LIBRARY OF PRINCETON
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JUN 1 8 2004
THEOLOGICAL SEMINARY
PER.BX805 . A5 3
Anales de la Facultad de
Teo 1 og/na .
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DE LA
FACULTAD DE TEOLOGIA
1961
PONTIFICIA UNIVERSIDAD
CATOLICA DE CHILE
FACULTAD DE TEOLOGIA
Precio del ejemplar: E° 1,50; Extranjero: US$ 2.00
Director:
Antonio Moreno C.
Redacción y Administración:
Avda. B. O’Higgins 224 -Teléfono 31515
Santiago - Chile
SUMARIO DEL N? 13
R.P. Francisco Clodius, S.A.C.— El
libre albedrío según el "Opus Im-
perfectum ” de S. Agustín .... 5
Pbro. Joseph Comblin.— El Sentido
Cristiano de la Nación 52
R.P. Egidio Vicano, S.D.B.— El Sa-
cerdocio en la Iglesia y la partici-
pación de los laicos 88
F.R. Carlos Oviedo Cavada, O.D.
M.— La circunscripción de Diócesis
en el Derecho Concordatario . . . . 108
El libre albedrío según el “Opus Imperfectum'’
de S. Agustín
R. P. Francisco Clodius, s. a.c.
Prof. de Teología Dogm. en la Fac
de Teología de la Universidad Ca-
tólica de Chile.
I. EL LIBRE ALBEDRIO EN GENERAL
Uno de los problemas interesantes de la filosofía y de la teología es el
del libre albedrío. Se pregunta si el libre albedrío existe y, si así es, cómo hay
que entender la libertad humana frente a Dios, al pecado -y a la gracia divina.
Entre los doctores de la Iglesia que más han contribuido a aclarar el concep-
to de libertad humana en este terreno, figura S. Agustín. Durante toda su vida
pública tuvo que defender la libertad humana contra errores diametralmen-
te opuestos: contra los manioueos que negaban la libertad y contra los pela-
gianos que la exageraban. Existe una amplia literatura acerca del problema
de la libertad en S. Agustín. Siempre se alude a su obra De libero arbitrio,
en la que defiende la libertad humana contra los ataques de los maniqueos,
pero es de extrañar que hasta ahora no se haya tratado directamente su doc-
trina según aparece en su última obra Contra secundam fnhani responsionem
opus imperfectum, o más brevemente Opus imperfectum. Es extraño porque
esta obra representa la última enseñanza del santo Doctor respecto al libre al-
bedrío humano, expresamente explicada y defendida contra Julián, a cuya doc-
trina acerca de la libertad humana frente a Dios, el pecado y la gracia opone
Agustín la propia, como doctrina de la Iglesia de su tiempo.
Propondremos en otra oportunidad, en detalle, la doctrina de Julián de
Eclano. Nuestra intención ahora, es exponer la doctrina de Agustín tal cual
se encuentra en su Opus imperfectum. De la doctrina de Julián diremos sola-
mente lo que sea necesario para entender esta última.
5
Dice Julián: El hombre recibió de Dios, como don, su libre albedrío, sin
poder rechazarlo. Esta facultad consiste en la posibilidad de hacer el bien y el
mal. Poder hacer ambas cosas es tan esencial para esta libertad que sin ello
no existiría. La voluntad no está, de sí, dirigida hacia un fin determinado; no
existe en ella una tendencia hacia el bien como su objeto, sino que consiste
en una total indeterminación; es completamente indiferente tanto frente a?
bien como al mal. Ahora bien, en tal facultad, pero no por ella, se origina el
acto libre. Este acto es completamente independiente de Dios. Ni la gracia tie-
ne influjo sobre él. Por lo tanto una gracia interna que afecte a la voluntad
de alguna manera, no puede existir, es absurda.
El ac'o de la voluntad puede dirigirse, sin que alguien pueda impedirlo,
tanto al bien como al mal. Nadie puede determinar a tal acto en su proce-
der. A causa del acto de su voluntad el hombre está fuera del dominio de Dios,
emancipado de El. El hombre solo es dueño absoluto de este acto y por él
recibirá premio o castigo. Dicho acto no tiene origen. Es algo que se hace por
sí mismo, desaparece y se hace de nuevo. Solamente así, pretende Julián, que-
da resguardada su libertad. Porque si este acto dependiera de causas anterio-
res, si tuviera un origen, ya no sería libre. Por eso afirma Julián que el acto
libre se origina en la facultad de la voluntad, pero no por ella.
El acto libre no tiene influjo sobre la naturaleza humana, no puede me-
jorarla ni empeorarla. En consecuencia, un pecado original no puede herir a la
naturaleza humana, dado que, como acto libre, el pecado pertenece a la esfera
o al mundo de los nos'bles, mientras que la naturaleza pertenece al mundo de las
cosas necesarias. Estos dos mundos no tienen contacto entre sí y no pueden
por eso influir el uno sobre el otro. Solo que el acto malo necesariamente lleva
tras sí un reatus, una deuda, que se concibe como una sanción penal. Por el
acto malo se recibirá necesariamente un castigo v por el acto bueno una re-
compensa consistente en la felicidad eterna que Dios debe al hombre.
El acto libre no puede ejercer influjo alguno sobre la naturaleza porque
ésta pertenece al mundo de las cosas necesarias. La facultad libre pertenece a
la naturaleza. Por consiguiente el acto libre no deja rastro en tal facultad, no
puede cambiarla, mejorarla ni debilitarla. Bueno o malo es el acto libre; no
hay una facultad mal o bien dispuesta, con mala o buena tendencia, con mala
o buena inclinación. Por eso, el hombre es llamado bueno o malo solamente
en cuanto espera premio o castigo. Virtud y vicio, recompensa y justo casti-
go, son posibles precisamente porque la voluntad como facultad es posibilidad
para el bien y el mal, y porque el acto libre es acto libre del hombre solo sin
otra ingerencia, sea que se trate de un acto malo o de un acto bueno con el
cual uno está mereciendo la vida eterna.
Tal es, en resumen, la doctrina de Julián. Dejamos para otra oportunidad,
como dijimos, exponerla en detalle y con las citas correspondientes, ya que
merece especial atención por tratarse de la cabeza intelectual y sistemática del
pelagianismo en su lucha contra Agustín y la Iglesia.
S. Agustín rechaza estas doctrinas enérgicamente. Veamos, pues, qué dice
el Sto. Doctor acerca del libre albedrío en general, primeramente, y acerca
de las relaciones entre libertad, pecado original y gracia, en seguida.
6
Según Agustín no pertenece a la esencia de la libertad poder hacer el bien
y el mal. En caso contrario, Dios no sería libre (*) . No porque el Dios inmu-
table no puede querer el mal está haciendo el bien forzosamente (1 2) ; pero esa
es la conclusión que se impone si se acepta la definición de Julián (3) .
Por consiguiente, la razón por la cual una virtud se constituye en un bien
moral, no es que no se posee necesariamente y puede perderse. Dios posee todas
las virtudes necesariamente, no puede perderlas, y tal necesidad no constituye
un sufrimiento para El. Si se quiere llamarla necesidad habrá que llamarla una
necesidad verdaderamente feliz. Es ridículo pensar con Julián que Dios, lleno de
piedad y misericordia ha regalado al hombre, con la voluntad, la posibilidad
de hacer el mal para que no sufriera la molesta necesidad de poder hacer sola,
mente el bien (4 *) .
Poder hacer el bien o el mal, poder pecar o no pecar, no es esencial
para la libertad, sino un defecto de ella. Por su libertad el hombre es ima-
gen de Dios; pero no por el hecho de poder pecar o no pecar, porque Dios
es impecable, aunque libre. También el hombre es libre, mas no con la liber-
tad de Dios. La recibió de Dios, pero no la tiene en la forma perfecta que Dios,
que no puede pecar, la tiene (s) . Parece que, según Agustín, Dios tiene la li-
bertad perfecta precisamente porque para El es metafísicamente imposible pe-
car, y esto por ser un Ser inmutable e increado. Los ángeles y los hombres pu-
dieron pecar abusando del don que Dios les había dado, porque eran creados
de la nada y no de naturaleza divina (6) .
Ningún ser puede pecar si es de naturaleza divina, como el Hijo y el
Espíritu Santo “nuoniam de illo sunt”. La na'uraleza divina no puede pecar
porque no puede abandonarse a sí misma. No existe naturaleza alguna me-
jor que la divina hacia la cual Dios pudiese dirieirse o cuyo abandono fuese
para Dios pecado. Los seres racionales, por el contrario, pueden pecar, aun-
que no deben hacerlo, porque no son de naturaleza divina (7) .
Pecar es alejarse del ser. Dios, que desde toda la eternidad es la inmu-
table e infinita realidad, no puede, por eso, pecar; la criatura, en cambio, por
ser creada de la nada, puede alejarse del verdadero ser y pecar. Como para
Dios es imposible pecar, solamente puede querer el bien, y sin embargo
posee la libertad en su grado máximo. Con esto se prueba ya que la liber‘ad
no consiste en una indiferencia absoluta frente al bien y al mal, sino que por
naturaleza tiene una orientación hacia el bien. Si el mal como mal de al-
guna manera perteneciera al campo de acción de la libertad, Dios no la po-
dría tener en su perfección suma. Hablamos del mal moral, del pecado. Si
éste, por consiguiente, puede atraer a una libertad, es solamente porque tal li-
bertad es imperfecta.
(1) Opus Imperfectum ( P . L. XLV, 1040-1608), I, 100; cfr. III, 120.
(2) Op. imp. I, 101.102; cfr. VI, 10.11.
(3) Id. I, 103.
(4) Id. V, 61.
( 5 ) Id. V, 38.
( 6 ) Id. V, 38.
(7) Id. V, 31; VI, 19.
7
Antes de continuar con nuestra exposición será útil explicar bien qué
entiende Agustín por “necesidad feliz”. Julián había afirmado que no puede
existir libertad donde no se puede hacer el bien y el mal. Poder hacer sola-
mente el bien o el mal implicaría coacción, necesidad (8) . Agustín le había
contestado que en tal caso Dios estaría bajo coacción y necesidad, dado que
solamente puede querer una cosa, el bien (®) . Ahora bien, tal estado de co-
sas no destruye la libertad, según Agustín; poder hacer únicamente el bien o
únicamente el mal indica la existencia de una liberta4 en su grado más per-
fecto o en su grado ínfimo.
Necesidad y libertad no son para él, necesariamente, dos cosas contradic-
tork'S. Podríamos interpretar a Agustín, sin hacerle violencia, de la siguiente
manera: Libertad no dice indiferencia absoluta frente al bien y el mal, sino
orientación hacia el bien, en cuya posesión la facultad volitiva encuentra su
perfecta quietud. La posesión definitiva de aquel bien que satisface comple-
tamente a la voluntad, excluye necesariamente la posibilidad de dirigirse con-
tra él. En tal situación la voluntad no puede ya querer el mal, por ser un bien
aparente y contrario al bien denifitivo que la voluntad ya encontró. Y algo
más. En tal situación la voluntad abrazará necesariamente su bien y esta ne-
cesidad será exigida y causada por su libertad. En efecto, estando la volun-
tad libre frente al bien, frente al objeto en que todas sus fuerzas y deseos en-
cuentran su última satisfacción completa, lo abrazará con todas las fuerzas de su
ser. En esto radica la perfección de su libertad, en entregarse con todas las
fuerzas a su disposición, libremente, a éste su último objeto bueno definitivo.
La facultad del libre albedrío es una potencia que busca su actualización de-
finitiva. Sería una estulticia creer que esta potencia perdiese su esencia, su na-
turaleza, su libertad, precisamente en el momento en que encuentra su per-
fección definitiva alcanzando aquel objeto que llena todas las potencialida-
des de su ser. Por eso puede decir Agustín, que aquella feliz necesidad, que
no va contra la libertad en sí, está en Dios por su naturaleza, mientras que
nosotros la recibiremos como recompensa por nuestras buenas obras (l0) .
Por lo tanto, para ser libre no se necesita poder hacer el bien y el mal;
si así fuera, Dios no sería libre. Pero ni siquiera la libertad creada incluye
necesari; mente esa doble posibilidad. Precisamente porque Agustín rechaza
el concepto de libertad de Julián, puede presentar un concepto de libertad
jerárquicamente ordenada que comprende tanto la libertad de Dios como la
de las criaturas y reconcilia en sí armónicamente los conceptos de libertad y
necesidad que parecen excluirse mutuamente.
Dios posee la libertad perfecta aunque solo puede querer el bien ( 11 ) . La
( 8 ) Id. V, 61.
( 9 ) Id. I, 103; cfr V, 61
(10) Id. V, 61; V, 38; cfr. V, 62; I. 103.
(11) Op. imp. V, 31: ...quoniam natura Dei nee peecare vult poste nee potest velle...
Id. V, 38: ...et ideo summe maximeque habens liberum arbitrium, peecare tamen
non potest Deus...
Id. VI, 19: ...quando non poterimus serviré peecato sicut nee ipse Deus: sed
nos gratia ipsius, ille vero natura...
8
libertad creada puede dirigirse también hacia el mal, aunque la voluntad en
sí está ordenada y dirigida hacia la felicidad (12) . Puede abrazar el mal bajo
la imagen de un bien aparente, .y por eso ser creada de la nada (13) . Sin
embargo la posibilidad de querer el mal no es tan esencial a la libertad co-
mo para que ésta se pierda si dicha posibilidad desaparece. La libertad crea-
da es diferente de la divina porque la criatura puede tomar un mal como
un bien aparente. Esto no quita que Dios pueda influir sobre el hombre y
perfeccionar su libertad de tal manera que ésta no pueda ya querer el mal,
sin que por eso la destruya. Mas, así como el hombre, según Agustín, puede por
la gracia de Dios perder el poder de hacer el mal, también puede, por casti-
go, perder el poder de hacer el bien, sin que por eso su libertad desaparezca.
En el ámbito de la libertad creada, reina, por eso, también cierta jerarquía,
según imita más o menos la libertad perfecta de Dios.
La libertad creada más perfecta es la de los ángeles y santos en el cielo.
Su perfección consiste en que con ella se puede únicamente querer el bien, y
no pecar. Angeles y santos se merecieron esa libertad perfecta por el buen uso
de aquella libertad imperfecta que era capaz de hacer el bien y el mal (14) .
La libertad de los ángeles antes de su glorificación o beatificación defi-
nitiva era como la libertad del demonio y de Adán antes de sus respectivas
caídas. Propio de ella era poder pecar y no pecar, sin que debiera pecar. Tal
libertad era ya un gran bien, pero mayor era aquél prometido al buen uso
de esa libertad como recompensa, a saber, su conversión en una libertad que,
como la divina, ya no podría hacer el mal. Adán y los demonios usando mal
de su libertad se hicieron indignos de esa recompensa, mientras que los ánge-
les buenos la consiguieron. Ambos, ángeles y hombres, pudieron pecar porque
eran criaturas; pero los ángeles mutaron su libertad imperfecta por una más
perfecta; perfeccionaron con la gracia de Dios la libertad que incluía posi-
bilidad para pecar, consiguiendo así una libertad que, como la de Dios, no
permite ya el pecado (15) .
La gracia de Dios produjo esa libertad más perfecta en la criatura. Tam-
bién los hombres la recibirán cuando, después de una vida grata a Dios, se
reúnan con los ángeles en el cielo. Entonces gozarán de la misma libertad que
excluye la posibilidad del pecado. Tendrán entonces aquella libertad que Dios
posee por naturaleza y la creatura por la gracia divina (16)
(12) Id. VI, 11: ...hominis vero liberum arbitrium congenitum... illud est, quo beati
omne8 esse vohint, etiam hi qui ea nolunt, guae ad beatitudinem ducunt...
Id. VI, 12: ...inmutabilis autem... illa libertas est voluntatis, qua beati omnes
esse volumus et nolle non possumus...
Id. VI, 26: ...Natura, quid sie appetit, ut beatitudinem? Denique liberum ar-
bitrium quod de hae re habemus, ita nobis naturaliter insitum est, ut nulla
miseria nobis auferri possit, quod miseri esse nolumus et volumus esse
beati...
(13) Id. V, 31.
(14) Id. I, 102. 103; VI, 19.
(16) Id. VI, 19: V, 58; cfr. V, 38. 56. 61. 62; VI, 10. J. Gredt, Elementa philoso-
phiae. Freiburg7 (1937), II, 330 (nota), llama al acto de la voluntad de los
santos en el cielo, “voluntarium perfectum non liberum sed liberum virtualiter
eminenter”.
0
t
Ahora bien, mientras la libertad creada alcanza en los ángeles y santos
su más alta perfección, en los demonios y condenados llega a su nivel más
bajo. Antes de su caída, la libertad del demonio era igual a la de los ángeles
antes de su exaltación. Como ellos el demonio podía hacer el bien y el mal
sin que nada le forzara a hacer esto último. Pero en vez de ganarse una li-
bertad más perfecta, como los ángeles, el demonio perdió, por el mal uso de
su libertad, aquella que poseía y recibió una que solamente le deja hacer el
mal. Premio y castigo se corresponden. Mientras los ángeles recibieron como
premio una libertad que ya no los deja pecar, el demonio recibió, como cas-
tigo, una libertad que ya no lo deja hacer el bien (17) . El demonio perdió en
forma definitiva la voluntad libre para hacer el bien, pero conserva la liber-
tad: libertad para hacer únicamente el mal. La definición de libertad dada
por Julián (poder hacer el bien y el mal) es por consiguiente inaplicable a
Dios, a los ángeles y santos, y a los demonios y condenados del infierno.
Si la definición de Julián fuera correcta, dice Agustín, ángeles y santos
deberían tener todavía la facultad de pecar. Deberíamos temer una posible
nueva caída de los ángeles .y sospechar de los santos en el cielo (18) . Debería-
mos aceptar, además, la posibilidad de una conversión del demonio y de los
condenados, doctrina que se atribuye a Orígenes y que la fe católica rechaza
(19) . Pero no es así. Antes bien debemos creer que la criatura racional al prin-
cipio fue capaz de recibir tanto lo bueno como lo malo, y que amando una
de las dos cosas debía adquirir, como premio o castigo, el ser capaz únicamen-
te para el bien o para el mal (20) .
Quisiera volver nuevamente a lo dicho respecto a los conceptos de "nece-
sidad” y “libertad” en Agustín. Poder hacer únicamente una cosa no indica,
según él, falta de libertad, porque su concepto de libertad es diferente del de
Julián. Agustín usa en sus investigaciones no solamente un método experi-
men tai-psicológico sino también un método metafísico-teológico. Su concepto
de libertad tiene una estructura ontológica, por decirlo así, que es su punto
de partida.
A causa de esta estructura existe, como ya dijimos, en la voluntad, una re-
lación trascendental hacia el bien en general. La experiencia nos enseña, dice
Agustín, que todos los hombres quieren ser felices y esta tendencia hacia la
felicidad está inseparablemente unida a la voluntad. Por eso posee la suma
libertad aquél que es la felicidad en sí mismo: Dios. En ese contexto habla
Agustín de aquella "feliz necesidad” que ya mencionábamos y que Dios posee
por naturaleza, los ángeles y santos por gracia, y que nosotros tenemos pro-
metida como premio si vivimos aquí en la tierra conforme a los mandatos de
Dios.
Aquí en la tierra el mal objetivo puede presentarse a nuestra voluntad
(16) Id. VI, 19 (y ver las citas 14 y 16).
(17) Id. V, 47; cfr. I, 103; V, 68; VI, 10. 18. 22.
(18) Id. V, 68.
(19) Id. V, 47.
(20) Id. V, 68; cfr. I, 103.
10
como un bien aparente, y de ahí que podamos pecar, hacer el mal. Pero con
esto no es lesionada la tendencia de la voluntad hacia el bien. Precisamente
a causa de ella Dios puede perfeccionar la libertad creada imperfecta, de tal
manera que llegue a querer solamente el bien sin perder por eso su libertad.
En efecto, Dios puede ayudar a la criatura a conseguir aquel bien concreto que
llenará toda la potencialidad de la voluntad hacia el bien, de tal manera que
esta voluntad no quiera ya dejar ese bien. Este bien concreto es Dios mismo.
Cuando Dios ha sido captado por la voluntad de tal manera que satisface to-
da la tendencia de la voluntad hacia la felicidad, ésta no quiere abandonarlo,
y por consiguiente no podrá ya pecar; sin que eso signifique perder su liber-
tad. La voluntad estará entonces bajo el dominio de aquella "feliz necesidad”,
de la cual hablábamos. Desde este punto de vista se comprenderá también por
qué, según Agustín, los condenados, con el demonio, podrán hacer solamente
el mal conservando sin embargo su libertad. El mal puede aparecer bajo la
imagen del bien y atraer la voluntad. Aquella criatura a la cual gusta sola-
mente el mal, hará solamente el mal, y esto libremente (21) . La voluntad del
demonio fue apartada de tal manera de Dios por el pecado, que todo lo que
tenga relación con El ya no le place. Por lo tanto el demonio ya no puede ape-
tecer aquellos bienes objetivos que tienen relación con Dios, porque ya no cons-
tituyen un bien atractivo para su voluntad. Para el demonio y los condena-
dos únicamente el mal será un objeto apetecible. Sin embargo, poder apete-
cer solamente el mal como bien constituye para ellos un gran tormento (22) .
Explicaremos esta idea todavía algo más cuando expongamos la doctrina
de Agustín acerca de las relaciones entre la gracia y la voluntad, y el pecado
original, porque ella nos da la clave para entender su pensamiento al respecto.
Esto es, si el hombre pierde por el pecado el sabor, por decirlo así, de las
cosas divinas, ya no podrá hacer el bien porque ya no le gusta, porque ya no
quiere. Si, al contrario, la gracia le devuelve al hombre este gusto por las co-
sas de Dios, entonces hará el bien porque le agrada, porque está de acuerdo
con las tendencias concretas de su voluntad. Aunque el hombre en el primer
raso pueda hacer solamente el mal y en el segundo solamente el bien es, sin
embargo, en ambos casos, libre porque actúa conforme a los deseos de su vo-
luntad.
Por eso dijimos que Agustín procede en sus investigaciones acerca de la
libertad no solamente como psicólogo sino también como metafísico y teólo-
go. La facultad volitiva tiene una estructura ontológica dirigida hacia el bien
en general. Cuando el bien subjetivo de la voluntad se identifica con el bien
objetivo, la voluntad hará el bien; si no se identifica, obrará mal. Pero en
ambos casos obrará libremente, porque hace aquello que corresponde a su
manera de ser. De ahí que Agustín pueda decir con toda razón que no exis-
te cosa más absurda que afirmar que la voluntad puede querer el bien con-
tra su voluntad (23) , contra su querer.
(21) Id. V, 47; V, 58.
(22) Id. V, 58.
(23) Id. I, 101; VI, 11.
11
Por consiguiente es falsa la doctrina de Julián, según la cual el libre al-
bedrío consiste en la posibilidad de hacer el bien y el mal; y es falso afirmar
que la voluntad es tan independiente y encerrada en sí misma que ni Dios
ni el pecado pueden influir sobre ella. Ya dijimos que ángeles y santos con-
siguieron por la gracia de Dios aquella libertad perfecta que excluye la posi-
bilidad del pecado. Dijimos también que el demonio, a causa de su pecado,
se consiguió una libertad que solamente le permite pecar. Así como Dios po-
see la libertad perfecta porque en El coincide por naturaleza el bien de la
voluntad con el bien objetivo, así poseen los ángeles y santos la libertad crea-
da más perfecta porque en ellos se identifica, a causa de la gracia de Dios,
para toda la eternidad, el bien de la voluntad con el bien objetivo. Los con-
denados, por el contrario, poseen la libertad creada ínfima, porque en ellos
nunca se identificará el bien de su voluntad con el bien objetivo. Entre la
libertad de los santos y la de los condenados está la de los hombres aquí en
la tierra, que aparece en tres formas diferentes: la libertad de Adán antes de
la caída, la del hombre después del pecado original y la del hombre redimido.
Hablaremos de esta triple libertad al exponer la doctrina de Agustín acerca
de la libertad y el pecado original.
Tratando en este capítulo de la doctrina de Agustín acerca de la volun-
tad libre en general, debemos exponer brevemente su juicio acerca de la doc-
trina de Julián sobre la voluntad como facultad y como acto,
mo acto.
Según Julián el acto voluntario es un movimiento del alma libre de to-
da coacción, motus animi cogente nullo. Por eso no tiene origen, pues si lo
tuviera no podría ser libre de coacción, conforme al principio naturalin cuncto
cogunt esse quod sequitur. Dijimos al comienzo que, según Julián, la natura-
leza pertenece al mundo de las cosas necesarias mientras que el acto libre per-
tenece a la esfera o al mundo de las cosas posibles. Los dos mundos no tie-
nen contacto entre sí y por eso no pueden influirse mutuamente.
Agustín juzga todas estas doctrinas absurdas. ¿Cómo puede algo que se
hizo y no siempre fue, no tener origen? Afirmar que el acto voluntario no
puede tener origen porque existe libre de coacción, es afirmar que tampoco
el hombre tiene origen, porque él también existe sin que lo obligaran a exis-
tir. En efecto no lo obligaron a aceptar su existencia, puesto que antes de su
existencia no existió. Y sin embargo, según Julián, el hombre fue obligado a
existir porque tiene una naturaleza y todo lo que tiene naturaleza pertenece
al mundo de las cosas necesarias (M) . La doctrina de Julián es, por lo tanto,
totalmente absurda. Hay que aceptar que el acto voluntario viene de alguna
parte, tiene origen, sin que por esto deje de ser un acto libre. Como todo el
mundo sabe de donde proviene, nadie lo pregunta. El acto voluntario perte-
nece a su sujeto. El acto voluntario del ángel es del ángel, el del hombre del
hombre y el de Dios de Dios. Y cuando Dios produce en el hombre un acto
voluntario bueno, lo hace para que el acto proceda de aquél a quien pertene-
ce la facultad de la voluntad. Es algo semejante al caso de la descendencia de
(24) Id. V, 41.
12
un hombre de otro. No porque Dios crea a los hombres estos dejan de ser
nacidos de otros hombres (25) .
Y si natural es solamente aquello que debe ser y no aquello que no es
pero puede ser, entonces las relaciones entre los sexos, la concepción, el co-
mer, no serían cosas naturales. Solo lo serían las potencias para poner esos
actos, puesto que las recibimos con nuestra naturaleza, pero no su uso (“) .
Además, si el acto voluntario nada tiene que ver con la naturaleza ni con la
facultad de la voluntad, si ni siquiera es producido por ella sino que sola-
mente se origina en ella, ¿cómo puede entonces la naturaleza humana ser con-
denada a causa de estos actos voluntarios cuando son malos? Angeles y hom-
bres son naturalezas. Si el acto voluntario malo no puede ser atribuido a la
naturaleza, ella no puede en justicia ser condenada (27) .
Como se ve, la doctrina de Julián acerca del acto voluntario destruye la
unidad en la naturaleza humana, en cuanto pone a tal acto como algo total-
mente separado, sin esencia .y origen, al lado de la misma naturaleza huma-
na. Para Agustín, al contrario, el hombre es una unidad en sí. No conoce es-
te ser híbrido de Julián constituido por esta rara facultad de la voluntad y
por este raro acto voluntario. Según Agustín el hombre es responsable de sus
acciones y puede ser castigado o premiado porque el acto voluntario procede
de la naturaleza humana y de tal manera que el acto bueno es producido por
Dios en el hombre sin que por esto la libertad del acto se pierda, mientras que
el acto libre malo es producido por el hombre solo í28) .
Antes de terminar este capítulo quisiéramos agregar algo respecto a aque-
lla tendencia hacia la felicidad que nace inseparablemente con la voluntad
del hombre (K) . Agustín llama a esa tendencia según la cual todos queremos
ser felices, liberum arbitrium. ¿Quiere acaso Agustín identificar la voluntad
libre con tal tendencia? De ninguna manera. El mismo dice que dicha ten-
dencia no basta para que el hombre alcance realmente la felicidad. Para al-
canzarla se necesita la facultad de la voluntad y la gracia (M) . Sin embargo
puede llamarla liberum arbitrium porque es como el fundamento, la base, del
libre albedrío. Diríamos que la llama así en virtud de una analogía attributio-
nis.
El hombre lleva dentro de sí un deseo insatisfecho de felicidad que está
dirigido hacia el bien en general. Este deseo actúa como una fuerza, una ener-
gía que mueve a la voluntad en sus distintas actividades y la hace elegir tal o
cual objeto porque está de acuerdo con esa tendencia suya. Si tal tendencia
no existiera dentro de la voluntad, .y esta fuera pura indiferencia, como pien-
sa Julián, pura receptividad sin una determinada estructura dirigida hacia el
bien, nunca se decidiría la voluntad para un acto determinado por no existii
un nexo, un lazo de unión entre la facultad volitiva y el objeto que se le pre-
(25) Id. V, 42.
(26) Id. V. 46. 49. 65.
(27) Id. V, 62. 56. 57. 59. 60. 61.
(28) Id. V, 42.
(29) Cfr. nota (12).
(30) Id. VI, 26.
13
senta. En efecto, si la potencia de la voluntad no tuviese su objeto específi-
co y fuese indiferente frente a cualquier objeto, nunca se actuaría, por fal-
tarle a la potencia su objeto correspondiente, que la puede actuar. Pero esto
no sucede, porque la voluntad no es pura indiferencia sino que está esencial-
mente dirigida hacia el bien como tal. He ahí por qué puede la voluntad ele-
gir los más diversos objetos que en sí representan de alguna manera un bien,
sin estar obligada a elegir un bien determinado hasta que encuentre aquél ob-
jeto al cual se entregará con todas las fuerzas de su potencia porque la llena-
rá por completo.
Nos parece que Agustín puede llamar iiberum arbitrium a esta tenden
¿ia hacia la felicidad porque constituye el fundamento para la actividad vo-
litiva en cuanto la hace posible. Son pocos los lugares en los que Agustín de-
signa a esa tendencia con el nombre de Iiberum arbitrium (31) . Generalmente
lo usa para designar aquello que nosotros llamamos de la misma manera, a
saber, aquella facultad con la cual el hombre hic et nunc prefiere un bien
concreto a otro, inclinándose hacia el uno y rechazando el otro. Pero esto no
quita que —según nuestra opinión— la doctrina acerca de la voluntad como
tendencia hacia el bien constituya la clave para comprender la doctrina de
Agustín acerca de la voluntad libre. Queremos por eso, de nuevo, resumir bre-
vemente la doctrina de la voluntad libre en Agustín como nosotros la vemos,
aunque tengamos que repetir cosas ya dichas.
Con la voluntad libre está inseparablemente unida la tendencia hacia la
felicidad quo beati esse volumus (32) . Para conseguirla debemos vivir bien,
bene vivere o bene agere. Bajo estas expresiones Agustín entiende una vida
objetivamente buena, es decir según la voluntad de Dios. En el capítulo si-
guiente, al hablar del pecado original y sus consecuencias, diremos qué es es-
ta vida objetivamente buena en concreto, según Agustín. Baste decir aquí que
ese bene vivere no puede ser conseguido por el hombre, según Agustín, sin la
gracia de Dios. Hoc Iiberum arbitrium adiuvatur per Dei gratiam, ut quod na-
turaliter volumus, hoc est, beate vivere, bene vivendo habere possimus (33) .
Agustín concibe la gracia que influye en la voluntad, sobre todo como
caritas, amor Dei, como explicaremos en otro capítulo. En virtud de esta ten-
dencia hacia el bien que pertenece a la estructura esencial de la voluntad,
ésta puede ejercer actividades concretas, pues busca en la realidad concreta
aquel bien que satisface a aquella tendencia.
Cuando está bajo el influjo de la gracia, de la caritas, el bien concreto ele-
gido coincide con un bien objetivo. De ese modo la gracia hace que pueda
vivir bien y conseguir así el vivir siempre felizmente; por el vivere bene me-
diante la gracia llegará al beate vivere en el cielo. Pero cuando no tiene la
gracia, también debe buscar la satisfacción de aquella tendencia de su volun-
(31) Id. VI, 11. 12. 26. Santo Tomás en su obra De Veritate, q. 24, a. 1, ad 20 lla-
ma también a este impulso hacia la felicidad ‘‘libera voluntas”. Dice:
...Habemu8 ergo respectu eius liberam voluntatem, cum necessitas natura-
lis inclinationis libertati non repugnet...
(32) Id. VI, 26.
(33) Id. VI, 26.
14
tad. No pudiendo elegir un bien objetivo en el sentido de Agustín, la satis-
facerá eligiendo un objeto que subjetivamente se le presente como tal.
Lo que interesa a la voluntad como tal en su esfera experimental vital,
es el bien subjetivo. El bien objetivo le interesa bajo el aspecto ontológico,
en cuanto solamente él puede realmente satisfacerla definitivamente. Lo que
la voluntad apetece bajo el punto de vista psicológico-vital es el bien subje-
tivo. La gracia tiene que hacer que tal bien se identifique con el bien obje-
tivo. Si por falta de gracia no resulta así, ni la actividad psicológica de la vo-
luntad, ni su estructura ontológica, experimentan por eso un cambio. Tam-
bién en ese caso la voluntad apetecerá aquel objeto que subjetivamente le
gusta, aunque objetivamente considerado sea un mal. Debemos recordar aquí
todo lo que dijimos acerca de la libertad de los ángeles, santos y condenados.
¿Cuándo actúa entonces el hombre libremente? Cuando capta un objeto
que no está en desacuerdo con la tendencia de su voluntad subjetivamente
considerada, hacia la felicidad. Así la voluntad libre, como tendencia hacia la
felicidad, es el fundamento y la base de las actividades de la voluntad libre
en el sentido corriente (34) .
Como se ve, para Agustín el punto de partida para explicar el concepto
de la voluntad es su estructura ontológica como tendencia hacia la felicidad.
Partiendo de aquí explica sucesivamente la facultad y sus actividades. En Dios
esta tendencia no existe formalmente como tendencia, sino como eterna, per-
fecta actualización. La voluntad divina se identifica con el bien objetivo su-
premo, la esencia divina. En las criaturas, al contrario, esta voluntad se en-
cuentra como tendencia no actualizada sino por actualizar. Hay que satis-
facerla por medio de una actividad conforme a dicha tendencia. La voluntad
obra conforme a su manera de ser cuando capta un objeto que, por lo menos
subjetivamente, es un bien para ella.
Agustín toma a la voluntad, podríamos decir, de dos maneras: como ten-
dencia hacia la felicidad y como facultad que trabaja para satisfacer tal ten-
dencia. La primera concibe a la voluntad como algo estático, permanente, que
espera su actualización; la segunda, como algo dinámico, que con su actividad
quiere satisfacer aquella tendencia. En ambos casos estamos frente a la mis-
ma voluntad, una vez tomada como potencia fundamental básica, la otra co-
mo un camino para actuar a la potencia. El punto de partida de la investi-
gación de Agustín no lo constituye la voluntad como facultad de elección sino
la voluntad en su estructura ontológica como tendencia hacia la felicidad. La
facultad de elección es, por decirlo así, algo accidental para la voluntad con-
siderada como el poder de decidirse entre dos objetos concretos. Esta facultad
es algo accidental y necesariamente presente en la voluntad únicamente mien-
tras ésta no haya encontrado aquel bien concreto que la llena por completo.
Ya dijimos que en tal caso la voluntad abrazará necesariamente ese bien sin
que dicha necesidad implique falta de libertad.
Contrariamente a Agustín, Julián concibe a la voluntad solamente como
(34) J. Mausbach, Die Ethik des Hl. Augustinus, II, 256. Herder, Freiburg im Br.
1929, 2a. ed. augm.
15
facultad de elección. Para que sea facultad de elección y por eso libre, la vo-
luntad debe tener siempre el poder de elegir tanto el bien como el mal, sin
limitación en cuanto a los objetos. Siempre debe permanecer en la voluntad
esta libertad de elección. Agustín, al contrario, no concibe a la voluntad esen-
cialmente como libertad de elección sino como una facultad en la cual apa-
rece esta libertad de elección mientras no haya conseguido su último bien de-
finitivo. Libertad de elección significa también para él indiferencia activa fren-
te a los bienes concretos que no son el bien concreto último definitivo, por-
que frente a éste se acaba, según Agustín, la libertad de la elección. Pero no
termina la libertad, como cree Julián para quien no puede existir libertad
donde no se puede al mismo tiempo elegir lo contrario.
Según Agustín la voluntad no puede dejar de desear y amar el último
bien concreto definitivo. Habiéndolo conseguido no puede ya dejarlo para
elegir otro bien. Infaliblemente lo abrazará con todas las fuerzas de sus po-
tencias; ya no puede dejarlo porque no quiere. Libremente lo aceptará para
siempre con una libertad que podríamos llamar libertad plena, perfecta, ac-
tualizada totalmente.
II PECADO ORIGINAL Y LIBRE ALBEDRIO SEGUN S. AGUSTIN
La libertad de Adán en el Paraíso era, según Agustín, como la del án-
gel que aún no había conseguido la bienaventuranza eterna. Adán pudo pecar
porque era criatura, pero no debió pecar (“j . La definición de voluntad de
Julián: voluntad es posibilidad para lo bueno y lo malo, sería aplicable lite-
ralmente a Adán (36) , si bien Agustín seguramente no habría hecho válido para
Adán lo que Julián entiende bajo tal definición.
Cuando se sostiene que la naturaleza humana dé Adán fue creada de
tal manera que era capaz de bien y de mal, no se debe por eso negar que ella
hubiera podido llegar a un estado en que solamente habría sido capaz de hacer
el bien. Ella debía alcanzar esa perfección no pecando. Si ya es un bien poder
no pecar, aunque se pueda pecar, es un bien mayor no poder ya pecar. Esoi
debía merecerlo el hombre por sus acciones aquí en la tierra. Por el buen uso
de ese bien menor, a saber la libertad que deja aún la posibilidad de pecar,
debía merecer ese bien mayor que es la libertad que excluye la actual po-
sibilidad de pecado (37) .
Dios no constriñó a Adán a conservar la buena voluntad con que lo
creó. Adán tenía en su poder permanecer para siempre en esa buena voluntad
o transformarla en una peor, como realmente hizo. El mandamiento que Dios
dio al hombre, podía ser observado por éste sin esfuerzo, o transgredido. Sólo
que la observancia no terminaría sin mérito, ni la transgresión sin castigo (M) .
(35) Op. Imp. V, 38.
(36) Id. V, 40; cfr. V, 61. 54.
(37) Id. V, 58.
(38) Id. V, 61; VI, 15.
16
Por eso no tachamos de heréticos, en modo alguno —advierte Agustín—, a aque-
llos que sostienen que el justo Dios ha creado al hombre libre para el bien.
Al contrario, Adán íue creado así (39) . Adán poseyó tal volunt. d libre, que
libremente pudo perpetrar un sacrilegio o dejar de hacerlo, libremente pudo
cometer o no un asesinato de un pariente, obedecer a Dios que mandaba o al
demonio que persuadía (*°) . Si Adán empero no hubiese pecado, aunque pu-
diera pecar, como premio se le habría dado no poder ya más pecar, bajo una
más grande felicidad (41) . La naturaleza humana está ahora por lo tanto de-
teriorada... no trajo la culpa la naturaleza humana, sino el pecado de Adán,
a quien fue planteada la corrupción de la naturaleza como pena. El pee do
de Adán fue pues perfectamente libre. Pudo cometerlo o no (*2) .
Puesto que Adán no fue creado de tal manera que pudiese pecar un
castigo, no es extraño que como pena por su pecado perdiese su justicia origi-
nal y no pudiese más obrar rectamente. Incluso no es de maravillarse que poi
caída una de las buenas obras anteriores a su caída no consiguiese ese gran don
gracias al cual no se podría en modo alguno pecar más; porque Adán no obró
hasta el fin de su tiempo de prueba en la práctica de la justicia. Con .odo debía,
ya en esta vida, recibir sin la muerte lo que los santos obtienen después de la
muerte en el cielo (43) .
La situación original de Adán es llamada, por eso, por Ambrosio umbra
vitae. Adán pudo caer de ella, pero no obligado, y por tanto libremente. Nos-
otros, en cambio, peregrinamos ahora in umbra mortis y somos liberados de esa
sombra de muerte sólo por la gracia de Cristo y no por nuestro mérito (**) .
Debido a que Adán era libre para hacer el bien y el mal, no se le pudo aplicar
la frase del Apóstol a los Romanos 7, 19: “No hago el bien que quiero, sino e!
mal que aborrezco” (45) .
A Adán es aplicable esa definición de pecado según la cual éste es la
voluntad de hacer o guardar lo que la justicia prohíbe, definición que supone
a la voluntad libre también para no poner la acción. Porque en Adán no ha-
bía nada que lo empujase al pecado y le permitiese exclamar "no hago el bien
que quiero, sino el mal que aborrezco’’. Adán obró libremente lo que prohíbe
la justicia, y libremente hubiera podido dejarlo. La acción de Adán fue por lo
tanto sólo pecado y no pena del pecado, ni pecado y pena del pecado simultá-
neamente. También otros hombres —agrega Agustín— pueden hacer actos que
sean solamente pecado —a saber los hombres salvados— y a pesar de eso no son
tan libres como lo fue Adán cuando cometió el pecado (4®) .
La pregunta ahora es: ¿puede alguien, en nuestro caso Adán, por un pe-
cado, perder la libertad para el bien?, y la libertad sólo para el mal, que queda.
(39) Id. II, 7.
(40) Id. III, 109. 110.
(41) Id. VI, 5.
(42) Id. VI, 10.
(43) Id. VI, 12.
(44) Id. VI, 12.
(45) Id. VI, 13.
(46) Id. I, 47.
17
¿es verdadera libertad? Agustín mismo precisa esa cuestión cuando se dirige en
la siguiente forma a Julián:
...Ínter nos quaestio verteretur, utrum malo usu liberi arbitrii, cum quo
homo creatus est, vitiari potuerit ista libertas, ne ad bene vivendum, qu;
male vixit, esset idoneus, nisi gratiae virtute sanatus;... invenimus... homi-
nem dicentem: "non quod volo fació bonum, sed quod nolo malum, ago "
(Rom. 7 , 19). In quibus verbis evidenter apparet, liberum arbitrium in malo
usu suo esse vitiatum... Sed hoc vos non vitiatae in primo homine naturae
humanae, sed malae consuetudinis cuiusque tribuitis, quam sibi praevalen-
tem volens nec valens homo vincere suamque libertatem ad bonum perfi.
ciendum integram non inveniens, dicere ista compellitur... (47) . Y refirién-
dose a la misma frase de S. Pablo ya citada, Agustín comenta:
Quem vos non vultis vitiata origine, sed praevalente mala consuetudine la-
borare; ac sic etiam vos fatemini liberum arbitrium male se utcndo, posse
deficere; et non vultis illud tam grandi peccato, ut omni mala consuetudine
fuere majus et pejus, vitiari potuisse in humana natura liberum arbitrium;
in qua depravando malam consuetudinem tantum dicitis posse, ut se perfi-
cere bonum clamet homo velle, nec posse. (**) .
En otro lugar dice Agustín: ...Sed hic etiam persistenti tibi atque asseveranti
libertatem bene agendi seu male, suo malo usu perire non posse, respon-
deat beatus Papa Innocentius, Romanae antistes ecctesiae; qui rescnbens in
causa vestra episcopalibus conciliis Africanis: "Liberum arbitrium olim Ule
perpessus, dum suis inconsultius utitur bonis, cadens in praevaricatioms
profunda demersus, nihil, quemadmodum exinde surgere posset, invenit;
suaque in aeternum libertatem deceptus, huius ruinae latuisset oppressu,
nisi eum post Christi pro sua gratia relevasset adventus”. Videsne quid sa-
piat per ministrum suum fides catholica? Vides possibilitatem standi et ca-
dendi sic habuisse hominem, ut si cecidisset, non eadem possibilitate, qua
ceciderat, surgeret, culpam sel. sequente suplicio. Propter quod Christi gra-
tia, cui miserabiliter estis ingrati, quae iacentem revelaret, advenit.
In alia quoque epístola, quam vobis ipsis scripsit ad Numidas: "ergo, inquit,
Dei gratiam conantur auferre, quam necesse est, etiam restituía nobis status
pristini libértate, quaeramus”. Audis restituí libertatem, et non periisse con-
tenáis; atque humana volúntate contentus divinam non petis gratiam, quam
libertas nostra etiam in statum pristinum restituía sibi esse necessariam in-
telligit... (49) .
Puesto que el hombre se puede causar la muerte por sus propias fuerzas
pero no puede volver a darse la vida, no es tan sin sentido admitir que Adán
por su propia fuerza destruyó la libertad de su voluntad para el bien sin que
pudiese volver a darse esa libre voluntad por sus propias fuerzas (50) . La na-
turaleza que ha pecado y perdido su libertad en Adán, peca, ahora también,
de otra manera que como pecó en el paraíso (51) . Sin la gracia no puede evi-
(47) Id. VI, 13; cfr. VI, 11. 17; I, 67. 69. 91. 106.
(48) Id. VI, 12; cfr. n. 13.
(49) Id. VI, 11.
(50) Id. VI, 12. 16.
(51) Id. V, 28; cfr. V, 61.
18
ur ahora el pecado (M) . De Dios era la buena voluntad libre. Solo El puede
ahora restituir lo que se perdió por el pecado de Adán (aJ) .
Es cierto que el hombre posee también una libertad que no le puede
ser quitada ni él puede perder. Es aquella libertad de la voluntad por la que
todos queremos ser felices. Pero ella no basta para ser verdaderamente teli-
ces ya que no lo coloca en situación de poder verdaderamente obrar bien, ma-
nera como podría alcanzar realmente la bienaventuranza (M) .
Agustín sostiene pues efectivamente que por el pecado de Adán se perdió la
libertad para el bien. Con eso se coloca en directa contradicción con Julián,
según el cual la libertad incluye esencialmente posibilidad para el bien y el
mal. Por eso ataca Julián la enseñanza de Agustín sobre el pecado original y
la gracia tan vigorosamente, acusándolo de destruir el libre albedrío hum -
no.
Según Agustín el libre albedrío no resulta de ninguna manera des ruido,
como mostramos en el capítulo precedente, porque su concepto de iibertad
no es esencialmente la posibilidad dada para el bien y el mal. En esto insiste
expresamente en el mismo lugar en que cita al Papa Inocencio como .estigo
de que una perdida libertad es restituida por la gracia. Si, en verdad, sólo
hubiese libertad donde se da posibilidad para el bien y el mal voluntarios.
Dios no sería libre, puesto que El no puede pecar (55) . Vamos a citar ahora
algunos pasajes en los que Agustín expresamente sostiene que por el pecado
de Adán no se perdió la entera libertad humana, sino sólo la libert d para e!
bien. Dichos pasajes deben ser traídos a colación cuando en el curso de la
controversia con Julián nos topamos con textos en los que atirira que la li-
bertad humana fue destruida por el pecado de Adán. En ellos Agustín dice
que se perdió aquella libertad que Adán poseyó en el paraíso, a saber la It
bertad para el bien y el mal. Pero no quiere decir que el hombre no sea en
general libre. La libertad para el mal permanece. La enseñanza de Agustín
difiere del cielo a la tierra de la de Lutero, según quien por el pecado origi-
nal se perdió toda libertad. Para Agustín el hombre es realmente libre, aun-
gue sólo en el mal. Pero porque es libre —libre en el mal— es respons ble de
sus actos.
Quis nostrum dicat —opone a Julián—, quod primi hominis peccato perierit
liberum arbitrium de genere humano ? Libertas quidem periit per peccatum,
sed illa, quae in paradiso fuit, habendi plenam cum inmortalitate nistitiam:
propter quod natura humana divina indiget gratia, dicente Domino in
Evangelio suo: “Si vos Fitius liberaverit, tune vere liberi entis” (Jn. 8, 36) ,
ulique liberi ad bene iusteque vivendum. Nam liberum arbitrium usque
adhuc adeo in peccatore non periit, ut per eum peccent, máxime omnes,
qui cum delectatione peccant et amore peccati, et eos placet quod libet eos...
(52) Id. V, 29.
(53) Id. V, 61; cfr. 76. 79. 80. 82. 83. 84. 86.- 88. 90. 94. 104. 105; III, 101. 105.
109. 110. 115. 118. 120. 163. etc.
(54) Id. VI, 12. 11.
(55) Id. VI, 11.
19
quia nec liberum in bono erit, quod liberator non liberaverit ; sed in malo
liberum arbitrium habet, cui delectationem malitiae vel occultus vel rrw*
nifestus deceptor insevit vel sibi ipse persuasit... si iam in aetate sunt, ut
propnae mentís utantur arbitrio , se in peccato suo retinentur volúntate et
a peccato in peccatum sua volúntate praecipitantur... Sed haec voluntas quae
libera est in malis quia delectatur malis ideo libera in boms non esi... Nec
potest homo bom aliquid velle, nisi adiuvetur ab eo... (“) .
Estas palabras de S. Agustín en su obra Contra duas epist. Pelagianorum,
citadas por Julián en su contra, son reconocidas por él como conformes con
su idea.
También es interesante este pasaje porque muestra el gran significado
que tiene el elemento placer en la doctrina de la voluntad de Agustín. Lo in-
dicamos ya en el capítulo precedente. La voluntad es libre en el mal, el mal
le agrada, quae libera est in malis, quia delectatur malis (57) . O en otro lugar:
Sunt enim quos peccare ita delectat, ut noíint oderintque justitiam (M) . Para
Agustín la prueba de la libertad parece estar en que el acto agrada a la ca-
pacidad de querer de alguna manera. Porque la voluntad no se dirigiría libre-
mente a su objeto si éste no correspondiese a su deseo de felicidad, sea que
dicho objeto sea propiado en verdad objetivamente para colmar ese deseo, o
solo subjetivamente.
En otro lugar Agustín dice: ad malum líber est, qui volúntate agit mata,
aut opere aut sermone aut certe sola cogitatione: hoc autem grandioris aeta-
tis homo quis non potest ? Ad bonum autem líber est, qui volúntate bona
agit, efiam ipse aut opere aut sermone aut certe sola cogitatione: sed hoc
sine gratia Dei nullus hominum potest. Quod si dicis aliquem posse, contra -
dicis etiam illi, qui dixit: ”Sine me nihit potestis facere”; " non quia idonei
sumus cogitare aliquid ex nobismetipsis, sed sufficientia nostra ex Deo
est... (59)
El pecado original está en el hombre desde su nacimiento. Cuando el
hombre crece, comienza a aparecer, esto es, cuando a los necios es necesaria la
Sabiduría y a les concupiscentes la continencia (60) . Cuando a ese pecado ori-
ginal se agrega el uso de la voluntad que los niños aún no poseen, entonces
produce, como un árbol, otros pecados (81) .
Tú, Julián, has sostenido antes, que las cosas que desde el comienzo per-
tenecen a la naturaleza no pueden perderse por los hechos de la voluntad. De-
(56) Id. I, 94.
(57) Id. I, 94.
(58) Id. VI, 11.
(69) Id. III, 120. Y en I, 99 dice: ...Tu nega dixisse Apostolum: " cum essetis serví
peccati, liberi fuistis iustitiae”’ ... Si autem non andes, nega, eos, quibus
hoc dicit, habuis8e in malis liberam voluntatem, quando fuervnt liberi ius-
titiae: aut habuisse liberam in bonis, quando fuerint servi peccati...
(60) Id. I, 47.
(61) Id. II, 105.
20
ben permanecer siempre en la substancia de la naturaleza. Por tanto, el libre
albedrío que Dios dió por la creación al hombre, no puede perderse. Los bie-
nes naturales no pueden, según tú, ser aniquilados por las malas acciones de
la voluntad. Nosotros, por lo tanto, enseñaríamos monstruosidades, puesto que
sostendríamos que el mal voluntario, el pecado, no se puede perder, pero el
bien natural sí. Pero no decimos eso en absoluto. Según nosotros tanto un bien
natural como el mal pueden perderse. Pero el mal hecho por la voluntad, pue-
de ser extirpado solo por el perdón de Dios o por la voluntad del hombre li-
berada y preparada para eso por Dios. Cuando tú, empero, sostienes que por
la voluntad podíamos perder solo bienes para la voluntad, pero no bienes per-
tenecientes a la naturaleza, te contradices puesto que admitiste que por el pe-
cado de Adán se perdió la inocencia original; un bien natural (se perdió) poi
un acto voluntario malo ( voluntarium malum) . Y eso que esa inocencia es un
bien mayor que la voluntad, el liberum arbitrium, porque ella es un bien
simpíiciter, el libre albedrío, en cambio puede ser bueno o malo. Dicha ino-
cencia es un gran bien natural. El primer hombre fue creado con ella. Según
nosotros, cada hombre también debiera nacer con ella. Sin embargo, el hom-
bre puede, también según tú mismo, por su voluntad perder esa inocencia.
Pero no puede por su voluntad reconquistarla, porque en verdad por su pro-
pia fuerza puede hacerse culpable, contraer un "reatus” pero no quitárselo.
Dios puede hacer desaparecer la culpa y devolver la inocencia. Si aceptas eso.
¿por qué no crees que también la Dueña voluntad puede perderse por un acto
de voluntad, pero no puede ser devuelta sino por la voluntad divina? Según
tu falso concepto el hombre no podría ser más libre, si él no pudiera ya va-
riar los movimientos de su voluntad — e.d. si ya no pudiera hacer más el bien
y el mal. No te das cuenta de que con tal concepción niegas la libertad a Dios
y a nosotros, cuando estemos con El en el cielo. Entonces no podremos v** cam-
biar nuestros actos de la voluntad de manera oue queramos ahora el bien v
lueeo el mal. Y sin embarco, cuando ya no podamos servir al pecado, seremos
más felices y libres— como Dios, oue tampoco puede servir al pecado. Con la
sola diferencia que Dios no lo puede en virtud de su naturaleza y nosotros en
virtud de su gracia («2) .
Este pasaje es importante también porque nos muestra lo oue Agustín en-
tiende por bienes naturales. Para él es bien natural todo aquello que poseyó
la naturaleza desde el comienzo. Visto así, también la inocencia del primer
hombre es un bien natural pese a que según los conceptos modernos es algo
sobrenatural. Por tanto bajo inocencia natural se designa aquí el don de las
gracias de nuestros primeros padres. Agustín dice que esa inocencia original
se perdió por el pecado de Adán y advierte que según los pelagianos cada hom-
bre nace con ella. La doctrina nelagian-i era en efecto oue los niños recién na-
cidos están en la misma situación que Adán antes de la caída. Agustín entiende
entonces bajo esa inocencia el don sobrenatural de la gracia de Adán. Si se pier-
de, sólo Dios puede devolverla, en cuanto perdona el pecado y extirpa la cul-
pa. Pero si esa inocencia puede perderse por un acto de voluntad, tanto más
(62) Id. VI, 19.
21
la voluntad para el bien, que en la escala de los bienes está por debajo de esa
inocencia. Sólo la gracia de Dios puede entonces devolver al hombre la buena
voluntad, sin que por eso se niegue que el hombre —también entonces— per-
manece libre, aunque solo le quede la voluntad para el mal. Nuevamente, pues,
Agustín se refiere a la definición de Julián que sostiene que donde no hay
libertad para el bien y el mal no hay libertad alguna. Se da también libertad
donde no se puede hacer sino una cosa, ya sea el bien —Dios, ángeles y san-
tos—, ya ser el mal — demonio, condenados, y los que sin estar aún redimidos
tienen el pecado original. Mas estos últimos pueden recuperar por la gracia la
capacidad para el bien. Pero porque el hombre aún no redimido, con pecado
original, es libre, sus pecados son verdaderamente pecados. Se diferencian del
necado de Adán en que éste pudo no cometer el pecado mientras que el hom
bre con pecado original no. A pesar de eso los comete libremente, porque es
libre en el mal: pero los comete con una cierta necesidad, porque no puede
dejarlos f®3) . Los pecados de los hombres aún no redimidos son pecado y cas-
tigo del necado, y por lo t^nto inevitables sin la gracia: mientras que los pe-
cados de los hombres justificados son únicamente pecado, como el pecado de
Adán, v por lo tanto evitables (**) . Pero esa necesidad que yace en la inevita-
bilidad, no contradice a la libertad, el hombre permanece responsable por
su pecado v sus acciones son punibles l'65') . Pero no podemos evitar el mal por
las nrooias fuerzas v sin la ayuda de Dios. Si, según Julián, la voluntad posee
es~ fuerra, entonces hay oue atribuirle, según Agustín, el poder de evitar las
tentaciones. Ahora bien, si fuera así, no tendríamos necesidad de pedirlo a
Dios. Es cierto que se dice en el Ps. 36,27: "Apártate del mal”, palabras con
las oue el salmista nos invita a apartarnos del crimen, sin embargo el Apóstol
dice: "rogamos a Dios a fin de que no hagáis el mal”, aunque también habría
podido decir: “os mandamos que no hagáis el mal” J86) . La gracia de Dios
debe, ñor lo tanto, dar a la voluntad el no hacer el mal.
Antes de investigar más de cerca cómo debe entenderse, de acuerdo con
el pensamiento de Agustín, la libertad para el mal .y la carencia de libertad
para el bien, debemos erar aquí lo que Seeberg f67) escribe de la libertad del
hombre caído ñor el pecado original, según Agustín.
"El resultado de nuestro examen es que ya por el primer pecado Adán se
hizo pecador v la raza descendiente de él llegó a ser pecadora, o una massa
berditinnis. Tanto lo uno como lo otro sucedió debido a que Dios colocó la
acción pecaminosa de Adán bajo el castigo de la concupiscencia pecaminosa.
P omo consecuencia pesa sobre el género humano la misera necessitas peccan-
di. Pero pese a todo se puede hablar aún de un liberum arbitrium también en
los pecadores, solamente que no en el sentido de la pelagiana possibilitas utritis-
que partís, puesto que el hombre no puede ser simultáneamente árbol bueno
y malo. Puesto que en lo que se refiere al bien y al mal se trata de una orien-
(63) Id. V, 28.
(64) Id. I, 47.
(66) Id. I, 106; cfr. I, 106, y Mausbach, op.e., II, 208 ss.
(66) Id. III, 109.
(67) R. Seeberg, Lehrbuch der Dogmengeschichte. Leipzig2 (1910) II, 612 ss.
22
tación de la voluntad y no solo de actos singulares, y que Dios hace corres
ponder dicha orientación a un estado natural de pena, el hombre no puede
ya querer en un momento el bien y en otro el mal. Se perdió la Libertas del
paraíso: habere plenam cum mstitia inmortalitatem, porque esa libertad (ii-
beri ad bene iusteque vivere) sólo está allí gracias a la acción de la gratia, de
la que carece el pecador. Pero se le ha dejado la libertad de pecar con propia
voluntad. Peccato Adae arbilrium liberum de homimim natura periisse non
dicimus, sed ad peccandum valere... ad bene autem pieque vivendum non va-
lere nisi ipsa voluntas hominis Del gratia fuerit liberata. (c. duas ep. Peí. II. 5.
9; op. imp. I. 94) .
En consecuencia podremos decir que la necesidad de pecar resulta de que
la concupiscencia influye sobre la voluntad y ésta, debido a que es debilitada
por aquella orientación contraria, consiente con ella. Es una necesidad psico-
lógica, que es sin embargo tan irresis’ible porque el orden penal de Dios se
realiza en ella. Per malura velle perdidit bonum posse. Esta necesidad no debe
sin embargo, de ningún modo, entenderse en el sentido de un determinismo
físico o metafísico. Por el contrario, la libertad psicológica es reconocida por
Agustín incluso a los pecadores. El pecado es, por cierto, un acto de la volun-
tad (op. imp. 1,94) , por lo que los niños recién nacidos no pecan (pecc. mer.
et rem. I. 35, 65) , es el volentis assesus el que convierte la concupiscencia en
pecado, como es cierto respecto a los regenerados, pero ocasionalmente también
es sostenido respecto a los no regenerados (c. Jul. VI, 15,47). En este sentido
psicológico la voluntad es libre. Ella puede elegir bajo el acicate de la concu-
piscencia, temporalmente puede vencerla..., mas, como por otro lado la na-
turaleza del hombre está sometida a la concupiscencia, éste no puede superai
esa esfera por sí mismo, porque debería hacer algo sobrenaturalmente, e. d.,
pasar más allá de la barrera que Dios le ha marcado a causa del pecado. Haec
voluntas, quae libera est in malis, ideo libera in bonis non est (c. duas ep. Peí.
1. 3, 7) . Nemo liberum ad agendum bonum sine adiutorio Dei (op. imp. III. 109)
Así se entiende plenamente cómo Agustín puede afirmar en los pecado-
res tanto la necessitas peccandi como el liberum arbitrium. Desde que ha con-
servado también como pecador la voluntad natural, permanece en él la li-
bertad psicológica de la voluntad. En esto Agustín y Peí. gio son de la misma
opinión. La diferencia está en que Pelagio (y Julián) no conoce otra libertad
que la libertad psicológica de elección. El no sabe nada de la amplia autode-
terminación del hombre para una orientación que domina todo el sistema de
sus acciones, y la determinación de cada acto de la voluntad del individuo
por la tendencia de una comunidad tampoco le es familiar. Desde este punto
de vista se abre en cambio para Agustín una nueva esfera de la libertad que
para los pelagianos es incomprensible e inaccesible. Agustín no piensa, al ne-
gar la libertad de la voluntad de los pecadores, como los pelagianos, en una
anulación de la libertad natural o en general de la función de la voluntad,
sino que piensa que el pecador se convirtió en prisionero de su propia auto-
determinación y no puede salir de ella, porque en ella se realiza el orden de
Dios. Y piensa, en seguida, que la continuidad del desarrollo del género hu-
mano somete a todos los hombres a una orientación común que arrastra a ca-
23
da hombre a su circulo de atracción, pero de tal manera que el hombre con-
siente con su propia voluntad en tal orientación. Y él es, finalmente, de la
opinión que esa desorganización natural interior de la vida humana, despoja
al hombre tanto de la luz interior como de la orientación de la voluntad que
le fue dada, y con eso lo hace incapaz de oponerse al dominio de la concu-
piscencia pecaminosa.
Pero todas esas líneas de pensamiento tienen su punto central en la au-
todeterminación espiritual del hombre y de la humanidad. Que la concupis-
cencia lo seduzca siempre a nuevos pecados, es posible sólo por la perversa
actitud espiritual que él ha dado y da a su voluntad. En tanto que Dios lo so-
mete a esa concupiscencia o a esa pena del pecado, se encuentra con su querer
desterrado en la esfera de la concupiscencia, no es libre en lo concerniente a
lo que está fuera de esa esfera. Y eso es tanto más comprensible cuanto que la
ignorancia dejada por el pecado lo ciega respecto a la esfera espiritual. No pue-
de entonces la sensualidad con su apetito mover, determinar por sí sola a la
voluntad hacia el mal, como pretendía Pelagio, sino que eso sucede en cuanto
la voluntad se ha determinado a sí misma hacia el mal y de esa manera, por
su propia culpa, está sometida por la justicia divina a ese influjo”. Hasta aquí
Seeberg.
Estas conclusiones de Seeberg arrastran más o menos nuestra adhesión.
Sólo debemos notar que ese libre albedrío de la voluntad para el mal, en esa
esfera del mal que la voluntad no puede traspasar sin la ayuda de la gracia
tal vez puede ser clarificado aún más perfectamente a partir de la doctrina
agustiniana acerca de la ordenación de la potencia volitiva al bien, a la feli-
cidad. I.a voluntad está orientada al bien, y debido a que por el necado origi-
nal v sus consecuencias la voluntad perdió su dirección hacia el bien, el bien
objetivo, v en el hombre se desencadenaron las fuerzas pecaminosas, el bien
objetivo va no es un bien anetecible. Hasta su liberación por la gracia sólo el
mal aparecerá a la voluntad como un bien apetecible, e. d., un objeto no en
su orientación hacia Dios, sino en su orientación hacia el hombre mismo y su
propia satisfacción.
III LA CARENCIA DE LIBERTAD FRENTE AL BIEN MORAL COMO
- CONSECUENCIA DEL PECADO ORIGINAL
Por el pecado original el hombre perdió la libertad para hacer el bien.
Le quedó la libertad para hacer el mal y solamente la gracia de Cristo puede
restituirle la otra libertad perdida para hacer el bien. A tal resultado llega-
mos en el capítulo anterior. Ahora debemos precisar con más exactitud qué
entiende Aeustín por esa libertad que capacita al hombre solamente para hacer
el mal. ¿Quiere acaso afirmar únicamente que el hombre no puede con ella
realizar ningún acto sobrenatural que conduzca a la felicidad eterna por ca-
recer de la avuda de una gracia sobrenatural? ¿o quiere afirmar también que
el hombre con dicha libertad no puede hacer ningún acto naturalmente ho-
nesto? Y si es así, ¿cómo se diferencia su doctrina de la de los Reformadores
condenada por la Iglesia?
24
En el 5*? libro de "Cwitas Dei” (año 413-426) Agustín habla explícita-
mente de las virtudes de los paganos. Dios con su providencia dirige los cami-
nos de las naciones; dirigió también el desarrollo del imperio Romano. Los
romanos se aseguraron la ayuda de Dios en sus empresas, porque vencieron
los bajos deseos materiales por medio de aquellos más nobles de libertad, glo-
ria y poder. Bajo este aspecto hicieron cosas maravillosas, dignas de alabanza.
Entre los antiguos romanos existieron hombres de grandes virtudes y de sus
hechos podemos sacar importantes enseñanzas para nosotros.
Sin embargo, virtudes verdaderas existen solamente allí donde se adora
al verdadero Dios y el verdadero culto a Dios nos enseña a atribuir todas las
virtudes, también las más nobles, a la ayuda divina. En este sentido estricto las
virtudes de los romanos no fueron verdaderas virtudes. Mas, aunque aquella
virtud que sirve a la gloria humana no es verdadera virtud, es sin embargo
muy valioso para la sociedad humana, que en ella se ejerzan las virtudes co-
mo tales (®8) .
Agustín parece admitir en el libro citado la existencia de verdaderas
virtudes morales de los paganos negando, eso sí, que sean verdaderas virtudes
en el sentido cristiano por faltarles la ordenación hacia el verdadero Dios (®®) .
Pero, ¿mantuvo Agustín esa doctrina en sus escritos contra Julián? Para éste,
las virtudes de los paganos son verdaderas virtudes. Siendo el alma racional
causa de las virtudes, éstas son iguales en todos los hombres. Se diferencian
solamente por la finalidad que el hombre libremente les da y ésta las diferen-
cia no en su ser y hacer sino por el premio que reciben (70) .
Tanto lo bueno como lo malo depende según Julián del libre albedrío
humano. No admite gracias sobrenaturales elevantes, ni tampoco un pecado
original. Frente a la virtud todos los hombres se encuentran en la misma si-
tuación. Por eso Julián no duda en equiparar la virtud de la constancia de los
paganos y la de los mártires. Paganos y cristianos sufrieron por sus conviccio-
nes las torturas más espantosas. El terreno del cual brotó la constancia de
los paganos no difiere de aquel del cual brotó la constancia de los márti-
res (71). Las dos virtudes, como virtudes, son iguales. Se diferencian solamente
en que, a causa de la finalidad que la voluntad les imprimió, una es mérito-
ria y la otra no. Pero el fin no puede convertir una obra que en sí es buena,
en una obra mala. Según Agustín, el fin cambia la moralidad de un acto. El
hombre también peca si realiza algo en sí bueno y permitido con mala inten-
ción (72).
Cuando Julián declara a los hombres estérilmente buenos, porque obran
bien aunque no dirigiendo sus obras buenas hacia Dios para conseguir la vida
eterna, Agustín le contesta que él no puede llamar buenos a tales hombres pot
faltarles en sus actividades la buena intención. Pero la buena intención pro-
(68) De Civitate Dei, V, 12-19.
(69) J. Mausbach, op.c., II, 260 ss.
(70) Contra Julianum Pelagianum (P.L. XLIV, 641-874) VI. 19.
(71) Op. Imp. I, 83.
(72) Contra Jul. Peí. IV, 21; cfr. IV, 19.
25
viene de la gracia, que es regalo de Dios. El amor que sin amar al Creador dis-
fruta de las criaturas, no proviene de Dios, mas el amor que lleva hacia Dios,
es regalo del Padre por Jesucristo en el Espíritu Santo. A causa de este amor el
hombre usa bien todo lo creado, sin tal amor todo lo usa mal (73) . Agustín
parece admitir aquí que las virtudes de los paganos en sí son buenas, y solamen-
te por faltarles la recta finalidad hacia Dios son malas. No parece negar que
existan obras buenas , pero estériles para el cielo; niega solamente que existan
hombres buenos que a pesar de eso sean estériles para su último fin, el cie-
lo n-
No queremos investigar aquí la doctrina agustiniana acerca del valor
de las obras de los infieles. Nos interesa ahora la esencia de la voluntad huma-
na después de la caída de Adán, que según Agustín consiste en una libertad
solamente hacia el mal. Citábamos las dos obras Civitas Dei y Contra Julianum
Pelagianum para demostrar brevemente que Agustín admite en ellas que el
hombre caído conserva la facultad de hacer obras naturalmente honestas sin
ayuda de la gracia divina.
Pero, ¿mantiene esta doctrina aún en su última obra contra Julián? A
primera vista parece que no. Vimos en el capítulo anterior que, según Agustín,
Adán perdió para sí y sus descendientes la libertad para hacer el bien, liber-
tad que sólo la gracia de Cristo puede devolver. Perder la libertad para hacei
el bien significa según Agustín poder solamente pecar. Adán pudo pecar y no
pecar. Su pecado tronchó tal libertad. Ahora el hombre ya no es libre para pe
car y no pecar, sino solamente para pecar. Parece que ya no puede obrar en
forma honesta ni siquiera naturalmente.
¿Quiere Agustín afirmar realmente tal cosa? Las siguientes reflexiones
pueden quizás aclararlo. Cuando Agustín discute con Julián, nunca habla de
acciones sobrenaturales, es decir no usa aquellos términos y distinciones tan
en boga en la teología actual como status naturalis, status supernaturalis, sta-
tus naturae purae, status naturae elevatae. Cuando Agustín niega al hombre
la capacidad de poner actos justos sin gracia, esto no significa necesariamente
que niegue al hombre la capacidad de realizar actos naturalmente honestos.
Agustín no distingue una moralidad natural y otra sobrenatural como nosotros
lo hacemos. A él le interesa solamente una moralidad: aquella que lleva al horo
bre a su último fin, la eterna felicidad. Y ésta no puede existir sin la ayuda de
la gracia divina. Por consiguiente todo aquello que el hombre realiza sin la
gracia es pecado, es decir una falta contra aquella moralidad sobrenatural que
es la única que lleva al cielo. No queremos afirmar con esto que para Agu*
tín el pecado se identifique con la acción no-sobrenatural aunque naturalmente
honesto. Para él esta distinción no existe.
Quizás podríamos formular así su doctrina: Pecado es aquello que no
lleva al último fin, que no está dirigido hacia él. Tal cosa puede ser algo que
ya en sí quoad substantiam es malo, o algo que siendo bueno quoad substan •
tiam es malo solamente quoad modum. Agustín conoce solamente una clase
(73) Id. IV, 33
(74) J. Mausbach, op.c., II, 273.
26
de moralidad, que hoy día llamaríamos moralidad sobrenatural. De la mora-
lidad puramente natural no habla.
En esto no difiere de su adversario. Para Julián también existe una sola
moralidad. Pero para él, conforme a su concepto acerca del libre albedrío y
de la gracia, esta moralidad tiene un cariz diferente. Mientras que la única mo-
ralidad que Agustín acepta, es una moralidad sobrenatural según nuestros
conceptos modernos, la de Julián según las mismas categorías está entre la
moralidad natural y la sobrenatural. En efecto, la libertad de la voluntad con-
siste, según Julián, en el poder pecar y no pecar. Pero para él, pecado es algo
que hoy llamaríamos un mal “quoad substantiam” . No admite algo bueno o
malo, quoad modum, porque la gracia es algo puramente externo, no existe
una gracia interna. Bueno es lo que está conforme con la ley, malo lo que está
disconforme. Parecería que estuviéramos aquí frente a una ética puramente
natural. Y sin embargo no es así, puesto que consigue, según Julián, llevar al
hombre a su fin, el cielo, que según nuestros conceptos modernos es algo so-
brenatural.
Desde este punto de vista la moralidad de Julián pertenece a una clase de
moralidad sobrenatural. Dijimos (75) que la voluntad tiene, según Julián, el
poder de dirigir las obras buenas hacia un fin eterno o temporal sin que tal
determinación cambie la esencia de la obra en sí, ni modifique su moralidad.
Julián distingue también entre obras buenas estériles y fructuosas. A primera
vista tal doctrina parece identificarse con la doctrina de los teólogos moder-
nos que distinguen entre obras buenas quoad substantiam et modum y quoad
substantiam tantum. Pero es fundamentalmente diferente, pues para que la
misma obra buena sea, según nuestros términos, sobrenatural o natural, basta,
según Julián, que la voluntad le dé o no una orientación hacia el cielo. Ningún
teólogo moderno aceptaría tal doctrina.
Por eso afirmamos que la moralidad de Julián es una mezcla de mora-
lidad natural y sobrenatural según la terminología moderna. La obra es mo-
ralmente buena, si está conforme con la ley; es sobrenatural por la orientación
que le da la voluntad, sin que esta orientación cambie o modifique en algo la
obra misma. Para Agustín, al contrario, una obra no es ya buena por estar con-
forme con la ley. Para que lo sea exige que sea buena quoad modum et quoad
substantiam como diríamos hoy. Pecado es por eso, según él, no solamente aque-
llo que en sí, naturalmente, es deshonesto, sino también aquello que no está di.
rígido hacia Dios como último fin sobrenatural. Debido a este concepto Agus-
tín puede declarar con derecho que todo lo que el hombre caído hace sin la
gracia, es pecado. Lo que para Julián es bueno, conforme a su concepto de mo-
ralidad, puede ser rechazado como pecado por Agustín.
Insistimos. No encontramos en las obras de Agustín la doctrina de una
doble moralidad: moralidad natural quoad substantiam tantum y moralidad
sobrenatural quoad substantiam et quoad modum. No conoce una doble mora-
lidad y no opone su moralidad a la de Julián como una sobrenatural a una
natural, sino que rechaza como falsa la moralidad de Julián. Y la rechaza con
(75) Contra Jul. Peí. IV, 19.
27
todo derecho, pues según Julián el hombre puede ganarse la vida eterna con su
sola voluntad sin una gracia interna. Esto, juzga Agustín, es incompatible con
la doctrina de la Iglesia acerca del pecado original, la gracia y la libertad. Y si
Julián define la libertad de la voluntad, también la de los descendientes de
Adán, como facultad de poder pecar y no pecar, Agustín le opone la suya: el
hombre caído es libre solamente para hacer el mal.
Como se ve, precisamente aquello en que Agustín insiste, a saber, que el
hombre caído no puede, sin la gracia, hacer nada que sea útil para la vida eter
na, es lo que Julián niega cuando sostiene que el libre albedrío es capaz por si
solo de pecar y no pecar. Por lo tanto, aunque los conceptos de moral y peca-
do no sean los mismos para Julián y Agustín, no podemos decir que hayan dis-
cutido sin comprender el punto en discusión. Ambos comprendieron perfecta-
mente en qué discrepaban. Agustín afirma que el hombre caído no tiene po-
der para hacer lo que hoy llamaríamos un acto sobrenatural sin ayuda de la
gracia interna, mientras que Julián sostiene lo contrario.
Agustín no niega que el hombre caído pueda realizar esas obras que hoy
llamaríamos naturalmente honestas. Lo vimos al principio de este capítulo ci-
tando las obras Civitas Dei y Contra Julianum Pelagianum. También lo dice en
su Opus imperfectum. Pero esas obras no le interesan, porque tienen su ori-
gen en la caritas Dei sino en la mundana cupiditas. Ya nos referimos a aquel
texto (76) en que Agustín compara las obras de los mártires con las obras de
constancia de los paganos. La constancia de los paganos y de los mártires no
tiene un origen común, como pretende Julián, y precisamente por eso no son
obras buenas en el sentido de Agustín: proceden de la cupiditas mundana iy no
de la caritas Dei. No creemos, por tanto estar equivocados al afirmar que Agus-
tín juzga la bondad o maldad de las obras solamente por su utilidad para al-
canzar la vida eterna.
Por consiguiente, cuando Agustín llama a algo pecado, debemos preci-
sar si es porque lo considera malo en su substancia o porque lo considera inú-
til para la vida eterna, malum quoad modum, bonum quoad substantiam. Lo
que preocupa a Agustín en su último escrito contra Julián no es el concepto
de moralidad sino lo que puede hacer el hombre caído sin la gracia; cómo que-
dó su voluntad después del pecado original.
Según Julián el libre albedrío humano sin la gracia puede producir
obra buena, sea naturalmente honesta, sea lo que hoy llamaríamos una obra
sobrenatural. Según Agustín, al contrario, el libre albedrío sin la gracia sola-
mente puede pecar, es decir no puede producir obras sobrenaturales. Mientras
Julián atribuye a la voluntad la capacidad de realizar sin distinción obras na-
turales .y sobrenaturales, Agustín niega al hombre caído solamente el poder rea-
lizar obras sobrenaturales sin la gracia de Dios, sin preocuparse de aclararnos
qué obras, hoy día llamadas naturalmente honestas, puede realizar el hom-
bre caído sin la gracia. En este punto ¿será acaso su doctrina idéntica a la de
su adversario? Creemos que no. El no habría admitido que el hombre caído, sin
la gracia, pueda poner cualquier acto honesto quoad substantiam, como lo
(76) Op. Imp. I, 83.
28
afirma Julián, para quien las fuerzas de la voluntad son ilimitadas. Pero es di-
fícil determinar qué fuerzas para hacer obras naturalmente honestas reconoce
Agustín a la voluntad del hombre caído. Quizás las siguientes reflexiones nos
permitan llegar a un resultado más o menos seguro al respecto.
No podemos utilizar aquí su afirmación de que el hombre caído, sin la
gracia, solamente puede pecar, pues el concepto de pecado que allí usa Agus-
tín abarca cosas que para nosotros no lo son en sentido estricto. Debemos con-
siderar más bien qué obras concretas puede o no puede, según él, realizar la
voluntad del hombre caído. Pues bien, cuando Agustín explica en detalle
contra Julián lo que el hombre caído no puede hacer, se contenta muchas ve-
ces con enumerar lo que tal hombre no puede evitar sin la gracia, cosas que
también hoy día llamaríamos pecado porque su ejecución lesiona lo bueno
quoad substantiam.
Para hacer resaltar la fuerza del libre albedrío, Julián había dicho por
ejemplo que para la voluntad es lo mismo cometer un parricidio, un sacrile-
gio o un adulterio o no cometerlos; obedecer a Dios o seguir al demonio, dar
un falso testimonio o uno verdadero. Todas estas cosas serían igualmente fáci-
les para el hombre. A lo que contestó Agustín:
Verum dicis: hoc est liberum arbitrium, tale omnino accepit Adam: sed quod
datum est a conditore et a decebtore vitiatum, utique a Salvatorc sanandum
est. Hoc vos non vultis cum ecclesia confiten , hiñe estis haerctici... Nam et si
verba illa: Non quod voto ago bonum et caetera talia hominis sunt, ut dicitis,
nondum sub Christi gratia constituti, ergo etiam hiñe convincimini, quod
tam infirmae voluntatis ad agendum bonum Christus homines invenit, et
quod arbitrii liberi infirmitatem ad agendum bonum nonnisi per Christi
gratiam potest humana reparare natura... (77) .
Discutiendo con los maniqueos, Agustín había probado la existencia de
una voluntad libre en Adán por el hecho que Dios había dado a éste una ley
que la suponía. Refiriéndose a esta doctrina de Agustín, Julián había por su
parte sostenido que la ley dada a Moisés era también señal de que los hombres
después de Adán estaban gozando de la misma libertad que éste había tenido.
Dios no habría podido darla si los hombres no hubiesen tenido la fuerza de
observarla (76) . En otras palabras, el pecado de Adán no cambió las fuerzas de
la libertad humana.
Julián habla del decálogo y sus prescripciones morales, cuyas transgresio-
nes son en sí un pecado quoad substantiam. Según él. la observancia del decá-
logo no presenta dificultad para los hombres, aun después del pecado de Adán.
Agustín rechaza la argumentación de Julián:
Hoc est nempe, quod non eloquio sed multiloquio prosecutus est, legem sel.
priorem quae data est in Paradiso, testimomum esse naturae bonae, quae
condita est cum libero arbitrio: alioquin homini liberum arbitrium non ha-
benti iniustissime lex daretur. Unde et posterior, inquis, lex, quae copiosissi-
me in htteris promulgata est, testimomum est naturae bonae, quae creatur
(77) Id. III, 110; cfr. V, 29.
(78) Id. VI, 15.
29
ex parentibus, similiter sine vitio, cum libero arbitrio. Ista disputans, vide-
ris tibi aliquid dicere, quia vel tuas vel humanas sectaris argutias; divina ve-
ro eloquia, ex quibus te nobis putas praescribere, non curas legere, aut si cu-
ras legeres, non vis vel non potes intelligere... ln Paradiso enim legem ac-
cepit homo, qui factus est rectus... Sed eiusdem legis praevancatione factus
est pravus. Et quia vitiari per se ipsum potuit, non sanari; etiam postea eo
tempore et loco quando esse faciendum et ubi faciendum Dei sapientia iudi-
cavit, legem etiam pravus accepit, non per quam corrigi posset; ser per quam
se pravum esse et nec lege accepta a se ipso corrigi posse sentiret; ac sic pee-
catis lege non cessantibus sed praevaricatione crescentibus, deiecta et contri-
ta superbia, humillimo corde auxilium gratiae desideraret et spiritu vivifi-
caretur littera occisus, "Si enim data esset lex quae posset vivificare, omnino
ex lege esset iustitia: sed conclusit Scriptura omnia sub peccato, ut promissio
ex fide Jesu Christi daretur credentibus” (Gal. 3, 21, 22) . Si verba Apostoli
agnoscis, vides profecto vel quid non intelligas, vel quid cum intelligas ne-
gligas. Non igitur lex, quae in litteris per Moysen data est, testimonium est
liberae voluntatis: nam si ita esset, non ad eam pertineret ille qui dicit, " Non
quod ego volo, fació bonum; sed quod odi malum hoc ago” (Rom. 7, 15) ;
quem vos certe nondum sub gratia, sed adhuc sub lege esse contenditis. Nec
ipsa lex nova, quae praedicata est ex Sion proditura, et verbum Domini ex
Jerusalem (Is. 2, 3) , quod intelligitur esse Evangelium sanctum ; nec ipsa in-
quam, testimonium est liberae, sed liberandae potius voluntatis. Ibi enim
scriptum est: “ Si vos Filius liberaverit, tune i /ere liberi eritis” (Jn. 8, 36) .
Quod non solum propter peccata praeterita dictum esse, quorum remissione
hberamur, verum etiam propter adiutorium gratiae, quod ne peccemus ac-
cipimus, id est, ita liberi efficimur, Deo nostra itinera dirigente , ut non no-
bis dominetur omnis miquitas (Ps. 118, 113): dominica testatur oratio, ubi
non solum dicimus, “Dimitte nobis debita nostra propter mala quae feci-
mus; etiam, “Ne nos inferas in tentationem ” (Mt. 6, 12, 13) , propter hoc uti-
que ne mala faciamus; unde et Apostolus dicit, "Oramus autem ad Deum,
ne quid faciatis mali” (II Cor. 13, 7) . Quod si ita esset in potestate, quomodo
fuit ante peccatum, pnusquam esset natura humana vitiata; non utique pos-
ceretur orando, sed agendo potius teneretur (79) .
Difícilmente podremos pensar por estas palabras de Agustín que, según
él, el hombre caído habría podido cumplir la ley de Moisés quoad substantiam,
pero no quoad modum por faltarle la gracia de Dios, y que la razón por la cual
el Apóstol dice que la ley está encerrada bajo el pecado es que su observancia
sin la gracia es estéril para la vida eterna. Si fuese así no se comprendería por
qué a causa de la ley los pecados aumentaron, porque respecto a lo sobrenatu-
ral en sí la ley no cambió en nada la situación del hombre. La ley no puede
por lo tanto aumentar la esterilidad de las obras humanas como tales. Creemo»
por eso que Agustín realmente quiere afirmar aquí que el libre albedrío del
hombre fue debilitado de tal manera por el pecado original que no puede ob-
servar sin la gracia —por lo menos totalmente— la ley de Moisés ni siquiera
quoad substantiam. Esto es confirmado por la interpretación que da de las pala-
bras de Pablo “Imploramos a Dios para que no hagáis el mal’’.
(79) Id. VI, 15.
30
Cohibere a crimine voluntatem —dice Agustín—, hoc ipsum est nec aliud quid
quam non mirare in tentationem. Sed si hoc haberemus in potestate propnae
voluntis, non moneremur, ut in orando a Domino posceremus... Et lamen
Aposlolus cum possel etiam hoc recle dicere: Fraecipirnus vobis ne quid fa-
ciatts malí, “oramus”, inquit, “ ad Deum, ne facialts mali. Ecce quare dixi:
Nemo liberum ad agendum bonum sine adiutorio Dei. Hoc quippe adiuto-
riurn fidelibus orabal Aposlolus; non ex natura hominis auferebat liberurn
arbitnum (80) .
Seguramente Agustín no quiere decir aquí que el hombre no puede re-
frenarse trente al crimen sin la gracia solamente porque ya el mismo refrenarse,
sin gracia, constituya un pecado en cuanto es una acción inútil para la vida
eterna. Tampoco quiere afirmar que el hombre sin gracia nunca pueda hacer
un acto de los que hoy llamaríamos naturalmente honestos. En efecto, prosigue
en aquel lugar... Nec existimetis non vos intrare in tentationem, quando opere
aliquo malo concupiscentiam carnis forti volúntate cohibetis. Ignoratis versu-
tias tentatoris: in maiorem tentationem, quando haec volunlati vestrae sine adiu-
torio Dei deputatis, intratis... (81) .
Quiere decir que el hombre puede por sí solo realizar obras naturalmen-
te honestas. Pero tales obras no le sirven sino que le perjudican porque no le
llevan a Dios sino que exaltan y fortalecen su orgullo alejándole de El. En to-
do caso, sea cual sea la interpretación que Agustín da a tal actitud del hombre,
por lo menos aparece claramente que acepta que el hombre sin la gracia puede
realizar alguna obra de las que hoy llamamos naturalmente honestas. Por otra
parte también aparece claro que la opinión del Santo Doctor acerca de las fuer-
zas naturales éticas del hombre caído no es muy elevada, aunque no les niegue
todo valor.
Existen muchos otros lugares en el Opus imperfectum en los que Agus-
tín propone la misma doctrina comentando las palabras del apóstol Pablo en
Rom. 7, ó II Cor. 13, 7, o explicando las peticiones (le la oración del Padre
Nuestro así como las palabras de I Cor. 4, 7. “¿Qué tienes que no hayas recibi-
do?” (32) . Afirma también que, cuando debemos pedir de Dios la ayuda para
poder cumplir con la ley, esta petición ya procede de la gracia de Dios (®3) .
Podríamos resumir la doctrina de Agustín acerca de la carencia de liber-
tad frente al bien moral como consecuencia del pecado original, de la siguien-
te manera: Sin la gracia el hombre no puede sino pecar. Esto no significa que
todo ello sea pecado en el sentido en que hoy lo definimos. El concepto agus-
tiniano de pecado no se identifica con el nuestro, incluye al nuestro, pero no
siempre. El llama a veces pecado lo que también nosotros llamamos pecado,
pero puede, conforme a su concepto, llamar pecado a algo que nosotros no lla-
maríamos tal. Su concepto de pecado es más amplio que el nuestro. Aunque
por ese motivo su doctrina se identifica en su formulación externa, con la de
los reformadores, a saber que todo lo que el hombre hace sin la gracia es pe
(80) Id. III, 109.
(81) Iá. III, 109.
(82) Id. I, 99, 104-106, 108; II, 6, 7, 165, 227, 232, 234; III, 115, 116; VI, 15. 20.
(83) Id. I, 79. 80.
31
cado (M) , difiere en su significado interno. Agustín no habla directamente de
las fuerzas éticas naturales del hombre caído. Pero es completamente seguro,
que si hubiera hablado de este tema explícitamente, no habría aceptado que
el hombre después del pecado original y sin ninguna gracia hubiera podido
siempre observar, y a voluntad, el decálogo, por lo menos quoad substantiam,
como pretende Julián.
Dijimos que no encontramos en Agustín una doctrina explícita acerca
de las fuerzas éticas naturales del hombre concreto, porque este problema es-
taba fuera de su óptica, por decirlo así. Dicho problema se comenzó a tratar
explícitamente en teología cuando la filosofía aristotélica entró en contacto con
esta ciencia. Pero podemos, quizás, precisar más la doctrina de Agustín por los
escritos de sus discípulos. Nos referimos especialmente al Hypomnesticon, que
durante un tiempo fue contado entre sus obras. Su autor según los benedicti-
nos de S. Mauro, es el famoso Mario Mercator, aunque Agustín lo habría co-
nocido y alabado, razón por la cual puede servir para aclarar nuestro cono-
cimiento de la doctrina del obispo de Hipona.
El Hypomnesticon trae en los dos primeros libros la doctrina general
de Agustín contra los Pelagianos. El tercer libro se dirige contra aquella doc-
trina pelagiana según la cual el libre albedrío se basta a sí mismo para cum-
plir todo lo que Dios exige de él. El autor del libro declara que el libre albe-
drío perdió a causa del pecado de Adán la libertad para hacer el bien y apoya
su tesis con los mismos argumentos que trae Agustín en el Opus imperfectum
Luego prosigue: ...Velte ergo malum recte perdidit posse bonum, qui per pus-
se bonum potuit vincere velle malum... Per peccatum ergo liberum arbitrium
hominis possibilitatis bonum perdidit, non nomen et rationem.
Est fatemur liberum arbitrium ómnibus hominibus habens quidem ludicium
rationis, non per quod sit idoneum, quae ad Deum pertinent, sine Deo aut
inchoare aut certe peragere: sed tantum in operibus vitae praesentatis, tam
bonis, quam etiam malis. Bonis dico, quae de bono naturae oriuntur, id est,
velle laborare in agro, velle manducare et bibere, velte habere amicum, velle
habere indumenta , velle fabricare domum, uxorem velle ducere, pécora nu-
triré, artem discere diversarum rerum bonarum, velle quidquid bonum ad
praesentem pertinent vitam: quae omnia non sine gubernacuto divino subsis-
tunt, imo ex ipso et per ipsum sunt, vel esse coeperunt. Malis vero dico, ufi
est, velle idolum colere, velle homicidium, velte adulterium facere, res alie-
nas velle diripere, Deum viventem in saecula blasphemare , velte turpiter vi-
vere, velle maleficia discere, velle inebriari et luxuriose vivere, velle quid
quid non licet vel non expedit operari... Ista sunt zizania animae carnisque
quae inimicus homo, id est diabolus, dormitante Adam, Dei videlicet prae-
ceptum non conservante, in libero seminavit arbitrio (Mt. 13, 25), in quibus
proclivior et paratior est quam in prosperis vulnérala et depravata voluntas...
(84) Concilium Trident. Sess. VI, c. 7 ( D . B. 799).
(85) Hypomnesticon (P. L. XLV, 1611-1664), III, 1. 2. 3. 4.
(86) Id. III, 4. 5.
32
Hay que notar bien la diferencia que existe entre las buenas y las ma
las obras que el hombre sin la gracia puede realizar en esta vida. Las malas son
todas obras en sí inmorales, mientras que entre las buenas no encontramos nin-
guna que por sí tenga una relación directa con la ley moral. Es interesante com-
probar que bajo este aspecto la doctrina del Hypomnesticon es idéntica a la de
Tomás de Aquino (**) .
Tomás se pregunta si el hombre puede hacer algo bueno sin la gracia,
y contesta afirmativamente diciendo que puesto que la naturaleza humana no
fue totalmente corrompida por el pecado, puede, también en el estado de natu-
raleza caída, producir algún bien con sus propias fuerzas, como v. gr. edificar
casas, plantar viñas o cosas de este estilo.
Tomás no afirma que el hombre puede observar los mandamientos, y
distingue expresamente entre lo que Adán hubiera podido hacer naturalmen-
te y lo que el hombre caído puede hacer. Anota además en respuesta ad ter -
tium que el pecado original desmejoró especialmente la facultad apetitiva ha
cia el bien. Tomando en cuenta la doctrina de Agustín acerca del amor Dei y
de la cupiditas mundana podemos quizás interpretar la doctrina del Hypo-
mnesticon de la siguiente manera, precisando así la doctrina de Agustín respec-
to a la libertad del hombre caído. No todo lo que el hombre hace después del
pecado original, es pecado en el sentido de la teología moderna. Por otra parte
el hombre tampoco puede, sin gracia, realizar todas las obras que son natural-
mente honestas. Puede sin pecar hacer todas aquellas obras que su sano instinto
de conservación le exige. Entendemos bajo sano instinto de conservación todo
aquello que el hombre hic et nunc, en concreto, juzga necesario para conservar
y perfeccionar su vida terrenal. En sus demás actividades no se dejará llevar por
este instinto de conservación, sino que estará bajo el imperio de la cupiditas
mundana.
Dividimos por lo tanto las obras quae ad praesentem vitam pertinent, en
dos clases. El móvil de la una es la cupiditas mundana, el de la otra el sano ins-
tinto de conservación. Las obras de ambas clases pueden pertenecer a las que hoy
llamaríamos buenas quoad substantiam, aunque el autor del Hypomnesticon so-
lamente enumera obras en sí inmorales, entre las que están bajo la cupiditas
humana. Para él las buenas obras que podemos hacer sin la gracia son aquellas
que el instinto de conservación nos exige. Las llama, conforme a la doctrina de
Agustín, obras buenas, porque Dios las quiere puesto que creó la naturaleza
(87) S. Theol. I-II, q. 109, a. 2.: ...sed in statu naturas integras, quantum ad su -
ficientiam operativae virtutis, poterat homo per sua naturalia velle et operari
bonum suae naturae proportionatum quale est bonum virtutis acquisitae... Sed
in statu naturae corruptae etiam déficit homo ab hoc, quod secundum natu-
ram suam potest... Quia tamen natura humana per peccatum non est totali-
ter corrupta, ut sel. toto bono naturae privetur; potest quidem etiam in statu
naturae corruptae per virtutem suae naturae aliquod bonum particulare age-
re, sicut aedificare domos, plantare vineas, et alia huiusmodi... sic igitur vir-
tute gratuita superaddita virtuti naturae ináiget homo in statu naturae in-
tegrae quantum ad unum, sel. ad operandum, et volendum bonum supematu-
rale; sed in statu naturae corruptae quantum ad dúo, sel. ut sanetur, et ul-
terius ut bonum supematuralis virtutis operetur... Cfr. ibid. ad 3.
33
humana. Realizándolas, por eso, el hombre está trabajando totalmente confor-
me a la voluntad de Dios.
La situación cambia respecto a las obras cuyo móvil es la cupiditas mun.
daña. Por su motivo estas obras no se identifican con la intención de Dios aun-
que fuesen según la terminología moderna naturalmente honestas. Por eso las
llama pecado en el sentido de Agustín. El autor del Hypomnesticon no se pre-
ocupa, al igual que Agustín, de determinar si tales obras son siempre pecado
porque son en sí inmorales o solamente por no estar dirigidas hacia Dios. Pero
el catálogo de obras que enumera insinúa que las actividades humanas que
no tienen su origen en el bien de la naturaleza como tal, parecen ser siempre
actividades inmorales en si. Aunque la doctrina de Agustin acerca de las fuer-
zas éticas naturales de la libertad humana después del pecado original difiere,
como vemos, tanto de las doctrinas de los reformadores como de las de Bayo y
Jansenio, no podemos negar, sin embargo, que es más pesimista que la de la
teología moderna en este punto.
IV RELACION DEL LIBRE ALBEDRIO CON LA GRACIA Y EL MERITO
Hemos descrito hasta ahora cómo, según Agustín, está constituida la liber-
tad en general y la del hombre caído en especial. Nos queda por mostrar có-
mo entiende la relación entre la gracia y el mérito por un lado, y el libre al-
bedrío por el otro.
Según Julián la gracia no tiene influjo alguno sobre la misma voluntad.
No toca en absoluto la esfera de la acción propia de la voluntad, puesto que
consiste solo en auxilios extrínsecos que, como el ejemplo de Cristo o de los
santos, excitan y exhortan a la voluntad a dirigirse a tal o cual objeto, sin in-
fluir eficientemente de ninguna manera en ella. La gracia perdona también
los pecados, pero este perdón es concebido únicamente como perdón de la pe-
na. De mano con esta doctrina va la del mérito. Su causa, tanto del bueno co-
mo del malo, es únicamente la voluntad libre. En la realización de tal mérito
Dios no tiene influjo alguno. Su actitud se limita a la de un juez justo que
reparte al mérito la pena o el premio correspondiente. Tal es en grandes lí-
neas la doctrina de Julián sobre la gracia y el mérito.
Se comprende que la doctrina de Agustín sobre la gracia será diferente,
pero aquí hablaremos de ella sólo en cuanto se relaciona con su doctrina acer-
ca del libre albedrío humano. Dejamos por eso a un lado todo lo que se re-
fiere a aquella gracia que hoy llamamos santificante. Agustín no usa este tér
mino, aunque encontramos en el Opus imperfectum diversos lugares (2. 3. 4)
capaces de aclararnos su doctrina en este pumo. Para más amplia orientación
remitimos al libro ya citado de Mausbach (M) .
En el capítulo precedente mostramos que según Agustín el hombre caí-
do no puede hacer nada de bien. Para hacer el bien necesita de la gracia que,
además de hacer desaparecer los pecados cometidos, hace que el hombre no
(88) Mausbach, op.e., II, 97 ss.
34
peque. El hombre, por sí, no puede dejar el pecado, la gracia de Dios debe
darle la fuerza para ello. ¿Cómo entiende Agustín esta acción de la gracia que
hace a la voluntad capaz de no pecar?
Hay que dejar constancia, en primer lugar, de que el influjo de la gra-
cia en la voluntad libre no es solo indirecto a través del entendimiento, di-
rectamente iluminado por ella. Agustín distingue claramente en.re una gracia
que se refiere al entendimiento .y aquella que tiene a la voluntad como objeto.
Aut si scientia —dice— legis et eloquiorum Dei charitatem operatur in no-
bis, ut non per donum Dei sed per nostrae voluntatis arbitnum diligamus,
quod esse dihgendum Deo docente cognoscimus, quomodo res minor ex Deo
nobis est, et maior ex nobis? Quia sine Deo donante scientiam, hoc est docen-
te, non possumus nosse; tilo autem charitatem “quae supereminet scienttae”
(Ephes, 3, 19) non donante, diltgere possumus. Sic non sapiunt nisi novi
haeretici et gratiae Dei nimis inirnici (") .
Esas gracias por las cuales Dios actúa sobre la voluntad y el entendimien-
to del hombre, no son lo que hoy llamamos gracias externas, sino verdaderas
gracias internas de Dios. Julián había dicho que Dios ayuda al hombre en
cuanto ordena, bendice, santifica, prohíbe, inflama e ilumina. Agus.ín le con-
testa:
Sed cum queritur a vobis, quae sunt ista adiutoria gratiae, edicitis...: Deutn
adiuvare praecipiendo, benedicendo, coercendo...: quae omnia etiam per
homines fiunt sec. Scripturas. Nam et praecipiunt homines et benedicunt,
et per divina sacramenta sanctificant, et corripiendo coercent et exhortan-
do provocant et docendo illuminant: “ non tamen qui plantat est aliquid,
ñeque qui rigat, sed qui incrementum dat Deus” (I Cor. 3, 7) . Hoc est autem
incrementum ut unusquisque oboediat praeceptis Dei: quod non fit, quan-
do vere fit, nisi charitate. linde ecclesia incrementum corporis facit in aedi-
ficationen sui in charitate (Eph. 4, 16). Istam charitatem non dat nisi Deus,
" charitas enim ex Deo est” (I Jn. 1,4, 7.) (W) .
En términos parecidos, responde a Julián en otro lugar:
Aspice etiam iliud in evangelio (Jn. 12, 39) : "Propterea non poterant cre-
dere, quia iterum dixit Isaias: Excaecavit oculos eorum et induravit eorum
cor. ut non videant ocutis nec...” Haec conmernoravi , ut intelligas, si possis,
fieri per poenam procul dubio iustam, ut non credant homines excaecato
corde; cum per misericordiam fiat, ut credant libera volúntate. Quis enin
nescit, neminem credere nisi libero voluntatis arbitrio? sed paratur volun-
tas a Domino: nec omnino eruitur a servitute mala suis meritis debita, nisi
quando per gratuitam gratiam paratur a Domino. Si enim Deus ex noteu-
tibus volentes non faceret, profecto pro eis qui nolunt credere, non orare-
mus ut vellent. Quos Apostolus se fecisse pro Judaeis monstravit (Rom. 10,
1) . Hanc utique salutem consequi nisi credente volúntate non possent: hoc
ergo beatus Paulus orabat, ut vellent... (91) .
(89) Op. Imp. I, 95.
(90) Id. III, 114.
(91) Id. VI, 10.
35
Agustín habla, por consiguiente, de una gracia interna, que de alguna ma-
nera influye en la voluntad. Ella precede a su acción, pues cuando Julián afir-
ma que tal gracia coopera con la voluntad que ya está actuando, Agustín le
contesta:
Si non praevenit, ut operetur eam, sed prius existenti voluntati gratia coo-
peratur; quomodo verum est: ‘‘Deus in vobis operatur et velle (Phil. 2, 13) ;
quomodo: “praeparatur voluntas a Domino" (Prov. 8, 33; sec. LXX) ; quo-
modo: "charitas ex Deo est " (I Jn. 4, 7) que sola vult beatificum bonum?
i92) ■
La gracia, pues, precede a la acción de la voluntad. Aparecerá con más
claridad aún, cuando expongamos la doctrina de Agustín acerca del mérito.
Su doctrina se distingue ya por lo tanto de la doctrina de Julián, en cuanto
admite una gracia preveniente interior que Julián excluye como destructora
de la libertad.
Pero Agustín parece sostener más que eso. Parece querer decir también
que la gracia produce el buen acto de la voluntad en el hombre; que ella es
causa eficiente de la buena voluntad, sin que por eso cese de ser acto volun-
tario libre del hombre. Recordemos todo aquello que dijimos en el capítulo
precedente. Dijimos que el hombre perdió por el pecado de Adán la libertad
para el bien y necesita ahora la gracia para no pecar. La gracia de Dios es cau-
sa de que no pequemos. Debemos pedir esa gracia y si Dios nos la da enton-
ces podremos evitar el pecado. Tales fueron los resultados del capítulo prece
dente.
Si solamente podemos evitar el pecado por la gracia de Dios, esto no
prueba todavía que Dios produzca el acto libre de la voluntad como causa efi-
ciente. En efecto, podríamos quizás interpretar las citas de S. Agustín en el
sentido de que la gracia divina produce el acto de la voluntad en cuanto por
medio de ella ésta se fortalece aumentando así su campo de acción para po-
der superar los impedimentos del pecado original. Decimos que podríamos tai-
vez interpretar así los textos aunque para ello deberíamos hacer cierta violen-
cia al último de los citados. Porque ahí dice Agustín que la gracia precede a
la voluntad para operar el acto, y que si no fuera así no se podría decir que,
conforme a la Sgda. Escritura, Dios obra en nosotros el querer y prepara a la
voluntad, o que la caridad, que quiere el bien que hace feliz, sea de Dios, etc.
Todas estas palabras parecen indicar que Agustín no habla de fortificación
sino de producción del querer por parte de Dios como causa eficiente.
Antes de citar otros textos de Agustín, que con mayor claridad prueben
la causalidad eficiente de Dios en la producción del acto bueno del libre al-
bedrío humano, quisiéramos hacer la siguiente advertencia. Cuando Agustín
habla de la gracia que influye en la voluntad, y actúa sobre ella, la llama pre-
ferentemente caritas, amor. Una y otra vez ataca la doctrina de Julián sobre la
(92) Id. 1,95. Además cfr. I, 131 ...Gratia quippe hominem praevenit, ut diligat
Deum, qua dilectione operatur bona...
ibid. : . . .His certe operibus merees xmputatur secundum debitum, sed gra-
tia, quae non debetur, praseedit ut fiant.
I, 141 ...quia bona opera subsequuntur gratiam, non praeeedunt...
36
gracia, porque éste, en su catálogo de gracias, pasa por alto el amor. Mas el
amor es precisamente, según Agustín, el principal don de Dios y mucho más
importante que la gracia de la iluminación. El amor sobrepasa a la ciencia,
dice el Apóstol (Eph. 3, 19) . Ese amor es la fuerza que quiere el bien beatí-
fico (w) . Agustín opone ese amor a la concupiscencia mundana y dice de él:
Fortitudinem gentilium mundana cupiditas, fortitudinem autem christia-
nortim Dei charitas facit, quae diffusa est in cordibus nostris non per vo-
luntaos arbitrium, sed per Spiritum Sanctum, qui datus est (•*) .
De esta confrontación sacamos la siguiente conclusión. En los paganos, la
fuerza impulsadora de su actividad era la cupiditas mundana. Porque ésta do-
minaba en ellos, ejecutaban esta o aquella acción. Siendo la concupiscencia el
estímulo de sus acciones, realizaban sólo aquellas que les eran agradables. En
los cristianos, en cambio, domina la caritas, que solamente quiere el bien. Mien-
tras tal amor domine en el corazón humano, el hombre se volverá libremente
y pese a ello, en cierta manera, necesariamente, únicamente hacia aquello que
es agradable a ese amor de Dios. El hombre obrará libremente porque su acción
corresponde a los deseos de su voluntad transformada por el amor; al mismo
tiempo obrará necesariamente porque ya no puede querer lo contrario de lo
que quiere, desde que lo contrario ya no agrada a su voluntad. El amor causa
en él que ponga determinadas acciones e impide que ponga otras. Después de la
muerte esta gracia que es el amor prevalecerá en él de tal manera, como ya ex-
plicamos en el capítulo anterior, que la actual posibilidad de pecar será elimi-
nada. Por lo tanto, así como los paganos en su actividad son empujados por
su concupiscencia mundana para ejecutar libremente esta o aquella acción,
así el cristiano es movido por el amor de Dios a esta o aquella acción libre.
Por eso dice Agustín: Liberos dicimus ad facienda opera pietatis eos. qui-
bus dicit Apostolus (Rom. 6, 22) : M, Nunc autem liberati a peccato, serví au-
tem facti Deo, habetis fructum vestrum in sanctificationem, finem vero vi-
tam aetemam”. Hunc fructum, qui fructus est sine dubio charitas atque
opera eius, nullo modo habere possumus ex nobis... De ipso fructu loqueba-
tur magister Deus...: ", sine me nihil potestis faceré” (Jn. 15, 15) (®5) .
Para Julián, la causalidad que la gracia ejerce sobre la voluntad es de
orden moral. Dios nos ha hecho conocer su gran amor entregando a su pro-
pio Hijo por nosotros. Con ese amor suyo quiere animamos a amarlo nueva-
mente, y si obedecemos a su voluntad nos establece, como lo ha prometido,
coherederos de su Hijo.
Explicar de esta manera la acción del amor sobre la voluntad del hom-
bre es inaceptable para Agustín:
Homo Pelagiane, charitas vult bonum et charitas ex Deo est... In hoc est
(93) Id. I, 95.
(94) Id. I, 83.
(95) Id. I, 86.
37
praedestinatis littera adiutorium, quia iubendo et non adiuvando admonet
infirmos confugere ad spiritum gratiae... alioquin occidit, quia iubendo bo-
num et non largiendo charitatem, quae sola vult bonum, reos praevaricatio-
nis facit (M) .
Como se ve, Agustín toma la gracia del amor como algo muy concreto;
como aquella fuerza en el hombre, que quiere el bien.
Si te desagrada, dice en otro lugar, que el hombre solo pueda querer el
bien por la ayuda de Dios, ¿por qué no prestas oído a la Escritura que te con-
tradice? En efecto, dice: “sin mí nada podéis hacer”; (Jn. 15, 6) ; “La volun-
tad es preparada por Dios” (Prov. 8, 33 sec. LXX) ; “Dios realiza en nosotros
también el querer” (Phil. 12, 13); "Los pasos del hombre son dirigidos por
Dios, y El quiere su camino” (Ps. 36, 23) . Me maravilla que te digas cristia-
no cuando contradices tantas y tan claras palabras divinas . La gracia in-
fluye por lo tanto en la voluntad libre y este influjo es más que una simple
iluminación del entendimiento, es más bien una gracia que afecta a la mis-
ma potencia volitiva.
Dios no tiene ningún influjo en la misma voluntad libre, afirma Julián.
Solo indirectamente, a través del conocimiento, puede influir sobre ella. Atien-
de. dice Tulián a Agustín, especialmente a este lugar de la Escritura (Mt. 23,
37) en el oue Cristo dice oue su designio será impedido por la voluntad de
los hombres: "Jerusalén, Jerusalén... pero no has querido”. Después de lo cual
no continúa: “aunque tú no quisiste te reuní”, sino: "vuestra casa será deja-
da desierta". Cristo muestra por ahí que aquellos, por su mala voluntad, con
justicia deberán ser castigados, pero no debieron ser desviados de su propio
propósito por ninguna clase de coacción (") . Cuando el hombre, por lo tan-
to, no ouiere. Dios no puede hacer nada. El no puede cambiar la voluntad del
hombre, pues la esfera de la voluntad está sustraída al ámbito del poder de
Dios.
La respuesta de Agustín muestra que entendió así a Julián y que su doc-
trina es contraria a la de éste:
Ignoscendum est, ut in re multum abdita ut homo falleris. Absit ut ab ho -
mine impediatur omnipotentis et cuneta praescientis intentio. Parum de re
tanta cogitant vel ei excogitandae non sufficiunt, qui putant Deum omni-
potentem aliquid velle et homine infirmo impediente non posse. Sicut cer-
tum est Jerusalem filios suos ab eo colligi noluisse, ita certum est eum etiam
ipsa nolente, quoscumque eorum voluit, collegisse. Deus enim, sicut homo
eius Ambrosius dixit, quos dignatur vocat, et quem vult, religiosum facit
(Lib. II in Le. 9, 58) (•») .
Agustín sostiene aquí justamente aquello que Julián rechazó como des-
tructor de la voluntad. Según Agustín la voluntad humana no desempeña ese
(96) Id. I, 94.
(97) Id. I, 97.
(98) Id. I, 93.
(99) Id. I, 93.
38
importante papel que Julián le asigna. Mientras que según és:e la voluntad
humana está frente a Dios de igual a igual y puede con su oposición frustrar
los planes divinos, según Agustín la voluntad humana está de tal maner en
las manos de Dios que aunque el hombre se resista, Dios salva al que quiere
salvar. Dios hace piadoso al que quiere hacer piadoso, e.d., de hombres que
se resisten, que no quieren, Dios hace por su gracia hombres que quieren, que
se adhieren gustosos a El. Eso no depende en primer lugar de la voluntad hu-
mana, sino de que Dios quiera o no atraer al hombre h?cia sí. Si Dios quiere
salvar a alguien, éste no puede oponer su voluntad v frustrar la voluntad de
Dios. Pero todo esto es inexplicable, si se niega que Dios tiene la voluntad hu-
mana de tal manera en su poder nue le puede hacer producir determinados
actos. En efecto, si se concibe el influjo de Dios sobre la voluntad solamente
como un fortalecimiento v capacitación de la misma para el bien ñor su gra-
cia. sin cute haga producir en ella al mismo tiempo la buena acción nue Dios
ouiere nue nonga. entonces podría el hombre, a pesar de todo, frustrar las in-
tenciones de Dios (10°) .
Aeustín habla anuí, ñor consiguiente, de un influjo causal eficiente de
Dios en la libre voluntad del hombre, por el cual 1? voluntad humana es cam-
biada (101) .
Nam si ut dicis —contesta a Julián—, ab intentione brobria, utique mala,
non debet homo ulla necessitate revocari: cur abostotus Paulus... n sua bes-
sima intentione revocatur et ex bersecutore... braedicator erieiturf Agnosce
gratiam: atium sic, alium sic Deus, quem dignatur vocat... (loa) .
Julián llama a tal proceder de Dios, coacción. Esta existe, según él, cuan-
do algo extrínseco a la voluntad dirige a la misma hacia algo determinado
contra su intención original. Cuando la dirección de la voluntad respecto a
un objeto determinado no depende sola v completamente de la voluntad mis-
ma, ésta ya no es libre. Visto así, la conversión de Pablo no fue un acto libre
suyo.
Aun más claramente explica Aeustín la relación de la gTacia divina con
el libre albedrío en otro lugar. Julián, para refutar la doctrina de Aeus'fn
sobre el pecado original. habD citado el cuarto capítulo de la Ep. a los Rom.
El v. 22 de dicho capítulo dice: “Abraham frente a la promesa no vaciló con
desconfianza... poroue tenía certeza de nue Dios es poderoso para cumplir lo
que ha prometido”. Partiendo de ese mismo texto, Agustín da la siguiente res-
puesta:
(100) Agustín habla de Dios todopoderoso y presciente. Tanto la escuela que admi-
te una “ciencia media”, como la que la rechaza cabrían aquí. Julián habría
rechazado ambas: la ‘‘ciencia media” porque no la necesita para preservar
la libertad de la voluntad, ya que rechaza esa eficacia intrínseca de la gracia
en la voluntad; la opinión contraria, de la “promoción física, porque ésta,
según él, eliminaría la libertad humana.
(101) Acaso esta eficacia haya de ser entendida en el sentido de premoción física,
es una cuestión que no abordamos aquí.
(102) Op. Imp. I, 93.
39
Haec te commemorare non pudet, qui oppugnas gratiam, qua ista promis-
sa complentur ? Contra Deum enim loquimini dicendo: nos facimus, quod
Ule se facturum esse promisit... Quod itaque Deus promisit, Deus faciet...
(i°3) .
Julián había explicado además que la fe de Abraham no había sido impu-
tada como justificante solo a él sino también a nosotros que hemos creído en
Dios, que ha resucitado a Cristo de la muerte, etc. Agustín opone, entonces:
Dicite nobis o vani non defensores sed inflatores liberi arbitrii, qui igno-
rantes iustitiam Dei... dicite nobis: si noluissent gentes credere et iuste vi -
vere, evacuaretur promissio, quae facta est ad Abraham? Non inquies. Er-
go ut Abraham ob stipendium fidei consequeretur dilatationem seminis,
praeparata est gentium voluntas a Dominio; et ut vellent quod et nolle po-
tuissent, ab illo factum est, qui ea quae promisit potens est et facere (104) .
Según Julián, Pablo quiere mostrar en el texto citado de la epístola a los
Rom., que no fueron la ley y su promesa las que consiguieron a Abraham una
descendencia, sino que uno, gracias a sus buenas costumbres llega a hacerse
descendiente de Abraham y así participante de la promesa que Dios le hizo.
Sobre esto dice Agustín: Hos mores, quos procul dubio bonos vis intelligi,
si ut putatis homo sibi facit, praedicere ea debuit Deus praescius, non pro-
mittere; ut non de illo hac de causa diceretur: "Quae promisit, potens est
et facere” (Rom. 4, 21), sed: " Quae praescivit, potens est et praenuntiare,
aut potens est et ostendere”. Quando autem dicunt homines: Quod Deus
promisit, nos facimus, se ipsos faciunt iactantia potentes et illum arrogan-
tia mentientem (*°5) .
¿Qué quiere Agustín decir aquí? Dios ha prometido a Abraham descen-
dencia espiritual. Para que esta promesa pueda cumplirse, deben aquellos hom-
bres que van a pertenecer a esa descendencia, creer y vivir bien. Deben, pues,
poner actos de voluntad, y determinados actos voluntarios. Ahora, si esos actos
buenos voluntarios fuesen cosa del hombre y no producidos por Dios en el
hombre —se trata aquí de buenos actos—. Dios no habría debido prometer
esa descendencia a Abraham sino solamente predecirla.
No introducimos nada artificialmente en el pensamiento de Agustín. El
mismo hace esta distinción entre prever y prometer. Si los hombres son los au-
tores de las buenas acciones, Dios no puede prometerlas, sino sólo predecirlas.
Si, por el contrario, Dios produce tales acciones en el hombre, entonces pue-
de también prometerlas. De otro modo, si Dios promete algo que no depende
de El sino del hombre que lo ejecuta en forma independiente, queda Dios co-
mo un mentiroso, pues promete algo que no puede dar. No se puede decir
aquí que Dios es autor de las acciones de los hombres en cuanto les ha dado
la voluntad y la fortifica con su gracia, y que por eso puede prometer esas
acciones humanas. En tal caso habría sido supérfluo que Agustín distinguiese
(103) Id. II, 163.
(104) Id. II, 164.
(106) Id. II. 166.
40
el caso en que Dios sólo puede predecir de aquel otro en que puede prome-
ter. En efecto, si Dios ya es autor de las acciones humanas porque los hombres
recibieron de El su potencia volitiva, sea ésta especialmente fortalecida por la
gracia o no, entonces El siempre podría prometer tales acciones como autor,
y no solamente las buenas sino también las malas. No habría que distinguir
entonces entre prometer y predecir, y todo este pasaje de Agustín carecería
de sentido.
Por lo tanto, si Agustín expresamente distingue entre previsión y prome-
sa de Dios, eso no puede, a nuestro modo de ver, significar sino que Dios por
su gracia produce los buenos actos de la voluntad. Esta opinión resulta confir-
mada por los textos que siguen.
Agustín, en efecto, continúa: Quid, si noluissent ? evacuaretur promissio?
Admoneo ut intclligatis, cui gratiae sitis inimici negando operari Deum vo-
luntatem in mentibus hominum: non ut nolentes credant quod absurdissi-
me dicitur, sed ut volentes ex nolentibus fiant. Non sicut facit doctor homo,
docendo et hortando, minando et promittendo in sermone Dei; quod frus-
tra fit, nisi Deus intus operetur et velle per investigabiles vias suas. Cum
enim verbis doctor plantat et rigat, possumus dicere: Forte credit, forte non
credit auditor. Cum vero dat incrementum Deus (I Cor. 3, 6) sine dubio
credit et proficit (106) . Y termina Agustín su argumento diciendo: ...et ad
fidem pertinet credere quod in nobis Deus operetur et velle (Phil. 2, 13) .
(107).
Parece verdaderamente, por lo tanto, que Dios produce en nosotros por su
gracia determinados actos voluntarios queridos por El, porque de lo contra-
rio la comparación entre Dios y el doctor humano no tendría objeto. Cuan-
do Dios trabaja, empero, así en nosotros, no nos quita de ninguna manera la
libertad. Agustín dice que Dios no obra en nosotros de manera que creamos
contra nuestra voluntad, sino que de hombres que no quieren creer, hace de
nosotros hombres que quieren (loe) .
Por lo tanto aunque Dios, según Agustín, produzca en nosotros determi-
nados actos de voluntad, no nos quita en modo alguno la libertad. Julián ha-
bía dicho que existían innumerables gracias auxiliadoras de Dios, que sin em-
bargo nunca anularían la voluntad. Las gracias se aplicarían con tal modera-
ción que nunca destruirían la libertad. Ellas ofrecerían más bien a la volun-
tad una ayuda que ésta podría utilizar como quisiera. Pero si la voluntad no
quisiera, ellas no la obligarían (109) .
Agustín da a Julián la siguiente respuesta: linde fieri potest, ut adiutoria
gratiae Dei liberum arbitrium loco pellant; quod tootius vitiis pulsum et ne-
quitiae subiugatum, ut in loco suum redeat, liberant?... Charitas enim ex
(106) Id. II, 157.
(107) Id. II, 158.
(108) Id. II, 157; Y en VI, 10: ...Si enim Deus ex nolentibus volentes non faceret,
profecto pro eis, qui nolunt credere, non oraremus ut vellent...
(109) Id. III, 114.
41
Deo est. Hanc vos ínter adiutoria gratiae... nominare non vultis, ne hoc ifb
sum, quod oboedimus Deo, eius esse gratiae concedatis. Putatis quippe isto
modo auferri voluntatis arbitrium: cum hoc quisquam facere nisi volúntate
non possit; sed quod vos non vultis: Praeparatur voluntas a Domino; non
forinsecus sonantibus verbis, sed sicut orante exauditaque regina convertit
Deus et transtulit indignationem regis in lenitatem (Est. 15, 11). Sicut enim
hoc divino et occulto modo egit in hominis corde sic operatur in nobis
velle et operari pro bona volúntate (Phil. 2, 13) (110) .
La respuesta de Agustín, como se ve, no es algo así como que también se-
gún él, Dios coloca a disposición de la voluntad del hombre las diversas gra-
cias que fortifican intrínsecamente la voluntad, la elección se realiza en forma
totalmente independiente de Dios. Agustín va justo a lo que Julián descarta,
a saber, que la gracia trabaja en la voluntad sin destruir la libertad; pues aun-
que la obediencia que da como ejemplo, es causada por el amor de Dios, si-
gue siendo una obediencia libre. Dios trabaja en el corazón del hombre como
lo demuestra el ejemplo del rey Asuero, y, sin embargo, no quita la libertad.
La gracia que obra tal milagro en el hombre es la caridad que los pelagianos
no quieren reconocer como gracia de Dios. La disputa entre Agustín y Julián
en el campo de la gracia ofrece siempre el mismo aspecto. Según Julián la gra
cia no puede ejercer ningún influjo en la realización de los actos voluntarios
so pena de aniquilar la libertad humana; según Agustín, al contrario, la gra-
cia produce los buenos actos voluntarios en el hombre, sin eliminar por eso
la libertad humana. Cómo Dios puede producir tales actos voluntarios libres
es un misterio. Agustín lo concede; pero Dios realiza dichos actos en el hom
bre. Si no lo hiciese no sería necesario decir que Dios lo hace de una manera
divina y misteriosa. Y la gracia que realiza tales actos es la caridad.
Agustín insiste contra Julián en que tal gracia tomada como caridad pue-
de ser aceptada perfectamente sin que con ello la libertad sea perjudicada.
Inter divinae gratiae species, si poneretis dilectionem, quam non ex nobis
sed ex Deo esse eamque Deum daré filtis suis apertissime legitis; sine qua
nemo pie vivit et cum qua nemo nisi pie vivit; sine qua nullius est bono
voluntas et cum qua nullius est nisi bona voluntas; vere liberum arbitrium
defenderetis, non inflaretis arbitrium. Necessitatem porro si eam dicitis, qua
quisque invitus opprimitur; iustitiae nulla est, quia nemo est iustus invitus;
sed gratia Dei ex nolente volentem facit... (m) .
Solo la gracia de Cristo puede obrar en nosotros sin quitarnos la libertad.
Al contrario ella perfecciona la voluntad del hombre.
...non ut voluntas eius captiva rapiatur ad bonum vel malum ; sed ut capti-
vitate libérala ad liberatorem suum liberali suavitate amoris, non servil’
amaritudine timoris attrahatur (i*2) .
Podemos, por eso, afirmar: la gracia de Dios que necesitan los justos pa-
(110) Id. III, 114.
(111) Id. III, 122.
(112) Id. III, 112.
42
ra cada acto humano (113) produce, según Agustín, que el hombre pueda obrar
bien. El influjo de Dios sobre la voluntad no se realiza únicamente mediante
gracias extrínsecas, como sostiene Julián, sino que comprende antes que nada
gracias intrínsecas, que tienen directamente a la voluntad como objeto. Agus-
tín llama a esta gracia de la voluntad, antes que nada, amor. Su función no
consiste únicamente en proporcionar nuevas fuerzas a la potencia volitiva, sino
que determina a la voluntad a este acto que Dios quiere que la voluntad pro-
duzca. Pese a ello la libertad de la voluntad humana no es afectada. Antes
bien. Dios hace querer al que no quiere.
Como en el hombre caído y en el demonio la concupiscencia no deja a
la creatura racional escoger sino el mal —mal en el sentido agustiniano— sin
quitarle su libertad, así en el hombre redimido la gracia del amor hace que
ponga buenas obras sin que por eso la libertad se pierda. El hombre elige
libremente la buena acción a pesar de que Dios, por el amor, hace que la elija
libremente y no se incline al pecado. La doctrina de Agustín nos parece, bajo
este aspecto, idéntica en el fondo a la de Santo Tomás. La diferencia está en
la manera como cada uno la presenta. Santo Tomás, o mejor dicho el tomis-
mo —para no entrar anuí en discusión acerca de la doctrina de Sto. Tomás—
presenta el mismo problema en términos metafísicos aristotélicos. Dios es au-
tor del acto libre bueno humano — oara no hablar de los actos libres en gene-
ral —en cuanto con la gracia eficaz mueve a la voluntad humana ab intrínseco
auond substantiam et auoad modum. Agustín presenta el mismo problema en
términos psicológicos teológicos. La gracia eficaz es aquí la caridad, el amor,
que no atrae a la voluntad ab extrínseco romo una fuerza moral, sino que
produce ab intrínseco por sí mismo, el acto libre bueno, en cuanto produce
en la voluntad humana por su unión con ella, el aero amoroso humano bue-
no. Pues la gracia, como amor, no es un amor abstracto que flota en el aire
sin objeto propio, sino que es un amor concreto determinado, en cuanto co-
mo impulso que procede de Dios está en la voluntad para hacer que quiera
un objeto determinado y lo quiera libremente, pornue le gusta a causa de
dicho impulso amoroso. Por eso nos parece que la doctrina de Agustín es idén-
tica a la del tomismo, de la que difiere solo en la terminología. Es filosófica-
mente más exacta la terminología del tomismo; psicológicamente más inteli-
gible la agustiniana. Ambas maneras de presentar el problema se completan
y juntas dan una solución más satisfactoria a la mente humana.
Antes de pasar a la doctrina de Agustín acerca del mérito queremos en-
trar en dos textos que, aunque no tocan directamente su doctrina sobre la
gracia, nos muestran que el santo Doctor meditó y aplicó en los detalles de la
vida práctica su doctrina acerca de la eficacia de Dios sobre el libre albedrío.
Julián había dicho en su obra que había suplicado la ayuda de Dios para
poder concluir su trabajo contra Agustín, a lo que éste objeta;
Auxilium Dei quaeris ut impleantur vani libri tui... Vellem tamen díceres,
propter quid in hoc opere auxilium Dei poseas, cum sit in tuo libero arbi-
(113) Id. IV, 15.
43
trio sive facere sive non facete hoc. An ut ea tibi praesto sint, quae in po-
téstate tua non sunt et sine quibus hoc effici non potes; sicut sunt... ipse
victus et otium ? Vides ergo id te poseeré ab omnipotente Deo, cum propter
implendos tuos libros poséis auxilium, ut in voluntatibus hominum, quod
te adiuvet et quod te non impediat, operetur. Nam si nolint homines tibí
victum daré sumptusque congruente subministrare , si nolint postremo a te
inquietando, impediendoque cessare senbere vel dictare ista non potens. Spe-
ras ergo auxilio Dei sic agi hominum voluntates, Ínter quos vivís, ut tibi
necessarium nihil desit. Paratur enim voluntas a Domino. Aut igitur tuum
dogma iam corrige aut hoc defendendum destne divinum auxilium pos*
tulare (114) .
La oración de súplica es en efecto totalmente supérflua, como advierte
Agustín, si Dios no produce en la voluntad aquel acto por el cual se le su-
plica.
En otro lugar escribe Julián que por oración de Floro se encontró en
Constantinopla una carta que para él era muy importante. Agustín, refirién-
dose a esta noticia le contesta:
Quomodo cuiusdam oratu dicis epistulam inventam atque directam, si Deus
non operatur in cordibus hominum voluntates ? Utique homo qui invenit,
epistulam volúntate quaesivit, aut volúntate aliquid quaerebat eo loco, ubi
eam potuit invenire; aut cum de rebus talibus volúntate homines loqueren -
tur, volúntate apud quem fuerat, indicavit se eam habere, quam posset os -
tendere et volenti tradere, quam volens ad has partes et ille dirigeret, et vel
quocumque alio modo prorsus volúntate hominis vel hominum factum est,
ut illa invenirelur et dirigeretur epistula; et tament orante homine dicis
hoc factum. Cur ergo non confiteris, sine ulla forinsecus sonante iussione
Deum occulto instinctu ad quod voluerit efficacissime implendum, prac-
parare atque excitare hominum voluntates, qui liberum non defendis intel-
ligendum, sed praecipitandum extollis arbitrium? (115) .
Si por la oración de Floro hizo Dios que se encontrara la carta, Dios de-
bió producir muchos actos voluntarios en diversos hombres. Si Julián conce-
de eso, concluye Agustín, ¿por qué no concede entonces que Dios produce en
la voluntad de los hombres lo que quiere que ellos hagan?
La doctrina de Agustín sobre el mérito es la lógica conclusión de su doc-
trina sobre la gracia y se opone por lo tanto a la enseñanza de Julián res-
pecto a este punto. Según Julián el mérito, sea bueno o malo, es asunto de la
pura voluntad libre. La acción de Dios se limita a asignar a los hombres, co-
rrespondientemente a sus méritos, el cielo como premio o el infierno como
castigo; a lo cual, por lo demás, está obligado en justicia. Dios no participa
en la realización de la obra buena. Solamente coloca a disposición de los hom.
bres gracias extrínsecas que éstos pueden usar o rechazar según su propio pa-
recer. Cuando Agustín en el curso de su controversia sobre el pecado original
(114) Id. III, 1.
(116) Id. III, 166.
44
hizo alusión a Rom. 9, 21 y anotó que Dios forma de la humanidad conde-
nada por el pecado original, sin mérito de los hombres, a algunos como va-
sos de honor y a otros como vasos de deshonor, Julián aprovechó la ocasión
para explicar su propia doctrina. Sostuvo que de los vasos, e. d. de los hom-
bres, se afirma una suerte diversa porque se presentan con una voluntad hu-
mana diferente. La suerte diferente de los hombres no depende de Dios sino
de su propia manera de comportarse en la vida. Jacob .y Esaú, p. ej., recibie-
ron diversos premios porque los méritos que presentaron fueron distintos. Es
cierto que S. Pablo dice que Dios tiene misericordia de quienes quiere tener
misericordia. Pero con esto el Apóstol quiere decir que Dios da a cada uno lo
que según su justicia debe darle. Por sus propias fuerzas se convierten los hom-
bres en vasos de ira o de gloria. Dios no tiene ingerencia en esto. Su poder se
muestra tanto sobre los buenos como sobre los perversos en cuanto a unos pre-
mia y a los otros castiga.
Agustín está, naturalmente contra esta doctrina de Julián: ...Ambrosium
audi, qui dicit: omnes homines sub peccato nascimur... Et intellige hanc
esse massam, de qua fiunt vasa sive illa sive ista. Nam si inscrutabilis quaes-
tionis huius ista esset solutio, quam tu sapis, secundum menta voluntatum:
tam manifestó esset, ut nulla eius difficultate compelleretur Apostolus di-
’cere: “O homo quis es, qui respondeos Deo?” (Rom. 9, 20) . De nondum
natis agitur, quorum non ex operibus, sed secundum propositum suum Deus
unum dilexit, alterum odio habuit: unde ad haec verba perventum est, ut
de eadem massa et diversis vasis et de potestate figuli diceretur (116) .
Y prosigue: sed gratia liberat a totius massae damnatione, quos liberat:
quam vos negando, estis haeretici. Quantum enim pertinet ad origmis me-
ritum, ex uno omnes in perditionem; quantum autem ad gratiam, quae non
secundum merita datur, quicumque... liberantur, dicuntur vasa misericor-
diae... Quod enim Deo iudicante a caeteris exigitur, hoc istis eo miscrantt
donatur: quas investigabiles vias Domini, si aestimas improbandas, audi: "O
homo, tu quis es qui respondeos Deo?" (UT) .
Y continúa: Si tibi displicet, Deum creare homines quos damnat, contradic
ei... ne creet eos, quos malos facturos... et in malignitate perseveraturos et
ob hoc... damnaturos praescivit; aut ei suggere... ut... rapiat ex hac vita,
dum sunt innocentes et boni... (118) .
Y prosigue aún: Si secundum Apostolum saperes, non commemorares hoc
loco merita Jacob, ubi eum dicit Ule non ex operibus fuisse dilectum... Gra-
tia quippe hominem praevenit, ut diligat Deum, qua dilectione operetur
bona. Q_uod et Joannes Apostolus apertissime ostendit ubi ait: “ Nos diliga-
mus quia prior dilexit nos" (I Jn. 4, 19) . Non ergo diligimur, quia dilexi -
mus; sed quia dilecti sumus, diligamus (119) .
Agustín afirma claramente que nuestra destinación al cielo no depende
de nuestra voluntad y sus actos sino de la elección de Dios. Porque Dios nos
elige y ama, sin encontrar antes en nosotros algo que sea digno de su amor.
(116) Id. I, 126.
(117) Id. I, 127.
(118) Id. I, 130.
(119) Id. I, 131.
45
éste produce en nosotros que podamos amarle y realizar buenas obras que
correspondan al mismo.
Explicando contra Agustín el capítulo noveno de la carta a los Romanos,
Julián había dicho que el Apóstol habla ahí de la gracia según la cual Dios
elige a los hombres; pero que bajo el nombre de gracia se debería entender el
poder divino con el que habrá de juzgar al hombre conforme a sus méritos.
Agustín le contesta: Ergo ad incuruandam circumcisorum arrogantiam sub
nomine gratiae mentitur Apostolus; nam Deus ex operibus eligit, non ex
gratia. Quis ita sapiat nisi haereticus inimicus gratiae... (120) .
Y continúa: Quomodolibet dicas Deum faceré quod debet; gratiam nemini
debet, multisque non reddet supplicium, quod malis, eorum operibus debet;
et largitur gratiam, quam nullis eorum bonis operibus debet. Quid enim
debebat ipsi Paulo... Nonne suplicium? Quod ergo eum... ad fidem perci -
piendam... tam violenter attraxit, procul dubio secundum gratiam, non se-
cundum debitum fecit, ut in eis esset reliquiis populi Israel... Quid debebat
etiam illis, de quibus dicit: "Non propter vos fació, domus Israel, sed prop-
ter nomen meum sanctum, quod profanastis in gentibus Facere ergo se
dicit bona eorum in ipsis; sed propter nomen suum, quod profanaverunt,
non propter ipsos, qm profanaverunt: nam propter ipsos supplicium illis debi-
tum redderet, non gratiam donaret indebitam. Quod enim se facturus dicit,
ad hoc pertinet, ut bona faciant, non quia boni erant... Denique apertissx-
me dicit eos bona esse facturos; sed se faciente, ut ea faciant. Ait quippe
ínter caetera; (Ezech. 36, 22) : Et faciam, ut in justificationibus meis am-
buletis et iudicia mea observetis et faciatis” (t2i) .
Y prosigue Agustín: His certe operibus merces imputatur secundum debi-
tum: debetur enim merces, si fiant. Sed gratia quae non debetur praecedit,
ut fiant. Debetur, inquam, bona merces operibus bonis hominum. Sed non
debetur gratia quae ipsos homines bonos operatur ex malis... Propterea Pe-
lagius vester... eos qui dicunt gratiam Dei secundum merita nostra dari...
damnare compulsus est... et dicis... sub nomine gratiae apostolus Paulus de
sola Dei praeiudicat potestate. Ubi quid dicis aliud nisi: Ad incurvandam...
arrogantiam mentitur Apostolus dicens non ex operibus esse dilectum Ja-
cob; cum ex operibus sit dilectum, quia erat quietus, mitis...? Nec intelligis,
non ideo, quia talis erat vel talis futurus erat, fuisse dilectum, sed talem,
quia dilectus est, factum. Erubesce, non mentitur Apostolus; non ex ope-
ribus Jacob dilectus est; si enim gratia, iam non ex operibus. Sed gratia
dilectus, eadem gratia faciente bonis oportuit ut polleret operibus... (12a) .
Por lo tanto, Jacob fue bueno y pudo realizar buenas obras porque fue
amado por Dios. No amó Dios a Jacob porque éste hubiese sido bueno. El
amor de Dios fue causa de la bondad de Jacob, no la bondad de Jacob la
causa del amor de Dios hacia él.
Y prosigue Agustín: Ergo ipsa vasa ita se praeparant, ut frustra dictum de
Deo est (Rom. 9, 24) “ quae praeparavit in gloriam”? Hoc enim apertissi*
(120) Id. I, 132.
(121) Id. I, 133.
(122) Id. I, 133.
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me dicis nec intelligis, ita dictum esse (II Tim. 2, 20) : “Si quis mundaverit
semetipsum...” , ut ostenderetur et opus hominis per voluntatem: sed ingrar
te homo, praeparatur voluntas a Domino. Ideo utrumque verum est, et quia
Deus praeparat vasa in glortam, et quia ipsa se praeparant. Ut enim facial
homo, Deus facit, quia ut dihgat homo, Deus prior diligit. Lege Ezech. (2b,
22)... reperies... Deum facere... ut praecepta etus hommes faciant... Q3*) .
Por consiguiente, Dios hace que los hombres de los que se apiada obser-
ven sus mancamientos. Pero no lo hace a causa de sus méritos, pues sin ayu-
da de Dios los hombres no tienen buenos méritos, sino por respeto a su pro-
pio nombre.
Dice Agustín: Deum facere, ut praecepta eius homines faciant quorum mise-
retur, nom propter menta eorum, quae mala esse ibi commemorat, sed prop-
ter nomen suum; ut Deo sine meritis eorum faciente, ut faciant praecepta
eius, incipiant merita bonorum habere factorum. Haec est gratia, quam ne-
gatis, non ex operibus quae fiunt, sed ut fiant... (124) .
Y continúa: ...sancti Arnbrosii verbis tibi respondeo: Deus quos dignatur,
vocat, et quem vult religiosum, facit. Hoc in veritate facit, hoc in veníate
scripturarum divinarum intellexit Ambrosias: sed iudicium, cum altos facit,
alios non facit, occultum est... (125) .
Y prosigue: Ubi dixit Apostolus: “Ex uno omnes in condemnationem " (Rom.
5, 16); ipsam massam demonstravit, quae tota vitiata ex Adam fluxit: ubi
autem dicit, ex illa fieri vasa in honorem, gratiam commendat, qua homi-
nes, quos creat, etiam hberat ; ubi vero dicit, ex illa fieri vasa m contume-
liam, iudicium ostendu, quo homines, quamvis creet, non tomen liberal. ..
(126)- .
Y termina: Haec est electio gratiae, non ex operibus, qua fiunt, vasa in ho-
norem, ut bono opera faciant: quia bona opera subsequuntur gratiam , non
praecedunt; quomam gratia Dei facit, ut faciamus... (127) .
Al concluir la exposición de la enseñanza de Agustín sobre la gracia y el
mérito podemos decir: Así como Julián, consecuente con su doctrina sobre el
libre albedrío, atribuye el mérito sólo a la libre voluntad del hombre, así po-
demos decir de Agustín que en su doctrina del mérito permanece fiel a su
doctrina acerca de la gracia y el libre albedrío. Su doctrina acerca del mérito
se deduce lógicamente de su doctrina de la gracia. Los hombres pueden tener
méritos porque Dios da su gracia. La gracia es causa eficiente de esos méritos.
El hombre merece premio por las buenas obras que ha hecho. Pero la causa
última de los méritos es Dios que lo capacita, mediante las gracias prevenien-
tes eficientes para que pueda libremente hacer aquellas obras mediante las
cuales podrá merecer.
(123) Id. I, 134.
(124) Id. I, 134.
(125) Id. I, 135.
(126) Id. I, 136; cfr. I, 141. 161.
(127) Id. I, 141.
47
V LA DOCTRINA DE AGUSTIN ACERCA DEL LIBRE ALBEDRIO Y
LAS DEFINICIONES DE LUCIDO, DEL CONCILIO DE ORANGE
Y DEL CONCILIO DE TRENTO
No es intención de nuestro trabajo exponer cómo se desarrolló la doctrina
de Agustín acerca del libre albedrío y su relación con el pecado original y la
gracia. Pero quisiéramos comparar brevemente su doctrina con aquella que
autoritativamente fue establecida por el magisterio de la Iglesia. Nos referi-
mos a las declaraciones de los concilios de Orange y Trento, y a aquella doctri-
na acerca del libre albedrío, que el “predestiniano” Lúcido tuvo que suscribir
por mandato de un concilio provincial galo a instancia sobre todo del obispo
Fausto de Riez (128) .
Compararemos con estas definiciones de los concilios de Orange, Trento
y Lúcido-Fausto, la doctrina de Agustín que tenemos brevemente resumida en
la 152* sentencia de Próspero. Pondremos las 4 definiciones en columnas pa-
ralelas para facilitar la comparación:
1. Lúcido-Fausto
... damno... qui
dicit post primi
hominis lapsum
ex toto arbitrium
voluntatis extinc-
tum ...assero... et
libertatem volun-
t a t i s humanae
non extinctam
sed attenuatam et
infirmatam esse...
( DB 160 a.)
2. Agustín-Prós-
pero
...arbitrium v o-
luntatis... tale da-
tum a Deo, quod
amissum nisi a
quo potuit dari,
non potest red-
di...
(Prosper s e n t.
152 ML. 45,
1817).
3. Caesario-Oran-
ge
Arbitrium volun-
tatis in primo
homine infirma-
tum, nisi per
gratiam baptis-
mi non potest
reparari; " quod
amissum, nisi a
quo potuit dari,
non potest reddi”
DB 186.
...debemus et cre-
dere, quod per
peccatum primi
hominis ita incli-
natum et atte-
nuatum fuerit li-
berum arbitrium
... (DB. 199).
4. Trento
. . . unusquisque
agnoscat, in eis
liberum arbi-
trium minime
extinctum esset,
viribus licet atte-
nuatum et incli-
na t u m . (DB.
793) . ...Si quis
liberum a r b i-
trium post Adae
peccatum amis-
sum et extinctum
ese dixerit... A.S.
(DB. 815) .
(128) Que la doctrina de la voluntad de Lúcido - Fausto (porque lo que Lúcido subs-
cribió fue la doctrina de Fausto) sea una doctrina ortodoxa, es más que dis-
cutible. Con toda verosimilitud la doctrina de Fausto es semipelagiana. Léa-
se: Faustus: De Gratia Dei, CSEL, XXI, 6. G. Arnold: Caesarius von Arélate
und die gallische Kirche setner Zeit. Leipzig 1894 F. Worter: Zur Dogmenge -
sehichte des Semipelagianimus. Münster, 1899. G. Weigel: Faustus of Ricz. Phi-
ladelphia, 1938.
Las palabras del concilio de Trento parecen condenar la doctrina de Agus
tín-Próspero y, en parte, la doctrina de Orange, y parecen aceptar la doctrina
de Lucido-Fausto. Para conocer sin embargo la doctrina de un concilio, de un
padre o doctor de la Iglesia, no debemos fijarnos solamente en las palabras de
la definición, sino que debemos tratar de comprender el sentido de tales for-
mulaciones. En efecto, puede ser que un doctor o un concilio dé a los térmi-
nos que usa en sus formulaciones un sentido diferente al que hoy les damos.
Basta recordar lo que pasó a Bayo y Jansenio, que interpretaron los términos
de Agustín conforme al sentido que en el tiempo de ellos tenían y no en el
sentido que Agustín en su tiempo les dio.
1. Lucidu-Fausto:
a. Cuando Fausto dice que el libre albedrío del hombre no fue extin-
guido sino solamente atenuado y debilitado, uno puede interpretarlo de dos
maneras. "La voluntad no fue extinguida” puede significar que el hombre
conserva su libertad después del pecado original, pero no la mism.; libertad
que tuvo Adán antes del pecado, libertad para hacer el bien y el mal (en el
sentido agustiniano) . Por eso la voluntad está debilitada y enfermj. Tomada
en este sentido la declaración de Lucido-Fausto se identifica con la doctrina
de Agustín, quien también podría decir: la voluntad no se perdió por el pe-
cado de Adán sino que fue debilitada y está enferma, porque ya no tiene el
poder de hacer el bien sin la gracia, sino solamente el mal.
b La declaración de Lucido-Fausto quiso sin embargo, con toda proba-
bilidad, decir algo totalmente distinto. El concilio provincial de Arlés, del
que se conservan solamente estas declaraciones firmadas por Lúcido, estaba di-
rigido contra Agustín. Fausto es semipelagiano. Si él dice que la voluntad no
se extinguió por el pecado de Adán sino que se debilitó y se enfermó, esto sig-
nifica con toda probabilidad que la voluntad después de ese pecado mantiene
la libertad para hacer el bien y el mal por lo menos en el sentido de poder
prepararse por propio esfuerzo para recibir la gracia mediante el desiderium
salutis et pius credulitatis affectus. Así tomada, la declaración de Lúcido- Faus-
to es, sin duda, una declaración semipelagiana y herética.
Agustin-Pr áspero:
a. Cuando Agustín afirma que se perdió el libre albedrío por el pecado
de Adán, afirma solamente que se perdió aquella libertad que Adán tuvo en
el paraíso, la libertad para hacer el bien y el mal, quedándole al hombre so-
lamente la libertad para hacer el mal. Esta doctrina sería igual a la de Lucido-
Fausto bajo a.
b. De ninguna manera quiere afirmar Agustín que el pecado original
destruyó el libre albedrío por completo. Las palabras de la sentencia podrían
ser interpretadas así, pero tal interpretación no estaría de acuerdo con la doc-
trina de Agustín expuesta en nuestro trabajo. La doctrina de la Reforma pro-
testante acerca de la total destrucción del libre albedrío por el pecado de Adán
se identifica solamente en las palabras con algunas definiciones de Agustín
49
sacadas del contexto de sus obras. Pero nada tiene de común con la doctrina
misma del Sto. Doctor. Agustín afirma que también después del pecado origi.
nal el hombre conserva su libertad, aunque sea solamente una libertad para
hacer el mal. No coincide por lo tanto con la doctrina de Lutero que afirma
que después del pecado original no existe ninguna libertad en el hombre.
Concilio de Orange :
a. Cesario de Arlés enseña en el concilio de Orange que la libertad hu-
mana fue debilitada y perdida por el pecado original. Tal afirmación parece
encerrar una contradicción: "debilitada” y "perdida”. La contradicción apa-
rente desaparece, sin embargo, si se toma en cuenta lo siguiente: Cuando Ce-
sado, usando los mismos términos que Fausto, afirma que la voluntad fue de-
bilitada y enfermada, no pretende afirmar la doctrina de Fausto acerca del
desiderium salutis et pius credulilatis affectus, doctrina semipel.giana que fue
explícitamente condenada en el concilio de Orange. Cuando Cesario dice ade-
más que la libertad se perdió, afirma aquello que Fausto condenó en el con-
cilio de Arlés. En efecto, cuando Fausto afirma allí que la voluntad no se ex-
tinguió, condena la doctrina que habla de la pérdida de la voluntad por e)
piecado original, pues extinctum y amissum significan lo mismo. Por lo tanto,
si uno quiere interpretar correctamente la doctrina de Ces. rio en Orange, tie-
ne que hacerlo conforme a Fausto a) y a Agustín a) , a saber: la voluntad hu-
mana está debilitada y enferma, porque perdió la libertad para hacer el bien
conservando la libertad para hacer el mal. Esto mismo se puede expresar tam-
bién diciendo que la libertad se perdió; en efecto, se perdió aquella libertad
de Adán que era libertad para hacer el bien y el mal.
b. Si se quiere interpretar a Cesario en forma distinta, según Fausto b)
y Agustín b) se debería afirmar que Cesario fue al mismo tiempo partidario
de la doctrina de los semipelagianos y de los protestantes, es decir, partidario
de dos doctrinas di. metralmente opuestas entre sí. Cesario enseñaría entonces
por un lado que la voluntad libre humana puede prepararse positivamente a
la primer;; gracia y por otro lado que la voluntad libre no existe, lo que es
absurdo.
Trento :
a. El concilio de Trento afirma que la voluntad humana libre no fue
extinguida y perdida por el pecado original sino debilitada e inclinada al mal.
El concilio condena por lo tanto, por lo menos en sus palabras, la doctrina
de Agustín que habla de la pérdida de la libertad humana como el concilio
de Orange, y emplea en su definición los términos usados por Lucido-Fausto,
con la única diferencia que en vez de infirmatum dice inclinatum. ¿Rechaza
acaso el concilio de Trento la doctrina de Agustín y de Cesario? Se ve clara-
mente que no, si nos fijamos en la finalidad y el sentido de la definición. Con-
tra Lutero y Calvino, según quienes el pecado original destruyó totalmente
la libertad humana, el concilio definió que el pecado original no destruyó to-
talmente la libertad del hombre. Al contrario, éste conserva, después del pe-
50
cado de Adán, su libertad aunque no es ya la de Adán sino una debilitad.i e
inclinada al mal. Esto no significa que según el concilio de Trento el hombre
pueda sin gracia prepararse positivamente para la primera gracia, como ense-
ñaron los semipelagianos, pues el mismo concilio condena en otro lugar la doc-
trina semipelagiana. Pero el concilio no explica en qué sentido la voluntad fue
debilitada. La doctrina de Trento no es por lo tanto opuesta a la de Agustin
o la del concilio de Orange. Lo que hace es condenar la doctrina de la Re
forma acerca del libre albedrío, así como condena en otro lugar la doctrina
de los semipelagianos y pelagianos, sin explicar positivamente en qué consiste
en detalle la debilitación de la libertad causada por el pecado original. En
cuanto al rechazo de las doctrinas pelagianas, semipelagianas y protestantes,
la definición de Trento afirma lo mismo que Agustín a) y Orange a) .
b. Solamente se puede probar contradicción entre las enseñanzas del
concilio de Trento y las doctrinas de Agustín y del concilio de Orange, si se
interpretan las definiciones de Trento en sentido pelagiano o semipelagiano
conforme a Lucido-Fausto b) . Pero cuando los padres en Trento hablaron
acerca de la libertad y su relación con el pecado original, no tuvieron Ínter»
ción de renovar los errores semipelagianos. Podemos, por eso, afirmar que la
doctrina de Agustín acerca del libre albedrío, etc. no es opuesta a aquellas
declaraciones acerca de la libertad humana que la Iglesia dictó autoritativa
mente como obligatorias para todos los cristianos.
51
El Sentido Cristiano de la Nación
Pbro. Joseph Combun
Prof. de la Facultad de Teología de
la Universidad Católica de Chile.
I. NACION Y PERSONA
Giorgio La Pira ha relatado, no hace mucho tiempo, un episodio que
ilustra perfectamente el sentido cristiano de la nación. Se trata de una con-
versación que sostuvo en 1955 con el embajador de un estado comunista.
“—¿Cuáles son —me preguntó— los problemas esenciales de vuestra ciu-
dad?
“—Los mismos —le respondí— que los de la capital de vuestra nación y
de todas las ciudades, grandes y pequeñas, de todos los países del mundo. Es
decir, debemos asegurar a los hombres las cosas esenciales destinadas a satisfa-
cer sus necesidades inmediatas.
¿Y cuáles son esas necesidades?
“—Son éstas: una casa para amar; una fábrica (o una tienda, o un campo,
o una oficina) para trabajar; un escuela para aprender; un hospital para cu
rarse; y, finalmente, al final de esta enumeración pero en primer lugar en ls
escala de los valores y de las intenciones: una iglesia (o un templo, o una mez-
quita, o una pagoda, etc.) para orar... (*) ”.
Lo que el señor La Pira, alcalde de Florencia, decía, al referirse a la ciu-
dad, vale especialmente para la nación, de la cual es una célula, ya que nin-
(1) Palabras pronunciadas en una conferencia de Giorgio La Pira, el 11 de marzo
de 1968, en el ciclo de las grandes conferencias católicas de Bruselas, y publi-
cadas en “Esquisses pour une politique chrétienne" (Tribune libre, 28), París,
Pión, 1968, pág. 31.
52
guna ciudad es capaz por sí misma de responder a las cinco necesidades enun-
ciadas. Es el papel de la nación.
1. Una casa para amar, una fábrica para trabajar, una escuela para apren-
der, un hospital para curarse, una iglesia para rezar: estos son los fundamentos,
las razones mismas de ser de la nación. Este es su sentido, su justificación fren-
te a la mirada de los cristianos. Quisiéramos sólo explicar aquí todo lo que es-
tá incluido en esta posición, y de qué manera todo lo que comprende una na-
ción debe estar referido a estas cinco necesidades fundamentales (2) .
Es necesario recalcar, antes que nada, que las cinco necesidades no son
precisamente necesidades naturales. Son necesidades a las cuales podríamos lla-
mar históricas, en el sentido de que han nacido y se afirman en una época
histórica determinada: la nuestra.
Los hombres sólo conocieron, durante miles de años, en lugar de una casa,
un refugio; en lugar de una industria, una azada, un caballo, una picota; en
lugar de una escuela, tradiciones; y en lugar de un hospital, recetas empíricas,
brujos, y médiums; en lugar de una iglesia (incluyendo el sentido espiritual
de la palabra) nada más que temores y sujeciones religiosas.
Las necesidades enumeradas por el señor La Pira son realmente nuevas:
por lo tanto justifican la aparición de una nueva sociedad en la historia: la
nación.
2. En la época que precedió a la época nacional, los hombres vivieron en
pequeñas comunidades formadas por unos pocos centenares de individuos: en
clanes o en aldeas, pudiendo corresponder éstos a feudos (o latifundios o ha-
ciendas, o fazendas, o fundos, etc.) .
Las aldeas eran en sí mismas sociedades completas, perfectas, prácticamen-
te sin intercambio. Proveían a sus propias necesidades. Encuadraban toda la
existencia humana, pues eran las comunidades que correspondían a un esta-
do rudimentario de las técnicas. La aldea podía proporcionar todo lo que los
hombres podían desear y adquirir en esa época. Poseía los medios para lograr-
lo. Era un abanico completo de todas las posibilidades humanas. Entregaba
todo lo necesario para construir los refugios que hacían de casas, fabricaba las
herramientas y trabajaba la tierra, transmitía las costumbres, las tradiciones
religiosas, las recetas acumuladas por las experiencias empíricas.
La aldea es una sociedad que se puede denominar natural, pues sus miem-
bros están unidos por lazos biológicos o casi biológicos: los lazos de familia o
alianza, la vecindad sobre una misma tierra, el contacto permanente, la de-
pendencia común de un mismo señor.
En la aldea la división del trabajo y los trueques se hacen entre vecinos,
esto es, entre individuos biológicamente solidarios. La aldea, el clan, la fami-
lia patriarcal aseguran al individuo una cierta seguridad vital. Lo defienden
contra la naturaleza y contra los extranjeros. Por lo demás esta seguridad es
(2) Cae de su peso que esta lista de necesidades no es exhaustiva; es simbólica.
Pero sin ninguna duda enumera los aspectos fundamentales de las aspiraciones
humanas en nuestra época histórica.
53
siempre precaria, limitada por los rudimentarios medios técnicos. Lo dejan ¡n-
defenso ante las grandes perturbaciones naturales o frente a las invasiones y
migraciones de los pueblos.
Pero, al mismo tiempo, la sociedad patriarcal o aldeana ahoga al indivi-
duo. No le deja muchas posibilidades de invención o de iniciativa. Le garan-
tiza seguridad en la medida en que se somete a los ritmos tradicionales que
aseguran el equilibrio social. El individuo está atado a los gestos tradicionales
del grupo: costumbres, ritos, fiestas, trabajos, opiniones, juicios; todo está im-
puesto por la tradición.
Ahora bien: si la aldea era la sociedad que se necesitaba para técnicas
rudimentarias, la nación es la nueva forma social que corresponde a las téc
nicas de nuestra época. Ni el confort, ni la producción industrial, ni la cul-
tura, ni la medicina, ni siouiera la religión diferenciada que conocemos hoy
día nodfan nacer, desarrollarse, ni tampoco aplicarse en una sociedad de tipo
aldeano. Se necesitan los contactos, los intercambios, la división y la especia-
lización del trabajo en una escala no de centenas sino de millones de hombres.
Ninguno de los valores considerados anteriormente puede realizarse en el
marco de una sociedad cerrada como el clan o la aldea. La unidad en la es-
cala de estos valores es la nación.
Entre la época del clan y la de la nación, la historia conoció, por lo de-
más, una etapa transitoria que podríamos llamar la edad aristocrática. Empe-
zó con las primeras civilizaciones diferenciadas del Oriente, de la India y de
la China. Bajo su signo se desarrollaron las civilizaciones griega, romana, bi-
zantina, medieval.
Así como una gran parte de Africa está aún en la edad del clan, así tam
bién una gran parte del Asia, de América Latina y de Europa meridional está
todavía en la edad de la aristocracia. La sociedad aristocrática descansa en la
distinción de dos clases: una, los señores; la otra, los siervos (o esclavos, o pa-
rias, etc.). Técnicas más desarrolladas permiten la producción de ciertos bie-
nes superiores, pero en número limitado. Un grupo más audaz obliga al resto
a trabajar para asegurarle estos bienes superiores; la cultura, el confort, los
cuidados están reservados a una pequeña minoría. Se trata, en realidad, de
valores que sólo pueden ser producidos en pequeñas cantidades. La clase alta,
después de haberse incautado de ellos por la conquista, reivindica la manten-
ción de esos privilegios en nombre de una esencia superior.
En la época moderna, sin embargo, el desarrollo de las técnicas permite
entrever la multiplicación suficiente de ciertos bienes, de manera que todos
los hombres puedan tener acceso a ellos. Son aquellos que hemos citado: una
casa, un trabajo remunerado, una escuela, atenciones, una religión personal.
A partir de ese momento las aristocracias no se justifican. Aunque ellas fue-
ron, durante siglos, portadoras y creadoras de civilización, sus privilegios se
convierten en un obstáculo para el desarrollo de la humanidad. Puede tratar-
se de privilegios de la nobleza militar, de los propietarios terratenientes, de la
burguesía: los fenómenos son paralelos.
Dondequiera existe una sociedad de tipo aristocrático, la aspiración na-
cional se convierte en una reivindicación de igualdad. Pide la supresión de las
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diferencias de trato debidas a clases o castas determinadas por el origen o el
nacimiento. Quiere acceso a la condición superior. Esta es la situación actual
en el mundo entero. Descansa en la convicción de que las técnicas actuales per
miten el reparto entre todos los individuos de estos bienes: la casa, la cultura,
el trabajo, las atenciones.
Precisemos, entonces, cuál es la esencia y el valor de la nación: es la so-
ciedad humana que permite asegurar a todos, por igual, los cinco bienes his-
tóricos enunciados más arriba. Esta es la justificación de la nación y su sen-
tido (3) .
3. Conviene ahora profundizar la base que hemos definido. Una casa
para amar, un taller o una oficina para trabajar, una escuela donde aprender,
un hospital para curarse, una iglesia donde rezar, no son sólo bienes materia-
les. Las necesidades históricas de nuestro tiempo no se reducen sólo a aspira-
ciones de poseer más bienes cuantitativamente. Los progresos de las técnicas
de producción y de intercambio no tienen sólo por resultado aumentar el nú-
mero de bienes disponibles. Y tampoco es la nación una aldea o una familia
ensanchadas a la escala de millones de miembros. Prodúcese un cambio cua-
litativo.
Con respecto a la sociedad anterior —la sociedad natural, patriarcal, tri-
bal, aldeana, o la sociedad aristocrática, señorial, latifundista, en suma, servil—,
la sociedad nacional significa una verdadera emancipación del individuo, una
personalización del hombre. Las sociedades anteriores dejaban a los individuos,
o al menos, a la inmensa mayoría de los individuos, sometidos estrechamente
a los ritmos y a los accidentes de la naturaleza
Durante milenios la vida fue un combate permanente, siempre inseguro,
siempre peligroso, contra la naturaleza, para poder sobrevivir. La antigua so-
ciedad estaba organizada a flor de la naturaleza, de la cual no lograba real
mente liberarse. El ideal nacional resume y sintetiza el deseo de una más alta
liberación de la naturaleza, y también de la sociedad antigua, en la medida
en que ésta se aferra al individuo y le impide emanciparse.
La Casa
Este hecho puede demostrarse por las cinco necesidades fundamentales. Una
casa para amar no sólo significa más confort, más propiedad: es la emancipa-
ción de la pareja. Corresponde al deseo de escapar a la familia patriarcal, en
la cual el hombre es un trabajador que está amarrado a un linaje y a un pe-
dazo de tierra, y donde la mujer es la sirvienta del clan. La casa patriarcal es
el refugio en el cual tres o cuatro generaciones viven juntas, en una solidari-
dad que protege a cada uno de sus miembros, pero que impide a la pareja
aislarse. Viene una época en la cual todos los hombres y, más aun, todas las
(3) No ignoramos que la historia es infinitamente más compleja y más sinuosa. Sólo
citamos los puntos extremos. Ver, por ejemplo, Lewis Mumford, Ttchniqut «t
Civilisation, París, 1950.
55
mujeres entrevén que es posible la intimidad de la pareja y la intimidad del
hogar; una época en la cual esta intimidad viene a ser un valor imperioso. La
casa del hogar significa la emancipación de la pareja frente al linaje, y tam-
bién frente a la estrecha servidumbre respecto a la reproducción de la espe-
cie.
El ideal de la pareja y del hogar (padres e hijos, excluyendo toda otra
dependencia familiar) presupone que se haya alcanzado un cierto nivel de
bienestar y de confort: simbólicamente necesita una casa donde se desarrolle
la vida íntima, privada. En una sociedad patriarcal no existe la vida privada
no solamente para los esclavos, los siervos, los domésticos; la vida privada, ín-
tima, no existe.
En el marco de la nación, el hombre y la mujer pueden emanciparse de
su familia de origen, de su pueblo, de su rincón natal; pueden instalarse libre-
mente y hacerse una intimidad. En la ciudad puede uno perderse, pero tam-
bién puede encontrarse con otros, según sus aspiraciones personales. La inde-
pendencia económica, la independencia frente a todo lo que significa subsis-
tir, permite, en primer lugar, esta personalización de la vida sexual. Tal es.
por lo tanto, la primera necesidad: una verdadera casa para amar.
La Fábrica
Para comprender la liberación que significa el trabajo en la fábrica, en
la oficina, en el taller, debemos compararla con la condición de siervos o de
todos los hombres que, durante miles de años, estuvieron amarrados a un pe-
dazo de tierra para recibir sólo una magra subsistencia. En el clan, el latifun-
dio, la aldea antigua, no existe la moneda. Cada uno recibe su parte de los
bienes producidos por la pequeña colectividad. No se le permite tener el me-
nor deseo personal, pues no podrá satisfacerlo. No sólo recibe cada uno nada
más que los bienes de subsistencia sino que su porvenir depende enteramente
de la colectividad. En la familia o en el clan patriarcal, en los señoríos, el in-
dividuo no tiene otra esperanza de escapar a su medio o de diferenciarse fren-
te a él sino intentando la aventura como soldado, mercenario, bandido o cor-
sario. Día tras día recibe la parte que le es necesaria. No tendrá más seguri-
dad que la solidaridad del clan.
Frente a esta situación, el salario representa la libertad, o al menos, una
posibilidad de libertad. Esta libertad es la que buscan los millones de seres
humanos que huyen de los campos patriarcales de Asia, de Africa o de Amé-
rica Latina para aumentar las nuevas ciudades, a la búsqueda de un salario.
Y, sin duda, el proletariado y el asalariado llegan a constituir una nueva es-
clavitud, debido a la explotación que se hace de la debilidad, de la inexpe-
riencia, de la ingenuidad de las masas de trabajadores agrícolas emigrados a
los centros industriales. Pero no por eso el movimientn deja de continuar irre-
frenable, y jamás ha sucedido que un movimiento obrero, sea socialista o no
lo sea, haya predicado el ‘‘regreso a la tierra”.
Por el salario, el trabajo individual adquiere un valor; un valor negocia-
ble, elegido libremente por cada uno. Por el salario, el individuo puede ad-
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quirir con su trabajo los bienes que prefiera, puede también adquirirlos para
su uso exclusivo. En la tierra ancestral ninguna cosa es, precisamente hablan-
do, propiedad individual. Todo pertenece a la familia, cuando no al señor.
Cuando el joven y la muchacha acuden a trabajar a la industria, a la ofi-
cina, al mostrador, se liberan virtualmente de su clan, de todas sus presiones.
Adquieren su virtual independencia. El salario es el símbolo de esta libertad
individual.
La organización del trabajo, en el plan, no ya de la aldea ni tampoco de
las estructuras naturales, permite a cada individuo personalizarse, conquistar
su parte de libertad; libertad de moverse, de elegir, de vivir sin la dependen-
cia de sus jefes naturales y de sus orígenes biológicos. Este es el segundo as-
pecto de la revolución nacional. El trabajo industrial no es sólo más produc-
tivo ni es sólo un simple factor de multiplicación; cambia el sentido, el al-
cance y el valor del trabajo. El trabajo no es ya únicamente la condición para
la supervivencia biológica, sino más bien es la palanca de la autonomía indi-
vidual.
La emancipación del trabajo está naturalmente en estrecha relación con
la emancipación de la pareja y del hogax. El hombre aspira a un salario in-
dividual para fundar “su” hogar, para construir su casa. La soledad no será el
objeto de la independencia: lo será la pareja y la familia, en el sentido res-
tringido y absolutamente nuevo con que esta palabra tradicional comienza a
aplicarse hoy.
La Escuela
En lo que a la Escuela se refiere, —designando con esta palabra toda la
organización docente que puede desarrollarse en los límites de un estado y
dentro del nivel de una nación— tampoco ésta significa sólo el aumento cuan-
titativo de conocimientos. La escuela indica una etapa superior en la evolu-
ción del espíritu humano: el advenimiento de la razón individual. Desde el
momento en que la juventud empieza a instruirse en las escuelas, no ya en las
escuelas de aldea sino en las verdaderas escuelas organizadas bajo un plan na-
cional, escapa a la sabiduría de los ancianos. A partir de entonces ya no son
los viejos los que saben más que los jóvenes; los jóvenes saben más que los
viejos. Los jóvenes aprenden más cosas que lo que la tradición familiar trans-
mite. Por la lectura, reforzada por el contacto con todos los medios de infor-
mación creados por las técnicas modernas, por la influencia de un cuerpo de
enseñantes independientes de la familia, los jóvenes aprenden a pensar y a
juzgar sin acudir a la sabiduría de los ancianos. Se emancipan en sus juicios,
sus opiniones, sus opciones. Y no sólo aprenden más en la escuela que den-
tro de su familia: adquieren los métodos y los instrumentos que los llevan a
criticar la sabiduría tradicional, las opiniones transmitidas a través de la au-
toridad y las costumbres. Aprenden a tener espíritu crítico. Aprenden a eva-
luar los fundamentos y las razones de los juicios heredados, de las opiniones
ya hechas. No sólo sobrepasan sino que critican la tradición ancestral. El sen-
tido último de la escuela nacional es substituir las costumbres por conductas
ratificadas, discutidas, deliberadas individualmente; es substituir una visión del
57
mundo, de la vida, recibida pasivamente dentro del medio tradicional, por
una visión basada en argumentos y razones que la razón individual reivindi-
ca el derecho a sopesar.
La formación de la conciencia individual está en estrechas relaciones con
la emancipación económica y la emancipación sexual. En las escuelas las ge-
neraciones jóvenes reciben la idea y oyen el llamado de otro medio más am-
plio, más libre que el del clan o el de la aldea. En las escuelas aprenden a to-
mar conciencia de las costumbres, de las tradiciones, de las actitudes irrefle-
xivas en que viven sus familiares o antepasados; aprenden a verlos con mi-
rada crítica. Allí, en la escuela, pierden esa adhesión total, espontánea, ins-
tintiva del hombre a su medio. Aprenden a dudar y a soñar con una vida a
solas. Y bien: la escuela se relaciona con el medio nacional. Se constituye en
el marco de la nación. Es una de las instituciones básicas de la nación, como
las sociedades financieras, industriales o comerciales.
El Hospital
El hospital moderno, agrupando la medicina experimental, la terapéutica
científica, la cirugía, la farmacopea química, etc., representa otra forma de li-
beración. El hombre, por la medicina, adquiere una relativa seguridad. La
longevidad se prolonga, las oportunidades de sobrevivir hasta una edad avan-
zada aumentan de tal manera que llegan a modificar completamente la acti-
tud del hombre frente a la vida. Le dan una seguridad, una soltura que le
permiten forjarse seriamente planes para el porvenir.
La muerte constituye, antes de la medicina moderna, una constante ame-
naza. Frente a las grandes calamidades de la naturaleza, las epidemias, los in-
sectos, las condiciones climatéricas, la sociedad tradicional está desarmada. De-
be resignarse a sufrirlos. Hasta para defenderse de los males cotidianos dis-
pone sólo de recetas tradicionales. El miedo a la enfermedad y a la muerte
mantiene el prestigio de los hechiceros, curanderos y de una multitud de prác-
ticas supersticiosas de naturaleza más o menos mágica. El hombre de antaño
se siente siempre tentado de confiar su vida a hechiceros, cuyos falsos pode-
res lo impresionan aunque no lo tranquilicen.
La medicina constituye, sicológicamente, una liberación: liberación del sen-
timiento de amenaza de la muerte o de la enfermedad; liberación, también
del malestar, de la debilidad en que aún hoy viven la mayoría de los hom-
bres en aquellos lugares donde no ha penetrado. A pesar de todos los repro-
ches que puedan hacerse a la medicina social, ésta constituye un formidable
esfuerzo de humanización si se comparan las poblaciones que gozan de ella
con aquéllas que viven aún en un estado endémico de subalimentación, ane-
mia, infección (4) .
El "hospital” refuerza, pues, y estimula el ardor, el tonus vital, la capa-
(4) Ver, por ejemplo, la obra de M. Josué de Castro, especialmente Ensaios da Bio-
logía social, Sao Paulo, 1957; Documentarlo do Nordeste, Sao Paulo, 1957; o
los clásicos Geopolítica da fome (4a. ed., 1957) ; Geografía da fome, (6a. ed.,
1959).
cidad de iniciativa y de trabajo. Los otros tres fines definidos anteriormente
no serían de ninguna manera deseables para pueblos enfermos, débiles, de-
formados por el miedo constante de la muerte. La medicina técnica moderna,
es, pues, solidaria de la industrialización y del trabajo técnico, de la cultura y
de la vida de hogar.
La Iglesia
Y por último, hasta la religión tendrá que sufrir una mutación radical si
no en cuanto a su esencia al menos en cuanto a su función sicológica. En la
aldea, el feudo o el clan, la religión forma parte de la substancia social. El
individuo la recibe, la respira, se impregna de ella tal como se impregna de
todos los comportamientos tradicionales. “Cuius regio, illius religio”; el prin-
cipio es universal. La religión no se distingue de la cultura tradicional, del
trabajo tradicional y del linaje. Es significativo que durante siglos la vida re-
ligiosa personal haya exigido, como condición indispensable, que el sujeto que
se sentía llamado a ella dejase el medio familiar para vivir en un medio nue-
vo, a la sombra de los monasterios o de los obispados.
En la época histórica moderna nace una reacción de protesta contra la pre-
sión social en materia religiosa: un movimiento de emancipación religiosa que
busca disociar la religión de las estructuras tradicionales acompaña a todas
las aspiraciones modernas. Es una aspiración a una religión personal. El hom-
bre aspira a adherir él mismo, personalmente, a una concepción de vida; as-
pira a encontrar personalmente sus razones de vivir, y a realizar personalmen-
te su subordinación al Absoluto.
Ahora bien: la emancipación religiosa supone que se afloje la presión del
clan, un medio más amplio donde se mezclen las más diversas corrientes y don-
de reine la tolerancia: es la nación.
La nación, repitámoslo, es el marco social donde se han desarrollado y se
desarrollan históricamente la emancipación de los sexos y la familia en su sen
tido restrictivo, el trabajo técnico e industrial, y el régimen de salario con
todo el aparato económico que eso significa, la cultura racional e indepen-
diente, la medicina científica y la libertad religiosa.
El sentido de la nación es permitir a todos la prosecución de estos cinco
valores: un hogar, una renta individual, el juicio individual, la salud, la re-
ligión personal. Estos valores pueden ser considerados como bienes indispen-
sables y verdaderas exigencias humanas en nuestra época histórica. Suponen
la quiebra de las estructuras sociales anteriores. Se realizan a continuación de
circunstancias históricas muy diversas, pero que en todas partes y siempre, con-
vergen a un mismo fin: la nación. No puede decirse que la nación constituya
una entidad necesaria a priori. La historia humana no se deja deducir. Son
las circunstancias históricas, es decir, la evolución de las cosas y la evolución
de los hombres, la imbricación de innumerables factores materiales y de li-
bres decisiones de los hombres las que la han hecho aparecer y la han coloca-
do en nuestra época como una estructura provisoriamente ineludible dentro
de la evolución de la humanidad.
59
En lo que a los cinco valores considerados se refiere, el sentido de todos
ellos converge a un mismo efecto de personalización. A través de esos cinco
aspectos de la vida, los hombres aspiran a asegurar su independencia indivi-
dual. Desean vivir personalmente (5) .
4. Sin duda, no puede uno menos de sentirse inquieto por el hecho de
que la revolución de las estructuras tradicionales y el advenimiento de la na-
ción parecen estar muy lejos de cumplir con sus promesas. El primer efecto,
el más visible, especialmente para aquellos que no vibran en el mismo grado
y no participan tanto en la fe y en la esperanza nacional, la primera compro-
bación es inquietante. La ruina de la familia tradicional, ¿no trae, acaso, el
desorden sexual, el libertinaje desenfrenado, el llamado a la lujuria y la especu-
lación sobre la vida? Basta ver el efecto en las naciones nuevas, en las cuales
la ruptura del orden tradicional se hace a una velocidad acelerada. La indus-
trialización, por su parte, el régimen de salario, la urbanización, crean una
nueva esclavitud, la explotación de la mano de obra, la inseguridad. La rui-
na del trabajo familiar y su solidaridad produce, en innumerables casos, un
efecto inverso al esperado: en lugar de la liberación, el obrero, llegado recien-
temente del campo, encuentra la inseguridad sin ninguna defensa, sin ningún
refugio. En lo que a la cultura se refiere, puede decirse que el advenimiento
de la lectura y de la cultura de las masas significa un derrumbe de la cul-
tura popular. Existe, entre el hombre de la aldea tradicional, heredero de mi-
lenaria sabiduría, de aforismos, de cuentos, de proverbios, del conocimiento
de la naturaleza y sus ritmos, y el hombre de las ciudades, alimentado de pu-
blicidad, de imágenes excitantes, de revistas ilustradas, una caída de la cul-
tura inaudita en la historia de la humanidad. Lo que generalmente se ofre-
ce, de hecho, como cultura de las masas, principalmente en los países subde-
sarrollados, que son naciones nuevas, es de un nivel muy bajo. Revistas ilus-
tradas, cine, espectáculos, diarios, televisión, están subordinados a los instin-
tos más vulgares con la esperanza de vender los productos y no de cultivar
los pueblos. En cuanto a la medicina, ésta se emancipa de toda regla y de
toda norma de valor, y el debilitamiento de la presión religiosa, va acompa-
ñado, la mayoría de las veces, no de una personalización de la religión sino
de la negligencia, la indiferencia, el rebajamiento del espíritu y de la consi-
deración de los fines y de Dios.
Nada de esto es contestable. Sin embargo puede esperarse razonablemen-
te que estos desórdenes, inquietantes y dramáticos, sean signos de una crisis
pasajera. Mientras más rápida la mutación, más grave es la crisis. Los viejos
países europeos han realizado su evolución nacional en varios siglos, ocho o
diez siglos en la Europa Occidental, teniendo en cuenta la formación progre-
siva de las ciudades y de la burguesía desde la Edad Media, y aceptando ver
en ellas preludios de la vida nacional moderna. Hoy día, en aquellos conti-
(5) No es necesario demostrar que las aspiraciones nacionales coinciden, funda-
mentalmente, con las necesidades que hemos descrito. Pensemos en el sentido
de la Carta de las Naciones Unidas del 26 de junio de 1945, o en la Declaración
Universal de los Derechos del Hombre (1948).
60
nenies que recién han acogido las ideas revolucionarias europeas se cumplen
en una generación las transformaciones que habían exigido siglos. Puestas
bruscamente en contacto con todas las posibilidades técnicas, con los nuevos
ritmos de vida, seccionados bruscamente de su medio de origen, estos pueblos
no podían menos de quedar profundamente transtornados. Tenían que vaci-
lar. No podían encontrar, de un golpe, su nuevo equilibrio. No están mental-
mente armados para dirigirse personalmente. Ni tampoco para reconocer el
sentido de los valores a los cuales se les da bruscamente acceso.
Pero, ¿cómo no esperar que se haga una nueva adaptación? Se necesitará,
sin duda, un esfuerzo secular de educación, de estructuración, de revelación
de los valores auténticos, que permita la nueva configuración social. Más, ¿pue-
de uno pensar que la humanidad está definitivamente corrompida, que no en-
cuentra en sí las energías y el impulso para emprender este trabajo?
Demasiadas veces los cristianos, católicos o protestantes, han dado la im-
presión de condenar la emancipación a la cual tienden las fuerzas de las nue-
vas generaciones, y de no querer o de no poder comprender la voluntad na-
cional, como si la salvaguardia del cristianismo exigiera una restauración o
una consolidación del orden social antiguo. Es cierto que la ruina de las ins-
tituciones tradicionales, la ruina de la familia patriarcal, la ruina de la eco-
nomía rural y paternalista, la ruina de la cultura oral tradicional, la ruina
de las devociones, del culto de los santos milagrosos y de las prácticas religio-
sas-medicinales han sido la causa de una profunda descristianización; pero es-
te movimiento es irresistible, y la descristianización que resulte de ella, ¿por
qué había de ser definitiva? ¿por qué no habría de establecerse una nueva
cristiandad dentro de las estructuras nacionales?
Un cierto tradicionalismo afirma con demasiada prisa, que la voluntad
de independencia está destinada al fracaso; aún más, que está inspirada por
el orgullo y el pecado. Pero nos encontramos frente a un movimiento abso-
lutamente universal e irreprimible. Ya a priori, ¿podríamos admitir que la
humanidad se precipita en un movimiento unánime que es pecado puro? El
dogma del pecado original no tiene ese sentido. El pecado original no signi-
fica que la humanidad deba precipitarse, en el transcurso de su historia, de
un estado de pecado a un estado de pecado más grande. ¿Por qué un cambio
de estructuras sociales tendría que presuponer más pecado que el de la hu-
manidad en su estado milenario de amarra a las estructuras patriarcales? ¿Ha-
bríase la humanidad, repentinamente, comprometido en un movimiento de
rebelión y de pecado?
Al contrario, nos parece que el dogma del pecado original excluye esta
interpretación. El pecado original, en efecto, significa que el estado de rebe-
lión o de debilidad, el desequilibrio moral y los males que aquejan a la hu-
manidad no se deben a acontecimientos históricos sino a un hecho trans-his-
tórico situado en los orígenes de la humanidad. Atribuyendo el pecado a un
hecho que escapa a la experiencia histórica, el dogma cristiano lo substrae,
por este mismo hecho, a la historia. Si el pecado se sitúa en los orígenes de la
humanidad, no podemos, pues, atribuirlo a ninguna revolución histórica. Nin-
gún cambio de civilización, ninguna mutación social es un pecado radical, una
61
caída radical. Esta caída se sitúa antes, y sus consecuencias se reparten por
igual sobre todos los hombres, todas las edades y todas las civilizaciones. Na-
da permite, pues, creer que la ruptura de la antigua sociedad, en un movimien-
to de liberación de las estructuras patriarcales, de las presiones familiares, de
las costumbres tradicionales sea pecado o esté inspirada por el pecado. No
discutimos que el pecado esté mezclado en ella, que el pecado afecte toda la
conducta y la vida de las generaciones revolucionarias, pero no más que las
otras generaciones. El pecado no ha tomado posesión súbitamente de una hu-
manidad que, hasta entonces, habría permanecido más protegida.
Muy por el contrario, ¿cómo no reconocer una convergencia entre una
más grande emancipación individual y una más grande personalización de la
existencia por un lado, y los dogmas cristianos de la individualidad del alma,
de la responsabilidad personal, y de la salvación individual por el otro? Es-
tos tres dogmas forman el nudo de la antropología cristiana; son la base de
lo que hoy día gusta llamarse personalismo cristiano.
En su sentido más profundo, las cinco tendencias que hemos reconocido
en la aspiración nacional no están en contradicción con la antropología im-
plícita o explícita del cristianismo. Por el contrario, si bien no se identifican
con ella porque evolucionan en un plano diferente, la convergencia es clara.
La individualización creciente significa un “plus” en el orden de lo hu-
mano; no es indiferente a lo humano; constituye un peldaño superior de hu-
manidad, y por lo tanto, es un grado más perfecto de la creación.
Una mayor personalización de la vida es un valor positivo en el orden
de la creación.
Sin duda, en el orden sobrenatural de la salvación, todos los hombres son
iguales, cualquiera sea su desarrollo individual y su grado de civilización. Sin
embargo, la creación no evoluciona en un mundo distinto de la redención.
La creación no se ha detenido. Continúa y progresa. La evolución en el orden
de la creación y el rescate de la creación se juntan al llegar a la meta. Nos es
difícil percibir el punto de confluencia que está al final, y en qué forma el
desarrollo de la naturaleza humana coopera con la redención. Tenemos, sin
embargo, un signo y un presentimiento en la evolución sicológica y socioló-
gica de la vida cristiana. En medio de las transformaciones individualistas de
la vida actual, en todos los dominios, de la familia, trabajo, cultura, la propia
vida religiosa toma formas más personales. O más bien, ya que la vida cris-
tiana no ha ignorado jamás, y sobre todo en los primeros tiempos, toda la in-
tensidad de la religión personal, la época contemporánea ñus ha permitido
asistir a una multiplicación y a un despliegue de la religión personal, reser-
vada, no ya a una pequeña élite, sino transformada, más y más, en la única
forma de la vida religiosa capaz de subsistir y de mantenerse. (Empleamos aquí
la expresión religión personal en el sentido en el cual lo entendía el P. de Grand-
maison, en su célebre libro sobre la Religión personal) .
Al converger con la doctrina cristiana del hombre, y al concordar, asimis-
mo, con la evolución de la vida cristiana y su progreso, la personalización cons-
tituye, pues, un valor positivo.
62
Por lo tanto, el sentido de la nación es, de suyo, un aporte positivo con
el cual podemos y debemos colaborar.
Si la esencia de la nación se encuentra en las cinco tendencias definidas,
la aspiración nacional se junta a las aspiraciones cristianas. Es capaz de in-
tegrarse a ellas.
Además, a la nación se la juzga por su esencia. El sentido de la nación se
encuentra en las cinco emancipaciones. La nación se justifica, pues, por ella,
y su valor depende de la realización de las cinco aspiraciones expuestas. La
nación está al servicio de la personalidad individual, al servicio del desarro-
llo de las personas, o más exactamente, de su acceso a los cinco niveles re-
conocidos.
5. La nación no puede establecerse sino sobre la base de un desarrollo
técnico considerable en relación con las adquisiciones de las cuales la huma-
nidad ha vivido en la época histórica hasta estos últimos tiempos. ¿Es la téc-
nica la que ha hecho surgir la nación o la nación la que ha hecho surgir la
técnica? Según que se tome partido por uno u otro término de esta disyun-
tiva, uno se clasificará entre los materialistas o los idealistas.
Desde el punto de vista histórico parece imposible decidir. Los factores
históricos están inextricablemente mezclados, y sólo por una opción metafí
sica a priori puede llegar a sentarse que lo espiritual se explica por lo mate-
rial o lo material por lo espiritual. Sólo en virtud de teorías metafísicas se
separa aquello que en lo concreto de los acontecimientos ha estado siempre
atado.
¿Son la voluntad de emancipación, el deseo de vivir de una manera más
personal, la aspiración a liberarse más de la sociedad patriarcal y de la sumi-
sión a la naturaleza las que han inventado las técnicas necesarias para hacer
realizable el proyecto? ¿O el desarrollo de la técnica ha hecho nacer el deseo
de aprovecharlas para emanciparse y crear un medio humano más libre y más
personal?
La pregunta no sólo tiene un interés puramente retrospectivo. Los paí-
ses que se encuentran en vías de desarrollo le dan una gran importancia. La
pregunta se plantea de esta manera: para edificar una nación, ¿es necesario
mover, en primer lugar, factores económicos o factores sicológicos? La meta-
física marxista le da más peso a los factores económicos. Aunque admite una
acción recíproca de la economía y de la ideología, da la primacía a lo eco-
nómico en el desarrollo de la historia.
Pero el marxismo desconoce precisamente el hecho nacional, esto es, ig-
nora el contexto histórico real en el cual se efectúa el desarrollo económico.
La dialéctica marxista quisiera que la historia evolucionara entre los términos
definidos de manera puramente económica y según factores económicos, en-
tre los cuales están las clases sociales.
Ahora bien: la historia nos enseña, de una manera concreta, que la na-
ción es un fenómeno más poderoso que las clases sociales, y la nación no se
deja reducir sólo a factores económicos. Esto quiere decir que, en concreto, la
evolución actual de la humanidad no se hace siguiendo las leyes de una dia-
léctica con predominio económico.
63
La pregunta se plantea, por consiguiente, de esta manera: ¿cuál es el tac-
tor que va a provocar el desencadenamiento de los procesos de formación de
la nación? Y en el mundo nacionalista se suele responder: el desarrollo eco-
nómico, es decir la industrialización. La industrialización llega a ser la fuen-
te, la causa determinante, y por último, la esencia de la nación y del nacio-
nalismo.
Desde el punto de vista histórico, ya lo hemos dicho, el problema es inso-
luble. La nación y las técnicas se han desarrollado paralelamente, y sólo por
una opción metafísica —que no podría ser legitimada sino por fuentes de cono-
cimiento diversas de la experiencia histórica— podría darse el predominio a
uno de los elementos. La historia es una, es un movimiento, un flujo o una
multitud de factores que se entremezclan para producir situaciones esencial-
mente complejas. La experiencia histórica no permite afirmar o negar ni que
sea la industria la que ha hecho nacer la nación, ni que el deseo y la idea
de nación ha hecho nacer la industria.
Sin duda, estructuras económicas modernas fundadas sobre técnicas y la
industria, son indispensables no solo para realizar sino incluso para concebir
una nación. Pero por otra parte, ¿cómo nace la voluntad de cambiar las téc-
nicas, de mejorarlas, sino no es para responder a una aspiración, imprecisa
talvez, pero poderosa de liberarse, de emanciparse de las servidumbres tanto
de la naturaleza, como de las sociedades tradicionales? ¿Y cómo crear, en un
país, un mecanismo industrial moderno si no se crea una mentalidad que lo
desee y lo exija? Cada vez más se reconoce que la dificultad más grande que
tienen los países subdesarrollados en sus transformaciones económicas, es la
mentalidad de las poblaciones, las cuales no han despertado a los deseos y a
las aspiraciones a que responde el nuevo mecanismo económico. No se han de-
cidido a trabajar según las formas del trabajo moderno porque no desean los
resultados.
La nación es un fenómeno complejo que interesa y obliga a todo el hom-
bre. Al aislar el mecanismo económico se crea una falsa entidad, pues ese apa-
rato no nace ni se sostiene fuera de otros elementos y, sobre todo, no se jus-
tifica sin ellos.
Muchas veces ha ocurrido en la historia política europea de los últimos
siglos, y sucede en la actualidad en el “Tercer Mundo” (6) , que el ideal
de potencia substituye al de la nación. La Potencia se entiende aquí según el
lenguaje de la política internacional: se habla de las Grandes Potencias y de
las Potencias Medianas, del concierto de las Potencias europeas. No se trata sólc
de una figura literaria. En la medida en que la historia de las naciones llega
a ser una historia de los conflictos internacionales, los pueblos entran en tensión
y su voluntad nacional llega a ser voluntad de potencia. Entonces todo se con
centra en la fuerza militar y el aparato industrial que la sostiene en la guerra
moderna. La industria se mide, entonces, por su potencia de fuego y de des
(6) Hoy se designa así al grupo de naciones que no están en la órbita soviética ni
pertenecen a las naciones capitalistas desarrolladas. En el “Tercer mundo” que-
dan incluidas las naciones neutralistas y subdesarrolladas.
64
trucción. Vale sobre todo por aquellas de sus ramas directamente interesadas
en la guerra: la industria llamada pesada y la industria de los armamentos. En
los años que precedieron a 1914, todas las grandes naciones europeas se trans-
formaron en Potencias, y hubo igualmente Potencias del Eje antes de 1939.
¿Es la Potencia, todavía, una nación? ¿No es más bien una corrupción de
ella? El aumento exacerbado del mecanismo económico en un sentido deter-
minado, de tal manera que el pueblo llega a encontrarse al servicio de ese me-
canismo, al servicio de la “Potencia”, ¿no es lo opuesto a nación?
Para que exista todavía una nación, es necesario que las fuerzas técnicas e
industriales sean dirigidas a las cinco aspiraciones que le dan su sentido.
£1 materialismo histórico, aplicado a la nación, tiene, en el hecho, una
orientación y un sentido de los cuales sus defensores no siempre han tenido
conciencia: aspira a edificar un aparato industrial que vale y se justifica por
sí mismo, que tiene su fin en sí mismo, en una afirmación de fuerza econó-
mica; encuentra, en el hecho, su fin en la afirmación de una cierta produc-
ción de acero, de energía o de productos químicos. Cuando se le construye in-
dependientemente de toda una evolución humana, encuentra una sola salida,
una sola utilidad: la guerra, la afirmación de su fuerza.
Ciertas teorías del desarrollo preconizan la primacía de la industria bási-
ca; otras prefieren las industrias ligeras, industrias de consumo o de transfor-
mación. No es posible deducir, de una comprensión de la persona humana
y de sus aspiraciones fundamentales, una teoría del desarrollo económico.
Es claro, en efecto, que la nación no sólo necesita de industrias que sa-
tisfagan directamente las necesidades citadas. Se necesita una armazón com-
pleta. En cuanto a la naturaleza de los procesos que deberán seguirse, se tra-
ta de una opción meramente económica, basada en la experiencia de los he-
chos económicos.
Cualquiera que sea el proceso de industrialización que se adopte, la evo-
lución nacional debe hacerse de una manera sincronizada bajo todos los as-
pectos. El desarrollo económico debe estar orientado a la emancipación de to-
dos los individuos reagrupados en una nación y no a la formación de una po-
tencia. El desarrollo económico es un elemento de un conjunto. No tiene su
fin ni su justificación en sí mismo.
El desarrollo económico no constituye, sólo, la fuente de una nación. No
crea una nación: crea únicamente un mecanismo de poder si no se integra
en un conjunto de transformaciones de la mentalidad, de las aspiraciones y
de las disposiciones populares, aspiraciones culturales, religiosas, políticas, fa-
miliares, sociales. Sin esas aspiraciones, el aparato económico será sólo un cuar-
tel para enrolar al pueblo; será un instrumento de servilismo al servicio de
una potencia llamada nacional pero en realidad extraña a la nación, en lugar
de ser un instrumento de emancipación.
6. La nación no es, pues, una entidad natural. No es un organismo que
tenga su sentido en sí mismo, en su propio crecimien.o y su desarrollo. La fi-
losofía romántica que apayó y enmarcó el nacionalismo del siglo pasado y tam-
bién los facismos de este siglo han lanzado la idea de que la nación es anterior
65
al hombre; que, lejos de estar subordinada a la personalidad humana, en ella
al contrario, encuentra la persona su verdadero sentido.
La nación no es un ser necesario, como elemento de desarrollo del espí-
ritu. Ninguna nación debió existir. No hay ninguna que presente esa exigen-
cia absoluta que le han conferido los románticos y que daría por resultado
que todos los individuos tendrían que sacrificarse para que ella existiera.
Ninguna nación tiene ni siquiera el derecho de reivindicar su existencia
si no cumple con su función, si no realiza su esencia.
Efectivamente, la nación no es una sociedad natural, pero resulta de la
voluntad de asociación de los hombres. No hay duda de que, cuando se forma-
ron las naciones, los individuos se agruparon siguiendo sus afinidades. En sus
respectivas naciones se encuentran asociados según semejanzas. Las naciones
se han formado alrededor de un área geográfica bien delimitada, o de un
idioma, de una religión, de una raza. Pero ninguna de estas afinidades pro-
duce la nación: fundan les pueblos pero no las naciones.
Los hombres, las familias, las aldeas forman agrupaciones naturales más
o menos sueltas, unidas entre sí por el idioma, la raza, la religión, las relacio-
nes, las comunicaciones y los intercambios tradicionales ordenados por la geo-
grafía. Los pueblos tienen derecho a sobrevivir. Tienen derecho a mantener
y a desarrollar sus caracteres. Son sociedades naturales anteriores al individuo,
que forman su armazón mental y material.
Los pueblos, así como las familias, son anteriores a las naciones. Tienen
derecho a desarrollarse sin ser violentados en sus características propias den-
tro de la nación, tal como las familias; tienen derecho a que la nación respe-
te su raza, su idioma, su cultura, su religión y todas ;us características.
Por lo demás, hay que hacer notar que los pueblos, las tribus, .y también
los clanes tienden, en las familias patriarcales, a disolverse dentro de las na-
ciones. Estas dan uniformidad a las diferencias de idiomas, de dialectos, de
cultura. Los lazos crnscientes y deliberados de asociación tienden a reempla-
zar los lazos naturales. Es muy extraño que en su origen un pueblo haya
formado una nación. Pero, a lo largo de siglos de evolución, las diferencias ét-
nicas se borran. La nación integra sus componentes dentro de una unidad su-
perior, que es de otro orden.
La nación no existe para mantener un idioma, una cultura, una raza, una
religión o cualquiera de las diferencias étnicas. La nación no está al servicio
de una entidad o de un organismo natural. Nace de una voluntad de trascen-
der las solidaridades naturales, de una voluntad de emancipación personal,
una voluntad de realizar al individuo dentro de los valores originales que tras-
cienden, todos ellos, el orden de las afinidades naturales.
La nación no se justifica, pues, por la existencia anterior de los caracte-
res naturales distintivos: sí se justifica por su capacidad de realizar las cinco
necesidades fundamentales de la persona humana: el hogar, el trabajo libre,
la cultura de gran difusión o cultura escrita, la salud. *1 libre desarrollo de
la religión. Si la nación no se subordina a esos objetivos que agotan su seno
pierde todo su valor. Ya no tiene derecho a existir. Tendrá que dejar lugar a
66
otra, más ancha o más estrecha, pero capaz de realizar las metas señaladas por
la emancipación de la persona humana.
El fenómeno nacional es la consecuencia de una voluntad de liberarse de
las solidaridades resultantes del origen, del nacimiento, que oprimen a los
hombres durante milenios. Gracias a instrumentos técnicos más perfectos, el
hombre ha podido entrever el tiempo de su liberación. Sustituye, entonces,
las solidaridades de sujeción por las de colaboración en una emancipación
igual de la naturaleza y de las antiguas comunidades.
El fenómeno facista, o el nacionalismo étnico, cultural, racial, religioso,
son fenómenos de regresión, es decir, de corrupción. Consisten en subyugar
las energías nuevas destinadas a liberar al individuo, haciéndolas, por el con-
trario, que sirvan para hacer el yugo más pesado, y hacer las solidaridades
naturales tanto más duras cuanto que ellas estarán reforzadas por mecanismos
técnicos más fuertes.
Las sociedades facistas no presentan sólo las sujeciones de las tribus: las
exaltan, las refuerzan con mecanismos de dominación de los cuerpos y las
conciencias que jamás conocieron en la antigüedad.
La nación no está al servicio del pasado para perpetuarlo. No es un pue-
blo ni una tribu armada con toda la técnica moderna, según el sueño facista,
ni tampoco una raza armada según el sueño criminal de los nazis.
Si el pueblo o la familia se justifican por ellos mismos para preceder al
individuo, la nación se juzga por su eficiencia y por la realización de su esen-
cia, ya que ella es causada por el individuo y tiene su valor en él.
No hay duda de que la superación de los clanes, tribus y pueblos por la
nación no es jamás completa. La nación no se realiza en estado puro. Siem-
pre, hasta el presente, transige con las sociedades naturales que engloba. Pe-
ro su fin no es salvarlas. La intención profunda no es salvar las tradiciones
culturales, las características étnicas o raciales, las particularidades religiosas
u otras que estén englobadas en ella, ni el folklore, ni la herencia del pasado;
es emancipar la persona y crear una sociedad de personas. No puede renun-
ciar a lo que constituye su realidad propia. No hay que confundir la finali-
dad de la nación con los obstáculos con los cuales le es preciso transigir.
7. Los valores propios de la nación son, pues, de suvo, valores universa-
les. Son los valores de la persona humana independientemente de su inser-
ción geográfica natural, independientemente de sus orígenes. El hogar corres-
ponde a un ideal humano universal tal como la pareja independiente. No
hay nada que prescinda más de las costumbres particulares, de las tradicio-
nes históricas. El hogar es, por el contrario, una negación y una liberación
de todas las tradiciones familiares y clásicas, de todo el folklore y de todas
las costumbres regionales.
El trabajo, guiado cada vez más por sus instrumentos técnicos creados por
la ciencia experimental, está cada vez más internacionalizado en sus méto-
dos. Los antiguos oficios tenían sus tradiciones regionales, sus procedimientos
tradicionales. Nada se asemeja más a una gran fábrica que otra gran fábrica
situada en cualquier parte del mundo. Las ciencias positivas son absoluta-
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mente internacionales. Por su esencia misma, ellas trascienden todas las di-
ferencias culturales. Esto es válido también para las técnicas. Por lo tanto, los
bienes que la industria pone a disposición de los hombres se asemejan cada
vez más en todas partes. Los hombres tienden a un tipo uniforme de alimen-
tación, de vestimenta, de distracciones, de alojamiento. El trabajo industrial
ofrece un abanico infinitamente más abierto de posibilidades y de bienes, pe-
ro este abanico es el mismo en todas partes.
La cultura tiende también a internacionalizarse, mediante continuos in-
tercambios. No sólo la ciencia, sino las artes, la literatura, la filosofía, se
vuelven internacionales. Las distancias entre los antiguos mundos culturales
tienden a borrarse, lodos esos mundos absorben los valores ajenos y conver-
gen a una misma síntesis, o al menos, a una misma simbiosis superior que
pone a todos los hombres en contacto con todas las ideas y todas las formas
vividas por todos ios hombres. Las distancias entre occidentales y orientales,
meridionales y septentrionales tenderán a borrarse por la osmosis de valores
que, en otros tiempos, cada uno de estos universos culturales había desarro-
llado como su bien propio.
Ahora bien: la nación debe promover, precisamente, esos valores, que son
internacionales y universales. Esa cultura es la que libera al individuo de lai
limitaciones ue su medio de origen.
En fin, en el mundo nacional sólo las religiones universales tienen el por-
venir abierto. Una religión de tribu o de pueblo ya no conviene a un hom-
bre que se libera de sus orígenes. Este tenderá a desembarazarse de la religión
de su terruño, de la “religión de sus padres”. La liberación nacional exige
también el acceso a la religión universal, internacional.
Si la nación o el estado, que es su órgano ejecutivo, tiende a encerrar
a sus miembros en los marcos de una religión, de una cultura, de un sistema
de producción limitada, particular, bajo el pretexto de fidelidad a las tra-
diciones y a la herencia del pasado, a una pretendida “alma nacional”, ella
actúa contra su propio sentido, su esencia. Se destruye a sí misma. En lugar
de enaltecer, rebaja; después de haber dejado manifestarse una aspiración a
la emancipación, la ahoga.
La nación es la mediación de lo universal. Por ella la persona se eleva
al plano de lo humano puro, desprendida de todos los particularismos. Por
ella el individuo humano alcanza el nivel de toda la humanidad, comulga
con todos los espíritus humanos y encuentra su lugar en una evolución de
ahora en adelante única de una humanidad en adelante reunida, al menos
en intención y de una manera incoativa.
Las naciones, pues, no se distinguen cualitativamente por su esencia, sino
sólo numéricamente. A medida que ellas se desarrollan, que se alejan de la
condición de tribu, de pueblo, tienden a reunirse. Si los troncos familiares,
los clanes, las aldeas, fueron comunidades muy particularizadas, muy diferen-
ciadas, las naciones, en cambio, se vuelven cada vez más semejantes. En un
mundo dirigido por el ideal nacional, diferencias notables se establecen entre
las personas, debido a las combinaciones variadas y múltiples que hacen de los
mismos factores. El ideal de una nación sería que todos los hombres en el
68
punto de partida gozaran de las mismas posibilidades, tanto mejor cuanto más
variadas, y que cada uno fuese libre de sacar de ellas la combinación o la fi-
gura que deseara.
Esto no quiere decir que el orden personal y nacional debe substraerse
de toda disciplina. La persona emancipada está sometida al orden in*erno y
estructural de los valores universales, en los cuales y por los cuales ella se
emancipa. Los valores universales tienen sus exigencias internas. El hogar, el
trabajo, la cultura, la religión personal, la medicina tienen sus sujeciones, su
moral propia, sus normas internas. La emancipación del hombre consiste en
no aceptar otras formas fuera de aquéllas in'rínsecas a los valores propiamen-
te humanos, con exclusión de las normas, de obligaciones y sujeciones exte-
riores que venían de las costumbres locales, de las tradiciones familiares, del
derecho tribal, etc. Todas estas últimas reglas aseguraban la cohesión de las
sociedades antiguas. La sociedad nacional se libera de ellas v busca sólo Ia<
reglas racionales, por lo tanto, universales. De esta manera, el derecho mismo
tiende a volverse uniforme e internacional.
Lo personal v lo universal son dos atributos complementarios e ínsena-
rables. Si la nación es la mediación de lo personal, tendrá que ser también la
mediación de lo universal.
Se necesitó, sin duda, haber llegado a nuestra época nara míe esta verdad
se desprendiera con toda su nitidez v evidencia. El principio de las naciona
lidades del siglo pasado fue, muchas veces, un factor de particularismo v de
aislamiento, al menos aparentemente o en su efecto inmediato. No era sino
una etana transitoria. La formación de decenas de naciones nuevas en este
siglo XX v muchas veces, como ha pasado en Africa o en el Cercano Oriente,
la formación de naciones a partir de un punto cero, esto es. de una falta to-
tal de estructuras sociales superiores a las estructuras de clanes o de tribus nri-
mitivas. ha puesto más en evidencia el sentido total de la nación. Se ha podi
do casi asistir a la formación "total” de la nación, fenómeno que en Europa,
por ejemplo, tardó cuatro, seis u ocho siglos en realizarse.
8. Lo inevitable v lo irreversible del nacionalismo v de la formación de
la humanidad en naciones iguales e independientes estuvieron ocultos por
mucho tiemno a los ojos de los propios occidentales, debido a un fenómeno
social y político al cual podríamos llamar el imperio v también imperialismo,
si esta palabra no hubiera recibido ya una acepción peyorativa, ahora vul-
garizada.
El imperio es también, como la nación, una sociedad que trasciende las
diferencias familiares, tribales, populares, las costumbres, las culturas, las re-
ligiones particulares. También el imperio tiende a instalar valores universa-
les: una cultura universal, una religión universal. Recubre una estructura eco-
nómica más amplia que la de los antiguos pueblos integrados. Luego hace lle-
gar a éstos al estadio de los valores universales. Pero lo hace por la sujeción
El imperio es una sociedad donde los valores supratradicionales están dados
por el emperador en lugar de haber sido conquistados y asimilados por los mis-
mos hombres. Son impuestos, y por lo tanto suceden a una destrucción vio-
69
lenta de los valores tradicionales. Como encuentran, por lo demás, una mala
voluntad muy fuerte, terminan por transigir con las fuerzas conservadoras. Las
sociedades imperiales tienen necesariamente una evolución más lenta que las
sociedades nacionales. El poder exterior, por sí mismo, no tiene todos los re-
cursos, todo el dinamismo del conjunto de ciudadanos de una nación libre.
Ya sea que se trate del imperio romano, tipo de todos los imperios, mo-
delo del género, o de los imperios coloniales modernos, el imperio sólo per-
sonaliza al emperador, o a la clase social que crea y mantiene el orden impe-
rial. Esta sólo vive en contacto directo con los valores universales. Las demás
los reciben pasivamente sin poder crearlos: reciben un derecho sin crearlo, asis-
ten a la destrución del orden familiar patriarcal sin poder participar en la
formación de un nuevo orden. Reciben pasivamente una función económica
dentro de un conjunto que de ningún modo pueden controlar. Reciben una
cultura universal, pero una cultura en la cual no han colaborado y que fue,
en primer lugar, la cultura de un grupo, de una familia, de una tribu a la
cual estaban sujetas. En el imperio, los hombres reciben nuevos valores des-
pués de ver cómo les sacaban los otros ya caducados. Pero esto se hada sin
ellos. Es el motivo por el cual no hacen suyos Tos valores nuevos. No se trans-
forman en personas, y el acceso a lo universal es más formal que real.
Es imposible retener a los hombres en el estadio imperial, y es imposi-
ble creer que la aspiración a la emancipación no incluye también la voluntad
de realizar por sí mismo su emancipación y no de verse sujeto a ella.
La nación es una sociedad de personas que pretenden afirmarse y eman-
ciparse por sí solas, alcanzar por sí mismas valores humanos universales más
desprendidos del mundo tradicional, y por sí mismas mantenerse en ellos.
Es el motivo por el cual la nación está necesariamente doblada por un
aparato político democrático que permite a cada individuo tomar libremente
su parte en la edificación y el mantenimiento de la sociedad que será la me-
diadora de su autonomía.
II. NACION Y COMUNIDAD
1. Hemos insistido en la liberación de la persona y en la emancipación
individual como sentido de la nación. No se desprende de esto, de ninguna
manera, que la nación sea únicamente el lazo de una multiplicidad de indi-
viduos lo más aislados posible. El hombre nunca deja de ser un animal so-
ciable y social, al pasar de un estado inferior de desarrollo de la personalidad
a un estadio superior. La sociabilidad no forma parte de un estado más pri-
mitivo de la humanidad. No podemos imaginarnos las cosas como si la socie-
dad perteneciera a las fuerzas primitivas, y como si el hombre más persona-
lizado se transformara en un hombre solitario.
Muy por el contrario: el desarrollo de la personalidad marcha a la par
con el desarrollo de la comunidad. Pero las formas sociales pasan también a
una etapa superior. Las antiguas formas de la cohesión social no se adaptan
al hombre emancipado de las estructuras tradicionales. El hombre no por eso
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deja de desear vivir en sociedad. Pero le hace falta otro estilo de relaciones in-
terhumanas, otra comunidad, esta vez de tipo personalista
La nación no sólo es el lugar para las personas; es también un tipo nue-
vo de comunidad que conviene a la coexistencia y al intercambio de las per-
sonas.
¿Cuáles son sus características esenciales?
a) La comunidad nacional incluye el reconocimiento y la aceptación de
la personalidad ajena. Desde el momento en que ya no hay más solidaridad
espontánea, los lazos sociales deben nacer del reconocimiento consciente de la
personalidad ajena. Esto significa, en primer lugar, un reconocimiento de la
presencia ajena, de su valor igual al mío, de su derecho igual al mío, de hacer
valer sus necesidades fundamentales. Enseguida, el reconocimiento del prójimo
implica admitir sus diferencias. La sociedad antigua está formada por la co-
hesión de elementos semejantes. Es, fundamentalmente, conformista. La socie-
dad nacional, por el contrario, reconoce las diferencias individuales y les con-
cede a todos iguales oportunidades. Es el fundamento de la tolerancia: Recq-
nocer que el otro es diferente y que sus cualidades tienen tanto derecho a exis-
tir como las mías.
Pero el reconocimiento del otro va acompañado de una percepción de la
mutua limitación de las personalidades. Las expansiones individuales, si no se
limitan unas con otras, chocan entre sí y se rompen. El respeto al prójimo im-
plica inmediatamente, como la otra cara de la misma actitud, la represión par-
cial de una voluntad de ser. Hay que molestarse para dejar al prójimo a sus
anchas. Hay que limitar voluntariamente sus necesidades v satisfacciones pa-
ra permitir a los demás la oportunidad de perseguir las nropias.
Así nace la justicia. En la sociedad patriarcal no existe, exactamente ha-
blando, justicia. La solidaridad instintiva, la solidaridad biológica impregna
todos los miembros v los hace adoptar una acritud altruista: comprime el eeoís-
mo. Entre los sujetos que han tomado conciencia de sí mismos, esa solidaridad
pre-reflexiva ya no existe; debe ser sustituida por una definición de igualdad
de los derechos y de las oportunidades de todos en el punto de partida. Es el
derecho. El derecho es el conjunto de reglas por las cuales las personas se
conceden, las unas a las otras, las mismas oportunidades para hacerse valer,
según sus propias tendencias, dentro de la línea de sus necesidades funda
mentales. Antes de que estas necesidades fundamentales de la época moderna
se hubiesen manifestado, no había materia para constituir un derecho. Es*e
se desarrolla y se complica cuando el reconocimiento de estas necesidades vie-
ne a ser una necesidad cada vez más evidente.
La justicia consiste en aceptar reglas reconocidas y definidas en igual for-
ma para todos, de manera que cada uno consienta en limitar sus derechos en
la medida necesaria para el libre desarrollo de los demás. En la justicia se
reúnen las personas. A pesar de lo formales que ellas puedan ser a veces, de
lo exteriores y de lo artificiales, las reglas del derecho son la condición de una
sociedad de personas. Ellas permiten escapar, hasta cierto punto al menos, a
las presiones, sujeciones, influencias inconscientes de las fuerzas oscuras de
71
los temperamentos, de los lazos de la sangre, de las afinidades que no pertene-
cen al orden de los valores personales.
El derecho de amar, el derecho de poseer, el derecho de producir, de dis-
tribuir o de transportar, el derecho de hablar o de imprimir deben ser limi-
tados de tal forma que puedan dejar a todos los derechos equivalentes. No
puede permitirse que se posea en propiedad privada de tal forma que los
demás, o gran número, estén privados a priori de la posibilidad de poseer, y
asi consecutivamente.
Un derecho que no tuviera por meta y por efectivo resultado el acceso
igual de todos a la satisfacción de sus necesidades históricas sería sólo una ca-
ricatura de derecho, y en este caso, un derecho puramente formal, y la jus-
ticia que se modelara sobre este derecho, sería una caricatura de justicia. No
habría nación posible en el verdadero sentido de la palabra.
b) Para que la justicia sea una disposición de las personas, es necesa-
rio que ella emane de todos los miembros de la comunidad. La justicia no
debe ser sólo observada y el derecho no sólo debe ser reconocido por todos;
es necesario también que el derecho nazca de su propia conciencia personal.
Si las reglas de derecho vienen de afuera, aun tendiendo ellas a establecer una
igualdad, serán siempre reglas recibidas, esto es, sufridas. Observándolas, el in-
dividuo no tendrá el sentimiento de someterse él mismo por respeto a la per-
sonalidad ajena, a las reglas de la igualdad. Estas reglas no serán para él la
expresión de su voluntad de reconocer y promover la personalidad de los de-
más.
La elaboración del derecho corresponde, pues, al coniunto de la comuni-
dad nacional para que ésta se reconozca en él. En esa forma la justicia será la
expresión de relaciones de orden personal entre los hombres. La democracia
política, desde el momento en que incluye la participación de todos en la ela-
boración de las leyes, se presenta, pues, como una exigencia normal de toda
vida nacional.
2. La jusficia define ante todo una actitud negativa o de abstención: el
respeto de la personalidad ajena exige una disciplina individual, una repre-
sión relativa de la personalidad de cada uno. Pero la comunidad nacional no
sólo está h^rha de ausencia de luchas o divisiones. También es positiva.
En su aspecto positivo, la nación es la sociedad donde se organiza la co-
laboración consciente, racional y deliberada, la colaboración decidida, y a tra-
vés de esta colaboración el intercambio de las almas, de las intimidades per-
sonales.
La nación no sólo es el medio donde los hombres van a recibir la satis-
facción de nuevas necesidades humanas: es además, y talvez más bien, el me-
dio donde van a buscar, a trabajar para satisfacerlas.
Dentro de la sociedad de dimensiones reducidas que es una aldea, un feu-
do, una familia, las posibilidades de iniciativa y de expansión de la persona-
lidad son muy estrechas. Los objetivos de reflexión y de conquista son tam-
bién muy limitados. La nación constituye, ante la humanidad entera, que aún
es sólo un terreno reservado a algunos individuos, a algunos aventureros, el
medio donde pueden desplegarse las capacidades de invención, de descubri-
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mientos, las ideas nuevas, las iniciativas nuevas, donde las ideas nuevas se en-
trechocan y enriquecen en sus contactos. El hombre tiene en ella la capaci-
dad de crear instrumentos de trabajo más perfeccionados, instituciones, de trans-
formar la materia y el espíritu. Sobre todo, tiene la posibilidad de establecer-
se en un movimiento progresivo. Las sociedades demasiado pequeñas no son
sociedades que se renueven incesantemente. La nación es el lugar de una evo-
lución continua. Cada uno, siguiendo su posibilidad, tiene el poder de actuar
sobre millones de hombres. El alcance es infinitamente más grande. Este al-
cance infinitamente más grande de la acción es el que permite, sobre todo, el
florecimiento de la personalidad.
Las cinco necesidades que hemos estudiado serán, más que necesidades vi-
tales individuales, cinco dominios donde la iniciativa, el carácter de los hom-
bres podrán prodigarse. Proporcionan una materia de trabajo donde los hom-
bres modernos encuentran precisamente el obstáculo que vencer y sobrepa-
sar, el objetivo que conquis'ar. La comunidad, por lo demás, proviene no sólo
del trabajo de cada uno, a la escala del todo sino del trabajo conjugado, ar-
mónico, de todos. Este trabajo de colaboración da, por una parte, todo su
carácter a la personalidad v, por otra, instituve la nueva comunidad.
La nación es la sociedad donde todos los miembros buscan para todos una
casa donde amar, una fábrica donde trabajar, una escuela donde aprender,
un hospital para curarse, una iglesia donde rezar. La nación es el movimien-
to de conjunto, la conquista dirigida, armonizada, unánime de estos cinco ob-
jetivos.
En consecuencia, podemos ver cómo la vida nacional es incompatible con
la separación entre verdaderas clases sociales. Las clases sociales donde las fun-
ciones, las responsabilidades y la dirección se transmiten no en virtud de las
capacidades o de las vocaciones individuales sino en virtud de orígenes fami-
liares u otros, son un fenómeno de sociedad aristocrática. Suponen que la ini-
ciativa y la actividad están reservadas a una o varias categorías privilegiadas.
En lo que a las otras clases se refiere, las clases bajas, generalmente las más
numerosas, pueden sólo recibir, trabajar, prodigarse y (fisfrutar, sólo en la me-
dida que sea agradable a las capas que tienen la responsbilidd de definir. El
sistema de clases sociales establece, entre las capas de ciudadanos, relaciones
de padres a hijos, en lugar de las relaciones de iguales y hermanos, las únicas
que convienen a hombres emancipados que han alcanzado la edad de la per-
sona.
Las clases sociales podían mantenerse y, aún más, legitimarse en los tiem-
pos en que tanto los bienes como las capacidades de acción eran muy estre-
chamente limitados. En la imposibilidad de dar a todos necesariamente hay
que dar sólo a algunos, y ya que lo arbitrario es una regla necesaria, más vale
que esté consagrado por la costumbre y la tradición.
Pero desde el momento en que irrumpen nuevas posibilidades de acción,
reservarlas sólo a una élite constituye un obstáculo al desarrollo. Por otro
lado, desde el momento en que irrumpe la posibilidad de una sociedad na-
cional su marcha progresiva es un fenómeno irreprimible y las clases sociales
están virtualmente condenadas.
73
3. ¿En qué forma los valores nacionales y el impulso nacional, esta con-
figuración de valores y el movimiento coordinado que ahí crecen, se transmi-
ten en un país? ¿Cómo se hace la iniciación de los niños en la nación? No ya
por la simple tradición familiar o del terruño.
En las sociedades patriarcales, los objetivos, el estilo de vida, los valores y
los actos que corresponden a ellos se transmiten por mutación. Los niños re-
ciben de sus padres, de los que los rodean, de todos los miembros del clan,
cada uno según su función, la iniciación en los gestos tradicionales y casi ri-
tuales de la vida. No se hace necesario un esfuerzo coordinado. No existe, pro-
piamente hablando, educación, ya que las nuevas generaciones se integran sin
poder ni siquiera esbozar una resistencia.
La emancipación de la sociedad patriarcal afecta, antes que nada, a los
jóvenes. La nación se gesta en el momento en que la autoridad tradicional
de los antepasados comienza a debilitarse y a ceder. Los jóvenes son los pri-
meros en emanciparse. Por lo mismo corren el riesgo de ser las primeras víc-
timas de los desórdenes que se siguen a todos los cambios demasiado bruscos.
En las sociedades que han evolucionado lentamente, la autoridad fami-
liar también disminuyó lentamente. En las sociedades que cambian bruscamen-
te todo el edificio de la formación de los jóvenes se derrumba de un golpe.
¿Podremos pensar que los jóvenes adquieran por ellos mismos y sin es-
fuerzos, especialmente sin la intervención de los adultos, las disposiciones que
hacen la nación? ¿Podremos pensar que ellos solos encontrarán la actitud ade-
cuada, que infaliblemente aprenderán a amar, a trabajar, a cultivarse, a cui-
dar su cuerpo y, especialmente, a rezar? De ningún modo. La experiencia lo
demuestra suficientemente.
En realidad, con la ruptura de los lazos familiares comienza la tarea de
la educación propiamente dicha. Queremos dar a entender con esto la tarea
de formar en los jóvenes, de un modo racional y sistemático y con un sentido
de responsabilidad, las disposiciones necesarias para vivir en la nación. No
sólo será necesario enseñar, sino preparar el cuerpo y desarrollar, en todas las
facultades del alma, las aptitudes y las tendencias a los valores personales y
comunitarios. La pretendida libertad de los jóvenes no puede llevar sino a
la anarquía y a la destrucción de toda vida nacional, que debe ser individual
y social a la vez.
No sólo hay que informar a la gente joven: hay que ejercitarlos también
en las virtudes personales. No sólo hay que decir cuáles son sus derechos per-
sonales y cuáles son sus límites, cuáles son sus deberes dentro de la colectivi-
dad nacional: hay que ejercitarlos para que usen de ellos y sepan hacerlos va-
ler. Es decir, el estilo de vida democrático es el de los adultos, de ninguna
manera el de los jóvenes, y las costumbres de los adultos no deben, de nin-
gún modo, ser las de los jóvenes.
No son ni la precocidad del amor, ni la precocidad del trabajo, ni la
precocidad de la información las que forman a los hombres libres y persona-
les. Un niño no aprende a ser buen trabajador en un oficio y en una profe-
sión trabajando desde los doce años. Un niño no aprenderá la unión y la in-
timidad conyugal jugando al amor desde los catorce años, y no se formará un
74
espíritu crítico leyendo cualquier cosa a esa misma edad. No le enseñaremos
tampoco a reconocer lo Absoluto y a ordenar a El su vida dejándole en liber-
tad de elegir su religión, es decir, no dándole ninguna.
No podemos decir, en realidad, que en su estado actual las naciones hayan
logrado dar la educación que sería necesaria para desarrollar las disposicio-
nes necesarias. Puede ser ése, tal vez, su más grave defecto. Ya que la autenti-
cidad de la sociedad nacional al nivel de las personas depende de la fuerza
de carácter de cada uno de sus miembros y, por lo tanto, de la educación. Ahora
bien: en materia de educación, los jóvenes están muy abandonados a sus pro-
pias fuerzas.
Se necesitarán, posiblemente siglos, antes que las nuevas sociedades lo-
gren elaborar sistemas de educación probados que puedan cumplir la función
que en la sociedad antigua realizaba la transmisión tradicional. Hasta ese mo-
mento reinará el desorden.
4. La comunidad nacional no es, como la imaginaban los románticos, el
advenimiento de la fraternidad. Todas las filosofías políticas románticas, inclu-
yendo la de Marx, que deriva de ellas inmediatamente, han creído en una re-
volución completa de la sociedad humana, o más bien, en un cambio definitivo
que haría franquear a la humanidad el umbral de la fraternidad perfecta. Esta
fraternidad debía estar encarnada en la nación. Por fraternidad se entendía, ni
más ni menos, una traducción visible, próxima, realizable sobre la tierra y
en las instituciones históricas de la caridad cristiana, la caridad del Nuevo
Testamento, la de la Iglesia primitiva.
La nación no es el advenimiento de la caridad. No puede, ni debe pre-
tender serlo. Pero no es indiferente a la caridad. Es una mediación, la que
conviene en nuestra época.
En primer lugar tendremos que decir que la justicia y la colaboración
que instituyen la comunidad nacional son una expresión y un nivel del amor.
La justicia se mantiene sólo porque responde a una voluntad de amar a los
demás. El respeto es una expresión del amor. Sólo por efecto del amor el hom-
bre consiente en limitarse.
Este amor de los hombres entre ellos es superior a la solidaridad que exis-
te en la sociedad antigua. La solidaridad es apenas conciente, no es delibera-
da, es fatal. Los miembros de un mismo linaje, de una misma tierra, de una
misma aldea están unidos entre sí. No están en libertad verdaderamente de
desinteresarse los unos de los otros, a menos que se trate de locos, anorma-
les, desequilibrados. Sólo los anormales se sustraen a la simpatía de la aldea
o del clan.
Por el contrario, la simpatía que une a los miembros de una nación no es
un sentimiento innato, invencible, sino una actitud razonada. Se basa en un
sentimiento de dignidad personal que hace reconocer como vergonzoso no otor-
gar a las otras personas la misma libertad que se concede a sí mismo. Se basa
también en la estimación del hombre. La comunidad nacional reposa sobre
una conciencia de la dignidad humana como tal y una voluntad de respetar
al hombre como tal.
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No existe, entre los miembros de una misma nación, simpatía innata. Lo
que los hará tolerarse y colaborar, aceptarse tales cuales son y apoyarse en sus
proyectos personales, no será ni la piedad ni ninguna pasión, sino, sencilla-
mente, la voluntad de respetar lo humano y de inclinar sus deseos particula-
res ante la dignidad de la persona humana.
Se dirá: es un ideal que no se ve en ninguna parte. Esto no es cierto. La
perfección de este respeto no existe. Pero el respeto por la dignidad huma-
na, esa forma de amor del hombre por el hombre existe. Sin ella, sólo exis-
tirían comunidades biológicas o de interés. Ahora bien: la nación no es sim-
plemente una comunidad de intereses. Cada día los ciudadanos renuncian a
una parte de sus intereses por la comunidad, aunque traten, en parte, de sus-
traerse a sus obligaciones de ciudadanos. Tal cual es, por insuficiente que sea,
esta estimación del hombre, esta voluntad de respeto es el fundamento que per-
mite la existencia de las naciones. En la medida en que ella crece, las nacio-
nes se vuelven grandes, no por el poder sino por su ser y su valor.
El sentido de la comunidad así definido es distinto a la caridad evangé-
lica. La caridad evangélica se realiza cuando el amor del prójimo pasa a ser el
primer principio, principal, director y, así, casi único de la acción. Motivo
por el cual la caridad implica siempre la disposición para el sacrificio de sí
mismo. La caridad está lista a sacrificar sus intereses personales por el bien
del prójimo. Actitudes como éstas no se imponen. Sólo Dios tiene el derecho
a pedirla, y no existe ninguna otra inspiración sobre la tierra que pueda re-
comendarla sino el sacrificio de Jesucristo.
El sentido de comunidad es una corrección, una moderación pedida a la
voluntad de ser por la cual el hombre acepta limitar sus aspiraciones en con-
sideración de las del prójimo. No es el sacrificio sino la justicia. No es la re-
nuncia a su propio bien, sino la armonización de su bien con el de los otros en
una colaboración. La nación no es otra cosa y no puede pedir otra cosa.
Los románticos han soñado con una fraternidad que sería la encarnación
política dei amor cristiano. No han obtenido sino caricaturas. Porque este amor
no se impone, no se universaliza. Sale de Dios y no de la historia humana.
No puede establecerse ninguna nación sobre la base de la caridad pura, sino
de la justicia que busca la igualdad.
Nadie tiene derecho a pedir a otro que lo ame sin reservas. Luego la ca-
ridad no puede ser el principio de una institución humana, de una sociedad
organizada que tendrá, necesariamente, que agrupar a todos los hombres que
se encuentran situados en una cierta área geográfica. Toda tentativa de pedir
la devoción por la caridad conduce a formas de esclavitud y de explotación,
desde el momento en que una cierta categoría de ciudadanos se cree autori-
zada a exigir de otras categorías este absoluto desinterés. La sociedad se di-
vide en dos grupos: los que se sacrifican y los que explotan el sacrificio de los
primeros, lo cual es lo contrario de la nación.
Sin embargo, la comunidad nacional tiene relación con la caridad. Cons-
tituye, frente a la solidaridad familiar y tribal, un progreso en dos sentidos,
que, por lo demás, están intrínsecamente ligados. Es una forma de amor que
se dirige al hombre como tal y no al hombre como miembro de una misma
76
familia. Está dirigida al individuo y no al lazo que lo une a sí mismo. Amar
a un miembro de su mismo linaje es amarse siempre a sí mismo; al menos, no
es salirse de sí mismo. El amor que me liga a todos los ciudadanos es un amor
donde no existe ninguna imposición física; es un amor dirigido hacia el va-
lor humano y personal del prójimo.
En segundo lugar, la comunidad nacional es una forma más universal de
amor. La solidaridad del clan se limita estrechamente a ciertos sujetos. En la
nación, el amor se dirige a un número prácticamente ilimitado de personas,
que sobrepasa virtualmente el número de aquéllas posibles de encontrar en
la vida. El sentido de la comunidad nacional es una capacidad de aceptación
y de simpatía siempre abierta hacia nuevos individuos, y por lo tanto, por sí
misma, se abre inmensamente más a lo universal que las cohesiones natura-
les de sangre o de lugar.
Por este doble carácter podemos decir que la comunidad nacional evolu-
ciona en un sentido que converge con el de la caridad evangélica.
Más allá de una simple convergencia, podemos concebir relaciones más
estrechas entre la caridad y el sentido comunitario nacional, bajo su doble
forma de justicia y de colaboración. Sin querer dar un sentido unívoco a la
palabra mediación podremos decir que la comunidad nacional es una media-
ción de la caridad y una mediación necesaria a la época, en que el fenómeno
nacional se impone irreprimiblemente. La palabra mediación encubre, sin
embargo, varias relaciones que conviene distinguir exactamente para evitar
caer en concepciones de dialéctica de la historia con las cuales ni el dogma
cristiano ni la realidad histórica se conforman.
En primer lugar, para los cristianos, el respeto al hombre en la justicia y
el derecho, así como la colaboración con la obra nacional, se inspirarán en
el amor al prójimo. Sin una fuerza de amor, ya lo hemos dicho, no hay nada
que pueda llevar a los hombres al sentido de la justicia y de la abnegación
por una obra común. La caridad al prójimo será fuente de energía, fuente
de simpatía, y una orientación de la nación con el fin de salvaguardar o de
promover la unión nacional.
Por lo demás, históricamente, la nación nació en Occidente, en el mun-
do cristiano, y si ella se justifica y comprende sin referencia a la doctrina evan
gélica, uno puede preguntarse si habría podido aparecer sin el impulso del
amor, de abnegación, de sacrificio universal que sobrepasando las simples so-
lidaridades naturales, el cristianismo introdujo en el mundo. No podemos
probarlo, pues la historia no prueba ninguna necesidad, pero no podemos de-
jar de notar la coincidencia. Del cristianismo ha salido la fuerza de fraterni-
dad necesaria para formar las primeras naciones, y podemos pensar que la
caridad cristiana sólo es capaz de mantenerlas y hacerlas prosperar.
En consecuencia, por un lado, la caridad constituye la nación; pero, por
otro lado, la nación también constituye, en cierta forma, la caridad. La cari-
dad necesita actos concretos para materializarse y expresarse. No es una dispo-
sición extraña a las relaciones sociales comunes a todos los hombres. Por el
contrario, su dominio está en esas relaciones sociales. Tiene, pues que inser-
tarse en ellas. La caridad no tiene otro dominio donde ejercerse fuera de las
77
relaciones naturales entre los hombres. Les da otra intimidad, otra finalidad
y otra fuente, pero no las suprime ni las modifica en su esencia.
En la sociedad patriarcal, la caridad inspira e impregna las relaciones fa-
miliares, las relaciones tradicionales de antepasado a descendiente, de herma-
no a hermano, de padre a hijo, de consanguíneos a consanguíneos. La cari-
dad será el principio de amor que inspira, provoca y también transfigura; per-
fecciona en su orden propio y, al mismo tiempo, transporta a un plano de des-
tino sobrenatural los actos de solidaridad humana. El cristiano no debía ser
menos familiar, menos solidario, sino serlo más y mejor, y la caridad que lo
inspiraba daba, a su abnegación hacia el clan, además, un alcance sobrena-
tural de amor a Dios y la salvación eterna.
Así la Iglesia transfiguró la vida familiar, el linaje, la aldea. Creó una
simbiosis del clan y de la caridad que, históricamente, fue la aldea cristiana
y la familia cristiana, realizaciones tal vez las más perfectas de una civilización
cristiana hasta el presente, perfectas en su orden y en su emplazamiento his-
tórico.
De la misma manera la Iglesia santificó las instituciones feudales, la
caridad informó, inspiró la caballería en su orden así como las cartas de la
vida comunal.
La caridad no puede subsistir sin encontrar, en el tejido de la materia
humana, es decir, en la historia, actos concretos que ella guíe y perfeccione.
En nuestra época, donde el movimiento de la historia introduce nuevas
relaciones sociales del tipo nacional que hemos definido anteriormente, estas
relaciones deben también servir de materia para la caridad. En primer lugar,
porque la caridad no puede dejar fuera de su radio de acción los fenómenos
sociales más importantes de nuestra época.
En seguida, porque si los descuidara ella se vería relegada a una parte cada
vez más estrecha de la vida social. No sería ya sino una caridad estrecha y res-
tringida, y no dejaría de aparecer como tal ante los ojos del mundo.
Sin duda, la más perfecta de las caridades puede ser ejercida individual-
mente fuera de toda ingerencia, de toda relación con la vida nacional. Esto es,
individualmente, posible; pero no para todos los cristianos como conjunto. Es-
tos, como colectividad, no pueden descuidar, sin traicionar la caridad, las exi-
gencias históricas del momento.
Es necesario que el amor al prójimo sea la fuente de reivindicaciones
de justicia y del espíritu de colaboración y de desarrollo de la nación. De otra
manera el amor al prójimo será más teórico, más imaginario que real. La fuer-
za de los cristianos necesita insertarse en el mundo real para ser aplicada. En
la época nacional debe ser el principio de vida nacional. Anteriormente no de-
bía serlo; actualmente sí: acompaña el desarrollo de las condiciones de la so-
ciedad humana.
En nuestros días, con frecuencia, la falta de adaptación de la caridad
cristiana ha traicionado la causa de la Iglesia y de Cristo. El sentido familiar,
la solidaridad, la ayuda entre familiares o entre la aldea eran, en otros tiem-
pos, la primera forma de la caridad. Los cristianos sobresalieron en ella. La li-
mosna, la ayuda fraternal, la protección fueron formas de caridad adaptadas
78
a la vida feudal, aristocrática. Estas formas han sido ampliamente sobrepasa-
das. Si la caridad se estanca en ellas será muy estrecha. Ella tiene que encon-
trar hoy día otras salidas que estén al nivel de la nación. Debe ser el princi-
pio del derecho y la justicia; debe ser voluntad de igualdad y de promoción,
voluntad de responder a las cinco necesidades fundamentales, voluntad de li-
berar a todos los hombres de las sujeciones de la naturaleza y de las sociedades
en decadencia.
Esto no agota la caridad, pues la nación no agota las relaciones huma-
nas. Sin embargo, es necesario que la caridad pase por ella para mostrar su
verdadero rostro.
5. La nación no reemplazará al reino de Dios. No será el lugar de la
fraternidad perfecta ni antes ni después de la revolución. Este fue el sueño,
en el transcurso de los últimos siglos, de todos los utopistas y reformadores so-
ciales: buscar la fórmula de revolución, las nuevas instituciones que podrían
cambiar al hombre y establecer la comunidad ideal. Pero las reformas y las
nuevas instituciones no cambian al hombre en su totalidad, de punta a cabo.
Por lo demás, después de veinte siglos de historia, la Iglesia cristiana
ha desilusionado a muchos hombres que esperaban de Ella, cándidamente, sin
comprender el mensaje de los Evangelios, el establecimiento del reino de Dios
sobre la tierra. Han concebido la idea de un más allá de la Iglesia, de una co-
munidad inspirada en temas e impulsos cristianos, pero más perfecta que la
Iglesia cristiana, tal como ella existe, ha existido y existirá probablemente
en la historia. ¡Cuántos nacionalistas entusiastas han creído que su nación rea-
lizaría el ideal de Iglesia!
Desde luego, no existe nada de eso. La nación no realiza la comunidad
universal. Por su misma naturaleza, no une entre ellos a todos los hombres en
una sociedad universal. La nación es siempre una nación entre otras. Ella
tiende, sin duda, a los valores universales, y entrega a todos los ciudadanos
una abertura hacia todo el mundo. Pero las naciones son múltiples, son riva-
les, entran en competencia. Necesitan compromisos y acuerdos en los que cada
cual reconozca sus insuficiencias y límites.
Sin duda todas las naciones se imaginan y atribuyen una misión uni-
versal; se atribuyen un mensaje universal para entregar al mundo una voca
ción, una función. Se creen salvadoras del género humano. Pero son muchas
las que quieren salvarlo, y esta multiplicidad denuncia su insuficiencia.
De la contradicción entre el sentido y la misión universal de la nación
y sus límites geográficos han nacido las iglesias llamadas nacionales, fenóme-
no tan extendido en la época moderna (iglesias ortodoxas autocéfalas, protes-
tantes nacionales o de estados, tendencias hacia las iglesias nacionales en Fran-
cia, España, etc.) , y tan significativo. La Iglesia es, necesariamente, universal,
y ¿cómo no darse cuenta de que lo nacional no puede jamás ser tan universal
como sería necesario, para que fuese tan amplia como debe ser la Iglesia?
En segundo lugar, la nación no puede ser la comunidad de salvación
total. No puede transmitir a los hombres su entera y completa salvación, dar
la última perfección a su existencia. Está limitada a las cinco necesidades his-
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tóricas de los tiempos presentes. No puede pedírsele más, no puede pedírsele
todo; no se le puede, especialmente, pedir el cielo sobre la tierra.
Se puede y se debe, efectivamente, pensar que Dios pone en la historia
las fuerzas y las energías humanas necesarias para responder a las necesidades
que se manifiestan en el transcurso de la evolución. Cuando necesidades his-
tóricas se manifiestan como un movimiento unánime de toda la humanidad,
debemos creer que Dios no abandona su creación, aun después del pecado ori-
ginal, y que los hombres deben poseer los resortes necesarios para resolver la
situación en que están colocados. Es decir, concretamente, podemos contar con
la presencia latente, en los hombres de hoy día, de las fuerzas y las buenas vo-
luntades necesarias para establecer la justicia, el derecho y la colaboración en
el plano nacional. Cuando la nación se hace inevitable y necesaria, significa
que los hombres tienen en sí las energías necesarias para crearla y ordenarla.
Hay, pues suficientemente, justicia y voluntad de trabajo común para hacer
naciones. Esto no significa que ellas se hagan sin esfuerzo, o inevitablemente
como ellas son ahora. Sino que pueden hacerse con la condición de reunir
todas las energías latentes en los pueblos.
Pero la humanidad no comprende más. No posee en sí misma, y la his.
toria no se la proporciona, la caridad de los santos, el desinterés de los santos,
aquellas disposiciones que nacen según los planes divinos en la sociedad so-
brenatural de la Iglesia. No puede esperarse de ninguna revoloción ni refor-
ma histórica, la santidad universal, la abnegación, el sacrificio, el desinterés
que se les pide y se les da a los cristianos en la Iglesia, en la medida en que
por el pecado no los rechazan.
Tales como ellas son, las virtudes nacionales o la comunidad nacional
que ellas forman no son indiferentes a la Iglesia. La Iglesia no se establece
sobre la nada o sobre un polvo de individuos, sino sobre las comunidades exis-
tentes. La Iglesia reúne, junta, aglutina todo en todas las comunidades. La
Iglesia no debe ni puede ignorar a las naciones, así como no pudo ignorar la
sociedad feudal y las otras formas sociales del pasado. Ella las inspira, las re-
forma, las sostiene; se forma en ellas, por ellas, a partir de ellas. Es la materia
donde se forma el sentimiento y la unión de la comunidad.
Sin la justicia nadie puede pretender ejercer la caridad. Sin la colabora-
ción en el interior de la nación, nadie puede pretender que practica la cari-
dad. Nadie puede tampoco formar la Iglesia alejándose de las naciones. La
Iglesia debe establecerse en cada nación, informar toda la nación y trascen-
derla después de haberla llenado. La Iglesia sería infinitamente frágil, tendría
poca repercusión, irradiaría muy poco si no lograra extenderse sobre el plano
de las naciones. La Iglesia no puede ser la suma de individuos no integrados en
las naciones, la suma de ghettos repartidos por el mundo. No habrá comunidad
verdadera en la Iglesia, en la hora actual, sino entre cristianos que cumplen
con su papel de ciudadanos. La Iglesia debe unir hombres que lo sean en ple-
nitud, hombres enteros, desarrollados en todas sus dimensiones; debe en esta
forma reunir y salvar así las comunidades nacionales, por ellas y en ellas, y no
salvar sólo individuos desintegrados. Sin lo cual le será imposible evangelizar
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o sólo alcanzar la humanidad verdadera, la cual se constituyó, decididamente,
en naciones.
6. Las naciones son múltiples. Han nacido, simultánea o sucesivamen
te, múltiples en múltiples puntos del globo terrestre. Aunque dirigidas a los
valores personales y universales, ellas realizan estos valores en la escala de va-
rios millones de hombres. Cuando las naciones se han formado, cuando nació
la idea de la nación, las posibilidades de contacto entre los hombres situados
a grandes distancias eran tan débiles que era imposible soñar en comunidades
más vastas. Las naciones se han hecho a la escala de las comunicaciones fre-
cuentes y numerosas posibles entre el siglo XIII y el siglo XIX. Tal como son
reúnen hombres en cantidad suficiente para responder a las necesidades que
las han suscitado y que las justifican. Las naciones no son entidades necesarias,
son creaciones históricas. Un día podrán ser sobrepasadas en sociedades ya sea
continentales, ya sea aun más universales. Pero todavía no hemos llegado allí,
excepto, sin duda, en Europa occidental, donde un más allá de la nación em-
pieza a ser un objeto histórico pensable y previsible. En cualquier otro lugar
es todavía una pura utopía.
Las naciones, pues, son múltiples. Aún más: son rivales. Muchas vece'
han estado en guerra. Y la historia nos muestra cómo la rivalidad, la compe-
tencia, la misma guerra han sido factores importantes en la formación de las
naciones. Las guerras y las rivalidades fueron instrumentos de lazos, de unio-
nes internas entre los ciudadanos. Han desarrollado y exasperado el senti-
miento nacional. Las guerras han sido los más rápidos aceleradores de la con-
ciencia nacional y de la voluntad nacional. ¿Habrá sido esto un bien?
Algunos han llegado hasta a afirmar que lo que constituye una nación
es su oposición a todas las demás. Las naciones se formarían reivindicando con-
tra las demás. Enfrentándose a las otras encontrarían su esencia y su finalidad.
Podríamos llegar, de esta manera, a establecer una tesis: estando la na-
ción perpetuamente amenazada por las otras, su más noble tarea y su sentido
más propio sería conquistar y mantener su independencia en contra de las
otras.
La nación sería una conquista, y una conquista sobre las otras. Esta fue
la teoría facista o nazista. Es también la tesis del nacionalismo comunista.
Haciendo del imperialismo el único enemigo de las nuevas naciones, la propa
ganda comunista asimila el movimiento de desarrollo nacional a una guerra
de independencia. Todo se presenta como si el único obstáculo, para la existen-
cia nacional, fuera el imperialismo norteamericano o europeo. En este caso,
la lucha por la formación nacional debe ser, esencial y únicamente, una lu-
cha contra el extranjero. La nación encontraría su ser en su independencia
frente al extranjero.
Se piensa que si las naciones son nuevas, si han sido lentas en manifes-
tarse, la causa ha sido la opresión exterior. Se terminará por imaginar que los
países africanos y asiáticos habrían formado naciones mucho antes sin la opre-
sión de las naciones extranjeras. Estas fueron su principal obstáculo. Luego la
guerra de emancipación es el proceso esencial de la formación nacional.
Esto es reducir la historia a procesos mitológicos. Sin la impregnación
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de las ideas occidentales no habría sido posible ninguna nación en ningún con
tinente. El obstáculo esencial es la naturaleza y la sociedad primitiva. La opre
sión esencial, la más difícil de superar, es la ejercida por la naturaleza y los
lazos sociales tradicionales. Esta es la forma de liberación que cuesta obtener.
La liberación frente a las dominaciones extranjeras es fácil al lado de este pe-
noso trabajo. Por este motivo, la emancipación colonial por sí sola no resuel-
ve nada. Deja a los países con sus antiguas estructuras, a veces más desnacio-
nalizados que antes, o condenados, a veces, a su completa desnacionalización
por una insuperable incapacidad de responder a las cinco necesidades histó-
ricas de los tiempos nacionales.
Sin duda es indispensable la independencia política, económica, cultu-
ral. Va en el sentido de la historia actual. Bastará, para obtenerla, un papiro-
tazo. No será un trabajo difícil; bastará que los pueblos y sus dirigentes lo de-
seen. No sucede lo mismo con el trabajo de edificar nuevas estructuras familia-
res, económicas, culturales, etc. El enemigo no es tanto el extranjero como el
vacío, la ausencia, la nada y la inercia. Una nación se conquista luchando con-
tra la inercia, la rutina, la servidumbre de las tradiciones más que luchando
contra naciones vecinas. De otra manera, la independencia sólo recubre el va-
cío, no recubre una nación. Cuando les ciudadanos han sido conquistados por
las ideas e ideales nacionales, cuando han sido conquistados por esas cinco ne-
cesidades que hemos enumerado, y cuando forman entre ellos lazos de frater-
nidad, de igualdad, ninguna presión exterior es capaz de resistir su voluntad
nacional. Terminará por ceder a menos que no logre exterminar completamen-
te las élites nacionales, cosa que ya se ha visto.
Las naciones tienen, en primer lugar, que formarse ellas mismas, con-
quistarse ellas mismas. Esta historia las constituye mucho más que las guerras
exteriores.
Cuando la guerra de independencia se convierte en la preocupación
primera— léase, en la obsesión— de un pueblo, ya no se trata de formar una
nación sino una potencia. La nación puede así ser desviada para transformar-
se en una potencia, y todos sus recursos pueden ser dirigidos a la formación
de un aparato de poder económico, militar, cultural. Todo se centra en el
ejército; la economía se transforma en una economía armamentista; la fami-
lia en una escuela de soldados; la escuela en un hogar de propaganda, y tam
bién la Iglesia; la libertad y la igualdad son substituidas por la disciplina y la
obediencia militar. Es la nación en armas; pero es una caricatura de nación
Esta no tiene nada de cristiana, no tiene ninguna relación posible con el cris-
tianismo, y los cristianos deben denunciarla. Ninguna nación se justifica ni
tiene el derecho de existir si su existencia consiste en un ejército, en un apa-
rato de defensa. Cuando se lanza completamente en un esfuerzo guerrero, en
una voluntad exasperada de oponerse, pierde sus fundamentos, su sentido, se
borra, ya no se justifica. Ese apara o militar, que pretende defenderla, pierde
todo su objetivo. Una nación que no cumple con sus metas, con su sentido,
pierde el derecho a defenderse y a reivindicar su existencia. Los pueblos pue-
den encontrar, en otros marcos, nuevas posibilidades de emanciparse autén-
ticamente.
82
Sin embargo las naciones necesitan vivir en relación de igualdad con
las otras naciones. Los intercambios necesarios deben hacerse sobre un plano
de igualdad. Ya que los intercambios son necesarios —y cada vez más— en nues-
tra hora actual, deben hacerse de manera que igualen las oportunidades y no
con la sistemática ventaja de una de las partes. En el concierto de las naciones,
cada cual tiene el derecho y el deber de hacer oir su voz y de reivindicar, por
todos los medios, la igualdad del trato y el mismo acceso a los valores univer-
sales. No resulta de esto, necesariamente, una política de potencia. Esto ya nos
lleva al tema del párrafo siguiente.
III. NACION Y ESTADO
1 . Sin el estado, la nación tendría una consistencia muy vaga. El estado
es el que da a la nación sus contornos. El estado le precisa sus fines y sus me-
dios, organiza su movimiento. Por el estado los ciudadanos se integran en una
nación. El sentido nacional incluye, pues, el sentido del estado.
Parece que las circunstancias en las cuales el cristianismo se desarrolló
en Occidente no favorecieron muy tempranamente la formación de ese sen-
tido del estado entre los cristianos.
Efectivamente. Para hombres que viven ya en una sociedad universal,
parece que la nación constituye más bien una restricción, una marcha hacia
atrás. ¿Cómo no esperar que la Iglesia promueva y realice los bienes que los
hombres modernos esperan de la nación? Una casa para amar, una fábrica para
trabajar, una escuela para aprender, un hospital para curarse, una iglesia don-
de rezar. ¿Es necesario una nación para procurarse todo esto? ¿No podría la
Iglesia conseguirlo? Los cristianos, reunidos entre sí, e inspirados como están
en un amor mutuo, ardiente y sin límites de personas o de fronteras natura-
les, ¿no van a buscar juntos todos estos bienes? ¿Es necesaria la exigencia del
estado? ¿La caridad sobrenatural no será una fuerza suficiente para propor-
cionar estos bienes a todos, ya que ella les da bienes tan superiores como la
fe, la salvación eterna? ¿El que puede lo más no puede también lo menos?
El conjunto de las instituciones de orden temporal —que tienen por fin
las necesidades anteriormente citadas y otras que están emparentadas con ellas
y que fueron creadas por la acción de la Iglesia o de los cristianos— forma la
cristiandad. La cristiandad ha existido junto con los estados. Ya en el Imperio
Romano los cristianos formaron una cristiandad. Con la conversión del Im
perio, la Iglesia intentó incluir el propio poder imperial en la cristiandad y
hacer de él el auxiliar de la Iglesia, comisionado para esas funciones tempo-
rales.
Largo tiempo se ha vivido sobre un equívoco creado por esta situación.
Al menos hasta el siglo XII el ideal imperial de los romanos sobrevivió a tra-
vés de diferentes acaeceres. El Imperio corresponde a una etapa prenacional
de la sociedad, la de una aristocracia guerrera. Es un estado puro, estado sin
nación, pero felizmente también antaño sin grandes poderes, de manera que no
tenía los medios materiales para ser totalitario y dictatorial, salvo en ciertos
83
dominios y en ciertos momentos, por ejemplo, en las represiones militares. Por
otra parte, el Imperio antiguo tenía un sentido religioso. Intentaba poner a
la Iglesia al servicio de su poder. Por su parte la Iglesia, viendo a su lado un
poder igualmente universal, encontraba en el Imperio un auxiliar útil a la
cristiandad. Se establecieron compromisos que hicieron creer al Imperio que
éste se servía de la Iglesia, y a la Iglesia que ella se servía del Imperio. Fue el
desarrollo del sentimiento y de las aspiraciones nacionales el que vino no a
desanudar sino a suprimir el equívoco suplantando, a la vez, la cristiandad y
el Imperio.
La cristiandad, sin embargo, ha sobrevivido: aún más, ha aumentado en
múltiples instituciones, pero no ha podido llenar el marco de una nación. La
cristiandad, hasta cierto punto, especialmente en los países católicos, ha que-
dado fuera de las naciones, habiéndose formado éstas, desde entonces, y casi
todas, en un ambiente anticlerical.
Vivimos, todavía, con demasiadas esperanzas de ver a la cristiandad re-
solver, y a los cristianos resolver entre ellos, todos los problemas de la familia,
del empleo, de la salud, de la enseñanza. Pero esto no es posible. Se admitirá
un estado, pero tratando de ponerlo al servicio no, indudablemente, de la Igle-
sia, pero sí de una cristiandad.
Ahora bien: la cristiandad sin pasar por la mediación de la nación no
está en estado de resolver todos los problemas y las necesidades de la sociedad
moderna. Las fuerzas sobrenaturales, la caridad, no son capaces sin pasar por la
mediación de la nación, y de sus fuerzas históricas, de resolver los problemas
políticos, familiares, económicos, culturales, conforme a las aspiraciones mo-
dernas. La caridad sola, sin la mediación de las fuerzas históricas, no es bas-
tante poderosa para organizar el empleo, el trabajo y la igualdad de las con-
diciones económicas, para reconstituir la familia sobre bases nuevas, para pro-
porcionar a todos la cultura, para repartir todos los cuidados posibles entre to-
dos los ciudadanos. No hay ya cristiandad posible sin mediar las naciones.
El que dispone de las fuerzas históricas de la nación es el estado. Sin
el instrumento del estado, la nación es ineficaz. La nación actúa por el estado;
sin el estado, la cristiandad será ineficiente en las circunstancias de la vida
moderna. .
2. Existe para ello una doble razón: la primera razón es la pluralidad
inevitable de las naciones. Desde el momento en que en ellas hay cristianos,
hay pluralidad de concepciones de vida. Estando la nación abierta al univer-
so, y siendo tolerante, una nación unánimemente católica es una contradicción,
una imposibilidad histórica. La nación contiene en sí misma la libertad reli-
giosa; la libertad engendra ineludiblemente la pluralidad.
En adelante, por lo tanto, y por un tiempo histórico que no podemos
soñar en determinar, los cristianos están condenados a vivir con los no-cristia-
nos y a colaborar con ellos. Los factores propiamente cristianos no serán, pues,
los únicos en estar en juego. La nación será el lugar de compromiso y de acuer-
do entre cristianos y no-cristianos, sobre las bases comunes: las cinco necesi
dades históricas fundamentales.
84
Esta condición no es anticristiana. El reino de Dios no se concluye en la
tierra. Los hombres están en tránsito. Dentro de esta condición no todos han
hecho todavía su elección. No podemos obligar a nuestros hermanos a ser
cristianos hoy, o a condenarlos hoy, sino que debemos más bien respetar los
plazos divinos. Dios les da y nos da a todos un plazo. La historia es el tiempo
de este plazo. La nación es la sociedad de los hombres en tránsito. No se or-
ganiza sobre la base del reino de Dios sino sobre las condiciones indispensables
a la vida actual, inmediata. La nación apunta a lo inmediato, a la sobreviven-
cia en este tiempo. Acomoda el tiempo de sobrevivencia. Es una tarea común a
todos, y donde cada uno interviene con las energías históricas o transhistóricas
de que dispone.
La segunda razón se desprende también de nuestra condición de pere-
grinos: es el pecado. El pecado está condenado y vencido radicalmente, pero
no está expulsado aún. Vive el tiempo de su expulsión progresiva. Pero esta
expulsión tarda. Nuestro tiempo actual es el tiempo de este re'ardo.
Durante todo el tiempo del retardo, la caridad no basta para moderar
las relaciones humanas. El amor es demasiado débil. Es necesaria la sujeción
y la sujeción violenta. La violencia es la pena del pecado. No podemos escapar-
nos de ella. De ningún modo Cristo prometió que el amor suplantaría definiti-
vamente la violencia terrenal. Deja en su lugar los poderes, es decir, los ór-
ganos de la violencia.
En una sociedad patriarcal, la violencia pertenece a los ancianos. En
una aristocrática, pertenece a la nobleza, a los príncipes y al rey. En un im-
perio, al emperador. En una nación la violencia está reservada al estado. Es su
signo distintivo, su atributo esencial. El estado está dotado del poder de obli-
gar violentamente para mantener la nación, el derecho, la justicia, y promover
la colaboración. Suple la ausencia del amor.
Sin duda, la nación no es obligación pura. La obligación no puede
ejercerse, por último, más que en un sentido deseado, anhelado, pedido por la
nación en su conjunto. Pero en todo caso, sin la obligación, esta esperanza no
llegaría a realizarse.
Es vano y fútil pensar que un nuevo orden sexual podrá establecerse
sólo por la buena voluntad de los individuos; que se establecerán relaciones
de trabajo, dentro de la armonía y de la justicia, por el solo efecto de la be-
nevolencia de los fuertes hacia los débiles; que la cultura surgirá espontánea-
mente de la holgazanería y vulgaridad de las masas; que la religión se resta-
blecerá por las solas fuerzas espirituales; que los vicios, las enfermedades, las
formas de corrupción se eliminarán en virtud de la buena voluntad de los in-
dividuos. La presión tendrá siempre que ayudar a la buena voluntad. El es-
tado tiene el poder y la presión para mantener a los individuos dentro de los
valores que corresponden a sus necesidades históricas, valores que los perso-
nalizan y los individualizan.
Las tendencias modernas no van a dirigirse a su meta integral y normal
por sí mismas. Serán siempre desviadas por el hecho del pecado. No puede
contarse con las solas fuerzas espirituales para rectificarlas. Este es el papel
85
del estado. Sin él, ni la cristiandad, ni la Iglesia pueden responder a las ne-
cesidades temporales actuales de la humanidad.
3. En las naciones ya constituidas y equilibradas, el estado garantiza
el orden y el equilibrio del desarrollo posterior. En las naciones atrasadas, a él
le toca, muy a menudo, tomar la iniciativa. Allí donde las estructuras anti-
guas, tradicionales, las estructuras económicas, culturales, sociales, están vivas
aún y retardan la adaptación a las condiciones nacionales, es tarea del estado
dar el impulso necesario. El papel supletorio del estado puede llegar a ser el
más importante. Allí donde nada se hace, suplir significa hacerlo todo. En la
medida del retardo, el estado es un acelerador de la historia.
Aunque sea por la obligación, aunque sea luchando contra mentalidades
anticuadas, el estado tiene el derecho y el poder, y aún más, el deber de poner
en pie las estructuras económicas y, específicamente, el aparato de producción
necesario a una sociedad moderna. Es claro oue en las naciones retardadas la
iniciativa privada no es suficiente. Por lo demás incluso en Europa, en sus
comienzos, el estado ayudó poderosamente en todas partes a la formación
de las industrias. Sin esta infervención del estado, es imposible asegurar a to-
dos un emoleo remunerado, "una fábrica para trabajar”.
El estado tendrá también que crear totalmente, o en parte, o tendrá
oue suscitar el conjunto del anarato escolar necesario a una nación moderna,
lo mismo oue el aparato médico y hospifalario. En las naciones atrasadas la
iniciativa privada sólo contribuye en pequeña parte, siempre insuficiente, a
asegurar el desarrollo, y eso, constitucionalmente, en virtud de la resistencia,
de la inercia misma de la gran mavoría de la sociedad. Esta aún no ha desper-
tado a las aspiraciones oue sin embargo le llegarán inevitablemente.
El espado no puede mostrarse indiferente a la educación familiar y re-
ligiosa. No puede tolerar que la anarouía lleve al libertinaje y al nihilismo
metafísico v moral. En esta etapa, la libertad debe ser educada antes que con-
cedida. La libertad, para aquellos que no han aprendido a servirse de ella, es
el más desastroso de los regalos. La libertad, sin la personalidad, es peor que
todas las sujeciones de la tradición o de la costumbre.
Para realizarlo, sucederá muchas veces que el estado tendrá que atro-
pellar las estructuras sociales y políticas tradicionales. No se le podría negar
ese derecho. Los conflictos son inevitables entre una nación que se desea y una
sociedad aún fuerte pero en decadencia que no quiere morir, o aún más, entre
las fuerzas de transformación y la inercia de las masas (aun y especialmente
si estas masas se llaman élites) .
4. El estado no tiene su fin en sí mismo. La fuerza del estado no existe
para ella misma, para crecer indefinidamente. Está al servicio de la nación y
no la nación a su servicio. Está exactamente al servicio de los fines que cons-
tituyen la nación; una casa donde amar, una fábrica donde trabajar, una es-
cuela donde aprender, un hospital donde curarse, una iglesia donde rezar.
Naturalmente, esto no significa solamente la existencia de un plan de
cinco puntos dirigido directamente a esas cinco metas. Se precisan también
rodas las infraestructuras necesarias.
86
El objetivo del estado es asegurar la participación igual de todos en
estos bienes, en la máxima medida posible. El estado, pues, debe tender cons
tantemente a restablecer la igualdad que el juego de las fuerzas naturales des
hace. Efectivamente, la justicia significa igualdad d** oportunidades, y la co-
laboración supone una parte del trabajo para todos. El estado será el defen-
sor titulado de los débiles contra los fuertes. Normalmente el estado será el
polo opuesto de la libertad. La emancipación nacional no debe ser únicamen
te la emancipación de algunos sino de todos.
Sin embargo, la meta final de las cinco metas especiales de la nación,
como lo hemos dicho antes, es una personalización cM hombre, esto es, una
mayor liberación del individuo por sí mismo de todas las sujeciones del me-
dio natural y social.
El estado es sujeción, pero debe liberar. ¿Cómo liberar a través de la
sujeción? Esta es la contradicción interna, el problema insoluble del estado
en la nación. De la manera en que esta contradicción sea superada, depende
el porvenir y el sentido de la nación. Es deber de los cristianos consagrarse a
resolverla urgentemente, no teóricamen‘e sino en los hechos, en la acción.
El estado debp cambiar las mentalidades, imponer nuevas estructuras.
Pero esta mentalidad debe ser una búsoueda de la libertad; aún más. debe ser
también una labor libre de los hombres. Sería necesario que la sujeción sir-
viera sólo nar desnertar las fuerzas latentes de la libertad.
De hecho, el peliero del estado será siempre el de oscilar entre estos dos
extremos: el de constreñir demasiado poco, de no luchar contra la inercia, con-
tra la resistencia de estructuras antiguas, contra la corrupción, de dejar po-
drirse la nación en lugar de liberarla: es la solución más corriente en América
Latina o en los países sometidos a la influencia occidental; o si no, el de am-
plificar su poder, pero de tal forma que el poder del estado viene a ser prác-
ticamente un valor soberano que somete: es la actitud de los países comunis-
tas. Entre estos dos extremos, ¿dónde encontrar el estado lo suficientemente
fuerte para crear las estructuras nuevas, formar hombres nuevos con menta-
lidades nuevas v, en seguida, dejar en libertad las instituciones una vez que
han sido creadas?
El camino no será del liberalismo al socialismo, de la libertad a la su-
jeción; del individualismo al estatismo, como en Europa. El camino de las na-
ciones nuevas tendrá que ser de la sujeción a la libertad, del estado al indivi-
duo y a la libertad, del estatismo al personalismo.
Con esta condición, el estado será el servidor de la nación, y ésta reali-
zará su sentido.
Si llamamos nacionalismo a la voluntad y a la acción para promover
la nación según este sentido, tendremos que decir que es deber imprescindible
para todo cristiano ser, en la época actual, nacionalista. No sólo esto no se
opone al concepto cristiano de la historia: el nacionalismo lo prolonga. Por lo
demás, Su Santidad el Papa Juan XXIII y los obispos lo proponen como meta
al mundo católico, a partir de estos últimos años en que el problema empieza
a imponerse, cada vez más, a escala mundial, ya que es el gran problema del
siglo XX.
87
El Sacerdocio en la Iglesia y la participación de los laicos
R. P. Egidio Vigano, s. d. b.
Director del Seminario Salesiano y
Prof. de Teología Dogm. en la Fac.
de Teología de la Universidad Ca-
tólica de Chile.
El tema que se nos ha propuesto es complejo y difícil. Abunda la biblio-
grafía al respecto pero no siempre muy clara ni completa (*) . Para nosotros
es, ante todo, importante comprobar que “existe un hecho, desde el punto de
vista teológico, del que debe partir toda consideración en esta materia: es de-
cir, que la Escritura, la tradición litúrgica, la tradición patrística, y no tan
sólo la tradición de los teólogos medioevales y modernos, hablando de todos
los fieles, les atribuyen la cualidad de sacerdotes y hablan de sacrificio a pro-
í 1 ) Lo mejor que hemos encontrado, desde un punto de vista de estructuración doc-
trinal. es la obra de Y. Congar: Jalona pour une théologie du laieat, París,
1953.
Ver también:
. Maison-Dieu, 1951, N? 27: Y. Congar y J. Lecuyer: “Le sacerdoce des chré-
tiens”;
. Ch. Jouraet: L’Eglise du Verbe Incamé, 2 vol. Desclée, 1955, 1951;
La Me8se, París, Desclée, 1957;
Théologie de l’Egliae, París, Desclée, 1958.
. C. Vagaggini: El Sentido Teológico de la Liturgia, BAC, Madrid, 1959;
A. Piolanti: “Sacerdozio dei Fedeli” — Enciclopedia del Sacerdozio, c. IX,
p. II, Roma 1963.
. G. Philips: “La partecipazione dei Fedeli al sacrifio della Messa”, en Euca-
ristía, a cura di mons. A. Piolanti; Roma. Desclée, 1957;
Misión de loa seglares en la Iglesia, colección “Prisma”, S. Sebastián,
1956:
. P. Dabin: Le sacerdoce royal des Fideles dans la tradition ancienne et mo-
de me, París, Desclée, 1960;
. L. Cerfaux: “Regale Sacerdotium” — Rev. Sciences Philos. ThéoL 1939, 28;
. J. Lécuyer: Sacerdotes de Cristo, editorial Casal y Valí, Andorra, 1958;
. J. Sabater March: Teología del apostolado de los seglares y religiosos laicos,
Herder, Barcelona, 1958;
. A. Alonso Lobo: Laicología y Acción Católica, Studium, Madrid. 1955;
. Moines de Solesmes: Les eyiseignements pontificaux, — Le Laieat, Desclée,
Bélgica. 1956.
88
pósito de lo que ellos ofrecen, para un número considerable de acciones y
situaciones” (*) .
El magisterio de los Papas ha venido insistiendo en lo mismo, sobre to-
do en las dos famosas encíclicas de Pío XII: "Mystici Corporis” y “Mediator
Dei” (* 3) . Es tarea de la teología tratar de estructurar tales datos en un siste-
ma orgánico de doctrina.
Quisiéramos aquí presentar una visión de tipo de divulgación doctrinal,
que pudiera iluminar el afán pastoral de los oyentes.
Para ello vamos a considerar:
A) la noción de “laico”;
B) el concepto de "sacerdocio”;
C) el supremo Sacerdocio de Cristo;
D) el sacerdocio de los cristianos;
E) las actividades sacerdotales de los laicos.
Evidentemente se trata de una "sintesis” doctrinal divulgativa sin ma-
yores pretensiones que las de dar alguna orientación respaldada en la teología.
A) LOS LAICOS
Asistimos hoy a un despertar universal de los valores comunitarios de
la Iglesia, Cuerpo Místico de Cristo. Tales valores constituyen propiamente el
núcleo más vital del misterio de la Iglesia.
Hay en el Cuerpo Místico, inherentes a su esencia histórica, dos aspec-
tos complementarios: el de Iglesia-Institución y el de Iglesia-Comunidad.
El aspecto de Iglesia-Institución comprende los “medios” dejados por
Cristo para hacer de los hombres una comunidad de santos (jerarquía y sa-
cramentos) .
El aspecto de Iglesia-Comunidad implica (como lo indica la misma pa-
labra “Ecclesia”) la colectividad de los fieles o asamblea de los consagrados
para vivir vida de mutua caridad en Dios.
Entre los dos aspectos el más importante es el segundo. El primero
está ordenado a él. En términos agustinianos se diría que el primero es el
"sacramentum” y que el segundo es la “res”. La Iglesia-Comunidad permane-
cerá siempre (por la gracia y la caridad) : es el objetivo de la obra salvadora.
La Iglesia-Institución, en cambio, está hecha sólo para el "tiempo interme-
dio” entre Pentecostés y la Parusía: la Jerarquía y los sacramentos pasan, son
“medios” temporales y “funciones” transitorias en orden a la consumación
de la Iglesia-Comunidad.
La Tradición ha valorado y desarrollado armónicamente ambos aspec-
tos, como lo demuestra el Cristianismo antiguo y la eclesiología de los Pa-
dres (4) . Sin embargo, por diferentes causas largamente incubadas, la Iglesia
( 2 ) Vagaggini, o.e., pág. 143.
(3) “Mystici Corporis”, A AS, 35, 1943, 201; “Mediator Dei”, A AS, 39, 1947, 539
y 555.
( 4 ) Y. Congar, o.e., pág. 52 y ss.
89
latina vio nacer el movimiento protestante, que es una exageración exclusi-
vista, además de superficial, del aspecto Iglesia-Comunidad. Estos excesos han
traído una reacción contraria, en el campo católico-latino, que ha considerado
en demasía el aspecto Iglesia-Institución, reduciendo la eclesiología de los teó-
logos, de los predicadores y de los catequistas a una especie de “jerarcología”.
Semejante visión unilateral, más apologética que teológica, ha llevado a un
descuido concreto de los laicos en la Iglesia, tratándoseles casi como materia
pasiva. El laico se fue convirtiendo, así, en una persona que no se sentía com-
prometida directamente con la Iglesia. (Un modernista, con la petulancia pro-
pia de su humor malicioso, ha dicho que el laico en la Iglesia venía a ser como
los corderos de Santa Inés en Roma, que se bendicen y se trasquilan) .
Hoy, gracias a la Acción Católica y a varios pujantes movimientos ecle-
siales, se va dando siempre más importancia a los valores más hondos del as-
pecto de Iglesia-Comunidad, donde adquiere particular relieve la función y
actividad de los laicos. Como ha dicho Pío XII: “los laicos deben tener con-
ciencia, cada vez más clara, de que no solamente pertenecen a la Iglesia, sino
que son la Iglesia”.
En el ‘‘tiempo intermedio” desde Pentecostés hasta la Parusía, o sea
desde el momento en que la causa de la salvación es entregada por Cristo en
el Espíritu hasta el momento en que los efectos de esta causa son recogidos
en toda la Humanidad por el retorno del Señor, hay en la Iglesia un devenir
que empeña la actividad de todos sus miembros en una tarea que consiste en
la facilitación de la redención adquirida, por Cristo solo, a todos los hombres
para que participen de ella.
Para realizar tal participación, es preciso tomar en cuenta una doble
realidad :
a) ante todo, el tesoro de la salvación, “bien común” espiritual de la
Iglesia, fabricado por Cristo con sus palabras, con los acontecimientos de su
carne y con sus instituciones. Este tesoro debe ser entregado convenientemente
a todos los hombres para lograr la salvación;
b) en segundo lugar, la Humanidad misma que en su devenir debe ca-
minar hacia la salvación. Esta Humanidad vive y construye su historia; se la
suele llamar "mundo”. A pesar de no ser, de suyo, opuesta a Dios, le es, sin
embargo, enemiga por el pecado; de aquí la maldad de su historia. Con todo,
no hay discontinuidad entre Humanidad e Iglesia, entre historia del hombre
y su salvación. Hay, por el contrario, algún vínculo y cierta continuidad. El
hombre con su historia y su cosmos es el sujeto de la restauración final.
Por eso la Iglesia debe orientar el devenir de la Humanidad y sus es-
tructuras hacia Cristo, disponiendo y preparando siempre mejor las realidades
temporales para posibilitar la entrega a todos los hombres del tesoro de la sal-
vación. Esto es difícil porque el “mundo” ignora la sabiduría de Dios, despre-
cia la ley de la cruz y desconoce el misterio de su auténtico destino histórico.
Por eso todos los miembros de la Iglesia se deben empeñar denodadamente
en una doble tarea eclesial: una que es tal por el mismo "finís operis”: la en-
trega de Cristo a la historia tanto con actividades jerárquicas como con acti-
vidades no jerárquicas; la otra: la conducción de la historia a Cristo, que es
90
tarea eclesial por el "finís operantis”, ya que el "finís operis” de las labores
temporales es, en sí mismo, profano, aunque debe ser “cristifinalizado”.
Ambas tareas les interesan a todos los miembros, pero no las realizan
todos igualmente. Hay en la Iglesia dos estados de vida, cuyos miembros tra-
bajan polarizándose preferentemente hacia la tarea eclesial de actividades je-
rárquicas o hacia la tarea eclesial no jerárquica y las labores profanas: el es-
tado clerical y el laicado.
Los miembros del estado clerical (de "kleros” - porción seleccionada)
trabajan polarizándose preferentemente hacia la tarea jerárquica.
"Los clérigos, escribe Journet, son los fieles que, encargados de funciones
jerárquicas, están consecuentemente consagrados a las actividades santificado-
ras por un título nuevo sobreañadido (al común) , y exonerados lo más posi-
ble de las actividades cristianas temporales”.
" Los laicos en cambio, (de "laós” - pueblo consagrado, según el uso
bíblico) son los fieles que, exonerados de las funciones jerárquicas, están con-
secuentemente consagrados a las demás actividades ministeriales y a las activi-
dades santificantes por el titulo común de la fe operante por la caridad, y en-
cargados de casi todos los pesos de las actividades cristianas temporales (5) .
Así los laicos no son simplemente objeto del ministerio jerárquico, materia
receptiva de la función santificadora de la Iglesia, sino que tienen su propia
función activa para llevar la salvación de Cristo a la intimidad de los am-
bientes humanos y para orientar, cada cual según su estado, la historia misma
de los hombres y el mundo hacia Dios en Cristo.
Clérigos y laicos son miembros del mismo Cuerpo; tienen desigualdad
en las funciones eclesiales, pero tienen absoluta igualdad en la vida en Cristo:
se dedican a tareas diferentes, pero complementarias, para que sea cristiana la
vida de los hombres. Ya s. Agustín decía de la función jerárquica: "aliud est
quod sumus propter nos, aliud quod sumus propter vos: christiani sumus prop-
ter nos, clerici et episcopi non nisi propter vos”; “vobis sum episcopus, vobtscum
christianus” (*) .
El despertar el interés por descubrir nuevamente y desarrollar con ma-
yor plenitud todas las riquezas de la Iglesia-Comunidad ha llevado a fijarse
mucho más en la gran importancia del laicado en la Iglesia.
Los laicos viven su consagración a Cristo en diferentes estados de vida:
pueden ser " casados ” o " célibes ", " religiosos ” o “seglares". Estos últimos son
los que se llaman más comúnmente “laicos”, y viven en un estado de vida
constituido por cierto eauilibrio entre las actividades cristianas eclesiales no-
jerárquicas, y las actividades profanas; algunos pueden dedicarse preferente
mente a tareas eclesiales de "participación” en el apostolado de la Jerarquía
(por ej., la Acción Católica) , otros preferentemente a tareas temporales, pero
siempre "colaborando” de alguna manera, a través de ellas, al apostolado je-
rárquico. Los primeros hacen prevalentemente acción " cristiana los segundos,
prevalentemente acción “de cristianos
( 5 ) Ch. Journet, L’Eglise du V.I., II, pág. 1009.
( 6 ) PL. 46, 880; y 38. 1483.
91
No pretendemos ahora presentar toda una Teología del Laicado, sino
que, después de haber insinuado su candente actualidad, precisar, en forma
sintética, uno de sus aspectos íntimamente vinculado con la Liturgia de la
Nueva Ley: el sacerdocio. “La Iglesia distingue a sus hijos entre laicos y orde-
nados. Los laicos son el pueblo cristiano. Ellos ya están consagrados. La Iglesia
no opone laico y consagrado. Los no-consagrados son los catecúmenos y los
no-bautizados de buena o de mala fe. A los laicos la consagración del bautismo
y de la confirmación les hace participar del poder sacerdotal de Cristo’’ (7) .
B) EL SACERDOCIO.
En todas las religiones el sacerdote se presenta como el hombre de las
relaciones con Dios. Su función aparece indispensable en la vida de cada per-
sona y en el mismo devenir de la historia. Dice muy bien Congar: “el término
del designio de Dios es hacer de la Humanidad su templo de piedras vivas. Un
templo donde Dios no mora simplemente, sino donde recibe un culto; un tem-
plo donde habita no sólo hallándose en él, sino comunicándose. Persona espiri-
tual, a otras personas espirituales y carnales a la vez, y donde recibe un culto
espiritual y carnal. Se puede decir que la Iglesia, Cuerpo de Cristo, no es sino
la realización de este templo y de su culto: templo espiritual de Dios, cuerpo
espiritual de Cristo” ( (8) .
Así debemos decir que toda la Humanidad tiene una vocación y una
función sacerdotal. Por eso, antes de que existiera un sacerdocio de positiva
institución divina, ha existido un sacerdocio que en cierta manera podríamos
llamar “natural”.
La misma S. Escritura atestigua la existencia de un sacerdocio "natural”
de la vida santa, como, por ej., en el caso de Abel (Gen. 4,4) , cuyo sacrificio
es conmemorado en el mismo canon de la Misa. "Sea que cada uno fuera su
propio sacerdote, sea (más normalmente) que un hombre fuera constituido
sacerdote del grupo en el cual desempeñaba el rango de jefe: en el régimen
patriarcal, el padre o el patriarca; en un régimen social más amplio, el jete
(juez) o el rey; o también un hombre especialmente designado para la fun-
ción sacrificial pública.
La historia de las religiones permitiría multiplicar indefinidamente lo.»
ejemplos de sacerdocio natural” (®) .
Pero, en la historia de la salvación, Dios mismo se ha preocupado de
organizar, en el Antiguo Testamento, el culto de Israel y de instituir un sa-
cerdocio vocacional en una tribu: el sacerdocio aronittco . Por llamado divino
los sacerdotes de Arón tienen una función específica, que sólo ellos realizan,
pero en favor del pueblo de Dios: “todo pontífice, dice el sagrado Texto, to-
mado de entre los hombres, en favor de los hombres es instituido para las co-
sas que miran a Dios, para ofrecer ofrendas y sacrificios por los pecados...
( 7 ) Ch. Journet, L’Egl. du V. /., I, pág. 39.
( 8 ) Y. Congar, o.c., pág. 160.
( 9 ) Y. Congar, o.c., pág. 169-160.
92
por sí mismo, igual que por el pueblo. Y ninguno se toma por sí este honor,
sino el que es llamado por Dios, como Arón” (Hebr. 5, 1) .
El sacerdocio aronítico no excluye el sacerdocio de todo el pueblo, sino
que está hecho para expresarlo mejor. La S. Escritura afirma claramente que
todo Israel tiene una cualidad sacerdotal: Ex. 19, 3. 5. 6.
Hay, así, un doble título sacerdotal en Israel : el sacerdocio como cuali-
dad poseída colectivamente por el pueblo consagrado, y el sacerdocio como
función peculiar de realización del culto. El primero es el sacerdocio espiritual
de Israel; el segundo es su sacerdocio funcionaf.
En el sacerdocio funcional aronítico comprobamos una ley de concen-
tración progresiva hacia un solo individuo, el “Sumo Sacerdote", vértice fun-
cional de todo el sacerdocio de Israel, que lleva el nombre de las tribus sobre
sus espaldas y en su corazón (Ex. 28, 12. 29) y sobre su frente las palabras de
consagración de todo el pueblo: "Santidad a Jahvé” (Ex. 28, 36) . En el gran
día de la Expiación este Sumo Sacerdote entra solo a la presencia de Dios para
ofrecer un sacrificio universal de expiación.
Podemos adelantar ya, aquí, que esta economía sacerdotal será consuma-
da y perfeccionada por Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote de la Nueva Alianza.
Pero antes de considerar el sacerdocio mismo de Cristo, es necesario que
nos preguntemos en qué consiste formalmente el sacerdocio.
Dos son las concepciones según las cuales puede ser enfocada la defini-
ción de sacerdocio:
—la de “mediación”,
—y la de “sacrificio”.
Opinamos que la esencia del sacerdocio debe ser enfocada por la de sa-
crificio, definiéndose asi, en general, el sacerdocio como un poder de sacrifi-
cio (10) .
La cualidad de mediación no explica, por si sola, la función sacerdotal.
En efecto, “la noción de mediación (dice Congar) es más amplia, menos de-
terminada, que la de sacerdocio: hay mediaciones de revelación que no son sa-
cerdotales; por otra parte, aplicada al sacerdocio, ella lo reduciría simplemente
a su forma pública o litúrgica: procedimiento discutible, y que lleva a prejuz-
gar con bastante arbitrariedad el valor verdaderamente sacerdotal de los fie-
les, valor afirmado por lo demás en las S. Escrituras” (u) , las cuales definen el
sacerdocio universal de todos los fieles precisamente en orden al ofrecimiento de
víctimas para el sacrificio (I Petr. 2, 5) .
Si el sacerdocio fuera formalmente mediación, ni el pueblo de Israel ni
los fieles cristianos tendrían una verdadera cualidad sacerdotal, ya que falta
esencialmente en ellos la mediación (12) .
La idea de sacrificio, en cambio, sin excluir la característica misma de
mediación (en efecto, el sacerdocio de Cristo es expresión de su característica
(10) C. Vagaggini, o.e., pág. 154.
(11) Maisov^Dieu, 1951, n. 27; Y. Congar: “Structure du sacerdoce chrétien”, pág.
52.
(12) C. Vagaggini, o.e., pág. 146-147.
93
de “Mediador”) , determina formalmente las funciones propias del sacerdote
en toda economía religiosa.
De hecho la misma S. Escritura vincula el sacerdocio con el sacrificio:
sea porque la cualidad sacerdotal de Cristo es sugerida por su cualidad de víc-
tima, sea porque la epístola a los Hebreos define el sacerdote por el sacrificio:
“todo Pontífice es instituido... para ofrecer ofrendas y sacrificios por los pe-
cados” (Hebr. 5, 1) .
A'. Agustín escribe: “ideo sacerdos quia sacrificium”; “si nullum sacriti-
cium, nullus sacerdos” (13) .
Sto. Tomás dice en la Suma: “in sacrificio offerendo potissime sacerdo-
tis consistit officium”; y al comentar la epístola a los Hebreos: “dicit sacerdos,
quia se obtulit Deo Patri” (14) .
Por lo demás, el sagrado Concilio de Trento afirma: "Sacrificium et sa-
cerdotium ita Dei ordinatione conjuncta sunt, ut utrumque in omni lege exs-
titerit” (15) .
Y Pío XII enseña: “el oficio propio y exclusivo del sacerdote siempre
fue, ha sido y es sacrificar, de manera que es preciso decir que donde no hay
verdadero poder de sacrificio tampoco encontramos, propiamente hablando,
verdadero sacerdocio. Esto mismo entra de lleno perfectamente en el sacerdocio
de la Nueva Ley. El principal poder y función del sacerdote es ofrecer el úni
co y sublime sacrificio del Sumo y Eterno Sacerdote Cristo el Señor” (18) .
Pero si el sacerdocio se define formalmente por el sacrificio , es necesa-
rio conocer con suficiente precisión el concepto de este último.
Mucho discuten los teólogos acerca de la definición de “ sacrificio ” .
Nosotros, aquí, vamos a adentrarnos someramente en el conocimiento
de su esencia en tres etapas complementarias, que son: el rito litúrgico, el sa-
crificio espiritual-real y la comunidad sacrificial.
a) El rito litúrgico. Es patente que el sacrificio aparece, ante todo, como
un acto externo de la virtud de religión. La teología suele definir tal acto ex-
terno como la oblación hecha a Dios de una cosa sensible, con alguna inmuta-
ción sagrada (llamada “inmolación” o “sacrificación”) de lo ofrecido.
“La inmolación consagra la cosa ofrecida, o sea, la vuelve sagrada en sí
misma; es la facción de algo sagrado que hace formalmente “hostia” o "vícti-
ma” o “sacrificio” ("sacrum factum”) a la cosa que se tjuiere ofrecer; antes
era una cosa profana, después es una "hostia” totalmente consagrada; antes era
de los hombres, después es totalmente de Dios” (17) .
Esta noción, por clara que pueda ser, se refiere al sacrificio sólo en cuan-
to “acto externo”, en cuanto “rito litúrgico”; define propiamente, en el sa
crificio, la materialidad sensible de un acto humano de religión.
(13) PL. 32, 808; y 37, 1706.
(14) S. Th. III, q. 22, a. 4.
(15) Denz. 957.
(16) Discurso a los cardenales y obispos reunidos para la proclamación de la rea-
leza de María: 46. 1954, 666 ss.
(17) E. Sauras, en las Introducciones y Notas al tratado de la Eucaristía de la
S. Th., BAC, tomo XIII.
94
Es necesario profundizar más.
b) El sacrificio espinlual-real. El rito externo de la sacriticación es pro-
piamente, al decir de s. Agustín, un signo: "sacrificium visibile, invisibilis sa-
crificii sacramentum, id est, sacrum signum est’\
Pues, ¿qué es el "sacrificio invisible”? Es el sacrificio espiritual-real; "es-
piritual” por cuanto es devoción del alma; "real” por cuanto implica empeño
efectivo de la vida para Dios. Lo podríamos definir con Vagaggini (18) "el
acto interno de poner a disposición completa de Dios la propia vida, hasta su
destrucción total efectiva, si así place a Dios, sea realmente en sí misma (o en
su totalidad o en sus manifestaciones parciales) , sea simbólicamente mediante
un signo que hace sus veces, en reconocimiento de su supremo dominio".
Es interesante comprobar que esto mismo se entiende en el idioma co-
mún cuando se dice, por ej.: "sacrificarse por una persona”; así, se dice que una
joven "se sacrifica por sus padres”, si acaso no contrae matrimonio para cuidai
de alguno de ellos; o también del soldado que muere en el frente se dice que
“ha hecho sacrificio de su vida” por la patria.
Si la persona para quien uno se sacrifica es Dios, "que es nuestro Crea-
dor, .y de quien deriva todo lo que somos y tenemos, somos nosotros mismos,
es la totalidad de nuestro ser, de nuestro actuar y de nuestros haberes, lo que
debe constituir el "sacrificio”. Evidentemente esto es un programa de toda la
vida, programa que al ser realizado completamente, al pie de la letra, debe
incluir, en el ofrecimiento de la vida misma, nuestra muerte; mas, tal progra-
ma se concreta en actos particulares, por ej., en cosas, por cuyo ofrecimiento
podemos expresar, y así realizar, nuestra referencia a Dios como a nuestro au-
tor y a nuestro todo... Así nuestros sacrificios tienen un “alma” y una “ma-
teria" Su "alma”... es el movimiento espiritual del hombre hacia Dios... Su
"materia”... todo lo que es susceptible de ser ofrecido, como dice santo To-
más, "toda obra buena, toda obra de virtud”, pero también cosas exteriores,
como se ve en todas las religiones .y en la misma Biblia (19) .
c) La comunidad sacrificial. El “alma” de todo sacrificio es el movi-
miento del hombre hacia Dios. Pues tal movimiento tiende, en todo auténtico
sacrificio, a establecer cierta amistad con Dios, una alianza, no sólo en forma
individual sino comunitaria de todo el pueblo oferente. S. Agustín, con in-
tuición genial, ha dicho que “el verdadero sacrificio consiste en toda obra he-
cha en vida de unirnos a Dios en una comunión santa. . .” y el sacrificio total
es la realización de la adhesión a Dios de la “tota redempta civitas, hoc est
congregatio societasque sanctorum”; sólo esta comunidad de los santos forma
el "universale sacrificium (quod) offertur Deo per Sacerdotem magnum qui
etiam Seipsum obtulit in passione pro nobis, ut tanti capitis corpus essemus”.
Hay, en estas palabras de s. Agustín, la siguiente concatenación de ideas acerca
del sacrificio: no se trata de dones externos, de los cuales Dios no necesita,
sino de actos espirituales que consisten en sacarnos de la miseria, a nosotros
y a los demás, y en referirnos a Dios para vincularnos con El en una comunión
(18) C. Vagaggini, o.e., pág. 154.
(19) Maison-Dieu, a.c. de Congar, pág. 54-55.
95
que es nuestra verdadera felicidad. De estos actos espirituales es también ver-
dadero decir que nos hacen constituir la única ciudad universal de los santos,
el Cuerpo por el cual Cristo se ha ofrecido. De tal manera que podemos poner
estos equivalentes del “verdadero” sacrificio, a la vez tan. idealmente sublimes
y tan concretamente reales: “totum sacrificium ipsi nos sumus”, “hoc est sacri-
ficium christianorum: multi unum corpus in Christo” (20) .
C) EL SACERDOCIO DE CRISTO.
En Cristo se realiza perfectamente el concepto de sacerdocio y de sa-
crificio. Lo que lo precedía era su profecía; .y lo que lo sigue es su participa
ción.
La unión hipostática hace de Cristo el jefe oficial de todos los hombres
en sus relaciones con Dios, constituyéndolo mediador ontológico entre ellos
y el Creador. Para poder desempeñar connaturalmente las derivaciones diná-
micas de la unión hipostática. Cristo posee, en su naturaleza humana, la “gra-
cia capital” adornada de tres privilegios específicos: el de Rey, de Profeta y
de Sacerdote.
La cualidad de Sacerdote es, en Cristo, el supremo poder de sacrificio:
lo habilita para la inmolación cultual de su propia vida humana hasta la des-
trucción total, y para disponer válidamente un nuevo ritual litúrgico, abo-
liendo el anterior.
Así, la actuación sacerdotal de Cristo fue, de hecho, doble : primero, la
de realizar en un acontecimiento histórico, la sacrificación cruenta de la Nue-
va Ley en el Calvario, .y, en segundo lugar, la de instituir en un ritual meta-
histórico la sacrificación incruenta de la nueva Liturgia en el Cenáculo. No se
trata de dos sacrificios, pero sí de dos sacrificaciones para un mismo sacrificio,
dos modos de inmolación de la misma Víctima: la sacrificación cruenta de la
cruz es “signo perfectivo” (2*) que completa objetivamente el acto interior de
la voluntad; es un acontecimiento histórico, de valor cultual, que interviene
en el sacrificio no a título directo de “rito’ 'simbólico, sino a título de mani-
festación externa terminativa, así como el sacerdocio mismo de Cristo está en
El no por un “rito” consagratorio, sino por el acontecimiento histórico de su
concepción. La sacrificación incruenta de la Eucaristía es un “signo represen-
tativo”, que renueva sacramental y ritualmente la sacrificación objetiva de la
cruz: es el signo de un signo, signo representativo de un signo perfectivo. Cristo
realizó el “sacrificio-acontecimiento” de la cruz e instituyó el "sacrificio-re-
presentación” de la cena, para iniciar con él la liturgia sacramental de la Nue-
va Alianza.
Ambas sacrificaciones son expresiones externas, de distinta modalidad,
del único perfecto sacrificio interior de Cristo.
Vale la pena subrayar en este supremo sacrificio dos características de
(20) Y. Contar, o.c., pág. 166-167.
(21) B. Augier, “Le Sacrifice Rédempteur”, Rev. Thom., m.-jun. 1932.
96
su “alma” y de su “materia”, que son: la "perennidad” del acto interior, y la
"universalidad" de lo ofrecido.
a) Ante todo, la perennidad del acto interior de la voluntad. El acto
interno de la disposición de la voluntad de Cristo se inició con su concepción
y permanece después de su resurrección. Por cierto, la sacrificación cruenta del
Calvario duró sólo unas horas, pero el acto interior de religión, significado por
esa inmolación, empezó desde el primer instante de la vida de Cristo y no se
ha suspendido por su muerte y resurrección. Después de su ascensión a los cie-
los, en cada celebración eucaristica hay una oblación interna y actual del mis-
mo Cristo, que no es un acto interno individualmente distinto en cada una, si-
no el mismo acto interno siempre presente. “Por este acto permanente Cristo se
ofrece en cada altar y por medio de cada sacerdote. Ya no es sólo la institución
inicial ni la donación a los sacerdotes de la virtud de ofrecer en su nombre;
es, además, el ofrecimiento suyo personal, uno en sí y múltiple en sus mani-
festaciones” (M) .
b) Acerca de la universalidad de lo ofrecido, debemos decir que la ma-
teria involucrada en el sacrificio de Cristo es toda su vida temporal orientada
hacia la “hora” de la sacrificación consagradora del Gólgota. "Todos los actos
de su vida fueron sacrificiales, escribe Vagaggini, porque todas las manifesta-
ciones de su vida fueron ofrecidas por El en sacrificio como materia intrínseca,
parcial y secundaria, del sacrificio. Mas, este sacrificio de todas las manifesta-
ciones de su vida. . ., era un sacrificio en orden al sacrificio de la materia in-
trínseca primaria y total, es decir, de su propia vida” (23) .
Pero hay más. El ofrecimiento de toda la vida de Cristo es una oblación
“capital”, por cuanto recapitula y contiene en si todo lo que hay de valedero
en las ofrendas religiosas de los hombres de todos los tiempos. Tal recapitula-
ción universal tiene dos aspectos: uno retrospectivo, que asume todos los anhe-
los religiosos de las edades anteriores y de los milenios de la prehistoria; y otro
prospectivo, que contiene todas las realizaciones cultuales posteriores a la cruz.
Así en los sacrificios que los hombres multiplican a lo largo de la his-
toria, no hay más religión ni más expiación que en el sacrificio de la cruz;
sólo hay más "participación” en esa religión y en esa expiación perfectas: como
en el universo, después de la creación, no ha.y más “ser”, sino sólo más parti-
cipación en él: “non plus entis, sed plura entia”.
D) EL SACERDOCIO DE LOS CRISTIANOS
Y llegamos al punto central de nuestras reflexiones: el sacerdocio en
la vida de la Iglesia militante.
Hemos querido hacerlo preceder por las anteriores afirmaciones, porque
(22) E. Sauras. o.e., NB.: vale la pena agregar, con Garrigou-Lagrange, la siguien-
te observación: “ex eo quod Christus actualiter semper se interne offert, non
sequitur sacrificium perpetuum proprie dictum. Sacrificium verum, rituale,
stricte dictum, tantum habetur quando oblatio interior externe manifestatur
per legitimam immolationem cruentam vel incruentam”
(23) C. Vagaggini, o.e., pág. 149.
97
es fácil, aquí, caer en exageraciones dañinas, confundiendo el sacerdocio “es-
piritual” de los fieles (del cual hablan los textos bíblicos, p. ej. I Petr. 2, etc.)
con el sacerdocio “sacramental”, o haciendo depender el sacerdocio de los lai-
cos simplemente del sacerdocio jerárquico. Semejantes confusiones llevan a
extremos peligrosos: así algunos, aplicando los textos bíblicos al sacerdocio sa-
cramental, han exagerado el poder litúrgico de los laicos hasta hacerlos au-
ténticos “concelebrantes”; y otros, por fijarse sólo en el sacerdocio jerárquico,
han menguado tanto la cualidad sacerdotal de los fieles, hasta reducirla a una
simple figura metafórica, que excluyen, de hecho, el sacerdocio espiritual, para
reducir todo el valor de la liturgia a un problema de validez ritual, muy cer-
cano al "ritualismo”, ya condenado con palabras de Isaúis: “¿A mí qué, dice
Jahvé, toda la muchedumbre de vuestros sacrificios?. . . No me traigáis esas va-
nas ofrendas... vuestras festividades me son pesadas... Dejad de hacer el
mal, aprended a hacer el bien, buscad lo justo, restituid al agraviado, haced
justicia al huérfano, amparad a la viuda” (1, 11*17).
Para proceder con orden, aunque sea sólo por insinuaciones muy sinté-
ticas, debemos recorrer tres etapas:
1) consignar algunas características del “tiempo intermedio”;
2) recordar que hay dos aspectos en la realización sacrificial de la Iglesia;
3) precisar cómo en el cristianismo hay tres títulos de un único verda-
dero sacerdocio.
1) La economía del tiempo intermedio —
Nos interesa mostrar, ante todo, dos características específicas de la Igle-
sia militante, que proyectan su luz sobre nuestro tema.
a) La primera la podríamos llamar la ley de la participación, que ya he-
mos insinuado anteriormente. En la Iglesia militante no hay más gracia, más
profecía, más realeza, más sacerdocio, más sacrificio que lo que hay en Cristo;
sólo hay más "participación” de eso que ya está plenamente en El.
Tal participación no es una simple recepción pasiva; es causalidad viva
que empeña totalmente las energías de I09 fieles, sin que por ello reemplacen
o sucedan al Sumo Sacerdote; con la gracia cristiana (virtud infusa de reli-
gión) participan del sacerdocio espiritual de Cristo; con el carácter sacramental
se hacen instrumentos de su nueva liturgia ritual.
“Cristo es, como lo afirma el Apocalipsis (1, 8; 21, 6; 22, 13), nuestra al-
fa .y nuestra omega. Mas es nuestra alfa El solo, aunque lo sea enbeneficio
nuestro, mientras que nosotros seremos la omega con El, y El no lo será sin
nosotros... Esto significa ;que su misterio se termina en el nuestro, su Pascua
en la nuestra, y que, si ambos misterios son fundamentalmente idénticos, el se-
gundo, sin embargo, no es una pura y simple repetición del primero.
Todos los frutos vienen del germen, todo el Cuerpo de la "Cabeza”; to-
do lo que se encuentra en la omega debe haber salido del alfa. Es preciso, em-
pero, que, por nuestra cooperación, nuestro actuar, y, podemos decirlo, nues-
tro aporte de personas libres,, lo que El ha hecho por nosotros y que nos co-
98
mímica, sea realizado también por nosotros, en tal forma que ,a la vez, nosotros
recibamos todo de su plenitud y El se plenifique en nosotros” (24) .
Este misterio de la “participación” es la ley-clave de todo el “ tiempo
intermedio”.
b) La segunda característica consiste en que Cristo es, a la vez, según ter-
minología agustiniana, la “res” y el " sacramentum” de la Iglesia : o sea, es, a
la vez, la realidad misteriosa que constituye la vida misma (="res”) de la
Iglesia, y el medio o instrumento (="sacramentum”) que va proporcionando
la vida a la Iglesia. Por eso se descubren en la Iglesia, como ya hemos indicado,
dos aspectos: el de la Iglesia-Comunidad, como expresión de la vida en Cristo;
y el de la Iglesia-Institución, como medio de prolongación y de conservación
de la misma vida. Estos dos aspectos están involucrados en la doble metáfora
paulina de la Iglesia "cuerpo de Cristo” y de Cristo “cabeza” de la Iglesia. La
metáfora de la Iglesia “cuerpo de Cristo” viene a indicar que Cristo resucit. do
y glorioso es “espíritu”, o sea, es la realidad eclesial invisible y más vital, prin-
cipio de la actividad íntima y profunda, como el “yo” de la concepción semí-
tica (“nefesh”) vivificado por el espíritu (“ruah”) , que es invisible de suyo;
la Iglesia es su concreción visible, su “cuerpo”, en el sentido semítico (=“ba
sar”) , que transmite, sensibiliza y comunica la vitalidad del espíritu.
La metáfora de Cristo "cabeza” del Cuerpo eclesial. viene a indicar más
bien que Cristo es el instrumento activo, dador y organizador de la vitalidad en
la Iglesia, medio eficaz de su constitución y desarrollo.
Este doble aspecto de Cristo y de la Iglesia “es muy importan e si se
quiere comprender el régimen de vida de la Iglesia en general, y particular-
mente del sacerdocio en Ella. De una parte a otra, se encuentra en la Iglesia
un doble registro, cuyo acorde constituye el secreto de toda edesiología ca-
tólica; un orden de comunión y de vida, un orden de medios de gracias o de
sacramentos” (25) .
2) Dos aspectos en la realización sacrificial.
De lo anterior se desprende que, por la ley de la participación, h. y en la
Iglesia un solo sacrificio: el de Cristo, pero que debe ser participado vi taimen
te para pasar desde el alfa a la omega, desde la Pascua de Cristo hasta la Pas-
cua de cada cristiano y de la Iglesia. Para ello Cristo interviene doblemente
con su supremo poder sacerdotal, suscitando en la Iglesia una “res” y un “sa-
cramentum” de su único sacrificio perfecto. La “res” es el sacrificio espiritual
de cada cristiano y de la comunidad eclesial ccmo participación ac iva en el
amor oblativo del sacrificio de la cruz; el “sacramentum” es el rito de repre-
sentación cultual, que renueva válidamente en cada altar la inmolación con-
sagradora de la carne victimal de Cristo.
Hay, asi, en la Iglesia, un doble aspecto en la realización sacrificial:
—uno, del orden vital del amor religioso, que empeña la vida;
(24) Maison-Dieu, a.c., de Congar, pág. 63.
(25) Maison-Dieu, a.c., de Congar, pág. 65.
99
—el otro, del orden de la validez ritual , que implica un especial podei
instrumental.
El primero es, de suyo, el más importante: es la “res” o la vida objetiva
de amor religioso de la Iglesia. El segundo tiene valor instrumental de medio:
es el “sacramentum”.
Es muy importante consignar aquí, para evitar todo error de ritualis-
mo infecundo, que el orden de la validez cultual, por divino y rigurosamente
necesario que sea, está intrínsecamente ordenado al orden del amor religioso
que es aun más divino y mucho más necesario.
Es, por cierto, decepcionante ver tratado el sacerdocio de los cristianos
casi sólo bajo la consideración unilateral del aspecto de validez cultual. Sería
una paradoja atroz analizar prolijamente el poder instrumental de realización
de un sacrificio, para encontrar sólo la validez cultual de un rito que es “sím-
bolo sacramental” del máximo amor religioso, sin percibir la primacía absoluta
y la necesidad apremiante de vivir de ese mismo amor religioso en el sacri-
ficio de la propia vida. El orden de la validez cultual está al servicio del orden
del amor religioso: la Misa está al servicio de la vida.
Sin duda el orden de la validez cultual y el orden del amor religioso
deben constituir una única realidad: el amor es el “contenido” de esa realidad
y el rito litúrgico es su “continente”. No se presenta, decía santa Catalina de
Siena, ni el agua sola ni el vaso solo, sino el agua en el vaso: el vaso es la validez
cultual; el agua es el amor religioso. Ambos deben ser, aquí, inseparables. Pero
el contenido es más precioso que el vaso: el amor vale más que el rito.
“El culto válido y el fuego del amor, el continente y el contenido, son
inseparables en el sacrificio de la Misa, dice Journet, pero el rito es para el
amor, no al revés. Más que el aspecto de la validez cultual, es el aspecto de la
caridad redentora el que debe interesar; y entonces, según la inversión evangéli-
ca de los valores, los últimos podrán ser los primeros, y los más humildes en el
culto los más elevados en el amor. . . Sólo Moisés tuvo el privilegio de golpear
la roca, pero era para hacer brotar una fuente a la cual vendrían a beber el
pueblo y él mismo. Igualmente, en la celebración ministerial del rito sacra-
mental incruento, los sacerdotes desempeñan un papel de privilegio. Pero tal
celebración es un "servicio"..., que abre la puerta por la cual los fieles bau-
tizados, y con ellos los mismos sacerdotes, pueden entrar libremente en el dra-
ma sacrificial y caritativo de la Pasión cruenta, según la medida de la intensi-
dad de sus súplicas. En esta línea del ardor de la caridad y de la corredención
del mundo, sucederá que el ofrecimiento de los fieles, sobre todo el ofreci-
miento de los “amigos de Dios” dispersados en el mundo o escondidos en los
claustros, pueda, uniéndose al ofrecimiento personal del sacerdote, sostenerlo,
elevarlo, sobrepasarlo. Podrán, quizás, más de lo que sabe hacerlo el sacerdote,
seguir a Jesús en el misterio. . . de su agonía en la cruz, penetrar en la com-
prensión de la tragedia de su época v tomar sobre sí la angustia inmensa de la
Humanidad para colocarla en la misma hostia que tienen en sus manos. Pare-
cerá, entonces, de alguna manera, que ellos se la quitan al sacerdote para pre-
100
sentarla menos indignamente que él al Padre celestial y elevarla más alto ha-
cia el cielo” f3®) .
La Misa aparece así como el misterioso medio sacramental que lleva a
la Iglesia al amor sacrificial del Calvario para participar abundante y vital-
mente de él; en ella se verifica “la entrada existcncial plena de la Iglesia, en
cada uno de sus momentos al cruento sacrificio redentor de la cruz, en donde
la participación de la Iglesia ya ha sido asignada con anterioridad”.
3) Tres títulos de un único sacerdocio cristiano.
A cada uno de los dos aspectos de la realización sacrificial, el del amor
religioso y el de la validez cultual, corresponde un título especial de sacerdocio:
el “sacerdocio espiritual-real” de la santidad personal en cuanto depende de la
virtud de religión, y el “sacerdocio sacramental o ministerial” de la validez
ritual. Este "sacerdocio sacramental” comprende, a su vez, dos títulos diferentes
de validez: uno para la renovación de la inmolación incruenta, el "sacerdocio
jerárquico”; y el otro para la participación válida en la liturgia de la Nueva
Ley, el "sacerdocio bautismal”.
Tenemos, asi, tres títulos sacerdotales en el único sacerdocio cristiano:
el sacerdocio “ espiritual-real ”, el sacerdocio " bautismal ” y el sacerdocio “je-
rárquico”. Los tres son participación del único Sacerdocio Supremo de Cristo.
a) El sacerdocio espiritual-real, del cual hablan los textos bíblicos, es
el sacerdocio de la vida santa y consagrada; es un poder sacrificial personal e
interior que ofrece nuestra misma vida "formada por todos los actos con que
nos ordenamos a Dios y volvemos a El, debiendo ser el acto último y más de-
cisivo nuestra propia muerte”.
Se llama “espiritual” porque se refiere al orden del amor religioso; y
"real”, porque concierne a la "res”, a la realidad íntima del culto religioso
concretada en la vida misma del hombre.
Habilita a sacrificarse totalmente como Cristo, participando, con la his-
toria de la propia vida, en la inmolación espiritual-real de la Cruz.
b) El sacerdocio bautismal, es un poder cultual de validez litúrgica
otorgado por el carácter del Bautismo y perfeccionado y consumado por el ca-
rácter de la Confirmación. Consagra para Cristo-Sacerdote al fiel que lo re-
cibe y lo capacita para participar válidamente en la nueva liturgia del Señor.
No da poder de realizar válidamente la inmolación incruenta, pero sí
hace miembro de un Cuerpo orgánico donde Cristo Sacerdote y el ministro
celebrante ejercen un sacerdocio “funcional” (“capital”) en favor de todo el
Cuerpo. Cabe, en efecto, recordar que la inmolación redentora realizada vá-
lidamente sólo por el Sumo y Eterno Sacerdote y renovada válidamente sólo
por el sacerdocio jerárquico, no es un acto "individual”, sino un acto “funcio-
nal”, realizado por un solo órgano del cuerpo pero en representación y en fa-
vor de todos sus miembros. El carácter bautismal incorpora válidamente a es-
ta funcionalidad.
(26) Ch. Joumet, La Messe, pág. 141-144.
101
c) El sacerdocio jerárquico, es un poder cultual de validez litúrgica otor-
gado por el carácter del Orden. Habilita para celebrar los santos misterios, no ya
simplemente como participantes del Cuerpo sacerdotal, sino como instrumen-
tos específicos de Cristo Sacerdote y como ministros públicos de la Iglesia.
El "sacerdocio sacramental” (tanto "bautismal” como "jerárquico”) es
incapaz de habilitar a los hombres para poner válidamente por ellos mismos los
actos del culto cristiano, sólo los habilita para desempeñar una función minis-
terial, instrumental, en relación a una actividad cultual (27; cfr. también 35) .
N. B. — Es indispensable observar que entre sacerdocio “espiritual-real” y sa-
cerdocio “sacramental" hay íntima y mutua vinculación; el carácter sacramental no
consagra sólo para la validez de un rito y, por otra parte, el amor religioso del cris-
tiano no puede prescindir del carácter sacramental. Cabe, pues, subrayar las siguien-
tes dos conclusiones:
1) "El sacerdocio de Cristo. Tal como es comunicado sacramentalmente a los
fieles en el Bautismo (y Confirmación) y a los sacerdotes en la Ordenación, no es
únicamente litúrgico. El sacrificio de Cristo, para cuya celebración han sido consa-
grados, ha tenido evidentemente un valor cultual eminente: mas su contenido esen-
cial (y entendemos, con ello, su contenido cultual) no ha sido sino el sacrificio, es
decir la perfecta referencia a Dios del Cristo vivo que nos contiene a todos en El.
Terminativamente, un cristiano no es consagrado sacerdote para una celebración li-
túrgico-ritual, aunque tal celebración, que es la del cuerpo y de la sangre de Cristo,
tiene una importancia decisiva. Los sacramentos son para los hombres. El sacrificio
está hecho, más allá de todo sacramento, para suscitar y educar a participantes en
el sacrificio (espiritual-real) de Cristo, para procurar el sacrificio (espiritual-real)
de los hombres unido al sacrificio (espiritual-real) de Cristo” (2®).
2) Por otra parte, el sacerdocio espiritual-real no puede prescindir del sacer-
docio sacramental; no es un sacerdocio distinto del de Cristo, sino su más vital par-
ticipación. "El sacredocio espiritual-real de justicia y de santidad halla su consuma-
ción en el ejercicio del sacerdocio bautismal por el cual, uniéndonos a la Pascua del
Señor, entramos eficazmente con El en el santo de los santos y somos aceptados, pre-
cisamente en cuanto cosas ofrecidas, por el Padre. Y este mismo sacerdocio bautis-
mal no puede ser ejercido sino por la actuación del sacerdocio jerárquico” (29).
Después del pecado, dice Vagaggini, ningún hombre tiene el poder de ofrecer-
se a Dios sino con referencia al sacrificio de Cristo.
E) ACTIVIDADES SACERDOTALES DE LOS LAICOS
Establecido el concepto integral del Sacerdocio cristiano en la Iglesia
militante, quisiéramos indicar, ahora, cuáles son, en el “tiempo intermedio”,
las actividades sacerdotales de los laicos.
Pretendemos simplemente enunciarlas en sus líneas generales.
Todo laico posee un doble titulo de sacerdocio: el sacerdocio “espiritual-
real” y el sacerdocio “bautismal”. Por estos dos títulos tiene que desarrollar un
dcble género de actividades sacerdotales: uno en el orden del “amor religioso”,
y el o:ro en el orden de la "validez” en la participación de la liturgia.
(27) Ch. Journet, L’Egl. du V. In., II, 249-251.
(28) Maison-Dieu a.c. de Congar, pág. 76.
(29) Maison-Dieu, a.c., de Congar, pág. 77.
102
Ambos géneros de actividades se fundan en el carácter baustimal : el pri-
mero como "exigencia”, el segundo como "poder”.
1) Actividades del sacerdocio espiritual-real.
En el orden del amor religioso el sacerdocio espiritual cristiano implica
ofrecer la propia vida, con sus dones e iniciativas; implica hacer de todo sí
mismo una ofrenda consagrada a Dios, ya que, como hemos visto, el sacrificio
es "omne opus quod agitur ut sancta societate inhaereamus Deo”.
Las principales expresiones de esta actividad sacerdotal son:
a) la ofrenda de las acciones cotidianas realizadas por Dios (= ofrenda
de la santidad cristiana) iluminando la actividad de la gracia con la virtud de
la religión;
b) la ofrenda del cuerpo. “S. Pablo insiste especialmente en la ofrenda
del propio cuerpo: (30) tanto porque el cuerpo, desde el punto de vista bíblico,
es la vida misma en cuanto manifestada, como por razón de la función decisi
va que desempeña nuestro ser sensible en la orientación de toda nuestra vida
moral. El "cuerpo” no es propiamente la “carne”, en el sentido bíblico de la
palabra, pero le es estrechamente ligado. La experiencia muestra cómo la ac-
titud que se toma acerca del propio cuerpo y del cuerpo ajeno tiene una im-
portancia decisiva para nuestras relaciones con Dios. Es allí donde se empieza
a ser esclavos o libres. Pues, el ideal espiritual es el de un hombre libre con
respecto a toda concupiscencia egoísta (¡qué programa!) , en forma tal que sea,
en el amor, el servidor de Dios y de los demás” (31) .
La ofrenda del cuerpo implica tres grandes actitudes sacrificiales en la
vida cristiana: la "Mortificación” (que incluve las enfermedades y la muerte) ,
la "Virginidad” por razón del Reino, y el "Martirio” como suprema actitud
sacrificial;
c) la ofrenda de tas cualidades y de las responsabilidades personales, o
sea, por una parte, el ofrecimiento de los propios dones v recursos, de lo nue
uno es y oue tiene: "que Hércules o Cristóbal ofrenden a Dios su fuerza. To-
más su inteligencia, Dante la armonía de su palabra, v el pobre nrestidigitador
su destreza”; por otra, el ofrecimiento de la pronia resp^nsabilid' d en cuanto
implica intercesión v mediación religiosa por todos aquellos de los cuales uno
es responsable por solidaridad y vocación:
d) la ofrenda dei testimonio público de la propia fe, o sea, de la con-
fesión exterior de la propia consagración a Dios en Cristo, exigida como fun-
ción cultual en cada fiel particularmente por el carácter de la Confirmación.
Tal confesión tiene múltiples expresiones, según las distintas edades, estados
de vida, profesión y circunstancias históricas:
e) la ofrenda de la vida matrimonial, que implica el mu*uo sacrificio
cristiano de los esposos, el generoso servicio a los hijos nacidos de ellos p°ra ser
de Dios en Cristo, el vivir con amor religioso la comunidad conyugal como sím-
(30) cfr. Rom. 6, 12-13, 19; 12, 2: comp. I Cor. 3. 16-17; 6, 15, 19-20.
(31) Maison-Dieu, a.c. de Congar, pág. 78.
103
bolo y mediación de la "sancta societas” con Dios, que da lugar a múltiples
expresiones de religión en la familia, llamadas "liturgia del hogar”;
f) la ofrenda total de la propia personalidad, consagrada definitiva-
mente a Dios en el estado religioso como holocausto. “Notemos lo lamentable
que es el proponer tan poco esta doctrina a los fieles y también a los religiosos
y a las religiosas. La vida religiosa es, de suyo, una realización ideal del sacer-
docio espiritual-real por el cual cada fiel es calificado, personal e interiormen-
te, para ofrecer él mismo a Dios el culto espiritual que le debemos (Rom. 12,1)
y en el cual El se complace (Hebr. 13,16) . Mas, en la vida religiosa como en la
Iglesia en general, la consideración del sacerdocio jerárquico ha comprimido
y como desvalorizado la del sacerdocio espiritual-real de justicia. Las religiosas,
y los religiosos que no son “sacerdotes”, se sentirían reconfortados y entusias-
mados en su vocación si se les presentara su vida como una realización muy
pura del sacerdocio real del Bautismo y de la Gracia”. (3J) .
2) Actividades del sacerdocio bautismal.
En el orden de la validez cultual los laicos consagrados por el carácter
sacramental “son admitidos a participar en el culto ofrecido por el Sacerdote
Unico... Son llamados a entrar, unos tras otros, en la corriente de su media-
ción ascendente para ofrecer a Dios, por Cristo, con Cristo, en Cristo, todos los
hombres de su generación; y en la corriente de la mediación descendente, para
entregar por Cristo, con Cristo, en Cristo, Dios a todos los hombres de su ge-
neración”. (&) .
Para ello conviene recordar que en el culto público de la Nueva Ley hay
dos hartes distintas: la que brota actual e inmediatamente de Cristo, Cabeza
y “ espíritu " vivificante de la Iglesia; y la que brota actual e inmediatamente
de la Iglesia Esposa, pleroma de la Cabeza y “ cuerpo ” de ese '‘espíritu".
Así. en la mediación ascendente, brota directamente de Cristo Sacerdo-
te nrincinal la validez de fa renovación incruenta del sacrificio de la cruz; y,
en la mediación descendente, la validez de la administración de los Sacramen-
tos Todo lo demás, tanto en la mediación ascendente como en la descendente,
brota directamente de la Iglesia Esposa.
Estas dos partes se distinguen pero no se separan. La Liturgia es el cul-
to del mismo Cristo, pero es también verdaderamente el culto de la Iglesia,
el sacrificio de Cristo es también el sacrificio de la Iglesia, por dos razones:
— nornue. en la Liturgia, el sacrificio de Cristo es ofrecido por intermedio de
la Iglesia; — v porque la iglesia ofrece, por participación, su propio sacrificio
espiritml-real en el sacrificio mismo de Cristo.
"Tesús mismo no ofrece más su sacrificio sobre la tierra sino por inter-
medio. no sólo del sacerdocio, sino de la ofrenda de la Iglesia, insertando el
Memorial de su muerte. . . en una celebración cultual de la Iglesia, donde el
sacerdote actúa como ministro de la Iglesia. Así la Eucaristía es conjuntamen-
te) Y. Congar, o.c., pág. 266-267.
(33) Ch. Journet, L’Egl. du V. In., I, 80.
104
te el sacramento del sacrificio de Cristo, que incluye el sacrificio de todo su
cuerpo, y el sacramento del sacrificio de la Iglesia”. (34) .
Podríamos decir que desde que Cristo se casó con la Iglesia, los dos ac-
túan en la tierra indisolublemente, el uno en el otro. Cristo ya no hace nada
en la tierra sin la Iglesia y la Iglesia no hace nada sino en Cristo, por Cristo
y con Cristo. Esta indisolubilidad, sin embargo, no suprime la distinción, ni la
actividad y la originalidad de la Esposa fidelísima. Si bien es cierto que Cristo
ha dado a su muerte en la cruz el carácter de un ofrecimiento sacrificial defi-
nitivo, de una liturgia suprema, que no puede estrictamente ni ser repetida ni
ser agotada, de la cual todos los fieles de las edades posteriores deberán par-
ticipar, también es igualmente cierto que tal participación se realiza en la Igle-
sia .y por la Iglesia según actividades históricas concretas. Pues, el carácter sa-
cramental introduce cabalmente en esta liturgia nupcial, consagrando para la
verdad y la validez de sus actos cultuales, tanto en forma activa como en for-
ma pasiva. (35) .
Los principales poderes que la consagración sacramental del Bautismo
(y de la Confirmación) da a los laicos son:
a) poder de "participar activamente en el sacrificio eucarístico y hacer-
lo suyo en sí mismo. Esta participación activa por la cual todo cristiano, en
acto realmente sacerdotal y no sólo metafóricamente, hace suyo el sacrificio de
Cristo, se realiza, cuando él, en la Misa, unido de voluntad a Cristo, en acto
sacerdotal y sacrificial, ofrece a Dios Cristo mismo junto con la propia vida
para reconocer, siempre unido a Cristo, su dominio soberano” (M) ;
b) poder de participar activa y pasivamente en ta liturgia de los Sa-
cramentos
—para administrarse y vivir el matrimonio cristiano.
(34) Y. Congar, o.e., pág. 286.
(36) S. Th. II, q, 63, a. 3: “deputatur quisque fidelis ad recipiendum vel traden •
dum aliis ea quae pertinent ad cultum Dei; et ad hoc proprie deputatur Cha-
racter sacramentalis”; cfr. también: a. 6, c.
Comenta Juan de Santo Tomás: III. 63 d. 25, a. 2. n. 17, 5, IX: “character est
potentia competens ministris sacramentorum, ut solum ministerialiter concu-
rrat ad illa, sive passive, sive active”. La funcionalidad ministerial activa es
fácil de entender; en cambio, la funcionalidad ministerial pasiva requiere una
aclaración. Según Juan de santo Tomás esta potencia pasiva es ministerial por
tres razones: a) — porque da la capacidad de formular válidamente la inten-
ción requerida en el sujeto para recibir los Sacramentos (“est autem sacra-
mentaliter recipere, cum debita intentione recipere; unde non est puré princi-
paliter recipere”); b) — porque habilita el sujeto a la recepción de otra capa-
cidad, la de autorizarlo a realizar ministerialmente acciones especiales de cul-
to; c) — porque, por su intermedio, el sujeto puede recibir los frutos santifi-
cadores de los Sacramentos.
Según la doctrina tomista, podemos decir que el carácter sacramental es “una
potencia sobrenatural física e instrumental, que capacita al sujeto, a través de
su intelecto práctico, a poner ministerial y válidamente los actos oficiales del
culto cristiano; mediante tal potencia, Cristo Sacerdote continúa ofreciendo per-
sonalmente al eterno Padre la liturgia de la Cruz en su Cuerpo Místico, y vi-
vificando, por medio de los Sacramentos, a los hombres".
(36) C. Vagaggini. o.c., pág. 155.
105
—para recibir la Comunión, la Confirmación, el Orden, la Penitencia y
la Santa Unción de los enfermos,
—para recibir los Sacramentales y actuar en ellos;
c) poder de participar en la Alabanza divina litúrgica, en los oficios y
oraciones públicas, sin que repugne que puedan llegar a ser presidentes, en de-
terminados casos, de la asamblea de oración.
Se trata de tres círculos concéntricos de poderes que abarcan todo el cul-
to litúrgico de la Iglesia, tal como nos lo ha propuesto Pío XII en la encíclica
“Mediator Dei”: "el Redentor quiso, además, que la vida sacerdotal, iniciada
por El en su cuerpo mortal con sus oraciones y su sacrificio, no cesara a tra-
vés de los siglos en su Cuerpo Místico. . . La Iglesia, pues,. . . prolonga el oficio
sacerdotal de Jesucristo. en el altar, donde el Sacrificio de la Cruz es conti-
nuamente representado y renovado, con la sola diferencia del modo de ofrecer-
lo; en los Sacramentos, peculiares instrumentos por los cuales los hombres par-
ticipan de la vida sobrenatural; y, finalmente, en el homenaje de Alabanza que
diariamente se ofrece a Dios Optimo Máximo" (37) .
Quizás valga la pena precisar con mayores detalles el primer poder de
participación en el sacrificio eucaristico.
Desde el punto de vista de la validez cultual en toda Misa actúan sa-
cerdotalmente las siguientes personas:
a) Cristo-hombre , que es el Sacerdote principal y actual del sacrificio;
b) la Iglesia-Esposa (considerada aquí como "Institución Jerárquica"
y no simplemente como “Comunidad de los fieles”) actúa subordinadamente
a Cristo-Sacerdote de dos maneras diferentes según los momentos de la Misa:
—en el momento de la transubstanciación, actúa como instrumento, sien-
do portadora fidelísima de la voz de su Esposo: actúa, aquí, “in persona
Christi”;
—antes y después de la transubstanciación, actúa como causa principal,
"in persona propria”: lleva su peculiar aporte de Esposa activa en las
plegarias, en las ceremonias de la Misa y en la proposición de la Pa-
labra de Dios;
c) los Sacerdotes de la Jerarquía, actúan como ministros de la Iglesia
aplicando (=“usus”) concretamente su intención en la realización de los ri-
tos según dos maneras distintas:
—en el momento de la transubstanciación, prestan a la Iglesia su voz
para que, “in persona Christi”, renueve el sacrificio de la cruz;
—antes y después de la transubstanciación, prestan a la Iglesia su voz
para que, “in persona propria”, realice todo su aporte litúrgico de
Esposa en honor del Padre y en bien del pueblo fiel;
d) los Laicos, consagrados por el Bautismo (y la Confirmación) y que
constituyen la Iglesia como “Comunidad de los fieles”, actúan no para realizar
la Misa, que es función sólo del sacerdote jerárquico, sino para apropiársela
haciendo suyo el sacrificio de Cristo y de la Iglesia. El sacrificio es de toda la
Comunidad de los fieles; los Laicos ofrecen verdadera y válidamente la Vícti-
(37) AAS., 39, 1947, B21 ss.
106
ma, pero no por sí mismos, sino por intermedio del Sacerdote celebrante, así
como la mano, en un cuerpo orgánico, ve por intermedio del ojo. Por eso re-
ciben, a la par del sacerdote celebrante, la Víctima del sacrificio en vista de
unirse a Dios en la nueva Alianza del amor.
Con razón la Misa implica todo un diálogo entre la asamblea de los
fieles y el sacerdote celebrante; no se trata de un rito individual, sino que es
el rito comunitario de todo un cuerpo orgánico sacerdotal; como decía s. Ci-
priano: “quando in unum cum fratribus convenimus et sacrificia divina cum
Dei sacerdote celebramus" . (®) .
CONCLUSION
Nuestras reflexiones han partido del concepto de que el “laico” tiene en
la Iglesia un papel activo y una función importante: “debe trabajar íntegra-
mente para promover la fe y la civilización, unificándolas sin confundir-
las”. (w) . Su tarea es de mucha responsabilidad, y le es exigida por su indeleble
consagración a Cristo a través del carácter sacramental.
Por este carácter participa peculiarmente del Sacerdocio de Cristo.
¿En qué sentido?
Para contestar con precisión hemos definido el sacerdocio por el sacri-
ficio, y el sacrificio por la ordenación de toda la vida a Dios, expresada a tra-
vés de un rito cultual, para establecer con El y con los hombres una sociedad
santa.
El auténtico y perfecto Sacerdote de la historia humana es Cristo, quien
ha expresado su supremo poder sacerdotal de dos maneras: “realizando” el sa-
crificio definitivo de la Cruz, e "instituyendo” la liturgia eucarística de su re-
novación sacramental.
Los Laicos participan doblemente de este sacerdocio perfecto: con la
“Gracia cristiana” (== virtud infusa de Religión) para hacer de su propia vida
litúrgica de la Eucaristía (de los Sacramentos y de la Divina Alabanza) , como
un sacrificio espiritual-real de participación vital en el sacrificio de la Cruz; .y
con el "carácter sacramental” para intervenir válidamente en la celebración
medio para apropiarse el sacrificio de Cristo entrando a él existencialmente
con el aporte del sacrificio de la Iglesia (que involucra el propio de ellos) , en
la construcción de la santa sociedad de los justos en cada época de la historia.
Asi como la “ Iglesia-Institución ” está al servicio de la “ Iglesia-Comuni-
dad”, del mismo modo el "Sacerdocio Sacramental” está al servicio del " Sacer-
docio Espirituaf.Real" y los ritos están al servicio de la vida, de una vida con-
sagrada por la virtud sobrenatural de religión, la cual encauza todo el dina-
mismo de los bautizados hacia una actitud de “devoción” para con Dios, que
los hace ser y vivir, en Cristo, como hijos del Padre: “filii in Filio”
(38) “De oratione dominica”, PL. 4, 538.
(39) Eglise et Apostolat, Casterman 1957.
107
La circunscripción de Diócesis en el
Derecho Concordatario
Fr. Carlos Oviedo Cavada, o. de m.
Vice-Decano de la Facultad de Teo-
logía de la Universidad Católica de
Chile y Prof. de Derecho Canónico.
SUMARIO: 1. Introducción. 2. Concordatos y Bullae circurnscriptionum. 3. Cir-
cunscripción de diócesis gestionadas por Napoleón: a) en Francia; b) En sus
dominios. 4. Circunscripciones gestionadas por los reyes de España. 5. En el Im-
perio austríaco. 6. En el reino de Cerdeña. 7. En el reino de Nápoles. 8. Reorgani-
zación en Francia gestionada por Luis XVIII. 9. Movimiento concordatario en
Italia y Alemania. 10. Nuevas circunscripciones en Suiza. 11. Polonia. 12. Rusia.
13. El problema de las circunscripciones en Hispanoamérica. 14. Colombia y San
Juan de Cuyo (Argentina). 15. Chile. 16. San Salvador. 17. Introducción al es-
tudio de nuestra crítica. 18. Política de la Santa Sede en la circunscripción de
diócesis. 19. Oportunidad y problemas de las Bullae circumacriptionum. 20. Con-
clusiones.
I. En el Derecho concordatario se encuentran muchas materias cuyo
estudio no ha sido profundizado debidamente por los tratadistas y que son,
sin duda, del más grande interés especialmente para considerar e interpretar
en líneas generales la política y diplomacia de la Santa Sede en determinados
períodos y particularmente para ilustrar —también a grandes rasgos— la tra-
yectoria de las relaciones entre Iglesia y Estado.
La circunscripción de diócesis ha ocasionado una amplia e intensa ac-
tividad en el Derecho corcordatario en muchos períodos históricos; y esta ma-
teria es una de las que han sido notablemente marginadas en los estudios con-
cordatarios. Este vacío nos ha movido a ofrecer una investigación sobre di-
cho objeto, circunscribiendo nuestro trabajo a la primera mitad del siglo XIX,
en que esta actividad concordataria tiene un especial interés y en que la línea
de la diplomacia pontificia presenta rasgos bien marcados, y útiles para una
interpretación objetiva en una materia que no deja de mostrar dificultades y
108
aparentes contradicciones. En efecto, ese período conoció una muy insegura
situación política internacional, que llevaba consigo violentos y repetidos cam-
bios de límites territoriales. En Europa los primeros treinta años del siglo
XIX contemplan continuas modificaciones del mapa político, mientras con
temporáneamente las guerras de la Independencia en Hispanoamérica daban
origen al nacimiento de varias nuevas naciones o estados.
A pesar de que nuestra investigación la hemos reducido a un período
del que nos separa más de un siglo, la actualidad del tema mismo está siem-
pre en vigor, pues a través de todo lo que ha corrido hasta ahora en la Histo-
ria, la circunscripción de diócesis ha continuado siendo objeto de concordatos
o convenciones entre la Santa Sede y los gobiernos, algunas veces como parte
de un concordato amplio y complejo (*) , otras como específico y solo asunto
de alguna solemne convención (2) . En ambos casos tenemos importantes y
recientes ejemplos, como hacemos observar en las anteriores notas.
2. En el período que nos ocupará, la circunscripción de diócesis la en-
contramos estipulada en concordatos más o menos amplios y más generalmen-
te en bulas, que en Derecho concordatario se llaman Bullae circumscnptionum,
y en las que, en definitiva, se resolvían también precedentes concordatos o
convenciones.
Es importante hacer aquí una observación preliminar, que no es dis-
gresión sino una aclaración previa de términos, pues su precisión incide en todo
nuestro estudio.
Los tratadistas de Derecho público eclesiástico están concordes en ad-
mitir que concordato es el nombre genérico que designa cualquier tratado o
acuerdo entre la Santa Sede y un Estado. Entre ellos citaremos solamente a
Bender (3) , Bruno (4) , Cappello (*) , Cavagnis (®) , Coronata (?) , Lo Gras-
so (8) , Marchesi (9) , Pérez Mier (10) , Rivet (11) , Romani t12) . Sotillo (13) ,
( 1 ) Concordato entre la Santa Sede y España. 27 de agosto de 1953. Art. IX. A.A.S.
45 (1953) p. 629.
( 2 ) Conventio ínter S. Sedem et Rhenaniam Septemtrionalem atque Vestphaliam.
19 dec. 1956. A.A.S. 49 (1957) pp. 201 - 205. cfr. Bulla Germanicae gentis, 23
febr. 1957. E tribus ecclesiis Coloniensi, Paderbornensi et Monasteriensi, de-
tractis quibusdam territoriis, nova dioecesis efficitur, cuius nomen erit “Essen-
diensis”. ib. pp. 993 - 995.
( 3 ) Ius publicum eeclesiasticum. Bussum in Hollandia, 1948. p. 218.
(4 ) El derecho público de la Iglesia en la Argentina. Buenos Aires, 1956. vol. II,
p. 356.
( 5 ) Institutiones Iuris publici ecclesiastici. Romae, 1882. vol. I, p. 387.
( 6 ) Summa Inris publici ecclesiastici. Romae, 1954. ed. 6a. p. 252.
( 7 ) Institutiones Iuris Canonici. Ius publicum eeclesiasticum. Taurini - Romae. 1960.
ed. 4a. p. 140.
( 8 ) Enciclopedia Cattolica. t. IV, col. 186.
( 9 ) Summula Iuris publici ecclesiastici. Neapoli, 1948. p. 157.
(10) Iglesia y Estado nuevo. Madrid, 1940. p. 49.
(11) Quaestiones iuris ecclesiastici publici. Romae, 1911. pp. 194-195.
(12) Elementa iuris Ecclesiae publici fundamentalis. Romae, 1943. p. 282.
(13) Compendium Iuris publici ecclesiastici. Santander, 1951. ed. 2a. p. 331.
109
Van Hove (14) , Wernz (15) , etc. Pero muchas veces —y esto es de admirar-
se ha querido prácticamente restringir la noción, no el término, de concordato
solamente a aquellas formas de tratados amplios en que se regulan complejos
asuntos de interés para ambas sociedades o que bien claramente exhiben la
formalidad bilateral del tratado. Y esto que es de admirar ha tenido sus con-
secuencias graves. En primer lugar esta restricción del concepto ha primado en
el criterio de quienes han compilado las pocas colecciones existentes de con-
cordatos; y, en segundo lugar, ha resultado —tal vez como consecuencia tam-
bién del hecho que notamos recientemente— que el mismo Derecho concor-
datario ha sido estudiado hasta ahora casi exclusivamente en base a tales con-
venciones o tratados amplios, descuidándose casi del todo otros documentos
concordatarios de notable importancia en las relaciones de la Iglesia y los Es-
tados y, por ende, en la diplomacia pontificia.
A esta segunda clase de documentos pertenecen las Bullae circumscrip-
tionum (16) , de que nos ocuparemos principalmente y que en el período que
estudiaremos fueron de uso bastante frecuente.
De estas Bullae circumscriptionum debemos explicar su naturaleza con-
cordataria.
En primer lugar está el hecho de que la misma erección o circunscrip-
ción de diócesis es una negociación concordataria previa a las mismas bulas
de que tratamos, y de la que generalmente se hace mención al principio del
documento, es decir, en aquellos párrafos que los Bularios llaman Expositio
precum o Tenor concessionis. Dicha negociación concordataria fue siempre
una estricta gestión diplomática, algunas veces muy compleja y difícil, otras
veces resultado de varias tentativas precedentes. En contados casos en que no
existió el carácter diplomático, se tuvo por lo menos una gestión con un go-
bierno civil soberano o federado, como son respectivamente los ejemplos de
la Provincia de San Juan de Cuyo (Argentina) y los Cantones suizos.
En seguida, las Bullae circumscriptionum contienen también diversas
materias concordatarias, que de común acuerdo debían estipular o ejecutar
la Santa Sede y los gobiernos. Estas materias son especialmente relativas al ré-
gimen de dotaciones eclesiásticas y comúnmente se encuetran los siguientes
puntos por determinar, a veces como objeto de sucesivas gestiones: a) dotación
de la mesa episcopal; b) construcción o habilitación de residencia para el
Obispo; c) dotación del Capítulo catedral; d) dotación de la fábrica de la ca-
tedral; y e) dotación del seminario diocesano. En muchas de estas Bulas, par-
ticularmente en Europa, hallamos también concesión de privilegios, especial-
mente del derecho de nominación del Obispo y de las dignidades del Capítulo.
Consecuentemente, estas Bullae circumscriptionum son concordatos estricta-
mente tales y cuya objetiva importancia se podrá relevar y valorizar en el cur-
so de nuestra investigación.
(14) Prole gomena. Mechliniae - Romae, 1945. ed. 2a. p. 83.
(15) Iu8 Decretalium. ed. 2a. t. I, p. 216.
(16) cfr. Ottaviani, Alaphridus. Institutiones Iuris publici ecclesiastiei. Typis Poli
glottis Vaticanis, 1948. ed. 3a. vol. II, pp. 276 - 276.
110
Al estudiar las Bullae circumscnptionum . de que nos vamos a ocupar,
nos dispensamos de transcribir los párrafos en que se estipula el régimen con-
cordatario de las dotaciones, para no recargar más profusamente nuestras re-
ferencias, bastando con la general especificación que hemos hecho más arriba.
3. La instauración napoleónica y las sucesivas guerras del Cónsul y
Emperador ocasionaron un intenso movimiento del Derecho concordatario, de
complejas características por todos los flujos y reflujos de la política interna
cional de entonces, que incidía en reorganizaciones internas de los territorios
de la Iglesia y en el adaptarlos a los nuevos señores temporales.
a) El comienzo está en el artículo 2 del Concordato entre Pío VII y la
República francesa, de 15 de julio de 1801: “II sera fait par le Saint-Siége, de
concert avec le gouvernement une nouvelle circonscription des diocéses fran-
jáis'’ (17) . El Papa inmediatamente —de acuerdo al artículo 3 del mismo Con-
cordato (18) — dirigía a los Arzobispos y Obispos de Francia el Breve Tam
multa, de 15 de agosto de 1801, para que renunciaran a sus sedes y así fuera
posible la nueva circunscripción deseada por el Cónsul y aprobada por la San-
ta Sede (19) . Después de superar no leves dificultades, Pío VII expedía el 29
de noviembre de 1801 la Bula Qui Christi, por la que suprimía todas las ar-
quidiócesis y diócesis de Francia y erigía diez nuevas arquidiócesis y cincuenta
diócesis (90) .
Esta reorganización interna de los territorios eclesiásticos de Francia
tenía en parte una sobrada justificación para ordenar definitivamente la con-
fusión que había introducido la Revolución, como era el haber creado nuevas
diócesis y que habían sido provistas con Obispos consagrados cismáticamente.
Sin embargo, comenzará en seguida la política de que las circunscripciones
eclesiásticas debían adaptarse a las nuevas anexiones territoriales.
b) Efectivamente, las guerras napoleónicas pronto motivaron esta nue-
va ordenación eclesiástica en Piamonte, pasado ya al dominio francés, que fue
(17) Mercati, Angelo. Raecolta di Concoráati su materie eeelesiastiche tra la Santa
Sede e le autoritá civili. vol. I. Tipografía Poliglotta Vaticana, 1954. p. 562.
En adelante citaremos sólo Raecolta.
(í8) l.e.
(19) Venerabilibus fratribus archiepiscopis, et episcopis Galliarum communionem, et
gratiam Sedis Apostolicae habentibus. committitur, ut sedes quas tenent re-
signent, ut fieri locus possit novae circumscriptioni dioecesium a primo Ga-
lliarum consule volita, et a sancta Sede probata. Breve Tam multa. Bullarii
Romani continuatio. t. XI, pp. 187 - 190.
Citaremos siempre la edición de Roma, y con la sola palabra Bullarii.
cfr. los Mónita del Papa a los Obispos franceses, í6. p. 192.
(20) Suppressio omnium ecclesiarum tam archiepiscopalium quam episcopalium in do.
minio reipublicae Gallicanae existentium, et erectio decem metropolitanarum
ecclesiarum, et quinquaginta episcopalium in dominio praefato. Bullarii. t. XI,
pp. 245 - 249. Es importante destacar — como primer ejemplo — el carácter con-
cordatario expuesto en la Bula: “Volentes nunc necessariam constitutionem eccle-
siastici regiminis catholicorum subditorum reipublicae gallicanae exequi, prout
etiam nobis primus Cónsul eiusdem Gallicanae reipublicae se desiderare signifi-
cavit, apostolicis hisce Nostris literis de novo constituimus. et erigimus decem
ecclesias metropolitanas, itemque quinquaginta ecclesias episcopales...”, ib. p. 247.
111
acordada por la Bula Gravissimis causis, de 19 de junio de 1803, por la que
Pío VII comisionaba al Cardenal Caprara, su Nuncio ante Napoleón, para
reducir las diócesis piamontesas (21) .
Napoleón exigió también en el Concordato entre Pío VII y la República
italiana, de 16 de septiembre de 1803, una nueva ordenación de las diócesis
de Lombardía, Emilia, etc. (22) . Y este afán de reorganizar diócesis se exten-
dió todavía más adelante cuando Napoleón, en 1806, pidió desmembrar algu-
nas partes de los arzobispados de Milán y Boloña para unirlas a la diócesis
de Parma (23) , mientras hacía unir otros territorios al arzobispado de Géno-
va (24) . Así, a medida que los límites civiles iban cediendo en favor de Na-
poleón, los territorios eclesiásticos debían seguir esta transformación. Ese mis-
mo año 1806, por esta explícita razón, se hacía otra circunscripción de diócesis
en favor de Besan^on: “Cum nomine charissimi in Christo filii Nostri Napo-
leonis Gallorum imperatoris Nobis fuerit signiíicatum, quod principatus Neu-
featellensis, et Vallengiensis, intra limites regionum eius imperiali dominio
subiectarum ad praesens reperiantur, quodque sibi expediens videatur, si po-
puli in principatum huiusmodi districtu existentes a spirituaü jurisdictione,
et obedientia episcopi Lausanensis abdicentur, et ordinariae spirituaü iuris-
dictioni pro tempore existentis archiepiscopi Bisuntini supponantur, ad quem
effectum suas preces idem imperator Nobis deferri curavit” (25) . Y por esta
misma razón, en 1807, se hacían otras nuevas circunscripciones en Alemania (M) .
Fácil es imaginar cómo al derrumbe del Imperio de Napoleón el Derecho
concordatario sufriría en esta materia una rápida y amplia reacción.
4. Estas demarcaciones solicitadas y pactadas por Napoleón tenían
(21) Commissio emo cardinali Caprara ad carissimum in Christo filium Nostrum
Napoleonem Bonaparte primum Galliarum reipublicae consulem apostolicae Sedis
de latere legato reductionis nonnullarum ecclesiarum episcopalium in Pedemon-
tana provincia existentium. Bullarii. t. XII, pp. 23 - 27.
Esta difícil reducción dejaba pendientes muchos asuntos para posteriores acuer-
dos que debían resolverse “collatis cum Gallicanae reipublicae gubernio con-
siliis”. ib. p. 25.
(22) Conventio Ínter Sanctitatem Suam Pium VII et rempublicam Italicam. Bullarii.
t. XII, pp. 59 - 62. art. II - III. ib. p. 60.
(23) Dismembratio nonnullarum ecclesiarum a iurisdictione archiepiscoporum Bono-
niensis, et Mediolanensis eorumque unió dioecesi Parmensi. Bulla Expositum
cum Nobis, 5 apr. 1806. Bullarii. t. XIII, p. 16.
(24) Dismembratio nonnullarum ecclesiarum a iurisdictione respectivorum archiepis-
coporum, earumque subiectio ecclesiae archiepiscopali Ianuensi. Bulla Exposi-
tum cum Nobis, 5 apr. 1806. Bullarii. t. XIII, p. 17.
(25) Dismembratio principatus Neufeatellensis, et Vallengiensis a subiectione epis-
copi Lausanensis, illiusque subiectio iurisdictioni episcopi Bisuntini. Bulla Cum
nomine, 25 iun. 1806. Bullarii. t. XIII, p. 37.
(26) — Dismembratio nonnullorum térritoriorum nuncupatorum Kehel in Bai-Rhen,
et Cassel in monte Tonnere et Hessinque in Escant ab ordinaria iurisdictio-
ne suorum episcoporum, eorumque subiectio novis archiepiscopis. Bulla Cum
nomine, 1 febr. 1807. Bullarii. t. XIII, p. 91.
— Incorporatio insulae sitae in loco ad sinistram ripam fluminis Rheni dioe-
cesi Aquisgranensi. Bulla Cum carissimus, 14 aug. 1807. Bullarii. t. XIII,
p. 202.
112
otras correspondientes y similares concesiones, en parte consecuencias de su
misma actividad anexionista y en parte por un movimiento paralelo e indepen-
diente de la vida de otras potencias. Consideraremos en otras diversas nacio-
nes europeas estas gestiones concordatarias contemporáneas, fijándonos prime-
ro en España.
Es sabido que el sistema regalista español concentraba en la monarquía
todos los trámites religiosos que correspondían a la Santa Sede y, por consi-
guiente, la circunscripción de diócesis quedaba enteramente al arbitrio real,
como sucedía también paralelamente en las demás monarquías regalistas que
estudiaremos en este período.
La cesión de Santo Domingo que Carlos IV hiciera a Francia dejaba
esa sede metropolitana de diversas Iglesias españolas en manos extranjeras. Por
esto el rey pidió la erección de otros arzobispados para sus diócesis americanas.
De esta manera con la Bula In universalis, de 24 de noviembre de 1803, fueron
erigidos los arzobispados de Cuba y Caracas para las diócesis que antes eran
sufragáneas de Santo Domingo (27) . Simultáneamente el rey se preocupaba
de otros problemas pastorales "pro conversione infidelium” y se deputaba un
Obispo titular en el Paposo, actual norte de Chile, para subvenir a las necesi-
dades de diversos Obispados limítrofes (M) . La circunscripción de las diócesis
francesas había producido también sus efectos en las regiones fronterizas de
España, y es así como por gestión de Carlos IV se hacía una nueva ordenación
de la diócesis de Urgel (w) . El tratado con Portugal también dio motivo pa-
ra reorganizar una parte del territorio español, y de esta manera la Bula Alias
certiores, de 13 de septiembre de 1804, modificaba la circunscripción de la dió-
cesis de Badajoz (30) . Siempre corría paralelo el desarrollo de las Iglesias ame-
ricanas y en 1806 se desmembraba la diócesis de Tucumán, en Argentina, para
erigir otras desmembrando también la diócesis de Santiago de Chile (31) .
Fernando VII, sucesor de Carlos IV, quien debía afrontar problemas
tan vastos y complejos en sus dilatados dominios, se preocupó también de estos
aspectos en sus Iglesias de España y América. En ésta hizo erigir la diócesis de
Chilapa, en México, en 1816 (^2) , mientras en Canarias se constituía un Obis-
(27) Episcopales ecclesiae de Cuba, et de Bene^uela in archiepiscopales eriguntur.
Bullarii. t. XII, pp. 97 - 99.
(28) Deputa tio episcopi titularis ad exercenda pastoralia munia in loco del Paposo
in Indiis. Bulla Dum Reáemptor, 24 nov. 1803. Bullarii. t. XII, pp. 90 - 93; cfr.
ib. pp. 93 - 96.
(29) Unió territorii vallis de Arania dioecesi Urgellensi. Bulla Pro pastorali, 23 iul.
1804. Bullarii. t. XII, pp. 179 - 180.
(30) Territorium nuncupatum Villae Real alias dioecesis Elvensis, dioecesi Paccnsi
sub’icitur. Bullarii. t. XII, pp. 233 - 234.
(31) Divisio et dismembratio oppidi Saltae existentis in provincia Tucumana, illius-
que erectio in dioecesim Cordubensem. Bulla Regalium principum, 27 martii
1806. Bullarii. t. XIII, pp. 2-4.
(32) Erectio episcopatus de Chilapa in America. Bulla Universi Dominici, 25 febr.
1816. Bullarii. t. XIII, pp. 459 - 462.
113
po titular al estilo de aquél del Paposo en Sud América (33) . Consumada la
caída de Napoleón, Santo Domingo había vuelto al dominio español y en 1816
también se la atribuían nuevas sufragáneas (34) . Más adelante, en 1818, se
hacía una nueva circunscripción en Canarias (35) .
5. Otro dilatado Imperio, Austria, tenía muy complejos problemas
fronterizos y la circunscripción de diócesis constituyó allí un objeto impor-
tantísimo y activo del Derecho concordatario.
En 1804 se erige la sede de Kosice, en la actual Checoslovaquia (36) , y ese
mismo año se erige la arquidiócesis de Eger en Hungría (37) , y en 1805 la dió-
cesis de Kielce en Polonia (3*) , como consecuencia de la última —de enton-
ces— repartición de Polonia, de la que se hace expresa mención en la* Bula
Indefessum personarum (M) . Esta repartición de Polonia dio motivo a Aus-
tria para un más intenso movimiento de reorganización territorial eclesiásti-
ca (40) , al mismo tiempo que los otros vencedores iniciaban parecidas gestiones
(33) Constitutio novae dioecesis Canariensis in ínsula Tenerife pro episcopo in par-
tibus infidelium a summis pro tempore pontificibus nominando. Bulla Assidua
quam, 31 maii 1816. Bullarii. t. XIV, pp. 32 - 33; cfr. ib. pp. 313 - 314.
(34) Exemptio ecclesiae episcopalis de Portorico a subiectione metrópoli tanae de
Cuba eiusque subiectio sedi archiepiscopali sancti Dominici. Bulla Divinis prae-
ceptis, 28 nov. 1816. Bullarii. t. XIV, pp. 253 - 255.
En esta Bula es importante citar la motivación, por cuanto manifiesta la con-
fusión política de esos tiempos y la violencia con que se habían concedido gra-
cias anteriores a otros soberanos: “Ast cum in praesens, quod faustum sem-
per fortunatumque sit, post foedissimi temporis clades parta iterum ex omni-
potentis Dei beneficio tranquillitate antedicta Hispánica portio insulae sancti
Dominici catholici regis imperio sit restituta...”. ib. p. 253.
(35) Erectio novi episcopatus in insulis Canariis nuncupati de Laguna. Bulla In
cathedra illius, 15 ian. 1818. Bullarii. t. XVI, pp. 589 - 592.
(36) Erectio cathedralis ecclesiae Cassoviensis in comitatu Abanjvarensi. Bulla In
universa, 11 aug. 1804. Bullarii. t. XII, pp. 196 - 204.
Ese mismo día se tenía también la Bula Quum in supremo. Erectio sedis epis-
copalis Szathmariensi. Bullarii. t. XII, pp. 204 - 211.
(37) Erectio sedis Agriensis. Bulla Super universas, 12 aug. 1804. Bullarii. t. XII,
pp. 211 - 218.
(38) Erectio sedis Keilcensis. Bulla Indefessum personarum, 9 iun. 1805. Bullarii.
t. XII, pp. 307 - 319.
(39) “nomine eiusdem Francisci imperatoris et regis exposuit, plures parochiales
ecclesiae intra nonnullos circuios archidioeceseos Gnesnensis, et aliorum exte-
rorum episcopatuum in postrema regni Poloniae divisione suis ditionibus fue-
rint adiunctae, ipsaeque tamen parochiales ecclesiae in spiritualibus ab ar-
chiepiscopo Gnesnensis, aliorumque episcoporum sub dominio regis Borussiae
existentium episcopali pendeant iurisdictione, earum porro talis est situatio,
ut nec dioecesibus in Galicia existentibus, in quibus praedictae parochiales ec-
clesiae ad praesens reperiuntur incorporan valeant, unde necessitas oritur
easdem dioeceses (sola Leopoliensi excepta) quoad iurisdictionis episcopalis te-
rritoria aliter ordinandi, ut remoto omni nexu cum episcopis extraneis...", ib.
p. 307.
(40) — Erectio sedis episcopalis Lublinensis. Bulla Quemadmodum Romanorum, 22
sept. 1805. Bullarii. t. XII, pp 374 - 381.
— Distributio locorum in variis dioecesibus regni Poloniae Austriae imperio
unitis Premisliensis, et Cracoviensis. Bulla Operosa atque indefessa, 24 sept.
1805. Bullarii. t. XII, pp. 381 - 384.
114
en el mismo sentido. Este movimiento siguió todavía en 1807 con otras cir-
cunscripciones tocando también el rito oriental (**) .
Más adelante, y transcurridos ya muchos acontecimientos internacio-
nales, el Emperador de Austria conseguía otras circunscripciones en Italia, en
1818-1830 (*2) , en Ausxria, en 1818 (43) , y en la actual Yugoslavia, en
1828 (M) . De esta última queremos hacer notar las circunstancias dolorosas
con la que la acogía el Papa León XII, hecho que se ve en muchas de estas
negociaciones que no ocultaban su carácter ingrato y violento a la Santa Se-
de: “ . .dolenti quidem, sed benévolo animo preces de iis sedibus imminuen-
dis imperialis regiae maiestatis Nobis porrectas excipientes atiente curavi-
mus... impensa denique maiestatis suae pro catholica religione volúntate
assidue compellenda, ómnibus demum rebus prout necessitatis ratio afflagita-
vit conciliandis, gravissimis de causis animum Nostrum moventibus. . . ” (45) .
6. En Italia dos reinos, el de Cerdeña y el de las Dos Sicilias o Nápo-
les, mantuvieron igualmente activo el movimiento del Derecho concordatario
relativo a la circunscripción de diócesis.
Seguiremos primero la actividad concordatoria de Cerdeña.
Víctor Manuel consiguió la erección del Obispado de Ozieri en la isla de
(41) — Subiectio nonnullarum ecclesiarum Rutheni ritus existentium in regno Bo-
hemiae, et Hungariae iuri metropolitico archiepiscopi Kiovensis. Bulla In
universalis, 22 febr. 1807. Bullarii. t. XIII, pp. 97 - 101.
— Dismembratio territorii districtus di Egre a iurisdictione ordinaria archie-
piscopi Ratisbonae, eiusque unió et incorporatio dioecesi Pragensi. Bulla Exi-
mia catholicorum. 12 martii 1807. Bullarii. t. XIII, pp. 104 - 105.
— Dismembratio ecclesiae episcopalis Cracoviensis a subiectione iuris metro-
politici sedis archiepiscopalis Gnesnensi, illiusque subiectio metropolitanae
Cracoviensi. Bulla Quoniam carissimos, 19 aug. 1807. Bullarii, t. XIII, pp.
203 - 204.
— Suppressio, et extinctio tituli archiepiscopalis in ecclesia Labacensi, et rein-
tegratio sedis episcopalis in eadem ecclesia sub titulo sancti Nicolai episcopi
erecta. Bulla Quaedam tenebrosa, 19 aug. 1807. Bullarii. t. XIII, pp. 205 -
206.
(42) — Nova dioecesium ordinatio in finibus Venetorum. Bulla De salute Dominici,
1 maii 1818. Bullarii. t. XV, pp. 36 - 40.
— Immutatio sedium episcopalium in regno Longobardo - Veneto. Bulla Pater-
nae charitatis, 16 febr 1819. Bullarii. t. XV, pp. 176 - 178; cfr. ib. pp. 202
- 204.
— Nova distributio dioecesis Ferrariensis. Breve Cum Nos gravibus, 9 martii
1819. Bullarii. t. XV, pp. 199 - 200.
— Nova ordinatio dioecesium Tridentinae, et Brixinensis cum respectiva do-
tatione mensarum, et seminariorum. et concessione privilegiorum. Bulla Ubi
primum, 7 martii 1825. Bullarii. t. XVI, pp. 304 - 307.
— Reintegratio sedis Goritiensis ad honorem archiepiscopatus. Bulla In super-
minenti, 25 iul. 1830. Bullarii. t. XVIII, pp. 120 - 122.
(43) Nova dioecesium distributio in provinciis Tyrolensi, et Vomlbergensi. Bulla Ex
imposito Nobis, 9 maii 1818. Bullarii. t. XV, pp. 40 - 47
(44) Suppressio et unió plurium episcopalium sedium in Dalmatia, et Istria ad Adria-
tici maris oras. Bulla Locum beati Petri, 20 iun. 1828. Bullarii. t. XVII, pp.
375 - 382.
(45) ib. p. 375.
115
Cerdeña, en 1803 (&) . Pero su principal actividad estuvo a la caída de Napo-
león, cuando después de complicadas negociaciones con el Papa obtuvo la reor-
ganización de las diócesis de Piamonte en 1817 (47) , que antes se habían mo-
dificado por gestión del mismo Napoleón (48) . La Bula Beati Petri expresa
bien claramente las dificultades en que solían desenvolverse esos trámites: “Ad
haec autem aliaque omnia, quae in Nosiris hisce literis continentur, rite, atque
e maiori Ecdesiae utilitate peragenda, de pluribus cum praefato Victorio Em-
manuele rege conferenda consilia fuerunt: quod cum pro rei gravitate plurium
mensium spatio actum sit, concordibus tándem animis ex utraque parte de
singulis conventum est, quae ad totum hoc negotium feliciter conficiendum
pertinerent” (49) .
Con el rey Carlos Félix continuó el movimiento de nuevas circunscrip-
ciones de diócesis, en 1818-1820 (50) , en parte motivado también por las mo-
dificaciones políticas del reino (51) .
7.— En Nápoles hubo también un apreciable movimiento de circunscrip-
ción de diócesis, por gestiones del rey Fernando I, especialmente en la isla de
Sicilia, en 1816 - 1817 (52) . Más tarde, en aplicación del Concordato entre Pío
(46) Erectio episcopatus Bisarchiensis. Bulla Divina disponente clementia, 9 martii
1803. Bullarii, t. XI, pp. 463 - 480,
(47) — Erectio decem episcopalium sedium in provincia Pedemontana. et nova eius-
dem provincia dioecesium circumscriptio. Bulla Beati Petri, 17 iul. 1817. Bul-
larii. t. XIV, pp. 344 - 358.
— Dismembrado ecclesiarum Novariensis, et Vigevanensis a iurisdictione me-
tropolitica archiepiscopi Mediolanensis, earumque subiectio ecclesiae Ver-
cellensi; nec non dismembrado nonnullorum locorum, et paroeciarum a dioe-
cesibus Mediolanensi, et Ticinensi, earumque unió dioecesibus Novariensi, et
Vigevanensi. Breve Cum per Nostras, 26 sept. 1817. Bullarii. t. XIV. pp.
387 - 388.
(48) cfr. n. 3 b) y nota (21).
(49) Bullarii. t. XIV, p. 345.
(50) — Nova distributio dioecesis Calaritanae, cum assignatione beneficiorum, et
prebendarum de Villajor, de Villamar. et Nuraminis, cum aliis reservatio-
nibus. Bulla Singularis Romanorum, 28 martii 1818. Bullarii. t. XV, pp. 16
- 16.
— Unió ecclesiae Brugnatensis alteri Lunensi Sarzonensi in regno Sabaudiae.
Bulla Sollicita, 8 dec. 1820. Bullarii. t. XV, pp. 349 - 351.
— Unió ecclesiae Naulensis dioecesi Savonensi. Bulla Dominici gregis, 8 dec.
1820. Bullarii. t. XV, pp. 351 - 352.
(51) — Reintegrado, et erectio sedis episcopalis Annecii in regno Pedemontano. Bul-
la Sollicita catholici, 16 febr. 1821. Bullarii. t. XV, pp. 391 - 395.
— Erectio sedis Oleastrensis in regno Sardiniae, Bulla Apostolatus officium, 11
nov. 1824. Bullarii. t. XVI, pp. 270 - 273.
— Reintegrado sedium episcopalium Tarantasiensi, et Maurianensis in regno
Pedemontano. Bulla Ecclesias quae antiquitate, 7 aug. 1825. Bullarii. t. XV,
pp. 336 - 340.
— Dismembrado nonnullarum ecclesiarum parochialium a dioecesibus Miciensi
et Albinganensi, earumque subiectio episcopo Vintimiliensi in regno Sardi-
niae. Bulla Ex iniuncto Nobis, 28 iun. 1831. Bullarii. t. XIX, pp. 28 - 29.
116
VII y Fernando I rey de las Dos Sicilias, de 16 de febrero de 1818, que en los
arts. III, V y VI (53) proveía acerca de una nueva circunscripción de los te-
rritorios más allá de Faro, se expidieron otras bulas concordatarias en ese mis-
mo año (54) , para hacerse después otra nueva ordenación en la isla de Sicilia
en 1822 (55) , mientras por gestiones de Fernando I y Fernando II se hacían
otras nuevas circunscripciones en 1822 - 1834
8.— La caída de Napoleón dio origen a una segunda y compleja acción
concordataria, parte de la cual ya se ha visto al considerar las Bullae circums-
criptionum de España, Austria, etc. En Francia, al firmarse el Concordato en-
tre Pío VII y Luis XVIII, el 11 de junio de 1817, se establecía en los artícu-
los IV - VII que se haría una nueva circunscripción de diócesis, mediante una
bula que debía publicar el Papa, a tenor del Art. IX del mismo Concordato
(57) . Efectivamente, la nueva reorganización se ordenaba por la Bula Commis-
sa divinitus, de 27 de julio de 1817 (M) —que había sido previamente anun-
ciada a todos los obispos franceses (M) — y de cuya ejecución hablaremos más
adelante.
(52) — Dismembratio novendecim terrarum a nimis extensa archi-dioecesi Messa-
nensi, et in illarum praecipua civitate nuncupata Nicosiae Herbitensis unius
episcopatus eius nominis erectio in insigni collegiata sancti Nicolai archie-
piscopi, cum augmento capituli, et dignitatum. Bulla Superaddita diei, 17
martii 1816. Bullarii. t. XIV, pp. 274 - 290.
— Dismembratio duodecim terrarum a nimis extensa Cathaniensi dioecesi, et
in illarum praecipua civitate nuncupata Platiensi erectio unius episcopatus
huius nominis in insigni collegiata sanctae Mariae in coelum Assumptae.
Bulla Pervetustam, locorum, 3 iul. 1817. Bullarii, t. XIV, pp. 326 - 339.
(53) Mercati. Raceolta. vol. I, pp. 621 - 623
(54) — Nova dioecesium circumscriptio in regno utriusque Siciliae in parte citra
Pharum nuncupata peragenda nunciatur archiepiscopis, episcopis, capitulis
et ecclesiarum vacantium. Breve Iam inde, 3 aprilis 1818. Bullarii. t. XV,
pp. 31 - 32.
— Nova circumscriptio dioecesium in ditione regni utriusque Siciliae citra
Pharum. Bulla De utiliori Domivicae, 27 iun. 1818. Bullarii. t. XV, pp. 56 -
61.
(55) Nova nonnullarum dioecesium ordinatio et distributio in Ínsula Siciliae. Bulla
Pro pastorali, 23 martii 1822. Bullarii. t. XV, pp. 487 - 489.
(56) — Restitutio ecclesiae Materanensis, eiusque dismembratio in ecclesia archie-
piscopali Acheruntina. Bulla Posteaquam, 9 nov. 1822. Bullarii. t. XV, pp.
585 - 586.
— Reintegrado sedis episcopalis Nucerinae in regno utriusque Siciliae. Bulla
In vinca Domini. 7 dec. 1833. Bullarii. t. XIX, pp. 289 - 293.
— Erectio ecclesiae cathedralis Ortonensis. Bulla Ecclesiarum omnium, 16 maii
1834. Bullarii. t. XIX, pp. 363 - 367; cfr. ib. pp. 619 - 623.
— Dismembratio nonnullorum locorum, et ecclesiarum a dioecesi Nullius Atinae
in regno utriusque Siciliae. eorumque unió monasterio Cassiniensi eiusdem
loci. Bulla Romanus pontifex, 19 nov. 1834. Bullarii. t. XIX, pp. 668 - 670.
(57) Bullarii. t. XIV, pp. 363 - 365.
(58) Nova circumscriptio dioecesium regni Galliarum. Bullarii. t. XIV, pp. 369 -
374.
(59) Encyclica ad episcopos, et archiepiscopos regni Galliarum. Vineam quam, plan-
tavit, 12 iun. 1817. Bullarii. t. XIV, p. 375.
117
9.— Este reflujo napoleónico había tenido ya un precedente en la misma
diócesis de Ajaccio, que había sufrido una disminución por un acuerdo entre
el Papa y el Gran Duque Fernando de Toscania, en 1816 (®°) , que era el co-
mienzo de un movimiento que recorrería todos los puntos de los límites que
había cambiado Napoleón. Tal ocurrió con el Concordato entre Pío VII y
Maximiliano José, rey de Baviera, de 5 de junio de 1817, en que por el Art.
II se hacía una nueva circunscripción de las diócesis del reino bávaro (6l) , la
que se ordenaba en el año siguiente (*a) .
Contemporáneamente el movimiento de reorganización de diócesis seguía
activo en Europa. En Italia el Archiduque de Austria y Duque de Módena
Francisco IV obtenía en 1821 una nueva circunscripción (63) ; mientras en
Alemania el ritmo era mucho más intenso. En 1821 también se hizo la nue-
va circunscripción de las diócesis del reino de Prusia, por gestión del rey
Federico Guillermo (M) ; y por negociaciones con otros diversos príncipes y
ciudades libres se hacía una nueva distribución en la región superior del Rhin,
en ese mismo año 1821 («5) . En 1824 se reorganizaron las diócesis de Hanno-
(60) Disiunctio nonnullorum locorum a dioecesi Adiacensi, eorumque incorporatio
dioecesi Grossetanae. Bulla Singulari omnipotente, 24 maii 1816. Bullarii. t.
XIV, pp. 27 - 28.
(61) Bullarii. t. XIV, pp. 314 - 320.
(62) Nova dioecesium efformatio in regaño Bavariae ad tramites initae concordiae
Ínter sanctam Sedem, et Bavariae regem. Bulla Dei ac Domini, 1 apr. 1818.
Bullarii. t. XV, pp. 17 - 31.
(63) Erectio sedis episcopalis in civitate Massae ducatus Mutinensis. Bulla Singu-
laris Romanorum, 18 febr. 1821. Bullarii. t. XV. pp. 395 - 398.
cfr. Confirmatio decreti editi a S. Congregatione Consistoriali super nova dioe-
cesium distributione in ducatu Mutinensi. Bulla Sacrorum eanonum, 11 dec.
1821. ib. pp. 462 - 464.
(64) Gircumscriptio dioecesium regni Borussici. De salute animarum, 17 iul. 1821.
Bullarii, t. XV, pp. 403 - 415.
(65) Nova dioecesium distributio, et erectio in regno Germaniae. Bulla Próvida, 16
aug. 1821. Bullarii. t. XV, pp. 424 - 431.
Es importante destacar aquí las vicisitudes de estas gestiones concordatarias:
“...Nostras pariter sollicitudines absque mora convertimus ad illos omnes ortho-
doxae fidei cultores, qui actu subsunt dominationi Serenissimorum Principum,
statuumque Germaniae, nempe Regis Wirtembergiae, Magni Ducis Badensis,
Electoris Hassiae. Magni Ducis Hassiae, Ducis Nassoviae. Liberae Civitatis
Francofurtensis, Magni Ducis Megalopolitani, Ducum Saxoniae, Ducis, Olden-
burgensis, Principis Waldeccensis, ac Liberarum Civitatum Hanseaticarum, Lu-
beccensis, et Bremensis, qui se se paratos ostendendo ad omnem operam dan-
dam pro Episcopatuum ab Apostólica Sede vel erigendorum, vel instaurandorum
convenienti dotatione, Legatos communi nomine Romam, huius rei causa mise-
runt. Ast cum res omnes Ecclesiasticae, de quibus actum fuit, conciliari mi-
nime potuerint, spe tamen non decidentes fore ut pro eorundem Principum, ac
statuum sapientia valeant illae in posterum componi; ne interea Christifideles
in dictis regionibus commorantes, quos in maxima spiritualis regiminis neces-
sitate agnoscimus constitutos, diutius propriis destituantur Pastoribus, ad non-
nullarum in praecipuis ipsorum Principum, et statuum civitatibus, ac territo-
riis sedium erectionem, ac Dioecesium circumscriptionem procedendum esse de-
crevimus, ut celerrime Ecclesiis illis de suis Episcopis providere valeamus: re-
servata Nobis cura, Catholicos aliorum Principum subditos, iis Dioccesibus,
quas commodiores iudicabimus, in posterum adiungendi”. Mercati. Raeeolt».
vol. I, p. 667.
118
ver (w) , teniendo este concordato una particularidad muy especial, ya que
el rey de Hannover era el mismo Jorge IV rey de Inglaterra.
10. — Las consecuencias de la caída de Napoleón también se sentían en
Suiza, donde hubo un movimiento concordatario no indiferente, que por las
peculiaridades políticas de la Confederación respecto a la Santa Sede no deja
de tener una especial importancia. Así ocurrieron nuevas circunscripciones de
diversos territorios eclesiásticos entre los años 1818 - 1824 (67) . Y esta mate-
ria continuaría siendo objeto de sucesivos concordatos. En 26 de marzo de
1828 se firmaba una Convención entre León XII y los Cán ones de Lucerna,
Berna, Soletta y Zug para la nueva circunscripción del obispado de Basilea
(«) , que el Papa ejecutaba más tarde con la Bula Inter praecipua de 7 de
mayo de ese mismo año (69) .
11. — Polonia, constante víctima de reparticiones, a la caída de Napoleón
sufrió otra amplia reorganización eclesiástica.
El zar Alejandro I de Rusia y rey de Polonia obtuvo una nueva distribu-
ción de las diócesis de Polonia en 1818 (70) , que se mantendría por largo
tiempo, aunque presentara una realidad bien diversa de la que exponía la
Bula Ex imposita Nobis: "Hac sane mente in ecdesias Polonici regni, quod in
praesens dominatui subest serenissimi, ac potentissimi principis Alexandri
Russorum imperatoris, ac Poloniae regis cogitationes Nostras intendimus, ut
cessatis praeteritornm temporum calamitatibus rem sacram ibidem aptiori for-
ma componere, utiliusque ordinare conniteremur” (71) . Como es sencillo pen-
sar, para los polacos de ninguna manera habían cesado las calamidades...
(66) Nova circumscriptio dioecesium regni Hannoveriani. Bulla Impensa Romano-
rum, 26 martii 1824. Bullarii. t. XVI, pp. 32 - 37.
(67) Dismembratio nonnullarum ecclesiarum parochialium a dioecesi Camberiensi,
earumque subiectione ecclesiae Genuensi. Bulla Inter multíplices, 20 sept. 1819.
Bullarii. t. XV, pp. 246 - 248.
Es de particular interés referir la motivación de la Bula: "Statim ac per po-
líticas conventiones superioribus annis 1815 et 1816, Vindobonae et Augustae
Taurinorum respective initas in potestatem Genevensis reipublicae (quae ad
Helveticam confederationem nunc pertinet) in temporalibus devenerunt non-
nulla loca ducatus Sabaudiae sub temporali dominio serenessimi Sardiniae regis
olim posita, nec non ad Galliae regnum pertinentia, per legatum etiam ad ur-
bem a praedictae reipublicae gubernio missum, Nobis supplicatum fuit, ut prae-
dicta omnia loca eidem reipublicae attributa a Cambariensi dioecesi... avellere,
et dismembrare, et alteri ex Helvetiae dioecesibus adiungere dignaremur, de-
signata ad hoc quoque a gubernio ipso tamquam opportuniori, dioecesi Lausa-
nensi...” ib. p. 246.
— Erectio episcopalis sedis Sangallensis in Helvetia. Bulla Ecclesias, 2 iulii
1823. Bullarii. t. XV, pp. 611 - 615.
Años más tarde esta diócesis fue reorganizada después de la firma de un
Concordato entre Gregorio XVI y San Gallo, en 7 de noviembre de 1845.
Mercati, Raccolta, vol. I, pp. 747 - 750. La Bula correspondiente Instabilis
rerum, de Pío IX, de 8 de abril de 1847 ejecutó lo estipulado en dicho Con-
cordato. Mercati. o.c. p. 750.
— Dismenbratio territorii pagi Svitensis a dioecesi Constantiensi. eiusque unió
territorio Curiensi. Bulla Imposita humilitate, 15 dec. 1824. Bullarii. t. XVI,
pp. 286 - 289.
119
Pocos años más tarde, en 1821, el mismo zar Alejandro hizo introducir otra
innovación (72) .
Pero esta era sólo una parte de la acomodación de Polonia, pues también
el Emperador de Aus.ria, en 1821, conseguía allí mismo otra redistribución de
diócesis (73) .
12. — El último concordato europeo de este período es el de Pío IX con
Nicolás I, zar de Rusia, de 3 de agosto de 1847, que en sus Arts. I - IV trata de
la circunscripción de las diócesis en Rusia (74) . Una correspondiente Bula de
Pío IX, en 1848, realizó los artículos de dicho Concordato (75) .
13. — La Independencia de América ha sido también origen de un vasto
movimiento del Derecho concordatario, que se había de prolongar por más
de un siglo, pero que para iniciarse debía sufrir un difícil e ingrato compás
de espera, hasta que en la Santa Sede el Papa Gregorio XVI superara la po-
lítica legitimista de sus antecesores Pío VII, León XII y Pío VIII e impusiera
la suya pro americana que había defendido desde su cargo de Prefecto de Pro-
paganda Fide cuando era sólo el Card. Mauro Capelari.
La necesidad de una verdadera política de nuevas circunscripciones de
diócesis en Hispanoamérica era urgente como en pocas partes en esos carga-
dos tiempos que se vivían después de la independencia de España en ese mo-
saico inconexo de nuevas naciones, pues muchas diócesis habían quedado des-
conectadas de sus respectivas metrópolis, ya que había extensas regiones o na-
ciones que prácticamente carecían de arzobispados, como era el caso de to-
das las Provincias Argentinas y de Chile, cuyas sedes metropolitanas estaban
respectivamente en Bolivia (Charcas) y en Perú (Lima) . Se daba el caso de
Uruguay, que habiendo entrado primero en la órbita de Portugal y luego pa-
sado a Brasil, después héchose independiente era territorio de la diócesis de
Buenos Aires (7Í) .
(GR) Mercati. Raeeolta. vol. I, pp. 711 - 714.
(69) Mercati. o.c. pp. 714 - 719: cfr. ib. pp. 719 - 724.
(70) Nova dioecesium distributio in regno Poloniae. Bulla Ex imposita Nobia, 30
iun. 1818. Bullarii. t. XV, pp. 61 - 68.
El Concordato entre Pío IX y Nicolás I de Rusia, de 3 de agosto de 1847, dejó
igual esta circunscripción, (art. IX). Mercati. Raeeolta. vol. I, p. 754.
(71) Bullarii. t. XV, p. 61.
(72) Extinctio, et suppressio sedis episcopalis Seynensis in regno Poloniae, et erec-
tio sedis Augustoviensis in eodem regno. Bulla Sedium epiacopalium, 20 iul.
1821. Bullarii. t. XV, pp. 418 - 419.
(73) Dismembrado portionum ex dioecesibus Cracoviensi ac Premisliensi, et nova
erectio episcopatus Tynicensis. Bulla Studium patemi, 20 sept. 1821. Bullarii.
t. XV, pp. 449 - 451.
(74) Mercati. Raeeolta. vol. I, pp. 751 - 757.
(75) Litt. Apost. Univeraalia Ecclesia, quibus circumscriptio dioecesium latini ritus
in Imperio Russiaco continentur. 3 iul. 1848. Pii IX Pontificis Maximi Acta.
Para Prima, vol. I, pp. 134 - 149.
(76) Pío IX, durante su estada en Montevideo, no dejó de ver esta necesidad, y al
referirse en su Diario a la petición del Gobernador brasilero de Montevideo
relativa a la erección de una diócesis para Uruguay, escribía: “...bien podía
erigirse en Obispado a Montevideo y lo necesitaría a fin de que se conservara
120
Los gobiernos civiles se preocuparon inmediatamente de este problema,
pero debieron aguardar hasta el pontificado de Gregorio XVI para lograr ob-
tener una incipiente realidad al respecto; pero el caso fue que abundaron las
leyes de los Congresos pidiendo la erección de nuevas diócesis o lisa y llana-
mente votando su creación en sus respectivas naciones. Y no faltaron casos
en que se procedió directamente a la creación de alguna diócesis, sin esperar
la intervención de la Santa Sede, siendo el más bullado y conocido el de San
Salvador, hecho condenado por Pío VIII en 1829 (77) .
14.— Colombia fue de las primeras que obtuvo estas concesiones apostó-
licas, sin duda por tener muy aventajadas sus relaciones con la Santa Sede (TO) .
En Argentina se tiene un caso singularísimo y es la erección de la dió-
cesis de San Juan de Cuyo, en 19 de septiembre de 1834. Dicha erección dio
lugar a un Concordato de verdadero relieve, cuyos términos se contienen ín-
tegros en el texto de la Bula Ineffabili Dei providentia (n) .
15 — El caso de Chile es un bien claro ejemplo de lo que fue la política
concordataria a este respecto de las circunscripciones de diócesis en Hispano-
américa.
El gobierno de O’Higgins, en 1821, se preocupó de aumentar las dióce-
sis y por esto en las Instrucciones que Cien fuegos llevaba a Roma en su mi-
sión ante Pío VII figuraba la de solicitar del Papa la erección de cuatro nue-
vas diócesis en Coquimbo, Talca, Ancud y Osorno o Valdivia (*°) . Sin em-
allí el ministerio eclesiástico, que actualmente va a terminarse por no ha-
ber ninguna educación ni instrucción eclesiástica. Es cierto que el Gobierno
brasileño lo habría hecho por motivo de aquella epidemia general de los Go-
biernos de América y de todo el mundo, es decir que los límites de la juris-
dicción espiritual deban coincidir con aquéllos del dominio temporal, pero en
este caso habría sido para bien si Monseñor (Muzi) hubiera tenido las facul-
tades necesarias”. Diario de Pío IX en su viaje a Chile, traducido y anotado
por Fr. Carlos Oviedo Cavada O. de M. n. 143. (Próximo a publicarse en el
Anuario 1961 del Instituto de Historia de la Pont. Univ. Católica de Chile).
Sin embargo, este caso concreto de Montevideo debia esperar hasta 1878 y na-
da menos que hasta después de la muerte del propio Pió IX.
(77) — Damnatio erectionis novae sedis Guatimalensis nefario ausu decretae lai-
cali a potestate in statu sancti Salvatoris Americae Occidentalis. Breve
Coelestis agrícola, 7 iul. 1829. Bullarii. t. XVIII, pp. 40 - 43.
— Dammnatio et excommunicatio Mathiae Delgado parochi dioecesis Guatimalen-
sis in schismate prolapsi. Breve Literae fraternitatis, 30 iun. 1829. Bullarii
t. XVIII, pp. 38 -39.
(78) Dismembratio quatuor paroeciarum ab episcopatu Emeritensi, et unió atque
incorporatio perpetua earundem dioecesi Sanctae Fidei de Bogotá in territorio
Novae Granatae Americae Meridionalis. Bulla In eminenti, 6 maii 1834. Bul-
laríi. t. XIX, pp. 361 - 363; cfr. ib. pp. 617 - 619.
(79) Erectio cathedralis ecclesiae in civitate sancti Ioannis de Cuyo in America
Meridionali. Bulla Ineffabili Dei providentia, 19 sept. 1834. Bullarii. t. XIX, pp.
385 - 389; cfr. ib. pp. 658 - 663.
Sobre este Concordato tenemos un artículo que se publicará en Estudios (Ma-
drid) en alguno de los fascículos correspondientes a 1962.
(80) Instrucciones dadas en 1821 al Plenipotenciario Don José Ignacio Cienfuegos
para el desempeño de su misión en Roma. Arts. 16 - 19. Barros Borgoño, Luis.
La Misión del Vicario Apostólico Don Juan Muzi. Santiago, 1883. pp. 313 - 321.
121
bargo ese objeto no lo pudo conseguir el Plenipotenciario chileno durante su
estada en Roma ni tampoco fue acordado entre las facultades que Mons Muzi
recibió para su Misión Apostólica en Chile. La razón ya la hemos expuesto
anteriormente: la Santa Sede estaba orientada por esa política legitimista de
Pío VII, que no sólo no quería ofender a España sino que esperaba la recon-
quista de sus dominios, como ya lo había manifestado el mismo Pío VII en su
Encíclica Etsi longissimo, de 30 de enero de 1816, y volvería a decir León XII
en su Encíclica Etsi iam diu, de 24 de septiembre de 1824 (81) .
Durante el segundo quinquenio de la presidencia del General Prieto, el
Gobierno volvió sobre esta idea, pero con más modestas aspiraciones, y con la
autorización del Congreso, en 1840, fue solicitado por medio del Ministro de
Chile ante la Santa Sede que se crearan dos nuevas diócesis en Ancud y La
Serena y que Santiago fuera elevada a metropolitana. Gregorio XVI convino en
acoger favorablemente esta petición y después de las gestiones diplomáticas
habidas en Roma para este efecto, fueron erigidas la metropolitana de San-
tiago y las dichas diócesis de La Serena y Ancud (82) . Y ésta sería la única
circunscripción de diócesis efectuada en Chile durante todo el tiempo que du-
ró el régimen regalista de la Constitución de 1833, es decir hasta 1925.
16. — La última erección de diócesis que referiremos de Hispanoamérica
en este período es la del obispado de San Salvador, que vino a arreglar por
medio de una gestión diplomática los avances cismáticos de una política do-
blemente equivocada, sea del gobierno centroamericano, sea de la misma San-
ta Sede en una espera que conoció este desborde condenatorio de su pasividad
ante las exigencias de Fernando VIL En 28 de septiembre de 1842 fue erigido
el obispado de San Salvador (M) .
17. — Nuestro recorrido a través del Derecho concordatario relativo a la
circunscripción de diócesis a pesar de abundar en ejemplos no es exhaustivo,
ni mucho menos. En parte principalmente porque con el número de docu-
mentos presentados, correspondientes a tanta diversidad de naciones y de cir-
cunstancias históricas, ya existe un material más que suficiente para un estu-
dio de esta política concordataria; y en parte también, porque las coleccio-
(81) Leturia S. I., Pedro. Relaciones entre la Santa Sede e Hispanoamérica, vol. II.
Romae - Caracas, 1959. pp. 95 - 114; y 241 - 259.
(82) Santiago fue erigido arzobispado por la Bula Beneficentissimo de 23 de mayo
de 1840; las diócesis de Ancud y La Serena por las Bulas Ubi primum y Ad
apostolicae potestatis, respectivamente, ambas de 1*? de julio de 1840. Iuris
Pontificii de Propaganda Fide. Romae, 1893. vol. V. pp. 235 - 237; 238 - 241;
y 243.
(83) Hernáez S. I., Francisco Javier. Colección de Bulas, Breves y otros documen-
tos. Bruselas, 1879. t. II, pp. 110 - 114.
Transcribimos la referencia a la previa gestión diplomática: “Mientras que
nuestro ánimo se hallaba seriamente ocupado en la meditación de tan graves
materias, he aqui que se nos presentan las respetuosas y humildes súplicas de
los que ejercen el Supremo Gobierno en el Estado del Salvador... Justamente
éstas y otras razones, que nos ha expuesto el Gobierno del Salvador, por medio
de su Encargado de Negocios, expresamente enviado a Nos...”, ib. pp. 110 - 111.
122
nes que nos han servido de fuentes distan mucho de ser completas, como es
la Bullarii Romani continuatio. Sin embargo, repetimos, con los casos estudia-
dos ya hay un objeto bien delineado para la finalidad de nuestra investiga-
ción.
18.— Las circunscripciones de diócesis siguieron los vaivenes de la políti-
ca internacional con un ritmo de adaptación extraordinariamente rápido en
algunos casos, más bien en la mayoría de ellos, si nos fijamos en el conjunto
que hemos estudiado.
En general, la línea de adaptación de la Santa Sede, este recorrido de su
diplomacia, no es censurable ni admirable —ni siquiera en el caso complejo
de Polonia— si se estudian bien atentamente las circunstancias contemporá-
neas. En efecto, cuando un territorio civil quedaba dependiendo eclesiástica-
mente de un prelado diocesano de otra nación, particularmente después de
guerras recientes y siempre en regímenes políticos regalistas o, por lo menos,
absolutistas, el ejercicio de la jurisdicción eclesiástica debía hacerse muy di-
fícil. De ahí la benignidad con que el Sumo Pontífice acogía esas gestiones
diplomáticas, en muchas de las cuales debía deshacer, reorganizar de nuevo
con otro soberano lo que poco antes había organizado, establecido o reforma-
do por gestiones de uno anterior ya vencido políticamente. En esta mutabi-
lidad no obstaban las cláusulas perpetuo erigimus, dismembramus, dividimus,
separamus, etc. —que a veces se cumplían sólo por unos pocos años— pues eran
necesarias en la circunscripción de una diócesis, que como persona moral tie-
ne una naturaleza perpetua.
Aparecen, eso sí, de inmediato dos posiciones y dos actitudes diversas de
la Santa Sede: una en Europa y otra en Hispanoamérica.
En Europa la política de la Santa Sede fue rápida y precisa en esa con-
cesión de que los límites políticos fueran la norma de los eclesiásticos, cum-
pliendo todas las demarcaciones que hemos referido. Y era rápida y precisa
porque ella contaba con informaciones oportunas, con medios de verificar
aquellas necesidades expuestas por los gobiernos y con la experiencia de lo
que significaban esos regímenes regalistas y absolutistas en la vida de la Igle-
sia.
En Hispanoamérica se daban también las circunstancias de Europa, a fin
de aconsejar, aún más de exigir, muchas nuevas demarcaciones territoriales
sea en la interna organización eclesiástica de una nación, sea en el acomodar-
las con los límites nacionales. Sin embargo, en la primera mitad del siglo XIX,
época de nuestro estudio, el movimiento fue lento e inseguro, aparte de tar-
dar mucho en iniciarse. Conviene tener presente que las circunstancias que
incidían en esta parte del Derecho concordatario eran prevalentemente polí-
ticas —nacionales o internacionales— y cuando la Santa Sede tuvo esos me-
dios, también políticos, de información, de verificar las situaciones concretas
que se planteaban, su diplomacia fue segura y rápida: su línea es totalmente
recta, aunque haya hechos que aparezcan contradictorios. En Hispanoaméri-
ca apenas podía ocurrir esto. Benedicto XIV no pudo conseguir del regalismo
español la instalación de Nunciaturas en las Indias occidentales y no contaba
123
la Santa Sede con más medio oficial de información que la Nunciatura de
Madrid. Además, España se cuidó bien de reivindicar constantemente su do-
minación en América y de presentar el movimiento de la Independencia co-
mo un hecho fundamentalmente antirreligioso, lo que para la Santa Sede ad-
quirió todo el carácter de la certeza y de lo indiscutible, como también para
sus observadores más avezados o que por lo menos habían tenido el raro pri-
vilegio de residir por un tiempo en el continente americano (84) . Por lo tan-
to, la Santa Sede se veía comprometida de un lado por la política del rey de
España y de otro lado el movimiento de la Independencia se le presentaba
como una acción decididamente antirreligiosa; y, por último, no contaba con
esos medios de información seguros, ciertos y objetivos para sí misma que la
persuadieran a acoger esas peticiones o más bien a promover una polí-
tica en dicho sentido, como hacía en los Estados Unidos de Norteamérica, ya
que la Santa Sede era directamente la más interesada en estas materias espi-
rituales.
Por esto se explica cómo la petición del Gobierno chileno, cuya expre-
sión estaba en las Instrucciones de Cienfuegos, en orden a erigir cuatro nue-
vas diócesis y elevar a arzobispado la sede de Santiago independizándola de
Lima, que todavía era dominio español, no encontrara ningún eco en Roma y
aún más que el Vicario Apostólico Mons. Muzi, entre todas sus facultades, no
trajera ninguna a este respecto. En cambio, en Europa, donde la situación de
informes y noticias para la Santa Sede era totalmente diversa, se había desa-
rrollado una política también diferente para acoger las peticiones de los so-
beranos v concertarlas en acuerdos, ya fueran concordatos de texto bilateral o
ya las Bullae circumscriptionum.
19.— Después de haber vis'o la naturaleza concordataria de las Bullae cir -
cumscribti onum , v su profusa aplicación en la primera mitad del siglo XIX,
en una política bien clara de la Santa Sede, tanto en Europa como en Hispa-
noamérica. se nos ofrece una última reflexión.
¿Oué decir de esta expresión del Derecho concordatario en forma de bu-
las, es decir de las Bullae circumscriptionum ?
Si bien la bula constituve un documento solemnísimo del Sumo Pontífi-
ce. por cuanto es fonua de las Constituciones Apostólicas o de o'ros documen-
tos de igual o parecida importancia v oue en definitiva «isa el Pana para la
circunscripción de diócesis, en el Derecho concordatario no podía tener igual
eficacia jurídica en las materias oue contenía.
Ante todo está el hecho oue se prefirió esta forma de huías para los con-
cordatos con príncipes acatólicos, por las dificultades que había para subscri-
bir un convenio bilateral. Ejemplo típico y repetidísimo de esto es la circuns-
(84) Así escribía el propio Pío IX cuando estaba en Montevideo, de regreso a Eu-
ropa. en febrero de 1825: “A las noticias de la victoria de Bolívar, varios
eclesiásticos exultaron, y especialmente el párroco de Montevideo don Dámaso
Antonio Larrañaga, sin reflexionar que, fuera como fuera, el Gobierno de Es-
paña protegía a la religión, mientras que los actuales Gobiernos independien
tes miran directamente a destruirla", n. 157. Cfr. nata (76).
124
cripción de las diócesis del reino de Hannover en 1824. Por otra parte, esta-
ba el campo amplísimo de los sobeianos católicos o de estados católicos, pero
que en general obedecían todos a un sistema político regaüsta. En el primer
caso —el de príncipes acatólicos— no hay cuestión discutible por no haber exis-
tido seguramente en dichas circunstancias concretas otra iorma de entenderse
concordatariamente. En el segundo caso —de los soberanos católicos o de esta-
dos católicos— es donde hay un amplio margen para discutir la conveniencia
y hasta la propiedad de la forma concordataria de las bulas. Las razones las
exponemos a continuación.
En las bulas quedaban indicadas genéricamente las materias concordata-
rias que debían ser objeto, por lo común, de otros posteriores acuerdos en la
ejecución de las mismas bulas, como por ejemplo determinar la dotación de la
mesa episcopal, de la catedral, etc. De esta manera, la ejecución de las Butlae
circumscnptionum era un acto importantísimo, porque allí debía estipularse
la parte a que definitivamente se comprometía el Gobierno en el régimen de
las diversas dotaciones que había ofrecido a la Santa Sede. En los países que
tenían representaciones diplomáticas ante la Santa Sede y donde ésta recípro-
camente contaba con un legado, la ejecución no podía ofrecer una especial
dificultad; y decimos especial, porque dificultad la había siempre. Pero, en los
países que no tenían estas recíprocas representaciones diplomáticas, como fue
generalmente el caso de los países hispanoamericanos en la primera mitad del
siglo, las dificultades superaban todo lo que se podía imaginar. Referiremos
el caso de Chile.
En la ejecución de las bulas de erección de La Serena y Ancud (85) se
establecía la materia concordataria con toda exactitud: “...se edificará tam-
bién, a expensas del Tesoro Nacional, el Palacio o casa Episcopal que sirva
para la habitación del mismo Obsipo... y mientras este edificio se constru-
ye, se alquilarán las casas que puedan proporcionarse más inmediatas a la
mencionada Iglesia, según lo prevenido por Su Santidad en la citada Bula y lo
acordado a este respecto por el Supremo Gobierno del Estado” (8®) . Más ade-
lante se fijaba la dotación del Obispo (8T) , del Cabildo (88) , del Seminario
(89) , etc.
Hasta aquí todo procedía conforme a lo pactado con la Santa Sede. Pero,
donde estaba lo imprevisible de aquella ejecución era en la reivindicación
que hacía para sí el Gobierno en la provisión de todos los oficios eclesiásticos
que debían estipularse en ese auto. “Reservamos la presentación de las perso-
nas idóneas para dichas Dignidades, Canonicatos, y Prebendas, porciones ín-
tegras y medias porciones en la Iglesia Catedral de La Serena al Supremo Go
(85) Ejecución de la Bula de erección de la diócesis de La Serena, 26 de marzo
de 1844. Boletín de las Leyes. Santiago de Chile. Imprenta de la Independen-
cia. t. 12, pp. 124 - 147. De la Bula de erección de Ancud, 27 de octubre de
1844. ib. pp. 330 - 351.
(86) Boletín de las Leyes, t. 12, pp. 129 - 130. Lugar paralelo de Ancud, ib. p. 334
(87) ib. p. 138; de Ancud, p. 343.
(88) ib. pp. 139 - 140; de Ancud, pp. 343 - 344.
(89) ib. pp. 143 - 144; de Ancud, pp. 347 - 348.
125
bierno del Estado de Chile, según de derecho y autoridad Apostólica le com-
pete” (90) . Al decir de derecho se entiende evidentemente la Constitución y
legislación regalista de la Nación, donde se incluía el derecho de patronato
sin más título que haberlo heredado de España; pero, donde está el colmo es
en la afirmación de autoridad Apostólica, en circunstancias que el mismo Mi-
nistro chileno ante la Santa Sede había tenido sobradas muestras de que Roma
no reconocía ese patronato chileno. Además, como no existían relaciones di-
plomáticas recíprocas, se dio el caso de que transcurrían los años y la Santa
Sede carecía de noticias acerca del destino de sus bulas. Las de La Serena y An-
cud llevaban la fecha de julio de 1840, y en julio de 1842 el Card. Lambrus-
chini, Secretario de Estado, escribía al Ministro chileno en París preguntán-
dole si las bulas habían sido ejecutadas o no (91) . Y, como ya anotamos, lo
fueron únicamente en marzo y octubre de 1844, respectivamente.
Y en estas peripecias de las ejecuciones había un ejemplo mucho más im-
portante y clamoroso: el de la nueva circunscripción de las diócesis de Fran-
cia, pactada entre Pío VII y Luis XVIII (92) . Esa nueva circunscripción fue
imposible realizarla por parte de Francia, es decir ésta no pudo cumplir pre-
cisamente con aquellas materias concordadas que había prometido, y esta im-
posibilidad dio lugar a nuevas negociaciones con evidente perjuicio de las co-
sas eclesiásticas de Francia. Así Pío VII escribía a los Obispos franceses en el
Breve Dominici gregis, de 25 de agosto de 1819: “Quamvis enim collata a No-
bis studia ad ineundam cum charissimo in Christo filio Nostro Ludovico fran-
corum rege christianissimo conventionem ubérrimos pollicerentur fructus, non
sine ingenti dolore illius executionem in longius dilatam vidimus, ac maies-
tatis suae nomine perlatum ad Nos fuit, adauctis iuxta eius vota per apostó-
licas literas VI kal, augusti anno 1817 datas Galliae sedibus usque ad nona-
ginta duas, publica regni onera tot dotationum impensis sustinendis paria non
esse, earumque sedium numerum aliquam tum imminui necessario postulare,
eiusdemque regni circumstantias aüa etiam obiecisse impedimenta, quominus
supramemorata conventio anno 1817 cum christianissimo rege inita executio-
ni mandaretur, proptereaque maiestatem suam ad eiusmodi obstacula remo-
venda Nobiscum consilia conferre coactam esse” (93) . Por esto el concordato
con Luis XVIII primero se debió reformar (**) y suspender (9S) , pasando en
(90) ib. p. 135: de Ancud, p. 339.
(91) Archivo Secreto Vaticano. Secretaría de Estado. Rub. 279. Busta 595. 1842.
(92) cfr. n. 8.
(93) Bullarii. t. XV, p. 240.
(94) Breve Dominici gregis, 25 aug. 1819. Reformado conventionis initae sexto ka-
lendas augusti MDCCCXVII cum rege christianissimo super reductione sedium
episcopalium in universo Galliarum regno. Venerabilibus fratribus Carolo Fran-
cisco archiepiscopo Burdigalensi, coeterisque episcopis in Galliarum sedibus
ante conventionem diei 11 iunii 1817 canonice institutis. Bullarii. t. XV, pp.
240 - 241.
(95) Communicatio facta praesuli electo Lingonensi suspensionis concordiae initae
cum rege christianissimo, anno MDCCCXVII. Breve Quanto Nos studio, 25 aug.
1819. Bullarii. t. XV, pp. 241 - 243.
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seguida a parciales arreglos (9e) , para llegar finalmente, después de cinco años,
en octubre de 1822, a la ejecución de las bulas de la nueva circunscripción de
las diócesis de Francia (97) .
En resumen, este sistema de las Bullae circumscriptionum como expresión
o forma de un concordato ofrecía múltiples dificultades y muy serias, como
era el dejar librado prácticamente a los gobiernos regalistas la ejecución de
ellas, donde se podían cometer abusos imposibles de controlar o muy difíciles
de componer por parte de la Santa Sede.
20.— La larga y densa trayectoria que hemos cumplido a través del Dere-
cho concordatario relativamente a la circunscripción de diócesis permite for-
mular algunas reflexiones generales o conclusiones acerca de la diplomacia
de la Santa Sede en el período que hemos estudiado, y que ¡lustran —en ver-
dad— todo el Derecho concordatario.
I. Las Bullae circumscriptionum han sido una estricta expresión y for-
ma del Derecho concordatario, es decir verdaderos concordatos y que en la
primera mitad del siglo XIX fueron usadas profusamente respecto a los so-
beranos católicos y acatólicos.
II. A través de todas estas Bullae circumscnptionum aparece en la San-
ta Sede una actitud pasiva o de espera en la gravísima y delicada materia —
causa maior— de la circunscripción de diócesis, en que la iniciativa, apenas
con una u otra excepción, corresponde siempre a los gobiernos civiles. En Eu-
ropa se explica tal actitud en muchos casos por las mismas circunstancias po-
líticas difíciles e inseguras que motivaban tales gestiones concordatarias: re-
cuérdese todo el despliegue de circunscripciones provocado como consecuen-
cia de las guerras napoleónicas. En otros casos la explicación está en el impe-
rante sistema político regalista, que entorpecía la libre acción de la Santa Se-
de, reduciéndola a pasividad y espera en muchos sectores de la vida eclesiás-
tica. En Hispanoamérica esa pasiva actitud se explica por la desvinculación
política o diplomática que existía entre la Santa Sede y esas nuevas naciones,
consecuencia —en el fondo— del regalismo español, sea por haber cultivado esa
desconexión desde el período colonial, sea por las gestiones entorpecedoras de
Fernando VII contra la distensión de la Santa Sede hacia los gobiernos disi-
dentes de América.
III. La diversa línea diplomática o política de la Santa Sede en Europa
y ei Hispanoamérica —como dos medidas para un mismo objeto— se explica
(96) — Conservatio dioecesis Rhemensis cum deroga tione praecedentis constitutio-
nis, quae dismembrarent nonnulla loca. Breve Nostris sub plumbo, 4 sept.
1821. Bullarii. t. XV, p. 434.
— Rectificatio dioecesis Senonensis in regno Galliarum. Breve Literis, 4 sept.
1821. Bullarii. t. XV, pp. 434 - 435.
— Exemptio ecclesiae Trecensis a metropolitico iure archiepiscopi Parisiensis.
Breve Trecensem ecclesiam, 4 sept. 1821. Bullarii. t. XV, p. 436. cfr. ib.
pp. 437 - 441; 451; 455 - 457, etc.
(97) Executio literarum apostolicarum alias latarum super circumscriptione dioe-
cesium in regno Galliarum. Bulla Paternae eharitatis, 6 oct. 1822. Bullarii. t.
XV, pp. 577 - 585.
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por *a diferencia indicada en los medios aptos y objetivos de información pa-
ra estimar una realidad política nueva: medios que en Europa existían y de
que se carecía en Hispanoamérica.
IV. Las Bullae circumscriptionum no fueron generalmente un medio fe-
liz para realizar su delicado propósito, precisamente por el regalismo de los
gobiernos o por la desvinculación de algunas naciones con la Santa Sede.
Finalmente, en la elaboración de nuestro estudio, nos hemos convencido
una vez más de que las pocas colecciones existentes de concordatos son suma-
mente incompletas f98) : causa o efecto —no sabríamos precisar— de que en el
Derecho concordatario permanezcan tan amplios sectores que apenas han sido
estudiados. Deficiencia que incide notablemente en la interpretación com-
pleja, profunda y válida que debe darse a la historia de las relaciones de Igle-
sia y Estado, sea en determinadas materias, sea en determinados períodos. Con
nuestro estudio hemos querido ofrecer una contribución —tal vez muy modes-
ta— a un campo de investigación que está esperando el interés de los estudio-
sos del Derecho público eclesiástico.
(98) Del período que hemos estudiado hemos dado referencia de 72 bulas y de 6
breves de circunscripción de diócesis, estrictamente concordatarias. De todas
éstas Nussi (L Conventiones de rebus ecclesiasticis. Romae, 1869. pp. 19 - 27)
contiene solamente cuatro, es decir la primera de la nota (47) y las de las
notas (64), (65) y (66). La apreciable y meritísima Raecolta de Mercati re-
produce solamente siete, a saber la primera de la nota (47) y las de las notas
(64), (65), (66), (69), (70) y (97).
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