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Full text of "Anales de la Facultad de Teología."

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LIBRARY  OF  PRINCETON 

' ' r ' ' 

JUN  1 8 2004 


THEOLOGICAL  SEMINARY 


PER.BX805  . A5  3 


Anales  de  la  Facultad  de 
Teo  1 og/na . 


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in  2016 


https://archive.org/details/analesdelafacult13univ 


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DE  LA 

FACULTAD  DE  TEOLOGIA 
1961 


PONTIFICIA  UNIVERSIDAD 
CATOLICA  DE  CHILE 


FACULTAD  DE  TEOLOGIA 


Precio  del  ejemplar:  E°  1,50;  Extranjero:  US$  2.00 


Director: 

Antonio  Moreno  C. 

Redacción  y Administración: 

Avda.  B.  O’Higgins  224 -Teléfono  31515 
Santiago  - Chile 


SUMARIO  DEL  N?  13 


R.P.  Francisco  Clodius,  S.A.C.—  El 
libre  albedrío  según  el  "Opus  Im- 
perfectum ” de  S.  Agustín  ....  5 

Pbro.  Joseph  Comblin.—  El  Sentido 
Cristiano  de  la  Nación 52 


R.P.  Egidio  Vicano,  S.D.B.—  El  Sa- 
cerdocio en  la  Iglesia  y la  partici- 
pación de  los  laicos 88 

F.R.  Carlos  Oviedo  Cavada,  O.D. 

M.—  La  circunscripción  de  Diócesis 
en  el  Derecho  Concordatario  . . . . 108 


El  libre  albedrío  según  el  “Opus  Imperfectum'’ 

de  S.  Agustín 

R.  P.  Francisco  Clodius,  s.  a.c. 
Prof.  de  Teología  Dogm.  en  la  Fac 
de  Teología  de  la  Universidad  Ca- 
tólica de  Chile. 

I.  EL  LIBRE  ALBEDRIO  EN  GENERAL 

Uno  de  los  problemas  interesantes  de  la  filosofía  y de  la  teología  es  el 
del  libre  albedrío.  Se  pregunta  si  el  libre  albedrío  existe  y,  si  así  es,  cómo  hay 
que  entender  la  libertad  humana  frente  a Dios,  al  pecado  -y  a la  gracia  divina. 
Entre  los  doctores  de  la  Iglesia  que  más  han  contribuido  a aclarar  el  concep- 
to de  libertad  humana  en  este  terreno,  figura  S.  Agustín.  Durante  toda  su  vida 
pública  tuvo  que  defender  la  libertad  humana  contra  errores  diametralmen- 
te opuestos:  contra  los  manioueos  que  negaban  la  libertad  y contra  los  pela- 
gianos  que  la  exageraban.  Existe  una  amplia  literatura  acerca  del  problema 
de  la  libertad  en  S.  Agustín.  Siempre  se  alude  a su  obra  De  libero  arbitrio, 
en  la  que  defiende  la  libertad  humana  contra  los  ataques  de  los  maniqueos, 
pero  es  de  extrañar  que  hasta  ahora  no  se  haya  tratado  directamente  su  doc- 
trina según  aparece  en  su  última  obra  Contra  secundam  fnhani  responsionem 
opus  imperfectum,  o más  brevemente  Opus  imperfectum.  Es  extraño  porque 
esta  obra  representa  la  última  enseñanza  del  santo  Doctor  respecto  al  libre  al- 
bedrío humano,  expresamente  explicada  y defendida  contra  Julián,  a cuya  doc- 
trina acerca  de  la  libertad  humana  frente  a Dios,  el  pecado  y la  gracia  opone 
Agustín  la  propia,  como  doctrina  de  la  Iglesia  de  su  tiempo. 

Propondremos  en  otra  oportunidad,  en  detalle,  la  doctrina  de  Julián  de 
Eclano.  Nuestra  intención  ahora,  es  exponer  la  doctrina  de  Agustín  tal  cual 
se  encuentra  en  su  Opus  imperfectum.  De  la  doctrina  de  Julián  diremos  sola- 
mente lo  que  sea  necesario  para  entender  esta  última. 


5 


Dice  Julián:  El  hombre  recibió  de  Dios,  como  don,  su  libre  albedrío,  sin 
poder  rechazarlo.  Esta  facultad  consiste  en  la  posibilidad  de  hacer  el  bien  y el 
mal.  Poder  hacer  ambas  cosas  es  tan  esencial  para  esta  libertad  que  sin  ello 
no  existiría.  La  voluntad  no  está,  de  sí,  dirigida  hacia  un  fin  determinado;  no 
existe  en  ella  una  tendencia  hacia  el  bien  como  su  objeto,  sino  que  consiste 
en  una  total  indeterminación;  es  completamente  indiferente  tanto  frente  a? 
bien  como  al  mal.  Ahora  bien,  en  tal  facultad,  pero  no  por  ella,  se  origina  el 
acto  libre.  Este  acto  es  completamente  independiente  de  Dios.  Ni  la  gracia  tie- 
ne influjo  sobre  él.  Por  lo  tanto  una  gracia  interna  que  afecte  a la  voluntad 
de  alguna  manera,  no  puede  existir,  es  absurda. 

El  ac'o  de  la  voluntad  puede  dirigirse,  sin  que  alguien  pueda  impedirlo, 
tanto  al  bien  como  al  mal.  Nadie  puede  determinar  a tal  acto  en  su  proce- 
der. A causa  del  acto  de  su  voluntad  el  hombre  está  fuera  del  dominio  de  Dios, 
emancipado  de  El.  El  hombre  solo  es  dueño  absoluto  de  este  acto  y por  él 
recibirá  premio  o castigo.  Dicho  acto  no  tiene  origen.  Es  algo  que  se  hace  por 
sí  mismo,  desaparece  y se  hace  de  nuevo.  Solamente  así,  pretende  Julián,  que- 
da resguardada  su  libertad.  Porque  si  este  acto  dependiera  de  causas  anterio- 
res, si  tuviera  un  origen,  ya  no  sería  libre.  Por  eso  afirma  Julián  que  el  acto 
libre  se  origina  en  la  facultad  de  la  voluntad,  pero  no  por  ella. 

El  acto  libre  no  tiene  influjo  sobre  la  naturaleza  humana,  no  puede  me- 
jorarla ni  empeorarla.  En  consecuencia,  un  pecado  original  no  puede  herir  a la 
naturaleza  humana,  dado  que,  como  acto  libre,  el  pecado  pertenece  a la  esfera 
o al  mundo  de  los  nos'bles,  mientras  que  la  naturaleza  pertenece  al  mundo  de  las 
cosas  necesarias.  Estos  dos  mundos  no  tienen  contacto  entre  sí  y no  pueden 
por  eso  influir  el  uno  sobre  el  otro.  Solo  que  el  acto  malo  necesariamente  lleva 
tras  sí  un  reatus,  una  deuda,  que  se  concibe  como  una  sanción  penal.  Por  el 
acto  malo  se  recibirá  necesariamente  un  castigo  v por  el  acto  bueno  una  re- 
compensa consistente  en  la  felicidad  eterna  que  Dios  debe  al  hombre. 

El  acto  libre  no  puede  ejercer  influjo  alguno  sobre  la  naturaleza  porque 
ésta  pertenece  al  mundo  de  las  cosas  necesarias.  La  facultad  libre  pertenece  a 
la  naturaleza.  Por  consiguiente  el  acto  libre  no  deja  rastro  en  tal  facultad,  no 
puede  cambiarla,  mejorarla  ni  debilitarla.  Bueno  o malo  es  el  acto  libre;  no 
hay  una  facultad  mal  o bien  dispuesta,  con  mala  o buena  tendencia,  con  mala 
o buena  inclinación.  Por  eso,  el  hombre  es  llamado  bueno  o malo  solamente 
en  cuanto  espera  premio  o castigo.  Virtud  y vicio,  recompensa  y justo  casti- 
go, son  posibles  precisamente  porque  la  voluntad  como  facultad  es  posibilidad 
para  el  bien  y el  mal,  y porque  el  acto  libre  es  acto  libre  del  hombre  solo  sin 
otra  ingerencia,  sea  que  se  trate  de  un  acto  malo  o de  un  acto  bueno  con  el 
cual  uno  está  mereciendo  la  vida  eterna. 

Tal  es,  en  resumen,  la  doctrina  de  Julián.  Dejamos  para  otra  oportunidad, 
como  dijimos,  exponerla  en  detalle  y con  las  citas  correspondientes,  ya  que 
merece  especial  atención  por  tratarse  de  la  cabeza  intelectual  y sistemática  del 
pelagianismo  en  su  lucha  contra  Agustín  y la  Iglesia. 

S.  Agustín  rechaza  estas  doctrinas  enérgicamente.  Veamos,  pues,  qué  dice 
el  Sto.  Doctor  acerca  del  libre  albedrío  en  general,  primeramente,  y acerca 
de  las  relaciones  entre  libertad,  pecado  original  y gracia,  en  seguida. 


6 


Según  Agustín  no  pertenece  a la  esencia  de  la  libertad  poder  hacer  el  bien 
y el  mal.  En  caso  contrario,  Dios  no  sería  libre  (*) . No  porque  el  Dios  inmu- 
table no  puede  querer  el  mal  está  haciendo  el  bien  forzosamente  (1 2)  ; pero  esa 
es  la  conclusión  que  se  impone  si  se  acepta  la  definición  de  Julián  (3) . 

Por  consiguiente,  la  razón  por  la  cual  una  virtud  se  constituye  en  un  bien 
moral,  no  es  que  no  se  posee  necesariamente  y puede  perderse.  Dios  posee  todas 
las  virtudes  necesariamente,  no  puede  perderlas,  y tal  necesidad  no  constituye 
un  sufrimiento  para  El.  Si  se  quiere  llamarla  necesidad  habrá  que  llamarla  una 
necesidad  verdaderamente  feliz.  Es  ridículo  pensar  con  Julián  que  Dios,  lleno  de 
piedad  y misericordia  ha  regalado  al  hombre,  con  la  voluntad,  la  posibilidad 
de  hacer  el  mal  para  que  no  sufriera  la  molesta  necesidad  de  poder  hacer  sola, 
mente  el  bien  (4 *) . 

Poder  hacer  el  bien  o el  mal,  poder  pecar  o no  pecar,  no  es  esencial 
para  la  libertad,  sino  un  defecto  de  ella.  Por  su  libertad  el  hombre  es  ima- 
gen de  Dios;  pero  no  por  el  hecho  de  poder  pecar  o no  pecar,  porque  Dios 
es  impecable,  aunque  libre.  También  el  hombre  es  libre,  mas  no  con  la  liber- 
tad de  Dios.  La  recibió  de  Dios,  pero  no  la  tiene  en  la  forma  perfecta  que  Dios, 
que  no  puede  pecar,  la  tiene  (s) . Parece  que,  según  Agustín,  Dios  tiene  la  li- 
bertad perfecta  precisamente  porque  para  El  es  metafísicamente  imposible  pe- 
car, y esto  por  ser  un  Ser  inmutable  e increado.  Los  ángeles  y los  hombres  pu- 
dieron pecar  abusando  del  don  que  Dios  les  había  dado,  porque  eran  creados 
de  la  nada  y no  de  naturaleza  divina  (6) . 

Ningún  ser  puede  pecar  si  es  de  naturaleza  divina,  como  el  Hijo  y el 
Espíritu  Santo  “nuoniam  de  illo  sunt”.  La  na'uraleza  divina  no  puede  pecar 
porque  no  puede  abandonarse  a sí  misma.  No  existe  naturaleza  alguna  me- 
jor que  la  divina  hacia  la  cual  Dios  pudiese  dirieirse  o cuyo  abandono  fuese 
para  Dios  pecado.  Los  seres  racionales,  por  el  contrario,  pueden  pecar,  aun- 
que no  deben  hacerlo,  porque  no  son  de  naturaleza  divina  (7) . 

Pecar  es  alejarse  del  ser.  Dios,  que  desde  toda  la  eternidad  es  la  inmu- 
table e infinita  realidad,  no  puede,  por  eso,  pecar;  la  criatura,  en  cambio,  por 
ser  creada  de  la  nada,  puede  alejarse  del  verdadero  ser  y pecar.  Como  para 
Dios  es  imposible  pecar,  solamente  puede  querer  el  bien,  y sin  embargo 
posee  la  libertad  en  su  grado  máximo.  Con  esto  se  prueba  ya  que  la  liber‘ad 
no  consiste  en  una  indiferencia  absoluta  frente  al  bien  y al  mal,  sino  que  por 
naturaleza  tiene  una  orientación  hacia  el  bien.  Si  el  mal  como  mal  de  al- 
guna manera  perteneciera  al  campo  de  acción  de  la  libertad,  Dios  no  la  po- 
dría tener  en  su  perfección  suma.  Hablamos  del  mal  moral,  del  pecado.  Si 
éste,  por  consiguiente,  puede  atraer  a una  libertad,  es  solamente  porque  tal  li- 
bertad es  imperfecta. 


(1)  Opus  Imperfectum  ( P . L.  XLV,  1040-1608),  I,  100;  cfr.  III,  120. 

(2)  Op.  imp.  I,  101.102;  cfr.  VI,  10.11. 

(3)  Id.  I,  103. 

(4)  Id.  V,  61. 

( 5 ) Id.  V,  38. 

( 6 ) Id.  V,  38. 

(7)  Id.  V,  31;  VI,  19. 


7 


Antes  de  continuar  con  nuestra  exposición  será  útil  explicar  bien  qué 
entiende  Agustín  por  “necesidad  feliz”.  Julián  había  afirmado  que  no  puede 
existir  libertad  donde  no  se  puede  hacer  el  bien  y el  mal.  Poder  hacer  sola- 
mente el  bien  o el  mal  implicaría  coacción,  necesidad  (8) . Agustín  le  había 
contestado  que  en  tal  caso  Dios  estaría  bajo  coacción  y necesidad,  dado  que 
solamente  puede  querer  una  cosa,  el  bien  (®) . Ahora  bien,  tal  estado  de  co- 
sas no  destruye  la  libertad,  según  Agustín;  poder  hacer  únicamente  el  bien  o 
únicamente  el  mal  indica  la  existencia  de  una  liberta4  en  su  grado  más  per- 
fecto o en  su  grado  ínfimo. 

Necesidad  y libertad  no  son  para  él,  necesariamente,  dos  cosas  contradic- 
tork'S.  Podríamos  interpretar  a Agustín,  sin  hacerle  violencia,  de  la  siguiente 
manera:  Libertad  no  dice  indiferencia  absoluta  frente  al  bien  y el  mal,  sino 
orientación  hacia  el  bien,  en  cuya  posesión  la  facultad  volitiva  encuentra  su 
perfecta  quietud.  La  posesión  definitiva  de  aquel  bien  que  satisface  comple- 
tamente a la  voluntad,  excluye  necesariamente  la  posibilidad  de  dirigirse  con- 
tra él.  En  tal  situación  la  voluntad  no  puede  ya  querer  el  mal,  por  ser  un  bien 
aparente  y contrario  al  bien  denifitivo  que  la  voluntad  ya  encontró.  Y algo 
más.  En  tal  situación  la  voluntad  abrazará  necesariamente  su  bien  y esta  ne- 
cesidad será  exigida  y causada  por  su  libertad.  En  efecto,  estando  la  volun- 
tad libre  frente  al  bien,  frente  al  objeto  en  que  todas  sus  fuerzas  y deseos  en- 
cuentran su  última  satisfacción  completa,  lo  abrazará  con  todas  las  fuerzas  de  su 
ser.  En  esto  radica  la  perfección  de  su  libertad,  en  entregarse  con  todas  las 
fuerzas  a su  disposición,  libremente,  a éste  su  último  objeto  bueno  definitivo. 
La  facultad  del  libre  albedrío  es  una  potencia  que  busca  su  actualización  de- 
finitiva. Sería  una  estulticia  creer  que  esta  potencia  perdiese  su  esencia,  su  na- 
turaleza, su  libertad,  precisamente  en  el  momento  en  que  encuentra  su  per- 
fección definitiva  alcanzando  aquel  objeto  que  llena  todas  las  potencialida- 
des de  su  ser.  Por  eso  puede  decir  Agustín,  que  aquella  feliz  necesidad,  que 
no  va  contra  la  libertad  en  sí,  está  en  Dios  por  su  naturaleza,  mientras  que 
nosotros  la  recibiremos  como  recompensa  por  nuestras  buenas  obras  (l0) . 

Por  lo  tanto,  para  ser  libre  no  se  necesita  poder  hacer  el  bien  y el  mal; 
si  así  fuera,  Dios  no  sería  libre.  Pero  ni  siquiera  la  libertad  creada  incluye 
necesari;  mente  esa  doble  posibilidad.  Precisamente  porque  Agustín  rechaza 
el  concepto  de  libertad  de  Julián,  puede  presentar  un  concepto  de  libertad 
jerárquicamente  ordenada  que  comprende  tanto  la  libertad  de  Dios  como  la 
de  las  criaturas  y reconcilia  en  sí  armónicamente  los  conceptos  de  libertad  y 
necesidad  que  parecen  excluirse  mutuamente. 

Dios  posee  la  libertad  perfecta  aunque  solo  puede  querer  el  bien  ( 11 ) . La 


( 8 ) Id.  V,  61. 

( 9 ) Id.  I,  103;  cfr  V,  61 

(10)  Id.  V,  61;  V,  38;  cfr.  V,  62;  I.  103. 

(11)  Op.  imp.  V,  31:  ...quoniam  natura  Dei  nee  peecare  vult  poste  nee  potest  velle... 
Id.  V,  38:  ...et  ideo  summe  maximeque  habens  liberum  arbitrium,  peecare  tamen 
non  potest  Deus... 

Id.  VI,  19:  ...quando  non  poterimus  serviré  peecato  sicut  nee  ipse  Deus:  sed 
nos  gratia  ipsius,  ille  vero  natura... 


8 


libertad  creada  puede  dirigirse  también  hacia  el  mal,  aunque  la  voluntad  en 
sí  está  ordenada  y dirigida  hacia  la  felicidad  (12) . Puede  abrazar  el  mal  bajo 
la  imagen  de  un  bien  aparente,  .y  por  eso  ser  creada  de  la  nada  (13) . Sin 
embargo  la  posibilidad  de  querer  el  mal  no  es  tan  esencial  a la  libertad  co- 
mo para  que  ésta  se  pierda  si  dicha  posibilidad  desaparece.  La  libertad  crea- 
da es  diferente  de  la  divina  porque  la  criatura  puede  tomar  un  mal  como 
un  bien  aparente.  Esto  no  quita  que  Dios  pueda  influir  sobre  el  hombre  y 
perfeccionar  su  libertad  de  tal  manera  que  ésta  no  pueda  ya  querer  el  mal, 
sin  que  por  eso  la  destruya.  Mas,  así  como  el  hombre,  según  Agustín,  puede  por 
la  gracia  de  Dios  perder  el  poder  de  hacer  el  mal,  también  puede,  por  casti- 
go, perder  el  poder  de  hacer  el  bien,  sin  que  por  eso  su  libertad  desaparezca. 
En  el  ámbito  de  la  libertad  creada,  reina,  por  eso,  también  cierta  jerarquía, 
según  imita  más  o menos  la  libertad  perfecta  de  Dios. 

La  libertad  creada  más  perfecta  es  la  de  los  ángeles  y santos  en  el  cielo. 
Su  perfección  consiste  en  que  con  ella  se  puede  únicamente  querer  el  bien,  y 
no  pecar.  Angeles  y santos  se  merecieron  esa  libertad  perfecta  por  el  buen  uso 
de  aquella  libertad  imperfecta  que  era  capaz  de  hacer  el  bien  y el  mal  (14) . 

La  libertad  de  los  ángeles  antes  de  su  glorificación  o beatificación  defi- 
nitiva era  como  la  libertad  del  demonio  y de  Adán  antes  de  sus  respectivas 
caídas.  Propio  de  ella  era  poder  pecar  y no  pecar,  sin  que  debiera  pecar.  Tal 
libertad  era  ya  un  gran  bien,  pero  mayor  era  aquél  prometido  al  buen  uso 
de  esa  libertad  como  recompensa,  a saber,  su  conversión  en  una  libertad  que, 
como  la  divina,  ya  no  podría  hacer  el  mal.  Adán  y los  demonios  usando  mal 
de  su  libertad  se  hicieron  indignos  de  esa  recompensa,  mientras  que  los  ánge- 
les buenos  la  consiguieron.  Ambos,  ángeles  y hombres,  pudieron  pecar  porque 
eran  criaturas;  pero  los  ángeles  mutaron  su  libertad  imperfecta  por  una  más 
perfecta;  perfeccionaron  con  la  gracia  de  Dios  la  libertad  que  incluía  posi- 
bilidad para  pecar,  consiguiendo  así  una  libertad  que,  como  la  de  Dios,  no 
permite  ya  el  pecado  (15) . 

La  gracia  de  Dios  produjo  esa  libertad  más  perfecta  en  la  criatura.  Tam- 
bién los  hombres  la  recibirán  cuando,  después  de  una  vida  grata  a Dios,  se 
reúnan  con  los  ángeles  en  el  cielo.  Entonces  gozarán  de  la  misma  libertad  que 
excluye  la  posibilidad  del  pecado.  Tendrán  entonces  aquella  libertad  que  Dios 
posee  por  naturaleza  y la  creatura  por  la  gracia  divina  (16) 


(12)  Id.  VI,  11:  ...hominis  vero  liberum  arbitrium  congenitum...  illud  est,  quo  beati 

omne8  esse  vohint,  etiam  hi  qui  ea  nolunt,  guae  ad  beatitudinem  ducunt... 
Id.  VI,  12:  ...inmutabilis  autem...  illa  libertas  est  voluntatis,  qua  beati  omnes 
esse  volumus  et  nolle  non  possumus... 

Id.  VI,  26:  ...Natura,  quid  sie  appetit,  ut  beatitudinem?  Denique  liberum  ar- 
bitrium quod  de  hae  re  habemus,  ita  nobis  naturaliter  insitum  est,  ut  nulla 
miseria  nobis  auferri  possit,  quod  miseri  esse  nolumus  et  volumus  esse 
beati... 

(13)  Id.  V,  31. 

(14)  Id.  I,  102.  103;  VI,  19. 

(16)  Id.  VI,  19:  V,  58;  cfr.  V,  38.  56.  61.  62;  VI,  10.  J.  Gredt,  Elementa  philoso- 
phiae.  Freiburg7  (1937),  II,  330  (nota),  llama  al  acto  de  la  voluntad  de  los 
santos  en  el  cielo,  “voluntarium  perfectum  non  liberum  sed  liberum  virtualiter 
eminenter”. 


0 


t 


Ahora  bien,  mientras  la  libertad  creada  alcanza  en  los  ángeles  y santos 
su  más  alta  perfección,  en  los  demonios  y condenados  llega  a su  nivel  más 
bajo.  Antes  de  su  caída,  la  libertad  del  demonio  era  igual  a la  de  los  ángeles 
antes  de  su  exaltación.  Como  ellos  el  demonio  podía  hacer  el  bien  y el  mal 
sin  que  nada  le  forzara  a hacer  esto  último.  Pero  en  vez  de  ganarse  una  li- 
bertad más  perfecta,  como  los  ángeles,  el  demonio  perdió,  por  el  mal  uso  de 
su  libertad,  aquella  que  poseía  y recibió  una  que  solamente  le  deja  hacer  el 
mal.  Premio  y castigo  se  corresponden.  Mientras  los  ángeles  recibieron  como 
premio  una  libertad  que  ya  no  los  deja  pecar,  el  demonio  recibió,  como  cas- 
tigo, una  libertad  que  ya  no  lo  deja  hacer  el  bien  (17)  . El  demonio  perdió  en 
forma  definitiva  la  voluntad  libre  para  hacer  el  bien,  pero  conserva  la  liber- 
tad: libertad  para  hacer  únicamente  el  mal.  La  definición  de  libertad  dada 
por  Julián  (poder  hacer  el  bien  y el  mal)  es  por  consiguiente  inaplicable  a 
Dios,  a los  ángeles  y santos,  y a los  demonios  y condenados  del  infierno. 

Si  la  definición  de  Julián  fuera  correcta,  dice  Agustín,  ángeles  y santos 
deberían  tener  todavía  la  facultad  de  pecar.  Deberíamos  temer  una  posible 
nueva  caída  de  los  ángeles  .y  sospechar  de  los  santos  en  el  cielo  (18) . Debería- 
mos aceptar,  además,  la  posibilidad  de  una  conversión  del  demonio  y de  los 
condenados,  doctrina  que  se  atribuye  a Orígenes  y que  la  fe  católica  rechaza 
(19) . Pero  no  es  así.  Antes  bien  debemos  creer  que  la  criatura  racional  al  prin- 
cipio fue  capaz  de  recibir  tanto  lo  bueno  como  lo  malo,  y que  amando  una 
de  las  dos  cosas  debía  adquirir,  como  premio  o castigo,  el  ser  capaz  únicamen- 
te para  el  bien  o para  el  mal  (20) . 

Quisiera  volver  nuevamente  a lo  dicho  respecto  a los  conceptos  de  "nece- 
sidad” y “libertad”  en  Agustín.  Poder  hacer  únicamente  una  cosa  no  indica, 
según  él,  falta  de  libertad,  porque  su  concepto  de  libertad  es  diferente  del  de 
Julián.  Agustín  usa  en  sus  investigaciones  no  solamente  un  método  experi- 
men tai-psicológico  sino  también  un  método  metafísico-teológico.  Su  concepto 
de  libertad  tiene  una  estructura  ontológica,  por  decirlo  así,  que  es  su  punto 
de  partida. 

A causa  de  esta  estructura  existe,  como  ya  dijimos,  en  la  voluntad,  una  re- 
lación trascendental  hacia  el  bien  en  general.  La  experiencia  nos  enseña,  dice 
Agustín,  que  todos  los  hombres  quieren  ser  felices  y esta  tendencia  hacia  la 
felicidad  está  inseparablemente  unida  a la  voluntad.  Por  eso  posee  la  suma 
libertad  aquél  que  es  la  felicidad  en  sí  mismo:  Dios.  En  ese  contexto  habla 
Agustín  de  aquella  "feliz  necesidad”  que  ya  mencionábamos  y que  Dios  posee 
por  naturaleza,  los  ángeles  y santos  por  gracia,  y que  nosotros  tenemos  pro- 
metida como  premio  si  vivimos  aquí  en  la  tierra  conforme  a los  mandatos  de 
Dios. 

Aquí  en  la  tierra  el  mal  objetivo  puede  presentarse  a nuestra  voluntad 


(16)  Id.  VI,  19  (y  ver  las  citas  14  y 16). 

(17)  Id.  V,  47;  cfr.  I,  103;  V,  68;  VI,  10.  18.  22. 

(18)  Id.  V,  68. 

(19)  Id.  V,  47. 

(20)  Id.  V,  68;  cfr.  I,  103. 


10 


como  un  bien  aparente,  y de  ahí  que  podamos  pecar,  hacer  el  mal.  Pero  con 
esto  no  es  lesionada  la  tendencia  de  la  voluntad  hacia  el  bien.  Precisamente 
a causa  de  ella  Dios  puede  perfeccionar  la  libertad  creada  imperfecta,  de  tal 
manera  que  llegue  a querer  solamente  el  bien  sin  perder  por  eso  su  libertad. 
En  efecto,  Dios  puede  ayudar  a la  criatura  a conseguir  aquel  bien  concreto  que 
llenará  toda  la  potencialidad  de  la  voluntad  hacia  el  bien,  de  tal  manera  que 
esta  voluntad  no  quiera  ya  dejar  ese  bien.  Este  bien  concreto  es  Dios  mismo. 
Cuando  Dios  ha  sido  captado  por  la  voluntad  de  tal  manera  que  satisface  to- 
da la  tendencia  de  la  voluntad  hacia  la  felicidad,  ésta  no  quiere  abandonarlo, 
y por  consiguiente  no  podrá  ya  pecar;  sin  que  eso  signifique  perder  su  liber- 
tad. La  voluntad  estará  entonces  bajo  el  dominio  de  aquella  "feliz  necesidad”, 
de  la  cual  hablábamos.  Desde  este  punto  de  vista  se  comprenderá  también  por 
qué,  según  Agustín,  los  condenados,  con  el  demonio,  podrán  hacer  solamente 
el  mal  conservando  sin  embargo  su  libertad.  El  mal  puede  aparecer  bajo  la 
imagen  del  bien  y atraer  la  voluntad.  Aquella  criatura  a la  cual  gusta  sola- 
mente el  mal,  hará  solamente  el  mal,  y esto  libremente  (21) . La  voluntad  del 
demonio  fue  apartada  de  tal  manera  de  Dios  por  el  pecado,  que  todo  lo  que 
tenga  relación  con  El  ya  no  le  place.  Por  lo  tanto  el  demonio  ya  no  puede  ape- 
tecer aquellos  bienes  objetivos  que  tienen  relación  con  Dios,  porque  ya  no  cons- 
tituyen un  bien  atractivo  para  su  voluntad.  Para  el  demonio  y los  condena- 
dos únicamente  el  mal  será  un  objeto  apetecible.  Sin  embargo,  poder  apete- 
cer solamente  el  mal  como  bien  constituye  para  ellos  un  gran  tormento  (22) . 

Explicaremos  esta  idea  todavía  algo  más  cuando  expongamos  la  doctrina 
de  Agustín  acerca  de  las  relaciones  entre  la  gracia  y la  voluntad,  y el  pecado 
original,  porque  ella  nos  da  la  clave  para  entender  su  pensamiento  al  respecto. 
Esto  es,  si  el  hombre  pierde  por  el  pecado  el  sabor,  por  decirlo  así,  de  las 
cosas  divinas,  ya  no  podrá  hacer  el  bien  porque  ya  no  le  gusta,  porque  ya  no 
quiere.  Si,  al  contrario,  la  gracia  le  devuelve  al  hombre  este  gusto  por  las  co- 
sas de  Dios,  entonces  hará  el  bien  porque  le  agrada,  porque  está  de  acuerdo 
con  las  tendencias  concretas  de  su  voluntad.  Aunque  el  hombre  en  el  primer 
raso  pueda  hacer  solamente  el  mal  y en  el  segundo  solamente  el  bien  es,  sin 
embargo,  en  ambos  casos,  libre  porque  actúa  conforme  a los  deseos  de  su  vo- 
luntad. 

Por  eso  dijimos  que  Agustín  procede  en  sus  investigaciones  acerca  de  la 
libertad  no  solamente  como  psicólogo  sino  también  como  metafísico  y teólo- 
go. La  facultad  volitiva  tiene  una  estructura  ontológica  dirigida  hacia  el  bien 
en  general.  Cuando  el  bien  subjetivo  de  la  voluntad  se  identifica  con  el  bien 
objetivo,  la  voluntad  hará  el  bien;  si  no  se  identifica,  obrará  mal.  Pero  en 
ambos  casos  obrará  libremente,  porque  hace  aquello  que  corresponde  a su 
manera  de  ser.  De  ahí  que  Agustín  pueda  decir  con  toda  razón  que  no  exis- 
te cosa  más  absurda  que  afirmar  que  la  voluntad  puede  querer  el  bien  con- 
tra su  voluntad  (23) , contra  su  querer. 


(21)  Id.  V,  47;  V,  58. 

(22)  Id.  V,  58. 

(23)  Id.  I,  101;  VI,  11. 


11 


Por  consiguiente  es  falsa  la  doctrina  de  Julián,  según  la  cual  el  libre  al- 
bedrío consiste  en  la  posibilidad  de  hacer  el  bien  y el  mal;  y es  falso  afirmar 
que  la  voluntad  es  tan  independiente  y encerrada  en  sí  misma  que  ni  Dios 
ni  el  pecado  pueden  influir  sobre  ella.  Ya  dijimos  que  ángeles  y santos  con- 
siguieron por  la  gracia  de  Dios  aquella  libertad  perfecta  que  excluye  la  posi- 
bilidad del  pecado.  Dijimos  también  que  el  demonio,  a causa  de  su  pecado, 
se  consiguió  una  libertad  que  solamente  le  permite  pecar.  Así  como  Dios  po- 
see la  libertad  perfecta  porque  en  El  coincide  por  naturaleza  el  bien  de  la 
voluntad  con  el  bien  objetivo,  así  poseen  los  ángeles  y santos  la  libertad  crea- 
da más  perfecta  porque  en  ellos  se  identifica,  a causa  de  la  gracia  de  Dios, 
para  toda  la  eternidad,  el  bien  de  la  voluntad  con  el  bien  objetivo.  Los  con- 
denados, por  el  contrario,  poseen  la  libertad  creada  ínfima,  porque  en  ellos 
nunca  se  identificará  el  bien  de  su  voluntad  con  el  bien  objetivo.  Entre  la 
libertad  de  los  santos  y la  de  los  condenados  está  la  de  los  hombres  aquí  en 
la  tierra,  que  aparece  en  tres  formas  diferentes:  la  libertad  de  Adán  antes  de 
la  caída,  la  del  hombre  después  del  pecado  original  y la  del  hombre  redimido. 
Hablaremos  de  esta  triple  libertad  al  exponer  la  doctrina  de  Agustín  acerca 
de  la  libertad  y el  pecado  original. 

Tratando  en  este  capítulo  de  la  doctrina  de  Agustín  acerca  de  la  volun- 
tad libre  en  general,  debemos  exponer  brevemente  su  juicio  acerca  de  la  doc- 
trina de  Julián  sobre  la  voluntad  como  facultad  y como  acto, 
mo  acto. 

Según  Julián  el  acto  voluntario  es  un  movimiento  del  alma  libre  de  to- 
da coacción,  motus  animi  cogente  nullo.  Por  eso  no  tiene  origen,  pues  si  lo 
tuviera  no  podría  ser  libre  de  coacción,  conforme  al  principio  naturalin  cuncto 
cogunt  esse  quod  sequitur.  Dijimos  al  comienzo  que,  según  Julián,  la  natura- 
leza pertenece  al  mundo  de  las  cosas  necesarias  mientras  que  el  acto  libre  per- 
tenece a la  esfera  o al  mundo  de  las  cosas  posibles.  Los  dos  mundos  no  tie- 
nen contacto  entre  sí  y por  eso  no  pueden  influirse  mutuamente. 

Agustín  juzga  todas  estas  doctrinas  absurdas.  ¿Cómo  puede  algo  que  se 
hizo  y no  siempre  fue,  no  tener  origen?  Afirmar  que  el  acto  voluntario  no 
puede  tener  origen  porque  existe  libre  de  coacción,  es  afirmar  que  tampoco 
el  hombre  tiene  origen,  porque  él  también  existe  sin  que  lo  obligaran  a exis- 
tir. En  efecto  no  lo  obligaron  a aceptar  su  existencia,  puesto  que  antes  de  su 
existencia  no  existió.  Y sin  embargo,  según  Julián,  el  hombre  fue  obligado  a 
existir  porque  tiene  una  naturaleza  y todo  lo  que  tiene  naturaleza  pertenece 
al  mundo  de  las  cosas  necesarias  (M) . La  doctrina  de  Julián  es,  por  lo  tanto, 
totalmente  absurda.  Hay  que  aceptar  que  el  acto  voluntario  viene  de  alguna 
parte,  tiene  origen,  sin  que  por  esto  deje  de  ser  un  acto  libre.  Como  todo  el 
mundo  sabe  de  donde  proviene,  nadie  lo  pregunta.  El  acto  voluntario  perte- 
nece a su  sujeto.  El  acto  voluntario  del  ángel  es  del  ángel,  el  del  hombre  del 
hombre  y el  de  Dios  de  Dios.  Y cuando  Dios  produce  en  el  hombre  un  acto 
voluntario  bueno,  lo  hace  para  que  el  acto  proceda  de  aquél  a quien  pertene- 
ce la  facultad  de  la  voluntad.  Es  algo  semejante  al  caso  de  la  descendencia  de 


(24)  Id.  V,  41. 


12 


un  hombre  de  otro.  No  porque  Dios  crea  a los  hombres  estos  dejan  de  ser 
nacidos  de  otros  hombres  (25) . 

Y si  natural  es  solamente  aquello  que  debe  ser  y no  aquello  que  no  es 
pero  puede  ser,  entonces  las  relaciones  entre  los  sexos,  la  concepción,  el  co- 
mer, no  serían  cosas  naturales.  Solo  lo  serían  las  potencias  para  poner  esos 
actos,  puesto  que  las  recibimos  con  nuestra  naturaleza,  pero  no  su  uso  (“) . 
Además,  si  el  acto  voluntario  nada  tiene  que  ver  con  la  naturaleza  ni  con  la 
facultad  de  la  voluntad,  si  ni  siquiera  es  producido  por  ella  sino  que  sola- 
mente se  origina  en  ella,  ¿cómo  puede  entonces  la  naturaleza  humana  ser  con- 
denada a causa  de  estos  actos  voluntarios  cuando  son  malos?  Angeles  y hom- 
bres son  naturalezas.  Si  el  acto  voluntario  malo  no  puede  ser  atribuido  a la 
naturaleza,  ella  no  puede  en  justicia  ser  condenada  (27) . 

Como  se  ve,  la  doctrina  de  Julián  acerca  del  acto  voluntario  destruye  la 
unidad  en  la  naturaleza  humana,  en  cuanto  pone  a tal  acto  como  algo  total- 
mente separado,  sin  esencia  .y  origen,  al  lado  de  la  misma  naturaleza  huma- 
na. Para  Agustín,  al  contrario,  el  hombre  es  una  unidad  en  sí.  No  conoce  es- 
te ser  híbrido  de  Julián  constituido  por  esta  rara  facultad  de  la  voluntad  y 
por  este  raro  acto  voluntario.  Según  Agustín  el  hombre  es  responsable  de  sus 
acciones  y puede  ser  castigado  o premiado  porque  el  acto  voluntario  procede 
de  la  naturaleza  humana  y de  tal  manera  que  el  acto  bueno  es  producido  por 
Dios  en  el  hombre  sin  que  por  esto  la  libertad  del  acto  se  pierda,  mientras  que 
el  acto  libre  malo  es  producido  por  el  hombre  solo  í28) . 

Antes  de  terminar  este  capítulo  quisiéramos  agregar  algo  respecto  a aque- 
lla tendencia  hacia  la  felicidad  que  nace  inseparablemente  con  la  voluntad 
del  hombre  (K) . Agustín  llama  a esa  tendencia  según  la  cual  todos  queremos 
ser  felices,  liberum  arbitrium.  ¿Quiere  acaso  Agustín  identificar  la  voluntad 
libre  con  tal  tendencia?  De  ninguna  manera.  El  mismo  dice  que  dicha  ten- 
dencia no  basta  para  que  el  hombre  alcance  realmente  la  felicidad.  Para  al- 
canzarla se  necesita  la  facultad  de  la  voluntad  y la  gracia  (M) . Sin  embargo 
puede  llamarla  liberum  arbitrium  porque  es  como  el  fundamento,  la  base,  del 
libre  albedrío.  Diríamos  que  la  llama  así  en  virtud  de  una  analogía  attributio- 
nis. 

El  hombre  lleva  dentro  de  sí  un  deseo  insatisfecho  de  felicidad  que  está 
dirigido  hacia  el  bien  en  general.  Este  deseo  actúa  como  una  fuerza,  una  ener- 
gía que  mueve  a la  voluntad  en  sus  distintas  actividades  y la  hace  elegir  tal  o 
cual  objeto  porque  está  de  acuerdo  con  esa  tendencia  suya.  Si  tal  tendencia 
no  existiera  dentro  de  la  voluntad,  .y  esta  fuera  pura  indiferencia,  como  pien- 
sa Julián,  pura  receptividad  sin  una  determinada  estructura  dirigida  hacia  el 
bien,  nunca  se  decidiría  la  voluntad  para  un  acto  determinado  por  no  existii 
un  nexo,  un  lazo  de  unión  entre  la  facultad  volitiva  y el  objeto  que  se  le  pre- 


(25)  Id.  V,  42. 

(26)  Id.  V.  46.  49.  65. 

(27)  Id.  V,  62.  56.  57.  59.  60.  61. 

(28)  Id.  V,  42. 

(29)  Cfr.  nota  (12). 

(30)  Id.  VI,  26. 


13 


senta.  En  efecto,  si  la  potencia  de  la  voluntad  no  tuviese  su  objeto  específi- 
co y fuese  indiferente  frente  a cualquier  objeto,  nunca  se  actuaría,  por  fal- 
tarle a la  potencia  su  objeto  correspondiente,  que  la  puede  actuar.  Pero  esto 
no  sucede,  porque  la  voluntad  no  es  pura  indiferencia  sino  que  está  esencial- 
mente dirigida  hacia  el  bien  como  tal.  He  ahí  por  qué  puede  la  voluntad  ele- 
gir los  más  diversos  objetos  que  en  sí  representan  de  alguna  manera  un  bien, 
sin  estar  obligada  a elegir  un  bien  determinado  hasta  que  encuentre  aquél  ob- 
jeto al  cual  se  entregará  con  todas  las  fuerzas  de  su  potencia  porque  la  llena- 
rá por  completo. 

Nos  parece  que  Agustín  puede  llamar  iiberum  arbitrium  a esta  tenden 
¿ia  hacia  la  felicidad  porque  constituye  el  fundamento  para  la  actividad  vo- 
litiva en  cuanto  la  hace  posible.  Son  pocos  los  lugares  en  los  que  Agustín  de- 
signa a esa  tendencia  con  el  nombre  de  Iiberum  arbitrium  (31) . Generalmente 
lo  usa  para  designar  aquello  que  nosotros  llamamos  de  la  misma  manera,  a 
saber,  aquella  facultad  con  la  cual  el  hombre  hic  et  nunc  prefiere  un  bien 
concreto  a otro,  inclinándose  hacia  el  uno  y rechazando  el  otro.  Pero  esto  no 
quita  que  —según  nuestra  opinión—  la  doctrina  acerca  de  la  voluntad  como 
tendencia  hacia  el  bien  constituya  la  clave  para  comprender  la  doctrina  de 
Agustín  acerca  de  la  voluntad  libre.  Queremos  por  eso,  de  nuevo,  resumir  bre- 
vemente la  doctrina  de  la  voluntad  libre  en  Agustín  como  nosotros  la  vemos, 
aunque  tengamos  que  repetir  cosas  ya  dichas. 

Con  la  voluntad  libre  está  inseparablemente  unida  la  tendencia  hacia  la 
felicidad  quo  beati  esse  volumus  (32) . Para  conseguirla  debemos  vivir  bien, 
bene  vivere  o bene  agere.  Bajo  estas  expresiones  Agustín  entiende  una  vida 
objetivamente  buena,  es  decir  según  la  voluntad  de  Dios.  En  el  capítulo  si- 
guiente, al  hablar  del  pecado  original  y sus  consecuencias,  diremos  qué  es  es- 
ta vida  objetivamente  buena  en  concreto,  según  Agustín.  Baste  decir  aquí  que 
ese  bene  vivere  no  puede  ser  conseguido  por  el  hombre,  según  Agustín,  sin  la 
gracia  de  Dios.  Hoc  Iiberum  arbitrium  adiuvatur  per  Dei  gratiam,  ut  quod  na- 
turaliter  volumus,  hoc  est,  beate  vivere,  bene  vivendo  habere  possimus  (33) . 

Agustín  concibe  la  gracia  que  influye  en  la  voluntad,  sobre  todo  como 
caritas,  amor  Dei,  como  explicaremos  en  otro  capítulo.  En  virtud  de  esta  ten- 
dencia hacia  el  bien  que  pertenece  a la  estructura  esencial  de  la  voluntad, 
ésta  puede  ejercer  actividades  concretas,  pues  busca  en  la  realidad  concreta 
aquel  bien  que  satisface  a aquella  tendencia. 

Cuando  está  bajo  el  influjo  de  la  gracia,  de  la  caritas,  el  bien  concreto  ele- 
gido coincide  con  un  bien  objetivo.  De  ese  modo  la  gracia  hace  que  pueda 
vivir  bien  y conseguir  así  el  vivir  siempre  felizmente;  por  el  vivere  bene  me- 
diante la  gracia  llegará  al  beate  vivere  en  el  cielo.  Pero  cuando  no  tiene  la 
gracia,  también  debe  buscar  la  satisfacción  de  aquella  tendencia  de  su  volun- 


(31)  Id.  VI,  11.  12.  26.  Santo  Tomás  en  su  obra  De  Veritate,  q.  24,  a.  1,  ad  20  lla- 

ma también  a este  impulso  hacia  la  felicidad  ‘‘libera  voluntas”.  Dice: 

...Habemu8  ergo  respectu  eius  liberam  voluntatem,  cum  necessitas  natura- 
lis  inclinationis  libertati  non  repugnet... 

(32)  Id.  VI,  26. 

(33)  Id.  VI,  26. 


14 


tad.  No  pudiendo  elegir  un  bien  objetivo  en  el  sentido  de  Agustín,  la  satis- 
facerá  eligiendo  un  objeto  que  subjetivamente  se  le  presente  como  tal. 

Lo  que  interesa  a la  voluntad  como  tal  en  su  esfera  experimental  vital, 
es  el  bien  subjetivo.  El  bien  objetivo  le  interesa  bajo  el  aspecto  ontológico, 
en  cuanto  solamente  él  puede  realmente  satisfacerla  definitivamente.  Lo  que 
la  voluntad  apetece  bajo  el  punto  de  vista  psicológico-vital  es  el  bien  subje- 
tivo. La  gracia  tiene  que  hacer  que  tal  bien  se  identifique  con  el  bien  obje- 
tivo. Si  por  falta  de  gracia  no  resulta  así,  ni  la  actividad  psicológica  de  la  vo- 
luntad, ni  su  estructura  ontológica,  experimentan  por  eso  un  cambio.  Tam- 
bién en  ese  caso  la  voluntad  apetecerá  aquel  objeto  que  subjetivamente  le 
gusta,  aunque  objetivamente  considerado  sea  un  mal.  Debemos  recordar  aquí 
todo  lo  que  dijimos  acerca  de  la  libertad  de  los  ángeles,  santos  y condenados. 

¿Cuándo  actúa  entonces  el  hombre  libremente?  Cuando  capta  un  objeto 
que  no  está  en  desacuerdo  con  la  tendencia  de  su  voluntad  subjetivamente 
considerada,  hacia  la  felicidad.  Así  la  voluntad  libre,  como  tendencia  hacia  la 
felicidad,  es  el  fundamento  y la  base  de  las  actividades  de  la  voluntad  libre 
en  el  sentido  corriente  (34) . 

Como  se  ve,  para  Agustín  el  punto  de  partida  para  explicar  el  concepto 
de  la  voluntad  es  su  estructura  ontológica  como  tendencia  hacia  la  felicidad. 
Partiendo  de  aquí  explica  sucesivamente  la  facultad  y sus  actividades.  En  Dios 
esta  tendencia  no  existe  formalmente  como  tendencia,  sino  como  eterna,  per- 
fecta  actualización.  La  voluntad  divina  se  identifica  con  el  bien  objetivo  su- 
premo, la  esencia  divina.  En  las  criaturas,  al  contrario,  esta  voluntad  se  en- 
cuentra  como  tendencia  no  actualizada  sino  por  actualizar.  Hay  que  satis- 
facerla por  medio  de  una  actividad  conforme  a dicha  tendencia.  La  voluntad 
obra  conforme  a su  manera  de  ser  cuando  capta  un  objeto  que,  por  lo  menos 
subjetivamente,  es  un  bien  para  ella. 

Agustín  toma  a la  voluntad,  podríamos  decir,  de  dos  maneras:  como  ten- 
dencia hacia  la  felicidad  y como  facultad  que  trabaja  para  satisfacer  tal  ten- 
dencia. La  primera  concibe  a la  voluntad  como  algo  estático,  permanente,  que 
espera  su  actualización;  la  segunda,  como  algo  dinámico,  que  con  su  actividad 
quiere  satisfacer  aquella  tendencia.  En  ambos  casos  estamos  frente  a la  mis- 
ma voluntad,  una  vez  tomada  como  potencia  fundamental  básica,  la  otra  co- 
mo un  camino  para  actuar  a la  potencia.  El  punto  de  partida  de  la  investi- 
gación de  Agustín  no  lo  constituye  la  voluntad  como  facultad  de  elección  sino 
la  voluntad  en  su  estructura  ontológica  como  tendencia  hacia  la  felicidad.  La 
facultad  de  elección  es,  por  decirlo  así,  algo  accidental  para  la  voluntad  con- 
siderada como  el  poder  de  decidirse  entre  dos  objetos  concretos.  Esta  facultad 
es  algo  accidental  y necesariamente  presente  en  la  voluntad  únicamente  mien- 
tras ésta  no  haya  encontrado  aquel  bien  concreto  que  la  llena  por  completo. 
Ya  dijimos  que  en  tal  caso  la  voluntad  abrazará  necesariamente  ese  bien  sin 
que  dicha  necesidad  implique  falta  de  libertad. 

Contrariamente  a Agustín,  Julián  concibe  a la  voluntad  solamente  como 


(34)  J.  Mausbach,  Die  Ethik  des  Hl.  Augustinus,  II,  256.  Herder,  Freiburg  im  Br. 
1929,  2a.  ed.  augm. 


15 


facultad  de  elección.  Para  que  sea  facultad  de  elección  y por  eso  libre,  la  vo- 
luntad debe  tener  siempre  el  poder  de  elegir  tanto  el  bien  como  el  mal,  sin 
limitación  en  cuanto  a los  objetos.  Siempre  debe  permanecer  en  la  voluntad 
esta  libertad  de  elección.  Agustín,  al  contrario,  no  concibe  a la  voluntad  esen- 
cialmente como  libertad  de  elección  sino  como  una  facultad  en  la  cual  apa- 
rece esta  libertad  de  elección  mientras  no  haya  conseguido  su  último  bien  de- 
finitivo. Libertad  de  elección  significa  también  para  él  indiferencia  activa  fren- 
te a los  bienes  concretos  que  no  son  el  bien  concreto  último  definitivo,  por- 
que frente  a éste  se  acaba,  según  Agustín,  la  libertad  de  la  elección.  Pero  no 
termina  la  libertad,  como  cree  Julián  para  quien  no  puede  existir  libertad 
donde  no  se  puede  al  mismo  tiempo  elegir  lo  contrario. 

Según  Agustín  la  voluntad  no  puede  dejar  de  desear  y amar  el  último 
bien  concreto  definitivo.  Habiéndolo  conseguido  no  puede  ya  dejarlo  para 
elegir  otro  bien.  Infaliblemente  lo  abrazará  con  todas  las  fuerzas  de  sus  po- 
tencias; ya  no  puede  dejarlo  porque  no  quiere.  Libremente  lo  aceptará  para 
siempre  con  una  libertad  que  podríamos  llamar  libertad  plena,  perfecta,  ac- 
tualizada totalmente. 


II  PECADO  ORIGINAL  Y LIBRE  ALBEDRIO  SEGUN  S.  AGUSTIN 

La  libertad  de  Adán  en  el  Paraíso  era,  según  Agustín,  como  la  del  án- 
gel que  aún  no  había  conseguido  la  bienaventuranza  eterna.  Adán  pudo  pecar 
porque  era  criatura,  pero  no  debió  pecar  (“j . La  definición  de  voluntad  de 
Julián:  voluntad  es  posibilidad  para  lo  bueno  y lo  malo,  sería  aplicable  lite- 
ralmente a Adán  (36) , si  bien  Agustín  seguramente  no  habría  hecho  válido  para 
Adán  lo  que  Julián  entiende  bajo  tal  definición. 

Cuando  se  sostiene  que  la  naturaleza  humana  dé  Adán  fue  creada  de 
tal  manera  que  era  capaz  de  bien  y de  mal,  no  se  debe  por  eso  negar  que  ella 
hubiera  podido  llegar  a un  estado  en  que  solamente  habría  sido  capaz  de  hacer 
el  bien.  Ella  debía  alcanzar  esa  perfección  no  pecando.  Si  ya  es  un  bien  poder 
no  pecar,  aunque  se  pueda  pecar,  es  un  bien  mayor  no  poder  ya  pecar.  Esoi 
debía  merecerlo  el  hombre  por  sus  acciones  aquí  en  la  tierra.  Por  el  buen  uso 
de  ese  bien  menor,  a saber  la  libertad  que  deja  aún  la  posibilidad  de  pecar, 
debía  merecer  ese  bien  mayor  que  es  la  libertad  que  excluye  la  actual  po- 
sibilidad de  pecado  (37) . 

Dios  no  constriñó  a Adán  a conservar  la  buena  voluntad  con  que  lo 
creó.  Adán  tenía  en  su  poder  permanecer  para  siempre  en  esa  buena  voluntad 
o transformarla  en  una  peor,  como  realmente  hizo.  El  mandamiento  que  Dios 
dio  al  hombre,  podía  ser  observado  por  éste  sin  esfuerzo,  o transgredido.  Sólo 
que  la  observancia  no  terminaría  sin  mérito,  ni  la  transgresión  sin  castigo  (M) . 


(35)  Op.  Imp.  V,  38. 

(36)  Id.  V,  40;  cfr.  V,  61.  54. 

(37)  Id.  V,  58. 

(38)  Id.  V,  61;  VI,  15. 


16 


Por  eso  no  tachamos  de  heréticos,  en  modo  alguno  —advierte  Agustín—,  a aque- 
llos que  sostienen  que  el  justo  Dios  ha  creado  al  hombre  libre  para  el  bien. 
Al  contrario,  Adán  íue  creado  así  (39) . Adán  poseyó  tal  volunt.  d libre,  que 
libremente  pudo  perpetrar  un  sacrilegio  o dejar  de  hacerlo,  libremente  pudo 
cometer  o no  un  asesinato  de  un  pariente,  obedecer  a Dios  que  mandaba  o al 
demonio  que  persuadía  (*°) . Si  Adán  empero  no  hubiese  pecado,  aunque  pu- 
diera pecar,  como  premio  se  le  habría  dado  no  poder  ya  más  pecar,  bajo  una 
más  grande  felicidad  (41) . La  naturaleza  humana  está  ahora  por  lo  tanto  de- 
teriorada... no  trajo  la  culpa  la  naturaleza  humana,  sino  el  pecado  de  Adán, 
a quien  fue  planteada  la  corrupción  de  la  naturaleza  como  pena.  El  pee  do 
de  Adán  fue  pues  perfectamente  libre.  Pudo  cometerlo  o no  (*2) . 

Puesto  que  Adán  no  fue  creado  de  tal  manera  que  pudiese  pecar  un 
castigo,  no  es  extraño  que  como  pena  por  su  pecado  perdiese  su  justicia  origi- 
nal y no  pudiese  más  obrar  rectamente.  Incluso  no  es  de  maravillarse  que  poi 
caída  una  de  las  buenas  obras  anteriores  a su  caída  no  consiguiese  ese  gran  don 
gracias  al  cual  no  se  podría  en  modo  alguno  pecar  más;  porque  Adán  no  obró 
hasta  el  fin  de  su  tiempo  de  prueba  en  la  práctica  de  la  justicia.  Con  .odo  debía, 
ya  en  esta  vida,  recibir  sin  la  muerte  lo  que  los  santos  obtienen  después  de  la 
muerte  en  el  cielo  (43) . 

La  situación  original  de  Adán  es  llamada,  por  eso,  por  Ambrosio  umbra 
vitae.  Adán  pudo  caer  de  ella,  pero  no  obligado,  y por  tanto  libremente.  Nos- 
otros, en  cambio,  peregrinamos  ahora  in  umbra  mortis  y somos  liberados  de  esa 
sombra  de  muerte  sólo  por  la  gracia  de  Cristo  y no  por  nuestro  mérito  (**) . 
Debido  a que  Adán  era  libre  para  hacer  el  bien  y el  mal,  no  se  le  pudo  aplicar 
la  frase  del  Apóstol  a los  Romanos  7,  19:  “No  hago  el  bien  que  quiero,  sino  e! 
mal  que  aborrezco”  (45) . 

A Adán  es  aplicable  esa  definición  de  pecado  según  la  cual  éste  es  la 
voluntad  de  hacer  o guardar  lo  que  la  justicia  prohíbe,  definición  que  supone 
a la  voluntad  libre  también  para  no  poner  la  acción.  Porque  en  Adán  no  ha- 
bía nada  que  lo  empujase  al  pecado  y le  permitiese  exclamar  "no  hago  el  bien 
que  quiero,  sino  el  mal  que  aborrezco’’.  Adán  obró  libremente  lo  que  prohíbe 
la  justicia,  y libremente  hubiera  podido  dejarlo.  La  acción  de  Adán  fue  por  lo 
tanto  sólo  pecado  y no  pena  del  pecado,  ni  pecado  y pena  del  pecado  simultá- 
neamente. También  otros  hombres  —agrega  Agustín—  pueden  hacer  actos  que 
sean  solamente  pecado  —a  saber  los  hombres  salvados—  y a pesar  de  eso  no  son 
tan  libres  como  lo  fue  Adán  cuando  cometió  el  pecado  (4®) . 

La  pregunta  ahora  es:  ¿puede  alguien,  en  nuestro  caso  Adán,  por  un  pe- 
cado, perder  la  libertad  para  el  bien?,  y la  libertad  sólo  para  el  mal,  que  queda. 


(39)  Id.  II,  7. 

(40)  Id.  III,  109.  110. 

(41)  Id.  VI,  5. 

(42)  Id.  VI,  10. 

(43)  Id.  VI,  12. 

(44)  Id.  VI,  12. 

(45)  Id.  VI,  13. 

(46)  Id.  I,  47. 


17 


¿es  verdadera  libertad?  Agustín  mismo  precisa  esa  cuestión  cuando  se  dirige  en 
la  siguiente  forma  a Julián: 

...Ínter  nos  quaestio  verteretur,  utrum  malo  usu  liberi  arbitrii,  cum  quo 
homo  creatus  est,  vitiari  potuerit  ista  libertas,  ne  ad  bene  vivendum,  qu; 
male  vixit,  esset  idoneus,  nisi  gratiae  virtute  sanatus;...  invenimus...  homi- 
nem  dicentem:  "non  quod  volo  fació  bonum,  sed  quod  nolo  malum,  ago " 
(Rom.  7 , 19).  In  quibus  verbis  evidenter  apparet,  liberum  arbitrium  in  malo 
usu  suo  esse  vitiatum...  Sed  hoc  vos  non  vitiatae  in  primo  homine  naturae 
humanae,  sed  malae  consuetudinis  cuiusque  tribuitis,  quam  sibi  praevalen- 
tem  volens  nec  valens  homo  vincere  suamque  libertatem  ad  bonum  perfi. 
ciendum  integram  non  inveniens,  dicere  ista  compellitur...  (47) . Y refirién- 
dose a la  misma  frase  de  S.  Pablo  ya  citada,  Agustín  comenta: 

Quem  vos  non  vultis  vitiata  origine,  sed  praevalente  mala  consuetudine  la- 
borare; ac  sic  etiam  vos  fatemini  liberum  arbitrium  male  se  utcndo,  posse 
deficere;  et  non  vultis  illud  tam  grandi  peccato,  ut  omni  mala  consuetudine 
fuere  majus  et  pejus,  vitiari  potuisse  in  humana  natura  liberum  arbitrium; 
in  qua  depravando  malam  consuetudinem  tantum  dicitis  posse,  ut  se  perfi- 
cere  bonum  clamet  homo  velle,  nec  posse.  (**) . 

En  otro  lugar  dice  Agustín:  ...Sed  hic  etiam  persistenti  tibi  atque  asseveranti 
libertatem  bene  agendi  seu  male,  suo  malo  usu  perire  non  posse,  respon- 
deat  beatus  Papa  Innocentius,  Romanae  antistes  ecctesiae;  qui  rescnbens  in 
causa  vestra  episcopalibus  conciliis  Africanis:  "Liberum  arbitrium  olim  Ule 
perpessus,  dum  suis  inconsultius  utitur  bonis,  cadens  in  praevaricatioms 
profunda  demersus,  nihil,  quemadmodum  exinde  surgere  posset,  invenit; 
suaque  in  aeternum  libertatem  deceptus,  huius  ruinae  latuisset  oppressu, 
nisi  eum  post  Christi  pro  sua  gratia  relevasset  adventus”.  Videsne  quid  sa- 
piat  per  ministrum  suum  fides  catholica?  Vides  possibilitatem  standi  et  ca- 
dendi  sic  habuisse  hominem,  ut  si  cecidisset,  non  eadem  possibilitate,  qua 
ceciderat,  surgeret,  culpam  sel.  sequente  suplicio.  Propter  quod  Christi  gra- 
tia, cui  miserabiliter  estis  ingrati,  quae  iacentem  revelaret,  advenit. 

In  alia  quoque  epístola,  quam  vobis  ipsis  scripsit  ad  Numidas:  "ergo,  inquit, 
Dei  gratiam  conantur  auferre,  quam  necesse  est,  etiam  restituía  nobis  status 
pristini  libértate,  quaeramus”.  Audis  restituí  libertatem,  et  non  periisse  con- 
tenáis; atque  humana  volúntate  contentus  divinam  non  petis  gratiam,  quam 
libertas  nostra  etiam  in  statum  pristinum  restituía  sibi  esse  necessariam  in- 
telligit...  (49) . 

Puesto  que  el  hombre  se  puede  causar  la  muerte  por  sus  propias  fuerzas 
pero  no  puede  volver  a darse  la  vida,  no  es  tan  sin  sentido  admitir  que  Adán 
por  su  propia  fuerza  destruyó  la  libertad  de  su  voluntad  para  el  bien  sin  que 
pudiese  volver  a darse  esa  libre  voluntad  por  sus  propias  fuerzas  (50) . La  na- 
turaleza que  ha  pecado  y perdido  su  libertad  en  Adán,  peca,  ahora  también, 
de  otra  manera  que  como  pecó  en  el  paraíso  (51) . Sin  la  gracia  no  puede  evi- 


(47)  Id.  VI,  13;  cfr.  VI,  11.  17;  I,  67.  69.  91.  106. 

(48)  Id.  VI,  12;  cfr.  n.  13. 

(49)  Id.  VI,  11. 

(50)  Id.  VI,  12.  16. 

(51)  Id.  V,  28;  cfr.  V,  61. 


18 


ur  ahora  el  pecado  (M) . De  Dios  era  la  buena  voluntad  libre.  Solo  El  puede 
ahora  restituir  lo  que  se  perdió  por  el  pecado  de  Adán  (aJ) . 

Es  cierto  que  el  hombre  posee  también  una  libertad  que  no  le  puede 
ser  quitada  ni  él  puede  perder.  Es  aquella  libertad  de  la  voluntad  por  la  que 
todos  queremos  ser  felices.  Pero  ella  no  basta  para  ser  verdaderamente  teli- 
ces  ya  que  no  lo  coloca  en  situación  de  poder  verdaderamente  obrar  bien,  ma- 
nera como  podría  alcanzar  realmente  la  bienaventuranza  (M) . 

Agustín  sostiene  pues  efectivamente  que  por  el  pecado  de  Adán  se  perdió  la 
libertad  para  el  bien.  Con  eso  se  coloca  en  directa  contradicción  con  Julián, 
según  el  cual  la  libertad  incluye  esencialmente  posibilidad  para  el  bien  y el 
mal.  Por  eso  ataca  Julián  la  enseñanza  de  Agustín  sobre  el  pecado  original  y 
la  gracia  tan  vigorosamente,  acusándolo  de  destruir  el  libre  albedrío  hum  - 
no. 

Según  Agustín  el  libre  albedrío  no  resulta  de  ninguna  manera  des  ruido, 
como  mostramos  en  el  capítulo  precedente,  porque  su  concepto  de  iibertad 
no  es  esencialmente  la  posibilidad  dada  para  el  bien  y el  mal.  En  esto  insiste 
expresamente  en  el  mismo  lugar  en  que  cita  al  Papa  Inocencio  como  .estigo 
de  que  una  perdida  libertad  es  restituida  por  la  gracia.  Si,  en  verdad,  sólo 
hubiese  libertad  donde  se  da  posibilidad  para  el  bien  y el  mal  voluntarios. 
Dios  no  sería  libre,  puesto  que  El  no  puede  pecar  (55) . Vamos  a citar  ahora 
algunos  pasajes  en  los  que  Agustín  expresamente  sostiene  que  por  el  pecado 
de  Adán  no  se  perdió  la  entera  libertad  humana,  sino  sólo  la  libert  d para  e! 
bien.  Dichos  pasajes  deben  ser  traídos  a colación  cuando  en  el  curso  de  la 
controversia  con  Julián  nos  topamos  con  textos  en  los  que  atirira  que  la  li- 
bertad humana  fue  destruida  por  el  pecado  de  Adán.  En  ellos  Agustín  dice 
que  se  perdió  aquella  libertad  que  Adán  poseyó  en  el  paraíso,  a saber  la  It 
bertad  para  el  bien  y el  mal.  Pero  no  quiere  decir  que  el  hombre  no  sea  en 
general  libre.  La  libertad  para  el  mal  permanece.  La  enseñanza  de  Agustín 
difiere  del  cielo  a la  tierra  de  la  de  Lutero,  según  quien  por  el  pecado  origi- 
nal se  perdió  toda  libertad.  Para  Agustín  el  hombre  es  realmente  libre,  aun- 
gue  sólo  en  el  mal.  Pero  porque  es  libre  —libre  en  el  mal—  es  respons  ble  de 
sus  actos. 

Quis  nostrum  dicat  —opone  a Julián—,  quod  primi  hominis  peccato  perierit 
liberum  arbitrium  de  genere  humano ? Libertas  quidem  periit  per  peccatum, 
sed  illa,  quae  in  paradiso  fuit,  habendi  plenam  cum  inmortalitate  nistitiam: 
propter  quod  natura  humana  divina  indiget  gratia,  dicente  Domino  in 
Evangelio  suo:  “Si  vos  Fitius  liberaverit,  tune  vere  liberi  entis”  (Jn.  8,  36) , 
ulique  liberi  ad  bene  iusteque  vivendum.  Nam  liberum  arbitrium  usque 
adhuc  adeo  in  peccatore  non  periit,  ut  per  eum  peccent,  máxime  omnes, 
qui  cum  delectatione  peccant  et  amore  peccati,  et  eos  placet  quod  libet  eos... 


(52)  Id.  V,  29. 

(53)  Id.  V,  61;  cfr.  76.  79.  80.  82.  83.  84.  86.- 88.  90.  94.  104.  105;  III,  101.  105. 

109.  110.  115.  118.  120.  163.  etc. 

(54)  Id.  VI,  12.  11. 

(55)  Id.  VI,  11. 


19 


quia  nec  liberum  in  bono  erit,  quod  liberator  non  liberaverit ; sed  in  malo 
liberum  arbitrium  habet,  cui  delectationem  malitiae  vel  occultus  vel  rrw* 
nifestus  deceptor  insevit  vel  sibi  ipse  persuasit...  si  iam  in  aetate  sunt,  ut 
propnae  mentís  utantur  arbitrio , se  in  peccato  suo  retinentur  volúntate  et 
a peccato  in  peccatum  sua  volúntate  praecipitantur...  Sed  haec  voluntas  quae 
libera  est  in  malis  quia  delectatur  malis  ideo  libera  in  boms  non  esi...  Nec 
potest  homo  bom  aliquid  velle,  nisi  adiuvetur  ab  eo...  (“) . 

Estas  palabras  de  S.  Agustín  en  su  obra  Contra  duas  epist.  Pelagianorum, 
citadas  por  Julián  en  su  contra,  son  reconocidas  por  él  como  conformes  con 
su  idea. 

También  es  interesante  este  pasaje  porque  muestra  el  gran  significado 
que  tiene  el  elemento  placer  en  la  doctrina  de  la  voluntad  de  Agustín.  Lo  in- 
dicamos ya  en  el  capítulo  precedente.  La  voluntad  es  libre  en  el  mal,  el  mal 
le  agrada,  quae  libera  est  in  malis,  quia  delectatur  malis  (57) . O en  otro  lugar: 
Sunt  enim  quos  peccare  ita  delectat,  ut  noíint  oderintque  justitiam  (M) . Para 
Agustín  la  prueba  de  la  libertad  parece  estar  en  que  el  acto  agrada  a la  ca- 
pacidad de  querer  de  alguna  manera.  Porque  la  voluntad  no  se  dirigiría  libre- 
mente a su  objeto  si  éste  no  correspondiese  a su  deseo  de  felicidad,  sea  que 
dicho  objeto  sea  propiado  en  verdad  objetivamente  para  colmar  ese  deseo,  o 
solo  subjetivamente. 

En  otro  lugar  Agustín  dice:  ad  malum  líber  est,  qui  volúntate  agit  mata, 
aut  opere  aut  sermone  aut  certe  sola  cogitatione:  hoc  autem  grandioris  aeta- 
tis  homo  quis  non  potest ? Ad  bonum  autem  líber  est,  qui  volúntate  bona 
agit,  efiam  ipse  aut  opere  aut  sermone  aut  certe  sola  cogitatione:  sed  hoc 
sine  gratia  Dei  nullus  hominum  potest.  Quod  si  dicis  aliquem  posse,  contra - 
dicis  etiam  illi,  qui  dixit:  ”Sine  me  nihit  potestis  facere”;  " non  quia  idonei 
sumus  cogitare  aliquid  ex  nobismetipsis,  sed  sufficientia  nostra  ex  Deo 
est...  (59) 

El  pecado  original  está  en  el  hombre  desde  su  nacimiento.  Cuando  el 
hombre  crece,  comienza  a aparecer,  esto  es,  cuando  a los  necios  es  necesaria  la 
Sabiduría  y a les  concupiscentes  la  continencia  (60) . Cuando  a ese  pecado  ori- 
ginal se  agrega  el  uso  de  la  voluntad  que  los  niños  aún  no  poseen,  entonces 
produce,  como  un  árbol,  otros  pecados  (81) . 

Tú,  Julián,  has  sostenido  antes,  que  las  cosas  que  desde  el  comienzo  per- 
tenecen a la  naturaleza  no  pueden  perderse  por  los  hechos  de  la  voluntad.  De- 


(56)  Id.  I,  94. 

(57)  Id.  I,  94. 

(58)  Id.  VI,  11. 

(69)  Id.  III,  120.  Y en  I,  99  dice:  ...Tu  nega  dixisse  Apostolum:  " cum  essetis  serví 
peccati,  liberi  fuistis  iustitiae”’ ...  Si  autem  non  andes,  nega,  eos,  quibus 
hoc  dicit,  habuis8e  in  malis  liberam  voluntatem,  quando  fuervnt  liberi  ius- 
titiae: aut  habuisse  liberam  in  bonis,  quando  fuerint  servi  peccati... 

(60)  Id.  I,  47. 

(61)  Id.  II,  105. 


20 


ben  permanecer  siempre  en  la  substancia  de  la  naturaleza.  Por  tanto,  el  libre 
albedrío  que  Dios  dió  por  la  creación  al  hombre,  no  puede  perderse.  Los  bie- 
nes naturales  no  pueden,  según  tú,  ser  aniquilados  por  las  malas  acciones  de 
la  voluntad.  Nosotros,  por  lo  tanto,  enseñaríamos  monstruosidades,  puesto  que 
sostendríamos  que  el  mal  voluntario,  el  pecado,  no  se  puede  perder,  pero  el 
bien  natural  sí.  Pero  no  decimos  eso  en  absoluto.  Según  nosotros  tanto  un  bien 
natural  como  el  mal  pueden  perderse.  Pero  el  mal  hecho  por  la  voluntad,  pue- 
de ser  extirpado  solo  por  el  perdón  de  Dios  o por  la  voluntad  del  hombre  li- 
berada y preparada  para  eso  por  Dios.  Cuando  tú,  empero,  sostienes  que  por 
la  voluntad  podíamos  perder  solo  bienes  para  la  voluntad,  pero  no  bienes  per- 
tenecientes a la  naturaleza,  te  contradices  puesto  que  admitiste  que  por  el  pe- 
cado de  Adán  se  perdió  la  inocencia  original;  un  bien  natural  (se  perdió)  poi 
un  acto  voluntario  malo  ( voluntarium  malum) . Y eso  que  esa  inocencia  es  un 
bien  mayor  que  la  voluntad,  el  liberum  arbitrium,  porque  ella  es  un  bien 
simpíiciter,  el  libre  albedrío,  en  cambio  puede  ser  bueno  o malo.  Dicha  ino- 
cencia es  un  gran  bien  natural.  El  primer  hombre  fue  creado  con  ella.  Según 
nosotros,  cada  hombre  también  debiera  nacer  con  ella.  Sin  embargo,  el  hom- 
bre puede,  también  según  tú  mismo,  por  su  voluntad  perder  esa  inocencia. 
Pero  no  puede  por  su  voluntad  reconquistarla,  porque  en  verdad  por  su  pro- 
pia fuerza  puede  hacerse  culpable,  contraer  un  "reatus”  pero  no  quitárselo. 
Dios  puede  hacer  desaparecer  la  culpa  y devolver  la  inocencia.  Si  aceptas  eso. 
¿por  qué  no  crees  que  también  la  Dueña  voluntad  puede  perderse  por  un  acto 
de  voluntad,  pero  no  puede  ser  devuelta  sino  por  la  voluntad  divina?  Según 
tu  falso  concepto  el  hombre  no  podría  ser  más  libre,  si  él  no  pudiera  ya  va- 
riar los  movimientos  de  su  voluntad  — e.d.  si  ya  no  pudiera  hacer  más  el  bien 
y el  mal.  No  te  das  cuenta  de  que  con  tal  concepción  niegas  la  libertad  a Dios 
y a nosotros,  cuando  estemos  con  El  en  el  cielo.  Entonces  no  podremos  v**  cam- 
biar nuestros  actos  de  la  voluntad  de  manera  oue  queramos  ahora  el  bien  v 
lueeo  el  mal.  Y sin  embarco,  cuando  ya  no  podamos  servir  al  pecado,  seremos 
más  felices  y libres—  como  Dios,  oue  tampoco  puede  servir  al  pecado.  Con  la 
sola  diferencia  que  Dios  no  lo  puede  en  virtud  de  su  naturaleza  y nosotros  en 
virtud  de  su  gracia  («2)  . 

Este  pasaje  es  importante  también  porque  nos  muestra  lo  oue  Agustín  en- 
tiende por  bienes  naturales.  Para  él  es  bien  natural  todo  aquello  que  poseyó 
la  naturaleza  desde  el  comienzo.  Visto  así,  también  la  inocencia  del  primer 
hombre  es  un  bien  natural  pese  a que  según  los  conceptos  modernos  es  algo 
sobrenatural.  Por  tanto  bajo  inocencia  natural  se  designa  aquí  el  don  de  las 
gracias  de  nuestros  primeros  padres.  Agustín  dice  que  esa  inocencia  original 
se  perdió  por  el  pecado  de  Adán  y advierte  que  según  los  pelagianos  cada  hom- 
bre nace  con  ella.  La  doctrina  nelagian-i  era  en  efecto  oue  los  niños  recién  na- 
cidos están  en  la  misma  situación  que  Adán  antes  de  la  caída.  Agustín  entiende 
entonces  bajo  esa  inocencia  el  don  sobrenatural  de  la  gracia  de  Adán.  Si  se  pier- 
de, sólo  Dios  puede  devolverla,  en  cuanto  perdona  el  pecado  y extirpa  la  cul- 
pa. Pero  si  esa  inocencia  puede  perderse  por  un  acto  de  voluntad,  tanto  más 


(62)  Id.  VI,  19. 


21 


la  voluntad  para  el  bien,  que  en  la  escala  de  los  bienes  está  por  debajo  de  esa 
inocencia.  Sólo  la  gracia  de  Dios  puede  entonces  devolver  al  hombre  la  buena 
voluntad,  sin  que  por  eso  se  niegue  que  el  hombre  —también  entonces—  per- 
manece libre,  aunque  solo  le  quede  la  voluntad  para  el  mal.  Nuevamente,  pues, 
Agustín  se  refiere  a la  definición  de  Julián  que  sostiene  que  donde  no  hay 
libertad  para  el  bien  y el  mal  no  hay  libertad  alguna.  Se  da  también  libertad 
donde  no  se  puede  hacer  sino  una  cosa,  ya  sea  el  bien  —Dios,  ángeles  y san- 
tos—, ya  ser  el  mal  — demonio,  condenados,  y los  que  sin  estar  aún  redimidos 
tienen  el  pecado  original.  Mas  estos  últimos  pueden  recuperar  por  la  gracia  la 
capacidad  para  el  bien.  Pero  porque  el  hombre  aún  no  redimido,  con  pecado 
original,  es  libre,  sus  pecados  son  verdaderamente  pecados.  Se  diferencian  del 
necado  de  Adán  en  que  éste  pudo  no  cometer  el  pecado  mientras  que  el  hom 
bre  con  pecado  original  no.  A pesar  de  eso  los  comete  libremente,  porque  es 
libre  en  el  mal:  pero  los  comete  con  una  cierta  necesidad,  porque  no  puede 
dejarlos  f®3)  . Los  pecados  de  los  hombres  aún  no  redimidos  son  pecado  y cas- 
tigo del  necado,  y por  lo  t^nto  inevitables  sin  la  gracia:  mientras  que  los  pe- 
cados de  los  hombres  justificados  son  únicamente  pecado,  como  el  pecado  de 
Adán,  v por  lo  tanto  evitables  (**) . Pero  esa  necesidad  que  yace  en  la  inevita- 
bilidad,  no  contradice  a la  libertad,  el  hombre  permanece  responsable  por 
su  pecado  v sus  acciones  son  punibles  l'65') . Pero  no  podemos  evitar  el  mal  por 
las  nrooias  fuerzas  v sin  la  ayuda  de  Dios.  Si,  según  Julián,  la  voluntad  posee 
es~  fuerra,  entonces  hay  oue  atribuirle,  según  Agustín,  el  poder  de  evitar  las 
tentaciones.  Ahora  bien,  si  fuera  así,  no  tendríamos  necesidad  de  pedirlo  a 
Dios.  Es  cierto  que  se  dice  en  el  Ps.  36,27:  "Apártate  del  mal”,  palabras  con 
las  oue  el  salmista  nos  invita  a apartarnos  del  crimen,  sin  embargo  el  Apóstol 
dice:  "rogamos  a Dios  a fin  de  que  no  hagáis  el  mal”,  aunque  también  habría 
podido  decir:  “os  mandamos  que  no  hagáis  el  mal”  J86) . La  gracia  de  Dios 
debe,  ñor  lo  tanto,  dar  a la  voluntad  el  no  hacer  el  mal. 

Antes  de  investigar  más  de  cerca  cómo  debe  entenderse,  de  acuerdo  con 
el  pensamiento  de  Agustín,  la  libertad  para  el  mal  .y  la  carencia  de  libertad 
para  el  bien,  debemos  erar  aquí  lo  que  Seeberg  f67)  escribe  de  la  libertad  del 
hombre  caído  ñor  el  pecado  original,  según  Agustín. 

"El  resultado  de  nuestro  examen  es  que  ya  por  el  primer  pecado  Adán  se 
hizo  pecador  v la  raza  descendiente  de  él  llegó  a ser  pecadora,  o una  massa 
berditinnis.  Tanto  lo  uno  como  lo  otro  sucedió  debido  a que  Dios  colocó  la 
acción  pecaminosa  de  Adán  bajo  el  castigo  de  la  concupiscencia  pecaminosa. 
P omo  consecuencia  pesa  sobre  el  género  humano  la  misera  necessitas  peccan- 
di.  Pero  pese  a todo  se  puede  hablar  aún  de  un  liberum  arbitrium  también  en 
los  pecadores,  solamente  que  no  en  el  sentido  de  la  pelagiana  possibilitas  utritis- 
que  partís,  puesto  que  el  hombre  no  puede  ser  simultáneamente  árbol  bueno 
y malo.  Puesto  que  en  lo  que  se  refiere  al  bien  y al  mal  se  trata  de  una  orien- 


(63)  Id.  V,  28. 

(64)  Id.  I,  47. 

(66)  Id.  I,  106;  cfr.  I,  106,  y Mausbach,  op.e.,  II,  208  ss. 

(66)  Id.  III,  109. 

(67)  R.  Seeberg,  Lehrbuch  der  Dogmengeschichte.  Leipzig2  (1910)  II,  612  ss. 


22 


tación  de  la  voluntad  y no  solo  de  actos  singulares,  y que  Dios  hace  corres 
ponder  dicha  orientación  a un  estado  natural  de  pena,  el  hombre  no  puede 
ya  querer  en  un  momento  el  bien  y en  otro  el  mal.  Se  perdió  la  Libertas  del 
paraíso:  habere  plenam  cum  mstitia  inmortalitatem,  porque  esa  libertad  (ii- 
beri  ad  bene  iusteque  vivere)  sólo  está  allí  gracias  a la  acción  de  la  gratia,  de 
la  que  carece  el  pecador.  Pero  se  le  ha  dejado  la  libertad  de  pecar  con  propia 
voluntad.  Peccato  Adae  arbilrium  liberum  de  homimim  natura  periisse  non 
dicimus,  sed  ad  peccandum  valere...  ad  bene  autem  pieque  vivendum  non  va- 
lere nisi  ipsa  voluntas  hominis  Del  gratia  fuerit  liberata.  (c.  duas  ep.  Peí.  II.  5. 
9;  op.  imp.  I.  94) . 

En  consecuencia  podremos  decir  que  la  necesidad  de  pecar  resulta  de  que 
la  concupiscencia  influye  sobre  la  voluntad  y ésta,  debido  a que  es  debilitada 
por  aquella  orientación  contraria,  consiente  con  ella.  Es  una  necesidad  psico- 
lógica, que  es  sin  embargo  tan  irresis’ible  porque  el  orden  penal  de  Dios  se 
realiza  en  ella.  Per  malura  velle  perdidit  bonum  posse.  Esta  necesidad  no  debe 
sin  embargo,  de  ningún  modo,  entenderse  en  el  sentido  de  un  determinismo 
físico  o metafísico.  Por  el  contrario,  la  libertad  psicológica  es  reconocida  por 
Agustín  incluso  a los  pecadores.  El  pecado  es,  por  cierto,  un  acto  de  la  volun- 
tad (op.  imp.  1,94) , por  lo  que  los  niños  recién  nacidos  no  pecan  (pecc.  mer. 
et  rem.  I.  35,  65) , es  el  volentis  assesus  el  que  convierte  la  concupiscencia  en 
pecado,  como  es  cierto  respecto  a los  regenerados,  pero  ocasionalmente  también 
es  sostenido  respecto  a los  no  regenerados  (c.  Jul.  VI,  15,47).  En  este  sentido 
psicológico  la  voluntad  es  libre.  Ella  puede  elegir  bajo  el  acicate  de  la  concu- 
piscencia, temporalmente  puede  vencerla...,  mas,  como  por  otro  lado  la  na- 
turaleza del  hombre  está  sometida  a la  concupiscencia,  éste  no  puede  superai 
esa  esfera  por  sí  mismo,  porque  debería  hacer  algo  sobrenaturalmente,  e.  d., 
pasar  más  allá  de  la  barrera  que  Dios  le  ha  marcado  a causa  del  pecado.  Haec 
voluntas,  quae  libera  est  in  malis,  ideo  libera  in  bonis  non  est  (c.  duas  ep.  Peí. 
1.  3,  7) . Nemo  liberum  ad  agendum  bonum  sine  adiutorio  Dei  (op.  imp.  III.  109) 
Así  se  entiende  plenamente  cómo  Agustín  puede  afirmar  en  los  pecado- 
res tanto  la  necessitas  peccandi  como  el  liberum  arbitrium.  Desde  que  ha  con- 
servado también  como  pecador  la  voluntad  natural,  permanece  en  él  la  li- 
bertad psicológica  de  la  voluntad.  En  esto  Agustín  y Peí.  gio  son  de  la  misma 
opinión.  La  diferencia  está  en  que  Pelagio  (y  Julián)  no  conoce  otra  libertad 
que  la  libertad  psicológica  de  elección.  El  no  sabe  nada  de  la  amplia  autode- 
terminación del  hombre  para  una  orientación  que  domina  todo  el  sistema  de 
sus  acciones,  y la  determinación  de  cada  acto  de  la  voluntad  del  individuo 
por  la  tendencia  de  una  comunidad  tampoco  le  es  familiar.  Desde  este  punto 
de  vista  se  abre  en  cambio  para  Agustín  una  nueva  esfera  de  la  libertad  que 
para  los  pelagianos  es  incomprensible  e inaccesible.  Agustín  no  piensa,  al  ne- 
gar la  libertad  de  la  voluntad  de  los  pecadores,  como  los  pelagianos,  en  una 
anulación  de  la  libertad  natural  o en  general  de  la  función  de  la  voluntad, 
sino  que  piensa  que  el  pecador  se  convirtió  en  prisionero  de  su  propia  auto- 
determinación y no  puede  salir  de  ella,  porque  en  ella  se  realiza  el  orden  de 
Dios.  Y piensa,  en  seguida,  que  la  continuidad  del  desarrollo  del  género  hu- 
mano somete  a todos  los  hombres  a una  orientación  común  que  arrastra  a ca- 


23 


da  hombre  a su  circulo  de  atracción,  pero  de  tal  manera  que  el  hombre  con- 
siente con  su  propia  voluntad  en  tal  orientación.  Y él  es,  finalmente,  de  la 
opinión  que  esa  desorganización  natural  interior  de  la  vida  humana,  despoja 
al  hombre  tanto  de  la  luz  interior  como  de  la  orientación  de  la  voluntad  que 
le  fue  dada,  y con  eso  lo  hace  incapaz  de  oponerse  al  dominio  de  la  concu- 
piscencia pecaminosa. 

Pero  todas  esas  líneas  de  pensamiento  tienen  su  punto  central  en  la  au- 
todeterminación espiritual  del  hombre  y de  la  humanidad.  Que  la  concupis- 
cencia lo  seduzca  siempre  a nuevos  pecados,  es  posible  sólo  por  la  perversa 
actitud  espiritual  que  él  ha  dado  y da  a su  voluntad.  En  tanto  que  Dios  lo  so- 
mete a esa  concupiscencia  o a esa  pena  del  pecado,  se  encuentra  con  su  querer 
desterrado  en  la  esfera  de  la  concupiscencia,  no  es  libre  en  lo  concerniente  a 
lo  que  está  fuera  de  esa  esfera.  Y eso  es  tanto  más  comprensible  cuanto  que  la 
ignorancia  dejada  por  el  pecado  lo  ciega  respecto  a la  esfera  espiritual.  No  pue- 
de entonces  la  sensualidad  con  su  apetito  mover,  determinar  por  sí  sola  a la 
voluntad  hacia  el  mal,  como  pretendía  Pelagio,  sino  que  eso  sucede  en  cuanto 
la  voluntad  se  ha  determinado  a sí  misma  hacia  el  mal  y de  esa  manera,  por 
su  propia  culpa,  está  sometida  por  la  justicia  divina  a ese  influjo”.  Hasta  aquí 
Seeberg. 

Estas  conclusiones  de  Seeberg  arrastran  más  o menos  nuestra  adhesión. 
Sólo  debemos  notar  que  ese  libre  albedrío  de  la  voluntad  para  el  mal,  en  esa 
esfera  del  mal  que  la  voluntad  no  puede  traspasar  sin  la  ayuda  de  la  gracia 
tal  vez  puede  ser  clarificado  aún  más  perfectamente  a partir  de  la  doctrina 
agustiniana  acerca  de  la  ordenación  de  la  potencia  volitiva  al  bien,  a la  feli- 
cidad. I.a  voluntad  está  orientada  al  bien,  y debido  a que  por  el  necado  origi- 
nal v sus  consecuencias  la  voluntad  perdió  su  dirección  hacia  el  bien,  el  bien 
objetivo,  v en  el  hombre  se  desencadenaron  las  fuerzas  pecaminosas,  el  bien 
objetivo  va  no  es  un  bien  anetecible.  Hasta  su  liberación  por  la  gracia  sólo  el 
mal  aparecerá  a la  voluntad  como  un  bien  apetecible,  e.  d.,  un  objeto  no  en 
su  orientación  hacia  Dios,  sino  en  su  orientación  hacia  el  hombre  mismo  y su 
propia  satisfacción. 

III  LA  CARENCIA  DE  LIBERTAD  FRENTE  AL  BIEN  MORAL  COMO 
- CONSECUENCIA  DEL  PECADO  ORIGINAL 

Por  el  pecado  original  el  hombre  perdió  la  libertad  para  hacer  el  bien. 
Le  quedó  la  libertad  para  hacer  el  mal  y solamente  la  gracia  de  Cristo  puede 
restituirle  la  otra  libertad  perdida  para  hacer  el  bien.  A tal  resultado  llega- 
mos en  el  capítulo  anterior.  Ahora  debemos  precisar  con  más  exactitud  qué 
entiende  Aeustín  por  esa  libertad  que  capacita  al  hombre  solamente  para  hacer 
el  mal.  ¿Quiere  acaso  afirmar  únicamente  que  el  hombre  no  puede  con  ella 
realizar  ningún  acto  sobrenatural  que  conduzca  a la  felicidad  eterna  por  ca- 
recer de  la  avuda  de  una  gracia  sobrenatural?  ¿o  quiere  afirmar  también  que 
el  hombre  con  dicha  libertad  no  puede  hacer  ningún  acto  naturalmente  ho- 
nesto? Y si  es  así,  ¿cómo  se  diferencia  su  doctrina  de  la  de  los  Reformadores 
condenada  por  la  Iglesia? 


24 


En  el  5*?  libro  de  "Cwitas  Dei”  (año  413-426)  Agustín  habla  explícita- 
mente de  las  virtudes  de  los  paganos.  Dios  con  su  providencia  dirige  los  cami- 
nos de  las  naciones;  dirigió  también  el  desarrollo  del  imperio  Romano.  Los 
romanos  se  aseguraron  la  ayuda  de  Dios  en  sus  empresas,  porque  vencieron 
los  bajos  deseos  materiales  por  medio  de  aquellos  más  nobles  de  libertad,  glo- 
ria y poder.  Bajo  este  aspecto  hicieron  cosas  maravillosas,  dignas  de  alabanza. 
Entre  los  antiguos  romanos  existieron  hombres  de  grandes  virtudes  y de  sus 
hechos  podemos  sacar  importantes  enseñanzas  para  nosotros. 

Sin  embargo,  virtudes  verdaderas  existen  solamente  allí  donde  se  adora 
al  verdadero  Dios  y el  verdadero  culto  a Dios  nos  enseña  a atribuir  todas  las 
virtudes,  también  las  más  nobles,  a la  ayuda  divina.  En  este  sentido  estricto  las 
virtudes  de  los  romanos  no  fueron  verdaderas  virtudes.  Mas,  aunque  aquella 
virtud  que  sirve  a la  gloria  humana  no  es  verdadera  virtud,  es  sin  embargo 
muy  valioso  para  la  sociedad  humana,  que  en  ella  se  ejerzan  las  virtudes  co- 
mo tales  (®8) . 

Agustín  parece  admitir  en  el  libro  citado  la  existencia  de  verdaderas 
virtudes  morales  de  los  paganos  negando,  eso  sí,  que  sean  verdaderas  virtudes 
en  el  sentido  cristiano  por  faltarles  la  ordenación  hacia  el  verdadero  Dios  (®®) . 
Pero,  ¿mantuvo  Agustín  esa  doctrina  en  sus  escritos  contra  Julián?  Para  éste, 
las  virtudes  de  los  paganos  son  verdaderas  virtudes.  Siendo  el  alma  racional 
causa  de  las  virtudes,  éstas  son  iguales  en  todos  los  hombres.  Se  diferencian 
solamente  por  la  finalidad  que  el  hombre  libremente  les  da  y ésta  las  diferen- 
cia no  en  su  ser  y hacer  sino  por  el  premio  que  reciben  (70) . 

Tanto  lo  bueno  como  lo  malo  depende  según  Julián  del  libre  albedrío 
humano.  No  admite  gracias  sobrenaturales  elevantes,  ni  tampoco  un  pecado 
original.  Frente  a la  virtud  todos  los  hombres  se  encuentran  en  la  misma  si- 
tuación. Por  eso  Julián  no  duda  en  equiparar  la  virtud  de  la  constancia  de  los 
paganos  y la  de  los  mártires.  Paganos  y cristianos  sufrieron  por  sus  conviccio- 
nes las  torturas  más  espantosas.  El  terreno  del  cual  brotó  la  constancia  de 
los  paganos  no  difiere  de  aquel  del  cual  brotó  la  constancia  de  los  márti- 
res (71).  Las  dos  virtudes,  como  virtudes,  son  iguales.  Se  diferencian  solamente 

en  que,  a causa  de  la  finalidad  que  la  voluntad  les  imprimió,  una  es  mérito- 

ria  y la  otra  no.  Pero  el  fin  no  puede  convertir  una  obra  que  en  sí  es  buena, 

en  una  obra  mala.  Según  Agustín,  el  fin  cambia  la  moralidad  de  un  acto.  El 
hombre  también  peca  si  realiza  algo  en  sí  bueno  y permitido  con  mala  inten- 
ción (72). 

Cuando  Julián  declara  a los  hombres  estérilmente  buenos,  porque  obran 
bien  aunque  no  dirigiendo  sus  obras  buenas  hacia  Dios  para  conseguir  la  vida 
eterna,  Agustín  le  contesta  que  él  no  puede  llamar  buenos  a tales  hombres  pot 
faltarles  en  sus  actividades  la  buena  intención.  Pero  la  buena  intención  pro- 


(68)  De  Civitate  Dei,  V,  12-19. 

(69)  J.  Mausbach,  op.c.,  II,  260  ss. 

(70)  Contra  Julianum  Pelagianum  (P.L.  XLIV,  641-874)  VI.  19. 

(71)  Op.  Imp.  I,  83. 

(72)  Contra  Jul.  Peí.  IV,  21;  cfr.  IV,  19. 

25 


viene  de  la  gracia,  que  es  regalo  de  Dios.  El  amor  que  sin  amar  al  Creador  dis- 
fruta de  las  criaturas,  no  proviene  de  Dios,  mas  el  amor  que  lleva  hacia  Dios, 
es  regalo  del  Padre  por  Jesucristo  en  el  Espíritu  Santo.  A causa  de  este  amor  el 
hombre  usa  bien  todo  lo  creado,  sin  tal  amor  todo  lo  usa  mal  (73) . Agustín 
parece  admitir  aquí  que  las  virtudes  de  los  paganos  en  sí  son  buenas,  y solamen- 
te por  faltarles  la  recta  finalidad  hacia  Dios  son  malas.  No  parece  negar  que 
existan  obras  buenas , pero  estériles  para  el  cielo;  niega  solamente  que  existan 
hombres  buenos  que  a pesar  de  eso  sean  estériles  para  su  último  fin,  el  cie- 
lo n- 

No  queremos  investigar  aquí  la  doctrina  agustiniana  acerca  del  valor 
de  las  obras  de  los  infieles.  Nos  interesa  ahora  la  esencia  de  la  voluntad  huma- 
na después  de  la  caída  de  Adán,  que  según  Agustín  consiste  en  una  libertad 
solamente  hacia  el  mal.  Citábamos  las  dos  obras  Civitas  Dei  y Contra  Julianum 
Pelagianum  para  demostrar  brevemente  que  Agustín  admite  en  ellas  que  el 
hombre  caído  conserva  la  facultad  de  hacer  obras  naturalmente  honestas  sin 
ayuda  de  la  gracia  divina. 

Pero,  ¿mantiene  esta  doctrina  aún  en  su  última  obra  contra  Julián?  A 
primera  vista  parece  que  no.  Vimos  en  el  capítulo  anterior  que,  según  Agustín, 
Adán  perdió  para  sí  y sus  descendientes  la  libertad  para  hacer  el  bien,  liber- 
tad que  sólo  la  gracia  de  Cristo  puede  devolver.  Perder  la  libertad  para  hacei 
el  bien  significa  según  Agustín  poder  solamente  pecar.  Adán  pudo  pecar  y no 
pecar.  Su  pecado  tronchó  tal  libertad.  Ahora  el  hombre  ya  no  es  libre  para  pe 
car  y no  pecar,  sino  solamente  para  pecar.  Parece  que  ya  no  puede  obrar  en 
forma  honesta  ni  siquiera  naturalmente. 

¿Quiere  Agustín  afirmar  realmente  tal  cosa?  Las  siguientes  reflexiones 
pueden  quizás  aclararlo.  Cuando  Agustín  discute  con  Julián,  nunca  habla  de 
acciones  sobrenaturales,  es  decir  no  usa  aquellos  términos  y distinciones  tan 
en  boga  en  la  teología  actual  como  status  naturalis,  status  supernaturalis,  sta- 
tus naturae  purae,  status  naturae  elevatae.  Cuando  Agustín  niega  al  hombre 
la  capacidad  de  poner  actos  justos  sin  gracia,  esto  no  significa  necesariamente 
que  niegue  al  hombre  la  capacidad  de  realizar  actos  naturalmente  honestos. 
Agustín  no  distingue  una  moralidad  natural  y otra  sobrenatural  como  nosotros 
lo  hacemos.  A él  le  interesa  solamente  una  moralidad:  aquella  que  lleva  al  horo 
bre  a su  último  fin,  la  eterna  felicidad.  Y ésta  no  puede  existir  sin  la  ayuda  de 
la  gracia  divina.  Por  consiguiente  todo  aquello  que  el  hombre  realiza  sin  la 
gracia  es  pecado,  es  decir  una  falta  contra  aquella  moralidad  sobrenatural  que 
es  la  única  que  lleva  al  cielo.  No  queremos  afirmar  con  esto  que  para  Agu* 
tín  el  pecado  se  identifique  con  la  acción  no-sobrenatural  aunque  naturalmente 
honesto.  Para  él  esta  distinción  no  existe. 

Quizás  podríamos  formular  así  su  doctrina:  Pecado  es  aquello  que  no 
lleva  al  último  fin,  que  no  está  dirigido  hacia  él.  Tal  cosa  puede  ser  algo  que 
ya  en  sí  quoad  substantiam  es  malo,  o algo  que  siendo  bueno  quoad  substan • 
tiam  es  malo  solamente  quoad  modum.  Agustín  conoce  solamente  una  clase 


(73)  Id.  IV,  33 

(74)  J.  Mausbach,  op.c.,  II,  273. 


26 


de  moralidad,  que  hoy  día  llamaríamos  moralidad  sobrenatural.  De  la  mora- 
lidad puramente  natural  no  habla. 

En  esto  no  difiere  de  su  adversario.  Para  Julián  también  existe  una  sola 
moralidad.  Pero  para  él,  conforme  a su  concepto  acerca  del  libre  albedrío  y 
de  la  gracia,  esta  moralidad  tiene  un  cariz  diferente.  Mientras  que  la  única  mo- 
ralidad que  Agustín  acepta,  es  una  moralidad  sobrenatural  según  nuestros 
conceptos  modernos,  la  de  Julián  según  las  mismas  categorías  está  entre  la 
moralidad  natural  y la  sobrenatural.  En  efecto,  la  libertad  de  la  voluntad  con- 
siste, según  Julián,  en  el  poder  pecar  y no  pecar.  Pero  para  él,  pecado  es  algo 
que  hoy  llamaríamos  un  mal  “quoad  substantiam” . No  admite  algo  bueno  o 
malo,  quoad  modum,  porque  la  gracia  es  algo  puramente  externo,  no  existe 
una  gracia  interna.  Bueno  es  lo  que  está  conforme  con  la  ley,  malo  lo  que  está 
disconforme.  Parecería  que  estuviéramos  aquí  frente  a una  ética  puramente 
natural.  Y sin  embargo  no  es  así,  puesto  que  consigue,  según  Julián,  llevar  al 
hombre  a su  fin,  el  cielo,  que  según  nuestros  conceptos  modernos  es  algo  so- 
brenatural. 

Desde  este  punto  de  vista  la  moralidad  de  Julián  pertenece  a una  clase  de 
moralidad  sobrenatural.  Dijimos  (75)  que  la  voluntad  tiene,  según  Julián,  el 
poder  de  dirigir  las  obras  buenas  hacia  un  fin  eterno  o temporal  sin  que  tal 
determinación  cambie  la  esencia  de  la  obra  en  sí,  ni  modifique  su  moralidad. 
Julián  distingue  también  entre  obras  buenas  estériles  y fructuosas.  A primera 
vista  tal  doctrina  parece  identificarse  con  la  doctrina  de  los  teólogos  moder- 
nos que  distinguen  entre  obras  buenas  quoad  substantiam  et  modum  y quoad 
substantiam  tantum.  Pero  es  fundamentalmente  diferente,  pues  para  que  la 
misma  obra  buena  sea,  según  nuestros  términos,  sobrenatural  o natural,  basta, 
según  Julián,  que  la  voluntad  le  dé  o no  una  orientación  hacia  el  cielo.  Ningún 
teólogo  moderno  aceptaría  tal  doctrina. 

Por  eso  afirmamos  que  la  moralidad  de  Julián  es  una  mezcla  de  mora- 
lidad natural  y sobrenatural  según  la  terminología  moderna.  La  obra  es  mo- 
ralmente buena,  si  está  conforme  con  la  ley;  es  sobrenatural  por  la  orientación 
que  le  da  la  voluntad,  sin  que  esta  orientación  cambie  o modifique  en  algo  la 
obra  misma.  Para  Agustín,  al  contrario,  una  obra  no  es  ya  buena  por  estar  con- 
forme con  la  ley.  Para  que  lo  sea  exige  que  sea  buena  quoad  modum  et  quoad 
substantiam  como  diríamos  hoy.  Pecado  es  por  eso,  según  él,  no  solamente  aque- 
llo que  en  sí,  naturalmente,  es  deshonesto,  sino  también  aquello  que  no  está  di. 
rígido  hacia  Dios  como  último  fin  sobrenatural.  Debido  a este  concepto  Agus- 
tín puede  declarar  con  derecho  que  todo  lo  que  el  hombre  caído  hace  sin  la 
gracia,  es  pecado.  Lo  que  para  Julián  es  bueno,  conforme  a su  concepto  de  mo- 
ralidad, puede  ser  rechazado  como  pecado  por  Agustín. 

Insistimos.  No  encontramos  en  las  obras  de  Agustín  la  doctrina  de  una 
doble  moralidad:  moralidad  natural  quoad  substantiam  tantum  y moralidad 
sobrenatural  quoad  substantiam  et  quoad  modum.  No  conoce  una  doble  mora- 
lidad y no  opone  su  moralidad  a la  de  Julián  como  una  sobrenatural  a una 
natural,  sino  que  rechaza  como  falsa  la  moralidad  de  Julián.  Y la  rechaza  con 


(75)  Contra  Jul.  Peí.  IV,  19. 


27 


todo  derecho,  pues  según  Julián  el  hombre  puede  ganarse  la  vida  eterna  con  su 
sola  voluntad  sin  una  gracia  interna.  Esto,  juzga  Agustín,  es  incompatible  con 
la  doctrina  de  la  Iglesia  acerca  del  pecado  original,  la  gracia  y la  libertad.  Y si 
Julián  define  la  libertad  de  la  voluntad,  también  la  de  los  descendientes  de 
Adán,  como  facultad  de  poder  pecar  y no  pecar,  Agustín  le  opone  la  suya:  el 
hombre  caído  es  libre  solamente  para  hacer  el  mal. 

Como  se  ve,  precisamente  aquello  en  que  Agustín  insiste,  a saber,  que  el 
hombre  caído  no  puede,  sin  la  gracia,  hacer  nada  que  sea  útil  para  la  vida  eter 
na,  es  lo  que  Julián  niega  cuando  sostiene  que  el  libre  albedrío  es  capaz  por  si 
solo  de  pecar  y no  pecar.  Por  lo  tanto,  aunque  los  conceptos  de  moral  y peca- 
do no  sean  los  mismos  para  Julián  y Agustín,  no  podemos  decir  que  hayan  dis- 
cutido sin  comprender  el  punto  en  discusión.  Ambos  comprendieron  perfecta- 
mente en  qué  discrepaban.  Agustín  afirma  que  el  hombre  caído  no  tiene  po- 
der para  hacer  lo  que  hoy  llamaríamos  un  acto  sobrenatural  sin  ayuda  de  la 
gracia  interna,  mientras  que  Julián  sostiene  lo  contrario. 

Agustín  no  niega  que  el  hombre  caído  pueda  realizar  esas  obras  que  hoy 
llamaríamos  naturalmente  honestas.  Lo  vimos  al  principio  de  este  capítulo  ci- 
tando las  obras  Civitas  Dei  y Contra  Julianum  Pelagianum.  También  lo  dice  en 
su  Opus  imperfectum.  Pero  esas  obras  no  le  interesan,  porque  tienen  su  ori- 
gen en  la  caritas  Dei  sino  en  la  mundana  cupiditas.  Ya  nos  referimos  a aquel 
texto  (76)  en  que  Agustín  compara  las  obras  de  los  mártires  con  las  obras  de 
constancia  de  los  paganos.  La  constancia  de  los  paganos  y de  los  mártires  no 
tiene  un  origen  común,  como  pretende  Julián,  y precisamente  por  eso  no  son 
obras  buenas  en  el  sentido  de  Agustín:  proceden  de  la  cupiditas  mundana  iy  no 
de  la  caritas  Dei.  No  creemos,  por  tanto  estar  equivocados  al  afirmar  que  Agus- 
tín juzga  la  bondad  o maldad  de  las  obras  solamente  por  su  utilidad  para  al- 
canzar la  vida  eterna. 

Por  consiguiente,  cuando  Agustín  llama  a algo  pecado,  debemos  preci- 
sar si  es  porque  lo  considera  malo  en  su  substancia  o porque  lo  considera  inú- 
til para  la  vida  eterna,  malum  quoad  modum,  bonum  quoad  substantiam.  Lo 
que  preocupa  a Agustín  en  su  último  escrito  contra  Julián  no  es  el  concepto 
de  moralidad  sino  lo  que  puede  hacer  el  hombre  caído  sin  la  gracia;  cómo  que- 
dó su  voluntad  después  del  pecado  original. 

Según  Julián  el  libre  albedrío  humano  sin  la  gracia  puede  producir 
obra  buena,  sea  naturalmente  honesta,  sea  lo  que  hoy  llamaríamos  una  obra 
sobrenatural.  Según  Agustín,  al  contrario,  el  libre  albedrío  sin  la  gracia  sola- 
mente puede  pecar,  es  decir  no  puede  producir  obras  sobrenaturales.  Mientras 
Julián  atribuye  a la  voluntad  la  capacidad  de  realizar  sin  distinción  obras  na- 
turales .y  sobrenaturales,  Agustín  niega  al  hombre  caído  solamente  el  poder  rea- 
lizar obras  sobrenaturales  sin  la  gracia  de  Dios,  sin  preocuparse  de  aclararnos 
qué  obras,  hoy  día  llamadas  naturalmente  honestas,  puede  realizar  el  hom- 
bre caído  sin  la  gracia.  En  este  punto  ¿será  acaso  su  doctrina  idéntica  a la  de 
su  adversario?  Creemos  que  no.  El  no  habría  admitido  que  el  hombre  caído,  sin 
la  gracia,  pueda  poner  cualquier  acto  honesto  quoad  substantiam,  como  lo 


(76)  Op.  Imp.  I,  83. 


28 


afirma  Julián,  para  quien  las  fuerzas  de  la  voluntad  son  ilimitadas.  Pero  es  di- 
fícil determinar  qué  fuerzas  para  hacer  obras  naturalmente  honestas  reconoce 
Agustín  a la  voluntad  del  hombre  caído.  Quizás  las  siguientes  reflexiones  nos 
permitan  llegar  a un  resultado  más  o menos  seguro  al  respecto. 

No  podemos  utilizar  aquí  su  afirmación  de  que  el  hombre  caído,  sin  la 
gracia,  solamente  puede  pecar,  pues  el  concepto  de  pecado  que  allí  usa  Agus- 
tín abarca  cosas  que  para  nosotros  no  lo  son  en  sentido  estricto.  Debemos  con- 
siderar más  bien  qué  obras  concretas  puede  o no  puede,  según  él,  realizar  la 
voluntad  del  hombre  caído.  Pues  bien,  cuando  Agustín  explica  en  detalle 
contra  Julián  lo  que  el  hombre  caído  no  puede  hacer,  se  contenta  muchas  ve- 
ces con  enumerar  lo  que  tal  hombre  no  puede  evitar  sin  la  gracia,  cosas  que 
también  hoy  día  llamaríamos  pecado  porque  su  ejecución  lesiona  lo  bueno 
quoad  substantiam. 

Para  hacer  resaltar  la  fuerza  del  libre  albedrío,  Julián  había  dicho  por 
ejemplo  que  para  la  voluntad  es  lo  mismo  cometer  un  parricidio,  un  sacrile- 
gio o un  adulterio  o no  cometerlos;  obedecer  a Dios  o seguir  al  demonio,  dar 
un  falso  testimonio  o uno  verdadero.  Todas  estas  cosas  serían  igualmente  fáci- 
les para  el  hombre.  A lo  que  contestó  Agustín: 

Verum  dicis:  hoc  est  liberum  arbitrium,  tale  omnino  accepit  Adam:  sed  quod 
datum  est  a conditore  et  a decebtore  vitiatum,  utique  a Salvatorc  sanandum 
est.  Hoc  vos  non  vultis  cum  ecclesia  confiten , hiñe  estis  haerctici...  Nam  et  si 
verba  illa:  Non  quod  voto  ago  bonum  et  caetera  talia  hominis  sunt,  ut  dicitis, 
nondum  sub  Christi  gratia  constituti,  ergo  etiam  hiñe  convincimini,  quod 
tam  infirmae  voluntatis  ad  agendum  bonum  Christus  homines  invenit,  et 
quod  arbitrii  liberi  infirmitatem  ad  agendum  bonum  nonnisi  per  Christi 
gratiam  potest  humana  reparare  natura...  (77)  . 

Discutiendo  con  los  maniqueos,  Agustín  había  probado  la  existencia  de 
una  voluntad  libre  en  Adán  por  el  hecho  que  Dios  había  dado  a éste  una  ley 
que  la  suponía.  Refiriéndose  a esta  doctrina  de  Agustín,  Julián  había  por  su 
parte  sostenido  que  la  ley  dada  a Moisés  era  también  señal  de  que  los  hombres 
después  de  Adán  estaban  gozando  de  la  misma  libertad  que  éste  había  tenido. 
Dios  no  habría  podido  darla  si  los  hombres  no  hubiesen  tenido  la  fuerza  de 
observarla  (76) . En  otras  palabras,  el  pecado  de  Adán  no  cambió  las  fuerzas  de 
la  libertad  humana. 

Julián  habla  del  decálogo  y sus  prescripciones  morales,  cuyas  transgresio- 
nes son  en  sí  un  pecado  quoad  substantiam.  Según  él.  la  observancia  del  decá- 
logo no  presenta  dificultad  para  los  hombres,  aun  después  del  pecado  de  Adán. 
Agustín  rechaza  la  argumentación  de  Julián: 

Hoc  est  nempe,  quod  non  eloquio  sed  multiloquio  prosecutus  est,  legem  sel. 
priorem  quae  data  est  in  Paradiso,  testimomum  esse  naturae  bonae,  quae 
condita  est  cum  libero  arbitrio:  alioquin  homini  liberum  arbitrium  non  ha- 
benti  iniustissime  lex  daretur.  Unde  et  posterior,  inquis,  lex,  quae  copiosissi- 
me  in  htteris  promulgata  est,  testimomum  est  naturae  bonae,  quae  creatur 


(77)  Id.  III,  110;  cfr.  V,  29. 

(78)  Id.  VI,  15. 


29 


ex  parentibus,  similiter  sine  vitio,  cum  libero  arbitrio.  Ista  disputans,  vide- 
ris  tibi  aliquid  dicere,  quia  vel  tuas  vel  humanas  sectaris  argutias;  divina  ve- 
ro eloquia,  ex  quibus  te  nobis  putas  praescribere,  non  curas  legere,  aut  si  cu- 
ras legeres,  non  vis  vel  non  potes  intelligere...  ln  Paradiso  enim  legem  ac- 
cepit  homo,  qui  factus  est  rectus...  Sed  eiusdem  legis  praevancatione  factus 
est  pravus.  Et  quia  vitiari  per  se  ipsum  potuit,  non  sanari;  etiam  postea  eo 
tempore  et  loco  quando  esse  faciendum  et  ubi  faciendum  Dei  sapientia  iudi- 
cavit,  legem  etiam  pravus  accepit,  non  per  quam  corrigi  posset;  ser  per  quam 
se  pravum  esse  et  nec  lege  accepta  a se  ipso  corrigi  posse  sentiret;  ac  sic  pee- 
catis  lege  non  cessantibus  sed  praevaricatione  crescentibus,  deiecta  et  contri- 
ta superbia,  humillimo  corde  auxilium  gratiae  desideraret  et  spiritu  vivifi- 
caretur  littera  occisus,  "Si  enim  data  esset  lex  quae  posset  vivificare,  omnino 
ex  lege  esset  iustitia:  sed  conclusit  Scriptura  omnia  sub  peccato,  ut  promissio 
ex  fide  Jesu  Christi  daretur  credentibus”  (Gal.  3,  21,  22) . Si  verba  Apostoli 
agnoscis,  vides  profecto  vel  quid  non  intelligas,  vel  quid  cum  intelligas  ne- 
gligas.  Non  igitur  lex,  quae  in  litteris  per  Moysen  data  est,  testimonium  est 
liberae  voluntatis:  nam  si  ita  esset,  non  ad  eam  pertineret  ille  qui  dicit,  " Non 
quod  ego  volo,  fació  bonum;  sed  quod  odi  malum  hoc  ago”  (Rom.  7,  15)  ; 
quem  vos  certe  nondum  sub  gratia,  sed  adhuc  sub  lege  esse  contenditis.  Nec 
ipsa  lex  nova,  quae  praedicata  est  ex  Sion  proditura,  et  verbum  Domini  ex 
Jerusalem  (Is.  2,  3) , quod  intelligitur  esse  Evangelium  sanctum ; nec  ipsa  in- 
quam,  testimonium  est  liberae,  sed  liberandae  potius  voluntatis.  Ibi  enim 
scriptum  est:  “ Si  vos  Filius  liberaverit,  tune  i /ere  liberi  eritis”  (Jn.  8,  36) . 
Quod  non  solum  propter  peccata  praeterita  dictum  esse,  quorum  remissione 
hberamur,  verum  etiam  propter  adiutorium  gratiae,  quod  ne  peccemus  ac- 
cipimus,  id  est,  ita  liberi  efficimur,  Deo  nostra  itinera  dirigente , ut  non  no- 
bis dominetur  omnis  miquitas  (Ps.  118,  113):  dominica  testatur  oratio,  ubi 
non  solum  dicimus,  “Dimitte  nobis  debita  nostra propter  mala  quae  feci- 
mus;  etiam,  “Ne  nos  inferas  in  tentationem ” (Mt.  6,  12,  13) , propter  hoc  uti- 
que  ne  mala  faciamus;  unde  et  Apostolus  dicit,  "Oramus  autem  ad  Deum, 
ne  quid  faciatis  mali”  (II  Cor.  13,  7) . Quod  si  ita  esset  in  potestate,  quomodo 
fuit  ante  peccatum,  pnusquam  esset  natura  humana  vitiata;  non  utique  pos- 
ceretur  orando,  sed  agendo  potius  teneretur  (79) . 

Difícilmente  podremos  pensar  por  estas  palabras  de  Agustín  que,  según 
él,  el  hombre  caído  habría  podido  cumplir  la  ley  de  Moisés  quoad  substantiam, 
pero  no  quoad  modum  por  faltarle  la  gracia  de  Dios,  y que  la  razón  por  la  cual 
el  Apóstol  dice  que  la  ley  está  encerrada  bajo  el  pecado  es  que  su  observancia 
sin  la  gracia  es  estéril  para  la  vida  eterna.  Si  fuese  así  no  se  comprendería  por 
qué  a causa  de  la  ley  los  pecados  aumentaron,  porque  respecto  a lo  sobrenatu- 
ral en  sí  la  ley  no  cambió  en  nada  la  situación  del  hombre.  La  ley  no  puede 
por  lo  tanto  aumentar  la  esterilidad  de  las  obras  humanas  como  tales.  Creemo» 
por  eso  que  Agustín  realmente  quiere  afirmar  aquí  que  el  libre  albedrío  del 
hombre  fue  debilitado  de  tal  manera  por  el  pecado  original  que  no  puede  ob- 
servar sin  la  gracia  —por  lo  menos  totalmente—  la  ley  de  Moisés  ni  siquiera 
quoad  substantiam.  Esto  es  confirmado  por  la  interpretación  que  da  de  las  pala- 
bras de  Pablo  “Imploramos  a Dios  para  que  no  hagáis  el  mal’’. 


(79)  Id.  VI,  15. 


30 


Cohibere  a crimine  voluntatem  —dice  Agustín—,  hoc  ipsum  est  nec  aliud  quid 
quam  non  mirare  in  tentationem.  Sed  si  hoc  haberemus  in  potestate  propnae 
voluntis,  non  moneremur,  ut  in  orando  a Domino  posceremus...  Et  lamen 
Aposlolus  cum  possel  etiam  hoc  recle  dicere:  Fraecipirnus  vobis  ne  quid  fa- 
ciatts  malí,  “oramus”,  inquit,  “ ad  Deum,  ne  facialts  mali.  Ecce  quare  dixi: 
Nemo  liberum  ad  agendum  bonum  sine  adiutorio  Dei.  Hoc  quippe  adiuto- 
riurn  fidelibus  orabal  Aposlolus;  non  ex  natura  hominis  auferebat  liberurn 
arbitnum  (80)  . 

Seguramente  Agustín  no  quiere  decir  aquí  que  el  hombre  no  puede  re- 
frenarse trente  al  crimen  sin  la  gracia  solamente  porque  ya  el  mismo  refrenarse, 
sin  gracia,  constituya  un  pecado  en  cuanto  es  una  acción  inútil  para  la  vida 
eterna.  Tampoco  quiere  afirmar  que  el  hombre  sin  gracia  nunca  pueda  hacer 
un  acto  de  los  que  hoy  llamaríamos  naturalmente  honestos.  En  efecto,  prosigue 
en  aquel  lugar...  Nec  existimetis  non  vos  intrare  in  tentationem,  quando  opere 
aliquo  malo  concupiscentiam  carnis  forti  volúntate  cohibetis.  Ignoratis  versu- 
tias  tentatoris:  in  maiorem  tentationem,  quando  haec  volunlati  vestrae  sine  adiu- 
torio Dei  deputatis,  intratis...  (81) . 

Quiere  decir  que  el  hombre  puede  por  sí  solo  realizar  obras  naturalmen- 
te honestas.  Pero  tales  obras  no  le  sirven  sino  que  le  perjudican  porque  no  le 
llevan  a Dios  sino  que  exaltan  y fortalecen  su  orgullo  alejándole  de  El.  En  to- 
do caso,  sea  cual  sea  la  interpretación  que  Agustín  da  a tal  actitud  del  hombre, 
por  lo  menos  aparece  claramente  que  acepta  que  el  hombre  sin  la  gracia  puede 
realizar  alguna  obra  de  las  que  hoy  llamamos  naturalmente  honestas.  Por  otra 
parte  también  aparece  claro  que  la  opinión  del  Santo  Doctor  acerca  de  las  fuer- 
zas naturales  éticas  del  hombre  caído  no  es  muy  elevada,  aunque  no  les  niegue 
todo  valor. 

Existen  muchos  otros  lugares  en  el  Opus  imperfectum  en  los  que  Agus- 
tín propone  la  misma  doctrina  comentando  las  palabras  del  apóstol  Pablo  en 
Rom.  7,  ó II  Cor.  13,  7,  o explicando  las  peticiones  (le  la  oración  del  Padre 
Nuestro  así  como  las  palabras  de  I Cor.  4,  7.  “¿Qué  tienes  que  no  hayas  recibi- 
do?” (32) . Afirma  también  que,  cuando  debemos  pedir  de  Dios  la  ayuda  para 
poder  cumplir  con  la  ley,  esta  petición  ya  procede  de  la  gracia  de  Dios  (®3) . 

Podríamos  resumir  la  doctrina  de  Agustín  acerca  de  la  carencia  de  liber- 
tad frente  al  bien  moral  como  consecuencia  del  pecado  original,  de  la  siguien- 
te manera:  Sin  la  gracia  el  hombre  no  puede  sino  pecar.  Esto  no  significa  que 
todo  ello  sea  pecado  en  el  sentido  en  que  hoy  lo  definimos.  El  concepto  agus- 
tiniano  de  pecado  no  se  identifica  con  el  nuestro,  incluye  al  nuestro,  pero  no 
siempre.  El  llama  a veces  pecado  lo  que  también  nosotros  llamamos  pecado, 
pero  puede,  conforme  a su  concepto,  llamar  pecado  a algo  que  nosotros  no  lla- 
maríamos tal.  Su  concepto  de  pecado  es  más  amplio  que  el  nuestro.  Aunque 
por  ese  motivo  su  doctrina  se  identifica  en  su  formulación  externa,  con  la  de 
los  reformadores,  a saber  que  todo  lo  que  el  hombre  hace  sin  la  gracia  es  pe 


(80)  Id.  III,  109. 

(81)  Iá.  III,  109. 

(82)  Id.  I,  99,  104-106,  108;  II,  6,  7,  165,  227,  232,  234;  III,  115,  116;  VI,  15.  20. 

(83)  Id.  I,  79.  80. 


31 


cado  (M) , difiere  en  su  significado  interno.  Agustín  no  habla  directamente  de 
las  fuerzas  éticas  naturales  del  hombre  caído.  Pero  es  completamente  seguro, 
que  si  hubiera  hablado  de  este  tema  explícitamente,  no  habría  aceptado  que 
el  hombre  después  del  pecado  original  y sin  ninguna  gracia  hubiera  podido 
siempre  observar,  y a voluntad,  el  decálogo,  por  lo  menos  quoad  substantiam, 
como  pretende  Julián. 

Dijimos  que  no  encontramos  en  Agustín  una  doctrina  explícita  acerca 
de  las  fuerzas  éticas  naturales  del  hombre  concreto,  porque  este  problema  es- 
taba fuera  de  su  óptica,  por  decirlo  así.  Dicho  problema  se  comenzó  a tratar 
explícitamente  en  teología  cuando  la  filosofía  aristotélica  entró  en  contacto  con 
esta  ciencia.  Pero  podemos,  quizás,  precisar  más  la  doctrina  de  Agustín  por  los 
escritos  de  sus  discípulos.  Nos  referimos  especialmente  al  Hypomnesticon,  que 
durante  un  tiempo  fue  contado  entre  sus  obras.  Su  autor  según  los  benedicti- 
nos de  S.  Mauro,  es  el  famoso  Mario  Mercator,  aunque  Agustín  lo  habría  co- 
nocido y alabado,  razón  por  la  cual  puede  servir  para  aclarar  nuestro  cono- 
cimiento de  la  doctrina  del  obispo  de  Hipona. 

El  Hypomnesticon  trae  en  los  dos  primeros  libros  la  doctrina  general 
de  Agustín  contra  los  Pelagianos.  El  tercer  libro  se  dirige  contra  aquella  doc- 
trina pelagiana  según  la  cual  el  libre  albedrío  se  basta  a sí  mismo  para  cum- 
plir todo  lo  que  Dios  exige  de  él.  El  autor  del  libro  declara  que  el  libre  albe- 
drío perdió  a causa  del  pecado  de  Adán  la  libertad  para  hacer  el  bien  y apoya 
su  tesis  con  los  mismos  argumentos  que  trae  Agustín  en  el  Opus  imperfectum 

Luego  prosigue:  ...Velte  ergo  malum  recte  perdidit  posse  bonum,  qui  per  pus- 
se  bonum  potuit  vincere  velle  malum...  Per  peccatum  ergo  liberum  arbitrium 
hominis  possibilitatis  bonum  perdidit,  non  nomen  et  rationem. 

Est  fatemur  liberum  arbitrium  ómnibus  hominibus  habens  quidem  ludicium 
rationis,  non  per  quod  sit  idoneum,  quae  ad  Deum  pertinent,  sine  Deo  aut 
inchoare  aut  certe  peragere:  sed  tantum  in  operibus  vitae  praesentatis,  tam 
bonis,  quam  etiam  malis.  Bonis  dico,  quae  de  bono  naturae  oriuntur,  id  est, 
velle  laborare  in  agro,  velle  manducare  et  bibere,  velte  habere  amicum,  velle 
habere  indumenta , velle  fabricare  domum,  uxorem  velle  ducere,  pécora  nu- 
triré, artem  discere  diversarum  rerum  bonarum,  velle  quidquid  bonum  ad 
praesentem  pertinent  vitam:  quae  omnia  non  sine  gubernacuto  divino  subsis- 
tunt,  imo  ex  ipso  et  per  ipsum  sunt,  vel  esse  coeperunt.  Malis  vero  dico,  ufi 
est,  velle  idolum  colere,  velle  homicidium,  velte  adulterium  facere,  res  alie- 
nas velle  diripere,  Deum  viventem  in  saecula  blasphemare , velte  turpiter  vi- 
vere,  velle  maleficia  discere,  velle  inebriari  et  luxuriose  vivere,  velle  quid 
quid  non  licet  vel  non  expedit  operari...  Ista  sunt  zizania  animae  carnisque 
quae  inimicus  homo,  id  est  diabolus,  dormitante  Adam,  Dei  videlicet  prae- 
ceptum  non  conservante,  in  libero  seminavit  arbitrio  (Mt.  13,  25),  in  quibus 
proclivior  et  paratior  est  quam  in  prosperis  vulnérala  et  depravata  voluntas... 


(84)  Concilium  Trident.  Sess.  VI,  c.  7 ( D . B.  799). 

(85)  Hypomnesticon  (P.  L.  XLV,  1611-1664),  III,  1.  2.  3.  4. 

(86)  Id.  III,  4.  5. 


32 


Hay  que  notar  bien  la  diferencia  que  existe  entre  las  buenas  y las  ma 
las  obras  que  el  hombre  sin  la  gracia  puede  realizar  en  esta  vida.  Las  malas  son 
todas  obras  en  sí  inmorales,  mientras  que  entre  las  buenas  no  encontramos  nin- 
guna que  por  sí  tenga  una  relación  directa  con  la  ley  moral.  Es  interesante  com- 
probar que  bajo  este  aspecto  la  doctrina  del  Hypomnesticon  es  idéntica  a la  de 
Tomás  de  Aquino  (**) . 

Tomás  se  pregunta  si  el  hombre  puede  hacer  algo  bueno  sin  la  gracia, 
y contesta  afirmativamente  diciendo  que  puesto  que  la  naturaleza  humana  no 
fue  totalmente  corrompida  por  el  pecado,  puede,  también  en  el  estado  de  natu- 
raleza caída,  producir  algún  bien  con  sus  propias  fuerzas,  como  v.  gr.  edificar 
casas,  plantar  viñas  o cosas  de  este  estilo. 

Tomás  no  afirma  que  el  hombre  puede  observar  los  mandamientos,  y 
distingue  expresamente  entre  lo  que  Adán  hubiera  podido  hacer  naturalmen- 
te y lo  que  el  hombre  caído  puede  hacer.  Anota  además  en  respuesta  ad  ter - 
tium  que  el  pecado  original  desmejoró  especialmente  la  facultad  apetitiva  ha 
cia  el  bien.  Tomando  en  cuenta  la  doctrina  de  Agustín  acerca  del  amor  Dei  y 
de  la  cupiditas  mundana  podemos  quizás  interpretar  la  doctrina  del  Hypo- 
mnesticon  de  la  siguiente  manera,  precisando  así  la  doctrina  de  Agustín  respec- 
to a la  libertad  del  hombre  caído.  No  todo  lo  que  el  hombre  hace  después  del 
pecado  original,  es  pecado  en  el  sentido  de  la  teología  moderna.  Por  otra  parte 
el  hombre  tampoco  puede,  sin  gracia,  realizar  todas  las  obras  que  son  natural- 
mente honestas.  Puede  sin  pecar  hacer  todas  aquellas  obras  que  su  sano  instinto 
de  conservación  le  exige.  Entendemos  bajo  sano  instinto  de  conservación  todo 
aquello  que  el  hombre  hic  et  nunc,  en  concreto,  juzga  necesario  para  conservar 
y perfeccionar  su  vida  terrenal.  En  sus  demás  actividades  no  se  dejará  llevar  por 
este  instinto  de  conservación,  sino  que  estará  bajo  el  imperio  de  la  cupiditas 
mundana. 

Dividimos  por  lo  tanto  las  obras  quae  ad  praesentem  vitam  pertinent,  en 
dos  clases.  El  móvil  de  la  una  es  la  cupiditas  mundana,  el  de  la  otra  el  sano  ins- 
tinto de  conservación.  Las  obras  de  ambas  clases  pueden  pertenecer  a las  que  hoy 
llamaríamos  buenas  quoad  substantiam,  aunque  el  autor  del  Hypomnesticon  so- 
lamente enumera  obras  en  sí  inmorales,  entre  las  que  están  bajo  la  cupiditas 
humana.  Para  él  las  buenas  obras  que  podemos  hacer  sin  la  gracia  son  aquellas 
que  el  instinto  de  conservación  nos  exige.  Las  llama,  conforme  a la  doctrina  de 
Agustín,  obras  buenas,  porque  Dios  las  quiere  puesto  que  creó  la  naturaleza 


(87)  S.  Theol.  I-II,  q.  109,  a.  2.:  ...sed  in  statu  naturas  integras,  quantum  ad  su - 
ficientiam  operativae  virtutis,  poterat  homo  per  sua  naturalia  velle  et  operari 
bonum  suae  naturae  proportionatum  quale  est  bonum  virtutis  acquisitae...  Sed 

in  statu  naturae  corruptae  etiam  déficit  homo  ab  hoc,  quod  secundum  natu- 
ram  suam  potest...  Quia  tamen  natura  humana  per  peccatum  non  est  totali- 
ter  corrupta,  ut  sel.  toto  bono  naturae  privetur;  potest  quidem  etiam  in  statu 
naturae  corruptae  per  virtutem  suae  naturae  aliquod  bonum  particulare  age- 
re,  sicut  aedificare  domos,  plantare  vineas,  et  alia  huiusmodi...  sic  igitur  vir- 
tute  gratuita  superaddita  virtuti  naturae  ináiget  homo  in  statu  naturae  in- 
tegrae  quantum  ad  unum,  sel.  ad  operandum,  et  volendum  bonum  supematu- 
rale;  sed  in  statu  naturae  corruptae  quantum  ad  dúo,  sel.  ut  sanetur,  et  ul- 
terius  ut  bonum  supematuralis  virtutis  operetur...  Cfr.  ibid.  ad  3. 


33 


humana.  Realizándolas,  por  eso,  el  hombre  está  trabajando  totalmente  confor- 
me a la  voluntad  de  Dios. 

La  situación  cambia  respecto  a las  obras  cuyo  móvil  es  la  cupiditas  mun. 
daña.  Por  su  motivo  estas  obras  no  se  identifican  con  la  intención  de  Dios  aun- 
que fuesen  según  la  terminología  moderna  naturalmente  honestas.  Por  eso  las 
llama  pecado  en  el  sentido  de  Agustín.  El  autor  del  Hypomnesticon  no  se  pre- 
ocupa, al  igual  que  Agustín,  de  determinar  si  tales  obras  son  siempre  pecado 
porque  son  en  sí  inmorales  o solamente  por  no  estar  dirigidas  hacia  Dios.  Pero 
el  catálogo  de  obras  que  enumera  insinúa  que  las  actividades  humanas  que 
no  tienen  su  origen  en  el  bien  de  la  naturaleza  como  tal,  parecen  ser  siempre 
actividades  inmorales  en  si.  Aunque  la  doctrina  de  Agustin  acerca  de  las  fuer- 
zas éticas  naturales  de  la  libertad  humana  después  del  pecado  original  difiere, 
como  vemos,  tanto  de  las  doctrinas  de  los  reformadores  como  de  las  de  Bayo  y 
Jansenio,  no  podemos  negar,  sin  embargo,  que  es  más  pesimista  que  la  de  la 
teología  moderna  en  este  punto. 

IV  RELACION  DEL  LIBRE  ALBEDRIO  CON  LA  GRACIA  Y EL  MERITO 

Hemos  descrito  hasta  ahora  cómo,  según  Agustín,  está  constituida  la  liber- 
tad en  general  y la  del  hombre  caído  en  especial.  Nos  queda  por  mostrar  có- 
mo entiende  la  relación  entre  la  gracia  y el  mérito  por  un  lado,  y el  libre  al- 
bedrío por  el  otro. 

Según  Julián  la  gracia  no  tiene  influjo  alguno  sobre  la  misma  voluntad. 
No  toca  en  absoluto  la  esfera  de  la  acción  propia  de  la  voluntad,  puesto  que 
consiste  solo  en  auxilios  extrínsecos  que,  como  el  ejemplo  de  Cristo  o de  los 
santos,  excitan  y exhortan  a la  voluntad  a dirigirse  a tal  o cual  objeto,  sin  in- 
fluir eficientemente  de  ninguna  manera  en  ella.  La  gracia  perdona  también 
los  pecados,  pero  este  perdón  es  concebido  únicamente  como  perdón  de  la  pe- 
na. De  mano  con  esta  doctrina  va  la  del  mérito.  Su  causa,  tanto  del  bueno  co- 
mo del  malo,  es  únicamente  la  voluntad  libre.  En  la  realización  de  tal  mérito 
Dios  no  tiene  influjo  alguno.  Su  actitud  se  limita  a la  de  un  juez  justo  que 
reparte  al  mérito  la  pena  o el  premio  correspondiente.  Tal  es  en  grandes  lí- 
neas la  doctrina  de  Julián  sobre  la  gracia  y el  mérito. 

Se  comprende  que  la  doctrina  de  Agustín  sobre  la  gracia  será  diferente, 
pero  aquí  hablaremos  de  ella  sólo  en  cuanto  se  relaciona  con  su  doctrina  acer- 
ca del  libre  albedrío  humano.  Dejamos  por  eso  a un  lado  todo  lo  que  se  re- 
fiere a aquella  gracia  que  hoy  llamamos  santificante.  Agustín  no  usa  este  tér 
mino,  aunque  encontramos  en  el  Opus  imperfectum  diversos  lugares  (2.  3.  4) 
capaces  de  aclararnos  su  doctrina  en  este  pumo.  Para  más  amplia  orientación 
remitimos  al  libro  ya  citado  de  Mausbach  (M) . 

En  el  capítulo  precedente  mostramos  que  según  Agustín  el  hombre  caí- 
do no  puede  hacer  nada  de  bien.  Para  hacer  el  bien  necesita  de  la  gracia  que, 
además  de  hacer  desaparecer  los  pecados  cometidos,  hace  que  el  hombre  no 


(88)  Mausbach,  op.e.,  II,  97  ss. 


34 


peque.  El  hombre,  por  sí,  no  puede  dejar  el  pecado,  la  gracia  de  Dios  debe 
darle  la  fuerza  para  ello.  ¿Cómo  entiende  Agustín  esta  acción  de  la  gracia  que 
hace  a la  voluntad  capaz  de  no  pecar? 

Hay  que  dejar  constancia,  en  primer  lugar,  de  que  el  influjo  de  la  gra- 
cia en  la  voluntad  libre  no  es  solo  indirecto  a través  del  entendimiento,  di- 
rectamente iluminado  por  ella.  Agustín  distingue  claramente  en.re  una  gracia 
que  se  refiere  al  entendimiento  .y  aquella  que  tiene  a la  voluntad  como  objeto. 

Aut  si  scientia  —dice—  legis  et  eloquiorum  Dei  charitatem  operatur  in  no- 
bis,  ut  non  per  donum  Dei  sed  per  nostrae  voluntatis  arbitnum  diligamus, 
quod  esse  dihgendum  Deo  docente  cognoscimus,  quomodo  res  minor  ex  Deo 
nobis  est,  et  maior  ex  nobis?  Quia  sine  Deo  donante  scientiam,  hoc  est  docen- 
te, non  possumus  nosse;  tilo  autem  charitatem  “quae  supereminet  scienttae” 
(Ephes,  3,  19)  non  donante,  diltgere  possumus.  Sic  non  sapiunt  nisi  novi 
haeretici  et  gratiae  Dei  nimis  inirnici  (") . 

Esas  gracias  por  las  cuales  Dios  actúa  sobre  la  voluntad  y el  entendimien- 
to del  hombre,  no  son  lo  que  hoy  llamamos  gracias  externas,  sino  verdaderas 
gracias  internas  de  Dios.  Julián  había  dicho  que  Dios  ayuda  al  hombre  en 
cuanto  ordena,  bendice,  santifica,  prohíbe,  inflama  e ilumina.  Agus.ín  le  con- 
testa: 

Sed  cum  queritur  a vobis,  quae  sunt  ista  adiutoria  gratiae,  edicitis...:  Deutn 
adiuvare  praecipiendo,  benedicendo,  coercendo...:  quae  omnia  etiam  per 
homines  fiunt  sec.  Scripturas.  Nam  et  praecipiunt  homines  et  benedicunt, 
et  per  divina  sacramenta  sanctificant,  et  corripiendo  coercent  et  exhortan- 
do provocant  et  docendo  illuminant:  “ non  tamen  qui  plantat  est  aliquid, 
ñeque  qui  rigat,  sed  qui  incrementum  dat  Deus”  (I  Cor.  3,  7) . Hoc  est  autem 
incrementum  ut  unusquisque  oboediat  praeceptis  Dei:  quod  non  fit,  quan- 
do  vere  fit,  nisi  charitate.  linde  ecclesia  incrementum  corporis  facit  in  aedi- 
ficationen  sui  in  charitate  (Eph.  4,  16).  Istam  charitatem  non  dat  nisi  Deus, 
" charitas  enim  ex  Deo  est”  (I  Jn.  1,4,  7.)  (W) . 

En  términos  parecidos,  responde  a Julián  en  otro  lugar: 

Aspice  etiam  iliud  in  evangelio  (Jn.  12,  39)  : "Propterea  non  poterant  cre- 
dere,  quia  iterum  dixit  Isaias:  Excaecavit  oculos  eorum  et  induravit  eorum 
cor.  ut  non  videant  ocutis  nec...”  Haec  conmernoravi , ut  intelligas,  si  possis, 
fieri  per  poenam  procul  dubio  iustam,  ut  non  credant  homines  excaecato 
corde;  cum  per  misericordiam  fiat,  ut  credant  libera  volúntate.  Quis  enin 
nescit,  neminem  credere  nisi  libero  voluntatis  arbitrio?  sed  paratur  volun- 
tas a Domino:  nec  omnino  eruitur  a servitute  mala  suis  meritis  debita,  nisi 
quando  per  gratuitam  gratiam  paratur  a Domino.  Si  enim  Deus  ex  noteu- 
tibus  volentes  non  faceret,  profecto  pro  eis  qui  nolunt  credere,  non  orare- 
mus  ut  vellent.  Quos  Apostolus  se  fecisse  pro  Judaeis  monstravit  (Rom.  10, 
1) . Hanc  utique  salutem  consequi  nisi  credente  volúntate  non  possent:  hoc 
ergo  beatus  Paulus  orabat,  ut  vellent...  (91) . 


(89)  Op.  Imp.  I,  95. 

(90)  Id.  III,  114. 

(91)  Id.  VI,  10. 


35 


Agustín  habla,  por  consiguiente,  de  una  gracia  interna,  que  de  alguna  ma- 
nera influye  en  la  voluntad.  Ella  precede  a su  acción,  pues  cuando  Julián  afir- 
ma que  tal  gracia  coopera  con  la  voluntad  que  ya  está  actuando,  Agustín  le 
contesta: 

Si  non  praevenit,  ut  operetur  eam,  sed  prius  existenti  voluntati  gratia  coo- 
peratur;  quomodo  verum  est:  ‘‘Deus  in  vobis  operatur  et  velle  (Phil.  2,  13) ; 
quomodo:  “praeparatur  voluntas  a Domino"  (Prov.  8,  33;  sec.  LXX)  ; quo- 
modo: "charitas  ex  Deo  est " (I  Jn.  4,  7)  que  sola  vult  beatificum  bonum? 

i92)  ■ 

La  gracia,  pues,  precede  a la  acción  de  la  voluntad.  Aparecerá  con  más 
claridad  aún,  cuando  expongamos  la  doctrina  de  Agustín  acerca  del  mérito. 
Su  doctrina  se  distingue  ya  por  lo  tanto  de  la  doctrina  de  Julián,  en  cuanto 
admite  una  gracia  preveniente  interior  que  Julián  excluye  como  destructora 
de  la  libertad. 

Pero  Agustín  parece  sostener  más  que  eso.  Parece  querer  decir  también 
que  la  gracia  produce  el  buen  acto  de  la  voluntad  en  el  hombre;  que  ella  es 
causa  eficiente  de  la  buena  voluntad,  sin  que  por  eso  cese  de  ser  acto  volun- 
tario libre  del  hombre.  Recordemos  todo  aquello  que  dijimos  en  el  capítulo 
precedente.  Dijimos  que  el  hombre  perdió  por  el  pecado  de  Adán  la  libertad 
para  el  bien  y necesita  ahora  la  gracia  para  no  pecar.  La  gracia  de  Dios  es  cau- 
sa de  que  no  pequemos.  Debemos  pedir  esa  gracia  y si  Dios  nos  la  da  enton- 
ces podremos  evitar  el  pecado.  Tales  fueron  los  resultados  del  capítulo  prece 
dente. 

Si  solamente  podemos  evitar  el  pecado  por  la  gracia  de  Dios,  esto  no 
prueba  todavía  que  Dios  produzca  el  acto  libre  de  la  voluntad  como  causa  efi- 
ciente. En  efecto,  podríamos  quizás  interpretar  las  citas  de  S.  Agustín  en  el 
sentido  de  que  la  gracia  divina  produce  el  acto  de  la  voluntad  en  cuanto  por 
medio  de  ella  ésta  se  fortalece  aumentando  así  su  campo  de  acción  para  po- 
der superar  los  impedimentos  del  pecado  original.  Decimos  que  podríamos  tai- 
vez  interpretar  así  los  textos  aunque  para  ello  deberíamos  hacer  cierta  violen- 
cia al  último  de  los  citados.  Porque  ahí  dice  Agustín  que  la  gracia  precede  a 
la  voluntad  para  operar  el  acto,  y que  si  no  fuera  así  no  se  podría  decir  que, 
conforme  a la  Sgda.  Escritura,  Dios  obra  en  nosotros  el  querer  y prepara  a la 
voluntad,  o que  la  caridad,  que  quiere  el  bien  que  hace  feliz,  sea  de  Dios,  etc. 
Todas  estas  palabras  parecen  indicar  que  Agustín  no  habla  de  fortificación 
sino  de  producción  del  querer  por  parte  de  Dios  como  causa  eficiente. 

Antes  de  citar  otros  textos  de  Agustín,  que  con  mayor  claridad  prueben 
la  causalidad  eficiente  de  Dios  en  la  producción  del  acto  bueno  del  libre  al- 
bedrío humano,  quisiéramos  hacer  la  siguiente  advertencia.  Cuando  Agustín 
habla  de  la  gracia  que  influye  en  la  voluntad,  y actúa  sobre  ella,  la  llama  pre- 
ferentemente caritas,  amor.  Una  y otra  vez  ataca  la  doctrina  de  Julián  sobre  la 


(92)  Id.  1,95.  Además  cfr.  I,  131  ...Gratia  quippe  hominem  praevenit,  ut  diligat 
Deum,  qua  dilectione  operatur  bona... 

ibid. : . . .His  certe  operibus  merees  xmputatur  secundum  debitum,  sed  gra- 
tia, quae  non  debetur,  praseedit  ut  fiant. 

I,  141  ...quia  bona  opera  subsequuntur  gratiam,  non  praeeedunt... 


36 


gracia,  porque  éste,  en  su  catálogo  de  gracias,  pasa  por  alto  el  amor.  Mas  el 
amor  es  precisamente,  según  Agustín,  el  principal  don  de  Dios  y mucho  más 
importante  que  la  gracia  de  la  iluminación.  El  amor  sobrepasa  a la  ciencia, 
dice  el  Apóstol  (Eph.  3,  19) . Ese  amor  es  la  fuerza  que  quiere  el  bien  beatí- 
fico (w) . Agustín  opone  ese  amor  a la  concupiscencia  mundana  y dice  de  él: 

Fortitudinem  gentilium  mundana  cupiditas,  fortitudinem  autem  christia- 
nortim  Dei  charitas  facit,  quae  diffusa  est  in  cordibus  nostris  non  per  vo- 
luntaos arbitrium,  sed  per  Spiritum  Sanctum,  qui  datus  est  (•*) . 

De  esta  confrontación  sacamos  la  siguiente  conclusión.  En  los  paganos,  la 
fuerza  impulsadora  de  su  actividad  era  la  cupiditas  mundana.  Porque  ésta  do- 
minaba en  ellos,  ejecutaban  esta  o aquella  acción.  Siendo  la  concupiscencia  el 
estímulo  de  sus  acciones,  realizaban  sólo  aquellas  que  les  eran  agradables.  En 
los  cristianos,  en  cambio,  domina  la  caritas,  que  solamente  quiere  el  bien.  Mien- 
tras tal  amor  domine  en  el  corazón  humano,  el  hombre  se  volverá  libremente 
y pese  a ello,  en  cierta  manera,  necesariamente,  únicamente  hacia  aquello  que 
es  agradable  a ese  amor  de  Dios.  El  hombre  obrará  libremente  porque  su  acción 
corresponde  a los  deseos  de  su  voluntad  transformada  por  el  amor;  al  mismo 
tiempo  obrará  necesariamente  porque  ya  no  puede  querer  lo  contrario  de  lo 
que  quiere,  desde  que  lo  contrario  ya  no  agrada  a su  voluntad.  El  amor  causa 
en  él  que  ponga  determinadas  acciones  e impide  que  ponga  otras.  Después  de  la 
muerte  esta  gracia  que  es  el  amor  prevalecerá  en  él  de  tal  manera,  como  ya  ex- 
plicamos en  el  capítulo  anterior,  que  la  actual  posibilidad  de  pecar  será  elimi- 
nada. Por  lo  tanto,  así  como  los  paganos  en  su  actividad  son  empujados  por 
su  concupiscencia  mundana  para  ejecutar  libremente  esta  o aquella  acción, 
así  el  cristiano  es  movido  por  el  amor  de  Dios  a esta  o aquella  acción  libre. 

Por  eso  dice  Agustín:  Liberos  dicimus  ad  facienda  opera  pietatis  eos.  qui- 
bus  dicit  Apostolus  (Rom.  6,  22)  : M, Nunc  autem  liberati  a peccato,  serví  au- 
tem facti  Deo,  habetis  fructum  vestrum  in  sanctificationem,  finem  vero  vi- 
tam  aetemam”.  Hunc  fructum,  qui  fructus  est  sine  dubio  charitas  atque 
opera  eius,  nullo  modo  habere  possumus  ex  nobis...  De  ipso  fructu  loqueba- 
tur  magister  Deus...:  ", sine  me  nihil  potestis  faceré”  (Jn.  15,  15)  (®5) . 

Para  Julián,  la  causalidad  que  la  gracia  ejerce  sobre  la  voluntad  es  de 
orden  moral.  Dios  nos  ha  hecho  conocer  su  gran  amor  entregando  a su  pro- 
pio Hijo  por  nosotros.  Con  ese  amor  suyo  quiere  animamos  a amarlo  nueva- 
mente, y si  obedecemos  a su  voluntad  nos  establece,  como  lo  ha  prometido, 
coherederos  de  su  Hijo. 

Explicar  de  esta  manera  la  acción  del  amor  sobre  la  voluntad  del  hom- 
bre es  inaceptable  para  Agustín: 

Homo  Pelagiane,  charitas  vult  bonum  et  charitas  ex  Deo  est...  In  hoc  est 


(93)  Id.  I,  95. 

(94)  Id.  I,  83. 

(95)  Id.  I,  86. 


37 


praedestinatis  littera  adiutorium,  quia  iubendo  et  non  adiuvando  admonet 
infirmos  confugere  ad  spiritum  gratiae...  alioquin  occidit,  quia  iubendo  bo- 
num  et  non  largiendo  charitatem,  quae  sola  vult  bonum,  reos  praevaricatio- 
nis  facit  (M) . 

Como  se  ve,  Agustín  toma  la  gracia  del  amor  como  algo  muy  concreto; 
como  aquella  fuerza  en  el  hombre,  que  quiere  el  bien. 

Si  te  desagrada,  dice  en  otro  lugar,  que  el  hombre  solo  pueda  querer  el 
bien  por  la  ayuda  de  Dios,  ¿por  qué  no  prestas  oído  a la  Escritura  que  te  con- 
tradice? En  efecto,  dice:  “sin  mí  nada  podéis  hacer”;  (Jn.  15,  6)  ; “La  volun- 
tad es  preparada  por  Dios”  (Prov.  8,  33  sec.  LXX) ; “Dios  realiza  en  nosotros 
también  el  querer”  (Phil.  12,  13);  "Los  pasos  del  hombre  son  dirigidos  por 
Dios,  y El  quiere  su  camino”  (Ps.  36,  23) . Me  maravilla  que  te  digas  cristia- 
no  cuando  contradices  tantas  y tan  claras  palabras  divinas  . La  gracia  in- 
fluye por  lo  tanto  en  la  voluntad  libre  y este  influjo  es  más  que  una  simple 
iluminación  del  entendimiento,  es  más  bien  una  gracia  que  afecta  a la  mis- 
ma potencia  volitiva. 

Dios  no  tiene  ningún  influjo  en  la  misma  voluntad  libre,  afirma  Julián. 
Solo  indirectamente,  a través  del  conocimiento,  puede  influir  sobre  ella.  Atien- 
de. dice  Tulián  a Agustín,  especialmente  a este  lugar  de  la  Escritura  (Mt.  23, 
37)  en  el  oue  Cristo  dice  oue  su  designio  será  impedido  por  la  voluntad  de 
los  hombres:  "Jerusalén,  Jerusalén...  pero  no  has  querido”.  Después  de  lo  cual 
no  continúa:  “aunque  tú  no  quisiste  te  reuní”,  sino:  "vuestra  casa  será  deja- 
da desierta".  Cristo  muestra  por  ahí  que  aquellos,  por  su  mala  voluntad,  con 
justicia  deberán  ser  castigados,  pero  no  debieron  ser  desviados  de  su  propio 
propósito  por  ninguna  clase  de  coacción  (") . Cuando  el  hombre,  por  lo  tan- 
to, no  ouiere.  Dios  no  puede  hacer  nada.  El  no  puede  cambiar  la  voluntad  del 
hombre,  pues  la  esfera  de  la  voluntad  está  sustraída  al  ámbito  del  poder  de 
Dios. 

La  respuesta  de  Agustín  muestra  que  entendió  así  a Julián  y que  su  doc- 
trina es  contraria  a la  de  éste: 

Ignoscendum  est,  ut  in  re  multum  abdita  ut  homo  falleris.  Absit  ut  ab  ho - 
mine  impediatur  omnipotentis  et  cuneta  praescientis  intentio.  Parum  de  re 
tanta  cogitant  vel  ei  excogitandae  non  sufficiunt,  qui  putant  Deum  omni- 
potentem  aliquid  velle  et  homine  infirmo  impediente  non  posse.  Sicut  cer- 
tum  est  Jerusalem  filios  suos  ab  eo  colligi  noluisse,  ita  certum  est  eum  etiam 
ipsa  nolente,  quoscumque  eorum  voluit,  collegisse.  Deus  enim,  sicut  homo 
eius  Ambrosius  dixit,  quos  dignatur  vocat,  et  quem  vult,  religiosum  facit 
(Lib.  II  in  Le.  9,  58)  (•») . 

Agustín  sostiene  aquí  justamente  aquello  que  Julián  rechazó  como  des- 
tructor de  la  voluntad.  Según  Agustín  la  voluntad  humana  no  desempeña  ese 


(96)  Id.  I,  94. 

(97)  Id.  I,  97. 

(98)  Id.  I,  93. 

(99)  Id.  I,  93. 


38 


importante  papel  que  Julián  le  asigna.  Mientras  que  según  és:e  la  voluntad 
humana  está  frente  a Dios  de  igual  a igual  y puede  con  su  oposición  frustrar 
los  planes  divinos,  según  Agustín  la  voluntad  humana  está  de  tal  maner  en 
las  manos  de  Dios  que  aunque  el  hombre  se  resista,  Dios  salva  al  que  quiere 
salvar.  Dios  hace  piadoso  al  que  quiere  hacer  piadoso,  e.d.,  de  hombres  que 
se  resisten,  que  no  quieren,  Dios  hace  por  su  gracia  hombres  que  quieren,  que 
se  adhieren  gustosos  a El.  Eso  no  depende  en  primer  lugar  de  la  voluntad  hu- 
mana, sino  de  que  Dios  quiera  o no  atraer  al  hombre  h?cia  sí.  Si  Dios  quiere 
salvar  a alguien,  éste  no  puede  oponer  su  voluntad  v frustrar  la  voluntad  de 
Dios.  Pero  todo  esto  es  inexplicable,  si  se  niega  que  Dios  tiene  la  voluntad  hu- 
mana de  tal  manera  en  su  poder  nue  le  puede  hacer  producir  determinados 
actos.  En  efecto,  si  se  concibe  el  influjo  de  Dios  sobre  la  voluntad  solamente 
como  un  fortalecimiento  v capacitación  de  la  misma  para  el  bien  ñor  su  gra- 
cia. sin  cute  haga  producir  en  ella  al  mismo  tiempo  la  buena  acción  nue  Dios 
ouiere  nue  nonga.  entonces  podría  el  hombre,  a pesar  de  todo,  frustrar  las  in- 
tenciones de  Dios  (10°) . 

Aeustín  habla  anuí,  ñor  consiguiente,  de  un  influjo  causal  eficiente  de 
Dios  en  la  libre  voluntad  del  hombre,  por  el  cual  1?  voluntad  humana  es  cam- 
biada (101)  . 

Nam  si  ut  dicis  —contesta  a Julián—,  ab  intentione  brobria,  utique  mala, 
non  debet  homo  ulla  necessitate  revocari:  cur  abostotus  Paulus...  n sua  bes- 
sima  intentione  revocatur  et  ex  bersecutore...  braedicator  erieiturf  Agnosce 
gratiam:  atium  sic,  alium  sic  Deus,  quem  dignatur  vocat...  (loa) . 

Julián  llama  a tal  proceder  de  Dios,  coacción.  Esta  existe,  según  él,  cuan- 
do algo  extrínseco  a la  voluntad  dirige  a la  misma  hacia  algo  determinado 
contra  su  intención  original.  Cuando  la  dirección  de  la  voluntad  respecto  a 
un  objeto  determinado  no  depende  sola  v completamente  de  la  voluntad  mis- 
ma, ésta  ya  no  es  libre.  Visto  así,  la  conversión  de  Pablo  no  fue  un  acto  libre 
suyo. 

Aun  más  claramente  explica  Aeustín  la  relación  de  la  gTacia  divina  con 
el  libre  albedrío  en  otro  lugar.  Julián,  para  refutar  la  doctrina  de  Aeus'fn 
sobre  el  pecado  original.  habD  citado  el  cuarto  capítulo  de  la  Ep.  a los  Rom. 
El  v.  22  de  dicho  capítulo  dice:  “Abraham  frente  a la  promesa  no  vaciló  con 
desconfianza...  poroue  tenía  certeza  de  nue  Dios  es  poderoso  para  cumplir  lo 
que  ha  prometido”.  Partiendo  de  ese  mismo  texto,  Agustín  da  la  siguiente  res- 
puesta: 


(100)  Agustín  habla  de  Dios  todopoderoso  y presciente.  Tanto  la  escuela  que  admi- 
te una  “ciencia  media”,  como  la  que  la  rechaza  cabrían  aquí.  Julián  habría 
rechazado  ambas:  la  ‘‘ciencia  media”  porque  no  la  necesita  para  preservar 
la  libertad  de  la  voluntad,  ya  que  rechaza  esa  eficacia  intrínseca  de  la  gracia 
en  la  voluntad;  la  opinión  contraria,  de  la  “promoción  física,  porque  ésta, 
según  él,  eliminaría  la  libertad  humana. 

(101)  Acaso  esta  eficacia  haya  de  ser  entendida  en  el  sentido  de  premoción  física, 
es  una  cuestión  que  no  abordamos  aquí. 

(102)  Op.  Imp.  I,  93. 


39 


Haec  te  commemorare  non  pudet,  qui  oppugnas  gratiam,  qua  ista  promis- 
sa  complentur ? Contra  Deum  enim  loquimini  dicendo:  nos  facimus,  quod 
Ule  se  facturum  esse  promisit...  Quod  itaque  Deus  promisit,  Deus  faciet... 

(i°3) . 

Julián  había  explicado  además  que  la  fe  de  Abraham  no  había  sido  impu- 
tada como  justificante  solo  a él  sino  también  a nosotros  que  hemos  creído  en 
Dios,  que  ha  resucitado  a Cristo  de  la  muerte,  etc.  Agustín  opone,  entonces: 

Dicite  nobis  o vani  non  defensores  sed  inflatores  liberi  arbitrii,  qui  igno- 
rantes iustitiam  Dei...  dicite  nobis:  si  noluissent  gentes  credere  et  iuste  vi - 
vere,  evacuaretur  promissio,  quae  facta  est  ad  Abraham?  Non  inquies.  Er- 
go  ut  Abraham  ob  stipendium  fidei  consequeretur  dilatationem  seminis, 
praeparata  est  gentium  voluntas  a Dominio;  et  ut  vellent  quod  et  nolle  po- 
tuissent,  ab  illo  factum  est,  qui  ea  quae  promisit  potens  est  et  facere  (104) . 

Según  Julián,  Pablo  quiere  mostrar  en  el  texto  citado  de  la  epístola  a los 
Rom.,  que  no  fueron  la  ley  y su  promesa  las  que  consiguieron  a Abraham  una 
descendencia,  sino  que  uno,  gracias  a sus  buenas  costumbres  llega  a hacerse 
descendiente  de  Abraham  y así  participante  de  la  promesa  que  Dios  le  hizo. 

Sobre  esto  dice  Agustín:  Hos  mores,  quos  procul  dubio  bonos  vis  intelligi, 
si  ut  putatis  homo  sibi  facit,  praedicere  ea  debuit  Deus  praescius,  non  pro- 
mittere;  ut  non  de  illo  hac  de  causa  diceretur:  "Quae  promisit,  potens  est 
et  facere”  (Rom.  4,  21),  sed:  " Quae  praescivit,  potens  est  et  praenuntiare, 
aut  potens  est  et  ostendere”.  Quando  autem  dicunt  homines:  Quod  Deus 
promisit,  nos  facimus,  se  ipsos  faciunt  iactantia  potentes  et  illum  arrogan- 
tia  mentientem  (*°5) . 

¿Qué  quiere  Agustín  decir  aquí?  Dios  ha  prometido  a Abraham  descen- 
dencia espiritual.  Para  que  esta  promesa  pueda  cumplirse,  deben  aquellos  hom- 
bres que  van  a pertenecer  a esa  descendencia,  creer  y vivir  bien.  Deben,  pues, 
poner  actos  de  voluntad,  y determinados  actos  voluntarios.  Ahora,  si  esos  actos 
buenos  voluntarios  fuesen  cosa  del  hombre  y no  producidos  por  Dios  en  el 
hombre  —se  trata  aquí  de  buenos  actos—.  Dios  no  habría  debido  prometer 
esa  descendencia  a Abraham  sino  solamente  predecirla. 

No  introducimos  nada  artificialmente  en  el  pensamiento  de  Agustín.  El 
mismo  hace  esta  distinción  entre  prever  y prometer.  Si  los  hombres  son  los  au- 
tores de  las  buenas  acciones,  Dios  no  puede  prometerlas,  sino  sólo  predecirlas. 
Si,  por  el  contrario,  Dios  produce  tales  acciones  en  el  hombre,  entonces  pue- 
de también  prometerlas.  De  otro  modo,  si  Dios  promete  algo  que  no  depende 
de  El  sino  del  hombre  que  lo  ejecuta  en  forma  independiente,  queda  Dios  co- 
mo un  mentiroso,  pues  promete  algo  que  no  puede  dar.  No  se  puede  decir 
aquí  que  Dios  es  autor  de  las  acciones  de  los  hombres  en  cuanto  les  ha  dado 
la  voluntad  y la  fortifica  con  su  gracia,  y que  por  eso  puede  prometer  esas 
acciones  humanas.  En  tal  caso  habría  sido  supérfluo  que  Agustín  distinguiese 


(103)  Id.  II,  163. 

(104)  Id.  II,  164. 
(106)  Id.  II.  166. 


40 


el  caso  en  que  Dios  sólo  puede  predecir  de  aquel  otro  en  que  puede  prome- 
ter. En  efecto,  si  Dios  ya  es  autor  de  las  acciones  humanas  porque  los  hombres 
recibieron  de  El  su  potencia  volitiva,  sea  ésta  especialmente  fortalecida  por  la 
gracia  o no,  entonces  El  siempre  podría  prometer  tales  acciones  como  autor, 
y no  solamente  las  buenas  sino  también  las  malas.  No  habría  que  distinguir 
entonces  entre  prometer  y predecir,  y todo  este  pasaje  de  Agustín  carecería 
de  sentido. 

Por  lo  tanto,  si  Agustín  expresamente  distingue  entre  previsión  y prome- 
sa de  Dios,  eso  no  puede,  a nuestro  modo  de  ver,  significar  sino  que  Dios  por 
su  gracia  produce  los  buenos  actos  de  la  voluntad.  Esta  opinión  resulta  confir- 
mada por  los  textos  que  siguen. 

Agustín,  en  efecto,  continúa:  Quid,  si  noluissent ? evacuaretur  promissio? 
Admoneo  ut  intclligatis,  cui  gratiae  sitis  inimici  negando  operari  Deum  vo- 
luntatem  in  mentibus  hominum:  non  ut  nolentes  credant  quod  absurdissi- 
me  dicitur,  sed  ut  volentes  ex  nolentibus  fiant.  Non  sicut  facit  doctor  homo, 
docendo  et  hortando,  minando  et  promittendo  in  sermone  Dei;  quod  frus- 
tra fit,  nisi  Deus  intus  operetur  et  velle  per  investigabiles  vias  suas.  Cum 
enim  verbis  doctor  plantat  et  rigat,  possumus  dicere:  Forte  credit,  forte  non 
credit  auditor.  Cum  vero  dat  incrementum  Deus  (I  Cor.  3,  6)  sine  dubio 
credit  et  proficit  (106) . Y termina  Agustín  su  argumento  diciendo:  ...et  ad 
fidem  pertinet  credere  quod  in  nobis  Deus  operetur  et  velle  (Phil.  2,  13) . 
(107). 

Parece  verdaderamente,  por  lo  tanto,  que  Dios  produce  en  nosotros  por  su 
gracia  determinados  actos  voluntarios  queridos  por  El,  porque  de  lo  contra- 
rio la  comparación  entre  Dios  y el  doctor  humano  no  tendría  objeto.  Cuan- 
do Dios  trabaja,  empero,  así  en  nosotros,  no  nos  quita  de  ninguna  manera  la 
libertad.  Agustín  dice  que  Dios  no  obra  en  nosotros  de  manera  que  creamos 
contra  nuestra  voluntad,  sino  que  de  hombres  que  no  quieren  creer,  hace  de 
nosotros  hombres  que  quieren  (loe) . 

Por  lo  tanto  aunque  Dios,  según  Agustín,  produzca  en  nosotros  determi- 
nados actos  de  voluntad,  no  nos  quita  en  modo  alguno  la  libertad.  Julián  ha- 
bía dicho  que  existían  innumerables  gracias  auxiliadoras  de  Dios,  que  sin  em- 
bargo nunca  anularían  la  voluntad.  Las  gracias  se  aplicarían  con  tal  modera- 
ción que  nunca  destruirían  la  libertad.  Ellas  ofrecerían  más  bien  a la  volun- 
tad una  ayuda  que  ésta  podría  utilizar  como  quisiera.  Pero  si  la  voluntad  no 
quisiera,  ellas  no  la  obligarían  (109) . 

Agustín  da  a Julián  la  siguiente  respuesta:  linde  fieri  potest,  ut  adiutoria 
gratiae  Dei  liberum  arbitrium  loco  pellant;  quod  tootius  vitiis  pulsum  et  ne- 
quitiae  subiugatum,  ut  in  loco  suum  redeat,  liberant?...  Charitas  enim  ex 


(106)  Id.  II,  157. 

(107)  Id.  II,  158. 

(108)  Id.  II,  157;  Y en  VI,  10:  ...Si  enim  Deus  ex  nolentibus  volentes  non  faceret, 

profecto  pro  eis,  qui  nolunt  credere,  non  oraremus  ut  vellent... 

(109)  Id.  III,  114. 


41 


Deo  est.  Hanc  vos  ínter  adiutoria  gratiae...  nominare  non  vultis,  ne  hoc  ifb 
sum,  quod  oboedimus  Deo,  eius  esse  gratiae  concedatis.  Putatis  quippe  isto 
modo  auferri  voluntatis  arbitrium:  cum  hoc  quisquam  facere  nisi  volúntate 
non  possit;  sed  quod  vos  non  vultis:  Praeparatur  voluntas  a Domino;  non 
forinsecus  sonantibus  verbis,  sed  sicut  orante  exauditaque  regina  convertit 
Deus  et  transtulit  indignationem  regis  in  lenitatem  (Est.  15,  11).  Sicut  enim 
hoc  divino  et  occulto  modo  egit  in  hominis  corde  sic  operatur  in  nobis 
velle  et  operari  pro  bona  volúntate  (Phil.  2,  13)  (110) . 

La  respuesta  de  Agustín,  como  se  ve,  no  es  algo  así  como  que  también  se- 
gún él,  Dios  coloca  a disposición  de  la  voluntad  del  hombre  las  diversas  gra- 
cias que  fortifican  intrínsecamente  la  voluntad,  la  elección  se  realiza  en  forma 
totalmente  independiente  de  Dios.  Agustín  va  justo  a lo  que  Julián  descarta, 
a saber,  que  la  gracia  trabaja  en  la  voluntad  sin  destruir  la  libertad;  pues  aun- 
que la  obediencia  que  da  como  ejemplo,  es  causada  por  el  amor  de  Dios,  si- 
gue siendo  una  obediencia  libre.  Dios  trabaja  en  el  corazón  del  hombre  como 
lo  demuestra  el  ejemplo  del  rey  Asuero,  y,  sin  embargo,  no  quita  la  libertad. 
La  gracia  que  obra  tal  milagro  en  el  hombre  es  la  caridad  que  los  pelagianos 
no  quieren  reconocer  como  gracia  de  Dios.  La  disputa  entre  Agustín  y Julián 
en  el  campo  de  la  gracia  ofrece  siempre  el  mismo  aspecto.  Según  Julián  la  gra 
cia  no  puede  ejercer  ningún  influjo  en  la  realización  de  los  actos  voluntarios 
so  pena  de  aniquilar  la  libertad  humana;  según  Agustín,  al  contrario,  la  gra- 
cia produce  los  buenos  actos  voluntarios  en  el  hombre,  sin  eliminar  por  eso 
la  libertad  humana.  Cómo  Dios  puede  producir  tales  actos  voluntarios  libres 
es  un  misterio.  Agustín  lo  concede;  pero  Dios  realiza  dichos  actos  en  el  hom 
bre.  Si  no  lo  hiciese  no  sería  necesario  decir  que  Dios  lo  hace  de  una  manera 
divina  y misteriosa.  Y la  gracia  que  realiza  tales  actos  es  la  caridad. 

Agustín  insiste  contra  Julián  en  que  tal  gracia  tomada  como  caridad  pue- 
de ser  aceptada  perfectamente  sin  que  con  ello  la  libertad  sea  perjudicada. 

Inter  divinae  gratiae  species,  si  poneretis  dilectionem,  quam  non  ex  nobis 
sed  ex  Deo  esse  eamque  Deum  daré  filtis  suis  apertissime  legitis;  sine  qua 
nemo  pie  vivit  et  cum  qua  nemo  nisi  pie  vivit;  sine  qua  nullius  est  bono 
voluntas  et  cum  qua  nullius  est  nisi  bona  voluntas;  vere  liberum  arbitrium 
defenderetis,  non  inflaretis  arbitrium.  Necessitatem  porro  si  eam  dicitis,  qua 
quisque  invitus  opprimitur;  iustitiae  nulla  est,  quia  nemo  est  iustus  invitus; 
sed  gratia  Dei  ex  nolente  volentem  facit...  (m) . 

Solo  la  gracia  de  Cristo  puede  obrar  en  nosotros  sin  quitarnos  la  libertad. 

Al  contrario  ella  perfecciona  la  voluntad  del  hombre. 

...non  ut  voluntas  eius  captiva  rapiatur  ad  bonum  vel  malum ; sed  ut  capti- 
vitate  libérala  ad  liberatorem  suum  liberali  suavitate  amoris,  non  servil’ 
amaritudine  timoris  attrahatur  (i*2) . 

Podemos,  por  eso,  afirmar:  la  gracia  de  Dios  que  necesitan  los  justos  pa- 


(110)  Id.  III,  114. 

(111)  Id.  III,  122. 

(112)  Id.  III,  112. 

42 


ra  cada  acto  humano  (113)  produce,  según  Agustín,  que  el  hombre  pueda  obrar 
bien.  El  influjo  de  Dios  sobre  la  voluntad  no  se  realiza  únicamente  mediante 
gracias  extrínsecas,  como  sostiene  Julián,  sino  que  comprende  antes  que  nada 
gracias  intrínsecas,  que  tienen  directamente  a la  voluntad  como  objeto.  Agus- 
tín llama  a esta  gracia  de  la  voluntad,  antes  que  nada,  amor.  Su  función  no 
consiste  únicamente  en  proporcionar  nuevas  fuerzas  a la  potencia  volitiva,  sino 
que  determina  a la  voluntad  a este  acto  que  Dios  quiere  que  la  voluntad  pro- 
duzca. Pese  a ello  la  libertad  de  la  voluntad  humana  no  es  afectada.  Antes 
bien.  Dios  hace  querer  al  que  no  quiere. 

Como  en  el  hombre  caído  y en  el  demonio  la  concupiscencia  no  deja  a 
la  creatura  racional  escoger  sino  el  mal  —mal  en  el  sentido  agustiniano—  sin 
quitarle  su  libertad,  así  en  el  hombre  redimido  la  gracia  del  amor  hace  que 
ponga  buenas  obras  sin  que  por  eso  la  libertad  se  pierda.  El  hombre  elige 
libremente  la  buena  acción  a pesar  de  que  Dios,  por  el  amor,  hace  que  la  elija 
libremente  y no  se  incline  al  pecado.  La  doctrina  de  Agustín  nos  parece,  bajo 
este  aspecto,  idéntica  en  el  fondo  a la  de  Santo  Tomás.  La  diferencia  está  en 
la  manera  como  cada  uno  la  presenta.  Santo  Tomás,  o mejor  dicho  el  tomis- 
mo —para  no  entrar  anuí  en  discusión  acerca  de  la  doctrina  de  Sto.  Tomás— 
presenta  el  mismo  problema  en  términos  metafísicos  aristotélicos.  Dios  es  au- 
tor del  acto  libre  bueno  humano  — oara  no  hablar  de  los  actos  libres  en  gene- 
ral  —en  cuanto  con  la  gracia  eficaz  mueve  a la  voluntad  humana  ab  intrínseco 
auond  substantiam  et  auoad  modum.  Agustín  presenta  el  mismo  problema  en 
términos  psicológicos  teológicos.  La  gracia  eficaz  es  aquí  la  caridad,  el  amor, 
que  no  atrae  a la  voluntad  ab  extrínseco  romo  una  fuerza  moral,  sino  que 
produce  ab  intrínseco  por  sí  mismo,  el  acto  libre  bueno,  en  cuanto  produce 
en  la  voluntad  humana  por  su  unión  con  ella,  el  aero  amoroso  humano  bue- 
no. Pues  la  gracia,  como  amor,  no  es  un  amor  abstracto  que  flota  en  el  aire 
sin  objeto  propio,  sino  que  es  un  amor  concreto  determinado,  en  cuanto  co- 
mo impulso  que  procede  de  Dios  está  en  la  voluntad  para  hacer  que  quiera 
un  objeto  determinado  y lo  quiera  libremente,  pornue  le  gusta  a causa  de 
dicho  impulso  amoroso.  Por  eso  nos  parece  que  la  doctrina  de  Agustín  es  idén- 
tica a la  del  tomismo,  de  la  que  difiere  solo  en  la  terminología.  Es  filosófica- 
mente más  exacta  la  terminología  del  tomismo;  psicológicamente  más  inteli- 
gible la  agustiniana.  Ambas  maneras  de  presentar  el  problema  se  completan 
y juntas  dan  una  solución  más  satisfactoria  a la  mente  humana. 

Antes  de  pasar  a la  doctrina  de  Agustín  acerca  del  mérito  queremos  en- 
trar en  dos  textos  que,  aunque  no  tocan  directamente  su  doctrina  sobre  la 
gracia,  nos  muestran  que  el  santo  Doctor  meditó  y aplicó  en  los  detalles  de  la 
vida  práctica  su  doctrina  acerca  de  la  eficacia  de  Dios  sobre  el  libre  albedrío. 

Julián  había  dicho  en  su  obra  que  había  suplicado  la  ayuda  de  Dios  para 
poder  concluir  su  trabajo  contra  Agustín,  a lo  que  éste  objeta; 

Auxilium  Dei  quaeris  ut  impleantur  vani  libri  tui...  Vellem  tamen  díceres, 

propter  quid  in  hoc  opere  auxilium  Dei  poseas,  cum  sit  in  tuo  libero  arbi- 


(113)  Id.  IV,  15. 


43 


trio  sive  facere  sive  non  facete  hoc.  An  ut  ea  tibi  praesto  sint,  quae  in  po- 
téstate  tua  non  sunt  et  sine  quibus  hoc  effici  non  potes;  sicut  sunt...  ipse 
victus  et  otium ? Vides  ergo  id  te  poseeré  ab  omnipotente  Deo,  cum  propter 
implendos  tuos  libros  poséis  auxilium,  ut  in  voluntatibus  hominum,  quod 
te  adiuvet  et  quod  te  non  impediat,  operetur.  Nam  si  nolint  homines  tibí 
victum  daré  sumptusque  congruente  subministrare , si  nolint  postremo  a te 
inquietando,  impediendoque  cessare  senbere  vel  dictare  ista  non  potens.  Spe- 
ras  ergo  auxilio  Dei  sic  agi  hominum  voluntates,  Ínter  quos  vivís,  ut  tibi 
necessarium  nihil  desit.  Paratur  enim  voluntas  a Domino.  Aut  igitur  tuum 
dogma  iam  corrige  aut  hoc  defendendum  destne  divinum  auxilium  pos* 
tulare  (114) . 

La  oración  de  súplica  es  en  efecto  totalmente  supérflua,  como  advierte 
Agustín,  si  Dios  no  produce  en  la  voluntad  aquel  acto  por  el  cual  se  le  su- 
plica. 

En  otro  lugar  escribe  Julián  que  por  oración  de  Floro  se  encontró  en 
Constantinopla  una  carta  que  para  él  era  muy  importante.  Agustín,  refirién- 
dose a esta  noticia  le  contesta: 

Quomodo  cuiusdam  oratu  dicis  epistulam  inventam  atque  directam,  si  Deus 
non  operatur  in  cordibus  hominum  voluntates ? Utique  homo  qui  invenit, 
epistulam  volúntate  quaesivit,  aut  volúntate  aliquid  quaerebat  eo  loco,  ubi 
eam  potuit  invenire;  aut  cum  de  rebus  talibus  volúntate  homines  loqueren - 
tur,  volúntate  apud  quem  fuerat,  indicavit  se  eam  habere,  quam  posset  os - 
tendere  et  volenti  tradere,  quam  volens  ad  has  partes  et  ille  dirigeret,  et  vel 
quocumque  alio  modo  prorsus  volúntate  hominis  vel  hominum  factum  est, 
ut  illa  invenirelur  et  dirigeretur  epistula;  et  tament  orante  homine  dicis 
hoc  factum.  Cur  ergo  non  confiteris,  sine  ulla  forinsecus  sonante  iussione 
Deum  occulto  instinctu  ad  quod  voluerit  efficacissime  implendum,  prac- 
parare  atque  excitare  hominum  voluntates,  qui  liberum  non  defendis  intel- 
ligendum,  sed  praecipitandum  extollis  arbitrium?  (115) . 

Si  por  la  oración  de  Floro  hizo  Dios  que  se  encontrara  la  carta,  Dios  de- 
bió producir  muchos  actos  voluntarios  en  diversos  hombres.  Si  Julián  conce- 
de eso,  concluye  Agustín,  ¿por  qué  no  concede  entonces  que  Dios  produce  en 
la  voluntad  de  los  hombres  lo  que  quiere  que  ellos  hagan? 

La  doctrina  de  Agustín  sobre  el  mérito  es  la  lógica  conclusión  de  su  doc- 
trina sobre  la  gracia  y se  opone  por  lo  tanto  a la  enseñanza  de  Julián  res- 
pecto a este  punto.  Según  Julián  el  mérito,  sea  bueno  o malo,  es  asunto  de  la 
pura  voluntad  libre.  La  acción  de  Dios  se  limita  a asignar  a los  hombres,  co- 
rrespondientemente a sus  méritos,  el  cielo  como  premio  o el  infierno  como 
castigo;  a lo  cual,  por  lo  demás,  está  obligado  en  justicia.  Dios  no  participa 
en  la  realización  de  la  obra  buena.  Solamente  coloca  a disposición  de  los  hom. 
bres  gracias  extrínsecas  que  éstos  pueden  usar  o rechazar  según  su  propio  pa- 
recer. Cuando  Agustín  en  el  curso  de  su  controversia  sobre  el  pecado  original 


(114)  Id.  III,  1. 
(116)  Id.  III,  166. 


44 


hizo  alusión  a Rom.  9,  21  y anotó  que  Dios  forma  de  la  humanidad  conde- 
nada por  el  pecado  original,  sin  mérito  de  los  hombres,  a algunos  como  va- 
sos de  honor  y a otros  como  vasos  de  deshonor,  Julián  aprovechó  la  ocasión 
para  explicar  su  propia  doctrina.  Sostuvo  que  de  los  vasos,  e.  d.  de  los  hom- 
bres, se  afirma  una  suerte  diversa  porque  se  presentan  con  una  voluntad  hu- 
mana diferente.  La  suerte  diferente  de  los  hombres  no  depende  de  Dios  sino 
de  su  propia  manera  de  comportarse  en  la  vida.  Jacob  .y  Esaú,  p.  ej.,  recibie- 
ron diversos  premios  porque  los  méritos  que  presentaron  fueron  distintos.  Es 
cierto  que  S.  Pablo  dice  que  Dios  tiene  misericordia  de  quienes  quiere  tener 
misericordia.  Pero  con  esto  el  Apóstol  quiere  decir  que  Dios  da  a cada  uno  lo 
que  según  su  justicia  debe  darle.  Por  sus  propias  fuerzas  se  convierten  los  hom- 
bres en  vasos  de  ira  o de  gloria.  Dios  no  tiene  ingerencia  en  esto.  Su  poder  se 
muestra  tanto  sobre  los  buenos  como  sobre  los  perversos  en  cuanto  a unos  pre- 
mia y a los  otros  castiga. 

Agustín  está,  naturalmente  contra  esta  doctrina  de  Julián:  ...Ambrosium 
audi,  qui  dicit:  omnes  homines  sub  peccato  nascimur...  Et  intellige  hanc 
esse  massam,  de  qua  fiunt  vasa  sive  illa  sive  ista.  Nam  si  inscrutabilis  quaes- 
tionis  huius  ista  esset  solutio,  quam  tu  sapis,  secundum  menta  voluntatum: 
tam  manifestó  esset,  ut  nulla  eius  difficultate  compelleretur  Apostolus  di- 
’cere:  “O  homo  quis  es,  qui  respondeos  Deo?”  (Rom.  9,  20) . De  nondum 
natis  agitur,  quorum  non  ex  operibus,  sed  secundum  propositum  suum  Deus 
unum  dilexit,  alterum  odio  habuit:  unde  ad  haec  verba  perventum  est,  ut 
de  eadem  massa  et  diversis  vasis  et  de  potestate  figuli  diceretur  (116)  . 

Y prosigue:  sed  gratia  liberat  a totius  massae  damnatione,  quos  liberat: 
quam  vos  negando,  estis  haeretici.  Quantum  enim  pertinet  ad  origmis  me- 
ritum,  ex  uno  omnes  in  perditionem;  quantum  autem  ad  gratiam,  quae  non 
secundum  merita  datur,  quicumque...  liberantur,  dicuntur  vasa  misericor- 
diae...  Quod  enim  Deo  iudicante  a caeteris  exigitur,  hoc  istis  eo  miscrantt 
donatur:  quas  investigabiles  vias  Domini,  si  aestimas  improbandas,  audi:  "O 
homo,  tu  quis  es  qui  respondeos  Deo?"  (UT)  . 

Y continúa:  Si  tibi  displicet,  Deum  creare  homines  quos  damnat,  contradic 
ei...  ne  creet  eos,  quos  malos  facturos...  et  in  malignitate  perseveraturos  et 
ob  hoc...  damnaturos  praescivit;  aut  ei  suggere...  ut...  rapiat  ex  hac  vita, 
dum  sunt  innocentes  et  boni...  (118) . 

Y prosigue  aún:  Si  secundum  Apostolum  saperes,  non  commemorares  hoc 
loco  merita  Jacob,  ubi  eum  dicit  Ule  non  ex  operibus  fuisse  dilectum...  Gra- 
tia  quippe  hominem  praevenit,  ut  diligat  Deum,  qua  dilectione  operetur 
bona.  Q_uod  et  Joannes  Apostolus  apertissime  ostendit  ubi  ait:  “ Nos  diliga- 
mus  quia  prior  dilexit  nos"  (I  Jn.  4,  19) . Non  ergo  diligimur,  quia  dilexi - 
mus;  sed  quia  dilecti  sumus,  diligamus  (119) . 

Agustín  afirma  claramente  que  nuestra  destinación  al  cielo  no  depende 
de  nuestra  voluntad  y sus  actos  sino  de  la  elección  de  Dios.  Porque  Dios  nos 
elige  y ama,  sin  encontrar  antes  en  nosotros  algo  que  sea  digno  de  su  amor. 


(116)  Id.  I,  126. 

(117)  Id.  I,  127. 

(118)  Id.  I,  130. 

(119)  Id.  I,  131. 


45 


éste  produce  en  nosotros  que  podamos  amarle  y realizar  buenas  obras  que 
correspondan  al  mismo. 

Explicando  contra  Agustín  el  capítulo  noveno  de  la  carta  a los  Romanos, 
Julián  había  dicho  que  el  Apóstol  habla  ahí  de  la  gracia  según  la  cual  Dios 
elige  a los  hombres;  pero  que  bajo  el  nombre  de  gracia  se  debería  entender  el 
poder  divino  con  el  que  habrá  de  juzgar  al  hombre  conforme  a sus  méritos. 

Agustín  le  contesta:  Ergo  ad  incuruandam  circumcisorum  arrogantiam  sub 
nomine  gratiae  mentitur  Apostolus;  nam  Deus  ex  operibus  eligit,  non  ex 
gratia.  Quis  ita  sapiat  nisi  haereticus  inimicus  gratiae...  (120) . 

Y continúa:  Quomodolibet  dicas  Deum  faceré  quod  debet;  gratiam  nemini 
debet,  multisque  non  reddet  supplicium,  quod  malis,  eorum  operibus  debet; 
et  largitur  gratiam,  quam  nullis  eorum  bonis  operibus  debet.  Quid  enim 
debebat  ipsi  Paulo...  Nonne  suplicium?  Quod  ergo  eum...  ad  fidem  perci - 
piendam...  tam  violenter  attraxit,  procul  dubio  secundum  gratiam,  non  se- 
cundum  debitum  fecit,  ut  in  eis  esset  reliquiis  populi  Israel...  Quid  debebat 
etiam  illis,  de  quibus  dicit:  "Non  propter  vos  fació,  domus  Israel,  sed  prop- 
ter  nomen  meum  sanctum,  quod  profanastis  in  gentibus Facere  ergo  se 
dicit  bona  eorum  in  ipsis;  sed  propter  nomen  suum,  quod  profanaverunt, 
non  propter  ipsos,  qm  profanaverunt:  nam  propter  ipsos  supplicium  illis  debi- 
tum redderet,  non  gratiam  donaret  indebitam.  Quod  enim  se  facturus  dicit, 
ad  hoc  pertinet,  ut  bona  faciant,  non  quia  boni  erant...  Denique  apertissx- 
me  dicit  eos  bona  esse  facturos;  sed  se  faciente,  ut  ea  faciant.  Ait  quippe 
ínter  caetera;  (Ezech.  36,  22)  : Et  faciam,  ut  in  justificationibus  meis  am- 
buletis  et  iudicia  mea  observetis  et  faciatis”  (t2i) . 

Y prosigue  Agustín:  His  certe  operibus  merces  imputatur  secundum  debi- 
tum: debetur  enim  merces,  si  fiant.  Sed  gratia  quae  non  debetur  praecedit, 
ut  fiant.  Debetur,  inquam,  bona  merces  operibus  bonis  hominum.  Sed  non 
debetur  gratia  quae  ipsos  homines  bonos  operatur  ex  malis...  Propterea  Pe- 
lagius  vester...  eos  qui  dicunt  gratiam  Dei  secundum  merita  nostra  dari... 
damnare  compulsus  est...  et  dicis...  sub  nomine  gratiae  apostolus  Paulus  de 
sola  Dei  praeiudicat  potestate.  Ubi  quid  dicis  aliud  nisi:  Ad  incurvandam... 
arrogantiam  mentitur  Apostolus  dicens  non  ex  operibus  esse  dilectum  Ja- 
cob; cum  ex  operibus  sit  dilectum,  quia  erat  quietus,  mitis...?  Nec  intelligis, 
non  ideo,  quia  talis  erat  vel  talis  futurus  erat,  fuisse  dilectum,  sed  talem, 
quia  dilectus  est,  factum.  Erubesce,  non  mentitur  Apostolus;  non  ex  ope- 
ribus Jacob  dilectus  est;  si  enim  gratia,  iam  non  ex  operibus.  Sed  gratia 
dilectus,  eadem  gratia  faciente  bonis  oportuit  ut  polleret  operibus...  (12a) . 

Por  lo  tanto,  Jacob  fue  bueno  y pudo  realizar  buenas  obras  porque  fue 
amado  por  Dios.  No  amó  Dios  a Jacob  porque  éste  hubiese  sido  bueno.  El 
amor  de  Dios  fue  causa  de  la  bondad  de  Jacob,  no  la  bondad  de  Jacob  la 
causa  del  amor  de  Dios  hacia  él. 

Y prosigue  Agustín:  Ergo  ipsa  vasa  ita  se  praeparant,  ut  frustra  dictum  de 
Deo  est  (Rom.  9,  24)  “ quae  praeparavit  in  gloriam”?  Hoc  enim  apertissi* 


(120)  Id.  I,  132. 

(121)  Id.  I,  133. 

(122)  Id.  I,  133. 


46 


me  dicis  nec  intelligis,  ita  dictum  esse  (II  Tim.  2,  20)  : “Si  quis  mundaverit 
semetipsum...” , ut  ostenderetur  et  opus  hominis  per  voluntatem:  sed  ingrar 
te  homo,  praeparatur  voluntas  a Domino.  Ideo  utrumque  verum  est,  et  quia 
Deus  praeparat  vasa  in  glortam,  et  quia  ipsa  se  praeparant.  Ut  enim  facial 
homo,  Deus  facit,  quia  ut  dihgat  homo,  Deus  prior  diligit.  Lege  Ezech.  (2b, 
22)...  reperies...  Deum  facere...  ut  praecepta  etus  hommes  faciant...  Q3*)  . 

Por  consiguiente,  Dios  hace  que  los  hombres  de  los  que  se  apiada  obser- 
ven sus  mancamientos.  Pero  no  lo  hace  a causa  de  sus  méritos,  pues  sin  ayu- 
da de  Dios  los  hombres  no  tienen  buenos  méritos,  sino  por  respeto  a su  pro- 
pio nombre. 

Dice  Agustín:  Deum  facere,  ut  praecepta  eius  homines  faciant  quorum  mise- 
retur,  nom  propter  menta  eorum,  quae  mala  esse  ibi  commemorat,  sed  prop- 
ter  nomen  suum;  ut  Deo  sine  meritis  eorum  faciente,  ut  faciant  praecepta 
eius,  incipiant  merita  bonorum  habere  factorum.  Haec  est  gratia,  quam  ne- 
gatis,  non  ex  operibus  quae  fiunt,  sed  ut  fiant...  (124) . 

Y continúa:  ...sancti  Arnbrosii  verbis  tibi  respondeo:  Deus  quos  dignatur, 
vocat,  et  quem  vult  religiosum,  facit.  Hoc  in  veritate  facit,  hoc  in  veníate 
scripturarum  divinarum  intellexit  Ambrosias:  sed  iudicium,  cum  altos  facit, 
alios  non  facit,  occultum  est...  (125) . 

Y prosigue:  Ubi  dixit  Apostolus:  “Ex  uno  omnes  in  condemnationem " (Rom. 
5,  16);  ipsam  massam  demonstravit,  quae  tota  vitiata  ex  Adam  fluxit:  ubi 
autem  dicit,  ex  illa  fieri  vasa  in  honorem,  gratiam  commendat,  qua  homi- 
nes, quos  creat,  etiam  hberat ; ubi  vero  dicit,  ex  illa  fieri  vasa  m contume- 
liam,  iudicium  ostendu,  quo  homines,  quamvis  creet,  non  tomen  liberal. .. 
(126)-  . 

Y termina:  Haec  est  electio  gratiae,  non  ex  operibus,  qua  fiunt,  vasa  in  ho- 
norem, ut  bono  opera  faciant:  quia  bona  opera  subsequuntur  gratiam , non 
praecedunt;  quomam  gratia  Dei  facit,  ut  faciamus...  (127) . 

Al  concluir  la  exposición  de  la  enseñanza  de  Agustín  sobre  la  gracia  y el 
mérito  podemos  decir:  Así  como  Julián,  consecuente  con  su  doctrina  sobre  el 
libre  albedrío,  atribuye  el  mérito  sólo  a la  libre  voluntad  del  hombre,  así  po- 
demos decir  de  Agustín  que  en  su  doctrina  del  mérito  permanece  fiel  a su 
doctrina  acerca  de  la  gracia  y el  libre  albedrío.  Su  doctrina  acerca  del  mérito 
se  deduce  lógicamente  de  su  doctrina  de  la  gracia.  Los  hombres  pueden  tener 
méritos  porque  Dios  da  su  gracia.  La  gracia  es  causa  eficiente  de  esos  méritos. 
El  hombre  merece  premio  por  las  buenas  obras  que  ha  hecho.  Pero  la  causa 
última  de  los  méritos  es  Dios  que  lo  capacita,  mediante  las  gracias  prevenien- 
tes eficientes  para  que  pueda  libremente  hacer  aquellas  obras  mediante  las 
cuales  podrá  merecer. 


(123)  Id.  I,  134. 

(124)  Id.  I,  134. 

(125)  Id.  I,  135. 

(126)  Id.  I,  136;  cfr.  I,  141.  161. 

(127)  Id.  I,  141. 


47 


V LA  DOCTRINA  DE  AGUSTIN  ACERCA  DEL  LIBRE  ALBEDRIO  Y 
LAS  DEFINICIONES  DE  LUCIDO,  DEL  CONCILIO  DE  ORANGE 
Y DEL  CONCILIO  DE  TRENTO 


No  es  intención  de  nuestro  trabajo  exponer  cómo  se  desarrolló  la  doctrina 
de  Agustín  acerca  del  libre  albedrío  y su  relación  con  el  pecado  original  y la 
gracia.  Pero  quisiéramos  comparar  brevemente  su  doctrina  con  aquella  que 
autoritativamente  fue  establecida  por  el  magisterio  de  la  Iglesia.  Nos  referi- 
mos a las  declaraciones  de  los  concilios  de  Orange  y Trento,  y a aquella  doctri- 
na acerca  del  libre  albedrío,  que  el  “predestiniano”  Lúcido  tuvo  que  suscribir 
por  mandato  de  un  concilio  provincial  galo  a instancia  sobre  todo  del  obispo 
Fausto  de  Riez  (128) . 

Compararemos  con  estas  definiciones  de  los  concilios  de  Orange,  Trento 
y Lúcido-Fausto,  la  doctrina  de  Agustín  que  tenemos  brevemente  resumida  en 
la  152*  sentencia  de  Próspero.  Pondremos  las  4 definiciones  en  columnas  pa- 
ralelas para  facilitar  la  comparación: 


1.  Lúcido-Fausto 

...  damno...  qui 
dicit  post  primi 
hominis  lapsum 
ex  toto  arbitrium 
voluntatis  extinc- 
tum ...assero...  et 
libertatem  volun- 
t a t i s humanae 
non  extinctam 
sed  attenuatam  et 
infirmatam  esse... 
( DB  160  a.) 


2.  Agustín-Prós- 
pero 

...arbitrium  v o- 
luntatis...  tale  da- 
tum  a Deo,  quod 
amissum  nisi  a 
quo  potuit  dari, 
non  potest  red- 
di... 

(Prosper  s e n t. 
152  ML.  45, 
1817). 


3.  Caesario-Oran- 
ge 

Arbitrium  volun- 
tatis in  primo 
homine  infirma- 
tum,  nisi  per 
gratiam  baptis- 
mi  non  potest 
reparari;  " quod 
amissum,  nisi  a 
quo  potuit  dari, 
non  potest  reddi” 
DB  186. 

...debemus  et  cre- 
dere,  quod  per 
peccatum  primi 
hominis  ita  incli- 
natum  et  atte- 
nuatum  fuerit  li- 
berum  arbitrium 
...  (DB.  199). 


4.  Trento 

. . . unusquisque 
agnoscat,  in  eis 
liberum  arbi- 
trium minime 
extinctum  esset, 
viribus  licet  atte- 
nuatum  et  incli- 
na t u m . (DB. 
793) . ...Si  quis 
liberum  a r b i- 
trium  post  Adae 
peccatum  amis- 
sum et  extinctum 
ese  dixerit...  A.S. 
(DB.  815) . 


(128)  Que  la  doctrina  de  la  voluntad  de  Lúcido  - Fausto  (porque  lo  que  Lúcido  subs- 
cribió fue  la  doctrina  de  Fausto)  sea  una  doctrina  ortodoxa,  es  más  que  dis- 
cutible. Con  toda  verosimilitud  la  doctrina  de  Fausto  es  semipelagiana.  Léa- 
se: Faustus:  De  Gratia  Dei,  CSEL,  XXI,  6.  G.  Arnold:  Caesarius  von  Arélate 
und  die  gallische  Kirche  setner  Zeit.  Leipzig  1894  F.  Worter:  Zur  Dogmenge - 
sehichte  des  Semipelagianimus.  Münster,  1899.  G.  Weigel:  Faustus  of  Ricz.  Phi- 
ladelphia,  1938. 


Las  palabras  del  concilio  de  Trento  parecen  condenar  la  doctrina  de  Agus 
tín-Próspero  y,  en  parte,  la  doctrina  de  Orange,  y parecen  aceptar  la  doctrina 
de  Lucido-Fausto.  Para  conocer  sin  embargo  la  doctrina  de  un  concilio,  de  un 
padre  o doctor  de  la  Iglesia,  no  debemos  fijarnos  solamente  en  las  palabras  de 
la  definición,  sino  que  debemos  tratar  de  comprender  el  sentido  de  tales  for- 
mulaciones. En  efecto,  puede  ser  que  un  doctor  o un  concilio  dé  a los  térmi- 
nos que  usa  en  sus  formulaciones  un  sentido  diferente  al  que  hoy  les  damos. 
Basta  recordar  lo  que  pasó  a Bayo  y Jansenio,  que  interpretaron  los  términos 
de  Agustín  conforme  al  sentido  que  en  el  tiempo  de  ellos  tenían  y no  en  el 
sentido  que  Agustín  en  su  tiempo  les  dio. 

1.  Lucidu-Fausto: 

a.  Cuando  Fausto  dice  que  el  libre  albedrío  del  hombre  no  fue  extin- 
guido sino  solamente  atenuado  y debilitado,  uno  puede  interpretarlo  de  dos 
maneras.  "La  voluntad  no  fue  extinguida”  puede  significar  que  el  hombre 
conserva  su  libertad  después  del  pecado  original,  pero  no  la  mism.;  libertad 
que  tuvo  Adán  antes  del  pecado,  libertad  para  hacer  el  bien  y el  mal  (en  el 
sentido  agustiniano) . Por  eso  la  voluntad  está  debilitada  y enfermj.  Tomada 
en  este  sentido  la  declaración  de  Lucido-Fausto  se  identifica  con  la  doctrina 
de  Agustín,  quien  también  podría  decir:  la  voluntad  no  se  perdió  por  el  pe- 
cado de  Adán  sino  que  fue  debilitada  y está  enferma,  porque  ya  no  tiene  el 
poder  de  hacer  el  bien  sin  la  gracia,  sino  solamente  el  mal. 

b La  declaración  de  Lucido-Fausto  quiso  sin  embargo,  con  toda  proba- 
bilidad, decir  algo  totalmente  distinto.  El  concilio  provincial  de  Arlés,  del 
que  se  conservan  solamente  estas  declaraciones  firmadas  por  Lúcido,  estaba  di- 
rigido contra  Agustín.  Fausto  es  semipelagiano.  Si  él  dice  que  la  voluntad  no 
se  extinguió  por  el  pecado  de  Adán  sino  que  se  debilitó  y se  enfermó,  esto  sig- 
nifica con  toda  probabilidad  que  la  voluntad  después  de  ese  pecado  mantiene 
la  libertad  para  hacer  el  bien  y el  mal  por  lo  menos  en  el  sentido  de  poder 
prepararse  por  propio  esfuerzo  para  recibir  la  gracia  mediante  el  desiderium 
salutis  et  pius  credulitatis  affectus.  Así  tomada,  la  declaración  de  Lúcido-  Faus- 
to es,  sin  duda,  una  declaración  semipelagiana  y herética. 

Agustin-Pr  áspero: 

a.  Cuando  Agustín  afirma  que  se  perdió  el  libre  albedrío  por  el  pecado 
de  Adán,  afirma  solamente  que  se  perdió  aquella  libertad  que  Adán  tuvo  en 
el  paraíso,  la  libertad  para  hacer  el  bien  y el  mal,  quedándole  al  hombre  so- 
lamente la  libertad  para  hacer  el  mal.  Esta  doctrina  sería  igual  a la  de  Lucido- 
Fausto  bajo  a. 

b.  De  ninguna  manera  quiere  afirmar  Agustín  que  el  pecado  original 
destruyó  el  libre  albedrío  por  completo.  Las  palabras  de  la  sentencia  podrían 
ser  interpretadas  así,  pero  tal  interpretación  no  estaría  de  acuerdo  con  la  doc- 
trina de  Agustín  expuesta  en  nuestro  trabajo.  La  doctrina  de  la  Reforma  pro- 
testante acerca  de  la  total  destrucción  del  libre  albedrío  por  el  pecado  de  Adán 
se  identifica  solamente  en  las  palabras  con  algunas  definiciones  de  Agustín 


49 


sacadas  del  contexto  de  sus  obras.  Pero  nada  tiene  de  común  con  la  doctrina 
misma  del  Sto.  Doctor.  Agustín  afirma  que  también  después  del  pecado  origi. 
nal  el  hombre  conserva  su  libertad,  aunque  sea  solamente  una  libertad  para 
hacer  el  mal.  No  coincide  por  lo  tanto  con  la  doctrina  de  Lutero  que  afirma 
que  después  del  pecado  original  no  existe  ninguna  libertad  en  el  hombre. 

Concilio  de  Orange : 

a.  Cesario  de  Arlés  enseña  en  el  concilio  de  Orange  que  la  libertad  hu- 
mana fue  debilitada  y perdida  por  el  pecado  original.  Tal  afirmación  parece 
encerrar  una  contradicción:  "debilitada”  y "perdida”.  La  contradicción  apa- 
rente desaparece,  sin  embargo,  si  se  toma  en  cuenta  lo  siguiente:  Cuando  Ce- 
sado, usando  los  mismos  términos  que  Fausto,  afirma  que  la  voluntad  fue  de- 
bilitada y enfermada,  no  pretende  afirmar  la  doctrina  de  Fausto  acerca  del 
desiderium  salutis  et  pius  credulilatis  affectus,  doctrina  semipel.giana  que  fue 
explícitamente  condenada  en  el  concilio  de  Orange.  Cuando  Cesario  dice  ade- 
más que  la  libertad  se  perdió,  afirma  aquello  que  Fausto  condenó  en  el  con- 
cilio de  Arlés.  En  efecto,  cuando  Fausto  afirma  allí  que  la  voluntad  no  se  ex- 
tinguió, condena  la  doctrina  que  habla  de  la  pérdida  de  la  voluntad  por  e) 
piecado  original,  pues  extinctum  y amissum  significan  lo  mismo.  Por  lo  tanto, 
si  uno  quiere  interpretar  correctamente  la  doctrina  de  Ces.  rio  en  Orange,  tie- 
ne que  hacerlo  conforme  a Fausto  a)  y a Agustín  a) , a saber:  la  voluntad  hu- 
mana está  debilitada  y enferma,  porque  perdió  la  libertad  para  hacer  el  bien 
conservando  la  libertad  para  hacer  el  mal.  Esto  mismo  se  puede  expresar  tam- 
bién diciendo  que  la  libertad  se  perdió;  en  efecto,  se  perdió  aquella  libertad 
de  Adán  que  era  libertad  para  hacer  el  bien  y el  mal. 

b.  Si  se  quiere  interpretar  a Cesario  en  forma  distinta,  según  Fausto  b) 
y Agustín  b)  se  debería  afirmar  que  Cesario  fue  al  mismo  tiempo  partidario 
de  la  doctrina  de  los  semipelagianos  y de  los  protestantes,  es  decir,  partidario 
de  dos  doctrinas  di.  metralmente  opuestas  entre  sí.  Cesario  enseñaría  entonces 
por  un  lado  que  la  voluntad  libre  humana  puede  prepararse  positivamente  a 
la  primer;;  gracia  y por  otro  lado  que  la  voluntad  libre  no  existe,  lo  que  es 
absurdo. 

Trento : 


a.  El  concilio  de  Trento  afirma  que  la  voluntad  humana  libre  no  fue 
extinguida  y perdida  por  el  pecado  original  sino  debilitada  e inclinada  al  mal. 
El  concilio  condena  por  lo  tanto,  por  lo  menos  en  sus  palabras,  la  doctrina 
de  Agustín  que  habla  de  la  pérdida  de  la  libertad  humana  como  el  concilio 
de  Orange,  y emplea  en  su  definición  los  términos  usados  por  Lucido-Fausto, 
con  la  única  diferencia  que  en  vez  de  infirmatum  dice  inclinatum.  ¿Rechaza 
acaso  el  concilio  de  Trento  la  doctrina  de  Agustín  y de  Cesario?  Se  ve  clara- 
mente que  no,  si  nos  fijamos  en  la  finalidad  y el  sentido  de  la  definición.  Con- 
tra Lutero  y Calvino,  según  quienes  el  pecado  original  destruyó  totalmente 
la  libertad  humana,  el  concilio  definió  que  el  pecado  original  no  destruyó  to- 
talmente la  libertad  del  hombre.  Al  contrario,  éste  conserva,  después  del  pe- 


50 


cado  de  Adán,  su  libertad  aunque  no  es  ya  la  de  Adán  sino  una  debilitad.i  e 
inclinada  al  mal.  Esto  no  significa  que  según  el  concilio  de  Trento  el  hombre 
pueda  sin  gracia  prepararse  positivamente  para  la  primera  gracia,  como  ense- 
ñaron los  semipelagianos,  pues  el  mismo  concilio  condena  en  otro  lugar  la  doc- 
trina semipelagiana.  Pero  el  concilio  no  explica  en  qué  sentido  la  voluntad  fue 
debilitada.  La  doctrina  de  Trento  no  es  por  lo  tanto  opuesta  a la  de  Agustin 
o la  del  concilio  de  Orange.  Lo  que  hace  es  condenar  la  doctrina  de  la  Re 
forma  acerca  del  libre  albedrío,  así  como  condena  en  otro  lugar  la  doctrina 
de  los  semipelagianos  y pelagianos,  sin  explicar  positivamente  en  qué  consiste 
en  detalle  la  debilitación  de  la  libertad  causada  por  el  pecado  original.  En 
cuanto  al  rechazo  de  las  doctrinas  pelagianas,  semipelagianas  y protestantes, 
la  definición  de  Trento  afirma  lo  mismo  que  Agustín  a)  y Orange  a) . 

b.  Solamente  se  puede  probar  contradicción  entre  las  enseñanzas  del 
concilio  de  Trento  y las  doctrinas  de  Agustín  y del  concilio  de  Orange,  si  se 
interpretan  las  definiciones  de  Trento  en  sentido  pelagiano  o semipelagiano 
conforme  a Lucido-Fausto  b) . Pero  cuando  los  padres  en  Trento  hablaron 
acerca  de  la  libertad  y su  relación  con  el  pecado  original,  no  tuvieron  Ínter» 
ción  de  renovar  los  errores  semipelagianos.  Podemos,  por  eso,  afirmar  que  la 
doctrina  de  Agustín  acerca  del  libre  albedrío,  etc.  no  es  opuesta  a aquellas 
declaraciones  acerca  de  la  libertad  humana  que  la  Iglesia  dictó  autoritativa 
mente  como  obligatorias  para  todos  los  cristianos. 


51 


El  Sentido  Cristiano  de  la  Nación 


Pbro.  Joseph  Combun 
Prof.  de  la  Facultad  de  Teología  de 
la  Universidad  Católica  de  Chile. 


I.  NACION  Y PERSONA 


Giorgio  La  Pira  ha  relatado,  no  hace  mucho  tiempo,  un  episodio  que 
ilustra  perfectamente  el  sentido  cristiano  de  la  nación.  Se  trata  de  una  con- 
versación que  sostuvo  en  1955  con  el  embajador  de  un  estado  comunista. 

“—¿Cuáles  son  —me  preguntó—  los  problemas  esenciales  de  vuestra  ciu- 
dad? 

“—Los  mismos  —le  respondí—  que  los  de  la  capital  de  vuestra  nación  y 
de  todas  las  ciudades,  grandes  y pequeñas,  de  todos  los  países  del  mundo.  Es 
decir,  debemos  asegurar  a los  hombres  las  cosas  esenciales  destinadas  a satisfa- 
cer sus  necesidades  inmediatas. 

¿Y  cuáles  son  esas  necesidades? 

“—Son  éstas:  una  casa  para  amar;  una  fábrica  (o  una  tienda,  o un  campo, 
o una  oficina)  para  trabajar;  un  escuela  para  aprender;  un  hospital  para  cu 
rarse;  y,  finalmente,  al  final  de  esta  enumeración  pero  en  primer  lugar  en  ls 
escala  de  los  valores  y de  las  intenciones:  una  iglesia  (o  un  templo,  o una  mez- 
quita, o una  pagoda,  etc.)  para  orar...  (*)  ”. 

Lo  que  el  señor  La  Pira,  alcalde  de  Florencia,  decía,  al  referirse  a la  ciu- 
dad, vale  especialmente  para  la  nación,  de  la  cual  es  una  célula,  ya  que  nin- 


(1)  Palabras  pronunciadas  en  una  conferencia  de  Giorgio  La  Pira,  el  11  de  marzo 
de  1968,  en  el  ciclo  de  las  grandes  conferencias  católicas  de  Bruselas,  y publi- 
cadas en  “Esquisses  pour  une  politique  chrétienne"  (Tribune  libre,  28),  París, 
Pión,  1968,  pág.  31. 


52 


guna  ciudad  es  capaz  por  sí  misma  de  responder  a las  cinco  necesidades  enun- 
ciadas. Es  el  papel  de  la  nación. 

1.  Una  casa  para  amar,  una  fábrica  para  trabajar,  una  escuela  para  apren- 
der, un  hospital  para  curarse,  una  iglesia  para  rezar:  estos  son  los  fundamentos, 
las  razones  mismas  de  ser  de  la  nación.  Este  es  su  sentido,  su  justificación  fren- 
te a la  mirada  de  los  cristianos.  Quisiéramos  sólo  explicar  aquí  todo  lo  que  es- 
tá incluido  en  esta  posición,  y de  qué  manera  todo  lo  que  comprende  una  na- 
ción debe  estar  referido  a estas  cinco  necesidades  fundamentales  (2) . 

Es  necesario  recalcar,  antes  que  nada,  que  las  cinco  necesidades  no  son 
precisamente  necesidades  naturales.  Son  necesidades  a las  cuales  podríamos  lla- 
mar históricas,  en  el  sentido  de  que  han  nacido  y se  afirman  en  una  época 
histórica  determinada:  la  nuestra. 

Los  hombres  sólo  conocieron,  durante  miles  de  años,  en  lugar  de  una  casa, 
un  refugio;  en  lugar  de  una  industria,  una  azada,  un  caballo,  una  picota;  en 
lugar  de  una  escuela,  tradiciones;  y en  lugar  de  un  hospital,  recetas  empíricas, 
brujos,  y médiums;  en  lugar  de  una  iglesia  (incluyendo  el  sentido  espiritual 
de  la  palabra)  nada  más  que  temores  y sujeciones  religiosas. 

Las  necesidades  enumeradas  por  el  señor  La  Pira  son  realmente  nuevas: 
por  lo  tanto  justifican  la  aparición  de  una  nueva  sociedad  en  la  historia:  la 
nación. 

2.  En  la  época  que  precedió  a la  época  nacional,  los  hombres  vivieron  en 
pequeñas  comunidades  formadas  por  unos  pocos  centenares  de  individuos:  en 
clanes  o en  aldeas,  pudiendo  corresponder  éstos  a feudos  (o  latifundios  o ha- 
ciendas, o fazendas,  o fundos,  etc.) . 

Las  aldeas  eran  en  sí  mismas  sociedades  completas,  perfectas,  prácticamen- 
te sin  intercambio.  Proveían  a sus  propias  necesidades.  Encuadraban  toda  la 
existencia  humana,  pues  eran  las  comunidades  que  correspondían  a un  esta- 
do rudimentario  de  las  técnicas.  La  aldea  podía  proporcionar  todo  lo  que  los 
hombres  podían  desear  y adquirir  en  esa  época.  Poseía  los  medios  para  lograr- 
lo. Era  un  abanico  completo  de  todas  las  posibilidades  humanas.  Entregaba 
todo  lo  necesario  para  construir  los  refugios  que  hacían  de  casas,  fabricaba  las 
herramientas  y trabajaba  la  tierra,  transmitía  las  costumbres,  las  tradiciones 
religiosas,  las  recetas  acumuladas  por  las  experiencias  empíricas. 

La  aldea  es  una  sociedad  que  se  puede  denominar  natural,  pues  sus  miem- 
bros están  unidos  por  lazos  biológicos  o casi  biológicos:  los  lazos  de  familia  o 
alianza,  la  vecindad  sobre  una  misma  tierra,  el  contacto  permanente,  la  de- 
pendencia común  de  un  mismo  señor. 

En  la  aldea  la  división  del  trabajo  y los  trueques  se  hacen  entre  vecinos, 
esto  es,  entre  individuos  biológicamente  solidarios.  La  aldea,  el  clan,  la  fami- 
lia patriarcal  aseguran  al  individuo  una  cierta  seguridad  vital.  Lo  defienden 
contra  la  naturaleza  y contra  los  extranjeros.  Por  lo  demás  esta  seguridad  es 


(2)  Cae  de  su  peso  que  esta  lista  de  necesidades  no  es  exhaustiva;  es  simbólica. 
Pero  sin  ninguna  duda  enumera  los  aspectos  fundamentales  de  las  aspiraciones 
humanas  en  nuestra  época  histórica. 


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siempre  precaria,  limitada  por  los  rudimentarios  medios  técnicos.  Lo  dejan  ¡n- 
defenso  ante  las  grandes  perturbaciones  naturales  o frente  a las  invasiones  y 
migraciones  de  los  pueblos. 

Pero,  al  mismo  tiempo,  la  sociedad  patriarcal  o aldeana  ahoga  al  indivi- 
duo. No  le  deja  muchas  posibilidades  de  invención  o de  iniciativa.  Le  garan- 
tiza seguridad  en  la  medida  en  que  se  somete  a los  ritmos  tradicionales  que 
aseguran  el  equilibrio  social.  El  individuo  está  atado  a los  gestos  tradicionales 
del  grupo:  costumbres,  ritos,  fiestas,  trabajos,  opiniones,  juicios;  todo  está  im- 
puesto por  la  tradición. 

Ahora  bien:  si  la  aldea  era  la  sociedad  que  se  necesitaba  para  técnicas 
rudimentarias,  la  nación  es  la  nueva  forma  social  que  corresponde  a las  téc 
nicas  de  nuestra  época.  Ni  el  confort,  ni  la  producción  industrial,  ni  la  cul- 
tura, ni  la  medicina,  ni  siouiera  la  religión  diferenciada  que  conocemos  hoy 
día  nodfan  nacer,  desarrollarse,  ni  tampoco  aplicarse  en  una  sociedad  de  tipo 
aldeano.  Se  necesitan  los  contactos,  los  intercambios,  la  división  y la  especia- 
lización  del  trabajo  en  una  escala  no  de  centenas  sino  de  millones  de  hombres. 
Ninguno  de  los  valores  considerados  anteriormente  puede  realizarse  en  el 
marco  de  una  sociedad  cerrada  como  el  clan  o la  aldea.  La  unidad  en  la  es- 
cala de  estos  valores  es  la  nación. 

Entre  la  época  del  clan  y la  de  la  nación,  la  historia  conoció,  por  lo  de- 
más, una  etapa  transitoria  que  podríamos  llamar  la  edad  aristocrática.  Empe- 
zó con  las  primeras  civilizaciones  diferenciadas  del  Oriente,  de  la  India  y de 
la  China.  Bajo  su  signo  se  desarrollaron  las  civilizaciones  griega,  romana,  bi- 
zantina, medieval. 

Así  como  una  gran  parte  de  Africa  está  aún  en  la  edad  del  clan,  así  tam 
bién  una  gran  parte  del  Asia,  de  América  Latina  y de  Europa  meridional  está 
todavía  en  la  edad  de  la  aristocracia.  La  sociedad  aristocrática  descansa  en  la 
distinción  de  dos  clases:  una,  los  señores;  la  otra,  los  siervos  (o  esclavos,  o pa- 
rias, etc.).  Técnicas  más  desarrolladas  permiten  la  producción  de  ciertos  bie- 
nes superiores,  pero  en  número  limitado.  Un  grupo  más  audaz  obliga  al  resto 
a trabajar  para  asegurarle  estos  bienes  superiores;  la  cultura,  el  confort,  los 
cuidados  están  reservados  a una  pequeña  minoría.  Se  trata,  en  realidad,  de 
valores  que  sólo  pueden  ser  producidos  en  pequeñas  cantidades.  La  clase  alta, 
después  de  haberse  incautado  de  ellos  por  la  conquista,  reivindica  la  manten- 
ción de  esos  privilegios  en  nombre  de  una  esencia  superior. 

En  la  época  moderna,  sin  embargo,  el  desarrollo  de  las  técnicas  permite 
entrever  la  multiplicación  suficiente  de  ciertos  bienes,  de  manera  que  todos 
los  hombres  puedan  tener  acceso  a ellos.  Son  aquellos  que  hemos  citado:  una 
casa,  un  trabajo  remunerado,  una  escuela,  atenciones,  una  religión  personal. 
A partir  de  ese  momento  las  aristocracias  no  se  justifican.  Aunque  ellas  fue- 
ron, durante  siglos,  portadoras  y creadoras  de  civilización,  sus  privilegios  se 
convierten  en  un  obstáculo  para  el  desarrollo  de  la  humanidad.  Puede  tratar- 
se de  privilegios  de  la  nobleza  militar,  de  los  propietarios  terratenientes,  de  la 
burguesía:  los  fenómenos  son  paralelos. 

Dondequiera  existe  una  sociedad  de  tipo  aristocrático,  la  aspiración  na- 
cional se  convierte  en  una  reivindicación  de  igualdad.  Pide  la  supresión  de  las 


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diferencias  de  trato  debidas  a clases  o castas  determinadas  por  el  origen  o el 
nacimiento.  Quiere  acceso  a la  condición  superior.  Esta  es  la  situación  actual 
en  el  mundo  entero.  Descansa  en  la  convicción  de  que  las  técnicas  actuales  per 
miten  el  reparto  entre  todos  los  individuos  de  estos  bienes:  la  casa,  la  cultura, 
el  trabajo,  las  atenciones. 

Precisemos,  entonces,  cuál  es  la  esencia  y el  valor  de  la  nación:  es  la  so- 
ciedad humana  que  permite  asegurar  a todos,  por  igual,  los  cinco  bienes  his- 
tóricos enunciados  más  arriba.  Esta  es  la  justificación  de  la  nación  y su  sen- 
tido (3) . 

3.  Conviene  ahora  profundizar  la  base  que  hemos  definido.  Una  casa 
para  amar,  un  taller  o una  oficina  para  trabajar,  una  escuela  donde  aprender, 
un  hospital  para  curarse,  una  iglesia  donde  rezar,  no  son  sólo  bienes  materia- 
les. Las  necesidades  históricas  de  nuestro  tiempo  no  se  reducen  sólo  a aspira- 
ciones de  poseer  más  bienes  cuantitativamente.  Los  progresos  de  las  técnicas 
de  producción  y de  intercambio  no  tienen  sólo  por  resultado  aumentar  el  nú- 
mero de  bienes  disponibles.  Y tampoco  es  la  nación  una  aldea  o una  familia 
ensanchadas  a la  escala  de  millones  de  miembros.  Prodúcese  un  cambio  cua- 
litativo. 

Con  respecto  a la  sociedad  anterior  —la  sociedad  natural,  patriarcal,  tri- 
bal, aldeana,  o la  sociedad  aristocrática,  señorial,  latifundista,  en  suma,  servil—, 
la  sociedad  nacional  significa  una  verdadera  emancipación  del  individuo,  una 
personalización  del  hombre.  Las  sociedades  anteriores  dejaban  a los  individuos, 
o al  menos,  a la  inmensa  mayoría  de  los  individuos,  sometidos  estrechamente 
a los  ritmos  y a los  accidentes  de  la  naturaleza 

Durante  milenios  la  vida  fue  un  combate  permanente,  siempre  inseguro, 
siempre  peligroso,  contra  la  naturaleza,  para  poder  sobrevivir.  La  antigua  so- 
ciedad estaba  organizada  a flor  de  la  naturaleza,  de  la  cual  no  lograba  real 
mente  liberarse.  El  ideal  nacional  resume  y sintetiza  el  deseo  de  una  más  alta 
liberación  de  la  naturaleza,  y también  de  la  sociedad  antigua,  en  la  medida 
en  que  ésta  se  aferra  al  individuo  y le  impide  emanciparse. 

La  Casa 

Este  hecho  puede  demostrarse  por  las  cinco  necesidades  fundamentales.  Una 
casa  para  amar  no  sólo  significa  más  confort,  más  propiedad:  es  la  emancipa- 
ción de  la  pareja.  Corresponde  al  deseo  de  escapar  a la  familia  patriarcal,  en 
la  cual  el  hombre  es  un  trabajador  que  está  amarrado  a un  linaje  y a un  pe- 
dazo de  tierra,  y donde  la  mujer  es  la  sirvienta  del  clan.  La  casa  patriarcal  es 
el  refugio  en  el  cual  tres  o cuatro  generaciones  viven  juntas,  en  una  solidari- 
dad que  protege  a cada  uno  de  sus  miembros,  pero  que  impide  a la  pareja 
aislarse.  Viene  una  época  en  la  cual  todos  los  hombres  y,  más  aun,  todas  las 


(3)  No  ignoramos  que  la  historia  es  infinitamente  más  compleja  y más  sinuosa.  Sólo 
citamos  los  puntos  extremos.  Ver,  por  ejemplo,  Lewis  Mumford,  Ttchniqut  «t 
Civilisation,  París,  1950. 


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mujeres  entrevén  que  es  posible  la  intimidad  de  la  pareja  y la  intimidad  del 
hogar;  una  época  en  la  cual  esta  intimidad  viene  a ser  un  valor  imperioso.  La 
casa  del  hogar  significa  la  emancipación  de  la  pareja  frente  al  linaje,  y tam- 
bién frente  a la  estrecha  servidumbre  respecto  a la  reproducción  de  la  espe- 
cie. 

El  ideal  de  la  pareja  y del  hogar  (padres  e hijos,  excluyendo  toda  otra 
dependencia  familiar)  presupone  que  se  haya  alcanzado  un  cierto  nivel  de 
bienestar  y de  confort:  simbólicamente  necesita  una  casa  donde  se  desarrolle 
la  vida  íntima,  privada.  En  una  sociedad  patriarcal  no  existe  la  vida  privada 
no  solamente  para  los  esclavos,  los  siervos,  los  domésticos;  la  vida  privada,  ín- 
tima, no  existe. 

En  el  marco  de  la  nación,  el  hombre  y la  mujer  pueden  emanciparse  de 
su  familia  de  origen,  de  su  pueblo,  de  su  rincón  natal;  pueden  instalarse  libre- 
mente y hacerse  una  intimidad.  En  la  ciudad  puede  uno  perderse,  pero  tam- 
bién puede  encontrarse  con  otros,  según  sus  aspiraciones  personales.  La  inde- 
pendencia económica,  la  independencia  frente  a todo  lo  que  significa  subsis- 
tir, permite,  en  primer  lugar,  esta  personalización  de  la  vida  sexual.  Tal  es. 
por  lo  tanto,  la  primera  necesidad:  una  verdadera  casa  para  amar. 

La  Fábrica 

Para  comprender  la  liberación  que  significa  el  trabajo  en  la  fábrica,  en 
la  oficina,  en  el  taller,  debemos  compararla  con  la  condición  de  siervos  o de 
todos  los  hombres  que,  durante  miles  de  años,  estuvieron  amarrados  a un  pe- 
dazo de  tierra  para  recibir  sólo  una  magra  subsistencia.  En  el  clan,  el  latifun- 
dio, la  aldea  antigua,  no  existe  la  moneda.  Cada  uno  recibe  su  parte  de  los 
bienes  producidos  por  la  pequeña  colectividad.  No  se  le  permite  tener  el  me- 
nor deseo  personal,  pues  no  podrá  satisfacerlo.  No  sólo  recibe  cada  uno  nada 
más  que  los  bienes  de  subsistencia  sino  que  su  porvenir  depende  enteramente 
de  la  colectividad.  En  la  familia  o en  el  clan  patriarcal,  en  los  señoríos,  el  in- 
dividuo no  tiene  otra  esperanza  de  escapar  a su  medio  o de  diferenciarse  fren- 
te a él  sino  intentando  la  aventura  como  soldado,  mercenario,  bandido  o cor- 
sario. Día  tras  día  recibe  la  parte  que  le  es  necesaria.  No  tendrá  más  seguri- 
dad que  la  solidaridad  del  clan. 

Frente  a esta  situación,  el  salario  representa  la  libertad,  o al  menos,  una 
posibilidad  de  libertad.  Esta  libertad  es  la  que  buscan  los  millones  de  seres 
humanos  que  huyen  de  los  campos  patriarcales  de  Asia,  de  Africa  o de  Amé- 
rica Latina  para  aumentar  las  nuevas  ciudades,  a la  búsqueda  de  un  salario. 
Y,  sin  duda,  el  proletariado  y el  asalariado  llegan  a constituir  una  nueva  es- 
clavitud, debido  a la  explotación  que  se  hace  de  la  debilidad,  de  la  inexpe- 
riencia, de  la  ingenuidad  de  las  masas  de  trabajadores  agrícolas  emigrados  a 
los  centros  industriales.  Pero  no  por  eso  el  movimientn  deja  de  continuar  irre- 
frenable, y jamás  ha  sucedido  que  un  movimiento  obrero,  sea  socialista  o no 
lo  sea,  haya  predicado  el  ‘‘regreso  a la  tierra”. 

Por  el  salario,  el  trabajo  individual  adquiere  un  valor;  un  valor  negocia- 
ble, elegido  libremente  por  cada  uno.  Por  el  salario,  el  individuo  puede  ad- 


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quirir  con  su  trabajo  los  bienes  que  prefiera,  puede  también  adquirirlos  para 
su  uso  exclusivo.  En  la  tierra  ancestral  ninguna  cosa  es,  precisamente  hablan- 
do, propiedad  individual.  Todo  pertenece  a la  familia,  cuando  no  al  señor. 

Cuando  el  joven  y la  muchacha  acuden  a trabajar  a la  industria,  a la  ofi- 
cina, al  mostrador,  se  liberan  virtualmente  de  su  clan,  de  todas  sus  presiones. 
Adquieren  su  virtual  independencia.  El  salario  es  el  símbolo  de  esta  libertad 
individual. 

La  organización  del  trabajo,  en  el  plan,  no  ya  de  la  aldea  ni  tampoco  de 
las  estructuras  naturales,  permite  a cada  individuo  personalizarse,  conquistar 
su  parte  de  libertad;  libertad  de  moverse,  de  elegir,  de  vivir  sin  la  dependen- 
cia de  sus  jefes  naturales  y de  sus  orígenes  biológicos.  Este  es  el  segundo  as- 
pecto de  la  revolución  nacional.  El  trabajo  industrial  no  es  sólo  más  produc- 
tivo ni  es  sólo  un  simple  factor  de  multiplicación;  cambia  el  sentido,  el  al- 
cance y el  valor  del  trabajo.  El  trabajo  no  es  ya  únicamente  la  condición  para 
la  supervivencia  biológica,  sino  más  bien  es  la  palanca  de  la  autonomía  indi- 
vidual. 

La  emancipación  del  trabajo  está  naturalmente  en  estrecha  relación  con 
la  emancipación  de  la  pareja  y del  hogax.  El  hombre  aspira  a un  salario  in- 
dividual para  fundar  “su”  hogar,  para  construir  su  casa.  La  soledad  no  será  el 
objeto  de  la  independencia:  lo  será  la  pareja  y la  familia,  en  el  sentido  res- 
tringido y absolutamente  nuevo  con  que  esta  palabra  tradicional  comienza  a 
aplicarse  hoy. 

La  Escuela 

En  lo  que  a la  Escuela  se  refiere,  —designando  con  esta  palabra  toda  la 
organización  docente  que  puede  desarrollarse  en  los  límites  de  un  estado  y 
dentro  del  nivel  de  una  nación—  tampoco  ésta  significa  sólo  el  aumento  cuan- 
titativo de  conocimientos.  La  escuela  indica  una  etapa  superior  en  la  evolu- 
ción del  espíritu  humano:  el  advenimiento  de  la  razón  individual.  Desde  el 
momento  en  que  la  juventud  empieza  a instruirse  en  las  escuelas,  no  ya  en  las 
escuelas  de  aldea  sino  en  las  verdaderas  escuelas  organizadas  bajo  un  plan  na- 
cional, escapa  a la  sabiduría  de  los  ancianos.  A partir  de  entonces  ya  no  son 
los  viejos  los  que  saben  más  que  los  jóvenes;  los  jóvenes  saben  más  que  los 
viejos.  Los  jóvenes  aprenden  más  cosas  que  lo  que  la  tradición  familiar  trans- 
mite. Por  la  lectura,  reforzada  por  el  contacto  con  todos  los  medios  de  infor- 
mación creados  por  las  técnicas  modernas,  por  la  influencia  de  un  cuerpo  de 
enseñantes  independientes  de  la  familia,  los  jóvenes  aprenden  a pensar  y a 
juzgar  sin  acudir  a la  sabiduría  de  los  ancianos.  Se  emancipan  en  sus  juicios, 
sus  opiniones,  sus  opciones.  Y no  sólo  aprenden  más  en  la  escuela  que  den- 
tro de  su  familia:  adquieren  los  métodos  y los  instrumentos  que  los  llevan  a 
criticar  la  sabiduría  tradicional,  las  opiniones  transmitidas  a través  de  la  au- 
toridad y las  costumbres.  Aprenden  a tener  espíritu  crítico.  Aprenden  a eva- 
luar los  fundamentos  y las  razones  de  los  juicios  heredados,  de  las  opiniones 
ya  hechas.  No  sólo  sobrepasan  sino  que  critican  la  tradición  ancestral.  El  sen- 
tido último  de  la  escuela  nacional  es  substituir  las  costumbres  por  conductas 
ratificadas,  discutidas,  deliberadas  individualmente;  es  substituir  una  visión  del 


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mundo,  de  la  vida,  recibida  pasivamente  dentro  del  medio  tradicional,  por 
una  visión  basada  en  argumentos  y razones  que  la  razón  individual  reivindi- 
ca el  derecho  a sopesar. 

La  formación  de  la  conciencia  individual  está  en  estrechas  relaciones  con 
la  emancipación  económica  y la  emancipación  sexual.  En  las  escuelas  las  ge- 
neraciones jóvenes  reciben  la  idea  y oyen  el  llamado  de  otro  medio  más  am- 
plio, más  libre  que  el  del  clan  o el  de  la  aldea.  En  las  escuelas  aprenden  a to- 
mar conciencia  de  las  costumbres,  de  las  tradiciones,  de  las  actitudes  irrefle- 
xivas en  que  viven  sus  familiares  o antepasados;  aprenden  a verlos  con  mi- 
rada crítica.  Allí,  en  la  escuela,  pierden  esa  adhesión  total,  espontánea,  ins- 
tintiva del  hombre  a su  medio.  Aprenden  a dudar  y a soñar  con  una  vida  a 
solas.  Y bien:  la  escuela  se  relaciona  con  el  medio  nacional.  Se  constituye  en 
el  marco  de  la  nación.  Es  una  de  las  instituciones  básicas  de  la  nación,  como 
las  sociedades  financieras,  industriales  o comerciales. 

El  Hospital 

El  hospital  moderno,  agrupando  la  medicina  experimental,  la  terapéutica 
científica,  la  cirugía,  la  farmacopea  química,  etc.,  representa  otra  forma  de  li- 
beración. El  hombre,  por  la  medicina,  adquiere  una  relativa  seguridad.  La 
longevidad  se  prolonga,  las  oportunidades  de  sobrevivir  hasta  una  edad  avan- 
zada aumentan  de  tal  manera  que  llegan  a modificar  completamente  la  acti- 
tud del  hombre  frente  a la  vida.  Le  dan  una  seguridad,  una  soltura  que  le 
permiten  forjarse  seriamente  planes  para  el  porvenir. 

La  muerte  constituye,  antes  de  la  medicina  moderna,  una  constante  ame- 
naza. Frente  a las  grandes  calamidades  de  la  naturaleza,  las  epidemias,  los  in- 
sectos, las  condiciones  climatéricas,  la  sociedad  tradicional  está  desarmada.  De- 
be resignarse  a sufrirlos.  Hasta  para  defenderse  de  los  males  cotidianos  dis- 
pone sólo  de  recetas  tradicionales.  El  miedo  a la  enfermedad  y a la  muerte 
mantiene  el  prestigio  de  los  hechiceros,  curanderos  y de  una  multitud  de  prác- 
ticas supersticiosas  de  naturaleza  más  o menos  mágica.  El  hombre  de  antaño 
se  siente  siempre  tentado  de  confiar  su  vida  a hechiceros,  cuyos  falsos  pode- 
res lo  impresionan  aunque  no  lo  tranquilicen. 

La  medicina  constituye,  sicológicamente,  una  liberación:  liberación  del  sen- 
timiento de  amenaza  de  la  muerte  o de  la  enfermedad;  liberación,  también 
del  malestar,  de  la  debilidad  en  que  aún  hoy  viven  la  mayoría  de  los  hom- 
bres en  aquellos  lugares  donde  no  ha  penetrado.  A pesar  de  todos  los  repro- 
ches que  puedan  hacerse  a la  medicina  social,  ésta  constituye  un  formidable 
esfuerzo  de  humanización  si  se  comparan  las  poblaciones  que  gozan  de  ella 
con  aquéllas  que  viven  aún  en  un  estado  endémico  de  subalimentación,  ane- 
mia, infección  (4) . 

El  "hospital”  refuerza,  pues,  y estimula  el  ardor,  el  tonus  vital,  la  capa- 


(4)  Ver,  por  ejemplo,  la  obra  de  M.  Josué  de  Castro,  especialmente  Ensaios  da  Bio- 
logía social,  Sao  Paulo,  1957;  Documentarlo  do  Nordeste,  Sao  Paulo,  1957;  o 
los  clásicos  Geopolítica  da  fome  (4a.  ed.,  1957) ; Geografía  da  fome,  (6a.  ed., 
1959). 


cidad  de  iniciativa  y de  trabajo.  Los  otros  tres  fines  definidos  anteriormente 
no  serían  de  ninguna  manera  deseables  para  pueblos  enfermos,  débiles,  de- 
formados por  el  miedo  constante  de  la  muerte.  La  medicina  técnica  moderna, 
es,  pues,  solidaria  de  la  industrialización  y del  trabajo  técnico,  de  la  cultura  y 
de  la  vida  de  hogar. 

La  Iglesia 

Y por  último,  hasta  la  religión  tendrá  que  sufrir  una  mutación  radical  si 
no  en  cuanto  a su  esencia  al  menos  en  cuanto  a su  función  sicológica.  En  la 
aldea,  el  feudo  o el  clan,  la  religión  forma  parte  de  la  substancia  social.  El 
individuo  la  recibe,  la  respira,  se  impregna  de  ella  tal  como  se  impregna  de 
todos  los  comportamientos  tradicionales.  “Cuius  regio,  illius  religio”;  el  prin- 
cipio es  universal.  La  religión  no  se  distingue  de  la  cultura  tradicional,  del 
trabajo  tradicional  y del  linaje.  Es  significativo  que  durante  siglos  la  vida  re- 
ligiosa personal  haya  exigido,  como  condición  indispensable,  que  el  sujeto  que 
se  sentía  llamado  a ella  dejase  el  medio  familiar  para  vivir  en  un  medio  nue- 
vo, a la  sombra  de  los  monasterios  o de  los  obispados. 

En  la  época  histórica  moderna  nace  una  reacción  de  protesta  contra  la  pre- 
sión social  en  materia  religiosa:  un  movimiento  de  emancipación  religiosa  que 
busca  disociar  la  religión  de  las  estructuras  tradicionales  acompaña  a todas 
las  aspiraciones  modernas.  Es  una  aspiración  a una  religión  personal.  El  hom- 
bre aspira  a adherir  él  mismo,  personalmente,  a una  concepción  de  vida;  as- 
pira a encontrar  personalmente  sus  razones  de  vivir,  y a realizar  personalmen- 
te su  subordinación  al  Absoluto. 

Ahora  bien:  la  emancipación  religiosa  supone  que  se  afloje  la  presión  del 
clan,  un  medio  más  amplio  donde  se  mezclen  las  más  diversas  corrientes  y don- 
de reine  la  tolerancia:  es  la  nación. 

La  nación,  repitámoslo,  es  el  marco  social  donde  se  han  desarrollado  y se 
desarrollan  históricamente  la  emancipación  de  los  sexos  y la  familia  en  su  sen 
tido  restrictivo,  el  trabajo  técnico  e industrial,  y el  régimen  de  salario  con 
todo  el  aparato  económico  que  eso  significa,  la  cultura  racional  e indepen- 
diente, la  medicina  científica  y la  libertad  religiosa. 

El  sentido  de  la  nación  es  permitir  a todos  la  prosecución  de  estos  cinco 
valores:  un  hogar,  una  renta  individual,  el  juicio  individual,  la  salud,  la  re- 
ligión personal.  Estos  valores  pueden  ser  considerados  como  bienes  indispen- 
sables y verdaderas  exigencias  humanas  en  nuestra  época  histórica.  Suponen 
la  quiebra  de  las  estructuras  sociales  anteriores.  Se  realizan  a continuación  de 
circunstancias  históricas  muy  diversas,  pero  que  en  todas  partes  y siempre,  con- 
vergen a un  mismo  fin:  la  nación.  No  puede  decirse  que  la  nación  constituya 
una  entidad  necesaria  a priori.  La  historia  humana  no  se  deja  deducir.  Son 
las  circunstancias  históricas,  es  decir,  la  evolución  de  las  cosas  y la  evolución 
de  los  hombres,  la  imbricación  de  innumerables  factores  materiales  y de  li- 
bres decisiones  de  los  hombres  las  que  la  han  hecho  aparecer  y la  han  coloca- 
do en  nuestra  época  como  una  estructura  provisoriamente  ineludible  dentro 
de  la  evolución  de  la  humanidad. 


59 


En  lo  que  a los  cinco  valores  considerados  se  refiere,  el  sentido  de  todos 
ellos  converge  a un  mismo  efecto  de  personalización.  A través  de  esos  cinco 
aspectos  de  la  vida,  los  hombres  aspiran  a asegurar  su  independencia  indivi- 
dual. Desean  vivir  personalmente  (5) . 

4.  Sin  duda,  no  puede  uno  menos  de  sentirse  inquieto  por  el  hecho  de 
que  la  revolución  de  las  estructuras  tradicionales  y el  advenimiento  de  la  na- 
ción parecen  estar  muy  lejos  de  cumplir  con  sus  promesas.  El  primer  efecto, 
el  más  visible,  especialmente  para  aquellos  que  no  vibran  en  el  mismo  grado 
y no  participan  tanto  en  la  fe  y en  la  esperanza  nacional,  la  primera  compro- 
bación es  inquietante.  La  ruina  de  la  familia  tradicional,  ¿no  trae,  acaso,  el 
desorden  sexual,  el  libertinaje  desenfrenado,  el  llamado  a la  lujuria  y la  especu- 
lación sobre  la  vida?  Basta  ver  el  efecto  en  las  naciones  nuevas,  en  las  cuales 
la  ruptura  del  orden  tradicional  se  hace  a una  velocidad  acelerada.  La  indus- 
trialización, por  su  parte,  el  régimen  de  salario,  la  urbanización,  crean  una 
nueva  esclavitud,  la  explotación  de  la  mano  de  obra,  la  inseguridad.  La  rui- 
na del  trabajo  familiar  y su  solidaridad  produce,  en  innumerables  casos,  un 
efecto  inverso  al  esperado:  en  lugar  de  la  liberación,  el  obrero,  llegado  recien- 
temente del  campo,  encuentra  la  inseguridad  sin  ninguna  defensa,  sin  ningún 
refugio.  En  lo  que  a la  cultura  se  refiere,  puede  decirse  que  el  advenimiento 
de  la  lectura  y de  la  cultura  de  las  masas  significa  un  derrumbe  de  la  cul- 
tura popular.  Existe,  entre  el  hombre  de  la  aldea  tradicional,  heredero  de  mi- 
lenaria sabiduría,  de  aforismos,  de  cuentos,  de  proverbios,  del  conocimiento 
de  la  naturaleza  y sus  ritmos,  y el  hombre  de  las  ciudades,  alimentado  de  pu- 
blicidad, de  imágenes  excitantes,  de  revistas  ilustradas,  una  caída  de  la  cul- 
tura inaudita  en  la  historia  de  la  humanidad.  Lo  que  generalmente  se  ofre- 
ce, de  hecho,  como  cultura  de  las  masas,  principalmente  en  los  países  subde- 
sarrollados, que  son  naciones  nuevas,  es  de  un  nivel  muy  bajo.  Revistas  ilus- 
tradas, cine,  espectáculos,  diarios,  televisión,  están  subordinados  a los  instin- 
tos más  vulgares  con  la  esperanza  de  vender  los  productos  y no  de  cultivar 
los  pueblos.  En  cuanto  a la  medicina,  ésta  se  emancipa  de  toda  regla  y de 
toda  norma  de  valor,  y el  debilitamiento  de  la  presión  religiosa,  va  acompa- 
ñado, la  mayoría  de  las  veces,  no  de  una  personalización  de  la  religión  sino 
de  la  negligencia,  la  indiferencia,  el  rebajamiento  del  espíritu  y de  la  consi- 
deración de  los  fines  y de  Dios. 

Nada  de  esto  es  contestable.  Sin  embargo  puede  esperarse  razonablemen- 
te que  estos  desórdenes,  inquietantes  y dramáticos,  sean  signos  de  una  crisis 
pasajera.  Mientras  más  rápida  la  mutación,  más  grave  es  la  crisis.  Los  viejos 
países  europeos  han  realizado  su  evolución  nacional  en  varios  siglos,  ocho  o 
diez  siglos  en  la  Europa  Occidental,  teniendo  en  cuenta  la  formación  progre- 
siva de  las  ciudades  y de  la  burguesía  desde  la  Edad  Media,  y aceptando  ver 
en  ellas  preludios  de  la  vida  nacional  moderna.  Hoy  día,  en  aquellos  conti- 


(5)  No  es  necesario  demostrar  que  las  aspiraciones  nacionales  coinciden,  funda- 
mentalmente, con  las  necesidades  que  hemos  descrito.  Pensemos  en  el  sentido 
de  la  Carta  de  las  Naciones  Unidas  del  26  de  junio  de  1945,  o en  la  Declaración 
Universal  de  los  Derechos  del  Hombre  (1948). 


60 


nenies  que  recién  han  acogido  las  ideas  revolucionarias  europeas  se  cumplen 
en  una  generación  las  transformaciones  que  habían  exigido  siglos.  Puestas 
bruscamente  en  contacto  con  todas  las  posibilidades  técnicas,  con  los  nuevos 
ritmos  de  vida,  seccionados  bruscamente  de  su  medio  de  origen,  estos  pueblos 
no  podían  menos  de  quedar  profundamente  transtornados.  Tenían  que  vaci- 
lar. No  podían  encontrar,  de  un  golpe,  su  nuevo  equilibrio.  No  están  mental- 
mente armados  para  dirigirse  personalmente.  Ni  tampoco  para  reconocer  el 
sentido  de  los  valores  a los  cuales  se  les  da  bruscamente  acceso. 

Pero,  ¿cómo  no  esperar  que  se  haga  una  nueva  adaptación?  Se  necesitará, 
sin  duda,  un  esfuerzo  secular  de  educación,  de  estructuración,  de  revelación 
de  los  valores  auténticos,  que  permita  la  nueva  configuración  social.  Más,  ¿pue- 
de uno  pensar  que  la  humanidad  está  definitivamente  corrompida,  que  no  en- 
cuentra en  sí  las  energías  y el  impulso  para  emprender  este  trabajo? 

Demasiadas  veces  los  cristianos,  católicos  o protestantes,  han  dado  la  im- 
presión de  condenar  la  emancipación  a la  cual  tienden  las  fuerzas  de  las  nue- 
vas generaciones,  y de  no  querer  o de  no  poder  comprender  la  voluntad  na- 
cional, como  si  la  salvaguardia  del  cristianismo  exigiera  una  restauración  o 
una  consolidación  del  orden  social  antiguo.  Es  cierto  que  la  ruina  de  las  ins- 
tituciones tradicionales,  la  ruina  de  la  familia  patriarcal,  la  ruina  de  la  eco- 
nomía rural  y paternalista,  la  ruina  de  la  cultura  oral  tradicional,  la  ruina 
de  las  devociones,  del  culto  de  los  santos  milagrosos  y de  las  prácticas  religio- 
sas-medicinales  han  sido  la  causa  de  una  profunda  descristianización;  pero  es- 
te movimiento  es  irresistible,  y la  descristianización  que  resulte  de  ella,  ¿por 
qué  había  de  ser  definitiva?  ¿por  qué  no  habría  de  establecerse  una  nueva 
cristiandad  dentro  de  las  estructuras  nacionales? 

Un  cierto  tradicionalismo  afirma  con  demasiada  prisa,  que  la  voluntad 
de  independencia  está  destinada  al  fracaso;  aún  más,  que  está  inspirada  por 
el  orgullo  y el  pecado.  Pero  nos  encontramos  frente  a un  movimiento  abso- 
lutamente universal  e irreprimible.  Ya  a priori,  ¿podríamos  admitir  que  la 
humanidad  se  precipita  en  un  movimiento  unánime  que  es  pecado  puro?  El 
dogma  del  pecado  original  no  tiene  ese  sentido.  El  pecado  original  no  signi- 
fica que  la  humanidad  deba  precipitarse,  en  el  transcurso  de  su  historia,  de 
un  estado  de  pecado  a un  estado  de  pecado  más  grande.  ¿Por  qué  un  cambio 
de  estructuras  sociales  tendría  que  presuponer  más  pecado  que  el  de  la  hu- 
manidad en  su  estado  milenario  de  amarra  a las  estructuras  patriarcales?  ¿Ha- 
bríase  la  humanidad,  repentinamente,  comprometido  en  un  movimiento  de 
rebelión  y de  pecado? 

Al  contrario,  nos  parece  que  el  dogma  del  pecado  original  excluye  esta 
interpretación.  El  pecado  original,  en  efecto,  significa  que  el  estado  de  rebe- 
lión o de  debilidad,  el  desequilibrio  moral  y los  males  que  aquejan  a la  hu- 
manidad no  se  deben  a acontecimientos  históricos  sino  a un  hecho  trans-his- 
tórico  situado  en  los  orígenes  de  la  humanidad.  Atribuyendo  el  pecado  a un 
hecho  que  escapa  a la  experiencia  histórica,  el  dogma  cristiano  lo  substrae, 
por  este  mismo  hecho,  a la  historia.  Si  el  pecado  se  sitúa  en  los  orígenes  de  la 
humanidad,  no  podemos,  pues,  atribuirlo  a ninguna  revolución  histórica.  Nin- 
gún cambio  de  civilización,  ninguna  mutación  social  es  un  pecado  radical,  una 


61 


caída  radical.  Esta  caída  se  sitúa  antes,  y sus  consecuencias  se  reparten  por 
igual  sobre  todos  los  hombres,  todas  las  edades  y todas  las  civilizaciones.  Na- 
da permite,  pues,  creer  que  la  ruptura  de  la  antigua  sociedad,  en  un  movimien- 
to de  liberación  de  las  estructuras  patriarcales,  de  las  presiones  familiares,  de 
las  costumbres  tradicionales  sea  pecado  o esté  inspirada  por  el  pecado.  No 
discutimos  que  el  pecado  esté  mezclado  en  ella,  que  el  pecado  afecte  toda  la 
conducta  y la  vida  de  las  generaciones  revolucionarias,  pero  no  más  que  las 
otras  generaciones.  El  pecado  no  ha  tomado  posesión  súbitamente  de  una  hu- 
manidad que,  hasta  entonces,  habría  permanecido  más  protegida. 

Muy  por  el  contrario,  ¿cómo  no  reconocer  una  convergencia  entre  una 
más  grande  emancipación  individual  y una  más  grande  personalización  de  la 
existencia  por  un  lado,  y los  dogmas  cristianos  de  la  individualidad  del  alma, 
de  la  responsabilidad  personal,  y de  la  salvación  individual  por  el  otro?  Es- 
tos tres  dogmas  forman  el  nudo  de  la  antropología  cristiana;  son  la  base  de 
lo  que  hoy  día  gusta  llamarse  personalismo  cristiano. 

En  su  sentido  más  profundo,  las  cinco  tendencias  que  hemos  reconocido 
en  la  aspiración  nacional  no  están  en  contradicción  con  la  antropología  im- 
plícita o explícita  del  cristianismo.  Por  el  contrario,  si  bien  no  se  identifican 
con  ella  porque  evolucionan  en  un  plano  diferente,  la  convergencia  es  clara. 

La  individualización  creciente  significa  un  “plus”  en  el  orden  de  lo  hu- 
mano; no  es  indiferente  a lo  humano;  constituye  un  peldaño  superior  de  hu- 
manidad, y por  lo  tanto,  es  un  grado  más  perfecto  de  la  creación. 

Una  mayor  personalización  de  la  vida  es  un  valor  positivo  en  el  orden 
de  la  creación. 

Sin  duda,  en  el  orden  sobrenatural  de  la  salvación,  todos  los  hombres  son 
iguales,  cualquiera  sea  su  desarrollo  individual  y su  grado  de  civilización.  Sin 
embargo,  la  creación  no  evoluciona  en  un  mundo  distinto  de  la  redención. 
La  creación  no  se  ha  detenido.  Continúa  y progresa.  La  evolución  en  el  orden 
de  la  creación  y el  rescate  de  la  creación  se  juntan  al  llegar  a la  meta.  Nos  es 
difícil  percibir  el  punto  de  confluencia  que  está  al  final,  y en  qué  forma  el 
desarrollo  de  la  naturaleza  humana  coopera  con  la  redención.  Tenemos,  sin 
embargo,  un  signo  y un  presentimiento  en  la  evolución  sicológica  y socioló- 
gica de  la  vida  cristiana.  En  medio  de  las  transformaciones  individualistas  de 
la  vida  actual,  en  todos  los  dominios,  de  la  familia,  trabajo,  cultura,  la  propia 
vida  religiosa  toma  formas  más  personales.  O más  bien,  ya  que  la  vida  cris- 
tiana no  ha  ignorado  jamás,  y sobre  todo  en  los  primeros  tiempos,  toda  la  in- 
tensidad de  la  religión  personal,  la  época  contemporánea  ñus  ha  permitido 
asistir  a una  multiplicación  y a un  despliegue  de  la  religión  personal,  reser- 
vada, no  ya  a una  pequeña  élite,  sino  transformada,  más  y más,  en  la  única 
forma  de  la  vida  religiosa  capaz  de  subsistir  y de  mantenerse.  (Empleamos  aquí 
la  expresión  religión  personal  en  el  sentido  en  el  cual  lo  entendía  el  P.  de  Grand- 
maison,  en  su  célebre  libro  sobre  la  Religión  personal) . 

Al  converger  con  la  doctrina  cristiana  del  hombre,  y al  concordar,  asimis- 
mo, con  la  evolución  de  la  vida  cristiana  y su  progreso,  la  personalización  cons- 
tituye, pues,  un  valor  positivo. 


62 


Por  lo  tanto,  el  sentido  de  la  nación  es,  de  suyo,  un  aporte  positivo  con 
el  cual  podemos  y debemos  colaborar. 

Si  la  esencia  de  la  nación  se  encuentra  en  las  cinco  tendencias  definidas, 
la  aspiración  nacional  se  junta  a las  aspiraciones  cristianas.  Es  capaz  de  in- 
tegrarse a ellas. 

Además,  a la  nación  se  la  juzga  por  su  esencia.  El  sentido  de  la  nación  se 
encuentra  en  las  cinco  emancipaciones.  La  nación  se  justifica,  pues,  por  ella, 
y su  valor  depende  de  la  realización  de  las  cinco  aspiraciones  expuestas.  La 
nación  está  al  servicio  de  la  personalidad  individual,  al  servicio  del  desarro- 
llo de  las  personas,  o más  exactamente,  de  su  acceso  a los  cinco  niveles  re- 
conocidos. 

5.  La  nación  no  puede  establecerse  sino  sobre  la  base  de  un  desarrollo 
técnico  considerable  en  relación  con  las  adquisiciones  de  las  cuales  la  huma- 
nidad ha  vivido  en  la  época  histórica  hasta  estos  últimos  tiempos.  ¿Es  la  téc- 
nica la  que  ha  hecho  surgir  la  nación  o la  nación  la  que  ha  hecho  surgir  la 
técnica?  Según  que  se  tome  partido  por  uno  u otro  término  de  esta  disyun- 
tiva, uno  se  clasificará  entre  los  materialistas  o los  idealistas. 

Desde  el  punto  de  vista  histórico  parece  imposible  decidir.  Los  factores 
históricos  están  inextricablemente  mezclados,  y sólo  por  una  opción  metafí 
sica  a priori  puede  llegar  a sentarse  que  lo  espiritual  se  explica  por  lo  mate- 
rial o lo  material  por  lo  espiritual.  Sólo  en  virtud  de  teorías  metafísicas  se 

separa  aquello  que  en  lo  concreto  de  los  acontecimientos  ha  estado  siempre 
atado. 

¿Son  la  voluntad  de  emancipación,  el  deseo  de  vivir  de  una  manera  más 
personal,  la  aspiración  a liberarse  más  de  la  sociedad  patriarcal  y de  la  sumi- 
sión a la  naturaleza  las  que  han  inventado  las  técnicas  necesarias  para  hacer 

realizable  el  proyecto?  ¿O  el  desarrollo  de  la  técnica  ha  hecho  nacer  el  deseo 

de  aprovecharlas  para  emanciparse  y crear  un  medio  humano  más  libre  y más 
personal? 

La  pregunta  no  sólo  tiene  un  interés  puramente  retrospectivo.  Los  paí- 
ses que  se  encuentran  en  vías  de  desarrollo  le  dan  una  gran  importancia.  La 
pregunta  se  plantea  de  esta  manera:  para  edificar  una  nación,  ¿es  necesario 
mover,  en  primer  lugar,  factores  económicos  o factores  sicológicos?  La  meta- 
física marxista  le  da  más  peso  a los  factores  económicos.  Aunque  admite  una 
acción  recíproca  de  la  economía  y de  la  ideología,  da  la  primacía  a lo  eco- 
nómico en  el  desarrollo  de  la  historia. 

Pero  el  marxismo  desconoce  precisamente  el  hecho  nacional,  esto  es,  ig- 
nora el  contexto  histórico  real  en  el  cual  se  efectúa  el  desarrollo  económico. 
La  dialéctica  marxista  quisiera  que  la  historia  evolucionara  entre  los  términos 
definidos  de  manera  puramente  económica  y según  factores  económicos,  en- 
tre los  cuales  están  las  clases  sociales. 

Ahora  bien:  la  historia  nos  enseña,  de  una  manera  concreta,  que  la  na- 
ción es  un  fenómeno  más  poderoso  que  las  clases  sociales,  y la  nación  no  se 
deja  reducir  sólo  a factores  económicos.  Esto  quiere  decir  que,  en  concreto,  la 
evolución  actual  de  la  humanidad  no  se  hace  siguiendo  las  leyes  de  una  dia- 
léctica con  predominio  económico. 


63 


La  pregunta  se  plantea,  por  consiguiente,  de  esta  manera:  ¿cuál  es  el  tac- 
tor que  va  a provocar  el  desencadenamiento  de  los  procesos  de  formación  de 
la  nación?  Y en  el  mundo  nacionalista  se  suele  responder:  el  desarrollo  eco- 
nómico, es  decir  la  industrialización.  La  industrialización  llega  a ser  la  fuen- 
te, la  causa  determinante,  y por  último,  la  esencia  de  la  nación  y del  nacio- 
nalismo. 

Desde  el  punto  de  vista  histórico,  ya  lo  hemos  dicho,  el  problema  es  inso- 
luble. La  nación  y las  técnicas  se  han  desarrollado  paralelamente,  y sólo  por 
una  opción  metafísica  —que  no  podría  ser  legitimada  sino  por  fuentes  de  cono- 
cimiento diversas  de  la  experiencia  histórica—  podría  darse  el  predominio  a 
uno  de  los  elementos.  La  historia  es  una,  es  un  movimiento,  un  flujo  o una 
multitud  de  factores  que  se  entremezclan  para  producir  situaciones  esencial- 
mente complejas.  La  experiencia  histórica  no  permite  afirmar  o negar  ni  que 
sea  la  industria  la  que  ha  hecho  nacer  la  nación,  ni  que  el  deseo  y la  idea 
de  nación  ha  hecho  nacer  la  industria. 

Sin  duda,  estructuras  económicas  modernas  fundadas  sobre  técnicas  y la 
industria,  son  indispensables  no  solo  para  realizar  sino  incluso  para  concebir 
una  nación.  Pero  por  otra  parte,  ¿cómo  nace  la  voluntad  de  cambiar  las  téc- 
nicas, de  mejorarlas,  sino  no  es  para  responder  a una  aspiración,  imprecisa 
talvez,  pero  poderosa  de  liberarse,  de  emanciparse  de  las  servidumbres  tanto 
de  la  naturaleza,  como  de  las  sociedades  tradicionales?  ¿Y  cómo  crear,  en  un 
país,  un  mecanismo  industrial  moderno  si  no  se  crea  una  mentalidad  que  lo 
desee  y lo  exija?  Cada  vez  más  se  reconoce  que  la  dificultad  más  grande  que 
tienen  los  países  subdesarrollados  en  sus  transformaciones  económicas,  es  la 
mentalidad  de  las  poblaciones,  las  cuales  no  han  despertado  a los  deseos  y a 
las  aspiraciones  a que  responde  el  nuevo  mecanismo  económico.  No  se  han  de- 
cidido a trabajar  según  las  formas  del  trabajo  moderno  porque  no  desean  los 
resultados. 

La  nación  es  un  fenómeno  complejo  que  interesa  y obliga  a todo  el  hom- 
bre. Al  aislar  el  mecanismo  económico  se  crea  una  falsa  entidad,  pues  ese  apa- 
rato no  nace  ni  se  sostiene  fuera  de  otros  elementos  y,  sobre  todo,  no  se  jus- 
tifica sin  ellos. 

Muchas  veces  ha  ocurrido  en  la  historia  política  europea  de  los  últimos 
siglos,  y sucede  en  la  actualidad  en  el  “Tercer  Mundo”  (6) , que  el  ideal 
de  potencia  substituye  al  de  la  nación.  La  Potencia  se  entiende  aquí  según  el 
lenguaje  de  la  política  internacional:  se  habla  de  las  Grandes  Potencias  y de 
las  Potencias  Medianas,  del  concierto  de  las  Potencias  europeas.  No  se  trata  sólc 
de  una  figura  literaria.  En  la  medida  en  que  la  historia  de  las  naciones  llega 
a ser  una  historia  de  los  conflictos  internacionales,  los  pueblos  entran  en  tensión 
y su  voluntad  nacional  llega  a ser  voluntad  de  potencia.  Entonces  todo  se  con 
centra  en  la  fuerza  militar  y el  aparato  industrial  que  la  sostiene  en  la  guerra 
moderna.  La  industria  se  mide,  entonces,  por  su  potencia  de  fuego  y de  des 


(6)  Hoy  se  designa  así  al  grupo  de  naciones  que  no  están  en  la  órbita  soviética  ni 
pertenecen  a las  naciones  capitalistas  desarrolladas.  En  el  “Tercer  mundo”  que- 
dan incluidas  las  naciones  neutralistas  y subdesarrolladas. 


64 


trucción.  Vale  sobre  todo  por  aquellas  de  sus  ramas  directamente  interesadas 
en  la  guerra:  la  industria  llamada  pesada  y la  industria  de  los  armamentos.  En 
los  años  que  precedieron  a 1914,  todas  las  grandes  naciones  europeas  se  trans- 
formaron en  Potencias,  y hubo  igualmente  Potencias  del  Eje  antes  de  1939. 

¿Es  la  Potencia,  todavía,  una  nación?  ¿No  es  más  bien  una  corrupción  de 
ella?  El  aumento  exacerbado  del  mecanismo  económico  en  un  sentido  deter- 
minado, de  tal  manera  que  el  pueblo  llega  a encontrarse  al  servicio  de  ese  me- 
canismo, al  servicio  de  la  “Potencia”,  ¿no  es  lo  opuesto  a nación? 

Para  que  exista  todavía  una  nación,  es  necesario  que  las  fuerzas  técnicas  e 
industriales  sean  dirigidas  a las  cinco  aspiraciones  que  le  dan  su  sentido. 

£1  materialismo  histórico,  aplicado  a la  nación,  tiene,  en  el  hecho,  una 
orientación  y un  sentido  de  los  cuales  sus  defensores  no  siempre  han  tenido 
conciencia:  aspira  a edificar  un  aparato  industrial  que  vale  y se  justifica  por 
sí  mismo,  que  tiene  su  fin  en  sí  mismo,  en  una  afirmación  de  fuerza  econó- 
mica; encuentra,  en  el  hecho,  su  fin  en  la  afirmación  de  una  cierta  produc- 

ción de  acero,  de  energía  o de  productos  químicos.  Cuando  se  le  construye  in- 
dependientemente de  toda  una  evolución  humana,  encuentra  una  sola  salida, 
una  sola  utilidad:  la  guerra,  la  afirmación  de  su  fuerza. 

Ciertas  teorías  del  desarrollo  preconizan  la  primacía  de  la  industria  bási- 
ca; otras  prefieren  las  industrias  ligeras,  industrias  de  consumo  o de  transfor- 
mación. No  es  posible  deducir,  de  una  comprensión  de  la  persona  humana 
y de  sus  aspiraciones  fundamentales,  una  teoría  del  desarrollo  económico. 

Es  claro,  en  efecto,  que  la  nación  no  sólo  necesita  de  industrias  que  sa- 
tisfagan directamente  las  necesidades  citadas.  Se  necesita  una  armazón  com- 
pleta. En  cuanto  a la  naturaleza  de  los  procesos  que  deberán  seguirse,  se  tra- 
ta de  una  opción  meramente  económica,  basada  en  la  experiencia  de  los  he- 
chos económicos. 

Cualquiera  que  sea  el  proceso  de  industrialización  que  se  adopte,  la  evo- 
lución nacional  debe  hacerse  de  una  manera  sincronizada  bajo  todos  los  as- 
pectos. El  desarrollo  económico  debe  estar  orientado  a la  emancipación  de  to- 
dos los  individuos  reagrupados  en  una  nación  y no  a la  formación  de  una  po- 
tencia. El  desarrollo  económico  es  un  elemento  de  un  conjunto.  No  tiene  su 
fin  ni  su  justificación  en  sí  mismo. 

El  desarrollo  económico  no  constituye,  sólo,  la  fuente  de  una  nación.  No 
crea  una  nación:  crea  únicamente  un  mecanismo  de  poder  si  no  se  integra 
en  un  conjunto  de  transformaciones  de  la  mentalidad,  de  las  aspiraciones  y 
de  las  disposiciones  populares,  aspiraciones  culturales,  religiosas,  políticas,  fa- 
miliares, sociales.  Sin  esas  aspiraciones,  el  aparato  económico  será  sólo  un  cuar- 
tel para  enrolar  al  pueblo;  será  un  instrumento  de  servilismo  al  servicio  de 
una  potencia  llamada  nacional  pero  en  realidad  extraña  a la  nación,  en  lugar 
de  ser  un  instrumento  de  emancipación. 

6.  La  nación  no  es,  pues,  una  entidad  natural.  No  es  un  organismo  que 
tenga  su  sentido  en  sí  mismo,  en  su  propio  crecimien.o  y su  desarrollo.  La  fi- 
losofía romántica  que  apayó  y enmarcó  el  nacionalismo  del  siglo  pasado  y tam- 
bién los  facismos  de  este  siglo  han  lanzado  la  idea  de  que  la  nación  es  anterior 


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al  hombre;  que,  lejos  de  estar  subordinada  a la  personalidad  humana,  en  ella 
al  contrario,  encuentra  la  persona  su  verdadero  sentido. 

La  nación  no  es  un  ser  necesario,  como  elemento  de  desarrollo  del  espí- 
ritu. Ninguna  nación  debió  existir.  No  hay  ninguna  que  presente  esa  exigen- 
cia absoluta  que  le  han  conferido  los  románticos  y que  daría  por  resultado 
que  todos  los  individuos  tendrían  que  sacrificarse  para  que  ella  existiera. 

Ninguna  nación  tiene  ni  siquiera  el  derecho  de  reivindicar  su  existencia 
si  no  cumple  con  su  función,  si  no  realiza  su  esencia. 

Efectivamente,  la  nación  no  es  una  sociedad  natural,  pero  resulta  de  la 
voluntad  de  asociación  de  los  hombres.  No  hay  duda  de  que,  cuando  se  forma- 
ron las  naciones,  los  individuos  se  agruparon  siguiendo  sus  afinidades.  En  sus 
respectivas  naciones  se  encuentran  asociados  según  semejanzas.  Las  naciones 
se  han  formado  alrededor  de  un  área  geográfica  bien  delimitada,  o de  un 
idioma,  de  una  religión,  de  una  raza.  Pero  ninguna  de  estas  afinidades  pro- 
duce la  nación:  fundan  les  pueblos  pero  no  las  naciones. 

Los  hombres,  las  familias,  las  aldeas  forman  agrupaciones  naturales  más 
o menos  sueltas,  unidas  entre  sí  por  el  idioma,  la  raza,  la  religión,  las  relacio- 
nes, las  comunicaciones  y los  intercambios  tradicionales  ordenados  por  la  geo- 
grafía. Los  pueblos  tienen  derecho  a sobrevivir.  Tienen  derecho  a mantener 
y a desarrollar  sus  caracteres.  Son  sociedades  naturales  anteriores  al  individuo, 
que  forman  su  armazón  mental  y material. 

Los  pueblos,  así  como  las  familias,  son  anteriores  a las  naciones.  Tienen 
derecho  a desarrollarse  sin  ser  violentados  en  sus  características  propias  den- 
tro de  la  nación,  tal  como  las  familias;  tienen  derecho  a que  la  nación  respe- 
te su  raza,  su  idioma,  su  cultura,  su  religión  y todas  ;us  características. 

Por  lo  demás,  hay  que  hacer  notar  que  los  pueblos,  las  tribus,  .y  también 
los  clanes  tienden,  en  las  familias  patriarcales,  a disolverse  dentro  de  las  na- 
ciones. Estas  dan  uniformidad  a las  diferencias  de  idiomas,  de  dialectos,  de 
cultura.  Los  lazos  crnscientes  y deliberados  de  asociación  tienden  a reempla- 
zar los  lazos  naturales.  Es  muy  extraño  que  en  su  origen  un  pueblo  haya 
formado  una  nación.  Pero,  a lo  largo  de  siglos  de  evolución,  las  diferencias  ét- 
nicas se  borran.  La  nación  integra  sus  componentes  dentro  de  una  unidad  su- 
perior, que  es  de  otro  orden. 

La  nación  no  existe  para  mantener  un  idioma,  una  cultura,  una  raza,  una 
religión  o cualquiera  de  las  diferencias  étnicas.  La  nación  no  está  al  servicio 
de  una  entidad  o de  un  organismo  natural.  Nace  de  una  voluntad  de  trascen- 
der las  solidaridades  naturales,  de  una  voluntad  de  emancipación  personal, 
una  voluntad  de  realizar  al  individuo  dentro  de  los  valores  originales  que  tras- 
cienden, todos  ellos,  el  orden  de  las  afinidades  naturales. 

La  nación  no  se  justifica,  pues,  por  la  existencia  anterior  de  los  caracte- 
res naturales  distintivos:  sí  se  justifica  por  su  capacidad  de  realizar  las  cinco 
necesidades  fundamentales  de  la  persona  humana:  el  hogar,  el  trabajo  libre, 
la  cultura  de  gran  difusión  o cultura  escrita,  la  salud.  *1  libre  desarrollo  de 
la  religión.  Si  la  nación  no  se  subordina  a esos  objetivos  que  agotan  su  seno 
pierde  todo  su  valor.  Ya  no  tiene  derecho  a existir.  Tendrá  que  dejar  lugar  a 


66 


otra,  más  ancha  o más  estrecha,  pero  capaz  de  realizar  las  metas  señaladas  por 
la  emancipación  de  la  persona  humana. 

El  fenómeno  nacional  es  la  consecuencia  de  una  voluntad  de  liberarse  de 
las  solidaridades  resultantes  del  origen,  del  nacimiento,  que  oprimen  a los 
hombres  durante  milenios.  Gracias  a instrumentos  técnicos  más  perfectos,  el 
hombre  ha  podido  entrever  el  tiempo  de  su  liberación.  Sustituye,  entonces, 
las  solidaridades  de  sujeción  por  las  de  colaboración  en  una  emancipación 
igual  de  la  naturaleza  y de  las  antiguas  comunidades. 

El  fenómeno  facista,  o el  nacionalismo  étnico,  cultural,  racial,  religioso, 
son  fenómenos  de  regresión,  es  decir,  de  corrupción.  Consisten  en  subyugar 
las  energías  nuevas  destinadas  a liberar  al  individuo,  haciéndolas,  por  el  con- 
trario, que  sirvan  para  hacer  el  yugo  más  pesado,  y hacer  las  solidaridades 
naturales  tanto  más  duras  cuanto  que  ellas  estarán  reforzadas  por  mecanismos 
técnicos  más  fuertes. 

Las  sociedades  facistas  no  presentan  sólo  las  sujeciones  de  las  tribus:  las 
exaltan,  las  refuerzan  con  mecanismos  de  dominación  de  los  cuerpos  y las 
conciencias  que  jamás  conocieron  en  la  antigüedad. 

La  nación  no  está  al  servicio  del  pasado  para  perpetuarlo.  No  es  un  pue- 
blo ni  una  tribu  armada  con  toda  la  técnica  moderna,  según  el  sueño  facista, 
ni  tampoco  una  raza  armada  según  el  sueño  criminal  de  los  nazis. 

Si  el  pueblo  o la  familia  se  justifican  por  ellos  mismos  para  preceder  al 
individuo,  la  nación  se  juzga  por  su  eficiencia  y por  la  realización  de  su  esen- 
cia, ya  que  ella  es  causada  por  el  individuo  y tiene  su  valor  en  él. 

No  hay  duda  de  que  la  superación  de  los  clanes,  tribus  y pueblos  por  la 
nación  no  es  jamás  completa.  La  nación  no  se  realiza  en  estado  puro.  Siem- 
pre, hasta  el  presente,  transige  con  las  sociedades  naturales  que  engloba.  Pe- 
ro su  fin  no  es  salvarlas.  La  intención  profunda  no  es  salvar  las  tradiciones 
culturales,  las  características  étnicas  o raciales,  las  particularidades  religiosas 
u otras  que  estén  englobadas  en  ella,  ni  el  folklore,  ni  la  herencia  del  pasado; 
es  emancipar  la  persona  y crear  una  sociedad  de  personas.  No  puede  renun- 
ciar a lo  que  constituye  su  realidad  propia.  No  hay  que  confundir  la  finali- 
dad de  la  nación  con  los  obstáculos  con  los  cuales  le  es  preciso  transigir. 

7.  Los  valores  propios  de  la  nación  son,  pues,  de  suvo,  valores  universa- 
les. Son  los  valores  de  la  persona  humana  independientemente  de  su  inser- 
ción geográfica  natural,  independientemente  de  sus  orígenes.  El  hogar  corres- 
ponde a un  ideal  humano  universal  tal  como  la  pareja  independiente.  No 
hay  nada  que  prescinda  más  de  las  costumbres  particulares,  de  las  tradicio- 
nes históricas.  El  hogar  es,  por  el  contrario,  una  negación  y una  liberación 
de  todas  las  tradiciones  familiares  y clásicas,  de  todo  el  folklore  y de  todas 
las  costumbres  regionales. 

El  trabajo,  guiado  cada  vez  más  por  sus  instrumentos  técnicos  creados  por 
la  ciencia  experimental,  está  cada  vez  más  internacionalizado  en  sus  méto- 
dos. Los  antiguos  oficios  tenían  sus  tradiciones  regionales,  sus  procedimientos 
tradicionales.  Nada  se  asemeja  más  a una  gran  fábrica  que  otra  gran  fábrica 
situada  en  cualquier  parte  del  mundo.  Las  ciencias  positivas  son  absoluta- 


67 


mente  internacionales.  Por  su  esencia  misma,  ellas  trascienden  todas  las  di- 
ferencias culturales.  Esto  es  válido  también  para  las  técnicas.  Por  lo  tanto,  los 
bienes  que  la  industria  pone  a disposición  de  los  hombres  se  asemejan  cada 
vez  más  en  todas  partes.  Los  hombres  tienden  a un  tipo  uniforme  de  alimen- 
tación, de  vestimenta,  de  distracciones,  de  alojamiento.  El  trabajo  industrial 
ofrece  un  abanico  infinitamente  más  abierto  de  posibilidades  y de  bienes,  pe- 
ro este  abanico  es  el  mismo  en  todas  partes. 

La  cultura  tiende  también  a internacionalizarse,  mediante  continuos  in- 
tercambios. No  sólo  la  ciencia,  sino  las  artes,  la  literatura,  la  filosofía,  se 
vuelven  internacionales.  Las  distancias  entre  los  antiguos  mundos  culturales 
tienden  a borrarse,  lodos  esos  mundos  absorben  los  valores  ajenos  y conver- 
gen a una  misma  síntesis,  o al  menos,  a una  misma  simbiosis  superior  que 
pone  a todos  los  hombres  en  contacto  con  todas  las  ideas  y todas  las  formas 
vividas  por  todos  ios  hombres.  Las  distancias  entre  occidentales  y orientales, 
meridionales  y septentrionales  tenderán  a borrarse  por  la  osmosis  de  valores 
que,  en  otros  tiempos,  cada  uno  de  estos  universos  culturales  había  desarro- 
llado como  su  bien  propio. 

Ahora  bien:  la  nación  debe  promover,  precisamente,  esos  valores,  que  son 
internacionales  y universales.  Esa  cultura  es  la  que  libera  al  individuo  de  lai 
limitaciones  ue  su  medio  de  origen. 

En  fin,  en  el  mundo  nacional  sólo  las  religiones  universales  tienen  el  por- 
venir abierto.  Una  religión  de  tribu  o de  pueblo  ya  no  conviene  a un  hom- 
bre que  se  libera  de  sus  orígenes.  Este  tenderá  a desembarazarse  de  la  religión 
de  su  terruño,  de  la  “religión  de  sus  padres”.  La  liberación  nacional  exige 
también  el  acceso  a la  religión  universal,  internacional. 

Si  la  nación  o el  estado,  que  es  su  órgano  ejecutivo,  tiende  a encerrar 
a sus  miembros  en  los  marcos  de  una  religión,  de  una  cultura,  de  un  sistema 
de  producción  limitada,  particular,  bajo  el  pretexto  de  fidelidad  a las  tra- 
diciones y a la  herencia  del  pasado,  a una  pretendida  “alma  nacional”,  ella 
actúa  contra  su  propio  sentido,  su  esencia.  Se  destruye  a sí  misma.  En  lugar 
de  enaltecer,  rebaja;  después  de  haber  dejado  manifestarse  una  aspiración  a 
la  emancipación,  la  ahoga. 

La  nación  es  la  mediación  de  lo  universal.  Por  ella  la  persona  se  eleva 
al  plano  de  lo  humano  puro,  desprendida  de  todos  los  particularismos.  Por 
ella  el  individuo  humano  alcanza  el  nivel  de  toda  la  humanidad,  comulga 
con  todos  los  espíritus  humanos  y encuentra  su  lugar  en  una  evolución  de 
ahora  en  adelante  única  de  una  humanidad  en  adelante  reunida,  al  menos 
en  intención  y de  una  manera  incoativa. 

Las  naciones,  pues,  no  se  distinguen  cualitativamente  por  su  esencia,  sino 
sólo  numéricamente.  A medida  que  ellas  se  desarrollan,  que  se  alejan  de  la 
condición  de  tribu,  de  pueblo,  tienden  a reunirse.  Si  los  troncos  familiares, 
los  clanes,  las  aldeas,  fueron  comunidades  muy  particularizadas,  muy  diferen- 
ciadas, las  naciones,  en  cambio,  se  vuelven  cada  vez  más  semejantes.  En  un 
mundo  dirigido  por  el  ideal  nacional,  diferencias  notables  se  establecen  entre 
las  personas,  debido  a las  combinaciones  variadas  y múltiples  que  hacen  de  los 
mismos  factores.  El  ideal  de  una  nación  sería  que  todos  los  hombres  en  el 


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punto  de  partida  gozaran  de  las  mismas  posibilidades,  tanto  mejor  cuanto  más 
variadas,  y que  cada  uno  fuese  libre  de  sacar  de  ellas  la  combinación  o la  fi- 
gura que  deseara. 

Esto  no  quiere  decir  que  el  orden  personal  y nacional  debe  substraerse 
de  toda  disciplina.  La  persona  emancipada  está  sometida  al  orden  in*erno  y 
estructural  de  los  valores  universales,  en  los  cuales  y por  los  cuales  ella  se 
emancipa.  Los  valores  universales  tienen  sus  exigencias  internas.  El  hogar,  el 
trabajo,  la  cultura,  la  religión  personal,  la  medicina  tienen  sus  sujeciones,  su 
moral  propia,  sus  normas  internas.  La  emancipación  del  hombre  consiste  en 
no  aceptar  otras  formas  fuera  de  aquéllas  in'rínsecas  a los  valores  propiamen- 
te humanos,  con  exclusión  de  las  normas,  de  obligaciones  y sujeciones  exte- 
riores que  venían  de  las  costumbres  locales,  de  las  tradiciones  familiares,  del 
derecho  tribal,  etc.  Todas  estas  últimas  reglas  aseguraban  la  cohesión  de  las 
sociedades  antiguas.  La  sociedad  nacional  se  libera  de  ellas  v busca  sólo  Ia< 
reglas  racionales,  por  lo  tanto,  universales.  De  esta  manera,  el  derecho  mismo 
tiende  a volverse  uniforme  e internacional. 

Lo  personal  v lo  universal  son  dos  atributos  complementarios  e ínsena- 
rables.  Si  la  nación  es  la  mediación  de  lo  personal,  tendrá  que  ser  también  la 
mediación  de  lo  universal. 

Se  necesitó,  sin  duda,  haber  llegado  a nuestra  época  nara  míe  esta  verdad 
se  desprendiera  con  toda  su  nitidez  v evidencia.  El  principio  de  las  naciona 
lidades  del  siglo  pasado  fue,  muchas  veces,  un  factor  de  particularismo  v de 
aislamiento,  al  menos  aparentemente  o en  su  efecto  inmediato.  No  era  sino 
una  etana  transitoria.  La  formación  de  decenas  de  naciones  nuevas  en  este 
siglo  XX  v muchas  veces,  como  ha  pasado  en  Africa  o en  el  Cercano  Oriente, 
la  formación  de  naciones  a partir  de  un  punto  cero,  esto  es.  de  una  falta  to- 
tal de  estructuras  sociales  superiores  a las  estructuras  de  clanes  o de  tribus  nri- 
mitivas.  ha  puesto  más  en  evidencia  el  sentido  total  de  la  nación.  Se  ha  podi 
do  casi  asistir  a la  formación  "total”  de  la  nación,  fenómeno  que  en  Europa, 
por  ejemplo,  tardó  cuatro,  seis  u ocho  siglos  en  realizarse. 

8.  Lo  inevitable  v lo  irreversible  del  nacionalismo  v de  la  formación  de 
la  humanidad  en  naciones  iguales  e independientes  estuvieron  ocultos  por 
mucho  tiemno  a los  ojos  de  los  propios  occidentales,  debido  a un  fenómeno 
social  y político  al  cual  podríamos  llamar  el  imperio  v también  imperialismo, 
si  esta  palabra  no  hubiera  recibido  ya  una  acepción  peyorativa,  ahora  vul- 
garizada. 

El  imperio  es  también,  como  la  nación,  una  sociedad  que  trasciende  las 
diferencias  familiares,  tribales,  populares,  las  costumbres,  las  culturas,  las  re- 
ligiones particulares.  También  el  imperio  tiende  a instalar  valores  universa- 
les: una  cultura  universal,  una  religión  universal.  Recubre  una  estructura  eco- 
nómica más  amplia  que  la  de  los  antiguos  pueblos  integrados.  Luego  hace  lle- 
gar a éstos  al  estadio  de  los  valores  universales.  Pero  lo  hace  por  la  sujeción 
El  imperio  es  una  sociedad  donde  los  valores  supratradicionales  están  dados 
por  el  emperador  en  lugar  de  haber  sido  conquistados  y asimilados  por  los  mis- 
mos hombres.  Son  impuestos,  y por  lo  tanto  suceden  a una  destrucción  vio- 


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lenta  de  los  valores  tradicionales.  Como  encuentran,  por  lo  demás,  una  mala 
voluntad  muy  fuerte,  terminan  por  transigir  con  las  fuerzas  conservadoras.  Las 
sociedades  imperiales  tienen  necesariamente  una  evolución  más  lenta  que  las 
sociedades  nacionales.  El  poder  exterior,  por  sí  mismo,  no  tiene  todos  los  re- 
cursos, todo  el  dinamismo  del  conjunto  de  ciudadanos  de  una  nación  libre. 

Ya  sea  que  se  trate  del  imperio  romano,  tipo  de  todos  los  imperios,  mo- 
delo del  género,  o de  los  imperios  coloniales  modernos,  el  imperio  sólo  per- 
sonaliza al  emperador,  o a la  clase  social  que  crea  y mantiene  el  orden  impe- 
rial. Esta  sólo  vive  en  contacto  directo  con  los  valores  universales.  Las  demás 
los  reciben  pasivamente  sin  poder  crearlos:  reciben  un  derecho  sin  crearlo,  asis- 
ten a la  destrución  del  orden  familiar  patriarcal  sin  poder  participar  en  la 
formación  de  un  nuevo  orden.  Reciben  pasivamente  una  función  económica 
dentro  de  un  conjunto  que  de  ningún  modo  pueden  controlar.  Reciben  una 
cultura  universal,  pero  una  cultura  en  la  cual  no  han  colaborado  y que  fue, 
en  primer  lugar,  la  cultura  de  un  grupo,  de  una  familia,  de  una  tribu  a la 
cual  estaban  sujetas.  En  el  imperio,  los  hombres  reciben  nuevos  valores  des- 
pués de  ver  cómo  les  sacaban  los  otros  ya  caducados.  Pero  esto  se  hada  sin 
ellos.  Es  el  motivo  por  el  cual  no  hacen  suyos  Tos  valores  nuevos.  No  se  trans- 
forman en  personas,  y el  acceso  a lo  universal  es  más  formal  que  real. 

Es  imposible  retener  a los  hombres  en  el  estadio  imperial,  y es  imposi- 
ble creer  que  la  aspiración  a la  emancipación  no  incluye  también  la  voluntad 
de  realizar  por  sí  mismo  su  emancipación  y no  de  verse  sujeto  a ella. 

La  nación  es  una  sociedad  de  personas  que  pretenden  afirmarse  y eman- 
ciparse por  sí  solas,  alcanzar  por  sí  mismas  valores  humanos  universales  más 
desprendidos  del  mundo  tradicional,  y por  sí  mismas  mantenerse  en  ellos. 

Es  el  motivo  por  el  cual  la  nación  está  necesariamente  doblada  por  un 
aparato  político  democrático  que  permite  a cada  individuo  tomar  libremente 
su  parte  en  la  edificación  y el  mantenimiento  de  la  sociedad  que  será  la  me- 
diadora de  su  autonomía. 


II.  NACION  Y COMUNIDAD 

1.  Hemos  insistido  en  la  liberación  de  la  persona  y en  la  emancipación 
individual  como  sentido  de  la  nación.  No  se  desprende  de  esto,  de  ninguna 
manera,  que  la  nación  sea  únicamente  el  lazo  de  una  multiplicidad  de  indi- 
viduos lo  más  aislados  posible.  El  hombre  nunca  deja  de  ser  un  animal  so- 
ciable y social,  al  pasar  de  un  estado  inferior  de  desarrollo  de  la  personalidad 
a un  estadio  superior.  La  sociabilidad  no  forma  parte  de  un  estado  más  pri- 
mitivo de  la  humanidad.  No  podemos  imaginarnos  las  cosas  como  si  la  socie- 
dad perteneciera  a las  fuerzas  primitivas,  y como  si  el  hombre  más  persona- 
lizado se  transformara  en  un  hombre  solitario. 

Muy  por  el  contrario:  el  desarrollo  de  la  personalidad  marcha  a la  par 
con  el  desarrollo  de  la  comunidad.  Pero  las  formas  sociales  pasan  también  a 
una  etapa  superior.  Las  antiguas  formas  de  la  cohesión  social  no  se  adaptan 
al  hombre  emancipado  de  las  estructuras  tradicionales.  El  hombre  no  por  eso 


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deja  de  desear  vivir  en  sociedad.  Pero  le  hace  falta  otro  estilo  de  relaciones  in- 
terhumanas, otra  comunidad,  esta  vez  de  tipo  personalista 

La  nación  no  sólo  es  el  lugar  para  las  personas;  es  también  un  tipo  nue- 
vo de  comunidad  que  conviene  a la  coexistencia  y al  intercambio  de  las  per- 
sonas. 

¿Cuáles  son  sus  características  esenciales? 

a)  La  comunidad  nacional  incluye  el  reconocimiento  y la  aceptación  de 
la  personalidad  ajena.  Desde  el  momento  en  que  ya  no  hay  más  solidaridad 
espontánea,  los  lazos  sociales  deben  nacer  del  reconocimiento  consciente  de  la 
personalidad  ajena.  Esto  significa,  en  primer  lugar,  un  reconocimiento  de  la 
presencia  ajena,  de  su  valor  igual  al  mío,  de  su  derecho  igual  al  mío,  de  hacer 
valer  sus  necesidades  fundamentales.  Enseguida,  el  reconocimiento  del  prójimo 
implica  admitir  sus  diferencias.  La  sociedad  antigua  está  formada  por  la  co- 
hesión de  elementos  semejantes.  Es,  fundamentalmente,  conformista.  La  socie- 
dad nacional,  por  el  contrario,  reconoce  las  diferencias  individuales  y les  con- 
cede a todos  iguales  oportunidades.  Es  el  fundamento  de  la  tolerancia:  Recq- 
nocer  que  el  otro  es  diferente  y que  sus  cualidades  tienen  tanto  derecho  a exis- 
tir como  las  mías. 

Pero  el  reconocimiento  del  otro  va  acompañado  de  una  percepción  de  la 
mutua  limitación  de  las  personalidades.  Las  expansiones  individuales,  si  no  se 
limitan  unas  con  otras,  chocan  entre  sí  y se  rompen.  El  respeto  al  prójimo  im- 
plica inmediatamente,  como  la  otra  cara  de  la  misma  actitud,  la  represión  par- 
cial de  una  voluntad  de  ser.  Hay  que  molestarse  para  dejar  al  prójimo  a sus 
anchas.  Hay  que  limitar  voluntariamente  sus  necesidades  v satisfacciones  pa- 
ra permitir  a los  demás  la  oportunidad  de  perseguir  las  nropias. 

Así  nace  la  justicia.  En  la  sociedad  patriarcal  no  existe,  exactamente  ha- 
blando, justicia.  La  solidaridad  instintiva,  la  solidaridad  biológica  impregna 
todos  los  miembros  v los  hace  adoptar  una  acritud  altruista:  comprime  el  eeoís- 
mo.  Entre  los  sujetos  que  han  tomado  conciencia  de  sí  mismos,  esa  solidaridad 
pre-reflexiva  ya  no  existe;  debe  ser  sustituida  por  una  definición  de  igualdad 
de  los  derechos  y de  las  oportunidades  de  todos  en  el  punto  de  partida.  Es  el 
derecho.  El  derecho  es  el  conjunto  de  reglas  por  las  cuales  las  personas  se 
conceden,  las  unas  a las  otras,  las  mismas  oportunidades  para  hacerse  valer, 
según  sus  propias  tendencias,  dentro  de  la  línea  de  sus  necesidades  funda 
mentales.  Antes  de  que  estas  necesidades  fundamentales  de  la  época  moderna 
se  hubiesen  manifestado,  no  había  materia  para  constituir  un  derecho.  Es*e 
se  desarrolla  y se  complica  cuando  el  reconocimiento  de  estas  necesidades  vie- 
ne a ser  una  necesidad  cada  vez  más  evidente. 

La  justicia  consiste  en  aceptar  reglas  reconocidas  y definidas  en  igual  for- 
ma para  todos,  de  manera  que  cada  uno  consienta  en  limitar  sus  derechos  en 
la  medida  necesaria  para  el  libre  desarrollo  de  los  demás.  En  la  justicia  se 
reúnen  las  personas.  A pesar  de  lo  formales  que  ellas  puedan  ser  a veces,  de 
lo  exteriores  y de  lo  artificiales,  las  reglas  del  derecho  son  la  condición  de  una 
sociedad  de  personas.  Ellas  permiten  escapar,  hasta  cierto  punto  al  menos,  a 
las  presiones,  sujeciones,  influencias  inconscientes  de  las  fuerzas  oscuras  de 


71 


los  temperamentos,  de  los  lazos  de  la  sangre,  de  las  afinidades  que  no  pertene- 
cen al  orden  de  los  valores  personales. 

El  derecho  de  amar,  el  derecho  de  poseer,  el  derecho  de  producir,  de  dis- 
tribuir o de  transportar,  el  derecho  de  hablar  o de  imprimir  deben  ser  limi- 
tados de  tal  forma  que  puedan  dejar  a todos  los  derechos  equivalentes.  No 
puede  permitirse  que  se  posea  en  propiedad  privada  de  tal  forma  que  los 
demás,  o gran  número,  estén  privados  a priori  de  la  posibilidad  de  poseer,  y 
asi  consecutivamente. 

Un  derecho  que  no  tuviera  por  meta  y por  efectivo  resultado  el  acceso 
igual  de  todos  a la  satisfacción  de  sus  necesidades  históricas  sería  sólo  una  ca- 
ricatura de  derecho,  y en  este  caso,  un  derecho  puramente  formal,  y la  jus- 
ticia que  se  modelara  sobre  este  derecho,  sería  una  caricatura  de  justicia.  No 
habría  nación  posible  en  el  verdadero  sentido  de  la  palabra. 

b)  Para  que  la  justicia  sea  una  disposición  de  las  personas,  es  necesa- 
rio que  ella  emane  de  todos  los  miembros  de  la  comunidad.  La  justicia  no 
debe  ser  sólo  observada  y el  derecho  no  sólo  debe  ser  reconocido  por  todos; 
es  necesario  también  que  el  derecho  nazca  de  su  propia  conciencia  personal. 
Si  las  reglas  de  derecho  vienen  de  afuera,  aun  tendiendo  ellas  a establecer  una 
igualdad,  serán  siempre  reglas  recibidas,  esto  es,  sufridas.  Observándolas,  el  in- 
dividuo no  tendrá  el  sentimiento  de  someterse  él  mismo  por  respeto  a la  per- 
sonalidad ajena,  a las  reglas  de  la  igualdad.  Estas  reglas  no  serán  para  él  la 
expresión  de  su  voluntad  de  reconocer  y promover  la  personalidad  de  los  de- 
más. 

La  elaboración  del  derecho  corresponde,  pues,  al  coniunto  de  la  comuni- 
dad nacional  para  que  ésta  se  reconozca  en  él.  En  esa  forma  la  justicia  será  la 
expresión  de  relaciones  de  orden  personal  entre  los  hombres.  La  democracia 
política,  desde  el  momento  en  que  incluye  la  participación  de  todos  en  la  ela- 
boración de  las  leyes,  se  presenta,  pues,  como  una  exigencia  normal  de  toda 
vida  nacional. 

2.  La  jusficia  define  ante  todo  una  actitud  negativa  o de  abstención:  el 
respeto  de  la  personalidad  ajena  exige  una  disciplina  individual,  una  repre- 
sión relativa  de  la  personalidad  de  cada  uno.  Pero  la  comunidad  nacional  no 
sólo  está  h^rha  de  ausencia  de  luchas  o divisiones.  También  es  positiva. 

En  su  aspecto  positivo,  la  nación  es  la  sociedad  donde  se  organiza  la  co- 
laboración consciente,  racional  y deliberada,  la  colaboración  decidida,  y a tra- 
vés de  esta  colaboración  el  intercambio  de  las  almas,  de  las  intimidades  per- 
sonales. 

La  nación  no  sólo  es  el  medio  donde  los  hombres  van  a recibir  la  satis- 
facción de  nuevas  necesidades  humanas:  es  además,  y talvez  más  bien,  el  me- 
dio donde  van  a buscar,  a trabajar  para  satisfacerlas. 

Dentro  de  la  sociedad  de  dimensiones  reducidas  que  es  una  aldea,  un  feu- 
do, una  familia,  las  posibilidades  de  iniciativa  y de  expansión  de  la  persona- 
lidad son  muy  estrechas.  Los  objetivos  de  reflexión  y de  conquista  son  tam- 
bién muy  limitados.  La  nación  constituye,  ante  la  humanidad  entera,  que  aún 
es  sólo  un  terreno  reservado  a algunos  individuos,  a algunos  aventureros,  el 
medio  donde  pueden  desplegarse  las  capacidades  de  invención,  de  descubri- 


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mientos,  las  ideas  nuevas,  las  iniciativas  nuevas,  donde  las  ideas  nuevas  se  en- 
trechocan y enriquecen  en  sus  contactos.  El  hombre  tiene  en  ella  la  capaci- 
dad de  crear  instrumentos  de  trabajo  más  perfeccionados,  instituciones,  de  trans- 
formar la  materia  y el  espíritu.  Sobre  todo,  tiene  la  posibilidad  de  establecer- 
se en  un  movimiento  progresivo.  Las  sociedades  demasiado  pequeñas  no  son 
sociedades  que  se  renueven  incesantemente.  La  nación  es  el  lugar  de  una  evo- 
lución continua.  Cada  uno,  siguiendo  su  posibilidad,  tiene  el  poder  de  actuar 
sobre  millones  de  hombres.  El  alcance  es  infinitamente  más  grande.  Este  al- 
cance infinitamente  más  grande  de  la  acción  es  el  que  permite,  sobre  todo,  el 
florecimiento  de  la  personalidad. 

Las  cinco  necesidades  que  hemos  estudiado  serán,  más  que  necesidades  vi- 
tales individuales,  cinco  dominios  donde  la  iniciativa,  el  carácter  de  los  hom- 
bres podrán  prodigarse.  Proporcionan  una  materia  de  trabajo  donde  los  hom- 
bres modernos  encuentran  precisamente  el  obstáculo  que  vencer  y sobrepa- 
sar, el  objetivo  que  conquis'ar.  La  comunidad,  por  lo  demás,  proviene  no  sólo 
del  trabajo  de  cada  uno,  a la  escala  del  todo  sino  del  trabajo  conjugado,  ar- 
mónico, de  todos.  Este  trabajo  de  colaboración  da,  por  una  parte,  todo  su 
carácter  a la  personalidad  v,  por  otra,  instituve  la  nueva  comunidad. 

La  nación  es  la  sociedad  donde  todos  los  miembros  buscan  para  todos  una 
casa  donde  amar,  una  fábrica  donde  trabajar,  una  escuela  donde  aprender, 
un  hospital  para  curarse,  una  iglesia  donde  rezar.  La  nación  es  el  movimien- 
to de  conjunto,  la  conquista  dirigida,  armonizada,  unánime  de  estos  cinco  ob- 
jetivos. 

En  consecuencia,  podemos  ver  cómo  la  vida  nacional  es  incompatible  con 
la  separación  entre  verdaderas  clases  sociales.  Las  clases  sociales  donde  las  fun- 
ciones, las  responsabilidades  y la  dirección  se  transmiten  no  en  virtud  de  las 
capacidades  o de  las  vocaciones  individuales  sino  en  virtud  de  orígenes  fami- 
liares u otros,  son  un  fenómeno  de  sociedad  aristocrática.  Suponen  que  la  ini- 
ciativa y la  actividad  están  reservadas  a una  o varias  categorías  privilegiadas. 
En  lo  que  a las  otras  clases  se  refiere,  las  clases  bajas,  generalmente  las  más 
numerosas,  pueden  sólo  recibir,  trabajar,  prodigarse  y (fisfrutar,  sólo  en  la  me- 
dida que  sea  agradable  a las  capas  que  tienen  la  responsbilidd  de  definir.  El 
sistema  de  clases  sociales  establece,  entre  las  capas  de  ciudadanos,  relaciones 
de  padres  a hijos,  en  lugar  de  las  relaciones  de  iguales  y hermanos,  las  únicas 
que  convienen  a hombres  emancipados  que  han  alcanzado  la  edad  de  la  per- 
sona. 

Las  clases  sociales  podían  mantenerse  y,  aún  más,  legitimarse  en  los  tiem- 
pos en  que  tanto  los  bienes  como  las  capacidades  de  acción  eran  muy  estre- 
chamente limitados.  En  la  imposibilidad  de  dar  a todos  necesariamente  hay 
que  dar  sólo  a algunos,  y ya  que  lo  arbitrario  es  una  regla  necesaria,  más  vale 
que  esté  consagrado  por  la  costumbre  y la  tradición. 

Pero  desde  el  momento  en  que  irrumpen  nuevas  posibilidades  de  acción, 
reservarlas  sólo  a una  élite  constituye  un  obstáculo  al  desarrollo.  Por  otro 
lado,  desde  el  momento  en  que  irrumpe  la  posibilidad  de  una  sociedad  na- 
cional su  marcha  progresiva  es  un  fenómeno  irreprimible  y las  clases  sociales 
están  virtualmente  condenadas. 


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3.  ¿En  qué  forma  los  valores  nacionales  y el  impulso  nacional,  esta  con- 
figuración de  valores  y el  movimiento  coordinado  que  ahí  crecen,  se  transmi- 
ten en  un  país?  ¿Cómo  se  hace  la  iniciación  de  los  niños  en  la  nación?  No  ya 
por  la  simple  tradición  familiar  o del  terruño. 

En  las  sociedades  patriarcales,  los  objetivos,  el  estilo  de  vida,  los  valores  y 
los  actos  que  corresponden  a ellos  se  transmiten  por  mutación.  Los  niños  re- 
ciben de  sus  padres,  de  los  que  los  rodean,  de  todos  los  miembros  del  clan, 
cada  uno  según  su  función,  la  iniciación  en  los  gestos  tradicionales  y casi  ri- 
tuales de  la  vida.  No  se  hace  necesario  un  esfuerzo  coordinado.  No  existe,  pro- 
piamente hablando,  educación,  ya  que  las  nuevas  generaciones  se  integran  sin 
poder  ni  siquiera  esbozar  una  resistencia. 

La  emancipación  de  la  sociedad  patriarcal  afecta,  antes  que  nada,  a los 
jóvenes.  La  nación  se  gesta  en  el  momento  en  que  la  autoridad  tradicional 
de  los  antepasados  comienza  a debilitarse  y a ceder.  Los  jóvenes  son  los  pri- 
meros en  emanciparse.  Por  lo  mismo  corren  el  riesgo  de  ser  las  primeras  víc- 
timas de  los  desórdenes  que  se  siguen  a todos  los  cambios  demasiado  bruscos. 

En  las  sociedades  que  han  evolucionado  lentamente,  la  autoridad  fami- 
liar también  disminuyó  lentamente.  En  las  sociedades  que  cambian  bruscamen- 
te todo  el  edificio  de  la  formación  de  los  jóvenes  se  derrumba  de  un  golpe. 

¿Podremos  pensar  que  los  jóvenes  adquieran  por  ellos  mismos  y sin  es- 
fuerzos, especialmente  sin  la  intervención  de  los  adultos,  las  disposiciones  que 
hacen  la  nación?  ¿Podremos  pensar  que  ellos  solos  encontrarán  la  actitud  ade- 
cuada, que  infaliblemente  aprenderán  a amar,  a trabajar,  a cultivarse,  a cui- 
dar su  cuerpo  y,  especialmente,  a rezar?  De  ningún  modo.  La  experiencia  lo 
demuestra  suficientemente. 

En  realidad,  con  la  ruptura  de  los  lazos  familiares  comienza  la  tarea  de 
la  educación  propiamente  dicha.  Queremos  dar  a entender  con  esto  la  tarea 
de  formar  en  los  jóvenes,  de  un  modo  racional  y sistemático  y con  un  sentido 
de  responsabilidad,  las  disposiciones  necesarias  para  vivir  en  la  nación.  No 
sólo  será  necesario  enseñar,  sino  preparar  el  cuerpo  y desarrollar,  en  todas  las 
facultades  del  alma,  las  aptitudes  y las  tendencias  a los  valores  personales  y 
comunitarios.  La  pretendida  libertad  de  los  jóvenes  no  puede  llevar  sino  a 
la  anarquía  y a la  destrucción  de  toda  vida  nacional,  que  debe  ser  individual 
y social  a la  vez. 

No  sólo  hay  que  informar  a la  gente  joven:  hay  que  ejercitarlos  también 
en  las  virtudes  personales.  No  sólo  hay  que  decir  cuáles  son  sus  derechos  per- 
sonales y cuáles  son  sus  límites,  cuáles  son  sus  deberes  dentro  de  la  colectivi- 
dad nacional:  hay  que  ejercitarlos  para  que  usen  de  ellos  y sepan  hacerlos  va- 
ler. Es  decir,  el  estilo  de  vida  democrático  es  el  de  los  adultos,  de  ninguna 
manera  el  de  los  jóvenes,  y las  costumbres  de  los  adultos  no  deben,  de  nin- 
gún modo,  ser  las  de  los  jóvenes. 

No  son  ni  la  precocidad  del  amor,  ni  la  precocidad  del  trabajo,  ni  la 
precocidad  de  la  información  las  que  forman  a los  hombres  libres  y persona- 
les. Un  niño  no  aprende  a ser  buen  trabajador  en  un  oficio  y en  una  profe- 
sión trabajando  desde  los  doce  años.  Un  niño  no  aprenderá  la  unión  y la  in- 
timidad conyugal  jugando  al  amor  desde  los  catorce  años,  y no  se  formará  un 


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espíritu  crítico  leyendo  cualquier  cosa  a esa  misma  edad.  No  le  enseñaremos 
tampoco  a reconocer  lo  Absoluto  y a ordenar  a El  su  vida  dejándole  en  liber- 
tad de  elegir  su  religión,  es  decir,  no  dándole  ninguna. 

No  podemos  decir,  en  realidad,  que  en  su  estado  actual  las  naciones  hayan 
logrado  dar  la  educación  que  sería  necesaria  para  desarrollar  las  disposicio- 
nes necesarias.  Puede  ser  ése,  tal  vez,  su  más  grave  defecto.  Ya  que  la  autenti- 
cidad de  la  sociedad  nacional  al  nivel  de  las  personas  depende  de  la  fuerza 
de  carácter  de  cada  uno  de  sus  miembros  y,  por  lo  tanto,  de  la  educación.  Ahora 
bien:  en  materia  de  educación,  los  jóvenes  están  muy  abandonados  a sus  pro- 
pias fuerzas. 

Se  necesitarán,  posiblemente  siglos,  antes  que  las  nuevas  sociedades  lo- 
gren elaborar  sistemas  de  educación  probados  que  puedan  cumplir  la  función 
que  en  la  sociedad  antigua  realizaba  la  transmisión  tradicional.  Hasta  ese  mo- 
mento reinará  el  desorden. 

4.  La  comunidad  nacional  no  es,  como  la  imaginaban  los  románticos,  el 
advenimiento  de  la  fraternidad.  Todas  las  filosofías  políticas  románticas,  inclu- 
yendo la  de  Marx,  que  deriva  de  ellas  inmediatamente,  han  creído  en  una  re- 
volución completa  de  la  sociedad  humana,  o más  bien,  en  un  cambio  definitivo 
que  haría  franquear  a la  humanidad  el  umbral  de  la  fraternidad  perfecta.  Esta 
fraternidad  debía  estar  encarnada  en  la  nación.  Por  fraternidad  se  entendía,  ni 
más  ni  menos,  una  traducción  visible,  próxima,  realizable  sobre  la  tierra  y 
en  las  instituciones  históricas  de  la  caridad  cristiana,  la  caridad  del  Nuevo 
Testamento,  la  de  la  Iglesia  primitiva. 

La  nación  no  es  el  advenimiento  de  la  caridad.  No  puede,  ni  debe  pre- 
tender serlo.  Pero  no  es  indiferente  a la  caridad.  Es  una  mediación,  la  que 
conviene  en  nuestra  época. 

En  primer  lugar  tendremos  que  decir  que  la  justicia  y la  colaboración 
que  instituyen  la  comunidad  nacional  son  una  expresión  y un  nivel  del  amor. 
La  justicia  se  mantiene  sólo  porque  responde  a una  voluntad  de  amar  a los 
demás.  El  respeto  es  una  expresión  del  amor.  Sólo  por  efecto  del  amor  el  hom- 
bre consiente  en  limitarse. 

Este  amor  de  los  hombres  entre  ellos  es  superior  a la  solidaridad  que  exis- 
te en  la  sociedad  antigua.  La  solidaridad  es  apenas  conciente,  no  es  delibera- 
da, es  fatal.  Los  miembros  de  un  mismo  linaje,  de  una  misma  tierra,  de  una 
misma  aldea  están  unidos  entre  sí.  No  están  en  libertad  verdaderamente  de 
desinteresarse  los  unos  de  los  otros,  a menos  que  se  trate  de  locos,  anorma- 
les, desequilibrados.  Sólo  los  anormales  se  sustraen  a la  simpatía  de  la  aldea 
o del  clan. 

Por  el  contrario,  la  simpatía  que  une  a los  miembros  de  una  nación  no  es 
un  sentimiento  innato,  invencible,  sino  una  actitud  razonada.  Se  basa  en  un 
sentimiento  de  dignidad  personal  que  hace  reconocer  como  vergonzoso  no  otor- 
gar a las  otras  personas  la  misma  libertad  que  se  concede  a sí  mismo.  Se  basa 
también  en  la  estimación  del  hombre.  La  comunidad  nacional  reposa  sobre 
una  conciencia  de  la  dignidad  humana  como  tal  y una  voluntad  de  respetar 
al  hombre  como  tal. 


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No  existe,  entre  los  miembros  de  una  misma  nación,  simpatía  innata.  Lo 
que  los  hará  tolerarse  y colaborar,  aceptarse  tales  cuales  son  y apoyarse  en  sus 
proyectos  personales,  no  será  ni  la  piedad  ni  ninguna  pasión,  sino,  sencilla- 
mente, la  voluntad  de  respetar  lo  humano  y de  inclinar  sus  deseos  particula- 
res ante  la  dignidad  de  la  persona  humana. 

Se  dirá:  es  un  ideal  que  no  se  ve  en  ninguna  parte.  Esto  no  es  cierto.  La 
perfección  de  este  respeto  no  existe.  Pero  el  respeto  por  la  dignidad  huma- 
na, esa  forma  de  amor  del  hombre  por  el  hombre  existe.  Sin  ella,  sólo  exis- 
tirían comunidades  biológicas  o de  interés.  Ahora  bien:  la  nación  no  es  sim- 
plemente una  comunidad  de  intereses.  Cada  día  los  ciudadanos  renuncian  a 
una  parte  de  sus  intereses  por  la  comunidad,  aunque  traten,  en  parte,  de  sus- 
traerse a sus  obligaciones  de  ciudadanos.  Tal  cual  es,  por  insuficiente  que  sea, 
esta  estimación  del  hombre,  esta  voluntad  de  respeto  es  el  fundamento  que  per- 
mite la  existencia  de  las  naciones.  En  la  medida  en  que  ella  crece,  las  nacio- 
nes se  vuelven  grandes,  no  por  el  poder  sino  por  su  ser  y su  valor. 

El  sentido  de  la  comunidad  así  definido  es  distinto  a la  caridad  evangé- 
lica. La  caridad  evangélica  se  realiza  cuando  el  amor  del  prójimo  pasa  a ser  el 
primer  principio,  principal,  director  y,  así,  casi  único  de  la  acción.  Motivo 
por  el  cual  la  caridad  implica  siempre  la  disposición  para  el  sacrificio  de  sí 
mismo.  La  caridad  está  lista  a sacrificar  sus  intereses  personales  por  el  bien 
del  prójimo.  Actitudes  como  éstas  no  se  imponen.  Sólo  Dios  tiene  el  derecho 
a pedirla,  y no  existe  ninguna  otra  inspiración  sobre  la  tierra  que  pueda  re- 
comendarla sino  el  sacrificio  de  Jesucristo. 

El  sentido  de  comunidad  es  una  corrección,  una  moderación  pedida  a la 
voluntad  de  ser  por  la  cual  el  hombre  acepta  limitar  sus  aspiraciones  en  con- 
sideración de  las  del  prójimo.  No  es  el  sacrificio  sino  la  justicia.  No  es  la  re- 
nuncia a su  propio  bien,  sino  la  armonización  de  su  bien  con  el  de  los  otros  en 
una  colaboración.  La  nación  no  es  otra  cosa  y no  puede  pedir  otra  cosa. 

Los  románticos  han  soñado  con  una  fraternidad  que  sería  la  encarnación 
política  dei  amor  cristiano.  No  han  obtenido  sino  caricaturas.  Porque  este  amor 
no  se  impone,  no  se  universaliza.  Sale  de  Dios  y no  de  la  historia  humana. 
No  puede  establecerse  ninguna  nación  sobre  la  base  de  la  caridad  pura,  sino 
de  la  justicia  que  busca  la  igualdad. 

Nadie  tiene  derecho  a pedir  a otro  que  lo  ame  sin  reservas.  Luego  la  ca- 
ridad no  puede  ser  el  principio  de  una  institución  humana,  de  una  sociedad 
organizada  que  tendrá,  necesariamente,  que  agrupar  a todos  los  hombres  que 
se  encuentran  situados  en  una  cierta  área  geográfica.  Toda  tentativa  de  pedir 
la  devoción  por  la  caridad  conduce  a formas  de  esclavitud  y de  explotación, 
desde  el  momento  en  que  una  cierta  categoría  de  ciudadanos  se  cree  autori- 
zada a exigir  de  otras  categorías  este  absoluto  desinterés.  La  sociedad  se  di- 
vide en  dos  grupos:  los  que  se  sacrifican  y los  que  explotan  el  sacrificio  de  los 
primeros,  lo  cual  es  lo  contrario  de  la  nación. 

Sin  embargo,  la  comunidad  nacional  tiene  relación  con  la  caridad.  Cons- 
tituye, frente  a la  solidaridad  familiar  y tribal,  un  progreso  en  dos  sentidos, 
que,  por  lo  demás,  están  intrínsecamente  ligados.  Es  una  forma  de  amor  que 
se  dirige  al  hombre  como  tal  y no  al  hombre  como  miembro  de  una  misma 


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familia.  Está  dirigida  al  individuo  y no  al  lazo  que  lo  une  a sí  mismo.  Amar 
a un  miembro  de  su  mismo  linaje  es  amarse  siempre  a sí  mismo;  al  menos,  no 
es  salirse  de  sí  mismo.  El  amor  que  me  liga  a todos  los  ciudadanos  es  un  amor 
donde  no  existe  ninguna  imposición  física;  es  un  amor  dirigido  hacia  el  va- 
lor humano  y personal  del  prójimo. 

En  segundo  lugar,  la  comunidad  nacional  es  una  forma  más  universal  de 
amor.  La  solidaridad  del  clan  se  limita  estrechamente  a ciertos  sujetos.  En  la 
nación,  el  amor  se  dirige  a un  número  prácticamente  ilimitado  de  personas, 
que  sobrepasa  virtualmente  el  número  de  aquéllas  posibles  de  encontrar  en 
la  vida.  El  sentido  de  la  comunidad  nacional  es  una  capacidad  de  aceptación 
y de  simpatía  siempre  abierta  hacia  nuevos  individuos,  y por  lo  tanto,  por  sí 
misma,  se  abre  inmensamente  más  a lo  universal  que  las  cohesiones  natura- 
les de  sangre  o de  lugar. 

Por  este  doble  carácter  podemos  decir  que  la  comunidad  nacional  evolu- 
ciona en  un  sentido  que  converge  con  el  de  la  caridad  evangélica. 

Más  allá  de  una  simple  convergencia,  podemos  concebir  relaciones  más 
estrechas  entre  la  caridad  y el  sentido  comunitario  nacional,  bajo  su  doble 
forma  de  justicia  y de  colaboración.  Sin  querer  dar  un  sentido  unívoco  a la 
palabra  mediación  podremos  decir  que  la  comunidad  nacional  es  una  media- 
ción de  la  caridad  y una  mediación  necesaria  a la  época,  en  que  el  fenómeno 
nacional  se  impone  irreprimiblemente.  La  palabra  mediación  encubre,  sin 
embargo,  varias  relaciones  que  conviene  distinguir  exactamente  para  evitar 
caer  en  concepciones  de  dialéctica  de  la  historia  con  las  cuales  ni  el  dogma 
cristiano  ni  la  realidad  histórica  se  conforman. 

En  primer  lugar,  para  los  cristianos,  el  respeto  al  hombre  en  la  justicia  y 
el  derecho,  así  como  la  colaboración  con  la  obra  nacional,  se  inspirarán  en 
el  amor  al  prójimo.  Sin  una  fuerza  de  amor,  ya  lo  hemos  dicho,  no  hay  nada 
que  pueda  llevar  a los  hombres  al  sentido  de  la  justicia  y de  la  abnegación 
por  una  obra  común.  La  caridad  al  prójimo  será  fuente  de  energía,  fuente 
de  simpatía,  y una  orientación  de  la  nación  con  el  fin  de  salvaguardar  o de 
promover  la  unión  nacional. 

Por  lo  demás,  históricamente,  la  nación  nació  en  Occidente,  en  el  mun- 
do cristiano,  y si  ella  se  justifica  y comprende  sin  referencia  a la  doctrina  evan 
gélica,  uno  puede  preguntarse  si  habría  podido  aparecer  sin  el  impulso  del 
amor,  de  abnegación,  de  sacrificio  universal  que  sobrepasando  las  simples  so- 
lidaridades naturales,  el  cristianismo  introdujo  en  el  mundo.  No  podemos 
probarlo,  pues  la  historia  no  prueba  ninguna  necesidad,  pero  no  podemos  de- 
jar de  notar  la  coincidencia.  Del  cristianismo  ha  salido  la  fuerza  de  fraterni- 
dad necesaria  para  formar  las  primeras  naciones,  y podemos  pensar  que  la 
caridad  cristiana  sólo  es  capaz  de  mantenerlas  y hacerlas  prosperar. 

En  consecuencia,  por  un  lado,  la  caridad  constituye  la  nación;  pero,  por 
otro  lado,  la  nación  también  constituye,  en  cierta  forma,  la  caridad.  La  cari- 
dad necesita  actos  concretos  para  materializarse  y expresarse.  No  es  una  dispo- 
sición extraña  a las  relaciones  sociales  comunes  a todos  los  hombres.  Por  el 
contrario,  su  dominio  está  en  esas  relaciones  sociales.  Tiene,  pues  que  inser- 
tarse en  ellas.  La  caridad  no  tiene  otro  dominio  donde  ejercerse  fuera  de  las 


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relaciones  naturales  entre  los  hombres.  Les  da  otra  intimidad,  otra  finalidad 
y otra  fuente,  pero  no  las  suprime  ni  las  modifica  en  su  esencia. 

En  la  sociedad  patriarcal,  la  caridad  inspira  e impregna  las  relaciones  fa- 
miliares, las  relaciones  tradicionales  de  antepasado  a descendiente,  de  herma- 
no a hermano,  de  padre  a hijo,  de  consanguíneos  a consanguíneos.  La  cari- 
dad será  el  principio  de  amor  que  inspira,  provoca  y también  transfigura;  per- 
fecciona en  su  orden  propio  y,  al  mismo  tiempo,  transporta  a un  plano  de  des- 
tino sobrenatural  los  actos  de  solidaridad  humana.  El  cristiano  no  debía  ser 
menos  familiar,  menos  solidario,  sino  serlo  más  y mejor,  y la  caridad  que  lo 
inspiraba  daba,  a su  abnegación  hacia  el  clan,  además,  un  alcance  sobrena- 
tural de  amor  a Dios  y la  salvación  eterna. 

Así  la  Iglesia  transfiguró  la  vida  familiar,  el  linaje,  la  aldea.  Creó  una 
simbiosis  del  clan  y de  la  caridad  que,  históricamente,  fue  la  aldea  cristiana 
y la  familia  cristiana,  realizaciones  tal  vez  las  más  perfectas  de  una  civilización 
cristiana  hasta  el  presente,  perfectas  en  su  orden  y en  su  emplazamiento  his- 
tórico. 

De  la  misma  manera  la  Iglesia  santificó  las  instituciones  feudales,  la 
caridad  informó,  inspiró  la  caballería  en  su  orden  así  como  las  cartas  de  la 
vida  comunal. 

La  caridad  no  puede  subsistir  sin  encontrar,  en  el  tejido  de  la  materia 
humana,  es  decir,  en  la  historia,  actos  concretos  que  ella  guíe  y perfeccione. 

En  nuestra  época,  donde  el  movimiento  de  la  historia  introduce  nuevas 
relaciones  sociales  del  tipo  nacional  que  hemos  definido  anteriormente,  estas 
relaciones  deben  también  servir  de  materia  para  la  caridad.  En  primer  lugar, 
porque  la  caridad  no  puede  dejar  fuera  de  su  radio  de  acción  los  fenómenos 
sociales  más  importantes  de  nuestra  época. 

En  seguida,  porque  si  los  descuidara  ella  se  vería  relegada  a una  parte  cada 
vez  más  estrecha  de  la  vida  social.  No  sería  ya  sino  una  caridad  estrecha  y res- 
tringida, y no  dejaría  de  aparecer  como  tal  ante  los  ojos  del  mundo. 

Sin  duda,  la  más  perfecta  de  las  caridades  puede  ser  ejercida  individual- 
mente fuera  de  toda  ingerencia,  de  toda  relación  con  la  vida  nacional.  Esto  es, 
individualmente,  posible;  pero  no  para  todos  los  cristianos  como  conjunto.  Es- 
tos, como  colectividad,  no  pueden  descuidar,  sin  traicionar  la  caridad,  las  exi- 
gencias históricas  del  momento. 

Es  necesario  que  el  amor  al  prójimo  sea  la  fuente  de  reivindicaciones 
de  justicia  y del  espíritu  de  colaboración  y de  desarrollo  de  la  nación.  De  otra 
manera  el  amor  al  prójimo  será  más  teórico,  más  imaginario  que  real.  La  fuer- 
za de  los  cristianos  necesita  insertarse  en  el  mundo  real  para  ser  aplicada.  En 
la  época  nacional  debe  ser  el  principio  de  vida  nacional.  Anteriormente  no  de- 
bía serlo;  actualmente  sí:  acompaña  el  desarrollo  de  las  condiciones  de  la  so- 
ciedad humana. 

En  nuestros  días,  con  frecuencia,  la  falta  de  adaptación  de  la  caridad 
cristiana  ha  traicionado  la  causa  de  la  Iglesia  y de  Cristo.  El  sentido  familiar, 
la  solidaridad,  la  ayuda  entre  familiares  o entre  la  aldea  eran,  en  otros  tiem- 
pos, la  primera  forma  de  la  caridad.  Los  cristianos  sobresalieron  en  ella.  La  li- 
mosna, la  ayuda  fraternal,  la  protección  fueron  formas  de  caridad  adaptadas 


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a la  vida  feudal,  aristocrática.  Estas  formas  han  sido  ampliamente  sobrepasa- 
das. Si  la  caridad  se  estanca  en  ellas  será  muy  estrecha.  Ella  tiene  que  encon- 
trar hoy  día  otras  salidas  que  estén  al  nivel  de  la  nación.  Debe  ser  el  princi- 
pio del  derecho  y la  justicia;  debe  ser  voluntad  de  igualdad  y de  promoción, 
voluntad  de  responder  a las  cinco  necesidades  fundamentales,  voluntad  de  li- 
berar a todos  los  hombres  de  las  sujeciones  de  la  naturaleza  y de  las  sociedades 
en  decadencia. 

Esto  no  agota  la  caridad,  pues  la  nación  no  agota  las  relaciones  huma- 
nas. Sin  embargo,  es  necesario  que  la  caridad  pase  por  ella  para  mostrar  su 
verdadero  rostro. 

5.  La  nación  no  reemplazará  al  reino  de  Dios.  No  será  el  lugar  de  la 
fraternidad  perfecta  ni  antes  ni  después  de  la  revolución.  Este  fue  el  sueño, 
en  el  transcurso  de  los  últimos  siglos,  de  todos  los  utopistas  y reformadores  so- 
ciales: buscar  la  fórmula  de  revolución,  las  nuevas  instituciones  que  podrían 
cambiar  al  hombre  y establecer  la  comunidad  ideal.  Pero  las  reformas  y las 
nuevas  instituciones  no  cambian  al  hombre  en  su  totalidad,  de  punta  a cabo. 

Por  lo  demás,  después  de  veinte  siglos  de  historia,  la  Iglesia  cristiana 
ha  desilusionado  a muchos  hombres  que  esperaban  de  Ella,  cándidamente,  sin 
comprender  el  mensaje  de  los  Evangelios,  el  establecimiento  del  reino  de  Dios 
sobre  la  tierra.  Han  concebido  la  idea  de  un  más  allá  de  la  Iglesia,  de  una  co- 
munidad inspirada  en  temas  e impulsos  cristianos,  pero  más  perfecta  que  la 
Iglesia  cristiana,  tal  como  ella  existe,  ha  existido  y existirá  probablemente 
en  la  historia.  ¡Cuántos  nacionalistas  entusiastas  han  creído  que  su  nación  rea- 
lizaría el  ideal  de  Iglesia! 

Desde  luego,  no  existe  nada  de  eso.  La  nación  no  realiza  la  comunidad 
universal.  Por  su  misma  naturaleza,  no  une  entre  ellos  a todos  los  hombres  en 
una  sociedad  universal.  La  nación  es  siempre  una  nación  entre  otras.  Ella 
tiende,  sin  duda,  a los  valores  universales,  y entrega  a todos  los  ciudadanos 
una  abertura  hacia  todo  el  mundo.  Pero  las  naciones  son  múltiples,  son  riva- 
les, entran  en  competencia.  Necesitan  compromisos  y acuerdos  en  los  que  cada 
cual  reconozca  sus  insuficiencias  y límites. 

Sin  duda  todas  las  naciones  se  imaginan  y atribuyen  una  misión  uni- 
versal; se  atribuyen  un  mensaje  universal  para  entregar  al  mundo  una  voca 
ción,  una  función.  Se  creen  salvadoras  del  género  humano.  Pero  son  muchas 
las  que  quieren  salvarlo,  y esta  multiplicidad  denuncia  su  insuficiencia. 

De  la  contradicción  entre  el  sentido  y la  misión  universal  de  la  nación 
y sus  límites  geográficos  han  nacido  las  iglesias  llamadas  nacionales,  fenóme- 
no tan  extendido  en  la  época  moderna  (iglesias  ortodoxas  autocéfalas,  protes- 
tantes nacionales  o de  estados,  tendencias  hacia  las  iglesias  nacionales  en  Fran- 
cia, España,  etc.) , y tan  significativo.  La  Iglesia  es,  necesariamente,  universal, 
y ¿cómo  no  darse  cuenta  de  que  lo  nacional  no  puede  jamás  ser  tan  universal 
como  sería  necesario,  para  que  fuese  tan  amplia  como  debe  ser  la  Iglesia? 

En  segundo  lugar,  la  nación  no  puede  ser  la  comunidad  de  salvación 
total.  No  puede  transmitir  a los  hombres  su  entera  y completa  salvación,  dar 
la  última  perfección  a su  existencia.  Está  limitada  a las  cinco  necesidades  his- 


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tóricas  de  los  tiempos  presentes.  No  puede  pedírsele  más,  no  puede  pedírsele 
todo;  no  se  le  puede,  especialmente,  pedir  el  cielo  sobre  la  tierra. 

Se  puede  y se  debe,  efectivamente,  pensar  que  Dios  pone  en  la  historia 
las  fuerzas  y las  energías  humanas  necesarias  para  responder  a las  necesidades 
que  se  manifiestan  en  el  transcurso  de  la  evolución.  Cuando  necesidades  his- 
tóricas se  manifiestan  como  un  movimiento  unánime  de  toda  la  humanidad, 
debemos  creer  que  Dios  no  abandona  su  creación,  aun  después  del  pecado  ori- 
ginal, y que  los  hombres  deben  poseer  los  resortes  necesarios  para  resolver  la 
situación  en  que  están  colocados.  Es  decir,  concretamente,  podemos  contar  con 
la  presencia  latente,  en  los  hombres  de  hoy  día,  de  las  fuerzas  y las  buenas  vo- 
luntades necesarias  para  establecer  la  justicia,  el  derecho  y la  colaboración  en 
el  plano  nacional.  Cuando  la  nación  se  hace  inevitable  y necesaria,  significa 
que  los  hombres  tienen  en  sí  las  energías  necesarias  para  crearla  y ordenarla. 
Hay,  pues  suficientemente,  justicia  y voluntad  de  trabajo  común  para  hacer 
naciones.  Esto  no  significa  que  ellas  se  hagan  sin  esfuerzo,  o inevitablemente 
como  ellas  son  ahora.  Sino  que  pueden  hacerse  con  la  condición  de  reunir 
todas  las  energías  latentes  en  los  pueblos. 

Pero  la  humanidad  no  comprende  más.  No  posee  en  sí  misma,  y la  his. 
toria  no  se  la  proporciona,  la  caridad  de  los  santos,  el  desinterés  de  los  santos, 
aquellas  disposiciones  que  nacen  según  los  planes  divinos  en  la  sociedad  so- 
brenatural de  la  Iglesia.  No  puede  esperarse  de  ninguna  revoloción  ni  refor- 
ma histórica,  la  santidad  universal,  la  abnegación,  el  sacrificio,  el  desinterés 
que  se  les  pide  y se  les  da  a los  cristianos  en  la  Iglesia,  en  la  medida  en  que 
por  el  pecado  no  los  rechazan. 

Tales  como  ellas  son,  las  virtudes  nacionales  o la  comunidad  nacional 
que  ellas  forman  no  son  indiferentes  a la  Iglesia.  La  Iglesia  no  se  establece 
sobre  la  nada  o sobre  un  polvo  de  individuos,  sino  sobre  las  comunidades  exis- 
tentes. La  Iglesia  reúne,  junta,  aglutina  todo  en  todas  las  comunidades.  La 
Iglesia  no  debe  ni  puede  ignorar  a las  naciones,  así  como  no  pudo  ignorar  la 
sociedad  feudal  y las  otras  formas  sociales  del  pasado.  Ella  las  inspira,  las  re- 
forma, las  sostiene;  se  forma  en  ellas,  por  ellas,  a partir  de  ellas.  Es  la  materia 
donde  se  forma  el  sentimiento  y la  unión  de  la  comunidad. 

Sin  la  justicia  nadie  puede  pretender  ejercer  la  caridad.  Sin  la  colabora- 
ción en  el  interior  de  la  nación,  nadie  puede  pretender  que  practica  la  cari- 
dad. Nadie  puede  tampoco  formar  la  Iglesia  alejándose  de  las  naciones.  La 
Iglesia  debe  establecerse  en  cada  nación,  informar  toda  la  nación  y trascen- 
derla después  de  haberla  llenado.  La  Iglesia  sería  infinitamente  frágil,  tendría 
poca  repercusión,  irradiaría  muy  poco  si  no  lograra  extenderse  sobre  el  plano 
de  las  naciones.  La  Iglesia  no  puede  ser  la  suma  de  individuos  no  integrados  en 
las  naciones,  la  suma  de  ghettos  repartidos  por  el  mundo.  No  habrá  comunidad 
verdadera  en  la  Iglesia,  en  la  hora  actual,  sino  entre  cristianos  que  cumplen 
con  su  papel  de  ciudadanos.  La  Iglesia  debe  unir  hombres  que  lo  sean  en  ple- 
nitud, hombres  enteros,  desarrollados  en  todas  sus  dimensiones;  debe  en  esta 
forma  reunir  y salvar  así  las  comunidades  nacionales,  por  ellas  y en  ellas,  y no 
salvar  sólo  individuos  desintegrados.  Sin  lo  cual  le  será  imposible  evangelizar 


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o sólo  alcanzar  la  humanidad  verdadera,  la  cual  se  constituyó,  decididamente, 
en  naciones. 

6.  Las  naciones  son  múltiples.  Han  nacido,  simultánea  o sucesivamen 
te,  múltiples  en  múltiples  puntos  del  globo  terrestre.  Aunque  dirigidas  a los 
valores  personales  y universales,  ellas  realizan  estos  valores  en  la  escala  de  va- 
rios millones  de  hombres.  Cuando  las  naciones  se  han  formado,  cuando  nació 
la  idea  de  la  nación,  las  posibilidades  de  contacto  entre  los  hombres  situados 
a grandes  distancias  eran  tan  débiles  que  era  imposible  soñar  en  comunidades 
más  vastas.  Las  naciones  se  han  hecho  a la  escala  de  las  comunicaciones  fre- 
cuentes y numerosas  posibles  entre  el  siglo  XIII  y el  siglo  XIX.  Tal  como  son 
reúnen  hombres  en  cantidad  suficiente  para  responder  a las  necesidades  que 
las  han  suscitado  y que  las  justifican.  Las  naciones  no  son  entidades  necesarias, 
son  creaciones  históricas.  Un  día  podrán  ser  sobrepasadas  en  sociedades  ya  sea 
continentales,  ya  sea  aun  más  universales.  Pero  todavía  no  hemos  llegado  allí, 
excepto,  sin  duda,  en  Europa  occidental,  donde  un  más  allá  de  la  nación  em- 
pieza a ser  un  objeto  histórico  pensable  y previsible.  En  cualquier  otro  lugar 
es  todavía  una  pura  utopía. 

Las  naciones,  pues,  son  múltiples.  Aún  más:  son  rivales.  Muchas  vece' 
han  estado  en  guerra.  Y la  historia  nos  muestra  cómo  la  rivalidad,  la  compe- 
tencia, la  misma  guerra  han  sido  factores  importantes  en  la  formación  de  las 
naciones.  Las  guerras  y las  rivalidades  fueron  instrumentos  de  lazos,  de  unio- 
nes internas  entre  los  ciudadanos.  Han  desarrollado  y exasperado  el  senti- 
miento nacional.  Las  guerras  han  sido  los  más  rápidos  aceleradores  de  la  con- 
ciencia nacional  y de  la  voluntad  nacional.  ¿Habrá  sido  esto  un  bien? 

Algunos  han  llegado  hasta  a afirmar  que  lo  que  constituye  una  nación 
es  su  oposición  a todas  las  demás.  Las  naciones  se  formarían  reivindicando  con- 
tra las  demás.  Enfrentándose  a las  otras  encontrarían  su  esencia  y su  finalidad. 

Podríamos  llegar,  de  esta  manera,  a establecer  una  tesis:  estando  la  na- 
ción perpetuamente  amenazada  por  las  otras,  su  más  noble  tarea  y su  sentido 
más  propio  sería  conquistar  y mantener  su  independencia  en  contra  de  las 
otras. 

La  nación  sería  una  conquista,  y una  conquista  sobre  las  otras.  Esta  fue 
la  teoría  facista  o nazista.  Es  también  la  tesis  del  nacionalismo  comunista. 
Haciendo  del  imperialismo  el  único  enemigo  de  las  nuevas  naciones,  la  propa 
ganda  comunista  asimila  el  movimiento  de  desarrollo  nacional  a una  guerra 
de  independencia.  Todo  se  presenta  como  si  el  único  obstáculo,  para  la  existen- 
cia nacional,  fuera  el  imperialismo  norteamericano  o europeo.  En  este  caso, 
la  lucha  por  la  formación  nacional  debe  ser,  esencial  y únicamente,  una  lu- 
cha contra  el  extranjero.  La  nación  encontraría  su  ser  en  su  independencia 
frente  al  extranjero. 

Se  piensa  que  si  las  naciones  son  nuevas,  si  han  sido  lentas  en  manifes- 
tarse, la  causa  ha  sido  la  opresión  exterior.  Se  terminará  por  imaginar  que  los 
países  africanos  y asiáticos  habrían  formado  naciones  mucho  antes  sin  la  opre- 
sión de  las  naciones  extranjeras.  Estas  fueron  su  principal  obstáculo.  Luego  la 
guerra  de  emancipación  es  el  proceso  esencial  de  la  formación  nacional. 

Esto  es  reducir  la  historia  a procesos  mitológicos.  Sin  la  impregnación 


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de  las  ideas  occidentales  no  habría  sido  posible  ninguna  nación  en  ningún  con 
tinente.  El  obstáculo  esencial  es  la  naturaleza  y la  sociedad  primitiva.  La  opre 
sión  esencial,  la  más  difícil  de  superar,  es  la  ejercida  por  la  naturaleza  y los 
lazos  sociales  tradicionales.  Esta  es  la  forma  de  liberación  que  cuesta  obtener. 
La  liberación  frente  a las  dominaciones  extranjeras  es  fácil  al  lado  de  este  pe- 
noso trabajo.  Por  este  motivo,  la  emancipación  colonial  por  sí  sola  no  resuel- 
ve nada.  Deja  a los  países  con  sus  antiguas  estructuras,  a veces  más  desnacio- 
nalizados que  antes,  o condenados,  a veces,  a su  completa  desnacionalización 
por  una  insuperable  incapacidad  de  responder  a las  cinco  necesidades  histó- 
ricas de  los  tiempos  nacionales. 

Sin  duda  es  indispensable  la  independencia  política,  económica,  cultu- 
ral. Va  en  el  sentido  de  la  historia  actual.  Bastará,  para  obtenerla,  un  papiro- 
tazo. No  será  un  trabajo  difícil;  bastará  que  los  pueblos  y sus  dirigentes  lo  de- 
seen. No  sucede  lo  mismo  con  el  trabajo  de  edificar  nuevas  estructuras  familia- 
res, económicas,  culturales,  etc.  El  enemigo  no  es  tanto  el  extranjero  como  el 
vacío,  la  ausencia,  la  nada  y la  inercia.  Una  nación  se  conquista  luchando  con- 
tra la  inercia,  la  rutina,  la  servidumbre  de  las  tradiciones  más  que  luchando 
contra  naciones  vecinas.  De  otra  manera,  la  independencia  sólo  recubre  el  va- 
cío, no  recubre  una  nación.  Cuando  les  ciudadanos  han  sido  conquistados  por 
las  ideas  e ideales  nacionales,  cuando  han  sido  conquistados  por  esas  cinco  ne- 
cesidades que  hemos  enumerado,  y cuando  forman  entre  ellos  lazos  de  frater- 
nidad, de  igualdad,  ninguna  presión  exterior  es  capaz  de  resistir  su  voluntad 
nacional.  Terminará  por  ceder  a menos  que  no  logre  exterminar  completamen- 
te las  élites  nacionales,  cosa  que  ya  se  ha  visto. 

Las  naciones  tienen,  en  primer  lugar,  que  formarse  ellas  mismas,  con- 
quistarse ellas  mismas.  Esta  historia  las  constituye  mucho  más  que  las  guerras 
exteriores. 

Cuando  la  guerra  de  independencia  se  convierte  en  la  preocupación 
primera—  léase,  en  la  obsesión—  de  un  pueblo,  ya  no  se  trata  de  formar  una 
nación  sino  una  potencia.  La  nación  puede  así  ser  desviada  para  transformar- 
se en  una  potencia,  y todos  sus  recursos  pueden  ser  dirigidos  a la  formación 
de  un  aparato  de  poder  económico,  militar,  cultural.  Todo  se  centra  en  el 
ejército;  la  economía  se  transforma  en  una  economía  armamentista;  la  fami- 
lia en  una  escuela  de  soldados;  la  escuela  en  un  hogar  de  propaganda,  y tam 
bién  la  Iglesia;  la  libertad  y la  igualdad  son  substituidas  por  la  disciplina  y la 
obediencia  militar.  Es  la  nación  en  armas;  pero  es  una  caricatura  de  nación 
Esta  no  tiene  nada  de  cristiana,  no  tiene  ninguna  relación  posible  con  el  cris- 
tianismo, y los  cristianos  deben  denunciarla.  Ninguna  nación  se  justifica  ni 
tiene  el  derecho  de  existir  si  su  existencia  consiste  en  un  ejército,  en  un  apa- 
rato de  defensa.  Cuando  se  lanza  completamente  en  un  esfuerzo  guerrero,  en 
una  voluntad  exasperada  de  oponerse,  pierde  sus  fundamentos,  su  sentido,  se 
borra,  ya  no  se  justifica.  Ese  apara  o militar,  que  pretende  defenderla,  pierde 
todo  su  objetivo.  Una  nación  que  no  cumple  con  sus  metas,  con  su  sentido, 
pierde  el  derecho  a defenderse  y a reivindicar  su  existencia.  Los  pueblos  pue- 
den encontrar,  en  otros  marcos,  nuevas  posibilidades  de  emanciparse  autén- 
ticamente. 


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Sin  embargo  las  naciones  necesitan  vivir  en  relación  de  igualdad  con 
las  otras  naciones.  Los  intercambios  necesarios  deben  hacerse  sobre  un  plano 
de  igualdad.  Ya  que  los  intercambios  son  necesarios  —y  cada  vez  más—  en  nues- 
tra hora  actual,  deben  hacerse  de  manera  que  igualen  las  oportunidades  y no 
con  la  sistemática  ventaja  de  una  de  las  partes.  En  el  concierto  de  las  naciones, 
cada  cual  tiene  el  derecho  y el  deber  de  hacer  oir  su  voz  y de  reivindicar,  por 
todos  los  medios,  la  igualdad  del  trato  y el  mismo  acceso  a los  valores  univer- 
sales. No  resulta  de  esto,  necesariamente,  una  política  de  potencia.  Esto  ya  nos 
lleva  al  tema  del  párrafo  siguiente. 


III.  NACION  Y ESTADO 

1 . Sin  el  estado,  la  nación  tendría  una  consistencia  muy  vaga.  El  estado 
es  el  que  da  a la  nación  sus  contornos.  El  estado  le  precisa  sus  fines  y sus  me- 
dios, organiza  su  movimiento.  Por  el  estado  los  ciudadanos  se  integran  en  una 
nación.  El  sentido  nacional  incluye,  pues,  el  sentido  del  estado. 

Parece  que  las  circunstancias  en  las  cuales  el  cristianismo  se  desarrolló 
en  Occidente  no  favorecieron  muy  tempranamente  la  formación  de  ese  sen- 
tido del  estado  entre  los  cristianos. 

Efectivamente.  Para  hombres  que  viven  ya  en  una  sociedad  universal, 
parece  que  la  nación  constituye  más  bien  una  restricción,  una  marcha  hacia 
atrás.  ¿Cómo  no  esperar  que  la  Iglesia  promueva  y realice  los  bienes  que  los 
hombres  modernos  esperan  de  la  nación?  Una  casa  para  amar,  una  fábrica  para 
trabajar,  una  escuela  para  aprender,  un  hospital  para  curarse,  una  iglesia  don- 
de rezar.  ¿Es  necesario  una  nación  para  procurarse  todo  esto?  ¿No  podría  la 
Iglesia  conseguirlo?  Los  cristianos,  reunidos  entre  sí,  e inspirados  como  están 
en  un  amor  mutuo,  ardiente  y sin  límites  de  personas  o de  fronteras  natura- 
les, ¿no  van  a buscar  juntos  todos  estos  bienes?  ¿Es  necesaria  la  exigencia  del 
estado?  ¿La  caridad  sobrenatural  no  será  una  fuerza  suficiente  para  propor- 
cionar estos  bienes  a todos,  ya  que  ella  les  da  bienes  tan  superiores  como  la 
fe,  la  salvación  eterna?  ¿El  que  puede  lo  más  no  puede  también  lo  menos? 

El  conjunto  de  las  instituciones  de  orden  temporal  —que  tienen  por  fin 
las  necesidades  anteriormente  citadas  y otras  que  están  emparentadas  con  ellas 
y que  fueron  creadas  por  la  acción  de  la  Iglesia  o de  los  cristianos—  forma  la 
cristiandad.  La  cristiandad  ha  existido  junto  con  los  estados.  Ya  en  el  Imperio 
Romano  los  cristianos  formaron  una  cristiandad.  Con  la  conversión  del  Im 
perio,  la  Iglesia  intentó  incluir  el  propio  poder  imperial  en  la  cristiandad  y 
hacer  de  él  el  auxiliar  de  la  Iglesia,  comisionado  para  esas  funciones  tempo- 
rales. 

Largo  tiempo  se  ha  vivido  sobre  un  equívoco  creado  por  esta  situación. 
Al  menos  hasta  el  siglo  XII  el  ideal  imperial  de  los  romanos  sobrevivió  a tra- 
vés de  diferentes  acaeceres.  El  Imperio  corresponde  a una  etapa  prenacional 
de  la  sociedad,  la  de  una  aristocracia  guerrera.  Es  un  estado  puro,  estado  sin 
nación,  pero  felizmente  también  antaño  sin  grandes  poderes,  de  manera  que  no 
tenía  los  medios  materiales  para  ser  totalitario  y dictatorial,  salvo  en  ciertos 


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dominios  y en  ciertos  momentos,  por  ejemplo,  en  las  represiones  militares.  Por 
otra  parte,  el  Imperio  antiguo  tenía  un  sentido  religioso.  Intentaba  poner  a 
la  Iglesia  al  servicio  de  su  poder.  Por  su  parte  la  Iglesia,  viendo  a su  lado  un 
poder  igualmente  universal,  encontraba  en  el  Imperio  un  auxiliar  útil  a la 
cristiandad.  Se  establecieron  compromisos  que  hicieron  creer  al  Imperio  que 
éste  se  servía  de  la  Iglesia,  y a la  Iglesia  que  ella  se  servía  del  Imperio.  Fue  el 
desarrollo  del  sentimiento  y de  las  aspiraciones  nacionales  el  que  vino  no  a 
desanudar  sino  a suprimir  el  equívoco  suplantando,  a la  vez,  la  cristiandad  y 
el  Imperio. 

La  cristiandad,  sin  embargo,  ha  sobrevivido:  aún  más,  ha  aumentado  en 
múltiples  instituciones,  pero  no  ha  podido  llenar  el  marco  de  una  nación.  La 
cristiandad,  hasta  cierto  punto,  especialmente  en  los  países  católicos,  ha  que- 
dado fuera  de  las  naciones,  habiéndose  formado  éstas,  desde  entonces,  y casi 
todas,  en  un  ambiente  anticlerical. 

Vivimos,  todavía,  con  demasiadas  esperanzas  de  ver  a la  cristiandad  re- 
solver, y a los  cristianos  resolver  entre  ellos,  todos  los  problemas  de  la  familia, 
del  empleo,  de  la  salud,  de  la  enseñanza.  Pero  esto  no  es  posible.  Se  admitirá 
un  estado,  pero  tratando  de  ponerlo  al  servicio  no,  indudablemente,  de  la  Igle- 
sia, pero  sí  de  una  cristiandad. 

Ahora  bien:  la  cristiandad  sin  pasar  por  la  mediación  de  la  nación  no 
está  en  estado  de  resolver  todos  los  problemas  y las  necesidades  de  la  sociedad 
moderna.  Las  fuerzas  sobrenaturales,  la  caridad,  no  son  capaces  sin  pasar  por  la 
mediación  de  la  nación,  y de  sus  fuerzas  históricas,  de  resolver  los  problemas 
políticos,  familiares,  económicos,  culturales,  conforme  a las  aspiraciones  mo- 
dernas. La  caridad  sola,  sin  la  mediación  de  las  fuerzas  históricas,  no  es  bas- 
tante poderosa  para  organizar  el  empleo,  el  trabajo  y la  igualdad  de  las  con- 
diciones económicas,  para  reconstituir  la  familia  sobre  bases  nuevas,  para  pro- 
porcionar a todos  la  cultura,  para  repartir  todos  los  cuidados  posibles  entre  to- 
dos los  ciudadanos.  No  hay  ya  cristiandad  posible  sin  mediar  las  naciones. 

El  que  dispone  de  las  fuerzas  históricas  de  la  nación  es  el  estado.  Sin 
el  instrumento  del  estado,  la  nación  es  ineficaz.  La  nación  actúa  por  el  estado; 
sin  el  estado,  la  cristiandad  será  ineficiente  en  las  circunstancias  de  la  vida 
moderna. . 

2.  Existe  para  ello  una  doble  razón:  la  primera  razón  es  la  pluralidad 
inevitable  de  las  naciones.  Desde  el  momento  en  que  en  ellas  hay  cristianos, 
hay  pluralidad  de  concepciones  de  vida.  Estando  la  nación  abierta  al  univer- 
so, y siendo  tolerante,  una  nación  unánimemente  católica  es  una  contradicción, 
una  imposibilidad  histórica.  La  nación  contiene  en  sí  misma  la  libertad  reli- 
giosa; la  libertad  engendra  ineludiblemente  la  pluralidad. 

En  adelante,  por  lo  tanto,  y por  un  tiempo  histórico  que  no  podemos 
soñar  en  determinar,  los  cristianos  están  condenados  a vivir  con  los  no-cristia- 
nos y a colaborar  con  ellos.  Los  factores  propiamente  cristianos  no  serán,  pues, 
los  únicos  en  estar  en  juego.  La  nación  será  el  lugar  de  compromiso  y de  acuer- 
do entre  cristianos  y no-cristianos,  sobre  las  bases  comunes:  las  cinco  necesi 
dades  históricas  fundamentales. 


84 


Esta  condición  no  es  anticristiana.  El  reino  de  Dios  no  se  concluye  en  la 
tierra.  Los  hombres  están  en  tránsito.  Dentro  de  esta  condición  no  todos  han 
hecho  todavía  su  elección.  No  podemos  obligar  a nuestros  hermanos  a ser 
cristianos  hoy,  o a condenarlos  hoy,  sino  que  debemos  más  bien  respetar  los 
plazos  divinos.  Dios  les  da  y nos  da  a todos  un  plazo.  La  historia  es  el  tiempo 
de  este  plazo.  La  nación  es  la  sociedad  de  los  hombres  en  tránsito.  No  se  or- 
ganiza sobre  la  base  del  reino  de  Dios  sino  sobre  las  condiciones  indispensables 
a la  vida  actual,  inmediata.  La  nación  apunta  a lo  inmediato,  a la  sobreviven- 
cia en  este  tiempo.  Acomoda  el  tiempo  de  sobrevivencia.  Es  una  tarea  común  a 
todos,  y donde  cada  uno  interviene  con  las  energías  históricas  o transhistóricas 
de  que  dispone. 

La  segunda  razón  se  desprende  también  de  nuestra  condición  de  pere- 
grinos: es  el  pecado.  El  pecado  está  condenado  y vencido  radicalmente,  pero 
no  está  expulsado  aún.  Vive  el  tiempo  de  su  expulsión  progresiva.  Pero  esta 
expulsión  tarda.  Nuestro  tiempo  actual  es  el  tiempo  de  este  re'ardo. 

Durante  todo  el  tiempo  del  retardo,  la  caridad  no  basta  para  moderar 
las  relaciones  humanas.  El  amor  es  demasiado  débil.  Es  necesaria  la  sujeción 
y la  sujeción  violenta.  La  violencia  es  la  pena  del  pecado.  No  podemos  escapar- 
nos de  ella.  De  ningún  modo  Cristo  prometió  que  el  amor  suplantaría  definiti- 
vamente la  violencia  terrenal.  Deja  en  su  lugar  los  poderes,  es  decir,  los  ór- 
ganos de  la  violencia. 

En  una  sociedad  patriarcal,  la  violencia  pertenece  a los  ancianos.  En 
una  aristocrática,  pertenece  a la  nobleza,  a los  príncipes  y al  rey.  En  un  im- 
perio, al  emperador.  En  una  nación  la  violencia  está  reservada  al  estado.  Es  su 
signo  distintivo,  su  atributo  esencial.  El  estado  está  dotado  del  poder  de  obli- 
gar violentamente  para  mantener  la  nación,  el  derecho,  la  justicia,  y promover 
la  colaboración.  Suple  la  ausencia  del  amor. 

Sin  duda,  la  nación  no  es  obligación  pura.  La  obligación  no  puede 
ejercerse,  por  último,  más  que  en  un  sentido  deseado,  anhelado,  pedido  por  la 
nación  en  su  conjunto.  Pero  en  todo  caso,  sin  la  obligación,  esta  esperanza  no 
llegaría  a realizarse. 

Es  vano  y fútil  pensar  que  un  nuevo  orden  sexual  podrá  establecerse 
sólo  por  la  buena  voluntad  de  los  individuos;  que  se  establecerán  relaciones 
de  trabajo,  dentro  de  la  armonía  y de  la  justicia,  por  el  solo  efecto  de  la  be- 
nevolencia de  los  fuertes  hacia  los  débiles;  que  la  cultura  surgirá  espontánea- 
mente de  la  holgazanería  y vulgaridad  de  las  masas;  que  la  religión  se  resta- 
blecerá por  las  solas  fuerzas  espirituales;  que  los  vicios,  las  enfermedades,  las 
formas  de  corrupción  se  eliminarán  en  virtud  de  la  buena  voluntad  de  los  in- 
dividuos. La  presión  tendrá  siempre  que  ayudar  a la  buena  voluntad.  El  es- 
tado tiene  el  poder  y la  presión  para  mantener  a los  individuos  dentro  de  los 
valores  que  corresponden  a sus  necesidades  históricas,  valores  que  los  perso- 
nalizan y los  individualizan. 

Las  tendencias  modernas  no  van  a dirigirse  a su  meta  integral  y normal 
por  sí  mismas.  Serán  siempre  desviadas  por  el  hecho  del  pecado.  No  puede 
contarse  con  las  solas  fuerzas  espirituales  para  rectificarlas.  Este  es  el  papel 


85 


del  estado.  Sin  él,  ni  la  cristiandad,  ni  la  Iglesia  pueden  responder  a las  ne- 
cesidades temporales  actuales  de  la  humanidad. 

3.  En  las  naciones  ya  constituidas  y equilibradas,  el  estado  garantiza 
el  orden  y el  equilibrio  del  desarrollo  posterior.  En  las  naciones  atrasadas,  a él 
le  toca,  muy  a menudo,  tomar  la  iniciativa.  Allí  donde  las  estructuras  anti- 
guas, tradicionales,  las  estructuras  económicas,  culturales,  sociales,  están  vivas 
aún  y retardan  la  adaptación  a las  condiciones  nacionales,  es  tarea  del  estado 
dar  el  impulso  necesario.  El  papel  supletorio  del  estado  puede  llegar  a ser  el 
más  importante.  Allí  donde  nada  se  hace,  suplir  significa  hacerlo  todo.  En  la 
medida  del  retardo,  el  estado  es  un  acelerador  de  la  historia. 

Aunque  sea  por  la  obligación,  aunque  sea  luchando  contra  mentalidades 
anticuadas,  el  estado  tiene  el  derecho  y el  poder,  y aún  más,  el  deber  de  poner 
en  pie  las  estructuras  económicas  y,  específicamente,  el  aparato  de  producción 
necesario  a una  sociedad  moderna.  Es  claro  oue  en  las  naciones  retardadas  la 
iniciativa  privada  no  es  suficiente.  Por  lo  demás  incluso  en  Europa,  en  sus 
comienzos,  el  estado  ayudó  poderosamente  en  todas  partes  a la  formación 
de  las  industrias.  Sin  esta  infervención  del  estado,  es  imposible  asegurar  a to- 
dos un  emoleo  remunerado,  "una  fábrica  para  trabajar”. 

El  estado  tendrá  también  que  crear  totalmente,  o en  parte,  o tendrá 
oue  suscitar  el  conjunto  del  anarato  escolar  necesario  a una  nación  moderna, 
lo  mismo  oue  el  aparato  médico  y hospifalario.  En  las  naciones  atrasadas  la 
iniciativa  privada  sólo  contribuye  en  pequeña  parte,  siempre  insuficiente,  a 
asegurar  el  desarrollo,  y eso,  constitucionalmente,  en  virtud  de  la  resistencia, 
de  la  inercia  misma  de  la  gran  mavoría  de  la  sociedad.  Esta  aún  no  ha  desper- 
tado a las  aspiraciones  oue  sin  embargo  le  llegarán  inevitablemente. 

El  espado  no  puede  mostrarse  indiferente  a la  educación  familiar  y re- 
ligiosa. No  puede  tolerar  que  la  anarouía  lleve  al  libertinaje  y al  nihilismo 
metafísico  v moral.  En  esta  etapa,  la  libertad  debe  ser  educada  antes  que  con- 
cedida. La  libertad,  para  aquellos  que  no  han  aprendido  a servirse  de  ella,  es 
el  más  desastroso  de  los  regalos.  La  libertad,  sin  la  personalidad,  es  peor  que 
todas  las  sujeciones  de  la  tradición  o de  la  costumbre. 

Para  realizarlo,  sucederá  muchas  veces  que  el  estado  tendrá  que  atro- 
pellar las  estructuras  sociales  y políticas  tradicionales.  No  se  le  podría  negar 
ese  derecho.  Los  conflictos  son  inevitables  entre  una  nación  que  se  desea  y una 
sociedad  aún  fuerte  pero  en  decadencia  que  no  quiere  morir,  o aún  más,  entre 
las  fuerzas  de  transformación  y la  inercia  de  las  masas  (aun  y especialmente 
si  estas  masas  se  llaman  élites) . 

4.  El  estado  no  tiene  su  fin  en  sí  mismo.  La  fuerza  del  estado  no  existe 
para  ella  misma,  para  crecer  indefinidamente.  Está  al  servicio  de  la  nación  y 
no  la  nación  a su  servicio.  Está  exactamente  al  servicio  de  los  fines  que  cons- 
tituyen  la  nación;  una  casa  donde  amar,  una  fábrica  donde  trabajar,  una  es- 
cuela donde  aprender,  un  hospital  donde  curarse,  una  iglesia  donde  rezar. 

Naturalmente,  esto  no  significa  solamente  la  existencia  de  un  plan  de 
cinco  puntos  dirigido  directamente  a esas  cinco  metas.  Se  precisan  también 
rodas  las  infraestructuras  necesarias. 


86 


El  objetivo  del  estado  es  asegurar  la  participación  igual  de  todos  en 
estos  bienes,  en  la  máxima  medida  posible.  El  estado,  pues,  debe  tender  cons 
tantemente  a restablecer  la  igualdad  que  el  juego  de  las  fuerzas  naturales  des 
hace.  Efectivamente,  la  justicia  significa  igualdad  d**  oportunidades,  y la  co- 
laboración supone  una  parte  del  trabajo  para  todos.  El  estado  será  el  defen- 
sor titulado  de  los  débiles  contra  los  fuertes.  Normalmente  el  estado  será  el 
polo  opuesto  de  la  libertad.  La  emancipación  nacional  no  debe  ser  únicamen 
te  la  emancipación  de  algunos  sino  de  todos. 

Sin  embargo,  la  meta  final  de  las  cinco  metas  especiales  de  la  nación, 
como  lo  hemos  dicho  antes,  es  una  personalización  cM  hombre,  esto  es,  una 
mayor  liberación  del  individuo  por  sí  mismo  de  todas  las  sujeciones  del  me- 
dio natural  y social. 

El  estado  es  sujeción,  pero  debe  liberar.  ¿Cómo  liberar  a través  de  la 
sujeción?  Esta  es  la  contradicción  interna,  el  problema  insoluble  del  estado 
en  la  nación.  De  la  manera  en  que  esta  contradicción  sea  superada,  depende 
el  porvenir  y el  sentido  de  la  nación.  Es  deber  de  los  cristianos  consagrarse  a 
resolverla  urgentemente,  no  teóricamen‘e  sino  en  los  hechos,  en  la  acción. 

El  estado  debp  cambiar  las  mentalidades,  imponer  nuevas  estructuras. 
Pero  esta  mentalidad  debe  ser  una  búsoueda  de  la  libertad;  aún  más.  debe  ser 
también  una  labor  libre  de  los  hombres.  Sería  necesario  que  la  sujeción  sir- 
viera sólo  nar  desnertar  las  fuerzas  latentes  de  la  libertad. 

De  hecho,  el  peliero  del  estado  será  siempre  el  de  oscilar  entre  estos  dos 
extremos:  el  de  constreñir  demasiado  poco,  de  no  luchar  contra  la  inercia,  con- 
tra la  resistencia  de  estructuras  antiguas,  contra  la  corrupción,  de  dejar  po- 
drirse la  nación  en  lugar  de  liberarla:  es  la  solución  más  corriente  en  América 
Latina  o en  los  países  sometidos  a la  influencia  occidental;  o si  no,  el  de  am- 
plificar su  poder,  pero  de  tal  forma  que  el  poder  del  estado  viene  a ser  prác- 
ticamente un  valor  soberano  que  somete:  es  la  actitud  de  los  países  comunis- 
tas. Entre  estos  dos  extremos,  ¿dónde  encontrar  el  estado  lo  suficientemente 
fuerte  para  crear  las  estructuras  nuevas,  formar  hombres  nuevos  con  menta- 
lidades nuevas  v,  en  seguida,  dejar  en  libertad  las  instituciones  una  vez  que 
han  sido  creadas? 

El  camino  no  será  del  liberalismo  al  socialismo,  de  la  libertad  a la  su- 
jeción; del  individualismo  al  estatismo,  como  en  Europa.  El  camino  de  las  na- 
ciones nuevas  tendrá  que  ser  de  la  sujeción  a la  libertad,  del  estado  al  indivi- 
duo y a la  libertad,  del  estatismo  al  personalismo. 

Con  esta  condición,  el  estado  será  el  servidor  de  la  nación,  y ésta  reali- 
zará su  sentido. 

Si  llamamos  nacionalismo  a la  voluntad  y a la  acción  para  promover 
la  nación  según  este  sentido,  tendremos  que  decir  que  es  deber  imprescindible 
para  todo  cristiano  ser,  en  la  época  actual,  nacionalista.  No  sólo  esto  no  se 
opone  al  concepto  cristiano  de  la  historia:  el  nacionalismo  lo  prolonga.  Por  lo 
demás,  Su  Santidad  el  Papa  Juan  XXIII  y los  obispos  lo  proponen  como  meta 
al  mundo  católico,  a partir  de  estos  últimos  años  en  que  el  problema  empieza 
a imponerse,  cada  vez  más,  a escala  mundial,  ya  que  es  el  gran  problema  del 
siglo  XX. 


87 


El  Sacerdocio  en  la  Iglesia  y la  participación  de  los  laicos 

R.  P.  Egidio  Vigano,  s.  d.  b. 
Director  del  Seminario  Salesiano  y 
Prof.  de  Teología  Dogm.  en  la  Fac. 
de  Teología  de  la  Universidad  Ca- 
tólica de  Chile. 

El  tema  que  se  nos  ha  propuesto  es  complejo  y difícil.  Abunda  la  biblio- 
grafía al  respecto  pero  no  siempre  muy  clara  ni  completa  (*) . Para  nosotros 
es,  ante  todo,  importante  comprobar  que  “existe  un  hecho,  desde  el  punto  de 
vista  teológico,  del  que  debe  partir  toda  consideración  en  esta  materia:  es  de- 
cir, que  la  Escritura,  la  tradición  litúrgica,  la  tradición  patrística,  y no  tan 
sólo  la  tradición  de  los  teólogos  medioevales  y modernos,  hablando  de  todos 
los  fieles,  les  atribuyen  la  cualidad  de  sacerdotes  y hablan  de  sacrificio  a pro- 

í 1 ) Lo  mejor  que  hemos  encontrado,  desde  un  punto  de  vista  de  estructuración  doc- 
trinal. es  la  obra  de  Y.  Congar:  Jalona  pour  une  théologie  du  laieat,  París, 
1953. 

Ver  también: 

. Maison-Dieu,  1951,  N?  27:  Y.  Congar  y J.  Lecuyer:  “Le  sacerdoce  des  chré- 
tiens”; 

. Ch.  Jouraet:  L’Eglise  du  Verbe  Incamé,  2 vol.  Desclée,  1955,  1951; 

La  Me8se,  París,  Desclée,  1957; 

Théologie  de  l’Egliae,  París,  Desclée,  1958. 

. C.  Vagaggini:  El  Sentido  Teológico  de  la  Liturgia,  BAC,  Madrid,  1959; 

A.  Piolanti:  “Sacerdozio  dei  Fedeli”  — Enciclopedia  del  Sacerdozio,  c.  IX, 
p.  II,  Roma  1963. 

. G.  Philips:  “La  partecipazione  dei  Fedeli  al  sacrifio  della  Messa”,  en  Euca- 
ristía, a cura  di  mons.  A.  Piolanti;  Roma.  Desclée,  1957; 

Misión  de  loa  seglares  en  la  Iglesia,  colección  “Prisma”,  S.  Sebastián, 
1956: 

. P.  Dabin:  Le  sacerdoce  royal  des  Fideles  dans  la  tradition  ancienne  et  mo- 
de me,  París,  Desclée,  1960; 

. L.  Cerfaux:  “Regale  Sacerdotium”  — Rev.  Sciences  Philos.  ThéoL  1939,  28; 
. J.  Lécuyer:  Sacerdotes  de  Cristo,  editorial  Casal  y Valí,  Andorra,  1958; 

. J.  Sabater  March:  Teología  del  apostolado  de  los  seglares  y religiosos  laicos, 
Herder,  Barcelona,  1958; 

. A.  Alonso  Lobo:  Laicología  y Acción  Católica,  Studium,  Madrid.  1955; 

. Moines  de  Solesmes:  Les  eyiseignements  pontificaux,  — Le  Laieat,  Desclée, 
Bélgica.  1956. 


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pósito  de  lo  que  ellos  ofrecen,  para  un  número  considerable  de  acciones  y 
situaciones”  (*) . 

El  magisterio  de  los  Papas  ha  venido  insistiendo  en  lo  mismo,  sobre  to- 
do en  las  dos  famosas  encíclicas  de  Pío  XII:  "Mystici  Corporis”  y “Mediator 
Dei”  (* 3) . Es  tarea  de  la  teología  tratar  de  estructurar  tales  datos  en  un  siste- 
ma orgánico  de  doctrina. 

Quisiéramos  aquí  presentar  una  visión  de  tipo  de  divulgación  doctrinal, 
que  pudiera  iluminar  el  afán  pastoral  de  los  oyentes. 

Para  ello  vamos  a considerar: 

A)  la  noción  de  “laico”; 

B)  el  concepto  de  "sacerdocio”; 

C)  el  supremo  Sacerdocio  de  Cristo; 

D)  el  sacerdocio  de  los  cristianos; 

E)  las  actividades  sacerdotales  de  los  laicos. 

Evidentemente  se  trata  de  una  "sintesis”  doctrinal  divulgativa  sin  ma- 
yores pretensiones  que  las  de  dar  alguna  orientación  respaldada  en  la  teología. 

A)  LOS  LAICOS 

Asistimos  hoy  a un  despertar  universal  de  los  valores  comunitarios  de 
la  Iglesia,  Cuerpo  Místico  de  Cristo.  Tales  valores  constituyen  propiamente  el 
núcleo  más  vital  del  misterio  de  la  Iglesia. 

Hay  en  el  Cuerpo  Místico,  inherentes  a su  esencia  histórica,  dos  aspec- 
tos complementarios:  el  de  Iglesia-Institución  y el  de  Iglesia-Comunidad. 

El  aspecto  de  Iglesia-Institución  comprende  los  “medios”  dejados  por 
Cristo  para  hacer  de  los  hombres  una  comunidad  de  santos  (jerarquía  y sa- 
cramentos) . 

El  aspecto  de  Iglesia-Comunidad  implica  (como  lo  indica  la  misma  pa- 
labra “Ecclesia”)  la  colectividad  de  los  fieles  o asamblea  de  los  consagrados 
para  vivir  vida  de  mutua  caridad  en  Dios. 

Entre  los  dos  aspectos  el  más  importante  es  el  segundo.  El  primero 
está  ordenado  a él.  En  términos  agustinianos  se  diría  que  el  primero  es  el 
"sacramentum”  y que  el  segundo  es  la  “res”.  La  Iglesia-Comunidad  permane- 
cerá siempre  (por  la  gracia  y la  caridad)  : es  el  objetivo  de  la  obra  salvadora. 
La  Iglesia-Institución,  en  cambio,  está  hecha  sólo  para  el  "tiempo  interme- 
dio” entre  Pentecostés  y la  Parusía:  la  Jerarquía  y los  sacramentos  pasan,  son 
“medios”  temporales  y “funciones”  transitorias  en  orden  a la  consumación 
de  la  Iglesia-Comunidad. 

La  Tradición  ha  valorado  y desarrollado  armónicamente  ambos  aspec- 
tos, como  lo  demuestra  el  Cristianismo  antiguo  y la  eclesiología  de  los  Pa- 
dres (4) . Sin  embargo,  por  diferentes  causas  largamente  incubadas,  la  Iglesia 


( 2 ) Vagaggini,  o.e.,  pág.  143. 

(3)  “Mystici  Corporis”,  A AS,  35,  1943,  201;  “Mediator  Dei”,  A AS,  39,  1947,  539 
y 555. 

( 4 ) Y.  Congar,  o.e.,  pág.  52  y ss. 


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latina  vio  nacer  el  movimiento  protestante,  que  es  una  exageración  exclusi- 
vista, además  de  superficial,  del  aspecto  Iglesia-Comunidad.  Estos  excesos  han 
traído  una  reacción  contraria,  en  el  campo  católico-latino,  que  ha  considerado 
en  demasía  el  aspecto  Iglesia-Institución,  reduciendo  la  eclesiología  de  los  teó- 
logos, de  los  predicadores  y de  los  catequistas  a una  especie  de  “jerarcología”. 
Semejante  visión  unilateral,  más  apologética  que  teológica,  ha  llevado  a un 
descuido  concreto  de  los  laicos  en  la  Iglesia,  tratándoseles  casi  como  materia 
pasiva.  El  laico  se  fue  convirtiendo,  así,  en  una  persona  que  no  se  sentía  com- 
prometida directamente  con  la  Iglesia.  (Un  modernista,  con  la  petulancia  pro- 
pia de  su  humor  malicioso,  ha  dicho  que  el  laico  en  la  Iglesia  venía  a ser  como 
los  corderos  de  Santa  Inés  en  Roma,  que  se  bendicen  y se  trasquilan) . 

Hoy,  gracias  a la  Acción  Católica  y a varios  pujantes  movimientos  ecle- 
siales,  se  va  dando  siempre  más  importancia  a los  valores  más  hondos  del  as- 
pecto de  Iglesia-Comunidad,  donde  adquiere  particular  relieve  la  función  y 
actividad  de  los  laicos.  Como  ha  dicho  Pío  XII:  “los  laicos  deben  tener  con- 
ciencia, cada  vez  más  clara,  de  que  no  solamente  pertenecen  a la  Iglesia,  sino 
que  son  la  Iglesia”. 

En  el  ‘‘tiempo  intermedio”  desde  Pentecostés  hasta  la  Parusía,  o sea 
desde  el  momento  en  que  la  causa  de  la  salvación  es  entregada  por  Cristo  en 
el  Espíritu  hasta  el  momento  en  que  los  efectos  de  esta  causa  son  recogidos 
en  toda  la  Humanidad  por  el  retorno  del  Señor,  hay  en  la  Iglesia  un  devenir 
que  empeña  la  actividad  de  todos  sus  miembros  en  una  tarea  que  consiste  en 
la  facilitación  de  la  redención  adquirida,  por  Cristo  solo,  a todos  los  hombres 
para  que  participen  de  ella. 

Para  realizar  tal  participación,  es  preciso  tomar  en  cuenta  una  doble 
realidad : 

a)  ante  todo,  el  tesoro  de  la  salvación,  “bien  común”  espiritual  de  la 
Iglesia,  fabricado  por  Cristo  con  sus  palabras,  con  los  acontecimientos  de  su 
carne  y con  sus  instituciones.  Este  tesoro  debe  ser  entregado  convenientemente 
a todos  los  hombres  para  lograr  la  salvación; 

b)  en  segundo  lugar,  la  Humanidad  misma  que  en  su  devenir  debe  ca- 
minar hacia  la  salvación.  Esta  Humanidad  vive  y construye  su  historia;  se  la 
suele  llamar  "mundo”.  A pesar  de  no  ser,  de  suyo,  opuesta  a Dios,  le  es,  sin 
embargo,  enemiga  por  el  pecado;  de  aquí  la  maldad  de  su  historia.  Con  todo, 
no  hay  discontinuidad  entre  Humanidad  e Iglesia,  entre  historia  del  hombre 
y su  salvación.  Hay,  por  el  contrario,  algún  vínculo  y cierta  continuidad.  El 
hombre  con  su  historia  y su  cosmos  es  el  sujeto  de  la  restauración  final. 

Por  eso  la  Iglesia  debe  orientar  el  devenir  de  la  Humanidad  y sus  es- 
tructuras hacia  Cristo,  disponiendo  y preparando  siempre  mejor  las  realidades 
temporales  para  posibilitar  la  entrega  a todos  los  hombres  del  tesoro  de  la  sal- 
vación. Esto  es  difícil  porque  el  “mundo”  ignora  la  sabiduría  de  Dios,  despre- 
cia la  ley  de  la  cruz  y desconoce  el  misterio  de  su  auténtico  destino  histórico. 
Por  eso  todos  los  miembros  de  la  Iglesia  se  deben  empeñar  denodadamente 
en  una  doble  tarea  eclesial:  una  que  es  tal  por  el  mismo  "finís  operis”:  la  en- 
trega de  Cristo  a la  historia  tanto  con  actividades  jerárquicas  como  con  acti- 
vidades no  jerárquicas;  la  otra:  la  conducción  de  la  historia  a Cristo,  que  es 


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tarea  eclesial  por  el  "finís  operantis”,  ya  que  el  "finís  operis”  de  las  labores 
temporales  es,  en  sí  mismo,  profano,  aunque  debe  ser  “cristifinalizado”. 

Ambas  tareas  les  interesan  a todos  los  miembros,  pero  no  las  realizan 
todos  igualmente.  Hay  en  la  Iglesia  dos  estados  de  vida,  cuyos  miembros  tra- 
bajan polarizándose  preferentemente  hacia  la  tarea  eclesial  de  actividades  je- 
rárquicas o hacia  la  tarea  eclesial  no  jerárquica  y las  labores  profanas:  el  es- 
tado clerical  y el  laicado. 

Los  miembros  del  estado  clerical  (de  "kleros”  - porción  seleccionada) 
trabajan  polarizándose  preferentemente  hacia  la  tarea  jerárquica. 

"Los  clérigos,  escribe  Journet,  son  los  fieles  que,  encargados  de  funciones 
jerárquicas,  están  consecuentemente  consagrados  a las  actividades  santificado- 
ras  por  un  título  nuevo  sobreañadido  (al  común) , y exonerados  lo  más  posi- 
ble de  las  actividades  cristianas  temporales”. 

" Los  laicos  en  cambio,  (de  "laós”  - pueblo  consagrado,  según  el  uso 
bíblico)  son  los  fieles  que,  exonerados  de  las  funciones  jerárquicas,  están  con- 
secuentemente consagrados  a las  demás  actividades  ministeriales  y a las  activi- 
dades santificantes  por  el  titulo  común  de  la  fe  operante  por  la  caridad,  y en- 
cargados de  casi  todos  los  pesos  de  las  actividades  cristianas  temporales  (5) . 
Así  los  laicos  no  son  simplemente  objeto  del  ministerio  jerárquico,  materia 
receptiva  de  la  función  santificadora  de  la  Iglesia,  sino  que  tienen  su  propia 
función  activa  para  llevar  la  salvación  de  Cristo  a la  intimidad  de  los  am- 
bientes humanos  y para  orientar,  cada  cual  según  su  estado,  la  historia  misma 
de  los  hombres  y el  mundo  hacia  Dios  en  Cristo. 

Clérigos  y laicos  son  miembros  del  mismo  Cuerpo;  tienen  desigualdad 
en  las  funciones  eclesiales,  pero  tienen  absoluta  igualdad  en  la  vida  en  Cristo: 
se  dedican  a tareas  diferentes,  pero  complementarias,  para  que  sea  cristiana  la 
vida  de  los  hombres.  Ya  s.  Agustín  decía  de  la  función  jerárquica:  "aliud  est 
quod  sumus  propter  nos,  aliud  quod  sumus  propter  vos:  christiani  sumus  prop- 
ter  nos,  clerici  et  episcopi  non  nisi  propter  vos”;  “vobis  sum  episcopus,  vobtscum 
christianus”  (*) . 

El  despertar  el  interés  por  descubrir  nuevamente  y desarrollar  con  ma- 
yor plenitud  todas  las  riquezas  de  la  Iglesia-Comunidad  ha  llevado  a fijarse 
mucho  más  en  la  gran  importancia  del  laicado  en  la  Iglesia. 

Los  laicos  viven  su  consagración  a Cristo  en  diferentes  estados  de  vida: 
pueden  ser  " casados ” o " célibes ",  " religiosos ” o “seglares".  Estos  últimos  son 
los  que  se  llaman  más  comúnmente  “laicos”,  y viven  en  un  estado  de  vida 
constituido  por  cierto  eauilibrio  entre  las  actividades  cristianas  eclesiales  no- 
jerárquicas,  y las  actividades  profanas;  algunos  pueden  dedicarse  preferente 
mente  a tareas  eclesiales  de  "participación”  en  el  apostolado  de  la  Jerarquía 
(por  ej.,  la  Acción  Católica) , otros  preferentemente  a tareas  temporales,  pero 
siempre  "colaborando”  de  alguna  manera,  a través  de  ellas,  al  apostolado  je- 
rárquico. Los  primeros  hacen  prevalentemente  acción  " cristiana los  segundos, 
prevalentemente  acción  “de  cristianos 


( 5 ) Ch.  Journet,  L’Eglise  du  V.I.,  II,  pág.  1009. 
( 6 ) PL.  46,  880;  y 38.  1483. 


91 


No  pretendemos  ahora  presentar  toda  una  Teología  del  Laicado,  sino 
que,  después  de  haber  insinuado  su  candente  actualidad,  precisar,  en  forma 
sintética,  uno  de  sus  aspectos  íntimamente  vinculado  con  la  Liturgia  de  la 
Nueva  Ley:  el  sacerdocio.  “La  Iglesia  distingue  a sus  hijos  entre  laicos  y orde- 
nados. Los  laicos  son  el  pueblo  cristiano.  Ellos  ya  están  consagrados.  La  Iglesia 
no  opone  laico  y consagrado.  Los  no-consagrados  son  los  catecúmenos  y los 
no-bautizados  de  buena  o de  mala  fe.  A los  laicos  la  consagración  del  bautismo 
y de  la  confirmación  les  hace  participar  del  poder  sacerdotal  de  Cristo’’  (7) . 

B)  EL  SACERDOCIO. 

En  todas  las  religiones  el  sacerdote  se  presenta  como  el  hombre  de  las 
relaciones  con  Dios.  Su  función  aparece  indispensable  en  la  vida  de  cada  per- 
sona y en  el  mismo  devenir  de  la  historia.  Dice  muy  bien  Congar:  “el  término 
del  designio  de  Dios  es  hacer  de  la  Humanidad  su  templo  de  piedras  vivas.  Un 
templo  donde  Dios  no  mora  simplemente,  sino  donde  recibe  un  culto;  un  tem- 
plo donde  habita  no  sólo  hallándose  en  él,  sino  comunicándose.  Persona  espiri- 
tual, a otras  personas  espirituales  y carnales  a la  vez,  y donde  recibe  un  culto 
espiritual  y carnal.  Se  puede  decir  que  la  Iglesia,  Cuerpo  de  Cristo,  no  es  sino 
la  realización  de  este  templo  y de  su  culto:  templo  espiritual  de  Dios,  cuerpo 
espiritual  de  Cristo”  ( (8) . 

Así  debemos  decir  que  toda  la  Humanidad  tiene  una  vocación  y una 
función  sacerdotal.  Por  eso,  antes  de  que  existiera  un  sacerdocio  de  positiva 
institución  divina,  ha  existido  un  sacerdocio  que  en  cierta  manera  podríamos 
llamar  “natural”. 

La  misma  S.  Escritura  atestigua  la  existencia  de  un  sacerdocio  "natural” 
de  la  vida  santa,  como,  por  ej.,  en  el  caso  de  Abel  (Gen.  4,4) , cuyo  sacrificio 
es  conmemorado  en  el  mismo  canon  de  la  Misa.  "Sea  que  cada  uno  fuera  su 
propio  sacerdote,  sea  (más  normalmente)  que  un  hombre  fuera  constituido 
sacerdote  del  grupo  en  el  cual  desempeñaba  el  rango  de  jefe:  en  el  régimen 
patriarcal,  el  padre  o el  patriarca;  en  un  régimen  social  más  amplio,  el  jete 
(juez)  o el  rey;  o también  un  hombre  especialmente  designado  para  la  fun- 
ción sacrificial  pública. 

La  historia  de  las  religiones  permitiría  multiplicar  indefinidamente  lo.» 
ejemplos  de  sacerdocio  natural”  (®) . 

Pero,  en  la  historia  de  la  salvación,  Dios  mismo  se  ha  preocupado  de 
organizar,  en  el  Antiguo  Testamento,  el  culto  de  Israel  y de  instituir  un  sa- 
cerdocio vocacional  en  una  tribu:  el  sacerdocio  aronittco . Por  llamado  divino 
los  sacerdotes  de  Arón  tienen  una  función  específica,  que  sólo  ellos  realizan, 
pero  en  favor  del  pueblo  de  Dios:  “todo  pontífice,  dice  el  sagrado  Texto,  to- 
mado de  entre  los  hombres,  en  favor  de  los  hombres  es  instituido  para  las  co- 
sas que  miran  a Dios,  para  ofrecer  ofrendas  y sacrificios  por  los  pecados... 


( 7 ) Ch.  Journet,  L’Egl.  du  V.  /.,  I,  pág.  39. 
( 8 ) Y.  Congar,  o.c.,  pág.  160. 

( 9 ) Y.  Congar,  o.c.,  pág.  169-160. 


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por  sí  mismo,  igual  que  por  el  pueblo.  Y ninguno  se  toma  por  sí  este  honor, 
sino  el  que  es  llamado  por  Dios,  como  Arón”  (Hebr.  5,  1) . 

El  sacerdocio  aronítico  no  excluye  el  sacerdocio  de  todo  el  pueblo,  sino 
que  está  hecho  para  expresarlo  mejor.  La  S.  Escritura  afirma  claramente  que 
todo  Israel  tiene  una  cualidad  sacerdotal:  Ex.  19,  3.  5.  6. 

Hay,  así,  un  doble  título  sacerdotal  en  Israel : el  sacerdocio  como  cuali- 
dad poseída  colectivamente  por  el  pueblo  consagrado,  y el  sacerdocio  como 
función  peculiar  de  realización  del  culto.  El  primero  es  el  sacerdocio  espiritual 
de  Israel;  el  segundo  es  su  sacerdocio  funcionaf. 

En  el  sacerdocio  funcional  aronítico  comprobamos  una  ley  de  concen- 
tración progresiva  hacia  un  solo  individuo,  el  “Sumo  Sacerdote",  vértice  fun- 
cional de  todo  el  sacerdocio  de  Israel,  que  lleva  el  nombre  de  las  tribus  sobre 
sus  espaldas  y en  su  corazón  (Ex.  28,  12.  29)  y sobre  su  frente  las  palabras  de 
consagración  de  todo  el  pueblo:  "Santidad  a Jahvé”  (Ex.  28,  36) . En  el  gran 
día  de  la  Expiación  este  Sumo  Sacerdote  entra  solo  a la  presencia  de  Dios  para 
ofrecer  un  sacrificio  universal  de  expiación. 

Podemos  adelantar  ya,  aquí,  que  esta  economía  sacerdotal  será  consuma- 
da y perfeccionada  por  Cristo,  Sumo  y Eterno  Sacerdote  de  la  Nueva  Alianza. 

Pero  antes  de  considerar  el  sacerdocio  mismo  de  Cristo,  es  necesario  que 
nos  preguntemos  en  qué  consiste  formalmente  el  sacerdocio. 

Dos  son  las  concepciones  según  las  cuales  puede  ser  enfocada  la  defini- 
ción de  sacerdocio: 

—la  de  “mediación”, 

—y  la  de  “sacrificio”. 

Opinamos  que  la  esencia  del  sacerdocio  debe  ser  enfocada  por  la  de  sa- 
crificio, definiéndose  asi,  en  general,  el  sacerdocio  como  un  poder  de  sacrifi- 
cio (10) . 

La  cualidad  de  mediación  no  explica,  por  si  sola,  la  función  sacerdotal. 
En  efecto,  “la  noción  de  mediación  (dice  Congar)  es  más  amplia,  menos  de- 
terminada, que  la  de  sacerdocio:  hay  mediaciones  de  revelación  que  no  son  sa- 
cerdotales; por  otra  parte,  aplicada  al  sacerdocio,  ella  lo  reduciría  simplemente 
a su  forma  pública  o litúrgica:  procedimiento  discutible,  y que  lleva  a prejuz- 
gar con  bastante  arbitrariedad  el  valor  verdaderamente  sacerdotal  de  los  fie- 
les, valor  afirmado  por  lo  demás  en  las  S.  Escrituras”  (u) , las  cuales  definen  el 
sacerdocio  universal  de  todos  los  fieles  precisamente  en  orden  al  ofrecimiento  de 
víctimas  para  el  sacrificio  (I  Petr.  2,  5) . 

Si  el  sacerdocio  fuera  formalmente  mediación,  ni  el  pueblo  de  Israel  ni 
los  fieles  cristianos  tendrían  una  verdadera  cualidad  sacerdotal,  ya  que  falta 
esencialmente  en  ellos  la  mediación  (12) . 

La  idea  de  sacrificio,  en  cambio,  sin  excluir  la  característica  misma  de 
mediación  (en  efecto,  el  sacerdocio  de  Cristo  es  expresión  de  su  característica 


(10)  C.  Vagaggini,  o.e.,  pág.  154. 

(11)  Maisov^Dieu,  1951,  n.  27;  Y.  Congar:  “Structure  du  sacerdoce  chrétien”,  pág. 
52. 

(12)  C.  Vagaggini,  o.e.,  pág.  146-147. 


93 


de  “Mediador”) , determina  formalmente  las  funciones  propias  del  sacerdote 
en  toda  economía  religiosa. 

De  hecho  la  misma  S.  Escritura  vincula  el  sacerdocio  con  el  sacrificio: 
sea  porque  la  cualidad  sacerdotal  de  Cristo  es  sugerida  por  su  cualidad  de  víc- 
tima, sea  porque  la  epístola  a los  Hebreos  define  el  sacerdote  por  el  sacrificio: 
“todo  Pontífice  es  instituido...  para  ofrecer  ofrendas  y sacrificios  por  los  pe- 
cados” (Hebr.  5,  1) . 

A'.  Agustín  escribe:  “ideo  sacerdos  quia  sacrificium”;  “si  nullum  sacriti- 
cium,  nullus  sacerdos”  (13) . 

Sto.  Tomás  dice  en  la  Suma:  “in  sacrificio  offerendo  potissime  sacerdo- 
tis  consistit  officium”;  y al  comentar  la  epístola  a los  Hebreos:  “dicit  sacerdos, 
quia  se  obtulit  Deo  Patri”  (14) . 

Por  lo  demás,  el  sagrado  Concilio  de  Trento  afirma:  "Sacrificium  et  sa- 
cerdotium  ita  Dei  ordinatione  conjuncta  sunt,  ut  utrumque  in  omni  lege  exs- 
titerit”  (15) . 

Y Pío  XII  enseña:  “el  oficio  propio  y exclusivo  del  sacerdote  siempre 
fue,  ha  sido  y es  sacrificar,  de  manera  que  es  preciso  decir  que  donde  no  hay 
verdadero  poder  de  sacrificio  tampoco  encontramos,  propiamente  hablando, 
verdadero  sacerdocio.  Esto  mismo  entra  de  lleno  perfectamente  en  el  sacerdocio 
de  la  Nueva  Ley.  El  principal  poder  y función  del  sacerdote  es  ofrecer  el  úni 
co  y sublime  sacrificio  del  Sumo  y Eterno  Sacerdote  Cristo  el  Señor”  (18) . 

Pero  si  el  sacerdocio  se  define  formalmente  por  el  sacrificio , es  necesa- 
rio conocer  con  suficiente  precisión  el  concepto  de  este  último. 

Mucho  discuten  los  teólogos  acerca  de  la  definición  de  “ sacrificio ” . 

Nosotros,  aquí,  vamos  a adentrarnos  someramente  en  el  conocimiento 
de  su  esencia  en  tres  etapas  complementarias,  que  son:  el  rito  litúrgico,  el  sa- 
crificio espiritual-real  y la  comunidad  sacrificial. 

a)  El  rito  litúrgico.  Es  patente  que  el  sacrificio  aparece,  ante  todo,  como 
un  acto  externo  de  la  virtud  de  religión.  La  teología  suele  definir  tal  acto  ex- 
terno como  la  oblación  hecha  a Dios  de  una  cosa  sensible,  con  alguna  inmuta- 
ción sagrada  (llamada  “inmolación”  o “sacrificación”)  de  lo  ofrecido. 

“La  inmolación  consagra  la  cosa  ofrecida,  o sea,  la  vuelve  sagrada  en  sí 
misma;  es  la  facción  de  algo  sagrado  que  hace  formalmente  “hostia”  o "vícti- 
ma” o “sacrificio”  ("sacrum  factum”)  a la  cosa  que  se  tjuiere  ofrecer;  antes 
era  una  cosa  profana,  después  es  una  "hostia”  totalmente  consagrada;  antes  era 
de  los  hombres,  después  es  totalmente  de  Dios”  (17) . 

Esta  noción,  por  clara  que  pueda  ser,  se  refiere  al  sacrificio  sólo  en  cuan- 
to “acto  externo”,  en  cuanto  “rito  litúrgico”;  define  propiamente,  en  el  sa 
crificio,  la  materialidad  sensible  de  un  acto  humano  de  religión. 

(13)  PL.  32,  808;  y 37,  1706. 

(14)  S.  Th.  III,  q.  22,  a.  4. 

(15)  Denz.  957. 

(16)  Discurso  a los  cardenales  y obispos  reunidos  para  la  proclamación  de  la  rea- 
leza de  María:  46.  1954,  666  ss. 

(17)  E.  Sauras,  en  las  Introducciones  y Notas  al  tratado  de  la  Eucaristía  de  la 
S.  Th.,  BAC,  tomo  XIII. 


94 


Es  necesario  profundizar  más. 

b)  El  sacrificio  espinlual-real.  El  rito  externo  de  la  sacriticación  es  pro- 
piamente, al  decir  de  s.  Agustín,  un  signo:  "sacrificium  visibile,  invisibilis  sa- 
crificii  sacramentum,  id  est,  sacrum  signum  est’\ 

Pues,  ¿qué  es  el  "sacrificio  invisible”?  Es  el  sacrificio  espiritual-real;  "es- 
piritual” por  cuanto  es  devoción  del  alma;  "real”  por  cuanto  implica  empeño 
efectivo  de  la  vida  para  Dios.  Lo  podríamos  definir  con  Vagaggini  (18)  "el 
acto  interno  de  poner  a disposición  completa  de  Dios  la  propia  vida,  hasta  su 
destrucción  total  efectiva,  si  así  place  a Dios,  sea  realmente  en  sí  misma  (o  en 
su  totalidad  o en  sus  manifestaciones  parciales) , sea  simbólicamente  mediante 
un  signo  que  hace  sus  veces,  en  reconocimiento  de  su  supremo  dominio". 

Es  interesante  comprobar  que  esto  mismo  se  entiende  en  el  idioma  co- 
mún cuando  se  dice,  por  ej.:  "sacrificarse  por  una  persona”;  así,  se  dice  que  una 
joven  "se  sacrifica  por  sus  padres”,  si  acaso  no  contrae  matrimonio  para  cuidai 
de  alguno  de  ellos;  o también  del  soldado  que  muere  en  el  frente  se  dice  que 
“ha  hecho  sacrificio  de  su  vida”  por  la  patria. 

Si  la  persona  para  quien  uno  se  sacrifica  es  Dios,  "que  es  nuestro  Crea- 
dor, .y  de  quien  deriva  todo  lo  que  somos  y tenemos,  somos  nosotros  mismos, 
es  la  totalidad  de  nuestro  ser,  de  nuestro  actuar  y de  nuestros  haberes,  lo  que 
debe  constituir  el  "sacrificio”.  Evidentemente  esto  es  un  programa  de  toda  la 
vida,  programa  que  al  ser  realizado  completamente,  al  pie  de  la  letra,  debe 
incluir,  en  el  ofrecimiento  de  la  vida  misma,  nuestra  muerte;  mas,  tal  progra- 
ma se  concreta  en  actos  particulares,  por  ej.,  en  cosas,  por  cuyo  ofrecimiento 
podemos  expresar,  y así  realizar,  nuestra  referencia  a Dios  como  a nuestro  au- 
tor y a nuestro  todo...  Así  nuestros  sacrificios  tienen  un  “alma”  y una  “ma- 
teria" Su  "alma”...  es  el  movimiento  espiritual  del  hombre  hacia  Dios...  Su 
"materia”...  todo  lo  que  es  susceptible  de  ser  ofrecido,  como  dice  santo  To- 
más, "toda  obra  buena,  toda  obra  de  virtud”,  pero  también  cosas  exteriores, 
como  se  ve  en  todas  las  religiones  .y  en  la  misma  Biblia  (19) . 

c)  La  comunidad  sacrificial.  El  “alma”  de  todo  sacrificio  es  el  movi- 
miento del  hombre  hacia  Dios.  Pues  tal  movimiento  tiende,  en  todo  auténtico 
sacrificio,  a establecer  cierta  amistad  con  Dios,  una  alianza,  no  sólo  en  forma 
individual  sino  comunitaria  de  todo  el  pueblo  oferente.  S.  Agustín,  con  in- 
tuición genial,  ha  dicho  que  “el  verdadero  sacrificio  consiste  en  toda  obra  he- 
cha en  vida  de  unirnos  a Dios  en  una  comunión  santa.  . .”  y el  sacrificio  total 
es  la  realización  de  la  adhesión  a Dios  de  la  “tota  redempta  civitas,  hoc  est 
congregatio  societasque  sanctorum”;  sólo  esta  comunidad  de  los  santos  forma 
el  "universale  sacrificium  (quod)  offertur  Deo  per  Sacerdotem  magnum  qui 
etiam  Seipsum  obtulit  in  passione  pro  nobis,  ut  tanti  capitis  corpus  essemus”. 
Hay,  en  estas  palabras  de  s.  Agustín,  la  siguiente  concatenación  de  ideas  acerca 
del  sacrificio:  no  se  trata  de  dones  externos,  de  los  cuales  Dios  no  necesita, 
sino  de  actos  espirituales  que  consisten  en  sacarnos  de  la  miseria,  a nosotros 
y a los  demás,  y en  referirnos  a Dios  para  vincularnos  con  El  en  una  comunión 


(18)  C.  Vagaggini,  o.e.,  pág.  154. 

(19)  Maison-Dieu,  a.c.  de  Congar,  pág.  54-55. 


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que  es  nuestra  verdadera  felicidad.  De  estos  actos  espirituales  es  también  ver- 
dadero decir  que  nos  hacen  constituir  la  única  ciudad  universal  de  los  santos, 
el  Cuerpo  por  el  cual  Cristo  se  ha  ofrecido.  De  tal  manera  que  podemos  poner 
estos  equivalentes  del  “verdadero”  sacrificio,  a la  vez  tan.  idealmente  sublimes 
y tan  concretamente  reales:  “totum  sacrificium  ipsi  nos  sumus”,  “hoc  est  sacri- 
ficium  christianorum:  multi  unum  corpus  in  Christo”  (20) . 

C)  EL  SACERDOCIO  DE  CRISTO. 

En  Cristo  se  realiza  perfectamente  el  concepto  de  sacerdocio  y de  sa- 
crificio. Lo  que  lo  precedía  era  su  profecía;  .y  lo  que  lo  sigue  es  su  participa 
ción. 

La  unión  hipostática  hace  de  Cristo  el  jefe  oficial  de  todos  los  hombres 
en  sus  relaciones  con  Dios,  constituyéndolo  mediador  ontológico  entre  ellos 
y el  Creador.  Para  poder  desempeñar  connaturalmente  las  derivaciones  diná- 
micas de  la  unión  hipostática.  Cristo  posee,  en  su  naturaleza  humana,  la  “gra- 
cia capital”  adornada  de  tres  privilegios  específicos:  el  de  Rey,  de  Profeta  y 
de  Sacerdote. 

La  cualidad  de  Sacerdote  es,  en  Cristo,  el  supremo  poder  de  sacrificio: 
lo  habilita  para  la  inmolación  cultual  de  su  propia  vida  humana  hasta  la  des- 
trucción total,  y para  disponer  válidamente  un  nuevo  ritual  litúrgico,  abo- 
liendo el  anterior. 

Así,  la  actuación  sacerdotal  de  Cristo  fue,  de  hecho,  doble : primero,  la 
de  realizar  en  un  acontecimiento  histórico,  la  sacrificación  cruenta  de  la  Nue- 
va Ley  en  el  Calvario,  .y,  en  segundo  lugar,  la  de  instituir  en  un  ritual  meta- 
histórico  la  sacrificación  incruenta  de  la  nueva  Liturgia  en  el  Cenáculo.  No  se 
trata  de  dos  sacrificios,  pero  sí  de  dos  sacrificaciones  para  un  mismo  sacrificio, 
dos  modos  de  inmolación  de  la  misma  Víctima:  la  sacrificación  cruenta  de  la 
cruz  es  “signo  perfectivo”  (2*)  que  completa  objetivamente  el  acto  interior  de 
la  voluntad;  es  un  acontecimiento  histórico,  de  valor  cultual,  que  interviene 
en  el  sacrificio  no  a título  directo  de  “rito’  'simbólico,  sino  a título  de  mani- 
festación externa  terminativa,  así  como  el  sacerdocio  mismo  de  Cristo  está  en 
El  no  por  un  “rito”  consagratorio,  sino  por  el  acontecimiento  histórico  de  su 
concepción.  La  sacrificación  incruenta  de  la  Eucaristía  es  un  “signo  represen- 
tativo”, que  renueva  sacramental  y ritualmente  la  sacrificación  objetiva  de  la 
cruz:  es  el  signo  de  un  signo,  signo  representativo  de  un  signo  perfectivo.  Cristo 
realizó  el  “sacrificio-acontecimiento”  de  la  cruz  e instituyó  el  "sacrificio-re- 
presentación” de  la  cena,  para  iniciar  con  él  la  liturgia  sacramental  de  la  Nue- 
va Alianza. 

Ambas  sacrificaciones  son  expresiones  externas,  de  distinta  modalidad, 
del  único  perfecto  sacrificio  interior  de  Cristo. 

Vale  la  pena  subrayar  en  este  supremo  sacrificio  dos  características  de 


(20)  Y.  Contar,  o.c.,  pág.  166-167. 

(21)  B.  Augier,  “Le  Sacrifice  Rédempteur”,  Rev.  Thom.,  m.-jun.  1932. 


96 


su  “alma”  y de  su  “materia”,  que  son:  la  "perennidad”  del  acto  interior,  y la 
"universalidad"  de  lo  ofrecido. 

a)  Ante  todo,  la  perennidad  del  acto  interior  de  la  voluntad.  El  acto 
interno  de  la  disposición  de  la  voluntad  de  Cristo  se  inició  con  su  concepción 
y permanece  después  de  su  resurrección.  Por  cierto,  la  sacrificación  cruenta  del 
Calvario  duró  sólo  unas  horas,  pero  el  acto  interior  de  religión,  significado  por 
esa  inmolación,  empezó  desde  el  primer  instante  de  la  vida  de  Cristo  y no  se 
ha  suspendido  por  su  muerte  y resurrección.  Después  de  su  ascensión  a los  cie- 
los, en  cada  celebración  eucaristica  hay  una  oblación  interna  y actual  del  mis- 
mo Cristo,  que  no  es  un  acto  interno  individualmente  distinto  en  cada  una,  si- 
no el  mismo  acto  interno  siempre  presente.  “Por  este  acto  permanente  Cristo  se 
ofrece  en  cada  altar  y por  medio  de  cada  sacerdote.  Ya  no  es  sólo  la  institución 
inicial  ni  la  donación  a los  sacerdotes  de  la  virtud  de  ofrecer  en  su  nombre; 
es,  además,  el  ofrecimiento  suyo  personal,  uno  en  sí  y múltiple  en  sus  mani- 
festaciones” (M) . 

b)  Acerca  de  la  universalidad  de  lo  ofrecido,  debemos  decir  que  la  ma- 
teria involucrada  en  el  sacrificio  de  Cristo  es  toda  su  vida  temporal  orientada 
hacia  la  “hora”  de  la  sacrificación  consagradora  del  Gólgota.  "Todos  los  actos 
de  su  vida  fueron  sacrificiales,  escribe  Vagaggini,  porque  todas  las  manifesta- 
ciones de  su  vida  fueron  ofrecidas  por  El  en  sacrificio  como  materia  intrínseca, 
parcial  y secundaria,  del  sacrificio.  Mas,  este  sacrificio  de  todas  las  manifesta- 
ciones de  su  vida.  . .,  era  un  sacrificio  en  orden  al  sacrificio  de  la  materia  in- 
trínseca primaria  y total,  es  decir,  de  su  propia  vida”  (23) . 

Pero  hay  más.  El  ofrecimiento  de  toda  la  vida  de  Cristo  es  una  oblación 
“capital”,  por  cuanto  recapitula  y contiene  en  si  todo  lo  que  hay  de  valedero 
en  las  ofrendas  religiosas  de  los  hombres  de  todos  los  tiempos.  Tal  recapitula- 
ción universal  tiene  dos  aspectos:  uno  retrospectivo,  que  asume  todos  los  anhe- 
los religiosos  de  las  edades  anteriores  y de  los  milenios  de  la  prehistoria;  y otro 
prospectivo,  que  contiene  todas  las  realizaciones  cultuales  posteriores  a la  cruz. 

Así  en  los  sacrificios  que  los  hombres  multiplican  a lo  largo  de  la  his- 
toria, no  hay  más  religión  ni  más  expiación  que  en  el  sacrificio  de  la  cruz; 
sólo  hay  más  "participación”  en  esa  religión  y en  esa  expiación  perfectas:  como 
en  el  universo,  después  de  la  creación,  no  ha.y  más  “ser”,  sino  sólo  más  parti- 
cipación en  él:  “non  plus  entis,  sed  plura  entia”. 

D)  EL  SACERDOCIO  DE  LOS  CRISTIANOS 

Y llegamos  al  punto  central  de  nuestras  reflexiones:  el  sacerdocio  en 
la  vida  de  la  Iglesia  militante. 

Hemos  querido  hacerlo  preceder  por  las  anteriores  afirmaciones,  porque 

(22)  E.  Sauras.  o.e.,  NB.:  vale  la  pena  agregar,  con  Garrigou-Lagrange,  la  siguien- 
te observación:  “ex  eo  quod  Christus  actualiter  semper  se  interne  offert,  non 
sequitur  sacrificium  perpetuum  proprie  dictum.  Sacrificium  verum,  rituale, 
stricte  dictum,  tantum  habetur  quando  oblatio  interior  externe  manifestatur 
per  legitimam  immolationem  cruentam  vel  incruentam” 

(23)  C.  Vagaggini,  o.e.,  pág.  149. 


97 


es  fácil,  aquí,  caer  en  exageraciones  dañinas,  confundiendo  el  sacerdocio  “es- 
piritual” de  los  fieles  (del  cual  hablan  los  textos  bíblicos,  p.  ej.  I Petr.  2,  etc.) 
con  el  sacerdocio  “sacramental”,  o haciendo  depender  el  sacerdocio  de  los  lai- 
cos simplemente  del  sacerdocio  jerárquico.  Semejantes  confusiones  llevan  a 
extremos  peligrosos:  así  algunos,  aplicando  los  textos  bíblicos  al  sacerdocio  sa- 
cramental, han  exagerado  el  poder  litúrgico  de  los  laicos  hasta  hacerlos  au- 
ténticos “concelebrantes”;  y otros,  por  fijarse  sólo  en  el  sacerdocio  jerárquico, 
han  menguado  tanto  la  cualidad  sacerdotal  de  los  fieles,  hasta  reducirla  a una 
simple  figura  metafórica,  que  excluyen,  de  hecho,  el  sacerdocio  espiritual,  para 
reducir  todo  el  valor  de  la  liturgia  a un  problema  de  validez  ritual,  muy  cer- 
cano al  "ritualismo”,  ya  condenado  con  palabras  de  Isaúis:  “¿A  mí  qué,  dice 
Jahvé,  toda  la  muchedumbre  de  vuestros  sacrificios?. . . No  me  traigáis  esas  va- 
nas ofrendas...  vuestras  festividades  me  son  pesadas...  Dejad  de  hacer  el 
mal,  aprended  a hacer  el  bien,  buscad  lo  justo,  restituid  al  agraviado,  haced 
justicia  al  huérfano,  amparad  a la  viuda”  (1,  11*17). 

Para  proceder  con  orden,  aunque  sea  sólo  por  insinuaciones  muy  sinté- 
ticas, debemos  recorrer  tres  etapas: 

1)  consignar  algunas  características  del  “tiempo  intermedio”; 

2)  recordar  que  hay  dos  aspectos  en  la  realización  sacrificial  de  la  Iglesia; 

3)  precisar  cómo  en  el  cristianismo  hay  tres  títulos  de  un  único  verda- 
dero sacerdocio. 

1)  La  economía  del  tiempo  intermedio  — 

Nos  interesa  mostrar,  ante  todo,  dos  características  específicas  de  la  Igle- 
sia militante,  que  proyectan  su  luz  sobre  nuestro  tema. 

a)  La  primera  la  podríamos  llamar  la  ley  de  la  participación,  que  ya  he- 
mos insinuado  anteriormente.  En  la  Iglesia  militante  no  hay  más  gracia,  más 
profecía,  más  realeza,  más  sacerdocio,  más  sacrificio  que  lo  que  hay  en  Cristo; 
sólo  hay  más  "participación”  de  eso  que  ya  está  plenamente  en  El. 

Tal  participación  no  es  una  simple  recepción  pasiva;  es  causalidad  viva 
que  empeña  totalmente  las  energías  de  I09  fieles,  sin  que  por  ello  reemplacen 
o sucedan  al  Sumo  Sacerdote;  con  la  gracia  cristiana  (virtud  infusa  de  reli- 
gión) participan  del  sacerdocio  espiritual  de  Cristo;  con  el  carácter  sacramental 
se  hacen  instrumentos  de  su  nueva  liturgia  ritual. 

“Cristo  es,  como  lo  afirma  el  Apocalipsis  (1,  8;  21,  6;  22,  13),  nuestra  al- 
fa .y  nuestra  omega.  Mas  es  nuestra  alfa  El  solo,  aunque  lo  sea  enbeneficio 
nuestro,  mientras  que  nosotros  seremos  la  omega  con  El,  y El  no  lo  será  sin 
nosotros...  Esto  significa  ;que  su  misterio  se  termina  en  el  nuestro,  su  Pascua 
en  la  nuestra,  y que,  si  ambos  misterios  son  fundamentalmente  idénticos,  el  se- 
gundo, sin  embargo,  no  es  una  pura  y simple  repetición  del  primero. 

Todos  los  frutos  vienen  del  germen,  todo  el  Cuerpo  de  la  "Cabeza”;  to- 
do lo  que  se  encuentra  en  la  omega  debe  haber  salido  del  alfa.  Es  preciso,  em- 
pero, que,  por  nuestra  cooperación,  nuestro  actuar,  y,  podemos  decirlo,  nues- 
tro aporte  de  personas  libres,,  lo  que  El  ha  hecho  por  nosotros  y que  nos  co- 


98 


mímica,  sea  realizado  también  por  nosotros,  en  tal  forma  que  ,a  la  vez,  nosotros 
recibamos  todo  de  su  plenitud  y El  se  plenifique  en  nosotros”  (24) . 

Este  misterio  de  la  “participación”  es  la  ley-clave  de  todo  el  “ tiempo 
intermedio”. 

b)  La  segunda  característica  consiste  en  que  Cristo  es,  a la  vez,  según  ter- 
minología agustiniana,  la  “res”  y el  " sacramentum”  de  la  Iglesia : o sea,  es,  a 
la  vez,  la  realidad  misteriosa  que  constituye  la  vida  misma  (="res”)  de  la 
Iglesia,  y el  medio  o instrumento  (="sacramentum”)  que  va  proporcionando 
la  vida  a la  Iglesia.  Por  eso  se  descubren  en  la  Iglesia,  como  ya  hemos  indicado, 
dos  aspectos:  el  de  la  Iglesia-Comunidad,  como  expresión  de  la  vida  en  Cristo; 
y el  de  la  Iglesia-Institución,  como  medio  de  prolongación  y de  conservación 
de  la  misma  vida.  Estos  dos  aspectos  están  involucrados  en  la  doble  metáfora 
paulina  de  la  Iglesia  "cuerpo  de  Cristo”  y de  Cristo  “cabeza”  de  la  Iglesia.  La 
metáfora  de  la  Iglesia  “cuerpo  de  Cristo”  viene  a indicar  que  Cristo  resucit.  do 
y glorioso  es  “espíritu”,  o sea,  es  la  realidad  eclesial  invisible  y más  vital,  prin- 
cipio de  la  actividad  íntima  y profunda,  como  el  “yo”  de  la  concepción  semí- 
tica (“nefesh”)  vivificado  por  el  espíritu  (“ruah”) , que  es  invisible  de  suyo; 
la  Iglesia  es  su  concreción  visible,  su  “cuerpo”,  en  el  sentido  semítico  (=“ba 
sar”) , que  transmite,  sensibiliza  y comunica  la  vitalidad  del  espíritu. 

La  metáfora  de  Cristo  "cabeza”  del  Cuerpo  eclesial.  viene  a indicar  más 
bien  que  Cristo  es  el  instrumento  activo,  dador  y organizador  de  la  vitalidad  en 
la  Iglesia,  medio  eficaz  de  su  constitución  y desarrollo. 

Este  doble  aspecto  de  Cristo  y de  la  Iglesia  “es  muy  importan  e si  se 
quiere  comprender  el  régimen  de  vida  de  la  Iglesia  en  general,  y particular- 
mente del  sacerdocio  en  Ella.  De  una  parte  a otra,  se  encuentra  en  la  Iglesia 
un  doble  registro,  cuyo  acorde  constituye  el  secreto  de  toda  edesiología  ca- 
tólica; un  orden  de  comunión  y de  vida,  un  orden  de  medios  de  gracias  o de 
sacramentos”  (25) . 

2)  Dos  aspectos  en  la  realización  sacrificial. 

De  lo  anterior  se  desprende  que,  por  la  ley  de  la  participación,  h.  y en  la 
Iglesia  un  solo  sacrificio:  el  de  Cristo,  pero  que  debe  ser  participado  vi  taimen 
te  para  pasar  desde  el  alfa  a la  omega,  desde  la  Pascua  de  Cristo  hasta  la  Pas- 
cua de  cada  cristiano  y de  la  Iglesia.  Para  ello  Cristo  interviene  doblemente 
con  su  supremo  poder  sacerdotal,  suscitando  en  la  Iglesia  una  “res”  y un  “sa- 
cramentum” de  su  único  sacrificio  perfecto.  La  “res”  es  el  sacrificio  espiritual 
de  cada  cristiano  y de  la  comunidad  eclesial  ccmo  participación  ac  iva  en  el 
amor  oblativo  del  sacrificio  de  la  cruz;  el  “sacramentum”  es  el  rito  de  repre- 
sentación cultual,  que  renueva  válidamente  en  cada  altar  la  inmolación  con- 
sagradora  de  la  carne  victimal  de  Cristo. 

Hay,  asi,  en  la  Iglesia,  un  doble  aspecto  en  la  realización  sacrificial: 

—uno,  del  orden  vital  del  amor  religioso,  que  empeña  la  vida; 


(24)  Maison-Dieu,  a.c.,  de  Congar,  pág.  63. 

(25)  Maison-Dieu,  a.c.,  de  Congar,  pág.  65. 


99 


—el  otro,  del  orden  de  la  validez  ritual , que  implica  un  especial  podei 
instrumental. 

El  primero  es,  de  suyo,  el  más  importante:  es  la  “res”  o la  vida  objetiva 
de  amor  religioso  de  la  Iglesia.  El  segundo  tiene  valor  instrumental  de  medio: 
es  el  “sacramentum”. 

Es  muy  importante  consignar  aquí,  para  evitar  todo  error  de  ritualis- 
mo infecundo,  que  el  orden  de  la  validez  cultual,  por  divino  y rigurosamente 
necesario  que  sea,  está  intrínsecamente  ordenado  al  orden  del  amor  religioso 
que  es  aun  más  divino  y mucho  más  necesario. 

Es,  por  cierto,  decepcionante  ver  tratado  el  sacerdocio  de  los  cristianos 
casi  sólo  bajo  la  consideración  unilateral  del  aspecto  de  validez  cultual.  Sería 
una  paradoja  atroz  analizar  prolijamente  el  poder  instrumental  de  realización 
de  un  sacrificio,  para  encontrar  sólo  la  validez  cultual  de  un  rito  que  es  “sím- 
bolo sacramental”  del  máximo  amor  religioso,  sin  percibir  la  primacía  absoluta 
y la  necesidad  apremiante  de  vivir  de  ese  mismo  amor  religioso  en  el  sacri- 
ficio de  la  propia  vida.  El  orden  de  la  validez  cultual  está  al  servicio  del  orden 
del  amor  religioso:  la  Misa  está  al  servicio  de  la  vida. 

Sin  duda  el  orden  de  la  validez  cultual  y el  orden  del  amor  religioso 
deben  constituir  una  única  realidad:  el  amor  es  el  “contenido”  de  esa  realidad 
y el  rito  litúrgico  es  su  “continente”.  No  se  presenta,  decía  santa  Catalina  de 
Siena,  ni  el  agua  sola  ni  el  vaso  solo,  sino  el  agua  en  el  vaso:  el  vaso  es  la  validez 
cultual;  el  agua  es  el  amor  religioso.  Ambos  deben  ser,  aquí,  inseparables.  Pero 
el  contenido  es  más  precioso  que  el  vaso:  el  amor  vale  más  que  el  rito. 

“El  culto  válido  y el  fuego  del  amor,  el  continente  y el  contenido,  son 
inseparables  en  el  sacrificio  de  la  Misa,  dice  Journet,  pero  el  rito  es  para  el 
amor,  no  al  revés.  Más  que  el  aspecto  de  la  validez  cultual,  es  el  aspecto  de  la 
caridad  redentora  el  que  debe  interesar;  y entonces,  según  la  inversión  evangéli- 
ca de  los  valores,  los  últimos  podrán  ser  los  primeros,  y los  más  humildes  en  el 
culto  los  más  elevados  en  el  amor. . . Sólo  Moisés  tuvo  el  privilegio  de  golpear 
la  roca,  pero  era  para  hacer  brotar  una  fuente  a la  cual  vendrían  a beber  el 
pueblo  y él  mismo.  Igualmente,  en  la  celebración  ministerial  del  rito  sacra- 
mental incruento,  los  sacerdotes  desempeñan  un  papel  de  privilegio.  Pero  tal 
celebración  es  un  "servicio"...,  que  abre  la  puerta  por  la  cual  los  fieles  bau- 
tizados, y con  ellos  los  mismos  sacerdotes,  pueden  entrar  libremente  en  el  dra- 
ma sacrificial  y caritativo  de  la  Pasión  cruenta,  según  la  medida  de  la  intensi- 
dad de  sus  súplicas.  En  esta  línea  del  ardor  de  la  caridad  y de  la  corredención 
del  mundo,  sucederá  que  el  ofrecimiento  de  los  fieles,  sobre  todo  el  ofreci- 
miento de  los  “amigos  de  Dios”  dispersados  en  el  mundo  o escondidos  en  los 
claustros,  pueda,  uniéndose  al  ofrecimiento  personal  del  sacerdote,  sostenerlo, 
elevarlo,  sobrepasarlo.  Podrán,  quizás,  más  de  lo  que  sabe  hacerlo  el  sacerdote, 
seguir  a Jesús  en  el  misterio. . . de  su  agonía  en  la  cruz,  penetrar  en  la  com- 
prensión de  la  tragedia  de  su  época  v tomar  sobre  sí  la  angustia  inmensa  de  la 
Humanidad  para  colocarla  en  la  misma  hostia  que  tienen  en  sus  manos.  Pare- 
cerá, entonces,  de  alguna  manera,  que  ellos  se  la  quitan  al  sacerdote  para  pre- 


100 


sentarla  menos  indignamente  que  él  al  Padre  celestial  y elevarla  más  alto  ha- 
cia el  cielo”  f3®)  . 

La  Misa  aparece  así  como  el  misterioso  medio  sacramental  que  lleva  a 
la  Iglesia  al  amor  sacrificial  del  Calvario  para  participar  abundante  y vital- 
mente de  él;  en  ella  se  verifica  “la  entrada  existcncial  plena  de  la  Iglesia,  en 
cada  uno  de  sus  momentos  al  cruento  sacrificio  redentor  de  la  cruz,  en  donde 
la  participación  de  la  Iglesia  ya  ha  sido  asignada  con  anterioridad”. 

3)  Tres  títulos  de  un  único  sacerdocio  cristiano. 

A cada  uno  de  los  dos  aspectos  de  la  realización  sacrificial,  el  del  amor 
religioso  y el  de  la  validez  cultual,  corresponde  un  título  especial  de  sacerdocio: 
el  “sacerdocio  espiritual-real”  de  la  santidad  personal  en  cuanto  depende  de  la 
virtud  de  religión,  y el  “sacerdocio  sacramental  o ministerial”  de  la  validez 
ritual.  Este  "sacerdocio  sacramental”  comprende,  a su  vez,  dos  títulos  diferentes 
de  validez:  uno  para  la  renovación  de  la  inmolación  incruenta,  el  "sacerdocio 
jerárquico”;  y el  otro  para  la  participación  válida  en  la  liturgia  de  la  Nueva 
Ley,  el  "sacerdocio  bautismal”. 

Tenemos,  asi,  tres  títulos  sacerdotales  en  el  único  sacerdocio  cristiano: 
el  sacerdocio  “ espiritual-real ”,  el  sacerdocio  " bautismal ” y el  sacerdocio  “je- 
rárquico”. Los  tres  son  participación  del  único  Sacerdocio  Supremo  de  Cristo. 

a)  El  sacerdocio  espiritual-real,  del  cual  hablan  los  textos  bíblicos,  es 
el  sacerdocio  de  la  vida  santa  y consagrada;  es  un  poder  sacrificial  personal  e 
interior  que  ofrece  nuestra  misma  vida  "formada  por  todos  los  actos  con  que 
nos  ordenamos  a Dios  y volvemos  a El,  debiendo  ser  el  acto  último  y más  de- 
cisivo nuestra  propia  muerte”. 

Se  llama  “espiritual”  porque  se  refiere  al  orden  del  amor  religioso;  y 
"real”,  porque  concierne  a la  "res”,  a la  realidad  íntima  del  culto  religioso 
concretada  en  la  vida  misma  del  hombre. 

Habilita  a sacrificarse  totalmente  como  Cristo,  participando,  con  la  his- 
toria de  la  propia  vida,  en  la  inmolación  espiritual-real  de  la  Cruz. 

b)  El  sacerdocio  bautismal,  es  un  poder  cultual  de  validez  litúrgica 
otorgado  por  el  carácter  del  Bautismo  y perfeccionado  y consumado  por  el  ca- 
rácter de  la  Confirmación.  Consagra  para  Cristo-Sacerdote  al  fiel  que  lo  re- 
cibe y lo  capacita  para  participar  válidamente  en  la  nueva  liturgia  del  Señor. 

No  da  poder  de  realizar  válidamente  la  inmolación  incruenta,  pero  sí 
hace  miembro  de  un  Cuerpo  orgánico  donde  Cristo  Sacerdote  y el  ministro 
celebrante  ejercen  un  sacerdocio  “funcional”  (“capital”)  en  favor  de  todo  el 
Cuerpo.  Cabe,  en  efecto,  recordar  que  la  inmolación  redentora  realizada  vá- 
lidamente sólo  por  el  Sumo  y Eterno  Sacerdote  y renovada  válidamente  sólo 
por  el  sacerdocio  jerárquico,  no  es  un  acto  "individual”,  sino  un  acto  “funcio- 
nal”, realizado  por  un  solo  órgano  del  cuerpo  pero  en  representación  y en  fa- 
vor de  todos  sus  miembros.  El  carácter  bautismal  incorpora  válidamente  a es- 
ta funcionalidad. 


(26)  Ch.  Joumet,  La  Messe,  pág.  141-144. 


101 


c)  El  sacerdocio  jerárquico,  es  un  poder  cultual  de  validez  litúrgica  otor- 
gado por  el  carácter  del  Orden.  Habilita  para  celebrar  los  santos  misterios,  no  ya 
simplemente  como  participantes  del  Cuerpo  sacerdotal,  sino  como  instrumen- 
tos específicos  de  Cristo  Sacerdote  y como  ministros  públicos  de  la  Iglesia. 

El  "sacerdocio  sacramental”  (tanto  "bautismal”  como  "jerárquico”)  es 
incapaz  de  habilitar  a los  hombres  para  poner  válidamente  por  ellos  mismos  los 
actos  del  culto  cristiano,  sólo  los  habilita  para  desempeñar  una  función  minis- 
terial, instrumental,  en  relación  a una  actividad  cultual  (27;  cfr.  también  35) . 

N.  B. — Es  indispensable  observar  que  entre  sacerdocio  “espiritual-real”  y sa- 
cerdocio “sacramental"  hay  íntima  y mutua  vinculación;  el  carácter  sacramental  no 
consagra  sólo  para  la  validez  de  un  rito  y,  por  otra  parte,  el  amor  religioso  del  cris- 
tiano no  puede  prescindir  del  carácter  sacramental.  Cabe,  pues,  subrayar  las  siguien- 
tes dos  conclusiones: 

1)  "El  sacerdocio  de  Cristo.  Tal  como  es  comunicado  sacramentalmente  a los 
fieles  en  el  Bautismo  (y  Confirmación)  y a los  sacerdotes  en  la  Ordenación,  no  es 
únicamente  litúrgico.  El  sacrificio  de  Cristo,  para  cuya  celebración  han  sido  consa- 
grados, ha  tenido  evidentemente  un  valor  cultual  eminente:  mas  su  contenido  esen- 
cial (y  entendemos,  con  ello,  su  contenido  cultual)  no  ha  sido  sino  el  sacrificio,  es 
decir  la  perfecta  referencia  a Dios  del  Cristo  vivo  que  nos  contiene  a todos  en  El. 
Terminativamente,  un  cristiano  no  es  consagrado  sacerdote  para  una  celebración  li- 
túrgico-ritual,  aunque  tal  celebración,  que  es  la  del  cuerpo  y de  la  sangre  de  Cristo, 
tiene  una  importancia  decisiva.  Los  sacramentos  son  para  los  hombres. El  sacrificio 
está  hecho,  más  allá  de  todo  sacramento,  para  suscitar  y educar  a participantes  en 
el  sacrificio  (espiritual-real)  de  Cristo,  para  procurar  el  sacrificio  (espiritual-real) 
de  los  hombres  unido  al  sacrificio  (espiritual-real)  de  Cristo”  (2®). 

2)  Por  otra  parte,  el  sacerdocio  espiritual-real  no  puede  prescindir  del  sacer- 
docio sacramental;  no  es  un  sacerdocio  distinto  del  de  Cristo,  sino  su  más  vital  par- 
ticipación. "El  sacredocio  espiritual-real  de  justicia  y de  santidad  halla  su  consuma- 
ción en  el  ejercicio  del  sacerdocio  bautismal  por  el  cual,  uniéndonos  a la  Pascua  del 
Señor,  entramos  eficazmente  con  El  en  el  santo  de  los  santos  y somos  aceptados,  pre- 
cisamente en  cuanto  cosas  ofrecidas,  por  el  Padre.  Y este  mismo  sacerdocio  bautis- 
mal no  puede  ser  ejercido  sino  por  la  actuación  del  sacerdocio  jerárquico”  (29). 

Después  del  pecado,  dice  Vagaggini,  ningún  hombre  tiene  el  poder  de  ofrecer- 
se a Dios  sino  con  referencia  al  sacrificio  de  Cristo. 


E)  ACTIVIDADES  SACERDOTALES  DE  LOS  LAICOS 

Establecido  el  concepto  integral  del  Sacerdocio  cristiano  en  la  Iglesia 
militante,  quisiéramos  indicar,  ahora,  cuáles  son,  en  el  “tiempo  intermedio”, 
las  actividades  sacerdotales  de  los  laicos. 

Pretendemos  simplemente  enunciarlas  en  sus  líneas  generales. 

Todo  laico  posee  un  doble  titulo  de  sacerdocio:  el  sacerdocio  “espiritual- 
real”  y el  sacerdocio  “bautismal”.  Por  estos  dos  títulos  tiene  que  desarrollar  un 
dcble  género  de  actividades  sacerdotales:  uno  en  el  orden  del  “amor  religioso”, 
y el  o:ro  en  el  orden  de  la  "validez”  en  la  participación  de  la  liturgia. 


(27)  Ch.  Journet,  L’Egl.  du  V.  In.,  II,  249-251. 

(28)  Maison-Dieu  a.c.  de  Congar,  pág.  76. 

(29)  Maison-Dieu,  a.c.,  de  Congar,  pág.  77. 


102 


Ambos  géneros  de  actividades  se  fundan  en  el  carácter  baustimal : el  pri- 
mero como  "exigencia”,  el  segundo  como  "poder”. 

1)  Actividades  del  sacerdocio  espiritual-real. 

En  el  orden  del  amor  religioso  el  sacerdocio  espiritual  cristiano  implica 
ofrecer  la  propia  vida,  con  sus  dones  e iniciativas;  implica  hacer  de  todo  sí 
mismo  una  ofrenda  consagrada  a Dios,  ya  que,  como  hemos  visto,  el  sacrificio 
es  "omne  opus  quod  agitur  ut  sancta  societate  inhaereamus  Deo”. 

Las  principales  expresiones  de  esta  actividad  sacerdotal  son: 

a)  la  ofrenda  de  las  acciones  cotidianas  realizadas  por  Dios  (=  ofrenda 
de  la  santidad  cristiana)  iluminando  la  actividad  de  la  gracia  con  la  virtud  de 
la  religión; 

b)  la  ofrenda  del  cuerpo.  “S.  Pablo  insiste  especialmente  en  la  ofrenda 
del  propio  cuerpo:  (30)  tanto  porque  el  cuerpo,  desde  el  punto  de  vista  bíblico, 
es  la  vida  misma  en  cuanto  manifestada,  como  por  razón  de  la  función  decisi 
va  que  desempeña  nuestro  ser  sensible  en  la  orientación  de  toda  nuestra  vida 
moral.  El  "cuerpo”  no  es  propiamente  la  “carne”,  en  el  sentido  bíblico  de  la 
palabra,  pero  le  es  estrechamente  ligado.  La  experiencia  muestra  cómo  la  ac- 
titud que  se  toma  acerca  del  propio  cuerpo  y del  cuerpo  ajeno  tiene  una  im- 
portancia decisiva  para  nuestras  relaciones  con  Dios.  Es  allí  donde  se  empieza 
a ser  esclavos  o libres.  Pues,  el  ideal  espiritual  es  el  de  un  hombre  libre  con 
respecto  a toda  concupiscencia  egoísta  (¡qué  programa!) , en  forma  tal  que  sea, 
en  el  amor,  el  servidor  de  Dios  y de  los  demás”  (31) . 

La  ofrenda  del  cuerpo  implica  tres  grandes  actitudes  sacrificiales  en  la 
vida  cristiana:  la  "Mortificación”  (que  incluve  las  enfermedades  y la  muerte) , 
la  "Virginidad”  por  razón  del  Reino,  y el  "Martirio”  como  suprema  actitud 
sacrificial; 

c)  la  ofrenda  de  tas  cualidades  y de  las  responsabilidades  personales,  o 
sea,  por  una  parte,  el  ofrecimiento  de  los  propios  dones  v recursos,  de  lo  nue 
uno  es  y oue  tiene:  "que  Hércules  o Cristóbal  ofrenden  a Dios  su  fuerza.  To- 
más su  inteligencia,  Dante  la  armonía  de  su  palabra,  v el  pobre  nrestidigitador 
su  destreza”;  por  otra,  el  ofrecimiento  de  la  pronia  resp^nsabilid' d en  cuanto 
implica  intercesión  v mediación  religiosa  por  todos  aquellos  de  los  cuales  uno 
es  responsable  por  solidaridad  y vocación: 

d)  la  ofrenda  dei  testimonio  público  de  la  propia  fe,  o sea,  de  la  con- 
fesión exterior  de  la  propia  consagración  a Dios  en  Cristo,  exigida  como  fun- 
ción cultual  en  cada  fiel  particularmente  por  el  carácter  de  la  Confirmación. 
Tal  confesión  tiene  múltiples  expresiones,  según  las  distintas  edades,  estados 
de  vida,  profesión  y circunstancias  históricas: 

e)  la  ofrenda  de  la  vida  matrimonial,  que  implica  el  mu*uo  sacrificio 
cristiano  de  los  esposos,  el  generoso  servicio  a los  hijos  nacidos  de  ellos  p°ra  ser 
de  Dios  en  Cristo,  el  vivir  con  amor  religioso  la  comunidad  conyugal  como  sím- 


(30)  cfr.  Rom.  6,  12-13,  19;  12,  2:  comp.  I Cor.  3.  16-17;  6,  15,  19-20. 

(31)  Maison-Dieu,  a.c.  de  Congar,  pág.  78. 


103 


bolo  y mediación  de  la  "sancta  societas”  con  Dios,  que  da  lugar  a múltiples 
expresiones  de  religión  en  la  familia,  llamadas  "liturgia  del  hogar”; 

f)  la  ofrenda  total  de  la  propia  personalidad,  consagrada  definitiva- 
mente a Dios  en  el  estado  religioso  como  holocausto.  “Notemos  lo  lamentable 
que  es  el  proponer  tan  poco  esta  doctrina  a los  fieles  y también  a los  religiosos 
y a las  religiosas.  La  vida  religiosa  es,  de  suyo,  una  realización  ideal  del  sacer- 
docio espiritual-real  por  el  cual  cada  fiel  es  calificado,  personal  e interiormen- 
te, para  ofrecer  él  mismo  a Dios  el  culto  espiritual  que  le  debemos  (Rom.  12,1) 
y en  el  cual  El  se  complace  (Hebr.  13,16) . Mas,  en  la  vida  religiosa  como  en  la 
Iglesia  en  general,  la  consideración  del  sacerdocio  jerárquico  ha  comprimido 
y como  desvalorizado  la  del  sacerdocio  espiritual-real  de  justicia.  Las  religiosas, 
y los  religiosos  que  no  son  “sacerdotes”,  se  sentirían  reconfortados  y entusias- 
mados en  su  vocación  si  se  les  presentara  su  vida  como  una  realización  muy 
pura  del  sacerdocio  real  del  Bautismo  y de  la  Gracia”.  (3J) . 

2)  Actividades  del  sacerdocio  bautismal. 

En  el  orden  de  la  validez  cultual  los  laicos  consagrados  por  el  carácter 
sacramental  “son  admitidos  a participar  en  el  culto  ofrecido  por  el  Sacerdote 
Unico...  Son  llamados  a entrar,  unos  tras  otros,  en  la  corriente  de  su  media- 
ción ascendente  para  ofrecer  a Dios,  por  Cristo,  con  Cristo,  en  Cristo,  todos  los 
hombres  de  su  generación;  y en  la  corriente  de  la  mediación  descendente,  para 
entregar  por  Cristo,  con  Cristo,  en  Cristo,  Dios  a todos  los  hombres  de  su  ge- 
neración”. (&) . 

Para  ello  conviene  recordar  que  en  el  culto  público  de  la  Nueva  Ley  hay 
dos  hartes  distintas:  la  que  brota  actual  e inmediatamente  de  Cristo,  Cabeza 
y “ espíritu " vivificante  de  la  Iglesia;  y la  que  brota  actual  e inmediatamente 
de  la  Iglesia  Esposa,  pleroma  de  la  Cabeza  y “ cuerpo ” de  ese  '‘espíritu". 

Así.  en  la  mediación  ascendente,  brota  directamente  de  Cristo  Sacerdo- 
te nrincinal  la  validez  de  fa  renovación  incruenta  del  sacrificio  de  la  cruz;  y, 
en  la  mediación  descendente,  la  validez  de  la  administración  de  los  Sacramen- 
tos Todo  lo  demás,  tanto  en  la  mediación  ascendente  como  en  la  descendente, 
brota  directamente  de  la  Iglesia  Esposa. 

Estas  dos  partes  se  distinguen  pero  no  se  separan.  La  Liturgia  es  el  cul- 
to del  mismo  Cristo,  pero  es  también  verdaderamente  el  culto  de  la  Iglesia, 
el  sacrificio  de  Cristo  es  también  el  sacrificio  de  la  Iglesia,  por  dos  razones: 
— nornue.  en  la  Liturgia,  el  sacrificio  de  Cristo  es  ofrecido  por  intermedio  de 
la  Iglesia;  — v porque  la  iglesia  ofrece,  por  participación,  su  propio  sacrificio 
espiritml-real  en  el  sacrificio  mismo  de  Cristo. 

"Tesús  mismo  no  ofrece  más  su  sacrificio  sobre  la  tierra  sino  por  inter- 
medio. no  sólo  del  sacerdocio,  sino  de  la  ofrenda  de  la  Iglesia,  insertando  el 
Memorial  de  su  muerte. . . en  una  celebración  cultual  de  la  Iglesia,  donde  el 
sacerdote  actúa  como  ministro  de  la  Iglesia.  Así  la  Eucaristía  es  conjuntamen- 


te) Y.  Congar,  o.c.,  pág.  266-267. 

(33)  Ch.  Journet,  L’Egl.  du  V.  In.,  I,  80. 


104 


te  el  sacramento  del  sacrificio  de  Cristo,  que  incluye  el  sacrificio  de  todo  su 
cuerpo,  y el  sacramento  del  sacrificio  de  la  Iglesia”.  (34) . 

Podríamos  decir  que  desde  que  Cristo  se  casó  con  la  Iglesia,  los  dos  ac- 
túan en  la  tierra  indisolublemente,  el  uno  en  el  otro.  Cristo  ya  no  hace  nada 
en  la  tierra  sin  la  Iglesia  y la  Iglesia  no  hace  nada  sino  en  Cristo,  por  Cristo 
y con  Cristo.  Esta  indisolubilidad,  sin  embargo,  no  suprime  la  distinción,  ni  la 
actividad  y la  originalidad  de  la  Esposa  fidelísima.  Si  bien  es  cierto  que  Cristo 
ha  dado  a su  muerte  en  la  cruz  el  carácter  de  un  ofrecimiento  sacrificial  defi- 
nitivo, de  una  liturgia  suprema,  que  no  puede  estrictamente  ni  ser  repetida  ni 
ser  agotada,  de  la  cual  todos  los  fieles  de  las  edades  posteriores  deberán  par- 
ticipar, también  es  igualmente  cierto  que  tal  participación  se  realiza  en  la  Igle- 
sia .y  por  la  Iglesia  según  actividades  históricas  concretas.  Pues,  el  carácter  sa- 
cramental introduce  cabalmente  en  esta  liturgia  nupcial,  consagrando  para  la 
verdad  y la  validez  de  sus  actos  cultuales,  tanto  en  forma  activa  como  en  for- 
ma pasiva.  (35) . 

Los  principales  poderes  que  la  consagración  sacramental  del  Bautismo 
(y  de  la  Confirmación)  da  a los  laicos  son: 

a)  poder  de  "participar  activamente  en  el  sacrificio  eucarístico  y hacer- 
lo suyo  en  sí  mismo.  Esta  participación  activa  por  la  cual  todo  cristiano,  en 
acto  realmente  sacerdotal  y no  sólo  metafóricamente,  hace  suyo  el  sacrificio  de 
Cristo,  se  realiza,  cuando  él,  en  la  Misa,  unido  de  voluntad  a Cristo,  en  acto 
sacerdotal  y sacrificial,  ofrece  a Dios  Cristo  mismo  junto  con  la  propia  vida 
para  reconocer,  siempre  unido  a Cristo,  su  dominio  soberano”  (M)  ; 

b)  poder  de  participar  activa  y pasivamente  en  ta  liturgia  de  los  Sa- 
cramentos 

—para  administrarse  y vivir  el  matrimonio  cristiano. 


(34)  Y.  Congar,  o.e.,  pág.  286. 

(36)  S.  Th.  II,  q,  63,  a.  3:  “deputatur  quisque  fidelis  ad  recipiendum  vel  traden • 
dum  aliis  ea  quae  pertinent  ad  cultum  Dei;  et  ad  hoc  proprie  deputatur  Cha- 
racter  sacramentalis”;  cfr.  también:  a.  6,  c. 

Comenta  Juan  de  Santo  Tomás:  III.  63  d.  25,  a.  2.  n.  17,  5,  IX:  “character  est 
potentia  competens  ministris  sacramentorum,  ut  solum  ministerialiter  concu- 
rrat  ad  illa,  sive  passive,  sive  active”.  La  funcionalidad  ministerial  activa  es 
fácil  de  entender;  en  cambio,  la  funcionalidad  ministerial  pasiva  requiere  una 
aclaración.  Según  Juan  de  santo  Tomás  esta  potencia  pasiva  es  ministerial  por 
tres  razones:  a) — porque  da  la  capacidad  de  formular  válidamente  la  inten- 
ción requerida  en  el  sujeto  para  recibir  los  Sacramentos  (“est  autem  sacra- 
mentaliter  recipere,  cum  debita  intentione  recipere;  unde  non  est  puré  princi- 
paliter  recipere”);  b) — porque  habilita  el  sujeto  a la  recepción  de  otra  capa- 
cidad, la  de  autorizarlo  a realizar  ministerialmente  acciones  especiales  de  cul- 
to; c) — porque,  por  su  intermedio,  el  sujeto  puede  recibir  los  frutos  santifi- 
cadores  de  los  Sacramentos. 

Según  la  doctrina  tomista,  podemos  decir  que  el  carácter  sacramental  es  “una 
potencia  sobrenatural  física  e instrumental,  que  capacita  al  sujeto,  a través  de 
su  intelecto  práctico,  a poner  ministerial  y válidamente  los  actos  oficiales  del 
culto  cristiano;  mediante  tal  potencia,  Cristo  Sacerdote  continúa  ofreciendo  per- 
sonalmente al  eterno  Padre  la  liturgia  de  la  Cruz  en  su  Cuerpo  Místico,  y vi- 
vificando, por  medio  de  los  Sacramentos,  a los  hombres". 

(36)  C.  Vagaggini.  o.c.,  pág.  155. 


105 


—para  recibir  la  Comunión,  la  Confirmación,  el  Orden,  la  Penitencia  y 
la  Santa  Unción  de  los  enfermos, 

—para  recibir  los  Sacramentales  y actuar  en  ellos; 

c)  poder  de  participar  en  la  Alabanza  divina  litúrgica,  en  los  oficios  y 
oraciones  públicas,  sin  que  repugne  que  puedan  llegar  a ser  presidentes,  en  de- 
terminados casos,  de  la  asamblea  de  oración. 

Se  trata  de  tres  círculos  concéntricos  de  poderes  que  abarcan  todo  el  cul- 
to litúrgico  de  la  Iglesia,  tal  como  nos  lo  ha  propuesto  Pío  XII  en  la  encíclica 
“Mediator  Dei”:  "el  Redentor  quiso,  además,  que  la  vida  sacerdotal,  iniciada 
por  El  en  su  cuerpo  mortal  con  sus  oraciones  y su  sacrificio,  no  cesara  a tra- 
vés de  los  siglos  en  su  Cuerpo  Místico. . . La  Iglesia,  pues,. . . prolonga  el  oficio 
sacerdotal  de  Jesucristo. en  el  altar,  donde  el  Sacrificio  de  la  Cruz  es  conti- 
nuamente representado  y renovado,  con  la  sola  diferencia  del  modo  de  ofrecer- 
lo; en  los  Sacramentos,  peculiares  instrumentos  por  los  cuales  los  hombres  par- 
ticipan de  la  vida  sobrenatural;  y,  finalmente,  en  el  homenaje  de  Alabanza  que 
diariamente  se  ofrece  a Dios  Optimo  Máximo"  (37) . 

Quizás  valga  la  pena  precisar  con  mayores  detalles  el  primer  poder  de 
participación  en  el  sacrificio  eucaristico. 

Desde  el  punto  de  vista  de  la  validez  cultual  en  toda  Misa  actúan  sa- 
cerdotalmente las  siguientes  personas: 

a)  Cristo-hombre , que  es  el  Sacerdote  principal  y actual  del  sacrificio; 

b)  la  Iglesia-Esposa  (considerada  aquí  como  "Institución  Jerárquica" 
y no  simplemente  como  “Comunidad  de  los  fieles”)  actúa  subordinadamente 
a Cristo-Sacerdote  de  dos  maneras  diferentes  según  los  momentos  de  la  Misa: 

—en  el  momento  de  la  transubstanciación,  actúa  como  instrumento,  sien- 
do portadora  fidelísima  de  la  voz  de  su  Esposo:  actúa,  aquí,  “in  persona 
Christi”; 

—antes  y después  de  la  transubstanciación,  actúa  como  causa  principal, 
"in  persona  propria”:  lleva  su  peculiar  aporte  de  Esposa  activa  en  las 
plegarias,  en  las  ceremonias  de  la  Misa  y en  la  proposición  de  la  Pa- 
labra de  Dios; 

c)  los  Sacerdotes  de  la  Jerarquía,  actúan  como  ministros  de  la  Iglesia 
aplicando  (=“usus”)  concretamente  su  intención  en  la  realización  de  los  ri- 
tos según  dos  maneras  distintas: 

—en  el  momento  de  la  transubstanciación,  prestan  a la  Iglesia  su  voz 
para  que,  “in  persona  Christi”,  renueve  el  sacrificio  de  la  cruz; 

—antes  y después  de  la  transubstanciación,  prestan  a la  Iglesia  su  voz 
para  que,  “in  persona  propria”,  realice  todo  su  aporte  litúrgico  de 
Esposa  en  honor  del  Padre  y en  bien  del  pueblo  fiel; 

d)  los  Laicos,  consagrados  por  el  Bautismo  (y  la  Confirmación)  y que 
constituyen  la  Iglesia  como  “Comunidad  de  los  fieles”,  actúan  no  para  realizar 
la  Misa,  que  es  función  sólo  del  sacerdote  jerárquico,  sino  para  apropiársela 
haciendo  suyo  el  sacrificio  de  Cristo  y de  la  Iglesia.  El  sacrificio  es  de  toda  la 
Comunidad  de  los  fieles;  los  Laicos  ofrecen  verdadera  y válidamente  la  Vícti- 


(37)  AAS.,  39,  1947,  B21  ss. 


106 


ma,  pero  no  por  sí  mismos,  sino  por  intermedio  del  Sacerdote  celebrante,  así 
como  la  mano,  en  un  cuerpo  orgánico,  ve  por  intermedio  del  ojo.  Por  eso  re- 
ciben, a la  par  del  sacerdote  celebrante,  la  Víctima  del  sacrificio  en  vista  de 
unirse  a Dios  en  la  nueva  Alianza  del  amor. 

Con  razón  la  Misa  implica  todo  un  diálogo  entre  la  asamblea  de  los 
fieles  y el  sacerdote  celebrante;  no  se  trata  de  un  rito  individual,  sino  que  es 
el  rito  comunitario  de  todo  un  cuerpo  orgánico  sacerdotal;  como  decía  s.  Ci- 
priano: “quando  in  unum  cum  fratribus  convenimus  et  sacrificia  divina  cum 
Dei  sacerdote  celebramus" . (®) . 


CONCLUSION 

Nuestras  reflexiones  han  partido  del  concepto  de  que  el  “laico”  tiene  en 
la  Iglesia  un  papel  activo  y una  función  importante:  “debe  trabajar  íntegra- 
mente para  promover  la  fe  y la  civilización,  unificándolas  sin  confundir- 
las”. (w) . Su  tarea  es  de  mucha  responsabilidad,  y le  es  exigida  por  su  indeleble 
consagración  a Cristo  a través  del  carácter  sacramental. 

Por  este  carácter  participa  peculiarmente  del  Sacerdocio  de  Cristo. 

¿En  qué  sentido? 

Para  contestar  con  precisión  hemos  definido  el  sacerdocio  por  el  sacri- 
ficio, y el  sacrificio  por  la  ordenación  de  toda  la  vida  a Dios,  expresada  a tra- 
vés de  un  rito  cultual,  para  establecer  con  El  y con  los  hombres  una  sociedad 
santa. 

El  auténtico  y perfecto  Sacerdote  de  la  historia  humana  es  Cristo,  quien 
ha  expresado  su  supremo  poder  sacerdotal  de  dos  maneras:  “realizando”  el  sa- 
crificio definitivo  de  la  Cruz,  e "instituyendo”  la  liturgia  eucarística  de  su  re- 
novación sacramental. 

Los  Laicos  participan  doblemente  de  este  sacerdocio  perfecto:  con  la 
“Gracia  cristiana”  (==  virtud  infusa  de  Religión)  para  hacer  de  su  propia  vida 
litúrgica  de  la  Eucaristía  (de  los  Sacramentos  y de  la  Divina  Alabanza) , como 
un  sacrificio  espiritual-real  de  participación  vital  en  el  sacrificio  de  la  Cruz;  .y 
con  el  "carácter  sacramental”  para  intervenir  válidamente  en  la  celebración 
medio  para  apropiarse  el  sacrificio  de  Cristo  entrando  a él  existencialmente 
con  el  aporte  del  sacrificio  de  la  Iglesia  (que  involucra  el  propio  de  ellos) , en 
la  construcción  de  la  santa  sociedad  de  los  justos  en  cada  época  de  la  historia. 

Asi  como  la  “ Iglesia-Institución ” está  al  servicio  de  la  “ Iglesia-Comuni- 
dad”,  del  mismo  modo  el  "Sacerdocio  Sacramental”  está  al  servicio  del  " Sacer- 
docio Espirituaf.Real"  y los  ritos  están  al  servicio  de  la  vida,  de  una  vida  con- 
sagrada por  la  virtud  sobrenatural  de  religión,  la  cual  encauza  todo  el  dina- 
mismo de  los  bautizados  hacia  una  actitud  de  “devoción”  para  con  Dios,  que 
los  hace  ser  y vivir,  en  Cristo,  como  hijos  del  Padre:  “filii  in  Filio” 


(38)  “De  oratione  dominica”,  PL.  4,  538. 

(39)  Eglise  et  Apostolat,  Casterman  1957. 


107 


La  circunscripción  de  Diócesis  en  el 
Derecho  Concordatario 


Fr.  Carlos  Oviedo  Cavada,  o.  de  m. 
Vice-Decano  de  la  Facultad  de  Teo- 
logía de  la  Universidad  Católica  de 
Chile  y Prof.  de  Derecho  Canónico. 

SUMARIO:  1.  Introducción.  2.  Concordatos  y Bullae  circurnscriptionum.  3.  Cir- 
cunscripción de  diócesis  gestionadas  por  Napoleón:  a)  en  Francia;  b)  En  sus 
dominios.  4.  Circunscripciones  gestionadas  por  los  reyes  de  España.  5.  En  el  Im- 
perio austríaco.  6.  En  el  reino  de  Cerdeña.  7.  En  el  reino  de  Nápoles.  8.  Reorgani- 
zación en  Francia  gestionada  por  Luis  XVIII.  9.  Movimiento  concordatario  en 
Italia  y Alemania.  10.  Nuevas  circunscripciones  en  Suiza.  11.  Polonia.  12.  Rusia. 
13.  El  problema  de  las  circunscripciones  en  Hispanoamérica.  14.  Colombia  y San 
Juan  de  Cuyo  (Argentina).  15.  Chile.  16.  San  Salvador.  17.  Introducción  al  es- 
tudio de  nuestra  crítica.  18.  Política  de  la  Santa  Sede  en  la  circunscripción  de 
diócesis.  19.  Oportunidad  y problemas  de  las  Bullae  circumacriptionum.  20.  Con- 
clusiones. 

I.  En  el  Derecho  concordatario  se  encuentran  muchas  materias  cuyo 
estudio  no  ha  sido  profundizado  debidamente  por  los  tratadistas  y que  son, 
sin  duda,  del  más  grande  interés  especialmente  para  considerar  e interpretar 
en  líneas  generales  la  política  y diplomacia  de  la  Santa  Sede  en  determinados 
períodos  y particularmente  para  ilustrar  —también  a grandes  rasgos—  la  tra- 
yectoria de  las  relaciones  entre  Iglesia  y Estado. 

La  circunscripción  de  diócesis  ha  ocasionado  una  amplia  e intensa  ac- 
tividad en  el  Derecho  corcordatario  en  muchos  períodos  históricos;  y esta  ma- 
teria es  una  de  las  que  han  sido  notablemente  marginadas  en  los  estudios  con- 
cordatarios. Este  vacío  nos  ha  movido  a ofrecer  una  investigación  sobre  di- 
cho objeto,  circunscribiendo  nuestro  trabajo  a la  primera  mitad  del  siglo  XIX, 
en  que  esta  actividad  concordataria  tiene  un  especial  interés  y en  que  la  línea 
de  la  diplomacia  pontificia  presenta  rasgos  bien  marcados,  y útiles  para  una 
interpretación  objetiva  en  una  materia  que  no  deja  de  mostrar  dificultades  y 


108 


aparentes  contradicciones.  En  efecto,  ese  período  conoció  una  muy  insegura 
situación  política  internacional,  que  llevaba  consigo  violentos  y repetidos  cam- 
bios de  límites  territoriales.  En  Europa  los  primeros  treinta  años  del  siglo 
XIX  contemplan  continuas  modificaciones  del  mapa  político,  mientras  con 
temporáneamente  las  guerras  de  la  Independencia  en  Hispanoamérica  daban 
origen  al  nacimiento  de  varias  nuevas  naciones  o estados. 

A pesar  de  que  nuestra  investigación  la  hemos  reducido  a un  período 
del  que  nos  separa  más  de  un  siglo,  la  actualidad  del  tema  mismo  está  siem- 
pre en  vigor,  pues  a través  de  todo  lo  que  ha  corrido  hasta  ahora  en  la  Histo- 
ria, la  circunscripción  de  diócesis  ha  continuado  siendo  objeto  de  concordatos 
o convenciones  entre  la  Santa  Sede  y los  gobiernos,  algunas  veces  como  parte 
de  un  concordato  amplio  y complejo  (*) , otras  como  específico  y solo  asunto 
de  alguna  solemne  convención  (2) . En  ambos  casos  tenemos  importantes  y 
recientes  ejemplos,  como  hacemos  observar  en  las  anteriores  notas. 

2.  En  el  período  que  nos  ocupará,  la  circunscripción  de  diócesis  la  en- 
contramos estipulada  en  concordatos  más  o menos  amplios  y más  generalmen- 
te en  bulas,  que  en  Derecho  concordatario  se  llaman  Bullae  circumscnptionum, 
y en  las  que,  en  definitiva,  se  resolvían  también  precedentes  concordatos  o 
convenciones. 

Es  importante  hacer  aquí  una  observación  preliminar,  que  no  es  dis- 
gresión  sino  una  aclaración  previa  de  términos,  pues  su  precisión  incide  en  todo 
nuestro  estudio. 

Los  tratadistas  de  Derecho  público  eclesiástico  están  concordes  en  ad- 
mitir que  concordato  es  el  nombre  genérico  que  designa  cualquier  tratado  o 
acuerdo  entre  la  Santa  Sede  y un  Estado.  Entre  ellos  citaremos  solamente  a 
Bender  (3) , Bruno  (4) , Cappello  (*) , Cavagnis  (®) , Coronata  (?)  , Lo  Gras- 
so  (8) , Marchesi  (9) , Pérez  Mier  (10) , Rivet  (11) , Romani  t12) . Sotillo  (13) , 


( 1 ) Concordato  entre  la  Santa  Sede  y España.  27  de  agosto  de  1953.  Art.  IX.  A.A.S. 
45  (1953)  p.  629. 

( 2 ) Conventio  ínter  S.  Sedem  et  Rhenaniam  Septemtrionalem  atque  Vestphaliam. 
19  dec.  1956.  A.A.S.  49  (1957)  pp.  201  - 205.  cfr.  Bulla  Germanicae  gentis,  23 
febr.  1957.  E tribus  ecclesiis  Coloniensi,  Paderbornensi  et  Monasteriensi,  de- 
tractis  quibusdam  territoriis,  nova  dioecesis  efficitur,  cuius  nomen  erit  “Essen- 
diensis”.  ib.  pp.  993  - 995. 

( 3 ) Ius  publicum  eeclesiasticum.  Bussum  in  Hollandia,  1948.  p.  218. 

(4  ) El  derecho  público  de  la  Iglesia  en  la  Argentina.  Buenos  Aires,  1956.  vol.  II, 
p.  356. 

( 5 ) Institutiones  Iuris  publici  ecclesiastici.  Romae,  1882.  vol.  I,  p.  387. 

( 6 ) Summa  Inris  publici  ecclesiastici.  Romae,  1954.  ed.  6a.  p.  252. 

( 7 ) Institutiones  Iuris  Canonici.  Ius  publicum  eeclesiasticum.  Taurini  - Romae.  1960. 
ed.  4a.  p.  140. 

( 8 ) Enciclopedia  Cattolica.  t.  IV,  col.  186. 

( 9 ) Summula  Iuris  publici  ecclesiastici.  Neapoli,  1948.  p.  157. 

(10)  Iglesia  y Estado  nuevo.  Madrid,  1940.  p.  49. 

(11)  Quaestiones  iuris  ecclesiastici  publici.  Romae,  1911.  pp.  194-195. 

(12)  Elementa  iuris  Ecclesiae  publici  fundamentalis.  Romae,  1943.  p.  282. 

(13)  Compendium  Iuris  publici  ecclesiastici.  Santander,  1951.  ed.  2a.  p.  331. 


109 


Van  Hove  (14) , Wernz  (15) , etc.  Pero  muchas  veces  —y  esto  es  de  admirar- 
se ha  querido  prácticamente  restringir  la  noción,  no  el  término,  de  concordato 
solamente  a aquellas  formas  de  tratados  amplios  en  que  se  regulan  complejos 
asuntos  de  interés  para  ambas  sociedades  o que  bien  claramente  exhiben  la 
formalidad  bilateral  del  tratado.  Y esto  que  es  de  admirar  ha  tenido  sus  con- 
secuencias graves.  En  primer  lugar  esta  restricción  del  concepto  ha  primado  en 
el  criterio  de  quienes  han  compilado  las  pocas  colecciones  existentes  de  con- 
cordatos; y,  en  segundo  lugar,  ha  resultado  —tal  vez  como  consecuencia  tam- 
bién del  hecho  que  notamos  recientemente—  que  el  mismo  Derecho  concor- 
datario ha  sido  estudiado  hasta  ahora  casi  exclusivamente  en  base  a tales  con- 
venciones o tratados  amplios,  descuidándose  casi  del  todo  otros  documentos 
concordatarios  de  notable  importancia  en  las  relaciones  de  la  Iglesia  y los  Es- 
tados y,  por  ende,  en  la  diplomacia  pontificia. 

A esta  segunda  clase  de  documentos  pertenecen  las  Bullae  circumscrip- 
tionum  (16) , de  que  nos  ocuparemos  principalmente  y que  en  el  período  que 
estudiaremos  fueron  de  uso  bastante  frecuente. 

De  estas  Bullae  circumscriptionum  debemos  explicar  su  naturaleza  con- 
cordataria. 

En  primer  lugar  está  el  hecho  de  que  la  misma  erección  o circunscrip- 
ción de  diócesis  es  una  negociación  concordataria  previa  a las  mismas  bulas 
de  que  tratamos,  y de  la  que  generalmente  se  hace  mención  al  principio  del 
documento,  es  decir,  en  aquellos  párrafos  que  los  Bularios  llaman  Expositio 
precum  o Tenor  concessionis.  Dicha  negociación  concordataria  fue  siempre 
una  estricta  gestión  diplomática,  algunas  veces  muy  compleja  y difícil,  otras 
veces  resultado  de  varias  tentativas  precedentes.  En  contados  casos  en  que  no 
existió  el  carácter  diplomático,  se  tuvo  por  lo  menos  una  gestión  con  un  go- 
bierno civil  soberano  o federado,  como  son  respectivamente  los  ejemplos  de 
la  Provincia  de  San  Juan  de  Cuyo  (Argentina)  y los  Cantones  suizos. 

En  seguida,  las  Bullae  circumscriptionum  contienen  también  diversas 
materias  concordatarias,  que  de  común  acuerdo  debían  estipular  o ejecutar 
la  Santa  Sede  y los  gobiernos.  Estas  materias  son  especialmente  relativas  al  ré- 
gimen de  dotaciones  eclesiásticas  y comúnmente  se  encuetran  los  siguientes 
puntos  por  determinar,  a veces  como  objeto  de  sucesivas  gestiones:  a)  dotación 
de  la  mesa  episcopal;  b)  construcción  o habilitación  de  residencia  para  el 
Obispo;  c)  dotación  del  Capítulo  catedral;  d)  dotación  de  la  fábrica  de  la  ca- 
tedral; y e)  dotación  del  seminario  diocesano.  En  muchas  de  estas  Bulas,  par- 
ticularmente en  Europa,  hallamos  también  concesión  de  privilegios,  especial- 
mente del  derecho  de  nominación  del  Obispo  y de  las  dignidades  del  Capítulo. 
Consecuentemente,  estas  Bullae  circumscriptionum  son  concordatos  estricta- 
mente tales  y cuya  objetiva  importancia  se  podrá  relevar  y valorizar  en  el  cur- 
so de  nuestra  investigación. 


(14)  Prole gomena.  Mechliniae  - Romae,  1945.  ed.  2a.  p.  83. 

(15)  Iu8  Decretalium.  ed.  2a.  t.  I,  p.  216. 

(16)  cfr.  Ottaviani,  Alaphridus.  Institutiones  Iuris  publici  ecclesiastiei.  Typis  Poli 
glottis  Vaticanis,  1948.  ed.  3a.  vol.  II,  pp.  276  - 276. 


110 


Al  estudiar  las  Bullae  circumscnptionum . de  que  nos  vamos  a ocupar, 
nos  dispensamos  de  transcribir  los  párrafos  en  que  se  estipula  el  régimen  con- 
cordatario de  las  dotaciones,  para  no  recargar  más  profusamente  nuestras  re- 
ferencias, bastando  con  la  general  especificación  que  hemos  hecho  más  arriba. 

3.  La  instauración  napoleónica  y las  sucesivas  guerras  del  Cónsul  y 
Emperador  ocasionaron  un  intenso  movimiento  del  Derecho  concordatario,  de 
complejas  características  por  todos  los  flujos  y reflujos  de  la  política  interna 
cional  de  entonces,  que  incidía  en  reorganizaciones  internas  de  los  territorios 
de  la  Iglesia  y en  el  adaptarlos  a los  nuevos  señores  temporales. 

a)  El  comienzo  está  en  el  artículo  2 del  Concordato  entre  Pío  VII  y la 
República  francesa,  de  15  de  julio  de  1801:  “II  sera  fait  par  le  Saint-Siége,  de 
concert  avec  le  gouvernement  une  nouvelle  circonscription  des  diocéses  fran- 
jáis'’ (17) . El  Papa  inmediatamente  —de  acuerdo  al  artículo  3 del  mismo  Con- 
cordato (18)  — dirigía  a los  Arzobispos  y Obispos  de  Francia  el  Breve  Tam 
multa,  de  15  de  agosto  de  1801,  para  que  renunciaran  a sus  sedes  y así  fuera 
posible  la  nueva  circunscripción  deseada  por  el  Cónsul  y aprobada  por  la  San- 
ta Sede  (19) . Después  de  superar  no  leves  dificultades,  Pío  VII  expedía  el  29 
de  noviembre  de  1801  la  Bula  Qui  Christi,  por  la  que  suprimía  todas  las  ar- 
quidiócesis  y diócesis  de  Francia  y erigía  diez  nuevas  arquidiócesis  y cincuenta 
diócesis  (90) . 

Esta  reorganización  interna  de  los  territorios  eclesiásticos  de  Francia 
tenía  en  parte  una  sobrada  justificación  para  ordenar  definitivamente  la  con- 
fusión que  había  introducido  la  Revolución,  como  era  el  haber  creado  nuevas 
diócesis  y que  habían  sido  provistas  con  Obispos  consagrados  cismáticamente. 
Sin  embargo,  comenzará  en  seguida  la  política  de  que  las  circunscripciones 
eclesiásticas  debían  adaptarse  a las  nuevas  anexiones  territoriales. 

b)  Efectivamente,  las  guerras  napoleónicas  pronto  motivaron  esta  nue- 
va ordenación  eclesiástica  en  Piamonte,  pasado  ya  al  dominio  francés,  que  fue 


(17)  Mercati,  Angelo.  Raecolta  di  Concoráati  su  materie  eeelesiastiche  tra  la  Santa 
Sede  e le  autoritá  civili.  vol.  I.  Tipografía  Poliglotta  Vaticana,  1954.  p.  562. 

En  adelante  citaremos  sólo  Raecolta. 

(í8)  l.e. 

(19)  Venerabilibus  fratribus  archiepiscopis,  et  episcopis  Galliarum  communionem,  et 
gratiam  Sedis  Apostolicae  habentibus.  committitur,  ut  sedes  quas  tenent  re- 
signent,  ut  fieri  locus  possit  novae  circumscriptioni  dioecesium  a primo  Ga- 
lliarum consule  volita,  et  a sancta  Sede  probata.  Breve  Tam  multa.  Bullarii 
Romani  continuatio.  t.  XI,  pp.  187  - 190. 

Citaremos  siempre  la  edición  de  Roma,  y con  la  sola  palabra  Bullarii. 
cfr.  los  Mónita  del  Papa  a los  Obispos  franceses,  í6.  p.  192. 

(20)  Suppressio  omnium  ecclesiarum  tam  archiepiscopalium  quam  episcopalium  in  do. 
minio  reipublicae  Gallicanae  existentium,  et  erectio  decem  metropolitanarum 
ecclesiarum,  et  quinquaginta  episcopalium  in  dominio  praefato.  Bullarii.  t.  XI, 
pp.  245  - 249.  Es  importante  destacar  — como  primer  ejemplo — el  carácter  con- 
cordatario expuesto  en  la  Bula:  “Volentes  nunc  necessariam  constitutionem  eccle- 
siastici  regiminis  catholicorum  subditorum  reipublicae  gallicanae  exequi,  prout 
etiam  nobis  primus  Cónsul  eiusdem  Gallicanae  reipublicae  se  desiderare  signifi- 
cavit,  apostolicis  hisce  Nostris  literis  de  novo  constituimus.  et  erigimus  decem 
ecclesias  metropolitanas,  itemque  quinquaginta  ecclesias  episcopales...”,  ib.  p.  247. 


111 


acordada  por  la  Bula  Gravissimis  causis,  de  19  de  junio  de  1803,  por  la  que 
Pío  VII  comisionaba  al  Cardenal  Caprara,  su  Nuncio  ante  Napoleón,  para 
reducir  las  diócesis  piamontesas  (21) . 

Napoleón  exigió  también  en  el  Concordato  entre  Pío  VII  y la  República 
italiana,  de  16  de  septiembre  de  1803,  una  nueva  ordenación  de  las  diócesis 
de  Lombardía,  Emilia,  etc.  (22) . Y este  afán  de  reorganizar  diócesis  se  exten- 
dió todavía  más  adelante  cuando  Napoleón,  en  1806,  pidió  desmembrar  algu- 
nas partes  de  los  arzobispados  de  Milán  y Boloña  para  unirlas  a la  diócesis 
de  Parma  (23) , mientras  hacía  unir  otros  territorios  al  arzobispado  de  Géno- 
va  (24) . Así,  a medida  que  los  límites  civiles  iban  cediendo  en  favor  de  Na- 
poleón, los  territorios  eclesiásticos  debían  seguir  esta  transformación.  Ese  mis- 
mo año  1806,  por  esta  explícita  razón,  se  hacía  otra  circunscripción  de  diócesis 
en  favor  de  Besan^on:  “Cum  nomine  charissimi  in  Christo  filii  Nostri  Napo- 
leonis  Gallorum  imperatoris  Nobis  fuerit  signiíicatum,  quod  principatus  Neu- 
featellensis,  et  Vallengiensis,  intra  limites  regionum  eius  imperiali  dominio 
subiectarum  ad  praesens  reperiantur,  quodque  sibi  expediens  videatur,  si  po- 
puli  in  principatum  huiusmodi  districtu  existentes  a spirituaü  jurisdictione, 
et  obedientia  episcopi  Lausanensis  abdicentur,  et  ordinariae  spirituaü  iuris- 
dictioni  pro  tempore  existentis  archiepiscopi  Bisuntini  supponantur,  ad  quem 
effectum  suas  preces  idem  imperator  Nobis  deferri  curavit”  (25) . Y por  esta 
misma  razón,  en  1807,  se  hacían  otras  nuevas  circunscripciones  en  Alemania  (M) . 

Fácil  es  imaginar  cómo  al  derrumbe  del  Imperio  de  Napoleón  el  Derecho 
concordatario  sufriría  en  esta  materia  una  rápida  y amplia  reacción. 

4.  Estas  demarcaciones  solicitadas  y pactadas  por  Napoleón  tenían 


(21)  Commissio  emo  cardinali  Caprara  ad  carissimum  in  Christo  filium  Nostrum 
Napoleonem  Bonaparte  primum  Galliarum  reipublicae  consulem  apostolicae  Sedis 
de  latere  legato  reductionis  nonnullarum  ecclesiarum  episcopalium  in  Pedemon- 
tana  provincia  existentium.  Bullarii.  t.  XII,  pp.  23  - 27. 

Esta  difícil  reducción  dejaba  pendientes  muchos  asuntos  para  posteriores  acuer- 
dos que  debían  resolverse  “collatis  cum  Gallicanae  reipublicae  gubernio  con- 
siliis”.  ib.  p.  25. 

(22)  Conventio  Ínter  Sanctitatem  Suam  Pium  VII  et  rempublicam  Italicam.  Bullarii. 
t.  XII,  pp.  59  - 62.  art.  II  - III.  ib.  p.  60. 

(23)  Dismembratio  nonnullarum  ecclesiarum  a iurisdictione  archiepiscoporum  Bono- 
niensis,  et  Mediolanensis  eorumque  unió  dioecesi  Parmensi.  Bulla  Expositum 
cum  Nobis,  5 apr.  1806.  Bullarii.  t.  XIII,  p.  16. 

(24)  Dismembratio  nonnullarum  ecclesiarum  a iurisdictione  respectivorum  archiepis- 
coporum, earumque  subiectio  ecclesiae  archiepiscopali  Ianuensi.  Bulla  Exposi- 
tum cum  Nobis,  5 apr.  1806.  Bullarii.  t.  XIII,  p.  17. 

(25)  Dismembratio  principatus  Neufeatellensis,  et  Vallengiensis  a subiectione  epis- 
copi Lausanensis,  illiusque  subiectio  iurisdictioni  episcopi  Bisuntini.  Bulla  Cum 
nomine,  25  iun.  1806.  Bullarii.  t.  XIII,  p.  37. 

(26)  — Dismembratio  nonnullorum  térritoriorum  nuncupatorum  Kehel  in  Bai-Rhen, 

et  Cassel  in  monte  Tonnere  et  Hessinque  in  Escant  ab  ordinaria  iurisdictio- 
ne suorum  episcoporum,  eorumque  subiectio  novis  archiepiscopis.  Bulla  Cum 
nomine,  1 febr.  1807.  Bullarii.  t.  XIII,  p.  91. 

— Incorporatio  insulae  sitae  in  loco  ad  sinistram  ripam  fluminis  Rheni  dioe- 
cesi Aquisgranensi.  Bulla  Cum  carissimus,  14  aug.  1807.  Bullarii.  t.  XIII, 
p.  202. 


112 


otras  correspondientes  y similares  concesiones,  en  parte  consecuencias  de  su 
misma  actividad  anexionista  y en  parte  por  un  movimiento  paralelo  e indepen- 
diente de  la  vida  de  otras  potencias.  Consideraremos  en  otras  diversas  nacio- 
nes europeas  estas  gestiones  concordatarias  contemporáneas,  fijándonos  prime- 
ro en  España. 

Es  sabido  que  el  sistema  regalista  español  concentraba  en  la  monarquía 
todos  los  trámites  religiosos  que  correspondían  a la  Santa  Sede  y,  por  consi- 
guiente, la  circunscripción  de  diócesis  quedaba  enteramente  al  arbitrio  real, 
como  sucedía  también  paralelamente  en  las  demás  monarquías  regalistas  que 
estudiaremos  en  este  período. 

La  cesión  de  Santo  Domingo  que  Carlos  IV  hiciera  a Francia  dejaba 
esa  sede  metropolitana  de  diversas  Iglesias  españolas  en  manos  extranjeras.  Por 
esto  el  rey  pidió  la  erección  de  otros  arzobispados  para  sus  diócesis  americanas. 
De  esta  manera  con  la  Bula  In  universalis,  de  24  de  noviembre  de  1803,  fueron 
erigidos  los  arzobispados  de  Cuba  y Caracas  para  las  diócesis  que  antes  eran 
sufragáneas  de  Santo  Domingo  (27) . Simultáneamente  el  rey  se  preocupaba 
de  otros  problemas  pastorales  "pro  conversione  infidelium”  y se  deputaba  un 
Obispo  titular  en  el  Paposo,  actual  norte  de  Chile,  para  subvenir  a las  necesi- 
dades de  diversos  Obispados  limítrofes  (M) . La  circunscripción  de  las  diócesis 
francesas  había  producido  también  sus  efectos  en  las  regiones  fronterizas  de 
España,  y es  así  como  por  gestión  de  Carlos  IV  se  hacía  una  nueva  ordenación 
de  la  diócesis  de  Urgel  (w) . El  tratado  con  Portugal  también  dio  motivo  pa- 
ra reorganizar  una  parte  del  territorio  español,  y de  esta  manera  la  Bula  Alias 
certiores,  de  13  de  septiembre  de  1804,  modificaba  la  circunscripción  de  la  dió- 
cesis de  Badajoz  (30) . Siempre  corría  paralelo  el  desarrollo  de  las  Iglesias  ame- 
ricanas y en  1806  se  desmembraba  la  diócesis  de  Tucumán,  en  Argentina,  para 
erigir  otras  desmembrando  también  la  diócesis  de  Santiago  de  Chile  (31) . 

Fernando  VII,  sucesor  de  Carlos  IV,  quien  debía  afrontar  problemas 
tan  vastos  y complejos  en  sus  dilatados  dominios,  se  preocupó  también  de  estos 
aspectos  en  sus  Iglesias  de  España  y América.  En  ésta  hizo  erigir  la  diócesis  de 
Chilapa,  en  México,  en  1816  (^2) , mientras  en  Canarias  se  constituía  un  Obis- 


(27)  Episcopales  ecclesiae  de  Cuba,  et  de  Bene^uela  in  archiepiscopales  eriguntur. 
Bullarii.  t.  XII,  pp.  97  - 99. 

(28)  Deputa tio  episcopi  titularis  ad  exercenda  pastoralia  munia  in  loco  del  Paposo 
in  Indiis.  Bulla  Dum  Reáemptor,  24  nov.  1803.  Bullarii.  t.  XII,  pp.  90  - 93;  cfr. 
ib.  pp.  93  - 96. 

(29)  Unió  territorii  vallis  de  Arania  dioecesi  Urgellensi.  Bulla  Pro  pastorali,  23  iul. 
1804.  Bullarii.  t.  XII,  pp.  179  - 180. 

(30)  Territorium  nuncupatum  Villae  Real  alias  dioecesis  Elvensis,  dioecesi  Paccnsi 
sub’icitur.  Bullarii.  t.  XII,  pp.  233  - 234. 

(31)  Divisio  et  dismembratio  oppidi  Saltae  existentis  in  provincia  Tucumana,  illius- 
que  erectio  in  dioecesim  Cordubensem.  Bulla  Regalium  principum,  27  martii 
1806.  Bullarii.  t.  XIII,  pp.  2-4. 

(32)  Erectio  episcopatus  de  Chilapa  in  America.  Bulla  Universi  Dominici,  25  febr. 
1816.  Bullarii.  t.  XIII,  pp.  459  - 462. 


113 


po  titular  al  estilo  de  aquél  del  Paposo  en  Sud  América  (33) . Consumada  la 
caída  de  Napoleón,  Santo  Domingo  había  vuelto  al  dominio  español  y en  1816 
también  se  la  atribuían  nuevas  sufragáneas  (34) . Más  adelante,  en  1818,  se 
hacía  una  nueva  circunscripción  en  Canarias  (35)  . 

5.  Otro  dilatado  Imperio,  Austria,  tenía  muy  complejos  problemas 
fronterizos  y la  circunscripción  de  diócesis  constituyó  allí  un  objeto  impor- 
tantísimo y activo  del  Derecho  concordatario. 

En  1804  se  erige  la  sede  de  Kosice,  en  la  actual  Checoslovaquia  (36) , y ese 
mismo  año  se  erige  la  arquidiócesis  de  Eger  en  Hungría  (37) , y en  1805  la  dió- 
cesis de  Kielce  en  Polonia  (3*) , como  consecuencia  de  la  última  —de  enton- 
ces— repartición  de  Polonia,  de  la  que  se  hace  expresa  mención  en  la*  Bula 
Indefessum  personarum  (M) . Esta  repartición  de  Polonia  dio  motivo  a Aus- 
tria para  un  más  intenso  movimiento  de  reorganización  territorial  eclesiásti- 
ca (40) , al  mismo  tiempo  que  los  otros  vencedores  iniciaban  parecidas  gestiones 

(33)  Constitutio  novae  dioecesis  Canariensis  in  ínsula  Tenerife  pro  episcopo  in  par- 
tibus  infidelium  a summis  pro  tempore  pontificibus  nominando.  Bulla  Assidua 
quam,  31  maii  1816.  Bullarii.  t.  XIV,  pp.  32  - 33;  cfr.  ib.  pp.  313  - 314. 

(34)  Exemptio  ecclesiae  episcopalis  de  Portorico  a subiectione  metrópoli tanae  de 
Cuba  eiusque  subiectio  sedi  archiepiscopali  sancti  Dominici.  Bulla  Divinis  prae- 
ceptis,  28  nov.  1816.  Bullarii.  t.  XIV,  pp.  253  - 255. 

En  esta  Bula  es  importante  citar  la  motivación,  por  cuanto  manifiesta  la  con- 
fusión política  de  esos  tiempos  y la  violencia  con  que  se  habían  concedido  gra- 
cias anteriores  a otros  soberanos:  “Ast  cum  in  praesens,  quod  faustum  sem- 
per  fortunatumque  sit,  post  foedissimi  temporis  clades  parta  iterum  ex  omni- 
potentis  Dei  beneficio  tranquillitate  antedicta  Hispánica  portio  insulae  sancti 
Dominici  catholici  regis  imperio  sit  restituta...”.  ib.  p.  253. 

(35)  Erectio  novi  episcopatus  in  insulis  Canariis  nuncupati  de  Laguna.  Bulla  In 
cathedra  illius,  15  ian.  1818.  Bullarii.  t.  XVI,  pp.  589  - 592. 

(36)  Erectio  cathedralis  ecclesiae  Cassoviensis  in  comitatu  Abanjvarensi.  Bulla  In 
universa,  11  aug.  1804.  Bullarii.  t.  XII,  pp.  196  - 204. 

Ese  mismo  día  se  tenía  también  la  Bula  Quum  in  supremo.  Erectio  sedis  epis- 
copalis Szathmariensi.  Bullarii.  t.  XII,  pp.  204  - 211. 

(37)  Erectio  sedis  Agriensis.  Bulla  Super  universas,  12  aug.  1804.  Bullarii.  t.  XII, 

pp.  211  - 218. 

(38)  Erectio  sedis  Keilcensis.  Bulla  Indefessum  personarum,  9 iun.  1805.  Bullarii. 
t.  XII,  pp.  307  - 319. 

(39)  “nomine  eiusdem  Francisci  imperatoris  et  regis  exposuit,  plures  parochiales 
ecclesiae  intra  nonnullos  circuios  archidioeceseos  Gnesnensis,  et  aliorum  exte- 
rorum  episcopatuum  in  postrema  regni  Poloniae  divisione  suis  ditionibus  fue- 
rint  adiunctae,  ipsaeque  tamen  parochiales  ecclesiae  in  spiritualibus  ab  ar- 
chiepiscopo  Gnesnensis,  aliorumque  episcoporum  sub  dominio  regis  Borussiae 
existentium  episcopali  pendeant  iurisdictione,  earum  porro  talis  est  situatio, 
ut  nec  dioecesibus  in  Galicia  existentibus,  in  quibus  praedictae  parochiales  ec- 
clesiae ad  praesens  reperiuntur  incorporan  valeant,  unde  necessitas  oritur 
easdem  dioeceses  (sola  Leopoliensi  excepta)  quoad  iurisdictionis  episcopalis  te- 
rritoria  aliter  ordinandi,  ut  remoto  omni  nexu  cum  episcopis  extraneis...",  ib. 
p.  307. 

(40)  — Erectio  sedis  episcopalis  Lublinensis.  Bulla  Quemadmodum  Romanorum,  22 

sept.  1805.  Bullarii.  t.  XII,  pp  374  - 381. 

— Distributio  locorum  in  variis  dioecesibus  regni  Poloniae  Austriae  imperio 
unitis  Premisliensis,  et  Cracoviensis.  Bulla  Operosa  atque  indefessa,  24  sept. 
1805.  Bullarii.  t.  XII,  pp.  381  - 384. 


114 


en  el  mismo  sentido.  Este  movimiento  siguió  todavía  en  1807  con  otras  cir- 
cunscripciones tocando  también  el  rito  oriental  (**) . 

Más  adelante,  y transcurridos  ya  muchos  acontecimientos  internacio- 
nales, el  Emperador  de  Austria  conseguía  otras  circunscripciones  en  Italia,  en 
1818-1830  (*2) , en  Ausxria,  en  1818  (43) , y en  la  actual  Yugoslavia,  en 
1828  (M) . De  esta  última  queremos  hacer  notar  las  circunstancias  dolorosas 
con  la  que  la  acogía  el  Papa  León  XII,  hecho  que  se  ve  en  muchas  de  estas 
negociaciones  que  no  ocultaban  su  carácter  ingrato  y violento  a la  Santa  Se- 
de: “ . .dolenti  quidem,  sed  benévolo  animo  preces  de  iis  sedibus  imminuen- 
dis  imperialis  regiae  maiestatis  Nobis  porrectas  excipientes  atiente  curavi- 
mus...  impensa  denique  maiestatis  suae  pro  catholica  religione  volúntate 
assidue  compellenda,  ómnibus  demum  rebus  prout  necessitatis  ratio  afflagita- 
vit  conciliandis,  gravissimis  de  causis  animum  Nostrum  moventibus.  . . ” (45) . 

6.  En  Italia  dos  reinos,  el  de  Cerdeña  y el  de  las  Dos  Sicilias  o Nápo- 
les,  mantuvieron  igualmente  activo  el  movimiento  del  Derecho  concordatario 
relativo  a la  circunscripción  de  diócesis. 

Seguiremos  primero  la  actividad  concordatoria  de  Cerdeña. 

Víctor  Manuel  consiguió  la  erección  del  Obispado  de  Ozieri  en  la  isla  de 


(41)  — Subiectio  nonnullarum  ecclesiarum  Rutheni  ritus  existentium  in  regno  Bo- 

hemiae,  et  Hungariae  iuri  metropolitico  archiepiscopi  Kiovensis.  Bulla  In 
universalis,  22  febr.  1807.  Bullarii.  t.  XIII,  pp.  97  - 101. 

— Dismembratio  territorii  districtus  di  Egre  a iurisdictione  ordinaria  archie- 
piscopi Ratisbonae,  eiusque  unió  et  incorporatio  dioecesi  Pragensi.  Bulla  Exi- 
mia catholicorum.  12  martii  1807.  Bullarii.  t.  XIII,  pp.  104  - 105. 

— Dismembratio  ecclesiae  episcopalis  Cracoviensis  a subiectione  iuris  metro- 
politici  sedis  archiepiscopalis  Gnesnensi,  illiusque  subiectio  metropolitanae 
Cracoviensi.  Bulla  Quoniam  carissimos,  19  aug.  1807.  Bullarii,  t.  XIII,  pp. 
203  - 204. 

— Suppressio,  et  extinctio  tituli  archiepiscopalis  in  ecclesia  Labacensi,  et  rein- 
tegratio  sedis  episcopalis  in  eadem  ecclesia  sub  titulo  sancti  Nicolai  episcopi 
erecta.  Bulla  Quaedam  tenebrosa,  19  aug.  1807.  Bullarii.  t.  XIII,  pp.  205  - 
206. 

(42)  — Nova  dioecesium  ordinatio  in  finibus  Venetorum.  Bulla  De  salute  Dominici, 

1 maii  1818.  Bullarii.  t.  XV,  pp.  36  - 40. 

— Immutatio  sedium  episcopalium  in  regno  Longobardo  - Veneto.  Bulla  Pater- 
nae  charitatis,  16  febr  1819.  Bullarii.  t.  XV,  pp.  176  - 178;  cfr.  ib.  pp.  202 
- 204. 

— Nova  distributio  dioecesis  Ferrariensis.  Breve  Cum  Nos  gravibus,  9 martii 
1819.  Bullarii.  t.  XV,  pp.  199  - 200. 

— Nova  ordinatio  dioecesium  Tridentinae,  et  Brixinensis  cum  respectiva  do- 
tatione  mensarum,  et  seminariorum.  et  concessione  privilegiorum.  Bulla  Ubi 
primum,  7 martii  1825.  Bullarii.  t.  XVI,  pp.  304  - 307. 

— Reintegratio  sedis  Goritiensis  ad  honorem  archiepiscopatus.  Bulla  In  super- 
minenti,  25  iul.  1830.  Bullarii.  t.  XVIII,  pp.  120  - 122. 

(43)  Nova  dioecesium  distributio  in  provinciis  Tyrolensi,  et  Vomlbergensi.  Bulla  Ex 

imposito  Nobis,  9 maii  1818.  Bullarii.  t.  XV,  pp.  40  - 47 

(44)  Suppressio  et  unió  plurium  episcopalium  sedium  in  Dalmatia,  et  Istria  ad  Adria- 

tici  maris  oras.  Bulla  Locum  beati  Petri,  20  iun.  1828.  Bullarii.  t.  XVII,  pp. 

375  - 382. 

(45)  ib.  p.  375. 


115 


Cerdeña,  en  1803  (&)  . Pero  su  principal  actividad  estuvo  a la  caída  de  Napo- 
león, cuando  después  de  complicadas  negociaciones  con  el  Papa  obtuvo  la  reor- 
ganización de  las  diócesis  de  Piamonte  en  1817  (47) , que  antes  se  habían  mo- 
dificado por  gestión  del  mismo  Napoleón  (48) . La  Bula  Beati  Petri  expresa 
bien  claramente  las  dificultades  en  que  solían  desenvolverse  esos  trámites:  “Ad 
haec  autem  aliaque  omnia,  quae  in  Nosiris  hisce  literis  continentur,  rite,  atque 
e maiori  Ecdesiae  utilitate  peragenda,  de  pluribus  cum  praefato  Victorio  Em- 
manuele  rege  conferenda  consilia  fuerunt:  quod  cum  pro  rei  gravitate  plurium 
mensium  spatio  actum  sit,  concordibus  tándem  animis  ex  utraque  parte  de 
singulis  conventum  est,  quae  ad  totum  hoc  negotium  feliciter  conficiendum 
pertinerent”  (49) . 

Con  el  rey  Carlos  Félix  continuó  el  movimiento  de  nuevas  circunscrip- 
ciones de  diócesis,  en  1818-1820  (50) , en  parte  motivado  también  por  las  mo- 
dificaciones políticas  del  reino  (51) . 

7.—  En  Nápoles  hubo  también  un  apreciable  movimiento  de  circunscrip- 
ción de  diócesis,  por  gestiones  del  rey  Fernando  I,  especialmente  en  la  isla  de 
Sicilia,  en  1816  - 1817  (52) . Más  tarde,  en  aplicación  del  Concordato  entre  Pío 


(46)  Erectio  episcopatus  Bisarchiensis.  Bulla  Divina  disponente  clementia,  9 martii 
1803.  Bullarii,  t.  XI,  pp.  463  - 480, 

(47)  — Erectio  decem  episcopalium  sedium  in  provincia  Pedemontana.  et  nova  eius- 

dem  provincia  dioecesium  circumscriptio.  Bulla  Beati  Petri,  17  iul.  1817.  Bul- 
larii. t.  XIV,  pp.  344  - 358. 

— Dismembrado  ecclesiarum  Novariensis,  et  Vigevanensis  a iurisdictione  me- 
tropolitica  archiepiscopi  Mediolanensis,  earumque  subiectio  ecclesiae  Ver- 
cellensi;  nec  non  dismembrado  nonnullorum  locorum,  et  paroeciarum  a dioe- 
cesibus  Mediolanensi,  et  Ticinensi,  earumque  unió  dioecesibus  Novariensi,  et 
Vigevanensi.  Breve  Cum  per  Nostras,  26  sept.  1817.  Bullarii.  t.  XIV.  pp. 
387  - 388. 

(48)  cfr.  n.  3 b)  y nota  (21). 

(49)  Bullarii.  t.  XIV,  p.  345. 

(50)  — Nova  distributio  dioecesis  Calaritanae,  cum  assignatione  beneficiorum,  et 

prebendarum  de  Villajor,  de  Villamar.  et  Nuraminis,  cum  aliis  reservatio- 
nibus.  Bulla  Singularis  Romanorum,  28  martii  1818.  Bullarii.  t.  XV,  pp.  16 
- 16. 

— Unió  ecclesiae  Brugnatensis  alteri  Lunensi  Sarzonensi  in  regno  Sabaudiae. 

Bulla  Sollicita,  8 dec.  1820.  Bullarii.  t.  XV,  pp.  349  - 351. 

— Unió  ecclesiae  Naulensis  dioecesi  Savonensi.  Bulla  Dominici  gregis,  8 dec. 
1820.  Bullarii.  t.  XV,  pp.  351  - 352. 

(51)  — Reintegrado,  et  erectio  sedis  episcopalis  Annecii  in  regno  Pedemontano.  Bul- 

la Sollicita  catholici,  16  febr.  1821.  Bullarii.  t.  XV,  pp.  391  - 395. 

— Erectio  sedis  Oleastrensis  in  regno  Sardiniae,  Bulla  Apostolatus  officium,  11 
nov.  1824.  Bullarii.  t.  XVI,  pp.  270  - 273. 

— Reintegrado  sedium  episcopalium  Tarantasiensi,  et  Maurianensis  in  regno 
Pedemontano.  Bulla  Ecclesias  quae  antiquitate,  7 aug.  1825.  Bullarii.  t.  XV, 
pp.  336  - 340. 

— Dismembrado  nonnullarum  ecclesiarum  parochialium  a dioecesibus  Miciensi 
et  Albinganensi,  earumque  subiectio  episcopo  Vintimiliensi  in  regno  Sardi- 
niae. Bulla  Ex  iniuncto  Nobis,  28  iun.  1831.  Bullarii.  t.  XIX,  pp.  28  - 29. 


116 


VII  y Fernando  I rey  de  las  Dos  Sicilias,  de  16  de  febrero  de  1818,  que  en  los 
arts.  III,  V y VI  (53)  proveía  acerca  de  una  nueva  circunscripción  de  los  te- 
rritorios más  allá  de  Faro,  se  expidieron  otras  bulas  concordatarias  en  ese  mis- 
mo año  (54) , para  hacerse  después  otra  nueva  ordenación  en  la  isla  de  Sicilia 
en  1822  (55) , mientras  por  gestiones  de  Fernando  I y Fernando  II  se  hacían 
otras  nuevas  circunscripciones  en  1822  - 1834 

8.—  La  caída  de  Napoleón  dio  origen  a una  segunda  y compleja  acción 
concordataria,  parte  de  la  cual  ya  se  ha  visto  al  considerar  las  Bullae  circums- 
criptionum  de  España,  Austria,  etc.  En  Francia,  al  firmarse  el  Concordato  en- 
tre Pío  VII  y Luis  XVIII,  el  11  de  junio  de  1817,  se  establecía  en  los  artícu- 
los IV  - VII  que  se  haría  una  nueva  circunscripción  de  diócesis,  mediante  una 
bula  que  debía  publicar  el  Papa,  a tenor  del  Art.  IX  del  mismo  Concordato 

(57) . Efectivamente,  la  nueva  reorganización  se  ordenaba  por  la  Bula  Commis- 
sa  divinitus,  de  27  de  julio  de  1817  (M)  —que  había  sido  previamente  anun- 
ciada a todos  los  obispos  franceses  (M)  — y de  cuya  ejecución  hablaremos  más 
adelante. 


(52)  — Dismembratio  novendecim  terrarum  a nimis  extensa  archi-dioecesi  Messa- 

nensi,  et  in  illarum  praecipua  civitate  nuncupata  Nicosiae  Herbitensis  unius 
episcopatus  eius  nominis  erectio  in  insigni  collegiata  sancti  Nicolai  archie- 
piscopi,  cum  augmento  capituli,  et  dignitatum.  Bulla  Superaddita  diei,  17 
martii  1816.  Bullarii.  t.  XIV,  pp.  274  - 290. 

— Dismembratio  duodecim  terrarum  a nimis  extensa  Cathaniensi  dioecesi,  et 
in  illarum  praecipua  civitate  nuncupata  Platiensi  erectio  unius  episcopatus 
huius  nominis  in  insigni  collegiata  sanctae  Mariae  in  coelum  Assumptae. 
Bulla  Pervetustam,  locorum,  3 iul.  1817.  Bullarii,  t.  XIV,  pp.  326  - 339. 

(53)  Mercati.  Raceolta.  vol.  I,  pp.  621  - 623 

(54)  — Nova  dioecesium  circumscriptio  in  regno  utriusque  Siciliae  in  parte  citra 

Pharum  nuncupata  peragenda  nunciatur  archiepiscopis,  episcopis,  capitulis 
et  ecclesiarum  vacantium.  Breve  Iam  inde,  3 aprilis  1818.  Bullarii.  t.  XV, 
pp.  31  - 32. 

— Nova  circumscriptio  dioecesium  in  ditione  regni  utriusque  Siciliae  citra 
Pharum.  Bulla  De  utiliori  Domivicae,  27  iun.  1818.  Bullarii.  t.  XV,  pp.  56  - 
61. 

(55)  Nova  nonnullarum  dioecesium  ordinatio  et  distributio  in  Ínsula  Siciliae.  Bulla 

Pro  pastorali,  23  martii  1822.  Bullarii.  t.  XV,  pp.  487  - 489. 

(56)  — Restitutio  ecclesiae  Materanensis,  eiusque  dismembratio  in  ecclesia  archie- 

piscopali  Acheruntina.  Bulla  Posteaquam,  9 nov.  1822.  Bullarii.  t.  XV,  pp. 
585  - 586. 

— Reintegrado  sedis  episcopalis  Nucerinae  in  regno  utriusque  Siciliae.  Bulla 
In  vinca  Domini.  7 dec.  1833.  Bullarii.  t.  XIX,  pp.  289  - 293. 

— Erectio  ecclesiae  cathedralis  Ortonensis.  Bulla  Ecclesiarum  omnium,  16  maii 
1834.  Bullarii.  t.  XIX,  pp.  363  - 367;  cfr.  ib.  pp.  619  - 623. 

— Dismembratio  nonnullorum  locorum,  et  ecclesiarum  a dioecesi  Nullius  Atinae 
in  regno  utriusque  Siciliae.  eorumque  unió  monasterio  Cassiniensi  eiusdem 
loci.  Bulla  Romanus  pontifex,  19  nov.  1834.  Bullarii.  t.  XIX,  pp.  668  - 670. 

(57)  Bullarii.  t.  XIV,  pp.  363  - 365. 

(58)  Nova  circumscriptio  dioecesium  regni  Galliarum.  Bullarii.  t.  XIV,  pp.  369  - 
374. 

(59)  Encyclica  ad  episcopos,  et  archiepiscopos  regni  Galliarum.  Vineam  quam,  plan- 
tavit,  12  iun.  1817.  Bullarii.  t.  XIV,  p.  375. 


117 


9.—  Este  reflujo  napoleónico  había  tenido  ya  un  precedente  en  la  misma 
diócesis  de  Ajaccio,  que  había  sufrido  una  disminución  por  un  acuerdo  entre 
el  Papa  y el  Gran  Duque  Fernando  de  Toscania,  en  1816  (®°) , que  era  el  co- 
mienzo de  un  movimiento  que  recorrería  todos  los  puntos  de  los  límites  que 
había  cambiado  Napoleón.  Tal  ocurrió  con  el  Concordato  entre  Pío  VII  y 
Maximiliano  José,  rey  de  Baviera,  de  5 de  junio  de  1817,  en  que  por  el  Art. 
II  se  hacía  una  nueva  circunscripción  de  las  diócesis  del  reino  bávaro  (6l) , la 
que  se  ordenaba  en  el  año  siguiente  (*a) . 

Contemporáneamente  el  movimiento  de  reorganización  de  diócesis  seguía 
activo  en  Europa.  En  Italia  el  Archiduque  de  Austria  y Duque  de  Módena 
Francisco  IV  obtenía  en  1821  una  nueva  circunscripción  (63)  ; mientras  en 
Alemania  el  ritmo  era  mucho  más  intenso.  En  1821  también  se  hizo  la  nue- 
va circunscripción  de  las  diócesis  del  reino  de  Prusia,  por  gestión  del  rey 
Federico  Guillermo  (M) ; y por  negociaciones  con  otros  diversos  príncipes  y 
ciudades  libres  se  hacía  una  nueva  distribución  en  la  región  superior  del  Rhin, 
en  ese  mismo  año  1821  («5) . En  1824  se  reorganizaron  las  diócesis  de  Hanno- 

(60)  Disiunctio  nonnullorum  locorum  a dioecesi  Adiacensi,  eorumque  incorporatio 
dioecesi  Grossetanae.  Bulla  Singulari  omnipotente,  24  maii  1816.  Bullarii.  t. 
XIV,  pp.  27  - 28. 

(61)  Bullarii.  t.  XIV,  pp.  314  - 320. 

(62)  Nova  dioecesium  efformatio  in  regaño  Bavariae  ad  tramites  initae  concordiae 
Ínter  sanctam  Sedem,  et  Bavariae  regem.  Bulla  Dei  ac  Domini,  1 apr.  1818. 
Bullarii.  t.  XV,  pp.  17  - 31. 

(63)  Erectio  sedis  episcopalis  in  civitate  Massae  ducatus  Mutinensis.  Bulla  Singu- 
laris  Romanorum,  18  febr.  1821.  Bullarii.  t.  XV.  pp.  395  - 398. 

cfr.  Confirmatio  decreti  editi  a S.  Congregatione  Consistoriali  super  nova  dioe- 
cesium distributione  in  ducatu  Mutinensi.  Bulla  Sacrorum  eanonum,  11  dec. 
1821.  ib.  pp.  462  - 464. 

(64)  Gircumscriptio  dioecesium  regni  Borussici.  De  salute  animarum,  17  iul.  1821. 
Bullarii,  t.  XV,  pp.  403  - 415. 

(65)  Nova  dioecesium  distributio,  et  erectio  in  regno  Germaniae.  Bulla  Próvida,  16 
aug.  1821.  Bullarii.  t.  XV,  pp.  424  - 431. 

Es  importante  destacar  aquí  las  vicisitudes  de  estas  gestiones  concordatarias: 
“...Nostras  pariter  sollicitudines  absque  mora  convertimus  ad  illos  omnes  ortho- 
doxae  fidei  cultores,  qui  actu  subsunt  dominationi  Serenissimorum  Principum, 
statuumque  Germaniae,  nempe  Regis  Wirtembergiae,  Magni  Ducis  Badensis, 
Electoris  Hassiae.  Magni  Ducis  Hassiae,  Ducis  Nassoviae.  Liberae  Civitatis 
Francofurtensis,  Magni  Ducis  Megalopolitani,  Ducum  Saxoniae,  Ducis,  Olden- 
burgensis,  Principis  Waldeccensis,  ac  Liberarum  Civitatum  Hanseaticarum,  Lu- 
beccensis,  et  Bremensis,  qui  se  se  paratos  ostendendo  ad  omnem  operam  dan- 
dam  pro  Episcopatuum  ab  Apostólica  Sede  vel  erigendorum,  vel  instaurandorum 
convenienti  dotatione,  Legatos  communi  nomine  Romam,  huius  rei  causa  mise- 
runt.  Ast  cum  res  omnes  Ecclesiasticae,  de  quibus  actum  fuit,  conciliari  mi- 
nime  potuerint,  spe  tamen  non  decidentes  fore  ut  pro  eorundem  Principum,  ac 
statuum  sapientia  valeant  illae  in  posterum  componi;  ne  interea  Christifideles 
in  dictis  regionibus  commorantes,  quos  in  maxima  spiritualis  regiminis  neces- 
sitate  agnoscimus  constitutos,  diutius  propriis  destituantur  Pastoribus,  ad  non- 
nullarum  in  praecipuis  ipsorum  Principum,  et  statuum  civitatibus,  ac  territo- 
riis  sedium  erectionem,  ac  Dioecesium  circumscriptionem  procedendum  esse  de- 
crevimus,  ut  celerrime  Ecclesiis  illis  de  suis  Episcopis  providere  valeamus:  re- 
servata  Nobis  cura,  Catholicos  aliorum  Principum  subditos,  iis  Dioccesibus, 
quas  commodiores  iudicabimus,  in  posterum  adiungendi”.  Mercati.  Raeeolt». 
vol.  I,  p.  667. 


118 


ver  (w) , teniendo  este  concordato  una  particularidad  muy  especial,  ya  que 
el  rey  de  Hannover  era  el  mismo  Jorge  IV  rey  de  Inglaterra. 

10. — Las  consecuencias  de  la  caída  de  Napoleón  también  se  sentían  en 
Suiza,  donde  hubo  un  movimiento  concordatario  no  indiferente,  que  por  las 
peculiaridades  políticas  de  la  Confederación  respecto  a la  Santa  Sede  no  deja 
de  tener  una  especial  importancia.  Así  ocurrieron  nuevas  circunscripciones  de 
diversos  territorios  eclesiásticos  entre  los  años  1818  - 1824  (67) . Y esta  mate- 
ria continuaría  siendo  objeto  de  sucesivos  concordatos.  En  26  de  marzo  de 
1828  se  firmaba  una  Convención  entre  León  XII  y los  Cán  ones  de  Lucerna, 
Berna,  Soletta  y Zug  para  la  nueva  circunscripción  del  obispado  de  Basilea 
(«)  , que  el  Papa  ejecutaba  más  tarde  con  la  Bula  Inter  praecipua  de  7 de 
mayo  de  ese  mismo  año  (69) . 

11. — Polonia,  constante  víctima  de  reparticiones,  a la  caída  de  Napoleón 
sufrió  otra  amplia  reorganización  eclesiástica. 

El  zar  Alejandro  I de  Rusia  y rey  de  Polonia  obtuvo  una  nueva  distribu- 
ción de  las  diócesis  de  Polonia  en  1818  (70) , que  se  mantendría  por  largo 
tiempo,  aunque  presentara  una  realidad  bien  diversa  de  la  que  exponía  la 
Bula  Ex  imposita  Nobis:  "Hac  sane  mente  in  ecdesias  Polonici  regni,  quod  in 
praesens  dominatui  subest  serenissimi,  ac  potentissimi  principis  Alexandri 
Russorum  imperatoris,  ac  Poloniae  regis  cogitationes  Nostras  intendimus,  ut 
cessatis  praeteritornm  temporum  calamitatibus  rem  sacram  ibidem  aptiori  for- 
ma componere,  utiliusque  ordinare  conniteremur”  (71) . Como  es  sencillo  pen- 
sar, para  los  polacos  de  ninguna  manera  habían  cesado  las  calamidades... 

(66)  Nova  circumscriptio  dioecesium  regni  Hannoveriani.  Bulla  Impensa  Romano- 
rum,  26  martii  1824.  Bullarii.  t.  XVI,  pp.  32  - 37. 

(67)  Dismembratio  nonnullarum  ecclesiarum  parochialium  a dioecesi  Camberiensi, 
earumque  subiectione  ecclesiae  Genuensi.  Bulla  Inter  multíplices,  20  sept.  1819. 
Bullarii.  t.  XV,  pp.  246  - 248. 

Es  de  particular  interés  referir  la  motivación  de  la  Bula:  "Statim  ac  per  po- 
líticas conventiones  superioribus  annis  1815  et  1816,  Vindobonae  et  Augustae 
Taurinorum  respective  initas  in  potestatem  Genevensis  reipublicae  (quae  ad 
Helveticam  confederationem  nunc  pertinet)  in  temporalibus  devenerunt  non- 
nulla  loca  ducatus  Sabaudiae  sub  temporali  dominio  serenessimi  Sardiniae  regis 
olim  posita,  nec  non  ad  Galliae  regnum  pertinentia,  per  legatum  etiam  ad  ur- 
bem  a praedictae  reipublicae  gubernio  missum,  Nobis  supplicatum  fuit,  ut  prae- 
dicta  omnia  loca  eidem  reipublicae  attributa  a Cambariensi  dioecesi...  avellere, 
et  dismembrare,  et  alteri  ex  Helvetiae  dioecesibus  adiungere  dignaremur,  de- 
signata  ad  hoc  quoque  a gubernio  ipso  tamquam  opportuniori,  dioecesi  Lausa- 
nensi...”  ib.  p.  246. 

— Erectio  episcopalis  sedis  Sangallensis  in  Helvetia.  Bulla  Ecclesias,  2 iulii 
1823.  Bullarii.  t.  XV,  pp.  611  - 615. 

Años  más  tarde  esta  diócesis  fue  reorganizada  después  de  la  firma  de  un 
Concordato  entre  Gregorio  XVI  y San  Gallo,  en  7 de  noviembre  de  1845. 
Mercati,  Raccolta,  vol.  I,  pp.  747  - 750.  La  Bula  correspondiente  Instabilis 
rerum,  de  Pío  IX,  de  8 de  abril  de  1847  ejecutó  lo  estipulado  en  dicho  Con- 
cordato. Mercati.  o.c.  p.  750. 

— Dismenbratio  territorii  pagi  Svitensis  a dioecesi  Constantiensi.  eiusque  unió 
territorio  Curiensi.  Bulla  Imposita  humilitate,  15  dec.  1824.  Bullarii.  t.  XVI, 
pp.  286  - 289. 


119 


Pocos  años  más  tarde,  en  1821,  el  mismo  zar  Alejandro  hizo  introducir  otra 
innovación  (72) . 

Pero  esta  era  sólo  una  parte  de  la  acomodación  de  Polonia,  pues  también 
el  Emperador  de  Aus.ria,  en  1821,  conseguía  allí  mismo  otra  redistribución  de 
diócesis  (73) . 

12. —  El  último  concordato  europeo  de  este  período  es  el  de  Pío  IX  con 
Nicolás  I,  zar  de  Rusia,  de  3 de  agosto  de  1847,  que  en  sus  Arts.  I - IV  trata  de 
la  circunscripción  de  las  diócesis  en  Rusia  (74) . Una  correspondiente  Bula  de 
Pío  IX,  en  1848,  realizó  los  artículos  de  dicho  Concordato  (75) . 

13. — La  Independencia  de  América  ha  sido  también  origen  de  un  vasto 
movimiento  del  Derecho  concordatario,  que  se  había  de  prolongar  por  más 
de  un  siglo,  pero  que  para  iniciarse  debía  sufrir  un  difícil  e ingrato  compás 
de  espera,  hasta  que  en  la  Santa  Sede  el  Papa  Gregorio  XVI  superara  la  po- 
lítica legitimista  de  sus  antecesores  Pío  VII,  León  XII  y Pío  VIII  e impusiera 
la  suya  pro  americana  que  había  defendido  desde  su  cargo  de  Prefecto  de  Pro- 
paganda Fide  cuando  era  sólo  el  Card.  Mauro  Capelari. 

La  necesidad  de  una  verdadera  política  de  nuevas  circunscripciones  de 
diócesis  en  Hispanoamérica  era  urgente  como  en  pocas  partes  en  esos  carga- 
dos tiempos  que  se  vivían  después  de  la  independencia  de  España  en  ese  mo- 
saico inconexo  de  nuevas  naciones,  pues  muchas  diócesis  habían  quedado  des- 
conectadas de  sus  respectivas  metrópolis,  ya  que  había  extensas  regiones  o na- 
ciones que  prácticamente  carecían  de  arzobispados,  como  era  el  caso  de  to- 
das las  Provincias  Argentinas  y de  Chile,  cuyas  sedes  metropolitanas  estaban 
respectivamente  en  Bolivia  (Charcas)  y en  Perú  (Lima) . Se  daba  el  caso  de 
Uruguay,  que  habiendo  entrado  primero  en  la  órbita  de  Portugal  y luego  pa- 
sado a Brasil,  después  héchose  independiente  era  territorio  de  la  diócesis  de 
Buenos  Aires  (7Í) . 


(GR)  Mercati.  Raeeolta.  vol.  I,  pp.  711  - 714. 

(69)  Mercati.  o.c.  pp.  714  - 719:  cfr.  ib.  pp.  719  - 724. 

(70)  Nova  dioecesium  distributio  in  regno  Poloniae.  Bulla  Ex  imposita  Nobia,  30 
iun.  1818.  Bullarii.  t.  XV,  pp.  61  - 68. 

El  Concordato  entre  Pío  IX  y Nicolás  I de  Rusia,  de  3 de  agosto  de  1847,  dejó 
igual  esta  circunscripción,  (art.  IX).  Mercati.  Raeeolta.  vol.  I,  p.  754. 

(71)  Bullarii.  t.  XV,  p.  61. 

(72)  Extinctio,  et  suppressio  sedis  episcopalis  Seynensis  in  regno  Poloniae,  et  erec- 
tio  sedis  Augustoviensis  in  eodem  regno.  Bulla  Sedium  epiacopalium,  20  iul. 
1821.  Bullarii.  t.  XV,  pp.  418  - 419. 

(73)  Dismembrado  portionum  ex  dioecesibus  Cracoviensi  ac  Premisliensi,  et  nova 
erectio  episcopatus  Tynicensis.  Bulla  Studium  patemi,  20  sept.  1821.  Bullarii. 
t.  XV,  pp.  449  - 451. 

(74)  Mercati.  Raeeolta.  vol.  I,  pp.  751  - 757. 

(75)  Litt.  Apost.  Univeraalia  Ecclesia,  quibus  circumscriptio  dioecesium  latini  ritus 
in  Imperio  Russiaco  continentur.  3 iul.  1848.  Pii  IX  Pontificis  Maximi  Acta. 
Para  Prima,  vol.  I,  pp.  134  - 149. 

(76)  Pío  IX,  durante  su  estada  en  Montevideo,  no  dejó  de  ver  esta  necesidad,  y al 
referirse  en  su  Diario  a la  petición  del  Gobernador  brasilero  de  Montevideo 
relativa  a la  erección  de  una  diócesis  para  Uruguay,  escribía:  “...bien  podía 
erigirse  en  Obispado  a Montevideo  y lo  necesitaría  a fin  de  que  se  conservara 


120 


Los  gobiernos  civiles  se  preocuparon  inmediatamente  de  este  problema, 
pero  debieron  aguardar  hasta  el  pontificado  de  Gregorio  XVI  para  lograr  ob- 
tener una  incipiente  realidad  al  respecto;  pero  el  caso  fue  que  abundaron  las 
leyes  de  los  Congresos  pidiendo  la  erección  de  nuevas  diócesis  o lisa  y llana- 
mente votando  su  creación  en  sus  respectivas  naciones.  Y no  faltaron  casos 
en  que  se  procedió  directamente  a la  creación  de  alguna  diócesis,  sin  esperar 
la  intervención  de  la  Santa  Sede,  siendo  el  más  bullado  y conocido  el  de  San 
Salvador,  hecho  condenado  por  Pío  VIII  en  1829  (77) . 

14.— Colombia  fue  de  las  primeras  que  obtuvo  estas  concesiones  apostó- 
licas, sin  duda  por  tener  muy  aventajadas  sus  relaciones  con  la  Santa  Sede  (TO) . 

En  Argentina  se  tiene  un  caso  singularísimo  y es  la  erección  de  la  dió- 
cesis de  San  Juan  de  Cuyo,  en  19  de  septiembre  de  1834.  Dicha  erección  dio 
lugar  a un  Concordato  de  verdadero  relieve,  cuyos  términos  se  contienen  ín- 
tegros en  el  texto  de  la  Bula  Ineffabili  Dei  providentia  (n) . 

15  — El  caso  de  Chile  es  un  bien  claro  ejemplo  de  lo  que  fue  la  política 
concordataria  a este  respecto  de  las  circunscripciones  de  diócesis  en  Hispano- 
américa. 

El  gobierno  de  O’Higgins,  en  1821,  se  preocupó  de  aumentar  las  dióce- 
sis y por  esto  en  las  Instrucciones  que  Cien  fuegos  llevaba  a Roma  en  su  mi- 
sión ante  Pío  VII  figuraba  la  de  solicitar  del  Papa  la  erección  de  cuatro  nue- 
vas diócesis  en  Coquimbo,  Talca,  Ancud  y Osorno  o Valdivia  (*°) . Sin  em- 

allí  el  ministerio  eclesiástico,  que  actualmente  va  a terminarse  por  no  ha- 
ber ninguna  educación  ni  instrucción  eclesiástica.  Es  cierto  que  el  Gobierno 
brasileño  lo  habría  hecho  por  motivo  de  aquella  epidemia  general  de  los  Go- 
biernos de  América  y de  todo  el  mundo,  es  decir  que  los  límites  de  la  juris- 
dicción espiritual  deban  coincidir  con  aquéllos  del  dominio  temporal,  pero  en 
este  caso  habría  sido  para  bien  si  Monseñor  (Muzi)  hubiera  tenido  las  facul- 
tades necesarias”.  Diario  de  Pío  IX  en  su  viaje  a Chile,  traducido  y anotado 
por  Fr.  Carlos  Oviedo  Cavada  O.  de  M.  n.  143.  (Próximo  a publicarse  en  el 
Anuario  1961  del  Instituto  de  Historia  de  la  Pont.  Univ.  Católica  de  Chile). 
Sin  embargo,  este  caso  concreto  de  Montevideo  debia  esperar  hasta  1878  y na- 
da menos  que  hasta  después  de  la  muerte  del  propio  Pió  IX. 

(77)  — Damnatio  erectionis  novae  sedis  Guatimalensis  nefario  ausu  decretae  lai- 

cali  a potestate  in  statu  sancti  Salvatoris  Americae  Occidentalis.  Breve 
Coelestis  agrícola,  7 iul.  1829.  Bullarii.  t.  XVIII,  pp.  40  - 43. 

— Dammnatio  et  excommunicatio  Mathiae  Delgado  parochi  dioecesis  Guatimalen- 
sis in  schismate  prolapsi.  Breve  Literae  fraternitatis,  30  iun.  1829.  Bullarii 
t.  XVIII,  pp.  38  -39. 

(78)  Dismembratio  quatuor  paroeciarum  ab  episcopatu  Emeritensi,  et  unió  atque 
incorporatio  perpetua  earundem  dioecesi  Sanctae  Fidei  de  Bogotá  in  territorio 
Novae  Granatae  Americae  Meridionalis.  Bulla  In  eminenti,  6 maii  1834.  Bul- 
laríi.  t.  XIX,  pp.  361  - 363;  cfr.  ib.  pp.  617  - 619. 

(79)  Erectio  cathedralis  ecclesiae  in  civitate  sancti  Ioannis  de  Cuyo  in  America 
Meridionali.  Bulla  Ineffabili  Dei  providentia,  19  sept.  1834.  Bullarii.  t.  XIX,  pp. 
385  - 389;  cfr.  ib.  pp.  658  - 663. 

Sobre  este  Concordato  tenemos  un  artículo  que  se  publicará  en  Estudios  (Ma- 
drid) en  alguno  de  los  fascículos  correspondientes  a 1962. 

(80)  Instrucciones  dadas  en  1821  al  Plenipotenciario  Don  José  Ignacio  Cienfuegos 
para  el  desempeño  de  su  misión  en  Roma.  Arts.  16  - 19.  Barros  Borgoño,  Luis. 
La  Misión  del  Vicario  Apostólico  Don  Juan  Muzi.  Santiago,  1883.  pp.  313  - 321. 


121 


bargo  ese  objeto  no  lo  pudo  conseguir  el  Plenipotenciario  chileno  durante  su 
estada  en  Roma  ni  tampoco  fue  acordado  entre  las  facultades  que  Mons  Muzi 
recibió  para  su  Misión  Apostólica  en  Chile.  La  razón  ya  la  hemos  expuesto 
anteriormente:  la  Santa  Sede  estaba  orientada  por  esa  política  legitimista  de 
Pío  VII,  que  no  sólo  no  quería  ofender  a España  sino  que  esperaba  la  recon- 
quista de  sus  dominios,  como  ya  lo  había  manifestado  el  mismo  Pío  VII  en  su 
Encíclica  Etsi  longissimo,  de  30  de  enero  de  1816,  y volvería  a decir  León  XII 
en  su  Encíclica  Etsi  iam  diu,  de  24  de  septiembre  de  1824  (81) . 

Durante  el  segundo  quinquenio  de  la  presidencia  del  General  Prieto,  el 
Gobierno  volvió  sobre  esta  idea,  pero  con  más  modestas  aspiraciones,  y con  la 
autorización  del  Congreso,  en  1840,  fue  solicitado  por  medio  del  Ministro  de 
Chile  ante  la  Santa  Sede  que  se  crearan  dos  nuevas  diócesis  en  Ancud  y La 
Serena  y que  Santiago  fuera  elevada  a metropolitana.  Gregorio  XVI  convino  en 
acoger  favorablemente  esta  petición  y después  de  las  gestiones  diplomáticas 
habidas  en  Roma  para  este  efecto,  fueron  erigidas  la  metropolitana  de  San- 
tiago y las  dichas  diócesis  de  La  Serena  y Ancud  (82) . Y ésta  sería  la  única 
circunscripción  de  diócesis  efectuada  en  Chile  durante  todo  el  tiempo  que  du- 
ró el  régimen  regalista  de  la  Constitución  de  1833,  es  decir  hasta  1925. 

16. — La  última  erección  de  diócesis  que  referiremos  de  Hispanoamérica 
en  este  período  es  la  del  obispado  de  San  Salvador,  que  vino  a arreglar  por 
medio  de  una  gestión  diplomática  los  avances  cismáticos  de  una  política  do- 
blemente equivocada,  sea  del  gobierno  centroamericano,  sea  de  la  misma  San- 
ta Sede  en  una  espera  que  conoció  este  desborde  condenatorio  de  su  pasividad 
ante  las  exigencias  de  Fernando  VIL  En  28  de  septiembre  de  1842  fue  erigido 
el  obispado  de  San  Salvador  (M) . 

17. — Nuestro  recorrido  a través  del  Derecho  concordatario  relativo  a la 
circunscripción  de  diócesis  a pesar  de  abundar  en  ejemplos  no  es  exhaustivo, 
ni  mucho  menos.  En  parte  principalmente  porque  con  el  número  de  docu- 
mentos presentados,  correspondientes  a tanta  diversidad  de  naciones  y de  cir- 
cunstancias históricas,  ya  existe  un  material  más  que  suficiente  para  un  estu- 
dio de  esta  política  concordataria;  y en  parte  también,  porque  las  coleccio- 


(81)  Leturia  S.  I.,  Pedro.  Relaciones  entre  la  Santa  Sede  e Hispanoamérica,  vol.  II. 
Romae  - Caracas,  1959.  pp.  95  - 114;  y 241  - 259. 

(82)  Santiago  fue  erigido  arzobispado  por  la  Bula  Beneficentissimo  de  23  de  mayo 
de  1840;  las  diócesis  de  Ancud  y La  Serena  por  las  Bulas  Ubi  primum  y Ad 
apostolicae  potestatis,  respectivamente,  ambas  de  1*?  de  julio  de  1840.  Iuris 
Pontificii  de  Propaganda  Fide.  Romae,  1893.  vol.  V.  pp.  235  - 237;  238  - 241; 
y 243. 

(83)  Hernáez  S.  I.,  Francisco  Javier.  Colección  de  Bulas,  Breves  y otros  documen- 
tos. Bruselas,  1879.  t.  II,  pp.  110  - 114. 

Transcribimos  la  referencia  a la  previa  gestión  diplomática:  “Mientras  que 
nuestro  ánimo  se  hallaba  seriamente  ocupado  en  la  meditación  de  tan  graves 
materias,  he  aqui  que  se  nos  presentan  las  respetuosas  y humildes  súplicas  de 
los  que  ejercen  el  Supremo  Gobierno  en  el  Estado  del  Salvador...  Justamente 
éstas  y otras  razones,  que  nos  ha  expuesto  el  Gobierno  del  Salvador,  por  medio 
de  su  Encargado  de  Negocios,  expresamente  enviado  a Nos...”,  ib.  pp.  110  - 111. 


122 


nes  que  nos  han  servido  de  fuentes  distan  mucho  de  ser  completas,  como  es 
la  Bullarii  Romani  continuatio.  Sin  embargo,  repetimos,  con  los  casos  estudia- 
dos ya  hay  un  objeto  bien  delineado  para  la  finalidad  de  nuestra  investiga- 
ción. 


18.—  Las  circunscripciones  de  diócesis  siguieron  los  vaivenes  de  la  políti- 
ca internacional  con  un  ritmo  de  adaptación  extraordinariamente  rápido  en 
algunos  casos,  más  bien  en  la  mayoría  de  ellos,  si  nos  fijamos  en  el  conjunto 
que  hemos  estudiado. 

En  general,  la  línea  de  adaptación  de  la  Santa  Sede,  este  recorrido  de  su 
diplomacia,  no  es  censurable  ni  admirable  —ni  siquiera  en  el  caso  complejo 
de  Polonia—  si  se  estudian  bien  atentamente  las  circunstancias  contemporá- 
neas. En  efecto,  cuando  un  territorio  civil  quedaba  dependiendo  eclesiástica- 
mente de  un  prelado  diocesano  de  otra  nación,  particularmente  después  de 
guerras  recientes  y siempre  en  regímenes  políticos  regalistas  o,  por  lo  menos, 
absolutistas,  el  ejercicio  de  la  jurisdicción  eclesiástica  debía  hacerse  muy  di- 
fícil. De  ahí  la  benignidad  con  que  el  Sumo  Pontífice  acogía  esas  gestiones 
diplomáticas,  en  muchas  de  las  cuales  debía  deshacer,  reorganizar  de  nuevo 
con  otro  soberano  lo  que  poco  antes  había  organizado,  establecido  o reforma- 
do por  gestiones  de  uno  anterior  ya  vencido  políticamente.  En  esta  mutabi- 
lidad no  obstaban  las  cláusulas  perpetuo  erigimus,  dismembramus,  dividimus, 
separamus,  etc.  —que  a veces  se  cumplían  sólo  por  unos  pocos  años—  pues  eran 
necesarias  en  la  circunscripción  de  una  diócesis,  que  como  persona  moral  tie- 
ne una  naturaleza  perpetua. 

Aparecen,  eso  sí,  de  inmediato  dos  posiciones  y dos  actitudes  diversas  de 
la  Santa  Sede:  una  en  Europa  y otra  en  Hispanoamérica. 

En  Europa  la  política  de  la  Santa  Sede  fue  rápida  y precisa  en  esa  con- 
cesión de  que  los  límites  políticos  fueran  la  norma  de  los  eclesiásticos,  cum- 
pliendo todas  las  demarcaciones  que  hemos  referido.  Y era  rápida  y precisa 
porque  ella  contaba  con  informaciones  oportunas,  con  medios  de  verificar 
aquellas  necesidades  expuestas  por  los  gobiernos  y con  la  experiencia  de  lo 
que  significaban  esos  regímenes  regalistas  y absolutistas  en  la  vida  de  la  Igle- 
sia. 

En  Hispanoamérica  se  daban  también  las  circunstancias  de  Europa,  a fin 
de  aconsejar,  aún  más  de  exigir,  muchas  nuevas  demarcaciones  territoriales 
sea  en  la  interna  organización  eclesiástica  de  una  nación,  sea  en  el  acomodar- 
las con  los  límites  nacionales.  Sin  embargo,  en  la  primera  mitad  del  siglo  XIX, 
época  de  nuestro  estudio,  el  movimiento  fue  lento  e inseguro,  aparte  de  tar- 
dar mucho  en  iniciarse.  Conviene  tener  presente  que  las  circunstancias  que 
incidían  en  esta  parte  del  Derecho  concordatario  eran  prevalentemente  polí- 
ticas —nacionales  o internacionales—  y cuando  la  Santa  Sede  tuvo  esos  me- 
dios, también  políticos,  de  información,  de  verificar  las  situaciones  concretas 
que  se  planteaban,  su  diplomacia  fue  segura  y rápida:  su  línea  es  totalmente 
recta,  aunque  haya  hechos  que  aparezcan  contradictorios.  En  Hispanoaméri- 
ca apenas  podía  ocurrir  esto.  Benedicto  XIV  no  pudo  conseguir  del  regalismo 
español  la  instalación  de  Nunciaturas  en  las  Indias  occidentales  y no  contaba 


123 


la  Santa  Sede  con  más  medio  oficial  de  información  que  la  Nunciatura  de 
Madrid.  Además,  España  se  cuidó  bien  de  reivindicar  constantemente  su  do- 
minación en  América  y de  presentar  el  movimiento  de  la  Independencia  co- 
mo un  hecho  fundamentalmente  antirreligioso,  lo  que  para  la  Santa  Sede  ad- 
quirió todo  el  carácter  de  la  certeza  y de  lo  indiscutible,  como  también  para 
sus  observadores  más  avezados  o que  por  lo  menos  habían  tenido  el  raro  pri- 
vilegio de  residir  por  un  tiempo  en  el  continente  americano  (84) . Por  lo  tan- 
to, la  Santa  Sede  se  veía  comprometida  de  un  lado  por  la  política  del  rey  de 
España  y de  otro  lado  el  movimiento  de  la  Independencia  se  le  presentaba 
como  una  acción  decididamente  antirreligiosa;  y,  por  último,  no  contaba  con 
esos  medios  de  información  seguros,  ciertos  y objetivos  para  sí  misma  que  la 
persuadieran  a acoger  esas  peticiones  o más  bien  a promover  una  polí- 
tica en  dicho  sentido,  como  hacía  en  los  Estados  Unidos  de  Norteamérica,  ya 
que  la  Santa  Sede  era  directamente  la  más  interesada  en  estas  materias  espi- 
rituales. 

Por  esto  se  explica  cómo  la  petición  del  Gobierno  chileno,  cuya  expre- 
sión estaba  en  las  Instrucciones  de  Cienfuegos,  en  orden  a erigir  cuatro  nue- 
vas diócesis  y elevar  a arzobispado  la  sede  de  Santiago  independizándola  de 
Lima,  que  todavía  era  dominio  español,  no  encontrara  ningún  eco  en  Roma  y 
aún  más  que  el  Vicario  Apostólico  Mons.  Muzi,  entre  todas  sus  facultades,  no 
trajera  ninguna  a este  respecto.  En  cambio,  en  Europa,  donde  la  situación  de 
informes  y noticias  para  la  Santa  Sede  era  totalmente  diversa,  se  había  desa- 
rrollado una  política  también  diferente  para  acoger  las  peticiones  de  los  so- 
beranos v concertarlas  en  acuerdos,  ya  fueran  concordatos  de  texto  bilateral  o 
ya  las  Bullae  circumscriptionum. 

19.— Después  de  haber  vis'o  la  naturaleza  concordataria  de  las  Bullae  cir - 
cumscribti onum , v su  profusa  aplicación  en  la  primera  mitad  del  siglo  XIX, 
en  una  política  bien  clara  de  la  Santa  Sede,  tanto  en  Europa  como  en  Hispa- 
noamérica. se  nos  ofrece  una  última  reflexión. 

¿Oué  decir  de  esta  expresión  del  Derecho  concordatario  en  forma  de  bu- 
las, es  decir  de  las  Bullae  circumscriptionum ? 

Si  bien  la  bula  constituve  un  documento  solemnísimo  del  Sumo  Pontífi- 
ce. por  cuanto  es  fonua  de  las  Constituciones  Apostólicas  o de  o'ros  documen- 
tos de  igual  o parecida  importancia  v oue  en  definitiva  «isa  el  Pana  para  la 
circunscripción  de  diócesis,  en  el  Derecho  concordatario  no  podía  tener  igual 
eficacia  jurídica  en  las  materias  oue  contenía. 

Ante  todo  está  el  hecho  oue  se  prefirió  esta  forma  de  huías  para  los  con- 
cordatos con  príncipes  acatólicos,  por  las  dificultades  que  había  para  subscri- 
bir un  convenio  bilateral.  Ejemplo  típico  y repetidísimo  de  esto  es  la  circuns- 


(84)  Así  escribía  el  propio  Pío  IX  cuando  estaba  en  Montevideo,  de  regreso  a Eu- 
ropa. en  febrero  de  1825:  “A  las  noticias  de  la  victoria  de  Bolívar,  varios 
eclesiásticos  exultaron,  y especialmente  el  párroco  de  Montevideo  don  Dámaso 
Antonio  Larrañaga,  sin  reflexionar  que,  fuera  como  fuera,  el  Gobierno  de  Es- 
paña protegía  a la  religión,  mientras  que  los  actuales  Gobiernos  independien 
tes  miran  directamente  a destruirla",  n.  157.  Cfr.  nata  (76). 


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cripción  de  las  diócesis  del  reino  de  Hannover  en  1824.  Por  otra  parte,  esta- 
ba el  campo  amplísimo  de  los  sobeianos  católicos  o de  estados  católicos,  pero 
que  en  general  obedecían  todos  a un  sistema  político  regaüsta.  En  el  primer 
caso  —el  de  príncipes  acatólicos—  no  hay  cuestión  discutible  por  no  haber  exis- 
tido seguramente  en  dichas  circunstancias  concretas  otra  iorma  de  entenderse 
concordatariamente.  En  el  segundo  caso  —de  los  soberanos  católicos  o de  esta- 
dos católicos—  es  donde  hay  un  amplio  margen  para  discutir  la  conveniencia 
y hasta  la  propiedad  de  la  forma  concordataria  de  las  bulas.  Las  razones  las 
exponemos  a continuación. 

En  las  bulas  quedaban  indicadas  genéricamente  las  materias  concordata- 
rias que  debían  ser  objeto,  por  lo  común,  de  otros  posteriores  acuerdos  en  la 
ejecución  de  las  mismas  bulas,  como  por  ejemplo  determinar  la  dotación  de  la 
mesa  episcopal,  de  la  catedral,  etc.  De  esta  manera,  la  ejecución  de  las  Butlae 
circumscnptionum  era  un  acto  importantísimo,  porque  allí  debía  estipularse 
la  parte  a que  definitivamente  se  comprometía  el  Gobierno  en  el  régimen  de 
las  diversas  dotaciones  que  había  ofrecido  a la  Santa  Sede.  En  los  países  que 
tenían  representaciones  diplomáticas  ante  la  Santa  Sede  y donde  ésta  recípro- 
camente contaba  con  un  legado,  la  ejecución  no  podía  ofrecer  una  especial 
dificultad;  y decimos  especial,  porque  dificultad  la  había  siempre.  Pero,  en  los 
países  que  no  tenían  estas  recíprocas  representaciones  diplomáticas,  como  fue 
generalmente  el  caso  de  los  países  hispanoamericanos  en  la  primera  mitad  del 
siglo,  las  dificultades  superaban  todo  lo  que  se  podía  imaginar.  Referiremos 
el  caso  de  Chile. 

En  la  ejecución  de  las  bulas  de  erección  de  La  Serena  y Ancud  (85)  se 
establecía  la  materia  concordataria  con  toda  exactitud:  “...se  edificará  tam- 
bién, a expensas  del  Tesoro  Nacional,  el  Palacio  o casa  Episcopal  que  sirva 
para  la  habitación  del  mismo  Obsipo...  y mientras  este  edificio  se  constru- 
ye, se  alquilarán  las  casas  que  puedan  proporcionarse  más  inmediatas  a la 
mencionada  Iglesia,  según  lo  prevenido  por  Su  Santidad  en  la  citada  Bula  y lo 
acordado  a este  respecto  por  el  Supremo  Gobierno  del  Estado”  (8®) . Más  ade- 
lante se  fijaba  la  dotación  del  Obispo  (8T) , del  Cabildo  (88) , del  Seminario 
(89) , etc. 

Hasta  aquí  todo  procedía  conforme  a lo  pactado  con  la  Santa  Sede.  Pero, 
donde  estaba  lo  imprevisible  de  aquella  ejecución  era  en  la  reivindicación 
que  hacía  para  sí  el  Gobierno  en  la  provisión  de  todos  los  oficios  eclesiásticos 
que  debían  estipularse  en  ese  auto.  “Reservamos  la  presentación  de  las  perso- 
nas idóneas  para  dichas  Dignidades,  Canonicatos,  y Prebendas,  porciones  ín- 
tegras y medias  porciones  en  la  Iglesia  Catedral  de  La  Serena  al  Supremo  Go 


(85)  Ejecución  de  la  Bula  de  erección  de  la  diócesis  de  La  Serena,  26  de  marzo 
de  1844.  Boletín  de  las  Leyes.  Santiago  de  Chile.  Imprenta  de  la  Independen- 
cia. t.  12,  pp.  124  - 147.  De  la  Bula  de  erección  de  Ancud,  27  de  octubre  de 
1844.  ib.  pp.  330  - 351. 

(86)  Boletín  de  las  Leyes,  t.  12,  pp.  129  - 130.  Lugar  paralelo  de  Ancud,  ib.  p.  334 

(87)  ib.  p.  138;  de  Ancud,  p.  343. 

(88)  ib.  pp.  139  - 140;  de  Ancud,  pp.  343  - 344. 

(89)  ib.  pp.  143  - 144;  de  Ancud,  pp.  347  - 348. 


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bierno  del  Estado  de  Chile,  según  de  derecho  y autoridad  Apostólica  le  com- 
pete” (90) . Al  decir  de  derecho  se  entiende  evidentemente  la  Constitución  y 
legislación  regalista  de  la  Nación,  donde  se  incluía  el  derecho  de  patronato 
sin  más  título  que  haberlo  heredado  de  España;  pero,  donde  está  el  colmo  es 
en  la  afirmación  de  autoridad  Apostólica,  en  circunstancias  que  el  mismo  Mi- 
nistro chileno  ante  la  Santa  Sede  había  tenido  sobradas  muestras  de  que  Roma 
no  reconocía  ese  patronato  chileno.  Además,  como  no  existían  relaciones  di- 
plomáticas recíprocas,  se  dio  el  caso  de  que  transcurrían  los  años  y la  Santa 
Sede  carecía  de  noticias  acerca  del  destino  de  sus  bulas.  Las  de  La  Serena  y An- 
cud  llevaban  la  fecha  de  julio  de  1840,  y en  julio  de  1842  el  Card.  Lambrus- 
chini,  Secretario  de  Estado,  escribía  al  Ministro  chileno  en  París  preguntán- 
dole si  las  bulas  habían  sido  ejecutadas  o no  (91) . Y,  como  ya  anotamos,  lo 
fueron  únicamente  en  marzo  y octubre  de  1844,  respectivamente. 

Y en  estas  peripecias  de  las  ejecuciones  había  un  ejemplo  mucho  más  im- 
portante y clamoroso:  el  de  la  nueva  circunscripción  de  las  diócesis  de  Fran- 
cia, pactada  entre  Pío  VII  y Luis  XVIII  (92) . Esa  nueva  circunscripción  fue 
imposible  realizarla  por  parte  de  Francia,  es  decir  ésta  no  pudo  cumplir  pre- 
cisamente con  aquellas  materias  concordadas  que  había  prometido,  y esta  im- 
posibilidad dio  lugar  a nuevas  negociaciones  con  evidente  perjuicio  de  las  co- 
sas eclesiásticas  de  Francia.  Así  Pío  VII  escribía  a los  Obispos  franceses  en  el 
Breve  Dominici  gregis,  de  25  de  agosto  de  1819:  “Quamvis  enim  collata  a No- 
bis  studia  ad  ineundam  cum  charissimo  in  Christo  filio  Nostro  Ludovico  fran- 
corum  rege  christianissimo  conventionem  ubérrimos  pollicerentur  fructus,  non 
sine  ingenti  dolore  illius  executionem  in  longius  dilatam  vidimus,  ac  maies- 
tatis  suae  nomine  perlatum  ad  Nos  fuit,  adauctis  iuxta  eius  vota  per  apostó- 
licas literas  VI  kal,  augusti  anno  1817  datas  Galliae  sedibus  usque  ad  nona- 
ginta  duas,  publica  regni  onera  tot  dotationum  impensis  sustinendis  paria  non 
esse,  earumque  sedium  numerum  aliquam  tum  imminui  necessario  postulare, 
eiusdemque  regni  circumstantias  aüa  etiam  obiecisse  impedimenta,  quominus 
supramemorata  conventio  anno  1817  cum  christianissimo  rege  inita  executio- 
ni  mandaretur,  proptereaque  maiestatem  suam  ad  eiusmodi  obstacula  remo- 
venda  Nobiscum  consilia  conferre  coactam  esse”  (93) . Por  esto  el  concordato 
con  Luis  XVIII  primero  se  debió  reformar  (**)  y suspender  (9S) , pasando  en 


(90)  ib.  p.  135:  de  Ancud,  p.  339. 

(91)  Archivo  Secreto  Vaticano.  Secretaría  de  Estado.  Rub.  279.  Busta  595.  1842. 

(92)  cfr.  n.  8. 

(93)  Bullarii.  t.  XV,  p.  240. 

(94)  Breve  Dominici  gregis,  25  aug.  1819.  Reformado  conventionis  initae  sexto  ka- 
lendas  augusti  MDCCCXVII  cum  rege  christianissimo  super  reductione  sedium 
episcopalium  in  universo  Galliarum  regno.  Venerabilibus  fratribus  Carolo  Fran- 
cisco archiepiscopo  Burdigalensi,  coeterisque  episcopis  in  Galliarum  sedibus 
ante  conventionem  diei  11  iunii  1817  canonice  institutis.  Bullarii.  t.  XV,  pp. 
240  - 241. 

(95)  Communicatio  facta  praesuli  electo  Lingonensi  suspensionis  concordiae  initae 
cum  rege  christianissimo,  anno  MDCCCXVII.  Breve  Quanto  Nos  studio,  25  aug. 
1819.  Bullarii.  t.  XV,  pp.  241  - 243. 


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seguida  a parciales  arreglos  (9e) , para  llegar  finalmente,  después  de  cinco  años, 
en  octubre  de  1822,  a la  ejecución  de  las  bulas  de  la  nueva  circunscripción  de 
las  diócesis  de  Francia  (97) . 

En  resumen,  este  sistema  de  las  Bullae  circumscriptionum  como  expresión 
o forma  de  un  concordato  ofrecía  múltiples  dificultades  y muy  serias,  como 
era  el  dejar  librado  prácticamente  a los  gobiernos  regalistas  la  ejecución  de 
ellas,  donde  se  podían  cometer  abusos  imposibles  de  controlar  o muy  difíciles 
de  componer  por  parte  de  la  Santa  Sede. 

20.—  La  larga  y densa  trayectoria  que  hemos  cumplido  a través  del  Dere- 
cho concordatario  relativamente  a la  circunscripción  de  diócesis  permite  for- 
mular algunas  reflexiones  generales  o conclusiones  acerca  de  la  diplomacia 
de  la  Santa  Sede  en  el  período  que  hemos  estudiado,  y que  ¡lustran  —en  ver- 
dad— todo  el  Derecho  concordatario. 

I.  Las  Bullae  circumscriptionum  han  sido  una  estricta  expresión  y for- 
ma del  Derecho  concordatario,  es  decir  verdaderos  concordatos  y que  en  la 
primera  mitad  del  siglo  XIX  fueron  usadas  profusamente  respecto  a los  so- 
beranos católicos  y acatólicos. 

II.  A través  de  todas  estas  Bullae  circumscnptionum  aparece  en  la  San- 
ta Sede  una  actitud  pasiva  o de  espera  en  la  gravísima  y delicada  materia  — 
causa  maior—  de  la  circunscripción  de  diócesis,  en  que  la  iniciativa,  apenas 
con  una  u otra  excepción,  corresponde  siempre  a los  gobiernos  civiles.  En  Eu- 
ropa se  explica  tal  actitud  en  muchos  casos  por  las  mismas  circunstancias  po- 
líticas difíciles  e inseguras  que  motivaban  tales  gestiones  concordatarias:  re- 
cuérdese todo  el  despliegue  de  circunscripciones  provocado  como  consecuen- 
cia de  las  guerras  napoleónicas.  En  otros  casos  la  explicación  está  en  el  impe- 
rante sistema  político  regalista,  que  entorpecía  la  libre  acción  de  la  Santa  Se- 
de, reduciéndola  a pasividad  y espera  en  muchos  sectores  de  la  vida  eclesiás- 
tica. En  Hispanoamérica  esa  pasiva  actitud  se  explica  por  la  desvinculación 
política  o diplomática  que  existía  entre  la  Santa  Sede  y esas  nuevas  naciones, 
consecuencia  —en  el  fondo—  del  regalismo  español,  sea  por  haber  cultivado  esa 
desconexión  desde  el  período  colonial,  sea  por  las  gestiones  entorpecedoras  de 
Fernando  VII  contra  la  distensión  de  la  Santa  Sede  hacia  los  gobiernos  disi- 
dentes de  América. 

III.  La  diversa  línea  diplomática  o política  de  la  Santa  Sede  en  Europa 
y ei  Hispanoamérica  —como  dos  medidas  para  un  mismo  objeto—  se  explica 


(96)  — Conservatio  dioecesis  Rhemensis  cum  deroga tione  praecedentis  constitutio- 

nis,  quae  dismembrarent  nonnulla  loca.  Breve  Nostris  sub  plumbo,  4 sept. 
1821.  Bullarii.  t.  XV,  p.  434. 

— Rectificatio  dioecesis  Senonensis  in  regno  Galliarum.  Breve  Literis,  4 sept. 
1821.  Bullarii.  t.  XV,  pp.  434  - 435. 

— Exemptio  ecclesiae  Trecensis  a metropolitico  iure  archiepiscopi  Parisiensis. 
Breve  Trecensem  ecclesiam,  4 sept.  1821.  Bullarii.  t.  XV,  p.  436.  cfr.  ib. 
pp.  437  - 441;  451;  455  - 457,  etc. 

(97)  Executio  literarum  apostolicarum  alias  latarum  super  circumscriptione  dioe- 
cesium  in  regno  Galliarum.  Bulla  Paternae  eharitatis,  6 oct.  1822.  Bullarii.  t. 
XV,  pp.  577  - 585. 


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por  *a  diferencia  indicada  en  los  medios  aptos  y objetivos  de  información  pa- 
ra estimar  una  realidad  política  nueva:  medios  que  en  Europa  existían  y de 
que  se  carecía  en  Hispanoamérica. 

IV.  Las  Bullae  circumscriptionum  no  fueron  generalmente  un  medio  fe- 
liz para  realizar  su  delicado  propósito,  precisamente  por  el  regalismo  de  los 
gobiernos  o por  la  desvinculación  de  algunas  naciones  con  la  Santa  Sede. 

Finalmente,  en  la  elaboración  de  nuestro  estudio,  nos  hemos  convencido 
una  vez  más  de  que  las  pocas  colecciones  existentes  de  concordatos  son  suma- 
mente incompletas  f98)  : causa  o efecto  —no  sabríamos  precisar—  de  que  en  el 
Derecho  concordatario  permanezcan  tan  amplios  sectores  que  apenas  han  sido 
estudiados.  Deficiencia  que  incide  notablemente  en  la  interpretación  com- 
pleja, profunda  y válida  que  debe  darse  a la  historia  de  las  relaciones  de  Igle- 
sia y Estado,  sea  en  determinadas  materias,  sea  en  determinados  períodos.  Con 
nuestro  estudio  hemos  querido  ofrecer  una  contribución  —tal  vez  muy  modes- 
ta— a un  campo  de  investigación  que  está  esperando  el  interés  de  los  estudio- 
sos del  Derecho  público  eclesiástico. 


(98)  Del  período  que  hemos  estudiado  hemos  dado  referencia  de  72  bulas  y de  6 
breves  de  circunscripción  de  diócesis,  estrictamente  concordatarias.  De  todas 
éstas  Nussi  (L  Conventiones  de  rebus  ecclesiasticis.  Romae,  1869.  pp.  19  - 27) 
contiene  solamente  cuatro,  es  decir  la  primera  de  la  nota  (47)  y las  de  las 
notas  (64),  (65)  y (66).  La  apreciable  y meritísima  Raecolta  de  Mercati  re- 
produce solamente  siete,  a saber  la  primera  de  la  nota  (47)  y las  de  las  notas 
(64),  (65),  (66),  (69),  (70)  y (97). 


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9915YA 

L HC 

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