿Para  qué  juraste 
(|ue  me  amabas  y  te  enlazaste  conmigo  con  el  vínculo 
más  tierno  y  más  estrecho,  y  para  (|ué  te  llamaste  padre 
de  ese  infante  abortado  por  tu  causa,  si  al  fin  no  habías 
de  ser  sino  un  verdugo  de  tu  esposa  y  de  tu  hijo? 

Semejantes  cargos  me.  parecía  escuchar  de  la  fría 
boca  de  mi  inl'eliz  esposa,  y  lleno  de  susto  y  de  congoja, 
esperaba  que  el  sol  disipara  las  negras  sombras  de  la 
noche  para  salir  de  aquella  habitación  funesta,  que  tanto 
me  acordaba  mis  indignos  procederes. 


^T'^-^-a^íe^Sr^, 


OBRAS   ESCOGIDAS 


173 


Amaneció  por  fin,  y  como  en  todo  el  cuarto  no 
había  cosa  que  valiera  un  real,  me  salí  de  él,  y  di  la 
llave  á  una  vecina,  con  ánimo  de  apartarme  de  una  vez 
de  aquellos  lúgubres  recintos. 


v--^i^ 


PERIQUILLO    SARNIENTO.  —  T.    II,    C.  —  44. 


\- 


.■í7aei5-- 


m^' 


CAPITULO  VII 


En  el  que  Periquillo  cuenta  la  suerte  de  Luisa,  y  una  sangrienta  aventura  que  tuvo, 
con  otras  cosas  deleitables  y  pasaderas 


Lo  hice  como  lo  propuse,  y  me  fui  á  andar  las  calles 
sin  destino,  lleno  de  confusión,  sin  medio  real  ni  arbitrio 
do  tenerlo,  y  con  bastante  hambre,  pues  ni  había  cenado 
la  noche  anterior  ni  me  había  desayunado  aquel  día. 

En  este  fatal  estado  me  dirigí  á  mi  antigua  guarida, 
al  truco  de  la  Alcaicería,  á  ver  si  hallaba  en  él  á  alguno 
de  mis  primeros  conocidos,  que  se  doliera  de  mis  penas  y 
tal  vez  me  las  socorriera  de  algún  modo,  á  lo  menos  la 
t'jecutiva  de  mi  estómago. 


170 


PENSADOR    MEXICANO 


No  me  equivoqué  en  la  primera  parte,  porque  halló 
en  el  truco  á  casi  todos  los  antiguos  concurrentes,  los 
que,  luego  que  me  vieron,  conocieron  y  se  impusieron 
de  mi  deplorable  estado,  en  vez  de  compadecerse  de  mi 
suerte,  trataron  de  burlarse  alegremente  de  m.i  desgra- 
cia, diciéndome:  — ¡Oh,  señor  don  Pedro!  ¡Cómo  se  co- 
noce que  los  pobres  hedemos  á  muertos  I  Cuando  usted 
tuvo  su  bonanza  no  se  volvió  á  acordar  para  nada  de  nos- 
otros ni  de  los  favores  que  nos  debió.  Si  nos  encontraba 
en  alguna  calle,  se  hacía  de  la  vista  gorda  y  pasaba  sin 
saludarnos;  si  alguno  de  nosotros  le  hablaba,  hacía  que 
no  nos  conocía;  si  lo  ocupábamos  alguna  vez,  nos  man- 
daba desairar  con  Roque,  aquel  su  barbero,  que  también 
anda  ya  hecho  un  andrajo,  y  finalmente,  manifestó  en 
su  bonanza  todo  el  desprecio  que  le  fué  posible  hacia 
nosotros. 

Señor  don  Pedro:  el  dinero  tiene  la  gracia,  para 
algunos,  de  hacerlos  olvidadizos  con  sus  mejores  amigos 
si  son  pobres.  Usted,  cuando  tuvo  dinero,  procuró  no 
rozarse  con  nosotros  por  pobres;  y  así,  ahora  que  está 
pelado,  vayase  allá  con  sus  amigos,  los  señores  de  capas 
y  casacas,  y  no  vuelva  á  poner  aquí  los  pies,  mientras 
que  no  traiga  un  peso  que  jugar,  porque  nosotros  no 
queremos  juntarnos  con  su  merced. 

De  este  modo  me  insultó  cada  uno  lo  mejor  que 
pudo,  y  yo  no  tuve  más  oportuna  respuesta  que  mar- 


..-    '^.^í."^. 


OBRAS    ESCOGIDAS 


177 


charme,  como  suelen  decir,  con  la  cola  entre  las  piernas, 
reñexionando  que  cuanto  me  habían  dicho  era  cierto,  y 
era  fuerza  que  yo  recogiera  el  íru-to  de  mi  vanidad  y  mis 
locuras. 

Como  el  hambre  me  apuraba,  traté  de  ir  á  pedir 
algún  socorro  á  los  amigos  que  me  habían  comido  medio 
lado  V  se  habían  divertido  á  mi  costa. 

Xo  me  fué  difícil  hallarlos:  pero  ¡cuál  fué  mi  cólera 
y  mi  congoja,  cuando  después  de  avergonzarme  con 
todos,  presentándome  á  su  vista  en  un  estado  tan  inde- 
cente, después  de  referirles  mis  miserias,  y  provocar  su 
piedad  con  aíjuella  energía  que  sabe  usar  la  indigencia 
en  tales  ocasiones,  s<'»lo  escuché  desprecios,  sátiras  y  bur- 
letas! 

Unos  me  decían: —  Usted  tiene  la  culpa  de  verse  en 
ese  estado;  si  no  hubiera  sido  calavera  hoy  tendría  que 
comer.  — Otros:  —  Amigo,  yo  apenas  alcanzo  para  man- 
tener á  mi  familia;  todavía  está  usted  mozo  y  robusto; 
siente  plaza  en  un  regimiento,  que  el  rey  es  padre  de 
pobres. — Otros,  fingiendo  una  grande  admiración,  me 
decían:  —  ¡Válgame  Dios!  ¿Y  cómo  se  le  arrancó  á 
ust.'d  tan  pronto? — Yo  lo  decía,  y  ellos  replicaban: — ■ 
Aquellos  gastos  y  vanidades  de  usted  no  podían  tener 
otro  fin.  —  Otros: — Vaya  usted  con  esas  quejas  á  los 
i'icos,  que  á  ellos  se  les  debe  pedir  limosna  y  no  á  los 
pobres  como  vo. 

tj  ■      "      -    '  . 

PERIQUILLO   SARNIENTO.  —  T.    II,    C  — 45. 


178 


TENSADOR    MEXICANO 


Así  me  iban  todos  despidiendo,  y  los  más  piadosos 
me  hacían  creer  que  se  compadecían  de  mi  desgracia; 
pero  que  no  la  podían  remediar. 

De  esta  suerte,  triste,  despechado  y  hambriento,  salí 
de  todas  partes,  sin  (|ue  hubiera  habido  uno  de  tantos 
que  se  lisonjeaban  de  llamarse  mis  amigos  que  me 
hubiera  dado  siquiera  un  pocilio  de  chocolate. 

A  mí  ya  no  me  cogían  muy  de  nuevo  estas  ingra- 
titudes; pero  no  me  había  aprovechado  de  sus  lecciones. 
Pensaba  que  todos  los  que  se  dicen  amigos  en  el  mundo 
lo  eran  de  las  personas  y  no  de  sus  intereses;  mas  enton- 
ces y  después  he  visto  que  hay  muchos  amigos,  pero  muy 
pocas  amistades. 

La  falsedad  de  los  amigos  es  muy  antigua  en  el 
mundo.  En  el  libro  más  santo  y  verdadero  ^  se  leen 
todas  estas  sentencias:  Ilají  ainiíjos  de  iicm¡)Os,  que  no 
pei'iiKinecen  en  el  día  de  la  ti'ihulaeiihi.  Uaij  anüíjos  muij 
jninlnales  d  ¡a  mesa,  (jue  no  se/'dn  así  en  el  día  de  la 
neeesidad.  \\n  el  mismo  lugar  se  dice:  Die/toso  el  (¡ue  ha 
¡tediado  un  ainiíjo  cerdadei'o.  Kn  el  (ienipo  de  su  li'i- 
hulaeíi'in  jieniuinéeelc  ¡¡el.  Sr  fiel  eon  el  aniít/o  en  su 
l)ohve::a.  Yo  no  me  conf'uinlíré  <J  areiujon^aré  de  saludar 
á  /ni  a/ni(jo:  no  me  ejreusaré  de  rl,  //  si  me  viniere  ahjún 
mal  ¡)or  su  eausa,  lo  sufriré.  Alabando  al  buen  amigu 
dice:  (¡ue  el  amirfo  fiel  es  una  i'ohusia  proteeeii'm,   que  el 

'    Kdciíait.,  .ap.  G,  vs.  8,  lU,  14,  15  y  17;  lap.  22,  vs,  2í5  y  31 ;  cap.  20,  vs.  12  y  23. 


OBRAS    ESCOGIDAS 


179 


(inc  lo  JiciUó,  cnconíró  un  tesoro;  y  por  último,  dice:  que 
n¡nf/(ina  coDipardción  os  propia  para  ensahar  al  fiel 
ütniqo,  ui  junto  d  su  bondad  os  dú/na  la  ponderación 
del  oro  ni  de  la  plata. 

^Pero  quién  será  este  desinteresado,  este  prudente, 
este  fiel  y  este  amigo  verdadero?  El  que  teme  d  Dios, 
dice  el  mismo  eclesiástico,  ese  sabrá  tener  una  buena 
amistad. 

Lejos  estaba  yo  en  esos  tiempos  de  saber  estas 
cosas,  ni  de  valerme  de  los  escarmientos  que  el  mismo 
mundo  me  proporcionaba:  y  así  es  que,  sin  sentir  más 
que  las  penas  actuales  que  me  aiiigían,  viendo  (jue  la 
esperanza  que  yo  tenía  en  mis  l'alsos  amigos  se  había 
acabado,  que  no  hallaba  abrigo  ni  consuelo  en  parte 
alguna  y  que  mi  hambre  crecía  por  momentos,  eché 
mano  de  mi  pobre  chupa  para  venderla,  como  lo  hice, 
y  me  luí  á  almorzar,  sobrándome  creo  que  ocho  ó  diez 
reales. 

El  día  lo  pasé  adivinando  en  dónde  me  quedaría  en 
la  noche:  pero  cuando  ésta  llegó  se  me  juntó  el  cielo 
ron  la  tierra,  no  teniendo  un  jacal  en  donde  recogerme. 

En  este  estado  determiné  arrojarme  á  la  casa  del 
sastre  que  me  hizo  la  ropa,  y  pedirle  que  por  Dios  me 
hospedara  en  esa  noche. 

Con  esta  determinación  iba  yo  por  la  calle  de  los 
Mesones,  cuando  vi  en  una  accesoria  á  Luisa,  nada  inde- 


180 


PENSADOR    MEXICANO 


cente.  Parecióme  más  bonita  que  nunca,  y  creyendo 
volver  á  lazar  su  amistad  y  valerme  de  ella  para  aliviai* 
mis  males,  me  acenjuó  á  su  puerta,  y  con  una  voz  muy 
expresiva  le  dije: — Luisa,  querida  Luisa,  ¿me  conoces? 
— Ella  se  acordó  sin  duda  de  mi  voz,  pero  para  certi- 
ficarse me  dijo: — \o,  señor,  ¿quién  es  usted?  —  A  lo 
que  contesté: — Yo  soy  Pedro  Sarmiento,  aquel  Pedro 
que  te  ha  querido  tanto,  y  que  cuando  tuvo  proporciones 
te  sostuvo  en  un  grado  de  decencia  y  señorío  al  que  tú 
jamás  hubieras  llegado  por  tu  propia  virtud. 

—  ¡Ah!  Sí,  decía  la  socarrona  Luisa;  usted  es,  señor 
Peri(iuillo  Sarniento,  el  que  fué  mozo  del  difunto  Chan- 
faina y  el  que  me  echó  á  bofetadas  de  su  casa.  Ya  me 
acuerdo,  y  cierto  que  tengo  harto  que  agradecerle.  —  Bien 
está,  Luisa,  le  respondí;  pero  tu  infidelidad  con  Roque 
dio  margen  á  aquel  atropellamiento. 

— Ya  eso  pasó,  decía  Luisa,  y  ahora  ¿qué  quiere 
usted?  —  ¿Qué  he  de  querer?  Volver  á  disfrutar  tus  cari- 
cias.—  ¿Pues  no  ve  usted,  contestó,  (|ue  eso  es  tontera? 
Vaya,  no  me  haga  burla,  ni  se  meta  con  las  infieles. 
Vayase  con  Dios,  no  venga  mi  marido  y  lo  halle  plati- 
cando conmigo. 

—  Pues,  hija,  ¿qué,  te  has  casado? — Sí,  señor,  me 
he  casado  y  con  un  muchacho  muy  hombre  de  bien,  que 
me  quiere  mucho  y  yo  á  él.  ¿Pues  qué,  pensaba  usted 
que  me  había  de  faltar?  No,   señor;  si  usted  me  escu- 


*?»:« 


OBRAS   ESCOGIDAS 


181 


pió,  otro  me  recogió.  En  fin,  yo  no  quiero  pláticas  con 
usted. 

Diciendo  esto  se  entró,  v  me  hubiera  dado  con  la 
puerta  en  la  cara,  si  yo,  tan  atrevido  como  incrédulo  de 
su  nuevo  estado,  no  me  hubiera  metido  detrás  de  ella. 

Así  lo  hice,  y  la  pobre  Luisa,  toda  asustada,  quiso 
salirse  á  la  calle;  pero  no  pudo,  porque  yo  la  afiancé  de 
los  brazos,  y  forcejeando  los  dos,  ella  por  salirse  y  yo  por 
dí^tenerla,  fué  á  dar  sobre  la  cama. 

Comenzó  á  alzar  la  voz  para  defenderse,  y  casi  á 
gritos  me  decía: — Vayase  usted,  señor  Perico,  ó  señor 
diablo,  que  soy  casada  y  no  trato  de  ofender  á  mi 
marido. 

La  puerta  de  la  accesoria  se  quedó  entreabierta;  yo 
estaba  ciego,  y  ni  atendí  á  esto,  ni  previne  que  sus  gritos, 
que  esforzaba  á  cada  instante,  podían  alborotar  á  los  que 
{)asaban  por  la  calle  y  exponerme  cuando  menos  á  un 
bochorno. 

¡Ojalá  no  más  hubiera  parado  en  estol  pero  el  cielo 
me  preparaba  castigo  más  condigno  á  mi  crimen.  Como 
híibía  de  entrar  Sancho  ó  Martín  entró  el  marido  de 
Luisa,  y  tan  perturbada  estaba  ésta,  tratando  de  des- 
asirse de  mí,  como  enajenado  yo  por  hacerla  que  de 
nuevo  se  rindiera  á  mis  atrevidas  seducciones;  de  suerte 
<jue  ninguno  de  los  dos  advertimos  que  su  marido,  entre- 
cerrando mejor  la  puerta,  había  estado  mirando  la  esce- 

PERIQUILLO   SARNIENTO. —  T.    II,   C.  —  46. 


182 


PENSADOR    MEXICANO 


na  el  tiempo  que  le  bastó  para  certificarse  de  la  inocencia 
de  su  mujer  y  de  mis  execrables  intentos. 

Cuando  se  satisfizo  de  ambas  cosas,  partió  sobre  n¡í 
cíomo  un  rayo  desprendido  de  la  nube,  y  sin  decir  m.'is 
palabras  que  estas:  —  ¡Picaro,  así  se  fuerza  á  una  mujer 
honrada  1  —  me  clavó  un  puñal  por  entre  las  costillas  con 
tal  furia  que  la  cacha  no  entró  porque  no  cupo. 

—  I  Jesús  me  valga  I  dije  yo  al  tiempo  de  caer  al 
suelo  revoleándome  en  mi  sangre.  Mi  caída  fué  de  espal- 
das, y  el  irritado  marido,  queriendo  concluir  la  obra 
comenzada,  alzó  el  brazo  armado,  apuntándome  la  se- 
gunda puñalada  al  corazón.  Entonces  yo,  lleno  de  miedo, 
le  dijo:  —  ¡Por  María  Santísima,  que  me  deje  usted  con- 
fesar, y  aunque  me  mate  después ! 

Esta  voz,  ó  el  patrocinio  de  esta  Señora,  mediante  la 
invocación  de  su  dulce  nombre,  contuvo  á  aquel  hombre 
enojado,  y  tirando  el  puñal  me  dijo:  — Válgate  ese  divino 
nombre  que  siempre  he  respetado. 

A  este  tiempo  ya  estaba  el  aposento  lleno  do  gente; 
los  serenos  aseguraron  al  heridor;  la  pobre  Luisa  estaba 
desmayada  del  susto,  y  el  confesor  á  mi  lado. 

Me  medio  confesé,  no  sé  cómo;  porque  quién  sabe 
cómo  se  hacen  las  confesiones,  los  arrepentimientos  y 
propósitos  en  unos  lances  tan  apurados  en  que  el  hombie 
apenas  basta  para  luchar  con  los  dolores  de  las  heridas  y 
el  temor  de  la  muerte. 


^íif<rr 


'  'Tií*»*!-^        '""T?^ 


OBRAS   ESCOGIDAS 


183 


Pasada  esta  ceremonia,  que  en  mi  conciencia  no  fué 
otra  cosa,  atendida  mi  ninguna  disposición,  perdonado 
mi  enemigo  con  la  boca,  y  trasladado  éste  á  la  cárcel  con 
su  esposa  injustamente,  sólo  se  decía  de  mí  que  moría 
sin  remedio,  porque  me  desangraba  demasiado,  sin 
haber  quién  me  restañara  la  sangre,  ó  que  siquiera  me 
tapara  la  herida,  ni  aun  cierto  cirujano  que  por  casuali- 
dad entró  allí,  pues  todos  decían  que  era  preciso  que 
interviniera  orden  de  la  justicia  para  estas  urgentísimas 
diligencias. 

La  efusión  de  sangre  que  padecía  era  copiosa,  y  me 
debilitaba  por  momentos;  la  basca  anunciaba  mi  próxi- 
ma muerte;  toda  la  naturaleza  humana  so  conmovía  al 
dolor  y  al  deseo  de  socorrerme  á  la  presencia  de  mi  cada- 
vérico semblante;  pero  nadie  se  determinaba  á  impartir- 
me los  auxilios  que  le  dictaba  su  caridad,  ni  aun  á  mover- 
me de  aquel  sitio,  hasta  que  quiso  Dios  que  con  la  orden 
del  juez  llegó  la  camilla,  y  me  condujeron  á  la  cárcel. 

Pusiéronme  en  la  enfermería,  y  como  era  de  noche, 
taidó  en  llegar  el  cirujano;  y  cuando  vino,  haciendo 
ponerme  boca  abajo,  me  introdujo  la  tienta,  que  me  dolió 
más  que  el  puñal;  me  puso  una  vela  en  la  herida  para 
saber  si  el  pulmón  estaba  roto  é  hizo  no  sé  cuántas  más 
iiianiobras,  y  concluidas,  ocurrió  á  restañarme  la  sangre, 
'jue  le  costó  poco  trabajo  en  virtud  de  la  mucha  que  yo 
liabía  echado. 


184 


PENSADOR    MEXICANO 


Después  me  dieron  atole  ó  no  sé  qué  otro  conforta- 
tivo semejante,  declarando  que  la  herida  no  era  mortal. 

Aquella  noche  la  pasé  como  Dios  quiso,  y  al  día 
siguiente  me  llevaron  al  hospital  donde  no  extrañé  ni  la 
prolijidad  del  médico,  ni  la  asistencia  de  la  enfermería  de 
la  cárcel. 

Allí  en  la  cama  di  mis  declaraciones  y  disculpas, 
que  acordes  con  las  de  Luisa,  bastaron  para  ponerla  en 
libertad  con  su  marido. 

A  los  veinte  días  me  dio  por  bueno  el  cirujano,  y 
atendiendo  los  jueces  á  mis  descargos  y  al  tiempo  y 
dolencias  que  había  padecido,  me  pusieron  en  libertad, 
notificándome  que  jamás  volviese  á  pasar  por  los  umbra- 
les de  Luisa,  lo  (]ue  yo  prometí  cumplir  de  todo  corazón, 
como  que  no  era  para  menos  el  susto  (juc  había  llevado. 

Cátenme  ustedes  fuera  del  hospital,  en  la  calle  como 
siempre  y  sin  medio  en  la  bolsa:  porque  no  sé  si  los 
serenos,  los  enfermeros  de  la  cárcel  ó  los  del  hospital  me 
hicieron  el  favor  de  robarme  los  pocos  que  me  sobraron 
de  la  venta  de  mi  chupa,  aun(|ue  algunos  de  ellos  fueron 
sin  duda. 

Fuera  del  hospital  traté  siempre  de  buscar  destino 
que  siquiera  me  diera  que  comer.  Por  accidente  se  me 
puso  en  la  cabeza  entrar  á  misa  en  la  parroquia  de  San 
Miguel. 

La  oí  con  mucha  devoción,  v  al  salir  de  ella  encon- 


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OBRAS   ESCOGIDAS 


185 


iré  en  la  puerta  de  la  iglesia  á  un  antiguo  conocido,  con 
quien  comuniqué  mis  trabajos.  Este  me  dijo  que  era  el 
sacristán  de  allí  y  necesitaba  un  ayudante;  que  si  yo 
quería,  me  acomodaría  en  su  servicio.  —  En  la  hora,  le 
dije;  pero  me  has  de  dar  de  almorzar,  que  tengo  mucha 
hambre. 

El  pobre  lo  hizo  así;  me  quedé  con  él,  y  cátenme 
aquí  ya  de  aprendiz  de  sacristán. 


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PERIQUILLO  SARNIENTO.  —  T.    II,   C— 47. 


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CAPITULO  VIII 


En  el  que  se  refiere  como  Periquillo  se  metió  á  sacristán ; 

la  aventura  que  le  pasó  con  un  cadáver ;  su  ingreso  en  la  cofradía  de  los  mendigos 

y  otras  cosillas  tan  ciertas  como  curiosas 


Si  todos  los  hombres  dieran  al  público  sus  vidas 
o.-critas  con  la  sencillez  y  exactitud  que  yo,  aparecerían 
una  multitud  de  Periquillos  en  el  mundo,  cuyos  altos 
y  bajos,  favorables  y  adversas  aventuras  se  nos  esconden, 
porque  cada  uno  procura  ocultarnos  sus  deslices. 

Los  pasajes  de  mi  vida  que  os  he  referido  y  los  que 


188 


PENSADOR   MEXICANO 


me  faltan  que  escribir,  nada  tienen,  hijos  míos,  de  vio- 
lentos, raros  ni  fabulosos;  son  bastante  naturales,  comu- 
nes y  ciertos.  No  sólo  por  mí  han  pasado,  sino  que  los 
más  de  ellos  acaso  acontecen  diariamente  á  los  Pericos 
encubiertos  y  vergonzantes.  Yo  sólo  os  ruego  lo  que 
otras  veces,  esto  es,  que  no  leáis  mi  vida  por  un  mero 
pasatiempo;  sino  que  de  entre  mis  extravíos,  acaecimien- 
tos ridículos,  largas  digresiones  y  lances  burlescos,  pro- 
curéis aprovechar  las  máximas  de  la  sólida  moral  que 
van  sembradas,  imitando  la  virtud  donde  la  conocierais, 
huyendo  el  vicio  y  escarmentando  siempre  en  las  cabezas 
de  los  malos  castigados.  Esto  será  saber  entresacar  el 
grano  de  la  paja,  y  de  este  modo  leeréis,  no  sólo  con 
gusto,  sino  con  fruto  el  presente  capítulo  y  los  que  siguen. 

Acomodado  de  sota-sacristán  con  un  corto  salario  v 
un  escaso  plato  que  me  proporcionó  mi  patrón,  comencé 
á  servirle  en  cuanto  me  mandaba. 

No  me  fué  difícil  agradarle,  porque  un  muchacho  de 
doce  años,  hijo  de  él,  me  aleccionó,  no  sólo  en  mis  obli- 
gaciones, sino  en  el  modo  de  tener  mis  percances;  y  así 
pronto  aprendí  á  esconder  las  chorreaduras  de  las  velas 
y  aun  cabos  enteros  para  venderlos,  a  sisar  el  vino  á  los 
padres,  á  importunar  á  los  novios  y  á  los  padrinos  de 
bautismos  para  que  me  diesen  las  propinas,  y  á  hacer 
mayores  estafas  y  robillos  de  los  que  no  formaba  el 
menor  escrúpulo. 


■-•^■í-rr,'.    y: 


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OBRAS   ESCOGIDAS 


189 


En  poco  tiempo  fui  maestro,  y  ya  mi  jefe  se  descui- 
il;iba  conmigo  enteramente.  Una  virtud  y  un  defecto  más 
<jiio  llevé  al  oficio,  se  me  olvidaron  á  poco  tiempo  de 
íiprendiz. 

La  virtud  era  un  aparente  respeto  que  conservaba  á 
las  imágenes  y  cosas  sagradas,  y  el  defecto  era  el  mucho 
miedo  que  tenía  á  los  muertos;  pero  todo  se  acabó. 
Al  principio,  cuando  pasaba  por  delante  del  sagrario, 
hincaba  ambas  rodillas,  v  cuando  me  levantaba  de  noche 
ú  atizar  la  lámpara  temblaba  de  miedo,  y  hasta  mi 
sombra  y  el  ruido  de  los  gatos  se  me  figuraban  difuntos 
que  se  levantaban  de  sus  sepulcros.  Pero  después  me 
hice  tan  irreverente,  que  cuando  pasaba  por  frente  del 
tahcM^náculo  me  contentaba,  cuando  más,  con  dar  un 
brinquillo  á  modo  de  indio  danzante,  y  llegaba  con  mi 
sacrilega  osadía  hasta  pararme  sobre  el  Ara. 

Así  como  al  augusto  Sacramento,  á  las  imágenes, 
vasos  y  paramentos  sagrados  les  perdí  el  respeto  con  el 
trato,  así  les  perdí  el  miedo  a  los  muertos  después  que 
lo<  empecé  á  manejar  con  confianza  para  echarlos  á  la 
sepultura. 

Mi  compañero  el  aprendiz  me  sirvió  de  mucho, 
porijue  cuando  yo  entré  al  oficio,  ya  él  tenía  adelantado 
bastante,  y  así  me  hizo  atrevido  é  irreverente;  bien  que 
)'^\,  en  recompensa,  lo  enseñé  á  robar  de  un  modo  ó  dos 
que  no  habían  llegado  á  su  noticia. 

PERIQUILLO   SARNIENTO.— T.    II,   C  — 48. 


190 


PENSADOR    MEXICANO 


El  primero  fué  el  de  quedarse  con  un  tanto  á  pro- 
porción de  lo  que  colectaba  para  misas,  y  el  segundo 
á  despojar  á  los  muertos  y  muertas  que  no  iban  de  mal 
pelaje  á  la  hoya. 

Una  noche  por  estas  gracias  me  sucedió  una  aven- 
tura que  si  no  me  costó  la  vida,  por  lo  menos  me  costó 
el  empleo. 

Fué  el  caso,  que  sepultando  una  tarde  yo  y  mi  com- 
pañero el  muchacho  á  una  señora  rica  que  había  muerto 
de  repente,  al  meterla  en  el  cajón  advertí  que  le  relum- 
braba una  mano  que  se  le  medio  salió  de  la  manga  de  la 
mortaja.  Al  instante  y  con  todo  disimulo  se  la  metí, 
echándole  encima  un  tompiate  de  cal  según  es  cos- 
tumbre. Mientras  (jue  los  acompañados  gorgoriteaban  y 
el  coro  les  ayudaba  con  la  música,  tuve  lugar  de  decirle 
al  compañero:  —  Camarada,  no  aprietes  mucho  que  tene- 
mos despojos  y  buenos.  —  Con  esto,  dando  propiamente 
un  martillazo  en  el  clavo  y  ciento  en  el  cajón,  encerra- 
mos á  la  difunta  en  el  sepulcro,  cuidando  también  de  no 
amontonar  mucha  tierra  encima  para  que  nos  fuera  más 
fácil  la  exhumación.  El  entierro  se  concluyó,  y  los 
dolientes  y  mirones  se  fueron  á  sus  casas  creyendo  que 
quedaba  tan  enterrado  el  cadáver  como  el  que  más. 

Luego  que  me  quedé  solo  con  el  sacristancillo,  le 
dije  lo  que  había  observado  en  la  mano  de  la  muerta,  y 
que  no  podía  menos  sino  ser  un  buen  cintillo  que  por  un 


ODRAS    ESCOGIDAS 


191 


grosero   descuido   ú   otra    casualidad    imprevista    se    le 
hubiese  quedado. 

El  muchacho  parece  que  lo  dudaba,  pues  me  decía: 
— Cuando  no  sea  cintillo,  ella  es  muerta  rica,  y  á  lo 
menos  ha  de  tener  rosario  y  buena  ropa;  y  así  no  debe- 
mos perder  esta  fortuna  que  se  nos  ha  metido  por  las 
{)uertas,  y  más  teniendo  ahorrado  el  trabajo  de  desclavar 
ol  caj('»n,  pues  los  clavos  apenas  agujerarían  la  tapa.  Ello 
es  que  no  es  de  perderse  esta  ocasión. 

l^esueltos  de  esta  manera,  esperamos  que  diesen  las 
doce  de  la  noche,  hora  en  que  el  sacristán  mayor  dormía 
en  lo  más  profundo  de  su  sueño,  y  prevenidos  de  una 
vela  encendida  bajamos  á  la  iglesia. 

Comenzamos  á  trabajar  en  la  maniobra  de  sacar 
lierra  hasta  que  descubrimos  el  cajón,  el  que  sacamos 
y  desclavamos  con  gran  tiento. 

Levantada  la  tapa,  sacamos  fuera  el  cadáver  y  lo 
paramos,  arrimándose  mi  compañero  con  él  al  altar  in- 
mediato, teniéndolo  de  las  espaldas  sobre  su  pecho  con 
mil  trabajos,  porque  no  podía  ser  de  otro  modo  el  des- 
pojo, en  virtud  de  que  el  cuerpo  había  adquirido  una 
rigidez  ó  tiesura  extraordinaria. 

En  esta  disposición  acudí  yo  á  las  manos,  que  para 
mí  era  lo  más  interesante.  Saqué  la  derecha,  y  vi  que 
tenía  en  efecto  un  muy  regular  cintillo,  el  que  me  costó 
muchas  gotas  de  sudor  para  sacarlo,  ya  por  no  sé  qué 


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192 


PENSADOR    MEXICANO 


temor,  que  jamás  me  faltaba  en  estas  ocasiones,  y  ya 
por  las  fuerzas  que  hacía,  tanto  para  ayudársela  á  tener 
al  compañero,  como  para  sacarle  el  cintillo,  porque  tení;i 
la  mano  casi  cerrada  y  los  dedos  medio  hinchados  y 
muy  encogidos;  pero  ello  es  que  al  fin  me  vi  con  él  en 
mi  mano. 

Pasamos  á  registrar  y  ver  el  estado  de  la  demás 
ropa,  y  observé  que  el  compañero  no  se  equivocó  en 
haberla  creído  buena,  porque  la  camisa  era  muy  fina,  las 
enaguas  blancas  lo  mismo:  tenía  las  de  encima  casi 
nuevas  de  fino  cabo  de  China,  un  ceñidor  de  seda,  un 
pañuelo  de  Cambray.  un  rosario  con  su  medalla  que  me 
quedé  sin  saber  de  qué  era,  y  sus  buenas  medias  de  seda. 

— Todo  eso  es  plata,  me  decía  mi  camarada;  pero 
¿cómo  haremos  para  desnudarla,  porque  este  diablo  do 
muerta  está  más  tiesa  que  un  palo? 

—  No  te  apures,  le  dije,  cógele  los  brazos  y  ábrese- 
los, teniéndola  en  cruz,  mientras  que  yo  le  desato  el 
ceñidor,  que  debe  ser  la  primera  diligencia. 

Así  lo  hizo  el  compañero  con  harto  trabajo,  porque 
los  nervios  de  los  brazos  apetecían  recobrar  el  primer 
estado  en  (jue  los  dejó  la  muerte. 

La  difunta  era  medio  vieja  y  tenía  una  cara  respeta- 
ble; nuestro  atrevimiento  era  punible;  la  soledad  y 
obscuridad  del  templo  nos  llenaba  de  pavor,  y  así  procu- 
rábamos apresurar  el  mal  paso  cuanto  nos  era  dable. 


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OBRAS   ESCOGIDAS 


193 


Para  esto  me  afanaba  en  desatar  el  ceñidor,  que 
estaba  anudado  por  detrás,  pero  tan  ciegamente  que  por 
más  que  hacía  no  podía  desatarlo.  Entonces  le  dije  al 
compañero  que  yo  le  sujetaría  los  brazos,  mientras  que 
rl  lo  desataba,  como  que  estaba  más  cómodo. 

Así  se  determinó  hacer  de  común  acuerdo.  Le 
aüancé  los  brazos,  levantó  mi  compañero  la  mortaja  y 
comenzó  á  procurar  desatarla;  pero  no  conseguía  nada 
j)or  la  misma  razón  que  yo. 

En  prosecución  de  su  diligencia  se  cargaba  sobre  el 
cadáver,  y  yo  lo  apretaba  contra  él  porque  ya  me  lo 
echaba  encima,  y  como  yo  estaba  abajo  de  la  tarima  me 
vencía  la  superioridad  del  peso,  que  es  decir  que  teníamos 
al  cadáver  en  prensa. 

Tanto  hizo  mi  compañero,  y  tanto  apretamos  á  la 
pobre  muerta,  que  le  echamos  í'uera  un  poco  de  aire  que 
se  le  habría  quedado  en  el  estómago:  esto  conjeturo 
abura  que  sería;  pero  en  aquel  instante  y  en  lo  más  rigo- 
roso de  los  apretones,  sólo  atendimos  á  que  la  muerta 
so  quejó  y  me  echó  un  tuíb  tan  asqueroso  en  las  nari- 
ces, que  aturdido  con  él  y  con  el  susto  del  quejido,  me 
descoyunté  todo  y  le  solté  los  brazos,  que  recobrando  el 
estado  que  tenían,  se  cruzaron  sobre  mi  pescuezo,  á 
tiempo  que  un  maldito  gato  saltó  sobre  el  altar  y  tiró  la 
vela,  dejándonos  atenidos  á  la  triste  y  opaca  luz  de  la 
lámpara. 

PERIQUILLO   SARNIENTO.  —T.    II,    C  — 49. 


■J 


194 


PENSADOR    MEXICANO 


Excusado  parece  decir  que  con  tantas  casualidades, 
viniéndose  el  cuerpo  sobre  mí,  y  acobardándome  impon- 
derablemente, caí  privado  bajo  del  amortajado  peso  á  las 
orillas  de  su  misma  sepultura. 

El  cuitado  ayudante,  cuando  oyó  quejar  á  la  señora 
muerta,  vio  que  me  abrazaba  y  caía  sobre  mí,  y  al  feroz 
gato  saltando  junto  de  él,  creyó  que  nos  llevaban  los 
diablos  en  castigo  de  nuestro  atrevimiento,  y  sin  tener 
aliento  para  ver  el  fin  de  la  escena,  cayó  también  sin 
habla  por  su  lado. 

El  susto  no  fué  tan  trivial  que  nos  diera  lugar  á 
recobrarnos  prontamente.  Permanecimos  sin  sentido 
tirados  junto  á  la  muerta  hasta  las  cuatro  de  la  mañana, 
hora  en  que,  levantándose  el  sacristán  y  no  encontrán- 
donos en  su  cuarto,  creyó  que  estaríamos  en  la  sacristía 
previniendo  los  ornamentos  para  que  dijera  misa  el  señor 
cura,  que  era  madrugador. 

Con  este  pensamiento  se  dirigió  á  la  sacristía,  y  no 
hallándonos  en  ella,  fué  á  buscarnos  á  la  iglesia.  ¡Pero 
cuál  fué  su  sorpresa  cuando  vio  el  sepulcro  abierto,  la 
difunta  exhumada  y  tirada  en  el  suelo  acompañada  de 
nosotros  que  no  dábamos  señales  de  estar  vivos  I  No 
pudo  menos  sino  dar  parte  del  suceso  al  señor  cura, 
quien  luego  que  nos  vio  en  la  referida  situación,  hizo  que 
bajaran  sus  mozos  y  nos  llevaran  adentro,  procediendo 
en  el  momento  á  sepultar  el  cadáver  otra  vez. 


OBRAS   ESCOGIDAS 


195 


Hecha  esta  diligencia,  trató  de  que  nos  curaran  y 
reanimaran  con  álcalis,  ventosas,  ligaduras,  lana  que- 
mada, y  cuanto  conjeturó  sería  útil  en  semejante  lance. 

Con  tantos  auxilios  nos  recobramos  del  desmayo  y 
tomamos  cada  uno  un  pocilio  de  chocolate  del  mismo 
cura,  el  que  luego  que  nos  vio  fuera  de  riesgo  nos  pre- 
guntó la  causa  de  lo  que  habíamos  padecido  y  de  lo  que 
había  visto. 

Yo,  advirtiendo  que  el  hecho  era  innegable,  confesé 
ingenuamente  todo  lo  ocurrido,  presentándole  al  cura  el 
cintillo,  quien  luego  que  oyó  nuestra  relación,  tuvo  que 
hacer  bastante  para  contener  la  risa:  pero  acordándose 
<jue  era  él  responsable  de  estos  desaciertos,  encargó  el 
castigo  de  mi  compañero  á  su  padre,  y  á  mí  me  dijo  que 
mo  mudara  en  el  día,  agradeciéndole  mucho  que  no  nos 
enviara  á  la  cárcel,  donde  me  aplicarían  la  pena  que 
señalan  las  leyes  contra  los  que  quebrantan  los  sepul- 
cros, desentierran  los  cadáveres  y  les  roban  hábitos, 
alhajas  ú  otra  cosa. 

—  Esta  pena,  decía  el  cura,  sepa  usted,  para  que  otra 
ve/  no  incurra  en  igual  delito,  es  que  si  las  sepulturas 
se  quebrantan  con  fuerza  de  armas,  tienen  los  infractores 
pena  de  muerte,  y  si  es  sin  ellas  clandestinamente,  como 
ahora,  deben  ser  condenados  á  las  labores  del  rev. 

Pero  yo,  que  caritativamente  quiero  excusarlo  de 
esta  pena,  no  puedo  mantenerlo  en  mi  curato;  porque 


196 


PENSADOR    MEXICANO 


quien  se  atreve  á  un  cadáver  por  robarle  un  cintillo,  con, 
más  facilidad  se  atreverá  á  despojar  una  imagen  ó  un 
altar  mañana  que  otro  día.  Conque  vayase  usted  y  no  lo 
vuelva  á  ver  en  mi  parroquia.  Diciendo  esto,  se  veürú 
el  cura;  á  mi  compañero  le  dio  su  padre  una  buena  zurra 
de  latigazos,  y  yo  me  marché  para  la  calle  antes  que  otra 
cosa  sucediera. 

Volví  á  tomar  mi  acostumbrado  trote  en  estas  aven- 
turas desventuradas.  Los  truquitos,  las  calles,  las  pul- 
querías y  los  mesones  eran  mis  asilos  ordinarios,  y  no 
tenía  mejores  amigos  ni  camaradas  que  tahúres,  borra- 
chos, ociosos,  ladroncillos  y  todo  género  de  léperos, 
pues  ellos  me  solían  proporcionar  algún  bocado  frío, 
harta  bebida  y  ruines  posadas. 

Cuatro  meses  permanecí  de  sacristán  haciendo  mis 
estafiUas,  con  las  cuales  más  que  con  mi  ratero  salario, 
compré  tal  cual  miserable  trapillo  que  di  al  traste  á  los 
quince  días  de  mi  expulsión. 

Me  acuerdo  que  un  día,  no  teniendo  qué  comer,  en- 
contré á  un  amigo  frente  de  la  Catedral  por  el  Portal  de 
las  Flores,  y  pidiéndole  medio  real  para  el  efecto,  me  dijo: 
—  No  tengo  blanca,  estoy  en  la  misma  que  tú,  y  quería 
que  me  llevaras  á  almorzar  á  la  Alcaicería,  que  según 
he  oído  á  la  vieja  bodegonera,  allá  te  tiene  cuanto  há 
guardados  dos  ó  tres  reales. — En  verdad  que  así  es,  lo 
dije;  pero  con  el  gusto  de  mis  bonanzas  se  me  habían 


OBRAS   ESCOGIDAS 


197 


olvidado.  Me  admiro  mucho  de  la  buena  conciencia  de  la 
bodegonera;  si  otra  fuera,  ya  eso  estaba  perdido. 

En  esto  nos  fuimos  á  comer  como  pudimos,  y  con- 
cluida la  comida  se  fué  mi  amigo  por  su  lado  y  yo  por  el 
mío  á  seguir  experimentando  mis  trabajos  como  antes. 

Ya  hecho  un  piltro,  sucio,  ñaco,  descolorido  y  en- 
fermo, en  fuerza  de  la  mala  vida  que  pasaba,  me  hice 
amigo  de  un  andrajoso  como  yo,  á  quien  contándole  mis 
desgracias,  y  que  no  me  había  valido  ni  acogerme  á  la 
iglesia,  como  si  hubiera  sido  el  delincuente  más  alevoso 
del  mundo,  me  dijo  ([ue  él  tenía  un  arbitrio  que  darme, 
(|ue  cuando  no  me  proporcionara  riquezas,  á  lo  menos 
me  daría  de  comer  sin  trabajar:  (|ue  era  fácil  y  no  cos- 
taba nada  emprenderlo;  quo  algunos  amigos  suyos  vivían 
de  él;  que  yo  estaba  en  el  estado  de  abrazarlo,  y  que 
si  quería,  no  me  arrepentiría  en  ningún  tiempo. 

—  Pues  ¿no  he  de  querer,  le  respondí,  si  ya  estoy  que 
ladro  de  hambre  y  los  piojos  me  comen  vivo? — Pues  bien, 
dijo  el  deshilachado;  vamos  á  casa,  que  á  las  nueve  van 
llegando  mis  discípulos,  y  después  que  cene  usted  oirá 
las  lecciones  que  les  doy  y  los  adelantamientos  de  mis 
alumnos. 

Así  lo  hice.  Llegamos  á  las  ocho  de  la  noche  á  la 
casita,  que  era  un  cuarto  de  casa  de  atoleras,  por  allá  por 
el  barrio  de  Necatitlán,  muy  indecente,  sucio  y  hediondo. 
Allí  no  había  sino  un  braserito  de  barro  que  llaman  ana- 

PERIQUILLO   SARNIENTO.  — T.    II,    C.  —  50. 


198 


PENSADOR    MEXICANO 


le,  cuatro  <'>  seis  petates  enrollados  y  arrimados  á  la 
pared,  un  escaño  ó  banco  de  palo,  una  estampa  de  no 
sé  (jué  santo  en  una  de  las  paredes,  con  una  repisa  d(^ 
tejamanil,  dos  ó  tres  cajetes  con  orines,  un  ban(|UÍto  de 
zapatero,  muchas  muletas  en  un  rincón,  algunos  tompia- 
tes y  porción  de  oUitas  por  otro,  una  tabla  con  parches, 
aceites  y  ungüentos  y  otras  iguales  baratijas. 

De  (jiie  yo  luí  mirando  la  casa  y  el  fatal  ajuar  dt^ 
ella,  comencé  á  desconfiar  de  la  seguridad  del  proyecto 
que  acababa  de  indicar  el  traposo,  y  él.  conjeturando  mi 
desconfianza  por  la  mala  cara  que  estaba  poniendo,  mo 
dijo:  — Señor  Perico,  yo  sé  lo  (lue  le. vendo.  l''sta  vivien- 
da tan  ruin,  estos  petates  y  muebles  que  ve,  no  son  tan 
despreciables  ó  in.servibles  como  á  usted  le  parecen. 
Todo  esto  ayuda  para  el  proyecto,  porque... — A  este 
tiempo  fueron  llegando  de  uno  en  uno  y  de  dos  en  dos, 
hasta  ocho  ó  nueve  vagabundos,  todos  rotos,  sucios, 
emparchados  y  dados  al  diablo;  pero  lo  que  más  me 
admiró  fué  ver  que  conforme  iban  entrando  arrimaban 
unos  sus  muletas  á  un  rincón  v  andaban  muv  bien  con 
sus  dos  pies;  otros  se  quitaban  los  parches  que  manifes- 
taban, y  quedaban  con  su  cutis  limpio  y  sano:  otros  se 
quitaban  unas  grandes  y  pobladas  barbas  y  cabelleras 
canas,  con  las  que  me  habían  parecido  viejos,  y  que- 
daban de  una  edad  regular;  otros  se  enderezaban  ó 
descorvaban   al   entrar,    y   todos   dejaban   en   la   puerta 


OBRAS    ESCOGIDAS 


199 


del  cuartito  sus  enfermedades  y  males,  y  aparecían  los 
hombres  y  aun  una  mujer  que  entró,  muy  útiles  para 
lomar  un  fusil ,  y  ella  para  moler  un  almud  de  maíz  en 
un  metate. 

Entonces,  lleno  de  la  más  justa  admiración,  le  dije  á 
mi  desastrado  amigo:  —  ¿Qué  es  esto?  ¿Es  usted  algún 
santo  cuya  sola  presencia  obra  los  milagros  que  yo  veo, 
pues  a(|uí  todos  llegan  cojos,  ciegos,  mancos,  tullidos, 
leprosos,  decrépitos  y  lisiados,  y  apenas  pisan  los  umbra- 
les de  esta  as(juerosa  habitación,  cuando  se  ven,  no  sólo 
restituidos  á  su  antigua  salud,  sino  hasta  remozados, 
inaravilla  que  no  la  he  oído  predicar  de  los  santos  más 
ponderados  en  milagros? 

Rióse  el  despilfarrado  con  tantas  ganas,  que  cada 
extremo  de  su  abierta  boca  besaba  la  punta  de  sus  ore- 
jas. Sus  compañeros  le  hacían  el  bajo  del  mismo  modo, 
y  cuando  descansaron  un  poco,  me  dijo  el  susodicho: 
—  Amigo,  ni  yo  ni  mis  compañeros  somos  santos,  ni  nos 
liemos  juntado  con  quien  lo  sea,  y  esto  créalo  usted  sin 
que  lo  juremos.  Estos  milagros  que  á  usted  pasman  no 
los  hacemos  nosotros,  sino  los  fieles  cristianos,  á  cuva 
calidad  nos  atenemos  para  enfermar  por  las  mañanas  y 
sanar  á  la  noche  de  todas  nuestras  dolencias.  De  mane- 
ra, que  si  los  fieles  no  fueran  tan  piadosos,  nosotros  ni 
nos  enfermaríamos  ni  sanaríamos  con  tanta  facilidad. 

—  Pues  ahora  estoy  más  en  ayunas  que  antes,    y 


200 


PENSADOR    MEXICANO 


deseo  con  más  ansias  saber  cómo  se  obran  tantos  prodi- 
gios y  cómo  se  pueden  verificar  en  virtud  de  la  piedad 
de  los  cristianos;  y  deseara,  añadí,  que  usted  me  hiciera 
favor  de  no  dejarme  con  la  duda. 

—  Pues,  amigo,  me  contestó  el  roto,  á  bien  que  es 
usted  de  confianza  y  le  importa  guardar  el  secreto.  Nos- 
otros ni  somos  ciegos,  ni  cojos,  ni  corcovados,  como  pa- 
recemos en  las  calles.  Somos  unos  pobres  mendigos  que 
echando  relaciones,  multiplicando  plegarias,  llorando 
desdichas,  y  porfiando  y  moliendo  á  todo  el  mundo, 
sacamos  mendrugo  al  fin.  Comemos,  bebemos,  y  no 
agua,  jugamos,  y  algunos  mantenemos  nuestras  picJii- 
cuaracas  '  como  Anita.  (Esta  Anita  era  la  trapientona 
rolliza  y  no  muy  lea  que  acababa  de  entrar  con  un  chi- 
quillo en  brazos,  amasia  ^  del  patrón  ó  del  mendigo 
mayor,  que  era  quien  me  hablaba).  El  modo  es,  prose- 
guía el  desastrado,  fingirse  ciegos,  baldados,  cojos,  lepro- 
sos y  desdichados  de  todos  modos;  llorar,  pedir,  rogar, 
echar  relaciones,  decir  en  las  calles  blasfemias  y  desati- 
nos, é  importunar  al  que  se  presente  de  cuantas  maneras 
se  pueda,  á  fin  de  sacar  raja,  como  lo  hacemos. 

Ya  tiene  usted  a(|UÍ  todo  lo  milagroso  del  oficio  y  el 
gran  proyecto  que  le  ofrecí  para  no  morirse  de  hambre. 
Ello  es  menester  no  ser  tontos,  porque  el  tonto  para  nada 

'    Con  este  nombre  suele  designarse  la  amiga,  ó  mujer  con  quien  se  vive  en  amistad 
ilícita.  E. 

*    Lo  mismo  que  manceba,  amiga  ó  barragana.  E. 


■  ■".■■ -r^  •' 


-  -*cT*^^vr^^ja&5^-^ 


-:r'>    i  ■  •■ . 


OBRAS   ESCOGIDAS 


201 


'  s  bueno,  ni  para  bien  ni  para  mal.  Si  usted  sabe  valerse 
de  mis  consejos  comerá,  beberá  y  hará  lo  que  quiera, 
según  sea  su  habilidad,  pues  la  paga  será  como  su  tra- 
bajo; pero  si  es  tonto,  vergonzoso  ó  cobarde,  no  tendrá 
nada.  Estos  que  usted  ve,  á  mí  me  deben  sus  adelan- 
tos; pero  saben  hacer  su  diligencia.  Ahora  lo  verá  usted. 

En  esto  fueron  todos  dando  sus  cuentas  en  clase  de 
conversación,  de  lo  que  habían  buscado  en  el  día,  y  cada 
uno  enseñó  sus  ollitas  y  tompiates  llenos  de  mendrugos 
y  sobras  de  los  platos  ajenos,  á  más  de  algunos  realillos 
'|ue  habían  juntado. 

Llegó  á  lo  último  la  dicha  Anita,  y  sólo  presentó 
cinco  reales,  diciendo: — Gomo  este  diablo  de  muchacho 
está  curtido,  apenas  he  comido  hoy  y  he  juntado  este 
poco;  pero  mañana  me  la  pagará. 

Admirado  yo  con  esta  relación,  traté  de  informarme 
de  raíz,  cómo  podía  contribuir  aquel  tierno  niño  al  oficio 
ele  los  mendigos,  y  supe  con  el  mayor  dolor,  que  aquella 
inligna  madre  y  desapiadada  mujer  pellizcaba  al  pobre 
inocente,  cuando  pedía  limosna,  á  fin  de  conmover  á  los 
ti  l<'s  y  excitar  su  caridad  con  la  vehemencia  de  sus 
gi'iios. 

No  me  escandalicé  poco  con  semejante  inhumani- 
dad; pero  advirtiendo  lo  fácil  y  socorrido  del  oficio,  disi- 
mulé cuanto  pude  y  me  decidí  á  entrar  de  aprendiz 
desde  aquella  hora. 

PERIQUILLO    SARNIENTO.— T.    II,    C  — 51. 


202 


PENSADOR    MEXICANO 


Era  cosa  célebre  oir  contar  á  aquellos  tunantes  los 
arbitrios  de  que  se  valían  para  sacar  los  medios  de  las 
faltriqueras  más  estreñidas.  Unos  decían  que  se  fingían 
ciegos,  otros  insultados,  otros  asimplados,  otros  leprosos 
y  todos  muertos  de  hambre. 

Mi  amigo,  el  jefe  ó  maestro  de  la  cuadrilla,  me  dijo: 
— ¿Pues  ve  usted?  Yo  soy  quien  les  he  dictado  á  cada 
uno  de  estos  pobres  el  modo  con  (jue  han  de  buscar  la 
vida,  y  por  cierto  que  ninguno  está  arrepentido  de  seguir 
mis  consejos;  contentándome  yo  con  lo  poco  que  ellos 
me  quieren  dar  para  pasar  la  mía,  pues  ya  estoy  jubilado 
y  (juiero  descansar,  ponjue  he  trabajado  mucho  en  la 
carrera.  Si  usted  quiere  seguirla,  dígame  cuál  es  su  voca- 
ción para  habilitarlo  de  lo  necesario.  Si  quiere  ser  cojo, 
le  daremos  muletas;  si  baldado  <'>  tullido,  su  arrastradera 
de  cuero;  si  llagado,  parches  y  trapos  llenos  de  aceites; 
si  anciano  decrépito,  sus  barbas  y  cabellera;  si  asimpla- 
do, usted  sabrá  lo  (jue  ha  menester,  y  en  iln,  para  todo 
tendrá  los  instrumentos  precisos,  entrando  en  esto  los 
tompiates,  ollas,  trapos  y  bordones  ó  báculos  que  nece- 
site. En  inteligencia  que  ha  de  vivir  con  nosotros,  no 
ha  de  ser  zonzo  para  pedir,  ni  corto  para  retirarse  al 
primer  desdén  que  le  hagan;  ha  de  tener  entendido  (juc 
no  siempre  dan  limosnas  los  hombres  por  Dios;  muchas 
veces  las  dan  por  ellos  y  algunas  por  el  diablo.  Por  ellos, 
cuando  la  dan  por  quitarse  de  encima  á  un  hombre  que 


OBRAS   ESCOGIDAS 


203 


los  persigue  dos  cuadras  sin  temer  sus  excusas  ni  sus 
b:\ldones;  y  por  el  diablo  cuando  dan  limosna  por  quedar 
bien  y  ser  tenidos  por  liberales,  especialmente  delante  de 
las  mujeres.  Yo  me  he  envejecido  en  este  honroso  des- 
tino, y  sé  por  experiencia  que  hay  hombres  que  jamás 
dan  medio  á  un  pobre  sino  cuando  están  delante  de  las 
nnichachas  á  (juienes  quieren  agradar,  ya  sea  porque  los 
tengan  por  ñ^ancos,  ó  ya  por  quitarse  de  delante  á  aque- 
llos testigos  importunos,  que  acaso  con  su  tenacidad  les 
liacon  mala  obra  en  sus  galanteos  ó  les  interrumpen  sus 
conversaciones  seductoras. 

Esto  digo  á  usted  para  que  no  se  canse  al  primer 
jicrdnnc  por  Dios  que  le  digan;  sino  que  siga,  prosiga 
y  persiga  al  que  conozca  que  tiene  dinero,  y  no  lo  deje 
hasta  que  no  le  afloje  su  pitanza.  Procure  ser  importuno 
<|ao  así  sacará  mendrugo.  Acometa  a  los  que  vayan  con 
mujeres  antes  que  á  los  que  vayan  solos.  No  pida  á  mili- 
tares, frailes,  colegiales  ni  trapientos,  pues  todos  estos 
individuos  profesan  la  santa  pobreza,  aunque  no  todos 
con  voto;  y  por  último,  no  pierda  de  vista  el  ejemplo  de 
•^us  compañeros,  que  él  le  enseñará  lo  que  debe  hacer  y 
las  fórmulas  que  ha  de  observar  para  pedir  á  cada  uno 
^<\^ún  su  clase. 

Yo  le  di  á  mi  nuevo  maestro  las  gracias  por  sus 
lecciones,  y  le  dije  que  mi  vocación  era  de  ciego,  pues 
consideraba  que  me  costaría  poco  trabajo  fingir  una  gota 


204 


PENSADOR   MEXICANO 


serena,  y  andar  con  un  palo  como  á  tientas,  y  tenía 
observado  que  ningún  pobre  suele  conmover  á  lástima 
mejor  que  un  ciego. 

— Está  bien,  me  contestó  mi  desaliñado  director: 
pero  ¿sabe  usted  algunas  relaciones? —  ¡Qu('  he  de  saber. 
le  respondí,  si  nunca  me  he  metido  á  este  ejercicio! — 
Pues,  amigo,  continuó  él,  es  fuerza  que  las  sepa,  porqu<> 
ciego  sin  relaciones  es  título  sin  renta,  pobre  sin  gracia 
y  cuerpo  sin  alma;  y  así  es  menester  que  aprenda  algu- 
nas, como  la  oración  del  Justo  Juc^-,  el  dcspcdimento  del 
cuer/)0  y  del  alma,  y  algunos  ejemplos  é  historias  de  quo 
abundan  los  ciegos  falsos  y  verdaderos,  las  mismas  qu*' 
oirá  usted  relatar  á  sus  compañeros,  para  que  elija  las 
que  quiera  (|ue  le  enseñen. 

Tambii'n  es  necesario  que  sepa  usted  el  orden  do 
pedir  según  los  tiempos  del  año  y  días  de  la  semana;  y 
así,  los  lunes  pedirá  por  la  Divina  Providencia,  por  San 
Cayetano  y  por  las  almas  del  purgatorio;  los  ma,rtes,  por  el 
Señor  San  Antonio  de  Padua;  los  miércoles,  por  la  Pre- 
ciosa Sangre;  los  jueves,  por  el  Santísimo  Sacramento: 
los  viernes,  por  los  Dolores  de  María  Santísima;  los 
sábados,  por  la  Pureza  de  la  Virgen,  y  los  domingos  por 
toda  la  corte  del  cielo. 

No  hay  que  descuidarse  en  pedir  por  los  santos  que 
tienen  más  devotos,  especialmente  en  sus  días;  y  así  ha 
de  ver  el  almanaque  para  saber  cuándo  es  San  Juan 


OBRAS    ESCOGIDAS 


205 


Nepomuceno,  Señor  San  José,  San  Luis  Gonzaga.  Santa 
(jertrudis,  etc.,  como  también  debe  usted  tener  presente 
el  pedir  según  los  tiempos.  En  Semana  Santa  pedirá  por 
la  pasión  del  Señor;  el  día  de  Muertos,  por  las  benditas 
ánimas;  el  mes  de  Diciembre,  por  Nuestra  Señora  de 
(juadalupe,  y  así  en  todos  tiempos  irá  pidiendo  por  los 
santos  y  festividades  del  día;  y  cuando  no  se  acuerde, 
pedirá  por  el  santo  día  que  es  hoy.  como  lo  hacen  los 
compañeros. 

Estas  parecen  frivolidades,  pero  no  son  sino  astucias 
indispensables  del  oficio,  porque  con  estas  plegarias  á 
tiempo,  se  excita  mejor  la  piedad  y  devoción  y  aflojan  el 
niiedecillo  los  caritativos  cristianos. 

En  esto  se  pusieron  aquellos  pillos  á  decir  sesenta 
romances  y  referir  doscientos  ejemplos  y  milagros  apó- 
crifos, y  cada  uno  de  ellos  preñado  de  doscientas  mil  ton- 
terías y  barbaridades,  que  algunas  de  ellas  podían  pasar 
por  herejías  ó  cuando  menos  por  blasfemias. 

Aturdido  me  quedé  al  escuchar  tantos  despropósitos 
juntos,  y  decía  entre  mí:  —  ¿Cómo  es  posible  que  no 
liaya  quién  contenga  estos  abusos,  y  quién  les  ponga  una 
mordaza  á  estos  locos?  ¿Cómo  no  se  advierte  que  el  audi- 
torio que  los  rodea  y  atiende  se  compone  de  la  gente  más 
idiota  y  necia  de  la  plebe,  la  que  está  muy  bien  dispuesta 
para  impregnarse  de  ios  desatinos  que  éstos  desparraman 
en  sus  espíritus,  y  para  abrazar  cuantos  errores  les  intro- 

PERIQUILLO   SARNIENTO.  —  T.    II,    C.  —  52. 


206 


PENSADOR    MEXICANO 


ducen  por  sus  oídos?  ¿Cómo  no  se  reilexiona  que  estos 
espantos  y  milagros  apócrifos  que  éstos  predican,  unas 
veces  inducen  á  los  tontos  á  una  ciega  confianza  en  la 
misericordia  de  Dios,  con  tal  que  den  limosna;  otras  á 
creer  tal  el  valimiento  de  sus  santos  que  se  lo  repre- 
sentan más  allá  que  el  mismo  Poder  Divino,  ^  y  todas  ó 
las  más,  llenando  sus  cabezas  de  mentiras,  espantos, 
milagros  y  revelaciones?  Sin  duda  todo  esto  merece 
atención  y  reforma,  y  sería  muy  útil  que  todos  los  ciegos 
que  piden  por  medio  de  sus  relaciones,  presentaran  éstas 
en  los  pueblos  á  los  curas,  y  en  la  capital  y  demás 
ciudades  á  algunos  señores  eclesiásticos  destinados  á 
examinarlas,  los  que  jamás  les  permitieran  predicar  sino 
la  explicación  de  la  doctrina  cristiana;  trozos  históricos 
eclesiásticos  ó  profanos ;  descripciones  geográficas  de 
algunos  reinos  ó  ciudades  y  cosas  semejantes;  pero  cua- 
lesíjuiei'a  cosas  de  éstas,  bien  hechas,  en  buen  verso  y 
mejor  ensayadas;  y  de  ninguna  manera  se  les  dejara 
pregonar  tanta  fábula  que  nos  venden  con  nombre  de 
ejemplos. 

Parece  trivial  mi  refiexión,  mas  si  se  observara,  el 
tiempo  diría  el  beneficio  que  de  ella  podría  resultar  al 
})ueblo  rudo  y  los  errores  que  impediría  se  propagasen. 

En    estas    consideraciones   me   entretenía   conmigo 


'     Los  que  hayan  tenido  la  paciencia  de  atender  á  muchas  relaciones  de  mendigos, 
sabrán  que  no  hay  aquí  nada  de  falso. 


OBRAS    ESCOGIDAS 


207 


cuando   me  llamaron  á  cenar,    de  lo  que  no  me   pesó, 
j)orque  tenía  hambre. 

Sentámonos  en  rueda  en  un  petate  y  sin  otro  mantel 
(jue  el  mismo  tule  de  que  estaba  tejido;  nos  sirvió  la 
Anita  un  buen  cazuclón  de  chile  con  (jueso,  huevos, 
chorizos  y  longaniza;  pero  todo  tan  bien  frito  y  sazonado 
que  sólo  su  olor  era  capaz  de  provocar  el  apetito  más 
esquivo. 

Luego  que  dimos  vuelta  á  la  cazuela,  nos  trajo  un 
calabazo  ó  (^juajo  grande  lleno  de  aguardiente  de  caña, 
un  vaso  y  otra  cazuela  de  frijoles  fritos  con  mucho  aceite, 
celjülla,  queso,  chilitos  y  aceitunas,  acompañado  todo  del 
pan  necesario. 

Cada  uno  de  nosotros  habilitó  su  plato,  y  comenzó  el 
calabazo  á  andar  la  rueda,  y  cuando  ya  estábamos  alegri- 
tos.  me  dijo  el  capataz  de  los  mendigos:  —  ¿Qué  le  parece 
á  usted,  camarada,  de  esta  vida?  ¿Se  la  pasará  mejor  un 
c(índe?  —  A  fe  (jue  no,  le  contesté,  y  á  mí  me  acomoda 
demasiado,  y  doy  mil  gracias  á  Dios  de  que  ya  encontré 
lo  que  he  buscado  con  tanta  ansia  desde  (jue  tengo  uso 
(!<"  razón,  (jue  era  un  oficio  ó  modo  de  vivir  sin  trabajar; 
P'^rque  yo  es  verdad  que  siempre  he  comido,  si  no  ya  me 
liubiera  muerto;  pero  siempre  ¿qué  trabajo  no  me  ha 
co>;tado?  ¿qué  vergüenzas  no  he  pasado?  ¿qué  amos 
imprudentes  no  he  tenido  que  sufrir?  ¿á  qué  riesgos  no 
me  he  expuesto?   ¿qué  lisonjas  no  he  tenido  que  distri- 


208 


PENSADOR    MEXICANO 


buir.  y  qué  sustos  y  aun  garrotazos  no  he  padecido? 
Mas  ahora,  señores,  ¡cuánta  no  es  mi  dicha!  ¿Y  (juién  no 
envidiará  mi  fortuna  al  verme  admitido  en  la  honradí- 
sima clase  de  los  señores  mendigos,  en  cuya  respetable 
corporación  se  come  y  se  bebe  tan  bien  sin  trabajar;* 
Se  viste,  se  juega  y  se  pasea  sin  riesgo;  se  disfrutan  las 
comodidades  posibles  sin  más  costo  que  desprenderse  di^ 
cierta  vergiiencilla,  (|ue  no  puede  menos  (jue  ocuparme  los 
pi'imeros  días;  pero  vencida  esta  dificultad,  que  para  mí 
no  será  cosa  mayor,  despurs  diablo  como  todos  y  aleluya. 

Yo,  señor  capitán,  y  señores  ilustres  compañeros, 
les  doy  mil  y  diez  mil  agradecimientos,  suplicándoles  me 
reciban  bajo  su  poderosa  protecci(')n.  ofreciéndoles  en 
justa  recompensa  no  separarme  de  su  preclara  compañía 
el  tiempo  (|ue  Dios  me  concediere  de  vida  y  emplearla 
toda  en  servicio  de  vuestras  liberales  personas. 

Toda  la  comparsa  soltó  la  carcajada  luego  que  con- 
cluí mi  desatinada  arenga,  y  me  ofrecieron  su  amistad, 
consejos  é  instrucciones.  Se  le  dio  otra  vuelta  al  calabazo 
y  no  tardamos  mucho  en  verle  el  fondo,  así  como  se  lo 
vimos  á  las  cazuelas. 

Nos  fuimos  á  acostar  en  los  petates,  que  cierto  que 
son  camas  bien  incómodas,  y  más,  juntas  con  el  poco 
abrigo.  Sin  embargo,  dormimos  muy  bien,  á  merced  del 
aguardiente  que  nos  narcotizó  ó  adormeció  luego  que  nos 
tiramos  á  lo  largo. 


•  '..:"-^^r 


OBRAS    ESCOGIDAS 


209 


Al  día  siguiente  se  levantó  Anita  la  primera,  dejando 
dormida  á  su  infeliz  criatura;  fué  á  traer  atole  y  pamba- 
zos  y  nos  desayunamos. 

Luego  que  pasó  el  tosco  desayuno,  se  fueron  todos 
marchando  para  la  calle  con  sus  respectivas  insignias. 
Yo  me  envolví  la  cabeza  con  unos  trapos  sucios,  me 
colgué  un  tompiate  con  una  olla  al  hombro,  tomé  mi 
palo,  un  perrito  bien  enseñado  para  q,ue  me  guiase  y  salí 
por  mi  lado. 

Al  principio  me  costaba  algún  trabajillo  pedir;  pero 
poco  á  poco  me  fui  haciendo  á  las  armas,  y  salí  tan  buen 
olicial,  (jue  á  los  quince  días  ya  comía  y  bebía  grande- 
mente, y  á  la  noche  traía  seis,  siete  reales,  y  á  veces  más 
■  t  la  posada. 

Algún  tiempo  me  mantuve  á  expensas  de  la  piedad 
(if  los  fieles,  mis  amados  hermanos  y  compañeros.  De  día 
hacía  yo  muy  bien  mi  diligencia,  pero  mejor  de  noche, 
pues  como  entonces  no  tenía  gota  de  vergüenza,  impor- 
tunaba con  mis  ayes  á  todo  el  mundo  con  tan  lastimosas 
plegarias,  que  pocos  se  escapaban  de  tributarme  sus 
niediecillos. 

Una  de  estas  noches,  estando  parado  junto  á  la  santa 
imagen  del  Refugio  pidiendo  con  la  mayor  aflicción, 
ponderando  mi  necesidad,  y  diciendo  que  no  había  comi- 
ólo en  todo  el  día,  aunque  tenía  en  el  estómago  bastante 
í'.iimento  y  algunos  tragos  del  de  caña,  pasó  un  hombre 

PERIQUILLO   SARNIENTO. —  T.    U  ,   C  — 53. 


210 


PENSADOR    MEXICANO 


decente  á  quien  le  acometí  con  mis  acostumbrados  que- 
jumbres, y  él,  deteniéndose  á  escucharme,  me  dijo: — 
Hermano,  me  siento  inclinado  á  socorrerlo,  pero  no 
tengo  dinero  en  la  bolsa.  Si  usted  quiere,  venga  con- 
migo, que  no  lo  pesará.  —  Sea  por  amor  de  Dios,  le  dijo: 
yo  iré  con  su  merced  á  recibir  su  bendita  caridad;  pero 
es  menester  que  tenga  tantita  paciencia,  porque  yo  no 
miro,  y  necesito  de  ir  junto  á  su  buena  persona. 

—  Esto  es  lo  de  menos,  dijo  el  caballero,  yo.  que 
deseo  socorrerlo,  hermano,  nada  perderé  en  servirle  do 
lazarillo.  Venga  usted. 

Tomóme  de  una  mano  y  me  llevó  á  su  casa.  Luego 
que  llegamos  me  metió  á  su  gabinete  y  me  sentó  frente 
de  él  en  la  mesa,  donde  había  bastante  luz. 

i  Qué  corrido  no  me  quedé  al  advertir  que  el  tal 
sujeto  era  puntualmente  ol  mismo  que  me  había  dado 
tantos  consejos  en  el  mesón  y  me  había  guardado  mi 
dinero  I  Pero  como  era  ciego,  por  entonces  disimulé,  y  el 
sujeto  dicho  me  habí*')  de  esta  manera: 

—  Amigo,  yo  me  alegro  de  que  usted  no  me  conozca 
por  la  vista,  auuíjue  siento  mucho  su  fatal  ceguedad  que 
lo  ha  conducido  al  estado  infeliz  de  pedir  limosna,  po- 
diendo estar  en  la  situación  de  darla.  No  crea  que  !o 
pretendo  reprender.  Voy  á  socorrerlo,  pero  también  á 
aconsejarle.  Si  usted  no  está  muy  ciego,  bien  me  cono- 
cerá como  yo  lo  conozco,  y  se  acordará  que  soy  el  mismo 


OBRAS  ESCOGIDAS 


211 


(|ue  fui  su  depositario  en  el  mesón.  Sí,  es  fuerza  que  se 
acuerde,  pues  no  ha  pasado  tanto  tiempo;  y  si  yo  conocí 
á  usted  casi  sin  luz,  en  semejante  despilfarrado  traje 
y  únicamente  por  la  voz,  usted  ¿cómo  no  me  ha  de 
conocer  mirándome  muv  bien,  á  favor  de  esta  hermosa 
llama  que  nos  alumbra,  en  mi  antiguo  traje,  oyendo  el 
eco  de  mi  voz  y  recordando  las  señas  que  le  doy? 

Ni  me  crea  usted  tan  candido  que  presuma  que  ver- 
daderamente esta  usted  ciego  de  los  ojos  del  cuerpo,  por 
m.'is  que  esos  andrajos  me  indiquen  la  ceguedad  de  su 
espíritu. 

Bien  conozco  que  la  situación  de  usted  será  tan  infe- 
liz (jue  lo  habrá  obligado  á  abrazar  esta  carrera  tan  inde- 
cente por  no  meterse  á  robar;  pero,  amigo,  sepa  usted 
(|U0  no  es  otra  cosa  que  un  holgazán  impune,  una  san- 
{íuijuela  del  Estado  y  tolerado  ladrón,  pero  ladrón  muy 
vil  y  muy  digno  del  más  severo  castigo,  porque  es  un 
ladrón  de  los  legítimos  pobres.  Sí,  señor,  usted  y  sus 
infames  compañeros  no  hacen  más  que  defraudar  el 
socorro  á  los  realmente  necesitados.  Ustedes  tienen  la 
culpa  de  que  yo  y  otros  como  yo  jamás  demos  medio 
real  á  un  mendigo;  porque  estamos  satisfechos  de  que  los 
lilas  (|ue  piden  limosna  pueden  trabajar  y  ser  útiles,  y  si 
lio  lo  hacen,  es  porque  han  hallado  un  asilo  seguro  en  la 
piedad  mal  entendida  de  los  fieles,  que  piensan  que  la 
caridad  consiste  en  dar  indiscretamente. 


212  PENSADOR    MEXICANO 

No,  señor;  la  caridad  debe  ser  bien  ordenada;  debo 
darse  limosna,  pero  saberse  antes  á  quién,  cómo,  cuándo, 
para  qué,  dónde  y  en  qué  se  distribuye  por  los  que  la 
reciben.  No  todos  los  que  piden  necesitan  pedir;  no  todos 
los  que  dicen  (|ue  están  en  la  última  miseria,  lo  están  en 
efecto,  ni  á  todos  los  que  se  les  da  limosna,  la  merecen. 

Mil  veces  se  hace  un  perjuicio  al  mismo  tiempo  que 
se  piensa  beneficiar,  y  lo  peor  es  que  este  perjuicio  es 
trascendental  al  Estado,  pues  se  mantienen  ociosos  y 
viciosos  con  lo  mismo  que  se  podían  mantener  los  ver- 
daderos pobres,  que  son  los  legítimos  acreedores  á  los 
socorros  públicos. 

Ni  me  crea  usted  sobre  mi  palabra.  Oiga  algo  de  lo 
mucho  que  han  dicho  sobre  esto  hombres  sabios  y  pro- 
fundos en  la  mejoi-  política. 

Un  autor  ^  dice:  «La  mendicidad  habitual  aleja  la 
vergiienza  y  hace  al  hombre  enemigo  de  la  industria... 
El  verdadero  pobre  es  el  imposibilitado  de  trabajar.  Con- 
sentir que  el  hábil  pida  limosna,  es  quitar  á  aquél  y  al 
cuerpo  nacional  el  producto  de  su  aplicación.  Si  se  dirige 
mal  la  limosna,  á  favor  del  mendigo  voluntario,  degenera 
la  caridad,  reina  de  las  virtudes,  en  protectora  de  los 
vicios;  hallar  muchos  en  ella  la  comida  segura,  es  uno 
de  los  mayores  estorbos  de  la  aplicación.    La  falta  de 


•     El  licenciado  don  Francisco  Peñaranda  en  su  Resolución  unioersal  sobre  el  sistr 
ma  económico  y  político  más  conoeniente  á  España. 


'-■  ^ÍT***'^^*^ 


'SWT-  -^'"j  -  "  -«^ 


OBRAS    ESCOGIDAS 


213 


ocupación  en  las  gentes  causa  vicios,  estragos  y  ruinas 
cantra  la  misma  inclinación  de  los  más  que  se  corrom- 
jh'H,  como  me  parece  que  ha  sucedido  á  usted.  Sin 
estudios  ó  ejercicios  se  entorpecen  los  hombres  y  los 
entendimientos.  La  potestad  política  más  respetable  en 
proporciones  degradará  su  mérito  al  extremo  de  bárbara, 
no  cultivando  sus  talentos.» 

El  señor  don  Melchor  Rafael  de  Macanaz,  en  su 
r('|)rosentaci(')n  hecha  al  rey  don  Felipe  V  expresando  los 
notorios  males  que  causan  la  despoblación...  y  otros 
daños  sumamente  atendibles  y  dignos  de  reparo,  con  las 
advertencias  generales  para  su  universal  remedio,  hablan- 
do do  los  mendigos  dice:  «^No  se  permitan  pordioseros, 
poiN|ue  á  veces  los  que  de  día  parecen  baldados,  de  noche 
están  aptos  para  robar.  Además  que  en  ninguna  corte 
culta  se  permiten.»  Poco  antes  dice:  «Si  les  va  bien 
pidiendo  limosna,  no  trabajan;  se  entregan  gustosos  al 
abandono,  y...  se  convierten  en  viciosos.»  ^ 

Mas  estas  advertencias,  aun(|ue  sean  muy  juiciosas, 
n.;  })ueden  serlo  más  que  las  que  tenemos  con  mucha 
anticipación  en  las  sagradas  letras.  Al  primer  hombre 
m  lidijo  Dios  diciéndole  que  comería  con  el  sudor  de  su 
rustro.  Después  dijo,  que  el  jornalero  es  digno  de  su 
j^iiial;  y  en  otra  parte,  que  al  buey  que  arara  (esta  es 
lí  jcy  (jue  observaban   los  israelitas),  que  al  buey  que 

Tom.  vil  del  Semanario  erudiío,  á  fojas  199  y  203. 

PERIQUILLO    SARNIENTO. —  T.    U  ,    C.  —  54      . 


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214 


PENSADOR    MEXICANO 


arara  ó  trillara  no  se  le  atara  la  boca;  dándonos  á  enten- 
der que  el  que  trabaja  debe  comer  de  su  trabajo,  así 
como  el  que  sirve  al  altar  debe  comer  del  altar. 

Por  último,  el  ap(')Stol  San  Pablo,  siendo  acreedor  j'i 
los  caritativos  socorros  de  los  fíeles,  no  quiso  molestar- 
los, sino  que  trabajaba  con  sus  manos  para  ganar  la 
vida,  ^  y  así  se  los  escribió  á  los  Tesalonisenses  en  la 
Epístola  2,  cap.  3.  ^^Bien  sabéis,  les  dice,  que  nadie  tuvo 
que  mantenerme  de  limosna,  y  que  por  no  seros  gravoso, 
trabajaba  de  día  y  de  noche...  y  así  el  (jue  no  quiera 
trabajar  que  no  coma,  quoniain  si  (¡ais  non  vult  opci'ciri 
ncc  nuinducc/.» 

En  vista  de  esto,  amigo,  ¿cuál  será  la  justa  disculpa 
(jue  tendrá  ningún  flojo  ni  Hoja  para  pretender  mante- 
nerse á  costa  de  la  piedad  mal  entendida  de  los  fieles, 
defraudando  de  paso  el  socorro  á  los  que  legítimamente 
lo  merecen? 

Si  usted  me  dijere  (jue,  aunque  quieran  trabajar, 
muchos  no  hallan  en  qué,  le  responderé  que  pueden 
darse  algunos  casos  de  éstos  por  falta  de  agricultura, 
comercio,  marina,  industria,  etc.,  etc.;  pero  no  son 
tantos  como  se  suponen.  Y  si  no,  reparemos  en  la  mul- 
titud de  vagos  que  andan  encontrándose  en  las  calles, 
tirados  en  ellas  mismas  ebrios,  arrimados  á  las  esquinas, 


'     Hemos  de  advertir  que  San  Pablo  era  noble  y  caballero  romano,  y  no  se  aver- 
gonzaba de  trabajar  para  comer. 


m^'^ 


■.■sen  .• 


OBRAS   ESCOGIDAS 


215 


metidos  en  los  trucos,  pulquerías  y  tabernas,  así  hom- 
b)'os  como  mujeres ;  preguntemos  y  hallaremos  que 
muchos  de  ellos  tienen  oficio,  y  otros  y  otras  robustez 
y  salud  para  servir.  Dejémoslos  aquí  6  indaguemos  por 
la  ciudad  si  hay  artesanos  que  necesiten  de  oficiales,  y 
casas  donde  falten  criados  y  criadas,  y  hallando  que  hay 
muchos  de  unos  y  otros  menesterosos,  concluiremos  que 
la  abundancia  de  vagos  y  viciosos,  en  cuyo  número 
í^ntran  los  falsos  mendigos,  no  tanto  debe  su  origen  á  la 
falta  de  trabajo  que  ellos  suponen,  cuanto  á  la  holgaza- 
nería con  que  están  congeniados. 

No  me  fuera  difícil  señalar  los  medios  para  extirpar 
la  mendicidad,  á  lo  menos  en  este  reino;  pero  este  paso 
ya  lo  darán  otros  alguna  vez.  ^  A  más  de  que  á  mí  no 
mo  toca  dictar  proyectos  económicos  generales,  sino 
darle  á  usted  buenos  consejos  particulares  como  amigo. 

I-^n  virtud  de  esto,  si  usted  se  halla  en  disposición  de 
ser  hombre  de  bien,  de  trabajar  y  separarse  de  la  vil 
cari'cra  que  ha  abrazado,  yo  estoy  con  ganas  de  socorrer- 
lo '.'on  alguna  friolerilla  que  podrá  aprovecharle  tal  vez 
con  la  experiencia  que  tiene  más  que  los  tres  mil  pesos 
que  se  sacó  de  la  lotería. 

Yo,  avergonzado  y  confundido  con  el  puñado  de  ver- 
dados  que  aquel  buen  hombre  me  acababa  de  estrellar  en 
io.-r,  ojos,  le  dije:  — Que  desde  luego  estaba  pronto  á  todo 

*    Algo  S3  dijo  sobre  esto  en  el  número  9  del  2,"  tomo  de  El  Fensador  Mexicano. 


^4- 


216 


PENSADOR    MEXICANO 


y  se  lo  aseguraba;  pero  (jue  no  tenía  conocimientos  para 
solicitar  destino. 

El  caballero,  que  conocía  mi  regular  letra,  me  ofre- 
ció interesarse  con  un  su  amigo  que  se  acababa  de  des- 
pachar de  subdelegado  de  Tixtla  para  que  me  llevase  en 
su  compañía  en  clase  de  escribiente.  Agradecí  su  favor, 
y  61,  sacando  de  un  cofre  cincuenta  pesos,  los  puso  en 
mi  mano  y  me  dijo: — Tenga  usted  veinticinco  pesos 
que  le  doy,  y  veinticinco  que  le  devuelvo,  y  son  estos 
mismos  que  señalé  delante  de  usted,  pues  siempre  me 
persuadí  á  (jue  sucedería  lo  que  ha  pasado,  y  que  al  hn 
usted  propio,  mirándose  acosado  de  la  pobreza  y  sin 
arbitrio,  me  pediría  un  socorro  tarde  ó  temprano:  pero 
pues  este  lance  lo  anticipó  la  casualidad  de  haberlo  en- 
contrado, tómelos  usted  y  cuénteme  el  modo  con  que  se 
metió  á  mendigo,  pues  me  persuado  que  á  usted  lo  sedu- 
jeron. 

Yo  le  conté  todo  lo  que  me  había  pasado  al  pie  de  1;» 
letra,  sin  olvidar  el  infernal  arbitrio  que  tenía  la  perversa 
Anita  de  pellizcar  a  su  inocente  hijito  para  hacerlo  llora' 
y  conmover  á  los  incautos,  contándoles  como  lloraba  df 
hambre. 

Pateaba  el  caballero  de  cólera  al  oir  esta  inhumani- 
dad, y  no  pudo  menos  que  rogarme  lo  acompañara  '• 
enseñarle  la  casa,  jurándome  ocultar,  no  sólo  mi  persona, 
sino  mi  nombre. 


-r-  >  ■  ._-~- 


OBRAS   ESCOGIDAS 


217 


Xo  me  pude  excusar  A  sus  ruegos,  pues  por  más 
que  me  daban  lástima  mis  compañeros,  los  cincuenta 
pesos  me  estimulaban  imperiosamente  á  condescender 
Culi  los  ruegos  de  mi  generoso  bienhechor;  y  así,  vistién- 
dome otros  desechos  y  capotillo  viejo  que  él  me  dio,  sali- 
mos de  la  casa  y  fuimos  derechos  á  la  de  un  alcalde  de 
corto,  (jue  informado  de  todos  los  pormenores  del  asunto, 
le  facilitó  á  mi  protector  un  escribano  y  doce  ministriles. 
con  los  que  sin  perder  tiempo  nos  dirigimos  á  la  triste 
ciioza  de  los  falsos  mendigos. 

Yo  me  (juedé  oculto  entre  los  alguaciles,  y  éstos 
caveron  á  toda  la  cuadrilla  con  la  masa  en  las  manos. 
Los  amarraron  y  los  llevaron  á  la  cárcel  juntamente  con 
los  parches,  aceites,  muletas  y  tompiates,  pues  decía  el 
escribano  que  todo  aquello  se  llevara  con  los  reos,  pues 
ei'a  el  cuerpo  del  delito. 

Quedaron  en  la  cárcel,  y  yo  me  volví  á  casa  de  mi 
pailón,  con  quien  estuve  en  clase  de  arrimado,  mientras 
el  subdelegado,  que  luego  me  admitió  entre  sus  depen- 
di'Tites,  disponía  su  viaje. 

Hreve  y  sumariamente  se  concluyó  la  causa  de  los 
ni(  ndigos.  La  Anita  fué  á  acabar  de  criar  á  su  hijo  á 
San  Lucas  y  los  demás  á  ganar  el  sustento  al  castillo  de 
-Sa;i  Juan  de  Ulúa. 

Yo,  con  los  cincuenta  pesos,  me  surtí  de  lo  que  me 
bacía  más  falta,  y  habiéndome  granjeado  la  voluntad  del 

PERIQUILLO  SARNIENTO.  — T.   II,   C  — 55. 


218 


PENSADOR   MEXICANO 


subdelegado  desde  México,  llegó  el  día  en  que  partiéra- 
mos para  Tixtla. 

Entonces  me  despedí  de  mi  bienhechor  dándole  muy 
justos  agradecimientos,  y  salí  con  mi  nuevo  amo  para 
mi  destino,  donde  hice  los  progresos  que  leeréis  en  ci 
capítulo  siguiente. 


"'**.■■- 


íUTSlIgPTTi:^*^- 


CAPITULO  IX 


En  el  que  refiere  Periquillo  cómo  le  fué  con  el  subdelegado; 

el  carácter  de  éste,  y  su  mal  modo  de  proceder;  el  del  cura  del  partido;  la  capitulación 

■  iue  sufrió  dicho  juez;  cómo  desempeñó  Perico  la  tenencia  de  justicia,  y  finalmente 

el  honrado  modo  con  que  lo  sacaron  del  pueblo 


Si  como  los  muchachos  de  la  escuela  me  pusieron 
por  mal  nombre  Periquillo  Sarniento,  me  ponen  Perico 
Saltador,  seguramente  digo  ahora  que  habían  pronosti- 
culo  mis  aventuras,  porque  tan  presto  saltaba  yo  de  un 
destino  á  otro  y  de  una  suerte  adversa  á  otra  favorable. 

Vedme,  pues,  pasando  de  sacristán  á  mendigo  y  de 
íiiendigo  á  escribiente  del  subdelegado  de  Tixtla,  con 
íi'nen  me  fué  tan  bien  desde  los  primeros  días,  que  me 


220 


PENSADOR    MEXICANO 


comenzó  á  manifestar  harto  cariño,  y  para  colmo  de  mi 
felicidad,  á  poco  tiempo  se  descompuso  con  él  su  direc- 
toi',  y  se  fué  de  su  casa  y  de  su  pueblo. 

Mi  amo  era  uno  de  los  subdelegados  tomineros  O 
interesables,  y  trataba,  según  me  decía,  no  sólo  de  des- 
quitar los  gastos  que  había  erogado  para  conseguir  la 
vara,  sino  de  sacar  un  buen  principalillo  de  la  subdelega- 
ción  de  los  cinco  años. 

Con  tan  rectas  y  justificadas  intenciones  no  omitía 
medio  alguno  para  engrosar  su  bolsa,  auníjue  fuera  el 
más  inicuo,  ilegal  y  prohibido.  1*^1  era  comerciante  y  tenía 
sus  repartimientos;  con  esto  fiaba  sus  géneros  á  buen 
precio  á  los  labradores  y  se  hacía  pagar  en  semillas  ;'i 
menos  valor  del  que  tenían  al  tiempo  de  la  cosecha, 
cobraba  sus  deudas  puntual  y  rigorosamente,  y  como  ;'i 
él  le  pagaran,  se  desentendía  de  la  justicia  de  los  demá> 
acreedores,  sin  quedarles  á  estos  pobres  otro  recurso, 
para  cobrar,  que  interesar  á  mi  amo  en  alguna  parte  de 
la  deuda. 

A  pesar  de  estar  abolida  la  costumbre  de  pagar  el 
marco  de  plata  que  cobraban  los  subdelegados,  como  por 
vía  de  multa,  á  los  que  caían  por  delito  de  incontinencia, 
mi  amo  no  entendía  de  esto,  sino  que  tenía  sus  espiones, 
por  cuyo  conducto  sabía  la  vida  y  milagros  de  todos  lo^ 
vecinos,  y  no  sólo  cobraba  el  dicho  marco  á  los  que  se 
le  denunciaban  incontinentes,  sino  que  les  arrancaba  unas 


OBRAS    ESCOGIDAS 


221 


multas  exhorbitantes  á  proporción  de  sus  facultades,  y 
luogo  que  las  pagaban  los  dejaba  ir,  amonestándoles  que 
cuidado  con  la  reincidencia,  porque  la  pagarían  doble. 
Apenas  salían  del  juzgado  cuando  se  iban  á  su  casa  otra 
vez.  Los  dejaba  descansar  unos  días,  y  luego  les  caía 
de  repente  y  les  arrancaba  más  dinero.  Pobre  labrador 
hubo  de  estos  que  en  multas  se  le  fué  la  abundante  cose- 
cha de  un  año;  otro  se  quedó  sin  su  ranchito  por  la 
misma  causa:  otro  tendero  quebró,  y  los  muy  pobres 
su  quedaron  sin  camisa. 

Estas  y  otras  gracias  semejantes  tenía  mi  amo;  pero 
así  como  era  habilísimo  para  exprimir  á  sus  subditos, 
así  era  tonto  para  dirigir  el  juzgado,  y  mucho  más  para 
defenderse  de  sus  enemigos,  que  no  le  íaltaban,  y  muchos, 
¡gracias  á  su  buena  conducta  I 

En  estos  trabajos  se  halló  metido  y  arrojado  luego 
que  se  le  fur  el  director,  que  era  quien  lo  hacía  todo, 
pues  <''l  no  era  más  que  una  esponja  para  chupar  al 
pueblo,  y  un  firmón  para  autorizar  los  procesos  y  las 
cotrespondencias  de  oficio. 

No  hallaba  que  hacerse  el  pobre,  ni  sabía  cómo 
insd'uir  una  sumaria,  formalizar  un  testamento  ni  res- 
ponder una  carta. 

Yo,  viendo  que  ni  atrás  ni  adelante  daba  puntada  en 
la  materia,  me  comedí  una  vez  á  formar  un  proceso  y  á 
contestar  un  oficio,  y  le  gustó  tanto  mi  estilo  y  habilidad, 

PERIQUILLO   SARNIENTO.  —  T.    H  ,    C.  —  56. 


222 


PENSADOR    MEXICANO 


(juc  desde  aquel  día  me  acomodó  de  su  director  y  mo 
hizo  dueño  de  todas  sus  confianzas,  de  manera  que  no 
había  trácala  ni  enredo  suyo  que  yo  no  supiera  bien  á 
fondo  y  del  que  no  lo  ayudara  á  salir  con  mis  marañas 
perniciosas. 

Fácilmente  nos  llevamos  con  la  mayor  familiaridad, 
y  como  ya  le  sabía  sus  podridas.  <''l  tenía  (jue  disimular 
las  mías,  con  lo  que  si  ('I  solo  era  un  diablo.  r\  y  yo 
•'•ramos  dos  diablos  con  (juienes  no  se  podía  averiguar  el 
triste  pueblo,  porque  «'I  hacía  sus  diabluras  por  su  lado, 
y  yo  por  el  mío  hacía  las  que  podía. 

Con  tan  buen  par  de  pillos,  revestidos  el  uno  de  la 
autoridad  ordinaria  y  el  otro  del  disimulo  más  procaz, 
rabiaban  los  infelices  indios,  gemían  las  castas,  se  que- 
jaban los  blancos,  se  desesperaban  los  pobres,  se  daban 
al  diablo  los  riquillos,  y  todo  el  pueblo  nos  toleraba  por 
la  fuerza  en  lo  público  y  nos  llenaba  de  maldiciones  en 
secreto. 

Sería  menester  cerrar  los  ojos  y  taparse  los  oídos,  si 
estampara  yo  en  este  lugar  las  atrocidades  que  cometi- 
mos entre  los  dos  en  menos  de  un  año,  según  fueron  do 
terribles  y  escandalosas;  sin  embargo,  dirc'-  las  menos, 
y  las  referir*''  de  paso,  así  para  que  los  lectores  no  se 
queden  enteramente  con  la  duda,  como  para  que  gradúen 
por  los  menos  malos  cuáles  serían  los  crímenes  más 
atroces  que  cometimos. 


t-9 


•    --.r^T 


OBRAS   ESCOGIDAS 


223 


Siempre  en  los  pueblos  hay  algunos  pobretones  que 
hacen  la  barba  á  los  subdelegados  con  todas  sus  fuerzas 
V  procuran  ganarse  su  voluntad  prostituyéndose  á  las 
mayores  vilezas. 

A  uno  do  éstos  le  daba  dinero  el  subdelegado  por 
mi  mano  para  que  fuera  á  poner  montes  de  albures,  avi- 
sándonos en  qur  parte.  Este  tuno  cogía  el  dinero,  sedu- 
cía á  cuantos  podía  y  nos  enviaba  á  avisar  en  dónde 
estaba.  Con  su  aviso  formábamos  la  ronda,  les  caíamos, 
los  encerrábamos  en  la  cárcel  v  les  robábamos  cuanto 
podíamos,  repitiendo  estos  indignos  arbitrios  y  el  pillo 
sus  viles  intrigas  cuantas  veces  queríamos. 

Contraviniendo  á  todas  las  reales  órdenes  que  favo- 
recen á  los  indios,  nos  servíamos  de  estos  infelices  á 
nuestro  antojo,  haciéndolos  trabajar  en  cuanto  queríamos 
y  aprovechándonos  de  su  trabajo. 

Por  cualquier  pretexto  publicábamos  bandos,  cuyas 
ponas  pecuniarias  impuestas  en  ellos  exigíamos  sin  piedad 
á  los  infractores.  Pero  ¡qu<''  bandos  y  para  qu<''  cosas  tan 
exitaüas!  supongamos:  para  que  no  anduviesen  burros, 
puercos  ni  gallinas  fuera  de  los  corrales;  otros,  para  que 
tuviesen  gatos  los  tenderos:  otros,  para  que  nadie  fuera  á 

nVisa  descalzo,  v  todos  á  este  modo. 

■ti 

He  dicho  que  publicábamos  y  hacíamos  en  común 
estas  fechorías,  porque  así  era  en  realidad;  los  dos  ha- 
cíamos   cuanto    queríamos    ayudándonos    mutuamente. 


224 


PENSADOR    MEXICANO 


Yo  aconsejaba  mis  diabluras  y  el  subdelegado  las  auto- 
rizaba, con  cuyo  mrtodo  padecían  bastante  los  vecinos, 
menos  tres  ó  cuatro  que  eran  los  más  pudientes  del 
lugar. 

listos  noíí  pechaban  grandemente  y  el  subdelegado 
les  sufría  cuanto  querían.  Ellos  eran  usureros,  monopo- 
listas, ladrones  y  consumidores  de  la  substancia  de  los 
pobres  del  pueblo;  unos  comerciantes  y  otros  labradores 
ricos.  A  más  de  esto  eran  soberbísimos.  A  cualquier 
pobre  indio,  ó  porque  les  cobraba  sus  jornales,  ó  por(|ue 
les  regateaba,  ó  poi'que  quería  trabajar  con  otros  amos 
menos  crueles,  lo  maltrataban  y  golpeaban  con  más 
libertad  que  si  fuera  su  esclavo. 

Mandaban  estos  rrgulos  tolerados  por  el  juez,  en  su 
director,  en  el  juzgado  y  en  la  cárcel;  y  así  ponían  en 
ella  á  quien  querían  por  quítame  allá  esas  pajas. 

No  por  ser  tan  avarientos  ni  por  verse  malquistos 
del  pueblo  dejaban  de  ser  escandalosos.  Dos  de  ellos 
tenían  en  sus  casas  á  sus  amigas  con  tanto  descaro  (jue 
las  llevaban  á  visita  á  la  del  señor  juez,  teniendo  éste  á 
mucho  honor  estos  ratos,  y  convidándose  para  bautizar- 
al  hijo  de  una  de  ellas  que  estaba  para  ver  la  luz  del 
mundo,  como  sucedió  en  efecto. 

Sólo  á  estos  cuatro  picaros  respetábamos;  pero  á  los 
demás  los  exprimíamos  y  mortificábamos  siempre  que 
podíamos.    Eso  sí,  el  delincuente  que  tenía  dinero,  her- 


>■■  ^ttIPt-  T  .     'V   Jíy" 


OBRAS    ESCOGIDAS 


225 


mana,  hija  ó  mujer  bonita,  bien  podía  estar  seguro  de 
quedar  impune,  fuera  cual  fuera  el  delito  cometido; 
porque  como  yo  era  el  secretario,  el  escribano,  el  escri- 
biente, el  director  y  el  alcahuete  del  subdelegado,  hacía 
las  causas  según  quería,  y  los  reos  corrían  la  suerte  que 
les  destinaba. 

Los  molletes  venían  al  asesor  como  yo  los  frango- 
llaba; ('ste  dictaminaba  según  lo  que  leía  autorizado  por 
el  juez,  y  salían  las  sentencias  endiabladas;  no  por  igno- 
i'ancia  del  letrado,  ni  por  injusticia  de  los  jueces,  sino 
por  la  sobrada  malicia  del  subdelegado  y  su  director. 

Lo  peor  era  que  en  teniendo  los  reos  plata  ó  faldas 
ijue  los  protegieran,  aunque  hubiera  parte  agraviada  que 
pidiera,  salían  libres  y  sin  más  costas  que  las  que  tenían 
adelantadas,  á  pesar  de  sus  enemigos;  pero  si  era  pobre 
ó  tenía  una  mujer  muy  honrada  en  su  familia,  ya  se 
podía  componer,  porque  le  cargábamos  la  ley  hasta  lo 
último,  y  cuando  no  era  muy  delincuente  tenía  (jue  sufrir 
orho  ó  diez  meses  de  prisión;  y  aunque  nos  amontonara 
Oí'critos  sobre  escritos,  hacíamos  tanto  caso  de  ellos  como 
do  las  coplas  de  la  Zarabanda. 

Por  otra  parte,  el  señor  cura  alternaba  con  nosotros 
para  mortificar  á  los  pobres  vecinos.  Yo  quisiera  callar 
l"'-^  malas  cualidades  de  este  eclesiástico;  pero  es  indis- 
p  usable  decir  algo  de  ellas  por  la  conexión  que  tuvo  en 
"i  salida  de  aquel  pueblo. 

PERIQUILLO    SARNIENTO.  —  T.    II,    C.  —  57. 


'S. 


226 


PENSADOR    MEXICANO 


El  era  bastantemente  instruido,  doctor  en  cánones, 
nada  escandaloso  y  demasiado  atento;  mas  estas  prendas 
se  deslucían  con  su  S(jrdido  interés  y  declarada  codicia. 
Ya  se  deja  entender  que  no  tenía  caridad,  y  se  sabe  que 
donde  falta  este  sólido  cimiento  no  puede  fabricarse  el 
hermoso  edificio  de  las  virtudes. 

Así  sucedía  con  nuestro  cura.  Era  muy  enérgico  en 
el  pulpito,  puntual  en  su  ministerio,  dulce  en  su  con- 
versación, afable  en  su  trato,  obsequioso  en  su  casa, 
modesto  en  la  calle,  y  hubiera  sido  un  párroco  excelente 
si  no  se  hubiera  conocido  la  moneda  en  el  mundo;  mas 
ésta  era  la  piedra  de  toque  que  descubría  el  falso  oro  do 
sus  virtudes  morales  y  políticas.  Tenía  harta  gracia  paia 
hacerse  amar  y  disimular  su  condición,  mientras  no  se  lo 
llegaba  á  un  tomín:  pero  como  le  pareciera  que  se  de- 
fraudaba á  su  bolsa  el  más  ratero  inten's,  adit'js  amista- 
des, buena  crianza,  palabras  dulces  y  genio  amable;  allí 
concluía  todo,  y  se  le  veía  representar  otro  personaje 
muy  diverso  del  (jue  solía,  porque  entonces  era  d 
hombre  más  cruel  y  falto  de  urbanidad  y  caridad  con 
sus  feligreses.  A  todo  lo  (jue  no  era  darle  dinero  estaba 
inexorable:  jamás  le  afectaron  las  miserias  de  los  infc- 
lices,  y  las  lágrimas  de  la  desgraciada  viuda  y  del  huér- 
fano  triste  no  bastaban  á  enternecer  su  corazón. 

Pero  para  ((ue  se  vea  que  hay  de  todo  en  el  mundo, 
os  he  de  contar  un  pasaje  que  presenció  entre  muchos. 


-i^T'Kt     .-.Tr-ffr» 


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OBRAS    ESCOGIDAS 


227 


Con  ocasión  de  unas  fiestas  que  había  en  Tixtla  con- 
vidó nuestro  cura  al  de  Chilapa,  el  bachiller  don  Benigno 
Fi-anco,  hombre  de  bello  genio,  virtuoso  sin  hipocresía  y 
corriente  en  toda  sociedad,  quien  fué  á  las  dichas  fiestas, 
\  una  tarde  que  estaban  disponiendo  en  el  curato  diver- 
tirle con  una  malilla  mientras  era  hora  de  ir  á  la  come- 
dia, entró  una  pobre  mujer  llorando  amargamente  con 
una  criatura  de  pecho  en  los  brazos  y  otra  como  de  tres 
años  de  la  mano. 

Sus  lágrimas  manifestaban  su  íntima  aflicción  y  sus 
andrajos  su  legítima  pobreza. — ¿Qu<'  quieres,  hija?  le 
dijo  el  cura  de  Titxla;  y  la  pobre,  bebit''ndose  las  lágri- 
mas, le  respondió: — Señor  cura,  desde  anteanoche  murió 
mi  marido;  no  me  ha  dejado  más  bienes  que  estas  criatu- 
ras; no  tengo  nada  que  vender  ni  con  qué  amortajarlo, 
ni  aun  velas  que  poner  al  cuerpo;  apenas  he  juntado  de 
limosna  estos  doce  reales  que  traigo  á  su  merc<',  y  á  esta 
mi>ma  hora  no  hemos  comido  ni  vo  ni  esta  muchachita; 

vi 

1<^  ruego  á  su  mercr  que  por  el  siglo  de  su  madre  y  por 
Dios,  me  haga  la  caridad  de  enterrarlo,  que  yo  hilan'-  en 
el  torno  y  le  abonaré  dos  reales  cada  semana. 

—  Hija,  dijo  el  cura;  ¿qué  calidad  tenía  tu  marido? 
—  Español,  señor. — ¿Español?  Pues  te  faltan  seis  pesos 
para  completar  los  derechos,  que  esos  previene  el  aran- 
C''*;  toma,  léelo... — Diciendo  esto,  le  puso  el  arancel  en 
s  manos,  y  la  infeliz  viuda,  regándolo  con  el  agua  del 


l'-iS 


228 


PENSADOR    MEXICANO 


dolor,  le  dijo:  —  ¡Ay,  señor  cura!  ¿Para  qur  quiero  este 
papel  si  no  sé  leer?  Lo  que  le  ruego  á  su  mercé  es  qu-; 
por  Dios  entierre  á  mi  marido. —  Pues,  hija,  decía  el  cur.i 
con  gran  socarra,  ya  te  entiendo;  pero  no  puedo  hacer 
estos  favores:  tengo  que  mantenerme  y  que  pagar  ul 
padre  vicario.  Anda,  mira  á  don  Blas,  á  don  Agustín  » 
á  otro  de  los  señores  que  tienen  dinero,  y  ruégales  que  te 
suplan  por  tu  trabajo  el  que  te  falta  y  mandan''  sepultar 
el  cadáver. 

— Señor  cura,  decía  la  pobre  mujer,  ya  he  visto  á 
todos  los  señores  y  ninguno  ijuiere.  —  Pues  alíjuílate: 
métete  á  servir. — ¿Dónde  me  han  de  (juerer,  señor,  con 
estas  criaturas?  —  Pues  anda,  mira  lo  que  haces  y  no 
me  muelas,  decía  el  cura  muy  enfadado,  (jue  á  mí  no  me 
han  dado  el  curato  para  fiar  los  emolumentos,  ni  me  fía 
el  tendero,  ni  el  carnicero,  ni  nadie. — Señor,  instaba 
la  infeliz;  ya  el  cadáver  se  comienza  á  corromper  y  no  se 
puede  sufrir  en  la  vecindad.  —  Pues  cómetelo,  porque 
si  no  traes  cabales  los  siete  pesos  y  medio,  no  creas  que 
lo  entierre  por  más  plagas  que  me  llores.  ¡Quién  no 
conoce  á  ustedes,  sinvergüenzas,  embusteras  I  Tienen 
para  fandangos  y  almuercitos  en  vida  de  sus  maridos, 
para  estrenar  todos  los  días  zapatos,  enaguas  y  otras 
cosas,  y  no  tienen  para  pagar  los  derechos  al  pobre  cura. 
Anda  noramala,  y  no  me  incomodes  más. 

La  desdichada  mujer  salió  de  allí  confusa,  atormen- 


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OBRAS    ESCOGIDAS 


229 


Inda  y  llena  de  vergüenza  por  el  áspero  tratamiento  de 
r<u  cura,  cuya  dureza  y  falta  de  caridad  nos  escandalizó 
;'i  todos  los  que  presenciamos  el  lance;  pero  á  poco  rato 
(ic  haber  salido  la  expresada  viuda,  volvió  á  entrar  pre- 
surosa, y  poniendo  sobre  la  mesa  los  siete  y  medio  pesos, 
It^  dijo  al  cura: — Ya  está  aquí  el  dinero,  señor,  hágame 
usted  favor  de  que  vaya  el  padre  vicario  á  enterrar  á  mi 
marido. 

— ¿Qué  le  parece  á  usted  de  estas  cosas,  compañero? 
dijo  nuestro  cura  al  de  Chilapa,  enredando  con  él  la  con- 
versación. ¿No  son  unos  picaros  muchos  de  mis  feli- 
greses? ¿Ve  usted  cómo  esta  bribona  traía  el  dinero  pre- 
venido y  se  hacía  una  desdichada  por  ver  si  yo  la  creía  y 
enterraba  á  su  marido  de  coca?  A  otro  cura  de  menos 
experiencia  que  yo  ¿no  se  la  hubiera  pegado  ésta  con 
tantas  lágrimas  fingidas? 

El  cura  Franco,  como  si  lo  estuviera  reprendiendo 
su  prelado,  bajaba  los  ojos,  enmudecía,  mudaba  de  color 
cada  rato,  y  de  cuando  en  cuando  veía  á  la  desgraciada 
viuda  con  tal  ahinco  que  parecía  quererle  decir  alguna 
cosa. 

Todos  estábamos  pendientes  de  esta  escena  sin 
poder  averiguar  qué  misterio  tenía  la  turbación  del  cura 
dcii  Benigno;  pero  el  de  Tixtla,  encarándose  severa- 
mente á  la  mujer,  y  echándose  el  dinero  en  la  bolsa, 
le  dijo:  —  Está  bien,  sinvergüenza,  se  enterrará  tu  ma- 

PERIQUILLO  SARNIENTO.  —  T.   II,   C.  —  58. 


:# 


230 


PENSADOR    MEXICANO 


rido;   pero  será   mañana    en   castigo  de   tus  picardías, 
embustera. 

— No  soy  embustera,  señor  cura,  dijo  la  triste  mujer 
con  la  mayor  aflicción,  soy  una  infeliz;  el  dinero  me  lo 
han  dado  de  limosna  ahora  mismo. — ¿Ahora  mismo? 
Esa  es  otra  mentira,  decía  el  cura;  ¿y  quién  te  lo  ha 
dado?  —  Entonces  la  mujer,  soltando  la  criatura  que  lle- 
vaba de  la  mano  y  tomando  en  un  brazo  á  la  de  pecho, 
se  arroja  á  los  pies  del  cura  de  Chilapa,  lo  abraza  por  las 
rodillas,  reclina  sobre  ellas  la  cabeza  y  se  desata  en  un 
mar  de  llanto  sin  poder  articular  una  palabra.  Su  hijita. 
la  que  andaba,  lloraba  también  al  ver  llorar  á  su  madre; 
nuestro  cura  se  quedó  atónito;  el  de  Chilapa  se  inclinó 
rodándosele  las  lágrimas,  y  porfiaba  por  levantar  á  la 
afligida,  y  todos  nosotros  estábamos  absortos  con  seme- 
jante espectáculo. 

Por  fin,  la  misma  mujer,  luego  que  calmó  algún 
tanto  su  dolor,  rompió  el  silencio  diciendo  á  su  benefac- 
tor:—  Padre,  permítame  usted  que  le  bese  los  pies  y  se 
los  riegue  con  mis  lágrimas  en  señal  de  m¡  agradeci- 
miento.— Y  volviéndose  á  nosotros,  prosiguió: — Sí,  se- 
ñores, este  padre,  que  no  será  solo  un  señor  sacerdote, 
sino  un  ángel  bajado  de  los  cielos,  luego  que  salí,  me 
llamó  á  solas  en  el  corredor,  me  dio  doce  pesos  y  me  dijo 
casi  llorando:  —  Anda,  hijita,  paga  el  entierro  y  no  digas 
quién  te  ha  socorrido. — Pero  yo  fuera  la  mujer  más 


-r^ffni'.  ^^i? 


OBRAS   ESCOGIDAS 


231 


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iifzrata  del  mundo  si  no  gritara  quién  me  ha  hecho  tan 


<^rande  caridad.  Perdóneme  que  lo  haya  dicho,  porque  á 
más  de  que  quería  agradecerle  públicamente  este  favor, 
me  dolió  mucho  mi  corazón  al  verme  maltratar  tanto  de 
mi  cura,  que  me  trataba  de  embustera. 

Los  dos  curas  se  quedaron  mutuamente  sonrojados 
V  no  osaban  mirarse  uno  al  otro,  ambos  confundidos: 
el  de  Tixtla  por  ver  su  codicia  reprendida  y  el  de 
Chilapa  por  advertir  su  caridad  preconizada.  El  padre 
vicario,  con  la  mayor  prudencia,  pretextando  ir  á  hacer 
el  entierro  á  la  misma  hora,  sacó  de  allí  á  la  mujer, 
y  el  subdelegado  hizo  sentar  á  los  convidados  y  se 
comenzó  la  diversión  del  juego,  con  la  que  se  distrajeron 
todos. 

Ya  dije  que  íuí  testigo  de  este  pasaje,  así  como  de 
los  torpes  arbitrios  que  se  daba  nuestro  cura  para  habi- 
litai'  su  cofre  de  dinero.  Uno  de  ellos  era  pensionar 
;>  los  indios  para  que  en  la  Semana  Santa  le  pagasen 
un  tanto  por  cada  efigie  de  Jesucristo  que  sacaban  en 
la  procesión  que  llaman  de  los  Cristos;  pero  no  por  vía 
de  limosna  ni  para  ayuda  de  las  funciones  de  la  iglesia, 
pues  éstas  las  pagaban  aparte,  sino  con  el  nombre  de 
derechos,  que  cobraba  á  proporción  del  tamaño  de  las 
imágenes,  verbigracia:  por  un  Cristo  de  dos  varas,  cobraba 
dos  pesos;  por  el  de  media  vara,  doce  reales;  por  el  de 
una  tercia,  un   peso;   y  así  se  graduaban  los  tamaños 


232 


PExNSADOR    MEXICANO 


hasta  de  á  medio  real.  Yo  me  limpié  las  légañas  para 
leer  el  arancel  y  no  hallé  prefijados  en  él  tales  dere- 
chos. 

El  viernes  santo  salía  en  la  procesión  que  llamaa 
del  Santo  Entierro;  había  en  la  carrera  de  la  dicha 
procesión  una  porción  de  altares,  fjue  llaman  posas,  y 
en  cada  uno  de  ellos  pagaban  los  indios  multitud  de 
pesetas,  pidiendo  en  cada  vez  un  rcsjtonso  por  el  alma 
del  Señor,  y  el  bendito  cura  se  guardaba  los  tomines, 
cantaba  la  oración  de  la  Santa  Cruz,  y  dejaba  á  aquellos 
pobres  sumergidos  en  su  ignorante  y  piadosa  supersti- 
ción.—  Pero  ¿qué  más? — Le  constaba  que  el  día  de 
finados  llevaban  los  indios  sus  ofrendas  y  las  ponían  en 
sus  casas  creyendo  que  mientras  más  fruta,  tamales, 
atole,  mole  y  otras  viandas  ofrecían,  tanto  más  alivio 
tenían  las  almas  de  sus  deudos:  y  aun  había  indios  tan 
idiotas,  que  mientras  estaban  en  la  iglesia,  estaban 
echando  pedazos  de  fruta  y  otras  cosas  por  los  agujeros 
de  los  sepulcros.  Repito  que  el  cura  sabía,  y  muy  bien, 
el  origen  y  espíritu  de  estos  abusos,  pero  jamás  les  pre- 
dicó contra  él,  ni  se  los  reprendió,  y  con  este  silencio 
apoyaba  sus  supersticiones,  ó  más  bien  las  autorizaba, 
quedándose  aquellos  infelices  ciegos,  porque  no  había 
quién  los  sacara  de  su  error.  Ya  sería  de  desear  que 
sólo  en  Tixtla  y  en  aquel  tiempo  hubieran  acontecido 
estos  abusos;   pero  la  lástima  es  que  hasta  el  día  hay 


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OBRAS   ESCOGIDAS 


233 


muchos  Tixtlas.  ¡Quiera  Dios  que  todos  los  pueblos  del 
reino  se  purguen  de  estas  y  otras  semejantes  boberías,  á 
merced  del  celo,  caridad  y  eficacia  de  los  señores  curas  I 

Fácil  es  concebir  que  siendo  el  subdelegado  tan 
tominero  y  no  siendo  menos  el  cura,  rara  vez  había 
paz  entre  los  dos;  siempre  andaban  á  mátame  ó  te 
mntaré;  porcjue  es  cierto  que  dos  gatos  no  pueden  estar 
bien  en  un  costal.  Ambos  trataban  de  hacer  su  negocio 
cnanto  antes  y  de  exprimir  al  pueblo  cada  uno  por  su 
lado.  Con  esto  á  cada  paso  se  formaban  competencias, 
de  (|ue  nacían  quejas  y  disgustos.  Por  ejemplo:  el  cura, 
sin  ser  de  su  instituto,  perseguía  á  los  incontinentes 
libres,  por  ver  si  los  casaba  y  percibía  los  derechos;  el 
subdelegado  hacía  lo  mismo  por  percibir  las  multas; 
cogía  el  cura  á  algunos,  los  reclamaba  el  juez  secular; 
los  negaba  el  eclesiástico,  y  he  aquí  formada  ya  una 
competencia  de  jurisdicciones. 

En  estas  y  las  otras  los  pobres  eran  los  lázaros,  y 
regularmente  ellos  pagaban  el  pato,  ó  con  la  prisión,  ó 
con  el  desembolso  que  sufrían,  siendo  los  miserables 
indios  la  parte  más  flaca  sobre  que  descargaba  el  interés 
de  ambos  traficantes. 

Á  excepción  de  cuatro  riquillos  consentidos  que  con 
su  dinero  compraban  la  impunidad  de  sus  delitos,  nadie 
pedía  ver  al  cura  ni  al  subdelegado.  Ya  algunos  habían 
representado   en    México  contra  ellos  por  sus  agravios 

PERIQUILLO   SARNIENTO. —  T.   II,    C  — 59. 


234 


PENSADOR    MEXICANO 


O 


particulares;  mas  sus  quejas  se  eludían  fácilmente,  com 
que  siempre  había  testigos  que  depusieran  contra  ellos 
y  en  favor  de  los  agraviantes,  haciendo  pasar  á  los  quo 
se  quejaban  por  unos  calumniadores  cavilosos. 

Pero  como  el  crimen  no  puede  estar  mucho  tiempo 
sin  castigo,  sucedió  que  los  indios  principales  con  su 
gobernador  pasaron  á  esta  capital,  hostigados  ya  de  los 
malos  tratamientos  de  sus  jueces,  y  sin  meterse  por 
entonces  con  el  cura  acusaron  en  forma  al  subdelegado, 
presentando  á  la  Real  Audiencia  un  terrible  escrito  con- 
tra él,  (|ue  contenía  unos  capítulos  tan  criminales  como 
estos: 

Que  el  subdelegado  comerciaba  y  tenía  reparti- 
mientos; 

Que  obligaba  á  los  hijos  del  pueblo  á  comprarle  al 
fiado,  y  les  exigía  la  paga  en  semillas  y  a  menos  precio 
del  corriente; 

Que  los  obligaba  á  trabajar  en  sus  labores  por  v\ 
jornal  que  quería,  y  al  que  se  resistía  ó  no  iba  lo  azotaba 
y  encarcelaba; 

Que  permitía  la  pública  incontinencia  á  todo  el  que 
tenía  para  estarle  pagando  multas  cada  rato; 

Que  por  quinientos  pesos  solapó  y  puso  en  libertad 
á  un  asesino  alevoso: 

Que  por  tercera  persona  armaba  juegos,  y  luego 
sacrificaba  á  cuantos  cogía  en  ellos; 


--■i-(tp^-\  ■,--,^:-^y;rT- 


OBRAS   ESCOGIDAS 


235 


f 


Que  ocupaba  los  indios  en  el  servicio  de  su  casa  sin 
libarles  nada; 


Que  se  hacía  servir  de  las  indias,  llevando  á  su  casa 
ti  es  cada  semana  con  el  nombre  de  semaneras,  sin  darles 
nada,  y  no  se  libraban  de  esta  servidumbre  ni  las  mismas 
hijas  del  gobernador; 

Que  les  exigía  á  los  indios  los  mismos  derechos 
en  sus  demandas  que  los  que  cobraba  de  los  espa- 
ñoles; 

Que  los  días  de  tianguis  él  era  el  primer  regatón  que 
abarcaba  los  efectos  que  andaban  más  escasos,  los  hacía 
llevar  á  su  tienda  y  después  los  vendía  á  los  polares  á 
subido  precio; 

ritimamente,  que  comerciaba  con  los  reales  tri- 
butos. 

Tales  eran  los  cargos  que  hacían  en  el  escrito,  que 
concluía  pidiendo  se  llamase  al  subdelegado  á  contestar 
en  la  capital;  que  fuera  á  Tixtla  un  comisionado  para 
<|ue,  acompañado  del  justicia  interino,  procediese  á  la 
averiguación  de  la  verdad ,  y  resultando  cierta  la  acusa- 
ción, se  depusiera  del  empleo,  obligándolo  á  resarcir 
los  daños  particulares  que  había  inferido  á  los  hijos  del 
pueblo. 

La  Real  Audiencia  decretó,  de  conformidad  con  lo 
<iue  los  indios  suplicaban,  y  despachó  un  comisionado. 

Toda  esta  tempestad   se   prevenía   en    México   sin 


236 


PENSADOR    MEXICANO 


saber  nosotros  nada,  ni  aun  inferirlo  de  la  ausencia  de 
los  indios,  ponjue  éstos  fingieron  que  iban  á  mandar 
á  hacer  una  imagen.  Con  esto  le  cogió  de  nuevo  á  mi 
amo  la  notificación  (juc  le  hizo  el  comisionado  una  tarde 
que  estaba  tomando  fresco  en  el  corredor  de  las  casas 
reales,  y  se  reducía  á  que  cesando  desde  aquel  momento 
sus  funciones,  nombrase  un  lugarteniente,  saliese  del 
pueblo  dentro  de  tres  días,  y  dentro  de  ocho  se  presen- 
tara en  la  capital  a  responder  á  los  cargos  de  que  lo 
acusaban. 

Frío  se  (juedó  mi  amo  con  semejante  receta;  pero 
no  tuvo  otra  cosa  que  hacer  que  salir  á  trompa  y  cuezco, 
dejándome  de  encargado  de  justicia. 

Cuando  yo  me  vi  solo  y  con  toda  la  autoridad  de 
juez  á  cuestas,  comencé  á  hacer  de  las  mías  á  mi  entera 
satisfacción.  Mn  primer  lugar,  desterré  á  una  muchacha 
bonita  del  pueblo,  porque  vivía  en  incontinencia.  Así 
sonó;  pero  el  legítimo  motivo  fué  porque  no  quiso 
condescender  con  mis  solicitudes,  á  pesar  de  ofrecerle 
toda  mi  judicial  interinaria  protección.  Después,  mediante 
un  regalito  de  trescientos  pesos,  acriminé  á  un  pobre, 
cuyo  principal  delito  era  tener  mujer  bonita  y  sin  honor. 
y  se  logró  con  mi  habilidad  despacharlo  á  un  presidio, 
quedándose  su  mujer  viviendo  libremente  con  su  que- 
rido. 

Á  seguida  requerí  y  amenacé  á  todos  los  que  estaban 


OBRAS   ESCOGIDAS 


237 


incursos  en  el  mismo  delito,  y  ellos,  temerosos  de  que 
no  les  desterrara  á  sus  amadas,  como  lo  sabía  hacer, 
me  pagaban  las  multas  que  quería,  y  me  regalaban  para 
que  no  los  moliera  muy  seguido. 

Tampoco  dejr  de  anular  las  más  formales  escrituras, 
revolver  testamentos,  extraviar  instrumentos  públicos, 
como  obligaciones  ó  fianzas,  ni  de  cometer  otras  torpezas 
semejantes.  Últimamente,  yo,  en  un  mes  que  dun'  de 
encargado  ó  suplente  de  juez,  hice  más  diabluras  que 
el  propietario  y  me  acabr  de  malquistar  con  todos  los 
vecinos. 

Para  coronar  la  obra,  puse  juego  público  en  las 
casas  reales,  y  la  noche  que  me  ganaban,  salía  de  ronda 
á  perseguir  á  los  demás  jugadores  privados;  de  suerte 
que  había  noches  que  á  las  doce  salían  los  tahúres  de 
mi  casa  á  las  suyas  y  entraban  á  la  cárcel  los  pobretes 
qu<^  yo  encontraba  jugando  en  la  calle,  y  con  las  multas 
que  les  exigía  me  desquitaba  del  todo  ó  de  la  mayor 
parte  de  lo  que  había  perdido. 

Una  noche  me  dieron  tal  entrada,  que  no  teniendo 
un  real  mío,  descerrajr  las  cajas  de  comunidad  y  perdí 
todo  el  dinero  que  había  en  ellas;  mas  esto  no  lo 
hi  M'  con  tal  precaución  que  dejaran  otros  de  advertirlo 
y  ponerlo  en  noticia  del  cura  y  del  gobernador,  los 
cuales,  como  responsables  de  aquel  dinero,  y  sabien- 
d<'  que  yo  no  tenía  tras  qué  caer,  representaron  luego 

PERIQUILLO   SARNIENTO.  — T.   II,   C— 60. 


-r*: 


238 


PENSADOR    MEXICANO 


á  la  capital  acompañando  su  informe  de  certificaciones 
privadas  (|ue  recogieron,  no  sólo  de  los  vecinos  honra- 
dos del  lugar,  sino  del  mismo  comisionado;  pero  esto 
lo  hicieron  con  tal  secreto,  (jue  no  me  pasó  por  las 
narices. 

El  cura  fu»'"  el  *jue  convocó  al  gobernador,  quien 
hizo  el  informe,  recogió  las  certificaciones,  las  remitió 
á  Mrxico  y  fur  el  principal  agente  de  mi  ruina,  según 
he  dicho;  y  esto,  no  por  amor  al  pueblo  ni  por  celo  do 
la  caridad,  sino  pon|ue  había  concebido  el  quedarse  con 
la  mayor  parte  de  aquel  dinero,  so  pretexto  de  componer 
la  iglesia,  como  ya  se  los  había  propuesto  á  los  indios, 
y  éstos  parece  (jue  se  iban  disponiendo  á  ello.  Con  esto, 
cuando  supo  mi  aventura  y  perdió  las  esperanzas  do 
soplarse  el  dinero,  se  voló  y  trató  de  perderme,  como  lo 
hizo. 

Para  alivio  de  mis  males,  el  subdelegado,  no  tenien- 
do qué  responder  ni  con  qué  disculparse  de  los  cargos  de 
que  los  indios  y  otros  vecinos  lo  acusaron,  apeló  á  la 
disculpa  de  los  necios,  y  dijo:  que  á  él  le  cogía  de  nuevo 
que  aquéllos  fueran  crímenes.  (|ue  él  era  lego;  quo 
jamás  había  sido  juez,  y  no  entendía  de  nada:  que  so 
había  valido  de  mí  como  su  director;  que  todas  aquellas 
injusticias  yo  se  las  había  dictado;  y  que  así,  yo  debía 
ser  el  responsable,  como  que  de  mí  se  fiaba  entera- 
mente. 


■■vKiB»-'  ;.'^jvr* 


OBRAS   ESCOGIDAS 


239 


Kstas  disculpas,  pintadas  con  la  pluma  de  un  abo- 
gado hábil,  no  dejaron  de  hacerse  lugar  en  el  íntegro 
juicio  de  la  Audiencia,  si  no  para  creer  al  subdelegado 
inocente,  á  lo  menos  para  rebajarle  la  culpa  en  la  que, 
no  sin  razón,  consideraron  los  señores  que  yo  tenía  la 
mayor  parte,  y  más  cuando  casi  al  tiempo  de  hacer 
este  juicio  recibieron  el  informe  del  cura,  en  el  que 
vieron  que  yo  cometía  más  atrocidades  que  el  subde- 
legado. 

Entonces  (yo  hubiera  pensado  de  igual  modo)  car- 
garon sobre  mí  el  rigor  de  la  ley  que  amenazaba  á  mi 
amo;  disculparon  á  éste  en  mucha  parte;  lo  tuvieron  por 
un  tonto  é  inepto  para  ser  juez:  lo  depusieron  del  empleo, 
y  (exigieron  de  los  fiadores  el  reintegro  de  los  reales  inte- 
reses, dejando  su  derecho  á  salvo  á  los  particulares 
agraviados  para  que  repitiesen  sus  perjuicios  contra  el 
subdelegado  á  mejora  de  l'ortuna,  porque  en  aquel  caso 
Se  manifestó  insolvente,  v  enviaron  siete  soldados  á 
lixtla  para  que  me  condujesen  á  México  en  un  macho 
con  silla  de  pita  y  calcetas  de  Vizcaya.»  ^ 

Tan  ajeno  estaba  yo  de  lo  que  me  había  de  suceder, 
que  la  tarde  que  llegaron  los  soldados  estaba  jugando 
con  el  cura  y  el  comisionado  una  malilla  de  campo  á 
real  el  paso.  No  pensaba  entonces  en  más  que  en  resar- 
cirme de  cuatro  codillos  que  me  habían  pegado  uno  tras 

'    En  un  macho  aparejado  y  con  grillos.  E.  " 


240 


PENSADOR    MEXICANO 


otro.  Cabalmente  me  habían  dado  un  solo  que  era  ten 
dido  y  estaba  yo  hueco  con  él,  cuando  en  esto  quo 
llegan  los  soldados,  y  entran  en  la  sala,  y  como  esti 
gente  no  entiende  de  cumplimientos,  sin  muchas  cere- 
monias preguntaron  (juién  era  el  encargado  de  justicio. 
Y  luego  que  supieron  que  yo  era,  me  intimaron  el  arres- 
to, y  sin  dejarme  jugar  la  mano,  me  levantaron  de 
la  mesa,  dieron  un  papel  al  cura  y  me  condujeron  á  la 
cárcel. 

El  papel,  me  hago  el  cargo  que  contendría  la  real 
provisión  de  la  Audiencia  y  el  sujeto  que  debía  quedar 
gobernando  el  pueblo.  Lo  cierto  es  que  yo  entré  á  la 
cárcel  y  los  presos  me  hicieron  mucha  burla,  y  se  des- 
quitaron en  poco  tiempo  de  cuantos  trabajos  les  hice 
yo  pasar  en  todo  el  mes. 

Al  día  siguiente,  bien  temprano  y  sin  desayunarme, 
me  plantaron  mi  par  de  grillos,  me  montaron  sobre  un 
macho  aparejado  y  me  condujeron  á  México,  poniéndome 
en  la  cárcel  de  Corte. 

Cuando  entré  en  esta  triste  prisión  me  acordé  del 
maldito  aguacero  de  orines  con  que  me  bañaron  otros 
presos  la  vez  primera  que  tuve  el  honor  de  visitar- 
la, del  feroz  tratamiento  del  presidente,  de  mi  amigo 
don  Antonio,  del  Aguilucho  y  de  todas  mis  fatales 
ocurrencias,  y  me  consolaba  con  que  no  me  iría  tan 
mal,  ya  porque  tenía  seis  pesos  en  la  bolsa,  y  ya  por- 


,tf^  rs7ji'**Vr 


Vf^fmK; 


OBRAS    ESCOGIDAS 


241 


(ju<?   Chanfaina   había   muerto   y   no   podía   caer   en  su 
poder. 

Sin  embargo,  los  seis  pesos  concluyeron  pronto,  y 
yo  no  dejé  de  pasar  nuevos  trabajos  de  aquellos  que  son 
anexos  á  la  pobreza,  y  más  en  tales  lugares. 

Entretanto,  siguió  mi  causa  sus  trámites  corrientes: 
yo  no  tuve  con  qué  disculparme;  me  hallé  confeso  y 
convicto,  y  la  Real  Sala  me  sentenció  al  servicio  del  rey 
por  ocho  años  en  las  milicias  de  Manila,  cuya  bandera 
estaba  puesta  en  México  por  entonces. 

En  efecto,  llegó  el  día  en  que  me  sacaron  de  allí, 
me  pasaron  por  cajas  y  me  llevaron  al  cuartel. 

Me  encajaron  mi  vestido  de  recluta,  y  vedme  aquí 
ya  de  soldado,  cuya  repentina  transformación  sirvió  para 
hacerme  más  respetuoso  á  las  leyes  por  temor,  aunque 
no  mejor  en  mis  costumbres. 

Así  que  yo  vi  la  irremediable,  traté  de  conformarme 
con  mi  suerte  y  aparentar  que  estaba  contentísimo  con 
la  vida  y  carrera  militar. 

Tan  bien  fingí  esta  conformidad,  que  en  cuatro  días 
aprendí  el  ejercicio  perfectamente:  siempre  estaba  pun- 
tual á  las  listas,  revistas,  centinelas  y  toda  clase  de 
litigas;  procuraba  andar  muy  limpio  y  aseado,  y  adulaba 
al  coronel  cuanto  me  era  posible. 

En  un  día  de  su  santo  le  envié  unas  octavas  que 
<^'áíaban  como  mías;   pero  me  pulí  en  escribirlas,   y  el 

PERIQUILLO   SARNIENTO. —T.    n,    C  — 61. 


I 


242 


PENSADOR    MEXICANO 


coronel,  enamorado  de  mi  letra  y  de  mi  talento,  según 
dijo,  me  relevó  de  todo  servicio  y  me  hizo  su  asistente. 

Entonces  \a  logré  más  satisfacciones,  y  vi  y  observ''' 
en  la  tropa  muchas  cosas  que  sabréis  en  el  capítulo  que 
sigue. 


.V'jJf-.: 


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CAPÍTULO  X 


Aijuí  cuenta  Periquillo  la  fortuna  que  tuvo  en  ser  asistente  del  coronel;  ercarácter 
de  éste;  su  embarque  para  Manila  y  otras  cosillas  pasaderas 


Cuando  á  los  hombres  no  los  contiene  la  razón,  los 
suele  contener  el  temor  del  castigo.  Así  me  sucedió  en 
esta  época  en  que,  temeroso  de  no  sufrir  los  castigos  que 
había  visto  padecer  á  algunos  de  mis  compañeros,  traté 
do  ser  hombre  de  bien  á  pura  fuerza,  ó  á  lo  menos  de 
fingirlo,  con  lo  que  logré  no  experimentar  los  rigores 
<Io  las  ordenanzas  militares,  y  con  mis  hipocresías  y  adu- 
laciones me  capté  la  voluntad  del  coronel,  quien,  como 
dije,  me  llevó  á  su  casa  y  me  acomodó  de  su  asistente. 


244 


PENSADOR    MEXICANO 


Si  sin  ninguna  protección  en  la  tropa  procuré  gran- 
jearme la  estimación  de  mis  jefes,  ¿qué  no  haría  después 
que  comencé  á  percibir  el  fruto  de  mis  fingimientos  con 
el  aprecio  del  coronel?    Fácil  es  concebirlo. 

Yo  le  escribía  á  la  mano  cuanto  se  le  ofrecía;  hacía 
los  mandados  de  la  casa  bien  v  breve;  lo  rasuraba  v 
peinaba  á  su  gusto;  servía  de  mayordomo  y  cuidaba  del 
gasto  doméstico  con  puntualidad,  eficacia  y  economía,  y 
en  recompensa  contaba  con  el  plato;  los  desechos  del 
coronel,  que  eran  muy  buenos  y  pudiera  haberlos  lucido 
un  oficial;  algunos  pesitos  de  cuando  en  cuando;  mi 
entero  y  absoluto  relevo  de  toda  (atiga,  que  no  era  lo 
menos;  tal  cual  libertad  para  pasearme,  y  mucha  esti- 
mación del  caballero  coronel,  que  ciertamente  era  lo  que 
más  me  amarraba.  Al  fin  yo  había  tenido  buenos  prin- 
cipios y  me  obligaba  más  el  cariño  que  el  interés.  Ello 
es  que  llegué  á  querer  y  á  respetar  al  coronel  como  á 
mi  padre,  y  él  llegó  á  corresponder  mi  afecto  con  el  amor 
de  tal. 

Sea  por  la  estimación  (jue  me  tenía,  ó  por  lo  que  yo 
le  servía  con  la  pluma,  pocos  ratos  faltaba  de  su  mesa,  y 
era  tal  la  confianza  que  hacía  de  mí,  que  me  permitía 
presenciar  cuantas  conversaciones  tenía.  lüsto  me  pro- 
porcionó saber  algunas  cosas  (jue  regularmente  ignoran 
los  soldados,  y  (juién  sabe  si  algunos  oficiales. 

El  carácter  del  coronel  era  muy  atento,  afable  y  cir- 


:-7v^r%t-  .'>   ■•^.  M:jm/y,mfmf^^: 


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OBRAS   ESCOGIDAS 


245 


cunspecto;  su  edad  sería  de  cincuenta  años;  su  instruc- 
Ci'')n  mucha,  porque  no  sólo  era  buen  militar,  sino  buen 
jurista;  por  cuyo  motivo  todos  los  días  era  frecuentada 
su  casa  de  los  mejores  oficiales  de  otros  regimientos,  que 
ó  iban  á  consultarle  algunas  cosas  ó  á  platicar  con  él  y 
divertirse. 

Entre  las  consultas  particulares  que  yo  oí,  ó  á  lo 
menos  que  me  parecieron  tales,  fué  la  siguiente: 

Un  día  entraron  juntos  á  casa  dos  oficiales,  uno  sar- 
gento mayor  y  otro  capitán.  Después  de  las  acostum- 
bradas salutaciones,  dijo  el  mayor:  —  Mi  coronel,  Dios 
los  cría  y  ellos  se  juntan.  Mi  camarada  y  yo  necesitamos 
do  las  luces  de  usted  y  nos  hemos  juntado  para  traerle 
las  molestias  á  pares. 

— Yo  tendré  complacencia  en  servir  á  ustedes  en  lo 
que  pueda,  respondió  el  coronel;  digan  ustedes  lo  que 
ocurre. 

Entonces  el  mayor  dijo:  —  No  gastemos  el  tiempo 
en  cumplimientos.  Se  le  va  á  hacer  consejo  de  guerra 
■I  un  soldado  por  haber  muerto  á  un  hombre  con  apa- 
riencia de  justicia,  porque  lo  mató  por  celos  que  concibió 
contra  él  y  su  mujer.  Es  verdad  que  no  lo  halló  infra— 
ganti :  pero  las  sospechas  y  los  antecedentes  que  tenía  de 
la  ilícita  amistad  que  llevaba  con  ella  fueron  vehementes, 
y  ciertamente  lo  disculpan;  pero  como  yo  soy  el  fiscal  de 
la  causa,  no  debo  alegar  nada  en  su  defensa,  sino  acri- 

PERIQUILLO   SARNIENTO. —  T.    U,    C.  —  62. 


246 


PENSADOR    MEXICANO 


minarlo  y  sacarlo  reo  del  último  suplicio.  El  defensor  ha 
de  apurar  cuantas  excepciones  le  favorecen  para  sal- 
varlo, y  cate  usted  que  mi  pedimento  fiscal  quedará 
dasairadísimo.  Por  esto  venía  á  consultar  con  usted 
para  que  me  diga  en  qué  términos  se  hará  la  acusa- 
ción, porque  el  defensor  no  burle  mi  pedimento. 

—  Hay  mucho  que  decir  á  usted  en  el  particular, 
dijo  el  coronel:  primeramente,  la  causa  por  que  aparece 
cometido  el  homicidio,  es  de  adulterio;  adulterio  quiere 
decir  riolídio  altcrius  tltori,  violación  de  lecho  ajeno, 
porque  la  mujer  es  reputada  lecho  del  marido. 

En  nuestro  derecho  hay  muchas  leyes  que  impo- 
nen penas  á  los  adúlteros.  La  3."  del  tít.  4."  lib.  3.°  del 
Fuero  Juzgo  manda  que  los  adúlteros  sean  entregados 
al  marido,  para  que  éste  haga  de  ellos  lo  que  quiera. 
Otras  leyes  son  conformes  en  esta  pena;  pero  añaden 
que  el  marido  no  puede  matar  á  uno  y  dejar  á  otro  vivo. 
La  ley  15,  tít,  17,  part.  7."  manda  que  pierda  la  adúltera 
las  arras  y  dote  y  sea  reclusa.  La  5.%  tít.  20,  lib.  8  de  la 
Recopilación  manda  que  cuando  el  marido  por  su  propia 
autoridad  mate  á  los  adúlteros,  no  tenga  derecho  sobre 
los  bienes  do  la  mujer.  Esta  ley  parece  que  trata  <le 
sujetar  la  arbitrariedad  de  los  maridos,  ensanchada  por 
las  leyes  13,  del  tít.  17,  part.  7."  y  4.\  del  tít.  4.^  lib.  3.' 
del  Fuero  Juzgo,  que  permiten  al  marido  matar  á  los 
adúlteros. 


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OBRAS    ESCOGIDAS 


247 


Aunque  hay  todo  esto,  la  ilustración  de  los  tiempos 
ha  modificado  estas  penas,  y  no  habrá  usted  oído  el  caso 
de  entregar  los  adúlteros  al  marido  para  que  éste  dis- 
ponga de  ellos  á  su  antojo:  lo  más  que  se  practica  es 
perdonar  al  marido  porque  mató  á  los  adúlteros,  ó  más 
bien  se  debe  decir,  conmutarle  la  pena  capital  en  un  des- 
tierro, según  fueren  las  circunstancias;  bien  que  puede 
haberlas  tales  que  sea  justicia  ponerlo  en  completa  liber- 
tad, después  de  justificado  el  hecho  de  que  sin  darle 
motivo  alguno  á  la  mujer,  la  halla  el  marido  en  el  acto 
de  la  ofensa;  pero  por  lo  que  toca  á  los  adúlteros,  lo 
regular  es.  como  dice  el  doctor  Berni  en  su  Práctica 
criininal,  encerrar  á  la  mujer  en  una  clausura  y  des- 
terrar al  cómplice,  si  son  de  mediana  esfera;  y  si  son 
plebeyos,  poner  á  la  una  en  la  cárcel  y  despachar  al 
otro  al  presidio.  Esto  se  entiende  después  de  admitida 
y  probada  la  acusación,  la  cual  solamente  puede  hacer 
<!  marido  y  el  padre,  hermano  ó  tío  de  la  adúltera  en  su 
caso,  y  no  otro  alguno.  La  mujer  no  puede  acusar  al 
marido  de  adulterio,  por  no  seguírsele  deshonra,  como 
lo  expresa  la  ley  1."  del  tít.  17,  part.  7.'\  Sin  embargo,  en 
los  tribunales  se  admite  la  acusación  de  la  mujer  y  la 
justicia  pone  remedio. 

No  puede  instarse  la  acusación  de  adulterio  contra 
un  solo  adúltero;  es  menester  acusar  á  ambos. 

El  autor  que  acabo  de  citar  á  usted,  al  fol.  8  dice, 


248 


PENSADOR    MEXICANO 


y  dice  bien:  que  como  nadie  busca  testigos  para  cometer 
adulterio,  admite  el  derecho  pruebas  de  congeturas;  pero 
deben  ser  vehementes,  y  tales,  que  por  ellas  se  venga 
en  conocimiento  del  delito...  porque  en  caso  de  duda, 
más  pronto  se  debe  absolver  que  condenar.  Las  presun- 
ciones que  denotan  con  claridad  el  adulterio  son:  cuando 
testigos  dignos  de  le  y  crédito,  aunque  sean  de  la  propia 
casa,  declaran  (jue  han  visto  á  Pedro  y  á  Marcia  en  una 
misma  cama,  ó  lugar  sospechoso,  ó  solos  en  estos  luga- 
res, ó  encerrados  en  un  cuarto,  ó  desnudos,  ó  besándose 
ó  abrazándose.  Sobre  esto  hablan  con  extensión  varios 
intérpretes. 

Las  excepciones  que  favorecen  á  la  mujer  adúltera 
son  las  siguientes:  Primera,  cuando  el  marido  emprende 
querella  sobre  causa  de  adulterio  y  después  la  deja  con 
ánimo  de  no  seguirla;  segunda,  cuando  el  marido  dice 
ante  el  juez  que  no  quiere  acusar  porque  está  satisfecho 
de  la  conducta  de  su  mujer  ó  cosa  semejante;  tercera, 
cuando  el  marido  recibe  á  su  mujer  en  su  lecho  después 
de  saber  que  es  adúltera;  cuarta,  cuando  el  marido  fuere 
sabedor  y  consentidor.  En  este  caso,  lejos  de  poder  pre- 
sentarse como  actor  contra  su  mujer,  es  reo  de  lenocinio; 
quinta,  cuando  la  mujer  fuese  forzada;  sexta,  cuando 
padeció  engaño  y  cometió  adulterio  pensando  que  estaba 
con  su  marido;  y  séptima,  cuando  el  marido,  abjurando 
la  fe  y  religión  católica,  abraza  otras  sectas  diversas  y 


^i^'T-:--^  :■ 


OBBAS    ESCOGIDAS 


249 


Fc  hace  moro,  judío  ó  hereje.  En  tales  casos  queda  libre 
i;i  mujer  adúltera  de  la  acusación  del  marido,  y  se  halla 
iavorecida  por  las  leyes  7."  y  8/  del  tít.  17,  parí.  7/;  y 
G.',  7/ y  8/ del  tít.  9,  part.  4.".  , 

Ya  ve  usted  en  compendio  lo  qué  es  adulterio,  cuáles 
son  sus  penas,  quién  puede  acusar  de  él,  cuáles  son  las 
excepciones  que  favorecen  á  la  mujer,  y  qué  se  entiende 
por  sospechas  ó  presunciones  vehementes.  Mn  vista  de 
esto,  usted,  que  está  impuesto  en  la  causa,  sabrá  cómo 
ha  de  formar  la  acusación. 

—  Es  que  las  sospechas  son  vehementísimas,  — dijo 
el  mayor; — porque,  á  más  de  que  hay  testigos  (jue  depo- 
nen haber  visto  al  ya  muerto  con  la  mujer  del  soldado, 
t'ste  ya  le  había  reconvenido  é  intimado  que  no  entrara 
á  su  casa;  y  sin  embargo  de  esto,  él  entraba,  y  cuando 
lo  mató,  lo  halló  solo  con  su  mujer  en  confianza  de  que 
estaba  de  guardia,  la  que  él  abandonó  instigado  de  su 
C(^lo,  y  encontró  atrancada  la  puerta,  que  abrió  de  un 
en! pujón.  Esto  me  hace  creer  que  por  necesidad  haré  yo 
una  acusación  floja. 

—  ¿Pues  qué,  usted  pretende  que  muera  el  reo  aun- 
que' no  lo  merezca? — dijo  el   coronel.  —  No,   señor, — . 
rrj'uso  el  sargento,  —  no  deseo  que  muera;  pero  como 
s  >y  el  fiscal,  debo  desvanecer  sus  defensas,  desenten- 
dió! me  de  sus  excepciones  y  agravar  su  delito.  Esta  es  mi 


obi  i  fijación. 


PERIQUILLO   SARNIENTO. —  T.    11,    C— G3. 


250 


PENSADOR    MEXICANO 


—  Se  equivoca  usted,  señor  mayor, — dijo  el  coronel, 
en  pensar  que  su  obligación  es  acriminar  á  los  reos. 
El  fiscal  no  es  otra  cosa  que  el  defensor  de  la  ley,  y  para 
cumplir  con  su  encargo,  no  tiene  que  intentar  el  sacar 
reo  precisamente  al  acusado.  ^ 

—  Conque  según  eso, — dijo  el  mayor,  — yo  cumpliré 
bien  con  exponer  en  el  consejo  la  causa  con  la  misma 
cara  que  tiene,  y  pedir  se  le  aplique  al  reo  una  pena 
moderada,  ó  á  lo  más,  la  que  prescribe  la  ordenanza  ú 
los  que  abandonan  la  guardia. 

—  Así  me  parece  que  debe  hacerse,  y  aun  esa  pena 
debo  modificarse  en  justicia,  atendida  la  vehemente 
pasión  de  los  celos,  sin  la  cual  es  de  creer  que  no  hubiera 
desamparado  la  guardia,  y  de  consiguiente  puede  su 
defensor  probar  que  este  delito  militar,  por  el  que  en 
otro  caso  merecería  baquetas  ó  la  última  pena,  según 
el  tiempo,  no  lo  cometió  con  entera  deliberación,  y  como 
las  penas  deben  agravarse  •'»  disminuirse  á  proporción  del 
intento  con  que  se  cometen,  se  seguirá  indudablemente 
que  el  consejo  de  guerra  le  impondrá  á  ese  soldado  una 

'  El  señor  do»  Marcos  Gutiérrez,  en  el  segunio  tomo  de  su  Práctica  criminal  de 
IC^paña,  al  fol.  ü  dice:  VA  cargo  de  fiscal  es  de  suma  confianza  en  los  tribunales,  y  no 
corresponderán  á  ésta  los  oficiales  de  Estado  Mayor  que  lo  ejercen  en  los  consejos  de 
guerra,  si  no  procuran  desempeñarle  con  rectitud  y  actividad,  procediendo  en  sus  acu- 
saciones de  buena  fe,  con  la  mayor  integridad  y  como  defensores  de  la  ley,  sin  calum- 
niar ni  ofender  á  nadie  injustamente;  de  modo  (jue  se  ha  de  buscar  la  verdad  y  no  la 
gloria  de  sacar  delincuente  con  sofismas  y  cavilaciones  al  que  no  lo  es.  El  celo  por  el 
bien  público  tiene  sus  limites,  cuya  violación  le  convierte  en  celo  indiscreto  é  injusto;  por 
lo  que  es  un  grande  error  y  una  bárbara  necedad  en  algunos  creer  que  el  sargento  ma- 
yor ó  el  ayudante  ha  de  acriminar  y  agravar  al  reo  en  su  conclusión  cuanto  sea  posible. 


yftw 


OBRAS   ESCOGIDAS 


251 


pona  menos  grave  que  la  que  previene  la  ordenanza, 
considerando  que,  como  dijo  el  señor  rey  don  Alonso 
el  Sabio  en  una  de  sus  leyes  de  Partida,  los  primeros 
niorimicntos  que  muecen  el  corazón  del  orne,  no  son  en  su 

¡lU'Jc/'.  ^ 

—  Quedo  enteramente  satisfecho,  — dijo  el  mayor, — 
y  agradecido  á  la  prolijidad  con  que  usted  me  ha  hecho 
entender  que  no  están  los  fiscales  obligados  á  acriminar 
á  los  reos  ni  á  sacarlos  delincuentes  á  pura  fuerza,  sino 
sólo  á  defender  las  leyes;  aunque  me  parece  que  usted 
sería  mejor  para  defensor  que  para  fiscal. 

—  Eso  ahora  lo  veremos,  dijo  el  capitán,  pues  yo 
soy  defensor  de  otro  soldado  que  mató  á  un  hombre  ale- 
vosamente, y  no  sé  C(')mo  sacarlo  inocente,  pues  esa  es 
cabalmente  mi  obligación. 

—  Pues  usted  también  se  equivoca,  dijo  el  coronel, 
poique  si  su  ahijado  es  homicida,  y  está  probada  la  alevo- 
sía, poca  esperanza  puede  tener  en  la  defensa  de  usted, 
siempre  que  la  haga  con  arreglo  á  su  conciencia,  pues  el 
'j"c  mata  á  otro  debe  morir,  dice  Dios.  ^  Se  entiende, 
cuándo  no  es  en  defensa  propia,  en  un  acto  primo  indeli- 


'  Esta  doctrina  es  conforme  á  la  razón  y  al  espíritu  de  nuestras  leyes.  El  señor 
Lur  ii/.ábal  en  su  Discurso  sobre  las  penas,  dice:  «que  se  disniinuje  la  libertad  también 
por  lausa  intrínseca,  y  esto  sucede  cuando  el  ímpetu  }'  fuerza  de  las  pasiones  es  tanta, 
MI»''  ofusca  el  ánimo,  ciega  el  entendimiento  y  precipita  cuasi  involuntariamente  al  mal, 
ojiio  sucede  en  los  primeros  movimientos_^de  ira,  de  cólera,  de  dolor  y  otras  pasiones 
St^m- 1 mtes,  en  cuyo  caso  los  delitos  cometidos  de  esta  suerte,  deben  castigarse  coa 
ni' nos  severidad,  que  cuando  se  hacen  á  sangre  fría,  y  con  entera  deliberación.» 

'    Génesis,  cap.  9. 


252 


PENSADOR    MEXICANO 


berado,  por  una  casualidad,  en  justa  satisfacción  de  su 
honor  vulnerado,  como  en  el  caso  de  adulterio,  ó  por 
causa  semejante;  pero  si  la  muerte  se  comete  de  hecho 
pensado  y  no  tiene  ninguna  de  estas  excepciones  en  su 
favor  el  homicida,  es  alevoso:  debe  morir  según  las  leyc>; 
patrias,  y  ni  aún  goza  la  inmunidad  del  sagrado.  Conquo 
vea  usted  qur  tal  quedará  con  su  defensa,  cuando  con- 
fiesa que  su  ahijado  es  alevoso. 

—  Es  cierto,  dijo  el  capitán;  pero  tiene  en  su  favor 
una  excepción  muy  poderosa  (jue  lo  defiende,  y  usted  no 
ha  mentado.  A  lo  menos  creo  que  se  librará  del  último 
suplicio,  aunque  yo  quisiera  formar  su  defensa  de  modo 
que  saliera  en  libertad,  <'»  cuando  mucho  sentenciado  á 
comenzar  su  servicio  de  nuevo.  Este  es  mi  empeño,  y 
para  esto  he  venido  á  aconsejarme  de  usted. 

—  ¿Y  cuál  es  la  excepción  que  tiene  en  su  abono? 
preguntó  el  coronel.  Y  el  defensor  dijo  que  el  estar 
borracho  cuando  cometió  el  asesinato. 

Rióse  el  coronel  alegremente,  y  le  dijo: — Si  como 
estaba  borracho  hubiera  estado  loco,  seguramente  usted 
quedaba  bien:  pero  ¡borracho I  | borracho  1...  Al  palo 
debe  ir  ese  hombre  aunque  lo  defienda  Cicerón. 

—  ¿Cómo  puede  ser  eso,  decía  el  capitán,  cuando 
usted  mismo  ha  dicho  que  las  penas  deben  agravarse  ó 
disminuirse  á  proporción  del  intento  y  deliberación  con 
que  se  cometen  los  delitos?   Según  esta  doctrina,  y  pro- 


V  j^>í?  ^r^y  'Tf\ 


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OBRAS   ESCOGIDAS 


253 


b.i'la  la  embriaguez  de  mi  ahijado  cuando  mató  al  hom- 
bre, claro  es  que  hizo  la  muerte  sin  plena  deliberación, 
y  de  consiguiente  no  merece  la  pena  capital. 

— Así  parece  que  debía  ser  á  primera  vista;  pero  las 
li  yes  deben  hacer  distinción,  para  la  imposición  de  las 
ponas,  entre  el  que  se  embriagó  por  casualidad  ú  otro 
motivo  extraordinario,  y  el  que  lo  hace  por  hábito  y 
costumbre.  Al  primero,  si  delinque  estando  privado  de 
su  juicio,  se  le  debe  disminuir,  y  tal  vez  remitir  la  pena, 
según  las  circunstancias;  el  segundo  debe  ser  castigado 
como  si  hubiera  cometido  el  delito  estando  en  su  acuerdo, 
sin  tener  respeto  ninguno  á  la  embriaguez,  si  no  es  acaso 
para  aumentarle  la  pena;  pues  ciertamente  no  debería 
tenerse  por  injusto  el  legislador  que  quisiese  resucitar 
la  ley  de  Pitaco,  el  cual  imponía  dos  penas  al  que  come- 
tía un  delito  estando  embriagado,  una  por  el  delito  y  otra 
por  la  embriaguez  ', 

Podrían  citarse  sobre  lo  dicho  unas  palabras  de  Aris- 
tóteles, dignas  de  que  usted  las  sepa  para  su  inteligencia. 
Di'je,  pues,  este  político  pagano:  Siempre  (¡iie  por  i(jno- 
rniicia  se  cornete  algún  deliío,  no  se  ¡tace  culantarianiente, 
!j  ¡"ir  cons((jt¿iente  no  liaij  injuria.  Pero  si  el  mis/no  que 
tvneíe  el  delito  es  causa  de  la  ignorancia  con  que  se  co- 
i'i:'/e,    entonces   hag   cerdaderaniente    injuria  g   derecho 


'    En  los  mismos  términos  se  expresa  el  señor  I.ardizábal  en  su  D'scurto  sobre  la» 
p:!ia$  ya  citado. 

PERIQUILLO   SARNIENTO.  — T.    n,   C  — 64. 


254 


PENSADOR    MEXICANO 


para  acosarle,  como  sftrede  on  los  ebrios,  los  cuales,  ^i 
cuando  están  ¡joscúIos  del  ciño,  causan  alr/án  daño,  hacen 
incuria,  por  cuanto  ellos  mismos  fueron  causa  de  su  igno- 
rancia, pues  no  debieron  haber  bebido  tanto. 

— Pues  mal  estamos,  dijo  el  defensor,  por(|ue  los  tes- 
tigos Tjue  declararon  que  mi  ahijado  estaba  ebrio  cuando 
cometió  el  asesinato,  afirmaron  (jue  acostumbraba  em- 
briagarse, y  en  este  caso  yo  conozco  que  no  le  í'avoreco 
la  excepción. 

—  Ya  se  ve  (|ue  no,  dijo  el  coronel,  y  más  si  se 
considera  que  en  cualquier  caso  (jue  el  hombre  cometa 
un  delito  embriagado,  es  en  mi  juicio  reo  de  él,  porqu»' 
en  ninguna  ocasión  debe  arriesgarse  á  que  se  extravíe 
su  razón.  A  más  de  (|ue,  si  se  reflexiona  seriamente, 
merece  alguna  indulgencia  el  ebrio  que  solamente  comete 
delitos  que  no  perjudican  sino  muy  indirecta  y  remota- 
mente á  la  sociedad;  tales  son  las  injurias  que  dice  uno 
estando  ebrio,  aun  cuando  toquen  al  honor  de  alguno, 
por  dos  razones:  la  primera,  porque  el  ebrio  tiene  la 
lengua  muy  fácil,  y  la  experiencia  enseña  que  no  hny 
uno  que  no  hable  despropósitos  con  voz  balbuciente; 
y  la  segunda,  que  por  esta  misma  razón  apenas  habrá 
quién  haga  caudal  de  las  producciones  de  un  borracho. 

No  así  cuando  en  el  delito  interviene  acción  y 
otras  circunstancias  que  claramente  denotan  bastante 
conocimiento  y  deliberación  en  lo  que  se  hace,  como  <^1 


OBRAS   ESCOGIDAS 


255 


caso  de  un  homicidio ;  pues  entonces  el  agresor  se  pre- 
viene de  arma,  busca  el  objeto  de  su  ira,  dispone  la  oca- 
sión á  su  venganza  y  asegura  el  golpe  fatal  con  tanta 
tuerza  y  tino  como  pudiera  el  hombre  más  en  su  juicio. 
Por  cierto  que  yo  jamás  perdonaría  la  vida  al  que  se  la 
(juitara  á  otro,  so  pretexto  de  estar  ebrio. 

Los  que  beben  con  demasía,  lo  que  pierden  es  la 
vergüenza,  y  hay  muchos  que  toman  un  poco  de  licor 
y  se  hacen  más  borrachos  de  lo  que  están,  para  con  esta 
máscara  cometer  mil  infamias  y  ponerse  á  cubierto  de 
la  pena  que  merecen;  pero  á  más  de  que  éstos  no  son 
acreedores  á  ninguna  disculpa,  aun  cuando  en  realidad 
estén  con  la  razón  trastornada,  la  merecen  menos,  por- 
que, aunque  padezcan  esta  falta,  la  padecen  por  su 
causa  y  son  acreedores  á  dos  penas,  como  se  ha  dicho. 

Verdad  es  que  la  embriaguez  es  una  locura  pasa- 
jera: pero  es  una  locura  voluntaria,  como  dijo  Séneca; 
y  así  como  se  reputa  delincuente  al  suicida,  aunque  de 
su  voluntad  se  quita  la  vida,  así  debe  reputarse  tal  al 
que  comete  un  crimen  borracho,  porque  él  de  su  volun- 
tad se  embriagó. 

Fuera  de  que,  según  mi  modo  de  pensar,  sólo  en 
un  caso  es  el  ebrio  acreedor  á  la  indulgencia,  y  es  cuando 
no  está  en  estado  de  poder  cometer  ningún  delito  ni  de 
dañar  á  otro.  ¿Y  cuándo  será  esto?  Cuando  está  tirado 
y  narcotizado  en  términos  de  no  poder  moverse,  ni  oir, 


256 


PENSADOR    MEXICANO 


ni  conocer,  ni  hablar,  ó  á  lo  menos  cuando  no  puede 
levantarse,  y  si  habla  es  con  lengua  tartamuda  y  sin  co- 
nocimiento. Ello  será  una  paradoja,  pero  este  será  mi 
modo  de  pensar  toda  la  vida;  porque  mientras  el  borra- 
cho habla,  anda,  conoce,  se  enoja  y  se  procura  precaver 
de  los  peligros,  es  mentira  que  esté,  como  vulgarmente 
se  dice,  privado  de  razón.  Cierto  es  que  usa  de  ella  tras- 
tornadamente en  algunas  cosas,  pero  la  tiene  y  la  usa 
con  mucho  acuerdo  en  su  provecho.  Yo  á  lo  menos  no 
he  visto  un  borracho  que  se  tire  de  una  azotea  abajo, 
ni  que  cuando  hiere  á  otro  le  dé  con  el  puño  del  cuchillo, 
ni  que  por  darle  á  Juan  le  dé  á  Pedro,  ni  cosa  semejante. 
Ellos  son  locos,  es  verdad;  mas  no  hay  loco  que  coma 
lumbre;  y  últimamente,  yo  en  clase  de  juez  había  de 
tener  por  regla  para  juzgar  de  la  más  ó  menos  delibera- 
ción de  un  ebrio,  el  orden  ó  desorden  de  sus  acciones 
inmediatas,  anteriores  y  posteriores  al  momento  en  que 
cometiera  el  crimen:  de  suerte,  que  si  daba  algunos 
pasos  para  cometer  el  delito,  y  daba  otros  para  huir  des- 
pués de  cometido,  temeroso  de  la  pena  que  merecía,  sin 
duda  que  yo  no  usaba  con  él  de  misericordia,  pues  el  que 
es  dueño  de  sus  pies,  mejor  lo  puede  ser  de  su  cabeza. 
En  esta  inteligencia,  usted  sabrá  lo  que  hay  en 
el  particular  acerca  de  su  ahijado,  y  hará  la  defensa  como 
le  pareciere;  pero  si  la  ha  de  hacer  como  Dios  y  el  rey 
mandan,  creo  que  no  puede  defender  á  ese  pobre. 


!^*'im. 


1; 


OBRAS   ESCOGIDAS 


257 


—¿Pues  qué,  dijo  el  capitán,  no  consiste  la  gracia  de 
un  buen  defensor  en  hacer  por  libertar  á  su  ahijado,  por 
criminal  que  sea,  de  la  pena  que  merece?  ¿Y  no  está 
empeñado,  en  obsequio  de  su  obligación,  en  valerse  de 
cuantos  medios  pueda  para  el  efecto? 

—  No,  señor,  —  dijo  el  coronel ,  —  la  obligación  del 
dt'iensor  es  examinar  si  está  bien  justificado  el  delito; 
examinar  la  l'uerza  y  el  valor  que  tienen  las  pruebas  que 
hay  contra  el  reo;  escudriñar  la  clase  de  los  testigos  y  su 
modo  de  declarar;  fondear  si  entienden  lo  (jue  han  dicho; 
ver  si  concuerdan  entre  sí  en  lo  substancial  del  lugar, 
tiempo,  modo,  persona,  ocasión  y  número,  ó  si,  por  el 
contrario,  van  tan  conformes  en  sus  dichos,  que  pueda 
presumirse  soborno;  si  hay  en  las  declaraciones  variedad 
ó  inverosimilitud,  y  otras  cosas  así;  de  modo  que  la 
obligación  del  defensor  es  alegar  en  favor  de  su  cliente 
cuantas  excepciones  le  favorezcan  en  derecho,  y  exami- 
nar si  la  causa  padece  alguna  nulidad  para  apoyar  en 
esto  su  defensa;  mas  no  le  es  lícito  el  valerse  de  medios 
siniestros  ó  ilegales,  como  corromper  testigos,  presentar 
documentos  falsos,  censurar  injustamente  al  fiscal  y 
usar  otras  diligencias  como  éstas,  que  se  oponen  á  la 
justicia  y  á  la  moral.  ^ 


I 


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•  Esta  doctrina  es  del  autor  citado,  quien  dice  en  su  Práctica  criminal,  publicada 
en  Espina  de  orden  del  Consejo,  é  impresa  en  Madrid  en  1805,  que  la  preocupación  y 
vanidad  de  algunos  defensores,  que  fundan  su  honor  en  sacar  bien  á  sus  clientes,  cua- 
les^juiera  que  sean  los  medios  para  conseguirlo,  son  sumamente  vituperables,  pues  por 

PERIQUILLO   SARNIENTO.  —  T.   II,   C— 65. 


•« 


258 


PENSADOR    MEXICANO 


—  Pues,  camarada,  —  dijo  el  mayor  al  capitán,  — si 
no  venimos  á  consultar  con  el  señor  coronel,  íbamos  á 
(juedar  frescos  cada  uno  de  nosotros  por  su  lado.  Usted 
(jueriendo  salvar  á  un  delincuente,  y  yo  tratando  de 
acriminar  al  (jue  no  lo  es,  ú  á  lo  menos  al  (jue  no  lo  es 
en  el  grado  que  yo  lo  suponía. 

—  Por  eso  es  bueno,  —  dijo  el  del'ensor,  —  no  fiarse 
uno  de  sí  propio,  y  más  en  casos  en  que  va  la  vida  de  un 
hombre  de  por  medio  ó  el  bien  general  de  la  república, 
sino  sujetar  su  dictamen  al  mejor,  como  hemos  hecho. 
Por  mi  parte  doy  á  usted  mil  gracias,  señor  coronel,  por 
su  oportuno  desengaño.  —  Y  yo  se  las  repito  también  por 
el  que  me  ha  tocado.  — ^  dijo  el  fiscal.  En  esto  variaron  de 
conversación,  y  después  de  haber  hablado  un  rato  cosas 
de  poca  importancia,  se  despidieron. 

De  estas  consultas  presencié  varias,  y  comencé  á 
sentir  cierta  gana  de  saber.  Ello  es  que  yo  me  desasné 
un  poco  á  l'avor  de  las  conversaciones  de  aquel  hombre 
sabio  y  de  su  buena  librería,  que  la  tenía  pequeña,  pero 
selecta,  y  no  para  mero  adorno  de  su  casa,  sino  de  su 
entendimiento.  Rara  vez  le  faltaba  un  libro  en  la  mano, 
y  me  decía  frecuentemente:  — Hijo,  no  están  reñidas  las 

una  crasa  ignorancia,  y  una  caridad  muy  mal  entendida,  creen  que  para  librar  de  la 
muerte  á  un  infeliz  es  lícito  valerse  de  cuantos  medios  se  presenten,  aun  cuando  sean 
tan  injustos  como  los  dichos. 

La  preocupación  de  los  fiscales  en  pensar  que  deben  conducir  los  reos  al  patíbuio, 
junto  con  la  ya  expresada  de  los  defensores  en  figurarse  que  deben  sacarlos  inocentes, 
contribuye  no  poco  á  que  se  embrollen  y  dilaten  las  causas  en  perjuicio  de  la  recta 
administración  de  justicia. 


'w!?!^    ■ 


OBRAS    ESCOGIDAS 


259 


letras  con  las  armas.  El  hombre  siempre  es  hombre 
en  cualquiera  clase  que  se  halle,  y  debe  alimentar  su 
razón  con  la  erudición  y  el  estudio.  Algunos  oficiales  he 
conocido  que,  aplicados  únicamente  á  sus  ordenanzas  y 
a  su  Colón ,  no  sólo  no  se  han  dedicado  á  ninguna  clase 
de  estudio  ni  lectura,  sino  que  han  visto  los  demás 
libros  con  cierto  aire  de  indiferencia  que  parece  despre- 
cio, creyendo,  y  mal ,  que  un  militar  no  debe  entender 
más  que  de  su  profesión,  ni  tiene  necesidad  de  saber  otra 
cosa;  sin  advertir  (jue,  como  dice  Saavedra  en  su  Em- 
presa 6.":  NJia  pt'ojesión  sin  noticia  ni  adorno  de  otras 
('■<  una  especie  de  ir/norancia;  por  eso  también  he  visto 
(|ue  estos  sujetos  han  tenido  (|ue  representar  al  convidado 
de  piedra  en  las  conversaciones  de  gente  instruida,  que- 
dándose, como  dicen  vulgarmente,  como  tontos  en  víspe- 
ras,  sin  hablar  una  palabra;  y  son  los  que  han  sabido 
tomar  mejor  partido,  que  los  que  han  querido  meter  su 
cuchara  y  salirse  de  la  corta  esfera  á  que  han  aislado  su 
instrucción,  que  apenas  lo  han  intentado  cuando  han 
prorrumpido  en  mil  inepcias,  granjeándose  así,  cuando 
menos,  el  concepto  de  ignorantes. 

Si  tú,  Pedro,  llegares  alguna  vez  á  ser  oficial,  pro- 
cura ilustrar  tu  entendimiento  con  los  libros,  y  aplícate 
■I  ignorar  cuanto  menos  puedas. 

No  quiero  que  seas  un  omnicio,  ni  que  faltes  á  tus 
precisas  obligaciones  por  el  estudio;  pero  sí  que  no  mires 


i 


i. 


260 


PENSADOR    MEXICANO 


con  desdc'n  los  libros,  ni  creas  que  un  militar,  por  serlo, 
está  disculpado  para  chorrear  disparates  en  cualquiera 
conversación;  pues  en  este  caso  los  que  lo  advierten,  ó 
lo  tienen  por  un  necio,  pedante,  ó  tal  vez  su  falta  de 
instrucción  la  atribuyen  á  la  humildad  de  sus  princi- 
pios. 

Por  el  contrario,  un  militar  instruido  es  apreciado 
en  todas  partes,  hace  número  en  la  sociedad  de  los 
sabios  v  él  mismo  recomienda  su  cuna  manifestando  su 
finura  sin  tener  que  acreditarla  con  el  documento  de  sus 
divisas. 

No  están,  repito,  reñidas  las  letras  con  las  armas, 
antes  aquéllas  suelen  ser  y  han  sido  mil  veces  ornamento 
y  auxiho  de  éstas.  Don  Alonso,  rey  de  Ñapóles,  pregun- 
tado que  á  (juién  debía  más,  si  á  las  armas  ó  á  las  letras: 
respondió:  en  los  ¡ihros  he  aprendido  /as  armas  ¡j  los 
derechos  de  las  armas.  Muchos  militares  ha  habido  que. 
penetrados  de  estos  conocimientos,  se  han  aplicado  á  las 
letras  lo  mismo  (jue  á  las  armas,  y  nos  han  dejado  en 
sus  escritos  un  eterno  testimonio  de  que  supieron  mane- 
jar la  pluma  con  la  misma  destreza  que  la  espada.  Tales 
fueron  los  Franciscos  Santos,  los  Gerardos  Lobos,  los 
Ercillas  y  otros  varios. 

Por  lo  que  respecta  á  tu  conducta  en  el  caso  supues- 
to, no  debes  ser  menos  cuidadoso.  Dobes  vestirte  decente 
sin  afeminación,  ser  franco  sin  llaneza,  valiente  en  la 


.  »^?^        --i  -;-  7  ^ífiffj 


OBRAS    ESCOGIDAS 


261 


campaña,  jovial  y  dulce  en  tu  trato  familiar  con  las 
o-entes,  moderado  en  tus  palabras  y  hombre  de  bien  en 
todas  tus  acciones.  No  imites  el  ejemplo  de  los  malos, 
no  (juieras  parecer  más  bien  hijo  de  Adonis  que  amigo 
de  Marte;  jamás  seas  hazañero  ni  baladrón,  no  á  título 
del  carácter  militar,  según  entienden  mal  algunos,  seas 
obsceno  en  tus  palabras  ni  grosero  en  tus  acciones;  «'sta 
no  es  marcialidad,  sino  falta  de  educación  y  poca  ver- 
güenza. Un  oficial  es  un  caballero,  y  el  carácter  de  un 
caballero  debe  ser  atento,  afable,  cortés  y  comedido  en 
todas  ocasiones.  Advierte  que  el  rey  no  te  condecora  con 
el  distintivo  de  oficial,  ni  condecora  á  nadie  para  que  se 
aumenten  los  provocativos,  los  atrevidos,  los  irreligiosos, 
los  gorrones,  ni  los  picaros;  sino  para  que,  bajo  la  direc- 
ción de  unos  hombres  de  honor,  se  asegure  la  defensa  de 
la  reh'gión  católica,  su  corona,  y  el  bien  y  trancjuilidad 
de  sus  Estados. 

Refiexiona  que  lo  que  en  un  soldado  merece  pena 
como  dos,  en  un  oficial  debe  merecerla  como  cuatro, 
porque  aqurl  las  más  veces  será  un  pobre  plebeyo  sin 
nacimiento,  sin  principios,  sin  educación  y  acaso  sin  un 
mediano  talento,  y  por  consiguiente  sus  errores  merecen 
alguna  indulgencia;  cuando  por  el  contrario,  el  oficial 
'jue  se  considera  de  buena  cuna,  instrucción  y  talento, 
seguramente  debe  reputarse  más  criminal,  como  que 
comete   el   mal   con   conocimiento   y   se   halla   obligado 

PERIQUILLO   SARNIENTO. —  T.    II,   C— tí6. 


■^ 


262 


PENSADOR    MEXICANO 


á    no    cometerlo    con    dobles    empeños   que   el   soldado 
vulgar. 

Últimamente,  si  te  hallares  algún  día  en  este  caso, 
esto  es,  si  algún  día  fueres  oficial,  lo  que  no  es  imposi- 
ble, y  por  desgracia  fueres  de  mala  conducta,  te  aconsejo 
que  no  blasones  de  la  limpieza  de  tu  sangre,  ni  saques 
á  la  plaza  las  cenizas  de  tus  buenos  abuelos  en  su  memo- 
ria, pues  estas  jactancias  sólo  servirán  de  hacerte  más 
odioso  á  los  ojos  de  los  hombres  de  bien,  porque  mien- 
tras mejores  hayan  sido  tus  ascendientes,  tanto  más 
resaltará  tu  perversidad,  y  tú  propio  darás  á  conocer  tu 
mala  inclinación,  pues  probarás  que  te  empeñaste  en  ser 
malo,  no  obstante  haber  tenido  padres  buenos,  que  es 
felicidad  no  bien  conocida  v  ap^radecida  en  este  mundo. 

Tales  eran  los  consejos  que  frecuentemente  me  daba 
el  coronel,  quien  á  un  tiempo  era  mi  jefe,  mi  amo,  mi 
padre,  mi  amigo,  mi  maestro  y  bienhechor;  pues  todos 
estos  oficios  hacía  conmigo  aquel  buen  hombre. 

Sin  embargo,  como  mi  virtud  no  era  sólida,  ó  más 
bien  no  era  virtud  sino  disimulo  de  mi  malicia,  no  dejaba 
vo  de  hacer  de  las  mías  de  cuando  en  cuando  á  excusas 
del  coronel.  vSabía  visitar  á  mis  amigos,  que  entonces 
eran  soldados,  pues  no  tenía  otros  que  apetecieran  mi 
amistad;  iba  al  cuartel  unas  veces,  y  otras  á  las  almuer- 
cerías,  bodegas  de  pulquerías  y  lupanares  á  donde  me 
llevaban  mis  camaradas;  jugaba  mis  alburillos  muy  se- 


...jugaba  mis  alburillos  muy  seguido... 


^.'í'Á    f   jC 


OBRAS   ESCOGIDAS 


263 


guido,  cortejaba  mis  ninfas,  y  después  que  andaba  éstas 
tan  inocentes  estaciones  y  conocía  que  el  jefe  estaba  en 
casa,  me  retiraba  yo  á  ella  á  leer,  á  limpiar  la  casaca,  á 
dar  bola  á  las  botas  y  á  continuar  mis  hipócritas  adula- 
ciones. 

El  frecuente  trato  que  tenía  con  los  soldados  me 
acabó  de  imponer  en  sus  modales.  Entre  ellos  era  yo 
maldiciente,  desvergonzado,  malcriado,  atrevido  y  gro- 
sero á  toda  prueba.  Algunas  veces  me  acordaba  del 
buen  ejemplo  y  sanas  instrucciones  del  coronel;  pero 
¿cómo  había  de  dejar  de  hacer  lo  que  todos  hacían? 
iQur  hubieran  dicho  de  mí  si  delante  de  ellos  me 
hubiera  yo  abstenido  de  hacer  ó  decir  alguna  picardía 
ú  obscenidad  por  observar  los  consejos  de  mi  jefe?  ¡Qué 
jácara  no  hubieran  formado  á  mi  cuenta  si  hubieran  es- 
cuchado de  mi  boca  los  nombres  de  Dios,  conciencia, 
muct'te,  cternidcid,  prcnjios  ó  casti(jos  dicinos!  ¿Qué  burla 
no  me  hubieran  hecho  si  descuidándome  hubiera  inten- 
tado corregirlos  con  mi  instrucción  ó  con  mi  buen  ejem- 
plo, permitiendo  que  hubiera  sido  capaz  de  darlo?  Mucha, 
sin  duda;  y  así  yo,  por  no  malquistarme  con  tan  buenos 
amigos  y  porque  no  me  llamaran  el  mocito,  el  heaio  ó 
el  in'¡)ncrifa,  concurría  con  ellos  á  todas  sus  maldades, 
y  á  pesar  de  que  algunas  me  repugnaban,  yo  procuraba 
distinguirme  por  malo  entre  los  malos,  atrepellando  con 
todos  los  respetos  divinos  y  humanos  á  trueque  de  gran- 


264 


PENSADOR    MEXICANO 


jearme  su  estimación,  y  los  dulces  y  honoríficos  epítetos 
de  veicrano,  buen  pillo,  corriente,  marcial,  y  otros  así 
con  que  me  condecoraban  mis  amigos.  Lo  único  que 
estudiaba  era  el  modo  de  que  mis  diabluras  no  llegaran 
á  la  noticia  de  mi  jefe,  así  por  no  sufrir  el  castigo  con- 
digno, como  por  no  perder  la  conveniencia  que  sabía  por 
experiencia  que  era  inmejorable. 

En  las  tertulias  que  tenía  con  los  soldados  les  o¡ 
algunas  veces  murmurar  alegremente  de  los  sargentos. 
De  unos  decían  que  eran  crueles,  de  otros  que  eran 
ladrones  y  que  se  aprovechaban  de  su  dinero  com- 
prando camisas,  zapatos,  etc.,  á  un  precio  y  cargándo- 
selos á  ellos  á  otro.  En  lin,  hablaban  de  los  pobres  sar- 
gentos las  tres  mil  leyes.  Yo  consideraba  que  tal  vez 
serían  calumnias  y  temeridades,  pero  no  me  atrevía  á 
replicarles,  porque  como  no  había  estado  bajo  el  dominio 
de  los  sargentos  el  tiempo  necesario  para  experimentar- 
los, no  podía  hablar  con  acierto  en  la  materia. 

Así  pasé  algunos  meses  hasta  que  llegó  el  día  de 
partirnos  para  Acapulco,  como  lo  hicimos,  conduciendo 
los  reclutas  que  habían  de  ser  embarcados  para  Manila. 

No  hubo  novedad  en  el  camino;  llegamos  con  feli- 
cidad á  la  ciudad  de  los  Reyes,  puerto  y  fortaleza  de  San 
Diego  de  Acapulco.  No  me  admiraron  sus  reales  tama- 
rindos, ni  la  ciudad,  que  por  la  humildad  de  sus  edi- 
ficios, mal  temperamento  y  pésima  situación  me  pare- 


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OBRAS   ESCOGIDAS 


265 


ció  menos  que  muchos  pueblos  de  indios  que  había  visto; 
pero  en  cambio  de  este  disgusto  tuve  la  sorprendente 
complacencia  de  ver  por  la  primera  vez  el  mar,  el  cas- 
tillo y  los  navios,  que  supuse  serían  todos  como  el  San 
Fernando  Magallanes  que  estaba  anclado  en  aquella 
bahía. 

A  más  de  esto  me  divertí  con  las  morenas  del  país, 
que  aunque  desagradables  á  la  vista  del  que  sale  de  Mé- 
xico, son  harto  familiares  y  obsequiosas. 

También  regalé  mi  paladar  con  el  pescado  fresco, 
que  lo  hay  muy  bueno  y  en  abundancia,  y  así  con  estas 
bagatelas  entretuve  las  incomodidades  que  suíría  con  el 
calor  y  la  poca  sociedad,  pues  no  tenía  muchos  amigos. 
A  más  de  esto,  la  privación  de  las  diversiones  de  esta 
ciudad  y  el  temor  de  la  navegación  que  me  urgía  bas- 
tante, como  urge  al  que  jamás  se  ha  embarcado  y  tiene 
que  fiar  su  vida  á  la  furia  de  los  vientos  y  á  la  ninguna 
firmeza  de  las  aguas,  no  dejaba  de  mortificarme  algunas 
veces. 

Llegó  el  día  en  que  nos  habíamos  de  dar  á  la  vela. 
Se  entregaron  al  capitán  los  forzados,  nos  embarcamos, 
se  levantaron  las  anclas,  cortaron  los  cables,  y  con  el 
l>i(c¡t  viaje  gritado  por  los  amigos  y  curiosos  que  esta- 
ban en  el  muelle,  fuimos  saliendo  de  la  bocana  á  la 
ancha  mar. 

Desde  este  primer  día  nos  pronosticó  el  cielo  una 

PERIQUILLO  SARNIENTO.  —  T.   II,    C  — 67. 


^f 


266 


PENSADOR    MEXICANO 


feliz  navegación,  pues  á  poco  de  habernos  alejado  del 
puerto  se  levantó  un  viento  favorable  (jue,  llenando  las 
velas  que  se  habían  desplegado  enteramente,  nos  hacía 
volar  á  mi  entender  con  la  mayor  serenidad,  pues  á  las 
cuatro  horas  de  navegación  ya  no  veía  yo.  ni  con  an- 
teojos, las  que  llaman  totas  de  Coijucüy  que  son  los 
cerros  más  elevados  del  Sur,  y  la  primera  tierra  que  se 
descubre  desde  la  mar. 

Esto  algo  me  entristeció,  como  que  sabía  lo  largo 
de  la  navegación  que  me  esperaba.  Tampoco  dejé  de 
marearme  y  padecer  mis  náuseas  y  dolor  de  cabeza  como 
bisoño  en  semejantes  caminos;  pero  pasada  esta  tor- 
menta continué  mi  viaje  alegremente. 


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1- 


CAPÍTULO  XI 


Kn  el  que  Periquillo  cuenta  la  aventura  funesta  del  egoísta  y  su  desgraciado  fin,  de 
resultas  de  haberse  encallado  la  nao;  los  consejos  que  por  este  motivo  le  dio  el 
coronel  y  su  feliz  arribo  á  Manila. 


Guando  estuve  restablecido  de  mi  accidente,  subí  á 
la  cubierta  y  ya  no  vi  nada  de  tierra;  sino  cielo,  agua  y 
el  buque  en  que  navegábamos,  lo  que  no  dejaba  de  ate- 
morizarme bastante,  v  más  cuando  interiormente  refle- 


268 


PENSADOR   MEXICANO 


xionaba  en  todos  los  riesgos  que  me  rodeaban.  Ya  se 
me  ponía  en  la  cabeza  una  tormenta  deshecha;  ya  una 
calma  ó  encalladura  que  nos  hiciera  morir  de  hambre; 
ya  pensaba  que  el  barco  se  estrellaba  en  un  arrecife,  y 
cada  uno  de  nosotros  salía  por  su  respectiva  tronera 
á  ser  pasto  de  los  tiburones  y  tintoreras;  ya  temía  un 
encuentro  con  algunos  piratas  y  esperaba  el  temible 
zafarraiiclio;  ya  creía  muy  fácil  un  descuido  con  el 
fogón  y  se  me  representaba  la  embarcación  ardiendo, 
escurriendo  el  alquitrán  y  consumiéndose  todo  por  la 
voracidad  de  las  llamas,  á  pesar  de  las  bombas,  y  que 
perdiendo  el  fuego  el  respeto  á  la  santa  Bárbara,  volába- 
mos todos  por  esos  aires  de  Dios  para  no  volver  á  reso- 
llar hasta  el  último  día  de  los  tiempos. 

En  estas  funestas  consideraciones  y  nada  pánicos 
temores,  pasaba  algunos  ratos  del  día,  hasta  que  al  cabo 
de  un  mes,  viendo  que  nada  adverso  sucedía,  los  fui 
desechando  poco  á  poco,  y  haciéndome,  como  dicen,  á 
las  armas  en  tal  grado,  que  ya  me  era  gustosa  la  nave- 
gación, pues  en  las  noches  de  luna  reflejaba  ésta  en  las 
ondas,  haciéndolas  lucir  como  si  fueran  un  espejo;  lo  v 
que  junto  con  los  repetidos  celajes  que  se  observaban 
por  los  horizontes  nos  divertía  bastante,  y  más  cuando 
el  viento  que  soplaba  en  la  popa  era  el  que  se  quería 
para  navegar  aprisa  y  sin  riesgo  de  nortes  tempestuo- 
sos; pues  entonces,  descansando  de  maniobrar  los  mari- 


•;«ap-':  \\^-<-?-^'r::^. 


OBRAS   ESCOGIDAS 


269 


HOPOS,  gustábamos  todos  ya  de  la  conversación  de  los 
r  Din erci antes,  oficialidad  y  pasajería  decente  que  subían 
sobre  cubierta  á  gozar  de  la  hermosa  noche,  ya  de  los 
que  tocaban  y  cantaban  y  ya  de  la  naturaleza  pacífica 
cual  se  nos  manifestaba  en  aquellos  ratos. 

Me  acuerdo  que  en  uno  de  ellos  se  puso  á  platicar 
conmigo  un  comerciante  que  se  había  hecho  mi  amigo, 
porque  había  menester  la  protección  del  coronel  en  Ma- 
nila y  veía  la  estimación  que  yo  disfrutaba  de  él.  En  la 
conversación  le  conté  los  trabajos  que  había  padecido  en 
el  discurso  de  mi  vida,  exagerándolos  sin  motivo. 

VÁ  lo  escuchaba  todo  con  fría  indiferencia,  lo  que  no 
dejó  de  escandalizarme,  y  por  ver  si  era  genial  ó  la  afec- 
taba, le  dije:  — Cierto  que  somos  desgraciados  los  morta- 
les; ¡cuántos  males  nos  rodean  desde  la  cuna,  y  cuántos 
daños  no  padecemos,  no  ya  de  uno  en  uno,  sino  de  gene- 
ración en  generación!  —  ¿Y  qué  se  le  da  á  usted  de  eso? 
me  dijo  con  mucha  socarra,  ¿los  padece  usted?  —  No  los 
padezco,  le  dije;  pero  me  lastima  que  los  padezcan  mis 
prójimos,  á  quienes  debo  considerar  como  á  mis  herma- 
nos, ó  más  bien  como  á  partes  de  mí  mismo.  —  ¡Oh!  vaya, 
dijo  el  comerciante,  usted  es  uno  de  los  muchos  preocu- 
pados que  hay  en  el  mundo:  ¡ya  se  ve!  es  usted  un 
pobre  soldado  que  no  tiene  motivo  de  ser  instruido. 

No  dejé  de  incomodarme  con  tal  disculpa,  y  así  le 
dije: — Quizá  no  soy  tan  lerdo  como  usted  supone,  y  podré 

PERIQUILLO   SARNIENTO. —  T.    II,    C— 68. 


.:-i 


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PENSADOR   MEXICANO 


hacerle  ver  que  no  todos  los  soldados  son  de  principios 
ordinarios  ni  carecen  de  tal  cual  instrucción;  v  si  no, 
dígame  usted,  ¿por  qué  me  juzga  preocupado?  ¿Porque 
le  dije  que  me  dolían  los  males  que  padecía  mi  prójimo 
como  si  fuera  mi  hermano  ó  una  parte  de  mí  mismo?  — 
Sí,  señor,  porque  creer  eso,  me  dijo,  es  una  preocupa- 
ción. Nosotros  mismos  somos  nuestros  hermanos,  v 
harto  haremos  si  vemos  por  nosotros  solamente,  sin  mez- 
clarnos con  el  resto  de  los  hombres,  á  no  ser  que  nos 
redunde  algún  provecho  particular  de  sus  amistades. 

—  Según  eso,  le  dije,  no  deberemos  ser  amigos  sino 
de  aquellos  (jue  nos  sirvan  ó  nos  den  esperanzas  de  ser- 
virnos en  algún  tiempo.  —  Cabalmente  así  debe  ser,  me 
contestó,  y  aquí  encaja  bien  el  refrán  que  dice  que  el 
amitjo  que  no  da  y  el  cuc/iillo  que  no  corta,  que  se  pier- 
dan ¡JOCO  unjtorta,  y  ya  usted  ve  que  los  refranes  son 
evangelios  chiquitos.  —  Yo  entiendo,  le  dije,  que  no  todos 
lo  son;  antes  hay  algunos  falsos  y  disparatados  de  que 
no  se  debe  hacer  caudal,  en  cuyo  número  pongo  el  que 
usted  acaba  de  citarme,  pues  habrá  muchos  amigos  cuya 
amistad  sera  útilísima  aunque  no  den  nada  más  que  su 
estimación,  sus  consejos  ó  su  enseñanza,  y  cierto  que  la 
pérdida  de  éstos  será  sensible  á  quien  conozca  lo  que 
valen. 

—  Esas  son  pataratas,  me  contestó;  consejos,  estima- 
ción, enseñanza  y  todo  lo  que  no  es  dinero  ó  cosa  que  lo 


OBRAS   ESCOGIDAS 


271 


valga,  son  fantasmas  agradables  que  sólo  pueden  divertir 
muchachos,  pero  que  no  traen  gota  de  utilidad.  Yo  por 
mí  detesto  de  semejantes  amigos:  no,  no  me  empeñaré 
en  buscarlos,  y  si  tengo  algunos  sin  esta  diligencia,  no 
se  me  dará  nada  de  que  se  pierdan. 

—  ¿Conque  usted  sólo  será  amigo  del  que  le  propor- 
cione dinero?  —  No  hay  otros  que  merezcan  mi  amistad, 
me  respondió;  y  las  desgracias  de  éstos  las  sentiré  por  lo 
que  puedan  tocarme,  que  por  lo  demás  cada  uno  se  ras- 
que con  sus  uñas. 

Escandalizado  al  escuchar  tan  infernales  máximas, 
mudé  de  conversación  y  á  poco  rato  me  separé  de  su  lado. 

Al  día  siguiente,  estando  peinando  al  coronel,  le 
conté  mi  anterior  conversación,  y  él  me  dijo:  —  No  te 
espantes,  Pedro,  de  haber  hallado  tal  dureza  en  ese  co- 
merciante, ni  te  escandalice  su  avaricia  é  interés.  Hav 
machos  en  el  mundo  que  piensan  y  obran  lo  mismo  que 
él;  ese  es  un  gran  egoísta  y  como  tal,  es  ambicioso,  cruel 
y  adulador,  vicios  comunes  á  los  que  piensan  que  para 
ellos  solos  se  hizo  el  mundo;  pero  este  sujeto,  á  más  de 
egoísta,  tiene  la  desgracia  de  ser  un  necio,  pues  se  jacta 
de  sus  mismos  vicios  y  los  descubre  sin  disfraz,  que  es 
por  lo  que  te  has  escandalizado;  mas  sábete  que  este 
vicio  está  tan  extendido  en  el  mundo,  que  de  cada  cien 
hombres  dudo  que  uno  no  sea  egoísta. 

Ya  sabes  que  se  entiende  por  egoísta  el  que  se  ama 


á 


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PENSADOR    MEXICANO 


á  SÍ  propio  con  tal  inmoderación  que  atropella  los  res- 
petos más  sagrados,  cuando  trata  de  complacerse  ó  de 
satisfacer  sus  pasiones.  Según  esto  el  egoísmo,  no  sólo 
es  un  vicio  temible,  porque  ha  sido  y  es  causa  de  cuantas 
desgracias  han  acaecido  y  acaecen  á  los  mortales  diaria- 
mente, sino  que  es  un  vicio  el.  más  detestable,  pues  es  la 
^  raíz  de  todos  los  delitos  (jue  se  cometen  en  el  mundo;  de 
suerte  que  nadie  es  criminal  antes  que  ser  egoísta.  Todos 
pecan  por  darse  gusto  y  por(|ue  se  aman  demasiado,  que 
vale  tanto  como  decir  que  todos  pecan  porque  son  egoís- 
tas, y  mientras  más  egoístas  son,  por  consecuencia  son 
más  pecadores. 

Mstas  son  unas  verdades  que  se  sujetan  á  la  demos- 
tración y  por  ella  tú  conocerás  que  pocos  ó  raros  no  son 
egoístas  en  el  mundo;  pero  hay  esta  diferencia:  unos  son 
egoístas  tolerables  y  otros  intolerables.    Me  explican'. 

La  mayor  parte  de  los  hombres  ó  casi  todos  se  aman 
demasiado,  y  así  el  bien  que  hacen  como  el  mal  (jue 
dejan  de  hacer  no  reconocen  mejor  principio  que  su  par- 
ticular interés,  por  más  que  lo  palien  con  nombrecitos 
brillantes  que  aparentan  mucho,  y  nada  se  halla  en  ellos 
más  que  follaje.  Esta  clase  de  egoístas  algunas  veces 
son  perjudiciales  á  la  sociedad  por  esta  causa,  y  muchas 
inútiles;  pero  como  no  se  dejan  de  considerar  con  rela- 
ción á  los  demás  hombres,  están  dispuestos  á  servirles 
alguna  vez,  aunque  no  sea  más  que  por  el  vano  interés 


«r^'. 


__p.  '■'Tl^-T^-i'Xr;. 


OBRAS    ESCOGIDAS 


273 


do  (jue  los  tengan  por  benéficos,  y  por  esto  digo  que  son 

egoístas  /o/í»/ Y/ /v/C8. 

Los  otros  son  aquellos  que,  haciéndose  cada  uno  el 
cc'ntro  del  universo,  se  aman  con  tal  desorden,  que  á  su 
intcM'és  posponen  los  respetos  más  sagrados.  Para  éstos 
nada  valen  los  preceptos  de  la  religión,  ni  los  más  estre- 
clios  vínculos  de  la  sangre  ó  de  la  sociedad :  por  todo 
pasan  como  por  un  puente  seguro,  y  jamás  les  afectan 
las  calamidades  do  los  hombres.  Por  esta  depravada 
cualidad  son  soberbios,  interesables,  envidiosos  v  crueles, 
y  por  lo  mismo  son  iníolcrablcs. 

De  esta  clase  de  egoístas  es  el  comerciante  cuva 
conversación  te  ha  escandalizado  justamente;  mas  por  lo 
mismo  (jue  te  repugna  tal  modo  de  pensar,  has  de  pro- 
curar no  contaminarte  con  él,  advirtiendo  que  el  amor 
propio  es  habilísimo  para  disminuir  nuestros  defectos  á 
nuestros  ojos  y  aun  para  hacérnoslos  pasar  por  virtudes. 
'r')dos  aborrecen  el  egoísmo,  y  nadie  cree  que  es  egoísta 
pot'  más  que  esté  tan  extendido  este  vicio.  La  regla  que 
te  puede  asegurar  de  que  no  lo  eres,  es  que  te  sientas 
movido  á  ser  benéfico  á  tus  semejantes,  y  que  de  hecho 
pospongas  tus  particulares  intereses  á  los  de  tus  herma- 
nos; y  cuando  te  halles  connaturalizado  con  esta  máxima, 
podrás  vivir  satisfecho  de  que  no  eres  egoísta. 

De  semejante  manera  me  instruía  siempre  mi  buen 
mentor,  y  no  perdía  las  ocasiones  que  se  le  presenta- 

PERIQUILLO    SARNIENTO. —  T.    II,    C  — 69. 


274 


PENSADOR    MEXICANO 


ban  oportunas  para  el  efecto;  pero  por  desgracia  enton- 
ces sembraba  en  tierra  dura;  sin  embargo,  á  la  vuelta 
de  mis  extravíos  muv  mucho  me  han  servido  sus  salu- 
dables  advertencias. 

Ya  navegaba  yo  contento  pensando  que  todo  el 
monte  era  orégano  y  todo  mar  pacífico,  cuando  me  sacó 
de  este  confiado  error  uno  de  aquellos  accidentes  de  mar, 
que  no  se  sujetan  á  la  práctica  de  los  mejores  pilotos. 

Una  noche  (jue  estaba  enfermo  el  primer  piloto,  dej<'» 
encargado  el  cuidado  de  la  brújula  á  un  segundo,  quo 
aunijue  diestro  en  el  manejo  del  tim('»n,  era  mortal,  y 
acosado  del  sueño  se  durmió  sobre  el  banco  sin  que  nin- 
guno lo  advirtiera,  y  todos  los  pasajeros  hicimos  lo 
mismo,  con  la  seguridad  del  tiempo  favorable  que  nos 
hacía. 

Como  dormido  el  pilotín,  quedó  el  buque  con  la 
misma  libertad  que  el  caballo  sin  gobierno  en  la  rienda, 
tomó  el  rumbo  que  quiso  darle  el  aire,  y  en  lo  más  tran- 
quilo de  nuestro  sueño  nos  despertó  el  bronco  ruido  que 
hizo  la  quilla  al  arrastrarse  en  la  arena. 

El  primero  que  advirti(')  la  desgracia  fué  el  buen 
piloto,  que  no  había  podido  dormir  á  causa  de  sus  do- 
lencias. Inmediatamente  desde  su  camarote  comenzó  á 
gritar: — ¡Oi'~a,  or-a,  vira  d  babor...  que  nos  taramos!... 
¡banco,  banco! 

Toda  la  tripulación,  el  contramaestre,  los  pasajeros 


OBRAS   ESCOGIDAS 


275 


V  toda  la  gente  despertó  y  se  pusieron  á  maniobrar;  pero 
ya  no  alcanzaban  á  remediar  el  mal  las  primeras  recetas 
quo  había  dictado  el  práctico  piloto;  lo  más  que  hicieron 
íu-'  amarrar  el  timón  y  recoger  las  lonas,  con  cuya  dili- 
gencia no  se  enterró  más  la  embarcación. 

Los  que  en  la  navegación  han  experimentado  seme- 
jante lance  se  harán  cargo  cuál  sería  nuestra  conster- 
nación, y  más  cuando  luego  que  se  advirtió  la  desgracia 
se  dio  la  orden  de  (jue  se  acortara  á  todos  la  ración  de 
comida  y  bebida,  lo  que  nos  entristeció  demasiado,  y 
más  á  mí  que  comía  por  siete.  Todos  manifestaron  el 
abatimiento  de  sus  espíritus  en  la  tristeza  de  sus  sem- 
blantes. 

Desde  esa  hora  ya  no  hubo  quién  durmiera;  todo 
era  susto,  y  el  funesto  temor  de  morir  de  hambre  y  sed, 
estacados  en  aquel  promontorio  de  arena,  era  el  objeto 
de  nuestras  tristes  conversaciones. 

Se  hizo  una  solemne  junta  de  los  pilotos  y  jefes,  y 
en  rila  se  determinó  probar  cuantos  medios  fueran  posi- 
bles para  libertarnos  del  riesgo  que  nos  amenazaba,  y  en 
viríud  de  esta  resolución  se  echaron  al  agua  todos  los 
bot 's  y  lanchas,  desde  las  cuales  tiraban  del  buque  atado 
con  eables;  pero  esta  diligencia  fué  enteramente  inútil,  y 
á  su  consecuencia  se  determinó  ejecutar  la  última,  que 
lué  alijar  ó  aligerar  el  navio,  echando  al  mar  cuanto  peso 
'uoia  bastante  para  que  sobreaguara. 


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276 


PENSADOR    MEXICANO 


Ya  se  sabe  que  la  nao  de  China  á  su  regreso  de 
Acapulco  no  lleva  más  carga  (|ue  víveres  y  plata;  en  esta 
virtud,  supuesto  que  los  víveres  no  se  debían  echar  al 
agua,  el  decreto  recayó  sobre  la  plata.  So  separó  el 
caudal  del  rey,  que  llaman  situado,  y  los  marineros 
comenzaron  á  tirar  baúles  y  cajones  de  dinero  según 
que  los  cogían  y  sin  ninguna  distinción. 

Mi  maestro  y  jefe  abrió  sus  baúles,  sacó  sus  papeles 
y  dos  mudas  de  ropa,  y  él  mismo,  junto  conmigo,  di(')  con 
ellos  en  la  mar,  sirviendo  su  ejemplo  de  un  poderoso 
estímulo  para  que  casi  todos  los  señores  oficiales  y  co- 
merciantes hicieran  lo  mismo,  si  no  alegres,  porque 
nadie  podía  hacer  este  sacrificio  contento,  á  lo  menos 
conformes,  porque  no  había  esperanzas  de  libertar  la 
vida  de  otra  manera. 

Mi  coronel  animaba  á  todos  con  prudencia  y  jovia- 
lidad. Luego  (jue  el  barco  comenzó  á  moverse  y  alige- 
rarse, hizo  suspender  la  maniobra  un  corto  rato,  que 
destin<j  para  que  tomara  la  gente  un  poco  de  alimento 
y  un  trago  de  aguardiente,  lo  cual  concluido,  continuó 
la  faena  con  el  mismo  fervor  que  al  principio. 

Mi  jefe  ya  no  tenía  que  perder,  pues  hasta  su  catio, 
que  era  de  acero,  lo  había  echado  al  agua,  y  así  sus 
exhortaciones  iban  precedidas  del  ejemplo,  y  por  con- 
siguiente sacaban  el  mejor  fruto. 

— Sobran  minas,  amigos,  decía  en  el  fervor  de  la 


OBRAS    ESCOGIDAS 


277 


laiiga;  con  poco  basta  al  hombre  para  vivir;  los  créditos 
do  ustedes  quedan  seguros  en  este  caso  y  libres  de  toda 
responsabilidad ;  lo  único  que  se  pierde  es  la  ganancia; 
poro  cpn  el  sacrificio  de  ésta  compramos  todos  nuestra 
futura  existencia.  Compraremos  la  vida  con  el  dinero, 
v  veremos  que  la  vida  es  el  mayor  bien  del  hombre  y 
e!  primero  á  cu  va  conservación  debemos  atender;   v  el 

1  *■  w 

dinero,  los  pesos,  las  onzas  de  oro,  no  son  más  que 
pedazos  de  piedra  beneficiados,  sin  los  cuales  puede  vivir 
el  hombre  felizmente.  Ea,  pues,  seamos  liberales  cuando 
nada  perdemos;  compremos  nuestras  vidas  y  las  de  tantos 
pobres  que  nos  acompañan  á  costa  de  una  tierra  blanca  ó 
amarilla,  ó  llámense  metales  de  oro  y  plata,  y  no  quera- 
m(>s  perecer  abrazados  de  nuestros  tesoros  como  el  codi- 
cioso Creso.  - 

Con  estas  y  semejantes  exhortaciones  avaloraba  mi 
amado  coronel  los  ánimos  decaídos  de  los  que  veían  se- 
pultada la  utilidad  de  sus  sudores  en  el  abismo  profundo 
de  la  mar;  y  así,  echando  cada  uno,  como  dicen,  pecho 
per  tierra,  trabajaba  en  destruirse  y  asegurarse  al  mismo 
tiempo,  arrojando  al  mar  sus  respectivos  caudales,  seña- 
lando el  lugar  con  unas  boyas;  pero  no  bien  hubieron 
toeado  los  baúles  y  cajones  del  egoísta,  que  veía  fresca- 
mente la  escena  sentado  sobre  ellos,  cuando  juró,  per- 
jur<'),  blasfemó,  ofreció  galas  considerables  é  hizo  cuantas 
diligencias  pudo  por  librar  sus  intereses;  pero  no  le  valió; 

PERIQUILLO   SARNIENTO. —  T.    II,   C.  —  70. 


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278 


PENSADOR    MEXICANO 


los  marineros,  gente  pobre  y  que  en  estos  casos  no  res- 
petan i'ey  ni  Roque,  lo  hicieron  á  un  lado  y  arrojaron  al 
mar  sus  baúles  y  cajones. 

Quizá  éstos  eran  los  más  pesados  que  llevaba  d 
buque,  pues  luego  que  se  vio  libre  de  ellos  comenzó  á 
sobreaguar,  y  espiando  el  barco  por  la  popa  con  el  an- 
clote esperanza  v  la  avuda  del  cabrestante  salimos  á  mar 
libre  y  se  desencaj»'»  del  banco  en  un  momento. 

No  (ís  posible  ponderar  el  regocijo  que  ocupó  los 
corazones  de  todos  al  verse  libres  de  un  riesgo  del  que 
pocas  navegaciones  escapan,  y  más  que  ya  muchos 
habíamos  creído  morir  de  hambre.  Sólo  el  práctico  ílojo 
\  el  miserable  egoísta  estaban  ocupados  de  la  mayor  me- 
lancolía, que  en  este  último  pasó  á  la  más  funesta  deses- 
peración, pues  cansado  de  llorar,  jurar,  renegar  y  des- 
mecharse, viendo  (jue  el  barco  se  apartaba  del  lugar 
donde  dejaba  su  tesoro,  lleno  de  rabia  y  ambición  dijo: 
— ¿Para  (|ué  (juiero  la  vida  sin  dinero? — Y  diciendo  y 
haciendo  se  arrojó  al  mar  sin  que  lo  pudiéramos  estor- 
bar ninguno  de  cuantos  estábamos  á  su  lado. 

En  vano  fué  la  diligencia  de  echar  al  agua  una  guin- 
dola, pues  como  no  sabía  nadar,  en  cuanto  cayó  se  l'ui'  á 
plomo  y  desapareció  de  nuestra  vista,  dejándonos  llenos 
de  compasi<'»n  y  espanto. 

El  piloto,  que  no  soltaba  la  sonda  de  la  mano, 
cuando  se  vio  fuera  de  los  bancos  y  en  lugar  propor- 


ÜBHAS    ESCOGIDAS 


279 


cionado,  hizo  fondear  la  nao  y  asegurarla  con  las  anclas: 
so  recogieron  las  velas,  se  amarró  el  timón  y  se  echaron 
a!  mar  todos  los  esquiles,  botes  y  lanchas  que  llevába- 
mos, y  tripulándose  con  la  gente  más  útil  y  algunos 
liuenos  buzos,  se  embarcó  con  ellos  v  fué  á  tentar  la 
rtstauración  de  los  caudales,  lo  que  consiguió  con  tan 
feliz  éxito,  que  ayudado  del  tiempo  sereno  (jue  corría, 
fi  las  veinticuatro  horas  ya  estaban  en  el  navio  todos  los 
baúles  y  cajones  de  plata  (jue  se  habían  tirado,  hasta 
\')<  del  infeliz  y  avaro  egoísta,  cuyo  cuerpo  tuvo  menos 
suerte  que  su  dinero,  y  (juién  sabe  si  su  alma  la  tendría 
ni.'is  desgraciada  que  su  cuerpo. 

Pieembarcados  los  intereses  en  el  navio  v  recono- 
ciJos  por  sus  dueños  por  las  respectivas  marcas,  se  hizo 
una  general  promesa  á  María  Santísima  en  muy  justa 
arción  de  gracias  por  tanto  beneficio,  y  tomada  razón 
de  los  cajones  y  baúles  que  pertenecían  al  egoísta,  se 
entregaron  en  dep(')SÍto  al  coronel  para  que  los  pusiera 
en  manos  de  su  desgraciada  familia,  que  era  más  digna 
de  poseerlos. 

A  los  quince  ó  veinte  días  de  este  suceso '  fue  el  de 
la  Inmaculada  Concepción  de  la  Reina  de  los  Ángeles, 
pí'irona  de  las  Españas,  con  cuyo  motivo  se  empavesó 
el  barco  y  hubo  todo  el  día  una  repetida  y  solemne  salva 
d»'  artillería,  lo  que  me  causó  una  agradable  sorpresa, 
como  causa  á  cualquiera  que  por  la  primera  vez  ve  una 


280 


PENSADOR    MEXICANO 


embarcación  llena  de  gallardetes  y  banderas  de  diversos 
colores  y  figuras,  que  denotan  las  de  cada  nación  y  las 
de  las  señas  particulares  «jue  usan  en  el  mar.  A  más  de 
eso,  el  verlas  colocar  y  quitar  casi  á  un  tiempo  me  causó 
no  poca  admiración,  auncjue  yo  no  la  manifesté,  pues  ya 
el  coronel  me  había  dicho  que  manifestar  con  vehemen- 
cia nuestra  admiración  por  cualquier  cosa,  era  señal  de 
tontos,  lo  mismo  (jue  ver  las  cosas  más  raras  con  una 


indilerencia  de  mármol. 

Este  hombre,  cuya  memoria  se  perpetu(')  en  la  mía, 
no  perdía,  como  he  dicho,  las  ocasiones  de  instruirme,  y 
según  su  loable  sistema,  que  jamás  seré  bastante  á  agra- 
decer, un  día  (jue  lo  peinaba,  se  acordó  del  desgraciado 
fin  del  egoísta  y  me  dijo: — ¿Te  acuerdas,  hijo,  del  pobre 
de  don  Anselmo?  ¡Pobrecito!  El  se  echó  al  mar  y  perdí'» 
la  vida,  y  quizás  el  alma,  por  la  falta  de  su  dinero.  ¡Ali 
dinero,  funesto  motivo  de  la  ruina  temporal  y  eterna  de 
los  hombres!  Días  há  que  un  gentil  llamó  neciamente 
sagrada  (mejor  hubiera  dicho  maldita)  la  hambre  del 
oro,  y  exclamó  que  ¿á  qur  no  obligaría  á  los  mortales? 
Hijo,  nunca  sean  la  plata  ni  el  oro  los  resortes  de  tu 
corazón;  jamás  la  codicia  del  interés  sea  el  eje  sobre  que 
se  mueva  tu  voluntad.  Busca  el  dinero  como  medio  acci- 
dental, y  no  como  el  único  ni  el  necesario  para  pasar  ii 
vida.  La  liberal  sabiduría  de  Dios,  cuando  crió  al  hombr(\ 
lo  proveyó  de  cuanto  necesitaba  para  vivir,  sin  acordarse 


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\:r*i-'^\'^^ys  f^-fi*  ■: 


OBRAS   ESCOGIDAS 


281 


para  nada  del  dinero,  séame  lícita  esta  expresión  para 
que  me  entiendas;  creó  Dios  en  la  naturaleza  todo  lo  nece- 
sario para  el  hombre,  menos  pesos  acuñados  en  ninguna 
ca^a  de  moneda;  prueba  de  que  éstos  no  son  necesarios 
para  su  conservación. 

Mientras  el  hombre  se  contentó  con  atender  á  sus 
nocesidades  con  sólo  los  auxilios  de  la  naturaleza,  no 
extrañó  para  nada  el  dinero;  pero  después  que  se  entregó 
al  lujo,  ya  le  fué  preciso  valerse  de  él  para  adquirir  con 
facilidad  lo  que  no  podía  conseguir  de  otra  manera. 

Yo  no  condeno  el  uso  de  la  moneda;  conozco  las 
ventajas  que  nos  proporciona;  pero  me  agrada  mucho  el 
pensamiento  de  los  que  han  probado  que  no  consisten  las 
riquezas  en  la  plata,  sino  en  las  producciones  de  la 
tierra,  en  la  industria  y  en  el  trabajo  de  sus  habitantes; 
y  tengo  por  una  imprudencia  el  empeño  con  que  busca- 
mos las  riquezas  de  entre  las  entraiías  de  la  tierra,  des- 
deñándonos de  recogerlas  de  su  superficie  con  que  tan 
liberal  nos  brinda.  Si  la  felicidad  y  la  abundancia  no 
viene  del  campo,  dice  un  sabio  ingles,  es  en  vano  espe- 
rarla de  otra  parte. 

Muchas  naciones  han  sido  y  son  ricas  sin  tener  una 
mina  de  oro  ó  plata,  y  con  su  industria  y  trabajo  saben 
recoger  en  sus  senos  el  que  se  extrae  de  las  Américas. 
L;t  Inglaterra,  la  Holanda  y  el  Asia,  son  bastantes  prue- 
bas de  esta  verdad;  así  como  es  evidente  que  las  mismas 

PERIQUILLO   SARNIENTO.  —  T.   II,   C.  —  71.  . 


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PENSADOR    MEXICANO 


Américas,   (juo  han   vaciado  sus  tesoros  en  la  Europa, 
Asia  y  África,  están  en  un  estado  deplorable. 

Poseer  estos  preciosos  metales  sin  más  trabajo  que 
sacarlos  de  los  peñascos  que  los  cubren  es,  en  mi  enten- 
der, una  de  las  peores  plagas  que  puede  padecer  un 
reino;  porque  esta  riqueza,  que  para  el  común  de  los 
habitantes  es  una  ilusión  agradable,  despierta  la  codicia 
de  los  extranjeros  y  enerva  la  industria  y  laborío  de  los 
naturales. 

Xo  son  estas  proposiciones  metafísicas,  antes  tocan 
las  j3uertas  de  la  evidencia.  Luego  que  en  alguna  parte 
se  descubren  una  •'»  dos  minas  ricas,  se  dice  estar  aquel 
pueblo  en  bonanza,  y  es  precisamente  cuando  está  peor. 
Xo  bien  se  manifiestan  las  vetas,  cuando  todo  se  encarece; 
se  aumenta  el  lujo;  se  llena  el  pueblo  de  gentes  extrañas, 
acaso  las  más  viciosas;  corrompen  éstas  á  las  naturales; 
en  breve  se  convierte  aquel  Ueal  en  un  teatro  escanda- 
loso de  crímenes;  por  todas  partes  sobran  juegos,  em- 
briagueces, riñas,  heridas,  robos,  muertes  y  todo  grnero 
de  desórdenes.  Las  más  activas  diligencias  de  la  justicia 
no  bastan  á  contener  el  mal  ni  en  sus  principios.  Todo  el 
mundo  sabe  que  la  gente  minera  es  por  lo  regular  vicio- 
sa, provocativa,  soberbia  y  desperdiciada. 

Pero  se  dirá  que  estos  defectos  se  notan  en  los  opera- 
rios. Con  que  no  me  nieguen  esto,  que  es  más  claro  que 
la  luz,  me  basta  ])ara  probar  lo  que  quiero. 


■^.■^  ;-r"?»«r.^-^-',;^ 


OJBRAS   ESCOGIDAS 


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A  más  de  lo  dicho,  en  un  mineral  en  bonanza,  ó 
escasean  los  artesanos,  ó  si  hay  algunos,  se  hacen  pagar 
con  exorbitancia  su  trabajo.  Los  labradores  se  disminu- 
yen, ó  porque  se  dedican  al  comercio  de  metales,  ó 
porque  no  hay  jornaleros  suficientes  para  el  cultivo  de  la 
tierra,  y  cátate  ahí  que  dentro  de  poco  tiempo  aquel  pue- 
blo tiene  una  subsistencia  precaria  y  dependiente  de  los 
comarcanos. 

Los  muchachos  pobres,  (jue  son  los  más,  y  los  que 
algún  día  han  de  llegar  á  ser  hombres,  no  se  dedican 
ni  los  dedican  sus  padres  á  aprender  ningún  oficio, 
contentándose  con  enseñarlos  á  acarrear  metales  ó  á 
espulgar  las  tierras,  que  vale  tanto  como  enseñarlos  á 
ociosos.  ,        ~ 

Este  es  el  cuadro  de  un  mineral  en  bonanza;  su 
decantada  riqueza  se  halla  estancada  en  dos  ó  tres  due- 
ños de  las  minas  y  el  resto  del  pueblo  apenas  subsiste 
de  sus  migajas.  Yo  he  visto  familias  pereciendo  á  las 
orillas  de  los  más  ricos  minerales. 

Esto  quiere  decir  que,  á  proporción  de  lo  que  sucede 
en  un  pueblo  mineral,  sucede  lo  mismo,  y  con  peores 
resultados,  en  un  reino  que  abunda  en  oro  y  plata  como 
las  Indias.  Por  veinte  ó  treinta  poderosos  que  se  cuentan 
on  ellas  hay  cuatro  ó  cinco  millones  de  personas  que 
viven  con  una  escasa  medianía,  y  entre  éstos  muchas 
lamillas  infelices. 


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284 


PENSADOR    MEXICANO 


Si  no  me  engaño,  la  razón  de  paridad  es  la  misma 
en  un  reino  que  en  un  pueblo:  y  si  desde  un  pueblo 
desciende  la  comparación  á  un  particular,  se  han  de 
observar  los  mismos  efectos  procedentes  de  las  mismas 
causas.  Hagamos  una  hipótesis  con  dos  muchachos  baj(^ 
nuestra  absoluta  dirección,  que  se  llamen  uno  Pohi'e  y  el 
otro  Uico:  (|ue  á  éste  lo  eduquemos  en  medio  de  la  abun- 
dancia y  á  aquél  en  medio  de  la  necesidad.  Es  claro  quí? 
el  Rico,  como  que  nada  necesita,  á  nada  se  dedica  y  nada 
sabe;  por  el  contrario,  el  Pobre,  como  que  no  tiene  nin- 
gunos auxilios  que  lo  lisonjeen,  y  por  otro  lado  la  nece- 
sidad lo  estrecha  á  buscar  arbitrios  que  le  hagan  menos 
pesada  la  vida,  procura  aplicarse  á  solicitarlos,  y  lo  con- 
sigue al  fin  á  costa  del  sudor  de  su  rostro.  En  tal  estado, 
supongamos  que  al  muchacho  Rico  acaece  alguna  des- 
gracia de  aquellas  que  quitan  este  sobrenombre  al  que 
tiene  dinero,  y  se  ve  reducido  á  la  última  indigencia. 
En  este  caso,  que  no  es  raro,  sucede  una  cosa  particular 
que  parece  paradoja:  el  Rico  queda  pobre  y  el  Pobre 
queda  rico:  pues  el  muchacho  que  fué  rico  es  más  pobre 
que  el  muchacho  Pobre,  y  el  muchacho  (jue  nació  pobre 
es  más  rico  que  el  que  lo  fué,  como  que  su  subsistencia 
no  la  mendiga  de  una  fortuna  accidental,  sino  del  trabajo 
de  sus  manos. 

Esta  misma  comparación  hago  entre  un  reino  que 
se  atiene  á  sus  minas  y  otro  que  subsiste  por  la  indus- 


'C  íi-V.  ~  • — i^*,    '■" 


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OBRAS    ESCOGIDAS 


285 


ti'ja,   agricultura  y  comercio.   Este   siempre  florecerá  y 
a'juél  caminará  á  su  ruina  por  la  posta. 

No  sólo  el  reino  de  las  Indias,  la  España  misma  es 
una  prueba  cierta  de  esta  verdad.  Muchos  políticos  atri- 
buyen la  decadencia  de  su  industria,  agricultura,  carác- 
ter, ^  población  y  comercio,  no  á  otra  causa  que  á  las 
riquezas  que  presentaron  sus  colonias.  Y  si  esto  es  así, 
como  lo  creo,  yo  aseguro  que  las  Américas  serían  felices 
el  día  que  en  sus  minerales  no  se  hallara  ni  una  sola 
vena  de  plata  ú  oro.  Entonces  sus  habitantes  recurrirían 
á  la  agricultura,  y  no  se  verían  como  hoy  tantos  centena- 
re:^  de  leguas  de  tierras  baldías,  que  son,  por  otra  parte, 
feracísimas;  la  dichosa  pobreza  alejaría  de  nuestras  cos- 
tas las  embarcaciones  extranjeras  que  vienen  en  pos 
del  oro  á  vendernos  lo  mismo  que  tenemos  en  casa;  y 
sus  naturales,  precisados  por  la  necesidad,  fomentaría- 
mos la  industria  en  cuantos  ramos  la  divide  el  lujo  ó  la 
comodidad  de  la  vida;  esto  sería  bastante  para  que  se 
aumentaran  los  labradores  y  artesanos,  de  cuyo  aumento 
resultarían  infinitos  matrimonios  que  no  contraen  los 
que  ahora  son  inútiles  y  vagos;  la  multitud  de  enlaces 
produciría  naturalmente  una  numerosa  población  que, 
extendiéndose  por  lo  vasto  de  este  fértil  continente,  daría 
li'>mbres  apreciables  en  todas  las  clases  del  Estado;   los 


'    Entiéndese  aquel  antiguo  vigor  y  desprecio  del  lujo  que  no  conocieron  los  godos, 
v.sigodos,  etc. 

PERIQUILLO   SARNIENTO.  — T,    II,    C.  —  72. 


286 


PENSADOR    MEXICANO 


preciosos  efectos  que  cuasi  privativamente  ofrece  la  natu- 
raleza á  las  Américas  en  abundancia,  tales  como  la 
grana,  algodón,  aziicaí',  cacao,  etc.,  etc.,  serían  otros 
tantos  renglones  ri(|UÍsimos  (|ue  convidarían  á  las  nacio- 
nes á  entablar  con  ellas  un  ventajoso  y  activo  comercio. 
y  finalmente,  un  sin  número  de  circunstancias  que  preci- 
samente debían  enlazarse  entre  sí,  y  cuya  descripción 
omito  por  no  hacer  más  prolija  mi  digresión,  harían  al 
reino  y  su  metrópoli  más  ricos,  más  felices  y  respetados 
de  sus  émulos  qu(^  lo  han  sido  desde  la  época  de  los  Cor- 
teses V  Pizarros. 

No  creas  (|ue  me  he  desviado  mucho  del  asunto  prin- 
cipal á  donde  dirijo  mi  conversaci<')n.  Esto  (pie  te  he  dich«) 
es  j)ara  que  adviertas  f(ue  la  abundancia  de  oro  y  plata 
está  tan  lejos  de  hacer  la  verdadera  felicidad  de  los  moi- 
tales,  que  antes  ella  misma  puede  ser  causa  de  su  ruina 
moral,  así  como  lo  es  de  la  decadencia  política  de  los 
Estados,  y  por  tanto  no  debemos  ni  hacer  mal  uso  d(^l 
dinero,  ni  solicitarlo  con  tal  afán,  ni  conservarlo  con  tal 
anhelo,  que  su  pérdida  nos  cause  una  angustia  irrepara- 
ble,  que  tal  vez  nos  conduzca  á  nuestra  última  ruinii, 
como  le  sucedió  al  necio  don  Anselmo. 

Este  desgraciado  crey»')  (jue  toda  su  felicidad  pendía 
de  la  posesión  áo  unos  cuantos  tepalcates  brillantes;  per- 
diólos  en  su  concepto,  la  negra  tristeza  se  apoderó  de  su 
avaro  corazón,  y  no  pudiendo  resistirla,  se  precipitó  al 


OBRAS    ESCOGIDAS 


287 


miw  en  el  exceso  de  su  desesperación,  perdiendo  de  una 
voz  el  honor,  la  vida,  y  plegué  á  Dios  no  haya  perdido  el 
alma. 

Este  funesto  suceso  lo  presenciaste;  jamás  te  acorda- 
rás de  él  sin  advertir  que  el  oro  no  hace  nuestra  felici- 
dad, que  es  un  gran  mal  la  avaricia  y  que  debemos 
huirla  con  el  empeño  posible. 

No  pienses  por  esto  que  te  predico  el  desprecio  de 
la^  riquezas  con  aquel  arte  que  muchos  filósofos  del 
paganismo,  que  hablaban  mal  de  ellas  por  vengarse  do  la 
fortuna  que  se  les  había  manifestado  escasa.  Ni  monos 
te  recomendaré  ensalzando  sobre  las  nubes  la  pobreza, 
cuando  yo  gracias  á  Dios  no  la  padezco.  No  soy  un  hipó- 
crita; quédese  para  Séneca  decir  en  el  seno  de  la  abun- 
dancia: (¡ffc  es  ¡)()bi'c  el  (¡'(e  ei'ee  (¡ue  lo  e.<:  (¡(le  lf(  ncdiira- 
l('.:(i.  se  eontenid  cun  pan  y  ckjiki,  y  ¡tara  hxjrcir  esto  nadie 
!■■<  pobre:  <na'  no  es  n/'/ap'/n  mal  sino  pat'((  el  que  la 
rcltiisa,  y  otras  cosas  á  este  modo  que  no  le  entraban, 
como  dicen,  de  dientes  á  dentro;  pues  en  la  realidad,  al 
tiempo  (jue  escribía  esto,  disfrutaba  la  gracia  de  Nercm, 
ora  querido  de  su  mujer,  poseía  grandes  rentas,  habitaba 
on  palacios  magníficos  y  se  recreaba  en  deliciosos  jar- 
dines. 

¡Qué  cosa  tan  dulce,  dice  un  autor,  es  moralizar  y 
predicar  virtud  en  medio  de  estos  encantos  I  Pretender 
que  el  hombre  mortal,  viador  y  rodeado  de  pasiones  sea 


i 


288 


PENSADOR    MEXICANO 


enteramente  perfecto  es  una  quimera.  La  virtud  es  más 
fácil  de  ensalzarse  que  de  practicarse,  y  los  autores  pin- 
tan al  hombre,  no  como  es,  sino  como  debe  ser;  por  eso 
tratamos  en  el  mundo  pocos  originales  cuyos  retratos 
manejamos  en  los  libros.  1^1  mismo  Séneca,  penetrado  de 
esta  verdad,  llega  á  decir:  «jue  era  imjtosih/e  liallar  entro 
los  ¡(Oinbres  uno  rirtud  tan  cahal  eonio  la  (¡uc  él  projto- 
ni'a.  ij  (¡lie  el  niejuí'  ele  los  hombres  era  el  (¡uc  tenía  menos 
(lef'ect(>.<.  l*ro  opümo  est  mininir  /nal as.  Así  es  que  yo  ni 
exijo  de  tí  un  desprecio  total  de  los  bienes  de  fortuna,  ni 
menos  te  exhorto  á  que  abraces  una  pobreza  holga- 
zana. ^  Si  un  brillante  estado  de  opulencia  pone  al  hom- 
bre en  el  riesgo  de  ser  un  inicuo  por  la  facilidad  que 
tiene  de  satisl'acer  sus  pasiones,  el  miserable  estado  de 
la  pobreza  puede  reducirlo  á  cometer  los  crímenes  más 
viles. 

Estoy  muy  lejos  de  decirte  que  la  pobreza  hace 
sabios  V  virtuosos,  como  decía  Horacio  á  Floro.  Menos 
te  diré  que  el  más  pobre  es  más  feliz,  como  que  vive  m:'is 
hbre  6  independiente,  como  he  oído  decir  á  muchos  que 
envidian  la  suerte  del  pobre  cargador.  Me  acuerdo  de  la 
graciosa  definición  que  da  Juvenal  en  la  Sátira  III,  de  hi 
decantada  libertad  del  pobre,  y  no  la  envidio.  Dice  este 


•  Con  esta  expresión  dio  á  entender  el  coronel  que  no  hablaba  de  pobreza  evangé- 
lica, la  que  siempre  es  recomendable ;  pero  no  es  para  todos,  pues  no  todos  tenemos 
aquella  disposición  de  espíritu  que  requiere. 


■  í-f^-I 


OBRAS   ESCOGIDAS 


289 


genio  festivo  (¡uc  su  libertad  consiste  en  pedir  perdón  al 
(¡lie  lo  lia  injuriado  //  en  ¡jcsar  la  mano  que  lo  fjolpea 
/¡ara  poder  escapar  con  algunos  dientes  en  la  boca, 
¡Grandes  privilegios  tiene  la  libertad  de  esta  clase  de 
pobres!  A  lo  que  se  puede  agregar  su  ninguna  vergüenza 
y  una  resignación  de  mármol  para  sufrir  las  incomodida- 
des de  la  vida;  pero  de  esta  pobreza  debes  huir. 

Yo  lo  que  te  aconsejo  es  que  no  hagas  consistir  tu 
felicidad  en  las  riquezas;  que  no  las  desees  ni  las  solici- 
tes con  ansia;  y  tenidas,  que  no  las  adores  ni  te  hagas 
esclavo  de  ellas;  pero  tambirn  te  aconsejo  que  trabajes 
para  subsistir,  y  últimamente,  que  apetezcas  y  vivas  con- 
tento con  la  medianía,  que  es  el  estado  más  oportuno 
para  pasar  la  vida  tranquilamente. 

Este  consejo  es  sabio  y  dictado  por  el  mismo  Dios 
en  el  cap.  80,  v.  9,  de  los  Proverbios,  en  boca  de  aquel 
prudente  que  decía: — Señor,  no  me  deis  ni  pobrera  ni 
ri(¡io':as:  concedcdnie  sohf mente  lo  necesario  para  pasar 
la  cida,  no  sea  que  en  teniendo  mucJio  me  ensoberbezca  // 
os  abandone  diciendo:  ;quién  es  el  Señor. ^  ó  (pw  ciéndo- 
inc  aflifjido  por  la  pobreza,  me  desespere  ij  hurte  ó  culnere 
él  nombre  de  mi  Dios  p)er jurando... 

Aquí  llegaba  el  coronel,  cuando  interrumpió  su  con- 
versación el  palmoteo  y  vocería  de  los  grumetes  y  gente 
del  mar  que  gritaban  alborozados  sobre  la  cubierta: 
—¡Tierra,  tierra! 

PERIQUILLO   SARNIENTO.— T.    II,C.  — 73. 


290 


PENSADOR    MEXICANO 


Al  eco  lisonjero  de  estas  voces,  todos  abandonaron 
lo  que  hacían,  y  subieron  unos  con  anteojos  y  otros  sin 
ellos  para  certificarse  por  su  vista  ó  por  la  ajena,  de  si 
era  realidad  lo  que  habían  anunciado  los  gritos  de  los 
muchachos. 

Cuanto  más  avanzaba  el  navio  sobre  la  costa  más 
se  aseguraban  todos  de  la  realidad,  lo  que  fué  motivo 
para  que  el  comandante  mandara  dar  aquel  día  á  la  tri- 
pulación un  buen  refresco  y  ración  doble,  que  recibieron 
con  mayor  gusto  cuando  el  piloto,  que  ya  estaba  resta- 
blecido, aseguró  que  con  la  ayuda  de  Dios  y  el  viento 
favorable  que  nos  hacía,  al  día  siguiente  desembarcaría- 
mos en  Cavite. 

Aquella  noche  y  el  resto  del  día  prefijado  se  pasó 
en  cantos,  juegos  y  conversaciones  agradables,  y  como 
á  las  cinco  de  la  tarde  dimos  fondo  en  el  deseado 
puerto. 

La  plana  mayor  comenzó  á  desembarcar  en  la 
misma  hora,  y  yo  logré  esta  anticipación  con  mi  jefe. 
Al  día  siguiente  se  verificó  el  desembarque  general,  y 
concluido,  trataron  todos  de  pasar  á  Manila,  que  era  el 
lugar  de  su  residencia,  siendo  de  los  primeros  nosotros, 
como  que  el  coronel  no  tenía  conexiones  de  comercio 
que  lo  detuvieran. 

Llegamos  á  la  ciudad,  entregó  mi  coronel  la  gente 
forzada  al  gobernador,  puso  los  caudales  del  egoísta  en 


OBRAS    ESCOGIDAS 


291 


manos  de  su  familia,  ocultándole  con  prudencia  el  triste 
modo  de  su  muerte,  y  nos  luímos  para  su  casa,  en  la  que 
lo  serví  y  acompañé  ocho  años,  (jue  eran  los  de  mi  con- 
dona, y  en  este  tiempo  me  hice  de  un  razonable  capital 
por  sus  respetos. 


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ÍNDICE 


PERIQUILLO  SARNIENTO.  —  T,  II  ,   C    —  74. 


i 


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Índice 


DEL    TONIO    SEOUNDO,    C 


Cai'Ítulo         i. —  En  el  que  refiere  Periquillo  cómo  se  acomodó 

con   el  doctor  Purgante;   lo  que  aprendió  á  su 

lado;  el  robo  que  le  hizo;  su  fuga,  y  las  aventuras 

que  le  pasaron  en  Tula,  donde  se  fingió  médico.  i 

II. —  Cuenta  Periquillo  varios  acaecimientos  que  tuvo 

en  Tula,  y  lo  que  hubo  de  sufrir  al  señor  cura.    .  37 

»  III. —  En  el  que  nuestro  Perico  cuenta  cómo  conclu- 

yó el  cura  su  sermón;  la  mala  mano  que  tuvo  en 
una  peste  y  el  endiablado  modo  con  que  salió 
del  pueblo,  tratándose  en  dicho  capítulo,  por  vía 
de  intermedio,  algunas  materias  curiosas.      .       .         61 

X-  IV, —  En  el  que  se  cuenta  la  espantosa  aventura  del 

locero  y  la  historia  del  trapiento 81 

»  V. —  En   el   que  cuenta   Periquillo  la   bonanza  que 

tuvo;  el  paradero  del  escribano  Chanfaina;  su 
reincidencia  con  Luisa,  y  otras  cosillas  nada  in- 
gratas á  la  curiosidad  de  los  lectores.     .       .        .        ni 

»  VI. —  En  el  que  se  refiere  cómo  echó  Periquillo  á 
Luisa  de  su  casa,  y  su  casamiento  con  la  niña 
Mariana 141 


:; 


296 


índice 


Capítulo  VII. —  En  el  que  Periquillo  cuenta  la  suerte  de  Luisa, 
y  una  sangrienta  aventura  que  tuvo,  con  otras 
cosas  deleitables  y  pasaderas 175 

»  VIII. —  En  el  que   se    refiere  cómo  Periquillo  se  metió 

á  sacristán ;  la  aventura  que  le  pasó  con  un  ca- 
dáver; su  ingreso  en  la  cofradía  de  los  mendigos 
y  otras  cosillas  tan  ciertas  como  curiosas.     .       .       187 

»  IX. — En  el  que  refiere  Periquillo  cómo  le  fué  con  el 

subdelegado;  el  carácter  de  éste,  y  su  mal  modo 
de  proceder;  el  del  cura  del  partido;  la  capitu- 
lación que  sufrió  dicho  juez;  cómo  desempeñó 
Perico  la  tenencia  de  justicia,  y  finalmente  el 
honrado  modo  con  que  lo  sacaron  del  pueblo.  .  219 
X. — Aquí  cuenta  Periquillo  la  fortuna  que  tuvo  en 
ser  asistente  del  coronel;  el  carácter  de  éste;  su 
embarque  para  Manila  y  otras  cosillas  pasaderas.       243 

»  XI. —  En  el  que  Periquillo  cuenta  la  aventura  funes- 
ta del  egoísta  y  su  desgraciado  fin,  de  resultas 
de  haberse  encallado  la  nao;  los  consejos  que 
por  este  motivo  le  dio  el  coronel  y  su  feliz  arribo 
á  Manila 26; 


■:'^ 


PAUTA 


para  la  colocación  de  las  láminas 


Yo  entonces  apreté  los  talones  á  la  macha  y  corrí  lo  mejor  que 

pude 7^ 

...uno  de  ellos,  afianzando  á  su  enemigo  del  peinado,  se  quedó 

con  el  casquete  en  las  manos 149 

...  jugaba  mis  alburillos  muy  seguido .       .        .         262 


PERIQUILLO    SARNIENTO.  —  T.   II,    C.  —  75. 


f 


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ESTE  TOMO  SE 

ACABÓ  DE  IMPRIMIR  EN  BARCELONA, 

EN  EL  ESTABLECIMIENTO  TIPO-LITOGRÁFICO 

DE    ESPASA    Y    COMPAÑÍA, 

EN  SEPTIEMBRE  DE 

1897 


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EL 


PERIQUILLO  SARNIENTO 


ES    I'ROPIEDAD 


EL  PENSADOR  MEXICANO 

(J.  JOAQUÍN  FERNÁNDEZ  DE  LIZARDI) 


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EL 


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XT( ) 


LA   QUiaOTITA 

DON   CATRÍN   DE   LA   FACHENDA.  —  NOCHES  TRISTES 

DÍA  ALEGRE.  — FÁBULAS 


PRÓLOGO   DE 


^-   í      1<     \ 


EDICIÓN  DE  LUJO 

ADORNADA    CON    LÁMINAS    CROMOLITOGRAFIADAS,    Y    ENRIQUECIDAS    SUS    PÁGINAS 

CON   NUMEROSOS   GRABADOS 

DIBUJOS  DE 

D.  ANTONIO  UTRILLO 


TOMO  II 


D 


MÉXICO 


8,     SANTA     ISABEL,    8 


SANTA  TERESA,  8,    BARCELONA-GRACIA 
1897 


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VIDA  Y  HECHOS 


DE 


^  \^'. 


D 


El 


ILL 


o  SMilEITÍI 


ESCr.ITA    POR   ÉL 


para   sus   hijos 


CAPÍTULO  PRIMERO 

Mefiere  Periquillo  su  buena  conducta  en  Manila;  el  duelo  entre  un  inglés  y  un  negro, 

y  una  discusioncilla  no  despreciable 

Experimentamos  los  hombres  unas  mutaciones  mo- 
rales en  nosotros  mismos,  de  cuando  en  cuando,  que  tal 

PERIQUILLO  SARNIENTO.  —  T.   II,    D.  — 1. 


PENSADOR    MEXICANO 


vez  no  acertamos  á  adivinar  su  origen,  así  como  en  lo 
físico  palpamos  muchos  efectos  en  la  naturaleza  y  no 
sabemos  la  causa  que  los  produce,  como  sucede  hasta 
hoy  con  la  virtud  atractiva  del  imán  y  con  la  eléctrica: 
poi'  eso  dijo  el  poeta  que  era  feliz  (juien  podía  conocer  l.i 
causa  de  las  cosas. 

Pero  así  como  aprovechamos  los  efectos  de  los  fenó- 
menos físicos  sin  más  averiguación,  así  yo  aproveché  en 
Manila  el  resultado  de  mi  fenómeno  moral,  sin  meterme 
por  entonces  en  inculcar  su  origen. 

El  caso  fué,  (jue  ya  por  verme  distante  de  mi  patria, 
ya  por  libertarme  de  las  incomodidades  (jue  me  acarrea- 
ría el  servicio  en  la  tropa  por  ocho  año?,  á  que  me  suje- 
taba mi  condena,  ó  ya  por  el  famoso  tratamiento  que  me 
daba  el  coronel.  (|ue  sería  lo  más  cierto,  yo  procuré  co- 
rresponder á  sus  confianzas,  \  fui  en  Manila  un  hombre 
de  bien  á  toda  prueba. 

Cada  día  merecía  al  coronel  más  amor  y  más  con- 
fianza, y  tanta  llegué  á  lograr,  que  yo  era  el  que  corría 
con  todos  sus  intereses  y  los  giraba  según  quería;  pero 
supe  darme  tan  buenas  trazas  que,  lejos  de  disiparlos, 
como  se  debía  esperar  de  mí,  los  aumenté  considerable- 
mente comerciando  en  cuanto  podía  con  seguridad. 

Mi  coronel  sabía  mis  industrias;  mas  como  veía  que 
yo  no  aprovechaba  nada  para  mí,  y  antes  bien  tenía 
sobre  la  mesa  un  libro  (jue  hice  y  titulé:  Cuaderno  econn- 


OBRAS    ESCOGIDAS  ó 

/I I  ico  donde  consta  el  estado  de  los  haberes  de  mi  amo, 
se  complacía  en  ello  y  cacareaba  la  honradez  de  su  hijo. 
A^í  me  llamaba  este  buen  hombre. 

Como  los  sujetos  principales  de  Manila  veían  el 
trato  que  me  daba  el  coronel,  la  confianza  que  hacía  de 
mí  y  el  cariño  que  me  dispensaba,  todos  los  que  apre- 
ciaban su  amistad  me  distinguían  y  estimaban  en  más 
que  á  un  simple  asistente,  y  este  mismo  aprecio  que  yo 
Io<i;raba  entre  las  personas  decentes  era  un  freno  que  me 
contenía  para  no  dar  que  decir  en  aquella  ciudad.  Tan 
cierto  es  que  el  amor  propio  bien  ordenado  no  es  un 
vicio,  sino  un  principio  de  virtud. 

Gomo  mi  vida  fué  arreglada  en  aquellos  ocho  años, 
no  me  acaecieron  aventuras  peligrosas  ni  cjue  merezcan 
referirse.  Ya  os  he  dicho  que  el  hombre  de  bien  tiene 
pocas  desgracias  que  contar.  Sin  embargo,  presencié 
algunos  lancecillos  no  comunes.  Uno  de  ellos  fué  el 
siguiente: 

Un  año,  que  con  ocasión  de  comercio  habían  pasado 
del  puerto  á  la  ciudad  algunos  extranjeros,  iba  por  una 
calle  un  comerciante  rico,  pero  negro.  Debía  de  ser  su 
negocio  muy  importante,  porque  iba  demasiado  violento 
y  distraído  y  en  su  precipitada  carrera  no  pudo  excu- 
sarse de  darle  un  encontrón  á  un  oficial  inglés  que  iba 
cortejando  á  una  criollita  principal;  pero  el  encontrón  ó 
atropellamiento  fué  tan  recio,   que   á   no   sostenerlo  la 


4 


PENSADOR    MEXICANO 


manileña  va  á  dar  al  suelo  mal  de  su  grado.  Con  todo 
eso,  del  esquinazo  que  llevó  se  le  cayó  el  sombrero  y  se 
le  descompuso  el  peinado. 

No  fué  bastante  la  vanidad  del  oficialito  á  resistir 
tamaña  pesadumbre,  sino  (jue  inmediatamente  corrió 
hacia  el  negro,  tirando  de  la  espada.  El  pobre  negro  se 
sorprendió,  porque  no  llevaba  armas  y  quizá  creyó  que 
allí  llegaba  el  término  de  sus  días.  La  señorita  y  otros 
que  acompañaban  al  oficial  lo  contuvieron,  aunque  él  no 
cesaba  de  echar  bravatas  en  las  que  mezclaba  mil  pro- 
testas de  vindicar  su  honor  ultrajado  por  un  negro. 

Tanto  negreó  y  vilipendi(')  al  inculpable  moreno,  que 
éste  le  dijo  en  lengua  inglesa: — Señor,  callemos:  mañana 
espero  ;'i  usted  para  darle  satisfacción  con  una  pistola  en 
el  Paríjue. —  K\  oficial  contestó  aceptando,  y  se  serenó  la 
cosa  ó  pareció  serenarse. 

Yo,  que  presencié  el  pasaje  y  medio  entendía  algo 
del  inglés,  como  supe  la  hora  y  el  lugar  señalado  para  el 
duelo,  tuve  cuidado  de  estar  puntual  allí  mismo  por  ver 
en  qué  paraban. 

En  efecto,  al  tiempo  aplazado  llegaron  ambos,  cada 
uno  con  un  amigo  que  nombraba  padrino.  Luego  que  se 
reconocieron,  el  negro  sacó  dos  pistolas  y  presentándo- 
selas al  oficial,  le  dijo:  —  Señor,  yo  ayer  no  traté  de  ofen- 
der el  honor  de  usted;  el  atropellarlo  fué  una  casualidad 
imprevista;  usted  se  cansó  de  maltratarme,  y  aún  quería 


OBRAS   ESCOGIDAS  5 

herirme  ó  matarme;  yo  no  tenía  armas  con  que  defen- 
derme de  la  fuerza  en  el  instante  del  enojo  de  usted,  y 
conociendo  que  el  emplazarlo  á  un  duelo  sería  el  medio 
más  pronto  para  detenerlo  y  dar  lugar  á  que  se  serenara, 
lo  verifiqué  y  vine  ahora  á  darle  satisfacción  con  una 
pistola,  como  le  dije. 

—  Pues  bien,  dijo  el  inglés,  despachemos;  que 
auncjue  no  me  es  lícito  ni  decente  el  medir  mi  valor 
con  un  negro,  sin  embargo,  seguro  de  castigar  á  un 
villano  osado,  acepté  el  desafío.  Reconozcamos  las  pis- 
tolas. 

—  Está  bien,  dijo  el  negro;  pero  sepa  usted  que  el 
que  ayer  no  trató  de  ofenderlo,  tampoco  ha  venido  hoy  á 
este  lugar  con  tal  designio.  El  empeñarse  un  hombre  de 
l;i  clase  de  usted  en  morir  ó  quitar  la  vida  á  otro  hombre 
por  una  bagatela  semejante,  me  parece  que,  lejos  de  ser 
honor,  es  capricho,  como  lo  es  sin  duda  el  tenerse  por 
agraviado  por  una  casualidad  imprevista;  pero  si  la  satis- 
facción que  he  dado  á  usted  no  vale  nada,  y  es  preciso 
que  sea  muriendo  ó  matando,  yo  no  quiero  ser  reo  de  un 
asesinato,  ni  exponerme  á  morir  sin  delito,  como  debe 
suceder  si  usted  me  acierta  ó  yo  le  acierto  el  tiro.  Así, 
pues,  sin  rehusar  el  desafío,  quede  bien  el  más  afortu- 
nado, y  la  suerte  decida  en  favor  del  que  tuviere  justicia. 
Tome  usted  las  pistolas:  una  de  ellas  está  cargada  con 
dos  balas  y  la  otra  está  vacía;  barájelas  usted,  revuél- 

PERIQUILLO   SARNIENTO. —  T.   II,    D.  — 2. 


•1! 


tí 


6 


PENSADOR    MEXICANO 


velas,  déme  la  que  quiera,  partamos,   y  quedo  la  ventaja 
por  quien  quedare. 

El  oñcial  se  sorprendió  con  tal  propuesta;  los  testi- 
gos decían  (jiie  esto  no  era  el  orden  de  los  duelos;  que 
ambos  debían  reñir  con  armas  iguales,  y  otras  cosas  que 
no  convencían  á  nuestro  negro,  pues  él  insistía  en  (jue 
así  debía  verificarse  el  duelo,  para  tener  el  consuelo  de 
(jue  si  mataba  á  su  contrario,  el  cielo  lo  ordenaba  ó  lo  fa- 
vorecía para  ello  especialmente;  y  si  moría  no  era  por  su 
culpa,  sino  por  la  disposición  del  acaso,  como  pudiera  en 
un  naufragio.  A  esto  añadía,  (jue  pues  el  partido  no  eia 
ventajoso  á  nadie,  pues  ninguno  de  los  dos  sabía  á  quién 
le  tocaría  la  pistola  descargada,  el  rehusar  tal  propuesta 
no  podía  menos  (jue  deber  atribuirse  á  cobardía. 

No  bien  oyó  esta  palabra  el  ardiente  joven,  cuando, 
sin  hacer  aprecio  de  las  reilexiones  de  los  testigos,  baraj"') 
las  pistolas,  y  tomando  la  que  le  pareció  dio  la  otra  al 


negro. 


Volviéronse  ambos  las  espaldas,  anduvieron  un  corto 
trecho,  y  dándose  las  caras  al  descubrir,  disparó  el  oficial 
al  negro,  pero  sin  fruto,  porque  él  se  escogió  la  pistola 
vacía. 

Se  quedó  aturdido  en  el  lance  creyendo  con  todos  los 
testigos  ser  víctima  indefensa  de  la  cólera  del  negro;  pero 
éste,  con  la  mayor  generosidad,  le  dijo:  — Señor,  los  dos 
hemos  quedado  bien;  el  duelo  se  ha  concluido;   usted  no 


OBRAS   ESCOGIDAS  7 

ha  podido  hacer  más  que  aceptarlo  con  las  condicio- 
nes que  puse,  y  yo  tampoco  pude  hacer  sino  lo  mismo. 
VÁ  tirar  ó  no  tirar  pende  de  mi  arbitrio;  pero  si  jamás 
(¡uisc  ofender  á  usted  ¿cómo  he  de  querer  ahora,  viéndolo 
desarmado?  Seamos  amigos,  si  usted  quiere  darse  por 
satisfecho;  pero  si  no  puede  estarlo  sino  con  mi  sangre, 
tome  la  pistola  con  balas  y  diríjalas  á  mi  pecho. 

Diciendo  esto,  le  presentó  el  arma  horrible  al  oficial, 
i|uien,  conmovido  con  semejante  generosidad,  tomó  la  pis- 
tola, la  descargij  en  el  aire,  y  arrojándose  al  negro  con 
los  brazos  abiertos,  lo  estrechó  en  ellos  diciéndole  con  la 
mayor  ternura:  —  Sí,  Mr.,  somos  amigos  y  lo  sere- 
mos eternamente;  dispensad  mi  vanidad  y  mi  locura. 
Nunca  creí  que  los  negros  fueran  capaces  de  tener  almas 
tan  grandes.  —  Es  preocupación  que  aún  tiene  muchos 
sectarios,  dijo  el  negro,  quien  abrazó  al  oficial  con  toda 
(  xpresión. 

Cuantos  presenciamos  el  lance  nos  interesamos  en 
(jue  se  confirmara  aquella  nueva  amistad,  y  yo,  que  era 
el  menos  conocido  de  ellos,  no  tuve  embarazo  para  ofre- 
cerme por  amigo,  suplicándoles  me  recibieran  en  tercio, 
y  aceptaran  el  agasajo  que  quería  hacerles,  llevándolos  á 
lomar  un  ponche  ó  una  sangría  en  el  café  más  inme- 
'liato. 

Agradecieron  todos  mi  obsequio,  y  fuimos  al  café, 
donde  mandé  poner  un  buen  refresco.    Tomamos  alegre- 


8 


PENSADOR    MEXICANO 


mente  lo  que  apetecimos,  y  yo,  deseando  oir  producir  al 
negro,  les  dije: — Señores,  para  mí  fué  un  enigma  la 
última  expresión  que  usted  dijo,  de  que  jamás  creyó  que 
los  negros  fueran  capaces  de  tener  almas  generosas,  y  la 
que  usted  contestó  á  ella  diciendo,  que  era  preocupaci<')n 
tal  modo  de  pensar,  y  cierto  que  yo  hasta  hoy  he  pen- 
sado como  mi  capitán,  y  apreciara  aprender  de  la  boca 
de  usted  las  razones  fundamentales  que  tiene  para  ase- 
gurar que  es  preocupación  tal  pensamiento. 

— Yo  siento,  dijo  el  prudente  negro,  verme  compro- 
metido entre  el  respeto  y  la  gratitud.  Ya  sabe  usted  que 
toda  conversación  que  incluya  alguna  comparación  es 
odiosa.  Para  hablar  á  usted  claramente  es  menester 
comparar,  y  entonces  quizá  se  enojará  mi  buen  amigo 
el  señor  oficial,  y  en  tal  caso  me  comprometo  con  él;  si 
no  satisfago  el  gusto  de  usted,  falto  á  la  gratitud  que  debo 
á  su  amistad,  y  así... 

— No,  no,  Mr.,  dijo  el  oficial;  yo  deseo,  no  sólo 
complacer  ú  usted  y  hacerle  ver  que  si  tengo  preocupa- 
ciones no  soy  indócil,  sino  que  aprecio  salir  de  cuantas 
pueda;  y  también  quiero  que  estos  señores  tengan  el 
gusto  que  quieren  de  oir  hablar  á  usted  sobre  el  asunto, 
y  mucho  más  me  congratulo  de  que  haya  entre  usted  y  yo 
un  tercero  en  discordia  que  ventile  por  mí  esta  cuestión. 

— Pues  siendo  así,  dijo  el  negro,  dirigiéndome  la 
palabra,    sepa   usted   que   el   pensar   que    un   negro   es 


■•W- 


OBRAS   ESCOGIDAS 


9 


menos  que  un  blanco  generalmente  es  una  preocupa- 
ción opuesta  á  los  principios  de  la  razón,  á  la  humanidad 
V  á  la  virtud  moral.  Prescindo  ahora  de  si  está  admitida 
por  algunas  religiones  particulares,  ó  si  la  sostiene  el 
comercio,  la  ambición,  la  vanidad  ó  el  despotismo. 

Pero  yo  quiero  que  de  ustedes,  el  que  se  halle  más 
surtido  de  razones  contrarias  á  esta  proposición,  me 
arguya  y  me  convenza  si  pudiere. 

Sé  y  he  leído  algo  de  lo  mucho  que  en  este  siglo 
han  escrito  plumas  sabias  y  sensibles  en  favor  de  mi 
opinión;  pero  sé  también  que  estas  doctrinas  se  han  que- 
dado en  meras  teorías,  porque  en  la  práctica  yo  no  hallo 
diferencia  entre  lo  que  hacían  con  los  negros  los  euro- 
peos en  el  siglo  x\  ii  y  lo  que  hacen  hoy.  Entonces  la 
codicia  acercaba  á  las  playas  de  mis  paisanos  sus  embar- 
caciones, que  llenaban  de  éstos,  ó  por  intereses  ó  por 
fuerza;  las  hacían  vomitar  en  sus  puertos  y  traficaban 
indignamente  con  la  sangre  humana. 

En  la  navegación  ¿cuál  era  el  trato  que  nos  daban? 
Kl  más  soez  é  inhumano.  Yo  no  (juiero  citar  á  ustedes 
historias  que  han  escrito  vuestros  compatriotas,  guiados 
dt'  la  verdad,  porque  supongo  que  las  sabréis,  y  también 
por  no  estremecer  vuestra  sensibilidad;  ponjue  ¿quién 
oirá  sin  dolor  que  en  cierta  ocasión,  porque  lloraba  en 
el  navio  el  hijo  de  una  negra  infeliz  y  con  su  inocente 
llanto  quitaba  el  sueño  al  capitán,  éste  mandó  que  arro- 

PERIQUILLO   SARNIENTO.— T.    11,    D.  — 3. 


10 


PENSADOR    MEXICANO 


jaran  al  mar  á  aquella  criatura  desgraciada,   como  so 
verificó  con  escándalo  de  la  naturaleza? 

Si  era  en  el  servicio  que  hacían  mis  paisanos  v 
vuestros  semejantes  á  los  señores  que  los  compraban, 
¿qué  pasaje  tenían?  Nada  más  cruel.  Dígalo  la  isla  de 
Haití,  que  hoy  llaman  Santo  Domingo;  dígalo  la  de  Cuba 
ó  la  Habana,  donde  con  una  calesa  ó  una  golosina  con 
que  habilitaban  á  los  esclavos,  los  obligaban  á  tributar  á 
los  amos  un  tanto  diario  fijamente,  como  en  rédito  del 
dinero  que  se  había  dado  por  ellos.  Y  si  los  negros  no 
lograban  lletes  suficientes  ¿qur  sufrían?  Azotes.  Y  las 
negras,  ¿qué  hacían  cuando  no  podían  vender  sus  golo- 
sinas? Prostituirse.  ¡Cuevas  de  la  Habana!  ¡Paseos  de 
Guanabacoa!  hablad  por  mí. 

¿Y  si  aquellas  negras  resultaban  con  el  fruto  de  su 
lubricidad  ó  necesidad  en  las  casas  de  sus  amos,  ¿qué  se 
hacía?  Nada;  recibir  con  gusto  el  resultado  del  crimen, 
como  que  de  él  se  aprovechaban  ios  amos  en  otro  escla- 
vito  más. 

Lo  peor  es  que,  para  el  caso,  lo  mismo  que  en  la 
Habana  se  hacía  á  proporción  en  todas  partes,  y  yo  en 
el  día  no  advierto  diferencia  en  la  materia  entre  aquel 
siglo  y  el  presente.  Crueldades,  desacatos  é  injurias 
contra  la  humanidad  se  cometieron  entonces,  é  inju- 
rias, desacatos  y  crueldades  se  cometen  hoy  contra  la 
misma,  bajo  iguales  pretextos. 


r^:-- 


OBRAS    ESCOGIDAS 


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«La  humanidad,  dice  el  célebre  Buííon,  grita  contra 
estos  odiosos  tratamientos  que  ha  introducido  la  codicia, 
y  (|ue  acaso  renovaría  todos  los  días,  si  nuesti'as  leyes, 
poniendo  freno  á  la  brutalidad  de  los  amos,  no  hubieran 
cuidado  de  hacer  algo  menor  la  miseria  de  sus  esclavos; 
so  les  hace  trabajar  mucho  y  se  les  da  de  comer  poco, 
aun  de  los  alimentos  más  ordinarios,  dando  por  motivo 
(|uc  los  negros  toleran  fácilmente  el  hambre,  que  con  la 
porción  que  necesita  un  europeo  para  una  comida  tienen 
ellos  bastante  para  tres  días,  y  que  por  poco  que  coman 
y  duerman  están  siempre  igualmente  robustos  y  con 
iguales  fuerzas  para  el  trabajo.  ¿Pero  cómo  unos  hom- 
bres que  tengan  algún  resto  de  sentimiento  de  humani- 
dad pueden  adoptar  tan  crueles  máximas,  erigirlas  en 
preocupaciones  y  pretender  justificar  con  ellas  los  horri- 
bles excesos  á  que  la  sed  del  oro  los  conduce?  Dejémo- 
nos de  tan  bárbaros  hombres...» 

Es  verdad  que  los  gobiernos  cultos  han  repugnado 
este  ilícito  y  descarado  comercio,  y  sin  lisonjear  á  Es- 
paña, el  suyo  ha  sido  de  los  más  opuestos.  Usted,  me 
dijo  el  negro,  usted  como  español  sabrá  muy  bien  las 
restricciones  que  sus  reyes  han  puesto  en  este  tráfico,  y 
sabrá  las  ordenanzas  que  sobre  el  tratamiento  de  escla- 
vos mandó  observar  Carlos  III;  pero  todo  esto  no  ha 
bastado  á  que  se  sobresea  en  un  comercio  tan  impuro. 
No  me  admiro;  este  es  uno  de  los  gajes  de  la  codicia. 


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PENSADOR    MEXICANO 


¿Qué  no  hará  el  hombre,  qué  crimen  no  cometerá  cuando 
trata  de  satisfacer  esta  pasión?  Lo  que  me  admira  y  me 
escandaliza  es  "  ver  estos  comercios  tolerados  y  estos 
malos  tratamientos  consentidos  en  aquellas  naciones 
donde  dicen  reina  la  religión  de  la  paz,  y  en  aquellas 
en  que  se  recomienda  el  amor  del  semejante  como  el 
propio  del  individuo.  Yo  deseo,  señores,  que  me  desci- 
Iréis  este  enigma.  ¿Cómo  cumpliré  bien  los  preceptos  de 
aquella  religión  (|ue  me  obliga  á  amar  al  prójimo  como  á 
mí  mismo  y  á  no  hacer  á  nadie  el  daño  que  repugno, 
comprando  por  un  vil  interés  á  un  pobre  negro,  hacién- 
dolo esclavo  do  servicio,  obligándolo  á  tributarme  á  fuer 
de  un  amo  tirano,  descuidándome  de  su  felicidad  y  acaso 
de  su  subsistencia,  y  tratándolo,  á  veces,  quizá  poco 
menos  que  bestia?  Yo  no  sé,  repito,  cómo  cumpliré  en 
medio  de  estas  iniquidades  con  aquellas  santas  obliga- 
ciones. Si  ustedes  saben  cómo  se  concierta  todo  esto, 
os  agradeceré  me  lo  enseñéis,  por  si  algún  día  se  me 
antojare  ser  cristiano  y  comprar  negros  como  si  fueran 
caballos.  Lo  peor  es  que  sé  por  datos  ciertos  que  hablar 
con  esta  claridad  no  se  suele  permitir  á  los  cristianos,  por 
razones  que  llaman  de  Estado  ó  qué  sé  yo;  lo  cierto  es 
que  si  esto  fuere  así,  jamás  me  aficionaré  á  tal  religión; 
pero  creo  que  son  calumnias  de  los  que  no  la  apetecen. 

Sentado  esto,  he  de  concluir  con  que  el  maltrata- 
miento, el  rigor  y  desprecio  con  que  se  han  visto  y  se 


-•     '^i-%r':i.. 


^--  ■•■  ríyi' 


OBRAS   ESCOGIDAS 


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\vn  los  negros  no  reconoce  otro  origen  que  la  altanería 
do  los  blancos,  y  ésta  consiste  en  creerlos  inferiores  por 
su  naturaleza,  lo  que,  como  dije,  es  una  vieja  é  irracional 
proocupación. 

Todos  vosotros,  los  europeos,  no  reconocéis  sino  un 
hombre,  principio  y  origen  de  los  demás,  á  lo  menos 
los  cristianos  no  reconocen  otro  progenitor  que  Adán, 
do!  que,  como  de  un  árbol  robusto,  descienden  ó  se  deri- 
van todas  las  generaciones  del  universo.  Si  esto  es  así,  y 
k)  creen  y  confiesan  de  buena  le,  es  preciso  argüirles  de 
iKM'ios  cuando  hacen  distinción  de  las  generaciones  sólo 
porque  se  diferencian  en  colores,  cuando  esta  variedad 
es  efecto  ó  del  clima  ó  de  los  alimentos,  ó  si  queréis,  de 
alguna  propiedad  que  la  sangre  ha  adquirido  y  ha  trans- 
mitido á  tal  y  tal  posteridad  por  herencia.  Cuando  leéis 
que  los  negros  desprecian  á  los  blancos  por  serlo,  no 
dudáis  de  tenerlos  por  unos  necios;  pero  jamás  os  juz- 
{^.áis  con  igual  severidad  cuando  pensáis  de  la  misma 
manera  que  ellos. 

Si  el  tener  á  los  negros  en  menos  es  por  sus  cos- 
tumbres, que  llamáis  bárbaras,  por  su  educación  bozal 
\  [jor  su  ninguna  civilización  europea,  deberíais  advertir 
<iuo  á  cada  nación  le  parecen  bárbaras  é  inciviles  las  cos- 
tumbres ajenas.  Un  fino  europeo  será  en  el  Senegal,  en 
ol  Congo,  Cabo  Verde,  etc.,  un  bárbaro,  pues  ignorará 
aquellos  ritos  religiosos,  aquellas  leyes  civiles,  aquellas 

PERIQUILLO   SARNIENTO.  —  T.    II,    D.  — 4. 


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PENSADOR   MEXICANO 


costumbres  provinciales,  y  por  fin  aquellos  idiomas. 
Transportad  con  el  entendimiento  á  un  sabio  cortesano 
de  París  en  medio  de  tales  países,  y  lo  veréis  hecho  un 
tronco,  que  apenas  podrá  á  costa  de  mil  señas  dar  (\ 
entender  que  tiene  hambre.  Luego  si  cada  religión  tieno 
sus  ritos,  cada  nación  sus  leyes  y  cada  provincia  sus 
costumbres,  es  un  error  crasísimo  el  calificar  de  necios 
y  salvajes  á  cuantos  no  coinciden  con  nuestro  modo  de 
pensar,  aun  cuando  éste  sea  el  más  ajustado  á  la  natu- 
raleza; pues  si  los  demás  ignoran  estos  requisitos  por 
una  ignorancia  inculpable,  no  se  les  debe  atribuir  á 
delito. 

Yo  entiendo  que  el  fondo  del  hombre  está  sem- 
brado por  igual  de  las  semillas  del  vicio  y  de  la  virtud; 
su  corazón  es  el  terreno  oportunamente  dispuesto  á  que 
fructifiíjuc  uno  ú  otra,  según  su  inclinación  ó  su  edu- 
cación. En  aqurlla  iiitluye  el  clima,  los  alimentos  y  hi 
organización  particular  del  individuo,  y  en  ésta  la  reli- 
gión, el  gobierno,  los  usos  patrios  y  el  más  ó  menos 
cuidado  de  los  padres.  Luego  nada  hay  que  extrañar 
que  varíen  tanto  las  naciones  en  sus  costumbres,  cuando 
son  tan  diversos  sus  climas,  ritos,  usos  y  gobiernos. 

Por  consiguiente,  es  un  error  calificar  de  bárbaros  á 
los  individuos  de  aquella  ó  aquellas  naciones  ó  pueblos 
que  no  suscriben  á  nuestros  usos,  ó  porque  los  ignoran, 
ó  porque  no  los  quieren  admitir.    Las  costumbres  más 


OBRAS   ESCOGIDAS 


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sagradas  de  una  nación  son  tenidas  por  abusos  en  otras; 
y  aun  los  pueblos  más  cultos  y  civilizados  de  la  Europa, 
con  el  transcurso  de  los  tiempos,  han  desechado  como 
inepcias  mil  envejecidas  costumbres  que  veneraban  como 
dogmas  civiles. 

De  lo  dicho  se  debe  deducir,  que  despreciar  á  los 
negros  por  su  color  y  por  la  diferencia  de  su  religión  y 
costumbres  es  un  error;  el  maltratarlos  por  ello  cruel- 
dad, y  el  persuadirse  á  que  no  son  capaces  de  tener 
ahilas  grandes  que  sepan  cultivar  las  virtudes  morales, 
es  una  preocupación  demasiado  crasa,  como  dije  al  señor 
oficial,  y  preocupación  de  que  os  tiene  harto  desengaña- 
dos la  experiencia,  pues  entre  vosotros  han  florecido 
negi'os  sabios,  negros  valientes,  justos,  desinteresados, 
sensibles,  agradecidos,  y  aun  héroes  admirables. 

Calló  el  negro,  y  nosotros,  no  teniendo  qué  respon- 
der, callamos  también,  hasta  que  el  oficial  dijo:  —  Yo 
estc)y  convencido  de  esas  verdades,  más  por  el  ejemplo 
de  usted  que  por  sus  razones,  y  creo  desde  hoy  que  los 
negros  son  tan  hombres  como  los  blancos,  susceptibles 
de  vicios  v  virtudes  como  nosotros  v  sin  más  distintivo 
accidental  que  el  color,  por  el  cual  solamente  no  se  debe 
on  justicia  calificar  el  interior  del  animal  que  piensa,  ni 
menos  apreciarlo  ó  abatirlo. 

Iba  á  interrumpirse  la  tertulia,  cuando  yo,  que  desea- 
ba escuchar  al  negro  todavía,  llené  los  vasos,  hice  que 


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PENSADOR    MEXICANO 


brindáramos  á  la  salud  de  nuestros  semejantes  los  ne- 
gros, y  concluida  esta  agradable  ceremonia,  dije  al  nues- 
tro:— Mr.,  es  cierto  que  todos  los  hombres  descendemos, 
después  de  la  primera  causa,  de  un  principio  crea- 
do, llámese  Adán  ó  como  usted  quiera;  es  igualmente 
cierto  que,  según  este  natural  principio,  estamos  todos 
ligados  íntimamente  con  cierto  parentesco  ó  conexión 
innegable;  de  modo  que  el  emperador  de  x\lemania, 
aunque  no  quiera,  es  pariente  del  más  vil  ladrón,  y  el 
rey  de  Francia  lo  es  del  último  trapero  de  mi  tierra,  por 
más  que  no  se  conozcan  ni  lo  crean;  ello  os  que  todus 
los  hombres  somos  deudos  los  unos  de  los  otros,  pues 
que  en  todos  circula  la  sangre  de  nuestro  progenitor,  y 
conforme  á  esto,  es  una  preocupación,  como  usted  dice,  ó 
una  quijotería,  el  despreciar  al  negro  por  negro;  una 
crueldad  venderlo  y  comprarlo  y  una  tiranía  indisimula- 
ble  el  maltratarlo. 

Yo  convengo  en  esto  de  buena  gana,  pues  semejante 
trato  es  repugnante  al  hombre  racional;  mas  limitando  lo 
(|ue  usted  llama  desprecio  á  cierto  aire  de  señorío  con 
que  el  rey  mira  á  sus  vasallos,  el  jete  á  sus  subalternos, 
el  prelado  á  sus  subditos,  el  amo  á  sus  criados  y  el 
noble  á  los  plebeyos,  me  parece  que  esto  está  muy  bien 
puesto  en  el  orden  económico  del  mundo;  porque  si 
porque  todos  somos  hijos  de  un  padre  y  componemos 
una  misma  familia,  nos  tratamos  de  un  mismo  modo, 


■rrxr-r-.\.   ,   ■   ■._■;   ■  ,?7^, 


OBRAS   ESCOGIDAS 


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s- .^^uramente  perdidas  las  ideas  de  sumisión,  inferioridad 
y  obediencia,  el  universo  sería  un  caos  en  el  que  todos 
quisieran  ser  superiores,  todos  reyes,  jueces,  nobles  y 
magistrados;  y  entonces  ¿quién  obedecería?  ¿quién  daría 
las  leyes?  ¿quién  contendría  al  perverso  con  el  temor  del 
castigo?  ¿y  quién  pondría  á  cubierto  la  seguridad  indivi- 
dual del  ciudadano?  Todo  se  confundiría,  y  las  voces  de 
igualdad  y  libertad  fueran  sinónimas  de  la  anarquía  y  del 
desenfreno  de  todas  las  pasiones.  Cada  hombre  se  juzga- 
ra libre  para  erigirse  en  superior  de  los  demás;  la  natu- 
ral soberbia  calificaría  de  justas  las  atrocidades  de  cada 
uno,  y  en  este  caso  nadie  se  reconocería  sujeto  á  ningu- 
na religión,  sometido  á  ningún  gobierno,  ni  dependiente 
de  ninguna  ley,  pues  todos  querrían  ser  legisladores  y 
pontífices  universales;  y  ya  ve  usted  que  en  esta  triste 
lüpótesis  todos  serían  asesinatos,  robos,  estupros,  sacri- 
legios y  crímenes. 

Pero  por  dicha  nuestra,  el  hombre,  viendo  desde  los 
principios  que  tal  estado  de  libertad  brutal  le  era  dema- 
siado nociva,  se  sujetó  por  gusto  y  no  por  fuerza,  admitió 
religiones  y  gobiernos,  juró  sus  leyes  é  inclinó  su  cerviz 
bajo  el  yugo  de  los  reyes  ó  de  los  jefes  de  las  repúblicas. 

De  esta  sujeción  dictada  por  un  egoísmo  bien  orde- 
nado nacieron  las  diferencias  de  superiores  é  inferiores 
que  advertimos  en  todas  las  clases  del  Estado,  y  en  virtud 
dt'   la  justificación   de   esta   alternativa,   no   me   parece 

PERIQUILLO   SARNIENTO. —  T.    U  ,    D.  — 5. 


18 


PENSADOR    MEXICANO 


violento  que  los  amos  traten  á  sus  criados  con  autoridad, 
ni  (jue  estos  los  reconozcan  con  sumisión,  y  siendo  los 
negros  esclavos  unos  criados  ad(juiridos  con  un  parti- 
cular derecho  en  virtud  del  dinero  que  costaron,  es  fácil 
concebir  (jue  deben  vivir  más  sujetos  y  obedientes  á  sus 
amos,  y  (jue  en  éstos  reside  doble  autoridad  para  man- 
darlos. 

Callé,  y  me  dijo  el  negro: — Español,  yo  no  sé  hablar 
con  lisonja;  usted  me  dispense  si  le  incomoda  mi  since- 
ridad; [)ero  ha  dicho  algunas  verdades  (jue  yo  no  lie 
negado,  y  de  ellas  (juiero  deducir  una  conclusión  (jiie 
jamás  concederé. 

Es  inconcuso  (jue  el  orden  jerárquico  está  bien 
establecido  en  el  mundo,  y  entre  los  negros  y  los  (|ue 
llamáis  salvajes  hay  alguna  especie  de  sociedad,  la  cual, 
aun  cuando  esté  sembrada  de  mil  errores,  lo  mismo 
que  sus  religiones,  prueba  que  en  acjuel  estado  de  bar- 
barie tienen  aquellos  hombres  alguna  idea  de  la  Divi- 
nidad y  de  la  necesidad  de  vivir  dependientes,  que  es  lo 
que  vosotros  los  europeos  llamáis  vivir  en  sociedad. 

Según  esto,  es  preciso  (jue  reconozcan  superiores 
y  se  sujeten  á  algunas  leyes.  La  naturaleza  y  la  Ibrtuna 
misma  dictan  cierta  clase  de  subordinaciones  á  los  unos, 
y  confieren  cierta  autoridad  á  los  otros;  y  así,  ¿en  qué 
nación,  por  bárbara  que  sea,  no  se  reconoce  el  padre 
autorizado  para  mandar  al  hijo,  y  éste  constituido  en  la 


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obligación  de  obedecerlo?  Yo  no  he  oído  decir  de  una 
sola  que  esté  excluida  de  estos  innatos  sentimientos. 

Los  mismos  tiene  el  hombre  respecto  de  su  mujer 
\  ésta  de  su  marido ;  el  amo  respecto  de  su  criado ;  el 
señor  respecto  de  sus  vasallos,  éstos  de  aquéllos,  y  a.sí  de 
todos. 

¿Y  en  qué  nación  ó  pueblo,  de  los  que  llaman 
salvajes,  vuelvo  á  decir,  dejarán  los  hombres  de  estar 
ligados  entre  sí  con  alguna  de  estas  conexiones?  En 
ninguno,  porque  en  todos  hay  hombres  y  mujeres,  hijos 
y  padres,  viejos  y  mozos.  Luego  pensar  que  hay  algún 
pueblo  en  el  mundo  donde  los  hombres  vivan  en  una 
absoluta  independencia  y  disfruten  una  libertad  tan 
brutal  que  cada  uno  obre  según  su  antojo,  sin  el  más 
mínmio  respeto  ni  subordinación  á  otro  hombre,  es 
pensar  una  quimera,  pues  no  sólo  no  ha  habido  tal 
nación,  mientan  como  quieran  los  viajeros,  pero  ni  la 
pudiera  haber,  porque  el  hombre  siempre  soberbio,  no 
aspiraría  sino  á  satisfacer  sus  pasiones  á  toda  costa,  y 
cada  uno  queriendo  hacer  lo  mismo,  se  querría  erigir 
en  un  tirano  de  los  demás,  v  de  este  tumultuoso  des- 
orden  se  seguiría  sin  falta  la  ruina  de  sus  individuos, 
iíasta  aquí  vamos  de  acuerdo  usted  y  yo. 

Tampoco  me  parece  fuera  de  la  razón  que  los  amos 
y  toda  clase  de  superiores  se  manejen  con  alguna  cir- 
cunspección  con   sus  subditos.    Esto  está  en  el  orderi, 


20 


PENSADOR    MEXICANO 


pues  si  todos  se  trataran  con  una  misma  igualdad,  éstos 
perderían  el  respeto  á  aquc'llos,  á  cuya  pérdida  seguiría 
la  insubordinación,  á  ésta  el  insulto  y  á  «'ste  el  trastorno 
general  de  los  Estados. 

Mas  no  puedo  coincidir  con  que  esta  cierta  gravedad, 
ó  seriedad  paso  en  los  superiores  á  ser  ceño,  orgullo 
y  altivez.  Estoy  seguro  que  así  como  con  lo  primero 
se  harán  amables,  con  lo  segundo  se  harán  aborrecibles. 

Es  una  preocupación  pensar  que  la  gravedad  se 
opone  á  la  afabilidad,  cuando  ambas  cosas  cooperan 
á  hacer  amable  y  respetable  al  superior.  Cosa  ridicula 
sería  que  éste  se  expusiera  á  que  le  faltaran  al  debido 
respeto  los  inferiores,  haciéndose  con  ellos  uno  mismo; 
pero  también  es  cosa  abominable  el  tratar  á  un  superior 
que  á  todas  horas  ve  al  subdito  erguido  el  cuello,  rezon- 
gando escasísimas  palabras,  encapotando  los  ojos,  \ 
arrugando  las  narices  como  perro  dogo.  Esto,  lejos  de 
ser  virtud,  es  vicio;  no  es  gravedad  sino  quijotería.  Nadie 
compra  más  baratos  los  coi*azones  de  los  hombres  que 
los  superiores,  y  tanto  menos  les  cuestan,  cuanto  más 
elevado  es  el  grado  de  superioridad.  Una  mirada  apacible, 
una  respuesta  suave,  un  tratamiento  cortés,  cuesta  poco 
y  vale  mucho  para  captarse  una  voluntad;  pero  por 
desgracia  la  afabilidad  apenas  se  conoce  entre  los  gran- 
des. La  usan,  sí;  mas  la  usan  con  los  que  han  menester, 
no  con  los  que  los  han  menester  á  ellos. 


OBRAS    ESCOGIDAS 


21 


Yo  he  viajado  por  algunas  provincias  de  la  Europa 
y  en  todas  he  observado  este  proceder,  no  sólo  en  los 
grandes  superiores,  sino  en  cualquier  rico...  ¿qué  digo 
rico?  Un  atrapalmejas,  un  empleado  en  una  oficina, 
un  mayordomo  de  casa  grande,  un  cajerillo,  un  cual- 
quiera que  disfrute  tal  cual  protección  del  amo  ó  jefe 
principal,  ya  se  maneja  con  el  que  lo  va  á  ocupar  por  . 
fuerza,  con  más  orgullo  y  grosería  que  acaso  el  mismo 
en  cuyo  favor  apoya  su  soberbia.  ¡Infelices!  no  saben 
que  a(juellos  que  sufren  sus  desaires  son  los  primeros 
(juo  abominan  su  inurbana  conducta  y  maldicen  sus 
í'/n'.<fm((s  personas  en  los  cafés,  calles  y  tertulias,  sin 
descuidarse  en  indagar  sus  cunas  y  los  modos  acaso 
vergonzosos  con  que  lograron  entronizarse. 

Me  he  alargado,  señores;  mas  ustedes  bien  refie- 
xionarán  (jue  yo  sé  conciliar  la  gravedad  conveniente 
;'i  un  amo,  ó  sea  el  superior  que  fuere,  con  la  afabilidad 
y  el  trato  humano  debido  á  todos  los  hombres;  y  usted, 
español,  advertirá  que  unas  son  las  leyes  de  la  sociedad 
y  otras  las  preocupaciones  de  la  soberbia;  que  por  lo 
que  toca  al  (¡oble  dcrccJio  que  usted  dijo  que  tienen  los 
amos  de  lo>  negros  para  mandarlos,  no  digo  nada,  por- 
que creo  que  lo  dijo  por  mero  pasatiempo;  pues  no  puede 
ignorar  que  no  hay  derecho  divino  ni  humano  que  cali-  . 
Hque  de  justo  el  comerciar  con  la  sangre  de  los  hombres. 

Diciendo  esto,  se  levantó  nuestro  negro  y  sin  exigir 

PERIQUILLO    SARNIENTO.  —  T.    II,    D.— 0. 


22 


PENSADOR    MEXICANO 


respuesta  á  lo  que  no  la  tenía,  brindó  con  nosotros  por 
última  vez,  v  abrazándonos  v  olrecióndonos  todos  recí- 
procamente  nuestras  personas  y  amistad,  nos  retiramos 
á  nuestras  casas. 

Algunos  días  después  tuve  la  satisfacción  de  verme 
á  ratos  con  mis  dos  amigos  el  oficial  y  el  negro,  lleván- 
dolos á  casa  del  coronel,  quien  les  hacía  mucho  agasajo; 
pero  me  duró  poco  esta  satisfacción,  porque  al  mes  del 
suceso  referido  se  hicieron  á  la  vCla  para  Londres. 


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CAPÍTULO  II 


Prosigue  nuestro  autor  contando  su  buena  conducta  y  fortuna  en  Manila.  Refiere  su 
licencia,  la  muerte  del  coronel,  su  funeral  y  otras  friolerillas  pasaderas 


En  los  ocho  años  que  viví  con  el  coronel  me  manejé 
con  honradez,  y  con  la  misma  correspondí  á  sus  con- 
fianzas, y  esto  me  proporcionó  algunas  razonables  ven- 
tajas, pues  mi  jel'e,  como  me  amaba  y  tenía  dinero,  me 
flanqueaba  el  que  yo  le  pedía  para  comprar  varias  an- 


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í 


•5 


24 


PENSADOR    MEXICANO 


chotas  en  el  año,  que  daba  por  su  medio  á  algunos  co- 
merciantes para  que  me  las  vendiesen  en  Acapulco.  Ya 
se  sabe  que  en  los  electos  de  China,  y  má>  en  aquellos 
tiempos  y  á  la  sombra  de  las  cajas  que  llaman  de  j)cr- 
miso,  dejaban  de  utilidad  un  ciento  por  ciento,  y  tal  vez 
más.  Con  esto  es  fácil  concebir,  que  en  cuatro  viajes 
felices  que  logré  hicieran  mis  comisionados,  comenzando 
con  el  principalillo  de  mil  pesos,  al  cabo  de  los  ocho 
años  ya  yo  contaba  míos  como  cosa  de  ocho  mil,  adqui- 
ridos con  facilidad  y  conservados  con  la  misma,  pues 
no  tenía  en  qué  gastarlos  ni  amigos  que  me  los  disi- 
paran. 

El  día  mismo  (¡ue  se  cumplieron  los  ocho  años  do 
mi  condena,  contados  desde  el  día  en  que  me  pasaron 
por  cajas  '  en  México,  me  llamó  el  coronel  y  me  dijo:  — 
Ya  has  cumplido  á  mi  lado  el  tiempo  í|ue  debías  haber 
cumplido  entre  la  tropa,  como  por  castigo,  según  la  sen- 
tencia que  merecieron  en  México  tus  extravíos.  En  mi 
compañía  te  has  portado  con  honor,  y  yo  te  he  (juerido 
con  verdad  v  te  lo  he  manifestado  con  las  obras.  Has 
adquirido  desterrado  y  en  tierra  ajena  un  principalito 
(|ue  no  pudiste  lograr  libre  en  tu  patria;  esto,  más  que 
á  fortuna,  debes  atribuirlo  al  arreglo  de  tus  costumbres, 
lo  (jue  te  enseña  que  la  mejor  suerte  del  hombre  es  su 

'  Se  llama  pasar  por  caja»  el  acto  de  tomar  razón  en  la  tesorería  general  del  nuevo 
soldado,  que  libremente  ó  por  castigo  ha  asentado  plaza,  extendiéndose  su  correspon- 
diente ñliación. 


OBRAS   ESCOGIDAS 


25 


mejor  conducta  y  que  la  mejor  patria  es  aquella  donde 
se  dedica  á  trabajar  con  hombría  de  bien. 

Hasta  hoy  has  tenido  el  nombre  de  asistente,  aunque 
no  el  trato;  pero  desde  este  instante  ya  estás  relevado  de 
este  cargo,  ya  estás  libre;  toma  tu  licencia.  Ya  sabes  que 
tienes  en  mi  poder  ocho  mil  pesos,  y  así,  si  quieres 
volver  á  tu  patria,  prevén  tus  cosas  para  cuando  salga 
la  nao. 

—  Señor,  le  dije  yo,  enternecido  por  su  generosidad, 
no  s6  cómo  significar  á  usía  mi  gratitud  por  los  muchos 
y  grandes  favores  que  le  he  debido,  y  siento  mucho  la 
proposición  de  usía,  pues  ciertamente,  aunque  celebro 
mi  libertad  de  la  tropa,  no  quisiera  separarme  de  esta 
casa,  sino  quedarme  en  ella,  aunque  fuera  de  último 
criado;  pues  bien  conozco  que  desechándome  usía  pier- 
do, no  á  mi  jefe  ni  á  mi  amo,  sino  á  mi  bienhechor,  á  mi 
mejor  amigo,  á  mi  padre. 

—  Vamos,  deja  eso,  dijo  el  coronel;  el  decirte  lo  que 
luts  oído,  no  es  porque  esté  descontento  contigo  ni  quiera 
echarte  de  mi  casa  (que  debes  contar  por  tuya),  sino  por 
ponerte  en  entera  posesión  de  tu  libertad,  pues  aunque 
m^  has  servido  como  hijo,  viniste  á  mi  lado  como  presi- 
diario, y  por  más  que  no  hubieras  querido,  hubieras 
e.ttado  en  Manila  este  tiempo.  Fuera  de  esto  considero 
'l'ie  el  amor  de  la  patria,  aunque  es  una  preocupación, 
f's  una  preocupación  de  aquellas  que,  á  más  de  ser  ino- 

PERIQUILLO   SARNIENTO.— T.    U,    D.  —  7. 


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PENSADOR    MEXICANO 


ceníes  en  sí,  pueden  ser  principio  de  algunas  virtudes 
cívicas  y  morales.  Ya  te  he  dicho,  y  has  leído,  que  el 
hombre  debe  ser  en  el  mundo  un  cosmopolita  i')  paisano 
de  todos  sus  semejantes,  y  que  la  patria  del  filósofo  es  el 
mundo;  pero  como  no  todos  los  hombres  son  filósofos, 
es  preciso  coincidir,  <'>  á  lo  menos  disimular  sus  enveje- 
cidas ideas,  poi'que  es  ardua,  si  no  imposible  empresa, 
el  reducirlos  al  punto  céntrico  de  la  razón;  y  la  preocu- 
pación de  distinguir  con  cierto  amor  particular  el  lugar 
de  nuestros  nacimientos  es  muy  antigua,  muy  radicada  y 
muv  santificada  por  el  común  de  los  hombres. 

Te  acordarás  que  has  leído  (jue  Ovidio  gemía  en  el 
Ponto,  no  tanto  por  la  intemperie  del  clima,  ni  por  el 
miedo  de  los  (ietas,  naciones  bárbaras,  guerreras  y  crue- 
les, cuanto  por  la  carencia  de  Roma,  su  patria;  has  leído 
sus  cartas  y  visto  en  ellas  los  esfuerzos  que  hizo  para 
que  á  lo  menos  le  acercaran  el  destierro,  sin  perdonar 
cuantas  adulaciones  pudo,  hasta  hacer  dios  á  Augusto 
César  que  lo  desterró. 

Pero  ¿qur  me  entretengo  en  citar  este  ejemplo  del 
amor  de  la  patria,  cuando  tú  mismo  has  visto  que  un 
indio  del  pueblo  de  Lvtacaíco  no  trocará  su  jacal  por  el 
palacio  del  virrey  de  México? 

En  efecto,  sea  preocupación  ó  lo  que  fuere,  esta 
amor  de  la  tierra  en  que  nacemos,  no  sé  qué  tiene  de 
violento,   (jue  es  menester  ser  muy  filósofos  para  des- 


OBRAS    ESCOGIDAS 


27 


prendernos  de  él,  y  lo  peor  es  que  no  podemos  desenten- 
dernos de  esta  particular  obligación  sin  incurrir  en  las 
leas  notas  do  ingratos,  viles  y  traidores. 

Por  esto,  pues,  Pedrillo,  quise  enterarte  de  la  liber- 
tad que  ya  disfrutas,  y  porque  pensé  que  tu  mayor  satis- 
facción sería  restituirte  á  tu  patria  y  al  seno  de  tus  ami- 
g()s  y  parientes. 

—  Muy  bien  está  eso,  señor,  dije  yo;  justo  será  amar 
á  la  patria  por  haber  nacido  en  ella  ó  por  las  conexiones 
(jue  ligan  á  los  hombres  entre  sí;  pero  eso  que  se  quede 
para  los  que  se  consideren  hijos  de  su  patria  y  para 
aijuellos  con  quienes  ésta  haya  hecho  los  oficios  de 
madre;  pero  no  para  mí  con  quien  se  ha  portado  como 
ir.adrastra.  En  mis  amigos  he  advertido  el  más  sórdido 
interés  de  su  particular  provecho,  de  modo  que  cuando 
lii'  tenido  un  peso,  he  contado  un  sin  fin  de  amigos,  y 
luogo  que  me  han  visto  sin  blanca,  han  dado  media 
vuelta  á  la  derecha,  me  han  dejado  en  mis  miserias,  y 
hasta  se  han  avergonzado  de  hablarme;  en  mis  parientes 
li'3  visto  el  peor  desconocimiento,  y  la  mayor  ingratitud 
on  mis  paisanos.  ¿Conque  á  semejante  tierra  será  capaz 
qac  yo  la  ame  como  patria  por  sus  naturale?^?  No,  señor; 
niojor  es  reconocerla  madre  por  sus  casas  y  paseos,  por 
su  Orilla,  Ixtaccdco  y  Santa  Añila;  por  su  San  Agw<tin 
<'''  las  Cuecas,  San  Anf/cl  y  Tacübaija,  y  por  estas  cosas 
así.    De  verdad  aseguro  á  usía  que  no  la  extraño  por 


28 


PENSADOR    iMEXICANO 


otros  motivos.    Ni  una  alma  de  allá  me  debe  la  memoria 

más  mínima;  al  paso  que  hasta  sueño  la  fiesta  de  San- 

tiar/o,  y  hasta  las  almuercerías  de  Las  Cañiías  y  de  Nana 
Rosa.  ' 

—  No,  no  te  esfuerces  mucho  en  persuadirme  eso 
tu  modo  de  pensar,  — dijo  el  coronel:  — pero  sábete  que 
es  amuchachado  y  muy  injusto.  Verdad  es  que,  no  sólo 
para  tí,  sino  para  muchos,  es  la  patria  madrastra;  pero 
prescindiendo  de  razones  políticas  que  embarazan  en 
cualquier  parte  la  igualdad  de  fortunas  en  todos  sus 
naturales,  has  de  advertir  que  muchos  por  su  mala 
cabeza  tienen  la  culpa  de  perecer  en  sus  patrias,  por  más 
que  sus  paisanos  sean  benéficos;  porque,  ¿quién  querrá 
exponer  su  dinero  ni  franquear  su  casa  á  un  joven  disi- 
pado y  lleno  de  vicios?  Ninguno,  y  en  tal  caso  los  tales 
picaros  ¿deberán  quejarse  de  sus  patrias  y  de  sus  paisa- 
nos, ó  más  bien  de  su  estragada  conducta? 

Tú  mismo  eres  un  testigo  irrefragable  de  esta  ver- 
dad; me  has  contado  tu  vida  pasada;  examínala,  y  verás 
como  las  miserias  que  padeciste  en  México,  hasta  llegar 


•  Fueron  mentadas  antiguamente  las  sabrosas  enchiladas  y  bocaditos  que  se  hacían 
tras  de  Regina  en  un  jacal  de  cañas,  de  donde  la  almuercería  tomó  el  nombre  de  Li< 
Cañitas,  En  tiempos  posteriores  se  puso  un  bodegón  inmediato  á  la  misma  iglesia  con 
el  mismo  nombre,  pero  sin  la  antigua  fama,  que  ya  también  desapareció. 

A  orillas  de  la  acequia,  en  el  paseo  de  la  Viga,  había  un  jardincito  donde  Ala»! 
Rosa,  que  vivió  cerca  de  cien  años,  con  su  afabilidad  y  genialidades  atraía  á  los  mex - 
canos  á  pasar  en  su  casa  alegres  días  de  campo,  haciéndose  pagar  muy  bien  los  almuer- 
zos que  condimentaba,  y  hasta  hoy  hacen  papel  en  ios  libros  de  cocina  los  enoueltot  d¿ 
^ana  liosa. 


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á  verte  en  una  cárcel,  reputado  por  ladrón,  y  por  fin 
confinado  á  un  presidio,  no  te  las  granjeó  tu  patria  ni  la 
mala  índole  de  tus  paisanos,  sino  tus  locuras  y  tus  per- 
versos amigos. 

Mientras  que  el  coronel  hacía  este  sólido  discurso, 
di  un  repaso  á  los  anales  de  mi  vida,  y  vi  de  bulto,  que 
todo  era  como  me  lo  decía,  v  entre  mí  confirmaba  sus 
asertos,  acordándome  tanto  de  los  malos  amigos  que  me 
extraviaron,  como  Januario,  Martín  Pelayo,  el  Aguilu- 
clio  y  otros,  como  de  otros  amigos  buenos  que  trataron 
de  reducirme  con  sus  consejos,  y  aun  me  socorrieron 
con  su  dinero,  como  don  Antonio,  el  mesonero,  el  tra- 
piento, etc.,  y  así,  interiormente  convencido,  dije  á  mi 
jete:  — Señor,  no  hay  duda  que  todo  es  como  usía  me 
lo  dice;  conozco  que  aún  estoy  muy  en  bruto  y  necesito 
muchos  golpes  de  la  sana  doctrina  de  usía  para  limar- 
me, y  por  lo  mismo  no  quisiera  desamparar  su  casa. 

—  No  hay  motivo  para  eso,  —  dijo  el  coronel, — 
siempre  que  tu  conducta  sea  la  que  ha  sido  hasta  aquí, 
esta  será  tu  casa  y  yo  tu  padre. — Le  di  un  estrecho  abrazo 
por  su  favor,  y  concluyó  esta  seria  sesión  quedándome 
en  su  compañía  con  la  confianza  que  siempre  y  disfru- 
tando las  mismas  satisfacciones;  pero  estaba  muy  cerca 
el  plazo  de  mi  felicidad;  se  acabó  presto. 

Gomo  á  los  dos  meses  de  estar  ya  viviendo  de  pai- 
sano, un  día,  después  de  comer,  le  acometió  á  mi  amo  un 

PERIQUILLO   SARNIENTO. —T.    U,    D.  —  8, 


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PENSADOR    MEXICANO 


insulto  apoplético,  tan  grave  y  violento,  que  apenas  le  ó\n 
una  corta  tregua  para  recibir  la  absolución  sacramental, 
y  como  á  las  oraciones  de  la  noche  talleció  en  mis  brazos, 
dejándome  en  el  mayor  pesar  y  desconsuelo. 

Inmediatamente  concurrió  á  casa  lo  más  lucido  do 
Manila;  dispusieron  amortajar  el  cadáver  a  lo  militar,  y 
cuanto  era  necesario  en  a(|uella  hora,  porque  yo  no  estaba 
capaz  de  nada. 

Como  el  interés  es  el  demonio,  no  faltó  quién  luego 
tratara  de  que  la  justicia'  se  apoderara  de  los  bienes  áA 
difunto,  asegurando  que  había  muerto  intestado;  pero  ¿u 
confesor  ocurrió  prontamente  al  desengaño  pidiéndome 
la  llave  de  su  escribanía  privada. 

La  di,  y  sacaron  el  testamento  cerrado  que  pocos 
días  antes  había  otorgado  mi  amo,  el  que  se  leyó,  \  se 
supo  (jue  dejaba  encargado  su  cumplimiento  á  su  compa- 
dre el  conde  de  San  Tirso,  caballero  muv  virtuoso  v  (lue 
lo  amaba  mucho. 

El  testamento  se  reducía,  á  que  á  su  fallecimiento  se 
pagasen  de  sus  bienes  las  deudas  que  tuviese  contraídas, 
y  del  remanente  se  hiciesen  tres  partes,  y  se  diese  una  á 
una  sobrina  suya  que  tenía  en  Mspaña  en  la  ciudad  de 
Burgos;  otra  á  mí,  si  estaba  yo  en  su  compañía,  y  la  ter- 
cera á  los  pobres  de  Manila,  ó  del  lugar  donde  muriera, 
y  caso  de  no  estar  yo  á  su  lado,  se  le  adjudicara  á  dichos 
pobres  la  parte  que  se  me  destinaba. 


ff?cer>'  •;  T^>.^^ 


OBRAS   ESCOGIDAS 


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Con  esto  se  acabó  la  esperanza  del  manejo  á  los  que 
pretendían  el  intestato,  y  se  dio  paso  al  funeral. 

Al  día  siguiente,  apenas  se  divulgó  por  la  ciudad  la 
muerte  del  coronel,  cuando  se  llenó  la  casa  de  gente; 
¿pero  de  qué  gente?  De  doncellas  pobres,  de  viudas  mi- 
serables, de  huérfanos  desamparados  y  otros  semejantes 
infelices,  á  quienes  mi  amo  socorría  con  el  mayor  silen- 
cio, cuya  subsistencia  dependía  de  su  caridad. 

Estaba  el  cadáver  en  el  féretro,  en  medio  de  la  sala, 
rodeado  de  todas  aquellas  familias  desgraciadas  que  llo- 
raban amargamente  su  orfandad  en  la  muerte  de  su 
benefactor,  á  quien  con  la  mayor  ternura  le  cogían  las 
monos,  se  las  besaban,  y  regándolas  con  el  agua  del 
dolor,  decían  á  gritos: — Ha  muerto  nuestro  bienhechor, 
nuestro  padre,  nuestro  mejor  amigo...  ¿Quién  nos  con- 
solará?  ¿quién  suplirá  su  falta? 

Ni  la  publicidad,  ni  la  concurrencia  de  los  grandes 
señores  que  suelen  solemnizar  estas  funciones  por  cum- 
plimiento, bastaba  á  contener  á  lanto  miserable  que  se 
consideraba  desamparado  y  sujeto  desde  aquel  momento 
al  duro  yugo  de  la  indigencia.  Todos  lloraban,  gemían 
y  suspiraban,  y  aun  cuando  daban  treguas  á  su  llanto, 
publicaban  la  bondad  de  su  benefactor  con  la  tristeza  de 
sus  semblantes. 

No  desampararon  el  cadáver  hasta  que  lo  cubrió  la 
tierra.    La  música  fúnebre  lograba  las  más  dulces  conso- 


t 


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PENSADOR    MEXICANO 


nancias  con  los  tristes  gemidos  de  los  pobres,  legítimos 
dolientes  del  difunto,  y  las  bóvedas  del  sagrado  templo 
recibían  en  sus  concavidades  los  últimos  esfuerzos  del 
más  verdadero  sentimiento. 

Concluida  esta  religiosa  ceremonia  me  volví  á  la 
casa  lleno  de  tal  dolor,  (jiie  en  los  nueve  días  no  estuve 
apto  ni  para  recibir  los  pésames. 

Pasado  este  término,  el  albacea  hizo  los  inven- 
tarios; se  realizó  todo,  y  se  cumplió  la  voluntad  del  tes- 
tador, entregándome  la  parte  que  me  tocaba,  que  fueron 
tres  mil  y  pico  de  pesos,  los  (jue  recibí  con  harta  pesa- 
dumbre por  la  causa  (|ue  me  hacía  dueño  de  ellos. 

Pasados  cerca  de  tres  meses  me  hallé  más  tran- 
quilo, y  no  me  acordaba  tanto  de  mi  padre  y  favore- 
cedor; ya  se  ve  que  me  duró  la  memoria  mucho  tiempo 
respecto  de  otros,  pues  he  notado  que  hijos,  mujeres  y 
amigos  de  los  difuntos,  aun  entre  los  (jue  se  precian  de 
amantes,  suelen  olvidarlos  más  presto  y  divertirse  á  este 
tiempo  con  la  misma  frescura  que  si  no  los  hubieran 
conocido,  á  pesar  de  los  vestidos  negros  que  llevan  y 
les  recuerdan  su  memoria. 

Como  ya  tenía  más  de  once  mil  pesos  míos  y  estaba 
bien  conceptuado  en  Manila,  procuré  no  extraviarme  ni 
faltar  al  método  de  vida  que  había  observado  en  tiempo 
del  coronel,  á  pesar  de  los  siniestros  consejos  y  provo- 
caciones de  los  malos  amigos,  que  nunca  faltan  á  los 


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li(niibi'es  libres  y  con  dinero;  y  esto  lo  hacía,  así  por  no 
disipar  mis  monedas,  como  por  no  perder  el  crédito 
(!*>  hombre  de  bien  que  había  adquirido.  ¡Qu<''  cierto  es 
(|ue  el  amor  al  dinero  y  nuestro  amor  propio,  aunque 
n.  son  virtudes,  suelen  contenernos  y  ser  causa  de  que 
no  nos  prostituyamos  á  los  vicios! 

De  este  evidente  principio  nace  esta  necesaria  con- 
secuencia: que  mientras  menos  tiene  que  perder  el 
hombre,  es  más  picaro,  <'»  cuando  no  lo  sea,  está  más 
expuesto  á  serlo.  Por  eso  los  hombres  más  pobres  y  los 
más  soeces  de  las  repúblicas  son  los  más  perdidos  y 
viiiosos,  porque  no  tienen  ni  honor  ni  interes(\s  que 
perder;  y  por  lo  mismo  están  más  propensos  á  cometer 
cualquier  delito  y  á  emprender  cualquiera  acción,  por  vil 
y  detestable  que  sea;  y  por  esto  también  dicta  la  razón 
que  se  debería  procurar  con  el  mayor  empeño  por  todos 
l<ts  superiores,  que  sus  subditos  no  se  educasen  vagos  é 
inútiles. 

Pero  dejando  estas  reflexiones  para  los  que  tienen 
el  cargo  de  mandar  á  los  demás,  y  volviendo  á  mí,  digo: 
que  viéndome  solo  en  Manila  y  con  dinero,  me  picó  el 
de>eo  de  volver  á  mi  patria,  así  para  que  viesen  mis 
paisanos  la  mudanza  de  mi  conducta,  como  para  lucir 
y  disfrutar  en  México  de  mi  caudal,  que  ya  lo  podía 
nombrai'  de  esta  manera,  según  mis  cuentas. 

Para  esto  empleé  con  tiempo  mis  monedas,   com- 

PERlgUILLO    SAIiNÍKNTO.  —  T.    II  ,    D.  —  0. 


-í 


34 


PENSADOR    MEXICANO 


prando  bien  barato,  y  cuando  l'ué  tiempo  de  que  la 
nao  se  alistara  para  Acapulco,  me  despedí  de  todos 
mis  amigos  y  de  los  de  mi  amo,  á  cuya  memoria,  antes 
que  otra  cosa,  dispuse  que  se  le  hiciese  un  solemne 
novenario  de  misas,  lo  que  se  me  tuvo  muy  á  bien,  y 
concluido  esto,  salí  para  Cavite  y  me  embarqué  con  todos 
mis  intereses. 


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CAPÍTULO  III 


I-ii  el  que  nuestro  autor  cuenta  cómo  se  embarcó  para  AcapuIco;su  naufragio;  el  buen 
acogimiento  que  tuvo  en  una  isla  donde  arribó,  con  otras  cosillas  curiosas 


¡Qué  deliciosos  son  aquellos  fantásticos  jardines,  en 
(|ue  solemos  pasearnos  á  merced  de  nuestros  deseos! 
¡'Jue  cuentas  tan  alegres  nos  hacemos  cuando  las  hace- 
mos sin  la  huéspeda,  esto  es,  cuando  no  prevenimos  lo 


í 


3G  PENSAÜOK    MEXICANO 

adverso  que  puedo  suceder,  ó  lo  más  cierto,  cuando  no 
advíTtimos  qu(^  la  alta  Providencia  puede  tener  decre- 
tada^í  cosas  muy  distintas  de  las  (jue  nos  imaginamos! 

Tales  fueron  las  que  yo  hice  en  Manila  cuando  m  > 
embarqué  con  mi  ancheta  para  Acapulco. — Once  mil 
pesos  empleados  en  barata,  decía  yo.  realizados  con  esti- 
mación en  M(''xico,  producirán  veintiocho  ó  treinta  mi!; 
éstos,  puestos  en  giro  con  el  comercio  de  Veracruz,  en  un 
par  de  años  se  haccm  cincuenta  ó  sesenta  mil  pesos.  Con 
semejante  principal,  yo,  que  no  soy  tonto  ni  muy  lea, 
¿por  qué  no  he  de  pensar  en  casarme  con  una  muchacha 
(|ue  tenga  por  lo  menos  otro  tanto  de  dote?  Y  con  un 
capital  tan  razonable,  ¿por  qué  no  he  de  buscar  en  otro 
par  de  años,  ruinmente  y  libres  de  gastos,  cuarenta  ó  cin- 
cuenta talegas?  Con  éstas,  ¿porqué  no  he  de  poder  logr.-ii' 
en  Madrid  un  título  de  conde  ñ  manjués?  Seguramente 
con  menos  dinero  sé  (jue  otros  lo  han  conseguido.  Muy 
bien;  pero  siendo  conde  ó  marqués,  ya  me  será  indecoro- 
so el  ser  comerciante  con  tienda  pública;  me  llamarán  i'l 
marqués  del  Alepín,  ó  el  conde  de  la  Musolina;  ¿y  qué  lo 
hace?  ¿Muchos  no  se  han  titulado  y  subido  á  tan  altas 
cumbres  por  iguales  escalon(\s?  Pero,  sin  embargo,  es 
menester  buscar  otro  giro  por  donde  subsistir,  siquiera 
para  que  no  me  muerdan  mucho  los  envidiosos  maldi- 
cientes. ¿Y  qué  giiM  será  este?  El  campo;  sí,  ¿cuál  otio 
más  [)ropio  y  honoríhco  para  un  marqués  que  el  camp'>? 


OBRAS    ESCOGIDAS 


37 


<'ompraré  un  par  de  haciendas  de  las  mejores;  las  sur- 
tiré de  fieles  é  inteligentes  administradores,  y  contando 
por  lo  regular  con  la  fertilidad  de  mi  patria,  levantaré 
unas  cosechas  abundantísimas,  acopiaré  muchos  doblo- 
nes, seré  un  hombre  visible  en  México,  contaré  con  las 
mejores  estimaciones,  y  mi  mujer,  que  sin  duda  será 
muy  bonita  y  muy  graciosa,  se  llevará  todas  las  aten- 
ciones, ¿y  por  qué  no  se  merecerá  las  de  la  virreina? 
Ya  se  ve  que  sí;  la  amará  por  su  presencia,  por  su  dis- 
creción y  porque  yo  fomentaré  esta  amistad  con  los  obse- 
quios que  saben  ablandar  á  los  peñascos.  Ya  que  esté  de 
j)unto  la  virreina  y  sea  íntima  amiga  de  mi  mujer,  ¿por 
qué  no  he  de  aprovechar  su  patrocinio?  Me  valdré  de  él; 
lograré  la  mayor  estrechez  con  el  virrey,  y  conseguida, 
con  muy  poco  dinero  beneficiaré  un  regimiento;  seré 
coronel,  y  he  aquí  de  un  día  á  otro  á  Periquillo  con  tres 
^Mlones  y  un  usía  en  el  cuerpo  más  grande  que  una  casa. 
¿Parará  en  esto?  No,  señor;  las  haciendas  aumen- 
tarán sus  productos;  mis  cofres  reventarán  en  doblones, 
y  entonces  mi  amigo  el  virrey  se  retirará  á  España  y  yo 
me  iré  en  su  compañía.  1^1,  por  una  parte,  bienquisto  con 
el  rey  y  por  otra  oprimido  de  mis  favores,  h'ará  por  mí 
cuanto  pueda  en  el  ministerio  de  Gracia  y  Justicia  en  el 
departamento  de  Indias;  yo  no  me  descuidaré  en  gran- 
jear la  voluntad  del  secretario  de  Estado,  y  á  pocos 
lances,  á  lo  más  dentro  de  dos  años,  consigo  los  des- 

PERIQUILLO   SARNIENTO.  —  T.    II,    D.  —  10. 


38 


PENSADOR    MEXICANO 


pachos  do  virrey  de  México.  Esto  es  de  cajón,  y  tan 
fácil  de  hacerse  como  lo  digo,  y  entonces...  ¡Ah,  qu^' 
gozo  ocupará  mi  corazón  el  día  que  tome  posesión  áv\ 
virreinato  de  mi  tierral 

¡Oh!  I  y  cuántas  adulaciones  no  me  harán  todos  mis 
conocidos  I  ¡Qué  de  parientes  y  amigos  no  me  resulta- 
rán, y  cómo  no  temerán  mi  indignación  todos  los  que  mo 
han  visto  con  desprecio! 

Fuera  de  esto,  ¿qué  días  tan  alegres  no  me  pasaré 
en  el  gobierno  de  aquel  vasto  y  dilatado  reino?  ¿qué  do 
dinero  no  juntaré  por  todos  los  medios  posibles,  sean  los 
que  sean?  ¿qué  diversiones  no  disfrutaré?  ¿qué  multi- 
tud de  aduladores  no  me  rodeará,  canonizando  mis  vicios 
como  si  fueran  las  virtudes  más  eminentes,  aunque  en 
el  juicio  de  residencia  no  se  vuelvan  á  acordar  de  mí,  ó 
tal  vez  sean  mis  peores  enemigos?  Pero  en  fin,  aquellos 
años,  cuando  menos,  los  pasaré  anegados  en  las  delicias, 
y  no  descuidándome  en  atesorar  plata,  con  ella  podré 
tapar  las  bocas  de  mis  enemigos  y  comprar  las  de  mis 
amigos,  para  (jue  éstos  abonen  mi  conducta  y  aquéllos 
callen  mis  defectos;  y  en  este  caso,  he  aquí  un  Peri- 
quillo, un  hidalgo,  según  dicen,  un  hombre  de  mediana 
fortuna,  y  si  se  quiere  un  pillo  de  primera,  bonificado  á 
la  faz  del  rey  y  de  los  hombres  buenos,  por  más  que  sus 
iniquidades  gritarían  la  venganza  entre  los  particulares 
agraviados. 


TX^ 


-y      'T-'^'J' 


OBRAS    ESCOGIDAS 


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Así,  ni  más  ni  menos,  era  mi  modo  de  pensar  en 
aquellos  días  primeros  que  navegaba  para  mi  tierra,  y 
si  Dios  hubiera  llenado  la  medida  de  mis  inicuos  deseos, 
Cjui<'n  sabe  si  hoy  estarían  infinitas  familias  desgracia- 
das, la  mía  deshonrada  y  yo  mismo  decapitado  en  un 
patíbulo. 

Siete  días  llevábamos  de  navegación,  y  en  ellos  tenía 

YO  !a  cabeza  llena  de  mil  delirios  con  mi  soñado  virrei- 

«I 

nato.  Bandas,  bordados,  excelencias,  obsequios,  su- 
misiones, banquetes,  vajillas,  paseos,  coches,  lacayos, 
libreas  y  palacios  eran  los  títeres  que  bailaban  sin  cesar 
en  mi  loco  cerebro  y  con  los  que  se  divertía  mi    tonta 


iniagmacion. 


Tan  acalorado  estaba  con  estas  simplezas,  que  aún 
lio  ponía  la  primera  piedra  á  este  vano  edificio,  cuando 
ya  me  hallaba  revestido  de  cierta  soberbia  con  la  que 
pretendía  cobrar  gajes  de  virrey  sin  pasar  de  un  triste 
Periquillo;  y  en  virtud  de  esto  hablaba  poco  y  muy 
m(?surado  con  los  principales  del  barco,  y  menos  ó  nada 
C(^n  mis  iguales,  tratando  á  mis  inferiores  con  un  aire  de 
majestad  el  más  ridículo. 

Inmediatamente  notaron  todos  mi  repentina  muta- 
ci«''n;  porque  si  antes  me  habían  visto  jovial  y  cariñoso, 
dentro  de  cuatro  días  me  veían  fastidioso,  soberbio  é 
intratable,  por  lo  que  unos  me  ridiculizaban,  otros  me 
liacían  mil  desaires  y  todos  me  aborrecían  con  razón. 


40 


PENSADOR    MEXICANO 


Yo  advertía  su  poco  cariño,  pero  decía  á  mis  solas: 
—  ¿Qué,  corKiiie  esta  gentuza  me  desprecie?  ¿para  qué 
los  necesita  un  virrey?  El  día  que  tome  posesión  de  mi 
empleo,  estos  que  ahora  se  retiran  de  mí  serán  loá 
primeros  que  se  pelarán  las  barbas  por  adularme.  Así 
continuaba  el  nuevo  Quijote  en  sus  locuras  caballerescas, 
que  iban  en  aumento  de  día  en  día  y  de  instante  en  ins- 
tante, que,  á  no  permitir  Dios  que  se  revolvieran  los 
vientos,  ésta  fuera  la  hora  en  que  yo  hubiera  tomado 
posesión  de  una  jaula  en  San  Hipólito. 

Fué  el  caso,  (jue  al  anochecer  del  día  séptimo  de 
nuestra  navegación,  comenzó  á  entoldarse  el  cielo  y  á 
obscurecerse  el  aire  con  negras  y  espesas  nubes;  el 
nordeste  soplaba  con  Fuerza  en  contra  de  nuestra  direc- 
ci<')n;  á  pocas  horas  creció  la  cerraz<'tn,  obscureciéndose 
los  horizontes;  comenzaron  á  desgajarse  fuertes  aguace- 
ros, mezclándose  con  el  agua  multitud  de  rayos  que, 
cruzando  en  la  atmósfera,  aterrorizaban  los  ojos  que  los 
veían. 

Á  las  seis  horas  de  esta  fatiga  se  levantó  un  sudeste 
furioso;  los  mares  crecían  por  momentos  y  hacían  unas 
olas  tan  grandes,  que  parecía  que  cada  una  de  ellas  iba 
á  sepultar  el  navio.  Con  los  fuertes  huracanes  y  repetidos 
balances  no  quedó  un  farol  encendido;  á  tientas  procu- 
raban maniobrar  los  marineros;  la  terrible  luz  de  los 
relámpagos  servía  de  atemorizarnos  más,  pues  unos  á 


OBRAS    ESCOGIDAS 


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oíros  veíamos  en  nuestros  pálidos  semblantes  pintada  la 
imagen  de  la  muerte,  que  por  momentos  esperábamos. 

En  este  estado  un  golpe  de  mar  rompi('>  el  timón, 
oi''o  el  palo  bauprés  y  una  furiosa  sacudida  de  viento 
quebró  el  mastelero  del  trinquete.  Grujía  la  madera  y 
las  jarcias,  sin  poderse  recoger  los  trapos  que  ya  estaban 
htM'hos  pedazos,  porque  no  podía  la  gente  detenerse  en 
las  vergas. 

Como  los  vientos  variaban  v  carecíamos  del  timón, 
bogaba  el  barco  sobre  las  olas  por  donde  aqiióUcs  lo  lle- 
vaban; no  valió  ccrF'ar  los  escotillones  para  impedir  que 
S(  llenara  de  agua  con  los  golpes  de  mar,  ni  podíamos 
de-aguar  lo  suficiente  con  el  auxilio  de  las  bombas. 

En  tan  deplorable  situación  ya  se  deja  entender  cuál 
seiía  nuestra  consternación,  cuáles  nuestros  sustos  v 
cu.'in  repetidos  nuestros  votos  y  promesas. 

En  tan  críticas  y  apuradas  circunstancias  llegó  el 
laíal  momento  del  sacrificio  de  las  víctimas  navegantes. 
Como  el  navio  andaba  de  acá  para  allá  lo  mismo  que  una 
pt'lota,  en  una  de  éstas  di<'»  contra  un  arrecife  tan  fuerte 
golpe  que,  estrellándose  en  él,  se  abrió  como  granada 
desde  la  popa  al  combés,  haciendo  tanta  agua,  que  no 
quedó  más  esperanza  que  encomendarse  á  Dios  y  repetir 
a''fos  de  contrición. 

El  capellán  absolvió  de  montón,  y  todos  se  coníor- 
maron  con  su  suerte  á  más  no  poder. 

PERIQUILLO    SARNIENTO. —T.    H,     D.  —  11 . 


42 


PENSADOR    MEXICANO 


Yo,  luego  que  advertí  que  el  barco  se  hundía,  trepú 
á  la  cubierta  como  gato,  y  la  divina  Providencia  m^' 
deparó  en  ella  un  tablón  del  (|ue  me  así  con  todas  mis 
fuerzas,  porque  había  oído  decir  que  valía  mincho  una 
tabla  en  un  naufragio;  pero  apenas  la  había  tomado 
cuando  me  vi  sobreaguar,  y  á  la  luz  macilenta  de  un 
relámpago,  vi  frente  de  mis  ojos  acabarse  de  ir  á  pique 
todo  el  bu(jue. 

Entonces  me  sobrecogí  del  más  íntimo  terror,  consi- 
derando que  todos  mis  compañeros  habían  perecido  y  yo 
no  podía  dejar  de  correr  igual  funesta  suerte. 

Sin  embargo,  el  amor  á  la  vida  y  aquella  tenaz 
esperanza  que  nos  acompaña  hasta  perderla,  alentaron 
mis  desmayadas  fuerzas,  y  afianzado  de  la  tabla,  ha- 
ciendo promesas  á  millones  é  invocando  á  la  Madre  do 
Dios  bajo  la  advocación  de  Guadalupe,  me  anduve  soste- 
niendo sobre  las  aguas,  llevado  á  la  discreción  de  las 
olas  V  de  los  vientos. 

tí 

Unas  veces  el  peso  de  las  olas  me  hundía  y  otras 
el  aire  contenido  en  los  poros  de  la  tabla  me  hacía 
surgir  sobre  la  superficie  del  agua. 

Como  hora  y  media  batallaría  yo  entre  estas  ansias 
mortales  sin  ninguna  humana  esperanza  de  remedio, 
cuando,  disipándose  las  nubes,  sosegándose  los  mares 
y  aquietándose  los  vientos,  amaneció  la  aurora,  más 
hermosa  para   mí   en  aquel  punto  que  lo    fué   para  el 


TT-í 


OBRAS    ESCOGIDAS 


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monarca  más  pacífico  del  universo.  El  sol  no  tardó  en 
manifestar  su  bella  y  resplandeciente  cara.  Yo  estaba 
casi  desnudo  y  veía  la  extensión  de  los  mares;  pero 
acobardado  mi  espíritu  con  el  pasado  infortunio,  y 
temeroso  siempre  de  perder  la  vida  en  aquel  piélago, 
no  podía  ver  con  entero  placer  las  delicias  de  la  natu- 
raleza. 

Aferrado  con  mi  tabla  no  trataba  sino  de  sobreaguar, 
temiendo  siempre  la  sorpresa  de  algún  pez  carnicero, 
cuando  en  esto  que  oí  cerca  de  mí  voces  humanas.  Alcé 
ia  cara,  extendí  la  vista  y  observé  (jue  los  que  me  grita- 
ban eran  unos  pescadores  que  bogaban  en  un  bote.  Los 
min''  con  atención  y  observé  que  se  acercaban  hacia 
mí.  Es  imponderable  el  gusto  que  sintió  mi  corazón 
al  ver  que  aquellos  buenos  hombres  venían  volando 
á  mi  socorro,  y  más  cuando,  abordándose  el  banjuillo 
con  mi  tabla,  extendieron  los  brazos  y  me  pusieron  en  su 
bote. 

Ya  estaba  yo  enteramente  desnudo  y  casi  privado 
de  sentido.  En  este  estado  me  pusieron  boca  á  bajo 
y  me  hicieron  arrojar  porción  de  agua  salada  que  había 
tragado.  Luego  me  dieron  unas  friegas  generales  con 
paños  de  lana  y  me  confortaron  con  espíritu  de  cuerno 
de  ciervo,  que  por  acaso  llevaba  uno  de  ellos,  después 
<lo  lo  cual  me  abrigaron  y  condujeron  al  muelle  de  una 
i^la  que  estaba  muv  cerca  de  nosotros. 


u 


PENSADOR    MEXICANO 


Al  tiempo  de  desembarcarme,  volví  en  mí  del  des- 
mayo  ó    pataleta   que   me  acometi»'»,    y   vi  y  advertí  lo 


•  • 


siguiente. 

Me  pusieron  bajo  un  árbol  copado  que  había  en  el 
muelle,  y  luego  se  juntó  alrededor  de  mí  porción  do 
gente,  entre  la  que  distinguí  algunos  europeos.  Todos 
me  miraban  y  me  hacían  mil  preguntas  de  mera  curio- 
sidad; pero  ninguno  se  dedicaba  á  favorecerme.  El  que 
más  hizo  me  dio  una  pequeña  moneda  del  valor  de 
medio  real  de  nuestra  tierra.  Los  demás  me  compadecían 
con  la  boca  y  se  retiraban  diciendo:  —  ¡Qué  lástima!... 
¡  Pobrecito!...  aún  es  mozo;  —  y  otras  palabras  vanas 
como  éstas,  y  con  tan  oportunos  socorros  se  daban  por 
contentos  v  se  marchaban. 

Los  isleños  pobres  me  veían,  se  enternecían,  no  im^ 
daban  nada,  pero  no  me  molestaban  con  preguntas,  ó 
porque  no  nos  habíamos  de  entender,  ó  porque  tenían 
más  prudencia. 

Sin  embargo  de  la  pobreza  de  esta  gente,  uno  me 
llevó  una  taza  de  t<''  y  un  pan.  y  otro  me  dio  un  capisayo 
roto,  que  yo  agradecí  con  mil  ceremonias  y  me  lo  encaja' 
con  mucho  gusto,  porque  estaba  en  cueros  y  muerto  do 
frío.  Tal  era  el  miserable  estado  del  virrey  futuro  en 
Nueva  Lspaña,  que  se  contentó  con  el  vestido  de  un  ple- 
beyo sangley,  que  por  tal  lo  tuve.  Bien  <jue  entonces 
ya  no  pensaba  yo  en  virreinatos,  palacios  ni  libreas,  ni 


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45 


at'i'ugaba  las  cejas  para  ver,  ni  economizaba  las  palabras; 
antes  sí  procuraba  poner  mi  semblante  de  lo  más  liala- 
giieño  con  todos,  y  más  entumido  que  perro  en  ba- 
rrio ajeno,  afectaba  la  más  cariñosa  humildad.  ¡Qué 
cierto  es  que  muchos  nos  ensoberbecemos  con  el  dinero, 
sin  el  cual  tal  vez  seríamos  humanos  v  tratables. 

Tres  ó  cuatro  horas  habría  que  estaba  yo  bajo  la 
sombra  del  árbol  robusto,  sin  saber  á  dónde  irme  ni  qué 
hacer  en  una  tierra  que  reconocía  tan  extraña,  cuando 
se  llegó  á  mí  un  hombre,  que  me  pareció  isleño  por  el 
traje  y  rico  por  lo  costoso  de  él,  porque  vestía  un  ropón 
ó  tánica  de  raso  azul,  bordado  de  oro  con  vueltas  de  felpa 
de  marta;  ligado  con  una  banda  de  burato  pufU(j,  •  tam- 
bit'n  bordada  de  oro,  que  le  caía  hasta  los  pies,  que 
a|)í'nas  se  le  descubrían,  cubiertos  con  unas  sandalias  ó 
zapatos  de  terciopelo  de  color  de  oro.  En  una  mano  traía 
un  bastón  de  caña  de  China  con  puño  de  oro  y  en  la 
otra  una  pipa  del  mismo  metal.  La  cabeza  la  tenía  des- 
cu!)ierta  y  con  poco  pelo;  pero  en  la  coronilla  ó  más 
abajo  tenía  una  porción  recogida  como  los  zorongos  de 
nii-'stras  damas,  el  cual  estaba  adornado  con  una  sor- 
tija de  brillantes  y  una  insignia  que  por  entonces  no  supe 
1"  ijue  era. 

Venían  con  él  cuatro  criados  que  le  servían  con  la 


'    líntre  los  sederos  y  tintoreros  se  llama  asi  el  color  de  púrpura  más  subido  ú  obs- 
Chio  de  la  seda. 

PERIQUILLO   SARNIENTO.— T.    II,    D.  —  12. 


40 


PENSADOR    MEXICANO 


mayor  sumisión,  uno  de  los  cuales  traía  un  payo,  como 
ellos  les  dicen,  ó  un  par a( ¡na,  como  decimos  nosotros,  el 
cual  paragua  era  de  raso  carmesí  con  franjas  de  oro,  y 
también  venía  otro  que  por  su  traje  me  pareció  europeo, 
como  en  efecto  lo  era,  y  nada  menos  que  el  intérprete 
español. 

Luego  que  se  acercó  á  mí,  me  miró  con  una  aten- 
ción muy  patética,  que  manifestaba  de  á  legua  intere- 
sarse en  mis  desgracias,  y  por  medio  del  intérprete  me 
dijo:  —  Xo  te  acongojes,  náufrago  infeliz,  que  los  dioses 
del  mar  no  te  han  llevado  á  las  islas  de  las  Velas  \  donde 
hacen  esclavos  á  los  que  el  mar  perdona.  Vén  á  mi 
casa. 

Diciendo  esto,  mandó  á  sus  criados  que  me  llevaran 
en  hombros.  Al  instante  se  suscitó  un  fuerte  murmullo 
entre  los  espectadores,  que  remató  en  un  sinnúmero  de 
vivas  y  exclamaciones. 

Inmediatamente  advertí  que  aquel  era  un  personaje 
distinguido,  porque  todos  le  hacían  muchas  reverencias 
al  pasar. 

No  me  engañé  en  mi  concepto,  pues  luego  que 
llegué  á  su  casa  advertí  que  era  un  palacio,  pero  un 
palacio  de  la  primera  jerarquía.  Me  hizo  poner  en  un 
cuarto  decente;  me  proveyó  de  alimentos  y  vestidos  á 
su  uso,   pero  buenos,  y  me  dejó  descansar  cuatro  días. 

'    Por  otro  nombre  ae  conocen  estas  islas  por  las  de  los  Ladrones. 


— No  te  acongojes,  náufrago  infeliz,  que  los  dioses  del  mar  no  te  han  llevado 
á  las  islas  de  las  Velas,  donde  hacen  esclavos  á  los  que  el  mar  perdona.  Vén  á 
mi  casa. 


OBRAS   ESCOGIDAS 


47 


Al  cabo  de  ellos,  cuando  se  informó  de  que  yo  es- 
taba enteramente  restablecido  del  quebranto  que  había 
pndecido  mi  salud  con  el  naufragio,  entró  en  mi  cuarto 
con  el  intérprete,  y  me  dijo:  — Y  bien,  español,  ¿es  mejor 
mi  casa  que  la  mar?  ¿te  hallas  bien  aquí?  ¿estás  con- 
tento?—  Señor,  le  dije,  es  muy  notable  la  diferencia  que 
me  proponéis;  vuestra  casa  es  un  palacio,  es  el  asilo  (jue 
me  ha  libertado  de  la  indigencia  y  el  más  seguro  puerto 
que  he  hallado  después  de  mi  naufragio;  ¿no  deberé  estar 
contento  en  ella  y  reconocido  á  vuestra  liberalidad  y 
beneficencia? 

Desde  entonces  me  trató  el  isleño  con  el  mavor 
cariño.  Todos  los  días  me  visitaba  y  me  puso  maestros 
que  me  enseñaran  su  idioma,  el  que  no  tardé  en  apren- 
der imperfectamente,  así  como  él  sabía  el  español,  el 
inglés  y  francés,  porque  de  todos  entendía  un  poco, 
aunque  lo  champurraba  mucho  con  el  suyo. 

Sin  embargo,  yo  hablaba  mejor  su  idioma  (|ue  él  el 
mío,  porque  estaba  en  su  tierra  y  me  era  preciso  hablar 
V  tratar  con  sus  naturales.  Ya  se  ve,  no  hav  arte  más 
pronto  y  eficaz  para  aprender  un  idioma,  que  la  necesi- 
dad de  tratar  con  los  que  lo  hablan  naturalmente. 

A  los  dos  ó  tres  meses  ya  sabía  yo  lo  bastante  para 
entender  al  isleño  sin  intérprete,  y  entonces  me  dijo  que 
era  hermano  del  tután  ó  virrey  de  la  provincia,  cuya  ca- 
pital era  aquella  isla  llamada  Saucheofú;  que  él  era 'su 


48 


PENSADOR    MEXICANO 


segundo  ayudante  y  se  llamaba  Limahotón.  A  seguida 
se  iní'ormó  de  mi  nombre  y  de  la  causa  de  mi  navegación 
por  aquellos  mares,  como  también  de  cuál  era  mi  patria. 

Yo  le  satisfice  á  todo,  y  él  mostró  condolerse  de  mi 
suerte,  adminlndose  igualmente  de  algunas  cosas  que  le 
cont»''  del  reino  de  Nueva  España. 

Al  día  siguiente  á  esta  conversación  me  llevó  a  cono- 
cer á  su  hermano,  á  quien  saludó  con  aquellas  reveren- 
cias y  ceremonial  en  que  me  habían  instruido,  y  el  tal 
tután  me  hizo  bastante  aprecio;  pero  con  todo  su  cariño 
me  dijo: — ¿Y  tú,  qué  sabes  hacerf  Ponjuc  aunque  en 
esta  provincia  se  usa  la  hospitalidad  con  todos  los  extran- 
jeros, pobres  ó  no  pobres,  que  aportan  á  nuestras  playas, 
sin  embargo,  con  los  que  tratan  de  detenerse  en  nues- 
tras ciudades  no  somos  muy  indulgentes,  pasado  cierto 
tiempo,  sino  (|ue  nos  informamos  de  sus  habilidades  y 
oficios  para  ocuparlos  en  lo  que  saben  hacer,  ó  para 
aprender  de  ellos  lo  que  ignoramos.  El  caso  es  que 
aquí  nadie  come  nuestro  arroz  ni  la  sabrosa  carne  de 
nuestras  vacas  y  peces,  sin  ganarlo  con  el  trabajo  de  sus 
manos.  De  manera,  que  al  que  no  tiene  ningún  oficio 
ó  habih'dad  se  lo  enseñamos,  y  denti'o  de  uno  ó  dos  años 
ya  se  halla  en  estado  de  desquitar  poco  á  poco  lo  que 
gasta  el  tesoro  del  rey  en  fomentarlo.  En  esta  virtud, 
dime  qué  oficio  sabes,  para  que  mi  hermano  te  reco- 
miende en  un  taller  donde  ganes  tu  vida. 


tlST^Tí        ,i>--->-'yr» 


OBRAS    ESCOGIDAS 


49 


Sorprendido  me  quedé  con  tales  avisos,  porque  no 
sabía  hacer  cosa  de  provecho  con  mis  manos,  y  así  le 
contesté  al  tután: — Señor,  yo  soy  noble  en  mi  tierra, 
)  por  esto  no  tengo  oficio  alguno  mecánico,  porque  es 
bajeza  en  los  caballeros  trabajar  corporalmente. 

Perdió  su  gravedad  el  mesurado  mandarín  al  oir  mi 
disculpa,  y  comenzó  á  reir  á  carcajadas,  apretándose  la 
barriga  y  tendiéndose  sobre  uno  y  otro  cojín  de  los  que 
tenía  á  los  lados,  y  cuando  se  desahogó  me  dijo:  — ¿Con- 
que en  tu  tierra  es  bajeza  trabajar  con  las  manos?  ¿Luego 
cada  noble  en  tu  tierra  será  un  tután  ó  potentado,  y 
somín  eso  todos  los  nobles  serán  muv  ricos? — No,  señor, 
le  dije,  no  son  príncipes  todos  los  nobles,  ni  son  todos 
ricos;  antes  hay  innumerables  que  son  pobrísimos.  y 
tanto,  que  por  su  pobreza  se  hallan  confundidos  con  la 
escoria  del  pueblo. 

—  Pues  entonces,  decía  el  tután,  siendo  esos  ejem- 
jjlans  repetidos,  es  menester  creer  que  en  tu  tierra 
todos  son  locos  caballerescos:  pues  mirando  todos  los 
días  lo  poco  que  vale  la  nobleza  á  los  pobres,  y  sabiendo 
1"  lácil  que  es  que  el  rico  llegue  á  ser  pobre  y  se  vea 
altatido,  aunque  sea  noble,  tratan  de  criar  á  los  hijos 
1  'chos  unos  holgazanes,  exponiéndolos  por  esta  especie 
di'  locura  á  que  mañana  ú  otro  día  perezcan  en  las  garras 
d'^  la  indigencia. 

Fuera  de  esto,  si  en  tu  tierra  los  nobles  no  saben 

PERIQUILLO    SARNIENTO.  —  T.    II,    D.—  13. 


50 


PENSADOR    MEXICANO 


valerse  de  sus  manos  para  buscar  su  alimento,  tampoco 
sabrán  valer  á  los  demás,  y  entonces  dime:  ¿de  qué  sirve 
en  tu  tierra  un  noble  ó  rico,  que  me  parece  que  tú  los 
juzgas  iguales?  ¿de  qué  sirve  uno  de  estos,  digo,  al 
resto  de  sus  conciudadanos?  Seguramente  un  rico  ó  un 
noble  será  una  carga  pesadísima  á  la  república. 

—  Xo,  señor,  le  respondí,  á  los  nobles  y  á  los  ricos 
los  dirigen  sus  padres  por  las  dos  carreras  ilustres  cjue 
hay,  que  son  las  armas  y  las  letras,  y  en  cualquiera  de 
ellas  son  útilísimos  á  la  sociedad. 

—  Muy  bien  me  parece,  dijo  el  virrey.  ¿Conque  á  las 
armas  ó  á  las  letras  está  aislada  toda  la  utilidad  por  venir 
de  tus  nobles?  Yo  no  entiendo  esas  frases.  Dime,  ¿qué 
oficios  son  las  armas  y  las  letras? 

—  Senoi',  le  contesté,  no  son  oficios  sino  profesiones, 
y  si  tuvieran  el  nombre  de  oficios,  serían  viles  y  nadie 
querría  dedicarse  á  ellas.  La  carrera  de  las  armas  es 
aquella  donde  los  jóvenes  ilustres  se  dedican  á  aprender 
el  arte  de  la  guerra  con  el  auxilio  del  estudio  de  las  mate- 
máticas, que  les  enseña  á  levantar  planos  de  fortificación, 
á  minar  una  fortaleza,  á  dirigir  simétricamente  los  escua- 
drones, á  bombear  una  ciudad,  á  disponer  un  combate 
naval  y  á  cosas  semejantes,  con  cuya  ciencia  se  hacen 
los  nobles  aptos  para  ser  buenos  generales,  y  ser  útilos  á 
su  patria,  defendiéndola  de  las  incursiones  de  los  ene- 


migos. 


OBRAS    ESCOGIDAS 


51 


—  Esa  ciencia  es  noble  en  sí  misma  y  demasiado  útil 
(\  los  ciudadanos,  dijo  el  chino,  porque  el  deseo  de  la 
conservación  individual  de  cada  uno  exige  apreciar  á  los 
que  se  dedican  á  defenderlos.  Muy  noble  y  estimable 
carrera  es  la  del  soldado;  pero  dime:  ¿por  (|ué  en  tu 
tierra  son  tan  exquisitos  los  soldados?  ¿qur,  no  son  sol- 
dados todos  los  ciudadanos?  Porque  aquí  no  hay  uno 
qiio  no  lo  sea.  Tú  mismo,  mientras  vivas  en  nuestra 
compañía,  serás  soldado  y  estarás  obligado  á  tomar  las 
armas  con  todos,  en  caso  de  verse  acometida  la  isla  por 


enemigos. 


—  Señor,  le  dije,  en  mi  tierra  no  es  así.  Hay 
porciones  de  hombres  destinados  al  servicio  de  las  ar- 
mas, pagados  por  el  rey,  que  llaman  ejércitos  ó  regi- 
mientos, y  esta  clase  de  gentes  tiene  obligación  de  pre- 
í' ntarse  sola  delante  de  los  enemigos,  sin  exigir  de  los 
demás,  que  llaman  pa¡sanaj(\  otra  cosa  que  contribucio- 
ii  >  de  dinero  para  sostenerse,  y  esto  no  siempre,  sino  en 
l'>s  graves  apuros. 

—  Terrible  cosa  son  los  usos  de  tu  tierra,  dijo  el 
tuíAn;  ¡pobre  rey,  pobres  soldados  y  pobres  ciudadanos! 
¡'¡ür  gasto  tendrá  el  rey!  ¡qué  expuestos  se  verán  los 
soldados  y  qué  mal  defendidos  los  ciudadanos  por  unos 
brazos  alquilados!  ¿No  fuera  mejor  que  en  caso  de  guerra 
todos  los  intereses  y  personas  se  reunieran  bajo  un  único 
l'unto  de  defensa?  ¿Con  cuánto  más  empeño  pelearían  en 


52 


PENSADOR    MEXICANO 


este  caso  y  qué  temor  impondría  al  enemigo  esta  uni(3n 
general?  Un  millón  de  hombres  que  un  rey  ponga  en 
campaña  á  costa  de  mil  trabajos  y  subsidios,  no  equivale 
á  la  quinta  parte  de  la  fuerza  que  opondría  una  nación 
compuesta  de  cinco  millones  de  hombres  útiles  de  que  se 
compusiera  la  misma  nación.  En  este  caso  habría  más 
número  de  soldados,  más  valor,  más  resolución,  más 
unión,  más  interc^s  y  menos  gasto.  Á  lo  menos  así  lo 
practicamos  nosotros  y  somos  invencibles  para  los  tárta- 
ros, persas,  africanos  y  europeos. 

Pero  toda  esta  es  conversación.  Yo  no  entiendo  la 
política  de  tu  rey,  ni  de  los  demás  de  Europa,  y  mucho 
menos  tengo  noticia  del  carácter  de  sus  naciones;  y 
pues  ellos,  que  son  los  primeros  interesados,  así  lo  dis- 
ponen, razón  tendrán:  aunque  siempre  me  admiraré  de 
este  sistema.  —  Mas,  supuesto  que  tú  eres  noble,  díme, 
¿eres  soldado? 

—  No,  señor,  le  dije;  mi  carrera  la  hice  por  las 
letras.  —  Rien,  dijo  el  asiático;  ¿y  qué  has  aprendido 
por  las  letras  ó  las  ciencias,  que  eso  querrás  decir? 

Yo,  pensando  (jue  a(|uél  era  un  tonto,  según  había 
oído  decir  que  lo  eran  todos  los  que  no  hablaban  caste- 
llano, le  respondí  que  era  teólogo.  — ¿Y  qué  es  teólogo? 
dijo  el  tután.  —  Señor,  le  respondí,  es  aquel  hombre 
que  hace  estudio  de  la  ciencia  divina,  ó  que  pertenece 
á  Dios.  —  ¡Hola,  dijo  el  tután;   este  hombre  deberá  ser 


OBRAS   ESCOGIDAS 


53 


eternamente  adorable!  ¿Conque  tú  conoces  la  esencia 
(le  tu  Dios  á  lo  menos?  ¿Sabes  cuáles  son  sus  atributos 
y  perfecciones  y  tienes  talento  y  poder  para  descorrer 
el  velo  á  sus  arcanos?  Desde  este  instante  serás  para  mí 
v\  mortal  más  digno  de  reverencia.  Siéntate  á  mi  lado,  y 
dígnate  de  ser  mi  consejero. 

Me  sorprendí  otra  vez  con  semejante  ironía,  y  le 
(lije: — Señor,  los  teólogos  de  mi  tierra  no  saben  (juicn 
es  Dios  ni  son  capaces  de  comprenderlo;  mucho  menos 
de  tantear  el  fondo  infinito  de  sus  atributos .  ni  de  descu- 
brir sus  arcanos.  Son  unos  hombres  que  explican  mejor 
í|ue  otros  las  propiedades  de  la  Deidad  y  los  misterios  de 
la  religión. 

—  Es  decir,  contestó  el  chino,  que  en  tu  tierra 
se  llaman  teólogos  los  santones,  sabios  ó  sacerdotes,  qué 
en  la  nuestra  tienen  noticias  más  profundas  de  la  esencia 
do  nuestros  dioses,  de  nuestra  religión  ó  de  sus  dogmas; 
pero  por  saber  sólo  esto  y  enseñarlo  no  dejan  de  ser 
útiles  á  los  demás  con  el  trabajo  de  sus  manos;  y  así  á  tí 
nada  te  servirá  ser  teólogo  de  tu  tierra. 

Viéndome  yo  tan  atacado,  y  procurando  salir  de  mi 
ataque  á  fuerza  de  mentiras,  creyendo  simplemente  que 
v'l  que  me  hablaba  era  un  necio  como  yo,  le  dije  que  era 
médico,  —  ¡Oh!  dijo  el  virrey;  esa  es  gran  ciencia,  si  tú 
no  quieres  que  la  llame  oficio.  ¡Médico!  ¡buena  cosa! 
Un  hombre  que  alarga  la  vida  de  los  otros  y  los  arranca 

PERIQUILLO   SARNIENTO. —  T.    II,    D.  —  14. 


54 


PENSADOR    MEXICANO 


de  las  manos  del  dolor  es  un  tesoro  en  donde  vive. 
A(]uí  están  los  cajones  del  rey  abiertos  para  los  buenos 
mrdicos  inventores  de  algunos  específicos  que  no  han 
conocido  los  antiguos.  Msta  no  es  ciencia  en  nuestra 
tierra,  sino  un  oficio  liberal,  y  al  que  no  se  dedican  sino 
hombres  muy  sabios  y  experimentados.  Tal  vez  tú  serás 
uno  de  ellos  y  tendrás  tu  fortuna  en  tu  habilidad;  pero  la 
veremos. 

Diciendo  esto,  mandó  traer  una  hierba  de  la  maceta 
número  diez  de  su  jardín.  Trajéronla,  y  poniéndomela 
en  la  mano,  me  dijo  el  tután:  —  ¿Contra  qué  enfermedad 
es  esta  hierba?  —  Quédeme  embarazado  con  la  pregunta, 
pues  entendía  tanto  de  botánica  como  de  cometas  cuando 
desatiné  sobre  éstos  en  Tlalnepantla;  pero  acordándome 
(le  mi  necio  orgullo,  tomé  la  hierba,  la  vi,  la  olí,  la 
probé,  y  lleno  de  satisfacción  dije:  —  Esta  hierba  se 
j)arece  á  una  que  hay  en  mi  tierra  que  se  llama  parleta- 
i-ia  ó  ((aníji((,</)C(je(la,  no  me  acuerdo  bien  de  ellas,  pero 
ambas  son  febrífugas. 

—  ¿Y  qué  son  febrílugas?  preguntó  el  tután,  á 
(juien  respondí  (|ue  tenían  especial  virtud  contra  la  fiebre 
ó  calentura. 

—  Pues  me  parece,  dijo  el  tután,  (|ue  tú  eres 
tan  médico  como  teólogo  ó  soldado,  porque  esta  hierba, 
tan  lejos  está  de  ser  remedio  contra  la  calentura,  que 
antes  es  propísima  para  acarrearla,  de  suerte  que  toma- 


OBRAS"  ESCOGIDAS 


55 


das  cinco  ó  seis  hojitas  en  infusión  de  medio  cuartillo 
de  agua,  encienden  terriblemente  en  calentura  al  que  las 
toma. 

Descubierta  tan  vergonzosamente  mi  ignorancia ,  no 
tuve  más  escape  que  decir:  —  Señor,  los  médicos  de  mi 
tierra  no  tienen  obligación  de  conocer  los  caracteres 
particulares  de  las  hierbas,  ni  de  saber  deducir  las  virtu- 
des de  cada  una  por  principios  generales.  Bástales  tener 
en  la  memoria  los  nombres  de  quinientas  ó  seiscientas, 
con  la  noticia  de  las  virtudes  que  les  atribuyen  los  auto- 
res, para  hacer  uso  de  esta  tradición  á  la  cabecera  de  los 
onl'ermos,  lo  que  se  consigue  íácilmente  con  el  auxilio  de 
las  farmacopeas. 

— Pues  á  tí  no  te  será  tan  fácil,  dijo  el  mandarín, 
persuadirme  á  que  los  médicos  de  tu  tierra  son  tan  gene- 
ralmente ignorantes  en  materia  del  conocimiento  de  las 
hierbas,  como  dices.  De  los  médicos  como  tú,  no  lo 
negaré;  pero  los  que  merezcan  este  nombre,  sin  duda 
no  estarán  enterrados  en  tan  grosera  estupidez,  que  á 
más  de  deshonrar  su  profesión  sería  causa  de  infinitos 
desastres  en  la  sociedad. 

— Eso  no  os  haga  fuerza,  señor,  le  dije,  porque  en 
mi  tierra  la  ciencia  menos  protegida  es  la  medicina.  Hay 
colegios  donde  se  dan  lecciones  del  idioma  latino,  de 
íilosofía,  teología  y  ambos  derechos;  los  hay  donde  se 
enseña  mucho  y  bueno  de  química  y  física  experimen- 


56 


PENSADOR    MEXICANO 


tal,  de  mineralogía  ó  del  arte  de  conocer  las  piedras  que 
tienen  plata,  y  de  otras  cosas:  pero  en  ninguna  parte  so 
enseña  medicina.  Es  verdad  que  hay  tres  cátedras  en  la 
Universidad,  una  de  primo,  otra  de  císjtcras  y  la  ter- 
cera de  mctJiodo  mcdc/n/i,  donde  se  enseña  alguna  cosita; 
pero  esto  es  un  corto  rato  por  las  mañanas,  y  eso  no 
todas  las  mañanas;  porque  á  más  de  los  jueves  y  días 
de  fiesta,  hay  muchos  días  privilegiados  que  dan  de 
asueto  á  los  estudiantes,  los  que,  por  lo  regular,  como 
jóvenes,  están  más  gustosos  con  el  paseo  que  con  el 
estudio. 

Por  esta  raz<')n,  entre  otras,  no  son  en  mi  tie- 
rra comunes  los  médicos  verdaderamente  tales ,  y  si 
hay  algunos  (jue  llegan  á  adquirir  este  nombre,  es  á 
costa  de  mucha  aplicación  y  desvelos,  y  arrimándose  á 
éste  ó  á  aquel  hábil  profesor  para  aprovecharse  de  sus 
luces. 

Agregad  á  esto,  que  en  mi  tierra  se  parten  los  médi- 
cos ó  se  divide  la  medicina  en  muchos  ramos.  Los  que 
curan  las  enfermedades  exteriores,  como  úlceras,  í'rac- 
turas  ó  heridas,  se  llaman  cirujanos,  y  éstos  no  pueden 
curar  otras  enfermedades  sin  incurrir  en  el  enojo  de  los 
médicos  ó  sin  granjearse  su  disimulo.  Los  que  curan  las 
eníermedades  como  fiebres,  pleuresías,  anasarcas,  etc.. 
se  llaman  módicos;  son  más  estimados  porque  obran  más 
á  tientas  que  los  cirujanos,   y  se  premia  su  saber  con 


•  .♦ír>r<- ■-.■/■•r,-    ■.. 


■■  ..-'.S^BSl-í-í^': 


OBRAS    ESCOGIDAS 


r-7 

O/ 


títulos  honoríficos  literarios,  como  de  bachilleres' v  doc- 
tores. 

Ambas  clases  de  médicos,  exteriores  é  interiores, 
tienen  sus  auxiliares  que  sangran ,  ponen  y  curan  cáus- 
ticos, echan  ventosas,  aplican  sanguijuelas  y  hacen  otras 
cosas  que  no  son  para  tomadas  en  boca,  y  éstos  se 
llaman  barberos  tj  sangradores. 

Otros  hay  que  confeccionan  y  despachan  los  reme- 
dios, los  que  de  poco  tiempo  á  esta  parte  están  bien  ins- 
truidos en  la  química  y  en  la  botánica,  que  es  la  que 
llamáis  ciencia  de  las  hierbas,  listos  sí  conocen  y  dis- 
tinguen los  sexos  de  las  plantas,  y  hablan  fácilmente  de 
(■('flices,  estambres  ij  pistilos,  gloriándose  de  saber  genéri- 
camente sus  propiedades  y  virtudes.  Estos  se  llaman 
hotiearios,  y  son  los  auxiliares  de  los  médicos. 

— Atendríame  yo  á  ellos,  dijo  el  tután,  pues  á  lo 
menos  se  aplican  á  consultar  á  la  naturaleza  en  una 
parte  tan  necesaria  á  la  medicina  como  el  conocimiento 
de  las  clases  y  virtudes  de  las  hierbas.  En  efecto,  en  tu 
tierra  habrá  boticarios  que  curarán  con  más  acierto  que 
muchos  médicos. 

Cuanto  me  has  dicho  me  ha  admirado,  porque  veo 
la  diferencia  que  hay  entre  los  usos  de  una  nación  y  los 
de  otra.  En  la  mía  no  se  llama  médico,  ni  ejercita  este 
oficio  sino  el  que  conoce  bien  á  fondo  la  estructura  del 
cuerpo  humano,  las  causas  por  que  padece  y  el  modo 

PERIQUILLO   SARNIENTO. —  T.    II,    D.  — 15. 


58 


PENSADOR    MEXICANO 


con  que  deben  obrar  los  remedios  que  ordena;  y  á  más 
de  esto,  no  se  parten  como  dices  que  se  parten  en  tu 
tierra.  Aquí  el  que  cura  es  médico,  cirujano,  barbero, 
boticario  y  asistente.  Fiado  el  enfermo  á  su  cuidado,  él 
lo  ha  de  curar  de  la  enfermedad  de  que  se  queja,  sea 
externa  ó  interna;  ha  de  ordenar  los  remedios,  los  ha  de 
hacer,  los  ha  do  ministrar  y  ha  de  practicar  cuantas 
diligencias  considera  oportunas  á  su  alivio.  Si  el  en- 
fermo sana,  le  pagan,  y  si  no,  lo  echan  noramala;  pero 
en  cada  nación  hay  sus  usos.  Lo  cierto  es  í|ue  tú  no 
eres  médico,  ni  aun  puedes  servir  para  aprendiz  de  los 
de  acá;  y  así  di  qué  otra  cosa  sabes  con  que  puedas 
ganar  la  vida. 

Aturdido  yo  con  los  aprietos  en  que  me  ponía  ol 
chino  á  cada  paso,  le  dije  que  tal  vez  sería  útil  para 
la  abogacía. 

—  ¿Abogacía?  dijo  él,  ¿qué  cosa  es?  ¿es  el  arte  de 
bogar  en  los  barcos? 

—  Xo,  señor,  le  dije;  la  abogacía  es  aquella  ciencia 
á  que  se  dedican  muchos  hombres  para  instruirse  en  las 
leyes  nacionales  y  exponer  el  derecho  de  sus  clientes 
ante  los  jueces. 

Al  oir  esto,  reclinóse  el  tután  sobre  la  mesa  po- 
niéndose la  mano  en  los  ojos  y  guardando  silencio  un 
largo  rato,  al  cabo  del  cual  levantó  la  cabeza,  y  mo 
dijo: 


OBRAS    ESCOGIDAS 


59 


— ¿Conque  en  tu  tierra  se  llaman  abogados  aquellos 
hombres  que  aprenden  las  leyes  del  reino  para  defender 
con  ellas  á  los  que  los  ocupan,  aclarando  sus  derechos 
delante  de  los  tutanes  ó  magistrados? 

— Eso  es,  señor,  y  no  más.  —  ¡Válgame  Tien I  dijo 
el  chino.  ¿Es  posible  que  en  tu  tierra  son  tan  ignorantes 
que  no  saben  cuáles  son  sus  derechos,  ni  las  leyes  que 
los  condenan  ó  favorecen?  No  me  debían  tan  bajo  con- 
cepto los  europeos. 

—  Señor,  le  dije,  no  es  fácil  que  todos  se  impongan 
en  las  leyes  por  ser  muchas,  ni  mucho  menos  en  sus 
interpretaciones,  las  que  sólo  pueden  hacer  los  aboga- 
dos, porque  tienen  licencia  para  ello,  y  por  eso  se  llaman 
licenciados... — ¿Cómo,  cómo  es  eso  de  interpretaciones? 
dijo  el  asiático;  ¿pues  qué,  las  leyes  no  se  entienden 
según  la  letra  del  legislador?  ¿Aún  están  sujetas  al 
genio  sofístico  del  intérprete?  Si  es  así,  lástima  tengo  á 
tus  connaturales  y  abomino  el  saber  de  sus  abogados. 
Pero  sea  de  esto  lo  que  fuere,  si  tú  no  sabes  más  de 
lo  que  me  has  dicho,  nada  sabes;  eres  un  inútil,  y  es 
Tuerza  hacerte  útil  porque  no  vivas  ocioso  en  mi  pa- 
tiia.  Limahotón,  pon  á  este  extranjero  á  que  aprenda 
á  cardar  seda,  á  teñirla,  á  hilarla  y  á  bordar  con  ella;  y 
cuando  me  entregue  un  tapiz  de  su  mano,  yo  le  acomo- 
daré de  modo  que  sea  rico.  En  fin,  enséñale  algo  que  le 
sirva  para  subsistir  en  su  tierra  y  en  la  ajena. 


60 


PENSADOR    MEXICANO 


Diciendo  esto  se  retiró,  y  yo  me  fui  bien  avergon- 
zado con  mi  protector,  pensando  cómo  aprendería  al 
cabo  de  la  vejez  algún  oficio  en  una  tierra  que  no  con- 
sentía inútiles  ni  vagos  Periquillos. 


■r  -vfT^' 


CAPITULO  IV 


En  el  que  nuestro  Perico  cuenta  cómo  se  fingió  conde  en  la  isla; 

■I  bien  que  lo  pasó;  lo  que  vio  en  ella,  y  las  pláticas  que  hubo  en  la  mesa  con  los 

extranjeros,  que  no  son  del  todo  despreciables 


Os  acordaréis  que,  apoyado  desde  mi  primera  juven- 
tud (')  desde  mi  pubertad  en  el  consentimiento  de  mi  cán- 
t:licla  madre,  me  resistí  á  aprender  oficio,  y  aborreciendo 
tolo  trabajo,  me  entregué  desde  entonces  á  la  holgaza- 
nería. Habréis  advertido  que  ésta  fué  causa  de  mi  abati- 
miento; que  por  éste  contraje  las  más  soeces  amistades, 

PERIQUILLO   SARNIENTO. —  T.   II,    D.—  IG. 


G2 


PENSADOR    MEXICANO 


cuyos  ejemplos,  no  sólo  me   prostituyeron   á   los  vicios, 
sino  (jue  me  hicieron  pagar  bien  caro  las  libertades  que 
me  tomaba,  viéndome  á  cada  paso  despreciado  de  mis 
parientes,   abandonado  aun  de   mis  malos  amigos,   gol- 
peado de  los  brutos  y  de  los   hombres,  calumniado  de 
ladrón,   sin   honor,  sin  dinero,  sin  estimación,  y  arras- 
trando siempre  una  vida  fatigosa  y  llena  de  miserias;  y 
cuando  reilexionéis  en  que  á  la  edad  de  más  de  treinta 
años,   después  de  salir   desnudo  de  un    naufragio  y  de 
haber  tenido  la  suerte  de  un  buen  acogimiento  en  la  isla, 
me  propusieron  enseñarme  algún  arte  con  que,  no  sólo 
pudiera  subsistir,  sino  llegar  á  hacerme  rico,  diréis:  for- 
zosamente  nuestro   padre  aquí  abri(')  los   ojos,    y   cono- 
ciendo así  la  primitiva  causa  de  sus  pasadas  desgracias, 
como  el  único  medio  de  evitar  las  que  podía  temer  en  lo 
futuro,  abrazaría  gustoso  el   partido  de  aprender  á  soli- 
citar el  pan  por  su  arbitrio  y  sin  la  mayor  dependencia 
de  los  demás. 

Así  discurriréis  tal  vez  con  arreglo  á  la  recta  razón, 
y  así  debía  haber  sido;  mas  no  fué  así.  Yo  tenía  terrible 
aversión  al  trabajo,  en  cualquiera  clase  que  fuera;  me 
gustaba  siempre  la  vida  ociosa  y  mantenerme  á  costa 
de  los  incautos  y  de  los  buenos;  y  si  tal  cual  vez  me 
m'edio  sujetaba  á  alguna  clase  de  trabajo,  era,  ó  acosado 
de  la  hambre,  como  cuando  serví  á  Chanfaina,  y  fui 
sacristán,  ó  lisonjeado  con  una  vida  regalona  en  la  que 


OBRAS    ESCOGIDAS 


63 


irabajaba  muy  poco,  y  tenía  esperanzas  de  medrar 
niuclio.  como  cuando  serví  al  boticario,  al  médico  y  al 
coronel. 

Después  de  todo,  por  una  casualidad  no  esperada, 
1110  encontré  una  Jauja  *  con  el  difunto  coronel;  pero  estas 
Jaujas  no  son  para  todos,  ni  se  hallan  todos  los  días.  Yo 
debía  haberlo  considerado  en  la  isla,  y  debía  haberme 
dedicado  á  hacerme  útil  á  mí  mismo  v  á  los  demás  hom- 
bres  con  quienes  hubiera  de  vivir  en  cualquier  parte; 
pero  lejos  de  esto,  huyendo  del  trabajo  y  \aliéndome  de 
mis  trapacerías,  le  dije  á  Limahotón,  cuando  lo  vi  re- 
suelto á  hacerme  trabajar  poniéndome  á  oficio,  que  yo 
no  quería  aprender  nada,  porque  no  trataba  de  perma- 
necer mucho  tiempo  en  su  tierra,  sino  de  regresar  á  la 
mía,  en  la  que  no  tenía  necesidad  de  trabajar,  pues  era 
conde. 

—  ¿Eres  conde?  preguntó  el  asiático  muy  admirado. 
—  Sí,  soy  conde. — ¿Y  qué  es  conde?  —  Conde,  dije  yo, 
es  un  hombre  noble  y  rico  á  quien  ha  dado  este  título  el 
rey  por  sus  servicios  ó  los  de  sus  antepasados. — ¿Conque 
en  tu  tierra,  preguntó  el  chino,  no  es  menester  servir  á 
los  reyes  personalmente;  basta  que  lo  hayan  servido  los 


'  Ciudad  imaginaria  que  alguno»,  dando  crédito  á  viajeros  embusteros,  busca- 
ron inúiilmente  en  la  América  efpaiioln,  llevados  de  las  magníficas  descripciones  y 
jonderodos  elogios  que  se  hacían  de  sus  riquezas,  fertilidad  y  hermosura.  Hoy  sólo  se 
usa  de  su  nombre  como  sinón  mo  de  paraito  de  delicias  para  exagerar  la  abundancia 
<le  alguna  ciudad  ó  país,  donde  la  tierra  sin  necesidad  de  ci-ltivo  j  roduce  espontánea- 
mente todo  lo  necesario  al  hombre,  que  allí  no  tiene  que  trabajar  para  comer. 


64 


PENSADOR    MEXICANO 


ascendientes  para  verse  honrados  con  liberalidad  por  los 
monarcas? 

No  dejó  de  atacarme  la  pregunta,  y  le  dije:  —  Lu 
generosidad  de  mis  reyes,  no  se  contenta  con  premiar 
solamente  á  los  (jue  efectivamente  les  sirven,  sino  que 
extienden  su  lavor  á  sus  hijos;  y  así  yo  fui  hijo  de  un 
valiente  general,  á  quien  el  rey  hizo  muchas  mercedes, 
y  por  luiber  yo  nacido  hijo  suyo  me  hallé  con  dinero, 
hecho  mayorazgo  y  con  proporci^m  de  haber  sido  conde, 
como  lo  soy  por  los  méritos  de  mi  padre. 

—  Según  eso  también  seras  general,  decía  Limá- 
liotón.  —  No  soy  general,  le  dije,  pero  soy  conde.  —  Yo 
no  entiendo  esto,  decía  el  chino.  ¿Conque  tu  padre  bati<') 
castillos,  rindi»')  ciudades,  derrotó  ejércitos,  en  una  pala- 
bra, afianzó  la  corona  en  las  cabezas  de  sus  señores,  v 
acaso  perdería  la  vida  en  alguna  refriega  de  esas,  y  tú, 
sólo  poHjue  fuiste  hijo  de  acjuel  valiente  y  leal  caballero, 
te  hallaste  en  estado  de  ser  conde  y  rico  de  la  noche  á  la 
mañana,  sin  haber  probado  los  rigores  de  la  campaña 
y  sin  saber  qu<''  cosa  son  los  afanes  del  gabinete?  A  la 
verdad,  en  tu  tierra  deben  ser  los  nobles  más  comunes 
que  en  la  mía.  Pero  dime;  estos  nobles  que  nacen  y  no 
se  hacen,  ¿en  qué  se  ejercitan  en  tu  país?  Supuesto  que 
no  sirven  ni  en  la  campaña  ni  en  los  bufetes  de  los  prín- 
cipes; si  no  son  útiles  ni  en  la  paz  ni  en  la  guerra,  ni 
saben  trabajar  con  la  pluma  ni  con  la  espada,  ¿qué  hacen, 


...         .  ^^í**  *:'^^'>' , 


f-^*^    •    - 


OBRAS    ESCOGIDAS 


65 


(lime?   ¿en  qué  se  entretienen?  ¿en  qué  se  ocupan?  ¿qué 
provecho  saca  de  ellos  el  rey  ó  la  república? 

—  ¿Qué  han  de  hacer?  dije  yo,  imbuido  en  mis 
flojas  ideas.  Tratan  de  divertirse,  de  pasearse,  y  cuando 
más,  trabajan  en  que  no  se  menoscabe  su  caudal.  Si 
vieras  las  casas  de  algunos  condes  y  nobles  de  mi  tierra, 
si  asistieras  i\  sus  mesas,  si  observaras  su  lujo,  el  nú- 
mero de  sus  criados,  la  magnificencia  de  sus  personas, 
lo  aparatoso  de  sus  coches,  lo  grande  de  sus  libreas  y  lo 
costoso  y  delicado  de  su  tren,  te  admirarías,  te  llenarías 
de  asombro. 

—  ¡Oh  poderoso  Tien!  dijo  el  chino,  ¡cuánto  más 
valía  ser  conde  ó  noble  de  tu  tierra  que  la  tercera  per- 
sona del  rey  en  la  míal  Yo  soy  un  noble,  es  verdad,  y 
en  tu  tierra  sería  un  conde;  pero,  ¿qué  me  ha  costado 
adquirir  este  título  y  las  rentas  que  gozo?  Fatigas  y  ries- 
gos en  la  guerra  y  un  sinnúmero  de  incomodidades  en  la 
p.Mz.  Yo  soy  un  ayudante  ó  segundo  del  tután  ó  jefe  prin- 
cipal de  la  provincia;  tengo  honores,  tengo  rentas;  pero 
soy  un  fiel  criado  del  rey  y  un  esclavo  de  sus  vasallos. 

Sin  contar  con  los  servicios  personales  que  he  hecho 
para  lograr  este  destino,  ahora  que  lo  poseo,  ¡cuántos 
Son  los  desvelos  y  padecimientos  que  tolero  para  soste- 
Morlo  y  no  perder  mi  reputación!  Sin  duda,  amigo,  yo 
apreciara  más  ser  conde  en  tu  tierra  que  loitia  ^  en  la 

•    Un  caballero. 

PERIQUILLO   SARNIENTO. —T.- II,    D.—  17. 


66 


PENSADOR    MEXICANO 


mía.  Pero  después  de  todo,  ¿tú  quieres  volver  á  México, 
tu  patria?  —  Sí,  señor,  le  dije,  y  apetecería  esa  ocasión. 
—  Pues  no  te  desconsueles,  me  dijo  Limahotón;  es  í'ácil 
que  consigas  lo  que  quieres.  En  una  ensenada  nues- 
tra está  fondeada  una  embarcación  extranjera  que  llegó 
casi  destruida  de  un  naufragio  que  padeció  en  estos 
mares  pocos  días  antes  de  tu  desgracia.  La  tal  em- 
barcación está  acabándose  de  componer,  y  los  pasajeros 
que  vienen  en  ella  permanecen  en  la  ciudad,  esperan- 
do tambirn  (jue  abonance  el  tiempo.  Luego  que  ambas 
cosas  se  verifiquen,  (jue  será  de  aquí  á  tres  lunas,  no- 
haremos  á  la  vela,  pues  yo  deseo  ver  más  mundo  que 
el  de  mi  patria:  mi  hermano  me  aprueba  mi  deseo; 
soy  rico  y  puedo  cumplirlo;  pero  esto  resérvalo  para  tí 
solo. 

Tengo  dos  amigos  de  los  pasajeros  que  me  aman 
mucho,  según  dicen,  y  todos  los  días  vienen  á  comer 
conmigo.  No  te  los  he  enseñado,  porque  te  juzgaba  un 
pobre  plebeyo;  pero  pues  eres  rico  y  noble  como  ellos, 
desde  hov  te  sentaré  á  mi  mesa. 

Concluy(')  el  chino  su  conversación,  y  á  la  hora  de 
comer  me  sacó  á  una  gran  sala  donde  se  debía  servir  la 
comida. 

Había  varios  personajes,  y  entre  ellos  distinguí  dos 
europeos,  que  fueron  los  que  me  dijo  Limahotón.  Luego 
que  entré  á  la  sala,   dijo  éste: — Aquí  está,  señores,   un 


r-K'---"    -■■■• 


OBRAS    ESCOGIDAS 


67 


conde  de  vuestras  tierras,  que  arrojó  el  mar  desnudo  á 
ostas  playas  y  desea  volver  á  su  patria. 

— Con  mucho  gusto  llevaremos  á  su  señoría,  dijo 
uno  de  los  extranjeros,  que  era  español. 

Le  manifesté  mi  gratitud,  y  nos  sentamos  á  comer. 

El  otro  extranjero  era  inglés,  joven  muy  alegre  y 
tronera.  Allí  se  platicaron  muchas  cosas  acerca  de  mi 
naufragio.  Después  el  español  me  preguntó  por  mi 
patria,  dije  cuál  era,  y  comenzamos  á  enredar  la  con- 
versación sobre  las  cosas  particulares  del  reino. 

El  chino  estaba  admirado  y  contento  oyendo  tantas 
cosas  que  le  cogían  de  nuevo,  y  yo  no  lo  estaba  menos, 
considerando  que  me  estaba  granjeando  su  voluntad; 
pero  por  poco  echa  ;í  perder  mi  gusto  la  curiosidad  del 
español,  pues  me  preguntó: — ¿Y  cuál  es  el  título  de 
usted  en  México?  Porque  yo  á  todos  los  conozco.  — 
Hallóme  bien  embarazado  con  la  pregunta,  no  sabiendo 
con  qué  nombre  bautizar  mi  condazgo  imaginario;  pero 
ac<jrdándome  de  cuánto  importa  en  tales  lances  no  tur- 
ba ise,    le   dije    que    me    titulaba   el   conde   ch    hi   Rui- 

—  ¡Haya  casol  decía  el  español;  pues  apenas  habrá 
tics  años  que  falto  de  México,  y  con  motivo  de  haber 
sido  rico  y  cónsul  en  aquella  capital  tuve  muchas  cone- 
xiones y  conocí  á  todos  los  títulos;  pero  no  me  acuerdo 
t-l<'l  de  usted  con  ser  tan  ruidoso. 


f»^  -y 


68 


PENSADOR    MEXICANO 


— No  es  mucho,  le  dije,  pues  cabalmente  hace  un 
año  que  titula. — ¿Conque  es  título  nuevo?  —  Sí,  señor. 
— ¿Y  qué  motivo  tuvo  usted  para  pretender  un  título  tan 
extravagante? 

— El  principal  que  tuve,  contesté,  fué  considerar 
que  un  conde  mete  mucho  ruido  en  la  ciudad  dond<^ 
vive,  á  expensas  de  su  dinero,  y  así  me  venía  de  moldo 
la  Ruidera  del  título. — Se  rió  el  español,  y  me  dijo:  — 
Iss  graciosa  la  ocurrencia;  pero  conforme  á  ella  usted 
tendrá  mucho  din(^ro  para  meter  ese  ruido,  y  á  fe  que 
no  todos  los  condes  del  mundo  pueden  titular  tan  ruido- 
samente.   Antes  he  oído  decir: 


Que  en  casa  de  los  condes  muchas  veces 
más  suele  ser  el  ruido  que  las  nueces. 


— Pues  señor,  en  la  mía  hasta  la  hora  de  rsta  son 
más  las  nueces  que  el  ruido,  como  espero  en  Dios  lo 
verá  usted  con  sus  ojos  algún  día. — Yo  lo  celebro,  dijo 
el  español. 

Y  variando  la  plática  se  concluyó  aquel  acto,  se 
levantaron  los  manteles,  se  despidieron  de  mí  con  el 
mayor  cariño,  y  nos  separamos. 

A  la  noche  fué  un  criado,  (jue  llevó,  de  parte  del  co- 
merciante español,  un  baúl  con  ropa  blanca  y  exterior, 
nueva  y  según  el  corte  que  usamos.  Lo  entregó  el  cria<!o 
con  una  esquelita  que  decía: 


'T^ip^-"-,,  .-^r^-: 


OBRAS    ESCOGIDAS 


69 


«Señor  conde:  Sírvase  V.  S.  usar  esa  ropa,  que  le 
asentará  mejor  que  los  faldellines  de  estas  tierras.  Dis- 
pense lo  malo  del  obsequio  por  lo  pronto,  y  mande  á  su 
servidor.  —  Ordúñe^-.» 


'.% 


Recibí  el  baúl,  contesté  á  lo  grande  en  el  mismo 
j)apel,  y  en  esto  se  hizo  hora  de  cenar  y  recogernos. 

Al  día  siguiente  amanecí  vestido  á  la  europea.  En  la 
mesa  hubo  que  reir  y  criticar  con  el  joven  inglés,  que  era 
algo  tronera,  como  dije,  hablaba  un  castellano  de  los 
diablos,  y  á  más  de  eso  tenía  la  imprudencia  de  alabar 
todo  lo  de  su  tierra  con  preferencia  á  las  producciones 
dt'l  país  en  que  estaba,  y  delante  de  Limahotón,  el  que  se 
mosqueaba  con  estas  comparaciones;  pero  en  esta  oca- 
sión, murmurando  el  dicho  inglés  el  pan  que  comía,  no 
lo  pudo  sufrir  el  chino,  y  amostazándose  más  de  lo 
que  yo  aguardaba  de  su  genio,  le  dijo: 

—  Mr.,  días  hace  que  os  honro  con  mi  mesa  y  días 
hace  que  observo  que  os  descomedís  en  mi  presencia, 
abatiendo  los  efectos  y  aun  los  ingenios  de  mi  patria, 
por   elogiar   los   de   la  vuestra. 

Yo  no  repruebo  que  nuestros  países,  usos,  reli- 
gión, gobierno  y  alimentos  os  parezcan  extraños;  eso 
es  preciso,  y  lo  mismo  me  sucedería  en  vuestra  Londres. 
Mucho  menos  repruebo  que  alabéis  vuestras  leyes  y  cos- 
tumbres y  las  producciones  de  vuestra  tierra.    Justo  es 

PERIQUILLO   SARNIENTO.  —  T.   II,    D.  —  18. 


70 


PENSADOR    MEXICANO 


(jue  cada  uno  ame  con  preferencia  el  país  en  que  naci»'), 
y  (jue,  congeniado  con  sus  costumbres,  climas  y  alimen- 
tos, los  prefiera  á  los  de  todo  el  mundo;  pero  no  es  justo 
que  esta  alabanza  sea  apocando  la  tierra  on  que  vivís  \ 
y  delante  del  que  os  sienta  á  su  mesa. 

Si  se  habla  de  religiones,  vituperáis  la  mía  y  ensal- 
záis la  anglicana;  si  de  leyes,  me  aturdís  con  las  Cáma- 
ras; si  de  población,  me  contáis  en  vuestra  capital  un 
millón  de  hombres:  si  de  templos,  me  repetís  la  descrip- 
ción de  la  catedral  de  San  Pablo  v  la  abadía  de  Westmins- 
ter;  si  de  paseos,  siempre  os  oigo  alabar  el  parque  df 
Saint  James  y  el  Oreen  Pnrk...  En  fin,  ya  me  tenéis  la 
cabeza  hecha  un  mapa  de  Londres. 

•  Si  como  os  cansáis  en  alabar  las  cosas  de  vuestra 
tierra,  despreciando  <'>  abatiendo  las  de  la  mía,  os  con- 
tentarais con  referir  sencillamente  lo  que  se  os  pre- 
guntara y  viniera  al  caso,  dejando  que  la  alabanza  y 
la  comparación  la  hicieran  los  oyentes,  seguramente  os 
hicierais  bien  (juisto:  pero  hablar  mal  del  pan  de  mi 
tierra  y  decir  que  es  mejor  el  de  la  vuestra,  cuando 
éste  y  no  aquél  os  alimenta,  es  una  grosería  que  no  me 
agrada,  ni  agradará  á  ninguno  que  os  escuche. 

Antes  á  todos  hostigará  vuestra  jactancia  y  os  dirán 
que  ¿quién  os  llamó  á  su  tierra?  Y  que  si  no  os  aco- 
moda, ¿por  qué  no  os  mudáis  con  viento  en  popa,  como 
yo  os  lo  digo  desde  luego? 


OBRAS    ESCOGIDAS 


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Diciendo  esto,  se  levantó  Limahotón  sin  acabar  de 
comer,  y  sin  despedirse  de  ninguno  se  retiro  demasiada- 
mente enojado. 

Todos  nos  quedamos  avergonzados,  y  más  que  nadie 
el  español,  quien  explicando  bien  al  inglés  todo  cuanto 
había  dicho  el  asiático,  añadió:  —  Nos  avergonzó;  pero 
tuvo  razón,  camarada.  Usted  ha  traspasado  los  límites  de 
la  urbanidad.  En  tierra  extraña,  y  más  cuando  recibimos 
favores  de  los  patricios,  debemos  conformarnos  con  sus 
usos  y  todo  lo  demás,  y  si  no  nos  acomodan,  marchar- 
nos; pero  nunca  abatirlos  ni  ponderar  lo  de  nuestra 
tierra  sobre  lo  de  la  suva. 

El  loitia  ha  dicho  bien.  Aunque  los  panes  de  Lon- 
dres, do  Madrid  y  de  México  sean  mejores  que  el  de 
ai|uí,  éste  nos  es  útil  y  mejor  que  ninguno,  porque  éste 
es  el  (|ue  comemos,  y  es  una  villanía  no  agradecer  el 
bien  que  recibimos,  tratando  de  apocarlo  delante  de  quien 
nos  lo  hace. 

¿Qué  le  parecería  al  señor  conde  de  la  Ruidera,  si  yo 
alabara  el  vino  de  San  Lúcar,  despreciando  la  bebida  re- 
gional de  su  tierra,  que  llaman  pul(|ue?  ¿Qué  diría  si 
ensalzara  el  Escorial,  la  catedral  de  Sevilla  y  otras  cosas 
particulares  de  España,  murmurando  igualmente  de  la 
Alameda,  del  palacio  y  otras  cosas  de  las  Indias,  y  esto 
on  México  mismo,  en  las  orejas  y  bigotes  de  los  mexica- 
nos, y  quizá  en  su  misma  casa  y  al  tiempo  mismo  en  que 


72 


PENSADOR    MEXICANO 


me  hacía  un  obsequio?  Cuando  me  hiciera  mucho  favor, 
¿no  haría  muy  bien  en  tenerme  por  un  tonto,  incivil  y 
de  ruines  principios?  Pues  en  ese  concepto  ha  quedad(i 
usted  con  Limahotón,  y  á  le  de  hombre  de  bien  que  le 
sobra  justicia. 

Si  el  inglés  se  avergonz(3  con  la  reprensión  del 
chino,  quedó  más  corrido  con  el  remache  del  español; 
pero  aunque  era  un  joven  atolondrado,  tenía  entendi- 
miento y  docilidad,  y  así,  convencido  de  su  error,  trató 
con  el  español  de  que  satisfacieran  al  japón,  como  se  hizo 
en  el  momento,  suplicándole  saliera,  y  éste,  que  en  reali- 
dad era  caballero,  se  dio  por  satisfecho  y  (juedamos  todos 
tan  amigos  como  siempre,  guardándose  el  inglés  de  me- 
nospreciar nada  del  país  en  que  habitaba. 

Algunos  días  permanecimos  en  la  ciudad  muy  con- 
tentos, y  yo  más  que  todos,  porque  me  veía  estimado  y 
obse(|UÍado  grandemente  á  merced  de  mi  título  fingido. 
y  en  mi  interior  me  daba  los  plácemes  de  haber  fraguado 
tal  embuste,  pues  á  la  sombra  de  él  estaba  bien  vestido, 
bien  tratado  y  con  ciertos  humillos  de  título  rico,  que  ya 
estaba  por  creer  (|ue  era  de  veras.  Tales  eran  los  cari- 
ños, obsequios  y  respetos  que  me  tributaban,  especial- 
mente el  español  y  el  chino,  quienes  estaban  persuadidos 
á  que  \o  les  sería  útil  en  México.  Ello  es  que  lo  pasé 
bien  en  tierra  y  en  la  navegación;  y  esto  no  lo  hubiera 
conseguido  si  hubieran  sabido  que  mi  título  propio  era 


'  ■<■»•-  • 


OBRAS   ESCOGIDAS 


73 


e!  de  Per/f/uillo  Sarniento;  pero  el  mundo  las  más  veces 
aprecia  á  los  hombres,  no  por  sus  títulos  reales,  sino  por 
los  que  dicen  que  tienen. 

No  por  esto  apruebo  (|ue  sea  bueno  el  fingir,  por 
más  que  sea  útil  al  que  finge:  también  al  lenón  y  al  drc- 
iiuevo  les  son  útiles  sus  disimulos  v  sus  trácalas,  v  sin 
embargo,  no  les  son  lícitas.  Lo  que  quiero  que  saquéis 
por  fruto  de  este  cuento,  es  que  advirtáis  cuan  expuestos 
vivimos  á  que  nos  engañe  un  picaro  astuto  pintándonos 
gi^^antes  de  nobleza,  talento,  riqueza  y  valimiento.  Nos 
croemos  de  su  persuasión  ó  de  lo  que  llaman  labia;  nos 
estafa  si  puede;  nos  engaña  siempre,  y  cuando  conoce- 
mos la  burla  es  cuando  no  podemos  remediarla.  En 
todo  caso,  hijos  míos,  estudiad  al  hombre,  observadlo, 
ponetradlo  en  su  alma;  ved  sus  operaciones,  prescindien- 
do de  lo  exterior  de  su  vestido,  títulos  ni  rentas,  y  así 
(|iie  halléis  alguno  que  siempre  hable  verdad  y  no  se 
p«gue  al  interés  como  el  acero  al  imán,  fiaos  de  él,  y 
decid:  éste  es  hombre  de  bien,  éste  no  me  engañará,  ni 
por  él  se  me  seguirá  ningún  perjuicio;  pero  para  hallar  á 
esto  hombre,  pedidle  á  Diógenes  prestada  su  linterna. 

Volviendo  á  mi  historieta,  sabed  que  cuando  el  asiá- 
tico me  tuvo  por  un  noble,  no  se  desdeñó  de  acompa- 
ñarse conmigo  en  lo  público;  antes  muchos  días  me 
>¡icaba  á  pasear  á  su  lado,  manifestándome  lo  hermoso 
de  la  ciudad. 

PERIQUILLO    SARNIENTO    — T.    II,    D.  —  19 


74 


PENSADOR    MEXICANO 


El  primer  día  que  salí  con  él,  arrebató  mi  curiosi- 
dad un  hombre  que  en  un  papel  estaba  copiando  muv 
espacio  unos  caracteres  que  estaban  grabados  en  un;i 
piedra  de  mármol  que  se  veía  fijada  en  la  esquina  de  la 
calle. 

Pregunté  á  mi  amigo  (jué  significaba  aquello.  Y  mo 
respondió  que  a(juól  estaba  copiando  una  ley  patria  que 
sin  duda  le  interesaría. — ¿Pues  qué,  le  dije,  las  leyes 
patrias  están  escritas  en  las  esquinas  de  las  calles  de  tu 
tierra?  —  Sí,  me  dijo;  en  la  ciudad  están  todas  las  leyes 
fijadas  para  que  se  instruyan  en  ellas  los  ciudadanos. 
Por  eso  mi  hermano  se  admiró  tanto  cuando  le  hablaste 
de  los  abogados  de  tu  tierra. 

—  Es  verdad  que  tuvo  razón,  dije  yo,  porque  cierta- 
mente todos  debíamos  estar  instruidos  en  las  leyes  que 
nos  gobiernan  para  deducir  nuestros  derechos  ante  los 
jueces,  sin  necesidad  de  valemos  de  otra  tercera  persona 
que  hiciera  por  nosotros  estos  oficios.  Seguramente  en 
lo  general  saldrían  mejor  librados  los  litigantes  bajo  esto 
método,  ya  porque  se  defenderían  con  más  cuidado  y  ya 
porque  se  ahorrarían  de  un  sinnúmero  de  gastos  que 
impenden  en  agentes,  procuradores,  abogados  y  rela- 
tores. 

No  me  descuadra  esta  costumbre  de  tu  tierra,  ni  rcn' 
parece  inaudita  ni  jamás  practicada  en  el  mundo,  porque 
me  acuerdo  haber  leído  en  Planto,  que  hablando  de  lo 


.=-!T^.'  ■•■    - 


OBRAS    ESCOGIDAS 


75 


inútiles,  ó  á  lo  menos  de  lo  poco  respetadas  que  son  las 
leyes  en  una  tierra  donde  reina  la  relajación  de  las  cos- 
tumbres, dice: 

Eic  miseree  etiam 

Ad  parietem  stmt  fixíc  clavis  ferréis ,  ubi 
Malos  moros  adfigí  nimis  fuerat  icquius. 

Arrugó  el  chino  las  cejas  al  escucharme,  y  me  dijo: 
—  Conde,  yo  entiendo  mal  el  español  y  peor  el  inglrs; 
pero  esa  lengua  en  que  me  acabáis  de  hablar  la  entiendo 
menos,  porque  no  entiendo  una  palabra. 

—  ¡Oh,  amigo!  le  dije,  esa  es  la  lengua  ó  el  idioma 
de  los  sabios.  Es  el  latino,  y  quiere  decir  lo  que  oiste: 
I  ¡lie  son  infelices  las  leí  ¡es  en  estar  fijadas  en  las  paredes 
ron  clacos  de  //'erro,  cuando  fuera  nuis  Justo  (jue  estuvie- 
ran  claradas  allí  las  malas  coslu/nbres.  Lo  que  prueba 
<|uc  en  Roma  se  fijaban  las  leyes  públicamente  en  las 
paredes,  como  se  hace  en  esta  ciudad. 

—  ¿Conque  eso  quiere  decir  lo  que  me  dijiste  en 
latín?  preguntó  Limahotón.  —  Sí,  eso  quiere  decir. — 
¿Pues  si  lo  sabes  y  lo  puedes  explicar  en  tu  idioma,  para 
qué  hablas  en  lengua  que  no  entiendo? 

—  ¿Ya  no  dije  que  esa  es  la  lengua  de  los  sabios? 
lo  contesté;  ¿cómo  sabrías  que  yo  entendía  el  latín,  y  que 
tenía  buena  memoria,  pues  te  citaba  las  mismas  palabras 
(le  PJauto,  manifestando  al  mismo  tiempo  un  rasgo  de  mi 
Horida  erudición?  Si  hay  algún  modo  de  pasar  plaza  de 


76 


PENSADOR    MEXICANO 


(' 


sabios  en   nuestras   tierras  es   disparando   latinajos   ár 
cuando  en  cuando. 

—  Eso  será,  dijo  el  chino,  las  veces  que  toque 
hablar  entre  los  sabios;  pues  según  tú  dijiste,  es  la 
lengua  de  los  sabios  y  ellos  se  entenderán  con  ella:  pero 
no  será  costumbre  hablar  en  ese  idioma  entre  gentes  (juc 
no  lo  entienden. 

— Poco  sabes  de  mundo,  Limahotón,  le  dije;  delant 
de  los  que  no  entienden  el  latín  se  ha  de  salpicar  la  con- 
versación de  latines  para  que  tengan  á  uno  por  instruido; 
porque  delante  de  los  que  lo  entienden  va  uno  muy  ex- 
puesto á  (|ue  le  cojan  un  barbarismo,  una  cita  falsa,  un 
anacronismo,  una  sílaba  breve  por  una  larga  y  otras 
chucherías  semejantes;  y  así  no,  entre  los  romancistas 
y  las  mujeres  va  segurísima  la  erudición  y  los  /afinora/n. 
Yo  he  oído  en  mi  tieri'a  á  muchos  sujetos  hablar  en  un 
estrado  de  señoras,  de  Códigos  y  Digestos;  de  los  siste- 
mas de  Ptolomeo,  Cartesio,  ó  Renato  Descartes,  y  de 
Newton;  del  Huido  eléctrico,  materia  prima,  turbillones, 
atracciones,  repulsiones,  meteoros,  fuegos  fatuos,  auro- 
ras boreales  y  mil  cosas  de  rstas,  y  todo  citando  trozos 
enteros  de  los  autores  en  latín;  de  modo  que  las  pobres 
niñas,  como  no  han  entendido  nada,  se  han  (juedado  con 
la  boca  abierta  diciendo:  ¡mira  (jué  caso  I 

— Así  me  he  quedado  yo,  dijo  el  chino,  al  oirte  des- 
atinar en  tu  idioma  y  en  el  extraño;  pero  no  porque  n'> 


.-  -  ■.•  ■  .í; V-: '  _ i."-í'. ; 


■-yíT;".^:    . 


OBRAS    ESCOGIDAS 


77 


-ritiendo  te  tendré  por  sabio  en  mi  vida;  antes  pienso 
que  te  falta  mucho  para  serlo,  pues  la  gracia  del  sabio 
i  .stá  en  darse  á  entender  á  cuantos  lo  escuchen ,  v  si  vo 
me  hallara  en  tu  tierra  en  una  conversación  de  esas  que 
dices,  me  saldría  de  ella,  teniendo  á  los  que  hablaban  por'  . 
unos  ignorantes  presumidos  y  á  los  que  los  escuchaban 
por  unos  necios  de  remate,  pues  fingían  divertirse  y 
admirarse  con  lo  que  no  entendían. 

Viendo  yo  que  mi  pedantería  no  agradaba  al  chino, 
no  dejé  de  correrme;  pero  disimulé  y  traté  de  lisonjearlo 
aplaudiendo  las  costumbres  de  su  país;  y  así  le  dije:  — 
Después  de  todo,  yo  estoy  encantado  con  esta  bella  pro- 
videncia de  que  estén  fijadas  las  leyes  en  los  lugares  más 
públicos  de  la  ciudad.  A  fe  que  nadie  podrá  alegar 
ij^niorancia  de  la  ley  que  lo  favorece  (')  de  la  que  lo  con- 
dena. Desde  pequeñitos  sabrán  de  memoria  los  mucha- 
chos el  código  de  tu  tierra,  y  no  que  en  la  mía  parece 
i|ue  son  las  leyes  unos  arcanos  cuyo  descubrimiento  está  j/ 
servado  para  los  juristas,  y  de  esta  ignorancia  se  saben 
aler  los  malos  abogados  con  frecuencia  para  aturdir, 
enredar  y  pelar  á  los  pobres  litigantes. 

Y  no  pienses  que  esta  ignorancia  de  las  leyes  de- 
j.ende  del  capricho  de  los  legisladores,  sino  de  la  indolen- 
cia de  los  pueblos  y  de  la  turbamulta  de  los  autores  que 
-x*  han  metido  á  interpretarlas,  y  algunos  tan  larga  y  fas- 
tidiosamente, que  para  explicar  ó  confundir  lo  determi- 

PERIQUILLO    SARNIENTO.  —  T.    II,    D.  —  20. 


!'ei 


v; 


78 


PENSADOR    MEXICANO 


nado  sobre  una  materia,  verbigracia  sobre  el  divorcio, 
han  escrito  diez  librotes  en  folio,  tamañotes,  amigo,  tama- 
ñotes;  de  modo  que  sólo  de  verlos  por  encima,  quitan  la.s 
ganas  de  abrirlos. 

— ¿Conque,  según  eso,  decía  el  chino,  también  entre 
esos  señores  hay  quienes  pretenden  parecer  sabios  ;'i 
fuerza  de  palabras  y  discursos  impertinentes?  —  Ya  se  ve 
que  sí  hay,  le  contesté,  sobre  que  no  hay  ciencia  que 
carezca  de  charlatanes.  Si  vieras  lo  que  sobre  esto  dic(^ 
un  autorcito  (|ue  tenía  un  amigo  que  murió  poco  hace  de 
coronel  en  Manila,  te  rieras  de  gana. 

— ¿Sí?  ¿Pues  qué  dice?  —  ¡Qué  ha  de  decir  I  escribió 
un  librito  titulado:  Declíimacioncs  contra  la  cltarlaíanc- 
ría  (le  los  e/'mlifos,  y  en  él  pone  de  oro  y  azul  á  los  char- 
latanes gramáticos,  filósofos,  anticuarios,  historiadores, 
poetas,  médicos...  en  una  palabra,  á  cuantos  profesan  el 
charlatanismo  á  nombre  de  las  ciencias,  y  tratando  de  los 
abogados  nudos,  fábulas  //  Icrjahi/os,  lo  menos  que  dice 
es  esto:  «Ni  son  de  mejor  condición  los  indigestos  cita- 
dores,  familia  abundantísima  entre  los  letrados;  porque 
si  bien  todas  las  profesiones  abundan  harto  en  pedantes, 
en  la  jurisprudencia  no  sé  por  cuál  fataüdad  ha  sido 
siempre  excesivo  el  número.  Hayan  de  dar  un  parecer, 
hayan  de  pronunciar  un  voto,  revuelven  cuantos  autore^^ 
pueden  haber  á  las  manos;  amontonan  una  enorme  salva 
de  citas,  y  recargando  las  márgenes  de  sus  papelones. 


OBRAS   ESCOGIDAS 


79 


1> 


( reen  que  merecen  grandes  premios  por  la  habilidad  de 
haber  copiado  de  cien  autores  cosas  inútiles  r  impcrti- 
iu>ntes...» 

<^  Deberíamos  también  decir  algo  aquí  de  los  que 
profesan  la  Cabalística,  llamada  por  Aristóteles  Ai'/c  de 
mcniir.  Guando  los  vemos  semejarse  á  la  necesidad,  esto 
c^.  carecer  de  leyes;  cuando  para  lograr  nombre  entre 
los  ignorantes,  se  les  ve  echar  mano  de  sutilezas  ridicu- 
las, sofismas  indecentes,  sentencias  de  oráculos,  clausu- 
lones  de  estrépito  y  las  demás  artes  de  la  más  pestilente 
charlatanería:  cuando  abusando  con  pérfida  abominación 
de  las  trampas  (|ue  suministran  lo  versátil  de  las  fórmu- 
las y  de  las  interpretaciones  legales,  deduciendo  artícu- 
los de  artículos,  nuevas  causas  de  las  antiguas,  dilatan  los 
pleitos,  obscurecen  su  conocimiento  á  los  jueces,  revuel- 
ven y  enredan  los  cabos  de  la  justicia,  truecan  y  alteran 
las  apariencias  de  los  hechos  para  deslumhrar  á  los  que 
han  de  decidir;  y  todo  esto  por  la  vil  ganancia,  por  el 
interés  sórdido,  y  á  veces  también  por  tema  y  terquedad 
inicua;  cuando  se  les  ve,  digo...» 

—  Ya  está,  dijo  Limahotón,  que  eso  es  mucho 
li.'.blar,  y  mis  orejas  no  se  pagan  de  la  murmuración. 

—  No,  loitia,  le  dije,  no  es  murmuración,  es  crítica 
juiciosa  del  autor.  El  murmurador  ó  detractor  es  punible, 
Jj  'rque  descubre  los  defectos  ajenos  con  el  maldito  objeto 
de  dañar  á  su  prójimo  en  el  honor,  y  por  esto  siempre 


1 


80 


PENSADOa    MEXICANO 


acusa  la  persona  determinándola.  El  crítico,  ya  se.i 
moral,  ya  satírico,  no  piensa  en  ninguna  persona  cuand» 
escribe,  y  sólo  reprende  ó  ridiculiza  los  vicios  en  p^enerai 
con  el  loable  deseo  de  que  se  abominen;  y  así  Juan  Bur- 
cliardo,  que  es  el  autor  cuyas  palabras  oiste,  no  habló 
mal  de  los  abogados,  sino  do  los  vicios  que  observó  en 
muchos,  y  no  en  todos,  pues  con  los  sabios  y  buenos  no 
se  mete. 

— ¿Luego  también  hay  abogados  buenos  y  sabios? 
preguntó  el  chino,  á  quien  dije:  —  Y  cómo  que  los  hay 
excelentes,  así  en  su  conducta  moral  como  en  su  sólida 
instrucción.  Unos  Solones  son  muchos  de  ellos  en  la 
justicia  y  unos  Demóstenes  en  la  elocuencia,  y  claro  es 
que  éstos,  lejos  de  merecer  la  sátira  dicha,  son  acreedores 
á  nuestra  estimación  y  respetos. 

—  Con  todo  eso,  dijo  el  chino,  si  tú  y  ese  autor 
cayerais  en  poder  de  los  abogados  malos  y  embrolla- 
dores habíais  de  tener  mal  pleito.  —  Si  era  su  encono 
por  sólo  esto,  le  contesté,  sería  añadir  injusticia  á  su 
necedad,  pues  ni  el  autor  ni  yo  hemos  nombrado  á 
Pedro,  Sancho  ni  Martín,  v  así  haría  muv  mal  el  abo- 
gado  que  se  manifestara  (juejoso  de  nosotros,  pues 
entonces  él  mismo  se  acusaba  contra  nuestra  sencilla 
voluntad. 

—  Sea  de  esto  lo  que  fuere,  dijo  el  asiático,  yo  estoy 
contento  con  la  costumbre  de  mi  patria;  pues  aquí  no 


OBRAS   ESCOGIDAS 


81 


hemos  menester  abogados,  porque  cada  uno  es  su  abo- 
gado cuando  lo  necesita,  á  lo  menos  en  los  casos  comu- 
nes. Nadie  tiene  autoridad  para  interpretar  las  leyes,  ni 
arbitrio  para  desentenderse  de  su  observancia  con  pre- 
texto de  ignorarlas.  Guando  el  soberano  deroga  alguna 
ú  de  cualquier  modo  la  altera,  inmediatamente  se  muda  ó 
se  fija  según  debe  de  regir  nuevamente,  sin  quedar  es- 
crita la  antigua  (jue  estaba  en  su  lugar.  Finalmente, 
todos  los  padres  están  obligados,  bajo  graves  penas,  á 
enseñar  á  leer  y  escribir  á  sus  hijos  y  presentarlos  ins- 
truidos á  los  jueces  territoriales  antes  que  cumplan  los 
diez  años  de  su  edad,  con  lo  que  nadie  tiene  justo  motivo 
jiara  ignorar  las  leyes  de  su  país.  ' 

— Muy  bellas  me  parecen  estas  providencias,  le  dije, 
V  á  más  de  muv  útiles,  muv  fáciles  de  practicarse.  Creo 
que  en  muchas  ciudades  de  Europa  admirarían  este  rasgo 
político  de  legislación,  que  no  puede  menos  que  ser 
origen  de  muchos  bienes  á  los  ciudadanos,  ya  excusán- 
dolos de  litigios  inoportunos,  y  ya  siquiera  librándolos  de 
las  socaliñas  de  los  agentes,  abogados  y  demás  oficiales 
de  pluma,  de  que  no  se  escapan  por  ahora  cuando  se 
ofrece. 

Pero  ya  te  dije:  este  mal  ó  la  ignorancia  que  el 
pueblo  padece  de  las  leyes,  así  en  mi  patria  como  en 
l'^uropa,  no  dimana  de  los  reyes,  pues  éstos,  interesados 
tanto  en  la  felicidad  de  sus  vasallos,  cuanto  en  hacer  que 

PERIQUILLO    SARNIENTO. —  T.    H,    D.  — 21. 


^ 


I 


I 


82 


PENSADOR    MEXICANO 


se  obedezca  su  voluntad,  no  sólo  quieren  que  todos  sepan 
las  leyes,  sino  que  las  hacen  publicar  y  fijar  en  las  calles 
apenas  las  sancionan;  lo  que  sucede  es,  que  no  se  fijan 
en  lápidas  de  mármol  como  aquí,  sino  en  pliegos  do 
papel,  materia  muy  frágil  para  que  permanezca  mucho 
tiempo. 

A  los  soldados  se  les  leen  las  ordenanzas  ó  leves 
penales  para  que  no  aleguen  ignorancia;  y  por  fin,  en 
el  código  español  vemos  expresada  claramente  esta  vo- 
luntad de  los  monarcas,  pues  entre  tantas  leyes  como 
tiene  se  leen  las  palabras  siguientes:  Ca  fono/nos  qt'n- 
t(xh)s  /os  (¡c  niioslro  señorío  deben  saber  estas  nues- 
tras leijes.  '  y  debe  la  letj  ser  niani'/f'esfa',  (jue  t<yilo  Jioin- 
bre  1((  pueda  entender.  //  (¡ue  ninrjuno  por  ella  reeib" 
enffañn.  ^ 

Todo  lo  (jue  prueba,  que  si  ios  pueblos  viven  igno- 
rantes de  sus  derechos  y  necesitan  mendigar  su  instruc- 
ción, cuando  se  les  ofrece,  de  los  que  se  dedican  á  ella. 
no  es  por  voluntad  de  los  reyes,  sino  por  su  desidia,  por 
la  licencia  de  los  abogados,  y  lo  que  es  más,  por  sus 
mismas  envejecidas  costumbres,  contra  las  que  no  es 
fácil  combatir. 

—  Tú  me  admiras,  conde,  decía  el  chino.  A  la 
verdad  que  eres  raro;  unas  veces  te  produces  con  de- 


»    Ley  31,  tit.  14,  part.  5. 

»    Ley  1,  tlt.  2,  lib.  2  déla  Recop. 


OBRAS   ESCOGIDAS 


83 


masiada  ligereza  y  otras  con  juicio  como  ahora.    No  te 
entiendo. 

En  esto  llegamos  á  palacio  y  se  concluyó  nuestra 
conversación. 


! 


i 


:  -V'í" 


CAPITULO  V 


En  el  que  refiere  Periquillo  como  presenció  unos  suplicios 

en  aquella  ciudad;  dice  los  que  fueron,  y  relata  una  curiosa  conversación  sobre  las  leyes 

penales,  que  pasó  entre  el  chino  y  el  español 


Al  día  siguiente  salimos  á  nuestro  paseo  acostum- 
brado, y  habiendo  andado  por  los  parajes  más  públicos, 
hice  ver  á  Limahotón  que  estaba  admirado  de  no  hallar 
un  mendigo  en  toda  la  ciudad;  á  lo  que  él  me  contestó: 
— Aquí  no  hay  mendigos,  aunque  hay  pobres,  porque 
aún  de  los  que  lo  son,  muchos  tienen  oficio  con  que 
mantenerse;  y  sino,  son  forzados  á  aprenderlo  por  el 
gobierno. 

PERIQUILLO  SARNIENTO.  — T.    II,    D.  — 22,      . 


86 


PENSADOR    MEXICANO 


— ¿Y  cómo  sabe  el  gobierno,  le  pregunté,  los  que 
tienen  oficio  y  los  (|ue  no?  —  Fácilmente,  me  dijo;  ¿no 
adviertes  (jue  todos  cuantos  encontramos  tienen  una 
divisa  particular  en  la  piocha  ó  remate  del  tocado  de  la 
cabeza?  —  Heilexioné  que  era  según  el  chino  me  decía, 
y  le  dije: — En  verdad  que  es  como  me  lo  dices,  y  no 
había  reparado  en  ella;  ¿pero  qué  significan  esas  divisas? 
— Yo  te  lo  diré,  me  contestó. 

En  esto  nos  acercamos  á  un  gran  concurso  que  es- 
taba junto  á  una  plaza  con  no  sé  qué  motivo,  y  allí  me 
dijo  mi  amigo:  —  Mira,  aquel  que  tiene  en  la  cabeza  una 
cinta  ó  listón  ancho  de  seda  nácar,  es  juez;  aquel  que  la 
tiene  amarilla,  es  médico;  el  otro  que  la  tiene  blanca, 
es  sacerdote;  el  otro  que  se  adorna  con  la  azul,  es  adivi- 
no: aquel  que  la  trac  verde  es  comerciante;  el  de  la  mo- 
rada, es  astrólogo;  el  de  la  negra,  músico;  y  así  con  las 
cintas  anchas  de  seda,  ya  bordadas  de  estambre,  y  ya  de 
éste  ó  el  otro  metal,  se  conocen  los  profesores  de  las 
ciencias  y  artes  más  principales. 

Los  empleados  en  dignidad,  ya  con  relación  al  go- 
bierno político  y  militar,  que  aquí  no  se  separan,  ya  en 
orden  á  la  religión,  se  distinguen  con  sortijas  de  piedras 
en  el  pelo,  y  según  son  las  piedras  y  las  figuras  de  las 
sortijas,  manifiestan  sus  graduaciones. 

Mi  hermano,  (jue  es  el  virrey,  ó  el  segundo  después 
del  rey,  ya  lo  viste,  tiene  una  sortija  de  brillantes  coló- 


OBRAS   ESCOGIDAS 


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cada  sobre  la  coronilla  del  tocado,  ó  en  la  parte  más  su- 
perior. Yo,  que  soy  un  chaen  ó  visitador  general  en  su 
nombre,  la  tengo  también  de  brillantes,  pero  más  angosta 
y  caída  para  atrás;  aquel  que  la  tiene  de  rubíes,  es 
magistrado;  aquel  de  la  de  esmeraldas,  ^s  el  sacerdote 
principal;  el  de  la  de  topacios,  es  embajador,  y  así  se 
distinguen  los  demás. 

Los  nobles  son  los  que  visten  túnicas  ó  ropones  de 
seda,  y  los  que  se  han  señalado  en  acciones  de  guerra 
las  traen  bordadas  de  oro.  Los  plebeyos  las  usan  de  es- 
tambre ó  algodón. 

Los  artesanos  tienen  sus  divisas  de  colores,  pero 
cortas  y  de  lana.  Aquellos  que  ves  con  lazos  blancos, 
son  tejedores  de  cocos  y  lienzos  blancos;  los  de  azules, 
son  tejedores  de  todas  sedas;  los  de  verdes,  bordadores; 
los  de  rojo,  sastres;  los  de  amarillo,  zapateros;  los  de 
negro,  carpinteros,  y  así  todos.  Los  verdugos  no  tienen 
cinta  ni  tocado  alguno,  traen  las  cabezas  rapadas  y  un 
dogal  atado  á  la  cintura,  del  que  pende  un  cuchillo. 

Los  que  veas  que  á  más  de  estos  distintivos,  así 
hombres  como  mujeres,  tienen  una  banda  blanca,  son 
solteros  ó  gente  que  no  se  ha  casado;  los  que  la  tienen 
roja,  tienen  mujer  ó  mujeres,  según  sus  facultades,  y  los 
que  la  tienen  negra,  son  viudos. 

A  más  de  estas  señales  hay  algunas  otras  particula- 
res que  pudieras  observar  fácilmente,  como  son  las  que 


88 


PENSADOR    MEXICANO 


usan  los  de  otros  reinos  v  provincias,  v  los  del  nuestro 

vi  'ti 

en  ciertos  casos;  por  ejemplo,  en  los  días  de  boda,  do 
luto,  de  gala  y  otros;  pero  con  lo  que  te  he  enseñado  te 
basta  para  que  conozcas  cuan  fácil  le  es  al  gobierno 
saber  el  estadb  y  oficio  de  cada  uno  sólo  con  verlo,  y 
esto  sin  que  tenga  nadie  lugar  á  fingirlo,  pues  cualquier 
juez  subalterno,  que  hay  muchos,  tienen  autoridad  para 
examinar  al  que  se  le  antoje  en  el  oficio  que  dice  que 
tiene,  como  le  sea  sospechoso,  lo  que  se  consigue  con  la 
trivial  diligencia  de  hacerlo  llamar  y  mandar  que  haga 
algún  artefacto  del  oficio  que  dice  tiene.  Si  lo  hace,  se 
va  en  paz  y  se  le  paga  lo  que  ha  hecho;  si  no  lo  hace,  es 
conducido  á  la  cárcel,  y  despurs  de  sufrir  un  severo  cas- 
tigo, se  le  obliga  á  aprender  oficio  dentro  de  la  misma 
prisión,  de  la  que  no  sale  hasta  que  los  maestros  no  cer- 
tifican que  está  idóneo  para  trabajar  públicamente. 

No  sólo  los  jueces  pueden  hacer  estos  exámenes,  los 
maestros  respectivos  de  cada  oficio  están  también  auto- 
rizados para  reconvenir  y  examinar  á  aquel  de  quien 
tengan  sospechas  que  no  sabe  el  oficio  cuya  divisa  se 
pone:  y  de  esta  manera  es  muy  difícil  que  haya  en 
nuestra  tierra  uno  que  sea  del  todo  vago  ó  inútil. 

— No  puedo  menos,  le  dije,  que  alabar  la  economía 
de  tu  país.  Cierto  que  si  todas  las  providencias  que  aquí 
rigen  son  tan  buenas  y  recomendables  como  las  que  me 
has  hecho  conocer,  tu  tierra  será  la  más  feliz,  y  aquí 


.-fllv- 


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OBRAS    ESCOGIDAS 


89 


se  habrán  realizado  las  ideas  imaginarias  de  Aristóteles, 
Platón  y  otros  políticos  en  el  gobierno  de  sus  arregladí- 
simas repúblicas. 

— Que  sea  la  más  feliz,  yo  no  lo  sé,  dijo  el  chino, 
porque  no  he  visto  otras;  que  no  haya  aquí  crímenes 
ni  criminales,  como  he  oído  decir  que  hay  en  todo  el 
mundo,  es  equivocación  pensarlo,  porque  los  ciudada- 
nos de  aquí  son  hombres  como  en  todas  partes.  Lo  que 
sucede  es  que  se  procuran  evitar  los  delitos  con  las  leyes 
y  se  castigan  con  rigor  los  delincuentes.  Mañana  pun- 
tualmente es  día  de  ejecución,  y  verás  si  los  castigos  son 
terribles. 

Diciendo  esto  nos  retiramos  á  su  casa,  y  no  ocu- 
rrió cosa  particular  en  aquel  día;  pero  al  amanecer  del 
siguiente  me  despertó  temprano  el  ruido  de  la  artille- 
ría, porque  se  disparó  cuanto  coronaba  la  muralla  de  la 
ciudad. 

Me  levanté  asustado,  me  asomé  por  las  ventanas 
de  mi  cuarto,  y  vi  que  andaba  mucha  gente  de  aquí 
acullá  como  alborotada.  Pregunté  á  un  criado  si  aquel 
movimiento  indicaba  alguna  conmoción  popular  ó  algu- 
na invasión  de  enemigos  exteriores;  y  dicho  criado  me 
(lijo  que  no  tuviera  miedo,  que  aquella  bulla  era  porque 
¡iquel  día  había  ejecución,  y  como  esto  se  veía  de  tarde 
on  tarde,  concurría  á  la  capital  de  la  provincia  innume- 
rable gente  de  otras,  y  por  eso  había  tanta  en  las  calles, 

PERIQUILLO   SARNIENTO.  —  T.    II,    D.  — 23. 


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PENSADOR   MEXICANO 


como  también  porque  en  tales  días  se  cerraban  las  puer- 
tas de  la  ciudad  y  no  se  dejaba  entrar  ni  salir  á  nadie,  ni 
era  permitido  abrir  ninguna  tienda  de  comercio,  ni  tra- 
bajar en  ningún  oficio  hasta  después  de  concluida  la  eje- 
cución. Atónito  estaba  yo  escuchando  tales  preparativos, 
y  esperando  ver  sin  duda  cosas  para  mí  extraordinarias. 

En  efecto,  á  pocas  horas  hicieron  seña  con  tres 
cañonazos  de  (jue  era  tiempo  de  que  se  juntaran  los 
jueces.  Entonces  me  mandó  llamar  el  chaen,  y  después 
de  saludarme  cortésmente,  nos  fuimos  para  la  plaza 
Mayor,  donde  se  había  de  verificar  el  suplicio. 

Ya  juntos  todos  los  jueces  en  un  gran  tablado, 
acompañados  do  los  extranjeros  decentes,  á  quienes 
hicieron  lugar  por  cumplimiento,  se  dispararon  otros 
tres  cañonazos,  v  comenzaron  á  salir  de  la  cárcel  como 
setenta  reos  entro  los  verdugos  y  ministros  de  justicia. 

Entonces  los  jueces  volvieron  á  registrar  los  proce- 
sos para  ver  si  alguno  de  aquellos  infelices  tenía  alguna 
leve  disculpa  con  que  escapar,  y  no  hallándola,  hicieron 
seña  do  que  se  procediese  á  la  ejecución,  la  que  se  co- 
menzó, llenándonos  de  horror  todos  los  forasteros  con  el 
rigor  de  los  castigos;  porque  á  unos  los  empalaban,  á 
otros  los  ahorcaban,  á  otros  los  azotaban  cruelísima- 
mente  en  las  pantorrillas  con  bejucos  mojados,  y  así 
repartían  los  castigos. 

Pero  lo  que  nos  dejó  asombrados,   fué  ver  que  á 


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OBRAS    ESCOGIDAS 


91 


algunos  les  señalaban  las  caras  con  unos  fierros  ardien- 
do y  después  les  cortaban  las  manos  derechas. 

Ya  se  deja  entender  que  aquellos  pobres  sentían  los 
tormentos  y  ponían  sus  gritos  en  el  cielo,  y  entretanto 
lo>  jueces  en  el  tablado  se  entretenían  en  fumar,  parlar, 
rcl'rescar  y  jugar  á  las  damas,  distrayéndose  cuanto 
podían  para  no  escuchar  los  gemidos  de  aquellas  vícti- 
mas miserables. 

Acabóse  el  funesto  espectáculo  á  las  tres  de  la  tarde, 
á  cuya  hora  nos  fuimos  á  comer. 

En  la  mesa  se  trató  entre  los  concurrentes  de  las 
K'ves  Denales,  de  cuva  materia  hablaron  todos  con  acierto, 
á  mi  parecer,  especialmente  el  español,  que  dijo: 

—  Cierto,  señores,  que  es  cosa  dura  el  ser  juez,  y 
m.'is  en  estas  tierras,  donde  por  razón  de  la  costumbre 
íi(^nen  que  presenciar  los  suplicios  do  los  reos  y  atormen- 
tar sus  almas  sensibles  con  los  gemidos  de  las  víctimas 
de  la  justicia.  La  humanidad  se  resiente  al  ver  un  seme- 
jante nuestro  entregado  á  los  feroces  verdugos,  que  sin 
piedad  lo  atormentan  y  muchas  veces  lo  privan  de  la 
vida,  añadiendo  al  dolor  la  ignominia. 

Un  desgraciado  de  estos,  condenado  á  morir  infame 
en  una  horca,  <á  sufrir  la  afrenta  y  el  rigor  de  unos 
azotes  públicos,  ó  siquiera  la  separación  de  su  patria  y 
l'ís  trabajos  anexos  á  un  presidio,  es  para  una  alma 
piadosa  un  objeto  atormentador.    No  sólo  considera  la 


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PENSADOR    MEXICANO 


atlicción  material  de  aquel  hombre  en  lo  que  siente  su 
cuerpo,  sino  que  se  hace  cargo  de  lo  que  padece  su  espí- 
ritu con  la  idea  de  la  afrenta  y  con  la  ninguna  espe- 
ranza de  remedio;  de  aquella  esperanza,  digo,  á  que  nos 
acogemos  como  á  un  asilo  en  los  trabajos  comunes  do 
la  vida. 

Mstas  retlexiones  por  sí  solas  son  demasiado  doloro- 
sas;  pero  el  hombre  sensible  no  aisla  á  ellas  la  conside- 
ración; su  ternura  es  mucha  para  olvidarse  de  aquellos 
sentimientos  particulares  que  deben  añigir  al  individuo 
puesto  en  sociedad. 

— ¡Qué  congoja  tendrá  este  pobrecito  reol  dice  en  su 
interior  á  sus  amigos;  ¡qué  congoja  tendrá  al  ver  que  la 
justicia  lo  arranca  de  los  brazos  de  la  esposa  amable;  que 
ya  no  volverá  á  besar  á  sus  tiernos  hijos,  ni  á  gozar  la 
conversaci(m  de  sus  mejores  amigos,  sino  que  todos  lo 
desampararán  de  una  vez,  y  él  á  todos  va  á  dejarlos  poi' 
Tuerza!  ¿Y  cómo  los  deja?  ¡Oh  dolor!  A  la  esposa,  viuda, 
pobre,  sola  y  abatida;  á  los  hijos,  huertanos  infelices  y 
mal  vistos,  y  á  los  amigos,  escandalizados  y  acaso  arre- 
pentidos de  la  amistad  que  le  profesaron. 

¿Parará  aquí  la  reflexión  de  las  almas  humanas? 
No;  se  extiende  todavía  á  aquellas  familias  miserables. 
Las  busca  con  el  pensamiento;  las  halla  con  la  idea; 
penetra  las  paredes  de  sus  albergues,  y  al  verlas  sumer- 
gidas  en   el   dolor,    la  afrenta  y  desamparo,  no  puede 


OBRAS   ESCOGIDAS 


93 


menos  aquel  espíritu  que  sentirse  agitado  de  la  añicción 
más  penetrante,  y  en  tal  grado,  que  á  poder  él,  arranca- 
ría la  víctima  de  las  manos  de  los  verdupros,  v  crevendo 
hacer  un  gran  bien,  la  restituiría  impune  al  seno  de  su 
adorada  familia. 

Pero  ¡infelices  de  nosotros,  si  esta  humanidad  mal 
entendida  dirigiera  las  cabezas  y  plumas  de  los  magistra- 
dos! No  se  castigaría  ningún  crimen;  serían  ociosas  las 
leyes;  cada  uno  obraría  según  su  gusto,  y  los  ciudada- 
nos, sin  contar  con  ninguna  seguridad  individual,  serían 
los  unos  víctimas  del  furor,  fuerza  v  atrevimiento  de  los 
otros. 

En  este  triste  caso  serían  ningunos  los  diques  de  la 
religión  para  contener  al  perverso;  sería  una  quimera  el 
pretender  establecer  cualquier  gobierno:  la  justicia  fuera 
desconocida,  la  razón  ultrajada  y  la  Deidad  desobedecida 
enteramente.  ¿Y  qué  fuera  de  los  hombres  sin  religión,, 
sin  gobierno,  sin  razón,  sin  justicia  y  sin  Dios?  Fácil  es 
conocer  que  el  mundo,  en  caso  de  ex'stir,  sería  un  caos 
de  crímenes  v  abominaciones.  Cada  uno  sería  un  tirano 
del  otro  á  la  vez  que  pudiera.  Ni  el  padre  cuidaría  del 
hijo,  ni  éste  tendría  respeto  al  padre,  ni  el  marido  amara 
á  su  mujer,  ni  ésta  fuera  fiel  al  marido,  y  sobre  estos 
malos  principios  se  destruiría  todo  cariño  y  gratitud  re- 
cíproca en  la  sociedad,  y  entonces  el  más  fuerte  sería 
un  verdugo  del  más  débil,  y  á  costa  de  éste  contentaría 

PERIQUILLO   SARNIENTO.  —  T.    II  ,    D.  —  24. 


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PENSADOR    MEXICANO 


SUS  pasiones,  ya  quitándole  sus  haberes,  ya  su  mujer,  ya 
sus  liijos,  ya  su  libertad  y  ya  su  vida. 

Tal  fuera  el  espantoso  cuadro  del  despotismo  univer- 
sal que  se  vería  en  el  mundo,  si  faltara  el  rigor  de  la  jus- 
ticia, ó  por  mejor  decir,  el  freno  de  las  leyes  con  que  la 
justicia  contiene  al  indómito,  asegurando  de  paso  al 
hombre  arreglado  y  de  conducta. 

Yo  convendré  sin  repugnancia  en  que,  después  de 
este  raciocinio,  una  alma  sensible  no  puede  ver  decapitar 
al  reo  más  criminal  con  indiferencia.  Aún  diré  más,  los 
mismos  jueces  que  sentencian  al  reo  mojan  primero  la 
pluma  en  sus  lágrimas  que  en  la  tinta  cuando  firman  el 
lallo  de  su  muerte.  Estos  actos  fríos  y  sangrientos  les 
son  repugnantes  como  á  hombres  criados  entre  suaves 
costumbres;  pero  ellos  no  son  arbitros  de  la  ley;  deben 
sujetarse  á  sus  sanciones  y  no  pueden  dejar  eludida  la 
justicia  con  la  indulgencia  para  con  los  reos,  por  más 
que  su  corazón  se  resienta,  como  de  positivo  sucede. 
Prueba  de  ello  es  que  en  mi  tierra  no  asisten  á  estos 
actos  fúnebres  los  jueces. 

¿Pero  acaso  porque  estas  terribles  catástrofes  aflijan 
nuestra  sensibilidad,  la  razón  ha  de  negar  que  son  justas, 
útiles  V  necesarias  al  común  de  los  ciudadanos?  De  nin- 
guna  manera.  Cierto  es  (jue  una  alma  tierna  no  mira 
padecer  en  el  patíbulo  á  un  delincuente,  sino  á  un  seme- 
jante suyo,  á  un  hombre;  y  entonces  prescinde  de  pensar 


■  '  f  vj* 


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on  la  justicia  con  que  padece  y  solamente  considera  que 
padece;  pero  esto  no  es  saber  arreglar  nuestras  pasiones 
á  la  razón. 

A  mí  me  ha  sucedido  en  semejantes  lances  verter 
lágrimas  de  compasión  en  favor  de  un  desdichado  reo,  al 
vi'Ho  conducir  al  suplicio,  cuando  no  he  reflexionado  en 
la  gravedad  de  sus  delitos;  mas  cuando  he  detenido  en 
t'stos  la  consideración  y  me  he  acordado  de  que  aquel 
que  padece  fué  el  que  por  satisfacer  una  fría  venganza  ó 
por  robar  tal  vez  una  ratería  asesinó  alevosamente  á  un 
hombre  de  bien,  que  con  mil  afanes  sostenía  á  una 
decente  y  numerosa  familia,  que  por  su  causa  quedó 
entregada  á  las  crueles  garras  de  la  indigencia,  y  que 
quizá  el  inocente  desgraciado  pereció  para  siempre  por 
falta  de  los  socorros  espirituales  que  previene  nuestra 
religión  (hablo  de  la  católica,  señores),  entonces  yo  no 
dudo  (jue  suscribiría  de  buena  gana  á  la  sentencia  de  su 
muerte,  seguro  de  que  en  esto  liaría  á  la  sociedad  tan 
gran  bien,  con  la  debida  proporci<jn,  como  el  que  hace  el 
diestro  cirujano  cuando  corta  la  mano  corrompida  del 
enfermo  para  que  no  perezca  todo  el  cuerpo. 

Así  sucede  á  todo  hombre  sensato  que  conoce  que 
estos  dolorosos  sacrificios  los  determina  la  justicia  para 
la  seguridad  del  Estado  y  de  los  ciudadanos. 

Si  los  hombres  se  sujetaran  á  las  leyes  de  la  equi- 
dad, si  todos  obraran  según  los  estímulos  de  la  recta 


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PENSADOR   MEXICANO 


razón,  los  castigos  serían  desconocidos;  pero  por  desgra- 
cia se  dejan  dominar  de  sus  pasiones,  se  desentienden  de 
la  razón,  y  como  están  demasiado  propensos  por  su 
misma  fragilidad  á  atropellar  con  ésta  por  satisfacer 
aquéllas,  es  necesario  valerse,  para  contener  la  furia  de 
sus  ímpetus  desordenados,  del  terror  que  impone  el 
miedo  de  perder  los  bienes,  la  reputación,  la  libertad  ó 
la  vida. 

Tenemos  aquí  fácilmente  descubiertos  el  origen  de 
las  leyes  penales,  leyes  justas,  necesarias  y  santas.  Si 
al  hombre  se  le  dejara  obrar  según  sus  inclinaciones, 
obrara  con  más  ferocidad  (jue  los  brutos.  Ciertamente 
óstos  no  son  capaces  de  apostárselas  en  ferocidad  á  un 
hombre  cuando  pierde  los  estribos  de  la  razón.  No  hay 
perro  qu(^  no  sea  agradecido  á  quien  le  da  el  pan;  no  ha\ 
caballo  que  no  se  sujete  al  freno;  no  hay  gallina  que 
repugne  criar  y  cuidar  á  sus  hijos  por  sí  misma,  y  así  do 
todos. 

Por  último,  ¿qué  ocasión  vemos  (jue  los  brutos  más 
carniceros  se  amontonen  para  quitarse  li  vida  unos  ;'i 
otros  en  su  especie,  ni  en  las  que  les  son  extrañas?  Y  el 
hombre  ¿cuántas  veces  desconoce  la  lealtad,  la  gratitud, 
el  amor  filial  v  todas  las  virtudes  morales,  v  se  junta  con 

\i  /  ti  ti 

otros  para  destruir  su  especie  en  cuanto  puede? 

Un  caballo  obedece  á  una  espuela  y  un  burro  and;i 
con  la  carga,  por  medio  del  palo;  pero  el  hombre,  cuando 


•-.tjí.^'Ar  ■ ; 


OBRAS   ESCOGIDAS 


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abandona  la  razón,  es  más  indómito  que  el  burro  y  el 
cabnllo,  y  de  consiguiente  necesario  ha  menester  estímu- 
los más  duros  para  sujetarse.  Tai  es  el  temor  de  perder 
lo  más  apreciable  como  es  la  vida. 

La  justicia,  ó  los  jueces  que  la  distribuyen,  según  las 
buenas  leyes,  no  privan  de  la  libertad  ó  de  la  vida  al  reo 
[)or  venganza,  sino  por  necesidad.  No  le  quita  á  Juan  la 
vida  precisamente  porque  mató  á  Pedro,  sino  también 
porque  cuando  aquél  expía  su  delito  en  el  suplicio,  tenga 
vÁ  pueblo  la  confianza  de  que  el  Estado  vela  en  su  seguri- 
dad, y  sepa  que,  así  como  castiga  á  aquél,  castigará  á 
cuantos  incurran  en  igual  crimen,  que  es  lo  mismo  que 
imponer  el  escarmiento  general  con  la  muerte  de  un  par- 
ticular delincuente. 

De  estos  principios  se  penetraron  las  naciones  cuan- 
<lo  adoptaron  las  leyes  criminales,  leyes  tan  antiguas 
como  el  mismo  mundo.  Crió  Dios  al  hombre,  y  sabiendo 
(|ue  desobedecería  sus  preceptos,  antes  de  que  lo  veri- 
licara  le  informó  de  la  pena  á  que  lo  condenaba.  — No 
comas,  le  dijo,  de  la  fruta  de  este  árbol,  porque  si  la 
comes,  morirás.  —  Tan  autorizado  así  está  el  obligar  al 
nombre  á  obedecer  la  ley  con  el  temor  del  castigo. 

Pero  para  que  las  penas  produzcan  los  saludables 
electos   para   que   se   inventaron,   es   menester  ^  que  se 


*    En  los  mismos  términos  se  expresa  el  señor  Lardízábal  en  su  discurso  sobre  las 
llenas. 

PKRIQUILLO    SARNIENTO.— T.    II,    D.  — 25. 


J 


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PENSADOR    MEXICANO 


deriven  de  la  naturaleza  de  los  delitos;  que  sean  propor- 
cionadas á  ellos;  que  sean  públicas,  prontas,  irremisibles 
y  necesarias;  que  sean  lo  menos  rigorosas  (jue  fuere 
posible,  atendidas  las  circunstancias;  finalmente,  que 
sean  dictadas  por  la  misma  ley. 

En  los  suplicios  (jue  acabamos  de  ver  creo  que  no 
han  faltado  estas  circunstancias,  si  se  exceptúa  la  mode- 
ración, porque  á  la  verdad  me  han  parecido  demasiado 
crueles,  especialmente  la  de  marcar  con  fierros  ardiendo 
á  muchos  infelices,  cortándoles  después  las  manos  de- 
rechas. 

Esta  pena,  en  mi  juicio,  es  harto  cruel,  porque 
después  que  castiga  al  delincuente  con  el  dolor,  lo  deja 
infame  para  siempre  con  unas  notas  indelebles  y  lo  hace 
infeliz  é  inútil  en  la  sociedad,  á  causa  del  embarazo  que  le 
impone  para  trabajar,  quitándole  la  mano. 

Ni  me  sorprenden  como  nuevas  estas  penas  rigoro- 
sas. He  leído  que  en  Persia  á  los  usureros  les  quiebran 
los  dientes  á  martillazos  y  á  los  panaderos  .fraudulentos 
los  arrojan  en  un  horno  ardiendo.  En  Turquía  á  los 
mismos  les  dan  de  palos  y  multan  por  primera  y  segun- 
da vez,  y  por  tercera  los  ahorcan  en  las  puertas  de  sus 
casas,  en  las  que  permanece  el  cadáver  colgado  tres  días. 
En  Moscovia  á  los  defraudadores  de  la  renta  del  tabaco 
se  les  azota  hasta  descubrirles  los  huesos.  En  nuestro 
mismo  Código  tenemos  leyes  que  imponen  pena  capital  al 


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OBRAS    ESCOGIDAS 


99 


(¡Lie  hace  bancarrota  fraudulentamente  v  al  ladrón  casero 
en  llegando  la  cantidad  robada  á  cincuenta  pesos;  otras 
que  mandan  cortar  la  lengua  y  darles  cien  azotes  á  los 
blaslemos;  otras  (jue  mandan  cortar  la  mano  al  escribano 
falsario,  y  así  otras  que  no  están  en  uso,  á  causa  de 
la  mudanza  de  los  tiempos  y  dulcificación  de  las  cos- 
tumbres. ^ 

Todo  esto  he  dicho,  loitia,  para  persuadiros  á  que  os 
intereséis  con  el  tután  para  que  éste  lo  haga  con  el  rey,  á 
ver  si  se  consigue  la  conmutación  de  este  suplicio  en  otro 
menos  cruel.  No  quisiera  que  ningún  delincuente  que- 
dara impune:  pero  sí  (jue  no  se  castigara  con  tal  rigor. 

Calló,  diciendo  esto,  el  español,  y  el  asiático,  tomando 
la  palabra,  le  contestó: 

—  Se  conoce,  extranjero,  que  sois  harto  piadoso  y 
no  dejáis  de  tener  alguna  instrucción;  pero  acordaos 
que  siendo  el  primero  y  principal  fin  de  toda  sociedad 
la  seguridad  de  los  ciudadanos  y  la  salud  de  la  repú- 
blica, sigúese,  por  consecuencia  necesaria,  que  éste  es 
tambirn  el  primero  y  general  fin  de  las  penas.  La  salad 
lio  la  república  es  la  suprema  leij. 


'  El  señor  Lardizábal,  hablando  sobre  esto,  dice:  que  no  es  la  crueldad  de  las 
penas  el  mayor  freno  para  contener  los  delitos,  sino  la  infalibilidad  del  castigo.  El 
mismo,  después  de  apuntar  el  rigor  de  algunos  países,  dice:  que  sin  embargo  conti- 
iiúan  siempre  los  malhechores,  como  si  no  se  castigaran  con  tal  rigor,  y  añade:  «Asi 
es  preciso  que  suceda  por  una  razón  muy  natural.  Al  paso  que  se  aumenta  la  crueldad 
lie  los  castigos,  se  endurecen  los  ánimos  de  los  hombres;  se  llegan  á  familiarizar  con 
ellos,  y  al  cabo  de  tiempo  no  hacen  ya  bastante  impresión  para  contener  los  impulsos  y 
¡u  fuerza  siempre  viva  de  las  pasiones.» 


100 


PENSADOR    MEXICANO 


Acordaos  también  que.  además  de  este  fin  general, 
hay  otros  particulares  subordinados  á  rl,  aunque  igual- 
mente necesarios,  y  sin  los  cuales  no  podría  verificars'^ 
el  general.  Tales  son  la  corrección  del  delincuente  para 
hacerlo  mejor,  si  puede  ser,  y  para  (jue  no  vuelva  á 
perjudicar  a  la  sociedad;  el  escarmiento  y  ejemplo  para 
(jue  los  (jue  no  han  pecado  se  abstengan  de  hacerlo;  la 
seguridad  de  las  personas  y  de  los  bienes  de  los  ciuda- 
danos; el  resarcimiento  ó  reparación  del  perjuicio  cau- 
sado al  orden  social  ó  á  los  particulares.  ' 

Os  acordaréis  de  todos  estos  principios,  y  en  su 
virtud,  advertid  que  estas  penas,  (jue  os  han  parecido 
excesivas,  están  conformes  á  ellos.  Los  que  han  muerto 
han  compui'gado  los  homicidios  que  han  cometido,  y  han 
muerto  con  más  ó  menos  tormentos,  segtín  fueron  más 
ó  menos  agravantes  las  circunstancias  de  sus  alevosías; 
porque  si  todas  las  penas  deben  ser  correspondientes  á 
los  delitos,  razón  es  que  el  que  mató  á  otro  con  veneno, 
ahogado  ó  de  otra  manera  más  cruel,  sufra  una  muerte 
más  rigorosa  que  aquel  que  privó  á  otro  de  la  vida  de 
una  sola  estocada,  porque  le  hizo  padecer  menos.  Ello 
es  que  aquí  el  que  mata  á  otro  alevosamente  muere  sin 
duda  alguna. 

Los  (jue  habéis  visto  azotar  son  ladrones  que  se 
castigan  por  primera  y  segunda  vez,  y  los  que  han  sid(» 

'    Asi  también  se  expresa  el  señor  LarJizábal  en  su  discurso  ya  citado. 


;.ís?r^  ■;  r-j-jír-K 


OBRAS    ESCOGIDAS 


101 


herrados  y  mutilados  son  ladrones  incorregibles.  A  éstos 
ningún  agravio  se  les  hace,  pues  aun  cuando  les  cortan 
las  manos,  los  inutilizan  para  que  no  roben  más,  porque 
ellos  no  son  útiles  para  otra  cosa.  De  esta  maldita  utili- 
dad abomina  la  sociedad;  quisiera  que  todo  ladrón  fuera 
inútil  para  dañarla,  y  de  consiguiente  se  contenta  con 
que  la  justicia  los  ponga  en  tal  estado  y  que  los  señale 
con  el  í'uego  para  que  los  conozcan  y  se  guarden  de 
ellos,  aun  estando  sin  la  una  mano,  para  que  no  tengan 
lugar  de  perjudicarlos  con  la  que  les  queda. 

En  la  Europa  me  dicen  que  á  un  ladrón  reincidente 
lo  ahorcan;  en  mi  tierra  lo  marcan  y  mutilan,  y  creo 
que  se  consigue  mejor  fruto.  Primeramente  el  delin- 
cuente queda  castigado  y  enmendado  por  fuerza,  de- 
jándolo gozar  del  mayor  de  los  bienes,  que  es  la  vida. 
Los  ciudadanos  se  ven  seguros  de  él  y  el  ejemplo  es 
duradero  y  eficaz. 

Ahorcan  en  Londres,  en  París  ó  en  otra  parte  á  un 
ladrón  de  éstos,  y  pregunto:  ¿lo  saben  todos?  ¿lo  ven? 
^,saben  que  han  ahorcado  á  tal  hombre  y  por  qué? 
Creeré  que  no:  unos  cuantos  lo  verán,  sabrán  el  delito 
menos  individuos,  y  muchísimos  ignorarán  del  todo  si 
ha  muerto  un  ladrón. 

Aquí  no  es  así;  estos  desgraciados  que  no  quedan 
sino  para  solicitar  el  sustento  pidiéndolo  de  puerta  en 
puerta   (únicos  á  quienes  se  les  permite  mendigar),  son 

PERIQUILLO  SAnNIENTO.  —  T.   II,   D  —  26. 


102 


PENSADOR    MEXICANO 


unos  pregoneros  de  la  rectitud  de  la  justicia,  y  unos 
testimonios  andando  del  infeliz  estado  á  que  reduce  al 
hombre  la  obstinación  en  sus  crímenes. 

El  ladrón  ahorcado  en  Europa  dura  poco  tiempo 
expuesto  á  la  pública  espectación,  y  de  consiguiente 
dura  poco  el  temor.  Luego  que  se  aparta  de  la  vista 
del  perverso  aquel  objeto  fúnebre,  se  borra  también  la 
idea  del  castigo,  y  queda  sin  el  menor  retraente  para 
continuar  en  sus  delitos. 

En  la  Europa  quedan  aislados  los  escarmientos  (si 
escarmentaran)  á  la  ciudad  donde  se  verifica  el  suplicio, 
y  fuera  de  esto,  los  niños,  cuyos  débiles  cerebros  se  im- 
presionan mejor  con  lo  que  ven  que  con  lo  que  oyen, 
no  viendo  padecer  á  los  ladrones,  sino  oyendo  siempre 
hablar  de  ellos  con  odio,  lo  más  que  consiguen  es  temer- 
los, como  temerían  á  unos  perros  rabiosos;  pero  no  con- 
ciben contra  el  robo  todo  el  horror  que  fuera  de  desear. 

Aquí  sucede  todo  lo  contrario.  El  delincuente  per- 
manece entre  los  buenos  y  los  malos,  y  por  lo  mismo 
el  ejemplo  permanece,  y  no  aislado  á  una  ciudad  ó  villa, 
sino  que  se  extiende  á  cuantas  partes  van  estos  infelices, 
y  los  niños  se  penetran  de  terror  contra  el  robo  y  do 
temor  al  castigo,  porque  les  entra  por  los  ojos  la  lección 
más  elocuente. 

Comparad  ahora  si  será  más  útil  ahorcar  á  un 
ladrón  que  herrarlo  y  mutilarlo;   v  si  aun  con  todo  lo 


OBRAS    ESCOGIDAS 


103 


que  dije  persistís  en  que  es  mejor  ahorcarlo,  yo  no  me 
opondré  á  vuestro  modo  de  pensar,  porque  sé  que  cada 
reino  tiene  sus  leves  particulares  v  sus  costumbres 
propias,  que  no  es  fácil  abolir,  así  como  no  lo  es  intro- 
ducir otras  nuevas;  y  con  esta  salva  dejemos  á  los  legis- 
ladores el  cuidado  de  enmendar  las  leyes  defectuosas, 
según  las  variaciones  de  los  siglos,  contentándonos  con 
obedecer  las  que  nos  rigen,  de  modo  que  no  nos  alcan- 
cen las  penales. 

Todos  aplaudieron  al  chino,  se  levantaron  los  man- 
teles y  cada  uno  se  retiró  á  su  casa. 


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CAPITULO  VI 


En  el  que  cuenta  Perico  la  confianza  que  mereció  al  chino ; 
la  venida  de  éste  con  él  á  México,  y  los  días  felices  que  logró  á  su  lado  gastando  mucho 

y  tratándose  como  un  conde 


Contento  y  admirado  vivía  yo  con  mi  nuevo  amigo. 
Contento  por  el  buen  trato  que  me  daba,  y  admirado  por 
oirlo  discurrir  todos  los  días  con  tanta  franqueza  sobre 
muchas  materias,  que  parecía  que  las  profesaba  á  fondo. 
Es  verdad  que  su  estilo  no  era  el  que  yo  escribo,  sino 

PERIQUILLO    SARNIENTO. —  T.    II,    D.— 27. 


106 


PENSADOR    MEXICANO 


uno  muy  sublime  y  lleno  de  frases  que  regalaban  nues- 
tros oídos;  pero  como  su  locución  era  natural,  anadia 
con  ella  nueva  gracia  á  sus  discursos. 

Entretanto  yo  gozaba  de  la  buena  vida,  no  me  des- 
cuidaba en  hacer  mi  negocio  á  sombra  de  la  amistad  que 
el  chaen  me  dispensaba,  y  así  ponía  mis  palabras,  inte- 
resaba mis  súplicas,  y  hacía  frecuentemente  mis  empe- 
ños todos  por  los  que  me  ocupaban  sin  las  manos  vacías, 
y  de  esta  suerte  con  semejante  granjeria  llené  un  baúl  de 
regalitos  apreciables. 

Todo  esto  se  deja  entender  que  era  á  excusas  de  mi 
favorecedor,  pues  ora  tan  íntegro,  que  si  hubiera  pene- 
trado mis  malas  artes,  acaso  yo  no  salgo  de  aquella 
ciudad,  pues  me  condena  él  mismo  á  un  presidio;  pero 
como  no  es  muy  fácil  que  un  superior  distinga  al  que  le 
advierte  del  (jue  lo  adula  y  engaña,  y  más  si  está  preocu- 
pado en  favor  de  éste,  se  sigue  que  el  malvado  continúa 
sin  recelo  en  sus  picardías  y  los  superiores  imposibilita- 
dos de  salir  de  sus  engaños. 

Advertido  yo  de  estos  secretos,  procuraba  hablarle 
siempre  al  loitia  con  la  mayor  circunspección,  declarán- 
dome partidario  tenaz  de  la  justicia,  mostrándome  com- 
pasivo y  nimiamente  desinteresado,  celoso  del  bien  pú- 
blico, y  en  todo  adherido  á  su  modo  de  pensar,  con  lo 
que  le  lisonjeaba  el  gusto  demasiado. 

Era  el  chino  sabio,  juicioso  y  en  todo  bueno;  pero 


OBRAS    ESCOGIDAS 


107 


ya  estaba  yo  acostumbrado  á  valerme  de  la  bondad  de  los 
hombres  para  engañarlos  cuando  podía,  y  así  no  me  fué 
difícil  engañar  á  éste.  Procuré  conocerle  su  genio;  adver- 
tí que  era  justo,  piadoso  y  desinteresado;  le  acometía 
siempre  por  estos  tiancos,  y  rara  vez  no  conseguía  mi 
pretensión. 

En  medio  de  esta  bonanza  no  dejaba  yo  de  sentir 
que  me  hubiese  salido  huero  mi  virreinato,  y  muchas 
veces  no  podía  consolarme  con  mi  fingido  condazgo, 
aunque  no  me  descuadraba  que  me  regalaran  las  orejas 
con  el  título,  pues  todos  los  días  me  decían  los  extranje- 
ros que  visitaban  al  chaen: — Conde,  oiga  usía.  Conde, 
mire  usía.  Conde,  tenga  usía,  y  daca  el  conde  y  torna 
el  conde,  y  todo  era  condearme  de  arriba  abajo.  Hasta 
el  pobre  chino  me  condeaba  en  tuerza  del  ejemplo, 
y  como  veía  que  todos  me  trataban  con  respeto  y 
cariño,  se  creyc'»  que  un  conde  era  lo  menos  tanto  como 
un  tután  en  su  tierra  (')  un  visir  en  la  Turquía.  Agre- 
guen ustedes  á  este  equivocado  concepto  la  idea  que 
formó  de  que  yo  le  valdría  mucho  en  México,  y  así 
procuraba  asegurar  mi  protección,  granjeándome  por 
cuantos  medios  podía:  y  los  extranjeros  que  lo  habían 
menester  á  él,  mirando  lo  que  me  quería,  se  empeña- 
ban en  adularlo,  expresándome  su  estimación;  y  así, 
engañados  unos  y  otros,  conspiraban  sin  querer  á  que  yo 
perdiera  el  poco  juicio  que  tenía,  pues  tanto  me  condea- 


108 


PENSADOR    MEXICANO 


ban  y  usiaban;  tanto  me  lisonjeaban  y  tantas  caricias  y 
rendimientos  me  hacían,  que  ya  estaba  yo  por  creer 
que  había  nacido  conde  y  no  había  llegado  á  mi  no- 
ticia. 

—  ¡Qué  mano,  decía  yo  á  mis  solas,  qué  mano  que  yo 
sea  conde  y  no  lo  sepa!  Es  verdad  que  yo  me  titulé;  pero 
para  ser  conde,  ¿qué  importa  que  me  titule  yo  ó  me  titule 
el  rey?  Siendo  titular,  todo  se  sale  allá.  Ahora  ¿qué  más 
tiene  que  yo  el  mejor  conde  del  universo?  ¿Nobleza? 
No  me  falta.  ¿Edad?  Tengo  la  suficiente.  ¿Ciencia?  No  la 
necesito,  y  ganas  me  sobran. 

Lo  único  (jue  no  tengo  es  dinero  y  méritos;  mas  esto 
es  una  friolera.  ¿Acaso  todos  los  condes  son  ricos  y  ame- 
ritados? ;, Cuántos  hay  que  carecen  de  ambas  cosas?  Pues 
ánimo,  Perico,  que  un  garbanzo  más  no  revienta  una 
olla.  Para  conde  nací,  según  mi  genio,  y  conde  soy  y 
conde  seré,  pésele  á  quien  le  pesare,  y  por  serlo  haré 
cuantas  diabluras  pueda,  á  bien  que  no  seré  el  primero 
que  por  ser  conde  sea  un  bribón. 

En  estos  disparatados  soliloquios  me  solía  entretener 
de  cuando  en  cuando,  y  me  abstraía  con  ellos  de  tal 
modo,  que  muchas  veces  me  encerraba  en  mi  gabinete,  y 
era  menester  que  me  fuesen  á  llamar  de  parte  del  chaen, 
diciéndome  que  él  y  la  corte  me  estaban  esperando  para 
comer.  Entonces  volvía  yo  en  mí  como  de  un  letargo,  y 
exclamaba:  —  ¡Santo  Dios!  no  permitas  que  se  radiquen 


OBRAS    ESCOGIDAS 


109 


en  mi  cerebro  estas  quiméricas  ideas  y  me  vuelva  más 
loco  de  lo  que  soy. 

La  Divina  Providencia  quiso  atender  á  mis  oracio- 
nes, y  que  no  parara  yo  en  San  Hipólito  de  conde,  va 
que  había  perdido  la  esperanza  de  entrar  de  virrey,  así 
como  entran  y  han  entrado  muchos  tontos  por  dar  en 
una  majadería  difícil  si  no  imposible. 

A  pocos  días  avisaron  los  extranjeros  que  el  buque 
estaba  listo,  y  que  sólo  estaban  detenidos  por  la  licencia 
del  tután.  Su  hermano  la  consiguió  fácilmente,  y  ya  que 
todo  estaba  prevenido  para  embarcarnos,  les  comunicó  el 
designio  que  tenía  de  pasar  á  la  América  con  licencia  del 
rey,  gracia  muy  particular  en  la  Asia. 

Todos  los  pasajeros  festejaron  en  la  mesa  su  inten- 
ción con  muchos  vivas,  ofreciéndose  á  porfía  á  servirlo 
en  cuanto  pudieran.  Al  fin  era  toda  gente  bien  nacida,  y 
sabían  á  lo  que  obligan  las  leyes  de  la  gratitud. 

Llegó  el  día  de  embarcarnos,  y  cuando  todos  esperá- 
bamos á  bordo  el  equipaje  del  chaen,  vimos  con  admira- 
ción que  se  redujo  á  un  catre,  un  criado,  un  baúl  y  una 
petaquilla. 

Entonces,  y  cuando  entró  el  chino,  le  preguntó  el 
comerciante  español  que  si  aquel  baúl  estaba  lleno  de 
onzas  de  oro. — No  está,  dijo  el  chino;  apenas  habrá 
doscientas. — Pues  es  muy  poco  dinero,  le  replicó  el 
comerciante,  para  el  viaje  que  intentáis  hacer.  — Se  son- 

PERIQUILLO   SARNIENTO. —  T.    II,   D.  —  28. 


lio 


PENSADOR    MEXICANO 


rió  el  chino  y  le  dijo:  — Me  sobra  dinero  para  ver  México 
y  viajar  por  la  Europa. — Vos  sabéis  lo  que  hacéis,  dijo  el 
español;  pero  os  repito  (jue  ese  dinero  es  poco. — Es 
harto,  decía  el  chino:  yo  cuento  con  el  vuestro,  con  el  de 
vuestros  paisanos  (jue  nos  acompañan,  y  con  el  que 
guardan  en  sus  arcas  los  ricos  de  vuestra  tierra.  Yo  se 
los  sacaré  lícitamente  y  me  sobrará  para  todo. 

—  Macedme  favor,  replicó  el  español,  de  descifrarme 
este  enigma.  Si  es  por  amistad,  seguramente  podéis 
contar  con  mi  dinero  y  con  el  de  mis  compañeros:  pero 
si  es  en  línea  de  trato,  no  sé  con  qué  nos  podréis  sacar 
un  peso. — Con  pedazos  de  piedras  y  enfermedades  de 
animales,  dijo  el  chino,  y  no  me  preguntéis  más,  que 
cuando  estemos  en  México  yo  os  descifraré  el  enigma. 

Con  esto  (juedamos  todos  perplejos,  se  levaron  las 
anclas  y  nos  entregamos  á  la  mar,  queriendo  Dios  que 
fuera  nuestra  navegación  tan  feliz,  que  en  tres  meses 
llegamos  viento  en  popa  al  puerto  y  ruin  ciudad  de  Aca- 
pulco,  (jue  á  pesar  de  serlo  tanto,  me  pareció  al  besar  sus 
arenas  más  hermosa  que  la  capital  de  México.  Gozo  muy 
natural  á  (|uien  vuelve  á  ver,  después  de  sufrir  algunos 
trabajos,  los  cerros  y  casuchas  de  su  patria. 

Desembarcámonos  muy  contentos;  descansamos 
ocho  días,  y  en  literas  dispusimos  nuestro  viaje  para 
México. 

En  el  camino  iba  yo  pensando  cómo  me  separaría 


OBRAS   ESCOGIDAS 


111 


del  chino  y  demás  camaradas,  dejándolos  en  la  creencia 
de  que  era  conde,  sin  pasar  por  un  embustero  ni  un 
ingrato  grosero;  pero  por  más  que  cavilé  no  pude 
desembarazarme  de  las  dificultades  que  pulsaba. 

En  esto  avanzábamos  leguas  de  terreno  cada  día, 
liastá  que  llegamos  á  esta  ciudad  y  posamos  todos  en  el 
mesón  de  la  Herradura. 

El  chino,  como  que  ignoraba  los,  usos  de  mi  patria, 
en  todo  hacía  alto,  y  me  confundía  á  preguntas,  porque 
todo  le  cogía  de  nuevo,  y  me  rogaba  que  no  me  separara 
de  él  hasta  que  tuviera  alguna  instrucción,  lo  que  yo  le 
prometí,  y  quedamos  corrientes:  pero  los  extranjeros  me 
molían  mucho  con  mi  condazgo,  particularmente  el  espa- 
ñol, que  me  decía:  — Conde,  ya  dos  días  hace  que  esta- 
mos en  México,  y  no  parecen  sus  criados  ni  el  coche  de 
usía  para  conducirlo  á  su  casa.  Vamos,  la  verdad,  usted 
os  conde...  pues...  no  se  incomode  usía,  pero  creo  que 
oá  conde  de  cámara,  así  como  hay  gentiles-hombres  de 
cámara. 

Cuando  me  dijo  esto,  me  incomodé  y  le  dije: — Crea 
usted  ó  no  que  soy  conde,  nada  me  importa.  Mi  casa  está 
en  Guadalajara;  de  aquí  á  que  vengan  de  allá  por  mí  se 
ha  de  pasar  algún  tiempo,  y  mientras,  no  puedo  hacer  el 
papel  que  usted  espera;  mas  algún  día  sabremos  quién  es 
cada  cuál. 

Con  esto  me  dejó  y  no  me  volvió  á  hablar  palabra 


112 


PENSADOR    MEXICANO 


del  condazgo.  El  chino,  para  descubrirle  el  enigma  que 
le  dijo  al  tiempo  de  embarcarnos,  le  sacó  un  cañutero 
lleno  de  brillantes  exquisitos  y  una  cajita,  como  de 
polvos,  surtida  de  hermosas  perlas,  y  le  dijo:  — Español, 
de  estos  cañuteros  tengo  (juince,  y  cuarenta  de  estas 
cajitas;  ¿qué  dice  usted,  '  me  habilitarán  de  moneda  á 
merced  de  ellos? 

El  comerciante,  admirado  con  aquella  riqueza,  no  se 
cansaba  de  ponderar  los  quilates  de  los  diamantes  y  lo 
grande,  igual  y  orientado  de  las  perlas;  y  así,  en  medio 
de  su  abstracción,  respondió: — Si  todos  los  brillantes  y 
perlas  son  como  éstas,  en  tanta  cantidad,  bien  podrán 
dar  dos  millones  de  pesos.  ¡Oh,  qué  riqueza!  (qué  pri- 
mor I   iqu('  hermosura! 

—  Yo  diría,  repuso  el  chino,  ¡qué  bobería!  ¡qué 
locura!  ¡y  (jué  necedad  la  de  los  hombres,  que  se  pagan 
tanto  de  unas  piedras  y  de  unos  humores  endurecidos  de 
las  ostras,  que  acaso  serán  enfermedades,  como  las  pie- 
dras que  los  hombres  crían  en  las  vejigas  de  la  orina  ó 
los  ríñones!  Amigo,  los  hombres  aprecian  lo  difícil  más 
que  lo  bello.  Un  brillante  de  estos  cierto  que  es  hermoso 
y  de  una  solidez  más  que  de  pedernal;  pero  sobran  pie- 
dras que  e(|uivalen  á  ellos  en  lo  brillante  y  que  remiten 
á  los  ojos  la  luz  que  reílecta  en  ellos  matizada  con  los 


*     Había  aprendido  el  chino  en  la  navegación  los  tratamientos  y  modo  de  hablar  de 
nosotros. 


OBRAS    ESCOGIDAS 


113 


colores  del  iris,  que  son  los  que  nos  envía  el  diamante  y 
no  más.  Un  pedazo  de  cristal  hace  el  mismo  brillo,  y  una 
sarta  de  cuentas  de  vidrio  es  mas  vistosa  que  una  de 
perlas;  pero  los  diamantes  no  son  comunes  y  las  perlas 
si>  esconden  en  el  fondo  de  la  mar,  y  he  aquí  los  motivos 
más  sólidos  por  que  se'  estiman  tanto.  Si  los  hombres 
fueran  más  cuerdos,  bajarían  de  estimaci<')n  muchas 
cosas  que  la  logran  á  merced  de  su  locura.  En  uno  de 
(^sos  libros  que  ustedes  me  prestaron  en  el  viaje,  he  visto 
escrito,  con  escándalo,  que  una  tal  Cleopatra  obsequió  á 
su  querido  Marco  Antonio,  dándole  en  un  vaso  de  vino 
una  perla  desleída  en  vinagre,  pero  perla  tan  grande  y 
exquisita,  que  dicen  valía  una  ciudad. 

Nadie  puede  dudar  que  este  fué  un  exceso  de  locura 
de  Cleopatra  y  una  necia  vanidad;  pero  yo  no  la  culpo 
tanto.  Es  verdad  que  i'ur  una  extravagancia  de  mujer, 
que  apasionada  por  un  hombre  creyó  obsequiarlo  dán- 
dole aquella  perla  inestimable,  en  señal  de  que  le  daba 
lo  más  rico  que  tenía;  pero  esto  nada  tiene  de  particular 
on  una  mujer  enamorada.  La  reputaci('>n,  la  libertad  y 
la  salud  de  las  mujeres  creerr  que  valen  más  para  ellas 
que  la  perla  de  Cleopatra,  y  con  todo  eso  todos  los  días 
sacrifican  á  la  pasión  del  amor  y  en  obsequio  de  un 
hombre,  que  acaso  no  las  ama,  su  salud,  su  libertad  y 
su  honor. 

A  mí  lo  que  me  escandaliza  no  es  la  liberalidad  de 

PERIQUILLO    SARNIENTO. —T.    II,    D.  —  3Í>. 


114 


PENSADOR   MEXICANO 


Cleopatra,  sino  el  valor  que  tenía  la  perla;  pero  ya  se  ve, 
esto  lo  que  prueba  es  que  siempre  los  hombres  han  sido 
pagados  de  lo  raro.  A  mí  por  ahora  lo  que  me  inte- 
resa es  valerme  de  su  preocupación  para  habilitarme  de 
dinero. 

—  Pues  lo  conseguirá  usted  fácilmente,  le  dijo  el 
español,  porque  mientras  haya  hombres,  no  faltará  quién 
pague  los  diamantes  y  las  perlas,  y  mientras  haya  muje- 
res, sobrará  quién  sacrifique  á  los  hombres  para  que  las 
compren.  Esta  tarde  vendré  con  un  lapidario,  y  em- 
plearé diez  ó  doce  mil  pesos. 

Se  llegó  la  hora  de  comer,  y  después  de  hacerlo, 
salió  el  comerciante  á  la  calle,  y  á  poco  rato  volvió  con 
el  inteligente  y  ajustó  unos  cuantos  brillantes  y  cuatro 
hilos  de  perlas  con  tres  hermosas  calabacillas,  pagando 
el  dinero  de  contado. 

A  los  tres  días  se  separó  de  nuestra  compañía,  que- 
dándonos el  chino,  yo,  su  criado  y  otro  mozo  de  México 
que  le  solicité  para  que  hiciera  los  mandados. 

Todavía  estaba  creyendo  mi  amigo  que  yo  era 
conde,  y  cada  rato  me  decía: — Conde,  ¿cuándo  vendrán 
de  tu  tierra  por  tí?  — Yo  le  respondía  lo  primero  que  se 
me  venía  á  la  cabeza,  y  él  quedaba  muy  satisfecho,  pero 
no  lo  quedaba  tanto  el  criado  mexicano,  que  aunque  me 
veía  decente,  no  advertía  en  mí  el  lujo  de  un  conde;  y 
tanto  le  llegó  á  chocar,  que  un  día  me  dijo: — Señor,  per- 


;.<? 


OBRAS   ESCOGIDAS 


115 


done  su  merced;  pero  dígame,  ¿es  conde  de  veras  ó  se 
apellida  ansí?  —  Así  me  apellido,  le  respondí,  y  me  quité 
de  encima  aquel  curioso  majadero. 

Así  lo  iba  yo  pasando  muy  bien  entre  conde  y  no 
conde  con  mi  chino,  ganándole  cada  día  más  y  más 
el  afecto,  y  siendo  depositario  de  su  confianza  y  de  su 
dinero,  con  tanta  libertad,  que  yo  mismo,  temiendo  no 
me  picara  la  culebra  del  juego  y  fuera  á  hacer  una  de  las 
mías,  le  daba  las  llaves  del  baúl  y  petaquilla,  diciéndole 
que  las  guardara  y  me  diese  el  dinero  para  el  gasto. 
V\  nunca  las  tomaba,  hasta  que  una  vez  que  instaba  yo 
sobre  ello  se  puso  serio,  y  con  su  acostumbrada  inge- 
nuidad me  dijo:  —  Conde,  días  ha  que  porfías  porque  vo 
guarde  mi  dinero;  guárdalo  tú  si  quieres,  que  yo  no  des- 
confío de  tí,  porque  eres  noble,  y  de  los  nobles  jamás  se 
debe  desconfiar,  porque  el  que  lo  es,  procura  que  sus 
acciones  correspondan  á  sus  principios;  esto  obliga  á 
cualquier  noble,  aunque  sea  pobre;  ¿cuánto  no  obligará 
á  un  noble  visible  y  señalado  en  la  sociedad  como  un 
conde?  Conque  así  guarda  las  llaves  y  gasta  con  liber- 
tad en  cuanto  conozcas  que  es  necesario  á  mi  comodidad 
y  decencia;  porque  te  advierto  que  me  hallo  muy  disgus- 
tado en  esta  casa,  que  es  muy  chica,  incómoda,  sucia  y 
mal  servida,  siendo  lo  peor  la  mesa;  y  así  hazme  gusto  de 
proporcionarme  otra  cosa  mejor,  y  si  todas  las  casas  de 
tu  tierra  son  así,  avísame  para  conformarme  de  una  vez. 


116 


PENSADOR    MEXICANO 


Yo  le  di  las  gracias  por  su  confianza,  y  le  dije 
que  supuesto  quería  tratarse  como  caballero  que  era, 
tenía  dinero,  y  me  comisionaba  para  ello,  que  perdiera 
cuidado,  que  en  menos  de  ocho  días  se  compondría  todo. 

A  este  tiempo  entró  el  criado  mi  paisano  con  el 
maestro  barbero,  quien  luego  que  me  vio  se  Tur  sobre 
mí  con  los  brazos  abiertos,  y  apretándome  el  pescuezo 
que  ya  me  ahogaba,  me  decía: — ¡Bendito  sea  Dios, 
señor  amo,  que  lo  vuelvo  á  ver  y  tan  guapote!  ¿Dónde 
ha  estado  usted?  Ponjue  después  de  la  descolada  que  le 
dieron  los  malditos  indios  de  Tula,  va  no  he  vuelto  á 
saber  de  usted  para  nada.  Lo  más  que  me  dijo  un  su 
amigo  fué  (|ue  lo  habían  despachado  á  un  presidio  de 
soldado,  por  no  sé  qué  cosas  que  hizo  en  Tixtla;  pero 
de  entonces  acá  no  he  vuelto  á  tener  razón  de  usted. 
Concjue  dígame,  señor,  ¿qué  es  de  su  vida? 

Al  decir  esto  me  soltó,  y  conocí  que  mi  amigóte, 
que  me  acababa  de  hacer  quedar  tan  mal,  era  el  señor 
And  resillo,  que  me  ayudaba  á  afeitar  perros,  desollar 
indios,  desquijarar  viejas  y  echar  ayudas.  Xo  puedo 
negar  (|ue  me  alegré  de  verlo,  porque  el  pobre  era 
buen  muchacho;  pero  hubiera  dado  no  sé  qué,  porque 
no  hubiera  sido  tan  extremoso  y  majadero  como  fué, 
haciéndome  poner  colorado  y  echando  por  tierra  mi 
condazgo  con  sus  sencillas  preguntas  delante  del  señor 
chino,   que  como  nada  lerdo,  advirtió  que  mi  condazgo 


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OBRAS    ESCOGIDAS 


117 


y  riquezas  eran  trapacerías;  pero  disimuló  y  se  dejó 
afeitar,  y  concluida  esta  diligencia,  pagué  á  Andrés  un 
peso  por  la  barba,   porque  es  fácil   ser  liberal   con   lo 

• .  .  .         ^ 

ajeno. 

Andrés  me  volvió  á  abrazar  y  me  dijo  que  lo  visi- 
tara, que  tenía  muchas  cosas  que  decirme,  que  su  bar- 
bería estaba  en  la  calle  de  la  Merced,  junto  á  la  casa  del 
Pueblo.  Con  esto  se  fué,  y  mi  amo  el  chino,  á  quien  debo 
dar  este  nombre,  me  dijo  con  la  mayor  prudencia: 

—  Acabo  de  conocer  que  ni  eres  rico  ni  conde,  y 
creo  que  te  valiste  de  este  artificio  para  vivir  mejor  á  mi 
lado.  Nada  me  hace  fuerza,  ni  te  tengo  á  mal  que  te  pro- 
porcionaras tu  mejor  pasaje  con  una  mentira  inocente. 
Mucho  menos  pienses  que  has  bajado  de  concepto  para 
mí,  porque  eres  pobre  y  no  hay  tal  condazgo;  yo  te 
he  juzgado  hombre  de  bien,  y  por  eso  te  he  querido. 
Siempre  que  lo  seas,  continuarás  logrando  el  mismo 
lugar  en  mi  estimación,  pues  para  mí  no  hay  más  conde 
que  el  hombre  de  bien,  sea  quien  fuere,  y  el  que  sea 
un  picaro  no  me  hará  creer  que  es  noble,  aunque  sea 
conde.  Conque  anda;  no  te  avergüences;  sigúeme  sir- 
viendo como  hasta  aquí,  y  señálate  salario,  que  yo  no  sé 
cuánto  ganan  los  criados  como  tú  en  tu  tierra. 

Aunque  me  avergoncé  un  poco  de  verme  pasar  en 
un  momento  en  el  concepto  de  mi  amo  de  conde  á  criado, 
no  me  disgustó  su  cariño,  ni  menos  la  libertad  que  me 

PERIQUILLO  SARNIENTO.  —  T.    II,    D.  —  30. 


118 


PENSADOR    MEXICANO 


concedía  de  señalarme  salario  á  mi  arbitrio  y  pagarme 
de  mi  mano:  y  así,  procurando  desechar  la  vergüencilla 
como  si  fuera  mal  pensamiento,  procuré  pasarme  buena 
vida,  comenzando  por  granjear  á  mi  amo  y  darle  gusto. 

Con  este  pensamiento  salí  á  buscar  casa,  y  halle  una 
muy  hermosa  y  con  cuantas  comodidades  se  pueden  ape- 
tecer, y  á  más  de  esto  barata  y  en  buena  calle,  como  es 
la  que  llaman  de  Don  Juan  Manuel. 

A  seguida,  como  ya  sabía  el  modo,  me  conchaba 
con  un  almonedero,  quien  la  adornó  pronto  y  con  mucha 
decencia.  Después  solicité  un  buen  cocinero  y  un  por- 
tero, y  á  lo  último  compré  un  lamoso  coche  con  dos 
troncos  de  muías;  encargué  un  cochero  y  un  lacayo,  les 
mandé  hacer  libreas  á  mi  gusto,  y  cuando  estaba  todo 
prevenido,  llevé  á  mi  amo  á  (|ue  tomara  posesión  de 
su  casa. 

Hemos  de  estar  en  que  yo  no  le  había  dado  parte 
de  nada  de  lo  (jue  estaba  haciendo,  ni  tampoco  le  dije 
que  aquella  casa  era  suya,  sino  (¡ue  le  pregunté  qué  le 
parecía  aquella  casa,  ajuar,  coche  y  todo.  Y  cuando  me 
respondió  que  aquello  sí  estaba  regular,  y  no  la  casucha 
donde  vivía,  le  di  el  consuelo  de  que  supiera  que  era 
suyo.  Me  di(')  las  gracias,  me  pidió  la  cuenta  de  lo  gas- 
tado para  apuntarlo  en  su  diario  económico  y  se  quedó 
allí  con  mucho  gusto. 

Yo   no   estaba   menos   contento;    ya  se  ve,   ¿quién 


'.?.' 


OBRAS    ESCOGIDAS 


119 


había  de  estar  disgustado  con  tan  buena  coca  como  me 
había  encontrado?  Tenía  buena  casa,  buena  mesa,  ropa 
decente,  muchas  onzas  á  mi  disposición,  hbertad,  coche 
en  que  andar  y  muy  poco  trabajo,  si  merece  el  nombre 
de  trabajo  el  mandar  criados  y  darles  el  gasto. 

En  fin,  yo  me  hallé  la  bolita  de  oro  con  mi  nuevo 
amo,  quien,  á  más  de  ser  muy  rico,  liberal  y  bueno,  me 
quería  más  cada  día  porque  yo  estudiaba  el  modo  de 
lisonjearlo.  Me  hacía  muy  circunspecto  en  su  presencia, 
y  tan  económico,  que  reñía  con  los  criados  por  un  cabo 
de  vela  que  se  quedaba  ardiendo,  y  por  tantita  paja  que 
veía  tirada  por  el  patio;  y  así  mi  amo  vivía  confiado  en 
(|ue  le  cuidaba  mucho  sus  intereses;  pero  no  sabía  que 
cuando  salía  solo  no  iban  mis  bolsas  vacías  de  oro  v 
plata,  que  gastaba  alegremente  con  mis  amigos  y  las 
amigas  de  ellos. 

Ellos  se  admiraban  de  mi  suerte  y  me  rodeaban 
como  moscas  á  la  miel.  Las  muchachas  me  hacían  más 
ücstas  que  perro  hambriento  á  un  hueso  sabroso,  y  yo 
oslaba  envanecido  con  mi  dicha. 

Un  día  que  iba  solo  en  el  coche  á  un  almuerzo  para 
que  luí  convidado  en  Jamaica,  decía  entre  mí:  —  jQué 
equivocado  estaba  mi  padre  cuando  me  predicaba  que 
aprendiera  oficio  ó  me  dedicara  á  trabajar  en  algo  útil 
para  subsistir,  porque  el  que  no  trabajaba  no  comía! 
Eso  sería  en  su  tiempo,  allá  en  tiempo  del  rey  Perico; 


120 


PENSADOR    MEXICANO 


cuando  se  usaba  que  todo  el  mundo  trabajara  y  los 
hombres  se  avergonzaban  de  ser  inútiles  y  flojos;  cuando 
no  sólo  los  ricos,  sino  hasta  los  reyes  y  sus  mujei^es 
hacían  gala  de  trabajar  algunas  ocasiones  con  sus  ma- 
nos, y  finalmente,  cuando  los  hombres  usaban  gregües- 
cos  y  empeñaban  un  bigote  en  cualquiera  suma.  ¡Edad 
de  fierro!  ¡Siglo  de  obscuridad  y  torpeza! 

¡Gracias  á  Dios  que  á  ella  se  siguió  la  edad  de  oro 
y  el  siglo  ilustrado  en  (jue  vivimos,  en  el  que  no  se 
confunde  el  noble  con  el  plebeyo,  ni  el  rico  con  el  pobre! 
Quédense  para  los  últimos  los  trabajos,  las  artes,  las 
ciencias,  la  agricultura  y  la  miseria,  que  nosotros  bas- 
tante honramos  las  ciudades  con  nuestros  coches,  galas 
V  libreas. 

Si  los  plebeyos  nos  cultivan  lo?;  campos  y  nos  sirven 
con  sus  artefactos,  bien  les  compensamos  sus  tareas, 
pagándoles  sus  labores  y  hechuras  como  quieren,  y 
derramando  á  manos  llenas  nuestras  riquezas  en  el  seno 
de  la  sociedad  en  los  juegos,  bailes,  paseos  y  lujo  que 
nos  entretienen. 

Para  gastar  el  dinero  como  yo  lo  gasto  ¿qué  ciencia 
ni  trabajo  se  requiere  para  adcjuirirlo  como  yo  lo  he 
adquirido?  ¿qué  habilidad  se  necesita  sino  una  poquilla 
de  labia  y  alguna  fortuna?  Así  es  que  yo  no  soy  conde, 
pero  me  raspo  una  vida  de  marqués.  Acaso  habrá  condes 
y  marqueses  que  no  podrán  tirar  un  peso  con  la  fran- 


•  '«rrí- 


PENSADOR    MEXICANO 


121 


queza  que  yo,  porque  les  habrá  costado  mucho  trabajo 
buscarlo,  v  les  costará  no  menor  conservarlo. 

No  hay  duda,  el  que  ha  de  ser  rico  y  nació  para 
serlo  lo  ha  de  ser  aunque  no  trabaje,  aunque  sea  un  flojo 
y  una  bestia;  quizá  por  eso  dice  un  refrán,  que  al  que 
Dios  le  ha  de  dar,  por  la  gatera  le  ha  de  entrar;  así  como 
el  que  nació  pobre,  aunque  sea  un  Salomón,  aunque  sea 
muy  hombre  de  bien  y  trabaje  del  día  á  la  noche,  jamás 
tendrá  un  peso,  y  aun  cuando  lo  consiga,  no  le  lucirá,  se 
la  volverá  sal  y  agua  y  morirá  á  obscuras  aunque  tenga 
velería. 

Tales  eran  mis  alocados  discursos  cuando  me  em- 
briagaba con  la  libertad  y  la  proporción  que  tenía  de 
entregarme  á  los  placeres,  sin  advertir  que  yo  no  era 
rico  ni  el  dinero  que  gastaba  era  mío,  y  que,  aun  en  caso 
de  serlo,  esta  casualidad  no  me  la  había  proporcionado 
la  Providencia  para  ensoberbecerme  ni  ajar  á  mis  seme- 
jantes, ni  se  me  habían  dado  las  riquezas  para  disiparlas 
on  juegos  ni  excesos,  sino  para  servirme  de  ellas  con 
moderación  y  ser  útil  y  benéfico  á  mis  hermanos  los 
pobres.. 

En  nada  de  esto  pensaba  yo  entonces,  antes  creía 
i[ue  el  que  tenía  dinero  tenía  con  él  un  salvoconducto 
para  hacer  cuanto  quisiera  y  pudiera  impunemente,  por 
malo  que  fuera,  sin  tener  la  más  mínima  obligación  de 
ser  útil  á  los  demás  hombres  para  nada ;  y  este  falso  y 

PERIQUILLO  SARNIENTO.  —  T.   II,    D.  — 31. 


1 


122 


PENSADOR   MEXICANO 


pernicioso  concepto  lo  formé,  no  sólo  por  mis  depravadas 
inclinaciones,  sino  ayudado  del  mal  ejemplo  que  me 
daban  algunos  ricos  disipados,  inútiles  é  inmorales; 
ejemplo  en  que,  no  sólo  apoyaba  mi  vieja  holgazanería, 
sino  que  me  hizo  cruel,  á  pesar  de  las  semillas  de  sensi- 
bilidad que  abrigaba  mi  corazón. 

Engreído  con  el  libre  manejo  que  tenía  del  oro  de 
mi  amo;  desvanecido  con  los  buenos  vestidos,  casa  y 
coche  que  disfrutaba  de  coca;  aturdido  con  las  adula- 
ciones que  me  prodigaban  infinitos  aduladores  de  más 
que  mediana  esfera,  que  á  cada  paso  celebraban  mi  talen- 
to, mi  nobleza,  mi  garbo  y  mi  liberalidad,  cuyos  elogios 
pagaba  yo  bien  caros,  y  lo  más  pernicioso  para  mí, 
engañado  con  creer  que  había  nacido  para  rico,  para 
virrey  ó  cuando  menos  para  conde,  miraba  á  mis  iguales 
con  desdén,  á  mis  inferiores  con  desprecio  y  á  los  pobres 
enfermos,  andrajosos  y  desdichados  con  asco,  y  me 
parece  que  con  un  odio  criminal,  sólo  por  pobres. 

Excusado  será  decir  que  yo  jamás  socorría  á  un  des- 
valido, cuando  les  regateaba  las  palabras,  y  en  algunos 
casos  en  que  me  era  indispensable  hablar  con  ellos, 
salían  mis  expresiones  destiladas  por  alambique:  — Bien; 
coremos;  otro  día;  ya;  pues;  sí;  no;  vuelca; — y  otros  laco- 
nismos semejantes  eran  los  que  usaba  con  ellos  la  vez 
que  no  podía  excusarme  de  contestarles,  si  no  me  inco- 
modaba y  los  trataba  con  la  mayor  altanería,  poniéndolos 


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OBRAS   ESCOGIDAS 


123 


como  un  suelo,  y  aun  amenazándolos  de  que  los  man- 
daría echar  á  palos  de  las  escaleras. 

Y  no  penséis  que  esto  lo  hacía  con  los  que  me 
pedían  limosna,  porque  á  nadie  se  le  permitía  entrar  ^ 
hablarme  con  este  objeto  enfadoso;  mis  orgullos  se  gas- 
taban con  el  casero,  el  sastre,  el  peluquero,  el  zapatero, 
la  lavandera  y  otros  infelices  artesanos  ó  sirvientes  que 
justamente  demandaban  su  trabajo;  por  señas,  que  al  fin 
tuvo  que  pagar  mi  amo  más  de  dos  mil  pesos  de  estas 
drogas  que  yo  le  hice  contraer,  al  mismo  tiempo  que  en 
paseos,  meriendas,  coliseo  y  fiestas  gastaba  con  profu- 
sión. 

No  había  funcioncita  de  Santiago,  Santa  Ana,  Ixta- 
calco,  Ixtapalapan  y  otras  á  que  yo  no  concurriera  con 
mis  amigos  y  amigas,  gastando  en  ellas  el  oro  con  garbo. 
No  había  almuercería  afamada  donde  algún  día  no  les 
hiciera  el  gasto,  ni  casamiento,  día  de  santo,  cantamisa 
ó  alguna  buUita  de  éstas  dónde  no  fuera  convidado,  y 
que  no  me  costara  más  de  lo  que  pensaba. 

En  fin,  yo  era  perrito  de  todas  bodas,  engañando  al 
pobre  chino,  según  quería,  teniendo  un  corazón  de  miel 
para  mis  aduladores  y  de  acíbar  para  los  pobres.  Una  vez 
se  arrojó  á  hablarme  al  bajar  del  coche  un  hombre  pobre 
de  ropa,  pero  al  parecer  decente  en  su  nacimiento.  Me 
expresó  el  infeliz  estado  en  que  se  hallaba:  enfermo,  sin 
destino,  sin  protección,  con  tres  criaturas  muy  pequeñas 


124 


PENSADOR   MEXICANO 


y  una  pobre  mujer  también  enferma  en  una  cama,  á 
quienes  no  tenía  qué  llevarles  para  comer  á  aquella  hora, 
siendo  las  dos  de  la  tarde. — Dios  socorra  á  usted,  le 
dije  con  mucha  sequedad,  y  él  entonces  hincándoseme 
delante  en  el  descanso  de  la  escalera,  me  dijo  con  las 
liigrimas  en  los  ojos: — Señor  don  Pedro,  socórrame 
usted  con  una  peseta,  por  Dios,  que  se  muere  de  hambre 
mi  familia,  y  yo  soy  un  pobre  vergonzante  que  no  tengo 
ni  el  arbitrio  do  pedir  de  puerta  en  puerta,  y  me  he 
determinado  á  pedirle  á  usted,  confiado  en  que  me  soco- 
rrerá con  esta  pequenez,  siquiera  porque  se  lo  pido  por 
el  alma  de  mi  hermano,  el  difunto  don  Manuel  Sarmien- 
to, de  quien  se  debe  usted  de  acordar,  y  si  no  se  acuerda, 
sepa  que  le  hablo  de  su  padre,  el  marido  de  doña  Inés  de 
Tagle,  que  vivió  muchos  años  en  la  calle  del  Águila, 
donde  usted  nació,  y  murió  en  la  de  Tiburcio,  después 
de  haber  sido  relator  de  esta  Real  Audiencia,  y... — Basta, 
le  dije;  las  señas  prueban  (¡ue  usted  conoció  á  mi  padre, 
pero  no  que  es  mi  pariente,  porque  yo  no  tengo  parientes 
pobres;  vaya  usted  con  Dios. 

Diciendo  esto,  subí  la  escalera  dejándolo  con  la 
palabra  en  la  boca,  sin  socorro  y  tan  exasperado  con  mi 
mal  acogimiento,  que  no  tuvo  más  despique  que  hartar- 
me á  maldiciones,  tratándome  de  cruel,  ingrato,  soberbio 
y  desconocido.  Los  criados  que  oyeron  cómo  se  profería 
contra  mí,    por  lisonjearme  lo  echaron   á   palos,   y  yo 


OBRAS   ESCOGIDAS 


125 


{Dresencié  la  escena  desde  el  corredor  riéndome  á  carca- 
jadas. 

Comí,  y  dormí  buena  siesta,  y  á  la  noche  luí  á  una 
tertulia  donde  perdí  quince  onzas  en  el  monte,  y  me  volví 
á  casa  muy  sereno  y  sin  la  menor  pesadumbre;  pero  no 
tuve  una  peseta  para  socorrer  á  mi  desdichado  tío.  Me 
dicen  que  hay  muchos  ricos  que  se  manejan  hoy  como 
yo  entonces;  si  es  cierto,  apenas  se  puede  creer. 

Así  pasó  dos  ó  tres  meses,  hasta  que  Dios  dijo: 
basta. 


PERIQUILLO   SARNIENTO.  —  T.    II,    D.  —  32. 


CAPITULO  VII 


Kn  el  que  Perico  cuenta  el  maldito  modo  con  que  salió  de  la  casa  del  chino ,  con  otras 
cosas  muy  bonitas;  pero  es  menester  leerlas  para  saberlas 


Como  no  hay  hombre  tan  malo  que  no  tenga  alguna 
partida  buena,  yo,  en  medio  de  mis  extravíos  y  disi- 
pación,  conservaba  algunas  semillas  de  sensibilidad, 
aunque  embotadas  con  mi  soberbia  y  tal  cual  respetillo 
y  amor  á  mi  religión,  por  cuyo  motivo,  y  deseando  con- 
quistar  á   mi    amo    para   que   se   hiciera    cristiano,    lo 


128 


PENSADOR   MEXICANO 


llevaba  á  las  fiestas  más  lucidas  que  se  hacían  en  algu- 
nos templos,  cuya  magnificencia  lo  sorprendía,  y  yo 
veía  con  gusto  y  edificación  el  grande  respeto  y  devoción 
con  que  asistía  á  ellas,  no  sólo  haciendo  ó  imitando  lo 
que  veía  hacer  á  los  fieles,  sino  dando  ejemplo  de 
modestia  á  los  irreverentes,  porque  después  que  estaba 
arrodillado  todo  el  tiempo  del  sacrificio,  no  alzaba  la 
vista,  ni  volvía  la  cabeza,  ni  charlaba,  ni  hacía  otras 
acciones  indevotas  que  muchos  cristianos  hacen  en  tales 
lugares,  con  ultraje  del  lugar  y  del  divino  culto. 

Yo  advertí  que  movía  los  labios  como  que  rezaba, 
y  como  sabía  que  ignoraba  nuestras  oraciones  y  no  tenía 
motivo  para  pensar  que  creía  en  nuestra  religión,  me 
hacía  fuerza,  y  un  día,  por  salir  de  dudas,  le  pregunté 
qué  decía  á  Dios  cuando  oraba  en  el  templo.  A  lo  que 
me  contestó: — Yo  no  sé  si  tu  Dios  existe  ó  no  existe 
en  aíjuel  precioso  relicario  que  me  enseñas;  pero  pues 
tú  lo  dices  v  todos  los  cristianos  lo  creen,  razones  sóli- 
das,  pruebas  y  experiencias  tendrán  para  asegurarlo. 
A  más  de  esto,  considero  que,  en  caso  de  ser  cierto,  el 
Dios  que  tú  adoras  no  puede  ser  otro  sino  el  mayor  ó 
el  Dios  de  los  dioses,  y  á  quien  éstos  viven  sujetos  y 
subordinados;  seguramente  adoráis  á  Laocón  Izautey, 
(jue  es  el  gobernador  del  cielo,  y  en  esta  creencia  le 
digo:  Dios  (¡randc,  d  (¡nica  adoi'o  en  esto  templo,  coin- 
ixtdécete   de    /)i/.    y    /ia~  (¡ne  fe  amen  cuantos    te    cono- 


•V-: 


OBRAS    ESCOGIDAS 


129 


i'cn  jxira  que  í<ean  felices.   Esta  oración  repito  muchas 
veces. 

Absorto  me  dejó  el  chino  con  su  respuesta;  y  pro- 
vocado con  ella,  trataba  de  que  se  enamorara  más  y 
más  de  nuestra  religión  y  que  se  instruyera  en  ella; 
pero  como  no  me  hallaba  suficiente  para  esta  empresa, 
le  propuse  que  sería  muy  propio  á  su  decencia  y  porte 
que  tuviera  en  su  casa  un  capellán. — ¿Qué  es  capellán? 
me  preguntó.  Y  le  dije  que  capellanes  eran  los  ministros 
de  la  religión  católica  que  vivían  con  los  grandes  señores 
como  él,  para  decirles  misa,  confesarles  y  administrarles 
los  santos  sacramentos  en  sus  casas,  previa  la  licencia 
de  los  obispos  y  los  párrocos. 

—  Eso  está  muy  bueno,  me  dijo,  para  vosotros  los 
cristianos,  que  estáis  instruidos  en  vuestra  religión,  que 
os  obliga,  y  obedeceréis  exactísimamente  sus  preceptos; 
pero  no  para  mí  que  soy  extranjero,  ignorante  de  vues- 
tros ritos,  y  que  por  lo  mismo  no  los  podré  cumplir. 

—  No,  señor,  le  dije;  no  todos  los  que  tienen  cape- 
llanes cumplen  exactamente  con  los  preceptos  de  nuestra 
religión.  Algunos  hay  que  tienen  capellanes  por  cere- 
monia, y  tal  vez  no  se  confiesan  con  ellos  en  diez  años, 
ni  les  oven  una  misa  en  veinte  meses. —  Pues  entonces, 
¿de  qué  sirven?  decía  el  chino.  —  De  mucho,  le  respondí; 
sirven  de  decir  misa  á  los  criados  dentro  de  la  casa 
para   que   no   salgan    á   la   calle    y   hagan    falta    á    sus 

PERIQUILLO   SARNIENTO. —  T.    II,    D.  — 33. 


T 


130 


PENSADOR    MEXICANO 


obligaciones;  sirven  de  adorno  en  la  casa,  de  ostenta- 
ción del  lujo,  de  subir  y  bajar  del  coche  á  las  señoras, 
de  conversar  en  la  mesa,  y  alguna  ocasión  de  llevar 
una  carta  al  correo,  de  cobrar  una  libranza,  de  hacer 
tercio  á  la  malilla  ó  do  cosas  semejantes. 

—  Eso  es  decir,  repuso  el  chino,  que  en  tu  tierra 
los  ricos  mantienen  en  sus  casas  ministros  de  la  religión, 
más  por  lujo  y  vanidad  (jue  por  devoción,  y  éstos  sirven 
más  bien  de  adular  que  de  corregir  los  vicios  de  sus 
amos,  patronos  ó  como  les  llames. 

—  No,  no  he  dicho  tanto,  le  repliqué;  no  en  todas 
las  casas  se  manejan  de  una  misma  manera.  Casas  hay 
en  donde  se  hace  lo  que  le  digo,  y  capellanes  serviles 
que,  no  atendiendo  al  decoro  debido  á  su  carácter,  se 
prostituyen  á  adular  á  los  señores  y  señoras,  en  términos 
de  ser  mandaderos  y  escuderos  de  éstas;  pero  hay  otras 
casas  que,  no  teniendo  los  capellanes  por  cumplimiento 
sino  por  devoción,  les  dan  toda  la  estimación  debida  á 
su  alta  dignidad;  ya  se  ve,  que  también  estos  capellanes 
no  son  unos  cleriguitos  de  palillera,  seculares  disfraza- 
dos, tontos  enredados  en  tafetán  ni  paño  negro,  ni  son, 
en  dos  palabras,  unos  ignorantes  inmorales,  (jue  con 
escándalo  del  pueblo  y  vilipendio  de  su  carácter,  den  la 
mano  á  sus  patronos  para  abreviarles  el  paso  á  los 
infiernos  en  su  compañía,  ya  contemporizando  con  ellos 
infamemente  en  el  confesonario,  ya  tolerándoles  en  la 


OBRAS    ESCOGIDAS 


131 


ocasión  próxima  voluntaria,  ya  absolviéndoles  sus  usu- 
ras, ya  ampliándoles  sus  conciencias  con  unas  opinio- 
nes laxísimas  y  nada  seguras,  ya  apoyándoles  sus  más 
reprensibles  extravíos,  y  ya,  en  fin,  confirmándolos  en 
su  error,  no  sólo  con  sus  máximas,  sino  también  con 
sus  ejemplos  detestables.  Porque  ¿qué  hará  una  familia 
libertina  si  ve  que  el  capellán,  que  es  ó  debe  ser  un 
apóstol,  un  ministro  del  santuario,  un  perro  que  sin 
cesar  ladre  contra  el  vicio  sin  el  menor  miramiento  á 
las  personas,  una  pauta  viva  por  cuyas  líneas  se  reglen 
las  acciones  de  los  fieles,  un  maestro  de  la  ley,  un  ángel, 
una  guía  segura,  una  luz  clarísima  y  un  Dios  tutelar 
de  la  casa  en  que  vive,  que  todo  esto  y  más  debe  ser 
un  sacerdote?  ¿qué  hará,  digo,  una  familia  que  se 
entrega  á  su  dirección,  si  ve  que  el  capellán  es  el 
primero  que  viste  con  lujo,  que  concurre  á  los  bailes 
y  á  los  juegos,  que  afecta  en  el  estrado  con  las  niñas 
las  reverencias,  mieles  y  monerías  de  los  más  frescos 
pisaverdes,  etc.,  etc.,  etc.?  ¿Qué  hará,  digo  otra  vez, 
sino  canonizar  sus  vicios  y  tenerse  por  santa,  cuando 
no  imite  en  todo  al  capellán? 

Ya  veo,  señor,  que  usted  dirá  que  es  imposible  que 
haya  capellanes  tan  inmorales  y  patronos  tan  necios 
que  los  tengan  en  sus  casas;  pero  yo  le  digo  que  ¡ojalá 
fuera  imposible  1  no  hubiera  conocido  yo  algunos  origi- 
nales cuyos  retratos  le  pinto;  pero  en  cambio  de  éstos 


132 


PENSADOR    MEXICANO 


hay  también,  como  insinué,  casas  santas  y  capellanes 
sabios  y  virtuosos,  que  su  presencia,  modestia  y  com- 
postura solamente  enfrenan,  no  sólo  á  los  criados  y 
dependientes,  sino  á  los  mismos  señores,  aunque  sean 
condes  y  marqueses.  Capellanes  he  conocido  tan  arre- 
glados en  su  conducta  y  tan  celosos  de  la  honra  de 
Dios,  que  no  se  han  embarazado  para  decir  á  sus 
patronos  la  verdad  sin  disimulo,  reprendiéndoles  seria- 
mente sus  vicios,  estimulándolos  á  la  virtud  con  sus 
persuasiones  y  ejemplos,  y  abandonando  sus  casas  cuan- 
do han  hallado  una  tenaz  oposición  á  la  razón. 

—  De  esos  capellanes  me  acomodan,  dijo  el  chino; 
y  desde  luego  puedes  solicitar  uno  de  ellos  para  casa; 
pero  ya  te  advierto  que  sea  sabio  y  virtuoso,  porque 
no  lo  quiero  para  mueble  ni  adorno.  Si  puede  ser, 
búscamelo  viejo,  porque  cuando  las  canas  no  prueben 
ciencia  ni  virtud,  prueban  á  lo  menos  experiencia. 

Con  este  decreto  partí  yo  contentísimo  en  solicitud 
del  capellán,  creyendo  (jue  había  hecho  algo  bueno,  y 
diciendo  entre  mí:  —  ¡Válgame  Dios!  ¡qué  porción  de 
verdades  he  dicho  á  mi  amo  en  un  instante!  No  hav 
duda,  para  misionero  valgo  lo  que  peso  cuando  estoy 
para  ello.  Pudiera  coger  un  pulpito  en  las  manos  y 
andarme  por  esos  mundos  de  Dios  predicando  lindezas, 
como  decía  Sancho  á  Don  Quijote. 

Pero  ¿en  qué   estará,   que  conociendo  tan   bien  la 


OBRAS    ESCOGIDAS 


133 


verdad,  sabiendo  decirla,  y  alabando  la  virtud  con  ultraje 
del  vicio,  como  lo  hago  á  veces  tan  razonablemente  en 
favor  de  otros,  para  mí  sea  tan  para  nada,  que  en  la 
vida  me  predico  un  sermoncito? 

¿Mn  que  estará  también  que  sea  yo  un  Argos  para 
ver  los  vicios  de  mis  prójimos  y  un  Cíclope  para  no 
advertir  los  míos?  ¿Por  qué  yo,  que  veo  la  paja  del 
vecino,  no  veo  la  viga  que  traigo  á  cuestas?  ¿Por  qué, 
ya  que  quiero  ser  el  reformador  del  mundo,  no  empiezo 
componiendo  mis  despilfarros,  que  infinitos  tengo  que 
componer?  Y  por  fin,  ¿por  qué,  ya  que  me  gusta 
dar  buenos  consejos,  no  los  tomo  para  mí  cuando  me 
los  dan?  Cierto  que  para  diablo  predicador  no  tengo 
Drecio. 

Pero  ya  se  ve,  ¿qur  me  admiro  de  decir  á  veces 
unas  verdades  claras,  de  elogiar  la  virtud,  ni  reprobar 
el  vicio,  acaso  con  provecho  de  quien  me  oye,  cuando 
esto  no  lo  hago  yo,  sino  Dios,  de  quien  dimana  todo 
bien?  Sí,  en  efecto,  Dios  se  ha  valido  de  mí  para  traer 
un  buen  ministro  á  este  chino,  tal  vez  para  que  abrace 
la  religión  católica;  y  como  se  valió  de  mí  ¿no  se  pudo 
haber  valido  de  otro  instrumento  mejor  ó  peor  que  yo? 
¿Quién  lo  duda? 

Pero  la  Divina  Providencia  no  hace  las  cosas  por 
acaso,  sino  ordenadas  á  nuestro  bien,  y  según  esto  ¿por 
qué  no  he  de  pensar  que  Dios  me  ha  puesto  todo  esto 

PERIQUILLO    SARNIENTO.— T.    U  ,    D.  — 34. 


134 


PENSADOR    MEXICANO 


en  la  cabeza,  no  sólo  para  que  se  bautice  el  chino,  sino 
también  para  que  yo  me  convierta  y  mude  de  vida? 

Así  debe  ser,  y  yo  estoy  en  el  caso  de  no  desper- 
diciar este  auxilio,  sino  corresponderlo  sin  demora.  Pero 
soy  el  diablo.  Mientras  no  veo  á  mis  amigos  ni  á  mis 
queridas,  pienso  con  juicio;  pero  en  cuanto  estoy  con 
ellos  y  con  ellas,  se  me  olvidan  los  buenos  propósitos 
que  hago  y  vuelvo  á  mis  andanzas. 

No  son  éstos  los  primeros  que  hago,  ni  el  primer 
sermón  que  me  predico;  varios  he  hecho  y  siempre  me 
he  quedado  tan  Periquillo  como  siempre,  semejante  á  la 
burra  de  Balaam,  que  después  de  amonestar  al  inicuo, 
se  quedó  tan  burra  como  era  antes. 

¿Pero  siempre  he  de  ser  un  obstinado?  ¿No  me 
docilitaré  alguna  vez  á  los  suaves  avisos  de  mi  con- 
ciencia, y  no  responderé  algún  día  á  los  llamamientos 
de  Dios?  ¿Por  qué  no?  He,  vida  nueva,  señor  Perico; 
acordémonos  que  estamos  empecatados  de  la  cruz  á  la 
cola;  que  somos  mortales;  que  hay  infierno;  que  hay 
eternidad,  y  que  la  muerte  vendrá  como  el  ladrón, 
cuando  no  se  espere,  y  nos  cogerá  desprevenidos,  y 
entonces  nos  llevarán  toditos  los  diablos  en  un  brinco. 

Pues  no;  á  penitencia  han  tocado,  Periquillo;  peni- 
tencia y  tente  perro,  que  las  cosas  de  esta  vida  hoy  son 
y  mañana  no.  Buscaré  al  capellán,  lo  encargaré  de  cien- 
cia, prudencia  y  experiencia;  me  confesaré  con  él;  me 


«» 


5^»^ 


OBRAS   ESCOGIDAS 


135 


quitaré  de  las  malas  ocasiones;  y  adiós,  tertulias;  adiós, 
paseos,  alameda,  coliseo  y  visitas;  adiós,  almuercitos  de 
Nana  Rosa;  adiós,  billares  y  montecitos;  adiós,  amigos; 
adiós,  Pepitas,  Tulitas  y  Mariquitas;  adiós,  galas;  adiós, 
disipación;  adiós,  mundo:  un  santo  he  de  ser  desde  hoy, 
un  santo. 

¿Pero  qué  dirán  los  tunantes,  mis  amigos,  y  nais 
apasionadas?  ¿Dirán  que  soy  un  mocho,  un  hipócrita, 
que  por  no  gastar  me  he  metido  á  buen  vivir,  y  otras 
cosas  que  no  me  han  de  saber  muy  bien?  Pero  ¿qué 
tenemos  con  esto?  Digan  lo  que  quisieren,  que  ellos  no 
me  han  de  sacar  del  infierno. 

Con  estos  buenos,  aunque  superficiales  sentimientos, 
me  entré  en  casa  de  don  Prudencio,  amigo  mío  y  hombre 
de  bien,  que  tenía  tertulia  en  su  casa.  Le  dije  lo  que 
solicitaba,  y  él  me  dijo: — Puntualmente  hay  lo  que  usted 
busca.  Mi  tío,  el  doctor  don  Eugenio  Bonifacio,  es  un 
eclesiástico  viejo,  de  una  conducta  muy  arreglada  y  un 
pozo  de  ciencia,  según  dicen  los  que  saben.  Ahora  está 
muy  pobre,  porque  le  han  concursado  sus  capellanías, 
y  es  tan  bueno,  que  no  se  ha  querido  meter  en  pleitos, 
porque  dice  que  la  tranquilidad  de  su  espíritu  vale  más 
'jue  todo  el  oro  del  mundo.  Le  propondré  este  destino, 
y  creo  que  lo  admitirá  con  mucho  gusto.  Voy  á  man- 
darlo llamar  ahora  mismo,  porque  el  llanto  debe  ser 
sobre  el  difunto. 


136 


PENSADOR    MEXICANO 


Diciendo  esto,  se  salió  don  Prudencio:  me  sacaron 
chocolate,  y  mientras  que  lo  tome  dieron  las  oraciones 
V  fueron  entrando  mis  contertulios. 

Se  comenzó  á  armar  la  bola  de  hombres  y  mujeres, 
y  los  bandolones  fueron  despertando  los  ánimos  dormi- 
dos y  poniendo  los  pies  en  movimiento. 

Como  á  las  siete  de  la  noche  ya  estaba  la  cosa  bien 
caliente,  y  yo  me  había  sostenido  sin  querer  bailar 
nada,  acordándome  de  mis  buenos  propósitos,  causando 
á  todos  bastante  novedad  mi  chiqueo,  pues  nadie  me 
hizo  bailar,  aun  después  de  gastar  la  saliva  en  muchos 
ruegos. 

Yo  bien  quería  bailar,  sobre  que  estas  fiestecilias 
eran  mi  flanco  más  débil:  los  pies  me  hormigueaban: 
pero  quería  ensayarme  á  firme  en  medio  de  la  ocasión 
y  mantenerme  ileso  entre  las  llamas,  y  así  me  decía: 
—  No,  Perico,  cuidado:  no  hay  que  desmayar;  nadie  es 
coronado  si  no  pelea  hasta  el  fin;  ánimo,  y  acabemos  lo 
comenzado:  mantente  tieso. 

En  estos  interiores  soliloquios  me  entretenía,  satis- 
fecho en  que  mis  propósitos  eran  ciertos,  pues  me  había 
sujetado  á  no  bailar  en  dos  horas  y  había  tenido  esfuerzo 
para  resistir,  no  S(j1o  á  los  ruegos  y  persuasiones  de  mis 
amigos,  sino  también  á  las  porfiadas  instancias  de  varias 
señoritas  que  no  se  cansaban  de  importunarme  con  que 
bailara,  ya  porque  meneaba  bien  las  patas  y  ya  porque 


OBRAS   ESCOGIDAS 


137 


Tonía  dinero.  Poderosísima  razón  para  ser  bienquisto 
entre  las  damas. 

Sin  embargo,  yo  desairé  á  todas  las  rogonas,  y 
iiubiera  desairado  al  preste  Juan  en  aquel  momento, 
pues  no  quería  quebrantar  mis  promesas. 

Pero  á  las  siete  y  media  fué  entrando  á  la  tertulia 
Anita  la  Blanda,  muchacha  linda  como  ella  sola,  zara- 
gata como  nadie  y  mi  coquetilla  favorita.  Con  ésta  tenía 
yo  mis  conversaciones  en  las  tertulias;  era  mi  insepa- 
i'able  compañera  en  las  contradanzas,  y  no  tenía  más 
que  hacer  para  (jue  me  distinguiera  entre  todos  sino 
llevarla  á  su  casa,  después  de  hacerla  cenar  y  tomar 
vino  en  la  fonda,  dejarla  para  otro  día  seis  ú  ocho  pesos, 
y  hacerla  unos  cuantos  cariños.  Todo  esto  muy  honra- 
damente, porque  iba  siempre  acompañada  con  su  tía... 
pues...  con  su  tía,  (|ue  era  una  buena  vieja. 

Entró,  digo,  esa  noche  mi  Anita  vestida  con  un 
túnico  azul  nevado,  de  tafetán  con  su  guarnición  blanca; 
-^u  chai  de  punto  blanco;  zapatos  del  mismo  color;  media 
•-•alada,  y  peinada  á  lo  del  día.  Vestido  muy  sencillo; 
pero  si  con  cualquiera  me  agradaba,  esa  noche  me 
pareció  una  diosa  con  el  que  llevaba,  porque  sobre 
estos  colores  bajos  resaltaban  lo  dorado  de  sus  cabellos, 
lo  negro  de  sus  ojos,  lo  rosado  de  sus  mejillas,  lo  pur- 
púreo de  sus  labios  y  lo  blanco  de  sus  pechos. 

Luego  que  se  sentó  en  el  estrado  se  me  fueron  los 

PERIQUILLO    SARNIENTO. —T.    II  ,    D.  —  35. 


138 


PENSADOR    MEXICANO 


ojos  tras  ella:  pero  me  hice  disimulado,  platicando  con 
un  amigo  y  haciendo  por  no  verla;  mas  ella,  advirtiendo 
mi  disimulo,  noticiosa  de  que  no  había  querido  bailar, 
y  temiendo  no  estuviera  yo  sentido  por  algún  motivo 
suyo,  que  me  los  daba  cada  rato,  se  llegó  á  mí  y  me 
dijo,  más  tierna  que  mantequilla:  —  Pedrillo,  ¿no  me  has 
visto?  Me  dicen  que  no  has  querido  bailar  y  que  has 
estado  muy  triste;  ¿qué  tienes? — Nada,  señora,  le  dije  con 
la  mayor  circunspecci(')n.  —  Pues  qué,  ¿estás  enfermo?  — 
Sí  estoy,  le  dije:  tengo  un  dolor.  —  ¿Un  dolor?  decía  ella: 
pues  no.  mi  alma,  no  lo  sufras:  el  señor  don  Prudencio 
me  estima:  vén  á  la  recámara,  te  mandaré  hervir  una 
poca  de  agua  de  manzanilla  ó  de  anís,  y  la  tomarás.  Será 
dolor  ilatoso. 

— No  es  dolor  de  aire,  le  dije,  es  más  sólido  y  es 
dolor  provecho.so.  Vayase  usted  á  bailar.  —  Yo  hablaba 
del  dolor  de  mis  pecados:  pero  la  muchacha  entendía 
que  era  enfermedad  de  mi  cuerpo,  y  así.  me  instaba 
demasiado  haciéndome  mil  caricias,  hasta  que,  viendo 
mi  resistencia  y  despego,  se  enfadó,  me  dejó,  y  admitió 
,  á  su  lado  á  otro  currutaquillo  que  siempre  había  sido 
mi  rival  y  estaba  alerta  para  aprovechar  la  ocasión  de 
que  yo  la  abandonara. 

Luego  que  ella  se  la  proporcionó,  se  sent(')  él  con 
ella,  y  la  comenz<')  á  requebrar  con  todas  veras.  La 
fortuna  mía  fué  que  era  pobre,  si  no  me  desbanca  en 


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—  Pedrillo,  ¿no  me  has  visto? 


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OBRAS    ESCOGIDAS 


139 


cuatro   ó   cinco   minutos,    porque  era  más  buen    mozo 
que  yo.  • 

Advirtiendo  el  desdén  de  ella  y  la  vehemente  dili- 
gencia que  hacía  mi  rival ,  se  me  encendió  tal  fuego  de 
celos,  que  echr  á  un  lado  mis  reflexiones  y  se  llevó  el 
diablo  mis  proyectos. 

Me  levanté  como  un  león  furioso:  fui  á  reconvenir 
al  otro  pobre  con  los  términos  más  impolíticos  y  pro- 
vocativos. La  muchacha,  que  aunque  loquilla  era  más 
prudente  que  yo,  procuró  disimular  su  diligencia  y  se- 
renó la  disputa,  haciéndome  muchos  mimos,  y  queda- 
mos tan  amigos  como  siempre. 

Luego  que  eché  á  las  ancas  mi  conversión,  bailé, 
bebí,  retocé  y  desafié  á  Anita  para  que,  cuerpo  á  cuerpo, 
me  diese  satisfacción  de  los  celos  que  me  había  causado. 
Ella  se  excusó  diciéndome  que  estaban  prohibidos  los 
duelos,  y  más  siendo  tan  desiguales. 

En  lo  más  fervoroso  de  mi  chacota  estaba  vo, 
cuando  don  Prudencio  me  avisó  que  había  llegado  su 
tío  el  doctor,  que  pasara  á  contestar  con  él  al  gabinete 
para  que  de  mi  boca  oyera  la  propuesta  que  le  hacía. 

No  estaba  yo  para  contestar  con  doctores:  y  así, 
hurtando  un  medio  cuarto  de  hora,  entré  al  gabinete  y 
despaché  muy  breve  todo  el  negocio,  quedando  con  el 
padre  en  que  á  las  ocho  del  día  siguiente  vendría  por 
él  para  llevarlo  á  casa. 


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PEXSADOK    MEXICANO 


Quería  el  pobre  sacerdote  informarse  despacio  de 
todo  lo  que  le  había  contado  su  sobrino;  pero  yo  no  me 
presté  á  sus  deseos,  diciéndole  que  á  otro  día  nos  vería- 
mos y  le  satisfaría  á  cuanto  me  quisiese  preguntar.  Con 
esto  me  despedí,  quedando,  en  el  concepto  de  aquel  buen 
eclesiástico,  por  un  tronera  mal  criado. 

Así  que  me  despedí  de  él,  me  volví  con  Anita,  y 
á  las  nueve,  hora  en  (|ue  me  recogía,  á  lo  más  tarde,  por 
respeto  de  mi  amo,  y  eso  á  costa  de  mil  mentiras  que 
le  encajaba,  la  fui  á  dejar  á  su  casa  tan  honrada  como 
siempre,  y  me  retiré  á  la  mía. 

Cuando  llegué  va  dormía  el  chino,  y  así  vo  cené 
muy  bien  y  me  fui  á  hacer  lo  mismo. 

Al  día  siguiente  y  á  la  hora  citada  luí  por  el  padre 
doctor,  que  ya  me  esperaba  en  casa  de  don  Prudencio; 
lo  hice  subir  en  el  coche  y  lo  llevé  á  la  presencia  de 
mi  amo. 

Este  respetable  eclesiástico  era  alto,  blanco,  del- 
gado, bien  proporcionado  de  facciones;  sus  ojos  eran 
negros  y  vivos;  su  semblante  entre  serio  y  afable,  y 
su  cabeza  parecía  un  copo  de  nieve.  Luego  (jue  entré  á 
la  sala  donde  estaba  mi  amo,  le  dije: — Señor,  este  padre 
es  el  (jue  he  solicitado  para  capellán,  según  lo  que 
hablamos  ayer. 

El  chino,  luego  que  lo  vio,  se  levantó  de  su  butaque 
y  se  fué  á  él  con  los  brazos  abiertos,   y  estrechándolo  en 


:í^"v.   ^'    -f 


OBRAS    ESCOGIDAS 


141 


ellos  con  el  más  cariñoso  respeto,  le  dijo:  — Me  doy  los 
plácemes,  señor,  porque  habéis  venido  á  honrar  esta 
casa,  que  desde  ahora  podéis  contar  por  vuestra:  y  si 
vuestra  conducta  y  sabiduría  corresponden  á  lo  emblan- 
quecido de  vuestra  cabeza,  seguramente  yo  seré  vuestro 
mejor  amigo.  ' 

Os  he  traído  á  mi  casa,  ponjue  me  dice  Pedro  (jue 
os  costumbre  de  los  señores  de  su  tierra  tener  capellanes 
en  sus  casas.  Yo.  desde  antes  de  salir  de  la  mía,  supe 
que  era  muy  debido  á  la  prudencia  el  conformarse  con 
las  costumbres  de  los  países  donde  uno  vive,  especial- 
mente cuando  éstas  no  son  perjudiciales,  y  así  ya  podéis 
quedaros  aquí  desde  este  momento,  siendo  de  vuestro 
cargo  sacrificar  á  vuestro  Dios  por  mi  salud,  y  hacer 
que  todos  mis  criados  vivan  con  arreglo  á  su  religión, 
porque  me  parece  que  andan  algo  extraviados.  También 
me  instruiréis  en  vuestra  creencia  y  dogmas,  pues,  aun- 
que sea  por  curiosidad,  deseo  saberlos,  y  por  fin,  seréis 
mi  maestro  y  me  enseñaréis  todo  cuanto  consideréis  que 
debe  saber  de  vuestra  tierra  un  extranjero  que  ha  venido 
á  ella  sólo  por  ver  estos  mundos;  y  por  lo  que  toca  al 
salario  que  habéis  de  gozar,  vos  mismo  os  lo  tasaréis  á 
vuestro  gusto. 

El  capellán  estuvo  atento  á  cuanto  le  dijo  mi  amo, 
y  así  le  contestó:  que  haría  cuanto  estuviera  de  su  parte 
para  que  la  l'amilia  anduviese  arreglada;  que  lo  instruiría 

PERIQUILLO   SAUNIENTO.  —  T.   H,   D.  — 36. 


142 


PENSADOR    MEXICANO 


de  buena  gana,  no  sólo  en  los  principios  de  la  religión 
católica,  sino  en  cuanto  le  preguntara  y  quisiera  saber 
del  reino;  que  acerca  de  su  honorario,  en  teniendo  mesa 
y  ropa,  con  muy  poco  dinero  le  sobraba  para  sus  nece- 
sidades; pero  que  supuesto  le  hacía  cargo  de  la  familia, 
era  menester  también  (jue  le  confiriese  cierta  autoridad 
sobre  ella,  de  modo  que  pudiera  corregir  á  los  díscolos 
y  expeler  en  caso  preciso  á  los  incorregibles,  pues  sólo 
así  le  tendrían  respeto  y  se  conseguiría  su  buen  deseo. 

Parecióle  muy  bien  á  mi  amo  la  propuesta,  y  le 
dijo  que  le  daba  toda  la  autoridad  que  él  tenía  en  la 
casa  para  (jue  enmendara  cuanto  fuera  necesario.  El 
capellán  fué  á  llevar  su  cama,  baúl  y  libros,  y  á  soli- 
citar la  licencia  para  que  hubiera  oratorio  privado. 

Lo  primero  se  hizo  en  el  día,  y  lo  segundo  no  se 
dificultó  conseguir,  de  modo  que  á  los  quince  días  ya 
se  decía  misa  en  la  casa. 

De  día  en  día  se  aumentaba  la  confianza  que  hacía 
mi  amo  del  capellán  y  c\  amor  que  le  iba  tomando. 
Querían  los  más  de  los  criados  vivir  á  sus  anchuras 
con  él,  así  como  vivían  conmigo;  pero  no  lo  consi- 
guieron; pronto  los  echó  á  la  calle  y  acomodó  otros 
buenos.  La  casa  se  convirtió  en  un  conventito.  Se  oía 
misa  todos  los  días;  se  rezaba  el  rosario  todas  las 
noches;  se  comulgaba  cada  mes;  no  había  salidas  ni 
paseos  nocturnos,  y  á  mí  se  me  obligaba  como  á  uno 


OBRAS   ESCOGIDAS 


143 


de  tantos  á  la  observancia  de  estas  religiosas  consti- 
tuciones. 

Ya  se  deja  entender  qué  tal  estaría  yo  con  esta 
vida:  desesperado  precisamente,  considerando  que  liabía 
buscado  el  cuervo  que  me  sacara  los  ojos;  sin  embargo, 
disimulaba  y  sufría  á  más  no  poder,  siquiera  por  no 
perder  el  manejo  del  dinero,  la  estimación  que  tenía 
en  la  calle  y  el  coche  de  cuando  en  cuando. 

Quisiera  poner  en  mal  al  capellán  y  deshacerme 
de  él;  pero  no  me  determinaba,  porque  veía  lo  mucho 
que  mi  amo  lo  quería.  Desde  que  fué  á  la  casa,  sacaba 
á  pasear  á  mi  amo  con  frecuencia  en  coche  y  á  pie, 
llevándolo,  no  sólo  á  los  templos,  como  yo,  sino  á  los 
paseos,  tertulias,  visitas,  coliseo  y  á  cuantas  partes  había 
concurrencia;  de  suerte  (|ue  en  poco  tiempo  ya  mi  amo 
contaba  con  varios  señores  mexicanos  que  lo  visitaban 
y  le  profesaban  amistad,  haciendo  yo  en  la  casa  el  papel 
más  desairado,  pues  apenas  me  tenían  por  un  mayor- 
domo bien  pagado. 

Luego  que  venían  de  algún  paseo,  se  encerraban 
á  platicar  mi  amo  y  el  capellán,  quien  en  muy  poco 
tiempo  le  enseñó  á  hablar  y  escribir  el  castellano  per- 
fectamente, y  lo  emprendió  mi  amo  con  tanto  gusto  y 
afición,  que  todos  los  días  escribía  mucho,  aunque  yo 
no  sabía  qué,  y  leía  todos  los  libros  que  el  capellán  le 
daba,  con  mucho  fruto,  porque  tenía  una  feliz  memoria. 


144 


PENSAÜOK    MEXICANO 


Do  resultas  de  estas  conferencias  é  instrucción,  me 
tomó  un  día  cuentas  mi  amo  de  su  caudal  con  mucha 
prolijidad,  como  que  sabía  perfectamente  la  aritmética, 
V  conocía  el  valor  de  todas  las  monedas  del  reino.  Yo 
le  di  las  del  gran  capitán,  y  resultó  que  en  dos  ó  tres 
meses  había  gastado  ocho  mil  pesos.  Hizo  el  chino 
avaluar  el  coche,  ropa  y  menaje  de  casa;  sumó  cuanto 
montaba  el  gasto  de  casa,  mesa  y  criados,  y  sac('»  por 
buena  cuenta  (|ue  yo  había  tirado  tres  mil  pesos. 

Sin  embargo,  fué  tan  prudente,  que  sólo  me  lo  hizo 
ver,  y  me  pidió  las  llaves  de  los  cofres,  entregándoselas 
al  capellán  y  encargándole  el  gasto  econ(')mico  de  su 
casa. 

Este  golpe  para  mí  fué  mortal,  no  tanto  por  la 
vergüencilla  que  me  causó  el  despojo  de  las  llaves, 
cuanto  por  la  falta  (|ue  me  hacían. 

El  capellán,  desde  que  me  conoció,  formó  de  mí  el 
concepto  (jue  debía,  esto  es,  de  que  era  yo  un  picaro, 
y  así  creo  que  se  lo  hizo  entender  á  mi  amo,  pues  éste, 
á  más  de  quitarme  las  llaves,  me  veía,  no  sólo  con 
seriedad,  sino  con  cierto  desdén,  que  lo  juzgué  precursor 
de  mi  expulsión  de  aquella  Jauja. 

Con  este  miedo  me  esforzaba  cuanto  podía  por 
hacerle  una  barba  ñnísima;  y  una  vez  que  estaba  tra- 
bajando en  este  tan  apreciable  ejercicio,  á  causa  de 
que  el  capellán  no  estaba  en  casa,  y  él  estaba  triste,  le 


■h:- 


OBRAS    ESCOGIDAS 


145 


preguntó  el  motivo,  y  el  chino  sencillamente  me  dijo: 
—  ¿Qué  no  se  usa  en  tu  tierra  que  los  extranjeros 
tengan  mujeres  en  sus  casas?  —  Sí  se  usa,  señor,  le 
respondí;  los  que  quieren  las  tienen.  —  Pues  tráeme 
dos  6  tres  que  sean  hermosas  para  que  me  sirvan  y 
diviertan,  que  yo  las  pagaré  bien,  y  si  me  gustan  me 
casaré  con  ellas. 

Hálleme  aquí  un  buen  lugar  para  poner  en  mal 
al  capellán,  aunque  injustamente,  y  así  le  dije,  que  el 
capellán  no  quería  que  estuvieran  en  casa:  que  ese  era 
el  embarazo  que  yo  pulsaba;  pero  que  mujeres  sobraban 
en  México,  muy  bonitas  y  no  muy  caras. 

—  Pues  tráelas,  dijo  el  chino,  que  el  capellán  no 
me  puede  privar  de  una  satisfacción  que  la  naturaleza 
y  mi  religión  me  permiten. 

—  Con  todo  eso,  señor,  le  repliqué,  el  capellán  es 
el  demonio;  no  puede  ver  á  las  mujeres,  desde  que 
una  lo  golpeó  por  otra  en  un  paseo,  y  como  está  tan 
engreído  con  el  favor  de  usted,  querrá  vengarse  con  las 
muchachas  que  yo  traiga,  y  aun  las  echará  á  palos  por 
más  lindas  que  sean  y  usted  las  quiera. 

Enojóse  el  chino,  creyendo  que  el  capellán  le  qui- 
taría su  gusto,  y  así,  enardecido,  dijo:  —  ¿Qué  es  eso 
de  echar  á  palos  de  mi  casa  á  ninguna  mujer  que  yo 
quiera?  Lo  echaré  yo  á  él  si  tal  atrevimiento  tuviere. 
Anda  y  tráeme  las  mujeres  más  bellas  que  encuentres. 

PERIQUILLO   SARNIENTO. —  T.   H,    D.  —  37. 


14G 


PENSADOR    MEXICANO 


Contentísimo  salí  yo  á  buscar  las  madamas  que  me 
encargaron,  creyendo  que  con  el  madurativo  que  había 
puesto,  el  capellán  debía  salir  de  casa,  y  yo  debía  volver 
á  hacerme  dueño  de  la  confianza  del  chino. 

Xo  me  gustaba  mucho  el  oficio  de  alcahuete,  ni 
jamás  había  probado  mi  habilidad  para  el  efecto;  me 
daba  vergüenza  ir  á  salir  con  tal  embajada  á  las  coque- 
tas, porque  no  era  viejo  ni  estaba  ti'apiento;  y  así 
temía  sus  chocarrerías,  y  más  <jue  todo,  temblaba  al 
considerar  la  prisa  que  se  darían  ellas  mismas  para 
quitarme  el  crédito;  pero,  sin  embargo,  el  deseo  de 
manejar  dinero  y  verme  libre  del  capellán,  me  hizo 
atropellar  con  el  pedacillo  de  honor  que  conservaba,  y 
me  determiné  á  la  empresa. 

Llegué,  vi  y  vencí  con  más  facilidad  que  César. 
Buscar  las  cusquillas,  hallarlas  y  persuadirlas  á  que 
vinieran  conmigo  á  servir  al  chino,  fué  obra  de  un 
momento. 

Muy  ancho  fui  entrando  al  gabinete  del  chino  con 
mis  tres  damiselas,  á  tiempo  que  estaba  con  él  el  cape- 
llán, quien  luego  que  las  vio  y  conoció  por  los  modestos 
trajes,  les  preguntó  encapotando  las  cejas,  que  á  quién 
buscaban. 

Ellas  se  sorprendieron  con  tal  pregunta,  y  hecha 
por  un  sacerdote  conocido  por  su  virtud,  y  así,  sin  poder 
hablar   bien,  le  dijeron  que  yo  las  había  llevado  y  no 


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OBRAS   ESCOGIDAS 


147 


sabían  para  qué. — Pues,  hijas,  les  dijo  el  capellán,  vayan 
con  Dios,  que  aquí  no  hay  en  qué  destinarlas. 

Salieron  aquellas  muchachas  corridísimas,  y  jurán- 
dome la  venganza.  El  capellán  se  encaró  conmigo,  y  me 
dijo: — Sin  perder  un  instante  de  tiempo,  saca  usted 
su  catre  y  baúles  y  se  muda,  calumniador,  falso  y 
hombre  infame.  ¿No  le  basta  ser  un  picaro  de  por  sí, 
sino  también  ser  un  alcahuete  vil?  ¿No  está  contento 
con  lo  que  le  ha  estafado  á  este  pobre  hombre,  sino 
que  aún  quiere  que  lo  estafen  esas  locas?  Y  por  fin, 
¿no  bastará  condenarse,  sino  (jue  quiere  condenar  á 
otros?  He,  vayase  con  Dios,  antes  de  que  haga  llamar 
dos  alguaciles  y  lo  pongan  donde  merece. 

Consideren  ustedes  cómo  saldría  yo  de  aquella  casa, 
ardiéndome  las  orejas.  Frente  al  zaguán  estaban  dos 
cargadores;  los  llamé,  cargaron  mis  baúles  y  mi  catre 
y  me  salí  sin  despedida. 

Iba  con  mi  casaca  y  mi  palito  tras  de  los  carga- 
dores, avergonzado  hasta  de  mí  mismo,  considerando 
que  todos  aquellos  ultrajes  que  había  oído  eran  muy 
bien  merecidos  y  naturales  efectos  de  mi  mala  conducta. 

Torcía  una  esquina  pensando  irme  á  casa  de  alguno 
de  mis  amigos,  cuando  he  aquí  que  por  mi  desgracia 
estaban  allí  las  tres  señoritas  que  acababan  de  salir 
corridas  por  mi  causa,  y  no  bien  me  conocieron,  cuando 
una  me  afianzó  del  pelo,   otra  de  los  vuelos,   y   entre 


14S 


PENSADOR    MEXICANO 


las  tres  me  dieron  tan  furiosa  tarea  de  araños  y  estru- 
jones, cjuc  en  un  abrir  y  cerrar  de  ojos  me  desmecharon, 
arañaron  la  cara  6  hicieron  tiras  mi  ropa,  sin  descansar 
sus  lenguas  de  maltratarme  á  cual  más,  repitirndome 
sin  cesar  el  retumbante  título  de  alcahuete. 

Por  empeño  de  algunos  hombres  decentes  que  se 
llegaron  á  ser  testigos  de  mis  honras,  me  dejaron  al 
íin.  ya  dije  cómo,  y  lo  peor  fué  que  los  cargadores, 
viéndome  tan  bien  entretenido  y  asegurado,  se  mar- 
charon con  mis  trastos,  sin  poder  yo  darles  alcance, 
porque  no  vi  j)or  dónde  se  fueron. 

Así,  todo  molido  á  golpes,  hecho  pedazos  y  sin 
blanca,  me  halló  cerca  de  las  oraciones  de  la  noche 
frente  de  la  plaza  del  Volador,  siendo  el  objeto  más 
ridículo  para  cuantos  me  miraban. 

Me  senté  en  un  zaguán,  y  á  las  ocho  me  levanté 
con  intención  de  irme  á  ahorcar. 


CAPITULO  VIII 


En  el  que  nuestro  Perico  cuenta  como  quiso  ahorcarse; 

el  motivo  porque  no  lo  hizo;  la  ingratitud  que  experimentó  con  un  amigo;  el  espanto 

que  sufrió  en  un  velorio;  su  salida  de  esta  capital 

y  otras  cosillas. 


— Es  verdad  que  muchas  veces  prueba  Dios  á  los 
suyos  en  el  crisol  de  la  tribulación;  pero  más  veces  los 
impíos  la  padecen  porque  quieren.  ¿Qué  de  ocasiones  se 
quejan  los  hombres  de  los  trabajos  que  padecen,  y  dicen 
que  los  persigue  la  desgracia,  sin  advertir  que  ellos  se 

PERIQUILLO   SARNIENTO.  —  T,   II,    D.  — 38. 


150 


PENSADOR    MEXICANO 


la  merecen  y  acarrean  con  su  descabellada  conducta?  — 
Así  decía  yo  la  noche  que  me  vi  en  el  triste  estado  que 
os  he  dicho,  y  desesperado  ó  aburrido  de  existir,  traté 
de  ahorcarme.  Para  efectuarlo  vendí  mi  relox  en  una 
tienda  en  lo  primero  que  me  dieron;  me  eché  á  pechos 
un  cuartillo  de  aguardiente  para  tener  valor  y  perder 
el  juicio,  ó  lo  que  era  lo  mismo,  para  no  sentir  cuándo 
me  llevaba  el  diablo.  Tal  es  el  valor  que  infunde  el 
aguardiente. 

Ya  con  la  porción  del  licor  que  os  he  dicho  tenía  en 
el  estómago  compré  una  reata  de  á  medio  real,  la  doblé 
y  guardé  debajo  del  brazo,  y  marché  con  ella  y  con  mi 
maldito  designio  para  el  paseo  que  llaman  de  la  Orilla. 

Llegué  allí  medio  borracho  como  á  las  diez  de  la 
noche.  La  obscuridad,  lo  solo  del  paraje,  los  robustos 
árboles  que  abundan  en  él,  la  desesperación  que  tenía  y 
los  vapores  del  valiente  licor,  me  convidaban  á  ejecutar 
mis  inicuas  intenciones. 

Por  fin  me  determiné,  hice  la  lazada,  previne  una 
piedra  que  me  amarré  con  mil  trabajos  á  la  cintura  para 
que  me  hiciera  peso,  me  encaramé  en  un  escaño  de  ma- 
dera que  había  junto  á  un  árbol,  para  columpiarme  con 
más  facilidad,  y  hechas  estas  importantes  diligencias, 
traté  de  asegurar  el  lazo  en  el  árbol ;  pero  esto  debía  eje- 
cutarse lazando  el  árbol  con  la  misma  reata  para  afianzar 
el  un  extremo  que  me  debía  suspender. 


OBRAS   ESCOGIDAS 


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Con  el  mayor  fervor  comencé  á  tirar  la  reata  á  la 
rama  más  robusta  para  verificar  la  lazada;  pero  no  fué 
dable  conseguirlo,  porque  el  aguardiente  perturbaba  mi 
cabeza  más  y  más  y  quitaba  á  mis  pies  la  fijeza  y  el  tino 
á  mis  manos:  yo  no  pude  hacer  lo  que  quería.  Cada  rato 
caía  en  el  suelo  armado  de  mi  reata  y  desesperación,  pro- 
rrumpiendo en  mil  blasfemias  y  llamando  á  todo  el  in- 
fierno entero  para  que  me  ayudara  á  mi  tan  interesante 
negocio. 

En  éstas  y  las  otras  se  pasarían  dos  horas,  cuando 
ya  muy  fatigado  con  mi  piedra,  trabajo  y  porrazos  que 
llevaba,  y  advirtiendo  que  aun  tenerme  en  pie  me 
costaba  suma  dificultad,  temeroso  de  que  amaneciera 
y  alguno  me  hallara  ocupado  en  tan  criminal  empeño, 
hube  de  desistir  más  de  fuerza  que  de  gana,  y  quitán- 
dome la  piedra,  echando  la  reata  á  la  acequia  y  bus- 
cando un  lugar  acomodado,  volví  cuanto  tenía  en  el 
estómago,  me  acosté  á  dormir  en  tierra  pelada  y  dormí 
con  tanta  satisfacción  como  pudiera  en  la  cama  más 
mullida.  ^ 

El  sueño  de  la  embriaguez  es  pesadísimo,  y  tanto, 
que  yo  no  hubiera  sentido  ni  carretas  que  hubieran  pa- 
sado sobre  mí,  así  como  no  sentí  á  los  que  me  hicie- 
ron el  favor  de  desnudarme  de  mis  trapos,  sin  embargo 
de  que  las  cuscas  malditas  los  habían  dejado  incodicia- 
bles. 


152 


PENSADOR    MEXICANO 


Guando  se  disiparon  los  espíritus  del  vino  que  ocu- 
paban mi  cerebro,  desperté  y  me  hallé  como  á  las  siete 
del  día  en  camisa,  que  me  dejaron  de  lástima. 

Consideradme  en  tal  pelaje,  á  tal  hora  y  en  tal  lugar. 
Todos  los  indios  que  pasaban  por  allí  me  veían  y  se 
reían;  pero  su  risa  inocente  era  para  mí  un  terrible 
vejamen,  que  me  llenaba  de  rabia,  y  tanta,  que  me  arre- 
pentía una  y  muchas  veces  de  no  haberme  podido 
ahorcar. 

En  tan  aciago  lance  se  llegó  á  mí  una  pobre  india 
vieja,  que  condolida  de  mi  desgracia  me  preguntó  la 
causa.  Yo  le  dije  que  en  la  noche  antecedente  me  habían 
robado,  y  la  infeliz,  llena'  de  compasión,  me  llevó  á  su 
triste  jacal,  me  dio  atole  y  tortillas  calientes  con  un 
pedazo  de  panocha,  y  me  vistió  con  los  desechos  de  sus 
hijos,  que  eran  unos  calzones  de  cuero  sin  forro,  un 
cotón  de  manta  rayada  y  muy  viejo,  un  sombrero  de 
petate  y  unas  guarachas.  Es  decir,  que  me  vistió  en  el 
traje  de  un  indio  infeliz;  pero  al  fin  me  vistió,  cubrió  mis 
carnes,  me  abrigó,  me  socorrió,  y  cuanto  pudo  hizo  en 
mi  favor.  Cada  vez  que  me  acuerdo  de  esta  india  bené- 
fica, se  enternece  mi  corazón  y  la  juzgo  en  su  clase  una 
heroína  de  caridad,  pues  me  dio  cuanto  pudo,  y  sin  más 
interés  que  hacerme  beneficio  sin  ningún  merecimiento 
de  mi  parte.  Hoy  mismo  deseara  conocerla  para  pagarle 
su  generosidad.    |Qué  cierto  es  que  en  todas  las  clases 


OBRAS    ESCOGIDAS 


153 


del  estado  ha\  almas  benéficas,  y  que  para  serlo  más  se 
necesita  corazón  que  dinero! 

ritimamente,  yo,  enternecido  con  la  expresión  que 
acababa  de  merecer  á  mi  pobre  india  vieja,  le  di  muchas 
gracias,  la  abracé  tiernamente,  le  besé  su  arrugada  cara 
V  me  marché  para  la  calle. 

Mi  dirección  era  para  la  ciudad;  pero  al  ver  mi  pe- 
laje tan  endiablado,  y  al  considerar  que  el  día  anterior 
me  había  paseado  en  coche  y  vestido  á  lo  caballero,  me 
detenía  una  porción  de  tiempo  en  andar,  pues  en  cada 
paso  que  daba  me  parecía  que  movía  una  torre  de 
plomo. 

Gomo  dos  horas  me  anduve  por  la  plazuela  de  San 
Pablo  y  todos  aquellos  andurriales,  sin  acabar  do  deter- 
minarme á  entrar  en  la  ciudad.  En  una  de  estas  suspen- 
siones me  paré  en  un  zaguán,  por  la  calle  que  llaman  de 
Manito,  y  allí  me  estuve,  como  de  centinela,  hasta  la 
una  del  día,  hora  en  que  ya  el  hambre  me  apuraba  y  no 
sabía  dónde  satisfacerla;  cuando  en  esto  que  entró  en 
aquella  casa  uno  de  mis  mayores  amigos,  y  á  quien  pun- 
tualmente el  día  anterior  había  vo  convidado  á  almorzar 
con  su  mujer  y  sotacuñados. 

Luego  que  él  me  vio,  hizo  alto:  me  miró  con  aten- 
ción, y  satisfecho  de  que  yo  era,  quería  hacerse  disimu- 
lado y  meterse  en  su  casa  sin  hablarme;  pero  yo,  que 
pensaba  hallar  en  él  algún  consuelo,  no  lo  consentí,  sino 

PERIQUILLO  SARNIENTO,  —  T.   II,    D.  —  39. 


154 


PENSADOR    MEXICANO 


que,  atropellando  con  la   vergüenza  que  me  infundía  mi 
aindiado  traje,  lo  tomé  de  un  brazo  y  le  dije: 

— Yo  soy,  Anselmo,  no  me  desconozcas;  yo  soy 
Pedro  Sarmiento,  tu  amigo,  y  el  mismo  (jue  te  ha  servido 
según  sus  proporciones.  Este  traje  es  el  que  me  ha  des- 
tinado mi  desgracia.  No  vuelvas  la  cara  ni  finjas  no 
conocerme:  ya  te  dije  quién  soy;  ayer  paseamos  juntos  y 
me  juraste  que  serías  mi  amigo  eternamente;  que  te 
lisonjeabas  de  mi  amistad  y  que  deseabas  ocasiones  en 
que  corresponderme  las  finezas  que  me  debías.  Ya  se  te 
proporciona  esta  ocasión,  Anselmo.  Ya  tienes  á  las 
puertas  de  tu  casa,  sin  saberlo,  á  tu  infeliz  amigo  Sar- 
miento, desamparado  en  la  mayor  desgracia,  sin  tener  á 
quién  volver  sus  ojos;  sin  un  jacal  que  lo  abrigue  ni  una 
tortilla  que  lo  alimente:  vestido  con  un  cotón  de  indio  y 
unos  calzones  de  camuza  indecentísimos,  que  le  fran- 
queó la  caridad  de  una  vieja  miserable:  los  que,  aunque 
cubren  sus  carnes,  le  impiden  por  su  misma  indecencia 
el  presentarse  en  México  á  implorar  el  favor  de  sus 
demás  amigos.  Tii  lo  has  sido  mío,  y  muchas  veces  me 
has  honrado  con  ese  dulce  nombre;  desempéñalos,  pues, 
y  socórreme  con  algunos  trapos  viejos  y  algunas  migajas 
de  tu  mesa. 

— ¿Qué  piensas,  picaro,  me  dijo  el  cruel  amigo;  qué 
piensas  que  soy  algún  bruto  como  tú,  que  me  has  de 
engañar  con  cuatro  mentiras?   Don  Pedro  Sarmiento,  á 


ts.T' 


OBRAS   ESCOGIDAS 


155 


quien  te  pareces  un  poco,  es  mi  amigo,  en  efecto;  pero  es 
un  hombre  fino,  un  hombre  de  bien  y  un  hombre  de 
proporciones;  no  un  pillastrón,  vagante  y  encuerado. 
Vaya  con  Dios. — Sin  esperar  respuesta  se  entró  al  patio 
de  su  casa  dándome  con  las  puertas  en  la  cara. 

l^^s  menester  no  decir  cómo  quedaría  yo  con  tal  des- 
precio, sino  dejarlo  á  la  consideración  del  lector;  porque 
suceden  algunas  fatalidades  en  el  mundo  de  tal  tamaño, 
que  ninguna  ponderación  basta  para  explicarlas  con  la 
energía  que  merecen  y  sólo  el  silencio  es  su  mejor  intér- 
prete. 

l^ntre  la  cólera  y  desesperación,  la  tristeza  y  el  sen- 
timiento, me  quedé  en  el  zaguán  cavilando  sobre  el 
lance  que  me  acababa  de  pasar.  Quisiera  retirarme  de 
aquellos  recintos,  que  me  debían  ser  tan  odiosos;  qui- 
siera esperar  á  Anselmo  y  hacerlo  pedazos  entre  mis 
manos;  pero  calmaba  mi  enojo  cuando  me  acordaba  (jue 
había  hablado  bien  de  mí,  y  no  me  conoció. — No  hay 
duda,  decía  yo,  él  es  mi  amigo  y  me  quiere;  este  traje  y 
el  mal  pasaje  de  anoche  tal  vez  me  desfigurarán  de 
modo  que  no  me  conozca;  yo  lo  esperaré  en  este  lugar, 
y  si  después  que  lo  cerciore  bien  que  soy  Pedro  Sar- 
miento, él  no  me  quisiere  conocer,  me  alejaré  de  su  vista 
como  de  la  de  un  vestiglo,  detestaré  su  amistad,  abomi- 
naré su  nombre  y  me  iré  por  donde  Dios  quisiere. 

Así  estuve  batallando  con  mi  imaginación  hasta  las 


156 


PENSADOR    MEXICANO 


oraciones  de  la  noche,  á  cuya  hora  bajó  Anselmo  con  un 
sable  desnudo  y  me  dijo: — Parece  que  se  ha  hecho 
usted  piedra  en  mi  casa;  sálgase  usted,  que  voy  á  cerrar 
la  puerta. 

— Cuando  le  hablé  á  usted  la  primera  ocasión,  le  dije, 
fué  creyendo  que  me  conocía  y  era  mi  amigo,  y  valido 
de  este  sagrado  me  atreví  á  implorar  su  favor.  Ahora  no 
le  pido  nada,  sólo  le  digo  que  no  soy  un  picaro,  como  me 
dijo,  ni  me  valgo  del  nombre  de  don  Pedro  Sarmiento, 
sino  que  soy  el  mismo,  y  en  prueba  de  ello,  acuérdese 
(jue  ayer  fué  usted  conmigo  y  su  querida  Manuelita,  con 
los  dos  hermanos  de  ésta  y  una  criada  á  la  almuercería 
de  la  Orilla,  donde  yo  costeé  el  almuerzo,  (jue  fueron 
envueltos,  guisado  de  gallina,  adobo  y  pukjue  de  tuna  y 
de  pina. 

Acuérdese  usted  (jue  costó  el  almuerzo  ocho  pesos, 
y  que  los  pagué  en  oro.  Acuérdese  que  cuando  me  lavé 
las  manos  me  (juité  un  brillante,  y  aficionada  de  él  su 
dama,  lo  alabó  mucho,  se  lo  puso  en  el  dedo,  y  yo  se  lo 
regalé,  por  cuya  generosidad  me  dio  usted  muchas  gra- 
cias, ponderando  mi  liberalidad.  Acuérdese  que  paseán- 
donos los  dos  solos  por  una  de  aquellas  galerías,  me  dijo 
<jue  su  mujer  le  había  olido  la  podrida  (fueron  palabras 
de  usted),  que  por  este  motivo  tenía  frecuentes  riñas,  y 
que  usted  pensaba  abandonarla  y  llevarse  á  Manuelita 
á  Querétaro,  donde  se  le  proporcionaba  destino.    Acuér- 


-.•-•'.  S-' 


OBRAS    ESCOGIDAS 


157 


dése  que  á  esto  le  dije  que  no  hiciera  tal  cosa,  pues  sería 
añadir  á  una  injusticia  un  agravio;  que  ■sobrellevara  á  su 
mujer  y  procurara  negarle  todo  cuanto  sabía,  no  darle 
motivo  de  sospecha,  hacerle  cariño  y  manejarse  con 
prudencia,  pues  al  fin  era  su  esposa  y  madre  de  sus 
hijos.  En  fin,  acuérdese  que  al  separarnos  subí  al  coche 
á  Manuelita,  y  ésta  pisó  el  túnico  de  coco  en  el  estribo  y 
lo  rompió. 

Estas  son  muchas  señas  y  muy  privadas  para  que 
usted  dude  de  mi  verdad.  Si  mi  semblante  está  des- 
figurado y  mi  traje  no  corresponde  á  quien  soy,  lo  ha 
causado  la  adversidad  de  mi  suerte  y  las  vicisitudes 
(le  los  hombres,  de  lo  ({ue  usted  no  está  seguro,  y 
quizá  mañana  se  verá  en  situación  más  deplorable  que 
la  mía. 

El  negar  que  me  conoce  será  una  vil  tenacidad, 
después  que  le  doy  tantas  señas  y  después  que  me  ha 
oído  tanto  tiempo,  porque  aunque  los  semblantes  se  des- 
figuren, las  voces  permanecen  en  su  tono  y  es  muy 
dií'ícil  no  conocer  por  la  voz  al  que  se  ha  tratado  mucho 
tiempo. 

— Todo  cuanto  usted  ha  charlado,  dijo  Anselmo, 
prueba  que  es  usted  un  perillán  de  primera  clase,  y  que 
para  venir  á  pegarme  un  petardo  me  ha  andado  á  los 
alcances  y  ha  procurado  indagar  mi  vida  privada,  va- 
liéndose tal  vez  de  la  intriga  con  mi  amigo  Sarmiento 

PERIQUILLO   SARNIENTO. —  T.    II,    D.  —  40. 


158 


PENSADOR    MEXICANO 


para  saber  de  el  mis  secretos;  pero  ha  errado  usted  el 
camino  de  m.edio  a  medio.  Ahora  menos  que  nunca 
debe  esperar  de  mí  un  maravedí;  antes  yo  me  recelar»' 
de  usted  como  de  un  picaro  reíinado... — Mátame  con 
ese  sable,  le  dije  interrumpiéndole,  mátame,  antes  de 
()ue  me  lastime  tu  lengua  con  tales  baldones,  \  baldones 
proferidos  por  un  amigo.  ¿Este  es,  Anselmo,  tu  cariño? 
¿estas  tus  correspondencias?  ¿estas  tus  palabras?  ¿Qué 
más  dejas  para  un  soez  de  la  plebe,  cuando  tú,  que  te 
precias  de  noble,  obras  con  tanta  bastardía  que,  no  sólo 
no  pagas  los  beneficios,  sino  que  obstinadamente  finges 
no  conocer  al  mismo  á  (juien  se  los  debes?  Anselmo, 
amigo,  ya  que  no  te  compadeces  de  mí  como  del  (|ue  lo 
l'ué  tuyo,  compadécete  á  lo  menos  como  de  un  infeliz  que 
se  acoge  á  tus  puertas.  Bien  sabes  que  la  religión  obliga 
á  todos  los  cristianos  á  ejercitar  la  caridad  con  los  ami- 
gos y  enemigos,  con  los  propios  y  los  extraños,  y  así,  no 
me  consideres  un  amigo,  considérame  un  infeliz,  y  por 
Dios... 

— Por  Dios,  dijo  aquel  tigre,  (jue  se  vaya  usted,  que 
es  tarde,  y  ya  me  es  sospechosa  su  labia  y  su  demora. 
Sí.  ya  creo  que  será  un  ladrón  y  estará  haciendo  hora 
de  que  se  junten  sus  compañeros  para  asaltar  mi  casa. 
Vayase  enhoramala  antes  que  mande  llamar  la  guardia 
del  vivac. 

— ¿Qué  es  eso  de  ladrón?  le  dije  lleno  de  ira;  el 


OBRAS    ESCOGIDAS 


159 


ladrón,  el  picaro  y  el  villano  serás  tú,  mal  nacido,  cana- 
lla, ingrato. 

No  se  atrevió  Anselmo  á  hacer  uso  del  sable,  como 
yo  temía;  pero  hizo  uso  de  su  lengua.  Comenzó  á  gritar 
¡auiiUo,  aurilio...  ladrones..,  /adrónos/  cw^slü  voces  me 
intimidaron  más  (jue  el  sable,  y  temiendo  que  se  juntara 
la  gente  y  me  viera  en  la  cárcel  por  este  inicuo,  me  salí 
de  su  casa  renegando  de  su  amistad  y  de  cuantos  amigos 
hay  en  el  mundo,  poco  más  ó  menos  parecidos  al  infame 
Anselmo. 

Como  á  las  ocho  de  la  noche  y  abrigado  con  su 
lobreguez,  me  interné  por  la  ciudad  muerto  de  hambre 
y  de  cólera  contra  mi  lalso  y  desleal  amigo.  —  ¡Ahí  decía 
yo;  si  me  hallara  ahora  con  el  brillante  que  le  regalé 
ayer  á  la  puerca  de  su  amiga,  tendría  qué  vender  ó  qué 
empeñar  para  socorrer  mi  hambre;  pero  ahora  ¿qué 
empeñaré  ni  de  qué  me  valdré,  cuando  no  tengo  cosa 
que  valga  un  real  sino  la  camisa?  Mas  ¿será  posible  que 
me  quite  la  camisa?  No  hay  remedio;  no  tengo  cosa 
mejor,  yo  me  la  quito. 

Haciendo  este  soliloquio,  me  la  quité,  y  como  estaba 
limpia  y  casi  nueva,  no  me  costó  trabajo  que  me  suplie- 
ran sobre  ella  ocho  reales,  con  los  que  cené  con  hartas 
apetencias  y  compré  cigarros. 

En  las  diligencias  del  empeño  y  de  la  cenada  se  me 
fué  el  tiempo  sin  advertirlo,  de  suerte  que  cuando  salí 


160 


PENSADOR    MEXICANO 


del  bodegón  eran  las  diez  dadas,  hora  en  que  no  hallé 
ningún  arrastraderito  abierto. 

Desconsolado  con  que  no  me  podían  valer  mis  anti- 
guas guaridas,  determiné  pasarme  la  noche  vagando  por 
las  calles,  sin  destino  v  temiendo  en  cada  una  caer  en 
manos  de  una  ronda,  hasta  que  por  fortuna  encontré 
por  el  barrio  de  Santa  Ana  una  accesoria  abierta  con 
ocasión  de  un  velorio. 

Me  metí  en  ella  sin  que  me  llamaran,  y  vi  un 
muerto  tendido  con  sus  cuatro  velas,  seis  ú  ocho  lepe- 
ruscos  haciendo  el  duelo,  y  una  vieja  durmiéndose  junto 
al  brasero  con  el  aventador  en  la  mano. 

Saludé  á  los  vivos  con  cortesía,  y  di  medio  real  para 
avuda  del  entierro  del  muerto. 

Mi  piedad  movió  la  de  aquellos  prójimos,  y  reci- 
biendo sus  agradecimientos  me  quedé  con  ellos  en  buena 
paz  y  compañía. 

Cuando  llegué  estaban  contando  cuentos;  á  las  doce 
de  la  noche  rezaron  un  rosario  bostezando,  cantaron  un 
alabado  muy  mal  y  se  soplaron  cada  uno  un  tecomate 
de  champurrado  muy  l)ien.  sin  (juedarme  yo  de  mirón. 

Como  á  la  una  de  la  mañana  se  acostó  la  vieja  y 
ronct')  como  un  perro,  y  porque  no  hiciéramos  todos  lo 
mismo,  sacó  un  caritativo  una  baraja  y  nos  pusimos  en 
un  rincón  á  echar  nuestros  alburitos  por  el  alma  del 
difunto. 


OBRAS    ESCOGIDAS 


161 


A  mí  se  me  arrancó  brevecito,  como  que  mi  puntero 
era  muy  débil  y  la  suerte  estaba  decidida  en  mi  contra. 
Sin  embargo,  me  quedó  barajando  de  banco  por  ver  si 
me  ingeniaba;  pero  nuestra  velita  se  acabó  y  no  hubo 
otro  arbitrio  que  tomar  un  cabo  prestado  al  señor 
muerto. 

Antes  de  esto  habían  cerrado  la  accesoria,  temiendo 
no  pasara  una  ronda  y  nos  hallara  jugando.  Quién  sabe 
quién  cerró,  ni  quién  tenía  la  llave:  el  cuartito  era  re- 
dondo y  tenía  una  ventana  que  caía  á  una  acequia  muy 
inmunda;  el  envigado  estaba  endemoniado  de  malo,  y  al 
muerto  lo  habían  puesto,  sin  advertirlo,  en  una  viga,  á 
la  que  le  faltaba  apoyo  por  un  extremo;  con  esto,  al  ir 
uno  de  aquellos  tristísimos  dolientes  por  el  cabito  para 
seguir  jugando,  pisó  la  viga  en  que  estaba  el  cadáver  por 
donde  estaba  sin  apoyo,  y  con  su  peso  se  hundió  para 
adentro,  y  como  levantó  la  viga,  alzó  también  el  cuerpo 
del  difunto,  lo  que,  visto  por  mí  y  mis  camaradas,  nos 
impuso  tal  horror,  creyendo  que  el  muerto  se  levantaba 
á  castigarnos,  que  al  punto  nos  levantamos  todos  atrepe- 
llándonos unos  á  otros  por  salir,  y  gritando  cada  cual  las 
oraciones  que  sabía. 

Fácil  es  concebir  que  luego  luego  nos  quedamos  á 
obscuras,  pasando  y  aun  dando  de  hocicos  sobre  el 
muerto  y  el  hundido,  que  sin  cesar  gritaba  que  se  lo 
llevaba  el  diablo.   La   infeliz  vieja  no  lo   pasaba  mejor, 

PERIQUILLO   SARNIENTO.  — T.    H,    D,  — 41, 


162 


PENSADOR    MEXICANO 


pues  todos  caíamos  sobre  ella  la  vez  que  nos  tocaba; 
cada  encontrón  que  .<e  daba  uno  contra  otro  pensaba 
que  se  lo  daba  con  el  muerto;  crecía  la  aflicción  por 
instantes,  porque  no  parecía  la  llave,  hasta  que  uno 
advirtió  abrir  la  ventana  y  salir  por  ella.  A  su  ejemplo 
todos  hicimos  lo  mismo  sin  acordarnos  de  la  acequia 
para  nada.  Con  esto  unos  tras  otros  luimos  dejándonos 
caer  en  ella,  y  salimos  hechos  un  asco  de  lodo  y  algo 
peor;  pero  al  fin  salimos  sin  hacer  el  menor  aprecio  de 
la  pobre  vieja,  que  se  quedó  á  acompañar  al  difunto. 
Cada  uno  se  fué  por  su  parte  á  su  casa,  y  yo  á  la  del 
más  trapiento  de  todos,  que  me  manifestó  alguna  lástima. 
Luego  que  llegamos  á  ella  despertó  á  su  mujer  y  le 
contó  el  espanto  con  la  mayor  formalidad,  diciéndole 
como  el  muerto  se  había  levantado  y  nos  había  golpeado 
á  todos.  La  mujer  no  lo  quería  creer,  y  en  la  porfía  de 
si  fué  ó  no  fu<'',  se  nos  pasó  lo  que  faltaba  de  la  noche,  y 
á  la  luz  del  nuevo  día  creyó  la  mujer  el  espanto  al  ver  lo 
descolorido  de  nuestras  caras,  que  por  lo  que  toca  á  la 
despeñada  que  nos  dimos  en  el  cieno,  no  puso  la  menor 
duda,  ponjue  luego  que  entramos  se  lo  avisaron  sus 
narices,  y  aunque  no  había  luz,  ella  creía  que  estábamos 
maqueados  más  que  si  lo  viese. 

En  fin,  la  pobre  lavó  á  su  marido  y  á  mí  de  pilón, 
quedándonos  los  dos  cobijados  con  una  frazada  vieja 
entretanto  se  secaron  los  trapos. 


C^T?' 


OBRAS   ESCOGIDAS 


163 


Aunque  los  míos  se  encerraban  en  dos,  á  saber:  el 
cotón  y  los  calzones,  porque  el  sombrero  y  guarachas  se 
quedaron  en  la  campaña,  se  tardaron  en  secar  una  por- 
ción de  tiempo,  de  modo  que  ya  mi  amigo  estaba  vestido, 
y  yo  no  podía  moverme  de  un  lugar. 

La  pobre  mujer  me  dio  un  poco  de  atole  y  dos 
tortillas;  lo  bebí  más  de  fuerza  que  de  gana,  y  después, 
para  divertir  mi  tristeza,  amolé  un  carboncito,  le  hice 
punta,  y  en  el  reverso  de  una  estampa  que  estaba  tirada 
junto  á  mí,  escribí  las  siguientes  décimas: 


Aprended,  hombres,  de  mí, 
Lo  que  va  de  ayer  d  hoy; 
Que  ayer  conde  y  virrey  fui 
Y  hoy  ni  petatero  soy. 

Ninguno  viva  engañado 
creyendo  que  la  fortuna, 
si  es  próspera,  ha  de  ser  una 
sin  volver  su  rostro  airado. 
Vivan  todos  con  cuidado, 
cada  uno  mire  por  sí, 
que  es  la  suerte  baladí, 
y  se  muda  á  cada  instante: 
yo  soy  un  ejemplo  andante: 
Aprended,  hombres,  de  mí. 

Muy  bien  sé  que  son  quimera 
las  fortunas  fabulosas, 
pero  hay  épocas  dichosas, 
y  llámense  como  quiera. 
Si  yo  aprovechar  supiera 
una  de  éstas,  cierto  estoy 
que  no  fuera  como  voy; 
pero  desprecié  la  dicha, 


1G4 


PENSADOR    MEXICANO 

y  ahora  me  miro  en  desdicha : 
;  ¡o  que  va  de  ayer  á  hoy ! 

Ayer  era  un  caballero 
con  un  porte  muy  lucido; 
y  hoy  me  miro  reducido 
á  unos  calzones  de  cuero. 
Ayer  tuve  harto  dinero; 
y  hoy  sin  un  maravedí, 
me  lloro  [triste  de  mil 
sintiendo  mi  presunción, 
que  aunque  de  imaginación 
ayer  conde  y  virrey  fui. 

En  este  mundo  voltario 
fui  ayer  médico  y  soldado, 
barbero,  subdelegado, 
sacristán  y  boticario. 
Fui  fraile,  fui  secretario, 
y  aunque  ahora  tan  pobre  estoy, 
fui  comerciante  en  convoy, 
estudiante  y  bachiller. 
Pero  ¡ay  de  mí!  esto  fui  ayer 
y  hoy  ni  peta  tero  soy. 


Luego  que  concluí  mis  coplillas,  las  procuré  retener 
en  la  memoria  y  las  pegur  con  atole  en  la  puerta  de 
la  casita. 

Ya  mi  cotón  estaba  seco,  pero  los  calzones  estaban 
empapados,  y  yo,  que  estaba  desesperado  por  salir  en 
busca  de  nuevas  aventuras,  no  tuve  paciencia  para 
aguardar  á  (jue  los  secara  el  sol.  sino  que  los  cogí  y  los 
puse  á  secar  junto  al  fíccull  6  fogón  en  que  la  mujer 
hacía  tortillas;  mas  habiendo  salido  á  desaguar,  cuando 
volví  los  hallé  secos,  pero  achicharronados. 


S.-r 


■:7^^ 


OBRAS   ESCOGIDAS 


165 


No  puedo  ponderar  la  pesadumbre  que  tuve  al  ver 
lodo  mi  equipaje  inservible.  El  amigo,  luego  que  se  in- 
formó de  mi  desgracia,  me  dio  un  poco  de  sebo  de  vaca, 
y  me  aconsejó  que  les  diese  una  friega  con  61  para  que 
se  suavizaran  un  poco. 

En  electo  j  les  apliqur  el  remedio,  y  quedaron  más  fle- 
xibles, pero  no  mejores,  porque  en  donde  les  penetró  bien 
el  fuego,  no  valieron  diligencias;  saltaron  los  pedazos  achi- 
charrados y  descubrieron  más  agujeros  de  los  que  eran 
menester;  lo  que  no  me  gustó  mucho,  pues  no  tenía  calzo- 
nes blancos.  Ello  es  que  yo  me  los  encajé,  y  como  estaban 
ennegrecidos  del  hollín  y  llenos  de  agujeros,  resaltaba  lo 
blanco  de  mi  piel  por  ellos  mismos  y  parecía  yo  tigre. 

Advirtiendo  esta  ridiculez  y  queriendo  remediarla, 
tomé  un  poco  del  mismo  humo,  y  mezclándolo  con  otro 
poco  de  sebo,  hice  una  tinta  y  con  ella  me  pinté  el  pellejo, 
(juedando  así  más  pasadero. 

Los  dueños  de  la  casa  me  compadecían;  pero  se  reían 
de  mis  arbitrios,  y  sabedores  de  que  mi  intención  era 
salirme  de  México  en  aquel  instante  á  buscar  fortuna, 
me  dijeron  que  me  fuera  á  Puebla,  que  allí  tal  vez 
hallaría  destino.  Al  mismo  tiempo  me  dieron  unos 
frijoles  que  almorzar,  y  la  mujer  me  puso  un  Kacale  de 
tortillas,  un  pedazo  de  carne  asada  y  dos  ó  tres  chiles. 
Todo  esto  me  lo  envolvió  en  un  trapito  sucio,  y  yo  me 
lo  até  á  la  cintura. 

PERIQUILLO  SARNIENTO. —  T.    11,    D.  — 42. 


166 


PENSADOR    MEXICANO 


Así,  después  de  haber  almorzado  y  dádole  las  gracias, 
busqué  un  palo  para  que  me  sirviera  de  bordón,  alcé  un 
sombrero  muy  viejo  de  petate  que  estaba  tirado  en  un 
muladar,  me  lo  planté,  me  despedí  de  mis  hospedadores 
y  tomé  el  camino  de  la  garita  de  San  Lázaro. 

Llegué  al  pueblo  de  Ayotla,  donde  dormí  aquella 
noche  sin  más  novedad  que  acabar,  por  vía  de  cena,  con 
mi  repuesto. 

Al  día  siguiente  me  levanté  temprano  y  seguí  mi 
camino  para  Puebla,  manteniéndome  de  Hmosna  hasta 
llegar  á  Río  Frío,  donde  me  sucedieron  las  aventuras 
que  vais  á  leer  en  el  capítulo  que  sigue. 


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CAPITULO  IX 


En  el  que  Periquillo  refiere  el  encuentro  que  tuvo  con  unos  ladrones;  quiénes  fueron 
éstos;  el  regalo  que  le  hicieron  y  las  aventuras  que  le  pasaron  en  su  compañía 


Nada  de  fabuloso  tiene  la  historia  que  habéis  oído, 
queridos  hijos  míos;  todo  es  cierto,  todo  es  natural, 
todo  pasó  por  mí,  y  mucho  de  este  todo,  ó  acaso  más, 
ha  pasado,  pasa  y  puede  pasar  á  cuantos  vivan  entre- 


168 


PENSADOR    MEXICANO 


gados  como  yo  al  libertinaje  y  quieran  sostenerse  y 
aparentar  en  el  mundo  á  costa  ajena,  sin  tener  oficio  ni 
ejercicio,  ni  querer  ser  útiles  con  su  trabajo  al  resto 
de  sus  hermanos. 

Si  todos  los  hombres  tuvieran  valor  y  sinceridad  para 
escribir  los  trabajos  que  han  padecido  moralizando  y 
confesando  ingenuamente  su  conducta,  veríais,  sin  duda, 
una  porción  de  Pc/'/f/mllos  descubiertos,  que  ahora  están 
solapados  y  disimulados,  ó  por  vergüenza  ó  por  hipo- 
cresía, y  conoceríais  más  á  fondo  lo  que  os  he  dicho, 
esto  es,  que  el  hombre  vicioso,  flojo  y  disipado  padece 
más  en  la  vida  (jue  el  hombre  arreglado  y  de  buen  vivir. 
Entendidos  que  en  esta  triste  vida  todos  padecen;  pero 
sin  proporción  padecen  más  en  todas  las  clases  de  la 
república  los  malvados,  sea  por  un  orden  natural  de  las 
cosas  ó  por  un  castigo  de  la  Divina  Providencia  empe- 
ñada en  ejecutar  su  justicia,  aun  en  esta  vida  miserable. 

Siendo  yo  uno  de  los  perdidos,  fuerza  era  que  también 
me  llorara  desgraciado,  creciendo  mis  desventuras  á 
medida  de  mi  maldad  por  una  necesaria  consecuencia, 
según  los  principios  que  llevamos  establecidos. 

Dejé  pendiente  mi  historia  diciéndoos  cómo  caminaba 
para  Puebla,  desnudo,  hambriento,  cansado,  deshonrado 
entre  los  que  sabían  mi  mala  conducta,  despreciado  de 
mis  amigos  y  abandonado  de  todo  el  mundo. 

Así,   y  lleno  de  una  profunda  melancolía   y   de   los 


OBRAS    ESCOGIDAS  169 

remordimientos  interiores  que  devoraban  mi  corazón 
t rayéndome  á  la  memoria  mis  maldades,  llegué  un  día  al 
anochecer  á  una  venta  cerca  de  Río  Frío,  donde  pedí 
por  Dios  que  me  dieran  posada.  Lo  conseguí,  (jue  al  fin 
Dios  castiga,  pero  no  destruye  á  sus  hijos,  por  más  que 
'■stos  les  sean  ingratos.  Cené  lo  que  me  dieron  y  dormí 
•  n  un  pajar,  teniendo  á  mucha  bonanza  encontrar  alguna 
cosa  blanda  donde  acostarme,  pues  las  noches  anteriores 
había  dormido  en  la  dura  tierra. 

A  otro  día  madruí^rué,  v  el  ventero,  sabedor  de  mi  ruta, 
me  dijo  que  fuera  con  cuidado,  porque  había  una  cuadri- 
lla de  ladrones  por  aquel  camino.  Yo  le  agradecí  su  adver- 
tencia; pero  no  desistí  de  mi  intento,  seguro  en  que  no 
teniendo  qur  me  robaran,  podía  caminar  tranquilamente 
delante  de  los  ladrones,  como  nos  dejó  escrito  Ju venal. 

Empapado  en  mil  funestos  pensamientos  iba  yo  con 
la  cabeza  cosida  con  el  pecho  y  mi  palo  en  la  mano, 
cuando  cerca  de  mí  oí  tropel  de  caballos;  alcé  la  cara  y 
vi  cuatro  hombres  montados  y  bien  armados,  que  ro- 
deándose de  mí  y  teniéndome  por  indio,  me  dijeron:  — 
;De  dónde  has  salido  hov  v  de  dónde  vienes?  —  Señores, 
les  dije,  he  salido  de  esta  última  venta  y  vengo  de  México 
para  servir  á  ustedes.  —  Entonces  conocieron  que  no  era 
indio,  y  uno  de  ellos,  á  quien  yo  tenía  especies  de  haber 
visto  algún  día,  fijándome  la  vista,  se  echó  del  caballo 
á  bajo,   y  abrazándome  con  mucha  ternura,   me  decía: 

PERIQUILLO    SARNIENTO. T.    11,    D.  —  43, 


^■' 


170 


PENSADOR    MEXICANO 


— ¿Tú  eres,  Periquillo,  hermano?  ¿Tú  eres,  Periquillo? 
Sí,  no  hay  duda,  las  señas  de  tu  cara  son  las  mismas; 
á  mí  no  se  me  despintan  mis  amigos.  ¿No  te  acuerdas 
de  mí?  ¿no  conoces  á  tu  antiguo  amigo  el  Aguilucho,  á 
quien  debiste  tantos  favores  cuando  estuvimos  juntos  en 
la  cárcel? 

Entonces  yo  lo  acabé  de  conocer  perfectamente,  y 
deseando  aprovechar  aquella  coyuntura  favorable  que  me 
proporcionaba  la  ocasión,  lo  apret»'  entre  mis  brazos  con 
tal  cariño,  que  el  pobre  Aguilucho  me  decía  á  media  voz. 
— Ya  está  Perico,  hermano,  ya  está,  por  Dios;  no  me 
ahorques  antes  de  tiempo. 

— Ahora  sí,  decía  yo  lleno  de  consuelo  y  entusiasmo; 
ahora  sí  que  se  acabaron  mis  trabajos,  pues  he  tenido 
la  dicha  de  encontrar  á  mi  mejor  amigo,  á  quien  debí 
tantísimos  favores  y  de  quien  espero  me  socorra  en  la 
amarga  situación  en  que  me  hallo. 

— ¿Pues  qué  ha  sido  de  tu  vida,  hijo  de  mi  alma?  me 
preguntó;  ¿qué  suerte  has  corrido?  ¿qué  malas  aventuras 
has  pasado  que  te  veo  tan  otro  y  tan  desfigurado  de  ropa? 
—  ¡Qué  ha  de  ser!  le  contest»'-,  sino  que  soy  el  más  des- 
graciado que  ha  nacido  de  madre.  Después  que  me  separé 
de  mi  amigo  Juan  Largo,  que,  sin  agravio  de  lo  presente, 
era  tan  hombre  de  bien  y  tan  buen  amigo  como  tú,  he 
tenido  mil  aventuras  favorables  y  adversas:  aunque  si 
vale  decir  verdad,  más  han  sido  las  malas  que  las  buenas. 


OBRAS    ESCOGIDAS 


171 


— Pues  eso  es  cuento  largo,  me  dijo  el  mulatillo  inte- 
rrumpirndome,  sube  á  las  ancas  de  mi  caballo;  nos 
encaramaremos  sobre  aquella  loma,  y  allí  podremos  pla- 
ticar más  despacio;  porque  en  los  caminos  reales  espan- 
tamos la  caza. 

—  No  entiendo  eso  de  espantar  la  caza,  le  dije,  pues 
yo  jamás  he  visto  cazar  en  caminos  reales,  sino  en  los 
bosques  y  lugares  no  transitados  por  los  hombres. 

— Tanto  así  tienes  de  guaje,  '  me  dijo  el  Aguilucho: 
pero  cuando  sepas  que  nosotros  no  andamos  á  caza  de 
conejos  ni  de  tigres  sino  de  hombres,  no  te  hará  fuerza 
lo  que  te  digo.  Por  ahora  sube  á  caballo,  que  es  lo  que 
te  importa. 

Yo  obedecí  su  imperioso  precepto;  subí,  y  guiam.os 
todos  á  un  cerrito  que  no  estaba  lejos  del  camino. 

Luego  que  llegamos  nos  apeamos,  escondieron  los 
caballos  tras  de  su  falda  y  nos  sentamos  entre  un  ma- 
torral, desde  donde  veíamos  muy  bien,  y  sin  poder  ser 
vistos  de  cuantos  pasaban  en  el  camino  real. 

Ya  en  esta  disposición  sacó  el  Aguilucho  de  un  talego 
de  cotense  un  queso  muy  bueno,  dos  tortas  de  pan  y  una 
botella  de  aguardiente. 

Desenvainó  un  cuchillo  de  la  bota  campanera,  partió 
el  pan  y  el  queso  y  comenzamos  todos  á  darle  vuelta. 

Acabada  la  comida  nos  dio  por  su  mano  un  traguito 

•    Tan  necio  y  bobo  eres.— E. 


172 


PENSADOR    MEXICANO 


de  aguardiente  á  cada  uno,  pero  tan  poquito  que  apenas 
me  llegó  al  galillo.  Los  ojos  se  me  iban  tras  de  la  botella 
y  á  los  otros  tambi<''n;  mas  él  la  guardó  diciendo: 

—  No  hay  mayor  locura  en  los  hombres  que  prosti- 
tuirse á  la  bebida.  Nadie  debía  emborracharse;  pero 
mucho  menos  los  de  nuestro  oficio,  pues  vamos  muy 
arriesgados. 

— ¿Pues  cuál  es  tu  oficio?  le  pregunté  muy  ad- 
mirado, y  él  sonriéndose  me  dijo:  —  Ca.:(idor,  y  ya  ves 
que  un  cazador  borracho  no  puede  hacer  buena  pun- 
tería. 

— Pero  en  tal  caso,  le  repliqué,  lo  más  que  puede 
suceder  es  hacer  sin  fruto  la  caravana  ó  correría,  mas 
hasta  aquí  no  hay  riesgo  como  dices. — Sí  hay,  dijo  él; 
pueden  cazarnos  á  nosotros,  y  también  que  no  nos  quiten 
las  esposas  hasta  después  de  muertos. 

—  No  me  hables  con  enigmas,  le  dije,  por  vida  tuya; 
explícame  lo  que  hablas. — Ahí  lo  sabrás,  dijo  él,  pero 
cuéntanos  tus  aventuras. 

— Pues  has  de  saber,  le  dije,  que  cuando  luí  á  dar  á  la 
cárcel,  donde  tuve  el  honor  de  conocerte,  fué  de  resultas 
de  una  manotadilla  de  amigos,  que  iba  á  dar  á  la  casa 
de  una  viuda  mi  querido  Juan  Largo,  en  cuyo  lance  pudo 
haber  sido  presa  de  los  soldados  y  serenos;  pero  tuvo 
la  Fortuna  de  escapar  con  tiempo  en  compañía  de  otro 
amigo  suyo,  muy  hábil  y  valiente,  que  se  llamaba  Culás 


OBRAS    ESCOGIDAS  173 

el  Pipilo,  muchacho  bueno  á  las  derechas,  y  que,  según 
me  decía  Januario,  había  aprendido  á  robar  con  es- 
critura,..— Buena  sea  la  vida  de  usted,  me  dijo  riéndose 
un  negrito  alto,  chato  y  de  unos  ojillos  muy  vivos  y 
pequeños. — Yo  soy,  continuó,  yo  soy  el  tal  Pipilo,  aunque 
no  muy  guajolote,  y  me  acuerdo  de  usted,  y  de  la  noche 
en  que  lo  vi  con  el  sereno  cuando  pasé  corriendo.  Conque 
¿en  qué  paró  usted  por  fin,  y  cómo  fué  eso  de  que  fuera 
á  dar  á  la  de  pita  por  nosotros? 

•  Entonces  les  conté  todas  mis  aventuras,  que  celebra- 
ron mucho,  y  me  dijeron  como  Januario  era  capitán  de 
cazadores  de  gentes,  y  andaba  por  otros  rumbos  no  muy 
lejos  de  por  allí;  que  ellos  eran  del  arte,  con  otros  tres 
compañeros  (jue  se  habían  extraviado  algunos  días  antes, 
y  los  esperaban  por  horas  con  algunos  buenos  despojos; 
(|ue  el  jete  de  ellos  era  el  señor  Aguilucho:  que  acjuel 
oficio  era  muy  socorrido:  que  solía  tener  sus  contin- 
gencias; pero  que  al  fin  se  pasaba  la  vida  y  se  tenían 
unos  ratos  famosos,  y — Por  último,  amigo,  me  decía  el 
Pipilo,  si  usted  quiere  alistarse  en  nuestras  banderas, 
experimentar  esta  vida  y  salir  de  trabajos,  bien  podrá 
hacerlo,  supuesta  la  amistad  que  lleva  con  nuestro 
capitán,  y  su  gentil  disposición,  que  pues  ha  sido  soldado, 
no  le  cogerán  de  nuevo  las  fatigas  de  la  guerra,  los 
asaltos,  los  avances,  las  retiradas  ni  nada 'de  esto  (jue 
nunca  falta  entre  nosotros. 

PERIQUILLO   SARNIENTO.— T.    II,    D.  —  44. 


174 


PENSADOR    MEXICANO 


—  Amigo,  le  dije,  yo  le  estimo  su  convite  y  el  deseo 
«|ue  tiene  de  hacerme  beneficio;  pero  se  ha  engañado  en 
su  concepto  creyéndome  útil  para  el  caso,  pues  para  eso 
de  campaña  no  es  mi  disposición  gentil,  sino  hereje  y 
judía,  por(|ue  nada  vale.  Siempre  he  tenido  miedo  á  que 
me  aporreen,  \  he  procurado  evitar  las  ocasiones;  y  con 
todo  esto  no  me  ha  valido.  Una  vez  una  vieja  me  estampó 
una  chinela  en  la  boca;  otra,  me  puso  al  parto  un  payo 
á  palos;  otra,  me  molieron  á  trompones  los  presos  de  la 
cárcel  en  compañía  del  señor  capitán  Aguilucho,  que  no 
me  dejará  mentir;  otra,  me  dieron  una  puñalada  que  por 
poco  no  la  cuento;  otra,  me  jorobaron  á  pedradas  los 
indios  de  Tula;  otra,  me  (|uebró  setenta  ollas  en  la  cabeza 
un  indio  nuiciidchc;  otra,  me  desmecharon  unas  cusco- 
linas;  y  por  última,  me  aporreó  un  difunto  en  un  velorio. 
Conque  vean  ustedes  si  soy  desgraciado  y  con  razón 
estoy  acobardado. 

— Vamos,  dijo  el  Aguilucho,  esas  son  delicadezas;  los 
hombres  no  deben  ser  cobardes,  mucho  menos  por  ni- 
ñerías. En  esas  pendencias  que  has  tenido,  Periquillo 
cobarde,  ¿qué  vara  de  mondongo  te  han  sacado?  ¿con 
cuántas  jicaras  te  han  remendado  el  casco?  ¿qué  costillas 
menos  cuentas?  ¿ni  qué  pie  ni  mano  echas  menos  en  tu 
cuerpo?  Xada  de  esto  te  ha  pasado;  tú  estás  entero  y 
verdadero,  sin  lacra  ni  cicatriz  notable.  Conque  esa  es 
una   cobardía   vergonzosa   ó    una   grande   conveniencia. 


-'.'?■,-  ^.    ^-T  ,-<  ..      'V^,  - 


OBRAS    ESCOGIDAS 


175 


porque  me  parece  que  tú  eres  más  concenienciero  ^  que 
cobarde,  y  quisieras  pasarte  buena  vida  sin  arriesgarte 
á  nada;  pero,  hijo,  eso  está  verde,  porque  el  que  no  se 
arriesga  no  pasa  la  mar,  y  los  trabajos  se  hicieron  para 
los  hombres. 

— Hermano,  le  dije,  no  sólo  es  conveniencia,  sino  que 
soy  miedoso  de  mío,  y  naturalmente  no  me  hace  buen 
estómago  que  me  aporreen.  Es  cierto  que  en  las  malas 
aventuras  que  he  tenido  no  me  han  sacado  las  tripas, 
ni  me  han  quitado  un  brazo,  ni  una  pierna,  como  dices; 
pero  también  es  cierto  que  á  excepción  de  la  pendencia 
del  indio,  yo  he  llevado  mis  buenos  porrazos  sin  bus- 
carlos y  sin  provocar  á  nadie.  Esto  me  ha  hech(rmás 
cobarde;  porque  si  sin  meterme  á  valiente,  y  antes  ex- 
cusando las  ocasiones,  he  salido  tan  mal  librado,  ¿qué 
Fuera  si  yo  hubiera  sido  valentón,  espadachín  y  perdona- 
vidas? Seguramente  ya  me  hubieran  despachado  á  los 
infiernos,  á  buen  componer,  haciéndome  primero  pi- 
cadillo. 

Conque  así  no,  hermano,  yo  no  valgo  nada  para 
cazador.  Si  acaso  quieren  les  serviré  de  escribiente  para 
su  mayoría,  de  marmitón  ó  ranchero,  de  mayordomo,  de 
guardarropa,  de  tesorero,  de  caballerizo,  de  médico  y 
cirujano,  que  algo  entiendo,  de  asesor,  de  barbero  ó  cosa 
semejante;  pero  para  esto  de  salir  á  campaña  y  batirme 

*    Amigo  de  sus  conveniencias  ó  comodidades.— E. 


170 


PENSADOR    MEXICANO 


con  los  caminantes,  ni  por  pienso.  Si  fuera  cosa  de 
liallarlos  amarrados  y  durmiendo,  tal  vez  haría  algo  de 
mi  parte,  y  eso  acompañado  con  ustedes;  pero  esto  de 
salirles  mano  á  mano,  viniendo  ellos  con  las  suyas  sueltas 
y  prevenidas  con  un  sable,  una  pistola  ó  una  escopeta, 
¡Jesús  me  valga!  ni  pensarlo,  camaradas,  ni  pensarlo. 
Ya  digo  que  tengo  miedo,  y  cuidado  (jue  confesar  un 
hombre  que  tiene  miedo,  es  el  mayor  sacrificio  que 
puede  hacer  á  la  verdad;  porque  refiexionen  ustedes  y 
verán  que  apenas  habrá  uno  que  haga  alarde  de  buen 
mozo,  de  sabio,  de  rico  y  cosa  así;  antes  no  tienen  em- 
barazo para  tenerse  en  menos  que  otros  en  hermosura, 
en  talento,  en  riqueza  ó  en  habilidad;  mas  en  tocándoles 
en  lo  valiente  ¡cuerpo  de  Cristo!  no  hay  un  cobarde, 
siquiera  con  la  boca;  todos  se  vuelven  Scipiones  y  Anní- 
bales;  nadie  tiene  miedo  á  otro  y  cada  uno  se  cree  capaz 
de  tenérselas  con  el  mismo  Fierabrás. 

Esto  prueba  que  aunque  no  todos  los  hombres  sean 
valientes,  á  lo  menos  todos  (juieren  parecerlo  cuando 
llega  la  ocasión,  y  tan  lejo^^  están  de  conocer  y  confesar 
su  cobardía,  que  el  más  tímido  suele  ser  el  que  más 
bravea  cuando  no  tiene  delante  al  enemigo.  Conque  ser 
yo  la  excepci<'»n  de  la  regla  y  venir  confesando  (|ue  tengo 
miedo,  es  prueba  de  que  soy  un  hombre  bien  á  las  dere- 
chas, pues  no  sé  mentir,  que  es  otra  prenda  tan  apre- 
ciable  como  rara  en  los  hombres. 


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OBRAS   ESCOGIDAS 


177 


—  Mira  cuánto  has  hablado,  hermano,  me  dijo  el 
Aguilón;  no  en  balde  te  llaman  Periquillo.  Pero  dime, 
hombre,  ¿cómo  siendo  tan  cobarde  fuiste  soldado?  porque 
ese  ejercicio  está  tan  reñido  con  el  miedo  como  la  luz 
con  las  tinieblas. 

— Eso  no  te  haga  fuerza,  le  contesté;  lo  primero,  que 
yo  fui  soldado  de  mantequilla,  pues  no  pasé  de  un  asis- 
tente flojo  y  regalón,  sin  saber,  no  ya  lo  que  es  una 
campaña,  pero  ni  siquiera  las  fatigas  del  servicio.  Lo 
segundo,  que  no  todos  los  soldados  son  valientes.  ¿Cuán- 
tos van  á  fuerza  á  la  campaña,  que  no  irían  si  los 
generales  al  aproximarse  al  enemigo  publicaran,  como 
Gedeón,  un  bando  para  que  el  que  se  sintiera  débil  de 
espíritu  se  fuera  á  su  casa?  Yo  aseguro  que  no  pasarían 
de  trescientos  valientes  en  el  ejército  más  lucido  y  nume- 
roso, si  no  la  llevaban  muy  cocida,  ó  les  instigaba  la 
codicia  del  saco.  Lo  tercero  y  ultimo,  que  no  todos  los 
que  dicen  que  tienen  valor  saben  lo  que  es  valor. 

Mr.  de  la  Rochefoucauld,  dice:  «que  el  valor  en  el 
simple  soldado,  es  una  profesión  peligrosa,  que  toma 
para  ganar  su  vida.»  Explica  las  diferencias  de  valores,  y 
concluye  diciendo:  «que  el  perfecto  valor  consiste  en 
hacer  sin  testigos  lo  que  serían  capaces  de  hacer  delante 
de  todo  el  mundo.»  Conque  ya  ves  que  el  ser  soldado  no 
es  prueba  de  ser  valiente. 

—  ¡Caramba,  Periquillo,  y  lo  que  sabes  1  me  dijo  con 

PERIQUILLO   SARNIENTO.  —  T.   II,    D,  —  45. 


•^rr-— ■• 


178 


PENSADOR   MEXICANO 


ironía  el  Aguilucho;  pero  con  todo  tu  saber  estás  en 
cueros;  más  sabemos  nosotros  que  tú.  En  fin,  que 
traigan  los  caballos,  irás  á  ver  nuestra  casa,  y  si  te  aco- 
modare te  quedarás  en  nuestra  compañía;  pero  no  pienses 
que  comerás  de  balde,  pues  has  de  trabajar  en  lo  que 
puedas. 

En  esto  fueron  á  traer  los  caballos,  les  apretaron  las 
cinchas  y  yo  monté  en  las  ancas  del  de  el  Aguilucho, 
que  era  lamoso,  y  nos  luímos. 

En  el  camino  iba  yo  lisonjeándome  interiormente 
de  la  habilidad  que  había  tenido  para  engañar  á  los 
ladrones,  exagerándoles  mi  cobardía,  que  no  era  tanta 
como  les  había  pintado;  pero  tampoco  tenía  ganas  de 
salir  á  robar  á  los  caminos  exponiendo  mi  persona. — Si  el 
modo  con  que  éstos  roban,  decía  yo  á  mi  cotón,  no  fuera 
tan  peligroso,  con  mil  diablos  me  echara  yo  á  robar, 
pues  ya  no  me  falta  más  que  ser  ladrón;  pero  esto  de  ex- 
ponerme á  que  me  cojan  ó  me  den  un  balazo,  eso  sí  está 
endemoniado.  ¡Dichosos  aquellos  ladrones  que  roban 
pacíficamente  en  sus  casas  sin  el  menor  riesgo  de  sus 
personas!   ¡Quién  fuera  uno  de  ellos! 

En  estas  majaderías  entretenía  mi  pensamiento, 
mientras  que  trepando  cerros,  bajando  cuestas  y  hacien- 
do mil  rodeos,  fuimos  á  dar  á  la  entrada  de  una  barranca 
muy  profunda. 

A  poco  de  haber  entrado  en  ella  avistamos  unas 


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OBRAS    ESCOGIDAS 


179 


casas  de  madera,  adonde  llegamos  y  nos  apeamos  muy 
contentos;  pero  más  alegres  que  nosotros  salieron  á 
recibirnos  otros  tres  cazadores,  que  eran  los  que  el  Agui- 
lucho me  dijo  que  se  habían  extraviado  pocos  días  antes 
de  aquél. 

Luego  que  vieron  al  Aguilón,  le  dieron  muchos 
abrazos,  y  éste  se  los  correspondió  con  gravedad.  Entra- 
mos á  la  cueva  y  le  manifestaron  dos  cajones  de  dinero, 
un  gran  baúl  de  ropa  fina  y  un  envoltorio  de  ropa  tam- 
bién, pero  más  ordinaria,  junto  con  una  buena  muía  de 
carga  y  dos  caballos  excelentes.  —  Esto  es,  decía  uno  de 
ellos,  todo  el  fruto  del  negocio  que  hemos  hecho  en  siete 
días  que  faltamos  de  tu  lado. 

—  No  esperaba  yo  menos  de  la  viveza  de  ustedes, 
dijo  el  Aguilucho;  vamos  á  ver,  repartámonos  como  her- 
manos.— Diciendo  esto,  comenzó  á  repartir  la  ropa  entre 
todos,  y  el  dinero  se  echó  al  granel  en  unos  baúles  que 
allí  había,  añadiendo  el  señor  capitán:  —  Ya  saben  uste- 
des que  en  el  dinero  no  cabe  repartición ,  y  así  cada  uno 
tomará  lo  que  guste  con  mi  aviso  para  lo  que  necesite. 
A  este  pobre  mozo,  dijo  señalándome,  es  menester  que 
cada  uno  lo  socorra,  pues  es  mi  amigo  viejo,  viene  ate- 
nido á  nosotros,  y  aunque  es  miedosillo,  ahí  se  le  quitará 
con  el  tiempo;  tiene  lo  más,  que  es  no  ser  tonto;  da  espe- 
ranzas. 

Apenas  oyeron  la  recomendación  aquellos  buenos 


180 


PENSADOR    MEXICANO 


prójimos,  cuando  todos  á  porfía  me  agasajaron.  Uno  me 
dio  dos  camisas  de  estopilla  muy  buenas;  otro  una  cotona 
de  paño  de  primera  azul  guarnecida  con  cordón  y  flecos 
de  oro;  otro  unos  calzones  de  terciopelo  negro  con  boto- 
nes de  plata  nuevos,  y  sin  más  defecto  que  tener  el 
aforro  ensangrentado;  otro  me  habilitó  de  medias,  cal- 
zoncillos y  ceñidor;  otro  me  regaló  botas,  zapatos  y 
ataderos;  otro  me  dio  un  sombrero  tendido,  de  color  de 
chocolate  de  muy  rico  castor,  con  su  galoncito  de  oro 
al  borde  y  una  famosa  toquilla,  y  el  último  me  dio 
una  buena  manga  de  paño  de  grana  con  su  dragona 
de  terciopelo  negro,  guarnecida  con  galón  y  flecos  de 
plata. 

Después  que  todos  me  habilitaron  con  lo  que  quisie- 
ron, el  Aguilucho  me  regaló  su  mismo  caballo,  que  era 
un  tordillo  quemado  del  mejor  mérito,  y  me  lo  dio  sin 
quitarle  la  silla,  armas  de  pelo,  freno  ni  cosa  alguna. 
A  esta  galantería  añadió  la  de  regalarme  sus  buenas 
espuelas  y  tantos  cuantos  pesos  pude  sacar  en  seis  puña- 
dos, y  me  mandaron  vestir  á  toda  prisa. 

Concluida  esta  diligencia,  hicieron  una  seña  con  un 
pito,  y  salieron  cuatro  muchachonas  no  feas  y  bien  vesti- 
das, las  que  nos  saludaron  muy  afables,  y  luego  nos 
sirvieron  una  buena  mesa,  y  tal  que  yo  no  la  esperaba 
semejante  en  aquellas  barrancas,  tan  ocultas  y  retiradas 
del  comercio  de  los  hombres. 


"fr,- 


OBRAS   ESCOGIDAS 


181 


Así  que  se  acabó  la  comida,  me  dijeron  cómo  aque- 
llas señoras  estaban  destinadas  al  servicio  común  de 
todos,  y  tanto  ellas  entre  sí  como  ellos  entre  ellos  se 
llevaban  como  hermanos,  sin  andar  con  etiquetas,  y  sin 
conocerse,  en  aquella  feliz  Arcadia,  la  maldita  pasión  de 
los  celos. 

Acabáronse  estas  inocentes  conversaciones;  manda- 
ron ensillar  los  caballos  del  Aguilucho  y  del  Pipilo,  y  se 
marcharon  todos  á  ver  si  hallaban  caza,  dejándome  solo 
con  las  mujeres,  y  diciéndome  que  me  entretuviera  en 

reconocer  y  limpiar  las  armas.      - 

Yo  jamás  había   limpiado   una  escopeta;   pero   las 

mujeres  me  enseñaron,  y  se  pusieron  á  ayudarme;  y 
para  hacer  el  trabajo  llevadero,  me  preguntaron  mi  vida 
y  milagros,  y  yo  las  entretuve  contándoles  mil  mentiras, 
que  creyeron  como  los  artículos  de  la  fe;  y  en  pago  de  mi 
cuento  me  refirieron  todas  sus  aventuras,  que  se  redu- 
cían á  decir  que  se  habían  extraviado  y  habían  venido  á 
dar  con  aquellos  hombres  desalmados,  una  porque  su 
madre  la  regañaba;  otra  porque  su  marido  era  celoso; 
aquélla  porque  el  Pipilo  la  engañó,  y  la  última  porque 
la  tentó  el  diablo. 

Así  pretendía  cada  una  disimular  su  lubricidad  y 
hacerse  tragar  por  una  bendita;  pero  ya  era  yo  perro 
viejo  para  que  me  la  dieran  á  comer;  conocía  bien  al 
común  de  las  mujeres  y  sabía  que  las  más  que  se  pier- 

PERIQUILLO   SARNIENTO. —T.    II,    D.  — 46. 


182 


PENSADOR    MEXICANO 


den  es  porque  no  se  acomodan  con  la  sujeción  de  los 
padres,  maridos,  amos  ó  protectores. 

Sin  embargo,  yo  me  hice  tonto  y  alegre,  y  supe  de 
este  modo  todos  los  arcanos  de  mis  invictos  compañeros; 
me  dijeron  cómo  eran  ladrones  y  daban  asaltos  de  inte- 
rés, que  todos  eran  muy  valientes,  que  rara  vez  salían 
sin  volver  habilitados  y  que  ya  estaban  ricos. 

En  prueba  de  esto  me  enseñaron  un  cuarto  lleno  de 
ropa,  alhajas,  baúles  de  dinero,  armas  de  todas  clases, 
sillas,  frenos,  espuelas  y  otras  mil  cosas,  por  las  que 
eché  de  ver  que  en  realidad  eran  ladrones  por  mayor; 
mas  admirándome  de  que  cómo  no  se  apartaban  de 
aquella  vida,  que  no  podía  ser  muy  buena  ni  muy 
segura,  teniendo  ya  todos  con  qué  pasarla,  cuando  no 
sin  zozobras  interiores,  á  lo  menos  sin  sustos  de  la  justi- 
cia y  sin  riesgo  de  los  robados,  me  dijeron  que  era 
imposible  que  dejaran  esa  vida;  lo  uno,  porque  no  podían 
sacar  la  cara  sin  exponerse  á  ser  conocidos;  y  lo  otro, 
porque  el  robar  era  vicio,  lo  mismo  que  el  beber,  jugar  y 
fumar;  y  así  que  pretender  quitar  á  aquellos  señores  de 
los  caminos  en  clase  de  ladrones,  sería  lo  mismo  que 
querer  quitarles  las  barajas  á  los  tahúres  y  los  vasos  á 
los  ebrios. 

En  esto  estábamos,  cuando  ya  al  anochecer  llegaron 
los  valientes  á  casa;  se  apearon,  y  después  de  jugar  y 
chacotear  tres  ó  cuatro  horas,  cenamos  todos  juntos  muy 


OBRAS    ESCOGIDAS 


183 


contentos,  y  después  nos  fuimos  á  acostar,  dándome 
para  el  efecto  suficiente  ropa  y  una  piel  curtida  de 
cíbolo. 

Yo  advertí  que  se  quedaban  cuatro  de  guardia  á  la 
entrada  de  la  barranca,  para  hacer  su  cuarto  de  centinela 
como  los  soldados,  y  así  me  acosté  y  dormí  con  la  mayor 
tranquilidad,  como  si  estuviera  en  compañía  de  unos 
varones  apostólicos;  pero  como  á  las  tres  de  la  mañana 
me  la  interrumpieron  los  gritos  desaforados  que  dieron 
todos,  unos  pidiendo  su  carabina,  otros  su  caballo  y 
todos  cacao,  ^  como  vulgarmente  dicen. 

El  azoramiento  de  todos  ellos,  los  gritos  y  llantos 
de  las  mujeres,  el  ruido  de  varios  tiros  que  se  oían  á  la 
entrada  de  la  barranca  y  el  alboroto  general  me  tenían 
lelo.  No  hice  más  que  sentarme  en  la  cama  y  estarme 
hecho  un  tronco  esperando  el  fin  de  aquella  terrible 
aventura,  cuando  entró  una  mujer,  se  llegó  á  mi  rincón, 
y  tropezando  conmigo  me  conoció,  y  enfadada  de  mi 
llema,  me  dio  un  pescozón  tan  bien  dado  que  me  hizo 
poner  en  pie  muy  de  prisa. — Salga  usted,  collón,  me 
decía,  mandria,  amujerado,  maricón;  ya  la  justicia  nos 
ha  caído  y  están  todos  defendiéndose,  y  el  muy  sinver- 
güenza se  está  cebadóte  como  un  cochino.  Ande  usted 
para  fuera,  socarrón,  y  coja  ese  sable  que  está  tras  de 


'    Pedir  cacao  es  frase  familiar  que  significa  confesarse  vencido,  ó  rendido  á  dis- 
creción.—E. 


184 


PENSADOR    MEXICANO 


la  puerta,  ó  si  no  yo  le  exprimiré  esta  pistola  en  la 
barriga. 

Esta  fiesta  era  á  obscuras;  pero  de  que  yo  oí  decir 
exprimir  pistolas,  salí  como  un  rayo,  porque  no  me 
acomodaban  esas  chanzas. 

Como  mi  salida  fué  en  camisa  y  con  el  sable  que  me 
dio  la  mujer,  me  desconocieron  los  compañeros,  y  juz- 
gándome alguacil  en  pena,  me  dieron  una  zafacoca  de 
cintarazos  que  por  poco  me  matan,  y  lo  hubieran  hecho 
muy  fácilmente,  según  las  ganas  que  tenían,  pues  uno 
gritaba:  —  ¡Dale  de  filo,  asegúralo,  asegúralo  1  —  Pero  á 
ese  tiempo  quiso  Dios  que  saliera  una  mujer  con  un 
ocote  ardiendo,  á  cuya  luz  me  conocieron,  y  compadeci- 
dos de  la  fechoría  que  habían  hecho,  me  llevaron  á  mi 
cama  y  me  acostaron. 

A  poco  rato  se  sosegó  el  alboroto,  y  á  éste  siguió  un 
profundo  silencio  en  los  hombres  y  un  incansable  llanto 
en  las  mujeres.  Yo,  algo  aliviado  de  los  golpes  que  llevé, 
al  escuchar  los  llantos  y  temiendo  no  fuera  otro  susto 
que  acarreara  á  mi  cama  alguna  maldita  mujer  desafo- 
rada, me  levanté  con  tiempo,  me  medio  vestí,  salí  para 
la  otra  pieza  y  me  encontró  á  todos  los  hombres  y  muje- 
res rodeados  de  un  cadáver. 

La  sorpresa  que  me  causó  semejante  funesto  espec- 
táculo fué  terrible,  y  no  pude  sosegar  hasta  que  me  dije- 
ron cuanto  había  sucedido,    y  fué:    que   los   centinelas 


.'-i'  ."       it-'    S.     - 


OBRAS    ESCOGIDAS 


185 


apostados  de  vigilancia  vieron  pasar  cerca  de  ellos  y 
como  con  dirección  á  la  barranca  una  tropa  de  lobos,  y 
creyendo  que  eran  alguaciles,  les  dispararon  las  carabi- 
nas, á  cuyo  ruido  se  alborotaron  los  de  abajo;  subieron 
para  la  cumbre,  y  pensando  que  dos  de  sus  compañeros 
que  bajaron  á  avisar  eran  alguaciles,  les  dispararon  con 
tan  buen  tino,  que  á  uno  le  quebraron  una  pierna  y  al 
otro  lo  dejaron  muerto  en  el  acto. 

Guando  oí  estas  desgracias  me  di  de  santos  de  que 
no  hubiera  yo  sufrido  sino  cintarazos,  y  hasta  creo  que  se 
me  aliviaron  más  mis  dolores.  Ya  se  ve,  el  hombre  cuan- 
do compara  su  suerte  con  otra  más  ventajosa  se  cree  des- 
dichado; pero  si  la  compara  con  otra  más  infeliz,  enton- 
ces se  consuela  y  no  se  lamenta  tanto  de  sus  males.  La 
lástima  es  que  no  acostumbramos  compararnos  con  los 
más  infelices,  sino  con  los  más  dichosos  que  nosotros, 
y  por  eso  se  nos  hacen  intolerables  nuestros  trabajos. 

En  fin,  amaneció  el  día,  y  á  su  llegada  concluyó  el 
velorio,  y  sepultaron  al  difunto.  El  Aguilucho  me  dijo: — 
Tú  me  dijiste  que  entendías  de  médico:  mira  á  ese  com- 
pañero herido,  y  dime  los  medicamentos  que  han  de  traer 
de  Puebla,  que  los  traerán  sin  falta,  porque  todos  los 
venteros  son  amigos  y  compadres  y  nos  harán  el  favor. 

Quédeme  aturdido  con  el  encargo;  porque  entendía 
de  cirugía  tanto  como  de  medicina,  y  no  sabía  qué 
hacer,  y  así  decía  entre  mí: — Si  digo  que  no  soy  cirujano 

PERIQUILLO   SARNIENTO.— T.    II,    D.  —  47. 


186 


PENSADOR    MEXICANO 


sino  médico,  es  mala  disculpa,  pues  le  dije  que  entendía 
de  todo;  si  empeoro  al  enfermo  y  lo  despacho  al  purga- 
torio, temo  que  me  vaya  peor  que  en  Tula;  porque  estos 
malditos  son  capaces  de  matarme  y  quedarse  muy  fres- 
cos. ¡Virgen  Santísima!  ¿qué  haré?  Alúmbrame...  Ani- 
mas benditas,  ayudadme...  Santo  mío,  san  Juan  Nepo- 
muceno,  pon  tiento  en  mi  lengua... 

Todas  esas  deprecaciones  hacía  yo  interiormente 
sin  acabar  de  responder,  fingiendo  que  estaba  inspeccio- 
nando la  herida,  hasta  que  el  Aguilucho,  enfadado  con  mi 
pachorra,  me  dijo: — ¿Por  fin,  á  qué  horas  despachas? 
¿qué  se  trae? 

No  pude  disimular  más,  y  así  le  dije:  —  Mira,  no  se 
puede  ensamblar  la  pierna,  porque  el  hueso  está  hecho 
astillas  (y  era  verdad).  Es  menester  cortarla  por  la  frac- 
tura de  la  tibia,  pero  para  esta  se  necesitan  instrumentas 
y  yo  no  los  tengo. 

— ¿Y  qué  instrumentos  se  han  menester?  preguntó 
el  Aguilucho.  —  Una  navaja  curva,  le  respondí,  y  una 
sierra  inglesa  para  aserrar  el  hueso  y  quitarle  los  picos. 
—  Está  bien,  dijo  el  Aguilucho,  y  se  fueron. 

A  la  noche  vinieron  con  un  tranchete  de  zapatero  y 
una  sierra  de  gallo.  Sin  perder  tiempo  nos  pusimos  á  la 
operación.  ¡Válgame  Dios!  ¡cuánto  hice  padecer  á  aquel 
pobre!  No  quisiera  acordarme  de  semejante  sacrificio. 
Yo  le  corté  la  pierna  como  quien  tasajea  un  trozo  de 


áSSV 


OBRAS  ESCOGIDAS 


187 


pulpa  de  carnero.  El  infeliz  gritaba  y  lloraba  amarga- 
mente; pero  no  le  valió,  porque  todos  lo  tenían  afianzado. 
Pasé  después  á  aserrarle  los  picos  del  hueso,  como  yo 
decía,  y  en  esta  operación  se  desmayó,  así  por  los  insu- 
fribles dolores  que  sentía,  como  por  la  mucha  sangre  que 
había  perdido,  y  no  hallaba  yo  modo  de  contenérsela, 
hasta  que  con  una  hebra  de  pita  le  amarré  las  venas,  y 
aprovechando  su  desmayo  le  cautericé  la  carne  con  una 
plancha  ardiendo.  Entonces  volvió  en  sí  y  gritaba  más 
recio;  pero  algo  se  le  contuvo  la  hemorragia. 

Finalmente,  á  mí  no  me  valió  el  aceite  de  palo,  el 
azúcar  y  romero  en  polvo,  el  estiércol  de  caballo,  ni 
cuantos  remedios  de  estos  le  aplicaba;  cada  rato  se  le 
soltaban  las  vendas  y  le  salía  la  sangre  en  arroyos.  Esto, 
junto  con  lo  mal  curado  de  lo  restante,  hizo  que  el  débi- 
lísimo paciente  se  agangrenara  pronto,  y  tronara  como 
tronó  dentro  de  dos  días. 

Todos  se  incomodaron  conmigo  atribuyendo  aquella 
muerte  á  mi  impericia,  y  con  sobrada  razón;  pero  yo  tuve 
tal  labia  para  disculparme  con  la  falta  de  auxilios  á  la 
mano,  que  al  fin  lo  creyeron,  enterraron  al  muerto  y  que- 
damos amigos.  ¡Cuántas  averías  hacen  los  hombres  más 
ó  menos  funestas  por  meterse  en  lo  que  no  entienden  I 

Así  pasé  después  sin  novedad  como  dos  meses,  es- 
cribiendo los  apuntes  que  querían,  rasurándolos  y  que- 
dándome de  día  á  cuidar  el  serrallo  de  mis  amos,  amigos 


188 


PENSADOR    MEXICANO 


y  compañeros.  Una  noche,  de  los  cinco  que  salieron 
volvieron  cuatro  muy  confusos,  porque  les  mataron  uno 
en  cierta  campaña  que  tuvieron;  pero  no  perdieron  el 
ánimo,  antes  propusieron  vengarse  al  otro  día.  —  Son 
tres,  decían,  y  tres  mozos;  éstos  no  valen  nada,  y  así 
el  partido  está  por  nosotros;  nos  la  han  de  pagar  por 
los  huesos  de  mi  madre.  Mañana  han  de  pasar  por  Río 
Frío;  allí  nos  veremos. 

Acabadas  estas  amenazas,  cenaron  y  se  acostaron. 
Yo  hice  lo  mismo,  pero  no  muy  á  gusto,  reflexionando 
que  se  iba  desmembrando  la  compañía,  y  acordándome 
de  echar  mi  barba  en  remojo,  porque  veía  pelar  muy 
seguido  la  de  mis  vecinos. 

Pensaba  en  desertarme;  pero  no  me  atrevía,  porque 
ignoraba  la  salida  de  aquel  encantado  laberinto;  ni  aun 
osaba  comunicar  mi  secreto  á  las  mujeres,  temeroso  de 
que  me  descubrieran. 

En  estos  cálculos  pasé  la  noche,  y  á  otro  día  muy 
de  madrugada  me  levantaron  y  me  hicieron  vestir.  Yo 
lo  hice  luego  luego.  Después  ensillaron  mi  caballo  y 
me  pusieron  dos  pistolas  en  la  cintura,  una  cartuchera 
y  un  sable;  me  acomodaron  una  mojarra  en  la  bota,  y 
me  pusieron  una  carabina  en  la  mano. 

— ¿Para  qué  son  tantas  armas?  preguntaba  yo  muy 
espantado. — ¿Para  qué  han  de  ser,  bestia?  decía  el  Agui- 
lón;  para  que  ofendas  y  te  defiendas. 


OBRAS   ESCOGIDAS 


189 


— Pues  nada  haré  seguramente,  decía  yo,  porque 
para  ofender  no  tengo  valor,  y  para  defenderme  me  falta 
iiabilidad.  Yo  en  los  casos  apurados  me  atengo  á  mis 
talones,  porque  corro  más  que  una  liebre;  y  así  para  mí 
todo  esto  es  excusado. 

Enfadóse  el  Aguilucho  con  mi  cobardía,  y  sacando 
el  sable,  me  dijo  muy  enojado:  —  ¡Vive  Dios,  bribón, 
cobarde,  que  si  no  montas  á  caballo  y  no  nos  acompañas, 
aquí  te  llevan  los  demonios!  — Yo,  al  verlo  tan  enojado, 
hice  de  tripas  corazón,  fingiendo  que  mi  miedo  era 
chanza,  y  que  era  capaz  de  salir  al  encuentro  del  demonio 
si  viniera  en  traje  de  caminante  con  dinero.  Se  dieron 
por  satisfechos;  seguimos  nuestro  camino  con  designio 
de  salirles  á  los  viandantes,  robarlos  y  matarlos;  pero  no 
sucedió  según  lo  pensaron. 


PERIQUILLO   SARNIENTO. —  T.    II,    D.  —  48. 


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CAPITULO  X 


En  el  que  nuestro  autor  cuenta  las  aventuras  que  le  acaecieron 

en  compañía  de  los  ladrones;  el  triste  espectáculo  que  se  le  presentó  en  el  cadáver 

de  un  ajusticiado,  y  el  principio  de  su  conversión. 


Aunque  muchas  veces  permite  Dios  que  el  malvado 
ejecute  sus  malas  intenciones,  ó  para  acrisolar  al  justo, 
ó  para  castigar  al  perverso,  no  siempre  permite  que  se 
verifiquen  sus  designios.    Su  Providencia,  que  vela  sobre 


192  PENSADOR    MEXICANO 

la  conservación  de  sus  criaturas,  mil  veces  embaraza  ó 
destruye  los  inicuos  proyectos  para  que  las  unas  no  sean 
pasto  de  la  ferocidad  de  las  otras. 

Así  le  sucedió  al  Aguilucho  y  sus  compañeros  la 
mañana  que  salimos  á  sorprender  á  los  viandantes. 

Serían  las  seis  cuando  desde  la  cumbre  de  una  loma 
los  vimos  venir  por  el  camino  real.  Venían  los  tres  por 
delante  con  sus  escopetas  en  las  manos;  luego  seguían 
cuatro  caballos  ensillados  de  vacío,  esto  es,  sin  jinetes; 
á  seguida  venían  cuatro  muías  cargadas  con  baúles, 
catres  y  almolreces,  que  se  conocía  lo  que  era  de  lejos,  á 
pesar  de  venir  cubiertas  las  cargas  con  unas  mangas 
azules,  y  por  fin  venían  de  retaguardia  los  tres  mozos. 

Luego  que  el  Aguilucho  los  vio,  se  prometió  la  ven- 
ganza y  un  buen  despojo,  y  así  nos  hizo  ocultar  tras  un 
repecho  que  hacía  la  loma  en  su  falda,  y  nos  dijo:  — 
Ahora  es  tiempo,  compañeros,  de  manifestar  nuestro 
valor  y  aprovechar  un  buen  lance,  porque  sin  duda  son 
mercaderes  que  van  á  emplear  á  Veracruz  y  toda  su 
carga  se  compondrá  de  reales  y  ropa  fina.  Lo  que  im- 
porta es  no  cortarse,  sino  acometerles  con  denuedo,  ase- 
gurados en  que  la  ventaja  está  por  nosotros,  pues  somos 
cinco  y  ellos  son  sólo  tres,  que  los  mozos,  gente  alqui- 
lona v  cobarde,  no  deben  darnos  cuidado.  Tomarán 
correr  á  los  primeros  tiros;  y  así,  tú,  Perico,  yo  y  el 
Pipilo  les  saldremos  de  frente  en  cuanto  lleguen  á  buena 


•..':«.■. 


OBRAS   ESCOGIDAS  193 

distancia,  quiero  decir,  á  tiro  de  escopeta,  y  el  Zurdo 
y  el  Chato  les  tomarán  la  retaguardia  para  llamarles 
la  atención  por  detrás.  Si  se  rinden  de  bueno  á  bueno, 
no  hay  más  que  hacer  que  quitarles  las  armas,  ama- 
rrarlos y  traerlos  á  este  cerro,  de  donde  los  dejaremos 
ir  á  la  noche;  pero  si  se  resisten  ó  nos  hacen  fuego  no 
liay  que  dar  cuartel;  todos  mueran. 

Tanto  la  vista  de  los  enemigos,  que  por  instantes 
se  acercaban,  como  la  consideración  del  riesgo  que  me 
amenazaba,  me  hacían  temblar  como  un  azogado  sin 
poder  disimular  el  miedo,  de  modo  que  mi  temor  se 
hizo  sensible,  porque  como  mis  piernas  temblaban  tanto, 
hacían  las  cadenillas  de  las  espuelas  un  sonecillo  tan 
perceptible  con  los  estribos,  que  llamó  la  atención  del 
Aguilucho,  quien,  advirtiendo  mi  miedo,  echando  fuego 
por  los  ojos,  me  dijo:  —  ¿Que  estás  temblando,  sinver- 
güenza, amujerado?  ¿Piensas  que  vas  á  reñir  con  un 
ejército  de  leones?  ¿No  adviertes,  bribón,  que  son  hom- 
bres como  tú,  y  solos  tres  contra  cinco?  ¿No  ves  que 
no  vas  solo  sino  con  cuatro  hombres,  y  muy  hombres, 
que  se  van  á  exponer  al  mismo  riesgo  y  te  sabrán 
defender  como  á  las  niñas  de  sus  ojos?  ¿Tan  fácil  es 
que  tú  perezcas  y  no  alguno  de  nosotros?  Y  por  fin, 
supon  que  te  dieron  un  balazo,  y  te  mataron,  ¿qué  cosa 
nueva  y  nunca  vista  es  esa?  ¿Has  de  morir  de  parto, 
coUonote,  ó  te  has  de  quedar  en  el  mundo  para  dar  fe 

PERIQUILLO  SAUNIENTO.  —  T.   II,   D.  — 49. 


194 


PENSADOR    MEXICANO 


de  la  venida  del  Antecristo?  ¿Qué,  quieres  tener  dinero, 
comer  y  vestir  bien,  y  ensillar  buenos  caballos  de  flojón, 
encerrado  entre  vidrieras  y  sin  ningún  riesgo?  Pues  eso 
está  verde,  hermano;  con  algún  riesgo  se  alquila  la  casa. 
Si  me  dices,  como  me  has  dicho,  que  has  conocido  ladro- 
nes que  roban  y  pasean  sin  el  menor  peligro,  te  diré 
que  es  verdad;  pero  no  todos  pueden  robar  de  igual 
modo.  Unos  roban  militarmente,  quiero  decir,  en  el 
campo  y  exponiendo  el  pellejo,  y  otros  roban  cortesana- 
mente, esto  es,  en  las  ciudades,  paseando  bien  y  sin 
exponerse  á  perder  la  vida;  pero  esto  no  todos  lo  consi- 
guen, aunque  los  más  lo  desean.  Conque  cuidado  con 
las  collonerías,  porque  te  daré  un  balazo  antes  que  vuel- 
vas las  ancas  del  caballo. 

Asustado  yo  con  tan  áspera  reprensión  y  tan  temida 
amenaza,  le  dije  que  no  tenía  miedo,  y  que  si  temblaba 
era  de  puro  frío;  que  entraríamos  al  ataque  y  vería 
cuál  era  mi  valor. 

—  Dios  lo  haga,  dijo  el  Aguilón,  aunque  lo  dudo 
mucho. 

En  esto  llegaron  los  caminantes  á  la  distancia  pre- 
fijada por  el  Aguilucho.  Se  desprendieron  de  nuestra 
compañía  el  Chato  y  el  Zurdo  y  les  tomaron  la  retaguar- 
dia, al  mismo  tiempo  que  el  Pipilo,  yo  y  el  Aguilucho 
les  salimos  al  (rente  con  las  escopetas  prevenidas,  gri- 
tándoles: 


■T^r-' 


OBRAS    ESCOGIDAS 


195 


—  ¡Párense  todos,  si  no  quieren  morir  á  nuestras 
manos! 

A  nuestras  voces  saltaron  de  sobre  las  cargas  cuatro 
hombres  armados,  que  ocuparon  en  el  momento  los 
caballos  vacíos  y  se  dirigieron  contra  el  Zurdo  y  el  Chato, 
ios  cuales,  recibiéndoles  con  las  bocas  de  sus  carabinas, 
mataron  a  uno  y  ellos  huyeron  como  liebres. 

Los  tres  viandantes  se  echaron  sobre  nosotros,  ma- 
tándonos al  Pipilo  en  el  primer  tiro.  Yo  disparé  mi  esco- 
peta con  mala  intención,  pero  sólo  se  logró  el  tiro  en  un 
caballo,  que  tiré  al  suelo. 

Cuando  el  Aguilucho  se  vio  solo,  porque  no  contaba 
conmigo  para  nada,  me  dijo:: — Ya  este  no  es  partido; 
un  compañero  han  muerto,  dos  han  huido,  los  contrarios 
son  nueve,  huyamos. 

Al  decir  esto,  quiso  volver  la  grupa  de  su  caballo; 
pero  no  pudo,  porque  éste  se  le  armó,  de  modo,  que  á 
pesar  de  que  cargábamos  y  disparábamos  aprisa,  no 
haciendo  daño  y  lloviendo  sobre  nosotros  los  balazos, 
temíamos  nos  cogieran  con  arma  blanca,  porque  se  iban 
acercando  á  nosotros  los  tres  viandantes  á  todo  trapo, 
sin  tener  miedo  a  nuestras  escopetas. 

Entonces  el  Aguilucho  se  echó  á  tierra,  matando  á 
su  caballo  de  un  culatazo  que  le  dio  en  la  cabeza,  y  al 
subir  á  las  ancas  del  mío,  le  dispararon  una  bala  tan 
bien  dirigida,  que  le  pasó  las  sienes  y  cayó  muerto. 


196 


PENSADOR    MEXICANO 


Casi  por  mi  cuerpo  pasó  la  bala,  pues  me  llevó  un 
pedazo  de  la  cotona.  La  sangre  del  infeliz  Aguilucho 
salpicó  mi  ropa.  Yo  no  tuve  más  lugar  que  decirle:  — 
¡Jesús  te  valga! — Y  viéndome  solo  y  con  tantos  enemigos 
encima,  arrimé  las  espuelas  á  mi  caballo  y  eché  á  huir 
por  aquel  camino  más  ligero  que  una  Hecha.  La  fortuna 
fué  que  el  caballo  era  excelente  y  corría  tanto  como  yo 
quería.  Ello  es  que  al  cuarto  de  hora  ya  no  veía  ni  el 
polvo  de  mis  perseguidores. 

l^xtravié  veredas,  y  aunque  pensé  ir  á  dar  el  triste 
parte  de  lo  acaecido  á  las  madamas  de  la  casa,  no  me 
determiné,  ya  porque  no  sabía  el  camino,  y  ya  porque, 
aunque  lo  hubiera  sabido,  temía  mucho  volver  á  aquellas 
desgraciadas  guaridas. 

Cansado,  lleno  de  miedo,  y  con  el  caballo  fatigado^ 
me  hallé  como  á  las  doce  del  día  en  un  solo  y  agradable 
bosquecillo. 

Allí  desocupé  la  silla ;  aflojé  las  cinchas  al  caballo, 
le  quité  el  freno,  le  di  agua  en  un  arroyo,  lo  puse  á  pacer 
la  verde  grama;  me  senté  bajo  un  árbol  muy  fresco  y 
sombrío,  y  me  entregué  á  las  más  serias  considera- 
ciones. 

—  No  hay  duda,  decía  yo,  la  holgazanería,  el  liber- 
tinaje y  el  vicio  no  pueden  ser  los  medios  seguros  para 
lograr  nuestra  felicidad  verdadera.  La  verdadera  feli- 
cidad en  esta  vida  no  consiste  ni  puede  consistir  en  otra 


.''ST^Í 


OBRAS   ESCOGIDAS 


197 


cosa  que  en  la  tranquilidad  de  espíritu  en  cualquier 
fortuna;  y  ésta  no  la  puede  conseguir  el  criminal,  por 
más  que  pase  alegre  aquellos  ratos  en  que  satisface  sus 
pasiones;  pero  á  esta  efímera  alegría  sucede  una  langui- 
dez intolerable,  un  fastidio  de  muchas  horas  y  unos 
remordimientos  continuos;  pagando  en  estos  tan  largos 
y  gravosos  tributos  aquel  placer  mezquino  que  quizá 
compró  á  costa  de  mil  crímenes,  sustos  y  comprometi- 
mientos. 

Estas  son  unas  verdades  concedidas  por  todo  el  que 
reflexione  atentamente  sobre  ellas.  Mi  padre  me  las 
advertía  desde  muy  joven;  el  coronel  no  dejaba  de  repe- 
tírmelas; yo  las  he  leído  en  los  libros  y  tal  vez  las  he  oído 
en  los  pulpitos;  ¿pero  qué  más?  El  mundo,  los  amigos, 
mi  experiencia  han  sido  unos  constantes  maestros  que 
no  han  cesado  de  recordarme  estas  lecciones  en  el  dis- 
curso de  mi  vida,  á  pesar  de  la  ingratitud  con  que  yo  he 
desatendido  sus  avisos. 

— El  mundo,  dije;  sí,  el  mundo,  mis  malos  amigos, 
los  funestos  sucesos  de  mi  vida,  todo  ha  conspirado 
uniformemente  á  mi  desengaño,  aunque  por  distintos 
rumbos;  porque  un  mundo  falaz  y  novelero,  un  mal 
amigo  vicioso  y  lisonjero,  una  desgracia  que  nos  acarrea 
nuestra  conducta  disipada,  y  todos  los  males  de  la  vida 
son  maestros  que  nos  enseñan  á  reglar  nuestras  accio- 
nes y  á  mejorar  nuestro  modo  de  vivir.    Ello  es  cierto 

PERIQUILLO   SARNIENTO. —T.   II ,    D.  —  50. 


198 


PENSADOR    MEXICANO 


que  malos  maestros  pueden  dar  buenas  lecciones.  La 
infidelidad  de  un  amigo,  la  perfidia  de  una.  mujer,  la 
trácala  que  nos  hizo  el  lisonjero,  los  golpes  que  nos  hizo 
sufrir  el  agraviado,  la  prisión  á  que  nos  redujo  la  justicia 
por  nuestra  culpa,  la  enfermedad  que  padecimos  por 
nuestro  exceso,  y  otras  cosas  así,  á  la  verdad  que  son 
ingratas  á  nuestro  espíritu  y  nuestro  cuerpo;  pero  la 
experiencia  de  ellas  debía  hacernos  sacar  frutos  dulces 
de  sus  mismas  amargas  raíces. 

¿Y  qué  mejor  fruto  podíamos  sacar  de  estas  dolo- 
rosas  experiencias,  que  el  escarmiento  para  gobernarnos 
en  lo  futuro?  Entonces  ya  nos  guardaríamos  de  tener 
amigos  indistintamente,  y  sin  saber  cuáles  son  las  señas 
del  verdadero  amigo,  nos  sabríamos  recelar  de  las  muje- 
res sin  fiar  nuestro  corazón  á  cualquiera;  huiríamos  de 
los  lisonjeros  como  de  unas  fieras  mansas  pero  traido- 
ras; trataríamos  de  no  agraviar  á  nadie  para  exponernos 
á  recibir  los  golpes  de  la  venganza;  cuidaríamos  de  ma- 
nejarnos honradamente  para  no  padecer  los  rigores  de 
las  cárceles;  enfrenaríamos  nuestros  apetitos  sensuales 
para  no  lidiar  con  las  enfermedades,  y  por  fin,  haríamos 
por  vivir  conforme  á  las  leyes  divinas  y  humanas  para 
no  volver  á  experimentar  esos  trabajos  y  lograr  la  verda- 
dera felicidad  que,  como  digo,  es  el  fruto  de  la  buena 
conciencia.  Esto  conseguiríamos  si  supiéramos  apro- 
vecharnos  de   la  experiencia;   pero  la   lástima  es  que 


Ví^'  ■.■:■' ^ 


OBRAS   ESCOGIDAS  199 

no  aprendemos  por  más  frecuentes  que  sean  las  lec- 
ciones. 

Dígalo  yo.  ¿Qué  de  trabajos,  qué  de  desaires,  qué 
de  vergüenzas,  qué  de  ingratitudes,  qué  de  golpes,  pri- 
siones, sustos,  congojas  y  contratiempos  no  he  pasado? 
¿A  qué  riesgos  no  me  he  expuesto  y  en  qué  situación 
tan  deplorable  me  veo?  Yo  he  tenido  que  sufrir  azotes 
y  reprensiones  de  los  maestros;  golpes  de  toros  y  caba- 
llos; zapatazos,  baños  de  agua  hirviendo,  amenazas  y 
desvergüenzas  de  las  viejas;  deslealtades,  burlas  y  des- 
precios de  los  malos  amigos;  palos  de  payos,  desaires 
de  cortesanos,  ingratitudes  de  parientes,  abominaciones 
de  extraños,  lanzamientos  de  los  amos,  vejaciones  de 
tunos,  prisiones  de  la  justicia,  ollazos  de  indios,  heridas 
dadas  con  razón  por  casados  agraviados  por  mí,  trabajos 
de  hospitales,  araños  de  coquetas,  sustos  de  muertos  y 
velorios,  robos  de  picaros  y  trescientas  mil  desventuras, 
que  lejos  de  servirme  de  escarmiento,  no  parece  sino  que 
las  primeras  me  han  sido  unos  estímulos  eficaces  para 
exponerme  á  las  segundas. 

¿Qué  tengo  ya  que  perder?  El  lustre  de  mi  naci- 
miento se  halla  opacado  con  mis  vergonzosos  extravíos; 
mi  salud  arruinada  con  mis  excesos;  los  bienes  de 
fortuna  perdidos  con  mi  constante  disipación;  amigos 
buenos  no  los  conozco,  y  los  malos  me  desprecian  y 
abandonan.    Mi  conciencia  se  halla  agitada  por  los  re- 


200 


PENSADOR    MEXICANO 


mordimientos  de  mis  crímenes;  no  puedo  reposar  con 
sosiego,  y  la  felicidad  tras  que  corro  parece  que  es  una 
fantasma  arrea,  que  al  quererla  asir  se  deshace  entre 
mis  manos. 

Todo,  pues,  lo  he  perdido.  No  tengo  más  que  la 
vida  y  el  alma  (jue  cuidar.  Es  lo  último  que  me  queda, 
pero  tambirn  lo  más  apreciable. 

Dios  se  interesa  en  que  no  me  pierda  eternamente. 
¡Cuántas  veces  pude  haber  perdido  la  vida  á  manos  de 
los  hombres,  en  poder  de  los  brutos,  en  medio  de  la  mar 
y  aun  á  mis  propias  manos  I  Innumerables.  Hoy  pudo 
haber  sido  el  último  de  mis  días.  A  mi  lado  cayó  el 
Pipilo,  á  otro  el  Aguilucho,  y  las  balas,  unas  tras  otras, 
cruzaban  crujiendo  el  aire  junto  de  mis  orejas;  balas 
que  ciertamente  se  dirigían  á  mi  persona  y  balas  que 
me  pasaban  la  muerte  por  los  ojos. 

Gomo  aquéllos  murieron,  ¿no  pude  yo  haber  muerto? 
Como  hubo  balas  bien  dirigidas  para  ellos,  ¿no  pudo 
haber  alguna  para  mí?  ¿Yo  me  libre  de  ellas  por  mi 
propia  virtud  y  agilidad?  Claro  es  que  no.  Una  mano 
invisible  y  Todopoderosa  fué  la  que  las  desviaba  de  mi 
cuerpo  con  el  piadoso  íin  de  que  no  me  perdiera  para 
siempre.  ¿Y  qué  méritos  tengo  contraídos  para  haberle 
debido  tal  cuidado?  ¡Oh,  Dios,  yo  me  avergüenzo  al 
acordame  que  toda  mi  vida  ha  sido  una  cadena  de  crí- 
menes no  interrumpida  1    He  corrido  por  la  niñez  y  la 


OBRAS    ESCOGIDAS 


201 


juventud  como  un  loco  furioso,  atropellando  por  lodos 
los  respetos  más  sagrados,  y  me  hallo  en  la  virilidad 
con  más  años  y  delitos  que  en  mi  pubertad  y  adoles- 
cencia. 

Treinta  y  tantos  años  cuento  de  vida,  y  de  una  vida 
pecaminosa  y  relajada.  Sin  embargo,  aún  no  es  tarde, 
aún  tengo  tiempo  para  convertirme  de  veras  y  mudar 
de  conducta.  Si  me  entristece  lo  largo  de  mi  vida  rela- 
jada, consuélame  saber  que  el  Gran  Padre  de  familias 
es  muy  liberal  y  bondadoso,  y  tanto  paga  al  que  entra 
á  la  mañana  á  su  viña  como  al  que  comienza  á  trabajar 
en  ella  por  la  tarde.    Esto  es  hecho,  enmendémonos. 

Diciendo  esto,  lleno  de  temor  y  compunción  aderecé 
el  caballo,  subí  en  él,  y  me  dirigí  al  pueblo  ó  venta  de 
San  Martín. 

Llegué  cerca  de  las  siete  de  la  noche,  pedí  de  cenar 
y  mandé  que  desensillaran  y  cuidaran  de  mi  caballo  á 
título  de  valor,  pues  no  llevaba  un  real. 

Después  que  cené,  salí  á  tomar  fresco  al  portalito  de 
la  venta,  donde  estaba  otro  pasajero  en  la  misma  dili- 
gencia. 

Nos  saludamos  cortésmente  y  enredamos  la  conver- 
sación hasta  hacerse  familiar,  siendo  el  asunto  principal 
el  suceso  acaecido  aquel  día  con  los  ladrones.  Me  dijo 
como  había  salido  de  Puebla  y  caminaba  para  Calpu- 
lalpam,  teniendo  que  hacer  una  corta  demora  en  Apam. 

PERIQUILLO   SARNIENTO. —  T.   II,    D.  — 51. 


202 


PENSADOR    MEXICANO 


Yo  le  dije  que  iba  para  este  último  pueblo,  de  don- 
de tenía  que  pasar  á  México,  y  así  podríamos  ir  acom- 
pañados ,  poHjue  yo  tenía  muclio  recelo  de  los  la- 
drones. 

— Se  debe  tener,  me  contestó  el  pasajero;  pero  con 
los  sustos  que  han  llevado  de  la  semana  pasada  á  esta 
parte,  es  regular  que  no  se  rehagan  tan  presto  las  gavi- 
llas. En  pocos  días  les  han  pillado  seis,  han  colgado 
uno,  y  han  quedado  tendidos  en  el  campo  cuatro.  Con- 
que ya  ve  usted  que  son  de  menos  en  su  cuenta  once,  y 
á  este  paso  los  días  son  un  soplo. 

Gomo  yo  no  había  visto  coger  á  nadie,  sabía  que  los 
muertos  eran  dos,  y  me  constaba  que  apenas  éramos 
cinco,  le  dije  con  un  aire  de  duda:  —  Dable  puede  ser 
eso;  pero  temo  que  hayan  engañado  A  usted,  porque 
son  muchos  los  ladrones  agotados. — No,  no  me  han 
engañado,  dijo  él;  lo  sé  bien,  sobre  que  soy  teniente  de 
la  Acordada,  tengo  las  fihaciones  de  todos,  sé  sus  nom- 
bres, los  parajes  por  donde  roban,  las  averías  que  han 
hecho  y  los  que  han  caído  hasta  hoy;  vea  usted  si  lo 
sabré  ó  no. 

Frío  me  quedé  cuando  le  oí  decir  que  era  teniente; 
aunque  me  consolé  al  advertir  que  yo  no  había  salido 
más  que  á  una  campaña,  y  era  imposible  que  nadie  me 
conociera  por  ladrón. 

Entonces  le  di  todo  crédito,  y  le  pregunté  que  por 


'■J!rr>^"-- 


OBRAS   ESCOGIDAS  203 

qué  rumbos  habían  cogido  á  los  demás.  A  lo  que  me 
contestó  que  por  Otumba  y  Teotihuacán. 

Parlamos  largo  sobre  otras  cosas,  y  á  lo  último  le 
dije  como  yo  tenía  sobrada  razón  para  temer  á  los  ladro- 
nes, pues  era  perseguido  de  ellos. — Vea  usted,  le  decía 
muy  formal,  no  me  han  salido  esos  ladrones,  pero 
anoche  se  me  huyó  el  mozo  con  la  muía  del  almolrés 
y  me  dejó  sin  un  real,  pues  se  llevó  los  únicos  doscientos 
pesos  que  yo  llevaba  en  mi  baúl. 

—  ¡Qué  picardía!  decía  el  teniente  muy  compade- 
cido! ya  ese  picaro  estará  con  ellos.  ¿Cómo  se  llama? 
¿qué  señas  tiene?  —  Yo  le  dije  lo  que  se  me  puso,  y 
él  lo  escribió  con  mucha  eficacia  en  un  librito  de  memo- 
ria; y  así  que  concluyó  nos  entramos  á  acostar. 

Me  convidó  con  su  cuarto;  yo  admití,  y  me  luí  á 
dormir  con  él.    Luego  que  vio  mis  pistolas  se  enamoró  '         • 

de  ellas  y  trató  de  comprármelas.  Con  el  credo  en  Ja 
boca  se  las  vendí  en  veinticinco  pesos,  temiendo  no  se 
apercibiera  su  dueño  por  allí.  Ello  es  que  se  las  dejé 
y  me  habilité  de  dinero  sin  pensar. 

Nos  acostamos,    y  á   otro  día  muy   temprano  nos  í 

pusimos  en  camino,  en  el  que  no  ocurrió  cosa  parti- 
cular. Llegamos  á  Apam,  donde  fingí  salir  á  buscar  á 
un  amigo,  y  al  día  siguiente  nos  separamos,  y  yo  conti- 
nué mi  viaje  para  México,  t 

Aquella   noche   dormí  en   Teotihuacán,   donde   me 


204 


PENSADOR    MEXICANO 


informé  de  cómo  en  la  semana  anterior  habían  derrotado 
á  los  ladrones,  cogiendo  al  cabecilla,  á  quien  habían 
colgado  á  la  salida  del  pueblo. 

Con  estas  noticias,  lleno  de  miedo,  procuré  dormir, 
y  á  otro  día  á  las  seis  de  la  mañana  ensillé,  y  encomen- 
dándome á  Dios  de  corazón,  seguí  mi  marcha. 

Como  una  legua  ó  poco  más  había  andado,  cuando 
vi  afianzado  contra  un  árbol  y  sostenido  por  una  estaca 
el  cadáver  de  un  ajusticiado,  con  su  saco  blanco  y  mon- 
tera adornada  con  una  cruz  de  paño  rojo,  que  le  quedaba 
en  la  parte  delantera  de  la  cabeza  sobre  la  frente,  y  las 
manos  amarradas. 

Acerquéme  á  verlo  despacio;  pero  ¿cómo  me  que- 
daría cuando  advertí  y  conocí  en  aquel  deforme  cadáver 
á  mi  antiguo  (i  infeliz  amigo  Januario?  Los  cabellos  se 
me  erizaron;  la  sangre  se  me  enfrió;  el  corazón  me 
palpitaba  reciamente;  la  lengua  se  me  anudó  en  la  gar- 
ganta; mi  frente  se  cubrió  de  un  sudor  mortal,  y  perdida 
la  elasticidad  de  mis  nervios,  iba  á  caer  del  caballo  abajo, 
en  fuerza  de  la  congoja  de  mi  espíritu. 

Pero  quiso  Dios  ayudar  mi  ánimo  desfallecido,  y 
haciendo  yo  mismo  un  impulso  extraordinario  de  valor, 
me  procure'  recobrar  poco  á  poco  de  la  turbación  que  me 
oprimía. 

En  aquel  momento  me  acordé  de  sus  extravíos,  de 
sus  depravados  consejos,  ejemplos  y  máximas  infernales; 


¿Cómo  me  quedaría  cuando  advertí  y  conocí  en  aquel  deforme  cadáver 
á  mi  antiguo  é  infeliz  amigo  Januario? 


OBRAS   ESCOGIDAS  205 

sentí  mucho  su  desgracia,  lloré  por  él,  al  fin  lo  traté  de 
amigo  y  nos  criamos  juntos;  pero  también  le  di  á  Dios 
muy  cordiales  gracias  porque  me  había  separado  de  su 
amistad,  pues  con  ella  y  con  mi  mala  disposición  fija- 
mente hubiera  sido  ladrón  como  él,  y  tal  vez  á  aquella 
hora  me  sostendría  el  árbol  de  enfrente. 

Confirmé  más  y  más  mis  propósitos  de  mudar  de 
vida,  procurando  aprovechar  desde  aquel  punto  l^^s  lec- 
ciones del  mundo  y  sacar  fruto  de  las  maldades  y  adver- 
sidades de  los  hombres;  y  empapado  en  estas  rectas 
consideraciones,  saqué  mi  mojarra,  y  en  la  corteza  del 
árbol  donde  estaba  Januario,  grabé  el  siguiente 

SONETO^ 

¿Conque  al  fin  se  castigan  los  delitos, 
Y  el  crimen  siempre  su  cabeza  erguida 
No  llevará?  Januario  aunque  sin  vida 
Desde  ese  tronco  lo  publica  á  gritos. 

¡Oh,  amigo  malogrado!  Estos  distritos 
Salteador  te  sufrieron  y  homicida; 
Pero  una  muerte  infame  y  merecida 
Cortó  el  hilo  de  excesos  tan  malditos. 

Tú  me  inculcaste  máximas  falaces 
Que  mil  veces  seguí  con  desacierto; 
Mas  hoy  suspenso  del  dogal  deshaces 

Las  ilusiones.  Tu  cadáver  yerto 
Predica  desengaño,  y  las  veraces 
Lecciones  tomo  que  me  das  ya  muerto. 

»  En  el  manuscrito  que  para  esta  edición  se  ha  tenido  á  la  vista,  y  de  cuya  auten- 
ticidad no  se  responde,  aunque  no  faltan  datos  para  creerlo  del  pensador,  se  halla  el 
soneto  corregido  del  modo  que  ahora  se  publica. 

Del  mismo  manuscrito  se  han  tomado  otras  correcciones  que  se  advertirán,  si  se 
compara  esta  edición  con  las  anteriores.— E. 

PERIQUILLO   SARNIENTO. —  T.    II,    D.  —  52. 


206 


PENSADOR    MEXICANO 


Concluido  mi  soneto,  me  fui  por  mi  camino  enco- 
mendándolo á  Dios  muy  de  veras. 

Procuré  entrar  en  México  de  noche,  paré  en  el 
mesón  de  Santo  Tomás,  cené,  y  estando  paseándome  en 
el  corredor,  oí  llanto  de  mujeres  en  uno  de  los  cuartos. 

La  curiosidad  ó  la  lástima  me  acercó  á  la  puerta^ 
V  poniéndome  á  acechar,  oí  que  un  viejo  decía: — Vamos, 
hijas,  ya  no  lloren,  no  hay  remedio,  ¿qué  hemos  de  hacer? 
La  justicia  debió  hacer  su  oficio,  el  muchacho  dio  en 
maleta  desde  chico,  no  le  valieron  mis  consejos,  mis- 
amenazas  ni  mis  castigos;  él  dio  en  que  se  había  de 
perder,  y  por  fin  se  salió  con  ello. 

—  Pero  yo  lo  siento,  decía  una  pobre  vieja;  al  fin 
era  mi  sobrino.  —  Yo  también  lo  siento,  decía  el  anciano, 
y  prueba  de  olio  son  las  diligencias  y  el  dinero  que  he 
gastado  por  librarlo;  pero  no  fué  capaz,  j Válgate  Dios 
por  Januario  desgraciadol  Eh,  hija,  no  llores;  mira, 
nadie  sabe  que  es  nuestro  pariente;  todos  lo  tienen  por 
huérfano  de  la  casa.  La  pobre  Poncianita  ¡cuánto  se 
avergonzará  de  este  suceso  I  Pero  al  fin  ya  la  muchacha 
es  monja,  y  aunque  se  supiera  su  parentesco,  monja  se 
había  de  quedar.  Encomiéndalo  á  Dios  y  acostémonos 
para  irnos  muy  de  mañana. 

Acabaron  de  hablar  mis  vecinos  y  á  mí  no  me 
(juedó  duda  en  (jue  eran  don  Martín  y  su  esposa.  Yo 
me  fui  á  recoger,  y  á  otro  día  madrugué  para  hablarles^ 


OBRAS   ESCOGIDAS  207 

lo  que  conseguí  con  disimulo,  conociéndolos  bien  y  sin 
darme  á  conocer  de  ellos.  Supe  que  habían  venido  de  la 
hacienda  y  se  iban  á  establecer  á  tierra  adentro.  Me 
despedí  de  sus  buenas  personas,   de  las  que  ya  no  he  V 

sabido.  Es  regular  que  hayan  muerto,  porque  las  pesa- 
dumbres, las  enfermedades  y  los  muchos  años  no  pue- 
den acarrear  sino  la  muerte. 

Fuíme  á  misa  bien  temprano;  volví  á  desayunarme, 
y  no  salí  en  todo  el  día,  ocupándome  en  hacer  las  más      * 
serias  reflexiones  sobre   mi  vida  pasada,   y  en  afirmar 
los  propósitos  que  había  hecho  de  enmendar  la  venidera. 

Una  de  las  cosas  por  donde  conocí  que  aquel  propó- 
sito era  firme  y  no  como  los  anteriores,  fué  que.  pudiendo 
sacar  algún  dinero  del  caballo,  manga,  sombrero,  sable 
y  espuelas,  pues  todo  era  bueno  y  de  valor,  no  me  deter- 
miné, no  sólo  temeroso  de  que  me  conocieran  alguna 
pieza,  como  me  conocieron  en  otro  tiempo  la  capa  del 
doctor  Purgante,  sino  escrupulizando  justamente,  porque 
aquello  no  era  mío,  y  por  tanto  no  podía  ni  debía  ena- 
jenarlo. 

Propuse,   pues,   conservar  aquellos   muebles   hasta  - 

entregárselos   al   confesor,   con  intención   de   pagar  las  .. 

pistolas  que  vendí,  siempre  que  Dios  me  diera  con  qué 
y  supiera  de  su  dueño. 

Con  esta  determinación  me  salí  cerca  del  anochecer 
á  dar  una  vuelta  por  las  calles  sin  destino  fijo.    Pasé 


208 


PENSADOR    MEXICANO 


por  el  templo  de  la  Profesa,  que  estaba  abierto,  me 
entré  á  él  con  ánimo  de  rezar  una  estación  y  salirme. 

Estaban  puntualmente  leyendo  los  puntos  de  medi- 
tación: me  encomendé  á  Dios  aquel  rato  lo  mejor  que 
pude,  y  oí  el  sermón  que  predicó  un  sacerdote  harto 
sabio.  Su  asunto  fué  sobre  la  infelicidad  de  los  que  des- 
precian los  últimos  auxilios,  y  la  incertidumbre  que 
tenemos  de  saber  cuál  es  el  último.  Concluyó  el  orador 
probando  que  jamás  faltan  auxilios  y  que  debemos 
aprovecharnos  de  ellos,  temiendo  no  sea  alguno  el  últi- 
mo, Y  despreciándolo,  ó  nos  corte  Dios  los  pasos  ce- 
rrando la  medida  de  nuestros  crímenes,  ó  nos  endurezca 
el  corazón  cayendo  en  la  impenitcncia  final. 

¡Pero  con  (|ué  espíritu  y  energía  esforzaba  el  orador 
estas  verdades  1 

—  La  mayor  desgracia,  decía  lleno  de  un  santo 
celo,  la  mayor  desgracia  que  puede  acaecer  al  hombre 
en  esta  vida  es  la  impenitencia  final.  En  tan  infeliz 
estado  los  cielos  ó  los  infiernos  abiertos  serían  para  el 
impenitente  objetos  de  la  más  fría  indiferencia.  Su  em- 
pedernido corazón  no  sería  susceptible  del  amor  á  Dios, 
ni  del  temor  de  la  eternidad,  y  cierto  en  que  hay  pre- 
mios y  castigos  perdurables,  ni  aspiraría  á  los  unos  ni 
procuraría  libertarse  de  los  otros. 

Llovían  sobre  Faraón  y  el  Egipto  las  plagas;  los 
castigos  eran   frecuentes,  y  Faraón  perseveraba  en  su 


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OBRAS   ESCOGIDAS  209 

ciega  obstinación,  porque  «su  corazón  se  había  endure- 
cido,» como  nos  dicen  las  sagradas  letras,  induratum 
est  cor  Faraonis,  Por  tanto,  oyentes  míos,  «si  alguno 
de  vosotros  ha  oído  hoy  la  voz  del  Señor,  no  quiera  endu- 
recer su  corazón;»  si  se  siente  inspirado  por  algún  auxi- 
lio, no  debe  despreciarlo  ni  dilatar  su  conversión  para 
mañana,  pues  no  sabe  si  despreciando  este  auxilio  ya 
no  habrá  otro  y  se  endurecerá  su  corazón.  Hodie  si 
cocem  ejíis  audieritis,  nolite  ohdurare  corda  cestra,  nos 
dice  el  santo  rey  profeta.  Hoy,  pues,  en  este  mismo 
instante,  debemos  abrir  el  corazón,  si  toca  á  él  la  gracia 
del  Señor;  hoy  debemos  responder  á  su  voz  si  nos  llama, 
sin  esperar  á  mañana,  porque  no  sabemos  si  mañana 
viviremos,  y  porque  no  sea  que  cuando  querramos  im- 
plorar la  misericordia  de  Dios,  Su  Majestad  nos  desco- 
nozca como  á  las  vírgenes  necias,  y  siendo  inútiles 
nuestras  diligencias  se  cumpla  en  nosotros  aquel  terrible 
anatema  con  que  el  mismo  Señor  amenaza  á  los  obsti- 
nados pecadores.  Os  llamé,  les  dice,  os  llamé  y  no  me 
oísteis;  tocjué  vuestro  corazón  ij  no  me  lo  francjueasteis; 
ijo  también  á  la  liora  de  vuestra  muerte  me  reiré  tj  me 
burlaré  de  vuestros  ruegos. 

Por  semejante  estilo  fué  el  sermón  que  oí  y  que 
me  llenó  de  tal  pavor,  que  luego  que  el  padre  bajó  del 
pulpito,  me  entré  tras  el  y  le  supliqué  me  oyera  dos 
palabras  de  penitencia. 

PERIQUILLO  SARNIENTO.  — T.   II,    D.  —  53. 


210 


PENSADOR   MEXICANO 


El  buen  sacerdote  condescendió  A  mi  súplica  con  la 
mayor  dulzura  y  caridad;  y  luego  que  se  informó  de  mi 
vida  en  compendio,  y  se  satisfizo  de  que  era  verdadero 
mi  propósito,  me  emplazó  para  el  día  siguiente  á  las 
cinco  y  media  de  la  mañana,  hora  en  que  acababa  de 
decir  la  misa  de  prima,  previniéndome  que  lo  esperara 
en  aquel  mismo  lugar,  que  era  un  rincón  obscuro  de  la 
sacristía.  Quedamos  en  eso,  y  me  fui  al  mesón  más 
consolado. 

Al  día  siguiente  me  levanté  temprano:  oí  su  misa 
y  lo  esperé  donde  me  dijo. 

No  me  quiso  confesar  entonces,  porque  me  dijo  que 
era  necesario  que  hiciera  una  confesión  general;  que 
tenía  una  bella  ocasión  que  aprovechar  si  quería,  pues 
en  esa  tarde  se  comenzaba  la  tanda  de  ejercicios,  los 
que  él  había  de  dar,  y  tenía  proporción  de  que  yo  en- 
trara si  (juería. 

—  Y  cómo  que  quiero,  padre,  le  dije;  sí,  á  eso 
aspiro,  á  hacer  una  buena  confesión. — Pues  bien,  me 
contestó;  disponga  usted  sus  cosas,  y  á  la  tarde  venga; 
dígale  su  nombre  al  padre  portero  y  no  se  meta  en 
más. 

Dicho  esto  se  levantó,  y  yo  me  retiré  más  contento 
que  la  noche  anterior;  aunque  no  dejó  de  admirarme 
lo  que  me  dijo  el  confesor  de  que  dijera  mi  nombre  en  la 
portería,  pues  él  no  me  lo  había  preguntado. 


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OBRAS  ESCOGIDAS 


211 


No  obstante,  no  me  metí  en  averiguaciones.  Llegué 
al  mesón,  comí  á  la  hora  regular,  pagué  lo  que  debía, 
encargué  mi  caballo,  dejando  para  su  comida,  y  á  las 
tres  me  luí  para  la  Casa  Profesa. 


CAPITULO  XI 


En  el  que  Periquillo  cuenta  cómo  entró  á  ejercicios  en  la  Profesa; 

su  encuentro  con  Roque;  quién  fué  su  confesor;  los  favores  que  le  debió,  no  siendo 

entre  éstos  el  menor  haberlo  acomodado  en  una  tienda 


Inmediatamente  que  llegué  á  la  portería  de  la  Pro- 
fesa di  el  recado  de  parte  del  padre  que  iba  á  dar  los 
ejercicios.  El  portero  me  preguntó  mi  nombre,  lo  dije; 
entonces  vio  un  papel  y  me  dijo:  —  Está  bien,  que  metan 
su  cama  de  usted. — Ya  está  aquí,  le  dije;  la  traigo  á 
cuestas. — Pues  entre  usted. 

PERIQUILLO  SARNIENTO.— T.   II      D.  —  54. 


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214 


PENSADOR    MEXICANO 


Entró  con  ól  v  me  llevó  á  un  cuarto  donde  estaba 
otro,  diciéndome:  —  Este  es  el  cuarto  de  usted  y  el  señor, 
su  compañero. —  Diciéndome  esto  se  fué,  y  yo,  luego  que 
le  iba  á  hablar  al  compañero,  conocí  que  era  el  pobre 
Roque,  mi  condiscípulo,  amigo  y  fámulo  antiguo.  VX 
también  me  conoció,  y  después  que  nos  abrazamos  con 
la  ternura  imaginable,  nos  preguntamos  recíprocamente 
y  nos  dimos  cuenta  de  nuestras  aventuras. 

Admirado  se  quedó  Roque  al  saber  mis  sucesos.  Yo 
no  me  admiré  mucho  de  los  suyos,  porque  como  él  no 
había  sido  tan  extraviado  como  yo,  no  había  sufrido 
tanto,  y  sus  aventurillas  no  habían  pasado  de  comunes. 

Al  fin  le  dije:  —  Yo  me  alegro  mucho  de  que  nos 
hayamos  encontrado  en  este  santo  claustro,  y  que  los 
que  algún  día  corrimos  juntos  por  la  senda  de  la  iniqui- 
dad, nos  veamos  juntos  también  aquí,  animados  de  unos 
mismos  sentimientos  para  implorar  la  gracia. 

— Yo  tengo  el  mismo  gusto,  me  dijo  Roque,  y  á  este 
gusto  añado  la  satisfacción  que  tengo  de  pedirte  perdón, 
como  de  facto  te  lo  pido,  de  aquellos  malos  consejos  que 
te  di;  pues  aunque  yo  lo  hacía  por  lisonjearte  y  gran- 
jearme más  tu  protección,  hostigado  por  mi  miseria,  no 
es  disculpa;  antes  debería  haberte  aconsejado  bien,  y  aun 
perdido  tu  casa  y  amistad,  que  haberte  inducido  á  la 
maldad. 

— Yo  poco  había  menester,  le  dije;  no  tengas  escrú- 


OBRAS   ESCOGIDAS  215 

pulo  de  eso.    Créete   que  sin  tus  persuasiones   habría 
siempre  obrado  tan  mal  como  obré. 

— ¿Pero  ahora  tratas  ya  de  mudar  de  vida  seria- 
mente? me  dijo  Roque.  —  Esa  es  mi  intención,  sin  duda, 
le  contesté;  y  con  este  designio  me  he  venido  á  encerrar 
estos  ocho  días. 

— Me  alegro  mucho,  continuó  Roque;  pero,  hombre, 
no  sean  tus  cosas  por  la  Virgen;  ya  somos  grandes,  y 
ya  tú  le  has  visto  al  lobo,  no  sólo  las  orejas,  sino  todo  el 
cuerpo,  y  así  debes  pensar  con  seriedad. 

— No  me  disgusta  tu  fervor,  le  dije;  sin  duda  eres 
bueno  para  fraile,  y  te  había  de  sentar  lo  misionero. 

— No  pienso  en  ser  predicador,  me  contestó,  porque 
no  me  considero  ni  con  estudios  ni  con  el  espíritu  propio 
para  el  caso;  pero  sí  pienso  en  ser  fraile,  y  por  eso  he 
venido  á  tomar  estos  santos  ejercicios.  Ya  estoy  admi- 
tido en  San  Francisco,  y  si  Dios  me  ayuda  y  es  su  volun- 
tad, pienso  salir  de  aquí  y  entrar  al  noviciado  luego 
luego. 

—  Me  alegro,  Roque,  me  alegro.  Tú  has  pensado 
con  juicio;  aunque  dice  el  refrán  que  el  lobo  harto  de 
carne  se  mete  á  fraile.  —  Ese  es  uno  de  tantos  refranes 
vulgares  y  tontos  que  tenemos,  decía  Roque.  Aun  cuando 
quisieras  decirme  que  después  que  di  al  mundo  las  pri- 
micias de  mi  juventud  y  ahora  que  tengo  un  pie  en  la 
vejez  quiero  sujetarme  al  claustro  y  vivir  bajo  obedien- 


216  PENSADOR    MEXICANO 

cia.  no  dirías  mal;  pero  ¿acaso  porque  fuimos  malos 
muchachos  y  malos  jóvenes  hemos  de  ser  también 
malos  viejos?  No,  Perico;  alguna  vez  se  ha  de  pensar 
con  juicio;  jamás  es  tarde  para  la  conversión,  y  otro 
reirán  también  dice,  que  más  vale  tarde  que  nunca. 

— No,  no  te  enojes,  Roquillo,  le  dije;  haces  muy 
bien ;  esto  es  una  chanza;  ya  conoces  mi  genio,  que  natu- 
ralmente es  jovial,  y  más  con  amigos  de  tanta  confianza 
como  tú;  pero  haces  muy  bien  en  pensar  de  esta  suerte, 
y  yo  procuraré  sacar  fruto  de  tu  enojo. 

—  I  Qué  enojo  ni  qué  calabaza!  decía  Roque;  ya 
conozco  que  hablas  con  chocarrería;  pero  te  digo  lo  que 
hay  en  el  particular. 

En  esto  tocaron  la  campana  y  nos  fuimos  á  la  plá- 
tica preparatoria. 

Concluidos  los  ejercicios  de  aquella  noche  entró  el 
portero  á  mi  cuarto,  y  me  dijo  de  parte  de  mi  confesor 
que  después  de  la  misa  de  prima  en  la  capilla  lo  esperara 
en  la  sacristía.  Leímos  yo  y  Roque  en  los  libros  buenos 
que  había  en  la  mesa  hasta  que  fué  hora  de  cenar,  y 
después  de  esto  nos  recogimos,  habilitándome  Roque 
de  una  sábana  y  una  almohada. 

Al  día  siguiente  me  levanté  temprano;  oí  la  misa  de 
prima,  esperé  al  padre  y  comencé  á  hacer  mi  confesión 
general,  enamorándome  más  cada  día  de  la  prudencia  y 
suavidad  del  confesor. 


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OBRAS    ESCOGIDAS  217 

El  séptimo  se  concluyó  la  confesión  á  satisfacción 
del  confesor  y  con  harto  consuelo  de  mi  espíritu.  El 
padre  me  dijo  que  al  día  siguiente  era  la  comunión 
general;  que  comulgara  y  no  fuera  á  desayunarme  á  mi 
cuarto,  sino  á  su  aposento,  que  era  el  número  7,  sa- 
liendo de  la  capilla  sobre  la  derecha.  Así  se  lo  prometí 
y  nos  separamos. 

Increíble  será  para  quien  no  tenga  conocimiento  de 
estas  cosas,  el  gusto  y  sosiego  con  que  yo  dormí  aquella 
noche.  Parece  que  me  habían  aliviado  de  un  enorme 
peso  ó  que  se  había  disipado  una  espesa  niebla  que 
oprimía  mi  corazón,  y  así  era  á  la  verdad. 

Al  día  siguiente  nos  levantamos,  aseamos  y  fuimos 
á  la  capilla,  donde  después  de  los  ejercicios  acostum- 
brados se  dijo  la  misa  de  gracias  con  la  mayor  solem- 
nidad, y  después  que  comulgó  el  preste,  comulgamos 
todos  por  su  mano  llenos  del  más  dulce  é  inexplicable 
júbilo. 

Concluida  la  misa  y  habiendo  dado  gracias,  fueron 
todos  á  desayunarse  al  chocolatero,  y  yo,  después  que 
me  despedí  de  Roque  con  el  mayor  cariño,  fui  á  hacer  lo 
mismo  en  compañía  de  mi  confesor,  que  ya  me  esperaba 
en  su  aposento. 

¡Pero  cuál  l'ué  mi  sorpresa,  cuando  creyendo  yo  que 
era  algún  padre  á  quien  no  conocía  sino  de  ocho  días  á 
aquella  fecha,  fui  mirando  que  era  mi  confesor  el  mis- 

PERIQUILLO   SARNIENTO.  —  T.    II,    D.  —  55. 


218 


PENSADOR    MEXICANO 


mísimo  Martín  Pelayo,  mi  viejo  amigo  y  excelente  con- 
sejero. 

Al  advertir  que  ya  no  era  un  Martín  Pelayo  á  secas, 
ni  un  muchacho  bailador  y  atolondrado,  sino  un  sacer- 
dote sabio,  ejemplar  y  circunspecto,  y  que  á  éste  y  no 
á  un  extraño  le  había  contado  todas  mis  gracias,  no 
dejó  de  ruborizarme;  á  lo  menos  me  lo  debió  conocer 
el  padre  en  la  cara,  pues  tratando  de  ensancharme  el 
espíritu  me  dijo: — ¿Que  no  te  acuerdas  de  mí,  Pedrito? 
¿No  me  das  un  abrazo?  Vamos,  dámelo,  pero  muy 
apretado.  ¡Cuántos  deseos  tenía  yo  de  verte  y  de  saber 
tus  aventuras!  Aventuras  propias  de  un  pobre  mucha- 
cho sin  experiencia  ni  sujeción.  —  Entonces  nos  abra- 
zamos estrechamente,  y  luego  me  hizo  sentar  á  tomar 
chocolate,  y  continuó  diciéndome: — Toda  vergüenza  que 
tengas  de  haberte  confesado  conmigo,  es  excusada,  cuan- 
do sabes  que  he  sido  peor  que  tú,  y  tan  peor  que  fui  tu 
maestro  en  la  disipación.  Acaso  mis  malos  consejos 
coadyuvaron  á  disiparte,  de  lo  (jue  me  pesa  mucho;  pero 
Dios  ha  querido  darme  el  placer  de  ser  tu  director  espi- 
ritual y  de  reemplazar  con  máximas  de  sólida  moral  los 
perversos  consejos  que  te  di  algunas  veces. 

Porque  ese  espíritu  no  se  acobardara  con  la  vergüen- 
za, traté  siempre  de  confesarte  en  lo  obscuro,  y  tapán- 
dome la  cara  con  el  pañuelo;  mas  luego  que  logré  absol- 
verte quise  manifestarme  tu  amigo.    Nada  de  cuanto  me 


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OBRAS   ESCOGIDAS 


219 


has  dicho  me  coge  de  nuevo.  Yo  habré  cometido  todos 
los  crímenes  que  tú;  ante  Dios  soy  delincuente,  y  si  no 
me  he  visto  en  los  mismos  trabajos  y  me  he  sujetado  un 
poco  más  temprano,  ha  sido  por  un  efecto  especial  de  su 
misericordia.  Conque  así,  no  estés  delante  de  mí  con 
vergüenza.  En  el  confesonario  soy  tu  padre,  aquí  soy  tu 
hermano;  allí  hago  las  veces  de  juez,  aquí  desempeño  el 
título  de  amigo,  que  siempre  he  sido  tuyo,  y  ahora  con 
doble  motivo.  En  vista  de  esto  me  has  de  tratar  aquí 
como  aquí,  y  allá  como  allá. 

Fácil  es  concebir  que  con  tan  suave  y  prudente 
estilo  me  ensanchó  demasiado  el  espíritu,  y  comencé  á 
perderle  la  vergüenza,  mucho  más  cuando  no  permitió 
que  le  hablara  de  usted  sino  de  tú  como  siempre. 

Entre  la  conversación  le  dije: — Hermano,  ya  que 
te  he  debido  tanto  cuanto  no  puedo  pagarte  y  me  has 
dicho  que  el  caballo,  la  manga,  el  sable  y  todo  esto  debo 
restituirlo,  te  digo  que  lo  deseo  demasiado,  porque  me 
parece  que  tengo  un  sambenito,  y  temo  no  me  vaya  á 
suceder  con  esto  otra  burla  peor  que  la  que  me  sucedió 
con  la  capa  del  doctor  Purgante.  Cierto  es  que  yo  no  me 
robé  estas  cosas;  pero  sea  como  fuere,  son  robadas,  y 
yo  no  las  debo  tener  en  mi  poder  un  instante. 

Yo  quisiera  quitármelas  de  encima  lo  más  presto  y 
ponerlas  en  tu  poder,  para  que,  ó  avisando  de  ello  en  la 
Acordada,  ó  al  público  por  medio  de  la  Gaceta  ó  de  cual- 


220 


PENSADOR    MEXICANO 


quiera  otra  manera,  se  le  vuelva  todo  á  su  dueño  lo  más 
pronto  ó  no  se  le  vuelva;  el  fin  es  que  me  quites  este 
sobrehueso,  porque  si  lo  bien  habido  se  lo  lleva  el  diablo, 
lo  mal  habido  ya  sabes  el  fin  que  tiene. 

— Todo  esto  está  muy  bueno,  me  dijo  Pelayo;  pero 
¿tienes  otra  ropa  (jue  ponerte? — ¡Qur  he  de  tener!  le 
dije;  no  hay  más  que  esto  y  seis  pesos  que  han  sobrado 
de  las  pistolas. —  Pues  ahí  tienes,  decía  Martín,  como  por 
ahora  no  puedes  deshacerte  de  todo,  pues  te  hallas  en 
extrema  y  legítima  necesidad  de  cubrir  tus  carnes  aun- 
que sea  con  lo  robado.  Sin  embargo,  veremos  qué  se 
hace.  Pero  díme:  ¿qué  giro  piensas  tomar?  ¿en  qué 
quieres  destinarte?  ¿ó  de  qué  arbitrio  imaginas  sub- 
sistir? Porque  para  vivir  «es  menester  comer,  y  para 
tener  que  comer  es  necesario  trabajar,  y  á  tí  te  es  esto 
tan  preciso,  que  mientras  no  apoyes  en  algún  trabajo  tu 
subsistencia,  estás  muy  expuesto  á  abandonar  tus  bue- 
nos deseos,  olvidar  tus  recientes  propósitos  y  volver  á  la 
vida  antigua. 

— No  lo  permita  Dios,  le  dije  con  harta  tristeza; 
pero,  hermano  mío,  ¿(jué  haré,  si  no  tengo  en  esta  ciudad 
á  quién  volver  mis  ojos,  ni  de  quién  valerme  para  que 
me  proporcione  un  destino  ó  donde  servir  aunque  fuera 
de  portero?  Mis  parientes  me  niegan  por  pobre;  mis 
amigos  me  desconocen  por  lo  mismo,  y  todos  me  aban- 
donan, ya  por  calavera,  ó  ya  porque  no  tengo  blanca, 


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OBRAS   ESCOGIDAS 


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que  es  lo  más  cierto,  pues  si  tuviera  dinero  me  sobra- 
ran amigos  y  parientes,  aunque  fuera  el  diablo,  como  me 
han  sobrado  cuando  lo  he  tenido;  porque  lo  que  éstos 
buscan  es  dinero,  no  conducta,  y  como  tengan  que  esta- 
far, nadie  se  mete  en  averiguar  de  dónde  viene.  Venga 
de  donde  viniere,  el  caso  es  que  haya  que  chupar,  y 
aunque  sea  el  chupado  más  indigno  que  Satanás,  ama- 
sado con  Gestas  y  Judas,  nada  importa;  los  lisonjeros 
paniagudos  incensarán  al  ídolo  que  los  favorece,  por 
más  criminal  que  sea,  y  con  la  mayor  desvergüenza 
alabarán  sus  vicios,  como  pudieran  las  virtudes  más 
heroicas. 

Lo  siento,  hermano;  pero  esto  lo  sé  por  una  conti- 
nua experiencia.  Estos  amigos  picaros  que  me  perdieron 
y  que  pierden  á  tantos  en  el  mundo,  saben  el  arte  mal- 
dito de  disfrazar  los  vicios  con  nombre  de  virtudes.  A  la 
disipación,  llaman  Hberalidad;  al  juego,  diversión  hones- 
ta, por  más  que  por  modo  de  diversión  se  pierdan  los 
caudales;  á  la  lubricidad,  cortesanía;  á  la  embriaguez, 
placer;  á  la  soberbia,  autoridad;  á  la  vanidad,  circuns- 
pección; á  la  grosería,  franqueza;  á  la  chocarrería,  gra- 
cia; á  la  estupidez,  prudencia;  á  la  hipocresía,  virtud;  á 
la  provocación,  valor;  á  la  cobardía,  recato;  á  la  locua- 
cidad, elocuencia;  á  la  zoncería,  humildad;  á  la  sim- 
pleza, sencillez;  á  la...  pero  ¿para  qué  es  cansarte, 
cuando  sabes  mejor  que  yo  lo  que  es  el  mundo  y  lo  que 

PERIQUILLO   SARNIENTO.  —  T.   II,    D.  — 56, 


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PENSADOR    MEXICANO 


son  tales  amigos?   En  virtud  de  esto,  yo  no  sé  qué  hacer 
ni  de  quién  valerme. 

— No  te  apures,  me  dijo  el  padre  Pelayo;  yo  haré 
por  tí  cuanto  pueda.  Fía  en  la  Suprema  Providencia; 
pero  no  te  descuides,  porque  hemos  de  estar  en  esta 
triste  vida  á  Dios  rogando  y  con  el  mazo  dando. 

— Su  Majestad  te  pague  tus  consuelos  y  consejos,  le 
dije;  pero,  hermano,  yo  quisiera  que  te  interesaras  con 
tus  amigos,  á  efecto  de  que  logre  algún  destino,  sea  el 
que  luere,  seguro  de  que  no  te  haré  quedar  mal. 

—  Ahora  mismo  me  ha  ocurrido  una  especie,  me 
dijo,  espérame  aquí. — Al  decir  esto  se  fué  á  la  calle, 
y  yo  me  quedé  leyendo  hasta  las  doce  del  día,  á  cuya 
hora  volvió  mi  amigo. 

En  cuanto  entró,  me  dijo:  — Albricias,  Pedro;  ya 
hay  destino.  Esta  tarde  te  llevo  para  que  te  ajustes  con 
el  que  ha  de  ser  tu  patrón,  con  quien  te  tengo  muy  reco- 
mendado. El  es  amigo  mío  y  mi  hijo  espiritual;  con  esto 
lo  conozco,  y  estoy  seguro  de  sus  bellas  circunstancias. 
Vaya,  tú  debes  dar  á  Dios  mil  gracias  por  este  nuevo 
favor,  y  manejarte  ú  su  lado  con  conducta,  pues  ya 
es  tiempo  de  pensar  con  juicio.  Acuérdate  siempre  de 
las  desgracias  que  has  sufrido,  y  reílexiona  en  los 
pagos  que  dan  el  mundo  y  los  malos  amigos.  Vamos  á 
comer. 

Le  di  los  debidos  agradecimientos,  se  puso  la  mesa. 


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OBRAS   ESCOGIDAS  223 

comimos,  y  concluido  esto  rezamos  un  padrenuestro 
por  el  alma  de  nuestro  infeliz  amigo  Januario.  Dormi- 
mos sesta,  y  á  las  cuatro,  después  de  tomar  chocolate, 
salí  en  un  coche  con  el  padre  Pelayo  á  la  casa  del  que 
iba  á  ser  mi  amo. 

En  cuanto  me  vio  parece  que  le  confronté,  porque 
me  trató  con  mucha  urbanidad  y  cariño.  Tal  debió  de 
ser  el  buen  informe  que  de  mí  le  hizo  nuestro  confesor 
y  amigo. 

Era  hombre  viudo,  sin  hijos,  rico  y  liberal;  circuns- 
tancias que  lo  debían  hacer  buen  amo,  como  lo  fué  en 
efecto. 

El  destino  era  cuidar  como  administrador  el  mesón 
del  pueblo  llamado  San  Aguslín  de  las  Cuecas,  que 
sabéis  dista  cuatro  leguas  de  esta  capital,  y  girar  una 
buena  tienda  que  tenía  en  dicho  pueblo,  debiendo  par- 
tirse á  medias  entre  mí  y  el  amo  las  utilidades  que 
ambos  tratos  produjeran. 

Se  deja  entender  que  admití  en  el  momento,  llenando 
á  Pelayo  de  agradecimientos;  y  habiendo  quedado  co- 
rrientes y  aplazado  el  día  en  que  debía  recibir,  nos  fui- 
mos yo  y  mi  amigo  Martín  para  la  Profesa. 

En  la  noche  platicamos  sobre  varios  asuntos,  rema- 
tando Pelayo  la  conversación  con  encargarme  que  me 
manejara  con  honradez  y  no  le  hiciera  quedar  mal.  Se 
lo  prometí  así  y  nos  recogimos. 


'Jí 


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PENSADOR    MEXICANO 


Al  día  siguiente  me  dejó  mi  amigo  en  su  aposento, 
y  á  poco  rato  volvió  habilitado  de  géneros  y  sastre;  hizo 
me  tomara  medida  de  capa  y  vestido,  y  habiéndole  dado 
no  sé  qué  dinero  lo  despidió. 

Si  me  admiró  la  generosidad  del  padre  Pelayo,  y  si 
yo  no  hallaría  expresiones  con  que  significarle  mi  gra- 
titud, fácil  es  conjeturarlo.  El  me  dijo:  — Te  he  suplido 
este  dinero  y  he  hecho  estas  diligencias  en  tu  obsequio 
por  tres  motivos:  porque  no  maltrates  más  esa  ropa  que 
no  es  tuya;  porque  no  te  exponga  ella  misma  á  un  bo- 
chorno, y  porque  tu  amo  te  trate  como  á  un  hombre 
fino  y  civilizado  y  no  como  á  un  payo  silvestre.  Hace 
mucho  al  caso  el  traje  en  este  mundo,  y  aunque  no 
debemos  vestirnos  con  profanidad,  debemos  vestirnos 
con  decencia  y  según  nuestros  principios  y  destinos. 

A  los  tres  días  vino  el  sastre  con  la  ropa;  me  planté 
con  capote  y  chaquetita;  pero  al  estilo  de  México;  Pe- 
layo  fué  conmigo  al  mesón,  donde  le  entregué  el  caballo 
y  sus  arneses;  volvimos  á  la  Profesa,  hice  una  lista  de 
todo  lo  que  le  entregaba,  y  al  otro  día  puso  Martín  todo 
aquello  en  poder  del  capitán  de  la  Acordada,  para  que 
éste  solicitara  sus  dueños  ó  viera  lo  que  hacía. 

No  restando  ya  más  que  hacer  sobre  esto,  y  llegando 
el  día  en  que  había  de  recibir  la  tienda  y  el  mesón, 
fuimos  á  San  Agustín  de  las  Cuevas;  me  entregué  de 
todo   á   satisfacción;    mi   amo   y   el   padre    volvieron   á 


OBRAS    ESCOGIDAS 


225 


México,  y  yo  me  quedé  en  aquel  pueblo  manejándome 
con  la  mejor  conducta,  que  el  cielo  me  premió  con  el 
aumento  de  mis  intereses  y  una  serie  de  felicidades 
temporales. 


PERIQUILLO   SARNIENTO. —  T.    II,   D.  —  57. 


CAPITULO  XII 


En  el  que  refiere  Periquillo  su  conducta  en  San  Agustín  de  las  Cuevas,  y  la  aventura 
del  amigo  Anselmo,  con  otros  episodios  nada  ingratos 


Así  como  se  dice  que  el  sabio  vence  su  estrella,  se 
pudiera  decir  con  más  seguridad  que  el  hombre  de  bien 
con  su  conducta  constantemente  arreglada,  domina  casi 
siempre  su  fortuna  por  siniestra  que  sea. 

Tal  dominio  experimenté  yo,  aun  en  las  ocasiones 
que  observé  un  proceder  honrado  por  hipocresía;  bien 
que  luego  que  trastrabillaba  y  me  descaraba  con  el  vicio 
volvían  mis  adversas  aventuras  como  llovidas. 


228 


PENSADOR    MEXICANO 


Desengañado  con  esta  dolorosa  y  repetida  observa- 
ción, traté  de  pensar  seriamente,  considerando  que  ya 
tenía  más  de  treinta  y  siete  años;  edad  harto  propia  para 
reflexionar  con  juicio.  Procuré  manejarme  con  honor  y 
no  dar  qué  decir  en  aquel  pueblo. 

Cada  mes  on  un  domingo  venía  á  México,  me  confe- 
saba con  mi  amigo  Pelayo,  y  con  él  me  iba  después  á 
pasar  al  resto  del  día  en  la  casa  y  compañía  de  mi  amo, 
(juien  me  manifestaba  cada  vez  más  confianza  y  más 
cariño,  A  la  tarde  salía  á  pasear  á  la  Alameda  ó  á  otras 
partes. 

¡Cuántas  veces  me  decía  Pelayo: — Sal,  expláyate, 
diviértete!  No  está  la  virtud  reñida  con  la  alegría  ni  con 
la  honesta  diversión.  La  hermosura  del  campo  para 
recreo  de  los  sentidos  y  la  comunicación  recíproca  de 
los  hombres  por  medio  de  la  explicación  de  sus  concep- 
tos para  desahogo  de  sus  almas,  es  bendita  por  el  mismo 
Dios,  pues  Su  Majestad  crió  así  la  belleza,  aromas,  sabo- 
res, virtudes  y  matices  de  las  plantas,  flores  y  frutos, 
como  la  viveza,  gracia,  penetración  y  sublimidad  de  los 
entendimientos,  y  todo  lo  hizo,  crió  y  destinó  para  recreo 
y  utilidad  del  hombre;  y  sino  ¿á  (jué  fin  sería  dotar  á  las 
criaturas  subalternas  de  bellezas,  y  al  racional  de  espí- 
ritu para  percibirlas,  si  no  nos  había  de  ser  lícito  ejerci- 
tar sobre  ellas  nuestro  talento  ni  sentidos?  Sería  una 
creación  inútil,  por  una  parte,  y  por  otra  una  tiranía  que 


OBRAS    ESCOGIDAS 


229 


degradaría  á  la  Deidad,  pues  probaría  que  había  criado 
entes  espectables  y  deliciosos,  y  nos  había  dotado  de 
apetitos,  prohibiéndonos  la  aplicación  de  éstos  y  la  frui- 
ción de  aquéllos.  Pena  que  los  gentiles  la  hallaron  digna 
de  ser  castigo  infernal  para  los  crueles  y  avaros  como 
Tántalo,  á  quien  concedieron  la  vista  inmediata  de  las 
manzanas  y  el  agua  que  llegaban  á  su  boca,  y  no  podía 
satisfacer  su  sed  ni  su  hambre. 

Ya  se  ve  que  esto  sería  un  absurdo  pensarlo;  pero, 
aunque  sin  malicia,  no  forman  mejor  concepto  de  la 
Divinidad  los  que  creen  que  se  ofende  de  nuestras  diver- 
siones inocentes. 

El  abuso  y  no  el  uso  es  lo  que  se  prohibe  hasta  en 
las  obras  de  virtud.  Yo  tengo  esta  opinión  por  muy 
segura,  y  como  tal  te  la  aconsejo:  no  peques  //  d'wiévteie 
cuanto  quieras,  porque  Dios  nos  quiere  santos;  no 
monos,  ridículos,  hurones,  ni  tristes.  Eso  quédese  para 
los  hipócritas,  que  los  justos  en  esta  expresión  del  santo 
David,  deben  alegrarse  y  regocijarse  en  el  Señor,  y 
pueden  muy  bien  cantar  y  saltar  con  su  bendición  al  son 
de  la  cítara,  la  lira  y  el  salterio. 

Frases  son  éstas  con  que  el  santo  rey  explica  que 
Dios  no  quiere  mustios  ni  zonzos.  El  yugo  de  la  ley  del 
Señor  es  suave  y  su  carga  muy  ligera.  Cualquier  cris- 
tiano puede  gozar  de  aquella  diversión  que  no  sea  peca- 
minosa ni  arriesgada.    Ninguna  dejará  de  serlo,    ni  la 

PERIQUILLO    SARNIENTO.  — T.    II,    D.  — 58. 


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PENSADOR    MEXICANO 


asistencia  á  los  templos,  si  el  corazón  está  corrompido  y 
mal  dispuesto;  y  cualquiera  no  lo  será,  aunque  sea  un 
baile  y  unas  bodas,  si  asistimos  á  ellas  con  intención 
recta  y  con  ánimo  de  no  prevaricar.  Las  ocasiones  son 
próximas  y  debemos  huir  los  peligros  cuando  tenemos 
experimentada  nuestra  debilidad.  Conque  así  diviértete, 
según  te  dicte  una  prudente  observación. 

Fiado  en  estos  y  otros  muchos  iguales  documentos^ 
me  salía  yo  á  pasear  buenamente,  y  aunque  encontraba  á 
muchos  de  aquellos  briboncillos  que  se  habían  llamado 
mis  amigos,  procuraba  hacer  que  no  los  veía,  y  si  no  lo 
podía  excusar,  me  desembarazaba  con  decirles  que  estaba 
destinado  fuera  de  México  y  que  me  iba  á  la  noche,  con 
lo  que  perdían  la  esperanza  de  estafarme  y  seducirme. 

En  una  de  estas  lícitas  paseadas  me  habló  á  la  mano 
un  muchachito  muy  maltratado  de  ropa,  pero  bonito  de 
cara,  pidiéndome  un  socorro  por  amor  de  Dios  para  su 
pobre  madre,  que  estaba  enferma  en  cama  y  sin  tener 
qué  comer. 

Como  estas  palabras  las  acompañaba  con  muchas 
lágrimas  y  con  aquella  sencillez  propia  de  un  niño  de 
seis  años,  lo  creí,  y  compadeciéndome  del  estado  infeliz 
que  me  pintó,  le  dije  me  llevara  á  su  casa. 

Luego  que  entré  en  ella  vi  que  era  cierto  cuanto  me 
dijo,  porque  en  un  cuarto,  que  llaman  redondo  (que  era 
toda   la   casa)   yacía   sobre  unos   indecentes   bancos   de 


OBRAS    ESCOGIDAS 


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cama  una  señora  como  de  veinticinco  años  de  edad,  sin 
más  colchón,  sábanas  ni  almohada  que  un  petate,  una 
frazada  y  un  envoltorio  de  trapos  á  la  cabecera.  En  un 
rincón  de  la  misma  cama  estaba  tirado  un  niño  como  de 
un  año,  ético  y  extenuado,  que  de  cuando  en  cuando 
estiraba  los  secos  pechos  de  su  débil  madre,  exprimién- 
dole el  poco  jugo  que  podía. 

Por  el  sucio  aposentillo  andaba  una  huerita  de  tres 
años,  bonita  á  la  verdad,  pero  hecha  pedazos,  y  manifes- 
tando en  lo  descolorido  de  su  cara  el  hambre  que  le 
había  robado  lo  rozagante  de  sus  mejillas. 

En  el  brasero  no  había  lumbre  ni  para  encender  un 
cigarro,  y  todo  el  ajuar  era  correspondiente  á  tal  miseria. 

No  pudo  menos  que  conmover  mi  sensibilidad  una 
escena  tan  infeliz;  y  así,  sentándome  junto  á  la  enferma 
en  su  misma  cama,  le  dije:  —  Señora,  lastimado  de  las 
miserias  que  de  usted  me  contó  este  niño,  determiné 
venir  con  él  á  asegurarme  de  su  verdad,  y  por  cierto  que 
el  original  es  más  infeliz  que  el  retrato  que  me  hizo  esta 
criatura. 

Pero  pues  estoy  satisfecho,  no  quiero  que  mi  venida 
á  ver  á  usted  le  sea  enteramente  infructuosa.  Dígame 
usted  quién  es,  qué  padece  y  cómo  ha  llegado  á  tan 
deplorable  situación;  pues  aunque  con  esta  relación  no 
consiga  otra  cosa  que  disipar  la  tristeza  que  me  parece  la 
agobia,  no  será  mal  conseguir,  pues  ya  sabe  que  núes- 


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PENSADOR    MEXICANO 


tras  penas  se  alivian  cuando  nos  las  comunicamos  con 
confianza. 

—  Señor,  dijo  la  pobre  enferma  con  una  voz  lángui- 
da y  harto  triste;  señor,  mis  penas  son  de  tal  naturaleza, 
que  pienso  que  el  referirlas,  lejos  de  servirme  de  algún 
consuelo,  renovará  las  llagas  de  que  adolece  mi  corazón; 
pero  sin  embargo,  sería  yo  una  ingrata  descortés  si, 
aunque  á  costa  de  algún  sacrificio,  dejara  de  satisfacer  la 
curiosidad  de  usted... 

—  No,  señora,  le  dije;  no  permita  Dios  que  exigiera 
de  usted  ningún  sacrificio.  Creía  que  la  relación  de  sus 
desdichas  le  serviría  de  refrigerio  en  medio  de  ellas;  pero 
no  siendo  así,  no  se  allija.  Tenga  usted  esto  poco  que 
tengo  en  la  bolsa  y  sufra  con  resignación  sus  trabajos, 
ofreciéndoselos  al  Señor  y  confiando  en  su  amplísima 
Providencia  que  no  la  desamparará,  pues  es  un  Padre 
amante  que  cuando  nos  prueba  nos  amerita  y  premia  y 
cuando  nos  castiga  es  con  suavidad,  y  aun  así  le  queda 
la  mano  adolorida.  Yo  tendré  cuidado  de  que  un  sacer- 
dote amigo  mío  venga  á  ver  á  usted  y  le  imparta  los 
auxilios  espirituales  y  temporales  que  pueda.  Conque, 
adiós. 

Diciendo  esto,  le  puse  cuatro  pesos  en  la  cama,  y 
me  levanté  para  salirme;  mas  la  señora  no  lo  permitió; 
antes,  incorporándose  como  mejor  pudo  en  su  triste 
lecho,  con  los  ojos  llenos  de  agua,  me  dijo: — No  se  vaya 


OBRAS    ESCOGIDAS 


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usted  tan  presto,  ni  quiera  privarme  del  consuelo  que  me 
dan  sus  palabras.  Suplico  á  usted  que  se  siente;  quiero 
contarle  mis  desventuras,  y  creo  que  ya  me  será  alivio  el 
comunicarlas  á  un  sujeto,  que  sin  mérito  mío  manifiesta 
tanto  interés  en  rni  desgraciada  suerte. 

Yo  me  llamo  María  Guadalupe  Rosana;  mis  padres 
fueron  nobles  y  honrados,  y  aunque  no  ricos,  tenían  lo 
suficiente  para  criarme,  como  me  criaron,  con  regalo. 
Nada  apetecía  yo  en  mi  casa;  era  querida  como  hija  y 
contemplada  como  hija  única.  Así  viví  hasta  la  edad  de 
quince  años,  en  cuyo  tiempo  fué  Dios  servido  de  llevarse 
á  mi  padre,  y  mi  madre,  no  pudiendo  resistir  este  golpe, 
lo  siguió  al  sepulcro  dentro  de  dos  meses. 

Sería  largo  de  contar  los  muchos  trabajos  que  sufrí 
y  los  riesgos  á  que  se  vio  expuesto  mi  honor  en  el  tiem- 
po de  mi  orfandad.  Hoy  estaba  en  una  casa,  mañana  en 
otra,  aquí  me  hacían  un  desaire,  allí  me  intentaban 
seducir,  y  en  ninguna  encontraba  un  asilo  seguro  ni 
una  protección  inocente. 

Tres  años  anduve  de  aquí  para  allí,  experimentando 
lo  que  Dios  sabe,  hasta  que,  cansada  de  esta  vida,  temien- 
do mi  perdición  y  deseando  asegurar  mi  honor  y  subsis- 
tencia, me  rendí  á  las  amorosas  y  repetidas  instancias 
del  padre  de  estas  criaturas.  Me  casé  por  fin,  y  en  cuatro 
ó  cinco  años  jamás  me  dio  mi  esposo  motivo  de  arrepen- 
tirme.    Cada  día  estaba  yo  más  contenta  con  mi  estado; 

PERIQUILLO   SARNIENTO.— T.    II ,    D.  —  59. 


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PENSADOR    MEXICANO 


pero  habrá  poco  más  de  un  año  que  mi  dicho  esposo, 
olvidado  de  sus  obh'gaciones,  y  prendado  de  una  buena 
mujer  que,  como  muchas,  tuvo  arte  para  hacerlo  mal 
marido  y  mal  padre,  me  ha  dado  una  vida  bastante  infe- 
liz y  me  ha  hecho  sufrir  hambres,  pobrezas,  desnude- 
ces, enfermedades  y  otros  mil  trabajos,  que  aún  son 
pocos  para  satisfacción  de  mis  pecados. 

La  disipaci(3n  de  mi  marido  nos  acarreó  á  todos  el 
fruto  que  era  natural:  ésta  fué  la  última  miseria  en  que 
me  ve  usted  y  él  se  mira. 

Cuando  fué  hombre  de  bien  sostenía  su  casa  con 
decencia,  porque  tenía  un  cajoncito  bien  surtido  en  el 
Parián  y  contaba  con  todos  los  géneros  y  efectos  de  los 
comerciantes,  en  virtud  del  buen  concepto  que  se  tenía 
granjeado  con  su  buena  conducta;  pero  cuando  comenzó 
á  extraviarse  con  la  compañía  de  sus  malos  amigos,  y 
cuando  se  aficionó  de  su  otra  señora,  todo  se  perdió  por 
momentos.  El  cajoncito  bajó  de  crédito  con  su  ausencia; 
el  cajero  hacía  lo  que  quería,  fiado  en  la  misma;  porque 
mi  esposo  no  iba  al  Parián  sino  á  sacar  dinero  y  no  á 
otra  cosa;  la  casa  nuestra  estaba  de  lo  más  desatendida, 
los  muchachos  abandonados,  yo  mal  vista,  los  criados 
descontentos  y  todo  dado  á  la  trampa. 

Es  verdad  que  cuando  á  mí  me  pagaba  casa  de  á 
diez  pesos  y  me  tenía  reducida  á  dos  túnicos  y  á  seis 
reales   de   gasto,    tenía  para  pagar  á  su  dama  casa  de 


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OBRAS   ESCOGIDAS 


235 


veinte,  dos  criadas,  mucha  ropa  y  abundantes  paseos  y 
diversiones;  pero  así  salió  ello. 

Al  paso  que  crecían  los  gastos  se  menoscababan  los 
arbitrios.  Dio  con  el  cajón  al  traste  prontamente,  y  la 
señorita,  en  cuanto  lo  vio  pobre,  lo  abandonó  y  se  enredó 
con  otro.  A  seguida  vendió  mi  marido  la  poca  ropa  y 
ajuar  que  le  había  quedado,  y  el  casero  cargó  con  el 
colchón,  el  baúl  y  lo  poco  que  se  había  reservado,  echán- 
donos á  la  calle,  y  entonces  no  tuvimos  más  recurso  que 
abrigarnos  en  esta  húmeda,  indecente  ó  incómoda  acce- 
soria. 

Pero  como  cuando  los  trabajos  acometen  á  los  hom- 
bres llegan  de  tropel,  sucedió  que  los  acreedores  de  mi 
marido,  sabedores  de  su  descubierto  v  satisfechos  de 
que  había  disipado  el  principal  en  juegos  y  bureos,  se 
presentaron  y  dieron  con  él  en  una  prisión  donde  lo 
tienen  hasta  que  no  les  facilite  un  fiador  de  seis  mil 
pesos  que  les  debe.  Esto  es  imposible,  pues  no  tiene 
quién  lo  fíe  ni  en  seis  reales,  ni  aun  sus  amigos,  que  me 
decía  que  tenía  muchos,  y  algunos  con  proporciones; 
aunque  ya  se  sabe  que  en  el  estado  de  la  tribulación  se 
desaparecen  los  amigos. 

La  miseria,  la  humedad  de  esta  incómoda  habita- 
ción y  el  tormento  que  padece  mi  espíritu,  me  han 
postrado  en  esta  cama  no  sé  de  qué  mal,  pues  yo  que 
lo  padezco  no  lo  conozco;  lo  cierto  es  que  creo  que  mi 


236 


PENSADOR    MEXICANO 


muerte  se  aproxima  por  instantes,  y  esta  infeliz  chiquita 
espirará  primero  de  hambre,  pues  no  tienen  mis  enjutos 
pechos  con  qur  aHmentarla;  estas  otras  dos  criaturas 
quedarán  expuestas  á  la  más  dolorosa  orfandad;  mi 
esposo  entregado  á  la  crueldad  de  sus  acreedores,  y  todo 
sufrirá  el  trágico  fin  que  le  espera. 

Esta,  señor,  es  mi  desgraciada  historia.  Ved  si  con 
razón  dije  que  mis  penas  son  de  las  que  no  se  alivian 
con  contarlas.  ¡Ay,  esposo  mío!  ¡Ay,  Anselmo,  á  qué 
estado  tan  lamentable  nos  condujo  tu  desarreglado  pro- 
ceder I... 

— Perdone  usted,  señora,  le  dije;  g,quién  es  ese 
Anselmo  de  quien  usted  se  queja? 

—  Quién  ha  de  ser,  señor,  sino  mi  pobre  marido,  á 
quien  no  puedo  dejar  de  amar,  por  más  que  alguna  vez 
me  fuera  ingrato. 

— Ese  es  un  carácter  noble,  le  dije. 

Y  á  seguida  me  informé  y  quedé  plenamente  satis- 
fecho de  que  su  marido  era  aquel  mi  amigo  Anselmo, 
que  no  me  conoció,  ó  no  me  quiso  conocer  cuando 
imploré  su  caridad  en  medio  de  mi  mayor  abatimiento; 
pero  no  acordándome  entonces  de  su  ingratitud,  sino  de 
su  desdicha  y  de  la  que  padecía  su  triste  é  inocente 
familia,  procuré  aliviarla  con  lo  que  pude. 

Consolé  otra  vez  á  la  pobre  enferma;  hice  llamar 
á  una  vieja  vecina,  que  la  quería  mucho  y  solía  llevarle 


OBRAS   ESCOGIDAS  237 

un  bocadito  al  mediodía,  y  ofreciéndole  un  buen  salario 
se  quedó  allí  sirviéndola  con  mucho  gusto. 

Salí  á  la  calle,  vi  á  mi  amo,  le  conté  el  pasaje,  le 
pedí  dinero  á  mi  cuenta,  lo  hice  entrar  en  un  coche  y  lo 
llevé  á  que  fuera  testigo  de  la  miserable  suerte  de  aque- 
llas inocentes  víctimas  de  la  indigencia. 

Mi  amo,  que  era  muy  sensible  y  compasivo,  luego 
que  vio  aquel  triste  grupo  de  infelices,  manifestó  su 
generosidad  y  el  interés  que  tomaba  en  su  remedio. 

Lo  primero  que  hizo  fué  mandar  llamar  un  médico 
y  una  chichigua,  para  que  se  encargasen  de  la  enferma 
y  de  la  criatura.  En  esa  noche  envió  de  su  casa  colchón, 
sábanas,  almohadas  y  varias  cosas  que  urgían  con  nece- 
sidad á  la  enferma. 

No  me  dejó  ir  á  San  Agustín  por  entonces,  y  al  día 
siguiente  me  mandó  buscar  una  viviendita  en  alto.  La 
solicité  con  empeño,  y  á  la  mayor  brevedad  mudé  á  ella 
á  la  señora  y  á  su  familia. 

Con  el  dinero  que  pedí  habilité  de  ropa  á  los  chiqui- 
llos, y  no  restando  más  que  hacer  por  entonces,  me 
despedí  de  la  señora,  quien  no  se  cansaba  de  llenarme 
de  bendiciones  y  dar  agradecimientos  á  millares.  Cada 
rato  me  preguntaba  por  mi  nombre  y  lugar  donde  vivía. 
Yo  no  quise  darle  razón,  porque  no  era  menester;  antes 
le  decía  que  aquella  gratitud  la  merecía  mi  amo,  que 
era  quien  la  había  socorrido,   pues  yo  no  era  sino  un 

PERIQUILLO  SARNIENTO.  — T.  II,   D.  — 60. 


238 


PENSADOR   MEXICANO 


débil  instrumento  de  que  Dios  se  había  servido  para  el 
efecto. 

— Sin  embargo,  decía  la  pobre  toda  enternecida,  sin 
embargo  de  que  ese  caballero  haya  gastado  más  que 
usted  en  nuestro  favor,  usted  ha  sido  la  causa  de  todo. 
Sí,  usted  le  habló,  usted  lo  trajo  y  por  usted  logramos 
tantos  favores.  Kl  es  un  hombre  benéfico,  no  lo  dudo, 
ni  soy  capaz  de  agradecerle  ni  pagarle  lo  bueno  que  ha 
hecho  conmigo  y  mis  criaturas;  pero  usted  es  á  más 
de  benéfico,  generoso,  pues  gasta  con  liberalidad  siendo 
un  dependiente,  y... 

—  Ya  está,  señora,  ya  está,  le  dije;  restablézcase 
usted,  que  es  lo  que  nos  importa,  y  adiós,  hasta  el 
domingo.  —  ¿Viene  usted  el  domingo  á  verme  y  á  sus 
hijos?  —  Sí,  señora,  vengo. 

Les  compré  fruta  á  los  muchachitos,  los  abracé  y 
me  despedí,  no  sin  lágrimas  en  los  ojos  por  la  ter- 
nura que  me  causó  oirme  llamar  de  papá  por  aquellos 
inocentes  niñitos,  que  no  sabían  cómo  manifestarme  su 
gratitud  sino  apretándome  las  rodillas  con  sus  bracitos 
y  quedándose  llorando,  rogándome  que  no  me  fuera. 
Trabajo  me  costó  desprenderme  de  aquellas  agradecidas 
criaturas;  pero  por  fin  me  fui  á  mi  destino,  reencargán- 
dolas  á  mi  amo  y  á  Pelayo. 

Al  domingo  siguiente  vine  sin  falta.  No  estaba  mi 
amo  en  casa,  y  así,  en  cuanto  dejé  el  caballo,  fui  á  ver 


OBRAS   ESCOGIDAS  239 

cómo  estaba  la  enferma  y  sus  niños;  pero  ¡cuál  fué  mi 
gusto  cuando  la  hallé  muy  restablecida  y  aseada,  jugando 
en  el  estrado  con  sus  niños  I  Tan  entretenida  estaba  con 
esta  inocente  diversión,  que  no  me  había  visto,  hasta 
que  diciéndole  yo:  —  Me  alegro  mucho,  señorita,  me 
alegro.  — Alzó  la  cara,  me  vio,  y  conociéndome  se  levan- 
tó, y  llena  de  un  entusiasmo  imponderable  y  de  un  gozo 
que  le  rebosaba  por  sobre  la  ropa,  comenzó  á  gritar: — 
Anselmo,  Anselmo;  vén  breve,  vén  á  conocer  al  que 
deseas.  Anda,  vén;  aquí  está  nuestro  amigo,  nuestro 
bienhechor  y  nuestro  padre.  —  Los  niños  se  rodearon  de 
mí,  y  estirándome  de  la  capa  me  llevaron  al  estrado  al 
tiempo  que  salió  de  la  recámara  Anselmo. 

Sorprendióse  al  verme,  fijó  en  mí  la  vista,  y  cuando 
se  satisfizo  de  que  yo  era  el  mismo  Pedro  á  quien  había 
despreciado  y  tratado  de  calumniar  de  ladrón,  luchando 
entre  la  gratitud  y  la  vergüenza,  quería  y  no  quería 
hablarme.  Más  de  una  vez  intentó  echarme  los  brazos 
al  cuello,  y  dos  veces  estuvo  para  volverse  á  la  recá- 
mara. 

En  una  de  éstas,  mirándome  con  ternura  y  rubor, 
me  dijo:  —  Señor...  yo  agradezco... — Y  no  pudiendo 
pronunciar  otra  palabra  bajó  los  ojos.  Yo,  conociendo 
el  contraste  de  pasiones  con  que  batallaba  aquel  pobre 
corazón,  procuré  ensancharlo  del  mejor  modo;  y  así, 
tomando  á  mi  amigo  de  un  brazo  y  estrechándolo  entre 


240  PENSADOR    MEXICANO 

los  míos,  le  dije:  —  ¡Qué  señor  ni  qué  droga  1  ¿No  me 
conoces,  Anselmo?  ¿no  conoces  á  tu  antiguo  amigo 
Pedro  Sarmiento?  ¿Para  qué  son  estas  extrañezas  ni 
esas  vergüenzas  con  quien  te  ha  amado  tanto  tiempo? 
Vamos;  depon  ese  rubor,  reprime  esas  lágrimas  y  reco- 
noce de  una  vez  que  soy  tu  amigo. 

Entonces  Anselmo,  que  había  estado  oyéndome  con 
la  cabeza  reclinada  sobre  mi  hombro  izquierdo,  alentado 
con  mis  palabras,  alzó  la  cara,  y  volviéndose  á  su  esposa 
le  dijo: 

— ¿Y  tú  sabes,  querida  mía,  quién  es  este  hombre 
benéfico  que  tanto  nos  ha  lavorecido? — No;  no  he  tenido 
el  gusto  de  saberlo,  dijo  la  señora:  sólo  reconozco  en  él 
un  singular  bienhechor,  á  quien  todos  debemos  la  vida, 
la  subsistencia  y  el  honor.  —  Pues  sábete,  hija  mía,  que 
este  señor  es  don  Pedro  Sarmiento,  mi  antiguo  amigo, 
á  quien  debí  mil  favores  y  á  quien  le  correspondí  con  la 
mayor  villanía  en  las  circunstancias  más  críticas  en  que 
necesitaba  mis  auxilios. 

Hincóse  á  este  tiempo,  y  abrazándome  tiernamente 
me  decía:  — Perdóname,  querido  Pedro;  soy  un  vil  y  un 
ingrato;  mas  tú  eres  caballero  y  el  único  hombre  digno 
del  dulce  título  de  amigo.  Desde  hoy  te  reconoceré  por 
mi  padre,  por  mi  libertador  y  por  el  amparo  de  mi  es- 
posa y  de  mis  hijos,  á  quienes  hice  desgraciados  por  mis 
excesos.    No  te  acuerdes  de  mi   ingratitud;  no  paguen 


'  :*:-.-.~~X 


OBRAS  ESCOGIDAS  241 

estos  inocentes  lo  que  yo  solo  merecí...  seremos  tus  es- 
clavos... nuestra  dicha  consistirá  en  servirte...  y... 

— Por  Dios,  Anselmo,  basta,  le  dije,  levantándolo  y 
apretándolo  en  el  pecho.  Basta,  soy  tu  amigo,  y  lo  seré 
siempre  que  me  honres  con  tu  amistad.  Serénate  y 
hablemos  de  otra  cosa.  Acaricia  á  tus  niños,  que  lloran 
porque  te  ven  llorar.  Consuela  á  esta  señora,  que  te 
atiende  entre  la  aflicción  y  la  sorpresa.  Yo  no  he  hecho 
sino  cumplir  en  muy  poco  con  los  naturales  sentimientos 
de  mi  corazón.  Cuando  hice  lo  que  pude  por  tu  familia, 
fué  condolido  de  su  infeliz  situación,  y  sabiendo  que  era 
tuya,  cuya  sola  circunstancia  sobraba  para  que,  cum- 
pliendo con  los  deberes  de  la  amistad,  hiciera  en  su 
obsequio  lo  posible.  Pero  después  de  todo.  Dios  es  quien 
ha  querido  socorrerte;  dale  á  Su  Majestad  las  gracias 
y  no  vuelvas  á  acordarte  de  lo  pasado,  por  vida  de  tus 
niños. 

Quería  yo  despedirme,  pero  la  señora  no  lo  con- 
sintió; tenía  el  almuerzo  prevenido,  y  me  detuvo  á 
almorzar. 

Nos  sentamos  juntos  muy  gustosos,  y  en  la  mesa 
me  informaron  como  Pelayo  y  mi  amo  habían  desem- 
peñado tan  bien  mi  encargo,  que  no  contentos  con  soco- 
rrer á  la  enferma  y  su  familia,  solicitaron  á  los  acree- 
dores de  Anselmo,  y  á  pesar  de  hallar  á  algunos 
inexorables,   rogaron  tanto  y  se  empeñaron  tanto,  que 

PERIQUILLO  SARNIENTO. —  T.  II,   D.  — 61. 


2 


242  PENSADOR    MEXICANO 

al  fin  consiguieron  la  remisión  de  la  deuda  hasta  mejora 
de  fortuna;  y  para  que  Anselmo  pudiera  sostener  á  su 
familia,  lo  colocó  mi  amo  de  mayordomo  en  una  de  sus 
haciendas,  adonde  debía  partir  luego  que  se  acabara  de 
restablecer  su  esposa. 

Estas  noticias  me  colmaron  de  gozo,  considerando 
que  Dios  se  había  valido  de  mí  para  hacer  feliz  á  aquella 
pobre  familia,  á  la  que  di  los  plácemes,  y  luego  me 
despedí  de  todos  entre  mil  abrazos,  lágrimas  y  cariñosas 
expresiones. 

A  mi  amo  y  á  Pelayo  les  di  también  muchos  agra- 
decimientos por  lo  que  habían  hecho,  y  á  la  tarde  me 
volví  á  mi  destino,  sintiendo  no  sé  qué  dulce  satisfacción 
en  mi  corazón  por  el  mucho  bien  que  había  resul- 
tado á  aquella  triste  familia  por  mi  medio.  La  contem- 
plaba dentro  de  ocho  días  tan  otra  de  cómo  la  había 
hallado. 

—  Ella,  decía  yo  entre  mí,  estaba  sepultada  en  la 
indigencia.  El  padre,  entregado  sin  honor  y  sin  recurso  á 
la  voracidad  de  sus  acreedores  v  confundido  con  la  esco- 
ria  del  pueblo  en  un  lóbrego  calabozo;  su  mujer  con  el 
espíritu  atormentado  y  desfallecida  de  hambre  en  una 
accesoria  indecente;  las  criaturas  desnudas,  Hacas  y 
expuestas  á  morirse  ó  á  perderse,  y  ahora  todo  ha  cam- 
biado de  semblante.  Ya  Anselmo  tiene  libertad;  su 
esposa  salud  y  marido;  los  niños  padre,  y  todos  entre 


-;* 


OBRAS    ESCOGIDAS  243 

SÍ   disfrutan    los    mayores    consuelos.     ¡  Bendita   sea   la 

infinita  Providencia   de   Dios,   que  tanto  cuidado   tiene 

de  sus  criaturas  I  y  ¡bendita  la  caridad  de  mi  amo  y  de 

Pelayo,  que  arrancó  de  las  crueles  garras  de  la  miseria 

á  esta  familia  desgraciada  y  la  restituyó  al  seno  de  la  i 

felicidad  en  que  se  encuentra  1    ¡Cómo   se  acordará   el 

Todopoderoso  de  esta   acción   para   recompensarla   con 

demasía  en  la  hora  inevitable  de  su  muerte!    ¡Con  qué 

indelebles  caracteres  no  estarán  escritos  en  el  libro  de 

la  vida  los  pasos  y  gastos  que  ambos  han  dado  y  erogado 

en  su  obsequio  I    ¡Qué  felices  son  los  ricos  que  emplean  il 

tan  santamente  sus  monedas  y  las  atesoran  en  los  sacos 

que  no  corroe  la  polilla!    ¡Y  de  qué  dulces  placeres  no 

se  privan  los  que  no  saben  hacer  bien  á  sus  semejantes  I 

Porque  la  complacencia  que  siente  el  corazón  sensible 

cuando  hace  un  beneficio,  cuando  socorre  una  miseria 

ó  de  cualquier  modo  enjuga  las  lágrimas  del  afligido,  es 

imponderable,  y  sólo  el  que  la  experimenta,   podrá  no 

pintarla  dignamente,   pero  á  lo  menos  bosquejarla  con 

algún  colorido. 

No  hay  remedio:  sólo  los  dulces  transportes  que 
siente  el  alma  cuando  acaba  de  hacer  un  beneficio,  debe- 
rían ser  un  estímulo  poderoso  para  que  todos  los  hom- 
bres fueran  benéficos,  aun  sin  la  esperanza  de  los  pre- 
mios eternos.  No  sé  cómo  hay  avaros,  no  sé  cómo  hay 
hombres  tan  crueles  que,  teniendo  sus  cofres  llenos  de 


244  PENSADOR   MEXICANO 

pesos,  ven  perecer  con  la  mayor  frialda^d  á  sus  desdicha- 
dos semejantes.  Ellos  miran  con  ojos  enjutos  la  amari- 
llez con  que  el  hambre  y  la  enfermedad  pintan  las  caras 
de  muchos  miserables;  escuchan  como  una  suave  mú- 
sica los  ayes  y  gemidos  de  la  viuda  y  el  pupilo;  sus 
manos  no  se  ablandan  aún  regadas  con  las  lágrimas  del 
huérfano  y  del  oprimido...  en  una  palabra,  su  corazón  y 
sus  sentidos  son  de  bronce,  duros,  impenetrables  é  inñe- 
xibles  á  la  pena,  al  dolor  del  hombre  y  á  las  más  puras 
sensaciones  de  la  naturaleza. 

Es  verdad  que  hay  mendigos  falsos  y  pobres,  á 
quienes  no  se  les  debe  dar  limosna;  pero  también  es 
verdad  que  hay  muchos  legítimamente  necesitados,  espe- 
cialmente entre  tantas  familias  decentes,  que  con  nombre 
de  vergonzantes  gimen  en  silencio  y  sufren  escondi- 
das sus  miserias.  A  éstas  debía  buscarse  para  soco- 
rrerse, pero  éstas  son  á  las  que  menos  se  atiende  por 
lo  común. 

Entretenido  en  estas  serias  consideraciones,  llegué  á 
San  Agustín  de  las  Cuevas. 

En  el  tal  pueblo  procuré  manejarme  con  arre- 
glo, haciendo  el  bien  que  podía  á  cuantos  me  ocupa- 
ban, y  granjeándome  de  esta  suerte  la  benevolencia 
general. 

Así  como  me  sentía  inclinado  á  hacer  bien,  no  me 
olvidé  de  restaurar  el  mal  que  había   causado.    Pagué 


.'^/rPí/fi  k\í^-'\  ^.\  > 


•Vff." 


OBRAS   ESCOGIDAS 


245 


cuanto  debía  á  los  caseros  y  al  tío  abogado;  aunque  no 
volví  á  admitir  la  amistad  de  éste  ni  de  otros  amigos 
ingratos,  interesables  y  egoístas. 

Tuve  la  satisfacción  de  ver  á  mi  amo  siempre  con- 
tento y  descansando  en  mi  buen  proceder  y  fui  testigo 
de  la  reforma  de  Anselmo  y  felicidad  de  su  familia,  pues 
la  hacienda  en  que  estaba  acomodado  se  me  entregó  en 
administración. 

Sólo  al  pobre  trapiento  no  lo  hallé,  por  más  que  lo 
solicité  para  pagarle  su  generoso  hospedaje;  lo  más  que 
conseguí  fué  saber  que  se  llamaba  Tadeo. 

Tampoco  hallé  á  nana  Felipa,  la  fiel  criada  de  mi 
madre,  ni  á  otras  personas  que  me  favorecieron  algún 
día.  De  unas  me  dijeron  que  habían  muerto,  y  de  otras 
que  no  sabían  su  paradero;  pero  yo  hice  mis  diligencias 
por  hallarlas. 

Continuaba  sirviendo  á  mi  amo  y  sirviéndome  á  mí 
en  mi  triste  pueblo,  muy  gustoso  con  la  ayuda  de  un 
cajero  fiel  que  tenía  acomodado,  hombre  muy  de  bien, 
viudo,  y  que,  según  me  contaba,  tenía  una  hija  como  de 
catorce  años  en  el  Colegio  de  Niñas. 

Descansaba  yo  enteramente  en  su  buena  conducta  y 
lo  procuraba  granjear  por  lo  útil  que  me  era.  Llamábase 
don  Hilario,  y  le  daba  tal  aire  al  trapiento,  que  más  de 
dos  veces  estuve  por  creer  que  era  el  mismo,  y  por 
desengañarme  le  hacía  dos  mil  preguntas,  que  me  res- 

PERIQUILLO   SARNIENTO. —  T.    II,    D.— 62. 


246 


PENSADOR    MEXICANO 


pondía  ambigua  ó  negativamente;  de  modo  que  siempre 
me  quedaba  en  mi  duda,  hasta  que  un  impensado  acci- 
dente proporcionó  descubrir  quién  era  en  realidad  este 
sujeto. 


CAPÍTULO  XIII 


En  el  que  refiere  Perico  la  aventura  del  misántropo,  la  historia  de  éste,  y  el  desenlace 
del  paradero  del  trapiento,  que  no  es  muy  despreciable 


Aunque  mi  cajero  era,  como  he  dicho,  muy  hombre 
de  bien,  exactísimo  en  el  cumplimiento  de  su  obligación, 
y  poco  amigo  de  pasear,  los  domingos  que  no  venía  yo 
á  la  ciudad  cerraba  la  tienda  por  la  tarde,  tomaba  mi 
escopeta,  le  hacía  llevar  la  suya,  y  nos  salíamos  á 
divertir  por  los  arrabales  del  pueblo. 

Esta  amistad  y  agrado  mío  le  eran  muy  satisfacto- 


248  PENSADOR   MEXICANO 

rios  á  mi  buen  dependiente,  y  yo  lo  hacía  con  estudio; 
pues  á  más  de  que  él  se  lo  merecía,  consideraba  yo  que 
sin  perder  nada  granjeaba  mucho,  pues  vería  aquellos 
intereses  más  como  de  un  amigo  que  como  de  un  amo, 
y  así  trabajaría  con  más  gusto.  Jamás  me  equivoqué  en 
este  juicio,  ni  se  equivocará  en  el  mismo  todo  el  que 
sepa  hacer  distinción  entre  sus  dependientes,  tratando 
á  los  hombres  de  bien  con  amor  y  particular  confianza, 
seguro  de  que  los  hará  mejores. 

En  una  de  las  tardes  que  andábamos  á  caza  de 
conejos,  vimos  venir  hacia  nosotros  un  caballo  desbo- 
cado, pero  en  tan  precipitada  carrera,  que  por  más  que 
hicimos  no  fué  posible  detenerlo;  antes,  si  no  nos  hace- 
mos á  un  lado,  nos  arroja  al  suelo  contra  nuestra 
voluntad. 

Lástima  nos  daba  el  pobre  jinete,  á  quien  no  valían 
nada  las  diligencias  que  hacía  con  las  riendas  para 
contenerlo.  Creímos  su  muerte  próxima  por  la  furia  de 
aquel  ciego  bruto,  y  más  cuando  vimos  que,  desviándose 
del  camino  real,  corrió  derecho  por  una  vereda,  y  encon- 
trándose con  una  cerca  de  piedras  de  la  huerta  de  un 
indio,  quiso  saltarla,  y  no  pudiendo,  cayó  en  tierra, 
cogiendo  debajo  la  pierna  del  jinete. 

El  golpe  que  el  caballo  llevó  fué  tan  grande,  que 
pensamos  que  se  había  matado  y  el  jinete  también, 
porque  ni  uno  ni  otro  se  movían. 


•««BP^T^'r'T 


OBRAS    ESCOGIDAS 


249 


Compadecidos  de  semejante  desgracia  corrimos  á 
favorecer  al  hombre;  pero  éste,  apenas  vio  que  nos 
acercábamos  á  él,  procuró  medio  enderezarse,  y  arran- 
cando una  pistola  de  la  silla,  la  cazó,  dirigiéndonos  la 
puntería,  y  con  una  ronca  y  colérica  voz  nos  dijo: 
—  Enemigos  malditos  de  la  especie  humana,  matadme 
si  á  eso  venís  y  arrancadme  esta  vida  infeliz  que  arras- 
tro... ¿Qué  hacéis,  perversos?  ¿Por  qué  os  detenéis, 
crueles?  Este  brlito  no  ha  podido  quitarme  la  vida,  que 
detesto,  ni  son  los  brutos  capaces  de  hacerme  tanto  mal. 
A  vosotros,  animales  feroces,  á  vosotros  está  reservado 
el  destruir  á  vuestros  semejantes. 

Mientras  que  aquel  hombre  nos  insultaba  con  estos 
y  otros  iguales  baldones,  yo  lo  observaba  con  miedo  y 
atención,  y  cierto  que  su  figura  imponía  temor  y  lástima. 
Su  vestido  negro  y  tan  roto,  que  en  partes  descubría 
sus  carnes  blancas;  su  cara  descolorida  y  poblada  de 
larga  barba;  sus  ojos  hundidos,  tristes  y  furiosos;  su 
cabellera  descompuesta:  su  voz  ronca;  su  ademán  deses- 
perado, y  todo  él  manifestaba  el  estado  más  lastimoso 
de  su  suerte  y  de  su  espíritu. 

Mi  cajero  me  decía: — Vamonos,  dejemos  á  este 
ingrato,  no  sea  que  perdamos  la  vida  cuando  intenta- 
mos darla  á  este  monstruo. —  No,  amigo,  le  dije;  Dios, 
que  ve  nuestras  sanas  intenciones,  nos  la  guardará. 
Este  infeliz  no  es  ingrato  como  usted  piensa.  Acaso  nos 

PERIQUILLO   SARNIENTO.  — T,    II,    D.— 63. 


250  PENSADOR    MEXICANO 

juzga  ladrones  porque  nos  ve  con  las  escopetas  en  las 
manos,  ó  será  algún  pobrecito  que  ha  perdido  el  juicio, 
ó  está  para  perderlo  por  alguna  causa  muy  grave;  pero 
sea  lo  que  fuere,  de  ninguna  manera  conviene  dejarlo 
en  este  estado.  La  humanidad  y  la  religión  nos  mandan 
socorrerlo.   Hagámoslo. 

Esto  platicamos  fingiendo  (\ue  no  lo  veíamos  y  que 
(jueríamos  retirarnos,  mientras  él  no  cesaba  de  injuriar- 
nos lo  peor  que  podía;  pero  viendo  que  no  le  hacíamos 
caso  y  le  teníamos  vueltas  las  espaldas,  procuró  sacar 
la  pierna  azotando  con  el  látigo  al  caballo  para  que  se 
levantara;  mas  este  no  podía,  y  el  hombre,  deseando 
desquitar  su  enojo,  le  disparó  la  pistola  en  la  cabeza, 
pero  en  vano,  ponjue  no  dio  fuego. 

Entonces  registró  la  cazueleja,  y  hallándola  sin  pól- 
vora, trataba  de  cebarla,  cuando,  aprovechando  nosotros 
acjuel  instante  favorable,  corrimos  hacia  él,  y  afianzán- 
dole los  brazos,  le  (|uitó  mi  cajero  las  pistolas,  yo  alcé 
al  caballo  de  la  cola  y  sacamos  de  esta  suerte  de  debajo 
de  él  al  triste  roto,  que,  enfurecido  más  con  la  violencia 
que  reconocido  al  beneficio  que  acababa  de  recibir,  se 
esforzaba  á  maltratarnos,  diciéndonos:  —  Os  cansáis  en 
vano,  ladrones  insolentes  y  atrevidos.  Nada  tengo  que 
me  llevéis.  Si  queréis  el  caballo  y  estos  trapos,  lleváos- 
los, y  quitadme  la  vida  como  os  dije,  seguros  en  que 
me  haréis  un  gran  favor. 


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OBRAS   ESCOGIDAS 


251 


■ — No  somos  ladrones,  caballero,  le  dije;  somos 
unos  hombres  de  honor,  que  paseándonos  por  aquí 
hemos  visto  la  desgracia  de  usted,  y  obligados  por  la 
humanidad  y  la  religión,  hemos  querido  aliviarlo  en  su 
mal,  y  así  no  pague  con  injurias  esta  prueba  de  la  ver- 
dadera amistad  que  le  profesamos. 

—  ¡Bárbaros!  nos  respondió  el  hombre  puesto  en 
pie;  ¡bárbaros!  ¿aún  tenéis  descaro  para  profanar  con 
vuestros  impuros  labios  las  sagradas  voces  de  honor, 
amistad  y  religión?  ¡Crueles!  Esas  palabras  no  están 
bien  en  la  indigna  boca  de  los  enemigos  de  Dios  y  de 
los  hombres. 

—  Seguramente  este  pobre  está  loco,  como  usted  ha 
pensado,  me  dijo  mi  cajero. 

Entonces  se  le  encaro  el  roto,  y  le  dijo:  —  No,  no 
estoy  loco,  indigno;  pluguiera  á  Dios  que  jamás  hubiera 
tenido  juicio  para  no  haber  tenido  tanto  que  sentir  de 
vosotros. —  ¿De  nosotros?  preguntaba  muy  admirado  mi 
cajero. — Sí,  cruel,  de  vosotros  y  de  vuestros  seme- 
jantes. —  ¿Pues  quiénes  somos  nosotros?  —  ¿Quiénes 
sois?  decía  el  roto;  sois  unos  impíos,  crueles,  ladrones, 
ingratos,  asesinos,  sacrilegos,  aduladores,  intrigantes, 
avaros,  mentirosos,  inicuos,  malvados,  y  cuanto  malo 
hay  en  el  mundo.  Bien  os  conozco,  infames.  Sois  hom- 
bres, y  no  podéis  dejar  de  ser  lo  que  os  he  dicho,  porque 
todos  los  hombres  lo  son.  Sí,  viles,  sí;  os  conozco,  os 


252  PENSADOR    MEXICANO 

detesto,  os  abomino;  apartaos  de  mí  ó  matadme,  porque 
vuestra  presencia  me  es  más  fastidiosa  que  la  muerte 
misma;  pero  id  asegurados  en  que  no  estoy  loco  sino 
cuando  miro  á  los  hombres  y  recuerdo  sus  maquina- 
ciones infernales,  sus  procederes  malditos,  sus  dobleces, 
sus  iniquidades  y  cuanto  me  han  hecho  padecer  con 
todas  ellas.   Idos,  idos. 

Lejos  de  incomodarme  con  aquel  infeliz,  lo  com- 
padecí de  corazón,  conociendo  que  si  no  estaba  loco, 
estaba  próximo  á  serlo;  y  más  lo  compadecí  cuando 
advertí  por  sus  palabras  (jue  era  un  hombre  fino,  que 
manifestaba  bastante  talento,  y  si  aborrecía  al  género 
humano,  no  procedía  esta  fatal  misantropía  de  malicia 
de  corazón,  sino  de  los  resentimientos  que  obraban  en 
su  espíritu  furiosamente,  cuando  se  acordaba  de  los 
agravios  que  le  habían  hecho  sufrir  algunos  de  los 
muchos  mortales  inicuos  que  viven  en  el  mundq. 

Al  tiempo  que  hacía  estas  consideraciones,  refiexio- 
naba  que  no  es  buen  medio  para  amansar  á  un  demente 
oponerse  á  sus  ideas,  sino  contemporizar  con  ellas,  por 
extravagantes  que  sean;  y  así,  aprovechando  este  re- 
cuerdo, le  dije  al  cajero:  —  El  señor  dice  muy  bien.  Los 
hombres  generalmente  son  depravados,  odiosos  y  malig- 
nos. Días  há  que  se  lo  he  dicho  á  usted,  don  Hilario,  y 
usted  me  tenía  por  injusto;  pero  gracias  á  Dios  que  encon- 
tramos á  otro  hombre  que  piense  con  el  acierto  que  yo. 


OBRAS    ESCOGIDAS  253 

—  Tal  es  la  experiencia  que  tengo  de  ellos,  dijo  el 
misántropo,  y  tales  son  los  males  que  me  han  hecho. 

—  Si  vamos  á  recordar  agravios,  le  dije,  y  á  abo- 
rrecer á  los  hombres  por  los  que  nos  han  inferido, 
nadie  tiene  más  motivo  para  odiarlos  que  yo,  porque 
á  nadie  han  perjudicado  como  á  mí. 

—  Eso  no  puede  ser,  contestó  el  misántropo;  nadie 
ha  sufrido  mayores  daños  ni  crueldades  de  los  malditos 
hombres  que  el  infeliz  que  usted  mira.  ¡Si  supiera  mi 
vida!... 

—  Si  oyera  usted  mis  aventuras,  le  contesté,  abo- 
rrecería más  á  los  pésimos  mortales,  y  confesara  que 
debajo  del  sol  no  hay  quién  haya  padecido  más  que  yo. 

—  Pues  bien,  decía;  refiérame  los  motivos  que  tiene 
para  aborrecerlos  y  quejarse  de  ellos,  y  yo  le  contaré 
los  míos;  entonces  veremos  quién  de  los  dos  se  queja 
con  más  justicia. 

Este  era  el  punto  á  donde  quería  yo  reducirlo,  y  así 
le  dije:  —  Convengo  en  la  propuesta;  pero  para  eso  es 
necesario  que  vayamos  á  casa.  Sírvase  usted  pasar  á  ella 
y  contestaremos. 

—  Sea  enhorabuena,  dijo  el  misántropo;  vamos. — 
Al  dar  el  primer  paso  cayó  al  suelo,  porque  estaba  muy 
lastimado  de  un  pie.  Lo  levantamos  entre  los  dos,  y 
apoyándose  en  nuestros  brazos  lo  llevamos  á  casa. 

Fuimos  entrando  al  pueblo,  representando  la  escena 

PERIQUILLO   SARNIENTO. —  T.    II,    D.  —  64. 


254  PENSADOR   MEXICANO 

más  ridicula,  poique  el  enlutado  roto  iba  rengueando 
en  medio  de  nosotros  dos,  que  lo  llevábamos  con  nues- 
tras escopetas  al  hombro,  y  estirando  al  caballo,  cojo 
también,  que  tal  quedó  del  porrazo. 

Semejante  espectáculo  concilio  muy  presto  la  curio- 
sidad del  vulgo  novelero,  y  como  con  la  ocasión  de  haber 
fiestas  en  el  pueblo  había  concurrido  mucha  gente,  en 
un  instante  nos  vimos  rodeados  de  ella. 

Algo  se  incomodó  el  misántropo  con  semejantes 
testigos,  y  más  cuando  uno  de  los  mirones  dijo  en  alta 
voz: — Sin  duda  éste  era  un  gran  ladronazo  y  estos 
señores  lo  han  cogido,  y  lastimado  lo  llevan  á  la  cárcel. 

Entonces,  brotando  fuego  por  los  ojos,  me  dijo: — ¿Ve 
usted  quiénes  son  los  hombres?  ¿Ve  usted  qué  fáciles 
son  para  pensar  de  sus  semejantes  del  peor  modo?  Al 
instante  que  me  ven  me  tienen  por  ladrón.  ¿Por  qué 
no  me  juzgan  enfermo  y  desvalido?  ¿Por  qué  no  creen 
que  ustedes  me  socorren,  sino  que  antes  su  caridad 
la  suponen  justicia  y  rigor?  ¡Ah!  ¡malditos  sean  los 
hombres! 

—  ¿Quién  hace  caso,  le  dije,  del  vulgo,  cuando  sabe- 
mos que  es  un  monstruo  de  muchas  cabezas,  con  muy 
poco  ó  ningún  entendimiento?  El  vulgo  se  compone  de 
la  gente  más  idiota  del  pueblo;  ésta  no  sabe  pensar,  y 
cuando  piensa  alguna  cosa  es  casi  siempre  mal,  pues 
no  conociendo  las  leyes  de  la  crítica,  discurre  por  las 


V- r 


OBRAS   ESCOGIDAS  255 

primeras  apariencias  que  le  ministran  los  objetos  mate- 
riales que  se  le  presentan,  y  como  sus  discursos  no  se 
arreglan  á  la  recta  razón,  las  más  veces  son  desatinados, 
y  los  forma  tales  con  la  misma  ignorancia  que  un  loco; 
pero  así  como  no  debemos  agraviarnos  por  las  injurias 
que  nos  diga  un  loco,  porque  no  sabe  lo  que  dice, 
tampoco  debemos  hacer  aprecio  de  los  dicterios  ni  opi- 
niones perversas  del  vulgo,  porque  es  un  loco  y  no 
sabe  lo  que  piensa  ni  lo  que  habla. 

En  esto  llegamos  á  la  casa;  hice  desensillar  el  caba- 
llo y  dispuse  que  al  momento  lo  curasen  con  el  mayor 
esmero.  Vinieron  los  albéitares,  lo  reconocieron,  lo  cura- 
ron; hice  que  le  pusieran  caballeriza  separada;  la  mandé 
asear  y  que  se  le  echara  mucho  maíz  y  cebada,  y  destinó 
un  mozo  para  que  lo  cuidara  prolijamente.  Todo  esto  fué 
delante  del  misántropo,  quien,  admirado  del  cuidado  que 
me  debía  su  bestia,  me  dijo: — Mucho  aprecia  usted  á  los 
caballos. —  Más  estimo  á  los  hombres,  le  dije. —  ¿Cómo 
puede  ser  eso,  me  dijo,  cuando  no  há  veinte  minutos 
que  me  aseguró  usted  que  los  aborrecía?  —  Así  es,  le 
contesté;  aborrezco  á  los  hombres  malos,  ó  más  bien, 
las  maldades  de  los  hombres;  pero  á  los  hombres  buenos 
como  usted  los  amo  entrañablemente,  los  deseo  servir 
en  cuanto  puedo  y  cuanto  más  infelices  son  más  los 
amo  y  más  me  intereso  en  sus  alivios. 

Al  oir  estas  palabras  que  pronuncié  con  el  posible 


256  PENSADOR   MEXICANO 

entusiasmo,  advertí  no  sé  qué  agradable  mutación  en  la 
frente  del  misántropo,  y  sin  dar  lugar  á  reflexiones,  lo 
metimos  á  mi  sala,  donde  tomamos  chocolate,  dulce  y 
agua. 

Concluido  el  parco  refresco,  me  preguntó  mis  des- 
gracias; yo  le  supliqué  me  refiriera  las  suyas,  y  él, 
procediendo  con  mucha  cortesía,  se  determinó  á  darme 
gusto,  á  tiempo  que  un  mozo  avisó  que  buscaban  á  don 
Hilario.  Salió  éste,  y  entretanto  el  misántropo  me  dijo: 
— Es  muy  larga  mi  historia  para  contarse  con  la  brevedad 
que  deseo;  pero  sepa  usted  que  yo,  lejos  de  deber  ningún 
beneficio  á  los  hombres,  de  cuantos  he  tratado  he  recibido 
mil  males.  Algunos  mortales  numeran  entre  sus  prime- 
ros lavorecedores  á  sus  padres,  gloriándose  de  ello 
justamente,  y  teniendo  sus  favores  por  justísimos  y  nece- 
sarios; mas  yo.  ¡infeliz  de  mí!  no  puedo  lisonjear  mi 
memoria  con  las  caricias  paternales,  como  todos,  porque 
no  conocí  á  mi  cruel  padre,  ni  aun  supe  cómo  era  mi 
indigna  madre.  No  se  escandalice  usted  con  estas  duras 
expresiones  hasta  saber  los  motivos  que  tengo  para 
proferirlas. 

A  este  tiempo  entró  mi  cajero  muy  contento,  y  aun- 
que quise  que  me  descubriera  el  motivo  de  su  gusto,  no  lo 
pude  conseguir,  pues  me  dijo  que  acabaría  de  oir  al 
misántropo  y  luego  me  daría  una  nueva  que  no  podía 
menos  de  darme  gusto. 


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OBRAS    ESCOGIDAS  257 

Ved  aquí  excitada  mi  curiosidad  con  dos  motivos. 
Kl  primero,  por  saber  las  aventuras  del  misántropo,  y 
el  segundo,  por  cercionarme  de  la  buena  ventura  de  mi 
dependiente;  mas  como  éste  quería  que  aquél  continuara, 
se  lo  rogué,  y  continuó  de  esta  suerte: 

— Dije,  señor,  prosiguió  el  misántropo,  que  tengo 
razón  para  aborrecer  entre  los  hombres  en  primer  lugar 
á  mi  padre  y  á  mi  madre.  ¡Tales  fueron  conmigo  de 
ingratos  y  desconocidos!  Mi  padre  fué  el  marqués  de 
Baltimore,  sujeto  bien  conocido  por  su  título  y  su  rique- 
za. Este  infame  me  hubo  en  doña  Clisterna  Camoéns, 
oriunda  de  Portugal.  Ésta  era  hija  de  padres  muy  nobles, 
pero  pobres  y  virtuosos.  El  inicuo  marqués  enamoró  á 
Clisterna  por  satisfacer  su  apetito,  y  ésta  se  dejó  per- 
suadir, más  por  su  locura  que  por  creer  que  se  casaría 
con  ella  el  marqués;  porque  siendo  rico  y  de  título  no 
era  fácil  semejante  enlace,  pues  ya  se  sabe  que  los  ricos 
muy  rara  vez  se  casan  con  las  pobres,  mucho  menos 
siendo  aquéllos  titulados.  Ordinariamente  los  casamien- 
tos de  los  ricos  se  reducen  á  tales  y  tan  vergonzosos 
pactos,  que  más  bien  se  podían  celebrar  en  el  consu- 
lado por  lo  que  tienen  de  comercio,  que  en  el  provisorato 
por  lo  que  tienen  de  sacramento.  Se  consultan  los  cau- 
dales primero  que  las  voluntades  y  calidades  de  los 
novios.  No  es  mucho,  según  tal  sistema,  ver  tan  fre- 
cuentes pleitos  matrimoniales  originados  por  los  cu- 
periquillo  SARNIENTO.  —  T.  II,  D.  —  65. 


258  PENSADOR    MEXICANO 

laces  que  hace   el    interés   y   no   la   inclinación   de   los 
contrayentes. 

Como  el  manjués  no  enamoró  á  Clistorna  con  los 
unes  santos  que  exige  el  matrimonio,  sino  para  satisfacer 
su  pasión  ó  apetito,  luego  que  lo  contentó  y  ésta  le  dijo 
que  estaba  grávida,  buscó  un  pretexto  de  aquellos  que 
los  hombres  hallan  fácilmente  para  abandonar  á  las 
mujeres,  y  ya  no  la  volvi(')  á  ver,  ni  á  acordarse  del  hijo 
que  dejaba  depositado  en  sus  entrañas.  ¿A  este  cruel  po- 
dré amarlo  ni  nombrarlo  con  el  tierno  nombre  de  padre? 

La  tal  Clisterna  tuvo  harta  habilidad  para  disimu- 
lar el  entumecimiento  de  su  vientre,  haciendo  pasar  sus 
bascas  y  achaques  por  otra  enfermedad  de  sil  sexo,  con 
los  auxilios  de  un  médico  y  una  criada  que  había  terciado 
en  sus  amores. 

Xo  se  descuid*')  en  lomar  cuantos  estimulantes  pudo 
para  abortar;  pero  el  cielo  no  permitió  se  lograran  sus 
inicuos  intentos. 

Se  llegó  el  plazo  natural  en  que  debía  yo  ver  la  luz 
del  mundo.  I']l  parto  fué  feliz,  porque  Clisterna  no  padeció 
mucho,  y  prontamente  se  halló  desembarazada  de  mí,  y 
libre  del  riesgo  de  (jue,  por  entonces,  se  descubriera  su 
liviandad.  Inmediatamente  me  envolvió  en  unos  trapos, 
me  puso  un  papel  que  decía  que  era  hijo  de  buenos 
padres  y  (jue  no  estaba  bautizado,  y  me  entregó  á  su 
confidenta  para  que  me  sacara  de  casa.  ¿Merecerá  esta 


:mT., 


OBRAS    ESCOGIDAS  259 

cruel  el  tierno  nombre  de  madre?  ¿Será  digna  de  mi 
amor  y  gratitud?  ¡Ah,  mujer  impía!  Tú,  con  escándalo 
de  las  fieras  y  con  horror  de  la  naturaleza,  apenas  contra 
tu  voluntad  me  pariste,  cuando  me  arrojaste  de  tu  casa. 
Te  avergonzaste  de  parecer  madre;  pero  depusiste  el 
rubor  para  serlo.  Ningún  respeto  te  contuvo  para  prosti- 
tuirte y  concebirme;  pero  para  parirme  ¡cuántos!  para 
criarme  á  tus  pechos  ¡qué  imposibles!  Nada  tengo  que 
agradecerte,  mujer  inicua,  y  mucho  por  qué  odiarte  mien- 
tras me  dure  la  vida,  esta  vida  de  que  tantas  veces  me 
quisiste  privar  con  bebedizos...  pero  apartemos  la  vista 
de  este  monstruo,  que  por  desgracia  tiene  tantos  seme- 
jantes en  el  mundo. 

La  bribona  criada,  tan  cruel  como  su  ama,  como 
á  las  diez  de  la  noche  salió  conmigo  y  me  tiró  en  los 
umbrales  de  la  primera  accesoria  que  encontró. 

Allí  quedé  erdaderamente  expuesto  á  morirme  de 
frío  ó  á  ser  pasto  de  los  hambrientos  perros.  La  gana 
de  mamar  ó  la  inclemencia  del  aire  me  obligaban  á  llorar 
naturalmente,  y  la  vehemencia  de  mi  llanto  despertó  á 
los  dueños  de  la  casa.  Conocieron  que  era  recién  nacido 
por  la  voz;  se  levantaron,  abrieron,  me  vieron,  me  reco- 
gieron con  la  mayor  caridad,  y  mi  padre  (así  lo  he  nom- 
brado toda  mi  vida),  dándome  muchos  besos,  me  dejó 
en  el  regazo  de  mi  madre,  y  á  esa  hora  salió  corriendo 
á  buscar  una  chichigua. 


260  PENSADOR    MEXICANO 

Con  mil  trabajos  la  halló;  pero  volvió  con  ella  muy 
contento.  A  otro  día  trataron  de  bautizarme,  siendo  mis 
padrinos  los  mismos  que  me  adoptaron  por  hijo.  Estos 
señores  eran  muy  pobres;  pero  muy  bien  nacidos,  pia- 
dosos y  cristianos. 

Avergonzándose,  pidiendo  prestado,  endrogándose, 
vendiendo  y  empeñando  cuanto  poco  tenían,  lograron 
criarme,  educarme,  darme  estudios  y  hacerme  hombre; 
y  yo  tuve  la  dulce  satisfacción,  despuc's  que  me  vi  colo- 
cado con  un  regular  sueldo  en  una  oficina,  de  man- 
tenerlos, chiquearlos,  asistirlos  en  su  enfermedad  y 
cerrar  los  ojos  de  cada  uno  con  el  verdadero  cariño  de 
hijo. 

Ellos  me  contaron  del  cruel  marqués  y  de  la  impía 
Clisterna  todo  lo  que  os  he  dicho,  después  que,  al  cabo 
de  tiempo,  lo  supieron  de  boca  de  la  misma  criada,  de 
quien  tan  ciega  confianza  hizo  Clisterna  Al  referírmelo 
me  estrechaban  en  sus  brazos;  si  me  veían  contento, 
se  alegraban;  si  triste,  se  compungían  y  no  sabían  cómo 
alegrarme;  si  enfermo,  me  atendían  con  el  mayor  esme- 
ro, y  jamás  me  nombraron  sino  con  el  amable  epíteto 
de  hijo;  ni  yo  podía  tratarlos  sino  de  padres,  y  de  este 
mismo  modo  los  amaba...  ¡Ay,  señores!  ¿y  no  tuve 
razón  de  hacerlo  así?  Ellos  desempeñaron  por  caridad 
las  obligaciones  que  la  naturaleza  impuso  á  mis  legí- 
timos padres.  Mi  padre  suplió  las  veces  del  marqués  de 


OBRAS   ESCOGIDAS  261 

Baltimore,  hombre  indigno,  no  sólo  del  título  de  marqués, 
sino  de  ser  contado  entre  los  hombres  de  bien.  Su  esposa 
desempeñó  muy  bien  el  oficio  de  Clisterna,  mujer  tira- 
na á  quien  jamás  daré  el  amable  y  tierno  nombre  de 
madre. 

Cuando  me  vi  sin  el  amparo  y  sombra  de  mis 
amantes  padrinos,  conocí  que  los  amé  mucho  y  que 
eran  acreedores  á  mayor  amor  del  que  yo  luí  capaz  de 
profesarles.  Desde  entonces  no  he  conocido  y  tratado 
otros  mortales  más  sinceros,  más  inocentes,  más  bené- 
ficos, ni  más  dignos  de  ser  amados.  Todos  cuantos  he 
tratado  han  sido  ingratos,  odiosos  y  malignos,  hasta 
una  mujer  en  quien  tuve  la  debilidad  de  depositar  todos 
mis  alectos  entregándole  mi  corazón. 

Esta  fué  una  cruel  hermosa,  hija  de  un  rico,  con 
quien  tenía  celebrados  contratos  matrimoniales,  l'^lla 
mil  veces  me  ofreció  su  corazón  y  su  mano ;  otras 
tantas  me  aseguró  que  me  amaba  y  que  su  fe  sería 
eterna;  y  de  la  noche  á  la  mañana  se  entró  en  un 
convento,  y,  perjura  indigna,  ofreció  á  Dios  una  alma 
que  había  jurado  que  era  mía.  Ella  me  escribió  una 
carta  llena  de  improperios  que  mi  amor  no  merecía; 
ella  sedujo  á  su  padre,  atribuyéndome  crímenes  que  no 
había  cometido,  para  que  se  declarara,  como  se  declaró, 
mi  eterno  y  poderoso  enemigo,  y  ella,  en  fin,  no  con- 
tenta con  ser  ingrata   y   perjura ,    comprometió   contra 

PERIQUILLO   SARNIENTO.  —  T.    II,  D.  — 66. 


262  PENSADOR    MEXICANO 

mí  á  cuantos  pudo  para  que  me  persiguieran  y  da- 
ñaran, contándose  entre  éstos  un  don  Tadeo,  hermano 
suyo,  que  afectándome  la  más  tierna  amistad,  me  había 
dicho  que  tendría  mucho  gusto  en  llamarse  mi  cuñado. 
¡Ah,  crueles  1 

Mientras  que  el  misántropo  contaba  su  historia, 
advertí  que  mi  cajero  lo  atendía  con  sumo  cuidado,  y 
desde  que  tocó  el  punto  de  sus  mal  correspondidos 
amores,  mudaba  su  semblante  de  color  á  cada  rato, 
hasta  que,  no  pudiendo  sufrir  más,  le  interrumpió  di- 
ciéndole:  —  Dispense  usted,  señor;  ¿cómo  se  llamaba 
esa  señora  de  quien  usted  está  quejoso?  —  Isabel.  — 
¿Y  usted?  —  Yo,  Jacobo,  al  servicio  de  usted. 

Entonces  el  cajero  se  levantó,  y  estrechándolo  entre 
sus  brazos ,  le  decía  con  la  mavor  ternura :  —  Buen 
Jacobo,  amigo  desgraciado;  yo  soy  tu  amigo  Tadeo, 
sí,  yo  soy  el  hermano  de  la  infeliz  Isabel,  tu  pro- 
metida amante.  Ninguna  queja  debes  tener  de  mí  ni 
de  ella.  Ella  murió  amándote,  ó  más  bien,  murió  en 
fuerza  del  mucho  amor  que  te  tuvo;  yo  hice  cuanto 
pude  por  informarte  de  su  suerte,  de  su  fallecimiento 
y  constancia;  pero  no  l'ur  posible  saber  de  tí  por  más 
que  hice. 

Cuanto  padeciste  tú,  mi  hermana  y  yo,  fué  ocasio- 
nado por  el  interés  de  mi  padre,  quien,  por  sostener 
el  mayorazgo  de  mi  hermano  Damián,  impidió  el  casa- 


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OBRAS   ESCOGIDAS  263 

miento  de  Isabel,  forzó  á  Antonio  á  ser  clérigo,  y  á  mí 
me  dejó  pereciendo  en  compañía  de  mi  iní'elice  madre, 
que  Dios  perdone.  Conque  no  tengas  queja  de  la  pobre 
Isabel,  ni  de  tu  buen  amigo  Tadeo,  que  quizá  la  Suma 
Providencia  ha  permitido  este  raro  encuentro  para  que 
te  desagravie,  te  alivie  y  recompense,  en  cuanto  pueda, 
tu  virtud. 

A  todo  esto  estaba  como  enajenado  el  misántropo, 
y  yo,  acordándome  del  cuento  del  trapiento  y  oyendo 
que  el  dicho  cajero  no  se  llamaba  Hilario  sino  Tadeo, 
y  que  concordaba  bien  cuanto  me  contó  aquél  con  lo 
que  éste  acababa  de  referir,  le  dije:  — Don  Hilario,  don 
Tadeo,  ó  como  usted  se  llame,  dígame  usted,  por  vida 
suya  y  con  la  ingenuidad  que  acostumbra,  ¿se  ha  visto 
usted  alguna  vez  calumniado  de  ladrón?  ¿ha  vivido  en 
alguna  accesoria?  ¿ha  tenido  ó  tiene  más  hijos  que  la 
niña  que  me  dice?  Y  por  fin,  ¿se  llama  Tadeo  ó  Hilario? 
—  Señor,  me  dijo,  me  he  visto  calumniado  de  ladrón, 
he  vivido  en  accesoria,  he  tenido  dos  niños,  á  más  de 
Rosalía,  que  han  muerto,  y,  en  efecto,  me  llamo  Tadeo 
y  no  Hilario. 

— Pues  sírvase  usted  de  decirme  cómo  fué  esa  ca- 
lumnia. —  Estando  yo  una  tarde,  me  dijo,  paradoen  un 
zaguán  cerca  del  Factor  y  en  el  pelaje  más  desprecia- 
ble, un  mocetoncillo  que  iba  con  unos  soldados  se  afir- 
mó en  que  yo  le  había  dado  á  vender  una  capa  de  golilla. 


264  PENSADOR   MEXICANO 

que  resultó  robada,  con  la  que  se  habían  robado  unos 
libros,  una  peluca  y  qué  sé  yo  qué  más.  Los  soldados 
me  llevaron  ante  el  juez;  éste,  por  fortuna,  me  conocía 
y  á  toda  mi  familia;  sabía  cuál  era  mi  conducta  y  la 
causa  de  mis  desgracias,  y  no  dudó  asegurar  que  estaba 
yo  inocente,  y  prometió  probarlo  siempre  que  se  le  mani- 
festara al  que  me  calumnió;  pero  esto  no  pudo  ser,  por- 
que los  soldados  ya  le  habían  soltado;  con  esto  me  deja- 
ron en  libertad. 

— ¿Y  qur  hizo  usted,  don  Tadeo'^  le  pregunté;  ¿llegó 
usted  á  ver  á  su  calumniador?  ¿Supo  quién  era?  Y  si 
lo  vio,  ¿qué  hizo  para  vindicarse?  Es  regular  que  lo 
pusiera  usted  en  la  cárcel.  —  No,  señor,  me  dijo,  pasó 
en  la  misma  tarde  por  mi  casa,  lo  conocí,  lo  metí 
en  ella,  y  cuando  lo  convencí  de  que  era  hombre  de 
bien ,  lo  hospedé  en  mi  casa  esa  noche ,  mi  madre 
le  curó  unas  ligeras  roturas  de  cabeza  y  lo  dejé  ir 
en  paz. 

— ¿Y  cómo  se  llamaba  ese  picaro  (jue  calumnió  á 
usted?  le  pregunté.  Y  don  Tadeo  me  contest(')  que  no 
lo  sabía  ni  se  lo  había  querido  preguntar.  Entonces  yo, 
lleno  del  júbilo  que  no  soy  bastante  á  explicar,  me 
abracé  de  don  Tadeo,  y  el  misántropo,  satisfecho  del 
buen  proceder  de  su  amigo,  y  creyéndome  algo  bueno, 
se  abrazó  de  nosotros,  y  en  un  nudo  que  expresaba  el 
cariño   y   la   confianza,    se    enlazaron   nuestros   brazos. 


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OBRAS   ESCOGIDAS  265 

Nuestras  lágrimas  manifestaban  los  sentimientos  de  la 
gratitud,  la  reconciliación  y  la  amistad,  y  un  enfático 
silencio  aclaraba  elocuente  las  nobles  pasiones  de  nues- 
tras almas. 

Yo,  antes  que  todos,  interrumpí  aquel  éxtasis  mis- 
terioso, y  dije  á  Tadeo : — Yo,  yo  soy,  noble  amigo, 
aquel  mismo  que  cuando  me  prostituí  agravié  á  usted 
imputándole  un  robo  que  no  había  cometido;  yo  sov 
á  quien  benefició  el  extremo  de  su  caridad;  yo  quien 
sé  todas  sus  desgracias;  yo  quien  lo  he  tenido  por 
mi  sirviente,  y  yo,  por  último,  soy  quien  tendré  por 
mucha  honra  que  desde  hoy  me  asiente  entre  sus 
amigos. 

Esta  mi  sincera  confesión  no  hizo  más  que  confir- 
mar á  aquellos  señores  en  que  yo  era  hombre  de  bien 
á  toda  prueba,  y  así,  después  de  que  más  despacio  nos 
contamos  nuestras  aventuras,  confirmamos  nuestras 
amistades  y  juramos  conservarlas  para  siempre. 

El  misántropo,  enteramente  mudado,  dijo:  —  Cierto, 
señores,  que  tengo  mucho  que  agradecer  á  mi  caballo, 
porque  me  condujo  á  un  pueblo  á  donde  yo  no  pensaba 
venir...  pero  ¿qué  hablo?  Al  cielo,  á  la  Providencia,  al 
Dios  de  las  bondades  es  á  quien  debo  agradecer  seme- 
jante impensado  beneficio.  Por  uno  de  aquellos  estu- 
diados designios  de  la  Deidad,  que  los  hombres  necios 
llamamos  contingencias,  se  desbocó  mi  caballo  á  tiem- 

PERIQUILLO   SARNIENTO.  —  T.    II  ,    D.  —  67. 


266  PENSADOR    MEXICANO 

po  que  ustedes  me  vieron  y  porfiaron  por  traerme  á 
su  casa,  en  donde  he  visto  el  desenlace  de  mis  des- 
gracias con  una  felicidad  no  esperada:  pues  es  felici- 
dad satisfacerme,  aunque  tarde,  de  la  constante  fide- 
lidad de  mi  amada  y  de  mi  buen  amigo  Tadeo.  Ya 
conozco  que  es  un  desatino  aborrecer  al  género  huma- 
no por  las  ingratitudes  de  muchos  de  sus  individuos, 
y  que,  por  más  inicuos  que  haya,  no  faltan  algunos 
beneméritos,  agradecidos,  finos,  leales,  sensibles,  vir- 
tuosos y  hombres  de  bien  d  toda  prueba.  Es  menester 
hacer  justicia  á  los  buenos,  por  más  que  abunden  los 
malos.  Yo  lo  conozco,  y  en  prueba  de  ello,  pido  á 
ustedes  que  me  perdonen  del  loco  concepto  que  me 
debían. 

— Deja  eso,  dijo  Tadeo;  yo  he  sido,  soy  y  seré  tu 
amigo  mientras  viva.  Estoy  persuadido  de  que  la  misma 
bondad  de  tu  genio,  tu  sencillez,  tu  sensibilidad  y  tu 
virtud,  te  hicieron  creer  que  todos  los  hombres  se  ma- 
nejaban como  debían,  según  el  orden  de  la  razón,  y 
habiendo  experimentado  que  no  era  así,  incurriste  en 
otro  error  más  grosero,  creyendo  que  no  había  hom- 
bre bueno  en  el  mundo,  ó  cuando  menos,  que  éstos 
eran  demasiado  raros,  y,  según  esta  equivocación,  no 
era  muy  extraña  tu  misantropía;  pero  ya  ves  que  no 
es  como  lo  has  pensado,  y  que,  susceptible  al  error, 
creíste  que  yo  é  Isabel  te  fuimos  ingratos,  al    mismo 


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OBRAS    ESCOGIDAS  267 

tiempo  que  ésta  murió  por  amarte  y  yo  no  he  per- 
donado  diligencia  por  saber  de  tí  y  confirmarte  en  mi 
amistad. 

Yo  también  pensaba  que  los  hombres  prostituidos 
al  vicio  jamás  podían  mudar  enteramente  de  conducta; 
creía  que,  conservando  los  resabios  del  libertinaje,  les  vi 

sería  muy  difícil  el  sujetarse  á  la  razón  y  ser  benéficos,  ; 

y  hoy,  con  la  mayor  complacencia,  me  ha  desengañado 
mi  amo  y  mi  amigo  don  Pedro,  cuya  conducía,  en  el 
tiempo  que  le  he  servido,  me  ha  edificado  con  su 
arreglo... 

— Calle  usted,  señor  don  Tadeo,  le  dije,  no  me  aver- 
güence  recordando  mis  extravíos  y  elogiando  mi  debido 
proceder.  Mucho  menos  me  trate  de  amo,  sino  de  amigo,  ** 

de  cuyo  título  me  lisonjeo.  Yo  acomodé  á  usted  en  mi 
servicio  sin  saber  quién  era,  y  en  el  tiempo  que  me 
ha  acompañado  tengo  harto  que  agradecerle.  En  este 
tiempo  todas  han  sido  felicidades  para  mí,  siendo  la  • 
última  el  feliz  encuentro  y  satisfacción  del  caballero 
don  Jacobo. 

— No  es  la  última  felicidad  que  usted  sabe,  me  dijo 
mi  cajero;  aún  resta  otra  que  ustedes  dos  escucharán  ,  . 

con    gusto.    Oigan    esta    carta    que    acabo    de    recibir. 
Dice  así: 


268  PENSADOR    MEXICANO 

«Señor  don  Tadeo  Mayoli. 
»M6xico  10  de  Octubre,  &. 

»Mi  amigo  y  señor:  Ha  lallecido  su  hermano  de 
V.,  el  señor  don  Damián,  y  debiendo  recaer  en  V. 
el  mayorazgo  que  poseía,  por  haber  muerto  sin  suce- 
sor, la  Real  Audiencia  ha  declarado  á  V.  legítimo 
heredero  del  vínculo,  por  lo  que,  después  de  darle  los 
plácemes  debidos ,  le  suplico  se  sirva  venir  cuanto 
antes  á  la  capital,  para  enterarlo  del  testamento  de  su 
señor  hermano  y  ponerlo  en  posesión  de  sus  intereses, 
en  cumplimiento  de  la  orden  superior  que  para  el  efecto 
obra  en  el  oficio  de  mi  cargo. 

»Aprecio  esta  ocasión  para  ofrecerme  á  la  disposi- 
ción deV.,  como  su  afectísimo  amigo  y  atento  servidor, 
O-  B.  S.  M.  —  Fermín  Gutierre::;,  » 

— Kste  sujeto  es  el  escribano  ante  quien  se  otorgó 
el  testamento.  En  virtud  de  esta  carta  tengo  que  partir 
para  México  cuanto  antes.  A  usted,  señor  don  Pedro, 
mi  amigo,  mi  amo  y  favorecedor,  le  doy  las  gracias  por 
el  bien  que  me  ha  hecho  y  por  el  buen  trato  que  me 
ha  dado  en  su  casa,  ofreciéndole  mis  cortos  haberes, 
y  suplicándole  no  olvide,  en  cualquier  fortuna,  que  soy 
y  he  de  ser  su  amigo;  y  á  tí,  querido  Jacobo,  te  ofrezco 
mis  intereses  con  igual  sinceridad,  y  para  desenojarte 
de  los  agravios  que  te  infirió  mi  padre  negándote  á  mi 


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OBRAS   ESCOGIDAS  269 

hermana,  por  ser  tú  pobre,  pongo  á  tu  disposición  mis 
haberes  con  la  mano  de  mi  hija,  si  la  quisieres.  Es  mu- 
chacha tierna,  bien  criada  y  nada  fea.  Si  gustas,  enlázate 
con  ella,  que  ya  que  no  es  Isabel,  es  Rosalía,  quiero 
decirte  que  es  rama  del  mismo  tronco. 

El  misántropo,  ó  don  Jacobo,  no  sabía  cómo  agra- 
decer á  Tadeo  su  expresión;  pero  se  hallaba  avergonzado 
por  ser  pobre  y  por  dudar  si  sería  agradable  á  su  hija, 
mas  éste  lo  ensanchó  diciéndole : — No  es  defecto  para  mí 
la  pobreza,  donde  concurren  tan  nobles  cualidades;  aún 
no  eres  viejo  y  -creo  que  mi  hija  te  amará,  así  que  yo  la 
informe  de  quién  eres. 

Pasados  estos  cariñosos  coloquios,  tratamos  de  vestir 
con  decencia  á  Jacobo,  y  al  día  siguiente  hizo  Tadeo  traer 
un  coche  y  se  fueron  en  él  para  México,  dejándome  bien 
triste  la  ausencia  de  tan  buenos  amigos. 

A  pocos  días  me  escribieron  haberse  casado  Jacobo 
y  Rosalía,  y  que  vivían  en  el  seno  del  gusto  y  la  tran- 
quilidad. 

Murió  á  poco  el  administrador  de  la  hacienda  en 
donde  estaba  Anselmo,  y  mi  amo  me  escribió  mandán- 
dome que  fuera  á  recibirla. 

Con  esta  ocasión  fui  á  la  hacienda  y  tuve  la  agra- 
dable satisfacción  de  ver  á  mi  amigo  y  á  su  familia,  que 
me  recibió  con  el  mayor  cariño  y  expresión. 

Desde  aquel  día  fué  Anselmo  mi  dependiente  y  yo 

PERIQUILLO   SARNIENTO. —  T.   II,    D.  —  6f*. 


270 


PENSADOR    MEXICANO 


un  testigo  de  su  buena  conducta.  Los  hombres  de  fina 
educación  v  entendimiento,  cuando  se  resuelven  á  ser 
hombres  de  bien,  casi  siempre  desempeñan  este  título 
lisonjero. 

Yo  me  volví  á  San  Agustín  y  viví  tranquilo  muchos 
años. 


'/<:;m^:^,zwí7^ ;. .' . 


CAPÍTULO  XIV 


En  el  que  Per.'quillo  cuenta  sus  segundas  nupcias  y  otras  cosas  interesantes 
para  la  inteligencia  de  esta  verdadera  historia 


No  me  quedé  muy  contento  con  la  ausencia  de  don 
Tadeo;  su  falta  cada  día  me  era  más  sensible,  porque 
no  me  fué  fácil  hallar  un  dependiente  bueno  en  mucho 
tiempo.  Varios  tuve,  pero  todos  me  salieron  averiados; 


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272  PENSADOR    MEXICANO 

pues  el  que  no  era  ebrio,  era  jugador;  el  que  no  era 
jugador,  enamoraba:  el  que  no  enamoraba,  era  flojo; 
el  que  no  tenía  este  defecto  era  inútil,  y  el  que  era  hábil, 
sabía  darle  sus  desconocidas  al  cajón. 

Entonces  advertí  cuan  difícil  es  hallar  un  depen- 
diente enteramente  bueno  y  cómo  se  deben  apreciar 
cuando  se  encuentran. 

Sin  embargo  de  mi  soledad,  no  dejaba  yo  de  venir 
á  México  con  frecuencia  á  mis  negocios.  Visitaba  á  mi 
amo,  á  quien  cada  día  merecía  más  pruebas  de  confianza 
y  amistad,  y  no  dejaba  de  ver  á  Pelayo,  ya  en  la  iglesia, 
ya  en  su  casa,  y  siempre  lo  hallaba  padre  y  amigo  ver- 
dadero. 

Casualmente  encontré  un  día  al  padre  capellán  de 
mi  amo.  el  chino,  en  el  cuarto  de  mi  amigo  Pelayo.  Este 
padre  capellán  tenía  mucha  retentiva  ó  conservaba  fija- 
mente las  ideas  que  aprendía  con  viveza,  y  como  por 
mí  disfrutaba  el  acomodo  (jue  tenía  y  fué  causa  de  que 
saliera  yo  de  la  casa  de  su  patrón,  retuvo  muy  bien  en 
su  fantasía  mi  figura,  y  al  instante  que  me  vio  me  cono- 
ció, y  mirando  que  el  padre  Pelayo  me  hacía  mucho 
aprecio,  me  habló  con  el  mismo,  y  satisfecho  de  la  muta- 
ción de  mis  costumbres  por  sus  preguntas,  por  el  asiento 
de  mi  conversación  v  por  el  informe  de  Pelavo,  se  me 
dio  por  conocido,  alabó  mi  reforma,  procuró  confirmar- 
me en  ella  con  sus  buenos  consejos,   me  dio  las  gracias 


-•?r^:^'7^-^-'  .;■;■:■      ■  - '  -■■  'TiW-*. 


OBRAS   ESCOGIDAS  273 

por  el  influjo  que  había  tenido  en  su  colocación,  me  ase- 
guró en  su  amistad  y  me  llevó  á  la  casa  del  asiático, 
á  pesar  de  mi  resistencia,  porque  le  tenía  yo  mucha  ver- 
güenza. 

Luego  que  entramos  le  dijo  el  capellán: — Aquí  tiene 
usted  á  su  antiguo  amigo  y  dependiente  don  Pedro  Sar- 
miento, de  quien  tantas  veces  hemos  hecho  memoria. 
Ya  es  digno  de  la  amistad  de  usted,  porque  no  es  un 
joven  vicioso  ni  atolondrado,  sino  un  hombre  de  juicio 
y  de  una  conducta  arreglada  á  las  leyes  del  honor  y  de 
la  religión. 

Entonces  mi  amo  se  levantó  de  su  butaque,  y  dán- 
dome un  apretado  abrazo,  me  dijo:  —  Mucho  gusto  tengo 
de  verte  otra  vez  y  de  saber  que  por  fin  te  has  enmen- 
dado y  has  sabido  aprovecharte  del  entendimiento  que 
te  dio  el  cielo.  Siéntate,  hoy  comerás  conmigo,  y  créete 
que  te  serviré  en  cuanto  pueda,  mientras  que  seas  hom-  | 

bre  de  bien;  porque  desde  que  te  conocí  te  quise,  y  por 
lo  mismo  sentí  tu  ausencia;  deseaba  verte,  y  hoy  que 
lo  he  conseguido  estoy  harto  contento  y  placentero. 

Le  di  mil  gracias  por  su  favor;  comimos,  le  informé 
de  mi  situación  v  en  dónde  estaba;  le  ofrecí  mis  cortos 
haberes;  le  supliqué  que  honrara  mi  casa  de  cuando  en 
cuando,  y  después  de  recibir  de  él  las  más  tiernas  demos- 
traciones de  cariño,  me  marché  para  mi  San  Agustín  de 
las  Cuevas,  aunque  ya  no  se  disolvió  la  amistad  recí- 

PERIQUILLO    SARNIENTO.  — T.    II,    D.— 69. 


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274  PENSADOR    MEXICANO 

proca  entre  el  asiático,  su  capellán  y  yo;  porque  los 
visitaba  en  Mrxico,  los  obsequiaba  en  mi  casa  cuando 
me  visitaban,  nos  regalábamos  mutuamente  y  nos  llega- 
mos á  tratar  con  la  mayor  afabilidad  y  cariño. 

También  en  uno  de  los  días  que  venía  á  México 
encontré  al  pobre  Andresillo,  muy  roto  y  despilfarrado; 
me  habló  con  mucho  respeto  y  estimación;  me  llevó  casi 
á  fuerza  á  su  casa;  me  dio  su  buena  mujer  de  almorzar, 
y  el  pobre  no  supo  qué  hacerse  conmigo  para  manifes- 
tarme su  gratitud. 

Yo  me  compadecí  de  su  situación,  y  le  pregunté 
que  por  qué  estaba  tan  de  capa  caída,  que  si  no  valía 
nada  su  oficio,  que  si  él  jugaba,  ó  era  muy  disipadora 
su  mujer.  —  Nada  de  eso  hay,  señor,  me  dijo  Andrés;  yo 
ni  conozco  la  baraja;  no  soy  tan  chambón  en  mi  oficio, 
y  mi  mujer  es  inmejorable,  porque  se  pasa  de  econó- 
mica á  mezquina;  pero  está  México,  señor,  hecho  una 
lástima.  Para  diez  que  se  hacen  la  barba,  hay  diez  mil 
barberos;  ya  sabe  su  mercé  que  en  las  ciudades  grandes 
sobra  todo,  y  así  creo  que  hay  más  barberos  que  barbados 
en  México.  Solamente  los  domingos  y  fiestas  de  guardar 
rapo  quince  ó  veinte  de  á  medio  real,  y  en  la  semana 
no  llegan  á  seis.  Esto  de  dar  sangrías,  echar  ventosas  ó 
sanguijuelas,  curar  cáusticos  y  cosas  semejantes,  apenas 
lo  pruebo;  con  esto  no  tengo  para  mantenerme,  porque 
en  la  ciudad  se  gasta  doble  que  en  los  pueblos,  y  como 


OBRAS   ESCOGIDAS  275 

primero  es  comer  que  nada,  cate  usted  que  lo  poco  que 
gano  me  lo  como,  y  no  tengo  ni  con  qué  vestirme,  ni 
con  qué  pagar  la  accesoria. 

Condolido  yo  con  la  sencilla  narración  de  Andrés, 
le  propuse  que  si  quería  irse  á  mi  casa  lo  acomodaría 
de  cajero,  dándole  lugar  á  que  buscara  lo  que  pudiera 
con  su  oficio. 

El  infeliz  vio  el  cielo  abierto  con  semejante  pro- 
puesta, que  admitió  en  el  momento,  y  desde  luego  dis- 
puso sus  cosas  de  modo  que  en  el  mismo  día  se  fué 
conmigo. 

1^1  era  vulgar,   pero  no  tonto.   Fácilmente  aprendió  ;> 

el  mecanismo  de  una  tienda,  v  me  salió  tan  hombre 
de  bien ,  que  en  puntos  de  despacho  y  fidelidad  no  ex- 
trañaba yo  á  mi  buen  amigo  don  Tadeo,  á  quien  tampoco 
dejr  de  visitar,  ni  á  su  yerno  don  Jacobo,  á  quien  visité 
en  su  casa  con  frecuencia,  y  tuve  el  gusto  de  verlo  casado 
y  contento  con  la  señorita  doña  Rosalía,  á  la  que  vi  muy  :■:% 

niña  cuando  la  conocí  por  hija  del  trapiento.  "  I 

Estas  amistades  tuve  v  conservé  cuando  fui  hombre 
de  bien,  y  jamás  hubo  motivo  de  arrepentirme  de  ellas. 
Prueba  evidente  de  que  la  buena  y  verdadera  amistad 
no  es  tan  rara  como  parece;  pero  ésta  se  halla  entre  los 
buenos,  no  entre  los  picaros,  aduladores  y  viciosos. 

Cosa  de  cuatro  años  viví  muy  contento  en  el  estado 
de  viudo  en  San  Agustín  de  las  Cuevas,  adelantando  á 


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27G  PENSADOR    MEXICANO 

mi  amo  su  principal,  contando  quieto  y  sosegado  seis 
ú  ocho  mil  pesos  míos,  visitando  muy  gustoso  á  mi  amo, 
al  chino,  á  Roque,  á  Pelayo,  á  Jacobo  y  á  Tadeo,  y  dur- 
miendo con  aquella  tranquilidad  que  permite  una  con- 
ciencia libre  de  remordimientos. 

Una  tarde,  estando  paseándome  bajo  los  portales  de 
la  tienda,  vi  llegar  al  mesón,  que  estaba  inmediato,  una 
pobre  mujer  estirando  un  burro,  el  que  conducía  á  un 
viejo  miserable.  El  burro  ya  no  podía  andar,  y  si  daba 
algunos  pasos*  era  acosado  por  una  muchachilla  que 
venía  también  azotándole  las  ancas  con  una  vara. 

Entraron  al  mesón,  y  á  poco  rato  se  me  presentó 
la  niña,  que  era  como  de  catorce  años,  muy  blanca, 
rota,  descalza,  muy  bonita  y  llena  de  congoja;  tarta- 
mudeando las  palabras  y  derramando  lágrimas  en  abun- 
dancia, me  dijo: — Señor,  sé  que  usted  es  el  dueño  del 
mesón;  mi  padre  viene  muñéndose  y  mi  madre  también. 
Por  Dios,  dénos  usted  posada,  que  no  tenemos  ni  medio 
con  que  pagar,  porque  nos  han  robado  en  el  camino. 

He  dicho  que  yo  debí  á  Dios  una  alma  sensible  y 
me  condolía  de  los  males  de  mis  semejantes  en  medio 
de  mis  locuras  y  extravíos.  Según  esto,  fácil  es  concebir 
que  en  este  momento  me  interesé  desde  luego  en  la 
suerte  de  aquellos  infelices.  En  efecto,  me  pareció  muy 
poco  el  mandar  alojarlos  en  el  mesón,  y  así  respondí  á 
la   mensajera:  —  Niña,    no  llores,   anda    y    haz  que    tu 


-■-  !>         *^'' 


OBRAS   ESCOGIDAS  277 

madre  y  tu  padre  vengan  á  mi  casa,  y  diles  que  no  se 
aflijan. 

La  niña  se  fue  corriendo  muy  contenta,  y  á  pocos 
minutos  volvió  con  sus  ancianos  padres.  Los  hice  entrar 
en  mi  casa,  ordené  que  les  dieran  un  cuarto  limpio  y 
que  los  asistieran  con  mucho  cuidado. 

Conforme  á  mis  órdenes,  Andrés  dispuso  que  les 
pusieran  camas  y  que  les  dieran  de  cenar  muy  bien, 
sin  perdonar  cuanto  gasto  consideró  necesario  á  su 
alivio. 

Yo  me  alegré  de  verlo  tan  liberal  en  los  casos  en 
que  una  extrema  necesidad  lo  exigía,  y  á  las  diez  de  la 
noche,  deseando  saber  quiénes  eran  mis  huéspedes,  entré 
á  su  cuartito  y  hallé  al  pobre  viejo  acostado  sobre  un 
colchoncito  de  paja;  su  esposa,  que  era  una  señora  como 
de  cuarenta  años  ó  poco  menos,  estaba  junto  á  su  cabe- 
cera, y  la  niña  sentada  á  los  pies  de  la  misma  cama. 

Luego  que  me  vieron  se  levantaron  la  señora  y  la 
niña,  y  el  anciano  quiso  hacer  lo  mismo;  mas  yo  no  lo 
consentí,  antes  hice  sentar  á  las  pobres  mujeres  y  yo 
me  acomodé  inmediato  al  enfermo. 

Le  pregunté  de  dónde  era,  qué  padecía  y  cuándo  ó 
cómo  lo  habían  robado. 

El  triste  anciano,  manifestando  la  congoja  de  su 
espíritu,  suspiró  y  me  dijo: — Señor,  los  más  de  los  acae- 
cimientos de  mi  vida  son  lastimosos;  usted,  á  lo  que  me 

PERIQUILLO   SARNIFNTO    —  T.    II      D.    -  70. 


■# 


A 


278  PENSAUOU    MEXICANO 

parece,  es  bastante  compasivo,  y  para  los  corazones  sen- 
sibles no  es  obsequio  el  referirles  lástimas. 

—  Es  cierto,  amigo,  le  contesté,  que  para  los  que 
aman  como  deben  á  sus  semejantes  es  ingrata  la  relación 
de  sus  miserias;  pero  también  puede  ser  motivo  de  (jue 
experimenten  alguna  dulzura  interior,  especialmente 
cuando  las  pueden  aliviar  de  algún  modo.  Yo  me  hallo 
en  este  caso,  y  así  quiero  oir  los  infortunios  de  usted,  no 
por  mera  curiosidad,  sino  por  ver  si  puedo  serle  útil  de 
alguna  manera. 

—  Pues  señor,  continuó  el  pobre  anciano,  si  ese  es 
solo  el  piadoso  designio  de  usted  oiga  en  compendio  mis 
desgracias: 

Mis  padres  fueron  nobles  y  ricos,  y  yo  hubiera 
gozado  la  herencia  que  me  dejaron  si  hubiera  mi  albacea 
sido  hombre  de  bien;  pero  éste  disipó  mis  haberes  y  me 
vi  reducido  á  la  miseria.  ICn  este  estado  serví  á  un  caba- 
llero rico  que  me  quiso  como  padre,  y  me  dejó  cuanto 
tuvo  á  su  fallecimiento.  Me  incliné  al  comercio,  y  de 
resultas  de  un  contrabando,  perdí  todos  mis  bienes  de 
la  noche  á  la  mañana.  Cuando  comenzaba  á  reponerme, 
á  costa  de  mucho  trabajo,  me  dio  gana  de  casarme,  y 
lo  verifiqué  con  esta  pobre  señora,  á  quien  he  hecho 
desgraciada.  Era  hermosa,  la  llevé  á  México,  la  vio  un 
marqués,  se  apasionó  de  ella,  halló  una  honrada  resis- 
tencia en  mi  esposa  y  trató  de  vengarse  con  la  mayor 


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OBRAS   ESCOGIDAS  279 

villanía,  me  imputó  un  crimen  que  no  había  cometido  y 
me  redujo  á  una  prisión.  Por  fin,  á  la  hora  de  su  muerte, 
le  tocó  Dios  y  me  volvió  mi  honor  y  los  intereses  que 
perdí  por  su  causa.  Salí  de  la  prisión  y... — Perdone  usted, 
señor,  le  interrumpí  diciéndole:  ¿cómo  se  llama  usted? — 
Antonio.  —  ¡Antonio! — Sí,  señor.  —  ¿Tuvo  usted  algún 
amigo  en  la  cárcel  á  quien  socorrió  en  los  últimos  días 
de  su  prisión?  —  Sí,  tuve,  me  dijo,  á  un  pobre  joven, 
que  era  conocido  por  Periquillo  Sarniento;  muchacho 
bien  nacido,  de  fina  educación,  de  no  vulgares  talentos 
y  de  buen  corazón,  harto  dispuesto  para  haber  sido 
hombre  de  bien;  pero  por  su  desgracia  se  dio  ú  la 
amistad  de  algunos  picaros,  éstos  lo  pervirtieron,  y  por 
su  causa  se  vio  en  aquella  cárcel. 

Yo,  conociendo  sus  prendas  morales,  lo  quise,  le 
hice  el  bien  que  pude,  y  aun  le  encargué  me  escribiera  á 
Orizaba  su  paradero.  El  mismo  encargo  hice  á  su  escri- 
bano, un  tal  Chanfaina,  á  quien  le  dejé  cien  pesos  para 
que  agitara  su  negocio  y  le  diera  de  comer  mientras 
estuviera  en  la  cárcel;  pero  ni  uno  ni  otro  me  escribieron 
jamás.  Del  escribano  nada  siento,  y  acaso  se  aprove- 
charía de  mi  dinero;  pero  de  Periquillo  siempre  sentiré 
su  ingratitud. 

— Con  razón,  señor,  le  dije,  fué  un  ingrato;  debía 
haber  conservado  la  amistad  de  un  hombre  tan  benéfico 
y  liberal  como  usted.  Quién  sabe  cuáles  habrán  sido  sus 


280  PENSADOR    MEXICANO 

fines;  pero  si  usted  lo  viera   ahora  ¿lo  quisiera  como 
antes? 

—  Sí  lo  quisiera,  amigo,  me  dijo;  lo  amaría  como 
siempre. — ¿Aun(jue   fuera  un   picaro? — Aunque   fuera. 
En   los  hombres  debemos  aborrecer  los  vicios,   no  las 
personas.    Yo,  desde  que  conocí  á  ese  mozo,  viví  per- 
suadido en   que  sus  crímenes  eran  más  bien  imitados 
de   sus   malos   amigos    que    nacidos   de   malicia    de    su 
carácter.   Pero  es  menester  advertir,   que    así   como   la 
virtud  tiene  grados  de  bondad,  así  el  vicio  los  tiene  de 
malicia.  Una  misma  acción  buena  puede  ser  más  ó  menos 
buena,  y  una  mala,  más  ó  menos  mala,  según  las  cir- 
cunstancias que  mediaron  al  tiempo  de  su  ejecuci<'>n.  Dar 
una  limosna   siempre  es  bueno:   pero  darla  en  ciertas 
ocasiones  á  ciertas  personas,  y  tal  vez  darla  un  pobre  que 
no  tiene  nada  superliuo,  es  mejor,  ya  porque  se  da  con 
más   orden  y  ya  porque  hace  mayor  sacrificio  el  pobre 
cuando  da  alguna  limosna  (jue  el  rico,  y  por  consiguiente, 
hace  «')  tiene  más  mérito. 

Lo  mismo  digo  de  las  acciones  malas.  Ya  sabemos 
(|ue  robar  es  malo;  pero  el  robo  que  hace  el  pobre, 
acosado  de  la  necesidad,  es  menos  malo  ó  tiene  menos 
malicia  que  el  robo  ó  defraudación  que  hace  el  rico 
<jue  no  tiene  necesidad  ninguna,  y  será  mucho  peor 
ó  en  extremo  malo  si  roba  ó  defrauda  á  los  pobres. 
Así  es  que  debemos  examinar  las  circunstancias  en  que 


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OBRAS    ESCOGIDAS  281 

los  hombres  hacen  sus  acciones,  sean  las  que  fueren, 
para  juzgar  con  justicia  de  su  mérito  ó  demérito.  Yo 
conocí  que  el  tal  muchacho  Periquillo  era  malo  por  el 
estímulo  de  sus  malos  amigos,  más  bien  que  por  la  mali- 
cia de  su  corazón,  pues  vivía  persuadido  de  que  quitán- 
dole estos  provocativos  enemigos,  él  de  por  sí  estaba 
bien  dispuesto  á  la  virtud. 

—  Pero,  amigo,  le  dije;  si  lo  viera  usted  ahora  en 
estado  de  no  poderlo  servir  en  lo  más  mínimo,  ¿lo  amara? 
—  En  dudarlo  me  agravia  usted,  me  respondió;  ¿pues 
qué,  usted  se  persuade  á  que  yo  en  mi  vida  he  amado 
y  apreciado  á  los  hombres  por  el  bien  que  me  puedan 
hacer?  Eso  es  un  error.  Al  hombre  se  le  ha  de  amar  por 
sus  virtudes  particulares  y  no  por  el  interés  que  de 
ellas  nos  resulte.  El  hombre  bueno  es  acreedor  á  nuestra 
amistad,  aunque  no  sea  dueño  de  un  real,  y  el  que  no 
tenga  un  corazón  emponzoñado  y  maligno  es  digno  de 
nuestra  conmiseración,  por  más  crímenes  que  cometa, 
pues  acaso  delinque  ó  por  necesidad  ó  por  ignorancia, 
como  creo  que  lo  hacía  mi  Periquillo,  á  quien  abrazaría 
si  ahora  lo  viera. 

— Pues,  digno  amigo,  le  dije,  arrojándome  á  sus  bra- 
zos, tenga  usted  la  satisfacción  que  desea.  Yo  soy  Pedro 
Sarmiento,  aquel  Periquillo  á  quien  tanto  favor  hizo  en 
la  cárcel;  yo  soy  aquel  joven  extraviado;  yo  el  ingrato 
ó  tonto  que  ya  no  le  volví  á  escribir,  y  yo  el  que,  des- 

PERIQUILLO  SARNIENTO.  — T.   II,    D.  — 71. 


28:2  PENSADOR    MEXICANO 

engañado  del  mundo,  he  variado  de  conducta  y  logro 
lo  inexplicable  satisfacción  de  apretarlo  ahora  entre  mis 
brazos. 

El  buen  viejo  lloraba  enternecido  al  escuchar  estas 
cosas.  Yo  lo  dejé  y  luí  á  abrazar  y  consolar  á  su  mujer, 
que  también  lloraba  por  ver  enternecido  á  su  marido, 
V  la  ¡nocente  criatura  derramaba  sus  lac:ri millas  sabiendo 
apenas  por  (jué.  La  abracé  también,  le  hice  sus  sorro- 
clocos,  y  pasados  aquellos  primeros  transportes,  me 
acabó  de  contar  don  Antonio  sus  trabajos,  que  pararon 
en  que,  viniendo  para  México  á  poner  á  su  hija  en  un 
convento,  con  designio  de  radicarse  en  esta  capital, 
habiendo  realizado  todos  sus  bienecillos  que  había  adqui- 
rido en  Acapulco,  en  el  camino  le  salieron  unos  ladro- 
nes, lo  robaron  y  le  mataron  al  viejo  mozo  Domingo,, 
que  los  sirvi(')  siempre  con  la  mayor  fidelidad.  Que  ellos, 
en  tan  deplorable  situación,  se  valieron  de  un  relicario 
de  oro  que  conservó  su  hija  ó  se  escapó  de  los  ladrones^ 
y  el  que  vendieron  para  comprar  un  jumento,  en  el 
que  Woíxn  á  mi  casa  don  Antonio  muv  enfermo  de  disen- 
tería,  habiendo  tenido  que  caminar  los  tres  sin  un  medio 
real  como  treinta  leguas,  manteniéndose  de  limosna 
Hiasta  que  llegaron  á  mi  casa. 

Cuando  mi  amigo  don  Antonio  concluyó  su  conver- 
sación.  le  dije:  —  Xo  hay  que  afligirse.  Msta  casa  y 
cuanto  tengo  es  de  usted  y  de  toda  su   familia.  A  toda 


■^■i'  ■>•>•;     >   .         -   ■■-•■     .^a^rt. 


OBRAS    ESCOGIDAS  283 

la  amo  de  corazón  por  ser  de  usted  y  desde  hoy  usted 
es  el  amo  de  esta  casa. 

En  aquella  hora  los  hice  pasar  á  mi  recámara,  les 
di  buenos  colchones,  cenamos  juntos  y  nos  recogimos. 

Al  día  siguiente  saqué  géneros  de  la  tienda  y  mandé 
que  les  hicieran  ropa  nueva.  Hice  traer  un  médico  de 
México  para  que  asistiera  á  don  Antonio  y  á  su  mujer, 
que  también  estaba  enferma,  con  cuyo  auxilio  se  res- 
tablecieron en  poco  tiempo. 

Cuando  se  vieron  ahviados,  convalecientes  v  surti- 
dos  de  ropa  enteramente,  me  dijo  don  Antonio: — Siento, 
mi  buen  amigo,  el  haber  molestado  á  usted  tantos  días; 
no  tengo  expresiones  para  manifestarle  mi  gratitud,  ni 
cosa  que  lo  valga  para  pagarle  el  beneficio  que  nos  ha 
hecho;  pero  sería  un  impolítico  y  un  necio  si  permane- 
ciera siéndole  gravoso  por  más  tiempo;  y  así  me  voy  en 
mi  burro  como  antes,  rogándole  que  si  Dios  mudare 
mi  fortuna,  usted  se  servirá  de  ella  como  propia. 

—  Calle  usted,  señor,  le  dije.  ¿O^mo  era  capaz  que 
usted  se  fuera  de  mi  casa  atenido  á  una  suerte  casual? 
Yo  fui  favorecido  de  usted,  fui  su  pobre,  y  hoy  soy  su 
amigo,  y  si  quiere  seré  su  hijo  y  haremos  todos  una 
misma  familia.  He  examinado  v  observado  las  bellas 
prendas  de  la  niña  Margarita,  tiene  edad  suficiente,  la 
amo  con  pasión ,  es  inocente  y  agradecida.  Si  mi  honesto 
deseo  es  compatible  con  la  voluntad  de  usted  y  de  su 


284  PENSADOR    MEXICANO 

esposa,  yo  serc  muy  dichoso  con  tal  enlace  y  manifes- 
tare' en  cuanto  pueda,  que  á  ella  la  adoro  y  á  ustedes 
los  estimo. 

El  buen  viejo  se  quedó  algo  suspenso  al  escuchar- 
me; pero  pasados  tres  instantes  de  suspensión,  me  dijo: 
—  Don  Pedro,  nosotros  ganamos  mucho  en  que  se 
verifique  semejante  matrimonio.  A  la  verdad  que,  con- 
siderándolo con  arreglo  ;i  nuestra  infeliz  situación,  no 
lo  podemos  esperar  mejor.  La  muchacha  tiene  cerca 
de  (juince  años  y  es  algo  bonitilla;  ya  yo  estoy  viejo 
y  enfermo,  poco  he  de  durar;  su  pobre  madre  no  está 
sana,  ni  cuenta  con  ninguna  protección  para  sostenerla 
después  de  mis  días.  Por  lo  regular,  si  ella  no  se  casa 
mientras  vivo,  acaso  quedará  para  pasto  de  los  lobos 
y  será  una  joven  desgraciada.  Pensamiento  es  este  que 
me  quita  el  sueño  muchas  noches. 

Esto  es  decir,  amigo,  que  yo  deseo  casar  á  mi  hija 
cuanto  antes;  pero,  como  padre  al  fin,  quisiera  casarla, 
no  con  un  rico  ni  con  un  marqués,  pero  sí  con  un 
hombre  de  bien,  con  experiencia  del  mundo,  y  á  quien 
yo  conociera  que  se  casaba  con  ella  por  su  virtud  y 
no  por  su  tal  cual  hermosura. 

Todas  estas  cualidades  y  muchas  más  adornan  á 
usted  y  en  mi  concepto  lo  hacen  digno  de  mujer  de 
mejores  prendas  que  las  pocas  que  me  parece  tiene 
Margarita;  pero   es    preciso   considerar  que  á   usted    le 


:'í>--í-  »".  í.'i'='-i  •  .'ílji- 


OBKAS    ESCOGIDAS  285 

han  de  faltar  pocos  años  para  cuarenta,  según  su 
aspecto,  y  suponiendo  que  tenga  usted  treinta  y  seis  ó 
treinta  y  siete,  esa  es  una  edad  bastante  para  ser  padre 
de  la  novia  y  esto  puede  detenerla  para  querer  á  usted. 
Sé  dos  cosas  bien  comunes.  La  una,  que  un  moderado 
exceso  en  la  edad  de  un  hombre  respecto  á  la  de  la 
mujer,  tan  lejos  está  de  ser  defecto,  que  antes  debería 
verse  como  circunstancia  precisa  para  contraerse  los 
matrimonios,  pues  cuando  los  jóvenes  se  casan  tan 
muchachos  como  sus  novias,  por  lo  regular  sucede  que 
acaban  mal  los  m.atrimonios.  porque  siendo  más  débil 
el  sexo  femenino  que  el  masculino  y  teniendo  que  sufrir  : 
más  demérito  en  el  estado  conyugal  que  en  otro  alguno,' 
sucede  que  á  los  dos  ó  tres  partos  se  pone  fea  la  mujer, 
y  como  en  el  caso  de  que  hablamos  los  muchachos  no 
tienen  por  lo  común  otra  mira,  al  contraer  el  matrimonio, 
que  la  posesión  de  un  objeto  hermoso,  sucede  también, 
por  lo  común,  que  acabada  la  belleza  de  la  mujer  se 
acaba  el  amor  del  hombre;  pues  cuando  es  de  treinta 
á  treinta  y  seis  años,  ya  su  mujer  parece  de  cincuenta, 
le  es  un  objeto  despreciable  y  la  aborrece  injustamente. 
Esta  razón,  entre  otras,  debería  ser  la  más  poderosa 
para  que  ni  los  hombres  se  casaran  muy  temprano  ni 
las  niñas  se  enlazaran  con  muchachos;  pero  es  ardua 
empresa  el  sujetar  la  inclinación  de  ambos  sexos  á  la 
razón,  en  una  edad  en  que  la  naturaleza  domina  con  tanto 

PERIQUILLO   SARNIENTO.  —  T.    II,    D.  —  "2. 


286  PENSADOR    MEXICANO 

¡mpcrio  en  los  hombres.  Lo  cierto  es  que  los  matrimo- 
nios que  celebran  los  viejos  son  ridículos,  y  los  que  hacen 
los  niños  desgraciados  las  más  veces.  Esto  quiere  decir 
que  yo  apruebo  y  me  parece  bien  que  usted  se  case  con 
mi  hija;  pero  ignoro  si  ella  querrá  casarse  con  usted. 

Es  verdad,  y  esta  es  la  otra  cosa  (|ue  sé;  es  verdad 
que  ella  es  muy  dócil,  muy  inocente,  me  ama  mucho, 
y  hará  lo  (|ue  yo  le  mande;  pero  jamás  la  obligaré  á 
que  abrace  un  estado  que  no  le  incline,  ni  á  que  se  una 
con  quien  no  quiera,  en  caso  que  elija  el  matrimonio. 

l']n  virtud  de  esto,  usted  conocerá  (jue  el  enlace  de 
usted  con  mi  hija  no  depende  de  mi  arbitrio.  En  ella 
consiste;  yo  la  dejaré  en  entera  libertad,  sin  violentar 
para  nada  su  elección,  y  si  quisiere,  para  mí  será  de 
lo  más  lisonjero. 

Concluyó  don  Antonio  su  arenga,  y  yo  le  dije: 
—  Señor,  si  solamente  estos  son  los  reparos  de  usted, 
todos  están  allanados  á  mi  favor,  y  desde  luego  mi 
dicha  será  cierta,  si  usted  y  la  señora  su  esposa  dan 
su  beneplácito;  porque  antes  de  hablar  á  usted  sobre 
el  particular,  examiné  el  carácter  de  su  niña,  y  no  sin 
admiración  encontré  en  tan  tiernos  años  una  virtud 
muy  sólida  y  unos  sentimientos  muy  juiciosos.  Ellos 
me  han  prendado  más  que  su  hermosura,  pues  ésta 
acaba  con  la  edad  ó  se  disminuye  con  los  achaques 
y  enfermedades  que  no  respetan  á  las  bellas.   De  buenas 


OBRAS    ESCOGIDAS  287 

á  primeras  manifesté  á  su  niña  de  usted  mis  sanas 
intenciones  y  me  contestó  con  estas  palabras,  que  con- 
servaré siempre  en  la  memoria: 

— Señor,  me  dijo,  mi  padre  dice  que  usted  es  hombre 
de  honor  y  otras  veces  ha  dicho  que  apetecería  para  mí 
un  hombre  de  bien,  aunque  no  fuera  rico.  Yo  siempre 
creo  á  mi  padre,  porque  no  sabe  mentir,  y  á  usted  lo 
quiero  mucho  después  que  lo  ha  socorrido;  me  parece 
(jue  con  casarme  con  usted  aseguraría  á  mis  pobres  pa- 
dres su  descanso;  y  así,  ya  por  no  verlos  padecer  más  y 
ya  porque  quiero  á  usted  por  lo  (jue  ha  hecho  con  ellos, 
y  porque  es  hombre  de  bien,  como  dice  mi  padre,  me 
casara  con  usted  de  buena  gana;  pero  no  sé  si  querrán 
mi  padre  y  madre,  y  yo  tengo  vergüenza  de  decírselos. 

—  Esta  fué  la  sencilla  respuesta  de  su  niña  de  usted, 
tanto  más  elocuente  cuanto  más  desnuda  de  artificio. 
En  ella  descubrí  un  gran  íbndo  de  sinceridad,  de  ino- 
cencia, de  gratitud,  de  amor  filial,  de  obediencia  y  de 
respeto  á  sus  padres  y  bienhechores.  Pensaba  C('>mo 
significarle  á  usted  mi  deseo;  mas  queriendo  usted  sepa- 
rarse de  mi  casa  me  he  precisado  á  descubrirme.  De 
parte  de  los  prometidos  todo  está  hecho,  resta  sólo  el 
consentimiento  de  usted  y  de  su  mamá,  que  les  suplico 
me  concedan. 

Don  Antonio  era  serio,  pero  afable;  y  así  después 
que  me  oyó  se  sonrió,  y  dándome  una  palmada  en  el 


288  PENSADOR    MEXICANO 

hombro,  me  dijo:  —  ¡Oh,  amigo  1  Si  ya  ustedes  tenían 
hecho  su  enjuague,  hemos  gastado  en  vano  la  sahva. 
Vamos,  no  hay  muchacha  tonta  para  su  conveniencia. 
Apruebo  su  elección;  todo  está  corriente  por  nuestra 
parte;  pero  si  lo  ha  pensado  usted  bien,  apresure  el 
paso,  que  no  es  muy  seguro  que  dos  que  se  aman, 
aunque  sea  con  fines  lícitos,  vivan  por  mucho  tiempo 
desunidos  bajo  de  un  mismo  techo. 

Entendí  el  fundado  y  cristiano  escrúpulo  de  mi  sue- 
gro, y  encargándole  el  cuidado  de  la  tienda  y  del  mesón, 
mandé  en  aquel  momento  ensillar  mi  caballo  y  marché 
para  México. 

Luego  que  llegué,  conté  á  mi  amo  todo  el  pasaje, 
dándole  parte  de  mis  designios,  los  que  aprobó  tan  de 
buena  gana  que  se  me  ol'reció  para  padrino.  A  Pelayo, 
como  á  mi  confesor  v  como  á  mi  amicro,  le  avisé  también 
de  mis  intentos,  y  en  prueba  de  cuanto  le  acomodaron, 
interesó  sus  respetos,  y  en  el  término  de  ocho  días  sacó 
mis  licencias  bien  despachadas  del  provisorato. 

En  este  tiempo  visité  á  mi  amo,  el  chino,  y  al  padre 
capellán,  á  don  Tadeo  y  á  don  Jacobo,  convidándolos 
á  todos  para  mi  boda.  Asimismo  mandé  convidar  á 
Anselmo  con  su  familia;  compré  los  donas  ó  arras,  que 
regalé  á  mi  novia,  y  como  tenía  dinero,  facilité  desde 
esta  capital  todo  el  que  era  menester  para  la  disposición 
del  festejo. 


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OBRAS   ESCOGIDAS  289 

Un  convoy  de  coches  salió  conmigo  para  San  Agus- 
tín de  las  Cuevas  el  día  en  que  determiné  mi  casamiento. 
Ya  Anselmo  estaba  en  mi  casa  con  su  familia;  y  ?u 
esposa,  que  elegí  para  madrina,  había  vestido  y  adornado 
á  Margarita  de  todo  gusto,  aunque  no  de  rigorosa  moda, 
porque  era  discreto  y  sabía  que  el  festín  había  de  cele- 
brarse en  el  campo,  y  yo  quería  que  luciera  en  él  la  ino- 
cencia y  la  abundancia,  más  bien  que  el  lujo  y  la  ceremo- 
nia. Según  este  sistema,  y  con  mis  amplias  facultades, 
dispuso  Anselmo  mi  recibimiento  y  el  festejo  según  quiso 
y  sin  perdonar  gasto.  Como  á  las  seis  y  media  de  la 
mañana  llegur  á  San  Agustín,  y  me  encontró  en  la  sala 
de  mi  casa  á  mi  novia  vestida  de  túnico  y  mantilla  negra, 
acompañada  de  sus  padres;  á  Anselmo  con  su  esposa 
y  familia;  á  Andrés  con  la  suya,  y  los  criados  de  siempre. 

Luego  que  pasaron  las  primeras  salutaciones  que 
prescribe  la  urbanidad,  envió  Anselmo  á  avisar  al  señor 
cura,  quien  inmediatamente  fué  á  casa  con  los  padres 
vicarios,  los  monacillos  y  todo  lo  necesario  para  darnos 
las  manos.  Se  nos  leyeron  las  amonestaciones  privadas, 
se  ratificó  en  nuestros  dichos  y  se  concluyó  aquel  acto 
con  la  más  general  complacencia. 

Al  instante  pasamos  á  la  iglesia  á  recibir  las  ben- 
diciones nupciales  y  á  jurarnos  de  nuevo  nuestro  cons- 
tante amor  al  pie  de  los  altares. 

Concluido  el  augusto  sacrificio,  nos  volvimos  á  espe- 

PERIQUILLO   SARNIENTO.  —  T.   H,    D.  —  73. 


290  PENSADOR    MEXICANO 

rar  al  señor  cura  y  á  los  padres  vicarios.  Se  desnudó 
mi  esposa  de  aquel  traje,  y  mientras  que  la  madrina  la 
vestía  de  boda,  entrr  yo  á  la  cocina  para  ver  qué  tal 
disposición  tenía  Anselmo;  mas  óste  lo  hizo  todo  de  tal 
suerte,  que  yo,  que  era  el  dueño  de  la  función,  me  sor- 
prendía con  sus  rarezas. 

Una  de  ellas  fué  no  hallar  ni  lumbre  en  el  brasero. 
Salí  á  buscarlo  bien  avergonzado,  y  le  dije:  —  Hombre. 
¿<|U('  has  hecho,  por  Dios?  ¡Tanta  gente  de  mi  estimación 
en  casa  y  no  haber  á  estas  horas  ni  prevención  de  al- 
muerzo! ¿No  te  escribí  que  no  te  pararas  en  dinero 
para  gastar  cuanto  se  ofreciera?  jVoto  á  mis  penas! 
¡Qur  vergüenza  me  vas  á  hacer  pasar,  Anselmo!  Si 
lo  sé  no  me  valgo  de  tí  seguramente. 

—  ¡Pues  cómo  ha  de  ser,  hijo!  Ya  sucedió,  me  res- 
pondió con  mucha  Hema;  pero  no  te  apures,  yo  tengo 
una  familia  que  me  estima  en  este  pueblo,  y  allá  nos 
vamos  á  almorzar  todos,  luego  que  lleguen  el  señor  cura 
v  los  vicarios. 

— Esa  es  peor  tontera  r  impolítica  que  todo,  le  dije; 
¿no  consideras  que  cómo  nos  hemos  de  ir  á  encajar  de 
repente  más  de  veinte  personas  á  una  casa,  donde  tal 
vez  no  tendré  yo  el  más  mínimo  conocimiento?  Y  luego 
á  almorzar  v  sin  haberles  avisado. 

— Como  de  esas  imprudencias  se  ven  todos  los  días 
en   el   mundo,  decía  Anselmo,    en   los  casos  apurados 


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OBRAS   ESCOGIDAS  29l 

es  menester  ser  algo  sinvergüenzas  para  no  pasarlo  tan 
mal. 

Renegaba  yo  de  Anselmo  y  de  su  flema,  cuando  nos 
llamaron  diciéndonos  que  ya  estaban  en  casa  los  padres. 

Salí  á  cumplimentarlos  bien  amostazado,  y  me  hallé 
con  mi  esposa  transformada  de  cortesana  en  pastora  de 
la  Arcadia;  porque  la  madrina  la  vistió  con  un  túnico 
de  muy  fina  muselina  bordada  de  oro,  le  puso  zapatos 

de  lama  del  mismo  metal  v  le  atravesó  una  banda  de 

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seda  azul  celeste  con  franjas  de  oro.  Tenía  el  pelo  suelto 
sobre  la  espalda  y  recogido  en  la  cabeza  con  un  lazo 
bordado,  v  cubierta  con  un  sombrerillo  de  raso  también 
azul  con  garzotas  blancas. 

Este  sencillo  traje  me  sorprendió  también,  y  me 
serenó  algo  la  cólera  que  me  había  dado  el  descuidado 
de  Anselmo;  porque  como  mi  novia  era  hermosa  y  tan 
niña,  me  parecía  con  aquel  vestido  una  ninfa  de  las 
que  pintan  los  poetas.  A  todos  les  pareció  lo  mismo 
y  la  celebraban  á  porfía. 

Cuando  Anselmo  me  vio  un  poco  sereno,  dijo:  — 
Vamonos,  señores,  que  ya  es  tarde.  —  Salieron  todos  y 
yo  con  ellos  al  lado  de  mi  esposa,  pensando  con  qué 
pito  iría  á  salir  el  socarrón  de  Anselmo;  pero  ¡cuál  fué 
mi  gusto  cuando  llegando  á  una  gran  casa  de  campo, 
que  era  de  un  conde  rico,  fui  mirando  lo  que  no  es- 
peraba I 


292  PENSADOR    MEXICANO 

No  quiso  Anselmo  (jue  nos  dilatáramos  en  ver  la 
casa,  sino  que  nos  llevó  en  derechura  á  la  huerta,  que 
era  muy  hermosa  y  muy  bien  cultivada. 

Al  momento  que  entramos  en  ella  salió  á  recibirnos 
una  porción  de  jovencitas  muy  graciosas,  como  de  doce 
á  trece  anos,  las  que,  vestidas  con  sencillez  y  gallardía, 
teniendo  todas  ramos  de  llores  en  las  manos,  formaban 
unas  contradanzas  muy  vistosas  al  compás  de  dos  lamo- 
sos golpes  de  música  de  viento  y  de  cuerda  que  para  el 
caso  estaban  prevenidos. 

Esta  alegre  comitiva  nos  condujo  al  centro  de  la 
huerta,  en  el  que  había  colocadas,  con  harta  simetría, 
muchas  sillas  decentes,  y  asimismo  el  suelo  estaba 
entapizado  con  alfombras. 

Se  gozaba  del  aire  fresco  sin  que  los  rayos  del  sol 
incomodaran  para  nada,  porque  pendientes  de  los  árbo- 
les estaban  varios  pabellones  de  damascos  encarnados, 
amarillos  y  blancos,  que  daban  sombra  y  hermosura  á 
aquel  lugar  en  que  se  respiraban  las  delicias  más  puras 
é  inocentes. 

Pasado  un  corto  rato,  salieron  de  un  lado  de  la 
huerta  porción  de  criadas  y  criados  muy  aseados,  y 
tendiendo  sobre  las  alfombras  los  manteles,  nos  sen- 
tamos á  la  redonda  y  se  nos  sirvió  un  almuerzo  bastan- 
temente limpio,  abundante  y  sazonado,  durante  el  cual 
nos  divirtió  la  música  con  sus  cadencias  y  las  mucha- 


OBRAS    ESCOGIDAS  293 

chas  con  la  suavidad  de  sus  voces  con  que  cantaron 
muchos  discretos  epitalamios  á  mi  esposa. 

Acabado  el  almuerzo  nos  fuimos  á  pasear  por  la 
huerta  hasta  que  fuó  hora  de  comer,  lo  que  también 
se  hizo  allí  por  gusto  de  todos. 

A  las  siete  de  la  noche  se  sirvió  un  buen  refresco; 
hubo  un  rato  de  baile  hasta  las  doce,  hora  en  que  se 
dio  la  cena,  y  concluida  nos  recogimos  todos  muy  con- 
tentos. 

Al  día  siguiente  se  despidieron  los  señores  convi- 
dados, dejándome  mil  expresiones  de  afecto  y  ofrecién- 
dose con  el  mismo  a  mi  disposición  y  de  mi  esposa.  Mi 
padrino,  que  saben  ustedes  que  fué  mi  amo,  entendido 
de  que  Anselmo  había  corrido  con  el  gasto  general  de 
la  función,  le  pidió  la  cuenta  para  pagarla,  deseando 
hacerme  algún  obsequio;  pero  se  admiró  demasiado 
cuando,  esperando  hallar  una  suma  de  seiscientos  ó 
más  pesos,  según  la  abundancia  y  magnificencia  de  la 
fiesta,  encontró  que  todo  ello  no  había  pasado  de  dos- 
cientos. 

Apenas  lo  creía;  pero  Anselmo  le  aseguró  que  no 
era  más,  y  le  decía: — Señor,  no  son  los  festejos  más 
lucidos  los  que  cuestan  más  dinero,  sino  los  que  se 
hacen  con  más  orden,  y  como  la  mejor  disposición  no 
es  incompatible  con  la  mayor  economía,  es  claro  que 
puede  hacerse  una  función   muy  solemne  sin  desperdi- 

PERIQUILLO   SARNIENTO. —  T.    H,    D.—  74.         . 


294  PENSADOR    MEXICANO 

cios,  que  son  en  los  que  no  se  repara  y  los  que  hacen 
las  funciones  más  costosas  sin  hacerlas  más  esplén- 
didas. 

—  Es  mucha  verdad,  dijo  mi  amo,  y  supuesto  que 
el  gasto  es  tan  corto,  que  lo  laste  mi  ahijado,  que  yo 
me  reservo  para  mejor  ocasión  el  hacerle  su  obsequio 
á  mi  ahijadita.  —  Diciendo  esto,  se  fué  á  México,  Ansel- 
mo á  su  destino  y  yo  á  mi  tienda. 

Con  el  mavor  consuelo  v  satisfacción  vivía  en  mi 
nuevo  estado,  en  la  amable  compañía  d(^  mi  esposa  y 
sus  padres,  á  quienes  amaba  con  aumento  y  era  corres- 
pondido de  todos  con  el  mismo. 

Ya  mi  esposa  os  había  dado  á  luz,  queridos  hijos 
míos,  v  fuisteis  el  nudo  de  nuestro  amor,  las  delicias 
de  vuestros  abuelos  y  los  más  dignos  objetos  de  mi 
atención;  ya  contabas  tú,  Juanita,  dos  años  de  edad,  y 
tú,  Garlos,  uno,  cuando  vuestros  abuelos  pagaron  el 
tributo  debido  á  la  naturaleza,  llevándose  pocos  meses 
de  diferencia  en  el  viaje  uno  al  otro. 

Ambos  murieron  con  aquella  resignación  y  tran- 
quilidad con  que  mueren  los  justos.  Les  di  sepultura  y 
lionré  sus  funerales  según  mis  proporciones.  Vuestra 
madre  quedó  inconsolable  con  tal  pérdida,  y  necesitó 
valerse  de  todas  las  consideraciones  con  que  nos  alivia 
en  tales  lances  la  religión  católica,  que  puede  ministrar 
auxilios  sólidos  á  los  verdaderos  dolientes. 


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OBRAS   ESCOGIDAS 


295 


Pasado  este  cruel  invierno,  todo  ha  sido  primavera, 
viviendo  juntos  vuestra  madre,  yo  y  vosotros,  y  disfru- 
tando de  una  paz  y  de  unos  placeres  inocentes  en  una 
medianía  honrada,  que,  sin  abastecerme  para  super- 
fluidades, me  ha  dado  todo  lo  necesario  para  no  desear 
la  suerte  de  los  señores  ricos  y  potentados. 

Vuestro  padrino  fué  mi  amo,  quien  mientras  vivió 
os  quiso  mucho,  y  en  su  muerte  os  confirmó  su  cariño 
con  una  acción  nada  común,  que  sabréis  en  el  capítulo 
que  sigue. 


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CAPITULO  XV 


En  el  que  Periquillo  refiere  la  muerte  de  su  amo, 
la  despedida  del  chino,  su  última  enfermedad,  y  el  editor  sigue  contando  lo  demás 

hasta  la  muerte  de  nuestro  héroe 


Excusemos  circunloquios  y  vamos  á  la  substancia. 
Murió  mi  amable  amo,  padrino,  compadre  y  protector; 
murió  sin  hijos  ni  herederos  forzosos,  y  tratando  de 
darme  las  últimas  pruebas  del  cariño  que  me  profesó, 
me  dejó  por  único  heredero  de  sus  bienes,  contándose 
entre  éstos  la  hacienda  que  administraba  yo  en  compa- 
ñía de  Anselmo,  bajo  las  condiciones  que  expresó  en 
su  testamento,  y  que  yo  cumplí  como  su  amigo,  como 

PERIQUILLO   SARNIENTO.  — T.    II,    D.  — 75. 


298  PENSADOR    MEXICANO 

SU  favorecido  y  como  hombre  de  bien,  que  es  el  título 
de  que  más  nos  debemos  lisonjear. 

Si  sentí  la  muerte  de  este  buen  hombre,  no  tengo 
para  qué  ponderarlo,  cuando  era  necesario  haber  sido 
más  que  bruto  para  no  haberlo  amado  con  justicia. 

Leí  el  testamento  que  otorgó  á  mi  favor,  y  al  llegar 
á  la  cláusula  que  decía,  que  por  lo  bien  que  lo  había 
servido,  lo  satisfecho  que  estaba  de  mi  honrada  con- 
ducta, y  por  cumplir  el  obsequio  (jue  había  ofrecido  á 
su  ahijada,  que  era  mi  esposa,  me  donaba  todos  sus 
bienes,  etc..  no  pude  menos  que  regar  aquellos  ren- 
glones con  mis  lágrimas,  nacidas  de  amor  y  gratitud. 

Asistí  á  sus  funerales:  vestí  luto  con  toda  mi  fami- 
lia, no  por  ceremonia,  sino  por  manifestar  mi  justo 
sentimiento;  cumplí  todos  sus  comunicados  exactamen- 
te, y  habiendo  entrado  en  posesión  de  la  herencia,  dis- 
fruté de  ella  con  la  bendición  de  Dios  y  la  suya. 

No  por  verme  con  algún  capital  propio  me  desco- 
nocí, como  había  hecho  otras  veces,  ni  desconocía  mis 
buenos  amigos.  A  todos  los  traté  como  siempre  y  los 
serví  en  lo  que  pude,  especialmente  á  aquellos  que  en 
algún  tiempo  me  habían  favorecido  de  cualquier  modo. 

Entre  éstos  tuvo  mucho  lugar  en  mi  estimación 
mi  amo,  el  chino,  á  quien  restituí  como  tres  mil  y  pico 
de  pesos  que  le  disipé  cuando  viví  en  su  casa;  pero  él 
no  los  quiso  admitir,   antes  me  escribió  que  era  muy 


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OBRAS   ESCOGIDAS  299 

rico  en  su  tierra  y  en  la  mía  no  le  faltaba  nada;  que 
se  daba  por  satisfecho  de  aquella  deuda  y  me  los  devol- 
vía para  mis  hijos.  Concluyó  esta  carta  diciéndome  que 
estaba  para  regresar  á  su  patria,  sin  querer  ver  más 
ciudades  ni  reinos  que  el  de  América,  por  tres  razones: 
la  primera,  porque  se  hallaba  quebrantada  su  salud;  la 
segunda,  porque,  según  las  observaciones  que  había 
hecho,  no  podía  menos  el  mundo  que  ser  igual  en 
todas  partes,  con  muy  poca  diferencia,  pues  en  todas 
partes  los  hombres  eran  hombres;  y  la  tercera  y  prin- 
cipal, porque  la  guerra,  que  al  principio  no  creyó  que 
fuese  sino  un  motín  popular  que  se  apagaría  breve- 
mente, se  iba  generalizando  y  enardeciendo  por  todas 
partes. 

Yo  admití  su  favor,  dándole  las  debidas  gracias  por 
su  generosidad,  y  el  día  que  no  lo  esperaba,  llegó  á  mi 
casa  en  un  coche  de  camino  precedido  de  mozos  y  muías 
que  conducían  su  equipaje. 

Hizo  que  parase  el  coche  á  la  puerta  de  la  tienda, 
y  desde  allí  se  despidió  sobre  la  marcha.  No  lo  permití 
yo;  antes  valiéndome  de  la  suave  violencia  que  sabe  usar 
la  amistad,  lo  hice  bajar  del  coche  y  que  descargaran 
las  muías.  A  éstas,  á  los  mozos  v  cocheros  se  les  asistió 
en  el  mesón,  y  á  mi  amo  en  casa,  en  la  que  se  expresó 
mi  esposa  para  agasajarlo. 

Mucho  platicamos  ese  día,  y  entre  tanto  como  habla- 


300 


PENSADOR    MEXICANO 


mos  le  pregunté: — ¿Qih'  escribía  tanto  cuando  yo  estaba 
en  su  casa?  —  Si  lo  vieras,  me  dijo,  acaso  te  incomo- 
darías, porque  lo  que  escribí  fueron  unos  apuntes  críticos 
de  los  abusos  (jue  he  notado  en  tu  patria,  ampliándolo 
con  las  noticias  y  explicaciones  que  oía  al  capellán,  á 
quien  después  daba  los  cuadernos  para  que  los  corri- 
giera. 

—  ¿Y  qué  se  han  hecho  esos  cuadernos,  señor? 
¿Los  lleva  usted  ahí?  —  No  los  llevo,  me  dijo,  dos 
años  há  que  se  los  remití  á  mi  hermano,  el  tután,  con 
algunas  cosas  particulares  de  tu  tierra.  —  Pues  tan 
lejos  estaría  yo  de  incomodarme,  señor,  con  los  tales 
apuntes,  que  antes  apreciaría  demasiado  su  lectura. 
¿Quién  tiene  los  borradores?  —  El  mismo  capellán  se 
queda  con  ellos,  me  respondió;  pero  no  sé  por  qué  los 
reserva  tanto  que  á  nadie  los  ha  querido  prestar. 

Propuse  en  mi  interior  no  omitir  diligencia  alguna 
que  me  pareciera  oportuna  para  lograr  los  tales  cua- 
dernos. Se  hizo  hora  de  comer,  y  comí  con  mi  familia 
en  compañía  de  aquel  buen  caballero. 

A  la  tarde  fuimos  al  campo  á  divertirnos  con  las 
escopetas,  y  pasando  por  donde  tiró  el  caballo  ó  se  cayó 
con  el  misántropo,  le  conté  la  aventura  de  éste,  que  el 
asiático  escuchó  con  mucho  gusto. 

A  la  noche  volvimos  á  casa,  se  pasó  el  rato  en 
buena   conversación   entre    nosotros,    el   señor    cura    y 


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ODRAS   ESCOGIDAS  301 

otros  señores  que  me  favorecían  con  sus  visitas,  y 
cuando  fué  hora  de  cenar,  lo  hicimos  v  nos  fuimos 
á  recoger. 

Al  siguiente  día  madrugamos,  y  fui  á  dejar  á  mi 
querido  amo  hasta  Cuernavaca,  desde  donde  me  volví 
á  mi  casa,  después  de  haberme  despedido  de  él  con 
las  más  tiernas  expresiones  de  amor  y  gratitud. 

No  pude  olvidarme  de  los  cuadernos  que  escribió, 
y  desde  luego  comencé  á  solicitarlos  con  todo  empeño 
por  medio  de  mi  buen  amigo  y  confesor  Martín  Pelayo. 
como  que  sabía  la  amistad  que  llevaba  con  el  doctor  don 
Eugenio,  capellán  que  fué  de  mi  amo,  el  chino,  y  comen- 
tador ó  medio  autor  de  dichos  papeles. 

No  me  han  disuadido  claramente  de  mi  solicitud: 
pero  hasta  ahora  no  los  puedo  ver  en  mis  manos;  porque 
dice  el  padre  capellán  que  los  está  poniendo  en  limpio 
y  que  luego  que  concluya  esta  diligencia  me  los  pres- 
tara.  El  es  hombre  de  bien  y  creo  que  cumplirá  su 
palabra. 

Cosa  de  dos  años  más  viví  en  paz  en  aquel  pueblo, 
visitando  á  ratos  á  mis  amigos  y  recibiendo  en  corres- 
pondencia sus  visitas,  entregado  al  cumplimiento  de  mis 
obligaciones  domésticas,  que  han  sido  las  únicas  que  he 
tolerado;  pues  aunque  varias  veces  me  han  querido  hacer 
juez  en  el  pueblo,  jamás  he  accedido  á  esta  solicitud,  ni 
he  pensado  en  obtener  ningún  empleo,  acordándome  de 

PERIQUILLO   SARNIENTO.  —  T.    II  ,    D.  —  76. 


302 


PENSADOR    MEXICANO 


mi  ineptitud  y  de  que  muchas  veces  los  empleos  infun- 
den ciertos  humillos  que  desvanecen  al  que  los  ocupa 
y  acaso  dan  al  traste  con  la  más  constante  virtud. 

Mis  atenciones,  como  he  dicho,  sólo  han  sido  pai-a 
educaros,  asegurar  vuestra  subsistencia  sin  daño  de  ter- 
cero y  hacer  el  poco  bien  que  he  podido  en  reemplazo 
del  escándalo  y  perjuicios  que  causaron  mis  extravíos; 
y  mis  diversiones  y  placeres  han  sido  los  más  puros  é 
inocentes,  pues  se  han  cifrado  en  el  amor  de  mi  mujer, 
do  mis  hijos  y  de  mis  buenos  amigos,  l'ltimamente,  doy 
iníinitas  gracias  á  los  cielos  porque  á  lo  menos  no  me 
envejecí  en  la  carrera  del  vicio  y  la  prostitución,  sino  que, 
aunque  tarde,  conocí  mis  yerros,  los  detesté,  y  evité  caer 
en  el  precipicio,  á  donde  me  despeñaban  mis  pasiones. 

Aunque  en  realidad  de  verdad  nunca  es  tarde  para 
el  arrepentimiento,  y  mientras  que  vive  el  hombre  siem- 
pre está  en  tiempo  oportuno  para  justificarse,  no  debe- 
mos vivir  en  esta  confianza,  pues  acaso  en  castigo  de 
nuestra  pertinacia  y  rebeldía  nos  faltará  esa  opoi'tunidad 
al  tiempo  mismo  de  desearla. 

Yo  os  he  escrito  mi  vida  sin  disi'raz;  os  he  manifes- 
tado mis  errores  y  los  motivos  de  ellos  sin  disimulo, 
y  por  fin  os  he  descubierto  en  mí  mismo  cuáles  son  los 
dulces  premios  que  halla  el  hombre,  cuando  se  sujeta  á 
vivir  conforme  á  la  recta  razón  y  á  los  sabios  principios 
de  la  sana  moral. 


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OBRAS    ESCOGIDAS  303 

No  permita  Dios  que  después  de  mis  días  os  aban- 
donéis al  vicio  y  toméis  sólo  el  mal  ejemplo  de  vuestro 
padre,  quizá  con  la  necia  esperanza  de  enmendaros  como 
él  á  la  mitad  de  la  carrera  de  vuestra  vida,  ni  digáis 
en  el  secreto  de  vuestro  corazón:  —  Sigamos  á  nuestro 
padre  en  sus  yerros,  que  después  lo  seguiremos  en  la 
mudanza  de  su  conducta,  —  pues  tal  vez  no  se  logren 
esas  inicuas  esperanzas.  Consagrad,  hijos  míos,  á  Dios 
las  primicias  de  vuestros  años,  y  así  lograréis  percibir 
temprano  los  dulces  frutos  de  la  virtud,  honrando  la 
memoria  de  vuestros  padres,  excusándoos  las  desgra- 
cias que  acompañan  al  crimen,  siendo  útiles  al  Estado 
y  á  vosotros  mismos,  y  pasando  de  una  l'elicidad  tem- 
poral á  gozar  otra  mayor  que  no  se  acaba. 

Corté  el  hilo  de  mi  historia;  pero  acaso  no  serán 
muy  inútiles  mis  últimas  digresiones. 

Dos  años  más,  después  de  la  ausencia  de  mi  amo, 
el  chino,  como  ya  os  dije,  viví  en  San  Agustín  de  las 
Cuevas,  hasta  que  me  vi  precisado  á  reahzar  mis  inte- 
reses y  radicarme  en  esta  ciudad,  ya  por  ver  si  en  ella 
se  restablecía  mi  salud,  debilitada  por  la  edad  y  asal- 
tada por  un  anasarca  ó  hidropesía  general,  y  ya  por 
poner  aquéllos  á  cubierto  de  las  resultas  de  la  insurrec- 
ción que  se  suscitó  en  el  reino  el  año  de  1810.  ¡Mpoca 
verdaderamente  fatal  y  desastrosa  para  la  Nueva  Españal 
j Época  de  horror,  de  crimen,  sangre  y  desolación! 


304 


PENSADOR    MEXICANO 


¡Cuántas  reflexiones  pudiera  haceros  sobre  el  ori- 
gen, progresos  y  probables  fines  de  esta  guerra!  Muy 
(ácil  me  sería  hacer  una  reseña  de  la  historia  de  Amé- 
rica, y  dejaros  el  campo  abierto  para  que  reflexionarais 
de  parte  de  quién  de  los  contendientes  está  la  razón, 
si  de  la  del  gobierno  español,  ó  de  los  americanos  que 
pretenden  hacerse  independientes  de  la  España;  pero  es 
muy  peligroso  escribir  sobre  esto,  y  en  México  en  el  año 
de  1813.  No  quiero  comprometer  vuestra  seguridad,' 
instruyéndoos  en  materias  políticas,  que  no  estáis  en 
estado  de  comprender.  Por  ahora  básteos  saber  que  la 
guerra  es  el  mayor  de  todos  los  males  para  cualquie- 
ra nación  ó  reino;  pero  incomparablemente  son  más 
perjudiciales  las  conmociones  sangrientas  dentro  de 
un  mismo  país,  pues  la  ira,  la  venganza  y  la  cruel- 
dad, inseparables  de  toda  guerra,  se  ceban  en  los  mis- 
mos ciudadanos  (jue  se  alarman  para  destruirse  mutua- 
mente. 

Bien  conocieron  esta  verdad  los  romanos  como  tan 
ejercitados  con  estas  calamidades  intestinas.  Entre  otros 
son  dignos  de  notarse  Horacio  y  Lucano.  El  primero, 
reprendiendo  á  sus  conciudadanos  enfurecidos,  les  dice: 
«^A  dónde  vais,  malvados?  ^para  qué  empuñáis  las 
armas?  ¿ por ••  ventura  se  han  teñido  poco  los  campos  y 
los  mares  con  la  sangre  romana?  Jamás  los  lobos  ni  los 
leones  han  acostumbrado,   como  vosotros,   ejercitar  su 


:■-■'•    ■■  ^!íTf?:!^"^^?*?í--' 


OBRAS    ESCOGIDAS  305 

encono  sino  con  otras  fieras  sus  desiguales  ó  diferentes 
en  especie.  Y  por  ventura,  aun  cuando  riñen,  ¿es  su 
furor  más  ciego  que  el  vuestro?  ¿es  su  rabia  más  acre? 
¿es  su  culpa  tanta?  Responded.  Pero  ¿qué  habéis  de 
responder?  Calláis,  vuestras  caras  se  cubren  de  una 
horrorosa  amarillez  v  vuestras  almas  se  llenan  de  terror 
convencidas  por  vuestro  mismo  crimen.» 

De  semejante  modo  se  expresaba  el  sensible  Hora- 
cio, y  Lucano  hace  una  viva  descripción  de  los  daños 
que  ocasiona  una  guerra  civil,  en  unos  versos  que  os 
traduciré  libremente  al  castellano.  Dice,  pues,  que  en 
las  conmociones  populares 

Perece  la  nobleza  con  la  plebe 
Y  anda  de  aquí  acullá  la  cruel  espada; 
Ningún  pecho  se  libra  de  sus  filos. 
La  roja  sangre  hasta  las  piedras  mancha 
De  los  sagrados  templos;  no  defiende 
A  ninguno  su  edad ;  la  vejez  cana 
Ve  sus  días  abreviar  y  el  triste  infante 
Muere  al  principio  de  su  vida  ingrata. 
¿Pero  por  qué  delito  el  pobre  viejo 
Ha  de  morir,  y  el  niño  que  no  dañan? 
¡Ah,  que  sólo  vivir  en  tiempos  tales 
Es  grande  crimen,  sí,  bastante  causa! 

Con  más  valentía  pintó  Erasmo  todo  el  horror  de 
la  guerra,  y  se  esfuerza  cuando  habla  de  las  civiles. 
«Común  cosa  es,  dice,  el  pelear:  despedázase  una  gente 
con  otra,  un  reino  con  otro  reino,  príncipe  con  príncipe, 
pueblo  con  pueblo,  y  lo  que  aún  los  Ethnicos  tienen  por 

PERIQUILLO  SARNIENTO. —T.    II ,    D.  —  77. 


306 


PENSADOR    MEXICANO 


impío,  el  deudo  con  el  deudo,  hermano  con  hermano, 
el  hijo  con  el  padre;  y  finalmente,  lo  que  á  mi  parecer 
es  más  atroz,  un  cristiano  con  un  hombre;  y  ¿qué  sería 
(dígolo  por  la  mayor  de  las  atrocidades)  si  fuese  un 
cristiano  con  otro  cristiano?  Pero  ¡oh,  ceguedad  de 
nuestro  entendimiento!  ¡que  en  lugar  de  abominar  esto, 
haya  quión  lo  aplauda,  quién  con  alabanzas  lo  ensalce, 
quién  la  cosa  más  abominable  del  mundo  la  llame  santa, 
y  avivando  el  enojo  de  los  príncipes,  cebe  el  fuego  hasta 
(juo  suba  al  cielo  la  llama!» 

Virgilio  conoci(')  (jue  nada  bueno  había  en  la  guerra, 
y  que  todos  debíamos  pedir  á  Dios  la  duración  de  la  paz. 
Por  esto  escribió:  Xaí/r/  sahf,'^  helio,  parom  le  poscimris 
ofunes,  / 

De  todo  esto  debéis  inferir  cuan  gran  mal  es  la 
guerra;  cuan  justas  son  las  razones  que  militan  para 
excusarla,  y  que  el  buen  ciudadano  sólo  debe  tomar  las 
armas  cuando  se  interese  el  bien  común  de  la  patria. 

Sólo  en  este  caso  se  debe  empuñar  la  espada  y 
embrazar  el  broquel,  y  no  en  otros,  por  más  lisonjeros 
que  sean  los  fines  que  se  propongan  los  comuneros,  pues 
dichos  fines  son  muy  contingentes  y  aventurados,  y  las 
desgracias  consecutivas  á  los  principios  y  á  los  medios 
son  siempre  ciertas,  funestas  y  generalmente  pernicio- 
sas... Pero  apartemos  la  pluma  de  un  asunto  tan  odioso 
por  su  naturaleza,  y  no  querramos  manchar  las  páginas 


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OBRAS   ESCOGIDAS  307 

de  mi  historia  con  los  recuerdos  de  una  época  teñida  con 
sangre  americana. 

Después  de  realizados  mis  bienes  y  radicado  en 
México,  traté  de  ponerme  en  cura,  y  los  médicos  dije- 
ron que  mi  enfermedad  era  incurable.  Todos  convenían 
en  el  mismo  fallo,  y  hubo  pedante  que  para  desenga- 
ñarme de  toda  esperanza  apoyó  su  aforismo  en  la  vejez, 
diciéndome  en  latín  que  los  muchos  años  son  una  enfer- 
medad muy  grave,  Senectus  ipsa  est  morhiis. 

Yo,  que  sabía  muy  bien  que  era  mortal,  y  que  ya 
había  vivido  mucho,  no  me  dilaté  en  creerlos.  Quise  que 
no  quise,  me  conformé  con  la  sentencia  de  los  médicos, 
conociendo  que  el  conformarse  con  la  voluntad  de  Dios 
á  veces  es  trampa  legal,  pues  querramos  que  no  querra- 
mos  se  ha  de  cumplir  en  nosotros;  hice,  como  suelen 
decir,  de  la  necesidad  virtud,  y  ya  sólo  traté  de  conservar 
mi  poca  salud  paliativamente,  pero  sin  esperanza  de  res- 
tablecerla del  todo. 

En  este  tiempo  me  visitaban  mis  amigos,  y  por 
una  casualidad  tuve  otro  nuevo,  que  fué  un  tal  Lizardi, 
padrino  de  Garlos  para  su  confirmación,  escritor  des- 
graciado en  vuestra  patria,  y  conocido  del  público  con 
el  epíteto  con  que  se  distinguió  cuando  escribió  en  estos 
amargos  tiempos,  y  fué  el  de  Pensador  Mexicano. 

En  el  tiempo  que  llevo  de  conocerlo  y  tratarlo  he 
advertido  en  él  poca  instrucción,  menos  talento,  y  últi- 


303 


PENSADOR    MEXICANO 


mámente  ningún  mérito  (hablo  con  mi  acostumbrada 
ingenuidad);  pero  en  cambio  de  estas  faltas,  sé  que  no 
es  embustero,  falso,  adulador  ni  hipócrita.  Me  consta 
que  no  se  tiene  ni  por  sabio  ni  por  virtuoso;  conoce  sus 
faltas,  las  advierte,  las  confiesa  y  las  detesta.  Aunque 
es  hombre,  sabe  que  lo  es;  que  tiene  mil  defectos;  que 
está  lleno  de  ignorancia  y  amor  propio;  que  mil  veces  no 
advierte  aquélla  porcjue  éste  lo  ciega,  y  últimamente, 
alabando  sus  producciones  algunos  sabios  en  mi  pre- 
sencia y  en  la  suya,  le  he  oído  decir  mil  veces: — Señores, 
no  se  engañen;  no  soy  sabio,  instruido  ni  erudito;  sé 
cuánto  se  necesita  para  desempeñar  estos  títulos;  mis 
producciones  os  deslumhran,  leídas  á  la  primera  vez; 
pero  todas  ellas  no  son  más  que  oropel.  Yo  mismo  me 
avergüenzo  de  ver  impresos  errores  que  no  advertí  al 
tiempo  de  escribirlos.  La  facilidad  con  que  escribo  no 
prueba  acierto.  Inscribo  mil  veces  en  medio  de  la  dis- 
tracción de  mi  familia  y  de  mis  amigos;  pero  esto  no 
justifica  mis  errores,  pues  debía  escribir  con  sosiego  y 
sujetar  mis  escritos  á  la  lima,  ó  no  escribir,  siguiendo 
el  ejemplo  de  Virgilio  ó  el  consejo  de  Horacio;  pero 
después  que  he  escrito  de  este  modo,  y  después  de  que 
conozco  por  mi  natural  inclinación  que  no  tengo  pacien- 
cia para  leer  mucho,  para  escribir,  borrar,  enmendar  ni 
consultar  despacio  mis  escritos,  confieso  que  no  hago 
como  debo,  y  creo  firmemente  que  me  disculparán  los 


OBRAS    ESCOGIDAS  309 

sabios,  atribuyendo  á  calor  de  mi  fantasía  la  precipita- 
ción siempre  culpable  de  mi  pluma.  Me  acuerdo  del  jui- 
cio de  los  sabios,  porque  del  de  los  necios  no  hago  caso. 

Al  escuchar  al  Pensador  tales  expresiones,  lo  mar- 
qué por  mi  amigo,  y  conociendo  que  era  hombre  de  bien, 
y  que  si  alguna  vez  erraba,  era  más  por  un  entendi- 
miento perturbado  que  por  una  depravada  voluntad,  lo 
numeré  entre  mis  verdaderos  amigos,  y  él  se  granjeó 
de  tal  modo  mi  afecto,  que  lo  hice  dueño  de  mis  más 
escondidas  confianzas,  y  tanto  nos  hemos  amado  que 
puedo  decir  que  soy  uno  mismo  con  el  Pensador  y  él 
conmigo. 

Un  día  de  estos,  en  que  ya  estoy  demasiadamente 
enfermo  y  en  que  apenas  puedo  escribir  los  sucesos  de 
mi  vida,  vino  á  visitarme,  y  estando  sentada  mi  esposa 
en  la  orilla  de  mi  cama  y  vosotros  alrededor  de  ella, 
advirtiéndome  fatigado  de  mis  dolencias,  y  que  no  podía 
escribir  más,  le  dije: — Toma  esos  cuadernos  para  que 
mis  hijos  se  aprovechen  de  ellos  después  de  mis  días. 

En  ese  instante  dejé  á  mi  amigo  el  Pensador  mis 
comunicados  y  estos  cuadernos,  para  que  los  corrija  y 
anoto,  pues  me  hallo  muy  enfermo... 


PERIQUILLO  SAUNIENTO   —  T.   II,   D.  — 78. 


NOTAS  DEL  PENSADOR 


Hasta  aquí  escribió  mi  buen  amigo  don  Pedro  Sar- 
miento, á  quien  amó  como  á  mí  mismo,  y  lo  asistí  en  su 
enfermedad  hasta  su  muerte  con  el  mayor  cariño. 

Hizo  llamar  al  escribano  y  otorgó  su  testamento  con 
las  formalidades  de  estilo,  liin  ól  declaró  tener  cincuenta 
mil  pesos  en  reales  efectivos,  puestos  á  réditos  seguros 
en  poder  del  conde  de  San  Tolmo,  según  constaba  del 
documento  que  manifestó  certificado  por  escribano  y 
debía  obrar  cosido  con  el  testamento  original,  y  seguía: 


»It.  Declaro  que  es  mi  voluntad,  que  pagadas  del 
quinto  de  mis  bienes  las  mandas  forzosas  y  mi  funeral, 
se  distribuya  lo  sobrante  en  favor  de  pobres  decentes, 
hombres  de  bien  y  casados,  de  este  modo:  si  sobran 
nueve  mil  y  pico  de  pesos,  se  socorrerán  a  nueve  pobres 
de  los  dichos,  que  manifiesten  al  albacea  que  queda  nom- 
brado certificación    del    cura  de  su    parroquia,   en    que 


■  -■ :  ^WS^fT^yW^-  •  ' .  -?;  ■  - 


OBRAS   ESCOGIDAS  311 

conste  son  hombres  de  conducta  arreglada,  legítimos 
pobres,  con  familias  pobres  que  sostener,  con  algún 
ejercicio  ó  habilidad,  no  tontos  ni  inútiles,  y  á  más  de 
esto,  con  fianza  de  un  sujeto  abonado  que  asegure  con 
sus  bienes  responder  por  mil  pesos,  que  se  le  entregarán 
para  que  los  gire  y  busque  su  vida  con  ellos;  bien  enten- 
dido de  que  el  fiador  será  responsable  á  dicha  cantidad, 
siempre  que  se  le  pruebe  que  su  ahijado  la  ha  malver- 
sado; pero  si  se  perdiere  por  suerte  del  comercio,  robo, 
quemazón  ó  cosa  semejante,  quedarán  libres  de  respon- 
sabilidades así  el  fiador  como  el  agraciado. 

» Declaro:  que  aunque  pudiera  con  nueve  mil  pesos 
hacer  limosna  á  veinte,  treinta,  ciento  ó  mil  pobres, 
dándoles  á  cada  uno  una  friolera,  como  suele  hacerse,  no 
lo  he  determinado,  porque  considero  que  éstos  no  son 
socorros  verdaderos,  y  sí  lo  serán  en  el  modo  que  digo; 
pues  es  mi  voluntad,  que  después  que  los  socorridos 
hagan  su  negocio  y  aseguren  su  subsistencia,  devuelvan 
los  mil  pesos  para  que  se  socorran  otros  pobres. 

» Declaro  también:  que  aunque  pudiera  dejar  limos- 
nas á  viudas  y  á  doncellas,  no  lo  hago,  porque  á  éstas 
siempre  les  dejan  los  más  de  los  ricos,  y  no  son  las  pri- 
meras necesitadas,  sino  los  pobres  hombres  de  bien,  de 
quienes  jamás  ó  rara  vez  se  acuerdan  en  los  testamen- 
tos, creyendo,  y  mal,  que  con  ser  hombres  tienen  una 
mina  abundante  para  sostener  sus  familias.» 


312  PENSADOR    MEXICANO 

De  este  modo  fueron  sus  disposiciones  testamenta- 
rias.   Concluidas,   so  trató   de   administrarle  los  santos 

sacramentos  de  la  Eucaristía  v  Extremaunción.    Le  dio 

«I 

el  Viático  su  muy  útil  y  verdadero  amigo  el  padre 
Pelayo.  Asistieron  á  la  función  sus  amigos  don  Tadeo, 
don  Jacobo,  Anselmo,  Andrés,  yo  y  otros  muchos.  La 
música  y  la  solemnidad  que  acompañó  este  acto  reli- 
gioso infundía  un  respetuoso  regocijo,  que  se  aumentó 
vn  todos  los  asistentes  al  ver  la  ternura  v  devoción  con 
que  mi  amigo  recibió  el  Cuerpo  del  Señor  Sacramen- 
tado. 

El  perdón  que  á  todos  nos  pidió  de  sus  escándalos  y 
extravíos,  la  exhortación  que  nos  hizo  y  la  unción  que 
derramaba  en  sus  palabras,  arrancó  las  lágrimas  de 
nuestros  ojos,  dejándonos  llenos  de  edificación  y  de 
consuelo. 

Pasados  estos  dulces  transportes  de  su  alma,  se 
recogió,  dio  gracias,  y  á  las  dos  horas  hizo  que  entraran 
á  su  recámara  su  mujer  y  sus  hijos. 

Sentado  vo  á  la  cabecera,  v  rodeada  la  cama  de  su 
familia,  les  dijo  con  la  mayor  tranquilidad: 

« — Esposa  mía,  hijos  míos,  no  dudaréis  que  siem- 
pre os  he  amado,  y  que  mis  desvelos  se  han  consagrado 
constantemente  á  vuestra  verdadera  felicidad.  Ya  es 
tiempo  que  me  aparte  de  vosotros  para  no  vernos  hasta 
el  último  día  de  los  siglos.    El  Autor  de  la  naturaleza 


^"x^^TÍ*?      - 


OBRAS   ESCOGIDAS  313 

llama  ya  á  las  puertas  de  mi  vida:   Él  me  la  dio  cuando 

quiso  y  cuando  quiere  cumple  la  naturaleza  su  término.  - 

No  soy  arbitro  de  mi  existencia;  conozco  que  mi  muerte  ;  „ 

se  acerca,   y  muero  muy  conforme  y  resignado  en  la  - 

divina   voluntad.    Excusad   el  exceso   de    vuestro  senti-  j 

miento.   Bien  que  sintáis  la  falta  de  mi  vista,  como  peda-  . 

zos  que  habéis  sido  de  mi   corazón,   deberéis  moderar 

vuestra   aflicción,    considerando   que  soy  mortal  y  que 

tarde  ó  temprano  mi  espíritu  debía  desprenderse  de  la 

masa  corruptible  de  mi  cuerpo. 

» Advertid  que  mi  Dueño  y  el  Dueño  de  mi  vida  es 
el  que  me  la  quita,  porque  la  naturaleza  es  inmutable  en  -í 

cumplir  con  los  preceptos  de  su  autor.    Consolaos  con  ., / 

esta  cierta  consideración,  v  decid:  el  Señor  me  dio  un 
esposo,  el  Señor  nos  dio  un  padre,  El  nos  lo  quita,  pues 
sea  bendito  el  nombre  del  Señor.  Con  esta  resignación 
se  consolaba  el  humilde  Job  en  el  extremo  de  sus  amar- 
guísimos trabajos. 

»  Estos  pensamientos  no  inspiran  el  dolor  ni  la  tris- 
teza; sino  antes  unos  consuelos  y  regocijos  sólidos,  que 
se  fundan  no  menos  que  en  la  palabra  de  Dios  y  en  las 
máximas  de  la  sagrada  religión  que  profesamos.  Quédese 
la   desesperación   para  el  impío,  y  para  el  incrédulo  la  < 

duda  de  nuestra  futura  existencia,  mientras  que  el  cató- 
lico, arrepentido  y  bien  dispuesto,  confía  con  mucho  fun- 
damento que  Dios,  en  cumplimiento  de  su  palabra,  le 

PERIQUILLO  SARNIENTO.  —  T.   II,    D.  — 79. 


314 


PENSADOR    MEXICANO 


tiene  perdonados  sus  delitos,  y  sus  deudos  con  la  misma 
seguridad  piadosamente  creen  que  no  ha  muerto,  sino 
que  ha  pasado  á  mejor  vida. 

» Conque  no  lloréis,  pedazos  míos,  no  lloráis.  Dios 
os  queda  para  favoreceros  y  ampararos,  y  si  cumplís  su& 
divinos  preceptos  y  confiáis  en  su  altísima  Providencia,, 
estad  seguros  de  que  nada,  nada  os  faltará  para  ser  feli- 
ces en  esta  y  en  la  otra  vida. 

» Procurad,  sí,  manejaros  en  la  presente  con  juicio 
y  honor  en  cualquiera  que  sea  el  estado  que  abrazareis. 
Tú,   Margarita,  si  pasares  á  segundas  nupcias,  lo  que 
no  te  impido,  trata  de  conocer  el  carácter  de  tu  esposo, 
antes  de  que  sea  tu  marido,  pues  hay  muchos  Periquillos 
en  el  mundo,   aunque  no  todos  conocen  y  detestan  sus 
vicios  como  yo.    Una  vez  conocido  por  hombre  de  bien 
y  de  virtud,  y  con  la  aprobación  de  mis  amigos,   únete 
con  él  enhorabuena:   pero  procura  siempre  captarle  la 
voluntad,   alabándole  sus  virtudes  y  disimulándole  sus 
defectos.    Jamás  te  opongas  á  su  gusto  con  altanería,  y 
mucho  menos  en  las  cosas  que  te  mandare  justas;  no 
disipes  en  modas,  paseos  ni  extravagancias  lo  que  te  dejo 
para  que  vivas;  no  tomes  por  modelo  de  tu  conducta  á 
las  mujeres  vanas,  soberbias  y  locas;  imita  á  las  pru- 
dentes y  virtuosas.    Aunque  mis  hijos  ya  son  grandes, 
si  tuvieres  otros,  no  prefieras  en  cariño  á  ninguno;  trá- 
talos á  todos  igualmente,  pues  todos  son  tus  hijos,  y  de 


^  .■  ~\:.l  '^^jf^^.^rffjy-f  ;■   ■■  ^  ■  í  TW--!-'  ■  TcT'- 


I 


.* 


OBRAS    ESCOGIDAS  315 

este  modo  enseñarás  á  tu  marido  á  portarse  bien  con  los 
míos:  los  harás  á  todos  hermanos,  v  evitarás  las  envidias 
que  suscita  en  estos  casos  la  preferencia;  sé  económica, 
y  no  desperdicies  en  bureos  lo  que  te  dejo  ni  lo  que  tu 
marido  adquiera;  sábete  que  no  es  tan  fácil  ganar  mil 
pesos,  como  decir  tuve  mil  pesos;  pero  decir  tuve  en 
medio  de  la  miseria  es  sobremanera  doloroso:  Ultima-  '  ^ 

mente,  hija  mía,  haz  por  no  olvidar  las  máximas  que  te 
he  inspirado;  huye  la  maldita  pasión  de  los  celos,  que 
lejos  de  ser  útil  es  perniciosa  á  las  infelices  mujeres,  y  ^ 
la  total  y  última  causa  de  su  ruina;  aunque  tu  marido, 
por  desgracia,  tenga  un  extravío,  disimúlaselo,  y  enton- 
ces hazle  más  cariño  y  más  aprecio,  que  yo  te  aseguro 
que  él  conocerá  que  tu  mérito  se  aventaja  al  de  las  pros- 
titutas que  adora  y  al  fin  se  reducirá,  te  pedirá  perdón 
V  te  amará  con  doble  extremo. 

»A  vosotros,  hijos  de  mi  corazón,  ¿qué  puedo  deci- 
ros? Que  seáis  humildes,  atentos,  afables,  benéficos, 
corteses,  honrados,  veraces,  sencillos,  juiciosos  y  ente- 
ramente hombres  de  bien.  Os  dejo  escrita  mi  vida  para 
que  veáis  dónde  se  estrella,  por  lo  común,  la  juventud 
incauta;  para  que  sepáis  dónde  están  los  precipicios  para 
huirlos,  y  para  que,  conociendo  cuál  es  la  virtud  y  cuán- 
tos los  dulces  frutos  que  promete,  la  profeséis  y  la  sigáis 
desde  vuestros  primeros  años. 

»Por  tanto,  amad  v  honrad  á  Dios  v  observad  sus 


316  PENSADOR    MEXICANO 

preceptos;  procurad  ser  útiles  á  vuestros  semejantes; 
obedeced  á  los  gobiernos,  sean  cuales  fueren;  vivid 
subordinados  á  las  potestades  que  os  manden  en  su 
nombre;  no  hagáis  á  nadie  daño  y  el  bien  que  podáis 
no  os  detengáis  á  hacerlo.  Guardaos  de  tener  muchos 
amigos.  Este  consejo  os  lo  recomiendo  con  especialidad; 
ved  que  os  hablo  con  experiencia.  Un  hombre  solo,  por 
malo  que  sea,  si  anda  solo  y  sin  amigos,  él  solo  sabe 
sus  crímenes,  á  nadie  escandaliza  en  lo  particular  y 
ninguno  es  testigo  de  ellos;  cuando,  por  el  contrario, 
el  truchimán  y  el  picaro  lleno  de  amigos,  tiene  muchos 
á  c|uienes  dar  mal  ejemplo  y  muchos  que  testifiquen 
sus  infamias. 

»  Fuera  de  que,  como  veréis  en  mi  vida,  hay  muchos 
amigos,  pero  pocas  amistades.  Amigos  sobran  en  el 
tiempo  favorable;  pero  pocos  ó  ningunos  en  el  adverso. 
Tened  cuidado  con  los  amigos  y  experimentadlos.  Guando 
hallareis  uno  desinteresado,  verdadero  v  á  todas  luces 
hombre  de  bien,  amadlo  y  conservadlo  eternamente;  pero 
cuando  en  el  amigo  advirtiereis  interés,  doblez  ó  mala 
conducta,   reprochadlo  y  jamás  os  fiéis  de  su  amistad. 

»Por  último,  observad  los  consejos  que  mi  padre 
me  escribió  en  su  última  hora,  cuando  vo  estaba  en  el 
noviciado  y  os  quedan  escritos  en  el  capítulo  XII  del 
tomo  I  de  mi  historia.  Si  cumplís  exactamente,  yo  os 
aseguro  que  seréis  más  felices  que  vuestro  padre.» 


I^Qf^rf  *.y;'-<  •      -.•      ■■■,:*:-:•>..':■     \.    ,  ■,■«•'.■>*;>'•'':•  •■>'i''y'^í^'-'*^fí.^^ 


OBRAS   ESCOGIDAS  317 

Pasados  estos  y  otros  coloquios  semejantes,  abrazó 
don  Pedro  á  sus  hijos  y  á  su  mujer,  les  dio  muchos 
besos  y  se  despidió  de  ellos,  haciéndome  llorar  amar- 
gamente; porque  los  extremos  de  la  señora  y  los  niños 
desmintieron  toda  la  filosofía  del  razonamiento  preven- 
tivo. Los  llantos,  las  lágrimas  y  los  extremos  fueron 
lo  mismo  que  si  el  enfermo  no  hubiera  hablado  una 
palabra. 

Por  fin  quedó  el  paciente  solo,  y  me  dijo:  —  Ya  es 
tiempo  de  desprenderme  del  mundo  y  de  pensar  sola- 
mente en  qué  he  ofendido  á  Dios  y  que  deseo  ofrecerle 
los  dolores  y  ansias  que  padezco,  en  sacrificio  por  mis  ini- 
quidades. Haz  que  venga  mi  confesor,  el  padre  Pelayo. — 
Gomo  este  eclesiástico  era  buen  amigo,  no  faltaba  del 
lado  de  los  suyos  á  la  hora  de  la  tribulación.  Apenas 
se  desnudó  la  muceta,  cuando  volvió  á  casa  á  consolar 
á  su  hijo  espiritual.  Antes  que  yo  saliera  de  la  recámara 
entró  él  y  preguntó  á  don  Pedro  cómo  se  sentía.  —  Voy 
por  la  posta,  dijo  el  enfermo;  ya  es  tiempo  de  que  no 
te  apartes  de  mi  cabecera,  te  lo  ruego  encarecidamente; 
no  porque  tenga  miedo  de  los  diablos,  visiones  ni  fan- 
tasmas que  dicen  que  se  aparecen  á  esta  hora  á  los 
moribundos.  Sé  que  el  pensar  que  todos  los  que  mueren 
ven  estos  espectros  es  una  vulgaridad,  porque  Dios  no 
necesita  valerse  de  estos  títeres  aéreos  para  castigar  ni 
aterrorizar  al  pecador.  La  mala  conciencia  y  los  remor- 

PERIQUILLO   SARNIENTO.  — T.    II,    D.  —  80. 


318  PENSADOR    MEXICANO 

dimientos  de  ella  en  esta  hora  son  los  únicos  demonios 
y  espantajos  que  mira  el  alma,  confundida  con  el  recuer- 
do de  su  mala  vida,  su  ninguna  penitencia  y  el  temor 
servil  de  un  Dios  irritado  y  justiciero;  lo  demás  son 
creederas  del  vulgo  necio. 

Para  lo  que  quiero  que  estés  conmigo,  es  para  que 
me  impartas  los  auxilios  necesarios  en  esta  hora  y 
derrames  en  mi  corazón  el  suave  bálsamo  de  tus  exhor- 
taciones y  consuelos. 

No  te  apartes  de  mí  hasta  ({ue  espire,  no  sea 
que  entre  aquí  algún  devoto  ó  devota  que  con  el 
Uainillcte  ú  otro  formulario  semejante,  me  empiece  á 
jesusear,  machacándome  el  alma  con  su  frialdad  y  son- 
sonete y  quebrándome  la  cabeza  con  sus  gritos  desafo- 
rados. 

No  quiero  decir  que  no  me  digan  Jesús,  ni  Dios 
permita  que  hablara  yo  tal  idioma.  Sé  muy  bien  que 
esto  dulce  nombre  es  sobre  todo  nombre;  que  á  su 
invocación  el  cielo  se  goza,  la  tierra  se  humilla  y  el 
infierno  tiembla;  pero  lo  que  no  quiero  es  que  se  me 
plante  á  la  cabecera  algún  buen  hombre  con  un  librito 
de  los  que  te  digo;  que  tal  vez  empiece  á  deletrear,  y 
no  pudiendo,  tome  la  ordinaria  cantinela  de  «Jesús  te 
ayude,  Jesús  te  ampare,  Jesús  te  favorezca,»  no  saliendo 
de  esto  para  nada,  y  que  conociendo  él  mismo  su  frialdad 
quiera  inspirarme  fervor  á  fuerza  de  gritos,  como  lo  he 


.  '    •  --^  «JA-.  ■  -l-sV^.'^TT?»  ■ 


■*.:-:^ 


OBRAS   ESCCGIDAS  319 

observado  en  otros  moribundos.  Por  Dios,  amigo,  no 
consientas  á  mi  lado  éstos,  que,  lejos  de  ayudarme  á 
bien  morir,  me  ayudarán  á  morir  más  presto.  Tú  sabes 
que  en  estos  momentos  lo  que  importa  es  mover  al 
enfermo  á  contrición  y  confianza  en  la  divina  miseri- 
cordia; hacerlo  que  repita  en  su  corazón  los  actos  de 
fe,  esperanza  y  caridad;  ensancharle  el  espíritu  con  la 
memoria  de  la  bondad  divina,  acordándole  que  Jesu- 
cristo derramó  por  él  su  sangre  y  es  su  medianero, 
y  por  fin,  ejercitándolo  en  actos  de  amor  de  Dios 
y  avivándole  los  deseos  de  ver  á  Su  Majestad  en  la 
gloria. 

Esto  propiamente  es  ayudar  á  bien  morir;  pero  no 
pueden  hacerlo  todos,  y  los  que  tienen  instrucción  y 
gracia  para  ello  no  se  valen  de  aquellos  gritos  con  que 
los  tontos,  lejos  de  auxiliar  al  moribundo,  lo  espantan 
é  incomodan. 

También  te  ruego  que  no  consientas  que  las  señoras 
viejas  me  acaben  de  despachar  con  buena  intención, 
echándome  en  la  boca  y  en  estado  de  agonizante,  caldo 
de  substancia  ni  agua  de  la  paleta.  Adviérteles  que  esta 
es  una  preocupación  con  que  abrevian  la  vida  del  enfer- 
mo y  lo  hacen  morir  con  dobles  ansias.  Díles  que 
tenemos  dos  cañones  en  la  garganta  llamados  esófago 
y  laringe.  Por  el  uno  pasa  el  aire  al  pulmón  y  por  el 
otro  el  alimento  al  estómago;  mas  es  menester  que  les 


320  PENSADOR    MEXICANO 

adviertas,  que  el  cañón  por  donde  pasa  el  aire  está 
primero  que  el  otro  por  donde  pasa  el  alimento.  En 
el  estado  de  sanidad,  cuando  tragamos,  tapamos  con 
una  valvulita,  que  se  llama  glotis,  el  cañón  del  aire,  y 
quedando  cerrado  con  ella,  pasa  el  alimento  por  encima 
al  cañón  del  estómago  como  por  sobre  un  puente.  Esta 
operación  se  hace  apretando  la  lengua  al  paladar  en 
el  acto  de  tragar;  de  modo  que  nadie  tragará  una  poca 
de  saliva  sin  apretar  la  lengua  para  tapar  el  cañón  del 
aire,  y  cuando  por  un  descuido  no  se  hace  esta  diligencia 
y  se  va,  aunque  sea  una  gota  de  agua,  lo  que  llaman 
irse  al  galillo,  el  pulmón,  que  no  consiente  más  que  el 
aire,  al  momento  sacude  aquel  cuerpo  extraño,  y  á 
veces  con  tal  violencia  que  se  arroja  hasta  por  las 
narices  dicho  cuerpo  si  es  líquido.  Cuando  el  agua,  verbi- 
gracia, que  se  ha  ido  al  pulmón  pesa  más  que  el  aire 
que  hay  dentro,  se  ahoga  el  paciente,  y  si  es  muy 
poca,  la  arroja  ('ste,  como  se  ha  dicho. 

Después  que  hagas  esta  explicación  á  las  viejas, 
adviérteles  que  el  agonizante  ya  no  tiene  fuerza,  y  acaso 
ni  conocimiento  para  apretar  la  lengua;  de  consiguiente, 
cuando  le  echan  en  la  boca  se  va  al  pulmón,  y  si  no 
tose  es  ó  porqué  esta  entraña  está  dañada,  ó  porque 
ya  no  tiene  fuerza  para  sacudir,  con  lo  que  espira  el 
enfermo  más  breve.  Díles  todo  esto,  y  que  lo  más 
seguro   es   humedecerles   la   boca   con    unos   algodones 


JP^'Í    *-      ■"    -ÍS- 


OBRAS   ESCOGIDAS  321 

mojados,  aunque  todas  estas  diligencias  son  más  para 
consuelo  de  los  asistentes  que  para  alivio  de  los  en- 
fermos. 

En  fin,  Pelayo,  por  vida  tuya  haz  que  velen  mi 
cadáver  dos  días,  y  no  le  den  sepultura  hasta  que  no 
estén  bien  satisfechos  de  que  estoy  verdaderamente 
muerto,  pues  no  quiero  ir  á  acabar  de  morir  al  campo 
santo,  como  han  ido  tantos,  especialmente  mujeres  par- 
turientas, que  no  teniendo  sino  un  largo  síncope  han 
muerto  antes  de  tiempo  y  los  ha  enterrado  vivos  la 
precipitación  de  los  dolientes. 

Acabó  don  Pedro  de  hablar  con  el  padre  confesor 
estas  cosas,  y  me  dijo:  —  Compadre,  ya  me  siento  dema- 
siado débil;  creo  que  se  acerca  la  hora  de  la  partida; 
haz  llamar  al  vecino  don  Agapito,  que  era  un  excelente 
músico,  y  díle  que  ya  es  tiempo  de  que  haga  lo  que  le 
he  prevenido. 

Luego  que  el  músico  recibió  el  recado,  salió  á  la 
calle,  y  á  poco  rato  volvió  con  tres  niños  y  seis  músicos 
de  flauta,  violín  y  clave,  y  entró  con  ellos  á  la  recá- 
mara. 

Nos  sorprendimos  todos  con  esta  escena  inesperada, 
y  más  cuando  comenzando  á  agonizar  el  enfermo,  comen- 
zaron también  los  niños  á  entonar  con  dulces  voces,  y 
acompañados  de  la  música,  un  himno  compuesto  para 
esta  hora  por  el  mismo  don  Pedro. 

PERIQUILLO   SARNIENTO.  — T.   II,    D.  — 81. 


322  PENSADOR    MEXICANO 

Nos  enternecimos  bastante  en  medio  de  la  admira- 
ción con  que  ponderábamos  el  acierto  con  que  nuestro 
amigo  se  hacía  menos  amargo  aquel  funesto  paso.  El 
padre  Pelayo  decía: — Vean  ustedes  mi  amigo  si  ha 
sabido  el  arte  de  ayudarse  á  bien  morir.  Con  cualquier 
poco  conocimiento  que  conserve  ¿cómo  no  le  desperta- 
rán estas  dulces  voces  v  esta  armoniosa  música  los 
tiernos  afectos  que  su  devoción  ha  consagrado  al  Ser 

Supremo? 

En  electo,  se  cantó  el  siguiente 

HIiMNO  AL  SER  SUPREMO  ' 

Eterno  Dios,  inmenso, 
Omnipotente,  sabio,  justo  y  santo, 
Que  proteges  benigno 
Los  seres  que  han  salido  de  tus  manos; 

El  debido  homenaje 
A  tu  alta  majestad,  te  rindo  grato, 
Porque  en  mis  aflicciones 
Fuiste  mi  escudo,  mi  sostén,  mi  amparo. 

Y  cuando  sumergido 
En  el  cieno  profundo  busqué  en  vano 
A  quien  volver  mis  ojos 
Entumecidos  de  llorar  é  hinchados, 

Extendiste  en  mi  ayuda 
Tu  generosa  y  compasiva  mano, 
Que  libre  del  peligro 
Al  puerto  me  condujo  ileso  y  salvo. 

Tú,  Señor,  desde  entonces 
Con  impulso  robusto  has  guiado 

'     Para  este  himno  se  han  tfnido  presentes  las  correcciones  y  variaciones  del  ma- 
nuscrito de  que  se  habló  en  la  nota  de  la  pág.  205.  B. 


■*■.■'■    v^    ^i^J."'^^.v¡^"  .  "^r-    -  ^     .y-'^v 


OBRAS    ESCOGIDAS  323 

Por  el  camino  recto 

Mis  vacilantes  y  extraviados  pasos. 

Mis  vicios  me  avergüenzan; 
Mis  delitos  detesto;  con  mi  llanto 
Haz,  mi  Dios,  que  se  borren 
Los  asientos  del  libro  de  los  cargos. 

Y  en  esta  crítica  hora 
No  te  acuerdes,  Señor,  de  mis  pecados, 
A  los  que  me  arrastraba 
La  inexperiencia  de  mis  pocos  años.  '     '  - 

Recuerda  solamente 
Que,  aunque  perverso,  pecador,  ingrato, 
Soy  tu  hijo,  soy  tu  hechura, 
Soy  obra,  en  fin,  de  tus  divinas  manos. 

Si  te  ofendí  yo  mucho. 
Mucho  me  pesa,  y  mucho  más  te  amo. 
Como  á  padre  ofendido 
Que  mis  crímenes  tiene  perdonados. 

Seguro  en  tus  promesas 
Invoco  tus  piedades,  y  en  tus  manos 
Mi  espíritu  encomiendo: 
Recíbelo,  Señor,  en  tu  regazo. 

Dos  veces  se  repitió  el  tierno  himno,  y  en  la  segun- 
da, al  llegar  á  aquel  verso  que  dice:  En  tus  manos  mi 
espíritu  encomiendo,  lo  entregó  nuestro  Pedro  en  las 
manos  del  Señor,  dejándonos  llenos  de  ternura,  devo- 
ción y  consuelo. 

A  la  noticia  de  su  muerte,  acaecida  á  fines  del 
mismo  año  de  1813,  se  extendió  el  dolor  por  toda  la 
casa,  manifestándolo  en  lágrimas,  no  sólo  su  familia, 
sino  sus  amigos,  sus  criados  y  favorecidos  que  habían 
ido  á  ser  testigos  de  su  muerte. 

Se  veló  el  cadáver,  según  dijo,  dos  días,  no  desocu- 


324 


PENSADOR    MEXICANO 


pandóse  en  ellos  la  casa  de  sus  amigos  y  beneficiados, 
que  lloraban  amargamente  la  falta  de  tan  buen  padre, 
amigo  y  bienhechor.  Por  fin  se  trató  de  darle  sepul- 
tura. 


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CAPÍTULO  XVI 


En  el  que  el  Pensador  refiere  el  entierro  de  Perico,  y  otras  cosas  que  llevan  al  lector 
por  la  mano  al  ñn  de  esta  ciertísima  historia 


A  los  dos  días  se  procedió  al  funeral,  haciéndole 
las  honras  con  toda  solemnidad,  y  concluidas,  se  llevó 
el  cadáver  al  campo  santo,  donde  se  le  dio  sepultura 
por  especial  encargo  que  me  hizo. 

El  sepulcro  se  selló  con  una  losa  de  tecal,  especie 
de  mármol  que  compró  para  el  efecto  su  confesor, 
haciendo  antes  esculpir  en  ella  el  epitafio  y  la  décima 

PERIQUILLO  SARNIENTO.— T,    II,    D.  — 82. 


326 


PENSADOR    MEXICANO 


q'ae  el  mismo  difunto  compuso  antes  de  agravarse. 
Aquél  era  latino  y  los  pondré  aquí  por  si  agradare  á 
los  lectores. 

JIIC.  lACET 

pi:rnvs.  sarmiento 

(VVLGO) 
PERiaVILLO.  SARNIE3NTO 

PECCATOR.    VITA 

NIHIL.  MORTE. 

QVISQVIS.    ADDES 

DEVM.  ORA 

YT 

IX.  .ETERXVM.    VALEAT. 


Lo  que  en  castellano  dice: 

aquí  yace 

pedro  sarmiento, 

comunmente  conocido 

POR 

PERIQUILLO   SARNIENTO 

EN  VIDA 

NO  FUÉ  MAS  QUE  UN  PECADOR: 
NADA  EN  SU  MUERTE. 

PASAJERO, 

SEAS  QUIEN  FUERES, 

RUEGA  A  DIOS  LE  CONCEDA 

EL  ETERNO  DESCANSO. 


r. 


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OBRAS   ESCOGIDAS  327  ;' 

DKCIMA 

Mira,  considera,  advierte, 
Por  si  vives  descuidado, 
Que  aquí  yace  un  extraviado 
Que  al  fin  logró  santa  muerte. 

No  todos  tienen  tal  suerte; 
Antes  debes  advertir. 
Que  si  es  lo  común  morir 
Según  ha  sido  la  vida, 
Para  no  errar  la  partida 
Lo  seguro  es  bien  vivir. 

A  todos  sus  amigos  agradaron  estas  producciones 
del  difunto  por  su  propiedad  y  sencillez.  El  padre  Pelayo 
tomó  un  carbón  del  incensario,  y  en  la  blanca  pared 
del  campo  santo  escribió,  cúrrente  cálamo,  ó  de  impro-  ^ 

viso,  el  siguiente 

SONETO  ^     ^ 

Yace  aquí  Periquillo,  que  en  su  vida 

Fué  malo  la  mitad,  y  la  otra  bueno ; 

Cuando  de  la  virtud  estuvo  ajeno. 

Hasta  llegó  á  intentar  el  ser  suicida; 
Tocóle  Dios;  la  gracia  halló  acogida 

En  su  pecho  sensible,  y  lo  hizo  ameno 

Verjel  de  la  virtud.  Él  murió  lleno 

De  caridad  bien  pura  y  encendida. 
¡Cuántos  imitadores,  oh  querido, 

Tienes  en  la  maldad !  Pero  no  tantos 

Enmendados  hasta  hoy  te  habrán  seguido. 
Vamos  tras  del  error  y  sus  encantos 

De  mil  en  mil ,  y  al  hombre  arrepentido 

¿Lo  imitan  muchos?  No,  sólo  unos  cuantos. 

Con  razón  ó  sin  ella  alabamos  todos  el  soneto  del 


328  PENSADOR    MEXICANO 

padre  Pelayo,  unos  por  cumplimiento  y  otros  por  afecto 
ó  inclinación  al  poeta. 

A  imitación  de  éste  escribió  su  amigo  Anselmo  la 
siguiente 

DKCIMA  ' 

Ante  este  cadáver  yerto 
Me  avergüenzo  de  mi  trato; 
Kuí  con  él  amigo  ingrato, 

Y  le  debo,  aun  cuando  muerto, 
Mis  alivios.  Bien  advierto 
Que  fué  mi  mejor  amigo. 

De  su  virtud  fui  testigo, 

Y  creo  Dios  lo  perdonó. 
Pues  en  mí  favoreció 

Y  perdonó  á  su  enemigo. 

Como  tenemos  todos  un  poco  de  copleros  á  lo 
menos,  fuimos  escribiendo  en  la  humildísima  pared  los 
versuchos  que  se  nos  venían  a  la  imaginación  y  á  la 
mano.  Leída  la  drcima  anterior,  tomó  el  carbón  su 
amigo  don  Jacobo,  y  escribió  esta 

OCTAVA 

A  este  cadáver  que  una  losa  fría 
Cubre  de  polvo,  yo  debí  mi  suerte; 
Encontréme  con  él  im  feliz  día; 
Me  libró  del  oprobio  y  de  la  muerte. 
Dicen  que  malo  fué,  no  lo  sabía; 
Su  virtud  sólo  supe,  y  ella  advierte 
Que  el  que  del  vicio  supo  retirarse 
Es  digno  de  sentirse  y  de  llorarse. 

*  Desgraciadamente  faltan  al  manuscrito  las  últimas  hojas,  y  de  ahí  es  que  no  se 
pudieron  corregir  estos  versos,  como  se  deseaba,  no  quedando  otro  arbitrio  que  dejarlos 
tales  como  se  hallan  en  la  edición  anterior.  E. 


■'í^:T '-;■    •  .         ■  ■•   ■  .    •  •■-    :•     ■  \-: '■  :<*^/■:'^~■:r,^'^f^^v>^^F::::^>' 


OBRAS   ESCOGIDAS  329 

Don  Tadeo  le  quitó  el  carbón  á  Jacobo  y  escribió 
la  siguiente 

QUINTILLA 

Yace  aquí  mi  buen  amigo 
Que  me  calumnió  imprudente: 
Fui  de  su  virtud  testigo: 
Él  me  socorrió  clemente, 

Y  hoy  su  memoria  bendigo. 

Se  le  rodaban  las  lágrimas  al  maestro  Andrés,  al 
leer  los  elogios  de  su  amo,  y  el  padre  Pelayo,  cono- 
ciendo cuánto  debía  de  amarlo,  por  ver  lo  que  producía, 
le  dio  el  carbón,  y  por  más  que  el  pobre  se  excusaba  de 
recibirlo,  nos  rodeamos  de  rl  instándole  á  que  escribiera 
alguna  cosita.  Ello  nos  costó  trabajo  persuadirlo;  pero 
por  fin,  hostigado  con  nuestras  súplicas,  cogió  el  tosco 
pincel  y  escribió  esta 

DÉCIMA 

Me  enseñó  á  rasurar  perros 
Este  mi  amo;  á  sacar  muelas 
A  las  malditas  agüelas, 

Y  cuatrocientos  rail  yerros; 
Pero  no  tendrá  cencerros 

De  escrúpulos  el  mortorio. 
Porque  también  es  notorio 
Que  me  enseñó  buenas  cosas, 

Y  tendrá  palmas  gloriosas 
Al  salir  del  purgatorio. 

Celebramos  como  era  justo  la  décima  del  buen 
Andrés,  y  seguí  yo  á  escribir  mi  copla;  pero  antes  de 
comenzar  me  dijo  el  padre  clérigo: — Usted  ha  de  escri- 

PERIQUtLLO   SARNIENTO.— T.   II,    D.— 83. 


330  PENSADOR    MEXICANO 

bir  un  soneto,  pero  no  libre,  sino  con  consonantes 
que  finalicen  en  ente,  ante,  unto  y  anto, —  Kso  es  mucho 
pedir,  padre  capellán,  le  dije;  sobre  que  me  conozco 
cJiamboncísinw  para  esto  de  versos,  ¿cómo  quiere  usted 
que  haga  un  soneto?  Y  luego  con  consonantes  forzados. 
Sin  tantas  í'uerzas  es  la  composición  del  soneto  el  castigo 
(jue  Apolo  envió  á  los  poetas,  según  dijo  Boileau;  conque 
¿qué  será  con  los  requisitos  que  usted  pide?  A  más  de 
que  los  acrósticos,  laberintos,  pies  (orzados,  equívocos, 
retruécanos  y  semejantes  chismes  ya  prescribieron,  y 
con  mil  razones,  y  sólo  han  quedado  para  ejemplares 
de  la  barbaridad  y  jerigonza  de  los  pasados  siglos. 

—  Todo  eso  está  muy  bien  y  es  como  usted  lo  dice, 
me  contestó  el  pad recito;  pero  como  va  usted  á  escribir 
esto  entre  amigos,  on  un  campo  santo,  y  no  para  lucir 
en  ninguna  academia,  está  usted  autorizado  para  hacer 
lo  que  pueda  y  darnos  gusto.  Algo  hemos  de  hacer 
mientras  que  se  acaba  de  colocar  la  piedra  del  sepulcro. 

Parecióme  impolítica  porfiar,  y  así,  contra  mi  volun- 
tad ,  tomé  el  carbón  y  escribí  este  endemoniado 

SONETO 

Por  más  que  fuere  el  hombre  delincuente, 

Por  más  que  esté  de  la  virtud  distante. 

Por  más  malo  que  sea  y  extravagante, 

Desesperar  no  debe  neciamente. 
Si  se  convierte  verdaderamente, 

Si  á  Dios  quiere  seguir  con  fe  constante. 


^«^::"»»¡*7^«  fT*: 


OBRAS   ESCOGIDAS  331 

Si  su  virtud  no  es  falsa  y  vacilante, 

Dios  lo  perdonará  seguramente. 
Según  esto  es  feliz  nuestro  difunto, 

Pues  si  en  su  mocedad  delinquió  tanto. 

Después  fué  de  virtudes  un  conjunto. 
Es  verdad  que  pecó ;  mas  con  su  llanto 

Sus  errores  lavó  de  todo  punto: 

Fué  pecador  en  vida  y  murió  santo. 

Alabaron  mi  verso  como  los  demás;  ya  se  ve,  ¿qué 
cosa  hay  por  mala  que  sea  que  no  tenga  algún  admi- 
rador? Con  decir  que  alabaron  el  verso  de  Andrés  v 
la  siguiente  coplilla  que  le  hicieron  escribir  al  indio 
fiscal  de  San  Agustín  de  las  Cuevas,  que  para  asistir 
al  entierro  de  su  amigo  se  vino  á  México,  luego  que 
supo  su  muerte,  se  dijo  todo. 

La  dicha  copla,  después  de  muchos  comentos  que 
sobre  ella  hicimos  á  causa  de  que  estaba  ininteligible 
por  su  maldita  letra,  sacamos  en  limpio  que  decía: 

Con  ésta  y  no  digo  más: 
Aquí  murió  Señor  D,  Pegros, 
Que  nos  hizo  mil  favores, 
So  mercé  no  olvidaremos. 

Ya  no  hubo  quién  quisiera  escribir  nada  después 
que  oyeron  alabar  la  copla  del  indio;  y  así  nos  entre- 
tuvimos en  copiar  los  versos  con  la  ayuda  de  un  lápiz 
que  por  fortuna  se  encontró   en   la   bolsa   don   Tadeo. 

Jamás  esperaba  yo  que  semejantes  mamarrachos 
tuvieran  la  aceptación  que  lograron.    De  unas  en  otras 


332  PENSADOR    MEXICANO 

se  aumentaron  tanto  las  copias,  que  en  el  día  pasan 
seguramente  de  trescientas  las  que  hay  en  México  y 
fuera  de  él.  ^ 

Acabaron  de  poner  la  piedra,  y  habiendo  el  padre 
Pelayo  y  otros  sacerdotes  que  fueron  convidados  dicho 
los  últimos  responsos  sobre  el  sepulcro,  tomamos  los 
coches  y  pasamos  á  dar  el  pésame  y  á  cumplimentar 
á  la  señora  viuda. 

Todos  los  nueve  días  estuvo  la  casa  mortuoria  llena 
de  los  íntimos  amigos  del  difunto,  y  entre  éstos  fueron 
muchos  pobres  decentes  y  abatidos,  á  quienes  socorría 
en  silencio. 

Ignorábamos  hasta  entonces  (jue  diera  tantas  limos- 
nas y  tan  bien  distribuidas.  En  su  testamento  dejó  un 
legado  de  dos  mil  pesos  para  que  yo  los  repartiera  á 
estos  pobres,  según  me  pareciera  y  conforme  á  las 
sólitas  que  para  el  caso  me  daba  en  el  comunicado 
respectivo,  en  el  que  constaban  en  una  lista  los  nom- 
bres, casas,  familias  y  estados  de  los  dichos. 

Cumplí  este  encargo  con  la  exactitud  que  todos  los 
suyos;  continué  visitando  á  la  señora  y  sirviéndola  en 
lo  que  he  podido,  advirtiendo  siempre  y  aun  admirando 
el  juicio,  la  conducta,  la  economía  y  el  arreglo  con  que 
se  maneja  en  su  casa;  y  así  ha  educado  á  sus  hijos  con 


•    Es  de  creerse  que  las  copias  de  que  habla  el  Pensador  son  los  ejemplares  de  este 
tomo,  del  que  mandó  tirar  trescientos  para  la  primera  edición.  E. 


OBRAS   ESCOGIDAS  333 

tino  tan  feliz,  que  ellos  seguramente  honrarán  la  memo- 
ria de  su  padre  y  serán  el  consuelo  de  la  madre. 

Pasado  algún  tiempo,  y  ya  más  serena  la  señora, 
le  pedí  los  cuadernos  que  escribió  mi  amigo,  para  corre- 
girlos y  anotarlos,  conforme  lo  dejó  encargado  en  su 
comunicado  respectivo. 

La  señora  me  los  dio  y  no  me  costó  poco  trabajo 
coordinarlos  y  corregirlos,  según  estaban  de  revueltos 
y  mal  escritos;  pero  por  fin  hice  lo  que  pude,  se  los 
llevé  y  le  pedí  su  permiso  para  darlos  á  la  prensa. 

—  No  lo  permita  Dios,  decía  la  señora  muy  escan- 
dahzada,  ¿cómo  había  yo  de  permitir  que  salieran  á  la 
plaza  las  gracias  de  mi  marido,  ni  que  los  maldicientes 
se  entretuvieran  á  su  costa,  despedazando  sus  respeta- 
bles huesos? 

—  Nada  de  eso  ha  de  haber,  le  contesté;  gracias  son, 
en  efecto,  las  del  difunto;  pero  gracias  dignas  de  leerse 
y  publicarse.  Gracias  son;  pero  de  las  muy  raras,  edi- 
ficantes y  divertidas.  ¿Le  parece  á  usted  poca  gracia,  ni 
muy  común,  que  en  estos  días  haya  quién  conozca,  con- 
fiese y  deteste  sus  errores  con  tanta  humildad  y  sencillez 
como  mi  compadre?  No,  señora;  esto  es  muy  admirable 
y  me  atrevo  á  decir  que  inimitable.  Hoy  el  que  hace  más 
se  contenta  con  conocer  sus  defectos;  pero  en  esto  de 
confesarlos  no  se  piensa,  y  aun  son  muy  raros  estos  co- 
nocimientos. Lo  común  es  cegarnos  nuestro  amor  propio 

PERIQUILLO  SARNIENTO.  —  T.  II,   D.  — 84. 


334 


PENSADOR    MEXICANO 


y  obstinarnos  en  solapar  nuestros  vicios,  ocultarlos  con 
hipocresía  y  tal  vez  pretender  que  pasen  por  virtudes. 

Es  verdad  que  don  Pedro  escribió  sus  cuadernos 
con  el  designio  de  que  sólo  sus  hijos  los  leyeran;  pero 
por  fortuna  éstos  son  los  que  menos  necesitan  su  lec- 
tura, porque  sobre  los  buenos  y  sólidos  fundamentos 
que  puso  mi  compadre  para  levantar  el  edificio  de  su 
educación  política  y  cristiana,  tienen  una  madre  capaz 
de  acabar  de  formarles  bien  el  espíritu,  de  lo  que  cierta- 
mente no  se  descuidará. 

En  México,  señora,  y  en  todo  el  mundo  hay  una 
porción  de  Periquillos,  á  quienes  puede  ser  más  útil 
esta  leyenda  por  la  doctrina  y  la  moral  que  encierra. 

Mi  compadre  manifiesta  sus  crímenes  sin  rebozo;  pero 
no  lisonjeándose  de  ellos,  sino  reprendiéndose  por  haber- 
los cometido.  Pinta  el  delito;  pero  siempre  acompañado 
del  castigo,  para  que  produzca  el  escarmiento  como  fruto. 

Del  mismo  modo  refiere  las  buenas  acciones,  ala- 
bándolas para  excitar  á  la  imitación  de  las  virtudes. 
Cuando  refiere  las  que  r\  hizo,  lo  hace  sobre  la  mar- 
cha v  sin  afectar  humildad  ni  soberbia. 

Escribió  su  vida  en  un  estilo  ni  rastrero  ni  finchado; 
huye  de  hacer  el  sabio,   usa  un  estilo  casero  y  familiar, 
que  es  el  que  usamos  todos  comunmente  y  con  el  que^ 
nos  entendemos  y  damos  á  entender  con  más  facilidad. 

Con  este  estudio  no  omite  muchas  veces  valerse  de 


■'fi^T.^^yjT"  -: 


OBRAS   ESCOGIDAS  335 

los  dicharachos  y  refranes  del  vulgo,  porque  su  fin  fué 
escribir  para  todos.  Asimismo  suele  usar  de  la  chanza, 
tal  cual  vez,  para  no  hacer  su  obra  demasiado  seria,  y 
por  esta  razón  fastidiosa. 

Bien  conocía  su  esposo  de  usted  el  carácter  de  los 
hombres;  sabía  que  lo  serio  les  cansa,  y  que  un  libro  de 
esta  clase,  por  bueno  que  sea,  en  tratando  sobre  asuntos 
morales,  tiene,  por  lo  regular,  pocos  lectores,  cuando,  por 
el  contrario,  le  sobran  á  un  escrito  por  el  estilo  del  suyo. 

Un  libro  de  estos  lo  manosea  con  gusto  el  niño 
travieso,  el  joven  disipado,  la  señorita  modista  y  aun 
el  picaro  y  tuno  descarado.  Cuando  estos  individuos  lo 
leen  lo  menos  en  que  piensan  es  sacar  fruto  de  su 
lectura.  Lo  abren  por  curiosidad  y  lo  leen  con  gusto, 
creyendo  que  sólo  van  á  divertirse  con  los  dichos  y 
cuentecillos,  y  que  éste  fuó  el  único  objeto  que  se  pro- 
puso su  autor  al  escribirlo;  pero  cuando  menos  piensan 
ya  han  bebido  una  porción  de  máximas  morales  que 
jamás  hubieran  leído  escritas  en  un  estilo  serio  y  sen- 
tencioso. Estos  libros  son  como  las  pildoras,  que  se 
doran  por  encima  para  que  se  haga  más  pasadera  la 
triaca  saludable  que  contienen. 

Como  ninguno  cree  que  tales  libros  hablan  con  él, 
determinadamente,  lee  con  gusto  lo  picante  de  la  sátira 
y  aun  le  acomoda  originales  que  conoce  y  en  los  que 
el  autor  no  pensó;  pero  después  que  vuelve  en  sí  del 


'^í^l 


336 


PENSADOR    MEXICANO 


éxtasis  delicioso  de  la  diversión  v  reflexiona  con  serie- 

tí 

dad  que  él  es  uno  de  los  comprendidos  en  aquella  crítica, 
lejos  de  incomodarse,  procura  tener  presente  la  lección 
y  se  aprovecha  de  ella  alguna  vez. 

Los  libros  morales  es  cierto  que  enseñan,  pero  sólo 
por  los  oídos,  y  por  eso  se  olvidan  sus  lecciones  fácil- 
mente. Estos  instruyen  por  los  oídos  y  por  los  ojos. 
Pintan  al  hombre  como  él  es,  y  pintan  los  estragos  del 
vicio  y  los  premios  de  la  virtud  en  acaecimientos  que 
todos  los  días  suceden.  Cuando  leemos  estos  hechos  nos 
parece  que  los  estamos  mirando,  los  retenemos  en  la 
memoria,  los  contamos  á  los  amigos,  citamos  á  los 
sujetos  cuando  se  ofrece;  nos  acordamos  de  este  ó  del 
otro  individuo  de  la  historia,  luego  que  vemos  á  otro 
que  se  le  parece,  y  de  consiguiente  nos  podemos  apro- 
vechar de  la  instrucción  que  nos  ministró  la  anécdota. 
Conque  vea  usted,  señora,  si  será  justo  dejar  sepultado 
en  el  olvido  el  trabajo  de  su  esposo  cuando  puede  ser 
útil  de  algún  modo. 

Yo  no  elogio  la  obra  por  su  estilo  ni  por  su  método. 
Digo  lo  que  puede  ser,  no  lo  que  es  en  efecto.  Mucho 
menos  digo  esto  por  adular  á  usted.  Sé  que  su  esposo 
era  hombre,  y  siéndolo,  nada  podía  hacer  con  entera 
perfección.  Esto  sería  un  milagro. 

La  obrita  tendrá  muchos  defectos;  pero  éstos  no 
quitarán  el  mérito  que  en  sí  tienen  las  máximas  mo- 


^^'yys^r 


r   ^vv 


OBRAS   ESCOGIDAS 


337 


rales  que  incluye,  porque  la  verdad  es  verdad,  dígala 
quien  la  diga  y  dígala  en  el  estilo  que  quisiere,  y  mucho 
menos  se  podrán  tildar  las  rectas  intenciones  de  su  es- 
poso, que  fueron  sacar  triaca  del  veneno  de  sus  extra- 
víos, siendo  útil  de  algún  modo  á  sus  hijos  y  á  cuantos 
leyeran  su  vida,  manifestándoles  los  daños  que  se  deben 
esperar  del  vicio  y  la  paz  interior  y  aun  felicidad  tem- 
poral que  es  consiguiente  á  la  virtud. 

— Pues  si  á  usted  le  parece,  me  dijo  la  señora,  que 
puede  ser  útil  esta  obrita,  publíquela  y  haga  con  ella 
lo  que  quiera. 

Satisfechos  mis  deseos  con  esta  licencia,  traté  de 
darla  á  luz  sin  perder  tiempo.  ¡Ojalá  el  éxito  corres- 
ponda á  las  laudables  intenciones  del  autor! 


PERIQUILLO   SARNIENTO.  —  T.    II,    D.  —  85. 


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PEQUEÑO  VOCABULARIO 

DE  LAS  VOCES  PROVINCIALES  V  DE  ORIGEN  MEXICANO 
USADAS   EN   ESTA   OBRA,    Á   MAS   DE   LAS  ANOTADAS  EN   SUS 

RESPECTIVOS  LUGARES 


Acocote:  de  Acocotli,  huaje  ó  calabazo  prolongado  de  que  usan 
ios  indios  para  extraer  el  agua  miel  de  los  magueyes  ya  ras- 
pados. 

Ahuizote:  de  Ahuizotl,  cierto  animalejo  de  agua  como  perrillo. 
—  Animal  de  mal  agüero.—  Véase  la  nota  de  la  pág.  91  del 
tomo  I,  A. 

Amilpa.  Véase  Milpa. 

Atole.  Bdbida  y  alimento  regional  muy  sano  y  de  fácil  digestión, 
resultado  de  varias  operaciones  que  se  hacen  con  el  maíz,  de 
cuya  pepita  interior  es  una  legítima  horchata. 

Axcan.  Arfí/T/'^ío.  Ahora.  Así,  eso  es,  así  es. 


Cacaxtle:  de  Cacaxtli.  Véase  la  nota  de  la  pág.  89  del  tomo  II,  C. 

Cajete:  Vasija  de  barro  poroso  y  sin  barniz  en  que  solía  darse  el 
pulque  en  las  pulquerías  á  los  que  lo  bebían  allí  mismo,  y  en 
ella  adquiere  cierto  saborcillo  agradable.  Hoy  se  le  han  susti- 
tuido los  vasos  comunes. 

Chambón.  Parece  que  es  corrupción  de  CJianflón.  AdJ.  Hombre 


340  PENSADOR    MEXICANO 

de  pocos  conocimientos  ó  de  poca  destreza  en  su  oficio  6 

ejercicio. 
Chichi  ó  Chichigua.  Ama  de  leche,  nodriza.   Derivsiáo  áe  Chic hiít 

en  la  acepción  de  bofes,  porque  también  significa  saliva.  De 

esta  misma  voz  se  derivan  Chic/nrií,  el  que  mama,  Cliichini- 

pul,   mamón,  ChicJiinalaapilol,  tetona  ó  mujer  de  grandes 

tetas,  Chichüíalaijoatl,  suero,  Chicliinalayotl,  leche,  y  Chichi- 

jialli,  teta. 
CniLAQuiL.  Tortilla  en  caldo  de  chile,  y  por  analogía,  sombrero 

descompuesto  ó  desarmado  de  modo   que   las   faldas  estén 

caídas  ó  arrugadas. 
Chile.  De  Cliilli,  agí  ó  pimiento  de  América. 
CiiiNcriRiTO.  Véase  la  nota  de  la  pág.  53  del  tomo  I,  D. 
Chiquihuiti:.  D3  C/iiqui/iuitl,  cesto  ó  canasta. 
Cisca.  Color  encendido  del  rostro  por  la  vergüenza. 
Ciscarse.    Verbo  reciproco.  Avergonzarse,  ponerse  colorado  de 

vergüenza. 
Clemole.  Véase  Tlemole. 
Cuate.  Véase  Mellizo,  gemelo. 
Cucharero.  AdJ.  Ladrón  ratero. 


Guaje  ó  IIuaje.  Calabazo.  Como  adjetivo  se  aplica  al  hombre  bobo, 

distraído  y  poco  reflexivo. 
CiUAJOLuTE.  Pavo  ameiicano.  También  se  aplica  como  adjetivo  al 

hombre  torpe  en  sus  acciones  y  movimientos,  distraído  y  poco 

reflexivo. 
Guaracha  ó  Guarache.  Cacle  ó  sandalia. 


Itacate.  De  Ytacatl.  Vóase  la  nota  de  la  pwj.  246  del  tomo  I,  A 


Jacal.   De  Xacalli,  choza,  bohío  ó  casa   de   paja,    cañaveral  ó 
carrizo. 


OBRAS   ESCOGIDAS  341 

Jauja.  Véase  la  nota  de  la  pág.  63  del  tomo  II,  D. 

JícARA  ó  XícARA.  Vasija  formada  del  fondo  de  un  guaje  ó  cala- 
bazo. Están  comunmente  barnizadas  y  pintadas  al  estilo  de 
China. 

Jonuco.  Rincón  ó  covacha  pequeña,  húmeda  y  obscura. 

M 

Macuache.  Indio  bozal  ó  semibárbaro.  Suele  también  llamársele 
Bacuache  ó  Pacuache. 

Manga  ó  Mangas.  Manta  grande,  sin  esquinas  y  redondeada  en 
los  dos  extremos,  con  una  abertura  en  el  centro  por  donde 
se  mete  la  cabeza.  Se  hacen  de  paño  ó  de  lana  tejida  en  cor- 
doncillo. Se  forran  de  indiana,  ú  otro  género  de  algodón, 
y  se  adorna  la  abertura  del  medio  con  terciopelo  de  color 
obscuro  y  flecos  de  seda,  ó  con  galones  y  flecos  de  plata  ú 
oro,  cuyo  adorno  llaman  Dragona. 

Mecapal.  De  Mecapalli,  cordel  con  su  frentero  de  piel  curtida 
para  llevar  carga  á  cuestas. 

Mecate.  De  Mecatl,  cordel  ó  soga. 

Meco.  Indio  bárbaro  ó  salvaje,  se  les  dice  comunmente  á  los  que 
no  lo  son,  por  apodo. 

Metate.  De  Metlatl,  piedra  lisa  con  tres  pies,  donde  las  mujeres 
hincadas  de  rodillas  muelen  el  maíz. 

Metlapil.  De  Metlapilli,  mano  ó  moledor  de  piedra,  cuya  forma 
es  parecida  á  un  huso,  que  sirve  para  moler  el  maíz  en  el 
metate. 

Milpa.  De  Millí,  heredad.  Solar  ó  pedazo  de  tierra  en  que  siem- 
bran los  indios  maíz  y  otras  semillas.  Del  mismo  nombre  se 
derivan  Milpanecaíl,  labrador  ó  aldeano,  y  Miltpantli,  linde 
entre  heredades  de  muchos. 

Molcajete.  Vasija  de  barro  vidriado  con  tres  pies  pequeños,  y 
áspero  por  dentro,  que  sirve  de  mortero  ó  molino  de  mano. 
También  se  hacen  de  piedra  compacta. 

Mole.  Véase  Tlemole. 

Mulato.  El  que  nace  de  español  y  negra,  ó  viceversa,  así  como 
se  llama  Mestizo  el  que  nace  de  español  é  india,  ó  de  indio  y 
española,  y  Z060,  de  negro  é  india,  ó  de  indio  y  negra. 

PERIQUILLO   SARNIENTO. —T.    II,    D.  — 86. 


342  PENSADOR   MEXICANO 


N 


Ni:ne.  De  Xenetl,  que  en  mexicano  significa  la  natura  de  la  mujer 
y  los  monos  ó  muñecos  con  que  juegan  los  niños.  Se  aplica  á 
toda  clase  de  juguetes,  y  por  desprecio,  al  hombre  desmedrado 
ó  cobarde. 


Petate.  De  7V¿/a//,  estera.  , 

Picha.   Véase  la  nota  de  la  pág.  50  del  tomo  I,  B. 

PiciiANCiiA.  Cubeta  de  cuero  ó  de  madera  de  que  hacen  uso  loi 
tocineros  para  echar  lejía  ó  agua  en  las  pailas  donde  se  fabrica 
el  jabón. 

PiciiicuARACA.  Se  usa  familiarmente  para  designar  la  amiga  con 
(jue  se  vive  en  ilícita  mancebía. 

PiLiiiANEJO.  De  Pil/iua,  que  en  mexicano  significa  la  persona  que 
tiene  hijos,  y  usando  de  esta  voz  los  indios  recién  conquistados 
para  designar  al  fraile  que  los  tenía  á  su  cargo,  se  han  llamado 
Pil/nianejos  los  mozos  de  los  frailes. 

Pilón.  Antiguamente  se  fabricaban  unos  panecitos  ó  piloncillos  de 
azúcar  de  la  misma  forma  que  los  grandes,  y  se  daba  uno  al 
que  en  las  tiendas  de  pulpería,  ó  cacahuaterías,  como  se  lla- 
maban entonces,  en  las  velerías  y  otras  casas  de  comercio, 
compraba  medio  real  de  alguna  cosa.  Después  se  generalizó 
más  el  nombre,  llamándose  Pclo/i  todo  lo  que  se  daba  gratis, 
ó  como  ganancia  ó  premio  al  que  compraba  medio  de  cual- 
quiera cosa.  Más  posteriormente  se  le  dio  al  Pilón  un  valor 
fijo,  dividiendo  el  real  en  dos  medios,  cuatro  cuartillas  y  ocho 
tlacos:  cada  tlaco  en  dos  mitades,  y  cada  mitad  en  dos  pilones, 
equivaliendo  cada  uno  á  seis  cacaos,  pues  con  éstos  se  suplía 
en  el  menudeo  la  falta  de  moneda  de  cobre.  En  estos  últimos 
tiempos,  se  le  dio  otro  valor,  acuñándose  monedas  pequeñas 
de  cobre  por  mitad  de  un  tlaco  ú  octavo,  y  se  han  llamado 
generalmente  pilones;  pero  amortizado  el  cobre  viejo,  en  la 
nueva  acuñación  no  se  han  fabricado  monedas  de  este  valor. 


OBRAS   ESCOGIDAS  343 


Rancho.  Cortijo  dependiente  ó  separado  de  alguna  hacienda  de 
labor,  ó  el  lugar  donde  forman  sus  chozas  los  labradores  para 
descansar  en  la  noche,  cuando  queda  á  mucha  distancia  su 
pueblo. 

Ranchero.  El  que  habita  en  estas  chozas. 


S 


Socucho  ó  Sucucho.  Pieza  larga  y  muy  angosta,  que  no  pudiendo 
habitarse  por  no  prestar  comodidad  para  amueblarse  conve- 
nientemente, sólo  sirve  como  de  bodega  ó  prisión  provisional. 

Sombrero  de  petate.  Se  llama  así  el  construido  de  paja  ó  palma, 
principalmente  el  ordinario  que  usan  los  indios. 


Tajamanil.  Véase  Tejamanil. 

Tapextle.  De  Tlapextli,  camilla  portátil,  hecha  de  varas,  para 
conducir  enfermos,  piezas  grandes  de  loza,  etc. 

Tecolote.  De  Tccoloilj  buho. 

Tejamanil.  Tira  delgada  de  madera  como  de  una  vara  de  largo  y 
una  sesma  de  ancho,  que  colocada  de  modo  que  un  extremo 
quede  debajo  de  otra  tira,  suple  la  teja  de  barro,  y  de  este 
modo  se  forman  los  tejados  de  madera. 

Tejolote.  De  Tcxoloü,  mano  de  piedra  para  moler  en  el  molca- 
jete. 

Tencuas.  Labios  desbordados  ó  bordes  lastimados.  Metafórica- 
mente se  dice  en  mexicano  Tcncuauitl,  hombre  de  mala  boca. 
Se  llaman  Tencuas  comunmente  los  que  nacen  con  un  labio 
roto,  ó  los  que  han  quedado  así  por  alguna  herida  ó  golpe. 

Tepalcate.  De  Tecpalcatl,  tiesto  ó  pedazo  roto  de  vasijas  de  barro. 

Tepehuaje.  Madera  compacta  y  dura  del  árbol  así  llamado. 

Tianguis.  Feria  ó  día  destinado  en  cada  pueblo  ó  lugar  corto  para 
la  venta  y  compra  de  lo  que  se  lleva  de  otras  partes  para  su 
abastecimiento  y  consumo. 


344  PENSADOR   MEXICANO 

Tiliches.  Vírase  la  nota  de  la  pág.  208  del  tomo  I,  B. 

Tlecuil.  De  Tlecuilli,  hogar  ú  hornilla  formada  con  tres  piedras 
sobre  las  que  se  coloca  el  comal  para  las  tortillas,  ó  la  olla 
para  guisar  la  comida;  en  el  espacio  que  dejan  las  piedras  se 
acomoda  la  leña  ó  el  carbón, 

Tlemole.  Guiso  hecho  con  chile  colorado  molido,  tomates  y  espe- 
cias. 

Tompiate.  Especie  de  banasto  formado  y  tejido  con  palma  en  vez 
de  mimbre. 

TupiL.  De  Topile,  alguacil.  Topilli,  bordón,  asta  de  lanza  ó  vara 
de  justicia. 


Zarape.  Especie  de  frazada  tejida  en  cordoncillo  y  cargada  de 
colores  vivos,  con  abertura  en  el  centro  para  meter  la  cabeza. 

Zopilote.  De  Zopílotl,  especie  de  aura  ó  buitre. 

Zarazón.  Se  dice  de  los  frutos  y  granos  cuando  empiezan  á  madu- 
rar ó  llenar,  y  metafóricamente  se  aplica  á  los  bebedores 
cuando  empiezan  á  emborracharse. 


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ÍNDICE 


PERIQUILLO   SARNIEN 


TO.-T.   II.    D.-87. 


ÍNDICE 


DEL  tom:o  sequndo,  n 


Capitulo  I.  — Refiere  Pcrkjuillo  su  buena  conducta  en  Manila; 
el  duelo  entre  un  inglés  y  un  negro,  y  una  dis- 
cusioncilla  no  despreciable i 

>-  Jí. —  Prosigue  nuestro  autor  contando  su  buena  con- 

ducta y  fortuna  en  Manila.  Refiere  su  licencia,  la 
muerte  del  coronel,  su  funeral  y  otras  friolerillas 

pasaderas.        . 2} 

III. —  En  el  que  nuestro  autor  cuenta  como  se  em- 
barcó para  Acapulco;  su  naufragio;  el  buen  aco- 
gimiento que  tuvo  en  una  isla  donde  arribó,  con 
otras  cosillas  curiosas 35 

»  IV.  —  En  el  que  nuestro  Perico  cuenta  como  se  fingió 

conde  en  la  isla;  lo  bien  que  lo  pasó;  lo  que  vio 
en  ella,  y  las  pláticas  que  hubo  en  la  mesa  con 
los  extranjeros,  que  no  son  del  todo  despreciables.         61 

»  V. — En  el  que  refiere  Periquillo  como  presenció 
unos  suplicios  en  aquella  ciudad;  dice  los  que 
fueron,  y  relata  una  curiosa  conversación  sobre 
las  leyes  penales,  que  pasó  entre  el  chino  y  el 
español 8$ 


348  ÍNDICE 

Capítulo  VI. —  En  el  que  cuenta  Perico  la  confianza  que  me- 
reció al  chino;  la  venida  de  éste  con  él  á  México, 
y  los  días  felices  que  logn')  d  su  lado  gastando 
mucho  y  tratándose  como  un  conde.      .       .       .        105 

»  \'íl. —  En  el  que  Perico  cuenta  el  maldito  modo  con 
que  salió  de  la  casa  del  chino,  con  otras  cosas 
muy  bonitas;  pero  es  menester  leerlas  para  sa- 
berlas  127 

»  VIII. — En  el  c|uc  nuestro  Perico  cuenta  como  quiso 
ahorcarse;  el  motivo  porque  no  lo  hizo;  la  in- 
gratitud que  experimentó  con  un  amigo;  el  es- 
panto que  sufrió  en  un  velorio;  su  salida  de  esta 
capital  y  otras  cosillas 149 

>-  IX. — En  el  que  Periquillo  refiere  el  encuentro  que 
tuvo  con  unos  ladrones;  quiénes  fueron  éstos;  el 
regalo  que  le  hicieron  y  las  aventuras  que  le 
pasaron  en  su  compañía 167 

í>  X.  —  En  el  que  nuestro  autor  cuenta  las  aventuras 
que  le  acaecieron  en  compañía  de  los  ladrones; 
el  triste  espectáculo  que  se  le  presentó  en  el 
cadáver  de  im  ajusticiado  y  el  principio  de  su 
conversii'm 191 

>■  XI. —  En  el  que  Periquillo  cuenta  como  entró  á  ejer- 
cicios en  la  Profesa;  su  encuentro  con  Roque; 
quién  fué  su  confesor;  los  favores  que  le  debió, 
no  siendo  entre  éstos  el  menor  haberlo  acomoda- 
do en  una  tienda 213 

>^  XII.  —  En  el  que  refiere  Periquillo  su  conducta  en  San 

Agustín  de  las  Cuevas,  y  la  aventura  del  amigo 
Anselmo,  con  otros  episodios  nada  ingratos.       .       227 

»  XIIÍ.  —  En  el  que  refiere  Perico  la  aventura  del  mi- 
sántropo, la  historia  de  éste,  y  el  desenlace  del 
paradero  del  trapiento,  qu^  no  es  muy  despre- 
ciable 247 


■  -^■íí-i:*^"^'-  v 


ÍNDICE  349 

CArÍTULO  XIV. — En  el  que  Periquillo  cuenta  sus  segundas  nup- 
cias y  otras  cosas  interesantes  para  la  inteligencia 
de  esta  verdadera  historia.  .       .       .       .       .       .       271 

»  XV. — En  el  que  Periquillo  refiere  la  muerte  de  su 

amo,  la  despedida  del  chino,  su  última  enferme- 
dad, y  el  editor  sigue  contando  lo  demás  hasta  la 
muerte  de  nuestro  héroe.     .       .        ...       .       297 

»  .  XVI.  —  En  el  que  el  Pensador  refiere  el  entierro  de 
Perico,  y  otras  cosas  que  llevan  al  lector  por  la 
mano  al  fin  de  esta  ciertísima  historia.    .       .       .'      325 

Pequex(3  vocabulario  de  las  voces  prov^pciales  y  de  origen 
mexicano  usadas  en  esta  obra,  á  más  de  las  anotadas  en  sus 
respectivos  lugares.      .        .       .       , 339 


PEKIQUILLO   SARNIENTO   —  T.    II,   D— 88. 


■;«,-*-. -^  7^^ ''r 


PAUTA 


para  la  colocación  de  las  láminas 


—  No  te  acongojes,  náufrago  infeliz,  que  los  dioses  del  mar  no 

te  han  llevado  á  las  islas  de  las  Velas,  donde  hacen  escla- 
vos á  los  que  el  mar  perdona.   Vén  á  mi  casa.        ...  46 

—  Pedrillo,  ;no  me  has  visto?  .       .  .       .  138 
;  C(jmo  me  quedaría  cuando  advertí  y  conocí  en  aquel  deforme 

cadáver  á  mi  antiguo  c  infeliz  amigo  Januarior        .  .  204 

...Se  ratificó  en  nuestros  dichos  y  se  concluyó  aquel  acto  con 

la  más  general  complacencia.        ....       .       .       .         289 


f* 


ESTA  OBRA  SE 

.     ACABÓ  DE  IMPRIMIR  EN  BARCELONA, 

EN  EL  ESTABLECIMIENTO  TIPO-LITOGRÁFICO 

DE    ESPASA    Y    COMPAÑÍA, 

EN   OCTUBRE   DE 

1897 


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