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Full text of "La ruina de la casona [microform] : novela de la revolución mexicana"

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UN  ÍVLR.S1TY 

OT    ILLINOIS 


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DE  LA 


CASONA 


NOVELA  DÉLA  REVOLUCIÓN  MEXICANA 


POR 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


MÉXICO 

Eusebio  Gómez  de  la  Puente,  Editor, 

Apartado  Postal,  núm.  59,  bis 


1921 


PARTE  PRIMERA 


LA  COMEDIA 
DE  LA  HIPOTECA  AL  TEMBLOR 


CAPITULO  I  -;i:    :' 

ün  Inventario  difuso  pero  necesario 

La  casa  número  277  de  la  segunda  calle  de  «Las 
Moras»  en  esta  adobada,  presuntuosa  y  polifásica 
Capital,  es  propiedad  de  la  señora  dofia  Anastasia 
Mirón  de  Barbedillo,  feliz  consorte  del  señor  don. 
Eustaquio  Barbedillo,  ex-corredor  desafortunado 
y  sin  título;  ex-inventor  de  aparatos  para  la  indus- 
tria, sin  más  fortuna,  pues  jamás  una  <patente>  le 
había  llegado  a  producir  tres  míseras  pesetas;  ex- 
jefe político  de  un  lejano  Cantón  del  Estado  de  Ve- 
racruz,  todavía  con  peor  fortuna,  ya  que  hasta  aquel 
rincón  había  perseguido  a  Barbedillo  la  mala  suer- 
te, porque,  si  no  pudo  hacer  <negocitos>  ni  tener 
..  «buscas, >  sí  pudo  ser  buscado  y  encontrado  por 
unas  fiebres  palúdicas  que  lo  dejaron  más  amarillo 
¿^ue  la  yema  de  un  huevo  para  todos  los  días  de  su 
^'  vida;  y  finalmente,  ex-hombre  de  trabajo  porque, 


4  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

..:         [  ■ 

gracias  a  su  matrimonio  con  la  señora  Mirón,  ex- 
viuda apócrifa  de  un  sefior  Martínez,  Barbedillo  es 
rentista,  y  vive  desahogadamente  del  producto  de 
las  viviendas  de  la  casona,  por  lo  que  hace  a  la  ma- 
terial necesidad;  y  por  lo  que  hace  a  la  espiritual, 
del  chisme  aparejado  a  toda  bullanguera  mansión 
constante  de  ocho  viviendas  grandes  y  otras  tantas 
chicas  en  las  que,  en  asombrosa  promiscuidad,  con- 
viven profesionales  y  modistas;  estudiantejos  d^^ci- 
dores  y  circunspectas  beatas;  emplead  illos  de  nómi- 
na comercial  y  militares  retirados.     | 

Si  de  diseñar  a  nuestro  hombre  se  tratara,  diría- 
mos que  es  gordo,  bajo  de  cuerpo,  bonachón  de  ca- 
rácter, amigo  de  adjetivos  detonantes  y  de  trajes  de 
casimir  gris  claro,  usando  gruesa  cadena  de  oro, 
con  dije  de  onza  americana. 

Presentado  al  lector  el  sefior  Barbedillo,  a  quien 
los  inquilinos  no  tenían  qué  hacer  otra  cosa  sino  lla- 
marle «de  Barbedillo,»  a  fin  de  obtener  una  corta 
prórroga  en  el  pago  de  la  renta,  y  el  que,  en  el  seno 
de  la  intimidad  y  en  la  casa,  era  conocido  con  el  eu-  . 
fónico  apelativo  de  «don  Taco,»  derivado  de  Eusta- 
quio,  nada  más  indicado  que  hacer  la  presentación 
de  su  dignísima  consorte. 

Doña  Anastasia  Mirón,  «Tacha»  para  las  amista- 
des de  confianza,  «Tachita»  para  las  de  más  cariñosa 
confianza,  y  la  señora  de  Barbedillo,  para  todos  los 
demás  mortales,  dicen  q  ue  dicen  que  fué  en  un  tiem- 
po loque  se  llama  una  «real  hembra.»  Debe  haberlo 
sido  por  el  año  de  1884  del  Señor,  cuando,  contando 
quince  abriles  justos,  dio  aquel  mal  paso  que  dicen 
que  dio  con  un  extranjero,  mismo  que  la  engatuzó 
contándola  que  era  noble,  que  tenía  dos  6  tres  cas- 
tillos en  Europa,  a  los  que  se  la  llevaría  para  que  en 
ellos  viviera  como  una  princesa,  etc.,  y  de  resultados 
de  cuyo  paso  paró  en  los  amantes  brazos  de  Martí- 


V:w^:.;4v- 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  6 

nez,  casado;  agricultor;  vecino  de  Lerma,  Estado  de 
México;  bastante  mayor  de  edad,  y  que  la  quiso,  la 
mimó,  y  la  compró  finalmente,  para  que  pudiera  sos- 
tenerse caso  de  que  él  la  llegara  a  faltar,  aq  uella  ca- 
sona de  la  calle  de  «Las  Moras,>  sin  imaginarse  que 
al  que  sostendría,  corriendo  el  tiempo,  sería  al  ilus- 
tre Barbedillo,  ya  que  en  realidad  Tachita  trabajaba, 
tenía  que  trabajar  para  atender  a  los  inquilinosde 
de  la  casona,  que  no  comían  por  su  cuenta,  sino  que 
lo  hacían  en  la  mesa  redonda  de  la  casa,  y  a  las  ca- 
mas de  aquellos,  a  las  cuales  tenía  que  surtir  de 
ropa  limpia  en  cada  cambio  de  Estación.  Alta,  no 
escasa  de  carnes,  bastante  bien  conservada,  activa, 
enérgica  y  de  un  genio  de  pocas  pulgas,  la  señora 
de  Barbedillo  tenía,  como  seña  particular,  un  her- 
moso lunar  en  la  barbilla  que,  si  no  la  deterioraba 
mucho  el  físico  cuando  ella,  cuidadosa,  se  acordaba 
de  asearlo,  sí  se  ponía  fatal  cuando  por  causa  de  ol- 
vido no  podaba  el  pelotón  de  recios  pelos  entrecanos 
que  se  daban  en  aquel  lunar  con  la  abundancia  de  la 
verdolaga  en  corral  de  indio.  El  grifo  aquel  de  recios 
pelos  hacía  de  Tachita,  según  frase  del  estudiante 
Tafolla,  un  iguanodón  con  chiva. 

Presentada  la  señora  de  Barbedillo,  nada  más  ex- 
plicable que  presentar  la  casa  número  277  de  la  se- 
gunda calle  de  «Las  Moras.»  Comenzó  por  ser  de 
dos  pisos,  con  amplia  fachada  de  ese  «tezontle»  rojo, 
de  origen  volcánico,  abundante  en  las  construccio- 
nes coloniales  de  la  buena  Capital,  y  que  a  la  fecha, 
en  aquélla,  sólo  se  dejaba  ver  en  los  entrepaños  de 
los  muros  con  un  color  de  solución  de  permangana- 
to  que  el  tiempo  le  había  dado  como  pátina,  pues  el 
resto  de  la  fachada  se  hallaba  cubierto  por  la  grue- 
sa capa  de  enjabelgado  que  Barbedillo  había  manda- 
do poner,  cuando  había  echado  a  la  casona  aquel  ter- 
cer piso  que  hoy  tenía,  y  que  aquel  endemoniado 


6  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

I 

estudiantejo  de  TafoUa  había  bautizado  cou  el  apodo 
de  «El  Copete,»  tal  vez  por  lo  inarmónico  que  en  sus 
lineamientos  resultaba  con  el  resto  de  la  construc- 
ción. Por  cierto  que  aquel  piso,  construido  con  el 
afán  de  ensanchar  la  casona  y  hacerla  de  mayores 
productos,  por  una  nada  es  causa  del  divorcio  más 
completo  entre  Tachita  y  don  Taco,  debido  a  que,  no 
habiéndose  contado  con  fondos  para  la  obra,  había 
tenido  que  contratarse  una  hipoteca  aun  no  redimi- 
da, pero  que  daba  lugar  a  una  que  otra  gira  campes- 
tre a  Xochimilco  cada  vez  que  se  podían  pagar  los 
réditos  vencidos.  I 

Comenzaremos  por  decir  que,  como  el  lector  ha- 
brá de  verlo,  si  es  paciente  y  continúa  en  esta  lectu- 
ra, aquella  casa  era  una  jaula  grande;  una  jaula  para 
humanos,  por  su  forma  y  aun  por  su  contenido,  pues 
que  no  había  pared  sin  boquete,  ni  boquete  que  no 
fuera  balcón  o  ventana,  ni  existía  en  ella  un  solo  ha- 
bitante del  género  «homo»  que  hubiera  resultado 
inmune  al  diminutivo  en  ico,  ito,  illo,  etc.,  o  en  acha, 
eche,  icha  u  ocha,  según  se  tratara  de  masculino  o 
femenino;  ni  faltaban  allí  animales  de  toda  especie, 
desde  la  portera,  ejemplar  del  cuadrumano  de  la 
época  cuaternaria,  cuarto  período,  edad  del  sílex, 
(clasificación  Tafolla)  por  físico  y  costumbres, 
(oriunda  de  Tepozotlán,  Estado  de  Morelos;  cutis 
broncíneo,  cabello  de  contextura  de  clin,  maxilares 
de  antropomorfo  y  genio  de  hiena  cautiva)  hasta  el 
gracioso  perrito  de  lanas,  los  periquitos  australia- 
nos, los  gorgeadores  zenzontles  que  sabían  silbar 
la  diana,  y  uno  que  otro  gato  maullador  y  enamora- 
do que  había  tomado  querencia  a  la  casona,  infrin- 
giendo todos  el  conminativo  letrero  que  en  la  esca- 
lera había  puesto,  por  orden  de  Barbedillo,  y  que 
rezaba  en  caracteres  góticos  a  mano:  «Se  prohibe  a 
los  inquilinos  tener  toda  clase  de  animales;»  y  abajo 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  7 

del  cual,  con  tosco  lápiz,  había  escrit»  Tafolla:  «En 
la  casa  no  hay  ningún  Noé.  Que  se  registre  sin  em- 
bargo a  Paulinita:  tiene  sarcoptes;  y  a  Pilo  la  porte- 
ra: tiene  pedículos  homo,»  o  sea  en  buen  español  y 
respectivamente:  sarna  y  piojos. 

Fachada  de  la  casa,  yadescrita  queda;  sólo  hay  que 
agregar  alguna  jaula  con  canarios,  pendientedel  gar- 
fio de  algún  balcón;  dos  o  tres  macetas  con  mustios 
geranios,  que  ñorecen  furtivamente  en  cada  lustro  y 
en  otro  balcón  que  corresponde  a  la  vivienda  de  las 
señoritas  Menchaca,  y  una  que  otra  toalla  amarillen  - 
ta  y  algunos  calcetines  erectos  por  el  almidón  o  por 
el  uso,  que  sacaba  a  asolear  a  hurtadillas  Gordillo, 
en  uno  de  los  balcones  del  <copete,>  después  de  su 
lexiviación  a  domicilio;  aquel  económico  Gordillo 
que,  por  no  gastar  en  comer,  sólo  se  alimentaba  de 
las  uñas  que  se  comía!  (Calumnia  de  Tafolla.) 

Piso  bajo  de  la  casa;  amplio  zaguán;  colgante  avi- 
so pintado  con  letras  blancas  sobre  fondo  negro  en 
una  hoja  de  palastro,  vulgo  hoja  de  lata,  y  que  reza: 
«Se  alquilan  viviendas,»  pues  que  por  mucho  que 
fuera  el  prestigio  de  la  casa  Barbedillo,  no  dejaba 
de  haber  algún  «vacío.» 

A  mano  derecha  de  la  entrada,  con  frente  a  la  ca- 
lle, el  despacho  del  señor  licenciado  don  Tobías  On- 
tiveros  y  Malabehar,  obligado  consejero  gratuito  de 
todos  los  inquilinos,  en  holocausto  a  la  comunidad. 
Los  cristales  de  las  ventanas  de  la  calle,  opacados, 
decían  en  letras  grabadas  en  la  pintura  quién  era  el 
ocupante  y  cuáles  sus  ocupaciones: — Lie, Tobías  On- 
tiveros  y  Malabehar. — «Abogado.» — Horas  de  des- 
pacho, de  8  a  11  a.  m.  y  de  4  a  6  p.  m.  (el  resto  del 
tiempo  útil,  el  señor  licenciado  tenía  ocupaciones  en 
los  Palacios  de  Justicia.) — Asuntos  Judiciales  y  Ad- 
ministrativos.— «Juicios  de  Amparo. — Honorarios 
módicos.» 


8  E.  MAQUEO  CASTELLANOS  ;- 

A  izquierda  mano,  el  taller  y  obrador  de  modas 
de  las  señoritas  Otamendi — «Au  Grand  Chic  de  Pa- 
rís.»— «Robes  et  Manteaux»  según  lo  indicaba  el 
jactancioso  rótulo  en  azul  y  oro  que  existía  sobre 
las  puertas.  Nota  bene:  las  señoritas  Otamendi  ni 
hablaban  francés  ni  habían  estado  nunca  en  París, 
ni  aun  en  la  Habana,  ni  eran  modistas  profesiona- 
les, sino  aficionadas.  Escaparate  a  la  calle,  con  plu- 
mas para  sombreros,  aigrettes,  listones  de  chillan- 
tes colores,  una  blusa  de  estilo  «Otamendi»  y  dos  o 
tres  formas  de  femenil  sombrero  que  yacían  allí 
cabalgando  sobre  toscos  sostenes,  como  aburridas 
de  esperar  una  vana  cabeza  en  la  que  encasque- 
tarse. 

En  el  interior,  los  indispensables  manequíes:  el 
uno  sin  cabeza  y  con  muestras  de  enaguas  blancas 
(refajo)  con  entredoses;  y  el  otro  con  muestras  de 
cabeza,  pero  sin  enaguas  blancas,  enseñando  inde- 
corosamente un  par  de  piernas  negras,  rígidas  y 
deformes:  alguno  más  con  traje  «para  probar,»  úl- 
tima creación  Otamendi,  y  todavía  uno  último,  que 
cargaba,  a  guisa  de  terciada  capa  valona,  un  gasta- 
do abrigo,  con  el  cual  la  mayor  de  las  Otamendi  so- 
lía calentar  sus  escasas  carnes  en  las  mañanas  en 
que  el  frío  así  lo  requería.  Espejos  con  los  marcos 
remozados  con  oro  japonés;  cuatro  sillas  de  lujo  pa- 
ra la  clientela;  una  que  otra  columnilla  de  madera, 
y  sobre  ellas  las  respectivas  macetas  de  porcelana, 
con  inverosímiles  flores  y  hojas  de  felpa  ajada  y  de 
marchitos  colores.  Dos  o  tres  máquinas  de  coser. 
Canastos  con  ropa  en  confección,  y  tres  «aprendizas» 
éticas,  descoloridas,  mudas,  no  se  sabía  si  porque 
Cuca  Otamendi  las  tenía  a  ración  ($0.37  centavos 
diarios,  diez  horas  de  trabajo  y  faena  los  domingos) 
o  porque  la  sabia  Naturaleza  no  quisiera,  compade- 
cida, crear  las  exigencias  de  cai-nes,  ya  que  el  decir 


"•w?; 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  9 

tener  carnes,  tanto  quiere  decir  como  tener  qué  co- 
mer. 

Piso  bajo  interior:  Vivienda  número  1. — Inquili- 
na.  Paulinita  Ventoquipa,  viuda  de  Zarco.  Viuda 
auténtica  y  no  al  estilo  Martínez.  Eldad,  cincuenta 
Qtofios  corridos.  Profesión,  prestamista  y  compra 
pelo:  es  decir,  comercia  en  el  ramo,  confeccionando 
postizos.  Físico:  bajita  de  cuerpo;  enclenque;  con 
vivarachos  ojillos;  tez  blanca  con  la  consiguiente  in- 
juria de  los  afios;  semi  calva  (en  la  casa  del  herre- 
ro   )  Por  eso  el  malcriado  de  Tafolla  decía  que 

abrigaba  inquilinos  en  la  cabellera.  Tarareando 
siempre  canciones  del  afio  del  caldo,  vivía  en  grata 
compañía  de  «Tulipán,>  falderillo  de  lanas,  tuerto 
del  derecho,  friolento  y  rezongón.  Paulinita,  por 
economía,  se  nutre  en  figón  inmediato,  que  es  una 
ganga:— «Al  Antojito  Tapatío.» — Desayuno,  comida 
y  cena  con  dulce  y  café,  $0.50.  Desde  que  Paulinita 
es  Paulinita,  no  se  le  ha  conocido  más  de  una  in- 
dumentaria: falda  negra,  blusa  blanca  y  abrigo  de 
estambre  rojo;  por  eso  Tafolla  la  llama:  «El  pabellón 
alemán.» 

Vivienda  número  2. — Orbezo  y  familia.  Militar  re- 
tirado él,  con  paga  íntegra  y  humanidad  no  tan  ín- 
tegra, porque  le  falta  la  pierna  izquierda,  perdida 
en  campafia,  y  suplida  con  otra  de  madera,  con  goz- 
nes, por  lo  que  Orbezo  es  generalmente  conocido 
por  «pata  de  fresno:»  señora  y  dos  niños,  que  son 
dos  energúmenos  por  la  barabúnda  que  arman  en 
el  patio  de  la  casona,  con  sus  juegos  y  sus  gritos. 
Fueron  ellos  los  que  de  un  pelotazo  le  apagaron  un 
ojo  a  «Tulipán.»  Los  domingos  celebran  «matchs» 
de  «base-ball,»  por  lo  que  en  esos  días  es  preciso 
llegar  a  la  casona  en  aeroplano,  si  no  se  quiere  que- 
dar en  las  condiciones  de  «Tulipán.» 

Otras  dos  viviendas  sin  huéspedes  calificables  ni 


10 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


importantes,  y  en  el  cubo  de  la  escalera  la  sala  de 
recibir,  alcoba,  cocina  y  demás  de  Filomena  la  por- 
tera (a)  «Pilo.»  Algo  que  parece  la  cueva  de  un  tro- 
glodita, por  lo  obscura  y  ahumada.  Pilo  tiene  un 
vastago,  al  que  adora:  Permín,  que  es  el  mandadero 
universal  de  la  colonia.  Nació  en  la  cuadra  de  up. 
cuartel,  en  donde  su  progenitora  pasaba  las  noches 
subrepticiamente,  y  por  sus  fueros  de  haber  sido 
esposa  morganática  de  un  cabo,  y  sucesivamente 
de  algunos  soldados.  Permín  no  va  a  la  escuela;  pe- 
ro sí  sabe,  en  cambio,  jugar  al  base-ball  con  toda  la 
terminología  del  juego  y  con  los  Orbecitos,  lo  mis- 
mo que  sabe  traer  y  llevar  recados  no  siempre  de 
buena  ley.  El  nombre  de  Permín  es  el  eco  constan- 
te de  la  casona,  y  por  eso  que  el  perico  de  las  seño- 
ritas Menchaca  lo  repita  a  toda  hora  en  todos  los 

falsetes  imaginables:  «Permín Permiiiiin > 

y  que  éste  haya  jurado  «in  pectore>  la  muerte  ale- 
vosa para  el  loro,  por  los  chascos  que  le  propor- 
ciona. 

Primer  piso  o  entresuelo.  Vivienda  número  uno. 
Señoritas  Otamendi.  Sala,  dos  recamaras,  come- 
dor, cocina  y  baño.  $40.00  mensuales,  renta  adelan- 
tada. 

Las  señoritas  Otamendi,  originarias  de  Orizaba  y 
domiciliadas  en  México  desde  el  1906,  son  cuatro 
«huérfanas  de  padre  y  madre,>  según  dice  el  bár- 
baro de  Chaneque.  Al  morir  la  madre,  asumió  la 
jefatura  de  la  casa  la  mayorcita,  llamada  «Cuca» 
(léase  Refugio)  cuando  apenas  contaba  veinticuatro 
años  sin  trampa,  haciendo  veces  de  madre  para  las 
tres  hermanas  que  la  seguían  y  eran  por  su  orden: 
Paca,  de  veinte  abriles;  Chayo,  de  diecisiete,  y  Me- 
ches, de  quince.  Adivinará  el  lector  que  sus  cristia- 
nos nombres  eran:  Prancisca,  Rosario  y  Mercedes. 
Cuca  y  Chayo  están  encargadas  del  «Au  Grand 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  11 

Chic  de  París. >  Paca  es  estudiante  de  obstetricia 
con  pretensiones  de  llegar  a  ser  comadrona,  y 
Mercedes  es  «alumna  normalista,»  pretendiente  a 
profesora  de  instrucción.  A  Cuca  el  «maloreador» 
de  Tafolla,  la  llama  «la  jicama,»  porque  dice  que 
tiene  una  cara  más  desabrida  que  aquella  fruta,  y 
a  Paca  «Pantaleona,»  por  la  historieta  aquella  de 
que  de  tres  hermanas  la  mejor  espanta,  en  virtud 
de  que  la  naturaleza  había  sido  empeñosa  en  hacer- 
la fea.  Chayo,  en  cambio,  con  sus  diecisiete  abriles, 
crecía  linda  como  una  rosa,  y  Meches  no  apuntaba 
del  todo  mal.  ^     '^  ; 

La  tribu  Otamendi  es  atendida,  para  el  gobierno 
interior  de  la  casa,  por  una  fámula  que  hace  de  to- 
do; de  doncella,  de  cocinera,  y  hasta  de  manequí, 
cuando  hay  que  «moldear»  en  ánima  vili  el  traje  de 
alguna  cliente  que  a  su  vez  no  está  moldeada  cual 
corresponde  a  una  persona  decente. 

Vivienda  número  dos.  Familia  Garaicochea.  (Se 
ignora  si  tiene  afinidades  con  el  inventor  de  los  pol- 
vos para  la  tos,  del  mismo  nombre.)  Jefe  de  la  tribu: 
aunque  debiera  serlo  don  Narciso  Garaicochea,  por 
cuanto  que  es  el  que  subviene  a  las  necesidades  del 
«pipirín,»  vestido,  etc.,  como  el  aludido  es  un  infe- 
liz de  tomo  y  lomo,  «de  facto»  el  gobierno  lo  ejerce 
su  consorte  Conchita.  Don  Narciso  es  tenedor  de 
libros,  aunque  no  de  libras  porque  su  volumen  es 
escaso,  en  la  casa  de  comercio  de  X  y  Z,  desde  el 
afio  del  cometa,  o  séase  el  82.  La  dictadora  Conchi- 
ta (a)  Chita,  cuenta  treinta  y  tres  de  edad  y  otros 
tantos  de  murmuradora;  físico  deleznable;  voz  ti- 
pluda;  ojos  de  persona  adormilada  y  lengua  de  tal 
ligereza  y  penetración,  que  un  proyectil  de  a  seten- 
ta y  cinco  se  queda  atrás.  Estaba  autenticado  que 
Chita  tenía  dentadura  postiza,  la  que  ponía  en  las 
noches  en  un  vaso  con  agua;  y  afirmaba  Tafolla  que 


if  f .. 


12  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

^  I 

en  una  ocasión  en  que  se  había  sacado  la  lengua  al 
par  de  la  dentadura  y  las  había  puesto  en  el  vaso, 
la  lengua  no  se  había  estado  quieta  en  toda  la  no- 
che. El  matrimonio  Garaicochea  tenía  tres  vasta- 
gos: Pita  (Guadalupe  en  nombre  cabal)  esmirriadi- 
ta  ella,  melancólica  ella,  algo  soñadora,  pero  de  un 
corazón  de  oro,  según  popular  conseja.  Pita  era,  de 
consiguiente,  afecta  al  arte  de  Chopín  y  de  Lerdito 
y  se  pirraba  por-  los  versos.  Seguíala  Ñachi,  una 
infeliz  de  tomo  y  lomo,  que  no  trabajaba  en  nada 
ni  se  dedicaba  a  nada,  pero  que  representaba  muy 
bien  lo  que  comía,  pues  en  sus  catorce  mayos  pesa- 
ba otras  tantas  arrobas  probablemente;  y  cerraba 
el  trío  Toncho  (Antonio)  el  consentido  que  integra- 
ba los  domingos  en  el  base-ball  de  los  Orbezo,  en 
calidad  de  «pitcher.> 

Vivienda  número  tres.  Ocupada  por  los  esposos 
Barbedillo.  En  ausencia  de  prole,  los  Barbedillo 
habían  recogido  a  una  huérfana,  que  bufaba  contra 
el  destino  porque  había  dado  a  sus  nobles  protec- 
tores aquella  oportunidad  de  amargarle  la  vida  con 
pretexto  de  ver  por  ella. . . . 

Vivienda  número  cuatro.  Señoritas  Menchaca  y 
sobrino.  Edad  de  aquéllas,  indefinible.  Proceden- 
cia, ídem.  Medios  de  vida,  ídem,  ídem.  Cada  una  de 
ellas,  Lucha  y  Liocha  (Luz  y  Dolores)  era  una  «mi- 
tad» porque  tan  sólo  entre  las  dos  podían  comple- 
tarse formando  unidad,  ya  que  cada  una  tenía,  al 
parecer,  doble  perfil,  gastándose  de  esas  caras 
que  tienen  dos  aspectos,  según  sea  el  lado  por  el 
que  se  las  mire.  Además,  las  Menchaca  no  ix>dían 
jamás  andar  separadas,  y  hablaban  siempre  las  dos 
al  mismo  tiempo  y  con  el  mismo  tono  de  voz.  En  el 
arte  de  <rajar>  o  sea  comer  prójimo,  eran  maestras 
y  se  sabían  al  dedillo  la  vida  y  milagros  del  mundo 
entero.  Tafolla  las  llamaba  «las  de  la  reservada,» 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA 


13 


aludiendo  a  la  institución  de  la  policía  secreta,  o 
bien  «Menchaca  sisters»  en  su  afán  de  sajonizar. 

En  cuanto  al  sobrino  Menchaca,  Rodolfo,  y  más 
conocido  por  <Pito,>  de  veintitrés  afios  y  telegrafis- 
ta en  oficina  gubernamental,  era  el  orgullo  de  la  ca 
sona  y  la  admiración  del  vecindario,  porque  para 
vestir,  Menchaquita;  para  recitar,  Menchaquita;  pa- 
ra organizar  bodorrios,  Menchaquita,  y  para  hacer- 
se el  aristócrata,  Menchaquita ¡Qué  ñuxes  los 

que  se  gastaba  el  hombre  y  qué  corbatas  y  qué  cal- 
zado y  qué  fieltro  blando  caído  sobre  un  lado!  Como 
que,  según  se  decía,  tenía  en  perspectiva  atrapar  a 
una  heredera  con  muchos  «tecolines!» 

Viviendas  interiores  del  primero  y  segundo  piso, 
no  hacen  al  caso.  Los  que  las  habitaban  eran  los  del 
«perico,*  según  decía  TafoUa,  aludiendo  a  los  tran- 
vías de  segunda  clase  pintados  de  verde. 

Habitantes  de  «El  Copete.» — Vivienda  número 
uno.  Familia  Mandujano,  compuesta  de  Manolo 
Mandujano,  su  cónyuge  y  el  fruto  primero  de  sus 
amores.  Dado  el  carácter  de  Manolo,  nadie  se  gas- 
taba intimidades  con  él;  era  profesor  de  box  y  cam- 
peón de  «peso  ligero»  por  campeonato  ganado  en 
una  excursión  a  Nicaragua,  sin  saberse  cómo  ha- 
bría podido  adquirir  allá  tal  título,  pues  lo  averi- 
guado era  que  había  ido  en  calidad  de  partiquino  en 
una  mala  Compañía  de  opereta,  una  vez  que  había 
destripado  como  estudiante. 

Vivienda  dos.  Vacía. 

Vivienda  número  tres.  Raúl  Gordillo,  ente  extra- 
ordinario en  la  casa,  por  ser  el  único  que  carecía  de 
diminutivo  o  de  alias.  Tafolla  solía  llamarle  «el  re- 
trato» por  su  inveterada  costumbre  de  no  gastarse 
más  que  un  traje  negro  cada  año.  Subidito  de  color 
él,  cortés  él,  de  buenas  costumbres,  trabajador  in- 
fatigable, discreto  y  no  mal  amigo,  se  sabía  que  era 


14  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

de  Otumba,  célibe,  sin  pretensiones  y  duefio  de  un 
taller  de  herrería.  El  hombre  estaba  siempre  en  su 
negocio:  era  una  máquina;  y  una  fábrica  de  «proto- 
tronuro  de  patasio»  en  calamitosa  expresión  de  Ta- 
folla  que  decía  que,  Gordillo,  en  fuerza  de  andar  en 
el  taller,  padecía  algo  de  los  pies.  Gordillo  vivía  so- 
litario y  su  alma.  Olvidábaseme  apuntar  que  estaba 
algo  averiado  por  la  viruela.  |.   - 

Vivienda  cuatro.  La  República,  según  general  de- 
nominación. En  «La  República>  (dos  habitaciones, 
«cartucheras»  llamadas  por  Tafolla,  por  sus  esca- 
sas dimensiones,  baño  y  W.  C),  vivían  hasta  cuatro 
estudiantes  pobretones  y  padres  del  buen  humor, 
que  eran,  con  las  Otamendi,  las  joyas  de  la  ca- 
sona; 

Por  orden  de  categorías,  posibles  y  edades,  se  ca- 
talogaban como  sigue:  Federico  Andrade,  Quico; 
veinte  años;  natural  de  Zacatecas  y  vecino  de  Méxi- 
co desde  hacía  tres  años:  primero  de  Derecho,  en  la 
de  Jurisprudencia  (suple  inquit,  Escuela  de)  Es- 
tudios subvencionados  por  un  hermano  cura  de  la 
ciudad  de  las  minas.  Huérfano  de  padre;  carácter 
reposado;  idólatra  de  la  justicia;  magnífico  talento; 
buen  físico  y  mejor  corazón. 

Melchor  Tenorio.  Veinte  años;  de  Pachuca;  ter- 
cero de  Comercio  (carrera  de  estudios  subvencio- 
nados por  su  señor  padre,  que  se  ganaba  la  vida  co- 
mo administrador  en  una  hacienda).  Valentón  de 
apariencia,  atrabancado  de  modos,  y  amigo  del  «tu- 
le>  (juego)  y  las  mujeres.  Su  diminutivo,  <Bito;> 
decírselo,  era  aplicarle  un  cáustico.  Su  sobrenom- 
bre, «Truenos,»  por  su  vozarrón  y  por  sus  intempe- 
rancias. 

José  Tafolla:  Diecinueve.  De  Indé,  Durango.  Ul- 
timo de  Preparatoria.  Recibía  «platas»  de  su  fami- 
lia, que  tenía  un  ranchejo.  Tafolla,  a  pesar  de  se^ 


^u^ 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  15 

algo  tartamudo  y  faltarle  el  meñique  de  la  mano  iz- 
quierda, perdido  en  una  corrida  de  toros  por  aficio- 
nados, en  la  que  había  fungido  de  charro  lazador  (el 
dedo  se  quedó  en  la  reata  a  la  primera  «mangana»), 
era  la  sal  y  pimienta  de  aquella  casa  y  de  la  escue- 
la. ¡Qué  <chispa>  de  hombre!  Mote  en  la  escuela  y 
en  la  casa,  «Demóstenes,>  por  su  torpeza  de  len- 
gua. 

Agustín  Chaneque  (a)  «El  Capulín.»  De  la  Mix- 
teca,  Oaxaca.  Dieciocho  años.  Indio  de  raza  pura; 
muy  «machetero»  (estudioso),  pero  muy   «tabla»  § 

(tonto).  ¡Pues  no  decían  que  todos  los  oaxaqueños  fj: 

eran  muy  inteligentes!  Segundo  de  la  carrera  pe- 
dagógica. Beca  o  pensión  del  Gobierno  de  su  Esta- 
do, para  costearle  sus  estudios. — ¡Qué  suerte! — de- 
cía Tafolla,  mientras  Andrade,  sin  decirlo,  pensaba 
que  el  «Capulín»  estaba  estafando  a  otro  ídem  que, 
sin  estar  tan  helado  como  él,  bien  podría  aprove- 
char mejor  los  cuarenta  duros  de  la  beca.  «Cómo 
estaban  los  gobiernos!  Tirar  de  ese  modo  el  dine- 
ro!» ....  Lo  que  demostraba  que  Quico,  como  buen 
estudiante  y  de  leyes,  estaba  ya  algo  «picado»  por 
la  mosca  de  la  murmuración  política. 

¿Cómo  se  había  amadrigado  aquella  camada  de 
estudiantes  en  «el  copete»  de  la  casona  de  las  Mo- 
ras? Pues  a  la  manera  que  lo  hacen  las  parvadas  de 
gorriones  en  la  alegre  Primavera  bajo  las  ramas  del 
mismo  árbol:  al  azar;  por  la  casualidad  y  ufanadas 
porque,  siendo  de  la  misma  estirpe,  están  bajo  una 
misma  sombra En  la  «República»  todo  era  co- 
mún: todo  de  todos  y  de  nadie:  ropas,  libros,  platas, 
deudas,  alegrías  y  pesares Todo,  menos  las  no- 
vias, ¡qué  caray!  como  decía  Tenorio,  porque  en  es- 
te particular,  sí,  la  delicadeza  se  imponía. 

¿Se  ha  olvidado  algo  en  el  inventario  provisional 
de  la  casa  Barbedillo?  ¡Ah,  sí!  La  Profesora  Polan- 


sí* 


16 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


co,  media  hermana  de  Garaicochea,  y  su  hija  Tu- 
les. De  cuarenta  y  cinco  la  primera;  nativa  de  Polo- 
titlán;  berrenda  en  negro,  ojo  de  perdiz,  pelo  crespo 
y  genio  ídem:  sub-directora  de  la  Primaria  Noctur- 
na número  523  (Callejón  de  «Salsipuedes,»  cada 
alumna  tiene  la  obligación  de  llevar  su  «vela»  por- 
que no  se  ha  podido  instalar  aún,  desde  el  afio  de 
1903  en  que  se  inauguró  la  Escuela,  hasta  el  de  1910 
en  que  estamos,  el  alumbrado  incandescente).  Tu- 
les   ¡Tules  es  un  ángel  de  candor  y  de  inocencia, 

que  habla  con  monosílabos,  se  mortifica  de  todo,  só- 
lo lee  los  textos  de  clase,  se  le  suben  los  colores  a  la 
cara  con  sólo  que  alguien  la  vea,  y  si  un  hombre  osa 
hablarla,  acaba  de  un  envite  con  el  delantal  a  puros 
retorzones!  I 

Y  ahora,  entremos  en  materia.   ¡Ya  era  tiempo! 
¿Verdad? 


S?A? 


CAPITULO  II 
Vientos  de  fronda 


La  Casona  era  grande;  amplia;  recibía  luz  a  to- 
rrentes durante  todo  el  día  y,  como  buena  construc- 
ción antigua,  estaba  firme  sobre  sus  cimientos  y  re- 
cia sobre  sus  paredes.  La  casona  era  buena:  bajo 
sus  techos  sabía  cobijar,  piadosa  y  con  cariño,  co- 
mo una  madre,  lo  mismo  a  juveniles  almas  en  las 
que  la  vida  no  ha  prendido  todavía  zarzas  ni  clavado 
espinas,  que  a  otras  almas  en  las  cuales  había  deja- 
do ya  la  hiél  destilada  por  los  desengaños,  los  su- 
frimientos y  las  codicias  no  ahitas.  Lo  mismo  a  co- 
razones sanos  y  generosos,  que  a  otros  ruines,  acaso 
pérfidos  y  capaces  del  mal.  El  enjambre  que  la  mo- 
raba, vivía:  parte  de  él  feliz  y  despreocupado,  alen- 
tando ilusiones  y  acariciando  esperanzas:  otra  parte 
cargando  sobre  los  hombros,  sin  por  ello  lamen- 
tarse, la  monotonía  de  la  vida  que,  rehuyendo  la  lu- 
cha, nada  pide  sino  es  paz  y  tranquilidad :  y  una 
parte  más,  en  la  rebeldía  recóndita  que  no  se  avie- 
ne, que  no  transí  je  con  tener  que  sacar  diurnamente 
la  misma  tarea  sin  lograr  descanso  ni  lubricar  el 
espíritu  con  el  bien  conquistado  desahogo La 

casona  era  buena. . .  .Tenía  mucha  luz Bajo  sus 

_  ;::   2  . 


18  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

techos  todos  cabían,  y  del  mismo  modo  sabía  cobi- 
jar a  los  que  sufrían  que  a  los  que  gozaban ....  Pa- 
recía tener  el  alma  de  una  madre  generosa  y  san- 
ta .  • . . 

Estamos  en  fines  del  mes  de  septiembre  de  1910 
(domingo  24)  feneciendo  ya  el  mes  de  las  fiestas  del 
Centenario  de  la  Independencia,  y  son  los  ocho  y 
media  de  la  mañana;  de  una  mañana  radiosa,  como 
si  el  cielo  quisiera  festejar  también  con  sus  oros  y 
sus  añiles  a  la  Patria. 

Todos  los  animales  de  pelo  y  pluma  de  la  casona 
de  las  «Moras»  estaban  ya  servidos:  los  canarios  de 
las  Otamendi  con  su  alpiste  y  sus  hojas  de  lechuga: 
el  perico  de  las  Menchaca,  con  sus  sopas  de  choco- 
late; «Tulipán»  con  su  pocilio  de  ídem,  y  hasta  «la 
niña,»  gata  de  la  propiedad  de  la  profesora  Polanco 
(edad  tres  años  y  estado  célibe  a  pesar  de  vagabun- 
dear por  las  azoteas)  había  engullido  ya  sus  dos  cen- 
tavos de  «retazos.»  Tocaba  ahora  a  los  de  la  clasifi- 
cación Tafolla  «homo  sapiens,»  y  así,  cada  quisque 
de  los  que  no  se  alimentan  en  sus  propios  domici- 
lios, se  va  para  el  efecto  apareciendo  por  el  come- 
dor de  Barbedillo,  a  fin  de  no  perder  el  desayuno, 
puesto  que  el  consabido  carteloncito  reza: — «Des- 
ayunos, de  7  a  9  a.  m.»  | 

Porque  hay  sucesos  qué  comentar  han  llegado 
ya,  en  calidad  de  visitantes,  Cuca,  Chayo  y  Meches 
Otamendi,  y  llegarán  con  seguridad  las  Menchaca 
una  vez  que  se  concluya  la  misa  de  ocho  en  Santo 
Domingo,  a  la  que  van  en  los  días  festivos.  También 
habrán  de  concurrir  Chita  la  profesora  y  Garaico- 
chea;  que  se  acabe,  nada  más,  de  polvear  la  prime- 
ra, que  «impende  mucho  tiempo  en  el  estuco»  según 
dice  Tafolla.  En  el  comedor  están  ya  Andrade  y 
«Truenos»  saboreando  unos  «huevos  rancheros;» 
Barbedillo,  que  ha  comenzado  a  hojear  la  prensa 


.-i*- 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  19 

diaria,  y  Tachita  que  ha  concluido  de  ordenar  a  la 
maritornes  «el  menú>  de  medio  día,  con  la  expresa 
recomendación  de  que  no  vayan  a  olvidar  «el  guaca- 
mole» para  el  señor.     . 

Con  la  servilleta  encajada  entre  cuello  y  camisa  y 
masticando  una  sopa  de  chocolate,  Tenorio  se  levan- 
ta, se  asoma  al  corredor,  y  con  la  voz  más  estentó- 
rea de  su  repertorio,  grita: 

— ¡Chaneque! ....  ¡Capulín! ....  Pero,  está  sordo 
este  «nito>? ....  ¡Chaneque! ....  —Chaneque  se  aso- 
ma al  barandal  del  tercer  piso,  con  una  toalla  de 
dudosa  reputación  (léase  blancura)  en  las  manos; 
chorreando  agua  del  macizo  rostro  indígena,  y  en 
camiseta  de  reputación  más  dudosa  que  la  de  la  toa- 
lla; se  enjuga  y  responde:  - 

— ¿Qué  diablos  quieres? 

— ¿No  se  ha  levantado  todavía  ese  condenado  de 
Tafolla? 

— Todavía  no;  está  roncando  a  dos  fuelles .... 

— Pues  ábrele  las  puertas;  échale  agua  fría  en  la 
cara;  quítale  el  cobertor;  dile  algo  fuerte  para  que 
se  despierte  y  baje  ¡qué  caray!  que  aquí  lo  necesita- 
mos mucho. ... 

— ¿Y  si  me  da  un  «recado?» 

— Le  contestas  con  otro  de  mi  parte ....  Ándale, 
que  urge! .... 

El  urgente  llamado  de  Tafolla  obedecía  a  la  cir- 
cunstancia de  que  Barbedillo,  en  la  lectura  del  pe- 
riódico, había  llegado  a  la  reseña  del  baile  monu- 
mental que,  en  la  noche  del  día  anterior,  había  tenido 
lugar  en  el  patio  central  del  Palacio  Nacional,  y  el 
cual  era  uno  de  los  grandes  números  de  las  fiestas 
del  Centenario.  Y  como  Tafolla  había  sido  el  único 
mortal  afortunado  de  la  casa  que  había  podido  con- 
currir, mediante  una  invitación  que  le  había  facili- 
tado un  tío  segundo  suyo,  oficial  mayor  de  algún 


->.>'■ 


20 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


gobierno  (¡Como  siempre!  ¡Qué  suerte  la  de  Tafo- 
Ha!)  su  presencia  era  necesaria  para  «cotejar»  lo 
que  el  periódico  decía,  pues  por  lo  regular  la  pren- 
sa es  mentirosa  y  necesita  de  testigos  de  confronta. 

— ¡Qué  «plancha»  la  del  pobre  Menchaquita! — de- 
cía Chayo  Otamendi. 

— ¡Pobre!  Estaba  que  «se  las  pelaba»  por  ir  al 
baile — repuso  Andrade. 

— Y  lo  tenía  casi  seguro — añadió  Tachita. 

— Él  tuvo  la  culpa  por  «pazguato» — dijo  Tenorio 
— por  andarse  confiando  de  uno  de  esos  de  la  aris- 
tocracia, que  no  saben  hacer  más  que  canalladas. 
Yo  se  lo  dije:  «Mire  Menchaca,  que  le  van  a  hacer 
una  «tanteada». . .  No  me  quiso  hacer  caso;  aprontó 
los  cuarenta  «fierros»  que  le  pedían  por  la  invitación; 

mandó  planchar  el  frac,  y ¡plancha!  después  de 

haberse  hecho  la  ilusión  y  de  haberse  gastado  quin- 
ce duros  en  unos  zapatos  de  baile 

— Eso  fué  una  indecencia!  argüyó  airada  Cha- 
yito. 

— El  niño  bonito  ese — prosiguió  Tenorio — se  le 
«rajó»  como  un  santo  de  «oyamel,»  y  anoche  estaba 
Menchaquita  que  ehaba  chispas,  y  con  razón 

— La  inconsecuencia  no  pudo  ser  mayor 

— Por  eso  yo  no  puedo  ver  ni  en  pintura  a  esos 
«chinches»  de  Plateros.  (Tenorio  los  llamaba  así  por 
la  facultad  que  t^ienen  los  gomosos  de  nuestra  gran 
Avenida,  de  vivir  adheridos  a  las  paredes  de  aquélla. ) 

— ¿Se  puede? 

Conchita  Garaicochea  y  consorte,  con  la  profeso- 
ra. Tules  y  la  Garaicocheita  mayor,  Pita,  a  la  que 
Tafolla  había  bautizado  con  el  musical  apelativo  de 
«la  corchea,»  tanto  por  su  afición  a  la  música,  cuan- 
to porque  a  la  hermana  menor  la  conocían  por  la 
«semi-corchea»  y  a  la  señora  de  Garaicochea,  por 
la  «corchea  madre.» 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  21 

— Pasen  ustedes pase  Chita adentro,  se- 
ñor Garaicochea .... 

— ¿Qué  dice  la  prensa,  don  Taco,  hay  novedades? 

— Chismes,  hija  mía puros  chismes.  Ahora 

leíamos  precisamente  eso  del  gran  baile  de  Pa- 
lacio. 

— ¡Un  bailezote!  ¡Vaya  usted  a  ver  qué  revoltu- 
ras no  habrá  habido  allí!  Por  eso  yo  le  dije  a  mi  ma- 
rido que  estaba  empeñado  en  llevarme:  «Ni  te  apu- 
res, hijo,  por  la  invitación,  que  ni  falta  hace ....  No 
tengo  deseos  de  ir,  porque  no  quiero  confundirme 
y  alternar  con  esa  gente,  que  es  una  por  fuera  y 
otra  por  dentro.»  ¿No  les  parece  a  ustedes?  ¡Ya  lle- 
gará la  nuestra!  .' 

— Es  una  «carambada,»  (Tenorio)  que  el  gobierno 
se  haya  gastado  en  ese  «bodorrio,»  medio  miUóade 
pesos  para  darles  una  noche  de  danzón  a  los  ricos, 
que  no  lo  necesitan. 

—Sobre  todo,  (Andrade)  cuando  ese  dinero  se  po- 
día haber  empleado  mejor  en  otras  cosas Por 

ejemplo,  en  aumentar  las  dotaciones  de  los  hospita- 
les o  de  las  escuelas .... 

— ¡Hum!  (la  profesora.)  Si  de  una  ni  quien  se 
acuerde!  ¿Pagué?  El  apostolado  de  la  enseñanza 
nada  merece  de  esas  gentes!  Eche  usted  los  «bofes» 
con  los  muchachos  enseñándoles  la  arismética  y  la 
gramática  y  todo  eso,  por  miserables  sesenta  pesos 
mensuales,  y  sin  esperanzas  de  mejorar. 

— (Tenorio.)  Todo  eso  no  es  más  que  «charranada» 
de  Limantour .... 

— (Barbedillo.)  Bueno bueno Es  que  hay 

que  darle  gusto  a  todos,  y  nadie  se  puede  quejar, 
porque  para  todos  ha  habido  fiestas. 

— Eso  lo  dice  usted  (Chayo)  porque  ya  a  usted  le 
tocó  su  «chambita,»  que  buen  dinero  se  ganó  con  los 


f't} 


22 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


contratos  que  hizo  para  instalar  el  alumbrado  incan- 
descente de  adorno,  en  los  edificios  del  Gobierno. 

—Fué  una  «lucha»  legal Un  negocio  como  otro 

cualquiera.... 

— Sí ....  pero  conseguido  por  inñuencias,  porque 
si  no  lo  ayuda  su  amigóte  el  diputado,  no  saca  usted 
nada.  (Observación  de  la  «corchea  madre.») 

— Cabal!  ¡Si  ahora  todo  se  consigue  por  influen- 
cias y  nada  más! 

— (Barbedillo.)  Pues  están  ustedes  muy  equivo- 
cados   El  diputado  me  ayudó  únicamente  para 

abonarme  como  persona  formal .... 

— Sí ¡Ya  fuera!  ¡Al  saber  cuánto  le  dio  usted! 

Ahí  tienen  ustedes  a  «pata  de  fresno,»  que  se  ganó 
muy  buenos  «tecolines»  contratando  el  follaje  que 
necesitaron  para  el  adorno  en  el  baile.  Hasta  viaje 
hizo  a  Orizaba  para  traer  heléchos  y  palmas!  (La 
que  así  asenderaba  a  Orbezo,  era  la  pequeña  Ota- 
mendi.)  I 

— Pues  también  hizo  su  «lucha» . . .  ¡qué  caray! . . . 
que  al  que  no  se  mueve,  Dios  no  lo  oye 

— Es  decir,  no  lo  oye  don  Porfirio,  porque  eso  lo 
tuvo  porque  es  porfirista  y  muy  «rapón.» 

— No  se  queje,  Chayito,  no  se  queje,  que  también 
ustedes  buenas  platas  se  ganaron  con  los  «vestidos» 
y  las  salidas  de  baile  que  tuvieron  que  hacer ....  Ya 
ve  que  para  todos  hay  con  tal  de  que  no  arrebaten. 

— Sí;  pero  a  nosotros  nuestro  trabajo  nos  costó. 

— Lio  mismo  que  a  todos  Chayito.  Antes  que  nada 
hay  que  saber  ser  justos.  I 

— Este  Andrade  siempre  está  defendiendo  a  esas 
gentes ....  Ha  de  querer  ser  justo  aunque  no  se 
deba. ...  I 

— Es  que  siempre  se  debe  ser  justo. 

Entrada  solemne  de  las  Menchaca,  con  rosario  y 


'       LA  RUINA  DE  LA  CASONA  23  ' 

\   libro  de  misa  en  una  mano;  andar  de  «paso  a  dos> 
^  y  saludo  a  dúo  en  tono  de  lá  sobreagudo: 

— Muy  buenos  días 

— Buenos,  Lochita Buenos,  Lucbita....  Pa-  /% 

sen,  pasen  ustedes ....  ¿Qué  tal?  y* 

Alusiones  a  la  salud,  la  temperatura,  las  misas  de 
ocho,  etc.,  y  salida  de  tono  de  Tenorio,  regocijado  V 

en  lo  íntimo  por  la  plancha  que  se  tirara  Mencha- 
quita  al  no  haber  podido  asistir  al  baile,  porque  Men-  ■  . 

chaquita  «le  cae  en  pandorga>  o  sea  mal,  por  sus  ,    ¿; 

atildamientos  y  correcciones. 

—  ¿Conque  el  pobre  Menchaquita  se  tiró  su  plan-  'i¿^ 
cha  y  no  pudo  ir  al  baile  ese?  ¡Ha  de  estar  furioso!  Jr 

—  Tanto  como  furioso  no  lo  está;  pero  sí  desagra- 
1     dado  con  la  burla  que  le  hicieron 

1        — Él  se  tiene  la  culpa  por  andarse  metiendo  con  >> 

■    esa  clase  de  gente.  No  hay  entre  ellos  uno  solo  de-  :•• " 

cente,  por  más  que  son  de  la  «high  life> ....  %■ 

— Nada. . . .  nada. . . .  pero  esto  parece  imposible! 

Exclamación  de  Cuca  Otamendi  que  ha  estado  .-■■__ 

abstraída  revisando  el  periódico  de  arriba  a  abajo 
en  la  crónica  del  baile,  y  que  lo  tira  descorazonada,  > 

después  de  convencerse  de  que  en  la  lista  de  los  asis- 
tentes no  están  inventariadas  sus  clientes  las  Aleo-  ;y 
medo  y  las  Rocamonda,  para  las  que  confeccionaron  /: 
trajes  y  salidas  dé  baile.  La  curiosidad  no  era  por               y' 
ellas,  sino  para  ver  qué  se  decía  de  los  trajes;  pero  : 
en  la  larga  lista  no  había  Rocamondas  ni  Alcomedos .               /:; 

— ¡Y  que  fueron,  fueron! — decía  Chayito. — Nos- 
otras las  hemos  visto  salir  de  la  casa. . . .  Como  que 
fuimos  a  darles  la  última  mano  a  los  trajes! 

— Que  venga  ese  «petate>  de  Tafolla  para  que  in- 
forme   Habráse  visto  «rogón» ¿Por  qué        ^      .  - 

no  baja?  : 

— Es  que  no  deja  todavía  la  cama.  Vaya  usted  a 
saber  a  qué  horas  regresó .- . 


24  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

— A  las  cinco  de  la  mañana— observación  de  Men- 
chaca  «sisters,»  que  a  esas  horas  estaban  en  pie  ya, 
averiguando  la  vida  y  milagros  de  los  vecinos. 

— ¡Chaneque ¡Capuliiiiiiiín !  ¿Qué  sucede 

con  el  tartamudo?  Baja  o  no? 

—  Allá  va ... .  Ya  se  bañó  y  se  está  vistiendo .... 
— ¡Qué  baje  como  esté!  ¡Qué  caray!  ¡Qué  lo  esta- 
mos aguardando! 

—  Sí,  apúrele ....  que  baje .... 

A  los  pocos  instantes,  Tafolla,  seguido  del  «Capu- 
lín,» hace  su  entrada  triunfal  en  toilette  de  mañana. 
Pantalón  de  deshecho,  alpargatas,  y  un  saco  color 
de  aceituna,  con  el  cuello  levantado.       I 

—  ¡Hombre,  Demóstenes!  «¡Deatiro  te  pelas!>  Lle- 
vamos dos  horas  esperando  para  que  nos  cuentes 
cómo  estuvo  el  baile  ese .... 

—  ¡Caaaramba,  her hermano!  ¡Que  hua 

hua. . . .  hua. ...  ,  . 

—  ¿Te  vas  a  poner  a  ladrar  ahora? 

—  ¡No ....  Si  diiigo  que  qué  «hua pango!»  ¡Co- 
mo troooompada!  ¡En  mucho  tiempo  no  volveremos 
a  ver  o o . . . .  otro  igual! 

—  Pero  es  verdad  lo  que  dice  el  «informativo?» 

Y  leyeron  el  periódico  a  Tafolla,  y  llovieron  sobre 
él  las  preguntas,  y  ante  aquel  aguacero  de  interro- 
gaciones, Demóstenes  sólo  sabía  contestar: 

—  ¡Como  troooompada!  ¡Como  troooompada! 
—¿Usted  también  Tafolla?  Pero  hombre,  parece 

increíble  que  usted  también  nos  quiera  tomar  el  pe- 
lo, contándonos  «grillas»  de  ese  tamaño. . . . 

—  Pues  si  así  fué Y  aun  f  a fa . . . .  falta! 

Qué  bu....  bu....  bu 

—  Buuuu ¿qué?  ' 

-¡BuuufPet!  ¡Saaandwichs  y  pasteles  y  chaaam- 

pagne  a  pasto!  ¡Dos  botellas  me  sooopleeé  yo  solo! 

—  ¡Con  razón  roncaba  a  las  ocho  de  la  mañana! 


■^^L 


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'^'^' 


■;...  ,V 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA 


25 


-  ¡El  festín  de  los  burócratas!  (Tenorio.) 

—  ¡Las  orgías  de  Sardanápalo!  (Chita.) 

—  ¡Qué  sarda. . . .  sarda ñápalo  ni  qué  nada! 

Si  yo  no  soy  buuuurócrata,  ni  lo  son  Gaaaalíndez  y 
Tovaaarcito  y  allí  estaban!  Con  unos  gua . . . .  gua. . . 

—  ¿Pero  no  acabarás  nunca  de  ladrar? 

-  ¡Guantes  perla  despaaampanantes!  Y  la  viuda 
deRa....  ra Ramirítoz! 

—  ¿No  lo  decía  yo  bien?  ¡Vaya  una  revoltura!  ¡Qué 
cursis! 

-  Pero  ¿no  estaba  la  señora  de  Alcomedo?  ¿Y  las 
Rocamonda? 

—  Sí;  allí  estaban entre  el  mooonton 

-  ¿Es  decir  que  no  se  distinguían  por  sus  trajes? 
¿No  se  detenían  los  concurrentes  para  vérselos? 

—  No No  «pintaban> .... 

— No  canse  usted  Cuquita  (la  profesora  a  Cuca 
Otamendi.)  ¡Como  usted  no  es  modista  «científica!> 
— (Chayito.)  ¡Seguro¡  ¡Sólo  esas  imperan! 

—  ¡Pero  es  que  los  trajes  eran  de  lo  mejor!  ¡Mo- 
delos de  París!  Pocas  veces  habremos  hecho  algo 
igual!.. .. 

-  ¡Pues  no  le  quepa  duda!  (Tenorio.)  Én  eso  de 
que  sus  clientes  no  hayan  llamado  la  atención  ni  ha- 
yan salido  en  la  lista  del  periódico,  hay  una  «intriga 
de  los  científicos» 

-  ¡Vaya  usted  allá,  Tenorio!  (Barbedillo.)  ¿Cómo 
1  se  han  de  andar  metiendo  hasta  en  eso? 

-  En  todo,  don  Taco,  en  todo (la  corchea  ma- 
dre.)    ' 

-  ¿Usted  qué  ha  de  decir?  Como  es  usted  de  los 
I  de  esa  carnada .... 

—  ¿Yo?  Pero  ¿por  qué  hombre  de  Dios? 
— Pues  y  los  adornitos  eléctricos  y  su  amistad 

I  con  el  diputado  ese?  ¿Y  no  tiene  usted  casa  propia? 
El  palique  continuó,  metiendo  cada  cual  su  basa, 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


excepto  el  alma  de  Dios  de  Garaicochea,  que  no  sa- 
bía sino  asentir  a  lo  que  su  consorte  dijera,  hasta 
que  las  Menchacase  acordaron  que  tenían  que  dar- 
le su  desayuno  al  sobrino  Pito,  y  la  Garaicochea  que 
rizar  a  la  «corcheita»  para  que  se  fuera  al  Paseo,  y 
Barbedillo  q  ue  razurarse  de  a  tostón,  por  ser  domin- 
go, en  cuya  virtud  el  cónclave  se  fué  deshaciendo 
poco  a  poco.  I 

Barbedillo,  Andrade  y  Tenorio,  bajaron  juntos 
rumbo  a  la  calle.  En  el  patio  los  Orbecito  se  apres- 
taban a  jugar  el  primer  «match»  del  día,  en  unión 
de  Fermín,  vestido  de  limpio  por  estar,  seguramen- 
te, en  el  mes  del  Centenario,  y  Paulinita,  siempre  tra- 
bajadora, peinaba  un  tupé  rubio  como  una  madeja 
de  rayos  de  sol,  sobre  la  monda  cabeza  del  manequí 
que  para  el  caso  la  servía.  Quiso  la  mala  suerte  de 
Orbezo  hacerle  salir  de  su  «cantón»  (denominación 
de  Tafolla  para  las  viviendas)  en  momento  en  que 
don  Taco  y  sus  acompañantes  pasaban,  y  Tenorio, 
que  le  tenían  inexplicable  «tirria»  a  Orbezo,  aprove- 
chó la  ocasión  para  lanzarle  una  puya. 

— Adiós,  mi  teniente  coronel;  ya  sé  que  con  el  ne- 
gocito  del  follaje  se  puso  usted  «las  botas» 

—  ¿Sí,  eh?  ¿Y  a  usted  qué  le  importa? 

— ¡Nada. . . .  nada. . . . !  ¡Qué  bueno  es  ser  «achi- 
chintle»de  don  Porfirio!  Pero  ya  se  ha  de  cargar  Pa- 
tetas al  viejo  ese  por  mal  distribuidor  de  la  riqueza 
pública,  y  por  «compadrero»  y  explotador  de  las 
masas I 

—  Oiga,  señor  Tenorio.  Conmigo  lo  que  quiera;  pe- 
ro con  el  señor  Presidente  general,  no  se  meta  us- 1 
ted,  porque  no  lo  consiento. 

-¡Adiós!  ¿Y  por  qué  no?  Es  un  viejo  «chembo> | 
que  no  sabe  más  que  tiranizar  al  pueblo  y  darles  be- 
neficios a  sus  amigos  como  usted. 

—  ¡No  sea  usted  imbécil!  Él  ni  me  conoce  siquiera,  I 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  27 

ni  fué  él  quien  me  dio  lo  del  follaje;  y  si  yo  lo  respe- 
to y  quiero,  es  porque  se  lo  merece Y  usted  ha- 
bla sólo  de  despecho Porque  no  le  dieron  eso 

que  quería  ser,  de  ayudante  de  gimnasia  en  la  Nor- 
mal, pues  usted  no  sabe  ni  gimnasia  ni  nada! 

Pequeño  altercado  sin  consecuencia;  mediación 
de  Barbedillo;  parada  de  orejas  de  la  viuda  de  Zar- 
zo, para  informarse  de  qué  se  trata;  en  la  puerta  de 
calle,  despedida  general.  Barbedillo  se  va  a  la  pe- 
luquería; Tenorio  al  «ruso»  a  darse  un  remojón,  y 
Andrade,  sin  programa  definido,  se  encamina  a  la 
Alameda  para  oir  un  poco  de  música  a  la  banda  mi- 
litar que  ahí  toca  en  esa  mañana,  y  para  esperar  a 
Meches  y  Chayito,  que  deben  ir  a  dar  «su  vuelta.»  Ya 
la  segunda  está  al  caer;  ya  «mero»  da  aAndrade  el  co- 
diciado «sí»  y  él  se  desvive  porque  sea  antes  de  lapre- 
paración  de  los  exámenes,  que  ya  está  encima,  a  fin 
de  poder  tener  cabeza  en  calma  y  estudiar.  La  «pela- 
da» es  que  aquella  morena  esbelta,  airosa,  con  sus 
ojazos  negros  y  su  boca  chirriquitína,  de  labios  car- 
nosos y  rojos,  y  sus  pies,  unos  piecesitos,  menudos, 
siempre  muy  bien  calzados  con  bota  alta  que  deja 
ver  una  caña  llena  y  redonda,  le  gusta  que  es  una 
barbaridad ....  La  quiere  formalmente;  se  le  ha  me- 
tido por  la  mitad  del  corazón,  y  si  ella  le  correspon- 
de y  lo  espera  a  que  acabe  la  carrera,  se  casa  con 
ella  ¡qué  caray! 

¿Casarse?  ¿Pero  cómo?  ¿Cómo,  siendo  tan  pobre? 
Bueno;  pero  cuando  sea  abogado  tendrá  sus  nego- 
citos  y  podrá  ganar  algo. . . .  Algo  solamente,  para 
empezar,  porque  los  negocios  grandes  los  tienen 
otros  abogados;  otra  clase  de  abogados,  que  no  sa- 
brán la  profesión  y  podrán  ser  unas  «muías,»  pero 
que  están  muy  bien  con  los  gobernadores  y  los  mi- 
nistros y  los  magistrados .... 

Y  Andrade  veía  planteado  el  problema  de  su  fu- 


.«»•., 


^, 


,-v>: 


28  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

turo  en  una  lucha  empedernida,  para  la  que  se  re- 
quería mucha  fe.  El  quería  abrirse  paso,  en  buena 
lid;  a  ley  y  trabajo;  y  hacerse  conocer  así,  y  adqui- 
rir reputación,  y  subir  y  tener  de  ese  modo  repre- 
sentación y  dinero Siempre  por  su  propio  es- 
fuerzo, sin  tener  que  pedirle  favor  ft  nadie!  No  lo 
pediría ....  y  lo  atajarían  a  la  mitad  del  camino;  le 
cerrarían  el  paso,  como  había  visto  que  les  había 
sucedido  a  otros.  Ya  él  lo  había  podido  palpar  en  la 
misma  escuela;  no  lo  distinguían  lo  bastante,  a  pe- 
sar de  que  tenía  la  conciencia  de  que  estudiaba  y 
sabía  y  se  portaba  como  el  mejor;  apenas  si  uno  que 
otro  maestro  le  daba  su  lugar.  Allí  mismo  había 
diferencias,  desigualdades  y  castas  de  privilegio. 
Y  si,  concluida  la  carrera,  optaba  por  ser  empleado 
judicial,  le  sucedería  idéntica  cosa:  comenzaría  por 
ser  un  emplead illo  infeliz,  «choteado»  por  todo  el 
mundo;  para  ascender,  tendría  que  esperar  mucho 
si  no  contaba  con  buenos  «resortes»  y  «agarrade- 
ras.» Y  aun  ascendiendo  pronto,  no  pasaría  de  pe- 
rico perro,  y  se  haría  luego  viejo,  y  se  moriría  po- 
bre ....  a  no  ser  que  dejara  de  ser  honrado,  y  él  lo 
habría  de  ser  toda  la  vida !  ¿Para  qué  diablos  habría 
escogido  aquella  profesión?   Era  que  le  seducían  la 

ley  y  la  justicia  y  la  equidad,  que  por  entonces 

no  andaban  muy  bien  paradas !  ¿Tendría  la  culpa  de 
ello  don  Porfirio  también? . . . .  ¡  No,  pobre  viejo! .... 
Él  no;  pero  sí  de  muchas  cosas  malas  tenían  la  cul- 
pa los  que  lo  rodeaban,  lo  mismo  que  aquella  forma 
singular  de  gobierno.  Él,  Andrade,  que  estudiaba 
entonces  Derecho  Público  en  la  de  Jurisprudencia, 
y  que  leía  a  Donoso  Cortés  y  a  Montesquieu  y  a 
Lastarria,  amaba  a  la  Libertad  y  creía  fanáticamen- 
te en  la  Democracia.  Y  México,  dijérase  lo  que  se 
dijera,  no  era  una  Democracia. . . .  !  ¡Qué  va!  Era  un 
Imperio  y  don  Porfirio  el  César  Augusto;  bueno, 


"■.^í:; 


4u 


^'J, 


■r-.':  ,.  LA  RUINA  DE  LA  CASONA  29  3H 

porque  no  era  entera  ni  voluntariamente  malo;  ma-  -I 
lo,  porque  no  era  enteramente  bueno.  Sin  duda  que 
era  una  imbecilidad  y  una  injusticia  muy  grande 
achacarle  a  él  ni  a  nadie  que  los  trajes  de  la  confec-  1 
ción  Otamendi  no  hubieran  sacado  ni  accésit  en  el 
concurso  del  baile  o  creer  que  él  hubiera  interve- 
nido en  que  Orbezo  se  ganara  unos  duros  vendien- 
do ramas  y  heno;  pero  no  era  moral,  sin  duda,  que 
BarbediUo  se  hubiera  «embuchado»  desde  su  casa,  ^ 
quitado  de  la  pena  y  sin  hacer  nada,  muy  buenos 
cientos  de  duros  en  aquello  de  las  instalaciones  eléc- 
tricas, en  lo  que  seguramente  había  mediado  algu- 
na influencia  oficial;  el  dinero  del  pueblo  se  debe  cui- 
dar con  celo  y  no  darlo  así Tenía  razón  la  Po- 

lanco  en  querer  que  a  las  profesoras  de  escuela  se 
las  pagara  mejor;  pero  antes  que  'liada  deberían 
cuidarse  de  quiénes  eran  las  profesoras,  para  evi- 
tarse «timos»  como  el  de  ella  misma,  que  enseñaba 
arism^ííca  y  grrawMÍíica,  cuando  estaba  para  apren- 
derlas.   Érala  rabia  de  la  impotencia  envidiosa  la  ' 
que  aconsejaba  a  Tenorio  «Truenos»  para  tronar 
contra  el  Gobierno,  despechado  porque  no  le  habían 
dado  aquella  ayudantía  de  gimnasia  sueca,  por  el 
solo  hecho  de  tener  tantas  fuerzas  como  un  buey; 
pero  había  algo  de  justo  en  el  tronar  de  la  «corchea  >:; 
madre»  que  quería  que  los  de  balcón  bajaran  a  en-  >'V^ 
trésnelo,  para  que  los  de  éste  subieran  a  balcón,  ya             \ 
que  aquel  infeliz  de  Garaicochea,  que  con  todo  y  ser 
un  infeliz  de  carácter  era  un  buen  señor  tenedor 
de  libros,  había  echado  los  pulmones  veinte  años 
sobre  los  libros  de  contabilidad,  viendo  desfilar  mi-     y 
llones  que  se  iban  al  extranjero,  y  no  teniendo  él 
más  que  el  mismo  sueldo  mezquino  con  el  que  tra- 
bajosamente podía  subvenir  a  las  necesidades  de  su 
tribu.    Y  así  había  muchas  cosas:  si  se  interioriza- 
ban, se  veía  que  aquello  andaba  mal;  las  reparticio- 


30  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

nes  no  eran  equitativas;  no  se  abría  paso  el  mérito 
sino  el  favor;  en  todo  lo  que  algo  se  rozaba  con  los 
dineros  del  Gobierno,  había  intrigas  para  poder  al- 
canzarlos; y  por  eso  que  hubiera  sus  tormentas  po- 
pulares, su  mar  de  fondo,  y  que  el  cielo  político  no 
•f  apareciera  despejado.    Don   Porfirio  había  hecho 

mucho  por  la  Patria  ¡qué  caray!  ¡El  que  lo  negara 
era  un  bárbaro,  mendaz,  y  nada  justo!    La  Patria 
estaba  allí,  celebrando  el  primer  Centenario  de  su 
'  V ;  Independencia,  y  demostrando  que  era  autónoma, 

:•;-  grande,  rica,  próspera  y  respetada  por  todas  las 

■   r  naciones  como  entidad  política.  Pero eso  era 

"  ■'  de  la  apariencia  exterior  del  organismo;  en  lo  inte- 

rior había  mucho  podrido  y  mucho  malo;  y  sobre 
•^  todo,  la  renovación  se  imponía:  había  anhelos  no- 

bles de  libertad;  aspiraciones  múltiples,  que  no  ha- 
llaban cabida,  buenas  y  malas;  deseos  sanos  e  im- 
puros; ambiciones  legítimas  y  otras  reprobables,  y 
' :    .  las  de  buena  cepa  no  podían  saciarse;  y  Augusto 

acaso  nada  sabía  de  aquello,  o  no  quería  oir  el  apa- 
■:  •  gado  murmullo  que  venía  de  abajo  y  que  bien  po- 

dría convertirse  en  grito  estentóreo  y  demanda 

;  formidable 

:  -  v  Había  hecho  mal  en  reelegirse  por  la  cincuenta- 

'     ¿  va  vez.  Sise  hubiera  retirado,  habría  descendido 

cubierto  de  gloria  inmarcesible  y  envuelto  en  la 
piárpura  imperial;  pero  mal  aconsejado,  no  lo  había 
•  i.  *i  hecho,  dizque  porque  así  se  lo  habían  exigido  «los 

V;  intereses  cread  os»y  la  verdad  era  que  la  «había  tron- 

/,  chado  verde.»   Si  la  elección  se  hubiera  hecho  le- 

gal, lo  cierto  era  que  habría  triunfado  Madero.   Y 
si  Madero  era  un  loco  y  no  daba  la  talla,  como 
muchos  decían,  al  que  la  plebe  había  seguido  sólo 
<'  •>  -  por  impresionamiento  y  por  novelería,  allá  la  culpa 

•  de  esa  plebe  que  lo  elegía,  que  él  recordaba  haber 

.  leído  en  alguna  de  las  cartas  de  Simón  Bolívar, 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  31 

«que  los  gobernantes,  en  las  democracias,  no  deben 
adueñarse  del  poder  indefinidamente,  a  riesgo  de 
que  llegue  un  loco  y  se  los  arrebate  y  haga  de  él 
una  tea  incendiaria,> 

No;  resueltamente  no  tenía  razón  aquel  vividor  de 
Barbedillo  que  le  decía  «Desengáñese,  amigo  An- 
drade Todo  eso  es  música  celestial. ...  lo  úni- 
co que  cada  cual  busca  es  el  quítate  tú  para  que  me 
ponga  yo,  y  más  vale  pan  malo  conocido  que  bueno 
por  conocer, >  ni  aquel  Gordillo  que,  con  su  cara  de 
idiota,  no  tenía  pelo  de  tonto  y  decía:  «Revuelvan, 
revuelvan  antes  de  haber  hecho  ciudadanos,  y  ya  ve- 
rán lo  que  pasa Después  no  podrá  arreglar 

esto  ni  el  Sursum;  tendremos  mucha  Democracia 
y  Patria  en  cueros  !> 

Y  así,  monologando  para  su  coleto,  Andrade  ha- 
bía llegado  a  la  Alameda  y  había  buscado  asiento 
en  una  banca,  y  allí  aspiraba  el  fresco  ambiente  de 
las  frondas;  volandero  el  pensamiento;  perdida  la 
vista  en  el  pedazo  de  cielo  recortado  por  el  follaje, 
y  descubierta  al  aire  la  cabeza,  una  cabeza  de  En- 
jolrás,  de  fino  perfil  y  ancha  frente,  recortada  por 
los  rizos  de  una  cabellera  de  «Apolo  adolescente....» 


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CAPITULO  III 


Dos  episodios 


Había  transcurrido  un  mes  justo  y  los  ecos  de 
las  últimas  fiestas  del  Centenario  se  habían  extin- 
guido. La  capital  estaba  como  cansada,  como  ahita 
de  tanto  «panem  et  circensis>  según  clásica  expre- 
sión de  «Demóstenes.»  Todo  iba  retornando  a  la  vida 
habitual.  Ya  las  últimas  Embajadas  extranjeras  se 
habían  marchado:  los  barcos  de  guerra  de  las  na- 
ciones amigas,  que  habían  venido  hasta  nuestros 
puertos  a  darnos  los  parabienes,  habían  levado  an- 
clas después  de  la  salva  de  despedida Apenas 

si  aquí  y  allá  quedaban  restos  de  las  ornamentacio- 
nes: banderas  y  gallardetes,  desgarrados  y  desco- 
loridos por  el  sol  y  la  intemperie;  bastidores  y  bam- 
balinas toscamente  pintados  y  rotos,  arrinconados 
en  las  calles;  tablazones  de  estrados  y  yeso  de  estu- 
cos que  se  caían  a  pedazos «StaflE,»  apariencias, 

decoraciones  de  farsa  y  de  escenografía  ridiculas, 
que  Andrade  pensaba  que  eran  algo  así,  como  la  re- 
velación de  lo  que  el  país  era. 

En  la  casona  de  <Las  Moras»  y  en  aquel  crepúscu- 
lo vespertino,  con  las  languideces  de  nuestros  atar- 
deceres otofiales,  la  decoración  no  había  cambiado 

3 


34  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

..'''■■'      .     •  ■ 

.;  gran  cosa.  Paquita  Otamendi  recorría  el  corredor 

de  su  vivienda  repasando  por  quinta  vez  el  Trata- 
do de  Anatomía.  Paulinita  en  su  «cantón»  peinaba 
ahora  un  par  de  trenzas  negras  como  el  ala  de  un 
cuervo;  la  «Corchea,»  que  tenía  que  presentar  exa- 
men de  agilidad  y  de  fuerza  en  el  piano,  destrozaba 
el  «Motu  perpetuo»  de  Rafif,  alternándolo  con  la  «Ta- 
rantella»  de  Listz  (y  de  aquello  llevaba  mortales 

. . .;  .  cuatro  semanas  sin  descanso  suyo  ni  de  los  vecinos) 

y  en  la  «República»  todo  mundo  estaba  puntual  al 
estudio  y  se  había  hecho  abundante  provisión  de  ca- 
fé, conviniéndose  en  que,  por  economía  y  a  suges- 
'.  tión  de  Tachita,  sólo  un  foquillo  incandescente  po- 

dría arder  hasta  las  doce  de  la  noche;  hasta  esa  hpra 
se  estudiaría,  y  «en  rueda.»  Ya  estaban  ahí  los  exá- 
menes de  fin  de  curso .... 
En  aquella  tarde,  Andrade,  de  bruces  en  el  ba- 

':  .;  raudal  de  uno  de  los  corredores  del  «copete,»  echa- 

ba un  ojo  al  texto  del  Derecho  Civil  y  el  otro  a  Cha- 

.:  f  yo  que  cosía  una  blusa  en  la  entrada  de  la  salita  de 

;?■"  su  vivienda,  aprovechando  las  últimas  luces  de  la 

tarde.  «Truenos,»  en  mangas  de  camisa,  a  horca ja- 

V  das  sobre  una  tosca  silla  de  tule,  con  el  libro  en  la 
diestra,  echaba  pestes  contra  Paca  porque  le  quita- 

V '  ba  la  atención,  y  contra  la  «Corchea>  porque  no  se 

la  devolvía,  y  el  «Capulín,»  boca  abajo  en  la  cama, 
se  «metía  a  lo  hombre»  en  el  obscuro  cerebro,  cómo 
se  hacen  las  cuentas  a  interés  compuesto,  por  día. 
Sólo  Tafolla  brillaba  por  su  ausencia;  de  seguro  es- 
taba de  «comadreo»  en  la  casa  de  las  Labariega, 
pues  a  él  maldito  el  miedo  que  le  infundían  los  exá- 

V  menes;  si  pasaba  con  lo  que  sabía,  bueno;  y  si  lo 
.'  ,í-  «tronaban,»  bueno  también,  que  todo  se  reducía  en- 
;  tonces  a  urdir  una  mentira  que  contar  a  los  que  de 
'.  .               Indé  le  mandaban  para  seguir  los  estudios. 

i  ><  — ¡Ya  me  revienta  ese  ídolo  de  tu  cuñada,  Andra- 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  35 

de!  En  cuanto  llega  de  la  escuela,  no  para  la  maldita 
con  el  «gran  macetero»  y  el  «pequeño  macetero,»  y 

el  hioides  y  el  esfenoides! Ya  verás  qué  curso 

de  Anatomía  y  Osteología  nos  va  a  dar  el  perico  de 
las  Menchaca,  de  puro  oiría! 

A  lo  que  respondía  la  voz  monótona  y  gangosa  de 
Paca.— El  tendón  de  Aquiles  está  constituido  por 
un  haz  músculo-fibroso  que  se  inserta  en  forma 
de. . . . 

— ¡En  ninguna  forma  se  puede  estudiar  oyendo  a 
esa  arrastrada! 

Y  de  golpe  y  porrazo  cTruenos»  cerró  el  libro. 

— ¡Métete  allá  dentro,  hombre,  y  déjala  a  ella  que 
estudie  como  se  le  dé  la  gana! ....  ¡Ya  quisiéramos 
nosotros  ser  tan  macheteros! 

— Ni  envidia.  Aprender  así,  no  es  aprender.  Es 
incrustarse  el  texto  en  la  mollera!  ¡Pero  a  ella  no  le 
entra  ni  a  diablazos! 

Tenorio,  para  tener  algo  qué  hacer,  se  puso  a  ta- 
rarear «La  Viuda  Alegre.» 

— ¿Pues  y  la  otra?  ¿Qué  me  dices  de  la  otra  con 
su  «Tarantella?»  ¡Para  atarantar  a  los  monolitos 

del  Museo!  Ta,  ra,  ra,  ra,  ra,  tá tá,  ra,  ra,  ra, 

ra,  ra,  tá . . . .  Esto  no  parece  una  casa  sino  una  es- 
coleta de  cuartel! 

A  esas  alturas  las  imprecaciones  de  «Truenos,» 
se  dejó  oir,  para  más,  y  en  el  patio,  un  silbido  con 
agudos  y  bajos,  y  luego  otro  y  otro  más. 

— Ese  es  Demóstenes .  ¿Qué  milagro  que  llega  tan 
temprano? 

— Es  que  ya  le  está  entrando  «la  del  indio»  y  sabe 
bien  que  si  no  le  «machuca*  muy  recio  a  los  libros, 
se  lo  Iteva  la  tristeza .... 

—¿Qué  hay  tü?  (Andrade,  respondiendo  a  los  sil- 
bidos, desde  el  barandal  del  «copete.  » ) 

— (TafoUa,  desde  el  patio.)  O o oyes,  An- 


-   '.í   • 


36  '        E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

dradito,  heeeermano Échame  desde  ahí  mi  abri- 
go que  está  en  la  cabeeeecera  de  mi  caaama 

Por  favor 

— ¿Pero  no  vienes  a  estudiar? 

—Me  voy  un  ratito  al  Cine  con  las  Labariegas,  y 
luego  vengo  a  darle.  Anda,  échame  el  abrigo 

—¿No  te  lo  dije?  (Tenorio  a  Andrade).  Este  bu- 
rro de  Demóstenes  le  está  atorando  muy  recio  a 
Charo  Labariega,  y  esto,  a  estas  horas,  equivale 

a  perder  el  año ¡Está  camoteando  que  es  una 

barbaridad! 

—¡Allá  él!  Como  dice  que  su  tema  es  «Malgré 
tout!> 

Instantes  daspués  el  abrigo  de  Tafolla  descendía 
desde  el  tercer  piso,  haciendo  contorsiones  como  de 
un  pelele  arrojado  al  vacío,  hasta  llegar  a  las  amo- 
rosas manos  de  su  dueño  en  el  patio. 

— ¡Gracias,  cvale» Hasta  luego Hasta 

lu . . . .  lúe luego,  Paquita.  No  estudie  tanto  por- 
que se  le  va  a  secar  la  «pensadora»  (la  cabeza). 

Ya  no  se  veía;  la  noche  iba  cerrando;  la  troglodi- 
ta Filo  había  encendido  el  único  foquillo  de  la  esca- 
lera, y  la  «Corchea»  había  dejado  en  paz  a  Listz  y 
Raff,  porque  la  luz  se  economizaba  mucho  en  el  can- 
tón Garaicochea.  Paca  también  ya  no  gangeaba  la 
anatomía,  pero  en  cambio  la  semi-corchea  había  co- 
menzado a  toda  voz  aquello  de  «Marieta ....  no  seas 

coqueta» y  ya  se  sabía  que  la  canción  duraba 

noventa  minutos  invariables;  de  6  a  7.30  minutos 
p.  m.,  «sin  aflojar.»  ' 

Tenorio  se  puso  a  escribir  en  la  destartalada  me- 
sa única  que  en  la  «República»  existía,  y  que  lo  mis- 
mo servía  de  pupitre  que  de  mesa  de  juego,  o  de 
blando  lecho  en  ocasión  en  que  algún  amigo,  hués- 
ped trasnochador,  llegaba  hasta  «el  copete»  pidien- 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  37 

do  asilo.  Andrade  se  tiró  a  la  bartola  en.  su  cama,  y 
se  puso  a  pensar 

Andrade  tenía  dos  debilidades  literarias:  Víctor 
Hugo  y  Vargas  Vila.  Se  sabía  de  memoria  cLes 
Lions»  y  cLes  Djins>  y  capítulos  enteros  del  «Hom- 
bre que  ríe»  y  del  «Año  Terrible.»  Y  muchos  de  Var- 
gas Vila,  incluso  la  tremenda  cochinada  de  «Los 
Tres  Lirios,»  y  antes  que  nada,  del  «Verbo  de  Ad- 
monición y  de  Combate.»  ¡Qué  bien  escribía  el  hom- 
bre! ¡Qué  fibra  en  aquella  prosa  de  renglones  cor- 
tes y  duros  como  saetas! 

Pero  entre  todos  los  personajes  novelescos,  pre- 
dilectos para  Andrade,  ninguno  como  aquel  Enjol- 
rás  de  Víctor  Hugo  en  «Los  Miserables.»  Ese  era 
su  más  acabado  tipo;  y  cuando  lo  estudiaba  y  lo  me- 
ditaba, llegaba  a  sentirse  algo  Enjolrás.  Tener,  con 
la  facilidad  de  la  palabra  y  la  enhiesta  apostura  del 
gladiador  tribunicio,  el  culto  a  la  libertad  y  al  amor 
ardiente  a  la  idea  redentora,  la  seducción  de  las 
multitudes  y  la  gratitud  admirativa  de  los  oprimi- 
dos, era  su  más  adorado  ideal.  Y  se  imaginaba  lo 
que  él  sería  en  la  ocasión  propicia,  haciendo  tribuna 
heroica  de  cualquier  guardacantón  de  esquina;  ani- 
mando y  entusiasmando  a  las  masas  con  su  verbo 
todo  fuego;  electrizándolas  hasta  hacerlas  prorrum- 
pir en  las  sonoras  estrofas  del  Himno  Nacional 

y  él  llevado  en  hombros,  aclamado  hasta  el  delirio, 
sobre  el  pavés,  no  como  el  vulgar  torero  triunfador 
en  la  odisea  de  sangre,  sino  como  el  hombre  supe- 
rior y  predestinado,  capaz  de  llevar  hasta  el  alma 
popular  el  pan  eucarístico  de  la  verdad,  de  la  justi- 
cia, del  derecho  siempre  augusto,  y  haciendo  de  los 
irredentos  y  miserables  hombres  que  adquirieran 
el  soberbio  gesto  del  «Cives  romanus  suum!» 

Y  así  meditaba,  con  los  ojos  clavados  en  el  des- 
tefiido  cielo  raso;  las  manos  enclavijadas  en  el  occi- 


W 


■'ff 
Si:! 


38  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

pucio,  sirviéndole  de  almohada;  tumbado  sobre  la 
cama  y  divagando  deliciosamente  sobre  aquellas 
perspectivas  que  le  atraían  y  le  atraían  irresistible- 
mente, cuando  se  acordó  de  que  en  aquella  noche 
tenía  una  cita  con  la  Chayito,  a  las  diez  pasadas,  una 
vez  que  Pilo  hubiera  dado  vuelta  a  la  llave  de  la  luz 
de  la  escalera,  para  apagarla í 

Adoraba  a  la  tal  Chayo.  Se  le  había  colado  de 
rondón  en  el  alma,  y  en  sus  noches  de  vigilia  la  veía 
cada  vez  más  radiosa,  más  seductora,  más  esplén- 
didamente atrayente,  con  sus  cabellos  negros  como 
la  endrina;  sus  ojazos  de  emperatriz  indiana;  su 
busto  erguido  y  lleno  y  su  cuerpo  airoso,  que  se  iba 
moldeando  y  moldeando  cada  vez  con  más  perfec- 
ción, por  obra  de  sus  diecisiete  abriles 

Ya  casi  le  había  correspondido;  en  aquella  noche 
se  finiquitarían  las  cosas  y  se  plantearía  tal  vez  un 
compromiso  que  dejaba  dibujar  en  la  lontananza 
del  porvenir  un  altar  engalanado,  una  boda  de  amor 

y  un  hogar  esplendente  de  felicidad Cierto 

que  Chayo  tenía  sus  relices  de  carácter  y  sus  fla- 
queos  de  imaginación.  Quería,  por  lo  que  enten- 
derse podía,  ir  muy  arriba:  llegar  pronto  a  «figura;» 
tener  dinero  para  gastar  lujo;  no  dejar  en  la  penum- 
bra su  belleza;  y  todo  eso,  cuanto  antes  mejor 

Se  sentía  bonita  y  era  mujer  y  ¡qué  caray !  pensaba 
lo  que  cualquiera  otra  hubiera  pensado  y  quería  lo 
que  otra  cualquiera  en  su  lugar  hubiera  querido 
también.  Por  fortuna  él  se  sentía  hombre  para 
conquistar  para  aquella  mujercita  querida,  todo 
cuanto  pudiera  exigir,  una  vez  que  él  fuera  seftor 
abogadazo,  como  lo  sería,  y  para  pagar  de  algún 
modo  la  conquista  misma  de  ella  para  él ... .  Chayo 
era  toda  una  mujer.  A  diferencia  de  aquella  pali- 
ducha  de  la  «Corchea,»  por  ejemplo,  esmirriada  y 
rumbo  a  la  tisis,  que,  cuando  le  daba  la  mano,  no 


*r.: 


-  /t  >  ■  • 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  39  >^^ 

dejaba  de  estrechársela  con  cierta  efusión.     La  ,  ■ 

«Corchea»  podría  tener  todo  el  buen  talento  que  se  "| 

quisiera;  saber  mucho  y  ser  toda  una  mujercita  de 
Sí  casa ....  pero  ¡qué  diferencia!  Chayo ....  Chayo  '  .'.¿ 

se  llebava  de  calle  la  ventaja.  ;     J¿1 

—Bueno,  compadre ¿qué  dices?    ¿Estudia-  y., 

mos,onos  vamos  un  rato  al  Club  después  de  cenar?  '     á¿  ■ 

La  proposición  era  de  Tenorio,  y  Quico  contestó:      s  :fv 

— ¡  Maldito  el  chiste  que  tiene  ir  al  Club !  La  ver- 
dad es  que  no  me  divierte  la  cosa.  Ninguno  de  los 
oradores  que  hay  allí  son  «medallas»  (alusión  a  que 
no  eran  dignos  de  premio).  '  -  á"; 

:   — Sí los  que  has  oído.  Pero  hoy  en  la  noche  >• 

van  a  hablar  Brizuela  y  el  negro  Echeverría,  el  de  :   - 

«Ingenieros»  y  ese  que  escribe  en  la  prensa  de  opo-  {r 

sición ¿Cómo  diablos  se  llama?   Ro ....  Ro ; 

¡Ah,  sí!  Rovirosa eso  es,  Rovirosa.    Y  dicen 

que  es  flor  y  nata,  y  que  tiene  unos  arranques 

— Bueno. . . .  bueno.  Veremos.  La  verdad  es  que 
yo  no  tengo  ganas  de  estudiar no  sé  que  ten- 
go, pero  mi  cabeza  no  está  para  «embutirme»  los 
artículos  del  Código.  ,      ^v 

Lo  que  Andrade  tenía  era  la  imagen  de  Chayito 
clavada  en  la  mitad  de  las  retinas,  adelantando  en 
su  imaginación  la  escena  de  las  diez  de  la  noche. 

—Pues  entonces— agregó  Tenorio — no  hay  que 
discutirlo;  iremos  un  rato  al  Club  y  llevaremos  a 
Demóstenes  para  que  aprenda  oratoria,  y  a  Chane- 
quito,  aunque  sea  a  remolque,  para  que  aprenda  a 
ser  hombre  y  oiga  las  honras  de  su  paisano  Don  :^ 

Porfirio.  '  íS>. 

Y  todavía  se  pasaron  una  hora  en  grata  indolen-  .;¿ 

cia  Andrade  y  «Truenos,»  mientras  el  «Capulín»  V 

daba  por  fin  pie  con  bola  en  aquella  endemoniada 
cuenta  de  interés  compuesto,  que  le  había  costado  ^       > 

un  bloque  de  papel  y  todo  un  lápiz.  :,-5- 


.^■' 


40 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


Cuando  bajaron  a  cenar,  Chayo  estaba  esperando 
a  Andrade  en  el  pasillo  de  la  escalera,  y  entre  los 
dos  se  cruzó  este  rápido  diálogo: 

— A  las  diez,  ¿eh?  pero  en  punto .... 

— En  punto  de  las  diez  ¿aquí?  '■  f 

— Sí ....  aquí ...... 

— ¿No  me  va  usted  a  hacer  una  «tanteada,»  Cha- 
yito? 

— iJesús!  ¡Qué  hombre  tan  desconfiado! 

Andrade  sintió  que  el  corazón  le  daba  media  do- 
cena de  saltos  mortales,  pensando  que  a  las  diez  en 
punto  le  daría  por  fin  el  codiciado  sí  aquella  mujer- 
cita  de  sus  desvelos.  Ya  lo  creo  que  estaría  puntual 
a  las  diez,  así  lloviera,  tronara  y  relampagueara! 

No  llovió  precisamente,  pero  sí  tronó  y  aun  re- 
lampagueó, como  vamos  a  verlo. 

En  grata  compañía  de  los  esposos  Barbedillo,  de 
Garaicochea,  que  iba  casi  a  diario  a  la  tertulia  de  la 
hora  de  cenar;  de  su  siempre  descontenta  consorte 
y  de  aquel  inconmovible  Gordillo,  el  hombre  enig- 
ma, y  en  aquella  vez  de  la  profesora  que,  como  «go- 
rrona» (epíteto  de  Tafolla)  aprovechaba  bien  cuanta 
oportunidad  se  le  presentaba  para  echar  un  «taco» 
de  algún  «antojito,»  Andrade,  Tenorio  y  Chaneque 
cenaron.  Tafolla  aun  no  se  «aparecía»  para  el  «ran- 
cho,» entretenido  con  la  Labariega. 

Por  supuesto  que  durante  la  cena  la  «Corchea  ma- 
dre» no  dejó,  como  lo  acostumbraba,  de  echarle  sus 
«breas»  (críticas)  al  Gobierno  y  a  los  ricos,  sin  que 
la  mansedumbre  de  Garaicochea  pudiera  evitarlo. 
Ella,  la  «Corchea,»  no  se  «descosía»  hablando  del 
Gobierno  todas  las  pestes  que  dentro  llevaba  con- 
tra aquél;  pero  en  cambio  sí  lo  hacía  al  referirse  a 
los  ricos,  contra  los  que  trinaba,  sin  importarle  si 
la  riqueza  era  bien  o  mal  habida  ni  hacer  distingos, 
y  todo  por  el  capítulo  de  que,  si  mañana  o  pasado 


,■■■.'  '      •  "^  '    ■    '  í  ' 

LA  RUINA  DE  LA  CASONA        ;  41  ":• 

se  moría  Garay,  ella  y  los  Garaycitos  se  quedaban  ^-'^l 

a  la  luna  de  Valencia,  lo  mismo  que  si  mañana  o  pa- 
sado, los  patrones  lo  despedían  por  viejo  e  inútil. 

— Por  eso  es  buena  la  previsión Hay  que  3.- 

hacer  ahorros,  economías.  ,    f' 

— Sí,  don  Taco Eso  lo  dice  usted  que  puede  S 

hacerlo;  pero  uno  que  tiene  forzosamente  que  ir  al  .  "J 

día C- 

Y  Garaicochea  pensaba  que  aquello  de  ir  al  día  .  ¿ 

se  debía  en  buena  parte  al  imprudente  deseo  de  su 
consorte,  de  querer  alternar  con  los  de  más  alta  ca- 
tegoría, y  de  no  «ser  menos>  que  nadie,  así  fuera  el  ^^ 
mismo  Creso.                                    .   >,:                                         .;; 

Al  oir  aquello  Gordillo,  se  sonreía  enigmática-  í¿: 

mente Ese  sí  que  tenía  su  psicología  muy 

especial:  para  nadie  era  un  misterio  que  Gordillo 
estaba  «amarrando>  dinero;  parecía  increíble  que  ,J, 

aquel  tío,  con  su  indumentaria  prehistórica,  su  fa- 
cha de  idiotón,  que  se  hacía  él  mismo  la  comida  y 
lexiviaba  su  ropa  según  decía  Tafolla,  y  que  siendo 
solo  podía  gozar  de  la  vida,  no  saliera  para  nada  de  o 

su  paso,  majando  el  plomo  todo  el  día;  quemándose 
las  manos  con  el  soldador  y  el  soplete;  sudando  la 
gota  gorda,  inerte  a  todo,  al  parecer,  y  dando  por 
toda  respuesta,  cuando  alguien  le  echaba  en  cara 
su  tacañería,  que  lo  mejor  en  la  vida  es  tener  un 
pentagrama  y  saber  no  salirse  de  él. 

— Gordillo;  ya  vio  usted  la  zarzuelita  esa  nueva 
que  estrenaron  en  tal  teatro? 

— No,  señora. 

—¿Y  por  qué?  Dicen  que  es  un  primor 

— Porque  como  fui  al  teatro  el  mes  pasado,  aho- 
ra no  puedo  volver  a  ir  hasta  el  mes  que  entra .... 
No  hay  partida  en  el  presupuesto  de  este  mes 

Ya  al  concluir  la  cena.  Tenorio  insistió  con  An- 
drade  para  que  fueran  un  rato  al  Club;  hasta  el 


X 


^  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

propio  «Capulín»  no  mostraba  ya  resistencia  en 
asistir  en  calidad  de  curioso.  ¿En  qué  cosa  iban  a 
matar  el  tiempo  desde  las  ocho  y  media  hasta  las 
diez  si  no  tenían  ganas  de  estudiar?  Además,  era 
necesario  oir  a  Brizuela  y  al  compañero  Echeverría, 
y  sobre  todo  a  aquel  Rovirosa,  que  era  un  «pico  de 
oro»  según  se  decía.  ¿Quién  iba  a  poder  estudiar 
con  esa  «balumba»  que  armaban  en  el  patio  los  Or- 
becito  y  Fermín?  Andrade  tuvo  un  momento  de  de- 
bilidad y  accedió.  Así  se  daría  tiempo  para  aquella 
cita  que  lo  tenía  nervioso.  Que  iba  a  poder  estudiar 
si  estaba  que  «se  le  quemaba  la  calabaza»  porque 
dieran  las  diez!  Total,  al  Club.  | 

Todavía  en  el  camino,  Chaneque,  como  buen  in- 
dio, iba  receloso  y  desconfiado,  preguntándole  a 
«Truenos:» 

-  Pero,  oyes,  Tenorio,  ¿de  veras  no  hay  peligro? 
No  sea  que  vaya  uno  a  comprometerse,  porque  no 
tendría  ningún  chiste  que  «se  lo  apergollaran»  a  uno 
en  Belén  por  revolucionario,  y  en  tiempo  de  exáme- 
nes, y se  perdiera  la  beca!  I 

—  ¡No,  hombre ....  No  seas  gallina!  No  pasa  nada. 
Y  sobre  todo,  es  necesario  que  vayas  aprendiendo 
a  ser  ciudadano ... .  j 

Los  recelos  de  Chaneque  obedecían  a  que  aquel 
famoso  Club  no  era  de  billar  ni  de  ajedrez,  pues  que 
era  nada  menos  que  el  Club  «Amigos  de  la  Democra- 
cia,» con  su  respectivo  lema  de  «Voto,  Igualdad  y 
Trabajo;»  es  decir  un  Club  de  neto  color  político,  na- 
cido al  calor  de  la  elección  Presidencial  de  1910,  por 
la  perseverante  campaña  política  de  don  Francisco 
I.  Madero,  y  que  sobrevivía  a  la  ya  consumada  elec- 
ción presidencial.  Por  cierto  que  el  Club  no  era  ni 
había  sido  maderista,  y  no  habiendo  ya  campaña 
electoral,  si  se  reunía  aún,  era  para  seguir  propug- 
nando, según  expresión  de  Tenorio,  por  los  sacro- 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  43 

santos  derechos  de  la  libertad  y  a  fin  de  hacer  obra 
de  democratización. 

Ni  Andrade,  ni  Tenorio  eran  tampoco  socios.  Co- 
nocían el  Club  por  haber  concurrido  en  algunas  oca- 
siones a  él,  a  fin  de  oir  a  sus  oradores  y  entre  ellos 
precisamente  a  Madero,  ocasión  en  la  que  cada  uno 
había  salido  con  un  concepto  bien  distinto  del  hom- 
bre. SegúnTenorio,  en  Madero  «nohabía  toda  la  fibra 
necesaria;»  no  tenía  «bastante  ley,»  lo  que  significa- 
ba que  no  había  en  el  sujeto  toda  la  vehemencia  y  el 
ardor  oratorios  que  Tenorio  quería,  dado  su  carác- 
ter. No  podía  negarse  que  «el  chaparrito>  como  lla- 
maban a  Madero,  era  «muy  hombre,»  ya  que  ataca- 
ba al  Gobierno  a  cara  descubierta;  pero  le  faltaban 
empaque,  arrogancia,  tono  de  desafío.  El  propagan- 
dista causó  muy  distinta  impresión  en  Andrade:  lo 
vio  enérgico  sin  propasarse;  bien  intencionado;  un 
positivo  amante  de  la  democracia  y  de  la  libertad; 
un  convencido,  un  sincero  apóstol  que,  sino  seducía 
con  galas  de  lenguaje  ni  con  exquisiteces  de  estilo, 
sí  conquistaba  con  su  apariencia  afable,  y  con  su 
misma  llaneza  de  palabra.  Sinceramente  se  había 
hecho  su  admirador,  mientras  que  «Truenos»  sólo 
muy  tibiamente  y  con  repulgos. 

Cuando  llegaron  al  Club,  hablaba  Brizuela  a  la  luz 
de  seis  foquillos  eléctricos  de  gastadas  energías, 
amarillentos  y  caducos,  encaramado  en  una  tribuna 
improvisada  con  un  gran  cajón  recubierto  de  lienzo 
tricolor,  y  cuatro  barrotes  forrados  de  idéntica  ma- 
nera. Por  auditorio,  una  cincuentena  de  concurren- 
tes; híbrido  auditorio  en  que  había  estudiantes  y 
obreros  y  algún  farmacéutico  y  algún  abogadete  no- 
vel y  hasta  un  trío  de  señoritas  cubiertas  con  negros 
chales.  En  la  pared  de  fondo  del  salón,  pendía  el  es- 
tandarte del  Club,  que  así  parecía  querer  cobijar  a 
la  «Directiva,»  compuesta  de  Presidente,  Secreta- 


44  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

rio,  Tesorero  sin  tesoro,  y  media  docena  de  Voca- 
les, todos  ellos  serios,  circunspectos,  como  posesio- 
nados de  sus  altas  funciones.  Aunque  a  Andrade 
todo  aquello  le  parecía  algo  ridículo,  aprímafade, 
luego  reaccionaba  impugnándose  a  sí  mismo  tal  idea; 
no  había  que  ver  la  cosa  por  ese  lado,  que  al  fin  y  al 
cabo,  así  nacen,  así  se  incuban  y  así  se  organizan  las 
democracias;  humildemente  y  sin  aparatosidad;  en 
la  atmósfera  sencilla  respirada  por  los  que  en  ella 
esperan. 

Brizuela.  ¡Bah!  Si  a  Brizuela  lo  conocían  hasta 
en  «estofado.>  Era  uno  de  la  de  Agricultura,  muy 
«parrandero»  y  «entrón.»  Mediano  estudiante  pero 
gran  amigo,  y  muy  simpático  sobre  todo.  Bien  es 
que,  como  orador  no  valía,  la  verdad,  gran  cosa;  to- 
do se  le  volvía  lugares  comunes.  No  salía  de  aquello 
de  «las  ignominiosas  cadenas  que  había  que  romper» 
y  de  la  «odiosa  tiranía»  y  de  la  «emancipación  de 
las  masas»  y  otras  cosas  por  el  estilo.  No  lo  ayuda- 
ba la  voz  y  no  sabía  accionar;  parecía  una  «chicha- 
rra» en  la  tribuna;  no  convencía.  Y  así  fué  como,  en 
efecto,  al  bajar  del  mueble  aquel,  sólo  oyó  una  me- 
dia docena  de  aplausos. 

— Se  va  a  dar,  por  disposición  del  señor  Presiden- 
te, lectura  a  algunas  nuevas  cartas  de  adhesión — di- 
jo el  Secretario. 

—  Por  supuesto  que  tenían  que  ser  nuevas,  pensó 
para  su  coleto  Andrade,  pues  no  habían  de  volver  a 
leer  las  viejas.  ^  -  p 

Y  el  C.  Secretario,  con  voz  atiplada  y  de  carreri- 
ta,  leyólas  cartas  en  cuestión,  en  mitad  de  un  sepul- 
cral silencio  del  auditorio.  j 

— Tiene  la  palabra  el  C.  Echeverría. 

Echeverría  resultó  la  segunda  edición  de  Brizue- 
la; no  «cuajó»  como  orador  en  la  media  hora  de  pe- 
rorata. 


■j^^.-j ' . 


"V  LA  RUINA  DE  L.A  CASONA         .  45 

— ^Así  la  echan  a  perder — decía  Tenorio — ¿Cómo 
quieren,  después,  tener  gente?  Mejor  lo  haría  yo,  y 
no  me  atrevo 

Razón  había,  pues,  para  que  el  «Capulín»  se  hu- 
biera dormido.  El  muy  tarugo  roncaba  como  un 
gato! 

Y  Andrade  pensaba:  ¿De  dónde  sacan  valor  estos 
gaznápiros  para  improvisarse  oradores?  ¿Cómo  se 
atreven?  ¡Qué  audacia  y  qué  descaro!  ¡Como  si  el  ser 
orador  fuera  como  ponerse  a  comer  cacahuates! 

Cuando  Echeverría  bajó  de  la  tribuna,  sólo  obtuvo 
el  aplauso  del  trío  de  damiselas  de  chai,  lo  que  hizo 
que  «Truenos»  fijara  en  ellas  su  atención,  hasta  lle- 
garlas a  identificar. 

-  ¡Con  razón  aplauden! 

— ¿Por  qué  dices  eso?    .  - 

— Son  las  dos  hermanas  y  la  novia  del  interfecto 
— murmuró. 

— ¿Por  qué  no  nos  vamos? preguntó  Chaneque  des- 
pertándose.— Esto,  la  verdad,  aburre  más  que  las 
cuentas  de  interés. 

— Espérate,  hombre,  que  ahora  viene  lo  bueno 

Rovirosa!  ¡Este  sí  que  es  «sefior  cartucho!» 

— Tiene  la  palabra  el  C.  Rovirosa, — dijo  el  Presi- 
dente.   ;  ■  :" 

Y  al  levantarse  el  aludido  de  su  asiento,  una  sono- 
ra salva  de  aplausos  acogió  sv  presencia. 

Rovirosa,  sonriendo  amablemente,  se  adelantó 
hasta  la  mitad  del  estrado;  hizo  una  solemne  reve- 
rencia, y  con  paso  majestuoso  se  encaminó  a  la  tri- 
buna, estirándose  los  puños  que  por  nada  de  estas 
nueva  cosas  querían  siquiera  asomarse  por  entre  las 
mangas  del  jaquet.  Al  «abordar»  la  tribuna,  nueva 
estruendosa  ovación  y  nueva  zalema;  una  tos  para 
aflojar  las  vocales  cuerdas,  y  el  orador  «se  arrancó.» 


46  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

— Señores,  vengo  a  deciros  que  la  Humanidad 
existe \  I  '  ' 

Con  aquella  frase  sola,  Andrade  sintió  en  la  mé- 
dula un  frío  extraño. . . .  Era  de  su  repertorio!  Del 
protagonista  del  «Hombre  que  ríe»!  ¡de  Víctor  Hu- 
go  !  No,  y  la  verdad  era  que  Rovirosa  sabía  pe- 
rorar. Aire,  modales,  voz,  manera  de  accionar,  todo 
lo  ayudaba;  y  más  que  nada,  conocía  la  psicología  de 
su  auditorio  y  por  eso  que  regalara  sus  oídos  con 
frases  retumbantes  y  adjetivos  como  luces  de  Benga- 
la. Se  lucía  el  hombre;  pero  sin  querer  o  de  adrede, 
fuese  exaltando,  creciéndose,  culminando ....  Las 
imprecaciones  pasaron  rápidamente  del  rojo  simple 
al  rojo  blanco,  hasta  hacer  extremecerse  al  auditorio; 
los  cargos  formidables  no  eran  de  una  catilinaria  si- 
no de  una  maratina  audaz:  aquello  ya  no  era  un  dis- 
curso: era  una  serie  de  disparos  con  catapulta,  que 
arrancaba  ya  no  aplausos,  sino  positivos  bramidos 
del  auditorio  entusiasmado! 

— ¡Qué  bárbaro! ¡Qué  bárbaro! ¡Eso  es  di- 
namita pura! — decía  Andrade,  medio  sobresaltado 
por  tanto  valor  civil.  i         •  ;■ 

— ¡Magnífico!  ¡Soberbio!— gritaba  «Truenos. > — A 
este  le  dan  la  oreja  y  vuelta  al  ruedo! | 

— Oyes  «Truenitos,»  francamente  yo  creo  que  me 
voy ....  Esto  está  muy  fuerte — decía  Chaneque,  po- 
sitivamente sobrecogido  por  el  espanto. 

— ¡Espérate,  hombre!  No  seas ¡Que  acabe  y 

nos  vamos! 

Y  aquella  esperada  fué  la  que  perdió  al  pobre 
«Capulín,»  como  veremos. 

Por  aquellas  alturas,  Andrade  consultó  su  reloj; 
diez  para  las  diez.  Y  de  estampida,  sin  decir  adiós 
ni  explicar  el  por  qué  de  su  conducta,  abandonó  al 
salón  y  a  sus  cofrades.  i 

A  las  diez  en  punto  estaba  en  el  pasillo  de  la  esca- 


'■•  i: 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  47 

lera  de  la  casona,  en  momentos  casi  en  los  que  Filo 
sumía  en  la  obscuridad  a  la  dicha  escalera,  dándole 

una  media  vuelta  a  la  llave  de  la  luz Un  minuto 

de  espera  y  una  fantástica  forma  de  mujer,  aproxi- 
mándose medrosa.  Otro  minuto  más  y  una  de  las 
tibias  y  carnosas  manos  de  Chayito  entre  las  inquie- 
tas y  nerviosas  de  Andrade.  Luego,  el  dulce  colo- 
quio en  voz  baja,  tan  baja  que  apenas  si  se  podía  per- 
cibir algo. 

— ¿Pero  me  querrás  toda  la  vida? 

— ITe  adoro . . . . ! 

— Cuidado  con.que  más  tarde  te  arrepientas . 

— Apúrate  mucho,  mucho,  para  que  pronto  te  ti- 
tules y  nos  casemos. 
— ¡Vida  mía,  mi  Chayito!.. .. 

— ¿Cada  cuándo  hablaremos? 
— Hay  que  tener  mucho  cuidado;  ya  ves  que  Cu- ; 
ca  es  muy  cresabiosa  >  . . . . 

— ¡No no ni  me  lo  digas!  ¡Eso  es  imposi- 
ble! 

— ¿Por  qué  eres  tan  cruel? 

— Ya  te  digo  que  no;  confórmate  por  ahora,  con 
que  te  haya  correspondido 

Un  murmullo  cada  vez  más  apagado  de  voces  que 
disputaban  dulcemente,  implorando  la  una  con  fer- 
vor, y  negando  la  otra  con  desgano;  y  por  final  he- 
roico, otro  murmullo  más  leve  aún,  inmortalizado 
por  la  rima  de  Bócquer  y  cantado  por  Rostand  en  el 
Cirano.  Un  dulce  beso  que  se  produjo  en  plena  som- 
bra como  un  destello  rápido,  fugaz  y  divino! 

Chayo,  toda  compungida,  buscó  asilo  en  su  vivien- 
da, mientras  Andrade  subió  de  cuatro  en  cuatro  las 


m-- 


48  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

escaleras,  rumbo  al  «copete,»  con  una  temperatura 
de  tifus  exantemático. 

En  la  €República,^  estaba  el  ínclito  TafoUa.  ¿Es- 
tudiando? No  señor.  Jugando  un  csolitario>  de  ba- 
raja. ' 

Larga  media  hora  transcurrió  aún.para  que  reso- 
naran en  la  puerta  de  la  calle  los  inconfundibles 
(por  tremendos)  aldabonazos  con  los  que  llamaba 
Tenorio  a  la  portera,  y  dos  minutos  después,  entra- 
ba él  mismo  en  la  vivienda  como  un  ciclón,  pálido, 
agitado  y  crispados  los  cabellos,  ya  de  espanto  o  ya 
de  indignación. 

—  ¡Ya  fastidiaron  al  «Capulín!» 

— ¿Cómo?  ¿Qué  le  pasó? 

— ¡Que  se  lo  arrearon  para  la  «tlapilolla!»  (cár- 
cel). 

— ¡Cómo! ¿Pero  cómo  fué  eso?  ¿Chaneque 

preso?  '  I 

Entonces  «Truenos,»  con  voz  entrecortada,  que 
así  era  lo  que  había  corrido,  y  mezclando  con  la  na- 
rración cada  adjetivo  detonante  que  apagaba  el  fo- 
quillo  de  luz,  refirió  cómo,  a  poco  de  salirse  Andra- 
de  y  cuando  Rovirosa  llegaba  a  la  cúspide  de  su 
peroración,  una  voz  grave  y  recia  había  resonado  fa- 
tídicamente a  las  puertas  del  salón  del  Club,  di- 
ciendo: 

— ¡Nadie  se  mueva,  señores! 

Era  la  de  un  comandante  de  gendarmes  que,  con 
varios  de  éstos,  había  invadido,  sin  que  se  le  sintie- 
ra, el  salón,  para  arrearse  a  los  concurrentes  a  la 
sesión.  ¡Y  ahí  había  sido  Troya!  Si  unos  se  habían 
quedado  de  a  «ocho»  esperando  que  les  echaran  el 
guante,  como  pajarillos  dados,  otros  se  habían  aga- 
zapado debajo  de  las  bancas  y  otros  más  habían  pre- 
tendido saltar  por  los  balcones.  El  Presidente,  tré- 
mulo, giraba  como  una  peonza;  uno  de  los  vpcales 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA    '  49 

tartamudeaba  excusas,  y  Rovirosa,  impávido,  con 
los  brazos  cruzados  sobre  el  pecho  y  en  dramática 
actitud,  permanecía  en  la  tribuna,  en  tanto  que  él. 
Tenorio,  pensando  ca  mí  no  me  empantanan>  había 
buscado  la  salida,  remolcando  a  cCapulín;»  les  in- 
terceptó aquélla  un  gendarme  y  ipaf !  de  un  «mam- 
porro» lo  tendió;  pero  ya  en  la  puerta,  otro  más  les 
salió  al  paso  y  los  detuvo;  él  pugnó,  se  desasió  y 
echó  a  correr;  pero  el  pobre  de  Chaneque  se  había 
quedado  «atorado»  entre  las  férreas  manos  del  «cuí- 
co »  ... . 

— ¡Y  de  seguro,  se  lo  «bombearon!»  — concluyó 
«Truenos.» 

— ¡Caray!  ¡Qué  barbaridad!  ¡Pobre  Chaneque!..».. 

— Yo,  si  no  ha  sido  por  el  «guamazo»  que  le  ases- 
té al  «tecolote»  aquel,  y  por  mi  fuerza  de  piernas, 
no  regreso  al  domicilio. 

— Peeeero  hombre ¿Para  qué  se  a a. . . . . 

andan  metiendo  entre  las  paaaaatas  de  los  caaaaaba- 
líos? 

— ¡Con  un !  ¿Pues  qué,  nunca  hemos  de  tener 

democracia?  ¡Esto  es  un  solemne  atropello!  ¡Una 
violación  de  las  garantías  individuales!  ¡Vivimos  en- 
tre esbirros  y  sayones !  ¡Eln  la  dictadura!  Por 

eso  decía  muy  bien  Rovirosa.  Hay  que  acabar  de 
una  buena  vez;  contra  la  opresión,  la  fuerza  y  con- 
tra las  iniquidades,  tiros!  ¡Abajo  la  tiranía!  ¡Abajo 
la  dictadura!  ¡Muera  Díaz! 

— ¿Naaaada  más  eeeeso  decía  eeeeese  amigo? 

— ¡Sí,  señor,  y  muy  bien  dichq! 

— Eeeeentonces,  con  razón  se  los  fu fu fu- 
maron! 

—¿Y  la  libertad  de  reunión?   ¿Y  los  derechos  del 
hombre? 

— Sí,  Tenorio,  sí pero  la  verdad  es  que  Rovi- 
rosa se  excedió.   Ya  eso  es  francamente  sedicioso, 


48  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

escaleras,  rumbo  al  «copete,»  con  una  temperatura 
de  tifus  exantemático.  I 

En  la  €República,>  estaba  el  ínclito  TafoUa.  ¿Es- 
tudiando? No  señor.  Jugando  un  «solitario»  de  ba- 
raja. 

Larga  media  hora  transcurrió  aún.para  que  reso- 
naran en  la  puerta  de  la  calle  los  inconfundibles 
(por  tremendos)  aldabonazos  con  los  que  llamaba 
Tenorio  a  la  portera,  y  dos  minutos  después,  entra- 
ba él  mismo  en  la  vivienda  como  un  ciclón,  pálido, 
agitado  y  crispados  los  cabellos,  ya  de  espanto  o  ya 
de  indignación. 

—  ¡Ya  fastidiaron  al  «Capulín!» 

— ¿Cómo?  ¿Qué  le  pasó? 

— ¡Que  se  lo  arrearon  para  la  «tlapilolla!»  (cár- 
cel). 

— ¡Cómo! ¿Pero  cómo  fué  eso?  ¿Chaneque 

preso? 

Entonces  «Truenos,»  con  voz  entrecortada,  que 
así  era  lo  que  había  corrido,  y  mezclando  con  la  na- 
rración cada  adjetivo  detonante  que  apagaba  el  fo- 
quillo  de  luz,  refirió  cómo,  a  poco  de  salirse  Andra- 
de  y  cuando  Rovirosa  llegaba  a  la  cúspide  de  su 
peroración,  una  voz  grave  y  recia  había  resonado  fa- 
tídicamente a  las  puertas  del  salón  del  Club,  di- 
ciendo: I 

— ¡Nadie  se  mueva,  señores! 

Era  la  de  un  comandante  de  gendarmes  que,  con 
varios  de  éstos,  había  invadido,  sin  que  se  le  sintie- 
ra, el  salón,  para  arrearse  a  los  concurrentes  a  la 
sesión.  ¡Y  ahí  había  sido  Troya!  Si  unos  se  habían 
quedado  de  a  «ocho»  esperando  que  les  echaran  el 
guante,  como  pajarillos  dados,  otros  se  habían  aga- 
zapado debajo  de  las  bancas  y  otros  más  habían  pre- 
tendido saltar  por  los  balcones.  El  Presidente,  tré- 
mulo, giraba  como  una  peonza;  uno  de  los  vocales 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA    '  49 

tartamudeaba  excusas,  y  Rovirosa,  impávido,  con 
los  brazos  cruzados  sobre  el  pecho  y  en  dramática 
actitud,  permanecía  en  la  tribuna,  en  tanto  que  él, 
Tenorio,  pensando  ca  mí  no  me  empantanan»  había 
buscado  la  salida,  remolcando  a  «Capulín;»  les  in- 
terceptó aquélla  un  gendarme  y  ipaf !  de  un  «mam- 
porro» lo  tendió;  pero  ya  en  la  puerta,  otro  más  les 
salió  al  paso  y  los  detuvo;  él  pugnó,  se  desasió  y 
echó  a  correr;  pero  el  pobre  de  Chaneque  se  había 
quedado  «atorado»  entre  las  férreas  manos  del  «cuí- 
co »  ... . 

— ¡Y  de  seguro,  se  lo  «bombearon!»  — concluyó 
«Truenos.» 

— ¡Caray!  ¡Qué  barbaridad!  ¡Pobre  Chaneque!.... 

— Yo,  si  no  ha  sido  por  el  «guamazo»  que  le  ases- 
té  al  «tecolote»  aquel,  y  por  mi  fuerza  de  piernas, 
no  regreso  al  domicilio. 

— Peeeero  hombre ¿Para  qué  se  a a 

andan  metiendo  entre  las  paaaaatas  de  los  caaaaaba- 
líos? 

— ¡Con  un .... !  ¿Pues  qué,  nunca  hemos  de  tener 
democracia?  ¡Esto  es  un  solemne  atropello!  ¡Una 
violación  de  las  garantías  individuales!  ¡Vivimos  en- 
tre esbirros  y  sayones !  ¡En  la  dictadura!  Por 

eso  decía  muy  bien  Rovirosa.  BUiy  que  acabar  de 
una  buena  vez;  contra  la  opresión,  la  fuerza  y  con- 
tra las  iniquidades,  tiros!  ¡Abajo  la  tiranía!  ¡Abajo 
la  dictadura!  ¡Muera  Díaz! 

— ¿Naaaada  más  eeeeso  decía  eeeeese  amigo? 

— ¡Sí,  señor,  y  muy  bien  dicho! 

— Eeeeentonces,  con  razón  se  los  fu ... .  fu fu- 
maron! 

— ¿Y  la  libertad  de  reunión?  ¿Y  los  derechos  del 
hombre? 

— Sí,  Tenorio,  sí pero  la  verdad  es  que  Rovi- 
rosa se  excedió.   Ya  eso  es  francamente  sedicioso, 


■■-"•:!. 


60  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

revolucionario,  alterador  del  orden No  es  jui- 
cioso. ' 

— ¿Y  nos  vamos  a  dejar  toda  la  vida  como  unos  bo- 
rregos? I 

— No,  pero  los  medios  son  otros,  a  lo  menos  por 
ahora.  Más  tarde,  ¡quién  sabe!  Acaso  haya  que  lle- 
gar hasta  las  barricadas  y  el  motín,  agotados  los  re- 
cursos lícitos .... 

Y  Andrade,  que  era  el  que  tal  observaba,  se  veía 
ya  sobre  la  barricada,  bandera  en  mano,  arengando 
a  las  multitudes  y  con  Gavroche  al  lado,  en  su  papel 
de  Enjolrás. 

— Lo  maaalo  es  que  en  eeeesto  coooomo  en  todo, 
se  rerererevienta  el  hilo  por  lo  más  deeeelgado! 
Porque  el  pobre  «Caaaapulín»  no  la  debe!  ¡qué  ca- 
ray! I 
— Y  ahora,  ¿qué  vamos  a  hacer  por  él?   Hay  que 

hacer  algo 

— Pues  ver  mañana  al  licenciado  Trujeque.  Ese 
es  de  pelo  en  pecho,  y  o  lo  saca  en  libertad,  o  le  echa 
encima  toda  la  estudiantada  al  Inspector  de  Poli- 
cía.... ¡Qué  canallas!  ¡Esbirros!  ¡Atropellar  así  a 
la  libertad! 

Aquella  noche  no  hubo  estudio  en  la  «República,» 
pues  los  ánimos  no  estaban  para  pajarillas.  Cada 
cual,  en  consecuencia,  se  fué  a  su  cama,  quedándose 
vacía  la  del  pobre  indito  Chaneque.  Qué  noche  y 
qué  noches,  acaso,  habría  de  pasar  el  infeliz»  sumi- 
do en  un  calabozo,  en  una  mazmorra  infecta,  vícti- 
ma de  la  tiranía o  de  su  curiosidad!  Eso  sí,  que- 
daría ungido;  catalogado  como  defensor  del  pueblo; 
así  lo  merecía. 

Y  en  la  semivigilia  de  la  tal  noche,  por  el  calentu- 
riento cerebro  de  Andrade,  pasaron  en  sueños  mil 
visiones.  Los  jurados  en  su  examen  de  Derecho  Ci- 
vil. Los  artículos  del  Código  bailando  una  zaraban- 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  51 

da  de  locos;  Rovirosa  portentosamente  airado,  en 

la  tribuna  del  Club,  perorando  a  voz  en  cuello 

La  policía  esgrimiendo  sendos  garrotes  . . .  cTrue- 

nos»  tronando  y corriendo Y  el  «Capulín»  el 

pobre  «Capulín,»  en  un  calabozo  obscuro  y  húmedo, 
sentado  en  el  suelo  y  reprochándoles  tristemente: — 
«Por  ustedes  estoy  sumido  aquí,  y  voy  a  perder  el 
año >  Y  en  medio  de  toda  aquella  barabúnda,  cir- 
cuida de  luz  auroral,  soberbia  de  belleza,  magnífi- 
camente hermosa,  incitadora  y  provocativa  con  su 
juventud,  Chayo,  Chayito,  murmurando  apasionada 
en  los  oídos  de  Andrade: — ¡Sí. . . .  te  quiero. ...  te 
quiero  mucho!  y  dejando  en  sus  labios  el  primer  be- 
so de  su  vida  de  mujer,  la  primera  ofrenda  de  su  al- 
ma desflorada  por  el  amor,  en  un  espasmo  arroba- 
dor e  inolvidable! 


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CAPITULO  IV 
En  marcha 


Había  pasado  otro  mes,  escaso  este  último,  y  en 
la  casona  de  «Las  Moras»  no  había  ocurrido  nada 
extraordinario  ni  visible,  a  no  ser  la  llegada  de  un 
nuevo  huésped  que  había  venido  a  ocupar  el  «vacío> 
que  había  en  el  pi^o  del  «copete;»  el  capitán  Tajonar 
con  su  señora  y  una  nifia,  al  igual  de  Mandujano, 
que  era  su  vecino  del  frente.  También  había  que  las 
Menchaca  se  las  habían  «espantado»  ya  en  lo  del 
noviazgo  de  Andrade  y  Chayo  (todo  lo  habían  de 
averiguar  aquellas  malditas  viejas!  —  TafoUa);  que  la 
«Corchea  madre»  estaba  cada  vez  más  picada  de 
la  arafia  política,  y  que  Chaneque  había  retorna- 
do al  nido  después  de  veinte  días  de  prisión  y  ba- 
jo fianza,  por  «suspensión  del  acto  reclamado»  en  el 
juicio  de  amparo  que  piadosamente  había  interpues- 
to a  su  favor  el  licenciado  Malabehar,  porque  el  otro, 
el  famoso  Tru jeque,  con  todo  y  su  gran  amor  a  los 
«oprimidos»  y  su  entusiasmo  por  defender  las  «cau- 
sas de  los  redentores»  no  había  querido  dar  paso  si 
no  se  le  adelantaba  algo  de  «mosca»  vulgo  horarios, 
y  esto  había  sido  imposible,  porque  en  la  casa  de 


» 


•i.'- 


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'■S-/; 


54  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

«Las  Moras,»  con  todo  y  haber  muchos  de  «ideas 
avanzadas,»  no  se  habían  reunido  ni  tres  duros  en 
la  cuestación  hecha  al  efecto.  ] 

Tajonar  era  un  tipo  simpático  y  atrayente;  apues- 
to, fornido,  con  su  rostro  de  bien  delineadas  faccio- 
nes y  con  su  negro  bigote  de  levantadas  guías, 
había  caído  bien  a  todos,  excepción  hecha,  por  su- 
puesto, de  «Truenos»  que  tenía  una  inexplicable 
repugnancia  para  con  los  federales.  Con  el  que 
mejor  había  confrontado  Tajonar,  era  con  Gordillo 
y  gracias  a  esto  se  sabía  algo  de  su  historia.  Había 
sido  del  Colegio  Militar,  al  que  había  tenido  que 
abandonar  después  de  dos  afios,  por  «falta  de  com- 
bustible,» o  sea,  por  falta  de  medios  para  seguir  la 
carrera,  pasando  en  calidad  de  subteniente  a  un  ba- 
tallón de  infantería.  De  humilde  origen,  era,  sin 
embargo,  de  cultivadas  maneras;  siempre  hablando 
con  carino  de  sus  «Juanes»  sus  soldados  y  su  cuar- 
tel, se  lamentaba  únicamente  de  contar  catorce 
aflos  de  servicio  activo,  con  dos  campailas,  la  del 
Yaqui  y  la  de  Yucatán,  sin  haber  logrado  pasar  de 
capitán  primero,  cuando  otros  «destripados»  de  su 
tiempo  ya  eran  mayores  y  hasta  tenientecoroneles. 

— La  de  malas,  señor  Gordillo,  ¡pero  ya  será,  que 
lo  que  es  por  cosa  mía  no  ha  de  quedar! 

La  señora  de  Tajonar  era  una  «fifirichita»  chiqui- 
tina,  muy  amable  también  y  muy  agradable,  que 
había  hecho  muy  buenas  migas  con  la  de  Mandu ja- 
no,  no  tan  sólo  por  vivir  inmediatas,  sino  por.  aquel 
par  de  querubines,  casi  de  la  misma  edad,  como 
eran  sus  hijitas,  las  que,  haciendo  pininos,  corre- 
teaban alegremente  por  los  pasillos.  '    ^ 

No  están  de  acuerdo  los  cronistas  para  consignar 
cómo  fué  que  las  Menchaca  se  habían  informado  de 
las  relaciones  de  Chayo  y  Andrade,  ya  que  estos  to- 
maban toda  clase  de  precauciones  para  echar  sus 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  55 

párrafos  amorosos;  pero  lo  cierto  era  que  el  par  de 
momias  aquellas,  se  las  habían  «espantado>  desde 
la  primera  semana.  No  podría  decirse  que  la  «re- 
servada>  no  funcionaba  admirablemente. 

El  incremento  de  rabia  oposicionista  de  Chita 
provenía  de  una  «pesadez»  que  les  habían  hecho  las 
Labariega,  a  las  que  les  daba  por  ser  de  la  «high 
life.>  Era  el  caso  que  habían  convidado  a  las  Garai- 
cochea  para  un  «five  o'clok  tea  danzante.»  (¿Usted 
sabe  lo  que  es  eso,  mi  alma?— decía  Chita  a  Cuca 
Otamendi.— pues  darle  a  uno  té  con  pasteles  y  bai- 
le!) Que  una  vez  en  el  «tea»  famoso,  no  habían  dejado 
de  hacerle  puches  y  dengues  al  traje  de  la  «semi- 
corchea» porque  estada  algo  largo  y  a  la  legua  se 
conocía  que  era  herencia  forzosa  de  la  «Corchea,» 
de  la  que  invariablemente  la  hermana  menor  resul- 
taba heredera  en  primer  grado. 

— Bueno,  ¿y  qué?  Creerán  las  rotas  esas  qué 
ellas  me  enseñan  de  modas  y  de  eso,  cuando  a  uste- 
des les  consta  que  aquí  recibimos  (las  que  lo  reci- 
bían eran  las  Otamendi)  «La  Moda  Elegante»  y  «El 
Miroir  de  la  Mode»  (así  como  escrito,  pronunciado) 
y  todo  lo  que  enseña  cómo  debe  uno  vestirse?  ¡Ellas 
sí  que  estaban  ridiculas  de  veras! 

Que,  sobre  eso,  habían  criticado  a  la  «Corchea»  en 
la  magistral  ejecución  que,  en  su  obsequio,  había 
hecho  del  «Mottu  perpetuo»  de  Raff,  cuando  era 
nada  menos  que  su  pieza  de  fuerza,  lá  que  le  había 
valido  accésit  en  el  Conservatorio  de  Música,  críti- 
ca que  era  una  falta  de  educación  imperdonable,  aun- 
que si  bien  se  veía,  no  habían  sido  precisamente  las 
Labariega  las  del  «choteo»  sino  otras  cursis  de 
las  concurrentes.  Y  que,  finalmente,  al  marcharse 
aquélla,  en  vez  de  haberle  ofrecido  el  automóvil  a 
Chita  y  su  prole,  se  lo  habían  ofrecido  a  la  señora 


56  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

de  Cantalapiedra,  nada  más  que  porque  era  espo- 
sa de  uno  del  Gobierno 

— ¿Ha  visto  usted?  Creerán  que  están  facultadas 
para  todo  por  la  copada  champaña  que  dieron,  cosa 
que  es  un  disparate,  pues  lo  que  deberían  haber 
dado  eran  unos  sángüiches!  ¡Me  van  a  enseñar  a  mí! 
¡Pero  ya  será,  Cuquita!  En  cuanto  los  tiempos  cam- 
bien, y  tengamos  otro  «orden  de  cosas,»  que  ya  Ga- 
ray  se  está  moviendo  para  cuando  eso  suceda!  ¡Ya 
verá  usted  entonces!  I 

La  libertad  del  «Capulín»  puso  en  positiva  conmo- 
ción a  toda  la  casa.  El  día  en  que  obtuvo  aquélla, 
mediante  las  gestiones  y  hasta  la  fianza  del  buen 
licenciado  Malabehar,  «Truenos,»  Demóstenes  y 
Andrade,  con  media  docena  más  de  estudiantes, 
fueron  por  él  al  Juzgado,  y  lo  llevaron  en  triunfo  a 
la  casa.  La  misma  Paulinita  Ventoquipa,  envuelta 
como  siempre  en  su  abrigo  de  estambre,  le  dio  un 
abrazo.  Para  celebrar  el  fausto  acontecimiento,  las 
Otamendi  se  «abrieron»  con  una  botella  de  jerez,  (Pá- 
lido Superiror. — Importación  directa  para  el  «León 
de  Oro.» — Jacinto  Zumalcárregui  y  Andueza. — Im- 
portador.) Barbedillo,  con  los  pasteles,  y  la  «Repú- 
blica» con  dos  paquetes  de  triquis  que  se  encargó 
de  quemar  Fermín. — Todo  hecho  a  puerta  cerrada, 
por  supuesto,  para  no  comprometerse,  porque  aque- 
llo no  dejaba  de  tener  su  color  político. 

El  pobre  «Capulín»  sudaba  lo  que  un  calamar,  he; 
cho  un  héroe  por  fuerza,  y  ante  aquellas  demostra- 
ciones de  no  buscada  popularidad.  Ya  le  parecía 
sentir,  de  nueva  cuenta,  la  manaza  del  gendarme  en 
el  cogote,  y  el  enérgico  «párese  ahí»  que  lo  había 
hecho  descomponerse  del  estómago,  y  se  veía  de 
nueva  cuenta  en  Belem,  sumergido  en  su  bartolina 
con  aquel  olor  peculiar,  mezcla  extraña  de  olor  a 
creolina,  grasa  en  fermentación  y  detritus  huma- 


V--;. 


V  LA  RUINA  DE  LA  CASONA  57  a^; 

nos,  embartolinado  otra  vez  por  mor  de  aquel  ines-  .^Ir- 
perado  prestigio  político.  Y  entonces,  aquel  cabello  # 
corto  y  recio  de  su  cabeza  de  indio  y  que  tenía  siem- 
pre la  dirección  de  la  vertical,  adquiría  en  cada  pe- 
lo la  rigidez  de  un  pararrayo ¡  Se  le  podía  en- 
sartar chaquira! 

—Oigan  ustedes Yo  les  agradezco  mucho  to- 
do esto,  pero me  parece  que  ya  es  muy  tar- 
de   ¿Qué  no  sería  mejor  que  «se  disolviera  la  ;■ 

reunión?»  Ya  ven  ustedes con  estos  tiempos 

que  corren 

— Luego,  Chaneque,  luego Con  que  dice 

usted  que  los  encerraron  y  que 

No  hubo  remedio:  Chaneque  tuvo  que  referir  una 
vez  más  la  epopeya  del  caso;  y  a  instancias  de  Te- 
norio refirió  quiénes  eran  los  que  se  habían  «soste- 
nido» y  quiénes  los  que  se  habían  «rajado.»  De  es- 
tos últimos,  el  primero  había  sido  Rovirosa  («¡Qué 
puerco!  ¡Quién  lo  creyera!»  observación  de  la  Cor- 
chea madre.)  Rovirosa  les  había  hecho  miles  de  ca- 
briolas desde  al  gendarme  aprehensor  hasta  el  juez 
de  la  causa,  y  había  salido  libre  de  la  «chinche»  y 
con  una  «chambita»  de  inspector  de  cinemat<^ra- 
fos,  para  tenerle  así  quieta  la  lengua. 

— ¡Qué  indecente! — exclamó  Andrade,  mientras 
Tenorio  recapacitaba  en  la  conveniencia  de  largar 
a  la  primera  de  cambio,  un  speech  como  aquel  de  Ro- 
virosa, para  poder  pescar  su  «chamba.» 

El  segundo  «rajón,»  el  presidente  del  Club,  que 
había  protestado  en  acta  en  forma  «su  adhesión  al 
régimen  actual;»  y  los  «sostenidos,»  parecía  increí- 
ble, Elcheverría  y  sus  hermanas,  que  por  haberle 
«refregado  al  juez  que  Díaz  era  un  tirano,  estaban 
todavía  pudriéndose  en  «Belem  House»  (léase  cár- 
cel). 

— Pues  amigo  Chaneque,  la  verdad  es  que  estuvo  ^ 


58  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

usted  de  buenas,  lo  mismo  que  todos  los  demás, 
que  si  yo  fuera  Gobierno — dijo  Barbedillo— a  todos 
esos  oradores  de  oratoria  «subversiva»  y  de  las  pré- 
dicas sediciosas,  los  colgaba,  y  de  los  pies 

— ¡Claro! — argüyó  Tenorio — Como  también  usted 
ba  sido  de  los  déspotas,  al  haber  sido  jefe  político... . 

— ¿Qué  quería  usted  que  yo  hiciera  con  los  indios 
aquellos?  ¿Que  yo  me  los  conquistara,  regalándoles 
confites  y  haciéndoles  arrumacos?  Al  día  siguiente 
me  «tlachan»  y  se  me  trepan  encima! 

—Yo  creo  que  el  pueblo  es  bueno  y  dócil,  y  que 
todo  lo  que  requiere  son  buenos  modos  y  una  poca 

de  equidad  y  de  justicia Con  eso  se  hace  de  él 

lo  que  se  quiere — dijo  Andrade. 

— El  pueblo  es  noble;  el  pueblo  es  agradecido  y 
no  es  malo.  Los  malos  son  los  que,  de  una  parte 
porque  tienen  el  mando,  lo  estrujan  y  lo  sangran;  y 
de  otra,'  los  que,  por  querer  encaramarse  y  «fungir» 
lo  insolentan  y  lo  seducen,  metiéndole  en  la  cabeza 

una  porción  de  tonterías Y  después,  cuando 

ya  están  a  su  vez  arriba,  «si  te  he  visto  no  me  acuer- 
do»— comentó  Gordillo.  , 

— ¡Seguro!  ¡Como  hizo  don  Porfirio! 

— ¿Y  cómo  harán  ustedes  mañana  si  es  que  tre- 
pan   ! 

Y  la  conversación  siguió  sobre  el  tema:  quién  de- 
fendiendo al  viejo  gobernante,  porque  no  podía  ser 
él  el  responsable  de  las  «sinvergüenzadas»  que  hi- 
ciera el  jefe  político  de  un  rincón  cualquiera;  y 
quién  echándoselas,  porque  no  se  movía  una  hoja 
en  el  árbol  de  la  nación  sin  la  voluntad  de  aquél.  Y 
de  aquello  resultaba  que,  mientras  Barbedillo  era 
un  conservador  acomodaticio,  Tenorio  un  anarquis- 
ta casi;  Andrade  un  filósofo  revolucionario,  que 
quería  el  imperio  de  la  verdad,  de  la  justicia  y  de  la 
honradez;  la   «Corchea»  madre    una  revoltosa  de 


1,  :    í 
I 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  v  59 

convenieücia;  Gordillo  un  calculador  que  buscaba 
siempre  el  no  salirse  del  pentagrama;  el  «Capulín» 
una  esperanza  en  ciernes  para  la  Patria,  aunque  él 
quería  mejor  serlo  para  una  negociación  mercantil; 
Tafolla,  un  «Juilón»  de  marca  mayor,  y  de  las  muje- 
res había  dos  bandos  de  distintas  tendencias;  las 
ultra  conservadoras  como  Paulinita  y  las  Menchaca 
y  las  renovadoras,  como  las  Otamendi.  Los  demás 
permanecían  simplemente  «neutrales.» 

— Chaneque,  tú  lo  que  debes  hacer,  es  seguir  la 
«carrera»....  ^       . 

— Si  yo  bien  hubiera  querido  seguirte  cuando  co- 
rriste; pero  no  pude. 

— No,  hombre yo  me  refiero  a  la  carrera  polí- 
tica. Ya  estás  iniciado  y  en  buen  camino Con 

esa  cárcel  que  sufriste 

— Ni  a  bala;  no  me  vuelven  a  «empinar» ni  lo 

crean No  me  vuelvo  a  meter Ya  ven  que, 

sin  comerla  ni  bebería,  me  «fruncieron»  con  veinte 
días  de  encierro!  •"        •' 

— Lio  de  todos ¡Te  falta  valor  civil!  Por  eso 

se  ha  entronizado  la  tiranía 

— ¡Tiene  ra razón,  qué  caaarayl  ¡Un  carcelazo 

esuncaaarceeelazo!  Lo  mejor  es  no  meterse.  El  Go- 
bierno tiene  la  f  uf  uf  uerza 

— ¡Pero  nosotros  tenemos  el  derecho! 

— ¡Pues  quédate  con  él,  que  yo  no  vuelvo  al  Club, 
ni  a  tiros! 

— ¡Ni  manera!  Si  ya  se  disolvió Bastó  con  un 

susto.  ¡No  hay  hombres  resueltamente!  ¡No  hay  ver- 
güenza política!  .  .; 

— ¡Pero  tú  si  tuviste  piernas! 

A  poco  más,  cada  mochuelo  se  fué  a  su  olivo,  y  re- 
sonaron las  cromáticas  de  la  «Corchea»  y  se  escu- 
chó el  gangueo  de  Paca  Otamendi,  hablando  de  la 
aorta,  la  clavia  y  la  subclavia;  y  Barbedillo  se  lar- 


if  i 


60  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

gó  a  la  calle  con  Demóstenes,  mientras  Andrade, 
Chaneque  y  «Truenos, >  se  encaramaron  al  «copete» 
para  estudiar  un  rato. 

En  la  noche,  después  de  que  Andrade  había  echa- 
do su  diurno  párrafo  con  Chayo,  y  cuando  sentados 
frente  a  frente  él  y  Tenorio,  con  los  libros  abiertos 
sobre  la  mesa  y  las  tazas  de  café  al  lado,  se  hizo  una 
pausa  en  el  estudio,  Tenorio,  haciendo  oficios  de 
serpiente  del  Paraíso,  dijo  a  Quico:  [ 

— Oyes  tú:  ¿sabes  que  se  me  ha  ocurrido  una 
idea? 

— ¿A  tí?  ¡Eso  es  extraordinario!  Veamos  cuál 
es ... . 

— Pues  fundar  un  Club  político  ahora  que  se  di- 
solvió ese. 

— Ya  lo  había  yo  pensado  también. 

— Pues  entonces,  manos  a  la  obra. 

— Quién  sabe  si  sea  la  ocasión .... 

— Ninguna  mejor.  Fíjate  en  que  es  golpe  sabién- 
dolo «pendolear.»  Ya  ves  qué  carmada»  se  pegó  Ro- 
virosa 

— ¡Vamos!  ¡Ya  saliste  por  tu  lado!  ¡Tú  siempre  el 
mismo!  No  piensas  más  que  en  la  manera  de  me- 
drar y  sacar  «raja.»  De  fundar  el  Club  sería  para 
defender  las  doctrinas  libertarias,  hacer  una  buena 
propaganda  democrática  y  educar  al  pueblo.  Obra 
de  civismo  y  no  de  especulación i 

— Conformes.  Pero  no  me  negarás  que  si  se  pue- 
de, a  la  vez,  colocarse  en  batería  para  que  más  tar- 
de hayan  de  contar  con  uno,  mejor  que  mejor. 

— Allá  tú.  Yo  no  pretendo  eso.  Nada  de  egoísmos 
y  de  conveniencias,  porque  así  se  prostituyen  los 
principios  y  se  pudren  las  conciencias!  ¡Yo  lo  único 
que  quiero  es  la  regeneración  popular,  la  supervi- 
vencia de  las  ideas  democráticas,  la  conquista  sana 
de  las  libertades! 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA     C  61 

—Bueno pues  vamos  a  formar  el  Club. 

-  —Mucho  lo  he  pensado,  porque  esta  fundación 
tiene  sus  peligros  en  esta  atmósfera  asfixiante  en  la 
que,  no  por  don  Porfirio,  que  acaso  si  lo  quiere,  que 
debe  quererlo,  ya  que  tanto  luchó  por  las  liberta- 
des, sino  por  los  «intereses  creados»  que  esos  sí  no 
lo  quieren,  todo  aliento  libertario  perece.  Pero  hay 
que  hacerlo,  sí ... .  Con  fe,  con  valor,  pero  con  con- 
ciencia pura  y  con  miras  altas,  y  listos  para  sopor- 
tar las  consecuencias  que  los  hechos  impongan 

Esto  es  una  necesidad,  no  cabe  duda.  La  nación  me 
da  idea  de  esta  casona,  hipotecada  a  la  codicia  de 
los  acreedores  de  don  Taco,  como  aquella  lo  está  a 
la  codicia  de  los  que  la  succionan  su  evolución. . . . 
Y  así  como  don  Taco  Vive  ajeno  a  inquietudes  por- 
que sabe  que  en  pagando  los  réditos  nada  tiene  que 
temer,  así  nosotros  los  mexicanos  vivimos  conten- 
tos y  satisfechos,  pagando  nuestros  réditos  y  sin 
preocuparnos  del  mañana 

—  Andradito,  hermano,  hazme  caso Tú  debe- 
rías escribir  en  la  prensa!  ¡Hablas  como  el  oráculo! 

—  Somos  unos  atónitos,  que  no  queremos  salir  de 
la  condición  de  manumitidos  que  tenemos,  para 
llegar  a  la  de  ciudadanos.  Y  el  tiempo  pasa,  y  la  ac- 
ción se  va  imponiendo  y  la  educación  política  hacién- 
dose indispensable,  porque  muerto  este  don  Porfi- 
rio, probablemente  insubstituible,  quién  sabe  qué 

será  delaPatria Yaquella  tarea  nos  corresponde 

a  nosotros;  a  los  jóvenes;  a  los  hombres  del  porve- 
nir; a  los  que  habremos  de  tener  las  ineludibles  res- 
ponsabilidades del  mafiana! 

—«Chócala,» hermano!  ¡Hablas divinamente!  Pues 
a  fundar  el  Club  sin  más  demora ¿Cómo  lo  lla- 
maremos? 

— ¡No  te  adelantes!  Eso  allá  los  fundadores.  Ha- 


,Xi..' 


'.  -"'•'* 


,  V.. 


62  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

brá  que  citar  para  una  «reunión  preliminar»  de  los 
que  quieran  pertenecer  a  él. 

— Pero  bueno  es  adelantar  todo  lo  que  se  pueda, 
discutiendo  de  una  vez  el  nombre ....  Yo  lo  llamaría 
«Club  Patriotas  Inmaculados.» 

— Eso  es  demasiado  presuntuoso.  Digamos  «Club 
Propugnadores  de  la  Libertad.» 

— ¡Muy  bonito!  Me  parece.. ..  Ahora,  digamos 
Presidente,  tú.  Por  sabido*  te  corresponde  como 
iniciador.  Vice,  yo 1 

— ¿Pero  quieres  propugnar  por  la  libertad  y  te 
estás  erigiendo  ya  en  dictador? 

— No,  viejo:  pero  es  que  si  nos  dejan  de  acólitos 
nada  más,  no  tiene  chiste  fundar  el  Club.  Y  sobre 
todo,  para  que  los  nombren  en  la  junta,  allá  les  de- 
jaremos Secretario  y  Tesorero  y  Vocales ....  hartos 
vocales! 

— A  ver:  veamos  con  quienes  podemos  contar. 

— De  la  casa,  tú,  yo,  Demóstenes  y  el  «Capulín.» 
Este  se  resistirá  algo  por  lo  «escamado»  que  quedó 
con  el  carcelazo;  pero  yo  lo  haré  entrar!  Con  Garai- 
cochea  contaremos  si  Conchita  lo  permite;  acaso 
con  Mandujano,  que  me  parece  que  está  algo  picado 
de  la  política.  Y  para  de  contar.  Lx)s  demás  son,  o 
miedosos,  o  paniaguados  de  la  dictadura.  Tenemos 
a  Bojórquez  el  de  la  hojalatería;  es  muy  «reata.»  Y  a 
mi  compadre  Nicho,  el  de  la  casilla  de  pulque.  Ese 
hace  lo  que  yo  le  diga.  Toscano,  el  escribiente  del 
licenciado  Malabehar.  Navarrete  y  Jacinto  Mada- 
riaga,  de  allá  de  mi  escuela,  y  los  más  que  se  «arre- 
biaten» 1 

— Bueno. . . .  bueno La  cuestión  es  disponer 

de  local  para  celebrar  la  primera  junta;  aquí,  ni  pen- 
sarlo. No  nos  daría  permiso  don  Taco. 

— ¿En  donde?. .  .  Déjame  discurrir. . . .  ¡Ya!  En 
la  casa  de  mi  compadre  Nicho.  Tiene  muy  buena 


-.*;•• 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  63 


(*)  Histórico. 


m 


sala.  Y  en  un  descuido  se  «abre»  hasta  con  los  pon- 
ches, en  cada  noche  de  sesión ^ 

— ¡Muy  bien. . . .  Pueshecho!  Encárgate  decitara  ^í¿ 

los  que  puedas,  que  yo  citaré  a  los  que  vea Y 

a  hacer  propaganda. 

Fué  así  como  nació  el  club  aquel,  a  la  amarillenta  vi: 

luz  del  gastado  foquillo  del  «copete»  y  entre  sorbo  -'* 

y  sorbo  de  café,  una  noche  a  las  once  y  media,  y  en  '  i> 

la  casa  número  277  de  la  segunda  calle  de  «Las  -^^ 

Moras.»  v       . 

— ¡Hombre! ....  Se  me  olvidaba  decirte. . . .  pero 
esto  sí  con  mucha  reserva.  A  mí  me  lo  dijo  un  «co-  J4 

rreligionario»  que  está  en  el  «tinglado.»  Te  aviso  "^ 

que  siempre  va  a  haber  «bola» ....  .  £ 

— ¿Cómo  es  eso?  "í; 

— Sí ya  sabes  que  Madero  se  les  «peló»  de  la  ■ 

Penitenciaría  de  San  Luis  Potosí:  que  lanzó  un  Plan 
revolucionario  invitando  a  todos  los  mexicanos,  para  ^^i' 

que  el  20  de  éste  se  levanten  en  armas  los  que  quie-  \: 

ran  seguirle  bajo  aquel  Plan,  y  que  ahora  está  en  .;. 

los  Estados  Unidos  preparando  «el  cohete» ....  .  • 

— ¡Pero  eso  no  es  posible!  ' 

— Sí,  viejo ....  sí ....  Yo  sé  lo  que  te  digo!  Ya  se  .1 

cuenta  hasta  con  armas  que  han  metido  aUá  por  el 
Norte,  creo  que  por  la  Aduana  de  la  Vaquita  o  de  J 

San  Carlos,  dizque  manifestándolas  como  cajas  con 
maquinaria  para  la  agricultura  y  el  parque  como 
cajas  de  jabón  ...  (*) 

— ¿Y  cómo  es  que  el  Gobierno  no  se  ha  dado 
cuenta? 

— ¡Ba!  Ya  sabes  que  estos  casos  el  último  que  lo 
sabe  es  el  chivo  de  la  casa 

— ¿Cuánto  apostamos  a  que  les  están  poniendo 
una  trampa? 


\V: 


64  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

— No  van  a  ser  tan  bobos  de  dejarse ¡Ya  ve- 
rás! En  Jalisco  se  levantan  y  en  Puebla  también  y 
quién  sabe  en  cuantas  partes  más. 

— Muy  malo  «Truenos» pero  que  muy  ma- 
lo... . 

— ¿Por  qué?  Después  de  todo  lo  pasado  y  de  lo 
que  estamos  viendo,  hay  que  convencerse  de  que  a 
este  «régimen»  no  lo  tira  sino  la  revolución! 

— Lo  concibo.  Llego  a  convenir  en  que  es  el  cami- 
no más  eficaz;  pero  me  espanta,  francamente ....  Yo 
quisiera  la  revolución  dentro  del  orden ....  algo  que 
nos  llevara  al  cambio  sin  agitar  tan  hondamente  a 
las  masas,  ni  lanzarlas  a  la  lucha  armada .... 

—¿Porqué? 

—Porque  desgraciadamente,  con  los  atavismos 
de  este  pueblo  y  con  sus  condiciones,  en  México  po- 
demos saber  cuándo  empieza  una  revolución;  pero 
no  cuándo  acaba Sabemos  cómo  empieza:  pe- 
ro no  sabemos  cómo  acabará ....  ¡Tal  vez  con  la  na- 
cionalidad misma! 


.--■Ivi.' 


*  „  ^ 


CAPITULO  V  '■■■^-W-:' 

Llama  que  se  hace  hoguera 

El  sol  se  había  levantado  en  el  horizonte  en  aqué- 
lla mañana,  como  más  alegre,  como  más  radioso;  un 
sol  de  fiesta  sobre  un  cielo  de  turquesa  en  el  que  no 
había  una  nube;  las  soleras  de  las  azoteas  de  la  ca- 
sona de  «Las  Moras,»  parecían  estar  fileteadas  de 
oro,  y  la  luz  había  bajado  ya,  en  un  torrente  esplén- 
dido, hasta  el  mismo  corredor  de  la  «República.» 

Orbezo,  en  mangas  de  camisa  y  en  el  patio,  esta- 
ba empeñado  en  arreglar  las  ramas  a  una  enteca 
enredadera  que  trepaba  penosamente  por  las  pa- 
redes exteriores  de  su  vivienda.  Fermín  corría 
presuroso  a  la  calle  y  volvía  a  poco  con  los  «canas- 
tos» de  los  «mandados»  y  Pilo  «trapeaba»  la  escale- 
ra, mientras  las  señoritas  Menchaca  salían  con  su 
eterno  paso  a  dos,  rumbo  a  la  misa  de  ocho  de  San- 
to Domingo. 

En  el  interior  de  la  «República,»  casi  todos  los 
huéspedes  dormían,  desquitando  las  desveladas  su- 
fridas en  los  días  anteriores  para  preparar  los  exá- 
menes. Tafolla  «azorrillado»  en  su  cama,  no  sentía 
que  un  travieso  rayo  de  sol  le  estaba  dando  en  ple- 
no rostro;  y  Chaneque,  friolento,  apenas  si  asomaba 

,5 


66  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

fuera  de  las  mantas  la  punta  de  las  narices.  En  cam- 
bio, Tenorio  estaba  ya  levantado  cuando  Fermín 
aventó,  por  debajo  de  la  puerta,  el  periódico  del  día 
que  «Truenos»  recogió  con  avidez,  desdoblándolo  y 
poniéndose  a  leer. 

Una  bomba  de  a  placa  que  hubiera  caído  a  sus 
pies,  no  le  habría  hecho  más  efecto  que  el  que  la  lec- 
tura le  hizo  a  poco  de  devorar  algunos  renglones, 
haciéndole  exclamar  con  espantado  acento: 

—¡Ya  sucedió!  I     ^ 

Y  rápidamente,  absorto  en  la  lectura,  devoró  ma- 
terialmente la  noticia  más  visible  del  diario. . . .  ¡Ca- 
nastos! La  cosa  había  estado  «fuerte» 

Al  terminar  no  pudo  contenerse  y  se  fué  a  sacu- 
dir en  su  cama  a  Andrade,  que  aprovechaba  divina- 
mente aquella  última  hora  de  sueño,  en  un  cómodo 
decúbito  dorsal. 

— ¡Andrade! ¡Viejo! ¡Andrade!  ¡Despiér- 
tate y  mira! ....  ¡Ya  reventó  la  bomba! 

Andrade,  adormilado,  abrió  con  azoro  los  ojos, 
ante  las  tenaces  sacudidas  de  Tenorio,  preguntando: 

—  ¿Qué  es?  ¿Qué  pasa?  I 

—  Mira leee. . . .    ¡Lo  que  nos  esperábamos! 

Ya  prendió  la  «mecha» ....  Ya  empezó  la  «bola»  en 
en  Puebla! 

—  ¿De  veras?  ¡A  ver A  ver! 

Y  enderezándose  a  medias  sobre  la  cama,  arreba- 
tó el  periódico  de  las  manos  de  Tenorio,  y  leyó  a  su 
turno  con  avidez. 

El  diario  daba  la  sensacional  noticia  de  la  tragedia 
de  los  hermanos  Serdán  en  Puebla.  Parapetados  en 
su  casa  de  la  calle  de  la  Portería  de  Santa  Clara,  ha- 
bían resistido,  con  media  docena  de  hombres,  pri- 
mero a  la  policía  y  luego  a  los  soldados.  Había  mxierto 
el  Jefe  de  la  Policía  y  uno  de  los  cabecillas  rebeldes, 
y  habían  menudeado  los  balazos  y  hasta  la  dinami- 


I 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  67 

ta.  Bastantes  soldados  habían  caído  acribillados  por 
las  balas  de  los  sediciosos,  y  la  casa  estaba  siendo 
objeto  de  un  verdadero  sitio:  y  todo  esto  en  el  cora- 
zón de  la  ciudad  Angelopolitana,  que  era  la  segunda 
de  la  República 

—  ¡Prende,  viejo!  Ya  verás  que  prende. . . . 
Andrade  sintió  que  un  calosfrío  recorríale  todo  el 

cuerpo. 

¿Luego  era  cierto  que  la  «revolución»  estallaba? 
¿Luego  era  irremisible  que  la  lucha  armada  se  en- 
cendía con  todas  las  consecuencias?  Porque  aquello 
de  Puebla  era  no  era  más  que  un  pródromo,  segu- 
ramente; el  inicio  fatal  o  venturoso  de  una  brega  pa- 
ra arrancar  por  la  fuerza  lo  que  inútilmente  se  había 
demandado  por  otros  medios. 

Lo  que  era  para  él  incomprensible,  confuso  por  lo 
menos,  era  que  aquella  revolución  no  se  hubiera  ini- 
ciado como  algo  que  debe  desde  luego  formidar.  ¿Pe- 
recería al  nacer,  aplastada  por  los  inmensos  recur- 
sos del  Gobierno,  o  se  desarrollaría  incontrastable? 
¿Quiénes  eran  los  Serdán  para  ir  a  esa  lucha?  ¿Se- 
rían dignos  de  la  epopeya?  ¿Qué  antecedentes  tenían 
para  dar  prestigio  a  la  revolución? 

¡En  fin!  ¡El  cristianismo  había  nacido  en  un  míse- 
ro pesebre  de  Galilea,  y  la  Revolución  francesa,  aque- 
lla grandiosa  conflagración  que,  según  él,  había  cam- 
biado las  orientaciones  humanas,  había  germinado 
en  un  motín  de  panaderos! 

Y  sin  embargo,  ni  en  la  plática  a  la  hora  del  desa- 
yuno, en  el  comedor  de  Barbedillo,  se  hicieron  los 
apasionados  comentarios  que  él  esperaba,  ni  en  las 
calles  los  escucharon  Andrade  y  Tenorio,  cuando 
salieron  a  dar  la  cotidiana  vuelta.  Por  todo  comen- 
tario, Barbedillo  había  dicho: 

—  ¡Eso  es  una  locura! ....  Los  agarran  y  los  fusi- 
lan. ¡Como  si  lo  viera! 


v.f 


68  E.  MAQUEO  CASTELXANOS 

En  las  calles  nada  de  anormal:  nadie  daba  a  aque- 
llo una  trascendencia  seria;  era,  para  todos,  una  aso- 
nada y  nada  más.  Y  cuando  al  siguiente  día  los  pe- 
riódicos dieron  cuenta  de  que  el  sangriento  episodio 
había  terminado  con  la  ocupación  de  la  casa  de  la 
Portería  de  Santa  Clara,  y  la  muerte  de  Aquiles 
Ser  dan,  que  ahora  resultaba  ser  un  alcohólico  bien 
identificado,  a  todos  pareció  que,  racionalmente,  la 
<cosa>  había  concluido  hasta  allí. 

Pero  al  otro  día  se  consignaba  en  los  mismos  pe- 
riódicos, una  noticia  más  elocuente,  aunque  menos 
escandalosa.  En  el  Distrito  de  Guerrero,  del  Estado 
de  Chihuahua,  se  había  levantado  en  armas  en  de- 
fensa del  Plan  de  San  Luis,  a  favor  de  Madero  y 
contra  el  Gobierno,  un  tal  Pascual  Orozco,  ranchero 
de  aquellos  lugares,  al  que  seguían  un  grupo  de  hom- 
bres que  se  habían  apoderado,  por  la  fuerza,  de  la 
Cabecera  del  lejano  Distrito.  | 

— ¿Qué  tal?  ¿Ya  lo  ves?  ¿No  decías  tú  que  todo  se 
había  acabado?  ¡Retofia,  viejo,  retoña! .... 

— ¡Y  esa  gente  fronteriza  es  endemoniada!  Los  de 
allá  no  son  los  indios  de  aquí,  torpes  y  domeñados, 
sino  mestizos  que  saben  bien  a  lo  que  se  meten.  Tie- 
nen fama  de  bravos  y  de  decididos .... 

Por  supuesto  que,  a  partir  de  aquel  día,  los  co- 
mentarios no  faltaron  ya  a  la  hora  de  informarse  el 
grupo,  por  la  prensa,  de  los  diversos  aspectos  que 
la  «bola»  iba  tomando,  exaltándose  y  dividiéndose  el 
corrillo,  en  pro  los  unos,  en  contra  los  otros,  con  se- 
ria alarma  de  don  Taco  que,  o  consentía  aquello  co- 
rriendo a  su  entender  sus  riesgos,  porque  la  policía 
estaba  atenta  a  todo,  y  podía  llegar  a  enterarse,  o 
no  lo  consentía,  en  cuyo  caso  tenía  que  quedarse  sin 
la  mitad  de  los  huéspedes. 

Los  bandos  habían  llegado  a  definirse  en  pocos 
días  más:  las  Menchaca  y  su  sobrino,  habían  resul- 


í*  I 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  69 

tado,  como  era  natural,  ultragobiernistas:  para  ellas 
era  sencillamente  criminal  atacar  a  un  cabello  de 
don  Porfirio,  el  hombre  que  había  dado  paz  y  pros- 
peridad al  país.  Barbedillo  era  gobiernista  por  es- 
píritu prudente  y  conservador,  al  igual  de  Paulini- 
ta.  Tajonar  lo  era  por  deber,  a  secas  y  sin  discutir,  ni 
siquiera  averiguar.  Gordillo  veía,  oía  y  callaba.  Ta- 
foUa  no  se  decidía  ni  de  uno  ni  de  otro  lado.  Mandu- 
jano  se  sonreía  socarronamente  cuando  se  hablaba 
de  la  «bola.>  Chaneque,  que  debería  haber  demos- 
trado cierto  entusiasmo,  era  reticente,  aunque  no 
dejaba  de  significarse  revolucionario,  por  virtud  de 
los  fueros  adquiridos  y  las  perspectivas  que  le  da- 
ban; sin  comprometerse  demasiado,  para  no  perder 
la  beca,  no  sería  malo  aprovecharse  de  haber  sido 
víctima  de  los  <sicarios>  y  los  «cosacos»  (gendar- 
me número  756  que  había  sido  su  aprehensor).  La 
«Corchea»  madre  se  despertaba  hablando  en  favor 
«de  la  causa»  con  cierto  disgusto  del  pobre  de  su 
marido  que  no  las  tenía  todas  en  su  mansedumbre. 
Las  Otamendi  querían  la  revolución,  sí,  la  revolución 
que  diera  a  cada  cual  su  lugar,  y  por  consecuencia 
a  ellas  el  lugar  de  modistas  de  la  nueva  Corte,  que 
en  ley  y  méritos  les  correspondía;  Andrade  se  sos- 
tenía como  buen  revolucionario  «de  ideas»  y  «True- 
nos» se  desvivía,  sin  resolverse,  a  serlo  de  hechos; 
quería  «andar  en  los  cocolazos»  porque  ¡qué  caray, 
el  que  no  arriesga  no  pasa  la  mar! 

¿Y  Orbezo?  Orbezo,  cuando  le  hablaban  de  la  revo- 
lución, gruñía  como  el  perro  que  defiende  su  hue- 
so de  la  tentativa  del  que  viene  a  disputárselo. 

Lo  que  impacientaba  a  Quico  era  la  atonía  de  la 
Ciudad  de  los  Palacios,  que  no  se  preocupaba  todo 
lo  que  era  debido  de  la  «bola,»  o  que  por  lo  menos, 
parecía  no  preocuparse.  Ningún  asomo,  ninguna 
demostración  de  que  se  seguía  con  todo  el  interés 


■ir"»- 


70  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

del  caso,  el  desenvolvimiento  de  aquello;  la  gente 
hablaba  de  la  revolución  sin  darle  importancia,  y  a 
la  ligera;  como  quien  no  quiere  que  lo  saquen  del 
cartabón  ordinario  de  la  vida,  consagrada  a  las  fae- 
nas remuneradoras  y  hasta  hosca  frente  a  la  posi- 
bilidad de  que,  creciendo  la  alteración  del  orden, 
se  redujeran  las  probabilidades  de  las  ganancias. 
La  inmensa  mayoría  tenia  una  credulidad  ciega  en 
que  el  Gobierno  sofocaría  muy  pronto  la  «rebamba- 
ramba.» Y  así  era  como  había  sobrevenido  la  Navi- 
dad y  el  Afio  Nuevo,  con  sus  fiestas  y  sus  jolgorios, 
y  allá  mismo,  en  la  casona  de  «Las  Moras,» ajenos  los 
inquilinos  de  todo  peligro,  y  sin  más  preocupaciones 
que  las  superficiales  y  pasajeras  que  dejaban  los 
comentarios  de  los  sucesos,  se  hubieran  colebrado 
tales  fechas  rompiendo  las  tradicionales  «piñatas» 
en  grata  unión  y  compafiía,  al  son  de  una  orquesti- 
ta  modesta,  contratada  a  escote,  misma  que  servía 
para  un  par  de  horas  de  baile,  en  el  que  Mencha- 
quita  se  daba  sus  vueltas  con  alguna  de  las  Ota- 
mendi,  pues  todavía  la  división  de  pareceres  polí- 
ticos no  había  llevado  las  cosas  al  extremo  de  no 
poder  ligarse  en  un  danzón. 

El  Club  «Propugnadores  de  la  Libertad»  seguía 
funcionando;  pero  en  vista  de  las  circunstancias,  se 
había  disfrazado  prudentemente;  ahora  parecía  ser 
más  literario  que  político,  y  procuraba  no  dar  gran- 
des sefiales  de  vida.  Los  tiempos  eran  peligrosísi- 
mos para  cualquiera  otra  cosa,  y  aun  entre  los  mis- 
mos asociados  había  ciertas  desconfianzas,  que  la 
lealtad  no  es  virtud  de  todo  mundo.  i 

Aquel  Club  se  parecía  en  algo  a  las  amorosas  re- 
laciones de  Andrade:  disimuladas,  con  los  fuegos 
apagados  estratégicamente,  para  no  tener  que  fa- 
llecer por  una  agresión  prematura  y  violenta. 

Y  a  propósito:  hora  es  ya  de  referir  una  transac- 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  71 

ción  celebrada  entre  la  Chayito  y  Andrade,  una  no- 
che, en  la  penumbra  de  la  escalera,  y  con  ocasión 
de  aquellos  coloquios  que  tenían  lugar  como  las  co- 
rridas de  toros — «Si  el  tiempo  lo  permite»  o  lo  que 
es  lo  mismo,  si  las  circunstancias  de  una  distrac- 
ción o  de  un  suefio  tempranero  de  Cuca,  lo  consen- 
tían. 

— Bueno,  Andrade;  con  que  quedamos  en  que  en 
este  afio,  mil  novecientos  once,  a  segundo  de  leyes; 
y  te  faltarán  entonces  para  concluir  la  carrera 

^Otros  cuatro,  Chayito  mía. 

— ¡Dios  me  asista!  Entonces  para  cuando  nos  po- 
damos casar,  voy  a  ser  ya  una  vieja!  Tendré  veinti- 
dós afios  y  tú  veinticinco 

— ¿Y  a  ese  le  llamas  vejez?  La  edad  mejor  para  el 
matrimonio.  ¡Fuera  de  eso,  se  pasa  el  tiempo  tan 
pronto! 

— Pues  eso  es  lo  que  me  aflije.  Que  pasándose 
así,  cuando  uno  vuelve  la  cara,  ya  está  «jamona*. . . 

—¡Ni  lo  creas!  Y  sobre  todo,  ¿qué  remedio? 

— Eso  es  laque  yo  digo:  ¿qué  remedio?  No  habrá 

más  que  resignarse ¡Qué  «aburrición!»  Sólo 

que  nos  casemos  antes ■  "  v 

— ¿Pero  cómo?  ¿Con  qué  vamos  a  vivir?  Tú  sabes 
que  en  mi  carrera  está  mi  porvenir. 

— Bueno Pues  que  no  fueras  abogado 

Que  fueras  cualquiera  otra  cosa que  trabaja- 
ras de  cualquier  otro  modo  para  ganarte  la  vida  y 
tener  dinero 

— Y  tendría  que  perder  todo  lo  ganado.  ¡Un  tiem- 
IK)  precioso!  Y  fuera  de  eso,  ¿en  qué  podría  ganar- 
me la  vida? 

— ¿Y  si  te  fueras  a  la  revolución?  Ya  ves  lo  que 
cuentan.  Que  algunos  se  están  largando  a  ella  para 
hacer  fortuna.  Regresarías  hecho  un  personaje, 
acaso,  y  con  mucho  dinero 


72  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

— O  no  regresaría,  Chayito.  Suponte  que  me  die- 
ran un  balazo Y  además,  que  no  me  gustaría 

ganar  así  el  dinero ¡Eso  no  es  honrado! 

— ¡Ay,  Andrade!  ¡Con  esos  escrúpulos  no  has  de 
hacer  nunca  nada! 

— Bueno suponte  que  la  revolución  no 

triunfa I 

— Entonces  regresarías  a  proseguir  tus  estudios 

y  santas  pascuas.   Pero  suponte  que  triunfa 

Vendrías  ya  con  facilidades  para  casarnos,  y  nos 
casaríamos  luego ¡Qué  gusto! 

Lo  que  a  Chayo  le  producía  ilusión  y  gusto,  a  An- 
drade le  produjo  una  gran  decepción.  Sintió  algo 
como  una  oleada  de  tristeza,  inundándole  el  alma. 
Tal  parecía  que  su  novia  tenía  premura,  más  que 
amor,  para  llegar  al  matrimonio,  y  que  lo  que  que- 
ría era  «amarrar>  pronto,  fuera  como  fuese.  Y  era 
su  novia,  su  misma  novia,  una  nifia  adorada  y  al  pa- 
recer sencilla  e  ingenua,  la  misma  que  no  quería 
ver  en  aquella  revolución  un  movimiento  fecundo  y 
redentor  en  conquista  de  grandes  y  altos  ideales, 
sino  un  camino  inmoral  para  obtener  ganancias, 
para  medrar,  para  hacer  «negocio»  y  tener  dinero, 
que  él  pretendía  tener  sólo  por  el  esfuerzo  Umpio  y 
honrado! 

— Mira,  Chayito transaremos.  Te  voy  a  pro- 
meter una  cosa  y  juro  cumplírtela.  Voy  a  estudiar 
mucho,  a  «meterme  muy  recio>  y  a  «doblar»  años, 
para  acabar  así  muy  pronto  la  carrera ....    | 

— ¿De  veras? 

— Como  lo  oyes.  Y  así  muy  pronto,  dentro  de  tres 
anos  a  lo  sumo,  podremos  ser  maridito  y  mujer- 
cita ¿Qué  opinas?        • 

— Júramelo,  pues! 

Y  Andrade,  con  toda  solemnidad  y  con  mayor 
buena  fe  aún,  como  cabe  a  un  enamorado  hasta,  los 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  73 

tuétanos,  hizo  el  prometido  juramento,  recibiendo 
en  pago  uno  de  aquellos  besos  de  Chayito,  que  to- 
mándole la  cabeza  con  ambas  manos,  juntaba  sus 
labios  con  los  suyos  y  apretaba  en  un  ósculo  pro- 
longado, efusivo,  que  abría  un  surco  de  fuego  y  de 
luz  en  el  corazón  del  estudiante! 

También  en  aquellos  días  tocó  a  Andrade  ir  en 
compañía  de  Tenorio,  por  la  calle  y  presenciar  un 
desfile  en  el  que  figuraba  el  general  Díaz;  acaso  el 
último  del  caudillo.  Por  lo  menos,  el  último  en  que 
Andrade  así  lo  vio.  El  anciano  Presidedte  pasaba 
en  su  landeau  oficial,  vistiende  el  traje  militar  de 
gala,  con  el  pecho  constelado  de  condecoraciones, 
alba  la  testa  de  cortos  cabellos  blancos,  que  hacían 
resaltar  aquel  rostro  fuertemente  enérgico,  a  pesar 
de  los  ochenta  años:  rostro  de  mentón  saliente,  de 
pronunciados  pómulos  y  de  nariz  de  anchas  alas.... 

A  la  zaga  del  carruaje  presidencial,  trotaban  los 
caoallos  de  la  Guardia  del  Presidente,  con  sus  jine- 
tes de  blancos  uniformes,  franjeados  de  azul  y  oro, 
colores  por  los  que  las  gentes  los  había  apodado 
«los  hijos  de  María, >  ya  que  son  aquellos  los  mis- 
mos que  gastan  los  bebés  que  en  el  mes  de  Mayo 
van  al  templo  a  ofrecer  flores  a  la  Virgen. 

En  aquellas  comitivas  había  trasunto  de  regias 
aparatosidades.  Chocaban  y  seducían.  Desagrada- 
ban a  los  que,  intransigentes  hasta  el  detalle,  hu- 
bieran querido  ver  al  Presidente  atravesar  por  las 
calles  a  pie  y  andando;  despojado  de  toda  pompa; 
humilde  y  sencillo:  y  seducían  a  los  que  deseaban 
que  el  Primer  Magistrado  de  la  Nación  apareciera 
siempre  con  la  pompa  que  impresiona  y  hace  incon- 
fundible el  rango. 

Don  Porfirio  pasaba  ceremonioso  y  solemne,  im- 
poniendo verdaderamente,  y  el  mismo  Andrade  no 
podía  menos  de  confesar  que  en  Augusto  había  al- 


■ipí- 


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•i';' 


74  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

go  augusto.  La  edad,  acaso,  que  siempre  es  respe- 
table; acaso  el  recuerdo  de  que  aquel  hombre  había 
sido  un  heroico  soldado  de  la  República,  que  había 
luchado  por  las  propias  libertades  que  ahora  aho- 
gaba, y  por  la  Patria,  a  la  que  hoy  tenía  entumeci- 
da; la  constelación  de  cruces  y  medallas  sobre  aquel 
pecho,  muchas  de  ellas  extranjeras  condecoracio- 
nes de  alta  valía,  atestiguaban,  al  fin  y  al  cabo,  que 
aquel  hombre  no  era  un  vulgar. 

— <¡Ave,  César!» — dijo  Tenorio,  imitando  a  los 
romanos  gladiadores;  y  glosándolos,  agregó: — «Mo- 
rituri  te  maledicent!» — Ya  verás,  ya  verás  cómo  no 
atajas  la  pelota!  ¡Lo  que  es  en  esta,  pierdes  el  re- 
suello! ^ 

—  ¡No  es  él,  «Truenos»  el  responsable! Son  los 

otros ¡Los  que  le  rodean,  los  que  le  atosigan 

con  la  adulación  y  lo  marean  con  el  elogio,  y  lo  zahu- 
man con  la  rastrera  zalema,  a  fin  de  que  no  lleguen 
hasta  el  solio  las  voces,  las  imprecaciones,  las  de- 
mandas de  los  de  abajo! 

Pudo,  sin  embargo,  darse  cuenta  de  que  los  aplau- 
sos que  a  su  paso  se  tributaban  al  viejo  Caudillo, 
tenían  más  de  piadosos  que  de  sinceros.  Que  eran 
más  bien  para  el  emblema  de  lo  que  había  sido,  que 
para  lo  que  ahora  era,  y  que  tal  vez  pronto  iba  a  su- 
cumbir. Para  el  pasado,  para  un  mito. ...  El  Gene- 
ral Díaz  se  había  fosilizado  en  la  opinión  pública, 
presta  a  desviarse  y  a  abandonarlo,  ante  la  seducción 
de  la  novedad  que  la  arrastrara,  cualquiera  que 
fuese! 

Por  eso  era  pK)r  lo  que  la  revolución  iba  ganando 
terreno.  Si  sus  conquistas  en  el  campo  de  acción 
no  eran  importantes,  las  que  hacía  en  el  campo  de 
la  opinión,  sí  eran  evidentes.  Ya  ahora  sí,  el  pasto 
de  las  conversaciones  era  el  sedicioso  movimiento, 
del  que  unos  conjeturaban  toda  clase  de  fructíferas 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  75 

esperanzas,  mientras  los  otros  hacían  las  más  pesi- 
mistas profecías. 

Era  inequívoco  que  los  periódicos  no  tenían  liber- 
tad para  decir  todo  lo  que  pasaba,  y  el  misterio,  in- 
trigando, aumentaba  con  el  combustible  de  la  curio- 
sidad los  comentarios.  Se  sabía  que  al  grito  rebelde 
de  Pascual  Orozco,  habían  respondido  otros  allá  en 
Chihuahua,  en  Durango,  en  Coahuila,  y  aun  en  el 
mismo  Sur:  en  Hidalgo  había  núcleos  rebeldes;  en 
Guerrero,  tierra  de  guerrilleros,  también;  y  en  Mo- 
relos,  donde  la  montana  es  baluarte  natural,  en  que 
ahora  la  horda  se  erguía  transformándose  en  las 
legiones  de  Spartaco,  encarnado  en  Emiliano  Za- 
pata. 

Sobre  todo,  la  revolución,  repetimos,  se  iba  abrien- 
do rápido  paso  en  los  espíritus;  estaba  ya  en  los  ce- 
rebros; conquistaba  fatal  o  venturosamente,  que  no 
se  podía  definir  aún,  a  las  masas,  y  su  vehículo  era  el 
centavo,  el  vil  centavo  que  servía  para  comprar  el  pe- 
riódico que,  aunque  ocultando  mucho,  siempre  de- 
jaba entrever  que  el  que  había  sido  igniscente  pun- 
to, era  llamarada  y  podía  transformarse  en  incendio! 

—  Yo  creo  que  siempre  «me  lanzo» — decía  «True- 
nos» a  Andrade.—  ¡A  ver  que  hago,  qué  caray!  Me 

parece  que  estoy  perdiendo  el  tiempo ¡Figúrate 

que  regrese  yo  de  coronel! 

-EUiz  lo  que  gustes Yo  no  puedo  seguirte  en 

ese  terreno.  Para  mí,  entiendo  que  mi  función  es 
otra  y  otro  mi  sitio  de  combate.  Debemos  algunos 
consagrarnos  a  ser  los  incubadores,  los  propagan- 
distas, los  encauzadores.  Nuestras  trincheras  son 
la  prensa  y  la  tribuna.  Allí  hacemos  falta.  Yo  pien- 
so escribir,  escribir  y  convencer Artículos  de 

ataque,  bien  fundados  y  mejor  escritos 

—  ¡Hum!  ¡Lo  que  sucede  es  que  tú  tienes  miedo 
«mano»  de  los  «cocolazos»  y bueno ¡qué  ca- 


76 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


ray !  yo  también  y  por  eso  no  me  he  lanzado  aún .... 
pero  se  me  hace  que  el  día  menos  pensado  no  me 
encuentras ya  lo  verás! 

-  ¿Miedo?  ¡Puede  ser! ¡Tal  vez  no  falte  oca- 
sión de  demostrarte  qué  distinto  es  el  valor  de  cada 
uno  de  nosotros!  I  \ 

El  pobre  Andrade  no  sabía  qué  inmensa  profecía 
encerraban  sus  palabras.  ,  .,      |  .   : 

¿Y  Madero?  ¿Qué  era  de  Madero  entretanto?  Ca- 
si una  incógnita.  Se  decía  que  estaba  en  San  Anto- 
nio Texas,  y  que  iba  rumbo  a  Europa,  convencido 
por  su  familia  de  lo  fatal  de  su  aventura.  Otros  de- 
cían que  ya  iba  a  entrar  a  México  al  frente  de  sus 
tropas,  y  quién  sabe  cuántas  consejas  más.  Lo  cier- 
to era  que  habían  habido  ya  acciones  de  guerra  im- 
portantes, y  que  Madero  no  había  estado  en  ellas, 
tales  como  «Cuchillo  Parado,»  «Pedernales»  y  otras 
en  las  que  los  rebeldes  no  sólo  habían  hecho  frente 
a  los  federales,  sino  que  los  habían  derrotado,  ma- 
tándoles a  jefes  de  graduación  y  aniquilando  a  ba- 
tallones enteros.  La  revolución  cundía  y  no  era  un 
juguete. 

Una  noche,  mientras  Andrade  y  socios  echaban 
un  «tute,»  que  al  fin  y  al  cabo  eran  principios  de 
afio  escolar  y  no  había  para  qué  quemarse  las  pesta- 
ñas estudiando,  llegó  Tajonar  a  la  «República,»  cosa 
rara,  pues  que  casi  nunca  se  paraba  por  allí,  dada 
la  divergencia  de  opiniones  políticas,  aunque  Teno- 
rio había  acabado  por  tener  simpatías  por  el  capi- 
tancito  aquel,  dada  su  corrección  y  su  trato,  y  toda- 
vía más,  por  haber  «tlachado»  (presumido)  que  no 
dejaba  de  tener  sus  simpatías  por  «la  causa.» 

— Señores,  vengo  a  despedirme  de  ustedes. 

— ¿Cómo  es  eso,  capitán?  ¿Se  va  usted? 

— Sí,  señor  Andrade.  Ya  saben  ustedes  que  los 
militares  somos  esclavos  de  la  «orden»  y  ya  la  teñe- 


LA  RUINA  DE  LA.  CASONA  77 

mos  para  marchar.  Las  fuerzas  están  ya  acuar- 
teladas, y  mafiana  temprano  emprenderemos  la 
marcha. 

— ¿Y  para  dónde,  se  puede  saber? 

— Entiendo  que  es  para  el  Norte;  parece  que  la 
cosa  anda  mal  por  allá  y  que  la  <revolufía>  sigue 
creciendo. 

— ¿Y  es  mucha  la  gente  que  marcha? 

— Bastante;  pero  sobretodo,  llevamos  mucho  par- 
que, y  algunos  cañones  y  «bailarinas»  (ametralla- 
doras) ....  Ahora  es  cuando  van  a  saber  los  <la- 
trofacciosos>  lo  que  son  las  ametralladoras  y  los 
Saint-Chaumond! 

—  ¡Hombre!  ¡Latrofacciosos  los  hombres  que  se 
juegan  la  vida  iK)r  defender  principios  e  ideales  po- 
líticos! No  sea  usted  injusto,  amigo  Tajonar,  en  lla- 
marlos así .... 

— Es  la  prensa  la  que  los  llama  de  ese  modo 

Vaya  usted  a  saber  si  es  verdad  o  no  que  roban  y 
que  hacen  todo  lo  que  de  ellos  se  dice. 
'   —¡La  prensa!   Todos  los  periódicos  están  ven- 
didos al  Gobierno.   La  prensa  es  venal  y  asala- 
riada  

—Pues  allá  ella,  amigo  Tenorio. 

— La  «pelada,»  Tajonar,  es  que  ustedes  no  se  de- 
berían batir  con  los  revolucionarios,  y  sí  todo  lo 
contrario,  unirse  a  ellos .... 

— No  me  vuelva  a  decir  eso,  que  yo  no  puedo  oir 
tales  consejos,  ni  menos  agradecerlos.  Soy  militar 
de  carrera  y  no  mancho  mi  hoja  de  servicios  con 
traiciones.  Para  hacer  eso  necesitaría  antes  darme 
de  baja.... 

—Pero  es  que  el  Gobierno  éste  no  es  legítimo. 
En  las  elecciones  no  hubo  legalidad  y  sí  fraude 

— Buena  o  malamente  el  Congreso  declaró  electo 
al  señor  General  Díaz;  y  mientras  esa  declaración 


>■'■.  ^ 


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ri* 


"rt:/:-- 


78 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


subsista,  para  nosotros  los  militares  y  dentro  del 
criterio  de  nuestras  leyes,  él  es  el  Presidente  legí- 
timo .... 

— Las  opiniones  de  usted  son  dignas  de  respe- 
to, porque  son  las  de  un  hombre  honrado ¿Y  qué 

piensa  usted  hacer  con  su  familia?  I  ' 

— La  dejo  aquí.  Allá  vamos  a  andar  de  ceca  en 
meca,  y  va  a  haber  muchos  balazo^ .... 

— Pues  que  la  suerte  lo  ayude  y  que  pronto  re- 
grese con  una  espiguilla  más.  Y  ya  sabe  que  si  algo 
se  le  ofrece,  puede  mandar  con  entera  libertad. 

— Gracias ....  gracias .... 

—Y  procure  no  apuntar  a  matar,  de  todos  modos, 
mi  querido  capitán .... 

Un  estrecho  abrazo  puso  fin  a  la  conversación. 

¿Luego  era  cierto  que  la  revolución  tomaba  incre- 
mento? ¿Luego  se  confirmaba  que  la  cosa  estaba  que 
«ardía»  por  allá  por  la  frontera  del  Norte,  y  que, 
por  fin,  el  Gobierno  concedía  seriedad  a  aquellos 
movimientos  que  en  un  principio  se  habían  estima- 
do como  insignificantes  y  carentes  de  empuje  para 
poner  en  peligro  a  aquel  potente  organismo  que,  en 
la  apariencia,  contaba  con  granítica  solidez,  con  una 
contextura  a  prueba  de  todo  y  con  $80.000,000  en 
las  reservas  del  Tesoro? 

Aquel  gigante  que  se  llama  pueblo,  dejaba,  pues, 
su  temperatura  normal,  entraba  en  calor;  de  éste 
pasaría  a  la  calentura,  y  en  un  descuido,  llegaría  a 
pleno  período  de  f ebricitantel 


.-.■■•ij,'- 


CAPITULO  VI 
En  plena  ebullición 

Con  la  llegada  de  marzo  y  el  anuncio  de  la  Prima- 
vera, la  naturaleza  toda  parecía  despertar,  despe- 
rezándose del  sueño  invernal,  como  la  púber  divina 
que  hace  surgir  sus  brazos  de  los  mullidos  edredo- 
nes y  por  entre  las  blancas  sábanas,  orladas  de  finos 
encajes,  lleva  las  delicadas  manos  a  los  párpados 
para  evitar  el  indiscreto  rayo  de  luz  que  le  lastima 
los  ojos,  y  concluye  por  abrir  éstos  con  la  fruición 
del  dulce  despertar,  luchando  por  conservar  la  ima- 
gen de  un  seductor  sueño  de  amores,  mientras  las 
blondas  crenchas  de  los  cabellos  se  esparcen  al  ca- 
pricho sobre  la  blancura  del  lecho. 

En  la  casona  de  «Las  Moras»  reinaba  una  plácida 
tranquilidad  aparente.  Las  costumbres  invariables 
de  los  vecinos  daban  en  cada  mañana  lugar  al  mis- 
mo cuadro  de  las  señoritas  Menchaca,  saliendo 
rumbo  a  la  cercana  iglesia  para  oir  su  misa;  de  Or- 
bezo,  arreglando  su  anémica  enredadera;  de  la  par- 
vada estudiantil  armando  alharaca  en  el  <copete>  y 
de  Menchaquita  saliendo  rumbo  a  su  oficina,  atilda- 
do, con  sus  inmaculados  cuellos,  sus  corbatas  der- 
nier  cri  y  su  pantalón  claro,  de  irreprochable  plan- 


■•  -v 


80  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

chado,  a  fin  de  que  se  señalara  perfectamente  cada 
línea. 

Aparente  tranquilidad  aquella,  porque,  en  obse- 
quio de  la  verdad,  las  banderías  políticas  tenían  ya 
a  aquellas  alturas,  más  que  dividida  y  revuelta  a  la 
antes  pacífica  vecindad,  al  grado  de  que  ya  las  Men- 
chaca  y  la  Garaicochea  no  se  visitaban;  las  Otamen- 
di  tenían  frecuentes  altercados  con  Paulinita;  ésta 
había  estrechado  sus  afectos  para  los  Orbezo,  y  Bar- 
bedillo  y  consorte  habían  tenido  que  sostener  un 
statu  quo  delicadísimo,  a  fin  de  no  desagradar  a  nin- 
guno de  sus  buenos  clientes. 

Las  «nuevas»  (mentiras)  que  confeccionaba  Teno- 
rio, a  propósito  de  la  revolución,  eran  el  obligado 
platillo,  inconforme  la  general  curiosidad  con  sa- 
ciarse únicamente  de  las  noticias  del  periódico.  Si 
al  pasar,  por  ejemplo.  Tenorio  por  el  patio,  se  en- 
contraba con  Orbezo,  el  tiroteo  era  seguro.  I 

— Oiga,  mi  teniente  coronel,  ¿ya  sabe  lo  que  hay? 

— ¿Qué  es  ello?  I 

— Pues  que  ya  los  correligionarios  tomaron  Sal- 
tillo. 

— Y  no lo  que  van  a  tomar  es  el  salto  «ma- 
dre» para  los  Estados  Unidos,  en  cuanto  las  ame- 
tralladoras «les  enciendan»  por  la  retaguardia. 

Y  al  día  siguiente: 

— ¡Seflor  Orbezo,  ahora  sí  fué  de  veras!  Ya  «to- 
maron» Durango I 

— ¿Sí,  eh?  Usted  lo  que  tomó  fué  un  tequila  de 
más  y  por  eso  habla I 

Las  conversaciones  clásicas  eran  las  que  en  reu- 
niones ad  hoc  tenían  las  Menchaca,  Paulinita,  Orbe- 
zo, y  en  ocasiones  Gordillo,  por  una  parte,  y  las 
Otamendi,  las  Garaicochea,  la  profesora  Tinoco  y 
los  de  la  «República»  por  otra,  pues  ya  el  comedor 
de  Barbedillo  había  sido  «neutralizado»  t'erminan- 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  81  ^^*' 


temente,  mediante  un  letrero  que  en  gruesos  ca- 
racteres decía: — «Se  prohibe  hablar  de  política» — 
y  debajo  del  cual  el  incansable  Tafolla  había  agre- 
gado: «pero  se  permite  hablar  del  prójimo.»  Bar- 
bedillo,  buen  pez  para  las  cosas  de  la  política,  no 
quería  comprometerse  «hasta  tanto  que  no  se  viera 
claro.>  ■       - 

— Yo  no  sé,  mi  alma, — decía  Locha  Menchaca  a  la 
señora  de  Orbezo — a  dónde  pretenden  esos  hom- 
bres que  vayamos  a  parar.  ¿Qué  mal  les  ha  hecho 
don  Porfirio?  Tener  en  cintura  a  los  revoltosos . . .  ^ 
conservar  el  orden ....  cuidar  de  la  paz. . . . 

— Sin  duda;  pero  como  así  no  pueden  medrar  los 
malos 

— Y  lo  que  es  peor.   Dicen  que  con  tal  de  «tirar» 

a  don  Porfirio,  aunque  suba  «cualquiera» De 

donde  resulta  que  esos  no  son  más  que  «cualquie- 
ristas,»  agregaba  sentenciosamente  Orbezo. 

— Ya  llorarán  por  don  Porfirio  si  lo  llegan  a  des- 
hancar— suspiraba  Lucha  Menchaca. 

— Y  lo  peor  de  todo  es  que  los  «negocios»  se  des- 
componen con  esas  cosas! — proseguía  la  viuda  de 
Zarzo. — Como  no  hay  seguridades 

Ella,  en  efecto,  para  sus  «negocitos»  había  subi- 
do el  tipo  del  interés  del  tres  al  cinco  por  ciento 
mensual,  en  pagaré  con  tres  firmas,  de  las  que  al- 
guna debería  ser  la  del  director  del  Banco  Nacional 
por  lo  menos.  Y  en  falta  de  tal  «garantía»  se  le  fir- 
maban contratos  de  compra-venta,  con  pacto  de  re- 
tracto, y  se  disculpaba  con  que  todo  había  subido 
que  era  una  barbaridad:  la  leche,  el  arroz,  el  petró- 
leo, y  hasta  el  chocolate  para  el  «Tulipán.»  Y  si  no, 
que  se  les  preguntara  a  los  del  «Antojito  Tapatío» 
por  qué  cobraban  más  y  servían  menos  en  las  co- 
midas. ¡Por  la  revolución! 

Por  el  día  8  de  marzo,  los  periódicos  dieron  la  no- 

6 


ííi-- 


'•> 


82  £.  MAQUEO  CASTELLANOS 

%:'■■  I    ■: 

v^¿  tícia  de  la  batalla  de  «Casas  Grandes.»  L<as  fuerzas 

II  federales,  en  regular  número,  habían  atacado  el  nú- 

v$  cleo  revolucionario  a  cuyo  frente  estaba  el  jefe  de 

los  rebeldes  don  Francisco  I.  Madero,  infligiéndole 
¿;  una  seria  derrota  y  quitándole  gran  cantidad  de 

-')..  pertrechos  de  guerra,  salvándose  de  caer  prisione- 

g"  •  ro  el  caudillo,  en  un  veloz  «buggy.>    Lo  grave  en  el 

íi  caso  había  sido  que,  entre  los  prisioneros  hechos 

estaban  algunos  americanos,  y  que  entre  las  armas 
recogidas  las  había  con  marca  del  ejército  america- 
^;  no.    Esta  circunstancia  y  la  apariencia  de  que  el 

'^1  golpe  era  mortal  y  decisivo,  hicieron  que  los  co- 

mentarios aquella  noche,  en  la  salita  de  las  Otamen- 
di,  fueran  más  que  nunca,  acalorados. 

— Yo  no  creo  en  eso ¡Es  grilla  de  los  perió- 
dicos! ¿No  ven  ustedes  que  todos,  absolutamente 
todos,  están  vendidos  al  Gobierno? — decía  Tenorio. 

— ¡Júralo,  Truenos júralo! — agregaba  De- 

móstenes — ¡La  «suaca»  (léase  felpa)  que  les  pega- 
ron, fué  de  ordago!  ¿No  ves  que  llevaban  artillería? 
;  — Pues  con  todo  y  eso  no  los  derrotan!   Son  muy 

hombres  los  fronterizos .| 

— ¿Y  las  ar mitas  americanas?  ¿Y  los  boeros  y  los 
■  gringos  peleando  con  Madero  contra  mexicanos? 

•  —¡Esas  son  cosas  de  toda  revolución!  No  se  va  a 

V  hacer  con  angelitos 

— La  verdad  es  que,  al  hablarse  de  una  batalla  en 
forma,  eso  indica  que  la  revolución  está  ya  organi- 
zada; y  al  haberse  hallado  en  ella  el  señor  Madero 
(ya  se  le  iba  anteponiendo  respetuosamente  el  don) 

que  se  trató  de  una  cosa  formal (observación 

de  Andrade). 

— TafoUa,  como  es  «agua  tibia,»  bien  quisiera  que 
fueran  los  «pelones»  (soldados  federales)  los  que 
hubieran  pegado — argüía  Cuca  Otamendi. 


w^ 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  88 

— No  es  eso Es  que  la  verdad Si  la 

lumbre  ha  de  llegar  a  Indé 

— ¡Eeeeso  sí  que  seria  de  los  diablos,  porque  me 
lelelevantan  la  caaanasta!         ■ 

— Ganará  Madero— concluía  sentenciosamente 
Chayito,  restregándose  con  el  extremo  de  una  toa- 
lla que  llevaba  atada  al  cuello,  la  negra  cabellera, 
pues  se  había  bailado  en  la  tarde. 

—  ¡Sí que  gane! — afiadía  entusiasmada  la 

«Corchea»  madre — para  que  les  apague  los  humos 
a  todos  los  aristócratas  empingorotados  y  exalte  a 

los  humildes,  que  ya  es  hora ¡Mire  usted  que  ■% 

llevar  Garay  veinte  afios  de  tenedor  de  libros  sin 
poder  hacer  fortuna!  •   " 

—Y  que  se  lleve  la  trampa  a  los  «científicos,»  ya 
que,  por  intrigas  suyas,  no  me  nombraron  ayudan- 
te de  gimnasia  en  la  Normal. 

— Bububueno y  la  verdad  es  que  ya  hay  las 

piulas  de  reeebeldes En  Sonora,  en  Sinaloa. ... 

en  San  Luis  Potosí  y  hasta  en  Pupupuebla  y  Me- 
récelos  

Andrade,  juzgando  propicia  la  ocasión,  tomaba  la 
palabra,  queriendo  hacer  propaganda  buena,  afín 
de  que  se  comprendiera  la  revolución  tal  como  él  se 
imaginaba  que  debía  ser.  Le  escocía,  le  repugnaba 
que  los  contertulios  quisieran  la  ruina  del  Gobier- 
no para  saciar  venganzas,  por  imaginarios  ultrajes, 
o  para  sacar  la  tripa  de  mal  afio,  porque  no  lo  habían 
logrado  en  una  lucha  legítima  con  el  trabajo.  No 
aprobaba  que  la  Garaicochea  o  Tenorio,  sin  haber 
aportado  ningún  contingente  a  «la  causa»  sino  era 
el  de  la  lengua  murmuradora,  con  mordacidades 
propias  de  almas  envenenadas  por  tontos  despechos, 
se  creyeran,  por  esa  sola  circunstancia,  acreedores 
para  que,  de  triunfar  la  revolución,  se  les  hiciera 
«justicia»  colmándolos  de  riquezas  o  de  honores.   . 


84  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

Mas  a  sus  argumentos  salía  siempre  al  paso  la  «Cor- 
chea» madre,  que,  en  una  contumaz  rebeldía,  había 
acabado  hasta  por  vencer  los  escrúpulos  de  su  mari- 
do que,  tímido  e  irresoluto,  se  asustaba  con  verla  in- 
trincarse en  aquellas  polémicas,  en  un  principio;  pe- 
ro que  ahora  la  dejaba  hacer,  con  lo  que  ella  procla- 
maba que,  tan  era  buena  la  revolución,  que  por  lo 
menos  ella  ya  había  recobrado  su  libertad  de  pensa- 
miento. I 

Diariamente  daba  la  prensa  un  abundante  com- 
bustible para  los  comentarios  y  las  versiones.  Si  en 
un  principio  con  un  diario  había  bastante  para  toda 
la  vecindad,  que  lo  circulaba  de  mano  en  mano,  des- 
de el  primero  hasta  el  tercer  piso,  ahora  se  compra- 
ban todos  los  periódicos  que  veían  la  luz  en  la  Capi- 
tal, ya  que  para  los  de  un  bando  era  verídico  lo  que 
decían  los  que  para  el  bando  contrario  sólo  sabían 
decir  mentiras,  y  así  el  espíritu  revolucionario  ha- 
bía cundido,  encontrado  admirable  el  terreno  de  la 
casona,  feudo  del  señor  de  Barbedillo.  i 

Y  sucedió  entonces  lo  que  tenía  que  suceder.  En 
más  de  una  ocasión  hubo  pendencia  del  patio  al  pri- 
mer piso  entre  Paulinita  y  las  Otamendi,  porque  al 
regar  las  macetas  habían  bañado  en  agua  sucia  algu- 
na blonda  cabellera,  mientras  se  asoleaba  en  el  patio 
para  «afirmar  el  color»  del  tinte,  o  bien  porque  ha- 
bían dejado  caer  de  intento  un  pedazo  de  vasija  rota 
sobre  el  pobre  «Tulipán»  mientras  dormía  plácida- 
mente en  dicho  patio.  Más  de  una  vez  las  chillonas 
voces  de  las  Menchaca  había  acribillado  a  invectivas 
a  la  prole  Garay  y  a  sus  patriarcas,  con  pretexto  de 
que  Garaycito,  probablemente  mal  aconsejado  por 
aquéllos  y  en  desquite,  provisto  de  una  cerbatana 
de  hoja  de  lata,  enviaba  certeros  proyectiles  de  chí- 
charos al  consentido  perico  que,  al  recibirlos,  se  in- 
quietaba en  su  jaula  contestando  con  un  «Santo Dios, 


>>i  V 


-  ¿^¡; 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  85 

Santo  Fuerte >  cantando  con  la  voz  más  estrepi- 
tosa que  encontraba. 

Y  por  eso  que  Barbedillo  hubiera  tenido  que  de- 
dicarse a  la  diplomacia  emulando  a  Talleyrand,  para 
IK)ner  de  acuerdo  al  cotarroy  que  no  se  le  «desgrana- 
ra la  mazorca»  de  los  inquilinos,  dejándole  vacías  las 
viviendas.  Concillaba,  argüía,  interponía  buenos  ofi- 
cios y  hasta  se  había  vuelto  considerado  en  los  co- 
bros. Lo  malo  era  que  aquella  «República»  del 
«copete»  daba  siempre  al  traste  con  su  obra,  siendo, 
según  las  Menchaca,  «un  positivo  foco  revoluciona- 
rio.» >  '     ;     .i 

Y  lo  era:  con  motivo  de  la  apertura  de  las  Cáma- 
ras el  día  primero  de  abril,  había  habido  cónclave  y 
gordo  en  el  «copete.»  Algunos  clubistas  se  habían 
reunido  para  comentar  el  discurso  pronunciado  por 
el  Presidente  Díaz,  conviniendo  en  que  en  él,  el  vie- 
jo dictador  se  confesaba  vencido,  ya  que  pretendía 
hacerse  revolucionario,  enarbolando  la  bandera  del 
«Plan  de  San  Luis»  con  lo  del  «Sufragio  Elfectivo  y 
no  Reelección,»  prometiendo  la  reforma  de  la  Ley 
Electoral  y  de  la  Constitución  sobre  el  particular,  y 
todo  ello  con  un  Ministerio  nuevo,  flamantito,en  don- 
de figuraban  efebos  de  la  política,  que  habían  ido  a 
tomar  la  cartera,  pálidos  de  emoción,  como  los  es- 
colapios cuando  reciben  en  la  reparticiónde  premios 
la  medalla  de  buena  conducta.  No  sabían  los  agra- 
ciados que  con  ellos  se  iniciaría  el  período  de  los 
Ministros,  Subsecretarios  y  Oficiales  Mayores,  cu- 
ya existencia  pK>lítica  habría  de  durar  lo  que  un  dó 
de  pecho,  según  la  mordaz  frase  de  un  viejo  tribuno. 

— ¡Para  quien  crea  al  viejo  marrullero! — comen- 
taba Tenorio — Eso  es  un  timo 

— Peeero  ¿por  qué  no  ha  de  ser  siiinceeero? 

— (Porque  nunca  lo  ha  sido,  caramba!  Desde  Tuz- 


1 


86  E.  MAQUEO  CASTELLANOS  i 

tepec pero  ya  ahora  no  nos  la  da  ni  «con 

chía».. ..  ■■  ■'. '  "•]■'.•  -'■  '-■ 

— Transigir  con  la  revolución,  es  capitalar  con 
ella — afiadió  Andrade  en  tono  doctoral. — El  que  en 
política  transige,  se  derrota.  Don  Porfirio,  con  099 
discurso,  le  ha  cantado  el  «De  prof  undis>  a  su  Go- 
bierno! 

— ¡Viva  Mttdero! 

— ¡Eso  es!  A  rey  muerto,  príncipe  coronado. . . . 

— ¡No  seas  imprudente,  Tenorio!  Ya  ves  que  en 
la  propia  casa  hay  enemigos  nuestros.  «Capulín» 
cierra  la  puerta '         ^   ,         I     ^  ' 

Obedeció  el  «Capulín»  y  la  puerta  vidriera  de  la 
«República»  que  comunicaba  la  pieza  con  el  pasillo 
del  patio,  fué  herméticamente  cerrada.  Andrade 
siguió  entonces  comentando: 

— Lo  cierto  es  que  la  revolución  triunfa,  y  más 
que  por  la  fuerza  de  las  armas,  por  una  fuerza  mo- 
ral incontrastable.  No  importa  que  ésta  sea,  como 
dice  Orbezo,  el  «cualquierismo.»  Por  ñn  la  opinión 
se  ha  hecho,  y  si  los  que  se  sublevan  no  tienen 
maüssers,  ni  cafiones  ni  dinero,  tienen  la  fe  en  el 
triunfo,  que  es  arma  invencible.  Madero,  pues,  lle- 
gará al  poder  y  para  eso  no  ha  de  pasar  mucho.  Y 
sea  lo  que  sea,  resulte  lo  que  resulte,  de  todas  ma- 
neras y  a  pesar  de  todo,  que  no  sabemos  lo  que  trae- 
rá el  mañana,  Madero  habrá  hecho  por  lo  menos  una 
buena  obra:  remover  hasta  en  sus  cimientos  a  esta 
nacionalidad  atónita,  que  padece  de  catalepsia  y  que 
tiene  la  médula  podrida,  para  obligarla  a  despertar 
y  regenerarse,  si  es  que  no  quiere  perecer 

—Muy  bien  dicho  ¡qué  caray! 

— Veo  el  i>orvenir.  Lo  presumo  en  mi  anhelo  de 
patriota  y  de  amante  de  mi  nación,  Madero  no  será 
el  hombre,  acaso.  ¡Mejor!  Si  queremos  curarnos,  lo 
primero  es  no  depender  de  un  hombre,  de  una  vo- 


-  r-  :n'f  • 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  87 


-^-f-'r-. 


í¿"í 


luntad,  de  un  arbitro.  E^o  es  incompatible  con  la 
democracia  y  de  lo  que  se  trata  es  de  hacer  demo- 
cracia. Necesitamos  ideas,  choque  de  ellas,  confla- 
gración de  pensamientos,  batalla  de  opiniones,  y  de 
todo  esto  surgirán  necesariamente  las  estructuras  4 

del  porvenir.  ^^ 

— ¡Eso  es  saber  hablar! 

— Sí — pero  yo  tengo  infinitos  temores.  EU  pue-  i 

blo  no  está  preparado.  Sus  atavismos  son  fatales  y 

lo  condenan  a  ser  anárquico Podremos  llegar  # 

más  lejos  de  lo  debido.  Acaso  llegaremos  a  la  des- 
integración política  y  a  la  desorganización  social vt; 

— ¿Y  qué  remedio? 

— Tener  fe  en  que  al  final  habrá  de  encontrarse 
el  rumbo,  pues  ni  las  sociedades  perecen  por  suici- 
dio, ni  el  derecho  ni  la  justicia  dejan  jamás  de  impo- 
nerse! 

— Bueno. ...  La  cuestión  es  que  si  gana  Madero, 
saquemos  nosotros  alguna  «raja>;  porque  si  nó,  no 
tiene  chiste  la  cosa. 

— No  seas  ruin  para  pensar.  Tenorio.  No  seas  n»- 
gociante  con  las  luchas  de  la  Patria.  Deja  tu  prove- 
cho y  mira  más  alto.  No  formes  en  las  filas  de  los 
que  invocando  la  política,  quieren  el  medro 

— Lo  curioso  es — observó  Chaneque — que  el  Go- 
bierno no  resista  como  debiera:  elementos  le  sobran; 
podría  hacer  una  gran  resistencia,  y  todo  lo  contra- 
rio; cede,  y  parece  abandonar  el  campo,  cuando  po- 
dría aplastar  a  la  revolución 

— Esas  son  «tigüilas»  de  don  Porfirio 

— ¿Y  si  es  que  que  que  lo  que  no  quiere  ¡caaaray! 
es  darle  oportunidades  a  los  griiiingos? 

— ¡Bah!  Lo  que  sucede  es  que  ya  está  muy  viejo 
y  no  puede.. .. 

— Los  acontecimientos  se  precipitan.  ¡Pronto  he- 
mos de  ver  cosas  muy  serias! 


88 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


y 


— Entonces  sería  bueno  activar  los  trabajos  del 
Club.... 

— Sí:  debemos  reunimos  con  más  frecuencia. 

— ^Lio  malo  es  que  ya  nos  «tlacharon»  (sorprendie- 
ron) a  lo  que  parece.  Al  compadre  Nicho  lo  vigilan, 
y  lo  mismo  a  Bojórquez;  y  anda  tú  a  saber  si  a  nos- 
otros también 

— Yo  no  he  notado  nada 

— Pues  yo  sí  he  visto  por  aquí  cerca  a  los  de  la  se- 
creta   .  ";  ;        :■[-;, 

— ¡Adiós!  ¿Y  en  qué  los  has  conocido?  :  ;^ 

—¿Y  quién  no  conoce  a  los  de  la  «Secreta»? 

— Pues  ahora  es  cuando  se  necesita  valor.  Nada 
de  timideces;  si  nos  jugamos  la  libertad,  bueno;  y 
si  la  vida,  mejor.  O  servimos  o  no  servimos. 

— Eso.  Lo  q  ue  es  por  mí,  a  la  orden  —  prorru pipió 

Tenorio.  —  Y  el  que  tenga  miedo  que  se  «chispe» 

¡Viva  Madero!  :.  ;  r  l:: 

—¡Otra  vez!  No  seas  imprudente,  hombre -; 

En  aquel  preciso  momento,  una  serie  de  golpeci- 
tos  en  la  puerta  vidriera  derramó  una  ducha  de  agua 
helada  sobre  los  ímpetus  de  Tenorio,  e  hizo  que  un 
molesto  calosfrío  recorriera  los  espinazos  de  todos 
los  cuerpos,  con  especialidad  el  de  Chaneque  que 
llegó  casi  al  colapso. 

— ¡La  re re reservada!  -  balbutió  Demós- 

tenes. 

— ¡Nos  caímos!  —  agregó  Tenorio.      ■  -      1  -      - 

— Mira  quién  es  —  indicó  serenamente  Andrade  al 
«Indio.»  í  >  /  . 

— Yo  no,  qué  caramba!  ¿Siempre  me  ha  de  tocar 
a  mí? 

— Entonces  tú,  Tafolla por  el  ojo  de  la  cerra- 
dura  

— ¡No ....  yo  no qué  caaaray!  No  me  gusta 

coooomprometeerme .... 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  89 

— ¡Anda,  hombre!  No  seas  cobarde 

Demóstenes,  haciendo  de  tripas  corazón,  se  puso 
a  espiar  por  el  ojo  de  la  cerradura,  y  concluyó  por 
retroceder,  entre  la  expectación  de  los  demás,  de 
puntillas  y  haciendo  señal  de  guardar  silencio. 

— ¿Quiénes? 

— ¡El  chino  de  la  ropa! 

— ¡Se  le  deben  cinco  semanas!  ¡Chitón,  y  aunque 
eche  la  puerta  abajo! 

No  fué  así.  El  pobre  chino  lavandero,  cansado  de 
tocar  la  puerta,  se  aburrió  y  se  fué  cariacontecido 
como  en  otras  semejantes  ocasiones. 


«      « 


El  7  de  mayo  de  1911,  la  Capital  de  la  República 
amaneció  conmovida  y  llena  de  interrogaciones  en 
el  ánimo  público.  Ciudad  Juárez,  teatro  de  una  lu- 
cha entre  federales  y  revolucionarios  que  la  asedia- 
ban, comandados  por  el  propio  Madero,  y  población 
limítrofe  con  los  Estados  Unidos,  había  sido  tomada 
por  asalto,  quedando  en  poder  de  los  generales  de 
Madero,  Pascual  Orozco  y  Francisco  Villa,  nombres 
que  entonces  por  primera  vez  sonaron  en  la  etapa 
revolucionaria. 

La  toma  de  tal  ciudad  era  de  trascendencia,  por- 
que significaba  el  que  la  revolución  pudiera  proveer- 
se de  abundantes  recursos  de  toda  índole,  al  pose- 
sionarse de  la  mejor  aduana  fronteriza.  Y  más  aún, 
porque  decía  bien  la  protección  que  tenía  de  las 
autoridades  americanas,  siendo  seguro,  por  lo  tan- 
to, que  los  Estados  Unidos  reconocerían  la  belige- 
rancia de  los  revolucionarios.  El  golpe  resultaba, 
así,  mortal.  :, 

No  habían  pasado  muchos  días,  cuando  llegó  la 
noticia  de  la  ocupación  de  la  ciudad  de  Torreón,  11a- 


>».y 


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90 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


ve  al  Sur  de  los  Estados  de  Durango,  Chihuahua  y 
Coahuila.  Las  fuerzas  federales  habían  abandonado 
la  plaza  que,  al  ser  ocupada  por  los  rebeldes,  había 
dado  lugar  a  la  matanza  de  más  de  trescientos  chi- 
nos allí  avecindados. 

Frente  a  aquellos  decisivos  acontecimientos,  el 
Gobierno  había  entrado  en  francas  pláticas  con  la 
revolución,  buscando  solucionar  el  conflicto  del  me- 
jor modo.  Se  ofrecieron  varias  carteras  en  el  Gabi- 
nete para  jefes  revolucionarios,  anunciando  el  Pre- 
sidente Díaz  que  se  retiraría  del  poder  una  vez 
paciñcado  el  país;  la  revolución  se  mostró  intransi- 
gente, exigiendo  la  inmediata  entrega  del  poder,  y 
comenzaron  entonces,  en  Ciudad  Juárez,  las  confe- 
rencias bien  conocidas  que,  sin  dar  el  triunfo  com- 
pleto a  la  causa  maderista,  dieron  sí  al  traste  con  el 
Gobierno  de  Díaz. 

Con  motivo  de  tan  trascendentales  sucesos,  la 
temperatura  de  la  casona  de  «Las  Moras»  guarda- 
ba un  estado  de  casi  incandescencia.  Las  relaciones 
internacionales  entre  las  diversas  viviendas  estaban 
en  suspenso  o  rotas;  y  las  comunicaciones  entre 

<Menchaca  sisters>  y  «Otamendi  company,»  por 
ejemplo,  se  hacían  únicamente  «adreferendum.  > 
Don  Taco  sudaba  tinta  para  apaciguar  a  los  belige- 
rantes, y  así  como  los  canarios  de  Cuca  y  Chayo  ya 
no  salían  al  sol  porque  uno  de  ellos  había  fallecido 
de  modo  repentino  y  sospechoso,  el  pobre  «Tuli- 
pán» había  tenido  que  prescindir  de  destroncar 
en  el  patio  sus  siestecitas,  para  no  recibir  las  ca- 
taratas de  agua  jabonosa  que  el  Garaicito  desplo- 
maba sobre  él.  •     ?.  -  I 

Una  de  las  más  conspicuas  víctimas  era  Orbezo, 
porque  verlo  Tenorio  y  ponerse €i<».ntarle  «El  Aban- 
donado» todo  era  uno,  sin  que  bastaran  las  pruden- 
tes observaciones  de  Quico  Andrade. 


■.V. 


"y-K:.  LA  RUINA  DE  LA  CASONA  91 

— ¡Hombre  Tenorio!  íEso  no  es  justo!  ¡Pobre  vie-  W 

jo! ¿Qué  te  hace?  Cumple  con  tener  gratitud  y  -.■■  ¿t 

lealtad  para  aquél  que  le  ha  dado  de  comer  por  trein-  >|-. 

ta  afios.  Don  Porfirio  es  para  «pata  de  fresno>  la  |; 

encarnación  de  toda  una  época,  de  todo  un  pasado  ^H 

glorioso 

— Es  la  encarnación  del  pambazo!  ¡Que  se  frunza!  ,3^; 

¡Bastante  mamó  el  cojo  ese! 

— Yo,  por  el  que  más  me  alegro  de  esta  catástro- 
fe, es  por  Menchaquita- decía  Chaneque,  que  no 
dejaba  de  tener  sus  puntas  de  envidioso,  por  más 
que  en  lo  íntimo  deploraba  aquélla  caída  de  su  pai- 
sano, como  buen  oaxaquefio  provincialista.  —  Se  aca- 
baron las  corbatas  de  seda  y  los  fieltros  de  «quesa- 
dilla» y  los  «american  shoes»  de  charol,  porque  de 
esta  hecha  se  le  «arranca» 

— ¡No  le  hace!  ¡Se  le  llegó  la  hora  y  basta! 

— Pues  a  tí  también  se  te  acabarán  los  humos  esos 
que  te  gastabas,  creyendo  que  Oazaca  había  de  gi- 
netear  a  la  Nación  por  una  eternidad 

Andrade,  con  todo  y  su  fervor  revolucionario,  no 
veía  bien  nada  de  aquello.  Le  entusiasmaba  la  toma 
de  Ciudad  Juárez;  había  sido,  al  parecer,  una  lucha 
limpia,  en  buen  terreno,  de  buena  ley,  como  debe« 
rían  ser  todas  aquellas  cosas  de  la  revolución,  se- 
gún su  criterio  puritano.  Madero,  Orozco  y  Villa 
venciendo  allí  a  la  «federacha,»  habían  estado  en  su 
lugar.  Así  debía  ser  la  revolución.  Pero  repugna- 
ba aquello  de  las  crueles  matanzas  de  chinos  en  To- 
rreón; ¿a  qué  conducían  hechos  semejantes?  ¿Qué 
lustre  daban  a  la  causa?  Sólo  le  acarreaban  despres- 
tigio, porque  chinos  o  polacos  aquellos  hombres,  no 
eran  enemigos  y  sí  extranjeros  que  debían  ser  res- 
petados porque  vivían  en  el  país,  en  el  concepto  de 
que  a  éste  lo  regían  leyes  humanitarias.  Y  le  esco- 
cía la  burla  para  Orbezo  y  la  inquina  contra  Men- 


■■-■rt-A'.  : 

-y- 


92 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


■A: 


■:-^r 


chaquita  que  no  era  responsable  de  que  el  pueblo 
no  tuviera  libertades  y  la  democracia  fuera  un  mi- 
to. ¿Por  qué,  Sefior,  —  pensaba — por  qué  Uevar  la  pa- 
sión a  esos  extremos?  ¿Por  qué  no  puede  ser  una 
revolución  pura,  inmaculada,  generosa,  justiciera  j 
llena  de  ideales? 

Y  Truenos  le  respondía — ¡Barajo!  ¡Porque  la  re- 
volución es  la  revolución! 

El  bueno  de  Andrade,  en  su  lirismo  revoluciona- 
rio, se  olvidaba  de  que  una  revolución  civil  jamás 
puede  ser  metódica  ni  obrar  sólo  en  razón,  por  la 
misma  causa  que  el  agua  del  torrente  no  corre  con 
la  mansedumbre  y  la  serenidad  del  agua  fecunda 
que  corre  encauzada  por  el  canal  de  riego! 


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CAPITULO  VII 
La  renuncia 

Sigilosamente,  como  positivos  conspiradores  de 
alto  coturno,  la  mayoría  de  los  asociados  del  Club 
«Propugnadores  de  la  Democracia»  y  que,  para 
mejor  operar,  dado  como  se  estaban  poniendo  las 
cosas,  se  había  encubierto  con  el  anodino  nombre 
de  «Club  Cívico  Rayón,  >  se  fueron  deslizando  al  in- 
terior de  la  casa  del  compadre  Nicho,  dando  santo 
y  seña  al  entrar,  y  hasta  que  la  concurrencia  sumó 
diecinueve  afiliados.  Por  fortuna,  aunque  el  núme- 
ro era  escaso,  la  Directiva  estaba  completa,  presi- 
diendo Andrade,  lleyando  la  Secretaría  Bojórquez, 
y  notándose  la  ausencia  del  primer  secretario  Cha- 
neque, que  prudentemente  había  menudeado  esas 
ausencias. 

— Figúrese yo  soy  menor  de  edad — había 

dicho  a  don  Taco— y  no  puedo  legítimamente  con- 
traer compremisos  políticos.  Fuera  de  que,  la  ver- 
dad, no  me  parece  limpio  eso  de  mamar  y  beber  le- 
che. (Se  refería  a  que  no  podía  estar  conjurando 
cuando  tenía  la  bequita  aquella  del  Gobierno  de  su 
tierra.)  ^  ; 


^ 


-«  =  ■• 


A' i 


94 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


La  sesión  del  Club,  en  aquella  noche,  era  muy  im- 
portante. Los  acontecimientos  políticos  se  habían 
precipitado:  se  estaba  en  vísperas  de  la  renuncia 
del  Presidente  Díaz.  «Ya  era  preciso — según  ex- 
posición al  efecto  hecha  por  el  Secretario  en  fun- 
ciones, Bojórquez — tomar  una  actitud  resuelta  y 
definida,  dejando  la  condición  pasiva,  para  acudir 
con  todo  el  contingente  del  Club,  sacudiendo  el  ma- 
rasmo consuetudinario,  y  contribuir  con  todos  los 
esfuerzos  de  los  afiliados,  para  ayudar  eficazmente 
a  la  causa  y  hacerla  triunfar,  aun  con  el  sacrificio 
de  la  vida  si  necesario  fuere.» 

Andrade  como  que  se  mortificaba  de  aquello,  por- 
que francamente  la  actitud  se  tomaba  bien  tarde; 
cuando  «la  causa»  en  momentos  de  triunfar  en  to- 
da la  línea  por  los  esfuerzos  de  otros,  maldito  si  ne- 
cesitaba de  contingentes  y  sacrificios. 

Los  discursos  abundaron:  el  patriotismo  los  in- 
flamaba, y  en  aquellos  momentos,  de  los  diecisiete 
oradores  que  entre  los  diecinueve  concurrentes  to- 
maron la  palabra,  quince" por  lo  menos  fueron  sin- 
ceros. Tenorio  se  sobrepasó:  lleno  de  un  bélico  ar- 
dor y  de  un  entusiasmo  furibundo,  excitó  a  los 
«hermanos  en  ideas»  para  que  al  siguiente  día  se 
reunieran  todos  en  la  Cámara  de  Diputados;  y  si  en 
la  sesión  de  ese  día  no  se  presentaba  la  renuncia 
del  Presidente,  fueran  con  él  a  arrancársela,  a  la 
buena  o  a  la  mala,  y  donde  aquél  se  hallara,  pues  él 
estaba  dispuesto  «a  derramar  hasta  la  última  gota 
de  su  sangre  en  la  defensa  de  los  ideales  revolucio- 
narios.» (Aplausos).  I 

Se  abstuvieron  de  hablar  el  compadre  Nicho, 
porque  él  no  sabía  de  «literaturas  ni  de  liturgias, 
pues  que  no  había  estudiado;»  pero  manifestó  su 
ctmformidad;  porque  él  sí  sabía  «darse  de  cocola- 
zos»  y  era  «muy  hombre  para  rifarse  con  cualquie- 


>  LA  EÜINA  DE  LA  CASONA  95 

ra>  y  cno  se  pandeaba»  en  ocasiones  como  aquella;  ¿;^ 

y  Demóstenes,  un  poco  i)or  prudencia  y  otro  poco  %; 

más  por  aquel  endiablado  defecto  de  su  rebelde  fe- 

lengua,  que  tanto  lo  per judicaba  para  perorar,  ya  |V 

que,  incorregible,  le  proporcionaba  rechiflas  y  no  ■"^:::¿ 

aplausos.  ■     -í-^ 

Antes  de  levantar  la  sesión,  Andrade  requirió  de 
todos  los  concurrentes  un  solemne  juramento,  bajo 
palabra  de  honor,  de  que  estarían  juntos  y  unidos 
en  las  horas  del  peligro,  frente  al  común  enemigo; 
y  todos  a  una  voz,  extendidas  las  diestras  y  puestos  "f^^ 

de  pie,  juraron.  Por  los  ojos  de  Andrade  pasó  la  vi- 
sión del  juramento  del  «Juego  de  Pelota>  de  la  Re- 
volución Francesa,  y  aun  le  pareció  ver  en  cada  uno 
de  los  clubistas  un  futuro  Sieyés. 

Las  vacilaciones  de  Tafolla  se  aclararon  un  poco 
al  siguiente  día  en  el  que  recibió  carta  de  Indé,  avi- 
sándole que,  si  no  le  mandaban  el  dinerito  que  ha- 
bía pedido  para  cubrir  algún  ligero  déficit,  era  en 
virtud  de  que  desgraciadamente  da  lumbre»  había 
llegado  ya  por  aquellos  rumbos,  y  a  unos  cuantos 
federales  se  les  había  ocurrido  defenderse  heroica- 
mente en  la  iglesia  parroquial,  lo  que  había  dado 
por  resultado  que  los  rebeldes,  en  represalias,  se 
llevaran  una  «punta»  de  ganadito  que  estaba  aco- 
rralada en  el  pueblo  para  su  venta. 

— ¿Ya  lo  ves?  Son  unos  latrof  aaaciosos unos 

lalalad roñes! — había  dicho  a  Tenorio. 

— ¡Contingencias  de  las  luchas  libertarias,  viejo! 
¡Vaya!  Eso  es  cosa  de  poca  monta 

— ¿De  pooooca  y  no  voy  a  poder  papapagarle  al 
saaastre  por  ellos? 

Con  motivo  de  aquello,  sus  ardores  revoluciona- 
rios se  le  apagaron  bastante,  aunque  no  del  todo, 
tal  vez  más  por  curiosidad  que  por  otra  cosa,  nece- 


96 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


sitando  And rade  un  gran  acopio  de  elocuencia  para 
volverlo  a  diapasón. 

En  aquella  mañana  del  24  de  mayo,  bien  cerca  de 
medio  día,  y  a  puerta  cerrada,  Andrade  y  Tenorio 
estaban  en  la  «República»  ocupados  en  una  labor 
terrible,  que  hubiera  hecho  enfermar  de  miedo  a 
Barbedillo.  Sobre  la  única  y  consabida  mesa,  había 
una  aceitera  de  máquina  de  coser,  préstamo  de  las 
Otamendi;  media  docena  de  trapos  sucios;  un  des- 
tornillador y  otros  útiles  semejantes,  y  nuestros  dos 
sujetos  revisaban  y  apuntaban  y  relujaban  los  caño- 
nes de  dos  sendas  pistolas  «Colts»  de  calibre  44,  ha- 
ciendo jugar  los  engrasados  cilindros  y  funcionar 
«a  pelo»  a  los  gatillos. 

— ¡Lo  que  es  «mi  frijolera»  está  quedando  fla- 
mante! 

— ¿Cuántos  cartuchos  tenemos? 

— Pocos;  sólo  una  caja .... 

— Es  lo  bastante;  a  veinticinco  por  barba. 

Un  toque  convencional  en  la  puerta.  Abre  Teno- 
rio y  aparece  Demóstenes  con  rara  apariencia,  pues 
todo  el  cuerpo  se  le  volvía  chichones  y  abultamien- 
tos. 

— ¡Aquí  traaaigo  paaarque! 

— De  eso  tratamos.  ¿Es  calibre  44? 

— No Es  ciiiinco  ceeeeros.  ¡Un  derroche! 

¡Seeeeis  peeeesos  botella! 

Y  sacó  una  tremenda  botella  de  cognac  de  la  bol- 
sa de  la  faltriquera.  '  I-..     ? 

— ¡Y  por  si  acaso,  caaaray!  Es  bueno  preeevenir- 
se  y  aquí  traaaigo  eeeesto 

Y  fué  exhumando  de  las  profundidades  de  los  bol- 
sillos un  paquete  de  algodón  absorbente,  vendas  sa- 
nitarias, un  frasco  de  árnica  y  otro  de  agua  oxige- 
nada. 

Una  carcajada  homérica  saludó  al  botiquín. 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  97 

— ¿Vas  a  ser  de  la  «Cruz  Roja?» 
— Ustedes  se  rerereirán,  quécaaaray!  pero  pupu- 
puede  servir . . . . !  Y  como  yo  he  cambiado  de  opi- 
niones y  no  he  de  ir  a  esa  rererebambaramba,  pues 
aaayudo  con  lo  que  puedo! 

La  comida  se  hizo  de  carrera,  y  al  terminar,  en 
un  descuido,  Andrade  aprovechó  para  despedirse 
de  Chayito;  una  rápida  y  patética  despedida;  algu- 
na que  otra  furtiva  lágrima;  y  un  ¡adiós!  que  bien 
podía  ser  «hasta  luGgo>  o  «hasta  nunca> ....  Chayo 
corrió  desolada  a  encenderle  una  lamparita  al  Santo 
Niño  de  Atocha,  y  Andrade  bajó  resuelto  la  escalera, 
mientras  por  un  visillo  medio  levantado  espiaba  Lu- 
cha Menchaca,  diciéndole  a  su  hermana  Locha: 

— ¡Y  llevan  pistola  los  muy  canallas!  ¿A  quien  se 
la  robarían? 

Ya  en  el  patio,  Tenorio  no  pudo  contenerse  en  de- 
cir a  Or  bezo: 

— ¿No  gusta,  Orbecito?  (como  estaba  de  capa  caí- 
da el  diminutivo  se  imponía)  Lo  invitamos ,     . 

— ¿A  donde  van? 

— A  la  Cámara.  A  los  funerales  de  su  viejo  pelón, 
don  Porfirio. . .. 

— ¡Pues  aquí  los  espero  en  camilla!  Al  viejo  ese, 
ustedes  no  le  hacen  «ni  aire  con  la  colaI>  ¡Si  yo  fue- 
ra él,  ya  los  recibiría  a  tiros !  ¡gandules! 

— De  esta  hecha  se  cae  y  no  de  gusto ¡Nos- 
otros vamos  desde  ahora  a  escoger  nuestras  enru- 
les! Quien  quita  pase  y  se  ensarte. .. . 

Paulinita  se  persignó  devotamente  al  verlos  par- 
tir. ¡Qué  imbecilidad!  ¡Contribuir  para  derrocar  a 
don  Porfirio!  ¡Complacerse  en  que  cayera!  ¡Ya  lo 
habían  de  padecer  más  tarde,  cuando  todo  estuvie- 
ra perdido  y  vinieran  «los  gringos>  a  meter  en  cin- 
tura a  los  revoltosos!  ¿Por  qué  no  mejor  seguir 
viviendo  en  santa  paz  y  cobrando  los  interesitos  re- 


5^V  98  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

V  t  guiar  mente?  Para  la  falta  que  hacían  aquellas  fa- 

■  ranéulerias  de  democracia  y  sufragio!       |. 

t  Alguien  más,  palideciendo  hasta  la  blancura  ca- 

davérica  y  sintiendo  que  el  corazón  le  estallaba  en 
el  pecho,  había  visto  salir,  también,  a  Andrade.  La 
'.p-  «Corchea»  que,  temblorosa  y  con  entrecortado  acen- 

'^  to,  fué  a  decirle  a  la  mamá,  que  en  aquellos  días  de 

efervescencia  política  había  llegado  a  la  hipereste- 
sia ídem: 

— ¡Mamá,  mamasita! Ahí  se  va  el  seflor  An- 
drade   I  : - 

V  .  — ¡Muy  bien  hecho!  Eso  se  llama  tener  pantalo- 

nes y  virtudes  cívicas,  y  no  ser  como  el  gallina  de 
V  tu  padre!  ¡Si  yo  fuera  hombre  ya  los  estaría  si- 

guiendo! I 

—¿Y  si  lo  matan? 
y  —¿Y  qué?  ¡Será  un  héroe  más,  lo  mismo  que  ese 

león  de  Tenorio! 

'  •  Tal  razón  no  convenció  a  la  incógnita  enamorada, 

y  una  lamparita  más  se  encendió  por  Andrade  a  la 
Virgen  de  las  Angustias,  y  también  la  «Corcheita> 

lloró  y  rezó I 

La  Cámara  de  Diputados  estaba  en  aquella  memo- 
rable tarde,  pletórica  de  concurrentes;  los  curiosos 
■'■■ :/  y  los  simpatizadores  de  la  revolución,  congestiona- 

ban galerías  y  pasillos.  En  la  amplia  escalinata  que 
sirve  de  acceso  al  edificio,  la  policía  podía  contener, 
^  a  duras  penas,  al  público  impaciente  que  intentaba 

penetrar  por  asalto,  atrepellándose,  empujándose, 
y  incrédulo  aún  de  que  la  noticia  fuera  cierta.  ¿Don 

Porfirio  iba  a  renunciar?  ¡No  era  posible!  Dizque  lo 
había  prometido,  pero  de  seguro  que  engañaría  una 
vez  más  a  la  demanda  popular.  Por  treinta  afios  se- 
guidos había  dominado  al  país,  adueñándose  de  la 
silla  presidencial,  ¡La  vida  de  un  hombre!  Y  por 
eso  parecía  increíble  que  abandonara  el  poder  vin- 


*    '.■ 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  99 

culado  en  él  por  tanto  tiempo  y  para  el  que  había  na- 
cido y  en  el  que  parecía  querer  morir. 

En  las  calles  adyacentes  a  la  Cámara,  el  pueblo  se 
apelotonaba  arrollando  a  «los  de  la  montada»  (poli- 
cía de  a  caballo)  que  sufrían  estoicamente  dicterios 
e  insultos — ¡Esbirros!  ¡Cosacos!  ¡Sayones!  ¡Tecolo- 
tes! era  lo  menos  que  les  decían.  Los  gritos  de  ¡Vi- 
va Madere!  ¡La  renuncia!  ¡Abajo  el  Dictador!  ¡Viva 
la  Democracia!  surgían  estentóreos  de  aquel  oleaje 
humano  que  formaba  remolinos,  en  su  constante 
vaivén.  ^  :  ^ : 

,  A  duras  penas,  Andrade,  seguido  de  los  suyos 
(la  mayor  parte  de  los  del  Club  se  le  habían  ido  in- 
corporando en  el  camino  de  la  casa  a  la  Cámara) 
pudo  abrirse  paso  hasta  la  escalinata,  no  sin  que 
Tenorio,  por  diez  veces,  hubiera  querido  trabar  pen- 
dencia, porque,  lo  que  parecía  increíble,  revueltos 
y  confundidos  en  aquel  mar  humano,  había  adora- 
dores del  dios  que  se  encumbraba,  y  partidarios  fie- 
les del  anciano  Presidente  que  caía.  Con  algunos  de 
estos,  la  cosa  se  puso  seria,  porque  el  «Truenos>  le 
oyó  decir:  ^  ■ 

— ¡Brutos!  Están  creyendo  que  bautizan  a  la  li- 
bertad, y  lo  que  hacen  es  llevar  a  la  pila  a  la  anar- 
quía y  cavar  el  sepulcro  de  la  nacionalidad! 

— ¡Cállese!  Usted  dice  eso  porque  debe  ser  un 
«mantenido»  del  Gobierno.  ¡Un  pancista!  ¡Un  pa- 
niaguado de  Díaz! 

— Yo  lo  que  soy  es  hombre,  para  tener  las  ideas 
que  me  «cuadren» 

— Y  para  sostenerlas  ¿qué  es? 

— Hombre  también,  como  lo  soy  para  «agrietarle 
a  usted  la  fachada»  (romperle  la  cara). 

— ^Tenorio,  viejo,  no  nos  comprometas  tan  inútil- 
mente— le  dijo  por  lo  bajo  Andrade,  llamándole  la 
atención  sobre  que  no  eran  sacrificios  de  aquella 


-i- 


100  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

clase  lo  que  de  ellos  reclamaba  la  Patria.  Y  en  com- 
pacto grupo  siguieron  adelante,  y  lograron  entrar 
y  hallaron  aún  sitio  en  un  rincón  de  las  galerías  de 
la  Cámara,  viendo  cómo  iban  llegando  los  diputados; 
acalorados  ydiscutidores,  los  unos;  cabizbajos  y  co- 
mo compungidos,  los  otros;  y  los  más,  con  caras  de 
sabuesos,  olfateadores  de  los  tiempos  futuros.  La 
atmósfera  de  la  Cámara  se  caldeaba  por  momentos, 
y  prometía  ponerse  al  rojo  cuando  se  diera  cuenta 
con  la  «renuncia»  que,  en  un  destemplado  y  creciente 
grito,  se  pedía  desde  las  afueras  por  la  multitud  que, 
irritaday sin  freno,  en  un  momentode  impulsivismo, 
se  jugaba  el  porvenir  de  la  Patria  toda,  ávida  de 
cambiar,  de  substituir,  de  voltear  la  espalda  a  lo  co- 
nocido para  enfrentarse  resueltamente  con  lo  des- 
conocido ¡fuera  lo  que  fuese! 

Y  la  sesión  del  Congreso  no  se  abría;  tal  parecía 
que  los  diputados  estaban  «haciendo  yerba»  y  que 
la  Mesa  de  la  Cámara  estaba  «camoteando»  (per- 
diendo el  tiempo).  Corrillos  y  grupos  en  los  que  se 
hablaba  con  acaloramiento;  pero  nada  de  que  sona- 
ra la  campanilla  para  «pasar  lista.»  Y  con  esto,  el 
termómetro  de  la  calentura  popular  subía  y  subía. 
Lo  cierto,  lo  que  en  el  fondo  había  era  que,  en  efec- 
to, se  estaba  en  espera  de  «la  renuncia»  que,  según 
se  decía,  el  Presidente  había  convenido  en  enviar, 

pero  que  no  llegaba detenida  por  una  patriótica 

circunstancia,  acaso  de  muchos  ignorada. 

Ciertamente,  el  presidente  había  consultado  con 
su  Gabinete  el  enviar  su  renuncia  en  aquella  tarde; 
pero,  imprudentemente,  el  Embajador  americano 
Henry  Lañe  Wilson,  el  hombre  nefasto  para  Méxi- 
co, que  había  soplado  subrepticiamente  sobre  la  ho- 
guera revolucionaria;  que  llamaría  más  tarde  «loco» 
a  Madero,  al  que  entonces  parecía  apoyar  decidida- 
mente; el  que  a  su  vez  se  enloquecía  con  w^hiskey  y 


'  LA  RUINA  DE  LA  CASONA  101 

que  había  de  tomar  champagne  en  noche  trágica  y 
en  la  misma  copa  del  traidor  entre  los  traidores, 
había  ido  a  ver  a  Díaz  para  cerciorarse  de  que  pre- 
sentaría su  renuncia.  Y  el  viejo  dictador,  enfermo 
y  agobiado  de  dolor  por  la  apostasía  de  su  pueblo, 
tuvo  un  gesto  hermoso,  y  preguntó  dignamente  al 
Embajador: 

— ¿Quién  me  pide  la  renuncia,  usted  o  el  pueblo? 

— El  gobierno  americano  la  desearía  por  el  bien 
de  México  — respondió  hipócritamente  aquél. 

— Entonces  no  la  presentaré,  porque  el  Gobierno 
americano  no  puede  ni  siquiera  expresar  deseos 
en  cosas  del  orden  político  interior  de  México,  y 
menos  cuando  no  los  tiene  por  el  bien,  sino  para  el 
mal  de  aquél. 

¡Qué  habría  dicho  si  hubiera  sabido  lo  que  el  por- 
venir reservaba  sobre  tan  grave  materia! 

Y  i)or  eso,  la  renuncia  no  se  presentó  en  aquella 
tarde,  quedando  en  cartera  hasta  el  siguiente  día  en 
que  nuevas  presiones,  entre  ellas  la  de  una  gran 
mayoría  de  la  Cámara  misma,  decidieron  al  Presi- 
dente a  enviarla. 

Por  ün,  allá  pasadas  las  cinco  de  la  tarde  y  cuan- 
do se  supo  por  los  diputados  que  la  renuncia  no  iría 
a  la  Cámara,  el  Secretario  de  ésta  pasó  lista  entre 
la  general  espectación,  que  subió  de  punto  cuando 
el  Presidente  de  la  Cámara  pronunció  la  frase  sa- 
cramental:-«Se  abre  la  sesión  .> 

El  público  esperaba  que  se  leería  incontinenti  el 
oficio  de  la  renuncia;  no  fué  así;  asuntos  someros, 
de  puro  trámite,  llenaron  la  sesión  que  terminó  in- 
tempestiva, casi  furtivamente,  con  un  corto  repi- 
queteo de  la  campanilla  y  la  sacramental  frase:  —  <Se 
cierra  la  sesión.»  l 

El  público  tuvo  un  corto  momento  de  estupefac- 
ción y  desconcierto,  como  el  de  aquél  que  no  ha  en- 


102  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

tendido  bien.  ¿Y  «la  renuncia»?  ¿Qué  era  de  ella? 
¿Por  qué  no  se  había  dado  cuenta  con  ella?  Cuando 
comprendió  que  no  había  sido  presentada,  se  des- 
bordó en  indignación,  como  la  concurrencia  de  un 
circo  a  laque  se  ha  prometido  una  lucha  de  fieras  y 
se  la  sirve  una  pantomima  imbécil.  Se  llamó  a  en- 
gañada y  prorrumpió  en  denuestos;  y  abandonando 
rápidamente  las  galerías,  se  lanzó  a  la  calle  en  nu- 
merosos y  compactos  grupos. 

Cuando  los  que  en  la  calle  esperaban  se  enteraron 
del  desenlace  desabrido  de  aquella  escena,  forma- 
ron algo  como  un  monstruo  cuyo  acento  fué  prime- 
ro rugido  de  rabia  y  después  alarido  de  fiera  azu- 
zada. 

— «¡Lg,  renuncia!»  — gritaban  unos.  — ¡A  palacio  a 
exigirla! 

— ¡Vamos  por  ella  a  «Cadena!  —  vociferaron  los 
otros,  refiriéndose  a  que  en  la  calle  de  Cadena,  que- 
daba la  casa  del  Presidente. 

—  ¡Armas!  ¿Dónde  hay  armas? 

— ¡Abajo  el  tirano!  ¡Mueran  los  sicarios! 

Y  la  multitud  aquella  se  fragmentó,  formando  di- 
versos grupos  que  ocupaban  a  su  paso  calles  ente- 
ras de  la  Ciudad,  para  marchar,  los  unos,  rumbo  a 
la  Plaza  de  Armas;  rumbo  a  Cadena  los  otros;  y 
otros  más  rumbo  a  los  lejanos  barrios  para  llevar 
hasta  ellos  la  palpitación  de  su  furia.  Pronto  cada 
grupo  tuvo  su  vanguardia  formada  por  la  andante 
gaminería  de  la  urbe;  por  los  «papeleros»  los  chi- 
quillos y  vendedores  de  periódicos,  y  los  estudian- 
tes que  improvisaron  militares  parches  con  botijas 
y  tubos  de  hoja  de  lata,  y  trompetas  con  periódicos 
enrollados.  Con  pedazos  de  lienzo  tricolor  adquiri- 
dos al  azar ,  y  atados  a  sendos  palos,  se  confecciona- 
ron banderas.  Y  la  muchedumbre  erguida,  de  pid 


-         LA  RUINA  DE  LA  CASONA  103 

después  de  muchos  afios  de  estar  de  hinojos,  se  hizo 
imponente,  avasalladora,  incontrastable! 

Andrade  seguido  por  los  del  Club  y  por  un  grupo 
de  manifestantes,  se  dirigió  rumbo  a  la  Alameda, 
con  su  respectiva  vanguardia  y  la  consabida  bande- 
ra. Se  sentía  como  un  poseído,  desbordante  de  san- 
ta indignación.  Palpitaba  en  él  algo  del  alma  po- 
pular, pletórica  de  entusiasmo,  patrióticamente 
iracunda,  presta  a  la  muerte  en  la  barricada,  en- 
frentada resueltamente  con  el  Poder,  y  así,  él  se 
figuraba  que  en  tan  solemnes  momentos  era  uno  de 
los  llamados  a  ser  de  los  directores  de  las  masas, 
tal  como  su  arquetipo,  Enjolrás,  lo  había  sido .... 

— ¿A  dónde  vamos?  le  preguntó  tímidamente  Ta- 
folla. 

— Pero ¿tú  estás  aquí? 

— ¡Siempre  me  resolví  a  venir!  ¡Qué  caray!  La  cu- 
riosidad   

— Vamos  a  la  Alameda;  al  monumento  de  Juárez, 
símbolo  de  la  República,  a  arengar  a  las  masas,  pa- 
ra que  aprendan  la  lección  sacrosanta  de  sus  dere- 
chos; y  después  ¡a  Cadena! 

Cuando  llegaron  al  hemiciclo  que  corona  la  figura 
en  mármol  del  Benemérito  de  las  Américas,  cobija- 
do por  las  alas  de  la  Gloria  y  amparado  por  la  His- 
toria severa,  Andrade  preguntó  a  Demóstenes: 

— ¿Dónde  está  tu  parque? 

— Aquí  está. . . .  ¿Quieres  un  «fajo?» 

— Sí ....  ¡para  entonarme! 

Y  a  boca  de  botella,  Andrade  sorbió  y  sorbió,  sin- 
tiendo que,  con  el  con  el  calor  de  la  excitación  del 
momento,  se  derramaba  por  toda  su  sangre  el  arti- 
ficial calor  del  licor,  al  que  no  estaba  acostumbra- 
do. Después,  buscando  una  eminencia,  se  irguió, 
libre  su  griega  testa  al  viento  de  la  fronda,  que  ju- 
gueteaba con  sus  ensortijados  cabellos;  arrogante 


104  E.  MAQUEO  CASTELLANOS  ! 

el  ademán;  fiera  la  actitud  y  firme  el  acento;  recor- 
tándose enérgica  su  silueta  a  la  luz  de  los  cercanos 
focos  eléctricos  sobre  el  fondo  blanco  del  hemici- 
clo. ...  Y  lanzó  sobre  la  heterogénea  multitud,  un 
estentóreo  «¡Pueblo  soberano!» 

Y  habló,  sintiéndose  positivamente  inspirado.  Pe- 
roró sobre  la  Democracia  y  sobre  las  virtudes  cívi- 
cas. Acerca  del  Derecho  y  la  ley.  Sobre  las  prerro- 
gativas del  ciudadano  y  sus  deberes  para  con  la 
Patria.  Saturado  de  republicana  elocuencia,  exaltó 
las  virtudes  ciudadanas  de  Juárez  y  de  los  grandes 
patricios  libertadores;  y  conforme  más  avanzaba  en 
su  discurso,  se  sentía  más  lleno,  más  compenetra- 
do de  su  misión,  de  su  apostolado,  de  su  cátedra;  y 
rotundo,  soberbio,  magnífico,  trató  de  despertar 
aquellas  conciencias  irredentas  y  aquellos  cerebros 
adormilados,  golpeando  en  ellos  con  la  razón  y  la 
verdad,  en  una  suprema  floración  del  verbo,  a  fin  de 
(yie  en  ellos  se  hiciera  radiosa  la  luz  para  la  convic- 
ción revolucionaria,  en  cuanto  la  revolución  tenía  de 

grandioso  y  dignificante Pero  cuando  terminó 

de  hablar,  apenas  si  resonaron  algunos  escasos 

aplausos  de  los  del  Club,  desmedrados  y  secos 

La  gran  multitud  había  permanecido  indiferente! 

— Pero  ¿has  visto?  ¿Qué  es  loque  les  pasa?— pre- 
guntó a  Demóstenes. 

— ¡Es  que  que  que  te  fuiste  muy  aaalto!  No  te  en 
en entendieron 1      . 

En  esos  momentos,  ya  otro  orador  se  había  enca- 
ramado en  hombros  de  los  manifestantes,  y  con  el 
sombrero  en  la  siniestra  y  la  diestra  en  apretado 
puño,  peroraba  y  accionaba  como  un  energúmeno, 
con  voz  descompuesta  y  provocador  ademán.  Y  a 
cada  período,  una  cerrada  salva  de  aplausos  reso- 
naba, y  la  ovación  subía  en  un  alarido.  Gritos,  ron- 
cas voces  de  aprobación,  silbidos  de  entusiasmo, 


W: 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  105 

toda  la  gama  del  delirio  provocado  por  la  palabra... . 
¿Quién  era,  pues,  el  que  hablaba?  ¡Rovirosa!  Rovi- 
rosa,  que  dejando  a  un  lado  aquellas  zarandajas  de 
la  Patria  y  las  virtudes  cívicas,  anatematizaba  al 
Dictador,  excecraba  al  gendarme,  insultaba  a  todo 
y  a  todos,  excepto  al  «soberano  pueblo,»  en  cuyo 
loor  rebuscaba  adjetivos  estimulantes  de  la  pasión, 
poniendo  en  su  verbo  el  vitriolo  que  quema,  y  ha- 
ciendo restallar  el  látigo  del  epíteto  que  azuza.  Y 
al  concluir,  rompiendo  con  el  programa  acordado, 
ordenó  estentóreamente  «¡A  Palacio!>  a  la  multi- 
tud aquella  que,  seducida,  sugestionada,  dócil, 
arrastrando  a  Andrade  y  a  los  suyos  en  su  resaca, 
marchó  rumbo  al  Palacio  Nacional,  por  la  avenida 
de  San  Francisco. 

—¿Pe pe pero  qué  diaaablos  vaaamos  a 

hacer  a  Palacio? 

— No  k)  sé ... .  — decía  Andrade. — Es  Rovirosa 
quien  nos  lleva ' 

—¿Y  si  nos  re re reciben  a  tiros? 

.    — Contestaremos  con  tiros. 

— ¡Eso  es  dar  daaado! Nooos  achichiiiinan  de 

seeeguro!  ¡Y  para  curiosidad,  ya  baaasta — decía 
Demóstenes,  que  en  aquellos  momentos  sentía  su 
lengua  en  una  rebeldía  inusitada,  por  mor  del 
susto. 

— Tenemos  que  cumplir  con  nuestro  deber  hasta 
lo  último. 

—¡Qué  deeeber  ni  qué  alboooóndigas!  ¡Vamos 
chiiispándonos,  caaaray! 

— ¡Eso  es,  cobarde!  ¿Dónde  está  Tenorio? 

— ¡Para  mí  que  ya  se  peeeló  de  caaasquete!  (ex- 
presión equivalente  a  ya  se  fué  o  se  marchó). 

Por  la  larga  y  estrecha  avenida,  la  multitud  se 
apretujaba  y  los  de  atrás  empujaban  irremisible- 
mente a  los  de  adelante,  hasta  tanto  que  otra  maní- 


o». . 


•  •■'*-v, 


■■  ■i.íw^ 


106  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

festación,  viniendo  en  sentido  contrario,  no  detenía 
momentáneamente  a  la  avalancha.  Mientras  cami- 
naban rumbo  a  Palacio,  Andrade  apuraba  por  vez 
primera  el  cáliz  de  la  amargura  de  su  vida  políti- 
ca  El  triunfo  oratorio  de  Rovirosa  y  su  derro- 
ta, bien  entendida  ya,  le  causaban  una  impresión 
de  dolorosa  desilusión.  ¿Luego,  para  hacerse  en- 
tender de  las  masas  populares  y  subyugarlas  y 
arrastrarlas  donde  se  quiera,  como  lo  hacia  Rovi- 
rosa, lo  mejor  que  se  podía  hacer  era  darlas, el  ha- 
lago insubstancial,  el  elogio  sin  tasa  y  la  admación 
sin  límite?  ¿Luego  el  mejor  resorte  para  moverlas 
era  azuzarlas,  no  habiéndoles  a  la  razón  para  con- 
vencerlas y  estimularlas,  sino  a  la  pasión,  para 
excitarlas  y  encenderlas?  ¿Luego  en  ellas  el  impul- 
sivismo  lo  es  todo,  y  obran  por  una  emotividad  in- 
consciente, y  nada  significan  ni  valen  el  acento  de 
la  sinceridad  y  la  voz  de  la  verdad?  ¡Y  al  pensar  así 
sentía  el  pavor  que  inspira  el  poner  en  las  manos 
de  un  nifio  el  cartucho  de  dinamita,  o  la  palanca  de 
una  locomotora  en  las  de  un  epiléptico!         | 

Entretanto,  la  compacta  muchedumbre  avanzaba 
y  avanzaba  hacia  el  Palacio  Nacional,  como  en  una 
gigante  y  trabajosa  reptación,  ondeando  al  aire  las 
banderas,  atronando  la  avenida  con  los  ¡vivas!  y  los 
¡mueras!  y  con  el  ruido  destemplado  de  las  hojas  de 
lata  y  de  las  improvisadas  trompetas.  Al  verla, 
nuestro  hombre  pensaba  que,  cualquiera  que  fue- 
ra el  espíritu  que  animara  a  aquel  populacho,  había 
en  él  algo  de  solemne,  de  majestuoso,  de  omnipo- 
tente, de  magnífico ¡Reclamaba  lo  suyo!    Lo 

que  por  su  naturaleza  le  era  inalienable.  Derechos, 
justicia,  reivindicaciones,  emancipaciones,  viejos 
ultrajes  y  dolorosos  agravios,  y  se  parecía  en  aquel 
momento  al  potro  de  sangre  ardiente  que,  arrojan- 
do el  pretal  que  lo  ha  oprimido  y  escupiendo  el  fre- 


-.    ..iSS 


■"m^.. 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  107 

no  que  ha  mascado  por  mucho  tiempo,  se  encabrita 
y  relincha  en  libertad,  en  mitad  de  la  llanura  que 
ensordece  con  sus  relinchos!  ¡Era  la  revolución,  la 
magna  revolución  la  que  se  abría  paso! 

«¡Van  a  disparar  sobre  el  pueblo!»  se  oía  decir. 
«La  policía  va  a  hacer  fuego,  de  un  momento  a  otro, 
para  disolver  las  manifestaciones» 

¿Sería  posible?  ¿Se  llegaría  hasta  el  asesinato  de 
los  ciudadanos?  ¿Se  encharcaría  con  sangre  del 
pueblo  el  asfalto  de  las  calles,  para  que  un  hombre 
devolviera  el  poder  que  el  pueblo  le  había  confiado? 
Y  con  un  convulsivo  movimiento,  Andrade  apreta- 
ba el  pufio  de  su  revólver 

— No  tenga  cuidado,  señor  Andrade.  Aquí  voy 
junto  a  usted,  y  si  hay  «catorrazos»  (golpes)  mori- 
remos juntos 

El  que  así  hablaba  era  Nicho,  el  compadre  de  Te- 
norio, un  hombrazo  de  dos  metros,  que  se  había 
metido  en  aquellas  danzas,  tanto  «por  seguirle  la 
tonada»  a  su  compadrito,  cuanto  porque  su  psicolo- 
gía ciudadana  se  reducía  a  demostrar  que  él  «era 
muy  hombre;»  pero  que,  por  lo  demás,  tenía  noblo- 
ta  el  alma  y  un  concepto  del  ejercicio  del  valor  c«- 
mo  lo  tiene  gran  parte  de  nuestro  pueblo,  al  que  la 
felonía  irrita  y  la  ventaja  para  pelear  subleva. 

Conforme  la  compacta  caravana  se  acercaba  a 
Palacio,  se  acentuaba  el  rumor  de  que  sería  recibi- 
da a  tiros  y  acribillada.  Frente  a  aquel  edificio  ha- 
bía una  línea  de  soldados  tendidos  en  tiradores,  y 
en  las  azoteas,  según  se  decía,  habían  colocado  ame- 
tralladoras. Y  lo  mismo  se  aseguraba  que  habían 
hecho  en  el  Palacio  Municipal  y  en  la  Catedral,  que 
cerraban  con  el  Palacio,  tres  lados  del  perímetro 
de  la  gran  Plaza.  Y  sin  embargo,  despreciando  te- 
mores, la  multitud  avanzaba  ciegamente,  confiada 


108  ^  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

en  que  cada  mano  iba  provista  de  una  piedra  o  de 
una  «charrasca»  (daga). 

Al  desembocar  en  la  amplia  Plaza  de  Armas,  los 
unos  avanzaron  resueltamente,  mientras  los  otros 
retrocedieron  por  un  natural  instinto  de  previsión. 
Junto  a  Andrade  caminaba  un  pilluelín,  locuaz  y 
fanfarrón,  que  a  todos  los  gendarmes  que  se  halla- 
ba al  paso  les  lanzaba  un  estruendoso  ¡viva  Madero! 
en  sus  propias  narices,  y  que  alentaba  a  Andrade, 
diciéndole: 

— ¡Sígale,  jefecito! ¡Si  al  fin  no  nos  hacen 

nada! ¡Nos  tienen  miedo! 

Ya  en  la  amplia  Plaza,  la  multitud  se  arremolinó, 
concluyendo  por  adoptar  una  actitud  francamente 
agresiva,  contra  «los  de  la  montada.»  Alevosas  ma- 
nos picaban  cruelmente  los  ijares  de  los  caballos, 
divirtiéndose  con  los  apuros  de  los  jinetes  que  su- 
frían desprevenidos  los  reparos  de  aquéllos.  Más 
de  alguna  piedra,  certeramente  lanzada,  rebotaba 
sobre  los  recios  dorsos  de  aquellos  pobres  policías 
a  quienes  la  consigna  impedía  defenderse  o  acaso 
aliarse.  Varias  veces  la  avalancha  humana  los  obli- 
gó a  replegarse  hacia  el  frente  del  Palacio  Munici- 
pal, hasta  que,  ante  la  osadía  creciente  del  mons- 
truo, una  voz  de  mando,  seca  y  vibrante,  ordenó: 
¡Mano  al  sable! ¡Carguen! 

Aquel  era  el  momento  decisivo,  al  entender  de 
Andrade:  el  instante  de  jugarse  la  vida;  y  así,  sere- 
namente, sin  aspavientos,  empuñó  su  pistola,  imi- 
tándolo el  compadre  Nicho,  mientras  el  pilluelo 
aquel  silbaba  rabiosamente.  i 

— ¿Dónde  están  los  compafleros?— preguntó  An- 
drade. I 

— ¡Quién  sabe!  No  hay  ninguno 

Antes  de  que  pudiera  hacer  uso  de  su  arma,  se 
sintió  envuelto  por  la  multitud,  que,  arrastrándolo 


•>W'-- 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  109 

en  su  desbandada,  frente  al  peligro  de  la  carga  de 
los  gendarmes,  huyó  hasta  venir  a  rebotar  contra 
las  verjas  del  atrio  de  la  Catedral;  mas  apenas  vol- 
vían a  replegarse  los  policías,  cuando,  reponiéndose 
aquélla,  hizo  caer  sobre  ellos  una  nutrida  lluvia  de 
piedras 

Entonces,  sin  que  se  supiera  de  dónde  se  había 
hecho  ni  por  quién,  en  la  sombra,  a  lo  lejos,  rom- 
piendo la  tiniebla,  brillaron  los  fogonazos  de  una 
descarga  que  resonó  cerrada  y  seca,  y  a  la  que  tan 
sólo  respondieron  Nicho  y  Andrade,  erguidos,  de- 
safiadores, valientes  hasta  la  temeridad,  oyendo  có- 
mo los  balazos  aquellos,  pegando  en  el  enverjado  de 
hierro  de  la  Catedral,  habían  arrancado  de  él  extra- 
ños sonidos;  algo  como  las  notas  rispidas  de  un  con-, 
junto  de  tensas  cuerdas 

Bastó  aquella  descarga  para  que  la  gran  Plaza 
quedara  desierta,  muda,  solitaria. ... 

— ¡Cobardes! — rugió  Andrade — ¡Nos  han  abando- 
nado! •  -^   ' 

— ¡No  hay  hombres! — fué  la  exclamación  de  Ni- 
cho. 

Y  el  primero,  que  pensó  por  un  momento  que  iba 
a  tener  allí  su  barricada  como  Enjolrás,  sintió  agu- 
damente el  segundo  despecho  de  la  noche;  más  que 
despecho,  ira  profunda;  ira  contra  los  que  no  que- 
rían dar  la  cara  a  las  balas  en  la  conquista  de  sus 
libertades! 

Cuando,  colérico  y  nervioso,  daba  los  primeros 
pasos  para  alejarse  del  lugar,  convencido  por  Nicho 
de  que  era  inútilmente  temerario  permanecer  allí, 
si  ya  nada  podían  hacer,  sus  pies  tropezaron  con  al- 
go tibio  y  blandujo.  Era  el  cuerpo  inanimado  del  pi- 
lluelín  aquel,  único  que  había  recibido  una  bala  de 
la  descarga,  en  pleno  corazón.  Estaba  muerto;  bien 
muerto  en  mitad  del  charco  de  su  sangre  que  el  ba- 


lio 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


-     ,-..■  1  • 


rrodel  piso  se  bebía.  Pálido  el  cobrizo  rostro  de 
infantiles  lineamientos  en  el  que  parecía  dibujarse 
la  última  sonrisa  de  sarcasmo  para  el  peligro;  asida 
fuertemente  por  la  diestra  convulsa,  la  miserable 
gorra,  vieja  y  agujereada,  y  recogidas  las  extre- 
midades inferiores  en  el  tenesmo  del  salto  postri- 
mero con  el  que  la  vida,  defendiéndose,  quiso  es- 
quivar a  la  muerte  cuando  ésta  hacía  presa . 

Andrade,  devotamente,  sintiendo  que  una  calien- 
te lágrima  se  le  escapaba,  se  acordó  de  Gavroche; 
y  arrancando  un  pufiado  de  flores  del  cercano  prado 
del  jardín  de  la  Catedral,  lo  depositó  con  unción  so- 
bre el  pecho  del  muertecito,  a  la  par  que,  puesto  de 
rodillas,  dejaba  un  beso  en  su  frente .... 

A  lo  lejos  oíase  el  murmullo  sedicioso  de  la  gran 
Ciudad  en  plena  rebeldía  y  el  grito  formidable  de 
¡La  renuncia!  ¡La  renuncia! 


m 


CAPITULO  VIII 
Ocaso  y  levante 

En  aquella  noche  histórica,  el  primero  de  los  del 
Club  que  llegó  a  la  Casona  (fuera  de  Chaneque  que 
se  había  quedado  en  ella  por  tener  una  intempesti- 
va jaqueca)  fué  Tenorio  que,  echando  abajo  la  puerta 
a  aldabonazos,  ya  que  aquella  se  había  cerrado  a  las 
oraciones  por  orden  de  Barbedillo,  atento  que  podía 
haber  «bola,»  se  puso  de  un  salto  desde  el  zaguán 
hasta  el  «copete.» 

Atisbado  por  Chayo,  tuvo  que  mantener  con  ella 
una  conferencia  de  piso  a  piso. 

—  ¿Cómo  Tenorio?  ¿Ya  regresó  usted? 

—  Sí La  cosa  está  que  arde Hay  bala- 
zos   

—  Dicen  que  hay  tumultos  ¿es  verdad? 

^     —  Y  piedrazos  y  cargas  de  la  policía ¡El  dis- 

loquel  ,  *  : 

—  ¿Y ... .  Andrade?  ¿Qué  es  de  él? 

—  Se  me  perdió  en  las  trifulcas.  Por  más  que  lo 
busqué  no  pude  dar  con  él 

—  ¡Ay,  Dios  mío!  ¡Si  le  habrá  pasado  algo!  Silo 
habrán  matado!  ¿Por  qué  se  separó  usted  de  él? 
Eso  no  es  de  amigos 


112  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

—  Diré  a  usted ......  Yo  esperaba  que  de  un  mo- 
mento a  otro  nos  «encendieran»  (dispararan)  ¿sabe 

usted?  Y  la  verdad  es  que ¡bueno! morir  a 

lo  hombre,  combatiendo  y  matando,  está  bueno;  pe- 
ro morir  de  «tarugo»  ¿no  es  verdad?  Yo  no  me  quie- 
ro «petatear»  (morir)  así "  ' 

Y  sin  más  explicación,  «Truenos»  se  introdujo  en 
su  cuarto,  mientras  la  Chayito  se  fué  a  despabilar 
la  lamparita  encendida  al  Santo  Nifio. 

No  fueron  toquidos,  fueron  golpes  de  catapulta 
los  que  a  su  vez  dio  Demóstenes  en  la  puerta  de  la 
calle  a  fin  de  que  se  la  abrieran  y,  una  vez  dentro, 
con  estentórea  pero  balbuciente  voz,  ordenó  a  la 
azorada  Pilo: 

— Ci ci. . . .  cierra,  y  no  aaabras  ni  a  tu  tu  tu 

maaadre! 

—  ¿Pero  qué  hay?  preguntó  la  cancerbera. 

—  ¡Qué....  qué....  qué  te  iiiimporta!  ¡Echa  la 
llave,  traaanca  y  retraaanca¡  ¡Pronto!....  t 

—  ¿Qué  sucede?  ¿Qué  pasa? — preguntóle  tímida- 
mente Paulinita. 

—  ¿Quéeee?  ¡Qué  ya  ememempezó  el  zafaaarran- 
cho!  ¡Todos  los  baaatallones  están  baaarriendo  las 
caaalles!   ¡Llueven  balas! 

-¡Eso!  ¡Eso!  ¡Así  me  gusta!  ¡Si  desde  un  prin- 
cipio lo  hubieran  hecho,  no  habrían  quedado  valien- 
tes! 

La  observación  era  de  «pata  de  fresno,»  que,  al 
ruido,  se  había  plantado  en  el  patio  con  todo  y  prole. 

—  ¡No  sea  usted  brubrubruto,  hombre!  ¿Bububue- 
no  que  le  abran  a  uno  un  ooojal?  ¿Que  ametrallen  al 
pupupueblo? .... 

—  ¡Qué  pueblo  ni  qué  cuernos!  Ametrallaran  a 
ustedes  que  lo  están  queriendo  «empinar»  para  ha- 
cerse héroes! .... 

A  la  curiosidad  fueron  bajando  al  patio  o  asoman- 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA 


113 


dose  a  sus  respectivas  puertas  de  «cantón,»  Barbe- 
dillo  y  Garay,  con  sus  consortes;  las  Otamendi  en 
pelotón,  las  Menchaca,  Gordillo  y  hasta  la  esposa  de 
Tajonar.  Demóstenes,  trabándosele  la  lengua  más 
que  de  costumbre,  narraba,  provocando  explosiones 
ya  de  indignación,  ya  de  incredulidad.  Un  siete  que 
traía  en  el  saco  desde  hacía  tiempo,  resultaba  ahora 
perforación  de  bala;  había  podido  contar  más  de 
doscientos  muertos;  había  visto  funcionar  las  ame- 
tralladoras como  jeringas  de  regar  jardín,  y  había 
visto  lo  que  los  ojos  de  Argos  en  aviso  no  hubieran 
podido  vislumbrar.  El  pueblo  se  batía  en  masa;  los 
soldados  lo  diezmaban 

— Lo  raro  es  que  nosotros  no  hayamos  oído  ni  un 
tiro,  estando  tan  inmediatos  al  teatro  de  los  sucesos 
— observó  Gordillo. 

Ante  tan  certera  observación,  TafoUa  no  se  des- 
concertó, y  repuso: 

— Le  diré eso  está  pasando  por  allá por 

Cadena por  la  Reforma  y  Chapultepec .... 

Y  aun  le  pareció  que  andaba  cerca,  para  que  se 
pudieran  oir  los  tiros .... 

En  cambio,  para  hacerlo  quedar  mal,  en  esos  mo- 
mentos pudieron  oírse  bien  distintamente  las  deto- 
naciones de  la  única  descarga  de  aquella  noche;  la 
que  habían  soportado  Andrade  y  el  compadre  Nicho, 
y  que  había  hecho  su  víctima  al  pobre  papelero. 

— i  Ahora  si  es  de  veras! — dijo  Orbezo. 

—¡Santa  Virgen  de  los  Remedios! — musitó  Cha- 
yito,  corriendo  a  arrodillarse  ante  el  Santo  Nifio. 

Y  en  la  puerta  de  su  «cantón,»  las  Menchaca  que, 
mientras  observaban  y  oían,  corrían  las  cuentas  del 
rosario  que  rezaban,  sintieron  que  un  frío  mortal 
pasaba  sobre  ellas Menchaquita,  el  sobrino  ido- 
latrado andaba  en  la  calle! 

A  los  pocos  momentos  llegó  Andrade,  y  el  conci- 

8 


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Vi:-' 


114  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


liábalo  volvió  con  tal  motivo  a  reanudarse.  Andrade 
había  llegado  pálido,  demudado,  nervioso,  trayendo 
todavía  entera  en  sus  retinas,  la  imagen  de  aquel  po- 
bre nifio,  primeía  víctima  de  la  revolución  en  la  Ca- 
pital, y  símbolo  de  la  inocencia  de  tantos  como  así 
perecerían,  y  refirió  lo  que  había  visto,  desahogando 
sus  iras  sobre  el  mentiroso  de  Tafolla,  que  como 
Tenorio,  había  corrido  ignominiosamente  y  los  ha- 
bía abandonado. 

— ¡Gallina!  ¡Ni  «Truenos»  ni  tú  sirven  para  esto! 
¡Has  visto  moros  con  tranchete! 

— Te te ... .  te  diré,  vieeejo Eso  de  que  le 

pe pe. . . .  perforen  a  uno  la  epidermis  así,  a  la 

boooba,  no  tiene  chiiiste!  | 

A  Chayo  le  volvió  el  alma  al  cuerpo  con  la  vuelta 
de  Andrade.  Lo  miraba  y  lo  volvía  a  mirar,  exta- 
siándose  en  ello  y  como  quien  ve  a  un  ser  sobrehu- 
mano. ¡Ahora  sí  que  ya  era  un  héroe!  ¡Él  sí  que  era 
un  valiente!  Y  tras  los  visillos  de  la  vivienda  Garay, 
la  «Corchea»  que  veía  aquello  sin  sentir  celos,  se  en- 
jugaba una  lágrima,  y  dejaba  escapar  un  íntimo  sus- 
piro de  satisfacción  y  de  gratitud  para  la  Virgen 
que  lo  había  salvado ... .  I 

Sólo  Menchaquita  faltaba.  No  había  llegado  aún. 
¿Qué  sería  de  él?  Ya  eran  las  nueve  de  la  noche  y 
no  parecía.  Tal  vez  se  habría  refugiado  en  alguna 
casa,  huyendo  de  la  quema,  y  no  iría  al  domicilio  por 
esa  noche,  rompiendo  con  toda  la  tradición,  ya  que, 
con  todos  sus  veinticuatro  afios,  no  acababa  de  salir 
de  las  faldas  de  las  tías.  ¿Se  habría  quedado  en  la 
oficina,  retenido  por  quehaceres  del  ramo?  Tal  vez.... 
Lo  cierto  era  que  «Menchaca  sisters»  llevaban  re- 
pasadas tres  veces  las  cuentas  del  Rosario,  y  el  so- 
brino no  daba  señales  de  vida,  haciendo  cundir  la 
alarma  en  la  vecindad.  I 

Por  fin,  a  eso  de  las  diez,  llegó  a  su  morada.  ¿Có- 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  115 

mo?  Tocando  la  puerta  discretamente,  silbando  un 
aire  del  «Encanto  de  un  wals>  j  arreglándose  los 
-pliegues  de  aquella  impecable  corbata  de  plastrón. 
Ni  había  perdido  la  color  ni  traía  el  paso  alterado. 
Y  resultaba  así  que  él,  el  dandy  de  la  casa,  el  nifio 
de  los  afeites,  era  el  más  hombre  de  las  filas. 

Sin  decir  oste  ni  moste,  al  siguiente  día  Tenorio 
hizo  mutis  de  la  «República,>  dejando  a  Andrade  un 
lacónico  papel  en  el  que  le  decía  que,  juzgando  nece- 
sario reemplazar  la  acción  a  la  palabra,  se  lanzaba 
por  fin  y  decididamente  al  campo  de  la  lucha,  em- 
puñando las  armas  para  «operar»  en  Tlazcala 

Andrade  se  sonrió  tristemente  ante  aqfiella  deci- 
sión heroica  de  «Truenos.»  Era  que  lo  conocía  bien 
y  sabía  lo  que  era  capaz  de  dar  de  sí 

En  ese  mismo  día  se  presentó,  por  fin,  la  ansiada 
renuncia  del  Presidente  de  la  República.  En  la  se- 
sión de  la  tarde  de  ese  día,  en  la  Cámara,  se  dio 
cuenta  con  ella,  en  mitad  de  un  espectante  silencio, 
siendo  aprobada  casi  con  regocijo  por  todos  aque- 
llos que  él  había  llevado  a  los  escaños,  y  reprobada 
por  el  voto  de  tres  o  cuatro  significados  enemigos. 
El  viejo  Caudillo  se  despedía  del  Poder,  con  mucho 
de  sincera  amargura  por  la  apostasía  de  su  pueblo; 
con  mucho  de  triste  desconfianza  por  el  porvenir  de 
la  Patria,  a  la  que  había  dado  sus  mejores  años  y  su 
sangre,  en  luchas  por  su  Constitución  y  contra  el 
invasor  extranjero.  Se  quejaba,  dolorido,  del  aban- 
dono del  pueblo,  inconsciente  acaso  en  sus  procede- 
res; de  aquel  pueblo  trasmutado  por  espejismos;  de 
la  generación  que  bajo  su  imperio  había  nacido,  que 
bajo  su  paz  se  había  formado  y  trabajado,  que  bajo 
su  férula,  calificada  atinadamente  del  «máximum 
del  poder  y  el  mínimum  del  terror,»  era  algo  suyo, 
falange  hija  de  los  que  en  el  67  lo  habían  aplaudido 
delirantemente,  cuando  el  dos  de  Abril  y  frente  a 


-V.  ,1;.- 


116  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

los  muros  de  Puebla,  él  había  asestado  el  golpe  de 

gracia  al  efímero  Imperio  de  Maximiliano 

Tan  importante  documento,  bien  merece  conocer- 
se; dice  así: 

<A  la  Honorable  Cámara  de  Diputados: 

Señor: 

El  pueblo  mexicano,  ese  pueblo  que  tan  genero- 
samente me  ha  colmado  de  honores,  que  me  procla- 
mó su  caudillo  durante  la  guerra  internacional,  que 
me  secundó  patrióticamente  en  todas  las  obras  em- 
prendidas para  robustecer  la  industria  y  el  comer- 
cio de  la  República,  fundar  su  crédito,  rodearla  de 
respeto  internacional  y  darle  puesto  decoroso  ante 
las  naciones  amigas;  ese  pueblo,  sefiores  diputados, 
se  ha  insurreccionado  en  bandas  milenarias,  arma- 
das, manifestando  que  mi  presencia  en  el  Supremo 
Poder  Ejecutivo,  es  la  causa  de  la  insurrección. 

No  conozco  hecho  alguno  imputable  a  mí,  que  mo- 
tivara ese  fenómeno  social;  pero,  permitiendo  sin 
conceder,  que  puedo  ser  culpable  inconsciente,  esa 
posibilidad  hace  de  mí  la  persona  menos  a  pro- 
pósito para  raciocinar  y  decidir  sobre  mi  propia 
culpabilidad.  En  tal  concepto,  respetando  como 
siempre  he  respetado  la  voluntad  del  pueblo,  y  de 
conformidad  con  el  artículo  82  de  la  Constitución 
Federal,  vengo  ante  la  Suprema  Representación  de 
la  Nación  a  dimitir  el  cargo  de  Presidente  Consti- 
tucional con  que  me  honró  el  voto  nacional;  y  lo  ha- 
go con  tanta  más  razón,  cuanto  que  para  retenerlo 
sería  necesario  seguir  derramando  sangre  mexica- 
na, abatiendo  el  crédito  de  la  Nación,  derrochando 
su  riqueza,  cegando  sus  fuentes  y  exponiendo  su 
política  a  conflictos  internacionales. 

Espero,  sefiores  Diputados,  que  calmadas  las  pa- 
siones que  acompañan  a  toda  revolución,  un  estudio 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA                        117  í 

más  concienzudo  y  comprobado,  hará  surgir  a  la  J 
conciencia  nacional  un  juicio  correcto  que  me  per-  ■':^,:i 
mita  morir,  llevando  en  el  fondo  de  mi  alma  una  jus- 
ta correspondencia  de  la  estimación  que  en  toda  mi  v 
vida  he  consagrado  y  consagraré  a  mis  compa-  % 
triotas.           ■  :•> 
México,  mayo  25  de  1911.- Poíyírio  JD/az.»  ifi' 


■S'' 


Por  un  terrible  sarcasmo  de  la  suerte,  el  hombre  % 

que  por  más  de  un  cuarto  de  siglo  había  sido  el  amo 
y  señor  de  la  Nación,  caía  desabridamente,  sin  que  % 

su  caída  produjera  el  fragor  de  la  montafla  que  se     .  vj^; 

derrumba,  ni  tuviera  en  realidad  la  majestad  de  un  # 

sol  occiduo  que  se  hunde  en  el  horizonte  entre  arre-  ~Jí 

boles  de  gloria,  vistiendo  al  cielo  del  Poniente  con  -J 

fulgencias  de  oro  diluidas  en  una  pantalla  de  afiil. 
Caía,  más  que  por  la  fuerza  de  las  armas,  por  el  es- 
truendo de  la  opinión  que  le  había  vuelto  voluble- 
mente la- espalda;  entre  el  prosaico  ruido  de  pitos  y 
hojas  de  lata  de  los  pilluelos,  .él  que  había  visto  en 
fuga  a  los  soldados  de  Magenta  y  Solferino;  victima 
de  la  versatilidad  del  periódico  «centavero»  que  ha-  . 
bía  sido  ariete  en  su  derrumbamiento;  padeciendo 
de  una  neuralgia  facial  que  había  yugulado  en  él  las 
energías  no  gastadas  en  la  Carbonera,  Miahuatlán  ^ 
y  Puebla.  Espiado  por  la  sonrisa  mefistofélica  de 
un  Shylok  insaciable,  que  había  de  procurar  seguir 
armando  a  hermanos  contra  hermanos  para  vender 
parque  caro,  comprar  guayule  barato,  procrear    .  ^^ 

traidores  en  el  futuro,  y  hacer  de  buitre  cuando 
México,  devorado  por  la  intestina  lucha,  se  hubiera 
convertido  en  carrofia  pululante  de  gusanos .... 

Cuando  la  noticia  de  su  renuncia  se  esparció  por 
las  calles,  el  júbilo  se  apoderó  de  mucha  parte  de  la 
urbe  capitalina,  cuyos  nervios  habían  estado  en  ten- 
sión por  semanas  enteras  desde  la  caída  de  Ciudad 


'»T>«:- 


118 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


Juárez.  En  apariencia,  la  revolución  triunfaba  en 
toda  la  línea.  Díaz  emigraría  al  extranjero:  un  Pre- 
ridente  interino  convocaría  a  elecciones,  y  Madero 
sería  el  Presidente  Constitucional  de  México  por  el 
resto  del  período. 

El  sempiterno  filósofo  de  Andrade,  en  su  revolu- 
cionarismo  de  buena  cepa  y  de  absoluta  buena  fe, 
de  gran  convencido  pero  de  gran  inmaculado  de 
ideas,  analizaba.  Veía  en  aquel  júbilo  loco,  infantil, 
desbordante  e  irreflexivo,  de  parte  de  la  mayoría, 
el  fenómeno  de  la  psicología  de  las  multitudes  tan 
sabiamente  estudiada  por  Gustavo  Lebón.  Esa  par- 
te de  mayoría  se  lanzaba  confiada  y  entusiasta  al  ar- 
cano del  porvenir,  ávida  del  cambio,  de  la  transfor- 
mación, de  la  novedad,  acaso  por  simple  cansancio 
de  un  pasado  carente  de  emociones  y  matices;  de  un 
estado  de  cosas  que  no  ofrecía  el  atractivo  de  la  va- 
riedad; ahita  del  Gobierno  del  César,  no  preci- 
samente porque  el  César  fuera  inaceptable,  sino 
porque  no  la  proporcionaba  emociones  fuertes,  ni 
sorpresas,  ni  la  agit&ba,  ni  la  conmovía  con  el  sacu- 
dimiento espasmódico  que  todo  organismo  quiere 
sentir  para  hacer  cambiar  de  lugar,  siquiera,  a  las 
células  nerviosas.  Esa  mayoría  estaba  alegre  con 
la  renuncia  del  Presidente  «porque  sí;>  sin  temores 
ni  repulgos  aceptaba  el  ir  a  un  porvenir  incierto, 
con  tal  de  que  fuera  distinto  del  pasado,  semejante 
al  nifio  que,  cansado  de  un  juguete,  lo  rompe  para 
que,  privándose  de  él,  se  le  compre  otro  nuevo .... 

La  otra  parte,  demostraba  un  júbilo  menos  efusi- 
vo, pero  más  calculado;  una  satisfacción  lograda 
por  la  apreciación  de  que,  lo  hecho,  estaba  bien  he- 
cho. Era  la  que  consideraba  que,  con  aquel  derrum- 
bamiento, desaparecía  un  pasado  que  ya  no  tenía 
razón  de  ser,  y  se  iniciaba  un  futuro  indispensable 
en  la  inexorable  y  rígida  ley  de  las  transformado- 


V  LA  RUINA  DE  LA  CASONA      :■  119  \^ 

nes.  El  pueblo  iba  a  dejar  de  ser  la  cariátide  sobre  "^■:; 

cuyos  hombros  pesaba  abrumadoramente  la  estruc- 
tura nacional,  para  convertirse  en  el  franco  aspi- 
rante a  ciudadano,  capaz  de  realizar  la  función  de 
una  vida  política  orgánica.  Sin  duda  que  los  ensa-        /  * 

yos,  las  experiencias  y  los  tanteos  serían  penosos 
y  difíciles;  pero  se  harían  del  mejor  modo  para  He-        •     _    v; 
gar  al  resultado  apetecido.  Según  la  frase  de  este- 
reotipia, «se  romperían  los  viejos  moldes,»  se  aban-  "kJ: 
donarían  las  viejas  prácticas,  y  en  el  crisol  inmenso  :^'¡ 
del  deseo  nacional,  se  fundirían  las  nuevas  y  bellas            ^       ■  "- 
cosas  del  porvenir  que  engrandecerían  más  aún 
materialmente  a  la  Patria  y  la  renovarían  en  su  de-  ^^^r 
crepito  ser  moral ....  Esa,  por  lo  menos,  debería                 ^ 
ser  la  «próxima  etapa.»  La  pasada,  atrás  quedaba; 
con  sus  grandezas  y  sus  miserias;  con  sus  métodos 
inadecuados  y  sus  experiencias  fecundísimas;  con  v 
aquellos  sus  hombres  fosilizados  en  el  poder,  posi-                    W 
tivos  vestiglos  que  eran  a  manera  de  compuertas  j, 
que  detenían  todas  las  energías  y  estancaban  todas                    *4X^ 
las  corrientes;  con  su  gran  orden  y  su  innegable                    :|S: 
olor  a  viejo;  con  sus  mecanismos  (ahora  por  lo  me-                     r?; 
nos  desequilibrados)  funcionando  admirablemente,                    3? 
y  sus  anhelos  de  un  progreso  moral,  hechos  esta- 
lactitas. Con  sus  podredumbres  y  sus  esplendores. 

Con  sus  herrumbres  y  sus  brillanteces Con 

todo  lo  malo  y  todo  lo  bueno  que  habían  tenido! 

De  seguro,  que  al  redactar  su  renuncia  el  viejo 
Presidente,  había  tenido  una  tristísima  visión,  no 
ya  de  Bolívar  emigrado  y  negado  por  los  suyos,  ni 
de  Guzmán  Blanco,  desterrado  para  vivir  en  la  opu- 
lencia, ni  de  Carrera,  empujado  justamente  al  abis- 
mo, sino  de  Guerrero  y  Arista,  y  tantos  otros  pre- 
sidentes caídos  al  influjo  revolucionario;  y  debió 
tener  la  visión  de  la  atildada  figura  de  don  Sebas- 
tián Lerdo,  su  antecesor,  por  él  derrocado;  el  de  los 


"f- 


120 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


■•'»■• 


rasurados  belfos  y  la  faz  de  palidez  de  cera;  el  del 
irreprochable  frac  y  las  finas  manos  de  duque,  son- 
riéndole,  con  una  irónica  sonrisa,  refugiado  en  el 
tercer  piso  de  una  humilde  boarding  house  de  New 
York,  y  diciéndole:  «¡Sic  transit  Gloriae  mundi!> 

En  la  casa  de  la  calle  de  las  Moras,  en  la  casona 
hermosa,  alegre,  sana  y  radiante  en  los  días  de  sol 
(la  casona  era  buena,  fuerte,  higiénica  y  nido  de 
amores  viejos  y  de  nidos  en  perspectiva),  Paulinita 
Ventoquipa,  viuda  de  Zarzo,  entró  en  una  muda 
completa,  tanto  como  las  Menchaca,  Orbezo  y  la  se- 
ñora de  Tajonar.  No  hablaban  ni  a  tiros.  Eran  los 
vencidos,  los  caídos,  los  abrumados  por  la  catás- 
trofe. 

— ¡Están  de  du du duelo! — decía  Demós- 

tenes. 

En  cambio,  en  la  misma  noche  del  27  de  mayo, 
Barbedillo  había  invitado  para  una  «reunioncita  de 
confianza;»  a  fin  de  celebrar  el  triunfo  del  sefior 
Madero,  y  lo  que  es  más,  él,  tan  tacafio,  se  había 
abierto  con  una  cenita,  con  sus  extras  suculentos  e 
incitantes,  y  su  par  de  botellas  de  vino.  Y  en  ella 
había  abierto  el  pico  para  tronar  locuazmente  con- 
tra don  Porfirio.  Nadie  en  la  casona  había  dicho 
del  dictador  tantos  horrores,  ni  se  había  atrevido  a 
tratarle  tan  despiadadamente  y  de  un  modo  tan 
mordaz.  La  concurrencia  estaba  estupefacta. 

— ¡Madero! ¡Ese  es  el  hombre!  ¡Qué  valor! 

¡Qué  agallas!  Él  fué  quien  puso  el  cascabel  al  gato, 
y  por  quien  «saldremos»  de  la  tiranía La  Re- 
pública le  debe  su  salvación.  ¡Ya  podemos  respirar! 
¡Tendremos  patria! 

—Y  sin  embargo,  todavía  anoche  no  se  hubiera 
usted  atrevido  a  decir  tales  cosas,  don  Taquito 

— Vivíamos  aún  bajo  el  imperio  asfixiante  de  la 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  121 

odiosa  tiranía Ahora,  no.  Somos  ya  otros 

Ya  somos  libres!  Estamos  manumitidos! 

— Ca caaaray!  ¡Incríeble  papaparece  que 

un  reeepresentante  de  la  plutocraaacia  hable  así!.... 
¡El  capitalismo  está  convertido!  ¡Ha  apostatado! 

— ¡No  diga  usted  majaderías,  Tafolla!  Esto  que 
estoy  diciendo,  lo  he  pensado  siempre,  porque  a  mí 
me  gusta,  como  elemento  de  dinero,  ser  honrado  y 
leal  en  mis  convicciones.  No  necesito  decirlas  para 
tenerlas.  Y  si  no  las  había  expresado,  era  porque 
no  era  llegado  el  caso 

¡Buenas  estaban  las  convicciones  y  la  honradez 
y  la  lealtad  de  Barbedillo,  que  había  sido  parásito 
de  la  dictadura!  Y  desde  aquella  fecha,  el  buen  don 
Taco  se  levantaba  y  se  acostaba  santificando  el 
nombre  de  Madero,  y  echando  pestes  contra  el  del 
antiguo  dictador,  que  «nunca  había  hecho  todo  lo 
debido  por  el  fomento  del  capital  y  las  industrias.» 
El  muy  tunante  preparaba  su  terreno  para  más 
tarde,  y  aun  había  planeado  ya  hasta  dónde  iría, 
mediante  la  estrategia  de  sus  golpes  políticos. 

La  «Corchea>  madre  había  adoptado  en  veinticua- 
tro horas  todo  el  cachet  y  la  circunspección  de  una 
persona  que  tiene  que  demostrar  cuánto  vale,  cuán- 
to puede  y  cuánto  pesa;  se  presumía  ya  poseedora 
de  una  gran  inñuencia.  ¿No  había  sido  una  gran 
simpatizadora  de  la  causa,  toda  una  «correhgiona- 
ria>?  Y  para  estar  en  tono,  naturalmente  que  no 
sabía  hablar  sino  en  plural: 

— Cuando  el  señor  Presidente  tome  posesión  (se 
refería  a  Madero)  tevdreTooa  que  hacer  que  cambien 
muchas  cosas! 

— Una  vez  que  estemos  en  el  poder Cuando 

7íai/amo8  ocupado,  etc.,  etc. 

Y  en  ocasiones,  a  ciertas  interpelaciones  candi- 


■■■i^M;.- 

122  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

das  o  bromistas  de  los  vecinos,  ella  contestaba  dis- 
.;  cretamente: 

— Ya  lo  resolveremos  en  su  oportunidad Se 

pensará 

Era  que,  en  su  íntima  persuación,  dadas  las  ideas 
.  V               de  ella  y  las  capacidades  numerísticas  de  Garaico- 
chea,  y  el  haber  sido  éste  una  víctima  del  salario 
mezquino,  combatido  por  la  revolución,  que  tantas 
grandezas  prometía  sobre  el  particular,  «nada  más 
■■i    •             justo>  que  a  Garay  se  le  llevara  a  la  Tesorería  Ge- 
.  V/                neral  de  la  Nación,  en  calidad  de  jefe,  porque  si  no 
r'                   había  empuñado  las  armas  por  la  causa,  sí  había 
empuñado  por  veintitantos  años  la  pluma,  en  los  li- 
bros de  contabilidad  de  las  casas  X  y  Z. 
— Ya  ahora,  por  fortuna,  los  tiempos  han  cam- 
;    *                biado,  y  se  lo  tengo  dicho  a  Garay.    Ha  llegado  la 
hora  de  las  «reivindicaciones» Tiene  que  ha- 
cerse justicia  en  tí.  Y  en  consecuencia,  y  mientras 
se  te  premia  por  el  Gobierno  como  lo  mereces,  al 
/     ■            primer  mal  modo  que  te  hagan  tus  patrones,  a  los 
que  les  has  «regalado»  tu  trabajo  por  tanto  tiempo, 
/                 los  despachas  al  demonio!       •  r  .;  I  ^. 

Chayito  había  tenido  por  aquellos  días  una  serie 
de  efusiones  para  Andrade.  Su  amor  era  admira- 
tivo,  pero  previsor  a  la  vez.    Veía  en  Andrade  al 
;.'  valiente  paladín  de  la  causa  triunfante,  todo  abne- 

■  gación  y  celo  por  ella;  pero  veía  también  la  pers- 

pectiva, no  remota  para  aquél,  de  llegar  a  los  más 
altos  puestos.    Era  de  los  que,  según  su  criterio, 
tenía  pleno  derecho  para  participar  del  triunfo.  Sus 
; '  discursos,  el  haber  sido  y  ser  Presidente  del  Club 

aquel,  y  sobre  todo,  el  haber  hecho  fuego  sobre  los 
':  gendarmes,  en  la  noche  de  la  «renuncia»  ¿no  eran 

méritos  más  q  ue  bastantes?    En  consecuencia,  con 
J  >  Quico,  el  porvenir  sonreía:  tenía  que  ser  de  satis- 

facciones y  grandezas. 


'  LA  RUINA  DE  LA  CASONA  123 

— Vamos  a  ver  si  ahora  que  te  vas  a  encumbrar 
tanto  no  te  olvidas  de  mí — le  decía  en  una  de  aque- 
llas noches,  en  la  penumbra  de  la  escalera  y  en  el 
diálogo  cuotidiano. 

— ¡Tú  estás  sofiando,  Chayito  mía!  ¡Yo  sigo  sien- 
do el  mismo  estudiante  de  siempre el  mismo 

apasionado  tuyo! 

— ¡Qué  va!  Pronto  te  veremos  muy  arriba,  muy 
alto,  y  me  olvidarás  y  me  cambiarás  por  otra 

— ¡Ni  lo  digas!  no  estaré  más  alto  que  el  común 
de  los  mortales;  pero  si  así  no  fuera,  no  por  eso  te 
olvidaría,  que  no  lo  haré  jamás!  Tú  sí  que  lo  harás 
acaso ,        »    . 

— ¡Nunca!  ¡Te  lo  juro  que  nunca!  ¡Tuya  o  de  na- 
die! ¿Lo  oyes?  ¡Te  lo  juro!  Y  selló  su  juramento  con 
un  beso  de  aquellos  que  volvían  el  seso  al  enamora- 
do Quico. 

— ¡Ojalá  que  jamás  olvides  este  momento! 
.    — ¡No  lo  olvidaré! 

En  dos  días  más,  el  ex-Presidente  de  la  Repú- 
blica había  abandonado  la  capital,  sede  de  su  impe- 
rio por  tantos  afios,  teniendo  que  hacerlo  casi  su- 
brepticiamente, por  temor  a  los  desahogos  del 
populacho  y  a  las  humillaciones  y  peligros  consi- 
guientes, y  se  hallaba  en  Veracruz,  en  espera  de  un 
barco  que  lo  condujera  al  extranjero;  al  ostracismo 
obligatorio  de  todo  Presidente  de  República  latino- 
americana, que  logra  descender  con  vida  del  solio. 
Había  bastado  una  quincena  para  que  aquel  dispen- 
sador de  honores  y  riquezas,  ya  sin  mando,  sin 
poder,  sin  nada,  tuviera  que  abandonar  no  sólo  el 
Capitolio,  sino  también  las  mexicanas  playas,  per- 
diendo puesto  y  Patria! Y  había  bastado  igual- 
mente para  que  el  hombre  fuerte,  el  ochentón  er- 
guido, el  viejo  de  enhiesta  figura,  no  fuera  ya,  en 
las  playas  de  la  ciudad  portefia,  más  que  un  com- , 


-ir 


'■y 


124  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

pleto  valetudinario,  agobiado  por  las  tristezas,  más 
que  por  los  años;  por  la  nostalgia  del  poder  y  la  in- 
gratitud inmediata  de  muchos,  a  quienes  levantan- 
do del  polvo,  había  colmado  de  favores 

Al  irse  a  embarcar,  los  soldados  que  le  habían 
escoltado  hasta  el  puerto,  le  presentaron  armas  y 
batieron  «marcha  de  honor,»  mandados  por  un  mi- 
litar, obscuro  entonces,  de  gran  historia  al  siguien- 
te día,  y  que  en  su  vida  sólo  había  de  tener,  acaso, 
ese  rasgo  de  nobleza  y  de  justificación,  ya  que  todo 
lo  demás,  en  ella,  sólo  había  de  ser  penumbra  o  cri- 
men! Ese  militar  se  llamaba  Victoriano  Huerta. 

Cuando  el  «Ipiranga»  zarpó,  lo  hizo  llevándose  a 
su  bordo  treinta  y  cinco  afios  de  vida  de  un  pueblo, 
encarnados  en  un  hombre! 

Esa  vida  ya  no  podía  volver;  era  algo  muerto;  bien 
muerto,  porque  los  mismos  desinteresados  partida- 
rios del  Presidente,  los  que  a  su  lado  no  buscaban 
el  lucro  y,  pesando  las  fallas  del  gobierno  del  Dicta- 
dor, le  hacían  justicia  porque  más  aún  pesaban  sus 
méritos  para  gobernar  aun  pueblo  de  tan  especial 
sindéresis,  convenían  en  que  la  Patria  tenía  derecho 
para  buscar  nuevas  orientaciones,  y  era  la  hora  de 
llamar  en  su  servicio  nuevas  energías  siempre  que 
sanas  fueran.  A  diferencia  de  los  que,  habiendo  ex- 
plotado ruinmente  la  amistad  del  caudillo  caído,  te- 
nían la  idea  de  que  la  Patria  se  encerraba  en  las 
arcas  del  Tesoro,  estando  dispuestos  a  cambiar  de 
César  si  el  nuevo  había  de  soportarlos,  y  así  en  el 
cambio,  se  diera  a  Carlos  V  por  Carlos  II! 

Andrade  sintió  algo  como  un  sentimiento  de  in- 
mensa y  justiciera  piedad  para  el  anciano  expatria- 
do, cuando  todo  aquello  sucedía.  Acaso  él  no  había 
sido  el  malo;  otros,  los  que  le  habían  rodeado  y  le 
impedían  el  contacto  con  el  pueblo,  eran  los  malos 
y  los  responsables,  haciéndole  que  ignorara  los  cla- 


n^- 


m 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  125 

mores  de  aquél,  para  poder  ellos  seguir  medrando 
con  la  cosa  pública.  Y  entonces  pensaba  que  don 
Porfirio  podría  bien  decir  con  Pablo  de  Tarso,  el 
Apóstol: — <He  combatido  por  el  bien;  he  custodiado 
la  fe;  he  cumplido  con  mi  deber,  yno  me  queda  ya 
sino  esperar  justicia  de  las  edades.* — (Epis.  a  Tim. — 
IV — 78.)  Sólo  las  edades,  sólo  el  futuro  y  no  el  pre- 
sente, preñado  de  pasión  y  de  simulado  odio  secta- 
rista,  encubridor  de  codicias  insanas,  podría  juzgar 
al  hombre!  ¡De  él  podía  decirse  como  de  Napoleón 
dijo  el  poeta: — Áiposteri  V ardua  sentenzaJ 


* 
«       « 


El  día  siete  del  siguiente  junio,  la  gran  ciudad  se 
despertó  azorada  y  llena  de  terror.  Un  formidable 
temblor  de  tierra  la  había  sacudidohasta  el  último  ci- 
miento, causando  derrumbes  numerosos  y  víctimas 
como  no  otro.  Por  una  curiosa  coincidencia,  tal  co- 
sa pasaba  en  el  preciso  día  en  el  que  debería  hacer 
su  triunfal  entrada  don  Francisco  I.  Madero,  el  cau- 
dillo de  la  Revolución  y  futuro  Presidente.  Y  por 
unextrafio  simbolismo,  las  víctimas  se  contaban  pre- 
cisamente entre  los  soldados  de  un  cuartel  desplo- 
mado por  el  sismo ... . 

En  la  Casona  dormían  todos,  excepto  la  diligente 
Filo,  que  ya  a  aquellas  tempranas  horas  aseaba  el 
patio.  Pero  a  la  conmoción,  no  hubo  uno  solo  de  los 
vecinos  que  se  quedara  en  el  lecho,  registrándose 
más  de  alguna  chusca  escena,  como  la  salida  hasta 
lamitad  del  patio,de  la  canija  Paulinita  en  camisón  de 
dormir,  y  la  de  Chaneque,  rodando  las  escaleras  to- 
das de  un  solo  tirón La  Casona,  que  parecía  cons- 
truida como  una  fortaleza,  cuyas  gruesas  paredes 
semejaban  hechas  para  resistir  fuego  y  temblores, 
cañonazos  y  rayos,  cuya  estructura  parecía  poder 


126  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

desafiar  victoriosamente  cataclismos  formidables  y 
siniestros  espantosos,  resintióse  sin  embargo  seria- 
mente con  aquel  bamboleo  de  la  tierra.  Más  de  una 
grieta  quedó  abierta  en  sus  paredes,  semejante  a 
fatídica  raya  trazada  por  invisible  y  gigantesca  ma- 
no. Y  en  donde  más  estragos  causó  el  sismo,  fué  en 
aquella  jaula  bullanguera,  en  aquel  rincón  simpáti- 
co de  la  «República» Crujieron  en  aquélla  los 

techos,  retorciéronse  en  terrible  contracción  las  vi- 
gas, abrióse  más  de  alguna  rajadura  en  el  piso,  y 
no  faltó  pared  que  quedara  fuera  de  la  vertical.  El 
infeliz  Demóstenes,  sacudiéndose  aún  nerviosamen- 
te por  el  azoro,  decía,  más  que  nunca  tartamudean- 
do al  hablar: 

— iCaaanaaastooos!  ¡Qué  léeepero  ha  esesestado! 
¡A  poooco  más  y  nos  hace  saaandwichs! 

El  despecho  de  las  Menchaca,  despecho  político, 
vio  en  aquello  un  castigo  del  cielo  y  un  triste  presa- 
gio, un  funesto  augurio  para  el  porvenir,  pues  que 
sucedía  cuando  se  iba  don  Porfirio  y  llegaba  Madero. 

En  cambio,  Barbedillo,  que  se  había  tornado  has- 
ta fanfarrón,  había  dicho  con  tal  motivo: 

— ¡Bahl  ¡Cualquier  cosa!  ¡Tres  o  cuatro  «caliches» 
caídos,  y  eso  es  todo La  tierra  se  ha  sacudi- 
do para  que  no  quede  ni  el  polvo  del  pasado! 

Repuesta  la  ciudad  del  magno  susto  y  sin  dejar 
por  eso  de  hacer  el  comentario  de  ocasión,  se  había 
aprestado  a  engalanarse  para  recibir  al  nuevo  Me- 
sías; y,  saturada  de  una  desbordante  y  franca  ale- 
gría, abría  de  par  en  par  sus  puertas  al  hombre  que, 
insignificante  y  desconocido  basta  ayer,  omnipotente 
hoy,  impregnado  de  una  convicción  infinita  y  since- 
ra, lleno  de  una  fe  estupenda,  había  emprendido,  sin 
más  armas  que  su  palabra,  la  increíble  cruzada  cu- 
yo resultado  había  sido  el  demoler  la  vieja  estructu- 
ra política  y  social,  para  tratar  de  substituirla  con 


••..,    ■  ■  ■  ■         ■:.,/■:  "C-^' 

LA  RUINA  DE  LA  CASONA  ,  127 

otra  propia  de  los  tiempos,  ya  que  en  el  reloj  de  la  ¿^ 

vida  nacional  parecía  haber  sonado  la  hora  para  ello. 

Al  poseído  de  una  misión  que,  con  un  valor  que  na-  ^^1 

die  podría  negarle,  ni  amigos  ni  adversarios,  se  ha-  ^, 

bían  enfrentado  con  decisión  increíble  con  un  poder 

que,  según  toda  apariencia,  era  incontrastable;  ca-  „ 

paz  de  aplastar  todo  y  de  sobreponerse  a  todo.  v  \i 

Antes  de  que  el  movimiento  revolucionario  esta- 
llara, la  propaganda  política  de  don  Francisco  I.  Ma- 
dero había  sido  considerada  por  la  mayoría,  como 
la  obra  de  un  desequilibrado,  de  un  loco,  de  un  vul-  ^ 

gar  codicioso,  que  aspiraba  a  algo  superior  a  sus  í^ 

fuerzas,  y  que  pretendía  que  su  acento  tuviera  la 
maravillosa  virtud  de  aquellas  tirompetas  a  cuyos  • 

sonidos  las  recias  murallas  de  Jericó  habían  venido 
al  suelo  hechas  polvo.  Muchos  no  habían  ni  si- 
quiera parado  mientes  en  ella;  pocos,  realmente,  ha- 
bían sido  los  que  la  habían  seguido  como  verbo  de 
redención,  como  clarinada  que  iniciara  un  combate  ^; 

en  el  que  la  posibilidad  del  triunfo  era  quimérica.  1^  \ 

Más  tarde,  cuando  él  movimiento  armado  estalló,  se      '  *v- 

consideró  como  una  aventura  desatinada.  Todo  acu- 
saba que  concluiría  rápida  y  funestamente;  pero 
cuando  no  sucedió  así,  cuando  al  grito  de  los  com-  ^-s 

batientes  de  Chihuahua,  respondió  el  de  los  lucha- 
dores de  Puebla,  de  Morelos,  de  San  Luis  Potosí  y  *; 
de  Durango,  se  pudo  apreciar  bien  cuan  hondo  sur- 
co había  abierto  en  el  alma  popular  aquella  palabra                     ^^l ; 
que  se  había  derramado  de  un  ámbito  a  otro  de  la                     'I 
República,  en  una  peregrinación  incansable,  perti-                   vj 
naz,  constante Palabra  que  no  tendría  cierta- 
mente galanura  ni  excelsitudes;  hasta  rispida  aca- 
so, acaso  torpe  y  dislocada;  pero  que  había  tenido                    .'v 
la  rara  facultad  de  llegar  en  la  oportunidad  propicia,  ';■ 
hasta  el  corazón  de  las  multitudes,  con  la  sutilidad                     >; 
del  rayo  luminoso  que  horada  el  vacío  en  la  tiniebla!                      -^ 


128  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

Y  el  éxito  había  sido  formidable  y  sin  preceden- 
tes. Hasta  entonces,  el  Poder  Supremo  había  sido 
patrimonio  de  caudillos  militares  a  los  que  la  multi- 
tud había  levantado  sobre  el  pavés, deslumbrada  por 
las  victorias  de  aquéllos,  o  bien  herencia  recogida 
por  civiles  como  consecuencia  de  sediciosos  movi- 
mientos. Ahora  lo  conquistaba  un  hombre,  un  civil, 
por  una  revolución  en  la  que  la  sangre  había  sido  lo 
de  menos  y  la  opinión  lo  de  más;  revolución  engen- 
drada por  la  fuerza  del  verbo,  más  que  por  la  fuerza 
de  las  bayonetas.  Verbo  de  promesa  y  esperanza; 
sedativo  de  las  angustias  populares;  verbo  de  reden- 
ción y  de  libertad,  que  había  comenzado  humilde, 
desacreditado,  satirizado;  se  había  extendido  sin  eco 
aparente,  como  perdido  en  la  glacial  indiferencia  de 
los  espíritus  escépticos  y  en  el  vacío  egoísta  de  las 
conveniencias,  y  había  concluido  por  sacudir  en  to- 
dos sus  ámbitos  a  la  Nación  que,  al  regocijarse  con 
la  perspectiva  de  la  vida  nueva,  no  podía  tener  la 
previsión  del  mañana  terrible,  sangrante  y  martiri- 
zador,  por  obra  de  los  malos  hijos,  de  las  insanas 
pasiones,  de  la  perversión  de  la  doctrina,  del  rela- 
jamiento del  ideal,  de  la  abdicación  del  honor  y  de 
la  idea  matriz  de  que  la  traición  magna  entre  las  trai- 
ciones, es  la  que  a  la  Patria  se  hace! 

Cuando  Andrade  vio  pasar  a  don  Francisco  I.  Ma- 
dero, aclamado  frenéticamente  por  las  multitudes, 
ovacionado  hasta  el  delirio,  en  su  automóvil,  lleno  del 
polvo  del  camino  hecho  desde  las  estepas  de  Chihua- 
hua hasta  el  Palacio  Nacional,  lo  encontró  afable, 
modesto,  ingenuamente  risueño,  con  su  infantil  son- 
risa de  hombre  de  alma  buena. . . .  Pequeñito,  lleno 
de  un  republicanismo  sin  afectación,  demócrata  de 
espíritu,  y  demócrata  de  apariencias,  sintió  para 
sí  una  íntima  e  inefable  satisfacción ....  ¡Así  lo  que- 
ría! ¡Sencillo,  republicano,  revelando  nobleza  de 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  129 

ánimo! ¡Así  debía  ser  el  elegido  del  pueblo,  co- 
mo él  lo  era!  ¡La  encarnación  de  una  vida  nacional 
futura!  ¡Y  sintió  de  buena  fe,  de  infinita  buena  fe, 
la  necesidad  de  estar,  en  su  insignificancia,  del  lado 
de  aquel  hombre  cuando  llegara  al  Poder,  aunando 
su  esfuerzo  de  hormiga  al  suyo;  sometiéndosele;  si- 
guiéndole y  respetándole  como  buen  ciudadano,  ya 
que  entonces  Madero  sería  el  Supremo  Mandatario, 

ungido  positivamente  por  la  voluntad  popular 

Ya  que  en  él  estarían  como  símbolos,  la  ley  y  la  li- 
bertad! 

Andrade  se  olvidaba  de  que  el  poder  deslumhra, 
marea  y  hace  a  los  hombres  amnésicos  para  sus  pro- 
mesas. ... 

¡Andrade  se  olvidaba  de  que  a  todo  Domingo  de 
Ramos,  sigue  un  Viernes  de  Pasión! 

México,  octubre  de  1914.  ^ 


FIN  DE  LA  PRIMERA  PARTE 


-¡é-: 


-V.  . 


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JA  ■ 


9 


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PARTE  SEGUNDA 


DEL  TEMBLOR  AL  DERRUMBE 


CAPITULO  I 
«El  Inte8:érrimo> 


AHÍ  no  había  pasado  nada.  Una  poca  de  «boruca,  > 
media  docena  de  tiros:  cuatro  muertos;  un  Presi- 
dente viejo  caído,  y  uno  nuevo  levantado  sobre  el 
pavés,  con  su  cortejo  necesario.  E^o  era  todo,  si 
bien  se  veía. 

— ¿Todo,  amigo  And  rade? 

— Todo.  En  la  eterna  ley  de  las  renovaciones,  las 
energías  gastadas  ceden  para  que  las  aún  intactas 
se  abran  paso,  y  la  evolución  sobrevenga. 

— ¡Hum!  Aguí  donde  usted  me  ve,  artesano  y 
tonto,  también  en  mis  horas  muertas  he  leído  a 
Eliseo  Beclus,  en  eso  de  la  «Evolución  y  Revolu- 
ción» y  a  Kropotkine,  y  a  otros Muy  bueno 

todo  lo  que  dicen,  inclusive  lo  de  las  energías  gas- 
tadas, etc.,  para  cuando  hay  válvulas  y  compuertas 
y  manera  de  encauzar Pero  aquí!    Yo  le  digo 


v4 


182  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

que  ya  empezamos,  pero  que  no  acabaremos,  y  que 
«la  cosa»  irá  lejos 

— Porque  usted  es  un  eterno  pesimista,  Gordi- 
Ilo.  Todo  lo  ve  usted  fúnebre.  Yo  insisto  en  que  la 
obra  es  buena  ...  I 

— Y  yo  no  lo  niego,  pero desconfío  de  los 

obreros.  Y  sobre  todo,  falta  averiguar  cuál  pueda 
ser  el  resultado.  ; 

—¿Cuál  ha  de  ser?  ¡La  conquista  de  las  liberta- 
des! 

— Puede pero  también  puede  que  sólo  haya- 
mos descubierto  los  flancos! 

— ¿Cuáles  flancos?  No  lo  entiendo 

—  Porque  no  quiere Acuérdese,  sefior  An- 

drade,  de  que  nosotros  somos  muy  buen  combusti- 
ble: con  cualquier  cosa  ardemos,  pero  no  tan  fácil- 
mente nos  apagamos Que  haya  quien  sople  nada 

más,  y  ya  verá  usted ¡ya  verá! 

— Bueno pero  ¿quién  quiere  usted  que  so- 
ple? I 

— Ese  no  ha  de  faltar. 

—Usted  piensa  así,  porque  gusta  de  «ver  moros 
con  tranchete.» 

— Y  usted  piensa  como  piensa,  sefior  Andrade, 
porque  es  un  hombre  de  buena  fe,  acostumbrado  a 
vivir  en  cierta  atmósfera,  y  desconocedor,  por  lo 

tanto,  de  los  aires  que  se  respiran  en  otras Si 

usted  abriera  un  poco  los  ojos  y  viera  lo  que  hay  en 
otras  partes 

Tal  fué  el  fragmento  de  diálogo  que  en  la  casa  de 
las  Moras  hubiera  podido  escuchar  el  lector,  en  un 
medio  día,  allá  por  fines  del  mes  de  octubre  de 
1911,  entre  el  estudiante  de  tercer  afio  de  Derecho, 
Andrade,  y  el  patrón  de  taller,  Gordillo.  ¿Pero 
Gordillo  hablaba  ya?  ¿Se  había  hecho  comunicati- 
vo?  Algo;  vaya  usted  a  averiguar  si  por  mor  de  la 


4f.. 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  ':         138 

revolución  o  por  qué,  el  caso  era  que  el  hombre, 

abandonando  un  poco  sus  reservas,  se  permitía  ya 

el  lujo  de  tener  «sus  conversas,»  como  él  decía, 

unas  veces  con  el  licenciado  Malabehar,  de  quien 

era  grande  y  buen  amigo;  otras,  con  Barbedillo, 

por  ser  el  propietario,  y  otras  con  Andrade,  para 

el  que  tenía  ciertas  inclinaciones,  no  obstante  que 

bien  pudiera  haber  sentido  lo  contrario,  dadas  las  / 

que  la  «Corchea»  tenía  para  aquél.  Era,  con  Mala-  .^^ 

behar,  el  único  que  acaso  no  había  cambiado  en      _ 

gran  cosa  en  la  casona  aquella,  en  la  que  habían 

sobrevenido  cambios  que  no  podían  ocultarse. 

Paulinita,  por  ejemplo,  había  cambiado  mucho  de 
genio,  volviéndose  iracunda,  en  virtud  de  que,  por 
«divergencias  políticas,»  ya  que  ella  se  mantenía 
«conservadora»  y  las  Otamendi  eran  liberales  rojas,  f| 

éstas  no  desperdiciaban  la  oportunidad  de  salpicar 
con  agua  sucia  los  postizos  que  aquélla  seguía  po- 
niendo al  sol  «para  que  el  color  se  afirmara»  y  diz- 
que al  estar  regando  las  macetas,  y  aun  habían  da- 
do más  de  un  bafio  al  «Tulipán»  a  riesgo  de  que 
tomara  un  constipado.  Y,  naturalmente,  al  cambio 
del  humor  había  respondido  un  cambio  de  tipo  en 
las  operaciones  de  préstamo,  con  perjuicio  de  los 
clientes,  para  los  que  aquello  se  explicaba  por  la 
banquera,  diciendo  «que  no  había  s^uridad  en 
la  situación»  (sin  definir  »i  ésta  era  la  política  o  la  - 
de  la  vecindad). 

OrbezQ  se  había  tornado  de  buldog  en  borrego, 
quedando  poco  de  aquella  antigua  prevención  para 
los  «facciosos,»  en  virtud  de  que  había  tenido  que 
pedir  «las  de  arriba»  a  fin  de  que  no  se  le  privara 
de  su  pensioncita,  sin  que,  en  obsequio  de  la  ver- 
dad, hubiera  tenido  necesidad  de  ello,  pues  más 
tarde  confesaba  que  «el  nuevo  Gobierno»  «proce- 
diendo justificadamente,  lo  había  considerado,»  mo- 


r    ^ 


W  134  E.  MAQUEO  CASTEI.LANOS 


tivo  por  el  cual,  el  pobre  inválido  se  sentía  agrade- 
cido, y  hablaba  con  todo  respeto  del  nuevo  «sefior 
Presidente,»  temeroso  de  que  cualquier  mal  gesto 
le  quitara  el  único  pan  para  llevarse  a  la  boca;  pero 
eso  sí,  en  sus  recónditos  interiores,  seguía  conser- 
vando su  religiosa  admiración  para  el  pasado,  al 
que  creía  pertenecer. 

La  «prudencia»  de  las  sefioritas  Menchaca  se  ha- 
bía tornado  extraordinaria;  para  sacarles  una  pala- 
bra, así  fuera  sobre  el  triduo  que  se  estaba  cele- 
brando en  Santo  Domingo,  costaba  más  trabajo  que 
para  bombear  el  agua  de  las  albercas  de  Chapulte- 
pec,  según  expresión  de  Tafolla.  ¿Razón?  Pues  que 
Menchaquita  no  había  x>erdido  el  empleo,  como  se 
v  esperaba,  en  virtud  de  haber  sido  asalariado  del 

■^  «antiguo  régimen»  y  hasta  lo  habían  ascendido  con 

enojo  de  las  Garay  y  de  Chayo  Otamendi,  incapaz 

%  de  perdonar  que  Menchaquita  no  la  hubiera  dicho 

nunca  un  piropo,  lo  que  ella  estimaba  como  un  de- 
sacato a  su  belleza.  En  cambio,  allá,  también  en  sus 
interiores,  las  Menchaca  tenían  un  culto  por  el  «se- 

V  >  fior  Presidente  blanco»  De  la  Barra,  que  había  sido 

el  autor  del  ascenso.  ¡Era  tan  limpio,  tan  pulcro  y 
de  tan  buenas  maneras! 

>^  Los  Garay  habían  tenido  un  cambio  tan  radical, 

^' .  que  hasta  el  mobiliario  de  la  casa  había  cambiado. 

Ahora  era  nuevecito;  estilo  Pompadeurt  (así  como 
suena  escrito)  según  decía  Chita.  Cierto  es  que  se 

'/i  había  comprado  en  abonos  y  con  gran  congoja  del 

'i  infeliz  Garay,  que  sentía  con  aquello  desnivelar  el 

\.  "■  presupuesto.  ~  •' 

— Sí,  chula seiscientos  pesos.    El  brocatel 

•  -  es  finísimo igual  a  este  hay  uno  en  Chapulte- 

'.f-  pee  (la  residencia  presidencial).    Y  como,  aunque 

no  hemos  obtenido  todavía  los  provechos  del  triun- 

.¿  .  fo,  estos  tienen  que  venir,  bueno  es  estar  prepara- 


l«f.. 


'^- 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  135 

do  para  cuando  tengamos  que  recibir  a  gente  de 
categoría  ¿sabe  usted? 

Nadie  se  explicaba  satisfactoriamente  la  meta- 
morfosis de  Chita.  Ella,  hasta  ayer  enemiga  del 
capitalismo,  resultaba  ahora  con  ribetes  de  aristó- 
crata; bastaba  para  ello  1^  esperanza  de  una  pre- 
sunción: la  del  encumbramiento  rápido  de  Garay, 
misma  por  la  que  no  paraba  pintas  en  echarse  com- 
promisos. Ya  ahora  las  Otamendi  le  resultaban 
unas  vulgares  que  no  merecían  la  pena;  Barbedillo 
y  consorte  unos  pobres  diablos  y  el  resto  del  vecin- 
dario poco  menos  que  gentuza. 

—  ¿Me  das  pretenciosa  mayor? — decía  Cuca  Ota- 
mendi a  Chayo,  charlando  en  el  obrador,  y  mien- 
tras le  corregía  «sus  vuelos»  a  las  mangas  de  una 
blusa.  •-■.-■¿' 

— Déjala,  que  el  desengafio  va  a  ser  terrible 

Ya  me  parece  que  el  idiota  de  su  marido  va  a  llegar 
a  tesorero  nada  más  que  por  la  linda  cara  de  ella.... 
respondía  Chayo,  mientras  le  metía  tijera  sobre  el 
molde  a  unos  metros  de  velours. 

— Ya  tuvo  que  pedir  otra  licencia  en  su  oficina,  # 

por  quince  días,  para  poder  asistir  a  las  audiencias 
del  sefior  Madero. 

— Y  en  tres  meses  no  ha  conseguido  hablarle! 

—Hasta  a  la  tísica  esa  (alusión  a  la  «Corchea»)  se 
lehasubido v 

— ¡Por  supuesto!  Como  que  ya  se  cree  hija  de  Mi- 
nistro.. ..  . 

Y  todo  aquello  era  cierto.  Garay,  con  una  cons- 
tancia ejemplar  y  acicalado  y  aleccionado  por  Chita, 
que  lo  tenía  cada  vez  más  en  cintura,  se  pasaba  las 
horas  muertas  en  las  antesalas  del  Presidente  elec- 
to, Madero,  regresando  al  domicilio  cada  vez  con  un 
gesto  más  compungido,  a  la  perspectiva  del  regaño 
de  Chita. 


«• 


136  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

— Tampoco  hoy  me  recibió Volveré  mafiana 

8i  te  parece. 

— ¿Cómo  es  eso?  ¿No  te  ha  recibido?  Es  que  tú  no 
te  das  trazas ....  Contigo  no  iremos  a  ninguna  par- 
te   Pues  ya  lo  creo  que  volverás  mañana  y  pasado, 

hasta  que  le  hables Para  eso  somos  «correl^o- 

narios.» 

Hasta  en  la  misma  República  habían  ocurrido 
cambios.  Demóstenes,  acaso  sólo  por  llevarles  la 
contraria  a  todos  o  por  estar  dolorido  del  ganad  i- 
to  robado  en  Indé,  era  cada  vez  más  oposicionis- 
ta. En  cambio  Chaneque,  sin  importársele  un  co- 
mino el  regionalismo  y  favorecido  por  la  fortuna  en 
la  racha  revolucionaria,  era  un  completo  maderista. 
Como  que,  debido  a  aquel  accidental  carcelazo,  ha- 
bía resultado  nada  menos  que  redactor  de  «El  Nue- 
vo Credo»  que,  si  no  era  el  apostólico,  sí  tenía  la 
ventaja  de  pagar  a  sus  redactores,  como  Chaneque, 
setenta  duros  mensuales,  sin  más  obligación  que 
poner  una  firma  donde  se  les  decía,  y  con  dineros 
del  Gobierno.  i 

— Oooooyes  Caaaapulín!  Lo  que  es  a  mí  no  me 
taaaanteas.  Ese  artiiiículo  que  salió  ayer  con  tu  fir- 
ma no  es  tuuuuyo . 

— ¿Y  por  qué  no  ha  de  ser  mío? 

— Porque  tú  sólo  sabes  reeeebuznar  ¡qué  caaa- 
ray! 

— ¡Bah!  si  eres  tú  quien  califica 

— Ese  es  tiiiimo! 

A  lo  que  Chaneque  contestaba  sentenciosamente: 

— De  timos  se  teje  la  política 

Lo  que  sí  resultaba  comprobado,  era  que  todos, 
quien  bien,  quien  mal,  se  habían  ido  acomodando 
con  la  «nueva  situación.»  Pero  entre  todas  las  ban- 
deras, ninguna  más  pirata  que  la  del  Excmo.  sefior 
don  Eustaquio  Barbedillo.  ¡Este  sí  que  sabía  la  agu- 


á 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  137 

ja  de  marear!  Él,  el  ex-Jefe  Político,  el  ex-rápsoda 
de  la  Dictadura  y  de  sus  métodos,  a  los  que  ahora  ca- 
lificaba de  brutales,  había  andado  tan  bien  su  cami- 
no que,  sobre  haber  conseguido  dos  o  tres  «con-  x- 
tratitas»  del  Gobierno,  no  tenía  que  hacer  antesalas  f^ 
en  las  casas  de  los  más  altos  proceres,  y  a  seguir  .J 
como  iba,  «se  colgaría»  sin  duda  su  credencial  de                  * 
diputado  en  las  próximas  elecciones,  que  era  su                v^ 
«goli)e;>  golpe  en  el  que  parecía  no  errar  lapun-                  5 
tería,                                                                                                   ¿5r 

— Este  don  Taco  sí  que  no  tiene  pierde!— decía 
Chaneque.  Y  Taf olla  le  respondía: 

— ¡Lioque  no  tieeene  es  veeeergüenza!  *> 

Para  el  criterio  todavía  puritano  de  Enjolrás  ( An-  '  ' 

drade),  aquel  impudor  político,  rayano  en  cinismo,  V 

era  intolerable,  y  sufría  positivamente  cuando  Bar- 
bedillo,  con  aires  de  consejero  protector,  le  decía: 

— Andradito  (golpeándole  cariñosamente  en  el 
hombro).  No  hay  que  darle  al  asunto  muchas  vuel-  ' 

tas!  Si  usted  quiere  «llegar>  como  debe  ser,  tiene 
que  tomar  las  cosas  tales  como  son.  Menos  ideali- 
dad y  más  práctica;  créame;  flexibilícese  un  poco; 
flexibilícese Hay  que  ser  político 

— Es  que  voy  tras  los  principios,  don  Taco .... 

— Y  yo  también  «propugno»  por  ellos,  i)ero  no  ex- 
cluyo las  conveniencias 

— La  buena  conciencia  ciudadana  no  mira  más  que 
a  la  sinceridad  y  la  virtud 

— Como  la  mía  lo  hace  en  el  fondo;  pero  las  formas 

requieren  algún  sacrificio No  hay  que  olvidarse 

de  la  «sindéresis  de  las  multitudes»  ¿eh?  como  de- 
cía Castelar. 

— Don  Taco,  por  piedad!  Castelar  no  dijo  nunca 
esa  barbaridad! 

— Bueno,  hombre,  bueno! No  discutamos  por 

tan  poca  cosa. 


■X- 


138  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

Allá,  en  el  piso  superior,  seguían  viviendo  las 
esi)osas  de  Tajonar  y  Mandujano,  recreándose  en 
aquel  par  de  chiquillas,  querubines  que,  cada  vez 
más  traviesos  y  encantadores,  alegraban  toda  la 
casa,  y  esperando  el  advenimiento  de  otros  vastagos 
que  ya  estaban  por  llegar. 

De  Tajonar  se  habían  tenido  noticias  frecuentes. 
Escribía  a  menudo  a  su  consorte  (de  lo  que  estaban 
informadas  las  Menchaca,  amigas  de  aquélla,  por 
afinidad  de  ideas)  y  por  esas  cartas  se  habían  teni- 
do informes  auténticos  de  lo  que  había  sido  la  corta 
lucha  entre  los  federales  y  los  revolucionarios  en 
el  Norte.  Una  campaña  terminada  sin  gloria,  sin 
luchas,  cuando  el  ejército  no  había  sufrido  una  de- 
rrota seria,  aunque  sí  una  serie  de  descalabros; 
concluida  más  por  el  miedo  a  la  complicación  inter- 
nacional, que  por  obra  de  las  balas.  Hecha  la  paz,  Ta- 
jonar había  tenido  que  ir  «de  guarnición> a  cualquier 
punto  de  por  allí,  y  ahora  estaba  próximo  a  «incor- 
porarse» a  la  matriz  de  su  batallón  en  México,  sin 
poderse  quejar  del  todo,  puesto  que  en  la  aventura 
se  había  ganado  las  espiguillas  de  mayor  (¡ya  era 
tiempo! ). 

En  cuanto  a  Mandujano,  seguía  siendo  un  enig- 
ma. Se  aparecía  de  improviso  en  la  casona  por  dos, 
tres  o  cuatro  días,  en  los  que  permanecía  encerrado 
en  su  «cantón,»  saliendo  a  la  calle  al  pardear  la  tar- 
de, siempre  uniformado  de  charro,  negra  la  vesti- 
menta y  del  mismo  color  hasta  el  sombrero  de  an- 
chas alas. 

Aquellos  detaUes  no  habían  dejado  de  intrigar  a 
las  «hermanas  siamesas»  (nueva  denominación  de 
Tafolla  para  las  Menchaca)  capaces  de  fiscalizar  la 
vida  de  un  gorrión  tempranero,  con  la  misma  faci- 
lidad que  la  de  cualquier  vecino. 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  139 

— ¿Por  qué  será  que  Mandujano  no  le  habla  a 
nadie? 

— Pues  ella  no  peca  por  tener  suelta  la  lengua. 

— Y  los  dos  visten  de  negro.  ¿Por  quién  llevarán 
luto? 

— No  ha  de  ser  por  un  pariente  lejano .... 

— ¿A  que  les  mataron  algún  deudo  en  la  revolu- 
ción y  no  por  cierto  defendiendo  al  Gobierno? 

— Cuando  él  no  está  aquí,  a  ella  la  visitan  indi- 
tos  de  «cotona»  y  sombrero  de  petate  como  los  de 
Cuajimalpa.. . . 

— Que  parecen  zapatistas 

— ^Ella  dice  que  son  peones  de  su  papá,  que  le 
traen  verduras  de  regalo. 

— ¡Hum! ¿Cómo  es  que  cuando  él  está  aquí 

ellos  no  vienen? 

— ¿Por  qué  él  sólo  sale  de  noche? 

— ¿Por  qué  ha  dado  en  vestir  de  charro? 

— ¿Por  qué  no  habla  con  nadie? 

— Luego 

— se  puede  creer  que  es  «zapatista» .... 

Y  Lucha  y  Locha  se  santiguaban  devotamente. 
Era  que  la  palabra  «zapatista,»  usada  para  designar 
a  los  partidarios  de  Emiliano  Zapata,  comenzaba  a 
tener  una  triste  sinonimia  con  las  de  matón  y  ami- 
go de  lo  ajeno.  ■  í 

Las  huestes  de  aquel  hombre  levantado  de  impro- 
viso sobre  el  pavés,  y  que  con  apariencia  de  un  Spar- 
taco  tenía  la  fama  de  un  Atila,  pululantes  en  las 
inaccesibles  regiones  de  Morelos  y  Guerrero,  te- 
nían más  de  horda  que  de  ejército.  Persiguiendo 
ideales  justificables,  empleaban  procedimientos  fu- 
nestos, y  el  incendio,  el  rapto,  el  saqueo  les  eran  atri- 
buidos, por  más  que  en  muchas  ocasiones  el  fiel  de 
la  balanza  se  volviera  loco,  averiguando  quiénes  eran 


'.<*í- 


'-ífí-" 


140  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

los  verdaderos  autores  de  tales  atentados;  si  los  per- 
seguidos o  los  perseguidores. 

Acaso  la  nota  de  raptores  era  la  que  más  hacia  es- 
tremecer de  terror  a  aquel  par  de  sacerdotisas  de 
Tanit,  que  se  encubrían  bajóla  modernista  aparien- 
cia de  las  «hermanas  siamesas.» 

Pero  ¿cómo  era  posible  que  Zapata,  levantado  en 

armas  contra  la  dictadura  porfiriana,  aun  siguiera 

con  ellas  en  la  mano,  contra  los  mismos  que  había 

servido  en  calidad  de  correligionario?  ¿Cómo  era 

■  que  el  secuaz  de  Madero  contra  don  Porfirio,  y  una 

yü  .         vez  triunfante  aquél,  se  transformara  en  el  rebelde 

"^  en  su  contra? 

— ¡Bah,  señor  Andrade!  ¡No  se  haga  esas  pre- 
guntas tan  inocentes Eso  es  cosa  de  la  «incu- 
badora» de  la  revolución.  Todavía  hemos  de  ver 
muchas  empolladuras  como  ésta!  ' 

Bien  se  lo  presumía  Andrade;  pero  le  daba  pena 
confesarlo,  y  quería,  en  su  buena  fe  revolucionaria, 
defender  el  punto,  sosteniendo  que  aquello  era  «un 

accidente»  y  que  Zapata  era  un  «extraviado» 

por  más  que  en  sus  adentros  conviniera  que  aque- 
llo bien  podía  ser,  más  que  un  síntoma,  el  positivo 
pródromo  de  una  enfermedad  de  fácil  contagio. 

— EiS  que  también  se  exagera  mucho. 

— Y  sin  embargo,  no  me  negará  usted  que  el  se- 
fior  Madero  ha  dado  abrazos  a  Zapata» 

— Eso  es  lo  que  dice  la  prensa.  Vaya  usted  a  sa- 
ber si  es  verdad.  V  ^ 

— Y  que  lo  ha  llamado  integérrimo. 

— Pues  acaso  no  lo  haya  calificado  mal.  Nadie  po- 
>               drá  probar  que  Zapata  no  es  probo.    Lucha  por  la 
redención  de  los  suyos:  por  la  reivindicación  de  sus 
derechos Y  eso  es  propio  de  integérrimos. 

— Y  con  su  integerrimidad  trae  de  cabeza  al  Go- 
'   -  bierno Tope  en  que  él  sea  bien  intencionado; 


M 


LA  RUINA  DE  LAXASONA  141 

pero  lo  que  hacen  los  satélites  suyos  sí  que  lleva 
siempre  las  más  «prietas»  intenciones Dí- 
ganlo Ticumán  y  la  Cima. 

— Usted  siempre  pesimista,  Gordillo. 

— EiS  que  no  quisiera  ser  profeta  diciéndole  que 
cualquier  día  se  halla  usted  frente  a  un  integérri- 
mo  que  le  manda  formar  cuadro  y  lo  fusila. 

—¿A  mí?  ¿Porqué? 

— Porque  usted  no  tiene  integerrimidad! 

Lo  cierto  era  que,  triunfante  Madero  por  una 
aplastante  mayoría,  casi  unanimidad,  en  las  elec- 
ciones presidenciales,  candidato  adorado  del  pue- 
blo, y  en  vísperas  de  asumir  la  Presidencia  de  la 
República,  sin  saberse  por  qué  ni  debido  a  qué,  ha- 
bía algo  en  la  atmósfera  política  que  la  hacía  caligi- 
nosa y  pesada.  Pasada  la  tormenta  revolucionaria, 
no  renacía  la  confianza.  La  gestión  política  ante- 
presidencial de  Madero,  había  producido  serias 
incertidumbres;  se  comenzaba  a  dudar  de  que  fue- 
ra el  hombre  capaz  de  la  pesada  carga  echada  so- 
bre sus  hombros  en  un  momento  de  alucinación. 

Inútil  había  sido  que  el  Ministro  de  la  Guerra, 
en  un  pedantesco  vaticinio,  hubiera  asegurado  que 
«a  los  tres  días  de  ser  Presidente  Madero,  Zapata 
depondría  las  armas.>  Nadie  lo  creyó.  Y  era  que, 
en  la  general  duda  que  aquellos  sucesos  engendra- 
ban y  en  la  que  engendra  todo  lo  nuevo,  un  paquete 
de  triqui8  quemados  en  la  calle,  producía  la  alarma 
en  toda  ella,  con  su  respectivo  cierre  escandaloso 
de  puertas  y  los  gritos  de  «¡Atila  ad  portam!>  o 
séase  «¡Ahí  están  los  zapatistas!> 

Lo  que  no  había  sido  óbice  (según  hubiera  escrito 
el  atildado  Chaneque  en  «EU  Nuevo  Credo»)  para 
que  el  ilustre  Barbedillo  hubiera  proyectado  feste- 
jar la  Navidad  con  unas  posadas  caseritas.  Serían 
de  efecto,  según  su  íntimo  pensar,  porque  a  ellas 


,í*:--.- 


142  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

asistirían  el  general  Orosio  Belco,  nno  del  nueTO 
cufio,  algo  patarato,  que  había  operado  en  Morelos, 
con  un  batallón  de  boleros,  y  dos  o  tres  personajes 
que  se  las  traían  en  la  nueva  Administración  «tan 
felizmente  inaugurada»  (frase  de  Chaneque  en  «El 
Credo»).  En  aquellos  sujetos  tenía  puestas  sus  es- 
peranzas Barbedillo,  para  que  le  dieran  «su  empu- 
joncito,»  a  fin  de  encaramarse  a  la  sofiada  curul. 
Demóstenes  aprobó  desde  luego  la  idea,  porque 
¡qué  caaaray!  no  había  que  tomar  tan  a  lo  serio  que 
el  Ministro  de  la  Guerra  hubiera  resultado  un  mal 
rñtoniao.  , :.  Ir 

Y  al  efecto,  para  ensanchar  la  modesta  sala  de 
Barbedillo  y  transformarla  en  salón  de  baile,  don 
Taco  mandó  echar  abajo  un  tabique  de  viejas  tablas 
que  dividía  la  sala  de  la  alcoba  matrimonial,  lo  que 
se  hizo  con  serio  agravio  de  una  nutrida  colonia  de 
cucarachas;  remozar  los  cielos  rasos;  afirmar  unos 
ladrillos  de  la  entrada,  que  bailaban  sin  necesidad 
de  música,  y  pintar  el  pasamanos  de  la  escalera. 
Con  aquello  le  pareció  bastante. 

— E^as  son  locuras.  Barbe! — decíale  la  aflicta 
Tachita — estás  echando  la  casa  por  la  ventana 

— No  lo  creas,  pongo  el  dinero  a  rédito!  Cobraré 
con  la  curulita ....  Ya  verás ....  ya  verás 

Sin  embargo,  a  ñn  de  que  aquello  resultara  lo 
económico  posible,  Barbe  planteó  un  sistema  coope- 
rativo, por  medio  del  que  cada  quiste  ayudaría  «pa- 
ra el  envigado;»  y  así  fué  cómo  se  convino  que  las 
Otamendi  se  harían  cargo  del  adorno  de  la  sala,  di- 
go salón  (era  deprimente  llamarlo  de  otro  modo)  y 
de  vestir  a  los  peregrinos,  pues  por  oficio  les  corres- 
pondía. (¡Qué  mono  se  veía  San  José  con  su  mi- 
núscula capita  amarilla  y  el  ángel  con  su  juboncito 
de  caminante,  las  dos  prendas  de  seda  hechas  de 
unos  retazos!!)  Las  «Corcheas»  se  acomedirían  pa- 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  143 

ra  hacer  los  ponckecitoa  de  té  con  cátala  a  y  sus  ra- 
jitas  de  limón  y  canela,  receta  de  Barbedillo. 

— Baaaratón,  peeero  tres  pieedras! — (seg^n  más 
tarde  exclamó  Tafolla  al  probarlos). 

Paulinita  «vestiría  las  piñatas.»  Era  su  especia- 
lidad; vestir  cabezas  calvas  (que  tales  parecen  las 
ollas);  y  Menchaquita  y  las  «siamesas»  confeccio- 
narían los  sandwichs  para  el  buffet.  Al  fin  que  aquel 
Menchaquita  era  un  primor  para  todo:  lo  mismo 
para  darle  a  la  magneta,  que  para  sacar  de  una  lata 
de  jamón  endiablado  y  de  tres  aguacates  y  un  pan, 
material  para  cien  sandwichs,  parodiando  al  Hijo 
de  Dios  en  el  milagro  de  los  peces. 

Y  así  se  improvisaron  y  se  fueron  consumando 
aquellas  posadas. 

Salían  los  peregrinos  de  la  vivienda  deOrbezo;  su- 
bían la  escalera  del  primer  piso;  le  daban  su  vuel- 
tecita  al  pasillo  y  entraban  a  pernoctar  en  el  cant4in 
Barbedillo.  Fermín  y  los  Orbezitos  quemaban  los 
reglamentarios  triquis,  previo  aviso  a  la  policía,  in- 
formándola que  no  eran  balazos.  (Estaban  tan  preo- 
cupadas las  gentes!)  Se  rompía  la  piñata,  que,  por 
guardar  la  neutralidad  correspondiente,  no  había 
de  representar  ni  a  un  zapatista,  ni  a  un  irregular, 
ni  a  un  federal,  y  sí  a  una  damisela  Luis  XV,  o  bien 
a  un  cisne,  en  el  que  no  habría  cabalgado  Lohen- 
grin,  de  puro  miedo  ante  su  forma  apocalíptica, 
fantasía  de  Paulinita.  Se  atiborraban  los  mucha- 
chos de  cacahuates  y  tejocotes;  se  apuraba  un  anís 
para  «abrir  boca»  y  rompía  el  baile  con  un  two  step 
aquel  cuarteto  que  dirigía  un  primo  segundo  del 
«esposo»  que  había  sido  de  la  Polanco,  y  el  que  se 
domiciliaba  en  el  callejón  de  San  Camilito  23.  Pelu- 
quera de  a  quince  cobres  (centavos);  rótulo  en  la 
puerta,  en  el  que  podía  leerse: — «Secundino  Alba- 
rrán. — Música  para  bailes.» 


.^^y. 


144  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

¿Quién  creerán  ustedes  >3[ue  había  «refonado»  el 
cuarteto  aquel?  Pues  nada  menos  que  Orbezo,  que 
al  no  haber  podido  contribuir  en  otra  forma  para 
las  i;)osadas,  lo  había  hecho  en  aquélla,  rascándole 
ma^istralmente  a  una  monumental  guitarra. 

— ¿Sabe  usted  Andradito,  lo  que  más  me  agorada  de 
todo  esto?  Pues  los  acercamientos,  el  olvido  de  ren- 
cillas   la  armonía  en  todo Mire  usted  a  las 

Otamendi  departiendo  con  las  Garaicochea,  y  a  Pau- 
linita  con  Chaneque. . . .  ¡Me da  idea  de  que  así  va  a 
estar  dentro  de  poco  la  República! 

— Ganas  de  gastar  saliva,  don  Taaaco!  Esto  dura- 
rá mientras  haya  saaandwichs  y  pooonchecitos  de 
gooorra! 

— ¡Qué  mal  pensado  es  usted,  Demóstenes!  ¡Mire 
a  Ohayito  bailar  con  Menchaquita! 

— Diiiígame  don  Taaaco.  Y  el  generalooote  ese 
¿cuoucuando  viene? 

— Una  de  estas  noches.  Ahora  estaba  muy  ocu- 
pado. En  cambio,  ahí  tiene  usted  ya  a  las  Saraci- 
bar -    ■'■-■'       :'•    ■•=■  •  ■•-  - :-.;  '--•■,.  ■' -^  -i  '^, 

— Bububueno  ¿y  qué? 

— ¿Cómo  qué?  ¿Entonces  usted  no  está  al  corrien- 
te de  las  cosas?  Son,  nada  menos  que  las  hijas  de 
un  medio  hermano  del  primo  de  don  Atenógenes 
Viruegas.  ^ 

— ¿Y  ese  Vivirueeegas?  ■ 

— ¿Pero  no  lo  sabe,  hombre?  Viruegas  és  nada 
menos  que  el  sastre  del  ministro  H.  ¡Como  quien 
dice,  el  que  le  toma  las  medidas!  Lo  bromea  mien- 
tras le  prueba  la  ropa.      ','  >  ?^  7  :•     -.  ;~%;tí 

— ¡Aaaah!     -":v.  ■'■'■  >,;-:-v.v  v:m^ 

— Y  ahí  tiene  usted  también  a  Melgar. 

—¿Quién,  Meeelgarciiito? 

— Melgarcito  hasta  ayer;  pero  ahora  el  sefior  Mel- 
gar. Ahora  ya  es  figura. 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  145 

— ¿Deeecoratiiiiva? 

— ¡Política!  ¡Imagínese  que  es  el  peluquero  del 
camarista  del  Presidente! 

—¡Qué  me  cucucueeenta  usted! 

—Y  por  los  humildes  se  llega  a  los  poderosos,  jo- 
ven inexperto. 

En  aquella  noche  de  posada,  a  las  nueve  y  treinta, 
para  no  malgastarse,  se  tomó  el  primer  ponche  y  se 
repartieron  los  primeros  sandwíchs,  preludiándo- 
se un  «bostón.»  A  las  diez  hubo  su  alarma  en  el  pa- 
tio a  obscuras,  con  interjecciones  en  idioma  náhuatl, 
por  Filo  la  portera;  furiosos  ladridos  del  Tulipán; 
carreras  de  Paulinita,  afectada  en  su  casi  maternal 
afecto  al  perro,  etc.,  etc.,  todo  debido  a  que  los  Or- 
becitos  y  Fermín  se  habían  encontrado  un  tablón 
que,  callandito,  se  habían  subido  hasta  el  tercer  pi- 
so y  desde  allí  lo  habían  precipitado  al  patio,  para 
darle  su  susto  a  la  concurrencia,  que  lo  había  sufri- 
do y  padre. 

— No  hay  que  asustarse Han  sido  esos  endia- 
blados muchachos! 

— ¡Qué  bruuuutos!  A  mí  me  han  hecho  teeeem- 
blar . ...  A  ver  ¡un  ponche! 

Y  se  apuró  el  ponche,  y  la  orquesta,  para  animar 
a  los  tímidos,  rompió  con  un  «danzón»  morrocotudo, 
que  hizo  que  nadie  se  quedara  sin  bailar.  ¡Ck>n  de- 
cir que  Barbedillo  lo  hizo  con  su  propia  consorte! 

Y  a  medio  danzón,  resonaron  en  la  puerta  de  la^ 
calle  unos  aldabonazos  como  disparos  de  artillería, 
y  tupidos  como  si  aquélla  hiciera  «fuego  de  ráfaga.> 

— ¡Jesús  nos  valga!  ¡Ese  es  Zapata! 

— ¡No  asustarse No  asustarse!  ¡Que  siga  el 

danzón!  Yo  voy  a  ver  quién  es. 

— ¡Sí  Menchaquita,  por  favor!  Usted  siempre  el 
mismo Tan  sereno!  ¡Tan  valiente! 

Y  el  danzón  siguió;  y  los  aldabonazos  también, 

,  10 


146 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


:•>-  ■ 


por  cuanto  que  Filo,  dormida  con  suefio  de  tronco, 
no  abría.  Y  bajó  Menchaquita.  Y  al  minuto  escaso 
de  haber  bajado,  resonó  en  el  patio  «una  retahila  de 
balazos» Sí  señor;  de  balazos,  en  tupida  descar- 
ga, que  si  dejaron  estáticos  a  los  músicos,  con  los 
dedos  agarrotados  sobre  las  cuerdas,  pusieron  alas 
en  los  pies  de  la  mitad  de  la  concurrencia  que  se 
desperdigó  a  la  desbandada,  buscando  refugio  tras 
de  cómodas,  roperos,  y  hasta  en  algún  sitio  de  bien 
reservados  usos,  mientras  la  otra  mitad,  de  golpe  y 
porrazo,  había  optado  por  el  síncope  fulgurante,  ya 
auténtico,  o  simulado  a  la  perfección. 

— ¡Jesús!  i  Ya  mataron  a  «Pito!» 

—¡A  Fito! — exclamaron  a  dúo  las  Menchaca. 

— ¡Válgame  la  Guadalupana!  ¡Ahora  sí  que  son 
ellos!.... 

— «¡El  integéeeeerrimo!»  suspiró  Chaneque. 

Y  en  aquel  momento,  como  para  ratificar  la  espe- 
cie, hizo  irrupción  en  la  sala  y  entre  las  sillas  caídas 
y  los  bailadores  «azorrillados,»  el  más  extraño  per- 
sonaje que  verse  pueda,  seguido  de  otros  dos  simi- 
lares, y  del  imperturbable  Fito  que  sano  y  salvo,  se 
arreglaba  un  pliegue  del  pantalón.       -      I 

Gastábase  el  hombre  aquel  hirsuta  cabellera;  ce- 
rrada barba;  rojo  «paliacate»  arrollado  al  cuello;  ca- 
misa de  kaki,  y  blusa  que  pudo  ser  de  dril  blanco; 
pantalón  «cachir  uleado»  de  gamu  za,  y  toscas  polainas 
que  caían  sobre  un  par  de  zapatones  formidables. 
Pistolón  al  cinto,  canana  repleta  de  tiros  y  gestos 
de  dragón  chino.  Y  él  mismo  rompió  el  general  azo- 
ro diciendo  con  estentórea  voz: 

— Con  un ¿Pero  qué,  no  me  reconocen? 

¿Por  qué  se  asustan?  ¡Yo  soy  Tenorio! .... 

— Te Te  ...  Te norio!  «Tru Tru 

Truenos»  ¿Tú? 

— ¡Yo,  hombre,  yo!  Épale,  maestro!  ¡Sígale  al 


"•V.1V  • 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA 


147 


danzón  ese!  ¡A  ver  unas  copas!  ¡Y  lo  que  sea  del 
gasto  todo,  yo  lo  pago!  ¡Y  <a  darle  que  es  mole  de 
olla!» 

— Hombre,  Tenorio ....  La  verdad  es  que  ha  teni- 
do usted  unos  modos  que  ya. . . .  ya 

— ¡Déjese  de  eso,  don  Taco!  ¡A  bailar! 

Y  sin  pedir  permiso,  al  sonar  los  primeros  acor- 
des del  danzón,  <Truenos»  se  apoderó  de  Chayito; 
estrechó  fuertemente  su  cintura,  y  «se  arrancó> 
con  ella,  siguiendo  el  voluptuoso  giro  de  la  música. 
Entre  tanto,  las  almas  iban  volviendo  poco  a  poco  a 
aquellos  cuerpos  que  habían  adquirido  contexturas 
de  madejas Y  Chayito  se  dejó  conducir  dócil- 
mente por  aquel  bárbaro,  sintiendo  como  que  la  ma- 
reaba con  un  extrafio  y  penetrante  olor,  tufo  de 
macho  embravecido;  y  que  casi  la  levantaba  en  vilo 
entre  sus  manazas  groseras,  con  sus  brazos  de  atle- 
ta, ensenándole  en  una  sonrisa  de  gafián  satisfecho, 
la  doble  fila  de  dientes  blancos  y  recios,  como  de 
quijadas  de  cuadrumano  goloso! 


'.í;- 


•_./ 


CAPITULO  II  :;^ 

"  Un  acridio  desconocido     ';:? 

Tenorio  había  regresado  de  ]a  campaña.  Era  él, 
no  cabía  duda;  y  si  dudar  se  podía,  para  autenticar 
su  aparición,  bastaba  teaer  en  cuenta  la  forma  en 
que  la  había  hecho.  ^ 

Como  buen  camarada,  no  tuvo  empacho  en  acep- 
tar por  aquella  noche  (madrugada  más  bien)  la  hos- 
pitalidad de  la  «República,»  compartiendo  el  lecho 
con  el  buen  Demóstenes,  siempre  listo  para  hacer 
un  servicio  si  la  molestia  consiguiente  era  sopor- 
table. 

Al  día  siguiente,  alto  ya  el  sol,  se  despertó  la  par- 
vada de  la  alegre  jaula;  y  como  Chaneque  se  queja- 
ra de  que  tenía  su  «goma»  (molestia  consiguiente  al 
abuso  de  los  ponches).  Tenorio  ofreció  «curársela» 
a  todos,  y  en  calzoncillos  y  camiseta  entreabrió  la 
puerta  y  llamó  al  consabido  mandadero,  con  un  es- 
tentóreo grito  de«¡Permiín!»en  cuyo  acento  Demós- 
tenes comprobó  que  Tenorio  había  adquirido  en  la 
voz,  por  lo  menos,  la  marcialidad  propia  de  un  ge- 
neral. 

— Vete  corriendo  a  la  tienda  de  la  esquina,  por 


150 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


m^ 


unas  cervezas  y  algo  de  «refino,»  y  dile  a  la  autora 
de  tus  días  que  nos  prepare  un  jarro  de  «hojas. > 

— Una  olla  sería  mejor — indicó  Chaneque. 

— ¡Bueno!  pues  una  olla Y  no  te  tardes! 

«Truenos,»  para  el  mandado,  puso  en  manos  de 
de  Fermín  dos  o  tres  arrugados  billetes  de  Banco, 
que  extrajo  de  una  bolsa  del  pantalón,  en  donde 
otros  más  se  asomaron  en  tupido  montón. 

— tOaaaaray  «mano!»  iQuó  «armado»  vienes! 

— iPsehé!  Mis  economías  de  campaña. ... 

— Oye  «Truenos»  ¿pero  es  verdad  que  has  estado 
en  campaña?  I 

— Sigues  siendo  el  mismo  imbécil  de  siempre, 
Chanequito! 

— A  veeeer,  Trueeeenitos Cuéntanos  cómo  te 

fufufué.. .. 

Tenorio  no  se  hizo  de  rogar.  Instalado,  en  paños 
menores,  en  la  orilla  de  la  cama  de  TafoUa,  y  mien- 
tras éste,  Andrade  y  el  «Capulín,»  lo  oían  tumbados 
a  la  bartola  y  sorbiendo  con  fruición  el  caliente  co- 
cimiento de  hojas  de  naranjo  con  su  «piquete»  (por- 
ción) de  refino,  que  calmaba  las  congojas  de  aquellos 
estómagos  resecos,  comenzó  la  bélica  página  de  sus 
hazañas  revolucionarias.  .  I 

Refirió  cómo,  resuelto  a  lanzarse  a  la  «redento- 
ra,» se  había  puesto  de  acuerdo  con  unos  revolucio- 
narios que  tenían  su  cuartel  general  de  ocultis,  por 
la  Plazuela  de  Tepito,  y  a  los  que  sólo  faltaba  un  je- 
fe de  condiciones,  que  había  resultado  ser  él.  Cómo 
se  habían  lanzado  a  la  brega  y  desde  el  primer  día 
habían  tenido  un  encuentro  que  les  había  sido  favo- 
rable. Cómo  después,  y  ya  engrosadas  las  filas, 
habíanse  apoderado  de  la  «plaza»  de  San  Juan  TU- 
comatepec,  y  en  la  Hacienda  del  Rincón  habían  de- 
rrotado a  un  regimiento  entero;  cómo  él  sólo  había 
ganado  audazmente  la  batalla  de  «Palma  Sola,»  y  a 


lí-^?^- 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  151 


'%  ;.■• 


renglón  seguido  la  de  la  «Conejera;»  y  cómo  al  cabo 
de  los  cuatro  meses  de  andar  en  «la  bola>  había  pues- 
to asedio  y  sitio  en  forma,  a  la  cabeza  de  mil  hombres, 

a  la  importantísima  plaza  de en  el  Estado  de  f ^ ; 

Hidalgo,  concluyendo  por  tomarla,  para  venir  a  re- 
concentrarse en  seguida,  en  la  Hacienda  de  «Pie- 
dras Blancas,»  en  esi)era  de  órdenes  superiores 
que,  al  no  llegar,  lo  habían  decidido  a  emprender  el 
viaje  a  México,  para  recabarlas.  Ni  un  sólo  día  de 
descanso;  fatigas  continuas;  peligros  inminentes; 
heroicidades  clásicas;  dos  o  tres  «raspones»  de  bala 
y  nada  de  conocer  el  miedo 

— ¡Caaaray!  ¡Papaparece  meeentira! ¡Y  aho- 
ra, coronelaaazo! 

— Sí,  sefior;  quiera  o  no  quiera  «el  chaparrito» 
(Madero)  que  bien  ganado  me  lo  tengo. 

— Bueno,  Tenorio  -  preguntóle  Andrade.  —  Yo  lo 
que  quisiera  que  me  explicaras,  es  contra  quiénes 
te  has  batido,  ya  que,  cuando  tú  te  fuiste  la  cosa  ha- 
bía acabado  con  la  renuncia  de  don  Porfirio. 

— ¡Acabado!  Si  era  entonces  cuando  empezaba, 
viejo!  Había  que  destruir  a  los  enemigos  de  la  revo- 
lución. A  los  peores,  a  los  más  empedernidos .... 

— ¿Y  quiénes  eran  ellos? 

— ¡Friolera!  Los  caciques  y  los  científicos  de  los 
ranchos,  y  los  militares  que  no  se  rendían 

— ¿Y  piensas  seguir  ahora  la  «gloriosa?»  (por  la 
carrera  de  las  armas)  preguntóle  Chaneque. 

— ¡Seguro!  Si  a  los  veintidós  soy  coronel,  tengo 
derecho  para  esperar  ser  general  a  los  veintitrés.... 

— ¿Qué  dejas  entonces  para  los  treinta? 
;     — Mi  retiro  con  paga  íntegra  y  veteranizado. 
♦  — ¡Caaaray!  ¡Como  coheeete! 

— Y ¿quién  te  dio  el  grado? 

— No  te  digo,  «Capulín,»  que  sigues  siendo  un  la- 
drillo mal  cocido!  ¿Quién  quieres  tú  que  en  las  revo- 


''í\- 


152 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


luciones  dé  los  grados?  ¡Pues  la  revolución!  Y  yo, 
soy  uno  de  los  suyos,  me  di  el  mío  y  santas  Pas- 
cuas   

— ¡Ah!  No  estaba  al  tanto  de  eso 

— Y  por  eso  vengo  ahora,  repito,  a  que  me  lo  re- 
frende el  chaparrito. 

— ¿Y  si  no  se  le  diera  la  gana?  I 

—  íBarajo!  ¿Y  quién  es  él  para  oponerse? 

Tal  brutal  observación  sublevó  a  Andrade  en  su 
manera  de  ser. 

— ¿Cómo  quién?  ¡El  único  facultado  por  la  ley  pa- 
ra discernir  cargos  tales,  pues  la  revolución  no  es 
más  que  una  abstracción  incapaz  de  ello! 

— ¿Sí?  ¿Y  quién  le  dio  la  Presidencia  a  Madero? 
Nosotros,  y  por  lo  tanto,  que  tenga  cuidado,  porque 
si  se  nos  «cuartea»  no  estamos  dispuestos  a  de- 
jarnos! 

— ¡La  Presidencia  se  la  dio  el  pueblo,  el  voto! 

— ¡Barajo!  ¡El  pueblo! ¡Bueno  está  él!  Ese 

hace  lo  que  el  chafarote  quiere. ...  ¡El  voto!  ¡Y  sa- 
lió Vicepresidente  Pino  Suárez! 

— ¿Y  eres  tú,  Tenorio,  tú,  el  antiguo  revolucio- 
nario, el  que  dices  esas  herejías? 

—¿Y  eres  tú,  Andrade,  el  talentoso,  el  que  quiere 
que  yo  comulgue  con  ruedas  de  molino?  ¡Yo  no  me 
fui  a  la  «bola»  para  que  me  creciera  el  pelo,  qué 
caray! 

—Bu ....  bu ... .  bueno,  pero  supooonte  que  no  te 
lo  hacen  efectivo 

—¿Cuál? 

— El  graaado .... 

— Entonces  me  lo  hago  bueno  yo,  que  para  eso 
tengo  esta  «chata»  (golpeando  la  pistola  puesta  en 
la  cabecera  del  lecho). 

— Me  estás  dando  i)ena  y  asco.  Tenorio 

— ¡Y  tú  me  causas  compasión,  Quico! 


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,\      :  LA  RUINA  DE  LA  CASONA  153 

— ¡TÚ  serás  todo,  menos  revolucionario! 

— ¡Y  tú- todo,  menos  hombre  práctico! 

A  tales  Sjlturas  se  presentaron  en  la  puerta  de  la 
vivienda  dos  sujetos,  mismos  que  en  la  noche  ante- 
rior hicieron  irrupción  en  la  sala  de  Barbedillo  a  la 
par  de  Tenorio,  retirándose  más  tarde  a  pernoctar 
a  su  hotel,  y  que  ahora  estaban  inconocibles,  por 
cuanto  que  el  jabón,  el  agua  y  las  navajas  de  afeitar 
habían  hecho  sus  nobles  oficios. 
.:    — A  la  orden  mi  coronel .... 

— ¡Hola,  muchachos! Los  presentaré,  ya  que 

anoche  no  hubo  oportunidad.  El  señor  mayor  don 
José  Blas  Bonaparte.  El  sefior  capitán  don  Sa- 
bás  Iñiguez.  Mis  amigos  y  ex-camaradas  de  estu- 
dios .... 

Era  el  José  Blas  un  indio  de  raza  pura,  fornido 
y  «cuatezón,»  de  salientes  pómulos  y  gruesos  bel- 
fos, de  los  que  el  superior  estaba  exhornado  por 
«cuatro  soldados  y  un  cabo,»  (vulgo  pelos  de  bigote) 
y  que,  por  el  andar,  demostraba  bien  que  hasta  las 
vísperas,  no  había  sufrido  la  odiosa  servidumbre 
del  calzado.  Y  era  el  capitán  Iñiguez  un  delgadu- 
cho, descolorido,  pecoso  y  pelirrubio,  de  inocente 
mirada  y  modales  un  sí  no  es  pulcros,  al  que  la  in- 
dumentaria guerrera  y  especialmente  aquel  pisto- 
lón  de  calibre  44  caían  como  a  un  Cristo  un  par  de 
revolverá. 

■  — Nos  citó  usted  para  las  once  de  la  mañana  a  fin 
de  presentarnos  en  la  Comandancia  Militar,  y  aquí 
estamos. 

— Muy  bien ....  Espérenme  allá  abajo ....  «No 
más»  me  visto  y  los  alcanzo. 
•  — Como  usted  lo  ordene,  jefe 

Y  los  dos  seides  aquellos,  después  de  cuadrarse 
militarmente,  se  marcharon  haciendo  retemblar  el 
piso,  bajo  las  suelas  de  sus  ferrados  zapatones. 


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V^:  154  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


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—¿De  tu  Estado  Mayor,  Tenorio?  ' 

— Sí. . . .  ¡buenos  muchachos! 

— iOaaaray!  ¡Peeero  qué  feo  es  Booonaparte! 

— Tan  feo  como  valiente.  Un  león.  Fué  de  los  que 
inició  conmigo  la  campafia. 

— El  otro  es  simpático. 

— Iñiguito?  Ese  es  muy  «águila»  (por  lo  vivara- 
cho e  inteligente).  I 

— ¡Reeeefajos!  ¡Por  lo  visto  andas  entre  puros 
leoooones  y  aaaaáguilas!  ¡Como  Juuuuüpiter  Olím- 
pico! I 

Vistióse  ceremoniosamente  «Truenos;»  se  caló  el 
trabuco  naranjero  que  a  guisa  de  pistola  usaba,  y 
con  un  « 

—¡Bueno,  compadres ya  nos  estamos  viendo! 

se  despidió  de  sus  antiguos  cofrades,  no  sin  tomar 
muy  a  mal  que  Chaneque  le  dijera  ingenuamente: 

— Si  en  algo  te  puedo  servir  para  eso  del  grado 

Ya  sabes puedes  mandar !   Tengo  «buenos 

amigos.»  •  '  I 

Con  lo  que  quería  dar  a  entender  que  él,  sin  ser 
coronel,  también  tenía  su  valer  político,  y  sus  «aga- 
rraderas,» cosa  muy  natural,  perteneciendo  a  la  fa- 
lanje  de  los  «luchadores»  con  la  pluma. 

Pasaron  los  días  y  las  visitas  de  aquel  terceto  de 
libertadores  no  escasearon  para  la  casona  de  las  Mo- 
ras, aunque  no  lo  fueron  precisamente  para  la  «Re- 
pública,» pues  por  lo  regular,  Tenorio,  después  de  un 

— Adiós  Mayorcito 

dicho  con  cierta  songa  y  al  encontrarse  en  el  patio 
con  Orbezo,  que  por  atención  tenía  que  contestar 
con  un  humilde 

— Adiós,  señor  Tenorio 

más  bien  refunfuñado  que  dicho,  se  encaminaba  pa- 
ra la  vivienda  de  las  Otamendi,  en  tanto  que  José 
Blas  Bonaparte  se  colaba  en  la  de  la  profesora  Po- 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  155 


lanco,  por  la  que  parecía  tener  grandes  simpatías, 
siendo  Ifiiguez  el  más  asiduo  en  la  «República,»  en  .:|| 

pos  de  Andrade,  por  el  que  había  cobrado  estima- 
ción y  aun  cierto  respeto  al  ver  que  era  el  único  q  ue 
no  se  «achicaba»  ante  el  furibundazo  coronel. 

Y  fué  así  como  un  día,  aprovechando  la  oportuni- 
dad de  encontrar  a  Andrade  solo,  le  «partió»  en  la 
siguiente  forma: 

— Usted  me  perdonará,  sefior  Andrade pero 

es  el  caso  que  yo  necesito  hacer  a  usted  una  consul- 
ta muy  seria 

— Lo  que  usted  guste,  capitán. 

— Dígame  mejor  Ifiiguez.  Pues  bueno Pero 

es  el  caso  que  yo  desearía  que  esto  fuera  muy  re- 
servado  

— ¡Por  supuesto,  hombre!  Pierda  cuidado 

— Ea  que  como  se  trata  del  sefior  Tenorio 

—¿Del  coronel?  > 

— Diga  usted  del  sefior  Tenorio,  porque  la  verdad 
es  que  eso  de  coronel  y  mayor  y  capitán,  nos  está 
«fastidiando» 

— ¡Hombre!  ¡Hombre !  Está  usted  picando  mi 

curiosidad 

— Sefior  Andrade,  usted  me  ha  parecido  un  hom- 
bre sensato  y  honrado,  y  por  eso  mi  consulta.  La 
verdad  «pelada»  es  que  yo  tengo  miedo  de  que  por 
andar  jugando  esta  farsa  paremos  en  la  cárcel 

— ¿Cómo  es  eso?  ¿A  qué  farsa  se  refiere  usted? 

—Usted  me  entiende ni  el  sefior  Tenorio  es 

coronel,  ni  José  Blas,  mayor  de  verdad,  ni  yo  quie-  _-M^ 

ro  seguir  empinado  por  más  tiempo  en  esta  tremo- 
lina.... * 

— Pero  entonces  las  campafias  de  usted,  sus  com-  ¡.^ 

bates,  sus  servicios  a  la  «causa» ....  ^-^ 

— Pero  ¿usted  ha  creído  formalmente  esas  pa- 
trafias? 


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156 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


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— No  mucho  que  digamos El  mayor  Bonapar- 

te  me  ha  asegurado,  sin  emhargo,  que 

— Comience  usted,  sefior  Andrade,  porque  ese  no 
tiene  suyo  ni  el  apellido,  del  que  se  «ha  hecho»  como 
de  muchas  otras  cosas .... 

—¿Pero  no  se  llama  José  Blas  Bonaparte? 

— José  Blas,  a  secas.  Es  un  pobre  indio  de  Tepéx- 
pam,  que  venía  todos  los  días,  con  un  hermano  su- 
yo, en  sus  caballejos  «matalotes»  a  vender  un  poco 
de  «tlachique»  en  la  plazuela  de  Tepito.  Eli  sefior 
Tenorio,  para  que  «sonara»  el  nombre,  fué  el  que 
agregó  lo  de  Bonaparte.  Los  conoció  en  el  mesón 
donde  se  hospedaban,  al  huir  él  de  México,  y  se  los 
conquistó  para  que  se  lo  llevaran  en  uno  de  los  ca- 
ballejos. En  el  camino  los  engatuzó  con  que  él  era 
revolucionario,  gran  amigo  del  sefior  Madero,  con- 
venciéndolos de  que  era  la  hora  de  «irse  a  la  carga- 
da» entrando  en  la  «bola»  ya  sin  peligo 

— ¿Pero ¿está  usted  seguro  de  eso,  amigo 

Ifiiguez?  ! 

— Se  lo  refiero  a  usted  tal  como  a  mí  me  lo  ha  re- 
ferido Che  Blas. 

— ¿Cuántbs  Che  Blases  no  habrá  a  estas  horas? 

— ¡Muchos,  sefior  Andrade. . . .  muchos! 

— Siga  su  historia,  es  divertida. 

— Sigo;  en  el  camino  de  Tepéxpam .... 

— tuvo  Tenorio  el  primer  encuentro  favora- 
ble, según  nos  ha  contado,  y  en  el  primer  día  de 
campafia. 

— Sí;  el  que  lo  tuvo  desfavorable  fué  un  pobre 
arriero  al  que  desbalijaron.  En  la  noche,  en  Tepéx- 
pam, se  «levantaron»  con  dos  caballos  más  y  una 
carabina  que  le  pidió  prestada  Che  Blas  a  un  pa- 
riente suyo.  A  los  quince  días,  Tenorio  llevaba  con 
él  más  de  veinte  hombres,  e  iba  sembrando  el  te- 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  167 

rror  a  su  paso,  porque ¡ríase  usted  de  la  lan- 
gosta! 

— ¿Y  como  no  lo  perseguían  las  autoridades? 

— Porque  se  hacían  «de  la  vista  gorda,»  por  si  aca- 
so se  trataba  de  un  revolucionario  de  verdad,  para 
así  quedar  bien  con  el  nuevo  Gobierno. 

— ¿Y  eso  de  San  Juan  Tilcomatepec?  ^ 

— ¡Allí  empezaron  mis  penas,  sefior  Andrade! 
¡Miserere  meil  ¡Miserere  mei,  quia  pecavit! 

— ¡Hombre,  Ifiiguez!  ¿Habla  usted  latín? 

— Algo ¿Usted  me  ve  capitán  revolucionario 

por  obra  del  sefior  Tenorio?  Pues  sépase  que  lo  que 
auténticamente  soy,  es  un  «seminarista»  fugado!.... 
Comience  usted  porque  soy  espafiol. 

— Se  le  conoce  por  el  acento 

— Aunque  mucho  lo  he  perdido.  Yo  estaba  en 
Puebla  desde  hace  diez  afios  que  }legué  de  mi  tierra, 
de  donde  me  trajo  un  tío  mío,  que  estaba  empeñado 

en  que  yo  fuese  cura Para  esto  me  zampó  en  el 

Seminario,  en  donde  me  aburría,  porque  el  sacer- 
docio no  me  seduce.  Por  eso  que,  cada  vez  que  te- 
nía ocasión,  me  fugaba  del  colegio.  Mi  tío  me  man-  4f^; 

daba  buscar,  me  echaban  garra,  y  vuelta  a  los 
latines! 

— ¿Y  en  esta  última  qué  pasó? 

— ¡En  esta  última,  en  que  hubiera  querido  que  me 
la  echaran  para  quitarme  de  este  compromiso,  mi 
tío,  a  lo  que  parece,  no  ha  querido  acordarse  de 

mí !  Fugado  y  a  la  ventura  fui  a  dar  por  San  Juan 

Tilcomatepec,  a  tiempo  que  la  «columna»  del  sefior 
Tenorio  «operaba»  por  allí.  Al  «toparme»  con  ella 
me  «marcaron»  el  alto;  me  examinaron  para  ver  si 
era  espía,  aunque  cualquiera  hubiera  creído  que  pa- 
ra ver  si  llevaba  dinero.  El  sefior  Tenorio  me  vio 
«facha»  no  vulgar:  me  habló,  le  contesté;  parece  que 
le  caí  bien;  me  ordenó  incorporarme,  y  en  la  noche, 


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158  £.  MAQUEO  CASTELLANOS 

mientras  cenábamos  en  Tilcomatepec  a  costillas  del 
municipio,  me  extendió  despacho  de  subteniente  en 
su  «Estado  Mayor»  que  se  componía  de  Chó  Blas, 
únicamente. 

— ¿Pero  y  esa  «acción»  tan  refiida  de  San  Juan? 

— ¡Quiá!  Allí  loque  hicimos  fué  cenar,  beber,  bai- 
lar, todo  a  costillas  de  los  indios,  y  al  siguiente  día 
apoderarnos  de  los  fondos  del  Ayuntamiento  para 
«socorro»  de  la  fuerza,  engrosando  las  filas  con  quin- 
ce «badulaques»  más,  y  saliendo  de  allí  después  de 
haber  dejado  sembrada  la  buepa  semilla  de  la  revo- 
lución. ...  I 

—¡Y  tan  buena!  Sobre  todo,  que  rinde  ciento  por 
ciento. 

— ¿No  le  ha  referido  el  señor  Tenorio  la  batalla  de 
la  Hacienda  del  Rincón? 

— Sí en  la  qye  derrotaron  ustedes  a  todo  un 

Regimiento  federal .... 

— ¡De  la  que  escapamos  allí!  Si  le  digo  a  usted  que 
hay  una  suerte  decidida  para  los  picaros!  Figúrese 
que  supimos  que,  para  proteger  la  Hacienda  esa  de 
las  incursiones  de  otros  «correligionarios»  había  un 
destamento  de  diez  y  ocho  dragones  mandados  por 
un  pobre  alférez.  Mi  coronel  tuvo  un  chispazo  de 
tantos,  porque  no  hay  que  negarlo,  es  hombre  de  in- 
genio  Cortamos  por  su  orden  el  hilo  del  teléfono 

y,  hecho,  le  intimamos  rendición  a  la  guarnición,  ha- 
ciéndole creer  que  éramos  cien,  cuando  escasos  lle- 
gábamos a  cincuenta  mal  armados.  El  pobre  alférez 
pr^untaba  todo  «atolondrado»  que  por  qué  quería- 
mos que  se  rindiera  cuando  ya  la  revolución  se  ha- 
bía acabado 

— ¿Y  qué  argüyó  Tenorio? 

— Que  era  de  «orden  superior»  y  que,  o  se  ren- 
dían o  atacábamos  y  los  pasaríamos  a  cuchillo.  Se 
rindió  aquella  pequefia  fuerza,  y  ahí  tiene  usted  có- 


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LA  RUINA  DE  LA  CASONA  159  ■    "M^ 

mo  nos  hicimos  de  dieciocho  maussers  del  Gobier- 
no; de  flamantes  caballos  para  casi  toda  la  fuerza,  y  .  ^  '^ 
de  algunos  miles  de  duros  que  se  le  exigieron  a  la 
hacienda  para  socorro  de  aquélla 

— ¡Parece  increíble! 

— Por  eso  yo  pienso  «quién  con  estos  ruidos  duer- 
me»   Aquello  no  pudo  ya  pasar  desapercibido. 

El  administrador  de  la  hacienda  se  quejó:  el  alférez 

quiso  vengarse,  y vino  la  batalla  de  «La  CJone- 

jera» Nos  echaron  encima  un  buen  destacamen- 
to de  «rurales»  y  ahí  nos  tiene  usted  corriendo  más 

que  conejos  por  espacio  de  ocho  días Aquello 

fué  ignominioso!  Al  grado  de  que,  para  moralizar  a 
la  «fuerza»  y  que  no  se  nos  desperdigara,  tuvimos, 
el  señor  Tenorio  y  yo,  que  dar  la  batalla  de  la  «Pal- 
ma Sola.» 

— Pero ¿Ustedes  dos  nada  más? 

— Sí  señor,  los  dos  nada  más. 

— ¿Y  contra  cuántos? 

—Contra  nuestros  dos  zarapes,  colgados  de  una 

solitaria  palma  que  había  en  una  barranca Les 

hicimos  fuego  a  discreción,  y  quedaron  clareados 

como  pic?iancha8 Y  los  camaradas  creyeron  o 

fingieron  creer  que  habíamos  derrotado  al  enemi- 
go. Y  como  consecuencia  de  tan  notable  encuentro 
el  señor  Tenorio  se  ascendió  a  coronel  y  a  mí  me 

ascendió  a  teniente Guárdeme  el  secreto,  señor 

Andrade,  porque  si  mi  coronel  sabe  estas  indiscre- 
siones  mías,  me  levanta  un  falso  y  me  pudro  en  la 
prisión 

— Pierda  cuidado  y  siga  adelante  con  su  relación. 

—¿Después?  ¡La  mar!  ¡Figúrese  usted  lo  que  ha- 
ríamos ya  en  «alta  fuerza»  ochenta  hombres  mon- 
tados, es  decir,  capaces  de  «sacarle  la  vuelta»  a 
cualquier  peligro!  ¡Cuando  le  digo  a  usted  que  ni  la 
langosta! 


>;^|r  160  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

— En  efecto,  deben  haber  sido  ustedes  un  acridio 
mejor! 

— Y  no  éramos  los  únicos  por  cierto.  Hade  saber 

usted  que,  cuando  pasamos  por  el  pueblo  de  Cinco 

Ciénegas,  el  sefior  Tenorio,  que  gustaba  siempre 

de  hacer  reclame  a  la  causa  utilizando  para  ello  mis 

dotes  oratorias  de  seminarista,  me  recomendó  que 

;  ';.  yo  les  echara  un  spichito  a  los  indios  del  lugar;  y 

,  . .  como  yo  les  perorara  sobre  que  «ya  no  había  más 

tiranías  ni  más  yugos,  porque  nosotros  los  había- 

?  mos  hecho  desaparecer,»  no  faltó  un  indio  atrevido 

■  de  aquellos,  que  me  contestara:  «Lios  yugos  ahí  es- 

7  ■:  táu,  sifior  jefe Lo  que  nos  quitaron  jueron  loa 

güeyes »  Y  era  verdad ,  porque  otros  camaradas 

que  habían  pasado  antes  que  nosotros  por  el  pue- 
blo, se  habían  arreado  todas  las  yuntas. 

— ¡Qué  vergüenza!  En  fin,  alguien  dijo  que  los 
pueblos  se  corrigen  en  fuerza  de  devorar  sus  afren- 
tas y  sentir  sus  vergüenzas!  *  .    I 

— Rodando  rodando  llegamos  a Eramos  ya 

como  ciento  cincuenta La  mayor  parte  a  caba- 

' ;'  lio,  que  caballo  que  veíamos  nos  lo  avaruáhamoa.  Ya 

en  aquel  punto  recibió  el  señor  Tenorio  orden  de 
. ;  licenciar  a  su  fuerza.   No  hacerlo,  era  declararse 

■  ;; ',.  rebelde;  pero  hacerlo,  era  perder  la  chamba.  El  co- 
ronel, después  de  consultar  con  el  Estado  Mayor, 
aceptó;  pero  con  la  condición  de  que  se  le  entrega- 
rían veinticinco  mil  machaxxintes  (vulgo  pesos)  para 
<los  muchachos. >  Hubo  sus  contestas  entre  él  y  el 
Ministro  de  la  Guerra  telegráficamente,  hasta  que 
por  fin  se  conformó  con  diez  mil  duros,  de  los 
que  nos  repartió  el  coronel  dos  mil  y  se  sumió  con 
'\í  el  resto.  v  |      ; 

—No  lo  tenía  mal  ganado 

— Lo  malo  fué  que  había  feria  en  el  pueblo,  y  en 
ella  un  peladeritoáe  albures  al  que  se  fué  a  jugar  el 


,  LA  RUINA  DE  LA  CASONA  161 

coronel;  en  la  primera  noche  salió  tablas;  en  la  se- 
gunda ganó  algo;  pero  en  la  tercera  lo  pelaron^  por 
lo  que  llevó  una  escolta,  cerró  «la  partida,»  obligó  a 
los  banqueros  a  que  le  devolvieran  lo  que  había  per- 
dido, y  le  entregaran  lo  más  que  tenían,  llamándo- 
los ladrones  y  pretendiendo  fusilarlos  por  desobe- 
diencia a  una  autoridad,  por  cuanto  aquellos  se 
resistían  a  dejarse  desplumar,  y  así  se  emparejó 
con  creces  de  la  pérdida  que  había  sufrido. 

—Entonces  a  esa hazafla  se  redujo  el  asedio 

y  toma  de  la  plaza  de. . ? 

— ¡Cabal!  ¡Pero  por  su  mamacíta,  sefior  Andrade, 
que  no  le  diga  usted  nada  de  esto  al  coronel,  porque 
capaz  es  de  achichinarme  a  tiros! 

— Pierda  cuidado. 

— Nos  salimos  de. licenciados  ya  «los  mu- 
chachos. >  Che  Blas,  yo  y  algunos  otros  oficiales 
que  acompañamos  más  de  fuerza  que  de  voluntad 
al  sefior  Tenorio,  y  nos  fuimos,  dizque  a  descansar 
de  la  campafia,  a  una  hacienda,  de  la  que  es  admi- 
nistrador el  padre  de  mi  coronel,  viejo  chapado  a  la 
antigua,  y  que  ix)r  una  nada  «lo  pudre  a  patadas,» 
indignado  de  nuestras  cosas.  Y  estando  allí,  ya 
muy  quitados  de  la  pena,  recibió  el  sefior  Tenorio 
la  orden  conminativa  de  pasar  inmediatamente  a 
esta  capital '     '. 

— ¿Pero  no  han  venido  ustedes  espontáneamente 
a  reclamar  el  reconocimiento  de  sus  grados? 

— ¡Qué  va!  ¡Por  eso  que  me  esté  oliendo  la  cosa  a 
cárcel!  ¡Para  mí  que  «nos  enfundan!»  (por  nos  guar- 
dan). De  ahí  el  que  yo  reclame  su  consejo,  sefior 

Andrade Dígame,  ¿qué  hago  para  salir  de  este 

atascadero? 

— ¿Pero  para  qué  demonios  se  metió  usted  en  él? 

— ¡Eso  mismo  es  lo  que  yo  me  digo!  Para  qué  de- 
monios  

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162  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

»  — En  fin para  fortuna  de  ustedes,  y  quién 

sabe  cuántos  futuros  males  de  la  Patria,  que  tiene 
que  ser  la  padecedoray  como  puede  usted  tener  la 
s^uridad  de  que  no  son  ustedes  los  únicos  reden- 
tores suyos  de  tal  cuño,  y  a  ponerse  el  Gobierno  a 
perseguir  a  todos  ya  se  vería  en  compromiso,  la 

indulgencia  tiene  que  imponerse Vendrá  el  re- 

gafio  y la  baja. 

— ¡Pues  por  mí,  que  venga  cuanto  antes! 

A  estas  alturas  de  tan  larga  plática,  Tenorio,  se- 
guido de  Che  Blas  (a)  Bonaparte,  llegó  a  la  «Repú- 
blica» echando  más  chispas  que  una  locomotora  en 
noche  lóbrega;  más  temos  que  un  chalán  de  arra- 
bal, y  aventando  airado  el  sombrero  teocano,  en  la 
primera  cama  que  para  el  caso  encontró.    | 

— Pero ....  ¿qué  te  pasa?  ¿Qué  furias  son  esas? 

— ¿Qué  me  pasa?  ¡Que  son  unos  canallas!  ¡Que 
no  me  quieren  reconocer  mi  grado,  y  me  echan  la 
viga  dizque  por  abusador,  y  me  rebajan  a  capitán! 

— Pues de  los  males  el  menor,  chico. 

— ¿Sí,  eh?  Pues  se  equivocan  el  chaparrito  y  su 
Ministro  de  la  Guerra  y  todos  ¡caramba!  ¡Ya  verán 
si  nos  dejamos  los  compañeros  y  yo!  Somos  muy 
hombres  para  no  consentir  esas  injusticias .... 

— ¡Pero  Tenorio,  por  Dios!  Si  cuando  tú  te  lan- 
zaste ya  Madero  había  subido [ 

— Y  sin  embargo,  algo  ayudé 

— Es  que  no  quieren  bajar  por  esa  misma  esca- 
lera  

— ¡Pues  que  se  cuiden!  ¡Yo  no  me  dejo!  ¡qué  ca- 
ray! Antes  me  voy  con  Zapata  o  con  Pascual  Oroz- 
co  a  seguir  «la  bola> 

— ¡Hombre!  ¡Sólo  eso  te  faltaba!  ' 

— ¡Pues  claro!  ¡Contra  injusticias,  rebeliones! 
¡Contra  ingratitudes,  balazos!  ¡Contra  tiranías,  le- 
vantamientos! 


-       LA  RUINA  DE  LA  CASONA  163 

— No  hables  así ten  vergüenza. . . . 

— Lo  que  tengo  son  «pantalones.»  iO  mi  grado  o 
me  pronuncio! 

— ¿Y  el  patriotismo?  <iY  los  ideales? 

— A  mí  me  sirven  para. . . .  Ya  que  estos  bandidos 
no  aprecian  mis  méritos,  otros  los  apreciarán 

Andrade  se  quedó  viendo  con  ojos  de  profunda 
tristeza,  a  la  par  que  de  mal  contenida  iracundia,  a 
su  camarada  de  ayer,  hoy  desnaturalizado;  a  aquel 
producto  acabado  de  dar  a  luz  por  la  oleada  revolu- 
cionaria, que,  como  el  oleaje  del  mar,  deposita  en  la 
playa  a  la  par  del  bivalvo  nacarino  el  carapacho  va- 
cío, que  de  ninguna  utilidad  puede  ser. 

¿A  dónde  iría  Tenorio?  ¿En  qué  pararía?  ¿Era 
realmente  el  ejemplar  de  un  nuevo  acridio,  formi- 
dable en  sus  mandíbulas,  incansable  en  su  devorar, 
insaciable  en  su  estómago,  que  iba  a  devastar  la  na- 
ción? ¿Por  qué  la  idea  revolucionaria,  sana  en  sí, 
podía  haber  servido  de  levadura  para  tales  fermen- 
tos? ¡Llamarle  injusticia  a  no  tolerar  la  inmorali- 
dad, servicioá  a  los  saqueos,  patriotismo  al  espíritu 
cínico  del  medro,  méritos  a  los  actos  vandálicos  y 
papel  sanitario  al  patriotismo  y  los  ideales! 

Entretanto  Tenorio,  bufando  como  un  energúme- 
no y  midiendo  el  cuarto  a  zancajos  de  extremo  a 
extremo,  entre  las  sonrisas  de  aprobación  del  ma- 
yor Che  Blas  y  el  azoro  del  capitán  Iñiguez,  res- 
pondía a  las  mentales  interrogaciones  de  Andrade, 
diciendo: 

— ¡Quieran  o  no  quieran,  o  me  dan  mi  grado,  o 
me  pronuncio! 


-  *  r 


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CAPITULO  III 


El  insisrne  Pinsrarrón 


'^: 


Fué  un  profundo  misterio,  por  algún  tiempo,  si 
el  ameritadísimo  coronel  Tenorio  había  conseguido 
que  le  reconocieran  el  grado,  o  si,  desahuciado  y 
mohino  por  no  haberlo  conseguido,  se  había  lanza- 
do de  nueva  cuenta  a  la  aventura  revolucionaria, 
allá  en  el  Sur,  con  el  generalísimo  Zapata,  o  en  el 
Norte,  con  el  recién  levantado  en  armas  Pascual 
Orozco,  pues  lo  único  por  de  pronto  confirmado  fué 
que,  con  la  misma  rapidez  y  aun  con  el  mismo  im- 
pensado modo  con  los  que  había  hecho  su  aparición 
en  la  casona,  por  la  Noche  Buena,  había  hecho  mu- 
tis por  los  idus  de  marzo,  sin  decir  adiós  a  nadie,  y 
aun  quedando  a  deber  algún  piquillo  al  sefior  don 
Eustaquio,  por  cuenta  de  inquilinato. 

En  cambio,  cuando  el  nuevo  Presidente  Madero 
tenía  ya  cuatro  meses  largos  en  ejercicio  de  sus 
funciones,  sin  que  hasta  esas  fechas  se  habiera  dig- 
nado recibir  al  tenaz  Garaicochea,  que  por  mor  de 
perder  el  tiempo  en  las  presidenciales  antesalas, 
había  acabado  por  perder  el  empleo  que  por  veinte 
años  regenteaba  en  la  casa  de  comercio  de  X  y  Z; 


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166  E.  MAQUEO  CSASTELLANOS 

por  aquel  entonces,  en  que  el  general  «irregular» 
don  Pascual  Orozco,  brazo  derecho  de  la  revolución 
maderista,  se  había  rebelado  contra  su  antiguo  je- 
fe, por  cuanto  que  se  había  sentido  defraudado  en 
sus  justas  codicias  de  guerrillero,  hizo  su  entrada 
en  la  casona  un  nuevo  personaje  de  no  insignifican- 
te y  sí  trascendental  papel  en  esta  truculenta  nove- 
la con  visos  de  historia. 

El  recién  llegado  lo  era  el  señor  don  Austreberto 
Pingarrón,  según  rezaba  la  cartulina,  vulgo  tarjeta, 
con  la  que  se  anunció  al  dueño  de  la  casa — «Austre- 
berto Pingarrón.»  (Tarjetas  al  minuto. -$1.00  el 
ciento  con  sobres.  —  Malaquías  Gamboa.  —  Portal  de 
Mercaderes.) 

¿Que  quién  era  Pigarrón? 

¡Oooohhh!  ¡El  insigne  Pigarrón! 

Moreno,  algo  pasado  de  «tueste;»  fortachón;  de 
cara  no  muy  redonda  ni  muy  larga,  pero  sí  muy 
mal  tratada  por  forúnculos  de  sospechosa  proce- 
dencia; de  belfos  leporinos;  corta  cabellera  crespa 
y  recia;  maxilar  inferior  terminado  en  aguda  punta, 
desenvuelto  ademán  y  voz  de  barítono  comprimario 
que  quiere  sobresalir  en  el  coro,  tenía  en  su  tipo  la 
vulgaridad  de  tantos  que,  diferentes  acaso  en  el  fí- 
sico, son  enteramente  iguales  en  el  ser  moral. 

¡Oh!  El  insigne  Pingarrón! 

Se  coló  en  la  casa,  solicitando  de  Barbedillo  una 
vivienda  «baratoncita.»  Y  mediante  quince  dure  jos 
la  encontró,  incrustándose  como  cuña  entre  las  del 
apreciable  Gordillo  y  la  señora  de  Mandujano. 

Y  hasta  ella  llegaron  una  cama  no  tan  cualquier 
cosa;  un  ropero  de  luna,  que  gritaba  su  escapatoria 
del  Montepío;  dos  estantes  con  libros  y  papeles;  si- 
llas, mecedoras,  una  «chaise  longue»  etc.,  etc. 

— ¡Caaaray!  ¡Se  las  gasta!  —  Comentó  Demóste- 
nes. 


rh' 


•  LA  RUINA  DE  LA  CASONA        -  167 

— ¿Quién  será?.— Se  preguntaron  intrigadas  las 
siamesas  Menchaca. 

¿Quién  había  de  ser  sino  el  insigne  Pingarrón? 

— Perdone  usted sefior  Pingarrón,  y  no  me  ta- 
che de  curioso,  pero  es  costumbre  de  la  casa  el  tomar 
ciertos  informes ....  ¿Quisiera  usted  darme  a  co- 
nocer su  empleo,  profesión  o  modo  honesto  de  vi- 
vir? ¿Es  usted  por  un  si  acaso,  comerciante?  3; 

— No,  sefior;  soy  filósofo.  -■* 

—  ¡Ah  vamos!  Estonces  vive  usted  de  sus  ren- 
tas....  '-^      ".  . 

—No,  señor;  de  las  ajenas.  ,  vV 

— ¡Ah  que  usté  tan  bromista!  Pero ¿no  tiene 

usted  algo  propio?  V 

— ¡Y  tan  propio!  Eso  precisamente ^^ 

— Bueno.. ..  pues  ya  lo  sabe  usted.  Un  mes  de  '>  . 

renta  en  depósito  y  otro  adelantado. ...  - 

— Tan  lo  sé,  que  he  cumplido  el  requisito. 

— Nó,  si  no  lo  decía  por  eso Se  lo  recordaba, 

porque  como  ustedes  los  filósofos  son  tan  distrai-  " 

dos.'' 'Vi',,; 

— Yo  filosofo  enteramente  a  la  inversa;  es  decir,  * 

sin  distracciones.  ^:> 

¡Oh!  ¡El  insigne  Pingarrón! 

A  la  semana  escasa  era  amigo  de  todos  los  inqui- 
linos.  ,  ' 

—  Si  usted  viera  sefior  de  Malabehar  (al  que  se 
había  encontrado  en  el  zaguán).  Si  usted  viera  có- 
mo admiro  yo  y  venero  a  los  abogados!  ¡Oh!  La  jus-  ,    v 
ticia,  la  ley,  el  «suum  cuique  tribuere,>  la  toga  ; 
viril,  el  hombre  que  es  todo  de  la  verdad,  de  la  razón 

y  del  derecho!  ." 

— Gracias,  sefior  Pingarrón.. ..  pero  es  que  ha-  -  - 

bemos  abogados  y  abogados Vv  . 

— Yo  sé  bien  que  usted  detesta  el  «aura  sacri  fa- 

mini8> '        .  ■-■>',:- 


^?  ■- 


•>= 


168 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


— Pames  dirá  usted 

— Es  que  yo  lo  ponía  en  <genitivo> .... 

— ¡Ah!  Vaya 

—¡El  abogado!  ¡El  buen  abogado!  EJl  defensor 
de  oprimidos  y  despojados!  «Jus  est  ars  boni  et 
equo» I     .    : 

— <Equi> . .  salvo  que  lo  ponga  usted  en  geni- 
tivo. 

— Eso  es....  equi,  como  dijo  el  otro.  Yo  aquí, 
donde  me  ve  usted,  soy  un  amigo  de  la  ley,  un  «le- 
galista»   hasta  en  política.  ¡Sí,  señor!  ¡La  ley 

antes  que  nada!  Y  así,  sin  quererlo,  somos  correli- 
gionarios usted  y  yo 

¡Oh!  ¡El  insigne  Pingarrón!  I 

A  los  pocos  minusos  departía  amigablemente  con 
Paulinita  Ventoquipa,  a  la  que,  por  un  estupendo 
milagro,  tenía  cortada  la  voluntad  al  grado  que,  no 
obstante  lo  malo  de  los  tiempos,  si  Pingarrón  hu- 
biera querido  (es  un  suponer)  echarle  un  «tope» 
vulgo  préstamo  de  veinte  duros,  lo  habría  obtenido 
sin  más  firma  que  la  propia,  y  al  tipo  más  bajo  de 
interés;  tres  por  ciento  mensual. 

— Es  usted  el  modelo  de  laboriosidad,  del  arte  y  de 
la  limpieza.  ¡Mire  usted  que  crepé!  ¡Clásico,  verda- 
deramente clásico!  Así  los  he  visto  en  París.  ¿Por 
qué  envidiar  a  la  industria  extranjera  si  nosotros 
los  mexicanos  somos  tan  aptos  o  más  que  los  ex- 
tranjeros para  las  artes? 

Paulinita  tocada  en  la  fibra  más  sensible  (sólo 
la  de  su  carino  a  «Tulipán»  superaba)  y  casi  a  punto 
de  estallar  al  oir  alabanzas  tantas  a  sus  confeccio- 
nes pilosas,  se  inflaba  de  satisfacción  dentro  del 
prehistórico  chai  de  estambre  rojo  y  toda  confusa 
y  pubidunda  contestaba: 

— Pavor  de  usted,  seflor  Pingarrón ' 

— Justicia  y  nada  más.  Admiro  en  usted  latradi- 


*^''::.-':-. 


■.*■'■- 


~  LA  RUINA  DE  LA  CASONA  169 

cióa La  tradición  en  estx>  de  saber  arreglar  cren- 
chas y  guedejas,  pues  ha  de  saber  usted  que  yo  soy 

un  «tradicionalista» ¡Sí,  señora!  ¡Un  tradicio- 

nalista! 

— íQué  gusto!  ¡Así  prueba  usted  que  es  un  hom- 
bre decente  y  de  valer! 

— Y  Paulinita  pensaba.  —  Se  los  presto,  sí  que  se 
los  presto,  al  tres  i)or  ciento  y  con  su  sola  firma! 

En  el  patio  arreglaba  Orbezo  «las  cafias>  a  unas 
botas  de  su  apreciable  consorte,  mismas  que,  en 
fuerza  de  ser  remozadas,  ya  de  cafias,  ya  de  taco-  . 
nes,  ya  de  suelas,  no  tenían  de  las  primitivas  nada. 
Y  el  saludo,  con  aquella  voz  de  barítono  comprima- 
mario,  no  se  hizo  esperar. 

— ¡Hola,  invicto  hijo  de  Marte! 

Orbezo  sentía  con  aquel  saludo,  algo  como  una  ;^;:Jv 

clarinada  de  combate,  o  hasta  como  que  oteaba  el  fS  v 

olor  de  la  pólvora.  v^ 

— Señor  Pingarrón ....  muy  buenos  días 

— Bien  haya  usted  que,  después  de  las  fatigas  de  [^ 

.—  -    ,  ■-"  V:."       . 

Belona,  se  dedica  usted,  nuevo  Mercurio,  a  dejar     >  te 

expeditos  los  coturnos  de  su  consorte 

— Son  botas 

—O  alígeras  sandalias,  que  todo  es  lo  mismo,  v' 

bravo  militar  que  en  las  luchas  por  la  defensa  de  la  M 

Patria  quedó,  como  el  dios  Vulcano,  inválido. 

— Oh,  señor  Pingarrón Usted  es  muy  ama- 
ble. ...  í ' 

— Admiro  a  los  militares.  Amo  la  gloriosa  carre- 
ra  ¡Morir  por  la  Patria!  ¡Perder  por  lo  menos 

una  pierna  por  ella!  ¡Qué  gloria!  «¡Cedant  armes 
togue!»  Como  dijo  el  otro.  Yo  soy  de  los  suyos,  se- 
ñor Orbezo ¡Yo  soy  todo  un  militarista! So- 
mos pues,  «correligionarios» 

¡Oh!  ¡El  insigne  Pingarrón! 

Con  las  señoritas  Menchaca  (que  no  lo  pasaban 


■3-r 


170  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

aún  por  diferencias  de  identificación),  era  realista, 
añorando  por  Maximiliano;  con  las  Otamendi,  casi 
un  anarquista;  con  Chita  Garaicochea,  burócrata 
furibundo,  que  echaba  pestes  contra  la  gentuza  mal 
oliente;  con  Barbedillo  era  gobiernista,  admirador 
del  redentor  Madero,  apóstol  de  la  Democracia;  con 
Gordillo,  socialista  moderado.  Y  finalmente,  con  las 
señoras  de  Tajonar  y  Mandujano,  por  ser  algo,  era 
«atento.»  Aun  más,  con  Chanequito  era  «misterioso 
conjurado»  puesto  que  allá,  en  el  rincón  más  estra- 
tégico de  la  escalera,  el  empleado  por  Chayo  y  An- 
drade  para  sus  coloquios  amorosos,  le  insinuaba  en 
voz  baja,  y  preñada  de  enigmático  acento: 

— Ustedes,  los  luchadores  de  la  prensa,  los  alti- 
vos gladiadores  de  la  arena  periodística,  los  icono- 
clastas del  vestiglo . . .  ¡Alerta!  ¡Caveant  cónsules! 
¡Muy  alerta  siempre,  que  el  enemigo  acecha! .... 

Yo  soy  de  ustedes ....  formo  en  sus  filas ....  es- 
toy en  sus  pelotones I 

Chaneque,  abrumado  al  oirse  llamar  luchador,  ar- 
tífice, gladiador,  iconoclasta  (esto  no  estaba  seguro 
de  si  era  verso  o  verdad)  se  sentía  compelido  a  con- 
testar con  un  aire  también  de  misterio  y  vaguedad, 
para  no  dejar  traslucir  su  ignorancia. 

— Gracias ....  estoy  en  ello. . . .  Usted  es  elemen- 
to   

¡Oh,  el  insigne  Pingarrón!  I 

Con  Andrade,  la  cosa  sucedió  a  la  inversa.  A  An- 
drade  le  cayó  mal  aquel  tipo,  y  por  ello  que,  a  las 
primeras  de  cambio,  quisiera  saber  quién  era  suje- 
to tal,  que  con  el  mismo  desparpajo  hablaba  de  la  hi- 
potenusa y  del  misterio  de  la  Santísima  Trinidad, 
que  de  la  palomilla  de  la  ropa  y  de  la^  proposiciones 
de  Euclides,  y  le  largara  por  ende,  así,  a  quemarro- 
pa, esta  categórica  interragación: 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  171 

— En  resumidas  cuentas,  sefior  Pingarrón,  usted 
¿qué  es? 

— ¿Yo? ¿Yo?  ¡Qué  he  de  ser,  hombre!  ¡Mexi- 
cano! 

¡Oh,  el  insigne  Pinrarrón!  ^  ;í 


* 
*    » 


Pingarrón  era  filósofo,  él  lo  había  dicho.  No  sabía 
'■\  quiénes  habían  sido  sus  padres,  pero  tampoco  que- 
ría saber  quiénes  eran  sus  hijos,  si  es  que  los  tenía, 
con  lo  que  quedaba  a  mano.  No  sabía  a  punto  fijo  dón- 
=  de  había  nacido,  pero  sí  barruntaba  en  dónde  podría 

-  morir;  supongamos  en  una  asonada  o  en  un  asunto 
de  intríngulis,  con  lo  que  quedaba  también  a  mano. 
Y  si  el  mundo  todo  no  había  acabado  de  fijarse  en 
él,  culpa  era  de  que  el  mundo  estaba  «estupid izado> 
sin  culpa  suya,  ya  que  por  su  parte  había  puesto 
cuanto  medio  había  tenido  a  mano  para  distinguir- 

l  se.  Pingarrón,  a  diferencia  de  su  colega  aquel  que 
«sólo  sabía  que  no  sabía  nada,»  sabía  bien  que  él  «sa- 
bía mucho pero  mucho!> 

De  muchacho  y  en  la  escuela  había  intervenido  en 

-  cierta  «pelotera»  feroz  de  un  bando  contra  el  otro, 
de  los  dos  en  que  se  dividían  los  escolapios.  Los  su- 
yos estaban  ya  casi  derrotados;  él  los  alentó,  los 

^  reorganizó,  y  los  condujo  a  la  victoria.  Y  fué,  natu- 
ralmente, el  héroe  de  la  jornada;  sus  cofrades  ala- 
baron sus  aptitudes  estratégicas,  y  encomiaron  sus 
facultades  de  valor,  elogiando  su  porte  marcial,  por 
lo  que  al  siguiente  día  la  obsesión  de  Pingarrón  era 
ésta:  «No  cabe  duda  de  que  yo  nací  para  soldado; 
dentro  de  mi  debe  haber  un  héroe.»  Razón  por  la 
que  sentó  plaza  como  cadete  en  la  Escuela  Militar. 
Y  al  mes  escaso  de  serlo,  se  le  antojaba  ya  que 


-A»-; 


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0  172  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

*  í  ' 

•  ,H         Aníbal,  César,  Alejandro,  Vendóme,  Napoleón  y  Lord 
Wellington  le  venían  «huangos;»  es  decir  inferiores. 
¿Quiénes  habían  sido  ellos?  Unos  «peleles»  pre- 
tenciosos y  nada  más.  Él  sí  que  sería  algo  muy  su- 
prior en  la  materia 

Y  queriendo  andarla  pronto,  de  la  Academia  Mi 
litar  pasó  al  Ejército  cuando  era  aún  un  imberbe. 
Lo  destinaron,  a  su  solicitud,  para  la  campaña  del 
Yaqui;  tuvo  que  dormir  a  campo  raso;  que  mal  co- 
mer; que  estropearse,  y  sobre  todo,  que  entendér- 
selas en  algún  tete  a  tete  desagradable  con  los  in- 
dios, en  el  que  menudearon  los  balazos ....  Y  al  día 
siguiente  concluyó. 

— ¡Con  generales  como  el  mío  no  se  puede  ir  a  nin- 
guna parte!  ¡Qué  falta  de  táctica  y  de  experiencial 
Aquí  no  hay  modo  de  hacer  nada 

Y  se  dio  de  baja. 
A  poco  andar  y  de  vuelta  en  México,  invitado  a 

unas  «posadas»  caseritas,  hubo  de  cantar  la  letanía 
y  no  faltó  guasón  que  le  dijera:  I 

— Hombre,  Pingarroncito . . . .  ¡qué  bonita  voz  se 
trae  usted!  Presea,  afinada,  extensa. ...  I 

— Psché No  vale  la  pena «Dicen»  que  algo 

canto ....  I 

— Tan  es  así  que  usted  no  se  nos  va  sin  cantar 
algo 

Pingarrón  se  «arrancó»  con  el  ineludible  «Vorrel 
Moriré»  de  Tosti,  en  el  que  fué  aplaud idísimo.  Por 
k)  que  al  siguiente  día,  con  azoro  de  la  vecindad  en 
que  moraba,  le  amaneció  «vocalizando»  y  le  anoche- 
ció ídem.  ,         >  1 

— Y  qué  opina  usted  Pingarrón,  dadas  sus  aficio- 
nes -  le  preguntó  algún  conocido  —  ¿Quién  es  mejor, 
Caruso  o  Bonci?  *  I 

Pingarrón  se  quedó  viendo  estupefacto  a  su  inter- 
locutor. ¿Aqwel pelma  no  lo  había  oído  cantar,  acaso? 


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LA  RUINA  DE  LA  CASONA  173 


■*■•''•.' 


— ¿Caruso? Sí Voz  pastosa,  pero  algo  can-  "J<¡: 

sada  ¿sabe  usted?  En  cuanto  a  Bonci  no  lo  hace  tan  : ' 

mal. . , .  sostiene  bastante pero  tiene  unos  re-  f ; 

gistros  medios  detestables!  Yo  debuto  la  semana 

entrante.  ':'y^> 

Y  en  el  debut  de  la  entrante  semana,  el  público  le  -Sis 
dio  «entrada>  tan  morrocotuda  al  arrancarse  con 

aquello  de  «CJostas  las  de  Levante> que  Pinga- 

rrón,  «azorrillado»  entre  bastidores,  murmuraba: 

— ¡Estúpidos!  ¡Imbéciles!  ¡No  saben  de  artel 

Y  abandonó  el  teatro. 
Púsole  la  necesidad  cara  de  hereje,  y  entonces,         ^ 

para  salir  del  paso,  se  dedicó  al  comercio;  a  la  corre- 
duría; es  decir  al  oficio  de  «coyote»  según  la  gráfica 
designación.  «Me  parece  que  ahora  sí  voy  bien» — se 
pensaba -y  como  de  costumbre,  no  faltó  un  ocioso 
que  le  dijera. 

— ¡No  cabe  duda!  Usted  tiene  facultades 

¿Necker?  ¿Morgan?  ¿Carnegie?  ¿Limantour?  ¡Bah! 
Niños  de  teta.  Usaban  procedimientos  anticuados. 
Eran  tardos  para  el  cálculo 

Más  el  caso  fué  que,  por  algún  endiablado  triquis,    , 
si  no  corre  tanto  el  Corredor,  para  en  la  Cárcel. 

— ¡Son  esos  idiotas  envidiosos!  No  pueden  ver  a 
uno  que  les  haga  sombra .... 

Y  a  fin  de  matar  el  tedio  se  hizo  concurrente  a  un 
salón  de  billares. 

Y  cogió  un  taco,  y  tiró  una  carambola,  y  la  hizo. 
— ¡Rediósh!  ¡Qué  carambolaza!-díjole  admirado 

el  gallego  de  un  tendajón  vecino,  que  estaba  de  es- 
pectador. 

— No  salió  mal No  salió  mal .... 

Pingarrón,  convencido  incontinenti  de  que  en  su 
interior  alentaba  el  mejor  billarista  del  Universo,  se 
estuvo  toda  una  semana  haciéndole  al  paño  de  la  me- 


174  E.  MAQUEO  CASTEULANOS 

sa  de  billar  más  sietes  que  los  que  puede  tener  la 
baraja,  sin  volver  a  acertar  con  otra  carambola. 

— ¡Qué  mesas  más  infames!  ¡Qué  «ruedos»  más 
malos!  ¡Qué  tacos  tan  pésimos! 

Y  abandonó  el  billar. 

Algún  amigo  que,  meses  después,  se  lo  encontró 
sentado  en  una  banca  de  la  Alameda,  hecho  un  pa- 
panatas mirando  al  cielo,  no  pudo  menos  de  pregun- 
tarle: 

— ¡Ehé,  tú,  Pingarrón! ¿Qué  haces  ahí  con  la 

visual  perdida  en  el  espacio? 

— Me  lamento  de  no  ser  dueño  de  un  aeroplano. 
¡Qué  gran  aviador  sería  yo! I 

— ¡Quiá  hombre!  Ya  es  hora  de  que  veas  para  qué 
sirves «Zapatero  a  tus  zapatos»  y  déjate  de  be- 
berías. 

Zapatero  a  tus  zapatos!  ¡Qué  frase  más  imbécil  y 
menos  honrada! — se  pensó  Pingarrón.  Por  eso,  por 
eso  es  que  estamos  los  mexicanos  como  estamos! 
Porque  no  tenemos  ni  aspiraciones  ni  la  conciencia  de 
nuestro  valer ....  Porque  nos  conformamos  con  eso 
de  zapaterito  a  tus  zapatos,  con  raras  excepciones, 
como  por  ejemplo  yo,  que  he  sido  bueno  como  mili- 
tar; mejor  como  tenor;  poco  mejor  como  banquero; 
mucho  mejor  como  billarista,  e  incomparable  como 
aviador!  I       > 

Mas  llegaron  para  Pingarrón  los  treinta  afios  sin 
que  hubiera  hallado  su  centro  de  gravedad,  y  el 
hombre  se  sintió  súbitamente  acongojado  de  no  sa- 
ber a  ciencia  cierta,  cuáles  eran  los  zapatos  de  los 
que  debería  ser  zapatero Quiso  su  buena  estre- 
lla que,  cuando  aquellas  reflexiones  lo  abrumaban, 
un  amigo  lo  invitara  para  algún  «banquetito»que  se 
le  daba  en  el  Tívoli  a  un  industrial  que  había  des- 
cubierto un  betún  nuevo  para  el  calzado;  y  que  al 
dar  cuenta  el  repórter  de  un  diario,  con  las  perso- 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  175 

ñas  que  asistieran  a  tal  ágape,  por  choteo  o  con  in- 
tención, mencionara  entre  nombres  de  acaudala- 
dos y  de  gentes  oficiales  al  «insigne  Pingarrón.» 

Asistió  al  banquete,  y  ahí  fué  donde  se  reveló.  No 
faltaron  quienes,  sin  conocerlo  a  fondo  ni  por  enci- 
ma, preguntaran  a  otros  tan  bien  o  mejor  infor-       . 
mados: 

—  ¿Usted  sabe  quién  es  aquel  joven?  El  <prietito> 
ese  que  está  de  jaquet .... 

—  ¡Cómo!  ¿Pero  no  lo  conoce  usted?  Es  el  «insig- 
ne» Pingarrón! 

—  i Ah!  Con  que  ese  es  Pingarrón? 

¡Y  ninguno  de  los  dos  lo  conocía!  Pero  en  tratán- 
dose de  alguien  calificado  de  insigne  por  la  prensa, 
era  estulticia  el  ignorar. 

Llegada  la  hora  de  los  brindis,  no  faltó  quien  pro- 
pusiera: «Que  hable  el  señor  Pingarrón;  que  lo  sa- 
be hacer  tan  bien.»  (Jamás  lo  había  oído.)  Y  el  co- 
ro respondió: -¡Sí,  sí,  que  hable! 

Pingarrón  vio  la  suya  y  no  se  achicó.  Estiró  bien 
el  físico;  recorrió  con  una  sonrisa  y  una  protectora 
mirada  al  auditorio;  echó  hacia  atrás  la  macaca  tes- 
ta; ahuecó  la  voz  de  barítono  y  habló Habló  so- 
bre las  excelencias  del  betún  como  conservador  del 
calzado,  y  especialmente  de  aquel  betún,  glorioso 
invento,  prodigioso  invento,  y  más  que  nada,  pa- 
triótico invento  del  señor  X.  ¡Así  se  laboraba  por  el 
país!  ¡Así  se  le  engrandecía  y  se  le  daba  lustre!  '^" 
¡Así  se  hacía  Patria,  por  uno  de  sus  humildes  hijos 
que  pasaría  ala  inmortalidad!  Y  parangonó  atina- 
damente las  virtudes  conservadoras  del  betún  para 
el  calzado  con  las  funciones  conservadoras  de  cier- 
tos políticos,  echándole  una  tierna  mirada  a  algún 

Subsecretario  conservador  que  allí  estaba Al  ^^  : 

día  siguiente:.  «El  Clarín  de  la  Victoria,»  órgano  se-  ¿* 

mi-oficioso,  dijo  que  el  insigne  Pingarrón  se  había  i^^. 

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176 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


<excedido>  en  su  perorata,  al  grado  que  debía  cata- 
logársele entre  los  primeros  de  los  oradores  de  en- 
jundia. I 

Pingarrón  suspiró  a  pulmón  lleno  al  leer  el  pe- 
riódico, y  se  dijo:  «¡Por  fin,  Pingarrón!  ¡Ya  tienes 
una  reputación  hecha!» 

¿Demóstenes?  ¿Cicerón?  ¿Mirabeau?  ¿Gambetta? 
Cierto:  no  habían  sido  malos  oradores;  pero  no  eran 
cosa  del  otro  mundo;  ahora ¡ya  estaba  él  en  es- 
cena! Y  aquella  literatura  de  brindis,  insubstan- 
cial, ausente  de  médula,  rispida  por  venir  del  órga- 
no vocal  de  un  barítono  que  lo  tenía  agarrotado  en 
fuerza,  acaso,  de  los  tequilas;  eructada,  más  bien 
que  dicha,  en  ampulosos  períodos  que  parecían  es- 
tallidos de  cohete,  fué  la  palanca  empinadora  de 
Pingarrón.  I 

En  aquella  misma  semana,  el  industrial  betunero 
lo  favoreció  con  un  chequecito  de  a  trescientos  du- 
ros, que  sirvieron  a  Pingarrón  para  instalarse  en 
la"  casa  de  Barbedillo,  y  con  una  carta  para  el  Mi- 
nistro, que  le  había  de  servir  para  su  abordaje  po- 
lítico. ¡Pingarrón  estaba  en  camino! 

Por  eso  en  aquella  noche  del  día  en  que  incivil- 
mente Andrade  le  hiciera  a  boca  de  jarro  la  pre- 
gunta aquella  de  «Y  usted,  señor  Pingarrón,  ¿qué 
es?»  —  Pingarrón,  fijado  el  rumbo,  orientada  la  vo- 
luntad y  estudiado  y  solucionado  el  problema,  se 
contestaba  satisfecho  al  reclinar  «la  pensadora»  en 
la  blanda  almohada: 

—  ¿Qué  soy?  ¡Yo  me  lo  sé  bianl ....  ¡Yo  nací  para 
«político!» 


CAPITULO  IV 

Desengaños  y  dudas  v^- 

Por  aquel  entonces,  había  llegado  a  la  casona  el 
mayor  Tajonar,  que  venía  en  el  uso  de  una  limitadí- 
sima licencia,  pues  como  quiera  que  la  revolución 
del  Norte,  acaudillada  por  Pascual  Orozco,  hubiera 
adquirido  muchos  elementos,  al  haberse  apoderado 
de  Chihuahua,  el  Gobierno  tenía  prisa  en  mandar 
rumbo  allá,  un  grueso  contingente  de  selectas  fuer- 
zas, con  lujo  de  artillería,  y  a  las  que  se  había  bau- 
tizado con  el  pomposo  nombre  de  «División  del 
Norte.» 

Al  llegar  Tajonar  a  su  modesta  vivienda,  se  en- 
contró en  ella  un  nuevo  huésped;  un  rollizo  «chama- 
co» de  casi  dos  meses  de  venido  al  mundo,  y  que, 
esperando  el  arribo  del  padre,  se  conservaba  judío. 
Una  vez  aquél  en  México,  ya  dejaría  de  serlo,  me- 
diante el  reglamentario  bateo. 

La  entrada  de  aquel  rayito  de  sol  en  el  hogar  de 
Tajonar,  había  sido  casi  paralela  con  la  de  otro,  en 
el  del  enigmático  Mandujano,  favorecido  también 
por  la  suerte  con  un  Mandujanito,  rozagante  y  dor- 
milón. 

12 


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178  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

Tal  circunstancia  había  acabado  por  provocar  un 
simpático  acercamiento  entre  las  dos  madres,  que 
se  sentían  como  ligadas  por  el  paralelismo  de  sus 
vidas.  Jóvenes  las  dos;  casadas  con  aquellos  hom- 
bres, a  los  que  imprescindibles  deberes  hacían  de- 
jarlas solas  con  frecuencia;  madres  de  aquel  par 
de  pizpiretas  rapazuelas,  que  con  sus  risas  y  sus  lo- 
cas carreras  y  sus  juegos  y  sus  gracias  enjoyaban 
el  piso  aquel  de  la  casona,  y  madres  ahora  de  aque- 
llos bebés  que  parecían  mellizos,  habían  llegado  a 
una  confusión  tal  de  afectos,  que,  en  muchas  oca- 
siones, con  las  manos  enlazadas,  silenciosas  y  ab- 
sortas, se  pasaban  las  horas  muertas  frente  a  las 
cunitas,  velando  el  sueño  fraternal  en  que  los  dos 
bebés  dormían  a  pierna  suelta  sonriendo  con  la 
fresca  visión  de  ángeles,  a  los  que,  por  venirse  ellos 
al  mundo,  acababan  de  abandonar  allá  en  el  cielo.... 

Por  eso  que,  cuando  conocedores  de  tales  deta- 
lles Tajonar  y  Mandujano,  los  comentaban,  casi  de 
ambos  partiera  la  idea  de  encompadrar. 

—  Bs  lo  indicado las  circunstancias  todas  lo 

aconsejan ¿Qué  dice  usted,  amigo  Mandujano? 

—  Que  por  mi  parte,  acepto  con  todo  gusto. 

—  Pues  por  la  mía,  cerrado  el  trato,         I  .      -  - 

—  No  se  vaya  de  ligero,  que  si  yo  sé  bien  quién  es 
usted,  usted  acaso  no  sepa  bien  quién  soy  yo,  y  no 
sea  que  se  arrepienta  tarde. 

—  Creo  que  es  usted  un  hombre  honrado,  y  con 
eso  tengo  lo  bastante. 

—  Pues como  a  mí  también  me  parece  todo 

un  hombre,  óigame  antes  y  decida. 

Entonces,  el  enigmático  Mandujano,  descorrió  de 
un  modo  brusco  para  Tajonar  todo  el  misterio 
de  los  últimos  tiempos  de  su  vida ¡Sí,  era  ver- 
dad! Él  era  un  zapatista,  como  se  lo  habían  presu- 
mido las  Menchaca.  A  ello,  y  a  un  odio  africano 


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LA  RUINA  DE  LA  CASONA  179 


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contra  el  Gobierno,  lo  habían   empujado   hechos  ^^': 

crueles,  en  los  que  había  sido  víctima.   Su  padre,  ::í 

hombre  ya  de  edad,  tenía  su  Zaborciía  allá  por  Jo-  .  yí 

nacatepec,  en  Morelos,  en  la  cual  trabajaba  con  un 
hermano  de  Mandujano,  siendo  atendidos  ambos  -Mi 

por  una  hija  del  primero,  moza  que  tenía,  en  sus 
quince  años,  todo  el  atractivo  de  esas  flores  llenas  :^; 

de  pompa,  que  se  dan  en  la  tierra  caliente.  Durante  ^^ 

el  tiempo  de  la  «dictadura,>  mal  que  bien  se  había  :í¿': 

podido  trabajar  y  aun  prosperar.  Más  tarde  ha- 
bía sobrevenido  la  revolución,  y  el  zapatismo  había 
levantado  bandera  en  Morelos.  Su  padre  se  ha- 
bía conservado  ajeno  a  todo  aquello.  Los  federales, 
en  los  primeros  tiempos,  lo  habían  respetado;  pero  ^ 

hasta  el  risueño  bohío  habían  llegado  en  infausto  ;Í; 

día  los  <irregulares>  de  Madero,  persiguiendo  al  v^; 

rebelde  Zapata.  Exigieron  dinero,  que  se  les  pudo  iS 

dar  en  la  primera  vez;  que  escasamente  se  les  com-  í:,- 

pletó  en  la  segunda  y  que  no  se  pudo  entregar  en  2, 

la  tercera -í^' 

Entonces  y  en  revancha,  habían  sacrificado  des-  . 
piadadamente  al  hermano,  so  pretexto  de  que  era 
zapatista.  Por  muchos  días  su  cadáver  osciló  col- 
gado de  la  rama  de  un  erMawtícAií,  sin  que  valieran 
ruegos  del  anciano,  que  quería  darle  cristiana  se- 
pultura  

Más  tarde,  el  jefe  de  los  «irregulares,*  un  coro- 
nel, que  si  no  sabía  batirse,  sí  sabía  vejar  a  los  in- 
defensos, y  que  había  llegado  hasta  allá,  al  frente 
de  una  chusma,  había  querido  mancillar  a  la  hija, 
en  la  misma  presencia  del  padre;  pero  el  viejo,  ir- 
guiéndose  en  un  gesto  épico,  había  echado  mano  al 
escondido  rifle  y  había  malherido  de  un  balazo  al  que 
había  intentado  mancillar  su  honra  en  la  de  aquella 
nubil;  justicia  heroica  que  le  había  valido  el  haber 
sido  a  su  vez  inmolado,  y  sin  que  tanto  sacrificio 


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180 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


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hubiera  servido  para  librar  la  honra  de  aquella  her-  ■ 
manita  querida,  flor  de  mon tafia,  que  había  sucum- 
bido al  fin,  y  que,  en  su  desesperación,  y  no  encon- 
trando mejor  partido  para  vengarse  y  vengar  a  los  \ 
suyos,  había  sentado  plaza  de  capitana  zapatista,  ; 
empuñando  el  30-30,  fajándose  en  la  cintura  la  ca- 
nana repleta  de  tiros  y  cabalgando,  más  que  como 
una  amazona  o  una  walkyria,  como  una  cimarrona, 
para  dar  caza  en  emboscadas  a  los  odiados  irregu- 
lares   

¡Y  ahí]había  quedado  el  «bohío>  hecho  cenizas!  ¡Y 
allá  las  laborcitas  abandonadas!  ¡Y  allá  los  cadáve- 
ras  insepultos  de  los  deudos!  ¡Y  allá  la  fortunita 
amasada  con  tanto  ahinco,  en  tantos  años,  por  el 
pobre  viejo! 

—  Ahora,  señor  Tajonar,  diga  usted  si  tengo  o  no 
razón  para  ser  zapatista.  ¡Y  eran  ellos,  los  maderis- 
tas, los  que  nos  venían''a  salvar  de  la  tiranía!  ¡Y  pa-  , 
ra  esto  tiraron  al  «viejo»  don  Porfirio! i 

Tajonar  miraba  silenciosamente  al  pobre  Mandu-  i 
jano,  frenético  de  justa  indignación!         I 

—  ¡Ahora ya  lo  sabe  usted!  Usted  que  es  fe- 
deral  defensor  del  Gobierno y  que  por  lo 

tanto  puede  que  sea  enemigo  mío.  Si  me  denun- 
ciara, mañana  estaría  yo  colgado. ... 

—  Yo  no  delataré  nunca  a  un  hombre  que  se  ha  ; 
confiado  a  mí  en  tales  circunstancias ....  Por  lo  de- 
más, Mandujano,  yo  soy  federal,  usted  lo  ha  dicho; 

soldado  de  carrera Y  yo  defiendo  al  Gobierno  ; 

que  el  pueblo  se  ha  dado,  porque  esa  es  mi  jurada 
obligación,  y  no  a  los  hombres!  I 

—  Sí también  lo  sé sé  que  ustedes  son 

distintos.  Yo  no  le  diré  que  santos,  porque  por  allá  i 

algunas  fechorías  han  hecho En  fin,  a  mí  los  ; 

que  me  la  pagarán  son  los  que  me  la  deben! 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA       T  :  181  '  ■■  ^^^. 


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Pausa  significativa  de  los  dos:  reñezión  de  am- 
bos, y  después  brusca  interpelación  de  Tajonar: 

— Bueno,  compadre;  [¿cuándo  quiere  que  sea  el 
bautizo?  -^    •'  :  Wí 

Mandujano,  mirándolo  con  admiración  preñada 
de  gratitud:    v.    .    ;  .  ^  . 

—  Cuando  usted  lo  disponga,  compadre 

—  ¡Después Dios  dirá!  Cada  uno  por  su  lado, 

y  a  cumplir  cada  uno  con  su  deber!  ¿No  es  eso? 

—  ¡Cabal!    Haga  la  suerte  que  no  nos  topemos  por  % 
las  laderas  de  Morelos .... 

í  Cuando  Tajonar  se  alejó,  Mandujano  se  quedó 
pensando:  «¡Si  así  fueran  todos  los  federales!» — 
Mientras  Tajonar  se  decía:— «¡Tiene  razón  ese  hom- 
bre!» 

A  los  pocos  días  tuvo  verificativo  el  doble  bateo. 
Aunque  en  un  principio  Mandujano  se  había  opues- 
to a  que  hubiera  «bodorrio»  sin  dar  de  ello  expli- 
cación satisfactoria,  que  no  a  todos  les  había  de  con- 
fesar sus  duelos,  tuvo  que  ceder  a  los  ruegos  de 
Tai  olla  y  demás  gente  alegre  del  vecindario  que  en- 
contraron de  molde  la  oportunidad  para  echar  una 
cana  al  aire.  Una  vez  aquiescente  Mandujano,  como 
quiera  que  el  salón  de  baile  ya  existía,  s^ún  ha 
quedado  visto,  y  la  previsión  de  Barbedillo  había 
hecho  que  se  conservara,  en  perspectiva  de  futuras 
fiestas,  para  dejar  listo  al  tal  salón  no  hubo  más 
que  desarmar  la  cama  matrimonial  de  los  Tacos,  lle- 
vándola con  colchón,  ropero,  chiffonier  y  sillas  a  la 
pieza  inmediata;  correr  el  cortinón  que,  derrumba- 
da la  antigua  mampara  de  madera  hacía  oficios  de 
ésta,  y  asear  la  alfombra. 

Cuando  en  la  noche  del  caso,  ahijados  y  padrinos 
regresaban  de  la  Iglesia,  hubo  su  respectivo  «re- 
bumbio» en  el  patio  de  la  casona,  pues  se  les  recibió 
con  gritos  y  triquis  dados  y  quemados  por  los  Or- 


-^ 


182 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


becito,  Fermín,  Garaicocheíta  y  sus  adláteres  de 
otras  vecindades,  que  habían  ocurrido  atentos,  a 
reclamar  el  «bolo,»  que  cayó  sobre  ellos  en  lluvia  de 
centavos.  Las  personas  mayores,  con  la  compostu- 
ra del  caso,  esperaron  aquél  reunidas  en  la  sala  de 
Barbedillo;  por  cierto  que  la  avara  de  la  Ventoqui- 
pa,  puso  mala  cara  cuando  vio  que  las  tarjetas  bau- 
tismales, en  vez  de  llevar  adherido  el  tradicional 
décimo  de  plata,  no  tenían  nada 

— ¡Habrase  visto  tacaños!  —  murmuró  —  no  les  han 
pegado  ni  un  «quinto» I 

Comenzó  el  bailoteo  y  se  habría  deslizado  sin  ac- 
cidente, a  no  haber  mediado  un  «pique»  que  de  días 
atrás  venía  opacando  el  cielo  de  color  de  afiil  de 
aquellos  férvidos  amores  de  Chayo  Otamedi  con  Qui- 
ce Andrade. 

Fué  el  caso  que,  según  Cuca  Otamendí,  que  bien 
que  alcahueteaba  a  Chayo  en  el  fondo,  aunque  en  la 
apariencia  y  como  hermana  mayor  parecía  ignorar- 
lo todo,  había  observado  y  hecho  observar  a  la  inte- 
resada, que  aquella  mosca  muerta  de  la  «Corchea» 
tocaba  a  los  límites  del  descoco  en  sus  amatorias 
pretensiones  sobre  Andrade.  La  flacucha  aquella 
no  dejaba  nunca  de  estar  pendiente  a  las  horas  en 
que  llegaba  Andrade  a  la  casona,  atisbándolo  desde 
el  corredor  a  fin  de  recoger  un  saludo,  al  que  ella 
contestaba  con  la  más  dulce  de  sus  sonrisas. 

— Y  eso  lo  hace  la  muy  sinvergüenza  en  tus  pro- 
pias narices 

— Ya  estoy  al  tanto  y  voy  a  poner  el  remedio .... 
Ya  verás! 

— No,  y  lo  peor  es  que  él  no  lo  toma  a  mal,  a  lo  que 
parece.. ..  I  í--  * 

— ¿Sí,  eh?  ¡Pues  si  cree  que  va  a  jugar  conmigo, 

se  equivoca!   ¡Ya  me  estaba  yo  dejando  «plantar 

ueí*  nos!» . 


.<M,V 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  -v  183 

Y  Chayito  se  miraba  de  soslayo  en  el  espejo,  co- 
mo para  asegurarse  de  que  ella  era  insubstituible, 
mientras  Cuca  seguía  atizando  la  llama,  con  la  deli-  í^ 
berada  intención  de  que  Chayo  amarrara  pronto 
con  Andrade,  ya  que  éste,  al  parecer,  estaba  en  ca- 
mino de  llegar  a  ser  algo 

Para  no  ser  menos,  en  la  vivienda  Garay  se  suce- 
día semejante  escena  entre  la  anémica  intérprete 
de  Listz  y  dé  Raff,  y  la  broncínea  y  pizpireta  Tules, 
que  sin  saberse  por  qué,  y  de  poco  tiempo  a  aquella 
parte,  después  de  haberse  desmejorado  algo  por 
«tragona,»  según  el  maternal  diagnóstico,  estaba 
poniéndose  ahora  rechoncha  como  una  remolacha. 

— Pero  si  no  me  quiere,  tú Si  a  la  que  quiere 

es  a  Chayo!  — decía  melancólicamente  la  pianista  a 
Tules. 

— Es  que  tú  eres  una  «zanguanga»  que  no  le  me- 
tes duro  para  quitárselo.  Si  a  tí  te  gusta,  hazle  ga- 
nas recio,  y  ya  verás .... 

— Pero  ¿y  cómo?  -  decía  la  sencillísima  «Corchea.»      ■  ^ 

— ¿Cómo?  ¡Pus  como  venga!  Ingeníate 

— No,  eso  no  es  ix)sible ....  Ella  es  muy  bonita,  y  .'^. 

yo  soy  una  flaca  descolorida Ella  sabe  coque-  .g^ 

tear,  y  yo  por  más  que  hago  no  puedo ....  -^ 

— ¡Hum !  No  te  apoques,  que  si  tú  llegas  a  curarte  ^^ 

bien,  serás  mucho  más  bonita  que  ella. 

— ¡Y  quererlo  tanto,  Tules!  Me  gusta  tanto  con 
su  pelo  rizado  y  su  bigote  rubio  y  sus  ojos  garzos .... 
Y  además,  habla  tan  bonito! 

¡Y  el  espontáneo  suspiro  kilométrico  brotaba 
con  ímpetus  de  escape  de  una  locomotora  a  sobre- 
presión!  '  - 

Sucedió  en  la  noche  del  bateo.  Cuando  Andrade 
hizo  su  presentación  en  el  salón,  la  «Corchea»  lo  si-  ^^: 

guió  largo  rato  con  una  mirada  lánguidamente  apa-  iS 

•.  ''""i'-' 
i^  ■        ■       ■  .    '  .       ~      ■■  ■  ,  ■      ^  ■     '^■''■'  > 

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184 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


sionada;  por  supuesto  que  el  codazo  de  Cuca  Ota- 
mendi  a  Chayo  fué  inmediato. 

— ¿Te  fijaste,  tú?  La  «canija»  esa  se  lo  ha  comido 
con  los  ojos! 

—La  muy 

Quiso  la  desgracia,  para  más,  que  a  Demóstenes 
se  le  ocurriera  que  el  baile  se  mezclara  con  algo  de 
concierto,  en  cuya  iniciativa  fué  apoyado  por  Bar- 
bedilloque,  como  buen  aspirante  a  diputado,  (yaca- 
si  cuajaba)  era  adicto  a  las  iniciativas.  | 

— ¡Sí,  sí!  Menchaquita  cantará  algo,  y  usted  nos 
hará  el  favor  de  deleitarnos  con  unas  melodías .... 

Menchaca,  siempre  consecuente,  ya  había  con- 
sentido en  atreverse  con  algo  de  «Cavallería  Rusti- 
cana;» pero  la  «Corchea»  se  resistía  como  nunca.  En- 
tonces Demóstenes,  conocedor  de  su  lado  flaco,  atacó 
estratégicamente : 

— Daría  usted  un  gran  placer  a  Andrade,  que  es 
tan  afecto  a  la  buena  música 

— No  lo  crea  usted.  No  le  agradaría  la  intér- 
prete. 

— ¿Quiere  usted  ver  que  sí?  Oyes,  Quico,  ven  acá. 
Tú  vas  a  hacer  el  favor  de  acompañar  a  la  señorita 
al  piano 

— Con  positivo  gusto. 

Y  después  del  canto  de  Menchaquita,  Andrade 
acompañó  hasta  el  piano  a  la  «Corchea»  que,  al  sen- 
tirse dé  bracero  con  aquél,  ya  le  parecía  que  esta- 
ba caminando  rumbo  del  altar  de  nupcias.     I 

El  incidente  puso  más  de  punto  a  Chayito,  que 
llegó  al  de  caramelo  cuando  Andrade,  en  justa  re- 
compensa a  la  deferencia  de  la  presunta  tísica,  se 
lanzó  con  ella  en  brazos,  en  el  vértigo  del  vals. 

Chayo,  llevada  por  Pingarrón,  echaba  chispas  por 
sus  ojazos  negros  de  virgen  indiana;  chispas  ante 
las  que  la  «Corchea»  bajaba  tímidamente  los  ojos. 


v-Jf^ 


•s 


i^: 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  185  .      ^^^ 

tanto  por  prudencia  como  para  no  encontrarse  con 
aquellos  de  Andrade,  que  ejercían  sobre  ella  la  dul- 
ce fascinación  de  la  imposible  felicidad.  Y  él  que, 
hombre  al  fin  de  carne  y  hueso,  le  gustaba  el  saber- 
se amado  inéditamente,  no  dejaba  de  flirtear  susu- 
rrando al  oído  de  ella  alguna  que  otra  descolorida 
galantería,  que  a  ella  le  parecía  frase  encantada  de 
algún  divino  poema  de  enamorados,  por  lo  que  se 
sentía  a  punto  de  desfallecer  entre  los  brazos  del 
amado! 

.  Otros  ojos  había  que  seguían  la  escena;  los  de  la 
atrabancada  Tules  que,  a  fuerza  de  miradas  quería 
animar  a  su  prima  para  que  pasara  el Rubicón  aquel. 
Y  aun  otros  más  que,  con  un  dejo  de  indiferente 
tristeza,  veían  a  la  «Corchea»  en  los  raudos  giros 
del  vals,  conducida  por  Andrade:  los  del  imperté- 
rrito Gordillo. 

Casi  a  boca  de  jarro,  en  una  de  las  vueltas  que 
daban  las  parejas,  se  encontraron  las  de  Enjolrás 
y  la  «Corchea»  con  las  de  Chayo  y  Pingarrón,  y  ésta 
última  aprovechó  para  decirle  a  su  compañero. 

— ¿No  conoce  usted  a  Rovirosa?  Hace  versos  y  me 
enamora 

— ¿Y  quién  no  se  ha  de  sentir  enamorado  de  us- 
ted, criatura,  si  es  usted  un  ángel?  Andrade  sintió 
el  aletazo;  pero  disimuló.  Mas  a  poco  rato,  nuevo 
encuentro  y  nuevo  disparo. 

— ¡Lástima  que  no  conozca  usted  a  Tenorio!  ¡Else 
sí  es  todo  un  hombre!  Me  escribió  y  casi  se  me 
declara. ..... 

Aquello  pasó  de  la  categoría  de  aletazo  a  la  de  es- 
polonazo para  Andrade.  Más,  pensando  que  el  des- 
quite lo  tenía  a  mano,  es  decir,  entre  los  brazos, 
concluido  el  vals,  siguió  de  pareja  para  la  siguiente 
pieza  con  la  misma  «Corchea,»  lo  que  causó  grave 
exasperación  en  Chayito. 


186 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


Complicaron  la  cuestión  aquellos  famosos  pon- 
checitos,  especialidad  de  don  Taco,  que  mareaban 
al  pinto  de  la  paloma.  Como  resultado  de  ellos,  allá 
a  las  doce  de  la  noche,  cuando  las  lenguas  estaban 
bastante  sueltas  y  briosos  los  ánimos,  Andrade  y 
Chayo  se  <abordaron>  en  un  danzón. 

— Con  que  Rovirosa  te  enamora  ¿eh? 

Era  aquel  Rovirosa  funesto,  que  en  la  memorable 
noche  del  25  de  mayo,  cuando  lo  de  la  renuncia^  lo 
había  derrotado  en  la  campaña  oratoria  callejera. 

—Sí cada  vez  que  puede  me  manda  versos  y 

me  echa  mis  flores .... 

— ¿Vas  a  vivir  de  versos? 

— Lo  mismo  que  se  puede  vivir  de  litigios 

Andrade  sintió  la  puya.  A  ese  tiempo  pasaba  la 
«Corchea>  enlazada  a  Mandujano,  y  Chayo  no  perdió 
la  oportunidad. 

— Hay  algunas  que. . . .  ¡caramba!  Se  pasan  de  la 
raya 

— ¿LíO  dices  por  esa  pobre  niña?  ¿Estás  celosa  de 
ella?  iNo  seas  tonta!  Yo  no  te  cambiaría  por  la  rei- 
na del  mundo I        . 

— Es  que  se  carga  mucho  la  ñaca  esa. ... 

— ¿Conque  también  Tenorio  te  escribió  declarán- 
dose? 

— Sí. . . .  bueno;  tanto  como  eso,  no;  pero  sí  insi- 
nuándose   , 

— ¿Y  de  dónde  te  escribe  ese  canalla? 

— ¿Canalla?  ¡No  lo  creas!  Ahora  sí  ya  es  de  veras 
coronel? 

— ¿Quién  le  dio  el  grado? 

— Pascual  Orozco 

— Es  decir  que  ahora  es  orozquista. . . . 

— ¡Natural!  ¿Qué  tiene  eso  de  particular? 

— ¡Y  tan  natural!  ¡Está  en  carácter! 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  187 


Nuevo  encuentro  entre  la  «Corcheíta»  y  nuevo  dis- 
paro de  Chayo. 

— Se  necesita  tener  muy  poca  vergüenza  para V' 

— iVamos,  Chayo!  Deja  a  esa  pobre  ñifla  en  paz 

— ¿La  vas  a  defender  tú  ahora? 

— No;  pero  me  da  pena,  lástima,  no  sé  qué Se- 
ría feliz  con  que  yo  la  amara,  como  yo  lo  sería  con 
que  tú  me  amaras!                                        >  jy, 

— Yo  no  he  dejado  de  quererte ... . 

— Pero  te  gustan  los  versos  de  Rovirosa  y  los  ga- 
lones falsos  de  Tenorio r 

— Te  diré Rovirosa  ya  gana  el  dinero  bien,  co-  -;" 

mo  empleado  de  un  Banco,  y  Tenorio  debe  estarlo  t¿i 

ganando  todavía  más ;^ 

— Pero  ¿sabes  lo  que  me  estás  diciendo,  Chayito?  ; 

— Eso  de  ser  novia  de  estudiante  toda  la  vida •  '^'■ 

—Chayo,  Chayito,  por  lo  que  más  quieras,  no  me 
vuelvas  a  decir  tales  cosas!         .       ;  tf 

Por  fortuna  ocurrió  un  nuevo  pase  de  la  desdicha- 
da «Corchea,>  en  aquel  psicológico  momento,  y  el  ^       ^ 
tiro  no  se  hizo  esperar.  'S¿ 

— ¡Y  se  hace  la  sorda  la  coqueta  esa  robanovios! 

La  «Corcheíta>  no  quiso  seguir  apareciendo  tími-  - 

da;  habría  querido  hablar,  decir  que  ella  sí  amaba 
de  verdad,  mientras  que  Chayo  sólo  lo  hacía  de  apa- 
riencia y  por  interés:  que  ella  sí  sabía  sentir,  mien- 
tras que  la  otra  sólo  sabía  calcular:  quién  sabe  cuán- 
tas cosas  habría  dicho  al  haber  podido  hablar:  pero 
no  lo  pudo  hacer  y  para  desahogar  su  corajina,  en  -■ 

un  mohín  de  nifia  malcriada,  sacó  la  lengua  a  Cha-  '    ,:: 

yo.  Ante  tamafla  osadía,  ésta,  rápida,  tuvo  una  fra- 
se y  una  acción. 
.  — ¡La  muy  lépera! 

Y  retorció  en  el  flacucho  brazo  de  la  «Corchea,* 
un  pellizco  soberano,  que  puso  fin  al  sainete,  pues 
la  obligó  a  buscar  refugio,  derrotada,  en  el  materno 


s>  •• 


^^' 


*"-'V 


..•li.: 


188  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

lado,  preñados  los  ojos  de  lágrimas,  y  tratando  de 
j-^^v;  formular  una  amarga  queja:    ^  /     lo-^ 

|C ,  — Mamá mamacita ....  vamonos,  que  esa 

— Quita  ñifla,  que  me  estás  distrayendo To- 
davía es  muy  temprano  para  irnos!  Conque  me  de- 
cía usted  Pingarrón 

Y  Pingarrón  siguió  su  plática,  que  interrumpía 
con  frecuencia  la  casquivana  «Corchea»  madre,  di- 
ciéndole:  ¡Pero  qué  ocurrencias  las  de  usted.  ¡Qué 
simpático  se  hace  usted  con  esas  cosas! .... 

Concluido  el  danzón  aquél,  sintió  Andrade  la  ne- 
cesidad de  refrescar  las  fauces  secas,  acaso  porque 
el  alma  le  estaba  ardiendo  con  las  ocurrencias  de  la 
Chayito.  Y  para  hacerlo  fuese  al  comedor,  en  donde 
se  dio  de  manos  a  boca  con  Malabehar,  don  Taco  y 
Chaneque,  que  malgastaban  el  tiempo  hablando  de 
política. 

'\?^\  — Al  viejo  Díaz  lo  derrocaron  las  victoriosas  ar- 

;  ?/  mas  revolucionarias! — decía  Barbedillo,  que  en  la 

'j  í  7  espectativa  de  pescar  la  curul,  no  dejaba  ocasión 

>^^V  para  alabar  a  los  revolucionarios. 

M>'  — Y  la  opinión que  es  fuerza  invencible  que 

se  exterioriza  en  la  prensa — agregaba  senten- 
ciosamente Chaneque.  'I 

— ¡Ojalá  y  así  hubiera  sido! — respondía  calmosa- 
mente el  letrado.  Pero  en  verdad,  no  fué  así.  Habla 
usted,  Barbedillo,  de  armas  revolucionarias  victo- 
sas,  y  no  hubo  una  sola  batalla  formal  en  que  aqué- 
llas vencieran.  Y  usted  habla  de  opinión,  Chaneque, 
que  tanto  quiere  decir  como  criterio,  y  esa  se  encau- 
zó en  favor  de  Madero  por  obra  de  pasión,  que  es 
4^^                   algo  antagónico.  Habla  usted  de  régimen  de  fuerza, 
|Í                   y  resultó  que,  a  la  ^ora  de  la  hora,  no  había  de  los 
f^r'                treinta  mil  soldados  nominales  que  constituían  el 
;;                   Eljército,  ni  veinte  mil,  con  los  que  dominar  a  quin- 
¿^  -  ce  millones  de  habitantes Y  usted  de  despotis. 


i*  :- 


■■-■*■  V.V-  ' 


-V-    V 


.  J-A  RUINA  DE  LA  CASONA  189 

mo,  Cuando  el  déspota,  sólo  podía  haberlo  sido 
porque  la  colectividad  lo  consentía!  ¡Seamos  justos, 
antes  que  nada  y  siempre  justos! .... 

Mediten  ustedes  si  la  determinante  del  triunfo  no 
fué  alguna  fuerza  extraña,  a  la  que  la  revolución  sir- 
vió inconscientemente  como  tal  vez  sigamos  sirvien- 
do los  mexicanos  todos,  si  nos  empeñamos  en  no 
abrir  los  ojos  para  ver  quién  es  el  positivo  ene- 
migo. ■  ,v  ;<  ;,:;-_ 

— ¿Usted  que  opina  de  eso,  Andrade? 

— ¿Yo?  Que  el  porvenir  dirá  loque  sea  cierto 

— Pues  espere  usted  que  se  confirme  lo  que  di- 
go  De  aquel  son  y  serán  responsables  ustedes  ¿; 

los  jóvenes.  Y  ¡ay  de  la  Patria  si  se  empeñan  en  con-  .  '^t  ■ 

fundir  la  satisfacción  personal  con  el  patriotismo!  .  '_W 

— íNada. . . .  que  ya  apareció  el  coco  de  siempre!       .        ' : 
Con  no  tenerle  miedo ... . 

— Se  equivoca  usted.  Chaneque,  que  costará  siem-  - 

pre  menos  trabajo  ser  honrados  y  formales,  que  ser 
valentones  y  andar  a  las  vueltas  con  los  más  fuertes.  -¿¿ 

—  ¡Enigmático  está  usted,  mi  licenciadito!  .  í|" 

— ¡Ay  amigo  Barbedillo!  Es  que,  como  dijo  el  pa- 
dre Hidalgo  la  lengua  guarda  el  pescuezo. ... 

Parecióle  poco  un  ponche  a  Andrade,  y  le  atoró  a 
dos,  ^efilo.  Más  al  minuto  de  ingerir  el  líquido  su- 
frió una  alza  tal  de  temperatura  que  hubo  de  salir 
al  corredor  en  busca  de  fresco.  Allí  estaban  Man- 
dujano,  Pingarrón,  Menchaquita,  Demóstenes  y  el  , 
propio  Gordillo,  fumando  y  charlando.  ¿Del  baile? 
¡Quía!  Del  tema  favorito  de  todos  los  mexicanos 
desde  el  año  de  1910,  una  vez  que  se  reúnen  siquie- 
ra tres:  de  política. 

— ¡Pu ....  pues  a  mí  no  me  la  dan  ni  con  chíiiia! 
¡El  mangoneo  (por  el  robo)  está  ahora  pepeor  que 
aaantes!  ¡Qué  caray! 

— No,  Tafollita,  no ... .  ¿Que  el  Gobierno  se  ha  gas- 


1  '<•- 


190 


E.  MAQUEO  CASTELXANOS 


m 


-•■■.i-W>;,'. 


tado  los  setenta  y  dos  millones  que  dejó  en  las  Cajas 
públicas  don  Porfirio?  ¿Y  qué,  vamos  ver?  ¿Qué 
hacía,  ni  para  qué  servía  ese  dinero  inmovilizado 
criminalmente?  ¿Qué  se  están  pidiendo  veinte  millo- 
nes de  pesos  más,  prestados?  ¿Y  qué? 

— ¿Cóooomo  y  qué?  Que  a  ese  paso  nos  arruiiii- 
nan  ¡caray! 

—Está  usted  equivocado.  ¡Hay  necesidad  de  mo- 
ver la  riqueza  pública!  ¿Usted  qué  cree  Menchaca? 

—Que  yo  sólo  sé  mover  la  magneta. . . . 

—Pues  a  ver,  Gordillo;  él,  que  tiene  que  ser  eco 
del  sentir  obrero I 

— ¡Pues yo  lo  que  digo  es  que  todos  son  lo 

mismo!  .  I  .  ' 

— ¡Beeeso!  ¡Lo  miiiismo  de  sinveeeergüenzas! 

— ¡Y  de  canallas! 

— Hombre,  señor  Mandujano,  eso  es  muy  fuer- 
te  

— ¡Tiiiiene  razón!  ¡caaaaray!  ¡Lo  único  que  impe- 
ra hoy  es  el  neeepotismo! 

— La  revolución  ha  sido  y  es  reivindicadora.  Lo 
que  pasa  es  que  no  ha  tenido  aún  tiempo  para  des- 
arrollar su  obra  y  completarla 

— La  revolución  ha  sido  un  fraude!  -      -.  . 

— ¡Caaaaray!  ¡Pues  si  completa  la  obra  nos  deja 
en  cucucueros!       . 

— ¡Nada que  cada  cabeza  es  un  mundo!  -Con- 
cluyó sentenciosamente  Menchaquita;  y  como  la  or- 
questa preludiara  un  two-step,  agregó:— voyme  a 
dar  unas  vueltas  con  Cuca;  la  tengo  comprometida 
con  ella .... 

Chayo  continuaba  resistiendo  para  hacer  las  pa- 
ces con  Quico,  del  que  se  empeñaba  en  vengarse 
dándole  «picones>  que,  a  su  vez,  daban  por  resulta- 
do el  que  Andrade  menudeara  los  ponches.  Y  así 
siguió  la  cosa  hasta  la  madrugada  casi,  en  la  que, 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  191 

ya  en  puntos  de  disolverse  la  reunión,  Mandujano, 
Tajonar  y  Andrade,  «maduros»  más  que  «zazones,»  >^ 

habían  concluido  por  romper  el  «turrón>  y  confiarse  í_ 

sus  más  recónditas  actividades.  '  * 

—Pues  yo  no  me  «divulgo» pero  a  mí  el  que 

me  la  debe,  tiene  que  pagármela ¿ 

— Te  comprendo  y  te  justifico  compadre.  Pero     '  "5: 

¡qué  quieres!  Para  mí,  no  hay  más  que  el  deber . . . .    ^ 

— ¡Tú  eres  una  víctima  también!  Los  «irregula- 
res» «rajan»  del  ejército El  Gobierno  los  alien- 
ta, puesto  que  los  prefiere.  Les  paga  mejor 

— Y  por  eso  está  resentido  el  ejército,  que  no  se  f::; 

merece  tal  trato ¿Tú  qué  opinas  Andrade? 

Andrade  ya  no  opinaba;  los  ponches  se  lo  impe-  *; 

dían,  pues  le  habían  hecho  un  efecto  atroz.  Veía  tres 
Chayos  en  vez  de  una;  sentía  que  el  cerebro  se  le 

abría  en  pedazos que  la  invencible  náusea  lo  '; 

acorralaba,  y  que  en  vez  de  estómago  tenía  un  hor-  'V 

no  de  fundición.   Y  así  siguióla  cosa  cuando,  ya  • 

tumbado  en  su  cama,  quiso  conciliar  el  sueño.  ¡Im- 
posible!  La  irritación,  el  dolor  de  cabeza,  la  sed  -W 
inextinguible  y  las  visiones  más  absurdas  no  lo  de-  y, 
jaban  dormir. 

Veía  a  Rovirosa ....  ¿Quién  era  Rovirosa?  Un  cí- 
nico, un  audaz  únicamente!  Y  sin  embargo iba  '  : 

viento  en  popa,  y  después  de  haberlo  derrotado 
ayer  en  la  oratoria,  pretendía  birlarle  hoy  a  la  no- 
via  

Veía  a  Tenorio Estudiante  destripado,  falto 

de  vergüenza,  medrador,  embustero,  disfrazado 
ahora  de  revolucionario  en  aquel  carnaval  político 
en  el  que,  en  diez  meses  había  sido  porfirista,  ma- 
derista de  última  hora,  como  muchos,  orozquista 
ahora,  y  mañana  sepa  Dios  qué  cosa!  ¡Y  ese,  su 
amigo,  su  camarada,  su  protegido  en  las  estudian- 
tiles arranqueras,  se  permitía  ponerse  unos  galones 


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Vt^  ;  192  E.  MAQUEO  CASTELLANOS  ,  . 

''^*\í:- :.  ■    .  I     .      ' 

1'.; ;:  que  no  había  ganado,  y  más  aún,  se  permitía  tam- 

?»  *  ,  bien  insinuarse  con  Chayo!  ,: .  y.  | 

. ;  )^  ¿Pues  y  ésta?  Si  lo  martirizaba  sabiendo  lo  en- 

trañable de  su  amor;  si  coqueteaba  con  aquéllos, 
.    •  :v  ;  pues  sólo  así  podían  explicarse  las  libertades  de  los 

o  "'  dos;  si  lo  hacía  porque  Rovirosa  ya  ganaba  dinero  y 

hacía  versos  y  porque  Tenorio  debía  estar  ya  rico 
:  •;  y  era  coronel,  aunque  fuera  «de  dedo,»  y  él  era  sólo 

^i;-:  un  pobre  estudiantejo  a  la  escasa  mitad  del  camino, 

,íí ;  ¿6n  dónde  estaban  la  sinceridad  y  la  inmensidad  de 

su  amor?  No  existían,  y  éste  era  una  fábula!  Cuando 
Chayo  pensaba  como  pensaba  y  se  lo  había  indica- 
do, a  buen  seguro  que,  llegada  la  ocasión,  lo  dejaría 
«plantado.» 

Entonces,  ¿de  qué  servía  el  mérito  positivo,  el  de- 
purado, si  iba  siempre  a  la  derrota  contra  el  méri- 
to de  relumbrón?  ¿Qué  resultaba  de  la  amistad,  ni 
aun  la  misma  fraternal,  sino  una  convencional  apa- 
riencia, capaz  de  ir  hasta  la  traición?  ¿Qué  del  amor 
de  las  mujeres  que  en  vez  de  ostentar  las  azules 
alas  de  la  ilusión,  tenía  las  alas  torpes  del  cálculo? 
En  la  vigilia  desastrosa  de  la  ebriedad  que  se  ale- 
ja para  dejar  lugar  a  la  mortificación  post-alcohóli- 
ca,  por  el  intermedio  de  un  sollozo  mal  contenido, 
hijo  de  sus  dudas  y  sus  desengaños,  la  imaginación 
calenturienta  de  Andrade,  en  un  brinco  clownesco, 
pasó  a  otras  bien  distintas  ideas .... 

Era  verdad  lo  que  decía  Malabehar.  Don  Porfi- 
rio, fantasmón  de  fuerza,  dizque  apoyado  en  treinta 
mil  ballonetas,  había  resultado  a  última  hora  sin 
ejército  con  qué  sostenerse.  El  César  de  ahora  iba 
resultando  otra  desilusión.  ¿Sería  verdad  lo  que  la 
opinión  le  achacaba,  de  que  sólo  había  sido  un  títere, 
a  fin  de  encender  la  inacabable  guerra  civil  en  Mé- 
xico y  sacar  así  las  castañas  con  la  mano  del  gato? 
¿Cómo  podía  haberse  prestado  a  tamaña  maniobra? 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  198  .     J^;     • 

Í-"  '•■      .  ,   ;       ---íví:;'  "  "... 

¿Por  qué  había  triunfado  la  revolución,  si  el  mi-  í^  v ;  I 

núsculo  ejército  de  Díaz  no  había  sido  realmente  :í^  ; 

vwicido?  ¿Tan  sólo  por  la  opinión?  ¡Esa  es  una  fuer-  £ 

za  tornadiza,  que  befa  hoy  lo  que  mañana  admira!  ;>:^       {;^| 

Por  sí  sola  no  podía  haber  hecho  el  derrumbamien-  •  ^ 

to ¿Sería  entonces  verdad  que  había  sido  el  ?^¿        -^ 

«conservantismo,»  los  «intereses  creados»  los  queha-  f^; ;  >       s 

bían  precipitado  la  abdicación  con  el  espantajo  de  la  ti?' 

intervención  americana,  amedrentando  al  viejo  cau-  ^        ¡>^ 

dillo  el  San  Juan  de  su  apostolado,  el  millonario  Li-  ^         ;^ 

mantour?  El  régimen  era  despótico,  si  se  quiere;  y  W  i-     í" 

sin  embargo,  aquel  despotismo  de  entonces,  jamás  3      ^ 

había  armado  greyes  para  lanzarlas  contra  sus  ayer 
partidarios,  como  hacía  el  de  ahora! 

Hablaba  Demóstenes  de  «mangoneo»  y  también 
éste  era  cierto;  más  que  mangoneo,  desbarajuste. 
Antes,  en  los  tiempos  de  Díaz,  los  «científicos»  que  % 

eran  una  docena  escasa,  tenían  acaparados  los  ne- 
gocios y  succionaban  por  todos  sus  poros  a  la  pú- 
blica riqueza;  pero  en  cambio,  había  mucha  forma- 
lidad, orden,  cuidado  en  el  manejo  de  los  caudales 
oficiales.  Ahora  el  cientificismo  era  otro;  se  había 
reducido  todavía  más,  y  los  caudales  se  habían  eva- 
vorado  en  una  loca  danza  de  millones.  Y  lo  que  tan- 
to se  había  criticado  a  Díaz,  los  empréstitos,  se 
multiplicaban  ahora,  no  por  obra  de  la  necesidad 
como  entonces,  sino  de  la  malversación.  El  pudri- 
dero sólo  se  había  removido  y  cebado,  y  criaba  nue- 
vas moscas  de  todos  colores  y  tamafios;  pero  todas 
voraces  y  contaminadoras,  como  aquel  Barbedillo, 
Tenorio,  Pingarrón,  y  hasta  Chaneque!  ^* 

El  país  se  transformaba  en  feudo.  Madero  había 
predicado  la  división  de  los  latifundios  para  crear-  ■ 
la  pequefia  propiedad,  y  él  y  los  suyos,  latifundistas 
de  primera  categoría,  no  habían  fraccionado  ni  una 


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pulgada  de  sus  tierras.  Había  prometido  el  libre  ■  :^ 


13 


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194 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


sufragio,  y  había  impuesto  al  impopular  Pino  Suá* 
rez,  y  ahora  mismo  ya  imponía  diputados  y  sena- 
dores ....  Luego  tenía  razón  Mandujano!  La  revo- 
lución, la  magna  revolución  no  había  sabido  cumplir 

sus  promesas  al  pueblo!  Mandujano  «zapatista» 

¿Por  qué?  Porque  para  él  y  los  suyos,  que  antes  vi- 
vían en  paz,  allá  en  sus  «laborcitas,»  en  vez  de  las 
prometidas  reivindicaciones  habían  habido  luto  y 
sangre  y  atropello!  Hasta  Tajonar,  aquel  tipo  de 
militar  limpio  y  sincero,  hecho  de  una  pieza,  resul- 
taba agraviado,  y  al  parecer  con  razón  — 

Y  en  aquella  vigilia  penosa  de  Andrade,  se  bara- 
jaban todos  esos  personajes  y  todas  esas  ideas,  co- 
mo en  una  huracanada  racha  se  entretejen  todas 
las  nubes  que  encapotan  el  cielo ¡Mentira!  ¡To- 
do mentira  y  pura  mentira!  ¡Farsa,  comedia  ini- 
cua, ruindad,  prostitución,  podredumbre!  Todo  olía 

mal Amor,  lealtad,  justicia,  honradez,  verdad, 

patriotismo,  honor,  vergüenza,  todo  lo  alto  y  todo 
lo  blanco,  todo  lo  santo  y  todo  lo  augusto  no  eran 
más  que  palabras,  palabras  y  palabras ....  Y  An- 
drade sentía  que,  al  ir  avanzando  en  el  camino  de  la 
vida,  el  cieno  envolvía  ya  sus  plantas  y  subía  en  as- 
cendente marea  paulatina.  Y  pensaba: 

— Dios  fué  un  sabio  al  crear  la  criatura  humana 
con  la  forma  que  le  dio. . . .  ¡Así  siquiera,  el  cieno  a 
lo  último  q  ue  llega  es  a  la  cabeza!  ' 

¿En  qué  pararía  todo  aquello?  ¿En  qué  su  amor  a 
la  pérñda  Chayito,  cada  vez  más  atrayente  y  seduc- 
tora? ¿En  qué  sus  ideas  de  revolucionario  de  inma- 
culada cepa,  adorador  ferviente  de  la  Patria?  Y  el 
f  u^o  del  licor  evaporado  ya,  que  le  quemaba  las 
entrafias  y  subía  en  llamaradas  a  su  cerebro,  le  ha- 
cía ver  perspectivas  de  incendio  pavoroso  en  el  que 
sucumbían  Chayo  y  la  Patria,  como  si  fueran  una.... 

— ¡Al  que  me  robe  a  mi  Chayo,  lo  mato! 


LA  RUINA  DE  IJl  CASONA  19& 

Y  adormilándose  lentamente  pensaba: 

—¡No matar  por  una  mujer!  ¡No!  ¡Matar  por 

la  Patria. . . .  por  esa  sí!  Y  todavía  mejor ¡mo- 
rir por  la  Patria! 

Y  se  veía  en  las  trincheras,  luchando,  muriendo 
gloriosamente  en  la  brega  contra  los  enemigos  de 
la  santa  nacionalidad,  y  a  su  lado  Tenorio,  redimi- 
do, y  como  él,  sacrificado  por  la  inmensamente  jus- 
ta causa ^ 

Vencióle  por  fin  el  suefio  y  fueron  de  plomo  sus 
párpados;  y  en  el  suefio  pesado  del  beodo,  halló  des- 
canso para  su  trajinado  espíritu. 

Al  despertar  al  siguiente  día,  borradas  las  visio- 
nes de  la  víspera,  sintió  la  suprema  necesidad  de 
ingurgitar  líquidos  a  dosis  inauditas,  para  apagar 
el  volcán  de  su  estómago.  Y  en  los  horrores  de  la 
cruda  juró  y  perjuró  que  jamás  volvería  a  tomar 
una  copa  de  alcohol ....  El  destino  en  sus  sarcasmos 
le  reservaba  un  siniestro  quebrantar  de  tal  jura- 
mento! * 


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CAPITULO  V 


•  ■  ^^ 
"Tu  Quoque  Dixiste" 


Por  fin,  el  horizonte  parecía  irse  despejando;  la 
incipiente  revolucito  orosquista,  para  combatir  a 
la  cual  se  había  organizado  una  flamante  división, 
había  sido  fulminantemente  yugulada  en  las  bata- 
llas de  Rellano,  Conejos  y  Bachimba,  sin  que  por 
un  momento  el  dios  Elzito  i>areciera  haber  sonreído 
a  las  armas  del  Pascual  Oroico,  que  en  un  empuje 
brioso  habían  logrado  vencer  a  las  huestes  del  Gro- 
bierno  en  el  primer  Rellano. 

Confiada  en  un  principio  la  Divisián,  a  un  militar 
pundonoroso  pero  inexperto,  el  general  Gonzáles 
Salas,  la  había  conducido  al  desastre,  tanto,  que  di- 
cho jefe,  en  un  bello  gesto  de  samurai  jai>onés,  se 
había  pegado  un  tiro  suicida.  ¡Cuántos  tiros  seme- 
jantes se  han  cebado  después! 

En  la  segunda  ocasión,  todo  preparativo  fué  ni- 
mio: se  envió  prepotente  artillería;  caballería  fo-  f^^ 
gueada  y  no  poca  infantería.  Y  al  frente  de  la  Di- 
visión, Madero  puso  al  que  más  tarde  habría  de  ser 
el  hombre  de  sus  destinos;  a  Victoriano  Huerta,  el 
indio  Huerta^  militar  obscuro  hasta  entonces,  y  al  m^^ 


T^t 


198  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


que  ]a  perspicacia  de  Díaz  nunca  quiso  hacer  so- 
bresalir a  más  nivel  del  común.  1 

!v\  Orozco,  carente  de  artillería,  escaso  de  municio- 

nes, que  le  fueron  negadas  por  la  parcialidad  del 
Gobierno  americano,  y  falto  de  buenos  tácticos, 
fué  barrido  por  la  metralla  en  un  furioso  «fuego  de 
ráfaga,»  y  obligado  por  tres  veces  consecutivas  a 
retroceder,  hasta  tener,  al  final,  que  ir  a  refugiarse 

$....  detrás  de  la  frontera. 

i^  — A  Orozco  no  lo  veeenció  Huhuhuerta,  sino  los 

griiingos,  que  le  quitaron  muuuniciones — decía  De- 
móstenes,  siempre  amigo  de  ir  contra  el  poder. 
— ¡Bah!  ¡Esas  son  consejas! — respondía  el  «Capu- 

>tl  lín»  cada  vez  más  gobiernista.  Lo  que  sucede  es 

que  ahora  sí  hay  Ejército.  I 

— Ya,  ya  veeeerás  con  el  tiiiiempo.  Cucucuando 
ellos  quiquiquieran  que  haya  reeevolución  la  habrá. 
Y  cucucuando  no,  no.  tCk)n  no  dejar  pasar  paaar- 
que! 

En  el  Sur,  Zapata,  medio  vencido,  se  defendía 
tenazmente,  levantando  el  lábaro  de  una  nueva  re- 
volución, con  el  «Plan  de  Ayala,»  mal  pergefiado  en 
su  redacción,  pero  eminentemente  libertario  en  el 
fondo;  más  concreto  y  más  político  que  el  «Plan  de 
San  Luis.>  Los  zapatistas,  agarrados  a  los  pefLas- 
cos  de  las  sierras  de  Morolos,  y  agazapados  entre 
.cañaverales  y  maniguas,  hacían  una  guerra  sin 
cuartel  a  los  federales,  que,  exacerbados,  iban 
usando  cada  vez  de  peores  represalias.  Mandujano 
estaba  allá,  con  los  suyos. 

Jn  diebus  illia,  en  aquellos  días,  como  dicen  los 
Evangelios  y  los  estudiantes  versadorea  traducen 
por  ¡08  indios  aquellost  traducción  que  en  el  caso 
venía  de  molde  por  tratarse  de  la  profesora  Polan- 
co  y  de  su  única  reproducción,  vulgo  hija,  la  mafio- 
sa  Tules,  las  mismas  habían  dado  tal  campanada 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  199 

en  la  casona  de  la  calle  de  las  Moras,  que  el  bronce 
había  repercutido  en  Cantón,  siendo  las  hermanas 
siamesas  las  más  escamadas  por  el  suceso,  porque 
señoritas  con  todo  y  sus  cincuenta  y  pico,  aquello 
no  había  dejado  de  causarles  rubores,  dada  su  cas- 
tidad y  morigeradas  costumbres.  Narremos  el  su- 
cedido. :^ 

«Como  ya  el  nuevo  Gobierno,  al  serenarse  la  at- 
mósfera política,  se  preocupa  honradamente  por  el 
exacto  cumplimiento  de  las  promesas  de  la  Revolu- 
ción redentora,  >  (texto  del  editorial  de  El  Nuevo 
OredOy  que  sino  firmaba  Chaneque,  no  tenía  empa- 
cho en  atribuírselo)  en  demostración  de  tal  cum- 
plimiento había  dispuesto  aquél  que  las  escuelas 
oficiales  de  las  Municipalidades  como  Tacuba,  Atz- 
capotzalco,  Coyoacán,  etc.,  fueran  objeto  de  una  re- 
mozadiUiy  a  cuyo  efecto  se  habían  substituido  los 
pisos  de  ladrillo  y  madera  por  otros  de  cemento;  se 
había  rasgado  alguna  que  otra  ventana  y  se  les  ha- 
bía dado  su  mano  de  cal  a  las  paredes,  con  lo  que 
sobraba  para  poder  anunciar  pomposamente  en  los 
oficiosos  voceros — «Inauguración  de  una  nueva  es- 
cuela en  Santa  Anita.>  (Como  si  lo  viejo  pudiera 
inaugurarse)  copiándose  así  servilmente  la  manio- 
bra de  los  directores  de  teatro  por  tandas,  que, 
cambiando  los  títulos  de  las  piezas,  dan  el  timo  del 
estreno.  :■  ^•■-■•.•■'¿^' ^^ '■■";■■ -■:- 

La  escuela  que  regenteaba  la  sefiora  Polanco  ha- 
bía sido  de  las  favorecidas.  Se  iba  <a  inaugurar  de 
nuevo,»  según  frase  del  zumbón  Demóstenes. 

Pero  ¿acaso  había  ascendido  la  Polanco?  ¡Paes 
sí  sefior!  Ya  era  directora  de  escuela  de  «segunda 
clase,  foránea,»  lo  que  a  ella  no  le  preocupaba  gran 
cosa,  porque  lo  perseguido  era  el  sueldo,  y  no  la  ca- 
tegoría. 

—¡Y  lululuego  me  dirás  que  no  hay  faaavoritismo! 


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200  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

— decía  Demósteiiea  a  Andrade— Hacer  a  esta  eees- 
túpida  india  direeectora! 

— Ten  en  cuenta  sus  veinte  aflos  de  servicios. 

— Otros  taaantos  de  timo  al  presupuuuuesto!  ¡Y 
si  a  esa  vaaamos,  que  me  hagan  director  de  Ins- 
trucción Púuuublica  al  Popocateeeepetl! 

Realmente,  aquello  no  era  acertado,  pensaba  An- 
drade.  Pero  ¡en  fin!  peccatta  minttto;  aunque  eran 
tantos  los  peccatta  de  esa  índole  que  se  estaban  co- 
metiendo, que  ya  se  necesitaba  penitencia  para 
ellos.  I 

La  Polanco  estaba  tan  satisfecha,  tan  orguUosa 
con  aquel  brinco,  que  hasta  se  había  desatendido 
de  la  pudibunda  Tules  que,  por  tra,g<yna^  había  esta- 
do tan  mala  del  estómago  que  lo  volvía  a  cada  mo- 


:it^  mentó 


R  — Lo  que  han  hecho  conmigo  es  un  ato  de  justicia 
— decía. — No  de  en  balde  echa  usted  los  pulmones 
en  este  Magisterio,  de  ir  regando  por  doquiera  la 
simiente  de  la  palabra,  que  redime  de  la  iznoran- 

da ¡Tanto  tiempo  que  hemos  estado  tan  mal 

comprendidos  nosotros  los  máiatros,  que  somos  los 
preparadores  del  p>orvenir! 

— ¡Braaavo  por  la  oradooora  del  ato/— exclamó 

Demóstenes. 

%  Lo  que  no  refería  la  muy  ladina,  era  cómo  se  ha- 

■}■ ,  bía  podido  hacer  de  una  esquelita,  en  la  que  un  yu- 

cateco  compadecido,  casi  coterráneo  del  Ministro, 

'■'■-_  la  había  recomendado  con  éste,  para  el  que  había 

dado  lo  mismo  hacerla  directora  de  escuela  que 

^  darla  el  premio  Nobel!       .  ,.    ííí;^^-    ,  ,  i  ?v^   I; ) - 

Y  con  motivo  de  la  inauguración  de  la  Escuela,  y 
de  que  se  hacía  cargo  de  la  Dirección,  tal  vez  con 
asistencia  del  sefior  Ministro,  al  acto;  por  lo  menos 
con  la  del  Subsecretario,  y  en  último  extremo  con 
la  del  Director  General  de  Instrucción  Pública,  la 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  201 

Polanco  había  puesto  en  conmoción  a  toda  la  caso- 
na, tanto  como  en  angustia  a  sus  bolsillos.  Nadie 
había  dejado  de  comentar  el  ato  de  justicia,  y  todos 
sabían  que  si  ella  se  había  comprado  un  traje  y  un 
sombrero,  a  la  sencilla  y  ruborosa  Tules  le  había 
comprado  desde  corset  y  medias,  hasta  guantes,  y 
una  boa  de  a  cuatro  pesos.  Pero  con  lo  que  traía 
loca  a  la  casona,  era  con  su  obsesión  de  hallar  un 
tema  para  el  discurso  inaugural  que  había  de  pro- 
nunciar en  presencia  del  funcionario  oficial  que 
presidiera,  y  con  el  que  esperaba  acabar  de  gran- 
gearse  la  buena  voluntad  del  Ministerio. 

— Dispense  usted,  sefior  Andrade usted,  que 

es  tan  inteligente  y  tan  amable ¿por  qué  no  me 

da  un  temita  para  mi  discurso? 

— No  lo  hallaría  a  satisfacción,  No  es  mi  cuerda 
la  PedagogÍA. . . .        *  ^  -     ^^v^  ■  . : 

— Se  lo  daré  yo  ¡qué  caaaray! 

— Usted  todo  lo  toma  a  broma,  y  va  usted  a  salir 
con  alguna  pe9adez ¡Gomo  si  lo  viera! 

— íNada  de  eeeso!  Formal Le  doy  un  teeema 

seeeno .  • .  •  .-•■'■■.'=  i.  ■•"  - 

— A  ver  cuál. 

— liiiinfluencia  del  cacahuaaate  en  la  educaciiión 
nacionaaal ¿Qué  le  parece? 

— ¡Que  es  usted  un  malcriado! 

— Debido  a  la  iiiinñuencia  del  cacahuaaate  en  la 
educaciiión. . . .  tcaaaray! 

La  Polanco  ocurrió  a  Barbedillo,  que  le  dio  un 
tema  que  no  fué  de  su  agrado:  «Necesidad  de  la 
ñexibilización  de  los  espíritus,  ante  el  deber  de  ser- 
vir a  la  Patria.»  ,:;    «. 

Ocurrió  a  Pingarrón,  que  le  recomendó  hojeara, 
como  él  lo  hacía  para  inspirarse,  a  Tito  Livio,  cosa 
que  la  ílamante  directora  estimó  como  una  tomadu^ 


^m-: 


-m-'  202 


E.  MAQUEO  CASTEX^LANOS 


'^^^ 


■-V.-. 


ra  de  pelo;  y  así,  buscando,  llegó  hasta  Malabehar, 
que  se  excusó  atentamente. 

Mas  quiso  su  fortuna  que,  mientras  Garay,  que 
cada  día  estaba  más  atribulado  por  mor  de  la  pér- 
dida del  empleo  y  de  los  regafios  de  la  «C!orchea> 
madre — («¿Ya  lo  ves?  ¡Tú  eres  un  papanatas!  ¡Para 
más  ha  sido  tu  hermana!»)  hojeaba  el  periódico  es- 
perando el  chocolate  matutino,  los  ojos  de  la  Polan- 
co  cayeron  sobre  un  rubro  del  rotativo,  lo  que  hizo 
que  el  grito  del  griego  Arquímedes  se  escapara  del 
M^  pecho  de  la  profesora,  estentóreo  y  sobre  todo,  in- 

^fy  tempestivo.  ?  ^    .  I 

ll;  — üEurekaü 

^.  —¿Qué? ....  ¿Qué  te  pasa?  ¿Estás  mala?— díjola 

;:^  solícito  el  extenedor  de  libros. 

— ¡No. ...  no. ...  es  que  por  fin  lo  he  encontrado! 

— ¿Pero  a  quién,  mujer? 

— ¿A  quién  ha  de  ser?  ¡Al  tema!      >        - 

¡Allí  estaba,  sí!  Sugestivo,  novedoso,  bonito,  ma- 

, '  teria  para  derrochar  elocuencia  pedag<^ica.  «Las 

:y  profesoras  no  deben  saber  tan  sólo  preparar  a  las 

:,%■  educandas  para  el  Magisterio,  si  que  también  para 

los  deberes  de  la  maternidad» ^     •       |       -    ,  ^ 

Y  la  Polanco  se  encerró  incontinenti  a  escribir 
febrilmente  sobre  tan  fecundo  argumento  y  borro- 
neó cuartillas  y  apuró  el  ingenio,  y  con  grave  agra- 
;  vio  de  la  gramática  dio  a  luz  aquel  discurso  que  con- 

ceptuó piramidal. 

Comenzó  después  la  tarea  de  aprendérselo  de  me- 
moria. Ella  no  era  una  adocenada  que  fuera  a  la  tri- 
buna con  su  papelito No,  señor,  de  memoria  y 

de  cuerito  a  cuerito  como  ella  sabía  ensefiar  a  las  ni- 
'  ñas  de  la  escuela  su  ciencia!     ^       ^'  I 

Para  tal  fin  leía  en  alta  voz,  encerrada  en  su  habi- 
tación en  la  compafiía  de  Tules,  como  sagaz  audito- 
rio, para  que  la  hiciera  observaciones.  La  mirada. 


•^^r 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  208 

boba  al  parecer,  de  la  tal  Tules  con  sus  ojos  de  bovino 
manso,  seguía  atentamente  la  recitación;  pero  en 
sus  labios  parecía  retozar  una  risita  mal  contenida. 
Lo  que  ella  se  pensaba,  sólo  la  muy  bribona  se  lo 
sabía .... 

Llegó  por  fin  el  tan  ansiado  como  temido  día  para 
la  profesora,  a  laque  encontró  de  pie,  y  dándole  una 
última  repasada  a  la  magna  pieza  oratoria  mientras 
Tules  dormía  a  pierna  suelta.  Sonaron  las  seis  de 
la  mafiana  en  el  yecino  reloj  público,  y  la  Polanco,  a  la 
que  parecía  que  iban  a  lleg^ar  tarde  a  la  ceremonia, 
sacudió  enérgicamente  en  su  lecho  a  la  dormilona 
Tules,  diciéndole: 

—¡Ándale,  hija,  que  ya  son  las  seis! 

¡Qué  si  quieres!  Tules  rezongó;  se  volvió  del  otro 
lado,  y  siguió  durmiendo.  A  las  seis  y  cuarto,  nue- 
vo meneo  y  nueva  maniobra  de  Tules  que  por  fin,  a 
eso  de  las  seis  y  media,  con  toda  parsimonia,  sacó 
un  pie  de  debajo  de  las  sábanas,  y  luego  el  otro,  tras 
de  estirarse  y  bostezar,  comenzando  a  ix>nerse  las 
medias  nuevas,  color  de  cafia  y  caladas  por  más 

sefias.     '^  '  T'c  ::.  "'-^v"' '  -  ■;'  .'^'t/^i^í-Ei 

A  las  siete  había  tomado  el  chocolate  en  el  lecho, 
y  comenzaba  a  quitarse  los  cohetes  para  peinarse.  Y 
a  las  siete  y  cuarto  no  concluía  aún  de  hacerlo;  por 
lo  que  la  Polanco,  nerviosa  y  excitada,  hubo  de  in- 
tervenir. 

— ¡Pero  cuatezona  de  mis  pecados!  ¿Acabas  o  no 
de  peinarte?  ¿A  qué  horas  vas  a  vestirte?  ¡Mira  que 
vamos  a  llegar  retrasadas! 

— ¡Si  ya  voy  mamá!  4;v> 

Resueltamente  aquella  nifia  se  había  vuelto  pesa- 
da y  molona.  ¡Quién  sabe  qué  le  sucedía! 

Las  siete  y  veinte  serían  cuando  Tules,  puestas 
ya  las  botas  nuevas  de  doce  botones  y  toda  ella  «n- 
óhmada^  remedando  su  testa  una  cabeza  de  bisonte 


204  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

j^.  montaraz,  entró  a  vestirse  cerrando  herméticamen- 

i^  te  la  puerta. 

A  las  siete  y  media,  llamada  de  la  Polanco,  que 
. ;  „  r  llegaba  ya  a  la  hiperestesia  nerviosa  por  la  impa- 

"ííj^ '  ciencia. 

:/  —¿Qué  te  sucede,  endemontrada?  ¿Acabase  no? 

v^  ¡Vamos  a  llegar  después  del  sefior  Ministro! 

'^1  — Si  ya  voy,  mamá . . . . 

riv  Las  siete  y  cuarenta,  y  Tules  no  daba  séllales  de 

-;^;5  vida.  La  Polanco,  furiosa,  se  puso  a  golpear  la 

Z\:'  puerta.  *    .■>.»../    •  .:^,;  ' .  ;.  I   ■  -  .•.^" 

— ¡Pero  Judas  de  mis  pecados!  ¿Qué  sucede  con- 
tigo? ¡Mira  que  por  ti  me  van  a  destituir! 

"  ;í  — Si  ya  voy  mamá 

r  y1:  —¡Ya  voy,  mamá!  ¡Ya  voy,  mamá! ¡Hace  una 

•i^,  hora  que  estás  con  la  misma  ca7»to2eto  y  nada!  ¿A 

„  A I  qué  hora  piensas  salir? 

Un  ji  ji  ji  del  Uanto  ahogado  de  Tules,  respondió 
desde  adentro  a  la  profesora. 
*      :-  — Pero  ¡con  un  demonche!  ¿Ahora  te  pones  a  Uo^ 

rar?  ¿Qué  te  pasa?  Abre ,.  .    J.      vs\ 

■  ;>.:  — Si  es  el  corset  que  no  me  quiere  cerrar .... 

tí'  — ¿Cómo que  no  te  quiere  cerrar?  Es  de  tu  medí- 

,,;  > ■  da A  ver,  abre Te  ayudaré |         ,. 

— ¡No,  no,  no,  si  ya  voy ! 

^"^^  Un  envite  de  hombros  de  la  fornida  profesora, 

contra  la  puerta,  y  el  débil  pestillo  cedió.  Y  a  la  vis- 

V-'  ta  de  aquella  quedó  Tules  en  pafios  mínimos  hacien- 

:t  do  desesperados  esfuerzos  para  que  el  corset  le 

cerrara ¡Y  el  corset  que  no  cerraba!  ¡Y  todo 

esto  a  los  quince  minutos  para  las  ocho!        r 

V  v^'  — A  ver,  trae (apretando  con  ganas  el  corset 

contra  las  rollizas  carnes  de  Tules.)  | 

— ¡Ay!  ¡Ay!  ¡Ay¡  ¡Qué  me  lastimas! 

-  v)-;  — Pero y  ahora  que  caigo ....  ¿por  qué  no  te 

't*  cierra  el  corset? 


-  LA  RUINA  DE  LA  CASONA  206 

—Pues  eso  es  lo  que  yo  digo. .. . 

Entonces  fué  cuando  la  profesora  se  dio  cabal 
cuenta  de  aquella  artificial  gordura  de  Tules. 

— ¿Qué  es  esto,  arraatradUima?  ¿Me  quieres  de- 
cir qué  es  esto? 

Y  rechinando  los  dientes,  le  largó  el  primer  pe- 
llizco de  la  serie. 

— ¡Luego  te  lo  diré,  mamacita! ¡Lu^o!  ¡Mira 

que  van  a  dar  las  ocho! Me  pondré  el  corset  vie- 
jo....         -■    :  -  ^/-  ■--•         ■    -     ■  ■   -  ■■*"■-„ 

— ¡Resinvergüenza!....  ¡Póngase  lo  que  quiera!.... 

En  dos  minutos  más  y  merced  al  corset  viejo,  Tuj 
les  estuvo  lista;  y  secándose  los  ojos  y  polveándose 
los  párpados,  salió  con  la  autora  de  sus  días,  que 
echaba  chispas,  rumbo  a  la  Plaza  de  Armas,  para  to- 
mar el  tranvía.  ¡Faltaban  cinco  minutos  para  las 
ocho! 

Ein  el  trayecto  de  la  casona  al  tranvía,  no  hubo 
novedad;  había  que  disimular;  pero  una  vez  instala- 
das en  aquél  y  en  marcha  el  mismo,  un  nuevo  y  for- 
midable pellizco  hizo  garra  en  uno  de  los  brazos  de 
la  desdichada  Tules  que,  confiaba  en  que  la  manio- 
bra le  había  salido  divinamente  y  había  asido  la  oca- 
sión por  el  único  cabello,  para  librarse  de  una  paliaa 
monumental,  esperando  que  en  el  propio  tranvía  se- 
ría intocable. 

— /  Oandulal — ^le  dijo  la  frenética  profesora  al  dár- 
selo y  no  encontrando  otro  adjetivo  más  detonante. 

— ¡  Ay  mamá!  Mira  que  nos  ven .... 

— ¿Y  qué  me  importa?  ¡Cínica,  descarada! 

Y  nuevo  pellizco  al  canto,  mientras  el  tranvía  se 
deslizaba  veloz  por  las  calles  de  la  Metrópoli.  Pau- 
sa; meditación;  pago  del  pasaje  al  conductor,  y  lue- 
go vuelta  a  la  carga. 

— ¡Ya  nos  arreglaremos!  ¡Si  crees  que  esto  se  va 
a  quedar  así,  te  equivocas,  grandísima  sinvergüenza! 


206 


E.  MAQUEO  CASTBLXANOS 


— ^Pero  mamá 

— ¡Ya,  ya  verás!  ¡Buena  ocasión  has  escogrido!  Me 
has  estropeado  el  discurso ! 

Nuevo  pellíECo  agarrado  a  las  carnes  de  Tules, 
por  más  que  ésta,  en  actitud  defensiva,  se  replega- 
ba en  el  asiento. 

— ¡Ay,  mamá!  Qué  me  vas  a  hacer  gritar 

Pausa,  reflexión;  el  inspector  recoge  los  boletos 
y  el  tranvía  corre  rápido  por  la  calzada,  rumbo  a  su 
final  destino. 

— ^Y ¿Se  puede  saber  quién  es  él? 

— Pero  mamacita 

— ¡Algún  pilguanejo!  i  Algún  desarrapado  asque- 
roso! Sí ¡si  ya  me  lo  figuro!  ¡Manchar  así  mi  fa- 
milia y  mi  nombre! 

¡Zas!  Pellizco  mayúsculo,  con  rechinar  de  dientes, 
que  le  dolió  doblemente  a  Tules  por  aquello  de  la 
mancha,  ya  que  bien  sabía  ella  que  su  progenitora 
apenas  si  llegaba  a  media  hermana  de  Garaicochea 
y  que  ella  misma,  Gertrudis  Polanco,  era  Polanco  a 
secas  y  no  seguramente  porque  el  autor  de  sus  días 
no  hubiera  tenido  apellido. 

— ¡Pícara  descastada!  Dímelo ¿Quién  fué  ese 

«badulaque?» 

¡Descastada  ella,  cuando  lo  que  hacía  era  recono- 
cer la  casta! 

—¿Quién  fué,  dímelo?  ¿Quién  fué?  ' 

Pellizco  vigésimo  en  el  acalenturado  brazo  de 
Tules. 

— ¡Ay!  Pues  fué 

—¡A  ver!  ¿quién?  ¿quién? 

—  ¡El  sefior  Bonaparte! 

— ¿Qué  cosa?  ¿Else  <indiote>  tan  puerco  y  tan 
feo? 

Asentimiento  de  Tules  con  un  movimiento  de  ca- 
beza, y  coraje  mayúsculo  de  la  profesora,  a  la  que  le 


Uk  RüIKA  DB  Ul  CASONA  207 

parecía  inaudito  que  uno  de  su  propia  rasa  hubiera 

sido  el  autor  de  aquel  desaguisado,  ¡ün'  indio! 

Bien  es  cierto  que  ella  lo  había  calificado  de  «hé- 
roe>  y  aun  le  había  dicho  que  sería  un  honor  con- 
,  cebir  de  héroes ....  legítimamente,  se  entiende. 
^         Como  en  esos  momentos  el  tranvía  llegara  al  pa- 
radero, la  profesora  no  tuyo  tiempo  más  que  para 
lanzar  a  la  faz  de  la  atribulada  Tules,  omitiendo  el 
-      pellizco,  este  sonoro  adjetivo: 
— ¡Marrana! 

Y  en  el  camino  a  la  escuela  decirle  en  tono  de  8u< 
>      premo  reproche:  t 

t  — ¡Nada,  que  me  has  estropeado  el  discurso! 

tC  En  el  patio  de  la  blanqueada  escuela,  la  subdirec- 
¡  tora,  con  las  educandas  correctamente  formadas  en 
^  alas,  todas  con  sus  albeantes  vestidos  blancos  y 
cruzada  en  el  pecho  la  indispensable  cinta  tricolor 
de  usanza  en  tales  solemnidades.  Y  todas  tan  lle- 
nas de  «chinos»  y  «tirabuzones,»  que  ahora  la  cabe- 
za de  Tules  resultaba  modesta  en  ellos.  Allí  espe- 
raban a  la  nueva  directora  en  cuyo  honor  dieron  un 
estruendoso  ¡viva!  con  palmoteos,  que  afectaron 
aún  más  a  la  ya  conmovida  Polanco  que  ll^ó  casi  a 
lágrima  furtiva. 

E2n  el  salón  principal  de  la  escuela,  sencillo  estra- 
do; mesa  de  la  presidencia  con  su  tapete  y  su  tim- 
bre. Los  consabidos  retratos  en  cromo  litografía 
barata,  del  padre  Hidalgo,  de  Juárez,  y  ahora  de 
Madero  en  substitución  de  Díaz.  Sendos  haces 
de  banderas  tricolores,  algo  desteñidas  en  las  pare- 
des, y  enlazados  en  ellos  festones  de  fresca  encina; 
sillas  correctamente  alineadas;  la  reglamentaria  tri- 
buna y  el  novel  piso  de  cemento,  rezumando  aún  el 
agua  del  fraguado  y  prometiendo  reumatismos  sur- 
tidos para  las  surtidas  piernas  de  las  escolares. 
A  las  nueve,  tímido  telefonazo  al  Ministerio,  inqui- 


■\  r  < 


c  -r- 


208  G.  MAQUEO  CASTELLANOS 

riendo  «si  el  sefior  Ministro»  se  dignaría  asistir  a 
la  inauguración,  y  respuesta  altanera  del  ujier  di- 
ciendo que  iba  a  consultar  al  alto  funcionario. 

Y  en  el  ínterin,  la  Polanco  x>ensando  en  la  estro- 
peadura  del  discurso.  ¿Qué  hacer?  ¿Improvisar 
cambiando  el  tema?  ¡Imposible!  Si  improvisaba, 
la  destitución  era  enteramente  segura,  por  lo  mal 
que  lo  haría.  ¿Largar  el  discurso  aquel?  Se  la  co- 
merían viva,  a  poco  andar,  cuando  cayeran  en  la 

cuenta  del  estado  de  Tules ¿Qué  hacer,  Señor, 

quehacer?  ' 

Telefonazo  del  ujier;  «que  el  sefior  Ministro  ni 
^;  *  noticias  tenía  de  la  tal  inauguración  y  que  no  asis- 

tiría.» .    '•"  :•  .-.V     ._   i    .   '.    ^  .^ 

Desconsuelo  inñnito  de  la  Polanco  que,  de  todos 
modos,  hubiera  querido  estar  otra  vez  «a  tiro>  del 
Ministro.  Consulta  con  la  subdirectora;  delibera- 
ción rápida,  y  acuerdo  de  preguntar,  por  teléfono 
siempre,  «si  no  concurriría  el  sefior  Subsecretario 
del  ramo.»  Respuesta  al  canto,  algo  descortés:  «que 
el  sefior  subsecretario  tiene  otras  ocupaciones  más 
importantes.» 

¿Qué  remedio?  Pues  preguntarle  por  teléfono  al 
Sefior  Director  General  de  Instrucción  Pública,  ha- 
ciéndose las  suecas,  «si  no  honraría  con  su  presen- 
cia la  inauguración.» — Respuesta  atenta  (el  compa- 
fierismo  obliga).  —  «Que  sentía  infinito  no  concurrir, 
por  otras  atenciones,  pero  que  ya  suplicaba  al  sefior 
;¿.^            Prefecto  de  la  localidad,  que  lo  representara.» 
Jv               Y  a  poco,  pregunta  del  Prefecto,  sobre  que  «a  qué 
horas  era  la  inauguración.»  Respuesta:  «que  sólo  a 
él  se  le  esperaba.» 
'               Y  en  el  ínterin,  la  Polanco  deglutiendo  el  escabro- 
so problema El  ¿qué  hago?  ¿Improviso  o  largo 

.':  el  discurso?  ¿Qué  cosa  escoger  entre  la  silba  y  el 


- 1 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  209 

ridículo?  ¡Liástima!  ¡Estaba  tan  novedoso  y  tan  bien 
perf?efiado  el  speech  aquel! 

A  los  diez  minutos,  anuncio  de  que  el  sefior  Pre- 
fecto llega.  La  modesta  orquesta  que  «ameniza  el 
HCto>  acaba  de  afinar  a  toda  prisa  y  se  arranca  con 
el  Himno  Nacional.  El  sefior  Prefecto  de  «gualdra- 
pa y  almartigón,»  que  hubiera  dicho  Demóstenes, 
o  sea,  de  levita  pasada  y  sombrero  alto,  hace  su  ce- 
remoniosa aparición,  acompañado  del  secretario  de 
la  Prefectura  y  del  sefior  Juez  de  Letras  del  lugar. 

Saludo  archi-político.  Instalación  en  el  estrado; 
mutuas  cortesías  del  Prefecto  y  de  la  Directora;  vi- 
suales oblicuas  de  aquél  a  la  Polanco.  ' 

«¡Qué  mala  suerte!  ¡Me  tocó  fea  dé  remate!» 

Las  nifias  alineaditas  y  atentas,  esperan  la  sefial; 
suena  el  timbre  y  el  acto  comienza  con  un  «coro  es- 
colar,» que  parece  coro  de  ranas  croando. 

Entre  tanto,  Tules,  haciéndose  la  gata  mansa,  se 
ha  acomodado  en  un  rincón  del  estrado,  frente  a  la 
tribuna.  v.   .-' 

Concluye  el  coro:  «recitación  por  la  aventajada 
alumna  M.  M.>,  según  rezaba  el  programa.  Y  lani- 
fia  aquella,  pizpireta  y  con  ademanes  de  pugilista, 
se  echa  de  un  empujón  al  coleto  la  «Oda  al  Niágara» 
de  Heredia,  que  viene  tan  a  caso  como  un  capítulo 
del  «Kempis.»  Y  luego,  otro  corito. 

«Discurso  oficial  por  la  Directora  del  plantel»  (?) 
sefiora  Polanco.  Y  el  asesino  timbre  suena;  y  la  Po- 
lanco se  levanta  del  asiento;  y  por  lo  que  oscila, 
cualquiera  creería  que  se  consagraba  a  Baco;  es 
que  a  la  infeliz  le  da  vueltas  el  salón,  con  todo  y 

contenido;  las  sienes  le  punzan la  sangre  se  le 

agolpa  al  corazón ....  ¿Qué  hará?  ¿Improvisará  o 
leerá  el  discurso?  Y  la  marrullera  Tules,  desde  su 
rincón,  vulgo  burladero,  piensa  también:  «¿Qué  va 
a  hacer?» 


210 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


Entre  tanto,  la  Directora  avanza  hacia  el  potro  del 
tormento,  la  tribuna,  a  la  que  ve  del  tamafio  de  un 
dreadnaugth  y  luego  del  de  un  dedal;  y  ya  allí,  toma 
una  resolución  heroica.  «¡Pecho  al  agua!»  desen- 
vaina el  sable,  o  lo  que  es  lo  mismo,  despliega  el  pa- 
pel del  discurso  (para  hacer  memoria  nada  más  en 
dado  caso)  y  se  dice «iTodo,  menos  la  desti- 
tución!» >,  ,.'       ..,  ,  .     I 

Y  echándose  hacia  atrás,  como  si  fuera  a  embes- 
tir, comienza  el  discurso  aquel ¡Maldito  te- 
ma! ....  «Las  profesoras  no  deben  saber  tan  sólo 
preparar  a  las  educandas  para  el  magisterio,  si  que 
también  para  los  deberes  de  la  maternidad.» 

En  primera  ocasión,  furtiva  e  iracunda  mirada  a 
Tules  que,  al  sentir  chocar  con  la  suya  la  de  la  au- 
tora de  sus  noches,  baja  los  ojos  como  fingiendo 

contrición Primera  ausencia  de  memoria  de  la 

oradora;  apela  al  papel;  pero  los  renglones  le  bailan 
una  zarabanda  feroz,  y  la  Polanco,  recordando  a  Tu- 
les, se  dice  mentalmente:  | 

—  ¡La  muy  bribona! ¡pero  que  me  las  paga, 

me  las  paga!  ¡Buena  «plancha»  me  estoy  tirando 
por  ella! .... 

Tules  levanta  los  ojos  de  bovino  manso  hacia  la 
oradora,  como  preguntándole:  — «¿De  qué  me  recri- 
minas?» Yo  sólo  he  puesto  en  práctica  el  temita .... 

¡Maldito  tema!  ¿Para  qué  lo  escogería?  Y  el  dis- 
curso interrumpido  sigue  y  la  Polanco  cree  oir  algo 
como  sardónicas  risas  y  punzantes  epigramas .... 
Y  a  su  vez,  en  cada  ocasión  que  puede,  sigue  inter- 
calando mentalmente  en  el  texto  de  aquél: 

—«¡Y  con  Bonaparte!  ¡Con  ese  indio  cuatezón! 
¡Qué  «indina!»  ¿Bonapartitos  a  mí?  ¡Buena  es 
esa!» .... 

Y  las  furtivas  miradas  vuelven  a  cruzarse;  nada 
más  que  ahora  la  de  Tules,  envaletonada,  se  sostie- 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  211 

ne  audazmente  y  se  queda  viendo  a  la  ilustre  discu- 
rridora,  y  como  que  en  sus  labios  se  perfilara  una 
sardónica  sonrisa 

¡Por  fin  y  casi  desfallecida,  la  Polanco  concluye 
la  peroración:  extenuada  como  una  res  capoteada: 
sudando  como  si  estuviera  a  la  pampa  en  Siria!  Re- 
suena la  nutrida  salva  de  aplausos  (¿se  habrán  per- 
catado las  aventajadas  alumnas  del  temita?)  Y  el 
señor  Prefecto,  de  pie,  felicita  calurosamente  a  la 
oradora. 

— ¡Magnífico! ¡Soberbio  el  tema!  ¡Eso  se  lla- 
ma modernizar  la  escuela!  ¡Usted  sí  que  ha  sabido 
penetrarse  de  las  ideas  revolucionarias! 

— Gracias,  señor  Prefecto Ya la  Revolu- 
ción  ¿sabe  usted? — ¡y  la  voz  se  le  apaga  en  la 

garganta,  por  el  nudo  aquel  que  siente! 

Fulgurante  y  victoriosa  mirada  de  Tules,  en  cu- 
yos anchos  belfos  carnosos  se  dibuja  perfectamen- 
te bien  una  sonrisa  preñada  de  ironía,  como  en  su 
mente,  traducida  a  vulgar  romance,  repercute  la 
frase  inmortal  del  romano: 

— *¡Tu  quoque  diañste!» 

— ¡Tú  lo  has  dicho!  ¡Y  no  me  repeles  más,  caram- 
ba, que  yo  lo  único  que  he  hecho  ha  sido  ser  una 
«alumna  aprovechada.» 


A  los  dos  o  tres  días,  alboroto  y  «tinga>  fenomena- 
les en  la  vivienda  de  Garaicochea:  gritos  destem- 
plados de  la  «Corchea»  madre;  grave  sermoneo  de 
Garay;  huida  momentánea  de  las  cocheítas  a  la  vi- 
vienda de  Barbedillo,  buscando  refugio  contra  la 
tempestad:  interjecciones  y  epítetos  nitrogliceri- 
nados  de  la  profesora,  que  ha  permutado  momen- 
táneamente el  léxico  escolar  por  el  de  gachupín  de 


m' 


212 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


bodegón;  ecos  y  ruidos  de  pescozones  y  ayes  y  la- 
mentos de  Tules ....  A  poco  rato,  desaloje  rápido: 
las  camas  y  los  baúles  y  los  «tiliches»  de  la  Polanco 
y  su  cría,  en  impensada  emigración  rumbo  a  la  ca- 
lle  Pregunta  indiscreta  de  Demóstenes,  siem- 
pre curioso,  formulada  desde  las  alturas  de  la  Re- 
pública: ! 

— ¿Qué  suuuucede?  ¿Pupupues  qué  ¿se  muuuu- 
dan?  .-  I      ■ 

— Sí Como  la  directora  tiene  que  vivir  en  la 

misma  escuela. ., .  I 

— ¡Ah! ....  Vaaaya! .... 

Y  detrás  de  un  visillo  discreto,  las  Menchaca 
sister  atisbando,  y  Locha  diciéndole  a  Lucha: 

— ¿Pues  no  quería  que  hubiera  «hijos  de  héroe?» 
¡Ahora,  que  no  se  queje! 


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V  CAPITULO  VI 

Las  sorpresas  de  la  política 

Las  grietas  que  a  la  casona  había  abierto  el  tem- 
blor de  «cuando  entró  Madero,»  apenas  si  habían 
sido  mal  encubiertas,  quedando  señaladas  en  las 
paredes,  con  largas  lacras  decaí  recién  puesta.  En 
más  de  un  «cielo  raso>  había  sendas  desgarradu- 
ras, y  en  la  República,  o  sea  en  el  departamento 
que  ocupaban  Andrade  y  socios,  había  habido  que 
poner  «puntales,»  porque  el  techo  amenazaba  con 
desplomarse,  siendo  aquello  «para  mientras,»  según 
decía  don  Taco,  dando  a  entender  que  pronto  se  le 
harían  a  la  casona  reparaciones  en  toda  forma, 
aunque  aquel  mientras  llevaba  ya  un  año  y  días. 

— iCaaaray!  Yo  creo  que  en  estas  aaaguas  se  nos 
viene  aaabajo  y  vamos  a  morir  como  raaatas. 

¿Orden?  ¿Moralidad?  Ni  por  asomo  en  la  casona. 
La  gente  aquella  parecía  haberse  «chiflado.»  El  que 
más  y  el  que  menos,  todos  se  habían  vuelto  gasta- 
dores, manirrotos,  desvelados,  a  excepción  de  aquel 
inimitable  Gordillo,  que  no  obstante  haber  ido  para 
arriba  en  su  negocio,  seguía  colgando  de  los  fierros 
del  balcón  sus  calcetines  lexi  viados,  y  comiéndose  las 
uñas,  por  «economía  de  fiambre,»  según  nueva  frase 


214 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


.  ■•'-■ísí.-- 


r^r. 


de  Demóstenes.  Con  decir  que  hasta  las  mismas 
Menchaca  ya  no  iban  a  la  misa  de  ocho,  sino  a  la  de 
diez  y  que  Paulinita  había  doblado  la  ración  de  cho- 
colate a  «Tulipán,»  comprándose  un  nuevo  abrigo 
de  estambre  rojo,  todo  queda  dicho.  | 

Las  Otamendi  tenían  el  obrador  sin  clientela  al 
parecer.  ¿Era  acaso  que  ya  nadie  estrenaba?  ¿Ha- 
bía muerto  la  moda?  No,  sefior,  nada  de  eso;  ellas 
lo  sabían  bien;  pero  se  lo  comulgaban,  porque  les 
gustaba  ser  «sostenidas»  y  no  dar  su  brazo  o  torcer. 
Habían  dicho  ser  revolucionarias  y  tales  seguirían, 
aunque  se  las  cargara  Patetas;  mas  por  dentro  bufa- 
ban contra  la  «nueva  situación»  que  las  había  puesto 
a  ellas  en  una  situación  peor  que  nuevas,  y  así,  no 
era  raro  que  a  solas  sostuvieran  diálogos  como  el 
siguiente:  1 

-(Chayo  a  Cuca).  Lo  que  priva  es  el  espíritu  de 
imitación  y  nada  más .... 

—  ¡Claro!  ¡Palurdas  y  «rancheronas»  tenían  que 
ser  estas  «empingorotadas»  de  ahora! 

—  No  tienen  gusto no  saben  lo  que  son  con- 
fecciones de  estilo ¿Dónde  se  vestía  antes  la 

Presidenta?  ¿Dónde  las  señoras  X  y  Z?  Pues  allá 
van  ellas,  por  imitar,  para  que  les  tomen  el  pelo 

—  Y  entretanto  «una,»  que  debería  ser  la  preferi- 
da por  ser  «correligionaria,»  amolada  por  falta  de 
trabajo! 

Las  «amoladas» deveras,  eran  las  pobres  oficialas  y 
las  costureras,  que  cuando  por  la  «gloriosa»  creían 
que  iban  a  tener  alza  de  jornales,  lo  que  habían  te- 
nido era  rebaja,  y  seria.  ¡Bien  que  cumplía  Madero 
sus  promesas! 

Paulinita  Ventoquipa,  no  estaba  del  todo  descon- 
tenta; las  «operaciones»  habían  aumentado,  resis- 
tiendo el  mismo  tipo  de  interés,  levantado  desde  la 
revolución.    Quién  sabe  por  qué,  pero  como  que 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  .  215 

la  gente  gastara  ahora  más  que  antes,  necesitando, 
en  consecuencia,  del  préstamo;  y  aunque  ella,  como 
perteneciente  a  la  alta  fínanza,  sabía  bien  que  mien- 
tras menos  reparo  pone  el  cliente  en  aceptar  el  alto 
tipo,  es  más  segura  señal  de  falta  de  pago,  se  aven- 
turaba y  prestaba,  con  beneplácito  del  «Tulipán,» 
que  por  cuanto  la  duefia  estimaba  que  había  pers- 
pectivas de  ganancias,  le  tenía  doblada  la  ración  de 
chocolate. 

Orbezo  había  zampado  al  mayor  de  los  Orbezito 
en  la  «Escuela  Industrial  Militar,»  con  lo  que  había 
reducido  el  gasto  del  «pipirín;»  seguía  recibiendo  su 
pensioncita,  y  había  conseguido  una  «chamba;»el  po- 
der poner  un«changarrito»  en  el  interior  de  un  cuar- 
tel de  irregulares,  consintiendo,  ya  sin  reparos,  en 
que  los  jefes  le  llamaran  «compañero;»  y  aunque 
en  el  negocio  iba  a  medias  con  el  coronel,  lo  cierto 
era  que  bien  que  «le  jalaba  los  pies  al  muerto.»  Como 
consecuencia,  Orbezo  ya  no  remendaba  los  tacones 
de  los  zapatos  de  la  prole,  y  aun  se  daba  el  lujo  de 
ochar  sus  canas  al  aire  con  tal  frecuencia,  que,  en 
más  d^  una  ocasión,  recibió  los  apercibimientos  de 
la  señora,  ya  en  forma  de  regaño,  ya  en  la  de  ma- 
nazo limpio. 

Pero  en  donde  el  disloque  había  llegado  al  colmo 
era  en  los  «cantones»  Barbedillo  y  Garaicochea.  Don 
Taco,  empeñado  en  ser  padre  de  la  Patria,  y  no 
precisamente  por  ser  padre  de  algo,  ya  que  Tachita 
no  lo  había  obsequiado  hasta  entonces  con  un  Bar- 
bedillín,  sino  por  la  «posición»  y  la  «influencia,»  y  los 
negocios  que  con  ellas  podría  hacer,  ni  reparaba 
en  gastos  ni  paraba  gran  cosa  el  pie  en  la  casa,  ni 
dejaba  descansar  mucho  al  salón,  en  fuerza  de  jol- 
gorios, todo  en  las  agencias  de  aquella  bendita  di- 
putación. 
— Tachi  (afectuoso,  íntimo  y  conyugal  diminutivo 


216 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


■  -/:»:■•■ 


que  don  Taco  daba  a  su  consorte),  Tachi,  ¿pagó  ya 
la  Mandujano?  ..<  ,  >  ^j  •'■  ;  ; 

— Sí,  ayer;  ya  sabes  que  es  muy  cumplida. 

— Pues  dame  ese  piquillo:  necesito  obsequiarle 
un  «poncho>  baratón,  a  don  Calixto,  y  un  par  de  are- 
tes de  doublé  a  su  hija. 

— Pero,  es  que  con  ese  dinero  iba  a  pagar  la  obri- 
ta  que  se  necesita  hacer  en  la  República posi- 
tivamente se  les  está  viniendo  abajo  el  techo  a  los 
muchachos. . .. 

— ¡Que  se  aguanten  un  poco!  ¡Tú  sabes  lo  que  sig- 
nifica don  Calixto  para  mi  elección!  Necesito  tener- 
lo grato 

— Pero  es  que.. .  t 

— Nada,  «linda>....  exigencias  de  la  política.  ¡Qué 

quieres! No  tengas  cuidado,  que  ya  cobraremos 

con  rédito ¡Qué  tal  cuando  seas  ya  la  señora 

diputada!  Ándale,  dame  ese  dinerito ... .      I 

Y  el  dinerito  aquel  tomaba  camino  por  donde  tan- 
tas otras  rentas  anteriores  se  habían  evaporado. 

— Tachi  linda. . . .  ¿Ajustaste  ya  el  dinero  para  la 
contribución  de  la  casa?  ■ 

— A  duras  penas ... 

— ¡Qué  diablo! Y  el  caso  es  que  no  puedo  de- 
sairar a  Herrera  Capistrán,  que  me  pidió  presta- 
dos cuarenta  pesos ¡Imposible!  Me  lo  echaría 

de  enemigo 

— No,  pues  lo  que  es  ese  dinero  sí  que  no  te  lo 

doy No  quiero  que  nos  rematen  la  casa  por  la 

falta  de  pago  de  contribuciones ....  | 

— ¡Quiá!  ¡Qué  nos  van  a  rematar  nada  con  las  in- 
fluencias que  ahora  tengo!  Figúrate ¡Se  trata 

de  Herrera  Capistrán,  nada  menos!  Escribiente 
meritorio  de  la  Secretaría  particular  del  Minis- 
tro  Me  ha  ofrecido  que  él  me  empuja,  y  lo  ha- 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  217 

rá Hay  que  amarrar  la  elección,  hija Exi- 
gencias de  la  política  ¡qué  quieres! 

Y  lo  de  las  contribuciones,  se  lo  llevaba  Herrera 
Capistrán. 

Eso,  fuera  de  que  Barbedillo  tenía  que  gastarse 
un  dineral  en  copas,  sandwichs  y  cuotas  para  ban- 
queteos  y  con  los  amigos  de  influencias,  a  los  que 
había  que  cultivar.  Pero  eso  sí;  la  tenía  segura:  era 
«negra  en  tompeate,»  es  decir,  cosa  que  está  hecha. 
¡La  propaganda  que  se  estaba  haciendo! 

El  infeliz  Garaicochea,  descuajado  de  sus  libros 
.de  contabilidad,  odiosos  pero  inolvidables,  sobre  los 
que  había  vejetado  veinte  afios  y  que  en  su  nostalgia 
veía  ahora  con  sus  elegantes  y  limpios  «asientos»  es- 
critos con  fácil  cursiva  inglesa  y  sus  apretadas  co- 
lumnas de  números,  todos  simétricos,  alineaditos, 
parejos,  como  si  fueran  pelotones  de  soldados  en 
correcto  desfile,  estaba  cada  vez  más  inconsolable,  a 
la  inversa  de  lo  que  pasaba  a  su  consorte  que  parecía 
haberse  dicho:  «a  mal  tiempo,  buena  cara.» 

En  efecto:  mientras  él,  sin  empleo,  con  cara  de 
sordo  y  en  el  abatimiento  mayor,  tenía  que  vivir  del 
Monte  Pío  y  del  sablazo,  habiendo  desfilado  ya  rum- 
bo al  empeño  reloj,  cadena,  fistoles  de  corbata  y  aun 
alguna  que  otra  alhajita  de  la  «Corchea»  madre,  y 
habiendo  «macheteado»  desde  al  amigo  de  cincuenta 
duros,  hasta  el  de  veinte  reales,  ella,  la  «Corchea,» 
que  en  unión  de  Pingarrón  estaba  empeñada  en  tra- 
bar relaciones  con  «les  del  poder,»  a  fin  dedominar  la 
doméstica  crisis,  admirando  y  aprovechando  el  fino 
talento  diplomático  y  las  dotes  políticas  de  aquél,  ya 
entraba  y  ya  salía  y  ya  volvía  a  entrar  y  salir,  visi- 
tando quién  sabe  a  cuántos  personajes  y  personajas 
para  el  logro  de  sus  pretensiones. 

— ¡Ay!  ¡Si  en  vez  de  ser  un  pamema  como  eres  y 
de  dormirte  en  la  suerte,  fueras  como  Pingarrón! 


y* 


218  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

Resignado  y  confuso  Garaicochea,  callaba  pruden- 
temente. 

Mas  «las  siamesas,»  cuando  oían  aquello,  no  deja- 
ban de  sonreirse,  pensando  para  sus  adentros  (aun- 
que sin  mala  intención,  que  era  pecado). 

— Lo  peor  es  que,  teniendo  ya  tres  hijos  «logradi- 
tos,»  aun  se  conserva  la  muy  «indina,»  frescachona 
y  guapa! 

¡Para  remate  de  penas,  el  pobre  de  Garay  a  últi- 
mas fechas,  tenía  una  sorda  congoja  que  lo  minaba. 
En  un  colmo  de  la  «bruja»  había  empeñado  el  piano  de 
su  hija....yel  plazo  estaba  corriendo  implacablemen- 
te! ¡Y  aquella  inocente  «Corchea,»  que  no  acertaba 
con  saber  qué  era  lo  que  más  quería  si  a  Andrade 
que  era  su  vida,  o  a  su  piano,  que  era  su  alma,  se 
quedaría  muerta  en  el  propio  sitio  el  día  que  viera 
al  impío  usurero  venir  a  llevarse  el  piano! 

— Para  qué  diablos — se  decía  Garaicochea — di  oí- 
dos a  mi  mujer,  que  hizo  que  me  mordiera  el  cora- 
zón la  víbora  de  la  ambición,  y  pensara  en  ser  hom- 
bre público,  cuando  «tan  bonito»  que  me  la  iba  yo 
pasando  con  mis  libros  ¡ay!  tan  limpios,  tan  elegan- 
tes, tan  bien  llevados!  I 

¿Para  qué  diablos?  Pues  porque  había  nacido,  co- 
mo tantos,  para  obedecer,  y  muy  especialmente  pa- 
ra obedecer  al  eterno  femenino,  abdicando  de  todo 
gobierno  de  sí  mismo,  desde  el  día  en  que  llevara  al 
altar  a  aquella  su  mujercita  en  la  que  adoraba  con 
culto  ciego  e  irresistible! 

Hasta  el  mismo  Menchaquita  lo  había  tentado  el 
demonio  del  despilfarro,  con  serio  desagrado  de  sus 
rígidas  tías.  Como  lo  habían  ascendido  y  ya  ganaba 
más,  se  gastaba  ahora  el  hombre  corbatas  de  Mar- 
nat,  de  a  tres  duros,  y  zapatos  bajos  para  dejar  ver 
unos  calcetines  de  seda  que  daban  el  opio;  y  averi- 
guado estaba  que  tenía  una  novia  allá,  por  la  Colonia 


.  -íí  r-. 


v>-  •  • 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  219 

Juárez,  «fina  lana>  y  con  SUS  «fierros»  (duros)  a  la  que 
cada  domingo  enviaba  un  fresco  ramo  de  flores  y 
una  caja  de  bombones  finos,  en  todo  lo  que,  según  If 

cálculos  de  Tafolla,  no  podía  gastarse  menos  de  cin- 
co «trompudos»  (duros). 

Nada  se  diga  de  la  «República,*  reducida,  desde 
que  Tenorio  había  levantado  el  vuelo  de  nueva  cuen- 
ta, a  tres  inquilinos:  Andrade,  Tafolla  y  Chaneque. 

Aunque  de  los  tres  el  más  humilde  tenía  que  ser 
Quico  atenido  para  sus  gastos  a  las  modestas  remi- 
siones que  desde  Zacatecas  le  hacía  el  curita  su  her- 
mano, como  sus  exigencias  habían  ido  creciendo  con 
el  tiempo  y  la  condición,  para  «emparejarse»  en  los 
gastos  él  tenía  sus  «buscas,»  entre  ellas  el  traba- 
jar en  calidad  de  barrilete  en  el  bufete  del  propio  Mala- 
behar.  Aquella  Chayo,  que  le  tenía  cortada  la  volun- 
tad, no  lo  habría  de  ver  nunca  sucio  ni  derrotado  ni 
faltándole  los  domingos  tostones  para  llevarla  al  Ci- 
ne. Por  fortuna  las  cosas  iban  cambiando  favora- 
blemente para  él;  ya  ahora  no  era  en  la  de  Jurispru- 
dencia un  desconocido  ni  un  vulgar,  porque  en  los 
últimos  exámenes  se  había  «colgado»  sus  tres  M.  B. 
en  t>bdas  las  asignaturas,  y  los  elogios  a  su  inteligen- 
cia, ya  su  maneradeser,menudeabanyconcluíanpor 
llegar  hasta  la  Chayito,  revelándole  que  él  no  era  un 
cualquiera. 

«¿Andrade?  ¡Oh! ¡Sería  un  abogadazol*  Si  al- 
go llegaba  a  ser,  lo  sería  por  su  amor  y  para  su  amor, 
porque  era  ella  su  ninfa  Egeria.  Más  tarde,  cuando 
la  atmósfera  política  se  serenara,  cuando  los  ánimos 
volvieran  al  equilibrio,  consumadas  las  conquistas 
de  las  libertades,  y  la  Patria  tuviera  que  ser  servi- 
da por  hombres  de  conciencia  honrada,  de  acrisola- 
da buena  fe,  de  intrínseco  valer,  allá  iría  él  a  la  con- 
quista de  los  más  altos  puestos,  para  venir  después 


'  i  .. 


220  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

a  depositar  el  botín  de  esa  conquista  a  los  pies  de 
elia,  como  su  más  rendido  esclavo 

Lo  malo  era  que,  mientras  él  soñaba  así,  ella,  cada 
vez  más  egoísta  en  sus  criterios,  se  decía: — «Sí . . . . 
sí...,  muy  inteligente,  muy  ilustrado  y  muy  to- 
do  pero  muy  pobre!  ¿Llegará  a  ser  rico?  ¿Cuán- 
do? ¡Cuando  San  Juan  baje  el  dedol» 

Lo  curioso  era  ver  cómo  el«revo!ucionarismo>de 
Andrade  se  había  ido  depurando  e  intensificando. 
Confesándoselo,  en  su  fuero  íntimo,  para  no  sufrir 
la  vergüenza  de  que  se  le  echara  en  cara,  que  la  re 
volución  no  había  sido  más  que  una  tosca  maniobra 
de  «quítate  tú  para  que  me  ponga  yo,»  en  vez  de  sen- 
tirse desalentado  se  enardecía  tesonero,  pensando 
que,  puesto  que  ahora  habían  falseado  los  principios 
y  esterilizado  la  obra  aquellos  que  debían  haberlos 
sacado  avante,  otros  entre  los  que  acaso  él  contaría, 
salvarían  aquéllos  y  consumarían  ésta;  y  con  fe  de 
vidente  y  alta  siempre  el  alma  en  su  amor  para  la 
Patria  y  su  culto  por  la  razón  y  su  idolatría  para 
la  justicia,  se  decía:  '  I 

— «¡Los  verdaderos  redentores  vendrán! ....  ¡Tie- 
nen que  venir! ....   ¡Han  de  venir!» 

Chaneque,  con  los  dineros  de  la  «beca»  y  su  sueldo 
del  periódico,  completaba  cada  mes  sus  ciento  vein- 
te «águilas,»  con  las  que  se  daba  vida  de  príncipe;  y  a 
no  haberlo  ligado  afectos  y  más  que  ellos,  miedo  de 
navegar  por  sí  sólo  en  aquel  mar  revuelto  de  la  vida 
He  entonces,  posible  es  que  hubiera  abandonado  la 
casona,  en  busca  de  mejor  nido;  al  no  haberlo  hecho, 
sí  se  gastaba  en  cambio  muy  buenos  «níqueles»  en 
chocolates,  en  los  cafés  de  moda,  y  hasta  en  opíparas 
cenas,  los  sábados,  en  el  mejor  restaurant,  después 
de  haber  asistido  a  la  tanda  de  estreno  del  Princi- 
pal. Y  no  se  cuente  lo  que  se  gastaba  en  trajes:  ca- 
da mes  uno  nuevo. 


-•■s 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  221 


— Coooomo  es  tan  f eeeo, — decía  el  envidioso  de  Ta- 
folla — a  fuerza  de  traaapos  nuevos  quiere  disimu- 
larlo. "•;^ 

También  Tafolla,  por  espíritu  acaso  de  imitación,  :<: 

se  había  vuelto  un  sí  es  no  es  manirroto.  Cuando  la  /^ 

«fuácata,»  vulgo  arranquera,  lo  apuraba,  allá  iban  las 
suplicatorias  cartitas  y  aun  telegramas  a  Indé,  pi- 
diendo platas;  y  de  allá  venía  siempre  un  oportuno  ^{ 
gi rito  postal,  con  la  paterna  recomendación  de  que 
íuera  económico,  porque  «las  cosas  andaban  mal:> 
había  mucho  robo  de  ganado,  los  campos  no  se  ha- 
bían podido  sembrar  todos  por  falta  de  seguridades, 
y  más  que  nada,  las  contribuciones  habían  subido 
mucho. 

— ¡Miiiiratú,  para  lo  que  ha  servido  tu  revoluuuu- 
ción!  argumentaba  a  Andrade,  enseñándole  la  carta. 

Lo  más  invariable  de  la  casona  eran  las  consortes 
Mandujano  y  Tajonar.  Siempre  encerradas  en  sus 
«cantones,»  siempre  tristes,  devorando  en  el  aisla-  .3 

miento  algo  como  una  viudez  postiza,  con  la  audacia 
de  sus  respectivos  maridos.  De  guarnición  el  uno  ^ 

en  el  Norte,  en  donde  el  fuego  de  la  revolución  oroz- 
quistaera  un  rescoldo;  y  el  otro ¡vayan  uste- 
des a  saber  dónde  andaría  el  otro!  Sólo  se  sabía  de 
él  que  estaba  vivo.  Aquel  par  de  mujeres  parecía 
simbolizar,  representar  mejor  dicho,  los  dos  ele-  • 

mentos  antagónicos,  únicos  que,  en  la  gran  comedia 
nacional,  entre  el  falaz  regocijo  y  la  fingida  satis- 
facción que  el  que  quiere  ocultar  penas  o  las  prevé, 
busca  vivir,  jugaban  a  conciencia  sus  papeles,  co- 
mo lo  hacían  «ellos,»  los  maridos,  luchando  el  uno  y 
por  el  afianzamiento  del  orden  y  el  poder;  bregando 
el  otro  i)or  la  reivindicación  de  la  tierra  y  el  derro-  ' 
camiento  de  un  poder  que  lo  había  defraudado  en 
sus  más  legítimas  esperanzas! 

Así  las  cosas  y  cuando  la  atmósfera  de  la  casona  > 


t\f 


222  E.  MAQUEO  CASTELLANOS  | 

estaba  a  la  vez  prefiada  de  dudas  por  el  porvenir  y 
de  recelos  por  el  presente  mismo,  el  tiempo  para 
las  elecciones  de  diputados  se  había  ido  acercando, 
y  con  esta  cercanía,  la  nerviosidad  de  Barbedijlo 
había  llegado  casi  a  baile  de  San  Vito.  f 

— ¡La  campaña  democrática  va  a  ser  refiidísima, 
amigo  TafoUa!  ¡Por  primera  vez  vamos  a  tener  su- 
fragio libre! 

— ¡Suuuufragio!  ¡Pero  usted  que  como  ex-Jeee- 
fe  Político,  sabe  bien  eso,  está  usted  creeeeyendo 
que  la  Virgeeeen  le  habla  cucucuando  ni  le  par- 
padea? 

— ¿Sí,  eh?  Según  eso,  usted  cree  que  yo  no  me 
adjudico  mi  curulita I      •    ■ 

—  ¡Se  la  adjuuuudicará  el  que  el  Goooobierno 
quiera!  ,  I 

— Jé la  verdad  es  que  tiene  razón  el  sefior 

Tafolla.  Dicen  que  el  Gobieno  está  metiendo  mano 
—  observó  Garay  que  a  fuerza  de  aspirar  sin  conse- 
guir, estaba  volviéndose  escéptico  en  política. 

— ¡Y  eso  es  lo  natural!  Ustedes  lo  comprende- 
rán ....  El  Gobierno  necesita  allí  adictos,  amigos, 
servidores ....  ¡Exigencias  de  la  política!  Y  por  eso 
que  indirectamente  influya  en  las  elecciones  ¿saben 
ustedes?  pero  dejando  un  «amplio  margen»  de  li- 
bertad. Por  eso  yo,  que  soy  conocedor,  me  he  pues- 
to a  las  incondicionales  órdenes  del  Ministro  X  y 
del  Ministro  Z,  y  de  los  demás  Ministros.  ¡Qué 
quieren  ustedes!  Exigencias  de  la  política ....  La 
disciplina  antes  que  nada;  eso  es  virtud  cívica  y 
lealtad  para  con  la  Patria! 

— ¿Peeero  y  entonces  el  suuuufragio  libre? 

— Bueno,  Demostenitos ....  Usted  es  aún  muy  jo- 
ven e  inexperto  por  lo  tanto,  y  no  puede  darse  cuen- 
ta de  que la  política  es  así.  '  I 

— Lo  que  es  desagradable  es  que  el  clero  se  <in- 


'tj 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  223 

."         \  ' 

miscuya>. . . .  —observó  Pingarrón  terciando  en  la 
plática. 

— ¡Naturalmente!  Yo  no  lo  dejaría  tomar  parte 
en  eso. ...    i  .    .  - 

— ¿Pupupues  y  la  libertad  del  vooooto? 

— Es  que  eso  no  es  conveniente,  TafoUita. 

— ¡Seguro!  ¿Acaso  para  eso  luchamos  en  el  57? 

— ¡Caaaray!  Entooonces  la  democracia  no  es  para 
tooodos 

— Es  que  ustad  se  está  volviendo  reaccionario. 

— ¡Casi  monárquico! 

— ¡Naaatural,  caaaray!  ¡Siquiera  ellos  le  llaman 
al  pan  paaan  y  al  vino  viiiino!  ¡No  dan  gaaato  por 
lieeebre! 

— Y si  la  pregunta  no  es  indiscreta;  ¿Se  pue- 
de saber  por  qué  Distrito  se  postula  usted,  señor 
BarbedUlo?  ;, 

— ¿Pero  no  lo  sabe  usted?  ¿No  ha  visto  mis  actas 
de  postulación,  subscritas  por  los  Clubes  «Sufra- 
gio Verdad,*  «Ponciano  Arriaga,»  «Tomás  Mejía,>      '  . 
«Melchor  Ocampo,>  «Teodosio  Lares»  y  otros,  pu- 
blicadas en  «El  Nuevo  Credo»  y  otros  diarios? 

— No. . . .  Leo  poco  la  prensa. 

— Pues  por  el  Distrito  de  G. 

— ¡Ah,  vaya!  —  Y  en  los  labios  de  Pingarrón  dibu- 
jóse una  mefistofélica  sonrisa.    •  ■>  -;»'; 

— Ooooiga  don  Taco:  es  una  hereeejía  eso  de  re-  ¿y 

vooolver  confites  con  cooolación  en  los  Clubes .... 
Poner  juntos  a  Arriaga  y  a  Ocaaampo,  a  Lares  y 
a  Meeeejía,  no  tiene  «cuaaate.»  ¡Liberales  y  Mooo- 
chos!.. .. 

— ¡Bah,  Demostenitos!  Usted  es  un  joven  aún 
inexperto  en  política,  y  no  sabe  por  eso  que  en  esta 
hay  que  cohonestar . . ..  Cohoneste  usted,  cohones- 
te siempre,  y  el  resultado  será  seguro *^ 

El  día  anterior  al  de  las  elecciones,  Barbedillo  ya 


¥K.- 


m. 


:'■%' 


224 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


no  pudo  más,  y  como  lo  había  hecho  en  los  días  de 
la  propaganda  electoral,  lió  la  maleta  y  tomó  el  por- 
tante o  séase  el  tren  rumbo  a  su  Distrito  electoral, 
no  sin  decirle  antes  a  su  aflicta  consorte.  (Aflicta 
por  aquello  de  los  gastos.)     '      '  •  v 

— ¡Ahora  sí  va  de  veras!  Mañana  recibirás  un  te- 
legramita,  dándote  cuenta  de  mi  triunfo,  con  las 
palabras  que  dijo  Napoleón  en  las  Pirámides:  «Fine 
vidy  vince.  —  ^Vi  Barbe.>  Y  si  cuando  regrese  ves 
que  vuelvo  en  carretela  abierta ¡No  vaciles  y  ti- 
ra por  el  balcón,  pero  tíralos  de  veras,  todos  los  tili- 
ches que  tengas,  que  ya  habrá  para  comprar  nue- 
vos! ¡La  posición  que  voy  a  ocupar  lo  exige  así!    ; 

En  cambio,  Pingarrón  se  quedó  en  casa,  hojean- 
do probablemente  a  Tito  Livio.  I 

¡Las  sorpresas  que  en  «materias»  políticas  hubo 
en  los  dos  siguientes  días  para  la  casona!  | 

En  el  de  las  elecciones,  al  buen  temprano  se  en- 
contraron Garay,  Andrade  y  Orbezo  en  el  patio  de 
la  casa,  siendo  notorio  el  contraste  de  las  actitudes, 
pues  mientras  el  primero  estaba  contento  como 
unas  Pascuas  y  enfundado  en  la  antigualla  levita 
pasada  que  tenía, •oliente  a  creolina  para  evitar  la 
palomilla,  el  segundo  estaba  taciturno,  y  el  tercero 
como  siempre,  «listo  para  todo  servicio.» 

— ¿Dónde  tan  de  mañana  y  de  tiros  largos,  señor 
Garay?  I,:    ^ 

— ¡Nada,  viejecitos!  ¡Que  parece  que  ahora  sí 
cuajó! 

— ¿Cómo  es  eso?  — ¿Pues  de  qué  se  trata? 

— Mire (enseñando  una  carta)  ¡Del  Ministro! 

¡Me  llama  y  con  urgencia! 

— ¡Hombre!  Que  sea  para  bien ' 

— Gracias,  coronel digo,  mayorcito.  ¿Y  usted 

dónde  va? 


ii*i. 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  225 

— ¿Yo?  A  cumplir  con  el  deber.  A  votar  en  la« 
elecciones.  '■'■■ 

— Así  se  hace,  señor  Orbezo  —  díjole  Andrade. 

— ¡Es  que  no  voy  yo  sino  me  llevan La  consig- 
na! Todos  los  «retirados»  y  de  clases  pasivas  tene- 
mos que  presentarnos  a  votar;  y  topara  con  que  fue- 
ra a  una  sola  casilla. . . .  ¡Pero  ha  de  ser  en  las  más 
que  podamos! 

— ¡Bah!  ¡Los  mismos  «enjuagues»  de  antes! 

— ¿Y  usted  dónde  va,  señor  Andrade? 

— ¡Pues ....  a  eso  también! Soy  escrutador 

en  un  colegio  electoral. 

— Ujum Ya  está  usted  entonces  entrando  en 

funciones....  ,■;;•:: 

— ¡Y  mejor  quisiera  salir!  •.. 

— ¿Por  qué?  Así  es  que  como  se  empieza " 

— Es  que,  hay  funciones  de  funciones,  y  esta  no 
es  de  mi  agrado . ...  . 


» 
*    * 


¿.Hubo  desórdenes,  tiros,  estacazos,  verba  cálida 
siquiera  en  las  susodichas  elecciones?  Pues  no,  se- 
ñor, no  los  hubo.  El  sufragio  efectivo  brilló  por  su 
ausencia:  el  Gobierno  trampeó  de  lo  lindo  en  algu- 
nas partes,  las  más,  y  en  otras  lo  trampearon.  Y 
tutu  contenti. 

A  medio  día  cabal,  Tachi,  que  había  estado  toda 
la  mañana  más  inquieta  que  hormiga  antes  de  agua- 
cero, dio  el  primer  grito  del  día  a  Filo: 

— ¡Filooo! ¿No  han  traído  un  telegrama  pa- 
ra mí? 

— No  s  inora v 

— Pues  está  pendiente,  porque  debe  venir.        ;„ 
A  las  dos  de  la  tarde  llegó  Garay  cabizbajo,  cari- : 

1^      . 


224  £.  MAQUEO  CASTELLANOS 

no  pudo  más,  y  como  lo  había  hecho  en  los  días  de 
la  propaganda  electoral,  lió  la  maleta  y  tomó  el  por- 
tante o  séase  el  tren  rumbo  a  su  Distrito  electoral, 
no  sin  decirle  antes  a  su  aflicta  consorte.  (Aflicta 
por  aquello  de  los  gastos.) 

— ¡Ahora  sí  va  de  veras!  Mafiana  recibirás  un  te- 
legramita,  dándote  cuenta  de  mi  triunfo,  con  las 
palabras  que  dijo  Napoleón  en  las  Pirámides: «  Vine 
vidy  vince.—Tu  Barbe.>  Y  si  cuando  regrese  ves 
que  vuelvo  en  carretela  abierta ¡No  vaciles  y  ti- 
ra por  el  balcón,  x>ero  tíralos  de  veras,  todos  los  tili- 
ches que  tengas,  qué  ya  habrá  para  comprar  nue- 
vos! ¡La  posición  que  voy  a  ocupar  lo  exige  así! 

En  cambio,  Pingarrón  se  quedó  en  casa,  hojean- 
do probablemente  a  Tito  Livio. 

¡Las  sorpresas  que  en  «materias»  políticas  hubo 
en  los  dos  siguientes  días  para  la  casona! 

En  el  de  las  elecciones,  al  buen  temprano  se  en- 
contraron Garay,  Andrade  y  Orbezo  en  el  patio  de 
la  casa,  siendo  notorio  el  contraste  de  las  actitudes, 
pues  mientras  el  primero  estaba  contento  como 
unas  Pascuas  y  enfundado  en  la  antigualla  levita 
pasada  que  tenía,  oliente  a  creolina  para  evitar  la 
palomilla,  el  segundo  estaba  taciturno,  y  el  tercero 
como  siempre,  «listo  para  todo  servicio.» 

— ¿Dónde  tan  de  mafiana  y  de  tiros  largos,  sefior 
Garay? 

— ¡Nada,  viejecitos!  ¡Que  parece  que  ahora  sí 
cuajó! 

— ¿Cómo  es  eso?  —  ¿Pues  de  qué  se  trata? 

— Mire (ensefiando  una  carta)  ¡Del  Ministro! 

¡Me  llama  y  con  urgencia! 

— ¡Hombre!  Que  sea  para  bien 

— Gracias,  coronel digo,  mayorcito.  ¿Y  usted 

dónde  va? 


•;«••■. 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  U  225 

— ¿Yo?  A  cumplir  con  el  deber.  A  votar  en  las 
elecciones. 

— Así  se  hace,  señor  Orbezo  —  díjole  Andrade. 

— ¡Es  que  no  voy  yo  sino  me  llevan La.  consig- 
na! Todos  los  «retirados»  y  de  clases  pasivas  tene- 
mos que  presentarnos  a  votar;  y  topara  con  que  fue- 
ra a  una  sola  casilla ¡Pero  ha  de  ser  en  las  más 

que  podamos! 

— ¡Bah!  ¡Los  mismos  «enjuagues»  de  antes! 

— ¿Y  usted  dónde  va,  señor  Andrade? 

— ¡Pues ....  a  eso  también! Soy  escrutador 

en  un  colegio  electoral. 

— üjum Ya  está  usted  entonces  entrando  en 

funciones....  -  ;. 

— ¡Y  mejor  quisiera  salir! 

— ¿Por  qué?  Así  es  que  como  se  empieza 

— Es  que,  hay  funciones  de  funciones,  y  esta  no 
es  de  mi  agrado. . .. 


* 
*    * 


¿Hubo  desórdenes,  tiros,  estacazos,  verba  cálida 
siquiera  en  las  susodichas  elecciones?  Pues  no,  se- 
llor,  no  los  hubo.  El  sufragio  efectivo  brilló  por  su 
ausencia:  el  Gobierno  trampeó  de  lo  lindo  en  algu- 
nas partes,  las  más,  y  en  otras  lo  trampearon.  Y 
tutu  contenti. 

A  medio  día  cabal,  Tachi,  que  había  estado  toda 
la  mañana  más  inquieta  que  hormiga  antes  de  agua- 
cero, dio  el  primer  grito  del  día  a  Filo: 

— ¡Filooo! ¿No  han  traído  un  telegrama  pa- 
ra mí?  >     ; 

— No  siñora - 

— Pues  está  pendiente,  porque  debe  venir. 

A  las  dos  de  la  tarde  llegó  Garay  cabizbajo,  cari- 

15 


§  226  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

..-  ^.  acontecido  y  encorvado  bajo  la  levita  cruzada  que 

5j  parecía  pesarle  más  que  una  dalmática!  Mal  comió 

e  incontinenti,  se  encerró  con  la  Corchea  madre  en 
un  largo  conciliábulo.  -  I      :   •      • 

A  las  dos  y  media  llegó  Menchaquita,  cuando  Ta- 
chi  llevaba  ya  la  media  docena  de  gritos  a  Pilo,  con 
la  consabida  pregunta  del  telegrama,  obteniendo  la 
perenne  respuesta  negativa. 

Menchaquita  venía  con  retraso  de  la  Central  de 
Telégrafos,  en  busca  del  bodrio.  ¡Habían  tenido 
que  dar  y  recibir  tantos  telegramas,  como  día  de 
elecciones!  Eso  no  obstante,  y  a  pesar  de  que  debía 
estar  allá  de  regreso  a  las  tres  de  la  tarde,  en  vez 
de  dirigirse  a  su  «cantón»  se  encaminó  para  el  de 
Pingarrón,  a  cuya  puerta  llamó  discretamente: 

—Usted  me  perdonará  si  importuno,  señor  Pin-  : 
garrón. ...  I 

— De  nada,  sefior  Menchaca adelante,  y  díga- 
me en  qué  puedo  servirle. 

— Gracias muchas  gracias ....  es  que  quería 

darle  una  buena  noticia Yo  creo  que  en  el  caso 

no  se  viola  el  secreto  de  la  oficina 

— ¿Qué  es  ello?  Usted  dirá. 

— Pues  que  he  «oído  pasar»  su  nombre  entre  los 
de  los  nuevos  diputados,  y  he  querido  avisarle,  dán- 
dole mis  cordiales  felicitaciones ....  i 

— Pero  ¿qué  dice  usted?  (fingiendo  extrañeza). 
¿Yo  electo  diputado? 

— ¡Sí,  señor!  No  me  cabe  duda.  Oí  el  nombre  per- 
fectamente. I 

— Eso  es  una  broma  de  usted 

— No  me  creería  autorizado  para  gastar  con  usted 
bromas,  ni  menos  de  esas. 

— Pues ....  no  puedo  atinar Gracias  mil  por 

el  aviso,  pero  desconfío  de  la  veracidad Yo  no 

me  he  postulado  ni  soy  conocido  por  allá,  ni  tengo 


■  -  :  .--  ■        ^       ■    '      -r  ^^■ 

LA  RUINA  DE  LA  CASONA  227 

grandes  influencias ¡En  ñn!  Vaya  usted  a  sa- 
ber si  el  Gobierno  necesita  de  uno 

Bajaba  Menchaquita  la  escalera  del  tercero,  rum- 
bo a  su  vivienda,  cuando  le  salió  al  paso  Tachi,  pre- 
guntándole: 

— Oiga,  Menchaca ¿No  sabe  usted  si  llegó  a  ■ 

la  oficina  algún  telegrama  para  mí? 


¡Imposible  saberlo,  Tachita!  ¡Llegan  tantos!. 


— Es  que  era  de  Barbedillo ....  Quedó  en  que  me 
avisaría  su  triunfo  electoral,  y  nada  todavía. . . . 

— Acaso  más  tarde  venga ....  pero  usted  esté  sin 
cuidado,  que  esa,  como  dice  él,  es  «negra  en  tom- 
peate.» 

— Así  lo  creo,  porque  cuidado  si  se  ha  gastado  el 

hombre  un  dineral Sería  una  inconsecuencia 

que  después  de  tanto  regalo  a  todos  no  lo  eligie- 

A  las  seis  de  la  tarde  llegó  Quico,  agobiado,  ren- 
dido, y  de  un  humor  de  los  demonios;  y  como  en 
ocasiones  semejantes  lo  hacía,  se  tumbó  en  la  cama 
y  clavó  la  «visual>  en  las  apuntaladas  vigas  de  la. 
República.  Chaneque  y  Démostenos  ya  lo  espera- 
ban para  cenar. 

— ¿Qué  hubo,  viejo?  ¿Qué  tal  estuvo  la  lucha  elec- 
toral? 

— Psché.... 

— ¿No  hubo  boooleas  siquiera?  (puñetazos). 

— Psché 

— Muchos  votantes  ¿eh?  Mucho  entusiasmo 

iOh!  ¡Esto  marcha la  democracia  se  abre  paso  . 

y  el  pueblo  elige! 

— Psché 

— Se  me  haaace  que  todo  fué  cooomedia  como  cu- 
cucuando  la  Dictadura 

Andrade  callaba.  Aquello  había  sido,  en  efecto, 
un  vil  remedo  de  otros  tiempos.  Habían  votado  una 


■í.' 


228 


E.  MAQUE»  CASTELLANOS 


V     ' 


docena  de  gendarmes  y  otra  de  soldados,  todos  ellos 
vestidos  de  paisanos.  ¡Democracia!  ¡Pueblo  eligien- 
do! ....  ¡Buenos  estaban  ellos!  | 

— Vamonos  a  cenar Es  lo  mejor  que  podemos 

hacer. 

Cuando  se  encaminaban  al  comedor,  Tachi  daba 
a  Filo  el  quincuagésimo  grito  del  día: 

— ¡Pilooo!  ¿No  ha  venido  el  telegrama? 

— No,  siñora 

— ¿Has  estado  pendiente? 

— Sí,  siñora. . . . 

— Bueno;  pues  que  me  compre  Fermín  el  perió- 
dico de  la  noche. . . . 

¡Qué  raro  estaba  aquello!  Porque  la  verdad,  ya 
era  tiempo  de  que  el  telegrama  hubiera  llegado. 
Pronto  se  desengañaría,  porque  en  el  periódico  de 
la  noche  tenía  que  venir  la  lista  de  los  nuevos  dipu- 
tados. I 

Ya  en  el  comedor  había  mitin.  Allí  estaban  las 
Otamendi,  Paulinita,  Gordillo  y  Locha  Menchaca. 
Pronto  llegó  Fermín  con  el  periódico,  y  como  era 
natural,  lo  primero  que  se  buscó  fué  la  famosa  lis- 
ta; pero  ¡oh  desilusión!  Venía  muy  incompleta. 
Faltaban  las  tres  quintas  partes  y  no  había  noticia 
del  Estado  al  que  pertenecía  el  distrito  de  Barbedi- 
11o.  Menos  malo:  Tachi  entró  en  relativa  calma.  Por 
lo  demás  ¡qué  de  nombres  desconocidos!  Y  ¡qué  ca- 
prichos de  la  popularidad!  Entre  los  nuevos  padres 
de  la  Patria  había  quienes  de  «rayadores»  de  billar 
y  de  picapleitos  fracasados,  habían  pasado  a  la  cu- 
rul,  sin  más  ni  más! 

Gordillo  era  quien  leía;  los  demás  comentaban. 
Concluyóse  la  lista  y  el  lector  hizo  pausa. 

— ¿Por  qué  la  «corta?»  Sígale,  a  ver  qué  noveda- 
des hay. 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  229 

— ¡Hombre,  hombre !    (Gordillo  continuando 

en  la  lectura  para  sí.) 

— ¿Qué  es  ello?  Diga  usted 

;  — ¡No  lo  van  ustedes  a  creer!  Oigan  llover. 
'  «El  veterano  revolucionario,  de  inquebrantables 
ideas,  el  que  en  los  campos  de  batalla  ha  derrama- 
do  su  generosa  sangre  por  las  conquistas  revolu- 
cionarias, azote  de  la  vieja  Dictadura,  de  Zapata  en 
Morelos  y  deOrozco  en  el  Norte,  ha  sido  dignamen- 
te premiado  por  el  señor  Presidente  de  la  Repúbli- 
ca, que,  en  alta  obra  de  justicia,  le  ha  conferido  el 
grado  de  coronel  efectivo  en  las  milicias  auxiliares 
del  Ejército,  destinándolo  a  la  importante  plaza  de. . . . 

«Nuestros  lectores  habrán  entendido  que  nos  re- 
ferimos al  bravo  coronel  Melchor  Tenorio.» 

— ¿Qué  cosa?  ¿Tenorio  coronel  de  verdad? 

— ¿Tenorio  paladín  y  revolucionario  leal? 

— ¿Tenorio  de  ideas  inquebrantables?  ¡Elso  es 
choteo!  ¡Si  estaba  con  Orozco! 

— ¿Y  qué?    Cuestión  de  un  «cambiazo*  a  tiempo. 
X  — ¡Pues  va  en  el  tercero! 
'  — ¡Qué  poca  vergüenza! 

Ante  tal  diluvio  de  dicterios,  Paca  Otamendi  cre- 
yó oportuno  salir  a  la  defensa  del  «ausente  amigo.» 

—La  verdad  es  que  no  hay  por  qué  admirarse 

tanto El  sefior  Tenorio  (ya  le  daba  el  sefiorío) 

anduvo  con  Orozco  por  «puro  plan»  y  a  la  hora  de  la 
hora,  se  presentó  al  Gobierno,  con  su  gente  y  sus 
armas! 

--¡Por  supuesto!  ¡A  la  hora  de  la  «cargada!» 

— Por  lo  demás,  el  sefior  Presidente  no  hace  sino 
recompensar  méritos. 

Andrade  no  había  desclavado  los  ojos  de  Chayito 
durante  todo  aquello;  pero  la  muy  ladina  se  había 
conservado  impertérrita,  haciendo  pelotitas  de  mi- 
gajón. 


230 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


— ¡Otra  noticia  de  interés! Quién  sabe  si  será 

buena  o  mala.. ..  j 

— ¿De  qu^  se  trata?  A  ver  Gordillo,  lea  usted . 

«Poi^  el  Ministerio  de  Hacienda  se  le  ha  extendi- 
do nombramiento  de  pagador  de  segunda,  habili- 
tado de  la  Flotilla  del  Sudeste,  al  probo  señor  Nar- 
ciso Garaicochea.> 

—¿De  la  flotilla  del  Sudeste?  ¿Y  dónde  queda 
eso? 

— Será  en  Tabasco,  Campeche  o  Quintana  Roo — 

— iCaaaray!  ¡Lo  paaartieron! 

— (Chaneque  observador.)  ¿Todavía  repelará  de 
que  le  den  hueso? 

— Peeero  que  huhuhueeeso  ¡caaaray! 

— Y  lo  llaman  probo .... 

— Eso  debe  ser  error  de  imprenta;  ha  de  haber 
querido  decir  «pobre.»  (Observación  de  Cuca  Ota- 
mendi.)  -  I  - 

Amaneció  el  siguiente  día  y  el  primer  grito  que 
resonó  en  la  casona  fué,  no  por  cierto,  como  era  cos- 
tumbre, el  del  lechero,  sino  el  de  Tachita,  que  en 
neto  «deshabillé»  con  la  cabellera  alborotada  y  en- 
treabriendo una  de  las  puertas  vidrieras  de  su  alco- 
ba, preguntó  ala  portera: 

—¡Pilo!  ¡Piloooo! ¿No  han  traído  el  tele- 
grama? 

— No,  siñora ' 

¡Eso  sí  ya  pasaba  de  castafio  a  obscuro!  ¿Qué  le 
pasaba  a  Barbe?  ¡De  seguro  habían  interceptado  el 
telegrama!  ¿O  habría  perdido  la  elección? 

— «Ay,  Santo  Nifio  de  Atocha!  ¡Que  haya  ganado 
para  que  yo  te  cumpla  la  «promesa  de  tu  vestid ito 
nuevo!>  (Así  es  como  se  visten  en  México  todos  los 
santos;  o  hacen  «la  paloma»  (servicio  solicitado)  o  se 
les  eae  la  ropa  a  girones  de  puro  vieja.) 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  231 

—¡Filo!  ¡Filoooo!  ¿Pero  estás  sorda?  ¡Que  me  su- 
ban el  periódico  de  la  mafiana! 

— ¡Sí,  señora ahí  va! 

Y  el  diligente  Fermín  aportó  el  periódico.  Ta- 
chita  lo  desdobló  ávidamente  y  se  puso  a  leer  la  lis- 
ta, que  en  el  caso  era  como  la  de  la  lotería Nada! 

¡No  estaba  Barbedillo!  En  cambio  por  allí  andaba 
el  nombre  de  Pingarrón  en  letras  de  molde  y  como 
uno  de  los  noveles  diputados,  sin  especificación  de 
Distrito,  pero  sí  por  el  mismo  Estado  en  el  que  se 
había  postulado  don  Taco.  ¿Pingarrón,  padre  de  la 
Patria?  ¿Diputado  aquel  truchimán  del  tercero?  No 
es  posible  —  se  pensó  Tachita.  —  Este  es  otro  error 
de  prensa  como  en  el  caso  Garay;  debe  ser  otro 
nombre .... 

A  las  ocho  de  la  mañana,  impaciente  y  curiosa,  se 
instaló  en  uno  de  los  balcones  a  la  calle.  Barbedi- 
llo regresaría  de  un  momento  a  otro,  si  había  toma- 
do el  tren  nocturno.  Y  si  ella  lo  veía  regresar  en 
carretela  abierta,  palabra  que  cumpliría  al  pie  déla 
letra  sus  instrucciones  de  echar  por  el  balcón  cuan- 
ta vejestoria  hubiera  en  el  menaje  de  la  casa. 

A  las  nueve,  nada  de  Barbedillo.  Y  Tachita  firme 
en  su  observatorio. 

A  las  diez  aun  no  parecía;  pero  Tachi  continuaba 
firme.  Eso  sí;  para  esa  hora  había  completado  ya 
el  inventario  de  las  cosas  que  irían  a  parar  en  la  ca- 
lle  Por  fin,  a  las  once  y  minutos,  una  carretela 

abierta  desembocó  por  la  esquina!  ¡En  ella  venía 

Barbedillo era  él  que  no  cabía  duda!  A  su  lado 

venía  otro  individuo;  alguno  que  ya  le  estaba  hacien- 
do la  «barba>  seguramente  al  señor  Diputado.  Y  en 
el  pescante,  junto  al  auriga,  un  gendarme.  ¡Natu- 
ralmente! El  señor  Diputado  tenía  que  andar  es- 
coltado   

Tachi  no  esperó  a  más.  Ver  aquello,  pegar  un  ala- 


232 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


rido  de  júbilo  y  comenzar  a  arrojar  para  la  calle,  por 
el  balcón,  los  floreros  desportillados,  la  escupidera 
«non,»  una  maceta  con  una  planta  seca,  la  sobreca- 
ma con  «fallas»  en  el  tejido,  una  terracota  remen- 
dada y  la  jofaina  rajada,  todo  fué  uno,  a  tiempo  de 
que  el  ilustre  Barbedillo  llegaba  a  la  puerta  de  ca- 
lle recibiendo  casi  sobre  sus  espaldas  aquel  diluvio 
de  cachivaches.  1 

— ¡Para  de  tirar,  bárbara!  ¡No  tires  más,  que 
si  vengo  en  carretela  es  porque  traigo  rota  una 
pierna!  I 

Cesó  el  diluvio.  Con  trabajo,  entre  el  acompañan- 
te de  Barbedillo  (escribiente  de  tercera  de  la  sépti- 
ma Demarcación  de  Policía)  y  el  gendarme,  subie- 
res hasta  sus  habitaciones  al  frustrado  padre  de  la 
Patria.  Ya  instalado  en  un  sillón  y  hecha  la  inqui- 
sitiva del  caso  (la  pierna  luxada  por  un  paso  en  fal- 
so al  bajar  el  tren).  Tachi  se  atrevió  a  preguntarle 
tímidamente: 

— Y  de ....  eso  ¿qué  hay? 

—¿Deque? 

— ¿Ya  eres  Diputado? 

— ¡Lo  que  soy  es  un  cabestro  por  haber  crido  en 
lo  del  sufragio  libre!  ¡El  que  salió  fué  Pingarrón 
que  ni  lo  conocen  por  allá,  ni  se  gastó  una  misera- 
ble peseta! 

— ¿Pingarrón? ....  ¿Pero  es  verdad? 

— Pelada 

— Y  ahora. ...  ¿qué  hacemos? 

— ¡Buñuelos,  recorcho,  buñuelos! 


* 

«     « 


Cuando  Pingarrón  después  de  felicitado  entusias- 
tamente por  todo  el  vecindario  que  veía  en  él  una 
«esperanza,»  no  para  la  Patria,  sino  para  las  ambi- 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  233 

ciones  de  cada  quisque,  se  metía  en  el  blanco  y 
blando  lecho  en  aquella  noche,  acomodándose  para 
dormir  feliz  como  nunca,  tuvo  a  bien  hacerse  para  su 
coleto  esta  interesante  reflexión: 

— Bueno,  Pingarroncito Ya  la  «trepaste»  i)or 

obra  de  la  candidez  de  un  Ministro  que  te  juzga  su 
«amigo  de  confianza.»  Ahora,  dentro  de  dos  meses, 

protestas;  y  dentro  de  cuatro ¡Debes  estar  en  la 

oposición! 

Y  dio  media  vuelta  a  la  llave  de  la  luz, 


■  ■i- 


CAPITULO  Vil 


'Reminsrton  and  Sons" 


fíV 


— Oiga,  Gordillo.  Esta  madrugada,  cuando  regre- 
saba a  la  casa  después  de  una  cena  que  dimos  al  se- 
fior  Pingarrón,  para  celebrar  sus  triunfos  en  el 
Parlamento,  pasamos  por  el  taller  de  usted  y  ob- 
servé que  todavía  estaban  trabajando .... 

— Muy  cierto,  señor  Chaneque.  Tenía  que  entre- 
gar una  obrita  de  extraordinario. 

— Sí,  pero  eso  es  una  esclavitud  para  los  infelices 
obreros;  un  positivo  vasallaje  inaguantable.  La  ex- 
plotación desenfrenada  del  infeliz  operario 

— No  lo  crea.  Son  «compañeros»  que  trabajan  por 
su  gusto  y  recibiendo  jornal  extra. . . . 

—¡Eso  es  lo  que  nos  pierde!  ¡El  afán  inmoderado 
de  ustedes,  los  patrones,  para  enriquecerse  con  el 
sudor  del  pobre! 

—¿Lo  dice  usted  de  veras? 

— Y  tan  de  veras,  que  próximamente  <vamos>  a 
someter  una  iniciativa  a  las  Cámaras  para  refrenar 
esos  abusos! 

— ¡Pues se  van  ustedes  muy  recio!  Cualquie- 
ra creería  que  hay  que  empezar  por  enseñarles  a 
nuestros  obreros  las  ventajas  de  la  economía,  del 


•i 


Vh. 


236 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


mutualismo  bien  entendido  y  de  la  formalidad  en 
el  trabajo. 

—Loque  les  hemos  de  ensenar  es  la  defensa  con- 
tra la  voracidad  del  capitalismo.  El  socialismo  obre- 
ro  el  pobre,  el  asalariado,  el  oprimido  del  taller, 

uniéndose  para  combatir  al  rico. . . . 

—No  estará  mal Son  cosas  que  ustedes  leen 

en  los  periódicos  y  en  alguno  que  otro  libro  y  que  co- 
nocen tan  bien  que,  poniéndolas  en  juego  lograrán 
sacar  la  tripa  de  mal  afio,  dejando  más  esquilmados 
a  los  obreros. 

—¡La  gran  escuela!  Reclus,Kropotkine,  Perrer.... 
¿Usted  los  ha  leído? 

— Algo ¿Y  usted? 

— ¿Yo?  No ¡pero  los  conozco! 

— Mire,  sefior  Chaneque.  Yo  antes  de  ser  patrón, 
he  sido  obrero  y  no  me  engatuzan.  «Ético»  de  esos 
conozco  yo  que,  siendo  pintor  de  oUita  y  asalariado 
del  Gobierno,  se  hace  pasar  ahora  por  apóstol  de  los 
irredentos!  No  tienen  «gatos»  para  ganarse  el  pan 
con  el  trabajo,  y  se  lo  ganan  con  la  lengua;  y  que- 
riendo la  igualdad  social,  gastan  automóvil  y  viven 
en  casa  que  es  palacio!  A  otro  perro  con  ese  hueso! 
Y  de  una  vez  por  todas,  sépase  que  a  mí  no  me  asus- 
tan, porque  ni  nada  tienen  que  enseñarme,  ni  nada 
tengo  que  temer  de  mis  obreros.  Lo  que  ellos  pre- 
tenden saber,  lo  aprendí  yo  de  operario;  y  lo  que 
ellos  quieren  quitarle  a  mis  operarios,  yo  se  los  he 
de  defender  a  éstos ^  ' 

— Sí usted  es  un  reaccionario  que  quisiera 

vernos  colgados  de  cualquier  árbol y 

—A  usted  no,  porque  no  valdría  ni  la  rama;  ni  a 
ellos  tampoco;  pero  sí  en  la  Escuela  Correccional, 
aprendiendo  a  ser  honrados | 

— Es  que  usted  odia  al  socialismo 

— No  lo  puedo  odiar,  que  obrero  fui  y  obrero  soy. 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  237 

Lo  que  repugno  es  la  mentira  y  la  explotación  de  la 
ignorancia  con  supercherías.  Quiero  antes  a  los 
obreros  instruidos,  ligados  por  afectos  del  oficio, 
por  un  común  altruismo,  para  que  puedan  después, 
lógicamente,  adquirir  la  solidaridad  que  requiere 
la  defensa  mutua  sin  necesidad  de  «andadera s>  ni 
de  mentores.  Lo  primero  es  lo  primero.  Y  si  eso  no 
se  tiene,  los  que  quieren  llevar  a  nuestros  obreros 
a  lo  segundo,  de  lo  único  que  tratan  es  de  vivir  a  sus 
expensas  explotando  sus  credulidades 

—¡Caray,  hombre!  ¡Está  usted  inconocible!  Ya 
casi  es  usted  un  orador .... 

— Hasta  las  piedras  hablarían  echando  chispas  de 
indignación,  cuando  se  quiere  evitar  que  se  toque  a 
lo  más  noble  del  organismo  social  por  embaucado- 

—Se  pone  usted  hecho  un  energúmeno 

— ¡Y  no  lo  bastante!  Yo  no  me  meto  en  las  cosas 
de  ustedes,  en  sus  «enjuagues>  de  política,  aunque 
derecho  nos  sobraría  a  los  obreros,  que  ustedes  son 
los  que  rompen  los  platos  y  nosotros  los  que  los  pa- 
gamos; pero  cuando  se  me  «rasca»  sobre  determi- 
nadas cuestiones,  sí  que  he  de  hablar  y  «golpeado» 
para  atajar  el  mal ..... 

Chaneque  optóprudentemente  por  la  retirada.  Era 
que  estaba  equivocado  creyendo  que  bajo  la  tosca  ca- 
beza cuadrada  de  Gordillo  no  había  más  que  un  cere- 
bro de  ostión,  propio  de  hombre  nacido  para  trabajar 
como  bestia  y  «amarrar»  dinero.  No  sabía  que  aquel 
hombre,  en  su  modesta  apariencia,  en  su  hosquedad, 
era  todo  un  carácter  formado  en  el  troquel  de  la  vo- 
luntad, y  limado  ocultamente  en  el  deseo  de  la  honra- 
dez que  hace  de  indestructible  timón.  Ignoraba  que 
aquel  «artesano»  se  encerraba  en  las  noches,  en  su 
humilde  habitación,  a  descansar  de  las  fatigas  ma- 
teriales del  día,  con  la  lectura  de  algo  que  lo  ense- 


~c,' 


238  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

fiara  para  defenderse  en  la  dura  breg^a  de  la  exis- 
tencia. 

Más  aún;  ignoraba,  como  lo  ignoraba  toda  la  caso- 
na, que  en  aquel  busto  recio,  caja  toráxica  ensan- 
chada a  fuerza  de  levantar  el  «marro>  pesado  y  ma- 
jar el  fierro  en  la  fragua,  que  en  el  pecho  de  aquel 
Gordillo  mal  oliente,  grasoso,  pringado  el  traje  con 
la  mugre  del  taller,  se  guardaba  un  corazón  capaz 
de  anhelos  y  ternuras;  grande  para  las  grandes 
abnegaciones;  ñrme  sin  exteríorizaciones  inútiles, 
y  entero  como  el  de  un  héroe  para  poder  resistir  al 
dolor  sin  acelerar  el  paso 

¡Cuántas  ideas  y  cuántos  sentimientos,  embrio- 
narios algunos,  hechos  los  otros,  pero  todos  genero- 
sos, altos,  blancos,  palpitaban  en  aquellos  dos  órga- 
nos del  incivil  y  rudo  Gordillo!  Y  entre  ellos,  oculto 
celosamente  por  su  autor,  uno  en  que  se  mezclaba 
tenazmente  la  visión  de  una  niña  pálida,  anémica, 
enfermiza,  que  carecía  de  grandes  atractivos  perso- 
nales, pero  que  Gordillo  presumía  que  los  tenía  ex- 
celsos en  el  orden  moral;  pobre  nifia  ilusionada  por 
una  apariencia,  y  que  locamente  enamorada  de  aqué- 
lla, no  habría  vacilado  en  sacrificar  la  existencia 
misma! 

Por  eso  era  que,  en  muchas  noches,  el  boycoteado 
aquel  de  todos  los  frivolos  de  la  casona,  seguía  an- 
helante, detrás  de  la  puerta  vidriera  de  su  habita- 
ción, las  melancólicas  notas  que  vibraba  un  piano 
de  la  misma  casa,  arrancadas  por  manos  queque- 
rían  traducir  hondas  ternuras: 

—¿Cómo  se  llamará  eso  tan  bonito  que  está  to- 
cando?— se  decía,  mientras  la  artista  al  tocar  y  que- 
riendo infundir  su  alma  toda  en  cada  nota,  con  el 
recuerdo  en  otro,  pensaba  a  su  vez: 

— ¿Me  estará  oyendo?  ¿Se  fijará  en  lo  que  toco  y 
en  que  lo  toco  para  él? 


?CV  LA  RUINA  DE  LA  CASONA  239  ,  0^> 

Gordillo  sabía  bien  que  ese  otro  era  Andrade;  mas 
en  vez  de  sentir  celos,  sentía  infinita  piedad  para  _.    -m^ 

aquella  nifia,  la  «Corchea,»  y  conmiseración  para  su 
propio  amor  que  tan  alto  había  puesto  los  ojos.  ¿Qué     '  ;p 

amaba  ella  en  Andrade?  Lo  frivolo,  lo  casquivano,  i?;^ 

la  apariencia;  al  mozalbete  bien  parecido,  de  seduc- 
tora apostura;  al  galán  de  fácil  palabra  y  de  suges-  í^^; 
tivas  maneras;  y  había  que  concederle  la  razón,  por- 
que era  lo  indicado  que  amara  una  nifia  como  ella  y 
no  al  rudo  obrero  de  manazas  recias,  de  modales  bas-  -  í.:> 
tos,  de  pocas  palabras  y  sin  aderezo,  de  apariencia 
tosca  como  él  era ;               ^vi 

— Me  han  dicho,  señor  Garay,  que  siempre  acep- 
tó usted  el  empleo  ese ¿Se  va  usted  entonces 

para  aquellos  rumbos  lejanos? 

— ¿Y  qué  he  de  hacer,  sefior  Gordillo,  si  ya  el 
hambre  me  llegó  a  los  «aparejos?»  i  Ya  no  tengo  qué 

empeñar! ¡Ya  no  tengo  qué  vender!  iCapitulo  y 

me  marcho!  ¡Ay!  ¡Cómo  fui  a  dejar  mis  libros!  ¡Tan 
bonitos,  tan  limpios. . . .  tan  bien  llevados! 

— Y  ¿se  lleva  usted  a  la  familia? 

— ¡Imposible!  Mi  mujer  es  incapaz  de  ir  se  conmi- 
go a  pasar  fatigas.  Mi  hija  mayor  se  me  moriría  en     - 
tierra  caliente;  la  otra  está  muy  chica.  Y  el  «cha- 
maco,» en  vez  de  ayudarme,  me  serviría  de  es- 
torbo  

— ¿Y  cómo  los  deja  usted?  >: 

— ¡A  la  buena  de  Dios! 

— No,  que  tiene  usted  un  amigo Ya  sabe  que 

si  en  algo  puedo  serle  útil 

— ¡Gracias,  muchas  gracias!  Sé  que  no  me  lo  di- 
ce de  cumplimiento Usted  me  hará  favor  de 

ver  por  ellas  en  lo  que  pueda ¡Yo  le  escribiré 

de  allá!  Para'  algo  es  usted  el  hombre  más  serio  y 
correcto  de  la  casa 

— No  lo  crea pero  en  ñn,  cuando  quiero  ser- 


240 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


•.-'■1 


vir,  me  gusta  hacerlo  de  veras,  y  con  usted  quiero 
hacerlo. 

Y  el  pobre  viejo  Garaicochea,  estrechó  conmovi- 
do la  mano  de  Gordillo,  recordando  aquella  formal 
promesa,  cuando  se  despidió  de  él  para  marchar  a 
su  remoto  destino,  alicaídas  todas  las  ilusiones  que 
en  mala  hora  acariciara  ante  las  instigaciones  de 
su  consorte,  que  no  fué  para  verter  sino  lágrimas 
nones  al  verlo  partir,  y  sin  llegar  a  tres,  mientras 
que  las  Ck>rcheitas,  anegadas  en  llanto,  le  decían: 

— iAy,  papacito!  INos  parece  que  te  mueres  y 
que  ya  no  te  volveremos  a  ver! 

Comentando  el  desengañado  Barbedillo  aquel 
viaje,  con  Gordillo,  le  decía: 

— ¡Pobre  Garaicochea!    ¡Qué  iniquidad!    ¡Es  un 

derrotado  de  la  suerte! ¡Qué  iniquidades  las 

que  se  cometen,  Gordillo!        *    .  I 

— Rectifique  usted,  don  Taco.  No  es  un  derrota- 
do. Es  una  de  tantas  víctimas,  como  muchas  que 
hemos  de  ver,  de  estos  espejismos  y  de  estas  alu- 
cinaciones producto  de  la  «bola,>  que  hace  a  mu- 
chos echarse  a  la  aventura  cuando  no  nacieron  para 

ella,  precisamente  porque  son  honrados Si  Ga- 

ray  fuera  un  derrotado,  habría  que  convenir  en  que 
Tenorio  es  un  triunfador,  cuando  lo  único  que  es 
un  sinvergüenza  de  ordago! 

—  Puede  que  tenga  usted  razón 

Para  «derrotados»  él,  Barbedillo,  que  lo  había  si- 
do, e  ignominiosamente,  teniendo,  para  más,  que 
aceptar  la  odjosa  presencia  de  su  contrincante  en 
la  misma  casona,  y  que  verlo  distribuyendo  pro- 
tectoras sonrisas,  que  él  debió  ser  quien  distribu- 
yera a  todos  aquellos  aduladores  que  ahora  lo  sa- 
ludaban respetuosamente,  cuando  él,  con  aire 
mayestático,  bajaba  la  escalera  rumbo  a  la  calle. 
(«El  Sol  que  nace,>  lo  había  bautizado  Tafolla.) 


LA  RDINA  DE  LA  CASONA  241 

— ¿Tan  temprano  a  la  calle,  sefior  diputado?— le 
preguntaba  Chaneque. 

— Sí,  tengo  que  ir  al  Ministerio  antes  de  que  en-  p 

tre  Pino  Suárez  al  acuerdo.  (Pingarrón  estaba, 
pues,  al  tú  por  tú  con  el  Presidente  del  Senado,  Mi- 
nistro de  Instrucción  y  Vicepresidente  de  la  Repú- 
blica, nada  menos.)  .  '¿ 

— ¡Aaaah! 

Otras  veces  era  Orbezo  el  interlocutor: 

— ¡Cuánto  gusto  de  ver  a  su  señoría!  Hoy  se  ha 
retrasado '  :■• 

— Sí.  . .  me  ha  quitado  mucho  tiempo  eso  de  las 
credenciales  de  los  «colegas»  que  estoy  arreglando 
con  Gustavo.  (Gustavo  era  el  hermano  del  Presi- 
dente y  el  factótum  de  la  situación,  según  pública 
creencia  que  aseguraba  que  era  él  quien  positiva-  ; 
mente  y  dentro  de  bastidores  «ponía  y  quitaba.») 

En  cambio,  Démostenos,  instigado  por  Barbedi- 
11o,  se  había  propuesto  hacer  la  «mosca»  con  el  fla- 
mante diputado,  poniéndole  trampas. 

— Pooor  supuuuesto  que  ya  tendrá  usted  paaar- 
tido  a  qué  peeertenecer  en  la  Caaámara 

— Es  prematuro  todavía.  >    v,tr 

— Sí,  y  al  ñu  y  al  caaabo,  como  allá  va  a  habeeer 
de  tooodo,  como  en  bootica,  ya  se  podrá  esc(^er. 
¿Será  usted  caaatólico? 

— ¡Bah!  No  me  inclino  mucho  a  ese  lado Son 

pocos  y  tímidos.  No  contarán  gran  cosa. 

— Eleeentonces  será  usted  «reeenovador»....  Elsos 
van  a  ser  los  meceros  «peeetateros» 

— ¡Quién  sabe!  No  dejo  de  tener  simpatías  por 
ellos 

— ¡Seeeguro!  Es  el  lado  de  la  caaargada 

— ^A  mí  me  tiene  sin  cuidado  eso!    ¡No  sea  usted 

nifio!    Yo  estaré  con  el  Gobierno,  siempre  que  no 

vaya  contra  los  intereses  del  pueblo. 

16 


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242  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


% 


— ¡Peeero  no  estará  usted  con  el  pupupueblo, 
cuando  haya  que  ir  contra  los  intereses  del  Gro- 
bierno! 

—¿Y  por  qué  no?  Todo  depende  de  circunstan- 
cias ...... 

Y  de  aquellas  ambigüedades  nadie  sacaba  al  ilus- 
tre Pingarrón.  I 

«¡Punta  de  beocios!>  iCómo  pierden  el  tiempo 
creyendo  en  tonterías  tales  como  problemas  agra- 
rios y  obreros,  legislaciones  protectoras  del  traba- 
jo, amor  por  el  bien  público  y  honradez  administra- 
tiva!— se  decía.  Para  él  la  política  sólo  era  una 
palanca,  uno  de  cuyos  extremos  tenía  que  descan- 
sar en  la  Tesorería  de  la  Nación.  A  la  espalda  es- 
crúpulos, y  nada  de  divagaciones  si  se  quería  llegar 
a  una  meta  como  la  que  él  pretendía. 

Ya  en  la  curul,  no  era  él  quien  necesitaba  del  Mi- 
nistro que  lo  había  hecho  diputado,  sino  aquél  de 
él;  y  si  lo  necesitaba,  nada  más  justo  que  cobrar,  y 
bien,  hasta  el  más  insignificante  servicio.  La  vida 
tiene  pocas  oportunidades,  y  puesto  que  a  él  se  le 
había  presentado  una,  lo  indicado  era  sacarle  todo 
el  jugo  posible  a  la  «ancheta. >  Y  el  que  viniera  atrás 
que  arreara....  Honradez,  verdad,  justicia,  disci- 
ciplina  política,  y  demás  zarandajas,  sólo  eran  hipo- 
cresías, con  las  que  había  de  revestir  las  finalida- 
des perseguidas.  Y  si  el  pueblo  era  el  padecedor 

con  tales  cosas que  se  fastidiara!   Lo  urgente 

era  tener  plumas  propias  en  alas  propias,  y  buscar 
el  ir  para  arriba  sin  pararse  en  obstáculos,  que  el 
fin  justifica  los  medios.  ,   •  j  ...  ; 

¿Qué  se  necesitaba  para  ello?  Audacia,  mucha 
audacia,  y  siempre  audacia.  Adquirir,  en  una  pira- 
tería valiente,  reputación  de  saber  y  de  habilidad; 
tener  el  cinismo  bastante  para  engañar  a  multitu- 
des e  imponerse  a  espíritus  apocados,  haciéndose 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  243  ;^. 

pasar  como  una  inteligencia  superior  y  una  ilustra-  -  .  : 

ción  formidable Y  en  ocasiones,  cuando  fuera  •  í^^-: 

menester,  saber  «flexibilízarse»  como  decía  Barbe-     > 

dillo;  tener  la  agilidad  ecuestre  del  buen  político;  ' 

saber  usar  de  la  lisonja;  hacer  de  la  abyección,  mé-  :»:=>■ 

rito Cuestión  todo  de  espinazo  y  de  lengua.  Y  ^^  ■ 

él  sentía  que  espinazo  y  lengua  suyos,  responde- 

rían  dócilmente!  ^^v 

¿Todo  para  qué?  Por  el  poder,  para  la  riqueza....  - 

La  Patria  era  una  señora  digna  de  atenciones,  sin  -r ;. 

duda;  pero  que  debería  quedar  un  poco  atrás  en  el  v :? "• , 

programa.  .  S; 

Para  entrar  al  Congreso,  dado  como  estaban  las  .  ■ ; 

cosas,  había  que  ser  gobiernista;  para  no  salir  de  él  '¿    . 

si  no  era  para  ir  hacia  arriba,  había  que  ser  oposi-  -  y  - 

cionista.  En  aquel  Gobierno  de  novatos  faltaban  Jí; 

«hombres. >    Y,  o  Madero  lo  llamaba  pronto  a  una  -:' 

cartera  ministerial,  o  él  se  haría  de  la  cartera  aun 
contra  Madero.  Táctica,  formar  por  de  pronto  en 
las  filas  de  los  «renovadores. >  .     . 

— Pingarrón — (así,  con  toda  familiaridad)  el  día 
anterior  a  la  «protesta»  me  mandará  usted  su  frac 
para  planchárselo.  Quiero  tener  ese  gusto .... 

— Gracias,  Conchita ¡Es  usted  muy  amablel 

Pero  es  el  caso  que  vendrá  planchado  de  la  sastre- 
ría donde  me  lo  están  haciendo. ... 

Y  en  efecto,  no  había  faltado  ya  crédito,  dada  la 
credencial  aprobada,  para  un  nuevo  y  flamante  tra-  ^^'^ 

je  de  ceremonia.  Pingarrón  se  había  impuesto  en 
toda  la  casona;  pero  en  ningún  «cantón»  más  que  ^^ 

en.  el  del  ausente Garay,  del  que  había  hecho  reino.     >  •  í|- 

En  fuerza  de  verlo  siempre  agasajado  por  la  «Cor-  .^• 

chea»  madre,  las  mismas  Corcheítas  habían  con-  ...  '    v'";; 

cluído  por  tener  para  él  una  especie  de  veneración  ^r 

inexplicable;  sobre  todo  la  Corchea,  que,  sin  med i-  "V 

lar  el  por  qué  de  sus  recelos,  creía  ver  en  Pinga-  ;v 


244  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

rrón  un  super-hombre  sólo  en  parte  emulado  por 
el  propio  Andrade.  '  í- 

No  hubo  pues,  en  la  casona,  ojos  que  no  se  abrie- 
ran con  admiración  para  ver  marcharse  al  seflor  don 
Austreberto,  rumbo  al  Congreso,  en  la  tarde  del 
día  dé  «la  protesta.»  Pingarrón  descendió  de  su  cu- 
bículo hasta  la  calle,  soberbio,  arrogante;  penetra- 
do ya  bien  de  la  alteza  de  sus  funciones;  vistiendo 
el  impecable  frac;  calando  un  sombrero  blando  que 
hubiera  dado  envida  a  Menchaquita,  y  llevando  al 
brazo  el  lujoso  Macferlan,  para  subir  en  el  expléndi- 
do  automóvil  alquilón  (seis  pesos  la  hora.  —  Parade- 
ro de  la  Alameda),  que  lo  esi>eraba  ya  en  la  puerta 
de  la  calle.  El  ruido  de  la  máquina  al  comenzar  a 
moverse  no  fué  bastante  para  ahogar  el  que  produ- 
jera el  hondo  y  sincero  suspiro  lanzado  por  el  de-^ 
r rotado  Barbedillo.. ..  Él  debió  haber  sido  el  de 
aquella  muda  ovación  al  haberse  cumplido  fiel  y 
debidamente  la  sacramental  promesa  revoluciona- 
ria del  Plan  de  San  Luis,  de  «Sufragio  efectivo  y 
No  reelección!»  •     I 

Pocos  días  más  y  el  imperio  de  Pingarrón  se  afir- 
mó de  tal  modo  que  se  hizo  incontrastable,  y  su 
figura  se  agigantó  hasta  lo  infinito.  Y  cómo  no,  si 
diariamente  y  en  todos  los  rotativos  el  nombre  del 
diputado  no  dejaba  de  figurar?  No  había  comisión, 
debate,  y  demás  relacionados  con  el  Poder  Legisla- 
tivo, en  los  que  el  activo  diputado  no  tuviera  algo 
que  ver.  Y  fué  así  como  una  simple  recomenda- 
ción suya  bastó  para  incrustar  en  la  casona  un  nue- 
vo x)ersonaje  con  el  que,  de  consuno  y  más  tarde, 
había  de  proyectar  la  más  seria  amenaza  contra 
aquélla.  I    - 

Fué  el  caso  que  por  entonces  holgó  una  de  las  me- 
jores viviendas  del  interior  en  el  piso  bajo,  dando 
lugar  para  que  Pilo,  la  portera,  ejerciera  una  de  sus 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  245  ;  ''í;  / 


más  interesantes  funciones:  la  de  colgar  en  la  puer-  ,^r 

ta  de  la  calle  la  hojadelata  aquella  con  la  inscripción:  :f 

«Vivienda  vacía.>  f 

Y  en  una  de  las  próximas  tardes  en  laque  Barbe-  ro- 

dillo y  Orbézo  departían  acaloradamente  en  el  pa-  ^f 

tío,  divergiendo  ahora  de  opiniones,  pues  mientras  Ci 

el  muy  truhán  del  Mayor  se  convertía  a  la  nueva  sec-  ;^^^ 

ta,  por  mor  de  la  pensioncita  asegurada  y  de  la  con-  .    W 

cesión  aquella  del  «changarrito»  en  el  cuartel,  don  "* 

Taco  apostaba  paulatinamente  por  mor  de  laderro-  \    ; ; 

ta  electoral,  se  presentó  el  futuro  ocupante  de  la 
vivienda,  estrafalario  tipo  por  cierto. 

Era  él  todo  un  Hércules  en  la  apariencia:  ancho 
de  hombros;  corto  de  testuí;  pelirrojo,  dejando  aso- 
mar las  crenchas  del  cabello  por  debajo  de  las  alas 
del  sombrero  de  amplia  falda;  cejijunto;  malencara- 
do  y  de  voz  imperativa  y  nasal  acento. 

— ¿Quién  es  el  encargado  de  la  casa? — preguntó 
sin  más  miramientos.  ; 

Atufóse  don  Taco  con  aquella  súbita  pregunta  q  ue 
estimó  descortés,  y  respondió  en  mal  tono: 

— Yo  soy  el  dueño.  ¿Qué  quiere? 

— Ver  la  vivienda  desocupada. 

Midiólo  Barbedillo  de  pies  a  cabeza,  desconfiada- 
mente, y  al  ver  sus  trazas  poco  católicas  le  dijo: 

— Gana  veinticinco  pesos,  renta  adelantada. 

— Si  los  vale,  los  pago;  por  eso  quiero  verla. 

— iPilo,  ensénale  a  este  sefior  el  número  cua- 
tro  ¡Pase  a  verla! 

Alejóse  el  hombre  y  Orbezo  comentó: 

— ¡Oiga!  ¡Qué  maneras  se  gasta  el  sujeto  ese!  ¡Pa- 
rece repartidor  de  pulques! 

— Yes,  de  seguro,  un  ordinario. . .... 

— Se  me  hace  que  sería  mal  inquUino 

— No  me  gusta  tampoco. . . .  Por  eso  le  he  pedido 


.Sw^'.-'. 


246 


E.  MAQUEO  CASTEIXANOS 


lo  qoe  ]e  he  pedido  de  renta ¡Qué  va  a  tener  pa- 
ra pagarla! 

Poco,  de  seguro,  tuvo  que  husmearle  a  la  vivien- 
da  el  aludido,  porque  casi  en  esos  momentos  re- 
gresó. 

— Me  conviene  la  vivienda;  me  quedo  con  ella. 

— Pero  ¿oyó  usted  que  vale  veinticinco  pesos,  ren- 
ta adelantada  y  mes  en  depósito? 

—Aquí  están;  déme  el  contrato  y  las  llaves. 

Y  el  mastín  aquel  sacó  de  las  profundidades  de 
una  cartera,  extraída  a  su  vez  de  las  profundidades 
de  una  bolsa  de  pecho,  un  sucio  billete  de  banco  de 
a  cincuenta  duros  que  alargó  a  Barbedillo,  el  que  lo 
recibió  no  sin  cierta  desconfianza. 

— Antes  de  cerrar  trato,  necesito  saber  algunas 
cosas.  ¿Es  usted  casado  por  un  casual? 

— Ni  por  un  casual,  ni  por  el  cura,  ni  por  el  juez, 
porque  yo  no  transijo  con  el  matrimonio.      I 

— ¡Ah,  vaya!  Entonces  carece  usted  de  familia? 

— ^Tengo  por  familia  a  la  humanidad.         |. 

Asombro  de  Orbezo,  que  comenzó  a  creer  que  se 
las  habían  con  un  prójimo  que  no  andaba  bien  de  la 
sesera. 

— ¿No  será  usted  entonces  mexicano? 

— Yo  tengo  por  patria  el  universo 

— Hombre,  hombre ¡Es  curioso!  ¿Qué  gobier- 
no es  el  de  usted  entonces? 

—¿El  mío?  ¡Pues  el  mío!  Y  basta  ya,  porque  no 
tengo  por  qué  estar  satisfaciendo  impertinencias 
paraalquilar  una  vivienda. . ..  I         ^-» 

—No  son  impertinencias.  Son  requisitos,  porque 
yo  no  alquilo  a  familias  que  no  sean  de  estricta 
moralidad . 

— Pues  aprenderán  sus  inquilinos  algo  de  mí, 
porque  yo  soy  todo  humanidad,  concordia  y  amor  a 
la  justicia 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  247 

— i  Vaya!  Ya  eso  es  algo ffReiie  usted  nifios? 

->Tengo  dos  hijos  adoptivos.  «Progreso»  y  «De- 
mocracia.» 

Bstnpefacción  de  Orbeso.  > 

•—Pero ¡Esos  no  son  nombres  de  cristianos! 

— ¡Ni  falta  que  hace!  Los  he  bautizado  yo,  simbó- 
licamente. ,- 

— Pero ¿no  es  usted  católico? 

— El  aviso  de  la  puerta  no  dice  que  la  vivienda  se 
alquile  sólo  a  católicos. 

— Bueno no  se  impaciente  usted.  ¿A  nombre 

de  quién  extiendo  el  recibo? 

— A  nombre  de  Jim  Rémington. 

— ¡Cáspita!  ¡Vaya  un  nombre! 

— ¿También  es  preciso  apellidarse  López  o  Pérez 
para  ser  inquilino  de  esta  casa? 

— Seguramente  que  no Ahora,  sólo  desearía, 

porque  esto  lo  exigen  los  reglamentos  de  policía, 
que  me  dijera  usted  a  qué  se  dedica,  o  en  qué  se 
ocupa. 

— Siembro. 

— ¡Ah,  vamos!  Es  usted  un  agricultor ... . 

— Como  usted  quiera;  yo  siembro. ... 

Aquello  acabó  de  desconcertar  a  Barbedillo  que, 
como  Orbezo,  se  creyó  frente  a  un  escapado  de  la 
casa  de  orates,  por  lo  que  trató  de  no  tener  en  la  ca- 
sa tal  huésped. 

—Pues  amigo,  lo  siento,  pero  debo  decirle,  aho- 
ra que  recuerdo,  que  la  vivienda  estaba  ya  compro- 
metida  

— No  puede  ser  exacto,  porque  a  mí  no  me  enga- 
ña el  sefior  diputado  Pingarrón,  que  me  dio  para 
usted  esta  tarjeta. 

Y  alargó  a  Barbedillo  una  aristocrática  cartulina, 
muy  distinta  de  las  de  a  peso  el  ciento,  con  la  leyen- 
da:-«Austreberto  Pingarrón,  Diputado  a  la  XX VI 


■'v^:^^ 


248 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


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Legislatura»  —  y  la  cual  surtió  un  efecto  maravilloso, 
pues  el  vividor  de  Barbedillo,  aunque  derrotado 
contrincante  de  Pingarrón,  no  se  daba  con  una  pie- 
dra en  los  dientes  y  pensó  desde  luego  que,  aten- 
diendo a  la  recomendación  del  diputado,  ya  podría 
tratar  de  obtener  alguna  para  él. 

— ¡Ah!  ¿Con  que  es  usted  un  recomendado  del 
amigo  Pingarrón?  Haberlo  dicho  antes,  hombre  de 
Dios!  Queda  por  usted  la  vivienda,  amigo  Washing- 
ton, digo  Rémington,  y  toda  la  casa  a  su  disposi- 
ción    I  . 

— Gracias.  ¿Cuándo  me  dará  las  llaves? 

— Incontinenti,  ¡Piloooo!  Entrégale  las  llaves  de 
la  cuatro  al  sefior,  que  es  el  nuevo  inquilino;  dale 
llave  del  zaguán;  asea  bien  la  vivienda,  y  ya  lo  sabes; 
me  lo  tratas  como  si  fuera  yo  mismo .    \ 

Filo,  midiendo  de  pies  a  cabeza  al  recién  llegado, 
no  lo  encontró  por  cierto  de  su  agrado.  Sintió  por 
él  instintiva  repugnancia. 

Y  fué  así  cómo  el  señor  Rémington,  acarreando 
con  él  más  que  mubles,  misteriosos  cajones,  cacha- 
rros, botijos,  frascos  y  hornillos,  a  la  par  de  sus  dos 
crías  adoptivas,  que  eran  por  cierto  dos  escuetos 
desmedrados  y  tristones  muchachos,  se  instaló  en 
la  casona  de  la  calle  de  las  Moras. 

Cuando  el  vecindario  se  percató  de  aquel  utilerío 
de  Rémington,  se  dio  con  fervor  a  la  sabrosa  conje- 
tura. I  ■        •:,..-. 

— Para  mí  que  es  un  químico  industrial  — decía 
Barbedillo. 

— Yo  creo  que  es  un  astrólogo  alquimista  — obser- 
vó la  sandia  Paca  Otamendi. 

— Yo  creo  que  es  metalurgista  ensayador— dijo  la 
«Corchea»  madre. 

— Pupupues  paaara  mí  que  es  el  cooompadre  del 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA 


249 


ti 


«Baateo,»  concluyó  Demóstenes  aludiendo  al  bien 
conocido  personaje  de  la  zarzuelilla  así  llamada. 

— Por  prooontas  diligencias  queeeda  cataloooga- 
do  como  «Rémington  and  Sons>  —  agregó  en  su  eter- 
na manía  de  dar  nombres  ingleses  a  todas  las  cosas 
y  por  loque  llamaba  a  las  Menchaca  «Menchaca  sis-'- 
ters.» 

Estas,  que  habían  observado  atentamente  al  nue- 
vo inquilino,  no  habían  podido,  a  pesar  de  tocia  su 
suspicacia,  identificarlo,  ni  saber  quién  era,  ni  de 
dónde  venía;  pero  con  su  instinto  aquél,  fino  como 
el  del  sabueso  que  en  el  aire  percibe  la  huella  de  la 
pieza,  concluyeron  sentenciosamente: 

— Si  no  se  sabe  quién  es,  debe  concluirse  que  es 
mala  gente  hasta  tanto  que  no  demuestre  lo  contra- 
rio ¿no  te  parece  Locha? 

— Sí es  «chocante»  el  nombre  que  tiene 


I-' 


■      J 


-\     V 


V  ■ 


CAPITULO  VIII 
Las  ifrietas  de  la  casona 

— Quiiiico,  hermano— decíale  TafoUa  a  Andrade 
en  una  de  las  veladas  consagradas  al  estudio,  allá  en 
la  «República,»  en  vista  de  la  proximidad  de  los  exá- 
menes.— Si  no  le  «atooooras»  recio  a  los  teeeextos, 
te  «truenan»  en  los  exámenes 

— Me  «pa>  -  agregaba  sentenciosamente  el  «Ca- 
pulín» que,  dándole  una  tregua  a  sus  funciones  pe- 
riodísticas, se  había  consagrado  a  los  libros  de  nue- 
va cuenta,  con  el  tesón  con  que  él  sabía  hacerlo,  y 
en  vista  de  la  inminencia  de  perder  la  beca  por  un 
fracaso.  No  por  algo  corría  el  mes  de  octubre  de 

Mas  Andrade,  sordo  a  tales  advertencias  y  aban- 
donando sin  voluntad,  pero  sin  resistencias,  sus  an- 
tiguas buenas  costumbres  estudiantiles,  displicen- 
te, taciturno  y  perdido  el  humor  de  antes,  sentía 
«murria»  para  tomar  un  libro,  prefiriendo  tumbar- 
se a  la  bartola  en  su  cama,  en  aquella  su  postura  fa- 
vorita; con  las  manos  enclavijadas  en  la  nuca  y  los 
ojos  fijos  en  el  techo,  y  soñar,  soñar  así  empederni- 
damente. Nada  más  que  ahora,  más  que  sueños, 


tíí^.^ 


,  ■*>.-.■ 


.1*^^ 


252  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

eran  visiones  y  presagios  los  que  le  asaltaban  el  ce- 
rebro, aun  cuando  tuviera  bien  abiertas  las  pupilas. 

Su  taciturnidad  tenía  más  de  un  por  qué.  A  su 
entender  sobrábale  razón  para  estar  en  aquella  fla- 
cidezde  espíritu;  para  sufrir  aquellos  momentos  de 
soporoso  tedio,  de  aburrimiento,  de  abulia,  y  dejar 
que  el  alma  se  perdiera  en  la  vaguedad  de  una  pe- 
numbra consoladora  en  la  que  pensando  en  todo  no 
pensaba  en  nada.  I     .,         \ 

En  primer  lugar,  lo  de  siempre:  aquella  Chayo 
adorada  que  lo  traía  loco;  en  cuyos  ojos  negros  ha- 
bía creído  ver  llamear  el  amor  prendido  por  él;  en 
cuya  boca  de  jugosos  y  rojos  labios  que  había  opri- 
mido con  la  suya;  en  cuyas  abundantes  y  nudosas 
crenchas  había  deslizado  sus  dedos  con  rara  frui- 
ción y  en  cuyas  carnes  mórbidas,  de  dulce  elastici- 
dad a  la  presión  de  sus  manos  y  sus  abrazos  había 
gozado  sintiendo  cómo  se  transmitían  a  la  suya  su 
calor  y  su  perfume todo  aquel  conjunto  hermo- 
so, codiciado,  locamente  engendrador  de  cálidos  de- 
seos y  de  briosas  ilusiones;  aquella  novia  que  des- 
pertaba en  todos  admiración  y  en  él  el  orgullo  de  ser 
el  preferido;  aquella  belleza  que  él  había  imaginado 
sólo  suya,  porque  él  la  había  animado,  nueva  Gala- 
tea,  con  su  verbo  lleno  de  seducciones  y  sus  caricias 
llenas  de  efusión,  sentía  que  se  le  escapaba,  que  se 
alejaba  cada  vez  de  él,  que  la  perdía!  Y  no  se  resig- 
naba a  tal  desventura,  no:  la  defendería  bravamente, 
aun  a  costa  de  su  sangre,  con  el  mismo  fiero  brío 
con  que  el  hombre  de  las  cavernas,  allá  en  las  eda- 
des primitivas,  defendía  a  su  hembra  contra  todo  y 
contra  todos!  I 

Después,  lo  abrumaba  aquel  deseng^ó  prematu- 
ro, aquella  decepción  amarga  experimentados  en 
sus  ensuefios  revolucionarios.  Él  no  era  un  despe- 
chado por  el  vil  interés  como  Barbedilto.  No  lo  ha- 


.'■'  \  f"' 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  ■  253 

bía  guiado  jamás  el  afán  de  medro;  no  quería  otra 
cosa  que  la  legítima  conquista  de  la  notoriedad  bien 
ganada,  al  poner  al  servicio  de  lo  que  reputaba  lá 
buena  causa,  intelecto  y  corazón.  Mas,  en  su  humil- 
dad de  átomo  que  por  afinidades  se  une  acierto  cuer- 
po; en  su  insignificancia  de  infusorio  coralígeno  que 
añade  en  la  colonia  un  pobre  grano  a  la  estructura, 
sabía  sentir  profundamente,  como  no  podrían  sen- 
tirlas los  otros,  los  que  laboraban  por  interés  bas- 
tardo, aquellas  amarguras  y  decepciones. 

Llegaba,  ah recapacitar  sobre  aquello,  a  la  conclu- 
sión de  que,  en  más  de  un  año  de  gobierno,  pues 
realmente  Madero  había  comenzado  a  gobernar  des- 
de la  caída  de  Díaz,  no  había  hecho  nada  para  cum- 
plir el  programa  revolucionario  y  sí  había  hecho 
mucho  en  contra  del  afianzamiento  de  la  paz,  del  cré- 
dito y  de  la  evolución  progresiva  de  México. 

Políticamente  había  cometido  un  error  al  no  ha- 
ber gobernado  con  los  suyos,  con  los  de  las  ideas  de 
la  revolución  (porque  con  los  suyos,  de  su  familia  sí 
que  había  gobernado)  ya  fueran  los  civiles  o  los  mi- 
litares. Y  era  así  como  se  había  captado  la  enemis- 
tad de  los  «renovadores»  que  en  el  fondo  lo  tachaban 
de  desleal,  así  fuera  porque  no  habían  podido  «reno- 
var» los  exiguos  capitalitos  ni  logrado  atrapar  una 
sola  cartera  ministerial. 

En  la  imposición  de  Pino  Suárez  para  la  Vicepre- 
sidenciade  la  República,  había  revelado  su  poco  res- 
peto para  el  sufragio,  lábaro  del  que  había  usado  en 
la  revolución:  y  lo  había  confirmado  en  las  maniobras 
electorales  y  postelectorales  de  diputados  y  senado- 
res, que  en  una  gran  mayoría  habían  sido  electos 
por  consigna. 

Económicamente,  sobre  haberse  despilfarrado  los 
setenta  y  dos  millones  de  pesos  dejados  en  las  arcas 
del  Tesoro  nacional  por  Díaz,  se  habían  contraído 


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254 


E.  MAQUEO  CASTELUiNOS 


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empréstitos  por  otros  ochenta  millones  de  pesos — 
que  ya  estaban  casi  agotados, — y  aun  se  hablaba 
de  uno  nuevo  por  cien  millones  más.  Se  murmu- 
raba de  cheques  de  más  de  medio  millón,  pagados 
sin  comprobante  alguno. 

En  otro  orden  de  cosas,  el  desartillamiento  del 
puerto  de  Salina  Cruz,  atalaya  del  Istmo,  había  sido 
desfavorablemente  interpretado  y  se  atribuía  a  una 
casi  traición  para  la  Patria,  en  el  «parti  pris»  que 
la  mayoría  de  la  opinión  tenía  ya  de  que  Madero  era 
un  ciego  instrumento  de  los  americaoos.  El  Ejérci- 
to estaba  resentido:  las  preferencias  a  los  «irregu- 
lares» eran  cada  vez  más  notorias. 

Y  en  cambio  de  todo  aquello  ¿se  había  formaliza- 
do siquiera  el  problema  agrario?  ¿Se  habían  extir- 
pado los  abusos  del  poder  subalterno  y  modificado 
siquiera,  ya  que  no  extinguido  las  odiosas  Jefaturas 
Políticas?  ¿Se  había  moralizado  la  administración 
de  Justicia?  ¿^e  había  respetado  la  soberanía  de  los 
Estados,  dejándolos  elegir  a  sus  Gobernadores  sin 
trabas,  y  no  invadiéndoles  sus  fueros?  ¿Se  habían 
modificado  los  planes  de  la  Instrucción  para  hacer- 
la más  extensa?  ¿Se  habían  devuelto  a  los  pueblos, 
aun  de  los  propios  contornos  de  México,  sus  terre- 
nos? ¿Se  había  legislado  en  favor  del  obrero?  ¿Se 
habían  hecho  independientes,  política  y  económica- 
mente a  los  Municipios?  ¿Qué  se  había  hecho? 
¡Nada!  *  •  ■■••-   -I/.:-  •:/-:.•• 

¿Cómo  se  había  cumplido  el  decantado  «Plan  de 
San  Luis?  En  ninguna  forma. . .  ¿Qué  había  gana- 
do, pues,  la  nación  con  la  revuelta?  Nada,  salvo  vi- 
vir desconfiada  de  la  paz  y  remover  los  rescoldos 
de  malos  instintos  que  parecían  extinguidos,  de  ha- 
cer de  las  revoluciones  medios  de  lucro.  ¿En  dónde 
estaba  el  «apostolado»  de  Madero?  ¡En  una  patente 
apostasía! 


LA  BUINA  DE  L.A  CASONA     ,''■'■>■         255  '% 


¿Cómo  había  aprovechado  aquel  hombre  las  ex- 
cepcionales sonrisas  que  la  fortuna  política  le  pro- 
digara con  una  inmensa  popularidad,  con  partida- 
rios fervientes,  con  la  buena  voluntad  de  la  inmensa 
mayoría,  con  todo  cuanto  podía  hacerle  fácil  la  ' 

pesada  tarea?    Disgregando,  dividiendo,    maripo- 
seando, despilfarrando,  obsesionado  con  el  espejis-^ 
mo  de  una  inagotable  popularidad,  que  haría  sopor-  ¡  á 

table  todo  cuanto  de  él  viniera,  así  fuera  la  misma 
dictadura,  ejercida  despreocupadamente!  Alejando  :^. 

de  su  lado  a  los  buenos  elementos;  exhaustando  el  :v| 

Tesoro;  coqueteando  con  Zapata  en  Morelos  y  alar-  :^: 

deando  de  tener  esclavizada  a  la  suerte  servilmen-     \  -:/■ 

te!  Tal  parecía  que  tratara  de  ser  el  más  infatiga-  ^^ 

ble  artífice  de  su  ruina,  que  era  acaso  la  ruina 
nacional!  ... 

Argüir  que  no  había  habido  tiempo  para  refor- 
mas, era  pobre  argumento;  por  lo  menos,  para  algo  > 
lo  había  habido.  Loque  pasaba,  era  que  Madero, 
hábil  y  tesonero  como  revolucionario  teórico,  había               '     i; 
resultado  un  gobernante  mediocre,  ya  por  falta  de 
intelecto  cultivado  para  la  función,  ya  por  carencia                   .í^ 
de  carácter  y  de  visualidad  clara,  ya  por  volubili-  ■ 
dad  de  principios,  por  indolencia,  por  impresionis-                  .  tü^; 
mo,  por  lo  que  fuera,  que  para  el  caso  todo  era  lo                   :^ 
mismo:  camino  para  ir  hacia  el  fracaso.                                     .    íí 

Pensar  en  aquello  desesperaba  a  Andrade.  Ma- 
taba lentamente  en  flor  sus  ilusiones  de  revolucio- 
nario de  principios.  La  santa  revolución,  la  granv 
revolución sólo  había  servido  para  la  substitu- 
ción de  una  docena,  de  tres  docenas  de  hombres, 
por  otros  acaso  peores;  pero  no  para  la  substitución 
de  los  métodos.  Y  el  fruto  estaba  allí,  en  derredor .. .. 
En  Mandujano,  zapatista  por  inmerecidos  agra- 
vios. En  Tajonar,  lastimado  injustamente  por  su  fue- 
ro. En  Tenorio,  exaltado  y  ungido,  cuando  sólo  era 


^^-'^ 


^'í*! 


256 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


un  «pinacate.»  En  Chaneque,  mareado  con  una  falsa 
posición  y  una  auréola  inmerecidas,  siendo  sólo  un 
«firmón.»  En  Pingarrón,  aquel  «vividor»  elevado  a 
una  curul,  desde  la  que,  en  vez  de  agradecer,  cons- 
piraría. En  el  infeliz  Garay,  desterrado.  En  Barbe- 
dillo,  «zarapeado»  en  las  elecciones.  En  Orbezo, 
prostituido  en  sus  antiguos  cultos.  ¡En  todo!  Como 
en  el  conjunto  mismo  estaba  en  tanta  esperanza  de- 
fraudada, en  tanta  idea  noble  marchita,  en  tanta 
mentira  vestida  oropelescamente  de  verdad,  y  en 
tanta  verdad  catalogada  ya  repugnantemente  como 
mentira! 

¿Había  entonces  que  concederle  la  razón  a  la  opi- 
nión, que  comenzaba  ya  a  divorciarse  tornadiza- 
mente de  Madero,  murmurando  y  maldiciendo  de 
él?  ¿Había  que  dársela  al  pueblo,  que  rápidamente 
se  resfriaba  en  sus  entusiasmos  nada  más  de  ayer? 
¿Al  capital,  que  se  retraía  desconfiado  y  suspicaz, 
asegurando  que  «aquello»  no  había  acabado?  ¿A  los 
laborautistas  políticos,  que  sin  misterios  ni  repa- 
ros presagiaban  ya  la  caída  ruidosa  de  aquel  régi- 
men y  del  ídolo  de  ayer,  por  las  congénitas  incapa- 
cidades de  ambos? 

— ¡Bah!  Pe,  mucha  fe  en  el  porvenir! — decíase 
Quico. — El  hombre  no  es  nada.  Los  principios  lo 
son  todo! 

Lo  que  equivalía  a  adelantar  por  dos  o  tres  siglos 
el  reloj  de  la  sindéresis  humana,  porque  hoy,  como 
ayer,  cuando  los  hombres  que  saben  mandar  lo 
quieren,  los  principios  les  caben  en  el  hueco  de  una 
carie  molar.  I 

Lo  cierto,  al  final  de  cuentas,  era  que,  así  como 
Barbedillo  no  quería  darse  cuenta  de  que  las  sola- 
padas grietas  que  abriera  el  temblor  en  la  casona, 
y  mal  encubiertas  por  el  superficial  enjabelgado, 
tornábanse  a  abrir  más  anchas  y  más  profundas,  el 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA 


257 


Gobierno  tampoco  se  la  daba  que  las  abiertas  por 
la  revolución  en  la  estructura  nacional  se  ensancha- 
ban más  y  más  amenazadoras  y  más  serias 

Las  codicias,  las  innobles  codicias,  sobre  todo, 
eran  las  peores.  Cada  ambición  no  saciada,  cada 
deseo  no  satisfecho,  cada  pretensión  no  ahita  hasta 
el  regüeldo,  eran  incentivo  y  lastre,  combustible  y 
fermento  para  urdir  el  ataque  contra  el  orden  es- 
tablecido. Tenorio,  anónimo  hasta  ayer,  repudia- 
ba el  ser  capitán,  y  tal  vez  ahora  mismo  ya  no  se 
sentiría  satisfecho  con  ser  coronel.  El  insigne  Pin- 
garrón,  inédito  hasta  el  día  anterior,  no  se  confor- 
maba ya  con  la  curul  y  aspiraba  al  Ministerio.  Chi- 
ta Garay,  quería  una  corona  de  princesa!  Chayo, 
los  millones  de  un  nabab.  Chaneque,  el  Gobierno 
de  su  EiStado  natal.  Hasta  Rémington,  aquel  veci- 
no de  la  planta  baja,  había  insinuado  a  Barbedillo 
su  deseo  de  U^ar  a  ser  él  el  duefio  de  la  casona,  si 
le  «cuajaba>  algún  negocio  que  entre  manos  se 

traía Eso  sí,  tendría  que  vendérsela  barata, 

bien  barata,  porque  él  no  compraba  nunca  caro. 

— ¿Han  visto  ustedes  un  pelagatos  más  preten- 
cioso?— decía  Barbedillo  en  la  diurna  plática. — 
¡Qué  se  la  he  de  vender  barata!  En  primer  lugar, 
que  no  pienso  en  venderla.  Y  en  segundo,  que,  por 
muy  malos  que  estén  los  tiempos,  no  por  eso  me  ha 
de  coger  ahorcado 

— Usted  habla  de  lo  malo  de  los  tiempos  por  sport, 
don  Taco — decíale  Chaneque.  Malos,  malos  y  tiene 
usted  la  casa  llena  y  las  rentas  en  la  bolsa. 

-^¡Y  pare  usted  de  contar!  ¿Usted  cree  que  yo 
debo  conformarme  con  eso? 

— ¡Pues  ingeníese  y  búsquese  algo  más! 

— Es  que  yo  no  les  caigo  bien  y  no  me  aceptan.... 
¡Como  yo  no  sé  flexibilizarme! 

—Pues  búsquelo  fuera  de  la  política. . . . 


.^-  ; 


-A^ 


■'■**-.< " 


258 


E.  MAQUEO  CASTEI.LANOS 


— No  me  agrada.  Yo  necesito  algo  en  ella,  que 
rinda  bien  con  poco  trabajo. 

— ¡Ahf  es  nada!  Entonces,  ya  puede  esperar  sen- 
tado   

— Se  equivoca  usted.  Una  poca  de  paciencia  7  na- 
da más,  porque  lo  que  es  esto  se  derrumba  sin  re- 
medio! 

— ¡Adiós!  ¿Y  cómo  lo  sabe  usted?  .    I    . 

— No  averigüe.  Cuca  Otamendi  es  de  mí  opinión. 

— ¿Pero  en  qué  se  fundan?  I  ' 

— ¡Pues  en  eso,  hombre,  en  eso!  Ya  Madero  per- 
dió su  popularidad (Madero  a  secas,  sin  el  pa- 
tronímico respetuoso.)  Y  en  que  hay  rebeldes  en 
Chihuahua  y  en  Morelos  y  en  Oaxaca 

—  ¡Usted  suefla,  don  Taco!  El  Gobierno  está  fuer- 
te. Somos  bastante  potentes  para  no  consentir  aso- 
nadas!   ¡Todo  está  en  calma! Tan  es  así,  que 

mafiana  salgo  con  otros  compañeros  para  una  jira 
de  propaganda ►  I 

El  que  así  hablaba  era  Chaneque,  gobiernista  en- 
ragé.  I       '••.-. 

— Pues  apúntese  en  su  librito  que  el  «chaparro> 
se  cae ....  Se  cae  del  mecate  sin  remedio. ... 


* 
«    « 


€Í  - 


:jl- 


Las  que  pasó  el  pobre  «Capulín»  en  aquella 
ra>  de  propaganda! 

Porque,  en  efecto,  salió  de  México  en  unión  de 
dos  compañeros  de  prensa,  al  día  siguiente  y  rum- 
bo a  lejanos  distritos  del  Estado  de  ***  Y  ahí  fué  el 
correr  aventuras  (en  la  lata  acepción  del  verbo  co- 
rrer) y  el  hacer  «aguas  fuertes»  y  bocetos  de  pin- 
turas, que  cou  el  tiempo  se  mejorarían  y  que  hubo 
de  ver,  fuera  de  otra  clase  de  aguas  que,  si  no  vio, 


Uk  RUINA  DE  LA  CASONA  259 

SÍ  sintió  en  los  pantalones,  en  los  tenesmos  del  te- 
rror. 

Hechos  unas  pascuas  y  bien  provistos  de  fondos 
ministrados  por  una  caja  misteriosa  que  acudía  a 
todos  los  gastos  de  índole  semejante,  salieron  él  y 
sus  cofrades,  rumbo  a  la  histórica  Morelia,  muelle- 
mente arrastrados  en  el  carro  Pullman  del  ferro- 
carril, en  el  que  hicieron  sus  cuentos  con  «punta,» 
libaron  sus  cognaquitos  y  echaron  algunas  manos 
de  poker,  hasta  que  el  sueño  los  rindió,  amanecien- 
do al  otro  día  en  la  ciudad  de  los  «ates>  y  de  los 
buenos  repollos. 

Cuidóse  bien  el  ladino  Gobernador  del  Ejstado,  a 
quien  por  ceremonia  hubieron  de  visitar,  de  manifes- 
tarles los  peligros  de  la  excursión  aquella.  ¿Cómo 
hacerlo  si  el  Estado  todo  gozaba  de  la  más  absoluta 
calma,  en  los  diarios  partes  oficiales  que  comunica- 
ban al  Centro,  que  reinaba  la  paz?  Allá  los  excur- 
sionistas que  se  las  compusieran  como  Dios  les 
diera  a  entender!  Y  por  eso  que  confiados  y  bullan- 
gueros, siguieron  aquéllos  adelante. 

Comenzaron  los  recelos  y  zozobras  cuando,  a  bor- 
do del  tren  del  ramal  de  Maravatío  oyeron  hablar  a 
los  demás  pasajeros  de  las  veces  en  las  que  los  «al- 
zados» habían  «parado»  el  tren  y  lo  habían  «balacea- 
do»   ¿Sería  posible  tal  cosa? 

— Perdone  usted — preguntó  Chaneque  a  uno  de 
los  pasajeros — ¿es  exacto  que  hay  rebeldes  por  es- 
tos rumbos  y  que  paran  el  tren? 

— ¡A  veces pero  no  siempre! 

— ¿Y  qué  lo  «balacean?» 

— Sucede. . . .  pero  no  siempre. 

— Dicen  que  lo  dejan  a  uno  con  cueros  vivos  o  frío 
de  cinco  balazos 

—En  ocasiones,  pero  no  siempre. ... 

—Pues ¡he  salido  de  dudas!  Bueno,  y  ¿cree 


j^ 


260  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

usted  que  ahora  nos  toque  la  de  «a  veces»  o  la  de 
«siempre?>  I 

— Pues  ¡quién  sabe!  Por  ahí  «anda»  la  partida  de 
<Rnajero» I 

Chaneque  atribuyó  el  retortijón  que  súbitamente 
sintió,  a  aquel  endiablado  «escabeche»  de  lata  que 
había  comido  en  el  hotel.  Y  como  resultado  de  aque- 
lla inquisitiva,  cesaron  los  cuentecitos  de  puata,  se 
guardó  la  baraja,  apuróse  un  cognac  «doble»  y  los 
de  la  jira  entraron  en  muda. 

Sin  embargo,  el  tren  seguía  caminando  velozmen- 
te, dejando  a  sus  flancos  risueñas  haciendas,  verdes 
sementeras  y  alguno  que  otro  arbolado,  con  lo  que 
nuestros  peregrinos  iban  recobrando  poco  a  poco 
el  ánimo;  mas  ocurriósele  al  «ciceronne»  aquel,  ad- 
vertirles ondosamente:  «¡Ya  mero  llegamos  a  los 
lugares  malos!» con  lo  que  bastó  para  que  el  re- 
tortijón de  Chaneque  se  contagiara  a  sus  compa- 
ñeros. 

— Oiga,  Alfarito  (Chaneque  a  un  compañero),  ahí 
le  devuelvo  la  pistola  que  me  prestó 

— (Alfarito  rehusándola)  ¿Pistola?  ¡Si  yo  no  le  he 
prestado  nada!  I 

—Y. . . .  dispense  usted,  señor.  Si  se  llega  uno  a 
encontrar  con  esos sujetos  ¿qué  hay  qué  hacer? 

— Pus  por  prontas  diligencias  aaorrillarae^  porque 
«avientan»  sus  plomazos,  y  a  luego,  pos  darles  el  di- 
nero que  se  pueda 

— (Alfarito  a  Chaneque)  Oiga  Chaneque,  favor  de 
guardarme  estos  «mugrosos»  (billetes  de  banco). 

— Lo  siento,  pero  no  tengo  dónde .... 

Automáticamente  los  billetes,  los  pesos  fuertes, 
los  tostones  y  demás  objetos  de  valor,  desaparecie- 
ron en  el  fondo  de  los  zapatos,  en  las  pretinas  de  los 
pantalones  y  en  toda  resquicio  a  propósito  de  la  in- 
dumentaria de  Chaneque  y  socios,  que  por  pruden- 


LA  RUINA  DB  LA  CASONA  261 

cía  se  quedaron  con  «algo  aaelto>  para  satisfacer  las  \S<i; 

exigencias,  en  dado  caso,  de  aquellos  tímidos  re-  ?: 

beldes. 

—¡Malditos  latrofacciosos!  ¡Se  llaman  rebeldes  Í! 

j  no  son  más  que  bandidos!  Jv 

— ¡Igual  que  los  de  ayer  y  los  de  mañana,  colega! 
Frutas  del  mismo  árbol 

— ¡Hombre,  no  diga  usted  esa  herejía!  Nosotros 
éramos  honrados v 

Eln  estos  dimes  y  diretes  estaban  los  excursionis- 
tas, cuando  el  tren  se  puso  a  traquetear  violentamen-  . » 
te  como  si  en  vez  de  correr  sobre  rieles,  caminara               ^ 
sobre  piedras,  hasta  que  concluyó  por  pararse.                 r-- 
bruscamente,  a  tiempo  que  se  escuchaban  inter- 
mitentes disparos  de  fusil,  seguidos  de  un  esten- 
tóreo:                               ,  ?^ 

— ¡Aaorríllense  jijos  de  la que  aquí  están  los  ^5 

de  Tinajero!  -  Mezclado  todo  con  el  estrépito  del 

cristal  de  alguna   ventanilla  rota  por  un  balazo, 

los  gritos  de  las  mujeres  asustadas,  las  invocacio-  5: 

nes  a  los  más  notables  abogados  de  la  Corte  celes-  \<;^: 

tial,  etc. 

— ¡Mi  última  hora! — se  dijo  el  «Capulín»  tirando-  f 

se  de  barriga  entre  dos  de  los  asientos  del  coche.  'f 

¿Cuánto  duró  en  la  incómoda  posición  de  un  ado- 
rador de  Budha?  Para  él,  siglos;  para  el  reloj,  me-  %' 
dio  minuto  que  transcurrió  hasta  que,  a  la  más  no-                 .;>-■: 
ble  parte  de  su  cuerpo,  bien  colocada  para  el  caso, 
arrimara  un  soberbio  puntapié   uno  de  los  de         \        /- 
Tinajero  diciéndole: 

— iAlevánteae  roto!  7*. 

Chaneque  se  hubiera  hecho  de  buena  gana  el 
muerto;  pero  temió  serlo  efectivamente  si  no  se  in- 
corporaba y  lo  hizo.  '' 

—¡A  ver!  ¡Conteste!  ¿Usted  qué  ee?  \t. 

:    —¿Yo?  Oaxaquefio ^  tJ 


262 


E.  MAQUEO  CASTELXANOS 


■Jí 


— iNo  le  preguntamos  eso!  ¿Sirve  al  mal  Gobier- 
no o  no?  (por  el  de  Madero).  .        . 

— ¡Qué  esperanzas!  ¡Ni  lo  pienso! 

¿Acaso  todo  un  Pedro  no  había  negado  al  Divino 
Maestro  en  menos  apurado  trance? 

— Pues  entonces  grite:  ¡Muera  Madero! 

— Hombre la  verdad  es  que  a  mi  no  me  gasta 

meterme  en  política I 

—¡Grite  o  lo  «tiendo!»  (apuntándole  al  pecho  el 
fusU).  t 

— ¡Muera  Madero!  —  gritó  el  «Capulín»  con  la  voz 
más  estentórea  que  pudo. 

— Bueno Y  ahora,  déme  los  «níkeles»  que 

traiga 

— ¡Ck>n  mucho  gusto pero tenga  la  bondad 

de  apuntar  para  otro  lado! 

Y  hurgándose  los  bolsillos,  alumbró  hasta  cinco 
pesos  setenta  y  cinco  centavos,  que  entregó  al  tru- 
hán aquel  con  temblorosa  mano.  I 

La  escena  del  desbalijamiento  obligatorio  fué  tan 
rápida  como  eficaz,  por  lo  que  a  poco  el  tren  pudo 
de  nuevo  iwnerse  en  marcha,  cuando  los  de  la  «jira,> 
turnándose  en  el  uso  de  reservado  sitio,  se  decían 
para  sus  adentros: 

— ¡Caramba!  ¡pero  qué  dafio  me  hizo  el  «escabe- 
che!» 


* 
«     * 


— ¿Es  decir  que  ya  de  aquí  para  adelante  no  se 
puede  ir  en  ferrocarril?  1    ¿ 

— No,  sefior  -  contestóle  el  hostelero  a  Alf  arito.  - 
Tienen  ustedes  que  alquilar  automóvil  o  caba- 
llos. ...  ^       I      • 

— ¿Qué  prefiere  usted  Hernández? —preguntó 
Chaneque  al  otro  colega. 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  268 

— ¡Regresarme  a  México! 

— Ojalá,  pero ¡ni  modo!  ¡figúrese  qué  ridícu- 
lo! ¡Qué  dirían  de  nosotros!  Cortábamos  la  carrera 
con  seguridad .... 

y— ¡Pues  prefiero  cortar  aquélla  a  que  nos  corten 
ésta  c«n  las  existencias! 

— Bueno diga  usted  (al  hostelero):  Y 

¿también  por  ahí  por  donde  vamos,  hay  alzados? 

— ¡Como  niguas!  La  partida  de  Rubalcabas,  la  del 
tuerto  Matías,  la  del  «Tigrillo»  y  otras 

— ¿En  manos  de  cuál  quedaremos?  fué  la  general 
interrogación  «in-pectore.» 

— Y ¿qué  hacen?  ¿Qué  hacen  con  uno? 

— Pus ....  hay  que  darles  plata  para  salir  bien 

de  sus  manos La  del  tuerto  es  la  peor Las 

otras  más  que  nada  vuelan  trenes;  pero  no  matan 
gentes ^ 

— ¿Y  las  gentes  que  van  en  los  trenes? 

— ¡Esos  se  mueren  en  la  < volada»  que  es  otra 
cosa! 

Los  calosfríos  del  «escabeche,»  recorrían  los  cuer- 
pos de  los  espantados  excursionistas. 

— Pondremos  un  telegrama  a  México  explicando 
la  situación  —  propuso  Alf aro. 

— ¡Excelente  idea!  ' 

Y  el  telegrama  se  puso  acentuando  todavía  más 
los  peligros  corridos  y  los  en  perspectiva,  en  calidad 
de  «urgente.»  Mas  la  desconsoladora  respuesta  no 
se  hizo  esperar.  «No  era  cierto  que  hubiera  tales 
rebeldes;  aquel  mismo  día,  el  periódico  publicaba 
un  extenso  telegrama  del  Gobernador  del  Estado, 
asegurando  que  la  paz  reinaba  en  aquél;  y  el  «Dia- 
rio» oficial  de  la  Federación,  aseguraba  lo  mismo; 
tales  fuentes  de  información  no  podían  mentir;  todo 
era  cuestión  de  cobardía  inexplicable  en  unos  redac- 
tores de  «El  Nuevo  Credo,»  etc. 


264 


E.  MAQUEO  CASTEI«LANOS 


— Pues  ¡ni  remedio!  Adelante ¿Qué  escoge- 
mos entóneos,  auto  o  caballo? 

— EJl  auto,  que  corre  más — ^Y  la  prorisión  de 

cof^ac  se  substituyó  por  otra  abundante  de  «coci- 
miento blanco.»  ¡Les  había  hecho  un  dafio  feros  el 
escabeche  aquel! 

Salvando  baches  y  brincando  piedras,  avanzaba  a 
poco  el  automóvil  por  plena  campiña,  exornada  de 
cactus  y  «pirús»  cuando,  ya  bien  lejos  de  poblado, 
divisaron  sus  tripulantes  un  par  de  ginetes  en  es- 
cuetos «pencos  matalotes»  o  sean  huesudos  caballos 
trotadores. 

— Esos  deben  ser  dos  desperdigados  de  la  partida 
de  Matías — observó  el  chauffeur,  buen  conocedor,  a 
fuerza  de  duras  prácticas,  de  los  colores  y  divisas 
de  las  abundantes  ganaderías  revolucionarias. 

— ¡Partida  al  canto!  Oiga  chauffeur:  ¿qué  no  pu- 
diéramos evitar  tan  poco  agradables  encuentros? 

— No  tengan  cuidado Esos  son  desperdiga- 
dos y  no  hacen  nada.  I 

Llegaron  a  estar  a  la  misma  altura  ginetes  y  au- 
tomóvil, y  Chaneque  y  sus  acompafiantes  fueron 
desagradablemente  sorprendidos  por  un  formida- 
ble grito  de: 

— ¡Alto  ahí!  ¿Quién  vive?  A  tiempo  en  que  los  su- 
jetos aquellos  «arrancando»  los  caballos  hasta  venir 
a  «rayarlos»  en  las  portezuelas  mismas  del  coche, 
apuntaban  a  los  indefensos  pechos  de  los  excursio- 
nistas dos  sendos  cañones  de  riñe.  Pero  lo  que  más 
les  sorprendió,  fué  el  estrafalario  aspectode  los  nue- 
vos asaltantes.  '  J 

Cada  sujeto  de  aquellos  calaba  un  inconmensura- 
ble sombrero  de  palma,  de  descomunales  alas;  sucia 
«capulina»  de  gamuza;  reseco  pantalón  de  casimir 
«cachiruleado;»  toscos  zapatones  de  los  que  pendían 
unas  espuelas  de  ñerro  de  inverosímil  longitud,  y 


LA  RUIKA  DE  LA  CASONA  266 

en  los  pechos  cruzadas  las  respectivas  cananas  re- 
pletas de  parque  libertador  y  democrático ;  x)ero 

lo  más  curioso,  lo  sorprendente  eran  las  cargas  que 
llevaban,  producto  de  los  recientes  «avances,»  léase 
rapifias,  legítimo  botín  rebañado  en  el  ejercicio  de 
sus  sacrosantas  funciones....  Cargaba  el  uno,  de  uno 
de  los  arzones  de  la  montura,  un  pavo  real,  cuidado- 
samente envuelto  en  un  tapete,  y  del  otro  un  cana- 
rio en  su  jaula,  un  envoltorio  de  finas  cortinas  de 
punto  y  como  media  docena  de  zapatos  de  todas 
clases.  Su  adlátere  llevaba,  colgados  de  un  arzón, 
una  naveta  para  incienso,  una  mandolina  con  las 
cuerdas  saltadas,  unos  libros  dentro  de  una  red,  y 
del  otro  arzón,  un  gallo  fino  de  pelea,  que  se  daba 
de  testerazos  con  un  busto  en  yeso  de  don  Benito 
Juárez! 

— ¿Pa  onde  van?  ' 

— A  visitar  a  un  enfermo  —  acertó  a  decir  tímida- 
mente Alfarito. 

— ¡Como  que  lo  creiba!  (por  creía).  ¿On  tan  las  me- 
lecinaa?  (medicinas). 

¡Salvadora  resultó  la  boteUa  de  cocimiento  blan- 
co! Chaneque  la  esgrimió  como  convincente  argu- 
mento. 

— Bueno.  Pus  «caíganse»  (entreguen)  con  unos 
«fierros»  (duros). 

Precipitado  registro  de  bolsillos:  reunión  acelera- 
da de  fondos  y  entrega  de  lo  reunido  a  aquel  par  de 
«libertadores»  de  nuevo  cufio,  con  lo  que  Chaneque 
y  socios  quedaron  libres,  pero  ala  vez  casi  sin  blanca. 

—Y  ora  griten  ¡Viva  Orozco! 

No  hubo  más  remedio  que  dar  el  sacrilego  grito, 
tras  el  cual  la  marcha  se  continuó,  rebajando  los 
«propagandistas»  de  la  desafortunada  jira,  casi  a 
la  mitad,  el  contenido  de  la  botella  salvadora. 

— Vamos  a  ver  si  tenemos  la  buena  suerte  de  no 


266  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

«toparnos»  con  la  partida  del  «Tuerto»  que  esos  sí 
son  «bragados» —advirtió  el  buen  chauffeur. 

— ¡Otra  partida  más! -dijo  Chaneque  casi  desfa- 
llecido. 

— Sí esos  andan  de  este  lado  de  las  lomas.  Los 

otros  ya  están  del  otro  lado 

— ¡Buen  consuelo!  ¡Nada,  que  estamos  perdidos! 

— ¡Partidos  por  el  eje!  —  dijo  Hernández. 

Y  en  efecto,  jkkío  menos  que  partidos  por  el  tal 
quedaron  al  darse  de  manos  a  boca  con  la  «partida» 
del  Tuerto,  que  sesteaba  desprevenida  tras  unos 
matorrales,  y  que  al  hacer  su  brusca  aparición  el 
auto,  abrió  sobre  él  jaraneado  fuego  del  que  salieron 
ilesos  los  tripulantes  por  milagro;  pero  no  la  máqui- 
na que  recibió  alguna  bala  en  pleno  corazón,  por  lo 
que  allí  quedó  inutilizada.  I 

— Jijos  de  la  gran ¡«saqúense»  de  ahí!  (bájen- 
se del  coche).  I 

Los  tan  amablemente  recibidos,  no  tuvieron  más 
remedio  que  abandonar  el  coche  que  hubieran  que- 
rido ver  convertido  en  aeroplano. 

— Y  ora  «párense»  no  más dijo  el  feroz  «Tuer- 
to» echando  lumbre  como  un  cíclope  por  aquel  ojo 
único,  que  se  revolvía  airado  dentro  de  la  roja  órbi- 
ta. —  A  ver  Uniente:  coja  quince  números  (soldados)' 
y  «afusíleme»  éstos! 

El  pavor,  el  pánico  quintescenciado  puso  en  los 
labios  trémulos  de  Chaneque  una  tímida  reclama- 
ción, que  era  más  de  una  súplica  medrosa: 

— Pero ¿por  qué  nos  van  a  fusilar?  ¿Qué,  nos 

van  a  fusilar  de  veras? 

— ¡Ora  lo  verán  «escuintles»  (perros  flacos). 

— Pero ¿por  qué,  hombre,  si  nosotros  nada 

debemos?  Somos  unos  infelices  caminantes  que  na- 
da hemos  hecho 


LA  RDINA  DÉ  UL  CASONA   '  267 

— íE^so  lo  averiguarán  después!  Ahora  los  afusi- 
lan «provisionalmente» 

— Jefe  -  observó  el«tiniente>  mientras  los  del  pelo- 
tón de  ejecución  se  alistaban  para  el  acto  y  Chaneque 
y  socios  castañeteaban  los  dientes  con  más  celeridad 
que  auténticas  castañuelas  en  una  jota  andaluza,  -  si 
los  «balaceamos»  vestidos,  se  echan  a  perder  los 
«fluxes»  y  es  lástima 

— ¡Tienes  razón!  ¡A  ver,  desnúdense! 

Negáronse  a  ello  no  las  voluntades,  pero  sí  los 
agarrotados  miembros  de  las  víctimas,  en  vista  de 
lo  cual,  los  ejecutores  los  dejaron  rápidamente  en 
condición  de  Adanes  en  el  Paraíso. 

— Pero Oiga  usted,  Jefe mire,  Jefecito- . . . 

¿para  qué  matarnos?  ¿Qué  gana? 

— ¡No  oaerve/  ¡Obedezca! 

Chaneque,  sintiendo  que  ya  las  balas  le  perfora- 
ban el  cuerpo,  haciendo  tronar  a  su  morena  piel  al 
rasgarla  inclementes,  tuvo  una  frase  única: 

—¡Si  no  valemos  ni  el  parque  que  van  a  gastar! 

Tal  frase  lo  salvó. 

— ¡Oiga! ¡Pues  es  verdá!  Son  unos  «jotos»  in- 
felices!  ¡Métanles  mejor  cuatro  «planazos»  y  que 

cojan  su  camino!  ;  .'^. 

Ejecutóse  la  orden  y  sobre  las  desnudas  espaldas 
del  «Capulín,»  de  Alfarito  y  de  Hernández,  cayeron 
los  machetes  impíos  de  aquellos  hombres,  levantan- 
do en  sus  carnes  gruesos  cardenales. 

—  Y  ora  largúense  no  más Y  si  se  «aploman» 

los  cazamos  desde  lejos 

— ¡Sí,  sí si  ya  nos  vamos!  Pero fuera  us- 
ted tan  amable  que  nos  permitiera  tomar  unos  cuan- 
tos periódicos  de  esos?  De  los  que  están  en  el  auto- 
móvil ....  para  taparnos  sabe  usted? 

— ¡Cójalos! No  nos  sirven ....  (Nadie  de  la  par* 


•i.» 


268 


E.  MAQUEO  GASTSIJLAN06 


■_-*■'■*.•  , 


tida  sabia  leer,  inclusive  el  «Taerto,»  no  obstante  su 
grado  de  coronel.) 

Eran  aquellos  ejemplares  de  «EU  Nuevo  Credo»  en 
el  que  los  excursionistas  escribían.  Con  ellos  des- 
doblados cubrieron  sus  desnudeces,  mientras  a  pa- 
so veloa  se  alejaban  en  triste  caravana,  diciendo  Cha- 
neque amargamente: 

— ¡Para  lo  que  nos  está  sirviendo  «nuestro  Credo!» 

Y  el  periódico  desdoblado,  en  un  colmo  de  sarcas- 
mo, dejaba  ver  en  su  primera  plana  y  en  gruesos  ca- 
racteres: «El  Gobierno  ha  concluido  con  el  bandidaje 
en  Michoacán!» 

Pardeaba  la  tarde;  habíase  puesto  el  sol  tras  los 
cercanos  cerros  y  la  doliente  caravana  apresuraba 
el  paso  para  llegar  a  poblado  antes  de  que  anoche- 
ciera, no  obtante  que  los  pies  sangrantes  y  doloridos 
con  los  guijos  del  camino,  apenas  si  osaban  tocar  el 

suelo Había  que  aprovechar  los  últimos  claros 

para  rendir  la  terrible  jornada!  Cabisbajos,  silencio- 
sos, tiritando  de  frío  y  tratando  de  protegerse  de  la 
intemperie  con  los  periódicos  iban  nuestros  hom- 
bres, cuando  de  pronto,  para  digno  remate  de  tan 
funesta  jornada,  un  fatídico  graznar  de  aves  sor- 
prendidas y  un  batir  de  recias  alas  pesadas  y  nume- 
rosas los  sacaron  de  su  abstracción,  haciéndoles  le- 
vantar los  ojos  del  suelo. 

El  espanto  heló  la  sangre  en  las  venas,  y  aun  al- 
guno de  los  caminantes  tambaleó  y  cayó — 

Una  parvada  de  siniestras  «auras»  acababa  de  le- 
vantar el  vuelo  de  sobre  un  montón  informe,  negruz- 
co, hediondo,  en  cuyo  torno  revoloteaba  un  mundo  de 
moscas,  y  en  el  que  se  confundían,  pudiendo  apenas 
distinguirse,  girones  de  ropa  empapada  en  un  líqui- 
do nauseabundo  y  piltrafas  de  carrofia  no  engullida 

aún  por  los  cuervos  en  su  opíparo  festín Y  allá 

arriba,  recortando  fatídicamente  sus  siluetas  ne- 


''■V^ 


Uk  RUINA  DE  LA  CASONA       ;  :  269 

gras  sobre  el  diáfano  y  sereno  lila  del  cielo  crepus- 
cular, en  actitudes  grotescas  de  monigotes  de  «pifia- 
ta,>  negros  los  rostros  y  las  vestes  por  obra  de  la 
putrefacción  creciente,  untados  los  cabellos  sobre 
los  cráneos  picoteados  por  las  aves  de  rapifia,  col- 
gantes las  lenguas  como  en  un  gesto  estúpido,  sal- 
tones los  ojos  cuyas  córneas  blanquecinas  los  hacían 
aparecer  espantosamente  grandes,  y  oscilando  rít- 
micamente al  viento  de  la  tarde,  colgaban  de  la  «cru- 
ceta» de  un  poste  telegráfico,  los  cadáveres  de  dos 
ahorcados,  mientras  el  tercero,  corroídas  ya  en  de- 
masía las  carnes,  se  había  desplomado  para  estre- 
llarse en  el  duro  suelo  y  convertirse  en  aquel  montón 
informe  que  brindaba  rica  vianda  a  los  «zopilotes» 
en  tanto  que  en  la  cruceta  había  quedado,  como  una 
siniestra  omega,  el  dogal  del  que  había  pendido! 

Cadáveres  de  transgresores  de  la  ley,  por  la  ley 
ajusticiados  en  bárbara  forma,  o  cadáveres  délos 
defensores  de  la  ley,  ajusticiados  por  sus  transgre- 
sores, pronto  se  desplomarían  también caerían 

en  un  montón  negruzco,  serían  pasto  de  las  innobles 
aves,  se  blanquearían  al  sol  sus  osamentas  y  el  vien- 
to concluiría  por  rodarlas  desmenuzándolas,  sin  que 
hubieran  podido  tener  cristiana  sepultura  ni  respe- 
tos de  deudos!  .      i  .■   j| 

¡La  guerra  civil,  la  terrible  guerra,  iba  ya  abonan- 
do los  campos  que  más  tarde  transformaría  en  Ha- 

celdama!                              •;  v-      ;  ^"^ 

Chaneque,  con  los  ojos  fuera  de  las  órbitas,  encla- 
vado en  el  suelo  como  si  lo  dominara  una  magnética 

atracción  y  en  nerviosa  excitación,  creía  ver  que  uno  V; : 

de  aquellos  cuerpos  oscilantes,  descendía  poco  a  po-  vrí 

co  hasta  él;  lo  envolvía  en  la  asfixiante  atmósfera  de  ¡0:^ 

la  carne  podrida;  lo  hipnotizaba  con  sus  fijas  e  in-  "í^ 

mensas  pupilas;  le  hacía  una  espantosa  mueca  con  >, 
Su  lengua  hinchada  hasta  la  deformidad,  y  abrién. 


Sí 


270 


E.  MAQUEO  CASTEIXANOS 


f\v 


dole  los  brazos  en  un  homicida  abrazo,  lo  estrechaba 
y  lo  aplastaba  con  el  peso  de  sa  podredumbre!  Sa- 
lió de  su  espanto  cuando  oyó  a  alguno  de  sus  com- 
pafieros  exclamar: 

— ¡Jesús  me  valga!  ¡Lo  que  estamos  haciendo! 
¡Racimos  de  horca!       -    ^  I 

Entonces,  dando  un  estridente  grito,  más  bien  un 
alarido,  y  pintado  en  el  rostro  el  terror,  partió  co- 
rriendo como  un  loco  en  dirección  al  lejano  caserío 
que  apenas  si  se  dibujaba  ya  en  las  sombras  del  atar- 
decer tranquilo,  por  entre  las  verdinegras  y  remo- 
tas frondas .... 

Tres  días  después,  la  «curandera»  de  la  hacienda 
de  *  *  *  reconociéndolo  cariñosamente  en  su  lecho  de 
enfermo,  mientras  él  desvariaba  presa  de  altísima 
fiebre,  con  visiones  macabras  de  trenes  «volados,» 
de  fusiles  apuntados  a  su  pecho,  y  de  ahorcados  que 
se  balanceaban  horrorosamente  en  interminable  fila 
de  crucetas  telegráficas,  decía: 

— ¡Probé  nifio!  ¡Lo  que  tiene  es  un  «tabardillo  pin- 
to» de  primera  ccUidál 


*    « 


El  10  de  octubre  de  1912,  cundió  por  la  capital  de 
la  República,  una  noticia  con  la  velocidad  de  un  re- 
guero de  pólvora.  Don  Félix  Díaz,  sobrino  de  don 
Porfirio,  y  el  general  José  María  Díaz  Ordaz,  Jefe 
del  21  batallón  de  infantería,  de  guarnición  en  Ve- 
racruz,  se  habían  apoderado  por  sorpresa  de  tan 
importante  plaza,  levantándose  en  armas  contra  el 
Gobierno. 

Aunque  la  pública  sospecha  presagiaba  un  movi- 
miento revolucionario  de  «cualquiera»  contra  el  Go- 
bierno constituido,  como  había  pasado  en  tiempos 
del  Dictador,  en  que  el  «cualquierismo»  había  sido 


■m 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  271 

la  primitiva  bandera,  nadie  se  esperaba  que  el  mo- 
vimiento estallaría  en  punto  tan  importante  como  el 
primer  puerto  del  país,  y  por  lo  tanto,  la  impresión 
fué  la  de  que  el  Gobierno  estaba  perdido,  y  de  ahí 
que  desde  luego  la  intentona  contara  con  las  simpa- 
tías de  todos  aquellos  para  quienes  lo  que  importa- 
ba era  una  rebelión,  un  Jefe  y  algunos  elementos 
para  derrocar  al  Poder.  Ya  se  había  visto  que  con 
eso  bastaba. 

Y  que  la  misma  no  fraguaba  en  el  vacío,  lo  de- 
mostraron la  sensación  que  por  su  audacia  causó  y 
el  eco  que  produjo,  sin  ezteriorización  patente, 
frustrada  en  el  ejército,  lastimado  y  deprimido  por 
el  Presidente  Madero,  que  no  había  querido  ver  en 
él  un  sostén  de  la  paz,  procurando  captarse  sus 
simpatías,  por  el  prurito  pecaminoso  de  que  ese 
ejército  no  hubiera  defeccionado,  faltando  a  su 
más  elemental  deber,  para  unírsele  en  la  revolu- 
ción contra  don  Porfirio;  y  en  el  elemento  civil,  del 
que  una  buena  parte  quería  la  caída  de  Madero 
porque  sí,  en  un  veleidoso  cambio  de  amo,  y  la  otra 
lo  deseaba,  por  lo  'menos,  comprobado  como  estaba, 
que  el  Presidente  no  daba  la  talla  para  conducir  a 
la  nación  por  los  caminos  del  orden. 

-¿Qué  hubo,  Andrade?  ¿No  se  lo  decía  yo  a  us- 
ted? No  dirá  que  he  sido  mal  profeta ¡EiSto  te- 
nía que  suceder  de  un  momento  a  otro!  ¿Qué  hacer 
con  un  Gobierno  de  incapaces? 

-  ¡No  diga  usted  eso,  don  Taco!  Diga  mejor:  ¿qué 
hacer  con  una  nación  de  irrequietos? 

-Féeeelix  Díaz  tiene  razón  ¡qué  caaaray!  Está 
en  su  dereeecho 

-  ¡Natural!  ¡En  el  mismo  que  estuvo  Madero  pa- 
ra pronunciarse  contra  don  Porfirio! 

-  ¡Don  Porfirio  había  sido  electo  por  el  fraude! 
¡No  era  un  Presidente  legítimo! 


'■■is, 


272  E.  MAQÜBO  CASTELLANOS 

—  ¡Si  a  esas  vamos,  Madero  fué  electo  por  el 
error! 

—  ¡Los  militares  >jamás  deben  ir  a  la  rebelión!  6i 
quieren  hacerlo,  que  se  quiten  las  insig^nias! 

—  ¡Más  criminales  son  los  civiles  que  hacen^revo- 
luciones  con  elementos  extranjeros! 

—  No  se  cansen  ustedes,  sefiores Cuando  al- 
guno, en  un  momento  de  ligereza,  abrió  la  llave  de 
la  caldera,  inconsciente  de  la  fuerza  del  vapor,  tc- 

dos  aplaudimos Ahora  no  tiene  capacidad  para 

cerrarla,  y  todos  criticamos!  Lo  de  ayer  es  lo  de 
hoy  y  será  lo  de  mafiana,  mientras  no  nos  conven- 
zamos de  que  «unos  son  los  que  fuman  y  otros  los 
que  escupen». . . .  Los  mexicanos  somos  de  los  últi- 
mos, para  que  otros  fumen 

La  juiciosa  observación  deGordillo  fué  interrum- 
pida por  la  llegada  del  insigne  Pingarrón,  que  ve- 
nia de  prisa  y  al  parecer  hondamente  preocupado. 
Por  supuesto  que,  puesto  a  tiro,  la  lluvia  de  pre- 
guntas no  se  hizo  esperar,  que  no  podía  ser  menos, 
tratándose  de  un  personaje  tan  alto  en  política,  y 
que,  por  lo  tanto,  debía  estar  bien  informado. 

—  ¿Qué  hay,  sefior  Pingarrón?  ¿Qué  nos  cuenta? 
Pingarrón  se  conformó  con  contestar: 

—  Pues ya  saben  ustedes lo  que  dicen 

los  periódicos I 

—  Bueno,  pero ¿triunfará  o  no  la  revolución? 

—  Pues ....  la  situación  es  delicada Sin  em- 
bargo, los  elementos ¿saben  ustedes?  En  caso 

de  complicaciones,  habrá  que  trabajar  inteligente- 
mente   

—  Bububueno  ¿pero  quién  gaaana?  '     ' 

—  ¿Quién  ha  de  ser,  Tafollita?  ¡Poco  habrá  de  vi- 
vir quien  no  lo  vea!  I 

Y  el  interesante  personaje  hizo  rápido  mutis,  de- 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA      .  273  7%?? 


^ 


K,i'.-^ 


y     .  ^ 


jando  enfrascados  a  sus  interrogantes  con  los  logo- 
grifos  que  les  había  planteado. 

—  ¿Qué  tal,  eh?  La  situación  es  delicada. . . .  Cla- 
ro! Eso  quiere  decir  que  el  ejército  está  con  Díaz  y 
que  se  le  unirá 

—  iNo,  hombre,  ni  lo  diga  usted!  ¿No  se  ha  fijado 
en  que  Pingarrón  ha  dicho  que  «hay  elementos?» 

—  Eeeeso  de  las  cocompiicaciones,  quiere  decir 
que  van  a  venir  los  gringos ¡seguro! 

—  ¡Y  no!  ¿Pues  qué  no  te  fijaste  en  que  dijo  que 
se  trabajaría  intelectualmente?  -P 

Sí:  el  ejército,  en  sus  clases  bajas,  simpatizaba 
todo  con  el  movimiento  sedicioso,  por  su  poca  sim- 
patía, no  contra  Madero,  sino  contra  los  «irregula- 
res» que,  para  los  «Juanes,»  no  eran  soldados  de 
verdad.  Inconscientemente,  el  novel  Presidente, 
que  creía  tener  esclavizado  al  éxito,  crédulo  de  que  V 
contando  con  la  emotividad  popular  no  tenía  que  te- 
mer nada  ni  a  nadie,  había  descuidado,  o  por  mejor 
decirlo,  cuidado  de  que  aquella  rivalidad  latente  se 
mantuviera,  sin  darse  cuenta  de  que  así,  lo  que  ha- 
cía era  fomentar  dos  fuerzas  antagónicas,  alguna 
de  las  cuales  bien  podría  estar  alguna  vez  en  su 
contra.  El  antiguo  ejército,  que  hasta  la  hora  de  la 
caída  de  Díaz  sólo  había  sabido  ser  un  organismo, 
una  institución  dócil  a  la  disciplina  y  ajeno  a  la  po-     .  <  *' 

lítica,  había  concluido  por  darse  cuenta  de  que  de-  ^ 

bía  contar  como  un  factor  para  el  hombre  que  qui-  ^ 

siera  tener  el  i)oder,  en  fuerza  de  que  así  se  le  había  '.;: 

predicado,  y  el  nuevo  contingente  armado,  el  crea-  -f^ 

do  por  la  revolución,  aun  no  hecho  a  la  disciplina,  y  V 

en  cambio  halagado  en  sus  pasiones,  despertadas 
en  la  avalancha  revolucionaria,  mal  podía  obrar  en 
otra  forma  que  pasionalmente.  EH  choque  era  pre- 
visible para  cualquiera  menos  obsesionado  que  el 

Presidente. 

18 


m 


•*■'.» 


\^í  274  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


En  cambio,  la  oficialidad,  los  jefes  federales  más 
conscientes  de  su  ministerio,  más  penetrados  de  su 
misión,  sentían  viva  repugnancia  aún  para'  cometer 
una  infidelidad;  la  lealtad  era  en  ellos  religión  aun 
5  ■  no  contaminada  del  cisma,  en  la  gran  mayoría.    Y 

■  V*.  pesando  y  conociendo  las  lacras  de  aquel  Gobierno, 

jj*"  estaban  con  él,  porque  con  él  estaba  la  bandera  por 

:f,  la  que  habían  jurado  morir. 

''?%  Por  eso  es  rigurosamente  exacto  que,  mientras 

las  fuerzas  regulares  enviadas  a  sofocar  el  cuarte- 
lazo de  Veracruz  iban  vitoreando  a  bordo  de  los  tre- 
-^  nes  que  los  conducían,  al  caudillo  de  aquél,  los  Je- 

-:\:  fes  se  conformaban  con  dejar  hacer,  impotentes 

7^  para  contener  tal  explosión,   y   reservándose   el 

ejemplo  de  disciplina  y  lealtad  para  el  momento 
oportuno.   La  credulidad  en  que  el  total  obraba  ba- 
.      .  jo  un  solo  impulso,  fué  la  que  perdió  a  los  rebeldes, 

que  creyeron  que  los  que  iban  en  su  contra  acaba- 
rían por  fraternizar  con  ellos. 

Y  así  fué  cómo  en  una  semana  la  sedición  fué 
aplastada,  muriendo  por  inercia  en  su  cuna,  y  en  la 
misma  ciudad  de  Veracruz,  en  un  asalto  en  que 
la  resistencia  fué  casi  nula,  y  que  terminó  con  la 
captura  de  los  iniciadores,  inclusive  don  Félix  Díaz. 

—  ¡Tenía  que  suceder! ¡Mire  usted  que  es 

táctica  esa  de  meterse  en  el  fondo  de  un  embudo 
para  resistir  allí!  —decía  el  tornadizo  Barbedillo. 

—  ¿Ya  lo  ve  usted?  Convénzase  don  Taquito,  de 
'  •                   que  «la  era  de  las  revoluciones  ha  pasado»  desde  el 

momento  en  que  tenemos  un  Gobierno  popular  y 
democrático —  observaba  Chaneque  satisfecho. 

—  Yo  se  los  indiqué  a  ustedes -decía  Pingarrón, 
que  «post  nubilia  Phebus,»  no  consideraba  ya  com- 
prometido el  hablar  según  las  circunstancias  lo 
indicaban.  —  La  situación  era  muy  delicada,  sí,  para 
los  pronunciados!    El  Gobierno  tiene  elementos  de 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  275  #;   ^ 

sobra No  hay  rebelión  posible!  Podría  haber  -^^ 

complicaciones  si  fallaban  los  planes  estratégicos 
que  teníamos  acordados;  pero  trabajamos  intelec-  }^' 

tualmente  y  todo  no  pasó  de  un  «albazo»  que  fué  íV-.;; 

una  tempestad  en  un  vaso  de  agua. . . .  ••í 

—  Lo  que  queda  por  hacer,  es  que  los  fusilen  en 
masa  a  todos  y  «en  caliente» 

—  No— dijo  Andrade-Ique  obre  laley!  Sólo  ella 
es  la  dueña  de  esas  vidas,  si  es  que  tenemos  real- 
mente derecho  al  título  de  nación  civilizada.  Si  es 
ella  la  que  los  condena,  que  los  fusilen 

—  Es  que  en  recto  criterio  político,  la  ejecución 
se  impone  para  ejemplo. 

— En  recto  criterio  jurídico,  la  pena  de  muerte 
está  abolida  para  los  delitos  políticos,  y  éste  lo  es, 
y  las  garantías  constitucionales  no  están  suspendi- 
das, y  vivimos  bajo  el  imperio  de  un  orden  consti- 
tucional! 

Por  fortuna  para  Díaz  y  sus  compañeros  de  aven- 
tura, no  hubo  ni  habilidad,  ni  serenidad  bastantes  . 
de  parte  de  sus  jueces  que,  mal  instruidos  por  tor- 
pes indicaciones  gubernativas,  quisieron  torcer  la 
ley,  torturaron  el  procedimiento,  y  concluyeron  por 
(lar  así  tiempo  y  materia  para  la  secuela  del  «juicio    > 
(le  amparo  de  garantías. >  Y  sí  hubo,  en  cambio,  un      • 
formidable,  un  inequívoco  movimiento  de  opinión,   , 
que  reclamó  que  fuera  la  ley  la  que  obrara,  y  un 
bello  gesto  de  independencia  y  decoro  de  parte  del 
Poder  Judicial  Federal,  al  que,  digámoslo  para  su    i  .¿^  ; 

honor,  respetó  y  acató  el  Presidente  Madero,  sal-  ^^1> 

vándose  los  presos  del  patíbulo,  para  ir  a  la  fortale-  Bv 

za  de  Ulúa,  cuyas  puertas  volvieron  a  abrirse  para  'Mi\ 

«reos  políticos»  a  poco  de  haber  prometido  el  Pre-  .     '^: 

sidente  solemnemente,  que  aquéllas  se  clausuraban  :5-« 

])ara  siempre. . ..  >:^;, 


;'-  -ría»»';' 


276 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


Y  de  la  frustrada  intentona  sólo  quedó  el  primer 
capítulo  escrito,  semejante  a  una  grieta  más,  abier- 
ta profunda  y  elocuentemente  en  el  edificio  de  la  es- 
tructura nacional,  como  aquellas  que  en  la  casona 
de  las  Moras  abriera  el  histórico  temblor  de  junio  de 
1911! 


iíí9: 


«I 


CAPITULO  IX 


Porra,"  porrazo  y  Porrítas 


No  obstante  lo  efímero  del  fracasado  movimiento 
de  Veracruz  y  las  críticas  a  las  que  el  mismo  se  ha- 
bía prestado,  y  que  se  podían  descomponer  entre 
las  tibias  de  los  que  impugnaban  la  intentona  por 
haberse  enderezado  contra  un  Gobierno  que  era  un 
Gobierno  legítimo,  y  las  de  los  que  lo  censuraban 
por  haber  abortado,  más  que  por  otra  cosa,  por 
poca  diligencia  de  los  directores,  era  inconcuso  que 
aquél  había  abierto  hondo  surco  en  el  público  espí- 
ritu. 

EIn  esa  agitación  había  Ago  que  no  era  la  simple 
animadversión  para  los  gobernantes  de  aquel  en- 
tonces, ni  el  que  la  opinión  hubiera  reaccionado 
desengañada  de  Madero,  sino  algo  más:  repugnan- 
cia, enfado  por  algún  elemento  puesto  en  juego  tor- 
pemente para  demostrar  un  artificial  odio  popular 
contralos  rebeldes  de  Veracruz,  cuyas  cabezas  se  ha- 
bían pedido  con  desaforados  gritos  y  en  subversivas 
manifestaciones  en  las  calles  de  la  Metrópoli,  a  tiem- 
po mismo  en  que  un  elocuente  movimiento  impo- 


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nía  al  Presidente  de  la  República  el  deber  de  respe- 
tar la  ley,  dejando  a  la  misma,  serenamente,  el  hacer 
sentir  su  peso  sóbrelos  presupuestos  delincuentes.; 

Se  quería  que,  por  una  excepcional  vez  en  la  his-' 
toria  política  de  México,  no  fuera  el  Poder,  abusi-; 
vamente  obrando,  el  que  cegara  aquellas  vidas;  quei 
no  fuera  la  «matona»  la  que  se  descargara  rápida  y  i 
efectiva,  probablemente  con  beneficio  de  la  saluda 
pública  y  de  la  paz,  pero  con  notorio  agravio  de  las 
instituciones  de  justicia,  imponiendo  el  castigo;  si; 
era  México  un  país  culto,  y  en  él  había  arraigado! 
realmente  el  hábito  del  respeto  a  las  instituciones, 
el  castigo  no  debería  tener  colorido  de  venganza  y; 
sí  todo  el  lustre  de  una  satisfacción  a  la  vindicta' 
legal. 

Mas  con  la  revolución  maderista,  y  como  produc- 
to genuino  suyo  en  las  jornadas  de  los  últimos  días 
de  la  dictadura  porfiriana,  se  había  tratado  de  acli- 
matar en  la  Capital  una  planta  exótica  de  cuya  se-; 
milla  se  desprendía  morboso  polen,  y  se  regaba  a; 
los  cuatro  vientos  para  un  proselitismo  venal,  abo-' 
nándose,  para  hacerla  fértil,  con  el  vil  tostón  que 
hacía  de  vagos  y  rufianes  de  plazuela,  políticos  de- 
mitin  popular;  gritones  asalariados,  simulando  ser 
los  portavoces  del  sentimiento  popular  y  no  siendo, ; 
en  resumen,  más  que  el  fétido  desagüe  de  pasiones 
tras  las  que  se  escondían  innobles  demandas. 

— Eeeeso  es  indigno  de  un  pupupueblo  civiliiiiza-  i 
do!  —  decía  Demóstenes  poseído  de  una  sincera  in- 
dignación. —  Escenas  de  caaaf  rería!  Pedir  la  cabeza 
de  unos  hombres  a  griiito  tendido  como  si  se  trata- 
ra de  «caaalientes  de  borno!> 

— ¿Y  de  qué  otro  modo  quiere  usted  que  las  muí- ; 
titudes  demuestren  sus  cóleras?   Las  masas  son 
siempre  impulsivas  y  obran  apasionadas 

— iNo  me  venga  usted  con  la  Reeeevolucioncita  i 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA 


279 


fraaancesa!  ¡caaaray!  Allá  no  fungía  el  tooostón 

No  se  alquilaban  gritooones.  El  pueblo  mexicano 
es  basante  noble  para  querer  el  asesinato  en  tal 
forma.. ..  -' 

— Nunca  los  grandes  grupos  se  han  animado  en 
ninguna  parte,  si  no  es  que  pasa  sobre  ellos  el  so- 
plo de  un  verbo  iracundo  que  los  excita. 

— En  eso  es  en  lo  que  no  estoy  conforme  — obser- 
va Barbedillo  que,  al  darle  la  razón  a  TafoUa  contra 
Pingarrón,  demostraba  bien  que  había  recobrado 
ciertos  alientos  para  estar  en  desacuerdo  con  el  po- 
deroso. -  Yo  estoy  de  acuerdo  con  Tafollita  y  diré  a 
usted  por  qué Porque  de  ese  modo  se  mal  edu- 
ca a  las  multitudes,  por  los  que  Andrade  llama 
muy  acertadamente ¿cómo  Andradito? 

— «Meneurs.» 

— Eso  es ... .  meneres  de  la  política!  Rasque  us- 
ted en  el  caso  y  verá  quiénes  son  los  que  han  orga- 
nizado esas  manifestaciones.        ,  . 

— Claro!  La  pooorra!  '-X- 

— Y  qué  tiene  eso? 

— ¿Qué?  que  los  de  la  «porra>  son  del  Gobierno, 
paniaguados  suyos  que  hacen  lo  que  hacen  por  pa- 
^a  y  no  por  convicción. 

— Mire  usted,  señor  Pingarrón  — díjole  Andrade. 
—  Yo,  que  soy  casi  un  desencantado  de  la  revolu- 
ción, porque  veo  que  todo  lo  grande,  sano  y  bueno 
que  traía  en  sus  banderas  se  va  esfumando,  digo  a 
usted  imparcialmente  que  hace  más  daño  al  Gobier- 
no la  tal  «porra>  que  toda  esa  prensa  que,  ya  sin 
ambajes,  no  sólo  practica  la  oposición,  sino  que  pre- 
dica la  insurrección. 

— ¡Qué  quiere  usted!  Yo  se  lo  he  dicho  a  Gusta- 
vo; pero  aunque  él  conviene  conmigo,  no  puede  qui- 
tarse a  ciertos  elementos  que  se  dicen  amigos  y  que 
son  los  que  organizan  esas  manifestaciones. 


■i.V". 


280 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


..■'"¿v . 


Ai- 


•r?í 


—¡Pues  yo  sostengo  el  «derecho  inalienable»  que 
hay  en  ellos  para  hacer  despertar  a  las  multitudes 
frente  a  los  peligros! 

— Porque  tú  eres  un  Maratito  baaarato,  qut  estás 
a  paaaga  para  eso! 

— Y  tú  un  reaccionario  infeliz  al  que  hay  qne  dar 
e)  pésame,  porque  lo  que  es  por  ahora,  ya  tiene  tu 
caudillo  para  pudrirse  por  tiempo  en  una  mazmorra 
de  San  Juan  de  Ulúa!  ..      \-  .'    H      ■*■  ■ 

— Nosotras  somos  de  la  opinión  de  Chaneqae. . . . 

— Cómo,  Cuquita!  ¿Ustedes  porristas? 

— No,  pero  sí  revolucionarias  activas .... 

— Fíjese  nada  más,  Cuuuca,  en  que  ahora  la  «po- 
rra» es  la  que  está  llamaaando  a  la  revolución 

—  Pues  que  venga,  hombre,  que  venga,  que  ya  vis- 
te que  pronto  dimos  cuenta  de  ella  en  Veracruz! 

— No  lo  quieras,  que  te  vas  a  enfermar  otra  vez 
del  suuusto,  como  te  pasó  en  la  jiiira  esa •  - 

Chaneque  enmudeció,  que  aun  pasaba  po?  bus 
ojos  la  tremenda  visión  de  los  ahorcados,  y  le  pare- 
cía ver  apuntado  a  su  pecho  el  fusil  de  alguno  de  los 
de  «Tinajero.»  Ante  aquellos  recuerdos  se  calos- 
friaba sin  querer,  no  obstante  que  tales  aventuras 
le  habían  valido  un  aumento  de  sueldo  y  un  párrafo 
laudatorio  en  el  periódico,  y  aun  que  comenzara  a 
sonar  su  nombre  como  el  de  un  posible  candidato, 
con  méritos  bastantes,  para  Gobernador  de  su  Es- 
tado, allá  para  cuando  tuviera  la  edad  de  ley ¡De 

menos  habían  salido  otros  que  ahora  estaban  fun- 
giendo, sin  aludir  a  Pingarrón!  ■       t       *  I 

Lo  que  era  notable,  la  hipocresía  del  último  cuan- 
do de  la  «porra»  se  trataba;  tal  parecía  que  hasta 
ignorara  su  existencia,  cuando  él  había  sido  preci- 
samente uno  de  sus  más  adictos,  listos  para  apro- 
visionarla de  partidarios  por  interpósita  persona; 
para  subvencionar  oradorcillos  de  guardacantón  y 


:.v  4       LA  RUINA  DE  LA  CASONA  281 

hasta  para  sefialaF  puntos  de  provisión  de  piedras 
para  los  manifestantes,  indicando  aviesamente  qué 
casas  deberían  sufrir  la  pedrea;  y  si  él  no  sacaba  la 
cara  porque  el  oficio  no  era  para  dar  lustre,  no  te- 
nía reparo  en  hacerlo  su  excelente  secretario  parti- 
cular, que  ya  lo  gastaba,  y  a  quien  pronto  habre- 
mos de  conocer.  ,  ^ 

¿Obraba  Pingarrón  en  todo  aquello  por  propia 
cuenta?  La  solución  la  habría  dado  cualquiera.  No, 
El  «alma  mater»  de  la  «porra>  para  la  pública  opi- 
nión lo  era  don  Gustavo  Madero,  el  hermano  del 
Presidente;  él,  por  lo  menos,  había  prohijado  el  na- 
cimiento de  aquélla  en  las  agonías  del  Gobierno 
porfirista,  y  había  alentado  sus  procedimientos  en 
la  lucha  electoral  por  la  Presidencia  de  la  Repúbli- 
ca, atacando  a  piedrazo  limpio  al  general  Bernardo 
Reyes  y  a  sus  partidarios.  "* ;  <    ^ 

Por  eso,  por  cuanto  la  generalid'ad  creía  a  don 
Gustavo  Madero  el  «pater  patronum»  de  los  <po- 
rristas»  él  mismo  no  gozaba  de  simpatías,  achacán- 
dosele, acaso  con  sobra  de  inquina,  que  no  había 
negocio  en  el  que  no  tuviera  parte,  ni  asunto  oficial 
en  el  que  no  tratara  de  hacer  sentir  su  influencia. 
Y  lo  peor  del  caso  era  que,  a  la  postre,  había  resul- 
tado mal  querido  de  tirios  y  troyanos.  Los  pseudo 
amigos  del  Presidente,  que  no  lo  eran  sino  para 
tratar  de  medrar  en  la  política,  hacían  cargos  a  don 
Gustavo  de  que  los  obstruccionaba  en  sus  labores: 
los  enemigos  lo  acribillaban  a  sátiras  y  versiones: 
y  ante  el  popular  desvío,  no  era  don  Francisco  I. 
Madero  el  inepto  o  el  veleidoso;  era  don  Gustavo  el 
pérfido  y  el  malvado.  ¿Quién  tenía  la  razón?  Averi- 
güelo Vargas.  Lo  cierto  era  que,  con  una  poca  más 
de  experiencia  política,  don  Gustavo  Madero  habría 
sido  el  genio  salvador  de  su  hermano.  En  la  incons- 
tancia de  aquellos  tiempos,  en  la  escena  de  desba- 


282 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS     • 


v>  ^-^ 


rajuste  que  se  iba  acentuando  y  que  culminaría  en 
desdichado  drama,  para  don  Gustavo  eran  todos  los 
odios,  y  para  don  Francisco  todas  las  disculpas. 
Así  en  los  días  que  habían  precedido  a  la  caída  de 
Díaz,  los  odios  habían  sido  para  el  viejo  caudillo, 
ajeno  de  desear  el  mal  de  nadie,  y  las  disculpas  pa- 
ra los  que  a  su  sombra  traficaban  con  el  bien  públi- 
co. Y  por  eso  que  don  Gustavo  Madero  fuera  la 
víctima  primera  inmolada  en  la  hecatombe  que  ya 
se  preparaba 

Sin  embargo  de  ia  gruesa  mar  de  fondo,  la  vida 
oficial  se  deslizaba  sin  aparentes  convulsiones,  y 
Madero  había  podido  celebrar  el  primer  aniversa- 
rio de  su  encumbramiento  al  Poder,  sin  que  en  él 
hubieran  habido  ya  aquellas  explosiones  de  férvido 
entusiasmo  que  todavía  en  el  año  anterior  se  habían 
tributado  al  popular  Presidente  de  entonces.  La 
vida  toda  tampoco  parecía  darse  cuenta  de  que  el 
cielo  se  entenebrecía,  como  pasara  eu  los  meses 
precursores  a  la  caída  de  don  Porfirio.  Tan  sólo  la 
gente  de  negocios  y  los  profesionales  de  la  oposi- 
ción eran  los  que  recelaban  de  una  situación  que, 
con  todas  las  apariencias  de  la  normalidad,  acusaba 
síntomas  inequívocos  de  profundo  malestar.  Con- 
tra el  Presidente  estaban  aun  sus  propios  amigos, 
la  nube  de  codiciosos  para  los  que  se  hacía  tarde 
para  llegar,  y  entre  ellos  naturalmente  y  cumplien- 
do su  trazado  programa,  el  insigne  Pingarrón. 

El  invierno  había  sentado  sus  reales  en  el  incom- 
parable Valle  de  México,  y  a  las  tardes  serenas  y 
tibias  del  otoño  habían  sucedido  las  desteñidas  tar- 
des invernales  con  sus  polvosas  y  frías  rachas.  En 
la  casona,  y  una  vez  más,  se  hablaba  ya  de  los  pre- 
parativos de  las  «Posadas.»  Nada  más  que  en  esta 
ocasión  no  había  sido  tan  fácil  el  acuerdo  como  en 
las  anteriores,  sobre  quién  correría  con  vestir  las 


'■'ft' 


«     LA  RUINA  DE  LA  CASONA  283      ■  v 

«piñatas,»  ni  quién  con  el  traje  nuevo  de  los  «Pere- 

grinos,>  ni  quién  con  la  «típica»  de  guitarra,  violín, 

flauta  y  salterio.  Más  aún,  al  hacerse  los  proyectos  '■;;.; 

del  caso,  habían  establecido  divisiones  que  presa-  v 

giaban  un  fracaso.     ;  v        -' 

Razón  sobraba  para  ello  a  poco  que  se  ahondara,         ^  "^ 

y  se  sabían  las  causas,  que  el  editor ialista  Chane- 
que habría  llamado  «eficientes»  y  que  el  mordaz  De- 
móstenes  calificaba  de  «tracamandangas  caseras.» 

A  Quico  Andrade,  por  ejemplo,  se  lo  habían  «vol-    .  r.^f 

teado»  en  Procedimientos  Penales,  en  los  últimos 
exámenes:  tal  como  TafoUa  se  lo  pronosticara.  Cul- 
pa: sus  desavenencias,  cada  vez  más  crecientes,  con 
la  Chayito,  que,  ahora,  con  aquel  tropiezo,  había 
acabado  de  resfriarse  ante  la  perspectiva  de  tener 
que  esperar  «todavía  un  año  más»  para  ser  la  esposa 
del  licenciado  Andrade.  Y  culpa  también  de  aque- 
lla «morriña»  que  a  Andrade  le  entraba  al  ver  cómo 
se  precipitaba  el  derrumbe  de  una  situación  a  la 
que  quería  como  a  algo  propio,  en  su  tesón  revolu- 
cionario. Bien  es  cierto  que,  si  en  justicia  se  hubie- 
ra procedido  al  reprobarlo,  debería  haber  sido 
igualmente  reprobado  el  «Capulín,»  menos  estudio- 
so que  él,  y  que  había  resultado  aprobado,  porque 
los  serviles  sinodales  habían  tenido  miedo  al  parra- 
fejo  que,  en  dado  caso,  habría  salido  contra  ellos  en 
«El  Nuevo  Credo.» 

Démostenos,  que  era  el  entusiasta  para  la  pro- 
yectada novena  de  jolgorios,  estaba  ahora  «rebruja» 
y  le  era  punto  menos  que  imposible  hacerse  cargo 
de  nada  en  las  Posadas.  ¡Cómo  hacer  malos  papeles 
ante  Trini  Labariega,  su  reciente  conquista  del  ci- 
ne! Los  giros  de  Indé  estaban  escaseando  cada  vez 
más,  y  en  cambio,  en  cada  carta  se  le  recomendaba 
nimia  economía,  porque  «las  cosas  seguían  muy 


^. . 


\ 


284 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


mal  por  allá;  había  muchos  abigeos,  y  las  contribu- 
ciones todas  habían  sido  dobladas. > 

— ¡A  mí  sí  que  me  doooblan!  ¡Para  qué  quiero  la 
democraaacia  sin  un  déeeecimo  en  la  booolsa! 

Con  la  Mandujano  y  la  Tajonar,  no  se  podía  con- 
tar. Aunque  Mandujano  hacía  de  vez  en  cuando  sus 
apariciones  por  la  casona,  rápidas  y  sospechosas,  lo 
más  del  tiempo  estaba  ausente  y  por  lo  tanto  su 
cónyuge  encerrada  en  su  «cantón,»  lo  mismo  que 
la  Tajonar,  que  no  quería  tomar  parte  en  diversio- 
nes, ya  que  su  marido  andaba  todavía  por  el  Norte 
a  caza  de  Pascual  Orozco,  que  de  nueva  cuenta,  ha- 
bía levantado  cabeza. 

Las  Otamendi  se  habían  vuelto  díscolas  hasta  lo 
insufrible.  La  tenían  casada  con  Chita,  por  sus  hu- 
mos de  aristocracia;  con  Paulinita,  por  «reacciona- 
ria;» con  las  Menchaca,  por  «barberas»  y  «adulo- 
nas.»   Y  tronaban  contra  todo  y  contra  todos;  más 

que  revolucionarias,  anarquistas ¡Ya  vendría 

la  de  ellas!  ¡Cuando  de  veras  triunfara  la  revolu- 
ción! I 

Paulinita  y  las  Menchaca  se  mostraban  tibias  pa- 
ra contribuir  a  la  fandanga;  la  primera  se  quejaba 
amargamente  de  que  sentía  los  «efectos  del  dese- 
quilibrio económico»  reinante  en  el  país,  pues  que 
habiendo  prestado  con  sobra  de  confianza,  crédula 
de  que  todo  iría  bien,  ahora  nadie  la  quería  pagar, 
razón  por  la  cual  se  había  vuelto  a  quedar  el  «Tuli- 
pán» a  ración  sencilla.  En  cuanto  a  las  Menchaca 
se  traían  sus  razones  íntimas:  Fito,  el  sobrino,  ha- 
bía logrado  el  dulce  sí  de  aquella  niña  de  la  colonia 
Juárez,  guapa  ella,  y  sobre  todo,  muy  «acomodada» 
y  de  muy  buena  familia Era,  por  lo  tanto,  ri- 
dículo que  Fito  alternara  en  aquellas  posaditas  ca- 
seras; si  lo  sabía  la  novia,  lo  tomaría  a  mal:  y  no  era 
negocio  perder  tan  brillante  oportunidad  de  re- 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  285 

munerador  casorio,  por  darle  gusto  a  los  cuatro 
gatos  de  la  casona. 

¿Fracasaron  entonces  las  Posadas?  ¡Quiá!  Hubo 
quienes  metieran  «duro  el  pecho>  para  que  siempre 
hubiera  por  lo  menos,  cuatro.  La  primera,  que  era, 
por  razón  natural  la  más  modesta,  la  tomó  el  matri- 
monio Barbedillo;  la  segunda  Chaneque  asesorado 
por  Demóstenes,  o  Demóstenes  subvencionado  por 
Chaneque;  la  tercera,  con  no  poco  asombro  del  ve- 
cindario, Rémington,  el  poco  comunicativo  y  hasta 
huraño  «alquimista,»  que  era  la  clasificación  en  que 
finalmente  había  quedado,  haciéndolo  en  unión  de 
la  familia  Orbezo;  por  de  contado  que  «pata  de  palo> 
sólo  contribuía  con  la  orquestita,  siendo  de  cuenta 
de  Rémington  todo  lo  demás.  Y  finalmente,  la  última 
posada,  la  de  rumbo,  había  correspondido,  más  que 
con  extrañeza  de  los  vecinos  con  quehacer  para  las 
murmuradoras  lenguas,  a  la  señora  de  Garaicochea, 
en  sociedad  con  el  señor  diputado  Pingarrón. 

—¡Y  mientras  el  pobrecito  Garay  echando  los  pul- 
mones en  el  barco!  — decía  compasivamente  Locha 
Menchaca. 

— lAl  cabo  de  la  vejez,  viruelas,  hija!  -  coreaba  Lu- 
cha—Quien de  su  casa  se  aleja 

Y  pasó  sin  novedad  la  posada  de  Barbedillo,  con 
concurrencia  escasa;  sin  animación,  y  como  recelán- 
dose mutuamente  todos.  Y  siguió  la  de  Tafolla  y 
Chaneque,  algo  más  animada,  pero  a  la  cual  ya  faltó 
más  de  un  vecino ¡Se  había  hecho  tan  antipáti- 
co Chaneque  desde  que  se  creía  personaje!  Hasta 
entonces  los  únicos  jubilosos  y  satisfechos  eran  los 
Orbezito,  el  Garaycito  y  Fermín,  con  los  demás  ca- 
maradas  de  las  vecinas  casas,  debido  a  que  no  falta- 
ba la  repleta  «pifiata>  y  se  quemaban  bastantes  tri- 
quis,  con  los  que  los  muchachos  fingían  batallas 
entre  maderistas  y  felicistas,  con  la  respectiva  ca- 


286  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

pitulación  de  Veracruz;  la  prisión  del  supuesto  Fé- 
lix Díaz;  alguno  que  otro  mojicón  por  no  «jugar  lim- 
pio,» etc.,  etc. 

Más  llegó  el  día  de  la  posada  de  Rémington  y  la 
curiosidad  hizo  que  no  faltara  nadie,  por  más  que, 
más  de  alguno  le  tenía  toda  mala  voluntad  al  alqui 
mista. . . .  Rémington  tenía  intrigada  a  la  vecindad 
yaque  nadie  sabía  a  derechas  quién  era,  ni  quéhacía, 
ni  en  qué  se  ocupaba.  Y  la  posada  hizo  subir  de  punto 
la  curiosidad  cuando  creyéndose  todos  que  sería  una 

posadita  «rascuache»  resultó  un  posadón Pero 

es  que  Rémington  no  era  entonces  un  pobrete? 

¡Qué  «piñata»  más  historiada  la  de  aquella  noche! 
De  las  de  a  cinco  pesos  «sin  rellenar»  que  se  ven- 
dían en  la  Alameda.  ¡Y  qué  dulces  y  qué  «bolos»  y 
qué  cognac  tan  finos  los  que  repartió  el  hombre!  Se 
había  «despercudido,»  según  Démostenos,  con  al- 
gunos cientos  de  pesos  probablemente Por  su- 
puesto que  Orbezo  no  se  quedó  atrás,  y  para  no  ser 
menos  en  la  colaboración,  «reforzó»  la  orquesta  a  tal 
grado,  que  aquello  parecía  posada  de  «científicos,» 
según  Cuca  Otamendi.                                   i 

— Pero  ¿ha  visto  usted  esto?  ¿Cómo  es  que  se  pue- 
de gastar  este  hombre  este  dineral? — preguntaba 
Paulinita  a  Locha  Menchaca. 

— Y  que  él  ha  sido  el  de  todo  el  gasto,  porque  Or- 
bezo no  tiene  ni  sobre  qué  caerse  muerto 

— Loque  yo  quiero, — se  aventuraba  a  decir  Ré- 
mington —  es  tener  contenta  a  la  vecindad 

Y  entre  tanto  «Progreso»  y  «Reforma»  repartien- 
do a  diestra  y  siniestra  pastelillos  y  «souvenirs»  de 
la  posada,  pero  siempre  esmirriados  ellos,  palidu- 
chos,  con  caras  de  mal  comer,  como  si  Rémington 
no  tratara  muy  bien  que  dijéramos  a  sus  adoptivos 
hijos. 

— El  señor  Rémington  ha  sido  el  del  gasto  todo.... 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  287 

— decía  humildemente  Orbezo. — Yo  lo  único  que  ha- 

f^o  es  ayudarlo  de  toda  buena  voluntad ¡En  todo 

lo  que  yo  pueda! ....  El  hombre  no  es  tan  malo  co- 
mo parece Y  ya  ven  ustedes,  es  espléndido:  pa- 
ga bien....  ■  V    1-^';  ..  .     i 

Chita  Garay,  entre  atufada  y  sarcástica,  celebró 
que  la  «posadita»  de  Rémington  no  hubiera  salido 
del  todo  mal,  aunque  había  tenido  mucho  de  vul- 
gar..  . .  Y  lo  celebraba  — decía — porque  ella  se  pro- 
metía cerrar  la  temporada  con  broche  de  oro,  por 
cuanto  que  ella  y  Pingarrón  echarían  la  casa  por  la 

ventana La  suya  sí  que  sería  posada  del  «gran 

mundo!»  Sobre  poco  más  o  menos  iguales  se  esta- 
ban celebrando  por  la  familia  del  Presidente 

—Y  no  dude  usted  <mialma>— decíale  Locha  Men- 
chaca  a  Paulinita — que  echan  la  casa  por  la  venta- 
na..,. Pingarrón  pondrá  la  casa  y  ella  el  empujón... . 

En  efecto;  para  tal  posada  todo  se  hizo  regiamen- 
te; se  alquiló  una  alfombra  de  «alta  lana.»  Se  la  ta- 
pizó de  manta;  sobre  ésta  se  regó  con  profusión 
confetti  y  lentejuela  de  ojo;  se  pusieron  artísticos 
adornos  de  «bricho»  en  espejos  y  consolas  cuya  do 
tación  se  aumentó;  se  duplicó  la  luz;  se  alquiló  loza 
tina,  cristalería  extra,  y  mantelería  superior  para  el 
«buffet.»  Y  lo  más  importante  y  expresivo:  desde 
por  la  mañana  hasta  el  atardecer,  fué  un  acarreo 
constante  de  cajas  de  licor  y  de  cajones  de  sand- 
wichs,  jaletinas,  pastelillos,  frutas  «cubiertas,»  et- 
cétera, etc. 

—¡Qué  forraaada,  hermano!  — decíale  TafoUa  a 
Andrade. — Lo  que  es  yo  reeeeviento  esta  noooo- 
che 

— ¿Quién  es  el  pagano?— argüía  maliciosamente 
Chaneque. 

—A  pooooco  dirás  que  Pingarrón 

— ¡Natus!       :  :^;'  :■•   -  .  "■■'■/  x->.   ■:^;.í>- . 


288  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

— Pues  no  es  verdad:  la  que  paaaga  es  la  Naaa- 
ción  icaaaray! 

Chita  Garay  había  estado  incansable  dando  sus 
órdenes  y  dirigiendo  todo  sin  parar  en  tres  días: 

— Oiga,  Porritas Aquí  falta  un  poco  de  «pax- 

tle> —  '        ..      ...;.        >v  •  /.       I  ■  :;í '•.*.■  ^'z 

— Paxtle,  no,  sefiora,  que  eso  es  muy  vulgar. . . . 
Pondremos  más  «bricho» 

Y  Porritas,  en  mangas  de  camisa,  con  el  pantalón 
arremangado  hasta  el  tobillo,  y  echándose  para 
atrás,  en  un  rápido  movimiento  de  cabeza,  aquella 
profusa  mata  de  lacios  cabellos  que  le  caía  rebelde 
sobre  la  frente,  acarreaba  el  <bricho>  y  lo  acomoda- 
ba artísticamente.  1 

— Porritas ....  ¿Sabe  usted  si  ya  trajeron  del 
«Globo»  el  «jamón  geleé»  que  encargamos?     .    .>^   ■ 

— ^Es  temprano;  y  si  lo  traen  antes  de  tiempo,  se 
reviene  y  se  echa  a  perder. 

— Porritas ....  ¿Aceptaron  por  fin  la  invitación  las 
niñas  de  Mangoverde? 

— ¡Pues  no! y  las  de  Hormiguero,  y  la  sefiora 

del  general  Calamina,  y  la  familia  del  senador  Men- 
diberri ¡Ya  verá  qué  concurrencia  vamos  a  te- 
ner! ¡Cualquiera  desaira  al  sefiorPingarrón!  Como 
está  en  camino  de  ser  Ministro ....  I 

Un  suspiro  ahogado  respondió  a  tal  observación 
de  Porritas:  suspiro  nacido  de  lo  íntimo  del  pecho  de 
Barbedillo  que  pensaba  que,  quién  debería  estar  en 
aquel  camino  era  él  y  nadie  más  que  él,  a  haber  pes- 
cado la  curul! 

¿Qué  quién  era  Porritas?  Pues  el  secretario  par- 
ticular de  Pingarr^.  EU  indispensable  Porritas:  un 
hombre  del  gran  mundo,  venido  a  un  mundo  menor, 
que  hablaba  muy  bien  francés,  chapurreaba  el  in- 
glés, leía  el  italiano,  sabía  escribir  en  máquina,  co- 
nocía cómo  se  maneja  un  automóvil,  se  tuteaba  con 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA     ,  289 

todas  las  tiples  del  género  chico,  tenía  dos  smokings, 
uno  propio  y  otro  de  un  amigo  olvidadizo,  aprove- 
chándolo en  usufructo;  tenía  cubierto  de  gorra  en 
«Silvayn,»  y  con  que  se  le  diera  una  idea  él  la  des- 
arrollaba; y  con  que  se  le  diera  un  duro ¡pues 

también  lo  desarrollaba! 

Pingarrón,  que  tenía  «ojo  clínico  según  decir  de 
su  secretario,  lo  había  exhumado  de  entre  el  mon- 
tón sempiterno  de  solicitantes  de  empleo,  en  un  Mi- 
nisterio, y  áe  servía  de  él,  como  Porritas  lo  hacía 
con  el  smoking  de  su  amigo.  Porritas  era  un  teso- 
ro: servía  a  maravilla  a  Pingarrón,  lo  mismo  para 
ponerle  en  limpio  (que  tanto  quería  decir  como  es- 
cribirlo él)  un  discurso  parlamentario,  como  para 
combinarle  un  «negocito,»  concesión,  privilegio,  o 
sinecura  del  Gobierno,  como  para  organizarle  aque- 
lla posada  en  unión  de  Chita  (a  la  que  Porritas  veía 
con  el  rabo  del  ojo  diciéndose  «¡pero  qué  gusto  más 
rancio  ha  tenido  el  Jefe!>)  como  para  reclutarle  pe- 
lados para  un  mitin  útil  a  la  «porra.» 

Junto  a  Porritas  resultaban  niños  de  teta  Men- 
chaquita  con  sus  habilidades  y  Demóstenes  con  las 
suyas.  Sabía  lo  mismo  qué  se  había  de  escanciar 
con  los  «hors  de  ouvre,»  que  dónde  se  podía  ver  a 
la  media  noche  al  Ministro  X;  qué  cosa  era  un  «pu- 
ré de  ecrevises»  con  indigestión,  y  qué  «levantarse 
un  muerto»  en  una  partida  de  monte .... 

Por  eso  que,  para  la  posada  aquella  que  Pinga- 
rrón le  había  encargado,  no  faltara  nimio  detalle, 
ya  que  aquél  le  había  dicho  que  no  omitiera  gas- 
tos .... 

Y  no  los  había  omitido,  como  no  había  omitido 
tampoco  quebrarse  la  cabeza  reflexionando:  —  «¡Pe- 
ro que  para  la  conquista  de  este  jamón  serrano  (por 
Chita)  se  gaste  el  jefe  tantos  «tecolines!» 

Sin  embargo  de  tanto  preparativo,  la  posada  «Ga- 

19 


#'  290  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

":m .  ■      ..  .^    -I 

^'iMf  raicochea-Pingarrón,»  resultó  un  desastre.  En  pri- 

■''&$■''''  mer  lugar  no  concurrieron  ni  las  de  Mangoverde, 

-'^v'  ni  las  de  Hormiguero,  aunque  sí  la  sefiora  de  Cala- 

mina, que  resultó  «irregular»  en  cuanto  a  milicia 
de  su  sefior  esposo;  «irregular»  en  cuanto  a  sus 
ui^'é!' '  conyugales  relaciones,  y  más  «irregular»  en  lo  de 

;"fe^  engullir,  pues  lohizopor  todo  el  regimiento  de  aquél. 

rív  Por  fortuna  se  descolgaron  por  el  fandango,  fuera 

>¡^/  de  los  otros  invitados,  la  numerosa  familia  Capis- 

trán,  cuya  concurrencia  no  hizo  muy  feliz  que  diga- 
mos a  Barbedillo,  por  cuanto  que  se  consideraba 
.^^.!r-    '  defraudado  en  las  promesas  de  ayuda  que  aquél  le 

había  hecho  cuando  lo  de  la  diputación,  y  afloraba 
con  tristeza  el  bien  frustrado;  las  Labariega,  las  fa- 
milias de  Viruegas,  Melgarcito  y  otras.  Las  Ota- 
mendi  fueron  un  momento  nada  más,  por  curiosidad 
y  para  «comer  prójimo.»  Las  Menchaca  no  se  para- 
ron por  allí,  porque  «francamente,  ellas  eran  conse- 
cuentes con  el  seflor  Garay,  ausente.  ¡Pobre!  iTan 

digno  de  mejor  suerte!» Ni  tampoco  Paulinita, 

porque  aunque  deseaba  conservar  sus  buenas  rela- 
ciones con  Pingarrón,  no  quería  sufrir  las  «pesade- 
ces» de  la  presumida  de  Chita,  «chinche  resucitada» 
que  se  había  hecho  insoportable  con  sus  humos  de 
gran  seflora,  y  que  no  consentía  la  concurrencia  del 
«Tulipán»  en  el  salón,  aunque  el  perrillo  era  más 
decente  que  muchos  de  los  que  en  aquél  podían 
estar. 

— Porritas — decíale  a  media  noche  el  diputado  a 
su  acólito. — Esto  está  muy  frío,  y  hay  que  animar- 
lo. Usted  me  entiende.  A  ver  qué  hace .... 

— ¡Ni  una  palabra  más,  jefe!  ¡Voy  a  preparar  una 
de  mis  especialidades! 

Y  Porritas  preparó  un  bebistrajo  endemoniado, 
un  positivo  «caballo»  al  que  bautizó  con  el  pompo- 
so nombre  de  «Punch  canadien»  diciendo  que  era 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  291 

la  bebida  con  la  que  los  canadenses  se  quitaban 
el  frío  invernal,  y  al  cual' no  hubo  cabeza  que  re- 
sistiera. Pingarrón  caló  el  ponchecito,  le  pareció 
excelente,  y  se  empeñó  en  que  Chayo  Otamendi, 
en  puntos  de  ausentarse  del  salón,  se  tomara  dos 
«al  hilo.» 

— ¡Aja — se  malició  el  servicial  Porritas. — creo  que 

por  ahí  es  el  «golpe»  y  si  así  es,  no  está  mal Es 

una  morena  despampanante! 

Mas  Chayo  ni  tomó  más  de  un  ponche,  y  sí,  sin 
hacer  otro  caso  al  diputado,  se  fué  para  su  domici- 
lio, entretanto  aquél  acababa  de  romper  el  «turrón» 
con  Chita,  y  aun  con  los  Garaycitos,  lo  que  hizo 
pensar  a  nuestro  hombre: — «iPero  si  eso  no  puede 
ser!  Si  es  una  fanné  que  no  vale  ni  una  copa!  En 
fin ¡éstos  hombres  se  gastan  unos  caprichos!» 

Creyó,  por  último,  haber  caído  en  lacuentacuando, 
dadas  ya  las  tres  de  la  madrugada,  y  en  ocasión  en 
que  ni  la  misma  orquesta  atinaba  ya  con  el  compás, 
por  obra  de  los  «ponches  canadenses,»  vio  Porritas 
a  Pingarrón  muy  arrepantingado  junto  a  la  embo- 
bada «Corcheíta»  que,  un  poco  a  fuerza  de  los  re- 
constituyentes que  tomaba,  con  infatigable  tesón, 
otro  poco  a  fuerza  de  esperanzas  que  la  hacían  con- 
cebir el  mal  estado  de  las  relaciones  de  Chayo  con 
Quico,  y  otro  poco  más  todavía,  por  los  consabidos 
ponchecitos,  estaba  aquella  ocasión  y  en  aquellas 
alturas,  hecha  una  rosita  de  Alejandría;  luciendo 
una  carita  de  ángel,  ostentando  sus  carrillos  el  pro- 
digio de  un  rocicler  suave  y  auténtico,  y  en  fin,  a  tal 
extremo  regenerada,  que,  de  la  «Corcheíta»  de  ha- 
cía dos  afios,  anémica  y  siempre  tosiendo,  a  la  de 
ahora,  capullito  delicado,  había  una  distancia  como 
del  cielo  a  la  tierra.  Y  Pingarrón  la  devoraba  con 
los  ojos ¡Si  era  un  dulce!  Y  la  inocente  Pita,  pa- 
ra la  que  el  diputado  era  y  seguía  siendo  un  hombre 


W-- 


292  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

extraordinario,  lo  dejaba  hacer  y  recibía  los  piropos 
de  aquél  sátiro  como  inofensivas  flores,  sin  darse 
cuenta,  crédula  en  su  infantil  candorosidad,  que  si 
la  buscaba  y  la  requebraba  era  por  su  buena  amis- 
tad con  la  madre,  que  lo  autorizaba  para  ello,  y  no 
por  oculta  y  vergonzante  concupiscencia,       | 

— ¡Acabáramos! ¡El  muy! ....  Lo  de  siempre: 

a  gato  viejo  ratón  tierno — exclamó  Porritas. — ¡No, 
y  lo  que  es  la  niña  promete!  Para  dentro  de  poco 

^^  va  a  ser  un  primor .... 

.;  Por  fortuna  para  la  inocente  «Corchea,»  masque  el 

propio  materno  celo  la  cuidaba  una  providencia  que 
en  su  camino  había  puesto  un  ángel  tutelar,  bajo  la 
tosca  figura  de  un  rudo  obrero:  Gordillo  estaba  allí, 
atento  y  listo  para  intervenir  en  el  momento  opor- 
tuno si  necesario  era .... 

EU  resultado  obtenido  en  aquel  año  con  las  Posa- 
das de  la  casona,  era  un  reflejo  fiel  del  estado  todo 
del  país,  y  especialmente  de  la  gran  urbe.  Lo  que 
en  las  caseras  posaditas  aquellas  había  sucedido  en 
pequefio,  sucedía  en  grande.  Las  caseras  rencillas 
eran  agrios  debates  políticos;  las  discolerías  de  ve- 
cindad, pugna  abierta  de  los  diversos  elementas 
propulsores  de  la  máquina  gubernativa.  Los  celos 
y  las  desconfianzas,  las  rivalidades  y  los  resquemo- 
res de  zaguán  adentro  en  el  feudo  Barbedillo,  se 
reproducían  aumentados  en  el  feudo  nacional  bajo 
la  férula  de  Madero.  La  curva  del  descenso  se  hacía 

cada  vez  más  rápida  y  pronunciada ¿A  dónde 

vamos  a  parar?  era  la  general  pregunta.       I 

Finalizaba  el  afio  de  1912  cuando,  en  alguna  tarde 
en  que  el  genial  Porritas,  lápiz  y  cuaderno  en  mano 
se  disponía  a  tomar  taquigráficamente  los  dictados 
de  su  jefe,  éste  que  al  parecer  no  tenía  prisa  en  dár- 
selos y  sí  alguna  preocupación  que,  de  devorarla 


'    '     '  -      -'         ■  -v 

LA  RUINA  DE  LA  CASONA  293 

solo  no  habría  sentido  agrado,  parándose  en  firme 
frente  a  su  secretario,  le  dijo: 

— ¿Está  usted  enterado  ya  de  que  siempre  se  va 
Gustavo? 

— ¿AlJapón  siempre? 

—¡Al  Japón!  De  Embajador  Extraordinario 

— ¡Pues  no  ha  estado  corto  el  empellón!  ¡Qué  cla- 
rividencia la  de  usted,  jefe!  ¡Qué  ñnura  de  percep- 
ción la  suya!  ¡Cada  vez  estoy  más  admirado  de  sus 
facultades! 

— ¿Por  qué  me  dice  usted  eso?  Qué  tiene  que  ver 
con  el  viaje  ese? 

— Es  que  en  su  modestia  no  quiere  usted  recordar 
que  desde  hace  más  de  tres  meses  usted  me  pro- 
nosticó ese  viaje.  ¿No  lo  recuerda  usted? 

— Puede  ser Era  lo  indicado. . . .  Una  poca  de 

perspicacia 

Al  hablar  así  Pingarrón  se  «hacía  de  papeles,» 
pues  la  verdad  es  que  ni  por  las  mientes  le  había 
pasado  aquella  profecía,  no  obstante  lo  cual  aceptó 
de  muy  buen  grado  los  elogios  ditirámbicos  de  su 
amanuense. 

— Según  eso — añadió  éste  misteriosamente — ^he- 
mos ganado  la  partida El  campo  queda  por  us- 
ted y  los  suyos Y  por  lo  tanto  «las  probabilida- 

des>  aumentan-. ...  - 

— ¡Psché! — todavía  no  se  puede  decir  nada  en  fir- 
me. Con  ese  carácter  tan  irresoluto  y  tan  quebra- 
dizo de  don  Pancho (Este  don  Pancho  era  el 

Presidente.) 

— ¡Qué  sagacidad  la  de  usted  jefe!  En  ese  viaje 
estoy  viendo  en  mucho  la  obra  de  usted  — 

— No  tanto,  no  tanto ....  Lia  verdad  es  que  «el  po- 
bre» de  Gustavo  estaba  siendo  un  estorbo El  via- 
je resulta  político.  Don  Pancho  necesita  rodearse 


294  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

de  otros  elementos ....  de  elementos  nuevos  ¿sabe 
usted?  que  no  estén  gastados  ante  la  opinión. . . . 

— Y  los  hay  indicados Se  necesita  de  hom- 
bres de  fibra,  de  vigor,  de  resolución.  De  usted, 
pongo  por  caso. 

— ¡Ni  pensarlo,  Porritas! 

— Pues  usted  no  debe  achicarse,  que  la  Patria  es 
la  que  lo  sufriría.  Tenga  usted  presente  que  los 
hombres  de  su  talla  no  se  deben  a  sí  mismos  sino  a 
su  grupo  y  a  los  destinos  nacionales |         ¿ 

—  Se  hará  lo  que  se  pueda,  Porritas.  Comprendo 
bien  que  se  debe  uno  a  esos  «destinos»  que  usted 
dice,  y  yo  no  seré  nunca  egoísta  para  dar  de  mí,  en 
el  servicio  público,  todo  lo  que  yo  pueda. 

—  Para  convencerse  de  que  en  usted  hay  fibra, 
y  de  que  es  usted  un  elemento,  no  hay  más  que  cir- 
io ¡caramba!  Todas  las  cosas  las  ve  con  tal  rapidez  y 
un  tino  tan  exacto,  quase  queda  uno  sorprendido.... 

Y  el  adulador  Porritas  seguía  escanciando  todo 
el  óleo  perfumado  de  sus  más  escogidos  elogios  so- 
bre el  insigne  Pingarrón,  que  los  recibía  de  buen 
grado,  creyendo  que  en  su  secretario  tenía  un  ad- 
mirador, identificado  con  su  manera  de  ser;  un 
hombre  de  confianza  (no  precisamente  de  aquella 
confianza  de  que  él  había  dado  tantas  pruebas  a  su 
amigo  el  Ministro)  y  un  colaborador  insubstituible 
para  muchas  cosas.  Por  algo  con  «ojo  clínico»  lo 
había  escogido  de  entre  la  turbamulta  de  solicitan- 
tes de  antesala  ministerial!         •'  1 

—  Ese  «porrazo»  de  don  Gustavo  es  trascenden- 
tal. La  ocasión  se  viene  ahora  rodada,  jefe 

—  Porritas,  no  por  mucho  madrugar  amanece 
más  temprano Paciencia,  que  todo  se  andará. 

—  ¿Y  ahora  qué  hacemos  con  la  «porra?» 

—  Aprovecharla  nosotros.  Al  fin  y  al  cabo,  con  la 
odiosidad  por  ella  seguirá  cargando  el  ausente 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  295 

—  Pondremos  a  la  «porra»  en  receso 

—  Es  lo  indicado. 

—  Hasta  que  se  vaya  don  Gustavo,  y  lo  despida- 
mos con  ella 

—  Usted  me  adivina. 

—  ¡Qué  quiere  usted,  jefe!  De  andar  entre  la 
miel Ya  voy  aprendiendo  el  arte  de  «brujulear.» 

Y  tan  sabía  este  arte  Porritas,  que,  cuando  el  in- 
signe Pingarrón  creía  tener  en  él  un  discípulo  com- 
placiente, éste  podía  haber  dado  al  maestro  «trein- 
ta y  raya,*  pues  en  el  «brujuleo»  llegaba  ya  hasta 
conocer  con  toda  aproximación,  cuál  era  el  estado 
de  ánimo  del  «jefe,»  y  cómo  éste,  a  las  primeras  de 
cambio,  sería  muy  capaz  de  dar  la  «machincuepa 
madre»  si  preciso  era,  con  tal  de  no  cortar  su  ca- 
rrera política  tan  brillantemente  iniciada. 

Por  eso  que,  concluido  el  dictado  y  mientras  le 
tecleaba  a  la  máquina  de  escribir,  descifrando  ter- 
minaciones y  gramálogos,  Porritas  deglutía  y  ru- 
miaba y  tornaba  a  deglutir  y  rumiar  estas  ideas: 

—  Las  cosas  están  madurando Una  de  dos:  o 

el  jefe  pesca  una  cartera  con  Madero,  o  tiene  que 
pasarse  a  la  oposición,  en  cuyo  caso  el  hombre  que- 
da en  «batería»  para  cuando  el  desastre  venga.  Si 
pesca  la  cartera,  el  gozo  tiene  que  durar  poco. 
Si  queda  en  calidad  de  «aplazado,»  sepa  Dios  lo  que 
venga  atrás ....  Tú,  Porras,  ponte  «avispa»  para  no 
llevar  «porrazo,»  que  no  estás  en  estas  cosas  «para 
que  te  crezca  el  pelo.»  Por  prontas  diligencias,  qué- 
date «al  pairo»  y  nada  más Entre  la  cartera, 

que  está  verde,  y  la  revolución,  que  en  un  descuido 

no  lo  está,  hay  que  llevar  un  ten  con  ten El  jefe 

cree  que  yo  ni  me  las  espanto.  El  que  no  se  las  es- 
panta es  él A  poco,  y  hasta  está  en  el  com- 
plot   

Y  todavía  al  atardecer,  cuando  salía  rumbo  a  la 


■   .'"•■  .''  .%'.»•   .  ,     r.- ,   .N 


296 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


calle,  iba  rumiando,  rumiando  siempre  aquello,  a 
tiempo  que  Chaneque  entraba  ufano  con  una  herra- 
dura vieja  recogida  en  la  calle. 

—  ¡Mire,  Porras!   Me  encontré  esta  herradura.... 
¡Buena  suerte! 

—  Sí  que  lo  es,  porque  ya  ahora  no  le  faltan  más 
que  tres 


TÍ'  ' 


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,  ^     •  CAPITULO  X  • 

El  Desplome 

'■■■■■■  '  ,  .         "  •*■**.  ^- 

Tenemos  los  mexicanos,  desde  que  la  «chiripa» 
nos  emancipó  de  la  española  tutela  con  el  «cambia- 
zo>  de  Iturbide,  que  abrió  la  serie  de  los  inconta- 
bles posteriores,  una  especie  de  «ama  de  casa»  a  la 
que,  según  es  el  hombre  que  está  en  el  poder,  tra- 
tamos como  a  legítima  esposa,  siendo  esto  lo  excep- 
cional, o  como  a  vulgar  y  plebeya  concubina.  Desde 
que  la  metimos  en  casa,  lo  mismo  la  hacemos  «apa- 
pachos»  que  tiras,  y  la  vestimos  de  carnaval  que  de 
luto.  La  hospedamos  por  vez  primera  en  1824;  la 
desfiguramos  en  1836,  la  vestimos  de  nuevo  en  1857 
y  a  lo  que  parece,  estamos  en  vísperas  de  ponerla 
de  cabeza Se  llama  «Dofia  Constitución.» 

Cada  amo  de  la  República,  llamado  Presidente, 
cuando  no  la  ha  repudiado  por  completo,  la  ha  pues- 
to más  de  un  pegote  que  la  ha  dejado  inconocible. 
Y  así  será  per  sécula  seculorum^  mientras  tengamos 
Constitución  sin  pueblo,  y  no  pueblo  para  una  Cons- 
titución. 

Eso  sí;  periódicamente  nos  damos  los  mexicanos 
sendos  mojicones  por  la  aludida  señora;  y  cada 
quisque  que  al  ocupar  el  solio  «protesta  guardarla» 


...^: 


298  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

lo  hace  tan  bien,  que  no  se  acuerda  después  dónde 
la  ha  puesto,  hasta  que  llega  otro  patriota  que,  ju- 
rando defenderla,  se  empella  en  exhumarla 

Guay  que  lo  sea  del  calibre  patriótico  del  que  acau- 
dilló el  «constitucionalismo!> 

Viene  la  digresión  a  cuento,  porque  costumbre 
era  el  celebrar  cada  5  de  febrero  el  natalicio  de  la 
Constitución;  y  por  eso  que  en  tal  día  del  de  1913  y 
al  buen  temprano,  según  ritual  de  costumbre,  tro- 
nara el  cañón  en  salva  de  veintiún  disparos,  «al 
izarse  el  Pabellón  Nacional»  en  los  edificios  públi- 
cos, y  fueran  saliendo  de  cada  cuartel,  en  traje  de 
gala,  batallones  y  regimientos  al  marcial  toque 
de  clarines  y  tambores,  para  ir  a  reunirse  en  punto 
determinado,  en  el  que  se  organizaría  la  «columna 
militar»  indispensable  en  todo  festejo  oficial,  no  co- 
mo homenaje  a  la  fecha,  sino  como  demostración 
de  que  el  Pisistrato  en  el  poder  tiene  armadas  le- 
giones defensoras.  I 

Y  como  de  costumbre  también  en  casos  tales, 
poco  después  se  echaron  a  las  calles,  en  domingue- 
ros trajes,  chiquillos  y  niñeras;  escolares  rapazue- 
los  en  holganza  al  ser  «día  de  fiesta  nacional,»  y  se- 
ñoritas cursis  y  adolescentes  pazguatos  para  ver.... 
¿de  solemnizar  la  fecha?  No,  señor;  para  ver  el  bri- 
llante desfile  militar;  la  artillería  rodando  por  el 
asfalto  de  las  calles  al  son  de  militares  fanfarrias, 
y  a  los  generales  y  coroneles  tiesos  en  sus  caballos 
de  gran  alzada,  como  monigotes  de  cromo  barato, 
y  sobre  todo,  a  los  «rurales,»  los  clásicos,  los  típi- 
cos rurales,  que  eran  los  que  más  entraban  en  el 
alma  popular  como  algo  muy  suyo,  genuinamente 
mexicano,  con  sus  anchos  sombreros,  sus  rabonas 
chaquetas  de  cuero,  las  rojas  corbatas,  las  tinti- 
neantes espuelas,  las  monturas  «vaqueras»  de  lar- 
gos y  rizados  «vaquerillos;»  al  costado  la  reata,  y 


L.A.  RUINA  DE  LA  CASONA  299 

nerviosos  y  bien  empelados  los  caballos,  en  los  que 
los  ginetes  cabalgaban  haciendo  gala  de  sus  habili- 
dades en  la  equitación,  en  un  raudo  galope  que 
arrancaba  chispas  de  las  piedras  del  pavimento,  y 
un  entusiasta  grito  de  los  corazones  de  las  multitu- 
des, que  prorrumpían  en  un  estentóreo  «¡Viva  Mé- 
xico!» í 

¡Esa  era  la  flor  y  nata  de  nuestro  ejército!  El  que 
sabía  rasguear  en  una  guitarra  para  entonar  una 
«valona»  del  Bajío;  rendir  una  res  de  una  «manga- 
na» y  alcanzar  a  un  bandolero  huyendo,  mejor  con 
la  reata  que  con  la  bala ....  Ese  era  nuestro  ejérci- 
to, netamente  nacional,  y  no  el  que  hubo  de  impor- 
tar el  sombrero  «texano»  (¡oh  47!)  avergonzándose 
del  jarano  tapatío ' 

Ya  era  la  hora.  Habían  sonado  las  diez  de  la  ma- 
ñana. Pronto  pasaría  el  Presidente  con  su  brillan- 
te séquito  y  la  comitiva  oficial  en  los  lujosos  lan- 
deaux  del  Palacio,  rumbo  al  monumento  de  Juárez 
en  la  Alameda. 

Apretujados  en  el  balcón  de  un  despacho  comer- 
cial, facilitado  para  el  caso  por  un  amigo  consecuen- 
te, en  la  Avenida  de  San  Francisco,  Tachita,  las 
Otamendi,  don  Taco,  Andrade,  Démostenos  y  algu- 
nos más  de  la  casona,  se  empinaban  sobre  los  talo- 
nes y  estiraban  los  pescuezos  para  dominar  la  pers- 
pectiva de  la  Avenida,  de  cabo  a  rabo.  Por  las 
banquetas  de  aquella,  la  multitud  pululante  se  ha- 
bía ido  acomodando  en  interminable  fila,  y  semeja- 
ba ahora,  vista  desde  las  alturas,  como  una  gigante 
almáciga  de  hongos,  por  los  inumerables  quitasoles 
abiertos  para  protejerse  de  la  intemperie. 

Ahora  pasaban  los  bomberos;  los  primeros  siem- 
pre en  el  desfile. 

Unos  minutos  más,  y  a  lo  lejos  resonó  el  agudo 
clarín  de  infantería,  dando  el  toque  de  «atención,» 


300 


E.  MAQUEO  CASTELIANOS 


.,f 


'('■>■ 


al  que  fueron  respondiendo,  como  un  eco,  los  de  to- 
dos los  batallones  que  formaban  la  inmensa  valla 
de  soldados  tendida  a  lo  largo  de  la  Avenida.  C!on 
estentórea  voz,  los  jefes  militares  gritaron:  «A  ali- 
nearse!» siendo  obedecidos  por  los  soldados,  que 
tal  parecían  autómatas.  A  poco,  un  segundo  toque 
más  sonoro  y  una  nueva  voz  de  mando:  «Presen- 
ten  armas!»  y  los  soldados  presentaron  los  fu- 
siles, cuyo  metal  cabrilleaba  al  sol,  y  las  bandas 
rompieron  en  la  marcial  «marcha  de  honor»  y  al 
trote  largo  de  los  f  risones  comenzaron  a  desfilar  los 
lujosos  carruajes  con  sus  contenidos:  regidores, 
magistrados,  diputados,  senadores La  multi- 
tud los  veía  pasar  atónita.  ¿Sabía  ella  por  acaso 
quiénes  eran? 

— ¡Ahí  va  Pingarrón! ¡Míralo! Parece 

mozo  de  funeraria!  1      • 

(Alusión  al  traje  negro  y  sombrero  alto  del  per- 
sonaje, y  comentario,  en  el  balcón  susodicho.) 

— Como  que  es  de  la  «Permanente.»  (La  Comi- 
sión Permanente  de  la  Cámara  de  Diputados.) 

Ruidoso  trotar  de  caballos,  todos  alazanes,  y  vis- 
toso lucir  de  uniformes  blancos  y  azules.  La  Guar- 
dia Presidencial,  en  compacto  grupo  aparatoso  y 
brillante,  precediendo  al  presidencial  carruaje.  La 
misma  de  don  Porfirio,  del  dictador  un  día  odiado 
y  ya  ahora  aflorado;  custodia  antes  de  aquél  y  aho- 
ra del  Presidente  Madero Todo  era  lo  mismo! 

Todo!  El  aparato,  la  escena  y  hasta  el  argumento! 
Sólo  los  personajes  habían  cambiado. 

Y  pasó  el  Presidente  Madero  por  entre  la  doble 
valla  de  soldados;  Madero,  el  ídolo  popular  que  en 
7  de  junio  de  1911  entrara  a  México  en  una  apoteo- 
sis estruendosa,  trayendo  sobre  sus  ropas  el  polvo 
de  la  revolución,  y  siendo  aclamado  hasta  el  delirio 
por  la  multitud  que  lo  adoraba,  y  a  la  que  él  repar- 


,^  LA.  RUINA  DE  LA  CASONA  ■         301 

tía  benévolas  soürisas  infantiles,  y  saludos  con  la 
cabeza  descubierta;  modesto,  sencillo,  candoroso 

casi EU  mismo  que  más  tarde  y  ya  en  el  Poder, 

había  cosechado  en  los  primeros  desfiles  oficiales 
en  los  que  había  figurado,  calurosas  ovaciones,  re- 
veladoras de  que  contaba  con  el  amor  de  las  masas 
a  las  que  respondía  siempre  con  benévolas  e  infan- 
tiles sonrisas,  descubierta  la  cabeza  y  saludando 
modesto,  sencillo,  casi  candoroso,  y  que  ahora,  a 
los  catorce  meses  de  su  exaltación  al  Poder,  pasa- 
ba entre  la  misma  apelotonada  multitud,  prodi- 
gándola sonrisas  benévolas,  infantiles,  sencillo  y 
modesto,  sin  recibir  de  aquélla  ni  un  vítor  ni  un 
aplauso,  pues  que  la  voluble  e  ingrata  permanecía 
indiferente  y  muda,  más  bien  hosca,  y  prodigándo- 
le la  elocuente  ovación  del  silencio,  decepcionada 
de  que  en  aquel  hombre  no  hubiera  habido  más  de 
gestos  de  nifio  y  modestias  de  burgués,  cuando  ella 
había  esperado  algo  más  útil  y  profundo  para  ali- 
vio de  sus  dolores 

Al  lado  deLPresidente,  en  el  presidencial  landeau, 
el  Vicepresidente  Pino  Suárez,  causa  la  primera 
acaso  de  aquella  creciente  impopularidad,  al  haber- 
lo impuesto  Madero  contra  el  deseo  popular  bien 
significado  en  los  gritos  de  «¡Pino  nó!>  «¡Pino  nó!> 
estaba  pálido,  con  cadavérica  palidez  denotadora  de 
su  desagrado  o  de  un  recóndito  temor  ante  el  gesto 
del  monstruo,  ayer  dócil  y  domado;  arisco  ahora  de 
nueva  cuenta. 

Al  ver  aquello,  Andrade-Enjolrás  se  quedó  triste- 
mente pensativo,  acabando  por  murmurar: 

— ¡Qué  tornadizas  son  las  multitudes!  ¿Dónde  se 
fueron  los  apoteosis? 

— ¡Caaaaray!  ¡Si  esto  más  bien  parece  fuuuu- 
neral! 

— Qué  voluble  es  el  pueblo! .... 


-W^' 


302  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

— ¡Esto  me  huhuhuele  a  entieeerro! 

Demóstenes  tenia  razón;  funeral  y  entierro  esta- 
ban decretados  ya  por  el  destino  para  aquellos  hom- 
bres, y  el  tartamudo,  sin  quererlo,  resultaba  pro- 
feta! 

El  pueblo  abandonaba  definitiva  y  francamente  al 
apóstol,  convencido  de  que  su  apostolado  era  una 
invención;  y  ante  tal  abandono,  ya  podía  sobreve- 
nir la  tragedia ....  Se  dejaría  impávidamente  pere- 
cer al  semidiós  de  ayer;  el  ídolo  estaba  ya  bambo- 
leante sobre  el  pedestal.  Caería  y  aquel  quedaría 
vacío  hasta  tanto  que  el  azoro,  el  engaño  o  el  afecto 
impresionista  colocaran  sobre  él  un  nuevo  ídolo  de 
barro  como  todos  los  habidos! 

Para  todos  aquellos  cuyas  lujurias  políticas  no  ha- 
bía querido  o  no  había  sabido  complacer  Madero; 
para  el  ejército  al  que  no  había  sabido  cultivar;  pa- 
ra los  medradores  en  las  revueltas  intestinas,  ca- 
terva revivida  después  de  treinta  y  cinco  afios  de 
>  paz;  para  los  fríos  calculadores  que  maniobran  en 
la  industria  de  las  conjuras;  para  los  oprimidos 
que  quieren  que  el  proceso  de  redención  no  sea  co- 
sa de  tiempo  y  meditación  sino  de  milagro  rápido  y 
contundente;  para  los  contrarios  en  ideas,  jwr  con- 
vicción o  por  conveniencia;  para  aquellos  mismos 
que,  detrás  del  biombo  de  la  política,  de  lejos  y  sin 
dar  la  cara  habían  ayudado  a  Madero  para  derrocar 
a  Díaz  y  a  los  que  Madero  no  había  querido  a  no  ha- 
bía podido  saldar  la  deuda  de  reclamada  gratitud 
con  moneda  de  impudores  y  dilapidaciones  y  que  le 
habían  dado  la  elemental  enseñanza  de  cuan  fácil 
podía  ser  el  derrocar  presidentes  mexicanos  prohi- 
jando revoluciones  allende  el  Bravo Para  todos 

|i^í  ya  era  la  hora!  ¡Ya  podía  caeR  Madero!  ¿Por  qué 

v^  crimen  o  falta?   Por  cualquiera,  que  eso  era  lo  de 

f¿^  menos.  Por  nex>otismo,  por  ineptitud,  por  versati- 


^m 


.-;   :j-' 


-.  f  ■ 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  808 

lidad  de  carácter;  por  ausencia  de  cordura;  por  ma-  'M 

ni-roto;  porque  comprometía  la  tranquilidad  públi- 
ca; por  contemporizador  con  Villa;  por  impotente 
contra  Zapata;  por  espiritista;  por  vegetariano;  por     "^ . 
cualquier  cosa!  La  causa  era  lo  de  menos 

— El  «fou-chocholat»  se  cae,  hermano  —  decíale 
por  lo  bajo  Demóstenes  a  Andrade,  como  si  se  rego- 
cijara, sin  saber  por  qué,  de  aquello. 

Y  Quico,  en  su  eterna  condición  de  hombre  justo, 
de  ciudadano  de  honrado  pensamiento  y  de  ciego 
adorador  de  su  Patria,  sentía  una  angustia  infinita 
por  el  futuro,  entendiendo  lo  probable  de  aquella 
profecía  del  tartamudo. . . .  ¿Por  qué,  por  qué  una 
nueva  revolución  capaz  de  llevar  aquella  Patria  a  la 
ruina?  ¿No  eran  posibles  otros  medios?  En  buena 
hora  que  cayera  el  «fou-chocolate»  como  llamaba 
Demóstenes  a  Madero,  aludiendo  al  alias  con  el  que 
lo  conocieran  sus  compañeros  de  colegio  en  Francia,    . 
cuando  allá  estudiaba;  en  buena  hora:  un  hombre  es 
sólo  un  hombre;  pero  ¿quién  garantizaba  que  aque-  . 
Ha  caída  no  sería  el  principio  del  desastre  general, 
en  el  que,  perdidas  todas  las  distancias,  sueltos  to- 
dos los  ímpetus,  desatadas  todas  las  concupiscen-       , 
cias,  rotos  todos  los  diques,  una  avalancha  de  lodo 
y  vergüenza  sepultaría  para  siempre  a  la  naciona- 
lidad? 

Cuando  en  la  noche  del  ocho  de  febrero  TafoUa  v^: 

regresó  de  su  «tandita  de  moda»  en  el  Teatro  Prin-     ,  y/^:: 

cipal,  al  «copete,»  se  encontró  con  que  Andrade  es-  f 

taba  dictando  a  Chaneque,  sin  repulgos  de  parte  del  #^^- 
pseudo  editorialista,  un  furibundo  artículo  para  «El 

Nuevo  Credo.»  ^?; 

— ¿Qué  taaal?  ¿No  lo  decía  yo  bieeen?  ¡Cucucuán-  í"  *i 


304 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


V'. 


?J.--- 


,ií ' 


do  ibas  tú,  con  esa  cabeza  de  «chiluca,»  a  escribir 
naaada  para  un  peeeriódico! 

— Andrade  me  estaba  dando  simplemente  algu- 
nas ideas .... 

— Pues  yo  les  daré  un  nonoticioooón! 

— A  ver,  suéltalo;  ¿qué  es  ello? 

— Que  mafiaaana  revienta  otra  vez  la  «booola!> 

— ¡Tú  sí  que  estás  buena  bola!  .    | 

— ¡Palaaabra! Se  lo  oí  decir  en  la  caaantina 

del  Principal  a  uno  que  le  estaba  «jalando»  con  un 
mimilitar. 

— Tú  eres  un  candido  TafoUa,  que  le  das  crédito 
a  todo. 

— Puede  ser  que  no  tanto  —  replicó  Quico.  —  Desde 
hace  días  hay  versiones  sobre  eso.  Hasta  se  dice 
que  el  golpe  estaba  tramado  para  el  día  cinco  de  fe- 
brero y  que  si  falló,  fué  porque  a  última  hora  hubo 
cambio  de  jefes  en  las  columnas  que  formaron. 

— ¡Bah!  ¿Y  el  Gobierno  no  lo  había  de  saber  y 
evitar?  j 

— El  maaarido  es  el  último  que  lo  saaabe siem- 
pre .... 

Silencio  y  meditación  interrumpidos  por  el  tra- 
quido de  alguna  viga  del  apuntalado  techo  de  la 
«República.» 

— ¡Paaatetas! ¡Cómo  trueeena  esto! 

— Cuando  yo  les  digo  que  un  día  de  estos  vamos 
a  quedarnos  estampados  en  el  piso  y  con  el  techo 


encima 


!■ 


—Yo  se  lo  advertí  a  don  Taco  varias  veces;  pero 
no  sé  en  qué  piensa  que  no  quiere  componer  este 
techo. 

— A  que  no  sabes,  Quico,  quién  me  dijeron  que 
está  escondido  aquí  en  Meeeéxico? 

—¿Quién? 

— Teeenorio ....  «Trueeenos» .... 


'  LA  HUINA  DE  LA  CASONA  305 

— ¡No  puede  ser!  Ya  hubiera  venido  a  vernos 

Aunque  quien  sabe.  .. . 

Y  por  la  mente  de  Andrade  pasó  rápida  la  idea  de 
que  Chayito  podría  saberlo  y  se  lo  ocultaba. 

— ¡Hum!  ¿Cuánto  apostamos  a  que  ese  está  me- 
tido en  la  conjura  si  es  que  la  hay?  — añadió  el 
indio.  •  ;   :  " 

— Capaz  es. 

Mediaba  la  noche;  Andrade  y  Chaneque  dormían 
en  sus  respectivas  camas,  como  un  bienaventurado 
el  primero;  asaltado  por  terribles  pesadillas  el  se- 
gundo. Tafolla  se  revolvía  en  el  lecho  como  un  azo- 
gado, en  plena  vigilia.  El  miedo  al  techo,  por  una 
parte,  y  a  la  asonada  por  otra,  lo  tenían  así.  El  «Ca- 
pulín>  soñaba  en  la  revolución Se  la  represen- 
taba como  una  infernal  tarasca  que  tenía  la  cara,  la 
inevitable  y  feroz  cara  de  aquel  maldito  tuerto  Ma- 
tías, en  desgraciada  hora  conocido.  Se  sentía  asido 
por  sus  gelatinosos  tentáculos,  que  de  pronto  ad- 
quirían la  rigidez  de  ballonetas  que  lo  pinchaba  en 
todo  el  cuerpo,  y  le  parecía  percibir  el  zumbido  de 
las  balas,  de  tal  modo  formidable,  que  más  que  zum- 
bido, era  eco  de  tremenda  granizada Y  después 

se  veía  chorreando  sangre;  empapada  la  ropa  en 
sangre  que  hacía  que  aquélla  se  le  adhiriera  a  la 
epidermis,  tibia  y  pegajosa;  y  sentía  cómo  la  vida 
se  le  escapaba  en  la  incontenible  y  agotadora  san- 
gría, por  más  que  él  luchara  desesperadamente  por 
contenerla;  y  después,  que  se  hallaba  más  que  en 
el  interior  de  una  infecta  mazmorra,  en  algo  todavía 
más  reducido,  algo  como  un  nicho,  un  ataúd,  negro, 
mudo,  estrecho,  infinitamente  peor  que  aquella  bar- 
tolina que  había  ocupado  en  Belem ....  Y  como  era 
consecuente,  al  estar  en  aquel  reducido  espacio,  la 
asfixia  comenzaba  a  apodeaarse  de  él  y  lo  mata- 
ba! ....  ¿Quién  le  había  mandado  meterse  a  político 

20 


-■  \    ■'■•■..- 


306  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

ya  «hombre  público?»  Él,  que  tan  tranquilamente 
disfrutaba  de  su  bequita  aquella,  empantanado  con 
las  cuentas  de  interés  compuesto  que,  si  le  rompían 
.metafóricamente  la  cabeza,  clásica  por  lo  dura,  no 
',-  lo  hacían  al  grado  de  dejársela  hecha  una  criba  co- 

mo aquellas  balas  que,  en  el  sueño,  sentía  incrus- 
társele en  pleno  cráneo!  Y  entonces,  en  mitad  del 
mismo,  algo  como  un  estertor,  como  un  ahogado 
grito  salió  de  su  pecho,  a  tiempo  que  el  atribulado 
? ;.  «indio»  repartía  puñetazos  en  el  aire  y  puntapiés 

sobre  el  colchón ... .  I 

— «¡Capulín»  hombre! ¡Chaneque! ¿Qué 

te  pasa?  ¡Despierta  que  estás  soñando  hasta  dar 
miedo! 

Y  Demóstenes  sacudió  a  Chaneque  hasta  hacerlo 
despertar. 

— ¿Qué  es?  ¿Qué  pasa?  —  balbuceó  azorado  el  in- 
dio. 
¿V.'                     — ¡Nada,  caaaray!  ¡Que  debes  estar  indigeeesto  y 
'í  estás  soñando  muy  feo !  i 

— ¡Como  que  estaba  soñando  que  me  mataban  en 
la  revolución!  I 

— Yo  tampoco  he  podido  dormir  de  puro  miedo; 

caaaray!  ¡No  teeenemos  maaaadre!  ¡Yanosupupu- 

.  •'  pueeede  vivir  aquí!  Tooodos  los  días  revolución  y 

revolución!  ¡Y  el  techo  este  trooonando  que  da 

gusto! 

'-i  ■    *** 


Demóstenes  tuvo  razón  para  sus  alarmas. 

El  nueve  de  febrero,  la  revolución  estalló  en  plena 
capital  de  la  República. 

En  la  madrugada  de  ese  día,  ciertos  regimientos 
de  artillería  de  guarnición  en  la  capital  y  en  la  veci- 


-^^ 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  307 

na  ciudad  de  Tacubaya,  de  concierto  con  los  alum'- 
nos  de  la  Escuela  Militar  de  Tlálpam,  y  algunas 
fuerzas  de  policía  y  de  infantería,  obedeciendo  a  un 
plan  de  antemano  combinado,  se  sublevaron  contra 
el  Gobierno  del  Presidente  Madero,  audazmente;  y 
a  fin  de  contar  con  Jefes  para  el  movimiento,  liber- 
taron de  la  prisión  de  Santiago,  en  laque  se  hallaba 
procesado  al  haber  fracasado  la  intentona  revolucio- 
naria que  había  encabezado  el  afio  anterior,  al  gene- 
ral Bernardo  Reyes;  y  de  la  Penitenciaría  del  Distri- 
to Federal  en  la  que  se  hallaba  igualmente  preso,  al 
haber  sido  trasladado  pocos  días  antes  del  Castillo 
de  Ulúa  en  Veracruz,  a  Félix  Díaz,  iniciándose  con 
aquellos  hechos  lo  que,  en  un  grafísmo  elocuente,  se 
denominó  «la  decena  trágica.» 

Por  las  calzadas  de  Tacubaya  y  Tlálpam,  desier- 
tas en  aquellas  horas  de  la  friolenta  y  húmeda  ma- 
ñana, bajo  el  cárdeno  cielo  de  un  amenecer  invernal, 
en  una  comitiva  de  perfiles  y  colores  fantásticos  y 
fúnebres,  rodarcm  rumbo  a  la  capital,  dormida  aún  e 
ignorante  de  la  terrible  añagaza,  cañones  y  ametra- 
lladoras a  cuya  zaga,  en  procesión  de  sombras  chi- 
nescas, caminaba  una  silenciosa  comitiva  que  com- 
pletaba el  cuadro,  digno  de  una  «agua  f  uerte>  de 
Alberto  Durero.  Era  la  conjuración  en  marcha. . . . 

La  nutría  la  juventud  que  inexpertamente,  aven- 
tureramente abandonaba  el  aula  militar  en  la  que 
sólo  había  oído  prédicas  de  lealtad  para  la  bandera 
y  los  supremos  gerarcas  del  Ejército,  a  fin  de  ir  en 
pos  del  triunfo  y  de  la  rápida  exaltación,  si  en  el  ca- 
mino no  hallaba  la  muerte,  o  de  la  deshonra  si  pia- 
dosa la  muerte  no  enmendaba  los  resultados  de  una 
derrota.  El  primer  asalto  dado  por  aquella  juventud 
en  sugerida  rebeldía,  lo  fué  a  los  tranvías  eléctricos 
que,  al  deslizarse  en  aquella  hora  matutina  y  veloz- 
mente sobre  el  lomo  de  la  calzada,  simulaban  düi- 


-i 


>.0' 


.:-*ft"  308  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

gentes  gusanos  de  luz,  corriendo  en  pos  de  un  es- 
■  i  '  condite.  ,  '■''        -      •      I 

:  >'. .  Cuando  el  sol  comenzaba  a  calentar  el  aire  de  aque- 

lla mañana,  la  ciudad  alegre  y  confiada  despertó  es- 
:•  tremecida  por  el  rumor  de  la  revuelta  en  su  seno.    / 

El  trío  de  la  «República»  fué  brusca  e  intempes- 
,  tivamente  despertado  por  don  Taco  que,  buen  ma- 

drugador, haliía  sabido  lo  que  acontecía  cuando  los 
"  sublevados  apenas  si  habían  logrado  apoderarse  por 

sorpresa  del  Palacio  Nacional,  el  que  habían  toma- 
do sin  disparar  un  tiro. 

— ¡Levántense  pronto  que  hay  «bola>!  Ya  los  pro- 
nunciados tomaron  Santiago  y  están  ahora  en  Pa- 
í  lacio  ...  I         '■    u 

De  un  brinco  nuestros  tres  sujetos  se  echaron 
fuera  de  las  camas,  y  en  un  abrir  y  cerrar  de  ojos  es- 
tuvieron vestidos  y  en  la  calle,  para  poder  ser  testi- 
-  gos  de  cuanto  en  ellas  ocurriera. 

— ¡Esto  es  criminal!  ¡Esto  es  criminal! ....  —decía 
,■  Chaneque,  sin  acertar  con  más  comentario  mientras 

se  dirigían  rumbo  al  Palacio. 
,  ■  —Conque  aaaahora  reeeesulta  criiiimen  lo  que 

ayer  fué  deeeerecho? — argüía  el  tartamudo. 

Y  Andrade,  cabizbajo,  pensaba;  «la  insurrección 
¿es  un  crimen  o  un  derecho?  Madero  revolucionario 
•  contra  el  mal  Gobierno  de  Díaz  ¿fué  un  criminal  o 

cumplió  con  un  deber?  Bien  es  cierto  que  el  suble- 
vado ayer  lo  fué  el  pueblo,  mientras  que  hoy  lo  es 
■^i  el  Ejército;  pero  ¿no  es  el  Ejército  una  parte  inte- 

grante del  organismo  social  con  derechos  y  deberes 
V  ciudadanos  como  otra  cualquiera?  ¿Cuándo  ha  he- 

cho pacto  de  sostener  a  un  Gobierno  impopular  o 
tiránico?  ¿Y  no  ayer  mismo  lo  convidaban  a  la  infi- 
dencia los  mismos  a  los  que  ahora  ataca?    I 
>^  Sin  gran  dificultad  pudieron  los  tres  estudiantes 

llegar  hasta  la  contraesquina  del  Palacio  Nacional, 


LA  Ruina  DE  LA  CASONA  309 

frente  a  uno  de  los  ángulos  de  la  Catedral,  detenién- 
dose intimidados  allí  ante  el  espectáculo  que  ofrecía 
una  doble  fila  de  soldados  en  cadena  de  tiradores, 
apostados  en  las  aceras  de  dicho  Palacio;  pecho  a 
tierra  los  unos;  de  pie  contra  el  muro  los  otros.  Y 
entonces  supieron,  por  esa  información  misteriosa 
que  en  ocasiones  corre  rápida  esparciendo  las  noti- 
cias con  más  velocidad  que  la  chispa  eléctrica,  que 
los  pronunciados  se  habían  apoderado  efectivamen- 
te del  Palacio;  pero  que,  instantes  después,  la  pre- 
sencia de  ánimo  y  el  valor  temerario  de  un  solo  hom- 
bre, el  Comandante  Militar  de  la  Plaza,  viejo  león 
de  la  guardia  vieja  que,  sin  tener  simpatías  por  el 
Gobierno,  cumplía  con  sus  deberes  militares  defen- 
diéndolo, había  bastado  para  yugular  allí  la  rebelión, 
volviendo  al  orden  a  la  escasa  guarnición  y  haciendo 
prisioneros  a  un  compañero  de  armas  y  a  un  grupo 
de  «aspirantes»  rebeldes.  (*) 

La  Plaza  de  Armas,  siempre  bulliciosa  con  vende- 
dores y  papeleros  en  aquellas  tempranas  horas  de 
la  mañana,  aparecía  ahora  punto  menos  que  desier- 
ta por  el  temor  a  los  cañones  de  los  rifles  y  de  las 
ametralladoras  a  ella  apuntados,  pero  enjoyada  con 
sus  verdes  arriates  florecidos  con  tempraneras  ro- 
sas y  sus  pomposos  árboles  vestidos  de  nuevos  fo-  . 


(*)  El  g-eneral  de  división  Lauro  Villar,  en  1876,  servía 
al  Presidente  Lerdo;  pronunciado  el  general  Fidencio  Her- 
nández, contra  aquél  en  la  Sierra  de  Oaxaca,  y  tomada  esta 
ciudad  por  la  infidencia  de  la  mayoría  del  59  batallón  al  que 
pertenecía  Villar,  éste  fué  hecho  prisionero,  prefiriendo  esto 
a  pasarse  al  enemigo.  Canjeado  más  tarde,  tuvo  la  con- 
fianza de  Díaz,  que  lo  consideraba  pundonoroso  justamente. 
Combatió  a  la  revolución  maderista  en  Chihuahua  en  1911, 
y  esto  no  obstante.  Madero  le  otorgó  su  confianza  y  a  ella 
respondió,  defendiéndolo.  En  cambio  el  carrancismo,  no  lo 
ha  tenido  en  cuenta  sino  para  humillarlo. 


■    J.- 


310 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


•f:-t 


!,-  •,-. 


llajes,  en  un  conjunto  de  vida  exuberante  y  como 
queriendo  formar  contraste  para  el  símbolo  del  fu- 
turo nacional  que  de  aquel  momento  iba  a  arran- 
car  balas  y  pólvora  y  sangre,  arrasando,  tron- 
chando, agotando  y  maculando  ramazones,  erguidos 
troncos  y  lindas  flores  en  la  tierra  mexicana,  hasta 
tornarla  infértil! 

— ¡Caaaray!  ¡Esos  bruuutos  van  a  tirar  sin  dis- 
tiiinguir,  y  nos  harán  ceeedazo! Yo  me  «chis- 
po»   

Y  uniendo  la  acción  a  la  palabra,  Demos  tenes  hi- 
zo prudente  mutis.  I 

Andrade,  pálido,  extático,  descubierta  la  cabeza 
como  si  t[uisiera  saludar  a  la  muerte  que  llegaba 
(en  aquel  mismo  sitio,  había  visto  caer  al  infeliz  pa- 
pelerito  en  la  noche  trágica  del  25  de  mayo  de  1911) 
vio  alejarse  a  Tafolla  sin  tener  para  él  ni  un  repro- 
che por  su  cobardía. 

— ¡Esto  es  criminal!  ¡Esto  es  criminal! —  seguía 

balbuceando  Chaneque,  cuyos  ojos  parecían  querer 
salir  de  las  órbitas,  ante  el  terror  que  la  escena  le 
producía,  rememorándole  peligros  pasados  que  aho- 
ra venían  en  imagen  tenaz  a  sus  retinas.     I  ' 

— Supongo  que  tú  no  te  marcharás  sin  ver  el  des- 
enlace   I 

— Te  diré Yo  creo  que  el  deber  me  llama  en 

otra  parte.  , 

—¿Dónde? 

— En  la  redacción  del  periódico  para  informar 

Y  a  su  vez.  Chaneque  dio  la  media  vuelta  dejando 
solo  a  Enjolrás. 

En  aquellos  momentos  desembocaban  en  nutrido 
pelotón,  de  la  calle  cerrada  de  Santa  Teresa,  los  pro- 
nunciados que,  confiados  en  que  el  Palacio  estaba 
por  ellos  y  en  poder  de  camaradas,  se  dirigían  a  él 
para  consumar  la  fácil  victoria.  Ginetes  y  soldados 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  311 

de  inf aijftería,  paisanos  y  chiquillos  que  nunca  faltan 

'i-    ■ 

en  semejantes  casos,  venían  revueltos,  encabezados 
por  el  general  Reyes,  envuelto  en  su  ancha  capa  gris 
df  campafia.  En  la  montura  de  su  caballo  había  flo- 
re» prendidas  al  azar,  de  las  que  femeniles  manos  le 
arn)jaran  de  balcones  y  azoteas  en  el  trayecto.  Los 
primeros  audaces  éxitos  tenían  ya  tributos  y  home- 
najes  Mas  pronto  se  había  de  ornar  con  flora-  . 

ción  áe  sangre  la  militar  montura. 

Destacóse  del  grupo  principal  un  núcleo,  a  cuyo 
frente  iba  el  mismo  hombre;  el  que  hasta  1910  ha- 
bía tenido  en  su  abono  el  haber  sido  el  soldado  más 
honrado  de  la  Patria,  por  cuanto  que,  a  haberlo 
querido,  dada  su  popularidad  y  sus  empujes,  podía 
haber  sido  quien  la  lanzara  a  la  revuelta,  en  causa 
propia  y  a  cualquiera  hora.  El  que  después  de 
aquella  fecha,  celado,  perseguido,  burlado  en  sus 
legítimas  aspiraciones,  apedreado  por  sicarios  go- 
biernistas, se  creyó  en  ejercicio  de  un  derecho, 
lanzándose  a  la  revolución Blanca  la  aguda  pio- 
cha canosa;  blanco  el  ya  ralo  cabello  que  la  matuti- 
na brisa  revolvía;  pero  conservando  aún  roja  la 
sangre  con  el  calor  de  otros  tiempos,  en  los  que, 
soldado  de  mejor  causa,  había  sabido  arrancar  el 
triunfo  a  mil  con  cien!  ■   ' 

Tranquilo  y  aclamado  avanzó;  mas  al  llegar  fren- 
tre  a  la  puerta  central  del  Palacio,  una  fulgurante 
descarga,  hecha  acaso  a  la  voz  de  mando  de  un  ami- 
go, de  un  viejo  camarada  de  armas,  de  un  hermano 
de  victorias,  le  cortó  el  paso;  y  del  noble  caballo 
encalabrinado  por  el  estruendo,  vióse  desprender 
pesadamente  un  cuerpo  que  cayó  a  plomo  sobre  el 
pavimento  mismo  por  el  que,  tiempos  antes,  hubie- 
ra rodado  la  ministerial  carroza  que  lo  conducía,  y 
en  el  que  ahora  su  sangre  semejaba  escribir  el 


■\r.'.-. 


í-^-  312  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

:^^í". '.  I       •   ^; 

Mane,  Thacel  Pitares  de  su  destino  injusto  y  del  in- 
justo destino  de  la  Patria  en  el  porvenir! 

Con  aquella  muerte,  la  incipiente  revolución  que- 
daba punto  menos  que  huérfana.  .  |  i/ 
•  •  Tras  la  cerrada  descarga,  las  ametralladoras  que 
habían  de  sembrar  el  espanto  en  la  capitalina  urbe, 
dejaron  oir  por  vez  primera  su  craquetear  monorít- 
mico  de  huesos  que  se  entrechocan,  y  f  unciotaron 
i,  ;  a  su  tiempo  despiadada  y  certeramente;  en  un  ins- 
tante, sobre  los  verdes  prados  de  la  Plaza  de  Armas 
y  en  las  callejas  de  sus  jardines,  poco  hacía  desier- 
tos y  momentáneamente  poblados  por  curiosos  y 
secuaces^  segaron  vidas  en  manojo,  con  la  trucu- 
lencia de  la  hoz  en  nutrido  trigal,  y  las  balas  tron- 

/  charon  ciegas  y  a  la  par,  flores  en  los  tallos,  ramas 
nuevas  en  los  árboles  y  vidas  inocentes  en  la  exten- 
sión que  quedó  materialmente  punteada  de  cadáve- 
res en  trágicos  escorzos,  en  convulsivas  apostu- 
ras   '  I 

•'  El  telón  se  había  corrido,  y  el  pavoroso  drama  co- 

menzaba. 

Andrade  se  sintió  poseído  de  un  extraño  impul- 
so. Hubiera  querido,  en  un  salto  prodigioso,  colo- 
carse en  el  puesto  más  visible;  agigantarse  allí,  y 
tener  en  vez  de  la  pobre  humana  voz,  el  acento  del 
volcán,  para  gritar  estentóreamente  a  los  unos  y  a 
,,    ,•  los  otros: — ¡Por  la  Patria  y  en  su  nombre!  Abajo 

esas  armas  con  las  que  la  asesináis!— Y  en  ese  pre- 

■   •  ciso  momento,  como  para  responder  a  su  deseo, 

oyó  nueva  y  nutrida  descarga,  y  sintió  rebotar  un 
rocío  de  balas  en  su  derredor.  Un  instinto  legítimo 
de  conservación,  lo  hizo  volver  a  la  realidad  y  aga- 
zaparse tras  un  taxímetro  abandonado,  en  cuya  ca- 
ja vinieron  a  incrustarse  algunos  de  los  perdidos 
:;.^  proyectiles;  de  tan  incómoda  posición  lo  sacó  una 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  313 


* 
«     « 


Abandonemos  por  poco  tiempo  la  narración  de  la 
revuelta  para  trasladarnos  a  la  casona,  en  la  que 
todo  inquilino  había  buscado  refugio:  desde  el  es- 
pantado Chaneque,  que  tal  podía  creerse  había 
trasladado  a  ella  la  Redacción,  hasta  el  callejero 
Fermín,  que  ahora  resistíase  a  salir  a  los  «man- 
dados» así  fuera  de  lo  más  tentadora  la  perspectiva 
de  propina. 

Hasta  allá  llegaron  Menchaca  y  Quico,  y  en  ella 
encontraron  al  buen  Tafolla,  cuya  lengua  se  había 
curado  intempestivamente,  ante  la  necesidad  de 
hacer  comentos  de  la  situación.  '-:i 


mano,  que  en  aquellos  instantes  tuvo  la  fuerza  de 

una  garra,  y  una  voz  de  mortificante  serenidad.  -^ 

—  Venga  usted,  señor  Andrade Vamonos! 

¿No  ve  usted  que  están  haciendo  chuza? 

El  que  así  hablaba,  era  Menchaquita. 

—  Y  usted  ¿qué  hacía  aquí?           ,     Z' ^ 
—Pues  lo  mismo  que  usted curioseando 

¿qué  le  parece  esto? 

Y  tranquilamente,  con  su  cara  de  siempre,  aquel      , 
dandy  almibarado  se  llevó  a  Andrade  rumbo  a  la 
casona. 

—  Ya  propósito  — decíale  en  el  trayecto.  — ¿No 
vio  usted  entre  los  pronunciados  al  amigo  Tenorio? 
Allí  iba .  ^     ♦ 

—  ¿Tenorio?  iNo  es  posible!  Si  ayer  nada  más  era 
gobiernista "  : 

—  ¡Bah!  Eso  no  empece,  como  decía  el  otro.  Ya 
antes  había  sido  zapatista  y  orozquista:  hoy  es  feli- 
cista;  y  mañana  será  otro  «ista>  cualquiera 

—  ¡Qué  canalla! 

—  ¡O  qué  héroe,  dado  como  están  los  tiempos! 


'»■•, 


314 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


Los  corrillos  y  cónclaves  se  reunían  lo  mismo  en 
el  patio  que  en  el  «cantón>  de  cualquiera,  siendo  de 
notar  la  clasificación  de  grupos  quej  sin  gran  difi- 
cultad, podía  hacerse,  según  las  simpatías  de  cada 
uno,  ya  por  los  noveles  revolucionarios,  ya  por  el 
Gobierno  constituido,  y  aun  por  Zapata  o  la  inter- 
vención americana. 

—  Madero  debe  renunciar  incontinenti No 

hay  derecho  para  sostenerse  contra  la  pública  opi- 
nión   

—  ¿Pero  usted  cree  que  usted  es  toda  la  opinión? 
El  pueblo  no  lo  aborrece 

—  Al  que  le  van  a  hacer  la  olla  gorda  es  a  Zapata. 
Mientras  éstos  se  aniquilan,  él  espera,  y  ya  caerá 
sobre  nosotros  a  la  hora  de  la  hora. 

—  íMejor!  Es  el  único  revolucionario  puro. .... 

—  Loque  se  está  buscando  con  todo  esto  es  que 
nos  vengan  a  meter  en  orden  los  «primos.»  Ya  mu- 
cho se  le  han  buscado  tres  pies  al  gato 

—  iQué  trastorno  para  las  «transacciones!»  — de- 
cía afligida  la  viuda  de  Zarzo. 

—  ¿Alguno  de  ustedes  ha  visto  a  Pingarrón?  Ese 
debe  estar  bien  informado. 

—  ¡Échele  un  galgo!  No  le  volveremos  a  ver  entre 
tanto  no  aclare  la  cosa. 

Cada  quisque  almorzó  lo  más  de  prisa  que  pudo 
para  no  perder  detalle  de  las  noticias  que,  por  el 
entreabierto  zaguán,  podían  obtenerse  de  vecinos  y 
transeúntes;  cada  oreja  quería  ser  un  micrófono, 
para  percibir  hasta  el  menor  ruido  y  deducir  por 
él  qué  sucedía;  y  precavidos  y  prudentes,  ni  el  mis- 
mo Orbezo  ni  don  Taco  se  aventuraban  a  avanzar 
más  allá  de  la  próxima  esquina,  trayendo  sus  res- 
pectivas informaciones. 

—  Ya  está  Madero  en  Palacio 


'v^á 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  315 

— £x>s  rebeldes  andan  ahora  sitiando  la  Ciuda- 
Q6ia  • 

—  Allí  hay  mucho  parque  y  cañones  y  ametralla- 
doras. 81  la  toman  ¡adiós  el  Gobierno! 

Elncerrados  ahora  en  la  «República»  Andrade,  al 
que  súplicas  de  Chayo  y  la  «Corchea»  habían  evita- 
do la  salida,  Chaneque,  qué  por  tener  (?)  jaqueca 
no  salía,  y  TafoUa,  que  ingenuamente  declaraba  no 
hacerlo  de  «puritito  miedo,»  cada  uno  comentaba  a 
su  sabor  y  con  ánimo  acalorado,  las  peripecias  po- 
sibles de  aquella  lucha  en  inicio.  Sólo  en  un  punto 
habían  logrado  ponerse  de  acuerdo  completo:  en  el 
de  calificar  a  Tenorio  como  un  desvergonzado,  que, 
a  estilo  de  los  antiguos  «bravi»  de  Italia,  subastaba 
su  sucio  chafarote  en  cada  ocasión  en  que  la  «bola» 
le  prometía  un  botín  posible  de  obtener  sin  gran- 
des riesgos. 

Ya  había  mediado  el  día,  y  las  noticias  últimas 
llegadas  a  la  casona  y  trasmitidas  hasta  «el  copete» 
presagiaban  que  la  tormenta  que  de  estallar  venía, 
tendría  que  recrudecerse  de  un  momento  a  otro; 
los  rebeldes  habían  intimado  rendición  a  la  Ciuda- 
dela;  el  Gobierno  no  contaba  con  elementos  para 
batirlos  victoriosamente;  la  plebe,  en  lugar  dé  ayu- 
dar a  Madero,  permanecía  indiferente  y  «azorrilla- 
da.» ¿Qué  iba  a  suceder?  Y  a  esta  interrogación 
angustiosa,  respondía  el  silencio  de  los  tres  estu- 
diantes, ensimismados  en  hallar  la  solución,  y  que 
turbó  apenas,  en  dado  instante,  el  crujir  de  aquella 
viga  que  en  la  noche  anterior  causara  sus  zozobras, 

—  ¡Diaaablo!  Cucucuando  yo  les  digo  a  ustedes 
que  esta  viiiguita  nos  va  a  dar  un  susto 

—  No  será  mayor  que  el  que  nos  pueda  dar  la  re- 
volufia 

Nueva  pausa;  una  calma  incomprensible  reinaba 
en  la  casona.  Cada  cual  cansado  de  los  comentos  se 


316 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


había  retirado  a  su  «cantón.»  El  silencio  era  casi 
absoluto;  pero  de  pronto  fué  roto  por  un  estampido 
que  con  ecos  de  trueno  atravesó  la  ciudad  toda  y  lle- 
gando a  la  casona  la  hizo  retemblar  hasta  en  sus  ci- 
mientos, sacudiendo  cristales  y  canceles. 

— ¡Esos  son  caaañonazos!  — dijo  casi  en  epiléptico 
ataque,  Demóstenes. 

— Sí ....  el  cañón  comienza  su  obra 

Del  techo  conmovido  por  la  onda  trepidante  de  la 
explosión,  cayeron  en  menuda  lluvia  «caliches» 
abundantes.  A  la  queja  última  de  la  resentida  viga 
aquella,  respondió  el  traquido  todo  del  vigambre  en- 
tero. Tras  la  continuada  advertencia  de  que  ya  no 
podía  resistir  el  peso  que  cargaba,  y  de  que  eran 
insuficientes  los  provisionales  «puntales»  con  los 
que  se  había  tratado  de  evitar  la  catástrofe,  ahora, 
sin  poder  más,  cedía,  astillándose  y  viniendo  al  sue- 
lo en  desplome  instantáneo,  ruidoso  y  completo.  El 
techo,  privado  del  sostén,  se  hundió  en  avalancha, 
inundando  con  una  densa  nube  de  polvo  la  casona 
toda,  que  se  estremeció  hasta  el  más  apartado  rin- 
cón, obligando  a  todos  los  inquilinos  a  abandonar 
sus  viviendas,  presas  del  pánico,  para  precipitarse 
al  patio  en  busca  de  salvación. . . . 

— ¿Qué  es  esto,  por  Dios  santo?  ¿Qué  está  pasan- 
do?—decía  la  atribulada  Paulinita,  en  pleno  patio,  y 
en  ridículo  «deshabillé»  ya  que  la  catástrofe  la  ha- 
bía pillado  en  horas  de  siesta,  mientras  a  su  lado 
el  «Tulipán»  ladraba  furiosamente  al  invisible  pe- 
ligro. I         , 

— Es  que  la  «cosa»  ha  empezado  de  nuevo  y  que 
en  la  azotea  ha  debido  caer  una  bomba  «de  a  placa» 
—  decía  sentenciosamente  Orbezo. 

— ¡Dios  mío!  ¡Mis  hijitos I  — sollozaba  la  señora 
de  Mandujano,  llevando  a  sus  dos  retoños  en  los 
brazos. 


:  LA  RUINA  DE  LA  CASONA  317 

— Chayo,  Paca,  ¿dónde  están?  ¿Y  tú,  Meches? 
¡Vengan vamonos  para  la  calle! 

— ¡Baja,  Pita,  al  patio!  ¿Qué  vas  a  hacer  rumbo 
a  la  azotea?— decía  Chita  a  la  mayor  de  las  «Cor- 
cheas.>  '/  -' 

Pero  Pita,  con  esa  intuición  instantánea  que  sólo 
un  intenso  amor  es  capaz  de  engendrar,  se  había 
dado  cuenta  exacta  de  cuál  era  el  peligro,  y,  para 
para  compartirlo  con  el  amado,  se  había  puesto  en 
un  par  de  saltos  al  lado  de  Andrade,  todo  él  lleno 
de  polvo  y  tierra,  y  al  que  se  puso  a  palpar,  hablán- 
dole  con  la  desesperada  confianza  que  el  momento 
la  imponía: 

—Federico Pedenico ¿qué  le  ha  pasado? 

¿No  está  usted  herido? 

— Nada,  Pita. ...  ya  ve  usted ....  nada  fuera  del 
susto. . . . 

— ¡Cooolosal,  caaaray!  ¡Le  hemos  hecho  un  quiii- 
te  a  la  mumumuerte,  que  ni  los  de  Gaooona! 

Y  mientras  el  tartamudo  haciendo  de  tripas  cora- 
zón se  bromeaba,  el  ínclito  Chaneque,  cuyos  ner- 
vios estaban  más  que  los  de  ninguno  predispuestos 
al  histérico  ataque,  por  mor  de  las  experiencias  te- 
nidas, aturdido  ahora  y  con  cara  de  idiota,  en  pleno 
colapso  nervioso,  reía  un  poco.y  otro  poco  derrama- 
ba lágrimas,  sin  que  lo  que  quería  balbucear  pudie- 
ra salir  de  su  agarrotada  garganta! 

Don  Taco,  que  había  ocurrido  al  sitio  del  hecho, 
veía  contristado  el  montón  de  ruinas  y  apretándose 
ambas  sienes,  sólo  alcanzaba  a  murmurar: 

— ¡Lo  que  nos  va  a  costar  todo  esto!  Loque  nos 
va  a  costar .... 

— ¡Diga  usted  lo  que  nos  ha  costado  ya  a  nosotros! 
— añadió  melancólicamente  Andrade. — A  nosotros 
que  nada  tenemos  fuera  de  nuestro  porvenir .; 


;í*í..; 


,.".): 


318 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


Ahí,  bajo  esas  ruinas,  quedan  ropas  y  libros,  y  to- 
do, todo  lo  que  teníamos! 

El  techo  de  la  «República»  simulaba  ahora  un  an- 
cho boquete  abierto  a  todas  las  intemperies,  y  del 
que  prendían  restos  de  astilladas  vijúas,  ladrillos 
próximos  a  caer  y  sostenidos  en  equilibrio  imposi- 
ble, mientras  el  piso  estaba  inundado  de  cascotes  y 
tierra,  bajo  los  que  asomaban  sepultados  los  ense- 
res y  las  ropas  y  los  papeles  de  los  arruinados  es- 

tudiantejos ¡Qué  vano  empefio  el  de  tratar  de 

reconquistarlos!  El  desplome  hería  a  Andrade  y  so- 
cios como  a  nadie  en  la  casona.  Dónde  irían  ahora 
con  su  bagaje  de  inopia  y  de  fallidas  ilusiones?  ¿Có- 
mo rehacerse  de  todo  aquello  que  era  capital  moral 
y  efectivo?  Lo  más  que  por  de  pronto  consiguieron, 
fué  que  don  Taco  les  ofreciera  asilarlos  sin  estipen- 
dio en  alguna  de  las  viviendas  vacías .... 

Entre  tantp,  cada  vez  más  nutrido  y  grave,  el  es- 
tampido del  cafión  se  reproducía  en  el  lejano  rumbo 
de  la  ciudad ....  El  drama  iba  adquiriendo  intensi- 
dad   Antes  y  hasta  entonces,  el  cafión  había  tro- 
nado en  salvas  de  regocijo.  Ahora  lo  hacía  vomitan- 
do metralla Y  ésta  desgarraba  la  entrafia  de 

una  urbe,  capital  de  una  nación  que  figuraba  en  el 
catálogo  de  las  civilizadas .... 


FIN  DE  LA  SEGUNDA  PARTE 


'  •<: 


PARTE  TERCERA 


LA  TRAGEDIA 
DEL  DESPLOME  AL  INCENDIO 


CAPITULO  I 
Cortando  nudos  irordianos 


i.V">.. 


Dejamos  los  hechos  de  esta  mal  pergeñada  rela- 
ción, con  ínfulas  de  novela,  y  al  cerrar  el  capítulo 
anterior,  en  punto  que  la  revuelta  había  estallado  ;||? 

en  plena  capital  de  México,  causando  con  el  primer  ,^ü 

disparo  del  cafión  el  desplome  del  techo  de  la  «Re- 
pública>  en  la  casona  de  la  calle  de  las  Moras.  9;.: 

¿Qué  había  pasado  entretanto  con  el  Presidente  -; 

Madero?  ¿Qué  había  hecho  al  tener  noticias  de  la  J 

rebelión?  \^ 

Advertido  por  sus  íntimos,  en  el  Alcázar  de  Cha-  -     ■ 

pultepec,  donde  moraba,  tuvo  la  temeridad,  ya  que 
no  carecía  de  valor  personal,  de  lanzarse  a  la  calle, 
con  la  idea  de  sofocar  aquélla,  sin  saber  siquiera 
cuál  era  a  punto  cierto  su  magnitud,  ni  contar  con 
más  apoyo  que  el  que  podían  darle  su  presencia  en 
el  pueblo  y  un  puñado  de  cadetes  del  Colegio  Mi- 


320 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


litar,  hermoso  brote  de  abnegada  juventud,  que 
empuñando  las  armas  sin  vacilaciones,  formaron 
cuadro  al  Primer  Magistrado  de  la  Nación,  en  cum- 
plimiento de  un  deber,  y  no  obstante  que,  en  su 
Instituto  y  por  tradición,  era  más  querido  el  cau- 
dillo de  la  revuelta,  como  ya  estaba  demostrado 
cuando  esos  mismos  cadetes  habían  ovacionado  a 
las  damas  que  hasta  allí  habían  llegado  a  pedir 
a  Madero  que  fuera  la  ley  y  no  el  arbitrio  político 
el  que  juzgara  a  aquél,  al  caer  prisionero  en  Vera- 
cruz. 

En  mitad  de  ese  pelotón  de  efebos  fieles  y  rodea- 
do de  algunos  de  sus  Ministros  y  amigos,  y  de  mi- 
núsculo grupo  de  pueblo,  Madero  atravesó  la  larga 
calzada  de  la  Reforma  y  parte  de  la  Avenida  Juárez 
hasta  que  una  descarga  que  se  le  hizo  por  embos- 
cados enemigos,  lo  obligó  a  refugiarse  en  el  mismo 
taller  de  fotografía  donde  el  populacho,  instigado 
por  seides  suyos,  hiciera  refugiarse  poco  tiempo 
antes,  mediante  vulgar  pedrea,  a  su  contrincante 
político,  el  General  Bernardo  Keyes.  La  suerte  co- 
menzaba, al  parecer,  su  obra  de  ironía. . . . 

Y  allí,  continuándose  esa  obra,  hizo  acto  de  pre- 
sencia, con  protesta  de  lealtad  de  felino,  el  hombre 
que  lo  había  de  perder;  el  mismo  que,  pretendiendo 
ser  portavoz  del  Ejército,  había  pedido  en  un  entu- 
siasta brindis  a  Madero,  plena  confianza  para  ese 
abnegado  organismo,  al  que  llevaría  al  prostíbulo; 
el  que,  vencedor  en  Bachimba,  Rellano  y  Conejos, 
sería  incapaz  de  vencerse  a  sí  mismo,  y  que,  al 
acercarse  a  su  víctima  en  aquellos  álgidos  momen- 
tos, lo  hacía  con  la  coquetería  propia  de  la  boa  cons- 
trictor. 

—  ¿Quién  manda  a  los  leales,  señor  Presidente? 
-preguntó -deseo  saberlo  para  ponerme  a  sus  ór- 
denes. 


*' 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  321 

— Eil  Ministro  de  la  Guerra pero  ya  ye  us- 
ted..  . .  está  herido 

—  Pues  si  usted  me  lo  permite,  yo  lo  llevaré  a  us- 
ted a  Palacio,  donde  está  su  puesto. 

Y  tras  ese  breve  diálogo.  Madero  se  entregó  in-  #f 

conscientemente  a  Huerta,  con  la  misma  ligereza 
con  la  que  había  reintegrado  a  la  nación  a  la  endé- 
mica revuelta. 

Media  hora  más  tarde,  el  Presidente  se  dirigía 
al  Palacio  Nacional,  ginete  en  hermoso  y  manso 
caballo  tordillo,  y  rodeado  de  su  corto  séquito  de 
fieles.  El  pueblo,  su  adorador  de  ayer,  no  lo  acom- 
pañaba ahora,  abandonándolo  a  su  suerte,  por  per- 
juro a  sus  promesas,  o  por  miedo  de  las  balas 

A  su  vez,  los  sediciosos,  por  distinto  rumbo,  y  al 
haber  sido  rechazados  del  Palacio  Nacional,  se  diri- 
gían a  la  Ciudadela,  vasto  almacén  de  municiones  y 
armas.  Así,  mientras  Madero  buscaba  por  asilo  el 
vetusto  edificio,  morada  de  la  ley,  los  rebeldes  bus- 
caban el  arsenal  de  guerra,  símbolo  de  la  fuerza;  de 
tal  modo  quedaba  casada  la  lucha  y  lanzado  el  alea 
jacta  est  en  el  palenque  de  la  histórica  ciudad  de  los 
Moctezumas!  . . 

Expectantes  y  angustiosas  transcurrieron  las 
horas  de  la  mañana,  hasta  que,  al  mediar  el  día,  el 
vivo  fuego  de  los  fusiles  y  el  craquetear  de  las  ame- 
tralladoras, pregonaron  que  la  brega  se  reanudaba. 
La  Ciudadela  estaba  siendo  asaltada;  ella  daría  ' 
nombre  a  la  revolución.  Mal  defendida,  tras  corto 
combate  hubo  de  rendirse,  y  en  sus  vastas  azoteas 
fueron  alineados  los  cadáveres  de  asaltantes  y  asal- 
tados, en  una  macabra  conjunción;  al  cielo  los  rene- 
gridos rostros,  muchos  de  ellos  destrozados  por  el 
certero  proyectil  del  mausser,  y  en  los  que  parecía  ^ 
estereotiparse,  en  los  unos,  un  gesto  de  iracundia, 

dibujado  tal  vez  contra  los  que  a  la  muerte  los  ha- 

21 


■-.'■'^ 


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322  £.  MAQUEO  CASTELLANOS 

bían  llevado;  acaso  contra  los  que  la  muerte  les 
habían  dado;  de  suprema  piedad  en  otros,  con  el 
que  tal  vez  disculpaban  el  sangriento  episodio,  pre- 
cursor de  incruenta  lucha  fratricida. 

Desde  aquel  momento,  el  reto  estaba  formulado 
por  las  dos  fuerzas  contendientes,  teniendo  como 
campo  una  ciudad  de  mansedumbre  y  molicie;  se- 
guiriase  el  duelo  que,  al  ser  tenaz,  formidable,  ago- 
tador, podría  bien  culminar  no  tan  sólo  en  el  sacri- 
ficio de  un  pufiado  de  hombres,  que  nada  son,  que 
nada  vale  si  se  quiere  y  en  relación,  sino  en  el  ho- 
locausto de  algo  de  inestimable  valor:  la  salud  y  el 
decoro  de  la  Patria.  | 

El  manto  de  la  noche  descendió  piadoso  para  ve- 
lar la  hecatombe  del  primer  día  de  combate.  En  la 
Plaza  Mayor,  los  cuajarones  de  sangre,  apenas 
oreados  por  el  sol  de  aquel  día,  señalaban  los  luga- 
res en  los  que  habían  caído  las  primeras  víctimas. 
Los  hospitales  de  sangre  estaban  henchidos  por  los 
lesionados.  La  ciudad,  alegre  y  bulliciosa  la  víspe- 
ra, era  ahora  un  desierto  campo  de  Haceldama,  so- 
bre el  que  se  cernía  una  pesada  atmósfera  de  zozo- 
bra; parte  iluminado  y  parte  a  obscuras,  porque 
por  estrategia,  se  había  ordenado  suspender  el 
alumbrado  en  ciertos  sectores.  Ni  un  tranvía,  ni 
un  automóvil,  ni  un  coche  rodando  por  las  calles 
solitarias;  alguno  que  otro  azorado  peatón  deslizán- 
dose al  abrigo  de  las  paredes,  como  noctámbula 
sombra  errante  de  un  espíritu  en  pena;  y  por  las 
amplias  avenidas  y  los  paseos,  discurriendo  silen- 
ciosas las  «patrullas»  como  fúnebres  comitivas 

La  ciudad  empavorecida,  se  daba  bien  cuenta  del 
drama,  aun  cuando  apenas  había  comenzado.  Lios 
teatros,  los  cafés  y  los  cinematógrafos  estaban 
clausurados.  Un  soplo  de  muerte  y  de  espanto  se 


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LA  RUINA  DE  LA  CASONA  323 

infiltraba  por  doquiera,  y  cada  casa  se  había  trans-  ^: 

formado  en  un  cementerio  por  lo  silenciosa,  y  a  la  .  s?> 

vez  en  una  fortaleza,  en  la  que  sus  vecinos  estaban 
dispuestos  a  hacerla  inexpugnable.  En  la  de  las 
Moras  apenas  si  Fermín  se  aventuraba  a  salir  a  la 
calle  en  busca  de  provisiones.   Desprevenidos  sus  ' 

moradores,  carecían  de  todo  y  era  necesario  adqui- 
rirlo de  donde  lo  hubiera. 

En  los  principios,  habían  comentado  los  sucesos 
con  calor;  ahora  ya  ni  siquiera  se  atrevían  a  hablar 
alto  de  ellos;  era  que  todos  comenzaban  a  deseen-  ^ 
¿ar  de  todos;  todos  solapaban  sus  simpatías  y  na- 
die se  atrevía  a  externar  su  opinión,  inseguro  de 
si  aquel  que  pudiera  ser  favorecido  con  ella  no  se- 
ría el  vencido  del  día  siguiente. 

Amaneció  el  diez  de  febrero;  y  conforme  las  ho- 
ras fueron  transcurriendo,  una  interrogación  in- 
mensa, mejor  dicho  una  serie  de  interrogaciones 
se  fueron  propagando  de  mente  en  mente,  en  una 
ansiosa  curiosidad.  — «¿Qué  sucedía?>  — <¿A  qué 
obedecía  la  calma  aparente  que  reinaba?»  — «¿Por 
qué  no  tronaban  las  armas?»  —  «¿Por  qué  el  Gobier- 
no no  atacaba  a  la  Cindadela?»  —  «¿Por  qué  la  Cinda- 
dela no  tomaba  el  Palacio?» — «¿Qué  significaba 
aquella  tregua?» 

—  «Se  están  preparando»  —  decían  los  unos.  —  «En 
la  Cindadela  se  parapetan»  —  decían  los  otros.»  — 
«El  Gobierno  no  tiene  fuerzas  ni  parque  y  está  tra- 
tando de  reconcentrar  elementos.»  — «Madero  ha 
ido  a  pedir  su  ayuda  a  Zapata.» -«Madero  ha  huí- 
do  »  —  Lo  cierto  era,  que  cada  versión  tenía  algo      ^ 

de  fundado,  y  la  que  sí  era  enteramente  verídica 
la  de  que  Madero,  en  un  rasgo  de  temeraria  lo- 
cura, había  salido  de  la  capital  a  bordo  de  un  auto- 
móvil, con  dos  ayudantes  por  toda  escolta,  rumbo 
a  Cuemavaca,  para  ir  a  traer  las  fuerzas  que  allá 


'■^•-i: 


324  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

operaban  contra  los  zapatistas,  al  mando  del  gene- 
ral Angeles. 

Fundada  o  infundada  corrió  igualmente  la  versión 
de  conciliábulos  celebrados  entre  amigos  de  los  re- 
beldes y  el  divisionario  al  que  Madero  había  confía- 
do  sofocar  la  revolución,  con  el  intento  de  llegar  a 
un  acuerdo,  al  que  no  fué  posible  llegar  por  falta  de 
dinero. 

Acaso  tal  versión  obedecía,  más  que  a  verdad,  a 
un  instinto  que  sugería  el  que  una  traición  fuera 
posible.  ¿Por  qué  el  ojo  del  buitre  no  podría  haber 
columbrado,  desde  la  altura,  que  allá  abajo  había  un 
duelo  entre  dos,  de  los  que  vencido  el  uno  el  otro  re- 
sultaría fácil  presa? 

Para  hacer  más  difícil  la  situación  y  hasta  para 
demostrar  que  el  temor  indicado  existía,  el  mando 
supremo  no  estaba  real  sino  nominalmente  deposi- 
tado en  unas  manos:  las  de  Huerta,  ya  que  otros  je- 
fes tenían  facultades  bastantes  para  obrar  por  su 
propio  arbitrio,  como  acontecía  con  el  general  fede- 
ral Delgado  —  fuera  de  cuadro  en  el  Ejército  por  una 
condena  —  y  con  el  general  Romero  —  igualmente  fue- 
ra de  cuadro  por  otra, —  y  a  los  que  el  Presidente 
Madero,  con  falta  de  tacto,  había  reintegrado  en  sus 
grados.  De  cualquier  manera,  lo  perceptible  era  que 
había  desconcierto,  incertidumbre,  vacilación,  rece- 
lo, en  las  entrañas  mismas  de  aquella  noble  insti- 
tución que,  hasta  un  pasado  inmediato,  había  sido 
la  mejor  y  más  eficaz  salvaguardia  del  orden. 

Entretanto,  en  el  Palacio  Nacional  el  rencor  más 
que  la  serena  justicia,  había  comenzado  a  dar  su  fru- 
to hediondo;  y  un  viejo  soldado,  que  gozaba  de  fuero 
constitucional,  y  con  él  algún  alumno  de  la  Escue- 
la de  Aspirantes,  habían  caído  inicuamente  fusila- 
dos  Eran  sediciosos,  sí;  desleales,  infidentes; 

pero  de  todos  modos  hombres  a  los  que  una  «ley> 


(*)  Aunque  por  trama  novelesca  se  dijo  que  el  cafión  ha- 
bía sonado  por  primera  vez,  en  esos  días  de  lucha,  en  la 
mañana  del  nueve  de  febrero,  lo  cierto  fué  que  no  sucedió 
tal  sino  hasta  la  del  once  sigruiente.  <i  ::>>(< 


-'■i^ 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  825 

preexistente  y  no  una  volantad  singular,  era  la  sola 
autorizada  para  segarles  la  vida.  Así,  pues,  el  Gro- 
bierno,  en  una  ciega  epilepsia  de  rabia,  se  deshon- 
raba a  su  vez 

Guando  alboreó  la  mañana  del  once,  la  urbe  tuvo 
un  despertar  de  pánico.  Una  ronca  voz,  que  le  era 
familiarmente  conocida  en  las  fiestas  de  la  Patria, 
en  las  que  tronaba  por  homenaje  y  con  entusiasmo, 
hacía  retemblar  ahora  las  casas  y  ulular  al  aire,  re-  ,^}. 
sonando  colérica  y  f ormidante.  £1  cafión  comenzaba 
a  vomitar  metralla,  y  de  las  cornisas  de  los  edificios 
y  las  cúpulas  de  los  templos  arrancaba  nubes  de  ca- 
liza pulverizada  y  cascotes  que  convertía  en  proyec- 
tiles. Pronto  las  lacras  de  sus  disparos  quedaron 
señaladas  en  los  puntos  salientes.  Y  la  ametrallado- 
ra, con  su  fatídico  craquetear,  parecía  aplaudir  al 
cañón,  haciéndole  coro  el  fusil,  cuyas  balas  rasga- 
ban el  aire  produciendo  un  silbido  fino,  agudo,  pa- 
recido al  de  un  cristal  en  vibración (*) 

La  Cindadela,  acometida  en  aquella  mañana,  de- 
volvía el  ataque;  y  la  ciudad  se  sentía  cogida  entre 
dos  fuegos.  Muchos  de  sus  habitantes,  que  movidos  , 
por  la  curiosidad  o  espoleados  por  la  necesidad  se 
atrevían  a  transitar  por  las  calles,  caían  en  mitad  de 
ellas,  para  no  levantarse  más,  o  iban  a  engrosar  el  nú- 
mero de  los  heridos  en  los  improvisados  hospitales, 
repletos  de  ellos!  Algo  como  una  horripilante  man-  '^ 

cha  roja  se  iba  extendiendo  y  extendiendo  sobre  la 
urbe El  hermano  mataba  al  hermano,  con  los  fu- 
siles que  la  Nación  había  puesto  en  sus  manos  pB.r& 
que  la  defendieran,  y  mismos  con  los  que  ahora  la 


■<'^' 


326  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

torturaban  y  la  laceraban;  y  la  muerte  odiosa  de 
la  guerra  civil  encendía  su  antorcha  funeraria  que, 
encendida  aún,  acaso  se  habrá  de  apagar  tras  de  los 
funerales  de  la  Nación  misma .... 

Ante  la  intensidad  del  conflicto,  la  diplomacia  qui- 
so mediar,  buscando  solución  a  lo  que  sólo  podía 
tenerla  por  el  triunfo  de  uno  de  los  combatientes, 
sobre  el  otro,  si  se  quería  un  resultado  definitivo. 
Formuláronse  arbitrios;  imagináronse  transaccio- 
nes, y  toda  oferta  bulló  en  vano  ante  la  desconfianza 
y  la  obcecación  del  hombre  del  Ejecutivo. 

Fracasados  los  «pourparleurs»  diplomáticos  en 
vi.sta  de  que  si  el  Gobierno  pretendía  la  sumisión 
incondicional  de  los  rebeldes,  éstos,  a  su  vez,  que- 
rían la  abdicación  sin  excepciones  de  los  hombres 
de  aquél,  el  combate  se  reanudó  con  más  fuerza  y 
saña  que  el  día  anterior.  Madero  había  recibido  re- 
fuerzo de  hombres  y  municiones  y  no  era  avariento 
en  gastarlos;  y  por  la  otra  parte  se  hacía  lujo  y  de- 
rroche de  las  existencias  del  inmenso  material  del 
que  se  habían  apoderado.  | 

Fronteriza  a  la  Cindadela  estaba  la  Cárcel  Gene- 
ral: por  ella  podía  venir  bien  el  ataque  para  aquélla, 
y  a  fin  de  evitarlo  se  la  cañoneó;  la  hampa  del  presi- 
dio se  revolvió  dentro  de  las  salas  de  la  prisión  como 
fiera  que  se  siente  enardecida  por  el  peligro  dentro 
de  la  propia  jaula;  y  entonces,  rompiendo  aquélla, 
los  reclusos  fueron  a  incorporarse  los  unos  a  los  su- 
blevados, mientras  los  otros  que,  lo  menos  que  po- 
dían haber  pensado  era  en  recobrar  la  libertad  en 
aquella  forma,  lo  hicieron  a  la  camaradería  derra- 
mada por  el  poblado,  jubilosos  de  su  manumisión, 
para  ir  de  nuevo  a  gravitar  hacia  el  crimen,  a  excep- 
ción de  los  pocos  que  fueron  recapturados.  Tal 
parecía  que,  en  un  augurio  más,  la  nueva  revolución 
como  lo  había  hecho  la  pasada  maderista,  abría  las 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA 


827 


puertas  de  las  cárceles  para  que  quedara  abrogado 
el  derecho  de  castigar  la  delincuencia. ..... 

Lo  imaginable,  lo  lógico,  lo  que  la  más  inexperta 
inteligencia  en  achaque  de  guerra  inducía  a  esperar, 
era  el  sitio  metódico  de  laCiudadela,  que  estaba  muy 
lejos  de  ser  una  fortificación:  la  aproximación  pau- 
latina a  sus  muros,  con  las  precauciones  del  caso, 
por  medio  de  obras  de  zapa;  de  paralelas  cubiertas 
y  de  aproche,  medio  por  el  que  todo  el  mundo  con- 
sideraba perdida  a  la  reductible  posición  en  dos,  tres 
o  cuatro  días.  Mas,  con  general  estupefacción,  el 
jefe  militar  que  dirigía  el  ataque,  lo  entendía  en  otra 
forma;  y,  con  novísima  táctica,  lanzaba  sobre  el  re- 
cinto de  la  Ciudadela  columnas  de  asalto  por  las  ca- 
lles, que  la  metralla  se  encargaba  de  barrer  con  la 
facilidad  con  la  que  el  río  crecido  barre  los  obstácu- 
los que  se  levantan  en  su  cauce. 

Fué  así  como  calles  enteras  de  las  que  circunvalan 
a  la  Ciudadela  quedaron  alfombradas  de  cadáveres 
de  combatientes,  defensores  del  Gobierno;  unos  caí- 
dos cara  al  sol  y  en  mitad  del  arroyo:  acribillados 
otros  en  los  vanos  de  las  puertas  de  calle:  otros  más, 
desmenuzados  por  el  torbellino  de  proyectiles  de 
artillería  que  sobre  ellos  descargaban  los  rebeldes. 

Las  escenas  espantosas  y  macabras  se  sucedían 
sin  interrupción.  Cada  vez  que  alguna  columna  asal- 
tante desembocaba  por  alguna  de  aquellas  calles,  el 
resultado  era  idéntico.  Veíanse  hombres  para  los 
que  había  bastado  una  certera  bala  a  fin  de  inmovi- 
lizarlos con  la  muerte,  tras  rápida  convulsión:  heri- 
dos que  se  arrastraban  penosamente,  buscando  un 
lugar  de  asilo,  un  rincón  salvador  que  no  i)odían  ha- 
llar, y  que  se  desangraban  sin  auxilio  y  perecían 
sin  socorro  empurpurando  el  suelo  con  su  sangre; 
o  que,  ululantes  de  dolor,  imprecaban  y  se  arrastra- 
ban reptando  como  bestias  lastimadas,  hasta  que. 


■^ 


328 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


misericordiosa,  una  nueva  descarga  ponía  fin  al  dan- 
tesco sufrimiento.  Cadáveres  de  caballos  caídos  en 
mitad  de  la  calle,  y  de  los  que  la  descomposición  se 
apoderaba  velozmente,  transformando  los  abdóme- 
nes en  monstruosos  receptáculos  de  gases  pestilen* 
tes,  e  infelices  jamelgos  despanzurrados  por  la  me- 
tralla y  que,  espantados,  azorados,  enloquecidos  por 
el  dolor  o  ante  la  insólita  crueldad  del  hombre,  de  la 
que  acaso  se  daban  cuenta,  partían  corriendo,  dejan- 
do regados  por  el  asfaltado  pavimento  las  humean- 
tes visceras  y  los  detritus  de  una  digestión  apenas 
comenzada I 

Y  el  cafión  entretanto,  retumbando,  intermiten- 
te a  veces;  en  otras  sin  interrupción,  y  enviando  en 
todas  direcciones,  lo  mismo  de  parte  de  unos  que 
de  los  otros  combatientes,  los  rechonchos  proyecti- 
les, repletos  de  balines  que  se  derramarían  despa- 
rramando a  diestra  y  siniestra  la  muerte,  en  la  ce- 
guera de  la  bala  cuyo  oficio  es  matar  sin  saber  por 

qué;  sin  saber  a  quién Al  cañonazo  respondía 

siempre,  invariablemente,  el  craquetear  de  la  ame- 
tralladora simulando  el  rabioso  aplauso  hecho  por 
manos  de  esqueleto,  en  un  rítmico  sonar  de  huesos; 
y  coreaba  a  la  metralladora  el  fusil,  cuyas  balas  ras- 
gaban el  aire  con  un  silbido  fino,  agudo,  penetrante, 
como  de  cristal  en  vibración I 

La  ciudad,  espantada  hasta  el  erizamiento,  sentía 
que  la  muerte  vagaba  suelta,  haciendo  portentosa 
cosecha.  Percibía,  comenzaba  a  percibir  en  el  aire, 
el  olor  de  la  carroña,  y  se  extremecía  de  horror  con 
los  relatos  de  los  temerarios  que,  por  darse  el  es- 
pectáculo de  saber  cómo  se  mata  y  se  muere  en  la 
guerra,  salían  a  la  aventura  callejera,  para  ir  a  ser 
carne  de  mesa  de  hospital,  o  ir  a  engrosar  el  montón 
de  los  muertos  anónimos  que  habían  de  arder  des- 


liA  RUINA  DB  LA  CASONA         ,  329 

paés,  como  tétrica  luminaria  neroniana,  en  los  lla- 
nos de  «Valbuena!» 

En  esa  angustia  transcurría  el  tiempo:  las  noches 
se  sucedían  lóbregas  y  fúnebres,  mas  con  algo  de 
piadoso;  en  ellas  la  lucha  cesaba;  los  combatientes 
esperaban,  arma  al  brazo,  el  nuevo  día  para  reanu- 
dar el  duelo,  como  si  no  quisieran  hacer  de  la  tinie- 
bla  nueva  arma,  pactando  el  armisticio  con  la  som- 
bra. ... 

Tal  parecía  que  el  espanto,  el  terror,  el  pánico 
quintescenciado,  hubieran  paralizado  las  energías 
todas  de  aquella  populosa  urbe  de  medio  millón  de 
habitantes,  que  se  dejaba  cañonear,  ametrallar, 
acribillar,  sin  levantar  airada  una  protesta  colecti- 
va, y  sí  buscando  el  sótano  para  hacer  en  él  vida  de 
alimaña. 

—¡No  se  puede  guisar!  Tendremos  que  comer 
crudo  y  lo  que  haya —decía  Chita  en  gemebun- 
do tono.  —  Ni  por  un  ojo  de  la  cara  se  consigue  una 
migaja  de  carbón!j 

— Tiene  usted  razón  mialma;  hoy,  por  primera 
vez  en  su  vida,  ha  tomado  frío  su  chocolate  mi  «Tu- 
lipán.» 

— ¡Lochita  sí  que  ha  sido  previsora!  Compró  quién 
sabe  dónde  y  antes  de  que  se  iniciara  la  «frasca> 
todo  lo  necesario ^ 

— Eso  es  que  debe  haber  estado  advertida  a  tiem- 
po por  el  «sobrinito,*  que  a  poco  y  está  en  el 
«ajo» íf 

Calumniosa  versión:  el  sobrino  llegaba  de  prisa 
y  silencioso,  como  preocupado;  tomaba  en  volandas 
su  colación,  y  se  volvía  a  la  oficina. 

—Pero  oiga,  Menchaca.  ¿No  se  le  escarapela  el 
cuerpo  pensando  que  se  puede  encontrar  perdi- 
do un  albondigón  de  esos  de  a  setenta  y  cinco? 

— ¿Y  qué  quiere  usted  que  haga,  mi  apreciable 


« 


j  •■ 


330  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

Chaneque?  El  deber  es  el  deber,  y  hay  que  cumplir 
con  él,  y  más  ahora  que  hay  mucho  quehacer  en  la 
oficina.  Por  lo  demás,  bala  que  se  oye  no  pega; 
y  muerto  más  o  muerto  menos  no  hace  montón .... 

— ¡Jesús  me  valga!  Sólo  de  oírlo  ya  tengo  calos- 
fríos ....  —  coreaba  Paulinita. 

Orbezo  no  acababa  de  deglutir  su  problema.  Sen- 
tíase compelido  por  algo  que  le  decía  que  su  puesto 
estaba  al  lado  de  los  defensores  del  'Gobierno,  ya 
que  éste  le  daba  sueldo;  pero,  por  otra  parte,  allá, 
en  la  «Cindadela,»  estaban  los  camaradas;  los  que 
perseguían  la  reivindicación  de  afrentas  de  las 
qué  él  se  consideraba  copartícipe;  combatían  a 
los  que  habían  echado  de  la  silla  presidencial  al  se- 
fior  don  Porfirio,  y  con  él  a  toda  una  tradición,  a  to- 
da una  época,  que  eraa  las  suyas;  y  así  mientras 
lograba  aclarar  la  incógnita,  se  conformaba  con  dar 
sus  lecciones  de  estrategia  y  de  conocimientos  ba- 
lísticos al  vecindario,  ilustrándolo  sobre  ciertos  de- 
talles. ,  I 

— Ahora  tiran  de  la  «Ciudadela.»  Esos  son  dispa- 
ros de  «Schneider-Canet* los  conozco  muy  bien. 

¡Si  los  cañones  hablan! 

Y  a  poco: 

—Ahora  disparan  del  otro  lado.  Esas  ametralla- 
doras deben  estar  funcionando  por  la  Calzada  de 
Dolores 1 

— Adiós  viejo! ....  ¡Usted  nos  quiere  «tantear!» 
¿Cómo  va  usted  a  saber  eso?  I 

— Por  la  dirección  del  viento.  ¿No  ve  usted  que 
los  disparos  se  oyen  muy  lejos?  [  -, 

Cuca  Otamendi,  que  en  los  principios  estaba  fu- 
riosa contra  los  «pronunciados»  había  apagado  el 
fuego  de  sus  baterías;  por  lo  menos,  las  de  grueso 
calibre.  En  sus  interiores  sentía  aversión  por  aque- 
llos «peleles»  que  querían  derrumbar  al  «apóstol,» 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA      ;  881 

de  quien  todavía  podía  esperarse  mucho,  y  que  ha- 
bía venido  a  devolver  al  pueblo  sus  libertades  y  a 
las  modistas  ramplonas  una  poca  de  clientela;  pero 
al  propio  tiempo,  pensaba  que  podía  suceder  bien 
que  los  facciosos  dieran  al  traste  con  ax>óstol  y 
apostolado,  en  cuyo  caso  meditaba  sobre  la  oportu- 
nidad de  aquellas  flores  arrojadas  por  Tenorio  a  los 
pies  de  Chayito,  y  en  la  significativa  sonrisa  con  la 
q  ue  la  tal  había  pagado  la  ofrenda.  Qué  lástima,  des- 
pués  de  todo,  que  sólo  hubiera  dos  velas  encendi- 
das, y  que  Paca  o  Meches,  por  ejemplo,  no  tuvieran 
un  pretendiente  en  las  filas  de  zapata! 

Eln  el  concurso  aquél,  alguien  había  que,  callado, 
apenas  si  sonreía  mefistofélicamente,  cuando  ciertas 
«grillas»  llegadas  de  la  calle  le  daban  el  tono  de  có- 
mo andaban  las  cosas,  Rémington.  Su  íntimo  Pin- 
garrón  había  hecho  un  eclipse  total,  un  mutis  rápi- 
do desde  las  primeras  de  cambio;  nadie  sabía  de  él; 
ni  aun  el  mismo  Porritas  que  apenas  si  se  había 
dejado  ver  por  lo  casona,  más  amarillo  que  un  cirio 
viejo.  ¿Por  miedo?  ¡Cá!  Era  que  él  padecía  sus 
ataquitos  del  hígado,  y  ahora  andaba  con  uno  de 
ellos. 

Chaneque,  como  ardilla  enjaulada,  ya  bajaba,  ya 
subía  desde  la  «República»  al  patio  y  del  patio  al 
«copete;*  sus  nervios  estaban  como  cables  de  acero, 
ante  lo  que  pudiera  encerrar  el  porvenir,  al  que  veía 
color  de  hormiga.  Sufría  sobresaltos  incontables. 
Los  fusiles,  aquellos  fusiles  de  Tinajero,  que  un 

día  viera  apuntados  a  su  pecho! Y  el  ojo,  el  ojo 

aquel  del  tuerto  Matías  que  parecía  el  de  un  cíclo- 
pe! —  Y  aquellos  dos  ahorcados  balanceándose  en 
la  cruceta  del  telégrafo ....  ¡Vaya  usted  a  saber  si 
Tinajero  o  Matías  no  resultaban  ahora  «libertado- 
res» en  el  «nuevo  orden  de  cosas,»  con  los  que  él  tu- 
viera que  ajustar  cuentas  debido  a  sus  ideas  en 


■-^■^. 


882 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


política!  ¡Y  él  que  los  había  calificado  de  «latro-fac<| 
ciosos!» 

— ¡Esto  es  un  crimen!  ¡Esto  es  un  crimen!— se 
conformaba  con  decir. 

— Y  tú  que  eeeres  aaacredor  al  cadaaalso  por  ha-; 
ber  escriiiito  en  un  perioooódico  maaaderista. ... 

— Psché yo  sé  ser  firme  en  mis  ideas.  i 

— Pupupues  te  paaarticipo  que  ya  están  daaando 
luuumbre  a  los  rotatiiiivos  gobiernistas.  Ya  ardió; 
la  «Huhuhuevera» (Por  la  «Nueva  Era.») 

—  ¡Qué  salvajada!  ¡Quemar  las  prensas  propaga- 
doras del  pensamiento  libre!  ,.,  j 

— Del  pensamiento  coooómplice,  dirás 

Barbedillo  atento,  analizador,  avizorando  siempre, 
no  perdía  detalle  y  era,  al  parecer,  quien  mejor  He- ' 
vaba  el  pulso  de  los  acontecimientos,  por  más  que; 
en  sus  labios  resultara  un  pulso  loco,  y  una  vez; 
que  adquiría  sus  informes  en  la  peluquería  de  la : 
misma  calle.  Quería  saber,  como  era  lo  indicado,  en , 
qué  momento  se  iniciaba  «la  cargada»  para  enton- 
ces adoptar  partido.  Y  de  ahí  que  su  brújula  es- 
tuviera con  la  aguja  borracha,  porque,  si  en  un  día ! 
se  le  oía  decir,  seguiendo  los  informes  adquiridos:; 

— Al  Gobierno  se  le  ha  acabado  el  parque,  y  aun- i 
que  tenga  un  militarazo  como  Huerta,  no  le  doy  mu-  i 
cha  vida 

Al  siguiente  decía:  ' 

— ¿Pero  cuándo  han  sido  buenos  artilleros  Mon- 
dragón  y  Félix  Días?  Los  van  a  coger  en  la  rato-  i 


ñera 


• .  • . 


Para  enmendar  en  la  tarde: 

—¡Caramba!  Qué  disparitos  los  que  hacen  los  de , 
allá,  eh?  En  donde  ponen  el  ojo  ponen  el  obús. 
Y  los  de  este  lado  empeñados  en  hacer  dispara- 1 
tes!.... 

Y  en  la  noche  anunciar : 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA 


388 


— Zapata  es  el  que  va  a  levantar  el  monte.  Los 
otros  le  están  haciendo  la  olla  gorda.  Para  él  será 
la  situación .... 

Andrade  no  se  resignaba  a  la  inactividad.  Creía 
que  era  un  crimen  inmenso,  inaudito,  sin  preceden- 
tes en  la  Historia  nacional  aquél,  por  ambos  ban- 
dos, sin  querer  acordarse  de  las  experiencias  de 
esa  Historia;  y  que  era,  por  lo  tanto,  odiosa  compli- 
cidad el  permanecer  cruzado  de  brazos.  Sin  dejar 
de  desconocer  que  podía  haber  mucho  de  justo  en 
la  revuelta,  pero  que  también  lo  había  en  la  obsti- 
nación del  Gobierno  para  no  ceder,  condenaba  re- 
sueltamente la  apatía  del  pueblo  frente  a  la  catás- 
trofe, ya  que  ni  se  ponía  del  lado  de  su  apóstol,  para 
defenderlo,  ni  frente  a  él,  para  desautorizarlo.  Pen- 
saba que  la  multitud  debía  erguirse,  ponerse  de  pie 
y  no  estar  «azorrillada»  en  sus  tabucos;  levantarse 
colérica,  indignada  y  reclamar,  en  una  enérgica  ad- 
monición, el  que  afrenta  tal  contra  los  destinos  de  la 
Patria  se  estuviera  cometiendo  en  la  misma  entra- 
ña de  la  nación,  sin  tomarlo  a  él,  el  pueblo,  para  na- 
da en  cuenta,  cuando  era  el  único  que  tenía  derecho 
para  determinar  de  sus  destinos  que  ahora  se  dis- 
putaban a  cañonazo  limpio  un  poder  sin  simpatías, 
pretendiendo  sostenerse  por  la  fuerza,  y  una  f  uersa 
que,  con  bastardo  origen,  quería  apoderarse  del 
Poder.. .. 

Por  eso  que  saliera  a  peregrinar  por  los  arraba- 
les de  la  urbe,  en  algo  que  a  su  romanticismo  polí- 
tico parecía  santa  cruzada,  de  la  que  volvía  siempre 
más  decepcionado,  más  convencido  de  que  en  la 
gran  masa  no  hay  voluntad;  desilusionado  de  que 
aquélla  pudiera  moverse  por  voliciones  inteligentes 
y  no  por  pasionales  impulsos  y  por  subjetivismos 
tontos.  -  ■ 

—  ¡Este  es  un  pueblo  de  cobardes! — decía  al  re- 


-A'. 


334  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

presar — Con  la  misma  pasividad  con  la  que  ayer  ¡ 
soportaba  sobre  sus  espaldas  el  látigo  de  sus  afren- 
tas, soporta  hoy  la  fusta  de  las  balas 

Las  escapatorias  de  Andrade  hacían  temblar  de 
terror  a  la  cada  vez  más  enamorada  «Corchea,»  que 
al  verlo  deslizarse  furtivamente  rumbo  a  la  calle,  se 
presumía  que  era  la  última  vez  que  lo  veía  vivó, 
siendo  lo  posible  que  se  lo  devolvieran  en  una  cami-  : 
Ha,  muerto  o  mal  herido.  Y  ella,  que  hasta  entonces  i 
había  sido  incapaz  de  formularle  una  súplica,  de  in- 
sinuarle en  lo  más  mínimo  su  amor,  cobraba  ímpe- 
tus para  decirle  en  efusivo  ruego:  ' 

—¡Por  el  amor  de  Dios,  Federico! — iNo  salga  us-  : 
ted!  ¿Por  qué  le  gusta  tanto  exponerse,  dejándonos,  i 
angustiados  por  usted  aquí?    ¿Qué  va  a  buscar?  i 
¡Qué  cruel  sería  que  lo  mataran,  y  uno  ni  lo  supie- 
ra para  volar  a  su  lado!  I 

— No  tenga  cuidado,  Pita;  tomo  mis  precauciones 
y  no  me  pasará  nada.  ¡Qué  quiere  usted!  Busco  el 
ayudar  a  que  esto  se  solucione .... 

— ¡Déjelos  usted!  Allá  que  gane  el  que  ha  de  ga-  ; 
nar 

—¿Y  eso  dice  usted?  No. . . .  Es  preciso  orientar  í 
a  la  opinión;  conducirla;  enseñar  al  pueblo 

— La  opinión la  opinión Yo  he  oído  decir  \ 

a  usted  mismo  que  esa  es  «una  eterna  enamorada  ^ 
de  un  resplandor  que  se  llama  éxito>! ....  ¿Verdad 
que  me  va  a  hacer  caso  y  que  no  saldrá?      : 

Mas  Quico  no  la  hacía  caso  y  se  marchaba;  y  en- 
tonces ella,  como  en  alguna  otra  semejante  ocasión,   '. 
acudía  a  su  remedio  heroico:  encender  su  lampari- 
ta  al  Santo  Niño  de  Praga 

En  cambio,  la  lámpara  de  Chayo  no  se  encendía 
ya  con  el  mismo  objeto  a  la  Virgen  de  las  Angus- 
tias.   Chayo,  la  divina  Chayo,  tenía  sus  dudas  y  va- 


■  ■^;  •  //■' 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA 


335 


cilaciones  sobre  encender  aquella  lámpara  por  An- 
drade  o  por  otro. 

La  seductora  morena  había  sufrido  una  extraíLa 
e  insensible  deformación  en  carácter  y  tendencias: 
la  bella  púber  de  ayer,  dominadora  de  belleza,  pero 
recatada  y,  en  parte,  sencilla,  iba  convergiendo,  ca- 
da vez  con  más  fuerza,  acaso  por  verse  cada  vez  con 
más  fuerza  elogiada,  en  casquivana,  desenvuelta  y 
poco  escrupulosa:  si  conservaba  ciertos  afectos  pa- 
ra Andrade,  en  una  fidelidad  impuesta  acaso  por- 
que no  se  la  tachara  de  frivola  y  coqueta,  llevaba 
codiciosamente  su  pensamiento  también  por  otros 
rumbos  de  amor  o  de  ilusión;  si  todavía  la  seducía 
la  arrogante  figura  de  aquél  y  la  cautivaba  su  fácil 
verba,  no  era  aventurado  asegurar  que  en  sus  inti- 
midades poníale  más  de  un  pero:  conservábalo  co- 
mo al  dueño  de  sus  primitivas  ilusiones;  pero  es- 
quivaba darle  las  que  iban  naciendo  nuevamente  en 
su  cerebro  más  que  en  su  corazón;  pasado  el  perío- 
do del  romanticismo,  la  Chayito  iba  ahora  apren- 
diendo a  ser  un  poco  práctica:  hacía  como  más  elás- 
tica su  alma,  y  por  ello  admitía,  siempre  en  lo 
íntimo,  por  supuesto,  que  bien  podría  no  ser  An- 
drade el  único  hombre  digno  de  que  ella  fuera  su 
esposa.  Andrade  no  era  capaz  de  colmar  ya  todas 
sus  codicias. 

Precisamente  en  aquellos  días  Chayo  había  teni- 
do una  debilidad  y  cometido  cierta  ligereza  que  la 
traía  algo  medrosica,  no  fuera  a  ser  que  los  celos 
de  Quico,  que  los  tenía  y  grandes,  la  dieran  un  do- 
lor de  cabeza  anticipadamente. 

Erase  el  caso  que,  subrepticiamente,  la  Chayito 
había  recibido  pocos  días  antes,  una  esquela  de  al- 
guien que  la  avisaba  estar  en  México  y  arder  en  de- 
seos de  verla,  los  que  no  podía  realizar  desde  luego 
por  tener  que  estar  de  incógnito  en  la  capital,  y 


886 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


v* 


porque  no  quería  procurarle  «dificultades,»  dados 
los  «compromisos»  que  ella  tenía  con  Andrade;  pe- 
ro prometiéndola  que,  en  la  primera  oportunidad 
propicia,  trataría  de  satisfacer  aquella  más  que 
pueril  satisfacción,  imperativo  deseo  de  «verse  en 
el  cielo  de  sus  ojos»  y  «oir  su  voz,  eco  divino.»  El 
anónimo  galán  la  encarecía  la  reserva;  y  ella,  que 
bien  había  podido  identificarlo,  si  no  por  la  vulga- 
ridad de  sus  frases  sí  por  el  carácter  de  letra  de  la 
misiva,  había  guardado  el  secreto  obedientemente: 
un  poco  por  dar  gusto  a  quien  se  lo  pedía;  otro  po- 
co por  hacer  así  más  interesante  el  homenaje;  y 
aun  otro  poco  porque  si  aquello  lo  sabía  Andrade, 
era  seguro  que  la  armaba  un  tiberio. 

Mas  la  casualidad,  que  es  madre  de  muchas  co- 
sas buenas  y  malas,  puso  frente  a  frente,  por  un 
momento  y  en  las  horas  iniciales  de  la  perturba- 
ción política,  a  la  inconstante  coqueta  que,  a  seme- 
janza de  la  revolución,  gustaba  de  ir  acrecentando 
el  número  de  sus  adoradores,  y  al  audaz  galantea- 
dor que  ahora  la  pretendiera.  Sucedió  el  hecho 
cuando  el  núcleo  de  los  sublevados  del  9  de  febrero 
al  ser  rechazados  del  Palacio  y  dar  la  media  vuelta 
por  las  calles  del  Reloj,  pasaron  por  algún  crucero 
en  momentos  en  los  que  Cuca  y  Chayo  regresaban 
del  baño,  deslumbradora  de  belleza  la  segunda,  con 
la  opulenta  cabellera  suelta;  radiante  de  juventud  y 
pictórica  de  vida;  fresca  y  lozana. 

Sorprendidas  por  la  columna  revolucionaria  y  an- 
te la  imposibilidad  de  hallar  refugio  en  algún  za- 
guán, ya  que  todos  estaban  cerrados,  o  de  correr, 
lo  que  era  punto  menos  que  inútil,  tuvieron  que  re- 
plegarse contra  los  muros  de  una  casa,  en  tanto  que 
pasaban  los  rebeldes.  Y  fué  así  como  vieron  desfi- 
lar a  aquéllos,  encabezados  por  Díaz  y  Mondragón, 
en  trajes  de  paisanos,  y  jinetes  en  briosos  caballos 


■^' 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA 


337 


cuyas  monturas,  como  la  del  caballo  del  infortunado 
Reyes,  estaban  engalanadas  por  las  flores  prendi- 
das al  azar  de  las  que  femeninas  manos  les  hubieran 
arrojado  al  paso  desde  los  balcones  y  azoteas.  Y 
a  la  zaga  de  aquellos  pudieron  reconocer,  estupe- 
factas, a  alguien  que,  enhiesto,  provocador,  orgu- 
lloso de  su  nueva  hazaña  y  a  caballo  también,  les 
envió  con  la  mano  un  afectuoso  saludo,  después  de 
haber  hecho  caer  a  los  pies  de  Chayito  un  fresco 
ramo  de  claveles  y  violetas,  que  aquella  se  apresu- 
ró a  levantar,  pagando  el  homenaje  con  una  delicio- 
sa sonrisa. 

— Pero ese  hombre  no  tiene  «cuate> — dijo  in- 
dignada Cuca — Si  parece  mentira ! 

—¿Por  qué?  Preguntó  Chayo  con  fingida  cando- 
rosidad.  ;v- "    " 

— ¡Cómo !  Pues  si  él  era  maderista .... 

— Y  ya  ahora  no  lo  es ¿qué  tiene  eso  de  raro? 

— ¡Eso  es  unadeslealtad! 

— No,  hija ....  es  un  derecho .... 

— ¿Y  para  qué  recoges  esas  flores?  ¿Las  vas  a 
guardar  acaso? 

— Naturalmente. . . . .  ¿Por  qué  no?  Como  un  re- 
cuerdo  Quién  quita  que  Tenorio  llegue  a  «fi- 
gura» y  entonces 

— Bueno. . . .  bueno. . . .  vamonos. ... 

— Por  vida  tuyita  no  le  vayas  a  decir  nada  a  Qui- 
ce. Me  costaría  un  disgusto ya  ves  tú  que  es 

tan  celoso 

Afortunadamente,  cuando  ellas  regresaron  a  la 
casona,  en  la  que  tuvieron  que  hacer  el  obligado  re- 
lato de  su  encuentro  con  los  rebeldes,  ni  Andrade 
ni  Tafolla  ni  Chaneque  estaban  aún  allí,  de  vuelta 
de  su  curiosa  excursión  a  la  Plaza  de  Armas.    Por 

lo  que  el  contrabando  de  aquellas  flores  pudo  ir  a 

22 


V 


338  E.  MAQUEO  CASTELLANOS  ' 

aumentar,  sin  peligros,  el  arsenal  de  baratijas  que 
de  sus  adoradores  conservaba  Chayo.      i  v> 

Y  si  acaso,  el  estar  frente  a  frente  en  posteriores 
horas  ella  y  And rade,  él  se  preguntaba  para  sus  in- 
teriores:— «¿Sabe  ella  que  Tenorio  está  en  México 
y  me  lo  oculta?* — ella  se  decía:  «¿Sabe  él  que  Te- 
norio está  en  México  y  que  se  lo  oculto?» 

— Pero  es  increíble  que  al  cabo  de  seis  días,  ni  los 
de  la  «Cindadela»  hayan  podido  «tumbar»  al  Gobier- 
no, ni  éste  haya  acabado  con  aquéllos.  ¡Ya  esto  es 
insoportable!  ¡Ya  no  se  puede  vivir!  No  se  encuen- 
tra qué  comer ....  —decía  enfurruñada  Tachita,  que 
era  la  esencia  de  la  calma.  | 

Eran  ya,  en  efecto,  inútiles  los  continuados  viajes 
de  Fermín,  que  pasadas  las  primeras  horas  de  estu- 
por, había  acabado  por  ser  el  más  decidido  de  la  ca- 
sa en  lo  de  callejear,  y  en  pos  de  carbón,  velas,  carne, 
pan,  chocolate,  azúcar  y  demás  artículos  de  primera 
necesidad.  El  diligente  mandadero  regresaba  di- 
ciendo invariablemente: 

—INuayl 

—¿Cómo  que  no  hay? 

— ¡Pus  nuay!  Dice  don  Candelario  (el  bodegonero 
de  la  esquina)  que  ya  siacabó. ... 

— Pues  anda  y  corre  a  la  otra  esquina. . . . 

— Siyajiííy  dice  Dimetrio  (el  bodegonero  de  la 
otra  esquina)  que  ya  siacabó. . . . 

— ¡Virgen  Santa!  ¿Y  qué  vamos  a  comer  ahora? 

— ¡Democracia! ....  —contestaba  Gordillo. 

—Y  deje  usted  eso,  Tachita Que  ya  está  ahí 

la  peste,  según  dicen,  y  verá  usted  cómo  va  a  cun- 
dir. Tanto  hombre  y  tanto  caballo  muerto! Ti- 
rados en  las  calles  y  pudriéndose  al  sol! 

— Verdad ¿No  notan  ustedes  que  ya  hiede? 

— Guerra,  hambre,  peste!  El  fin  del  mundo,  mial- 
mas  Si  yo  me  lo  figuré  desde  que  apareció  la  co- 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA 


339 


meta  esa  del  Centenario  y  leí  las  profecías  de  la  ma- 
dre Matiana 

Por  otro  lado,  Barbedillo,  Orbezo  y  demás  com- 
pinches discutían  soto-voce  los  últimos  aconteci- 
mientos: 

— El  79  de  infantería  fué  acribillado  ayer,  al  pre- 
tender acercarse  a  la  Cindadela .... 

—Natural.  ¡Mientras  se  empeñen  en  tomarla  de 
ese  modo,  haciendo  avanzar  a  las  tropas  asaltantes 
al  descubierto  y  por  en  medio  de  la  calle! .... 

— Dicen  que  los  de  la  Ciudadela  están  tan  «amola- 
dos» que  están  comiendo  carne  de  caballo 

— No  lo  crea.  Yo  sé,  «de  buena  fuente,»  que  están 
como  en  su  casa:  tienen  mucho  «laterío,»  conservas, 
carne  fresca  y  demás,  y  hasta  toman  leche  a  diario 
de  un  establo  cuyas  vacas  «se  avanzaron.» 

— ¿Cómo  va  a, acabar  esto?  Ni  los  unos  se  rinden 
ni  los  otros  les  pueden.  Y  nada  se  logra  con  que  re- 
caditos  vayan  y  recaditos  vengan .... 

— ¿Cómo  quieren  ustedes  que  acabe?  Con  la  inter- 
vención americana!  Yo  sé  «de  muy  buena  tinta,»  que 
ya  están  desembarcando  los  gringos  en  Veracruz 

— Mire  usted  que  es  capricho  de  Madero  el  de  no 
renunciar.  ¡Tenernos  aquí  como  en  un  sitio  y  expo- 
ner a  la  Nación  a  ser  invadida  nada  más  que  por  no 
dejar  «la  papa» . . . . ! 

— ¿Y  por  qué  ha  de  renunciar?  para  darles  gusto 
a  los  de  «la  bola»?  Hace  bien,  qué  caramba!  Qué  se 
muera  en  su  lugar! 

— Dicen  que  ya  los  Ministros  extranjeros  le  han 
suplicado  que  renuncie,  y  que  él  se  resiste. 

— ¡Muy  bien  hecho!  ¿Qué  tienen  que  meterse  esos 
señores  en  nuestras  rencillas  domésticas? 

— Es  que,  al  despedazarnos  nosotros,  nos  llevamos 
de  encuentro  a  sus  nacionales 


340  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

— ¡Que  se  «frunzan>!  El  que  está  a  las  maduras, 
debe  estar  a  las  duras .  ^ 

—Yo  he  sabido,  «de  buena  fuente,»  que  también 
algunos  senadores  le  pidieron  la  renuncia. 

— ¡Que  los  despache  al.. ..  limbo!  Esos  son  del 
«antiguo  régimen.»  Madero  no  debe  hacer  otra  co- 
sa que  fajarse  bien  los  pantalones  y  acabar  a  lo  hom- 
bre con  la  revuelta,  porque  de  otro  modo,  mañana  o 
pasado  retoñará  ... 

Este  último  comentario  era  del  interesado  Chane- 
que, como  es  de  suponer. 

— Pues  yo  sé,  «de  buena  tinta,»  que  ya  se  va  a 
dar  el  asalto  final,  porque  asi  se  lo  ha  prometido 
Huerta  a  Madero,  y  el  indio  ese  es  muy  hombre  pa- 
ra cumplir  lo  que  promete! 

— El  prometer  no  empobrece;  el  dar  es  el  que  ani- 
quila.. .. 

— No  se  cansen  ustedes.  Sostengo  que,  como  lo 
están  haciendo,  no  toman  la  Cindadela  en  años. 
Cuando  el  sitio  de  Puebla,  en  el  63,  para  tomar  cada 
«manzana»  teníamos  que  hacer  minas  y  contrami- 
nas   Allí  sí  que  se  batió  duro  el  cobre!  Pero 

asaltar  así,  a  cara  descubierta,  cuando  el  enemigo 
tiene  artillería,  es  ocioso,  porque  al  que  se  acerca  lo 
dejan  tieso!  .  | 

— ¡Ya  está!  ¿Pues  qué  los  otros  son  mancos?  ¿Y 
qué  no  tienen  también  artillería? 

— Sí,  Chanequito,  sí Nada  más  que  nada  pue- 
de: tira  y  no  pega,  hombre! 

— Que  tiren  por  elevación.  Para  eso  están  ahí  An- 
geles y  Rubio  Navarrete. 

— ¡Ah  qué  ustedes!  Lx)S  cañones  no  son  morteros. 
Su  tiro  es  directo  y  por  eso  no  pueden  hacer  blanco 
en  la  Ciudadela  rodeada  de  edificios  más  altos 

Lo  cierto  era  que  en  todo  aquello  algo  había  de 
verdad.  La  ciudad  comenzaba  a  padecer  por  ham- 


L.A  RUINA  DE  LA  CASONA 


341 


bre:  los  mercados  vacíos,  no  podían  abastecerla  por- 
que no  había  introductores  de  víveres  en  ellos.  Lia 
mayor  parte  de  los  almacenes  de  abarrotes  habían 
dado  fin  a  sus  existencias.  La  clase  menesterosa  era 
Jaque  más  sufría  por  ello,  y  sin  embargo,  al  cabo  de 
siete  días  de  asedio  que  la  hacía  estar  encerrada  en 
sus  domicilios,  ni  trataba  de  apoderarse  por  el  sa- 
queo de  lo  que  necesitaba,  ni  siquiera  daba  muestras 
de  impaciencia.  Debíase  esto  a  un  alto  sentido  mo- 
ral o  al  miedo  a  las  balas,  o  bien  al  temor  de  «la  le- 
va» que  dizque  echaba  el  Gobierno  para  reforzar  sus 
diezmadas  tropas? 

En  las  cercanías  de  la  zona  de  fuego,  en  un  bien 
delineado  cuadrilátero,  el  cañón  y  la  ametralladora 
habían  dejado  cicatrices  de  variolosos  y  mutilados  en 
torres  y  edificios.  Presea  sangre  se  oreaba  en  cada 
día  al^ol,  y  sangre  seca  se  levantaba  én  costras  de 
los  pavimentos,  para  ser  barrida  por  el  viento.  In- 
suficientes los  hospitales  para  contener  el  gran  nú- 
mero de  heridos,  éstos  habían  sido  acondicionados 
en  colegios  y  casas  particulares  donde,  con  una  ab- 
negación ejemplar,  damas  y  estudiantes  de  medici- 
na se  pasaban  la  vida  en  la  tarea  de  disputar  a  la 
muerte  sus  presas.  Y  esto  no  obstante,  allá,  en  los 
mustios  atardeceres  de  la  ciudad  en  azoro,  los  ca- 
rretones empleados  antes  por  la  limpieza  pública 
para  recoger  las  basuras  de  la  urbe,  recogían  ahora 
su  diurna  carga  de  carne  humana,  que  era  traspor- 
tada, en  brutal  hacinamiento,  hasta  los  lejanos  llanos 
de  «Valbuena,»  donde  se  amontonaba  en  espera  de 
otrasy  otras  remesas,  hastaformar  pira  digna  deque 
©n  ella  se  gastara  el  petróleo,  ya  que  aquellos  des- 
pojos no  podían  ser  llevados  a  los  cementerios  por 
falta  de  elementos  ni  en  ellos  podían  ser  sepultados 
por  falta  de  enterradores. 

Y  allá,  en  esos  llanos  y  después  de  ser  regados 


342 


E.  MAQUEO  CiASTEJLLANOS 


■v,,v    -^ 


por  el  combustible,  ardían  los  cadáveres  en  hornada 
espantosa  de  la  que  se  levantaban,  en  gruesas  espi- 
rales, columnas  de  humo  denso,  acre  y  nauseabun- 
do... .  Fuliginosas  volutas  alimentadas  por  la  grasa 
humana,  que  se  retorcían  lamiendo  el  suelo  en  ra- 
bioso lengüetazo,  como  de  almas  condenadas  de 
muertos  no  arrepentidos,  o  se  erguían  rectas,  airo- 
sas, fáciles,  para  ir  a  desvanecerse  en  la  altura,  co- 
mo si  fueran  de  espíritus  que  iban  en  busca  de  un 
Dios  de  los  cielos  para  clamar  misericordia  por  los 
crímenes  de  los  de  abajo i 

En  las  tranquilas  noches  invernales  de  aquel  mes 
de  febrero,  el  espectáculo  era  de  un  colorido  tal  que 
ante  él  los  nervios  más  bien  forjados  sufrían  una 
torturante  yugulación.  La  hoguera  ardía  con  cárde- 
na luz,  consumiendo  lentamente  los  despojos,  co- 
rriendo las  llamas  en  violadas  guedejas  por  los  in- 
formes miembros  que  crepitaban  y  se  carbonizaban, 
haciendo  que  el  hórrido  montón  experimentara 
hundimientos  espeluznantes,  pavorosos,  pues  que 
en  esos  momentos  borbotaba  la  pira  regueros  de 
chispas  que  sembraban  el  aire  con  lumíneos  puntos, 
fuegos  de  artificio  que  la  muerte  ofrecía  a  la  tinie- 
bla,  antes  de  desperdigar  al  viento  las  cenizas,  en 
un  último  saldo  con  el  que  la  humanidad  devolvía  a 
la  madre  tierra  el  substancioso  abono! 

La  peste,  por  todos  temida,  había  sido  hasta  en- 
tonces piadosa:  como  que  se  resistiera  a  sentar  sus 
reales  en  la  invitación  que  le  hacían  el  plomo  homi- 
cida y  el  hambre  torturadora.  ' 

Y  la  obra  criminal  proseguía  lentamente  fer- 
mentando en  la  penumbra  de  los  sucesos.  Los 
contingentes  del  Gobierno  se  iban  agotando  uno  a 
uno  diabólicamente;  ya  era  un  batallón  aniquilado 
en  un  esfuerzo  inútil  para  dar  el  asalto;  ya  era  un 
cuerpo  de  caballería,  que,  mal  instruido  sobre  el 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  '  343 


punto  en  el  que  tenía  que  alojarse  a  su  llegada  a  la  .^ 
capital,  equivocaba  el  rumbo  e  iba  a  estrellarse  an-  '4 
te  la  boca  de  los  cafiones  revolucionarios.  En  el  ver-  >^ 
tigo  de  hacer  estremecer  de  espanto  constante  a  la  A 
ciudad  ayer  alegre  y  confiada,  el  cañón  no  cesaba  ; « 
de  retumbar,  enviando  al  espacio  sus  ñores  de  bron- 
ce, que  en  asesino  estallido  regaban  el  polen  de  sus  ^^■ 
shrapnels  y  de  sus  fragmentos  de  acero .... 

Era  positivo  que  los  Ministros  extranjeros,  estu-  ;.;, 
pefactos  en  un  principio,  habían  acabado  por  reac- 
cionar, pidiendo  a  los  beligerantes  el  término  de  la  if 
lucha,  no  por  el  deseo  egoísta  de  proteger  intereses  p 
de  sus  nacionales,  y  sí  movidos  por  un  alto  deber  de  Jf; 
humanidad  ante  el  sacrilegio  cometido  al  ametrallar  '• 
la  bella  ciudad;  pero  cada  combatiente  imponía  con- 
diciones de  tal  modo  inaceptables  que,  al  ser  recha-  ^.■;■ 
z:idas  por  el  otro,  forzaban  la  reanudación  de  la  lu-  i; 
cha  con  más  encarnizamiento.  •■:. 

Igualmente  cierto  era  que  un  grupK)  de  senado-  .,;■ 
res  de  la  República,  en  último  extremo  llenos  de  un 

alto  valor  civil,  habíanse  acercado  al  Presidente  pi-  ;>t: 

diéndole  la  cesación  de  esa  lucha,  aun  a  costa  de  su  {; 

renuncia  si  necesario  era,  y  ante  la  inminencia  de  :.Jv; 

una  intervención  extranjera,  sin  obtener  en  un  prin-  .^f- 

cipio  más  de  un  desdeñoso  gesto,  y  posteriormente  Vv 

una  rotunda  negativa.  jj 

¿De  parte  de  quién  estaba  la  razón?  ¿De  quienes  j* 
pretendían  hundir  un  Gobierno,  por  incapaz  malo,    , 
por  impopular  insostenible,  por  provocador  de  la  :• 
ruina  nacional  indefendible;  o  de  parte  del  que,  con- 
siderándose legítimamente  ungido  por  el  voto  popu- 
lar, defendía  su  investidura  como  algo  perfecta-  :' 
mente  propio  y  aunque  en  esa  defensa  se  sintiera  V- 
aislado  y  abandonado  del  pueblo  y  para  ella  tuvie- 
ra que  estar  cañoneando  la  capital?  ;;^ 

En  la  disyuntiva,  cada  cual  opinaba  según  sus  r> 


S44 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


personales  simpatías.  Lo  cierto,  en  resumen,  era 
que,  por  principio,  el  uno  debía  agotar  el  último  re- 
curso, y  gastar  el  último  peso  y  el  último  hombre, 
no  en  una  defensa  personal  y  por  lo  tanto  egoísta, 
sino  en  la  de  los  fundamentos  del  orden;  y  los  otros, 
alentados  por  la  pasividad  popular,  que  significaba 
aprobación  y  por  un  principio  de  justicia  en  su  re- 
vuelta, debían  coronar  con  el  éxito  la  misma  o  pere- 
cer en  la  demanda. 

Desgraciadamente  el  bello  gesto  del  Presidente 
Madero,  defendiendo  su  investidura,  estaba  contra- 
dicho por  dos  errores  monumentales;  el  uno,  el  ha- 
berse cegado  a  tal  extremo  que  no  se  percataba  que 
su  defensa  estaba  con&ada  a  malas  manos,  en  sa 
prurito  de  considerarse  superior  al  error;  el  otro, 
haber  dirigido  al  presidente  Taft,  de  los  Estados 
Unidos  del  Norte,  un  humillante  mensaje  cablegrá- 
fico  «rogándole»  que  no  desembarcaran  fuerzas 
americanas  en  Veracruz,  con  la  promesa  de  que  la 
rebelión  quedaría  muy  pronto  subyugada.  Con  este 
cable,  y  el  acto  de  debilidad  de  su  renuncia,  y  en 
plena  justicia  histórica,  el  Presidente  Madero  se 
cerró  por  propia  mano  las  puertas  de  la  inmortali- 
dad y  borró  su  nombre  del  catálogo  de  los  gober- 
nantes heroicos  para  el  sacrificio. 

El  domingo  16  de  febrero  la  metrópoli  tuvo  unas 
horas  de  respiro  en  las  que,  a  la  par  que  pudo  sa- 
ciar su  curiosidad,  contemplando  los  estragos  de  la 
lucha,  se  aprovisionó  de  lo  que  más  necesitaba.  Un 
armisticio  había  sido  pactado  por  los  beligerantes, 
que  otro  nombre  no  podía  dárseles,  con  el  objeto  de 
sepultar  los  cadáveres  que  no  había  sido  posible  re- 
coger de  las  zonas  de  activo  fuego,  y  dar  libertad  a 
los  vecinos  de  la  urbe  para  buscar  alimentos.  En 
una  oleada  repentina  la  gente  abandonó  las  casas  y 
se  echó  a  las  calles,  quien  en  requisa  de  esos  ali- 


LA  RUINA.  DE  LA  CASONA  845 

mentos;  quien  para  saciar  su  avidez  de  curioso.  Ca- 
da elocuente  cicatriz  de  cañonazo  provocaba  los  más 
variados  comentarios;  y  cada  casa  incendiada  de 
adrede  o  por  accidente  (entre  ellas  la  del  padre  del 
Presidente)  los  hacía  crecer.  Corto  espacio  pudo 
durar  la  disímbola  peregrinación  porque,  intempes- 
tivamente y  a  poco  de  mediar  el  día,  la  lucha  se  tra- 
bó de  nuevo,  haciendo  desbandarse  en  loca  carre- 
ra a  los  que  audaces  se  habían  aventurado  en  las 
calles. 

Y  en  mitad  de  eda  lucha  llegó  el  lunes  diez  y  ocho 
de  febrero.  En  ese  día,  y  en  una  nueva  entrevista 
que  el  grupo  de  Senadores,  que  pretendían  con  la 
renuncia  del  Presidente  y  la  abdicación  de  codicias 
al  Poder  por  parte  de  los  de  la  «Ciudadela,>  poner 
fin  a  la  fratricida  contienda,  y  que  celebraron  con  el 
hombre-hiena  al  que  el  Poder  había  encargado  tor- 
pemente su  defensa,  Huerta  tuvo  una  frase  que  la 
Historia  ha  recogido  para  estereotiparla. 

Después  de  haber  tratado  de  sugerir  mañosamen- 
te a  los  senadores  que  destituyeran  a  Madero  (a  fin 
de  poder  él  asumir  el  mando  militar  completo)  y  de 
ser  informado  por  aquéllos  que  Madero  no  se  ple- 
gaba a  renunciar,  no  obstante  que  el  Ministro  de 
Relaciones,  Lascuráin,  pintaba  la  situaciói;  como 
gravísima  por  la  inminencia  de  la  intervención  ame- 
ricana, el  traidor  se  dejó  perfilar  bien  y  con  él  su 
maquiavélico  intento,  diciendo  a  aquéllos,  como  si 
kasta  ese  momento  hubiera  percibido  con  lucidez 
la  solución  salvadora:  *Muy  bien  señores;  ya  ahora  sé 
lo  que  tengo  qué  hacer. > 

¡Y  lo  que  tuvo  que  hacer  fué  relativamente  fácil  y 
trascendentalmente  incalculable!  ¡Echarse  sobre  el 
uniforme  de  general  del  ejército,  que  portaba  por 
honor  y  para  honor  de  la  República  y  de  su  corpo- 
ración, la  abominable  túnica  de  Iscariote;  armarse 


346 


E.  MAQUEO  CASTEIXANOS 


del  acero  de  Bertrand  Dugesclin,  que  no  del  hierro 
de  Brutus,  y  caer  sobre  su  presa  para  anonadarla, 
en  un  salto  panter uno! 

Las  sombras  augustas  de  Morelos,  aquel  bravo  In* 
surgente  todo  honor  y  todo  gloria;  de  los  Bravo,  de 
Amaya  en  el  47  contestando  al  jefe  invasor  americano 
en  «Churubusco»  cuando  le  preguntaba  dónde  esta- 
ba el  parque:  «Si  lo  hubiera  no  estaría  usted  aquí;>de 
Xicotencatl  y  del  abnegado  Antonio  de  León  sucum- 
biendo en  desigual  lucha;  de  aquellos  cadetes  inmo- 
lados en  el  pefión  que  les  servía  de  nido  y  templo,  su 
Escuela  Militar;  de  Zaragoza,  Negrete  y  Berriozá- 
bal,  viéndole  la  espalda  al  francés  invencible,  cuan- 
do el  glorioso  cinco  de  mayo  de  62;  las  de  tanto  y 
tanto  héroe  de  ese  abnegado  ejército  nacional,  de- 
ben haberse  conmovido  indignadas  ante  la  proyec- 
tada felonía,  ante  la  traición  en  marcha,  ante  el  des- 
honor del  águila  que  abre  sus  alas  de  oro  en  las 
hombreras  del  uniforme  para  bañarlas  en  sol  de 
victoria  y  no  en  noche  de  infidencia! 

Rápidamente,  funambulescamente,  en  un  abrir  y 
cerrar  de  ojos,  el  hombre  que  bien  o  mal  poseía  la 
investidura  del  Poder  Supremo  de  la  República,  fué 
precipitado  desde  la  cima  al  abismo,  y  pasó  en  el 
lapso  de  un  minuto  desde  la  condición  de  mandata- 
rio único  a  la  de  vulgar  prisionero.  Un  grupo  de  sol- 
dados, que  acaso  no  supieron  lo  que  hicieron,  cayó 
sobre  él  en  su  propio  despacho  presidencial,  que 
quedó  desde  entonces  maculado  con  sangre  en  la 
corta  lucha  allí  sostenida:  lo  hizo  descender,  en  pre- 
tendida fuga,  hasta  los  patios  del  Palacio,  y  caer 
finalmente,  desde  los  artesonados  salones,  hasta  un 
mísero  garitón  de  guardia  en  calidad  de  detenido, 
para  ser  llevado  después  a  las  habitaciones  de  la  in- 
tendencia del  palacio,  de  las  que  saldría  para  un  su- 
plicio imbécil .... 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  ,  347 

Por  los  salones  de  ese  Palacio  habían  transcurri- 
do virreyes,  caudillos  insurgentes,  emperadores, 
dictadores,  déspotas  y  presidentes,  y  ninguno,  en 
tres  siglos,  había  tenido  que  abandonar  el  Poder 
en  aquella  forma  violenta  e  intempestiva;  ni  el  pusi- 
lánime Iturrigaray,  en  los  tiempos  virreinales,  ni 
el  presidente  Zuloaga  cuando  fuera  derrocado  por 
Miramón.  Nadie,  hasta  entonces,  había  sido  allí  víc- 
tima de  semejante  burda  asonada! 

En  sus  osarios,  los  inmolados  de  todas  nuestras 
revueltas  políticas,  de  todas  nuestras  contiendas 
civiles.  Guerrero  y  Robles  Pezuela,  Arista  y  Ama- 
ya,  Maximiliano  de  Austria  y  Lerdo  de  Tejada,  de- 
ben haberse  removido  de  consternación.  Pudieron 
precipitarlos  a  ellos,  desde  las  alturas  del  poder, 
triunfos  de  enemigos  o  añagazas  de  contrarios;  pe- 
ro jamás  a  nadie,  al  abandonar  el  solio,  le  había 
salido  al  paso,  para  cerrárselo,  una  turba  de  preto- 
rianos  para  arrastrarlos  hasta  el  patíbulo.  Tal  pa- 
recía que  en  aquellos  momentos  el  hálito  de  Maxtla, 
el  tirano  aborígena,  pasara  sobre  el  terreno  que  un 
día  ocupara  el  imperial  palacio  de  Axayacatl! 

La  noticia  cundió  veloz  por  la  urbe.  El  Presiden- 
te está  preso.  Sus  Ministros  lo  están  también  en  el 
Palacio.  Y  si  verdad  se  ha  de  decir,  el  primer  mo- 
mento fué  de  satisfacción;  de  ruin  satisfacción 
egoísta.  Con  aquella  prisión,  la  contienda  tenía  que 
cesar.  Ya  no  tronaría  más  el  cafión  ni  lo  aplaudiría 
la  ametralladora,  ni  los  corearía  el  fusil.  Ya  se  po- 
dría buscar  el  pan  en  la  calle  sin  temor  a  la  bala 
perdida —  Ya  se  podría,  en  fin,  vivir!  Después.... 
¿Por  qué  preocuparse  de  lo  que  podía  sobrevenir 
después?  X  - 

¿Qué  hacía  entretanto  el  pueblo,  el  verdadero 
pueblo?  Conservábase  en  un  expectante  azoro.  Co- 
mo que  no  se  hubiera  dado  cuenta  de  lo  que  había 


- '     r     1» 


i.'     ■ 


348  B.  MAQUEO  CASTELLANOS 

pasado,  de  lo  que  pasando  estaba ....  ¿Defender  al 
ídolo  de  ayer?  ¿Para  qué?  ¿Valía  acaso  la  pena?  Él 
le  había  dado  su  cariño  inmenso,  su  fe  ilimitada,  su 
simpatía  sin  tasa;  y  el  ídolo,  una  Tez  en  el  altar,  lo 
había  defraudado  como  tantos  otros,  y  no  había 
respondido  para  curar  ninguna  de  sus  llagas  ni  se- 
dar ninguna  de  sus  amarguras!  I 

En  su  absorta  tristeza,  tal  parecía  que  la  masa 
ignara  era  la  única  bien  posesionada,  aunque  no  lo 
revelara,  del  porvenir  sombrío.  Ella,  carne  siempre 
para  la  iniquidad,  sangre  para  la  inmolación,  espí- 
ritu por  siglos  sacrificado  a  la  avaricia  y  la  sed  de 
mando  de  otros,  cargaría  con  el  resultado  del  deli- 
to, si  delito  había,  y  sufriría  nuevo  castigo,  como 
muchos  otros  sufridos  ya!  ¿Qué  garantía  tenía  de 
beneficiarse,  si  el  éxito,  agua  lustral,  borraba  aquél 
y  convertíalo  en  heroicidad?  Seguiría  siendo  el 
mismo;  el  paria,  el  manoseado,  el  pretexto  cínico 
con  el  que,  cada  vez  que  la  ocasión  se  presentara, 
se  erigiera  un  nuevo  «libertador.»  Por  eso  que  no 
participara  en  la  embriaguez  del  triunfo,  con  unos, 
ni  de  la  tristeza  de  la  derrota  con  otros.  Sentía,  co- 
mo la  irreductible  raza  judía,  que  para  él  el  verda- 
dero Redentor  político  no  había  bajado  aún,  no 
había  llegado,  y  que  acaso no  bajaría  nunca! 

Como  en  cinematográfica  pantalla  se  desarrolla- 
ron los  acontecimientos  subsecuentes.  El  Presi- 
dente prisionero  mismo,  se  auto  condenaba,  dicién- 
dole  a  un  confidente, — el  Ministro  de  Cuba  en 
México:  «Un  Presidente  electo  por  cinco  afios,  de- 
rrocado a  los  quince  meses,  sólo  debe  quejarse  a  si 
mismo.  La  Historia,  si  es  justa,  lo  dirá:  No  supo  sos- 
tenerse.* Frases  en  las  que  Madero  se  hacía  res- 
ponsable de  no  haber  sabido  ser  un  Jefe  de  Estado, 
por  más  que  hubiera  podido  ser  un  excelente  agi- 
tador político,  condenando  a  la  par  a  su  reTolución 


í-v- 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  "  349 

que,  en  vez  de  crear  un  estado  de  cosas  sostenible 
por  la  opinión,  requería  el  sostenimiento  por  la 
fuerza....  Y  agregaba:  «Ministro:  Si  vuelvo  a  go- 
bernar a  mi  Patria,  me  rodearé  de  hombres  resuel- 
tos, que  no  sean  medias  tintas.  He  cometido  grandes 
errores. ...»  Tal  decía  el  hombre  que  predicaba  la 
democracia  y  la  obra  de  libertad!  Aun  en  ese  ins- 
tante pensaba  en  tornar  a  ser  el  revolucionario  in- 
consciente, que  no  había  tenido  mano  para  el  ti- 
món de  la  nave! 

Y  pensar  que,  poco  tiempo  después,  cuando  aun 
no  se  apagaba  el  eco  de  estas  palabras  de  apostasía, 
otros  «apostoloides»  incidicían  en  la  cínica  mentira 
de  hacerse  pasar  por  inmaculados  demócratas,  to- 
mando el  nombre  de  Madero  como  lábaro,  así  fue- 
ra circunstancial!  Huerta,  vistiendo  ovejuna  piel, 
trató  con  los  rebeldes  de  la  Cindadela,  que  cando- 
rosamente creyeron  en  su  buena  fe,  cuando  venía 
de  cometer  la  felonía  más  grande  registrada  en  los 
anales  de  la  nacional  Historia.  Y  el  pacto  se  hizo  y 
rubricó;  pacto  de  montes  felino  y  de  aguiluchos 
implumes,  que  confían  en  que  aquél  ha  de  consen- 
tirles fortificar  la  garra  y  educar  las  alas  para  la 
hora  de  la  inevitable  reyerta! 

A  fin  de  legalizar  el  hecho,  la  astucia  jugó  carre- 
ras con  el  pánico;  y  hablaron  a  los  oídos  del  pri- 
sionero Presidente  que,  en  un  último  rasgo  de 
infantibilidad,  creyó  salvarse  extendiendo  su  re- 
nuncia, a  la  que  acompañó  la  suya  el  Vicepresidente, 
también  preso,  crédulos  de  que  se  les  proporciona- 
ría la  manera  de  abandonar  el  país,  brindándoles 
la  oportunidad  para  la  reconquista  del  Poder,  que 
sin  duda  hubieran  intentado,  mediante  una  nueva 
revolución,  cuando  habría  sido  su  resistencia  tenaz 
su  rotunda  negativa  a  renunciar,  lo  único  que,  de 
no  salvarlos  en  persona  física,  los  habría  salvado. 


'í'"-.-, ' 


m 


350  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

V    vr'  ■'■■  '  -  *  ' 

por  lo  menos,  en  personalidad  moral,  salyando 
igualmente  a  la  causa  que  en  un  día  encabezaran. 
Tal  debería  haber  hecho,  sin  temblar  ante  la  muer^ 

'4  te  y  el  sacrificio;  sin  llegar  a  poner  jamás  en  ua 

documento  la  firma  delatora  de  un  momento  de  de- 
bilidad, que,  no  por  humana,  dejaba  de  ser  lacra  ea 
quien  no  se  debía  a  sí  ni  a  sus  deudos,  sino  a  la  Pa- 
t;--  tria  y  a  sus  correligionarios.  1       . 

Arrancada  la  renuncia  y  trasmitida  a  las  Cáma- 
ras por  los  Ministros  de  Madero,  que  ocurrieron  a 

•    ,  ellas  guiados  acaso  por  el  raciocinio  de  que,  me- 

diante esas  renuncias  había  alguna  probabilidad  de 
'■'■\'.^  salvar  aquellas  vidas,  mientras  quede  otro  modo 

no  había  ninguna,  fueron  sometidas  a  la  delibera- 
ción de  esas  Cámaras,  cuyos  miembros,  salvo  muy 
contadas  y  honrosas    excepciones,    formadas  de 

'  ■ '"  hombres  viriles  que  tuvieron  el  valor  de  enfrentar- 

se con  el  peligro,  cual  correspondía  a  sus  altas  in- 
vestiduras, sufrieron  el  espasmo  del  terror,  arre-; 
jando  sus  votos  aprobatorios  a  las  urnas,  para  dar; 
así  barniz  de  legalidad  a  lo  que  no  era  sino  obra  de; 
coacción,  y  adolecía,  por  lo  tanto,  del  pecado  origi- 
nal más  grave:  el  no  ser  producto  de  libre  y  depu-; 
rado  convencimiento.  Y  así  fué  como  por  el  es-j 
cenario  augusto  de  la  Representación  Nacional: 
/  convertida  en  aquellos  instantes  en  foro  de  teatroi 

para  función  de  trasformista,  pasaron,  en  mediai 
hora  escasa,  un  Presidente  legítimo,  dimitente  i)ori 
obra  de  emboscada;  otro  Presidente  circunstancial' 
que  duró  en  el  cargo  treinta  minutos,  y  un  Minis- 
tro de  Gobernación,  de  la  única  hornada  que  el 
Presidente  circunstancial  había  hecho,  y  que  se; 

'                          trasformaba  en  Presidente  constitucional  de  Mé- 
r  xico! 

''■■■'■..  Jamás  podría  habérsele  dado  mayor  tortura  al 

Código  Fundamental  de  la  Nación,  que  la  que  se  le 

'. ■'    '  .  ■ 

;íI:       •  •■  r^m 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA 


351 


diera  en  aquella  noche,  a  fin  de  legalizar  un  acto 
que,  en  último  extremo,  bajo  cualquier  cristal  lim- 
pio que  se  le  viera,  a  la  luz  de  todo  honrado  criterio, 
no  era  otra  cosa  más  que  un  crimen  político. 

Madero  se  iba  acercando  al  martirio,  que  lo 
transfiguraría  de  gobernante  de  pobre  espíritu  en 
dios  de  huestes  vengadoras.  Huerta  había  llegado 
ya  al  Poder,  por  camino  tal,  que  resultaba  pináculo 
de  abominación 

Encaramados  allá,  en  las  galerías  de  la  Cámara, 
como  en  noche  de  imperecedero  recuerdo  lo  habían 
estado  antes,  se  hallaban  nuestros  dos  estudiante- 
jos,  Andrade  y  TafoUa,  ya  que  Chaneque  había  juz- 
gado prudente  no  exhibirse  en  aquellos  momentos 
de  crisis,  seguro  de  que  sería  perseguido  por  su 
«filiación  política»  y  convencido  de  que  el  partida- 
rismo  no  obliga  al  sacrificio  personal,  pues  de  ello 
venía  de  dar  prueba  el  propio  Madero. 

-  Quiiiico,  hermano,  tú  que  sabes  de  leeeyes  ¿es 
legal  esto?  ¿Es  leeegítimo? 

-Para  que  fuera  legal,  se  necesitaría  que  no  in- 
terviniera la  coacción:  que  Madero  estuviera  libre 
y  no  preso  y  amenazado  de  muerte  al  renunciar: 
que  el  Ministro  que  tendría  que  sucederle  hubiera  ' 
obrado  por  convicción  y  no  intimidado  al  nombrar 
a  Huerta  su  Secretario  de  Gobernación,  y  que  esta 
Cámara,  que  se  dice  de  representantes  del  pueblo, 
lo  fuera  realmente  en  estos  momentos,  en  que  no 
representa  sino  al  miedo.  En  los  sótanos  del  Con- 
greso está  oculto  el  29  batallón,  y  en  el  recinto  de 
la  Ley  maniobra  la  policía 

—  ¿Y  qué  creeees  tú  que  harán  ahora  con  Maaa- 
dero? 

—Hace  un  par  de  horas  era  el  Presidente  de  la 
República;  preso,  pero  el  Presidente.  Asesinarlo 
entonces,  habría  sido  algo  inexcusable,  que  cons- 


352 


E.  MAQUEO  CASTELLAlf OS 


tituiría  un  delito  gravísimo  y  que  frustraría  el  poder 

para  este  hombre  que  lo  asalta Ahora ahora 

ya  no  es  más  que  un  «simple  ciudadano»  según  él 
mismo  se  llamaba  antes  de  su  exaltación;  y  a  un  sim- 
ple ciudadano,  en  circunstancias  como  las  actuales, 
se  le  suprime  en  un  instante  por  «trastornador  de  la 
paz  pública!» ¡Qué  ironías  del  destino! 

— Bububueno ¿y  noooosotros  qué  debemos 

hacer?  ¿Tú  qué  opinas? 

—  No  es  hora  de  decidirlo.  Esperar  para  ver  si 
surge  del  fondo  de  esta  iniciada  tragedia,  el  hombre 
fuerte,  el  patriota  honrado  y  ciudadano  sincero  que 
levante  de  los  suelos  el  estandarte  vilipendiado  por 
este  hombre,  la  ley  ultrajada,  y  los  retorne,  de  bue- 
na fe,  a  sus  altares  para  su  culto. 


«    « 


La  ajetreada  urbe  presentía  que  faltaba  el  acto 
final  de  aquella  trágica  decena.  Presumía  el  desen- 
lace, pero  no  se  imaginaba  la  trama 

Esta  resultó  cínica  y  brutal:  odioso  el  contubernio 
de  las  sombras  y  del  revólver,  como  nunca:  inaudito 
el  hecho  en  el  que,  cretina  imbecilidad  se  puso  al 
servicio  de  inoportuna  condena.  Unos  automóviles 
que  parten  del  Palacio  Nacional  conduciendo  dos 
presos,  Madero  y  Pino  Suárez,  rumbo  a  la  Peniten- 
ciaría del  Distrito  Federal;  un  fingido  asalto  en  una 
de  las  calles  de  Lecumberri;  unos  disparos  para  evi- 
tar la  supuesta  intentada  liberación,  y  dos  cadáve- 
res acribillados  de  dos  exmandatarios  de  la  Nación, 
tendidos  al  siguiente  día  sobre  las  planchas  del  «in 
pace»  de  la  Penitenciaría,  poniendo  punto  final  a  la 
etapa  maderista .... 

El  responsable,  cualquiera  que  lo  haya  sido,  no  lo 
fué  de  la  muerte  de  aquellos  dos  hombres,  simple- 


LA  RDINA  DE  LA  CASONA 


853 


mente:  de  la  supresión  de  dos  vidas,  vulgares  o  ejem- 
plares; de  humildes  o  de  proceres;  dignas  de  la  epo- 
peya, o  acreedoras  del  ridículo  o  merecedoras  de 
infinita  misericordia  por  haber  reanudado  para  Mé- 
xico, con  supina  inconsciencia,  la  endemia  revolucio- 
naria  Lo  fué  de  algo  más.  De  cientos  de  miles 

de  vidas  segadas  impíamente  en  fratricida  lucha;  de 
una  indeleble  mancha  en  la  historia  nacional;  de  la 
retrogradación  de  un  país  que  perseguía  una  evolu- 
ción progresista;  de  incontables  vergüenzas  y  crí- 
menes subs^uentes  cometidos  a  pretexto  de  vindic- 
ta; de  todas  las  innumerables  desgracias  que  pueden 
azotar  aun  país  en  la  epilepsia  de  la  venganza,  de  la 
pasión  política,  del  impudor  revolucionario;  de  que 
hayan  de  escribirse  páginas  posteriores  a  esa  fecha» 
llenas  de  prostitución  insólita  de  las  conciencias 
ciudadanas;  de  que,  de  un  extremo  al  otro  de  la  Re- 
pública, el  humo  de  la  pólvora  haya  ensombrecido 
al  aire,  y  los  gases  de  la  dinamita  lo  hayan  envene- 
nado; de  que  el  crimen  poliforme  haya  quedado  im- 
pune abanderándose  en  facción  política,  y  de  que 
el  sol  de  glorias  de  la  Patria,  ayer  brillante  y  lim- 
pio, se  haya  velado  con  vergüenzas;  y  esa  Patria, 
ayer  digna  del  respeto  de  propios  y  extrafios,  sea 
hoy  pobre  entidad  a  la  que  niegan  el  saludo  las  na- 
ciones que  van  al  frente  del  mundo  civilizado 


'■",  M'^'^.y-t'-'-h 


^.ív';S.;-A>"'' 


CAPITULO  II 

**Polvos  de  aquellos  lodos" 

-Tachitaaaá . . 

-¿Qué  quiere  usted,  Tafolla? 

—  ¿Está  listo  mi  «theobroma  aromática? 

-  ¡Para  bromas  estoy  yo! 

—  Le  pregunto  si  está  liiiisto  mi  chochochocola- 

te  ■'■■  ':_.,' 

—Ese  sí . . . .  Cuando  usted  quiera  bajar  a  tomar- 
lo. Yo  había  oído  algo  de  «broma»  y  éstas  no  se  las 
aguantaré  ya  a  nadie! 

-  iCaaaray!  Qué  gegegeniecito  se  le  está  ponien- 
do a  la  patrona .... 

-  ¡El  que  me  da  la  regalada  gana! 

—  Pupupues  por  mí  no  hay  inconveniente. . . . 

Y  el  estudiante  fué  a  ponerse  el  saco  y  a  avisar  a 
Andrade  y  al  «Capulín»  que  los  «theobromas»  esta- 
ban servidos. 

El  genio  que  se  le  estaba  poniendo  a  Tachita  era 
el  que,  sobre  poco  más  o  menos,  se  gastaban  de  po- 
co tiempo  a  la  fecha  todos  o  casi  todos  los  inquilinos 
de  la  casona.  En  cuanto  había  reunión,  así  fuera  de 
tres,  ya  había  «tiberio»  o  el  «rajar»  unos  de  otros  a 
más  no  poder.  Y  como  siempre,  el  redondel  más 


■■^r, : 


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356  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


'-:rfi  . 


acondicionado  para  la  corrida,  o  el  sitio  mejor  para 
que  hubiera  «películas,»  resultaba  el  comedor  de 
Barbedillo,  donde,  sin  previa  cita,  se  reunían  todos 
los  que  querían  saber  qué  había  de  novedades,  de 
boca  de  los  que  siempre  se  decían  bien  informados. 
Por  supuesto  que  las  novedades  no  podían  ser  otras 
que  las  de  la  política  y  sus  acontecimientos,  que, 
por  aquellos  días,  se  desarrollaban  en  variedad  ka- 
leidoscópica,  prestando  abundante  material  para 
las  diarias  conversaciones,  ya  que  en  aquella  casa 
f:):. '  ^  no  había,  según  frase  del  tartamudo,  quien  no  <es- 

Jv  tuviera  picado  de  la  tarántula.»  | 

Vi  Disgustábale  a  Barbe  tal  cosa,  en  primer  lugar 

^^K  porque  «los  tiempos  estaban  muy  delicados»  y  él 

l^-  era  amigo  de  llevar  siemore  la  fiesta  en  paz  con  los 

f^^  hombres  en  el  poder.  En  segundo,  porque  no  logra- 

^|5  ba  la  uniformidad  en  las  demás  opiniones,  con  la  su- 

!¿tV  ya,  lo  que  «le  podía»  porque  era  tanto  como  no  apre- 

X  ciar  las  ideas  de  un  «político  práctico»  como  él:  y  en 

—i  ■  último  lugar  porque,  i)or  más  que  él  daba  todo  su 

'0;  peso  a  las  observaciones  justas  de  Tachita  que  le 

.^1  predicaba  a  diario  — «No  te  metas Sé  neutral 

Este  es  el  mejor  partido »  —  no  podía  domeñar 

vC:,~  sus  ímpetus  y  de  cuando  en  cuando  se  daba  sus 

'  «descosidas»  como  estaba  pasando,  por  ejemplo,  en 

>;;'  aquella  mañana  en  la  que  a  fuerza  de  indirectas  y 

:.?  de  puyas  Pingarrón  y  Rémington  lo  habían  «calen- 

;^¿  tado.» 

Barbedillo  aseguraba  que  Huerta  «se  consolida- 
ba» en  el  poder,  personalizando  el  caso  seguramen- 
:^?-  te  por  cuanto  que,  por  inveterada  costumbre,  los 

^X/:  mexicanos  estamos  hechos  a  que  sea  un  hombre  y 

1f'  no  un  Gobierno  el  de  la  consolidación. 

0^  — Pues  yo  dudo  mucho  de  eso  — decíale  Pinga- 

)■•;  rrón  —  ¿Cómo  quiere  usted  que  se  consolide  con  ese 

{§:  gabinete  híbrido  y  desconcertado  que  tiene?  Por- 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  357 


que  vamos  a  ver ¿Quién  es  el  Ministro ?  Un  ti 

pobre  diablo  que  en  su  casa  lo  conocen.  Y  el  Minis-  \^ 

tro ?  Un  negociante  y  nada  más!  Pues  y  Z? .  ;5 

Un  petulante  y  pretencioso '  ;"? 

— Es  que  usted  ha  hecho  falta  allí 

— Esté  seguro  que  lo  haría  mejor  que  cualquiera 
de  esos  señores ... .  v 

— Pues  así  y  todo,  Huerta  se  consolida!  No  le  que-  ¿f 

pa  a  usted  duda,  Pingar  ron.  (Ahora  le  había  supri-  l:^' 

mido  ya  el  tratamiento  de  «diputado,»  seguro  como 
estaba,  de  sólo  figurárselo,  que  Huerta  «correría»  a 

los  diputados  maderistas.)  Huerta  es  el  hombre '  ■  ; 

Mano  de  hierro ....  Soldado  viejo Zorro apo- 
yado por  el  Ejército y  por  la  Banca!  dígame  si 

así  no  se  «consolidará!»  y".: 

— Pudiera  ser No  digo  que  no Pero  ya, 

por  de  pronto,  tiene  sarna  que  rascar.  Zapata  no  se  :  ;t 

le  somete. 

— ¡Se  le  someterá  a  balazos! 

— Y  Carranza,  allá  en  el  Norte,  ha  levantado  el  es- 
tandarte de  la  rebelión,  proclamando  el  Plan  de 
Guadalupe. 

—  ¡Bah!  ¿Carranza?  Ese  no  es  más  que  un  despe- 
chado que,  porque  no  fué  Gobernador  de  Coahuila  H.. 
en  tiempos  de  Díaz,  se  pronunció  contra  Díaz  y  a 
favor  de  Madero,  contra  el  que  ya  se  iba  también 
a  pronunciar  por  no  haberlo  hecho  Ministro;  no  se  --i-^ 
pronunció  porque  «le  madrugaron»  los  de  laCiu-  /; 
dadela.  Ese  se  ha  alzado  para  ver  «si  pasa  y  se  en-  í  • 
sarta,»  diciendo  que  va  a  restaurar  el  orden  cons-                 7f^ 
titucional,  y  prometiendo  el  oro  y  el  moro  para  no                  ;: 
cumplir,  como  todos,  y  usando  el  nombre  de  Made- 
ro, al  que  odiaba,  como  estandarte ¡Hasta  el               '3 

nombre  no  lo  favorece!  Mire  usted  que  llamarse  iv; 

Te-nus-tia-no ....  :i& 

— Bueno ¿Y  si  los  americanos  no  reconocen  "$.-■ 


858 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


•I  .    * 


a  Huerta?  -  preguntó  Rémington  con  cierta  ma- 
licia. 

— ^Y  qué,  al  reconocimiento  del  gobierno  ameri- 
cano tiene  que  deberle  la  existencia  el  nuestro? 

— ^Bs  que  eso  influye  mucho 

— ¡Hombre!  ¡Lindos  estaríamos!  E^o  allá  para 
los  que  quieran  vivir  debiendo  la  vida  al  gringo .... 
Y  no  lo  digo  por  usted,  eh?  .  I 

Tal  plática  tenía  efecto  en  el  comedor  de  Barde- 
dillo,  para  el  que  se  dirigían  en  pos  del  theobroma 
los  estudiantes  a  tiempo  en  que  la  gentil  Chayo  sa- 
lía de  su  matutino  baño  hecha  una  rosa  fresca  y  lo- 
zana. 

— ¡Caramba,  tú! — díjole  Chaneque  a  Quico-  ¡Qué 
guapa  se  está  poniendo  cada  día  más  tu  «cabos 
prietos!» 

— Tanto  como  esquiva  e  ingrata ¡Ni  nos  ha  sa- 
ludado! I 

— Es  que  tú  te  le  haces  pesado  con  tus  celos. 

— No  son  celos ....  Me  disgusta  sí,  que  acepte 
así,  de  primas  a  primeras,  los  requiebros  de  cual- 
quiera. 

— ¿Lo  dices  por  los  piropos  que  le  echa  Tenorio? 

— Y  por  los  versitos  que  Rovirosa  le  endilga  en 
cada  número  de  su  periodiquín ¡Míralos! 

— Hombre,  no  seas  tan  delicado Esas  son  ga- 
lanterías de  Rovira.  Y  en  cuanto  a  Tenorio,  por 
prontas  diligencias,  mientras  sea  «f  elixista>  no  hay 
cuidado,  porque  las  Otamendi  sí  que  son  sostenidas 
y  de  las  nuestras ....  | 

— Pues  ni  así 

— ¡Bien  es  cierto  que  vé  tú  a  saber  loque  tarde  el 
«Truenos»  en  cambiar  de  chaqueta! 

Cuando  Chaneque  y  Andrade  entraron  al  come- 
dor, Barbedillo  hacía  a  quemarropa  y  a  Demóste- 
nes,  esta  interpelación  que  lo  dejó  desconcertado: 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA 


359 


'■?>;■ 


— Oiga,  Demostenitos:  Quién  demonios  le  ha  da- 
do vela  para  meterse  en  mis  negocios  ni  en  mi  ma- 
nera de  pensar?  ^  - 

— Qaó qué qué?  Bububueno ¿Yaque 

viene  eso?  ^        ^ 

— Pues  a  que  no  me  cabe  duda  de  que  usted  es  el 
autor  de  un  letrero  que  he  leído,  usted  podrá  ima- 
ginarse dónde,  y  que  es  costumbre  de  soldadones 
escribir  en  sitios  tales,  y  en  el  que  se  me  llama  ma- 
chincuepero.  , 

— Mi ....  mi mire  usted  don  Taaaco.  Yo  no 

tengo  esas  malas  costumbres;  y  puesto  que  dice  us- 
ted que  son  de  soooldadooones,  ya  sé  quién  fué  el 
autor. 

— Quién,  a  ver,  ¿quién? 

— Orbezo. 

— iNo  sea  usted  ostión!  Orbezo  está  también  que 
echa  lumbre  contra  usted  o  contra  el  que  le  haya 
pegado,  con  cola  y  bien  pegado,  en  la  puerta  de  su 
habitación,  el  «Plan  de  Guadalupe»  con  la  anotación 
de  que  Orbezo,  como  militar,  debe  desconocer  a 
Huerta  si  no  quiere  que  al  triunfo  de  la  revolución 
le  den  su  liquidacioncita 

— Pupupues  yo  no  he  sido  ¡caaaray!  Ya  me  va 
«cargando»  que  todo  me  lo  «cuelguen»  a  mí 

—La  verdad  es  que  la  costumbrita  es  mala 

— A  Paulinita,  que  con  nadie  se  mete,  le  han 
puesto  un  anónimo  diciéndole  que  es  una  «momia 
conservadora»  que  tiene  vendida  el  alma  al  diablo 
al  prestar  con  interés  subido.  Y  eso,  por  el  tinte, 
parece  auténtico  de  usted. 

—Y  a  Menchaquita  le  hablaron  por  teléfono  el 
otro  día,  dándole  recuerdos  para  su  progenitora, 
por  el  hecho  de  estar  sirviendo  al  «usurpador.» 

— Y  ya  están  conconcon vencidos  de  que  yo  no  fui 


^V<. 


':'■'■  y 


^■X^; 


360 


E.  MAQUEO  CASTEIXANOS 


el  autor  —  ¿De  qué  me  habría  de  serfír  ocharme 
encima  la  enemiga  de  todos  los  de  la  caaasa? 

— Es  que  lo  hace  usted  de  puro  ocioso 

— Paaalabra  que  no,  don  Taaaco!  Eso  lo  hace  algu- 
no que  está  ememempefiado  en  que  todos  los  dees^ 
ta  casa  estemos  como  peeerros  y  gaaatos! 

— ¿Y  quién  puede  ser?  | 

—¡Vaya  usted  a  averiguarlo! 

.  — Pues  sí  que  lo  averiguaré  y  a  ese  lo  pongo  de 
patitas  en  la  calle.  ¡Mire  usted  que  con  lo  delicados 
que  están  los  tiempos!  «¡Machincuepero»  a  mí,  a  un 
hombre  que,  si  de  algo  puede  preciarse,  es  de  la  fir- 
meza de  sus  convicciones!  ¡A  mí  me  gusta  siempre 
estar  del  lado  del  orden,  de  la  paz  y  de  quien  nos  dé 
garantías  y  proteja  al  capital!  ... 

— Así  se  llame  Díaz,  Madero  o  Huerta....  —  obser- 
vó socarronamente  Pingarrón.  I  -     '« 

— ¡Así  se  llame  Gestas,  caramba!  con  tal  de  que 
no  atente  a  los  «intereses  creados.» 

Aquello  daba  el  «pulso>  de  la  casona.  Los  partidos 
o  bandos  de  antes,  se  habían  subdividido  ahora  en 
facciones,  y  había  más  «istas>  allí  que  bichos  en  la 
cabeza  de  Pilo  la  portera,  según  frase  de  Tafolla. 

Las  Otamendi,  por  ejemplo,  aunque  en  los  prime- 
ros días  del  cuartelazo  se  habían  manifestado  reti- 
centes por  aquello  de  que  la  prudencia  nunca  estor- 
ba, y  quien  sabe  qué  traerían  los  tiempos,  ahora,  por 
mor  de  estar  siempre  pronunciadas,  se  habían  pro- 
nunciado a  favor  de  Carranza.  I 

Bastaba  para  ello  que  don  Venus,  como  en  choteo 
se  le  llamaba,  hubiera  levantado  bandera  de  rebe- 
lión, sin  impértanseles  un  ardite  de  quién  fuera  el 
hombre,  ni  lo  que  quisiera,  una  vez  que  lo  que  ellas 
tenían  bien  establecido  era  que  sólo  en  una  «pronun- 
cia,» en  una  «bolichada»  revolucionaria  dejarían  de 
andar  entre  las  agujas  y  los  carretes  de  hilo  del  40; 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  861 

con  los  «de  antes>  no  podían  estar,  porque  con  ellos 
ao  había  perspectiva.  Esto  no  obstaba  para  que 
Ohayo  coqueteara  con  Tenorio,  diplomáticamente, 
por  razones  que  verá  el  curioso  lector. 

Dada  su  «filiación,»  se  habían  distanciado  de  cier- 
tos elementos  de  la  casona  y  se  habían  aproximado 
a  otros.  Ahora  eran  buenas  amigas  de  Pingarrón, 
de  Chaneque  y  hasta  de  Chita,  en  la  que  suponían 
que  tenía  que  haber  tendencias  como  las  suyas, 
ya  que  si  Garay  había  logrado  sacar  la  tripa  del 
mal  año  (aunque  para  meterla  en  peor)  se  lo  de- 
bía al  señor  Madero,  al  que  ahora  se  denominaba  el 
«apóstol  nlártir,>  no  parando  mientes  en  que  el  pro- 
pio apóstol  estaría  acaso,  en  el  otro  mundo,  rene- 
gando del  apostolado,  que  tan  malos  discípulos  o 
prosélitos  creaba.  Y  sin  embargo,  Chita  no  se  acla- 
raba; no  podía  hacerlo  por  de  pronto,  ante  el  temor 
de  que  Garay  perdiera  la  «chamba»  y  faltaran  los 
doscientos  «gruyes»  vulgo  pesos,  puntualmente  en 
cada  mes,  para  las  atenciones  de  la  casa.  Y  en  se- 
gundo, porque  Chita  había  elegido  como  acertada 
brújula  para  navegar  por  el  mar  de  la  política  a  Pin- 
garrón, y  éste  mismo  no  acababa  de  dar  color.  Sólo 
con  mucha  maña  y  tiento  debía  maniobrar  si  quería 
llegar  pronto  a  automóvil  propio  y  casa  en  la  Colo- 
nia Juárez,  pu¿s  de  otro  modo  y  con  el  mísero  suel- 
do de  Gara^yno  había  ni  para  departamento  decen- 
te, ni  para  «azul»  de  a  peso  la  hora. 

Orbezo,  obediente  a  la  disciplina  militar,  según  él 
decía,  y  una  vez  que  las  Cámaras  habían  hecho  bueno 
el  golpe  de  Estado,  proclamando  a  Huerta  como  Pre- 
sidente de  la  República,  había  acabado  por  aceptar 
sin  repulgos  la  nueva  situación,  no  obstante  sentir- 
se perjudicado  en  «sus  intereses»  por  obra  de  que,' 
diezmado  en  la  decena  trágica  el  cuerpecito  aquél 
de  rurales  en  el  que  se  había  agenciado  la  «chambi- 


■  ->4"-—      - 


362 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


ta>  que  ya  conocimos,  aquélla  se  había  acabado, 
aunque  no  la  esperanza  de  Orbezo  para  pescar 
otra,  si  se  ofrecía,  mejor. 

Tal  conducta  le  había  valido  la  más  franca  y  cor- 
dial enemistad  de  Chaneque,  que  era  ahora  un  furi- 
bundo «constitucionalista,»  remoquete,  alias,  pseu- 
dónimo, mote  o  como  quiera  llamársele,  que  habían 
adoptado  los  incipientes  partidarios  del  «Plan  de 
Guadalupe,»  con  el  que  Chaneque  simpatizaba  por 
prometedor  y  reivindicador.  Él  necesitaba  reivin- 
dicar las  «sinecuras»  que  tenía  y  que  había  perdi- 
do por  mor  del  cuartelazo. 

— Lo  que  tú  quieres  es  eso Reiviiiindicar  las 

sinecuras  de  «El  Nuevo  Creeedo»  con  todos  sus 

anexos,  como  buen  fooooliculaaario — decíale 

Tafolla,  poniendo  fuera  de  sí  al  «Indio>  con  aquello 
de  foliculario,  por  cuanto  que  no  constaba  en  su 
léxico  y  no  sabía  lo  que  quería  decirle  con  ello. 

— Yo,  lo  que  quiero,  es  que  este  crimen  de  lesa 
Patria,  perpetrado  en  el  «apóstol,»  no  quede  impu- 
ne. Abomino  de  las  usurpaciones!  Soy  liberal,  y 
quiero  el  gobierno  del  pueblo  por  el  pueblo 

—  Forma  entonces  un  partido  que  postule  a 
Gaona j  ■ 

— Eres  un  «reaccionario»  imbécil! 

— Y  tú  un  «conlasufiaslistas»  acomodaticio! 

— Digo  y  sostengo  que  Orbezo,  como  todos  los  de- 
más militares,  son  los  responsables  de  este  «estado 
de  cosas.» 

—  Pero  hombre,  Chaneque — objetaba  el 

siempre  amigo  de  la  justicia,  Andrade — ¿qué  culpa 
tiene  el  pobre  cojo  en  el  pecado  de  los  demás?  Él 
no  tomó  parte I 

— Pues  que  deje  de  pertenecer  a  la  orden  de  los 
«preteríanos.» 
— Pero  si  él,  en  todo  caso,  es  ex-pretoriano 


'J¡Í\ 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  863 

— Que  se  vaya  con  los  otros  y  que  se  «reivindi- 
que.» 

— ¿Un  cojo  inútil  en  campafia? 

—Pues  que  proteste  siquiera  contra  el  atentado! 

—Y  le  «levantan  la  canasta»  y  se  queda  sin  pan     ;  ^ 

para  sus  hijos!  ;     rí  '^ 

Lo  que  era  positivamente  delicioso,  el  escuchar 
los  diálogos  mafianeros  o  de  sobretarde,  de  patio  a 
barandal  del  primer  piso,  o  de  un  lado  al  otro  en 
ios  pisos,  entre  las  sectarias  del  sexo  llamado  débil 
por  antonomasia.  Para  largarse  puyas  y  decirse 
claridades  aprovechaban  el  menor  pretexto. 

— Paulinita — decíale,  por  ejemplo,  la  mayor  de 
las  Otamendi  a  la  viuda  de  Zarzo — esa  tintura  que 
le  pone  usted  ahora  a  los  postizos,  no  es  tan  buena 
como  «la  de  antes» ....  Se  destiñe ....         '  ' 

Entendiendo  la  Ventoquipa,  modulaba  una  espe- 
cie de  sordo  gruñido  y  contestaba  incontinenti: 

—¿Eso  cree  usted,  mialma?  Pues  es  que  le  están 
saliendo  nubes  en  los  ojos  y  ya  no  puede  «ver  de  le- 
jos»  Esta  tintura  de  ahora  es  tan  firme  como 

las  opiniones  de  la  que  la  usa! 

— Puede  que  tenga  usted  razón Ya  no  vemos 

de  lejos,  lo  que  no  «empece,»  como  dice  Tafolla,  pa- 
ra que  veamos  muchas  caras  pálidas  del  susto 

— Esa  va  con  nosotros,  se  decían  las  «herbó anas 
siamesas;»  y  por  si  así  era,  devolvían  el  disparo  con 
más  eficacia  que  la  Cindadela  los  que  la  habían  he- 
cho en  la  trifulca. 

— Oiga,  Cuquita. . . .  ¿Dónde compra  su  «colorín» 
que  le  da  tan  buen  color? 

— ¿El  color?  Es  como  el  de  ustedes ¡natural! 

— Lo  de  «natural»  va  con  mi  marido — pensaba  la 

Mandujano— como  el  pobre  es  «indiadito» Y 

aunque  gata  mansa,  respondía — Cuquita,  ¿es  que  se 
mordió  usted  la  lengua  y  se  la  lastimó? 


364  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

La  racha  aquella  no  perdonaba  ni  a  la  misma  Ta- 
chita,  que  se  quejaba  amargamente  con  Barbedillo.  . 

—No  se  puede  evitar — decíale  Barbe — ¡qué  quie- 
res! Consecuencias  del  estado  político.   Esto  es  ló- 
gico; que  toda  esta  pobre  gente  esté  desorientada 
y  nerviosa.  Yo  mismo,  que  soy  «político  práctico» 
(suspiro  de  Tachi,  acordándose  de  los  dineritos  gas- 
tados tan  inútilmente  cuando  la  elección  de  diputa^  ; 
dos)  yo,  que  sé  la  aguja  de  marear,  con  todo  es-  i 
to,  no  me  siento  tranquilo.  Y  vaya  usted  a  tomar 
partido  teniendo  intereses  que  defender!  Si  a  Pin. 
garrón  y  a  Rémington  les  sostengo  que  Huerta  se  ; 
consolida,  es  porque  para  mí,  con  la  práctica  que 
tengo,  estoy  cierto  que,  aunque  aparenten  lo  con- 
trario, son  buertistas Y  sin  embargo,  no  creo  ' 

eso  de  que  ya  Huerta  le  comió  el  mandado  a  Félix.... 

(por  Félix  Díaz)  Hum!   Félix  no  se  deja Qué  se  : 

va  a  dejar!  I      '    ■    ^i  -  ^ 

Pocas  eran  las  discusiones  «ecuánimes»  ya  que 
para  ello  precisaba  que  no  hubiera  de  por  medio  ; 
feminismo.  Y  en  ellas  permanecían,  mudos  siem- 
pre, Menchaquita,  que  para  hacerse  el  sueco,  se  : 
conformaba  con  silbar  «pianísimo»  el  vals  en  boga,  ; 
y  Gordillo,  que  no  le  gustaba  dar  el  bulto  así  como  ; 
quiera,  ni  menos  delante  del  maligno  Rémington,  : 
que  siempre  que  de  ello  se  trataba,  aludía  a  la  ne- 
cesidad  de  tener  en  consideración  a  los  «elementos 
inconformes.»  1 

Y  a  propósito  de  Rémington,  su  vida  seguía  sien-  ; 
do  un  misterio  que  intrigaba  a  la  casona,  salvo  acá-  ; 
so  a  Pingarrón,  que,  por  la  estrecha  amistad  que 
llevaba  con  el  mal  encarado  Rémington,  debía  estar 
en  el  ajo. 

Rémington  trabajaba;  pero  ¿en  qué?  Era  lo  que 
nadie  sabía.  Tratar  de  averiguarlo  por  sus  dos  en- 
clenques hijos,  habría  sido  perder  el  tiempo,  por- 


>•;•» 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA 


365 


que  aquel  par  de  «éticos,»  según  los  llamaba  Tafo- 
lia,  no  parecían  tener  lengua.  La  tenaz  investigación 
de  las  mismas  Menchaca  había  fracasado.  Y  aque- 
lla curiosidad  se  exacerbaba  cuando  allá,  de  vez  en 
cuando,  aunque  no  muy  de  tarde  en  tarde,  Réming- 
ton,  en  vez  de  extraer  de  su  «cantón,»  en  el  supues- 
to de  que  fuera  químico,  alquimista  o  falsificador 
de  moneda,  que  hasta  tal  conjetura  habían  llegado 
las  malas  lenguas,  y  rumbo  a  la  calle  un  solo  bulto, 
hacía  todo  lo  contrario;  llevar  a  la  casona  latas  y 
paquetes  de  sospechosa  apariencia. 

— Oiga,  amigo  Rémington — le  había  llegado  a  de- 
cir Barbedillo — cuidado  con  las  manipulaciones  de 
sus  «productos,»  pues  se  me  hace  que  está  usted 
trasformando  la  vivienda  en  laboratorio  de  explosi- 
vos. No  sea  que  el  día  menos  pensado  nos  mande  al 
éter. 

— Pierda  cuidado.  Yo  soy  incapaz  de  provocarle 
dificultades  a  nadie,  ni  menos  en  mi  calidad  de  ex- 
tranjero 

El  «contubernio»  (frase  de  TafoUa)  entre  el  su- 
puesto alquimista  y  Pingarrón,  sí  no  había  podido 
pasar  desapercibido.  Y  había  sido  por  Pingarrón, 
por  el  que,  lo  más  que  se  había  podido  averiguar, 
era  la  condición  de  extranjero  en  Rémington,  pues 
ni  Porritas,  con  todo  y  ser  tan  chisgarabís,  parecía 
más  enterado  que  ninguno  otro. 

Por  cierto  que  Porritas  había  pasado  las  de  Caín 
cuando  el  cuartelazo.  Cuando  creía  estar  en  víspe- 
ras de  que  su  jefe  atrapara  una  cartera  ministerial 
había  estallado  aquél.  Cuando  esperaba  la  grande, 
se  había  hecho  «la  chica,»  y  todas  las  previsiones 
del  jefe  para  caer  bien  parado  de  un  lado  o  de 
otro  en  el  resultado  final,  habían  fracasado  al  haber 
sido  un  tercero  quien  había  resuelto  en  su  favor  la 
brega  Madero-Díaz.    En  muchos  de  aquéllos  (los 


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366 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


-<-.,:^'. 


Air- 


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días)  no  lé  había  salido  el  susto  del  cuerpo,  porque, 
siguiendo  instrucciones  de  su  jefe,  lo  mismo  había 
acolitado  de  incendiario,  quemando  «La  Tribuna» 
órgano  de  la  oposición,  que  había  dado  candela  des- 
pués al  «Nuevo  Credo,»  órgano  del  caído  Grobierno. 
La  instrucción  más  precisa  que  de  Pingarrón 
(escondido)  había  recibido  en  aquellos  días,  había 
sido  esta:  «Procure  estar  al  tanto  de  qué  lado  ya  la 
«cargada» 1 

Y  por  no  haberse  dado  cuenta  anticipada  de  cuál 
iba  a  ser  la  solución,  por  un  tris  y  pierde  la  «con- 
fianza» de  su  ilustre  jefe,  que  cuando  Porras  le  llevó 
la  noticia  de  lo  que  había  hecho  Huerta,  pegó  un 
salto  dé  kanguro,  comentando: 

— Y  nosotros  que  no  habíamos  pensado  en  eso! 
Qué  oportunidad  más  brillante  se  ha  perdido ! 

— ¿Y  ahora  qué  piensa  usted  hacer?       I       ' 

—¿Qué?  por  prontas  diligencias,  ponerme  el  frac; 
ir  a  la  Cámara  a  recibir  la  protesta  a  Huerta;  felici- 
tarlo efusivamente  y 

— ¿Después? 

— ¿Después?  Ya  las  veremos  venir Lo  im- 
portante es  estar  con  las  «situaciones  creadas.» 

Y  Pingarrón  estuvo  en  la  Cámara;  aceptó  las  re- 
nuncias de  Madero  y  Pino  Suárez;  felicitó  a  Huerta 
y  pidió  audiencia  de  Félix  Díaz,  para  «asunto  ur- 
gente reservado.» 

Al  mes  siguiente,  la  cara  de  Porritas,  compungi- 
da a  raíz  del  Cuartelazo,  se  había  compuesto.  Era 
otra.  Hasta  la  adornaba  ahora  una  sonrisita  maquia- 
vélica que  tal  parecía  querer  decir:  —  «Lo  que  yo  me 
sé!»  ítem,  se  dio  el  lujo  de  comprarles  un  décimo 
de  caramelos  a  los  nifios  «Progreso»  y  «Reforma» 
-en  ocasiones. 

— Yo  no  sé  por  qué,  sefior  Andrade,  ya  que  a  mí 
ningún  mal  me  hacen  ni  se  meten  conmigo  para  na- 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA 


887 


da;  pero  la  verdad  es  que  ese  trio  me  cae  «muy  den- 
so.» ¡Mejor  dicho,  los  dos  principales,  pues  ese  mu- 
griento del  Giro  Porritas  me  tiene  sin  cuidado. 

—Usted  siempre  con  sus  prejuicios,  Gordillo.  Pin- 
garrón  es  un  vulgar  busca  la  vida.  Y  el  otro  un  ma- 
niático y  nada  más. 

— Será  lo  que  usted  quiera:  pero  a  mí  se  me  ha 
puesto  entre  ceja  y  ceja  que  se  traen  sus  «garam- 
bullos.» 

— Naturales  repulsiones  instintivas. 

—Pues  yo  tengo  buen  olfato Ya  usted  lo  vio 

cuando  le  pronosticaba,  al  empezar  la  revolufia  de 
Madero,  que  apenas  si  habíamos  comenzado,  y  que 
todavía  nos  faltaban  muchos  platos  que  romper  pa- 
ra darle  gusto  a  los  que  quieren  que  ya  no  haya  en 
México  Gobiernos  propios. . . .    ^ 

— ¡Ya  pareció  el  peine!  Usted  con  su  eterna  preo- 
cupación esa .... 

— ¡Que  nadie  me  quitará  de  la  cabeza! 

— Ck>nvénzase  de  que  todo  esto  que  sucede  es  cosa 
muy  nuestra:  de  nuestra  mala  preparación;  de 
nuestra  pésima  educación  para  la  democracia; 
de  nuestros  vicios  atávicos;  de  nuestras  ambiciones 
mezquinas 

— Convenido.  Así,  nosotros  resultamos  títeres  y 
esas  las  pitas  de  las  que  tiran  para  hacernos  bailar 
según  les  conviene.  Y  nosotros  nos  prestamos  a  la 
maniobra,  los  unos  de  buena  fe  como  usted;  los  otros 
por  ind  if  erencia,  como  yo;  y  los  otros  más,  por  aque- 
llo de  que  a  río  revuelto,  ganancia  de reden- 
tores! 

— ^Hay  que  creer  en  la  necesidad  de  la  revolución, 
amigo  Gordillo 

— Pues  otros  en  lo  que  creen  es  en  la  «utilidad» 

Ahí  tiene  usted  a  Tenorio. 

—Esees  un  sucio  y  nada  más!  >    / 


^V-: 


368  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

—Pues  no  ya  a  alcanzar  el  jabón,  sefior  Andrade, 
para  tanto  sucio.  Por  lo  demás,  yo  tendré  ocasión 
de  demostrarle  si  son  ciertas  mis  sospechas  de  esos 
sujetos  o  de  confesar  mi  error  respecto  de  ellos. 
Ahora  voyme  a  cobrar  este  girito  postal  del  pobre 
Garay El  «pipirín»  de  la  familia. . .-. 

— ^Adiós,  y  déjese  de  prejuicios. 

— Y  usted  de  candideces  que  todavía  le  han  de  cos- 
tar caro 

-  Andrade  estaba  en  acecho  de  una  oportunidad  pa- 
ra hablar  con  Chayo.  Lios  últimos  versos  de  Roviro- 
sa  («Cómo  palpita  mi  corazón . . . .  >  Para  la  sefiorita 
R.  O.)  publicados  en  «La  Aurora  Literaria,»  habían 
arreciado  sus  desconfianzas,  sus  impaciencias,  sus 
intranquilidades,  ya  que  el  hombre  no  quería  confe- 
sarse celoso.  Ejo  «volaban»  aquellas  veleidades  de 
Chayito,  que,  tornadiza  y  voluble,  si  tenía  días  en 
los  que  aparentaba  estar  más  que  nunca  enamorada, 
tenía  otros  de  profundos  desvíos.  A  veces  era  la  ñi- 
fla espontánea,  efusiva,  deliciosa,  a  la  que  él  rindie- 
ra corazón  y  porvenir:  mas,  en  ocasiones,  incidía  en 
ser  la  fría  calculadora,  la  solapada  ambiciosilla  que 
lo  que  parecía  querer  era  un  pronto  futuro  de  boato 
y  de  encumbramientos.  No  podía  darse  cuenta  An- 
drade que,  detrás  de  Chayo,  había  alguien  que  diri- 
gía el  biombo  y  era  nada  menos  que  Cuca,  para  la  que 
la  belleza  de  Chayo  debía  ser  garantía  de  la  realiza- 
ción de  aquellos  suefios  suyos,  mediante  los  que  se 
veía  lejos  muylejos  de  aquel  taller  de«Robes  et  Man- 
teaux»  que  había  acabado  por  hacérsele  imposible, 
para  habitar  en  palacio  de  dorados  artesones.  Por 
eso  que  hubiera  acabado  por  tenerle  «ojeriza»  al  es- 
tudiante, al  que  antes  aceptara  tan  de  buen  grado 
que  hasta  se  hiciera  de  la  «vista  gorda»  en  sus  amo- 
ríos con  la  deliciosa  morena. 

Cuca  reprochaba  a  Andrade  falta  de  decisión  y  de 


,:■■■  S".- 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA 


369 


acción.  Era  un  lírico  que  estaba  perdiendo  el  tiem- 
po. No  «llegaría  a  figura»  nunca.  Los  tiempos  no 
estaban  para  ser  idealista.  Había  que  aprovechar  las 
oportunidades. 

Como  las  sabían  aprovechar,  por  ejemplo,  Teno- 
rio y  Rovirosa  que  estaban  resultando  mejores  par- 
tidos para  Chayito.  Estos  sí  que  no  se  mamaban  ei 
dedo!  " 

Tenorio  la  admiraba.  iCómo  sabía  «meter se>  el 
hombre!  Cierto  que  ahora  andaba  liado  con  el  «feli- 
xismo>porel  que  Cuca  sentía  invencible  repugnan- 
cia, considerándolo  como  sinónimo  de  «reacción»  y 
a  ésta  como  de  retroceso  a  tiempos  fatales  en  los  que 
sólo  las  modistas  de  los  «científicos»  podían  prospe- 
rar. Pero  si  Tenorio  en  tal  terreno  se  iba  para  arri- 
ba, bien  valía  la  pena  de  apostatar  ellas.  Y  si  no,  ya 
se  encargaría  ella  de  que  las  dotes  y  facultades  de 
aquel  hombre  fueran  conducidas  a  buen  terreno  en 
qué  operar.  Resumen:  consejo  a  Chayito  para  que 
no  fuera  esquiva  con  Tenorio. 

En  cuanto  a  Rovirosa,  bueno  era  tenerlo  en  lista. 
Metido  en  cuerpo  y  alma  con  los  huertistas,  podía 
también  ser  un  porvenir.  Por  prontas  diligencias 
había  pegado  el  hombre  un  salto  colosal  desde  el  hu- 
milde escritorio  del  Banco,  hasta  el  de  contratista 
de  vestuario  y  equipo  para  el  Gobierno.  Estaba  ga- 
nando un  dineral!  Nada  menos  en  una  factura  de 
«huaraches»  para  los  soldados,  se  había  ganado 
quién  sabe  cuántos  miles  de  pesos.  Había,  pues,  que 
cultivarlo.  Lo  malo  era  que  el  cultivo  se  dificultaba, 
porque  Rovirosa,  si  le  hacía  versos  a  Chayo,  de  tanto 
fuego  que  en  ellos  podía  encenderse  un  cigarro,  no 
formalizaba  nada No  se  comprometía  a  nada 

Chayo,  que  sujeta  a  la  fraterna  férula  y  teniendo 
forzosamente  que  oir  los  sanos  consejos  de  la  her- 
mana mientras  plisaban  un  género  o  pegaban  unas 

24 


o*"- 


•■?•■ 


I 


370  E.  MAQUEO  CASTELX.ANOS 


mangas  a  una  blusa,  no  sabía  pensar  sino  con  la  ca- 
beza de  Cuca,  concluía  siempre  por  convenir  con  ella 
en  que  no  había  que  cortar  los  vuelos  a  Tenorio  ni  a 
Rovirosa,  ni  a  otros  que  en  sus  condiciones  pudie- 
ran presentarse;  pero  teniendo  siempre  en  la  reser- 
va a  Andrade,  tanto  porque  así  lo  aconsejaba  la  pru- 
dencia, cuanto  porque,  al  fin  y  al  cabo  había  sido  su 
primer  novio. 

Y  aquel  día,  en  tanto  que  Andrade  espiaba  la  opor- 
tunidad para  hablar  a  Chayo,  la  de  los  divinos  ojos, 
otros  ojos,  tras  aquel  visillo  consabido,  le  acechaban 
a  su  vez.  No  podía  remediarlo  la  «Corcheíta!»  Ca- 
da vez  estaba  más  enamorada  del  estudiante  a  quien 
ofrendaba  los  nocturnos  de  Chopin  y  las  melan- 
cólicas sonatas  de  Beethoven  que  ahora  ejecutaba. 
Lo  quería,  lo  quería  con  toda  su  alma,  por  más  que 
supiera  que  aquel  corazón  nunca  había  de  ser  suyo! 
Nunca. . . .?  Por  qué  no  acariciar  la  dulce  esperanza 
de  que,  un  rompimiento  inesperado,  debido  a  las  co- 
queterías de  la  Chayito,  la  desembarazara  de  la  ri- 
val odiada,  y  a  él  lo  arrojara  entre  sus  brazitos  fla- 
cuchos  de  mística  enamorada?  I  :  v  .  • 

La  pobre,  al  verse  en  el  espejo  convenía  en  que  so- 
braba razón  a  Andrade  para  no  fijarse  en  ella  y  sí 
sentirse  loco  por  la  otra.  Ella  estaba  cada  vez  más 
pálida,  más  ñaca,  más  enfermiza. ...  La  tosecilla  de 
antes,  era  ahora  más  pertinaz.  Las  calenturitas  no 
la  dejaban.  Color?  Apenas  si  sus  labios  y  sus  carri- 
llos se  coloreaban  cuando  pescaba  una  sonrisa  de 
Andrade  para  ella  o  lograba  darle  la  mano. 

Quico  se  condolía  de  aquella  infeliz  chiquilla;  pero, 
qué  hacer?  No  era  decente  ni  aun  darla  esperanzas. 
Y  habría  sido  imbécil  cambiar  por  la  otra  toda  loza- 
nía, toda  salud,  vida  y  atracción,  a  aquella  enclenque 
en  los  dinteles  de  la  tuberculosis.  | 

Chayo  había  visto  a  Andrade  y  había  entendido, 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA 


371 


con  la  rápida  intuición  de  toda  mujer,  que  quería 
hablarle;  pero,  al  parecer,  ella  no  estaba  para  amo- 
rosos paliques  en  aquella  tarde.  No  hubo  remedio, 
sin  embargo;  vióse  abordada  por  Andrade. 

—Óyeme  nena Quieres  que  hablemos  un  rati- 

to?  Nada  más  que  un  ratito? 

— No ....  ahora  no No  puedo ....  Tengo  que- 
hacer allá  abajo.  Me  están  esperando  las  «oficialas .» 

— Dos  minutos  nada  más ... . 

— Ahorita  no,  ni  menos  aquí  en  el  pasillo.  No  quie- 
ro que  se  divierta  de  mí  esa  flaca  de  mis  pecados 

que  siempre  está  espiando Sube  dentro  de  un 

rato  a  la  azotea,  y  allá  iré  yo 

Y  escurrió  el  bulto. 

No  tuvo  más  remedio  el  estudiante  que  hacer  de 
gato  e  ir  a  esperarla  en  la  azotea,  en  donde  ya  ha- 
bían echado  algunos  párrafos.  Cogió,  pues,  el  texto 
de  «Internacional>  y  fuese  a  esperar  a  la  niña  de 
sus  amores  allá  arriba,  cuando  aun  el  rayo  del  Sol 
no  oblicuaba  lo  bastante  para  dejar  de  hacerse  sen- 
tir. 

Y  allá  estaba  haciendo  que  estudiaba  la  rama  más 
elástica  del  Derecho,  pero  en  realidad  pensando  en 
mil  cosas  bien  distintas,  cuando  escuchó  a  lo  lejos 
el  resonar  de  militares  parches  y  los  ecos  apagados 
de  la  faníarria,  que  parecían  acercarse  poco  a  poco. 
Guiado  por  la  ociosa  curiosidad,  acercóse  a  la  cita- 
i'illa  de  la  azotea,  frontera  a  la  calle,  y  pudo  ver  que 
en  efecto,  a  pocas  calles  de  distancia,  se  acercaba 
rumbo  a  la  de  las  Moras  una  columna  militar. 

A  los  acordes  de  la  banda  y  al  redoble  de  los  tam- 
bores, balcones  y  puertas  de  casas  y  almacenes  se 
cuajaron  de  curiosos. 

Pronto  la  columna  comenzó  a  desfilar  por  frente 
de  la  casona.  A  la  cabeza,  la  ruidosa  gaminería,  in- 
dispensable «descubierta»  en  casos  tales,  admirada 


•,  >  t 


372  E.  MAQUEO  CASTELLANOS  , 

de  ver  cómo  resoplan  los  cornetas,  y  cómo  redoblan 
los  tambores.  Detrás,  los  jefes  de  la  columna  en 
trajes  de  campaña,  ginetes  en  escuálidos  jamelgos, 
distintos  de  los  otros  de  días  de  formación,  y  que 
ahora  parecían  hasta  como  cabizbajos,  malhumora- 
dos, encaminándose  de  mala  gana  a  una  expedición 
en  la  que  pararían  en  los  picos  de  los  buitres,  por 
ingrato  destino. 

Después  venía  la  tropa.  Los  «Juanes, >  los  de  la 
«recluta,>  el  hampa,  fruto  de  la  «leva.>  Los  forza- 
dos hijos  de  Marte,  arrebatados  del  pobre  «jacal,» 
oratorio  del  trabajo,  o  de  la  infecta  cárcel  de  pobla- 
cho, antro  de  vicios;  del  surco  generoso,  o  del  es- 
condite siniestro;  de  brazos  de  la  familia,  que  allá 
quedaba  sin  amparo,  o  de  brazos  de  la  haraganería, 
para  ir,  en  abigarrado  conjunto,  en  híbrido  pelotón, 
buenos  y  malos,  sanos  y  perversos,  bravos  y  cobar- 
des, abnegados  y  rebeldes,  todos  juntos,  a  enfren- 
tarse con  la  muerte,  no  en  la  campal  batalla  que  el 
valor  y  la  pericia  deciden,  sino  en  la  emboscada  trai- 
dora y  en  el  acecho  doloso,  en  los  que  el  hermano 
habrá  de  cazar  al  hermano  como  a  fiera! 

Seguía,  luego,  la  «impedimenta.»  Los  «bagajes.» 
Los  cañones  enfundados;  las  acémilas  cargando  las 
repletas  cajas  de  parque  y  de  «repuestos»  y  las  que 
cargaban  las  tiendas  de  campaña  y  los  «peroles» 
para  «el  rancho;»  todo  en  confusión;  todo  polvoso 
ya;  todo  como  entristecido  por  una  anticipada  de- 
rrota; cual  si,  en  la  primera  jornada,  ya  el  cansan- 
cio hubiera  gastado  las  energías 

Y  junto  a  los  «Juanes»  y  revueltas  con  las  acémi- 
las, las  «soldaderas»  cargando  a  la  morena  cría,  hi- 
ja del  cuartel;  fruto  del  vicio  o  primicia  del  amor,  y 
a  la  par  cargando  los  «menesteres»  para  la  larga  e 
ignorada  caminata.  I     ^ 

Andrade  vio  todo  aquello  con  una  profunda  tris- 


^    LA  RUINA  DE  LA  CASONA  373 


t 


teza.  ¿A  dónde  iban  aquellos  hombres?  Ahora, 
rumbo  a  la  estación  del  ferrocarril.  Después,  pie  a 
tierra,  en  busca  del  enemigo.  ¿De  qué  enemigo? 
Pues  de  ese,  del  que  decían  que  era  el  enemigo,  pe- 
ro que  a  ellos  ni  los  buscaba  ni  les  había  hecho 

nada 

-  .  ¿A  qué  ib^-n?  A  matar  o  a  que  los  mataran.  A 
morir  o  a  hacer  morir.  En  todo  caso,  a  vender  cara 
la  vida  frente  a  un  peligro  ni  querido  ni  provocado. 

¿Qué  voluntad  entonces  los  guiaba?  La  propia  no 
era.  Los  guiaba  la  voluntad  de  la  racha  azotando  el 
árbol  para  desnudarlo  de  sus  hojas  y  aventar  éstas, 
marchitas,  en  turbonada  loca,  ya  a  la  altura,  o  ya  a  la 

sima Era  la  voluntad  que  forma  muralla  con  los 

pechos  de  los  hombres  para  que  las  balas  no  alcan- 
cen al  pecho  de  un  hombre!  La  propia  voluntad  te- 
nía que  quedar  abolida:  tenerla  habría  sido  mo- 
rirse   , 

Mas  ¿por  qué  iban  entonces  a  luchar?  No  lo  ha- 
brían podido  definir!  Casi  casi  lo  ignoraban 

¿Acaso  era  por  ideales,  por  principios,  por  leyes 
por  ellos  reconocidos  y  profesados?  No.  Iban  a  lu- 
char por  defender  al  «Gobierno.»    Y  ¿quién  era  el 

Gobierno?  Huerta Era  a  éste,  pues,  al  que  iban 

a  defender  contra  Carranza,  contra  Zapata,  contra 
el  que  no  lo  quisiera  como  «Gobierno.»  Así,  pues, 
iban  porque  lo  quería  un  hombre,  a  morir  o  a  ma- 
tar por  ese  hombre,  guiados  por  la  voluntad  suya, 
que  era  la  suprema  ley! 

¡Qué  iniquidad! 

Sus  «enemigos»  eran  como  ellos,  mexicanos.  Hi- 
jos de  la  misma  Madre-Patria.  Los  héroes  del  pa- 
sado, de  los  unos,  lo  eran  de  los  otros  también.  Co- 
munes les  eran  las  glorias,  las  tradiciones,  las 
épicas  leyendas una  sola  era  su  tricolor  ban- 
dera  Hasta  ayer  se  habían  podido  llamar  «her 


■  '• ) 


374  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

manos» Y  ahora  tenían  los  unos  que  ser  los 

asesinos  de  los  otros!  Al  enfrentarse,  tendrían  que 
exterminarse  con  instintos  de  chacales  y  con  rabia 
de  tigres!  I 

Esperándolos,  allá,  estaban  los  otros 

Ejos  otros,  a  los  que  se  les  había  infundido  que 
era  preciso  derrocar,  derrumbar,  desquiciar,  no 
sentir  piedades  ni  saber  de  fraternidades .... 

A  quienes  se  les  había  dicho:  «Este  es  el  Plan  y 
aquí  está  el  arma>  lanzándolos  a  la  revuelta  bajo  el 
miraje  de  mentidos  ofrecimientos;  en  prédica  de 
venganzas;  con  las  perspectivas  de  inauditos  lucros; 
instigándoles  contra  el  derecho  todo,  contra  la  ley 
suprema  que  grita  al  hombre:  «No  matarás,  no  ro- 
barás, no  violarás,  no  incendiarás >  e  inculcan- 
do en  sus  rudas  mentalidades  que  la  fuerza  consa- 
gra en  propiedad  el  botín;  hace  de  la  tea  incendiaria 
purificadera  antorcha,  y  del  cartucho  de  dinamita 
proyectil  noble  y  generoso  que  emplea  la  vindicta 
política! 

Los  otros  que,  a  su  vez,  y  en  estrabismo  funesto, 
hacían,  de  leso  pecado,  ideal  de  democracia,  y  que 
se  sentían  enloquecidos,  poseídos,  frenéticos  ante 
el  grito  ululante  que  les  decía:  «Mata,  mata  para 
que  yo  triunfe,  para  que  yo  domine,  para  que  yo 
impere  sobre  todos,  aun  sobre  tí  mismo  cuando  de 
ello  sea  hora!> 

Al  paso  de  los  unos  y  de  los  otros,  las  escuelas  se 
cerraban;  pero  se  ensanchaban  los  cementerios;  la 
locomotora  acallaba  su  bufido;  pero  se  oía  el  bronco 
acento  del  cañón;  el  canto  del  taller,  el  hossana  del 
trabajo,  la  oración  suprema  del  campesino  en  los 
crepúsculos,  cabe  la  parcela  amada  en  la  que  el 
fruto  de  la  mies  se  dora,  se  extinguían  ahora  en  re- 
medo de  un  ahogado  «miserere» pero  desga- 
rraban el  aire,  en  infernal  sinfonía,  ayes  de  muerte. 


LA  RUINA  DE  LlA.  CASONA  875. 

imprecaciones  de  odio,  maldiciones  de  condena-    ., 
dos 

Maldita,  maldita  la  guerra  civil ! 

En  los  campos,  la  metralla  haría  ahora  oficios  de 
hoz,  y  a  la  espiga  la  substituiría  el  hombre.  Y  el 
taller  cerrado  y  el  bohio  en  lumbre,  darían  mudo, 
pero  elocuente  testimonio  de  una  crueldad  inconce- 
bible   . 

— *¡ Hic  fuit  México!> 

«Defensores»  se  titulaban  los  unos.  «Vengado- 
res» los  otros.  Los  unos  pretendían  la  «Paz»  costa- 
ra lo  que  costara ....  Y  los  otros  querían'  la  «Demo-  ; 
Gracia»  aunque  costara  el  aherrojar  a  la  Patria  a 
extraña  voluntad. 

Y  los  unos  y  los  otros  sabían  que  lo  hueco  de  esas 
palabras  tenían  que  llenarlo  con  sangre;  con  mon- 
tones de  cadáveres;  con  cenizas  de  incendio  pavoro-  . 
roso  y  despojos  de  asoladas  campiñas 

Ahora,  el  redoble  de  los  tambores  y  la  aguda  ale- 
gre nota  de  los  clarines,  tornaba  a  oirse  otra  vez  /, 
lejana. . . .  La  columna  había  pasado:  estaba  ya  le- 
jos ....  mañana,  pasado  mañana,  dentro  de  una  se- 
mana, otra  más  la  seguiría.  Y  luego  otra  y  otra 

Y  allá  irían,  a  buscar  la  muerte,  no  en  la  campal 
batalla,  sino  en  el  doloso  acecho,  por  manos  que 
unidas  debieron  estar  siempre  para  levantar  muy 
alto  el  tricolor  pabellón,  que,  siendo  uno  para  to- 
dos, uno  de  todos,  ahora  parecía  plegarse  salpicado 
por  la  sangre  de  hermanos  derramada  por  herma- 
nos; plegarse  tristemente,  como  se  iban  plegando 
y  recogiendo  en  el  cielo  crepuscular  del  orto  de 
aquella  tarde,  los  últimos  oros  del  astro  rey  ante 
los  ojos  de  Andrade  atónitamente  perdidos  en  la 
inmensidad,  en  una  contemplación  de  cerebro 
atáxico!  •   : 

— ¿Pero  qué  haces  y  en  qué  piensas  que  no  me 


S      J"    -V*-; 


■•'■' 


376 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


has  sentido  llegar?  ¡Estás  hecho  un  bobo!  Hace  cm- 
co  minutos  que  estoy  junto  a  tí ... . 

— ¡Chayito!  ¿Eres  tú?  ¡Bien  venid^i!  Ven,  siénta- 
te aquí,  junto  a  mí muy  cerquita. . . . 

— ¿Qué  tienes? 

—¡Nada habíame disipa,  por  piedad,  es- 
tas tristezas  que  me  agobian! 

Sentóse  la  gentil  morena  a  la  vera  del  estudiante, 
y  la  conversación  giró  sobre  lo  que  tenía  que  girar. 
El  reproche  amoroso  de  él,  por  las  veleidades  de 
ella 

— ¡Bah!  ¡No  seas  tonto!  ¡Si  yo  no  puedo  querer  a 
Tenorio! ....  ¡Es  tan  burdo,  tan  procaz,  tan  ordina- 
rio!   Y  sobre  todo,  que  no  es  un  hombre  con  el 

que  yo  pudiera  ser  feliz .... 

— ¿YRovirosa?  "  ' 

— ¡Ese  menos!  Lo  que  hago  con  él  es  por  pura  di- 
versión  Para  que  me  haga  versos ....  No  hay 

que  tomarlo  en  serio.  Ya  ves  tú,  un  hombre  que  lo 
mismo  hace  un  soneto  que  un  contrato  para  «hua- 
raches.» 

— Chayo  ...  Chayito ....  ¿no  me  engañas? 

— No  seas  tontito. . . .  ¡Si  tú  eres  el  único  a  quien 
yo  puedo  querer!  ¡El  único  que  me  satisface!  El  úni- 
co capaz  de  comprenderme  y  hacerme  feliz. ...  Si 
yo  nací  para  tí  como  tú  para  mí 

Y  el  divino  diálogo  se  deslizó  dulcemente,  y  el  idi- 
lio desplegó  sus  blancas  alas,  ya  que  el  enamorado 
estudiante  era  incapaz  de  macular  su  excelso  amor 
para  aquella  nifia.  Y  tuvo,  como  mudos  testigos,  a 
las  estrellas  misteriosas  que  comenzaban  a  pren- 
derse en  el  manto  del  cielo 


:K.- 


CAPITULO  III 
*'Copas  son  triunfos" 

Entre  zozobras  e  incertidumbres  iba  corriendo  el 
afio  para  la  ciudad  antes  tranquila  y  confiada,  la  ca- 
pital de  la  República,  y  ahora,  para  substituir  al 
insócrono  ruido  de  trabajadora  colmena,  de  otros 
pasados  tiempos,  un  ruido  sordo  e  inexpresivo,  co- 
mo de  abejonero  en  vías  de  alboroto,  era  el  que  se 
dejaba  escuchar,  formado  por  la  voz  de  la  murmu- 
ración que,  como  recelando  y  temiendo,  hilvanaba 
quedo  las  intriguillas  de  la  política  menuda;  comen- 
taba socarrona  y  taimadamente  los  cómicos  inci- 
dentes a  que  aquélla  daba  lugar;  abultaba,  con  da- 
ñada intención,  las  malas  noticias;  restaba  interés 
a  las  buenas,  y  gustaba  de  deglutir,  en  plática  de 
cantinas,  los  sabrosos  chismecitos  a  que  la  poca  se- 
riedad de  la  dirección  política  daba  origen. 

En  cambio,  en  el  resto  del  país,  parte  ya  franca- 
mente convulsionado,  parte  en  vísperas  de  serlo,  el 
horizonte  se  iba  ensombreciendo  o  bien  se  tefiía  ya 
con  los  rojos  reñejos  del  incendio;  la  guerra  civil  ha- 
bía erguido  su  cabeza  de  hidra  repugnante,  con  di- 
versos pretextos;  su  múltiple  cabeza  capaz  de  re- 
producirse sin  medida;  ya  con  motivo  de  vengar  la 


378 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


muerte  torpe  del  <apóstol>  de  la  que  había  sido 
la  primera  en  roer  las  carnes;  ya  con  el  pretexto  de 
«restaurar»  en  la  nación  el  interrumpido  orden 
constitucional,  arguyendo  que  la  designación  presi- 
dencial hecha  en  favor  de  Huerta,  no  ¿ra  válida  por 
haber  sido  obra  de  coacción;  ya  con  el  de  quebrantar 
la  naciente  dictadura  huertiana,  y  en  puridad  de  ra- 
zón, con  una  única  y  exclusiva  finalidad:  la  de  dis- 
putar y  adquirir  el  Poder  Supremo.  I 

Y  era  ahora  el  atardecer  de  uno  de  los  postrime- 
ros días  del  mes  de  junio  de  1913. 

La  escena  en  «La  Llanisca,>  tienda  mixta  de  por 
el  rumbo  de  Manzanares,  propiedad  del  seflor  don 
Rafael  Menendezorra  y  Rendueles,  natural  de  Lla- 
nes,  Santander,  Espafia,  de  donde  el  nombre  de  la 
negociación. 

Tan  mixta  era  la  tal  tienda  que,  si  en  el  mostra- 
dor se  expendían  los  «décimos»  de  petróleo  con  más 
agua  que  aceite;  los  «quintos  de  jabón  con  más  cal 
que  lejía;  los  medios  kilos  de  arroz  con  más  palay  que 
grano;  de  lenteja  más  averiada  que  faz  de  varioloso, 
y  de  garbanza  dizque  española,  aunque  en  Sonora 
se  había  cosechado,  y  en  comparsa  tal  expendio  con 
el  de  las  velas  de  parafina  de  a  centavo  vil,  y  la  caji- 
lla de  fósforos  de  «80  luces»  por  un  ídem  centavo, 
todo  para  suplicio  y  tormento  del  sufrido  vecinda- 
rio y  acrecentamiento  muy  legítimo  de  la  fortunilla 
de  Menendezorra,  en  la  misma  trastienda  de  la  su- 
sodicha se  elaboraban  la  rica  «Flor  de  Espafia»  de 
la  que  hacían  abundante  consumo  los  «paidzanos;» 
el  «Itamo  real»  que  paladeaban  las  comadres  del 
barrio,  necesitadas  de  expeler  nocivos  aires;  los 
«amargos  de  naranja»  deleite  de  aurigas  alquinones 
y  «mecapaleros»  sedientos,  y  el  legítimo  «Anís  Es- 
carchado» que,  con  fraudulenta  etiqueta,  se  hacía 
aparecer  como  de  la  madre  Patria,  cuando  el  tal  no 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  379 

tenía  ni  madre,  y  el  padre,  el  anís,  era  de  teutona 
procedencia. 

Y  todavía  la  sub-trastienda,  llamémosla  así,  ser- 
vía lo  mismo  para  alcoba  de  Menendezorra,  que  de 
oficina  para  aju star  ventajosas  operaciones  de  prés- 
tamo con  garantía,  junto  a  las  que  las  de  la  viuda  de 
Zarzo  eran  inocentes  favores,  y  de  templo  eventual 
en  el  que  oficiaba  la  Venus  vagabunda,  y  de  lugar 
de  cita  para  completes  de  toda  índole.  Menende- 
zorra era  «liebre»  y  no  había  venido  a  México  para 
que  le  creciera  el  pelo. 

Reunidos  allí,  en  aquella  tarde,  estaban  Andrade, 
Chaneque,  «Truenos,»  el  compadre  Nicho,  que  se- 
guía siendo  el  «aparcero  valedor»  de  aquél;  Sabás 
Pantoja,  ex-redactor  de  «La  Voz  del  Noreste,»  a  la 
que  el  cambiazo  político  había  dejado  áfona,  y  Po- 
rritas  que,  fungiendo  de  anfitrión,  había  invitado  in- 
sistentemente a  todos  para  «empujarse»  unas  «To- 
lucas,»  vulgo  cervezas,  en  «La  Llanisca,»  con  unos 
«molotes  de  flor  de  calabaza»  y  unas  «chalupas  de 
menudencias,»  que  eran  la  gloriosa  especialidad 
de  la  fritanguera  que,  a  la  puerta  de  la  mixta  y  en 
actitud  de  deidad  azteca,  cocinaba  al  aire  libre 
en  anafe  chisporroteador. 

—Los  guisa  tan  bien  — decía  Menendezorra  — que 
hasta  Huerta  se  da  sus  pasaditas  por  aquí  para  co- 
merlos! ¡Como  es  tan  campechanote  y  tan  republi- 
cano! 

Era  «Truenos»  el  que  tenía  la  palabra ....  y  el  bo- 
cado, porque,  al  mismo  tiempo  que  hablaba,  engu- 
llía a  dos  carrillos,  «atorándole»  de  firme  a  los  de 
flor  de  calabaza.  ¡Qué  rebuenos  estaban  los  malditos 
con  su  «hepazote»  y  sus  puntas  de  chile  jalapeño! 

— ¡Piiican!  —  decía  Demóstenes,  babeando  en  fuer- 
za del  cáustico  q  ue  a  su  paladar  daba.  —  Daaame  otro 
cacho  de  ceeer veza! 


íf. 


I 


380  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

—  Se  van  sin  sentirlo -decía  Tenorio.  -  Pásame 
otros La  verdad  es  que  están  de  chuparse  el  de- 
do!   ¡Y  la  verdad  es  que  yo  no  estoy  conforme 

con  la  «actual  situación  política»  y  que  no  creo  po- 
der estarlo  nunca!  •* 

— ¡Tú  sisisiempre  diiiíscolo! 

— ¡Yo  siempre  en  mi  lugar,  caramba! 

— ^Te  comprendo  y  te  justifico  —  apoyó  Chaneque, 
queriendo  adelantarse  al  pensamiento  de  Tenorio.  - 
Tú,  como  yo,  repugnas  ciertas  cosas  y  estás  en  lo 
justo.  Los  hombres  honrados  y  de  convicciones  no 
podemos  transigir  con  lo  del  cuartelazo.  La  sedi- 
ción y  la  traición  dándose  el  brazo  para  victimar  a 
un  hombre  de  las  excelsas  virtudes  de  Madero! .... 

— No,  hombre,  si  no  lo  digo  por  eso 

— Pues  es  curioso  que  tú  estés  inconforme,  dada 
tu  filiación  f  elixista  -  interrumpió  Andrade. 

— ¿Mi  filiación?  | 

— Seguramente,  ¿no  fuiste  tú  de  los  de  la  Cinda- 
dela? I 

—Según  y  conforme. 

— ¡Cómo  según  y  conforme!  Pues  que,  ¿no  estu- 
viste allí? 

— Estuve  y  no,  según  se  considere 

— Es  que  el  caso  no  admite  equívoco.  O  estuviste 
o  no  estuviste.  En  los  primeros  días  lo  afirmabas 
con  todo  énfasis.  I 

— Porque  se  le  va  a  uno  la  lengua  sin  querer .... 

— ¿Niegas  ahora  que  estuviste? 

— Yo  no  niego  haber  contribuido  a  la  caída  de  Ma- 
dero; mejor  dicho,  a  que  no  se  sostuviera.  Yo  fui 
maderista,  con  las  armas  en  la  mano,  como  a  us- 
tedes les  consta,  y  buenos  peligros  corrí  en  las 
campañas  que  sostuve;  pero  era  imposible  seguir 
apoyando  aquel  nepotismo  encabezado  por  un  inca- 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  381 

paz,  inconsecuente  con  los  que  lo  habíamos  llevado 
al  poder. 

— ^Y  cambiaste  chaqueta 

— No  me  engendró  mi  padre  para  que  me  murie- 
ra con  las  ideas  con  las  que  nací.  Y  si  no  estuve  en 
la  Ciudad ela,  sí  ayudé  a  ésa  causa .... 

— Bueno;  entonces  serás  huertista,  ya  que  apos- 
tatas del  felixismo. 

— Tampoco;  yo  lo  que  soy  es  un  inconforme  con  la 
actual  situación;  ya  lo  he  dicho. 

— Tenorio  — terció  Pantoja  — lo  que  quiere  signifi- 
car es  que  Huerta,  siguiendo  por  el  camino  que  va, 
se  está  suicidando  políticamente  a  fuerza  de  des- 
prestigio. No  hay  en  su  gobierno  «ecuanimidad» 
(era  el  terminajo  en  boga).  Ya  ven  ustedes,  quiere 
posponer  las  elecciones  para  <madrugarle>  a  Díaz 
y  quedarse  él  con  la  Presidencia. 

— Y  hace  bien,  porque  en  Díaz  no  hay  sujeto 

— No  hay  que  divagar.  La  revolución  reivindica- 
dora  es  indomefiable  y  pondrá  a  cada  uno  en  su  lu- 
gar! -  concluyó  Chaneque. 

— ¡Eso  me  importa  un  bledo!  ¡Yo  estoy  «requema- 
do» porque  llevo  tres  meses  de  estar  solicitando 
que  se  me  dé  mando  de  fuerzas  para  ir  a  campaña 
y  no  se  me  hace  caso!  ¡No  se  le  da  a  uno  su  lugar, 
caramba!  ¡Los  hombres  de  mérito  estamos  siendo 
postergados,  para  que  suban  los  militarejos  arrivis- 
tas!  ¡El  compadrazgo  impera! 

— Tiene  usted  razón,  mi  coronel;  pero  «así  están 
las  cosas  y  basta,»  como  dicen  en  la  «Viuda  Alegre» 
-indicó  Porras. 

— ¡Pues  no  basta!  ¡Y  si  así  están,  habrá  qué  arre- 
glarlas! 

— La  «mera  pelada»  -  agregó  el  compadre  Nicho 
-es  que  el  indio  Huerta  ya  le  «comió  el  mandado» 
a  Félix  Díaz.  -^ 


382  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

— Caaamaron  que  se  slipi  se  lo  catche  la  corriente 
— comentó  TafoUa. 

— Y  que  ahora  falta  saber  si  a  Huerta  lo  tumba 
don  Venus,  ayudado  por  los  gringos 

— Por  eso,  por  eso  que  me  urja  el  iñando  de  fuer- 
zas! -     I 

—Y  si  las  <pepena,>  compadre,  no  hay  que  vol- 
ver a  «jerrarla,»  como  le  ha  pasado 

— iPobre  Patria! — murmuró  Andrade — Ella  es  lo 
que  menos  importa!  Lo  importante  en  el  caso  es 
«madrugar,»  «comer  mandados,»  favorecer  ahija- 
dos y  pelear  por  la  silla!  ¡Cuándo  veremos  imperar 
la  buena  fe,  la  honradez  de  principios,  la  virtud  po- 
lítica y  no  a  los  hombres  ambiciosos! 

—Es  que  tú  quieres  que  uno  com^  «principios» 
y  viva  de  aire,  y  te  olvidas  de  que  estamos  en  el 
mundo,  Andrade I     . 

— El  caso  es  que,  si  Huerta  quisiera,  podría  ha 
cer  la  paz 

— Y  no!  Tendría  que  soltar  el  hueso  y  se  le  aca- 
barían las  chambas.  Para  él  mejor  que  siga  la 
«bola.» 

—Y  les  cognacs  a  toda  hora 

— Esas  son  habladurías.  Apenas  si  toma  una  co- 
pa que  otra!  .1 

— Pues  si  Carranza  quiere,  él  sí  que  puede  hacer 
la  democracia.  I  : 

— Con  sus  «chorreados»  analfabetas 

— Desgraciadamente,  ni  el  uno  querrá,  ni  el  otro 
podrá!  ¡Qué  obscuro  el  porvenir!  ¿A  dónde,  sefior, 
a  dónde  nos  llevarán  estas  políticas  personalistas, 
en  las  que  las  tendencias  son  unas,  raquíticas,  in- 
solentes y  de  utilidad  sólo  para  la  procaz  cámara- . 
dería? 

— Es  que,  si  cada  uno  no  se  apoya  en  sus  propios 
elementos,  se  lo  «almuerzan»  los  otros.  Por  eso  que 


-  «afí- 


LA  RUINA  DE  I^A  CASONA  .;  383 

Huerta  proteja  a  sus  militares  camaradas  y  Carran- 
za deje  hacer  a  sus  huestes  de  desalmados. 

— ^Huerta  es  el  vicio  y  el  despotismo  y  el  poder 
debido  al  crimen! 

—Y  Carranza  es  la  anarquía  y  el  desorden! 

— ^Repito  que  a  mí  todo  eso  me  importa  tres  se- 
renados cacahuates!  Lo  que  quiero  es  que  me  den 
mi  lugar,  que  reconozcan  mis  servicios,  y  que  me 
den  mando  de  fuerzas.  ¿Cómo  van  a  arreglar  la  si- 
tuación si  nos  hacen  a  un  lado?  Y  han  llamado  a 
esos  títeres  de  Pascual  Orozco,  Argumedo  y  otros. 
¿Qué  más  han  hecho  ellos  que  uno  no  pudiera  ha- 
cer? 

— Vuelvo  a  decirle  que  tiene  usted  mucha  razón, 
mi  coronel.  Pero  no  se  haga  ilusiones.  Por  menos 
ha  «tumbado  la  burra»  al  Ministro  de  la  Guerra! 

— Mondragón  estorbaba  a  Huerta  en  sus  proyec- 
tos. Quería  saber  más  que  él 

— A  Mondragón  lo  tiraron  los  negocitos  del  Mi- 
nisterio   

— Eso  es  mentira!  Tenía  que  salir  para  que  en- 
trara un  compadre 

— Total.  Cuestión  todo  de  mangoneos  y  compa- 
drazgos   

— «Todo   por  la  Patria» ¡mi  coronel! — dijo 

Panto  ja,  parafraseando  a  Huerta  al  despedir,  rum- 
bo al  extranjero,  a  su  ex-ministro  de  Guerra,  y  le- 
vantando su  vaso  de  cerveza. 

—Y  conste  que  somos  muchos  los  inconformes. 
Y  ya  se  sabrá  de  nosotros! 

— Te  veo.  Repetirás  el  caso  de  cuando  Madero. 
¿No  es  eso? 

— Haré  lo  que  me  convenga,  caray!  ¿Me  voy  a  de- 
jar así  como  así? 

— Te  irás  con  Carranza  o  con  Zapata 


384 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


— ¡O  con  el  demonio!  Con  tal  de  que  me  haga  jus- 
ticia   

Relámpago  de  satisfacción  en  los  ojos  de  Porri- 
tas  y  mirada  de  honda  pesadumbre  en  los  de  An- 
drade. 

— Y  hará  bien,  compadre.  Lo  que  usted  piense 
yo  lo  refrendo!  -  coreó  Nicho.- Y  a  ver  tú,  hijo  de 
Pelayo  (demostrando  que  sabía  bien  las  ascenden- 
cias del  gachupincillo  de  la  mixta)  repítelas  por  mi 
cuenta. 

— ¿Qué  van  a  ser,  cervezas?  ' 

— Yo  estoy  hidrópico  ya  por  tanta  agua.  Traeme 
mejor  un  tequila.  I 

— Eso  es.  Yo  también  opto  por  el  «tequilazo.> 

Y  copas  de  tequila  fueron  las  siguientes. 

— Pues  sí  señor.  Ya  se  comenzó  a  desgranar  la 
mazorca  del  «pacto»  con  la  caída  del  Ministro  ese. 
Ya  lo  seguirán  los  otros.  | 

— Y  después  ¡ándese  usted  con  «pactos!» 

— Por  haber  pactado  sobre  el  cadáver  de  Ma- 
dero  

— Y  por  haberlo  hecho  con  un  indio  huichol. 

— Dicen  que  en  el  ejército  ha  caído  mal  la  salida 
de  Mondragón. 

— Papas!  Hay  muchos  que  no  lo  quieren. ... 

— Los  que  no  estuvieron  en  el  cuartelazo. 

— Y  los  que  están  con  Huerta  nada  más. 

— El  ejército!  Cuánto  bien  haría  alejándose  de  la 
política! 

— Niego  («Truenos»).  ¿Pues  qué,  el  hecho  de  ser 
militar  priva  al  hombre  de  sus  derechos  como  ciu- 
dadano y  de  la  manera  de  defenderlos? 

— No;  pero  lo  cohibe  por  juramento  de  honor, 
para  volver  las  armas  contra  quien  se  las  puso  en 
la  mano. 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  .     ,  385 

— Eso  es  metafísica!  ¿Es  decir  que  estaba  obliga- 
do a  defender  a  Madero,  a  pesar  de  su  ineptitud? 

— ¡Pues  sí  que  lo  estaba! 

— Y  allá  Madero,  que  fué  el  primero  que  lo  endil- 
gó a  la  «pronuncia»  contra  don  Porfirio 

— Pobre  organismo,  cuya  característica  debía  ser 
la  pureza  y  la  lealtad!  Ayer  sano;  adolescente,  pero 
honrado;  pequeño  de  talla,  pero  grande  de  alma,  y 
hoy  inficionado  por  el  virus  de  la  sedición;  corroído 
por  el  favor  y  el  oro  que  prostituyen;  por  el  honor 
inmerecido  que  lastima  al  digno,  y  por  tantas  otras 
mortales  vacunas! 

— En  eso  tiene  su  apoyo  Huerta ...../ 

— No  señor:  en  los  millones  del  empréstito  nuevo. 

— IjO  tiene  en  sus  calzones  y  nada  más! 

— Pues  con  todo  y  todo,  lo  tumba  la  revolufia! 
Cuenta  ésta  con  la  simpatía  de  los  americanos 

— Qué  espectáculos!  El  uno,  apoyado  por  algo 
que  se  pudre,  que  se  desmorona  por  la  rencilla  y 
por  la  envidia,  y  el  otro  por  una  fuerza  extraña, 
enemiga  del  nacionalismo!  .         . 

— Y  la  cosa  va  larga 

— Y  yo  perdiendo  el  tiempo  sin  obtener  que  me 
den  ese  mando! 

— Resumen  de  las  sindéresis — sentenció  Enjol- 
rás — y  de  los  tiempos.  Cada  cual  a  «ginetear  lama- 
cha»  como  se  pueda  y  lo  más  que  se  pueda,  y  el  que 
venga  atrás  que  arree!  .".'•' 

Aun  siguió  la  plática  por  largo  rato,  sobre  los 
mismos  temas.  Quién  sosteniendo  que  era  Huerta 
el  hombre,  el  único  capaz,  por  ser  el  fuerte  y  el  ha- 
bituado al  mando  militar,  para  dominar  la  situación 
sin  detenerse  en  escrúpulos  monjiles;  quién  ata- 
cándolo rudamente  como  a  prototipo  de  infidencia, 
y  por  sus  compadrazgos  impúdicos,  sus  rigores 

exagerados  y  su  falta  de  seriedad  para  el  cargo, 

25 


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386  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

que,  como  a  un  vulgar,  lo  llevaba  de  café  ea  café  y 
aun  de  figón  en  figón  de  extramuros,  en  busca  de 
la  copa  de  cognac  y  del  platillo  de  chiles  rellenos. 

No  faltaba  quien  tomara  partido  por  Díaz,  aun- 
que medrosamente,  como  descontando  su  derrota, 
aunque  abonándolo  por  su  discreción  y  su  honra 
dez,  que  lo  hacían  granjearse  las  simpatías  de  los 
grupos  selectos;  pero  no  faltaba  tampoco  quien  lo 
atacara,  atribuyéndole  indecisión,  condición  de  es- 
finge, poca  diligencia,  etc.,  y  porque  se  había  echa- 
do en  brazos  de  un  grupo  de  noveles,  no  todos  ellos 
escrupulosos,  y  a  los  que  se  refería  de  molde  la 
frase  aquella  de  «los  amigos  de  Cardoso.» 

También  don  Veaustiano  contaba,  por  supuesto, 
con  simpatizadores,  más  que  de  convicción,  por  esa 
atracción  que  tiene  todo  sol  naciente,  y  los  que  lo 
preconizaban  como  una  especie  de  Mesías  que  sal- 
varía al  país  del  caos  y  concluiría  con  la  incipiente 
dictadura;  como  el  que  abriría  nuevos  y  dorados 
horizontes  para  la  democracia,  y  el  que,  en  fin,  ha- 
ría que  resplandeciera  de  nuevo,  con  todos  sus 
fulgores,  el  libro  magno  de  la  Constitución  del  57, 
villanamente  hollado,  estrujado,  y  que  él  había  le- 
vantado del  suelo  como  lábaro  invencible.  ¿Que  se 
refería  en  periódicos  gobiernistas  y  por  los  que 
llegaban  de  las  regiones  infestadas  por  la  revolu- 
ción, horrores  de  los  que  cometían  los  nuevos  re 
volucionarios?  ¡Bah!  Eso  era  laborantismo  puro! 
Invenciones  de  los  huertistas.  ¿Que  la  serie  de 
atrocidades  que  se  decía  cometían  aquellos  vánda- 
los no  tenía  paralelo  en  la  historia  de  las  guerras 
civiles  de  México?  Psché!  Las  revoluciones  no  pue- 
den hacerse  con  angelitos!  No  se  pueden  nunca 
evitar  ciertos  excesos.  ¿Que  del  carrancismo  a  la 
anarquía  podía  bien  haber  un  solo  paso?  Bah!  Cosas 
del  proselitismo  de  los  hombres  que  querían  a  toda 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  387 

costa  conservar  los  puestos  y  con  ellos  la  tripa  lle- 
na, a  pesar  de  la  frase  aquella  de  «la  paz  se  hará 
cueste  lo  que  cueste»  pronunciada  por  Huerta  en 
pantagruélico  festín,  de  los  que  a  diario  había.  Don 
Venustiano  era  un  Cincinnato.  Pancho  Villa  un 
Scipión,  y  Emiliano  Zapata  seguía  siendo  el  Espar- 
taco  libertador  de  los  suyos.  Y  sobre  todo,  cualquie- 
ra cosa  sería  mejor  que  aquella  situación  huer- 
tista! 

Por  fin,  allá  a  las  diez  de  la  noche  y  previa  la  cor- 
tés notificación  de  Menendezorra,  de  que  tenía  que 
cerrar  y  ya  no  podría  servir  más  tequilas,  por  ha- 
ber sido  notificado  a  su  vez  por  el  gendarme  del 
<punto,>  que  desgraciadamente,  en  aquella  noche, 
no  era  el  «acuache»  de  costumbre,  y  por  cuanto,  por 
otra  parte  estaban  agotadas  las  provisiones  de  la  f  ri- 
tanguera  de  la  ñor  de  calabaza  que  había  levantado 
el  vuelo,  tras  de  arrinconar  en  unos  cajones  de  la 
mixta,  anafe  y  sartén,  la  reunión  tocó  a  su  fin,  una 
vez  que  los  concurrentes  apuraron  la  «del  estribo»  y 
emprendiendo  el  rumbo  a  la  «domus  tepetaete»  que 
dijera  Tafolla,  refiriéndose  a  las  casas. 

De  los  últimos  del  grupo  y  de  bracero,  caminaban 
Tenorio  y  Porras  en  animada  conversa,  siendo  se- 
guidos de  Quico  y  Sabás  Pantoja  que  proponía  a 
aquél  la  fundación  de  un  periódico  «moderado»  en- 
tre tanto  las  cosas  acababan  de  dar  color,  y  que  bien 
podría  llamarse  «La  Voz  del  Centro,»  a  la  que  cuida- 
rían acuciosamente  a  fin  de  que  no  muriera  de  un 
ataque  de  bronquitis  aguda,  como,  aquella  del  Nor- 
este. 

Pocas  calles  habían  avanzado,  algo  encandilados 
los  ojos  y  más  aún  los  espíritus  por  la  frecuencia 
de  los  tequilas  en  judía  mezcla  con  la  cerveza,  cuan- 
do Porritas  se  desprendió  intempestivamente  del 
grupo  y  con  un  cortés  «ustedes  dispensen Has- 


?;;-■.. 


388  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

ta  aquí  los  dejo,»  se  encaminó  a  mal  alumbrado  ca- 
llejón cercano. 

Reparó  Andrade  en  que  no  dejaba  de  ser  extraño 
que  el  anfitrión  se  alejara  de  tal  guisa,  no  acompa- 
ñándolos hasta  el  riñon  de  la  ciudad,  como  de  ordina- 
rio lo  hacía  en  las  tardes  de  concurrencia  a  «La  Lla- 
nisca,>  y  más  para  tomar  rumbo  que  no  era  el  de  su 
«domus;>  pero  sin  dar  mayor  importancia  al  acci- 
dente. Sin  embargo,  Tafolla,  que  tenía  gatuna  la 
mirada  y  al  que  los  tequilas  no  se  la  habían  entur- 
biado por  entero,  pudo  percibir  bien  que,,  en  la  pro- 
funda penumbra  de  la  callejuela  aquella.  Porras  se 
había  reunido  con  otro  sujeto  que  tal  parecía  que  lo 
esperaba  allí.  Y  aun  la  silueta  del  tal  no  le  pareció 
del  todo  desconocida.  De  quién  era?  Quién  podría 
ser?  Podría  jurarse  que  aquella  era  la  de  Manduja- 
no,  con  su  eterno  traje  negro  de  montar  y  su  jarano 
de  fieltro  de  igual  color.  Mandujano  en  México?  Y 
en  citas  con  Porras  en  aquellos  apartados  rincones? 

La  cosa  olía  a  leguas  a  conjura Y  el  tartamudo 

se  apuntó  en  la  memoria,  para  cuando  pudiera  serle 
útil,  el  dato  siguiente:  «Porras  cultiva  amistad  con 
Mandujano,  pasadas  las  diez  de  la  noche,  y  en  el  ca- 
llejón de  *  *  *> 

Una  semana  después  de  aquella  furibunda  acome- 
tida a  los  de  «menudencias,»  Tafolla  podía  haber  adi- 
cionado la  nota  con  esta  otra:  «Tenorio  está  de  ínti- 
mo con  Porritas,  y  lo  ha  tomado  como  asesor.» 

Porque,  en  efecto,  así  era.  El  levantisco  coronel 
se  pasaba  el  día  y  la  parte  útil  de  la  noche  con  el  se- 
cretario del  insigne  Pingarrón,  y  tal  parecía  que 
ahora  para  él  la  situación  no  era  tan  deplorable,  ya 
que,  sin  dejar  de  negar  a  grito  pelado  el  haber  es- 
tado en  la  Ciudad ela,  no  escaseaba  sus  elogios  y  di- 
tirambos para  Huerta,  al  que  cahficaba  de  «zorrillo,» 


L.A  RUINA  DE  LA  CASONA  389 

de  la  <colmilluda»  y  de  otros  epítetos  callejeros 
demostrativos  de  la  astucia  y  de  la  vivacidad. 

Sus  intimidades  con  Porras  eran  a  la  vista  de  to- 
do mundo.  Y  después  de  sus  continuas  y  largas  con- 
ferencias con  el  secretario,  en  cada  ocasión  que  a 
pelo  venía  no  dejaba  de  ensalzarlo  ante  los  de  la  «Re- 
pública» con  lo  que  dejaba  patidifuso  a  Tafolla  y  en 
parte  celoso  al  indio  Chaneque.  El  primero  no  po- 
día explicarse  bien  aún,  cómo  Tenorio,  hombre  tan 
práctico,  perdía  su  tiempo  con  aquel  comediante  de 
Porritas;  y  el  segundo,  menos  práctico  pero  más 
taimado,  sospechaba  que,  de  no  andar  listo,  Tenorio 
le  sacarla  ventaja  en  la  utilización  del  influente  en- 
garzador  de  garabatos  taquigráficos. 

— La  verdad  es  que  este  Porras  se  pierde  de  vista. 
Qué  ojo  político  tiene  el  endiablado! 

— Pupupues  no  le  sueeeltes  la  cooola,  a  ver  si  con 
él  la  pegas! 

— Tú  no  lo  creerás;  parece  «chato  pero  las  huele.» 

— Caaaray!  pupupues  yo  tengo  caaatarro! 

Siendo,  como  lo  era  Porras,  un  títere  movido  por 
Pingarrón,  claro  estaba,  para  cualquier  analizador, 
que  si  Tenorio  buscaba  la  amistad  de  Porritas,  era 
porque  quería  la  protección,  para  algo,  del  conspi- 
cuo padre  de  la  Patria:  y  que  si  Porras  soportaba 
«la  lata»  de  Tenorio,  era  porque  instruido  estaba 
para  el  caso.  El  señor  Pingarrón,  casi  ministro  en 
vísperas  de  la  Cindadela,  con  Madero,  había  podido 
lograr  felizmente  un  nuevo  equilibrio,  y  a  pesar  de 
su  filiación  «renovadora»  no  estaba  mermada  su  po- 
tencialidad política,  según  saber  se  podía,  disfrutan- 
do hoy  de  amplia  confianza  del  «nuevo  régimen,»  con 
lo  que  justificaba  bien  que,  en  materia  de  «renovar,» 
nadie  le  ganaba. 

Y  tal  aspecto  de  cosas  descorazanaba  e  intrigaba 
a  Barbedillo,  que  si  era  afecto  a  «cohonestar»  y 


390 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


«flexibilizarse»  procurando  la  armonía  de  elemen- 
tos, no  lo  eran  tanto  que  no  viera  con  prevención 
tranta  transigencia,  a  su  entender:  no  acababa  de 
comprender  cómo  Huerta,  con  todo  y  su  marrulle- 
ría, no  mandaba  a  su  casa  a  todos  aquellos  politicas- 
tros que  habían  pertenecido  a  la  hornada  maderista. 
El  pasaporte  se  imponía:  eran  hombres  peligrosos; 
sabían  bailar  en  la  punta  de  una  aguja:  sobre  todo 
aquellos  <renovadores»  camada  de  intrigantes  que, 
levantados  con  el  remolino  revolucionario,  habían 
sido  los  primeros  en  insubordinarse  contra  Made- 
ro, demostrando  la  debilidad  y  la  falta  de  consisten- 
cia de  aquel  Gobierno  que  había  nacido  con  orgáni- 
ca insuficiencia. 

Barbedillo,que  por  cuanto  que  tenía  intereses  que 
defender,  necesitaba  andar  en  el  trasiego  político, 
se  desconcertaba  con  aquello,  y  no  las  tenía  todas 
consigo;  no  sabía  por  qué,  pero  se  sentía  intranquilo. 
Y  esto,  cuando  la  conveniencia  estaba  en  ir  del  lado 
del  «orden  de  cosas  constituido,»  aunque  él  se  guar- 
daba de  explicar  si  constituido  por  un  zorro  maestro 
y  docena  y  media  de  candidos.  Y  el  tiempo  pasaba  y 
él  no  podía  aclarar  «paradas,»  ni  menos  conforme  a 
sus  deseos,  cosa  grave  para  quien  tenía  «intereses 
creados»  que  defender,  para  lo  que  necesitaba  de 
algún  puestecito  oficial  que  le  diera  realce  y  lo  acre- 
ditara de  influyente.  Brujuleando  insistentemente, 
vivía  siempre  alerta. 

Fué  Orbezo,  por  ejemplo,  quien  le  dio  la  noticia  del 
derrumbe  del  primer  Ministro  del  «pacto;»  puesto 
en  guardia,  inmediatamente  comentó: 

— Eso  es  natural,  Orbecito!  Yo  sabía  ya  algo 

Es  lo  indicado.  Huerta  no  puede  gobernar  con  ele- 
mentos así;  tiene  necesidad  de  los  suyos;  de  los  pro- 
pios. A  quién  se  le  ocurre  que  haya  que  respetar 
los  «pactos»  cuando  está  de  por  medio  la  salud  pú- 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  .  391  ,  [S.: 

blica?  Unidad  de  acción,  de  elementos,  de  conforma-  ^^ 

c\(m eso,  eso  es  lo  que  se  requiere!  Sólo  asi  |^^ 

pueden  asumirse  responsabilidades.  Y  así,  bien  he-  -^l, 

cholo  hecho.  -  f? 

—Yo  creí  que  lo  lamentaría  usted.  Como  en  un 
principióse  inclinaba  usted  a  Félix  Díaz  y  ese  mi-  -Cí 

nistro  era  felixista ií-> 

— No,  hombre!  Félix  es  un  buen  muchacho.  Yo  lo  3^ 

estimo  mucho  personalmente.  Está  lleno  de  buenas 
intenciones  y  es  patriota;  pero  no  es  el  hombre  para 
la  situación.  Que  deje  a  Huerta  pacificar  el  país;  que 
no  le  estorbe.  Ya  después  veremos ti' 

Cuando  cayó  el  segundo  o  el  tercero  de  aquellos  ,     ^ 

Ministros,  su  frase  fué  la  misma:  í; 

— EiS  natural!  Huerta  tiene  que  gobernar  con  los 
(le  su  partido;  con  sus  hombres;  con  sus  amigos.  De 
la  Barrita  (por  el  Ministro  saliente)  es  un  excelente  ví¡^  • 

sujeto;  muy  fino,  muy  ilustrado,  muy  culto pero  -y- 

no  es  eso  lo  que  ahora  necesitamos.  Los  tiempos 
requieren  hombres  de  acero,  amigo  Orbezo;  cere- 
bros fuertes.  v 

—Que  sepan  tomarse  cuatro  al  hilo  sin  que  se  les 
aflojen  las  piernas? 

— Bah!  Esos  son  cuentos!  Ya  ve  usted  que  reem- 
plaza ventajosamente  a  los  salientes.  ¿?í . 

Y  cuando  cayó  el  siguiente  la  misma  historia:  y;' 

— Yo  ya  lo  sabía!  Vera  Estañol  es  de  muchos  ímpe-  5- 

tus.  Quiere  volar  muy  alto ....  tiene  demasiada  san-  K 

íire.  Y  Esquivel  nos  está  comprometiendo  al  poner 
trabas  para  que  el  dinero  del  empréstito  se  invierta 

como  debe  invertirse No  son  los  hombres  para  '      -  ' 

el  caso;  Huerta  necesita  de  los  suyos 

Lo  que  no  aclaraba  nunca  el  muy  ladino,  era  si  él  -^ 

se  consideraba  uno  de  los  que  necesitaba  Huerta.  Y 
sí  que  se  consideraba.  No,  por  supuesto,  con  pre- 
tensiones a  Ministro,  no;  pero  sí  creía  poder  hacer 


392 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


un  regular  Subsecretario,  como  los  que  la  ocasión 
estaba  moldeando.  E  indudablemente,  en  la  Cáma- 
ra podían  ser  de  mucha  entidad  sus  servicios,  si, 
como  era  de  esperarse.  Huerta  se  decidía,  por  fin,  a 
echar  a  los  que  allí  estaban  y  que  cada  vez  se  inso- 
lentaban más.  Aun  se  correría  a  gastarse  todavía 
algunos  dineros  para  refrendar  su  candidatura  por 
aquel  distrito  electoral  en  el  que  lo  había  derrotado 
Pingarrón.  ¡Qué  revancha  más  sabrosa! 

Lo  malo  era  que,  al  perseguir  aquellas  codicias  y 
al  tener  que  barajarse  con  los  «hombres  de  Huerta,» 
el  buenazo  de  don  Taco  no  dejaba  de  empinar  algo  el 
codo  y  de  menudear  los  cognaquitos,  llegando  a  la 
casona  con  el  tufo  del  licor  en  los  labios,  cuando 
no  con  alguna  ambarina  gota  del  mismo  temblándo- 
le  en  los  bigotes.  I      : 

— Barbe,  hijo Estás  dando  mucho  en  aficio- 
narte al  cognac.  -  1 

— No  es  por  gusto,  créeme,  que  ya  sabes  que  nun- 
ca he  sido  tomador;  pero  qué  quieres  ¡cosas  de  la 
política,  raujerl  La  necesidad  obliga.  Exigencias 
de  la  época.  Y  los  que  tenemos  el  deber  de  estar  en 
contacto  con  ciertos  círculos,  tenemos  que  dejar  los 
escrúpulos  algo  a  un  lado. 

—No  veo  el  por  qué  de  ello.  -  ! 

— Es  que  tú  no  «g¡ras>  en  las  esferas  en  que  hay 
que  estar.  Mira,  por  ejemplo,  ahora  tuve  que  bus- 
car a  Huerta  para  comunicarle  algo  importante. 

— Bueno,  ¿y  qué?  I 

— Pues  que  lo  busqué  en  el  Café  Colón,  donde  a 
veces  va  a  desayunar;  no  estaba  allí,  pero  en  cam- 
bio estaban  algunos  amigos  suyos,  correligionarios 
que  lo  esperaban  también,  y  con  los  que  me  tomé 
un  cognaquito  .  . . 

— ¡Y  en  ayunas!  ! 

— Eso  no  hace  mal.  Y  como  no  llegó,  pues  tuve 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  393 

que  ir  a  buscarlo  en  el  restaurant  de  Chapultepec, 
¿onde  también  suele  ir ... . 

— ¡Y  te  tomaste  otro  cognaquito! 

— Sí,  pero  con  un  sandwich.  Fué  que  allí  me  en- 
contré con  otros  amigos  suyos  que  también  preten- 
dían hablarle.  Y  como  tampoco  llegó,  pues  nos  fui- 
mos al  «Globo,»  donde  también  va.  .  , 

— Y  otro  cognaquito  ¿no  es  eso? 

— El  último;  el  de  la  despedida,  y  eso  de  compro- 
miso. ¡Qué  quieres  mujer!  ¡Cosas  de  la  política! 
Bien  sabes  que  a  mí  no  me  gusta;  pero  el  que  en  la 
miel  anda ....  Y  como  están  las  cosas  tan  delicadas 
no  es  bueno  aparecer  como  díscolo. 

Al  ver  Gordillo,  en  más  de  una  ocasión,  al  amigo 
don  Taco  que  llegaba  a  la  casona  más  alegre  que 
unas  Pascuas,  ya  fuera  por  la  esperanza  de  haber 
atrapado  algún  negocio,  ya  porque  había  «hablado» 
con  el  marrajo  Presidente,  o  que  por  los  cognacs 
llegaba  con  la  cara  más  encendida  que  un  cangre- 
jo moro  y  los  pasos  vacilantes,  se  decía,  para  su 
coleto: 

— ¡Sigue  la  corriente! ....  ¿Qué  ha  de  hacer?  «Co- 
pas son  triunfos!»  Si  este  indio  huichol,  en  vez  de 
andarse  en  «pránganas»  quisiera  meterse  a  la  revo- 
lución en  un  puño,  a  fuerza  de  moralidad,  de  serie- 
dad y  de  honradez,  que  lo  prestigiarían  inmensa- 
mente, lo  conseguiría  a  pesar  de  los  gringos  y 
contra  ellos!  Pero  la  está  echando  a  perder .... 

— ¿Qué  opina  Gordillo?  ¿Ya  ve  que  ya  están  en- 
trando de  Ministros  los  del  «cuadrilátero»? 

— Sí,  Chanequito .... 

— No  le  parece  que  son  unos  tales,  que  entran  por 
la  gatera? 

— ¿Gíiaatera?  ¡Entran  por  sus  meeeéritos  caaa- 
ray!    . '  , 

— ¿Y  qué  méritos  tienen,  vamos  a  ver? 


-•>..: 


394 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


/ 


— ¿Te  paaarecen  poooocos?  ¿Quiénes  si  no  ellos 
fueron  los  que  empinaron  al  chapaaarrito?  Negarás 
que  son  bububuenos  oradooores? 

— iPsché!  ¡Es  que  se  han  autobombeado  mucho! 
De  sólido  nada  han  hecho. 

— ¡Pero  harán,  ahora  que  van  a  ser  los  del  paaan- 
dero! 

— ¡Ojalá!  —  comentó  Andrade  —  ¡ojalá!  Pero  no  se- 
rá así.  Lástima  de  jóvenes  energías,  destinadas  al 
fracaso!  El  aceite  y  el  vinagre  no  se  casan. 

— Huerta  los  atrapa  para  que  no  le  enturbien 
el  agua;  los  coge  en  sus  redes  y  los  nulificará. 

— ¿Por  qué,  entonces,  se  prestan  a  la  farsa  conde- 
nándose a  muerte? 

— Porque  equivocan  la  ocasión  y  el  hombre;  por- 
que creen  lograr  lo  que  no  lograrán;  hacer  cambiar 
de  rumbo  a  quien  los  engrana  en  su  rodaje.  Por  eso 
que  no  alabe  su  proceder  y  sí  deplore  su  error. 

— ¡Bah!  ¡El  «cuadrilátero»  no  ha  sido  más  que  un 
manojo  de  cohetes  y  de  luces  de  bengala!      I 

— ¡Eeeso  lo  dices  tú,  porque  no  has  pasado  de  viiil 
triiiqui! 

Por  lo  pronto,  aquel  continuo  cambio  de  minis- 
tros y  subsecretarios;  aquel  improvisar  de  hombres 
y  producir  temblor  tras  de  temblor,  y  conmoción 
tras  conmoción  en  Ministerios,  departamentos  y 
ejército,  desconcertaba  a  la  opinión  pública  que 
afloraba  por  tranquilos  tiempos  en  los  que  la  serie- 
dad gubernamental  se  preocupaba  de  hacer  selec- 
ciones cuidadosas,  ya  que,  dentro  del  sistema,  el 
buen  andar  del  mecanismo  era  lo  que  constituía 
el  todo,  bastando  que  la  máquina  administrativa  ca- 
minara, y  dejando  aherrumbrarse  la  política,  en  la- 
mentable olvido  de  lo  que  al  adelanto  de  la  época 
correspondía. 

¿Qué  iba  a  hacer  el  «cuadrilátero»?  ¿Enfrenaría 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  395  ípí 

.  > .- 

a  Huerta,  encauzando  las  dispersas  energías  a  canal 
fecundo,  o  tendría  que  abdicar  pronto,  enfrentado  \ 
con  aquel  hombre  que  parecía  empeñado  en  restar-  . 
se  prestigios  y  en  divorciarse  de  la  pública  opinión? 
¿Podría  lograr  lo  primero  aquel  minúsculo  bloque 
de  hombres,  acaso  bien  intencionado,  pero  despro- 
•  visto  de  la  fuerza  material  y  moral  necesaria,  o  pe- 
recería arrollado,  arrastrado  por  la  creciente  ola  in- 
vasora  de  fango?  Iba  el  elemento  bueno,  i>or  joven 
inexperto,  pero  por  nuevo  fuerte  para  la  lucha,  a 
conseguir  detener  el  derrumbe,  a  enderezar  los  an- 
damiajes, y  a  reivindicar  los  prestigios  en  fuerza  de 
inteligencia,  de  valientes  actitudes  y  de  conspicua 
labor,  solucionando  el  haz  de  graves  problemas  sus- 
citados por  la  guerra  civil,  o  bien  se  contaminaría  a 
su  vez,  para  concluir  identificado  en  la  condenación 
pública  de  aquél  hombre  que  consideraba  el  perso- 
nal decoro  como  cosa  de  poco  valor?  ¿O  finalmente 
e  incapaz  para  controlarlo,  se  sometería  a  acomoda- 
ticia pasividad? 

A  la  larga,  el  «cuadrilátero»  fué  una  víctima  más 
de  Huerta,  que  lo  envolvió  en  su  ruina;  que  ahogó 
sus  esfuerzos  y  sus  entusiasmos,  y  que  hizo  opacar- 
se, dentro  de  la  penumbra  suya,  a  las  personalida- 
des que  lo  integraban. 

Pasaba  y  pasaba  el  tiempo  y  la  situación,  en  vez 
de  aclararse,  se  complicaba  cada  vez  más.  El  reco- 
nocimiento del  gobierno  americano,  que  podía  ha- 
ber vigorizado  como  galvánica  corriente,  el  cadáver 
político  nacido  del  «pacto  de  la  Cindadela»  no  sólo 
no  venía,  sino  que  ya  parecía  estar  terminantemen- 
te rehusado.  El  embajador  americano  Lañe  Wilson, 
el  gran  amigo  de  Huerta,  había  sido  llamado  por  su 
Gobierno,  teniendo  que  abandonar  la  Embajada  en 
segundas  manos,  para  que  aquélla  no  volviera  a  te- 
ner el  carácter  tal  sino  hasta  pasados  luctuosos 


396 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


./: 


acontecimientos,  y  para  un  gobierno  acaso  más  in- 
digno y  repudiado  por  la  nación  que  el  del  propio 
Huerta. 

La  revolución,  trabajosamente  sofocada  en  un 
punto,  encontraba  terreno  favorable  en  otros  en 
que  crecía  con  más  vigor.  Y  conforme  el  tiempo 
iba  transcurriendo,  el  Gobierno  iba  perdiendo  ele- 
mentos; restándose  fuerzas;  eliminándose  simpa- 
tías. I 

Y  no  decir  que  ya,  para  el  desarrollo  de  su  labor, 
era  un  obstáculo  el  «felixismo>  astutamente  ahoga- 
do, desde  embrión,  por  la  felonía  huertista.  Ni 
menos  los  diminutos  y  mal  acondicionados  grupos 
políticos  que  ocasionalmente  se  habían  formado, 
encabezados  por  hombres  que,  por  error,  habían 
puesto  los  ojos  en  la  silla  presidencial,  alentados 
por  el  propio  Huerta,  sin  entender  que  de  ella  no  se 
había  de  levantar  el  poseedor,  no  sólo  por  su  propia 
decidida  voluntad  de  no  hacerlo  sino  llegado  el  últi- 
mo extremo,  sino  también  por  el  continuo  croar, 
pertinaz,  mareante,  adulador  e  interesado  de  parti- 
darios de  cierta  casta,  que,  a  semejanza  de  las  bru- 
jas del  coro  de  <Macbeth,>  cantaban  a  su  oído  en 
ritornello  inacabale  el  «tú  serás  rey.» 

—  Le  doy  mi  más  sentido  pésame,  señor  Barbe- 
dillo. 

—  ¿Por  qué,  señor  Porras?  ' 

—  Porque  ya  a  su  caudillejo  le  extendieron  su  pa- 
saporte para  el  Japón.  Ya  se  va  don  Félix!  Le  han 
apagado  a  usted  el  farol  de  sus  esperanzas! 

-Está  usted  en  un  equívoco.  Yo  voy  con  la  «si- 
tuación creada;»  mientras  menos  bultos  más  clari- 
dad. 

Porras  subió  de  dos  en  dos  los  escalones  desde 
el  patio  hasta  el  tercer  piso,  en  busca  de  Pingarrón 
que  lo  había  citado  para  asunto  grave  y  de  interés. 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  397 

Encontró  en  su  «cantón»  malhumorado  y  displi- 
cente, al  diputado,  que  de  algunos  días  para  esas 
fechas  estaba  como  cariacontecido  por  algún  fraca- 
so. Atribuía  Porritas  tal  cosa  a  planes  personales 
que  su  digno  protector  acariciaba,  y  que  parecían 
cada  vez  menos  posibles  de  realización.  Y  así  fué 
como,  ignorante  de  lo  que  aquél  trajinaba  en  tal 
ocasión,  llegara  hasta  allí  festivo  y  dispuesto  a 
combatir  con  su  buen  humor  el  de  su  jefe.  Mas 
hubo  de  suceder  a  la  inversa:  que  a  él  se  le  pegara 
el  spleen  de  Pingarrón,  sin  que  en  éste  se  disipara 
por  completo,  pues  que,  tras  breve  departir  sobre 
triviales  asuntos,  aquél  lo  abordó  en  «consulta»  so- 
bre algún  plan  que  él  no  había  podido  resolver. 
Frunció  de  pronto  Porritas  el  entrecejo,  meditó 
cortos  momentos,  y  no  sin  cierto  escrúpulo,  se 
atrevió  a  decir  a  Pingarrón: 

—  Lia  verdad  es  que  mucho  me  temo  que,  por  esos 
medios,  en  vez  de  llegar  usted  a  donde  quiere,  lle- 
guemos cualquiera  noche  a  ser  carga  del  «automó- 
vil gris»  y  al  día  siguiente  inquilinos  de  sepultura 
anónima 

—  Puede  ser. . . .  aunque  también  puede  ser  que 
por  tal  camino  lleguemos  a  donde  mis  justas  aspi- 
raciones me  llaman!  El  éxito  es  de  los  arrojados.  Y 
sobre  todo,  yo  no  puedo  ya  «safarme.»  ¿Cuento  con 
usted? 

Breve  vacilación  de  Porras,  y  después  dramática 
frase  de  adhesión: 

—  Hasta  la  sepultura  anónima! 

—  Muy  bien.  Pues  ahora  dígame  cómo  podré 
conseguir  eso  que  necesitamos.  Es  de  urgencia.  Me 
importa  demostrar  que  algo  valgo.  Y  el  caso  es  que 
hasta  ahora,  he  fracasado. 

—  ¿Ya  pulsó  usted  a  fulano? 

—  Ya;  nada  se  consigue  con  él;  no  puede! 


398 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


—  ¿Y  a  zutano? 

—  También.  Y  el  caso  es  el  mismo. 

—  ¿Y  a  perengano? 

—  Menos.  Ese  es  comparsa,  y  nada  más  que  com- 
parsa. '  1 

—  Caramba!  Pues  el  asunto  no  es  entonces  tan 
fácil! 

Nueva  reflexión  de  Porritas.  Y  a  renglón  se- 
guido: 

—¿Qué  tal  la  lleva  usted  con  el  general  XX? 

—  No  mal;  nos  conocemos  lo  bastante. 

—  Entonces  he  dado  con  el  clavo.  Le  va  usted  a 
ofrecer  un  pic-nic  en  San  Ángel.  Que  abunden  los 
buenos  caldos  y  los  platillos  finos! 

—  Hombre!  Usted  todo  trata  de  arreglarlo  con 
banquetitos  y  copas!  I     . 

—  Cuestión  de  la  psicología  de  la  época,  jefe!  Si 
usted  no  se  ha  detenido  a  considerar  que  estos  me- 
dios surten,  es  porque  tiene  más  altas  cosas  en  qué 
ocuparse ,¡ 

—  Bueno;  con  que  pic-nic y  copas. 

—  En  San  Ángel;  en  honor  del  general;  convida- 
remos a  W;  es  muy  del  general,  y  a  Z;  ese  «empu- 
ja>  también;  y  a  los  demás  amigos  que  a  usted  le 
parezca.  Y  por  de  contado  a  Tenorio. 

—  ¿Hombres  nada  más? 

—  No,  que  va!  Necesitamos  convidar  a  las  Ota- 
mendi.  i 

—  ¿A  las  modistas?  ¿Para  qué?  j 

—  Yo  me  lo  sé:  Chayo  es  el  mejor  gancho  para  lo 

que  usted  quiere Y  se  invitará  a  otras  amigas 

y  correligionarias. 

—  Perfectamente;  nada  más  que  eso  cuesta  el  di- 
nero y  que  yo  no  aflojo  ni  un  tostón  para  todo  eso! 

—  Naturalmente!  Nada  más  eso  faltaba!  Ya  yo  lo 
sabia 


I*A  RUINA  DE  LA  CASONA  399 

—  Y  entonces ¿quién  pagará  las  copas? 

—El  que  quiere  azul  celeste Ya  me  entiende 

usted  quién  debe  pagar. 

—Tiene  usted  razón!  El  plan  no  me  parece  malo. 

—  Surtirá,  yo  respondo.  Y  pues  que  a  ^  le  va  en 
el  «volado,»  nada  más  justo  qué  contribuya  con  lo 
que  él  debe  para  el  «envigado»  este,  que  no  vamos 
a  hacer  nosotros  de  sastre  Camilo,  que  hacía  el  tra- 
je y  ponía  el  hilo. 

—Encargúese  entonces  de  organizar  todo  lo  rela- 
tivo, inclusive  las  invitaciones  a  las  hembras.  Y 
a  propósito invíteme  a  la  de  Garay  y  a  Pita. 

-Pues  que todavía  no  se  le  apagan  a  usted 

sus  entusiasmos,  jefe,  por  esa  respetable  matrona? 

-¿Pero  qué  está  usted  diciendo?  ¿Usted  cree 
yo  me  intereso  por  ella? 

—  ¿Entonces  para  qué  convidarlas?  Hasta  pudie- : 
ran  estorbar 

—La  Garaicochea  cree,  como  usted,  que  es  de  ella 

de  quien  me  ocupo,  y  se  necesitaría  estar  loco 

Yo  voy  tras  de  Pita  ¿me  entiende  usted? 

—  También  me  lo  había  imaginado ¿Y  qué  le 

ha  visto  usted  a  esa  niña  romántica,  que  parece  ci- 
rio en  funda? 

—  ¡Qué  quiere  usted!  Caprichos!  Cosas  de  los 
hombres!  Y  ello  es  que  tengo  positiva  codicia  por 
esa  niña.  Me  gusta,  me  gusta  y  me  he  de  salir  con 

la  mía!  Me  he  de  quedar  con  ella Y  a  propósito 

¿sabe  usted  una  cosa? 

-¿Cuál? 

-Que  usted  me  puede  ayudar  mucho  en  ese 

—  Hem!  Pues  usted  dirá  la  manera. 

-Es  muy  fácil  y  va  usted  a  seguir  mis  instruc- 
ciones. 
■    —Vengan  ellas.  /       • 

—Le  va  usted  a  hacer  el  amor  a  la  madre. 


400 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


'.  ■  '-'^ 


'  >,' 


—  Qué?  Entonces  me  cala  usted  de  loco? 

—  Y  si  es  preciso,  cargará  usted  con  ella 

Asombro  hasta  la  fulminación  de  Porritas,  que, 

al  no  haber  estado  sentado  en  un  firme  sillón,  ha- 
bría rodado  al  suelo,  y  ataque  repentino  de  un  hipo 
pertinaz  y  molesto,  por  el  susto  de  verse  ya  con  el 
endoso  de  Chita. 

—  Yo?  Yo  cargar  con  esa  señora? 

—  Sí,  hombre ....  usted  ....  usted. 

—  Pero  señor  Pingarrón!  Reflexione  usted  que 
yo  resulto  un  menor  de  edad  para  ella! 

—  Pues  en  dado  caso  no  habrá  más  remedio.  Y 
esté  cierto  de  que  ella  lo  aceptará 

—  Eso  precisamente  es  lo  que  me  compunge! 

—  Ella  lo  que  busca  es  la  aventura  picante;  el  lan- 
ce amatorio;  echar  su  cana  al  aire  en  ausencia  de 
Garay 

—  Si  la  conozco  bien  como  «entrona. >  I 

—  Pues  ya  está  dicho  todo.  De  ese  modo  se  me 
facilita  a  mí  el  camino  inmensamente.  Y  yo  creo 
que  por  un  amigo  como  yo,  bien  vale  hacer  el  sa- 
crificio ....  ¿no  le  parece? 

Hondo  suspiro  de  Porritas,  que,  ante  la  conclu- 
yente  última  razón  aducida  por  Pingarrón,  no  tuvo 
más  que  aceptar  el  «sacrificio,»  que  le  parecía  te- 
ner el  peso  de  las  tres  pirámides  de  Egipto  reuni- 
das. 

—  Pues  si  usted  se  empeña 

—  Y  arregle  pronto  ese  pic-nic. 
Arreglóse  el  pic-nic.   Se  hizo  la  invitación  y  se 

fijó  el  día.  Por  de  contado,  que  las  Otamendi  acep- 
taron regocijadas  con  la  idea  de  que  iban  a  prestar 
un  servicio  para  «la  causa,»  tanto  como  Chita,  cuyo 
regocijo  fué  de  distinta  índole,  pensando  que  Pin- 
garrón se  le  acercaba  cada  vez  más  y  más. 

—  No  prescinde  para  nada  de  mí,  decíale  a  Pita  — 


L.A  RUINA  DE  LA  CASONA  401 

y  no  te  quepa  duda  de  que  será  él  quien  logre  sa- 
carnos de  esta  mediocridad  en  que  nos  tiene  tu  pa- 
dre  

—  Ay,  mamá!  No  diga  usted  eso!  Cualquiera 
creería  otra  cosa 

Y  como  quiera  que,  para  la  asistencia  al  pic-nic 
aquél,  necesitara  ella  de  un  par  de  botas  «bayas>  y 
la  «Corchea»  de  un  rebozo  de  bolita,  que  no  tenían, 
como  tampoco  el  dinero  para  ellos,  el  «préstamo»  en 
calidad  de  pronto  reintegro  a  Gordillo,  se  impuso. 
Se  reembolsaría  del  primer  giro  postal  que  Garai- 
cochea  enviara. 

-Con  mucho  gusto,  Conchita.    Aquí  están  los 

veinte  pesos;  pero ¿no  le  parece  que  el  sefior 

Garay  puede  tomar  a  mal  que  se  diviertan  de  ese 
modo  en  su  ausencia? 

-  ¡Adiós!  Y  qué,  porque  el  viejo  de  mi  marido  no 
ha  sido  capaz  de  buscarse  algo  aquí,  vamos  nosotras 
a  prescindir  de  divertirnos?  Y  sobre  todo,  que  yo 
soy  esposa  y  no  esclava 

A  hurtadillas  de  Chita  pretendió  Gordillo  que  la 
«Corchea»  no  fuera  a  la  fiesta,  temeroso  de  algo,  ya 
que  en  más  de  alguna  ocasión  había  sorprendido  las 
libidinosas  miradas  de  Pingarrón  para  la  inocente 
nifia;  pero  ni  eso  consiguió.  La  «Corchea»  no  veía 
inconveniente  en  ir;  el  señor  Pingarrón  era  bueno 
y  atento  con  ellas;  no  debía  tener  cuidado 

Y  el  pic-nic  se  realizó,  en  cualquiera  huerta  de 
San  Ángel,  teniendo  de  maestro  «al  cémbalo»  a  Po- 
rritas.  Concurrentes?  Ya  están  indicados,  habiendo 
tan  sólo  que  agregar  la  asistencia  de  algún  afamado 
«maitre  de  hotel»  y  dos  o  tres  damiselas,  comulgan- 
tes en  ideas  con  Pingarrón;  aunque  no  estaba  defi- 
nido si  en  ideas  políticas,  o  en  ideas  sobre  la  libertad 
de  que  debe  disfrutar  en  todo  democrático  país  la 
mujer. 


:^<. 


:■:* 


..,-•■•■■.■ 


402 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


Con  los  sabrosos  sandwichs  menudearon  los 
«cooktails»  para  hacer  boca.  Y  más  tarde  con  los 
«huevos  rancheros»  y  los  <chicharroncitos»  a  que 
tan  afecto  era  su  señoría  el  Presidente,  los  «cura- 
dos» que  alternábanse  con  los  cognacs  «nueve  ceros» 
($20.00  botella),  todo  lo  que  condujo  a  que  pronto  rei- 
nara una  gran  cordialidad,  y  una  sincera  aproxima- 
ción entre  todos  los  comensales,  al  grado  que,  a  poco 
andar,  entre  el  general  XX  y  Pingarrón,  se  había 
roto  «el  turrón»  y  a  punto  estaba  de  acontecer  igual 
cosa  entre  Por  ritas  y  la  ideal  Chita.  Y  nada  digamos 
de  las  insinuaciones  mediantes  entre  el  diputado  y 
el  general,  apoyadas  en  buena  parte  por  aquellos 
otros  dos  personajes  concurrentes. 

Aunque  en  un  principio  la  «Corchea»  madre  no 
pudo  darse  cabal  cuenta  de  la  asiduidad  y  del  inte- 
rés de  Porritas  para  con  ella,  y  sólo  de  sobremesa 
se  lo  dio  del  de  Pingarrón  para  con  su  insípida  hija, 
y  aun  habiendo  tomado  a  mal  el  que  Porritas  se  per- 
mitiera aquellas  libertades  que  atentaban  contra  el 
sagrado  de  su  jefe,  que,  en  vez  de  darse  por  ofendi- 
do tal  parecía  estar  satisfecho,  sí  acabó  por  enten- 
der la  táctica  aquella,  al  ver  cada  vez  más  acorra- 
lada por  el  diputado  a  la  inocente  Pita,  que  no  sabía 
qué  partido  tomar.  Y  entonces,  en  rápida  evolución, 
como  debe  todo  buen  estratega,  procedió  como 
correspondía.  Bien  visto,  Porras  era  un  muchacho 
simpático;  un  joven  de  garantía;  y  si  a  la  par,  Pinga- 
rrón no  salía  de  la  órbita  de  atracción  de  la  familia, 
que  era  lo  importante,  en  vez  de  uno  se  tenían  ase- 
gurados a  los  dos.  Y  así  fué  como  Chita,  cediendo  a 
las  instancias  de  Porras  que  se  sentía  cada  vez  con 
más  acometividad,  como  deseoso  de  dar  ejemplo  a 
su  jefe,  hubo  de  iniciar  la  capitulación  con  un  «bue- 
no  Simbolizaremos Eres  irresistible.  Po- 
rras!» dejando  entrecerrar  los  ojos  con  cierto  dejo 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  403 


■5-..- 


v; 


apasionado,  y  dando  origen,  con  aquel  inmenso  ade- 
lanto, q  ue  Porritas  no  creía  fácil  de  conseguir,  a  que  ;  :■§: 
éste  se  sintiera  una  vez  más  atacado  de  improviso 
por  aquel  hipo  molesto  de  otra  ocasión.  Pero  seftor, 
¿qué  iba  él  a  hacer  con  aquel  jamón  formidable? 

Por  otro  lado  habría  podido  ver  el  curioso  lector 
a  Cuca  Otamendi  que,  teniendo  a  la  vera  a  Chayo, 
atacaba  decidamente  a  Tenorio  en  algún  reducto  úl- 
timo en  el  que  aquél  parecía  defenderse,  haciéndose 
del  rogar,  para  vender  caro  el  favor. 

— Nada,  Tenorio.  Es  necesario  que  se  decida  us- 
ted   Está  usted  perdiendo  lastimosamente  el 

tiempo.  No  ve  que  de  ese  lado  está  el  porvenir?  La 
Patria  reclama  de  nuevo  sus  abnegados  servicios  y 
usted  debe  dárselos.  Y  no  se  quejará ....  Aporte  su 
valioso  contingente. 

— Es  que ....  tengo  mis  escrúpulos ....  Yo  com- 
prendo bien  que  de  ese  lado,  como  usted  dice,  están 
la  razón  y  la  justicia;  pero  me  detiene  la  considera- 
ción para  mis  amigos;  los  hombres  tenemos  nues- 
tros compromisos  en  política;  hay  que  ser  firme  en 
las  convicciones .... 

— Qué  compromisos  ni  qué  ojo  de  hacha!  Déjese 
de  esos  escrúpulos,  que  tanto  lo  perjudican  en  su 
carrera.  Es  bueno  ser  consecuente,  pero  no  tanto. 
Ya  no  tienen  razón  de  ser  esos  compromisos.  No  ve 
usted  que  ya  se  rompió  el  «pacto»  de  la  Ciudadela? 

— Es  verdad.  Tiene  usted  razón.  Eso  era  lo  único 
que  podía  realmente  detenerme 

— Bueno;  pues  entonces,  quedamos  en  lo  dicho. 
Palabra  es  palabra,  y  el  trato  está  hecho. 

—Que  resuelva  Chayo 

Chayo  sonrió  al  pundonoroso  militar  como  ella  sa- 
bía hacerlo  cuando  quería  encender  el  volcán  de  una 
pasión,  y  después  de  aquella  divina  sonrisa,  pregun- 
tándole: 


■/, 


404 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


— Pero. . . .  todavía  está  usted  dudando? 

—No.  ¡Ya  no  dudo!  Usted  ha  echado  la  suerte! 
Conste,  para  que  no  se  me  regatee,  a  la  hora  de  la 
hora,  el  pago 

— ¿Qué  pago?— preguntóle  candidamente  ella. 

— Con  permiso,  creo  que  me  llama  Chita — dijo  Cu- 
ca, y  se  alejó  discretamente. 

No  narran  las  crónicas  cuál  fué  el  pago  regateado, 
ni  si  se  concedió  o  no,  aunque  sí  cuentan  que  al  vol- 
ver del  pic-nic,  Tenorio  estaba  bastante  «chispo»  de 
puro  contento.  Así  como  refieren  que,  en  peores 
condiciones  que  Tenorio,  hubo  de  remolcarse  al  ob- 
sequiado, en  unión  de  sus  adláteres,  y  por  Pinga- 
rrón  y  Porras,  que  pasado  aquello  se  frotaban  las 
manos  de  entusiasmo  al  comentar  los  éxitos  obte- 
nidos. 

— Ya  lo  ve  usted?  Todo  ha  salido  a  pedir  de  boca, 
y  creo  que  no  se  quejará Yo  tengo  mis  sindére- 
sis y  conozco  bien  la  psicología  de  los  tiempos!  Aho- 
ra la  política  es  de  cognac.  «Copas  son  triunfos.» 

—Ya  usted  con  Chita,  qué  tal  le  ha  ido? 

—Más  que  viento,  huracán  en  popa!  Se  me  hace 
que  me  voy  muy  de  prisa. . . .  | 

— Pues  en  cambio  a  mí  la  niña  esa  parece  que  no 
me  ha  entendido.  Es  una  mosca  muerta  o  una  can- 
dida! 

— Es  que  la  infeliz  tiene  aún  cerrados  los  ojos 

—Sí?  Pues  yo  se  los  abriré. 


* 
«    « 


En  la  noche  de  aquel  mismo  día,  Gordillo,  golpean- 
do con  los  nudillos,  discretamente  a  la  puerta  de  la 
«República,»  solicitaba  a  Andrade  que,  desde  el  in- 
terior, contestó: 

—Qué hay?  Quiénes? 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  405 

— Yo,  sefior  Andrade:  Gordillo.  Quiere  oirme  dos 
palabritas? 

— Con  mucho  gusto.  Voy  allá. 

Corto  cuchicheo  de  ambos  en  el  corredor,  y  como 
resultando  el  dirigirse,  de  puntillas,  rumbo  a  la  habi- 
tación de  Gordillo.  Parar  de  orejas  y  atisbar  de  Ta- 
folla,  que  en  aquellos  precisos  momentos  recosía 
modestamente  el  substituto  par  de  calcetines  de  los 
que  tenía  puestos,  ya  que  cada  vez  iban  escaseando 
más  y  más  y  siendo  más  reducidos  los  giritos  pos- 
tales de  Indé,  por  mor  de  la  revolución:  reflexión 
rápida:  «Qué  diablos  se  traen  Gordillo  y  Andrade?» 
Vehemente  deseo  de  averiguarlo,  y,  como  conse- 
cuencia, salida  en  pos  de  Andrade  y  el  artesano  a  los 
que  alcanzó  en  la  puerta  de  la  vivienda  del  segundo. 
Movimiento  de  desagrado  de  Quico  al  verlo,  y  al  en- 
trar los  tres  en  el  cuarto  a  obscuras  de  Gordillo,  ad- 
vertencia de  Andrade  al  tartamudo  —  Chus!  «Tarta- 
mudo intruso!  No  hagas  ruido Y  cuidado  con  ir 

a  contar  algo  después . . . .  > 

Cierra  Gordillo  cautelosamente  la  puerta  de  en- 
trada, procurando  no  ser  sentido,  y  nuestros  tres 
personajes  quedan  en  la  obscuridad.  En  la  habita- 
ción inmediata,  la  de  Pingarrón,  se  escuchan  voces 
apagadas  que  el  muro  divisorio  no  deja  oir,  y  por 
bajo  la  puerta  de  aquella  vivienda  se  recorta  un  file- 
te luminoso  que  deja  entender  bien  que  en  la  habi- 
tación hay  alguien. 

A  tientas  y  con  todo  cuidado  descuelga  Gordillo, 
de  la  pared  de  su  cuarto,  frontera  con  el  de  Pinga- 
rrón, un  grabado  a  colores  que,  visto  a  la  luz  de  día, 
representa  el  paso  del  Puente  de  Areola  por  Napo- 
león. 

Descolgado  el  cuadro,  un  pequefio  hacecillo  lumi- 
noso se  cuela  en  la  habitación  de  Gordillo,  proceden- 


>  ■■,;.• 
•    ■■■•- 


406  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

te  de  la  de  Pingarrón,  pues  que  un  minúsculo  agu- 
jero, pacientemente  abierto  en  el  muro,  le  da  paso. 

— Aplique  el  ojo,  señor  Andrade con  cuidado, 

no  se  tropiece  con  algo  y  haga  ruido,  porque  echa- 
mos a  perder  la  cosa. 

Andrade  enfoca  por  el  pequefio  agujero  y  puede 
ver  a  Pingarrón,  sentado,  mustio  y  como  cabizbajo, 
en  un  sillón:  a  Por  ritas,  listo  en  la  mano  el  cuaderno 
taquigráfico  para  tomar  el  dictado,  y  a  Rémington 
paseándose  a  lo  largo  del  cuarto,  en  actitud  de  hom- 
bre que  discurre  y  pesa  lo  que  hay  que  hacer. 

— A  veeer!  Déjame  espiiiar  a  mí  tarobiiién 

Y  a  su  vez,  Demóstenes  sorprende  al  grupo 
aquel. 

— Ahora  no  hay  más  que  aguzar  un  poco  el  oído. 
Quitado  el  cuadro,  las  voces  llegan  bien  y  se  puede 
oir  lo  que  hablan  en  la  otra  pieza 

Y  hé  aquí  el  diálogo  que  los  tres  espías  aquellos 
sorprendieron.  I 

— Está  bien está  bien.  Estoy  satisfecho — de- 
cía Rémington — ahora,  lo  importante  es  contar  con 
la  fidelidad  de  ese  sujeto,  que  no  es  un  modelo  res- 
pecto a  eso.    No  nos  vaya  a  jugar  una  mala  pasada. 

— No  hay  que  desconfiarle  por  ahora.  Ha  queda- 
do bien  comprometido.  Ha  cerrado  un  pacto  en 
forma 

— ¿No  será  como  el  de  la  Cindadela? 

— No;  aquí,  o  cumple  o  pierde  todo. 

— Muy  bien.  Con  cuántos  hombres  dijo  el  militar 
ese  al  que  le  dimos  la  comidita,  que  podría  organi- 
zar su  brigada  aquél?  i 

— Se  le  darán,  por  lo  pronto,  trescientos  reempla- 
zos, y  armas  y  parque  suficientes  y  dinero  el  que 
pida  para  su  marcha. 

— Perfectamente.  No  se  podrá  quejar.  Nosotros 
le  hemos  conseguido  lo  que  los  mismos  suyos  no 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  ;  407 

querían  darle.  Ya  puede  irse  a  campaña.  Ya  tiene 
mando  de  fuerzas!  Sabe  ya  por  dónde  tiene  que 
empezar? 

— No  se  me  ha  informado  por  usted. 

— Pues  que  lo  haga  por  cerca  de  Tampico.  Con- 
viene quitarle  a  Huerta  la  región  del  petróleo. 

— Perfectamente. 

— Y  el  militar  ese  no  se  ha  dado  cuenta  de  la 
trama? 

— Ea  un  inocente!  Y  los  <aguardientes>  lo  pusie- 
ron fuera  de  combate.  Nos  ofreció  todo  lo  que  le 
pedimps,  y  lo  cumplirá.  Tiene  «vara  alta,»  es  de  los 
consentidos,  y  además  «le  va  en  el  gallo,»  porque 
sólo  que  Tenorio  marche,  queda  obligado  a  pasarle 
la  cantidad  acordada 

— Muy  bien,  Y  el  otro?  Se  cuenta  con  él? 

—  Incondicionalmente.  Cuando  se  le  necesite, 
marchará. 

— No  importa  por  ahora.  Ya  vendrá  tiempo.  No 
será  un  elemento  inútil,  que  los  que  manejan  la  plu- 
ma también  tienen  su  función  que  llenar  en  todo 
esto.  Ya  seguirá  allá  con  otro  «Nuevo  Credo.» 

— Creo  que  estará  usted  satisfecho 

— No  esperaba  menos.  Ahora  no  nos  queda  más 
que  redactar  esas  cartitas. 

— ^Oiga  usted,  Rémington la  verdad  es  que 

eso  me  «escama»  mucho!  Yo  no  considero  indis- 
pensables esas  cartas. 

— Pero  yo, sí. 

— Fíjese  bien  en  la  situación  en  que  me  está  co- 
locando! Si  mafiana  o  pasado  tira  el  diablo  de  la 
manta,  me  pegan  cinco  tiros! 

— Con  algún  riesgo  se  alquila  la  casa.  Sirve  usted 
a  una  buena  causa  y  eso  es  motivo  de  satisfacción. 

— Pero  el  papelito  es  peligrosísimo 

— Cuestión  de  un  «teje  maneje»  hábil  y  nada  más. 


408 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


:a\^- 


Suponga  usted,  lo  que  no  es  de  conceder,  por  lo 
que  usted  sabe,  que  Huerta  domina  la  situación. 
Usted  queda  en  magnífica  posición  con  él.  Supon- 
ga, lo  que  es  de  afirmar,  que  Carranza  se  ya  para 
arriba.  Usted  será  todo  un  personaje  en  la  nueya 
administración.  Y  sobre  todo,  no  eche  en  saco  roto 
que  yo  sé  ser  buen  amigo  de  mis  amigos 

Porritas  se  regocijó  internamente.  Su  jefe  le  pa- 
gaba lo  de  la  «Corchea»  madre:  con  las  mismas  pa- 
labras con  las  que  lo  había  comprometido,  lo  com- 
prometían ahora!  ,  v 

— Sí. . . .  pero  es  que. . . . 

— Tome  su  wiskey....  Y  usted,  Porras,  el  suyo.... 
(levantando  la  copa  de  licor).  Buena  salud,  y  por  el 
éxito  de  nuestros  trabajos!  Y  ahora,  tome  usted  las 
cartas.  Porras. 

Y  enfáticamente,  el  enigmático  Rémington  se 
puso  a  redactar  él  las  cartas  que  dirigía  Pingarrón 
a  Huerta  y  a  Carranza;  contando  al  primero  una 
larga  serie  de  embustes  y  de  falsedades;  dándole 
datos  y  noticias  inexactos;  protestándole  una  amis- 
tad abyecta  y  aduladora,  que  hubiera  provocado  el 
sonrojo  de  otro  que  no  él,  y  concluyendo  por  solici- 
tarle encarecidamente  una  audiencia  para  comuni- 
carle asuntos  de  alto  interés  y  ponerlo  al  tanto  de 
ciertas  cosas  de  Carranza,  que  era  indispensable 
que  supiera.  Y  en  la  dirigida  a  este  último,  refi- 
riéndole cómo  iban  avanzando  ciertos  trabajos  de 
zapa  políticos;  cómo  se  iban  conquistando  elemen- 
tos que  traicionarían  a  la  causa  huertista;  y  có- 
mo él,  Pingarrón,  seguía  en  un  todo  fiel  al  servicio 
de  la  «causa  redentora»  que  acaudillaba  el  señor  de 
Cuatro  Ciénegas. 

— Muy  bien — dijo  Rémington  cuando  Porrfiís  aca- 
bó de  tomar  el  dictado — mañana,  al  buen  tempra- 
no, me  pone  usted  en  limpio  esas  cartas,  y  usted 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA 


409 


me  las  firma Que  vayan  en  papel  con  el  mem- 
brete de  la  Cámara;  no  se  le  olvide Y  como  na- 
da más  tenemos  por  ahora,  me  despido.  Hasta  ma- 
ñana  

Cuando  Rémington  se  marchó,  Porritas  se  que- 
dó viendo  a  Pingarrón,  y  éste  a  aquél,  y  el  embara- 
zoso silencio  duró  un  buen  espacio,  hasta  que  Pin- 
garrón puso  término  con  esta  filosófica  conclusión: 

-No  hay  remedio! Ya  estamos  en  «el  enjua- 
gue» y  ahora  no  se  puede  echar  pie  atrás! 

Marchóse  Porras;  y  no  habiendo  más  espionaje 
que  hacer,  después  de  prudente  rato  de  espera, 
marcháronse  igualmente  Andrade  y  Tafolla  rumbo 
a  su  «cantón,»  no  sin  que  Gordillo  hiciera  a  Andra- 
de esta  piadosa  reflexión: 

— No  le  decía  que  este  terceto,  sin  saber  yo  por 
qué,  me  caía  «de  la  patada?»  Cuando  yo  le  digo  a 
usted  que  van  a  faltar  árboles  en  que  ahorcar  trai- 
dores! 

Cuando  Andrade  y  Demóstenes  estuvieron  de  re- 
greso en  la  «República,»  aun  no  llegaba  a  ella  Chane- 
que. Púsose  el  presunto  jurisconsulto  a  medir  fu- 
riosamente la  pieza  a  zancajos,  vociferando  y  detur- 
pando  la  conducta  de  ciertos  hombres;  en  tanto 
que  Demóstenes,  pacientemente,  reanudó  la  inte- 
rrumpida tarea  de  recoser  su  par  de  calcetines;  y 
mientras  éste  daba  puntadas,  el  otro  hilvanaba  re- 
proches y  acusaciones,  lleno  de  indignación,  hasta 
que  rendido  de  ello,  se  resolvió  a  meterse  en  la 
cama. 

—No  hay  remedio!  Todo  está  perdido Todo 

se  está  pudriendo,  inficionando,  prostituyendo!  Las 
copas  pueden  más  que  todo! 

— Es  veeerdad,  caaaray! 

— No  tenemos  vergüenza! 

— Ni  caaalcetines  taaampoco! 


A^i:. 


M-:^ 


CAPITULO  IV 
Als:o  de  toreo  alegre 

Ya  el  Tajonarcito,  después  de  haber  gateado  por 
buenos  meses,  comenzaba  a  hacer  sus  pininos  en 
dos  pies,  llevado  en  andaderas  por  los  maternales 
cuidados,  y  algo  semejante  sucedía  con  el  crío  de 
Mandujano.  Ahí  era  de  verlos,  al  aire  las  gordas 
piernecillas  de  cascorvos,  como  en  todo  muchacho, 
ensayando  el  vacilante  paso  y  dando  tumbos  de  bo- 
rrachos. 

De  blanca  tez  el  uno,  con  sus  ojos  algo  claros  y  sus 
guedejitas  medio  rubias,  musculado  como  un  hér- 
cules y  risueño  como  un  querub;  moreno  rosado  el 
otro,  con  sus  ojazos  negros  y  expresivos,  con  cir- 
cunspección de  persona  mayor  y  más  negros  que 
los  ojos  los  cabellos,  eran  los  dos  mejores  amigos 
que  en  la  casona  había;  mejor  dicho,  los  únicos  bue- 
nos amigos;  los  únicos  que  fácilmente  confrontaban; 
que  sólo  de  accidente  pasajero  solían  reñir,  a  dife- 
rencia del  resto  de  los  inquilinos  que,  cual  más  cual 
menos,  estaban  distanciados,  hoscos  entre  sí,  divi- 
didos en  convicciones  y  apartados  por  las  divergen- 
cias políticas  y  lo  disímbolo  de  opiniones. 

Tendíanles  a  aquel  par  de  rozagantes  y  carnosos 


•líj 


'  -I 


412  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

bebés  su  «petate»  en  uno  de  los  ángulos  del  corre- 
dor del  tercer  piso;  poníanles  sus  toscos  juguetes  a 
mano,  y  allí  los  dejaban  las  mamas  para  que  jugaran, 
durmieran,  disputaran,  y  aun  hicieran  alguna  cosa 
impropia  de  hacer  en  las  camas.  Y  allí  solían  embu- 
char sus  sendas  botellas  de  leche,  quedándose  dor- 
midos a  pierna  suelta  después,  para  despertar  apoco 
y  andar  a  la  grefia  en  la  disputa  de  algún  mufieco  de 
trapo  o  de  algún  caballejo  de  madera,  tal  vez  por  el 
prurito  de  no  ser  menos  en  el  concierto,  (o  desconcier- 
to) de  la  casona.  Y  allí  era  de  ver  que,  si  el  Mandu- 
janito  se  agarraba  de  las  crenchas  del  Tajonar,  éste 
se  prendía  de  alguna  oreja  de  aquél;  llantos,  gritos, 
rodar  hechos  una  pelota  por  el  petate,  y,  al  final  de 
cuentas,  nuevo  sueño  el  uno  al  lado  del  otro,  pláci- 
damente. I 

—  ¡Caaaray,  tú!  -decíale  el  tartamudo  a  Andrade 
—  no  parece  sino  que  ya  se  dieeeran  cucucuenta  de 
que  miliiitan  en  distiiintos  baaandos!  Federal  el  uno 
y  zapaaatista  el  otro 

—  Así  es;  nada  más  que  ojalá  y  nuestras  disputas 
pudieran  terminar  como  las  de  ellos. 

A  Mandujano  casi  no  era  posible  verlo  nunca  por 
la  casona;  si  llegaba,  era  de  improviso  y  de  ocultis, 
en  alguna  noche,  franqueándole  la  entrada  sigilosa 
mente  aquella  greñuda  Pilo,  que  tal  parecía  te- 
ner por  él  sus  simpatías;  en  buen  terreno,  se  en- 
tiende. Y  una  vez  dentro,  se  encerraba  a  piedra  y 
lodo  en  su  habitación,  pasándose  uno  o  dos  días, 
para  volver  a  marcharse  como  había  venido. 

—  ¡Qué  osadía  Lochita! — decíale  Lucha  la  siamesa 
a  su  hermana. 

—  ¡Qué  osadía  Luchita! — repetía  aquélla  — si  lo 
atrapan ...... 

—  ....  si  lo  atrapan,  lo  cuelgan! 

Más  afortunado,  Tajonar  xK>día  llegar  a  la  casona, 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA 


413 


sin  tapujos  y  a  cara  descubierta,  y  así  lo  había  he- 
cho en  más  de  alguna  ocasión,  desde  la  última  en 
que  lo  dejamos;  por  aquél  entonces  había  venido 
precisamente,  en  desempeño  de  alguna  comisión, 
debiendo  regresar  a  su  destino  una  vez  que  fuera 
despachado.         . 

Por  supuesto  que  nadie  desaprovechaba  tan  bri- 
llante ocasión  de  informarse  <a  cómo  corría  el  maíz> 
por  allá,  por  los  «comederos>  de  Francisco  Villa, 
que  era  donde  Tajonar  operaba;  seguramente  que 
tenía  buenos  informes  que  dar;  pero  la  general  cu- 
riosidad se  estrellaba  ante  la  discreción  del  militar 
que  esquivaba  las  preguntas  y  no  se  confiaba  de  na- 
die, excepto  de  aquellos  a  los  que  conocía  como  ami- 
gos de  verdad. 

—Ya  sabe,  amigo  Tajonar,  lo  que  se  le  ofrezca.  Yo 

estoy  al  tanto  de  muchas  cosas Conozco  bien 

muchos  intrígulis.  Sé  los  secretos.  ¡Como  tengo 
tantas  «conexiones  !> 

— Gracias,  sefior  don  Eustaquio.  Muchas  gracias. 
Pues  nada  más  que  no  me  deje  morir  de  tristeza  a 
mi  «vieja»  (por  esposa)  mientras  yo  estoy  fuera. 

— De  eso  no  tenga  cuidado Y . . . .  ¿qué  tal? 

¿cómo  anda  la  cosa  por  allá?  ¿vamos  ganando? 

— Sí  —  algo  se  hace. 

— Pronto  limpiaremos  aquello  de  revolucionarios; 
ya  están  estudiados  los  planes Yo  conozco  al- 
go. Y ¿qué  tal?  ¿Por  dónde  anda  ahora  Ca- 
rranza? 

— No  lo  sé  a  punto  fijo. 

— ¡Buen  pinacate  está  el!  ¿Y  Villa?  ¿Es  cierto  que 
trae  mucha  gente? 

— Bien  de  salud  a  lo  que  parece.  A  la  gente  no  la 
he  visto. 

— ¡Vaya,  hombre,  vaya!  ¡Buenas  noticias  después 
de  todo!  Yo  sé  entender  las  cosas.  Pues  ya  sabe,  si 


,V.:' 


414 


£.  MAQUEO  CASTEIJLANOS 


algo  se  1&  ofrece,  le  repito Ya  sabe  que  estoy  a 

sus  órdenes.  - 

Conocedor  del  pie  de  que  cojeaba  Andrade,  y  por 
más  que  tuviera  sus  simpatías  por  él,  sabiendo  que, 
en  su  idiosincracia  no  podría  ser  nunca  un  traidor, 
Tajonar  no  dejaba  de  recatarse  de  él,  y  más  cuando 
a  la  «República»  solía  llegar,  aunque  no  con  mucha 
frecuencia,  el  militaroide  Tenorio,  al  que  bastaba 
tal  condición  para  que  Tajonar  no  lo  pasara. 

De  ahí,  pues,  que  sus  confianzas  fueran  ahora,  es- 
pecialmente, con  el  viejo  Orbezo,  que  al  fin  y  al  cabo 
«era  del  arma,»  y  con  Menchaquita  que,  no  obstan- 
te su  manera  de  «matar  pulgas,»  que  lo  hacía  no 
externarse  jamás  con  nadie  sobre  su  modo  de  pen- 
sar en  política,  había  acabado,  como  tantos  otros  y 
seguramente  porque  nada  hay  más  pegajoso  que  la 
tal  política,  por  echar  también  sus  «cuartos  a  espa- 
das» sobre  la  materia;  pero  eso  sí,  sin  propasarse 
nunca. 

— ¡Adiós,  señor  compañero!  -  era  el  saludo  siem- 
pre afectuoso  de  Tajonar  para  «pata  de  fresno»  que, 
al  oirse  llamar  de  tal  por  un  joven  militar,  de  «ar- 
ma facultativa»  sentíase  halagado  en  sus  instintos 
guerreros. 

— ¡Adiós,  compañero!  ¿Por  qué  no  pasa  a  fumar- 
se un  cigarrito? 

— Con  mucho  gusto 

Y  como  quiera  que  aquello  fuera  de  sobretarde, 
cuando  Menchaquita,  concluido  el  turno  en  la  ofici- 
na, podía  vacar  en  la  casa,  aprovechaba  la  oca- 
sión para  el  palique  y  entraba  de  buena  gana  al 
ruedo.  i  .'^ 

— Bueno,  compañero  ¿y  qué  nos  cuenta?  ¿Cómo 
arda  la  cosa? 

— No  del  todo  bien ¿Ya  ven  ustedes  tantos  bé- 
licos arrestos  y  tanta  pataratada?  Pues  lo  cierto  es 


:^^-- 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  415 


M'- 


que  nada  más  estamos  «rompiendo  plaza,»  haciendo  m- 

paseítos  militares,  y  en  el  paseo  de  las  cuadrillas.  V ; ; 

— ¿Cómo  es  eso?   ¿Qué  quiere  usted  dar  a  en-  '■: 

tender?  -     ;     v  ^  z^-- • 

— Miren  ustedes:  yo  hace  ya  veinte  días  que  es-  i 
toy  en  México,  evacuando  alguna  comisión  de  im-                     /¿I 
portancia  y  en  espera  de  recibir  elementos  que  vine 
a  regentear.  Las  órdenes  de  «arriba»  ya  están  da- 
das; pero  todavía  no  las  «corren»  abajo Lo  de 

siempre;  las  segundas  manos 1 

— ¡Natural!  Para  ellas  todo  esto  es  cuestión  de  %. 

toreo  alegre.  Mucho  revuelo  de  percal,  mucho  apa-  ^:^ 

rato,  y  nada  de  efectividad.  El  «biombo»  se  duerme  :;>    ■ 

en  las  suertes ... .  v 

—¡Y  mientras  a  nosotros  nos  «comen»  el  terreno 
los  enemigos! 

— Ahora  estuvieron  pasando  muchos  mensajes 
de  por  allá,  de  por  sus  rumbos,  y  algo  pude  oir. 

—¿No  es  impertinente  el  querer  saber? .... 

— Pues  por  lo  que  oí,  la  cosa  debe  estar  ardiendo. 
Parece  que  Villa  tomó  Chihuahua  y  que  ya  va  per- 
siguiendo a  las  fuerzas  rumbo  a  Ojinaga.  En  Sono- 
ra han  logrado  hacer  retroceder  a  los  federales 
hasta  encerrarlos  en  Guaymas.  Y  en  Mazatlán  se 
espera  un  sitio 

— Tiene  que  suceder.  Mire  señor  Menchaca:  ma- 
la la  comparación,  no  hay  orden,  no  hay  concierto, 
no  hay  buenos  contingentes;  no  nos  están  dando 
más  que  «reclutada»  para  hacer  la  campaña.  Y  así 
aquello  se  está  volviendo  un  «herradero»  en  el  que 
uno  tira  el  capotazo  cuando  no  debe,  y  otro  escurre 
bonitamente  el  bulto  cuando  el  toro  se  le  viene  en- 
cima. Cualquiera  creería  que  Huerta  mismo  no  tie- 
ne intenciones  de  acabar  con  la  revolución,  y  sí,  to- 
do lo  contrario,  que  aumente. 


'  -.■  "1 


416  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

—Es  que  ahora  está  intrigado  con  las  cuestiones 
con  los  gringos. 

— Pierde  el  tiempo.  No  lo  han  de  reconocer. 
Shylock  se  ha  metido  de  diablo  predicador ....  No 
se  reconocerá  a  ningún  Gobierno  emanado  de  la 
fuerza  y  producto  de  revoluciones ....        I        '■'■'■' 

— Lo  que  sería  muy  bueno  si  se  aplicara  por  pa- 
rejo y  no  sólo  para  México  y  para  Huerta.  Ya  lo  ve- 
rán ustedes.  Y  Huerta,  con  eso,  anda  destanteado. 

— Seguro!  No  hay  toro  a  dos  garrochas!  Y  si  ma- 
ñana o  pasado  llega  a  triunfar  don  Venus,  resultará 
que  él  no  emanó  de  la  fuerza  ni  de  la  sangre! .... 

— Para  los  americanos,  lo  mismo  que  para  mu- 
chos, los  huertistas,  en  un  cincuenta  por  ciento,  no 
son  más  que  carrancistas  de  saco  y  de  levita. 

— Y  los  carrancistas  son  el  gobierno  del  pueblo 
para  el  pueblo:  manos  libres,  y  viva  la  democracia! 
La  cosa  está  de  color  de  hormiga!  Mientras  de  este 
lado  todo  son  obstáculos  y  malas  voluntades,  del  otro 
son  todo  facilidades  y  contubernios.  Y  el  metal  y  el 
guayule  y  el  ganado  «avanzado»  se  cambian  por  par- 
que y  armas. 

— Yo  le  estoy  temiendo  mucho  a  la  intervención.... 

— Ese  toro  es  de  petate!  Que  vengan  y  nos  encon- 
trarán a  todos  unidos  como  un  solo  hombre  para 
combatir  al  invasor!  Hasta  yo,  que  soy  un  inválido, 
iré  a  las  filas!  I 

— Lo  harán  los  que  entonces  vivan,  señor  Orbezo, 
porque  yo,  vaya  usted  a  saber  si  cualquier  día  me 
doblan  de  un  plomazo! 

— No  hay  que  ser  tan  pesimista. 

— Es  que  aquellos  no  tiran  con  confites Y  lo 

duro  es  tener  que  morirse  peleando  hermanos  con- 
tra hermanos,  y  todo  por  defender  a  hombres! 

Llegó  p)or  fin  el  día,  aunque  al  cabo  del  tiempo,  en 
que  Tajonar,  ya  despachado  del  todo,  estuvo  listo 


JLA  RUINA  DE  LA  CASONA  417 

para  emprender  la  marcha  de  regreso;  y  por  espíri- 
tu de  cortesía,  creyó  debido  ir  a  despedirse  de  los 
amigos  de  la  «República.»  En  tal  estaba  cuando,  de 
inopinado  modo,  hizo  irrupción  el  ruidoso  «Truenos» 
al  igual  de  torete  de  pocas  yerbas  en  plaza  regada. 

— Ahora  sí,  camaradasl  La  pegué! ....  Ya  tengo 
una  brigadita  a  mis  órdenes,  y  debo  marchar  maña- 
na... .  Hola  compañero,  qué  hay?  (por  Tajonar). 

—Ya  lo  ve  usted;  nada  de  particular 

—Cómo  es  eso?  Te  vas  y  nada  nos  habías  dicho; 
— objetó  Chaneque. 

— Sí,  viejo;  es  que  estas  cosas  deben  conservarse 
en  reserva,  sabes?  Como  se  trata  de  movilizaciones 
estratégicas! 

— Y  tan  estratégicas!  — coreó  Andrade. 

— Vaaaya,  hombre!  Siiiquiera  estás  apreeendien- 
do  a  discreeeto! 

— Pues  sí  señor.  Mañana  me  marcho;  llevo  tres? 
cientos  hombres;  harto  parque;  mis  ametralladoras - 
y  sobre  todo,  pagaduría  con  todo  lo  necesario;  ha- 
beres para  dos  meses. 

— «LaGrande  Aaarmeeé!»  —  objetó  socarronamen- 
te  Demóstenes. 

— Y  usted  «compañero,»  cuando  marcha? 

— Probablemente  mañana  también,  señor  Tenorio. 

— Y  lleva  fuerzas?  Le  dieron  cañones?  Lo  aprovi- 
sionaron de  parque?  -     . 

— Todavía  no  sé  a  punto  fijo,  porque  nada  se  me 
ha  dicho. 

— Entonces  «compañero,»  quien  quita  y  nos  vea- 
mos por  allá. 

— Es  posible,  señor  Tenorio. 

— ^Y dígame,  «compañero,»  hay  manera  de 

hacer  algo  por  aquellos  rumbos? 

— :Sí,  señor  Tenorio;  enemigo  no  falta. 

27 


418 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


— No,  «compañero,»  yo  no  me  refería  a  eso.  Le 
preguntaba  si  puede  uno  tener  sus  <caiditos.> 

— Eso  podrá  averiguarlo  con  los  «irregulares.» 

— Vaya  un  «compañero» ....  tan  especial! 

Fosca  mirada  del  federal  para  Tenorio,  al  q  ue  caló 
con  aquella  en  brava  actitud  de  embestir. 

— En  efecto especial;  porque  de  «compañe- 
ros» solo  podemos  tener  el  serlo  de  viaje;  no  le  pa- 
rece? 

Bufido  de  «Truenos;»  Andrade  al  quite,  y  Demós- 
tenes  buscando  la  protectora  valla,  crédulo  de  que 
iban  a  relucir  las  pistolas;  pero  no  fué  así:  tras  el 
achuchón  aquel.  Tenorio  se  quedó  haciendo  el  don 
Tancredo,  y  a  poco  más,  Tajonar  se  despidió:  eso  sí, 
cuando  lo  hubo  hecho  y  estaba  ya  fuera,  «Truenos» 
tuvo  su  bello  gesto:  I 

— Cuidado  que  son  presumidos  estos  federaletes 
de  escuela!  A  no  ser  por  ustedes  y  por  estar  aquí, 
ya  le  hubiera  enseñado  cuántas  son  cuatro! 

Que  es  lo  mismo  que,  cuando  un  «maleta»  al  que 
de  choteo  le  gritan  desde  el  tendido:  «¡Ahí  va!»  pe- 
ga el  bote  de  estampida  y  creyendo  que  es  el  toro  le 
saca  después  la  vuelta  a  un  mono  sabio  de  la  plaza. 

Cuando  ya  se  habían  quedado  de  nuevo  solos  los 
de  la  «República»  Andrade,  haciéndose  fundada  su- 
posición, decíale  a  Tafolla:  I 

— Antes  de  un  mes,  el  valiente  coronel  Tenorio 
habrá  defeccionado!  [ 

—No  te  hagas  malas  suposiciones.  Ya  vez  que 
abrazo  tan  efusivo  te  dio  llamándote  «heeermano»  y 
asegurándote  que,  cuando  vuelva  te  demostrará  que 

lo  es 

— Por  eso  me  temo  que,  al  volver  triunfante,  me 
demuestre  su  fraternidad  a  tiros;  y  si  lo  hace  derro- 
tado, me  la  demuestra  a  puñaladas. 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  419 

— Bah!  tú  le  tienes  tiiiirria  porque  crees  que  se 
apuuuunta  con  Chayo. 

— Bien  sabido  lo  tengo;  loque  falta  que  averiguar 
es  si  ella  es  capaz  de  pegármela  con  él 

—Ni  lo  diiigas,  hombre! 

— La  mujer  es  veleidosa  como  lo  está  siendo  la  re- 
volución   

Pudiera  ser  que  Gordillo  participara  de  las  mis- 
mas ideas  de  Quico,  con  respecto  a  lalnujer,  pues 
lo  cierto  era  que  la  seriedad  de  su  carácter  y  la  com- 
postura habitual  de  sus  procederes,  se  iban  tornan- 
do, de  algún  tiempo  a  aquellas  fechas,  en  fosquedad 
y  en  agrios  modos.  Gordillo  iba  dejando  de  ser  el 
«ecuánime»  y  bien  equilibrado  Gordillo.  Cuando  don 
Taco,  Menchaquita  u  Orbezo,  que  eran  ahora  con  los 
que  solía  alternar,  le  echaban  en  cara  su  retraimien- 
to y  sus  malos  humores,  él  se  disculpaba  diciendo: 

— Qué  quiere  usted!  No  se  puede  estar  hecho  unas 
Pascuas  cuando  los  tiempos  nada  tienen  de  prome- 
tedores.       •  / 

— Sí,  es  verdad;  las  cosas  no  están  del  todo  bien: 
pero  una  poca  de  paciencia,  Gordillo,  y  todo  se  an- 
dará; todo  se  compondrá  a  maravilla;  se  lo  garanti- 
zo yo  que  estoy  al  corriente  de  los  asuntos  «del  tin- 
glado.» 

—Es  que  ya  nos  va  llegando  la  lumbre  a  los  apa- 
rejos! Ya  no  tenemos  obras  ni  materiales  para  tra- 
bajar, ni  nada! 

— Paciencia paciencia ya  vendrán  otros 

tiempos!  ■     -       ;      v  V: 

— Cuando  venga  Carranza? 

— No  diga  usted  esa  herejía! 

— Pues  ya  ve  usted  que  al  «zorrillo»  éste  (por 
Huerta)  nadie  lo  quiere  ayudar,  y  con  razón.  Ni  los 
del  A.  B.  C.  que  en  vez  de  estar,  como  debieran  ha- 
cerlo, oportunamente  al  quite,  pendientes  de  la 


420  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

suerte,  yaque  también  les  va  a  ellos  en  el  gallo,  por- 
que lo  que  hoy  hacen  con  nosotros,  mafiana  lo  harán 
con  ellos,  se  quedan  tranquilamente  viendo  los  toros 
desde  la  barrera! 

— Paciencia,  hombre,  paciencia!  Ya  ve  que  tan 
hay  buena  disposición  de  entenderse,  que  hasta  han 
mandado  a  Lind  para  eso 

—Bueno  está  el  manco  ese.  ¡Toro  de  onza! 

— No  diga  usted  eso;  un  diplomático 

— Uno  de  avanzada,  que  trae  pretensiones  impo- 
sibles de  aceptar  cuando  se  tiene  minúscula  idea  del 
decoro.  Pues  no  está  pidiendo  que  Huerta  salga  de 
la  Presidencia  y  que  no  le  haga  el  amor  a  la  Silla? 
Bueno  que  así  sea;  pero  que  tampoco  tenga  preten- 
siones ninguno  de  los  otros.  Que  se  hagan  eleccio- 
nes como  Dios  manda,  y  al  que  Dios  se  la  dio,  San 
Pedro  se  la  bendiga. 

Si  no  era,  sin  embargo,  cosa  de  política  la  que  cau- 
saba los  agrios  de  Gordillo,  qué  podía  ser  entonces? 

Pues  si  saberlo  quiere  el  curioso  lector,  no  tiene 
más  que  fijarse  en  las  asiduidades  de  Pingarrón 
para  con  la  «Corchea,»  y  en  el  lujo  y  el  amor  a  las  di- 
versiones que  se  gasta  de  algún  tiempo  a  la  parte 
la  muy  interesante  señora  de  Garay.  .  | 

A  las  cada  vez  más  repetidas  insinuaciones  del 
diputado,  la  «Corchea»  se  quedaba  como  quien  ve 
visiones,  no  acabando  de  entender  o  no  queriendo 
hacelo.  Tal  parecía  que  la  niña  boba  soportaba  de 
buen  grado  aquello,  como  por  una  especie  de  con- 
signa que  la  dijera:  «No  hagas  menosprecios  al  se- 
ñor Pingarrón;  mira  que  él  puede  mucho,  y  si  quie- 
re, nos  exalta,  y  si  no,  nos  apabulla;»  y  ella,  si  no 
veía  malo  aquello  de  la  exaltación,  sí  veía  pésimo  lo 
de  la  apabullada,  que  bien  podía  llegar  hasta  An- 
drade,  al  que  seguía  adorando  en  una  especie  de 
místico  culto  apenas  externado.  Y  para  más  alicien- 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  421 

te  de  las  groseras  pretensiones  de  Pingarrón,  tal 
parecía  que  la  enfermedad  que  aquejaba  a  Pita,  ce- 
día ahora,  dejando  tomar  ímpetus  al  juvenil  des- 
arrollo: la  moza  crecía  espigándose,  esbelta  ahora 
más  que  flaca;  algo  llenos  ya  los  carrillos  de  sedosa 
tez,  y  animados  de  cierto  brillo  sus  ojos  de  mirar 
languideíscente. 

Ya  ahora,  de  nueva  cuenta,  tenía  arrestos  para 
acometer  con  Debussy,  la  Chaminnade,  Raff  y 
Listz.  Aun  tenía  sus  dejos  de  alegría  como  pájaro 
que,  en  su  malestar,  tiene  momentos  en  que  se 
acuerda  de  los  gorjeos.  Eso  sí,  junto  a  la  robusta 
Ñachi,  aparecía  esquelética,  ya  que  Ñachi  crecía  y 
crecía  sana,  fresca,  retozona  y  sin  abandonar  nun- 
ca el  tarareo  de  la  canción  en  boga:  por  eso  que  al 
«Marieta,  no  seas  coqueta»  que  tanto  enfado  pro- 
ducía a  Tenorio,  lo  hubiera  substituido  ahora  con 

el  garrotín  aquel  de  «Cuánto  quieres  apostar 

cuánto  quieres  apostar > 

— Lo  que  yo  apostaría  es  que  Garay  no  está  su- 
fragando sólo  todo  el  gasto  de  su  casa — decía  Cha- 
neque. 

— No  seas  hablador,  hombre!  Quién  ha  de  ser? 

— Pues  que  lo  averigüe  Vargas!  Pero  son  mu- 
chos lujos,  francamente,  los  que  se  gasta  la  buena 
señora  esa.  Todas  las  noches  cine,  tanda  de  moda 
y  chocolatito  en  «La  Opera.» 

— Eso  cuesta  poco 

— Pero  muchos  pocos  hacen  un  mucho.  Y  acom- 
pañadas siempre  de  Porritas,  que  no  suelta  a  la  ve- 
terana. Y  como  Porritas  no  puede  ser  el  del  gasto.... 

— Bah!  Vas  a  presumir  que  es  Pingarrón  el  que 
se  gasta  un  par  de  duros  en  ella? 

— En  ella  no;  pero  sí  por  la  «Corchea;»  y  pierde  su 
tiempo,  porque  esa  niña  candida  sigue  cada  vez  más 
enamorada  de  tí 


422 


E.  MAQUEO  CASTELX.ANOS 


,^^ 


—Cómo  te  gusta  inventar! 

— De  todo  lo  que  resulta,  que  el  tiro  es  doble,  y 
que  hay  cornúpeta  en  plaza....  no  te  quepa  duda. . . 

Las  «siamesas,»  gente  de  mucho  escrúpulo,  como 
es  sabido,  estaban  escandalizadas  con  «aquello.» 
No  había  semana  en  que  Chita  no  estrenara  un  tra- 
je, sin  encargar  nunca  sus  confecciones  a  las  Ota- 
mendi,  porque  éstas  eran  modistas  de  segunda,  con 
lo  que  traía  voladas  a  las  del  «Au  Chic  Parisién.» 
Ya  hasta  habían  deliberado  Menchaca  sisters,  si  no 
era  llegado  el  caso  de  advertir  a  Barbedillo,  en  pro 
de  la  moralidad  de  la  casa. 

—Se  ha  fijado  usted,  Paulinita?   Anoche  llevaba 

un  traje  nuevecito  de  taffeta Treinta  pesos  por 

lo  menos! 

—Y  eso  sin  justipreciar  los  encajes  catalanes, 
que  están  carísimos! 

— De  dónde,  Paulinita? 

— Paulinita,  ¿de  dónde? decían  ambas  en  su 

eterna  manía  de  ser  la  una  el  eco  de  la  otra. 

— Pues a  la  vista  está,  mialmas,  y  eso  sin  ser 

mal  pensada! 

— Pobre  Garay! 

—Pobre  Garay! 

Gordillo  observaba  todo,  y  naturalmente,  se  que- 
maba con  ello:  era  imposible  que  de  los  doscientos 
del  águila  que  Garaicochea  remitía  cada  mes,  que- 
dándose el  infeliz  con  sólo  cincuenta  duros  para 
sus  gastos  personales,  saliera  toda  aquella  opulen- 
cia. Y  el  cálculo  escamaba  a  Gordillo.  Por  supues- 
to que,  para  él,  el  dinero  para  tanto  despilfarro  no 
podía  proceder  de  nadie  más  que  de  Pingarrón;  pe- 
ro  aquí  entraba  la  interrogación  dolorosa:  ¿lo 

daba  porque  sí?  En  qué  especie  pretendería  co- 
brarlo? ¿Lo  estaba  cobrando  ya,  o  lo  tenía  puesto 
pacientemente  a  rédito? 


:M^ 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  423 

Y  el  caso  era  tanto  más  intrigador  para  él,  cuan- 
to que  de  la  «Corchea>  madre  nada  podía  sacar  en 
limpio;  la  buena  señora  se  reía  placenteramente,  y 
explicaba  el  caso  diciendo  que  era  porque  había 
adoptado  un  «nuevo  sistema  de  finanzas,»  introdu- 
ciendo economías  en  muchos  ramos  del  doméstico 
manejo.  Y  si  el  artesano  trataba  de  averiguar  algo 
con  la  «Corchea, >  ésta,  haciéndose  la  ignorante,  tan 
sólo  contestaba:  , 

— Pues  yo  no  sé ... .  allá  mi  mamá .... 
— Es  que  Pingarrón  la  pretende  a  usted .... 
— Ah,  qué  usted,  señor  Gordillo!  Cómo  es  de  mal 
pensado!  Y  que,  porque  el  señor  Pingarrón  diga 
que  me  quiere,  ya  voy  a  creerlo  y  a  quererlo? 

— Pita,  el  que  porfía  mata  venado 

— O  se  queda  en  el  monte 

Aquel  Pingarrón,  aquel  Pingarrón  odioso!  Y  va- 
ya usted  a  saber  de  dónde,  pero  el  caso  era  que, 
por  todo  lo  que  se  veía,  se  podía  asegurar  que  el 
hombre  nadaba  en  dinero:  ahora  su  habitación  te- 
nía el  aspecto  de  coqueto  cuarto  de  solterón  acau- 
dalado, con  muebles  de  lo  mejor,  regia  cama,  y  por- 
ción de  valiosas  chucherías.  Él  se  gastaba  un 
solitario  de  a  tres  quilates,  según  afirmación  de  Po- 
rras, el  que  a  su  vez  lucía  reloj  extraplano,  de  a  ca- 
torce quilates,  con  iniciales,  adelanto  notabilísimo 
sobre  aquella  «molleja»  de  níkel  de  antes,  a  la  que 
tenía  que  estar  «poniendo»  constantemente,  al  pa- 
sar frente  al  Palacio,  o  frente  al  templo,  almacén  o 
relojería  en  los  que  poder  pescar  la  hora. 

Pingarrón  iba  siempre  para  arriba;  para  arriba 
f^iempre,  con  seria  molestia  y  celo  de  Barbedillo, 
que,  a  la  inversa  y  apesar  de  todas  sus  artimañas 
y  su  «práctica»  política,  iba  para  abajo.  Barbedillo 
lio  podía  explicarse  cómo  un  «renovador»  del  cali- 
bre de  aquél,  de  sus  pocos  escrúpulos,  que  debería 


•■ ..  i*' 


424  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

estar  en  plena  derrota  con  la  nueva  política,  y  por 
lo  pronto  en  magna  derrota  económica,  en  vez  de 
estarlo  tenía  no  sólo  pujanza  en  las  esferas  oficiales, 
sino  floreciente  condición  pecuniaria.  No  era  posi- 
ble, según  sus  cálculos,  que  Pingarrón  obtuviera 
todo  aquel  dineral  de  «anchetas»  y  de  buscas  obte- 
nidas por  la  posición  oficial  simplemente,  ni  aun 
por  sus  «agarraderas.»  ya  que,  dados  los  tiempos 
y  según  él  mismo  podía  atestiguarlo,  las  tales,  en 
vez  de  producir,  muchas  veces  quitaban.  De  dónde, 
pues,  aquellos  ingresos?  Solamente  en  Chita  se 
gastaba  el  hombre  un  pico  muy  respetable.  Y  el 
problema  se  hacía  imposible  de  deglutir  para  Bar- 
bedillo,  intrigándolo  más  que  a  las  siamesas  el  de 
la  propia  Chita. 

Él,  en  cambio,  en  vez  de  prosperar  como  el  di- 
putado, retrocedía  a  paso  veloz;  vanos  habían  resul- 
tado sus  esfuerzos  para  poder  atrapar  algo  que 
mereciera  la  pena:  había  gastado  la  pólvora,  inútil- 
mente en  salvas,  no  sacando  más  ventaja  que  apren- 
der a  tomar  cognac  a  pasto. 

De  nada  le  había  servido,  hasta  entonces,  estar 
«identificado,»  según  su  palabra  usual,  con  muchos 
de  los  prohombres  de  la  situación;  de  nada  el  gas- 
tarse muy  buenos  duros  en  francachelas  y  comilo- 
nas. Todo  lo  que  obtenía  eran  promesas,  buenos 
modos,  y  pare  usted  de  contar.  Y  aun  aquella  di- 
putación tan  soñada,  la  veía  cada  vez  más  lejana, 
porque  el  Gobierno  seguía  con  su  melindre  para 
mandar  a  su  casa  a  los  diputados  de  la  hornada  ma- 
derista. Pero  eso  sí,  tozudo  y  penetrado  bien  de 
que,  para  defender  «los  intereses  creados»  era  pre- 
ciso no  perder  los  contactos  con  ciertas  gentes  y 
cultivar  amistades  de  determinada  índole,  ni  cejaba 
ni  le  dolía  aflojar  la  bolsa.  ' 

Y  fué  así  cómo,  sin  darse  cuenta  exacta  de  ello, 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA 


425 


el  hombre  se  fué  echando  compromiso  tras  de  com- 
promiso, a  espaldas  de  la  candida  Tachita,  que,  de 
haberlo  sabido  a  tiempo,  ya  hubiera  puesto  el  re- 
medio. La  vorágine  de  los  dispendios  era  insonda- 
ble; los  gastos  tan  continuos  como  imperiosos  y 
poco  fructíferos:  ya  hoy,  la  contribución  para  el 
banquete  a  tal  o  cual  personaje  de  segunda  fila,  pe- 
ro muy  de  la  «confia»  de  Huerta:  ya  mañana,  el  re- 
galo hecho  a  tal  o  cual  otro  personaje,  que,  con  gra- 
ciosa indirecta,  lo  había  provocado,  a  cambio  de 
alhagadora  promesa;  ya,  después,  la  parranda  co- 
rrida con  algún  grupo  de  amigos  «políticos»  que 
instruían  que,  para  obtener,  es  preciso  no  regatear. 
Y  por  contra,  ya  era  hoy  el  pagaré  vergonzante  de 
doscientos  cincuenta  duros,  otorgado  a  algún  des- 
almado matatías,  de  los  que  se  gastan  una  concien- 
cia con  el  peso  de  una  leve  pluma;  ya  maflana  la  le 
tra  de  cambio,  aceptada  a  pronto  vencimiento,  que, 
llegado,  había  motivado  la  prórroga  bajo  fatales 
auspicios;  y  después,  el  documento  bancario  lleno  d  e 
sellos,  timbres  y  firmas;  en  resumen,  la  usura  con 
todos  sus  matices,  succionando  al  infeliz  Barbedillo. 

Con  el  aturdimiento  propio  del  que  sabe  que  el 
hacer  balance  es  encontrarse  con  que  el  saldo  deu- 
dor aterra  por  su  cuantía  imaginada,  pero  no  fijada 
inequívocamente,  y  que  es  mejor  ir  teniendo  en  la 
memoria  el  ajuste  de  cuentas  a  ojo  de  buen  cubero. 
Barbe  no  quería  pasar  al  papel  el  estado  de  las  su- 
yas, que  consideraba  deplorable,  e  iba  capeando  el 
temporal  de  la  mejor  manera  posible.  Para  ello  lo 
mejor  era  acariciar  la  ilusión,  dúctil  también  para 
asumir  los  matices  más  variados. 

-Cuando  yo  sea  diputado  al  venir  la  disolución 
de  las  Cámaras! 

—  Cuando  atrape  yo  la  contratita  esa  de  provee- 
dor de  la  división  de  Occidente! 


426  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

—  Cuando  haga  esa  combinación  que  traemos 
entre  manos  X  y  yo  para  «rematar  el  juego,>  enton- 
des,  entonces  sí  que  me  voy  a  dar  la  gran  empare- 
jada! ¡Me  sobrará  para  salir  de  todos  los  compro- 
misos! 

Pero  ni  la  diputación  venía,  ni  atrapaba  el  sumi- 
nistro de  la  división  aquella,  ni  se  resolvía  lo  del 
remate  del  juego  a  favor  del  sindicato  Barbedillo;  y 
en  cambio,  sí,  cada  vez  los  cobros  se  le  hacían  con 
más  apremio.  Hubo,  por  lo  tanto,  momento  en  el 
que,  quieras  que  no  quieras.  Barbe  se  vio  obligado 
a  hacer  balance,  para  lo  que  tuvo  que  hacer  el  supi- 
no gesto  del  torero  maleta  que,  después  de  haber 
estado  fanfarroneando  en  cafés  cantinas,  ponderan- 
do su  arte,  se  encuentra  de  accidente  contratado 
para  una  corrida  formal;  y  al  ponerse  el  traje  de  lu- 
ces, siente  que  le  quema  más  que  la  túnica  a  Neso; 
y  al  oir  el  toque  del  agudo  clarín  para  el  cambio  de 
la  suerte,  el  toque  se  le  hace  más  pesado  que  la  espa- 
da de  Roldan  el  de  Roncesvalles.  Y  empujado  al 
sacrificio,  héroe  por  fuerza,  hace  el  reglamentario 
saludo  a  la  presidencia,  no  con  el  arrogante  «Ave 
César,  morituri  te  salutant,»  sino  clamando  al  regi- 
dor de  la  corrida  «¡no  me  vaya  usted  a  mandar  a  la 
cárcel  por  mi  audacia!*  Y  al  dar  la  media  vuelta, 
trapo  en  mano,  dejando  asomar  el  estoque  para  di- 
rigirse hacia  el  cornúpeto  adversario,  siente  calam- 
bres, porque  si  fuera  del  ruedo  los  toros  se  le  hacen 
chivas  flacas,  ahora  que  en  aquél  está,  los  ve  con 
apariencias  de  mamouhths  antediluvianos To- 
do para  haber  de  cumplir  con  la  definición  del  toreo 
que  se  atribuye  dada  por  el  Guerra  a  algún  atrasa- 
do discípulo  que  le  preguntaba;  «Maestro,  ¿y  en 
qué  consiste  el  arte  de  la  tauromaquia?» 

-Coza  fasi,  chiquillo:  tú  te  pones  de  frrrente  ar 
toro,  que  tié  cuernos  para  ensártate:  el  toro  se  te 


':^J 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA 


427 


viene  ensima;  y  o  te  quita  tú  ar  toro,  o  er  toro  te  qui- 
ta a  tí.» 
Así  estaba  la  psicología  de  Barbe  en  sus  íntimos 

asuntos  rentísticos;  tenía  que  apechugar  con  el  to- 
ro, y  el  toro  no  era  otro  que,  la  mansa  de  apariencia, 
Tachita,  única  capacitada  para  resolver  el  proble- 
ma, mediante  el  permiso  para  alguna  «operación  de 
conversión  de  créditos»  salvadora,  y  muy  explica- 
ble en  hombre  que  estaba  en  las  cosas  del  busilis 
político. 

Resolvióse  un  buen  día,  por  prontas  diligencias, 
a  recapitular  sobre  el  monto  de  su  «deuda  flotante,» 
que  al  que  hacía  notar  en  la  congoja  era  a  él;  tomó  un 
lápiz;  meditó  cortos  momentos,  y  comenzó  el  apun- 
te, sacándole  de  las  nebulosidades  de  su  memoria. 

A  Perezlíndez,  su  pagaré  al  2%  mep.- 
sual,  vencido,  y  por  el  que  ya  me  ha  ame- 
nazado con  el  reconocimiento  judicial. . .  $    640.00 

A  Moyano.  La  letra  que  le  desconté 
con  tres  meses  plazo,  y  que  ya  venció,  es- 
tando en  el  mismo  caso  de  reconoci- 
miento que  el  anterior 598.00 

Al  «Banco  de  Industriales  y  Obreros,» 
el  pagaré  con  la  firma  del  amigo  XX 1,250.00 

A  la  «Compañía  Bancaria  de  Fomento 
Agrícola  y  minero,»  mi  pagaré  ídem ....      1,000.00 

A  Muñoz  el  de  «La  Bilbaína» 200.00 

A  Torrescanelas,  el  de  la  zapatería  del 
«Zapato  Económico,»  su  letrita 250.00 

A  Marianita,  la  prima  de  Malabehar, 
por  conducto  de  éste,  en  pronto  rein- 
tegro          150.00 

A  Madariaga,  el  de  la  cantina,  en  c.  co- 
rriente    80.00 

A  Jesús,  el  del  restaurant,  en  c.  co- 
rriente, valor  de  cenas  y  comidas  con 
amigos 120.00 

Al  sastre,  valor  del  frac  nuevo  y  leva 
ídem 130.00 

Tiró  garbosa  raya  y  sacó:  Total $  4,368.00 


''$'. 


428  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

Un  vuelco  gigante  del  corazón ¡Cuatro  mil 

trescientos  sesenta  y  ocho  pesos!  ¡Qué  barbaridad! 
Lo  único  que  lo  consolaba  era  que,  en  aquellas  can- 
tidades, ya  estaban  incluidos  intereses. 

Eso  sí,  no  se  podría  decir  que  Barbe  no  tenía  eré 
dito  con  Perezlíndez,  que  era  el  matatías  más  indig 
no  de  comer  pan;  con  Moyano,  que  era  peor  que 
Perezlíndez,  aunque  no  comparable  con  Paulinita 
Ventoquipa;  con  el  banco  aquél  de  industriales  y 
obreros,  a  pesar  de  que  él  no  era  obrero  ni  indus- 
trial, y  con  el  de  fomento  agrícola  y  minero,  no  obs- 
tante que  estaba  en  el  mismo  caso.  En  cuanto  a  su 
crédito  en  restauran ts  y  cantinas,  aunque  reciente, 
probaba  ser  sólido. 

Liquidar  aquellos  cuatro  mil  y  pico  de  pesos 

¡ecco  il  problema!  Si  todo  se  redujera,  en  cuanto  a 
ciertas  dificultades,  a  unos  cuantos  araños,  pellizcos 
y  mojicones  de  Tachi,  la  cosa  hubiera  sido  obvia.  Pe- 
ro teniendo  que  ser,  como  era,  tan  serio  el  envite,  la 
res  iba  a  sacar  el  bulto,  seguramente  resentida,  como 
lo  estaba  ya,  por  alguna  que  otra  puya  ocasional, 
junto  a  las  que  aquél  resultaba  refilonazo  atravesan- 
do. Y  como  había  que  quedar  en  suerte,  la  opera- 
cioncita  debería  cerrarse  por  cinco  mil  pesos,  cuan- 
do menos,  para  poder  disponer  de  algunos  centavos 
para  el  futuro. 

Barbe  brindó  el  toro.  Es  decir,  en  elegante  y 
afectada  posse,  y  adornándose  como  correspondía, 
al  apersonarse  con  algún  acaudalado  que  prestaba 
con  hipoteca,  estuvo  elocuente  y  convencedor;  la 
operación  era  de  toda  garantía;  la  casona  respondía 
por  aquello  y  mucho  más,  no  obstante  la  primera 
hipoteca  que  tenía  ya,  de  cuando  se  le  había  «echa 
do  el  copete,»  etc.,  etc. 

Su  brindis  solicitud  fué  bien  recibido;  podría  ha- 
cerse la  operación,  a  cuatro  o  seis  años;  intereses 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA 


429 


al  8%;  pago  en  bimestres  adelantados  y,  como  in- 
dispensable la  firma  de  Tachita,  por  supuesto,  al 

ser  ella  la  propietaria.   La  firma  de  Tachita 

[Cualquier  cosa!  ¡Como  si  se  tratara  de  la  firma  con 
visto  bueno  de  Wilson  en  un  úkase  de  Huerta,  o  de 
éste  en  uno  de  los  de  Carranza!  Y  sin  embargo,  si 
se  quería  la  «consolidación,»  era  necesario  obtener 
la  tal  firmita. 

Por  lo  que  Barbe,  como  todo  buen  lidiador,  se 
propuso  arreglar  a  la  fiera  hasta  ponerla  en  suerte, 
trasteándola  como  correspondía;  parándole  los  pies; 
buscándole  la  cuadratura;  viendo  para  que  lado  acu- 
naba, etc.,  y  hasta  llegar  al  momento  de  citar,  y 
dejar  ir  el  estoque,  o  bien  de  aguantar  recibiendo.... 
cualquier  caricia  de  las  que  podía  provocar  el  lance. 
Y  para  el  intento,  comenzó  por  hacerse  de  almíbar 
para  su  costilla,  por  aquellos  días. 

—Tachi  —  acariciándole  cariñosamente  el  lunarci- 
llo  aquél  por  el  que  Tafolla  la  llamara  «iguanodón 
con  pelos»  — Tachi  linda;  ¿no  quisieras  ir  hoy  en  la 
noche  a  una  tandita?  Es  estreno 

Desconfiada  admiración  de  Tachita,  que  no  estaba 
acostumbrada  a  arrumacos  con  obsequio;  la  fiera 
se  fijaba  en  el  trapo,  o  séase,  tomaba  el  engaño. 

— ¿A una  tandita  dices?  Bueno,  iremos 

La  fiera  se  iba  tras  el  engaño. 

Y  concluida  la  tanda,  y  aun  duplicada  para  mayor 
efecto: 

— Táchi,  ¿vamos  tomando  un  chocolatito  en  «El 
Globo?» 

— No,  hijo,  no;  ya  eso  es  mucho  gasto  y  no  esta- 
mos para  tales  cosas. 

— Quien  quita  y  encontremos  allí  a  Huerta. . . . 

— Eso  no  me  seduce. . . .  no. . . .  Vamonos  para  la 
casa. 


'>";  ■'• 


■'■'">-'. 


430 


K.  MAQUEO  CASTELLANOS 


—Bueno como  Cjuieras,  aunque  bien  visto, 

cuesta  eso  tan  poco .... 

Salida  en  falso;  la  res  se  apartaba  del  trapo. 

—Mira  Tachi,  qué  buen  queso  fresco  de  la  Barca 
te  traigo.  ¡Exquisitol  Y  estos  mameyes ....  pare 
cen  de  carne No  dirás  que  qo  me  acuerdo  de 

vi  ...  . 

—  Gracias,  hijo,  gracias .... 
La  res  volvía  al  engafto. 

—  Si  vieras 

—  Qué  cosa? 

—  Que  no  sería  malo  estar  prevenidos  para  cual- 
quiera emergencia. 

—  Qué  quieres  decir  con  eso? 

—  Que  acaso  sería  bueno  estar  provisto  de  algunos 
fonditos.  Ve  a  saber  tú  cómo  se  han  de  poner  las 
cosas. ...  ■  I  ■ 

—  No  hay  necesidad  de  eso ni  pensarlo  si- 
quiera! .     I      ■ 

La  res  se  escupía  al  engaño,  de  nueva  cuenta. 

—  Pero  es  que. . . .  hay  algunas  cositas  que  liqui- 
dar... .  Yo  tengo  ciertos  compromisos  que 

—  Lio  de  siempre!  Eres  un  despilfarrado!  A  que 
ya  gastaste  los  veinte  pesos  que  tomaste  de  la  renta 

de  las  Menchaca?  Con  tanto  cognac  que  bebes! 

Me  vas  a  aruinar!  Eso  es  inicuo! 

Pinchazo  en  hueso:  la  fiera  se  revolvía  y  buscaba 
el  bulto.  >   1   .        ' 

—  Mira  Tachita  que  nansuk  tan  bonito  te  encon- 
tré: muy  barato.  Cuatro  metros  cinco  pesos;  para 
que  te  hagas  una  bata  como  la  de  Chita .... 

Mirada  desconfiada  de  Tachita  e  interrogación 
con  intención  de  toro  puntal. 

—  Sabes  que  te  estás  volviendo  muy  obsequioso? 
Y  eso  me  da  mala  espina. . . .  Tú  quieres  granjear- 
me para  algo! 


L,A  RUINA  DE  LA  CASONA  "481 

-  No  mujer no  seas  mal  pensada!  Lo  hago  por 

cariño  y  nada  más .... 

La  fiera  huía  y  se  desparramaba;  era  preciso  au- 
mentar el  «castigo.»  /    .; 

Y  al  que  en  efecto  se  lo  aumentaban  era  a  Barbe, 
tanto  Perezlíndez  como  Moyano,  que  ya  lo  acosaban 
con  el  reconocimiento  de  firma  ante  el  juez,  por  lo 
que  hubo  de  resolverse  a  hacer  el  primer  «cite»  a  su 
vez  en  firme,  armándose  de  todo  el  valor  correspon- 
diente y  para  saber  si  ya  la  res  tomaba  o  no  el  hie- 
rro, tras  la  correspondiente  cuadratura  de  pies. 

— Tachi  linda no  lo  tomes  a  mal  pero es 

que  tenemos  que  hablar  de  un  asunto,  muy  seria- 
mente. 

Tachi  recelosa,  consintió  la  cita.  Y  en  ella  Barbe, 
como  pudo,  le  expuso  lo  apurado  de  su  situación, 
aunque  dejándose  mucho  en  el  coleto,  para  cuando 
llegara  la  horade  hacer  la  «reunión»  en  definitiva: 
es  decir,  de  enterrar  el  acero  hasta  los  propios  ga- 
vilanes. Grito  de  Tachi  en  el  cielo:  ¿cómo  era  posible 
que  Barbedillo  hubiera  podido  contraer  tantos  com- 
promisos? Y  al  saber  si  obedecían  a  las  causas  que 
le  contaba  o  provenían  de  otras  bien  distintas?  Va- 
ya usted  a  saber  si  aquella  fidelidad  jurada  no  esta- 
ba siendo  quebrantada  y  el  dinero  de  ella  estaba  sir- 
viendo para  que  él  anduviera  por  ahí  en  perrerías! 

Escena  violenta:  la  fiera  se  revuelve  y  acomete,  y 
come  los  terrenos  y  persigue  al  bulto,  y  el  lidiador, 
acosado,  acude  a  quite  tras  quite  con  la  franela  de 
la  lengua;  telonazos,  molinetes,  al  revuelo,  y  de  pitón 
a  pitón 

-  Pues  ni  te  lo  imagines!  Yo  no  pago  nada  de  eso! 
No  me  dejó  a  mí  mi  primer  marido  lo  que  dejó,  para 
que  tú  me  lo  dilapides!  Ni  en  jamás  de  los  jamases! 
No  faltaba  más!  Primero  el  divorcio! 

Había  que  consentir  y  aguantar,  para  llegar  al  ci- 


432  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

te  mortal.  Y  así  fué  como  Barbe,  tras  tanteos  infi 
nitos,  para  corregir  los  terrenos  y  ahormarle  a  Ja 
fiera  la  cabeza,  que  la  tenía  en  las  nubes,  se  arrancó 
por  fin  a  herir,  planteando  la  cuestión  de  la  segun- 
da hipoteca.  Qué  elocuencia  la  suya!  Qué  manera 
de  convencer!  Si  así  pudiera  hablar  en  la  Cámara  a 
la  hora  estar  allá!  Su  firma  estaba  comprometida; 
y  con  su  firma  su  honor,  su  destino,  su  futuro  y  to- 
do; ella  no  lo  dejaría  perecer;  no  por  algo  habían  vi- 
vido tantos  años  juntos,  sin  disturbios,  amándose 
como  dos  pichones:  bien  sabía  ella  que  él  era  es- 
pejo de  maridos  leales,  fieles  y  consecuentes 

Indignación  de  ella.  Apapuchos  continuados  de  él: 
iracundias  de  ella:  mansedumbres  infinitas  de  él:  re- 
sistencias intransigentes  de  ella:  ruegos  empeder- 
nidos de  él:  a  cada  negativa,  vuelta  al  ataque:  y  la 
res  bravia,  negándose  a  todo,  hecha  un  tigre,  hosca, 
tirando  cada  tarascada  que  temblaba  el  mundo!  Por 
fin,  la  crisis:  lloriqueos,  reproches,  etc.  La  res  cua- 
draba; era  necesario  «tirarse>  aprovechando. 

—  No  tengas  cuidado,  vida  mía. . . .  Yo  te  prometo 
que  no  volverá  a  suceder!  Sí  tienes  razón!  Si  he  si- 
do un  imbécil!  Si  no  tengo  perdón . . . . !  Pero  tú  eres 
muy  buena  y  me  comprendes  muy  bien.  Qué  quie- 
res! Cosas  de  la  política!  todo  se  debe  precisamente 
a  mi  afán  de  querer  defender  los  «intereses  crea- 
dos» ....  Cosas  de  la  época!  Tiene  uno  que  seguir  la 
corriente .... 

—  Pues  si  no  hay  otro  remedio qué  le  vamos 

a  hacer pero  tenlo  en  cuenta,  siquiera,  para  que 

no  me  «faltes*  mañana  o  pasado  con  otra .... 

—  En  jamás  de  los  jamases!  Quién  como  tú,  de  ab- 
negada y  de  buena  y  de  cariñosa?  Ni  por  pienso  el 
engañarte! ....  Y  yo  te  garantizo  que  podremos  re- 
cuperarnos pronto  de  esto,  porque  tengo  la  seguri- 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  433 

dad  de  que  de  atrapar  alguna  de  las  cosas  que  tanto 
he  pretendido 

-  Ay!  (suspiro  entrecortado  y  faz  de  viuda  incon- 
solable). Me  voy  a  quedar  en  las  cuatro  esquinas 

-  Pues  qué,  no  estoy  yo  aquí  para  trabajar  por  tí, 
echando  los  pulmones  si  necesario  es  para  ganarse 
la  vida? 

-  Sí Sí ya  lo  veo! 

-Confía tenemos  «margen>  para  hacer  la 

operación  y  quedar  bien.  La  casa  aguanta  perfecta- 
mente esa  nueva  hipotequita. . . . 

-Bueno pues  que  haga  la  escritura  el  nota- 
rio  

Como  ve  el  lector  paciente,  la  res  llegó  a  la  cua- 
dratura, previa  heroica  citación,  en  la  que  mucho 
ayudó  el  capote  de  Perezlíndez  que,  precisamente 
aquel  día,  había  dejado,  por  intermedio  del  notifíca- 
dor  judicial,  el  primer  citatorio  para  el  reconoci- 
miento de  firma.  A  la  embestida  de  Tachi,  se  llamó 
al  notario:  hizo  éste  la  minuta;  se  firmó;  hizo  en  se- 
guida la  escritura,  y  se  firmó;  la  suerte  estaba  con- 
sumada con  toda  felicidad;  si  era  bajonazo  vil  o  es- 
tocada por  todo  lo  alto,  el  tiempo  lo  diría! 

La  pobre  Tachi  tuvo,  como  consecuencia,  que  to- 
mar su  magnesia  con  ruibarbo  por  una  quincena,  y 
en  ayunas:  y  el  mismo  Barbe,  al  ver  lo  que  líquido 
le  había  quedado  después  de  hechos  todos  los  pagos, 
comenzó  a  ponerse  triste  e  inquieto  y  meditabundo: 
su  buen  apetito  se  fué  perdiendo;  ciertos  desarre- 
glos que  parecían  ser  nerviosos,  le  producían  vér- 
tigos frecuentes Qué  era  aquello?  Acaso  lo 

amedrementaba,  finalmente,  el  porvenir?  Acaso  se 
iba  dando  cuenta  de  que  los  intereses  se  habían  me- 
noscabado poco  a  poco  desde  que  la  política  se  había 
hecho  algo  que  embargaba  todos  los  ánimos  en  la 
patria  de  Moctzuma. 

•  28 


434  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

r 

Qué  sería  de  esos  intereses  si  la  revolución  triun- 
faba? Ahora  habían  sido  las  exigencias  tontas  las 
que  habían  engendrado  la  merma;  mañana  podrían 
ser  las  exigencias  para  escapar  la  prQpia  vida;  el 
porvenir  para  el  capital,  era  aterrador;  si  se  quería 
defender  a  fuerzo,  de  dádivas,  malo;  si  quería  apar- 
tarse de  todo  influjo  político,  peor. 

¿Cómo  era  que  él,  hombre  práctico,  político  pre- 
visor, que  sabía  estar  siempre  alerta  y  tener  segura 
la  visual  para  navegar  en  aquel  revuelto  mar  se  sen- 
tía ahora  desconcertado  y  temeroso?  ¿Por  qué  no 
acababa  de  encontrar  el  rumbo?  ¿Por  quédejabay  de- 
jaba hacer  y  que  de  ese  modo  se  fueran  los  dineritos, 
abandonándose,  conformándose  con  flotar,  y  sin  ha- 
ber sabido  desplegar  otros  medios  de  defensa  que 
ilusiones? 

En  ese  estado  de  ánimo,  fué  «bisma»  que  no  co- 
raje el  que  le  pegó  aquella  estúpida  de  Pilo  la  porte- 
ra, cuando  un  día,  atajándolo  en  mitad  del  patio,  al 
salir  él  rumbo  a  la  calle,  le  dijo  con  sin  igual  des- 
plante: I  ■ 

—  Usté  perdonará  sifior  don  Ustaquio pero  yo 

quería  disirle  una  cosa.  , 

—  Qué  es  ello?  Qué  se  te  ofrece? 

—  Pos  oiga  usté disen  que  ya  va  a  ganar  la  re- 
volución  y  que,  cuando  gane,  pos  los  probes  va- 
mos a  recoger  lo  que  nos  pertenece usté  mi  in- 

tiende?....  lo  que  es  de  nosotros  los  probes  inditos.... 

-Sí?  Y  qué?  i  . 

—Pos  que  yo  pensaba  a  ver  si  no  era  mejor  que 
de  una  güeña  vez  me  juera  usté  entriegando  los  «pa- 
peles» de  la  casa 

—  De  cuál  casa? 
-Pos  de  cuál  ha  de  ser?  De  ésta 

—  Imbécil!  Vaya  usted  allá Quién  te  ha  di- 
cho semejantes  mentiras? 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA 


435 


-  Pos  si  lo  train  los  «papeles»  de  don  Venostia- 

no y  los  del  sifior  Zapata y  como  Pir- 

mín  sabe  leer,  pos  me  los  lee 

-Cuídate de  que  yo  te  los  vea  o  de  que  te  los  vea 
la  policía!  Habrase  visto  india  cuatezona  más  idiota! 

-Pos  no  se  enoje  su  mercé. .....  yo  nada  más  di- 

sia 

Pues  sí  que  se  enojó  Barbedillo:  ¿no  estaban  to- 
mando a  lo  serio  aquellos  infundios  tantos  que  co- 
mo Filo  pensaban? 

Pararon  hasta  allí  sus  desventuras?  No  tal,  que 
cuando  parecía  que  la  perspectiva  iba  por  fín  a  cam- 
biar para  él,  aún  se  empeñó  el  destino  en  burlarlo, 
como  verá  adelante  el  paciente  lector. 


'■•¿■lí,-. 


CAPITULO  V 


Oros  son  triunfos 


La  larga  serie  dé  revoluciones  sufridas  por  Méxi- 
co desde  que  se  hizo  independiente,  se  ha  caracte- 
terizado  por  una  bella  apariencia  de  quijotismo 
presto  a  deshacer  agravios  y  enderezar  entuertos, 
jugando  alternativamente  el  papel  de  agraviados, 
ya  el  pueblo  soberano,  ya  los  políticos  derrotados 
o  los  funcionarios  caídos;  pero  ninguna  ocasión  más 
de  aprovechar  para  levantar  pendones  y  lanzarse 
al  campo  del  combate  en  vengadora  empresa,  que 
la  proporcionada  por  el  cuartelazo  de  Victoriano 
Huerta  y  la  aleve,  absurda  y  subsecuente  muerte  de 
don  Francisco  I.  Madero. 

Si  Huerta  no  contaba  con  ningún  prestigio  políti- 
co hasta  ese  momento,  porque  sólo  tenía  anteceden- 
tes militares:  si  éstos  mismos  no  le  habían  granjea- 
do popular  auréola  porque  se  la  restaban,  por  un 
lado,  sus  personales  idiosincracias  y  por  otro  el  ce- 
lo que  había  despertado  entre  les  militares  de  es- 
calafón; y  si  Madero,  por  un  conjunto  de  circuns- 
tancias, obra  de  su  inexperiencia  y  de  su  ciega 
confianza  en  su  hado,  estaba  casi  nulificado  en  la 
simpatía  popular  y  abandonado  de  los  mismos  su- 


438  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

yos  por  no  haber  cumplido  con  sus  evangelios  re- 
volucionarios, Huerta,  autor  de  una  conjura  militar, 
fuera  ya  del  temperamento  de  la  época,  y  autor, 
cómplice  o  encubridor  del  asesinato  proditorio  de 
los  dos  primeros  ex-f uncionarios  públicos,  en  una 
burda  y  canibalesca  trama,  resultaba  tipo  admira- 
ble para  desenvainar  contra  él  la  espada  caballe- 
resca de  Alonso  Quijano  y  castigar  en  él  a  un  felón 
-  ya  que  en  la  patria  historia  ninguno  de  los  habi- 
dos era  de  su  calibre  — y  Madero  una  admirable  fi- 
gura para  lábaro  de  vindictas.  | 

Seguramente  que  hubo  más  de  alguno  que  pen- 
sara en  tremolar  tal  lábaro  para  ir  a  la  «onquista 
de  la  herencia  del  poder;  nadie  dejó  también,  entre 
ellos,  de  tener  sus  dudas  y  vacilaciones;  y  el  deci- 
dido fué  el  «varón  fuerte,  serio  y  robusto»  —  según 
lo  apodara  un  poeta  — don  Venustiano  Carranza;  y 
no  por  obra  de  mayor  y  propia  resolución,  sino 
obligado  por  otros  que  lo  empujaron  a  la  aventura 
en  la  disyuntiva  de  «pronunciarse»  o  ser  sacrifi- 
cado. I 

Don  Venustiano,  hijo  de  «ranchero»  trabajador  y 
honesto,  fué  seleccionado  entre  sus  hermanos  para 
ser  el  de  carrera  literaria;  y  así,  terminados  los  ru- 
dimentarios estudios  escolares,  fué  enviado  a  los 
Estados  Unidos  para  que  cursara  allá  estudios  su- 
periores: no  logró  aprender  ni  el  inglés. 

Retornado  a  la  patria,  fué  enviado  a  México;  y 
tras  trabajoso  bachillerato  se  inscribió  en  cátedras 
para  carrera  profesional;  no  pudo  tampoco  con 
ellas,  y  tornó  a  la  heredad  dispuesto  a  ser  algo,  ya 
que  no  había  podido  ser  un  profesional.  Y  fué  po- 
lítico a  poco,  iniciándose  como  presidente  munici- 
pal de  su  nativo  villorrio:  Cuatro  Ciénegas. 

Ni  en  tal  puesto  ni  en  otro  semejante  en  Monclo- 
va,  dio  a  conocer  interés  por  el  mejoramiento  de  los 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  439  3 

proletarios:  latifundista  y  cacique  en  el  poblado, 
mataba  sus  ocios  leyendo  sin  asimilar  y  gustando 
de  la  conjura  política,  que  lo  llevó  a  militar  en  las 
lilas  de  Garza  Galán.    Mal  acabó  esa  primera  aven-  f 
tura  para  don  Venustiano  y  algún  consanguíneo  ; 
suyo,  que  hubieron  de  sufrir  rigores  de  política 
venganza,  incomparables  a  los  que  él  había  de  des-  ; 
plegar  más  tarde. 

Cuando  el  general  Bernardo  Reyes  se  hizo  cargo  . 
del  Gobierno  de  Nuevo  León  y  controló  el  de  Coa- 
huila,  natal  Estado  de  Carranza,  éste  se  procuró  su 
amistad  y  la  del  Gobernador  Cárdenas,  que,  al  igual 
de  Reyes,  fuera  calificado  más  tarde  de  sátrapa,  co- 
mo sus  gobiernos  de  Vileyatos,  por  los  libertadores 
capitaneados  por  Carranza;  y  tan  bien  la  obtuvo, 
que,  por  la  protección  de  Reyes  y  la  buena  volun- 
tad de  Cárdenas,  llegó  de  un  salto  a  ocupar  una  cu- 
rul  en  el  Senado  de  la  República.  ¡Dieciocho  años 
sirvió  en  tal  sitio  a  la  «odiosa  dictadura>  del  «tira- 
no>  Porfirio  Díaz,  que  le  proporcionó  así  un  ingre- 
so líquido  de  cincuenta  y  cuatro  mil  pesos,  que  re- 
sarció con  dicterios  a  la  hora  en  que  ningún  peligro 
se  corría  en  verterlos! 

Con  Reyes  fué  servil;  con  Cárdenas  desleal.  Con 
el  primero,  hasta  vistió  el  traje  de  <reservista;>  al 
segando  intentó  derrocarlo  de  la  gubernatura  del 
Estado.  El  astuto  dictador  de  la  nación  quiso  pre- 
cisar hasta  dónde  iría  Carranza,  y  lo  dejó  aspirar; 
y  cuando  lo  avaloró  en  su  lealtad,  nula,  mató  en  él 
la  posible  candidatura.  Cíirranza  comenzó  a  odiar 
entonces  al  dictador. 

En  tales  circunstancias,  y  siendo  «reyista»  de 
cuerpo  entero,  lo  sorprendió  la  revolución  iniciada 
por  Madero,  al  que  llamaba  «Panchito>  como  cote- 
rráneo, y  criticaba  como  a  inepto  y  «títere  movido 
por  la  locura.>    Reyes  no  tuvo  el  valor  de  insurrec- 


^í^ 


440  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

cionarse  contra  Díaz,  porque  en  su  lealtad  para  la 
Patria  temía  las  consecuencias  de  la  revolución. 
Madero  tuvo  el  arrojo  que  faltó  a  Reyos.  Carranza, 
«reyista»  en  noviembre  de  1910,  abandonó  a  su  ído- 
lo; volteó  espaldas  a  su  grupo,  y  se  hizo  <maderista> 
cuando  en  marzo  de  1911  la  revolución  ganaba  te- 
rreno. 1  v^ 

Emigró  a  los  Estados  Unidos  para  conspirar  des- 
de allí ....  pero  siguió  cobrando  las  dietas  de  sena- 
dor porfirista. 

Cuando  los  revolucionarios  maderistas  ocuparon 
Ciudad  Juárez,  en  mayo  de  1911,  don  Francisco  I. 
Madero  nombró  a  Carranza  Secretario  de  Guerra 
y  Marina;  pero  sólo  sirvió  el  cargo  una  semana, 
porque  la  energía  de  don  Francisco  Vázquez  Gómez 
que  salió  siempre  al  paso  de  más  de  un  desacierto 
de  Madero  y  la  misma  rebeldía  de  los  principales 
jefes  de  la  revuelta,  dieron  al  traste  con  el  flamante 
Ministerio.  I 

Entonces  Carranza  comenzó  a  odiar  recóndita- 
mente a  Madero,  como  lo  había  hecho  con  Díaz,  y 
juró  «impectore»  venganza;  juramento  que  debe  ha- 
ber refrendado  al  no  haberle  acordado  Madero  car- 
tera ministerial  alguna  ni  durante  el  Gobierno  in- 
terino de  de  la  Barra,  ni  al  encargarse  él  de  la 
Presidencia  de  la  nación. 

Esto  no  fué  obstáculo  para  que  se  apoyara  en 
Madero  y  en  la  revolución  triunfante  para  alcanzar 
el  Gobierno  de  Coahuila,  que  había  sido  el  sueño 
dorado  de  su  insignificancia.  Desde  tal  posición 
podría  tramar  mejor  la  consumación  de  sus  desig- 
nios. 

El  novel  Gobierno  nacional,  confiado  e  inexperto, 
subvencionó  explénd idamente  el  sostenimiento  de 
algunos  cuerpos  militares  al  servicio  de  Carranza; 
entre  ellos,  el  llamado  «Carabineros  de  Coahuila,» 


■y? 


LA  RUINA  DE  LJl  CASONA  441 


mandado  por  Guajardo.  Según  versiones,  los  dine- 
ros de  la  nación,  para  tal  cosa  destinados,  servían 
para  enjugar  deudas  de  otra  índole;  lo  cierto  fué 
que,  receloso  el  Gobierno  Federal  de  la  actitud  de 
Carranza,  o  desconfiado  del  destino  que  se  daba  a 
la  subvención  de  $200,000.00  mensuales,  acordó  re- 
tirar ésta. 

Carranza  vino  entonces  a  México  intentando  que 
se  le  devolviera  aquella  subvención;  fracasó  en  el 
intento,  y  desde  ese  instante  no  ocultó  ya  su  aver- 
sión contra  Madero,  arguyendo  que  «era  un  in- 
capaz que  había  hecho  desvirtuarse  a  la  revolución;» 
contra  los  maderistas,  a  los  que  calificaba  de  tor- 
pes medradores  con  la  cosa  pública,  y  preconizando 
sotto  voce,  que  precisaba  una  nueva  revolución  para 
poner  las  cosas  en  su  lugar. 

En  fines  de  febrero  de  1913  debería  haber  esta- 
llado esa  revolución;  acaso  no  eran  ajenos  a  ella 
ciertos  elementos  científicos  que  se  agitaban  en  tor- 
no de  Carranza  y  que  no  acababan  de  convencer  el 
honrado  patriota  general  Jerónimo  Treviño;  pero 
el  golpe  de  armas  del  9  de  febrero  llamado  «de  la 
Ciud adela, >  se  adelantó  a  los  designios  de  Carran- 
za y  dio  al  traste  con  ellos. 

Consumado  el  cuartelazo  de  Victoriano  Huerta, 
con  el  asesinato  de  Madero,  fué  éste  el  que  enarde- 
ció muchos  ánimos.  Carranza,  vacilante  en  el  par- 
tido que  debería  adoptar  frente  a  circunstancias 
que  no  había  previsto,  fué  compelido  por  el  escaso 
grupo  militar  que  lo  rodeaba,  para  que  definiera  su 
actitud;  y  obligado,  más  que  decidido,  hubo  de  su- 
gerir a  la  Legislatura  coahuilense  un  decreto  des- 
conociendo al  Gobierno  huertista  y  que  lanzar  el 
«Plan  de  Guadalupe,»  el  más  incoloro  y  anodino  de 
toda  la  serie  profusa  de  nuestros  planes  de  intesti- 
nas revueltas -ya  que  se  concretaba  a  desconocer 


442  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

como  Gobierno  al  de  Huerta,  e  incitaba  a  que  otro 
tanto  hicieran  los  poderes  públicos  y  el  ejército;  pe- 
ro se  abstenía  de  fijar  lincamientos  de  futura  con- 
ducta ni  de  trazar  programa  para  la  nueva  revolu- 
ción que  nacía,  así,  sin  credo,  orientaciones  ni 
normas  políticas.  I  -   ' 

Mas,  al  propio  tiempo  que  tal  hacía,  sostenía  plá- 
ticas, por  interpósitas  personas,  con  el  Ministro  de 
Gobernación  de  Huerta,  García  Granados,  y  con  en- 
viados de  una  comisión  de  Paz,  no  rehuyendo  inte- 
ligencias a  base  de  propósitos  interesados. 

Impulsado  por  el  propio  Huerta,  cuyo  íntimo  de- 
signio no  era  otro  que  el  país  se  convulsionara  para 
poder  él  prorrogar  al  arbitrio  su  usurpación,  y  en 
dado  caso,  mediante  la  reprodución  de  Bachimba, 
Reyano  y  Conejos,  adquirir  una  preponderancia  y 
un  prestigio  militar  incontrastables,  Carranza  hubo 
de  encabezar  la  nueva  revolución.  El  impulso  lo  re- 
cibió en  las  negativas  de  Huerta  para  sus  preten- 
siones. I 

Fué  entonces  cuando,  como  primera  medida  ha- 
cendaría de  la  revolución,  se  apoderó  de  cincuenta 
mil  pesos  del  Banco  Nacional  en  Saltillo  y  ordenó 
la  emisión  de  dos  millones  de  pesos  en  papel  de  cir- 
culación forzosa  y  obligatoria,  manu-militari  y  con 
conminación  de  pena  de  muerte,  para  gastos  de  la 
revolución. 

Entendió  bien,  desde  un  principio,  que  «oros  eran 
triunfos.»  I  • 

Secundado  en  su  movimiento  por  otros  caudillos 
revolucionarios,  los  autorizó  para  emitir  ampliamen- 
te y  cada  uno  por  su  cuenta  el  papel  que  fuera  ne- 
cesario para  los  gastos  de  la  revolución;  y  así  fué 
como  se  multiplicaron  las  emisiones  de  los  billetes 
verdes  de  Sonora;  de  los  llamados  «dos  caritas»  por 
contener  las  efigies  de  Mañero  y  don  Abraham  Gon- 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  443 

zález;  de  los  llamados  «sábanas>  de  Pancho  Villa, 
por  su  descomunal  tamaño  y  su  color  blanco,  y  de 
los  «vales>  de  Emiliano  Zapata  en  el  Sur. 

La  revolución  de  Madero  en  el  Plan  de  San  Luis, 
preconizaba  «que  se  tomara  el  dinero  para  la  revo- 
lución de  donde  lo  hubiera;»  pero  no  autorizaba  ni 
aprovechaba  el  robo,  el  saqueo,  ni  el  plagio;  el  régi- 
men huertista,  en  su  lata  corrupción,  abusó  del  cré- 
dito de  los  bancos,  pero  fué  respetuoso  de  la  pro- 
piedad individual;  don  Venustiano  Carranza  no  tuvo 
reparo  en  consentir  y  solapar,  sobre  las  emisiones 
inmoderadas  del  papel  moneda,  la  exacción,  en  to- 
das sus  formas,  por  muchos  de  sus  secuaces  revo- 
lucionarios; para  hacerla  arrolladora,  pensó  que  no 
cabía  mejor  plan  que  prescindir  de  la  moralidad;  o 
débil  para  hacer  imperar  ésta,  maculó  su  causa  con 
los  innúmeros  abusos  de  muchos  de  sus  seides. 

«Oros  eran  triunfos.» 

Bajo  tal  «modus  operandi»  nada  más  lógico  que 
el  que  las  fílas  carrancistas  se  acrescentaran  día  a 
día;  por  un  corto  porcentaje  de  luchadores  honra- 
dos, había  una  inmensa  cauda  de  medradores;  por 
puñados  de  bravos  que  iban  a  la  lucha  con  la  idea 
de  reivindicación  y  de  aplastar  al  gobierno  usurpa*^ 
dor,  había  legiones  que  portaban  el  fusil  como  gan- 
zúa y  no  como  arma;  Carranza  dejaba  hacer;  la  mo- 
ralidad no  era  cosa  que  lo  afectara;  quería  triunfar 
y  para  ello  hacía  escalones  lo  mismo  de  los  revolucio- 
narios honrados  que  de  los  positivos  latro-facciosos; 
más  tarde  volvería  las  espaldas  a  los  primeros  para 
apoyarse  mejor  en  los  segundos. 

«Oros  eran  triunfos.» 

En  su  idiosincracia,  en  su  mentalidad  revoluciona- . 
ria,  en  su  obsesión  para  llegar  al  fin,  la  pureza  era 
lo  de  menos;  mientras  más  libertad  para  «avanzar» 
tuvieran  sus  «muchachos,»  más  se  nutrirían  sus 


444  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

filas  y  más  pronto  se  llegaría  a  ese  fin.  Para  su  con- 
secucióa  nunca  se  le  importó  el  respeto  a  la  vida; 
pero  menos  todavía  el  respeto  a  la  propiedad. 

El  papel  substituía  a  la  moneda  metal  y  substi- 
tuía a  todo;  los  granos  de  la  cosecha;  la  mercancía, 
el  mineral,  todo,  todo  era  trocado  por  montafias  de 
papel  donde  quiera  que  Carranza  ensanchaba  sus 
dominios.  No  importaba  aniquilar  la  riqueza  públi- 
ca; matar  al  crédito;  crear  la  miseria;  crucificar  la 
propiedad  ....  Para  triunfar,  había  que  enriquecer. 
¿Que  se  asesinaba  a  la  honradez  y  se  prostituían 
las  conciencias  ciudadanas,  y  se  erigía  el  delito  en 
l6y«  y  se  maleducaba  a  ciertas  castas  que  ya  en  lo 
futuro  no  verían  en  el  ejercicio  del  poder  más  de 
fuentes  de  botín,  y  se  legaba  a  los  futuros  manda 
tarios  cohorte  insaciable  de  rapaces,  que  verían  en 
la  paz  nacional  a  una  enemiga?  ¿Y  qué?  Para  llegar  | 
al  solio,  ese  era  el  camino;  y  Carranza  fué  pródigo  j 
en  crear  zapadores  para  que  se  lo  abrieran  ... 

Por  el  inñujo  del  cuartelazo  de  Huerta;  por  el  im- 
pío asesinato  de  Madero;  por  el  ultraje  a  la  Consti- 
tución, se  levantaron  en  armas  revolucionarios  pa- 
ladines; por  obra  de  Carranza,  por  su  lenidad  para  i 
con  los  malos;  por  su  idea  de  llegar  al  fin  sin  cuidar  ¡ 
de  los  medios,  se  levantaron  medradores  y  se  pro-  {^ 
pagaron  bandoleros. 

La  justicia,  la  nobleza,  la  razón  de  la  revolución 
constítucionalista,  las  amengua  la  condición  del 
«Primer  Jefe»  cuya  figura  patriarcal  tiene  en  oca- 
siones perfiles  de  viejo  y  barbado  corso  o  de  bedui- 
no, porque  en  vez  de  atar  desata,  azuza,  pero  no  di- 
rige; rompe  y  desborda,  pero  no  sostiene  ni  traba, 
y  no  le  importa  que  la  ola  vengadora  se  pueda 
transformar  en  turbión  funesto,  ni  que  el  incendio 
iracundo  tenga  espasmos  de  volcán  destructor,  con 
tal  de  que  el  turbión  lo  lleve  en  su  cresta,  y  el  vol- 


I 


i 


.;       .  '  ,       :  ■;,  •  ;■  ...V 

LA  RUINA  DE  LA  CASONA  445 

can  lo  ostente  en  su  yórtioe  con  la  denominación  de 

«Primer  Jefe,>  - 

Despechado  por  no  alcanzar  la  gubernatura  de  ,  '^-l^ 

Coahuila,  odia  a  Díaz  que  no  lo  «impone»  Goberna- 
dor de  tal  Estado;  pero  cobra  el  sueldo  de  senador; 
cuando  Madero  agita  al  país,  Carranza,  que  preten-  j, 

día  la  «imposición»  antidemocrática,  ama  la  demo- 
cracia; despechado  de  Madero,  que  no  le  confía  una     > 
cartera  ministerial,  ya  que  ha  sido  maderista  de  * 

cuño  utilitario,  trama  una  revuelta  contra  Madero, 
la  que  fracasa,  porque  otra  se  le  adelanta;  y  asesi- 
nado Madero,  hace  de  su  cadáver  bandera  de  com-  r' 
bate,  para  venir  al  fin  a  llorar  «lágrimas  de  bronce»                     fr' 
sobre  la  tumba  de  aquél,  según  en  ramplona  frase                      ,/^ 
dijera  un  panegirista  pagado.              -v                                         . 

Hombre  de  actitud  y  verba  de  esfinge  asirla,  sólo  .    / 

tiene  en  su  revolución  una  compenetración  lúcida: 
«Al  triunfo  por  el  oro.»  Y  un  gesto  heroico:  cerrar  •:•; 

los  ojos  a  las  consecuencias.  s.. 

Si  es  preciso,  emulando  a  Alcibiades,  no  reparará  -p 

en  buscar  entre  los  persas,  enemigos  de  Esparta,  t 

ayuda  contra  Elsparta  que  no  quiere  a  Alcibiades. 

No  gusta  de  que  la  revolución  se  llame  Legalidad, 
porque  él  quiere  ser  la  «legalidad;»  que  ésta  en- 
carne en  él;  que  se  concentre  en  él;  que  él  sea  el 
símbolo.  Su  legalidad  debe  ser  «única»  e  inconfun- 
dible. Él  debe  ser  el  único  que  represente  los  dere- 
chos del  pueblo,  la  Constitución,  la  nacionalidad  y  ' 
todo!  .  , 

Su  fe  púnica  quiere  la  apariencia  de  la  fe  de 
Juárez '  >  • 

Es  redentor  del  pueblo  y  constitucionalista.  Y  a 
poco  andar  ametralla  al  pueblo  y  rompe  la  Consti-  ^;- 

tución.  "  ;^/ 

Legalidad  tanto  quiere  decir  como  todo  por  y  pa-  ;S 

ra  la  ley,  con  rigidez  de  rey  sajón  escribiendo  en  su 


446  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

escudo:  «Fiat  justicia  dunt  pereant  mundos.»  Ya 
poco  andar,  la  mano  que  firmó  el  «Plan  de  Guada- 
lupe,» la  mano  de  la  «legalidad,»  desgarra  ese  Plan 
y  firma  el  úkase  en  el  que  se  erige  supremo  dicta- 
dor; suprime  el  Código  fundamental  de  los  dere 
chos  del  mexicano;  proclama  el  estado  «pre-cons- 
titucional;»  borra  del  catálogo  de  las  leyes  la  de  la 
garantía  de  la  vida,  y  estruja  la  bandera  que  empu- 
ñara para  guiar  a  los  sinceros  en  la  lucha  por  una 

nacional  vindicta Mano  que  firma  al  igual  las 

nóminas  porñristas,  que  los  manifiestos  reyistas;* 
que  las  proclamas  maderistas;  que  el  despacho  de 
divisionario  para  Francisco  Villa;  que  el  Decreto  en 
que  lo  pone  fuera  de  la  ley  por  asesinoy  traidor  a 
la  causa;  que  la  carta  autógrafa  para  el  Presidente 
Wilson,  en  la  que  lo  llama  «mi  grande  y  buen  ami- 
go» y  que  la  nota  en  la  que  lo  befa .1 

¡Oh  dioses  penates!  ¡Y  pudo  soportarlo  el  timón 
de  la  nave  patria!  ■  .■  |  ., 

Mucio  Scévola,  errando  el  golpe  al  tratar  de  he- 
rir a  Porsena,  hace  que  su  diestra  se  consuma  a 
fuego  lento .... 

La  diestra  de  Carranza  es  de  piel  de  salamandra; 
inatacable  para  el  fuego. 

No  la  quema  ni  el  pufiado  de  oro  con  el  que  com- 
pra la  vida  de  Emiliano  Zapata. 

Llegará  a  la  meta.  Y  aun  allí,  pensando  siempre 
que  «oros  son  triunfos,»  procurará  tener  compra- 
do a  Judas,  para  que  Judas  no  se  venda  a  otros, 
sin  pensar  que  de  él  se  han  apartado,  que  con  él 
no  pueden  estar  los  que  piensan  que  hay  algo  que 
no  se  vende  al  bilimbique,  ni  se  cambia  por  mona 
da  troquelada:  la  independencia  del  carácter;  la  vo 
1  untad  parala  acción! 

El  Destino,  entre  tanto,  había  concluido  de  mol 
dear  los  rígidos  patrones  de  una  Justicia  impensa 


LA  RUINA  DE  L.A  CASONA 


447 


da.  La  neblina  de  desencantos  provocados;  de  injus- 
ticias cometidas;  de  felonías  empleadas;  de  enojos 
atraídos;  de  rencores  despertados,  al  flotar  en  torno, 
se  irá  condensando  y  condensando  en  nube  tormen- 
tosa, de  cuyo  seno  saldrán  lo  mismo  voces  de  serena 

condenación  que  maldiciones  crepitantes y  el 

rayo,  feto  hasta  entonces  en  su  seno,  estallará  para 
aniquilar  en  la  lúgubre  noche  de  Tlaxcalantongo, 
allá,  en  el  rincón  de  la  sierra  bravia,  en  la  soledad  y 
el  abandono 

Decía  Periclesen  su  lecho  de  muerte  y  a  sus  ami- 
gos que  lloraban  su  cercano  tránsito: — «Olvidáis  lo 
único  notable  de  mi  vida,  y  es  que  jamás,  por  culpa 
mía,  ha  vestido  luto  un  ciudadano.> 

Carranza  agonizante,  no  podría  haber  dicho  igual. 


•V.' 


»     ♦ 


Las  noticias  del  terreno  que  iba  ganando  la  revuel- 
ta eran  causa  de  más  de  un  diario  altercado  en  la 
casona.  Los  que  bebían  y  se  inspiraban  en  las  fuen- 
tes de  información  de  la  prensa,  sostenían  que  don 
Venustiano  y  los  suyos  fracasaban  y  fracasarían 
porque  no  eran  más  que  «latrofacciosos»  «robava 
cas,»  etc.,  etc. 

— ¿PeronovePaulinitaque  los  periódicos  no  pue- 
den decir  más  que  lo  que  Huerta  quiere?  Al  perio- 
dista que  diera  noticias  verdaderas  se  lo  levantaría 
el  «automóvil  gris»  y ojos  que  te  vieron  ir 

—No  hay  que  darle  muchas  vueltas Estamos 

en  vísperas  de  triunfo!  concluía  Chaneque. 

Tafolla,  siempre  con  tendencias  «reaccionarias,» 
se  enfurruñaba  porque,  para  que  le  llegara  una  car- 
ta de  Indé  con  el  consabido  girito  postal,  se  pasaban 
años  y  felices  días,  y  pensaba  con  angustia  qué  sería 
de  él  el  día — no  muy  remoto  según  iban  las  cosas— 


:^ 


448  E.  MAQUEO  CASTELLANOS  /J 

en  que  «las  comunicaciones  quedaran  cortadas.»  ; 
Hasta  el  mismo  Andrade  se  descorazonaba  y  entrisj 
tecía  por  las  nuevas  que  de  la  revuelta  le  daba  el : 
hermano  Cura  desde  su  parroquia  en  el  poblacho  de 

Zacatecas.  «Aquello  estaba  que  ardía los  revo 

lucionarios  no  daban  cuartel.  >  «Sobre  todo,  no  deja-  ] 

ban  en  su  lugar  nada  que  algo  valiera Hasta  era 

posible  que  él,  el  Cura  tuviera  que  emigrar  abando- 
nando su  rebaño  de  almas.»  Quico  sentíase  contris- 
tado ante  aquello.  Pues  qué,  ¿no  era  posible  que  las 
buenas  causas,  las  causas  libertarias,  dejaran  de 
arrastrar  aquel  lastre  de  podredumbre  y  delito  que  \ 
las  restaban  prestigio?  I  •     •^. 

Barbedillo  mismo,  comenzaba  a  desorientarse. 
Paladín  de  los  «intereses  creados,»  no  sabía  hacia 
qué  lado  habría  que  «flexibilizarse:»  si  hacia  Huerta, 
en  quien  aún  no  perdía  la  fe,  o  si  hacia  Carranza  en 
quien  tal  vez  se  debería  poner  la  esperanza:  con  quien 
«cohonestar;»  si  con  el  usurpador,  todavía  fuerte,  o 
con  el  «Primer  Jefe»  que  podría  estarlo  más  de  un 
día  para  otro?  Turulato,  cabizbajo,  preocupado,  no 
sabía  cómo  se  debería  defender  al  capital;  veía  en 

todas  partes  amenazas  y  peligros....  Sospechaba 

Por  eso  que  no  dejara  de  echar  sus  visuales  de  reo-: 
jo,  al  pasar  frente  a  la  vivienda  de  Rémington;  agu- 
zar el  oído  y  ensanchar  las  ventanas  de  la  nariz,  como 
el  que  quiere  ver,  oir  y  olfatear  por  todos  los  poros. 
Sólo  lograba  lo  último,  pareciéndole  que  toda  aque- 
lla utilería  del  enigmático  personaje  tenía  un  tufillo 
¿a  qué?  a  c reclina,  a  benzina,  tal  vez  a  gasolina 

— Han  de  ser  cosas  para  desmanchar — se  pensa- 
ba.— De  seguro  que  este  amigo,  que  parece  un  «pri- 
mo,» está  probando  algún  invento  para  quitar  man-i 
chas.  I         "    •■ -í'v 

Entre  él  y  su  inquilino  mediaba  poca  amistad.  Ré-i 
mington  no  se  prestaba  mucho,  por  su  carácter,  a 


'la  ruina  de  la  casona  449 

intimar  con  nadie,  no  siendo  amigo  de  cucamonas  ni  .fe' 

cortesías,  por  lo  que  Barbe  tenía  que  llevarla  con  él  %í 

con  mesura,  discretamente,  y  guardando  las  dis-  W- 

tancias.  Hasta  parecía  sentir  cierto  temor  misterio-  i*^- 

so  e  inexplicable  por  aquel  hombre.  :^; v 

Fué  Rémington  quien,  de  brusco  modo  y  sin  pre-  >^. 

vención  anterior,  le  partió  con  aquello  de  la  peregri-  !*#'• 

na  pretensión  y  en  la  forma  siguiente:  :'W^ 

— Dispénseme  una  palabra,  seflor  Barbedillo— dí- 

jole  un  día  en  que  aquel  pasaba  por  el  patio  rumbo  I-: 

a  la  calle.          -   -     n  -^r 

— Con  mucho  gusto,  señor  Rémington  (era  un  in-  'fp 

quilino  de  lo  más  exacto  en  el  pago  de  la  reata)  ¿qué  '.<\\ 

se  le  ofrece?  ¿lí^ 

— Una  cosa  que  va  en  serio.          ^^-^  It. 

— Será  acaso  que  Filomena  la  portera  no  ha  barri-  ■    ' 

do  hoy  bien  el  patio?  O  ha  faltado  a  usted  agua  en    ;  % 

la  pileta?                   *          - '  ^  rf' 

—No.  No  es  nada  de  eso.  Lo  que  le  voy  a  propo-  ¿ '= 

ner  le  va  a  parecer  algo  extraño.  .''^i 

— Pues  de  qué  se  trata?  'ft, 

— De  que  me  venda  usted  la  casa  ésta.  . 

— Cómo?  Qué  dice  usted?  Venderle  esta  casa?  ,;' 

— Sí  señor. 

— Pues  no  puede  ser.  No  tengo  la  idea  de  ello.  Y  si 

alguien  le  ha  informado  que  trato  de  venderla,  está  .$^^ 

equivocado.  vfi^ 

—Nadie  me  ha  informado.  He  sido  y  soy  yo  el  que  '- 
tengo  la  intención  de  comprar  la  casa. 

— Y comprarla  para  usted?  ^ 

—Naturalmente:  para  mí.   -  ^^V 

-Es  que |J 

— Se  supone  usted  que  yo  no  tengo  el  dinero  has-  %*,; 

tante  para  llevar  a  cabo  la  operación,  ¿no  es  eso?  :j¿ 

— Francamente Aunque  usted  es  hombre  muy  ;  ;^^ 

trabajador,  por  lo  que  se  ve,  no  ostenta  recursos  pa- 


450 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


-í 


ra  tanto,  y  no  concibo  que  sus  «industrias»  le  hayan 
producido  lo  bastante  para  tal  compra. 

— ^Tenía  el  dinero  desde  antes :  ahora  que  he  vivido 
en  la  casa,  sé  qué  puede  valer  y  por  eso  ahora  haga 
la  proposición. 

— Que  encuentro  peregrina .... 

— ^Todo  es  cuestión  de  precio.  Por  eso  que  tal  vez 
encuentre  más  peregrino  el  saber  que  quiero  que 
usted  me  la  venda  barata:  ¿está  usted?  Lo  más  ba- 
rata i)osible. 

— Pues  ya  está  dicho  que  no  haremos  negocio.  En 
primer  lugar,  yo  no  la  vendo;  y  en  segundo,  en  dado 
caso  de  venderla,  sería  bien  vendida. 

— Lo  siento.  Repito  que  yo  quiero  la  casa;  pero 
barata;  muy  barata.  Me  gusta  y  abrigo  la  preten- 
sión de  quedarme  con  ella.  I  . 

— Esa  es  inofensiva  y  puede  usted  seguirla  abri- 
gando; no  me  perjudica  con  ella! 

— Muy  bien.  Ya  más  tarde  hemos  de  volver  a  ha- 
blar de  este  negocio.  '         , 

— Será  perder  el  tiempo. 

— No  lo  creo  yo  así.  Tal  vez  más  tarde,  y  por  cir- 
cunstancias que  nadie  puede  prever,  se  resuelva 
usted  a  darla  barata;  casi  regalada .... 

— No  me  explico  qué  quiere  usted  darme  a  enten- 
der con  eso.  Qué  circunstancias  pueden  ser  esas? 

— Psché!  Muchas ....  vaya  usted  a  saber!  Pueden 
suceder  tantas  cosas!  | 

Barbe  no  dejó  de  sentirse  inquieto  con  aquello. 
Conocía  Rémington  sus  deudas?  Estaba  al  tanto  de 
las  hipotecas?  Sabía  sus  apuros  y  sus  despiltarros? 

— Pues  sí. ...  pudiera  ser. .. . 

— Por  eso  digo  que  esperavé 

Y  el  caviloso  personaje  dio  la  media  vuelta  y  se 
metió  a  su  vivienda,  mientras  Barbe,  turulato,  con- 
tinuaba su  interrumpido  camino. 


* 
«      « 


Atardecer  monótono  y  silencioso  de  campo,  en  el 
que  los  últimos  fuegos  del  sol  hacen  cambiantes  de 
sucio  ópalo  en  la  bruma  del  horizonte  levantada  en 
día  canicular.  '   ^  : 

Perdidas  ráfagas  de  viento  levantan  aquí  y  allá, 
en  la  escueta  llanura  desprovista  de  mieses  y  ape- 
nas punteada  de  árboles  que  trabajosamente  están 
reverdeciendo  después  del  invierno,  polvaredas, 
«remolinos»  que,  girando  rápidamente,  se  yerguen 
hacia  la  altura;  avanzan  en  oblicua,  retorcida  colum- 
na, y  se  deshacen  aplanándose  de  pronto  sobre  el 
suelo. 

En  la  lejanía,  el  enano  caserío  del  «agostadero»  o 
«estancia»  de  ganado,  que  alza  pesadamente  sus 
perfiles,  con  sus  ocres  paredes  de  adobe  requema- 
do por  el  sol  y  carcomido  por  las  lluvias,  y  sus  teja- 
dos aplastados,  de  tejas  leprosas,  y  sus  ventanas 
cuadradas  abiertas  en  la  mitad  de  los  muros  y  pro- 
tegidas por  gruesas  verjas  de  madera  o  hierro. 

El  ancho  portalón  de  entrada  cerrado:  los  canes 
trasijados  correteando  en  juego  para  distraer  el 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  451 

Comprarle  Rémington  la  casa?  Vaya  una  idea  pe- 
regrina! No  se  la  vendería!  Ni  aunque  estuviera  en 
la  peor  chilla!  Y  para  qué  quería  aquel  hombre  la 
casona?  Qué  intentaba  hacer  con  ella?  jp 

Bah!  De  seguro  que  todo  aquello  no  era  más  que  j*J 

una  «tanteada»  para  sacarle  si  tenía  o  no  compromi-  ^^? 

sos :  a  poco  Rémington  no  era  más  que  un  testaferro  i 

de  Moyano,  supongamos,  o  de  alguno  de  sus  exacree-  J  i? 

dores Y  el  aplomo  con  el  que  lo  emplazaba  para  -  ■  ^ 

más  tarde!  Pues  no  ofrecía  esperar  todo  el  tiempo 
que  fuera  posible  para  comprarla?  Y  eso  sí,  para 
comprarla  barata,  muy  barata casi  regalada! 


:*'■•■•■ 


452 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


hambre;  un  cerdo  de  recia  pelambre  hozando  en  fé- 
tido charco,  y  vacíos  los  corrales  adyacentes,  por- 
que aun  no  retorna  del  campo  el  ganado  que  ha  sa- 
lido a  «pastear.» 

Por  el  recto  camino  polvoriento,  un  «caporal,»  ji- 
nete en  zaino  trotador,  aparece  arreando  a  una  re- 
cua de  potrancas  de  «año  arriba,»  entre  las  que 
relinchan,  con  paternal  orgullo,  tres  o  cuatro  «en- 
teros,» padres  de  la  crinada  prole.  Las  yeguas  ba- 
rrigonas obedecen  con  desgano  a  la  premura  con 
la  que  el  caporal  quiere  hacer  avanzar  a  la  recua 
hacia  los  corrales,  como  medroso  deque  la  noche  lo 
sorprenda  antes  de  hacerlo. 

A  los  silbidos  prolongados  y  agudos  del  jayán,  al 
ruido  del  galopar  del  ganado  y  al  aviso  que  da  el 
polvo  por  la  recua  levantado,  se  entreabre  el  porta- 
lón y  asoma  a  él  un  ventrudo  labriego  que  calza 
pantalón  cachiruleado;  que  deja  asomar  la  poco  lim- 
pia camisa  por  entre  el  desabrochado  chaleco,  y 
que,  con  el  ancho  sombrero  echado  hacia  atrás,  ojea 
a  la  recua  que  se  acerca  veloz. 

—  Es  Lino  (Marcelino)  dícele  a  un  peoncillo  que 
con  él  ha  salido  y  a  su  lado  está.  Anda  y  alevanta 
las  trancas  del  corral  pa  que  entre  la  yeguada. 

Obedece  el  peoncillo,  y  el  ganado,  que  ha  recono- 
cido la  «querencia»  del  corral,  salta  alborozado  las 
últimas  trancas  que  ya  no  hubo  tiempo  de  quitar, 
para  ir  a  holgar  sobre  la  seca  majada  que  le  servirá 
de  mullido  lecho.  <  I   - 

Desmonta  Lino  de  su  penco;  viene  azorado;  y  así 
es  cómo,  sin  dar  siquiera  las  buenas  tardes  al  pa- 
trón, ni  informarle,  como  es  uso,  de  las  novedades 
del  día  en  la  yeguada,  le  dice: 

—  Mal  incuentro  tuve mala  se  nos  prepara, 

don  Práxedes 

—  Fo8  quiubo? 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  453 

* 

-Por  ai  me  topé  con  unos  de  una  partida,  que 
venían  de  avanzada 

-  Han  de  ser  los  de  Calixto.  No  Hace  que  vengan. 

Son  amigos La  semana  pasada,  nada  más,  le 

mandé  los  doscientos  pesos  que  me  saca  pa  «darme 
garantías.» 

-No  son  los  de  Calixto,  patrón:  son  otros  que 
vienen  de  por  rumbo  de  la  Laguna,  según  me  dije- 
ron   

-  Mal  rayol Y  no  averiguaste  de  quién 

eran? 

-  Pos  no  quise  entretenerme  pa  arriar  el  ganado 
y  encerrarlo  temprano.  Ya  sabe  su  mercé  que  les 
gustan  mucho  los  «enteros.» 

-  Mal  rayo! Seguro  que  se  nos  descuelgan 

por  aquí!  Maldita  revolución!  (un  silbido  de  con- 
traseña, y  el  peoncillo,  que  nunca  se  separa  del 
amo,  ocurre  atento  a  su  llamado). 

-  No  ha  llegado  entodavia  Carnación  con  la  va- 
cada?. 

-No  siñor 

-  Mal  rayo!  Coje  un  penco  y  métele  recio,  y  anda 
alcánzalo  y  dile  que  se  quede  con  los  animales  en  el 
monte,  que  si  llegan  estos  arrastraos  y  los  incuen- 
tran  en  el  corral,  me  «avanzan»  (roban)  veinte  va- 
cas de  seguro! 

Hízolo  así  el  peoncillo;  y  tan  diligente  debe  haber 
estado,  que  la  vacada  no  llegó  por  aquella  noche  a 
los  corrales . 

Pero  sí  llegaron  a  la  casa  de  la  «estancia»  los  de 
por  la  Laguna.  Sobre  unos  sesenta  hombres  a  ca- 
ballo, regularmente  armados  y  al  mando  del  coro- 
nel (?)  Medardo  (el  apellido  era  desconocido)  uno  de 
tantos  de  la  carranclana  empolladura.  Desmontó  el 
susodicho;  desmontaron  sus  hombres;  se  apodera- 
^  ron  como  de  cosa  propia  de  corrales  y  de  casa;  to- 


W 

^  •■.■ 


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^'^ 


454 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


marón  maíz  y  zacate  para  las  bestias;  enfrentóse  el 
coronel  (?)  con  don  Práxedes,  y  sin  tapujos  fuésele 
al  bulto: 

—  Pos  oiga,  viejo  barrigón sé  que  por  aquí 

han  andado  los  «pelones>  y  que  usté  los  ha  ayuda- 
do, dándoles  alojamiento  y  pasturas,  y  comida  y  di- 
nero   I 

—Hace  mucho  que  no  pasan  por  aquí. 

—  Pos  cuando  pasaron  la  última  vez 

—  Y  qué  quierefque  jaera/'  Cómo  me  voy  a  oponer? 
También  vienen  ustedes  y  se  apean  y  cojen  lo  que 

quieren,  y  hay  que  dárselos  a  la.  juerza Ellos 

son  como  ustedes;  dicen  que  vienen  «a  dar  garan- 
tías   » 

-Pos  por  haberlos  ayudado,  estando  prohibido, 
ora  mesmo  lo  cuelgo.  I 

—  Pa  luego  es  tarde ....  yo  no  me  achico!  Me  está 
amenazando  y  no  sabe  que  yo,  por  ayudar  a  la  cau- 
sa, sí  les  doy  con  voluntad  a  los  de  Calixto 

—  Con  que  les  da,  eh?  Pos  sepa  que  también  esos 
son  enemigos . . . . !  Son  villistas! 

—  Adiós,  naranjo!  Pos  quen  los  acaba  de  enten- 
der? Ora  están  juntos,  ora  no!  Yo  creiba  que  eran 
de  los  de  ustedes 

-Ahí  tiene  nomás;  de  modo  que  usté  protege  a 
los  «pelones»  y  a  los  de  Villa?  Pos  le  toca  la  ley 
Juárez  del  primer  jefe ......  i 

—  Jaigún  y  conforme vamos  a  ver  qué  quere. 

Media  hora  de  conciliábulo:  otra  de  regateo,  y  al 

final  de  cuentas  don  Práxedes  tuvo  que  aflojar  me- 
dia talega  de  pesos  fuertes;  una  «vaquillona»  para 
que  cenaran  los  «muchachos»  del  coronel  Medardo 
y  regalar  a  éste,  porque  le  había  gustado  mucho, 
el  mejor  de  sus  «garañones,»  con  duelo  intenso  de 
Lino. 

—  Y  además  me  llevo  esos  dos  potrillos .... 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  465 

-Hombre no  se  cargue!        -     ■ 

-  Se  necesita  «remonta  para  la  causa> 

-Mal  rayo! 

-Y  si  quiere  que  vengamos  a  correrle  a  esos  de 

Calixto  o  a  los  Juanes,  «nada  más  me  manda  un  re- 
cado.» Yo  ando  en  rodeo  siempre  por  aquí  cerca, 
para  «dar  garantías > 

«iBuenas  están  las  garantías!»  se  quedó  pensan- 
do don  Práxedes  cuando  vio  perderse  a  lo  lejos,  en- 
tre la  polvareda  a  los  jinetes  aquellos,  tomando  rum- 
bo para  ir  seguramente  adarlas  en  otra  «estancia.» 

No  pasó  una  semana  sin  que  el  asendereado  ran-  s 

chero  recibiera  la  visita  de  Calixto  que,  al  saber  que 
los  de  Carranza  habían  estado  en  el  «agostadero,» 
pero  también  que  se  habían  ido,  cayó  como  rayo  en 
busca  de  ellos,  y  más,  en  la  de  don  Práxedes. 

-Oiga,  amigo  a  mí  no  me  hace  traiciones! 

Ya  sé  que  recibió  a  esos  del  tal  Medardo,  y  que  les 
hizo  su  «tatema»  y  les  dio  dinero  y  les  regaló  unos 

caballos  y  los  tuvo  aquí  quién  sabe  cuántos  días 

Así  es  que  ora  se  las  arregla  con  migo  pa  que  no  an- 
de protegiendo  al  enemigo! 

-  Mal  rayo! vienen  ellos  y  le  echan  a  uno  la 

«viga»  porque  estuvieron  aquí  los  federales  y  le 
quitaron  algo.  Vienes  tú  y  haces  lo  mesmo!  Y  vienen 

los  federales  y  repiten.  Mal  rayo! ansí  onde 

vamos  a  parar?  Ya  me  carga  el  diablo!  Quédense 
mejor  con  el  rancho,  que  siquiera  les  costará  tra- 
bajo cuidarlo! Mal rayo! 

-  Eso  ya  lo  veremos  a  su  tiempo.  Por  ora,  si  no 
quiere  perder  la  zalea,  se  me  cae  con  mil  fierros  y 
unas  vacas  que  necesito  pa  mandar  pa  el  Norte  a 
cambio  de  parque 

Y  no  hubo  remedio!  Don  Práxedes  tuvo  que  agen- 
ciarse los  mil  pesos  aquellos,  usando  hasta  de  su      , 
crédito  con  otros  rancheros  vecinos,  y  que  consen- 


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Í^';  456  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


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tir,  reí unfutLando,  que  se  fueran  sus  mejores  «reje- 
gas» en  el  avance! 

-  Y  no  se  deje! no  se  me  ande  aflojando  de 

corvas,  porque  en  otra  que  consienta  a  esos  por 

aquí,  vengo  y  lo  fusilo En  lugar  de  recibirlos  y 

«brindarles»  (regalarlos)  mándeme  nada  más  un 
aviso  y  les  caigo;  y  si  son  los  carranclanes,  los  cuel- 
go de  los  mezquites.    Y  si  son  los  federales,  se 

mueren  con  mi  ametralladora Ya  sabe  que  yo 

ando  por  aquí  pa  «dar  garantías.» 

—  Mal  rayo! 

Y  llegaron  los  federales.  Y  más  ejecutivos  que 
Calixto  y  Medardo,  al  saber,  por  algún  oficioso, 
que  allí  comían,  dormían  y  sacaban  dinero  y  gana- 
do los  de  ambos  bandos,  formaron  cuadro  a  don 
Práxedes,  que  hubiera  terminado  allí  sus  tristes 
días,  a  no  haber  llegado  en  punto  una  orden  del 
Cuartel  General,  previniendo  al  oficial  expediciona- 
rio que  remitiera  al  presunto  «reo»  bajo  segura 
custodia,  para  «el  esclarecimiento  de  los  hechos»  y 
a  fin  de  hacer  «un  serio  ejemplar»  en  su  caso. 

Pie  a  tierra  y  entre  centinelas  caminó  don  Práxe- 
des, echando  los  hígados,  sus  veinte  leguas.  Y  por 
si  habían  sido  galgos  o  podencos,  se  sopló  un  mes 
en  la  cárcel,  salvando  la  vida  mediante  las  desespe. 
radas  gestiones  de  un  abogado,  al  que  tuvo  que  gra- 
tificar con  la  esplendidez  que  el  caso  requería.  Com- 
probada su  inocencia,  el  jefe  de  la  Zona  lo  llamó  a 
su  presencia,  le  echó  una  filípica  por  no  oponerse 
a  aquellas  visitas  de  los  «latro-facciosos»  y,  como 
el  asendereado  estanciero  le  manifestara  que  él  no 
tenía  elementos  para  impedir  aquéllas  que  su  for- 
tuna le  mermaban,  el  militar  le  dijo: 

-Pues  allá  le  mando  un  destacamento  para  que 
le  «dé  garantías.» ! 

Y  el  afligido  don  Práxedes  le  objetó: 


M 


:  ,  LA  RUINA  DE  LA  CASONA  457 

-  Por  el  amor  de  Dios  que  no,  sifior ! 

-  Cómo?  No  quiere  que  lo  defiendan? 

-  Mejor  no que  de  ai,  a  la  mejor  se  van  por-  r 

que  los  mandan  llamar,  y  en  llegando  los  otros,  en- 
tonces sí  que  me  hacen  cisco,  como  le  pasó  a  Edo- 
viges  (Eduwigis)  mi  primo 

Regresó  don  Práxedes  a  su  rancho.  ¿Para  qué? 
Para  encontrarse  que  en  su  ausencia,  lo  mismo  los  >ií 

de  Medardo  que  los  de  Calixto  habían  entrado,  y  & 

dizque  por  cuanto  el  tal  don  Práxedes  se  había  ido    .  #^ 

a  «llamar»  (quejar)  con  el  jefe  de  ía  Zona,  le  dejaron  ; : 
el  rancho  o  estancia  más  limpio  que  una  patena,  j:;/ 

pues  a  tanto  llegó  el  <avance,»  que  por  no  dejarle  ■  ^=J 

nada,  se  habían  llevado  hasta  la  vieja  «molendera,» 
que,  a  la  vez  de  tal,  era  la  barragana  del  patrón.  Ni     '  <¿* 

un  becerro  «mamón»  ni  un  mal  caballo,  ni  nada,  •/>, 

habían  dejado  aquellos  hombres! 

Encendióse  en  ira  el  labriego;  echó  más  pestes 
que  las  que  de  ordinario  acostumbraba;  Uenáronse- 
le  los  ojos  de  lágrimas  cuajadas  por  el  coraje,  al  ver- 
se arruinado,  privado  de  lo  que  había  sido  el  pan  de 
su  vida,  el  producto  de  luengos  años  de  fatiga,  y 
ensimismado  ante  tanta  desgracia,  cayó  sentado  en 
la  tosca  piedra  que  servía  de  retén  al  portalón, 
con  la  cabeza  entre  las  manos. 

-  Mal  rayo! Mal  rayo! Yo  tengo  la  cul- 
pa... .  yo! A  puro  darme  «garantías»  me  han 

dejado  en  cueros!  Ni  una  vaca,  ni  una  peseta,  ni  mi 
vieja,  ni  nada! ¿qué  me  queda?  Nada!  Mal  rayo! 

Testigos  de  su  desesperación  eran  Lino,  Carna- 
ción y  el  peoncillo,  que  fieles  como  perros,  no  lo  ha- 
bían abandonado,  por  más  que  ahora  estuvieran 
con  los  bnazos  cruzados  al  no  tener  quehacer  al- 
guno. V     N 

Súbita  idea  sacudió  el  tardo  cerebro  de  don 
Práxedes,  sacándolo  del  ensimismamiento  en  que 


458 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


la  contemplación  de  su  ruina  lo  había  sumido.  Ha- 
bló a  Lino  y  lo  instruyó  para  que  fuera  a  llamar  a 
Nicanor  y  a  Tacho  y  a  Matías  y  a  Remigio  y  a  otros 
antiguos  vaqueros.  Y  otro  tanto  hizo  con  Carna- 
ción. Una  vez  que  aquéllos  hubieron  partido  para 
tales  comisiones,  él,  ayudado  del  peoncito,  se  deci- 
dió a  cavar  afanosamente  en  el  rincón  de  un  cuar- 
tucho de  la  «estancia»  y  de  allí  exhumó  hasta  cuatro 
rifles,  seis  cananas  repletas  de  tiros,  y  otros  tantos 
machetes. 

A  los  tres  días  de  aquello,  don  Práxedes,  al  fren- 
te de  veinte  hombres,  jinetes  en  caballos  que  ha- 
bía recogido  al  paso  de  su  mesnada  por  la  desola- 
da campifia,  llevando  a  la  zaga  a  Carnación  y  Liao 
como  a  oficiales  de  su  Estado  Mayor  (?)  y  al  peonci- 
11o  como  clarín  de  órdenes,  provisto  al  efecto  con 
vieja  y  abollada  trompeta  de  caballería,  se  «top6> 
por  una  vereda,  a  diez  leguas  de  su  «estancia,»  con 
un  compadre  llamado  Licho,  que  le  vio,  azorado,  en 
aquellas  trazas. 

—  Pos  qué  es  eso?  Onde  va,  compadre  Práxedes? 

—  Onde?  A  dar  garantias^  carancho!  Como  a  mí 
me  las  han  dao!  Mal  rayo!  A  dárselas  o  todo  aquel 
que  se  deje!  Igualito  que  a  mí  me  las  dieron!  Mal 
rayo! 

—  Pero  es  que  ya  se  volvió  usté  carrancista  o  vi- 
llista  o  qué?  1     ' 

—  Pos  yo  no  sé,  compadre! Pero  la  plata  que 

a  mí  me  quitaron  yo  la  rescato!  Donde  la  haya! 

Voy  «a  dar  garantías»  y  a  hacer  pesos!  Oros  son 
triunfos,  compadre! 


■■.»^_ 


CAPITULO  VI 
Películas  sencionales 

Andrade  no  estudiaba  ya. 

No  porque  hubiera  abandonado  los  libros  deser- 
tando de  la  carrera;  ahora  más  que  nunca,  tenía  ilu- 
sión, furor  por  ser  abogado  y  pronto;  como  se  pu- 
diera, sin  pretender  ser  ya  un  Veleyano  o  un 
Gregorio  López,  pues  se  conformaba  con  ser  un  mo- 
desto profesional. 

No  estudiaba  porque,  por  más  que  abría  los  li- 
bros y  se  proponía  entregarse  con  todo  el  espíritu 
a  ellos,  artículos  del  Código,  citas  de  comentadores 
y  doctrinas  de  maestros,  se  le  hacían  imposible  ma- 
deja en  el  cerebro,  caldeado  por  otras  ideas  antagó- 
nicas de  la  calma  que  requiere  el  estudio. 

Andrade  había  perdido  la  brújula.  Hasta  había 
enflaquecido  y  estaba  ojeroso,  trasijado,  como  si 
frecuentara  la  parranda,  cuando,  en  obsequio  de  la 
verdad  y  por  lo  que  hace  a  este  capítulo,  seguía 
siendo  el  estudiante  ejemplar. 

Ya  no  se  cuidaba  aquella  ensortijada  cabellera, 
deleite  de  Chayo,  que  gustaba  de  hundir  en  ella 
sus  rosados  deditos  para  deshacer  los  naturales  ri- 
zos: ya  no  se  preocupaba  porque  el  chino  le  entre- 


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460 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


gara  albeantes  las  camisas,  ni  por  atuzarse  el  rubio 
bigote,  Y  sus  ojos,  rodeados  por  morado  círculo, 
parecían  más  ojos  de  tuberculoso  que  los  de  la  mis- 
ma «Corcheíta»  que,  todo  lo  que  él  perdía  en  liumor 
y  salud,  parecía  ganarlo  ella. 

¿Qué  le  pasaba  pues,  al  buen  Quico? 

¡Le  pasaba  tanto! 

En  primer  lugar,  el  buen  hermano,  el  curita  ejem- 
plar de  poblacho,  que  lo  subvencionaba  en  sus  estu- 
dios, había  tenido  que  ir  a  reconcentrarse  en  Zaca- 
tecas, abandonando  su  amada  parroquia,  porque  la 
«quema*  había  llegado  hasta  aquélla,  de  la  que  se 
habían  apoderado  los  carrancistas,  haciendo  diablu- 
ra y  media,  si  de  tales  podían  apodarse  los  incali- 
ficables atropellos  cometidos  a  la  vanagloria  del 
principio  aquél  de  que  «la  revolución  es  la  revo- 
lución.» M        '= 

El  pobre  sacerdote,  para  salvar  la  pelleja,  había 
tenido  que  salir  de  estampida,  llevándose  a  la  ancia- 
na madre  acosada  por  los  años  y  por  las  dolamas 
propias  de  los  viejos,  y  había  recalado  en  Zacatecas, 
donde  ahora  estaba;  con  lo  que,  naturalmente,  sus 
ingresos  se  habían  reducido  de  tal  modo  que,  muy 
a  su  pesar,  había  tenido  que  escribir  al  hermanito 
estudiante,  para  el  que  hacía  de  padre,  recomen- 
dándole toda  economía;  pero  instándole  para  que  de 
ningún  modo  fuera  a  abandonar  la  carrera,  en  la 
que  tan  avanzado  iba,  pues  sería  una  positiva  des- 
gracia perder  todo  lo  aprendido  y  todo  lo  invertido. 
El  vería  allá,  en  Zacatecas,  cómo  se  las  «pendolea- 
ba» para  que  la  pensioncita  no  faltara;  pero  nada 
más  que  la  pensión. 

Y  Andrade,  figurándose  bien  las  penurias  y  pri- 
vaciones que  tendrían  que  pasar  la  anciana  madre  y 
el  cura  en  exilio  para  mandarle  lo  de  la  pensión, 
cavilaba,  haciéndosele  cargo  de  conciencia  el  admi- 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  : "  .  461 

tirla,  cuando  ól  bien  se  podría  ganar  la  vida  en  cual- 
quier cosa:  escribiendo;  dando  clases;  llevando  las 
cuentas  de  cualquier  tendajón,  para  no  ser  gravoso 

a  los  suyos;  pero ¿se  podían  truncar  así  como 

así,  sus  acariciadas  ilusiones  de  llegar  a  ser  pronto 
un  profesional,  y  de  ir  muy  alto,  muy  alto  en  la  ca- 
rrera hasta  alcanzar  el  ser,  con  el  tiempo,  todo  un 
jurisconsulto  que  ganara  con  mucho  dinero  más  ho- 
nores? 

Por  otra  parte,  prescindir  de  la  carrera  tanto  de- 
cía como  tener  que  prescindir  de  Chayo;  la  con- 
dición, cuando  se  habían  consagrado  el  uno  para 
el  otro,  había  sido  esa.  Que  él  estudiaría  mucho, 
mucho,  para  ser  pronto  abogado;  y  que  ella  lo 
esperaría  el  tiempo  necesario.  Y  aunque  ahora  las 
cosas  habían  cambiado  bastante  y  él  sentía  que 
aquella  adorada  Chayito  ya  no  era  la  de  antes, 
él  no  podía  remediarlo  y  la  seguía  queriendo  con 
toda  el  alma.  Como  que  cada  día  estaba  ella  más 
linda;  radiante  de  hermosura;  hecha  ya  toda  una 
mujer;  exuberante,  pictórica  de  belleza  y  capaz 
de  enloquecer  con  sus  atractivos  a  cualquier  hom- 
bre. 

Cuando  él  se  ponía  a  recapacitar  sobre  aquellos 
amores,  sentía  que,  mientras  en  él  el  incendio  to- 
maba creces  siempre,  en  ella  el  fuego  del  amor 
languidecía.  ¡Ya  no  era  la  de  antes!  Había  algo  que 
la  había  cambiado,  robándole  a  él  su  amor;  aquel 
primer  amor  de  su  vida;  el  único,  mejor  dicho,  que 
es  el  que  deja  de  la  mujer  amada  y  para  siempre  en 
el  hombre,  la  imagen  en  la  retina;  el  eco  de  la  voz 
en  los  oídos;  el  calor  de  las  caricias  en  las  manos  y 
el  sabor  del  beso  en  los  labios! 

¡Ella  se  alejaba  de  él,  y  él,  en  cambio,  no  podía 
arrancársela  del  corazón!  ¡Ante  los  frecuentes  des- 
víos de  ella,  él,  en  vez  de  sentirse  menos  fervoroso, 


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462   *  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

sentíase  más  atraído!  ¡Era  ella  la  que  quería  salir 
sele  del  alma,  en  la  que  él  trataba  vanamente  de  re- 
tenerla! ¿Por  qué,  por  qué  hacía  tal? 

¿Era  acaso  que  amaba  a  otro  hombre?  No,  que  él 
lo  supiera.  Flirteos,  coqueterías  propias  de  mujer 
hermosa,  con  Tenorio,  aquel  «bausán»  odioso  que 
tan  poco  la  merecía,  o  con  Rovirosa,  o  con  algún  in- 
flado «lagartijo»  de  esos  que  tanto  abundan  en  nues- 
tras avenidas  principales;  pero  nada  en  serio.  ¿Qué 
era,  pues,  lo  que  la  alejaba  de  él?  ¿Que  fuera  él  un 
pobre  estudiante?  Sí,  por  ahora;  pero  bien  sabía 
ella  que  en  él  había  capacidades  y  vuelos  para  po- 
der llegar  a  ser  algo;  tal  vez  mucho ....  Bien  es  cier- 
to que  para  eso  se  requería  tiempo,  y  que  ella  esta- 
ba impaciente  por  disfrutar  de  los  mejores  años  de 
la  vida  en  pleno  apogeo.  I 

Cuando  así  discurría  Quico,  hallando  a  la  Chayo 
voluble,  tornadiza,  casi  insincera,  se  preguntaba  si 
no  sería  mejor  concluir  de  una  buena  vez. 

¿Podría  hacer  una  buena  esposa  mujer  de  seme- 
jantes condiciones?  ¿No  resultaría  una  especie  de 
Chita  Garaicochea?  ¿Era  aquella  mujer  la  que  con- 
venía a  su  carácter  y  a  su  modo  de  pensar?  Acaso 
no.  Luego  entonces,  lo  juicioso  era  reemplazarla 
por  otra,  matando  aquel  amor  insano. 

¿Reemplazarla?  ¿Imposible!  ¿Quién  como  aquella 
virgen  morena,  llena  de  gracias,  seductora,  incitan- 
te, suefio  de  voluptuosidad,  locura  de  amor,  vértigo 
de  infinito  placer?  ¡Nadie,  nadie  como  ella!  Y  en 
esos  momentos,  él  se  sentía  poseído  de  la  codicia 
indomeñable  de  hacerla  suya,  suya,  aunque  por  ella 
se  perdiera;  aunque  le  costara  la  carrera,  la  honra, 
la  vida,  todo!  ¿Qué  era  lo  que  ella  quería?  ¿Dinero, 
riquezas,  grandezas,  opulencias,  boato  y  rango? 
¡Pues  los  tendría!  ¡Aunque  para  obtenerlos  fuera 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  463 

necesario  irse  a  la  revolución  y  matar  y  asesinar  y 
robar;  y  convertirse  en  un  malvado! 

Se  decidiría;  haría  lo  que  Tenorio. 

Mas  cuando  ya  no  se  sentía  irresoluto,  aparecía- 
sele,  como  algo  salvador,  la  imagen  de  aquella  vie- 
jecita  de  cabellos  blancos  que  a  él  y  al  hermano  sa- 
cerdote les  había  predicado  siempre  la  horadez  y  el 
amor  al  prójimo.  Y  la  del  propio  hermano  que, 
evangélicamente,  se  consumía  en  su  poblacho  parro- 
quial, en  tarea  de  caridad  que  se  extendía  hasta  él, 
y  que,  a  cambio  de  los  sacrificios  por  él  hechos,  le 
pedía  sólo  que  se  ganara  la  vida  en  legítima  lucha, 
sin  agraviar  jamás  el  nombre  que  llevaba,  con  un 
mal  acto. 

Hasta  entonces  él  había  podido  cumplir.  ¿Iba 
ahora  a  romper  con  toda  esa  tradición  por  aquella 
mujer? 

Porque,  por  lo  demás  y  bien  visto,  en  nada  había 
ofendido  la  memoria  del  padre  muerto,  ni  había  fal- 
tado a  los  consejos  y  prédicas  de  la  santa  madre  y 
del  buen  hermano.  Sus  «cosas»  aquellas,  su  mane- 
ra de  pensar,  el  ser  un  liberal  de  cepa*  amigo  de  la 
democracia  y  de  las  libertades,  no  podían  ofender- 
les en  nada;  ni  siquiera  sus  mismas  ya  exterioriza- 
das o  ya  solapadas  actuaciones  en  los  movimientos 
que  habían  sacudido  a  la  nación  y  con  los  que  había 
simpatizado  y  simpatizaba  porque  quería  la  eman- 
cipación popular;  la  posible  igualdad  social;  el  im- 
perio de  la  ley;  la  substitución  de  los  gobiernos 
personalistas  por  gobiernos  emanados  de  la  volun- 
tad del  pueblo  y  con  base  en  principios. 

Así  había  sido  cómo,  en  los  tiempos  de  Madero, 
había  militado  como  entusiasta  simpatizador,  po- 
niendo cuanto  había  podido  de  su  parte  para  secun- 
dar al  «apóstol,»  crédulo  de  que  su  triunfo  signifi- 
caba el  de  la  democracia  en  México. 


m. 


■  X - 


3.. 


464 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


"(<> 


Si  el  fracaso  y  el  desengaño  habían  sobrevenido, 
por  culpa  de  la  incapacidad  de  Madero,  no  lo  había 
sido  por  la  suya,  como  tampoco  por  la  de  tantos 
otros  que  habían  procedido  de  buena  fe  y  llenos  de 
patriótico  celo.  <!         ■•* 

A  la  muerte  de  Madero  no  había  podido  estar  con 
Huerta,  porque,  en  su  criterio,  siempre  honrado  y 
quijotesco,  Huerta  era  un  usurpador.  Lo  veía  con  el 
pecado  original  de  un  poder  alcanzado  por  un  golpe 
de  fuerza;  mediante  un  «albazo»  indigno;  y  macula- 
do, más  tarde,  por  aquella  su  personal  idiosincracia 
que  lo  hacía  odioso  para  quienes  querían  todo  pres- 
tigio en  los  hombres  al  frente  de  los  mandos. 

No  se  sentía  tampoco  atraído  por  Félix  Díaz  por- 
que si  era  bueno  como  parecía  serlo;  si  estaba  bien 
inspirado;  si  era  un  honrado  a  carta  cabal,  no  podía 
negarse  que  había  tratadode  ir  al  Poder  por  caminos 
extraviados  y  de  violencia;  y  además,  había  tenido 
tangibles  debilidades  y  desaciertos  rodeándose  de 
elementos  no  bien  quistos  por  la  opinión.  La  heren- 
cia del  apellido  lo  perjudicaba,  por  otra  parte,  por 
más  que  él  no  hubiera  tratado  de  seguir  nunca  la  po- 
líticadel  «tío,>y  aun  cuandoAndrade  convenía  siem- 
pre en  que  el  «tío»  lo  único  malo  que  había  tenido  era 
el  haberse  retardado  en  cuanto  a  los  francos  movi- 
mientos de  evolución  que  la  época  imponía;  el  haber 
permanecido  en  el  poder  más  de  los  afios  soporta- 
bles, y  el  haberse  dejado  dominar,  en  las  últimas 
horas,  por  hombres  que,  justa  o  injustamente,  se 
habían  granjeado  la  enemiga  del  pueblo,  dizque  por 
explotadores  de  la  riqueza  pública. 

Por  eso,  pues,  que  sus  simpatías  hubieran  de  con- 
vergir aCarranzay  que  se  sintiera  revolucionario  con 
la  nueva  revolución.  En  un  principio,  había  estima- 
do a  ésta  bien  intencionada  y  puros  a  sus  hombres; 
y  aunque  había  presumido  que,  como  en  toda  revo- 


.     ""  L.A  RUINA  DE  LA  CASONA  465 

lución,  tendrían  que  registrarse  sus  excesos,  jamás 
había  pensado  que  éstos  rebasarían  los  límites,  y 
menos  aún,  que  fueran  autorizados  y  casi  predica- 
dos y  practicados  por  los  mismos  que  cuidar  debían 
del  prestigio  de  la  revolución. 

En  su  medida,  dentro  de  su  humilde  órbita,  en 
cuanto  estaba  al  alcance  de  sus  circunstancias,  él  hav 
bía  ayudado  tenazmente.  Ya  escribiendo  en  cierta 
prensa;  ya  alentando  a  los  que  se  lanzaban  a  la  lucha 
armada,  siempre  que  no  lo  hicieran  con  las  perver- 
sas ideas  de  Tenorio;  ya  comunicando  informes  y 
transmitiendo  datos  a  los  «correligionarios»  del  Nor- 
te, de  Morolos,  de  Veracruz  y  Puebla,  comprome- 
tiéndose a  tal  extremo  que  bien  sabía  él  que,  de 
conocerse  sus  maniobras,  su  vida  no  valdría  un  co- 
mino. Por  eso  que  se  cuidara  tanto  de  todos  y  muy 
especialmente  de  aquel  Pingar  ron  en  el  que  veía  no 
a  un  camarada  en  ideas,  sino  a  un  mal  sujeto,  capaz 
de  traicionar  a  su  padre  i)or  un  vil  puñado  de  pesos. 

Incansable,  infatigable,  dedicaba  mucha  parte  de 
su  tiempo  a  aquella  correspondencia  clandestina  y 
a  aquellas  maniobras,  crédulo  de  que  ayudaba  a  una 
buena  causa. 

Por  eso  que  se  sintiera  conturbado  ahora  con  todo 
aquello  que  estaba  pasando.  Descartada  la  exage- 
ración con  la  que  los  periódicos  gobiernistas  daban 
cuenta  de  los  excesos  de  los  revolucionarios,  era  in- 
cuestionable que  éstos  los  cometían  monstruosos  y 
a  granel.  Así  lo  sabía  él  de  fuentes  inequívocas!  Se 
mataba;  se  robaba;  se  incendiaba  y  se  ultrajaba  sin 
necesidad.  La  revolución  se  desprestigiaba  inmen- 
samente a  sus  ojos  con  todo  aquello.  Ahora  mismo, 
¿no  estaban  allí,  ante  sus  ojos,  los  datos  que  su  her- 
mano le  daba  en  sendas  cartas  en  las  que  le  detallaba 
todas  las  atrocidades  que  aquéllos  habían  cometido 
en  Nieves,  en  Mazapil,  en  Sombrerete,  en  Zacatecas 

30 


466 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


todo?  Y  quien  decía  Zacatecas,  decía  el  Norte.  Villa 
infundíale  terror.  Zapata  resultaba  un  niño  de  teta 
junto  a  aquél ....  Y  como  Villa  procedían  Jesús  Ca- 
rranza, Urbina,  Fierros  y  otros.  ¿Y  eran  aquellos  los 
«correligionario»  de  los  que  él  era  partidario? 

Mas,  repugnando  a  su  buen  natural,  Andrade  te- 
nía que  transigir  con  todo  aquello.  Noque  lo  discul- 
para; eso  no.  Desmanes  eran  y  como  a  tales  debería 
llamárseles;  pero  no  pudiendo  evitarlos,  conformá- 
base con  disculparlos,  deplorándolos  en  su  interno 
fuero  y  confiando  en  que,  a  la  hora  del  triunfo, 
ellos,  los  intelectuales  de  la  revolución,  los  de  las 
ideas,  sabrían  purificar  aquel  ambiente  tornándolo 
en  respirable. 

Ajetreado  con  todos  estos  contrarios  pensamien- 
tos, Andrade,  si  no  sentía  horror  por  los  libros,  sí 
sentía  desgano  para  ellos,  puesto  que,  por  más  es- 
fuerzos que  hacía,  no  lograba  asimilar  lo  que  estu- 
diaba. Había  perdido  resueltamente  la  brújula!  En 
su  cerebro  se  revolvían,  en  confusión,  materias  de 
estudio;  cavilaciones  sobre  la  revuelta;  ansias  por 
aquel  pobre  hermano  ya  víctima  de  ella;  ansias  infi- 
nitas por  aquella  Chayo  ingrata  que,  cuando  más 
debía  fortalecer  su  espíritu,  más  se  empeñaba  en 
hacer  lo  contrario 

En  aquel  día  (y  esto  pasaba  en  fines  de  1913)  y 
mientras  estaba  de  codos  sobre  la  balaustrada  de 
uno  de  los  corredores  de  la  de  Jurisprudencia,  con 
el  libro  entreabierto,  pero  sin  estudiar,  hizo  un  mo- 
hín de  desencanto  y  cerrando  el  libro,  se  dijo: 

— Imposible!  No  puedo no  puedo  estudiar! 

Me  voy  mejor  a  ver  al  amigo  Gordillo.         ' 

Gustábale  echar  sus  diálogos  con  el  artesano:  le 
parecía  que,  platicando  con  él,  auscultaba  el  alma 
popular;  sedaba  cuenta  de  sus  pulsaciones  y  medía 
al  grado  de  calórico  de  ella. 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA    :    .      '  467 

Como  lo  dijo  lo  hizo,  encaminándose  hacia  el  taller 
del  artesano  al  que  se  encontró  con  las  mangas  de 
la  camisa  arrolladas;  desnudos  los  musculosos  bra- 
zos, y  empuñando  la  herramienta  propia  del  oficio. 

— Qué  hay,  Gordillo?  Cómo  anda  eso? 

—Pues  ya  lo  ve  usted Como  todos  los  días! 

Majándole  de  duro!  :    ' 

— Sí,  ya  lo  veo.  Usted  como  siempre,  infatigable. 

—Hay  que  ganarse  la  tortilla . . . .  —  y  mientras  de- 
cía, el  artesano  seguía  en  su  labor  de  golpear  y  mol- 
dear hierro  y  plomo. 

— Bueno:  y  lo  otro?  Cómo  anda?  Qué  noticias? 

—Lo  otro?  Ah,  sí! Pues  de  eso  no  me  ocupo. 

No  me  interesa,  ni  tengo  tiempo .... 

— Bah!  Eso  dice  usted;  pero  bien  que  le  interesa, 
no  sólo  porque  es  usted  mexicano  y  le  importa  como 
a  todos,  sino  porque  a  ustedes,  los  de  la  clase  traba- 
jadora, es  a  los  que  más  incumbe. 

— Mire,  señor  Andrade — dijo  Gordillo  remangán- 
dose la  camisa  que  se  empeñaba  en  caer  sobre  los 
recios  brazos;  dejando  a  un  lado  la  herramienta; 
secándose  con  el  dorso  de  la  diestra  el  sudor  que 
por  la  frente  le  corría,  y  parándose  en  firme  frente 
a  Andrade  que  se  había  acomodado  a  horcajadas  so- 
bre la  primera  cercana  silla, — ya  es  horade  que  us- 
ted y  yo  echemos  una  «parrafada»  como  Dios  man- 
da; como  dos  buenos  amigos;  y  ahora  me  encuentro 
de  humor  para  ello. 

—Lo  celebro  en  el  alma  y  estoy  por  mi  parte  en 
igual  disposición. 

Sacó  Gordillo  de  uno  de  los  bolsos  de  su  ancho 
pantalón  de  obrero  una  cajilla  de  cigarros;  ofreció 
uno  a  Andrade;  tomó  él  otro  que  encendió  en  las  bra- 
sas de  la  cercana  fragua,  y  arrimando  un  banco  jun- 
to al  estudiante,  para  que  le  sirviera  de  asiento,  dijo 
a  aquél: 


■'■:>  ■*  .  '■ 


/  >^ 


468  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

—Quiero  hablarle  todo  loque  siento,  porque  de 
seo  que  sepa  todo  lo  que  pienso.  Aquí,  donde  me  ve, 
no  soy  tan  de  «a  tiro»  que  no  sepa  dónde  me  aprieta 
C  el  zapato.  Nada  más  que  no  me  gusta  hablar  de  es- 

tas cosas  con  todos  y  menos  ahora  que  hay  tanto 
«cuíco.» 

— Pues  eso  es  lo  que  yo  quiero;  que  me  hable  con 
el  corazón.  Usted  sabe  que  yo  soy  un  gran  sincero, 
■":  como  usted  es  un  digno  hijo  del  pueblo. 

— Más  todavía,  señor  Andrade ....  Yo  soy  el  pue- 

■  '  blo!  A  mí  me  juzgan  por  las  apariencias  y  por  éstas 

soy  uno;  pero  en  el  fondo  soy  otro.  Me  ven  mal  tra- 

;  V  jeado;  feo;  sin  saber  hablar  bien  y  oliendo  mal,  y  por 

*         eso  me  creen  un  ignorante Y  sin  embargo,  no 

crea  que  yo,  que  nací  humilde  y  desde  que  nací  tu- 
ve necesidad  de  ganarme  la  vida  y  en  el  trabajo  me 
he  hecho,  me  he  dejado  y  no  he  procurado  por  mí, 
Ha  de  saber  que  en  las  noches,  después  de  que  aca- 
bo en  el  taller,  me  encierro  en  mi  cuarto  y  leo:  estu- 
dio, sí  señor,  estudio  para  desasnarme,  y  así,  algo 
he  aprendido  y  ya  no  soy  el  tonto  de  antes 

— Lo  sé,  y  aplaudo  con  entusiasmo  esas  energías 
y  ese  modo  de  ser.  Si  lo  mismo  fueran  todos  los  de 
su  clase!  .  .  I  .  < 

— Somos  pocos,  verdad;  pero  ya  somos  algunos. 
Hemos  comprendido  la  necesidad  que  hay  de  pre 
pararse,  porque  la  vida  no  siempre  es  igual;  va  cam- 
biando, y  bueno  es  entonces  estar  listo  para  que  no 
lo  coja  a  uno  desprevenido.  Y  aquí  entra  lo  que 
tengo  que  decirle. 

— Me  dará  con  ello  un  placer.  ' 

— No  lo  crea! Comience  porque  usted  y  yo 

deberíamos  ser  enemigos.  Yo  debería  aborrecerlo, 
y  sin  embargo,  lo  estimo 

— Aborrecerme  usted?  Y  por  qué? 

— Déjeme  decirle por  dos  motivos:  el  prime- 


'^m^ 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA   .  469 

ro,  que  si  quiero  ser  justo,  debo  ponerlos  en  ese 
orden,  es  por ella.  Sabe  usted?  Siempre  hay  al- 
guna mujer  que  es  la  que  provoca  el  disgusto  entre 
dos  hombres. 

— Pues  no  acierto  quién  pueda  ser  en  el  caso.  Ri- 
validades amorosas  entre  usted  y  yo?  No  lo  en- 
tiendo   

— Óigame.  Ella  lo  quiere  a  usted,  y  usted  no  la 

quiere  a  ella La  pobrecita  sería  feliz  con  que 

usted  la  quisiera,  y  usted  ni  la  quiere  ni  puede 
quererla,  porque  no  es  tan  bonita  ni  tan  «arrempu- 
jada,» como  la  otra como  la  Chayito!  Y  yo,  que 

a  mi  vez  la  quiero  a  ella  con  todas  mis  fuerzas,  sería 
feliz  también  con  que  usted  la  quisiera,  porque  así 
ella  lo  sería,  que  es  lo  más  que  puedo  pretender 

—Perdóneme,  Gordillo,  pero  no  acierto  con  el  lo- 
gogrifo 

— Ya  entenderá A  usted,  que  más  que  otra 

cosa  es  un  soñador,  se  le  ha  agarrado  del  corazón 
la  morena  esa,  que  es  «entrona»  y  retrechera,  y 
por  ella  sería  usted  capaz  de  jugarse  la  vida,  sin  fi- 
jarse en  la  otra:  una  enferma,  medio  tuberculosa,  y 
que  parece  que  no  tiene  sangre  en  el  cuerpo,  por 
más  que  sí  tiene  una  alma  y  muy  grande!  La  infeliz, 
como  no  ha  habido  quien  la  eduque  ni  le  forme  el 
corazón,  es  buena  porque  sí;  de  natural;  y  se  está 
muriendo  de  celos,  de  abandono,  de  desgano  por 
una  vida  que,  sin  amor,  considera  inútil.  Usted  se 
va  tras  de  la  otra  y  ésta  se  va  tras  de  usted 

— Ah,  vamos!    Se  refiere  usted  a  Pita,  no  es  eso? 

— Cabal. 

— Pero ....  usted  la  quiere? 

—Se  le  hace  raro,  verdad?  Si  a  mí  mismo  me  pa- 
rece absurdo!  Cómo  fui  yo  a  poner  los  ojos  en 
esa  nifia,  que  es  toda  delicadeza,  finura,  fragilidad, 
yo,  que  soy  un  «barbaján»  toscote,  sucio  y  sin  ilus- 


470 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


tración?  Pues  qué  quiere  usted!  Al  igual  que  us- 
ted, que  es  hombre  de  versos  y  de  libros,  en  vez  de 
fijarse  en  una  mujer  de  ideales,  se  ha  enamorado 
de  la  Chayito,  q  ue  será  todo  lo  linda  que  usted  quie- 
ra, pero  que  es  capaz  de  darle  un  dolor  de  cabeza.... 
Y  perdóneme  que  le  diga  la  verdad  como  la  siento. 

— Es  amarga;  pero  es  verdad,  Gordillo. . . . 

— Pues  eso  nos  ha  pasado  a  usted  y  a  mí,  como 
suceden  muchas  cosas  en  la  vida.  Por  un  equívoco. 
Ellas  se  han  equivocado  y  nosotros  también.  En  las 
mujeres,  y  más  en  cuestión  de  sentimientos  y  de 
dejarse  llevar  por  apariencias,  el  error  se  disculpa; 
mientras  que,  en  nosotros  los  hombres,  no.  Nos  ha 
pasado  en  esto,  señor  Andrade,  como  a  la  revolu- 
ción y  a  los  buenos  revolucionarios,  y  a  la  opinión 
y  a  los  pocos  buenos  ciudadanos.  Que  la  revolución 
va  resultando  una  coqueta  de  marca,  que  si  aparen- 
ta querer  a  uno  nadie  sabe  en  manos  de  quién  que- 
dará; tal  vez  ni  ella  misma.  Que  los  buenos  revolu- 
cionarios, pongo  por  caso  usted,  como  la  quieren 
ciegamente,  la  aguantan  todas  sus  cosas,  sin  com- 
prender que  así  corre  el  riesgo  de  prostituirse.  Que 
la  opinión,  que  gusta  de  apariencias,  busca  a  los 
buenos  revolucionarios  que  la  desdeñan  y  se  aparta 
de  los  que  la  quisiéramos  tener  con  nosotros,  por- 
que resultamos  muy  poco  para  ella Dígame 

si  no. 

— Tiene  usted  razón.  Su  comparación  es  feliz 

— Y  así  ya  ve  usted  que,  aunque  yo  debiera  abo- 
rrecerlo como  a  un  rival,  no  lo  puedo  hacer,  porque 
usted  no  tiene  la  culpa  de  lo  que  nos  pasa.  De  que 
Chayo  sea  veleidosa;  de  que  Pita  sea  impresionista; 
de  que  si  la  una  no  lo  quiere  como  debiera,  la  otra 
lo  quiera  sin  que  usted  la  busque  y  se  aleje  de  mí.... 
No  hay  rivalidad  posible!  La  verdad  es  que  usted 
erece  a  Pita  más  que  yo,  y  que  de  usted  debería 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  471 

ser;  que  yo  no  debo  sentir  celos  porque  ella  lo  quie- 
ra, alucinada  con  que  usted  la  haría  dichosa,  cuan- 
do la  haría  infeliz,  porque  usted  no  es  más  quenin 
soñador,  mientras  que  yo  soy  un  hombre  de  traba- 
jo, que  si  no  puede  ofrecer  cosas  seductoras,  sí 
puede  asegurar  un  porvenir  firme  y  sincero 

— No  hable  de  celos,  Gordillo,  que  puede  usted 
estar  tranquilo!  Yo  jamás  podré  querer  a  esa  nifia. 
Será  muy  buena  y  de  alma  muy  grande;  pero  no 
me  seduce.  Es  tan  raquítica  la  pobrecita! 

-Losé,  y  por  eso  vivo  relativamente  tranquilo. 
Y  viene  ahora  lo  segundo.  Yo  debería  también  abo- 
rrecerlo, porque  usted  es  de  los  que  está  dando 
cuerda  para  romper  platos,  que,  al  final  de  cuentas, 
hemos  de  pagar  nosotros,  los  del  pueblo 

—Ahora  sí  que  menos  lo  entiendo! 

— Óigame,  y  me  entenderá Con  esto  que  en 

la  política  está  sucediendo,  a  México  ya  se  lo  cargó 
el  diablo!  Y  ustedes,  los  que  han  encendido  la  «re- 
volufia,»  cuando  llegue  la  hora  de  arreglar  cuentas, 
nada  habrán  perdido,  porque  nada  tienen  que  per- 
der, estamos?  Puede  que  muchos  hayan  ganado,  y 
entonces,  poco  les  puede  importar  que  les  toque 
algo  en  el  pago  de  los  platos  rotos,  ya  que  lo  que  les 
toque  se  lo  habrán  quitado  a  otros.  Ni  a  los  ricos 
tampoco,  por  aquello  de  que  más  tiene  el  rico  cuan- 
do empobrece  que  el  pobre  cuando  enriquece 

Pero  a  nosotros  sí  que  caramba!  Resultamos  siem- 
pre la  parte  doliente:  los  «paganos,»  los  que,  o  pa- 
gan o  no  comen;  y  los  que  lo  hacemos  para  no 
quedarnos,  ya  no  digo  sin  Patria,  que  somos  los 
que  mejor  la  queremos,  sino  hasta  sin  un  petate 

en  qué  dormir ay,  señor  Andrade!  Ustedes  no 

saben  toda  la  carga  que  están  echando  sobre  nos- 
otros!    ^  ' 


472 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


— Su  reproche  para  mí  es  injusto usted  sabe 

que  yo  procedo  de  buena  fe.  | 

— Pues  por  eso  que  no  pueda  aborrecerlo  tampo- 
co, por  ese  lado!  Lo  conozco  bien:  conozco  el  fondo 
de  sus  sentimientos  y  sé  que  son  altruistas;  pero 
es  el  caso  que  ustedes  los  de  «buena  fe»  son  los  que 
sirven  para  que  surjan  los  de  mala  fe,  que  de  otro 
modo  no  podrían  existir,  porque  nadie  los  seguiría 
ni  ellos  se  atreverían  a  nada,  a  pretexto  de  ir  a  dar 
a  la  cárcel  derechito,  y  no  a  los  mandos  y  los  pala- 
cios ....  ustedes  son  los  que  dan  cuerda,  los  que  en- 
dilgan, los  que  cargan  la  escopeta,  los  que  impri- 
men el  movimiento;  y  ellos  los  que  pegan  y  hacen. 
Y  al  final  de  cuentas,  repito,  y  al  haber  platos  rotos 
que  pagar,  somos  nosotros  los  que  lo  hacemos, 
porque  ustedes  no  tienen  con  qué;  y  ellos,  si  tienen 
y  si  llegan  a  pagar,  no  pagan  con  lo  suyo,  repito, 

sino  con  lo  que  se  «avanzaron» dígame  si  todo 

esto  no  es  verdad. 

— De  a  folio;  pero qué  quiere  usted!  Ese  es  el 

doloroso  proceso  de  todas  las  revoluciones. 

— Que  no  supongo  que  usted  alabe.  Qué  bonito! 
Unos  la  hacen  y  otros  la  pagan!    Y  dé  donde  diere, 

que  la  revolución  es  la  revolución! Y  usted  lo 

ha  dicho.  Yo  soy  el  pueblo!  Pues  oiga  cómo  habla 
el  pueblo!  .     .  . 

— Eso  es  lo  que  quiero 

— Yo  no  soy  el  populacho  candoroso  que  se  deja 
arrebatar  por  las  prédicas  subversivas  de  los  ora- 
dores interesados,  ni  por  falsas  promesas,  ni  por 
defender  ideales  que  no  entiende.  Ni  mucho  menos 
el  procaz  que,  como  una  mala  levadura,  espera  sólo 
el  fermento  pútrido  para  entrar  en  actividad  y 
echar  fuera  todos  los  malos  instintos;  todos  los 
odios  ingénitos;  todas  las  ambiciones  perversas; 
todas  las  codicias  abominables,  de  los  que  no  se  ha 


LA  RUINA  DE  I.A  CASONA  473 

querido  curar  en  fuerza  de  escuela,  de  ejemplo  y  de 
paz,  y  que  roba  y  asalta  y  quema  y  mata,  disfrazado 
de  pueblo,  que  se  defiende  con  una  revolución  y 
ataca  un  poder  tiránico.  No  señor!  Yo  soy  otra  cas- 
ta de  pueblo! 

— No  puedo  darme  cuenta  de  cómo  pueda  ser  eso. 

— Es  fácil:  mire Yo  soy  el  descendiente  de 

aquel  puñado  de  héroes,  de  aquella  minoría  que, 
cuando  todos  se  habían  cansado  y  acobardado,  y 
sometido,  siguió  al  caudillo  Guerrero  a  las  monta- 
ñas surianas;  se  encastilló  con  él  allí;  con  él  padeció 
hambre,  miseria  y  fatigas,  y  con  él  vino  triunfante 
hasta  la  capital  del  Virreinato,  cuando  la  nación 
consumó  su  independencia Yo  soy  el  descen- 
diente de  aquel  puñado  que  en  el  47  estuvo  siempre 
en  su  lugar,  y  cuando,  traicionado  ya  por  la  disco- 
lería  de  sus  jefes  y  entregado  por  su  ineptitud, 
quemó  el  último  cartucho,  no  se  rindió!  Se  desban- 
dó, sí,  y  en  la  encrucijada  y  en  la  emboscada,  como 
pudo,  que  así  se  lo  dictaba  el  deber,  asesinaba  al 
invasor,  porque  quería  a  México  para  los  mexica- 
nos, como  lo  hemos  de  querer  nosotros  siempre, 
aunque  vaya  usted  a  saber  si  mañana  o  pasado,  por 
obra  de  estas  «bolas,»  tengamos  que  andar  a  los 
«cocolazos»  para  salvarlo  otra  vez! 

— Ni  lo  diga No  hay  que  ser  fatalista 

— Yo  soy  el  nieto  de  los  que,  durante  siete  años, 
fueron  minoría  incansable  que,  sin  paga,  sin  ropas, 
sin  parque,  sin  que  comer  siquiera,  pero  sin  sa- 
quear, sin  robar,  sin  matar  ni  quemar  por  gusto, 
siempre  honrados  y  siempre  fieles,  anduvieron  de 
un  lado  al  otro  de  la  Nación,  derrotados  y  maltre- 
chos, hasta  ir  a  recalar  en  Paso  del  Norte;  comenzar 
desde  allí  la  reconquista,  y  volver  a  México  triun- 
fantes a  fu&ilar  al  pobre  de  Maximiliano,  no  por  lo 
que  era  ni  por  lo  que  nos  había  hecho,  sino  porque 


■'.:.'!■>.- 


474 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


ya  no  nos  mandaran  de  Europa  más  Maximilianos! 
México  para  los  mexicanos ....  |  ,.  í  ,- 

—  Muy  bien  dicho!  Muy  bien lo  reconozco  a 

usted. 

— Yo  soy  el  pueblo  que  quiso,  que  idolatró,  mal  que 
nos  pese  el  decirlo,  que  no  nos  pesa,  a  Porfirio  Díaz 
el  año  de  88.  Él  nos  daba  paz  y  con  esa  teníamos 
trabajo  y  con  éste  pan.  Yo  soy  el  que  lo  aclamó  y  lo 
ovacionó  frenéticamente  por  espacio  de  veinte  años, 
porque  durante  ellos  trabajó  como  bueno  en  la  re- 
construcción de  la  Patria  minada  por  las  revueltas, 
y,  rescatándonos  de  la  inopia,  nos  llevó  por  donde  pri- 
mero había  que  ir:  por  la  vía  del  progreso  material, 
base  del  moral:  pero  que  comencé  a  recelar  de  él 
cuando  lo  vi  pegado  al  Poder  como  a  cosa  propia;  y 
al  comenzar  a  derivarse  mis  simpatías  para  otros 
lados,  lo  vi  retardatario,  como  ustedes:  yo  me  había 
instruido  ya  algo,  ya  no  era  el  de  antes,  y  esto  por 
obra  misma  de  Díaz,  que  no  quería  entenderlo  así,  y 
se  empeñaba  en  tratarme  como  el  de  siempre;  podía- 
mos haberle  empeñado  nuestras  voluntades:  pero 
no  se  las  habíamos  vendido  de  por  vida!  Y  sin  em- 
bargo, ¡cuánto  no  tendremos  que  llorar  a  ese  hom- 
bre! Otro  vendrá  que  bueno  te  hará! Por  eso 

algún  día  nosotros,  el  pueblo,  y  no  los  mandarines 
de  comedia,  lo  habremos  de  traer  de  allá,  de  Euro- 
pa, para  enterrarlo  en  el  último  pedazo  de  tierra  me- 
xicana que  nos  quede,  así  sea  una  peña  en  el  Golfo, 
para  hacerle  una  inmensa  justicia. . . .  Fué  tal  vez  el 
último  Presidente  de  México  autónomo!  Cuando  él 
se  fué,  tal  parece  que  tras  él  se  hubiera  ido  nuestra 
nacionalidad!  Y  ojalá  que  lo  que  digo  no  resulte 
cierto I 

— Ojalá Sería  un  final  desastroso  de  estas  con- 
vulsiones! 

— Yo  soy  el  pueblo,  que  veleidoso  o  atinado;  seré- 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  475 

!» 

no  o  irritado,  le  volví  las  espaldas  a  Díaz  en  1910.  Yo 
había  evolucionado,  repito,  y  Díaz  no  quería  evolu- 
cionar conmigo.  Dejé  de  ser  porfirista  y  fui  «cual- 
quierista»  sin  meditar  en  las  consecuencias.  Por 
qué?  Culpe  a  lo  que  llevo  dicho.  Culpe  a  los  malos 
consejos  que  se  me  dieron  por  ustedes;  culpe  hasta 
a  los  científicos,  si  quiere,  que  si  entonces  eran  do- 
cena y  media,  ahora  son  turbamulta.  Culpe  a  aque- 
lla aristocracia  tonta  que  hoy  llora  perdidos  rique- 
zas, títulos  y  todo,  y  que  entonces  nos  hostigaba,  nos 
deprimía,  nos  menospreciaba,  revelándonos  un  mal 
estado  social.  Eran  un  centenar  y  pesaban  como  un 
mundo! .... 

— Eran  los  del  Olimpo,  para  los  que  no  regían  las 
leyes .... 

— Y  nosotros  los  de  la  gleba,  para  los'que  sí!  No 
era  su  dinero  lo  que  nos  torturaba:  era  su  desdén, 
su  soberbia,  su  fatuidad,  que  los  hacía  creerse  amos 
ellos  y  nosotros  sus  lacayos!  El  escándalo  de  algún 
magnatillo  de  esos  o  de  sus  hijos  haraganes,  eran 
pecados  veniales;  nuestros  pecados  veniales  eran 
crímenes!  De  esta  condición  y  de  esta  transforma- 
ción mía  hago  responsables,  no  a  Porfirio  Díaz,  ig- 
norante de  tales  cosas,  sino  a  los  que,  cercándolo,  no 
lo  dejaban  saber  cómo  pensaba  el  pueblo.  Y  por  to- 
do eso  fui  «maderista>  como  podía  haber  sido  otro 
«ista>  cualquiera.  Lo  que  yo  quería  era  el  cambio; 
me  parecía  que  con  él  lograría  mejor  acondiciona- 
miento. Y  si  no  entendí  a  Madero,  sí  lo  quise:  lo  creí 

mi  paladín Si  lo  hubiera  analizado,  no  lo  habría 

llevado  seguramente  al  poder  por  aquella  aplastante 
votación .... 

— El  pueblo  es  emotivo,  impresionista,  apasionado 
y  obra  por  afecto  más  que  por  convicción .... 

— El  pueblo  es  generoso  y  eso  lo  pierde,  porque 
así  se  le  engaña  fácilmente.  No  sabe  reñexionar 


476 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


bien.  Pero  sin  embargo,  llega  a  hacerlo.  Por  eso 
mismo  que  muy  pronto  me  desencantara  de  mi 
«apóstol»  cuando,  ya  en  el  Poder,  lo  vi  frivolo;  olvi 
dadizo  de  sus  promesas;  superfluo  en  sus  finalida- 

dades;  amigo  de  nepotismos Cuando,  analizando 

la  sorprendente  facilidad  de  su  triunfo  de  armas 
sobre  aquella  máquina  tan  bien  ajustada  de  Díaz 
me  convencí  de  que  no  había  sido  la  lírica  de  Made- 
ro, ni  la  fuerza  de  la  opinión  ni  los  pocos  fusiles 
maderistas  los  que  habían  dado  al  traste  con  la  má- 
quina, sino  una  maniobra  interesada  de  tercero  ene- 
migo de  ]a  nacionalidad. 

—Ya  sale  usted  con  sus  prejuicios!  Usted  es  el 
mismo  de  siempre  en  eso. 

— ¡Ojalá  no  tenga  que  darme  pronto  la  razón! 
Cuando  sentí  que  las  riendas  del  poder  estaban  en 
manos  inadecuadas,  ya  que  a  Madero  faltaba  toda 
preparación  para  sostenerlas;  cuando  entendí  que  a 
éste  le  gustaba  mejor  proceder  como  un  iluminado 
que  como  un  consciente;  como  un  predestinado  y  un 
escogido,  mejor  que  como  a  un  ser  de  la  vida  real; 
cuando  presencié  el  desbarajuste  y  el  derroche  y  su- 
pe que  Madero  consultaba  con  una  mesita  los  espí- 
ritus para  resolver  sobre  problemas  graves  de  orden 
público,  y  jugaba,  esta  es  la  palabra,  jugaba  al  go- 
biernito,  me  desencanté  de  él;  por  eso  que  durante 
la  «decena  trágica»  permenecí  indiferente;  aparta 
do  del  conflicto.  Yo  había  tenido,  hasta  cierto  pun 
to,  la  culpa  de  lo  que  pasaba  y  ahora  dejaba  hacer.... 
Y  dejé  hacer,  por  un  error,  en  vez  de  reaccionar  enér 
gicamente  como  debería  haberlo  hecho!  Y  al  dejar 
correr  las  cosas ....  así  han  resultado  ellas  para  mí, 

— Tiene  usted  razón.  Esa  inercia  popular  frente 
a  los  sucesos  todos  que  incumben  al  pueblo,  es  el 
origen  de  muchas  de  nuestras  desgracias. 

— Pero  cuando  Madero  fué  asesinado  como  lo  fué, 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  477 

mi  natural  noble  se  indignó.  Yo  tengo  para  esto  mi 
sindéresis  muy  mía.  Yo,  con  todo  y  ser  un  analfabeto 
y  cochambroso,  no  transijo  con  el  que  mata  «a  la  ma- 
la.» El  asesinato  felón  me  subleva!  Y  bastó  ese  ca- 
rácter en  el  de  Madero  para  que  yo  no  fuera  ya  ni 
pudiera  ser  nunca  huertista:  de  otro  modo  tal  vez  lo 
habría  sido,  ya  que  me  seducen,  sin  poder  resistir- 
lo, la  audacia  y  el  valor  y  no  se  los  niego  a  Huerta. 
Hubiera  perdonado  hasta  que  le  hubiera  dado  «co- 
dillo» al  chaparrito  para  echarlo  del  Poder;  lo  que 
no  le  perdono  es  que  haya  solapado  esa  muerte!  Y 
ahora,  menos,  el  que  trate  de  burlarme  con  tufos  de 
patriotismo  y  buena  fe,  cuando,  si  patriota  fuera,  ya 
habría  tratado  de  arreglar  las  cosas  en  su  forma, 
mediante  las  elecciones.  He  visto  claro  su  juego:  por 
codicia  y  por  medro  para  sus  paniaguados,  lo  que 

quiere  es  «ginetearla»  lo  más  que  se  pueda,  y el 

que  venga  atrás  que  arree. . . . 

— Por  fortuna  la  revolución  triunfa  y  ella  se  en- 
cargará de  curar  todas  esas  lacras. 

— Qué  inocente  es  usted!  No  ve  usted  que,  con 
cada  nuevo  caudillete,  lo  que  estamos  haciendo  es 
conceder  más  y  resistir  menos,  aprendiendo  a  so- 
portar mayores  desmanes,  haciéndonos  más  pasi- 
vos, más  dóciles,  más  cobardes,  para  que  el  que  hace 
aquélla  logre  mejor  salirse  con  la  suya?  Que  esta- 
mos facilitando  que  holgazanes  pasen  a  la  catego- 
ría de  personajes?  Y  deje  usted  que  fuera  eso  sólo! 
Con  ella  le  hacemos  el  juego  a  los  que  quieren,  a  los 
que  tienen  que  querer  que  aquí,  en  México,  se  acabe 
todo  lo  mexicano,  y  si  es  posible,  los  mexicanos 
mismos,  para  que  entonces,  cuando  nada  nuestro 
quede,  todo  venga  de  allá 

Este  es  el  crimen  inaudito  que  no  se  puede  perdo- 
nar ni  a  Huerta  ni  a  la  nueva  revolución  ni  a  nadie! 
Estamos  metiendo  al  enemigo  en  casa,  como  Barbe- 


478  E.  MAQUEO  CASTELLANOS  '     ^^  ; 

dillo  ha  metido  a  ese  señor  Rémington  que  ya  hasta 
quiere  comprarle  la  suya,  y  que,  puede  estar  segu- 
ro de  que,  si  no  se  la  vende,  será  capaz  de  quemár- 
sela para  quedarse  con  el  terreno  y  hacer  otra. . .   . 

— Es  usted  demasiado  pesimista,  Gordillo;  pero 
aun  suponiendo  que  sucediera  cuanto  usted  imagi- 
na, qué  remedio  contra  «el  destino  manifiesto?» 

— Qué  destino  manifiesto  ni  qué  tripa!  Para  que 
no  lo  haya,  aquí  estamos  los  hombres  que  habremos 
de  pagar  los  platos  rotos,  y  que  los  pagaremos,  con 
nuestro  trabajo  o  con  nuestra  sangre:  pero  eso  sí; 
para  que  ya  nunca  se  nos  vuelva  a  empinar  en  estas 
aventuras  revolucionario-democráticas La  ca- 
sona para  nosotros!  Fuera  los  agitadores,  los  reden- 
tores, los  «apóstoles»  y  los  Rémington  que  tan  ca- 
ro nos  cuestan!                                           I  :    V 

— Los  siete  trabajos  de  Hércules ....  —comentó 
Andrade  sonriendo. 

— ¡Pues  los  haremos,  carepe!  Yo  he  leído  algo  y 
le  digo  que,  si  aquel  tuvo  que  matar  al  león  de  Ne- 
mea,  nosotros  mataremos  a  este  león  que  se  llama 
caudillaje!  Que  si  tuvo  que  cortar  las  siete  cabezas 
a  la  hidra  de  Lerna,  nosotros  le  cortaremos  todas 
las  que  tenga  a  esta  hidra  que  se  llama  revoluciona- 
rismo.. ..  Que  si  tuvo  que  ahuyentar  del  lago  de 
Stinfalo  a  las  aves  de  rapiña,  nosotros  no  dejaremos 
ninguna  de  éstas  que  se  llaman  pomposamente  ciu- 
dadanos armados  y  héroes!  Que  si  tuvo  que  lim- 
piar los  establos  del  rey  Augias,  torciendo  para  ello 
la  corriente  de  Alfeo,  nosotros,  para  limpiar  este 
establo  en  que  se  ha  convertido  nuestra  política, 
cambiaremos  las  corrientes  de  la  opinión.  Que  si 
tuvo  que  matar  al  gigante  Gerion,  que  alimentaba  i 
con  carne  de  sus  subditos  a  sus  bueyes  y  robar  las 
yeguas  de  Diomedes,  que  este  cruel  tirano  nutría 
también  con  la  carte  de  vasallos  y  que  Hércules 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  479 

alimentó  con  la  carne  del  propio  Diomedes,  nos- 
otros descuartizaremos  a  los  Gerion  y  a  los  Diome- 
des que  nos  agobian,  y  echaremos  a  sus  seides  las 
piltrafas  de  su  carne,  para  que  con  ellas  se  alimen- 
ten   !  Muchos  trabajos  fueron,  pero  Hércules 

los  realizó!  Muchos  serán  los  que  tengamos  que 
hacer  nosotros  si  queremos  seguir  teniendo  Patria; 
pero  los  haremos,  que  sólo  el  pueblo,  el  verdadero 
pueblo  ha  heredado  las  fuerzas  de  Hércules! 

— ¡Sí sí así  debe  ser!. . . .  —coreaba  entu- 
siasmado Andrade. 

—El  pueblo,  ¿está  usted?  y  no  los  «politicastros» 
que,  de  buena  o  de  mala  fe,  predican  el  trastorno  y 
fomentan  el  disturbio,  ni  menos  los  que  fusil  en 
mano  no  buscan  al  enemigo  de  las  instituciones  y 
de  la  nación,  sino  al  que  algo  tiene  y  lo  defiende.  Y 
usted  me  perdonará  la  lata  señor  Andrade,  protes- 
tándole que  no  reincidiré .... 

Andrade  absorto,  contemplando  a  aquel  artesano, 
al  que  hasta  entonces  había  juzgado  ignaro  y  hue- 
co, y  al  que  ahora  veía  como  la  encarnación  del  alma 
de  una  nueva  gran  fracción  socia),  que  se  erguía  an- 
te él,  agigantándose  rebelde  ante  la  ignominia,  desa- 
íiador  ante  el  crimen,  quedó  abismado  ante  aque- 
lla novedosa  actitud  de  Gordillo.  ¿Quién  era  éste 
para  hablar  de  modo  tan  altivo?  ¿Qué  fuerza  lo  res- 
paldaba si,  según  su  propia  confesión,  era  sólo  una 
minoría? 

— Sus  palabras  causan  en  mí  profunda  sorpresa, 
amigo  mío ....  Si  así  habla  el  pueblo  realmente,  en- 
tonces ....  ¡debemos  confiar  en  que  no  todo  está 
perdido!  El  resurgimiento  es  posible ¡Nos  sal- 
varemos! 

— Así  lo  creo.  Pocos  seremos  los  que  hablar  se- 
pamos; muchos  los  que,  al  no  poderlo  hacer,  pensa- 
ran igual.  Así  los  que  majamos  el  fierro  y  derretí- 


480  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

>:  .1 
mos  el  plomo  en  el  caldero,  como  los  que  manejan  la 
sierra  o  el  escoplo,  o  los  que,  trepados  en  el  anda- 
mio, se  juegan  la  vida  levantando  la  pared,  o  los  que 
se  la  juegan  con  la  mano  en  la  palanca  de  la  locomo- 
tora o  el  freno  del  furgón,  o  en  la  entraña  de  la  roca 
buscando  el  mineral,  o  tuestan  al  sol  sus  músculos 
hincando  el  arado  en  la  tierra,  o  duermen  al  raso, 

cuidando  con  amor  de  la  vacada Nosotros,  la 

masa  anómima,  que  está  a  punto  de  ser  fuerza  vi- 
va ...  La  no  comprendida;  la  nunca  consultada,  la 
que  pagará  los  platos  rotos,  ya  que  estamos  cansa- 
dos, cada  vez  más  cansados  de  nutrir  zánganos  que 
se  bautizan  de  revolucionarios,  y  Diomedes  que  ha- 
cen de  nuestros  cadáveres  escalera  para  subir,  y 
del  sudor  de  nuestras  frentes  oro  para  sus  rapi- 
ñas  ¡Señor  Andrade,  es  preciso  saber  que  nos 

podemos  poner  en  pie! 

Abismado  por  aquelfe,  conversación,  despidióse 
Andrade  del  artesano,  que  se  quedó  en  su  taller, 
donde  pasó  el  resto  del  día  sin  ir  a  la  casona,  ocupa- 
do en  algún  trabajo  urgente. 

Y  cuando  en  la  noche  volvía  a  su  cuartucho,  can- 
sado de  la  labor,  para  refugiarse  allí -de  los  trabajos 
del  día,  no  fué  menuda  sorpresa  la  que  recibió. 

Tenía  por  costumbre,  antes  de  hacer  otra  cosa  y 
en  llegando  a  aquélla,  el  visitar  a  la  familia  de  su 
amigo  Garaicochea,  no  sólo  para  echar  su  amoroso 
cuanto  inútil  vistazo  a  la  «Corcheíta,>  como  para 
preguntar  si  en  algo  era  útil  o  se  ofrecía. 

Al  ocurrir  a  hacerlo,  en  la  noche  de  tal  día,  se  en- 
contró a  Pita  y  a  Ñachi  anegadas  en  lágrimas, 
mientras  el  Garaicito,  hecho  un  energúmeno,  bufa- 
ba, a  pesar  de  no  darse  bien  cuenta  de  lo  que  había 
pasado. 

Alarmóse  Gordillo;  y  como  preguntara  el  porqué 
de  tan  amargo  llanto,  la  «Corcheita,»  dando  rienda 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  481 

suelta  a  su  dolor  y  sin  poder  contenerse  más,  dí- 

jole: 

— ¡Ay,  señor  Gordillo!  Lo  que  nos  pasa  es  algo 
tan  espantoso,  que  usted  no  puede  medir  bien  nues- 
tro dolor  sin  saberlo .... 

— Pero  qué  es  ello sepamos. . . .  ¿Han  refiido 

ustedes  con  su  mamá? 

— ¡Ojalá  fuera  eso!  ^  - 

— ¿Está  ella  enferma  acaso? 

— Más  valiera 

Y  si  Pita  lloraba,  Ñachi  la  seguía  en  agudo  dúo. 
— Pero  qué  es  ello,  por  Dios  santo? ¿Qué 

es  ello? 

— Imagínese  lo  peor ... . 

—¿Han  recibido  ustedes  malas  noticias  de  su  pa* 
pá,  que  yo  aun  no  sepa? 

— No  es  eso Es  que mamá  nos  ha  abando- 
nado! 

— ¿Cómo? ¿Qué  está  usted  diciendo?  Eso  no 

es  posible! ... . 

—Pues  sí  que  lo  es,  y  usted  el  único  que  debe  sa- 
berlo! 

Y  con  entrecortada  voz  refirió  la  «Corcheíta»  a  su 
buen  amigo  todo  lo  sucedido.  Cómo,  desde  hacía 
tres  días,  Chita  la  asediaba,  la  asaltaba  continua- 
mente, con  la  demanda  de  que  correspondiera  a  las 
pretensiones  amatorias  de  Pingarrón.  Cómo  ella 
no  había  consentido,  porque  nunca  había  sentido 
por  él  amor,  y  sí,  a  lo  sumo,  una  especie  de  vago 
respeto,  de  temor,  por  cuanto  que  se  decía  podero- 
so, y  capaz  por  lo  tanto,  lo  mismo  de  exaltarlas,  que 
de  hundirlas.  Cómo  ella,  desde  hacía  tiempo,  venía 
sorprendiendo,  azorada  y  avergonzada,  las  intimida- 
des de  la  madre  con  Porras.  Cómo  había  tenido  no 
sólo  que  soportar,  sino  que  aun  solapar  aquello, 
no  comunicándolo  ni  aun  al  mismo  GordillOj  porque 

,31 


482  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

se  sentía  morir  de  vergüenza  y  pena,  viendo  el  ho- 
nor del  padre  maculado.  Cómo,  en  fin,  de  un  modo 
exabrupto,  la  madre  la  había  propuesto,  en  buenos 
términos,  consentir  en  las  ruines  e  indecorosas  de- 
mandas del  politicastro,  y  ante  la  resistencia  de 
ella,  la  había  amenazado  con  que,  si  no  por  amor, 
por  fuerza,  habría  de  caer  en  los  brazos  de  aquel 
hombre,  al  que  ahora  odiaba  cordialmente. 

Para  concluir  y  con  la  voz  entrecortada  por  los 
sollozos,  refirió  a  Gordillo  que,  desde  la  noche  ente- 
rior,  Chita  faltaba  a  la  casa  después  de  una  escena 
violenta  en  la  que  ella  y  los  hermanitos  se  habían 
interpuesto  en  su  camino,  rogándole  que  no  saliera 
a  la  calle,  donde  la  estaba  aguardando  Porras,  según 
el  Garaicito  había  podido  ver. 

— Pero ....  ¿es  verdad  todo  eso  que  me  está  usted 
diciendo?  ¿Está  usted  segura  de  que  a  su  mamá  no 
la  ha  sucedido  algo,  y  que,  por  su  voluntad,  ha  he- 
cho lo  que  dice  usted  que  ha  hecho? 

— ¿Cómo  habría  de  fraguar  una  calumnia  seme- 
jante? ¡Qué  vergüenza,  señor  Gordillo!  ¡Qué  igno- 
minia! ¡Solas! ¡Nos  hemos  quedado  solas,  por- 
que cuando  mi  papacito  sepa  esto,  se  morirá  de 
pena! 

-;-¡Es  inconcebible  que  Chita  haya  hecho  eso! 

— Y  sin  embargo,  si  ella  se  arrepiente,  si  quiere 
volver .... 

— ¿Ustedes  saben  donde  está? 

— No No  lo  sabemos 

— Yo  lo  averiguaré.  Y  una  vez  que  lo  sepa,  irán 
ustedes  y  harán  todo  el  esfuerzo  posible  para  con- 
vencerla del  error  que  sufre  y  del  mal  que  hace,  a 
fin  de  que  vuelva  al  buen  camino  y  quede  todo  en  el 
misterio.  [ 

— Nosotros  haremos  cuanto  usted  nos  indique, 
que  en  ausencia  de  mi  papá  usted  hace  sus  veces. 


LJ^  RUINA  DE  LA  CASONA  483 

¡Ay!  Yo  le  juro  a  usted  que,  si  para  que  ella  volvie- 
ra y  mi  papá  no  tuviera  que  pasar  por  esta  afrenta 
y  mis  hermanitos  rescataran  a  la  madre,  tuviera  yo 
que  sacrificarme  a  los  deseos  de  ese  hombre,  no  va- 
cilaría en  hacerlo! 

— ¡Ni  lo  diga,  ni  lo  piense  siquiera!  ¡Qué  par  de 
canallas! Es  inconcebible inconcebible! 

Poco  trabajo  costó  a  Gordillo  averiguar  dónde  ha- 
bían colgado  el  nido  los  fugitivos  tórtolos,  pues  tal 
parecía  que  la  misma  Chita  hubiera  tenido  interés 
en  que  sus  hijos  supieran  dónde  estaba,  ya  que,  sin 
empacho  alguno,  había  mandado  pedir  al  siguiente 
día  algunos  objetos  de  su  uso  personal. 

Y  fué  así  cómo,  en  la  noche  de  aquel  día,  Pita, 
Ñachi  y  el  Garaicito,  procurando  no  ser  vistos  de 
nadie  al  salir  de  la  casa,  se  dirigieron  a  la  en  que 
se  hallaba  la  prófuga,  cuya  ausencia  de  su  domici- 
lio, notada  por  más  de  alguno,  había  querido  expli- 
carse diciéndose  que  estaba  en  cama  por  una  indis- 
posición. 

— Hum,  tú!  — había  dicho  Locha  Menchaca  a  su 
hermana  Lucha  —  Qué  vamos  a  que  ya  hizo  una  tras- 
tada esa  buena señora? 

-  A  que  ya  la  hizo,  tú?  —  contestábale  Lucha. 

-  Y qué  tal?  Cómo  sigue  Chitita  de  su 

catarro?  -  Preguntaba  con  zonga  la  Ventoquipa  a 

Pita.  ;' 

-Catarro! catarro!  -  decíase  Barbedillo- 

bueno  está  el  catarrito! 

Fueron,  pues,  como  decimos,  los  tres  niños  aque- 
llos en  demanda  de  la  madre,  escoltados  por  Gor- 
dillo, que  se  quedó  en  acecho  en  la  esquina  más 
próxima,  ojo  avisor  por  si  había  necesidad  de  pres- 
tar auxilio  a  tanta  desventura  y  tanta  debilidad, 
enfrentados  con  tanto  cinismo  y  tanta  locura.  Y  a 
poco  más,  sí  que  hubiera  habido  necesidad  de  ello, 


A,  ^ 


484  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

porque  no  tardó  mucho  sin  que  salieran  de  estam- 
pida y  de  la  casucha  aquella,  Pita  y  Ñachi,  llevando 
a  remolque  al  Garaicito,  que  se  revolvía  airado, 
amenazando  con  el  pufiito  a  la  casa  que  guardaba  al 
infame  que,  raptándose  a  la  madre,  había  causado 
la  deshonra  del  padre.  | 

—  Qué  hubo?  Está  ahí? .... 

—  Sí sí!  Pero  vamonos  pronto,  señor  Gordi 

lio!  Vamonos!  — decía  Pita  entre  llorosa  e  indig 
nada. 

—  Pero. . . .  qué  ha  sucedido?  La  encontraron?  Le 
hablaron  como  les  dije?  Le  rogaron? 

—  Sí sí!  Pero  alejémonos  de  aquí  pronto ! 

Y  ya  en  el  camino,  como  si  tuviera  gran  empeño 

en  estar  distante  del  sitio  aquel,  la  «Cor cheita>  refi- 
rió al  artesano  que,  en  puridad  de  verdad,  loque 
había  pasado  era  que  la  tenían  tendida  una  infame 
«piege,»  una  miserable  emboscada,  porque  allí  se 
había  encontrado  con  el  sátiro  aquel  del  Pingarrón 
al  que  había  tenido  que  rechazar  a  viva  fuerza,  y  el 
que  la  había  amenazado  con  reducirla  de  todos  mo- 
dos, porque  para  ello  le  sobraban  medios,  según  di 
jo,  y  entre  ellos  el  hambre  misma. 

Sintió  Gordillo  sublevarse  todos  sus  generosos 
instintos  y  lo  acometió  el  ímpetu  de  volver  a  la  ca- 
suca  aquella  para  enfrentarse  con  la  canalla;  pero, 
como  si  adivinara  Pita  su  deseo,  lo  retuvo  asiéndo- 
lo por  un  brazo  y  diciéndole. 

—  No  vaya  usted  a  comprometerse,  por  Dios!  Por 
nosotros  mismos!  Imagínese  quesería  de  nosotros 
si  ahora  nos  quedáramos  solos! 

—  Tiene  usted  razón!  Le  prometo  obrar  con  toda 
serenidad.  Meditemos  cuál  es  el  partido  que  hay 
que  tomar I 

Lo  que  debía  hacerse,  él  lo  sabía  bien.  No  volver 
a  acordarse  de  aquella  indigna  mujer,  que  de  un 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA 


485 


>■;?■ 


modo  tan  imbécil  y  por  una  codicia  todavía  más 
tonta,  sacrificaba  el  honor  de  esposa,  el  amor  de 
madre  y  la  santidad  de  un  hogar  humilde,  todo  por 
lo  credulidad  de  que  aquel  mal  hombre  de  Pinfifa- 
rrón  sería  capaz  de  llevarlas,  de  golpe  y  porrazo,  a 
la  altura  que  ella  pretendía,  esperando  que  el  oro 
sería  bastante  para  abrirle  todas  las  puertas,  no 
obstante  su  conducta. 

Lo  que  él,  Grordillo,  estaba  resuelto  a  hacer,  por 
prontas  diligencias,  era  convertirse  en  padre  y  ma- 
dre de  aquellos  infelices  niños,  que  tal  parecían 
huérfanos  al  no  contar  sino  con  el  lejano  respeto 
del  padre;  y  más  aún,  de  aquel  par  de  rapazas,  de 
las  que,  si  la  una  estaba  ya  en  plena  florescencia, 
la  otra  tenía  todos  los  atractivos  de  un  capullo  pres- 
to a  abrirse. 

Y  que  tuvo  que  luchar  denodadamente  para  el 
caso,  lo  probó  el  que,  a  bien  pocos  días,  y  estando 
él  en  su  taller,  cuando  mediaba  la  tarde,  llegó  co- 
rriendo y  jadeante  el  Garaicito  a  decirle: 

-Señor  Gordillo que  dice  Pita  que  le  haga 

el  favor  de  ir pero  sin  tardanza!  Que  están  allá 

unos  señores  que  quién  sabe  a  qué  fueron,  y  con 
ellos  está  Pingarrón 

En  volandas  se  puso  Gordillo  del  taller  a  la  casa, 
y  de  igual  modo  subió  los  escalones  del  primer  tra- 
líio  de  la  escalera,  entre  la  general  curiosidad  de 
todo  el  vecindario,  congregado  para  contemplar  la 
película  que  se  desarrollaba,  sin  pérdida  de  deta- 
lle, para  cuyo  intento  habían  asomado  la  Ventoqui- 
pa  al  patio;  la  Orbezo  a  la  ventana  de  su  recámara; 
Tachi  al  barandal  del  corredor  y  la  Mandujano  al 
pasillo  de  la  «República.» 

Al  llegar  el  artesano  a  la  vivienda  de  Garaicohea, 
se  encontró  en  ella  dos  sujetos  de  mala  empeladura 
y  peores  maneras;  al  insigne  Pingarrón,  que  fun- 


!iÉ'^ 


486  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

gía  de  «apoderado»  y  que  todavía  tuvo  la  audacia 
de  saludarlo,  como  si  nada  hubiera  pasado  ni  nada 
estuviera  pasando,  y  hasta  a  cuatro  «cargadores» 
de  número,  con  sus  respectivos  «mecapales»  listos. 

—  Qué  es  esto,  señores?  Puedo  saber  de  qué  «e 
trata? 

—  Y  usted  quién  es?  Con  qué  carácter  se  presen- 
ta a  la  diZigrencia/'  1 

—  Antes  que  nada  debo  saber  quiénes  son  uste- 
des y  qué  los  trae  al  hogar  de  un  amigo,  confiado  a 
mis  cuidados 

—  Somos  los  «ejecutores»  del  Juzgado.  Y  como 
usted  no  explica  qué  tiene  que  ver  en  este  asunto, 
bueno  será  que  se  retire,  ya  que  no  es  usted 
«parte.»  ^ 

—  El  señor  es  como  si  fuera  mi  papá,  y  hace  sus 
veces  en  su  ausencia— dijo  engallotada  Ñachi,  en 
tanto  que  Pita  seguía  lloriqueando.     I 

—  Lo  sentimos  mucho pero  nada  tiene  qué 

hacer  aquí.  Y  puesto  que  hemos  terminado  con  el 
secuestro,  «trabando  la  ejecución,»  a  ver  ustedes.... 
hagan  su  oficio— dijo  uno  de  los  seides  aquellos,  di- 
rigiéndose a  los  cargadores. 

Aprestábanse  los  mismos  a  cargar  con  el  piano 
de  la  «Corcheíta,»  con  aquel  piano,  que  era  su  segun- 
da alma parte  de  su  ser,  cuando,  encarándose 

el  artesano  con  el  diputado,  le  dijo. 

—  Entiendo. . . .  esto  debe  ser  cumplimiento  de  la 
primera  parte  del  programa  que  se  ha  trazado  us- 
ted, que  por  lo  visto,  va  procediendo  como  un  mise 
rabie! I 

-Señor  Gordillo,  refrénese  usted! 

—  Yo  pienso  todo  lo  que  digo,  para  así  asumir  la 
responsabilidad  toda  de  mis  palabras. 

—  Que  se  asiente  eso,  señor  escribano! 

—  Que  se  asiente no  hay  inconveniente.  Pero 


'  -^1 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  487 

que  sea  «por  cuerda  separada»  ya  que  yo  no  soy 
«parte»  en  ese  expediente -y  señalaba  al  que  el  es- 
cribano aludido  traía  en  su  diestra. 

-Ejs  que  está  usted  ultrajando  al  señor  en  nues- 
tra presencia 

—  Tanto  mejor,  porque  no  carecerá  de  testigos.... 

Bueno:  Tamos  al  grano Por  lo  que  veo  se  trata 

de  un  embargo,  no  es  eso?  Cuánto  debe  y  quién  es 
el  que  debe?  í  -'r  ■ 

Silencio  de  los  interpelados:  golpe  de  viveza  de  la 
semi-f  usa  Ñachi,  que  contestó: 

-  Dicen  que  es  mi  mamá  la  que  debe  trescientos 
pesos  a  un  almacén  de  ropa  que  le  daba  al  fiado;  y 
que,  como  no  ha  pagado 

-Entonces,  señor  Pingarrón,  bien  visto  debería 
ser  su  secretario  o  usted  los  que  pagaran,  si  delica 
deza  tuvieran Pero  entiendo  bien  la  maniobra! 

Usted  ha  podido  abrir  el  crédito:  no  pagarlo,  es- 
peranzado con  obligar  de  ese  modo  a  una  capitula- 
ción ....  Y  bien,  yo  pagaré,  que  mientras  yo  viva, 
no  he  de  consentir  el  atropello  que  pueda  evitar  en 
la  familia  de  mi  amigo.  Vuelvo  a  preguntar:  cuánto 
se  debe?  Trescientos  pesos? 

-Y  las  costas 

—Y  los  gastos 

— Que  sean  trescientos  cincuenta,  supongamos. 

Señorita  Pita,  aquí  tiene  usted  el  dinero usted 

ai  es  «parte»  y  puede  consignarlo  judicialmente,  a 
reserva  de  seguir  el  pleito,  si  conviene. 

Y  «1  artesano,  echando  mano  a  su  vieja  y  grasien- 
ta  cartera,  sacó  de  ella  un  grueso  fajo  debilletes; 
contó  los  necesarios  para  el  caso,  y  los  entregó  a 
Pita,  que  a  su  vez  lo  hizo  a  alguno  de  los  buldogs 
del  juzgado. 

—La  «parte»  dirá  si  está  conforme  con  la  consig- 
nación—masculló el  recipendario. 


488  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

Mirada  de  interrogación  e  inteligencia  entre  los 
del  cortejo,  y  asentimiento  forzado  de  Pingarrón, 
seguida  de  un  general  movimiento  de  retirada;  mas, 
al  tratar  de  salir  el  politicastro,  asiólo  Gordillo  por 
uno  de  los  brazos  y  le  dijo: 

— ¡Un  momento y  esto  entre  los  dos!  Sepa, 

para  lo  de  adelante,  que  ni  a  esta  nifia,  ni  a  nadie  de 
los  que  a  su  lado  están  podrá  tocar  ni  un  cabello  sin 
encontrarse  conmigo.  Y  que,  lo  que  yo  protejo  y 
guardo,  seguro  está,  porque  sé  ser  hombre 

Sonrió  despectivamente  el  diputado;  vibró  de  ira- 
cundia el  artesano,  y  en  la  mirada  con  que  aquellos 
dos  hombres  se  midieron  de  pies  a  cab^sa,  quedó 
entendido  que,  desde  aquel  momento  quedaba  tra- 
bado un  duelo  a  muerte. 

Cuando,  ya  a  solas,  Pita  dio  rienda  suelta  su  reco- 
nocimiento, decíale  al  artesano  estrechándole  las 
manos: 

—  Señor  Gordillo ¡Qué  bueno  es  usted!  ¿Có- 
mo podremos  pagarle  todo  lo  que  por  nosotros  ha 
hecho?  '  \ 

— ¡Nada  tiene  que  agradecerme!  Si  lo  hago  para 
cumplir  con  un  amigo  ausente 

— Mi  piano! ¡Se  querían  llevar  mi  piano!  Si 

se  lo  llevan,  me  muero. . . . 

— El  golpe  estaba  bien  tirado Pingarrón  sabe 

loque  hace 

—¡Mi  piano!  ¡Lo  único  que  me  queda  en  la  vida! 

Midió  bien  el  artesano  todo  el  alcance  de  aquella 
frase.  Pita  era  una  desilusionada. . . .  Había  puesto 
su  amor  en  algo  imposible:  Andrade.  Lamentaba  su 
porvenir  seriamente  comprometido  por  aquel  pa- 
so de  la  madre.  El  padre  estaba  muy  lejos 

Por  eso  que  las  ternuras  todas  de  aquella  nifia  se 
compendiaran  en  su  piano.  Él,  Gordillo,  no  era  na- 
da para  ella ¡Nadie  en  sus  afectos!    • 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  489 

Inútil  sería  narrar  toda  la  polvareda  que  la  faga 
escandalosa  de  Chita  y  el  defraudado  embargo  de 
los  muebles  levantaron  en  la  colmena  de  la  calle 
de  las  Moras,  ni  el  material  todo  para  el  que  dieron 
abasto.  Quién  hubo  que  despellejó  e  hizo  tiras  a  la 
infiel  esposa  y  desnaturalizada  madre,  como  las 
Otamendi.  Quién  que  la  disculpó.  Quién  se  hizo  más 
de  diez  interrogaciones  capciosas  sobre  la  conducta 
y  las  finalidades  de  Pingarrón  y  Gordillo,  como  las 
Menchaca.  Sobre  todo,  Cuca  Otamendi  estaba,  al  pa- 
recer, positiva  y  realmente  indignada  y  escandaliza- 
da, más  aún  que  las  propias  siamesas;  para  ella  todo 
aquello  no  tenía  perdón;  cualquiera  al  oiría  hablar, 
habría  creído  a  la  truhana  de  Cuca  una  puritana  de 
más  calibre  que  el  propio  señor  don  Venustiano  Ca- 
rranza, glorioso  desfacedor  de  entuertos  y  endere- 
zador  de  agravios,  que  no  había  podido  ver  indife- 
rente las  desgracias  de  la  Patria  sin  correr  en  su 
auxilio y   i 

Lo  que  peor  efecto  produjo,  a  raíz  de  aquellos  su- 
cesos, fué  el  desplante  inaudito  del  insigne  Pinga- 
rrón que,  como  si  ningún  papel  hubiera  jugado  en 
ellos,  seguía  impávido  viviendo  en  su  «cantón,»  así 
lo  vieran  de  reojo  y  de  mala  manera  todos  los  inqui- 
linos,  a  excepción  de  Rémington,  cada  vez  más  en- 
cariñado con  él.  Y  si  Porras  no  llegó  a  aparecerse 
por  la  casona,  fué  de  seguro,  por  temor  a  una  «man- 
teada>  de  los  estudiantes,  o  a  una  cuchuñeta  que  lle- 
vara aparejada  «trompiza»  de  parte  de  algún  otro  de 
los  inquilinos  machos.  Si  Pingarrón  paseaba  su  in- 
solencia en  ella,  debíase  a  que,  conocedor  de  su  fuer- 
za política,  y  manejador  de  «influencias»  se  consi- 
deraba a  cubierto  de  ataques  y  amenazas.  Tenía 
fuero. 

Con  su  concurrencia  a  la  casa,  al  que  hacía  vivir 
intranquilo  siempre  era  al  artesano  que  se  pensaba 


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490  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

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que,  aquel  saco  de  cinismo,  no  se  habría  de  resig- 
nar con  que  le  hubiera  fallado  la  partida,  y  estar 
cargando,  como  sin  duda  lo  estaba,  con  el  inútil  gas- 
to de  sostener  a  la  pareja  Porras-Chita,  sin  que  él 
hubiera  logrado  su  objeto.  Por  eso  que,  por  pri- 
mera vez  en  su  vida  acaso,  proyectara  el  artesano 
cometer  una  acción  que,  sin  ser  mala  en  realidad, 
le  repugnaba,  ya  que  él  no  se  sentía  ser  ni  un  dela- 
tor ni  un  hombre  que  le  gustara  tomar  venganza  o 
desqite  a  la  sombra,  sino  cara  al  sol  y  a  pecho  des- 
cubierto. 1 

Pasó  el  sucedido  como  sigue: 

Por  aquellos  días,  Barbe  estaba  más  que  nunca 
inquieto  y  nervioso;  mas,  quebrantando  su  manera 
de  ser,  estaba  al  propio  tiempo  discreto  y  reserva- 
do como  nunca,  al  grado  de  que  ni  la  misma  Tachi 
conocía  cuál  era  el  motivo  de  sus  inquietudes,  por 
más  que  ella  lo  atribuyera  a  la  contratación  de  nue- 
vos compromisos.  Y  sin  embargo,  Barbedillo  su- 
fría; así,  sufría  lo  indecible,  al  no  poder  descoserla 
lengua,  refiriendo  cuáles  eran  sus  cuitas,      >..-;' 

¿Que  cuáles  eran?  Pues  nada  menos  que  el  ser 
posible  que  alcanzara  próximamente  aquella  sofiada 
curul  que  tanto  deseaba.  Los  diputados  estaban 
conspirando  contra  Huerta,  y  era  segura  la  disolu- 
ción de  las  Cámaras! 

Conspiraban,  tanto  los  pocos  quisquillosos  que, 
habiendo  pertenecido  a  la  hornada  maderista,  y 
siendo  de  neta  filiación  «renovadora»  se  habían  que- 
dado firmes  en  la  curul,  después  del  Cuartela- 
zo, cobrando  los  quinientos  «locos»  mensuales,  y 
aparentando  sumisión  al  «chacal,»  como  aquellos 
que,  independientes,  figuraban  en  la  Cámara  como 
elementos  no  adictos  aunque  tamp>oco  contrarios; 
los  aguas  «tibias»  de  todos  tiempos. 

Las  cosas  habían  llegado  a  extremos  tales  que 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  491 

era  inevitable  un  rompimiento  entre  el  usurpador 
y  la  Cámara.  Ésta  quería  sacudirse  a  Huerta,  que 
ni  quería  dejar  el  poder  mediante  la  convocatoria  a 
elecciones,  ni  buscaba  apoyo  si  no  era  entre  sus  in- 
condicionales partidarios,  la  mayoría  de  espúrea 
extracción,  y  mismos  que  lo  empujaban  a  la  disolu- 
ción con  el  fin  de  colar  ellos  en  la  nueva  Legislatura. 
Acaso  la  finalidad  fuera  distinta,  obedeciendo  mejor 
a  un  acondicionamiento  con  la  revolución:  acaso 
muchos  de  los  oposicionistas  se  inspiraran  bien, 
crédulos  de  poder  llevar  al  Ejecutivo  al  buen  cami- 
no. Por  su  parte,  éste,  que  «las  veía  venir,»  aparen- 
taba dejar  hacer,  esperando  tal  vez  la  propicia  oca- 
sión en  la  que,  sin  él  provocarlo,  se  le  diera  motivo 
para  la  disolución. 

Cuando  Barbe  oía  hablar  de  tales  rumores  a  An- 
drade  o  a  Orbezo,  pongamos  por  caso,  replicaba 
queriendo  desviar  el  criterio  y  salir  al  encuentro, 
temeroso  de  que  el  asunto  se  externara. 

—¡No  hombre!  ¡Eso  no  es  posible! Huerta  es 

incapaz  de  tal  cosa.  Es  respetuoso  para  con  la  ley 
y  los  poderes  constituidos,  y  eso  que  ustedes  dicen 
equivaldría  a  un  golpe  de  Estado 

—¡Uno  más!  A  eso  reduciríase  todo. 

—¡Pero  que  le  saldría  contraproducente,  signifi- 
cando un  error!  Disolviendo  las  Cámaras,  se  priva 
del  elemento  que  le  dio  su  pretendida  legalidad.... 
Ya  ha  jugado  bastante  con  lumbre,  con  eso  de  las 
elecciones,  posponiéndolas  primero;  haciéndolas  en 
su  favor  después;  declarándolas  nulas  y  pretendien- 
do de  nueva  cuenta  convocar  para  ellas 

—-¡Y  dejen  ustedes  eso!  Más  que  nada,  el  peligro 
que  correría  de  que  entonces,  y  ya  de  una  buena  vez, 
los  americanos  lo  echaran  del  poder .... 

—Por  eso  sostengo  que  no  lo  hará. ...  No  lo  ha- 


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492  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

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rá ¡No  es  tan  tarugo!  Y  yo  sé  bien  lo  que  digo, 

porque  ando  con  los  hombres  del  poder 

«¡Y  sin  embargo,  sí  que  lo  hará!>  pensaba  para 
sus  interiores  Barbe;  lo  malo  es  que  no  lo  haga  ma- 
llana  mismo  sin  más  pérdida  de  tiempo,  ya  que  todo 
el  que  se  pierda  lo  pierdo  yo  para  llegar  a  diputa- 
do! ¡Debe  hacerlo  inmediatamente  y  formar  cgu 
Cámara  con  nosotros»  sus  amigos  de  verdad,  que  no 
le  haremos  «la  tambora  de  lado,»  como  esos  poca 
vergüenza  de  «renovadores.»  I         . 

Huerta  lo  hizo:  cometiendo,  como  había  indica- 
do Andrade,  un  grave  error  que  concluyó  por  des- 
quiciarlo. La  desaparición,  en  acto  de  fuerza,  de  la 
Cámara  legítima,  para  ser  substituida  en  una  fulgu- 
rante elección  de  transparente  e  imperiosa  consig- 
na,por  otra  de  adictos,  pero  sin  los  necesarios  pres 
tigios,  lo  puso  al  borde  del  abismo,  privándolo  del 
buen  concepto  y  aprecio,  no  sólo  ya  ante  la  opinión, 
sino  ante  los  gobiernos  extranjeros  que  se  habían 
demostrado  amigos,  y  dando  pávulo  al  de  usurpa- 
dor, en  el  que  lo  tenía  calificado  el  gobierno  ameri- 
cano. 

El  golpe  de  Estado  fué  imprevisto  por  increíble, 
para  muchos  de  los  mismos  diputados,  que  no  pen- 
saron que  Huerta  osara  a  tanto. 

La  causa,  alguna  interpelación  que  la  Cámara 
proyectó  hacer  a  Huerta  en  la  sesión  del  9  de  octu 
bre  de  1913,  a  propósito  del  asesinato  político  de  los 
diputados  Rondón,  Lazarin  y  Gurrión,  y  del  sena- 
dor Belisario  Domínguez,  hombre  este  último  de 
nula  intelectualidad  que,  en  rasgo  de  loco,  había 
pronunciado  en  el  Senado  un  discurso  contra  Huer- 
ta, sin  finalidad  concreta  ni  proposición  alguna 
útil. 

Abierta  la  sesión,  presentóse  a  ella  el  Ministro  de 
Gobernación,  y  en  uso  de  la  palabra,  invitó  primero 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  493 


M- 


y  conminó  después  a  los  diputados  para  que  no  abor-  p 

darán  tan  escabroso  asunto.  5^ 

Resistieron  aquellos  con  diversos  pretextos,  y 
entonces  el  Ministro  anunció  que  llegaría,  por  ins-  > 

trucciones  del  Presidente  y  asumiendo  las  respon-  ;|5 

sabilidades  del  caso,  hasta  la  disolución  del  Cuerpo 
Legislativo.  Intentóse  protestar  por  algunos  dipu-  ?? 

tados:  otros  buscaron  la  salida  hacia  la  calle,  encon-  v>v 

trándose  alas  puertas  con  la  policía  que  les  cerró  7 

el  paso,  e  informándose  de  que,  en  los  sótanos  de  la  .  j 

Cámara  estaba  escondido  el  famoso  29  Batallón;  el 
mismo  que  había  decidido  de  la  suerte  de  Madero, 
ayudando  a  Huerta  a  derrocarlo. 

Pocos  minutos  después,  los  diputados  considera-  ', 

dos  como  los  más  agresivos  y  de  temer,  habían  sido  '^^ 

detenidos:  otros,  siguiendo  la  suerte  de  los  borre- 
gos de  Panurgo,  entraron  en  la  redada,  y  pocos  fue-  f 
ionios  indultados  que  pudieron  seguir  disfrutando  / 
de  libertad.  Más  tarde,  la  revolución  triunfante, 
procediendo  con  su  singular  criterio,  habría  de  pre- 
miar como  a  mártires  a  los  ultimes,  o  a  los  que  lo- 
graron, por  la  escapatoria  oportuna,  no  caer  en  las 
garras  policíacas. 

Entre  largas  filas  de  soldados  los  unos,  y  en  ca- 
rruajes escoltados  por  gendarmes  los  otros,  fueron 
los  diputados  conducidos  a  la  Penitenciaría  del  Dis- 
trito Federal,  vasto  edificio  que  levanta  sus  torres  y 
sus  crujías  en  la  polvorienta  llanura  comprendida 
entre  los  llanos  de  San  Lázaro  y  Peralvillo. 

Sofocado  por  la  carrera  emprendida  rumbo  a  la 
casona,  a  la  que  quería  llevar  el  aviso  oportuno,  co- 
mo el  soldado  de  Marathón  llevara  el  de  la  victoria 
a  Atenas,  Barbedillo  se  precipitó  en  aquella  gri- 
tando: . 

— Salgan! salgan  a  verlos  que  ahí  vienen! 

Ahí  se  los  llevan! ....  Yo  lo  sabía  ya  desde  hace  días. 


:-^- 


494 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


porque  me  lo  había  dicho  Huerta Pero  era  se- 

secreto  de  Estado  que  no  podía  divulgar! 

Y  así  diciendo,  tomando  revancha  de  su  discreción 
obligada  de  aquellos  días,  Barbe  fué  desde  la  puer- 
ta de  la  vivienda  de  la  Ventoquipa  hasta  la  de  Orbe- 
zo,  y  de  ésta  a  la  de  las  Menchaca  y  a  la  de  las  Ota- 
mendi,  a  tiempo  en  que  éstas  se  arreglaban  para 
irse  al  cine  y  aquéllas  comenzaban  a  rezar  la  diaria 
«corona»  para  q  ue  Dios  se  condoliera  de  las  desgra- 
cias de  la  Patria.  I 

— Pero,  quiénes  son  los  que  vienen?  , 

— Quiénes,  por  Dios  bendito? 

—Los  zapatistas,  de  seguro! 

— O  los  carrancistas! 

— No. . . .  no los  diputados!  Ahí  se  los  llevan 

presos!  Bien  hecho!  Ya  era  tiempo,  caramba!  Son 
unos  sinvergüenzas  que  trataban  de  hacerle  a  Huer 
ta  una  mala  partida . . . . ! 

A  la  alarma,  asomóse  a  puerta  de  calle  y  balcones 
todo  el  vecindario,  comentando  el  caso.  Y  en  ellos 
permaneció  curioso  hasta  que  el  desfile  de  coches  y 
soldados  se  terminó,  a  excepción  de  Gordillo  y  del 
Garaicito  que,  instruido  por  aquél,  lo  acompañó 
hasta  las  puertas  mismas  de  la  Penitenciaría  para 
averiguar  si  entre  los  presos  iba  el  insigne  Pin- 
gar ron. 

Mas  el  insigne  aquél  no  iba  en  el  cortejo! 

Ni  nadie  de  los  de  la  casona  lo  había  identificado 
entre  los  que  marchaban  a  pie,  entre  filas. 

Así,  pues,  y  como  siempre,  el  avispado  politicas- 
tro había  escurrido  bonitamente  el  bulto  a  la  hora 
del  peligro.  1 

Barbedillo,  al  saber  tal,  se  inquietó  porque  su- 
puso y  con  razón,  que  al  siguiente  día,  el  muy  la- 
dino de  Pingar  ron  se  estaría  ya  proponiendo  con 
Huerta  para  diputado  de  la  nueva  hornada,  lo  que 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  495 

sería  muy  capaz  de  conseguir,  porque,  para  artes 
malas,  las  suyas.  Y  si  así  era,  el  enemigo  resultaba 
formidable.  .. 

También  inquietóse  Gordillo;  pero  por  distinto 
capítulo:  habría  querido  ver  al  diputado  en  el  desfi- 
le, porque  eso  le  habría  significado  relativa  tranqui- 
lidad: Pingarrón  entre  rejas,  era  menos  de  temer 
que  en  libertad:  la  amenaza  contra  las  indefensas 
«Corcheítas»  disminuía  en  parte. 

¿Se  había  ocultado  Pingarrón  o  era  que,  por  el 
contrario  y  haciendo  indignos  papeles  había  logrado 
ser  de  los  indultados? 

Esto  era  lo  que  importaba  saber  al  artesano,  y  lo 
que  averiguó  con  toda  facilidad,  valiéndose  de  vul- 
gar estratagema. 

De  estar  oculto,  era  seguro  que  se  habría  refugia- 
do en  la  casucha  en  la  que  Porras  y  su  manceba 
transcurrían  su  luna  de  melaza.  Si  era  así,  de  tal 
madriguera  lo  sacaría  él,  Gordillo,  para  hundirlo  en 
la  correspondiente  celda  de  la  Penitenciaría,  en  la 
que  pagaría,  más  que  pecados  políticos,  crímenes 
de  otro  orden  que  él  se  sabía! 

Y  si  era  preciso  para  ello  delatarlo,  lo  delataría. 

Ante  tal  enemigo,  toda  consideración,  todo  repul- 
go, debería  ceder.  No  era  por  cierto,  cosa  agrada- 
ble para  el  honrado  artesano  hacer  oficios  de  espía 
y  delator;  no  los  haría  nunca  con  otro  hombre;  pero 
tratándose  de  aquél,  sí!  Eli  escrúpulo  resultaba  pu- 
nible porque  equivalía  a  dejar  cerniéndose  sobre  las 
cabezas  de  las<Corcheítas,»sus  protegidas,  peligros 
sin  cuento. 

Si  Pingarrón,  en  vez  de  estar  oculto,  había  logra- 
do ser  de  los  indultados  y  permanecía,  por  lo  tanto, 
siendo  una  amenaza  para  aquellas  indefensas  cria- 
turas, ya  sabría  él  cómo  cuidarlas,  resuelto  como 
estaba  a  hacerlo,  a  costa  de  cualquier  sacrificio. 


-¿'' 


496  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

Con  mafia,  hizo  que  uno  de  sus  tantos  trabajado- 
res fuera  a  la  casa  de  Porras,  fingiéndose  operario 
encargado  de  revisar  la  instalación  del  alumbrado 
eléctrico;  pero  con  el  fin  de  averigar  si  estaba  o  no 
escondido  allí  el  diputado:  y  la  estratagema  dio  el 
resultado  apetecido:  allí  estaba.  Esto  investigado, 
ahora  todo  era  cuestión  de  un  parte  a  la  policía. 

A  darlo  fué  Gordillo;  pero  no  contó  que,  Pinga- 
rrón  se  había  adelantado  a  sus  intentos  en  uno  de 
sus  maestros  golpes.  .     | 

Con  efecto:  si  en  los  primeros  momentos  y  al  ha- 
ber logrado  escurrir  el  bulto  en  la  Cámara,  la  tarde 
de  la  disolución,  el  diputado  se  había  ido  a  esconder 
en  la  casa  de  Porras,  al  siguiente  día,  convencido 
de  que  Huerta  no  intentaba  «suprimir»  a  ninguno  de 
aquéllos  y  de  que,  por  lo  tanto,  no  se  corría  peligro 
de  vida,  y  resolviendo  la  ecuación  que  se  le  había 
propuesto,  ya  que,  de  no  presentarse  a  las  autorida 
des  quedaba  inutilizado  lo  mismo  con  Huerta  que 
con  Carranza,  para  dado  caso  de  que  éste  triunfara, 
pues  si  con  el  uno  aparecía  delincuente,  con  el  otro 
aparecía  cobarde,  resolvió  presentarse:  tal  paso  lo 
ungiría  con  la  revolución;  y  si  ésta  triunfaba,  ten- 
dría derecho  para  presentarse  como  una  víctima, 
como  uno  de  los  mártires  sacrificados  por  «la  causa» 
y  por  eso  que,  en  dramático  gesto,  ocurriera  a  la 
cercana  Demarcación  de  Policía. 

Allí  estaba  Gordillo  y  allí  pudo  ver  al  exdiputado 
que,  con  arrogante  verba,  manifestó  alcomisarioqne 
«iba  a  reclamar  su  puesto  de  honor  al  lado  de  sus 
compañeros  sacrificados,  legítimos  representantes 
del  pueblo.»  Cuando,  acompafiado  de  una  pareja  de 
policías  y  del  oficio  respectivo  de  consignación  pasó 
junto  al  artesano,  con  aquella  su  genial  sonrisa,  to 
davía  tuvo  el  valor  de  recomendarle  que  avisara  a 
sus  amigos,  informándolos  de  que  «él  nunca  eludía 


■■--í£Ím5í  - 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  497 


responsabilidades,  aun  con  peligro  de  vida» El 

artesano  se  quedó  lelo  contemplando  tanta  desfa-  tí 

chatez!  jX 

Y  Pingar  ron  ingresó  a  la  cárcel:  y  allí  recibió  las  " 

visitas  de  su  confidente  Porras,  y  los  regalitosde  '%■ 

Chita,  traducidos  en  sabrosos  dulces,  frutas,  ciga-  f; 
rrillos,  y  aun  alguna  minúscula  botella  de  licor,  in- 
troducida de  contrabando. .. . 


«    « 


Barbe  la  vio  «cuajada. >  Ahora  sí  sería  diputado! 
Ahora  sí  que  se  iba  a  resarcir  de  tanto  gasto  hecho, 
cobrando  alientos  para  amortizar  las  hipotecas  de 
la  casona!  Para  arriba,  sin  remedio. . . . ! 

Por  eso  que,  en  quince  días,  perentorio  plazo  acor- 
dado para  que  se  hicieran  las  nuevas  elecciones  y 
que  mal  podía  bastar  si  aquéllas  habían  de  ser  lea- 
les o  tener  siquiera  visos  de  ello,  dadas  las  dificul- 
tades de  comunicación,  las  distancias,  y  ahora  las 
vastas  zonas  ocupadas  ya  por  la  creciente  rebelión, 
Barbe  se  moviera  como  un  epiléptico.  Atosigó  al 
«Chacal»  y  a  sus  Ministros,  y  no  dejó  descansar  a 
todos  aquellos  amigos  que  alguna  influencia  podían 
tener,  moviendo  cielo  y  tierra,  y  hasta  ocurriendo 
de  nuevo  a  Moyano  y  a  algún  otro  de  sus  exacreedo- 
res, en  demanda  de  fondos  indispensables  para  ase- 
gurar la  elección,  mediante  expléndidos  gajes  y 
regalos  a  los  personajes  que  juzgó  que  podían  garan- 
tizarle aquélla. 

Llegó  el  día  de  la  elección,  angustioso  para  Bar- 
be; aunque  queriendo  darse  valor,  decíale  a  Tachi 
lo  que  en  otra  semejante  ocasión: 

-«Es  negra  en  tompeate.»  Nadie  me  la  quita....- 

estoy  seguro Huerta  tiene  necesidad  de  mí. 

Tiene  necesidad,  porque  debe  rodearse  de  hombres 

32 


■■fe-' 


498 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


como  yo;  fieles  y  útiles  y  experimentados  en  polí- 
tica. Y  sobre  todo,  no  puede  ser  inconsecuente  con- 
migo. Ni  los  amigos  tampoco.  No  de  balde  me  he 
movido  tanto  y  me  he  gastado  un  platal .... 

—  Ay,  Barbe!  Como  que  si  en  esta  no  la  «pegas» 
nos  quedamos  arruinados! 

-  La  pego  y  la  retepego.  No  faltaba  más!  Yo  sé 
lo  que  te  digo Ya  ves:  está  tan  segura,  que  aho- 
ra no  ha  habido  necesidad  de  ir  al  distrito  electoral. 
Todo  se  ha  hecho  y  arreglado  aquí. 

Así  había  sido,  en  efecto.  Y  como  resultado, 
en  pintoresca  promiscuidad  habrían  de  figurar  en 
aquella  Cámara,  si  el  nombre  le  corresponde  justa- 
mente, lo  que  es  más  que  dudoso,  arrivistas  milita- 
res y  cofrades  de  cantina;  anodinos  civiles,  punto 
menos  que  desconocidos,  y  camaradería  de  cuartel, 
lo  que  la  haría  comparable,  aunque  siempre  con  in- 
mensa ventaja,  a  las  Cámaras  (?)  carrancistas  del 
famoso  Congreso  Constituyente  de  Querétaro. 

Aquella  noche  durmió  Barbe  mal:  inquieto  y 
desasosegado:  en  sueños  se  veía  ya  en  la  blanda 
curul,  cobrando  los  quinientos  pesos  mensuales 
sin  hacer  nada  de  provecho  para  la  Patria;  pero  eso 
sí,  proyectando  y  realizando,  a  la  sombra  del  oficial 
encargo,  prodigiosos  negocios,  gangas  imposibles 
que  hacían  afluir  a  sus  manos  chorros  de  dinero.... 

Mas,  al  siguiente  día,  su  nombre  no  apareció  en 
la  lista  de  los  nuevos  padres  (?)  de  la  Patria,  en  los 
periódicos  de  la  mafiana. 

Ni  en  los  de  la  tarde  tampoco. 

Por  lo  que  se  dijo,  parodiando  a  su  cónyuge  en  la 
anterior  ocasión: 

-«Aquí  debe  haber  un  error:  hay,  de  seguro, 
una  omisión  imperdonable» 

Fuese  a  los  Ministerios;  inquirió:  no  había  salido 
electo.  Rectificó  con  los  paniaguados  más  cercanos 


LA  RUINA  DE  L,A  CASONA  499 

a  Huerta:  no  había  salido  electo.  Reclamó  de  los 
«amigos»  y  correligionarios,  a  los  que  había  obse- 
quiado y  de  los  que  había  obtenido  tantas  prome- 
sas   nada!  No  había  salido  electo! 

Ante  tamaña  inconsecuencia,  Barbe  sintió  lo  que 
ya  en  otras  ocasiones  había  sentido:  que  la  lengua 
se  le  volvía  una  esponja;  que  no  podía  articular  pa- 
labra; que  las  piernas  se  le  tornaban  de  algodón 
cardado,  y  que  se  desmadejaba  todo.  Cualquiera 
creería  que  le  iba  a  dar  un  ataque. 

Abrumado,  entre  otras  cosas,  por  la  perspectiva 
que  se  le  presentaba  con  el  hostil  recibimiento  que, 
sin  género  de  duda,  le  haría  Tachi  ante  aquel  nue- 
vo fracaso,  volvió  a  la  casona.  Obvio  es  decir  que 
sus  temores  se  confirmaron  al  pie  de  la  letra.  La 
que  le  armó  su  consorte!  Todo  lo  que  hubo  de  oir 
de  la  rebelada  Tachi,  que  ahora  le  echaba  en  cara 
todos  sus  desaciertos,  todas  sus  torpezas,  todas  sus 

«inocentadas» siendo  esto  último  lo  que  más 

le  podía.  ¿«Inocente»  él,  el  político  práctico,  que  sa- 
bía al  dedillo  todo  lo  que  se  necesita  para  navegar 
por  el  mar  de  la  política,  inclusive  acomodamien- 
tos, «flexibilizaciones,»  «cohonestaciones»  y  demás? 
Eso  sí  que  le  llegaba  al  alma. 

Total:  la  centésima  película  sensacional  desarro- 
llada en  la  casona  en  menos  de  un  mes  y  que  hizo 
que  la  de  Chita  se  olvidara  en  parte. 

El  vecindario  todo,  choteando  ahora  a  Barbe  por 
aquella  nuevamente  frustrada  diputación,  y  Barbe 
trinando  en  su  interior  contra  el  «chacal»  y  todos 
los  chacalitos  que  tan  mal  parado  lo  dejaban 

Por  lo  que,  heroicamente,  como  él  sabía  hacerlo 
cuando  tomaba  una  resolución,  tomó  la  de  ahora, 
acompañada  de  un  cognac;  pero  ya  no  en  unión  de 
alguno  de  los  compinches  del  «usurpador,»  sino  en 


í->-jr. 


ir;;:. 


500 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


la  de  un  «carrancista,»  furibundo  conspirador.... 
desde  la  barra  de  una  cantina! 

—No  hay  remedio me  ha  convencido  usted! 

Tiene  usted  toda  la  razón!  La  verdad,  la  justicia,  el 

derecho,  el  honor  y  todo  están  del  otro  lado 

En  Carranza  radica  la  salvación  del  país! 

— Chóquelas,  pues,  por  Carranza 

Chocar  de  las  dos  copas,  vaciando  el  contenido 
en  un  solo  trago;  chasquido  de  lengua  contra  el  pa 

ladar,  en  prueba  de  satis/acción,  y Barbe  se 

afilió  resueltamente  a  la  carranclanaday  seguro  de 
que  era  una  promesa  resarciadora  para  el  porvenir, 
a  íin  de  que  pudiera  salirse  con  la  suya,  de  figurar 
en  política,  no  tanto  por  eso  sólo,  cuanto  por  defen- 
der así,  mejor,  los  «intereses  creados,>  de  los  que 
se  consideraba  representante! 


CAPITULO   VII  V 

«Mater  Aflicta» 

EU  «carrancismo»  tenía  la  codicia  de  poseer  un 
puerto  sobre  las  costas  del  Golfo,  porque  sabia  bien 
que  la  posesión  de  aquél  habría  de  facilitarle  in- 
mensamente el  triunfo  tan  deseado,  ya  que,  no  obs- 
tante hallarse  respaldado  por  una  fuerza  moral  in- 
contrastable, la  de  un  tercero  empeñado  en  llevarlo 
al  éxito,  los  restos  del  desorganizado  ejército  fede- 
ral, aun  podían  contenerlo  en  sus  intentos  de  avan- 
ce hacia  el  sur  de  la  República,  donde  la  revolución 
no  gozaba  de  prestigio,  por  lo  que  el  Gobierno  huer- 
.tista,  al  contar  con  todas  las  fuentes  de  elementos 
y  riquezas  que  la  posesión  de  esa  zona  del  país  le 
proporcionaba,  podía  prolongar  la  lucha  indefinida- 
mente. ^^  ■'• 

Por  eso  que  con  tanto  tesón  tratara  de  posesio- 
narse de  Tampico,  como  había  intentado  hacerlo  en 
el  Pacífico,  de  Guaymas  y  Mazatlán,  siempre  esté- 
rilmente, ya  que  jamás  había  podido  vencer  a  los 
aislados  defensores  de  aquellas  plazas.  Ocupar  Ve- 
racruz  era  imposible:  los  contados  núcleos  revolu- 
cionarios de  ese  Estado,  eran,  sobre  insignificantes, 


'i 


502 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


bastante  prudentes  para  tratar  de  asaltar  una  pía 
za  medianamente  defendida.  i 

Por  eso,  pues,  que  el  esfuerzo  se  concentrara  so 
bre  Tampico;  y  sin  embargo,  los  carrancistas  no 
habían  podido  ni  siquiera  aislar  aquel  puerto  de! 
resto  del  país,  porque  no  habían  logrado  cortar  la 
comunicación  entre  Tampico  y  San  Luis  Potosí,  de 
fendida  por  un  valiente  puñado  de  indios  juchite 

COS. 

La  defensa  habría  de  resultar  estéril  a  la  postre; 
una  voluntad  de  más  allá  de  la  frontera,  había  deci 
dido  sobre  los  futuros  destinos  de  México,  resuelta 
a  anarquizar  el  país  condenándolo  a  la  autofagia.  Y 
así,  como  gigantes  cuervos  marinos,  centinelas  de 
avanzada  en  las  aguas  del  Golfo,  barcos  de  guerra 
americanos  se  habían  estacionado  frente  a  las  ra 
das  de  Progreso,  Veracruz  y  Tampico,  contra  todo 
derecho,  y  en  ellas  vigilaban. 

La  plaza  y  puerto  de  Tampico,  amagados  por  los 
carrancistas,  estaba  declarado  en  estado  de  sitio,  y 
por  lo  tanto  bajo  el  absoluto  dominio  militar  de  los 
jefes  que  lo  defendían.  Estos,  con  el  fin  de  evitar 
por  su  parte  la  ayuda  que  se  le  prestaba  a  los  ene 
migos,  y  que  en  Tampico  sirvió  para  que  correos 
de  k>6  unos  hicieran  llegar  hasta  los  otros  noti 
cias  de  interés,  los  defensores  de  Tampico,  deci- 
mos, celaban  y  guardaban  a  su  vez  las  entradas  del 
puerto  y  los  caminos  que  a  él  conducían,  a  fin  de 
evitar  los  subrepticios  contactos. 

Por  eso  una  orden,  dada  a  conocer  con  toda  ante 
lación  a  los  comandantes  de  los  barcos  de  guerra 
americanos,  lo  mismo  que  a  los  capitanes  de  barcos 
mercantes,  prevenía  que  ninguna  tripulación  pu- 
diera saltar  a  tierra  si  no  era  por  determinado  mue- 
lle, desarmada,  y  con  el  solo  objeto  de  poderse  sur- 
tir de  víveres  y  recoger  el  correo.    Tal  orden  se 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  503 

ajustaba  en  un  todo  con  las  leyes  de  la  guerra,  y 
'  salvo  el  deliberado  propósito  de  provocar  un  con- 
flicto por  su  desconocimiento,  no  podía  dejar  de  ser 
observada  en  rigor  de  principios  de  ley  internacio- 
nal. 

Elsto  no  obstante,  el  comandante  del  cañonero 
americano  «Dolphin»  destacó  del  flanco  de  su  bar- 
co un  bote  tripulado  por  marinos  armados,  los  que, 
sin  hacer  aprecio  de  la  orden  referida,  trataron  de 
desembarcar  por  distinto  punto  del  señalado.  El 
centinela  que  lo  guardaba  marcó  el  alto  sin  ser  obe- 
decido; entonces  llamó  al  inmediato  oficial  de  vigi- 
lancia, el  que  redujo  a  prisión  a  los  marinos,  con 
perfecto  y  pleno  derecho,  dando  de  ello  cuenta  a  su 
^  superior  inmediato,  que  lo  era  el  bravo  y  pundono- 
roso veterano,  coronel  Hinojosa,  que  apoyó  en  sus 
procedimientos  al  oficial. 

Eln  cuanto  dicho  procedimiento  fué  conocido  por 
el  almirante  americano  Mayo,  éste  pidió  la  inmedia- 
ta libertad  de  los  presos,  con  la  conminación  de  que, 
de  no  ser  atendido,  la  escuadra  americaana,  apos- 
tada frente  a  Tampico,  abriría  fuego  sobre  la  plaza. 

El  jefe  de  ésta,  conociendo  la  gravedad  de  la 
amenaza  y  no  queriendo  precipitar  acontecimientos 
que  no  debían  precipitarse  si  aun  era  posible  evi- 
tarlos, acordó  la  pedida  libertad,  con  la  prevención 
de  que,  si  el  caso  se  repetía,  se  vería  obligado,  muy 
a  su  pesar,  a  no  tener  más  deferencia. 

Fué  este  jefe  el  ameritado  general  Ignacio  More- 
los  Zaragoza.  ;•, 

Mayo  estimó  que  el  «ultraje>  había  sido  de  tal 
magnitud,  que  no  se  podía  satisfacer  el  honor  con  la 
libertad  de  los  marinos  presos,  no  obstante  haber 
sido  ésta  su  primitiva  demanda;  y  pidió  una  «satis- 
facción» dentro  de  perentorio  término,  la  que  con- 


504 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


I 


sistiría  en  un  saludo  de  artillería  de  la  plaza,  a  la 
bandera  americana. 

Respondióle  el  jefe  de  aquélla  que  no  estaba  den- 
tro de  sus  facultades  el  darla,  y  que  ya  se  dirigía 
solicitando  instrucciones,  a  su  Gobierno. 

Mayo  reprodujo  con  apremio  su  demanda,  agre- 
gando que  los  «osados»  oficiales  que  habían  efectua- 
do el  arresto  de  los  marinos,  deberían  ser  casti- 
grados.  I 

¡Y  esta  demanda  la  hacía  quien,  como  jefe  de  una 
escuada  de  guerra  extranjera,  llevaba  sendos  meses 
de  estar  violando  aguas  territoriales  de  extrafio 
jads,  con  su  estancia  indefinida  en  éstas,  no  obstan- 
te las  protestas  formuladas  al  efecto  por  el  gobier- 
no de  ese  país  autónomo! 

¥A  gobierno  mexicano,  para  calmar  la  iracundia 
tan  oportunista  como  falsa  del  dueño  de  aquellos 
mares  por  obra  de  su  fuerza  superior,  ofreció  abrir 
investigación  sobre  el  caso,  disponiendo  desde  lue- 
go y  para  castigarlos,  si  a  ello  se  habían  hecho  acree- 
dores, el  que  se  pusiera  fuera  de  servicio  a  los 
subalternos  que  habían  ejecutado  el  arresto  de  los 
marinos. 

Mayo,  por  instrucciones  de  su  gobierno  que  no 
cejaba,  viendo  llegada  la  tan  deseada  oportunidad, 
no  quiso  admitir  la  justa  proposición  e  insistió  en 
la  suya:  saludo  a  la  bandera,  satisfacción  amplia,  y 
castigo  inmediato  de  los  oficiales,  sin  más  averi- 
guación    •        • 

La  cancillería  huertista,  en  notas  bien  meditadas, 
habíaidohasta  el  límite  extremo  déla  condescenden- 
cia; hasta  donde  el  honor  y  el  decoro  del  pueblo  más 
prudente  pueden  llegar;  pero  tal  conducta  no  podía 
satisfacer  las  exigencias  de  aquellos  que,  lo  que 
buscaban,  era  la  abdicación  vergonzosa  de  Huerta; 
su  caída  catastrófica,  precipitándolo  desde  lo  alto 


t  ■■-.■ 


■^  y  -■ 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  505 


W 


J--. 


del  poder  hasta  el  abismo.  Y  entonces  Huerta  mis- 
mo, con  todo  y  ser  quien  era,  dipsómano  y  estrá- 
vico  en  lo  moral,  repujó  el  acceder  a  la  demanda, 
prefiriendo  en  los  primeros  momentos,  al  parecer^ 
arrostrar  con  todas  las  consecuencias.  *' 

Estas  no  se  hicieron  esperar.  ' 

LiO  lógico,  lo  indicado,  lo  consecuente  con  la  acti- 
tud adoptada  por  Mayo,  que  no  era  más  que  un  ede-  ^  ; 
can  de  la  Casa  Blanca  a  bordo  de  un  acorazado  :  W 
americano,  habría  sido  la  demostración  militar  con- 
tra Tampico,  teatro  de  los  sucesos;  y  si  ni  aun  así 
se  obtenía  la  demandada  satisfacción,  humillante 
no  para  Huerta  sólo,  sino  para  todo  un  pueblo,  el 
atacar  aquel  puerto  y  tomarlo,  y  retenerlo  a  viva 
fuerza.  Mas  no  pasó  así. 

El  21  de  abril  de  1914,  día  que  siempre  será,  para 
todo  buen  mexicano,  de  triste  remembranza,  la  for- 
midable escuadra  americana  que  había  estado  an- 
clada frente  a  Veracruz  por  meses,  con  los  trans- 
portes de  guerra  acoderados  mañosamente  a  los 
barcos,  desplegó  en  zafarrancho  de  combate  sus 
cuarenta  y  tres  unidades,  formando  un  semicírculo 
extenso  que  abarcaba  desde  las  costas  de  Vergara 
al  Norte,  hasta  la  Isla  Verde  al  Sur.  Dentro  de  la 
.  bahía  misma  se  hallaban  el  «Chester»  y  el  «Flori- 
da» que,  en  son  de  paz,  habían  echado  anclas  en 
ella •     V 

Y  entonces  se  consumó  lo  inaudito,  lo  imperdo- 
nable, lo  odioso  para  un  pueblo  que  se  ha  preciado 
siempre  de  ser  el  guardián  de  los  derechos  de  Amé- 
rica, y  el  protector  de  las  nacionalidades  débiles 
del  Continente,  no  por  obra  de  ese  gran  pueblo 
amigo  y  decoroso,  sino  de  un  gobierno  que,  inspi- 
rado en  un  rencor  personal  y  en  un  capricho  contra 
*  Huerta,  hirió  de  rechazo  a  toda  una  nacionalidad: 
la  mexicana. 


:S:;'.'  v:- 


506  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

Puesta  en  batería  la  escuadra  americana  y  aboca- 
dos los  gruesos  cañones  del«Chester  y  del  «Plorida> 
contra  la  casi  indefensa  plaza  de  Veracruz,  el  Co- 
mandante de  aquélla,  Pletcher,  hizo  del  conocimiento 
del  de  ésta,  y  por  conducto  del  Cónsul  america- 
no, que  iba  a  atacarla  dentro  del  plazo  de  «una  ho- 
ra;» y  desgraciadamente,  el  militar  mexicano,  en 
vez  de  asumir  la  actitud  que  debió  haber  asumido, 
fué  presa  del  desconcierto,  y  abandonó  rápidamen- 
te la  población  dejándola  en  brazos  de  la  suerte  y 
huérfano  en  ella  su  espadín  de  mando! 

Instantes  después,  de  a  bordo  de  los  barcos  ame- 
ricanos de  transporte  comenzaron  a  desprenderse 
fuerzas  de  desembarco,  que  en  botes  se  dirigieron 
a  tierra  rumbo  al  muelle  llamado  del  Ferrocarril. 
Dióse  cuenta  un  grupo  de  paisanos  de  tal  maniobra, 
y  la  voz  de  que  los  invasores  desembarcaban  cundió 
como  un  reguero  de  pólvora.  Y  cuando  todo  mundo 
esperaba  la  resistencia  militar,  aunque  en  ella  hu 
biera  de  sucumbir  la  tres  veces  heroica  urbe,  que 
ostentaba  en  sus  bastiones  lacras  de  bombas  espa- 
ñolas, francesas  y  americanas,  de  los  años  de  22, 36 
y  47,  se  supo  con  indignación  que  el  núcleo  de  las 
fuerzas  defensoras  la  habían  evacuado! 

Entonces  sobrevino  algo  digno  de  los  días  de  la 
antigua  Grecia:  y  en  plena  playa  veracruzana,  resu- 
citó un  puñado  de  homéridas  encarnados  en  los 
cadetes  de  la  Escuela  Naval  y  en  los  hijos  del  bajo 
pueblo  veracruzano.  | 

Unos  y  otros  corrieron  a  armarse,  como  pudie- 
ron, donde  pudieron.  Y  cuando  el  invasor  esperaba 
no  encontrar  resistencia,  fué  recibido  a  balazos  que 
diezmaron  un  batallón  de  «panameños»  que  era  de 
vanguardia  en  el  desembarco.  Bravamente,  fiera- 
mente, ebrios  de  coraje  y  de  santo  entusiasmo,  los 
niños  cadetes  se  parapetaron  en  su  amada  Escuela, 


'■    V- 


vi-; 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  507 

y  el  pueblo  en  bocacalles  y  azoteas,  y  desde  allí  re- 
pelieron el  ataque..  ..■  - 

Los  invasores,  desconcertados,  retrocedieron;  pe- 
ro a  poco,  reorganizados  y  protegidos  por  el  fuego 
de  los  cañones  de  mediano  calibre  del  «Chester» 
que  comenzaron  a  vomitar  metralla  sobre  la  pobla- 
ción, reanudaron  el  ataque  con  más  nutridas  fuer-  * 
zas,  y  palmo  a  palmo  fueron  ocupando  el  terreno 
que  se  les  disputaba  briosamente,  sin  poder  reali- 
zar la  obra  de  la  ocupación  en  el  mismo  día  en  que 
la  intentaran,  sino  hasta  el  siguiente  en  el  que,  con- 
vencidos los  defensores  de  la  inutilidad  del  heroico            J 
esfuerzo,  cesaron  en  sus  resistencias  dejando  a  sal-           % 
vo  el  honor  con  la  sangre  de  un  puñado  de  héroes           »;; 
muertos  en  el  cumplimiento  del  más  sagrado  de  los           'I 
deberes! 

Los  nombres  de  dos  donceles  épicos  bastaron 
para  inundar  en  gloria  la  página  de  esos  días,  su- 
mándose a  los  de  aquellos  que,  sesenta  y  seis  años 
antes,  habían  caído  inmolados  defendiendo  aquel 
peñón,  nido  de  aguiluchos  que  se  llama  Castillo  de 
Chapultepec,  como  éstos  habían  defendido  el  nido 
de  marinas  águilas  que  se  llama  «Escuela  Naval  de     ' 

Veracruz* Son  los  nombres  de  los  cadetes  üri- 

be  y  Azueta! 

El  día  mismo  en  que  los  últimos  cadetes  abando- 
naron Veracruz,  el  que  esto  escribe  pudo  verlos  (que 
entre  ellos  los  había  de  sangre  suya)  con  las  ropas 
desgarradas,  con  los  uniformes  en  girones,  sin  un 
centavo  en  los  bolsillos  para  comprar  comida;  pero 
radiantes  de  satisfacción  por  haber  cum^Jlido  como 
buenos,  dando  ejemplo  a  los  que  dárselos  debieron. 
Y  sin  embargo,  su  ejemplo  no  estimuló  a  muchos 
que,  portando  galones,  no  supieron  o  no  quisieron 
disputar  el  paso  en  más  de  una  ocasión,  a  la  hueste 
carrancista! 


i-.  :  ■ 


M 


508 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


Y  ver  pudo,  cómo  al  propio  tiempo  que  se  lavaba 
del  pavimento  del  Parque  Central  de  Veracrua  la 
sangre  de  los  últimos  muertos,  una  detestable  ban- 
da americana  pretendía  tocar,  en  el  kiosko  de  aquél, 
una  fantasía  de  «Carmen,»  que  hacía  en  los  oídos 
peores  estragos  que  los  que  los  obuses  de  los  bar- 
cos de  guerra  habían  hecho  en  las  paredes  de  la 
cercana  parroquia. 

Allá  lo  recibieron  los  maternales  brazos  de  una 
anciana,  que  con  amargo  llanto,  tuvo  en  esos  mo- 
mentos una  frase  digna  de  ateniense  matrona: - 
«¡Para  qué  haber  vivido  setenta  afios,  si  al  cabo  de 
ellos  tenía  que  ver  esta  ignominia!» 


» 
«    « 


Al  conocerse  en  la  República  toda  el  alevoso  ata- 
que, un  diverso  sentimiento,  digámoslo  con  sereni- 
dad, sacudió  a  todas  las  masas  sociales.  La  inmensa 
mayoría,  comprendiéndose  en  ella  a  los  elementos 
netamente  populares,  sintióse  presa  de  santa  in- 
dignación; y  a  poderlo,  habría  volado  empufiando 
las  armas  en  defensa  del  territorio  nacional. 

Una  débil  minoría  sintió,  en  cambio,  el  regocijo 
mentecato  y  punible  de  quien,  por  fin,  ve  hundido 
al  enemigo,  aunque  sea  a  costa  del  decoro  de  la  Pa- 
tria y  por  obra  del  extranjero,  que  a  tanto  conduce 
la  pasión  política. 

El  huertismo  se  sintió  sobrecogido  de  mortal  es- 
pasmo, entendiendo  bien  que  la  última  hora  había 
sonado  para  la  impopular  dictadura.  Y  no  faltó 
finalmente  quien,  condenando  duramente  el  aten- 
tado sin  nombre  cometido  en  Veracruz,  condenaba 
a  la  vez  a  Huerta,  cuya  inmoralidad  administrativa 
y  cuya  personal  idiosincracia  habían  sido  lasdeter- 


■■■i- 


U^  RUINA  DE  LA  CASONA  509 

minantes  aprovechadas  por  el  solapado  enemigo  de 
su  Gobierno. 

-  ¡Tenía  que  suceder!  A  esto  nos  ha  llevado  Huer- 
ta el  dipsómano,  el  carnicero,  el  malandrín! de- 
cía Barbedillo,  que,  con  su  fino  olfato,  percibía  que 
el  huertismo,  todavía  ayer  elogiado,  aunque  fuera 
a  fuerza  de  fuerzas  por  él,  entraba  en  plena  agonía, 
preparándose,  como  buen  diplomático,  a  comenzar  ^ 
el  ditirambo  en  favor  del  carrancismo,  con  la  mira 
de  «salvaguardar  los  intereses.» 

— Cualquiera  creería  que  con  eso  experimenta 
usted  una  íntima  satisfacción,  señor  don  Eustaquio 
— reprochábale  Gordillo. 

— No  es  que  me  alegre  precisamente pero 

así,  de  una  vez,  veremos  claro  y  sabremos  a  qué 
atenernos.  -.:.:.:  r\- '■-•  í": 

—Pues  yo  sí  que  me  alegro,  me  alegro  y  me  ale- 
gro!— decía  regocijada  Cuca  Otamendi.    Ya  no  más     '    p; 
Huerta!  Que  se  largue!  Si  así  han  de  ganar  los         ¿¿J 
nuestros  y  de  una  vez  acabamos,  no  le  hace  que  ven- 
gan los  gringos! 

— ¿Y  la  sangre  de  mexicanos  que  ha  corrido  en 
Veracruz?  Repare  usted,  además,  Cuquita,  en  que 
eso  tiene  marcado  sabor  de  traición  a  la  Patria 

— ¿Quién  les  mandó  defender  al  usurpador?  La 
traición  está  en  defender  a  éste,  que  es  el  que  con        '^^v 
sus  cosas  nos  está  echando  encima  a  los  yanques... . 
Que  deje  a  los  constitucionalistos  defender  a  la  Pa- 
tria, que  ellos  sí  que  sabrán  hacerlo! 

— Eeeesooos  sí  que  son  traidores! — ahulló  Tafo- 
lia — Carranza  apenas  si  ha  proootestado,  diciendo 
que  papapara  eeeso  de  Tampico,  que  se  entiendan 
con  él 

— La  pelada  es  que  el  pueblo  todo  está  conmovido 
e  indignado,  y  que  recorre  las  calles  ardiendo  en 
patriótica  ira.  ;    ;  ^, 


•V ■   •     ■-  .• 

•'y .      ■  *      ■  ■  ■!••..■ 


510 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


— Ya  echaron  abajo  la  estatua  de  Washington,  y 
arrastran  pedazos  de  ella  por  las  calles 

— Gravísimo!  Para  acabar  de  complicar  la  situa- 
ción! Y  a  eso  se  le  llama  patriotismo?  Lo  patriótico 
estaría  en  que,  pues  que  no  lo  quieren  los  primos, 
Huerta  renunciara!  ' . 

El  de  tan  sesuda  y  práctica  observación,  había 
sido  Barbedillo,  como  bien  se  habrá  comprendido. 

La  verdad  es  que  hay  mucho  de  artifícialidad  en 
esas  demostraciones,  objetó  Andrade — y  que  con 
ellas,  fomentadas  en  buena  parte  por  los  elementos 
oficiales,  lo  que  se  busca  es  defender  un  Gobierno 
personalista,  insostenible,  y  no  defender  a  la  Pa- 
tria   

Mientras  tan  contrarios  sentimientos  predomi- 
nan en  algunos  de  los  personajes  de  nuestra  suce- 
dida novela,  llegando  algunos  hasta  el  borde  de  la 
disputa,  como  acontecía  con  el  tartamudo  que,  de 
la  noche  a  la  mañana,  se  había  vuelto  indómito  y 
brabucón,  y  encendiendo  en  otros  un  rencor,  como 
sucedía  en  Gordillo,  que  estaba  resuelto  a  no  volver 
a  cruzar  psJabra  con  los  «traidores,»  para  otros 
más  la  cuestión  de  Veracruz  era  algo  de  perlas,  por 
lo  que  no  podían  ocultar  su  repugnante  regocijo. 

— Ya  están  ahí,  amigo  Rémington! — decía  por 
ejemplo  Porritas. 

— Las  horas  del  huertismo  están  contadas,  Po- 
rritas! Hay  que  saber  que  con  el  coloso  del  Norte 
nadie  se  puede  enfrentar!  | 

— Por  supuesto!  Hacerlo  es  criminal Por  lo 

demás,  esta  es  una  intervención  legítima. 

—^Naturalmente.  No  se  tratado  tomarse  una  pul- 
gada de  territorio  ni  de  intervenir  en  las  cuestiones 
netamente  interiores.  Lo  que  se  quiere  es  devol- 
verle sus  libertades  a  este  pobre  pueblo  oprimido. 

— El  triunfo  del  señor  Pingarrón  puede  descon- 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  511 

tarse  ya.  Saldrá  de  la  Penitenciaría  para  un  Minis- 
terio. 7.      ;  V 

— Es  lo  indicado. 

Pronto   estaremos  en  el  Poder,  Rémington!  i| 

Vengan  esos  cinco 

— Chóquelas,  Pprras!   Esto  no  es  más  que  justi- 

Olci -.      ■      " 

— Justicia  y  reparación!  ^ 

Y  el  asqueroso  mequetrefe  y  el  enigmático  per  - 
sona je  estrecharon  sus  diestras. 

Era  exacto,  como  alguno  de  los  interlocutores  en 
los  diálogos  antecedentes  lo  había  indicado,  que  las 
multitudes,  casi  sin  distingos,  y  obedientes  a  la  voz 
del  patriotismo,  alevosamente  lastimado,  se  habían 
lanzado  en  son  de  protesta,  por  avenidas  y  paseos, 
y  como  en  los  días  postreros  de  la  etapa  porfirista, 
en  compactas  masas  airadas  e  iracundas,  deturpa- 
ban  al  invasor  y  pedían  venganza  para  el  ultraje,  co- 
mo entonces  habían  demandado  la  renuncia. 

El  movimiento,  producido  espontáneamente,  fué 
detestablemente  explotado;  torpemente  usado  en 
beneficio  propio  por  el  huertismo,  que,  perdida  ya 
la  brújula,  no  sabía  dar  sino  traspiés.  A  la  actitud 
del  pueblo,  franca  y  resuelta,  de  los  primeros  mo- 
mentos, respondió  el  Gobierno  propalando  noticias 
falsas,  las  que,  al  haber  de  ser  rectificadas  a  poco, 
al  tiempo  mismo  que  se  iban  conociendo  ciertos  de- 
talles vergonzosos,  como  la  violenta  desocupación 
de  Veracruz,  produjeron  el  efecto  de  que  las  multi- 
tudes comenzaran  a  vacilar Se  había  mentido 

tanto,  se  mentía  tanto!  Y  así  hasta  se  llegó  a  negar 
el  mismo  desembarco  de  los  invasores  en  el  primer 
puerto. 

Para  colmo  de  desaciertos,  en  una  inexplicable 
falta  de  seriedad  y  de  mesura,  frente  al  tremendo 
problema,  se  comenzó  ia  mojiganga  de  la  rápida 


'.  -  ".        ■  ■■•,.-?■ 

.^^^  ■■■, .  ^.-rj 


152 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


militarización  de  los  elementos  todos,  excepto  del 
más  noble  y  generoso  para  casos  tales,  a  cuyos 
sentimientos  no  se  habló  o  no  quiso  hablarse,  como 
estaba  indicado,  tal  vez  por  temor  al  desaire;  acaso 
por  miedo  a  la  lealtad  del  mismo:  el  pueblo. 

Y  fué  por  eso  que,  en  pocos  días  más,  el  popular 
entusiasmo  hubiera  decaído  por  entero,  y  la  ira  y 
el  odio  que  en  un  principio  convergían  contra  el  in- 
vasor, se  enderezaran  ahora  contra  aquellos  perso- 
najes de  coro  de  zarzuela  y  contra  el  hombre  que, 
ni  en  días  tan  crueles  para  la  Patria,  sabía  reaccio- 
nar para  ir  tranquilamente,  enérgicamente,  inteli- 
gentemente, al  cumplimiento  del  deber,  siquiera 
fuera  por  su  propia  categoría  militar!  Y  aun  co- 
menzó a  disculparse  al  carrancismo,  que,  algo  más 
político,  había  sabido  no  caer  en  desgraciadas  <pos- 
ses>  en  tal  situación.  i 

Don  Venustiano  Carranza  no  había  hecho  otra  co 
sa,  frente  a  la  invasión,  que  protestar  tibiamente, 
sin  condenar  la  agresión  ni  anatematizar  al  invasor 
ni  conminarlo  para  que  desocupara  el  territorio, 
apercibido  que,  de  no  hacerlo,  él  y  sus  huestes  lo 
batirían  donde  lo  encontraran.  Pero  siquiera  había 

huido  del  ridículo Carranza  se  había  dirigido 

a  ese  invasor  proponiéndole  que  las  diferencias  sur- 
gidas con  motivo  del  incidente  del  «Dolphin»  se  le 
sometieran  a  él  como  «Primer  Jefe.»  ¡Lástima  que 
así  no  hubiera  sido!  No  habría  tenido  la  nación  me- 
xicana ni  el  mundo  todo  que  esperar  a  que  corriera 
todavía  algün  tiempo  más,  para  ver  al  mismo  hom- 
bre consintiendo,  de  más  vergonzoso  modo,  la  ocu- 
pación del  territorio  nacional  por  los  soldados  de 
Pershing  y  por  espacio  de  once  meses!  El  triste 
resumen  total  fué  la  más  espantosa  estafa  al  patrio- 
tismo! 

La  pasión  política,  como  un  terrible  ácido,  como 


W:: 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  513 


/ 


un  corrosivo  omnipotente,  como  un  letal  tósigo  de- 
rramado imponderablemente  en  el  aire  todo,  abría 
ancha  brecha  entre  el  dolor  de  la  aflicta  Madre  y  la 

noción  del  cumplimiento  del  deber  en  los  hijos 

En  el  corazón  generoso  de  aquella  Mater  Polorosa, 
clavados  estaban  los  siete  puñales  laceraates  por 
mano  de  los  propios  hijos Mancillada  en  su  or- 
gullo de  altiva  matrona;  afrentada  en  su  dignidad  de 
soberana,  sus  lágrimas  rodaban  y  rodaban  al  vacío, 
porque  los  hijos  ingratos  no  oían,  no  podían  oir  sus 
voces  de  clamante  socorro,  ensordecidos  en  el  fra- 
gor de  la  lucha  fratricida!  Sobre  los  girones  de  ella, 
el  que  quedara  triunfante  disfrutaría  de  las  satis- 
facciones de  la  rapiña!  Y  entre  tanto,  en  sus  huesas 
sagradas,  se  sacudían  coléricos  aquel  bravo  Xico- 
tencatl,  aquel  Antonio  de  León,  y  aquellos  homéri- 
das  cadetes  que  Chapultepec  empollara  en  su  peñón 
en  el  año  de  47! 


«    * 


En  espasmódica  manifestación  patriótica,  grupos 
de  artesanos  se  alistaron  voluntariamente  para  ir  a 
combatir  al  invasor,  contestando  como  siempre  de 
«presente»  al  llamado  de  la  Patria.  Y  en  vez  de  ser 
enviados  a  ese  frente  enemigo,  fueron  con  engaño 
conducidos  a  combatir  a  la  revolución,  que,  alentada 
ahora  con  la  proximidad  del  triunfo,  se  desbordaba 
hacia  el  Sur .      r 

Y  el  Ejército?  El  viejo  aguerrido  Ejército  Federal 
qué  hacía  entre  tanto  frente  al  inevitable  conflicto? 
Digámoslo  con  dolor,  pero  con  sinceridad.  Parte  de 
él,  integrada  por  algo  de  la  vieja  guardia  y  por  no- 
veles militares  de  pundonor,  obrando  sin  vacilado-. 
nes  ni  temores  adoptó  la  única  debida  actitud :  viril- 
mente ocupó  su  puesto  y  pidió  que  éste  fuera  en  la 
avanzada  contra  el  enemigo:  pero  otra  parte  ¡ay! 

-  -'    :  33 


514  E.  MAQUEO  CASTELLANOS  ,; 

contaminada,  viciada,  enervada  en  aquella  atmósfe 
ra  venenosa  del  huertismo,  sintió  la  estupefaccióa 
vecina  del  azoro.  Si  la  guerra  contra  el  invasor  se 
formalizaba,  aquella  campafia  no  sería  semejante  a 
muchas  otras  en  la  que  se  había  jugado  a  las  es- 
condidas con  los  carrancistas,  evitando  los  encuen- 
tros, pero  aprovechando  los  supremos  mandos  para 
indignos  y  punibles  tráficos,  que  a  tanto  había  ori- 
llado la  prostitución  de  tan  alto  instituto  quien  lo  en 
cabezara  en  aquel  entonces,  distribuyendo  grados 
y  dando  oportunidades,  a  los  que  no  eran  acreedores 
de  los  primeros  y  sí  sabían  utilizar  ventajosamente 

las  segundas ' 

El  inválido  Orbezo  fué  uno  de  los  que  pidió  ser  en 
viado  a  la  campafia  contra  el  invasor:  a  pesar  de  «su 
pata  de  fresno>  algo  podría  hacer;  algo,  pues  de  ello 

se  sentía  codicioso Por  lo  menos  <no  podría 

correr»  frente  al  peligro,  como  muchos  otros  lo  ha 
cían . 

—  Pero  es  verdad,  Orbezo,  que  usted  ha  pedido 
salir  a  campafia? 

-  Sí,  señor  Barbedillo;  yo  no  puedo  ver  esto  im 
pávidamente! 

-  Bah!  Déjese  de  esas  faramallas.  Sepa  usted  que 
los  americanos  no  han  de  pasar  de  Veracruz.  Yo, 
que  estoy  bien  interiorizado  de  ello,  puedo  asegu 
rarlo.  |      . 

-  Pero  están  en  Veracruz  y  eso  basta.  Y  además, 
traen  rieles  y  locomotoras  y  todo  lo  necesario  para 
una  ocupación 

—  Y  sin  embargo,  no  han  de  pasar  de  allí! 

—  Sí ... .  Lo  creo;  pero  no  por  falta  de  voluntad, 
sino  porque  les  cierran  el  paso,  desnudos  y  han^' 
br lentos,  pero  bravos  y  enteros,  los  soldados  de 
García  Pefia  en  Córdoba  y  los  de  Rubio  Navarrete 
en  San  Francisco .... 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  515 

-  No  llegarán  a  las  manos  con  ellos 

-  Sí,  porque  les  iría  mal. 

-No,  porque  sería  temerario.  El  plan  es  infalible, 
amigo  Orbezo.  El  Presidente  americano  no  quiere  a 

Huerta Sobre  que  no  le  simpatiza  por  matón  y 

usurpador! 

-Y  sí  quiere  a  Carranza  y  a  Villa  que  son  seme- 
jantes   

-Supóngalo pero  ¿quién  se  va  a  oponer  a  lo 

incontrastable?  . 

-Quién?  Todo  aquel  que  tenga  una  gota  de  san- 
gre en  las  venas,  caray!  Y  dignidad  y  eso 

-  Usted  no  sabe  discutir  con  calma.  ¡Ya  no  pode- 
mos con  este  hombre!  Con  tantas  exacciones  y  des- 
pilfarres, nos  está  arruinando!  Los  que  algo  tene- 
mos, debemos  por  fuerza  desearque  esto  concluya... . 

-  Mire,  don  Taco ¿para  qué  seguir  hablando 

de  eso,  que  puede  ser  causa  de  que  yo  tenga  que  de- 
cir a  usted  sus  frescas? 

-  Ah  que  Orbecito  éste!  No  sé  cómo  no  quiere  us- 
ted que  se  largue  Huerta r " 

-  Lo  que  yo  no  quiero  es  que  otro  venga  a  mandar 
en  mi  casa!  Para  mí  que  no  tienen  vergüenza,  ni  pan- 
talones ni  nada,  los  que  quieren  ver  establecido  en 
México,  un  Gobierno  a  la  sombra  de  los  yankees!.... 

-  Me  despido,  mayor,  que  ahora  me  acuerdo  que 
tengo  que  ir  a  ver  al  señor  Pingarrón Hoy  sal- 
drá de  la  Penitenciaría.  Me  da  usted  abuso  mayor 
que  el  que  se  ha  cometido  con  él?  Preso  dos  meses. 
Y  por  qué?                     ^^              :   . 

En  efecto,  Pingarrón  saldría  en  tal  fecha  de  la  Pe- 
nitenciaría. Una  oportunista  amnistía,  dictada  co- 
mo hábil  medida  política  del  momento,  y  que  sólo 
habría  de  servir  para  que  las  filas  revolucionarias 
se  nutrieran  con  líderes  de  a  última  hora,  abría  de 


516  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

par  en  par  las  puertas  de  la  prisión  al  cínioo  politi- 
castro, allí  acuartelado  hasta  entonces. 

En  un  lujoso  automóvil  de  alquiler,  cuya  cuota  fué 
satisfecha  por  Barbedillo,  que  quería  de  nuevo  con- 
graciarse con  el  exdiputado,  aquél  y  Por  ritas  se  en 
caminaron  a  la  Penitenciaría  que  presentaba  aspec- 
to de  fiesta,  por  la  afluencia  de  autos,  coches,  y  el  ir 
y  venir  y  entrar  y  salir  de  familiares  de  los  presos 
que  abandonaban  las  enrejadas  crujías  entre  aplau- 
sos y  celebraciones  entusiastas. 

Pingarrón,  que  bien  juzgado  no  era  más  que  un 
insignificante  autor  de  bajas  intriguillas,  adoptó  ai- 
res de  encumbrado  personaje  político  sobre  el  que 
las  iras  del  tirano  se  hubieran  ensafiado,  como  sobre 
la  alta  cima  el  rayo  f  ulgurador.  Y  así  fué  cómo  alti- 
vo, lleno  de  gravedad  fingida,  abandonó  la  vasta  pri- 
sión, llevando  a  sus  lados  al  perillán  Porritas  y  al 
equilibrista  Barbedillo,  que  lo  abrumaban  con  sus 
más  entusiastas  felicitaciones. 

—  Y  ahora  qué  piensa  usted  hacer,  señor  Pinga 
rrón?  —  preguntóle  el  capitalista. 

—  La  cosa  no  admite  duda,  Barbedillo!  Sin  pérdi- 
da de  tiempo,  inmediatamente,  ir  a  incorporarme 
con  los  «míos»  allá  donde  se  están  defendiendo  con 
exposición  de  la.  vida,  los  principios  y  las  liberta- 
des. ..."  r     • 

—  Muy  bien  pensado,  caramba!  Hombres  del  cali 
bre  y  del  patriotismo  de  usted  están  haciendo  falta 
para  la  causa  nuestra,  para  la  de  los  que  «brega- 
mos» por  la  reconquista  de  los  derechos! 

—  Su  opinión,  tan  respetable,  me  fortalece  en  ffli 
determinación. 

—  Y  más  ahora  que  está  usted  ya  consagrado  por 
esta  prisión  tan  injusta  y  tan  cruel  que  acaba  usted 
de  pasar! 

-El  cobarde  de  Huerta!  Ha  temblado  como  un 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  517 


'^.:^'' ':'   .r-^"^*?^ 


Mientras  escenas  semejantes  pasaban  en  la  caso- 
na o  en  la  Capital  de  la  República,  otras  que  se  hace 
necesario  describir  con  todos  sus  colores,  se  suce- 
dían allá,  en  la  lejana  región  donde  Chaneque  «ope- 
raba» aunque  fuera  en  condición  de  acólito  revolu- 
cionario.    .     ■  '  '  \  "      ' 

EU  mixteca  aquel  había  tenido  ya,  en  más  de  una 
vez,  que  estar  cerca  de  la  quema,  a  pesar  de  sus  re- 
pugnancias manifiestas  por  ver  correr  la  sang^re,  y 
en  los  avances  que,  alentados  por  la  ocupación  ame- 
ricana de  Veracruz  habían  hecho  los  rebeldes,  apro- 
vechando el  que  el  Gobierno  había  tenido  que  dis- 
traer fuerzas  para  situarlas  frente  al  mencionado 
puerto. 

Y  así  rodando,  Chaneque  había  llegado  a  un  <cam- 
pamento»  improvisado  en  alguna  de  las  estériles  re- 
giones del  norte,  en  pleno  arenal.    :  .. 

Anochecía. 

Las  fuerzas  carrancistas  se  habían  detenido  en 
mitad  de  la  pampa,  y  a  la  vera  del  ferrocarril  entre 
Monterrey  y  Laredo. 

Estaban  organizándose  para  avanzar  sobre  la  pri- 
mera de  las  plazas  dichas,  a  fin  de  ocuparla  y  mar- 
char en  seguridad  sobre  Tampico,  cuya  toma  era 
fácil  con  la  cooperación  de  los  buques  del  almirante 
americano  Mayo. 


mequetrefe  al  conocer  nuestra  actitud  en  el  interior 
de  la  prisión!  Y  ha  tenido,  de  puro  miedo,  que  dar- 
nos la  libertad!  ^i 

Y  como  lo  dijo  lo  hizo  el  ilustre  Pingarrón:  en 
cuanto  pudo  se  marchó  rumbo  a  los  Estados  fronte- 
rizos, a  ofrecer  sus  inestimables  servicios  al  enési- 
mo «libertador»  de  México,  nativo  de  Cuatro  Oiéne-  ^ 


í 


i^;'. 


Hl- 


518  E.  MAQUEO  CASTELLANOS  J" 

Los  largos  y  pesados  convoyes  malamente  llama- 
dos trenes  militares  ya  que  no  eran  sino  una  suce- 
sión de  <periqueras,>  «góndolas»  y  furgones  de 
carga,  en  pésimo  estado,  remolcados  por  máquinas 
estropeadas  por  tanto  servicio,  habían  quedado  ex- 
tendidos sobre  la  vía  férrea,  a  manera  de  gigantes 
reptiles. 

Las  chusmas  que  los  tripulaban,  habían  abando- 
nado por  grupos  sus  estrechos  e  incómodos  aloja- 
mientos de  a  bordo,  desparramándose  por  la  llanura 
en  núcleos  que  la  punteaban. 

Aquí  y  allá  comenzaban  a  encenderse  fogatas  ali 
mentadas  con  las  pocas  brefias  a  mano  recogidas, 
para  en  sus  fuegos  salcochar  la  carne  de  alguna  que 
otra  vaca  al  azar  caída  en  manos  de  aquellos  revolu- 
cionarios. • 

En  los  contados  coches  que  figuraban  en  el  con- 
voy y  que  ocupaban  los  jefes  de  alta  graduación,  se 
encendían  amarillentas,  las  lámparas  de  petróleo. 

£1  enemigo  estaba  lejos  y  amedrentado,  lo  que  no 
obstaba  para  que,  por  espíritu  de  imitación,  se  hu- 
bieran montado  «avanzadas»  y  «grandes  guardias» 
que  dieran  en  dado  caso  la  señal  de  alarma,  si  es  que 
aquél  trataba  de  aproximarse.  I 

Un  vaho  de  fuego,  un  viento  caldeado  por  las  are- 
nas d^  los  vastos  desiertos  del  Norte,  envolvía  al 
campamento  abrasando  con  su  hálito,  y  haciendo 
que  el  sofocante  calor  agotara  los  organismos,  no 
obstante  que  apenas  si  había  entrado  la  prima- 
vera. 

En  distintos  tonos  de  voz,  pero  dominándolos  chi 
llones  y  rompiendo  el  silencio  de  la  noche,  se  oían 
los  canturreros  de  los  soldados  carrancistas,  que, 
con  tristes  ritmos,  cantaban  esas  músicas  puestas 
en  boga  por  la  revolución  y  que  parecen  reflejar  la 
tristeza  y  la  atonía  de  todo  un  pueblo,  con  sus  notas 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  519 

melancólicas  7  SUS  melodías  siempre  lánguidas,  y 
el  espíritu  bravio  y  el  despego  de  la  vida  en  sus  le- 
tras, ya  mordaces,  ya  desafiadoras,  ya  llenas  de 
desencanto.  La  «Valeutina,>  «El  Abandonado»  y  la 
«Cucaracha,»  con  los  que  habían  reemplazado  a  las 
guerreras  canciones  de  otros  tiempos. 

Chaneque,  nuestro  ínclito  «Capulín,»  venía  a  bor- 
do de  aquel  híbrido  y  mal  oliente  convoy.  Vistiendo 
la  tosca  camisa  de  flojo  cuello  y  café  color,  puesta 
en  boga  por  el  carrancismo;  enfundadas  las  flacas 
piernas  en  un  pantalón  de  kaki  con  su  respectivo 
par  de  polainas;  al  brazo  la  blusa  militar,  imposible 
de  ser  usada  por  el  calor,  y  echado  hacia  atrás  el 
tejano  sombrero,  en  el  que,  a  ser  de  día,  habrían 
podido  distinguirse  las  insignias  de  mayor,  ün  re- 
medo caricaturesco  de  oficial  del  ejército  americano 
que  tanto  placer  hallaban  en  copiar  los  revolucio- 
narios. .7-^  ' : 

Chaneque  acababa  de  abandonar  el  carro  del  gene- 
ral (?)  al  que  servía  en  calidad  de  uno  de  los  tantos  ofi- 
ciales de  órdenes,  temeroso  de  que  los  «aguardien- 
tes» que  allí  estaban  menudeando  en  celebración  de 
q  ue  «ahora  sí  se  caía  el  «Chacal»  (Huerta)  provocaran 
alguna  reyerta  de  las  que  a  diario  se  producían;  sa- 
lieran por  ella  a  relucir  las  pistolas,  y  alguna  bala, 
no  destinada  a  él  precisamente,  fuera  a  alojarse  en 
la  «pensadora,»  vulgo  cabeza,  pongamos  por  caso. 

—¡Vaya  una  vida  más  arrastrada!  -  murmuraba 
mientras  buscaba  asiento  en  uno  de  los  trucks  de 
un  armón  volteado  a  uno  de  los  lados  de  la  vía.  - 
«Cuándo  acabará  esto!  ¡Cuándo  podré  de  nuevo  ha- 
cer lo  que  se  me  pegue  la  gana!  ¡Para  qué  me  mete- 
ría yo  a  esta  endiablada  aventura! .... 

Y  ya  acomodado  sobre  el  duro  fierro,  siguió  re- 
flexionando: 

—Tiene  que  acabar  ya  pronto Sin  remedio! 


520  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


una  Tez  que  ese  zorrillo  de  Huerta  ya  no  tiene  en  su 
poder  Veracruz,  en  cuanto  gaste  las  pocas  municio- 
nes que  le  quedan,  no  tiene  más  que  «pelarse  de 

casquete» Caray!  Qué  barbaridad!  Tener  qua 

congratularse  de  que  por  ese  medio  lo  tiremos! .... 

¿Qué  se  dirá  de  nosotros  más  tarde? 

Y  Chaneque  siguió  reflexionando.  ¿Cómo  era  po- 
sible que  él,  un  indio  mixteco  de  pura  raza,  tan  sólo 
por  la  codicia  de  irse  pronto  para  arriba  y  «picado  de 
la  arafia»  como  tantos,  no  protestara  con  todas  sus 

fí .  fuerzas,  y  no  se  lanzara,  como  era  de  deber  hacerlo, 

'f .  a  combatir  al  invasor? 

Mas  tranquilizaba  inmediatamente  sus  escrúpu- 
los, pensando: 

— ¿Y  cómo  hacer  para  «limpiarme»  (huir)  sin  que 
se  den  cuenta  éstos?  ¡No  puedo!  Y  sobre  todo, 
¿qué  soy  yo,  ni  qué  valgo,  ni  qué  puedo  para  ir  con- 
tra fuerzas  mayores?  La  fortuna  es  que  todo  esto 
pasará  pronto;  Huerta  se  irá  al  demonio;  nosotros 
nos  iremos  rumbo  al  Palacio  Nacional,  y  los  ame- 
ricanos, entonces,  rumbo  a  su  tierra Qué  ha- 
rán y  qué  pesarán  los  camaradas  a  estas  horas? 
Por  de  contado  que  Tenorio  ha  de  estar  regoci- 
jado, y  ha  de  pensar  como  yo,  ya  que  él  fué  mi 
maestro  en  esto  de  encanallarme  como  ciudada- 
no.  Demóstenes  ha  de  estar  echando  chispas,  en 

'J  \  su  media  lengua,  contra  los  gringos Si  por 

él  fuera,  me  colgaba  por  infidente  con  la  Pa- 
tria! Bah!  El  pobre  es  un  majadero,  que  no  sa- 
be de  estas  cosas ¿Y  Andrade?  Pobre  Quico! 

Con  sus  ideas  y  sus  escrúpulos,  no  ha  de  dejar  de 
sentir  ciertas  repugnadas  por  esta  otra  «efeméri- 

de»  de  la  bola! 
Así  cavilaba  nuestro  moreno  Chaneque,  cuando, 

acercándosele  uno  de  los  vecinos  malencarados  que 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  521 

«soa8abaii>  carne  en  la  cercana  «lumbrada»  le  dijo 
con  desgarbo: 

—Oiga  jefecito ¿No  quere  una  tira  de  tasajo  y 

un  poco  de  tezguino? 

—Déjate  el  tasajo  y  dame  acá  el  tezguino 

Bl  generoso  ofertador,  era  un  indio  sonorense: 
mitad  «yaqui»  mitad  no;  un  ex-arriero  arrancado 
de  las  «recuas»  que  transportaban  el  mineral  de  las 
minas  de  por  allá,  para  ir  al  más  productivo  «labo- 
reo» revolucionario,  una  vez  que,  cerrada  la  mina, 
no  había  habido  otra  manera  de  ganarse  la  vida  que 
engrosando  las  filas  libertadoras.  Y  el  tezguino  era 
la  bebida  nacional  de  aquella  gente:  una  cerveza  de 
maíz  fermentado,  fuertemente  alcoholizada. 

Chaneque  apuró  de  un  sorbo  la  enorme  dosis  de 
licor,  contenida  en  la  ancha  jicara  que  le  presentó 
el  soldado,  ávido  de  apagar  con  aquella  bebida  la 
sed  insaciable  que  el  calor  le  producía. 

— ¿Qué  tal  mi  jefe?  ¿Está  güeno? 

—Superior! 

— Como  que  teñe  su  «piquete»  de  cofia,  del  que 
trajeron  los  muchachos,  de  por  allá,  por  donde  jwe- 
ron  a  explorar . 

— Ah,  vaya! ¿Y  qué  encontraron? 

—Pos  no  les  jué  bien!  Apenas  si  lograron  «avan- 
zarse» unas  cajas  de  licor;  pero  ya  se  las  quitaron 
los  jefes  para  ellos.  — Resultado:  la  exploración  ha- 
bía sido  un  merodeo,  y  nada  más. 

— Los  que  vinieron  de  Durango  a  incorporarse, 
esos  sí  que  traiban  harto!  Se  «toparon»  por  ahí  con 
una  recua  de  un  «mercader»  que  iba  para  Topila,  a 

comerciar,  y  se  la  avanzaron  enterita Y  además 

una  «punta»  de  ganado  fino.  L40  malo  es  que  tuvie- 
ron que  entregar  casi  todo  para  mandárselo,  según 

les  dijo  el  coronel,  al  señor  «Primer  Jefe» Dicen 

que  para  los  gastos  de  la  causa 


Í$s 


>  ■■■•■-/  . 


.%S.» 


522  E.  MAQUEO  CASTELXANOS 

— Así  debe  haber  sido 

— Qué  va!  Lio  que  es  el  coronel  se  quedó  con  algo 
«entre  las  espuelas!»  — Aquello  ya  no  era  un  simple 
merodeo;  era  un  saqueo  en  despoblado,  en  el  que 
un  inocente  había  sido  despojado  de  lo  que  acaso 
constituía  toda  su  fortuna,  amalgamada  en  afios  de 
trabajo.  Entre  tanto,  allá  a  lo  lejos,  se  oía  el  cantu- 
rreo a  coro,  de  la  «Cucaracha,»  que  en  su  letra  de- 
cía: '    '  I   :"     ■   ■ 

*Bora  sí  que  se  cai  Quería  ' '  ■ 

Con  toditos  sus  ZadroTics, 
Porque  ya  no  tiene  puerta 
Pa  que  le  entren  municiones.» 
La  cucaracha,  la  cucaracha,      | 

Ya  no  quiere  caminar, 
Porque  no  tiene,  porque  le  falta 
Mariguana  que  chupar! 

Ladrones  Huerta  y  los  suyos? Bueno! 

Que  responda  el  mercader  de  Topila,  y  el  duefio 
del  «orito»  y  el  de  la  punta  de  ganado!  A  poco  y 
eran  vacas  del  padre  del  amigo  TafoUa!  Qué  reme- 
dio! La  revolución  es  la  revolución!  :. 

En  esto  pensaba  el  Capulín,  cuando  a  su  vera  vi- 
nieron a  sentarse  otros  mal  encarados  de  aquéllos, 
que  se  pusieron  a  narrar  su  última  hazaña  bélica. 

—  Y  onde  les  cayeron? 

—  Pus  por  allá,  por  Salinas.  Como  iban  de  retira- 
da, los  más  iban  «dados;»  y  como  muchos  eran  de 
leva,  pus  no  hicieron  resistencia  y  se  pasaron 

Ai  vienen  incorporados;  dicen  que  entre  estar  de 
leva  del  otro  lado,  a  estar  de  «voluntarios»  con  nos- 
otros y  con  manos  «libres,»  más  les  conviene  estar 
con  nosotros.  I 

—  Qué  chin ....  cuales?  Qué  han  de  hacer? 

—  Y  los  que  hicieron  «parada»  (resistencia)  como 


-•  !>;•:., 
LA  RUINA  DE  LA  CASONA  523  >- 

ya  casi  no  tenían  parque,  se  acorralaron  en  un  me-  I 

son;  y  ai  los  cercamos;  y  aunque  pedían  «las  de  íiV 

arriba»  no  hubo  «frías»  y  uno  a  uno  los  fuimos  «do-  lr| 

blando» El  capitán,  que  ya  sabes  lo  atrabanca-  :  ^c 

do  que  es,  los  replegó  a  los  últimos  pa  dentro  de  un  ;v\ 

cuarto,  y  a  luego  nos  mandó  por  zacate,  y  lo  arri-  4"?v 

mamos  al  cuarto,  y  allí  se  murieron  los  «jijunches»  í* ;. 

retostados  como  chivos  en  barbacoa 'Ji^, 

-  Si  ese  capitán  sí  es  que  maldito  el  hombre! 
Chaneque,  con  la  piel  escarapelada,  oía  el  relato 

de  tamaña  hazafia.  Matar  así  a  indefensos  hombres 
que  ya  no  combatían,  era  crueldad  inaudita,  era  al-  '  '' 
go  canibalesco,  inconcebible.    ¡Cuántas  barbarida- 
des! Pero después  de  todo  ¿se  podía  pedir  me-  >' 

nos  a  la  revolución?    Podía  ésta  saber  de  piedades  ;<■• 

y  de  justicias,  de  humanidad  y  de  respeto  a  la  vida, 
siendo,  como  era,  una  fuerza  bruta,  dislocada,  por- 
que así  lo  querían  las  circunstancias?  Y  Chaneque 
fabricaba  inconjiiinenti  la  disculpa,  aunque  sintien-  " 

do  pena  de  encontrarse  allí,  en  contubernio  y  ca- 
maradería con  aquellos  hombres  que  resultaban 
ser  sus  «compañeros,»  correligionarios  y  cofrades.  ^^ 

Bien  se  lo  decían  sus  compinches  del  Estado  Mayor  ^V 

del  general  su  amo.  ¿Cuándo  dejaría  de  ser  el  timo-.  -,  >  ' 

rato  lleno  de  monjiles  escrúpulos?  ¿Cuándo  sería  el 
revolucionario  «de  verdad,»  que  ha  logrado  supri-  t, 

mirla  noción  del  sentimiento?  Tenían  razón,  qué 
caray!  La  revolución  era  la  revolución! 

-  Bueno,  tú;  y  qué  tal  de  avance?  !  , 

-  Ni  agua!  Sólo  un  «copón»  de  una  capilla  de  la  -í- 
hacienda  *  *  *  que  se  «alevantó»  el  sargento  Gámez. 

-  Y  era  de  plata  siqueraF  :   í>- 
-De  vil  metal Gámez  lo  guarda  para  tomar 

en  él  sus  «colonches.»  v?^^ 

Aquello  sí  que  ya  era.una  infamia!  El  vaso  sagra-  '  ^ 

do,  el  que  siendo  ya  de  cobre  o  ya  de  oro,  y  siendo  --^^p 

•    ■■  ■     .   ■  -'■■':■  .  ■,    f^/" 


X»-..,- 


524 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


falsa  o  verdadera  la  católica  religión,  constituía  pa- 
ra muchos  creyentes,  muy  duefios  de  su  creencia, 
uno  de  los  atributos  del  símbolo  de  la  Redención, 
como  ánfora  en  que,  por  obra  de  misterio  santo  se 
transmutaba  el  vino  en  sangre  del  Redentor  del 
Mundo,  sirviendo  ahora  de  copa  ruin  para  que  un 
beocio  de  aquellos  se  embriagara! 

Pero  ¿no  había  visto  él.  Chaneque,  paramentos  y 
ornamentos  sagrados  sirviendo  de  «sudaderos»  pa- 
ra los  caballos  de  muchos  soldados?  No  había  visto 
«fusilar»  imágenes  sagradas,  que  habían  servido 
de  blanco  a  los  maussers  de  aquellos  gaznápiros? 

¡Qué  estéril,  qué  torpe  afán  de  crimen  y  destruc- 
ción! ¿Que  con  ellos  se  exterminaba  el  fanatismo? 
Mentira.  Entendámonos:  al  fanático  se  le  alumbra 
la  conciencia  para  convencerle  del  error;  se  le  de- 
muestra hasta  la  inutilidad  del  rito,  si  se  quiere; 
pero  ultrajar,  befar,  atropellar  no  sólo  al  fanatismo 
sino  a  la  creencia,  que  por  derecho  natural  cabe  en 
el  corazón  de  todo  hombre,  era  tan  ocioso  como 
contraproducente,  que  en  el  martirio  es  donde  se 
avivan  las  creencias!  Pero 

¿Podía  detenerse  la  revolución  en  su  curso,  ante 
aquellas  cosas,  que,  bien  juzgadas,  no  eran  más  que 
«poridades»  y  cosas  muy  propias  de  toda  revolu- 
ción? Psché. . . .  Mas  no  obstante  el  afán  de  discul- 
pa de  Chaneque  para  tanta  lacra,  sentía  sin  em- 
bargo un  escozor,  una  molestia  allá  dentro.  ¿Le 
perdonaría  Dios,  cuando  muriera,  el  haber  andado 
en  camada  con  aquellos  descastados,  que  tanto  lo 

ofendían?  Bah! Dios  es  todo  misericordia!    Lo 

único  que  se  necesitaba  sería  tiempo  para  pedir  el 
perdón,  y  un  buen  cura  a  mano. 

Entre  tanto,  la  plática  de  los  zánganos  aquellos 
continuaba:  s 

—  OüenOj  tú:  y  hora  qué  pensas? 


^   V.' 


.Ve    , 


I«A  RUINA  DE  LA  CASONA  525 

—Pus  la  verde,  vale,  es  que  yo  no  estoy  oonfor-  '^s 

me Todo  se  lo  rebafian  los  jefes;  uno  es  el  del 

trabajo  y  ellos  los  de  la  g^anancia;  y  así  no  tiene  ^ 
chiste  exponer  la  «zalea>  (morirse).  Por  eso  te  digo 
que  en  la  primera  que  pueda,  me  «corto>  por  ai  con 
algunos  muchachos  «rejegos»  a  los  que  ya  les  «par- 
tí» (hablé)  y  que  están  conformes  en  seguirme,  y  la 
sigo  por  mi  cuenta;  y  si  ahora  soy  un  «mugre»  cual- 
quiera, en  cuanto  arrejunte  veinte  hombres  monta- 
dos, ya  me  verás  de  jefe 

-A  poco  y  te  «gritas»  coronel! 

-¿Y  por  qué  no?  Para  eso  que  sé  eacrebir  y  su- 
mar   -  •    i* 

Chaneque  no  pudo  menos  que  scftireir.  Pensó  que 
el  maestro  de  escuela  del  ignoto  villorrio  en  donde 
aquel  sujeto  se  había  limado  algo,  aprendiendo  a 
leer  y  eacrebir  y  sumar,  a  costa  de  un  Gobierno  que 
había  querido  la  difusión  de  la  enseñanza,  como  ese 
Gobierno  mismo,  en  lo  que  menos  habían  pensado 
seguramente,  era  en  que  bastaba  saber  leer  y  c«- 
crebir,  andando  el  tiempo,  para  colgarse  la  banda 
de  coronel,  y  resultar  un  salvador  de  la  Patria  irre- 
denta!  ¿Qué  iba  a  hacer  esa  Patria  maflana  o  pasa- 
do con  tanto  coronel?  ¿Cómo  podría  soportar  la  car- 
ga de  tanto  «héroe?»  " 

Pero 

-Bien  visto,  vaya  usted  o  saber  si  aquella  pre- 
tensión, al  parecer  ridicula,  no  se  basaba  en  un  le- 
gítimo derecho;  el  mismo  con  el  que  Chaneque  se 
había  lanzado  a  la  revuelta;  el  de  llegar  pronto  a 
buen  sitio,  sin  que  importara  una  depuración  de 
méritos,  incompatible  con  el  estado  revolucionario. 
De  manera  semejante  podían  surgir  grandes  hom- 
bres. ¿Quiénes  si  no  habían  sido  aquellos  grandes 
Mariscales  de  Francia  con  Napoleón?  Burdos  sol- 
dadones,  hombres  incultos,  que  habían  ganado  las 


•.  \ 


526  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

I     ■      -' 

charreteras  y  hasta  coronas,  batiéndose  como  leo- 
nes! Cierto  que  sus  hazañas  no  podían  compararse 

muy  ventajosamente  con  las  hazañas  de  éstos 

pero  podía  asegurarse  que  ya  había  pasado  la  oca- 
sión de  ellas? 

Y  se  ponía  como  ejemplo  él:  él  mismo;  si  andaba 
en  «aquello»  con  la  idea  fundamental  de  rapársela 
capuchina,  de  poderse  dar  más  tarde  la  gran  vida, 
siendo  un  gran  señor,  acariciaba  a  la  .vez  prodigio- 
sos proyectos  de  reforma  social;  de  mejoramiento 
de  las  masas;  de  progresos  incalculables,  que  quién 
sabe  cómo  no  habían  podido  ocurrírseles  a  los  hom- 
bres del  pasado;  tal  vez  porque  eran  menos  inteli- 
gentes, y  sin  duda  porque  eran  menos  «patriotas!» 

Y  la  máquina  cerebral  del  buen  Chaneque,  ante 
todo  aquello  y  con  la  ayuda  del  tezguino,  que  ya 
producía  sus  efectos,  comenzó  a  funcionar  a  cien 
libras  de  presión  en  las  lucubraciones.  Cuando  él 
fuera  Gobernador!  Cuando  después  fuera  Minis- 
tro!   Y  cuando  finalmente  fuera. . . .  qué  caray! 

¿Por  qué  no  había  de  pensar  en  serlo?  Cuando  fue- 
ra Presidente!  I 

Para  llegar  a  gobernador  no  le  faltaba  casi  nada. 
Para  serlo,  precisamente,  había  tenido  que  «ama- 
drinarse,» revolverse,  ser  solidario  con  aquellos  su 
jetos,  y  hacer  con  ellos  el  mismo  camino. 

Cierto  que  por  ello  la  Patria  sufría  algo,  o  mucho. 
Cierto  que  se  la  orillaba  al  vilipendio,  y  se  la  causa- 
ba pesadumbre  y  grima;  pero  ya  habría  tiempo  para 
remediar  más  tarde  tanto  desafuero  y  enmendar 
tanto  sonrojo.  Y  cuando  ese  tiempo  viniera,  ya  se 
vería  cómo  la  Patria  resurgía  esplendorosa,  rica,  li- 
bre, incomparable!  I 

Todo  «aquello»  inclusive  la  ocupación  americana 
de  Veracruz,  era  pasajero,  desagradable,  ciertamen- 
te; pero  inevitable,  aunque  no  irremediable. 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  527 

Para  todo  habría  remedio;  para  todo.  Cuestión  de 
poder  aplicar  bien  las  energías.  Don  Venustiano, 
que  daba  el  ejemplo,  lodebía  saber  bien  y  tenerlo  bien 
estudiado,  que  las  revoluciones  ni  se  hacen  con  an- 
gelitos ni  repartiendo  caramelos.  De  creerse  era 
así,  pues  aunque  él  no  había  tratado  a  don  Venus- 
tiano, tenía  que  ser  un  hombre  superior,  que  no  ha- 
cía las  cosas  a  tontas  y  a  locas .... 

Por  prontas  diligencias  allí  estaba  él,  que  era  uno 
de  los  «bien  intencionados.»  En  cuanto  pescara  el 
gobiernito  y  estuviera  en  su  ínsula,  habría  de  hacer 
todo  lo  posible,  una  vez  que  tuviera  asegurado  un 
bien  merecido  descanso,  o  lo  que  es  lo  mismo  una 
decorosa  rentecita  para  vivir  cómodamente,  a  cam- 
bio de  sus  fatigas;  había  de  hacer  todo  lo  posible,  sí 
señor,  para  remediar  los  estragos  que,  quieras  que 
no  quieras,  tenía  que  haber  producido  la  revolufia. 

Precisamente  al  siguiente  día,  ya  con  despacho 
de  teniente  coronel;  ganado  por  «méritos  en  campa- 
ña» iba  a  salir  con  rumbo  a  aquella  lejana  región. 
Una  vez  que  estuviera  en  ella,  asumiría  el  mando 
«supremo»  porque  para  eso  llevaba  ya  listos  sus  pa- 
peles; asumido  el  mando,  dentro  del  tiempo  indis- 
pensable se  iK>stularía  ya  en  forma  para  gobernador 
del  Estado,  recetándose  sus  cuatro  años  de  satrapía; 
y  ¡qué  caray!  aunque  la  reelección  estaba  proscrip- 
ta por  la  Constitución  y  el  buen  credo  revoluciona- 
rio, ya  se  ingeniaría  él  para  salir  reelecto,  si  es  que 
antes  no  lograba  pescar  una  cartera  ministerial, 
que  desde  luego  se  ponía  a  elegir.  La  de  Groberna- 
ción  era  la  que  más  le  gustaba.  Pero  ¡en  fin!  si  no  se 
podía  esa,  aunque  fuera  la  de  Hacienda,  que  así  co- 
mo a  aquel  «carranclán»  le  bastaba  saber  sumar  y 
«escrebir,»  bien  podría  bastarle  a  él  haberse  echa- 
do sus  tres  años  en  la  Escuela  de  Comercio  y  saber 


528  E.  MAQUEO  GA8TEIXANOS 

■.■■■-'  I  • 

algo  de  teneduría  de  libros,  para  poder  ser  ministro 
de  Finanzas. 

Y  después  de  ese  ministerio ....  vaya  usted  a  ave- 
riguar lo  que  podía  venir!  De  madera  más  humilde 
se  habían  hecho  muchos  presidentes  de  la  Repúbli- 
ca! Don  Porfirio  mismo,  su  paisano,  ¿no  había  sido 
un  pobre  estudiantejo  destripado? 

Comenzó  a  dibujar  en  su  imaginación  su  triunfal 
entrada  en  Baratarla.  Eln  la  estación  de  partida  del 
tren,  muchos  notables,  amigos  todos,  despidiendo 
lo,  y  una  comisión  de  los  principales  comerciantes 
y  hombres  de  letras  de  aquélla,  lista  para  escoltar- 
lo. En  el  trayecto,  ovaciones  dondequiera;  vítores, 
arcos  triunfales,  músicas  del  pueblo  y  cohetes  a 
granel.  Salidas  a  la  plataforma  del  coche,  para  dar 
las  gracias  con  amables  inclinaciones  de  cabeza  y 
sonrisas. 

En  la  estación  de  llegada,  en  la  capital  de  Barata- 
rla, la  población  en  masa  aclamándolo  con  delirio; 
más  cohetes  y  músicas  y  discursos  y  las  campanas 
de  los  templos  echadas  furiosamente  a  vuelo.  En  el 
trayecto  para  el  Palacio  del  Gobierno,  arcos  triun- 
fales con  sus  lemas:  «Al  invicto  soldado  de  la  liber- 
tad>  (él  recordaba  haberse  batido  por  aquella  da- 
ma, pero  no  sabía  dónde);  «Al  probo  y  progresista 
Gobernante,  etc.,  etc.»  Lluvia  de  flores  arrojadas  de 
los  balcones  por  femeninas  manos.  El  delirio!  Qué 
popularidad  la  suya! ....  Como  que  era  el  primer  go- 
bernante realmente  elegido  por  el  pueblo  soberano! 
Después,  en  Palacio,  los  besamanos,  las  caravanas 
ceremoniosas,  las  felicitaciones,  los  «speechs»  ex- 
presivos, etc.,  etc.  Después,  al  siguiente  día,  pasadas 

las  fiestas,  a  trabajar  de  duro A  darle  «recio»  al 

asunto  aquel  de  la  obra  de  reedificación,  de  recons- 
trucción, de  cimentación  del  «nuevo  orden,»  etcéte- 
ra, etcétera. 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  ,  529 

Nombraría  secretario  de  Gobierno  a  fulano;  secre- 
tario particular  a  mengano;  tesorero  a  perengano, 
etcétera,  etcétera.  ; 

— Lo  malo,  lo  muy  malo  de  todo  esto, — se  objetaba 
Chaneque — es  que  se  parece  todo  como  una  gota  de 
agua  a  otra,  a  todo  lo  del  antiguo  régimen  y  la  «odio- 
sa dictadura» Pero  qué  remedio?  Hay  cosas  in- 
evitables! 

Y  correrían  algunos  años  bajo  los  dorados  arteso- 
nes del  provinciano  Palacio,  en  la  opulencia  y  la  sa- 
tisfacción del  mando  y  con  la  conciencia  del  deber 
cumplido  y  del  tiempo  aprovechado  (en  propio  pro- 
vecho?); y  como  ya  su  personalidad  se  habría  hecho 
nxzdonal,  se  le  tendría  que  llamar  de  México  para  el 
desempeño  de  alguna  Cartera.  Y  las  escenas  de  la 
provinciana  recepción,  se  reproducían  en  mayor  es- 
cala. Y  más  tarde más  tarde  el  otro  «jalón.»  Lo 

«otro.»  Por  qué  no?  De  madera  más  humilde,  etcé- 
tera. Sacólo,  como  una  descarga  eléctrica,  de  su  gra- 
to sueño  de  la  lechera,  una  voz  aguardentosa  y  ruda 
que  le  dijo  brutalmente  a  tiempo  que  sentía  sacudi-. 
do  el  armón  en  que  yacía: 

— Échese iM6ra  que  nos  vamos  a  llevar  el  armón! 

Y  de  aquel  modo  terminó  la  deliciosa  fantasía,  ya 
que  Chaneque,  vuelto  a  la  realidad,  despeñado  de 
aquel  delicioso  jardín  de  las  Hespérides,  en  don- 
de recolectaba  como  sabrosos  frutos  sus  ilusiones  de 
revolucionario  «bien  intencionado,»  hubo  de  abando- 
nar el  armón,  dirigiéndose  en  busca  del  jefe  de  tre- 
nes al  que  quería  ver  para  saber  a  qué  hora  tendría 
que  partir  al  siguiente  día,  y  al  que  se  encontró  dic- 
tando la  más  maquiavélica  de  las  disposiciones  que 
dictarse  pueda  por  hombre  encargado  de  expeditar 
el  tráfico.  Lo  expeditaba  para  el  otro  mundo! 

—  Orita  mesmo  se  me  van  en  el  armón  que  estaba 
«tumbado»  allá  abajo  y  ya  les  digo:  en  el  kilómetro 

34 


530  E.  MAQUEO  CASTELLANOS  ^ 

1,327,  pasadito  el  puente,  frente  a  los  sauces  que  es 
tan  junto  al  arroyo  seco,  me  arreglan  sus  «chinam 
pines»....  Ahí  llevan  harto  parque;  treinta  cartuchos 
de  a  cinco  onzas;  mecha  de  sobra;  casquillos,  fulmi- 
nantes y  batería  para  arreglar  el  «volado»  ese.  Me 
hacen  todo  bien  hechecito,  y  cuidan  de  tapar  bien 
para  q  ue  no  se  note.  Y  así  lo  dejamos  pa  que  cuando 
lleguen  los  «pelones,»  que  han  de  venir  por  allí,  se 
vayan  al  éter ....  Me  entendieron? 

— Sí,  jefe ....  no  tenga  cuidado .... 

— Po8  a  darle.  Ya  les  dije  dónde;  fíjense  pa  q  ue  no 
vayan  a  hacer  una  «penitentada»  y  en  vez  de  dinami- 
tar la  troncal,  que  es  por  donde  ellos  tienen  que  pa- 
sar, vayan  a  dinamitar  el  ramal,  que  es  por  (mde  pa- 
saremos nosotros.  ,    | 

Mediante  aquellas  breves  elocuentes  órdenes,  el 
sefior  jefe  de  trenes  mandaba  dinamitar  un  tramo 
de  vía  férrea,  con  el  que  deberían  volar,  hechos  cis- 
co, quién  sabe  cuántos  hombres!  Y  lo  hacía  con  una 
frescura  y  una  tranquilidad  de  quien  ordena  que  se 
abra  una  compuerta  para  dar  paso  al  agua  de  un  ca- 
nal de  riego!  I         .     —  ?;  : 

Chaneque  sintió  que  un  calosfrío  ya  conocido  le 
recorría  el  cuerpo  todo,  recordando  instintivamente 
aquella  expedición  de  «propaganda»  que  hiciera  en 
pasados  tiempos  y  que  tan  trágicas  visiones  le  pro- 
dujera, hasta  llevarlo  a  un  camastro  de  la  hacienda 
de  *  *  *  víctima  de  aquel  famoso  «tabardillo  pinto» 
del  que  lo  salvara  la  curandera  del  lugar 

— Y  nosotros,  jefe,  a  qué  hora  vamos  a  salir? 

— Muy  de  madrugada,  mayorcito.  Así  es  que  es- 
té listo  por  aquí  a  eso  de  las  cuatro  de  la  mañana. 

— Así  lo  haré ....  I 

Antes  de  acostarse  en  el  mal  catre  de  campafia 
en  el  que  noche  a  noche  engafiaba  a  sus  trasijados 
miembros  con  mentido  descanso,  el  «Capulín»  llamó 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  531 

a  SU  asistente  y  le  dio  orden  de  despertarlo  a  eso  de 
las  tres  de  la  mañana.  Y  para  mejor  estar  listo,  echó- 
se vestido  sobre  el  catre  y  requirió  al  sueño  que  no 
tardó  en  venir,  dando  tregua  a  sus  empedernidos 
pensamientos;  pero  sin  evitar  que  Chaneque  se  dur- 
miera pergeñando  <in  mentibus»  el  discurso  con 
el  que  habría  de  contestar  al  Presidente  de  la  le- 
gislatura cuando  éste  lo  felicitara  al  tomar  posesión 
del  gobierno.  ^ 

— Señores  diputados:  Está  cumplida  la  primera 
parte  del  programa  revolucionario.  Hemos  acaba- 
do, como  correspondía  hacerlo,  con  todo  lo  antiguo; 
hemos  concuído  con  todos  los  viejos  moldes;  con  to- 
da la  herencia  inservible  e  inútil  que  nos  legara  la 

odiosa  dictadura Ahora  vamos  a  emprender 

la  obra  de  recostrucción , de  recons de 

rrr 

Un  ronquido  sonoro  lanzado  por  sus  bronquios  de 
indígena,  puso  un  calderón,  o  mejor  dicho  un  com- 
pás final  al  programa  «reconstructor»  de  Chaneque, 
que  durmió  sus  cinco  horas  de  un  tirón. 

v    '       '  '/'■■•  ■     - 

♦    ♦  ■':-. 

Todavía  lucían  altas  en  el  cielo  las  estrellas,  cuan- 
do el  pesado  tren  se  puso  en  movimiento. 

A  su  bordo  iba  nuestro  héroe  y  con  él  una  trein- 
tena de  oficiales  y  sobre  cuatrocientos  hombres, 
que  formaban  la  avanzada  destacada  sobre  la  plaza 
de  Monterrey.  El  «Capulín»  llegaría  con  ellos  hasta 
el  punto  extremo,  y  de  éste  se  «cortaría;»  y  vere- 
deando,  trataría  de  abrirse  paso  rumbo  al  Sur,  dis- 
frazado o  como  pudiera,  a  fin  de  llegar,  a  la  mayor 
brevedad  posible,  al  punto  de  su  final  destino,  ya 
que  de  tanto  interés  para  él  era  la  comisión  que  lle- 
vaba. 


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532  E.  MAQUEO  CASTELXANOS 

-.     ■  ■  I      -"-'y 

Somnolientoy  malhumorado,  no  se  dio  cuenta,  en 
los  primeros  momentos,  por  donde  iba.  La  noche 
no  dejaba  distinguir  los  paisajes,  ni  Chaneque  era 
un  gran  admirador  de  la  naturaleza  que  encontrara 
deleite  en  aquéllos.  Acomodóse,  pues,  lo  mejor  que 
pudo  en  el  asiento,  y  trató  de  conciliar  de  nuevo  el 
suefio;  pero  apenas  si  pudo  dormitar,  que  para  no 
dejarlo  dormir  estaban  allí  los  «compafieros>  ar- 
mando una  barabúnda  infernal. 

Amanecía  ya  cuando  dejó  de  sentir  aquella  incli- 
nación al  suefio;  y  enderezándose  entonces  en  el 
asiento,  y  después  de  apurar  una  taza  de  «café  de 
jarro»  con  un  poco  de  «refino»  que  su  asistente  le 
brindara,  se  puso  a  meditar  un  poco  sobre  aquella 
su  comisión.  ¿Cuajaría  o  no?  ¿Lograría  abrirse  pa- 
so hasta  aquella  región,  o  bien  antes  de  conseguirlo 
le  «caerían,»  atrapándolo  y  haciéndolo  racimo  de 
horca? 

¡Qué  contrastes  de  la  vida!  Allá,  hacía  cuatro 
afios,  habría  bufado  (como  lo  había  hecho)  contra 
el  que  le  hubiera  hablado  mal  de  don  Porfirio  Díaz 
y  de  su  gobierno;  entoces  disfrutaba  de  la  «bequi- 
ta»  aquella  del  gobierno  de  su  tierra,  y  era  un  estu- 
diantejo  tranquilo  que,  en  lo  que  menos  pensaba, 
era  en  la  revolución.  Y  ahora. . . .  ahora  era  uno  de 
tantos  encargados  de  la  «propaganda»  y  esta  con- 
sistía en  decir  a  diestra  y  siniestra  horrores  del 
caído  dictador,  y  en  anatematizar  su  tiranía.  Tira- 
nía a  una  de  cuyas  dulces  ubres  se  había  amaman- 
tado.. ..  ■         .  1 

Llamándose  a  capítulo,  Chaneque  se  decía:  «Por 
qué,  vamos  a  ver,  Chanequito:  tú  eres  un  indio  de  raza 
pura,  de  la  mixteca  oaxaquefia,  y  sin  embargo  de  ser- 
lo, no  andas  de  calzón,  camisa  y  «cacles»  como  la  ma 
yoría  de  tus  congéneres,  sino  vestido  como  la  gente 
decente.  ¿A  qué  se  debe?  Tu  padre  fué  un  humilde 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  633 

comerciante  que  tuvo  su  «changarro»  allá  en  el  pue- 
blo de  *  *  *  y  además,  sus  «merguitas»  de  tierra,  y 
que,  vendiendo  percales  y  jabón,  y  levantando  cada 
año  su  «maizito»  lograba  sostener  a  su  familia  con 
relativa  comodidad,  e  iba  siempre  para  arriba,  me- 
jorando en  sus  negocios,  al  amparo  de  la  paz.  Tú, 
en  la  escuela  de  tu  pueblo,  aprendiste  a  leer  y  <es- 
crebir,>  como  ese  zángano  de  anoche,  y  además  ■ 

gramática,  aritmética,  etc.  Por  cuanto  que  allá,  en 
esa  escuela,  te  «sacaste>  las  mejores  calificaciones 
y  algunos  premios,  el  gobierno  de  tu  Estado  acordó 
pensionarte  para  que  hicieras  una  carrera  profesio- 
nal, y  te  otorgó  una  «beca»  para  estudiar  en  Méxi- 
co. Y  allí  estudiabas  y  estabas  a  punto  de  alcanzar  / 
un  título,  cuando  te  dio  la  ventolera  de  meterte  a  re- 
volucionario, a  «libertador,»  a  «redentor  del  pueblo 

oprimido» ¿Y  lo  eres?  ¿Crees  serlo?  La  verdad 

es  que  no.  La  verdad  es  que  andas  en  estas  «frascas» 

para  ver  qué  pescas,  y  que,  sin  haber  hecho  méri-  ;| 

tos  para  ello  bastantes,  quieres  ser  quién  sabe  cuan-  : ' 

tas  cosas.  Y  con  tal  de  serlo,  no  has  tenido  empacho 

en  barajarte  con  estos  «camaradas»  que  serán  muy  ; 

libertadores  y  muy  revolucionarios  y  muy  todo,  pe-  I 

ro  que  hacen  cada  «brutada» Has  hecho  bien  en 

lo  que  has  hecho  Chanequito?  Estás  haciendo  bien 

en  lo  que  haces?   Pues  no  señor,  no  está  bien  he-  !$ 

cho »  -J 

Mientras  el  «Capulín»  meditaba  de  tal  guisa,  el  f 

tren,  a  buena  velocidad,  corría  por  el  abierto  campo  .1 

dejando  en  su  pos  una  estela  de  humo  pardo  que  se  í 

desgreñaba  en  el  turquí  del  cielo  matutino;  el  sol  |i 

se  empinaba  por  sobre  las  cercanas  sierras,  y  la  t 

«carranclanada»  de  a  bordo  entonaba,  como  de  cos- 
tumbre, a  grito  pelado,  la  «Valentina»  y  la  «Cucara- 
cha,» adjetivadas  con  adjetivos  más  detonantes  que 
una  salva  de  artillería. 


534  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

«No  está  bien  hecho,  no;  si  bien  lo  estudias,  tú  se 
lo  debes  todo,  como  todos,  a  la  paz,  y  con  ella  a  don 
Porfirio  que,  mal  que  bien,  dio  con  aquélla  a  tu  pa 
dre  elementos  para  que  pudieras  comer  y  «desas 
narte,»  trabajando  él  mientras  tú  ibas  a  la  escuela, 

que  fK)día  funcionar  porque  había  paz Todo  se 

lo  debes:  desde  los  primeros  zapatos  que  usaste, 
hasta  las  cuentas  de  interés  que  aprendiste  a  maja 
martillo.  ¿Y  en  q  ué  forma  pagas?  ¿No  eres  un  in- 
grato? Obras,  sobre  todo,  de  buena  fe? ¡No,  es- 
to no  está  bien  hecho!  ¿Entonces  para  qué  «demon- 
ches» te  dejaste  «empinar»  por  las  prédicas  de  los 
Tenorio,  los  Pingarrón  y  los  Rémington?  ¿Por  qué 
has  cambiado  tus  fueros  de  estudiante  «machetero» 
por  los  de  revolucionario  falsificado?» 

Chaneque  sentía  en  aquel  momento  algo  como  un 
incipiente  remordimiento.  Lo  que  de  puro  y  de  no- 
ble y  de  bueno  había  en  aquel  indígena  corazón, 
fliotaba  sobre  lo  ruin  y  mezquino,  en  un  bello  movi- 
miento redentor.  Confesarse  equivocado,  ya  es  un 
principio  de  individual  reivindicación  para  el  bien 
obrar.  I 

«Más  que  nada,  lo  que  debe  mortificarte,  apenar- 
te, es  que  siendo  tú  un  oaxaqueño,  oriundo  de  la 
tierra  misma  de  la  que  fueron  los  antepasados  de 
Porfirio  Díaz,  que  de  todos  modos  y  pésele  a  quien 
le  pesare,  fué  un  grande  hombre,  te  hayas  dejado 
embaucar  para  meterte  en  esta  «tremolina»  cuyo 
resultado  práctico  está  siendo  el  acabar  con  todo 
lo  bueno  que  aquél  hizo,  acogotando  el  crédito  de 
la  nación;  destruyendo  las  vías  férreas;  cerrando 
escuelas,  para  ensanchar  cementerios;  incendiando, 
saqueando,  matándonos  hermanos  contra  herma- 
nos; substituyendo  un  ejército  con  chusmas,  y  cu- 
briéndonos de  vergüenza  ante  las  miradas  del  uni- 
verso, dizque  para  que  de  toda  esta  ruina  resurja 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  535 

una  patria  nueva,  vigorosa  y  democrática ¡Ma- 
mola! ¡Qué  va  a  resurgir!  ¿Cuándo  podremos  nos- 
otros hacer  eso,  si  a  él,  con  todo  y  ser  él,  apenas 
si  le  bastaron  treinta  años  de  paz  para  hacer  algo?> 
«¡Arrepiéntete,  Chaneque;  arrepiéntete! Can- 
ta tu  «confíteor  Deo>  sin  tener  vergüenza  por  ello, 
que  el  positivamente  honrado  y  el  de  real  espíritu 
fuerte  no  debe  tener  grima  en  decir  a  grandes  gri- 
tos cuando  ha  hecho  mal;  y  en  cuanto  puedas,  «zá- 
fate» y  retorna  a  tus  libros  y  a  tus  clases,  para 

aprender  a  ganarte  la  vida  honradamente > 

Bufando  y  caracoleando  en  las  curvas  del  cami- 
no, la  locomotora  se  deslizaba  hacia  el  Sur,  siempre 
hacia  el  Sur. 

«¡El  Sur! -pensaba  Chaneque,  retoñando  en  él  el 
empedernido  soñador,  el  ambiciosillo  vulgar  que 
quería  dejar  la  vida  del  trabajo  y  de  la  consagración 
a  la  honradez,  por  la  regalada  vida  del  magnate  im- 
provisado y  del  poderoso  forjado  en  un  segundo, — 
Allá,  en  el  Sur,  está  «mi  ínsula.»  ¡Cuándo  yo  sea 
gobernador! ¡Y  después,  cuando  sea  minis- 
tro   Y  después »  Y  con  las  manos  de  la  ilu- 
sión, se  ponía  a  apilar  y  acariciar,  sobándolo,  oro, 
muchas  monedas  de  oro  reluciente,  cuyos  discos 
amarillos  se  deslizaban  entre  sus  dedos  y  se  despa- 
rramaban   Pilas  chicas,  y  medianas  y  gran- 
des —  Onzas,  «Hidalgos»  y  «medios  Hidalgos» 

¿Cuánto  dinero  había  allí?  ¿Un  millón,  dos  acaso? 
¡Y  todo  aquél  oro  era  suyo! 

Allá,  en  la  puerta  del  palacio,  lo  esperaba  su  co- 
che; un  lujoso  automóvil  de  cuarenta  caballos 

Si  vieran  todo  aquello  los  camaradas  de  la  «Repú- 
blica» se  morirían  de  envidia!  ¿Chaneque  millona- 
rio? ¿Chaneque,  el  indio  «tabla»  con  automóvil  pro- 
pio? ¿Chaneque  general?  ¡Pues  sí,  señor!  ¡Chaneque 
que  se  había  ganado  todo  aquello  con  sus  paútalo- 


.  *' " 


536 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


nes  bien  fajados!  Los  hombres  le  obedecían  por 
centenares  de  miles.  Todos  se  plegaban  sumisos  a 
la  voluntad  suya.  ¡Mandaba!  Tenía  dóciles  a  pue 
blos  y  ciudades.  Riquezas,  honores,  mando,  alha 
gos  todos  de  la  vida ¡Qué  mayor  satisfacción 

Y  sin  embargo,  sentía  aquel  gusanillo  del  remor 
dimiento;  algo  como  repugnancia  de  sí  mismo;  cier 
to  asco  de  su  propia  personalidad.  Sí:  podría  ser 
todo  aquello;  pero  no  podría  ser  «el  honrado  Cha- 
neque;» y  si  alguien  le  llamaba  así,  tenía  que  ser,  o 
un  mendaz  o  un  vil  adulador 

A  tales  alturas  llegaba  el  «Capulín»  en  sus  deva- 
neos, cuando  ensordecióle  insólito  fragor,  como  del 
mundo  derrumbándose;  sintióse  levantado  en  vilo, 
y  pudo  aún  aspirar  algo  como  una  bocanada  de  un 
gas  acre  y  asfixiante.  Después ....  la  tiniebla!  Los 
oídos  zumbándole  atrozmente;  el  ansia  de  querer 
gritar,  sin  poder  hacerlo;  el  deseo  de  respirar,  sin 
lograrlo;  de  querer  ver,  y  sentir  apagada  la  vista; 
de  querer  andar,  y  sentirse  de  plomo! ....  Después 
nada ....  nada ....  ¿Qué  era  aquello  que  le  sucedía? 
¿La  muerte  acaso?  Sí....  así  debía  serla  muerte  — 


El  tren  había  volado  casi  en  su  totalidad  con  la 
fuerza  de  la  explosión.  La  tremenda  carga  de  dina- 
mita había  operado  todos  sus  efectos,  y  los  sendos 
cartuchos  que  la  noche  anterior  hubiérales  dado  el 
jefe  de  trenes  a  sus  «dinamiteros»  para  volar  el  con- 
voy de  los  federales,  había  servido  admirablemente 
para  destruir  el  de  ellos  mismos,  por  un  equívoco 
imperdonable.  Chaneque,  pues,  en  dado  caso,  mo- 
ría a  manos  de  los  suyos!  Saturno  seguía  devoran- 
do a  sus  hijos I 

—  Aquí  hay  uno! 

-A  ver jálalo! Sácalo  de  debajo  de  esos 

«tremontorios» 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  537 

-  Parece  un  jefe 

-  Qué  caracho! Si  ya  se  «petateó!»  (murió) 

Pa  qué  perder  el  tiempo  con  él?  Tíralo  ahí,  en  ese 
montón .... 

-No,  hombre! Si  todavía  resuella! 

-Pos  échale  aguardiente  en  la  «choya*  (cabeza). 

-  La  teñe  partida .... 

-  No  liace!  Ekihale ansíTia bastante .... 

y  dale  un  trago 

Imposible  definir  qué  fué  lo  que  reanimó  a  Cha- 
neque. Si  la  lumbre  en  la  cabeza,  que  tal  le  pare- 
ció el  alcohol  que  en  ella  le  echaron,  o  la  lumbre  en 
la  garganta,  que  le  hizo  pegar  un  resoplido  de  bes- 
tia. 

-Eh?  Ya  lo  viste?  Qué  te  dije? Si  todavía 

resollaba!  Quiubo,  jefe?  Qué  le  pasó? 

Mas  el  jefe  no  se  daba  cuenta  de  lo  que  le  decían. 
Con  atónitos  ojos  contemplaba  aquel  espectáculo 
horrorosamente  trágico,  y  que  en  su  pobre  cerebro 
de  alucinado  y  en  organismo  ya  dispuesto  al  cho- 
que nervioso,  desde  los  sucesos  de  aquel  «tabardi- 
llo>  histórico,  revivía  todo  el  espanto,  ahora  centu- 
plicado, de  aquellas  escenas  dantescas.  El  tren  no 
era  ahora  más  que  un  hacinamiento  de  maderas  he- 
chas añicos,  y  en  las  que  el  incendio  comenzaba  a 
hacer  presa,  levantándose  ya  pequeñas  flamas  y 
nubéculas  de  humo. 

Hierros  destrozados  por  el  choque  y  encorvados 
en  un  terrible  escorzo,  como  tensos  tendones  de  un 
gigante  apachurrado:  cristales  rotos,  presentando 
al  sol  mañanero  las  agudas  puntas  con  chispeos  de 
diamante;  racimos  humanos  prensados  entre  los 
escombros,  colgando  aquí  los  cuerpos  inertes  en 
increíble  dislocación;  o  bien  agitándose  con  las  úl- 
timas convulsions  de  la  vida,  en  las  ansias  de  un  do- 
lor indescriptible Y  en  el  suelo,  mezcladas  con 


^?v.. 


538 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


los  despojos  del  tren,  astillas  y  hierros,  regadas 
por  doquiera  visceras  sangrantes,  palpitantes  aián, 
guiñapos  escarlatas,  de  los  que  la  arena  se  embebía 

la  sangre Brazos,  piernas,  torsos  toscamente 

amputados,  y  cabezas  estrelladas  de  las  que  la  ma- 
sa encefálica  se  escurría  por  las  grietas Y  en 

el  aire,  la  gama  de  todos  los  clamores:  el  grito  agu- 
do y  penetrante  y  el  estertor  ronco  y  difuso;  la  voz 
del  ruego  y  el  acento  de  la  blasfemia;  la  impreca- 
ción y  el  rezo ! 

Por  la  mente  de  Chaneque,  y  como  un  último  re- 
lámpago, cuando  se  ponía  de  pie  trabajosamente, 
sintiendo  que  algo  tibio  manaba  de  su  frente,  san- 
gre acaso,  pasó  este  pensamiento:       I 

— Jesús!  Lo  que  hemos  hecho . . . . !  lo  que  estamos 
haciendo! I 

Y  como  en  an^rior  ocasión,  arrancó  a  correr; 
pero  ahora  se  detuvo  en  mitad  de  la  carrera;  lanzó 
una  estridente  carcajada,  y  se  puso  a  levantar  del 
suelo  pedruzcos  y  chinas,  astillas  y  despojos,  que 
lanzaba  al  aire,  gritando  con  estentórea  voz: 

—Miren! miren oro! oro!  Puro  oro 

y  todo  es  mío!  Mío ja,  ja,  ja. ... !  A  ver!  Bata- 
llones, escuadrones  y  pelotones,  a  formar!  Aquí 
está  el  generalísimo!  Yo  soy  el  más  rico  del  mundo 
y  el  que  mando  más! Ja,  ja,  ja! 

La  razón  se  había  eclipsado  en  el  infeliz  «Capu- 
lín» que,  para  lo  de  adelante,  no  sería  más  que  un 
pobre  loco,  un  megalómano,  una  víctima  más! 


CAPITULO  VIII 
Las  postrimerías  de  la  usurpación 

La  dictadura  de  Victoriano  Huerta  se  derrumba 
estrepitosamente,  inevitablemente,  ante  el  empuje 
cobrado  por  la  revolución  carrancista  después  de 
la  ocupación  de  los  americanos.  .  ;    ; 

Como  gigante  ola  para  la  cual  no  podía  haber  di- 
que, la  revolución  avanzaba,  avasallando  al  país. 
Apenas,  como  débiles  puntos  de  resistencia,  Guay- 
mas  y  Mazatlán  en  el  Pacífico  y  Tampico  en  el  Gol- 
fo, agotaban  estérilmente  las  últimas  defensas.  El 
ejército,  diezmado,  aniquilado,  arrollado,  cedía  en 
todas  partes  el  paso.  El  desastre  de  San  Pedro  de 
las  Colonias,  en  donde  veintiún  generales  (?)  huer- 
tistas,  comandando,  más  que  soldados,  reclutas 
que  la  leva  había  apiñado,  fué  el  golpe  definitivo. 

Huerta,  en  una  obsecación  incomprensible,  de- 
fendía aún  el  poder;  para  ello,  echaba  mano  de  cuan- 
to recurso  estaba  a  su  alcance;  dinero  de  los  Ban- 
cos; influencias  de  las  castas  privilegiadas  y  del 
clero;  contingentes  de  las  prisiones  militares  y  co- 
munes ....  Vano  esfuerzo,  que  sólo  producía  en  to- 
dos el  anhelo  de  que  aquello  acabara  pronto! 

Explotando,  como  queda   dicho,  el  sentimiento 


540  E.  MAQUEO  C3ASTEI*LANOS 

popular,  indignado  por  la  ocupación  de  Veracruz, 
ordenó  la  militarización  de  todos  los  elementos  06 
ciales  aptos  para  ello.  Hasta  los  estudiantes  de  es 
cuelas  oficiales  hubieron  de  vestir  militar  indumen- 
taria. Y  entre  los  que  tal  suerte  corrieron,  tuvo 
que  contarse  nuestro  atildado  Menchaca,  que  hubo 
de  «militarizarse»  en  su  condición  de  telegrafista  de 
«primera»  al  servicio  de  una  de  tantas  oficinas  de  la 
capital.  '  I 

Hacía  ya  poco  más  de  un  mes  que  el  garrido  ma 
nipulador  tenía  que  levantarse  a  la  madrugada  para 
concurrir  a  determinado  llano  en  las  cercanías  de 
la  ciudad,  a  recibir  «instrucción»  militar,  muy  con- 
tra su  voluntad,  no  sólo  por  aquello  del  polvo,  sino 
también  por  tener  que  obedecer  las  voces  de  mando 
de  algún  ofícialete  de  los  encargados  de  la  instruc 
ción. 

-  Uno,  dos uno,  dos flanco  derecho!  De 

recha! .... 

Menchaquita  regresaba  hecho  una  lástima  por  el 
polvo  y  un  basilisco  por  las  «derechas»  e  «izquier 
das,»  a  tomar  un  baño,  cambiar  de  ropa,  embuchar- 
se a  la  carrera  un  chocolate  y  encaminarse  después 
a  la  oficina,  a  darle  a  la  magneta,  que,  por  mor  de 
las  constantes  órdenes  que  había  que  transmitir  so- 
bre la  campafia,  trabajaba  más  que  nunca. 

—  Otro  soldadito  de  chocolate!  —  murmuraba  des 
pectivamente  Barbedillo,  viendo  a  Pito  en  aquellas 
trifulcas. 

—  Pues  si  con  esos  dandys  va  a  salir  Huerta  de 
apuros ....  -  coreaba  el  celoso  Orbezo. 

-Y  usted,  sefior  Andrade qué  ¿no  se  «arre 

biata»  a  eso  de  la  instrucción  militar?— preguntaba 
con  zonga  Cuca  Otamendi  a  Quico. 

-  Si  fuera  de  buena  fe,  ya  estaría  en  ello,  Cuqui 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  541 

ta- respondía  el  estudiante— pero  para  farsas  no 
me  presto ' 

-  Ay,  Locha!  Lo  que  es  al  sobrino  nos  lo  mandan 

a  la  campaña  en  cualquier  momento Y  si  eso 

pasa,  yo  me  muero! 

— Bln  cualquier  momento y  yo  me  muero!  — 

hacía  eco  Locha  a  Lucha. 

Menchaca,  como  si  no  se  diera  cuenta.  Hacía  to- 
do aquello  automáticamente;  y  a  las  invectivas  de 
los  desocupados  de  la  casona,  contestaba  encogién- 
dose de  hombros  y  silbando  el  vals  de  moda. 

Mas  cuando  la  estupefacción  general  subió  de 
punto  y  las  lágrimas  de  las  tías  estuvieron  a  pique 
de  provocar  una  inundación  en  la  casa,  fué  un  bello 
día  en  el  que  Menchaquita  se  presentó  vistiendo  de 
kaki,  enfundadas  las  juveniles  pantorrillas  en  lus- 
trosas polainas,  y  portando  el  kepi  con  las  insignias 
de  capitán  primero. 

-Pito,  por  Dios!  Qué  es  eso?  Qué  quiere  decir 
ese  uniforme? 

-Por  Dios!  Qué  quiere  decir? 

—Pues  nada.  Que  me  mandan  a  incorporarme  a 
la  división  de  Zacatecas,  y  que  me  voy! 

-Imposible!  Irte  tú?  Imposible! 

—Imposible 

-  O  lo  que  es  lo  mismo,  pasado  mañana. 

Y  Menchaquita,  girando  militarmente  sobre  los 
talones,  se  marchó,  sacudiendo  el  polvo  de  sus  fla- 
mantes polainas. 

En  cuanto  en  aquella  facha  lo  tuvieron  a  tiro,  las 
preguntas  de  los  de  la  «República,»  Barbedillo  y 
comparsa,  menudearon,  por  supuesto. 

-  Pero  es  cierto,  Menchaca,  que  se  va  usted  a 
cargar  el  mausser? 

-  Algo  más:  voy  a  empuñar  la  espada. 

-Y  del  lado  de  Huerta?  Lo  ha  pensado  bien? 


542 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


-  Del  lado  de  la  nación,  que  me  ha  dado  de  co 
mer  

—  Pero  hombre,  eso  es  una  locura!  Largúese  de 
la  oficina  y  todo  queda  arreglado  así. 

— Sólo  los  gandules  están  a  la  maduras  y  no  a  las 
duras I 

— Lo  van  a  matar  a  usted! Aquellos  vienen 

dando  muy  fuerte! 

— Hay  de  dar  y  de  tomar.  Y  si  me  matan,  no  será 
más  de  una  vez 

Y  como  lo  dijo  lo  hizo.  Menchaquita  se  marchó  a 
Zacatecas  a  incorporarse  a  la  división  que  defendía 
dicha  plaza,  al  mando  del  bien  probado  general  Luis 
Medina  Barrón.  ' 

Irse  Menchaca  y  encerrarse  las  tías  en  su  «can- 
tón» a  piedra  y  lodo,  todo  fué  uno.  Tan  solo  en  las 
mañanas  se  las  podía  ver,  bien  de  madrugada,  rum- 
bo a  la  Iglesia,  en  la  que  se  pasaban  las  horas  muer- 
tas oyendo  misa  tras  misa  y  rezando  triduo  tras 
triduo,  por  el  sobrino.  Natural  fué  que  la  mendaz 
lengua  de  Cuca  Otamendi  fraguara  la  mentira  de 
que  ya  estaban  las  siamesas  confeccionando  sus  tra 
jes  de  amazonas  para  ir  a  hacer  compañía  al  estira 
do  y  consentido  sobrino. 

— Va  a  dar  dado!  —  fué  el  universal  comentario. 

Tal  se  pensaba  porque,  una  vez  el  santo  de  espal- 
das, no  había  combate,  escaramuza  o  encuentro  en 
los  que  las  tropas  del  Gobierno  no'salieran  mal  para- 
das, salvo  contados  casos  en  los  que  el  valor  de  los 
jefes  o  su  táctica  lograban,  en  desesperado  esfuerzo, 
obtener  una  paliante  victoria.  Era  el  resultado  de  es- 
tar el  ejército  formado  ya,  en  su  inmensa  mayoría, 
de  reclutas  que,  sin  ninguna  preparación,  y  a  las 
veinticuatro  horas  de  haber  sido  cogidos  de  leva, 
eran  enviados  a  los  puntos  en  los  que  la  amenaza  era 
más  inminente,  y  eso  sin  llevar,  en  muchas  veces,  ni 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  543 

armas,  ni  pertrechos,  ni  aun  uniformes,  por  lo  que 
aliora  eran  chusmas  que  iban  resultando  inferiores 
a  las  mismas  carrancistas  que,  por  lo  menos  tenían 
sobre  ellas  la  ventaja  de  la  moral  y  de  la  cohesión 
que  produce  el  triunfo. 

Menchaquita  no  dio  tan  dado. 

Francisco  Villa,  una  vez  que  se  había  apoderado 
de  Torreón,  se  mantuvo  allí  a  la  expectativa,  sabien- 
do que  ningún  otro  jefe  de  la  revuelta,  fuera  de  él, 
sería  capaz,  por  el  número  de  sus  fuerzas  y  la  cali- 
dad de  sus  elementos,  de  tomar  la  bien  defendida 
plaza  de  Zacatecas. 

Su  previsión  resultó  confirmada.  El  rebelde  zaca- 
tecano  Panfilo  Natera,  uno  de  los  de  más  prestigio 
en  las  filas  carrancistas,  embistió  a  la  plaza  sin  más 
resultado  que  el  de  ver  diezmadas  sus  fuerzas,  te- 
niendo que  replegarse  a  Calera. 

Sobrevino  entonces  la  completa  escisión  entre  el 
ilustre  don  Venustianory  su  segundo  Villa,  mal  so- 
lapada hasta  entonces  en  fuerza  de  pláticas  y  com- 
ponendas. 

Fué  el  caso  que  don  Venustiano  «ordenó»  a  Villa 
que  prestara  auxilio  con  sus  elementos  a  Natera,  en 
los  esfuerzos  de  éste  por  tomar  Zacatecas. 

ViUa  respondió  a  don  Venustiano  que  se  disponía 
a  ser  él  y  no  otro  el  que  tuviera  la  satisfacción  de  apo- 
derarse de  Zacatecas.  Y  que  si  otro  lo  podía  hacer, 
que  lo  intentara. 

Carranza  trató  de  regañar  a  Villa,  sometiéndolo  a 
sus  disposiciones.  Villa  simuló  entonces  presentar 
la  renuncia  de  su  puesto  de  jefe  de  la  División  del 
Norte,  la  que  realmente  había  asegurado  el  triunfo 
de  la  revuelta;  renuncia  que  Carranza,  cayendo  en  la 
trampa  hábilmente  tendida,  aceptó  incontinenti, 
aunque  «con  sentimiento»  al  privarse  de  los  servi- 
cios de  ese  colaborador,  al  que  encargó  convocara 


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544  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

a  una  junta  de  generales  (?)  para  que  determinaran 
en  quién  de  ellos  debería  recaer  el  mando  de  la  in- 
dicada División. 

La  junta  tuvo  efecto:  pero  en  vez  de  proceder  a 
designar  al  jefe  que  se  le  decía,  y  en  largos  telegra- 
mas cruzados  entre  Saltillo  y  Torreón,  aquélla  ma- 
nifestó a  Carranza  que  se  hacía  solidaria  del  cisma 
de  Villa,  al  que  seguiría:  por  lo  que  Villa  manifestó 
a  su  vez  a  Carranza  que,  «aunque  con  sentimiento> 
seguía  al  frente  de  la  División  del  Norte. 

Y  tras  de  ello  marchó  sobre  Zacatecas;  y  en  rudos 
combates  que  duraron  tres  días  consecutivos  y  en 
los  que  las  bajas  del  uno  y  del  otro  lado  fueron  muy 
considerables,  logró  posesionarse  de  aquélla,  tenien- 
do Medina  Bar  ron  que  retirarse  en  tal  forma  que  su 
conducta  mereció  el  aplauso  del  mismo  Napoleón  (?) 
mexicano,  según  la  gringa  denominación  a  Villa. 

Al  ser  atacada  Zacatecas,  Menchaquita  tenía  su 
oficina  a  bordo  de  un  mal  furgón  que  se  movía  sobre 
la  vía  férrea  según  las  necesidades  lo  aconsejaban. 

Cuando  el  atacante  fué  Natera,  Menchaca  no  se 
despegó  un  instante  de  su  magneta.  Manipulando, 
manipulando,  oía  silbar  las  balas  en  su  derredor  y 
veía  caer  bien  cerca  a  los  pobres  reclutas  que  defen- 
dían tal  plaza.  Mas  no  p>or  eso  abandonó  su  carac- 
terístico humor,  y  mientras  las  balas  silbaban  y  la 
magneta  funcionaba  con  su  isócrono  tecleteo,  Men- 
chaquita tarareaba,  como  siempre,  su  wals  favo- 
rito. "I 

Pasada  aquella  tormenta,  que  había  sido  su  bau- 
tismo de  fuego,  consideróse  ya  familiarizado  con  el 
plomo.  Si  todo  era  como  aquello  que  había  visto,  no 
era  tan  peligroso,  como  se  decía,  el  estar  en  la  línea 
de  fuego.  Su  serenidad  y  su  valor  no  pasaron  des- 
apercibidos, y  por  eso  que  fuera  citado  en  la  orden 
del  día  de  la  Plaza,  y  que  viera  trocarse  sus  tres  es- 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  545 

piguillas  de  capitán,  por  las  insignias  de  mayor,  que 
no  lo  hicieron  feliz. 

No  le  fué  igualmente  próspera  la  fortuna  cuando 
Villa  enderezó  el  ataque  contra  Zacatecas.  Durante 
el  primer  día,  su  magneta,  a  bordo  de  su  carro,  tra- 
bajó admirablemente  y  con  poca  fatiga:  pero  en  el 
segundo  ya  no  fué  lo  mismo.  Villa  traía  artillería, 
mandada  por  el  ezfederal  Angeles,  que  sabía  apun- 
tar cañones.  Por  eso  que  hiciera  más  de  un  blanco 
en  las  proximidades  del  sitio  en  que  se  hallaba  el  je- 
fe de  la  defensa,  y  con  él,  por  de  contado,  su  telegra- 
fista. Entonces  vio  Menchaca  cómo  reventaban  los 
obuses  en  floraciones  extrañas  de  fuego,  humo  y 
bronce  que  repartían  la  muerte  en  derredor,  y  cómo, 
en  más  de  una  vez,  las  astillas  arrancadas  a  su  carro 
caían  sobre  la  mesa  misma  en  que  funcionaba  la 
magneta. 

Aquello  sí  ya  era  otra  cosa.  Era  algo  gravé. . .  .• 
Menchaquita,  un  tanto  nervioso,  encendía  su  ciga- 
rrillo; y  atisbando  para  las  afueras  del  carro,  ya  no 
silbaba  su  wals  favorito.  Vio  bien  muchos  muertos 
que  yacían  tendidos  aquí  y  allá  en  dantescas  postu- 
ras: los  heridos  pasaban  arrastrándose,  o  llevados  a 
remolque  por  compadecidos  camaradas:  y  allá,  a  lo 
lejos,  oíase  el  clamoreo  de  los  villistas  insultando  a 
los  federales,  y  el  craquetear  de  las  ametralladoras 
remedando  aplausos,  y  el  toque  de  los  clarines,  dan- 
do órdenes  o  vibrando  notas  de  victoria. 

En  qué  pararía  aquello? Los  federales  iban 

perdiendo  terreno  a  cada  momento!  Paró  en  mal 
para  el  pobre  dandy  de  la  casona. 

En  el  tercer  día  hubo  de  abandonar  la  magneta  y 
empuñar  el  revólver  y  disparar,  porque  el  furgón, 
tomado  entre  dos  fuegos,  era  blanco  seguro:  había 
que  defenderse,  si  no  quería  «dar  dado;>  fácil  habría 
sido  mover  el  carro  a  brazo  de  «Juanes»  para  apar- 

35  r 


546 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


vU 


tarlo  del  peligro;  pero  él,  que  no  pertenecía  a  la  «glo- 
riosa» y  que  en  su  calidad  de  civil  tenía  derecho  a 
conocer  el  miedo,  no  quería  ahora  conocerlo. 

Mediaba  el  día,  y  el  sol  de  estío  quemaba  crestas 
y  lomeríos  y  hacía  que  el  infierno  del  combate  se 
acrecentara  con  el  fuego  de  la  altura.  El  revólver 
resultaba  ya  inútil  y  Menchaca  lo  enfundó  apelando 
al  rifle.  Pecho  a  tierra,  en  su  furgón,  buscaba  al 
enemigo;  y  al  tenerlo  a  tiro,  hacía  blanco  y  dispara- 
ba. «Uno!»  dijo  cuando  vio  caer  al  primer  enfemigo 

tendido  por  su  mano.  Ahora  contaba  ya  «cuatro» 

Cuatro  hombres  muertos  o  heridos  por  él,  que  ha- 
bría sido  incapaz  de  matar  una  mosca! 

¡Qué  sed.  Señor,  qué  sed!  No  había  agua  ni  para 
remedio.  Por  su  imaginación  pasaba  el  recuerdo  de 
horas  en  las  que  allá,  en  la  «Drug  Store»  de  la  me- 
trópoli, se  había  soplado  sus  «ice  cream  soda» 

Cuánto  daría  ahora  por  uno  de  ellos!  Mejor  por  me- 
dia docena 

De  los  cuatro  servidores  del  carro,  reparadores  . 
de  líneas  telegráficas,  dos  estaban  heridos;  uno, 
muerto.  Sólo  quedaban  defendiendo  aquél,  el  im- 
provisado mayor  y  un  soldado  veterano,  federal  «de 
veras,»  que  era  una  fiera,  y  el  encargado  de  dictar 
a  Menchaca  las  tácticas  de  defensa.  Menchaca  se- 
guía sus  instrucciones  dócilmente.  Lo  único  que  lo 
acongojaba  era  no  poder  atender  a  aquellos  dos  he- 
ridos: uno  con  una  pierna  rota  por  un  casco  de  me- 
tralla, y  el  otro  con  el  pecho  atravesado  por  un  pío 
mazo.  La  respiración  jadeante  de  éste,  lo  hostigaba. 
Pedía  agua. . . .  agua.  Dónde  conseguirla? 

—  Apriétele,  jef ecito,  que  ahí  se  nos  vienen  en- 
cima. 

Y  el  soldado,  al  decir,  señalaba  un  grupo  de  villis- 
tas  que  se  encaminaban  hacia  el  furgón,  haciendo 
íaego. 


„.-. ,        V' 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  547 

-  «Cinco» ....  contó  Menchaquita.  —  Que  Dios  me 
tenga  en  cuenta  que,  si  mato,  es  para  que  no  me 
maten .... 

-No  se  descubra,  jefe. ....  Atrinchérese  ahí  de- 
trás de  ese '      • 

Ese  era  el  muerto.  Menchaca  consideró  irreve- 
rente para  la  muerte,  hacer  trinchera  del  cuerpo 
aquel:  sintió  asco  de  repantingarse  junto  a  un  cadá- 
ver destilando  masa  encefálica  del  agujero  que  la 
«bala  expansiva»  había  hecho  en  el  cráneo,  desga- 
jáudolo. 

-  Pos  si  usted  no  lo  agarra,  yo  sí 

Y  el  soldado,  volteando  al  muerto  de  costado,  hi- 
zo de  él  parapeto,  y  siguió  disparando  a  su  resguar- 
do. Menchaca,  tras  de  su  mesa,  ahora  volcada,  ha- 
cía lo  mismo,  sintiendo  cómo  pasaban  sobre  su 
cabeza  y  rebotaban  en  su  derredor  las  balas. 

Ahora  estaba  ya  solo!  Le  había  tocado  su  turno 
al  soldado,  al  que  no  había  servido  de  nada  el  hu- 
mano parapeto.  Su  muerte  debió  ser  instantánea; 
Menchaca  ni  cuenta  se  había  dado  de  ella:  un  bala- 
zo le  había  partido  el  corazón  a  aquel  hombre:  la 
sangre,  obscura  y  espesa,  brotaba  de  la  herida;  co- 
rría por  la  madera  del  piso  del  furgón  y  salía  hacia 
afuera,  cayendo  sobre  la  ardiente  arena  del  suelo, 

que  se  la  bebía «Parece  refresco  de  jamaica!» 

fué  la  absurda  idea  de  Menchaquita  al  verla. 

Y  fué  su  última  idea,  al  parecer,  porque  un  agu- 
do dolor  lo  hizo  soltar  el  rifle,  girar  sobre  sus  talo- 
nes y  desplomarse;  eso  sí,  sin  un  lamento,  sin  una 
queja,  sin  más  que  una  contracción  que  lo  hizo  aga- 
rrarse la  diestra  fuertemente  con  la  siniestra. 

A  los  quince  minutos,  el  furgón  que  había  sido 
baluarte  de  aquel  valiente,  ardía  en  su  totalidad, 
dejando  desprender  un  fuerte  hedor  a  carne  que 
se  carboniza  y  grasa  que  se  requema! 


-tí' . 


548 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


«     • 


Una  semana  había  transcurrido  del  sucedido  an- 
terior, cuando  Quico  Andrade,  más  que  nunca  ca- 
bizbajo y  meditabundo,  se  dirigía  lentamente  des- 
de la  de  Jurisprudencia  rumbo  al  cuartucho  que 
ocupaba  en  la  casona,  al  pardear  la  tarde. 

Todo  ahora  contribuía  a  descorazonarlo.  Ya  algún 
nuevo  desdén  de  Chayo:  ya  las  malas  noticias  de 
los  vandalismos  crecientes  cometidos  por  los  «co- 
rreligionarios;» ya  la  noticia  circulante  entre  la 
turba  estudiantil,  sobre  que,  si  llegaban  a  entrar 
los  carrancistas  en  México,  cosa  inminente,  era  se- 
guro el  «cierre»  de  las  escuelas  y  la  suspensión 
consecuente  de  los  cursos.  Y  esto  significaba  un 
afio  más  perdido 

Subió  las  escaleras  sin  fijarse  en  la  vivienda  de 
aquella  nifia,  en  la  que  había  puesto  todas  las  esen- 
cias de  su  alma,  y  que  tan  mal  lo  comprendía.  Obs- 
curecía, hemos  dicho,  y  la  siempre  económica  Filo 
no  había  encendido  aún  el  alumbrado. 

Todavía  Demóstenes  no  había  llegado  al  «cantón> 
y  él  era  ahora  el  único  compañero,  puesto  que  Cha- 
neque estaba  de  asilado  en  un  manicomio  después 
de  haber  sido  traído  con  grandes  dificultades  desde 
el  lugar  en  que  la  locura  lo  había  asaltado.  Sus  pa- 
rientes hacían  el  esfuerzo  posible  a  fin  de  que  aque- 
lla «joya>  de  la  familia  recobrara  la  razón  y  siguie- 
ra dando  lustre  al  nombre.  En  cuanto  a  Tenorio, 
sabido  es  que  andaba  en  la  revolufia. 

Inmediato  a  la  puerta  de  su  habitación,  Quico 
encontró  a  un  personaje,  que  al  parecer  lo  estaba 
esperando.  Bajo  de  cuerpo  él;  enteco;  cetrina  la  co- 
lor más  que  por  natural,  por  estar  el  cutis  reque- 
mado por  el  sol;  portando  cerrada  barba  descuida- 
da y  vistiendo  humilde  traje  de  dril  gris;  aquel 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  549 

sujeto,  sia  alifio  personal  alguno,  parecía  un  pobre 
diablo  «meritorio>  de  juzgado  menor  en  poblacho 
no  distinguido. 

Sin  parar  mientes  en  el  extático  aquél,  Andrade 
pasaba  a  su  vera,  cuando  el  otro,  reconociéndolo, 
le  dirigió  la  palabra: 

— Quico hermanito!  Pues  qué,  no  me  cono- 
ces? 

— ¿Quién  es  usted? 

— ¿Quién  he  de  ser?  Isidro! ....  tu  hermano!  Mí- 
rame bien reconóceme!  , 

ün  instantáneo  sacudimiento  contrajo  las  faccio- 
nes de  Andrade,  ¡El  hermano  cura  en  aquellas  tra- 
zas! Y  en  México!  ¿Qué  quería  decir  aquello? 

— Entra ven .... 

Entraron  los  dos  hermanos,  y  allí,  en  la  penum- 
bra de  la  habitación,  un  estrecho  y  prolong^ado 
abrazo  los  unió,  a  tiempo  que  un  doble  sollozo  se  es- 
capaba de  sus  gargantas.      ^  - 

— Y  ella? Dónde  está?  Se  ha  quedado  acaso 

en  Zacatecas? — se  atrevió  a  preguntar  tímidamen- 
te Quico,  presintiendo  algo  doloroso,  y  sin  obtener 
respuesta. 

— Pero  respóndeme,  qué  es  de  nuestra  mad recita? 

— Sí allá  se  quedó,  pero  para  siempre! 

— Qué  dices?  Muerta?  Pero  es  verdad? 

— Sí muerta! 

El  dolor  hizo  llegar  a  la  estupefacción  a  Quico, 
que  tras  permanecer  absorto  por  algunos  instantes, 
balbuceó:  7 

—Murió? Cuándo? ¿Por  qué  no  me  avi- 
saste a  tiempo  para  ir  a  recoger  su  bendición? 

— No  habrías  podido  llegar la  ciudad  está 

ahora  en  poder  de  los  villistas  y  no  hay  seguridad 
ninguna  en  los  caminos.  Las  fuerzas  de  Villa  avan- 
zan hacia  el  Sur 


■.s  ^ 


550 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


Entonces,  y  a  preguntas  de  Andrade,  el  padre 
Isidro  refirió  a  aquél  toda  su  larga  epopeya  de  do- 
lor. 

Perseguido  por  la  irreligiosidad  artificiosa  de  los 
revolucionarios,  había  emigrado  de  su  curato.  Es- 
capando por  veredas,  había  recalado  en  Zacatecas. 
Ya  en  ella,  como  el  culto  estaba  mal,  había  tenido 
que  ganarse  la  vida  para  él  y  para  la  anciana  madre, 
como  había  podido:  hasta  ejerciendo  de  sastre;  la 
viejecita,  en  cambio,  hacía  todo  lo  de  la  casa,  a  pe- 
sar de  sus  años. 

Al  ser  atacada  Zacatecas  por  Natera,  él  había 
pretendido  emigrar  rumbo  al  Sur;  pero  ya  no  le 
había  sido  posible,  y  había  tenido  que  soportar  allí 
el  ataque. 

Posteriormente,  cuando  Villa  había  tomado  la 
plaza,  la  soldadesca  del  caudillo  del  Norte  había  di 
rigido  sus  iras  contra  templos  e  instituciones  reli- 
giosas. Él  se  había  ocultado,  como  todos  sus  com- 
pañeros de  ministerio:  y  no  habría  pretendido  dejar 
su  escondite,  a  no  habérselo  impuesto  la  miseria. 
Tenía  que  ver  cómo  se  agenciaba  algo  para  comer 
él  y  la  anciana.  Y  esto  lo  había  perdido.  Reconoci- 
do por  alguien,  habíanlo  reducido  a  prisión. 

Al  serlo,  la  viejecita  había  quedado  desampara 
da.  Al  saber  ella  que  él  estaba  preso  y  que  corría 
peligro  su  vida,  su  endeble  organismo  no  había  po- 
dido resistir  y  había  caído  enferma.    |  -,.  • 

Él  había  rogado  que  lo  dejaran  ir  a  verla.  No  lo 
había  conseguido.  Y  una  mañana,  en  su  prisión, 
una  mujer  del  pueblo  le  había  dado  la  triste  noticia. 
La  pobre  viejecita  había  muerto!  ¿De  qué?  De  enfer- 
medad acaso;  de  pena  tal  vez;  ¡tal  vez  de  hambre!.... 

Pocos  días  después  él  había  sido  puesto  en  liber- 
tad; y  huyendo  a  campo  traviesa,  se  encontraba  en 
México. 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  551 

Andrade  sintió,  durante  todo  el  cruel  relato,  que 
los  músculos  de  su  garganta  se  apretaban,  y  su  co- 
razón destilaba  hiél  contra  aquellos  infames,  y  en 
una  explosión  de  llanto  y  de  iracundia,  exclamó: 

—  Afaldigo  la  garra  criminal  que  ha  hecho  presa 
en  mi  misma  carne!  Soy  un  matricida!  No  tengo 
perdón! 

—  Serénate.  Nada  acontece  que  Dios  no  lo  dis- 
ponga en  sus  designios.    Tu  responsabilidad  en  el 

caso  es  tanta  como  la  mía ¿Por  qué  confié  en 

que  esos  hombres  no  serían  malos  al  extremo  que 
nos  hicieran  víctimas  a  los  que  nada  les  hemos  he- 
cho? Ahora,  me  siento  tranquilo.  La  perdí  a  ella, 
pero  vengo  a  salvarte  a  tí 

—  ¿A  salvarme  tú? 

—  Sí.  ¿Te  admiras?  Yo,  que  soy  todo  debilidad  y 
que  nada  puedo,  tengo  esa  pretensión,  porque  an- 
das en  peligro.  Vengo  a  cuidar  de  tu  alma,  que 
quiero  rescatar  para  ese  Dios,  al  que  has  ofen- 
dido   

Y  por  el  hermano  cura  supo  Andrade  cómo  es- 
taba de  potente  la  revolución.  Villa  se  había  apode- 
rado de  Zacatecas  y  avanzaba  al  Sur;  Monterrey, 
Saltillo  y  todo  el  Norte  había  concluido  por  caer  en 
manos  de  los  carrancistas.  Obregón,  había  tomado 
Guadalajara,  evacuada  por  el  generalJosé  M.  Mier, 
viejo  campeón  de  las  luchas  de  la  intervención 
francesa;  y  la  avalancha,  integrada  en  su  mayoría 
por  indios  yaquis,  se  desbordaba  ahora  por  el  «Ba- 
jío.» 

A  los  dos  o  tres  días  la  colmena  de  la  casona  pu- 
do ver  a  dos  enlutados  que  salían  hacia  la  calle.  El 
«padrecito»  Andrade  y  el  hermano  Quico,  que  re- 
tornaba a  oir  misa,  así  fuera  de  difuntos,  después 
de  luengos  años  de  haber  abandonado  los  altares! 

La  Capital  de  la  República  vivía  febricitante  a 


552 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


fuerza  de  adelantar  previsiones  sobre  lo  que  ocu- 
rrir podía  cuando  le  llegara  su  turno. 

¿Qué  hacía  entre  tanto  Huerta? 

En  realidad,  y  presintiendo  el  ya  cercano  fin,  de 
lo  que  se  preocupaba  era  de  guardarse  la  salida: 
contar,  para  ello,  con  una  playa  y  con  un  barco  en 
que  marchar  para  el  extranjero,  al  destierro,  al  que 
lo  seguiría  el  anatema.  I 

En  los  primeros  días  de  julio,  y  cuando  se  pudo 
saber  que  las  partidas  de  rebeldes  de  Veracruz  ha- 
bían engrosado  al  extremo  de  que  no  sería  remoto 
que  cortaran  las  comunicaciones  con  la  capital,  co- 
menzó a  desmoronarse  el  último  Ministerio  huer- 
tista.  Primero  un  ministro  y  otro  después,  fueron 
resignando  las  carteras,  dando  el  ejemplo  de  la 
desbandada  y  la  ruta  del  éxodo.  Mas  no  por  ello 
faltaron  empecatados  que  aceptaran  las  vacantes, 
así  fuera  por  días,  que,  al  fin  y  al  cabo,  en  días  se 
podía  labrar  una  fortuna.  | 

Vacante  el  Ministerio  de  Relaciones,  el  Presiden- 
te de  la  Suprema  Corte  de  Justicia  de  la  Nación, 
licenciado  Francisco  Carbajal,  fué  llamado  para  ser- 
virlo, delineándose  que  sería  el  «sucesor.» 

A  los  dos  días,  el  13  de  julio  de  1914,  Huerta  pre- 
sentaba la  renuncia  de  su  cargo  ante  el  Congreso 
de  la  Unión,  en  un  mensaje  estrambótico  en  el  que 
hablaba  de  tener  colocados  sus  fondos  en  el  «banco 
de  la  conciencia  universal,»  y  alardeaba  de  estéril 
gasconería:  documento  bien  distinto  de  aquel  en  el 
que  Díaz  hubiera  consignado  la  suya. 

Aceptada  la  renuncia,  el  poder  recayó,  por  minis- 
terio de  la  ley,  en  el  licenciado  Carbajal.  Huerta,  ya 
en  calidad  de  particular,  y  en  un  último  alarde  de 
valor  personal,  dirigióse  en  aquella  noche  al  «Glo- 
bo» a  tomar  su  postrer  «thé.»  (?) 

Y  en  esa  propia  noche,  el  hombre  que  había  teni- 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  553  '•  O 

dolos  destinos  de  México  en  su  mano  por  largos 
dieciséis  meses,  y  habría  llegado  a  desarmar  al 
propio  Gobierno  americano,  enemigo  jurado  suyo,  ^^ 

de  haber  sabido  andar  por  un  camino  de  justicia,  de 
acrisoladavirtud  y  de  palpable  demostración  debue- 
na  fe,  medios  únicos  para  haber  salido  airoso,  to- 
maba el  rumbo  del  destierro,  a  bordo  de  varios 
automóviles,  en  los  que  lo  acompañaban  algunos  de  x 

sus  ministros  y  sub-secretarios,  y  que,  partien-  .,: 

do  de  México  subrepticiamente,  los  dejaron  para  -^^ 

abordar  en  los  trenes  presidenciales  que,  escoltados 
por  el  29  Batallón,  de  tanta  historia,  llegaron  hasta 
el  puerto  de  Cotzacoalcos,  sobre  el  Golfo.  Allí  em- 
barcó el  que  la  revolución  llamaba  «Chacal,»  para 
extranjero  puerto,  a  bordo  de  un  buque  de  guerra 
inglés.  ^^v 

El  Presidente  Carbajal  trató  de  reorganizar  el 
Ministerio  y  de  hacer  frente  a  la  difícil  situación, 
buscando  componendas  con  la  revolución,  para  re- 
petir la  hazaña  que  había  logrado  en  1910. 

A  sus  propuestas  de  transacciones,  la  revolución 
contestó  sólo  con  negativas.  Pretendía  la  rendición 
incondicional  de  los  poderes  que  caían;  la  incondi- 
cional entrega  de  todos  los  elementos;  la  disolución 
del  ejército;  la  resignación  sin  ambajes  del  mando. 
Ni  siquiera  ofrecía  conceder  garantías  a  la  ciudad 
que  calificaba  de  «deicida.> 

Entonces  don  Francisco  Carbajal  buscó  la  media- 
ción de  los  ministros  extranjeros  acreditados  en  el 
país,  a  fin  de  que  la  revuelta  fuera  piadosa  con  la 
Metrópoli.  Los  ministros,  siguiendo  el  impulso  que 
venía  de  Washington,  se  encogieron  de  hombros.  . 

¡Una  urbe  de  medio  millón  de  almas,  debería  ser 
abandonada  sin  restricciones,  como  presa  de  botín, 
y  ser  teatro  de  ignominias,  porque  sólo  así  era  co- 


^-         ;.-^.-í 


554 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


mo  podía  vengarse  en  ella,  el  ser  la  ciudad  «dei- 
cida!> 

Carbajal,  desconcertado,  optó  por  abandonarse 
en  manos  de  su  Ministro  de  Guerra,  y  la  obra  si- 
niestra de  este  hombre  comenzó  a  cristalizar.  ¡Huer- 
ta había  procreado! 

Hizo,  en  un  principio,  creer  al  Presidente  que 
había  elementos  para  hacer  resistiencia,  y  que  se 
haría.  Y  cuando  había  dejado  acercarse  lo  bastante 
al  enemigo  para  que  el  pánico  se  dejara  sentir,  por- 
que aquél  se  hallaba  ya  en  las  goteras  de  México, 
descorrió  el  pavoroso  velo,  exagerando  la  precaria 
condición.  ¡No  había  armas!  ¡No  había  parque!  ¡No 
había  hombres  que  quisieran  ir  a  luchar!  ¡No  había 
manera  de  resistir! 

El  consejo  postrero  del  Ministro  al  Presidente, 
fué  único.  Había  que  huir  y  pronto. 

Carbajal  huyó.  I  v    <  i. 

Refugio  Velasco  quedó  al  frente  de  la  situación 
como  Supremo  Jefe  Militar.  | 

Y  la  ciudad  «deicida»  sintió  el  terror  del  huérfa- 
no abandonado  en  mitad  de  un  erial.  a- 


» 


En  el  viejo  edificio  que  siglos  atrás  diera  albergue 
bajo  sus  abovedados  corredores  y  en  sus  penum- 
brosas crujías  a  las  siervas  del  Señor,  que  ambu- 
laban  desgranando  las  cuentas  de  sus  rosarios;  en 
ese  edificio  de  amplio  patio  que  sustentara  un  día 
árboles  frondosos  y  murmuradora  fuente,  y  que 
ahora,  convertido  tal  patio  en  amplia  explanada, 
apenas  si  dejaba  ver  las  ruinas  de  la  fuente,  seca: 
en  el  convento  que  abrigo  fuera  de  rezanderas  reli- 
giosas, se  había  tocado  «lista  de  seis.» 

Los  contados  federales  allí  acuartelados,  habían 


,  LA  RUINA  DE  I^  CASONA  555 

acudido  al  llamado  del  clarín  que  revibraba  bajo  bó- 
vedas y  crujías,  y  los  capitanes  habían  rendido  sus 
«partes»  que,  en  ascendente  progresión,  habían 
llegado  al  coronel  del  cuerpo,  el  que,  tras  un  mo- 
mento de  estancia  en  el  cuartel,  para  recibir  aqué- 
llos, lo  había  abandonado  violentamente. 

El  diálogo  había  surgido  inmediato  entre  algunos 
oficiales,  a  la  puerta  del  edificio. 

— Quién  sabe  qué  se  trae  el  jefe  que  anda  desaso- 
segado  

— Dicen  que  mañana  nos  replegamos  a  Puebla. 

— A  donde  deberíamos  ir  es  a  Teoloyucan,  a  dar- 
les una  «pela»  a  esos 

— La  tropa  está  desmoralizada.  Ya  no  quiere  pe- 
lear. 

— íNos  batiremos  los  oficiales  en  todo  caso! 

— ¡Todavía  podríamos  hacer  resistencia! 

— ¡Seguro!  ¡Nos  están  entregando  vilmente! 

Toque  de  «retreta.»  Cambio  de  centinelas,  al  re- 
levo de  la  guardia. 

Nuevo  «parte.»  En  el  «armero»  de  la  entrada,  los 
fusiles  alineados  como  algo  inútil,  y  en  la  vitrina  de 
ancho  cristal,  la  bandera  del  batallón,  deshilachada 
a  balazos;  con  sus  colores  marchitos;  plegada,  como 
si  sintiera  la  ausencia  de  una  brisa  de  combate  que 

la  hiciera  ondear  libre  y  orgullosa Toque  de 

«asamblea  de  oficiales»  y  desfile  de  las  soldaderas 
para  el  interior  del  cuartel,  cargando  sus  canastos 
con  la  «cena»  para  los  postizos  maridos.  - 

Mecida  por  el  viento  de  la  calle,  la  mustia  candi- 
leja del  amplio  portalón  oscila  como  un  péndulo  lu- 
minoso. En  la  mesa  del  «oficial  de  guardia»  una 
«parafina»  llora  sus  lágrimas  de  grasa  sobre  el  tin- 
tero y  los  revueltos  papeles. 

Toque  de  «silencio.»  Las  notas  del  clarín  reper- 
cuten tristemente  prolongadas  en  el  silencio  del 


-1^ 


556  E.  MAQUEO  CASTELI^ANOS 

edificio,  como  un  lamento  que  se  derrama  por  co- 
rredores y  crujías 

La  última,  antes  de  extinguirse,  se  quiebra,  y  si 
muía  algo  como  un  grito  de  angustia,  al  que  nada 
responde.  Las  puertas  de  madera  del  ancho  zaguán 
se  cierran;  y  en  el  garitón  queda  el  centinela  encar- 
gado de  marcar  el  «quién  vive»  al  transeúnte 

En  la  mitad  de  la  noche,  un  viento  helado  sopla 
sobreel  vetusto  caserón,  cuya  robusta  mole  arro- 
pada por  la  tiniebla,  es  símil  de  desolación  y  de 
muerte.  Acaso  las  almas  de  las  monjas  vagan  libres 
por  los  amplios  corredores,  evocando  pasados  tiem 
pos ....  Acaso  el  alma  de  la  Patria  acurrucada  en 
un  rincón  del  edificio,  llora  sola,  triste  y  acongoja- 
da, sus  destinos!  { 

Al  siguiente  día,  cuando  la  aurora  ha  franqueado 
el  paso  a  los  rayos  del  sol,  la  amplia  puerta  del  cuar- 
tel se  abre  de  par  en  par  para  dar  paso  no  a  una 
marcial  columna  como  en  otros  días,  sino  a  un  pelo- 
tón de  hombres,  que  más  parece  eructar  que  dejar 
salir,  y  que  salen  vestidos  de  paisanos ....  Alegres 
los  unos  por  la  deseada  liberación;  tristes  los  más 
por  la  impensada  vergüenza;  alguno  llora. . . . 

— Bueno,  mi  jefecito Adiós!  Ya  no  somos 

nada!  I 

— Nada,  mi  cabo  Artigas!  ¡Ya  se  acabó  el  Ejér- 
cito! 

Los  rifles,  quitados  del  armero,  yacen  en  montón 
sobre  el  piso  de  la  sala  de  oficiales.  Uno  de  éstos, 
piadosamente,  baja  de  su  armario  a  la  bandera  ama- 
da del  batallón;  la  enrolla  con  cariño,  acariciando  la 
vieja  seda;  la  enfunda;  la  coloca  cuidadoso  sobre 
una  mesa ....  Pero  antes,  sobre  el  que  es  para  los 
unos  trapo  inútil  que  nada  significa,  como  para  Max 
Nordau,  o  para  otros,  símbolo  de  la  Patria,  de  los 
ojos  de  aquel  joven  oficial  resbala  una  lágrima  ar 


LJí  RUINA  DE  LA  CASONA  557 

diente,  hasta  la  tela  que  la  absorbe  agradecida,  y  el 
mancebo  pesaroso  cree  que  entre  los  pliegues  de 
aquella  enseña  ha  dejado  algo  de  su  alma 

♦ 
■     »    ♦ 

Al  siguiente  día  la  capital  toda  de  la  República 
couoció  el  llamado  «pacto  de  Teoloyucan,>  celebra- 
do entre  el  Subsecretario  de  Guerra,  general  Gus- 
tavo A.  Salas,  y  el  general  revolucionario  Alvaro 
Obregón,  que  al  frente  de  sus  huestes,  había  sido 
el  primero  en  llegar  a  las  goteras  de  la  capital  de  la 
República. 

Por  ese  pacto,  el  Ejército  federal  debería  disolver- 
se quedando  discrecionalmente  a  las  órdenes  de  su 
mortal  enemigo  Carranza 

Orbezo  lloró  indignado  sobre  aquel  pedazo  de  pa- 
pel que  trituraba  a  su  corporación El  Ejército, 

cuyo  origen  arrancaba  de  aquellos  pelotones  forma- 
dos al  calor  de  la  guerra  de  Independencia;  que 
había  rechazado  a  Barradas  en  Tampico,  a  Joinville 
en  Veracruz,  y  a  Rousset  de  Boulbon  en  Guaymas; 
que  había  puesto  a  raya  al  invasor  de  San  Jacinto, 
la  Angostura,  Padierna  y  Churubusco;  que  había 
visto  la  espalda  a  los  héroes  de  Magenta  el  5  de  ma- 
yo; aquel  ejército  de  Morelos,  de  los  Bravo,  de  Vic- 
toria, de  Ampudia,  de  León,  de  Zaragoza,  de  Gon- 
zález Ortega,  de  Díaz,  de  Negrete  y  Berriozábal,  ya 
no  era  nada!  . 

Oh!  Si  en  vez  de  los  mercaderes  de  ahora,  aque- 
llos héroes  lo  hubieran  acaudillado  levantándose  del 
sepulcro! 

Y  la  urbe,  sobrecogida  de  vagos  temores,  vio  des- 
filar por  sus  avenidas,  el  18  de  agosto  de  1914,  a  los 
soldados  del  nuevo  ejército,  del  revolucionario,  co- 
mandados por  un  joven  fronterizo  de  enérgico  porte, 


■'*., 


■'■■•/'■ 


558  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

recia  musculatura  y  rostro  entre  duro  y  afable 

Hombres  de  todas  edades  y  mezclados  con  ellos,  ni- 
fios  y  adolescentes,  vistiendo  híbridas  indumenta- 
rias. Sucios  y  harapientos  algunos;  portando  con 
desgaire  el  arma,  y  rehacios  a  la  militar  disciplina. 
Entre  ellos  marchaban  los  yaquis,  los  enemigos  ju. 
rados  de  los  «yoris»  o  blancos,  al  son  de  su  aborigen 
tamboril ....  A  través  de  los  siglos,  la  Metrópoli  hu- 
biera creído  escuchar  ecos  de  teponaztle,  en  víspera 
de  sacrificio  a  los  dioses  de  la  guerra. .. . 

Y,  sin  embargo,  eran  los  vencedores.  Los  que  ha- 
bían hecho  caer  al  poder  levantado  sobre  el  crimen. 
De  ellos  dependía  ahora  el  futuro.  Según  lo  moldea- 
ran podía  ser  de  grandeza  y  reivindicación  o  de  duelo 
y  tenebrosidades. 

Días  más  tarde,  don  Venustiano  Carranza,  el  cau- 
dillo, hizo  su  triunfal  entrada; hierático,  apocalíptico, 
como  incrédulo  de  su  triunfo.  Él  debería  ser  el  guía 
de  aquellas  masas.  El  reconstructor  del  orden  cons- 
titucional. Hasta  entonces  y  dentro  de  la  acción  mi- 
litar, nada  había  hecho  por  su  causa.  El  triunfo  se  lo 

habían  dado  Obregón  y  Villa Menos  aún  había 

de  hacer  dentro  de  la  acción  civil,  si  no  era  agigantar 
la  anarquía! 


* 
*    * 


.)  .■ 


En  la  casona  se  registró  por  aquel  entonces  un 
hecho  curioso.  De  la  noche  a  la  mallana  el  Garaicito, 
sonsacado  por  Fermín,  huyó  del  lado  de  las  herma- 
nitas  para  ir  con  aquél  a  «darse  de  alta»  en  las  filas 
revolucionarias,  cambiando  los  libros  de  la  escuela 
por  el  matisser . . . .  I  í 

— ¡Que  no  haya  quien  nos  mande! — le  había  dicho 
Fermín. — Ya  es  ora  de  que  seamos  libres! 

Y  en  la  República  pasó  otro  hecho  un  poco  más 
curioso. 


L.A  RUINA  DE  LA  CASONA  559 

Pancho  Villa  avanzó  al  frente  de  treinta  y  cinco 
mil  hombres  a  los  que  se  le  unieron  cinco  mil  zapa- 
tistas  para  ocupar  la  capital  de  la  nación.  Ginete  en 
brioso  corcel  de  gran  alzada  y  echando  el  brazo  por 
sobre  el  hombro  a  Emiliano  Zapata,  hizo  su  triunfal 
entrada. 

Don  Venustiano  Carranza  no  quiso  esperarlo  y 
huyó  rumbo  a  Córdoba  para  ir,  al  final,  a  recalar  en 
Veracruz. 

Tal  huida  causó  un  efecto  inexplicable  en  Barbe- 
dillo,  que  no  sabía,  si  deplorarla,  o  bien  celebrarla. 
Qué  tiempos.  Señor,  qué  tiempos!  El  capital  no 
tenía  garantías  de  ninguna  clase!  Casi  se  podía  ase- 
gurar que,  con  todo  y  sus  «cosas»  había  sido  mejor 
Huerta;  y  mejor  que  Huerta  Madero,  a  pesar  de  sus 
«locuras;»  y  todavía  mejor  aquel  don  Porfirio,  bajo 
cuya  dictadura  todo  mundo  podía  trabajar  sin  temer 
el  verse  injustamente  expoliado. 

Tanta  fué  la  aflicción  de  Barbedillo  ante  la  ame- 
naza del  porvenir,  que  hasta  se  le  comenzó  a  anun- 
ciar un  nuevo  ataque,  pues  empezó  otra  vez  a  arras- 
trar los  pies  y  a  padecer  de  aquellas  ausencias  en 
las  que  se  «le  iba  el  santo  al  cielo.» 

—Qué  te  pasa.  Barbe?— preguntábale  cariñosa- 
mente Tachita. 

—Como  pasarme,  nada pero  siento  que  me 

voy  volviendo  un  cobarde  de  marca!  Todo  me  da 
miedo 

— Déjate  de  preocupaciones. 

—Si  pudiera!  -pero  no  es  posible !  Si  las  co- 
sas siguen  como  van,  no  sé  dónde  vamos  a  parar. 

—Pues  decídete.  Vendemos  todo  lo  que  tenemos 
y  nos  vamos  con  la  música  a  otra  parte. 

—Imposible!  Hay  que  tener  fe  en  que  algún  día 
terminará  esto 

Y  conforme  los  días  pasaban.  Barbe  se  ponía  peor: 


560 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


había  perdido  el  apetito;  estaba  demacrado  y  enju- 
to, como  «gato  enteco»  según  frase  del  donoso  estu- 
diante. 

— Dele  su  yerbabuena  en  ayunas,  Tachi.  Mire  que 
eso  que  tiene  es  cuestión  de  enfriamiento  en  el  tué- 
tano   *       I 

— Úntele  en  el  espinazo  el  sebo  de  león,  calientito 
y  al  acostarse  -  aconsejábala  la  Orbezo. 

— Infeliz  don  Taco!  —  murmuraba  Demóstenes.- 
Ni  así  le  unten  el  sebo  de  todos  los  leones  del  Áfri- 
ca! Lo  que  tiene  es  «espanto,»  pero  no  del  que  cu- 
ran las  viejas  con  «sobadas»  y  padres  nuestros,  sino 
del  que  sólo  se  cura  con  paz  y  tranquilidad,  y  estas 
drogas  se  acabaron  en  la  botica  nacional!  —  Para 
aquel  enfermo  pobre,  sólo  las  Otamendi  eran  impla- 
cables e  impías. 

— Que  es  «brufia!»  Como  todos  los  ricos!  Ahora 

es  cuando  todos  ellos  la  pagan | 

V  La  verdad  era  que  la  casona  estaba  semejando  a 
«tambora  de  indio»  por  aquello  de  que  todo  el  que 
llegaba  se  creía  con  derecho  a  golpearla,  después 
de  haber  sido  en  pocos  afios  albergue  de  colmena 
con  el  dictador  Díaz;  jardín  paradisíaco  en  el  que 
todo  eran  ilusiones  con  el  jovial  Madero;  escenario 
de  inusitados  tambaleos  en  los  de  Huerta;  piltrafa  de 
carroña  en  los  aciagos  días  de  Carranza,  tenía  ahora 
que  abrir  sus  puertas  a  las  triunfadoras  huestes  de 
Francisco  Villa  y  de  Emiliano  Zapata. 

Imitando  el  ejemplo  de  Carranza  y  con  los  mismos 
derechos  por  él  invocados  y  ya  que,  con  su  huida 
había  quedado  acéfala  la  presidencia  provisional  de 
la  nación,  Villa  y  Zapata,  de  acuerdo  con  la  Conven- 
ción, sentaron  en  la  silla  magna  al  general  Eula- 
lio  Gutiérrez,  al  que  la  desocupada  lengua  de  los 
metropolitanos  aristarcos  bautizó  luego  con  el  nom- 
bre de  «flor  ülalio»  en  remembranza  acaso  de  aquel 


Ul  ruina  de  la  casona  561 

otro  sefior  Abraham,  Ministro  maderista;  y  otro  re- 
medo de  Gobierno  se  estableció,  con  sus  ministros 
y  subsecretarios,  hecho  lo  cual,  el  cónclave  de  sa- 
bles reunió  en  la  ciudad  de  Aguascalientes  sus  cuar- 
teles deliberatorios. 

Fué  entonces  también,  que  don  Taco  recibió  la 
tremenda  desazón  aquella  que  lo  convirtiera  «provi- 
sionalmente,» como  por  entonces  se  acordaba  fusi- 
lar a  los  desafectos  a  «la  causa,»  en  un  cuasi  cadáver. 
Y  pasó  el  caso  de  la  manera  siguiente,  que  bien 
merece  la  pena  relatarse. 

Digamos,  pues,  que  en  una  noche  y  pasadas  las 
diez,  obligatoria  hora  en  la  que  Pilo  ya  había  dado 
doble  vuelta  de  llave  y  puesto  la  tranca  en  la  puerta 
de  entrada  de  la  casona,  y  habiéndose  «recogido»  ya 
cada  inquilino  en  su  respectivo  «cantón,»  Pilo  tuvo 
a  bien  «recordar»  o  séase  despertar  al  ya  crecido 
Fermín,  que  roncaba  como  un  lirón,  y  con  el  objeto 
de  hacerle  una  interesante  consulta. 

Despertóse  el  aludido  mascullando  algún  catapúl- 
tico  dicterio  contra  la  que  así  lo  privaba  del  bien  ga- 
nado descanso;  restregóse  los  ojos,  y  acabó  por  fin, 
en  fuerza  de  sacudidas  de  su  progenitora,  por  reco- 
brar la  lucidez  necesaria  para  evacuar  la  pretendida 
consulta. 

— Qué  me  quere  usté,  caramba?  Déjeme  dormir 

— Espántate  el  sueño,  porque  tengo  que  didrte  al- 
go muy  importante. 

— Ah  qué  usté,  caramba!  Yo  creiba  que  era  man- 
dado—  Como  aluego  se  le  ocurre  que  yo  los  haga 
a  estas  horas! 

— No  es  mandado,  es  consulta.  Oye  bien.  Tú  sa- 
bes leer  y  escreMr  ¿no  es  eso? 

— Pos  así  lo  dice  el  maistro. 

— Güeno:  si  sabes  eso  y  algo  de  cuentas  «espabí- 
late» nomás,  que  te  voy  a  decir  una  cosa  muy  grave. 

38 


562 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


-Pos  diga  usté 

—  ¡Que  ora  sí  vas  a  ser  el  duefio  de  la  casona! 

-Quién?  Yo? 

-Cabal!  Tú 

—  Pos  y  don  Ustaquio? 

—  Ese  no  es  más  que  un  «detientador»  según  dice 
el  abogado.    La  casa  es  nuestra,  no  te  quepa  duda. 

Gesto  de  asombro  de  Fermín,  que,  por  más  que 
hacía,  no  podía  darse  exacta  cuenta  de  cómo  podía 
ser  aquello,  cuando  su  progenitora  no  era  otra  cosa 
que  la  portera  del  edificio,  y  él  el  crío  de  ella,  par 
de  desarrapados  que  no  era  concebible  que  fueran 
propietarios  ni  de  un  zaquizamí  de  adobe. 

—  Tiacuerdas  de  que  óibamos  decir  que  ora  sí, 
cuando  ganara  la  revolución,  se  cumplirían  las  pro- 
mesas del  siñor  Madero,  que  en  gloria  esté?  Tia- 
cuerdas de  lo  que  prometió?  Que  se  devolverían  las 
tierras  a  sus  legítimos  dueños,  y  que  en  buen  decir 
nos  haríamos  de  las  aguas,  y  de  todo  lo  demás  que 
se  nos  ha  quitado.  Pos  ya  es  ora  deque  los  «detien- 
tadores»  tienen  que  hacer  la  devolución .... 

—  Pos  si  eso  dice  usté,  así  debe  de  haber  sido 

—  Y  ora  devuelven  hasta  las  casas.  Porque  fíjate 
nomás:  ellos,  los  «flores  de  la  revolución,  ya  se  hi- 
cieron de  sus  casitas  y  de  sus  terrenitos:  mi  intien- 
des?  Y  eso  es  porque  todo  esto  que  tenían  los  «di- 
tientadores>  nos  lo  habían  quitado  a  los  indios,  que 
temos  nosotros. 

—  Aja.  Y  qué  más,  nana?  ' 

—  Pos  que  yo,  fijándome  en  eso,  jué  como  le  dije 
a  don  Ustaquio  en  aquella  vez,  que  se  preparara  a 
devolvernos  la  casa,  porque  era  nuestra;  porque  si 
este  terreno  jué  de  los  indios,  es  nuestro  ahora;  y 
si  el  terreno  es  nuestro,  pus  la  casa  es  nuestra. 

—  Y  don  Ustaquio  se  enojó  y  por  una  nada  nos 
corre 


■  ■  ■  ■  ^  •■■'  ■ 

LA  RUINA  DE  LA  CASONA  563  f^r 

-Lo  tomó  a  mal,  porque  tenía  yo  razón.  Pero  ya  ^; v  - 

le  pregunté  a  uno  de  los  que  venían  de  parte  del  se- 
ñor Zapata  a  ver  a  la  Mandujano,  y  él  me  dijo  que 
estuviera  pendiente,  y  que  en  cuanto  que  llegara  a 
la  capital  le  avisara ..... .  -'., 

-Aja.  Y  qué? — prosiguió  Fermín,  al  que  en  su 
escasa  inteligencia  de  rapaz  indígena,  como  que  iba 
entrando  la  posibilidad  de  que  ellos  fueran  los  due- 
ños de  la  casona. 

-Pus  que  ya  lo  vide  otra  vez;  y  me  llevó  con  un 
jefe,  y  éste  con  un  abogado,  creo,  de  los  que  ellos  •  , 

train,  y  éste  me  dijo  que  sí:  que  «agarramos*  la  ca- 
sa; y  como  yo  le  dije  que  no  se  iba  a  dejar  don  üs-  ;   ^ 
taquio,  me  llevó  con  otro  militar  de  ellos,  y  éste  me 
dijo,  pus  dice  <yo  voy  con  usté,  y  si  no  afloja  la  casa 
el  <centífico>  ese,  lo  cuelgo >                                            - 

-Caray,  nana!  ¿Y  qué  vamos  a  hacer  nosotros 
con  tanta  casa? 

-De  eso  no  te  apures.  Ya  veremos  aí^egro.  Ora 
lo  importante  es  cogerla.  Y  ansina  quedamos  el  mi- 
litar ese  y  yo  en  que  él  viene  mañana  y  me  acompa- 
ña a  ver  al  síflor  don  Ustaquio  para  pedir  los  «pape-  ^ 
les>  de  la  casa  y  que  me  la  ení7*¿eflrwen  luego.  Y  yo 
en  pago  de  su  servicio,  le  doy  los  «tlacos»  que  tengo 
guardados -    , 

-Pos  como  usté  diga -  ;     ' 

-  Cweno;  pero  tú  qué  pensas.^  ;: 

—  Yo?  Pos  que  la  acompañe  y  haga  todo;  pero  des- 
pués no  le  dé  usté  los  tlacos -   / 

Y  Fermín,  abrumado  por  la  consulta,  para  él  tan 
importante,  se  dobló  de  nueva  cuenta  en  dorsal  de- 
cúbito sobre  el  petate  que  le  servía  de  lecho,  y  rea- 
nudó su  interrumpido  sueño. 

En  lo  que  menos  pensaba  Barbedillo  era  en  el     v 
«gregorio»  que  para  el  siguiente  día  habría  de  pro- 
porcionarle su  portera,  reincidiendo,  ya  de  categó- 


W 


564  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

rica  manera,  en  aquello  de  pedirle  las  escrituras 
de  la  casa.  Y  fué  así  como  ni  se  las  «espantó»  cuan- 
do en  la  mañana  de  tal  día  la  vio  conferenciando 
con  un  coronel  «libertador,»  aunque  algo  le  dio  en 
la  nariz  la  poco  comedida  respuesta  con  la  que  ella 
lo  favoreció  al  indicarle  él  que  el  patio  estaba  sucio 
y  que  debería  barrerlo: 

—  Yo  ya  no  barro!  Ora  baja  a  barrer  alguna  de  las 
de  arriba 1 

¿Qué  quería  significarle  Filo  con  aquella  rebeldía? 
Vaya  usted  a  saberlo! 

Ejstaban  los  criados  tan  «soliviantados»  por  mor 
de  las  promesas  de  la  revolución!  Bah!  Entre  que- 
darse sin  portera  a  que  se  quedara  sin  barrer  el 
patio  un  día,  que  se  quedara  sin  barrer  el  patio. 

Mas  a  poco  andar,  el  militar  aquél  volvió  a  la  casa 
con  media  docena  de  desarrapados,  cargando  sus 
rifles,  y  que  fueron  estratégicamente  apostados  en 
el  patio.  Demóstenes,  pensando  que  tales  preparati- 
vos podían  bien  ir  encaminados  en  contra  suya,  da 
das  sus  ideas,  buscó  rumbo  a  la  azotea,  que  al  fin  y 
al  cabo,  como  bien  lo  enseñan  los  gatos,  las  azoteas 
son  propicias  para  las  fugas. 

Sorprendió  a  Barbedillo  tan  inusitado  movimien- 
to, todavía  en  traje  de  mañana:  pantuflas,  bata  y 
gorro  de  borla;  y  arrastrando  los  pies  y  con  su  ca- 
ra de  bobalicón,  salió  para  averiguar  qué  era  lo  que 
pasaba:  poco  tuvo  que  andar  para  ello,  pues  en  pie 
no  corredor  y  ante  la  mirada  de  todo  el  vecindario 
y  los  bien  abiertos  oídos  de  los  inquilinos,  la  redo- 
mada Filo,  que  hasta  entonces  fuera  sumisa  y  dócil, 
le  «partió»  con  la  solicitud  aquella,  teniendo  al  quite 
al  pundonoroso  oficial,  neto  producto  de  la  re- 
vuelta. 

— Pos  siñor  don  Ustaquio,  usté  dispensará  si  in- 
comodo  pero  yo  vengo  otra  vez,  como  le  dije  a 


^ts: 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  565 

usté  antes,  a  que  me  haga  entriega  de  los  «papeles» 
de  la  casa -  ': 

— ¿Qué  dices?  A  qué  casa  te  refieres?  Qué  pape- 
les son  esos? 

— Pos  cuáles  han  de  ser?  Lia  casa  esta,  que  es  de 

mi  hijo  Fermín,  y  las  escrituritas ¡Há^se  el 

que  no  intiende! 

— ¿Pero  qué  estás  diciendo,  mujer?  Te  has  vuelto 
loca?  Quién  te  ha  metido  esos  infundios  en  la  ca- 
beza? 

— No,  señor — terció  el  novedoso  hijastro  de  Mar- 
te—está en  sus  cabales,  y  sus  pretensiones,  muy 
legítimas,  no  son  infundios.  Viene  a  que  le  hag^a 
usted  entrega  de  la  casa  y  de  sus  títulos,  porque  se 
considera  la  duefia,  con  su  hijo,  y  está  en  lo  justo. 
Se  acabaron  las  detentaciones!  Ya  es  hora  de  que 
devuelvan  ustedes  lo  mal  habido  a  sus  positivos 
duefios. 

—Pero  . . .  está  usted  hablando  en  serio? — tarta- 
mudeó Barbedillo,  sintiendo  que  las  piernas  se  le 
volvían  de  algodón  cardado. 

— Y  tan  en  serio!  Esta  mujer  es  la  duefia  de  la 
casa,  puesto  que  la  reclama,  y  la  revolución,  por 
conducto  de  mi  general,  ha  resuelto  que  entregue 
usted  casa  y  papeles. 

— Pe pe pero  es  que  esta  mujer  no  tiene 

derecho  alguno!  Ella  no  es  más  que  la  portera  de  la 
casa.  Y  así,  no  tiene  derecho no  tiene  dere- 
cho   

— Eso  lo  justificará  usted  después.  Ahora  entre- 
ga la  casa  y  los  papeles. 

— Pero  señor  coronel es  que 

— Y  que  se  muden  aZwcflfo,  siflor 

— Naturalmente!  Con  la  entrega,  la  desocupación 

inmediata,  en  plazo  de  una  hora Estas  son  las 

órdenes  de  mi  general 


:A 


">'. 


566 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


— Pues  ni  la  entrego  ni  me  salgo,  ni  muerto  me 
sacan! — afirmó  resuelto  Barbedillo. 

— Ora  verá  si  la  entrega  o  no,  y  si  por  la  desobe 
diencia  me  lo  llevo  al  cuartel  y  se  le  juzga  conforme 
a  la  ley  Juárez-Carranza!  A  ver  muchachos,  su- 
ban   

No  se  hicieron  repetir  la  orden  los  intrépidos 
«muchachos»  del  coronel,  para  trepar  de  cuatro 
en  cuatro  los  escalones^  ávidos  de  demostrar  su  va 
lor  para  «echarse  al  plato>  al  asustado  Barbedillo, 
que,  atónito,  tembloroso,  balbuciente  y  en  punto  al 
coma,  por  creerse  ya  dentro  del  «cuadro»  y  con  los 
fusiles  abocados  a  su  pecho,  veía  a  Tachita,  veía  al 
militar,  veía  a  Filo,  y  no  podía  modular  una  palabra 
en  su  defensa. 

Cuatro  empellones,  otros  tantos  epítetos  mal  so 
nantes  del  militar  para  don  Taco,  y  éste  sintióse  le- 
vantado casi  en  vilo  y  llevado  a  remolque,  rumbo  a 
la  escalera  para  ir  hasta  el  cuartel,  por  su  atroz 
desobediencia.  | 

Hasta  la  misma  escalera  logró  soportar  su  físico 
el  inaudito  golpe  moral  que,  despojándolo  intempes- 
tivamente de  lo  que  de  su  fortuna  le  quedaba,  lo  arro- 
jaba irremisiblemente  a  la  miseria,  por  un  delito  que 
ni  había  imaginado  siquiera  cometer;  por  ser  el  usu- 
fructuario, en  copropiedad  de  Tachita,  de  lo  que  a 
ésta  le  había  dejado  para  «ayudarla  en  la  vida>  su 
primer  apócrifo  esposo,  y  que  ahora  pasaba,  por  ar- 
te de  magia,  y  sin  muchos  trámites,  a  ser  de  la  pro- 
piedad de  aquel  Fermín  endemoniado. 

Sintió  Barbedillo  que  una  ola  de  calor  le  subía  al 
cerebro  para  difundirse  de  allí  a  todo  su  cuerpo;  que 
se  le  agolpaba  la  sangre  allá;  y  que  después,  en  brus- 
ca transición,  se  le  bajaba  de  golpe,  dejándole  ateri- 
do aquel  cerebro  del  que  se  apoderaba  un  frío  polar. 

La  visión  subsecuente  fué  de  que  todos  los  objetos 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA 


567 


tomaban  un  fuerte  tinte  amarillento:  de  que  todo  se 

esfumaba  y  se  diluía El  vértigo  se  apoderó  de 

él,  y  sin  más  poder,  desplomóse  en  brazos  de  los 
mismos  sicarios  que  hacia  el  suplicio  pretendían 
Conducirle.  El  ataque  fulminante  había  hecho  presa 
en  él,  apoderándose  de  su  ya  minado  organismo  que, 
para  el  futuro,  sería  de  la  abulia  y  de  la  amnesia 
propias  del  reblandecimiento  cerebral. 

Hasta  aquel  instante  Barbedillo,  el  infatigable 
Barbe,  el  trabajador  don  Taco,  el  «luchón»  que  sa- 
bía de  todo  «sacar  raja,»  y  que  si  en  los  negocios 
había  demostrado  no  poca  habilidad,  más  había 
creído  poseerla  en  política,  «flexibilizándose»  y 
siendo  «práctico»  para  defender  posición  e  intere- 
ses, a  fuerza  de  «cohonestar,»  había  sido,  por  lo 
menos,  un  organismo:  en  lo  de  adelante,  ya  no  se- 
ría más  que  una  sombra,  un  títere  infeliz,  que  de- 
pendería de  todos  y  de  todo,  derrotado  en  la  con- 
tienda, en  la  que  sus  docilidades  le  habían  servido 
sólo  para  ir  dejando  girón  por  girón  entre  las  ga- 
rras que  lo  apretaran,  salud,  energías,  fortuna,  y 
todo! 

-  ¡Se  está  muriendo!  —dijo  alguien  compadecida- 
mente. 

-  Se  está  haciendo  el  muy gruñó  el  oficial. 

-No,  señor;  ese  hombre  estaba  enfermo  y  usted 

lo  ha  venido  a  rematar!  Concluyó  Gordillo,  sin  am- 
bajes  ni  temores. 

-  Que  traigan  a  un  médico!  -  dijo  Tachita  acon- 
gojada. 

-En  padre!  Avísenle  al  padre  Andrade  que  ba- 
jel—suplicó alguna  de  las  «siamesas.» 

Y  mientras  Pilo  y  el  oficial  se  escurrían  zafando 
el  bulto,  el  padre  Andrade  bajó  y  aplicó  los  Santos 
Óleos,  previa  Ja  absolución  in  extremis,  al  infeliz 


568 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


■í  • 


atacado.  Y  el  médico  también  vino;  y  previo  sufi- 
ciente reconocimiento,  concluyó:    | 

—Un  ataque  cerebral una  congestión  sero- 
sa probablemente sobrevendrá  el  reblandeci- 
miento   ¡Incurable!    Por  lo  menos,  quedará 

idiota 

El  pronóstico  resultó  exacto.  Barbedillo  está 
idiota  desde  entonces! 


CAPITULO  IX 
Los  dramas  de  la  montaña 

Pronto  tendría  que  amanecer.  Deberían  ser  las 
cuatro  de  la  mafiana,  según  lo  indicaba  Venus,  que 
florecía  como  una  blanca  magnolia  luminosa  pren- 
dida en  el  terciopelo  ametista  obscuro  del  cielo  del 
Oriente. 

Sobre  el  fondo  del  cielo  la  altiva  cordillera  iba  po- 
co a  poco  recortando  sus  recios  perfiles,  antes  es- 
fumados en  las  sombras  de  la  noche,  y  semejantes 
ahora  a  gigantes  escarpas  de  ocre  color,  dentella- 
das en  las  cimas  por  la  exúbera  arboleda  crecida 
sobre  el  basalto  mismo  de  las  altas  cúspides  de  los 
cerros. 

A  los  ruidos  misteriosos  de  la  noche,  sucedían 
ahora  el  pío  pío  de  los  jilgueros  que  se  despertaban 
entumecidos  en  la  rama  por  el  agudo  frío  de  la  ma- 
drugada, y  el  leve  ruido  del  gotear  del  rocío  que, 
acumulándose  en  las  hojas,  concluía  por  deslizarse 
de  ellas  en  una  rala  lluvia. 

De  instante  en  instante  la  coloración  iba  cambian- 
do en  el  horizonte  como  en  vasto  telón.  En  la  leja- 
nía, de  barrancos  y  hondonadas,  se  desesperezaban 
as  blancas    nubes  que  allí  habían  dormido,  y  co- 


570 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


menzaban  a  emprender  un  lento  vuelo,  parecido 
mejor  a  un  deslizamiento  por  los  flancos  de  la  sie- 
rra del  Ajusco.  El  tono  negro  y  ocre  de  la  montaña 
se  cambiaba  por  un  verde  obscuro  y  sin  gamas,  y 
ya  las  copas  de  los  más  erguidos  árboles  pefilaban 
netamente  sus  siluetas,  y, en  oyameles,  pinos  y  en- 
cinas, el  pío  pío  había  sido  cambiado  por  ruidosos  y 
alegres  gorjeos  con  los  que  la  alada  república  de 
cada  árbol  festejaba  a  la  mañana  que  nacía  fresca, 
limpia,  y  acariciada  por  una  suave  brisa  que  traía  en 
sus  alas  los  perfumes  resinosos  de  la  selva. 

Fué  entonces  cuando  pudo  percibirse,  serpen- 
teando por  la  «vereda»  que  dibujaba  una  especie  de 
sinuosa  raya  en  las  anfractuosidades  de  la  montaña, 
algo  como  un  apocalíptico  reptil  que  se  movía  lenta- 
mente, trabajosamente,  en  un  peristáltico  movi- 
miento de  escamas  obscuras  de  las  que  a  veces 
salían  acerados  reflejos 

En  ocasiones,  la  gigante  serpiente  como  que  se 
dislocaba,  y  se  fragmentaba,  y  se  extendía. . . .  En 
otras,  como  si  se  replegara  encogiéndose  e  hinchán- 
dose. Y  allá  iba,  cuesta  arriba,  en  dirección  del 
Norte,  trepando  en  un  esfuerzo  inaudito,  muda,  y 
como  temerosa  de  ser  sorprendida.    | 

En  su  extremidad  posterior  parecía  moverse  algo 
como  un  apéndice  formado  por  aislados  puntos  obs- 
curos que  se  acercaban  y  se  distanciaban,  para  tor- 
nar a  acercarse  y  distanciarse  de  nuevo Era  la 

«extrema  retaguardia»  de  la  columna  militar  que, 
obedeciendo  a  superiores  órdenes,  había  tenido 
que  abandonar  la  plaza  de  Cuernavaca  y  se  dirigía 
rumbo  a  Toluca,  silenciosa,  fatigosa,  reptando  por 
el  flanco  de  la  montaña  y  arrastrando  con  ella  a  la 
par  de  sus  cañones  enfundados,  las  amarguras  de 
una  retirada  sin  honor,  pues  que  no  era  impuesta 
por  la  derrota. 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  571 

Al  lila  pálido  del  cielo  había  substituido  el  rosa 
anaranjado  de  la  aurora.  Crestas  y  cimas  se  iban 
iluminando  rápidamente  con  los  primeros  reflejos 
del  astro  rey,  simulando  refulgente  fimbria  que  or- 
namentara las  alturas  de  los  montes  al  Oriente.  Ya 
el  verde  obscuro  de  las  frondas  se  había  trocado 
en  verde  de  innúmeras  gamas;  ya  sobre  los  musgos 
de  las  rocas  y  las  puntas  de  las  hojas,  podían  verse 
titilar  los  purísimos  diamantes  allí  engarzados  por 
el  rocío.  Ya  las  blancas  nubes  que  se  habían  aposen- 
tado en  los  barrancos  habíjín  ascendido  en  gracio- 
so vuelo  por  el  azul ....  Y  entre  tanto,  la  «columna» 
avanzaba  lentamente,  trabajosamente.  Para  no  ser 
sentida  y  hostilizada  por  el  enemigo,  había  evacua- 
do la  plaza  en  mitad  de  la  noche,  y  el  alba  la  sor- 
prendía en  mitad  de  la  cordillera. 

Encapotados  y  friolentos  los  soldados  avanzaban 
siguiendo  a  los  pocos  carros  de  la  «impedimenta»  y 
arreando  con  formidables  temos  a  las  acémilas  que 
tiraban  de  los  pesados  cañones,  o  que  cargaban  los 
cajones  del  parque,  y  las  que,  al  respirar  el  aire 
fresco  y  húmedo  de  la  madrugada,  dejaban  escapar 
por  sus  narices  chorros  de  blanquecino  vapor.  A 
caballo  los  jefes;  a  pie  los  heroicos  «Juanes;»  y  a  pie 
con  ellos  las  «soldaderas,»  sin  quejarse  nadie  de  las 
asperezas  del  camino  ni  de  los  riesgos  de  la  suer- 
te que  los  hacía  volver  la  espalda  a  los  odiados  za- 
patistas,  que  nunca  a  ellos  se  las  habían  visto. 

Y  protegiendo  la  retirada,  que  más  parecía  fuga, 
la  «extrema  retaguardia»  que,  si  preciso  era,  debía 
sacrificarse  y  morir  para  salvar  a  la  columna.  Y 
mandando  esa  extrema  retaguardia  el  oficial  de  más 
pundonor  entre  todos  de  la  columna;  un  moreno 
fornido,  alto  el,  de  bigote  de  levantadas  guías  y  ojos 
de  firme  mirar:  el  mayor  Tajonar. 

—¡Vamos,  muchachos! No  se  «aplomen»  vie- 


"  y,- X  • 


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572  E.  MAQUEO  CASTEXLANOS 

■  I      •       '• 

jecitos Poco  a  poco  y  sin  hacerse  bolas A 

nosotros  nos  tocó  «hueso» 

El  panado  aquel  de  bravos,  que  idolatraba  a  su 
mayor,  por  valiente,  por  cumplido,  porque  no  los 
maltrataba,  al  oir  sus  frases  de  aliento  sonreía  con 
una  sonrisa  mezcla  de  ferocidad  y  de  orgullo.  Son- 
risa del  que  confía  en  que  ha  de  vender  cara  la  vi- 
da, dejando  bien  puesto  el  pabellón. 

Los  «cargadores»  en  los  maOsser,  y  los  maOsser 
en  las  manos  prestas  para  apuntar  y  disparar,  cada 
soldado  de  aquellos  eseudrifiaba  la  espesura  para 
saber  por  donde  podía  venir  la  muerte  en  forma  de 
emboscada.  Ellos,  los  de  la  compañía  de  Tajonar, 
no  «defeicionaban.»  Muchas  veces  habían  oído  el 
«ehiflido»  de  las  balas  sin  lograr  ver  siquiera  al  ene- 
migo, amadrigado  en  el  monte.  Y  no  por  eso  se  ha- 
bían sentido  cobardes,  porque,  cuando  la  ocasión 
llegaba,  ya  sabían  ellos  poner  la  bala  donde  ponían 
el  ojo,  aunque  sólo  fuera  en  el  mechón  hirsuto  de 
cabello  que,  caído  sobre  las  frentes,  en  lacias  gue- 
dejas, gastaban  los  seides  de  Zapata. 

— Fíjese,  mi  mayorcito Por  aquella  «lade- 
ra»   Por  allí  vienen  sabiendo  esos  maldeci- 
dos .... 

Tajonar  apuntó  en  la  dirección  indicada  por  el 
sargento  que  le  había  hablado,  sus  anteojos  de  cam- 
pana; pero  nada  pudo  percibir. 

— No  hay  nada  viejo ....  ' 

— Por  allá  vienen  trepando,  mi  mayor Yo  sé 

lo  que  le  digo.  1 

— ¿Vas  a  ver  tu  mejor  con  tus  ojos  que  yo  c«n  los 
catalejos? 

— Pus  ya  lo  creo!  Si  dende  aquí  les  estoy  «vicen- 
tiando»  (mirando)  los  «petates»  (sombreros  de  pal- 
ma). 

— Bueno ....  pues  a  la  hora  de  la  hora,  ya  lo  sa- 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  578 

ben. . . .  Somos  la  extrema  retaguardia  que  protege 
la  retirada  de  la  columna.  Si  nosotros  no  los  ataja- 
mos, hacen  cisco  a  aquélla. 

Y  por  más  que,  mientras  hablaba  Tajonar  seguía 
investigando,  nada  percibía  entre  los  lejanos  rama- 
jes. Entre  tanto,  el  disco  del  sol  había  saltado  sobre 
el  horizonte,  y  su  luz  en  un  torrente  explendoroso, 
bañaba  ahora  el  bosque  todo  que,  con  el  cabrilleo  de 
esa  luz  en  las  mojadas  hojas,  semejabe^el  verdi-do- 
rado  plumaje  de  una  ave  inmensa,  que  la  sacudiera 
con  fruición  al  sentir  la  delicia  del  tibio  rayo. 

Bien  poco  transcurrió  para  que,  como  abortados 
por  la  breña  de  las  laderas  y  dando  saltos  prodigio- 
sos desde  las  rocas  fronteras  al  camino  hasta  el 
camino  mismo,  o  agazapándose  entre  aquélla,  los 
terribles  «zapatistas»  hicieran  irrupción  en  avalan- 
cha, y  para  que,  echándose  a  la  cara  los  rifles,  hi- 
cieran caer  una  lluvia  de  balas  sobre  los  aguerridos 
federales.  Preparados  éstos  para  la  sorpresa,  res- 
pondieron a  ella  incontinenti;  y  de  una  parte  y  de 
otra  varios  hombres  rodaron  por  tierra  o  se  fueron 
doblando  poco  a  poco,  tronchados  por  el  certero 
plomo. 

— ¡No  se  hagan  bolas,  muchachos! Cúbranse 

y  pecho  a  tierra!  —  ordenó  Tajonar,  mientras  abrién- 
dose el  ancho  capote  militar  que  lo  estorbaba,  y  em- 
puñando su  pistola,  se  plantaba  él  en  mitad  del 
camino,  pie  a  tierra,  en  marcial  apostura  y  arran- 
cándole el  sol  destellos  de  los  galones  de  la  «gue- 
rrera.> 

¿Qué  fué  lo  que  vio  que  le  hizo  pasarse  la  mano 
por  los  ojos,  como  si  quisiera  cerciorarse  de  que 
no  era  víctima  de  un  engaño?  Pues  vio  que  en  el 
campo  enemigo,  a  la  cabeza  de  los  que  atacaban,  se 
hallaba  un  hombre  vestido  todo  él  de  negro,  echado 


:i.-^' 


574 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


hacia  atrás  el  galoneado  «charro,»  también  pie  a 
tierra  y  empuñando  también  la  homicida  pistola. 

Pero ¿era  él?  Podía  ser  él?  Era  él,  sí,  no  ca- 

bía  duda ....  Y  para  mayor  convencimiento.  Tajo- 
nar,  en  un  acto  de  temerario  arrojo,  empuñó  con  la 
siniestra  los  gemelos  de  campafia  y  los  asestó  so- 
bre aquel  hombre  que,  a  su  vez,  lo  miraba  como  du- 
dando también  de  lo  que  veía!  ¡Mandujano! ¡El 

compadre  Mandujano!  I 

Entonces  sobrevino  algo  extraordinario:  dos  vo- 
ces, casi  al  unísono,  gritaron  a  los  suyos  «alto  el 
fuego»  y  el  clarín  de  los  federales  trasmitió  vibran- 
do la  orden,  y  el  fuego  cesó  como  por  encanto.  Y 
aquellos  dos  hombres,  paso  a  paso,  fueron  acercán- 
dose el  uno  al  otro,  pero  siempre  con  las  pistolas 
amartilladas  y  apuntándose 

— Compadre compadrito,  por  favor!  Ríndase! 

— Retírese,  compadre por  favor,  retírese.... 

Yo  no  sé  rendirme!  ,  I  '': 

— Ríndase,  compadre !  Tengo  orden  de  pasar 

sobre  todo vengo  de  vanguardia .... 

— Pues  yo  vengo  de  extrema  retaguardia....  pro- 
tegiendo la  retirada 

— No  me  comprometa,  compadre  ... 

— Cumpla  con  su  deber,  que  yo  haré  el  mío . 

Así  lo  quiso  la  suerte! 

— Por  última  vez,  ríndase. . .  ^! 

— Por  última  vez,  retírese ! 

— Pues  que  no  se  puede a  cumplir  cada  uno 

con  su  deber!  | 

Y  casi  simultáneamente  aquellos  dos  hombres 
dieron  la  voz  de  <¡fuego!>  y  comenzaron  a  vaciarse 
las  pistolas,  avanzando  aun  más  el  uno  hacia  el  otro 
en  un  duelo  a  muerte  espantador;  y  así  llegaron  a 
quedar  frente  por  frente,  para  desplomarse  casi 
confundidos,  mientras  los  soldados  de  uno  y  otro 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  575 

bando  se  batían  encarnizadamente,  en  el  camino  y 
en  la  espesura,  llenos  de  rabia,  sedientos  de  san- 
gre, locos  de  furor,  en  la  ebriedad  infernal  que  pro- 
duce la  lucha,  la  pavorosa  lucha  fratricida  en  la 
que  el  hombre  es  doblemente  fiera,  ya  que  mata,  y 
al  que  mata  es  un  hermano! 

Y  ya  caídos,  Mandujano  y  Tajonar  se  buscaron. 
Y  desangrándose,  moribundos,  aun  se  arrastraron 
el  uno  hacia  el  otro  trabajosamente;  pero  ya  no  en  el 
encandilamiento  del  odio,  sino  movidos  por  bien 
distinto  sentimiento 

Y  una  mano,  la  de  cualquiera  de  los  dos,  halló  la 
diestra  del  otro;  y  aquellas  manos  se  estrecharon 
con  una  efusión  increíble! 

— Perdóneme,  compadre !  Yo  no  tengo  la  cul- 
pa! Es  esta  maldita  disciplina mandaba  yo  la 

extrema  retaguardia 

— Usted  es  el  que  debe  perdonarme,  compadre; 
pero  tenía  la  orden  de  pasar  adelante  sobre  lo  que 
se  me  opusiera 

— ¡Qué  cruel  es  la  guerra,  compadre! 

— No  tanto siquiera  ahora  vamos  a  morir 

juntos 

— Gomo  juntas  estarán  allá ... . 

La  visión  de  sus  hogares,  en  una  última  delicia, 

pasó  por  la  mente  de  aquellos  dos  moribundos 

¡Sí!  Allá  estarían  las  dos  pobres  esposas,  bien  aje- 
nas del  terrible  drama;  sin  pensar  en  que  el  desti- 
no cruel  hacía  que  el  asesino  del  marido  de  la  una, 

fuera  el  esposo  de  la  otra Allá  estarían  aquellos 

pequenines,  pedazos  del  corazón,  que  en  aquellas 
horas  dormirían  aún  el  dulce  sueño  de  la  inocencia, 
de  la  vida  que  no  sabe  de  duelos,  que  ignora  de 
odios Y  después,  juntos  jugarían  y  se  acaricia- 
rían, ignorantes  de  que  cada  uno  besaba  y  acari- 
ciaba al  hijo  del  que  lo  había  dejado  huérfano! 


•í-s-.. 


576 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


Mandujano,  hiposo,  con  el  hipo  precursor  de  la 
muerte  que  llega,  se  acercó  hasta  el  oído  de  Tapo- 
nar,  y  le  dijo: 

— Me  muero,  compadre. . . .  me  muero! 

— Y  yo  también '     .    t 

— Compadre ....  ¿sabe  usted  rezar? 

— Algo mi  madrecita  me  enseñó 

— Pues  rézeme  algo I  . 

— Bueno reae  conmigo «Creo  en  Dios 

Padre Todo  Poderoso > 

A  lo  lejos,  entre  el  monte,  por  entre  las  brefias, 
se  oía  el  incesante  tronar  de  los  maüssers  y  de  los 
treinta-treinta:  los  gritos  de  los  federales  y  de 
los  zapatistas  insultándose  y  desafiándose,  y  ha- 
ciendo eco  a  todo,  la  nota  vibrante  del  clarín  orde- 
nando «fuego  y  avanceu>  y  los  alaridos  de  dolor  de 
los  que  caían  para  no  levantarse  más,  pensando 
también  y  acaso  en  la  esposa  ausente  y  en  los  hijos 
que  quedaban  en  abandono;  en  la  amada  «merga> 
de  tierra  que  era  toda  la  fortuna,  y  en  la  «yunta,> 
que  era  todo  el  deleite ,  ..^  . 

— Ya  no  puedo  más,  compadre 

— Sí  puede ....  hágase  ánimo, !  «que  fué  cru- 
cificado, muerto  y  sepultado. ...» 

— Muerto  y  sepultado 

— «Y  al  tercero  día > 

— Y al  tercero ....  día 

Aquellas  voces  de  extrafia  unción,  que  se  debili- 
taban, que  se  apagaban,  con  dulcedumbres  de  infi- 
nito perdón,  tenían  respuesta,  dentro  de  la  bravia 
zarza  del  monte,  con  el  grito  altivo  de  «iViva  la  Na 
ción!  ¡Viva  el  Supremo  Gobierno!»  ai  que  hacía  dúo 
otro  grito  entusiasta:  «¡Viva  Zapata!  ¡Viva  el  libre 
Sur!> 

— «Desde  allí ha  de  venir a  juz- 
gar  > 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  577 

— ha  de  venir! a  juzgar — respon- 
día Mandujano  entre  estertores. 

— Creo en  el  perdón de  los  pecados. . . . 

— perdón de  los pecados 

Y  un  hipo  último,  una  postrera  convulsión  y  un 
aflojamiento  subsecuente  de  todos  los  miembros 
en  la  flacidez  del  cuerpo  que,  incapaz  de  retener  la 
vida  se  abandona  a  la  muerte,  fué  el  ñnal  de  Man- 
dujano. Y  de  parte  de  Tajonar  un  inmenso  abrir  de 
ojos  en  la  postrimer  mirada  que  quiere  avaramente 
abarcar  todo;  cielo,  tierra,  visiones  de  los  seres 
amados;  todo  en  un  conjunto,  en  el  deseo  supremo 

de  llevárselos  impresos  en  la  retina.  Después 

nada 

¿Nada?  No;  algo  terriblemente  patético  y  a  la  vez 
de  cruel  sarcasmo  resonando  en  la  inmensidad  del 
bosque.  La  alegre  diana  del  clarín  de  infantería, 
noticiando  a  la  lejana  columna  que  se  retira  traba- 
josamente, penosamente,  con  movimiento  peristá- 
tico,  por  el  naneo  de  la  verdinegra  montaña,  que  el 
enemigo  ha  sido  batido  y  que  el  peligro  ha  pa- 
sado   - 

>  -     ■    -  ■  ■ 

* 
«    » 

¿Qué  es  entre  tanto,  de  la  trashumante  columna? 
Allá  va,  cuesta  arriba,  reptando  por  la  «ladera>  de 
la  montaña,  como  un  gigante  gusano  que  amolda 
sus  anillos  a  la  forma  de  las  anfractuosidades  del 
terreno.  A  vanguardia,  los  exploradores  encarga- 
dos de  abrir  pase  y  de  señalar  al  enemigo  por  si 
aparece.  Detrás,  parte  del  grueso  de  la  fuerza  que 
protege  la  impedimenta,  que  viene  al  centro:  la  ar- 
tillería, el  parque,  los  enfermos  y  los  heridos.  A  la 
zaga,  el  resto  de  ese  grueso;  y  confundidos  con  él 
tsos  tenaces  parásitos  de  nuestro  ejército:  las  «vie- 


*'-:. 


'  i. 


«!>-^. 


578  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

jas,»  las  «soldaderas,»  las  de  todos  modos  intrépi 
das  soldaderas,  que  van  a  la  rastra  de  sus  «Juanes,» 
de  quienes  reciben  lo  mismo  caricias  que  palos. 

No  hay  que  detenerse:  no  se  puede  hacer  el  más 
pequeño  alto.  El  enemigo  aventajaría  de  posición  y 
pasaría,  de  la  retaguardis^  a  ocupar  los  flancos: 
porque  inútil  fué  el  sacrificio  de  Tajonar  y  de  los 
suyos,  que  uno  a  uno  fueron  cayendo,  quedando 
por  el  camino  regados  los  cadáveres  y  abandonados 
los  fusiles  descargados  hasta  el  último  cartucho! 
El  enemigo  logró  rehacerse  y  va  rebasando  la  reta- 
guardia y  se  aproxima  amenazante,  y  es  hormigue- 
ro que  brota  de  los  peñascos  como  aborto  de  las 
entrañas  de  la  sierra | 

¡No  hay  que  detenerse!  Y  el  caso  es  que  las  bes 
tías,  cansadas,  extenuadas  por  la  penosa  ascensión, 
no  pueden  ya  tirar  de  los  carros  ni  de  los  cañones, 
y  agobiadas  por  la  carga,  se  echan  al  suelo  y  hay 
que  levantarlas  «a  pulso.»  Y  lo  mismo  empieza  a  su 
ceder  con  los  propios  hombres ....  No  tienen  fuer- 
zas! No  se  tomó  «rancho» Tan  sólo  una  taza 

de  mal  café,  a  escape  y  a  la  salida 

A  los  resoplidos  y  quejumbres  de  las  bestias,  se 
mezclan  las  increpaciones  de  los  jefes  y  los  jura 
mentos  de -los  soldados,  y  las  malas  palabras  de  las 
«viejas» 

— ¡Malditos  zapatistas!  Si  hombres  fueran,  ya 
habrían  de  haber  hecho  «parada»  cuando  se  les  ba- 
tía en  sus  terrenos,  y  no  aprovecharse  de  la  ocasión 
«hora»  que  por  obedecer  la  orden  superior  no  se 
les  puede  hacer  frente! 

— Jijos  de  la ... .  Ya  nos  volveremos  a  ver! 

—Mire,  cabo!  Fíjese! Qué  no  ve  que  a  esa  mu- 
ía ya  se  le  aflojó  el  «aparejo?» 

— Ándenle ándenle Paso  veloz!  No  se 

«echen» 


-5  .■.j' 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  579 

—Esos  del  cañón!  Con  un ... .  Van  a  volcar  la  pie- 
za! Oiga,  rebruto!  métale  el  hombro 

Y  el  soldado  aludido,  haciendo  oficios  de  acémila 
metió  el  hombro  y  empujó  con  todas  sus  fuerzas  en 
la  rueda  del  cañón  hasta  que  la  pieza  pudo  salvar  la 
roca  que  se  le  había  interpuesto  al  paso. 

A  lo  lejos,  por  los  flancos,  comenzaron  a  aparecer 
innumerables  puntos  blancos  que  se  deslizaban  por 
las  peñas  y  saltaban  y  corrían  por  entre  la  espesu- 
ra del  bosque Eran  ellos!  Había  que  apurar- 
se   Eran  nube Y  la  columna  se  componía  de 

pocos,  y  si  la  flanqueaban  el  desastre  sería  inevita- 
ble y  se  perderían  las  baterías  y  se  dejará  en  su  po- 
der un  gran  bagaje,  y  ya  podrían  encomendarse  a 
Dios  los  heridos  y  los  enfermos  porque  los  zapatis- 
tas  no  daban  cuartel  a  nadie! 

—Arriba,  muchachos! No  se  ronceen!  Esos 

rezagados Con  un  tal! Quieren  quedarse 

«botados»  en  mitad  del  monte? 

El  esfuerzo  se  redobla.  AqueUos  a  quienes  vence 
la  fatiga,  sacan  fuerzas  de  flaqueza  y  retornan  a  con- 
tinuar la  marcha .... 

Caminando  junto  a  su  «juan,»  llevándole  a  los  se- 
cos labios  la  caramañola  cuando  la  sed  lo  agobia,  va 
una  soldadera  cargada  de  todo  género  de  bultos.  El 
«tompeate»  en  el  que  lleva  las  provisiones  y  el  jarri- 
to  y  el  «tecomate.»  Y  el  envoltorio  en  el  que  lleva  la 
«frazada»  y  las  enaguas  nuevas  que  él  le  regaló  cuan- 
do hicieron  el  «compromiso.»  Y  el  «baulito»  con  los 
centavos  ahorrados,  y  las  yerbas  de  medicina,  y  has- 
ta un  San  José  pequeño,  de  bulto,  milagrosa  escul- 
tura que  los  ha  salvado  de  todos  los  peligros,  pues 
que  con  ellos  ha  hecho  toda  la  campaña  de  Morelos. 

Por  eso  que  no  les  tenga  miedo  a  los  zapatistas  a 
los  que,  cerrándoles  el  puño  y  amenazándolos  con  él, 
a  lo  lejos,  les  grita:    ,       ,  :   v 


-TÍ 


•vi- 


m 


580 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


Fijos  de  la No  corremos!  Nos  vamos No 

nos  echan !  Qué  va!  Si  ustedes  son  cobardes 

Y  si  no,  acerqúense  nomás^  tales  por  cuales! 

Y  mientras  en  borbot6n  les  dispara  la  andanada 
de  insultos,  a  su  lado  el  flel  perrillo,  el  «escuíntle> 
compañero  de  campañas,  ladra  furiosamente  como 
si  entendiera  el  por  qué  de  las  picardías  aquellas, 
y  quisiera  corearlas. 

— No  te  rezagues,  vieja -le  dice  él.  -No  te  remo- 
lonees que  si  te  mira  ej  jefe,  te  echa  el  caballo 

— Es  que  ya  no  puedo  con  tantos  «bultos» .... 

El  «bulto»  que  más  que  los  otros  la  agobiaba  era 
aquel  pequeño  que  cargaba  con  predilección  entre 
sus  brazos.  De  vez  en  cuando,  cariñosamente,  levan- 
taba un  poco  el  «rebozo»  en  el  que  envuelto  lo  lleva 
ra,  y  una  sonrisa  inefable  asomaba  al  moreno  rostro 
de  aquella  mujer,  curtido  por  el  sol  y  la  intemperie 

y  el  desaseo Una  sonrisa  en  la  que  se  pintaban  los 

dulces  anhelos  de  la  maternidad  satisfecha,  porque 
también  en  esos  corazones  abotargados  por  la  vida 
nómade  y  de  cufirtel  enraiza  a  veces  el  amor  más 
hermoso  de  todos  los  amores ....  Y  veía  al  pequefiín 
dormido  apaciblemente:  reconfortado,  más  que  por 
el  calor  de  las  toscas  mantillas,  por  el  del  materno 
regazo;  tranquilo  el  rostro  de  puros  infantiles  linca- 
mientos que  encuadraban  blondas  crenchitas  dora 
das:  cerrada  la  fina  boquita  incapaz  de  balbucear 
aún:  cerrados  los  ojitos,  incapaces  de  darse  todavía 
cuenta  de  los  pavores  de  la  vida,  y  dibujándose  en 
los  tersos  carrillitos  los  lindos  hoyuelos  de  una  es- 
cultura de  niño  Jesús. 

Pero  aquel  niño  de  apariencia  divina  aunque  de 
contextura  humana,  rubio  y  lindo  ¿podía  ser  el  hijo 
de  aquella  soldadera  morena  y  tosca  y  de  aquel  <juan> 
rudo  y  fiero,  de  broncínea  faz?         I 

No,  en  efecto.  Era  un  hijo  adoptivo,  no  por  eso 


'  _  LA  RUINA  DE  LA  CASONA  581 

menos  amado.  Ellos  no  podían  haber  tenido  hijos; 
pero  sí  habían  podido  sentir  el  inmenso  amor  para 
ellos,  sumado  a  la  infinita  piedad  para  el  desvalido; 
para  el  que,  siendo  todo  inocencia,  nada  puede  en 

su  defensa Aquel  bebé,  que  parecía  arrancado 

de  un  «nacimiento»  del  Perugino,  era  el  hijo  único 
del  teniente  Portilla  y  de  su  amasia  la  «tenienta.» 

El  padre,  cuando  la  vida  le  sonreía,  y  cuando  él 
era  una  esperanza  para  la  vida,  rubio,  buen  mozo, 
enrolado  en  el  ejército  con  la  idea  de  irse  «muy  arri- 
ba,» había  muerto  hacía  poco,  víctima  de  una  embos- 
cada en  los  cañaverales  de  Yautepec,  en  los  que  una 
bala  le  había  perforado  el  cráneo. 

La  pobre  «tenienta»  que  era  la  admiración  de  las 
soldaderas  y  el  orgullo  de  la  compañía,  por  su  ju- 
ventud y  su  belleza,  y  que  en  un  rapto  de  amorosa 
locura  había  abandonado  familia  y  hogar  para  se- 
guirlo a  él,  al  teniente,  hasta  las  intrincadas  serra- 
nías donde  combatía  a  los  «enemigos  del  orden,» 
no  había  podido  resistir  ni  el  agotante  clima  de  las 
tierras  cálidas,  ni  el  dolor  de  verse  privada  allá  de 
•  todo  amparo  y  de  todo  afecto,  y  había  muerto  tam- 
bién, de  traidor  paludismo,  dejando  de  días  a  aquel 
querub. 

Privada  de  todo  afecto,  hemos  dicho?  No,  que  allá 
estaba  Lugarda,  la  intrépida  soldadera,  la  concubi- 
na del  «Juan»  asistente  del  teniente  Portilla  y  la  que, 
con  una  solicitud  incomparable,  la  había  atendido 
hasta  el  último  momento,  desviviéndose  porque  no 
le  faltara  nada  a  su  «tenienta:»  ni  ropas  con  que  cu- 
brir sus  desnudeces  y  abrigarla  cuando  el  convulsi- 
vo frío  de  la  «calentura»  la  atacaba,  ni  su  caldo  para 
que  la  debilidad  no  la  hiciera  mella,  ni  la  quinina 
misma  que  sepa  Dios  a  dónde  se  iba  a  robar  la  sol- 
dadera, para  combatir  la  enfermedad,  ya  que  en  el 
botiquín  del  batallón  no  la  daban  sino  a  las  «clases,» 


_^:* 


582  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

es  decir,  a  los  jefes.  Esfuerzo  inútil,  porque  al  fin  y 
al  cabo  la  <tenienta>  abandonó  la  vida,  encargando 
en  sus  últimos  momentos  a  la  compasiva  Lugarda 
que  viera  por  aquel  nifio  desamparado  y  fuera  ma- 
dre para  él! 

Y  ella  lo  recogió.  Sí  que  sería  madre  del  prdbt 
inocente!  Por  qué  no?  Ella  había  soñado  siempre  con 
tener  un  hijo ....  Sentir  lo  que  las  madres  sienten, 
y,  en  su  infinita  miseria  moral,  purificarse  en  algo 
de  las  lacras  de  la  vida  cuartelera  con  un  cariño  así. 
Y  por  todo  eso  había  adoptado  al  niño  y  lo  cuidaba 
como  oro  en  pellón;  y  ahora,  allá  iba  con  él,  cuesta 
arriba,  jadeando  y  extenuada,  pero  contenta  con  su 
carga,  siguiendo  a  la  columna  cuya  retirada  se  con- 
vertía cada  vez  más  en  una  fuga. 

— No  te  rezagues,  vieja No  te  aplomes Mi- 
ra que  si  te  ve  el  capitán,  te  corta  de  la  columna  y 
te  quedas  tirada  en  el  monte .... 

Pero  ella  no  podía  más  con  tanto  «bulto!»  Enton- 
ces, con  un  heroico  desprendimiento  y  para  auge 
rarse  algo,  tiró  en  el  primer  barranco  al  paso  halla- 
do, uno  de  los  fardos.  El  de  la  ropa,  el  de  las  enaguas 
*nuevas  que  él  le  había  regalado  cuando  hicieron 
«compromiso»  viendo  con  tristes  ojos  cómo  quedaba 
prendido  entre  los  zarzales  del  fondo ....  Las  balas 
silbaban  en  derredor.  Los  zapatistas  ganaban  terre- 
no y  ya  ahora  disparaban  casi  a  quemaropa,  parape- 
tados y  ocultos  entre  las  crestas  de  las  rocas.  Y  así 
no  dejaban  de  hacer  blanco,  pudiéndose  ayudara 
duras  penas  a  los  heridos  leves.  Los  graves  ahí  que- 
daban porque  no  era  cosa  de  perder  el  tiempo  para 
recogerlos:  ya  vendrían  «los  otros»  a  rematarlos!  Y 
en  cnanto  a  los  muertos,  ¿para  qiíé  detenerse  en  re- 
cogerlos? Ya  vendrían  «los  otros»  y  los  despojarían 
hasta  de  la  última  prenda,  y  los  dejarían  tirados  en 
pleno  monte  sin  más  sudario  que  el  que  les  formara, 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  583 

piadosamente,  el  viento  con  las  hojas  secas,  ni  más 
sepaltnra  que  los  vientres  de  los  «coyotes» 

— Por  tu  madre,  vieja! No  te  eches Ánda- 
le   ándale Si  te  quedas  atrás,  te  van  a  dar  un 

«plomazo» .... 

La  pobre  soldadera  arrojó  al  barranco  otro  fardo: 
en  el  que  llevaba  «el  bastimento»  y  las  yerbas,  no 
quedándose  ya  sino  con  el  baulito  y  la  escultura,  y 
con  el  que  formaba  el  niño  que  seguía  durmiendo 
inocentemente,  tranquilamente,  ageno  al  espectácu- 
lo de  muerte  que  en  torno  se  desarrollaba .... 

— No  se  atrasen,  viejas  del  tal !  No  se  ron- 
ceen! Incorpórense de  ahí,  por  cuidarlas,  se 

quedan  atrás  las  hombres ....  ándenle .... 

Era  la  voz  imperiosa  del  capitán  que,  a  caballo  y 
sable  en  mano,  arreaba  a  los  soldados  y  a  las  solda- 
deras, como  a  piara  obediente  por  amedrentada.  A 
los  indolentes  y  a  las  remisas,  les  «echaba  encima 
el  caballo»  y  les  hacía  apresurar  el  paso  dándoles 
sendos  «planazos.» 

— Mal  haya  con  las  viejas!  Pa  qué  vienen  cargando 
tanto!  Apriete  el  paso ....  alijérese ....  tire  eso! 

La  aludida,  para  justificar  que  no  podía  tirar 
aquello,  se  conformó  con  levantar  las  puntas  del  re- 
bozo, enseñándole  al  capitán  el  rostro  peregrino  de 
aquel  niño,  todo  candor,  que  dormía  apaciblemente. 

—Pos  pa  qué  tienen  chamacos! 

Ante  la  brutal  frase,  la  soldadera  sintió  hervirle 
toda  la  sangre.  ¿Para  qué  se  tienen  hijos?  ¡Pues 
para  eso!  Para  quererlos,  para  cargar  con  ellos 
y  para  dar  por  ellos  la  vida ! 

En  un  último  esfuerzo  apretó  el  paso,  estrechan- 
do contra  su  pecho  al  niño.  Todavía  caminó  un  cuar- 
to de  legua  hasta  que,  en  un  recodo  de  la  vereda, 

cuando  menos  lo  esperaba,  el  fusil  asesino  la  ace- 
chó  


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584 


E.  MAQUEO  CASTEJLLANOS 


Un  grito  agudo  y  un  desplome  rápido.  Eso  fué 
todo.  La  bala  le  había  partido  el  corazón,  y  ella  ape- 
nas si  tuvo  tiempo  para  tratar  de  caer  sin  que  el 
nifio  se  lastimara 

Al  oir  el  grito  aquel,  el  soldado  se  volvió.  Un  ins- 
tante, un  instante  solo,  que  no  podía  detenerse  más! 
Los  jefes  venían  empujando  impíamente  a  los  reza- 
gados. Una  lágrima  ardiente  corrió  por  sus  meji- 
llas; acaso  la  única  derramada  en  la  vida  que  lo  había 
hecho  insensible  a  fuerza  de  serle  inclemente.  Por 
lo  menos,  la  única  derramada  desde  que  había  deja- 
do el  «jacal»  nativo  prendido  en  la  verdeante  loma. 

¿Cómo  dejar  al  nifio  en  el  regazo  de  aquella  muer- 
ta? Con  un  movimiento  rápido  el  «juan>  lo  despren- 
dió de  allí  y  lo  colocó  entre  sus  brazos,  que  serían 
cuna,  poco  más  dura,  pero  cuna  al  fin,  como  lo  ha- 
bían sido  los  de  aquella  pobre  compañera  que  que- 
daba abandonada  en  mitad  del  camino  y  que  ahora 
lo  dejaba  solo!  I 

Y  siguió  adelante.  Como  lo  hizo  el  «escuintle» 
aquel  que  formaba  en  el  grupo,  después  de  hus- 
mear la  sangre  fresca  que  borbotaba  por  la  herida 
de  la  muerta  y  de  lanzar  al  aire  lastimero  ahullido! 

Ya  el  enemigo  había  conseguido  casi  flanquear  a 
la  columna.  Era  necesario  o  hacer  un  alto  para  to- 
mar posiciones  y  repeler  el  ataque  a  todo  riesgo, 
pues  lucharían  uno  contra  cuatro,  o  aligerar  la  mar- 
cha deshaciéndose  de  la  impedinvsnta.  Y  fué  este 
el  partido  que  rápidamente  adoptó  el  jefe  de  la  co- 
lumna. Por  las  quebraduras  de  la  serranía  comen- 
zaron a  ser  despeñadas  las  piezas  de  artillería,  que 
caían  estrepitosamente,  rebotando  de  saliente  en 
saliente;  estrellándose  los  «avantrenes,»  desgaján- 
dose las  ruedas  y  desarticulándose  toda  la  mortífe- 
ra máquina!  Y  allá  las  siguieron  los  carros,  con 
igual  suerte. .....  • 


I«A  RUINA  DE  X*A  CASONA  585 

Hubo  momento  en  que,  para  hacer  más  rápida  la 
marcha,  se  dio  una  orden  desesperada: 

-  ¡Abajo  mochilas! 

Los  soldados,  con  el  instinto  de  conservación  que 
da  el  peligro,  se  desprendieron  rápidamente  de  las 
espaldas  las  mochilas  y  las  aventaron  al  barranco 
más  inmediato. 

—Qué  hace?  Qué  no  ha  oído  la  orden?  Tire  ese 
estorbo 

— No  es  estorbo,  mi  capitán Es  el  hijo  de  mi 

teniente  Portilla ....  No  tiene  padre  ni  madre 

'—Pues  déselo  a  su  vieja  que  lo  cargue  ella!  Bue- 
no está!  Un  soldado  cargando  «chamacos!» .... 

—Es  que  a  mi  vieja  me  la  doblaron  de  un  «ploma- 
zo» y  ahí  se  quedó  botada  y  muerta 

-  Y  eso  qué!  Tire  ese  estorbo .... 
—Pero  mi  capitán ....  el  p7'obe  inocente .... 

-  Que  lo  tire  le  digo! 

La  orden  no  admitía  réplica contradecirla 

era  morirse. 

Entonces  el  soldado  aquel  buscó  con  ávida  mira- 
da un  rinconcito  en  el  monte,  donde  no  diera  el  sol. 
Allí  estaba!  Al  pie  de  un  frondoso  pinabete,  entre 
unas  rocas;  sobre  un  colchón  de  musgo. . . . 

Se  quitó  la  frazada:  la  dobló  cuidadosamente;  la 
puso  sobre  el  musgo  y  depositó  allí  cariñosamente 
al  niño,  mientras  una  segunda  lágrima  se  despren- 
día de  sus  ojos,  rodaba  por  sus  tostadas  mejillas  y 
caía  hasta  la  verde  grama  para  quedar  allí  engarza- 
da como  un  tesoro  ofrendado  a  aquel  niño,  que  iba  a 
quedar  en  abandono. ...  tesoro  inconmensurablemen- 
te más  valioso  que  el  que  los  Reyes  Magos  deposita- 
ran una  noche  en  un  humilde  establo  de  Bethlem! 

Después,  corrió  a  incorporarse  en  la  columna 

Al  sentirse  desprendido  el  niño  de  aquellos  re- 
cios brazos  por  cortos  momentos  paternales,  y  al 


586  E.  MAQUEO  CASTELLAN06 

herir  la  luz  del  día  radioso  sus  finos  párpados,  y  el 
frío  de  la  mafiana  en  la  sierra  su  cuerpecito  todo, 
que  parecía  amasado  de  concha  nácar,  abrió  sus 
claros  ojos,  tendió  al  vacío  sus  manecitas  cuajadas 
de  hoyuelos,  y  sonrió  con  divina  sonrisa. . . .  sonrió 
al  cielo  azul  y  a  la  verde  montaña;  a  la  candida  nube 
pasajera  y  al  jilguero  que  gorgeaba  en  el  frondoso 
oyamel,  y  al  cristalino  arroyo  que  se  deslizaba  en- 
tre las  peñas  y  al  panorama  del  conjunto;  panorama 
de  vida,  de  grandeza,  de  excelsitud,  en  que  el  mile- 
nario bosque  era,  o  debería  ser,  templo  sacrosanto 
y  dosel  la  altura I.         . 

Y  todo  aquello  pareció  estremecerse  reverencial- 
mente,  y  responder  en  una  solemne  antífona:      > 

-  «¡Gloria  in  excelsis  Deo!» 

¡Gloria  a  Dios  en  las  alturas  y  paz  en  la  tierra  a 
los  hombres  de  buena  voluntad! 

¡Ay!  ¿En  dónde  estaban  los  hombres  de  buena 
voluntad?  ¿En  dónde  Dios,  que  no  veía  y  castigaba 
crueldad  tanta?  ¿En  dónde  la  paz,  si  los  hermanos 
mataban  como  fieras  a  los  hermanos? 

En  la  lejanía  retumbaba  algún  cañón,  conservado 
para  mantener  a  raya,  a  botes  de  metralla,  a  los  ene- 
migos de  la  trashumante  columna.  Las  descargas 
de  la  fusilería  se  iban  haciendo  más  apagadas  cada 

vez más  distantes  Y  apenas  si  se  oían 

el  ulular  de  los  combatientes  y  los  ayes  de  los  heri- 
dos y  los  gritos  de  «¡Viva  el  Supremo  Gobierno!»  a 

los  que  respondían  los  de  «¡Viva  Zapata Viva 

el  libre  Sur!»  I 

Más  tarde  la  calma  volvió  a  reinar  en  el  bosque  y 
la  montaña  guardó  avara  entre  sus  pliegues  sus  in- 
tensos dramas 

¿Qué  fué  del  pobre  niño  abandonado? 

Tal  vez  durante  el  día  se  lo  robaron  los  ángeles.... 
Tal  vez  durante  la  noche  lo  devoraron  los  lobos! 


;.  V,' . 


CAPITULO  X 
Boceto   de  trasredia 


í-^'-'^' 


En  las  postrimerías  de  aquel  afio  ¿quién  mandaba  "  -^ 

en  la  sede  de  la  República?  Imposible  hubiera  sido       .      f 
determinarlo,  y 

El  fatídico  Carranza,  una  vez  consumada  su  trai-  ^ 

ción  contra  el  ranchero  «Plan  de  Guadalupe,»  en  el  2 

que  prometiera  que,  a  la  entrada  de  las  fuerzas  re- 
volucionarias en  la  capital  de  la  República,  una  "i 
«convención»  de  jefes  militares  de  la  causa  deter-            \ 
minaría  quién  habría  de  ocupar  la  Presidencia  de   ^ 
aquélla  interinamente,  había  tenido  que  refugiarse             s: 
enVeracruz. 

Villa,  después  de  haber  hecho  huir  al  Presidente 
designado  por  la  Convención,  Gutiérrez,  había  sali- 
do de  la  Capital  dizque  con  el  intento  de  ocupar  •  j 
Tampico,  en  cuya  maniobra  fracasó. 

En  la  urbe  madre,  como  remedo  de  Gobierno, 
el  derivado  de  la  agonizante  «Convención  de  Aguas- 
calientes,»  vivía  de  alternativas  ante  las  diversas 
tensiones  de  villistas,  zapatistas  y  solapados  ca-  - 

rrancistas,  no  pudiendo  tener  fe  en  la  lealtad  de  tan 
heterogéneos  componentes,  a  los  que  por  necesidad 
tenía  que  dejar  obrar  al  arbitrio. 


588  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

La  Capital  de  la  República  estaba,  pues,  en  la 
anarquía. 

Por  ley,  las  del  fusil  y  la  violencia;  por  autoridad, 
la  del  más  fuerte;  y  en  tan  angustiosa  situación  la 
vida  se  deslizaba  como  algo  a  lo  que  no  se  tenía  de- 
recho. 

Con  las  primeras  luces  del  alba  dejó  sigilosa- 
mente el  lecho  en  aquella  mañana  el  ex-estudiante 
Andrade,  en  cuyos  ojos  estaban  patentes  las  huellas 
del  insomnio,  y  entreabriendo  con  nimio  cuidado  la 
puerta  de  la  habitación,  a  fin  de  no  despertar  ni  al 
hermano  cura  ni  al  bienaventurado  TafoUa  que  pa- 
recía dormir  a  pierna  suelta,  púsose  a  observar  la 
vivienda  de  las  Otamendi.  í 

No  obstante  la  hora,  en  aquélla  estaba  encendida 
la  luz  artificial,  y  a  través  de  los  visillos  pudo  Enjol- 
ras  percibir  el  ir  y  venir  de  los  moradores,  en  inu- 
sitado tráfago  y  como  chinescas  sombras 

Minutos  con  tamaño  de  horas  en  el  doloroso  ace- 
cho y  en  meditación  sobre  el  partido  que  convendría 
tomar.  Y  entre  tanto,  Quico  al  acechar,  era  acecha- 
do a  su  vez  no  sólo  por  el  hermano  cura  al  que  creía 
dormido  y  que  fingiendo  el  sueño  lo  expiaba,  sino 
por  «Demóstenes»  que  también,  y  contra  su  cos- 
tumbre, temía  por  algo. 

Ya  la  luz  del  día  había  acabado  por  disipar  las 
sombras  en  la  casona  cuando  discretas  llamadas  a 
la  puerta  de  la  calle,  hicieron  apagarse  de  súbito  los 
foquillos  del  «cantón»  Otamendi  y  acudir  a  la  nueva 
portera,  substituta  de  Pilo,  que  abrió  el  zaguán  si- 
gilosamente, como  si  estuviera  advertida  para  ello, 
a  tiempo  en  que,  con  mayor  sigilo,  se  escurrían 
de  su  habitación  Cuca,  Chayo  y  Meches,  llevando 
terciados  vistosos  rebozos  de  «bolita,*  vistiendo 
enaguas  cortas  lentejueleadas;  calzando  zapatillas 


^^-■ 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  589 

de  seda,  y  ostentando  en  las  trenzas  del  peinado  en- 
tretejidas, cintas  de  subidos  colores. 

Las  hermanas  Otamendi,  en  traje  de  «chinas  po- 
blanas* iban  a  juerga  a  los  ojos  de  agua  de  Xochi- 
milco. 

Verlas  salir  el  estudiante  y  sentir  que  un  calosfrío 
mortal  recorría  su  cuerpo,  fué  todo  uno.  Sintió  el 
vehemnete  impulso  de  ir  a  cortarles  el  paso  para 
detener  a  Chayo,  pero  lo  detuvo  el  recuerdo  de  las 
últimas  palabras  con  ella  cruzadas. 

¿Por  qué  había  sido  tan  tonto  y  remilgoso  y  no 
había  sabido  aprovecharse  de  las  circunstancias  pa- 
ra hacerse  general  y  rico  como  Tenorio? 

Una  última  visión  lo  torturó.  En  el  patio  mismo 
de  la  casona  vio  reunirse  a  las  alegres  paseadoras 
don  los  dos  tipos  para  él  más  odiados  entonces:  Te- 
norio, que  lucía  el  abigarrado  uniforme  de  briga- 
cier  zapatista,  villista,  carrancista  o  convencionista, 
que  imposible  era  distinguir,  y  el  canallesco  Pinga- 
rrón  que  ahora  se  deshacía  en  zalemas  para  el  «señor 
general,»  que  en  parte  le  debía  el  grado,  ya  que  ha- 
bía sido  él  quien  lo  empujara  a  la  última  felonía,  en 
servicio  de  los  intereses  de  su  amigo  Rémington. 

El  impulso  de  Andrade  se  hizo  irresistible.  Sin- 
tió necesidad  de  bajar  de  cuatro  en  cuatro  los  esca- 
lones, desde  la  «República»  al  patio,  para  enfren- 
tarse con  aquel  par  de  bellacos  y  aquel  terceto  de 
desvergonzadas  y  disputar,  en  un  último  esfuerzo, 
a  la  amada  de  su  alma  en  los  dinteles  mismos  del 
precipicio.  Y  lo  habría  hecho  si  en  esos  propios  mo- 
mentos, el  hermano  cura,  enterado  por  intuición  de 
la  batalla  que  en  su  alma  libraba  el  estudiante,  no 
hubiera  fingido  despertar  haciéndose  el  asombrado 
de  ver  a  aquél  ya  en  pie. 

—¿Qué  te  pasa?  ¿Qué  estás  espiando? 


í^: 


590  E.  MAQUEO  CASTEIXANOS 

I          ■-.:-■ 
—Nada se  me'quitó  el  suefio  y como  oí 

ruido,  me  levantó  para  ver  qué  era.  > 

—¿Y  qué  es  ello? 

— t  Psché ! Las  Menchaca  que  salían  para 

ir  a  la  misa La  portera  que  barre  el  patio 

— Eso  quiere  decir  que  ya  es  la  hora  para  ir  a  ce- 
lebrar   (viendo  el  reloj).  ¡Qué  barbaridad!  Si  ya 

van  a  dar  las  seis  y  a  esa  hora  tengo  misa  que  de- 
cir .... 

Vistióse  a  toda  prisa  el  buen  curita  e  hizo  sus 
abluciones;  mas  entre  tanto,  no  escaseó  las  adver- 
tencias para  el  hermano: 

— Por  la  memoria  de  nuestra  viejecita no  te 

comprometas  por  esa  nifia  loca  que  no  te  merece! 
Déjala  correr  su  suerte,  ya  que  ni  el  amor  ni  el  te- 
mor de  Dios  la  detienen ....  I 

Y  al  marcharse,  recomendación  al  tartamudo: 

— ^Tafollita,  usted  que  lo  quiere  tanto yo  no  sé 

lo  que  tiene  Quico No  lo  deje  solo,  por  vida  su- 
ya   en  tanto  vuelvo ....  | . 

— Descuide  usted,  padre.  Le  empeflo  mi  pala- 
bra   

Mas  apenas  habíase  marchado  el  padrecito,  cuan- 
do Andrade,  calándose  el  chapean,  pretendió  salir 
igualmente  rumbo  a  la  calle. 

— ¿A  dónde  vas?  ' 

— A  comprar  cigarros vuelvo  en  seguida. 

— ¿Y  para  ir  a  comprar  cigarros  te  echas  el  revól- 
ver en  el  bolsillo?  Tú  no  sales,  que  no  lo  quiere  el 
padrecito I 

— Tengo  que  salir. 

— ¡No  seas  taaarugo,  hombre!   Esa  peeerra  no 

te  merece Deeeéjala  que  se  la  cargue  Paaaa- 

tetas! 

—¡No  puede  ser  Tafolla!  ¡Yo  no  puedo  consentir 


LA  RÜIfíA  DE  LA  CASONA  591 

en  su  ignominia!  Yo  no  puedo  prescindir  de  ella. 
¿Lo  entiendes? ¡No  puedo! .... 

Y  el  estudiante  sollozaba. 

La  muy . . , .  ÍDeeeéjala  Quico!  ¡No  te  expongas! 

Ese  cacacanalla  de  Tenorio  es  muy  bruuuto!  Capaz 
de  pegarte  un  tiiiro .... 

— ¿Y  qué  yo  no  soy  hombre  acaso?  ¡Vamos!  ¡Dé- 
jame ir Suéltame! 

— ¡No  quiero ....  se  lo  prometí  al  padre  cura! 

— ¡Sobre  tí  y  sobre  él  saldré!  ¿No  ves  que  allí  se 
va  mi  alma,  mi  ser  todo  y  que  debo  defenderlos? 

— ¡Por  Dios  saaanto  Quico!  Ten  juicio ¡No 

vayas!  ¡Mira  que  ese  caníbal  te  asesina! 

— Ya  lo  veremos  ¡Ea ....  déjame! 

Y  de  un  violento  empellón  el  estudiante  se  des- 
asió de  Demóstenes>  y  ganó  la  puerta. 

— Pu pu pues  entonces  yo  correré  la  su- 

susuerte  que  tú  corras.  ¡Vamos! 

Y  el  tartamudo,  lleno  de  una  extraña  resolución, 
dada  la  timidez  de  su  carácter,  se  lanzó  en  segui- 
miento de  Quico  que,  ya  en  plena  calle,  se  dirigía  a 
paso  desaforado  rumbo  al  paradero  de  los  tranvías 
de  Xochimilco. 


« 
«    • 


La  ñestecita  aquella  había  sido  arreglada,  como 
era  de  presumir,  por  el  insubstituible  Porritas,  con 
la  bondadosa  y  desinteresada  cooperación  de  las 
hermanas  Otamendi. 

Se  trataba  de  un  «día  de  campo»  con  el  que  el  ciu- 
dadano Pingarrón,  sin  miras  ulteriores,  obsequiaba 
a  sus  grandes  y  buenos  amigos  los  señores  genera- 
les Malaquías  Benítez  y  Melchor  Tenorio  con  moti- 
vo del  auto-ascenso  que  los  propios  se  habían  otor- 
gado, y  aun  con  la  muy  elogiable  idea  de  que  el 


-  .-1 


592  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

■     ■      •     ^    I  I 

se^^undo  pudiera  tener  a  tiro,  en  apartado  lugar  de 
juergas,  a  aquella  adorable  Chayo  que  era  obsesión 
eterna  para  el  pundonoroso  y  aguerrido  militar. 

Por  sabido  que  los  gastos  corrían  por  cuenta  de 
Pingar  ron:  el  hombre  sabía,  siempre  con  resultado 
insuperable,  a  la  inversa  del  paralítico  Barbedillo, 
ser  espléndido  para  cobrar  más  tarde  con  creces 
sus  obsequios.  I       . 

El  «dispositivo  de  combate,»  según  oportuna  fra- 
se de  Porritas,  había  sido  tomado  por  éste.  A  las 
ocho,  desayuno  en  el  «embarcadero.»  A  las  nueve 
abordaje  a  las  «trajineras,»  y  a  la  primera  botella 
del  «cinco  ceros;»  a  las  diez  primera  danza,  que  a  las 
diez  y  veinte  sería  danzón  y  a  las  once  «rumba»  cuba- 
na; a  medio  día,  y  sobre  el  verde  césped,  blancos 
manteles;  arroz  a  la  veracruzana;  «mole  de  pato;> 
barbacoa  con  «salsa  borracha;»  «refritos;»  fruta, 
dulces  y  harto  «curado;»  curado  de  apio,  de  tuna,  de 

almendras  y  curado  de espanto;  y  para  alternar, 

champagne  a  pasto:  item,  un  coktail  de  entrada  y 
alguna  que  otra  «creme»  de  salida....  ¿Qué  tal  el 
menucito,  eh?  ¡Como  forjado  de  Porras!  Y  allá  los 
que  pescaran  alguna  fenomenal  «zorra,»  que  eso  era 
de  la  personal  responsabilidad. 

El  programa  se  desarrolló  sin  incidente,  hasta  lo 
que  fué  desayuno  en  el  embarcadero. 

— A  embarcar!  ordenó  Porritas. 

Cabe  las  mansas  aguas  del  canal  se  balanceaban 
las  «trajineras,»  enfloradas,  listas  para  tomar  a  su 
bordo  a  los  pasajeros.  Buen  cuidado  puso  el  servi- 
cial Porritas  en  la  distribución  de  éstos  en  aquéllas. 

En  estrecha  embarcación  colocó  al  general  Mala- 
quías  con  una  francesita,  hembra  de  «apache.»  En 
otra  ídem  a  Tenorio  con  la  bella  Chayo:  Pingarrón, 
acomodóse  con  alguna  «partiquina»  de  género  chi- 
co; y  así  fué  distribuyendo  a  la  gente,  dejando  a  la 


•..  o    .;-    T  - 


i   U^  RUINA  DE  LA  CASONA  593 

zaga  a  Cuca  y  haciendo  cerrar  la  comitiva  por  la  or- 
questa y  la  <impedimenta>Xcajas  de  licor,  potes  con 
comida,  etc.).  -¿'v 

—Adelante  la  flota!— gritó  el  diligente  secretario, 
y  las  canoas  comenzaron  a  deslizarse  por  la  tersa 
superficie  de  las  aguas;  mas  en  aquel  punto  y  hora 
por  poco  hay  un  general  naufragio  en  virtud  de  una 
sorpresa  que  ordenada  tenía  el  otro  general — Teno- 
rio— consistente  en  una  descarga  que  hizo  un  pelo- 
tón de  seides  suyos  que  habían  concurrido  para  «ha- 
cer los  honores  de  ordenanza»  »  su  jefe  en  juerga. 

Gritos,  exclamaciones  y  ayes;  tal  canoa  que  se 
bambolea  por  el  azoro  de  su  carga:  risotadas  sono- 
ras del  capitán  ayudante  y  «cofiacazo»  al  canto  para 
quilí^rse  el  susto. 

Chayo,  naturalmente,  fué  una  de  las  más  asusta- 
das; y  de  lo  más  naturalmente  refugiada  en  los 
brazos  de  Tenorio  para  hallar  protección. 

— Qué  salvajes!  Qué  estupidez ! 

— Te  asustan  los  tiros?  Si  fué  una  descarga  que 
ordené  en  tu  honor .... 

Notará  el  inteligente  lector  que  la  intimidad  entre 
la  gentil  beldad  y  el  bravo  guerrero  llegaba  al  extre- 
mo de  usar  el  <tú>  sencillo  en  substitución  del  cere- 
monioso usted.  ¿No  eran  acaso  los  tiempos  propios 
para  las  substituciones? 

Empujadas  las  canoas  por  el  vigoroso  impulso  de 
los  «bicheros»  qile  para  conducirlas  usaban  los  atlé- 
'  ticos  indios,  bogaban  rápidas  y  enhiestas  por  el  ca- 
nal, abriendo  plateados  surcos  en  la  lámina  de  las 
aguas  que,  en  trechos  adquirían  fulgores  de  esmeral- 
da al  copiar  los  sempiternos  verdes  follajes  de  los 
arboles  ribereños,  y  en  otros  se  escamaban  en  cobre 
y  oro  y  afiil  con  los  rayos  solares. 

La  alegre  escuadrilla  avanzaba  feliz  entre  el  ras- 
gueo de  las  guitarras  y  los  ecos  de  alguna  sentimen- 

38 


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594  E.  MAQUEO  CASTELLANOS  ,  • 

tal  «valona»  del  Bajío,  empapada  en  lánguida  volup. 
tuosidad. 

Y  allá  lejos,  pero  siempre  a  la  zaga,  venían  en  al- 
quilona trajinera,  Andrade,  loco  de  celos  y  ebrio  de 
dolor,  y  el  fiel  Demóstenes  que  seguía  al  amigo  en 
sus  horas  de  Calvario  amoroso,  resuelto  por  entero 
a  compartir  su  suerte.  i 

¿Dónde  sería  el  ágape?  Probablemente  en  los  «ojos 
de  Gualupita,»  según  llaman  a  los  primeros  crista- 
linos manantiales  de  frescas  y  azulosas  linfas,  que 
han  visto,  con  sus  pupilas  color  de  turquesa,  desde 
la  aristocrática  jira  campestre  en  que  la  orquesta 
modula  el  minuet  versallesco,  hasta  la  vulgar  parran- 
da en  el  que  el  dios  Pan  encarna  en  un  indio  ciego 
que  sopla,  no  en  la  divina  flauta,  sino  en  la  rispida 
«chirimía.  >  I 

Andrade  había  meditado  su  plan:  se  apostaría  a  i 
distancia  conveniente,  en  sitio  a  propósito  para  ver 
sin  ser  visto  y  obrar  en  el  momento  oportuno  con 
forme  las  circunstancias  lo  indicaran. 

—Aquí! 

Dijo  secamente  Andrade  al  patrón  de  la  canoa  al 
llegar  a  un  sombi^cj  recodo  del  canal;  y  obediente  a 
la  orden,  la  proa  de  aquélla  se  apoyó  al  talud  forma-  ; 
do  por  florecida  «chinampa,»  ganando  tierra  los  tri-  : 
pulantes,  no  sin  ordenar  al  patrón  que  los  esperara  j 
sin  cambiar  de  sitio.  I  i 

Gazapeando  entre  la  hortaliza;  salvando  zanjas  y  ^ 
librando  baches,  se  orientaron  hacia  el  sitio  en  el  j 
que  suponían  que  estaban  los  juerguistas.  Poco  tar-  : 
daron,  en  distinguirlos,  allá,  a  lo  lejos,  entregados 
los  unos  a  las  delicias  del  campestre  baile;  discu- 
rriendo los  otros  en  charladoras  parejas,  y  distin- 
guiéndose como  figuras  de  relieve  las  de  Cuca  y  Po 
rritas  que  avivaban  a  fuerza  de  pulmones,  las  brasas 
en  las  que  deberían  calentarse  condimentos. 

i  ■    . 


,i**- 


^■ 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  595 

Andrade  se  agazapó  detrás  de  un  tronco  de  de- 
rruido álamo,  escogido  para  observatorio,  y  desde 
el  que  sedaría  cuenta  de  todo  sin  perder  detalle.  A 
su  zaga  colocóse  TafoUa,  que  hubiera  querido  tener 
la  condición  de  invisibilidad  del  hombre  de  Wells. 

De  vez  en  cuando,  si  el  uno  acariciaba  con  fruición 
la  culata  del  revólver,  por  la  iracundia  que  le  causa- 
ba ver  lo  que  veía,  el  otro  se  esforzaba  en  ser  gran- 
dilocuente, destrabando  su  rebelde  lengua  ante  la 
perspectiva  del  inminente  peligro.  Allí  iba  a  haber 
tiros,  con  seguridad,  y  él  estaba  al  alcance  de  ellos! 

— Cococonvéncete  manitol  Aun  es  tititiempo!  No 
vale  la  pena  jugarse  la  vida  por  semejante  peeeécora! 

— La  pérfida! ....  Y  que  sea  con  ese  rufián!     . 

—Qué  quiquiquieres!  Así  son  ellas!  Lo  mismito 
me  pasó  con  la  Labariega!  Y  puesto  que  ya  estás 
conconvencido....  ¡vaaámonos! 

—No no  me  iré  sin  ver  el  desenlace. 

— Caaaray!  Pupupues  que  ¿quieres  más? 

Sí.  Quería  más  evidencia  aún.  Su  amor  náufrago 
tenía  la  esperanza  que  todo  náufrago:  que  en  las  in- 
mensidades del  Océano  flote  una  tabla  a  la  que  asir- 
se, y  que  nos  devuelva  la  vida!  Todo  aquello  que  es- 
taba viendo,  antojábasele  ficción.  ¿Por  qué  no  habría 
de  volver  sobre  sus  errores,  que  él  achacaba  a  inex- 
periencia, aquella  niña  que  tantas  veces  le  había  ju- 
rado que  lo  amaba,  y  que  se  sentía  orguUosa  de  ser 
su  novia?  ¿Cómo,  pues,  lo  iba  a  cambiar  por  aquel 
rufián,  cínico,  brusco,  basura  levantada  por  el  remo- 
lino revolucionario?  No,  no,  no!  Eso  era  imposible. 

Allí,  la  culpable  de  todo  era  la  ambiciosa  hermana 
mayor:  Cuca,  y  no  otra. 

i  Si  ella,  la  Chayito,  era  buena,  buena  en  el  fondo, 
virtuosa  y  leal  aunque  no  lo  pareciera!  ¡Si  no  era  con- 
cebible que  prefiriera  ser  la  deslumbradora  man- 
ceba de  aquel  truhán  enriquecido  en  el  robo,  a  la 


;  -'í 


596  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

modesta  pero  hourada  esposa  de  un  hombre  co- 
mo él!  V   y    I    í 

Y  sin  embargo allí  estaba,  dejándose  llevar  en 

los  giros  del  lúbrico  danzón  por  aquel  su  amigo,  su 
fraternal  camarada  de  ayer  y  hoy  su  rival  odiado! 
Ella  reía,  reía,  y  el  sátiro,  encandilados  los  ojos,  acer- 
caba cada  vez  sus  belfos  rojos  de  bestia  en  brama  a 
la  concha  nacarina  de  la  orejitade  ella  para  deslizar 
allí  las  frases  de  la  innoble  propuesta!  Al  ver  y  co- 
legir todo  eso,  Andrade,  en  histérica  fruición,  aca- 
riciaba el  pufio  de  su  revólver I 

-Quico,  hermanito!  ¿Para  qué  comprometerte? 
¡Vaaámonos!  i 

—  Te  digo  que  no! 

El  obcecado  estudiante  quería  apurar  hasta  las 
heces  el  cáliz  de  su  amorosa  tortura,  como  ahora 
ella  y  él  — Chayo  y  Tenorio— apuraban  en  una  mis- 
ma copa  el  licor  que  haría  encenderse  aún  más  la 
sangre,  facilitando  la  conquista. 

Ya  estaban  ahora  tendidos  sobre  el  césped  los 
manteles  —  préstamo  forzoso  hecho  a  Tachita  -  y  es- 
parcidos al  capricho  sobre  aquéllos,  platos,  copas  y 
botellas:  ya  humeaba  fuera  de  su  improvisado  hor- 
no la  bien  sazonada  «barbacoa,»  y  Porras,  diligente, 
había  dado  la  orden  para  servir  el  arroz,  cuando  so- 
brevino aquella  escena  por  la  que  Démostenos 
creyó  cosa  de  instantes  el  advenimiento  de  la  ca- 
tástrofe. Fué  el  caso  que,  esquivándose  de  la  con- 
currencia, el  brioso  Tenorio  y  su  bella  conquistada, 
habían  buscado  refugio  tras  de  algún  macizo  de 
arbustos  a  fin  de  entablar  rápido  y  animado  colo- 
quio, que  terminó  cayendo  ella  en  brazos  de  él,  y 
estampando  él  sus  labios  en  aquellos  rojos  y  carno- 
sos de  la  sílfide,  en  los  que  Andrade  hubiera  puesto 
los  suyos,  los  primeros,  en  un  ósculo  fuerte  y  pro- 
longado, que  lo  llevó  al  vértigo. 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  697 

El  vértigo  que  ahora  experimentó  fué  de  rabia 
intensa.  En  su  diestra  tembló  mudo  el  revólver  ho- 
micida, presto  a  disparar. 

—¿Qué  vas  a  hacer?  ¡No  seas  loooco!  ¿Quieres 
que  nos  asesinen  vilmente?  y  el  tartamudo  atajó  la 
mano  que  empuñaba  el  arma. 

-  Quiero  matar,  ya  que  no  puedo  morir  de  dolor 
y  de  vergüenza! 

-  ¡Esas  son  toooonterías!  Después  de  lo  que  has 
visto  ¿qué  hacemos  aquí? 

Mas  algo  irresistible,  clavaba  al  estudiante  al  te- 
rreno en  que  estaba;  en  vez  de  apartarse  de  tal  si- 
tio, lo  que  hizo  fué  doblarse  sobre  el  derruido  tron- 
co y  llorar:  sus  ilusiones  muertas;  su  corazón  hecho 
añicos;  los  sueños  todos  de  su  amor,  de  su  vida, 
asesinados  oprobiosamente  por  aquella  pareja  de 
fementidos! 

—Ya  ya  ya  lo  ves!  Prefiere  los  entorchados  y  el 
oro  suyos  a  tu  honradez  y  a  tu  inteligencia .... 

-No no  es  posible!  Si  ella  no  es  mala.  Tafo- 
lia!  Lo  que  sucede  es  que  ese  truhán  se  le  impone 
por  el  terror 

El  campestre  banquete,  con  tintes  de  bacanal, 
llegaba  casi  a  su  fin.  Tigelino  no  hubiera  dispuesto 
mejor  una  orgía  para  Nerón,  que  Porritas  para  sus 
ilustres  Césares.  El  estruendo  de  las  voces  alcoho- 
lizadas, apagaba  las  notas  de  la  orquesta;  rodaban 
las  botellas  por  el  suelo,  al  par  de  los- comensales, 
y  el  brindis  truhanesco  era  coreado  por  la  hampona 
comparsería. 

Apenas  si  Meche,  aquella  pobre  niña  empujada 
en  su  temprana  adolescencia  a  los  bordes  de  abis- 
mo tal,  veía  con  azorados  ojos  lo  que  pasaba,  dicien- 
do para  sus  interiores: -«¿Pero  qué  es  esto,  santo 
cielo?» 

Aprovechando  aquella  culminación  fué  queTeno- 


•r% 


598  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

rio  se  levantó  a  la  par  que  Chayo,  y,  esquivando  el 
bulto  y  substrayéndose  a  las  miradas,  se  alejaron 
entre  las  malezas  del  terreno  cercano. 

Andrade  no  pudo  más.  Un  resoplido  de  indigna- 
ción brotó  de  sus  pulmones  y,  relampagueantes  los 
ojos  por  el  coraje,  pretendió  ir  a  la  busca  de  la  fu- 
gitiva pareja;  pero  Demóstenes,  agarrándolo  por  la 
falda  del  saco,  le  retuvo,  diciéndole  angustiado: 

—  ¿Qué  pretendes?  ¿A  dónde  vas? 

—  A  arrancársela  de  los  mismos  brazos! 

—  No  seas  neeecio!  Te  matarán  como  a  un  perro. 
¿No  ves  que  son  muchos?  I 

—  Déjame! suelta ....  suelta!       ,   ■* 

Cuando  al  fin  pudo  desasirse  de  los  brazos  del 

tartamudo,  fué  sólo  para  poder  ver  algo  que  por  un 
instante  heló  la  sangre  en  sus  venas  y  paralizó  su 
intento. 

Por  el  canal,  a  su  frente,  deslizábase  en  el  agua 
una  pequéfia  canoa,  rápida  y  silenciosa.  A  su  bor- 
de, unidos  en  estrecho  abrazo,  iban  Tenorio,  el  sá- 
tiro, y  Chayito,  la  liviana  ninfa.  El  esquife  minúscu- 
lo se  alejaba  al  vigoroso  impulso  del  canoero El 

odioso  rapto  se  consumaba!  I 

Desolado  por  el  dolor  y  sediento  de  venganza,  An- 
drade echó  a  correr  a  campo  traviesa  en  requisa  de 
la  trajinera  que  los  llevara  a  él  y  a  Tafolla;  jadeando, 
seguíale  éste;  cuando  dieron  con  aquélla,  se  pusie- 
ron de  un  salto  a  su  bordo;  y  Andrade,  enseñando 
con  la  siniestra  un  puñado  de  pesos  al  indio  patrón 
mientras  con  la  diestra  le  abocaba  el  revólver,  le 
dijo: 

—  Todo  esto  de  propina  si  alcanzas  a  la  canoa  que 
acaba  de  pasar. ...  y  si  no,  cinco  tiros! 

Incitado  por  la  propina  o  atemorizado  por  la  ame- 
naza, el  xochimilca,  hincando  el  «bichero»  en  el  fon- 
o  cenagoso  del  canal,  hacía  volar  a  la  pesada  em- 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  599 

barcación;  en  ésta,  pálido  por  el  coraje  y  presto  el 
revólver  para  hacer  fuego,  Enjolrás-Andrade  espia- 
ba el  resultado  de  la  loca  regata,  mientras  Demós- 
tenes,  a  su  vera  y  helado  por  el  espanto,  concebía 
el  trágico  desenlace. 

Bien  pronto  las  distancias  se  acortaron;  en  minu- 
tos más,  eran  ya  mínimas;  y  cuando  estaban  pare- 
jas casi  las  canoas,  Andrade  no  vaciló  e  hizo  fuego, 
disparando  sin  puntería,  hasta  vaciar  el  arma,  en 
cuyo  momento,  Tenorio,  irguiéndose,  comenzó  a  su 
vez  a  disparar,  a  tiempo  que  ordenaba  al  canoero 
remar  a  escape 

— Al  llegar  al  embarcadero  nos  atraparán  sin  re- 
medio! —  argüía  Démostenos,  mientras  Andrade, 
cegado  por  la  rabia  y  cargando  de  nuevo  el  revól- 
ver, azuzaba  al  azorado  indígena,'  gritándole: 

-  ¡Sigue! ¡Sigue! ¡Alcánzalos! ases- 
tándole, de  vez  en  cuando,  el  cañón  del  arma. 

Tafolla  lo  había  pronosticado  bien.  Al  llegar  al 
embarcadero,  en  el  que,  debido  a  la  mayor  ligereza 
de  su  embarcación  Tenorio  y  Chayo  habían  tomado 
tierra  ya,  quince  rifles  se  apuntaron  a  los  pechos 
de  los  estudiantes;  pero  antes  de  que  alguno  hicie- 
ra fuego,  Andrade  había  brincado  a  tierra  dispa- 
rando sobre  el  primer  genízaro  a  mano,  haciéndolo 
morder  el  polvo,  y  siguiendo  con  otro;  pero  sin  te- 
ner tiempo  para  más,  porque  las  garras  de  todos 
cayeron  sobre  él  y  sobre  su  acompañante,  que  en 
un  abrir  y  cerrar  de  ojos  fueron  desarmados,  gol- 
peados, echados  a  tierra  y  maniatados  con  los  por- 
ta-fusiles. 

,.  ,■■•  -,.-.■..  >  - 

Cuando  Tenorio  vio  caído  e  inerme  a  Andrade,  se 
acercó  a  él,  y  dándole  con  el  pie,  le  dijo: 

—Podría  matarte  como  a  un  perro!  Mas  no  lo  ha- 
re  —  Tú  mismo  te  has  condenado!  Has  hecho  fue- 
go contra  una  «guardia»  y  has  herido  a  dos  solda- 


600 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


dos Serás  juzgado  conforme  a  la  ley  Juáres 

del  62 

La  fatídica  ley  puesta  en  vigor  por  Carransa  para 
juagar  a  los  «traidores  a  la  Patria!» 

-  Canalla! Eres  un  canalla! 

Fué  cuanto  pudo  articular  Andrade.  Rió  el  cínico 
matarife  y  atrayendo  hacia  sí  a  la  atónita  Ohayito, 
casi  inconsciente  ante  lo  que  veía,  díjole  a  Andrade: 

-  Bsta  mujer  es  mía  ¿lo  oyes?  Mía,  porque  me  la 
he  sabido  ganar a  lo  hombre! 

-  Tete Tenorio «Truenitos» no  vayas 

a  hacer  una  barbaridad!  | 

— Haré  lo  que  me  dé  la  gana! ....  que  te  valga  a 
tí  que  eres  un  infeliz.  A  éste — dijo  señalando  a  An- 
drade -  al  cuartel;  y  a  este  otro  le  dan  cuatro  cinta- 
razos y  lo  sueltan 

Y  llevándose  casi  a  la  rastra  a  su  presa,  se  alejó 
con  gesto  de  olímpico  vencedor! 


* 
«    « 


Ni  los  cuatro  cintarazos  bien  aplicados  hicieron 
flaquear  a  Tafolla  en  sus  adoloridas  piernas,  cuya 
destreza  puso  a  prueba  para  ganar  velozmente  el 
primer  tranvía  con  rumbo  a  México,  ávido  de  hacer 
todo  para  salvar  la  vida  del  infortunado  Quico. 

Al  minuto  de  estarde  vuelta  en  la  casona,  ésta  se 
había  enterado  del  lance.  Un  calosfrío  de  terror 
embargaba  los  ánimos.  ¿Andrade  prisionero  deTe- 
norio,  raptor  de  Chayo?  ¿Andrade  en  vías  de  ser 
juzgado  por  un  Consejo  extraordinario  de  guerra? 

Entonces,  el  asesinato  del  infeliz  podía  descon- 
tarse! *■         *  I 

Había  que  intentar,  sin  embargo,  lo  inaudito  pa- 
ra salvarlo.  Y  así,  desde  la  egoísta  Paulinita  y  Ifts 
Menchaca,  hasta  Tachi  y  la  Orbezo,  todo  mundo  se 


IM.  RUINA  DE  LA  CASONA  601 

puso  a  discurrir  planes,  recordando  influencias  y 
ofreciendo  su  contingente  para  salvar  al  bien  queri- 
do estudiante. 

Pita,  enloquecida  por  el  dolor,  olvidando  sus  pro- 
pios agravios,  en  la  abnegación  de  su  amor  por  An- 
drade,  se  hacía  cruel  en  aquellos  momentos  con  su 
pafio  de  lágrimas,  Gordillo,  al  que  apufialeaba  en  el 
alma  al  decirle,  sacudiéndolo  frenética  por  las  sola- 
pas del  saco: 

—¡Si  matan  a  Federico,  me  muero  yo,  porque  sin 
él  no  podré  vivir!  ¡Sálvele  usted! 

Ocurrieron  unos  al  general  Malaqufas  que  se 
conformó  con  decirles  que  «dejaran  al  compafiero 
Tenorio  soplarse  al  reaccionario  aquél,  que  mereci- 
do lo  tenía!» 

Ocurrieron  otros  a  humillarse  con  Pingarrón  que 
lamentó  «muy  de  veras  el  lance  funesto  en  que  se 
había  metido  Andrade;»  pero  que  se  negó  a  tomar 
ingerencia,  exponiendo  que  «era  pacto  solemne  en- 
tre ellos,  los  revolucionarios,  no  quebrantar  con  in- 
fluencias la  disciplina  de  la  causa.» 

Otros  más  ocurrieron  al  Comandante  Militar,  y  al 
pseudo  Ministro  de  la  Guerra,  que  dijeron  no  cono- 
cer a  Tenorio,  ignorando  que  tuviera  «su  brigada;» 
mas  que  toda  vez  que  tenía  grado  y  brigada,  no  era 
prudente  desagradarlo,  y  por  lo  tanto,  nada  podían 
hacer. 

A  cada  puerta  que  se  llamó  fué  para  recibir  una 
decepción.  ¿Qué  valía  la  vida  de  un  hombre,  de  un 
inocente  por  aquel  entonces,  en  lo  que,  lo  importan- 
te era  defender  hasta  su  consumación  las  amplias  li- 
bertades de  las  que  se  hiciera  paladín  don  Venus - 
tiano  Carranza?  ♦ 

En  las  estériles  gestiones  de  aquellas  dolientes 
caravanas,  las  últimas  horas  de  la  tarde  habían  caí- 
do y  la  noche  empezaba  a  reinar 


602  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

Para  entonces,  en  el  cuartel  de  Tenorio  se  había 
celebrado  ya  el  infame  Consejo  de  guerra  y  el  pro- 
ditorio asesinato  podría  consumarse  de  un  momen- 
to a  otro. 

Había  que  intentar  el  postrer  recurso,  jugando  la 
carta  de  la  humillación  suprema,  y  ver  al  propio 
verdugo,  a  la  fiera-juez;  pero  ¿quiénes  osarían  con 
ello? 

Nadie,  sin  embargo,  titubeó  en  ofrecerse:  hecha 
la  selección,  Gordillo  y  Démostenos  fueron  los  de- 
signados; el  atribulado  cura  Andrade  rogó  se  le 
considerara  en  la  partida  y  fué  admitido.  Y  allá  lle- 
garon los  tres  turiferarios  del  hondo  sollozo  de  la 
casona  por  la  infausta  suerte  de  uno  de  los  suyos! 
Hasta  el  cuartel-cubil  de  aquel  aborto  de  la  revolu- 
ción, arbitro  de  vidas,  honras  y  haciendas,  que  se 
decía  defensor  de  la  libertad  y  paladín  de  la  vindic- 
ta nacional! 

— ¡Alto!  ¿Quién  vive?  — gritó  con  áspera  voz  al 
grupo  que  avanzaba  el  centinela,  guardián  de  la  en- 
trada. -I 

— ¡Libertad!  —  contestó  Gordillo,  sintiendo  todo  el 
amargo  peso  de  la  que  la  revolución  daba. 

Puestos  al  ha^la  con  el  oficial  de  guardia,  lo  in- 
formaron brevemente  de  su  pretensión:  querían 
hablar  con  el  general  Tenorio  para  algún  asunto  ur- 
gente y  grave. 

— Es  imposible  ver  al  jefe.  Hace  poco  regresó  de 
un  paseo,  y  está  cansado;  se  encerró  a  piedra  y  lodo, 
allá  arriba,  con  su  señora.  I 

Insistió  Gordillo  con  energía;  argüyó  en  su  me- 
dia lengua  Tafolla  y  suplicó  el  padrecito  Andrade, 
que,  desesperando  de  salvar  la  vida  de  aquel  herma- 
nito  amado,  quería  salvar,  por  lo  menos,  su  alma. 

— No  se  puede La  consina  es  esa ¡Que  na- 
die lo  moleste  así  se  caiga  el  mundo! 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  603 

Dábanse  ya  por  desahuciados  los  piadosos  inter- 
cesores en  su  demanda,  cuando  quiso  la  suerte,  en 
un  último  sarcasmo,  ponerlos  cara  a  cara  del  om- 
nipotente que  iba  a  saciar  un  ruin  encono  bajo  el  " 
disfraz  de  la  vindicta  pública.  Tenorio,  con  la  faz 
abotargada  por  el  alcohol;  inyectados  los  ojos  por  la 
fiebre  del  lividinoso;  revuelta  la  hirsuta  cabellera; 
vacilante  el  paso  y  en  pechos  de  camisa,  descendía 
la  escalera  del  suntuoso  palacete  ocupado  por  se- 
cuestro, rumbo  al  «cuerpo  de  guardia»  instalado  en                Q 
el  «hall»  donde  Gordillo  y  sus  acompañantes  alter-                ■■", 
caban  con  el  jefe  de  aquélla. 

— ¡A  ver!  ¿Qué  bola  es  esa?  ¿Qué  novedad  hay?  [l_ 

— EJstos  señores,  mi  general,  que  se  empeñan  en 
hablar  con  usted .... 

— Y  usted  no  conoce  sus  obligaciones?  ¿No  sabe  >' 

la  consigna?  ,^ 

—Es  que r 

—¡Hágase respetar!  ¡Échelos!,!  ,*: 

La  imperativa  orden  se  hubiera  cumplido  a  no  S: 

haber  mediado  la  valiente  serenidad  de  Gordillo.  1 

— Señor  Tenorio,  nosotros  no  veníamos  a  rogar. 
Veníamos  a  pedir  plaza  al  lado  de  Andrade,  porque 
nos  hacemos  solidarios  de  sus  actos. 

Aquel  golpe  de  audacia,  irritando  a  Tenorio,  fué         '      ^i 
lo  único  capaz  de  hacerle  entrar  en  diálogo. 

—¿Qué  dice  usted?  ¡Repítalo! 

—Que  si  usted  no  quiere  oirnos,  pedimos  sitio  al  vjv 

lado  del  señor  Andrade ;    v  S 

—¿Y  qué  quieren  ustedes,  vamos  a  ver? 

¡Qué  querían!  Gordillo -según  dijo -quería  jus- 
ticia; que  no  se  cometiera  un  crimen,  porque  la  bí-  v^^, 
blica  sentencia  no  era  letrii  muerta  y  quien  a  hierro  ;^' 
mataba,  a  hierro  podía  morir 

El  tiranuelo,  ensoberbecido,  levantando  los  hom-  ^< 

bros,  sonrió  despectivamente.  *:. 


9^' 


604  E.  MAQUEO  CASTELIANOS 

— Yo- no  soy  quien  mata  a  ese  hombre.  Disparó 
contra  tropa  armada:  nn  Consejo  de  guerra  lo  ha 
condenado  a  muerte  y eso  es  todo. 

¡Condenado  a  muerte!  Ante  la  visión  de  aquella 
fatídica  escena,  el  tartamudo,  sollozante,  desplegó 
inaudita  elocuencia.  Jamás  su  torpe  lengua  había 
estado  más  exi>edita,  ni  su  corazón  más  a  flor  de  la- 
bio. Habló  a  Tenorio  rememorándole  la  vida  de  la 
estudiantil  camada,  amadrigada  bajo  el  mismo  alero 
de  la  casona;  los  días  de  camaradería  sincera  y  en 
tusiasta;  el  germinar  de  los  primeros  ensuefios  ba 
jo  el  mismo  techo;  el  estudio  a  la  misma  luz ... .  los 
anhelos,  las  amarguras,  las  abundancias,  las  penu 

rias,  las  decepciones,  los  entusiasmos ¡todo  co 

mún!  Y  concluyó,  bebiéndose  el  llanto. 

— ¿Cómo  vas  a  matar  tú  a  Quico,  nuestro  herma 

no,  a  uno  de  la  jaula  aquella? ¿Cómo  quieres  ser 

Caín? 

— ¡Bah! ¡No  seas  tonto! ¡No  copies  a  Jere 

mías,  «Capulincito!» 

£11  pobre  sacerdote,  medio  alelado,  atónito  por  la 
catástrofe  inminente,  pidió,  más  que  con  palabras, 
con  estertores:  "■■  i 

— Mi  hermanito  es  irresponsable ....  Estaba,  tal 

vez,  loco ¡Es  mi  hermano  único! Meló  con- 

fiió  mi  madre  al  morir Sea  usted  misericordio- 
so... .  ¡Perdónelo! 

Mas  el  vengativo  matarife  se  mantuvo  inflexible, 
arguyendo  que  el  delito  cometido  era  muy  grave  y 

que  se  imponía  el  castigo ¡Y  hablaba  de  delito 

el  que  en  su  corta,  i)ero  truculenta  vida  de  «liberta- 
dor» no  había  sabido  más  que  engranar  crímenes, 
y  que  ahora,  por  una  tergiversación  de  posiciones, 
se  transformaba  de  reo  en  juez!        i 

— Muy  bien,  seflor  Tenorio  — concluyó  Grordillo- 
está  usted  en  su  papel Es  usted  un  valiente, 


'  LA  RUINA  DE  LA  CASONA  605 

matando  a  mansalva ¿Será  lo  mismo  matando 

solo?      \.   ;rW.f^*-^:^V     '':   .-  ,;';;í■■■^^■■-^.^-  -. 

—¿Es  eso  una  amenaza?  ^ 

—Es  una  pregunta. 

—Bah,  señores.  ¡Hemos  terminado! 

— Un  momento,  señor.  ¿Quisiera  usted  permitir- 
me que  acompañe  a  mi  hermano  en  sus  últimas 
horas? 

— No eso  no  conduce  a  nada. 

— Despedirme  de  él  para  oirlo  en  confesión 

— Tampoco.  No  me  gustan  farsas. 

—Permitirme,  siquiera,  verlo  de  lejos  y  enviarle 
estas  estampas .... 

Fué  todo  loque  consiguió  el  atribulado  sacerdote 
que,  sacando  de  entre  las  hojas  de  un  devocionario 
unos  pequeños  cromos  de  imágenes  sagradas,  las 
envió  al  «reo»  por  conducto  de  uno  de  los  seides  de 
Tenorio.  Y  con  Gordillo  y  Tafolla  pudo  ver  de  lejos, 
por  última  vez  vivo,  al  buen  Federico  que,  pálido 
pero  enhiesto,  triste  la  mirada  pero  tranquilo,  les 
envió  desde  el  fondo  de  la  habitación  que  le  servía 
de  capLUa  para  ajusticiado,  una  sonrisa  empapa- 
da de  cariño  y  una  despedida  con  la  diestra. 

La  triste  y  desesperanzada  comitiva  emprendió 
el  retorno  a  México,  para  regresar  a  la  hora  del  al- 
ba, que  era  la  de  la  ejecución,  con  el  paso  vaci- 
lante y  el  acongojado  aspecto  de  los  discípulos  de 
Emaus 

•  ♦■•  ■ 

*  * 

- '  '  ■      '  .''■'-  "■•  '■'  ''•>  ">■ 

Fría  y  húmeda  aurora. 

En  el  «cuerpo  de  guardia»  del  cuartel  (?)  del  señor 
general  Tenorio,  la  soldadesca,  tumbada  en  el  suelo 
a  guisa  de  lecho,  comenzaba  a  despertar.  Sorbía  con 
fruición  el  capitán  de  guardia  la  taza  de  «hojas» 
con  abundante  dosis  de  cognac  «avanzado»  en  las 


%.^: 


606 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


bodegas  del  chalet  que  Tenorio  se  apropiara  para 
cubil;  y  como  el  teniente  pareciera  verlo  con  envi- 
diosos  ojos,  aquél  le  dijo: 

— ¡Échese  un  fajo^  compañero Están  muy 

buenas!  ■■■  v^,v-í,v-í^:'^ ■■;■■••  --I -^ '■ 

— Gracias,  mi  capitán.  Ya  lo  hice. 

— Hombre ....  se  me  ocurre Pregúntenle  al 

«reo»  si  no  quiere  un  poco  de  hojas  para  darse  va- 
lor... . 

Mutis  del  teniente  y  pronto  regreso: 

— Dice  que  no. 

— Y  a  propósito.  ¿Tiene  arreglado  ya  todo  pa  Viji- 
cución? 

— Todo,  Ya  está  designado  el  pelotón  y  escogido 
elllugar.  I      ^   - 

Ya  ahora  la  luz  del  día,  en  una  fiesta  de  colo- 
res, teñía  todas  las  cosas.  En  el  jardín  del  chalet, 
los  follajes  verdegueantes,  remojados  por  el  rocío, 
parecían  a  trechos  escarchados  de  plata.  Las  flores 
nuevas,  aflojando  elcorset  de  sus  sépalos  deplegaban 
la  pompa  de  sus  pétalos,  y  las  enarenadas  caileci- 
lias  dejaban  escapar  un  fresco  olor  de  tierra  mojada. 

De  pronto,  la  albardilla  de  la  azotea  que  daba  al 
Oriente,  se  engalanó  con  una  fimbria  de  oro  al  refle- 
jar el  primer  rayo  del  sol,  y  arbustos  y  ramajes  se 
lentejuelearon  de  irizada  pedrería  al  quebrarse  la 
luz  del  astro  en  las  gotas  de  rocío.  Un  gorrión  ma- 
ñanero, sacudiendo  las  alitas  para  desentumecerse, 
vibró,  desde  lo  alto  de  una  araucaria,  el  himno  jubi- 
loso de  la  alegría  de  la  vida,  en  gorjeos  que  eran  de- 
rroche de  notas,  y  trémolos. 

Entre  tanto,  en  la  alcoba  de  aquel  chalet,  misma 
que  un  amor  casto  adornara  en  un  tiempo  con  todos 
los  primores  del  caso,  para  hacer  de  ella  templo  a  la 
maternidad  augusta,  y  que  hoy  estaba  convertida  en 
ajado  nido  para  la  Venus  sicofante,  podían  verse  dos 


• -;i 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  607  ^V 

personajes  en  contraste.  El  uno,  un  hombre  que,  ;J  ' 

abrumado  por  el  alcohólico  sopor,  dormía  bestial- 
mente, embargado  de  ocasión  que  no  rendido.  Ya 
su  lado,  sentada  en  el  borde  del  lecho,  una  mujer  se- 
midesnuda;  en  grefia  la  cabellera;  ojerosa;  acardena- 
ladas las  carnes  que  habían  saciado  las  caricias  del 
victimario!  En  su  rostro  la  noche  de  orgía  había  es- 
tampado la  huella  del  cansancio  que  se  confundía  :;X,.\ 
con  el  gesto  del  estupor,  de  la  angustia  de  sentirse,  ,;•. 
ahora  que  había  retornado  a  la  realidad  de  las  cosas,                ,  v 
poseída  por  aquel  hombre;  aherrojada  por  él  en  una                "^E. 
servidumbre  de  bestia  dócil  atenta  a  la  fusta  del  do-  •  ' 
mador....  Sentía,  en  sus  labios  estrujados  por  el            ■     :  -' 
beso,  algo  como  la  marca  de  hierro  a  fuego  que  la                :.:.,; 
constituía  propiedad  de  aquel  sátiro 

¡Era  el  hombre  de  sus  destinos!  A  él  se  había  en- 
tregado aceptando  la  coyunda  del  vilipendio,  y  suya 
era  y  suya  seguiría  siendo  a  pesar  del  asco  incipien-  :> 

te  que  la  inspiraba.  Y  todo  ¿por  qué?  ¿Por  amor?  No  v 

tal!  porque  quería  sedas  y  joyas  y  coches  y  lujo  que 

él  le  había  prometido Y  pensaba  en  el  otro:  en  el  ^ 

que  estaba  allá  abajo,  en  la  ergástula  inmerecida. .. .; 

acercándose  al  patíbulo Joven,  fuerte,  bello,  sa-  >.:. 

no!  Inteligencia,  corazón,  luz  y  mérito 

Ante  el  contraste,  sus  ojos  se  dilataban  en  la  sen-  -I' 

sación  del  espanto,  clavados  en  aquel  que  a  su  lado  % 

dormía;  y  sus  manos,  hundidos  los  dedos  ea  los  en-  'f. 

drinos  cabellos,  bajaban  lentamente  por  sus  carri-  '       .  .í 

líos,  hasta  anudarse  sobre  su  corazón .... 

ISi  pudiera  huir!  ¡Si  pudiera  volver  atrás!  ¡Si  ■'     -,^1 

pudiera  tan  solo  implorar  por  la  vida  de  aquel  que,         .  : " 

por  la  infidelidad  de  ella  iba  a  ser  inmolado!  Pe-  .  :^  ;''' 

dir  por  él  equivalía  a  empujarlo  más  seguramente 
ala  muerte .    ;^ 

En  su  interna  lucha  moral,  no  podía  llorar  siquie-  J,  .  •    í  i 

ra  . . .  ¿Quién  la  había  enseñado  a  llorar?  :   '  , 


608 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


» 
•     * 


Entre  las  filas  de  la  abigarrada  soldadesca,  el  <reo> 
fué  conducido  hasta  uno  de  los  ángulos  del  jardín, 
fresco  rincón  sombreado  por  una  «bugambilia»  que, 
trepando  por  las  tapias,  colgaba  sus  festones  flori- 
dos hacia  la  vecina  calle. 

Con  seguro  paso  hizo  el  trayecto  el  pobre  conde- 
nado a  muerte;  y  al  llegar  al  lugar  del  suplicio,  de 
espalda  al  muro,  su  cuerpo  adquirió  un  solemne  re- 
lieve enfundado  en  el  negro  traje,  erguido  el  busto 
y  marfilina  la  faz.  I 

En  una  última  satisfacción,  henchiéronse  sus  pul- 
mones con  el  fresco  ambiente  de  la  mañana,  y  sus 
ojos  buscaron  el  pedazo  del  azul  cielo  en  una  intensa 
fruición,  mientras  la  brisa  acariciadora  besada  aque- 
lla cabeza  de  Enjolrás,  de  fino  perfil  y  ancha  frente 
recortada  por  los  rizos  de  una  cabellera  de  «Apolo 
adolescente» .... 

A  la  espalda  del  «reo>  un  cordel  infámente  le  liga 
ba  las  mufiecas  . . .  ¡Qué  bellos  los  follajes,  y  el  sol  y 
el  cielo!  ¡Qué  bella  siempre  la  altura! 

Cuando  bajó  los  ojos,  estos  se  detuvieron,  incré- 
dulos, sobre  uno  de  ios  soldados  ejecutores,  que  se- 
ría su  asesino,  y  un  gesto  de  desagrado  cruzó  por  su 
faz.  Aquel  imberbe,  que  apenas  soportaba  el  peso 

del  fusil  era Fermín.  El  hijo  de  la  exportera  de 

la  casona,  a  quien  él,  Andrade,  no  había  hecho  mal 
jamás  y  que  ahora,  a  una  orden  homicida,  apuntaría 

contra  su  pecho  una  arma  y  haría  fuego! Tal  vez 

sería  aquel  el  primer  tiro  que  dispararía  para  ma- 
tar a  mansalva.  Comenzando  por  asesino  con  impu- 
nidad circunstancial  ¿en  qué  pararía? 

Andrade  separó  de  él  la  vista  para  llevarla  a  otro 
personaje  inopinadamente  aparecido  en  la  escena: 
Tenorio,  que  acercándosele,  le  dijo: 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  609 

r  Vamos  a  ver  cómo  sabes  morir 

Un  temblor  de  indignación  sacudió  los  miembros 

todos  de  Andrade. 
¿Tiemblas?  ¿Tienes  miedo? 

Y  una  risa  insultante  coreó  la  interrogación  del 
verdugo,  en  tanto  que  la  soga  que  ataba  las  muñecas 
de  la  victima  se  hundía  en  sus  carnes,  en  el  esfuer- 
zo para  romperla.  Ante  su  impotencia,  el  estudian- 
te, sólo  pudo  contestar: 

—Cobarde  eres  tú,  que  sólo  así  sabes  matar! 

Entonces  sobrevino  algo  inaudito.  Ante  el  mere- 
cido insulto,  el  cínico  aquel  se  adelantó  aún  más,  con- 
fiado en  la  impotencia  de  su  víctima,  e  inclinándose 
a  su  oído,  deslizó  en  éste  alguna  frase  propia  de  re- 
ñidores tabernarios;  lanzó  al  rostro  del  estudiante 
un  escupitajo,  y  puso  en  aquél  su  puño  diciéndole: 

— ¡Te  morirás  como  un  perro ! 

— ¡Lo  prefiero  mil  veces,  a  verte,  rufián  engalonado! 

Fué  el  mismo  Tenorio  quien  dio  las  concisas  órde- 
nes:-«¡Preparen! ¡Apunten! ¡Fuego!» 

Y  una  descarga  irregular  resonóen  la  placidezde  la 
mañana.  Vaciló  el  estudiante  sobre  sus  pies:  brusco 
chorro  de  sangre  tifió  las  ropas  de  su  tórax:  un  pos- 
trer rictus  de  dolor  contrajo  sus  labios,  y  después, 
poco  a  poco,  fueron  flezionándose  sus  piernas.  Y  sin 
ansias,  sin  congojas,  sin  estertores  ni  convulsiones, 
su  cuerpo  vino  a  tierra;  se  entrecerraron  sus  párpa- 
dos, y  su  rostro  quedó  de  frente  al  infinito  azul 

*       '        ,      ^■ 
-    »    ♦    ■        ■-./'■■■.■ 

El  pelotón  homicida,  a  la  voz  de  mando,  dio  la  me- 
dia vuelta  dejando  abandonado  el  cadáver. 

Por  entre  los  macizos  de  rosales  y  crisantemos, 
una  mujer,  envuelta  en  rica  kimona  de  seda  arroja- 
da sobre  sus  carnes  como  botín  por  manos  que  la 

39 


flREGULAR  PAGINATION 


610  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

hurtaran  del  lujoso  guardaropa  de  la  legítima  se- 
ñora de  aquel  chalet,  había  seguido  la  trágica  esce- 
na, jadeante  el  pecho,  desorbitados  los  ojos  y  re- 
vueltos los  bucles  de  la  endrina  cabellera.  Y  ahora 
parecía  que  un  hipnótico  poder  la  retuviera  clavada 
allí,  frente  a  aquel  cadáver;  fija  la  mirada  en  aquel 
cuerpo  acribillado  a  balazos,  sobre  el  que,  piadosa- 
mente, la  matutina  brisa  iba  depositando,  como  una 
ofrenda,  los  pétalos  que  deshojaba  de  la  cercana 
bugambilia. 

¡Allí  yacía  él^  el  hombre  de  sus  primeras  ilusio- 
nes, de  sus  primeros  ensueños:  amo  de  su  primer 
beso;  señor  de  sus  primeras  caricias!  ¡Y  estaba 
muerto! .... 

¡Muerto  por  culpa  suya!  Y  sentía  ahora  que  era 
él  y  sólo  él  el  adorado;  al  que  debía  amar  y  había 
amado;  por  bello;  por  noble:  por  inteligente;  por  ge- 
neroso; por  gallardamente  altivo;  por  sincero  y  leal, 
y  no  al  otro;  al  bestial;  con  el  que  se  había  amadri- 
gado por  una  imbécil  y  fatal  interferencia 

Quiso,  en  loco  arrebato,  arrojarse  sobre  aquel 
cuerpo  amado,  y  entre  lágrimas  y  sollozos  besar 
aquella  frente;  aquellos  ojos,  aquellos  labios,  que 
habían  sido  suyos,  y  que  ahora  ya  no  tenían  para 
ella  ni  el  destello  de  la  inteligencia  ni  el  tranquilo 
fulgor  de  la  adoración,  ni  el  beso  casto 

Intentó  avanzar;  dio  algunos  vacilantes  pasos; 
pero  un  terror  repentino  se  apoderó  de  su  ser,  y 
enloquecida,  echó  a  correr  alejándose  de  aquel  sitio 
e  hiriendo  el  aire  con  un  alarido,  indefinible  nota 
de  dolor  y  espanto! 

•' 
♦    * 

Entre  tanto  el  sol,  empinándose  por  sobre  las  flo- 
recidas albardillas.  había  bajado  a  besar,  en  un  ra- 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA 


61 


yo  placentero,  uno  de  los  rizos  de  la  cabellera  del 
cadáver,  arrancando  de  él  luces  de  oro;  y  el  gorrión 
mafianero  al  que  la  homicida  descarga  hiciera  em- 
prender vuelo  de  fuga,  había  retornado  a  su  rama: 
y  desde  ella,  recobrada  la  confianza,  cantaba;  canta- 
ba en  trémolos  y  notas  «argentinas  el  himno  a  la 
luz,  al  sol,  a  la  flor;  al  nido,  al  amor,  y  a  la  jocundi- 
dad  de  la  vida! 

Gordillo,  acompañado  del  ñel  camarada  Tafolla, 
recobró  en  un  humilde  ataúd  el  sangriento  cuerpo 
del  infortunado  Quico. 


'3.  V, 


.  '/•:;/'.■ 


CAPITULO  XI 
El  incendio 

Día  de  «año  viejo,»  último  del  congojoso  y  turbu- 
lento 1914,  que,  dándole  el  triunfo  a  una  nueva  re- 
volución, había  hecho  cambiar  el  escenario  político 
con  la  rapidez  con  la  que  se  deslizan  en  la  p^ícula 
cinematográfica  las  escenas. 

A  un  llamado  usurpador,  había  sucedido  otro 
que,  siéndolo  igualmente,  puesto  que  era  la  fuerza 
y  no  el  pueblo  quien  le  había  otorgado  poderes,  se 
hacía  llamar  con  distinto  nombre. 

Y  ese  mismo  y  nuevo  pseudo  libertador,  había 
tenido  que  abandonar  de  prisa  el  asaltado  Capitolio, 
huyendo  de  sus  propias  criaturas  que,  confabula- 
das contra  él,  trataban  de  derrocarlo  a  su  vez.  No 
era  que  Diocleciano  dividiera  el  imperio  con  Maxi- 
mino. Eran  Galba,  Otón,  Vitelio,  Macrino  y  dei^ás 
cáfila,  cayendo  sobre  la  herencia  de  César 

Y  el  afio  nuevo  comenzó  su  reinado,  prolongando 
el  terror 

A  la  friolenta  tarde  de  aquel  enero  del  nuevo  afio, 
había  sucedido  una  noche  lúgubremente  tenebrosa. 

Por  el  cielo^  de  un  negro  opaco  y  sucio,  nubarro- 
nes de  apocalípticas  formas  patinaban  para  ir  a  de- 


,?*t 


,614  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

tenerse  en  los  flancos  del  Ajusco.  A  intervalos,  el 
parpadeo  del  relámpago  en  lontananza,  hacía  en  la 
pantalla  del  espacio  cárdenos  esfominos. 

Las  calles  de  la  urbe,  solitarias  y  obscuras,  ser- 
vían sólo  para  que  por  ellas  ambularan  mendigos 
macilentos  i>or  el  hambre;  beodos  dando  traspiés, 
o  astrosos  matarifes  disfrazados  de  soldados. 

La  ciudad  «deicida»  porque  en  su  seno  había 
muerto,  en  impensada  tragedia,  de  la  que  ella  era 
irresponsable,  el  evangelista  que  hasta  ella  llegara 
empujado  por  la  tempestuosa  racha  revolucionaria; 
la  «ciudad  maldita»  con  teatral  maldición  (estando 
la  bendición  negada  al  belfo)  parecía  haberse  en- 
tregado al  suefio  desde  las  primeras  horas  de  la  no- 
che, como  ahita  del  ajetreo  inicuo  de  escamosas 
manos  de  sátiros,  siendo  que  ella  era  matrona  au- 
gusta, porque  a  sus  pechos  proceres  había  ama- 
mantado ciencias  y  artes;  genios  y  sabios;  santos  y 
héroes.  Ahora,  más  que  dormir,  fingía  el  suefio, 
ávida  de  engañar  con  él,  que  simula  muerte,  a  la 
vida  preñada  de  vergüenzas 

A  la  cárdena  luz  de  los  distantes  relámpagos,  la 
silueta  de  la  casona  se  destacaba  confusamente. 

No  rompía  lo  monótono  del  impreciso  conjunto 
otra  luz  que  la  del  mezquino  cuarterón  de  aquélla, 
escapándose  por  la  entreabierta  puerta  de  calle. 
Tal  parecía  que  la  casona,  a  su  vez,  participaba  de 
la  modorra  capitalina,  y  como  la  urbe,  quería  dor- 
mir para  robar  tiempo  a  la  vida  de  tormento. 

Todo  también  en  su  interior  era  penumbra,  mis- 
terio, doloroso  recogimiento  o  silenciosa  angustia! 
¿Qué  había  sido  de  la  morada  alegre,  risueña,  lim- 
pia, honrada  de  1910?  I  ' 

¿Qué  quedaba  de  todo  aquello?       I  ' 

Malabehar,  muerto  en  vida,  soterrado  en  su  ran- 
cho, en  voluntario  destierro,  misántropo  y  enfer 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  615 

mo.  Paulinita,  cadavérica,  empobrecida,  malhumo- 
rada siempre.  Orbezo,  teniendo  que  ir  a  rebañar 
clandestinamente,  en  los  mercados  públicos,  piltra- 
fas de  basofia  para  nutrirse  y  nutrir  a  su  prole 

Inválido  en  su  sillón,  víctima  del  reblandecimiento 
cerebral  que  le  había  anquilosado  la  médula,  Bar- 
bedillo  había  retrogradado  de  hombre  a  nifio  imbé- 
cil. En  la  vivienda  de  las  Otamendi  ya  no  había  ca- 
narios gorjeadores  ni  macetas  florecidas;  de  aquella 
confraternidad  laboriosa,  no  quedaban  más  que 
sombras  de  oprobio  y  heces  de  vergüenza. 

En  el  «cantón>  Garaicochea,  el  cuadro  tristísimo 
provocaba  el  laceramiento  del  alma  más  empeder- 
nida. Ausente  y  preso  el  padre,  víctima  de  injusta 
pasión  política:  encenegada  en  la  prostitución  la 
madre;  fugitivo  el  Garaicito,  y  solas  y  agobiadas 
por  el  infortunio  y  la  miseria  aquellas  dos  «Cor- 
cheítas>  que,  a  no  mediar  la  inagotable  providencia 
de  Gordillo,  habrían  perecido  de  hambre,  de  ver- 
güenza y  de  abandono! 

Inválido  Menchaquita,  devoraba,  como  un  doloro- 
so imposible,  aquella  ilusión  de  ser  el  esposo  de 
la  niña  blonda,  rubia  y  rica,  vecina  de  la  colonia 
Juárez. 

Allá,  en  el  otro  piso,  dos  viudas  eternamente  in- 
consolables, y  cuatro  huerfanitos,  ignorantes  en 
sus  juegos,  de  la  tragedia  en  que  habían  perdido  la 
vida  sus  padres  a  manos  el  uno  del  otro.  Serio, 
preocupado,  cavilando  como  si  un  gran  problema 
absorviera  todos  sus  pensamientos,  aquel  Gordillo 
que  hasta  entonces  había  tenido  orgullo  de  sus  re- 
cias manos  de  obrero  que  sabían  ablandar  el  hierro 
y  que  ahora  se  preguntaba  si  no  eran  las  manos  de- 
lincuentes de  un  asesino,  ya  que  sentía  en  ellas  ins- 
tmtivas  e  involuntarias  contracciones,  cosquilieos, 
algo  así  como  si  apretara  cuellos  de  hombres  hasta 


616  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

producir  el  estrangulamiento,  percibiendo  y  como 
oyendo  quebrarse  las  vértebras  a  la  presión  de 
aquéllas 

Chaneque  encerrado  en  un  manicomio,  feliz,  con 
la  trágica  felicidad  de  la  locura  que  hace  softar 
con  el  poder  y  las  riquezas  ilimitadas. 

Ensimismado  en  la  lectura  de  su  breviario,  el  po- 
bre padre  Andrade,  como  si  a  fuerza  de  no  levantar 
los  ojos  de  los  sacros  rezos,  quisiera  apartar  de  ellos 
una  visión  que  se  aferraba  allí;  que  había  quedado 
como  incrustada  en  las  retinas  formando  parte  de 
ellas;  la  del  cadáver  del  hermano  trucidado 

Y  la  vivienda  aquella La  alegre  vivienda  de  la 

«República,»  grato  alero,  rama  frondosa  en  donde 
hubiera  colgado  el  nido  la  parlotera  camada  de  es- 
tudiantes gorriones;  parvada  que  la  maldita  guerra 
había  desperdigado,  como  racha  de  tempestad,  no 
llevándolos  tan  sólo  a  bien  distintos  rumbos,  sino 
haciendo  de  los  unos  los  verdugos  de  los  otros  — 

¿Quién  podría  reconocerla  ahora,  con  sus  techos 
desplomados,  con  las  paredes  agrietadas,  y  los  cas- 
cotes amontonados,  sirviendo  todo  de  madriguera 
a  sabandijas  y  brotando  de  la  esparcida  tierra  fe- 
cundada por  las  aguas  de  las  lluvias  (¿sabe  acaso  la 
gota  dónde  cae?  ¿sabe  la  lágrima  a  donde  se  levan- 
ta?) la  agria  retama  y  la  venenosa  cicuta,  en  las 
semillas  hasta  allí  transportadas  por  el  viento  — 
(¿sabe  el  viento  lo  que  arrastra?  ¿Sabe  dónde  lo 
lleva?) 

En  antes,  entrada  la  noche,  el  bullicio  solía  reinar 
en  la  casona.  Ahora  todo  era  misterio,  penumbra 
intrigante,  turbados  acaso  solamente  por  un  gigan- 
te sollozo  comprimido. 

Y  subiendo  de  la  calle  un  vaho  mortal  de  demo- 
cracia falsificada;  fétido,  acre,  caliginoso,  revelador, 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  617 

contra  toda  conjetura,  de  una  esterilidad  indome- 
ñable  — 

De  todos  los  antiguos  personajes  de  la  casona  so- 
lo dos  parecían  no  haber  sufrido  cambio,  ya  que  la 
prisión  del  diputado,  rebajándolo  temporalmente 
del  catálogo,  había  dado  origen  a  borrarlo  definiti- 
vamente en  la  emigración  que  Pingar  ron  había  he- 
cho para  distinta  madriguera.  Eran  aquellos  dos. 
Demóstenes  que,  a  pesar  de  todas  las  peripecias 
sufridas,  en  su  amadrigamiento  amoroso  por  la  vie- 
ja casona,  no  la  había  querido  abandonar;  y  Béming- 
ton,  el  pseudo  alquimista,  el  intruso  que  cada  vez 
más  acentuaba  sus  pretensiones  de  hacerse  el  due- 
ño de  la  casona,  y  que,  no  obstante  la  animadversión 
del  vecindario  todo,  seguía  a  ella  aferrado,  con  su 
enigmática  sonrisa,  su  mirar  de  reojo,  y  su  parque- 
dad de  palabra 

•       ■    ■         ♦ 

•    ♦    ■ 

Tiene  el  azar  ocurrencias  salvadoras.  Y  fué  una 
de  ellas,  sin  duda,  la  que  en  aquella  noche  lóbrega 
hizo  que  Gordillo,  desviando  su  ordinario  camino  y 
de  vuelta  del  trabajo,  atravesara  por  la  vasta  Alame- 
da y  rumbo  a  su  taller,  al  que  se  encaminaba  para 
dar  algunas  disposiciones  de  última  hora  para  el 
día  siguiente. 

Fué  atravesando  por  el  bien  conocido  paseo  cómo 
pudo  oir,  en  la  tiniebla,  cierta  voz  que  le  era  fami- 
liarmente conocida,  y  que  le  hizo  retener  el  paso  y 
ponerse  en  escucha. 

— El  medio  es  desesperado  — observaba  alguien 
—pero  dicen  que  el  fin  justifica  los  medios. 

— No  hay  otro  recurso;  y  pues  que  ellos  lo  han 
querido,  que  sufran  las  consecuencias. 

—¿Y  tiene  usted  todo  listo,  amigo  Rémington? 


618 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


— Todo.  Buen  tiempo  me  ha  costado.  Me  duele 
un  tanto  tener  que  llegar  a  estos  extremos;  pero  si- 
go los  consejos  de  usted,  porque  creo  el  resultado 
eficaz.  I 

—Y  yo  lo  apoyo.  ¡Qué  caramba!  ¡Lo  que  ha  de 
ser,  que  sea!  I 

— Entonces,  los  dos  maniobrarán  de  consuno 

— Lios  dos. 

— Bueno. . . .  pues  buena  mano  y  nada  de  escrú- 
pulos. Llegados  a  estas  alturas,  de  una  buena  vez 
por  todas 

— Pierda  cuidado,  Pingarrón. 

— Entonces ....  hoy  en  la  noche. . . 

— Acabará  usted  por  salirse  con  la  suya! 

— Pero  no  lo  habría  conseguido  sin  la  ayuda  de 
ustedes. 

— Muy  bien. . . .  Abur Adiós,  Tenorio. 

— Hasta  la  vista. 

Dióle  un  vuelco  el  corazón  a  Gordillo.  ¿Qué  trama- 
ban aquellos  tres  diabólicos  hombres?  Algo  nefan- 
do sin  duda.  Pero  ¿qué  podría  ser?  Pensó  seguir- 
los, porque  algo  le  decía  que  en  aquella  añagaza 
peligraba  la  dulcemente  querida  Pita;  pero  si  el  pe- 
ligro estaba  de  ese  lado,  la  manera  de  enfrentarse 
con  él  y  conjurarlo  no  estaba  en  seguir  a  aquellos 
rufianes,  sino  en  volar  al  lado  de  sus  protegidas,  y 
así  determinó  hacerlo.  Iría  al  taller  velozmente; 
concluiría  allí  lo  que  tenía  que  hacer,  y  correría 
después  al  lado  de  ellas. 

Como  lo  pensó  lo  hizo.  No  había  transcurrido  una 
media  hora  cuando  ya  se  encontraba  al  lado  de  las 
<Corcheítas,>  en  las  que  ya  era  inveterada  costum- 
bre el  esperarlo,  como  antes  lo  hacían  con  el  buena- 
zo  de  Garay  cuando  éste  regresaba  del  trabajo  del 
día  en  el  almacén.    ■     -  I  '*f;.'   - 

Pita  veía  en  Gordillo  el  amigo  solícito  y  desinte- 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  619 

resado.  En  más  de  una  ocasión,  como  cuando  había 
tenido  aquella  fiebrecita,  había  creído  sorprender 
demasiada  solicitud  en  el  honrado  artesano.  Aun 
ahora,  en  el  pesar  no  ocultado  que  la  muerte  del  es- 
tudiante le  había  producido,  la  tristeza  de  Gordillo 
le  había  causado  cierto  malestar,  porque  bien  se 
dejaba  ver  que  no  era  producto  tan  sólo  de  la  suya 
propia,  sino  una  especie  de  mudo  y  apesadumbra- 
do celo. 

Comenzaba  a  adivinar  que,  en  las  inflexiones  de 
voz  de  Gordillo,  había  algo  más  que  el  acento  de  un 
amigo.  Jamás  Andrade,  con  saber  que  ella  lo  que- 
ría como  lo  había  querido,  había  tenido  para  ella 
rasgos  de  aquella  ternura  tan  delicada,  ni  inflexio- 
nes en  su  acento  semejantes  a  las  del  artesano.  Mas 
por  una  parte  en  su  pasión  por  el  estudiante,  al  que 
había  entregado  su  alma  toda  ingenuamente,  y  por 
la  otra  en  su  pudor  propio  de  joven  honrada  en  sus 
particularísimas  condiciones,  no  se  creía  autoriza- 
da para  ahondar  sus  sospechas.  Por  eso  que,  con  su 
buen  talento,  cuidara  de  que  aquél,  en  todas  sus 
conversaciones,  no  pudiera  notar  otra  cosa  que  el 
acento  tranquilo,  la  conñanza  reposada  de  una  hija, 
y  en  sus  pensamientos  todos,  una  diafanidad  de 
agua  de  linfa. 

—Qué  bueno  que  llega  usted  temprano.  Lo  espe- 
raba con  impaciencia. 

—¿Pues  qué  hay?  ¿Es  que  todavía  están  esos  ner- 
vios sacudidos  por  la  muerte  de  don  Federico? 

— iQué  quiere  usted!  No  me  puede  pasar  todavía 
el  susto  ni  la  pena. . . .  ¡Pobrecito!  Y  en  esta  debili- 
lidad  en  que  estoy,  me  pongo,  sin  quererlo,  nerviosa 
y  comienzo  con  sobresaltos  y  con  tonterías 

— Ha  sentido  usted  como  nadie  en  la  casa  la  muer- 
te del  pobre  señor  Andrade 

—Sí —  me  ha  dolido  mucho!  ¿A  qué  negarlo? 


^. .-  • 


620 


£.  MAQUEO  CASTELIJkNOS 


— Bueno pero  ¿no  hay  ahora  nada  extraordi- 
nario que  la  tenga  peor? 

— Nada Susto;  miedo  inexplicables;  qué  sé 

yo De  repente  se  me  pone  que  algo  más  malo 

aún  nos  puede  pasar  no  sólo  a  nosotros,  sino  a  us- 
ted también. 

— Vaya. . . .  Tranquilícese ¿Tomó  ya  sus  me- 
dicinas? ¿A  que  no?  Es  usted  una  señorita  muy  mal 
mandada!  A  ver,  venga  acá  el  frasco  de  las  cucha- 
radas. Hasta  que  no  vea  yo  que  la  toma  no  me  iré 
tranquilo.  |        . 

Cuando  Gordillo  abandonó  a  las  «Corcheítas»  en 
aquella  noche  obscura,  después  de  recomendarles 
que  al  menor  motivo  de  alarma  lo  llamaran,  que  él 
estaría  atento,  ya  en  todas  las  viviendas  los  huéspe 
des  parecían  dormir.  Durmiendo  se  hacía  un  robo 
a  la  vida,  que  era  para  todos  dura  y  cruel.  Tan  sólo 
en  dos  de  ellas  había  luz:  en  la  del  padre  Andrade 
y  en  la  de  Rémington.  En  la  primera,  aquél  debería 
estar  rezando,  guiado  por  el  pensamiento  de  que  el 
pobre  hermano  muerto  necesitaba  de  muchas  ora- 
ciones para  alcanzar  la  clemencia  divina.  Y  en  la  de 
Rémington  debían  ser  las  dos  criaturas  en  vela  las 
que  esperaban  la  llegada  del  postizo  padre. 

Gordillo  no  quiso  acostarse  por  de  pronto.  La 
sorprendida  conversación  de  la  Alameda  lo  traía 
intrigado.  Quería,  a  toda  costa,  penetrar  cuál  era 
la  urdida  trama,  sospechándose  que  la  frase  aquella 

de  «entonces hoy  en  la  noche >  significaba 

bien  que  el  peligro,  si  lo  había,  estaba  cerniéndose 
sobre  alguien  inminentemente.    > 

Allá  por  la  media  noche,  oyó  el  chirriar  de  la  Ua 
ve  en  la  puerta  del  zaguán,  al  voltear  sobre  la  cerra 
dura,  y  pudo  percibir  a  poco  que  Rémington  entra- 
ba en  su  vivienda,  apagándose  minutos  después  la 
luz  que  en  ella  ardía. 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  621 

Todavía  quiso  esperar  Grordillo  en  acecho  y  aun 
esperó  larga  hora. 

La  tranquilidad  más  grande  reinaba  eu  la  casona: 
ni  el  más  leve  ruido,  ni  la  más  insignificante  sefial 
de  que  aquél  fuera  a  ser  el  teatro  de  la  insólita  tra- 
ma    Ahora  sólo  quedaba  ardiendo  la  luz  del 

cuarto  del  padre  Andrade,  como  una  vigilante  centi- 
nela. Gordillo  concluyó  por  tranquilizarse  y  acordó 
dormir.  A  la  menor  alarma  ya  estaría  en  pie  y  listo 
pues  que  tenía  ligero  el  sueño.  Y  para  mayor  ga- 
rantía, no  quiso  desnudarse;  con  la  ropa  puesta  se 
echó  sobre  su  cama. 

¿Cuánto  tiempo  transcurrió  desde  que,  vencido 
por  el  suefio,  cerró  los  ojos,  hasta  el  momento  en 
que,  despertado  por  el  grito  primero  brincó  dili- 
gente del  lecho,  precipitándose  en  el  pasillo?  Aquel 
grito  había  sido  el  de  un  estentóreo  <ifuego!>  lan- 
zado por  Tafolla  desde  lo  alto  en  que  vivía. 

Gordillo  abrió  violentamente  la  entrecerrada 
puerta  de  su  vivienda  y  se  lanzó  al  pasillo.  En  un 
golpe  de  vista,  en  un  conjunto,  pudo  darse  cuenta 
de  varias  extrafias  cosas. 

Sí:  el  fuego,  el  incendio,  había  estallado  formida- 
ble y  avasallador,  cuando  nada  lo  hacía  presumir. 
En  un  instante  había  brotado,  y  lo  curioso  era  que 
tal  parecía  haberlo  hecho  por  diversos  puntos  a  un 
tiempo,  ya  que  las  llamas,  corriendo  a  ras  del  sue- 
lo, iban  del  uno  al  otro  extremo  de  la  casona,  lívi- 
das, veloces,  como  queriendo  cumplir  pronto  con 
su  cometido,  y  se  propagaban  y  se  agigantaban  co- 
mo si  algo  que  brotara  del  mismo  suelo  las  nu- 
triera  

Por  otra  parte,  tufaradas  de  penetrante  olor  as- 
cendían en  pardas  nubes  de  humo,  de  un  olor  ca- 
racterístico, identificable;  pero  que  Gordillo,  por 
de  pronto,  no  pudo  determinar  concluyentemente. 


622 


E.  MAQUEO  CASTELÍ.ANOS 


¿Gasolina?  ¿Alquitrán?  ¿Petróleo?  Y  sordas  y  fre- 
cuentes detonaciones,  que  parecían  venir  del  inte- 
rior de  las  viviendas  desocupadas  en  la  planta  baja 
incrementaban  el  fuego,  que  cundía  con  celeridad 
inexplicable  allí  mismo  donde  no  había  combusti- 
ble apropiado .... 

Vio  finalmente,  en  esa  rápida  ojeada,  que  de  los 
primeros  en  huir  rumbo  a  la  calle,  como  si  adies- 
trados estuvieran  para  el  caso,  eran  los  hijos  adop- 
tivos de  Rémington,  vestidos  y  acarreando  sendos 
bultos. . . .  Extrañas  criaturas  que,  en  vez  de  inti- 
midarse, de  lloriquear  siquiera,  maniobraban  mejor 
que  las  gentes  grandes  en  la  conflagración! 

A  los  repetidos  gritos  de  Tafolla,  la  vecindad  to- 
da se  despertó  despavorida;  y  al  darse  cuenta  de  la 
catástrofe  se  precipitó  rumbo  a  la  calle,  quién  sal- 
vando algo  de  lo  que  tenía,  quién  dejando  todo  aban- 
donado para  que  fuera  pasto  de  las  llamas,  ante  el 
temor  de  verse  cortado  por  éstas,  que  se  multipli- 
caban siniestramente.  En  pocos  momentos  el  fuego 
había  cobrado  un  ímpetu  extraño.  En  el  segundo 
patio  ardían  los  montones  de  viejas  vigas  y  tablones 
allí  hacinados,  restos  del  techo  de  la  desplomada 
«República»  y  en  el  primero  puertas  de  viviendas 
y  cabezas  de  vigas  al  descubierto,  y  la  madera  allí 
apilada  y  que  debería  haber  servido  para  reponer 
techumbres  y  pisos  en  mal  estado,  Las  llamas,  su- 
biendo hasta  los  cielos  rasos  de  los  pasillos,  los  be- 
saban con  traidor  beso  que  hacía  prender  en  ellos 
la  lumbre.  Todo  cuanto  podía  arder,  ardía —  Aun 
las  piedras  mismas  parecían  arder!  El  fuego  se  ha- 
bía comunicado  tan  velozmente,  que  no  parecía  sino 
que  toda  la  casona  hubiera  sido  de  una  comburente 
estructura! 

Trabajosamente  se  había  podido  bajar  desde  su 
habitación  al  patio  y  llevarlo  de  éste  a  la  calle,  al 


I.A  RUINA  DE  LA  CASONA  623 

atónito  Barbedillo,  que,  al  ver  a  la  casa  envuelta  en 
llamas,  miraba  embobado  a  Tachita,  y  al  edificio, 
que  simulaba  una  ascua,  y  reía  con  la  risa  del  sim- 
ple, y  volvía  a  ver,  y  ahora  como  que  por  sus  carri- 
llos corriera  una  lágrima  de  desesperación. 

Atropellándose,  con  caras  de  supremo  azoro  y 
ademanes  de  repentina  locura,  los  vecinos  casi  to- 
dos habían  logrado  ganar  la  calle;  y  desde  ésta  y 
entre  alaridos  de  pesar,  veían  cómo  la  devastadora 
llama  avanzaba,  abrazando,  estrechando  con  sus  co- 
queteos, circuyéndola,  a  la  querida  casona,  que  a 
todos  había  dado  abrigo 

Gordillo,  apenas  iniciado  el  fuego,  descendió  ve- 
lozmente desde  su  habitación  hasta  la  de  las  <Cor- 
cheítas,»  y  de  un  salto  se  coló  en  ella,  encontrándose 
allí  a  Ñachi,  temblorosa,  lloriqueando  amedrentada 
en  camisoncito  de  dormir,  y  sin  saber  qué  hacer  ni 
darse  cuenta  del  peligro  que  corría. 

-En  dónde  está  Pita?  Qué  ha  sido  de  tu  herma- 
nita? 

— No  sé Quién  sabe! 

-  ¿Pero  no  estaba  aquí  contigo? 

-  Sí  ...  pero  cuando  despertamos  y  al  intentar 
salir,  alguien  entró y  la  agarró y  se  la  lle- 
vó—  ¡Ay,  sefior  Gordillo!  Sálveme  usted! 

¿Pita  robada?  ¿Pita  raptada  en  aquellos  momen- 
tos de  suprema  angustia?  ¿O  era  que  alguien,  ade- 
lantándose a  sus  deseos,  había  ocupado  el  lugar  de 
Gordillo  en  el  intento  de  salvarla?  Era  lo  probable... . 
Después  se  averiguaría.  Ahora,  lo  importante  era 
salvar  a  Ñachi. 

Las  llamas  cerraban  ya  el  paso,  haciendo  presa 
en  todo  aquello  que  podía  arder,  y  el  fuego  se  ceba- 
ba como  por  una  extraña  corriente  líquida  inundan- 
do el  patio;  deslizándose  por  debajo  de  las  puertas; 
extendiendo  sus  tentáculos  espantosos;  envolviendo 


624  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

todo  en  una  humareda  densa,  caliginosa,  insoporta- 
ble! Y  las  detonaciones  sordas  se  sucedían  en  una 
salva  inexplicable,  como  si  una  batería  emboscada 
disparara  a  mansalva . . .  Gordillo  comprendió  que 
en  un  minuto  más  él  y  aquella  pobre  criatura,  que  le 
demandaba  su  salvación,  se  encontrarían  envueltos 
por  el  infierno  aquél.  Sin  vacilar,  pues,  tomó  en  sus 
brazos  musculosos  a  la  niña  y  se  lanzó  con  ella  hacia 
la  calle. 

—  Por  aquí por  aquí -  oyó  que  le  decía 

una  voz  ahogada;  era  la  de  Demóstenes,  que  igual- 
mente pugnaba  por  alcanzar  el  paso,  llevando  entre 
sus  brazos  a  las  dos  chiquillas,  la  de  Tajonar  y  la  de 
Mandujano,  en  un  esfuerzo  hercúleo  del  que  nadie 
hubiera  creído  cfipaz  al  abnegado  tartamudo. 

Y  audazmente,  ambos  lograron  pasar  sobre  el 
turbión  de  las  llamaradas  con  sus  preciosas  cargas 
hasta  encontrarse  en  la  calle,  frente  a  frente  de  la 
casona,  cuya  fachada,  iluminada  ahora  por  extrafios 
resplandores,  parecía  estar  en  una  estupenda  fiesta 
en  la  que  se  hiciera  derroche  de  luz! 

Ck>menzabau  a  asomar  por  los  balcones  sus  len 
guas  retorcidas  y  fantásticas  las  llamas  victoriosas 
mientras  que  el  humo  se  levantaba  en  espirales  al 
tísimas.  No  había  que  pensar  en  el  auxilio  de  los 
bomberos.  La  gran  urbe,  democratizada  por  la 
triunfante  revolución,  no  consentía  que  hubiera  na 
da  para  combatir  el  fuego,  elemento  depurador  y 

vivificante Los  bomberos  salían  sobrando.  Para 

que  la  obra  fuera  buena  y  completa  había  que  arra 
sar  todo.  Todo;  lo  bueno  y  lo  malo.  Lo  útil  y  lo  in- 
útil. Ya  después  se  reedificaría,  si  es  que  había 
fuerzas  y  cerebro  paík  ello.  Y  si  no,  se  preferiría 
la  ruina  inerte  a  la  construcción  defectuosa. . . . 

En  la  calle,  el  vecindario  de  la  casa,  al  que  se  ha- 
bían sumado  infinidad  de  curiosos,  veía  atónito  el 


/ 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  625 

estrago  de  la  lumbre.  Allá  estaban  todos.  Todos? 
No  por  cierto,  que  algunos  faltaban,  y  entre  ellos  la 
«Corcheíta.» 

—Mi  hermana mi  hermanita sollozaba  la 

atribulada  Ñachi. 

Y  en  vano  la  buscaban  y  en  vano  la  llamaban. 

-  Mi  hijita  —  mi  hijita  Charo -decía  Orbe- 

zo,  loco  de  dolor.  -  Se  ha  quedado  allá  dentro 

Quién  podría  entrar  a  buscarlos  si  ahora  la  puer- 
ta de  la  casona  remedaba  el  cráter  de  un  volcán? 

Gordillo,  en  vez  de  osarlo,  trataba  en  aquellos  mo- 
mentos terribles,  en  una  interferencia  lógica  del 
buen  sentido  producida  por  el  azoro,  de  darse  cuen- 
ta de  algo  que  le  parecía  haber  visto  cuando  descen- 
día por  la  escalera  con  Ñachi  a  cuestas.  Qué  había 
sido  ello?  No  lo  había  engañado  su  imaginación?  Qué 
hacían  aquellos  dos  fantasmas  que  le  pareció  sor- 
prender entre  las  llamas,  revolviéndose  con  ellas 
como  si  disfrutaran  de  su  impunidad,  y  que  pare- 
cían cebar,  atizar,  alimentar  el  incendio? 

A  sus  importunas  mudas  interrogaciones,  y  como 
para  devolverlo  a  la  realidad  y  hacerlo  recobrar  la 
conciencia  del  deber,  un  grito  agudo  resonó  en  las 
alturas;  allá,  en  una  de  las  cornisas  de  uno  de  los 
balcones  del  segundo  piso;  el  de  su  cuarto  precisa- 
mente, envuelto  ya  ahora,  en  su  totalidad,  por  la  lla- 
ma inclemente. 

-Socorro!  Socorro! 

Y  los  espectadores  que  podían  resistir  el  vaho 
abrasador  del  incendio  en  la  fronteriza  calle,  agaza- 
pándose entre  los  materiales  de  construcción  que  en 
ella  estaban  apilados  y  que  destinaban  a  una  obra 
en  te,  casa  del  frente,  piedra  sin  labrar  y  trincheras 
de  ladrillos  aun  no  utilizados,  pudieron  ver  en  una 
blanca  visión  que  rompía  el  claror  rojizo  del  incen- 
dio, a  Pita  refugiada  en  aquella  cornisa;  sueltos  sus 

40 


62B 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


dorados  cabellos;  envuelta  en  su  camisón  de  dormir; 
próxima  acaso  a  precipitarse,  en  un  rapto  de  te 
rror,  desde  la  tremenda  altura  o  a  morir  envuelta 
por  las  llamas  que  extendían  y  extendían  hasta  ella 
sus  multiformes  y  asesinos  brazos ....  Gordillo,  an- 
te el  grito  desgarrador  de  la  amada,  no  vaciló  un  ins- 
tante. Tomó  de  manos  de  alguien  una  cubeta  con 
agua:  se  bañó  con  ella  rápidamente  la  cabeza  y  el 
recio  busto,  y  agachándose  y  en  veloz  carrera,  des- 
pareció por  la  bocaza  de  infierno  de  la  puerta  de  ca- 
lle de  la  casona! 


* 
*    « 


Entre  tanto  el  fuego  cundía  y  cundía ....  Ya  aho- 
ra dominaba  todo  el  interior  de  la  casa.  Las  llamas 
se  elevaban  a  inconmensurable  altura,  sin  nada  que 
les  disputara  la  posesión  del  inmueble,  del  que  se 
habían  adueñado  y  al  que  hacían  estremecerse,  cre- 
pitar, agrietarse  y  derrumbarse  en  trechos,  en  una 
convulsión  mortal,  pudiéndose  oir  el  estrépito  de  los 
techos  al  desplomarse,  al  que  seguía  inequívocamen- 
te una  inmensa  explosión  de  chispas  que  se  encum- 
braban al  infinito,  lentejueleándolo  en  oro.  El  humo, 
en  colosales  volutas,  salía  de  la  casona  simulando  el 
eructo  de  un  volcán.  Estampidos  siniestros;  chirri- 
dos espantosos,  como  ayes  de  dolor  formidables,  co- 
mo estertores  inauditos,  se  escapan  de  ella  —  Tal 
parecía  que  la  pobre  casona,  en  su  postrer  instante, 

se  dolía,  se  quejaba,  increpaba ¿Por  qué  no  la 

defendían  contra  el  voraz  elemento?  ¿Por  qué  la  de- 
jaban perecer  en  una  ingratitud  sin  nombre?  ¿Por 
qué  no  la  disputaban  a  la  llama  procaz?  ¿Por  qué  los 
que  ella  había  cobijado,  abrigado,  anidado,  amorosa- 
mente, maternalmente,  la  abandonaban  en  su  supli- 
cio? ¡Ay!  Los  egoístas,  una  vez  salvados,  presencia 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  627  -': 

ban  su  ruina  como  algo  inevitable,  sin  querer  saber 
que  la  voluntad  suele  triunfar  sobre  todo! 

_  ¡Mi  Charito  se  muere  allá  dentro! -decía  Orbe-  V  v 

zo  en  el  paroxismo  del  dolor,  dada  su  inutilidad  para 

salvarla.  ,  •■; 

-  Pita  va  a  perecer  irremisiblemente ... . 

-No.. ..  Gordillo la  salvará - 

-  Y  Rémington?  Qué  es  de  él?  Alguien  lo  ha  visto? 

En  esos  instantes  se  produjo  algo  grandioso;  por  :. 

lo  solemne,  indescriptible:  por  lo  imponente,  imposi- 
ble de  ser  pintado.  Una  escena  que  es  osadía  narrar.  ;  ' 
Así  fué  de  augusta,  de  sublime,  de  divina  por  la  ma- 
gestad  sin  comparación  que  revistió ■. 

El  padre  Andrade,  al  que  el  incendio  había  sor- 
prendido en  sus  rezos  portando  su  sotana  que  gus-  ^ -f    . 
taba  de  vestir  allá,  en  la  soledad  de  su  alcoba,  cuando  ' 
nadie  pudiera  sorprenderlo  infringiendo  las  termi-               :^-í 
nantes  disposiciones  que  la  tiranía  revolucionaria 
había  dictado  prohibiendo  a  los  sacerdotes  no  sólo                 v 
el  ejercicio  de  su  ministerio  sino  hasta  el  portar  la 
más  insignificante  insignia  reveladora  de  su  casta,  y 
que  había  logrado  salvarse  en  los  primeros  gritos  de            '    :  f 
alarma,  abriéndose  paso  entre  la  multitud  de  espec-               ■/-: 
tadores,  avanzó  pausado,  serio  y  grave,  alumbrado 
por  el  rojizo  resplandor  del  incendio,  hasta  venir  a                «■   . 
colocarse  frente  por  frente  de  la  puerta  de  calle  de               /   . 
la  casona.                                                                                           *^¿  :  ' 

AUlegar  hasta  allí,  trepó  sobre  una  de  las  gran-  .t' 

des  piedras  que  hemos  dicho  se  hallaban  en  tal  sitio 
apiladas.  Y  bañado  por  la  intensa  luz  del  incendio,  - -: 

destacándose  su  figura  agigantada,  recta,  llena  de  'n 

una  arrobadora  excelsitud,  resplandeciente  el  ros-  .',  .  ■  - 

tro  con  esa  invisible  y  sin  embargo  existente  auréola  H  > 

querodea  la  fazdelCristo,  todo  paz  y  amor,  que  of  ren-  v 

dará  su  vida  en  desagravio  de  pecados  y  su  sangre  r 

en  redención  de  crímenes,  balbuceó  algún  rezo '. 


628  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

Los  que  le  vieron  hacer,  en  un  instintivo  movimien- 
to y  sintiéndose  poseídos  de  la  solemnidad  del  mo- 
mento, hincaron  reverentes  la  rodilla.  En  aquel 
instante  incomparable  pudo  verse  correr  por  las 
mejillas  del  humilde  sacerdote  ejemplar,  un  llanto 
abundoso.  Recordaba  acaso  la  visión  postrera  de  la 
viejecita  madre  muerta  de  pena. .  • .  Acaso  la  visión 

sangrienta  del  hermano  asesinado Y  consciente 

de  su  ministerio,  buen  discípulo  del  incomparable 
Maestro,  levantando  lentamente  la  diestra  en  un  so- 
lemne y  reposado  ademán,  hisx>  el  signo  sagrado;  en- 
vió la  bendición  augusta  a  la  casona,  y  modulóla 
frase  sacramental;  la  que  es  símbolo  de  perdón  infi- 
nito; la  que  atando  y  desatando  en  la  tierra,  morada 
de  miseria,  ata  y  desata  en  el  cielo,  albergue  de  las 
almas  purificadas ... .  I  - 

—  *Ego  vos  absolvo  a  pecatis  vobis . . . .  > 
No  sabía  que  con  esa  frase  de  amor,  absolvía  en 
aquel  instante  mismo  al  matador  de  su  hermano! 

• 
«    « 

Gordillo  pudo  penetrar  audazmente  hasta  laesca 
lera,  entre  el  primero  y  el  segundo  patio:  allí  se  detu 
vo  un  momento  sintiendo  que  el  calor  y  el  humólo 
asfixiaban  y  lo  abrumaban Cerró  los  ojos  y  es- 
peró, comprendiendo  que  la  muerte  estaba  aUl» 
puesto  que  la  retirada  sería  imposible. 

Mas  escrito  estaba  que  no  habría  de  morir  porque 
tenía  altísimo  deber  que  llenar. 

El  incendio  tenía  sus  coqueteos.  En  el  segundo 
patio  el  fuego  parecía  haber  retrocedido,  al  formarse 
un  falso  tiro  de  chimenea  que,  haciendo  descender 
de  lo  alto  una  columna  de  aire,  empujaba  a  las  llamas 
hacia  el  primer  patio.  Gordillo  buscó  el  refugio  que 
allí  parecía  haber:  sintió,  ya  en  él,  el  frescor  del  aire 


íuA  RUINA  DE  LA  CASONA  629 

reanimando  sus  pulmones:  abrió  los  ojos,  y  vio,  en- 
tonces, algo  inaudito. 

Rómington  y  Tenorio  estaban  allí,  acurrucados 
en  un  extremo  de  ese  patio,  una  vez  que  el  fuego  les 
había  cortado  la  salida,  y  sobre  todo,  por  cuanto  que, 
adelantándose  el  hecho  a  su  previsión,  la  escalera 
delprimer  piso  se  habíaderrumbado  en  parteyla  del 
segundo  totalmente,  evitándoles  la  huida  que  por  allí 
proyectaban.  » 

La  presencia  de  Rémington  en  tal  sitio  era  inex- 
plicable; no  se  compadecía  con  la  oportuna  huida  de 
sus  hijos  rumbo  a  la  calle:  pero  todavía  más  lo  era 
la  de  Tenorio.  Qué  hacía  allí  el  falso  militar  que  no 
era  vecino  de  la  casona? 

En  los  rostros  de  ambos  estaba  estereotipado  el 
espanto  ante  la  inminencia  de  la  muerte.  Acorrala- 
dos en  aquel  rincón  iban  a  perecer,  una  vez  que  la 
fuerza  de  la  combustión  cambiara  los  papeles  e  hi- 
ciera que  el  primer  patio  fungiera  de  falso  tiro,  al 
agotarse  en  él  el  combustible  y  reanudando  la  viva- 
cidad del  incendio  en  el  segundo. 

Y  si  aquello  no  era  bastante,  eran  ellos  mismos 
los  que  se  habían  encargado  de  dar  al  incendio  el 

elemento  para  aniquilarlos Junto  a  ellos,  como 

delator  cuerpo  de  delito,  estaban  sendos  botes  y  la- 
tas de  gasolina  y  brea  que  criminal  mano  había  lle- 
vado hasta  allí,  de  adrede,  sin  duda  alguna. 

Gordillo  comprendió  la  tremeda  responsabilidad 
de  aquellos  hombres.  Eran  los  miserables  que  ha- 
bían dado  fuego  a  la  casona.  Rémington  el  codicioso 
para  adquirir  la  ruina  barata.  Tenorio  el  rufián,  en 
una  complicidad  indisculpable.  V  el  artesano,  olvi- 
dándose momentáneamente  de  la  causa  por  la  que 
afrontara  el  peligro  entrando  a  la  casa  envuelta  en 
llamas,  se  aproximó  con  ambular  de  tigre  hacia 
aquellos  hombres. 


630  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

— ¿Qué  hacen  ustedes  aquí?  ¿Quién  ha  traído 
esto?     .  I        ••  ■   -^ ^- ". 

Ninguno  de  ellos  osó  responder.  *\ 

— ¿Quién  ha  traído  esto  aquí,  pregunto?        ;.    , 

— ¡Señor  Gordillo,  no  me  achaque  lo  de  Pita 

Si  yo  pretendí  robármela  fué  por  encargo  de  Pin- 

garrón! ¡Perdóneme  y  ayúdeme  a  salvar! 

—¡Miserables!  Han  sido  ustedes  los  que  han  da- 
do fuego  a  la  casa los  que  matan  a  Pita 

Y  avanzó  amenazador,  crispando  los  pufios. 

— Perdón,  señor  Gordillo Yo  estoy  arrepen- 
tido! ¡Sálveme!  I 

Abyectamente  puesto  de  rodillas.  Tenorio  balbu- 
ceante, intimidado  ante  la  muerte  próxima,  implo- 
raba a  Gordillo. 

—  ¡Vil!  ¡Sabe  matar  a  inocentes,  y  no  sabe  morir 

como  hombre!  Y  bien ....  Yo  vengaré  a  todos 

Yo  acabaré  con  la  raza  de  las  víboras! .... 

Y  el  artesano  siguió  avanzando  hacia  el  grupo 
formado  por  los  dos  amilanados  hombres,  lleno 
de  reconcentrada  furia.  En  aquel  momento  estaba 
transfigurado.  Su  fealdad  había  desaparecido;  su 
cara  bronceada  y  de  fuertes  lineamientos,  era  aho- 
ra otra.  Alumbrado  por  la  luz  del  incendio,  tenía  el 
aspecto  de  un  Júpiter  vengador. 

— ¡Sálveme Sálveme  y  yo  le  daré  mucho  di- 
nero! 
— ¿Que  yo  te  salve? ....  ¡Sí  vas  a  verlo! 

Y  el  robusto  artesano,  uniendo  la  acción  a  la  pa- 
labra, se  precipitó  sobre  Tenorio  que,  al  ver  lo  in- 
minente de  la  agresión,  se  levantó  ágil,  dio  un  salt* 
hacia  un  lado  y  echó  mano  al  revólver  que  llevaba  al 
cinto,  apuntándolo  a  Gordillo.  I  ■'■■^^^x!- 

— ¡Ix)  mato!  ¡Le  juro  que  lo  mato!  — le  decía  con 
acento  resuelto. 

— ¡Y  yo  te  juro  lo  mismo!  -dijo  Gordillo  avanzan- 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  631 

do  siempre  hacia  él,  fijos  los  ojos  en  los  de  Tenorio; 
atento  el  ademán;  abiertos  los  brazos  y  tensas  aque- 
llas manos  en  las  que  sintiera,  tiempo  hacia,  cosqui- 
lieos de  fruición  por  estrangular. 

Tenorio  no  vaciló  más.  Hizo  fuego;  tambaleó  Gor- 
dillo  un  instante  sobre  sus  talones;  pero  pasado 
aquél,  de  un  salto  prodigioso  cayó  sobre  el  rufián, 
asiéndolo  fuertemente,  en  despliegue  de  fuerza 
hercúlea  de  obrero  hecho  a  dominar  el  fierro;  lo 
levantó  en  vilo  dejándolo  caer  después  pesadamen- 
te; lo  desarmó  arrojando  lejos  de  sí  el  revólver  ho- 
micida; luego,  buscóle  el  cuello:  asiólo  y  apretó, 
apretó,  sintiendo  que  sus  dedos  se  agarrotaban 
apretando ....  Rodaron  los  dos  hombres  en  la  deses- 
perada lucha,  en  la  que  ahora  el  uno  y  después 
el  otro  lograban  estar  ya  encima,  ya  abajo,  has- 
ta que  Gordillo  quedó  dominante,  colocando  sus 
duras  rodillas  sobre  el  ancho  tórax  de  «Truenos,» 
del  que  se  escapaba  un  estertor  ronco,  de  fuelle 
ajetreado,  entre  tanto  que  Gordillo  seguía  apretan- 
do y  apretando  con  sus  manos-garras,  en  la  sensa- 
ción, en  la  fruición  voluptuosa  de  sentir  cómo  se 
iban  quebrando  con  un  ¡trac!  ¡trac!  sordo,  vertebra 
tras  vértebra. 

Soltó  por  fin.  Irguióse  y  vio  a  sus  pies  al  canalla; 
bien  muerto,  que  él  había  podido  sentir  cómo  se 
debatía  antes  de  dejar  la  vida;  vida  que,  en  corto 
espacio  de  tiempo,  había  recorrido  toda  la  gama  del 
delito,  envolviéndose  en  la  avalancha  revolucionaria 
como  en  manto  protector.      . 

—¡Ahora  el  otro! -se  dijo.  Y  se  volvió  bus- 
cando a  Rémington;  pero  éste  había  desaparecido 
sin  saberse  cómo. 

Entonces  recordó  qué  lo  había  llevado  hasta  el  co- 
razón de  la  casona  en  llamas,  y  quiso  ir  en  busca  de 
Pita;  pero  un  agudo  dolor  le  restaba  las  fuerzas.  Y 


•  >,    ■  > 


682 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


el  fuego  lo  iba  cercando y  el  humo  le  impedía 

respirar!.. ..  I 

Sacando  fuerzas  de  flaqueza  intentó  trepar  por 
los  escombros  de  la  derruida  escalera,  agazapándo- 
se para  esquivar  la  llama  y  sortear  el  humo.  Pron- 
to convencióse  que  era  intento  de  imposible  realiza- 
ción aquél;  los  escombros  no  prestaban  bastante 
peldaño  para  ascender.  Entonces  se  acordó,  en  una 
súbita  inspiración,  de  las  tuberías  de  agua  del  se- 
gundo patio,  que  desde  éste  subían  a  la  azotea  para 
surtir  los  «tinacos»  y  se  dirigió  hacia  ellas,  y  por 
ellas,  haciendo  esfuerzos  inauditos,  se  izó  hasta  el 

último  piso Mas  no  podría  pasar  de  allí  rumbo 

a  la  fachada  de  la  casa,  donde  estaba  Pita,  que  para 
hacerlo  tendría  que  jugarse  la  vida,  haciendo  equi- 
librios por  sobre  las  cimas  de  las  paredes  de  la  ca- 
sona, y  a  la  vez  luchando  con  la  llama  que  de  abajo 
ascendía  en  penachos  gigantes .... 

Halló  camino  a  la  vera  de  aquellas  paredes  que 
aun  se  conservaban  en  pie;  y  los  grupos  de  curiosos 
espectadores  de  las  azoteas  vecinas  pudieron  ver 
cómo  aquel  hombre  fantasma  se  abría  paso  entre  un 
torbellino  de  fuego.  ¡Por  finí  Ahora  estaba  ya  en  la 
orilla  de  la  azotea,  frente  a  la  calle.  La  cuestión  se 
reducía  a  descender  buscando  puntos  de  apoyo.  Ya 
no  lo  preocupaba  la  salvación  de  Pita  y  suya,  que 
veía  como  imposible.  Ahora,  lo  que  pretendía  era 
morir  con  ella junto  a  ella! 

Inclinóse  sobre  el  reborde.  De  la  calle  lo  vieron  los 
que  angustiados  habían  estado  esperando  cómo  ha- 
ría para  salvar  a  aquella  pobre  ñifla.  Y  él  pudo  ver- 
la a  ella,  desvanecida  o  muerta  y  que,  por  un  mila- 
gro positivo,  en  vez  de  haber  caído  en  el  vacío 
hasta  la  calle,  había  quedado  tendida  en  la  amplia 
cornisa,  y  respetada  por  las  mismas  llamas. 

ün  sordo  gemido  se  escapó  del  pecho  del  obrero. 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  633 

iMuerta!  ¡Estaba  muerta,  y  suya  era  la  culpa  al  ha- 
berse demorado  para  ir  en  su  ayuda!  Buscó  como 
llegar  hasta  ella,  y  lo  consiguió  deslizándose  por  la 
cornisa  de  la  inmediata  casa,  teniendo  que  atrave- 
sar por  entre  el  turbión  de  llamas  que  vomitaba  al- 
gún  balcón;  y  ya  a  su  lado,  lii  asió  fuertemente  en- 
tre sus  brazos;  pensó  darle  un  beso,  uno  solo,  sin 
decidirse  a  hacerlo,  y  finalmente,  levantándola  en 
vilo,  comenzó  a  desandar  el  camino  andado. 

¡Qué  hermoso  se  veía  aquel  hombre  allá,  en  la  al- 
tura, destacándose  de  entre  el  fulgor  del  incendio 
con  su  delicada  carga!  Poco  a  poco,  Gordillo  avanzó 
por  la  cornisa,  protegiendo  con  su  cuerpo  al  de  la 
púber,  para  que  no  la  tocaran  las  llamas,  hasta  lo- 
grar salir  ileso  del  lado  opuesto ¡Estaban  en  sal- 
vos! ¡El  eco  de  un  aplauso  de  satisfacción  ascendió 
de  la  calle! 

Entonces  pudo  descender  por  una  de  las  azo- 
teas vecinas  hasta  donde  estaba  todo  el  grupo  de  la 
casona,  viendo  cómo  aquélla  se  iba  consumiendo 

poco  a  poco,  cayéndose,  desmoronándose Ya  en 

la  calle  entregó  a  Pita  al  padre  Andrade,  porque  él 
se  sentía  defallecer. 

Así  fué  como,  apenas  desprendido  de  su  carga, 
doblóse  cual  la  fuerte  encina  a  la  que  el  vendaval 
abate. 

Entonces  alguien  notó  que  del  recio  pecho  del 
obrero  desvanecido,  una  mancha  de  sangre  se  ex- 
tendía. Desabrocháronle  el  saco;  abrieron  la  cami- 
sa y  vieron  que,  de  una  reciente  herida,  la  sangre 
manaba  a  golpes,  siguiendo  el  ritmo  del  corazón  de 
aquel  bravo. 

—¡Tiene  un  balazo! 

— ¿Un  balazo? 

—Sí —  aquí,  en  la  mitad  del  pecho 


634 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


* 

«     • 


Cuando  la  aurora  iluminó  con  sus  reflejos  el  hori- 
zonte, aun  ardía  la  casona  en  sus  últimos  rescoldos. 
Y  ardienda  siguió  por  algún  tiempo,  por  más  que 
piadosas  manos  llevaran  hasta  ella  pobres  cubetas 
de  agua  que,  al  ser  arrojadas  sobre  las  brasas  sola- 
padas, no  servían  sino  para  reavivar  la  hornaza,  in- 
crementando pasajeramente  el  fuego,  que  a  la  pos- 
tre hubo  de  extinguirse  x)or  sí  solo,  cuando  había 
consumido  todo;  cuando  todo  lo  había  devorado  in- 
saciablemente, como  si  quisiera  que  nada  quedase 
de  aquélla,  que  parecía  haber  de  soportar  sobre  sí 
la  maldición  que  en  un  día  Jerusalem  la  reproba, 
no  obstante  que  ésta,  en  vez  de  serlo,  era  nido  de 
amores,  refugio  de  almas  buenas  y  albergue  invo- 
luntario de  las  malas .... 

Y  así  acabó  la  casona;  aquella  que  había  sido  san- 
ta y  noble  y  generosa,  como  debe  serlo  toda  ma- 
dre. . . .  Aquélla  que  había  asilado  a  todos  sus  hijos 
por  igual  y  al  igual  había  brindado  sombra  y  techo 
a  los  perversos  que  a  los  honrados 


;■-  "-/v 


CAPITULO  XII 
La   convaleciente 

Noche  de  contraste  con  aquella  que  hemos  des- 
crito en  el  capítulo  que  antecede.  A  la  lobreguez  de 
entonces,  sucedía  ahora  un  cielo  de  diafanidad  vio- 
leta, precursora  de  luz  de  luna  próxima  a  la  llena. 

La  ciudad  de  los  Moctezumas,  después  del  tiem- 
po transcurrido  desde  los  acontecimientos  narrados 
en  el  capítulo  que  antecede,  parecía  ir  recobrando 
su  calma.  Ahora,  como  que  ya  no  imperara  aquel 
terror  de  los  pasados  días;  como  que  ya  no  hubiera 
el  deseo  de  engañar  a  la  vida  con  el  fingido  suefio. 

¿Que  cuánto  tiempo  había  transcurrido  desde  la 
infausta  noche  en  la  que  la  amada  casona  ardiera, 
transformándose  primero  en  volcán  coronado  por 
airón  de  llamas,  para  ser  después  montón  de  ígneas 
brasas,  cúmulo  de  carbonizados  restos,  y,  finalmen- 
te, pobre  ruina  en  la  que  el  fuego  dejara  las  huellas 
de  su  paso  señaladas  en  paredes  agrietadas  y  en  cal- 
cinados escombros,  símbolo  de  devastación,  mues- 
tra de  la  voracidad  de  la  llama,  que  a  todo  se  había 
abrasado  para  dejar  en  todo  la  lacra  inconfundible 
de  su  beso;  ruina,  mísera  ruina  en  la  que  sólo  po- 
drían habitar  los  murciélagos,  amantes  de  las  pe- 


636  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

numbras,  y  las  sabandijas,  amigas  de  la  grieta  hú- 
meda y  obscura?  ¿Cuánto  tiempo? 

El  que  el  lector  quiera.  De  todos  modos,  el  tiem- 
po bastante  para  que  de  la  pobre  ruina  se  hubieran 
posesionado  hiedra  y  jaramago,  que  aman  vegetar 
en  la  desolación.  Vegetaciones  míseras  de  campo- 
santos abandonados.  Pobre  verdear  de  hojas  que 
se  alimentan  de  raíces  charradas  en  el  derruido 
muro  de  los  viejos  templos  o  en  la  pared  desploma 
da  de  las  seculares  estancias.        j 

Tiempo  de  todos  modos  bastante  para  que  el  des- 
tino de  muchos  de  los  personajes  de  nuestra  novela 
hubiera  cambiado  en  algo,  ya  adversa  ya  favorable- 
mente. Y  pues  hora  es  de  liquidar,  hagámoslo  rápi- 
damente, para  dar  cima  a  nuestra  narración,  y  con 
ello  descanso  bien  ganado  al  lector. 

Seguía  Malabehar  soterrado,  viejo  y  achacoso,  en 
su  ranchejo  de  Uruápam,  hasta  el  que  había  llegado 
el  fulgor  de  la  revolucionaria  tea;  pero  contumaz  en ; 
sus  decisiones,  el  que  ayer  encontrara  deleite  en  los  i 
textos  de  Ulpino  y  del  Rey  Sabio,  hallábalo  ahora  i 
en  ver  nevarse  con  flores  a  sus  queridos  cafetos  y 
en  oir  rodar  bulliciosamente  alegre  al  incansable' 
«Cupatitzio.»  Y  allí  esperaba  Malabehar  la  muerte,' 
en  santa  tranquilidad;  crédulo  de  haber  sido  un 
honrado  ciudadano. 

Vegetaba  Paulinita  Ventoquipa  en  cualquier  vi- 
vienda de  por  la  plazuela  del  Carmen,  encorvada 
bajo  el  peso  de  los  afios;  pero  demostrando  en  el 
castaño  claro  de  su  cabellera,  que  seguía  siendo; 
bueno  y  ñrme  el  tinte  que  usara  en  su  genial  indus- 
tria! Y  entelerido  y  desdentado,  aun  hacíale  com- 
pañía el  fiel  «Tulipán.»  ¿Los  negocios?  Hacía  mu- 
cho que  los  había  suspendido,  pues  que,  apesar  de 
sus  habilidades,  no  había  podido  evitar  que  la  reTO- 
lución  le  comiera  las  nueve  décimas  partes  del  ca* 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  637 

pital.  Ello  no  obstante,  con  el  décimo  que  le  quedaba, 
pensaba  reanudarlos  pronto,  ya  que  no  podía  vivir 
sin  estar  averiguando  cuántos  reales  correspondían 
de  interés  al  tanto  por  ciento  en  un  préstamo  de 
tantos  pesos  a  tantos  meses. 

Eli  viejo  Orbezo  «Pata  de  Fresno»  había  tenido 
una  serie  de  satisfacciones  para  antes  de  cerrar 
el  ciclo  su  vida;  tal  parecía  que  la  fortuna  había 
dispuesto  desquitarlo  de  los  malos  ratos  pasados: 
en  primer  lugar,  un  Gobierno  legítimo  le  había  de- 
vuelto su  grado,  como  era  de  justicia,  con  derecho 
a  pensión  íntegra  en  su  condición  de  inválido.  El 
mayor  de  los  Orbezitos  era  ahora  estudiante  de  pri- 
mero de  Medicina;  el  segundo,  dependiente  de  co- 
mercio; el  tercero,  colegial  aprovechado,  en  tanto 
que  la  cónyuge  Orbezo,  duefia  de  todo  un  estanqui  - 
lio,  tenía  fe  ciega  en  estar  en  vías  de  amarrar  un 
capitalito. 

Sabíase  que  Rémington  vivía  en  el  extranjero, 
teniendo  que  soportar  el  asalto  del  remordimiento 
por  el  mal  que  había  hecho,  sin  haber  logrado  obte- 
ner el  provecho  codiciado.  Por  él  había  ardido  la 
casona;  por  él  había  corrido  la  sangre  generosa  de 
Gordillo;  por  él  habían  perecido  inocentes;  por  él. 
Tenorio  había  concluido  sus  días  impenitente,  y 
había  quedado  en  la  miseria  más  de  uno!  Y  todo 
había  sido  en  vano él  no  había  podido  comprar- 
la barata! 

No  se  había  vuelto  a  saber  nunca  lo  que  había  si- 
do de  Filo  la  portera,  ni  de  su  interesante  crío.  En 
su  idiosincracia  eterna,  deberemos  dar  por  sentado 
que  Filo  no  ha  muerto:  que  no  morirá  así  como 
quiera;  y  que  muerta,  tal  vez  resucite  el  día  menos 
pensado  para  querer  que  se  le  cumpla  la  promesa 
que  ella  entendía  que  la  revolución  le  había  hecho, 


638  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

de  que  Barbedillo  le  entregara  las  «escrituritas»  de 
la  casa.  I 

Barbedillo,  el  conservantista  empedernido,  vícti- 
ma de  aquel  reblandecimiento  cerebral  que  lo  ata- 
cara, había  bajado  a  la  tumba  con  la  inconsciencia 
de  la  infantilidad;  poco  a  poco;  sin  darse  cuenta  de 
cómo  su  vigor  iba  desapareciendo;  sin  penas  ni  do- 
lores; teniendo  que  «flexibilizarse»  por  la  vez  última 
ante  la  demanda  imperiosa  que  le  hizo  la  eterna 
vencedora,  en  su  afán  aquel  de  «cohonestar,»  igno- 
rándose si  lograría  realizar  tal  cosa  entre  el  aban- 
dono de  es  ce  mundo  y  el  eterno  misterio  del  otro. 

Vive,  en  cambio,  Tachita,  sola  y  preocupada  con 
el  pensamiento  de  no  saber  qué  hacer  con  aquel 
vestigio  de  casa:  reedificarla  no  puede,  porque  no 
tiene  dinero;  y  venderla  no  quiere,  porque  le  pare- 
ce que  en  ese  pedazo  de  propiedad  está  vinculada 
toda  la  historia  de  su  vida.  Su  consuelo  mayor  es 
pensar  en  que  una  segunda  edición  de  «Barbe*  ven- 
ga a  solucionar  el  problema. 

Cuca  Otamendi  es  ahora  casi  una  mística.  Ha 
«reaccionado»  y  ha  comprendido  lo  que  cuestan  los 
errores;  y  se  da  cuenta  ya  de  las  responsabilidades 
que  tiene  quien,  debiendo  ser  guía  y  sostén  de  los 
suyos,  no  ha  querido  serlo,  y  sí  ha  sido,  en  cambio, 
diligente  mediador  entre  el  mal  que  acecha  y  la  co- 
dicia que  anhela. 

Y  por  eso  que  otra  vez,  como  hormiguita  diligen- 
te, se  desviva  en  el  taller  para  que  a  sus  hermanas 
menores  no  las  falte  nada  y  puedan  realizar  el  desi- 
derátum consabido:  y  a  poco  más.  Paca  será  toda 
una  profesora  de  «Obstetricia,»  y  Meches  una  bue- 
na maestra  normalista  que  no  ha  de  escoger  para 
sus  discursos  temas  como  aquél  de  la  Polanco. 

Y  a  propósito  de  la  Polanco,  digamos  que,  desti- 
tuida por  «inepta»  en  la  primera  vez  que  hubo  ma- 


..^■ 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  639 

ñera  de  percatarse  de  tal  ineptitud,  dado  lo  revuelto 
de  los  tiempo,  funge  ahora,  como  diría  Demóstenes, 
en  calidad  de  cartomanciana,  con  sugestivo  anuncio 
de  su  arte  en  los  periódicos.  Peseta  vil  la  consulta! 
Tules  la  acolita  en  las  altas  funciones  de  sacerdoti- 
sa de  Eleusis,  ya  que  no  lo  pudo  seguir  siendo  de 
Minerva.  Y  hay  noticias  de  que  el  Bonapartito  es  la 
viva  imagen  de  su  padre  en  lo  físico,  sin  poderse  de- 
finir aún  si  lo  será  en  lo  moral,  en  cuyo  caso  ya  ha- 
brá Bonaparte  II.  O  lo  que  es  lo  mismo,  futuro  zán- 
gano para  la  Patria. 

El  inválido  Menchaca  se  ha  resignado  con  la  pér- 
dida de  su  mano  diestra,  una  vez  que  ha  logrado  que 
la  siniestra  no  lo  sea  en  el  arte  de  Morse  y  de  Mar- 
coni.  Y  ha  reanudado  sus  tareas  en  calidad  de  jefe 
de  oficina,  allá  por  Manzanillo,  hasta  donde  se  lo  ha 
llevado  el  amargor  de  aquella  frustrada  ilusión  de 
ser  el  esposo  de  la  rubia  niña  de  la  Reforma,  y  has- 
ta donde  lo  han  seguido  fieles  y  cariñosas  las  «her- 
manas siamesas.» 

El  insigne  Pingarrón,  después  de  ejercicios  acro- 
báticos sin  cuento,  desde  el  doble  salto  n^ortal  hasta 
la  «plancha»  morrocotuda,  y  desde  las  palaciegas 
habitaciones  hasta  los  escondites  vergonzantes,  a 
través  del  carrancismo,  el  villismo  y  el  zapatismo, 
decidióse  a  navegar  y  traspuso  el  océano  en  obligado 
destierro,  al  no  haber  ya  «ismo»  alguno  al  que  asir- 
se; pero  llevándose  el  producto  de  sendas  pillerías 
para  disfrutarlo  pacíficamente  en  el  extranjero. 

Esperaba  volver  «cuando  la  Patria  tranquihzada»^ 
pudiera  darse  cuenta  de  que  en  él  tenía  un  hijo  que 
se  había  «sacrificado»  por  ella.  No  lo  preocupaba 
gran  cosa  la  fama  ganada:  esto  era  cuestión  de  «ge- 
nitivo» como  había  dicho  en  alguna  ocasión  y  a  pro- 
pósito de  la  «áurea  sacra  faminis»  a  MaKbehar.  Y 


640  E.  MAQUEO  CASTEI-LANOS 

•  ■  I 

si  no  podía  volver,  él  sabía  bien,  en  sus  latinajos  hí- 
bridos, que  «ubi  bene  ibi  patrias. > 

De  Por  ritas  se  contaba  que  extinguía  en  una  cár- 
cel condena  por  estafa  sin  haber  sido  precisamente 
el  autor  y  sí  a  lo  sumo  el  «secretario  particular.» 

Sabíase  de  la  viuda  Mandujano  que  era  feliz  de 
nueva  cuenta  en  un  poblacho  del  Estado  de  Morelos, 
por  cuanto  que  había  casado  con  un  primo  hermano 
de  su  difunto  esposo,  ranchero  él  y  por  lo  tanto  buen 
corazón.  Y  sabíase  de  la  viuda  Tajonar  que  vivía  re- 
fugiada con  sus  familiares  en  alguna  ciudad  del  in- 
terior de  la  República.  I 

Blanco  el  cabello  cuando  todavía  era  prematuro 
para  tal  cosa,  hállase  ahora  el  padre  Andrade  en 
un  curato  de  la  sierra  tepiquefia,  catequizando  indios 
montaraces  y  haciendo  de  su  parroquial  iglesia  tro- 
je de  catecúmenos.  Solo  en  la  vida,  tiene  ahora  por 
familia  a  la  humana  y  son  para  ella  sus  amores  y  sus 
consejos.  Y  morirá  contento  porque  de  nuevo  puede 
ejercer  en  libertad  su  santo  ministerio. 

Tafolla,  el  genial  Demóstenes  había  visto  corona- 
dos sus  esfuerzos  con  la  obtención  del  deseado  títu- 
lo. A  poco  más  y  hubiera  tenido  que  abandonar  la 
carrera  para  convertirse  en  criador  de  ganado  allá 
en  Indé,  porque,  en  fuerza  de  democratizar,  la  revo- 
lución por  una  parte  había  cerrado  las  escuelas  y 
por  la  otra  había  dejado  a  la  familia  punto  menos 
que  en  la  miseria.  Mas  las  heroicidades  del  padre 
luchando  contra  la  adversidad  por  tal  de  que  el  hijoj 
I  no  abandonara  la  carrera,  y  el  tesón  del  hijo,  habían  | 

podido  más  que  la  mala  suerte.  Eso  sí;  Demóstenes 
había  sufrido  un  cambio  radical  de  carácter.  Del  es- 
tudiante dicharachero  y  festivo  no  quedaba  casi  na- 
da. Reposado,  tristón  y  adusto,  como  que  llevara  en 
lo  profundo  del  alma  esculpido  mucho  del  dolor  que 
había  tenido  que  presenciar.  Era  el  único  gorrión 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA 


641 


-'  /.  ■ 


superviviente  de  aquella  alegre  parvada  que  colgara 

el  nido  en  el  alero  de  la  «República!»  El  único! 

Quico  Andrade  había  caído  víctima  del  crimen  odio- 
so. Tenorio,  víctima  del  ejemplar  castigo.  Y  el  mal- 
aventurado Chaneque,  (a)  «El  Indio»  (a)  «El  Capulín» 
vivía,  muerto  para  la  razón,  confinado  en  un  mani- 
comio y  sin  más  salida  de  allí  que  para  el  cemen- 
terio    y. 

Notará  el  amable  lector  que  el  inventario  con  el 
que  cerramos  esta  fastidiosa  novela,  y  que  corres- 
ponde, sobre  poco  más  o  menos,  a  aquel  con  el  que 
la  abrimos,  no  está  completo.  ¿Qué  fué,  se  pregun- 
tará de  aquellas  simpáticas  «Corcheítas»?  ¿Qué  del 
siempre  bien  intencionado  Gordillo? 

Digámoslo  en  punto  y  aparte,  que  es  merecido. 

Bien  poco  se  sabía  de  la  desbarrancada  Chita; 
abandonada  pronto  por  Porras,  habíase  empederni- 
do en  la  aventura  galante,  no  obstante  sus  afios:  pe- 
ro poco  pudo  durar  aquella  distraída  vida,  ya  que  la 
edad  no  acrece  sin  causar  estragos,  y  ya  que,  si  és- 
tos se  disimulan  en  fuerza  de  afeites,  los  tales  no 
son  sino  aperitivos  torpes  para  el  amor  fugaz.  Por 
eso  que  también  Chita  «reaccionara»  (esta  picara 
reacción!)  y  que  al  hacerlo,  sintiendo  en  algo  la  enor- 
midad de  su  falta,  tratara  de  desandar  el  camino 
andado  retornando  al  hogar  abandonado,  Magdalena 
cuarentona;  pero  ¡pásmese  el  lector!  No  obstante 
los  ruegos  de  las  piadosas  hijas,  se  había  encontra- 
do con  la  tenaz  oposición  de  Garaicochea  que,  inflexi- 
ble en  el  caso,  se  había  negado  rotundamente  a  re- 
construir el  hogar  de  antes,  pues  si  había  perdonado 
no  transigía  en  que  perdón  fuera  sinónimo  de  reha- 
bilitación absoluta,  que  imposible  es  rehabilitar  de- 
coros arrastrados  por  los  suelos. 

Garay,  al  cabo  de  los  veinte  afios  de  matrimonio 
y  sumisión,  recobraba  la  integralidad  de  su  li- 

41      .. 


'./is: 


642  E.  MAQUEO  CASTELLANOS 

bertad;  abjuraba  de  aquella  mansedumbre  que  tar 
caro  le  había  costado  y  se  sentía  otro!  No,  no  rein 
cidiría  de  nuevo!  Ya  no  más  debilidades!  Así  se  le 
imponían  los  futuros  de  aquellas  dos  hijas,  por  las 
que  debía  velar!  Y  decía  marrulleramente,  que  no 
podían  ser  estériles  los  horrores  de  la  revolución  y 
que  tan  había  sido  «redentora»  que  por  lo  menos  él 
había  sido  de  los  redimidos 

Por  todo  lo  que,  la  reacción  de  Chita  no  pudo  pa- 
sar más  allá  de  una  intención,  teniéndose  que  aco- 
modar la  autora  a  vivir  en  apartado  barrio  y  humil- 
demente, ya  de  los dineritos quede  subrepticio  moda 
hacían  llegar  hasta  sus  manos  las  «Corcheítas,»  ya 
del  producto  de  «moliendas  de  chocolate»  entrega- 
das a  domicilio.  «Sic  transit  glorise  mundi!»  Y  pen- 
sar que  Chita  había  creído  tener  agarrada  a  la  suer- 
te por  la  trenza! 

Pero ....  había  vuelto  Garay?  Sí  tal,  una  vez  que 
las  nuevas. organizaciones  políticas  habían  dado  al 
traste  con  las  persecuciones,  liberando  a  todas  aque- 
llas infelices  víctimas  sepultadas  en  cárceles  y  maz-; 
morras  por  desafección  a  la  «causa»  o  por  haber 
servido  al  «usurpador.»  Había  regresado  canijo  y 
y  avejentado  por  obra  de  la  larga  prisión  en  la  insa- 
lubre zona:  pero  otro  en  el  ser  moral:  sentía  como 
que  un  otro  sujeto  había  retoñado  del  despojo  de 
aquel  yo  de  antaño,  y  ahora  estaba  resuelto,  a  pesar 
de  sus  dolamas  y  sus  afios,  a  ser  enérgico  en  la  de- 
fensa del  sitio  conquistado  y  a  no  ser  iluso  en  la  dis 
puta  del  vedado. 

Obvio  es  decir  que,  a  su  regreso,  en  Dios  creyó  y 
en  Gordillo  adoró,  yaque  éste  había  sido  el  todo  pa-  ; 
ra  sus  hijitas  en  temporada  de  artificial  orfandad. 

Dejamos  a  Gordillo  en  los  momentos  en  los  que  ! 
amigas  manos,  esculcándole  el  pecho,  habían  visto  ; 
con  sorpresa,  que  tenía  un  balazo  que  nadie  podía 


-sfr. 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  643 

explicarse  cómo  y  por  qué  mano  se  le  había  dado. 
Pensar  en  un  suicidio,  era  inadmisible.  Sólo  al  si- 
guiente día,  cuando  a  medio  extinguir  el  incendio  se 
extrajo  de  las  ruinas  el  carbonizado  cuerpo  de  Teno- 
rio y  se  recogió  de  cerca  de  aquél  una  pistola,  hubo 
de  correr  por  todos  los  pensamientos  una  tímida 
interrogación.  ¿Había  sido,  entonces,  el  heridor  Te- 
norio? ¿Había  habido  una  lucha  entre  aquellos  dos 
hombres?  ¿Qué  tragedia  había  pasado  allí,  en  el  es-  ^ 

cenarlo  del  incendio?  ■■<[■ 

Nadie  quiso  ahondar  el  misterio,  porque  ahondar-  vt< 

lo  habría  sido  exponer  a  Gordillo  a  una  feroz  repre- 
salia, que  se  habría  caliñcado  de  ejemplar  justicia, 
por  el  hecho  de  haber  matado  a  todo  un  señor  de 
horca  y  cuchillo,  de  los  amos  del  nuevo  cufio.  Veló-  :^; 

se,  pues,  el  sucedido,  que  si  todos  los  solapados  ren- 
cores estaban  contra  aquellos  conculcadores  de  las 
leyes  divinas  y  humanas,  todas  las  simpatías  esta- 
ban con  los  que  eliminaban  a  uno  siquiera  de  los  ten- 
táculos del  pulpo  que  tenía  asido  al  país.  V 

Privado  del  sentido  recogieron  a  Gordillo  del  tro- 
zo de  cantería  en  el  que  se  había  reclinado,  una  vez 
que  había  depositado  su  preciosa  carga  en  brazos 
del  padre  Andrade.  ¿Qué  hacer  con  él?  Llevarlo  al 
hospital  era  condenarlo  irremisiblemente  a  la  muer- 
te, ya  por  la  venganza,  ya  por  el  hambre  y  la  infec- 
ción, porque  en  tan  felices  tiempos  no  había  pan  ni 
medicinas  para  los  enfermos  en  aquéllos.  v 

Entonces  alguien  tuvo  una  idea  salvadora:  llevar 
a  Gordillo  a  su  taller.  Tal  cosa  fué  su  salvación  por- 
que allí  le  sobraron  enfermeros  abnegados  entre 
aquellos  operarios  a  los  que  Chaneque  llamaba  «in- 
felices explotados»  y  que  ahora  lloraban  como  niños 
viendo  luchar  a  su  patrón  entre  la  vida  y  la  muerte. 

Pero  la  enfermera  más  constante,  más  abnegada 
y  al  mismo  tiempo  más  atribulada  que  Gordillo  tuvo 


644  E.  MAQUEO  CASTELLANOS  < 

a  la  cabecera  de  su  lecho  fué  la  «Corchea,»  Pita,  que 
no  quería  despegarse  un  solo  instante  de  tal  sitio,  y 
sí  ser  ella  la  que  diera  al  herido  sus  pócimas  curati- 
tivas,  haciéndolo  llena  de  cariflo;  y  la  que,  con  sus 
manecitas  levantara  los  apositos  de  las  heridas  y 
arreglara  los  vendajes  nuevos  y  le  mullera  la  cama, 
a  pesar  del  precario  estado  en  el  que  ella  misma  se 
encontraba  como  consecuencia  del  terror  que  la  pro- 
dujera la  inminencia  de  la  muerte,  cuando  el  incen- 
dio, y  que  la  había  causado  grave  postración  ner- 
viosa. 

Ka  los  primeros  días  no  se  dio  cuenta  el  bravo  ar- 
tesano de  la  solicitud  de  su  enfermera;  pudo  Pita, 
en  cambio,  dársela  de  que  aquellos  labios  resecos,  de 
que  aquella  boca  de  febricitante  no  sabían  modular 
más  que  una  palabra,  un  nombre,  pronunciado  has- 
ta en  esos  momentos  con  tal  ternura,  que  parecía 
envolverse  en  un  girón  de  alma  del  herido.  Veíale 
ella  ávida,  y  oía  aquel  nombre  repetido  con  tal  fre- 
cuencia; y  ante  el  secreto,  hasta  entonces  a  medias 
penetrado  y  que  ahora  descorría  su  velo,  se  sentía 
embargada  por  bien  extrafias  impresiones. 

Día  llegó  en  que,  por  fin,  él  volviera  al  conoci- 
miento; abrió  los  ojos  y  vio  a  su  enfermerita  a  su 
lado,  como  un  ángel  de  la  guarda.  Y  una  débil  son- 
risa jubilosa  se  dibujó  en  sus  labios:  mezcla  de  agra- 
decimiento por  verla  allí;  pero  más  de  infinita  satis- 
facción por  verla  salva;  por  verla  otra  vez 

Para  demostrarle  su  gratitud  por  sus  cuidados, 
solía  él,  ya  en  vías  de  alivio,  tomarla  una  mano  y 
estrechársela  tímidamente;  la  fina  mano  de  la  nifia 
parecía  perderse  entre  las  manazas  ahora  algo  en- 
flaquecidas del  atleta;  y  cuando  él  sentía  tal  cosa  y 
el  calor  de  aquella  manecita  entre  las  suyas,  pare- 
cíale que  la  iba  a  deshacer,  a  quebrar,  que  así  de 
fina  era. 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  645 

Pudo  comenzar  a  hablar,  y  sus  primeros,  vehe- 
mentes deseos,  fueron  para  que  ella  le  refiriese  to- 
do lo  que  había  acontecido  después  de  que  la  había 
puesto  a  salvo.  Y  entonces  ella  le  refirió  cómo  el 
cura  Andrade  la  haría  llevado,  en  unión  de  su  her- 
manita,  a  la  casa  de  unas  buenas  viejecitas,  que  se 
habían  desvivido  prodigándolas  cuidados;  cómo  ella 
no  había  querido  permanecer  allí  una  vez  que  supo 
que  él  estaba  herido:  cómo  había  llegado  hasta  ia 
cabecera  de  su  lecho  de  moribundo.  Cómo,  angus- 
tiosamente, habíase  mantenido  en  vigilia  en  aque- 
llas horas,  y  cómo  a  poco  le  había  visto  resucitar, 
espiando  anhelosa  todos  los  síntomas  de  mejoría,  y 
cómela  vaga  esperanzado  un  principio  habíase  tor- 
nado en  realidad,  una  vez  que  ahora  estaba  salvo. 

— ¡Qué  buena  es  usted,  Pita!  Si  no  hubiera  sido 
por  usted,  me  muero! 

— No  diga  usted  eso yo  sí  que  me  hubiera 

muerto  a  no  haber  sido  por  su  valor  heroico  y  su 
audacia! 

— ¿Cómo  pagar  a  usted  todo  lo  que  por  mí  ha  he- 
cho? 

—¿Pagar  dice  usted?  Si  somos  nosotras,  mi  her- 
mana y  yo,  las  que  no  tendremos  nunca  cómo  pa- 
garle esta  inmensa  deuda  de  gratitud!  Y  ahora. . . . 
basta  de  hablar  y  de  cansarse,  que  el  doctor  no 

quiere  que  se  agite está  aún  muy  delicadito! 

A  ver a  reposar  un  poco;  a  dormir  un  ratito 

Y  le  subía  las  mantas  de  la  cama  y  se  las  arre- 
glaba cariíLosamente,  embelesando  al  convalecien- 
te, que  la  dejaba  hacer,  lleno  de  inefable  felicidad. 
Si  ella  supiera! .... 

Ella  bien  que  sabía:  por  eso  que,  cada  vez  que  re- 
cordaba aquel  nombre  por  él  pronunciado  en  las 
horas  del  delirio,  se  pusiera  roja  como  una  amapo- 
la, no  obstante  la  clorosis  que  la  aquejaba. 


-.¥'■'- 


646  E.  MAQUEO  C3ASTELLAN0S 

— ¿Dice  usted  que  deliraba  yo? 

— Sí ....  y  hablaba  usted 

—¿Qué  decía?  Dígame  usted 

— Yo  no  sé  qué  trasiego  tenía  usted  con  un  nom- 
bre   

— ¿Un  nombre?  ¿Qué  nombre?      I 

Y  era  él,  ahora,  el  que  se  sentía  cohibido,  como 
nifio  atrapado  en  travesura.  i 

Sanó  por  fin  el  herido,  y  cuando  fué  dado  de  alta 
por  el  médico,  para  el  taller  todo  fué  un  día  de  re- 
gocijo: pero  más  que  para  ninguno  de  los  operarios 
lo  fué  para  la  Corcheíta,  a  cuyo  brazo  afianzado,  dio 
el  patrón  los  primeros  pasos  vacilantes.  Ella  pen- 
saba que,  aunque  fuera  en  parte  mínima,  a  ella  le 
debía  su  curación;  así  se  lo  repetía  él  cuando  aún 
todavía  en  el  lecho,  al  empeñarse  en  reproducirle 
su  agradecimiento,  ella  le  cerraba  la  boca  poniendo 

allí  su  manecita ¡Qué  mejor  medicina  para  el 

herido! 

Hubo  de  regresar  Pita  al  lado  de  las  buenas  vie- 
jecitas  con  las  que  la  dejara  confiada  el  padre  An- 
drade,  y  era  ahora  Gordillo,  ya  enteramente  re- 
puesto, el  que  se  desvivía  por  agasajarla,  lo  mismo 
que  a  Ñachi,  y  por  hacerles  llevadera  aquella  triste 
vida.  Carifioso  y  asiduo,  su  empeño  mayor  consis- 
tía en  que  Pita  se  curara  formalmente  de  su  inci- 
piente tuberculosis.  ¡Ella  sí  que  estaba  enferma!  Y 
así  era.  La  fiebrecita  latente  y  traidora,  la  devora- 
ba. El  organismo,  cada  vez  más  minado,  parecía  re- 
suelto a  ceder  definitivamente,  abandonándose  a  la 
furia  del  mortal  y  tenaz  microbio.  Cada  vez  más 
ensombrecíanse  los  delicados  párpados  de  aquellos 
ojos;  marchitábase  la  color  en  labios  y  carrillos;  era 
más  frecuente  la  tos  y  menos  de  tarde  en  tarde  los 

pertinaces  sudores la  tisis  iba  caracterizándose 

mejor  que  mejor  en  la  desdichada  niña,  que  tal  pa- 


^*r:- 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  647 

recia  que  se  complacía  en  que  viniera  la  muerte  a 
poner  fin  a  una  vida  sin  ilusiones  ni  esperanzas. 

Pero  él,  Gordillo,  estaba  dispuesto  a  disputar  su 
presa  a  la  terrible  enfermedad,  en  fuerza  de  cuida- 
dos, de  mimos  y  de  medicinas,  como  había  vencido 
muchas  otras  cosas  en  fuerza  de  músculos  y  de  vo- 
luntad. Y  a  tal  efecto  había  emprendido  vigorosa 
campana. 

— Es  preciso  curar,  Pita.  Es  preciso. 

— ¿Para  qué?  Más  bien  es  preciso  conformarse 
con  la  muerte.  ¿Para  qué  quiero  yo  la  vida? 

— ¿Que  para  qué  quiere  la  vida?  ¡Para  vivirla! 

Para  ser  feliz,  acaso ¿Sabemos  nunca  qué  nos 

reserva  el  mafiana? 

—Yo  sí  lo  sé:  las  mismas  tristezas  y  desventuras 
de  ayer,  y^nada  más. 

— ¡Qué  cruel  es  usted  conmigo!  ¡Lástima  que  yo 
no  pueda  darle  todas  las  venturas  que  usted  se  me- 
rece y  yo  quisiera!.. ..  . 

—¡No  diga  usted  eso!  Usted  es  muy  bueno 

—Y  nada  más,  con  lo  que  no  se  puede  conseguir 
tanto  como  siendo  interesante  y  buen  mozo .... 

CJomo  se  ve,  en  las  oportunidades  que  se  presen- 
taban, Gordillo  dejaba  deslizar  tímidas  insinuacio- 
nes; pero  Pita  parecía  no  entenderlas;  no  podía 
conceder  a  Gordillo  más  derecho  que  a  una  pater- 
nal amistad.  " 

Una  de  las  cosas  que  más  afligían,  al  parecer,  a  la 
«Corchea,»  era  la  falta  de  noticias  del  padre.  ¿Qué 
habría  sido  de  él?  ¿Vivía?  ¿Había  muerto?  Las  úl- 
timas vagas  noticias  que  se  tenían  eran  en  cartas, 
ya  muy  remotas,  escritas  y  enviadas  de  ocultis  por 
el  prisionero  de  la  saña  carrancista,  y  no  hacían 
concebir  grandes  esperanzas  sobre  su  liberación. 
Caído  ya  ahora  el  Gobierno,  que  sin  escrúpulos  ha- 
bía pisoteado  la  Ley,  y  liberado  de  tal  servidumbre 


648 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


aquel  lejano  territorio,  nada  sin  embargo  se  sabía 
de  papá  Garaicochea.  Y  de  temerse  era  que  hu- 
biera perecido  en  alguna  dé  las  postrimeras  con- 
vulsiones con  las  que  la  tiranía  había  exteriorizado 
su  despecho  al  perecer.  El  mismo  Gordillo  no  deja- 
ba de  abrigar  sus  dudas  sobre  el  particular,  ya  que 
todas  sus  gestiones  habían  resultado  estériles,  no 
logrando  que  nadie  le  informara  sobre  el  paradero 
de  Garay. 

— Yo  me  voy  para  allá,  señor  Grordillo me  voy 

a  buscar  a  mi  papá I 

— Tenga  paciencia ....  una  xx>quita  de  paciencia! 
Acaso  el  día  menos  pensado  tengamos  noticias  y 
buenas 

Mas  el  tiempo  transcurría  y  las  noticias  no  lle- 
gaban; y  tal  incertidumbre  agravaba  el  estado  de  la 
enfermita.  Su  renuencia  para  tomar  las  medicinas 
era  cada  vez  mayor.  ¿Curarse?  ¿Para  qué?  Muerto 
trágicamente  el  duefio  de  aquel  su  discreto  y  des- 
graciado amor,  Andrade;  muerto  tal  vez  el  pobre 
padre,  víctima  de  injusta  persecución;  alejada  la 
madre  del  hogar  para  ir  en  pos  de  torpe  aventura; 
sin  más  auxilio  en  su  miseria  moral  y  material,  que 
aquel  amable  Gordillo,  y  enferma  ella,  sobraba  el 
deseo  de  vivir. 

Ruegos,  conminaciones  y  argumentos;  todo  cuan- 
to el  noble  artesano  podía  emplear  para  que  la  pre- 
sunta tísica  tomara  sus  medicinas  y  pusiera  algo 
de  voluntad  en  su  curación,  se  estrellaba  ante  la 
obstinación  de  ella.  ¡No  quería  curarse!  A  sus  ins- 
tancias, respondía  con  sonrisas,  que  eran  más  bien 
guiños  de  fastidio.  I 

Hubo  vez  en  que  ella  sintiera  algo  como  un  re- 
mordimiento por  tal  conducta,  y  fué  en  ocasión  en 
que,  después  de  haberse  desentendido  tenazmente 
de  los  ruegos  del  plomero  para  que  tomara  sus  re- 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  649 

medios,  y  de  haberlo  hecho  con  cierta  brusquedad, 
aquél  se  salió  al  balcón  y  en  la  penumbra  del  obs- 
curecer, dando  suelta  rienda  a  su  dolor,  púsose  a 
llorar  furtivamente;  en  tal  condición  sorprendiólo 
ella,  no  dándole  tiempo  para  que  secara  en  sus  ojos 
las  lágrimas  que  habían  bajado  hasta  sus  broncea- 
das mejillas:  *  ■  '       - 

—¿Qué  es  eso,  señor  Gordillo?  ¿Está  usted  llo- 
rando? 

—Si  no  lloro 

— ¿Cómo  que  no?  ¿Y  ese  pañuelo  que  se  pasa  por 
los  ojos  qué  quiere  decir? 

— EiS  que. . . .  sabe  usted,  una  basurita  me  ha  en- 
trado y 

—No  diga  usted  mentiritas! Usted  estaba  llo- 
rando .... 

—¡Qué  quiere  usted,  Pita!  ¡También  yo  sé  llorar, 
siendo,  como  soy,  todo  un  hombre,  rudo,  tonto  y 

feo ■■■-.:':'• 

— ¿Y  por  qué  llora,  puedo  yo,  su  amiga,  saberlo? 

— ¡Usted  mejor  que  nadie!  Pues por  eso!  Por- 
que no  puedo  lograr  que  usted  se  cure!  ¡Por  ese 
deseo  que  tiene  usted  de  morirse,  cuando  yo  no 
quiero  que  se  muera! .... 

Titubeó  ella  para  responder,  porque  sintióse  co- 
hibida para  hacerlo;  pero  entendiendo  que  el  silen- 
cio sería  acusador,  respondióle  con  las  mejillas  en- 
tintadas levemente  por  la  pena. 

— Si  es  por  eso le  prometo  enmendarme  y  ser 

buena.  Voy  a  curarme  y  a  tomar  mis  medicinas. 
No  es  justo  que  yo  lo  haga  llorar 

La  promesa  duró  quince  días  en  vigor,  al  cabo  de 
los  cuales  la  «Corchea»  incidió  nuevamente  en  sus 
renuncias. 

No  podía  remediarlo;  no  se  sentía  con  fuerzas  pa- 
ra soportar  la  vida,  y  consideraba  piadosa  a  la  muer- 


■j:-" 


650 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


te  que  la  libertara  de  tantos  sufrimientos;  de  tantas 
incertidumbres;de  tantas  desesperanzas;  cansada  y 
agobiada  más  de  espíritu  que  de  cuerpo,  no  quería 
tener  voluntad;  se  resistía  a  oponer  energías  a  la 
enfermedad;  si  la  muerte  venía  como  ella  lo  desea- 
ba, sin  hacer  de  iutento  nada  porque  viniera,  pero 
no  haciendo  tampoco  nada  porque  no  viniera,  sería 
para  ella  la  bienvenida,  Abúlica  y  desinteresada  del 
mundo  y  de  toda  ilusión,  en  ella  creía  encontrar  la 
única  felicidad  posible.  | 

La  única,  porque  allá,  cuando  se  ponía  a  meditar 
en  el  amor  de  Gordillo  para  ella  y  todo  lo  que  por 
ella  y  por  su  familia  había  hecho,  con  base,  segura- 
mente, en  aquel  amor,  resorte  de  tantas  abnegacio- 
nes y  ternuras,  como  que  sintiera  el  picor  del  re- 
mordimiento: ella  podía  hacer  la  felicidad  de  aquel 
artesano  rudo,  sí;  pero  ....  ¡él  no  podría  hacer  la 
suya!  I 

Porque  si  ella  le  tenía  gratitud  y  respeto,  no  po- 
día hacer  de  tales  cosas  ojos  para  ver  hermoso  a 
aquel  hombre  que  no  lo  era;  oídos  para  no  percibir 
rispidas  sus  palabras  en  comparación  con  aquellas 
de  Andrade  cuando  solía  hablarla;  remedio  contra 
la  irresistible  repugnancia  que  sentía  en  pertene- 
cer a  un  hombre  que  podría  ser  muy  bueno,  sí;  pe- 
ro que  no  tenía,  porque  no  podía  tenerlas,  al  no  ha- 
berse limado  lo  bastante,  aquellas  características 
d  e  cultura  propias  no  de  los  que  viven  junto  a  la 
fragua  y  machacando  el  hierro,  sino  de  los  que  se 
cultivan  con  el  libro  y  saben  hacer  una  rima  y  sedu- 
cir ....  Y  así  no  podía  sentirse  atraída  para  caer  en 
brazos  semejantes;  habría  querido  brazos  mullidos 
para  el  amor  y  no  musculosos  brazos  de  obrero  que 
trasiega  el  hierro;  besos  provocadores  de  ilusión,  y 
no  los  besos  bruscos  que  nada  de  espiritual  podían 
tener;  manos  que  acariciaran  suavemente  sus  car- 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  €61 

nes  y  no  rudas  manos  callosas  que  las  atormenta- 
ran en  la  caricia 

Por  eso  que  el  dilema  no  resultara  muy  complexo 
y  hubiera  de  solucionarse  siempre,  tras  cortas  me- 
ditaciones, mediante  idéntica  conclusión:  bienyeni- 
da  la  muerte  si  ella  ponía  término  a  tanta  zozobra;  a 
tanta  soledad  de  alma;  a  tanta  orfandad  de  juven- 
tud; de  aquella  juventud  que,  en  tan  corto  lapso  de 
tiempo,  había  tenido  que  verse  solicitada  por  tan 
distintas  fuerzas  y  atraída  por  tan  disímbolos  mo- 
vimientos de  psiquis,  por  obra  de  los  acontecimien- 
tos. Así,  pues,  ¡fuera  medicamentos,  que  lo  más 
que  podían  hacer  era  prolongar  aquella  existencia 
yerma! 

Por  fortuna,  en  aquel  perezoso  estado  de  espíritu 
la  «Corcheíta,»  que  hacía  recrudecerse  a  la  inci- 
piente enfermedad,  llegaron  las  primeras  noticias 
auténticas  de  papá  Garay. 

Cartas  en  las  que  refería  cómo  había  podido  sal- 
var milagrosamente,  huyendo  a  remota  región,  en  la 
que  se  hallaba,  después  de  haber  presenciado  cómo 
antes  de  abandonar  los  usurpados  puestos  aque- 
llos sus  verdugos,  habían  hecho  canibalescas  orgías 
de  sangre.  Ahora  que  las  circunstancias  se  lo  con- 
sentían, se  comunicaba  con  ellos,  Gordillo  y  sus  hi- 
jas, para  anunciarles  que  regresaría  a  México,  en 
cuanto  hubiera  concluido  de  reunir  los  fondos  que 
para  el  largo  viaje  necesitaba. 

Tan  plausible  noticia  reanimó  algo  a  la  decaída 
Pita  que  se  dedicó  con  ahinco,  por  aquellos  días,  a 
tomar  sus  medicinas  y  sus  baños,  y  hacer  su  ejer- 
cicio tonificador  de  sus  desmadejados  nervios,  ata- 
jando así  los  avances  de  la  enfermedad. 

—¿Ya  lo  ve  cómo  no  es  bueno  darse  al  dolor?  ¿Qué 
cuentas  le  habría  entregado  yo  a  su  papasito,  al  vol- 


;'í^~:'~' 


652 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


ver,  si  la  hubiera  encontrado  muerta?  Ya  que  a  mí 
no  me  hace  caso,  há^o  por  él;  aliente  y  cúrese .... 

Y  tanto  se  afanó  Gordillo,  y  tan  buenas  trazas  se 
dio  pintándole  la  necesidad  de  que  el  padre  la  en- 
contrara siquiera  con  vida,  que  al  sentirse  ella  me- 
nos abandonada,  mejor  dicho,  más  acompaflada, 
concibió  la  idea  de  defenderse  algo  contra  la  muer- 
te, puesto  que  tal  parecía  querer  el  destino  cuando 
la  deparaba  al  padre  que  ya  daba  por  muerto,  Y 
hasta  comenzó  a  ver  menos  repugnante  físicamente 
a  Gordillo,  tanto  como  poco  más  interesante  la  vida 
toda;  se  sentía  más  valerosa  teniendo  al  padre;  a  su 
sombra,  acaso  la  vida  cambiaría,  y  aun  podría  ad- 
mitirse que  en  el  cambio  tuviera  parte  el  artesano; 
no  era  tan  feo ....  era  su  rostro  atlético  lo  que  lo 
hacía  parecer  tal;  no  era  el  hombre  de  finas  y  deli- 
cadas maneras,  pero  tampoco  era  un  vulgar  inacep- 
table; no  era  el  mortal  acaudalado  capaz  de  colmar 
de  dichas  a  la  mujer  más  exigente;  pero  tampoco 
era  un  infeliz  sin  oficio  ni  beneficio  que  no  pudiera 
dar  comodidades,  y  ternura  y  fidelidad 

Sobre  todo,  era  un  espíritu  noblote,  sereno,  fuer- 
te, limpio,  en  el  que  el  buril  del  amor  de  una  mujer 
podría  hacer  filigranas. 

Cuando  papá  Caray  llegó  a  México,  hubo  expan- 
siones profusas;  venía  él  trasijado,  canoso,  enjuta  la 
faz  y  trayendo  bien  caracterizadas  las  huellas  de 
tantas  penas  físicas  y  morales;  pero  en  cambio,  ve- 
nía otro  en  estado  de  ánimo;  al  pobre  de  espíritu 
que  Chita  manejara  como  títere,  habíalo  substituí- 
do  «otro»  que,  en  el  declinar  de  la  vida,  semejaba 
dar  rienda  suelta  a  todas  las  energías  hasta  enton- 
ces adormiladas;  a  todas  las  justas  (nada  más  que 
justas)  codicias  de  ser,  de  luchar,  de  defender  de- 
nodadamente una  condición  en  la  común  agrupa- 
ción. 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  653 

—He  nacido  de  nuevo,  amigo  Gordillo!  No  sólo 
porque  me  he  escapado  de  la  boca  misma  de  los  fu- 
siles asesinos,  sino  ix)rque  tiré  el  corazón  de  antes 
y  ahora  me  gasto  uno  nuevecito! ....  Viejo  y  todo, 
me  siento  con  los  arrestos  de  un  joven  para  no  de- 
dejarme  de  nada  ni  de  nadie;  ni  de  los  hombres  ni 
de  la  suerte.  He  aprendido  bien,  para  el  futuro,  que 
al  que  se  deja  «lo  ensillan!» 

Poco  tardó  el  buen  Garay  para  darse  cuenta  de 
las  solicitudes  de  Gordillo  para  con  Pita,  muy  supe- 
riores a  las  que  usaba  con  Ñachi,  y  de  que  las  mis- 
mas no  obedecían  a  simples  benevolencias,  y  sí  a 
algo  más.  Y  estimó  que,  aun  respondiendo  a  aquel 
móvil,  la  conducta  del  hombre  aquel  paru  con  sus 
hijas,  medida  y  correcta,  daba  por  resultado  el  tener 
que  aumentar  el  caudal  de  gratitud,  de  modo  tal,  que 
bien  poco  era  para  saldarlo  la  mano  de  Pita.  Por 
eso  que  con  toda  delicadeza  pusiera  a  su  vez  mano  en 
la  delicada  labor  de  abrir  paso  hasta  el  corazón  de 
su  hija  al  amor  de  aquel  ser  singular  que  el  destino 
le  hubiera  deparado  para  evitarle  muchas  catás- 
trofes. 

Y  lo  hizo  en  momentos  en  los  que  Gordillo  había 
encontrado  decoroso  irse  retirando  de  aquel  hogar 
nuevo  y  modesto  que  Garay  había  formado  con  los 
restos  del  que  dejara,  mediante  el  piquillo  que  ya 
aquí,  ya  allá,  podía  ganarse  en  agencias  de  negocios 
y  en  «buscas,»  en  las  que  era  infatigable. 

Gordillo  hizo  saber  su  determinación. 

—Puesto  que  usted  está  ya  de  nuevo  al  lado  de  las 
niñas,  yo  no  tengo  ya  función  que  llenar;  así,  uste- 
des me  consentirán  que  menudee  algo  mis  ausen- 
cias   

—¡Absolutamente!  ¡Eso  sí  que  no,  Gordillo! 
—Bueno  sí;  a  las  horas  de  trabajo,  en  su  taller;  pe- 
ro en  otras  aquí;  con  nosotros;  con  «su  familia» 


654  E.  MAQUEO  CASTELLANOS  =        ; 

—Mi  familia!  Algo  diera,  sefior  Garay! pero 

yo  no  tengo  familia no  puedo  tenerla salvo 

la  que  constituyen  mis  operarios,  a  los  que  quiero 
consagrarme  en  cuerpo  y  alma .... 

— Pues  sépase  usted  que  para  nosotros,  por  lo  me- 
nos para  mí,  sí  constituye  usted  parte  de  mi  fami- 
lia... .  está  usted?  Algo  nuestro Para  míes  us- 
ted algo  como  un  hermano  y  a  la  vez  «un  hijo» 

Y  el  marrullero  Garay  recalcó  la  palabra. 
—Gracias Se  lo  agradezco Pero Yo 

crecí  solo;  me  formé  solo;  solo  he  vivido;  solo  debo 
estar  y  morir ....  —  Y  en  el  tono  de  su  voz  había  una 
profunda  tristeza— Tengo  un  hermano  allá,  en  nues- 
tro pueblo,  que  es  agricultor,  y  que  como  yo  vive  so- 
lo... .  por  más  que  ha  hecho  fortuna. 

— No  me  explico  ese  desencanto,  sefior  Gordillo, 
-decíale  cruelmente  Pita. 

— Vé  tú  a  saber  dónde  tendrá  puestos  los  ojos  este 
amigo!  En  qué  ingrata  que  lo  esté  haciendo  sufrir! 

— No ....  no  hay  nada  de  eso,  sefior  Garay .... 

Y  al  decir  aquello,  el  plomero,  sin  quererlo,  se 
quedó  viendo  tristemente  a  Pita,  y  ésta  bajó  los  ojos 
esquivando  aquella  mirada.     ,   ,       |. 

—Que  no?  Cuánto  quiere  apostar  a  que  algo  hay? 

— No  lo  crea ....  Quién  mejor  que  usted  para  sa- 
ber mis  intimidades? 

— Pues  dígamelas  que  nadie  con  más  obligaciones 
que  yo  para  tratar  de  disipar  sus  penas. 

— Eso  no  se  puede! ....  Yo  soy  algo  salvaje  de  mis 
dolores,  como  en  todo:  los  reservo  para  mí  y  nada 
más.  Con  que 1 

— Pues  si  usted  no  viene  todos  los  días,  ya  iremos 
nosotros  a  buscarle.  Qué  dicen  ustedes  muchachas? 

—Que  iremos,  sí  sefior. . . . 

Y  así  lo  hacía  el  buen  Garay.  Día  por  día  se  llega- 
ba al  taller  a  las  horas  en  las  que  el  trabajo  se  con- 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  655 

cluía,  para  llevarse  a  comer  a  Gordillo  en  la  casa,  Y 
fué  así  como  Pita,  ya  menos  renuente  en  su  curación) 
acabó  por  ir  modificando  sus  apreciaciones,  guián- 
dolas  a  terreno  más  asequible. 

Pero  señor,  si  es  tan  serio! Si  es  tan  poco 

efusivo!  . 

Ya  ahora  los  «peros>  no  eran  relativos  a  la  fealdad 
ni  a  la  falta  de  cultura  esmerada  ni  a  la  monotonía 
del  porvenir  al  lado  de  aquel  hombre,  sino  a  acciden- 
tes insubstanciales: 

—No  le  gusta  vestirse  bien .... 

—No  es  sociable;  huye  de  las  diversiones. 

No  obstante  el  sentirse  cada  vez  más  dentro  de  la 
órbita  de  atracción  de  aquel  hombre,  no  podía  apar- 
tar de  una  buena  vez  sus  remilgos;  las  repugnancias 
indomables  de  un  principio,  habían  desaparecido,  sí: 
pero  quedaban  aquellos  ligeros  escollos:  un  paso 
más,  y  no  consideraría  ya  descabellado  el  llegar  a 
pertenecer  al  artesano.  En  el  fondo  ya  no  subsistía 

más  que  una  razón,  si  razón  era:  el  no aún  no, 

porque  no! 

Así  hubiera  transcurrido  indefinidamente  el  tiem- 
po si  una  circunstancia  pueril  no  se  hubiera  encar- 
gado de  proporcionar  la  solución  a  tan  incierto  esta- 
do de  ánimo. 

Fué  el  caso  que,  habiendo  salido  de  paseo,  en  al- 
gún día  de  fiesta,  papá  Garay  con  sus  hijas  y  Gordi- 
llo, y  caminando  por  una  de  las  calzadas  del  añoso 
bosque  de  Chapultepec,  intempestivamente  y  sin 
dar  tiempo  para  evitar  el  peligro,  vieron  con  espanto 
que  un  carruaje,  con  los  caballos  desbocados,  venía 
tan  certeramente  en  su  dirección  que  el  ser  arrolla- 
dos era  cosa  indefectible.  Por  instintivo  movimiento 
replegáronse  todos  buscando  refugio  en  la  mutua 
agrupación,  asiéndose  Ñachi  fuertemente  de  Garay 
y  Pita  de  Gordillo;  cerrando  ambas  los  ojos  y  sin- 


n 


656 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


tiéndose  hechas  pedazos,  ya,  por  el  vehículo.  Más  el 
hercúleo  artesano,  serenamente  intrépido,  aguardó 
sin  inmutarse  el  peligro;  y  en  el  momento  oportuno, 
echó  mano  al  freno  de  uno  de  los  desbocados  brutos 
y  en  un  gigante  esfuerzo  l(^r6  deternerlos  y  evitar 
la  obra  de  la  disparada  catapulta.      I 

—Por  dos  veces  le  debo  a  usted  la  vida,  Gordillo! 
— díjole  Pita  temblorosa.  |        , 

— Y  en  cuantas  veces  se  presente  la  ocasión  he  de 
exponer  la  mía  por  salvar  la  suya,  que  yo  quiero  que 
usted  viva,  por  más  que  usted  quiera  morir! 

— Pero por  qué  ese  empeño? 

—Porque  sin  usted  yo  tampoco  tendré  ya  nada 
que  amar  en  la  vida! 

—Qué  mala  he  sido  con  usted  después  de  todo! 

— Ya  es  mucho  consuelo  el  que  usted  lo  reco- 
nozca   I 

Al  despedirse  Gordillo  aquella  noche,  Pita  pren- 
dió en  la  solapa  de  su  saco  un  fresco  botón  de  rosa, 
y  estrechó  su  mano  con  una  efusión  con  la  que  nun- 
ca lo  había  hecho.  Y  él  sintió  que  en  el  interior,  hasta 
entonces  penumbroso  de  su  alma,  penetraba  jugue- 
tón un  vivido  rayo  de  luz! 


Hemos  dicho  que  era  plácida  y  serena  aquella  no- 
che de  luna  próxima  a  la  llena.  Hasta  la  urbe  llega- 
ban los  perfumes  resinosos  de  los  pinos  del  Ajusco, 
que  la  brisa  trajera  en  sus  alas.  El  aire  era  tibio,  con 
esa  voluptuosa  tibieza  que  en  nuestras  alturas  le 
prestan  las  noches  estivales.  ¿Qué  extraño  sino  hi 
zo  que  Pita  y  Gordillo  encaminaran  sus  pasos  rum- 
bo a  la  calle  de  las  Moras?  ün  puro  azar  acaso:  aca- 
so una  ociosa  curiosidad  de  parte  de  los  dos:  tal  vez 
una  providencial  impulsión. 


LA  RUINA  DE  LA  CASONA  657 

El  caso  era  que,  habiendo  salido  a  dar  «una  vuelta,» 
ya  en  calidad  de  prometidos  y  con  la  venia  corres- 
pondiente de  Garaicochea  que  la  misma  confianza 
tenía  ea  Gordillo  para  dejarlo  vagabundear  con  Pita 
que  la  hubiera  tenido  para  hacerlo  depositario  de  to- 
dos los  tesoros  del  mundo,  sin  darse  cuenta  de  ello 
aquellos  dos  habían  llegado  en  su  caminata  hasta 
una  de  las  esquinas  de  la  susodicha  calle. 

Algo  como  una  recelosa  interrogación  los  hizo  de- 
tenerse allí,  ün  miedo  vago  parecía  que  detenía  sus 
pasos  entre  tanto  ellos  se  formulaban  interiormente 
esta  pregunta.  —  «Avanzamos?»  —  «Pasamos  frente  a 
la  casona?»  —  tal  como  si  ésta  estuviera  ahora  habi- 
tada por  trasgos  y  fantasmas  ya  de  suelta  en  aque- 
llas horas  de  la  noche,  o  bien  por  los  espíritus  de  los 
que  en  un  tiempo  la  habitaran,  y  muertos  hoy,  trata. 
ran  de  salir  para  cerrarles  el  paso  como  a  curiosos 
indiscretos. 

Pita  no  había  pasado  nunca  frente  a  la  casona  des- 
de que  había  ardido.  Si  Gordillo  lo  había  hecho,  ha- 
bía sido  a  la  luz  del  día.  Y  es  la  noche  la  que  favore- 
ce las  apariciones - 

Fué  él  quien,  con  un  ligero  impulso  en  el  brazo  de 
Pita,  la  hizo  avanzar.  Mudos,  silentes,  ambulando 
como  dos  sombras,  llegaron  hasta  el  frente  de  la  ca- 
sona en  ruinas.  Los  restos  de  sus  derruidas  pare- 
des se  erguían  perfilándose  en  la  claridad  de  la  no- 
che en  briosas  aristas  de  templo  bizantino.  Y  si 
alguna  nube  fugitiva  velaba  la  luna,  la  ruina,  al  envol- 
verse en  sombras,  como  que  se  hacía  más  imponen-. 
te,  más  fatídica,  más  misteriosa .... 

Allí  estaba,  con  quietud  de  cementerio  sólo  turba- 
da por  ligero  rasgarse  del  aire  al  empuje  de  la  ala 
carnosa  de  un  murciélago.  Allí  estaba  sombría,  de- 
sierta, solitaria,  renegridas  doblemente  sus  paredes 
por  la  huella  del  incendio  y  por  el  estrago  de  la  in- 

42 


658  E.  MAQUEO  CASTELLANOS      '■  ■^'',^'/-' -r  '.. 

temperie.  Ruina,  desolación,  espanto,  teniendo  en 
sus  muros,  que  se  conservaban  en  equilibrio  difícul-! 
toso,  la  lepra  de  la  llama  devastadora  y  la  caries  del 
abandono....  ¿Porqué  la  habían  dejado  perecer? 
¿Por  qué,  por  qué  la  habían  abandonado  a  su  ingra- 
ta suerte?  ¿Por  qué  ahora  mismo  no  había  alma  pia- 
dosa que  se  acordara  de  ella  siquiera?  ¿Pues  qué,  no ; 
había  sido  noble  y  buena  y  santa  y  generosa,  asilo  I 
para  todos,  abrigo  de  todos,  techo  para  todos?  ¿Qué  | 
no  sabían  que  también  las  cosas  tienen  una  alma  sui , 
generis,  que  también  lo  inanimado  sufre,  que  lo  que  ' 
sólo  es  materia  inerte  llega  a  asimilarse  algo  de  lo  ; 
que  está  en  contacto  suyo,  y  a  convivir  y  a  sentir  ; 
con  aquello  a  lo  que  da  sombra  cariñosa  y  protege?  \ 
Un  temblor  involuntario  hi250  estremecerse  a  Pita.  ; 
Gordillo  sintió  cómo  el  brazo  de  la  delicada  niña,  en 
el  suyo  apoyado,  sufría  un  ligero  estremecimiento. 
Cavilaban. . . .  dentro  de  aquellas  ruinas  debían  re- 
volotear alm'as  negras  y  blancas  almas;  en  aquela- 
rre las  unas;  en  seráfico  coro  las  otras Las 

almas  de  Barbedillo  y  de  Tenorio;  de  la  Charito  y   \ 

de  Andrade;  de  Tajonar  y  de  Mandujano Tal   i 

vez  hasta  ella  llegaba,  en  un  desdoblamiento  imagi  i 
nable,  el  espíritu  de  Chaneque  para  erigirse  sobre 
aquella  ruina  su  palacio  sin  igual  de  magnate  pode- 
roso. ¿Y  por  qué  no,  también,  las  almas  de  todos  los 
que  allí  habían  gozado  y  sufrido  y  vivido?  ¡Cuánto  ho- 
rror no  había  pasado  sobre  la  casona!  iCuánto  duelo 
y  cuánta  vejación,  cuánta  angustia  y  cuánto  ultra- 
je, cuánta  miseria  y  cuánta  falsía,  cuánto  crimen  y 
cuánta  heroicidad,  cuánta  abneg£ición  y  cuánto  ci- 
nismo, cuánto  brutal  instinto  insaciado  y  cuánto 
sacrificio,  cuánta  lágrima  estérilmente  evaporada 
y  cuánta  risa  frenética,  cuánta  blasfemia  y  cuánta 
oración,  cuánta  bondad  y  cuánto  oprobio! . .  • .  ¿Y 
todo  para  qué?    Para  que  insanas  codicias  sólo  bu- 


JLA  RUINA  DE  Ul  CASONA  659 

bieran  conseguido  desterrar  de  ella  la  paz  y  el  tra- 
bajo, la  sana  fraternidad,  la  alegría,  todo,  hasta 
concluir  por  arrimar  a  ella  la  tea  incendiaria  en  ma- 
nos matricidas,  y  la  ambición,  sirviendo  de  combus- 
tible, hubiera  reducido  la  casona  a  la  pavorosa  rui- 
na de  ahora! .... 

¿Cuándo  se  podría  reedificar?  ¿Quién  acometería 
la  colosal  empresa?  ¿Con  qué  manos  se  haría?  ¿Con 
qué  dinero? 

—Vamonos! ....  Vamonos! — dijo  Pita  con  acento 
de  indefinible  espanto  y  amargura. 

— No espérate  un  momento tengo  una 

idea .... 

Y  la  pareja  siguió  aún  por  algunos  momentos  ab- 
sorta frente  a  la  muda  ruina.  Cortó  aquel  ensimis- 
mamiento un  ahogado  suspiro  de  Pita. 

— ¿Por  qué  suspiras,  nena?  ¿Porque  ves  a  la  ca- 
sona en  ruinas  o  porque  te  acuerdas  de  él,  de  aquel 
en  quien  cifraste  un  fugaz  sueño  de  amor? 

Prefirió  ella  estrecharse  contra  el  recio  cuerpo 
del  artesano  a  contestar. 

— -Dímelo ....  ¿Porqué  suspiras? 

—¡Por  las  dos  cosas! 

—Tu  respuesta  me  agrada.  Así  te  quiero,  since- 
ra'  siempre  since^ra.  Ya  vas  comenzando  a  s^r- 

lo,    ¡Ojalá  que  siempre  lo  seas!    Yo  no  puedo  tener 

celos  de  un  muerto y  más  cuando  sé  que,  si  tú 

Jo  recuerdas  con  cariño,  ya  no  puedes  hacerlo  por 
amor. 

-Es  verdad 

-(¡Pobre  señor  Andrade!  Fué  un  soñador,  un 
idealista,  desgraciadamente  adelantado  al  tiemix)! 
Demasiado  honrado  para  vivir  en  él!  Si  a  mí  mismo 
me  seducen  esas  ideas  que  él  tenía!  Nada  más  que 
yo  sé  templarlas,  no  desbordarlas;  yo  las  he  de  dis- 
ciplinar y  no  de  disipar. . . .  Y  sobre  todo,  yo  no  las 


660 


E.  MAQUEO  CASTELLANOS 


pondré  nunca  al  servicio  de  hampones  desalmados 
que  hacen  de  ellas  tea  de  incendio,  puñal  de  mata- 
rife y  ganzúa  de  ladrón ¡Pobre  señor  Andrade! 

— ¡Y  pobre  casona! 

— Dime.  ¿Te  gustaría  que  fuera  tuya?  ¡Te  gusta- 
ría verla  reedificada  y  vivir  en  ella  como  dueña? 

— ¿Mía  la  casona?  ¿Dueña  yo  de  ella?  Pero 

¿qué  estás  diciendo?  I  v-í-lv 

— Sí,  mujer,  sí,  eso  mismo |       ,       ^    . 

—  ¡Cómo  no  me  había  de  gustar! 

— Pues  yo  te  prometo  solemnemente  que  tuya 
será 

— Ay,  no !  ¡Me  daría  miedo  vivir  en  ella!  Ha 

de  haber  almas  en  pena. .. . 

— No  seas  tonta 

— Pero eso  que  estás  diciendo  es  imposible! 

Nosotros  no  tenemos  dinero  para  hacerlo 

— Por  eso  no  pases  cuidado.  Más  que  dinero,  lo 

que  hace  falta  es  voluntad,  mucha  voluntad. 

Compraremos,  por  lo  pronto,  el  terreno;  para  eso, 
yo  tengo  algunos  ahorritos;  y  mi  hermano,  el  agri- 
cultor, me  ayudará Y  después,  poco  a  poco, 

iremos  reconstruyéndola Ya  verás yo  te 

prometo  que  ha  de  ser  tuya  la  casona  y  que  en  ella 
tú  mandarás  como  única  dueña! 

-¡Qué  felicidad  volver  a  ella!  Sí que  sea 

nuestra ....  ¡Nuestra  casa! 

— Lo  ofrecido  es  deuda:  nada  más  con  una  condi- 
ción .... 

—¿Cuál? 

— ¿Me  prometes  a  tu  vez  aceptarla? 

—¡De  todo  corazón! 

-  Pues  con  la  condición  de  que  te  cures  con  ahin- 
co... .  que  te  cures  para  sanar  ¿me  entiendes?  Para 
que  puedas  ser  pronto  mi  esposa,  alma  de  mi  alma, 
y  amor  de  mis  amores,  y  puedas  así  ser  madre  de 


L.A  RUINA  DE  LA  CASONA  661 

hijos  míos,  sanos,  robustos,  fuertes,  de  almas  le- 
vantadas y  nobles  y  de  pensamientos  honrados  y 
patriotas!  Buenos  hijos  que,  al  desaparecer  nos- 
otros de  la  vida,  sepan  recoger  la  herencia  de  la  ca- 
sona y  cuidarla  y  conservarla  por  ellos  y  para  ellos! 
No  de  hijos  que  hagan  de  ella  prostíbulo  y  garito 
y  antro  de  maldad! 


FIN  DE  LA  NOVELA 


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Habana,  marzo-noviembre  de  1917. 


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índice 


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l>ARTE   PRIMERA 
La  comedia. — De  la  hipoteca  al  temblor 

Cap.  I. — Un  inventario  difuso  pero  necesario 3 

, ,     II Vientos  de  fronda 17 

,,     III Dos  episodios 33 

. ,     IV En  marcha 53 

,,     V — Llama  que  se  hace  hoguera 65 

,,     VI. — En  plena  ebullición 79 

. ,     VII — La  renimcia 93 

,,     VIII — Ocaso  y  levante 111 

PARTE   SEGUNDA 
Del  temblor  al  derrumbe 

Cap.  I — «El  integórrimo>......... 131 

II — Un  acridio  desconocido 149 

III — El  insigne  Pingarrón 165 

IV — Desengaños  y  dudas 177 

V — «Tu  Quoque  Dixisti» 197 

VI — Las  sorpresas  de  la  política 213 

VII — cRémington  and  Sons» 235 

VIII — Las  grietas  de  la  casona 251 

IX — «Porra,»  porrazo  y  Porritas 277 

X — El  desplome 297 


.   ■■/.      índice 
parte  tercera 

La  tragedia. — Del  desplome  al  incendio 


Pág. 


Cap.  I. — Cortando  nudos  gordianos 319 

II — cPolvos  de  aquellos  lodos 355 

III cCopas  son  triunfos> 317 

IV — Algo  de  toreo  alegre 411 

V Oros  son  triunfos 437 

VI — Películas  sensacionales 45fl 

VII «Mater  aflicta^ 501 

VIII Las  postrimerías  de  la  usurpación 539 

IX — Los  dramas  de  la  montaña 569 

X. — Boceto  de  tragedia , 587 

XI El  incendio 613 

XII. — La  convaleciente 635 


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