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Full text of "Los piratas del boulevard [microform] : desfile de zánganos y víboras sociales y políticas en México"

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XI B  RARY 

OF  THE 

UNIVERSITY 

Or    ILLINOIS 


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Los  Piratas  del  Boulevard 


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Los  Piratas 
del  Boulevard 

(Desfile  de  Zánganos  y  Víboras 
sociales  y  políticas  en  México) 


por 


HKRIBBRTO  KRIAS 


ANDRÉS  BOTAS  Y  MIGUEL 

1.*  CALLE  Bolívar,  ts(°  9 

MÉXICO 


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ljg¡p.  G4SSÓ  Henpianos  — Barc«]^iA 


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AL  ENTRAR 

De  mi  librillo  de  apuntes  arranco  páginas 
donde  viven  las  siluetas  de  muchos  zánganos 
sociales  y  aun  políticos,  de  esos  que  exhiben  dia- 
riamente su  maldad  ó  su  espléndida  vileza. 

Son  piratas  que  navegan  en  el  Golfo  del  lla- 
mado "Boulevard"  con  bandera  de  honradez,  y 
hasta  de  "distinción",  y  hasta  de  gloria.  Con 
ellos,  atados  por  mi  látigo,  empuño  un  manojo 
de  víboras  y  de  gusanos,  que  presento  aquí,  pa- 
ra que  el  público  se  cuide  de  congéneres  que  se 
arrastran  por  las  calles  principales  de  México, 
sueltos,  vi  vitos,  coleando,  y  repletos  de  ponzoña. 

HERIBERTO  FRÍAS. 


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El  desfile  de  los  pavos  reales 

Al  ver  el  desfile  de  los  pavos  reales,  esponjados 
y  la  cola  al  sol,  por  la  avenida  de  San  Francisco,  re- 
cuérdase la  clásica  frase  de  César  en  las  Gallas: 
«Mejor  quisiera  ser  el  primero  en  esa  aldea  que  el 
segundo  en  Roma. » 

Porque  esos  «arbitros»  de  todas  las  elegancias, 
ésos  « críticos  »  de  la  política,  de  la  guerra,  del  9,rte 
y  de  la  ciencia,  que  van  á  exhibirse  pomposamente 
por  el  "cursi  boulevard  mexicano,  son,  según  ellos 
mismos  (que  no  se  equivocan  jamás),  los  primeros 
ientre  los  mejores. 

Son  la  aristocracia  esplendorosa  de  nuestros  cons- 
picuos; la^  aristocracia  oficial  del  lujo,  del  talento, 
de  la  honradez  y  hasta  del  heroísmo. 

Esos  pavos  reales  que  arrastran  ó  erizan,  cuando 
hacen  la  rueda,  tan  luengas,  sonoras  y  oropelescas 
colas,  se  creen  los  heraldos  príncipes  del  criterio  pú- 
blico selecto;  se  creen  los  consagrados  y  los  abso- 
lutos. 

El  esplendor  de  sus  plumas  se  admira  diaria- 
mente á  lo  largo  de  las  banquetas  de  la  gran  avenida 
capitalina,  y  la  gloria  de  sus  nombres  en  las  gace- 
tillas y  crónicas   de   «  El    Imparcial ». 

Con  esto  basta  y  sobra  para  que  esas  aves  se 
crean  ilustres  y  excelsas  en  el  vasto  gallinero  social, 
de  esta   moderna    Fenoxtitlán. 

Allí  cada  bicho  tiene  en  su  actitud  propia  el  sitio 


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8  IIERIBERTO  FRlAS 

preferido,  donde  más  y  mejor  se  aquerencia  para 
lucir  y  ser  admirado  y  envidiado. 

Los  pavos  reales  del  lujo  hacen  pasar  escandalo- 
samente sus  automóviles  vacíos  por  entre  el  torrente 
de  carruajes,  en  tanto  que  ellos,  los  pájaros  de  Juno, 
enroscan  en  corro  deslumbrante  las  finas  polainas  y 
los  charoles  ricos  de  sus  piececillos,  en  el  pórtico 
del  club. 

Hablan  de  toreros,  de  bailarinas,  de  caballos  y  de 
tiples. 

Cada  cual  es  en  el  ramo  un  pontífice. 

Son  los  que  botan  magistralmente  el  dinero  he- 
redado de  los  abuelos  laboriosos  ó  feudales,  ¡allá 
sobre  los  surcos  de  la  hacienda  regada  con  sudor  y 
sangre;  son  los  dilapidadores  de  la  dote  espléndida 
de  la  esposa  decorativa  y  pingüe;  son  los  magnífi- 
cos corruptores  corrompidos,  los  vorágines  de  lasi 
fortunas  fabulosamente  improvisadas,  en  una  no- 
che de  albures  ó  en  un  contrato  leonino  con  el  go- 
bierno de  algún  Estado;  son  los  dandys  de  la  buena 
vida;   lo   efebos    patricios   del   dollard   omnipotente. 

Por  ellos  vive  y  es  grande  la  nación;  por  ellos 
aun  hay  patria.  Histórico:  lo  ha  dicho  la  prensa 
«  seria  ». 

Los  pavos  reales  del  arte  graznan  allá,  ante  los 
cristales  de  una  cancela  de  un  «cantina  Salón», 
discutiendo  á  la  artista  italiana  de  moda,  con  quien 
todos  (á  creer  á  todos)  cenan  íntimamente  y  noche 
á  noche,  excepto  cuando,  por  variar,  cenan  con 
alguna  suripanta  del  jacalón  María  Guerrero. 

Es  voluptuoso  y  exquisito,  en  concepto  de  esas 
aves,  alternar  con  sabio  claro  obscuro,  los  plati- 
llos: después  de  D'Annunzio,  Pérez;  tras  de  la  em- 
peratriz Cleopatra  con  sus  perlas,  la  fregona  Mari- 
tornes con  sus  ajos. 


LOS  PIBATAS  DEL  BOULEVARD  9 

Hay  en  el  augusto  cenáculo  de  los  paVos  reales, 
del  arte,  del  «  gran  arte  nacional »,  uno  que  en  cues- 
tión de  estética  es  implacable,  ¡como  que  es  el  pri- 
mero ! — «  Ser  ó  no  ser »,  es  el  mote  de  su  albo  es- 
cudo... y  para  este  otro,  fuera  de  lo  absolutamente 
bello  y  blanco  no  hay  vida,  ni  salvación  del  alma, 
ni  nada, — y  este  Príncipe  Armiño,  este  Lohengrin 
modernísimo,  tiene  dentro  de  la  torre  de  marfil  de  su 
casa,  por  querida,  á  su  cocinera  otomí...  por  econo- 
mía y  virtud. 

Cerca  de  las  tiendas  de  modas,  perfuman  el  am- 
biente los  pavos  reales  del  amor;  los  Narcisos  esbel- 
tos y  lánguidos,  los  « flechadores »  irresistibles,  los 
seductores  invictos,  los  lindos  y  los  gallardos;  unos 
imberbes  y  con  caritas  de  rosa  y  porcelana,  niños 
consentidos  que  tienen  novias  por  docenas;  ó  mar- 
ciales é  hinchados  calaverones  de  biírotazos  eriza- 
dos  á  lo  kaiser,  que  van  á  caza  de  hembras  ricas 
y  sonadas,  fatuos  que  creen  que  cada  pelo  suyo  es 
una  conquista,  im  corazón  femenino  derretido,  un 
seno  mórbido  convertido  en  volcán...  Son  los  «ga- 
llardos», estirados,  insolentes,  calabazas  rellenas  con 
la  certidumbre  de  una  belleza  victoriosa,  eterna- 
mente victoriosa  y  aclamada. 

Hay  que  ver  cómo  miran  á  los  hombres,  al  vulgo 
de  los  hombres,  porque  ellos  son  de  una  pasta  su- 
perior; hay  que  ver  con  qué  infinito  desprecio  y 
lástima  dejan  caer  sus  miradas  á  los  seres  mascu- 
linos,  á  quienes   á  su   lado   les    permiten   el   paso... 

En  cambio,  para  las  mujeres  tienen  ojos  protecto- 
res, dignándose  concederlas,  como  si  al  mirarlas 
con  gentil  benevolencia,  les  dejaran  prendidos  en  sus 
trajes  un  rocío  de  pedrerías  finas,  ya  que  la  mirada 
de  un  pavo  real  del  amor  se  cristaliza  en  diamantes, 

y  allá  van,  en  el  lento  torrente  boulevaresco,  lo§ 


10  HERlBEflTO  rRlAS 

graves  y  hondos  personajes  de  cuyas  monumentales 
fuentes  parten,  según  ellos  mismos,  los  hilos  invi- 
isibles  que  manejan  á  los  grandes  hombres  y  á  los 
complejos  destinos  de  la  administración  nacional. 

Son  los  pavos  reales  de  la  política,  los  venerables 
profetas,  los  clarividentes;  manantiales  de  sabiduría, 
los  sutiles  que  saben  ver  cien  mil  elefantes  en  cada 
pulga;  los  que  hablan  de  estrategia  y  disertan  lar- 
gas horas  en  las  redacciones  semioficiales,  no  sobre 
lo  que  hizo  el  General  González  Ortega  en  el  sitio 
üe  Puebla,  sino  sobre  lo  que  no  hizo,  estudiando  con 
tina  erudición  espantosa,  lo  que  habría  sucedido  des- 
pués de  la  batalla  de  Calpulalpam...  si  Miramón  no 
hubiera  perdido  la  batalla. 

Estos  sabios  se  han  multiplicado,  «gracias»  á  las 
tristes  cosas   que  conmueven  á  los   que  no  lo   son. 

Es  preciso  para  ellos  que  allá,  entre  los  peñasca- 
les de  la  tierra,  mueran  heroicamente,  por  cumplir' 
con  su  deber,  tantas  juventudes  hermosas,  pero  ¿  qué 
importa  la  épica  de  los  combates  y  tanto  dolor  en 
fel  ambiente  patrio,  cuando  con  ello  hay  para  que  las 
calabazas  salpicadas  de  lentejuelas  y  colorines  como 
piñatas,  fructifiquen  abriendo  el  chorro  de  la  crítica, 
lechando  desbordamientos  de  elocuencia? 

Sonoros  y  vacíos  cascabeles  son  los  cráneos  de 
los  pavos  reales  de  la  política  y  de  la  guerra. 

Discuten  el  heroísmo,  tasan  la  pólvora,  pesan  la 
sangre,  se  regocijan  con  la  hecatombe,  y  son  los 
primeros  en  saber  lo  que  sucedería  si  el  gobierno  les 
lescuchara. 

Hay  que  reverenciar  su  genio. 

Los  reporteros  de  los  diarios  oficiales  consultan 
sus  opiniones,  y  de  sus  labios  beben  sabiduría  viva 
que  habrán  de  verter  luego  en  las  columnas  perip- 


T;r.^ 


LOS  PIKATAS  DEL  BOULEVAKD  11 

dísticas  en   forma   de   sensacionalismo   oportuno   y 
candente. 

En  cambio,  los  agradecidos  diarios  citan  los  nom- 
bres en  las  gacetillas  y  cronicones,  como  se  citan, 
los  de  los  demás  « primeros »  en  las  fiestas  de  la 
lalta  sociedad;  y  he  ahí  cómo  de  rechazo  vuelve  la 
fama  pública  á  hinchar  más  todavía  las  colas  de  los 
pavos  reales...  no  todos  inofensivos,  pues  los  hay 
también,  en  pleno  gallinero,  con  garras  de  hiena  y 
pico  de  gavilán. 


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II 

Comisionistas  en  carnes  tiernas 

Todas  las  mañanas  de  once  á  doce,  invariable-: 
mente,  puede  verse  descender  de  un  correcto  carrua- 
je particular,  una  al  parecer  buena  señora,  vestida 
de  negro  como  una  viuda,  y  entrar  á  uno  de  los 
principales  almacenes  de  ropa  de  la  Avenida  de 
San  Francisco. 

Una  hora  después  recorrerá  á  pie,  muy  seria  y 
atareada,  algunas  joyerías  ó  tiendas  de  novedades 
parisienses  de  mayor  lujo,  instalando  gran  provisión 
de  telas  y  cajas  de  todas  dimensiones,  dentro  del 
cupé  que  sigue  á  la  buena  señora,  al  paso  de  ün 
caballejo  trotón  muy  limpio,  pero  que  huele  á  ca- 
balleriza de  ínfima  pensión. 

En  seguida,  la  enlutada  sube  al  coche  y  pasea 
ün  buen  rato  por  la  Avenida,  del  Zócalo  á  la  Pla- 
zuela de  Guardiola,  de  la  Plazuela  de  Guardiola  al 
Zócalo. 

Y  entonces  se  ve,  cómo  desde  las  aceras  la  salu- 
dan algunos  elegantes,  sonriendo  discretamente,  con- 
testando ella  con  suma  gravedad  desde  su  asiento 
atestado   con  las   compras   que  acaba  de   efectuar. 

Pasada  la  hora  db  animación  en  el  boulevard, 
desaparece  la  misteriosa  mujer  que  veinticuatro  ho- 
ras después  tornará  á  pasear,  verificadas  las  com- 
pras. 

¿Misteriosa? 

Aparentemente,,  al  menos  para  los  iniciados  en  las 


LOS  PIRATAS  DEL  BOüLEVARD  13 

profundidades  de  la  corrupción  diz  que  aristocrática 
de  México. 

Porque ¿qué  clase  de  compras  hará  ó  qué  ri- 
quezas puede  tener  esa  solitaria  enlutada  que  todos 
los  días  verifica  idéntica  maniobra? 

¿Es  vieja? 

Más  valiese  que  lo  fuera no  sería  tan  fea  su 

cara Porque  la  he  visto  de  cerca;  su  rostro  espan- 
ta   Imaginaos  una  cara  cenicienta,  con  un  bello 

abundante,  rojizo un  bello  que  forma  patillas  y 

verdadero  bigote cejas  pobladas  dando  feroci- 
dad temible  á  los  ojos  hundidos  y  febriles.....  Pro- 
fundas arrugas  en  la  frente  y  en  las  secas  mejillasi 
delatan  la  vejez;  pero  el  busto  erguido,  vigoroso, 
movible  y  bien  tallado  revela  á  la  mujer  no  ven- 
cida por  la  edad. 

Si  la  veis  andar,  cuando  echa  sobre  la  abomi-i 
nable  cara  su  grande  y  espeso  velo  negro,  se  os  an- 
toja una  guapa  hembra  de  ardientes  pasiones Su¡ 

cadera  llena  y  bien  delineada,  la  oscila  rítmicamente 
al  par  que  todo  el  cuerpo  se  yergue  con  majestad., ..4 

Cuando  llega  ante  el  mostrador  de  los  lujosos 
almacenes,  pronuncia  solo  unas  cuantas  palabras  al 
pido  del  dependiente,   y  al  punto  es  atendida  con! 

prontitud Y  se  verá  cómo  de  su  poríamoneda  pan-i 

zudo  surgen  rollos  de  codiciables  billetes  de  Banco., 

Sale  rápida,  resuelta,  altanera,  ostentando  con¡ 
garbo  su  cuerpo  bien  formado,  tentadora  aún....^ 
¡ah!  pero  si  veis...  su  rostro,  ¡qué  desilusión,  qu^ 
sorpresa  tan  desagradable  I 

Porque  no  sólo  es  fea,  sino  repugnante,  imo  dé 
esos  rostros  antipáticos  al  primer  golpe  de  vista.. ..^ 

Sin  embargo,  debe  ser  muy  conocida  y  respetada, 
porque  al  pasar  frente  al  Salón  Rojo  y  al  Jokey  Club,; 
la  saludan  sonriendo  los  caballeros  que  en  los  za* 


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14  HERIBERTO  FRlAS 

guanes  se  dejan  admirar  de  ios  viles  transeúntes.. .,.5 

¿  Será  una  corredora  ? 

Acaso pero  sólo  se  la  ve  comprar  y  no  ven- 
der   he  ahí  el  misterio 

Para  descifrarlo  sería  preciso  seguirla  al  trpté 
del  caballejo  de  su  cupé,  trote  que  se  hace  endeH 
moniadamente  rápido  en  cuanto  se  desprende  de  las 
calles    céntricas 

Sin  embargo,  entraremos  á  aquel  salón  y  acer- 
cándonos al  tipejo  lenguaraz  que  ante  aquel  corri- 
llo de  imbéciles  bebe  su  quincogésimo  coctail,  sa- 
bremos algo,  si  es  que  dice  la  verdad 

Oíd  lo  que  contoneándose  refiere: 

— Sí,  señores,  ella  me  acaba  de  indicar  con  una 
seña,  que  esta  noche  me  recibe,  después  de  que  des- 
pida á  su  gente Porque  es  muy  ocupada en 

la  tarde  la  van  á  ver  una  docena  y  media  de  vie-^ 
jas  «comisionistas» ¿eh? para  entregarles  gé- 
neros finos,  sombreros  costosos,  botas  «lazo  fatal», 

chucherías  caras,  joyas y  la  mar! Se  van  sus 

«  comisionistas »  á  buscar  muchachas  guapas  en  lasl 
casas    de    vecindad 

¡Figúrense  Vds.  qué  ojos  no  pondrán  las  pobres 
cuando  las  viejas   « comisionistas »  las   enseñan  las 

telas  y  los   aretes  y nada,    chicos,    que   caen....^ 

muerden  el  anzuelo 

Que  ¿cómo  pagaremos? — En  abonos,  niña,  po- 
quito á  poco,  como  puedan,  una  firmita  no  más.....; 
,Y  si  Vds.  quieren,  no  hay  necesidad  de  que  lo  sepa; 

su  papá  ó  su  esposo ¡No  faltaba  más  I  Después; 

cuando  no  pueden  pagar el  apremio el  sus- 
to   y  el pues  venga  Vd.  conmigo,  vamos  á  ver¡ 

á  la  Señora  que  es  muy  buena verá  Vd:  como 

se  ablanda  y  hasta  le  dá  más ¡Qué  bien  sabe  Ja 

biblia  la  picaral.....  Yo  he  visto  llegar  á  las  pollitas 


._.^v 


LOS  PIRATAS  DEL  BOÜLEVARD  .     16 

muy  conpungidas,  temblorosas,  creyendo  que  van 
á  entrar  al  infierno.....  Pero  no  es  tan  fiero  el  león 
como  lo  pintan 

Y  he  visto  salir  á  las  pollas  muy  agitadas,  con- 
tentas, coloraditas sin  darse  cuenta  de  lo  buena 

que  es    con    ellas   la    Señora...    ¡Vaya    si   las   saca 

d©  apuros!  Llegan  á  ser  sus  mejores  amiguitas Y¡ 

hacen  negocio Ya  les  digo  á  Vds.  sabe  la  bi- 
blia, sabe  la  biblia  la  condenada ¡Como  que  su 

casa  es  un  verdadero  Paraíso  moderno !  En  ella  reinad 

como  Emperatriz  la  buena   señora ¡Y  hasta   se 

olvida  uno   de  su  cara! ¡Es   tan  lista! A  lai 

noche,  estará  un  servidor  de  Vds.  por  allí Cues-: 

ta   carita  la   entrada ¿ustedes   gustan? 

Así  habla  el  títere  y  ahora  sabemos  quién  es  ella. 


I» 


III 

Ojos  y  boca  de  infierno 

iSoberbia  cabellera  la   suya! es  de   oro   páli- 

'do  de  un  tono  acariciador,  realzado  en  el  marco  de  ¡un 
regio  sombrero  parisiense. 

Sus  ojos,  un  tanto  inyectados,  relampaguean  fe- 
brilmente dentro  de  terribles  ojeras,  y  por  entre 
la  sonrisa  eterna  de  sus  labios  encarnados  aparece 
la  blancura  maravillosa  de  los  dientes. 

Su  magnífico  traje  de  seda  muestra  á  la  mujer 
que  conoce  bien  las  modas  y  sabe  gastar  en  ellas, 
con  arte  su  dinero. 

Brillan  claros  diamantes  fúlgidos  en  las  sortijasl 
de  sus  dedos,  y  toda  ella  emana  un  perfume  tur- 
bador de   lujo   libertino. 

Al  pasar  en  su  automóvil  de  «garage»  elegante,; 
deja  en  el  ánimo  un  deslumbramiento  voluptuoso, 
una  irritación  deslumbradora. 

No  obstante....  ella  no  es  hermosa.... 

Si  os  acercáis  á  saludarla  junto  á  la  portezuela 
del  carruaje,  os  convenceréis  de  que  está  muy  lejos; 
de  ser  bella....  '  ' 

lY,  sin  embargo,  turba  con  sus  ojos  grandes, 
de  un  fulgor  intenso  y  perverso,  con  su  sonrisai 
provocadora,  y  sobre  todo,  con  su  busto  de  cule-: 
bra,  delgado,  flexible,  concupiscente  I 

Una  poderosísima;  gracia  lasciva  emana  del  cuer-í 
po  de  aquella  hembra  que  se  adivina  marchita  á 
fuerza  de  arder. 


LOS  PIHÁTAS  DEL  BOÚLEVARD  17 

Si  la  habláis,  os  contesta  con  palabras  de  una 
miel   voluptuosa.... 

Mas,  si  reprimiendo  la  impresión  vaga  de  tumul- 
tuoso cosquilleo  que  os  proporciona  la  mujer,  la  ob- 
serváis con  calma  y  con  fina  y  perseverante  aten- 
ción, sentiréis  un  completo  desengaño,  una  desilu- 
sión  brusca    que   desciende   hasta   el   asco. 

La  seductora  parisiense  se  desvanece  lentamente, 
evaporándose  sus  gracias,  y  bien  pronto  la  trans- 
formación  es   completa.... 

Lo  que  resta  es  algo  horrible:  el  bagazo  del 
vicio. 

¿Qué  es  lo  que  veis,  entonces?  Lo  más  triste, 
lo  más  lastimoso,  lo  más  ridículo:  ¡una  vieja  li- 
bertina ! 

Sí:  una  pobre  vieja  vestida  de  seda;  maravillosa- 
mente vestida  1 

Tras  el  polvo  y  las  finas  pastas  aparecen  las 
arrugas  de  la  frente  y  de  las  mejillas;  tras  el  vivo 
carmín  de  los  labios  que  sonríen  con  odiosa  in- 
tención, se  adivina  el  descolorido  matiz  de  la  carne 
exangüe.... 

Dentro  de  la  sonrisa  de  aquella  boca  sugestiva,- 
la  mirada  sagaz  descubre  que  la  blanca  dentadura 
es  artificial....  y  si  os  fijáis  en  su  soberbia  cabe- 
llera de  oro  pálido,  veréis  pronto  que  tampoco  es 
suya... 

Continuad  con  el  pensamiento  el  audaz  despojo 
de  los  afeites  y  los  adornos  del  ídolo;  desnudadla  con 
la  imaginación  y...  la  veréis  convertirse  en  pellejos 
vacíos  I... 

Y  la  cadera  amplia  y  de  artística  curva  tentadora, 
se  deshace,  y  se  quiebra  en  risibles  contornos  de 
piernas  flacas  y  macilentas,  en  la  más  lastimosa 
pobreza  de  carnes!... 

Los  piratas  del  houUvard  2  . 


<^ 


^^■■ 


16  HERIBERTO  FRÍAS 

¿  Y  las  pantorrillas !  Las  pantorrillas  que  se  creían 
un  tesoro  de  redondeces  ebúrneas  y  deliciosamente 
contorneadas  bajo  la  seda  finísima  de  la  media,  se 
resuelven  ¡ayl  en  desgarbados  huesos,  si  le  qui- 
táis— siempre  con  el  pensamiento — las  medias  re- 
llenas de  algodón. 

¡La  coquetuela  parisiense  se  ha  metamorfoseado 
como  por  maligno  encantamiento  en  verdadero  de- 
sastre !  i 

Sólo  queda  de  la  turbadora  mujer,  soberbiamen- 
te vestida  y  con  regio  lujo  ataviada,  algo  que  vi- 
bra intensamente  y  es  lo  que  le  presta  la  prodigiosa 
vida  de  pasión  con  que  seduce  y  subyuga:  los  ojos 
y  la   boca!... 

¡La  boca!...  Allí  está  su  fuerza,  boca  de  abismo 
y  de  mágica,  boca  parisiense  y  babilónica  de  de- 
leite y  maldición,  boca  trágica  que  ha  sorbido  cien 
vidas  y  cien  fortunas. 

Preguntaréis:  ¿por  qué  esa  mujer  gasta  tanto 
dinero,  ya  que  no  es  rica? 

¿La  corte  que  frecuenta  su  casa,  esa.  corte  de 
imbéciles  ricachones,  de  jovenzuelos  ansiosos  de  gas- 
tar y  de  gastarse,  ó  de  viejos  apergaminados,  ig- 
noran que  ella...  ya  no  es?... 

No,  no  lo  ignora;  lo  sabe  mejor  que  los  qtie  sólo 
con  la  imaginación  la  desnudan... 

No:  conocen  la  miseria  de  la  carne  marchita  y 
saben  que  sólo  á  fuerza  de  postizos,  pintura,  poma- 
das, tintas  y  polvos,  amén  del  fulgor  extraordinario 
de  unos  ojos  siempre  iluminados  por  una  chispa  da 
lujuria  intensa,  puede  ella  ser  admirada  en  el  bou- 
levard  de  México,  por  donde  diariamente  pasea  en 
un  automóvil  de  «garage»  elegante. 

Pero  lo  que  no  saben  muchos  es  que  esta  vieja 
parisiense,  que  fué  bella  verdaderamente  y  por  sU 


«íT^ 


íf-í^-i» 


LOS  PIRATAS  DEL  BOULEVARD 


Id 


propia  hermosura,  en  un  tíempo,  allá  en  la  tierra  'del 
la  elegancia,  del  arte  y  del  placer,  lo  que  no  saben, 
es  que  tiene  un  encanto  perverso  que  consume  la- 
mentablemente á  los  que  van  á  ella  por  las  pro- 
mesas que  les  hace  con  las  llamaradas  de  sus  ojos; 
su  boca,  su  boca  de  abismo... 

¡Encanto  de  vértigo,  encanto  babilónico,  de  lo- 
cura y  de  abismo  que  ella  ostenta,  dejando  á  sus 
idólatras  convertidos  en  andrajos  de  carne,  sorbién- 
doles el  dinero  y  la  vida! 

Más  vale  que  siga  allá  en  el  boulevard  de  Mé- 
xico la  terrible  mujer. 

Más  vale,  porque  así  destruirá  más  pronto,  en  su 
dinero  y  en  su  vida,  á  tantos  inútiles  zánganos  que 
la  idolatran  y  que  son  sus  víctimas! 

Hija  de  Babilonia,  instrumento  de  placer  y  de 
expiación,  hija  del  vicio  y  de  la  miseria,  vieja  trágica 
de  ojos  de  infierno  y  boca  de  vértigo,  bendita  seas 
porque  eres  castigo  y  justa  venganza! 


r 


IV 

Querubín  político-Financiero-Galante 

'  Es  un  efebo.  Tiene  un  irostro  verdaderamente 
angelical,  puro,  fresco,  sonrosado,  primor  o  samentel 
circuido  por  un  collar  de  sedosa  barba  rubia,  corta 
y  rizada. 

;Es  un  áureo  collar  qtie  sirve  de  marco  admira- 
ble á  una  linda  cara  de  porcelana,  donde  brillan, 
chispeando,  los  más  hermosos  ojos  azules  I...  agre- 
guemos una  cabeza  ornada  de  bucles  dorados,  una 
magnífica  cabeza,  y  pongamos  abajo  el  fino  bigote 
rubio,  la  dehcia  de  una  boca  sonriente  y  adorable, 
de  labios  de  coral  y  dientes  que  parecen  perlas. 
Es  positivamente  esplendoroso  esa  faz  de  virgen 
de  la  nebulosa  Albión,  y  maravilla  la  extraordina- 
ria belleza  de  ese  gentil  hombre  del  Jokey  Club. 

Porque  es  un  hombre  hecho  y  derecho,  y  dan 
testimonio  de  ello  su  rubia  barba  rizada  primo- 
rosamente y  su  inclinación,  nada  censurable  por 
cierto,  á  las  mujeres  hermosas,  á  las  cenas  alegres,  á' 
los  buenos   caballos  y  las  contratas  del   Gobierno. 

Y  vaya  si  tiene  buen  gusto  el  extraordinario  tipo 
de  gallardía  que  todo  México  conoce  y  admira! 
Porque  se  sabe  que... 

¡Pero  completamente  su  retrato!:  Encajad  fesS¡ 
cábecita  seráfica,  coronada;  por  fúnebre  chistera,- 
en  un  cuerpo  onduloso,  ágil  y  esbelto;  vestido  irre- 
prochablemente de  gentleman  auténtico,  legítimo, 
jpual  si  este  «títere»  hubiese  sido  acabado  de  arran-i    J¡^ 


I 


'  Af-r-'í  re- 


LOS  PIRATAS  DEL  BOULEVARD    ^  21 

car  de  una  «Square»  populosa  de  Londres;  larga 
levita  cruzada,  bien  ceñida  al  airoso  talle,  panta-í 
lón  claro,  de  corte  austeramente  británico,  y  en  la 
izquierda  mano  delicadamente  enguantada,  el  guan- 
te de  la  derecha  que,  desnuda  con  coquetería  pro- 
vocadora, empuña  el  rico  bastón  de  oro,  ébano  y 
marfil. 

'  Y  para  completar  el  «atavío»  del  bello  personaje, 
imaginad  su  perfecto  calzado  con  la  inevitable  po- 
laina y  lo  tendréis  «flechando»  por  estos  «boulevards» 
(mexicanos,  después  de  salir  de  las  antesalas  minis- 
teriales. 

Ahora  prestadle  á  su  voz  el  encanto  de  un  acen- 
to dulce,  como  el  de  la  'tórtola  de  los  bosques,! 
echando  un  velo  prudente  sobre  la  inflexión  femenil 
de  sus  palabras,  y  tendréis  completo  el  retrato  del 
querubín  con  barbas  que  os  presento,  político,  finan- 
ciero y  galante. 

* 
*    * 

Naturalmente,  un  hombre  semejante  es  feliz',  na- 
turalmente, un  hombre  semejante  triunfa  en  finan- 
zas, política  y  amor. 

Su' ventura  se  ve  desde  luego;  se  lee  su  íntima 
satisfacción  en  el  brillo  de  sus  ojos  azules. 
'  Y  la  dulce  languidez  de  su  mirada,  la  sonrisa  del 
sus  finos  labios  y  la  actitud  con  que  marcha,  daní 
!á  entender  que  sabe  apreciarse  á  sí  mismo  en  lo 
que  vale,  y  también  que  sabe  perfectamente  á  don- 
ide  va  y  de  donde  viene.  Aparte  de  su  hermosura 
!de  rubio  Narciso,  este  Hndo  Adonis  tiene  otros  mo- 
tivos para  estar  contento  con  la  campaña  que  hacel 
len  México,  tomando  c^itf  cuartel  general  el  J»key 
Club, 


:Ji?T^- 


22  HERIBEITO  mlAS 

¿Qué  culpa  tiene  él  de  ser  un  guapo,  un  bello 
mozo  ? 

Nació  con  estrella  y  hace  bien  en  alumbrarsel 
con  sus  propios  fulgores. 

Nació  hermoso  como  ninguno — un  efebo — blanco, 
sonrosadito,  rizadas  las  rubias  guedejas  de  su  barba, 
con  ojos  chispeantes  de  amorosa  malicia;  Dios  se 
la,  dio,  pues  ¡San  Pedro  se  la  bendiga ! 

Así  se  comprende  perfectamente  que  el  lindo 
Adonis  haya  flechado  corazones  á  millares...  quei 
testé  en  vísperas  de  casarse  con  una  y  de  cazar  un 
gran   negocio   político    financiero. 

¡Cuántas  pollas  de  esas  que  pasan  á  su  lado,  es- 
tremecidas, y  lo  miran  con  el  rabillo  del  ojo,  sueñan 
con  él  en  las  noches !... 
'  ¡Cuántos  aventureros  le  envidian! 
■'  ¡Un  beso  siquiera  de  los  finos  labios  del  querubín 
con  barbas,  para  ellas;  unas  cuantas  sobras  del  fes- 
tín del  triunfo,  para  ellos!  Y  él  pasa  muy  correcto, 
muy  convencido  de  su  propia  belleza,  siempre  en- 
'guantado,  siempre  irreprochable  con  su  traje  de 
británica  elegancia,  escondiendo  las  uñas  en  sus 
guantes.  Las  soñadoras,  las  románticas,  han  de  ima- 
ginar tiernos  idilios  con  él,  á  la  luz  de  la,  luna,  en 
el  fondo  de  un  bosque  solitario  vestido  él,  no  con 
la  prosaica  y  fúnebre  levita,  sino  con  bordado  jus- 
tillo, capa  de  terciopelo,  media  de  seda,  sombrero 
con  larga  y  blanca  pluma  y  espada  al  cinto,  con 
puño  de  oro. 

1  Oh  I  qué  deleite  para  esas  niñas  románticas  trans- 
formar un  «gentleman»  de  guante,  bastón  y  polaina, 
en  un  doncel  medioval,  tañendo  el  laúd...  Mas  no, 
no  es  de  tan  poéticos  vuelos  el  Adonis  de  célebre! 
hermosura,  es  muy  práctico  en  sus  amores,  en  susí 
negocios  y  en  sus  vicios. 


■■syílf'íífiPWr""'*'^^^^^  ~  w]f  í7^m7'^:tw.»'í'W7"^5í 


LOS  PIKATAS  DEL  BOULEVARD  28 

El  no  olvida,  y  con  razón,  que  su  padre  lo  trajo' 
á  México  como  un  conquistador,  como  un  Don  Juan 
de  levita,  á  hacerse  primero  de  águilas  mexicanas  y 
después  de  corazones  de  mexicanas. 

El  «time  is  money»  del  business-man  no  está  re- 
ñido, de  ningún  modo,  con  «el  amor  es  la  vida»,  de 
tiuestras   hermosas   paisanas. 

Como  buen  hijo  del  Jokey  Club,  se  pirra  también 
por  las  guapas  hembras  españolas  que  nos  traen  de 
allende  del  Atlántico  para  que  solacen  nuestras  no- 
ches con  su  canto  flamenco  más  ó  menos  «amorron- 
"gado»,  y  es  de  ver  como  sin  dejar  sus  negocios,  se 
dedica  á  escuchar  coplas  de  la  tierra  de  María  San- 
tísima, lo  que  no  le  impide  suspirar  por  las  tapateas, 
y  soñar  con  el  favor  del  Ministro. 

Deliciosamente  bello,  joven,  y  afecto  á  las  bue- 
nas mozas  y  hasta  á  las  no  mozas,  con  tal  de  que 
lo  arrullen,  su  vida  es  envidiable,  y  si  las  pollas  y 
aun  las  gallinas  le  dan  testimonio  de  olvidar  garridos 
mozos  por  él,  es  que  no  tienen  mal  gusto,  con  su] 
collar  de  barba  de  oro  en  torno  de  su  linda  cara 
de  querubín... 

Querubín  conquistador, 

De  risueñas  esperanzas 

En  contratas  y  finanzas 

En  política  y  amor.  s 


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Los  pequeños  monstruos 

Con  un  nuevo  tipo  se  ha  enriquecido  lo  que  bien! 
pudiera  llamarse  la  fauna  de  las  miserias  de  la 
ciudad  de  México:  la  pilluela. 

Hasta  hace  poco,  entre  las  miserables  hijas  d'e 
«la  civilización  actual»,  los  más  desventurados  y  los 
más  dignos  de  santa  ira  y  de  piedad  santa  eran] 
los  niños  abandonados  ó  explotados.  Contábamos  en 
testa  cursi,  en  esta  hinchada  Metrópoli  con  el  niño 
mendigo,  el  niño  billetero,  el  niño  papelero,  el  niño 
bolero  y  el  niño  ratero:  niños  que  beben  pulque  y 
¡aguardiente,  juegan  á  los  dados,  riñen  con  charras- 
cas  y  fuman  marihuana,  es  decir,  seres  que  ya  no 
ison  niños  que  son  peores  que  hombres,  pequeños 
monstruos  de  vicio  y  de  maldad,  irresponsables,  ino- 
centes y  venenosos. 

Parecía  que  en  ellos  había  llegado  la  desgracia  al 
límite  extremo  y  que  el  suyo  habría  sido  el  último 
círculo  del  infierno  de  nuestras  miserias  metropo- 
litanas ;  pero  no,  el  abismo  es  inagotable  y  más  allá  I 
de  los  niños  del  vicio  empiezan  á  brotar, —  ¡Oh  Dan-| 
tel — las   niñas... 

También  ellas,  también  las  que  fueron  lindos  ca- 
pullos dfe  rosa,  las  tiernecitas  y  adorables  niñas  que- 
rubines para  quienes  hasta  no  ha  mucho  exisitía| 
la  piedad  oficial,  la  piedad  social  y  la  piedad  perso- 
nal, también  ellas  pululan  ya  por  el  asfalto  de  las| 
'grandes  avenidas,  respirando  infamia. 


•-iWT^-^J. -.  ■■     •'•■Il^"-'"^P^W- 


LOS  PIRATAS  DEL  BOULEVARD  25 

Surge  ahora  la  pilluela,  mucho  más  terrible,  miu- 
cho  más  dolorosa  y  melancólica,  mucho  más  re- 
pugnante y  desventurada  que  el  pilluelo. 

Y  surge  con  una  variedad  espantosa  de  matiOesy 
fcon  tina  execrable  riqueza  de  formas  y  oficios :  men- 
diguillas  de  cinco  años  de  edad,  billeteritas  borro- 
Irosamente  coquetuelas,  papeleras  que  ofrecen  con 
gemidos  metálicos  y  crueles  como  alfilerazos,  las 
revistas  obscenas,  niñas  prostitutas  que  á  las  nueve 
primaveras  son  queridas  de  valentones  y  asesinos... 

El  desfile  macabro  de  esos  pequeñísimos  seres 
miserables  es  de  una  emoción  tal  que  contemplado 
por  primera  vez  haría  enternecer  hasta  el  corazón 
de  un  abogado  picaro.  Pero  es  el  caso,  el  caso  tris- 
tísimo en  verdad,  que  aquí  ya  á  muy  pocos  enter-i 
nece,  porque  muy  pocos  lo  contemplan,  y  porque 
los  pocos  que  tal  hacen  ya  se  habituaron  lamenta- 
blemente al  espectáculo. 

La  filantropía  oficial  no  tiene  asilos  en  que  alo- 
jarlas, ni  escuelas  en  que  educarlas ;  la  caridad  de 
nuestras  más  pomposas  asociaciones  de  Beneficencia 
privada  les  tiene  asco  y  no  falta  algún  empingorota- 
do presidente  de  cualquiera  de  ellas,  que  declare  que 
no  merecen  ni  agua  por  no  estar  bautizadas...  aca- 
so, y  en  cuanto  á  la  caridad  personal,  suele  ser  tan 
corta  que  no  alcanza  á  dar  su  mano,  ó  tan  larga 
que  la  limosna  más  empuja  que  levanta. 

¿  Quién  ignora  los  males  que  ocasiona  la  caridad 
mal  entendida?...  Muchos  conceden  su  Hmosna  por 
avaricia  y  por  puro  negocio,  dando  uno  en  la  tierra 
para  que  les  den  cien  en  el  cielo,  sin  saber  que  al 
obrar  así  invierten  la  verdadera  moral  cristiana; 
son  infinitos  los  fatuos  que  «hacen  caridades»  por 
vanidad,  para  que  todos  les  admiremos;  y  son  in- 
numerables los  que  por  cobardía  s'ueltan  una  moneda 


26  HEEIBEKTO  FKlAS 

én  la  manecilla  de  la  mendiga  niña:  ¡Cobardía  del 
egoísmo  ante  el  remordimiento  que  se  levanta  al 
pensar  que  acaso  esa  limosnerita,  que  mañana  será 
ramera,  sea  hija  suya!... 

Por  eso  es  frecuente  el  hecho  de  que  en  torna 
'de  las  casas  de  diversiones,  placeres  y  vicios  pulu- 
lan más  y  con  más  tristemente  lamentable  éxito, 
las  niñas  mendigas. 

Los  egoístas,  satisfechos  que  acaban  de  reir  y 
de  enternecerse  con  las  fantasmagorías  ridiculas  ó 
sentimentales  del  cinematógrafo  (alternación  de  cua- 
dros terroríficos  con  coplas  que  canta  casi  en  cueros 
una  bailarina  sicalíptica),  dan  por  evitarse  un  pen- 
samiento desagradable  su  limosna  á  lai  pilluela. 

Y  la  dan  los  borrachos  en  las  cantinas  elegantes ;  y 
los  calaverones  no  dan  sino  que  pagan  á  las  pobres 
niñas  vagabundas  infinidad  de  servicios  viles,  desde 
la  limpia  del  charol  de  sus  botines  hasta  «el  reca^ 
do»  para  la  doncella  á  quien  pretenden  seducir. 

A  las  niñas  pilluelas  jamás  les  falta  un  centavito, 
ni  dos,  con  que  dar  para  su  pulque  al  bolero  amigo 
ó  al  ratero  hermano,  ó  al  padre  ladrón,  ó  á  la  borra- 
cha madre  (ó  á  la  que   como  tal  la  explota). 

Y  las  pilluelas  del  boulevard  mexicano  ya  venden! 
billetes,  ya  voceen  periódicos,  ya  pidan  francamente 
limosna,  ya  ofrezcan  peores  frutos,  van  aumentando, 
muitiphcándose,  extendiendo  su  lepra  y  su  infortu- 
nio por  nuestras  calles  principales,  llevando!  á  la  men- 
te de  quienes  todavía  ahondamos  algo  en  lo  que  ve- 
mos, el  retintín  de  los  tristes  versos  miconianos: 

«¡Cría  querubes 

•para  el  presidio      '  "^ 

y  sirenas... 
para  el  burdel!» 


LOS  PIEATAS  DEL  BOULEVARD  27 

iPobreoitas  niñas,  desdichados  seres  infantiles,  in- 
dividuos de  una  nueva  fauna  de  monstruos  socia- 
les, botoncitos  de  rosa  regados  ya  con  pulque  y  mari- 
huana; el  porvenir  de  nuestra  pobre  raza  os  sonrie 
desde  el  infierno!... 

Así  ha  clamado  desde  el  fondo  de  mi  alma  lírica 
un  pensamiento  negro,  al  contemplar  el  hervidero 
de  las  niñas  pilluelas  tiritando  por  el  llamado  boule- 
bard  mexicano ;  así  ha  clamado  mi  melancolía  hosca, 
mirando  el  popular  de  las  dulces  criaturas  inocentes, 
inocentes  y  venenosas,  querubines  cuyas  alas  que- 
mó ya   el  alcohol,    querubines   viboritas!... 

Pero,  preguntaréis :  ¿  de  dónde  ha  brotado  el  es- 
pantable y  patético   enjambre   de   pilluelas  ? 

¿De  dónde? 

Había  que  preguntárselo  á  nuestra  conciencia,  si 
todavía  tenemos  conciencia,  había  que  preguntárselo 
al  espíritu  de  nuestra  raza,   á  nosotros  mismos. 

Son  nuestras  hijas  ó  las  hijas  de  nuestros  her- 
manos, las  hijas  de  Babilonia,  á  las  que  cerramos 
las  puertas  de  las  escuelas  y  las  puertas  de  tiues- 
tros  hogares... 

Son  una  legión  de  síntomas  y  augurios  que  van 
cantando  por  los  pomposos  paseos  capitalinos: 

«¡Para  los  ricos   sobran  queridas  ,    : 

Para  los  pobres  faltan  esposas  I» 

}Qué  heraldos  esos  pequeños  monstruas,  y  qué 
remordimientos  vivos! 


r^''T^-iTT^- 


A  mitad  de  tragedia,  el  payaso 

Hace  poco  el  encarecimiento  de  la  vida  en  México, 
la  paralización  de  muchas  industrias,  la  falta  de 
trabajo,  la  depresión  comercial  y  las  tristes  noti- 
cias de  la  revolución  (1911),  alejaron  el  resto  de 
buenhumor   que   nos   quedaba. 

Sorda  angustia  extendíase  por  debajo  de  los  vien- 
tres y  de  las  conciencias;  sería  la  proximidad  de 
terribles  sucesos,  y  aun  los  más  guasones  se  ponen 
graves  y  sombríos;  lo  cual  no  impidió  que  intentára- 
mos   divertirnos. 

El  publicista  sincero,  el  escritor  independiente, 
tasca  el  freno  ó  muerde  la  orden  de  callar  la  terrible 
mordaza,  y  no  pudiendo  hablar  alto  de  cosas  tris- 
tes, va  en  busca  de  histriones   que  hagan  reir. 

No  era  cosa  fácil  en  esos  tiempos  ser  bufo,  Ri- 
cardo Bell  había  muerto;  Gavilanes  envejecía  en  el 
Teatro  Principal,  foliándose  con  los  mismos  chis- 
mes de  hacía  20  años;  y  en  cuanto  á  escritores  de 
chispa,  después  de  la  muerte  de  Pierrot  no  había 
ninguno  que  mereciera  ser  «chistoso»  en  serio. 

Sólo  quedaban  los  charlistas  obligados  á  paya- 
sos, aun  en  plena  tragedia,  para  poder  vivir. 

Ved  ese  tipo : 

En  su  faz  truhanesca,  de  una  fealdad  de  viejq 
zorro,  los  ojillos  vivarachos  y  maliciosos,  chispean 
con  socarronería  y  gracia  en  tanto  que  los  labios 


-^':  ■ 


LOS  PÍÍIAÍAS  DT¡L  BOÜLEVARD  2^ 

gruesos  de  su  bocaza  desdentada  sonríen  comple- 
tando un  gesto  de  payaso. 

Porque  este  hombre  hábil  que  á  fuerza  de  sef 
enteramente  superficial  se  antoja  profundo,  ha  he- 
cho de  su  rostro  una  máscara,  una  verdadera  más- 
cara de  bufón. 

Ahora,  hay  que  imaginárselo  de  «otra  manera», 
arriscado  hacia  arriba  el  sombrero  de  fieltro  á  me- 
dia cabeza,  semideshecho  el  lazo  de  su  corbata  de 
toalla,  en  el  rincón  de  la  boca  un  grande  puro,  escu- 
piendo y  echando  enormes  humaredas,  narrando  his- 
torietas verdes  y  rojas  en  cualquier  cantina...  Hay 
que  verlo  así,  en  sus  glorias,  feliz  con  ensartar  obs- 
cenidades y  contar  chistes  y  anécdotas  divertidasi 
ante  un  auditorio  que  celebra  «sus  ocurrencias»  conl 
estrepitosas  carcajadas;  y  que  le  premia  literalmen- 
te con  sendos  «metrallazos»  de  tequila. 

Es  un  bufón  moderno,  este  afortunado  mortal, 
que  tiene  ya  resuelto  admirablemente  el  problema 
de  su  existencia. 

Vive  riendo  y  haciendo  reir.  Hace  reir;  he  aquí 
la  difícil  misión  de  su  vida.  Hacer  reir  á  todo  tran-: 
ce,  á  toda  costa  y  en  cualquier  parte,  y  á  todaj 
hora. 

Tiene  obligación  de  ser  locuaz,  divertido,  ligero 
y  ocurrente. 

Y  ¡vaya  I  si  son  terribles  «sus  ocurrencias».  Losl 
chistes  van  convenientemente  salpimentados  de  malai 
intención,  llevan  diluido  un  poquito  de  veneno,  dtí 
dolo  y  difamación. 

Sin  ese  veneno  no  tendrían  tanto  éxito,  ni  se  perpe-i 
tuarían  entre  los  amigos  innumerables  que  se  enor-i 
gullecen  con  «tenerlo». 

No  se  concibe  una  fiesta  de  familia,  ó  de  cálaVé- 
Jíasy  gira  campestre,  ahnuerzo  ó  merienda  «parraa-? 


^pvwp -^^T^  ■  ■ 


30  HERIBEETO  FRÍAS 

da»  ó  conmemoración   de   carácter  alegre,    sin   el..^ 

Y  así  como  se  contrata  la  orquesta  y  la  fonda 
ó  cantina,  que  ha  de  suministrar  caldos  ó  manjares, 
así  se  cuenta  con  el  «ocurrente  Chucho». 

En  los  banquetes  de  media  seriedad  que  suelen 
principiar  con  embarazoso  silencio  ¿  quién  había  de 
romper  el  fuego  de  la  alegría  y  dar  ejemplo  de  des- 
parpajo y  de  buen  humor,  si  no  Chucho? 

Cuando  empiezan  «á  cargar»  los  brindis  largos, 
tiesois  y  ¡giemebundos,  y,  cuando  cuantos  sufren  la  ti- 
rada bostezando  y  removiéndose  en  sus  asientos  se 
lamentan  de  haber  asistido  á  una  reunión  «tan  seria», 
de  súbito  salta  Chucho  con  una  gracejada,  con  una 
observación  crítica,  tan  oportuna,  tan  mordaz,  uno 
de  esos  chistes  que  parecen  alfilerazos  y  que  ha- 
cen cosquillas  y  sacan  sangre;  que  todos  sueltan  á 
reir... 

Y  Chucho  se  adueña  de  la  situación;.,.  Fuefá  eti- 
quetas y  caravanas!  él  se  desbocaba  y  su  lengua, 
enervada  por  largo  silencio  convencional  con  que 
es  preciso  que  empiecen  todas  esas  reuniones,  vi- 
bra chistes  y  sucedidos  que  desatan  la  hilaridad  ge- 
neral, i 

Su  táctica  es  admirablemente  sabia...  Primero 
habla  «sotto  voce»  entre  las  personas  que  le  cercan, 
mas  como  éstas  ríen  enardeciéndose,  otras  prestan 
atención  y  oído;  el  corrillo  se  ensancha,  Chucho  le- 
vanta un  poco  la  voz,  y  la  onda  de  risas  va  agrandán- 
dose en  la  mesa  del  banquete,  hasta  que  por  fin,  las 
más  lejanas  se  desesperan  de  curiosidad  por  oir. 

Y  he  aquí  que  se  eclipsan  las  conversacionesi 
aparte,  y  sólo  Chucho  impera,  Chucho  que  pone  de 
«oro  y  azul»  á  algún  ausente  muy  conocido  de  to- 
dos, ó  que  enjareta  un  epigrama  á  tal  cual  persona 
grave... 


LOS  PIRATAS  DEL  BOÜLEVAED  31 

Tremenda  lengua  es  la  suya;  hace  pedazos  glo- 
rias y  honras,  no  respeta  edades  ni  posiciones.... 
Se  burla  de  todos  empezando  por  sí  mismo,  y  una  de 
sus  especialidades  es  el  «sablazo»  en  verso,  y  la.  de 
la  parodia. 

Parodia  con  arte  mímico  á  personas  notables,  á 
ancianos  que  padecen  algún  achaque,  á  viejas  que  no 
entienden  de  lo  que  habla...  Imita  el  acento  de  las 
voces,  las  actitudes,  los  gestos  con  tal  «chispa»  que 
es  imposible  la  seriedad...  jA  reir  se  dijo!  ¡A  mofar- 
se de  los  demás,  que  no  hay  manjar  más  delicioso 
y  picante! 

Chucho  explota  el  lado  cómico  del  mundo  y  de 
la  vida;  rebusca  en  los  sucesos  de  nota  jocosa,  el  as- 
pecto risible  de  lo  más  serio,  y  no  se  le  escapa  acon- 
tecimiento público  ó  privado,  que  no  lo  desfigure 
y  lo  retuerza  con  su  grotesca  lengua  de  payaso 
mundano,  de  Rigoleto  moderno. 

Y  como  á  veces  el  arsenal  se  agota,  su  atención 
ó  memoria  se  cansan,  á  falta,  de  datos  ciertos  acer- 
ca de  una  persona  que  hay  que  ridiculizar,  inventa, 
crea.  Es  decir,  calumnia.  Y  como  es  una  calunmia 
que  hace  reir,  y  que  populariza  una  anécdota  que 
deshace  una  honra,  Chucho  queda  riendo. 

Todos  salen  felices,  convencidos  de  que  es  un 
gran  ocurrente. 

— Este  Chucho  vale  lo  que  pesa;  ¡Qué  chispa! 

Y  de  esto  vive.  Sus  amigos  le  regalan  trajes,, 
relojes  y  dinero.  Siempre  encuentra  quien  le  ob- 
sequie sus  copas,  le  invite  á  comer,  ó  cenar,  y  si  no 
hay  juerga,  quien  le  dé  para  su  hotel.  Vive  del  traba- 
bajo  de  los  demás;  pero  hay  que  convenir  que  tra- 
baja en  la  útil  misión  de  ridiculizarlos.  Es  un  ser 
necesario,  por  eso  se  impone. 


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d2 


flÜRÍBEHtO  FliÍAS 


Y  mucho  más  se  impone  en  estos  tristes  díaá 
en  que  la  nación  mexicana  es  presa  de  tan  dolo- 
rosa  crisis. 

No  se  habla  de  otra  cosa  que  de  guerra  y  política. 
Lo  que  los  periódicos  no  pueden  decir,  lo  susurran) 
hasta  las  verduleras  poblando  el  ambiente  de  frases 
pesimistas  y  obscureciendo  el  horizonte  con  funes- 
tas profecías. 

'  Todos  somos  profetas  y  elegiacos,  y  trágicos.  Hace 
falta  reir  un  poco,  por  eso  un  tipo  como  el  que  acabo 
de  pintar,  realiza  útil  misión. 

El  oficio  es  ruin,  y  sin  embargo,  bien  pagado. 

Para  vivir  bien  y  honradamente  ahora,  hay  que 
ser  payaco  ó  torero,   Gaona  ó  Gavilanes. 


VII 

La  «Nana» 

Es'  uno  de  los  más  grandes  y  relucientes  automó- 
viles ese  de  la  rica  familia  cuyo  chalet  de  la  Reforma 
tanto  destaca   su   pretenciosa   y  mixta   arquitectura. 

Y  dentro  del  lujoso  carruaje  casi  nunca  irradia  el 
esplendor  de  los  amios,  sino  una  fealdad  de  hotentote 
vestida  de  blanco  y  enlistonada  de  azul,  llevando  á 
tirste  niña  de  siete  años  aburrida  y  triste. 

La  fiera  hotentote  «blanca  vestita»  que  ocupa  solaJ 
triste  niña  de  siete  años  aburrida  y  triste, 
es  Su  Majestad,  la  «Nana». 

Con  razón  cierto  día  preguntaba  un  amigo : 

— ¿  A  que  no  se  imagina  usted  quién  reina  en  aque- 
lla casa  tan  suntuosa  como  un  palacio  donde  se 
gasta  cada  mes  un  capital  sólo  en  caprichos,  inú- 
tilmente, con  una  prodigalidad  que  aterrorizaría 
á  no  saberse  que  el  dueño,  el  que  debía  ser  el  amo, 
es  mucho,  muy  rico?... 

Pues  bien,  en  lo  alto  está  la  gran  dama  Doña 
Amelia  que  adora  dos  cosas  en  el  mundo:  su  hija, 
la  niña  Paz,  y  el  lujo.  La  adoración  por  su  hija, 
acaso  entre  también  en  el  lujo,  pues  para  una  mujer 
vanidosa  tener  una  hija  que  es  un  primor,  un  esplén- 
dido rorro  vivo,  inteligente  y  sano,  es  un  gran  lujo, 
aunque  ella,  la  misma  madre,  confiesa  que  es  un  es- 
plendor que  le  cuesta  más  que  el  de  todos  sus  ca- 
ballos y  automóviles  juntos. 

Tal  vez  por  su  amor  desmedido  á  la  elegancia, 

Los   piratas   del   hnuUvard  3 


-  T?r- 


34  HERlBERTO  FRÍAS 

quizá  por  ese  orgullo  sea  esclava  de  la  linda  criatu- 
ra, que,  al  fin  hija  de  aquella  mujer,  es  ya  una  al-i 
tiva  princesa,  llena  de  remilgos,  de  melindres  y  de 
caprichos,  antojos  extravagantes  que  hay  que  con- 
sentir y  cumplir,  á  quien  hay  que  obedecer,  aun- 
que ella  no  obedezca  á  nadie,  á  nadie  absolutamen- 
te, excepto  á  su  «nana»... 

¡Su  «nana»...  He  allí  la  reina,  la  soberana  indis- 
cutible de  la  pomposa  casa,  el  sumo  poder  en  aquel 
palacio  I    ¡Su  «nana»! 

Aquello  es  el  caos;  un  desorden  absoluto.  Un  re- 
molino de  criados  insolentes  que  no  respetan  á 
nadie,  ni  al  amo;  ni  á  la  Señora  Doña  Amelia,  á 
veces  ni  á  la  niña  Paz;  pero  que  tiemblan  y  se  hu- 
millan delante  de  la  «nana»...  ¿  Comprende  usted  ?... 

¿Qué  sombrío  drama  oculta  esta  maraña  de  pro- 
digalidades y  de  aparato  inútil?...  No,  no  hay  un 
drama  todavía,  ó  mejor  dicho  no  hay  pasión,  ni  mal- 
dad en  ninguno...  es  únicamente  im  encadenamiento 
de  debilidades  que  producen  el  abandono  y  una 
tumultuosa  tristeza,  y  un  desconsolador  vacío  en 
toda  esa  plenitud  y  en  todo  ese  lujo  de  sonaja. 

No;  no  hay  maldad;  es  sólo  debilidad  de  carácter 
que  es  tan  fatal,  y  más  todavía,  que  la  maldad 
misma. 

Mire  usted:  el  marido  es  un  sujeto  excelente,' 
trabajador,  honrado,  caritativo,  casi  sin  vicios,  que 
supo  no  sólo  conservar  la  herencia  que  le  dejaraj 
su  padre,  sino  aun  aumentarla  en  buenos  negocios 
y  que  no  ha  hecho  más  tontería  que  la  barbaridad 
de  casarse  con  Doña  Amelia,  ante  quien,  como 
ya  le  digo  á  usted,  es  un  niño:  primer  eslabón. 

La  esposa,  esta  misma  Amelia,  no  es  mala,  no 
pasa  de  ser  un  poco  frivola  y  un  mucho  vanidosa  y 


t 
LOS  PlilAtAS  DEL  BOüLteVARD  35 

subyugada  por  las  dos  pasiones:  su  hija  y  el  lujo, 
frente  á  las  cuales  es   sierva:   segundo  eslabón. 

La  niña  Paz,  encantadora  babina  de  siete  años 
de  edad,  á  la  que  tanto  le  han  dicho  ya  propios  y 
extraños  que  es  un  portento  de  belleza  y  de  talento, 
y  que  es  una  reina,  y  que  se  mandará  fusilar  al 
que  no  la  obedezca  ó  la  haga  enojarse,  que  insensi-: 
blemente  ha  ido  adquiriendo  hábitos  casi  regios, 
con  ese  aplomo  que  da  la  íntima  y  entera  concien-, 
cia  de  merecerse  tales  ó  mejores  homenajes;  pero 
débil  á  su  vez,  delante  de  su  «nana»  á  cuya  voz  sei 
anonada:  tercer  eslabón. 

Y  por  último,  la  reina,  el  supremo  Poder,  la  obe- 
sa indígena  de  rostro  hotentote,  engreída  con  la  to- 
lerancia que  en  un  tiempo  hubo  con  ella,  toleranr; 
cia  que  fué  convirtiéndose  en  acatamiento,-  en  su^ 
misión;  insolente  y  necia,  incapaz  de  maldad,  tam- 
bién, pero  eso  sí,  viciosa;  una  ancha  barrica  del 
«mexcal»,  un  ídolo  de  carne  y  alcohol  que  han  ido 
subiendo  á  un  trono  desde  donde  reza  y  bebe  y; 
ordena  imbecilidades,  viviendo  al  lado  de  esa  pri- 
morosa niña  en  la  que  estriba  su  ilimitada  paciencia: 
cuarto  y  último  eslabón,  remate  del  encadenamiento 
de  debilidades  que  convierten  el  palacio  de  la  fami- 
lia en  un  caos,  ese  palacio  cuya  arquitectura  es- 
trambótica pasma  en  la  Reforma. 


¿Cómo  ha  sido  esto?...  Ya  usted  lo  habrá  com- 
prendido: la  eterna  historia;  una  madre  que  al 
tener  á  su  hija,  la  entrega  en  manos  de  cualquier 
mujer  para  que  la  amamante;  que  se  la  va  dejando,- 
dejando,  sin  intentar  recobrarla,  hasta  que  llega  á 


36  HERIBEETO  FRÍAS 

ser  más  de  la  nodriza  que  de  la  madre,  y  que  cuan- 
do quiere  recobrarla  no  puede  porque  necesitaría  ya 
un  esfuerzo  vigorosísimo,  esfuerzo  de  que  no  son 
capaces  casi  nunca  quienes  por  debilidad  dejaron 
arraigar  en  tan  ingrata  tierra  al  arbusto  hijo,  que 
¡quién  sabe  qué  rosas  florecerá  más  tarde  ó  qué 
frutos    rendirá   á  la   hora   del    verdadero    drama!. 

Y  usted  lo  ha  visto;  no  es  la  antigua  «nana»  de 
otras  épocas,  amiga  de  la  casa  y  de  la  familia,  que 
envejece  en  el  amor  y  el  respeto  «á  la  niña»,  y  se  con- 
tenta con  un  rinconcito  en  la  cocina  y  un  regalol 
el  día  de  su  santo...  ¡oh,  no!...  los  tiempos  han  cam- 
biado... es  altanera  y  parece  como  que  se  venga  de 
la  humillación  de  su  raza,  adueñándose  del  alma  de 
los  niños,  de  la  luz,  del  amor  de  la  familia... 

Y  una  «nana»  de  esas  es  la  que  reina  en  aquella 
casa  tan  suntuosa  como  un  palacio,  donde  brillan  un 
lujo  vacío  y  una  tumultuosidad  triste. 


( 


VIII 

El  gran  Qabrielito 

Monólogo  de  un  Ex. 

Hoy  más  que  nunca  creo  yo  firmemente  en  que 
soy  hombre  superior...  No  de  talla  material,  no, 
señor;  mis  pretensiones  no  llegan  á  tanto...  y  ade- 
más que,  por  otra  parte,  mi  exigua  estatura  sir- 
ve para  caracterizarme  mejor...  ¡  Cuántos  grandes 
hombres  han  sido  pequeños  de  cuerpo...  Mirad  el 
busto  de  cuerpo  enteroi  que  representa  á  Napoleón 
Grande  ¿  Por  qué  noi  habría  yo  de  ser  Gabriel  el 
Grande,  á  pesar  de  que  me  han  hecho  célebre  en 
el  boulevard  con  el  alias  del  «Gorgojo  ?» 

De  suerte  que  bien  puedo  ser  un  superhombre... 
¡qué  diablo!  era  preciso  ir  alejándonos  de  aque- 
lla endemoniada  vida  bohemia  que  llevamos  una 
docena  de  brutos  que  nos  llamábamos  pomposamente 
estudiantes  libres,  bohemios  enamorados  de  la  in- 
dependencia de  carácter  y  de  la  rectitud  y  de  la 
justicia  y  de  un  montón  de  majaderías  que  nos 
tenían  embobadc^... 

¡Qué  brutos  éramos  entonces  mi  hermano  y 
yo!... 

Pues  llevábamos  una  vida  perra,  metidos  en  un 
cuchitril  infecto  y  estudiando  con  una  terquedad 
que  hoy  me  crispa. 

Y  cuando  no  estudiábamos,  i  cuántos  sueños,  cuán^ 
tas   ambiciones^   icyántos   ideales!,,.. 


■i  ■ 


88  HEBIBERTO  FRlAS 

Éramos  un  par  de  jacobinos  de  veras,  y  estába- 
mos enamorados  de  la  Libertad  y  de  la  Justicia, 
etc.,  etc., 

¡Vaya!  hasta  llegamos  á  creer  que'  la  palabra 
«Patria»  existía  en  el  Diccionario,  porque  en  algu- 
nos corazones  y  en  algunas  cabezas  había  el  senti- 
miento y  vivía  la  idea  que  significaba.  ¡  Nunca  nos 
imaginamos  entonces  que  pudiera  ser  una  broma 
del  Diccionario  ó  un  sarcasmo  con  que  azotar  el  ros- 
tro famélico  de  los  ilusos  como  éramos  entonces 
liosotros ! 

Estábamos  en  pleno  romanticismo,  vivíamos  en 
las  esferas  del  ideal,  con  los  pantalones  rotos,  sucio 
el  jaquet,  la  camisa  de  quince  días,  el  estómago 
vacío  y  el  cráneo  lleno  de  noblezas  líricas  y  de 
entusiasmos  caballerescos...  j  Qué  brutos...  pero  qué 
brutos  éramos  entonces  1 

Los  recuerdos  de  nuestra  tierra  natal  nos  abri- 
gaban en  las  crudas  noches  invernales  en  que  tiri- 
tábamos cual  si  México  fuese  ya  aquella  Siberia 
á  la  que  íbamos  con  el  pensamiento  á  consolar 
á  los  mártires  rusos  deportados  por  la  aristocracia 
feroz...  y  esos  recuerdos  de  los  tropicales  verjeles 
campechanos  eran  como  ráfagas  calientes  y  perfu- 
madas, perfumadas  y  calientes  como  las  voluptuo- 
sas caricias  de  las  hijas  de  las  costas  del  Gol- 
fo... y  al  evocar  los  paisajes  familiares  de  nues- 
tra primera  infancia,  Jas  selvas  enormes  y  sono- 
ras como  gigantescas  liras,  los  panoramas  mari- 
nos expléndidos  en  la  pompa  trágica  de  sus  cre- 
púsculos maravillosos,  nos  extremecíamos  como  se 
entiende  un  soplo  sagrado  que  trajera  con  el  eco 
de  lejanas  tempestades  una  voz  épica  que  nos 
cantaba  en  salmos  terribles  misteriosas  profecías... 

J^os  creíamlos  j  ér^mQs  en  efecto  puros  y  bl94- 


,      LOS  PIKATAS  DEL  BOÜLEVAED  89 

eos  (de  almia)  ¿Seríamos  los  predestinados,  los  cau- 
dillos,  los   regeneradores? 

¡Qué  brutos...  pero  qué  brutos  éramios  entonces 
mi  hermano  y  yo!...   mis  versos  de  entonces... 

Mis  endecasflabos  parecían  trompetazos  bíblicos; 
á  cuyo  estruendo  marcial  habrían  de  caer  derribados 
los  muros   de   Jericó... 

j  Nos  creíamos  en  Atenas  y  nos  imaginábamos 
que  los  bárbaros  habían  toimado  por  asalto  la  Ciu- 
dad  del   Arte   y  de   la    Gloria!... 

Pero  nosotros,  naturalmente,  la  salvábamos,  como 
si  en  estos  tiemlpos  se  pudiera  hacer  el  milagrol 
de  convertir  los  versos  en  lanzas  y  de  hacer  de 
una  Oda  un  ejército... 

Después...  mi  talento  fué  alumbrando  el  camino; 
comprendí  que  no  habíamos  nacido  para  tantas  pa- 
trañas y  se  me  fué  quitando  lo  bruto. 

I  Hasta  qu¡e  por  fin  dejé  los  versos  ó  al  mienos 
los  convertía  en  panes,  cosa  más  agradable  y  su- 
culenta   que   la   antigua    música    celestial! 

Y  pensar  que  el  bueno  de  Don  Hilarión  Frías 
y  Soto  nos  tornó  ima  vez  á  lo  serio  cuando  nos 
dijo  aquello  de...  «juventud  egoísta  y  venal  y  pronta 
á  las  defecciones^)...  i  Picaro  viejo,  qué  bien  conocía 
á  su  gente!...  Pero  lo'  que  nunca  se  figuró  fué 
que  en  nuestros  primeros  arranques  hubiéramos  sido 
tan  brutos! 

Mas  ya  todo  pasó...  huyó  la  pesadilla  y  yo  soy 
quien  soy;  ¡un  superhombre  pequeño!...  Un  dipu- 
tado al  Congreso  de  la  Unión  (hablo  en  el  año  del 
Centenario,  en  1910)  y  un  astro  rutilante  del  bou- 
levard  mexicano'. 


-^ry; 


IX 

Un  superhombre 

Entro  lentamente,  con  aplomo  y  desenvoltura,  cu- 
briendo con  mirada  de  regio  desdén  las  dos  filas 
de  asientos  del  tranvía.  Era  éste  un  motor  de  pri- 
mera que  acababa  de  salir  de  la  plaza,  rumbo  á 
Peralvillo  de  los  que  sólo  tienen  dos  bancas  co- 
rridas,  una  frente  de   otra. 

Esta  disposición  pareció  complacerle;  vaciló  un 
momento,  escogiendo  el  sitio  en  que  habjría  de  de- 
positar su  preciosa  persona  y,  al  fin,  se  dirigió  al 
centro  de  una  de  las  bancas. 

Quedaba  precisamente  frente  á  mí,  y  desde  lue- 
go tuve  el  deleite  raro  de  observarle  á  mis  anchas, 
cosa  que  debió  parecerle  tan  natural  como  agra- 
dable. 

Extendió  las  piernas  delgadas,  casi  aéreas,  en- 
vueltas delicadamente  en  pantalones  claros ;  desabro- 
chóse el  saco  de  seda  crema,  dejando  ver  un  des- 
lumbrante chaleco,  escarlata  y  oro  viejo,  con  bo- 
tones de  nácar:  se  quitó  el  «Panamá»  finísimo,  dan- 
do al  aire  tibio  de  la  tarde  una  calva  monumental 
que  prolongaba  la  frente  soberbia  y  sudorosa,  ape- 
nas orlada  por  ricillos  áureos ;  se  atuzó  el  mostacho 
á  lo  Kaiser,  y  paseando  luego  su  mano  derecha 
por  el  cráneo  sonrió  con  indecible  satisfacción. 

— Indudablem.ente — pensé  en  el  primer  momento 
de  admiiración — éste  ha  de  ser  un  príncipe  «de  ir)- 


á 


LOS  PIKATAS  DEL  BOULEVARD  41 

cógnito»,  á  menos  que  no  sea  un  imbécil  de  cuer- 
po entero. 

En  efecto,  sólo  un  príncipe  ó  un  imbécil  podía 
tener  aquel  gesto  olímpico  con  que  consideraba  á 
los  pasajeros.  Fijándome  en  la  calva  qu3  agrandaba 
su  -frente,  noté  que  bien  podía  pertenecer  á  un  sa- 
bio; pero  era  el  caso-  que  su  bigote  delataba  á 
un  oficial  flamante,  de  novela,  al  propio'  tiempo 
que  sus  míanos  femeninas  anunciaban  las  raíces  de 
una  alma  de  artista...  Yo  estaba  perplejo.  Vi  una 
gardenia  en  el  ojal  de  su  saco  y  muchas  piedras 
rutilantes  sobre  los  dedos  de  sus  manos  privile-. 
giadas... 

T\Iis  vacilaciones  aumentaron.  Que  aquel  ser  era 
un  hombre  superior,  era  evidente...  no  estaba  fun- 
dido en  molde  común  y  corriente... — Sabio,  artista, 
príncipe,  guerrero  ó  filósofo,  este  personaje  es  al- 
go grande — me  dije. 

No  era  joven;  tampoco  anciano:  además,  ha- 
bía gravedad  y  majestad  en  su  apostura ;  mostrábase 
pensativo,  altanero,  y  la  sonrisa  de  sus  labios  del- 
gados bajo  el  erizado-  bigote,  era  de  un  relieve 
enigmático... 

Me  fascinaba  mi  «héroe»...  Pero  ¿  cuál  no  sería 
mi  encanto  al  advertir  como  cuanto  todo  había 
hecho  con  magistral  donaire  y  sapiencia  majestuo- 
sa no  eran  sino  el  epílogo  para  masticar  una  joya, 
algo  así  como  «el  fin  para  que  había  sido  creado»  ?  : 
¡su  pie,  su  piececito  de  una  forma  y  de  un  tamaño 
impecables,  calzado  en  choclo  de  glacé !...  Mas  no 
era  eso  todo;  la  verdadera  maravilla  estaba  en  el 
calcetín  de  seda  anaranjada,  el  calcetín  calado  que 
se  distendía  aristocráticamente  bajo  el  florón  de 
satín  de  lazo  de  aquel  chaclo  «chaf  d'suore»! 

Entonces  todo  lo  comprendí:  toda  aquella  arma- 


rriT^^M-FT^.-p-^l) 


42  HERIBEETO  FKlAS 

^n  de  paño  fino  y  carne  flaca,  toda  la  majestad 
de  esa  sonrisa  altanera  y  serena,  aquel  mostacho 
erecto  y  aquel  donaire  y  aplomo  en  el  sentarse  y 
en  el  pasear  la  mano  por  la  frente  enorme, — gra- 
cias á  la  calva  propicia, — y  aquella  gardenia  y  las 
pedrerías  fulgurantes  sobre  los  dedos  ágiles  en  mo- 
verlas hacia  los  ojos  atónitos  de  los  pasajeros... 
oh!  todo  este  edificio  de  lujo,  de  arte  y  de  ciencia 
tenían  por  vértice  único  su  pie  femenino,  su  cha- 
clo  irreprochable  y  su  magnífico  calcetín  de  seda 
anaranjada,  su  calcetín  calado  distendido  sabiamen- 
te,  estéticamente,   bajo  un  florón  de  rasoí  negro! 

Todo  lo  comprendí:  el  superhombre  aquel  cum- 
plía en  el  mundo  la  misión  suprema  de  mostrar  sus 
pies  y  sui  calzado! 

Y  mis  ojos  vieron  cómo  con  ademán  de  una  des- 
envoltura gentil  cruzó  él  la  aérea  pierna  derecha 
sobre  la  izquierda,  tirando  discretamente  del  claro 
pantalón  hasta  tornar  á  descubrir  nuevamente  todo 
el  empeine  y  el  tobillo,  deslumbrándome  con  la  se- 
da del  calcetín  opulento... 

Mi  «Narciso»  sonreía,  en  tanto,  arrastrando  pere- 
zosamente la  mirada  por  sobre  los  pasajeros,  fe- 
liz, al  sentirse  poseedor  de  aquellas  galas  que  le 
dieran  Natura  y  su  dinero... 

Decididamente:  era  un  imbécil;  acaso  peor  que 
eso...  ¿Debía  compadecerlo?  ¿debía  envidiársele?... 


El  limosnero  de  copas 

Hay  mendigos  de  levita  que  piden  limosna  en 
las  cantinas...  para  su  copa. 

¿  Quién,  al  contemplar  al  ebrio  inveterado,  que 
fuera  en  un  tiempo  hambre  útil,  sano  y  generoso, 
no  exclama  tristemente: — es  mejor  que  se  muera? 

En  casi  todas  las  familias  de  la  sociedad  más 
culta  y  digna  lo  mismo  en  Mazullán  que  en  cual- 
quier parte,  hay  algún  pobre  ser  vencido  por  el 
vicio  más  siniestro,  y  el  grito  que  se  escapa  an- 
te tal  desventura,  es  un  deseo;  de  que  más  valdríale 
desaparecer. 

No  hace  mucho  que  al  darme  cierta  persona' 
la  noticia  de  la  muerte  de  un  antiguo  camarada 
de  colegio,  dije; 

— ¡  Por  fin  I  ' 

— ^¿Cómo?...  ¿Se  alegra  usted  de  que  haya  muer- 
ta su  amigo  ? — exclamó. 

— Pues  bien,  sí,  señor:  usted  lo  ha  dicho;  me  ale- 
gro, ante  todo  por  su  familia,  y  después  por  él 
mismo...  Ahora,  ¿  quiere  usted  más  ?  ¡  Acaso  yo  ha- 
ya sido  la  causa  determinante  de  su  muerte!...  El 
no  era  ya  im  hombre,  era  un  receptáculo  lleno  hasta 
los   bordes...    Yo    fui... 

— ¿  La  gota  de  agua  que  hace  derramar  el  vaso  ? 

— No  precisamente  de  agua.  El  agua  no  mata; 
así  de  lento,  de  sombrío,  no...  Los  dramas  Idel 
agua  son  violentos,  casi  tan  fulminantes  como  los 
4el  fuego,  ISfauíragjo,  sunjersióji,  íP„uQ.daci<5n,  teiíi- 


L 


«.■VTtl/»-*'-^ 


44  HEKIBEKTO  FlilAS 

pestad,  ¿qué  es  todoi  ello,  sino  un  súbito  accidente 
en  que  los  hombres  desaparecen  con  cierta  nobleza, 
casi  sin  sufrimiento,  hasta  con  cierta  poesía  alta, 
como  en  un  campo  de  batalla  ?...  NO'  sonría  usted, 
que  no  es  broma ;  ¿  qué  es  el  terror,  la  angustia  y 
la  desesperación  de  un  minuto  trágico  en  que 
se  aniquila  fulminada  una  vida,  comparado  con  la 
miseria,  el  dolor,  la  bajeza,  la  cobardía  temblo- 
rosa de  una  existencia  irrenúsiblemente  podrida,  que 
va  dejando  por  el  camino  agrio,  no  sangre  roja, 
sino    pus    hediondo  ? 

i  Oh  el  alcohol !  Y  prolongue  usted  esa  vida  de 
infierno,  esa  palpitación  de  pesadilla,  prolongúela 
indefinidamente  para  micngua  de  la  raza  y  vergüen- 
za del  hombre...  No...  eso  no  es  vivir...  Y  sin  em- 
bargo, así  vivía  él,  el  excelente  horr^bre,  allá  en 
un  tiempo  cuando  él  y  Dios  querpn — el  excelente 
am.igo...  Podrido  por  dentro  y  por  fuera;  una  ve- 
jiga de  tequila  envuelta  en  un  harapo^  ulcerado!..., 
¿Se  acuerda  usted  de  sus  dibujoo,  de  aquellas  fe- 
lices caricaturas  que  chisporroteaba  su  lápiz  bo- 
hemio con  una  gracia  espléndida,  contrahechura  de 
una  elegancia  espontánea  y  vivaz  ?...  Pues  bien,  na- 
da, ni  una  sombra,  ni  un  montón  de  cenizas  que- 
daba ya  de  aquel  privilegiado  lápiz  suyo,  todo  in- 
genio, emoción,  sutileza  y  frescura!...  No...  Ya  no 
podían  sus  míanos,  manos  t^blorosas  de  alcohóli- 
co que  aim  no  ha  bebido  su  ración  matinal,  ó 
manos  muertas  de  borracho  que  lia  bebido  más 
de  la  cuenta, — ya  no  podían  sus  manos  con  el  lá- 
piz que  le  dio  fama,  dinero'  y  amor...  ¿  Se  acuerda 
usted  como  desde  el  Colegio  Militar  celebrábamos 
la  aguda  malicia  de  sus  esbozos  grotescos  á  gis 
blanco  sobre  el  pizarrón?...  ¡Buenos  «plantones», 
]buenos  «domingos  de  arresto»  le  tocó  al  audaz  y. 


LOS  PIRATAS  DEL  BOÜLEVARD  46 

novel  artista  el  primer  aletear  de  sus  implumes 
alas.  ¡  Y  luego  á  usted  le  constan  los  mimos,  las 
recomendaciones  y  aquellas  carátulas  onomásticas 
que  le  valían  empleitos  pingües. 

¡Y  el  artista,  dándose  gusto,  comiendo-  por  cua- 
tro, mientras  llegaba  la  hora  de  beber!... 

¿  Sabe  usted  de  lo-  que  sí  tengo  remordimien- 
to, remordimiento  que  debemos  tener  todos  sus  con- 
discípulos y  compañeros  de  trabajo?...  ¡De  haberle 
dicho  demasiado  que  tenía  talento;  de  haber  ce- 
lebrado como  una  gracia,  como  una  hazaña,  sus 
primeras  borracheras ;  más  aun,  de  haberlo  estimu- 
lado   á  beber,    á^beber    hasta    rodar. 

Repito;  n  peirde  que  haya  mouerto...  ¡más  va- 
le!... La  víspera  de  su  muerte  me  detuvo  en  la 
esquina. 

— Hermano,  una  pesetita  no  más,  la  última,  pa- 
labra, para  «mi  mañana»  me  dijoi — para  «curármela^')... 

— Con  una  pésela  revientas,  ¿qué  haces?  ¿no  es- 
tabas en  el  Hospital? — contesté  entre  misericordio- 
so y  severo. 

— Sí;  hace  tiempo...  Busqué  trabajo,  busqué  ami- 
gos... ¡todos  ingratos,  todos  orgullosos!...  porque 
me  ven  pobre  me  desprecian;  porque  me  ven  ago- 
tado me  tiran  á  la  calle...  dame  para  una  copa, 
hermano,   tú   que  no   eres   tan... 

No  terminó  la  frase;  sus  ojos  inyectados  y  me- 
drosos imploraron  piedad;  bajo  el  ruin  jaquet  gra- 
soso jadeaba  el  pecho  raquítico.  Y  vi  en  su  faz 
abotargada  y  am.arillenta,  una  angustia  infinita  y  en; 
sus  labios  resecos  y  convulsos  la  atroz  sed  ner- 
viosa del  alcohólico  inveterado... 

Y,  naturalmente  me  apiadé...  tuve  esa  cobarda 
conmiseración  quie  prolonga  el  infierno  de  tantos 
desdichados...   jLe  daría  la  peseta;  le  quitaré   u^ 


46  HERIBERTO  FRÍAS 

minuto  la  sed  y  el  temblor,  la  pavura  morbosa  que 
le  sofocaba!... 

No  traía  ya  «feria»...  ¿Le  daría  un  peso?...  ¡Era 
capaz  de  reventarse  bebiéndolo!...  ¿Fué  presenti- 
miento, fué  adivinación  ?...  No  fué  sino  lógica.  Me 
estremecí  al  dejar  sobre  su  casi  epiléptica  mano — > 
tan  temblorosa  estaba — el  peso  fatal,  la  gota,  ami- 
go mío,  la  gota  que  habría  de  hacer  estallar  aque- 
lla ulcerada  vejiga  de  tequila  envuelta  en  un  ha- 
rapo 1 

Cuando  tres  ó  cuatro  semanas  después  lo  supe; 
mi  primer  pensamiento  fué  para  su  familia. 

Y  fué  para  mí  im  gran  alivio  saber  que  los 
nifíos  estaban  á  salvo;  quie  huérfanos,  hubo  quie- 
nes se  los  disputaran,  ya  que  no  latía  la  abo- 
minable pesadilla  del  padre...  Y  he  aquí  por  qué 
me  he  alegrado  de  que  haya  muerto  el  pobre  «ar- 
tista», más  que  por  él  por  su  familia.  |Qué  ali- 
vio, qué  descanso,  qué  calma  I  ¿  No  le  parece  á, 
usted?...  Así,  poco  más  ó  menos,  en  un  arranque 
de  sinceridad  cruel,  me  expresé  ante  quien  se  asom- 
braba de  que  me  alegrase  de  la  muerte  de  aquella] 
víctima  del  alcohol. 

Pregunto,  pues:  ¿Verdad  que  tenía  razón  el  in- 
fortunado Edgar d  Poe,  al  decir:  «No  hay  mal  nin,- 
guno  comparable  con  el  alcohol?» 

¿•Verdad  que  es  preferible  la  muerte  á  la  vid¡í 
envenenada  por  el  veneno  más  terrible? 


XI 

La  novela  de  un  cochero 

Primero  fué  un  idilio  á  cuya  frescura  y  por  entrei 
cuyas  rosas  nos  asomamos  los  estudiantes  que  vi- 
víamos en  el  corredor  del  segundo  patio  de  aquel 
histórico  caserón,  que  parecía,  por  lo  poblado  y 
chismograsiento,  una  verdadera  aldea. 

Bajo  el  cobertizo  de  tejamanil  y  hoja  de  latai 
que  daba  sombra  á  la  fila  de  lavaderos  de  piedra; 
bordeando  el  tanque  central,  Juana  lavaba  de  sol  á 
sol  las  pilas  de  ropa  sucia  que  la  madre,  lavande- 
ra veterana,  le  iba  amontonando  á  medida  que  se 
llevaba  á  planchar  las  piezas  blancas  y  secas  que 
bajaba  de  los  «tendederos». 

Era  ima  linda  y  hacendosita  muchacha,  muy  se- 
ria, calladita  y  un  tanto  provocativa  con  sus  bra- 
zos redondos  y  duros  de  indígena  sana  y  bien  nu- 
trida, suis  brazos  infatigables  y  desnudos  que  tor- 
naban con  destreza  y  tenacidad  blanca  la  ropa  in- 
fecta y  negruz^ca,  cuya  miseria  purificaba  la  gentil 
lavandera. 

El  era  cochero  de  calandria  vil  mtiy  adinerado' 
y  muy  insolente,  guapetón  pendencista  y  mal  ha- 
blado, pantalón  de  «cachirulo»,  zapato  con  tacóm 
puntiagudo  y  sombrero  galoneado.  Vivía  en  uno  de 
los  peores  cuartuchos  del  último  patio,  y  en  um 
tiempo  no  se  le  veía  sino  en  las  madrugadas,  de 
regreso  de  su  velada  ó  de  salida  á  la  faena. 

Pero  cuando  se  fué  percatando  de  que  precisa* 


4á  HERIBERTO  FRlAS 

mente  á  esas  mismas  horas  ocupaba  su  puesto  en 
el  lavadero  número  3  la  donosa  Juana,  empezó 
al  amoroso  asedio,  y  nosotros  asistimos  á  la  ini- 
ciación del  idilio,  pues  todos  los  estudiantes  de 
aquella  casa  gracias  á  nuestra  pobreza,  éramos  ma- 
drugadores con  el  objeto  de  aprovechar  el  sol,  ya 
que  no  teníamos  en  las  noches  ni  para  petróleo, 
ni  para  velas,  siquiera  fuesen  de  sebo'. 

El  «velador»,  después  de  «hacer  la  mañana^»  con 
una  taza  de  hojas  de  naranjo  con  su  respectiva 
catalán  pues  era  demasiado'  opulento'  para  tomar 
«refino»  se  sentaba  en  un  lavadero  próximo,  des- 
de donde  entre  galantes  requiebros,  granizaba  pe- 
llizcos sobre  los  brancíneos  y  desnudos  brazos  fres- 
cos de  la  silenciosa  lavanderita,  de  la  lavanderi- 
ta  gentil  y  atareada  que,  después  de  obstinado  mu- 
tismo, que  pretendía  ser  desdeñoso,  se  contenta- 
ba, al  fin,  con  suplicar  un  —  ¡  Eistese  quieto,  gro- 
sero !  —  que  por  el  encanto'  quejumbroso  y  emocio- 
nado, bien  podía  traslucirse  por  una  frase  diame- 
tralmente  opuesta. 

Nos  encantaba  ver  los  rubores  primitivos  de  aque- 
lla ingenua  y  sana  criatura,  tan  limpia,  tan  afanosa, 
tan  calladita,  y  sus  fingidas  cóleras  y  sus  reales 
turbaciones,  y  el  fuego  en  que  ardían  sus  mejillas 
y  sus  pupilas  negras,  calcinadas  por  las  palabras 
intensas  y  los  intensos  pellizcos  de  aquel  Don  Juan 
de  sombrero  ancho  y  pantalón  «cachiruleado»... 

¿Caería?...   ¿No   caería?... 

Todas  las  mañanas,  antes  de  engolfarnos  en  el 
Ganot  ó  en  el  Algebra  echábamos  un  vistazo  á  los 
lavaderos  y  en  ellos  encontrábamos  á  Juana  lavan- 
do y  al  cochero  apretando  más  y  más  el  cerco, 
ante  una  resistencia  que,  en  verdad,  nos  iba  pare- 
ciendo puramiente  nominal,  aunque  había  entre  nos* 


LOS  PIRATAS  DEL  ROUL"EVARD  Ab 

Otros  muchachos  románticos  que  soñábamos  con 
la  victoria  del  ángel  de  la  inocencia  sobre  el  demo- 
nio de  la  tentación. 

Y  sucedió  que  una  mañana  el  lavadero  número 
3  estaba  vacío,  y  vacío  se  encontraba  el  puesto 
vecino,  donde  solía  sentarse  el  galán:  el  ángel  ha- 
bía sido  derrotado  y  el  idilio   terminaba... 

Y  aquella  noche,  correspondiente  á  la  mañana 
aquella,  oímos  allá  del  tercer  patio  rasgueos  de 
vihuela,  canciones  tristes  y  vocerrones  de  gente  ale- 
gre que  celebraba  las  bodas  de  la  lavandera  y  el 
seductor  triunfante;  y,  poco  después,  los  retumban- 
tes zapateados  de  interminables  jarabes  llenaron  la 
casa  con  rumor  de  fiesta  estruendosa!  ¡Pobre  linda 
lavanderita!... 

Cinco  noches  después — tuvimos  la  atención  de 
contarlas — lo  que  se  escuchó  en  pleno  sueño  de  la 
vecindad  fué  un  rumor  de  gemidos  y  las  voces  del 
seductor  galán,  vomitando  soeces  injurias...  ¿  La  es- 
taba  matandO'  ? 

Nos  estremecimos  de  piedad  al  considerar  cuan 
pronto  se  transformaba  el  idilio  en  vulgar  trage- 
dia... ¿  Habría  muerto  tan  pronto  en  ellos  el  amor, 
«el  amor  que  pasa?»... 

Esperamos  que  al  día  siguiente  se  separarían; 
mas  no  fué  así,  y  desde  entonces  asistimos  á  una 
historia  de  abnegación  de  Juana,  abnegación  y  sa- 
crificio que  después  de  los  golpes  que  recibía  en 
las  noches  se  convertía  en  inaudito  servilismo... 

Y  conste  que  las  manazas  del  cochero  eran  de 
fama  en  todo  el  barrio,  y  los  patios  de  Belén  sa- 
bían de  aquella  fama...  ¿Era  posible  que  la  pobre 
lavandera  pudiera  soportar  sin  protesta  aquellos  gol- 
pes diarios,  y  podía  permanecer  sumisa  y  tierna?... 

No  sólo  eso:  sino  que  aún  fué  más  allá:  volvió 

Lo8  piratas  del  hmdñ)ard      .i  ^- 


viz-nt^-K/-;^^'!  Ti^JH!^ T  •  -i  ^  T~Tn<y>  r':T"vi  .^  ;^  '-■vi^-w  f/.^  j»  »p,j  i.»((í^f_,  ;*r7^Tr?.-;^iri?Ti[  tsjíw'sf 


So  lÍERlBERTO  FRÍAS 

á  lavar  todos  los  días,  desde  la  inadriígadlá,  pero 
ya  no  para  la  madre,  ahora  resignada  y  solitaria, 
sino  para  el  rufián  del  cochero,  que  ya  no  iba 
cómiO  antes  á  su  pescante,  sino  á  pasear  por  el 
barrio,  contento  y  satisfecho  de  tener  una  mujer 
á  quien  golpear  y  de  quien  recibir  para  «la  pa- 
rranda»  diana... 

La  limpia  y  donosa  lavandera  fué  marchitándo- 
se, marchitándose,  mas  sin  dejar  de  trabajar,  su- 
misa y  resignada,  como  la  madre,  á  su  destino  de 
esclavitud  y  de  miseria. 

Y  ima  noche  que  quisimos  intervenir  en  el  cuar- 
tucho del  «hombre»,  que  parecía  querer  matar  á 
la  desdichada,  ésta  misma — suspensas  las  lágrimas 
en  los  párpados  ensangrentada — se  encaró  á  nos- 
otros y  nos  gritó  indignada  y  bravia,  en  un  pa- 
réntesis de  gemidos : — ^¿  Qué  les  importa,  «rotas»  ?... 
jEs  mi  marido  y  «hará  bien...»! 


XII 

A  caza  de  pájaros  bobos 

Hay  personas  dedicadas  á  buscar  en  los  laberintos 
de  la  sociedad  esos  raros  frutas  que  se  llaman 
«buenos  corazones»,  «hombres  excelentes»,  como  se 
puede  buscar  entre  las  abruptas  montañas  una,  ve- 
ta  explotable  de  metal  de  rica   ley. 

Y  entonces  sucede  el  hecho  curioso  y  tristemente 
vulgar  de  que  los  perspicacia,  los  individuos  de 
quienes  se  asegura  que  son  «águilas»,  que  «saben 
la  biblia»,  es  decir,  que  no  quieren  trabajar,  bus- 
can y  encuentran  á  los  seres  candidos,  á  Ips  bue- 
nos, para  vivir  de  ellos. 

Se  repite  la  maniobra  que  ejecutan  estas  aves 
de  mar,  de  un  vuelo  más  rápido  y  más  alto  que 
el  de  las  águilas,  las  «fragatas»  que  viven  orgullosa- 
mente  de  lo  que  pescan  otras  aves  menos  aristó- 
cratas,   pero  más    trabajadoras. 

Las  dignas  «fragatas»,  cerniéndose  majestuosas 
en  las  alturas,  espían  á  los  pájaros  «bobos» — que 
muy  atinadamente  así  se  llaman — y  cuando  éstas 
traen  en  el  pico  un  hermoso  pez,  aquéllas  se  lo 
arrebatan,  evitándose  el  trabajo  y  el  desdoro  de 
bajar  hasta  las  olas  á  pescarlo  ellas  mismas. 

i  Cuántos  hombres  «bobos»  hay  víctimas  explo- 
tadas por  los  hombres  «águilas»! 

Sé  de  un  apreciable  ingeniero,  hombre  de  es- 
tudio y  de  trabajo,  muy  joven  todavía,  pero  que 
principia  á  tener  una  fortuna,  gracias  á  su  inara* 


PÍ^'-'-V- 


■r^y 


52 


HERIBERTO  FRlAS 


villosa  actividad,  á  su  temperamento  robusto  y  al 
firme  propósito  que  se  ha  hecho  y  que  ha  cum- 
plido de  desafiar  climas  y  circunstancias  adversas 
para  imponer  en  ellas  y  sobre  ellas  el  ejercicio 
de  su  profesión.  Cuando  llega  á  México,  el  ros- 
tro tostado  por  el  sol,  ásperas  las  manos,  causa 
sorpresa  ver  á  su  lado  un  elegante  dandy  muy  fi- 
no  de    espiritual    sonrisa   y  ojillos    picarescos. 

Al  punto  se  nota  el  contraste  del  hombre  tosco, 
arisco,  que  en  su  actitud  revela  que  se  juzga  aún 
en  plena  montaña  dominando  las  lejanías,  y  el  ca- 
ballerito  de  nuestras  cantinas  y  salones,  relamido 
y  burlón,   presuntuoso  y  pagado  de  sí  mismo. 

Este  cortesano  vive  en  la  misma  casa  que  tiene 
en  México  el  tenaz  y  emprendedor  ingeniero,  come 
á  su  mesa,  solícito  y  galante  con  la  familia,  en 
ausencia  del  jefe  de  ella;  reprende  á  los  criados, 
vigila  y  está  á  sus  anchas,  montando  los  caballos 
del  amo  para  que  no  se  «ovachonen»,  y  usando  el 
cupé  de  la  señora  para  que  no  se  enmohezca,  ya 
que  la  esposa  del  ingeniero  no  es  «de  sociedad». 

Y  he  ahí  el  caballerito  dándose  tono,  viviendo 
regaladamente  y  paseando  de  lo  lindo,  mientras  allá 
en  insalubres  bosques  batalla  el  infatigable  ser  de 
trabajo  y  amor. 

Cuando  á  éste  se  le  pregxmta  por  el  que  deja  en 
México,  instalado  en  su  propia  casa,  responde  in- 
genuamente : 

— I  Quién  es  ?...  \  Oh !  un  antiguo  amigo  de  cole- 
gio... muy  inteligente,  pero  está  arruinado  el  po- 
bre... No  pudo  concluir  su  carrera...  está  mal  con 
su  familia...  y  como  no,  ti^ie  carácter  para  el  tra- 
bajo... 

Y  lo  peor  es  quie  el  señorito  aludido  habla  con 
aire  de  protección  á  quien  le  debe  aümientos,  rppa 


LOS  PIRATAS  DEL  BOULEVABD  o  53 

y  domicilio.  No  parece  sino  que  viviendo  en  aquella, 
casa  otorgue  un  favor,  dándole  con  su  presencia 
un  sello  de  elegancia. 

El  antiguo  compañero  de  colegio  afectó  desdén 
por  las  rudas  labores  de  su  protector  y  habla  con 
autoridad  á  la  misma  familia  que,  recién  llegada 
de  lejano  Estado  y  habiendo  vivido  en  estrecha  po- 
breza, se  encuentra  cohibida  delante  de  aquel  ele- 
gante vividor. 

A  éste  le  saludan  con  respeto  las  antiguas  amis- 
tades de  la  familia,  creyendo  que  es  el  tutelar  ído- 
lo de  la  naciente  prosperidad  del  ingeniero. 

Nada  más  extraño  que  la  notoria  tiranía  de 
ese  aventurero  audaz  en  cuya  sonrisa  late  la  burla 
y  el  desdén  para  quienes  le  mantienen...  Y  apenas 
se  comprende  en  virtud  de  qué  sugestión  se  ha 
impuesto  en  un  lugar  sagrado,  nido  de  honradez, 
en  que  ha  sido  tradicional  canon  del  trabajo,  en 
aquel  hogar  que  él  profana  llevando  emanaciones 
de  vicio. 

Acaso  en  el  espíritu  sencillo  y  rectO'  del  hombre 
trabajador  surjan  protestas  contra  aquel  intruso  que 
se  apoderó  con  la  seguridad  de  una  ave  de  ra- 
piña, de  im  bienestar  obtenido  á  costa  de  años 
de  penalidades,  privaciones  y  labor  tenaz,  sólo  con 
el  vago  título  de  antiguo  amigo  de  colegio. 

¿Antiguo  amigo  de  colegio?...  Sí,  es  el' derecho 
invocado  por  tantos  vagabundos  incapaces  de  esfuer- 
zos honrados  y  de  sanos  propósitos,  para  conquis- 
tar á  los  que  empiezan  á  triunfar  en  la  vida  des- 
pués de  haberse  batido  desesperadamente  y  sin  un 
momento  de  pánico  en  la  batalla  de  la  vida! 

Y  cosa  rara,  muchos  de  estos  héroes  de  tenacidad, 
de  bravura  especial  en  las  crisis  más  amargas  de 
h  existencia,  son  incapaces  de  resistir  á  la  ins},i 


!TT^|r 


54 


HERIBERTO  FElAS 


nuación  de  falsa  confraternidad  que  cualquiera  les 
hace  en  nombre  de  un  compañerismo  antiguo  que 
muchas  veces  no  ha  existido... 

Son  débiles  para  rechazar  á  los  insinuantes...  Una 
compasión  mal  sana,  desgraciadamente  muy  común 
á  nuestro  carácter  romántico,  una  compasión  mez- 
clada de  pueril  orgullo  les  hace  ser  víctimas  de  esos 
bribones. 

Y  cuando  uno  de  ellos  se  instala  como  el  antiguo 
amigo  de  colegio  del  digno  inigeniero,  en  una  casa, 
ya  pueden  preverse  desgracias,  porque  el  ave  de 
presa  lleva  en  sus  garras,  ensangrentadas  todavía, 
fermentos  de  corrupción  que  pueden  envenenar  una 
familia   ó  alterar  la    calma   de   un   hogar. 

Por  eso  cuando  alguien  dice  de  un  audazi  cuyo 
modo  de  vivir  es  un  misterio: — Es  «un  águila», 
me  estremezco  lamentando  que  no  se  les  pueda 
dar   caza   á  muerte,    poniéndolos   fuera   de   la   Ley. 


XIII 

De  charro  á  catrín 

No  hay  que  desear  ni  á  nuestro  más  implacable 
enemigo  el  tormento  de  ser  invitado  á  reuniones  de 
gente  que  desea  cambiar  en  un  momento  de  con- 
dición. 

No  ha  muchos  días  recibí  una  esquela  lujosamen- 
te impresa  á  tres  tintas — los  indispensables  y  consa- 
bidos colores  verde,  blanco  y  colorado,  el  blanco 
del  papel  por  supuesto, — así  concebida: 

PlC-NlC  INTIMO 

«Diódoro  Gómez  González  y  familia  tienen  la  alta; 
honra  de  invitar  á  usted  cortesmente,  á  un  «tete 
á  tete»  cordial  que  principiará  con  una  «matinée» 
campestre  á  bordo  de  la  «Cándida  Elenita»  sita  en 
el  Canal  de  la  Viga,  continuará  con  «lunch»  en 
«El  Recreo  de  los  amigos»  bar-room  de  Ixtacalco, 
tendrá  «su  cénit»  con  un  banquete  en  la  citada  pin- 
toresca villa  exlacustre  y  terminará  con  un  «five 
ó  clock  tea»  en  Gómez  González  house»,  chez  l'an- 
fitrion.»  ' 

Al  leer  la  original  esquela  vacilé  un  momento... 
no  recordaba  yo  conocer  á  ningún  Diódoro,  ni  mu- 
cho menos  á  su  apreciable  familia...  hasta  que  á 
fuerza  de  memoria  caí  en  la  cuenta  de  que  estet 
personaje  me  había  sido  presentado  en  los  pasillos  de 
un   teatro    sospechoso. 

Era  ^n  hombrezote  campechano  si  los  hay,  Hfl- 


B6  HERIBERTO  FElAS 

tiguo  «trompeta  de  rurales»  que  había  tenido  Id 
suerte  de  ser  agraciado  con  una  pequeña  heren- 
cia que  le  cayó  á  su  mujer  como  llovida  del  infier- 
no, porque  aquello  significó  para  la  desdichada  el 
uso  obligatorio — por  lo  menos  en  la  calle — del  bo- 
tín de  charol  y  del  diario  paseo  por  el  boulevard. 

En  su  pueblo  natal  sólo  calzaba  la  apreciiable 
Doña  Dionisia  los  días  Santos,  el  día  de  Todos  San- 
tos, el  Jueves  Santo  y  Viernes  Santo  y  el  día  de  su 
santo... —  ¡nada  más  en  días  santos  hacía  esa  peni- 
tencia!— pero  ni  el  5  de  Mayo,  ni  el  16  de  Septiembre 
llegaba  su  patriotismo  al  colmo  de  usar  botines..^ 

Vino  la  herencia  susodicha  y  Bel  Anís,  que  sabía 
leer  y  escribir  y  compraba  periódicos,  y  se  llevaba 
con  gente  de  pluma,  arrastró  á  su  consorte  hasta 
México,  y  una  vez  en  la  MetrópoH  se  propuso  cam- 
biar la  tosca  pantalonera  de  cuero  por  el  pantalón! 
francés,  dedicándose  al  noble  «ramo»  de  la  compra- 
venta de  caballos  y  muías  de  tiro,  siguiendo  el 
atinado  consejo  de  un  caballerango  de  casa  rica, 
paisano  suyo. 


El  tal  paisanito  que  era  «un  águila»,  un  que  «sa 
perdía  de  vista»  en  negocios  y  tenía  muy  buenas 
amistades,  trastornó  el  meollo  del  excelente  ex-trom- 
peta  de  rurales,  hablándole  de  la  vida  de  México  y 
del  porvenir  que  le  podía  levantar  hasta  hacerlo  todo 
un  señor. 

Ante  todo  se  fué  relacionando  con  gente  de  lustre, 
cortejó  á  las  coristas,  habló  con  las  tiples  y  con 
garbo  invitaba  las  copas  á  los  tenorcillos  que  le 
rodeaban  respetuosamente,  iniciándole  en  la  existen- 
cia del  calaverón  elegante. 


LOS  PIEATAS  DEL  BOULEVAKD  57 

El  estaba  encantada,  y  más  de  un  pobre  diablo 
de  poetastro  hambriento  tuvo  mesa  puesta  en  la 
casa  de  Don  Diódoro... 

Perfectamente  que  recordé  entonces  la  cómica 
silueta  del  payo  aprisionado  de  una  abominable  fevi- 
ta,  llevando  calzado  americano  color  crema  bajo 
la  caricia  del  estreno  de  un  pantalón  bombacho 
que  parecía  de  zuavo. 

* 

*  * 

¡Y  era  él  quien  me  enviaba  la  esquela  de  invita- 
ción!... Conque  «aquéllo»  no  era  «tanteada»...  ¿Quién 
sería  el  alma  negra  qud  le  íhiabía  hecho  firmar  con  el 
pomposo  nombre  «l'anf itrion»  ? 

Pude  convencerme  asistiendo  al  famoso  «Pic-nic» 
que  aquel  infehz  extrompeta,  antes  tan  inofensivo, 
pues  hasta  el  puesto  que  ocupaba  en  su  escuadrón 
era  poco  militante,  ya  que  los  trompetas  sólo  echan 
mano  al  sable  en  los  trances  muy  apretados  y  eni 
personal  defensa  de  su  existencia,  pude  convencerme, 
repito,  de  que  el  digno  Don  Diódoro  estaba  perdido 
del  intelecto. —  ¡Lástima  de  «manganas»  habilísimas 
en  los  «potreros»,  desdichadas  muchachas  de  la  tie- 
rra, ya  no  le  oirían  tocar  «agua»  y  «limpia»  como 
antes  en  la  puerta  del  cuartel  haciendo  gala  de  sus 
pulmones  de  fuelle !  el  héroe  trompeta  y  el  garboso 
charro  auténtico  había  desaparecido  para  dejar  en 
su  lugar  algo  menos  que  su  sombra :  ¡la  triste  figura 
lamentablemente   anunciada   de   un   pedante! 

*  * 

En  nuestra  capital,  los  «brujas»  que  rodean  y 
acechan  á  los  infelices  «payos»  que  por  desgracjgJ 


T5ÍÍ.T  -  .,.    ...M  ^  .       ..  -        .       ^^.  -,.  .,..-^^,,f 


58  HERIBERTO  FRÍAS 

suya  tienen  un  lado  vulnerable,  son  capaces  de  tras- 
trocar al  más  práctico  chalán  del  interior  de  la 
República,  en  un  mequetrefe  hinchado  de  «extran- 
jerismo» indigesto. 

Incapaces  de  asimilarse  de  un  tirón  las  novedades 
que  los  dejan  atónitos,  se  atibuman  de  frases  que 
no  comprenden,  dando  á  su  espíritu  alimentos  im- 
posibles y  á  su  cuerpo  trajes  estrambóticos...  Por 
medio  de  palabras  y  de  vestimenta  pretenden  trans- 
formarse de  súbito  de  honrados  rancheros  útiles  en 
sus  granjas,  en  «títeres»  hinchados  que  entran  á 
la  danza  de  la  Comedia  humana  como  risibles  figu- 
ras de  Género  Chico... 

¡Pobre  Don  Diódoro!...  No  pudiendo  cambiar 
su  nombre  de  pila,  transformó  su  apelhdo  alargán- 
dolo pomposamente,  y  empezó  á  dilapidar  el  dine- 
ro de  su  desdichada  mujer  en  fiestas  que  bautizaba 
con  nombres  en  francés  y  en  inglés  al  estilo  del 
Gran  Tono. 

Por  supuesto,  me  fué  intolerable  la  fiesta  en  que 
quiso  hacer  gala  «l'anfitrion»  de  buen  gusto  y  que 
no  fué  sino  la  más  truhanesca  orgía,  que  habría 
sido  cómica  á  no  tener  en  sus  notas  semitrágicas  el 
que  se  escucharan  detonaciones  de  pistolas  y  brilla- 
ran hojas  de  cuchillos. 

¡Qué  diablo,  tuvo  que  aparecer  el  «trompeta  de 
rurales»  debajo  de  la  levita  del  «gentleman»,  que 
anhelaba  llegar  á  pirata  1 


XIV 

Un  campeón  de  festivales 

Soliloquio 

Yo  soy  un  fenómeno  humano,  Una  maravilla  de 
longevidad;  por  mí  no  pasan  los  años  y  sobre  mí 
escurren  los  veranos  sus  aguas  y  sus  aguardientes, 
sin  mojarme. 

Seco,  pero  curtido  al  sol,  yo  soy  un  palo  vivo... 
vivo  de  entusiasmo,  y  soy  un  asta — y  no  de  toro  ¡vive 
Dios! — sino  un  asta-bandera  que  sabe  tender  al 
viento  de  los  entusiasmos  populares  el  lienzo  tri- 
color de  mis  júbilos  patrióticos... 

Sin  mí  no  hay  fiesta  cívica  posible... 

Soy  la  alegría  de  los  tres  colores  nacionales...  Yo 
completo  unas  cuartetas  de  tamborazo  retumbante 
con  un  sabroso  costillar  de  chivo  en  barbacon  ca- 
paz de  hacer  agua  á  la  boca  del  Profeta  Jeremías. 

¿  Qué  serían  sin  mí  las  grandes  romerías  de  las 
fiestas  en  honor  de  los  héroes  que  con  su  sangre  nos 
dieran  patria  ?  ¿  Qué  sería  de  la  sangre  de  los  buenos 
mejicanos  sin  mi  sangre  entusiasta  y  caliente  y  cos- 
quillosa como  la  sangre  solferina  ó  guinda,  ó  lo 
que  sea,  del  delicioso  «curado  de  tuna»? 

¿Quién  soportaría  con  paciencia  suficientemente 
cristiana  para  no  meterse  debajo  de  la  mesa, 
ó  para  no  arrojarles  el  contenido  de  la  mesa,  un 
brindis  interminable  ó  unas  décimas  criminales,  si 
rio  fuera  porque  mi  numen  previsor  colocara  con 


'-r- 


'!■ 


60  HERIBERTO  FRlAS 

épica  liberalidad  los  cubos  de  «Isabel  Dormida»,  ó 
del  rico  «Zapote  presto»,  ó  del  idílico  «curado  de 
apio»  que  también  tiene  sus  Virgilios  nacionales, 
ó  el  sin  par  de  naranja  y  rompope  bautizado  con  la 
heroica  divisa  pulquérrima  de  «Salsipuedes  alma 
mía»?... 

¿  Quién  como  yo  para  organizar  un  festín  de 
arranques  verde,  blanco  y  colorado,  y  de  «¡Viva 
México,  chicharrones!»,  sin  que  los  comensales  se 
fastidien  porque  yo  con  mis  idas  y  venidas  les  ame- 
nizo la  jornada  y  les  hago  olvidar  la  pesadilla  de 
la  última  Oda  patriótica  de  José  Juan  Tablada?... 

¿  Quién  si  no  yo,  conoce  todos  los  recursos  que  se 
puede  sacar  al  mole  de  guajolote — con  perdón  sea 
dicho  de  los  oradores  oficiales  y  de  los  brindistasi 
espontáneos; — quién  sino  yo  sabe  escoger  y  man- 
dar apartar  las  piezas  que  más  le  gustan  á  los 
más  morrocotudos  personajes,  que  harán  con  su 
presencia  las  glorias   del  ameno  festival  cívico  ? 

Yo  escojo,  con  el  mismo  tino  y  sabiduría  idén- 
tica, el  borrego  ó  el  chivo — perdón,  señores,  pero 
así  se  llaman  ésos  sabrosos  animales — el  chivo  ó 
él  borrego  para  la  barbacoa,  que  el  eximio  orador 
ó  poeta  para  las  odas  y  discursos  que  ¡ay!  será 
preciso  que  escuchen  los  invitados...  ¡Todo  tiene  su 
contra  en  este  mundo,  y  bien  vale  un  suculento  pla- 
to de  mole  verde  el  más  abominable  brindis  en  verso 
de  Don  Juan  Pedro  Didapp  ó  de  cualquier  otro  me- 
lenudo modernista  de  la  Secretaría  de  Instrucción 
Pública,  en  tiempo   de  Justo   Sierra. 

¿Y  las  fiestas  de  aniversarios  de  las  sociedades 
mutualistas  ?...  ¡Oh!  á  ver  ¿qué  gallo  puede  compe- 
tir conmigo  para  organizarías  como  Dios  manda  y 
saber  cuándo  llegan  á  su  punto  los  caldos  y  cuán- 
do se  van  derritiendo  los  sólidos ?,i. Quién  como  yo?.,, 


LOS  PIEATAS  DEL  BOULEVARD  61 

Soy  enérgico  cuando  el  programa  lo  exige  y  la 
etiqueta  lo  ordena,  porque  una  cosa  es  ini  republica- 
nismo fraternal  de  chile  de  rajas  con  carne  de 
puerco  y  otra  cosa  es  la  Ordenanza...  Me  sé  acor- 
dar á  tiempo  de  que  soy  «provisional»  y  no  de  ban- 
queta, ni  de  los  de  pluma  de  escribir,  sino  de 
los  meros  meros,  de  los  de  armas  tomar. 

Yo  les  voy  á  mano  muy  oportunamente  á  los 
que  se  apuntan  demasiado'  con  las  tequilas — ó  se 
despercuden  con  más  versos  de  los  que  puede  so- 
portar la  paciencia  del  auditorio,  que  no  porque 
está  bebiendo  y  comiendo  patrióticamente,  deja  de 
ser  respetable. — ¡Caramba!...  ¡es  bueno  beber,  pe- 
ro no  tirarse  con  las  copas!... 

Cuanta's  fiestas  ofe-xsociedades  ó  días  de  campo 
para  aniversarios  memorables  tristes  ó  alegres  se 
organizan  sin  mi  dirección...  fiasco  al  canto,  fracaso 
ineludible,  aborto  seguro!...  Todo  el  mundo  lo  sa- 
be, y  cuando  se  ya  acercando  la  fecha  gloriosa 
que  hay  que  conmemorar...  ¡á  buscar  al  «cínico»,  se 
dijo!...  Y  el  bueno  del  cínico  no  se  puede  negar.. .^ 

¿Negarme  yo?...  No;  ese  egoísmo  no  es  conmigo, 
necesito  sacrificarme  en  aras  de  los  altos  idealesi 
y  de  los  fastos  de  la  patria...  Y  ahí  voy,  en  pos 
de  chivos  y  guajaletes  y  de  oradores  y  de  poetas 
para  el  magno   festín... 

Y  de  esta  vida  de  mártir  llevo  ya  varios  lustros; 
pero  los  años  se  pasan  sobre  mí  y  continúo  como 
un  fenómeno  de  longevidad,  seco  y  firme  como  una 
asta,  como  una  asta  de  gallardete  de  fiesta  ono- 
mástica.      I  ,  '  I    i 


XV 

La  tiple 

La  niña  Rosario  era  conocida  en  su  pueblo  con 
el  glorioso  nombre  .de  «la  Reina»...  Y,  en  efecto, 
en  aquella  pequeña  población  del  Estado  de  Mi- 
choacán  reinaba  por  la  maravilla  de  sus  ojos  negros 
y  por  el  encanto  de  su  voz. 

En  la  paz  del  hogar  reinaba  por  ser  cariñosa  y 
y  aunque  era  traviesilla  desempeñaba  á  satisfacción 
los  penosos  y  graves  deberes  de  ama  de  casa.  Ella 
preparaba  el  chocolate  del  abuelo — viejo  y  honrado 
notario — y  el  café  con  leche  de  «los  muchachos», 
mocetones  mayores  que  ella  en  edad,  aunque  no  en 
saber,  ni  mucho  menos  en  gobierno. 

Ellos  eran  huérfanos  de  padre  y  madre  y  vivían 
tristemente  en  el  vetusto  corazón  del  abuelo,  cuya 
alegría  única  consistía  en  sentirse  amado  y  servido 
por  su  «Reina»,  la  dulce  niña  de  los  ojos  maravillo- 
sos y  del  canto  arruUador. 

No  había  más  mujer  en  aquella  familia  que  Ro- 
sario, quien  á  los  diecisiete  años  tuvo  que  dar  á 
su  rostro  picaresco  y  contener  los  arrebatos  infan- 
tiles aun  de  su  cuerpecillo  adolescente,  de  una  fres- 
cura de  rosa  de  Castilla,  en  un  amanecer  de  prima- 
vera. 

Rosario  era  pues,  por  sus  deberes  de  ama  de 
familia,  «la  Reina  de  la  Casa»,  y  por  el  dominio  que 
ejercía  en  la  villa  con  su  voz  cristalina  y  con  sus 
ojos  esplendorosos,  «la  Reina  del  Pueblo». 


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LOS  PIRATAS  DEL  BOULEVARD  63 

No  Había  fiesta  cívica  ó  religiosa,  pública  ó  ínti- 
ma, en  que  Rosario  no  cantara...  ¡Todo  se  anima- 
ba con  la  voz  de  Rosario  y  todo  se  obscurecía  cuan- 
do ella  abría  al  cielo  los  párpados  reflejando  el 
terciopelo  vivo  de  sus  ojos  negros  la  luz  del  espa- 
cio convertida  en  caricia! 

Así,  pues,  el  pueblo  estaba  orgulloso  con  aque- 
lla gloria  local,  y  no  costó  poco  trabajo  conseguir 
del  abuelo  el  que  Rosario  fuera  «pirestada»  para 
cantar  en  una  lujosa  tertulia  que  se  había  de  veri- 
ficar nada  menos  que  en  la  ciudad  cabecera  de  Dis- 
trito, en  honor  del  Jefe  Político. 

La  aparición  de  «la  Reina»  en  la  sala  en  que  se 
hallaban  reunidas,  compitiendo  en  lujo,  las  princi- 
pales familias  del  importante  Distrito,  fué  una  reve- 
lación... ¡Aquella  niña  era  verdaderamente  encan- 
tadora ! 

Pero  cuando  la  oyeron  cantar  la  vieja  y  melan-: 
cólica  canción  «la  golondrina»,  aquello  fué  un  deli- 
rio unánime...  Los  ancianos  lloraron  recordando  pa- 
sadas alegrías  y  júbilos  de  otros  tiempos  para 
ellos  mejores...  y  los  jóvenes  declararon,  levan- 
tando al  cielo  los  brazos,  que  «Rosario  era  pro- 
digiosa...»  Una  sensación  de  estupor  sagrado  reco- 
rrió la  sala  cuando  la  graciosa  doncella  cantó  ro- 
manzas tristes,  en  que  se  desesperaba  enteramente 
de  tremendas  pasiones  no  comprendidas  por  «el  ti- 
rano que  la  robaba  la  calma»  y  la  dejaban  sumida 
en  un  abismo  de  dolor...  Toda  la  fantasía  romántica 
de  una  época  quejumbrosa  vibraba  en  las  canciones 
de  Rosario. 


—  ¡No;  es  una  lástima  que  esta  pobre  mucliacha; 
yiva  ignorada  y  perdida  para  el  Arte  y  para  la  Pa* 


P5-.  -r.  ■:■  ^.A   . .,-.-,  ■■  >  .■  T^^l^p^: 


64  líÉRlBERTO  FRÍAS        '   ' 

tria,  en  un  rincón  del  pueblo...  Es  un  crimen  qué 
el  Gobierno  del  Estado  no  mande  «esta  gloria»  á 
México,  á  que  «se  perfeccione»  en  el  Conservatorio 
Nacional  de  Música;  pero  de  mi  cuenta  corre  que  se 
hará  justicia  á  sus  méritos !...  ¡Irá  á  México  y  triun- 
fará!— exclamó  convencido  un  rico  hacendado  en 
un  arranque  de  acendrado  provincialismo. —  ¡No  fal- 
taba más  que  teniendo  nosotros  en  nuestro  Dis- 
trito «esa  gloria  desconocida»  no  la  enviáramos  á 
la  capital  de  la  República  á  que  allí  luzca  y  deje 
bien  puesto  el  pabellón  de  nuestra  tierra...  ¡Rosa- 
rio irá  á  México  y  triunfará! 

* 
*     * 

...Y  Rosario  vino  á  México...  y  se  perdió;  y  la 
perdieron  para  siempre  su  abuelo  y  el  notario  y  los 
excelentes  muchachos  sus  hermanos,  doblemente 
huérfanos. 

Vino  á  México  y  tuvo  que  cambiar  de  traje  y  de 
modo  de  ser...  La  familia  del  rico  hacendado  quiso 
presentar  su  prodigio  de  belleza  y  de  arte  en  un 
gran  concierto  y  la  niña,  buena  para  reina  de  su 
casa  de  su  pueblO',  cantando  «la  golondrina»  resultó 
tristemente  ridicula  con  su  traje  de  seda.  Cohibida, 
asustada,  con  los  ojos  bajos,  no  pudo  dar  á  su  voz 
el  encanto  que  tenía  en  el  ambiente  de  la  tierra; 
natal... 

«La  Reina»  sufrió  terrible  derrota. 


"-Vamos,  esta  niña  «hará  carrera»,  no  se  apure! 
jUsted,  tiene  ojos  hermosos  y  Voz  agradable,  «hará 


r 


■T?yrí'    -  ,-.•■'-  ■.■■.-.■•  -   ■    -    ;■ -' ^'f;^'^-   ■■      ■■     ■   í?" 


LOS  PIRATAS  DEL  BOULEVARD  65 

carrera»  en  «las  tablas», — decía  momentos  después 
del  fiasco  un  empresario  «conocedor»,  dirigiéndose  al 
rico  provinciano. 

La  dulce  y  encantadora  Rosario  recibió  leccio- 
nes de  declamación  y  de  baile  flamenco,  y  leccio- 
nes vivas  de  impudicia  y  exhibición  del  desnudo,- 
y  cuentan  que  ha  vuelto  á  ser  reina,  reina  de  un 
teatrucho  de  funciones  por  tandas,  en  un  barrio  do 
triste  fama...  Pero  todas  las  mañanas  se  exhibe  en 
auto  por  la  gran  Avenida. 

En  el  apartado  lugarejo  de  la  Sierra  de  Mi- 
choacán  en  que  esplendía  Rosario,  ignoran  este 
cambio    de   realeza    y 

¡Más  vale  así  I  '         . 


Los   'piratas  del  hoiikvard 


'■TT^^'     '.  ■■  ^  ':   ■  ■'  '     ■.•';■.■■  ■■'■'■■•:;:^-    •;!'    -■■.;- T-^tP^ 


XVI 

Candil  de  la  calle... 

¿  Quién  es  ese  que  tan  atareado  corre  atropellan- 
¡do  á  todos,  por  la  Avenida;  ese  que  parece  que 
siempre  lleva  prisa  tal  como  si  fuera  huyendo  de  la 
suerte,  en  pos   de  la  dicha? 

¡«Candil  de  la  calle  y  obscuridad  de  su  casa!»— 
Y  con  esta  frase,  está  retratado  de  cuerpo  entero 
•nuestro  hombre. 

Ahora  sólo  falta  retocar  un  poco  y  apuntar  unos 
cuantos  detalles  que  caractericen  al  individuo,  des- 
cartándolo de  la  especie  de  los  hombres-ardillas,  es 
¡decir,  de  los  seres  que  se  mueven  mucho  y  no  ha- 
cen nada...  de  provecho  ni  para  sí  mismos. 

Según  él  afirma,  y  no  es  muy  difícil  comprobar, 
no  tiene  un  minuto  de  descanso  el  infeliz  Don  Pan- 
filo; pero  es  de  los  que  andan  corriendo  y  llegan- 
ido  tarde». 

«Suda  y  se  acongoja»  con  extraevangélica  caridad 
de  las  desgracias  ajenas  y,  en  efecto,  hay  que  con- 
fesar en  honor  suyo,  que  tiene  un  corazón  tan 
dulce  y  bueno,  y  blanducho,  como  una  cajita  de 
leche,  legítima  de  Celaya. 

Su  pena  es  real  ante  el  infortunio  extraño  y  tiene 
la  mejor  intención  del  mundo  para  aliviarlo,  á  cuyo 
efecto  sería  capaz  de  agarrar  el  cielo  con  las  ma- 
nos, pero  se  contenta  con  ir  y  venir,  gesticular, 
abrir  tamaños  ojos,  grita :  ¡Sangre  fría ;  sangre  fría  y 


LOS  PIRATAS  DEL  BOÜLEVARD  67 

paciencia! — cuando  él  es  presa  del  mal  de  San  Vito,- 
de  puro  azoramiento   y  precipitación  epiléptica. 

* 

n    * 

La  especialidad  de  que  más  gusta  es  la"  de  asis- 
tir á  enfermos  graves  y  velar  moribundos  y  cadá- 
veres. ¡Oh!  las  obras  de  misericordia  constituyen 
para  .él  el  objeto  de  su  cristiana  vida. 

No  hay  semana  en  que  no  «entierre»  á  alguien^— ^ 
y  como  vive  en  una  gran  casa  de  vecindad  de  por 
el  Puente  Blanco  y  se  ha  hecho  popular  en  el  barrio, 
él  corre  del  curato  al  Registro  Civil;  de  aquí  á 
casa  de  Gayasso;  para  volar  luego  en  pos  de  ramos 
al  Mercado  de  las  flores ;  en  seguida  se  da  un  brinco 
á  la  redacción  de  un  periódico  para  suministrar  la 
nota  fúnebre,  y,  por  fin,  compra  la  ó  las  botellas  do 
catalán  para  el  velorio  de  ritual  porque  el  alma 
de  un  cadáver  sin  velorio  copiosamente  humedecido 
con  «fosforitos»  no  es  digna,  según  él,  de  presentarse 
en  las  puertas  del  Paraíso  ante  la  calva  de  San  Pedro. 

♦ 

Otro  de  sus  «fuertes»  está  en  la  no  menos  cristia- 
na obra  de  «visitar  al  cautivo»...  ¡Vaya  si  conoce 
Don  Panfilo  al  dedillo  todos  los  «intríngulis»  y  los 
«busilis»  de  la  cárcel  de  Belén! 

En  el  Palacio  Penal  cualquiera  que  por  primera 
vez  lo  viese  corriendo,  jadeante  de  un  juzgado  á  otro, 
ó  de  la  alcaidía  de  la  prisión  á  las  oficinas  del  Mi^ 
nisterio  público,  creería  que  era  un  voraz  y  «agui- 
lucho» «tinterillo»  de  uñas  rapaces  y  alma  infernal  !..j 
pero  es  el  excelente  Don  Panfilo  arreg:lando  la  muU 


L 


68  HERIBERTO  FRlAS 

ta  de  cualquier  «parrandero»  escandaloso  ó  solicitando 
informes  de  algún  pariente  de  cualquier  compadre 
de  circunstancias  que  «cayó»  por  angas  ó  por  man- 
glas  á  la  casa  donde  nació  el  Niño  Dios. 

*    * 

Si  la  sangre  «llegó  al  río»,  se  precipita  al  Hospi- 
tal Juárez  para  inquirir  el  estado  del  herido...  y  si 
está  grlave  se  estaciona  en  cualquier  tienda  próxi- 
ma, instala  frente  á  «la  piquera»  su  «cuartel  gene- 
ral» y  desde  allí  manda  correos  á  Belén,  ó  la  fa- 
milia del  preso,  á  la  familia  del  herido  y  á  su  casa, 
avisando  que  no  va  á  comer,  porque  primero  está 
ser  crisriano... 

Si  el  herido  muere,  corre  desolado  á  dar  la  no- 
ticia á  propios  y  á  extraños  poniendo  el  grito  en  el 
cielo,  visitando  redacciones,  médicos  y  abogados, 
gritando  á  voz  en  cuello,  que  él  no  puede  ver  des- 
gracias, sin  acudir  en  su  auxilio  y  dar  hasta  su  co- 
razón por  aliviarlas  1 

Olfatea  á  los  moribundos  y  se  deja  caer  entre 
los  desdichados  que  le  asisten,  ofreciendo  desde 
luego  sus  servicios...  O  si  oye  gritos  de  escándalo, 
silbatos  de  gendarmies,  gritos  de  «atájenlo»  y  llanto 
y  gemir  de  mujeres,  él  correrá  también  para  ayu- 
dar... ¿á  la  policía?...  No,  señor,  para  hacer  más 
baruca,  esconder  al  prófugo  en  cualquier  «changarro» 
del  barrio  hasta  ponerlo  fuera  de  las  garras  de  «los 
lesbirros»... 

Lo  primero  es  la  salvación  de  los  que  sufren  per-i 
secuciones  y  tiempo  quedará  para  ver  al  occiso—- 
si  lo  fué — ó  al  herido  si  aun  no  ha  podido  escabullir-i 
j»e  también...  .  ,         \    .  .    i    ,  .   <  ^ 


r    •'  >^  -  .  ■-'•>•-,  ^:-.  'W"^  '^^' 


LOS  PIRATAS  DEL  BOULEVARD      "^  69 

En  fin,  es  un  hombre  de  acción  para  lo  que  él 
juzga  el  bien  de  los  que  sufren;  y  se  siente  en  sus 
glorias,  apurándose  por  los  otros. 

*    ■ 
*    * 

Pero  lo  tnás  triste  y  ridículo  del  caso  es  que  siem- 
pre tiene  el  tino  de  hacer  todo  á  la  inversa,  aumen- 
tando el  dolor  de  los  deudos  y  amigos  de  los  difun- 
tos con  sus  alharacas  y  geremiadas,  si  de  fúnebres 
sucesos  se  trata ;  y  si  de  asuntos  de  cárcel,  enre- 
dando las  más  sencillas  consignaciones  con  la  eter- 
na inoportunidad  de  presentarse  donde  no  lo  llaman 
y  donde  más  estoriba...  contradiciendo  todo. 

¿Y  de  qué  vive  Don  Panfilo? — preguntaréis, — ya 
que  en  su  casa  no  «alumbra»... 

Desgraciadamente,  ó  por  fortuna,  quién  sabe,  tie- 
ne una  mujer  que  lo  adora,  y  que  sin  alardes  ni  atra- 
bancamientos  cuida  de  que  no  muera  de  hambre  ese 
maniático  que  más  que  «candib  es   un  «farolón»... 


XVII 

La  otra  Adúltera 

La  cita  en  Chapultepec.  No  era  el  iniodem6 
parque  lujoso,  frecuentado  por  lujosos  carruajes,  con 
sus  calzadas  cuidadosamente  enarenadas  y  sus  ave- 
nidas suntuosas  orladas  de  prados  y  jardincillos  in- 
gleses: era  el  antiguoi  bosque  que  aun  guardaba  en 
ciertos  rincones  enmarañamientos  de  maleza,  frondas, 
ramajes  vírgenes  todavía  del  acero  de  las  tijeras; 
era  el  melancólico  y  solitario  Chapultepec  de  hace 
treinta  años.  Y  allí  fué  la   cita. 

¿  Cómo  pudo  ella,  la  esposa  modelo,  la  llana  y 
práctica  ama  de  casa,  tan  cumplida  y  tan  firme  en 
sus  creencias  religiosas,  ceder  al  capricho  de  su 
primo  hasta  convenir  en  que  iría  ? 

¡Chapultepec!...  Sonaba  tan  dulce  y  poéticamen- 
te este  no'mbre  en  sus  oídos,  tantas  evocaciones 
tristes  y  solemnes  surgía  en  su  alma  demasiado  sen- 
sible el  encanto  del  viejo  bosque,  grato  á  nuestros 
abuelos,  que  lo  que  no  pudieron  lograr  lágrimas, 
arranques  patéticos  y  miradas  imploradoras  de  mi- 
sericordia, consiguió  el  solo  prestigio  de  aquol  nom- 
bre hermoso  y  épico:   Chapultepec. 

A  solas  consigo  misma,  la  esposa  trataba,  de  dis- 
culparse mientras  el  vil  «Simón»  rodaba  traquetean- 
do ruidosamente  por  la  entonces  polvorienta  cal- 
cada que  bordeaba  en  el  camino  de  Tacubaya  los 
Arcos  de  Belém. 

— Pero  si  lo  que  yo  hago  ahora  es  muy  sen- 
cillo;  rio   tien'e   nada    de   malo;    al    contrario   rea- 


LOS  PIRATAS  DEL  BOÜLEVARD  71 

lizo  una  obra  de  caridad — se  decía  Concha. — Vamos 
á  ver,  Gabriel  nú  primo  fué  mi,  novio,  casi  de 
juguete,  es  verdad,  pero  él  dice  que  eso  fué  nues- 
tro «¡primer  amor!»  ¡Qué  linda  frase:  el  primer 
amor !...  ¡  Cuántas  veces  en  las  novelas  y  en  los 
versos  que  más  me  gustan  se  habla  tan  bonito! 
de  eso!...  Pasaron  los  años,  nos  olvidamos  de  las 
cosas  bellas  que  tantas  veces  nos  permitimos ;  él 
marchó  fuera  de  México,  yo  me  casé  prosaicamente 
con  un  honrado  notario  que  á  estas  horas  traba- 
ja y  trabaja  por  que  no  me  falte  nada  en  casa;  es 
un  buen  hombre,  cariñoso,  leal,  recto...  jamás  le 
he  engañado,  ni  le  engañaré  nunca...  No  hace  lin- 
das frases  como  Gabriel,  no  es  calavera,  ni  ha; 
matado  nunca  á  un  hombre  en  duelo...  Vaya,  pero 
el  caso  es  que  mi  primo  ha  querido  que  le  expli- 
que por  qué  lo  olvide  tan  pronto,  que  le  diga 
si  soy  feliz,  si  nada  ambiciono,  si  ya  no  pienso 
como  antes...  que  no  me  pide  cosas  imposibles, 
ni  indecorosas, — ni  yo  le  permitiría  qu3  siendo  ca- 
sada se  atreviera  á  faltarme, — en  fin,  que  lo  que 
deseaba  era  una  explicación  franca,  ya  no  entre 
novios,  sino  entre  buenos  amigos,  entre  hermanos... 
1  Pobre!...  y  como  no  pudimos  hablar  á  solas  en 
casa, — ¡  son  tan  malas  las  gentes ;  piensan  tan  mal 
de  lo  mejor! — él  me  citó...  Yo  no  quería,  no  quería, 
lloró,  y  nada,  yo  firme, — ^no  me  creía  capaz  de  tan- 
ta dureza — ^hasta  que  me  dijo: — Mira,  te  espero  es- 
ta tarde  en  el  bosque  de  Chapultepec...  ¡  Chapulte- 
pec !...  esta  palabra  me  decidió.  Era  lo  más  á  pro- 
pósito y  lo  más  puro :  ¿  quién  puede  imaginarse  que 
en  el  fondo  de  un  bosque  solitario  y  henchido  de 
recuerdos  pueda  un  corazón  bien  puesto  intentar 
no  ya  un  crimen,  pero  ni  la  más  ligera  falta? 

Y   pensando  así,    Concha   la   esposa   mt^elo,   la: 


r-WV^'f. 


73  HERIBERTO  FRÍAS 

práctica  y  excelente  ama  de  casa,  se  tranquiliza-» 
ba  momentáneamente,  en  tanto  que  el  ruin  coche 
de  sitio  rodaba,  rodaba  por  entre  el  polvo  de  la 
antigua    calzada   de   Belem,    rumbO'   á  Chapultepec. 

¡En  mala  hora  para  ella  había  venido  de  Eu- 
ropa después  de  diez  años  de  ausencia  aquel  pri- 
mo que  le  recordaba  su  pueril  novela  de  lo  que 
poéticamente  llamaban  ambos  «su  primer  amor  I»... 

El  cúmulo  de  falsas  ideas,  de  quimeras  imposibles, 
de  dorados  absurdos  y  de  peligrosas  ilusiones  que 
engendran  versos,  cuentos  y  novelas  en  las  almas 
débiles  de  las  niñas  á  quienes  se  les  impide  que 
conozcan  las  escenas  de  la  vida  tal  com;0  es,  sin 
convencionalismos,  ni  velos,  ni  atenuaciones ;  á 
quienes  se  estorba  intencionalmente  que  compren- 
dan los  espectáculos  del  mundo  vistos  por  sus  pro- 
pios ojos,  todo  ese  cúmulo  de  oropeles  y  vanas 
piedras  de  colores  que  enloquecen  el  cerebro  de 
las  doncellas  inútiles,  fermentó  en  el  alma  de  Con- 
cha ante  la  dulzura  insólita  de  las  frases  poéticas... 
1  Chapultepec !  ]  El  primer  amor ! 

Repentinamente  el  coche  se  detuvo  para  dejar 
pasar  en  un  sitio  en  que  ia  calzada  se  estrechaba 
á  otro  coche  que  venía  en  sentido  opuesto.  Con- 
cha escuchó  una  voz  destemplada  cantando  coplas 
obscenas  y  un  estribillo  de  mujeres  ebrias...  Y  vio 
dentro  del  coche  que  volvía,  un  grupo  inolvida- 
ble, dos  hombres  y  dos  mujeres  que  bebían  y  can- 
taban. 

— ^¿De  dónde  viene  esa  gente? — preguntó  estre- 
mecida. 

— ¡De  dónde  ha  de  ser,  niña:  de  Chapultepec  I— 
respondió  el  cochero. 

Una  oleada  glacial  anegó  el  cráneo  de  la  es- 
posa,   á  tiempo    que    sus    ojos    adquirieron    la    niti- 


LOS  PIRATAS  DEL  BOULEVARD      '  78 

de¿  lúcida  quie  sólo  pueden  dar  las  escenas  de  la 
vida  real.  Sacudió  sus  herniiOsos  cabellos  y  mur- 
murando muy  quedo: 

— ¡Bendito  sea  Dios! — dio  un  golpe  en  el  cris» 
tal  delantero  del  Simión,  gritando  después  con  vozl 
de  mujer  honrada: 

— ¡Cochero,  vuelve  á  México  1 

Y  así  fué  como,  por  incidente  providencial,  Con- 
cha triunfó   del   adulterio. 


XVIII 

Anverso  y  Reverso 

Llegó  hasta  la  ciudad  la  fama  y  el  singular  re- 
Hombre  de  aquellos  dos  hermanos  tan  unidos  á  pe- 
sar  de    sus    caracteres   opuestos. 

Eran  una  antítesis  viva  y  el  pueblo  con  el  buen 
sentido  y  el  tino  perspicaz  de  los  «rancheros»  del 
Bajío,  descompuso  su  nombre  de  pila — Miguel,  Lu- 
ciano,— y  los  transformó  en  «San  Miguel»  y  «Don 
Lucifer». 

Y  en  efecto,  nada  más  apropósito:  anverso  y 
reverso. 

Hijos  únicos  de  riquísimo  hacendado  de  Celaya, 
que  los  tuvo  en  sus  dos  matrimonios,  los  dejó  como 
sus  herederos,  al  morir,  viudo  por  segunda  vez,  sin 
más  parientes. 

Los  dos  quedaron  al  frente  de  vastas  haciendas  y 
'de  ranchos,  amén  de  un  buen  número  de  fincas  ur- 
banas  en   Guanajuato,    Acámbaro   y  Querétaro. 

San  Miguel, — el  primogénito — era  como  decían 
las  beatas  «un  dulce»;  jamás  de  su  rostro  efectiva- 
mente arcangélico  como  su  nombre,  desaparecía  la 
sonrisa  plácida  de  los  elegidos  del  Señor,  ni  de  sus 
ojos  casi  siempre  bajos  por  la  humildad,  se  eclipsaba 
nunca  ese  tranquilo  é  igual  fulgor,  propio  de  las 
conciencias  inmaculadas.  Su  voz  era  tan  dulce  como 
su  sonrisa,  y  tan  apacible  y  suave  como  el  brillo 
de  sus  pupilas,   cuando  levantaba  los  párpados. 

Yeíasele  siempre  en  su  viejo  «guayin»  polvoriento. 


LOS  PIRATAS  DEL  BOULEVARD  75 

el  ladado  del  elra,  del  cercano  pueblo,  hablando  de 
las  reposiciones  de  la  iglesia,  informándose  de  los 
peones  que  no  se  confesaban  ó  no  iban  á  misa,  y 
seguido  á  caballo  por  alguno  de  los  mayordomos  de 
sus  ranchos. 

Rechoncho,  casi  obeso,  por  la  vida  sedentaria, — 
rara  vez  montaba  á  caballo  y  casi  nunca  recorría 
los  campos  por  su  pie — «el  amo  San  Miguel»  dejaba; 
en  Jos  pobres  esclavos  de  las  milpas  una  sensación 
de  mudo  espanto,   de  estupor  terrorífico. 

Porque  aquel  «dulce»  hacía  llorar  á  las  mujeres 
dentro  ,de  los  «jacales»  de  la  «cuadrilla»;  era  impla- 
cable con  los  que  le  debían,  y  todos  le  debían,  y 
jamás  tuvo  misericordia  ni  de  enfermos,  ni  de  viudas, 
ni  de  huérfanos... 

El  gordo  «amo  San  Miguel»  solía  hablar  del  Evan- 
gelio del  Divino  Maestro: — «amaos  los  unos  á  los 
otros;  haced  bien  á  los  que  os  calumnien  y  maldi- 
cen, orad  por  los  que  os  aborrecen!» — solía  hablar 
así,  y  sabiendo  que  era  odiado,  avaro  y  sórdido, 
apoyado  por  el  cura  á  quien  golosinaba  con  el  es- 
tricto pago  de  diezmos  y  primicias,  oprimía  á  la 
gente  de  sus  haciendas,  no  dejándola  descansar  ni 
los  domingos,  pues  en  estos  días  los  convocaba  á  la 
misa,  al  sermón,  á  la  doctrina  cristiana  y  al  ro- 
sario... . 

Y  los  domingos,'-^*^l  día  de  los  júbilos  del  hogar, 
del  descanso,  de  la  tregua, — eran  en  aquellas  co- 
marcas del  Bajío,  de  una  sombría  tristeza  agravada 
por  el  tañer  de  la  campana  en  la  capilla  del  amo. 

Í8       té 

«Don  Lucifer»  era,  por  el  contrario,  un  polvos 
rín,  un  mágico  polvorín,  pronto  á  estallar,  cuando  no 


vT 


76  HEEIBERTO  FEIAS 

estallando  en  súbitas  cóleras,  en  palabrotas  y  blas- 
femias, volviendo  á  reponer  por  espontáneo  y  mis- 
terioso procedimiento  su  depósito  de  explosivos. 

Seco  de  cuerpo  y  de  rostro,  enfundadas  las  pier- 
nas en  «pantaloneras»  de  cuero,  chaqueta  de  lo 
mismo, — bordada  á  la  espalda  una  águila  con  3u 
respectiva  víbora  sobre  el  nopal  legendaria — jinete 
siempre,  en  magnífico  caballo,  pasaba  por  los  cam- 
pos, renegando  como  un  hereje  y  echando  sapos  y 
culebras  por  su  boca  de  demonio. 

El  «amo  Don  Lucifer» — escándalo  de  la  sociedad 
iSe  Cclaya,  Acárnbaro,  Guana juato  y  Querétaro,  por 
las  atravesadas  ideas  que  trajo  de  México  al  que 
fué  en  mala  hora,  diz  que  á  estudiar  medicina', — de- 
jaba tras  sí  un  reguero  de  bendiciones,  un  hálito  de 
consuelo. 

Lo  que  su  hermano  Miguel  quitaba  en  nombre 
He  Nuestro  Señor,  él  sabía  reponerlo  en  nombre 
idel  Diablo,  dando  el  hombre,  además,  un  buen  tra- 
go de  Mezcal,  un  cinta  jo  cualquiera  á  la  mujer  y 
á  los  muchachos  puños  de  gruesos  confites  que  nun- 
ca faltaban  en  las  «cantinas»  de  su  lujosa  silla. 

Mujeriego,  lenguaraz  y  valentón,  consumado  ju- 
gador de  gallos  y  tan  afecto  á  las  buenas  fincas 
como  á  las  buenas  mozas,  sólo  tenía  «Don  Lucifen> 
lun   defecto:    querer    á  su   hermano    «San    Miguel». 

En  cambio,  éste,  sólo  poseía  una  cualidad:  ado- 
rar á  «Don  Lucifer». 

Y  he  aquí  por  qué  esta  singular  pareja  de  herma- 
nos, opuestos  en  caracteres,  tuvo  celebridad  y  fama 
en  el  Bajío,  y  cómo  sus  respectivas  distintas  cua- 
lidades, recorriendo  nilpas  y  nopaleras,  llegaron  has- 
ta la  capital  del  Estado. 


'T'jjíVas-. 


XIX 

El  padre  vanidoso 

En  el  fondo  de  tina  gran  cantina  de  la  Avenida  de 
San  Francisco  se  comentó  deliciosamente  esta  dra- 
mática comedia: 

I 

...  Ei^a  la  salvación.^  Fué  una  autora  inesperada 
en  la  noche  del  desastre  de  la  exrica  y  orgullosaj 
familia. 

En  un  principio,  la  sorpresa  de  la  noticia  nublói 
la  claridad  del  júbilo.  El  altanero  Don  Próspero  apa- 
recía estupefacto  y  radiante...  ¿Conque  el  meque-i 
trefe  de  quien  era  tutor  resultaba  rico  inopinada- 
mente, y  su  padre,  el  bestia  ranchero,  su  antiguo 
mayordomo  de  la  hacienda  de  Peñas  Blancas  era 
ahora  «el   señor  amo»? 

¡Y  he  aquí  que  este  mismo  anunciaba  que  iría  á 
México  á  tratar  acerca  del  próximo  matrimonio  de 
su  hijo  el  estudiante  con  «una  personita»  de  la 
familia  de  su  antiguo  patrón! 

Un  rayo,  un  rayo  de  alegría,  fué  la  noticia  para 
Eva  y  Josefina,  las  bellas  y  altivas  señoritas  hijas 
del  viejo  ocioso  que  en  México  acababa  de  dilapidad 
el  capital  enorme  heredado  de  sus  abuelos  espa- 
ñoles, de  aquel  Don  Próspero  cuyo  nombre  era  ya  un 
sarcasmo  cruel.  , 


V"?^' 


78  HERIBEETO  FRlAS 


II 


'  El  'desconocido,  el  desprendido  Saúl,  el  mísero! 
estudiantíllo,  cobró  súbita  importancia  ante  los  ojos 
de  las  atónitas  hijas  de  Don  Próspero:  era  la  salva-í 
ción,  el  esposo  rico,  el  prometido  príncipe  que  ofre- 
cía un  palacio  á  la  novia  y  una  fortuna  al  arrui- 
nado padre. 

Pero  ¿quién  sería  la  elegida?...  ¿Eva  ó  Josefina? 

Ambas  confesábanse  haber  sido  duras  para  con 
el  tutoreado  de  su  padre,  para  aquel  pobre  diablo 
hijo  del  antiguo  mayordomo  de  Piedras  Blancas, 
«la  hacienda  de  papá». 

Mientras  éste  disolvía  en  México  su  herencia, 
el  mayordomo  adquiría  «por  trasmano»,  conocedor  de 
las  riquezas  que  «el  señor  amo»  dilapidaba  con  regia 
prodigalidad. 

Había  mandado  á  su  hijo  Saúl  á  la  capital,  escri- 
biendo á  Don  Próspero  para  que  se  dignara  ser 
su  tutor  y  lo  encarrilara  en  la  vida,  y  el  examo  ha- 
bía aceptado  de  mala  gana  y  peor  talante,  cumplien- 
do como  pudo  ;Ias  formalidades  precisas  sin  vol- 
verse á  acordar  del  joven  sino  para  cobrar  las  men- 
sualidades que  le  enviaban  para  pagar  la  casa  de 
huéspedes  donde  lo  había  metido. 

Sin  embargo,  Saúl  visitaba  todos  los  domingos  la 
casa  de  su  tutor,  donde  comía,  aunque  relegado  des- 
deñosamente á  «la  mesa  de  confianza»,  destinada  á 
los  parientes  pobres  y  á  los  criados  viejos. 

A  pesar  de  tamaña  humillación,  Saúl  jamás  fal- 
taba á  aquella  mesa.  En  tanto  que  en  el  lujoso  co- 
medor de  la  sala  la  familia  de  Don  Próspero  hacía 
los  honores  á  sus  comensales  de  altas  polendas,  en 
la   «mesa   de    confianza»   se   reía   cordialmente,    se 


■■^^■:^W'y"        .:    -3f!«r' 


LOS  PIKATAS  DEL  BOÜLEVAED  79 

«contaban  cuentos»,  comentábase  el  último  dramaj 
admirado  y  llorado  el  domingo  anterior  en  el  Teatro 
Hidalgo,  y  se  inundaban  todos  en  la  contagiosa 
alegría  de  Chabela. 

Porque  hay  que  saber  qtie  ésta  era  el  alma  lumi- 
nosa y  gentil  de  la  actividad  de  la  casa,  de  aquella 
casa  donde  había  llegado  pobre,  huérfana,  recogida 
por  la  caridad  cristiana  de  la  esposa  de  Don  Prós- 
pero. 

Chabela  vigilaba  el  orden  posible  dentro  de  Imá 
familia  compuesta  de  un  padre  vanidoso  y  dilapi- 
dador de  un  capital  que  otros  habían  labrado  á 
fuerza  de  duras  privaciones  y  miserias,  y  de  dos 
lindas   é  inútiles   coquetuelas. 

Chabela  era  una  enérgica  ama  de  llaves;  con- 
tenía la  rapacidad  de  los  criados;  atendía  á  las 
necesidades  de  la  casa,  y  cuando  la  estrechez  fué 
ensombreciendo  el  horizonte  y  multiplicando  la  de- 
serción de  los  amigos  de  la  familia,  ella  supo  ha-  ^ 
cer  prodigios  de  economía  ^y  milagros  de  abaste- 
cimiento. 

¡Bien  pagaba  la  huérfana  el  favor  de  haber  sido 
recogida  para  ser  la  más  barata  y  fiel  adminis- 
tradora de  los  decadentes  bienes  I 

III 

Cuando  Don  Próspero  recibió  la  carta  de  su 
ex-mayordomo,  en  que  le  anunciaba  su  idea  de  ir 
á  hablar  del  matrimonio  de  su  hijo  con  «una  per- 
sonita  de  la  familia  de  su  amo»,  y  supo  que  el  po- 
bretón  ranchero  era  ol  propietario  de  Peñas  Blancas  . 
y  de  otras  no  menos  extensas  haciendas,  lo  pri- 
mero ,que   hizo    fué   decir   á  Saúl: 

— Mañana   domingo   vendrás   á  comer   con  nos- 


-."^ 


so  HÉRÍBERTO  FRÍAS 

otros,  pero  ya  ,no  á  «la  mesa  de  confianza»,  sinoj 
á  nuestra  mesa,  pprque  ya  eres  piersona  formal 
¿eh?...         i    '      ■  '  ■      .    ;  ,    ; 

IV 

Eva  y  Josefina  sintiéronse  rivales;  cruzaron  mi- 
radas angustiosas;  y  en  la  elegante  «mlesa  de  los 
huéspedes  de  honor»,  dilataron  ante  el  joven  ta-! 
citurno  la  gracia  ¡de  sus  mejores  sonrisas  y  la  co- 
quetería de  sus  más  provocativas  actitudes...  ¿  Quién 
sería  la  preferida  ?... 


El  mayor'domo  anunci)ó  así  su  petición :  — Pos  «se^ 
ñor  amo»,  su  «mercé»  sabrá  si  esa  «personita»  pae< 
de  ser  mujer  |de  rmi  hijo  ahora  que  se  va  á  recibir; 
de  ingeniero... 

—  ¡No  faltaba  más,  hombre!...  Siéntate...  y  al  gra- 
no...  ¿Eva  ó  Josefina?... 

¡Ujule!...  No  tanto,  mi  señor  amo...  eso  es  para 
las...   decentes...  jEg   ChabeÜta!... 


XX 

Los  Pálidos  Vacilantes 

En  el  comiercio,  en  la  sociedad,  en  la  guerra,  en 
el  periodismo,  en  la  política;  en  suma,  lo  mismo  en 
la  vida  individual  ique  en  la  vida  pública,  los  seres 
vacilantes,  los  indecisos,  los  volubles,  son  peores 
que  los  seres  ¡neutros.  Hay  algo  más  despreciable 
que  el  Cero  ¡humano;  las  cifras  humanas  negativas, 
aquellas  cuyo  valor  lestá  expuesto  constantemente  á 
ser  multiplicado  por  ( — 1)  «menos  uno»,  es  decir, 
cuyas  actividades  en  vez  de  ser  útiles  en  la  sociedad, 
son  tanto  más  ¡nocivas  cuanto  más  intensas  son  aqé- 
llas. 

El  ( — 1)  «menos  uno»  que  así  las  sumerge  de  sú- 
bito más  abajo  de  la  nulidad,  precediéndolas  del 
afrentoso  signo  «menos»  de  las  cantidades  menores 
que  cero,  el  terrible  factor  que  así  trasmuta  en  cifra; 
de  muerte  lo  que  era  coeficiente  de  vida,  es  la  va- 
cilación, cuando  ésta  se  hace  crónica  en  el  indi- 
viduo. 

El  hombre  que  poseyendo  valores  positivos,  como 
talento,  intrepidez,  civismo,  etc.,  es  presa  de  fluc- 
tuaciones en  su  conducta,  está  podrido  y  está  per- 
dido, y  por  su  anterior  influencia  en  la  masa  social 
en  que  vive,  está  en  camino  de  podrir  y  de  perder  á 
muchos  de  los  que  lo  rodean. 

Así  pensaba .  yo  mirando  pasar,  abatido,  pálido, 
la  cabeza  sobre  el  pecho,  las  manos  á  la  espalda, 
á  un  antiguo  condiscípulo  de  la  Escuela  Preparato- 

Los  piratas  dQl  bouUvard  ií 


82  HEPvIEERTO  FRÍAS 

ria  á  quien  profesores  y  camaradas  augurábamos 
un  porvenir  soberbio,  porque  era  inteligente  y  es 
tudioso,  y  porque  su  facilidad  de  palabra  nos  parecía 
asombrosa. 

Era  un  entusiasta  y  un  patriota  sincero;  «doblói 
s'us  cursos,  nos  dejó  atrás  á  todos  y  ya  en  su  cuar 
to  año  escribía  crónicas  y  hasta  editoriales  en  los 
periódicos. 

— Hasta  Ministro  ó  Gobernador  no  parará — pro 
fetiíaban;  la  vorágine  de  la  vida  periodística  polí- 
tica se  lo  llevó  en  su  remolino...  y  se  tragó  su  por- 
venir. 

Primero  fué  oposicionista  furibundo,  jacobino  rojo, 
del  género  leal,  de  los  antigobiemistas...  ¡terribles 
artículos  los  suyos  en  un  famoso  diario  que  la  ju- 
ventud estudiantil  leía  entonces,  temblando  de  vo 
luptuosa  emoción  cívica!— pero  el  reposo  melancó 
lico  de  la  cárcel  entibió  á  tal  punto  sus  entusiasmos 
y  le  hizo  estudiar  de  tal  modo,  que  de  las  bartolinas 
de  la  prisión  de  Belén  pasó,  sin  transición  alg^una; 
á  la  dirección  de  un  periódico  semioficial  de  un  Es 
tado,  convencido  de  que  la  demagogia  y  el  bando 
lerismo  radicaban  en  las  filas  antigobiernistas  y 
que  la  fuerza  representaba  el  orden.  Y  de  las  epi- 
lépticas invectivas  dantonianas  pasó  al  sano  y  nu- 
tritivo doctrinarismo,  que  emanaba  una  píacidez  de 
vientre  satisfecho  y  apto  para  las  más  arduas  diges^ 
tiones. 

De  buena  fe  se  creía  un  paladín  del  nuevo  Orden 
establecido;  pero  de  pronto  acometíanle  remordí 
mientos,  su  pluma  resistíase  á  defender  las  arbitra- 
riedades del  cacique  de  tal  ó  cual  Distrito,  tembla^ 
ba,  vacilaba,  y  al  fin,  escribía  en  contra  de  sus  coH' 
vicciones  y  en  favor  de  sus  intereses ;  pero  entonces 
ci  hombre  se  ponía  pálido  y  perdía  el  apetito...  Vad- 


LOS  PIRATAS  DEL  BOÜLEVARD  88 

laba...  ¡aceptaba  la  dura  misión  de  apóstol!  Pero 
¿y  la  cárcel ?  ¿ y  el  hambre ?  ¿ y  sus  hijos ?  ¿ y  su  con- 
ciencia?... 

¿  Resignaríase  á  transigir  con  sus  remordimien- 
tos, ó  mejor  dicho,  ahogarlos  para  vivir  en  paz?..y 
Fluctuaba,  incapaz  de  resolución. 

Por  fin,  cierto  día  después  de  leer  los  magníficos 
versos  de  Díaz  Mirón: 

«¿Detenerme,    cejar?...    vana   congoja 
¡La  cabeza  no  manda  al  corazón!» 

se  resolvió  por  el  corazón;  dejó  su  poltrona  de  pe- 
riodista, «disciplinado»  á  sueldo  de  la  Tesorería  del 
Estado  y  fué  á  dar  contra  la  sórdida  mesa  de  redac- 
ción de  un  periodiquillo  oposicionista  regional,  del 
que  fué  á  su  turno  Director,  publicando  desde  lue- 
go un  magnífico  artículo-reto  al  Gobierno,  titulado: 
«El  camino  de  Damasco». 

Es  escándalo  fué  mayúsculo.  - 

Varias  comisiones  de  estudiantes  y  obreros  fué- 
ronle  á  felicitar  por  aquel  rasgo  de  abnegación,  por 
haber  escuchado  la  voz  |dc  Dios,  la  voz  del  pueblo 
que  le  preguntaba  al  claror  de  una  luz  sobrenatural: 
«¿Por  qué   me   persigues?»...  i 

Pero,  después  del  entusiasmo  lírico  y  de  los  aplau- 
sos del  pueblo  y  de  Ja  conciencia,  llegaron  los  re- 
proches de  sus  antiguos  .empleados,  la  cólera  de  sU 
mujer  y  la  protesta  de  su  vientre.  ¿  Qué  iba  á  ser  de 
su  familia  con  el  mísero  pan  duro  del  periodista  sin- 
cero ? 

¿Lo  perdería  todo  por  ponerse  de  parte  de  una 
horda  de  rabiosos  que  ,tal  vez  abominaban  al  Go-: 
bierno  porque  éste  no  les  daba  tajada?...  Y,  vacilante, 
tornaba   á  palidecer,   deteníase,    fluctuaba,   desesp^-í 


84  fíEKlBERTO  FRÍAS 

rábase  en  la  angustia  ,del  atroz  conflicto  arrullado 
por  los  sonoros  versos  ,del  poeta. 

«La  cabeza  no  manda  al  corazón». — La  cabeza  no 
pero  el  estómago  sí, — contestábase  á  sí  propio;  y 
.  delante  del  papel  en  blanco  se  la  apretaba,  perplejo, 
y  más  pálido  que  nunca,  incapaz  de  una  resolución 
Hasta  que  por  fin,  el  vientre  y  su  mujer  le  hacían 
publicar  un  manifiesto  en  que  declaraba  que  su 
honradez  impulsábale  á  separarse  de  un  periódico 
que  enarbolaba  la  fatal  bandera  roja  de  los  desca- 
misados; que  su  conciencia  le  hacía  apartarse  tanto 
del  periodismo  mercenario  como  del  purpúreo,  la- 
mentando  geremiacamente  que  en  la  Patria  de  Juá- 
rez todavía  no  estuviese  unificada  la  opinión,  como 
si  precisamente  esto  no  fuese  motivo  para  ponerse 
de  la  una  ó  de  Ja  otra  parte. 

Y  sucedió  que  aquel  pobre  vacilante,  que  no  era 
suma,  sino  un  hombre  pobre  sin  carácter,  fué  ta- 
chado de  cobarde,  lo  mismo  por  tirios  que  por  tro 
yanos.  Le  llamaron  tránsfuga  los  dos;  llamó  en  se- 
guida á  las  puertas  del  diario  de  la  Tesorería  y  con 
ellas  le  dieron  en  las  narices;  tocó  al  postigo  del  pe- 
riódico oposicionista  y  allí  negáronse  á  abrírselo; 
y,  finalmente,  ulcerado  el  corazón  y  no  muy  sana  la 
cabeza,  roído  el  hígado  por  el  pus  de  una  incerti- 
dumbre  constante,  en  perpetua  contradicción,  nu- 
lificado su  talento,  despreciado  por  todos,  volvió  á 
México,  donde  le  he  visto  pasar  como  un  espectro. 

Hay  editores  que  lo  utilizan  y  se  valen  de  su 
bella  intelectualidad  para  enderezarla  hacia  un  fin. 
de  lucro  y  no  de  bien  público...  Y  él,  después  de  va- 
cilar, incapaz  de  una  actitud  resuelta,  acepta  trému-: 
lo,  y  he  aquí  cómo  su  vacilación  es  un  factor  nega- 
tivo, un  ( — 1)  «menos  uno»  que  multiplica  la  cifra 
de  su  valer  intelectual,  produciendo  una  canticia4' 
menor  que  cero,  peor  que  si  fuese  nula,  peligrosa, 
pomo  envenenadora  de  la  opinión  publica. 


XXI 

La  niña  de  la  cervecería 

México  se  divierte  (corrompiéndose)  á  pesar  de 
todo;  á  pesar  de  su  mial  humor,  y  precisamente  por 
éste,  y  si  es  verdad  que  pesa  más  y  más  la  miseria,  el 
vicio,  en  cambio  enciende  miejor  los  candelabros 
de  oro  ante  sus  ídolos  eternos. 

En  vano  los  pudibundos  reglamentos  del  Gobier- 
no del  Distrito,  amontonan  prohibiciones  que  tien- 
den á  desterrar  á  la  Venus  Bribona  y  al  Baco  Soez,- 
y  en  vano  ciérranse  cantinas...  la  orgía  responde 
con  una  larga  carcajada,  en  tanto  que  por  nues- 
tras céntricas  avenidas  pululan  los  pilludos,  las 
meretrices,  los  borrachines  elegantes  y  los  mendi- 
gos. 

La  miseria  acentúa  ahora  más  que  nunca,  entre 
el  ruidoso  palpitar  de  los  automóviles  y  el  poli- 
cromo bullir  de  los  sombreros  de  las  damas  elegan- 
tes,  horribles   gestos    y  dolorosas   actitudes. 

Emprendo  mi  cotidiana  gira  pOr  el  boulevard 
mexicano  y  apunto  nue\'os  tipos  y  tristezas  nuevas, 
que  son  comió  vivos  síntomas  de  un  mal  que  radi- 
ca miuy  adentro  y  muy  hondoi. 

No  ha,  mucho  pasó  por  mi  lado  un  grupo  de  in- 
fortunados, todo  un  haz  de  gajos  dolientes. 

¿Dónde  había  yo  visto  aquella  familia?... 

¿Era  el  mismo  grupo  ó  era  Oitro?...  Y  la  triste 
singularidad  de  la  bella  niña  expléndidamente  ves- 
tida ©n  iTledio  de  las  do^s  viejas  de  suicítys  tápalos 


86  HERIBEETG  FRlAS 

negruzcos  y  de  la  turba  de  chiquillos  haraposos 
me  atrajo  irremisiblemente  á  la  familia  con  el  cruel 
afán  de  conocer  el  drama  que  adivinaba  de  miseria 
y  de  vicio. 

Y  era  de  verse  en  la  niña  la  orla  de  la  rica 
falda  blanca  de  medio  paso  alta  aún  hasta  el  to- 
billo; los  lindos  pies  primorosamente  calzados  con 
botas  de  glacé  marrón  comunicando  al  aire  de  la 
hiarcha  cierta  insolencia  provocativa:  el  cuerpo  del- 
gado, sin  talle  todavía;  el  incipiente  desarrollo  del 
seno;  los  amplios  vuelos  de  la  blusa  de  seda  escar- 
lata y  bajo  el  ala  enorme  del  sombrero  de  encajes, 
Vina   carita   pálida    enfermiza,    dulce... 

Pero  en  aquella  carita  ¡  qué  ojos,  Dios  mío,  qué 
ojos !...  un  extraordinario  fulgor,  una  perenne  lum- 
bre de  pasión  y  de  audacia  pretendía  en  sus  pu- 
pilas negras,  extraños  reflejos  turbadores!  ojos  de 
perdición,  de  pecado  y  de  lujuria  sobre  el  cuerpo 
grácil  de  una  virgencita  de  quince  años !... 

Su  boca  era  fina  y  había  en  ella  una  sonrisa  tenue 
á  flor  de  los  labios  exangües,  una  sonrisa  que  men- 
tía pudores  y  que  era  un  sarcasmo  sobre  la  roja 
seda  de  la  blusa  y  bajo  la  lumbre  negra  de 
los  ojos  elocuentes   y  precoces. 

Erguida  y  desenvuelta  como  una  mujer,  la  ni- 
ña resistía  las  miradas  de  los  hombres  que  pasaban 
á  su  lado,  sonriendo  infantilmente  muy  abiertos  y 
centelleantes  los  ojos  negros  que  bajaba  luego  pu- 
dibunda  con   una  gracia   ingenuamente   perversa. 

Las  dos  viejas  y  los  cuatro  pilludos  desarrapados 
que  la  escoltaban  agregaban  una  impresión  más  ala 
impresión  de  malestar,  de  tristeza  y  de  amarga  perple- 
jidad que  producía  en  mí...  ¿Dónde  había  yo  visto 
aquella  carita  virginal  con  los  ojos  de  Mesalina? 

Iba,  pues,  con  «su  familia»...  ¿Eran  esas  míseras 


LOS  PIEATAS  DEL  BOÜLEVATID  87 

viejas  de  sucios  tápalos  y  los  pobres  hambrientos 
muchachos,   verdaderamente   su   familia?... 

Y  del  modo  más  sencillo-  y  vulgar  supe  cuanto 
¡deseaba  saber,  cuanto  presentía.  Engolosiné  á  uno 
de  aquellos. 

Todo  me  lo  dijo  casi  de  corrido,  como  si  no  fue- 
ra la  primera  vez  que  le  hicieran  semejante  pre- 
gunta. 

— Se  llama  Juanita;  nosotros  somos  muy  pobres, 
y  papá  ya  no  está  en  la  oficina;  es  nuestra  her- 
mana, y  como  es  muy  viva  y  de  «modales»  muy 
«decentes»,  «trabaja»  hasta  la  una  de  la  mañana 
en  un  ■expendio  de  cerveza ;  está  de  dependiente ; 
los  señores  le  dicen  muchas  cosas  y  ella  risa  y 
risa...  y  ahí  tiene  usted  que  la  quieren  mucho  y 
le  dan  sin  que  ella  les  pida,  sus  tostones  y  hasta 
sus  pesos !  ,]\Ii  mamá  y  tía  Chale  la  cuidan  mu- 
cho ;  la  esperan  á  que  salga  y  la  tienen  recomen- 
dada con  el  señor  de  la  cervecería...  ¡Es  muy  buena 
Juanita ! 

En  estas  palabras  del  avispado  «hermanito»  com- 
prendí toda  la  historia,  todo  el  drama  de  la  niña 
de  la  sonrisa   púdica  y  de  los  ojos   de  lumbre... 

* 

Aquel  mismo  día  entré  á  la  cervecería  acompa- 
ñado de  algunos  ainigos  de  buen  humor,  y  vimos 
á  Juanita  ir  y  venir  muy  atareada  y  vivaracha,  en- 
cantadora con  su  delantal  blanquísimo,  sus  botas 
marrón  y  su  opulento  peinado  de  castaña  de  bu- 
cles,  en  que  lucía  una  gran  rosa  blanca. 

Sonriente,  ligera,  la  niña  se  acercó  á  nosotros  y 
con  su  ingenua  gracia  perversa  desgranó  dulcemente 
las   sílabas   de  la   consabida    pregunta. 


r.f- 


88  HERIBEETO  FRlAS 

— I  Qué  toman  ustedes  ? 

La  vi  de  cerca.  Y  no,  no  despertaba  ni  la  som- 
bra de  un  deseo  impuro,  ni  la  menor  tentación... 
Vi  su  cuerpecito  flacucho,  tardío  en  el  desarro- 
llo en  tanto  que  en  contraste  sus  ojos  relampa- 
gueaban elocuentes,  -casi  terribles  de  verdad  y  de 
pasión  precoz... 

— ¿Cómo  te  llamas? — le  pregunté. 

— Stela — contestó,  entornando  los  párpados  sin  de- 
jar de  sonreír  con  una  sonrisa  seráfica  y  libi- 
dinosa. 

— ¿Stela?...  es  un  nomibre  muy  bonito;  pero  yo 
sabía   que   te   llamabas   Juanita... 

— Ah!  sí,  señor,  me  llamo  Stela  Juana;  pero  eso 
es   muy   largo... 

— Y  muy  feo,  ¿verdad?  sírvenos  entonces  tres 
vasos  grandes,   Stela. 

Entonces  pensé  que,  en  efecto,  á  pesar  de  la 
guerra  fratricida  de  las  desgracias  nacionales,  la 
Capital  se  divierte  en  su  corrupción  y  que  las  ni- 
ñas como  esa  Stela  de  los  «bebederos»  metropoli- 
tanos encarnan  una  de  las  más  tristes  formas  de 
la   prostitución  actual. 


XXII 

La  Vestal  á  fuerza 

Hará  poco  más  de  treinta  años,  cuando  el  Ge- 
neral Porfirio  Díaz  entró  en  México  triunfante  des- 
pués de  Tecoac,  la  bella  Elena  estaba  en  la  plenitud 
ld!e  su  gloria  y  era  la  única  verdadera  reina  del 
boulevard.  . 

Sólo  que  entonces  no  le  daban  á  tan  feas  y  es- 
trechas calles  el  pomposo  nombre  parisiense;  en- 
tonces se  decía  modestamente  «Plateros»,  así  á  secas. 
No  se  atrevían  á  más  los  elegantes  de  aquella  tan 
lejana  época. 

La  chismografía  Conlanesca,  el  centro  de  reunión 
He  los  vagabundos  de  levita  apenas  pasaba  del  por- 
tal de  Mercaderes  y  la  primera  y  segunda  calle  de 
Plateros.  Para  emborracharse,  elegantemente,  por 
supuesto,  no  se  contaba  sino  con  ima  mala  cantina  y 
para  comer  y  cenar  á  lo  chic,  no  había  entonces 
sino  dos  restaurants  que  eran  todo  el  lujo  de  la  en- 
tonces pobre  Metrópoli:  «La  Concordia»  y  «Ful- 
cheri». 

Pasando  el  recinto  de  esas  dos  fondas,  y  los  ca- 
fés del  Cazador  y  Manrique,  todo  era  Cuatitlán  y 
Santa  Anita. 

No  parecía,  pues,  nada  extraño,  que  en  los  estre- 
chos límites  del  antiguo  boulevard,  no  hubiese  sino 
una  reina,  es  decir,  una  belleza  femenil  adicta  á 
recorrer  la  calle  de  Plateros  diariamente,  exhibién- 
dose con  amore. 


90  IIEÜIBERTO  FRlAS 

Los  piratas  veteranos  de  aquel  suscinto  Golfo, 
entonces  aun  no  curtidos  por  ei  cocíail  y  el  wisky 
yanquis,  aseguran  que  Lupe  (la  llamaremos  así  para 
no  ofenderla  con  su  propio  nombre)  en  aquella  época 
era  guapísima  y.  que  sus  veinte  abriles  asomaban 
esplendorosamente  á  sus  ojazos  soberanos  como  una 
promesa  de  felicidad  á  los  que  se  acercaban  á  ella. 

¡Ay!  pero  eso  no  pasaba  de  ser  solo  una  promesa, 
porque  la  picara  bien  sabía  aquello  de  «el  prometer 
no  empobrece;  el   dar  es   el   que  aniquila». 

Se  contentaba  en  coquetear  de  lo  lindo,  «flirtear». 
como  ahora  se  dice,  y  tenía  siempre  á  flor  de  los  la- 
bios, los  rojos  labios  de  una  boca  sensual,  casi  las- 
civa, una  sonrisa  adorable  como  un  enigma,  y  como 
tin  enigma,  dolorosa.  Su  padre  era  un  viejo  gene- 
ral de  la  época  de  Santa  Ana,  un  anciano  sordo  y 
medio  idiota,  que  se  pasaba  la  vida  en  Catedral 
oyendo  misas  y  misas  por  el  descanso  del  alma  de 
Itúrbide,  mientras  su  hija  Lupe  convertía  los  restos 
ide  una  fortuna  que  plugo  hacer  grande  Su  AltezaJ 
Serenísima,  para  glorificar  á  su  fiel  servidor  á  quien, 
por  más  señas,  había  hecho  «Caballero  de  la  orden  de 
Guadalupe». 

Lupe  entonces  acompañaba  á  su  padre  en  las 
mañanas  á  oir  su  primera  misa  en  Catedral.  Ella  iba 
de  negro  con  sendo  tápalo,  como  todas  las  devotas 
que  entonces  todavía  tomaban  las  cosas  de  la  igle- 
sia á  lo  serio,  y  aun  no  apuntaban  los  albores  del 
Género  Chico   de  las   Sacristías... 

¡Ay  de  quien  en  aquellos  benditos  tiempos  se 
hubiera  atrevido  á  entrar  en  un  templo  con  som- 
brero!... 

¡Anatema   sic,    anatema    sic ! 

Pero  una  vez  oída  la  misa,  despedíase  Lupe  muy 
respetuosamente  de  su  padre-  dejándole  ensartar  in- 


LOS  PIEATAS  BEL  BtULEVARD  91 

terminables  series  de  aves  marías,  y  ella  encami- 
nábase á  su  casita  por  el  rumbo  de  San  Pedro 
y  San  Pablo,  donde  cambiaba  su  indumentaria  y 
hela  ahí  en  Plateros,  radiante  y  triunfal! 

Entrábase  á  la  Sorpresa,  después  de  visitar  La' 
Primavera, — «Cajones»,  como  prosaicamente  se  lla- 
maban entonces, —  donde  discutía  semanas  enteras 
la  tela  que  iba  á  escoger  para  sus  trajes,  y  dábase 
luego  muy  lentamente  su  paseíto  frente  á  los  apa- 
radores, de  la  boulevaresca  calle,  dejándose  lamer 
el  bello  rostro  por  Jas  m.iradas  concupiscentes  de 
los  galanes  de  la  época. 

Las  amjguitas  de  Lupe  estaban,  por  supuesto, 
envidiosas  de  la  admiración  que  provocaba  y  pro- 
curaban imitarla  hasta  donde  les  era  posible,  no 
sin  echar  pestes  contra  ella  en  cariñosos  conciliábu- 
los, á  la  salida  del  sermón,  en  las  tardes. 

Pero  el  hecho  fué  que  todas  se  fueron  casando  y 
muriendo,  y  sólo  Lupe  continuó  soltera,  á  pesar  de 
la  gloria  que  circundaba  el  esplendor  de  esos  ojazos 
maravillosos,  prometedores  de  la  felicidad,  y  á  pesar 
de   su   boca   sensual,   casi   lasciva. 

Coqueteaba,  flirteaba  de  lo  lindo,  echaban  más  y 
más  fuego  sus  pupilas,  y  se  estremecían  más  y  más 
sus  voluptuosos  labios  bermejos...  pero  todos  sus 
adoradores  apetecían  la  flor  de  aquella  belleza  deco- 
rativa sólo  para  gozar  de  su  perfume  al  paso,  sólo 
para  embriagarse  un  instante  con  la  deliciosa  opu- 
lencia que  emanaba  de  su  encantadora  carne.  Nin- 
guno se  atrevió  jamás  á  trasplantar  al  invernadero 
del  hogar  la  rosa  mística  de  la  calle  de  Plateros  1 

¿  Qué  ambicionaba  ella  ?  ¿  Soñaba  con  el  amor 
de  un  millonario  ?  ¿  Forjábase  ideales  de  pasión  con 
algún  príncipe,  tal  cual  descendiente  olvidado,  pero 
rico,  de  Moctezuma  ó  de  Itúrbide? 


'^^W 


92  HERIBERTO  FRlAS 

'  ¡Quién  sabe!...  El  caso  fué  que  los  años  fuero» 
pasando,    pasando   y  ella   también    se   pasó... 

Hoy...  vedla,  es  una  triste  cincuentona  con  ros- 
tro de  ciruela  pasa,  una  de  esas  vírgenes  horribles 
Iqüe  han  conservado  casi  intacta  la  integridad  mate- 
rial de  la  íntima  flor  en  que  se  vinculara  su  orgu- 
llo, flor  cerrada  para  siempre  al  polen  del  amor  y  de 
la  vida,  flor  inútil  que  no  ha  cumplido  su  misión  en 
iel  mundo...    ¡Pobre  vieja  vestal! 

Y  hoy,  como  ayer,  la  vieja  solterona  emberrinchí- 
nase  en  pasear  diariamente  por  la  calle  de  Plateros, 
idonde  ya  no  reina  como  antes,  aunque  sus  ojos, — 
aun  hermosos,  lo  único  que  resta  á  esta  triste  de- 
rrotada,— aunque  sus  ojos  fulminan  relámpagos  y  aun- 
que su  boca  sonría  con  concupiscencias  soñadas  que 
ya  nunca  robará  la  infehz. 

En  un  tiempo  el  bajel  de  su  belleza  mística  nave- 
gó con  patente  de  corso  por  la  Avenida  de  San  Fran- 
cisco, hoy  jamona  virgen  iza  bandera  melancólica 
pidiendo  auxilio  en  plena  bahía,  naufraga  ridicula 
amarrada  al  muelle.  i 


<-3' 


XXIII 

El  Perico  de  Venus 

Ese  granujilla  chaparro  y  gordo,  redondo  como 
una  bola  de  sebo,  de  patillitas  rubias,  chato  y  fren- 
te deprimida,  es  muy  importante  personaje. 

Basta  decir  que  los  mismos  estirados,  miembros 
del  Jockey  Club,  lo'  estiman  más  que  á  Fradiá- 
volo. 

A  este  feliz  mortal  lo  aprecian  aparte  de  sus 
bellas  cualidades  de  forma  y  colorido,  por  su  mu- 
tismo de  lengua  (pues  habla  muy  elocuentemente 
por  medio  de  gestos), 

Pero  al  <íPatillitas»  las  tiples  y  los  elegantes  quié- 
renle  por  la  charla  sempiterna,  por  la  fineza  felina 
con  que  atrapa  con  garras  de  terciopelo  las  no- 
ticias de  los  «budoir»  de  bastidores 

¿Ya  lo  veis  tan  relamido  y  mono,  con  su  som- 
brerito  «Panamá»  y  en  traje  claro  de  verano,  olien- 
do á  perfumes  voluptuosos? 

¡Pues  ese  pillín  que  parece  tan  inofensivo  y  tan 
cuco,  es  un  tremendo  repórter  de  casos,  casas  y 
cosas  íntimas  I 

Es  un  terrible  «sábeloi  todo»  en  asuntos  de  faldas 
vivas.  ¡  Es  tm  repórter  Emperador  de  las  alcobas  I 

Ved  cual  va,  rápido  y  meneador  con  pasos  me- 
nuditos  de  pajarillo  por  la  acera  de  las  calles  de 
San  Francisco,  saludando  á  las  damas  de  la  «turf», 
coloreadas  las  miejillas,  chispeantes  de  malicia  los 
ojos  de  pupilas  de  agua  sucia;  ved  comió  va,  pre- 


94  HERIBERTO  mlAS 

cipitado,  á  dar  una  importante  noticia  á  los  «club- 
inen». 

Métese  en  los  corrillos  en  que  charlan  los  «bou- 
levardiers»,  y  al  punto  es  recibido  por  un  «hurra» 
entusiasta. 

— j  Ole   por  la  gracia  que  llega ! 

— 1  Bravo  por  nuestro  joven  repórter  I 

—  ¡Suelta  la  lengua  el  Perico  de  Venus! 
,    — ¡Salve   al   insigne   gato   de   Afrodita! 

Así  de  este  jaez,  son  los  sa^ludos  con  que  esi 
recibido  este  hombrecillo  extraordinario,  gloria  del 
«boulevard»  y  de  los   periódicos  de  librea. 


*     * 


Sabe  todos  los  secretos  misteriosos  de  muchas 
damas ;  conoce  los  amores  de  las  tiples  de  primera, 
los  desconsuelos  de  las  viudas  y  las  tristezas  de 
las   solteras  en   remate. 

Refiere  aventuras  de  todos  colores,  desde  el  blan- 
co inocente  de  los  amores  idílicos  de  parvulillas 
insignificantes,  hasta  el  rojo  candente  de  la  des- 
enfrenada   pasión    de   una    Cleopatra    modernista. 

Tiene  lista  de  los  noviazgos  más  célebres,  en 
la  alta  crema,  adivina  quienes  van  á  quebrar,  y 
enumera  las  probabilidades  de  casamientoi  de  las 
parejas... 

Muy  bien  sabe  del  pasado  de  las  mujeres  célebres 
de  la  vida  agitada;  el  presente  lo'  tiene  al  dedi- 
llo y  prevee  como  un  profeta  peinado  de  castaña, 
el  porvenir  de  los  amores  de  la  más  gentil  polla.... 

Conoce  además,  el  muy  endemoniado  Perico  de 
Venus — como  suelen  llamarle  algunos  jovenzuelos 
—■las  enfermedades  y  achaques  de  que  adolecen  muy; 


LOS  riEATAS  DEL  BOULEVARD  95 

respetables  señoras...  Y  cual  consumado  doctor  ana- 
liza en  casi  pública  conferencia  el  estado  morboso 
de  los  rostros  vistos  por  él  últimamente... 

Es  una  especialidad  en  el  reconocimiento  de  los 
ojos...  Cuando  están  demasiado  brillantes  ó  dema- 
siado lánguidos,  en  las  bellas  caras,  mueve  la  ca- 
beza cual  signo  de  pronóstico  reservado.  Estu- 
dia el  estado  de  las  ojeras.... 

—  ¡Oh!  las  ojeras,  las  ojeras  ¡—exclama  entu- 
siasmándose ante  su  auditorio  respetuosamente  con- 
movido. 

— ¡  Las  ojeras !  He  a¡hí  el  quid  pro  quo  del  femi- 
nismo mórbido! 

Ese  es  su  fuerte.  Sus  análisis  y  sus  diagnósticos! 
son  inapelables.  Por  ellos  se  puede  saber  si  Fula- 
na está  enamorada  ó  simplemente  divertida  de  ó 
por  alguno... 

Relata  con  sin  igual  desparpajo  las  conversaciones 
internas  de  las  pollitas  coquetas  de  m.ás  fama... 
Y  lo  que  es  peor,  describe  sus  bellezas  con  tal  pro- 
lijidad, que  no  se  le  escapa  detalle  alguno,  público 
ó   secreto.    Enumera   los   lunares    y  las    pecas... 

¡  Es  un  prodigio  ese  cliicjuitín  endemoniado  con 
sus  ojillos  de  malicia  y  sus  manos  de  terciopelo, 
que  como  garras  felinas  acarician  y  rasgan,  des- 
menuzan y  laceran! 

¿Cómo  sabe  tantas  cosas?... 

¿Quiénes  son  los  desdichados  que  le  hacen  con- 
fidencias íntimas,  tan  íntimas  que  más  no  es  po- 
sible ? 

¿  Es  verdad  cuanto  charla  este  lenguaraz  cínico...  ? 

¿O  inventa  con  prodigio  de  imaginación  esas  his- 
torietas de  voluptuoso  sabor  que  encantan  á  los 
almibarados  dandys  del  hoidevard?... 

¡Quién   sabe!...    El  es   un  importante   personaje, 


06  HEEIBERÍO  FRÍAS 

y  por  nada  cambiaría  sus  títulos  de  «Perico  de  Ve- 
nus» y  «Repórter  de  las   alcobas». 

Por  supuesto  no  todo  lo  que  dice  es  verdad,  ni 
todo  lo  que  charla  se  publica  en  los  periódicos 
en  que  escribe.  Pero  hay  ocasiones  en  que  una 
mala  lengua  es  peor  que  una  pluma  pérfida. 

La  salsa  de  su  aviesa  intención  suele  llenar  los 
párrafos  más  inocentes  en  la  forma  y  detrás  de  cada! 
galantería  en  una  crónica  de  alta  sociedad,  se  aga- 
zapa un  sátiro. 

Hay  que  leer  entonces  entre  renglones.  Los  ini- 
ciados, la  camarilla  de  la  redacción  y  hasta  la  cor- 
te de  las  interesadas  saben  la  clave,  desicifran  volup- 
tuosamente, rien  las  víctimas — una  dama,  un  ga- 
lán, un  viejo  rico  y  candoroso — y  todos,  hasta  las 
víctimas,  aplauden  al  galano  cronista,  al  «Repór- 
ter de  las  alcobas»,  al  «Perico  de  Venus». 


I 


XXIV 

Demitnondaine  falsificada 

Muy  erguida  y  muy  insolente,  con  ademán  de 
pirincesa,  luciendo  un  magnífico  traje  de  seda  de  un 
color  claro  y  demasiado  «alegre»,  pasa  la  demimon- 
daine  falsificada. 

Es  una  aventurera  que  ha  tenido  la  excecrable 
idea  de  imitar  á  los  fastuosos  cocottes  parisienses  y 
caer  sobre  las  aceras  de  las  calles  céntricas  de  Mé- 
xico con  el  lujo  desmedido  de  sus  atavíos  y  con. el 
fulgor   de   sus    diamantes...    á  veces   legítimos. 

Ella  carecerá  de  la  gracia  picaresca  y  fascinante 
de  sus  colegas  envidiosas,  pero  en  cambio  lleva  en 
toda  su  persona  el  sello  de  la  más  insoportable  im- 
pertinencia. 

No  conoce  el  talento  de  hacerse  adornar  por  son- 
risas más  ó  menos  apasionadas,  ni  tiene  su  talle  la 
natural  flexibilidad  felina  de  las  mujeres  de  la  raza 
que  pretende  copiar,  pero  eso  sí,  su  sombrero  es 
monumental,  fenomenal,  sobrenatural,  un  escándalo 
de  sombrero. 

Esta  mujer  que  pretende  ser  una  gentil  demi- 
mondaine  y  que  gasta  la  mayor  parte  de  los  bene- 
ficios que  obtiene  en  su  carrera,  en  adornar  su  per- 
sona, resulta  cursi  y  desabrida  para  todos  los  que 
no  sean  los  candidos  que  ella  explota. 

Creen  al  verla  con  sus  magníficos  trajes,  alta 
y  tiesa,  que  se  han  transportado  al  asfalto  de  los 
verdaderos  boulevars  parisienses  y  que  la  que  tie- 

Loa  piratas  del  boulevard  1 


98  IIERIBERIO  FEÍAS 

nen  ante  sí,  esos  pobres  necios  que  carecen  de  ta- 
lento hasta  para  gastar  el  dinero  de  sus  padres, 
no  es  otra  sino  una  reina  de  la  elegancia  mundana, 
una  emperatriz  de  las  alegrías  voluptuosas. 

Y  naturalmente  rinden  tributo  y  le  forman  corte 
y  le  regalan  primores  esos  degenerados  de  la  «ju- 
ventud dorada».  Gracias  á  esta  necesidad  recibe 
aquélla,  patente  de  corso  en  el  boulevard. 

¿Y  todo  por  qué? 

Porque  se  pueda  decir  de  ellos  que  tienen  rela- 
ciones «muy  íntimas»  con  una  demimondaine  de 
legítima  factura  «art  nouveau»! 

¡Es  tan  distinguido  aparecer  como  uno  de  tantos 
maravillosos  derrochadores  que  dilapidan  alegremen- 
te su  dinero  con  las  agradables  coupletistas  de  las 
altas  regiones  del  vicio!...  . 

De  suerte  que  esa  que  con  tanto  garbo  se  ve 
avanzar  á  la  hora  de  mayor  bullicio  en  las  calles  de 
Plateros  y  San  Francisco,  en  México,  deslumhran- 
do á  los  necios  y  atrayendo  las  miradas  de  los  que  por 
ellas  vagabundean,  no  es  sino  una  falsificación  com- 
pletamente   contrahecha,    netamente    «gophir». 

No  ha  muchos  años,  acaso  allá  en  un  tiempo 
cuando  Dios  quería  que  fuese  algo  bella  y  joven, 
llamó  la  atención  por  sus  travesuras  de  atrevida 
amante  de  la  existencia  suelta,  de  las  que  sólo 
anhelan  vivir  para  gozar. 

Entonces  sí  tenía  gracia,  al  menos  la  suficiente 
para  que  fuese  una  de  las  primeras  apuntadas  en 
el  libro  de  los  cursis  escandalosos  de  nuestra  no 
muy  dorada — apenas  explotada — juventud  ociosa. 

Era  simpática  y  atractiva,  y  sabía  castigar  du- 
ramente á  sus  adoradores...  y  si  no  bella  del  todo, 
al  menos  bonita  y  de  buenas  formas. 

Sobre  todo,   se   contentaba  con  ser  lo  que  la 


LOS  PIEATAS  DEL  BOÜLEVARD  99 

Naturaleza  y  la  Sociedad  la  habían  hecho:  ¡una 
guapa  tapatía  capaz  de  bailar  un  jarabe  y  de  cantar 
con  gracejo  truhanesco  digno  de  las  hembras  del 
barrio  de  San  Juan  de  Dios,  en  Guadalajara,  las  más 
rojas  coplas  del  «Tulipán»! 

Debía  haberse  conformado  con  ser  una  apetitosa 
saltarina — que  no  bailarina — mejicana  y  contentar- 
se con  ser  loada  y  pagada  en  pesos  fuertes  de  plata 
del  cuño  mexicano,  y  hasta  de  los  modernos  de  ca- 
ballo y  sol  poniente. 

¡Pero  el  modernismo  llegó  hasta  ella!...  ¡oh  des- 
gracia!... ¡y  la  echó  á  perder!  La  moda,  la  epidemia 
de  la  moda,  la  inoculó...  Y  también  ella,  la  tapatía, 
¡quién  lo  había  de  decir! — ¡fué  modernista! 

Media  docena  de  afortunados  jovenzuelos  de  ce- 
rebro embrionario  que  acababan  de  llegar  de  Pa- 
rís, cambiaron  el  modo  de  ser  de  la  jaliciense...  y  éstai 
se  fué  transformando,  transformando  lamentable- 
mente... 

Hoy...  sin  la:  gracia  que  solía  prestarle  su  ya  ida 
juventud,    se    ha   hecho    francesa    á  fortiori... 

Y...  , ¡horror!...  ella,  la  tapatía  del  jarabe,  la  del 
castor  y  el  rebozo  terciado  que  cosechaba  aplausos 
en  las  grescas  campestres  en  tomo  de  Guadalajara, 
va  por  las  calles  de  la  Metrópoli  de  «parisiense»,  lu- 
ciendo ,su  rico  traje  de  seda,  ostentando  sobre  el 
fondo  verde  ó  azul  pálido  grandes  y  pomposas  flo- 
res japonesas. 

Y  nada  más  cursi,  ni  más  insoportable  que  la 
impertinencia  de  esa  jamona  que  se  sueña  en  las 
grandes  avenidas  del  inmenso  París.  Sólo  los  imbé- 
ciles que  no  tienen  talento  ni  para  dilapidar  los  capi- 
tales heredados  ó  por  heredar,  pobres  diablos  que 
quieren  ser  refinados  modernistas,   contribuyen  al 


loo  HERIBERTO  FRÍAS 

sostén  de  esa  alta  y  tiesa  sacerdotisa  de  Venus  que 
avanza  ridiculamente  majestuosa! 

Los  disting'uidos  adoradores  de  la  falsificada  de- 
mimondaine,  seguirán  formando  la  asidua  corte, 
mientras  que  llegan  importaciones  de  efectivas  y 
artísticas,  que  aunque  despreciadas  por  allá,  sepan 
vaciar  los  bolsillos  de  los  zánganos  sociales...  si- 
quiera con  gracia  y  con  arte. 


XXV 

((Pan  con  Atole» 

'     Decía    así    la   preciosa    carta    de    Eugenia    á  su 
prima: 

«Pongo  un  tripile  beso  tronando  en  tus  mejillas  y 
en  tu  boca,  y  después  del  simpático  chasquido,  tomo 
tus  manos  entre  las  mías,  como  hacíamos  en  el  co- 
legio á  la  hora  del  recreo,  y  sentándome  á  tu  lado 
sin  remilgos,  muy  juntitos,  empiezo  á  charlarte. 

»¿  De  qué  ?  ¿  de  qué  ha  de  ser  ?  ¡de  mi  novio !  Por- 
que has  de  estar  para  bien  saber  y  yo  para  mal  con- 
tar, que  no  bien  hubimos  llegado  á  este  México, 
que  desconocía,  no  obstante  venir  á  él  cada  año 
con  papá,  has  de  estar  para  bien  saber,  repito,  que 
aquí  mis  tías  me  quieren  casar,  y  desde  luego  y, 
sin  consultarme,  presentándome  con  el  candidato. 

»Antes  de  hablarte  de  otra  cosa,  quiero  decírtelo; 
experimento  una  irrefrenable  necesidad  de  extraerlo 
de  mi  memoria  donde  su  imagen  vive  como  la  más 
abominable  pesadilla,  como  gusano  molesto  y  perti- 
naz, que  no  me  permite  un  momento  de  tranquili- 
dad, como  una  obsesión,  como  una  maldición  !..-.• 
¡Oh,  sí !  Siento  la  urgencia  de  aliviar  mi  fastidio,  mi 
sombría  carga,  contando  á  alguien  todo  lo  que  me 
hace  sufrir  ese  tipo  que  mis  tías  llaman  pomposa- 
mente «el  novio  de  Eugenia». 

»Estábamos  la  otra  tarde  en  el  corredor  de  la  casa 
—en  Tacubaya, — ^cuando  al  sonar  el  timbre  del  za- 
guán, exclamó  mi  tí^.  Trini; 


f*-  ■T'WÍ' 


102  HERIBERTO  FRÍAS 

«¡Ahí  está!...  Mucho  cuidado,  niña,  verás  qué 
alhaja  para  tu  porvenir»... 

»Aun  no  me  habían  dicho  nada  de  lo  que  fragua- 
ban; pero  ya  comprendía  yo  qué  es  lo  que  querían. 
Contuve  mi  cólera,  me  propuse  no  dejarme  arre- 
batar  y  procurar   recibir   bien   á  mi   prometido. 

»¿Una  alhaja,  dijo  mi  tía?...  ¡Qué  una!  Todas  las 
joyas  posibles,  reunidas,  colgadas,  ajustadas  al  cuer- 
po de  un  imbécil,  peor  que  eso,  de  un  pan  co7i  atole... 
Y  todavía  peor,  ya  verás. 

'  »¿Por  dónde  empezaré  para  pintártelo?...  No,  no 
encuentro  palabras  que  puedan  hacértelo  imaginar. 
¿Muy  feo,  me  preguntas?...  Pues  no,  no  es  precisa- 
mente feo.  ¿  Ridículo  ?  Tampoco.  Un  hombre  como 
todos,  un  figurín  del  Jockey  Club,  un  títere  del  Bou- 
levará,  elegantemente  vestido  de  gris,  botín  con  po- 
laina, sombrerito  Panamá  finísimo — de  algunos  cen- 
tenares de  pesos, — gran  bigote  de  puntas  de  cola 
'de  alacrán,  luciente  y  negro,  de  una  negrura  autén- 
tica; carnosa  nariz  bajo  unos  ojillos  ambiguos  de 
tm  azul  «de  agua  puerca»  y  una  frente  estrecha,  or- 
lada por  el  pelo  rizado.  Ni  feo,  ni  ridículo;  pero  sí 
perfectamente   antipático! 

»E1  tipo  más  chocante  que  se  puede  encontrar  en 
una  sala  ó  en  la  Avenida  San  Francisco  dirigien- 
'do  un  «auto»  y  centelleando  por  todas  partes  el  bri- 
llo de  magníficas  piedras  finas,  cual  si  fuese  «el 
pelele  reclamo»  de  una  joyería...  Diamantes  en  el 
prendedor  de  la  corbata,  en  los  múltiples  dijes  del 
reloj,  en  las  incrustaciones  del  bastón,  en  los  bo- 
tones de  la  camisa  y  en  los  innumerables  anillos 
'de  sus  'dedos...  Una  pedrería  fabulosa  y  una  gi- 
gantesca crisantema  en  el  ojal  del  saco  de  aquel 
hombre,  me  fulminaron... 

y  cuando  me  lo  presentó  afablen^ente  mi  tía,  V 


LOS  PIKATAS  DEL  BOULEVARD  103 

él  habló  con  cierta  desenvoltura  de  hombre  de 
salón,  comprendí  al  punto,  por  la  inflexión  de  su 
acento  meloso  y  su  «sonsonete»  tipludo — como  el 
que  supongo  deben  tener  los  eunucos, — que  me  las 
había  con  un  «afeminado»  con  un...  con  un  monstruo 
'de  hombre. 

»¿  Comprendes?...  ¿comprendes  ahora  qué  cúspide 
subió  mi  heroísmo  ante  aquel  ente  chocante,  ruti- 
lante y  florido?...  ' 

»Su  conversación  «común  y  corriente»,  perfecta- 
mente chavacana,  pasó  para  mí  desapercibida ;  yo  no 
oía  sino  el  timbre  femenino  de  su  voz,  en  tanto  que 
su  perfume  me  daba  náuseas,  y  no  veía  sino  sus 
ojillos  insulsos,  sin  expresión,  y  su  actitud  empeño- 
samente buscada  por  él  para  lucir  aún  más  el  ful- 
gor exótico  de  sus  joyas  y  la  majestad  imbécil  de 
su  gran  crisantema,  riendo  en  el  ojal  de  su  saco 
gris  perla.    ¡Qué   hombre   tan   chocante.   Dios  mío! 

»Y  ha  Vuelto  esa  pesadilla,  esa  visión  atroz;  ha 
vuelto;  y  me  han  inflingido  mis  tías  el  sacrificio  de 
platicar  con  él  y  he  visto  que  es  además,  repito, 
un  «pan  con  atole»,  un  pobre  muñeco  incapaz  de 
amar  á  ninguna  mujer,  gustando  sólo  de  exhibir  sus 
diamantes  ó  sus  caballos,  porque  ¡misericordia  de 
Dios !  ha  osado  venir  de  visita  á  Tacubaya  á  caballo 
y...  ¡vestido  de  charro !...  ¿  Concibes  tú  un  charro 
afeminado,  en  'silla  vaquera  ?...  Y  era  un  caballo  mag- 
nífico, y  llevaba  él  un  soberbio  sombrero  ancho, 
galoneado  de  oro,  y  en  el  nudo  de  su  corbata  roja, 
tina  serpiente  de  píata  incrustada  con  esmeraldas... 
Y  así  hicieron  que  lo  viera  yo  para  que  cayera!  y 
lo  amase!... 

«Pues  bien,  después,  Luisa — ¿  te  acuerdas  tú  de 
nuestra  burlona  amiga  que  se  casó  con  el  coronel  ? — 
pues,  se  ha  .santiguado  al  hablarle  de  «pan  con  ato- 


104  HERIBEKTO  FElAS 

le». —  lEs  un  sinvergüenza  que  se  hace  el  mosquita 
imuerta  y  que  es  capaz  de  cazar  á  «la  araña»!...  Es 
verdad  que  no  ama  á  las  mujeres,  y  que  si  te  hace 
él  oso,  es  por  tu  dinero,  aunque  él  es  rico  también. 
Ese  «pan  con  atole»...  es  viudo!... 

»Y  cuentan  que  gu  primera  mujer  murió  de  tris- 
teza y  de  vergüenza.  Fué  un  escándalo  atroz  en 
Puebla;  ella  lo  acusó  de  adulterio...  con  su  chaufeur! 

»¿Y  sabes  tú  cuál  fué  el  mejor  elogio  que  mi  tía 
Trini  le  hizo  ?  Pues  oye,  me  dijo : — Ese  no  es  un  hom- 
bre como  todos,  como  los  prostituidos  de  México; 
'no,  niña,  ese  hombre  ha  vivido  siempre  de  noche, 
fen  su  casita,  y  nunca  ha  paseado  sino  con  su  mamá; 
•no  conoce  amigos,  no  conoce  mujeres  malas,  ni 
ninguna!  no  ha  tenido  ninguna  novia  porque  lo  ca- 
'saron  muy  niño...  es  un  viudo  virtuoso,  ¿qué  más 
puedes  pedir  para  ^que  sea  tu  marido  ?  Es  un  hombre 
^precioso,  de  corazón  puro  y  de  alma  virgen... 

»¿  Crees,  linda  mía,  que  tuve  valor  para  no  reven- 
tar yo  de  cólera  ni  reventar  á  mi  tía?..  ¡Pobrecita! 
¡Acaso  tenga  la  mejor  intención  del  mundo!...  ¡Has- 
ta dónde  puede  ofuscarles  el  afán  del  dinero  de  ese 
«pan  con  atole»!  ¡Querer  casarme  con  un  hombre 
así ! 

'  »Afortunadamente,  papá  llega  pronto  á  México, 
y  él  soplará  sobre  la  viva  pesadilla  de  este  «mi  no- 
vio de  corazón  de  virgen»,  de  este  tipo  de  boulevard' 
que  desea  matarme  de  tristeza  y  de  vergüenza  como 
á  su  primera  víctima...» 


XXVI 

Monólogo  de  un  «Ex»  poeta 

(En    honda    cavilación    y    acariciándose    la    gran 
nariz). 

I  Por  qué  me  diría,  hace  ya  muchos  años,  el  terri- 
ble D.  Hilarión  Frías  y  Soto  aquellas  palabras  fú- 
nebres?... Me  acuerdo  muy  bien:  me  tomó  de  la 
solapa  del  jaquet,  me  olió  cuidadosamente,  tendió 
ál  aire  la  monumental  nariz — no  tan  grande  como 
la  mía,  pero  más  gloriosa — ^después  me  contempló  de 
pies  á  cabeza,  y  al  fin  me  dijo  con  esa  songa  sar- 
cástica  que  lo  hace  aún  tan  feroz: 

— ¿Pero  usted  quién  es,  joven?... — Ante  aquella 
insultante  pregunta  sentí  un  ligero  soplo  de  los 
hríos  pasados,  un  hálito  de  la  vieja  Guardia  pasó 
por  mi  nuca;  me  erguí  como  en  mis  buenos  tiempos; 
hie  acordé  un  instante  de  que  era  hijo  de  las  libres 
costas  del  Sur  del  Golfo  Mexicano,  y  creyéndome 
aún  el  simpático  bohemio  de  los  candidos  ideales, 
Contesté  naturalmente  con  ese  énfasis  meridional, 
gloria  de  los  campechanos  de  veras: 

—  ¡Soy  el  Caudillo  de  una  vieja  guardia! 

El  anciano  jacobino  estornudó  una  carcajada  tru- 
hanesca; chispearon  de  súbita  cólera  sus  vivaces 
ojos  de  sátiro  implacable,  tan  temible  en  sus  lu- 
jurias forestales  como  en  sus  firmes  odios  políticos, 
—  ¡ay!...  ¡moldes  perdidos! — y  retorciéndose  el  mar- 
cial bigote  gris,  murmuró  nielancóUcg,mente : 


106  HERIBERTO  FRlAS 

« — No,  Licenciado...  no  vuele  usted  tan  alto,  por- 
iqüe  de  águila  no  le  queda  sino  la  nariz...  digo,  el 
pico...  es  decir,  lo  más  grotesco...  Una  nariz 
como  la  de  usted  y  la  mía,  de  ave  de  rapiña,  es  épica 
cuánto  va  acompañada  de  alas  amplias  y  veloces, 
prontas  á  salvar  cúspides  y  abismos...  sino,  es  ri- 
dicula... En  cuanto  á  la  mía,  joven  abogado,  es 
Isimplemente  histórica,  nariz  de  viejo  aguilucho  mo- 
Iribundo  en  una  jaula  de  hierro  dorado...  Usted, 
joven  abogado,  fué  un  espléndido  polluelo  nacido 
fen  las  sonoras  riberas  de  una  Isla  para  ser  águila 
[real  de  los  mares  y  de  las  montañas  mexicanas: 
las  ráfagas  que  orearon  el  nido  heroico,  llegaban 
¡cargadas  con  los  perfumes  de  las  selvas  tropicales; 
y  el  cielo  de  las  noches  divinas  de  las  costas  dio 
ten  el  azul  estrellas  simbólicas  de  altos  augurios..; 
En  las  pupilas  fieras  del  polluelo  se  retrataron 
Vastos  horizontes  que  su  fantasía  pobló  acaso  de  qui- 
meras gloriosas,  y  en  sus  oídos  finos  resonaron 
músicas  guerreras  acompañando  el  bélico  tropel  de 
•una  avalancha  de  centauros...  Eran,  en  verdad,  se- 
'guros  presagios  de  un  destino  épico  y  alto...  ¡Cuán- 
tas veces  en  los  confines  del  horizonte  marino  se 
íperfilaron  claras  y  precisas  las  siluetas  de  los  mil 
templos  de  Atenas,  incendiados  en  el  apoteosis  trá- 
'gico  de  un  crepúsculo  de  sangre!... 

¡Ay!  joven  Licenciado...  perdone  usted  mi  hrismo; 
pero  ¡yo  sueño  aún  á  los  setenta  y  cinco  años  de 
edad!  pero  estos  son  achaques  de  los  vetustos  y 
¡detestados  jacobinos  de  cuya  vieja  guardia  soy  uno 
!de  los  pocos  supervivientes...  ¿  Se  pone  usted  ner- 
vioso ?  ¿  Se  le  pasa  la  hora  de  entrar  á  la  oficina  ?... 
i|Bah!...  ¿Qué  puede  importarle  á  usted  una  multa 
de  cinco  pesillos  cuando  es  rico,  casi  millonario..^ 
y  «noble»  por  afinidad,  un  príncipe  consorte  ?  jSi  fue- 


LOS  PIRATAS  DEL  BOULEVARD  107 

i-á  en  aquellos  tiempos  de  miseria  y  gloría  en  que 
cinco  pesos  eran  la  vida  de  una  quincena!...  Con! 
que...  (un  momentito  joven,  y  deje  en  paz  esa  nariz 
borbónica  que  ya  no  le  conviene  le  crezca  tanto)... 
Le  hablaba  yo  á  usted  de  aquel  polluelo  de  águila! 
que  soñó  grandezas  y  tuvo,  como  Aquiles,  augurios 
espléndidos ;  pues  bien,  ese  polluelo  que  vivió  en  Ate- 
lías  y  anheló  libertar  á  Promoteo,  ¿sabe  usted  lo 
que  hizo  cuando  le  empezaron  á  crecer  las  alas?... 
Pues  como  tenía  hambre,  se  fué  comiendo  sus  propias 
plumas...  Y  quedó,  naturalmente,  convertido  en  un 
pajarraco  ridículo...  La  iliada  se  desvaneció;  Aqui- 
les convirtióse  en  Periquillo;  ¡y  Troya  fué  santa 
Anita!...  Ahora  yo  mismo  me  pregunto  si  no  será 
pura  leyenda  lo  de  aquel  que  naciera  para  águila 
real  de  Atenas...  y  hoy  no  es  ni  pavo  real  del 
Parque  de  Chapultepec!...  y  que  así  como  Guajolote 
sirve  porque  ya  está  viejo  para  una  mole  verde! 

Todo  esto  me  dijo  un  día  el  furibundo  Don  Hila- 
rión Frías  y  Soto,  y  la  verdad  que  me  sentí  feo,  muy 
feo...  Estoy  preocupado...  ¡Vaya  con  el  rojo  jaco- 
bino ese!  Pura  declamación,  lirismo  de  viejo  ro- 
mántico, palabrería  hueca  y  sonora  de  un  Lamar- 
tine trashumado.  No  obstante  esto,  me  van  á  amar- 
gar un  poco  mi  almuerzo...  ¿cómo  me  quitaré  este 
malestar  ? 

...[Qué  mal  gusto  el  de  estos  viejos  en  recordarle 
á  uno  sus  necedades  de  otro  tiempo !  ¡Discursos  ran- 
cios! Nada,  me  bajo  á  ver,  allá  abajo,  á  los  mo- 
dernistas, me  deleitaré  con  japonerías  y  con  los 
«fru-frus»  deliciosamente  parisienses  de  algún  ca- 
marada  del  Jokey  Club. 


rWT, 


XXVII 

Fraternalmente  los  tres 

Se  imponen  «los  tres».  «Ella»  es  todavía  hermosa 
y  comprende  perfectamente  aquellos  versos  de  Cam- 
poamor : 

«Que  es  más  bella,  quizá,  que  la  primera, 
La  juventud  segunda  de  la  vida.» 

porque  ,su  sonrisa  de  triunfante  amazona  la  acusa 
'de  saber  'que  no  abdica  del  reinado  de  su  cele- 
bridad de  mujer   bella...   y  despreocupada. 

Por  eso,  sin  duda,  deja  frecuentemente  su  pe- 
queño palacio  edificado  en  un  pintoresco  puebleci- 
11o  de  los  alrededores  de  la  Capital,  para  pasear  su 
hermosura  en  la  Avenida  San  Francisco. 

Marcha  á  pie,  desdeñando  el  automóvil  de  la 
familia,  lentamente,  majestuosamente,  deteniéndose 
con  frecuencia  ante  los  aparadores  de  las  casas  de 
joyas. 

Los  habituales  concurrentes  al  boulevard  mexi- 
cano la  contemplan  extasiados  y  tan  sólo  lamentan 
que  no  vaya  siempre  solitaria.  No...  ¡qué  lástima! 
á  las  veces  va  acompañada  de  su  esposo...  y  en 
ocasiones  más  frecuentes  pasea  al  lado  del  amigo 
íntimo  de  casa,  el  eterno  amigo  de  la  buena  pareja 
matrimonial. 

No  es  raro  tampoco — ¡qué  raro  va  á  ser! — que 
«ella»  adelante  su  hermoso  busto  de  matrona  so- 
blerbia  entre  «ellos»,  entre  los  dos,  el  marido  magn4' 


LOS  PIRATAS  DEL  BOULEVARD  109 

nímo  y   feliz   á   su   derecha  y  el   galante  amigo  ^ 
la  izquierda. 

Y  ella  sonríe,  irguiendo  altanera  su  cabeza,  con 
un  ademán  de  reina,  con  aire  de  reto  al  mundo  en- 
tero, como  diciendo  rudamente  alte  el  lema  de  las 
imperiales   insolencias: 

;  Hony  soit  qui  mal  y  pense ! 

Sus  ojos,  sus  maravillosos  ojos,  impregnados  de 
cálidas  ternuras  acompañan  el  desdén  de  la  son- 
risa con  destellos  de  alta  majestad  de  mujer  cuya 
vida  no  está  á  discusión. 

Las  miradas  elocuentes  de  la  bella,  parece  que 
discurren  así: 

—  ¡Eh!  bobos  ¿por  qué  os  preocupáis  tanto  por 
«estos  dos»?...  ¿Qué  os  importa  que  vivan  á  mi  lado 
«los  dos»?...  No  se  trata  ahora  de  «eso»..,  ¡Sino 
de  mí!...  Soy  hermosa,  he  vivido  siempre  mimada, 
soy  rica,  puesto  que  creo  serlo...  aun  no  llega  el  in- 
vierno de  mi  existencia...  soy  apasionada  ardiente! 
dé  los  hombres  del  Norte  y  sueño  con  Lord  Byron 
y  Edgard  Poe...  Rendid  pleito  homenaje  á  la  mujer 
bella...  lo  demás  no  os  importa...  ¡Mal  haya  quien 
piense  mal!...  ¡Hony  soit  qui  mal  y  pense! 

¡Tienen  razón  la  mirada  y  la  sonrisa  de  la  encan- 
tadora cortesana,  que  sólo  por  sentirse  en  idolatría 
abandona  el  palacio  en  que  reside  en  histórica  villa, 
próxima  á  la  Metrópoli...  ¡Tienen  razón  sus  ojos 
soberanos  empapados  en  luz  de  cálidas  ternuras! 
^Tienen  razón  sus  encarnados  labios  desdeñosos 
en  la  voluptuosidad  tentadora  de  su  sonrisa!...  ¿Qué 
importa  el  eterno  marido  ?  ¿  Qué  tiene  que  ver  el  per- 
petuo amigo  ?  jAsí  están  bien  «los  tres» !  ¿  Qué  signifi- 
,can  «los  dos»?   |Nada!...    jAbsolutamente  nada! 


■^Wv- 


110  HEEIBERTO  FRlAS 

Ese  desprecio  por  las  mundanas  conveniencias, 
iese  desdén  supremo  hacia  la  sociedad,  realza,  aún  más 
la  hermosura  de  la  opulenta  dama,  y  bien  hace  en 
retar  á  la  opinión  pública,  mostrándole  en  plena 
ciudad  el  marco  humano  en  que  irradia  el  esplendor 
de  su  vida  feliz;  ¡el  marido  al  lado,  para  gala  y 
blasón  de  la  dignidad  de  su  nombre,  y  el  amigo 
al  flanco  opuesto,  como  nuncio  de  plácidos  afectos  en 
el  hogar! 

Y  «los  dos»  comprenden  que  deben  sentirse  or- 
gullosos con  que  en  ellos  se  aj5oye  el  brillo  de  una 
mujer,  cuya  belleza  admira  tanto  como  su  audacia 
al  desafiar  las  míseras  habhllas  y  los  chismes  so- 
ciales. 

¿  Qué  extraño  tiene  ahora  el  hecho  de  que  el  ma- 
rido de  una  hermosa  sea  suficientemente  filósofo  y 
superhombre  para  abrirle  los  brazos  al  amigo  ín- 
timo de  ambos  esposos? 

En  cuanto  á  éste,  al  amigo  íntimo,  mientras  más 
notable  se  hace  pn  tomo  de  la  gentil  pareja,  mayor 
es  la  vanidad  con  que  luce  la  dicha  de  formar  parte 
de  esta  trinidad  que  asombra;  ¡la  encantadora  mu- 
jer en  el  centro,  y  el  marido  y  el  amigo  á  uno  y 
Otro  ladol 

;  Dejad  que  explenda  ,su  hermosura  y  que  con 
ademán  de  princesa,  inire  en  torno  suyo  con  sus  di- 
vinos ojos  sombreados  por  penumbres  voluptuosas, 
y  que  sus  Jabios  encarnados  y  sensuales  sonrían  con 
soberano  desdén,  como  diciendo: 

— Rendid  pleito  homenaje  ^  mi  tranquila  audacia 
y  al  envidiable  pncanto  de  mi  cuerpo...  mi  marido  es..,, 
un  Alcalde...  de  Lagos  ó  de  Machacón  de  Acajo... 
lo  demás  no  os  importa.  /  Hony  soit  qui  mal  y  'pense  I 


XXVIII 

«El  rorro» 

¿  Ese  chiquillo  de  tez  sonrosada,  los  labios  de  car- 
mín y  que  habla  con  voz  de  tipie,  ese  polluelo  que 
dice  necedades  en  el  corrillo  aquel  frente  á  la  can- 
tina, se  ha  escapado  de  la  escuela? 

Tal  parece,  porque  su  aspecto  de  doncellita  dis- 
frazada de  galán  moderno,  su  cuerpo  endeble  y  tier- 
no aun  y  el  andar  precipitado  y  travieso  denun- 
cian al  niño. 

Al  verlo  tan  diminuto,  pero  con  su  regio  puro  en 
la  fina  boquilla  /de  ámbar;  tan  delgado,  pero  vestido 
como  un  terrible  galanteador  del  boulevard;  con 
su  voz  femenina,  pero  que  se  esfuerza  en  hacer 
ronca  y  áspera,  se  piensa  en  que  la  mamá  lo  recla- 
ma y  debe  estar  desesperada,  imaginando  que  le 
pase  una  desgracia  ó  que  haga  muchas  travesuras. 

Y  esos  polluelos  con  pretensiones  de  gallos,  esos 
niños  que  usan  sombreros  de  Panamá  y  traje  claro, 
esgrimiendo  su  bastón  con  aire  de  conquistadores, 
van  á  las  cantinas  y  realizan  la  heroica  hazaña  de 
emborracharse;  esos  polluelos  que  en  vez  de  estar 
aprendiendo  á  leer  en  ^a  escuela  se  la  dan  de  hom- 
bres y  de  buenos  piozos,   pululan  lindamente,.. 

Hablan  de  caballos,  de  mujeres,  de  toros,  con  tal 
énfasis  canallesco,  que  acometen  á  cualesquiera  que 
no  sea  de  ios  imbéciles  que  les  escuchan  y  los 
prostituyen  intencionalmente,  deseos  |de  darles  una 
buena  entrada  de  coscorrones.  j 


^^JV 


112  HERIBERTO  FRÍAS 


5!:      * 


Hay  un  chiquitín  /de  esos,  que  es  un  verdadero 
rorro  de  puro  íindo  y  gracioso;  un  bebé  que  ya 
usa  monumental  «sorbete»,  gentes  de  arillo  de  oro 
y  que  debe  ser  de  rica  familia,  porque  le  sigue  una 
corte  de  vagabundos  vividores,  á  quienes  paga  copas. 

Este  ridículo  mequetrefe,  que  apenas  contará  diez 
y  siete  años,  se  contonea  todos  los  días  exhibiendo  su 
personita  cómica,  que  ya  suele  bambolearse  por  los 
efectos  de  tres  ó  cuatro  cocktails  ó  de  media  do- 
cena de  «grandes  ascuras»... 

Pues  bien,  ese  íítere  minúsculo  ya  hace  sus  es- 
cándalos, y  es  bien  sabido  que  es  «un  águila»  para: 
eso  de  los  bastonazos  ó  para  romper  unas  tras  otras 
todas  las  copas  de  un  mostrador  de  cantina  elegante. 

Por  él  se  han  hecho  pedazos  las  ungidas  cabelleras 
de  muchas  hijas  de  Venus,  de  las  de  banderas  co- 
lorada y  azul...  y  cuando  entra  á  cualquier  casa  de 
pupilas  de  las  de  mayor  fuste  y  polendas,  en  la  sala 
se  produce   sensación...  ; 

Entra  nuestro  guapo  tisnorio  con  aire  despam- 
panante y  glorioso,  el  fieltro  de  las  noches  de  juer- 
ga hasta  media  cabeza,  encandilados  por  el  «wisky» 
los  infantiles  ojos,  jnetidas  las  manos  en  los  bolsi- 
llos del  pantalón,  en  la  boca  el  puro  y  en  la  cartera 
buenos   billetes... 

Y,  claro,  es  ¡posa  de  interrumpirse  el  tango  ó 
danza  que  se  bailaba  en  la  sala...  «todas»  abandonan 
á  sus  «caballeros»  y  corren  alborozadas  á  recibir 
al  ufano  recién  llegado. 

— «¡El  rorro  1»...  Allí  está  el  rorrito... 

Y  todas  muy  zalameras  le  rodean,  le  miman  y  le 
acarician,  coniiéndoselo  con  los  ojos. 


LOS  PIRATAS  DEL  BOÜLEVARl)  113 

Y  él  se  deja  querer,  soberbio  y  desdeñoso;  deja 
que  le  limpien  (el  polvo  del  pantalón,  que  le  hagan' 
el  nudo  de  la  corbata,  que  le  peinen  los  ensortijados 
bucles  de   sus   ¡cabellos... 

Después...  invitará  á  las  favoritas  á  cerveza...  ele-: 
gira  con  desplante  entre  todas  las  favoritas  de  aque- 
lla noche,  y  con  ella  y  los  amigos  de  su  corte  sal- 
drá de  la  mansión  dedicada  al  culto  de  Venus,  para 
ir  á  brillarla  por  esos  mundos   de  Dios... 

Porque  no  hay  que  olvidarse  de  que  él  necesita 
que  le  vean  en  plena  juerga,  que  en  Plateros,  el 
Refugio  y  el  Coliseo  los  amigos  lo  admiren  pasar 
cantando  dentro  del  coche  al  lado  de  la  favorita 
por  él  escogida  al  efecto. 

— ¿Y  la  pilmama? 

No...  no  tiene  pilmama,  pero  sí  pihnamo. 

Vedlo: 

Es  aquel  viejo  estirado  y  seco,  de  anteojos  obs- 
curos y  nariz  de  tomate,  es  ese  tipo  que  no  se  le 
separa  un  momento,  que  le  habla  al  oído  de  cuan-^ 
do  en  cuando  y  que  suele  hacerle  muy  prudentes 
observaciones  cuando  el  chico  se  excede  en  copas  ó 
en  pagar  demasiado  espléndidamente  una  mujer 
6  una  cena. 

— ¿  Quién  es  ese  viejo  ? — se  preguntan  los  gorrones 
que   siguen   al   rorro... 

— Es  su  tío — contesta  alguno  de  los  mejores  en- 
terados. 

Y  en  efecto,  dicen  que  es  un  tío  pobre,  al  que 
la  familia  del  rorro,  que  reside  en  París,  comisionó 
para  que  le  sirviera  de  guía  y  apoyo  en  México, 
mientras  pasa  á  principiar  sus  estudios   á  Europa. 

Por  lo  pronto,  el  rorro,  á  reserva  de  protestar 
contra  tales  estudios  que  él  para  maldita  cosa  los 
necesita,  maravilla  con  su  gentil  talante  al  boule- 
vard  y  hace  la  felicidad  de  las  mariposas  del  amor 
con  sus  generosidades. 

Xos  piratas  dd  ioukvard  8 


XXIX 

Un  estudiante  que  no  estudia 

Nada  más  curioso  ni  más  interesante  que  la  sa- 
lida de  cátedra  de  un  grupo  estudiantil. 

Es  un  raudal  de  vida  por  ser  siempre  alegre  y 
tumultuosa,  desbordándose  lentamente  por  las  ace- 
ras de  las  calles  céntricas. 

Las  más  típicas  figuras  y  los  más  diversos  carac- 
teres se  observan  en  aquel  hervidero  donde  fermen- 
ta la  intelectualidad  de  la  nueva  generación. 

Y  allí  también  se  destaca  desde  luego  el  núcleo 
de  trabajadores,  de  los  obstinados  y  tenaces,  po- 
bremente vestidos,  apartándose  de  la  masa  de  los 
que  son  estudiantes  sólo  de  nombre. 

¡Y  cuánto  drama  oculto  palpita  latente  en  aque- 
lla juventud  de  acomodados  señoritos  y  de  verda- 
deros bohemios  obstinados  en  la  lucha  por  ascender. 

Ved  aquel  mozalbete  de  sombrero  finísimo  y 
traje  claro  de  verano  de  tela  fina  y  corte  irreprocha- 
ble; peinado  de  «castaña»,  calzado  americano  muy 
lustroso,  corbata  chillona  y  dorada  leontina^..  Es 
dandy  estudiante,  es  un  pirata  zángano. 

Afecta  un  aire  de  supremo  desdén  para  con  suá 
camaradas  y  maneja  con  gracia  distinguida  el  be- 
juquillo de  puño  de  oro. 

Apenas  le  sombrea  el  bozo  y  ya  se  yergue  su 
.busto  de  adolescente  mimado,  con  la  insolencia  de 
un  principillo. 

Es  también  un  alumno,  un  estudiante  de  los  que 


LOS  PIRATAS  DEL  BOÜLEVARD  115 

no  estudian,  de  los  qué  van  á  cátedra  de  cuando 
en  cuando,  como  conviene  á  un  joven  elegante  y 
de  talento. 

—  ¡Que  estudien  y  trabajen  los  brutos! — dice   él 
con    fiero    ademán    de    «super-hombre». 


Este  caballerato  vino  como  muchos  otros,  enviado 
por  una  familia  que  se  sacrifica  allá  lejos,  en  un 
pequeño  lugarejo  de  la  República,  por  que  «el  niño» 
concluya  su  carrera. 

Allá,  la  escasez  del  hogar,  acaso  la  miseria;  el 
padre  ya  anciano  por  una  larga  vida  de  trabajo  sirt 
tregua  y  de  atroces  privaciones,  acelerando  el  tér- 
mino de  su  existencia,  porque  aquel  mozo,  que  es  el 
orgullo  de  la  familia  por  su  talento,  se  pasee  en 
México. 

¡Y  cuántas  lágrimas  por  la  felicidad  del  estudian- 
te derramará  á  solas  la  pobre  madre,  robando  al 
sueño,  para  darles  al  pensamiento  de  su  amor  ma- 
ternal, las  horas  del  reposo  nocturno! 

Las  hermanas  ¡con  cuánta  solicitud  se  privan 
de  buenos  trajes,  por  no  mermar  la  mesada  del 
mancebo  que  allá  en  México  se  labra  un  porvenir! 

Pero,  qué  orgullo  para  la  atribulada  familia  que 
tanto  trabaja,  por  sostener  «al  niño»  de  talento, 
cuando  alguien  pregunta: 

— ¿Y  Luisito? 

Qué  orgullo  el  que  la  madre  bondadosa  y  el  paK 
dre  ya  enfermizo  puedan  contestar  radiantes  de 
alegría  henchidos  por  idéntica  ternura: 

« — Estudiando  leyes.» 

Estas  dos  palabras  son  para  ellos  una  delicia,  la 


C,'=^\"^  ■  ■    -St* 


116  HERlBERTO  FRlAS 

frase  es  un  poema  y  les  colma  sus  pobres  almaa 
aidoloridas  de  un  júbilo  sin  límites. 

Se  imaginan  un  trabajo  feroz,"  elevado  y  selecto..., 
y  se  emocionan  respetuosamente,  pensando  en  la  sa!-: 
grada  misión  de  aquel  adorado  hijo,  orgullo  y  con- 
suelo de  sus  últimos  años,  que  «se  quema  las  pies- 
tañas»  y  se  mata  «estudiando  leyes». 

¿Qué  importan  las  privaciones,  las  miserias,  leí 
trabajo  sin  respiro  de  aquella  honrada  familia  que 
es  una  laboriosa  colmena,  qué  importa  que  las  tris- 
tes hermanas  del  primogénito  marchiten  su  juven- 
tud, digna  de  florecer  y  perfumar,  si  allá  en  la  Ca- 
pital de  la  Repúbhca,  el  inteligente  Luisito  pasa  la 
vida  «estudiando  leyes»? 

'  Y  él  en  la  Metrópoli  se  dá  la  gran  vida  como 
igentil  principillo  que  todo  se  lo  merece,  gastando 
en  vestirse  y  acicalarse  sus  mesadas,  dándose  el 
lujo  de  cortejar  coristas  en  los  teatruchos  de  ba- 
rrio, fumando  excelentes  puros  y  viendo  por  en- 
cima del  hombro  á  los  compañeros  que  son  po- 
bres y  que  estudian. 


* 


La  vida  para  este  Luisito  no  tiene  razón  de  ser„ 
sino  para  sus  altas  especulaciones  de  filósofo  que 
sabe    pasarla    lo    mejor    posible,    creyendo    posible 
su  lema: 
*■     « — ¡Que  trabajen  los  bestias!» 

Cuando  llegan  los  exámenes  se  atreven  á  echar 
tina  ojeada  á  los  textos  y  se  lanzan  de  «panza»  para 
ver  si  «pasan». 

Y  suele  suceder  que  su  aplomo,  la  maravillosal 
facultad  de  sabeí  expresarse  con  desparpajo,  con, 


'  ^Í1 


LOS  PIRATAS  DEL  BOULEVARD      "^  117 

ün  soberbio  desplante,  y  la  audacia  de  su  ignorancia, 
los  hagan  «pasar». 

Sin  embargo,  Ltiisito  no  ha  tenido  esa  suerte..^ 
pero,  ¿qué  le  importa? 

Es  más  distinguido  y  más  digno  de  su  talento  des- 
deñoso ser  reprobado  por  «aquellos  viejos»  que  no 
comprenden  la  inteligencia  de  aquel  joven. 

Y  él  continúa  su  dulce  existencia  sin  inquieJ-' 
tudes  por  el  porvenir,  satisfecho  de  sí  mismo,  con- 
vencido de  su  alta  superioridad,  sin  preocuparse  del 
drama  doloroso  de  trabajo  y  miseria  que  consume 
allá  lejos  la  vida  de  su  pobre  familia,  de  aquella; 
laboriosa  colmena  que  se  suicida  lenta  y  heroica-: 
mente  por  que  él  viva.  El  zángano  es  feliz. 

El  no  sabrá  comprender  nunca  la  inmensa  y 
poética  abnegación  de  los  seres  que  le  adoran  y 
creen  en  sus  mentiras,  ni  tampoco  comprende  la 
enormidad  del  crimen  que  viene  perpetrando. 
'  La  vida  de  México  lo  encanta  cada  día  más,. 
Está  en  su  elemento  y  por  nada  volvería  á  su  pueblo 
cursi  y  salvaje  donde  sólo  el  trabajo  y  la  honra- 
dez prosperan. 

Luisito,  mientras  vivan  sus  buenos  padres,  resi- 
dirá en  México  «estudiando  leyes». 


•ry'^.ff'--^--.:     ■    ■v^i^- 


XXX 

¿Quién  fué  el  más  engañado? 

■  ¡Es  preciso  terminar  con  esta  novela  de  amor 
que  he  fingido  tanto  tiempo  por  placer  y  por  va- 
nidad ! 

¡Pobre  de  Julia!  sé  que  le  voy  á  dar  un  golpe 
terrible,  de  esos  que  dejan  una  herida  que  sangraj 
dolorosamente,  pero  es  preciso  resolverse  á  decir- 
le la  verdad...  Cada  día  que  pasa  es  un  nuevo  cri- 
men que  cometo  con  esa  desdichada».,  ¡Por  primera 
vez  en  mi  vida,  voy  á  hablarle  con.  sinceridad  L.. 
'  Ya  soy  hombre  completo,  un  médico  que  empie- 
za á  ser  notable... 

¡Seamos  serios! 

Así  se  dijo  una  noche  el  joven  Dr.  Montálvez,  en 
su  nuevo  gabinete  de  trabajo,  y  tomando  una  pluma, 
escribió  la   tantas   veces   proyectada   carta. 

Hacía  cinco  años  que  venía  representando  difícil 
comedia  amorosa,  fingiendo  honda  pasión  á  una  lin- 
da muchacha — Julia — ya  señorita,  jUna  de  las  más 
encantadoras    vecinas    de    la    Villa    de    Guadalupe,. 

La  conoció  en  ¡un  wagón  de  segunda,  siendo 
él  estudiante  de  medicina  y  ella  alumna  de  la  Es- 
cuela  Normal  de   Ja   Encarnación... 

Iban  enfrente  luno  de  otro;  sus  miradas  se  en- 
contraron con  destellos  de  juvenil  ardor,. 

¡Estaban  ella  tan  graciosa  con  su  claro  trajecito 
de  percal,  aun  jalto,  y  sus  cabellos  de  un  negro 
profundo,  que  eran  como   un  casco   de   ébano,   so- 


LOS  PIRATAS  »EL  BOULEVARD  119 

hre  su  pura  frente  blanca;...  él  acababa  de  estre-: 
nar  el  primer  flux  de  casimir  francés  que  usó  en 
su  vida...  y  como  era  un  moreno  fronterizo  muyj 
audaz  y  ya  su  bigotito  negro  se  arriscaba  gallar- 
damente, comprendió  que  había  causado  efecto. 

Acababa  de  llegar  á  México  y  era  preciso  que 
sus  amigos  le  conociesen  novia,  y  ¡novia  hermosa 
y  de  porvenir!...  Y  se  abonó  á  los  trenes  de  Gua- 
dalupe para  acompañar  á  la  linda  niña,  quien,  pre- 
via la  resistencia  de  los  dengues  fingidamente  hos- 
tiles, del  caso,  hubo  de  contestar  el  eterno  «que 
lo  pensaría». 

Y  así  empezó  la  comedia...  El,  desde  luego,  com- 
prendió que  no  la  amaba;  era  tontita...  pero...  ¡po- 
bre!... le  juraba  amor  con  tan  dulces  palabras  apren- 
didas en  Becker,  Zorrilla,  nuestro  Manuel  Flores 
y  Espronceda,  que  á  él  no  le  quedaba  más  que 
contestar  con  tono  melancólico,  señalando  el  alto 
cementerio  de  Tepeyac: 

« ¡Los  que  duermen  ahí  no  tienen  frío !»  Se  cam- 
biaron novelas  sentimentales  y  poemas...  y  en  las 
noches,  él  llegaba  á  su  ventana  en  la  calzada  del 
Bosque  y  charlaban  cerca  de  una  hora. 

Se  veían,  después,  cada  semana,  los  miércoles, 
día  en  que  recibía  la  familia  de  Juha  á  un  tío  ricoy 
pero  que  tenía  boca  de  sargento  de  caballería,  por 
aquello  de  las  palabrotas,  así  es,  que  retiraban  la 
niña  del  estrado   de  la   sala. 

Los  años  habían  ido  pasando  y  él  fingiendo  amor 
á  la  infeliz  Julia,  que  parecía  más  y  más  apasionada. 
¿  Cómo  «romper»  si  no  le  daba  motivos  ?,...  Además, 
era  un  orgullo  para  él,  poseer  el  retrato  de  una  tan 
bella  criatura,  y  sobre  todo,  enseñar  á  sus  compa- 
ñeros envidiosos,  aquellas  canas  impregnadas  de 
Un  arrebatador   lirismo   de   pasión...    Iban   en   esas 


m^i  . ?',  ■'    ■  "     ■  "TvJF '"  ■ 


120  HERIBBRTO  PRIAS 

cartas,  besos,  lágrimas,  perfumes  de  flores  de  slí 
jardincito  y  de  humildes  «maravillas»  cogidas  por 
ella  en  el  cerro  de  la  virgen! 

¡Pero  era  preciso  poner  punto  final  á  su  fingi- 
miento y  decir  la  verdad,  tanto  más  cuanto  que  pen- 
saba «dirigir  sus  baterías»  contra  una  chica  adinera- 
ida,  para  hacer  «un  buen  matrimonio»!.., 

Y  se  puso  á  escribir  la  terrible  carta  que  había: 
de  desgarrar  infernalmente  un  corazón  henchido 
de  amor...  Y  después  de  romper  esquelas  y  esque- 
las, optó  por  esta  breve  y  cruel  misiva: 

«Julia:  ¡Perdón!...  No  quiero  seguir  siendo  más 
criminal...  No  te  he  amado,  no  te  amo,  aunque  ad- 
miro la  grandeza  de  tu  alma  divinizada  por  la  pa- 
sión... Quise  tener  el  orgullo  de  que  fueras  mi  no- 
via... 

¡Perdón,  amiga  mía,  perdón!...  Te  enviaré  tus 
cartas  y  tú  quemarás  las  mías...  te  pertenecen... 
No  nos  conocemos. 

¡Adiós  I  ' 

Eulalio.» 

...Una  lágrima  cayó  sobre  el  cruel  billete  al  es- 
tar doblándolo,  y  murmuró  suspirando: 

—  ¡Pobre  Julia!...  ¡Voy  á  desgarrar  su  alma! 

Al  día  siguiente,  á  tiempo  de  enviar  la  terrible 
carta,  recibía  él  otra  de  JuHa...  ¿  Qué  le  escribiría 
la  desdichada,  no  sabiendo  aún  el  atroz  desengaño?... 
Rompió  la  cubierta  y  leyó: 

'  «Eulalio:  ¡Es  preciso  que  le  diga  al  fin  la  verdad 
[¡basta  de  comedia!  Soy  una  miserable...  he  fingido 
corresponder  su  amor  no  sintiéndolo...  ¡perdóneme!... 
Sé  que  lacero  su  alma...  ¡piense  en  Dios!  No  se 
desespere,  haga  un  lejano  viaje  para  olvidarme...  y 


r?- '.    ■■■•  .  ■•-  <■  - .  ■:■,'■  WiPTvi^  " 'W^-     '-'W*!.- 


LOS  PIRATAS  DEL  BOULEVARD        '  121 

olvidar  tantas  mentiras  mías...  Cuando  Vd.  vuelva, 
no  debe  conocerme,  porque  estaré  casada.   Le  en- 
viaré sus  cartas.  ■  , 
¡Adiós,  y...  perdóneme!                                    '  ^ 

[    ,  .  ,  Julia.»  '  ■  * 

'      jAh!  miserable, — rugió  colérico  el  joven  doctor, — 
¿engañarme   tanto   tiempo?...    ¡Al   fin   mujer! 


XXXI 

Por  el  amor  de  una  tiple 

Vino  á  mí  tan  trastornado,  tan  pálido,  que  me 
asustó...  ¿Se  había  vuelto  loco?  Tal  parecía,  pues 
además,  sus  ojos  me  miraban  con  una  expresión 
atónita  indefinible. 

— I  Qué  tienes  ?  ¿  que  te  pasa  ? — le  pregunté  antes 
<ie  que  pudiera  hablarme. 

Se  sentó  á  mi  lado,  clavó  en  las  mías  otra  vez 
sus  pupilas  extrañas,  y  con  los  puños  temblorosos 
por  súbito  arranque  de  cólera,  sin  saludar,  exclamó: 

—  ¡Se  acabó    todo!...    ¡Ha  muerto,   ha   muerto!... 

— ¿  Quién,  quién  se  te  ha  muerto  ? — y  al  pregun- 
tarle, mi  aflicción  fué  sincera,  creyendo  que  su  buena 
madre,  la  que  proveía  á  los  gastos  de  su  vida  di- 
lapidadora  y  extravagante,    había   muerto. 

— Ella,  á  ti  sólo  te  lo  digo!...  ¡ha  muerto  para 
mí...  ahora  sí  se  acabó  todo! — Y  el  desdichado  sollo- 
zó como  un  niño,  como  un  cobarde,  puesto  que  llo- 
raba por  una  mujer  que  no  era  su  madre. 

Entonces  comprendí.  El  pobre  me  produjo  piedad 
honda,  pero  despreciativa.  Me  dio  lástima. 

Desde  hacía  tres  años  que  mi  amigo  Enrique  vivía 
sujeto  á  la  esclavitud  de  cierta  aventurera  rapaz, 
que  había  rodado  por  los  teatros  de  las  poblaciones 
cortas  ó  de  los  barrios  de  la  Metrópoli  no  teniendo 
en  su  abono,  sino  tal  mediana  belleza,  cuyo  inmi- 
nente marchitamiento  la  había  hecho  descender  has- 
ta aferrarse  al  cuello  y  á  la  vida  de  aquel  joven 


A- 


■-if^F- 


'■w  . 


LOS  PIRATAS  DEL  BOÜLEVARD  123 

¡débil  y  buenazo,  que  era  la  adoración  de  una  madre 
consentidora,  inocente  hasta  la   ceguedad. 

El  era  un  corazón  sin  hiél,  al  que  cuando  fui- 
mos estudiantes  debimos  una  turba  de  pobretones 
innumerables  generosidades,  de  las  que  yo  conser- 
vaba grato  recuerdo;  y  más  de  una  vez  alguno  de 
los  agradecidos  fuimos  en  ayuda  de  aquel  inerme  y 
candoroso  mancebo,  víctima  casi  siempre  de  su  pro- 
pio dinero,  ó  mejor  dicho,  del  de  su  madre. 

Sería  mucho  cuento  referir  con  qué  redes  y  en. 
qué  aguas  turbias  la  exíiple  lo  pescó,  y  luego  de 
pescado  lo  afianzó  de  un  modo  tenaz,  y  tanto,  que 
tras  una  comedia  admirable  de  arrepentimiento,  lo- 
gró casarse  con  Enrique — por  la  iglesia — remachan- 
do así  la  cadena  de  nuestro  mísero  amigo. 

Asistimos  entonces  á  la  más  vergonzosa  serie  de 
engaños  y  de  infamias,  sin  que  ninguno  de  los  que 
le  queríamos  de  verdad,  nos  atreviésemos  á  interve- 
nir, ni  siquiera  denunciar  á  la  adúltera  quien,  por 
otra  parte,  comprendiendo  nuestra  actitud  simp'.e- 
mente  expectante,  se  insinuaba  con  nosotros,  provo- 
cándonos' á  ser  cómplices  también  en  aquella  men- 
guada trama. 

Enrique,  aquella  vez,  cuando  vino  á  mí  tan  tras- 
tornado y  pálido,  que  me  asustó,  me  refirió  la  histo- 
ria de  sus  desdichas  y  terminó  preguntándome: 

— Vamos,  hombre,  me  vas  á  jurar  por  tu  honor, 
que  me  dices  lo  que  sientes.  ¿  Crees  tú  que  me  enga- 
ñe?— y,  tembloroso,  tornó  á  clavar  en  las  mías  sus 
pupilas  atónitas  de  niño,  de  loco,  de  cobarde... 

Vacilé...  ¿diríala  cruel  verdad  a  ese  desventura- 
do? Callar  era  infame;  hablar  sería  doloroso,  pero 
honrado...  Para  decir  la  verdad  se  necesitaba  valor, 
y  en  aquella  ocasión  lo  tuve.  Nunca  he  hablado  coa 
más  sinceridad  como  cníonoes. 


pyv!:. 'VT:  ;•' 


124  HERIBERTO  FRÍAS    ' 

'  — Mira— le  dije  en  tono  fraternalmente  persuasivo, 
cariñoso,  como  se  habla  á  un  niño  ó  á  un  enfermo, 
á  quien  hay  que  decidirlo  á  tomar  un  brebaje  amar- 
go que  le  repugna ; — mira,  desde  hace '  tiempo,  no 
sólo  ahora,  sino  siempre  te  ha  engañado  esa  mujer; 
ha  jugado  contigo  y  con  el  nombre  de  tu  padre ;  te  ha 
puesto  en  ridículo  y  lo  seguirá  haciendo,  porque 
no  puede  ser  de  otra  manera;  es  mala  de  por  sí;  ya 
está  en  su  sangre  la  falsía;  no  puede  ser,  no  podrá 
nunca  ser  honrada ;  no  se  quiebran  así  los  caracteres ; 
vivirá  como  ha  vivido,    ¡debes  dejarla! 

Creí  convencerlo,  volvió  á  llorar;  me  abrazó  dán- 
dome las  gracias  y  salió,  según  me  dijo,  para  ulti- 
mar sus  preparativos  de  ruptura  y  marcharse  á  New 
York,  donde  pensaba  reanudar  sus  interrumpidos  es- 
tudios de  medicina. 

Quince  días  después  recibía  yo  esta  carta,  fecha- 
da en  New  York: 

«Luis:  Aunque  le  he  prometido  á  Elena  no  escri- 
birte, lo  hago  para  tener  la  satisfacción  de  decirte 
que  eres  un  miserable;  tú  también,  como  todos  los 
demás  intentaste  obtener  el  amor  de  Elena,  y  en 
venganza  de  su  resistencia,  despechado  porque  no 
era  tan  fácil  mujer  como  la  del  pasado  que  borró  su 
arrepentimiento,  urdiste  la  historia  que  me  contaste... 

»¿  Creías  haber  conseguido  que  rompiera  con  Ele- 
na?... Pues  sabes  que  hemos  venido  á  paseamos  á 
New  York,  más  contentos  que  nunca...  y  ahora,  ra- 
bia,  ¡miserable !» 

No;  no  sentí  cólera  ante  este  testimonio  de  la  debili- 
dad, de  la  demencia,  de  la  cobardía  crédula  de  mi 
pobre  amigo ;  no  sentí  sino  algo  menos  que  piedad... 
una  gran  lástima. 


frr 


XXXII 

El  hijo  de  su  papá 

Es  hijo  de  la  crápula  dorada.  Nació  en  cuna  po- 
lítico-financiera, porque  su  padre  tenía  una  mano 
puesta  en  el  trono  y  otra  metida  en  la  Caja  del  Te- 
soro público. 

Lo  bautizaron  en  la  Iglesia  de  Santa  Brígida,  y 
en  la  inisma  noche,  el  angelito  debió  volar  de  la  áurea 
cuna  para  que  lo  confirmaran  las  vestales. 

Desde  entonces,  Pepito  olió  á  incienso  y  á  popo- 
nax.  Fué  el  niño  consentido  de  la  familia,  y  su  buen 
padre  pensó  edificar  su  Banco  sobre  aquella  piedra. 

Porque  su  cabeza  era  un  monolito  hueco  que  en- 
cerraba en  vez  de  sesos  un  par  de  sapos,  un  batracio 
en  cada  hemisferio:  el  sapo  del  vicio  y  el  sapo  de 
la  codicia. 

No  había,  bajo  aquel  cráneo,  circunvoluciones,  ni 
localizaciones     cerebrales,     ni     substancia    gris,     ni 
substancia    blanca,    ni    centros    nerviosos,    ni    com 
pleja    urdimbre    de    hilos    transmisores    de    pensa 
miento,     sensación    y    voluntad.     Nada    más     sen 
cilio  que  tener  por  cerebro  un  par  de  sapos  cuyas  pal- 
pitaciones movían   al  endeble   cuerpecillo    del   niño 
consentido  hacia  los  dos  puertos  de  su  vida :  el  dinero 
y  el  placer. 

Fuéronle  propicias  tales  divinidades,  desde  su, 
más  tierna  infancia. 

El  dinero  lo  daba  «papá» ;  el  placer  lo  encontraba 
«gratis»  en  casa  de  las  vestales. 


r^y^ 


126  HERIBERTO  FRÍAS 

Fué  luego  «estudiante».  Estudiaba  con  ellas  y 
descansaba  en  las  aulas. 

El  "discípulo  llegó  á  ser  maestro.  Guiaba  á  sus 
profesores  por  el  dédalo  de  las  salas  galantes,  y  su 
perfume  favorito  era  cual  un  fluido  penacho,  detrás 
del  cual  se  iba  siempre  derecho  hacia  las  novedades 
de  la  noche  en  los  templos  de  Venus  donde  adoraba 
y  negociaba  y  era  adorado. 

En  las  alfombras  espesas,  á  la  múltiple  luz  de  losi 
foquillos  eléctricos,  ante  los  vastos  espejos  que  multi- 
plicaban su  fino  talle  ceñido  por  el  magistral  «ja- 
quet»,  sus  choclos  dibujaban  curvas  graciosas  junto 
á  las  chancleías  de  raso  y  oro  de  una  amable  com- 
pañera, al  ritmo  quejumbroso  de  un  danzón  lángui- 
do. Y  la  gran  sacerdotisa  mirábale  en  éxtasis,  enter- 
necida por  aquella  flor  de  la  juventud  estudiantil  ele- 
gante; era  la  flor  de  lis  de  su  palacio  y  el  ídolo  me- 
jor de  sus  altares. 

Porque  detrás  del  estudiante,  aquel  que  estudiaba 
en  el  vicio  y  descansaba  en  las  aulas,  era  la  carnaza 
detrás  de  la  que  iban  peces  gordos,  y  su  vocecilla 
era  la  trompeta  de  las  trompetas  más  famosas  toban- 
do llamada  de  honor  en  el  vivac  Venus,  después  de 
las  libaciones  sacras. 

Porque  la  crema  del  tedio  de  los  plutócratas  ba- 
tíala el  mancebo  con  bizarría  y  habilidad  tales,  que 
sin  molde  alguno  amasaba  toda  aquella  aristocracia 
semipodrida,  que  de  sus  manos  salía  podrida  del 
todo,  es  decir,  conquistada. 

Los  sacos  raídos  de  los  estudiantes  pobres  se  mo- 
faban—  ¡imbéciles! — de  los  maravillosos  smokings  del 
triunfante  paladín.  Porque  triunfaba.  Los  jóvenes 
profesores  amigos  suyos,  que  á  las  dulces  liras  del 
Palacio  de  Instrucción  Pública  adivinábanse,  tenían 


1 


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LOS  PIRATAS  DEL  BOÜLEVARD  127 

indulgentes  sonrisas  en  los  exámenes,  y  aprobaban  al 
Maestro. 

Su  papá,  encantado,  y  con  razón,  con  aquel  per- 
fumado y  elegante  cuasi  sabio,  abría  más  y  más  los 
bolsillos,  retirando  por  un  instante,  la  una  mano  del 
trono,  de  la  Caja  la  otra,  para  bendecir  á  su  hijo  que 
era  hijo  neto  del  boulevard  mexicano  y  de  la  época 
actual. 

Faltaba  un  blasón,  un  título,  una  posición  alta, 
en  la  política  y  un  capital  sólido  en  oro  bien  traba- 
jado por  otros,  para  hacer  un  semidiós  completo  de 
aquel  estudiantino  crapuloso  y  aristócrata  que  te- 
nía por  cada  hemisferio  cerebral  un  sapo. 

Pero  el  blasón  lo  ganó  en  las  batallas  nocturnas; 
el  «título»  otorgósele  como  docLor  en  leyes;  el  em- 
pinamiento  político  vínole  de  la  mano  de  un  discípu- 
lo tan  aprovechado  que  aventajó  á  su  maestro,  y 
que  en  una  marejada  política  subió  á  la  cúspide. 

Y  el  capital  sólido,  amasado  con  oro  fino,  reco- 
gido á  través  de  una  vida  de  trabajo  y  honradez  por 
uno  de  esos  inconscientes  que  no  saben  para  quien 
trabajan,  el  capital  soñado  para  el  pedestal  de  su 
gloria  se  lo  entregó  á  la  muerte. 

El  Destino  se  pone  de  parte  de  los  que  dignifi- 
can á  los  dioses  y  á  los  hombres  que  triunfan  sin 
combatir,  y  el  Destino  mató  á  un  buen  anciano  que 
pasó  medio  siglo  amontonando  una  fortuna  para 
su  hija  adorada...  y  lo  mató  para  que  el  vencedor 
blasonando  desde  lo  alto  del  pináculo  político  afir- 
mase bien  los  choclos  finos  sobre  el  oro  de  una  he- 
rencia magnífica. 

Y  ahora  Pepito  es  semidiós,  y  son  adorados  por 
una  Corte  numerosa  de  vasallos  los  dos  sapos  mila- 
grosos que  viven  dentro  de  su  perfunmda  y  dura 
cabecita. 


r.v-,y 


XXXIII 

Chalán  de  yeguas  humanas 

Si  sois  paseante  asiduo  en  nuestra  avenida  de  San 
Francisco,  si  tenéis  paciencia  y  deseos  de  matar  el 
tiempo,  podréis  observar  entre  la  turba  de  los  des- 
ocupados que  se  solazan  á  la  puerta  de  las  cantinas, 
entre  los  «monigotes»  que  se  la  dan  de  «gentlemen» 
acabados  de  llegar  de  Londres  ó  París,  podéis  obser- 
var, os  decía,  á  un  grave  y  muy  respetable  per-: 
so  na  je. 

Vedlo:  luenga  y  profusa  barba  blanca  encuadra 
venerablemente  el  más  apacible  rostro  que  del  más 
severo  anciano  os  podáis  imaginar. 

El  sombrero  de  seda,  de  último  modelo  parisién, 
oculta  la  frente  que  se  adivina  cargada  de  pensa- 
mientos profundos  y  nítidos,  ungida  por  alburas  de 
amores  purísimos... 

Los  ojos,  de  párpados  hinchados  y  enrojecida 
córnea,  hablan  de  penosas  vigilias,  acaso  laborío^ 
sos  estudios  de  gabinete,  acaso  de  insomnios  crue- 
les que  han  robado  la  calma  al  venerable  apóstol. 

Su  paso  es  vacilante  y  tardo  como  el  del  cami- 
nante que  ha  muchos  años  emprendiera  el  via- 
je de  la  vida  á  través  de  montañas  abruptas  y 
de  espesas  selvas  pobladas  de  trágicos  peligros. 

¿Verdad  que  causa  religioso  respeto  este  an- 
tiguo batallador,  este  filósofo  que  sin  duda  consagra 
sus  arduas  vigilias  á  la  resolución  de  graves  pro- 
blemas y  que  dedica  los  últimos  años  de  su  fatigada 


^ 


tos  PIRATAS  ÜEL  BOÜLEVARD  129 

vida  á  la  suprema  aspiración,  al  ideal,  al  bien  de  la 
humanidad  que   sufre?... 

¿Verdad  que  enternece  inefablemente  el  aspecto 
de  un  hombre  así,  de  tan  pura  silueta  de  santo 
moderno,  más  admirable  aún  que  si  fuese  un  asceta: 
antiguo?... 

Al  verlo  se  ^siente  el  ánimo  poseído  del  vehe- 
mente deseo  de  abandonar  la  estúpida  venalidad  del 
houlevard,  de  buscar  la  santa  paz  de  la  familia,  la 
serena  placidez  del  tranquilo  hogar  ó  el  perfume 
místicamente  ideal  del  templo  y  los  acordes  sacro- 
santos del  órgano  que  retumba  sus  notas  de  im- 
ploración y  ruego  en  las  bóvedas   del  santuario!.., 

* 
*    * 

Pues  bien,  sabedlo  de  una  vez  y  bajad  del  cielo: 

Ese  filósofo  de  grave  aspecto  y  de  venerable 
barba  blanca  encuadrando  im  rostro  de  ideal  pu- 
reza, ese  santo  de  frente  cargada  de  pensamientos 
albos  y  de  fulguraciones  castas,  ¡es  un  avaro  y 
sórdido  vendedor  de   carne  femenina! 

Ese  aspecto  de  ideal  ascetismo  encubre  la  rapaz 
miseria  del  corredor  de  mujeres  bellas... 

Porque  ese  de  la  barba  de  armiño,  luenga  y  se- 
veramente peinada,  vende  al  mejor  postor  mujeres  de 
todas  clases,  de  todas  razas,  de  todas  edades. 

Es  un  admirable  comisionista  en  la  trata  de  carne 
viva  de  mujer... 

Entiende  su  negocio  maravillosamente  y  és  un 
conocedor  práctico  y  sutil  de  «su  especialidad». 

Ni  el  más  hábil  comerciante  en  yeguas  finas  es 
capaz  de  poseer  toda  la  práctica  y  también  toda  la 
teoría  de  este  mercachifle  encanecido  en  el  tráfico 
Üe  mujeres  de  venta:  vírgenes,  tiples  ó  bailarinas. 

Los  piratas  del  ioukvard  9  , 


''•yvszy  ■  •       :  "  .  '    ■     ,J^> 


Í30  kÉRIBERTO  trías  * 

Conoce  el  género  á  primera  vista.  Es  de  una  saga- 
cidad pasmosa  para  descubrir  en  cualquier  serrallo 
del  más  vil  lugarejo,  á  la  «hembra-perla»,  á  la  que 
promete,  á  la  que  puede  «dar  mucho  de  sí». 

Es  un  chalán  casi  mágico.  Conoce  al  primer  gol- 
pe la  edad,  el  estado  sanitario,  las  mañas  y  las  cua- 
lidades de  cualquier  hembra  de  compra  ó  venta  que 
le  presenten. 

Su  fallo  en  este  sentido  es  inapelable. 

Respecto  á  las  potrillas  ó  potrancas  recién  llega- 
das, melindrosas  ó  bisoñas  que  no  conocen  aún  el 
oficio,  ni  saben  de  freno,  ni  se  conoce  si  servirán  para 
«silla»  ó  para  «tiro»,  el  venerable  anciano  es  una 
maravilla  extraordinaria;  las  educa  perfectamente; 
las  amansa  y  las  adiestra  conforme  á  un  método 
secreto  y  de  uso  exclusivo  suyo  infalible... 

¡Caramba!  ¡Vaya  si  las  deja  como  una  sedita! 

Le  consultan  todas  las  traficantes  en  el  mismo 
arte,  comercio  y  oficio,  desde  la  más  encopetada 
«ama  de  cría»  hasta  la  última  insignificante  Celes- 
tina ó  el  «Correvedile»  cualquiera  de  cualquier  Aca- 
demia de  baile! 

Para  poner  nombres  y  «alias  á  las  yeguas  huma- 
nas»— como  él  en  su  lenguaje  pintoresco  les  llama- 
se pierde  de  vista  el  chalán. 

«Alias»  que  él  pone  nadie  se  lo  quita  á  la  hem- 
bra «honrada»  por  él...  porque  ¿qué  honra  mayor 
puede  aspirar  que  tener  un  «alias»  semejante  á  algo 
como  un  «título  de  cartel»? 

Tiene  por  discípulo  aventajadísimo  á  un  ilustre 
mozalvete  cojo,  á  quien  pintaré  próximamente. 

Ved  al  ilustre  personaje  encanecido  por  lustros 
de  abominable  tráfico  de  carne  viva  de  mujer;  vedlo 
con  su  luenga  barba  blanca  de  profeta  y  su  frente 
cargada  no  de  pensamientos  puros  sino  de  infamias 
abyectas...  Vedlo  como  en  el  «boulevard»  conoce  á 
todo  el  mundo...  y  como  sus  ojos  voraces  desnudan  á 
las  mujeres  honradas  que  no  adivinan...  y  más  vale 
así...  que  un  viejo  demonio  las  ha  profanado!... 


"f^--- 


XXXIV 

La  cómplice 

—  ¡Pero  es  el  colmo  de  la  monstruosidad  y  del 
absurdo  el  que  la  madre  del  esposo  engañado  solape 
las  infamias  de  la  esposa  adúltera  y  se  convierta  en 
la  cómplice  más  segura  del  crimen,  por  fortuna,  tan 
raro  en  México!...  ¡No,  no,  eso  no  puede  ser  cierto, 
es  demasiado,  debe  haber  calumnia!  ¡y  qué  ca- 
lumnia!... 

— Así  pensé  yo  también  cuando  me  lo  contaron... 
pero  tuve  que  rendirme  á  la  evidencia  de  la  reali- 
dad; mas  no  para  indignarme,  sino  para  enternecer- 
me, porque  el  drama,  más  que  criminal,  es  patético; 
la  madre  cómplice  de  la  adúltera  que  engaña  al  hijo, 
es  admirable  por  la  abnegación,  y  sublime  por  el 
dolor  qué  calla... 

Usted  sabe  que  en  todas  estas  sombrías  historias 
de  adulterios,  el  esposo  es  el  único  que  ignora  el 
caso...  ¿Quién  va  á  decirle  la  verdad?...  Pues  bien, 
aquí  la  madre  á  que  me  refiero,  no  sólo  no  quiso 
hablar  de  su  ruina  al  pobre  hijo  crédulo,  sino  que 
ocultó  las  liviandades  de  la  esposa,  la  cuidó,  no  por 
esta  misma,  sino  por  no  amargar  inútilmente  la  vida 
de  su  adorado  hijo...  la  existencia  muy  breve,  como 
al  fin  lo  fué,  del  triste  enfermo...  ¡Oh,  esta  es  una 
historia  para  hacer  gemir  á  las   piedras!... 

El  era  un  buen  hombre,  como  casi  todos  los  ma- 
ridos engañados — eso  es  viejo  y  clásico, — había  he- 
•cho  su  pequeña  fortuna  valientemente,  como  inge- 
niero audaz  al  servicio  de  una  compañía  americana, 
que  lo  envió  á  las  sierras  del  Estado  de  Sonora,; 
donde  luchó  contra  el  desierto,  que  es  malo,  contra, 
los  indígenas  ignorantes  y  fanáticos,  que  suelen  ser 
peores.  Venció.  Hizo  exploraciones  mineras  fructí-i 
feras,  acopió  datos,  los  agrupó  y  llevó  una  riq;uez^ 


*«?*■ 


132  HERIBERlO  FEÍAS 

á  la  compañía,  que  hubo  de  ser  relativamente  gene- 
rosa con  él. 

Y  digo  relativamente,  porque  él  había  dejado 
ten  las  esperanzas  de  la  Sierra  Madre  lo  que  no  se 
paga  con  todo  el  oro  del  mundo  ni  con  todos  los  ho- 
nores :  la  salud...  ¿  No  le  parece  á  usted  que  son  de 
causaí  lástima  todos  esos  desventurados  que  se  obs- 
tinan en  una  conquista  de  fortuna  metálica,  para 
que  al  obtenerla  se  encuentren  pobres  de  salud,  indi- 
gientes  de  alegría  y  de  tranquilidad?  Vuelven  ricos 
de  dinero,  pero  exhaustos  de  cuerpo  y  de  alma,  in- 
capaces de  disfrutar  del  cúmulo  de  bienes  que  pro- 
porciona el  dinero  al  que  está  sano... 

Llegó  agotado,  enfermizo,  roído  el  estómago  por 
incurable  dispepsia,  reumático,  hecho  una  miseria 
humana,  una  ruina  precoz... 

La  madre,  solícita  lo  esperaba...  Anheló  con  toda 
su  alma  endulzar  la  mísera  existencia  de  su  pobre 
hijo. — Es  preciso  que  te  cases — le  aconsejó — con  una 
buena  muchacha,  una  que  sea  pobre  y  capaz  de  ab- 
negación, de  ser  tu  constante  enfermera.  Tú  has 
descubierto  minas  de  oro  en  la  Sierra  para  enri- 
quecer á  la  compañía  y  yo  he  encontrado  una  mina 
de  ternura  para  enriquecer  nuestras  dos  almas. .< 
Esa  mina  es  Juana  ¿  te  acuerdas,  la  hija  de  Don  An- 
tonio ?... 

Los  casó.  Y  sucedió  el  drama.  Hay  que  insistir — 
en  atenuante  de  la  muchacha — que  él  estaba  más  en- 
fermo que  nunca,  envejecido  y  por  supuesto  triste... 
¡pero  la  adoraba!... 

Pues  bien,  cuando  la  madre  supo  la  traición,  hubo 
una  atroz  escena. — Usted  sabe  que  en  las  poblacio- 
nes cortas  como  Tlálpam  se  conoce  todo,  aun  lo 
más  íntimo.  Dicen:  la  adúltera  prometió  enmendar- 
se... ¡ay!  pero  fué  «la  enmienda  del  borracho»;  «el 
que  ha  bebido,  beberá»,  y  «la  que  ha  pecado,  peca- 
rá»... Volvieron  las  traiciones...  todo  Tlálpam,  todo 
México  lo  supo,  y  acaso,  tornaron  también  las  es- 
cenas entre  la  madre  desolada  y  la  adúltera  arre- 
pentida, sinceramente,  tal  vez,  las  primeras  veces, 
después  convencida  de  que  contaría  en  lo  de  adelante 
fpn  una  cómplice  admirable...  Porque  ya  usted  lo 


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LOS  PIRATAS  DEL  BOULEVARD     '  135 

habrá  comprendido,  el  hijo  ignoraba  todo,  gracias, 
entre  otras  cosas,  al  cuidado  con  que  la  madre  ro- 
deaba las  liviandades  de  la  esposa!...  ¡Quizá  in- 
fluía también  un  poco  el  remordimiento  de  la  des- 
venturada anciana  de  haber  escogido  ella  la  novia  I 
Desde  entonces  fué  bien  sabido  que  si  la  perversa 
criatura  se  mostraba  imprudente  y  descarada,  era 
porque  tenía  una  cómplice,  porque  la  misma  madre 
vigilaba  porque  el  hijo  ignorase  aquéllo...  Ahora  se 
imagina  usted  la  novela  de  dolor  y  de  desesperación, 
de  vergüenza  y  de  remordimientos  que  viviría  la 
infeliz,  agitándose  en  torno  del  adulterio  enteramen- 
te renovado  con  que  se  infamaba  á  su  hijo,  cuya; 
vida  protegía  contra  la  verdad,  la  cruel  verdad  que 
ocultaba  con  tanto  cuidado.  ¿  Ha  imaginado  usted 
nunca  drama  más  cruel  y  más  siniestro?...  Pues  ya 
ve  usted  como  eso  apenas  es  creíble,  por  parecer  el 
colmo  de  la  monstruosidad  y  del  absurdo;  es,  na 
obstante,  muy  por  el  contrario,  un  silencioso  Gólgota 
maternal. 


XXXV. 

El  Gato 


Rostro  de  gato  y  alma  de  zorro.  Sus  ojos  redondos 
de  pupilas  verdosas  fácilmente  dilatables,  inteligen-i 
tes  y  melosas,  melosas  y  suaves  como  de  fino  tercio- 
pelo en  que  la  luz  prendía  adormecedores  reflejos, 
eran  de  una  admirable  expresión  felina.  Pero  aun 
más  todavía  sus  ojos,  la  boca  abultada  y  la  chata 
nariz,  empinándose  difícilmente  sobre  los  siete  pelos 
erectos  y  alumbrados  del  bigote,  completaban  el 
ladino  aspecto  gatuno  de  aquella  faz  un  tanto  abota- 
gada por  el  insomnio  y  la  crápula. 

Así,  pues,  á  juzgar  por  la  simple  apariencia,  su 
alias  de  «El  Gato»,  estaba  plenamente  comprobado. 
Mas  sus  costumbres,  sus  mañas  eran  de  zorro:  un 
zorro  borracho  y  hablador,  es  decir,  un  monstruo. 

El  gato  solía  pasar  en  la  Cárcel  de  Belén  delicio- 
sas temporadas  de  treinta  días,  durante  los  cuales  re- 
paraba los  desastres  de  su  ropa  y  de  su  cuerpo, 
viéndose  obligado  á  abandonar  la  vida  de  perpetua 
orgía,  la  vida  nocturna  que  arrastraba  entre  figones 
y  hoteluchos,  cuchitriles  non  sanctos  en  descomuna- 
les «parrandas»,  con  gente  de  la  peor  ralea,  á  la 
que  entretenía  con  sus  canciones  obscenas  y  sus  cru- 
das anécdotas. 

Durante  el  día  era  «mendigo  decente»;  durante  la 
noche,  payaso  indecente,  cirquero,  pobre  diablo  cu- 
yas suertes  mejores  eran  beberse  de  un  sorbo  un 
cuartillo   de  mezcal  y  quedar   tan   fresco... 

Era  un  maravilloso  fenómeno  de  resistencia:  pa- 
recía inverosímil  que  el  desenfrenado  truhán,  que  ro- 
daba en  las  noches  por  los  peores  barrios  sus  carca- 
jadas y  canciones  escandalosas,  fuera  el  mismo  que 
al  día  siguiente,  á  eso  de  las  once,  vistiendo  la  le- 
yita  raída  y  el  sombrero  de  bola  del  mendigo  ás 


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LOS  PIEATAS  DEL  BOULEVARD  135 

Sglesiá  aristocrática,  merodease  con  desolado  aspec-í 
to  por  Santa  Brígida  la  Profesa. 

Era  de  los  que  se  acercaban  discretamente  á 
cualquiera  dama  enlutada,  á  alguna  buena  señora  de 
aspecto  ingenuo,  cuando  no  á  una  joven  de  casa  rica, 
de  esas  que  no  saben  ni  pueden  saber  la  diferencia^ 
que  hay  entre  la  miseria  y  el  vicio,  entre  la  indigen- 
cia anónima  y  la  desvergüenza  que  pide  limosna; 
se  aproxima  á  su  víctima  y  con  una  destreza  finísima 
de  exquisito  arte  dramático,  soltaba  frases  entre-? 
cortadas  «por  la  mortificación  y  la  pena»,  relatando 
en  sabios  fragmentos  una  historia  patética. 

A  veces  aparecía  como  un  veterano  víctima  de  las 
envidias  de  los  jefes  que  habían  sido  sus  subalternos 
y  que  «por  dignidad  y  orgullo»  mejor  pedía  limosna  á 
una  persona  tan  noble  como  aquella  á  quien  ha- 
blaba, que  humillarse  á  solicitar  una  colocación  á 
un  canalla  de  los  que  ocupaban  elevados  puestos. 
iY,  naturalmente,  esto  lo  adornaba  el  Gato  con  de- 
talles tristísimos:  la  esposa  tendida,  uno  de  los  hijos, 
el  mayor  precisamente,  inválido  por  un  choque  de 
trenes,  etc. 

Profunda  psicología  desarrollaba  nuestro  felino 
personaje  al  escojer  sus  sablazos.  Clasificaba  diestra- 
mente á  sus  clientes  en  varias  categorías :  los  tontos, 
los  dóciles,  los  sentimentales,  los  vanidosos  y  los 
fanáticos. 

— Unos  «se  caen  muertos»  con  la  limosna — decía 
él  en  sus  confidencias  á  sus  camaradas  en  las  horas 
plácidas  de  la  Cárcel — porque  no  se  les  moleste,  por 
egoístas  que  no  quieren  oir  hablar  de  sufrimientos, 
falsos  ó  verdaderos,  que  no  gustan  de  quejumbres  y 
tratan  de  librarse  «de  uno»;  otros  creen  que  de  veras 
es  «la  cosa»;  los  farsantes  por  el  orgullo  de  dar  eni 
público,  de  tener  un  pobre  á  quien  proteger,  y  los  fa- 
náticos por  miedo  al  infierno  ó  por  espíritu  de  lucro 
celestial,  recordando  aquello  de  que  Dios  les  da 
más — ciento  por  uno,  según  cálculos  fidedignos. — 
Estas  especies  de  clientes  se  encierran  en  dos:  co- 
bardes é  imbéciles; — él  decía  palabras  un  poco  más 
enérgicas,  pero  inescribiblcs. 

.Cuando  p,qr  sus  escándalos,  sus  timos  de  la  dig-! 


-rjasp»- 


1S6  HEEIBERTO  PRIAS 

tildad  que  pide  limosna,  «caía  en  Belén»  el  desáitá-í 
pado  Gato,  enflaquecido,  yunque  hinchado  por  el 
exceso  de  aguardiente  y  la  falta  de  pan,  entraba  en 
Una  etapa  de  rejuvenecimiento:  los  «presidentes»  ca- 
pataces de  los  presos  se  lo  disputaban  para  que  les 
hiciese  sus  memorias,  ó  cartitas  de  amor,  ó  cancio- 
nes... 

En  las  noches  entre  cigarro  y  cigarro  y  sorbo  y 
sorbo  de  café,  en  la  enorme  galera  rumorosa,  ca- 
liente, turbia,  en  las  largas  noches  de  la  Cárcel,  es- 
cuchándose á  lo  lejos  el  alterno  alerta  de  los  centii- 
nelas  y  los  dobles  lamentables  de  las  campanas,  el 
Gato  contaba  sus  aventuras  y  desventuras,  enrique- 
ciéndolas con  ima  facundia  de  detalles  cómicos  y  pi- 
cantes, que  solazaban  de  lo  lindo  á  sus  oyentes  apre- 
tados en  torno,  en  respetuoso  y  atento  corrillo. 

Estas  consideraciones  y  labores,  le  valían  vestir- 
se de  nuevas  carnes  y  de  nuevas  ó  casi  nuevasi 
telas,  y  al  mes,  el  digno  «Gato»  salía  hecho  un  prócer,í 
dispuesto  á  gastar  sus  ahorros  en  francachelas  y 
á  esgrimir  con  más  discreción  y  tino  su  gran  sable 
de  abordaje  en  el  Belfo  propicio  del  boulevard,  en- 
tre los  escollos  de  las  cantinas  y  las  ensenadas  de 
las  iglesias  aristocráticas. 


•^I5!!r?'7^: 


XXXVI  ;    ' 

Las  inseparables 

Ella,  la  alta  y  de  talle  fuerte  y  erguido,  es  toda- 
vía una  hermosa  mujer,  una  soberbia  y  real  hembra. 

Está  en  el  delicioso  otoño  de  la  vida  femenina,  y 
ídan  testimonio  de  que  aun  no  se  extingue  en  ella 
el  fuego  de  las  pasiones,  sus  ojos,  sus  grandes  ojos 
negros  que  parecen  dos  ascuas  de  lumbre  viva. 

¡Y  qué  ademán  de  altiva  fiereza  es  el  de  la  alta 
señora,  que  rara  vez  desciende  de  su  coche! 

Desde  su  asiento  pasa  revista  á  la  muchedumbre 
iqüe  se  codea  en  las  aceras  de  las  calles  de  San  Fran- 
cisco y  Plateros,  del  Refugio  y  de  la  Independencia. 

Y  los  buenos  mozos  que  ya  conocen  los  relám- 
pagos de  aquellos  ojazos  apasionados,  dicen,  estre- 
mecidos de  lujuriosa  emoción  al  columbrar  á  la  es- 
pléndida mujer: 

—  ¡Ahí  van!    ¡Ahí  van! 

— ¿Quiénes? — suele  preguntar  algún  novicio  en  los 
secretos  tesoros  femeninos  que  pasean  por  aquellas 
benditas  calles  boulevarescas. 

— ¿Cómo  quiénes?...  ¡Las  dos!  ¡Las  inseparables! 
La  activa  y  la  pasiva. 


Porque  hay  que  advertir  que  la  soberbia  mujer  de 
fiero  ademán  y  ojos  como  ascuas,  jamás  pasea  sola. 

Tiene  una  amiga,  una  inseparable  y  fiel  amiga, 
iqüe  si  fuera  de  su  estatura,  parecería  su  sombra,  á 
fuerza  de  ir  siempre  juntas. 

La  que  acompaña  á  la  gentil  hembra  es  también 
Una  bella  criatura. 

Es  vivaracha,  pero  sumisa,  pequeñita,  nerviosa; 
íie  cutis  moreno,  tostado  y  ojos  verdes  obscuros  que 


f,i'-'i-'f::^T'-- 


188  HERIBERTO  FRlAS 

también  echan  chispas.  Su  pelo,  siempre  peinado 
en  bucles  cortos,  le  da  una  gracia  perversa  al  ros- 
tro de  diablillo. 

Viste  con  la  misma  elegancia  que  su  amiga.  Las 
dos  charlan  y  rien  mirándose  recíprocamente  con 
¡aquellas  sus  pupilas  cuyos  fulgores  chocan  como 
dos  aceros... 

Una  amistad  entrañable  une  estrechamente  á  las 
dos  amigas,  á  las  dos  guapas  amigas  que  suelen  pa- 
sear sus  hermosuras  en  un  automóvil  de  lujo. 

Por  eso  en  el  boulevard  se  les  ha  bautizado  con  el 
nombre  genérico   de   las   «inseparables». 

*     * 

'  ¿Quiénes  son?...  ¿De  dónde  vinieron?...  ¿Cómo 
viven?...  ¿Qué  sociedad  frecuentan?  y  ¿qué  socie- 
dad las   frecuenta? 

Estas  preguntas  hechas  con  palpitante  entonación 
erótica  se  hacen  muchos  pobres  diablos,  que  al 
verlas  vestidas  con  ricos  trajes  y  engalanadas  con 
finas  piedras  auténticas,  pierden  la  esperanza  de 
aproximarse  personalmente  á  las  bellas  «insepara- 
bles». 

Pero  algo,  algo  se  sabe  de  ellas...      ,  .      . 

* 

Dícese — sotto  voce,  por  supuesto — que  la  alta, 
la  del  soberbio  ademán  de  princesa,  es  esposa  de  un 
rico  hacendado  que  hoy  viaja  por  Europa  y  que  está 
separado  de  su  bella  mitad,  precisamente  «por  eso»... 
«¿  Por  eso  ?»...  «Por  eso»,  por  la  amistad  entrañablq 
que  desd«  ha  mucho  la  une  á  su  linda  compañera, 
á  la  vivaracha  morenita  de  bucles  cortos  y  negros, 
la  del  rostro  maligno  de  diablillo  recién  escapado 
del  infierno  para  tentar  vestido  ricamente  de  mujer, 
á  los  hombres... 

Sí.  Cuéntase  entre  excitados  camaradas  de  copas, 
que  al  tmen.  hombre,  fspeoso,  de  la  real  hembra,  nq 


^,  ■:  .■  ■  ._T>r"!^j^.<-T5^^«;-^ni^r 


LOS  PIRATAS  BEL  BOULEVARD  139 

le  pareció  de  perlas  la  armstád  de  su  señora  por  la^ 
travesilla  amiga... 

Su  intimidad  era...  demasiado  íntima...  ¡Juntas!... 
«[Siempre  juntas!» — parecía  ser  el  tema  que  se  ha- 
bían jurado   cumplir   ambas. 

Y...  ¡caramba!...  Eso  de  no  separarse  «absoluta- 
mente» para  nada...  pareció  excesivo  al  legítimo  con- 
sorte. 

Y  hubo  naturalmente  explicaciones,  sus  querellas, 
y  por  fin,  la  separación. 

— O  yo  ó  tu  amiga.  Elige — gritó  al  fin  el  esposo 
en  un  arranque  de  energía. 

Y  ella  eligió  la  amiga.  Del  esposo  admite  sólo 
el  dinero. 

* 

*     * 

Las  dos  pasean  triunfalmente  su  mutuo  amor  y 
parece  que  gozan  exponiéndolo  al  público,  orgullo- 
sas  de  no  necesitar  ni  del  dinero  ni  del  amor  del  hom- 
bre. Porque  para  ellas  un  esposo  no  es  un  hombre. 

Sin  embargo,  hay  quien  asegura  que  no  podrían 
ostentar  tan  suntuosos  trajes,  ni  engalanarse  con 
gemas  de  alto  precio,  si  no  transigieran  á  veces 
con  las  pretensiones  de  algunos  proceres  que  las 
ablandan  con   soberbios  presentes. 

Y  se  agrega  que  cuando  no  aparecen  en  el  bou- 
levard,  es  porque  están  momentáneamente  separadas. 

* 

Así  pues  sé  explican  muchos  los  eclipses  de 
esa  estrella  doble  de  lindas  mujeres  que  gozan  pa- 
seando con  orgullo  triunfal  su  intimidad  entrañable, 
su  volcánico  amor  de  voraces  almas  femeninas  que 
desprecian  al  hombre,  sabiéndose  crear  sin  él,  un, 
paraíso  de  amor  sáfico. 


í"5^:  ■•■■-- •-"    ■•     ^J'W^ 


XXVII 


Una  áspera  vieja  fué  la  maestra  de  esas  lindas 
pasteleritas  famosas  en  la  Avenida  de  San  Fran- 
cisco. 

¡Increible  parecía  que  aquella  anciana  tan  brus- 
ca, tan  biliosa  y  tan  áspera,  pudiese  haber  conquis- 
tado  á  la   villa  entera! 

Dominaba  en  el  pueblecillo  de  San  Juanico,  cual 
una  reina  despótica,  indiscutible.  Ni  el  mismo  cura, 
ni  el  propio  Subprefecto,  pariente  muy  cercano  del 
Gobernador  del  Estado,  tenían  la  respetuosa  sumi- 
sión del  villorrio,  ni  gozaban  de  tanta  simpatía 
y  tan   franca  y  espontánea   popularidad. 

Paréceme  verla  aún,  alta  y  seca,  fiero  el  ceño 
de  su  rostro  enjuto  y  velludo,  cuyo  aspecto  varonil 
era  un  contrasentido  en  la  beata  señora;  paréceme 
estarla  contemplando,  siempre  envuelta  en  su  gran 
tápalo  verde-negro  en  una  lejana  época — y  su  ena- 
gua  de   merino,   verdosa   también. 

No  obstante  su  avanzada  edad,  marchaba  siem- 
pre de  prisa,  muy  erguido  el  busto,  pisando  fuerte 
y  hablando  con  voz  agria  y  dura,  en  la  que  ponía 
toda  la  bilis  de  un  incurable  mal  crónico,  que  pa- 
decía desde  tiempo  inmemorial,  desde  la  época  en 
que  admiraba   á  Su   Alteza   Serenísima. 

Aquel  rostro  de  vieja  regañona,  que  se  permitía  el 
lujo  de  increpar  al  Subprefecto  de  San  Juanico, 
y  de  corregir  los  sermones  del  cura,  era,  no  obs- 
tante, la  gloria  más  legítima  y  más  justamente  en- 
vidiada de  la  localidad. 

¿Y  como  no,  si  tenía  el  monopolio  de  una  pro- 
funda ciencia,  que  ciencia  era  entonces  y  de  lo  más 
selecto?... 

No  había  de  ser  ciencia  el  prodigioso  cúmulo  de 
recetas  que  para  hacer  todo  género  de  dulces,  bizco- 


'^  •  .-■•>^-"Vr;7C  • 


LOS  PIKATAS  DEL  BOÜLEVARD  141 

clios  y  pasteles,  poseía  la  bienaventurada  Doña  Mer-: 
ceditas  ? 

¿  No  había  de  ser  ciencia  aquéllo,  cuando  aun-; 
que  otras  se  apoderasen— por  medio  de  males  artes^ 
de  las  tales  recetas,  al  poner  en  ejecución  las  bellas 
teorías,  resultaba  que  «conservas»,  «jamoncillos»^ 
«guayabates»  ó  lo  que  fuese,  no  contenían  ja- 
más, ni  siquiera  la  comparación,  con  lo  que  Doña' 
Merceditas   preparaba  ? 

Vamos  á  ver,  ¿  qué  bizcochos  prefería  para  el 
chocolate  el  Señor  Obispo  de  Querétaro,  S3gún  pú- 
blica voz  y  fama,  sino  los  que  aderezaba  en  San 
Francisco  la  ilustre  señora? 

¿  Los  canónigos  de  la  Colegiata  de  Guadalupe  no 
se  pirraban  por  los  «condumbios»  que  ella  única- 
mente sabía  preparar,  según  antiquísima  y  respe- 
table tradición? 

Y  es  que  Doña  Merceditas  había  pasado  toda, 
su  juventud, — que  joven  y  muy  bella,  por  cierto,  fué 
en  otro  tiempo,  cuando  Dios  quería, — al  lado  de 
monjas,  que  no  por  ser  muy  piadosas,  y  á  los  éxta- 
sis místicos  aficionadas,  dejaban  de  estar  adheridas  á 
este  mundo  terrenal  y  corrompido  por  hilos  y  la- 
zos tan  dulces  y  sutiles,  cual  si  de  cajita  de  leche 
fuera  la  materia  prima  de  su  integridad. 

¡Sólo  Dios  sabe  todo  lo  que  la  alta  y  tiesa  señora 
aprendió  en  tan  luengos  años,  como  pasó  en  los  más 
afamados    Conventos    de    Querétaro! 

De  allí  aquel  arte  suyo  para  condimentar  bizco- 
chos que  han  pasado  á  la  leyenda  y  que  hoy  sólo  sa 
conocen  por  venerables  tradiciones  de  familia;  de 
allí  ese  golpe  de  vista  genial  que  forma  la  gloria,  lo 
mismo  de  los  grandes  estratégicos,  que  de  las  mara- 
villosas cocineras ! 

Después  de  las  Leyes  de  Reforma, —  ¡ay  de  quien 
osara  remover  los  recuerdos  terribles  en  Doña  Mer- 
ceditas!— después  de  la  exclaustración,  ella,  la  sir- 
vienta humilde,  se  ensoberbeció,  y  alta,  brusca,  agria 
y  biliosa,  dióse  á  recorrer  la  República,  dejando 
tras   sí  una  estela  de  admiración. 

{Pero  ay!  en  ninguna  parte  se  podía  soportar  el 
carácter  de  basilisco,  que  pretendía  en  sus  sangui- 


??T' 


142  HERIBERTO  FRÍAS 

nolentos  ojos,  chispas  que  parecían  salir  del  mismo 
infierno  y  no  de  un  pecho  cubierto  de  escapularios  y 
sagradas  y  milagrosas  estampas.  ' 

Doquiera  se  le  abrían  las  puertas  y  á  donde  iba 
«iba  su  fama  con  ella»... 

¡Buenos  estaban  los  canónigos  para  dejar  perder 
la  pista  á  quien  surtía  de  sabrosas  «puchas»  quere- 
tanas  sus  despensas! 

Hasta  que,  por  fin,  por  mal  de  los  pecados  del 
vecindario  de  San  Juanico,  según  unos,  y  en  pre- 
mio de  la  devoción  cristiana  que  le  era  caracterís- 
tica, según  otros,  y  éstos  eran  los  más,  Doña  Merce- 
ditas,  sentó   sus  reales  en  mi  pueblecillo  natal. 

« — Aquí  está  Dios, — le  dijeron.  ■ 

'    '  Y  pensó — no   hay  más  allá.»  ; 

Y  desde  entonces  ella  «se  creció»  más  aunque  las 
cocinas  en  que  ella  entraba  quedaban  desde  luego 
consagradas,  y  las  familias  que  daban  asilo  á  la 
alta  y  seca  Doña  Merceditas,  recibían  algo  así  como 
un  nobilísimo  privilegio  y  gran  favor. 

A  nadie  saludaba,  no  amaba  á  los  niños  ni  los 
niños  la  querían,  incapaces  de  admirar  el  prodi- 
gio de  sus  conservas  y  pasteles,  tenía  conciencia  de 
ser  en  la  tierra  una  representante  de  la  Voluntad 
Divina,  que  debía  ser  adorada  y  bendecida,  cual 
una  Santaj,  y  he  aquí  por  qué  aquel  ser  verdaderamen- 
te extraordinario  había  dominado,  orgulloso  y  úni- 
co, á  la  villa  de  San  Juanico. 

Pero  el  dinero  todo  lo  vence;  un  empresario  fran- 
cés le  envió  algunas  muchachas  para  que  les  diera 
clases  de  repostería,  y  he  aquí  porqué  esas  lindas, 
pasteleritas  del  boulevard  resultaron  tan  aptas. 


.v-,j^.,:f„.^-  -  \     -IW 


XXXVIII  : 

Un  paladín  solitario 

Me  miró  fijamente  al  fondo  de  las  pupilas;  se 
retorció  el  bigotillo  gris,  y  decidido  al  cabo,  soltó 
su  confesión.  Y  acaso  por  primera  vez  en  su  vida 
fué  sincero.  Desnudó  la  miseria  de  su  alma  altanera, 
egoísta  y  envidiosa,  y  al  contarme  sus  crímenes  y 
vicios  detalló  las  torturas  de  su  propio  castigo. 

Me  dijo: — Esta  soledad  mía,  este  aislamiento  ab- 
soluto, son  la  causa  de  mi  tristeza  incurable,  sin 
término  y  sin  misericordia...  Pero  también  forman, 
mi  orgullo...  ¿  El  orgullo  de  un  impotente,  dirá  us- 
ted?... Crea  lo  que  quiera...  Estoy  solo...  mis  ami- 
gos— mejor  dicho,  mis  examigos, — antiguos  camara- 
das  de  orgía,  de  labor,  de  miseria  y  de  ensueños, 
me  han  dejado.  Como  dice  la  vieja  canción:  «unos 
se  han  muerto,  otros  se  han  ido»,  y  yo  digo:  ¡vayan 
todos  al  diablo!...  Amo  el  recuerdo  de  los  amigos 
muertos,  de  los  que  sucumbieron  al  pie  del  cañón — 
y  señaló  su  copa — y  odio  á  mis  amigos  idos...  ¡Tráns- 
fugas! se  han  convertido  en  patriarcas;  se  han  ca- 
sado; tienen  esposa,  hijas  y  negocios;  se  levantaní 
temprano:  beben  chocolate  después,  ¡eUos  que  sa- 
ludaban conmigo  el  nuevo  día  con  un  gran  bok  de 
cerveza  cuando  no  divino  ajenjo !...  Me  insultan  con 
su  felicidad...  Bien  se  conoce  que  no  sufren;  pien- 
san en  sus  hijos,  en  su  mujer  y  en  el  dinero!  ¡bur- 
gueses!... No,  no  puedo  perdonarles  su  traición... 
Viven  limpios,  hacen  negocios,  ganan  dinero,  com- 
pran juguetes  y  dulces  para  sus  cachorros  y  en-; 
gordan!...  De  la  antigua  legión  bohemia  sólo  quedo 
yo...  Yo,  yo  soy  el  único  representante  de  la  vieja 
falange;  el  único  que  ha  quedado  con  talento  y  dig- 
nidad soy  yo!... 

Para  mí  no  son  ahora  sino  fantasmas,  obesas  ca- 
jricaturas  ridiculas  de  aquellos  gallardos  mozos  ¡a^- 


'■Ja"." 


144  HEBIBEBTO  FRÍAS 

tístas...  En  vano,  en  ocasiones,  los  llamo  á  la  chaf- 
la  de  un  tiempo,  alegre,  picante,  substanciosa,  aguda: 
á  hablar  de  los  compañeros,  á  burlarnos  de  los 
principiantes  y  á  desnudar  á  las  esposas  y  queridasi 
de  todos,  frente  al  vientre  propicio  del  cantinero, 
delante  de  la  copa  llena!...  en  vano!...  se  han  casado 
y  beben  agua!  perjuros,   cobardes!...    ¡temperantes  1 

Bebió  un  nuevo  trago  y  continuó,  entre  cómicoj 
y  sombrío,  con  ironía  y  rabia: — Se  han  alejado  dei 
mí;  ya  son  otros...  ¿qué  puedo  esperar  yo  de  estos 
pobres  exjóvenes  y  exartistas  ?...  Ño,  no  tienen  ta- 
lento, no  tienen  dignidad,  no  la  pueden  tener  quie- 
nes no  producen  ya  sino  hijos  y  dinero...  ¡Pensar* 
que  estos  mismos  bebían  ajenjo  y  charlaban  con, 
igual  donaire  de  los  malos  poetas  y  de  las  alegres 
mujeres,  éstos  que  hoy  comen  dulces  y  beben  agua  !..^ 
¡degenerados ! 

Yo  recogí  el  estandarte  de  la  tropa  bohemia  en 
plena  deserción...  Soy  el  abanderado^ del  Ideal  y  del 
Honor...  por  eso  estoy  solo... 

Púsose  serio.  Abandonó  un  tanto  el  acento  de 
mofa  con  que  parecía  burlarse  de  quienes  hablaba 
y  de  sí  mismo — brillaban  sus  ojos  con  fulgor  de 
embriaguez  y  de  melancolía — y  dijo: 

¿CasarmiC?...  estoy  demasiado  viejo  para  arriesgar 
tanto...  Entonces  no  quise  casarme,  porque  nunca 
creí  hacer  un  buen  negocio  inmolando  mi  hermosa 
juventud...  Me  encerré  en  la  torre  de  marfil  de  un. 
sabio  solterismo...  no  quise  transigir,  no  me  atreví  á 
desertar...  No;  y  lo  confieso  á  usted  que  me  asal- 
.tan  súbitas  cobardías,  deseos  de  «aburguesarme»,  de 
embrutecerme  como  los  imbéciles  esos,  en  una  casi- 
ta con  macetas,  pájaros  y  niños,  echando  grasa  y  di- 
nero, en  bata  y  con  pantuflas!...  ¡cochinos!...  Cuan- 
do veo  su  felicidad  siento  ira  y  envidia!  No  hay 
desesperación  mayor  que  sentirse  desventurado  cuan- 
do otros  gozan. 


Por  otra  parte,  vea  usted,  yo  considero  que,  bien 
j>odría,  sin  comprometer  mi  dignidad,  abur^^uesarroe 


W'^'^TTr  ---        -     ■     SPí'    . 


■         tas  PIRATAS  DEI.  BOÜLBVAED:  Í45 

fambién  y  hasta  casarme,  tomar  mi  chocolate  ma- 
tinaJ,  mi  comida  á  medio  día  y  en  las  tardes  regar 
mis  macetas,  en  tanto  que  alborota  la  turba  de  «bam- 
binos» á  la  salida  de  la  escuela... 

¡Oh!  sí,  debo  confesarme  de  esa  infamia...  me 
tienta  un  diablo  adiposo  con  gorro  de  dormir,  di-! 
ciéndome : 

—  ¡Cásate;  multiplica  la  especie,  ama  á  los  niños, 
á  los  pájaros  y  á  las  flores,  no  en  los  versos  de  los 
libros,  sino  en  la  vida,  en  la  tierra,  en  la  casita  pro- 
pia!... ¿Dónde  está  la  esposa?...  Es  tarde,  amigo  mío, 
muy  tarde...  Yo  quisiera  una  linda  y  sana  muchacha 
de  algún  poblacho  del  interior  de  la  República,  in- 
genua, de  escasa  intelectuahdad  y  mucho  corazón... 
pero  soy  viejo  ya...  Es  tarde!...  Y  además,  ¿quién 
tomaría  entonces  en  sus  manos  el  estandarte  del 
Ideal  y  del  Honor?... 

Estoy  condenado  á  nutrirme  en  mi  tedio,  á  beber- 
me  mi  bilis;  á  vivir  en  mi  propio  jugo  de  hiél  y  de 
orgullo...» 

Calló,  vacilante,  como  arrepentido  de  haber  sido 
sincero;  mirándome  sombríamente  al  fondo  de  las 
pupilas. 

Le  compadecí. 


tos  piraias  del  houíevard  10 


jy»-/--    '•■•■'•■  .',57^ 


XXXVII 

Una  para  Dios,  otra  para  el  diablo 

Diálogo    frente    á  la    «Esmeralda»: 

—¿Y  Rosa? 

— ¡Ni  me  hable  usted  de  la  pobre!  La  otra  tar- 
de la  vi  escandaloisamente  elegante  en  los  toros, 
risueña,  un  poco  ebria,  echando  lumbre  por  sus 
divinos  ojazos  negros,  entusiasmadísima,  al  grado 
de  haber  lanzado  al  redondel  el  abanico'  y  hasta 
el...    portamonedas... 

—  ¡Parece  increíble!  ¿Y  quién  la  «tiene»  ahora 
en  México  ? 

— ¿  Quién  ?  los  que  quieren  y  pueden...  i  ningu- 
no y  todos!...  ¡Hasta  á  esa  ruina  ha  llegado!...  y 
lo  peor  es  que  no  hace  dos  años  que  su  padre  se 
enorgullecía  de  ella  allí  mismo,  en  ese  México'  á 
donde  iban  á  pasear  todos  cuando  las  cosechas  eran 
dignas  de  la  hacienda.  Murió  el  buen  hombre  y 
vino  la  catástrofe  no  ha  tiempo,  como  en  la 
comedia  antigua  sino  con  mayor  precipitación:  en 
uno  de  esos  desmoronamientos  en  que  desaparecen 
enteras  las  familias...  porque,  la  otra  hermana,  Emi- 
lia... Ah !  ¿  no  la  conoció  usted  en  Guadalajara  ? 

— |Cóm,o  no!...  la  más  alegre  y  la  más  joven, 
y  tal  vez  la  más  bella...  ya,  ya  me  imaginO'.  ¿  Ca- 
yó primero  ? 

— Sí,  señor ;  usted  lo  ha  dicho :  cayó  primero ;  pero 
á  otra  parte... 

— ¿  Murió  ?... 

—No  ha  tenido   esa   fortuna:   Está... 

— ^¿  Loca  ? 

— Perdidamente  mística.  Es  casi  monja  en  un 
claustro  peor  que  los  antiguos  conventos ;  vive  en- 
cerrada en  una  casa  solitaria  de  Puebla,  prisione- 
ra la  bella  Emiha  de  una  tía  terrible  que  la  ha 
fulminado  con  su  devoción  negra  y  triste;  con  esa- 


f"      ^-í-*^'  .^y:  '     ^-    •^~:^  ^  .^^ ;7^1^^*^!^ef^' 


LOS  PIEATAS  DET.  BOULEVAHO  14? 

devoción  terrorífica  en  que  abundan  las  palabras 
«cólera  del  Señor»,  «condenación?),  «infierno»,  <«ie- 
monio»...  y  la  pobrecilla,  antes  tan  alegre  y  viva- 
racha, no  ha  podido  resistir,  y  como  lo  oye  usted, 
es  una  verdadera  monja!  todo  el  día  como  en  la 
Salve,    «gimiendo  y  llorando   y  rezando...» 

— j  Pero  eso  es  atroz... !  De  suerte  que  una  Ro- 
sa prostituta  y  la  otra  mionja;  oh!  y  cómo  puede 
ser  la  doble  desgracia? 

— Nada,  que  aquí  una  misma  cosa  produjo  dos 
efectos  diferentes.  Vea  usted,  su  padre,  viudo  rico,, 
campechano,  botador,  supersticioso  y  renegado'  al 
propio  tiempo;  á  quien  se  le  indigestó  el  Víctor 
Hugo  revuelto  con  Pérez  Escrich  que  leía  en  las 
veladas  de  su  hacienda,  cambiaba  bruscamente  de 
opinión  y  había  educado  á  sus  hijas  mtiy  «al  caer», 
muy  «á  ojo  de  buen  cubero»... 

Ya  le  daba  por  la  sujeción  monacal  y  las  man- 
daba á  Puebla  con  la  tía;  una  soltera  que  jamás 
supo  lo  que  es  el  amor  ni  la  alegría;  que,  sin  duda, 
nunca  fué  joven ;  que  debió  haber  nacido  vieja, 
larga  y  seca  como  es  hoy,  como  siempre  la  he 
conocido,  ó  ya,  de  repente,  las  enviaba  á  México 
que  conocieran  el  mundo,  á  que  se  les  quitara  «lo 
payo»  yendo  al  teatrOi  Principal ;  al  «Género  chi- 
co», á  los  toros...  Sé  muy  bien  que  el  excelente  Don 
Guadalupe  quedaba  muy  orondo  con  estas  varias 
expediciones  de  Emilia  y  Rosa!...  y  este  hombre 
que  tan  mal  sabía  cuidar  á  sus  hijas,  era  un  gana- 
dero de  fama  en  todo  el  Bajío,  p>or  lo  bien  que 
sabía  la   ciencia   de   tener   sanos   á  sus  animales!... 

Me  acuerdO'  que  solía  decir  cuando  alguno  le  hacía 
observaciones  acerca  de  la  educación  singular  de 
as  pobres  niñas : 

— ¡  Es  bueno  que  conozcan  de  todo,  por  eso  las 
nando  unas  semanas  con  Dios  y  otras  semanas 
con  el  Diablo! 

O  si  no,  contestaba: 

— ¡  Que  hagan  lo  que  quieran,  que  Dios  las  cuide ; 
[para  qué  preocuparme?  «el  que  es  perico  donde 
luiera  es  verde»,  y  otras  verdades  y  mentiras  por 
íl  estilo,  ¡Y  prensar  que  ese  buen  corazón,  tan  mal 


148  HERIBERTO  FRÍAS 

educador  de  sus  propias  hijas,  hubiera  estallada 
de  cólera  si  alguien  osara  decirle  que  mejor  le  fue- 
ra tratándolas  con  el  mismo  sistema  con  que  cria- 
ba á  sus  reses!... 

Agregue  usted  á  esto  el  carácter  particular  de 
cada  una  de  las  guapas  chicas.  Emilia,  tímida,  ner- 
viosa, tan  fácil  para  la  alegría  co-mo  para  el  llan- 
to, de  una  pasta  dulce  y  maleable;  Rosa,  altanera,, 
caprichosa,  espléndida  y  derrochadora  como  su  pa- 
dre y,  como  él,  trufada  de  aventuras  novelescas, 
de  supersticiones  y  lirismos,  fatalista  como  un  ju- 
gador, como  un  aventurero  y  con  una  fantasía  des- 
mesurada sobre  un  corazón  bondadoso,  incapaz  de 
negar  nada,  ni  su  carne,  su  linda  carne,  á  quien 
bien  supiese  pedir.  Y  mire  usted,  ninguna  de  las 
dos  es  mala:  se  querían  bien,  cosa  rara,  y  hasta  en 
asuntos  de  interés  pecuniario,  fueron  excepcional-* 
mente  fraternales. 

Pero  vino  la  muerte  repentina  del  padre,  intes- 
tado, en  desorden  sus  negocios,  lleno  de  deudas, 
todo  enredado  en  asuntos  de  compra  y  venta  de 
ranchos  y  ganados...  Y  nada,  amigo  mío,  al  caos, 
la  catástrofe,  una  maraña  de  todos  los  diablos. 

Y  luego,  peor  que  todos  ellos,  la  tía  beata  lleván- 
dose á  las  dos  al  caserón  solitario  y  claustral,  don 
de  principió  contándoles  que  su  padre  estaba  en 
el  infierno  y  era  fuerza  vivir  en  penitencia,  ya  que 
no  para  sacarlo,  al  menos  para  no  seguirle  á  tan 
mala  parte. 

Rosa  se  sublevó,  al  fin,  estallando  indómita,  col- 
gándose del  brazo  de  un  guapo  «rural»,  ¿  Se  acuerda 
usted  ?  » 

Y  su  hermana  Emilia  cayó  en  el  misticismo  triste; 
en  la  devoción  negra,  desvanecida;  sin  duda,  ate- 
rrorizada por  la  idea  de  su  condenación  eterna 
Con  que  no  le  extrañe  á  usted  haber  visto  á  la 
pobre  Rosa  la  otra  tarde  en  los  toros,  escandalosa 
mente  elegante,  un  poco  ebria,  risueña  y  tan  «en 
tusiasmada»  que  arrojara  al  redondel  no  sólo  e 
abanico,   sino  hasta  su  portamonedas!... 

Y  he  aquí  cómo  esa  diabólica  mujer  es  herman: 
(Üe  una  santa. 


XXXVIII 

La  derrota  de  Josefina 

I 

La  coqueta  Josefina,  tres  días  antes  de  la  fiesta! 
de  su  santo  en  un  orgulloso'  alarde  de  poderío,  dijo 
a  sus   «mejores   amiguitas» : 

— ^¿Conque  ustedes  no  quieren  creer  que  yo  esté 
entreteniendo^  á  «tres»  á  un  tiempo  ?  Pues  les  voy 
á  demostrar  que  son  ahora  cuatro  los  que  han  caído. 
Tendré  el  gusto  de  enseñarles  el  día  de  mi  santo 
las  cuatro  cuelgas  de  mis  cuatro  novios  actuales; 
sin   contar   con  las   de   los    pretendientes   á  novios. 

Rieron,  admiradas,  las  buenas  amigas,  de  la  osa- 
día de  Josefina,  envidiosas  unas,  otras  incrédulas. 
Pero  todas  en  su  fuero  interno  convinieron  en  que 
aquello  era  el  colmo  de  la  desvergüenza...  ¡Cua- 
tro novios   á  un   tiempo!...    ¡Eso   era   demasiado! 

No  era  tanto  la  cuestión  de  númeroi  lo  que  las 
intrigaba,  sublevando  más  ó  menos  sinceramente  la 
probidad  sentimental  de  sus  corazoncitos,  sino  el 
asunto  de  tiempo...  Cuatro  novios  en  cuatro  meses, 
por  ejemplo,  no  hubiese  significado  nada,  pero... 
¡á  un  tiempo!...  El  reto  fué  aceptado  tácitamen- 
te por  las  envidiosillas  ó  incrédulas  camaradas  de 
la  coquetuela  gentil  que  se  daba  tamaños  lujos,  y 
no  sin  zozobra  interna  quedaron  á  la  espectativa 
de  la  fiesta  de  san  José,  en  que  habrían  de  pre- 
senciar el  triunfoi  de  Josefina. 

II 

Era  esta  niña  una  rosa  abierta  precozmente  á. 
la  vida  de  intriguillas  y  de  noviazgos  de  palabra, 
á  quien  sus  padres  y  los  amigos  de  sus  padres  ha- 
^ígil  dicJ^P  líasta  &l  fastidio,  si  ^s  j^ue  «e^tft  pue49 


^^ ' 


150  HERIBERTO  PRlAS 

fastidiar  alguna  vez  á  una  mujer,  qué  era  un  ángel. 
OElla,  naturalmente,  lo  creyó,  y  creyó  que  era  mere- 
cedora de  todos  los  homenajes  que  le  rendían,  y 
aún  más.  Juzgó  que  un  ángel  vale  más  que  una 
reina,  y  quedó  contenta.  Supo  que  sus  mejores  «ami- 
guitas»  tenían  un  novio  cada  una;  y  ella  quiso  tener 
muchos,  sin  comprender  muy  exactamente  para 
qué  podía  servir  un  novio...  pero  eran  tan  lindas 
las  cartitas  amorosas  que  le  leían  sus  compañeras 
de  colegio,  que  quiso  tener  entre  sus  colecciones 
■de  sellos  postales  y  tarjetas  ilustradas,  una  de  car- 
tas como  esas,  retratos  de  novios  y...  novios  autén- 
ticos. Poseyendo  una  cara  bonita,  una  boca  que 
sabía  reir  con  suma  gracia,  y  los  más  pudibun- 
dos ojos  que  puédanse  imaginar,  fácil  le  fué  á  nues- 
tra heroína  herir  más  corazones  que  caprichos  le 
habían  cumplido  sus  padres.  Las  cartitas  llovieron, 
discretamente,  como  el  más  extraño  y  perfumado 
granizo,  henchidas  de  juramentos  de  infinita  pa- 
sión. Y  á  todos  contestó,  dando  esperanzas  á  todos. 

III 

A  solas  en  su  recámara  azul  la  señorita  mimada, 
escribía  la  víspera  del  día  de  su  santo,  cuando 
entró  Adela,  <da  mejor»  de  sus  «mej'ores  amiguitas». 
Después  del  beso   recíproco,  exclamó  Josefina: 

— Llegas  á  tiempo,  me  vas  á  hacer  el  favor  de 
ayudarme  á  ponerles  sus  cartas...  ¡yo  escribo  «tan 
espacio!»...  Además,  ya  verás  cómoi  vamos  á  reir 
de  «esos  topos»...  De  común  acuerdo  convinieron 
en  remitir  á  cada  uno  una  especie  de  carta  cir- 
cular,  poco  más   ó  menos   del   tenor   siguiente: 

«Corazón  mío: 
»Ha  volado  el  tiempo  y  no  sé  de  mí...  Sólo  tu 
imagen  flota  recordándome  que  no  puedo  verte 
como  quieres  y  como  yo  quisiera:  cada  instante!... 
Nada  más  los  lunes  podremos  mirarnos...  Mientras 
tanto,  como  mañana  es  día  de  mi  santo,  envíame 
mi  cuelga  sin  desconfianza,  pues  se  confundirá  en  las 
demás.  Tu  Qbsec^uio  .gerá.  repres€jita.nte  de  tu  per-r 
6om,„  ■     ' 


•T«Wf^-''!3^'< 


LOS  PIRATAS  DEL  BOULEVARD  151 

»lAh!  no  tengas  celos  de  ese  idiota  desgracia- 
do á  quien  me  veo  obligada  á  hablar,  ni  mucho 
menos  de  los  tipos  ridículos  que  por  aquí  vienen; 
luego ;  son  los  novios  de  las  tontas  de  Julia,  Edel- 
mira  y  Luisa...  ¿  Por  quién  me  tomas,  alma  descon- 
fiada, que  así  ofendes  á  quien  te  adora? — Josefina.» 

IV 

Llega  el  gran  día,-  y  mesas  faltaron  para  colocar 
todas  las  cuelgas  enviadas  al  santo,  que  esta  ve¿ 
era  un  ángel. 

Pero  Josefina  apartó  «angelicalmente»  los  cuatro 
envíos  de  sus  cuatro  novios  al  lado  de  sus  respec- 
tivas cartas — bien  ocultas— dispuestas  para  que  sus 
mismas  amiguitas  las  abrieran,  antes  de  que  ella 
lo  hiciese, — refinado  placer  que  se  obsequió  como 
cuelga  á  sí  propia. 

— Vean  ustedes — les  dijo,  mostrándoles  el  rincón 
de  la  consola  en  que  apartara  las  cuelgas  de  sus 
novios — aquí  están  las  de  los  cuatro...  Vayan  leyen- 
do— y  entregó  á  cada  amigufta  una  carta,  con  re- 
gia liberalidad  de  amazona  victoriosa.  Las  cuatro 
amigas  soltaron  la  carcajada.  He  aquí  lo  que  le- 
yeron: 

«Señorita:  Aunque  no  dirigida  á  mí,  sino  en 
la  cubierta,  he  leído  la  carta  circular,  lo  mismo  que 
leyeron  mis  amigos  la  suya.  Gracias.  Devuelvo  á 
usted  «sus  cosas».  La  conocemos.  Esa  es  su  cuel- 
ga.— «Uno'  de  los  cuatro» 

V 

¡Habían  trastrocado  la  dirección  en  cada  esque- 
la !...  Luis  recibió  la  dirigida  á  Federico ;  Ernesto, 
la  dirigida  á  Pedro;  Pedro  y  Federico  las  de  Er- 
nesto y  Luis ! 


-.'«nf^t.- 


XXXIX  ; 

«El  tapador»  de  cobre  y  la  abertura  de  eno 

Hará  cinco  ó  seis  años  que  entre  lo  más  selec- 
to de  la  crema  boulevaresca,  entre  los  más  lindos 
ejemplares  de  jóvenes  elegantes,  se  destacaba  im 
«títere»  de  lo  más  gentil  por  su  silueta  admirable 
y  su  torso  de  curva  fina,  acusada  discretamente 
bajo  el  paño  del  artístico  jaquet. 

El  talle  de  aquel  diablillo  de  jovenzuelo  era  lo 
más  encantador  que  poseía...  Y  eso  que  su  bigotito 
castaño  rizado  á  lo  Artagnan,  bajo  nariz  borbónica 
que  hacía  pensar  en  una  ascendencia  nobiliaria,  era 
también  de  lo  más  sugestivo  que  se  puede  ima- 
ginar. 

El  material  con  que  estaba  hecha  su  boca  exor- 
nada con  el  susodicho  mostacho,  parecía  azúcar,  pues 
el  briEo  de  los  acarminados  labios  del  doncel  se- 
mejaba caramelo  puro... 

La  gallardía  de  su  andar  era  célebre...  y  como 
bailarín  en  saraos  más  ó  menos  públicos  y  pri- 
vados, no  tenía  rival. 

Su  fama  era  conocida  en  todos  los  círcidos  so- 
ciales desde  los  más  bajos  entre  las  hembras  de 
pelo  en  pecho,  hasta  los  más  altos  entre  los  jó- 
venes  de   la   high-life   más   encumbrada... 

Daba  gusto  verle  bailar...  ¡Qué  sprit,  qué  dono- 
sura, qué  airecillo  más  travieso,  qué  ritmo  el  de 
aquel  su  cuerpecito  gentil  1 

¡Y  qué  modo  de   conducir  á  la  bailadora!... 

No  podía  nadie  ver  al  guaf>o  mozo,  sin  convenir 
en  que  con  semejantes  dotes  personales,  tenían  an- 
te sí  un  espléndido  porvenir!... 

iTjCkJo  por  su  mpíjo  de  bailar!  Lleg;ó  4-  fPFi?}^ 


-"3RT-',     "  'T?^~'!?fí!5 


LOS  PIRATAS  DEL  BOÜLEVARD  153 

iesóuela  y  á  tener  una  corte  de  admiradores  y  una 
cauída   de  ¡discípulos!... 

En  cuanto  á  las  discípulas...  él  sabía  ir  hacia 
ellas  con  tal  desembarazo,  y  con  un  deslizamien- 
to tan  fino,  que  sin  sentir  ellas  se  convertían  en 
fieles   admiradoras   del   magnífico    danzarín. 


jAyl  pero  no  todo  era  vida  y  dulzura  para  él... 
Ni  ellas  podían  contar  con  un  profesor  tan  idóneo 
para  los  saltos  de  compañía  y  al  son  de  una  mú- 
sica placentera  y  mecedora,  como  la  de  los  bailes 
en  mioda... 

El  digno  dan2arín,  el  dandy  del  talle  de  avis- 
pa, bigotito  rizado  y  boca  de  caramelo...  era  po- 
bre. Y,  cosa  rara:    ¡solía  trabajar! 

Sí,  trabajaba  en  un  vil  despacho,  llevando  ple- 
beyos libracos  y  haciendo  sumas  no  menos  plebe- 
yas... 

Un  hombre  que  viste  tan  bien,  que  posee  una 
tan  distinguida  hermosura  física,  y  que  tiene  ade- 
tnás  el  indiscutible  méritO'  de  profesor  de  baile  y 
de  galanterías  «art  noveau»^  no  debe  ser  pobre...  ni 
ImiUcho  menos  trabajar. 

Un  beUo  doncel,  cuasi  ideal,  trabajando  lépera- 
tníente  como  un  cualquier  tenedor  de  libros  ó  depen- 
diente  de   mercería,    es    un    contrasentido... 

¡Eso  es  propio  de  gente  grosera  ¡Ayl...  y  sin 
¡embargo  el  danzarín  del  bello  talle  y  de  la  dulce 
boca,  tenía  que  pasar  algunas  horas  en  viles  la- 
bores  impropias   de   un    «pirata   de   boulevárd»... 

Así  es  que  no  todos  los  bailes  podía  concurrir, 
con  gran  mengua  del  arte  de  Terpsícore  y  de  su 
fama  como  Pontífice  del  Wals  de  México...  ¡  No 
podía   entrar  á  todos  los   palacios!... 

Desdichada  criatura,  sujeta  al  cruel  tormento  de 
no  poder  ser  el  arbitro  de  las  dulzuras  bailables  üf. 


a;^-  :-'• 


154  HEEIBEKTO  FRlAS 

los  salones  sólo  por  no  tener  un  buen  capital  que 
dilapidar.,. 


* 

*    * 


Mas,  parece  que  la  fortuna  se  enamoró  de  él... 
y  tomó  á  misión  el  protegerle... 

I  Le  entregó   una   joven   bella   y  rica! 

¿Cómo  fué  eso? 

Bien  lo  saben  todos  los  honorables  ociosos  que 
pasean  por  las  avenidas  céntricas  y  que  guían  sus 
carruajes  ó  sus  automóviles  en  la  calzada  de  la  Re- 
forma y  en  Chapultepec... 

El  matrimcftiio  fué  rápido...  de  lo  más  rápido  que 
se  puede  imaginar...  y' la  joven  rica  al  instante  par- 
tió con  el  exp'obre  pretendiente  y  ya  rico  esposo  rum- 
bo¡  á  iuna  de  sus  haciendas  de  la  que  volvieron  al  po- 
co tiempo...  multiplicados... ;  pues  habían  ido  dos  y 
volvieron  tres,  gracias  al  bebé  lindísimo  con  que 
Natura  (y  un  X)  hizo  obsequio  á  la  pareja...  (Des- 
de antes  de  que  se  conocieran  ellos,  «ella»  esta- 
ba en  cinta)...  obsequio  que  las  míalas  lenguas  ca- 
lificaron de  prematuro,  pero  que  no  hace  al  caso 
tener  en  cuenta. 

Aseguraron  también  que  el  Pontífice  del  baile 
llegó  muy  á  tiempo  para  que  Natura  hiciese  el 
regalo  en  su  nombre...  pero  ello  tampoco  carece 
de  interés.  Algunos  llamaron  al  afortunado  «el  ta- 
pador».  ¿Por  qué?... 

El  hecho  es  que...  el  joven  que  conocimos  al 
principio  de  esta  minúscula  novela,  no  anda  ya 
ímendigando  entrar  á  los  bailes,  sino'  que  él  los 
dá  en  su  palacio  de  la  Colonia  de  Roma. 

Que  su  talle  ya  no  es  de  avispa,  porque  ha  en- 
gruesado im  poco  y  que  su  boca  no  sabe  acaso 
á  caramelo  porque  el  acíbar  matrimonial  ha  per^ 
judicado  la  juvenil   azúcar   de  otros   tiempos... 

Hoy  es  ven  señorón  que  pasea  con  más  alto  des- 
potismo su  enorme  automóvil,  pero  ha  perdido  en 
pp-ftcia  kx  cjue  ha  ganado  en  fortuiía.»  fel  procur^^ 


■J^yy  -..     ...i.j.       .  •,.:  -•;.    -^-.■■•-¿i!.    -,.^jj<Bj^y|^-.,  .  .  :.        _-»ipi>   ^--J^^SJfiS  i 


LOS  PIEATAS  DEL  BOULEVARD  l55 

divertir&e  y  traer  su  corte  de  admiraxlores,  á  quie- 
nes obsequia  con  esplendidez,  pero  el  artista  que 
bailaba  tan  bien,  ofusca  al  rico'  pcioso  que  ya  ni 
bailar   puede. 

Lo  que  no  le  perjudica  para  brillar  como  uno 
de  lo>s  oimnipotentes  afortunados  conquistadores,  ta- 
pador de  cobre,  tosca  llave  para  una  cerradura 
de  eno. 

La  deshonra  abierta  por  un  X  quedó  bien  tapa- 
da por  el  bailarín,  y  como  en  «La  Pasioaiaria»  con 
el  rnatrimonio 

Quedó  incólume  el  honor 
Y  á  salvo   la  -honestidad 


XL 

¡Al  abordaje  sobre  las  viandas! 

El  ex-empleado  del  Cementerio  de  Dolores — un 
vejete  alegrón  de  ojillos  picarescos — sonrió  á  mi  pre- 
gunta, y  olvidando  un  instante  su  vaso  de  ponche, 
me   dijo : 

— ^¿  Que  si  supe  quién  era  ese  tipo?...  ¡No  lo  ha- 
bía de  saber,  si  penetré  en  su  vida  íntima,  intervi- 
niendo en  todas  sus  novelas  de  amor!  Un  hombre 
maravilloso,  amigo  mío,  con  un  talento  inédito  ca- 
paz de  darle  fama  de  profundo  psicólogo...  Pero 
hasta  en  eso  reveló  su  inteligencia  práctica  y  te- 
naz :  no  escribió  nunca ;  hizo  mejor,  se  dedicó  á 
amar,  más  bien  dicho,  á  hacerse  amar.  Fué  un 
extraño  tenorio  moderno,  un  Don  Juan  repleto  de 
ciencia  innata  acerca  del  corazón  de  la  mujer.  Un 
pirata  de  los  más  audaces.  ]  Las  viudas  ricas  y  be- 
llas!... ¿Eh?  ¿Qué  opina  usted  de  esa  especialidad, 
en  la  que  fué  maestro  consumado  ?  ¡Qué  saltos 
los  suyos  I 

Y  que  lo'  adoraron  hasta  el  frenesí,  me  consta. 
Ahí  tiene  usted,  hacia  el  Poniente  de  México,  la 
gran  ciudad  de  las  tumbas,  que  fué  el  teatro  de  sus 
amorosas  proezas...  rematadas  después  con  sabios 
abordajes   en  el  b'oulevard. 

En  las  solitarias  calzadas,  entre  lápidas  y  cruces 
de  mármol,  á  la  sombra  de  altos  eucaliptos  y  de 
los  pinos  obscuros  del  Panteón  de  Dolores,  ese 
hombre  conquistaba  las  almas  de  las  mujeres  tristes 
y  esperaba,  paciente  y  terrible,  la  hora  fatal  en  que 
había  de  hacer  suyos  los  cuerpos !  Para  obtener  el 
triunfo  definitivo  maniobraba  magníficamente...  ¡  Ah ! 
los  hombres  cazadores  de  las  mujeres  tristes !...  No 
conozco  zorros  más  admirables !  Solía  pasear  por 
el  cementerio,  correcto  y  atildado  el  traje  negro, 
grave  el  r,ostro,  al  que  yQ  11,0  sé  c^niQ  diablos  á^- 


LOS  PIEATAS  DEL  BOüLEVATíD  157 

ba  siempre  un  tono  aristocrático  de  vaga  palidez. 
Llevaba  un  ramo  de  flores,  un  pequeño  mazo  de 
violetas,  algunas  gardenias  ó  un  delicado  ramillete 
de  rosas   frescas... 

Al  principio,  los  empleados  creíamos  que  era  un 
modelo  de  hom.bre  bueno ;  después,  cuando  lo  vi- 
mos rondar  tan  á  menudo  en  torno  de  tan  diversos 
sepulcros,  casi  siempre  abandonados,  lo  juzgamos 
loco,  xm.  loco  inofensivo  que  era  obsequioso  y  li- 
beral con  nosotros  los  empleados,  y  coa  los  jardi- 
neros... 

Yo  fui  el  primero  que  me  percaté  de  la  verda- 
dera manía  de  aquel  nuestro  fúnebre  amigo...  ¡No 
era  á  los  muertos  á  quienes  amaba,  ni  por  quienes 
iba  al  panteón! 

Una  tarde  lo  sorprendí  paseando  al  lado  de  la 
más  bella  mujer  enlutada  que  se  pueda  soñar... 
Los  dos  habían  ido  á  llevar  flores  á  dos  sepulcros 
vecinos.  Él  había  saludado ;  ella  contestó.  No  era 
la  primera  vez   que  estO'  sucedía  así. 

La  fiel  viuda  iba  al  panteón  el  día  o  de  cada 
mes  y,  naturalmente,  encontraba  á  mi  hombre  pa- 
seando cerca  de  otra  lápida.  Y  se  repetía  el  salu- 
do. 

Otra  tarde,  era  á  principios  de  Junio, — había  he- 
cho mucho  calor  todo  el  día  y  amenazaba  lluvia, — 
no  pude  contenerme ;  dejé  la  oficina  y  fui  á  es- 
piarlos... Se  habían  alejado  hasta  el  fondo  del  ce- 
menterio, hacia  la  llanura  de  tumbas  anónimas,  muy 
cerca  de  la  sexta  clase,  bordeando  la  tapia  del 
Sudoeste  del  panteón  en  que  aún  había  árboles  y 
malezas.  Y  escuché  entre  muchas  cosas  fútiles  es- 
te precioso  fragmento  de  diálogo : 

— Me  asombra  usted,  señor...  ¡haber  amado  tan- 
to á  una  hermana!...  Yo  creía  que  venía  Usted  por 
el   duelo   de   su   esposa,   ó  por   su   padre... 

— No,  señora;  yo  nunca  he  sabido  lo  que  es  amar 
á  una  mujer,  sino  como  hermana...  Mi  pobre  Lo- 
la era  muchacha  cariñosa  y  dulce,  perpetuamente 
inclinada  sobre  todas  las  tristezas  de  mi  vida.  Los 
dos  éramos  huérfanos  y  siempre  vivimos  unidos;  ni 


J'.'W^'!' 


i  58  HÉRÍBERTO  rElAS 

ella  quiso  casarse  nunca,   ni  yo  lo  intenté  jamá¿. 
Nuestro  amor  fraternal  nos  bastaba. 

— Eso  es  raro;  eso  es  admirable !  Debe  usted  sufrir 
miucho,   lo   compadezco... 

— lAy!  señora,  Dios  le  pague  esa  piedad  I  Des- 
pués de  mi  hermana,  usted  es  la  primera  mujer  que 
rae  habla  así...  He  sido  tan  huraño  para  con  las 
mujeres...  Ya  ve  usted,  aquí  me  tienen  por  loco, 
vengo  diariamente  á  saludar  el  sepulcro  en  que 
están  Ioi3  restos  de  mi  hermana...  ¡Su  alma  ó  un 
alma  semejante  me  hace  tanta  falta!... 

El  prolongado  retumbar  de  un  trueno,  allá,  por 
entre  las  concavidades  del  Valle,  rumbo  á  la  Vi- 
lla de  Guadalupe,  acentuó  trágicamente  el  coloquio^. 
Principiaron  á  caer  gruesas  gotas.  Me  retiré.  No 
necesitaba  saber  más;  había  comprendido  la  es- 
tratagema vasta  y  profimda  de  aquel   hombre ! 

Y  después  supe  todo.  Apoderábase  de  las  almas 
doloridas  aún,  conmoviendo  por  la  curiosidad  á  las 
banales  y  por  la  piedad  á  las  tiernas  y  bondadosas. 
Les  hablaba  de  su  hermana  y  les  decía  que  lo 
único  que  pedía  por  misericordia  á  sus  corazones 
era  ima  ternura,  pura  y  exclusivamente  fraternal! 
Y  así  fué  como  las  almas  banales  de  muchas  mu- 
jeres cayeron  por  curiosas ;  y  así  fué  como  las  al- 
mas tiernas  de  otras  fueron  víctimas  por  sensibles... 

Nada  más  interesante  que  una  bella  mujer  en- 
lutada frente  al  sepulcro  del  esposo...  ni  nada  más 
audaz  y  felino  que  el  acecho  de  la  presa  hembra, 
en  el  hombre  que  sabe  esperar  la  hora  del  enter- 
necimiento por  un  vivo,  en  el  cansancio  ó  el  sueño 
de  las  remiembranzas   por  el  muerto! 

Y  ese  pirata  victorioso  suele  cruzar  por  el  bou- 
levard  con  su  automóvil  de  lujo,  trofeo  de  su  rapiña 
fresca   en  plena   Avenida   de   San    Francisco. 


Fin  de  los  Piratas  del  Boulevard, 


Tt-r^'^S"^'  T*?¥7~'^^.^?!?-^ 


índice 


Págs. 

Al  entrar 6 

El  desfile  de  los  pavos  reales 7 

Comisionistas  en  carnes  tiernas 12 

Ojos  y  boca  de  infierno 16 

Querubín  político-finauciero-galante    ....  20 

Los  pequeños  monstruos 24 

A  mitad  de  tragedia,  el  payaso 28 

La  «Nana» 3a 

El  gran  Gabrielito 37 

Un  superhombre 40 

El  limosnero  de  copas 43 

La  novela  de  un  cochero 47 

A  caza  de  pájaros  bobos 51 

De  charro  á  catrín 57 

Un  campeón  de  festivales 59 

La  tiple 62 

Candil  de  la  calle G6 

La  otra  Adúltera 70 

Anverso  y  Keverso 74 

El  padre  vanidoso 77 

Los  pálidos  vacilantes 81 

La  niña  de  la  cervecería 85 

La  Vestal  á  fuerza 89 

El  Perico  de  Venus 93 

Demimondaine  falsificada 97 

Pan  con  «Atole»        . 101 

Monólogo  de  un  «Ex»  poeta 105 

Fraternalmente  los  tres 108 

El  «rorro» 111 

Un  estudiante  que  no  estudia 115 

¿Quién  fué  el  más  engañado? 118 

Bor  el  amor  de  una  tiple  .        .        .        .        .        .        .  122 

El  hijo  de  su  papá 125 

Chalán  de  yeguas  humanas 128 

La  cómplice 131 

El  Gato 134 

Las  inseparables 137 

*    *    * 140 

Un  paladín  solitario 143 

Una  para  Dios,  otra  para  el  diablo        ....  146 

La  derrota  de  Josefina 149 

«El  tapador»  de  cobre  y  la  abertura  de  eno  .       .        ,  152 

I  Al  abo;-daje  sobre  las  viandas!      ...»       t  159 


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NICK-CARTER 

Aventuras  del  célebre  detective  y  descritas  por  el  mismo 


Crímenes  sin  rastro 
El  círculo  de  pillos 


El  enigma  chino 
El  ataúd  vacío 

En  las  garras  de  la   muerte 
El  buitre  y  su  presa  La  impostora 

La  carta  del  muerto         El  cuadro  robado 
El  ladrón  de  levita         |  Los  salteadores  de  tre- 
La  Reina  de  los  falsa-  ¡         nes 

ríos  I  Los  monederos  falsos 

Geisha  !  La  loca  secuestrada 

La  promesa  del  detective 
Los  crímenes  de  un  cajero 
Astucia  y  crimen  I   El    Guardián    del    te- 

Los  dos  hermanos  ge-  i         soro 

melos  El  crimen  de  una  mu- 


El  falso  heredero 


jer 


O 


-t?