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Full text of "Biblioteca Carmelitano-Teresiana de misiones"

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IIBRARY  Of  PRINCETON 


DEC  I  2 1998 


THEOLOGICAI  SEMINARY 


3V  2300    .C3  B5  v.2 


3iblioteca  carmelitano- 
-tereslana  de  misionas 


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in  2014 


https://archive.org/details/bibliotecacarmel02unse 


Biblioteca  Carmeliíano-Teresiana 
de  Misiones 


TOMO  II 


P.  PABLO  SIMÓN  DE  JESÚS  MARÍA  RIV AROLA 
Presidente  de  la  primera  expedición  de  Misioneros 
Carmelitas  Descalzos  a  Persia. 


Biblioteca  Carmelitano-Teresiana  de  Misiones 


TOMO  II 


<  I60-Í  -  I609  ) 

Peripecias  de  una  embajada  pontificia  que  fué  a  Persia 
a  principios  del  siglo  XVII 

POR  EL  P.  FR.  FLORENCIO  DEL  NIÑO  JESÚS 
Carmelita  Descalzo 
Archivero  General  de  la  Orden 


Licencia  de  la  Orden 


Cum  opus  cui  titulus  »  A  Persia  Peripecias  de  una  Embajada  Ponti- 
ficia » ,  a  R .  P .  Florentio  a  P.  Jesu ,  O .  N .  Sac .  prof .  compositum ,  deputati 
censores  examinaverint  praeloque  dignum  probaverint,  concedimus  licen- 
tíam  ut  typis  edatur,  servatis  de  jure  servandis.  Datum  Romae,  die  7  Ja- 
nuaril  1929.  —  Fr.  Gulielmus  a  S.  Alberto,  Praep.  Gen.  —  Fr.  Fridericua 
a  SS.  Sacramento,  Seeret. 


Licencia  del  Ordinario 


Nihil  obstat. 
Dr.  Blasius  Goñi,  Censor. 


Pampilonae,  18  Martil  1929 

IMPRIMATUR. 

t  THOMAS,  Episcopus  Pampilonensia. 

Illmi .  ac  Revmi .  Dni .  mei  Episcopi  mandato 
DR.  Aloisius  Goñi 
Magister-Scholae,  Sriua. 


AL  LECTOR 


No  es  más  que  un  saludo. 

En  el  primer  capítulo  te  pondremos  al  corriente  de 
algunas  cosas,  muy  necesarias  de  saberse  antes  de  entrar 
de  lleno  en  la  materia  y  en  los  negocios  que  llevaron  a 
Persia  a  los  hijos  de  Santa  Teresa,  aun  antes  que  fraca- 
sen por  completo  las  negociaciones  sobre  la  Misión  del 
Congo. 

De  estas  negociaciones  y  del  fin  de  esta  Misión,  ya  te 
hemos  dicho  lo  que  sabemos.  Ahora  vas  a  ver  cómo  flo- 
tó el  espíritu  Misionero  del  Carmelo  Teresiano  sobre  las 
aguas  de  las  contradicciones  y  de  las  tribulaciones. 

La  Santa  Madre,  cuya  providencia  particular  vemos 
nosotros  en  la  historia  de  su  Reforma,  no  se  estaba  ocio- 
sa en  el  cielo,  si  es  permitido  hablar  así  para  expresar 
nuestra  idea.  Tan  poderosa  como  fué  su  intercesión  y 
valimiento  con  el  Señor  para  sacar  a  flote  su  Reforma, 
cuando  vivía  en  la  tierra,  pensamos  nosotros,  por  ser  de 
máxima  congruencia,  que  ella  misma  desde  el  cielo  ve- 
ló por  las  Misiones  carmelitanas  y  las  salvó  del  nau- 
fragio. 

En  este  libro  vas  a  ver,  primeramente,  cómo  sucedió, 
en  lo  humano,  esto  que  decimos,  y  lo  verás  en  pocas 
páginas.  En  seguida  te  conduciremos  en  pos  de  los  pri- 


meros  Misioneros  teresianos,  que  emprendieron  el  viaje 
a  Persia,  por  orden  del  Papa,  en  circunstancias  bien  crí- 
ticas, por  países  muy  diversos,  con  pobreza  evangélica, 
con  espíritu  teresiano,  que  es  decir  de  celo  ardiente  y  de 
amor  sublime. 

Ya  has  visto,  en  fin,  cómo  entre  Misión  y  Misión, 
entre  la  del  Congo  y  la  de  Persia,  te  hemos  introducido, 
a  guisa  de  «Intermezzo»,  lo  que  hicieron  y  trabajaron 
los  hijos  de  Santa  Teresa  como  iniciadores,  promotores, 
bienhechores  y  limosneros  insignes  de  la  Sagrada  Con- 
gregación de  Propaganda  Fide.  Gloria  es  esta,  que  la 
tienen,  y  con  razón,  por  una  de  las  mayores  los  carmeli- 
tas descalzos,  los  cuales,  en  no  lejana  fecha,  se  gloria- 
ban también  de  que  fuera  un  hijo  ilustre  de  su  Orden  el 
que  en  estos  tiempos  diera  un  mayor  impulso  a  las  Mi- 
siones católicas,  como  lo  hizo  el  Cardenal  Gotti,  carme- 
lita descalzo  y  PrefeCio,  por  muchos  años,  de  la  Sagrada 
Congregación  de  Propaganda  Fide.  Tan  grandes  son  las 
atribuciones  y  a  tanto  se  extiende  material  y  espiritual- 
mente  la  autoridad  del  Prefecto  de  la  Propaganda,  que 
se  le  ha  venido  a  llamar  corrientemente  «el  Papa  rojo», 
aludiendo  a  la  sagrada  púrpura. 

Y  dicho  esto,  vamos  a  repetir  aquí  lo  que  dijo  un 
Papa  a  los  carmelitas,  como  vas  a  verlo:  «¡A  Persia! 
¡A  Persia!» 


El  Autor. 


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CAPITULO  I 
(  Preliminar  ) 

El  Carmelo  Reformado  y  las  Misiones 


El  instrumento  providencial.— Datos  biográficos  del  Padre  Juan  Tadeo, 
—Pasa  a  Roma  y  Ñapóles. — El  Barón  de  Cacurri.— Proyectos  misio- 
nales.—Oración  y  penitencia. — Consulta  y  respuesta.— Contundente 
dictamen  y  unánime  resolución  pro  .Misiones, 

Habiendo  tenido  la  Misión  Carmelitana  del  Congo  un  fin 
tan  triste  como  inesperado,  según  dijimos  en  el  libro  prece- 
dente, vamos  a  ver  ahora  por  qué  caminos,  tan  inesperados 
también,  suscitó  de  nuevo  el  Señor  el  espíritu  de  las  Misio- 
nes en  la  misma  Reforma  de  Santa  Teresa. 

La  mano  de  Dios  se  sirvió  esta  vez  de  un  débil  instru- 
mento, que  fué  labrando  y  perfeccionando  poco  a  poco  pa- 
ra esta  empresa,  y  a  fin  de  que  se  viera  más  palpablemente 
que  todo  era  obra  de  su  divina  Majestad,  y  que  no  hablan 
sido  vana  aquella  promesa  del  Señor  a  Nuestra  Santa  Madre: 
«Espera  un  poco,  hija,  y  verás  grandes  cosas».  Estas 
cosas  grandes  eran  las  Misiones  emprendidas  por  sus  hijos, 
por  sus  Misioneros;  que  por  eso  ella  había  dicho  también, 
que  bien  entendía  era  mayor  merced  la  que  el  Señor  le  ha- 
cia en  fundar  casas  de  varones  reformados,  que  en  fundar 
casas  de  monjas  (1). 

El  débil  instrumento  que  decimos,  fué  un  calagurri- 
tano  ilustre,  el  P.  Juan  de  San  Elíseo,  el  cual  halló  su 
más  firme  sostén  en  otro  paisano  suyo,  llamado  Fr.  Juan 
de  Jesús  María,  una  de  las  figuras  que  más  se  destacan  en 
la  Reforma  de  Santa  Teresa  por  su  santidad  y  sabiduría. 

Como  todo  esto  va  íntimamente  unido  a  la  vida  del  di- 
cho P.  Juan  de  San  Elíseo,  vamos  a  seguirle  rápidamente 
los  pasos,  y  nos  hallaremos  con  él  desde  el  final  de  la  Mi- 
sión del  Congo  hasta  el  punto  y  hora  en  que  se  dispone 
a  partir  con  rumbo  a  Persia,  formando  parte  de  una  históri- 
ca embajada  del  Papa  al  Shah  Abbas,  el  Grande,  que  es  pre- 


(1)    FUNDACIONES ,  Últimas  palabras  del  Cap .  XIV . 


-  8  - 


cisamente  en  donde  empiezan  las  Misiones  entre  los  carme- 
litas descalzos  de  la  Congregación  de  Italia. 

Nació  este  ilustre  varón  en  la  ciudad  de  Calahorra  en 
1574,  y  fué  bautizado  el  17  de  agosto  en  la  parroquia  de  San- 
ta María  (1) .  Se  llamó  Juan  Roldán,  como  su  padre. 

De  él  se  cuenta  que  estudiando  la  Doctrina  cristiana,  co- 
mo oyese  decir  cierta  vez  que  los  musulmanes  eran  dueños 
de  los  Santos  Lugares,  inflamado  de  celo,  hizo  propósito  de 
estudiar  cuanto  pudiese,  para  ir  a  evangelizar  a  aquellos  in- 
fieles y  rescatar  de  su  poder  el  Santo  Sepulcro  (2) . 

Educado  en  tan  sanas  ideas,  al  calor  del  hogar  cristiano 
brotó  la  flor  de  su  vocación  religiosa ,  y  en  1596  vistió  el 
hábito  carmelitano  en  Valladolid ,  donde  profesó  al  año  si- 
guiente. 

Terminados  sus  estudios,  y  ordenado  sacerdote,  em 
pezó  a  tratar  de  la  conversión  de  los  infieles,  principalmente 
de  los  mahometanos,  dueños  del  Monte  Carmelo,  cuna  de 
la  Orden,  y  toda  la  Tierra  Santa,  que  había  que  rescatar  a 
todo  trance,  convirtiéndolos  a  la  fe  de  Cristo.  Así  lopensaba 
y  lo  decía  él  con  toda  simplicidad. 

Mas,  sucedía  esto  en  ocasión  de  estar  vedado  a  los  car- 
melitas descalzos  el  tratar  de  Misiones  y  el  ser  Misioneros, 
por  haberlo  prohibido  así  el  P.  Nicolás  Doria,  después  de 
haber  hecho  fracasar  la  fructuosa  Misión  carmelitana  del 
Congo.  Pero  el  P.  Juan  de  San  Elíseo,  como  llevaba  tan  me- 
tido en  la  entraña  el  espíritu  misionero,  no  podía  acallar  su 
voz,  y  no  dejaba  de  hablar  de  Misiones,  con  el  fin  de  hacer 
prosélitos  para  su  causa.  Por  ello  fué  amonestado,  y  aun 
castigado ,  algunas  veces.  Todo  lo  llevó  con  indecible  pa- 
ciencia y  alegría;  y  mérito  suyo  es  el  haber  suscitado  en  su 


(1)  Por  vía  de  nota  insertaremos  aqui  la  partida  de  bautismo  de  nues- 
tro protagonista,  tal  como  se  nos  ha  remitido,  que  dice  asi :  D.  Fernando 
Bujanda  y  Ciordia,  Canónigo  Doctoral  de  la  Santa  Iglesia  Catedral  de  Ca- 
lahorra y  Ecónomo  de  la  parroquia  de  Santa  Maria  de  la  misma  ciadad  e 
iglesia,  Certifico:  Que  en  el  libro  de  Bautismos  de  esta  parroquia,  en  su  to- 
mo primero  y  folio  doscientos  ochenta  y  nueve  vuelto,  entre  las  dieíisiete 
partidas  que  en  él  se  contienen ,  correspondientes  todas  al  año  mil  quinien- 
tos setenta  y  cuatro,  hay  una  que  dice  literalmente: — Juan  Roldan.— Mar- 
tes a  diez  ¡i  siete  dias  de  agosto  bauticé  a  Juan,  liijn  de  Juan  Roldán  y  de 
Catalina  ¡büñez;  fué  su  padrino  Pedro  Sáem,  beneficiado,  y  su  madrina 
Maria  Jiménez— El  Licenciado  Cu Ivo  — Para  que  asi  conste,  y  a  petición 
de  Fr. Florencio  del  Niño  Jesús,  carmelita  descalzo,  expido  la  presente  que 
firmo  y  sello  con  el  de  esta  parroquia,  en  Calahorra,  a  catorce  de  diciembre 
de  mil  novecientos  veintiocho. — Firmado:  l-'crnando  Bufanda .(SeWo  de  la 
parroquia)  .  Agradecemos  como  es  debido  la  solicitud  con  que  nos  favore- 
ció el  disiinguido  señor  Bujanda  con  este  documento,  que  nos  ha  valido 
para  fijar  la  edad  de  nuestro  Misionero  en  más  de  un  episodio  de  su  vida. 

(2)  P .  luán  de  Jesús  María,  OPERA  OMNIA ,  tom .  II! ,  pág .  308 ;  P.  Ea- 
sebio  de  Todos  los  6anlos,  ENCHYRIDION  CHRONOLOGICUM  CARMELIT. 
DISCALCEAT.,  Romae,  1737,  pág.  155. 


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Orden  el  espíritu  misionero  de  Santa  Teresa,  cuando  pare- 
cía muerto  y  sepultado. 

En  20  de  marzo  de  1597,  el  Pontífice  Clemente  VIII  sepa- 
ró de  la  obediencia  de  los  superiores  de  España  a  los  carme- 
litas descalzos  que  había  entonces  en  Italia,  que  venían  a 
ser  unos  treinta,  y  los  sujetó  inmediatamente  a  la  Sede 
Apostólica.  Con  otro  Breve,  dado  a  13  de  noviembre  de 
1600,  el  mismo  Pontífice  erigió  canónicamente  en  Congre- 
gación religiosa  los  conventos  de  los  carmelitas  descalzos 
de  Italia,  viniendo  así  a  quedar  dividida  la  Reforma  teresia- 
na  en  dos  Congregaciones  con  sus  respectivos  Generales  y 
demás  superiores  mayores. 

Los  superiores  de  la  Congregación  de  España,  a  instan- 
cias del  mismo  Pontífice,  enviaron  algunos  religiosos  a  la  de 
Italia  para  dar  vida  e  impulso  a  la  nueva  Congregación.  El 
P.  Juan  de  San  Elíseo  fué  uno  de  los  enviados  para  este  fin, 
con  gran  gusto  suyo  y  más  de  sus  superiores  de  España,  los 
cuales  se  veían  libres  de  un  sujeto  que  no  encajaba,  según 
ellos,  en  el  espíritu  y  dirección  que  tomaba  aquí  la  Reforma. 

El  P.  Juan  llegó  a  Roma  en  1600.  Allí  st-  le  acrecentaron 
los  deseos  de  ser  Misionero  y  los  anhelos  de  hacer  proséli- 
tos entre  los  suyos.  De  lo  que  en  esto  trabajó  y  padeció,  co- 
mo de  los  éxitos  que  obtuvo,  nos  lo  va  a  decir  en  pocas  pa- 
labras un  paisano  suyo,  el  otro  insigne  calagurritano  Fray 
Juan  de  Jesús  María,  primer  historiador  de  las  Misiones  car- 
melitanas, cuya  relación  daremos  fielmente  traducida  y 
compendiada  (1) . 

Llegó,  dice,  a  Roma  inesperadamente  el  P.  Juan  de  San 
Eliseo,  el  cual,  desde  su  infancia,  estaba  estudiando  el  mo- 
do de  librar  Ja  Tierra  Santa  de  la  perfidia  mahometana.  Es- 
ta idea  nadie  se  la  pudo  quitar  de  su  cabeza,  por  más  artes 
y  esfuerzos  que  para  ello  se  empleasen.  Tan  pronto  como 
llegó  a  la  Ciudad  Eterna,  expuso  estos  ardientes  deseos  su- 
yos a  los  Padres  más  graves  de  la  Congregación  de  Italia. 
A  todos  les  pareció  cosa  poco  prudente  y  no  para  ser  ex- 
puesta en  gran  consejo.  Porque,  ademas  de  la  magnitud  de 
la  obra,  como  era  querer  convertir  a  los  mulsumanes,  que 
no  suelen  disputar  sobre  religión  con  argumentos  sino  con 
la  espada,  no  les  parecía  el  P.  Juan  hombre  dotado  de  aque- 
lla prudencia,  elocuencia  y  doctrina  que  requería  una  tan 


(1)  Cfr.  Historia  MISSIONUM,  en  el  tom.  I!I  de  sus  obras  completas, 
edición  de  Florencia,  1774,  págs.  308-310.— De  aqui  lo  copió  la  HISTORIA 
GENt  RALIS  de  la  Congregación  de  Italia ,  tom .  1 ,  págs .  37-40 ,  y  de  é  -ta  lo 
tomó  el  P.  Bertoldo  Ignacio  para  su  HiSTOIRE  DE  LA  MiSSION  DE  PERSE, 
págs.  1-25.  Por  donde  se  ve  que  1:  fuente  primera  es  la  verídica  historia  del 
Ven .  P .  Juan  de  Jesús  Mariu,  testigo  ocular  y  actor  no  secundario  en  estos 
sucesos . 


-10- 


gigante  empresa.  Con  esto  la  proposición  del  pobre  religio- 
so fué  desechada  de  plano. 

No  se  arredró  por  eso  el  «tenacísimo »  calagurritano.  An- 
tes bien,  desde  aquel  día  redobló  sus  fervores  en  la  obser- 
vancia regular  y  se  dió  más  a  la  oración,  para  ver  de  acabar 
con  Dios  Nuestro  Señor  lo  que  no  podía  conseguir  de  los 
hombres. 

Al  año  siguiente,  1601,  fué  enviado  por  los  superiores  a 
Nápoles,  al  convento  recién  fundado  por  el  Ven.  P.  Pedro 
de  la  Madre  de  Dios,  Comisario  General  entonces  de  los  des- 
calzos de  Italia  y  luego  Superintendente  General  de  las  Mi- 
siones católicas. 

Al  poco  tiempo  de  haber  empezado  nuestro  P.  Juan  a 
ejercer  su  ministerio  en  Nápoles,  llegó  a  sus  pies  en  de- 
manda de  dirección  espiritual,  el  nobilísimo  calabrés  Don 
Francisco  Cimino,  Barón  de  Cacurri.  Andaba  éste  dando 
vueltas  a  un  proyecto  que  tenía,  muy  semejante  al  que  el 
P.  Juan  abrigaba.  El  proyecto  de  D.  Francisco  era  el  de  fun- 
dar en  Nápoles  un  seminario  para  los  niños  y  jóvenes  tur- 
cos que  sufrían  cautiverio  entre  los  cristianos,  a  fin  de  que 
se  convirtiesen  al  Señor. 

A  las  primeras  de  cambio,  se  entendieron  magníficamen- 
te el  dirigido  fervoroso  y  el  celoso  director.  El  P.  Juan  le 
explicó  su  proyecto,  que  era  más  bien  de  ir  a  convertir  a  los 
turcos  y  mulsumanes  de  Tierra  Santa,  lo  cual  podía  hacerse 
muy  bien,  decía,  desde  el  Monte  Carmelo,  una  vez  que  res- 
catasen este  Santo  Lugar  del  poder  de  los  muslimes.  Fácil- 
mente vino  en  ello  D.  Francisco,  y  desde  aquel  punto  y  ho- 
ra, no  solamente  ofreció  al  P.  Juan  su  hacienda  y  su  dinero, 
sino  que  quiso  alistarse  para  tan  hermosa  cruzada.  Puestos 
ambos  de  acuerdo,  ya  no  dejaban  de  hablar  de  ello,  y  estas 
eran  sus  conversaciones  favoritas. 

Cuando  andaban  nuestros  dos  apóstoles,  llamémoslos 
así,  buscando  los  medios  más  adecuados  para  poner  por  obra 
su  magnifico  proyecto,  llegó  a  Nápoles  el  P.  Pedro  de  la  Ma- 
dre de  Dios,  y  enterado  de  lo  que  el  P.  Juan  de  San  Elíseo 
traía  entre  manos,  le  echó  una  buena  reprimenda,  hacién- 
dole ver  su  tenacidad  en  una  obra  que  de  plano  había  sido 
rechazada  por  los  varones  más  graves  de  la  Orden,  y  que,  a 
pesar  de  eso,  él  seguía  promoviéndola  y  fomentándola  sin  el 
debido  permiso  de  los  superiores. 

Distinguíase  el  P.  Juan  de  San  Elíseo  por  el  candor,  co- 
mo hace  notar  su  paisano,  historiador  de  estos  episodios; 
y  así,  con  el  candor  de  un  niño,  viendo  enojado  a  su  buen 
Padre,  le  dijo,  que  no  solamente  había  de  rendir  ante  él 
aquel  día  su  propio  juicio,  sino  que  estaba  pronto  a  obligar- 
se con  voto  formal  a  guardar  perpetuo  silencio  sobre  este 
punto. 


-11  - 


Esto  llamó  mucho  la  atención  del  P.  Pedro,  porque  sa^ 
bía  muy  bien  que  desde  niño  había  deseado  ser  Misionero  el 
P.  Juan,  y  conocía  todo  el  tesón  que  había  puesto  hasta  en- 
tonces por  defender  sus  ideas.  Parece  como  que  entonces, 
en  las  palabras  y  en  la  actitud  del  humilde  religioso,  vió  al- 
go divino,  que  le  impidió  oponerse  al  espíritu  que  aquel  ma- 
nifestaba, y  parecía  ser  espíritu  de  Dios.  Sin  decirle  nada, 
fué  a  consultar  el  caso  con  el  superior  del  convento,  que 
era  el  P.  Paulo  de  Rivarola,  a  quien  tan  bien  conoce- 
remos por  las  peripecias  de  su  embajada.  El  P.  Paulo  dijo 
sencillamente  que  él  era  del  mismo  parecer  que  el  P.  Juan, 
y  que  no  le  parecían  descabelladas  sus  ideas,  sino  muy 
puestas  en  razones  divinas. 

Al  ver  esto  el  P.  Pedro,  corazón  apostólico  si  los  hubo, 
lejos  de  seguir  recriminando  a  unos  y  a  otros,  pues  todos 
parecían  ya  contagiados  lindamente  por  el  Padre  Juan 
íes  dijo  que  encomendasen  a  Dios  aquel  negocio  y  que  él 
vería  de  tratarlo  con  el  Papa,  sin  cuya  bendición  nada  po- 
dían hacer  en  aquella  materia. 

Hízoseasí.El  Padre  Juan  por  su  parte  y  como  nego- 
cio principal  suyo  que  era,  además  de  la  oración  conti- 
nua que  hizo,  para  que  el  Señor  bendijese  su  proyec- 
to, «ayunó  rigurosamente  toda  aquella  cuaresma  a  pan  y 
agua».  El  Señor  bendijo  este  sacrificio  y  escuchó  las  oracio- 
nes de  sus  siervos;  porque,  habiendo  vuelto  a  Roma  el  P. 
Pedro,  fué  muy  luego  a  referir  el  caso  al  Sumo  Pontífice.  El 
Papa  le  dijo  que  la  Palestina  no  estaba  tan  destituida  de 
auxilios  apostólicos  como  se  pensaba,  puesto  que  trabaja- 
ban allí  ardorosamente  los  hijos  de  San  Francisco,  y  que 
muy  cerca  de  allí,  en  el  Monte  Líbano,  había  un  buen  núme- 
ro de  maronista,  los  cuales,  católicos  excelentes,  con  su 
Patriarca  y  con  sus  Obispos,  eran  muy  adictos  a  la  Cátedra 
de  San  Pedro. 

Y  le  dijo  más  su  Santidad.  Precisamente  por  aquellos 
días  era  cuando  el  Pontífice  estaba  deseando  enviar  a  Persia 
una  embajada  suya,  y  entonces  le  pareció  como  que  el  Se- 
ñor le  ofrecía  los  embajadores  que  había  de  enviar  al  Shah 
Abbas,  el  Grande.  Por  lo  cual,  le  dijo  al  P.  Pedro  que  podía 
enviar  sus  Misioneros  a  Persia.  El  P.  Pedro  se  quedó  un  mo- 
mento perplejo,  porque  le  vino  a  la  memoria  toda  la  ruido- 
sa controversia  que  habia  en  la  Reforma  carmelitana  acerca 
de  las  Misiones.  En  tanto  que  se  habló  del  Monte  Carmelo, 
cuna  de  la  Orden,  parecióle  más  halagüeño  el  proyecto;  pe- 
ro, viéndose  ahora  metido  de  lleno  en  el  campo  de  las  Mi- 
siones, expuso  sencillamente  al  Papa  lo  que  podría  contra- 
decirse esta  idea  con  daño  de  la  paz  y  de  la  caridad  en  los 
conventos. 

Entonces  fué  cuando  el  Papa  mandó  al  P.  Pedro  que  en- 


-12- 


cargase  a  un  varón  sabio  y  prudente  de  su  Orden  que  estu- 
diase la  cuestión  del  espíritu  de  Santa  Teresa,  para  ver  si  es- 
taba conforme  con  las  Misiones ,  y  que  diese  su  parecer  y  vo- 
to por  escrito.  El  P.  Pedro  dió  este  honroso  encargo  al  mejor 
teólogo  que  tenía  en  Roma,  aquel  a  quien  Bossuet  llamó 
más  tarde  «summus  theologus  summusque  mysticus»,  el 
P.  Juan  de  Jesús  Maria.  Este,  escribiéndola  historia  de  las 
Misiones,  al  llegar  a  este  punto,  despide  al  lector  con  cua- 
tro palabras,  hablando  de  un  opusculillo  que  llevó  en  esta 
ocasión  el  P.  Pedro  al  Papa  con  motivo  de  estas  cuestiones. 
Pero  nosotros  vamos  a  cubrir  esta  laguna  de  nuestro  histo- 
riador, compendiando  las  respuestas  que  dió  a  las  objecio- 
nes que  ponian  los  contrarios  a  las  Misiones  carmelitanas; 
porque  son  muy  propias  de  nuestra  historia  y  de  este  lugar, 
aunque  más  largamente  hemos  tratado  de  esta  materia  en 
otra  parte  (1) . 

Dejando,  por  brevedad,  la  enumeración  de  argumen- 
tos aducidos  por  nuestro  Venerable  para  probar  su  tesis,  de 
que  las  Misiones  en  la  Reforma  teresiana  están  muy  confor- 
mes con  el  espíritu  de  la  Santa  reformadora,  viene  a  poner 
el  siguiente  dilema  como  conclusión:  «Una  de  dos,  dice,  o 
aprobamos  el  espíritu  de  la  Beata  Madre  Teresa  (2) ,  o  no  lo 
aprobamos;  o  la  veneramos  como  a  Fundadora  nuestra,  o 
ñola  reconocemos  como  a  tal.  Reprobar  su  espíritu,  sería 
gran  temeridad.  Negarle  el  titulo  de  Fundadora  de  los 
Descalzos,  sería  negra  ingratitud.  Ahora  bien:  cosa  mani- 
fiesta es  que  la  Beata  Virgen  Teresa  tuvo  más  ardiente  de- 
seo por  la  obra  de  las  Misiones  que  por  la  palma  del  mar- 
tirio; hacia  aquel  fin  encaminó  todos  sus  pasos  y  accio- 
nes, todos  sus  ruegos  y  las  oraciones  de  sus  hijas.  Y 
¿quién  me  negará  que  su  anhelo  constante  fué  llevar  a  ca- 
bo por  medio  de  sus  hijos  lo  que  no  podía  realizar  por  me- 
dio de  sus  hijas  ni  por  sí  misma,  como  es  la  conversión  de 
las  gentes  por  la  predicación  y  enseñanza  del  Evangelio?... 
Por  lo  tanto,  las  Misiones  son  tan  propias  de  nuestro  Insti- 
tuto como  la  vida  de  oración;  y  las  Misiones  le  han  de  dar 
mayor  lustre  y  perfección  a  los  ojos  de  Dios  y  a  los  del 
mundo  (3) . 

La  dialéctica  de  este  sumo  teólogo  es  formidable  en  todo 
lo  que  trata. 

Véase  ahora  cómo  respondía  a  las  objeciones  que  se  adu- 


(1)  En  la  Vida  DEL  VEN.  P.  JUAN  DE  JESÚS  MARÍA,  tip.  del  Monte 
Carmelo,  Burgos,  1919,  cfr.  págs.  98-105. 

(2)  Esto  su  escribía  en  1604,  y  ya  se  llamaba  Beata  y  aun  Santa  a  la 
Reformadora  del  Carmelo,  siendo  asi  que  fué  beatificada  en  1614. 

(3)  Opera  omnia  ,  tom .  ili ,  pág .  273 . 


-13- 


cían  dentro  de  casa  a  las  Misiones  en  la  Orden.  Esto  es  ya 
del  dominio  de  la  historia. 

Las  principales  objeciones  eran  tres.  Primera:  No  con- 
vienen las  Misiones,  decían,  a  una  Orden,  cuyo  fin  principal 
es  la  contemplación,  el  retiro  y  la  soledad.  A  esto  respondía 
nuestro  Padre,  que  ello  no  impidió  a  San  Benito  ni  a  San 
Bernardo  ni  a  nuestro  San  Angelo, mártir,  vivir  con  mucho 
retiro  en  los  claustros  y  ser  muy  contemplativos,  a  pesar  de 
que  salieron  muchas  veces  a  fundar  conventos  e  iglesias  y  a 
ayudar,  en  cuanto  podian,  a  la  salvación  de  las  almas.  Y  ci- 
ta estos  ejemplos  como  de  Santos  más  retirados;  ya  que 
Santo  Domingo  y  San  Francisco  no  se  escondían  tanto  tn 
los  claustros,  por  llevar  una  vida  más  apostólica  como  but- 
nos  mendicantes.  Y  si  los  carmelitas  son  también  mendican- 
tes, como  su  Regla  lo  expresa  y  los  Pontífices  lo  quieren,  es 
claro  que  tienen  que  pagar  su  tributo  a  la  Iglesia,  ayudan- 
do a  los  pastores  y  predicadores  de  ella,  aun  cuando  den  el 
tributo  principal  a  la  oración  y  a  la  contemplación. 

Para  reforzar  más  su  argumento,  añadía:  Si  las  Letras 
Apostólicas  del  Pontífice  reinante  (Clemente  VIII) ,  permiten 
a  los  carmelitas  descalzos  fundar  conventos  de  su  Congre- 
gación en  todo  el  mundo,  excepto  en  los  dominios  españo- 
les para  no  lesionar  los  derechos  de  la  Congregación  de 
España,  ¿por  qué  no  han  de  fundar  conventos  en  Francia, 
en  Alemania,  en  Polonia,  en  Persia,  en  Armenia  y  en  todo 
el  Oriente,  como  los  fundan  en  Italia?  Y  si  el  trabajo  y  las 
fatigas  de  los  viajes  en  Italia  no  se  dice  que  impiden  la  ora- 
ción y  el  trato  con  Dios,  ¿por  qué  se  ha  de  decir  que  impi- 
dan ese  trato  de  amistad  con  Dios  los  largos  viajes  y  nave- 
gaciones, a  imitación  de  San  Pablo,  de  tal  manera  que  se 
deje  de  ir,  por  ejemplo,  a  Persia,  en  donde  se  puede  dar  mu- 
cha gloria  a  Dios  y  predicar  el  Evangelio  a  aquellas  pobres 
gentes?  Y  si  esto  de  la  predicación  no  nos  está  prohibido 
en  Europa,  ¿porqué  se  nos  ha  de  prohibir  en  Asia?  Y,  en 
conclusión,  la  Regla  nos  ordena  el  retiro  y  la  vida  contem- 
plativa, a  no  ser  que  seamos  empleados  por  el  superior  en 
otras  legitimas  ocupaciones.  Pero  ¿qué  ocupación  más  le- 
gitima puede  haber  que  ésta  de  la  salvación  de  las  almas? 
¿No  será  justo  que  el  carmeHta  descalzo  deje  un  poco  los 
gustos  de  la  oración  y  se  dedique  otro  poco  al  provecho  y 
santificación  de  sus  prójimos,  cuando  el  mismo  Jesucristo, 
Señor  y  ejemplar  nuestro,  dejando  el  seno  del  Padre,  bajó  a 
la  tierra  a  salvarnos  a  nosotros  y  a  predicarnos  su  Evange- 
lio?... (1) 


(1)  No  queremos  pasM  por  alto ,  ahora  que  viene  de  perlas,  que  estas 
mismas  idees ,  y  expuestas  casi  con  las  mismas  palabras ,  tuvo  nuestro  Pa- 


-14- 


Otra  objeción  solían  aducir  los  contrarios  a  las  Misiones, 
diciendo  que  el  número  de  carmelitas  descalzos  era  por  en- 
tonces tan  exiguo,  que  no  bastaba  Para  sostener  los  pocos 
conventos,  dos  solamente,  que  se  habían  fundado  en  Italia. 

A  esto  contestaba  el  P.Juan  de  Jesús  María:  Si  se  mira  a 
los  orígenes  de  las  Ordenes  religiosas,  todas  empezaron  a 
propagarse  rápidamente  con  pocos  individuos,  como  se  pue- 
de leer  en  las  historias  de  San  Benito,  San  Bernardo,  San 
Angelo,  San  Francisco,  Santo  Domingo,  San  Ignacio  y  otros 
fundadores  y  propagadores  de  Institutos  religiosos.  Y  aun 
la  misma  Iglesia  de  Cristo,  añade,  empezó  a  propagarse  por 
todo  el  mundo  con  doce  Apóstoles.  Si  con  la  gracia  de  Dios, 
prosigue,  todos  los  fundadores  y  sus  coadjutores  propaga- 
ron sus  respectivas  Ordenes  siendo  tan  pocos,  ¿por  qué  nos- 
otros, contando  también  con  la  gracia  divina,  no  hemos 
de  poder  hacer  lo  que  los  otros  hicieron?  Si  se  teme  como 
un  peligro  grave  el  ser  pocos  para  el  mucho  trabajo,  más 
peligros  hay  en  las  comunidades  en  ser  muchos  para  poco 
trabajo;  porque  entonces  viene  la  relajación  y  la  pereza  con 
todo  un  séquito  interminable  de  calamidades  y  miserias. 
Y  entonces,  ¿a  qué  propagar  por  el  mundo  semejante  Con- 
gregación? Vale  más  el  sofocarla  y  extinguirla  por  comple- 
to. Hay  muchos  ejemplos,  por  desgracia,  de  Congregacio- 
nes religiosas  que,  no  queriendo  salir  del  lugar  en  que 
fueron  fundadas,  echaron  allí  profundísimas  raíces,  forma- 
ron colonias  y  pueblos  enteros,  empezaron  por  aflojar  en  la 
observancia  regular,  dejaron  de  ser  buenos  religiosos  los 
que  en  ellas  profesaron,  y  acabaron  por  extinguirse  las  Con- 
gregaciones mismas,  merced  a  mil  guerrillas  y  luchas  intes- 
tinas. 

Otra  tercera  objeción  ponían  los  enemigos  de  nuestras 
Misiones,  diciendo:  «No  somos  dignos  de  ministerio  tan  ele- 
vado como  el  propagar  la  fe,  pues  que  exige  varones  escla- 
recidos y  llenos  de  grandes  virtudes,  talentos  y  estudios». 

El  P.  Juan  contesta  con  fina  y  delicada  ironía:  Esta  ra- 
zón parece  inexpugnable;  pues,  por  lo  demás,  los  adversa- 
rios dan  ya  indicios  de  no  encontrar  obstáculos  ni  en  el  fin 
principal  de  nuestro  Instituto,  ni  en  la  escasez  de  sujetos  para 
las  Misiones.  Pero,  a  los  que  tal  reparo  les  detiene,  puede 
decírseles  lo  siguiente:  Si  el  Padre  Ignacio  de  Loyola  y  el 
Padre  Francisco  Javier  —por  no  hablar  de  los  antiguos—  hu- 


dre  San  Juan  de  la  Cruz,  y  se  las  solía  repetir  a  sus  más  amados  discípulos, 
según  el  P .  Elíseo  de  los  Mártires ,  primer  Visitador  General  de  la  Orden 
que  pasó  a  las  Indias  Occidentales  y  primer  Provincial  de  la  Orden  en  Mé- 
jico. Cfr.  DICTÁMENES  7.°,  9."  y  10.°,  Ms.  de  nuestro  Archivo  de  Segovia, 
publicados  por  Carbonero  y  Sol ,  en  su  HOMENAJE  A  SAN  JUAN  DE  LA 
Cruz,  págs.  194-95.  Madrid,  1891 . 


—  15- 


biesen  reparado  en  esto,  a  saber:  que  no  eran  tan  santos  co- 
mo San  Francisco  ni  como  Santo  Domingo,  y  que,  por  lo 
tanto,  no  se  juzgaban  dignos  de  andarse  por  esos  mundos  a 
evangelizar  a  los  pobres,  a  combatir  el  error  y  a  predicar  la 
verdad,  ¡cuán  gravemente  se  hubieran  dañado  a  si  mismos, 
a  su  Compañia  y  a  la  Iglesia,  con  la  privación  de  tanto  fru- 
to como  con  las  Misiones  de  la  Compañía  recibieron!  Mien- 
tras que,  haciéndolo,  ¡cuántos  puntos  han  subido  en  santi- 
dad y  en  merecimientos! 

Consta,  además,  por  muchos  ejemplos  de  historias  noví- 
simas, continúa  el  P.  Juan,  que  no  siempre  se  valió  el  Se- 
ñor de  grandes  Santos  para  convertir  infieles,  ni  hace  falta 
para  ello  grande  perfección.  Teniendo  celo  de  su  gloria,  fe 
viva  y  confianza  en  El,  es  el  oficio  de  Misionero  un  buen  ca- 
mino para  llegar  a  la  santidad.  ¿Por  qué  no  se  ha  de  santi- 
ficar por  este  camino  el  carmelita  descalzo  que  se  siente  con 
vocación  de  Misionero?... 

Más  todavía:  muchísimos  de  los  Santos  del  Martirologio 
romano ,  dada  la  ocasión  o  buscada  por  ellos ,  mediante  el  so- 
plo de  la  divina  gracia,  de  perseguidores  de  los  cristianos  se 
convirtieron  en  mártires  de  Cristo.  Justo  es,  pues,  confiar  y 
esperar  que,  no  de  tiranos  ni  de  enemigos,  sino  de  siervos  y 
amigos  de  Cristo,  los  que  defienden  su  causa  y  propagan  su 
Evangelio,  lleguen  a  ser  en  breve  tiempo,  o  después  de  lar- 
ga jornada,  confesores  y  mártires  de  su  heroica  fe;  y  enton- 
ces un  mártir  solamente  contribuirá  más  al  honor,  esplendor, 
decoro  y  gloria  de  su  santa  Orden  que  seiscientos  cenobi- 
tas tibios. 

No  hay  que  temer  tampoco,  insistía  nuestro  Padre,  que 
en  las  Misiones  se  amortigüe  y  se  extinga  el  espíritu  religio- 
so en  el  alma  del  Misionero;  antes  al  contrario,  la  razón  na- 
tural nos  dice  que  ha  de  crecer  más  y  más  cada  día  en  virtud 
y  en  perfección.  Porque  ¿a  qué  no  se  expondrá  por  Cristo 
el  Misionero,  y  cómo  no  se  ha  de  abrazar  con  la  cruz,  y  có- 
mo no  se  ha  de  alegrar  en  el  sacrificio,  si  todo  lo  dejó  por  se- 
guir a  Cristo  hasta  la  muerte  y  acaso  muerte  de  cruz?  El 
que  aspira  a  cosas  grandes,  pone  grandes  medios;  y  el  que 
pone  en  esto  cuanto  está  de  su  parte,  ha  de  recibir  de  Dios 
gracias  extraordinarias;  y  el  que  en  tierras  de  infieles  está 
siempre  a  dos  dedos  de  la  muerte,  por  confesar  a  Cristo, 
¿cómo  no  ha  de  caminar  cada  día  al  monte  santo  de  la  per- 
fección?... 

No  hay  que  pensar  tampoco,  decía  nuestro  «sumo  teólo- 
go», que  sea  obstáculo  no  ser  gran  sabio  ni  hombre  de  mu- 
chas letras;  pues  está  comprobado  también  que  no  son  las 
argucias  de  las  escuelas  y  ateneos  las  que  tocan  el  corazón, 
ni  son  los  más  sabios  predicadores  los  que  recogen  más  co- 
secha de  conversiones.  Basta  doctrina  suficiente,  moral  só- 


—  16  — 


lida,  profunda  piedad,  vida  ejemplar  y  conducta  sin  tacha. 
Esto  por  lo  que  toca  a  la  conversión  de  los  herejes;  pues, 
para  la  conversión  de  los  infieles,  no  hace  falta  ni  tanta  doc- 
trina ni  tanta  dialéctica,  ya  que  aquellos  infieles  son  más 
ignorantes  que  obstinados,  y  con  la  sencilla  exposición  de 
las  verdades  fundamentales  de  nuestra  fe,  ilustradas  con  al- 
gunos ejemplos,  se  les  acerca  mejor  a  la  fuente  de  la  verdad 
y  de  la  vida,  y  entonces  el  Señor,  misericordiosamente,  les 
concederá  gustar  de  aquellas  aguas  que  saltan  hasta  la  vida 
eterna... 

Tal  fué,  en  resumen,  el  voto  de  nuestro  P.  Juan  de  Jesús 
María,  escrito  en  latín  jugoso  y  elegantísimo,  como  todo  lo 
que  brotó  de  su  pluma,  y  que  al  llevárselo  el  P.  Pedro  al 
Pontífice  Clemente  VIII,  Su  Santidad  se  complació  en  leerlo, 
y  quedó  admirado  de  la  claridad,  precisión  y  firmeza  con 
que  aquel  ínclito  religioso  resolvía  tan  delicada  cuestión  de 
principios;  y  entonces  fué  cuando  exclamó  reiteradamente 
dirigiéndose  al  Comisario  General  de  los  Descalzos:  «¡In  Per- 
sidem,  in  Persidem!».  Dándole  a  entender  que  su  voluntad 
era  que  fuesen  a  Persia  los  hijos  de  Santa  Teresa  como  em- 
bajadores suyos  cerca  del  Shah  Abbas,  el  Grande. 

Con  esto  quedaron  terminadas,  de  una  vez  y  para  siem- 
pre, las  controversias  sobre  las  Misiones  en  la  Reforma  car- 
melitana. Aun  aquellos  que  se  habían  declarado  más  ene- 
migos de  ellas,  una  vez  que  habló  el  Pontífice,  se  sometie- 
ron rendidamente  a  su  dictamen,  como  buenos  hijos  de  su 
Santa  Madre.  Y  ¡cosa  nunca  vista  en  los  anales  monásticos! 
en  el  Capítulo  General  celebrado  en  Roma  al  año  siguiente, 
1605,  todos  los  capitulares,  desde  el  Prepósito  General  has- 
ta el  último  de  los  gremiales,  renunciaron  sus  oficios  espon- 
táneamente, e  hicieron  voto  de  ir  a  las  Misiones  por  la  con- 
versión de  los  infieles  o  herejes,  cuando  la  obediencia  se  lo 
ordenare  (1) . 

Allí  mismo  se  decretó  también,  nemine  discrepante, 
que  se  fundase  el  Seminario  de  Misioneros,  y  que,  con  la 
ayuda  del  Señor,  se  estableciesen  dos  Misiones,  durante 
aquel  trienio,  es  decir,  hasta  el  siguiente  Capítulo  General. 

Fué  el  primero  de  los  Capítulos  Generales  de  la  Congre- 
gación de  Italia,  y  bien  merece  llamarse  «Capítulo  Misio- 
nal», porque  abrasados  todos  en  caridad  divina,  la  mayor  y 
mejor  parte  de  los  acuerdos  que  tomaron,  fueron  en  benefi- 
cio de  las  Misiones  (2) . 


(1)  Cfr .  HIST .  GENERALIS  ITALIAE ,  tom .  II ,  lib .  1 ,  cap .  III . 

(2)  Cfr.  op.  et  loe.  cit. 


CAPITULO  II 


Preparativos  para  la  expedición 

¿os  que  la  formaban :  cuatro  hijos  de  Sania  Teresa  y  un  Sargento  Ma- 
yor de  los  Tercios  de  Flandes.—El  fin  principal  de  esta  embajada.— 
Y  los  fines  secundarios. — Cartas  y  proyectos  acerca  del  itinerario 
de  la  expedición. 

Terminada  la  audiencia  con  el  Santo  Padre,  el  Comisario 
de  los  Descalzos  no  se  ocupó  ya  si  no  en  buscar  y  escoger  el 
personal  apto  para  tan  importante  embajada,  puesto  que 
los  destinados  a  Persia  habían  de  ser  embajadores  y  Misio- 
neros al  mismo  tiempo.  Muy  luego  puso  los  ojos  en  los  va- 
rones siguientes,  a  quienes  dió  el  debido  nombramiento: 

El  P.  Paulo  de  Jesús  María,  genovés,  de  la  noble  familia 
de  Rivarola,  el  cual  habia  hecho  sus  estudios  filosóficos  y 
teológicos  en  España.  Distinguíase  por  su  habilidad  en  los 
negocios,  y  era  muy  a  propósito  para  la  carrera  diplomáti- 
ca. Había  vestido  el  hábito  del  Carmelo  en  el  convento  de 
Santa  Ana,  en  su  ciudad  natal,  el  12 de  noviembre  de  1595. 

El  P.  Juan  de  San  Elíseo ,  natural  de  Calahorra,  profeso 
de  Valladolid,  en  donde  emitió  sus  votos  el  1  de  mayo  de 
1597,  pasando  luego  a  Italia,  porque  en  España  se  habían 
abolido  las  Misiones  del  Congo,  y  él  se  sentía  llamado  por 
Dios  a  la  vida  misionera. 

El  P.  Vicente  de  San  Francisco,  valenciano,  el  cual  pro- 
fesó en  Roma,  en  el  monasterio  de  Santa  María  de  la  Escala, 
por  los  años  de  1599.  Fué  sujeto  de  grandes  prendas  y  de  no 
menguado  espíritu,  como  se  verá  en  esta  historia. 

El  Hermano  donado  Fr.  Juan  de  la  Asunción,  natural  de 
Gubbio  en  Umbría,  el  cual  profesó  también  en  Roma,  en 
1601 .  De  este  humilde  leguito  escribió  el  gran  Padre  Fray 
Juan  de  Jesús  María  (1):  «Era  religioso  adornado  de  toda 
clase  de  virtudes,  sobresaliendo  mucho  por  su  abstinencia». 

Con  estos  cuatro  religiosos  quiso  el  P.  Pedro,  de  acuerdo 
con  el  Papa,  que  fuese  un  caballero  español,  llamado  Don 
Francisco  Ríodolíd  de  Peralta,  natural  de  Alcaraz  en  Ara- 
gón, Sargento  Mayor  de  los  Tercios  de  Flandes  durante  mu- 
chos años,  varón  de  relevantes  dotes  políticas  y  militares  y 
de  no  pocas  virtudes.  De  él  dice  el  mismo  P.  Juan  de  Jesús 


(1)  HISTORIA  MISSIONUM,  cap.  IV,  en  el  tom.  III  de  sus  obras,  edic.  clt 

2 


-18- 


María  (1):  «Era  español  de  noble  estirpe,  y  había  ocupado 
con  honor  los  primeros  puestos  militares;  pero  se  habia  he- 
cho más  ilustre  todavía  por  los  dones  del  Espíritu  Santo,  y 
por  la  práctica  asidua  de  la  oración.  Este  ejercicio  continuo 
fué  el  que  le  hizo  entrar  en  ardentísimos  deseos  de  acompa- 
ñar a  nuestros  Misioneros  a  Persia,  a  fin  de  mostrar  su  va- 
lor en  el  campo  de  las  batallas  espirituales.  Estaba  hecho  a 
grandes  viajes  y,  dada  su  mucha  prudencia,  podía  servir  de 
buena  ayuda  a  nuestros  Padres  Misioneros.» 

El  P.  Paulo  de  Rivarola  nos  dice  en  su  Relación  inédi- 
ta (2)  el  fin  de  esta  famosa  embajada,  y  «fué  por  haber 
tenido  Su  Santidad  informes  de  aquellos  países,  del  ánimo 
de  aquel  Rey,  del  cual  se  decían  muchas  cosas,  a  saber:  el 
grande  amor  que  tenía  a  los  cristianos,  la  mucha  estima 
que  hacía  de  Su  Santidad  el  Papa,  la  buena  disposición  en 
que  se  hallaba  para  recibir  el  bautismo,  la  guerra  cruel  que 
hacía  contra  el  Turco,  y  muchas  otras  cosas,  parte  de  las 
cuales  el  mismo  Rey  había  escrito  a  Su  Santidad  con  los 
embajadores  que  le  había  enviado  tres  años  antes,  y,  últi- 
mamente, con  otro  que  había  enviado  al  Emperador  de  los 
Romanos. » 

Además  de  estas  razones,  secretas  las  unas  y  públicas 
las  otras,  que  movieron  al  Papa  a  mandar  carmeHtas  descal- 
zos a  Persia,  hubo  otras  que  el  mismo  Padre  refiere  por  es- 
tas palabras:  «Quería  informarse  también  Su  Santidad  acer- 
ca de  los  cristianos  latinos  que  iban  a  Persia,  porque  se  de- 
cía que  entre  ellos  había  herejes  («vi  erano  eretici») ;  así  co- 
mo de  los  armenios  que  eran  súbditos  del  Rey  persiano, 

§ara  saber  qué  disposición  de  ánimo  tenían  hacia  la  Santa 
ede,  y  si  tenían  errores  y  cuáles  eran  éstos,  y  qué  sería  ne- 
cesario hacer  en  favor  de  ellos  y  de  los  persas. » 

Estas  eran  las  principales  razones  que  tuvo  Clemente 
VIII  para  enviar  a  aquellas  lejanas  tierras  Misioneros  por 
embajadores  suyos. 

El  agregar  a  la  embajada  un  militar  tan  prudente  y  ex- 
perto como  el  Sargento  Mayor  de  nuestros  Tercios  de  Flan- 
des ,  tuvo  fines  militares  y  guerreros.  Dícelo  así  el  mismo 
P.  Paulo,  jefe  de  aquella  legación:  «Mandaba  el  Papa  al 
gentilhombre  español,  para  que  viese  si  convenía  enviar  al 
Rey  de  Persia  ingenieros  militares  y  otros  hombres  de  gue- 
rra, que  aquel  Rey  pedia  a  Su  Santidad,  con  el  fin  de  que  le 
ayudasen  contra  el  Turco,  formando  buenos  soldados;  y 
para  que,  en  caso  de  que  conviniese  enviárselos,  viese  Rio- 


Ibidem. 

En  e]  Archivo  general  de  la  Orden ,  escrita  en  italiano. 


-19- 


dolid  qué  clase  de  ingenieros  y  hombres  de  guerra  necesi- 
taba.» 

Por  supuesto,  que  la  embajada  llevaba  muchos  otros 
puntos  para  tratarlos  con  el  Rey  en  secreto,  los  cuales  se  di- 
rán a  su  tiempo,  cuando  se  avisten  los  embajadores  del  Pa- 
pa con  el  Rey  Abbas,  el  Grande;  y  antes  de  llegar  allá  han 
de  pasar  trabajos  sin  cuento  y  peripecias  dignas  de  embaja- 
das de  esta  clase. 

Pero  el  mayor  de  los  secretos  impuestos  por  el  Papa, el 
fin  más  principal  y  divino  de  esta  misión  pontificia,  lo  ex- 
presa de  esta  suerte  en  su  Relación  el  P.  Paulo  de  Rivaro- 
la:  «Nos  mandó  nuestro  Señor  Clemente  VIII  que  no  dijése- 
mos a  nadie  (máxime  en  Persia)  el  fin  principal  de  nuestra 
misión,  que  era  reducir  aquellos  reinos  al  conocimiento  del 
santo  Evangelio  ^sino  que  dijésemos  más  bien  que  nos  en- 
viaba Su  Santidad  para  felicitar  a  aquel  Rey  por  las  muchas 
victorias  que  había  obtenido  sobre  el  Turco,  común  enemi- 
go, y  exhortarle  a  que  perseverase  en  dicha  cruzada;  que 
nos  enviaba  también  para  hacerle  saber  su  benevolencia  y 
el  amor  que  le  tenía  Su  Santidad,  y  que  le  constaba  lo  que 
el  Rey  de  Persia  amaba  y  estim.aba  al  Romano  Pontífice  y  a 
los  Principes  cristianos;  y,  en  fin,  que  íbamos  también  a  vi- 
sitar y  consolar  a  los  cristianos  que  vivían  en  su  reino.» 

Tales  eran  los  fines,  principal  y  secundarios,  de  esta  sin- 
gular embajada,  según  constan  en  las  relaciones  inéditas  de 
nuestro  Archivo  generalicio  de  Roma. 

Para  allanarles  todas  las  dificultades,  les  dió  el  Pontífice 
muchas  cartas  de  recomendación  para  los  Nuncios  Apostóli- 
cos y  para  los  Príncipes  cristianos  de  los  reinos  que  habían 
de  cruzar  al  dirigirse  a  su  destino  (1) .  Entre  estas  cartas  las 
había  para  Rodolfo,  Emperador  del  Sacro  Romano  Imperio; 
para  Juan  Esteban,  Obispo  de  Vercelli  y  Nuncio  cerca  del 
dicho  Emperador;  para  Segismundo  III,  Rey  de  Polonia;  pa- 
ra Su  Excelencia  el  Obispo  de  Reggio,  entonces  Nuncio  en 
la  Corte  de  Polonia;  para  Teodoro,  Principe  potentísimo  de 
los  moscovitas;  para  el  Rey  de  Persia  y  para  los  Padres 
agustinos  que  estaban  en  la  capital  de  aquel  reino  en  cali- 
dad de  embajadores  del  Rey  de  España,  que  era  el  medio 
más  acertado  para  introducirse  entonces  los  Misioneros  en 
las  cortes  de  los  Reyes  en  los  países  de  infieles  (2). 

El  Reverendísimo  Padre  Procurador  General  de  los  agus- 
tinos escribió,  asimismo,  una  carta  a  sus  religiosos  de  Ispa- 
hán  para  que  la  llevasen  los  nuestros,  en  la  cual,  entre 
otras  cosas,  hace  grandes  elogios  del  Ven.  P.  Pedro  de  la 


(1)  Todas  estas  cartas  autógrafas  se  conservan  en  dicho  archivo. 

(2)  Están  fechadas  estas  cartas  en  San  Pedro,  a  30  de  jnnio  de  1604. 


-20- 


Madre  de  Dios,  «el  Comisario  General  délos  carmelitas 
descalzos  de  Italia,  egregio  Predicador  del  Sumo  Pontífice, 
muy  querido  de  Su  Santidad,  por  su  singular  doctrina  y  vi- 
da integérrima,  el  cual,  con  grande  gozo  nuestro,  ha  inclina- 
do el  ánimo  de  Su  Santidad  a  mostraros  gran  benevolencia 
escribiéndoos  unas  cartas  apostólicas  tan  afectuosas.»  (1) 

Además  de  estas  Letras,  Su  Santidad  dió  a  nuestros  Mi- 
sioneros otra  en  forma  de  Breve  para  ellos,  concediéndoles 
gracias  y  privilegios  muy  extraordinarios,  en  prenda  de  la 
legación  que  les  confiaba  (2). 

Todavía  llevaron  consigo  cartas  del  Marqués  de  Villena, 
embajador  del  Rey  Católico  cerca  de  la  Santa  Sede,  para  el 
Rey  de  Persia  y  de  los  Cardenales  Aldobrandino  y  Cinthio, 
para  diversos  personajes  y  Nuncios  Apostólicos  (3) . 

El  P.  Pedro  de  la  Madre  de  Dios,  Superintendente  Gene- 
ral de  las  Misiones  católicas  por  aquellas  fechas ,  escribió 
también  una  carta  al  Shah  Abbas,  la  cual,  por  lo  diplomáti- 
ca y  característica  y  breve,  merece  estamparse  íntegra  en 
este  lugar.  Dice  asi  (4) : 

«Al  altisimo  y  potentísimo  Scia  Abbas,  Rey  de  Persia. 

>  Altísimo  y  potentísimo  Señor: 

>  El  Omnipotente  Señor  Dios,  Creador  del  cielo  y  déla 
tierra,  que  por  medio  de  los  ángeles  del  cielo  y  de  los  Prin- 
cipes de  este  mundo  gobierna  el  universo,  y  con  tán  admi- 
rable modo  ha  dado  a  V.  M.  un  reino  tan  grande,  tan  rico  y 
tan  feliz,  y  que  por  las  singulares  prendas  naturales  de 
vuestra  alma  le  quiere  dar  otros  reinos,  venga  siempre  en 
ayuda  de  V.  M.,  guardándole  por  siempre  de  enemigos  vi- 
sibles e  invisibles,  a  fin  de  que  goce  perfecta  prosperidad 
en  esta  vida  y  en  la  otra. 

»Si  bien  la  diversidad  de  religión  y  de  fe,  y  la  lejanía  de 
países,  suele  ocasionar  alejamiento  en  las  almas,  es  cosa 
admirable  e  increíble  el  afecto  singular  que  todos  los  cris- 
tianos de  aquí  y  los  Señores  Cardenales,  Príncipes  déla 
Iglesia,  sienten  hacia  V.  M.;  por  lo  que  se  alegran  tanto  de 
vuestras  victorias,  como  si  fueran  suyas. 

»Y  deseando  Su  Santidad  manifestar  este  amor  y  conser- 
varlo con  reciproco  pacto  y  alianza,  envía  estos  religiosos, 
con  el  fin  de  que  puedan  conservar  esta  benevolencia  y 
amistad.  Y  si  bien  parecía  que  la  razón  aconsejase  el  man- 


(1)  Esta  ceirta  la  copla  integra  en  su  RELACIÓN  el  P.  Juan  Tadeo. 

(2)  El  Breve  fué  dado  en  Roma  €  apud  Sanctum  Marcuin«,a  13  de  julio 
del  1604. 

(3)  RELACIÓN  del  P.  Juan  Tadeo. 

(4)  La  traducimos  del  Italiano  tal  como  la  inserta  en  su  RELACIÓN  el 
mlwno  P.  Juan  Tadeo. 


-21- 


dar  personas  ricas  y  poderosas,  no  obstante,  ha  juzgado  Su 
Santidad  como  más  conveniente  a  la  sinceridad  y  verdad, 
enviar  religiosos  pobres  y  humildes,  porque  el  verlos  ajenos 
de  todo  interés  y  pretensión  mundana,  hará  que  V.  M.  les  dé 
mayor  fe,  confiándose  mutuamente;  porque,  así  como  acá, 
entre  nosotros,  las  personas  sabias  estiman  másalos  ver- 
daderos religiosos  que  han  abandonado  las  riquezas  del 
mundo  por  servir  al  verdadero  Dios  con  más  perfección, 
que  no  a  los  Principes  seglares,  así  también  V.  M.  con  el  buen 
entendimiento  que  el  Señor  le  ha  dado,  los  estimará  más 
cuanto  más  les  vea  desestimar  las  cosas  de  la  tierra. 

»Manda  Su  Santidad  con  ellos  un  gentilhombre  llamado 
Francisco  Riodolid  de  Peralta,  muy  práctico  en  la  milicia, 
por  haberse  ejercitado  en  ella  al  servicio  del  Rey  de  España, 
y  haber  ocupado  puestos  de  importancia,  como  de  Alférez, 
Sargento  Mayor  y  otros  semejantes,  del  cual  V.  M.  podrá 
servirse  mucho;  y  cuanto  antes  se  le  enviarán  otros  hom- 
bres de  guerra  que  le  puedan  ayudar  para  proseguir  adelan- 
te, con  las  victorias  que  el  Señor  ha  comenzado  adarle,  y 
para  que  pueda  así  acrecentar  sus  reinos,  como  todos  desea- 
mos. 

»Me  ha  encargado  Su  Santidad  el  cumplir  con  esta  mi- 
sión escribiendo  a  V.  M.,  como  ministro  que  soy  de  Su  San- 
tidad, y  como  superior  de  los  religiosos  que  Su  Santidad  le 
envía. 

» Yo  tenía  en  pensamiento,  y  lo  tengo  todavía,  solicitar 
esta  expedición  contra  el  Turco,  y  también  de  hacer  oración 
al  Señor  para  que  prospere  y  se  realice;  y  que  a  V.  M.  le  dé 
abundancia  de  los  verdaderos  bienes  y  grandezas,  que  son 
aquellas  que  ayudan  al  alma  y  duran  para  siempre. 

»De  Roma,  a  20  de  agosto  de  1604. 

Fr.  Pedro  de  la  Madre  de  Dios 
Comisario  General  de  los  Carmelitas  descalzos.» 


Además  de  estos  documentos,  entregó  el  P.  Pedro  a  sus 
Misioneros  unas  instrucciones  muy  sabias  y  prácticas,  que 
en  lo  futuro  habían  de  servir  a  todos  los  Misioneros  carme- 
litas que  fuesen  a  tierras  de  infieles.  Allí  les  encargaba  que 
fuesen  escribiendo  su  «Diario»,  anotando  los  pueblos  y  lu- 
gares por  donde  pasaban  y  la  distancia  que  mediaba  entre 
ellos,  los  usos,  costumbres,  lenguas  y  religión  que  tenían, 
con  otras  cosas  por  este  estilo,  que  tantos  bienes  han  repor- 
tado a  los  posteriores. 

Por  si  fuera  poco  aún,  el  dicho  Comisario  General  entregó 
a  los  Misioneros  las  patentes,  con  las  que  ellos  pudieron 
ufanarse  al  modo  de  su  Madre  Santa  Teresa.  Al  P.  Paulo  de 


-22- 


Rivarola  le  entregó  la  suya,  en  que  constaba  su  nombra- 
miento de  jefe  de  la  expedición  y  superior  de  los  Misione- 
ros. 

Ellos,  por  su  parte,  fueron  recogiendo  algunos  libros  e 
imágenes  y  ornamentos  sagrados,  así  como  algunos  regalos 
del  Papa  y  de  los  Cardenales  para  ofrendárselos  al  Rey  de 
Persia.  En  cuanto  al  dinero  para  gastos  de  la  embajada,  pro- 
veyó en  su  mayor  parte  el  Barón  Cimino  de  Cacurri,  insig- 
ne amigo  y  bienhechor,  en  Nápoles,  del  Padre  Juan  de 
San  Eliseo:  como  que  dotó  largamente  al  Colegio  que  muy 
luego  fundaron  los  carmelitas  de  Italia  en  Monte  Cómpatri, 
y  que  después  trasladaron  a  San  Pancracio,  en  Roma,  que 
fué,  al  través  de  los  siglos,  una  de  las  más  puras  glorias  de 
la  Orden  y  de  la  Iglesia  en  el  campo  de  las  Misiones. 

Mientras  hacían  los  Misioneros  estos  preparativos,  trata- 
ron en  la  curia  romana  despaciosamente  el  camino  que  ha- 
bía de  seguir  tan  extraña  embajada,  para  que  pudiese  lle- 
gar incólume  a  su  destino.  Porque  había  serias  dificultades 
y  evidentes  peligros  por  todos  los  caminos.  Prevalecieron 
dos  proyectos  entre  todos,  para  ser  sometidos  a  examen  cui- 
dadoso. Unos  proponían  tomar  el  rumbo  del  mar;  y,  por  la 
isla  de  Malta,  Alejandría  y  Alejandreta  de  Siria,  seguir  el 
camino  de  las  caravanas  hacia  Alepo,  atravesar  el  desierto 
Slriano,  dirigirse  hasta  Bagdad,  desde  donde  en  unos  15  o  20 
días  de  marcha,  podían  ponerse  en  Ispahán,  capital  enton- 
ces de  Persia.  Pero  este  plan  pareció  muy  peligroso  a  la  ma- 
yoría, por  causa  de  las  encarnizadas  guerras  que  había,  a  la 
sazón,  entre  turcos  y  persas,  según  se  vió  por  los  documen- 
tos antes  citados. 

El  proyecto  que  prevaleció  fué  el  siguiente:  tomar  el  ca- 
mino en  dirección  de  Alemania,  Polonia,  Moscovia  y  Tarta- 
ria .  (Véase  el  gráfico) .  Por  este  camino,  siguiendo  el  cur- 
so del  Volga  y  atravesando  el  Mar  Caspio,  podían  penetrar 
más  seguros  nuestros  Misioneros  en  terrirorío  persa.  Todos 
preveían  que  este  camino,  si  bien  no  estaba  exento  de  difi- 
cultades y  peligros,  había  de  ser  el  único  que  la  prudencia 
humana  aconsejaba  que  se  tomase  en  aquellas  circunstan- 
cias. Y  así  se  hizo  puntualmente;  y  ya  veremos  si  los  peli- 
gros abundaban  o  no  por  tan  largo  trayecto  como  el  que  te- 
nían que  recorrer  aquellos  obscuros  héroes  del  cristianismo. 

Cuando  todo  estuvo  listo,  «el  domingo,  después  de  vís- 
peras, a  los  cuatro  de  julio  de  1604»,  fueron  a  tomar  la  ben- 
dición y  besar  el  pie  del  Pontífice.  Clemente  VIII  se  entre- 
tuvo con  ellos  un  buen  rato;  y  quiso  que  los  dos  Padres  más 
antiguos  añadiesen  a  sus  respectivos  nombres  el  de  los  dos 
Apóstoles  de  Persia,  San  Simón  y  San  Judas  Tadeo;  y  así, 
el  genovés  Paulo  de  Rivarola  se  llamó  en  adelante  Paulo 
Simón  y  el  calagurritano  Juan  Roldán  se  llamó  Juan  Tadeo. 


-24- 


Y  añade  éste  en  su  Relación,  que  es  la  que  seguimos  aho- 
ra y  que  está  escrita  en  nuestra  lengua:  «Después  del  razo- 
namiento hecho  con  el  R.  P.  Fr.  Pedro  de  la  Madre  de  Dios, 
Comisario  General,  el  Santo  Pontífice  dijo  estas  palabras: 
«Or  su;  Ahora  bien,  Padres,  ¿queréis  ir  a  Persia?  ¿Queréis 
emprender  esta  jornada?» 

— Le  respondieron  los  Padres  (1) :  «Padre  Santo,  si.» 

—Entonces  les  dijo:  «Or  sú,  id;  que  Dios  os  bendiga,  co- 
mo yo  os  bendigo,  y  espero  que  hagáis  mucho  fruto,  como 
yo  se  lo  pediré  siempre  al  Señor;  porque  tenemos  buenas 
esperanzas,  ya  que  aquel  Rey  tiene  buena  voluntad,  y  no 
aborrece  nuestra  religión  católica,  sino,  antes  bien,  con  gus- 
to trata  y  habla  de  ella.  Id,  pues,  y  que  el  Señor  os  bendiga.» 

Les  dió  tres  bendiciones,  y  le  besaron  el  pie,  y  se  volvie- 
ron al  convento  de  «la  Madonna  della  Scala».  Y  esto  fué  en 
«Monte  Cavallo»;  es  decir  que  la  audiencia  con  el  Papa  tu- 
vo lugar  en  el  palacio  del  collado  del  Quirinal,  llamado 
«Monte  Cavallo»  por  la  hermosa  estatua,  atribuida  a  Fidias, 
que  hoy  se  levanta  en  la  fuente  de  la  plaza. 

Recibida  la  bendición  del  Pontífice,  el  dia  5  de  julio  fué 
día  de  retiro  para  los  Misioneros;  y  al  siguiente  por  la  ma- 
ñana, reunida  toda  la  comunidad  en  la  sala  capitular,  pre- 
sidida por  el  Comisario  General,  llegaron  los  Misioneros. 
Allí,  en  manos  del  P.  Pedro,  renovaron  la  profesión  religio- 
sa y  añadieron  clara  y  explícitamente  tres  votos  más  a  los 
tres  de  obediencia,  castidad  y  pobreza,  a  saber :  Primero , 
de  ir  a  dondequiera  que  les  ordenase  la  obediencia;  se- 
gundo, de  abrazar  valerosamente  la  muerte  por  confesar  la 
fe;  y  tercero,  de  no  recibir  ni  guardar  oro,  plata,  piedras  pre- 
ciosas ni  otras  cosas  semejantes,  si  no  en  casos  de  extre- 
ma necesidad,  declarada  tal  por  el  superior  competente. 

Por  su  parte,  Riodolid  de  Peralta  prometió  guardar  casti- 
dad y  obediencia  a  sus  superiores,  cualesquiera  que  fuesen, 
mientras  estuviese  al  servicio  de  aquella  misión  de  Persia. 

La  conmovedora  ceremonia  se  terminó  con  el  Te  Deum 
laudarnus,  después  del  cual  los  Misioneros,  abrazando  uno 
por  uno  a  todos  los  religiosos  de  la  Escala,  se  despidieron 
de  ellos  con  lágrimas  en  los  ojos. 

«Partieron  de  Roma  el  6  de  julio  y  del  mismo  año  de 
1604,  octava  de  los  Apóstoles  San  Pedro  y  San  Pablo. »  (2) 

¡Poco  ruido  metían  entonces  las  embajadas  pontificias! 

¡Y,  como  ésta,  se  componían  de  frailes  descalzos! 


(1)  El  P.  Juan  Tadeo  habla  siempre  en  tercera  persona  en  esta  su 
RELACIÓN. 

(2)  RELACION  del  P .  Juan  Tadeo . 


CAPITULO  III 


Desde  Roma  a  Praga 

Una  parada  en  Loreto.— Carlas  del  Senado  de  Venecla.—Por  los  mon- 
tea de  Trento.— Recibimiento  que  el  Emperador  del  Sacro  Romano  Im- 
perio dispensó  a  la  embajada  pontificia  en  Praga. 

■  Se  les  ordenó  a  los  Misioneros  que  de  Roma  se  encami- 
nasen a  Venecia,  haciendo  escala  en  Loreto,  para  que  no  se 
fuesen  « sin  decir  adiós  a  la  Virgen  Lauretana,  con  cuyo  au- 
xilio se  gobiernan  las  Misiones»,  según  reza  un  viejo  docu- 
mento de  nuestro  Archivo  (1). 

No  hay  que  pasar  en  silencio  lo  que  dice  el  P.  Juan  Ta- 
deo,  y  es  que  se  partieron  «después  de  haber  celebrado  la 
santa  misa  en  la  Basilica  Vaticana,  sobre  el  altar  de  San  Si- 
món y  San  Judas,  Apóstoles  de  Persia  ». 

Con  la  comparación  de  las  Relaciones  escritas  por  es- 
tos célebres  Misioneros,  se  observa  que  el  P.  Juan  Tadeo 
parece  ser  el  encargado  de  apuntar  los  pequeños  detalles,  el 
camino  recorrido,  las  millas  de  distancia  entre  pueblos  y 
ciudades,  cuyos  nombres  escribe  tan  enrevesadamente  co- 
mo los  pronunciaría,  porque  asi  sonaban  en  sus  oídos.  Se 
entretiene  en  apuntar  las  hosterías  en  que  comían  o  en  don- 
de pasaban  las  noches,  con  las  consecuentes  peripecias,  sin 
dejar  por  eso  de  hacer,  de  vez  en  cuando,  observaciones 
muy  atinadas  sobre  los  usos  y  costumbres  de  los  diversos 
países  por  ellos  visitados.  El  P.  Paulo  Simón,  como  superior 
y  varón  grave,  da  cuenta  de  sus  entrevistas  con  los  Prínci- 
pes y  Nuncios  Apostólicos,  y  se  extiende  más  en  considera- 
ciones sobre  el  gobierno  de  los  estados  y  las  conveniencias 
de  la  Iglesia  y  de  la  Santa  Sede  en  sostener  tales  o  cuales 
relaciones.  El  P.  Vicente  de  San  Francisco  toma  notas  suel- 
tas de  todo,  con  su  hermosísima  letra  rasgueada,  y  viene  a 
completar,  por  decirlo  así,  las  Relaciones  de  los  anterio- 
res. De  todas  ellas  nos  servimos  nosotros  para  entretejer  es- 
ta interesante  narración  de  su  embajada,  sin  descuidar, 
cuando  fuese  necesario,  la  gran  cantidad  de  documentos 


(1)  «...ne  insalutata  Bma.  Virgine  Lauretana,  ex  cujus  ope  MIssiones  di- 
rigfuntur».  (Papeles  de  Persia). 


-26~ 


que  existen  en  nuestro  Archivo  generalicio  referentes  a  la 
misión  carmelitana  de  Persia. 

Y  ahora  sigamos  a  nuestros  embajadores  Misioneros  en 
su  trabajosa  expedición. 


No  hay  que  decir  lo  pobres  de  arreos  y  aderezos  que  eran 
las  cabalgaduras  en  que  salieron  de  Roma,  y  las  veces  que 
tuvieron  que  cambiar  de  cabalgaduras  y  de  vehículos  por  el 
camino,  y  lo  mucho  que  padecieron,  ora  por  tierra,  ora  cru- 
zando ríos  caudalosos,  ya  en  su  travesía  por  el  mar  Caspio, 
ya  recorriendo  caminos  peligrosos  y  accidentados  hasta  el 
término  de  su  viaje. 

Desde  la  última  puerta  de  Roma  hasta  la  primera  hoste- 
ría que  hallaron  en  el  camino,  había  7  millas;  asi  y  todo,  si- 
guieron 9  millas  más  hasta  Castelnovo,  en  donde  comieron. 
Continuaron  luego  por  Rinagno,  Civita  Castellana  y  Burgue- 
to,  «en  donde  pasaron  el  Tíber  por  un  puente  de  piedra^,  y 
a  las  4  millas  llegaron  a  Otricoli,  en  donde  pasaron  la  pri- 
mera noche. 

Seria  prolijo  el  enumerar  de  este  ihodo  todos  los  lugares 
que  recorrieron,  como  ellos  indefectiblemente  los  enumeran, 
en  un  viaje  tan  largo,  pero  también  tan  instructivo  y  ame- 
no, más  ameno  e  instructivo  que  los  que  hacemos  ahora  en 
trenes  rápidos  o  en  automóviles  velocísimos,  que  nos  hacen 
ver  los  paisajes  del  campo,  las  aldeas  y  las  urbes  como  en 
cinta  de  cinematógrafo. 

El  miércoles  7  de  julio  anduvieron  sobre  unas  32  millas, 
que  es  la  distancia  entre  Otricoli  y  la  ciudad  de  Spoleto,  si- 
uiendo  el  camino  que  pasa  por  las  ciudades  de  Narni  y 
erni.  Alrededor  de  otras  32  millas  anduvieron  el  jueves, 
desde  Spoleto  hasta  la  hostería  «Dulcimarra »,  «en  donde 
hicieron  noche»,  y  en  donde  se  acordarían,  sin  duda,  de  las 
malas  ventas  y  mesones  en  que  pasó  también  algunas  no- 
ches la  santa  Andariega  de  Castilla. 

El  viernes  9,  después  de  caminar  unas  6  millas,  llegaron 
a  Tolentino;  y  mucho  tuvieron  que  madrugar,  porque  des- 
pués de  recorrer  otras  10  millas,  dijeron  misa  en  Macerata; 
y,  dicha  la  misa  y  puestos  en  camino  nuevamente,  a  la  dis- 
tancia de  otras  10  millas,  si  no  se  equivoca  en  sus  cálculos 
el  P.  Juan  Tadeo,  llegaron  a  Recanate,  y  de  allí  a  poco  a 
Loreto,  en  donde  hicieron  alto,  no  solamente  para  pasar  la 
noche,  sino  también  para  cumplir  con  el  encargo  que  se  les 
había  dado  y  para  satisfacer  su  piedad  y  devoción  en  tan  cé- 
lebre santuario. 

En  Loreto  fueron  muy  bien  recibidos  y  agasajados  por 
el  Gobernador  de  la  ciudad,  que  quiso  hospedarlos  en  su 
propia  casa.  Al  día  siguiente,  que  era  sábado  y  10  de  julio, 


-27- 


celebraron  la  misa  los  tres  Padres  «en  la  Capilla  Santa»;  y 
el  Hermano  Juan  y  el  Sargento  Riodolid  comulgaron  fervo- 
rosamente. 

Después  de  la  comida  con  que  les  obsequió  el  atento 
Gobernador,  a  quien  quedaron  por  extremo  agradecidos, 
siguieron  su  camino  hasta  Ancona.  Como  estuvieran  para 
partir  de  aquel  puerto  algunas  galeras  venecianas,  obtuvie- 
ron pasaje  en  una  de  ellas,  en  la  que  embarcaron  a  las  dos 
y  media  de  la  madrugada  del  día  11  del  dicho  mes.  «Pero 
no  se  partieron  aquella  noche,  advierte  el  P.  Juan  Tadeo, 
sino  que  a  la  mañana  siguiente,  como  era  domingo,  desem- 
barcaron en  la  misma  ciudad  de  Ancona,  y  el  P.  Vicario 
Paulo  Simón  solo  dixo  la  misa,  porque  en  la  iglesia  do  fue- 
ron no  había  recaudo  para  todos,  y  las  galeras  se  querían 
partir;  pero  no  se  partieron  hasta  después  de  mediodía. »  He 
aquí  una  muestra  de  lo  detallista  que  es  el  P.  Juan  Tadeo. 
No  le  podemos  seguir,  porque  nos  haríamos  harto  pesados 
ahora. 

El  día  13  por  la  tarde  llegaron  a  Venecia. « Se  hospedaron 
en  un  mesón,  y  Monseñor  Nuncio  los  mandó  a  llamar  que 
fuesen  a  su  casa,  no  queriendo  que  se  hospedasen  fuera  de 
su  casa. » 

Una  de  las  razones,  que  tuvieron  los  que  propugnaron 
el  viaje  de  los  Misioneros  al  través  de  dilatados  reinos  y  re- 
públicas, fué  porque  podían  recoger,  de  paso,  letras  y  cartas 
comendaticias  para  el  Rey  de  Persia,  y  de  unos  para  otros 
entre  los  Príncipes  por  cuyos  estados  habían  de  pasar.  Y 
así,  en  Venecia,  el  Nuncio  Apostólico  pidió  al  Senado  de 
aquella  Serenísima  República  que  otorgara  nuevas  cartas  a 
los  Legados  pontificios,  lo  que  hizo  con  frases  muy  enco- 
miásticas, «sintiéndose  dichoso  de  poder  cooperar  de  algún 
modo  a  la  dilatación  de  la  fe  católica  en  que  tanto  resplan- 
dece aquella  Señoría. »  (1) 

«Estuvieron  en  Venecia  (dice  el  P.  Juan  Tadeo)  hasta  el 
sábado  17  del  dicho  mes  de  julio,  en  el  cual  se  partieron  por 
el  río  Brenta  hasta  Mestre.  En  esta  ciudad  tomaron  un  co- 
che con  tres  caballos,  y  en  la  noche  de  aquel  mismo  día  lle- 
garon a  Treviso,  en  donde  descansaron,  y  dijeron  la  misa  al 
día  siguiente,  que  era  domingo,  siguiendo  luego  su  camino 
por  Castelfranco,  Basano,  Solagna,  Carpane,  Cismón,  Pri- 
molano»...  Lugares  y  paisajes  bellísimos  sobre  toda  ponde- 
ración eran  los  que  nuestros  Misioneros  iban  recorriendo; 
pero,  nada  de  sus  impresiones  «paisajistas»  nos  dice  el  P. 
Juan  ni  otro  alguno  de  sus  compañeros.  Se  ve  que  iban  a  lo 


(1)  El  P.  Blas  de  la  Purificación,  en  su  HISTORIA  DE  NUESTRAS  MISIO- 
NES. Ms.  de  nuestro  Archivo  generalicio,  Misión  de  Persia. 


-28- 


que  iban,  y  apuntaban  lo  que  podía  servir  a  los  otros,  que 
eran  los  pormenores  de  distancias  y  paraderos. 

El  martes,  dia  20,  siguieron  por  Levico  y  Pérgine  aTren- 
to.  «Llámase  con  mucha  razón  Trento  — advierte  el  P.  Juan 
Tadeo,  mirando  al  rededor  suyo  en  este  punto  —  porque  es- 
tá entre  tres  montes  dentro.  Es  insigne  ciudad  por  el  Conci- 
lio Universal  que  en  ella  se  celebró»...  «  Pasa  por  Trento, 
añade  luego,  un  río  grande,  pero  no  navegable,  llamado 
«Ladet».  En  aquella  ciudad  está  el  santo  Niño  Simón,  mar- 
tirizado por  los  judíos  a  la  edad  de  tres  años,  con  grandísi- 
mos tormentos,  en  día  de  Viernes  Santo.  Su  cuerpo  está  in- 
corrupto, y  tiene  señales  del  martirio;  hace  muchos  mila- 
gros . »  Con  gran  consolación  vieron  y  visitaron  los  Padres 
aquel  santo  cuerpo  (1). 

En  Trento  tuvieron  gran  dificultad  para  hallar  caballos 
de  tiro  para  el  carruaje;  pero,  a!  fin,  merced  a  las  gestiones 
del  Cardenal  Madruccio,  Arzobispo  de  Trento,  los  hallaron 
y  pudieron  continuar  su  viaje  hasta  Bolzano,  en  donde  pa- 
saron la  noche  del  21  de  julio.  «Desde  esta  ciudad  en  ade- 
lante—observa el  P.  Juan  Tadeo  — se  empieza  a  hallar  here- 
jes.» A  la  mañana  siguiente  celebraron  la  misa  en  el  con- 
vento de  los  Padres  capuchinos  de  Bolzano;  y,  por  causa  de 
una  lluvia  torrencial,  no  pudieron  proseguir  su  camino  has- 
ta cerca  del  mediodía,  que  era  jueves  y  22  del  mes  que  se 
ha  dicho. 

Según  se  van  internando  en  los  Alpes,  van  encontrando 
nombres  de  pueblos  y  ciudades  que  no  suenan  ya  en  los 
oídos  castellanos  del  P.  Juan  Tadeo,  por  lo  cual  los  anota 
en  forma  tan  enrevesada,  que  cuesta  no  poco  trabajo  iden- 
tificarlos con  los  que  llevan  esos  lugares  en  la  actualidad. 

¿Cómo  podían  sonar  bien  en  los  oídos  del  P.Juan  Tadeo 
los  nombres  de  Bluman,  Brixen,  Francesfeste,  Mittebold, 
Steinach  y  otros  semejantes?...  No  hay  más  que  decir  que 
los  apuntados  los  escribe  él,  respectivamente,  como  si  le 
sonaran  a  Plemán,  Presanón,  Farsane,  Mitebold,  Estona,  y 
así  por  este  camino.  Pues  tales  eran  los  lugares  por  donde 
iba  pasando  nuestra  caravana,  camino  de  Halle,  ciudad 
del  Tirol  en  las  orillas  del  Inn. 

Por  cierto,  que,  antes  de  llegar  a  Halle,  «tuvo  el  P.  Juan 
Tadeo  un  accidente  de  fiebre  altísima.  Creíamos  —  dice  el 
P.  Paulo  Simón  (2)  — deberlo  dejar  allí  o  quedarnos  todos 
por  algunos  días.  Hicimos  oración;  después  yo  le  dije  un 
santo  Evangelio ,  y  su  gran  fe  le  hizo  poner  bueno  súbita- 
mente . » 


(1)   Ocurrió  el  martirio  en  1475. 
(2j    En  8U  RELACION  manuscrita. 


-29- 


El  P.  Juan  Tadeo  se  calló  en  su  crónica  este  accidente, 
sin  duda  por  lo  ocupado  que  iba  en  contar  pueblos  y  millas, 
o  más  bien  por  su  mucha  humildad,  que  no  acertaba  a  ha- 
blar de  su  propia  persona. 

Llegaron  nuestros  viajeros  a  Halle  el  sábado  25  por  la 
tarde,  descansaron  allí  y  dijeron  la  misa  el  domingo.  Luego 
prosiguieron  su  camino  con  rumbo  a  Praga.  Quiso  la  provi- 
dencia divina  que,  yendo  ellos  por  su  camino  en  mezquinas 
cabalgaduras,  se  encontrasen  con  el  Cardenal  Alejandro  de 
Este,  hermano  del  Duque  de  Módena;  y  que,  habiéndose 
enterado  el  Cardenal  de  la  embajada  que  llevaban,  les  hicie- 
se volver  a  Halle,  y  allí  les  proporcionase  una  barca,  «que 
fletamos  en  doce  escudos»,  dice  el  P.  Paulo  Simón;  y  así 
desde  Halle,  por  el  río  Inn,  anduvieron  « más  de  130  millas 
en  barca  hasta  el  Danubio»,  haciendo  escala  en  algunos  lu- 
gares, que  el  P.  Juan  Tadeo  sigue  puntualizando  con  sus 
nombres  castellanizados,  que  no  hay  para  qué  repetirlos 
abusando  de  la  paciencia  de  los  lectores. 

El  martes  27  siguieron  por  Sendin  (Schardig) ,  hasta  Po- 
za (Passau) .  «Aquí,  dice  el  P.  Juan,  entra  el  rio  Nin  (Inn) 
en  el  Danubio,  que  en  tudesco  se  llama  Tona  (Donnau). 
Allí  el  Nin  pierde  el  nombre,  si  bien  es  más  grande  que  el 
Danubio » . 

Y,  como  si  no  tuvieran  tiempo  para  respirar  ni  los  viaje- 
ros ni  su  cronista,  vuelven  de  nuevo  a  la  barca  a  navegar 
millas  y  millas,  que  el  P.  Juan  Tadeo  cuenta  con  toda  soli- 
citud, pero  tan  secamente,  que  nos  acordamos,  sin  querer, 
del  descarnado  Itinerario  del  devoto  Peregrino  de  Burdeos, 
el  cual  emprendió  su  viaje  desde  esta  ciudad  a  Tierra  Santa 
allá  por  los  años  de  333. 

Arribarron,  finalmente,  a  Ofzenel,  desde  donde,  por  tie- 
rra, habían  de  continuar  su  camino  hasta  Praga,  que  dista- 
ba todavía  cinco  jornadas  largas.  «Desde  este  burgo  —  ob- 
serva el  P.  Juan  —  todas  las  torres  o  castillos,  fuera.de 
Budueis,  son  de  herejes».  Entiéndanse  lugarejos  en  donde 
dice  torres  y  castillos,  porque  tales  eran  los  poblados  que 
allí  se  habían  formado  en  torno  a  las  torres  y  castillos  de 
los  señores  en  tiempos  del  feudalismo. 

Desde  Ofzenel  hasta  Praga  el  viaje  hubieron  de  hacerlo 
« medio  a  pie  medio  a  caballo »  y  « algunas  veces  en  carro » 
(1),  al  modo  de  Santa  Teresa;  pero  sin  tener  el  consuelo  de 
la  Santa  de  caminar  por  tierras  de  católicos. 

«El  miércoles  28  llegaron  a  Sayen  (¿Aigen?)  y  fueron  re- 
cibidos y  obsequiados  por  los  Padres  premonstratenses,  que 
tienen  allí  un  monasterio,  en  donde  comieron.» 


(1)    RELACION  del  P .  Juan  Tadeo, 


-30- 


El  29  salieron  para  Budéis.  «Aquí  estuvieron  hasta  el 
viernes  30,  por  no  hallar  caballos.»  El  sábado  día 31  fueron 
a  comer  a  la  ciudad  de  Tabor,  y  continuaron  luego  su  viaje 
por  la  villa  de  Muchín  (Milcin)  a  la  de  Woitiz  (Wotitz),  en 
la  que  hicieron  noche;  y  el  domingo,  primero  de  agosto,  no 
celebraron,  «por  ser  tierra  de  herejes.»  Así  el  P.  Juan  Tadeo. 

Por  su  parte  el  P.  Paulo  Simón  nos  dejó  los  siguientes 
detalles  acerca  de  este  recorrido  que  hicieron:  «Todo  este 
país,  dice,  es  casi  de  herejes,  que  se  burlaban  de  nosotros; y 
muchos  venían  a  ver  si  teníamos  cuernos  (1),  y  no  querían 
darnos  alojamiento;  pero  Dios  Nuestro  Señor  nos  ayudó 
siempre.  En  Graman  (Kruman)  ningún  hostelero  ni  nadie 
nos  quiso  dar  albergue.  Fuimos  a  los  Padres  jesuítas,  y  nos 
recibieron  muy  bien,  y  nos  agasajaron  mucho.» 

Aquel  mismo  domingo,  primero  de  agosto,  cerca  de  un 
mes  de  haber  salido  de  Roma,  llegaron  felizmente  nuestros 
Misioneros  a  Praga,  término  de  la  primera  etapa  de  su  largo 
viaje.  En  Praga  « hospedáronse  en  un  mesón,  y  Monseñor 
Ferrer,  Obispo  de  Vercelli  y  Nuncio  de  Su  Santidad  cerca  de 
la  persona  del  Emperador,  por  hacer  gracia  y  cortesía  a  los 
Padres,  les  mandó  que  fuesen  a  hospedarse  a  su  casa  y  pa- 
lacio, en  el  cual  estuvieron  hasta  su  partida  de  Praga.»  (2) 

Lo  primero  que  hicieron  los  nuestros,  fué  presentar  al 
Nuncio  el  Breve  y  las  Letras  que  para  él  traían  de  Su  Santi- 
dad, en  las  cuales  el  Papa  se  los  recomendaba  muy  eficaz- 
mente para  que  procurase  facilitarles  el  paso  por  Moscovia, 
alcanzándoles  para  ello  cartas  del  Emperador  para  el  Gran 
Duque  de  aquellos  estados.  Hízolo  el  Nuncio  con  toda  su 
voluntad,  y  él  mismo  les  acompañó  en  la  audiencia  que  tu- 
vieron con  el  Emperador  del  Sacro  Romano  Imperio.  Eralo 
desde  1576  Rodolfo  II,  sobrino  por  su  madre  de  nuestro  Rey 
Fehpe  II,  cuyos  ejemplos  de  celo  por  la  religión  católica 
imitó,  iniciando  una  vigorosa  reacción  contra  el  luteranis- 
mo,  para  desterrarlo,  si  pudiese,  de  sus  estados. 

Excusado  es  decir  la  cordial  acogida  que  el  viejo  Empe- 
rador dispensó  a  los  Misioneros,  y  más  cuando  entregaron 
éstos  las  cartas  pontificias  que  para  Su  Majestad  Cesárea 
traían  consigo.  De  esta  audiencia  sacaron  los  embajadores 
del  Papa  cartas  del  Emperador  para  el  Shah  de  Persia,  para 
Boris,  Gran  Duque  de  Moscovia,  y  para  otros  insignes  per- 
sonajes de  aquellos  reinos,  todas  ellas  muy  calurosas  y  en- 
tusiastas (3). 


(1)  t...et  molti  uenivano  a  ueder  se  havevarno  le  coma .  <■ 

(2)  RELACION  del  P.  Juan  Tadeo . 

(3)  De  la  mayor  parte  de  estas  cartas  existen  copias  en  el  Archivo  ge- 
neral de  la  Orden,  y  de  algunas  de  ellas  los  originales  en  pergamino. 


-31  - 


Quiso  la  casualidad,  o  mejor  la  Providencia,  que  en  aque- 
llos dias  se  hallase  en  la  corte  del  Emperador  un  embajador 
especial  del  Rey  de  Persia,  llamado  Zenil  Kambey.  «Lo  fue- 
ron a  visitar  los  Padres  en  compañía  de  D.  Baltasar  de  Ma- 
rradas, caballero  de  Malta  y  capitán  de  caballería  france- 
sa.» (1)  El  embajador  quedó  prendado  de  los  humildes  re- 
ligiosos; y  más  se  prendó  de  ellos  todavía  cuando  el  Nuncio 
del  Papa  dió  en  honor  de  los  embajadores  de  Su  Santidad 
un  banquete,  al  que  convidó  a  los  mejores  y  más  aristócra- 
tas personajes  de  la  corte.  También  asistió  Zenil  Kambey, 
invitado  por  el  Nuncio  que  deseaba  tratar  algo  muy  impor- 
tante sobre  aquella  misión  de  los  carmelitas  descalzos,  y  re- 
comendárselos cuanto  podía  al  embajador  del  Rey  de  Persia. 

En  los  18  días  que  permanecieron  nuestros  Misioneros  en 
Praga,  fueron  muy  obsequiados  y  regalados  por  las  princi- 
pales familias  de  la  nobleza,  «  distinguiéndose  el  embajador 
del  Rey  Felipe  III  de  España,  por  la  devoción  que  tenía  a  la 
Reforma  teresiana.»  (2) 

Antes  de  salir  de  Praga,  tuvieron  los  nuestros  otra  au- 
diencia muy  cordial  e  íntima  con  el  viejo  Emperador,  ha- 
blando con  él  sobre  la  guerra  que  convenía  hacer  al  Turco; 
y  después  de  agradecer  calurosamente  a  Su  Majestad  sus 
cartas,  atenciones  y  mercedes,  se  despidieron  de  él  con  toda 
sencillez  y  cortesía,  lo  mismo  que  del  Nuncio  de  Su  Santi- 
dad y  de  todos  los  señores,  devotos  y  amigos,  que  tan  grata 
les  habían  hecho  su  estancia  en  la  corte  del  imperio. 

Y  terminada  tan  felizmente  como  se  ha  visto  la  primera 
etapa  de  su  larga  jornada,  se  prepararon  en  seguida  los  via- 
jeros para  emprender  la  segunda.  Estos  peregrinos  embaja- 
dores tenían  poco  equipaje  que  hacer;  pues  lo  que  más  les 
preocupaba,  era  la  guarda  de  los  documentos  ,del  crucifijo  y 
del  breviario. 


(1)  RELACION  del  P.  Juan  Tadeo. 

(2)  RELACION  del  P.  Paulo  Simón. 


CAPITULO  IV 


Desde  Praga  a  la  frontera  de  Moscovia 

Recibimiento  en  la  corte  de  Polonia.— Entrevista  con  el  gran  Canciller 
León  Sapia. — La  famosa  historia  de  Boris  y  Demetrio. — Retrato  ma- 
gistral de  los  cosacos,  hecho  por  un  Misionero  valenciano. 

Además  de  sus  patentes,  de  su  breviario  y  de  su  crucifijo, 
el  P.  Juan  Tadeo  se  ocupaba  mucho  de  su  libreta  de  notas; 
y  empezó  a  apuntar  en  ella,  en  leguas  tudescas,  la  distancia 
que  iban  recorriendo,  después  de  haber  advertido,  desde  el 
principio,  la  equivalencia  en  millas  italianas,  ya  que  su  iti- 
nerario lo  escribía  sólo  para  sus  superiores  de  Roma,  sin 
pensar  en  que  había  de  salir  a  la  luz  pública,  ni  por  entero 
ni  en  trozos  selectos,  que  es  como  lo  vamos  sacando  nos- 
otros ahora,  para  que  lo  discutieran  y  lo  criticaran  los  geó- 
grafos venideros,  especialmente  aquellos  que  no  han  reco- 
rrido los  caminos  ni  a  pie  ni  a  caballo  ni  en  malos  carruajes, 
sino  en  flamantes  mapas  iluminados. 

Dicho  esto,  por  via  de  introducción  a  este  capítulo,  siga- 
mos a  los  viajeros  desde  Praga  hasta  Cracovia,  distancia 
que  recorrieron  en  una  semana. 

«Partieron  de  Praga  el  miércoles,  18  de  agosto,  después 
de  comer»;  y,  tomando  el  camino  de  Brandéis,  fueron  a 
dormir  aquella  noche  a  Nimburg.  Siguieron  su  camino  a  tra- 
vés de  la  Silesia,  en  donde  encontraron  tantos  herejes  como 
en  Alemania.  Las  vejaciones,  burlas  y  escarnios  que  tuvie- 
ron que  sufrir  en  estas  jornadas,  no  fueron  menores  ni  me- 
nos afrentosos  que  los  que  sufrieron  desde  Halle  hasta  Pra- 
ga. Día  por  día  anota  el  P.  Juan  en  su  cuaderno,  como  de 
costumbre,  sus  apuntes  favoritos.  «El  miércoles,  25  de  agos- 
te, llegaron  felizmente  a  Cracovia,  capital  del  reino  de  Po- 
lonia». Aquí  nos  detendremos  a  puntualizar  la  acogida  que 
les  hicieron  en  aquel  país  tan  católico  y  ferviente. 

Ocupaba  entonces  el  trono  Segismundo  III,  el  primer 
Wasa  que  reinaba  en  Polonia,  y  debía  la  corona  a  la  inter- 
vención del  Papa  en  las  cuestiones  internas  de  aquel  reino. 
Su  reinado  fué  largo,  desde  el  1586  al  1632.  Fué  gran  favo- 
recedor de  la  religión  católica  y  enemigo  de  los  protestantes. 
Ya  veremos  cómo  recibió  a  nuestros  Misioneros. 

Llegado  que  hubieron  éstos  a  Cracovia,  «se  hospedaron 


-33- 


en  el  mesón,  como  en  las  otras  ciudades,  pero  Monseñor 
Claudio  Rangoni,  Obispo  de  Reggio  y  Nuncio  de  Su  Santi- 
dad, les  mandó  fuesen  a  alojarse  a  su  palacio,  adonde  les 
regaló  con  caridad  singular.»  (1) 

Al  llegar  aquí,  el  P.  Juan  Tadeo  cede  la  palabra  al  Padre 
Paulo  Simón,  el  cual,  como  he  dicho,  apunta  con  más  cui- 
dado las  notas  diplomáticas. 

«El  día  26  — dice  éste  en  su  Relación  —  presentamos  el 
Breve  del  Papa  y  otras  cartas  a  Monseñor  Nuncio,  el  cual 
nos  alojó  en  su  casa.  El  Cardenal  de  Cracovia  nos  mandó 
inmediatamente  a  invitar  para  que  fuésemos  a  su  palacio, 
cosa  que  no  hablamos  hecho  nosotros  por  no  haber  sido  re- 
cibidos del  Rey.  El  29  Monseñor  Nuncio  nos  presentó  a  Su 
Majestad,  a  quien  dimos  el  Breve  del  Papa,  y  le  pedimos 
cartas  para  el  Gran  Duque  de  Moscovia  y  para  el  Rey  de 
Persia,  y  un  pasaporte  para  sus  estados.  Respondió  que 
aquello,  y  todo  cuanto  pudiese  hacer  por  nosotros,  lo  haría 
con  toda  su  voluntad.  Nos  hizo  excelente  recibimiento.  Es 
Rey  católico,  pío  y  prudente.  Dió  orden  en  seguida  para  que 
fueran  escritas  todas  las  cartas  que  pedíamos.  Impusimos  el 
Escapulario  de  la  Virgen  del  Carmen  al  Principe,  su  hijo,  a 
muchas  señoras  de  su  corte  y  a  muchos  caballeros  polacos». 

Después  de  visitar  al  Rey,  fueron  a  ofrecer  sus  respetos  y 
las  cartas  de  Su  Santidad  al  Cardenal  Primado  de  Polonia. 
«Era  Príncipe  afable  y  cariñoso  con  todo  el  mundo  —  dice  el 
P.  Paulo  Simón —  pero  con  nosotros  lo  fué  de  un  modo  ex- 
traordinario, y  quiso  que  nos  quedásemos  en  su  casa.  Dos 
veces  nos  invitó  a  comer  en  su  compañía;  y  semejantes  in- 
vitaciones hemos  recibido  de  otros  muchos  señores  de  Cra- 
covia, en  los  cuales  se  descubre  al  momento  el  gran  celo 
por  la  religión.  Muchos  nos  enviaron  gruesas  limosnas,  es- 
pecialmente el  señor  Cardenal,  el  cual  nos  importunó  mu- 
chas veces  con  grandes  instancias  para  que  las  recibiésemos. 
El  Rey  nos  envió  cien  escudos;  y,  porque  no  los  quisimos 
aceptar,  se  los  mandó  a  Monseñor  Nuncio,  para  que  así  nos 
oblígase  a  recibirlos  de  su  mano,  diciéndole  que  deseaba  te- 
ner alguna  parte  en  aquella  expedición  evangélica. 

» Superfino  seria  decir  las  pruebas  de  amor  y  benevolen- 
cia que  nos  dió  Monseñor  Nuncio,  y  todos  los  de  su  casa, 
con  Ip  que  quedamos  confusos.  Por  medio  de  su  sobrino,  se- 
cretamente nos  dejó  una  buena  suma  de  dinero  en  nuestra 
cámara  para  el  viaje;  pero,  ni  esta  suma,  ni  ninguna  de 
cuantas  nos  ofrecieron  en  Cracovia,  las  quisimos  aceptar,  se- 
gún se  lo  escribimos  al  Pontífice  Clemente  VIII,  de  feliz  me- 


(1)    RELACION  del  P.  Juan  Tadeo. 


3 


-34  — 


moña,  excusándonos  con  todos  los  donantes,  diciendo  que 
teníamos  suficiente  con  el  dinero  que  nos  había  dado  para 
el  viaje  Su  Santidad.  Nos  movió  a  ser  rigurosos  en  esto,  el 
quitar  toda  ocasión  de  pensar  que  íbamos  a  las  Misiones  pa- 
ra acumular  dineros,  como  hacen  los  griegos. » 

Además  de  las  cartas  que  ellos  pidieron  al  Rey,  Su  Ma- 
jestad les  dió  algunas  otras  que  habían  de  servirles  mucho. 
El  P.  Vicente  es  quien  nos  va  a  referir  ahora,  con  toda  pun- 
tualidad y  con  soltura  de  pluma,  lo  que  les  acaeció  hasta 
que  lograron  pasar  la  frontera  moscovita  (1). 

« El  Rey  de  Polonia,  dice,  nos  hizo  mucha  caridad  y  fa- 
vor, y  nos  dió  cartas  para  Monseñor  Benedicto  Woina,  Obis- 
po de  Vilna,  y  León  Sapieka  (2),  Gran  Canciller  de  Lituania, 
para  que  ambos  nos  diesen  todo  el  favor  y  ayuda  necesaria 
para  pasar  a  Moscovia.  También  nos  dió  su  Majestad  un 
pasaporte  en  latín  y  otro  en  lengua  rutena,  para  que  fuése- 
mos seguros  por  todas  sus  tierras,  y  cartas  para  el  Capitán 
de  Orsza,  por  donde  se  entendía  que  habíamos  de  entrar  en 
Moscovia,  como  hasta  aquí  ha  sido  la  puerta,  por  la  cual 
han  pasado  todos  y  pasaron  los  que  últimamente  envió  Su 
Santidad  a  Persia. » 

Trece  días  habían  permanecido  nuestros  Misioneros  en 
Cracovia,  siendo  tratados  con  el  mayor  respeto  y  amor  por 
parte  de  todos  sus  moradores.  Todos  les  pedían  que  funda- 
sen allí  un  convento  de  su  Orden,  según  se  lo  escribió  el 
P,  Paulo  Simón  a  sus  superiores  de  Roma;  lo  cual,  gracias 
a  los  ejemplos  y  oraciones  de  estos  fervorosos  hijos  de  San- 
ta Teresa,  se  efectuó  al  año  siguiente,  como  luego  veremos. 

Antes  de  partir  de  Cracovia,  fueron  a  despedirse  de  su 
Majestad  y  de  su  Real  Familia.  Lo  mismo  hicieron  con  el 
Nuncio  de  Su  Santidad  y  con  los  amigos  que  habían  mos- 
trado más  amor  a  su  Orden.  En  cuanto  al  Cardenal  Prima- 
do, no  se  hallaba  entonces  en  la  capital  del  reino,  sino  en 
una  célebre  abadía  de  monjes  bernardos,  llamada  la  Mogi- 
lla  (3) ,  distante  cuatro  millas  de  Cracovia.  El  señor  Carde- 
nal había  mostrado  deseos  de  despedirse  de  nuestros  Misio- 
neros, antes  de  que  éstos  continuasen  su  viaje;  por  eso  se 
dirigieron  ellos  con  este  fin  a  la  abadía  de  los  bernardos. 
Habiendo  llegado  al  monasterio,  los  recibió  con  suma  bon- 
dad y  caridad  Su  Ilustrísima. 


M)  En  una  carta  al  P.  Pedro  de  la  Madre  de  Dios,  escrita  en  castellano, 
Vigilia  de  San  Andrés  de  1604,  desde  Polocia,  24  millas  de  Moscovia.  Ar- 
chivo de  la  Orden. 

2)  Escribe  el  P.  Vicente  «Sapikea»  y  los  otros  escriben  «León  Sapia>. 

3)  Asi  lo  escribe  el  P.  Paulo  Simón;  pero  el  P.  Vicente  escribe 
•Moguilla» . 


-35- 


» Al  día  siguiente,  dice  el  P.  Paulo  (1) ,  comimos  en  com» 
pañia  del  Cardenal  en  el  refectorio  de  los  Padres,  que  son 
muy  observantes,  y  el  mismo  día,  después  de  la  comida, 
nos  partimos  ».  Era  el  8  de  septiembre,  fiesta  de  la  Natividad 
de  la  Santísima  Virgen. 

No  hay  que  pasar  en  silencio  que  Monseñor  Bernardo 
Makiouski,  Cardenal  Primado  de  Polonia,  recibió  en  aque- 
lla ocasión  de  manos  del  P.  Paulo  el  Escapulario  del  Car- 
men, porque  era  muy  devoto  de  nuestra  Orden. 

Aquellos  días  había  recibido  nuevas  cartas  de  Clemente 
VIII,  escritas  en  Roma  a  24  de  julio  de  aquel  año,  en  las  cua- 
les Su  Santidad  tornaba  a  recomendarle  calurosamente  que 
ayudase  a  nuestros  Misioneros  en  cuanto  pudiese.  ¡Tanto 
era  lo  que  se  interesaba  el  Papa  por  esta  su  embajada! 

No  hay  para  qué  decir  lo  que  creció  con  esto  el  cuidado 
del  Cardenal  por  nuestros  Padres.  <  El  señor  Cardenal,  tor- 
na a  decir  el  P.  Paulo  (2) ,  nos  acompañó  más  de  dos  millas 
en  carroza,  y  nos  dió  un  gentilhombre  para  que  nos  acom- 
pañase y  pagase  todos  los  gastos  que  hiciésemos  en  su  Du- 
cado. Y  así,  en  tres  días  no  caminábamos  por  Polonia  a  ca- 
ballo, sino  que  fuimos  obligados  a  ir  en  un  coche  de 
mimbres  » 

Por  su  parte,  el  P.  Vicente  no  deja  de  encarecer  las  be- 
llísimas prendas  del  señor  Cardenal  y  los  favores  que  les  hi- 
z©  en  aquellas  circunstancias  «por  el  afición,  dice,  que  tiene 
a  nuestra  religión,  y  por  su  bondad,  que  es  muy  grande.  Y 
nos  dió,  añade,  una  carroza  con  cuatro  caballos,  muy  bue- 
na, y  un  hombre  que  nos  acompaña,  e  hizo  la  costa  hasta 
un  lugar  suyo,  donde  el  Capitán,  de  orden  de  su  Señoría 
Ilustrísíma,  nos  dió  otra  persona  que  hizo  lo  mismo  hasta 
Janovia  (3) ,  que  está  a  medio  camino,  donde  el  Obispo 
Leuceoriense,  para  quien  teníamos  una  carta  del  señor  Car- 
denal, nos  recibió  también  con  grandísima  caridad  y  nos  de- 
tuvo dos  días. » 

Todavía  el  Cardenal  Primado  quiso  que  de  su  parte  lle- 
vasen un  buen  presente  al  Rey  de  Persia,  con  lo  que  podrían 
ganarle  más  la  voluntad.  Este  presente  lo  describe  así  el 
P.  Vicente  el  Valenciano:  «Nos  dió  un  libro  de  pergamino  en 
folio  grande  con  cuatro  cuadros  en  cada  hoja,  que  la  hinchen 
toda  de  figuras  de  oro  de  martillo  y  colores,  antiguas,  de  la 
Historia  Sagrada,  desde  el  primer  capítulo  del  Génesis  has- 
ta el  segundo  libro  de  los  Reyes,  que,  por  ser  cosa  rara  y 


(1)    En  carta  al  P.  Pedro  de  la  Madre  de  Dios,  escrita  desde  Polocia  a  4 
de  diciembre  de  1604,  fecha  en  que  salieron  para  Moscovia. 
(?)  Ibidem. 

(3)    Asi  escribe  el  P.  Vicente  el  nombre  de  la  ciudad  de  Janow. 


-36- 


antigua,  es  de  mucho  precio;  y  le  pareció  que  en  su  nombre 
lo  presentásemos  al  Rey  de  Persia.» 

El  Cardenal  sintió  mucho  la  partida  de  los  Misioneros, 
sin  haber  conseguido  que  se  quedase  alguno  a  fundar  en 
Cracovia,  por  lo  cual  escribió  una  muy  sentida  carta  a  los 
superiores  de  Roma,  pidiendo  esta  fundación.  La  carta  del 
señor  Cardenal  fué  leída  en  pleno  Capítulo  General,  cele- 
brado en  Roma  por  el  mes  de  mayo  de  1605,  y,  al  verla  tan 
entusiasta  y  apremiante,  concedió  el  Capítulo  dicha  funda- 
ción en  Cracovia,  que  muy  luego  fué  realizada,  teniendo  su 
Señoría  Ilustrísima  el  gusto  de  ver  satisfechos  sus  deseos  a 
la  medida  de  su  corazón. 

Dejamos  a  nuestros  Misioneros  en  Janow,  pueblecillo  de 
la  diócesis  de  Lustk  en  Volinia,  entretenidos  con  el  señor 
Obispo  que  les  agasajó  mucho  durante  dos  días,  al  cabo  de 
los  cuales  se  depidieron  de  él,  y  siguieron  su  camino  «con 
otro  hidalgo  que  les  dió  y  les  acompañó  hasta  Vilna».  (1) 

Desde  Cracovia  a  Vilna  habían  empleado  15  días.  Allí 
sufrieron  una  de  las  mayores  contrariedades.  Los  dos  perso- 
najes a  quienes  iban  buscando,  no  estaban  en  la  ciudad.  He 
aquí  cómo  cuenta  el  P.  Vicente  este  interesante  episodio  de 
la  embajada,  habiendo  él  entrado  ahora  en  escena  tomando 
parte  más  activa. 

» Llegamos,  dice,  a  Vilna  el  23  de  septiembre,  y  hallamos 
que  el  Obispo  y  el  Gran  Canciller  no  estaban  allí.  Con  todo 
esto,  el  criado  del  Obispo  Leuceoriense  que  nos  acompaña- 
ba, según  el  orden  que  tenía  de  su  amo,  nos  llevó  al  Pala- 
cio episcopal,  y,  aunque  el  Obispo  de  Vilna  estaba  ausente, 
fuimos  muy  bien  recibidos  de  sus  criados,  y  nos  aposenta- 
ron en  su  Palacio  en  un  cuarto  nuevo  que  había  edificado, 
y  nos  dieron  tres  aposentos  buenos  y  la  comida  necesaria. 

» Considerando  que  el  Canciller  estaba  lejos  de  Vilna  30 
millas  polacas,  en  un  lugar  suyo  llamado  Ikasni,  y  muy  de 
asiento  para  no  volver  tan  presto  a  la  ciudad,  porque  no 
perdiésemos  tiempo,  pues  a  él  solo  tocaba  despacharnos  co- 
mo se  lo  mandaba  Su  Majestad,  se  resolvió  que  nuestro  Pa- 
dre Fr.  Paulo,  como  superior,  fuese  a  solicitar  nuestro  des- 
pacho y  pasaje;  y  así  nos  mandó  al  P.  Fr.  Juan  y  a  mi  que 
nos  quedásemos  en  Vilna  para  dar  las  cartas  de  Su  Majestad 
al  Obispo,  pues  eran  como  de  cumplimiento,  y  sólo  nos  ha- 
bla de  dar  consejo  y  ayudarnos  en  lo  accidental;  porque  lo 
substancial  del  negocio  solo  dependía  del  Gran  Canciller.  Y 
así  nuestro  P.  Paulo,  el  Hermano  Juan  y  D.  Francisco  se, 
partieron  para  Ikasni. 

»E1  Obispo  llegó  el  día  siguiente  a  Vilna,  y  nos  recibió 


(1)    ReLACION  del  P .  Juan  Tadeo  de  San  Elíseo . 


-37- 


con  mucha  caridad,  y  agradeció  a  sus  criados  lo  que  hablan 
hecho  con  nosotros  en  su  ausencia;  y  no  fué  posible,  mien- 
tras estuvo  allí,  que  nos  eximiésemos  de  no  comer  a  su  me- 
sa y  aun  en  cabecera:  que  no  nos  fué  de  poca  mortificación. 

» Estuvo  en  la  ciudad  algunos  días;  pero,  porque  tenía 
asignado  el  tiempo  cuando  se  había  de  tener  junta  de  algu- 
nas personas,  que  Su  Majestad  ha  señalado  para  que  le  ha- 
gan volver  algunas  tierras,  que  el  Palatino  de  Vilna  pasado 
tenía  usurpadas ,  le  fué  necesario  partirse  a  un  lugar  que  es- 
tá de  Vilna  15  millas  polacas,  y  asi  nos  dejó  muy  encomen- 
dados a  sus  criados  para  que  nos  tratasen  bien.  Y,  aunque 
se  lo  rogamos  mucho,  no  permitió  que  nos  fuésemos  a  los 
Padres  jesuítas  o  a  los  franciscanos,  donde  nos  recibieran 
con  gran  caridad;  que  así  se  ofrecieron». 

Entre  tanto,  el  P.  Paulo  con  sus  compañeros  había  lle- 
gado al  castillo  de  Ikasni,  en  donde  el  Gran  Canciller  y  su 
esposa  les  recibieron  como  llovidos  del  cielo.  Muy  luego 
vieron  en  los  nuestros  señaladas  virtudes  cristianas  y  un 
gran  celo  apostólico  por  el  bien  de  sus  prójimos.  El  P.  Paulo 
entregó  a  León  Sapia  las  cartas  del  Rey  de  Polonia,  y  le  re- 
firió brevemente  el  objeto  de  su  visita.  Lo  que  se  pretendía, 
dijo  León  Sapia,  era  más  difícil  de  conseguir  de  lo  que  se 
habían  pensado  en  Roma  y  de  lo  que  deseaban  los  Prínci- 
pes cristianos.  La  situación  crítica  de  Moscovia  hacía  punto 
menos  que  imposible  el  paso  a  la  embajada  pontificia.  Así 
y  todo,  el  Gran  Canciller  les  ofreció  estudiar  el  modo  de  po- 
der realizar  lo  que  todos  pretendían. 

La  situación  a  que  se  refería  el  Canciller  merece  explicar- 
se un  poco  por  lo  que  entra  de  lleno  en  esta  historia,  para 
entender  debidamente  lo  que  dicen  nuestros  Misioneros  en 
sus  relaciones,  y  para  darse  cuenta  cabal  de  los  peligros  que 
corrieron  por  tierras  de  Moscovia. 

Sabido  es  que  la  vetusta  monarquía  moscovita,  derroca- 
da por  los  bolcheviques,  se  remontaba  hasta  mediados  del 
siglo  IX.  Fué  fundada  por  un  capitán  de  piratas,  natural  de 
Dinamarca,  que  se  llamaba  Rurik,  cuya  dinastía  ocupó  el 
trono  cerca  de  ocho  siglos.  El  más  célebre  descendiente  de 
esta  dinastía,  fué,  sin  disputa,  Iwan  Basilowitch,  a  quien 
puede  considerarse  como  el  fundador  del  fenecido  imperio 
de  Rusia.  El  fué  su  primer  Czar,  el  cual  dilató  considerable- 
mente sus  estados  con  la  toma  de  Astrakán  y  Kazán  a  los 
tártaros,  con  la  conquista  de  toda  la  Siberia,  la  invasión  de 
la  Livonia  y  el  apoderamiento  de  cuantiosos  territorios  ex- 
tranjeros. A  su  muerte,  acaecida  en  1584,  dejó  su  corona  a 
su  hijo  mayor,  llamado  Feodor  o  Teodoro  Iwanovitch.  El 
otro  hijo  suyo,  que  se  decía  Dmitri  o  Demetrio,  como  le  lla- 
man nuestros  Misioneros,  quedó  de  dos  años  solamente,  y 


« 


-38- 


recibió  por  heredamiento  o  infantazgo  la  ciudad  de  Ouglitch, 
en  las  riberas  del  Volga,  a  45  leguas  de  Moscou.  Feodor  fué 
educado  cuidadosamente  por  su  madre,  la  cual,  después  de 
haberse  quedado  viuda,  se  retiró  a  un  monasterio  cismático. 

Feodor,  Príncipe  imbécil  y  sin  cualidad  alguna  para  go- 
bernar tan  vasto  imperio,  se  entregó  en  manos  de  su  primer 
ministro  y  consejero,  Boris  Godunow.  Este  ministro  era  de- 
masiado ambicioso  para  contentarse  con  su  papel,  teniendo 
un  Principe  tan  inepto  y  débil;  por  lo  que  empezó  a  manifes- 
tar sus  pretensiones  de  arrebatarle  la  corona  del  imperio. 
Comenzó  por  alejar  de  la  corte,  con  fútiles  pretextos,  a  to- 
dos cuantos  le  hacían  sombra  o  podían  impedirle  la  realiza- 
ción de  sus  sueños.  A  quien  primero  hizo  asesinar,  fué  al 
príncipe  Demetrio,  hermano  de  Feodor.  El  asesinato  se  co- 
metió en  Ouglitch  en  1591.  Hay  historiadores  que  aseguran 
que  Demetrio  escapó  a  la  muerte,  merced  a  la  estratagema 
de  su  preceptor,  el  cual,  cuando  llegaron  los  asesinos  a  co- 
meter el  crimen,  puso,  en  lugar  de  su  discípulo,  a  un  niño 
de  la  misma  edad  del  Príncipe  y  de  semejante  fisonomía. 
Esto  dió  lugar  a  la  serie  de  Demetrios  que  empezaron  a  pu- 
lular en  adelante  por  Moscovia. 

Entre  tanto,  Boris  se  ocupó  durante  algunos  años  en 
afianzarse  en  el  poder,  procurando  ganarse,  con  su  buen 
gobierno,  las  simpatías  de  los  moscovitas.  Después,  cuando 
lo  creyó  oportuno,  esto  es,  por  los  años  de  1601,  envenenó 
traidoramente  a  Feodor,  según  unos;  aunque  según  otros, 
parece  que  el  Czar  murió  de  muerte  natural.  Difícil  será  ave- 
riguar la  verdad  de  estos  hechos;  pero,  sea  ello  como  fuere, 
el  caso  es  que  el  desaprensivo  ministro  subió  al  trono  de  los 
czares  y  se  llamó  Boris  Feodorowitch. 

Así  las  cosas,  cierto  día,  un  impostor  e  intrigante,  como 
quieren  algunos,  de  un  parecido  muy  cabal  en  el  rostro  y  en 
el  talle  a  Demetrio,  si  es  que  no  era  el  mismo  Demetrio,  co- 
mo dicen  otros,  se  hizo  pasar  por  el  hermano  legítimo  de 
Feodor,  con  derecho  al  trono  moscovita,  y,  retirándose  ha- 
cia las  fronteras  de  Lituania,  empezó  a  preparar  lo  que  hoy 
se  llama  un  golpe  de  estado. 

Al  cabo  de  dos  años,  en  1604,  el  verdadero  o  supuesto 
Demetrio,  invadió  el  territorio  moscovita  al  frente  de  un 
ejército  aguerrido  de  polacos  y  cosacos,  el  cual  era  reforza- 
do y  aumentado  cada  día  por  numerosos  tránsfugas  que  ve- 
nían del  campo  de  Boris,  a  quien  también  llamaban  los 
nuestros  Borisio.  El  Rey  de  Polonia,  por  su  parte,  se  mante- 
nía hasta  entonces  en  una  prudente  neutralidad.  Las  relacio- 
nes de  nuestros  Misioneros  quizá  puedan  dar  algo  de  luz  en 
esta  enmarañada  historia;  por  lo  menos,  ellos  refieren  lo  que 
a  sus  ojos  pasó  en  aquellas  fechas  de  tanta  confusión,  y  lo 
que  oyeron  a  personas  fidedignas  que  estaban  en  grado  de 


-39- 


saber  algo  de  lo  que  pasaba.  El  P.  Vicente  de  San  Francisco 
dice  a  este  propósito  (1) :  « Muchas  cosas  dicen  del  que  pre- 
tende ser  verdadero  heredero  de  Moscovia.  Diré  las  que  ma 
ha  dicho  por  ciertas  el  Padre  Rector  de  este  Colegio  de  Po- 
locia: 

»Este  Demetrio,  ayudado  de  un  Palatino  polaco,  ha  jun- 
tado un  ejército  de  30.000  hombres,  de  los  cuales  los  16.000 
son  cosacos,  que  son  gente  terrible,  porque  son  hombres 
que  hacen  profesión  de  morir  en  la  guerra  desesperados,  y 
son  todos  malhechores,  homicidas,  desterrados  de  diferentes 
tierras,  que  se  juntan  alli  y  hacen  compañía.  Se  gobiernan 
por  una  cabeza,  la  cual  eligen  entre  ellos,  y  la  deponen 
cuando  quieren.  No  reconocen  otro  superior,  y  sirven  al  que 
los  paga,  sea  polaco,  moscovita  o  turco.  Otros  mercenarios 
tiene,  que  son  hombres  de  a  caballo  con  lanzas,  y  los  de- 
más son  polacos  y  moscovitas,  pero  estos  30.000  son  paga- 
dos; que  de  otros  ventureros  tendrá  hasta  10.000. 

»De  manera  que  con  este  ejército  de  40.000  hombres  llegó 
Demetrio  a  los  confines  de  Moscovia,  y  de  alli  despachó 
correos  a  las  fortalezas,  dándoles  noticia  de  su  llegada,  y 
cómo  venía  a  recuperar  sus  reinos  y  a  librarlos  de  las  mu- 
chas molestias  que  les  hacía  este  tirano  (Boris) .  Y  si,  como 
buenos  vasallos,  se  querían  rendir  a  su  verdadero  Señor,  él 
les  ayudaría  y  honraría;  pero,  si  fuesen  rebeldes,  les  hacia 
saber  que  a  fuego  y  sangre  los  habría  de  sujetar.  Luego  se 
le  rindieron  tres  o  cuatro  fortalezas,  y  ha  entrado  en  Mosco- 
via; y,  llegando  a  una  que  se  defendía,  la  hizo  quemar  y 
arrasar  con  el  suelo.» 

Además  de  esto,  supo  el  P.  Vicente,  «que  el  Duque  de 
Moscovia  estaba  muy  apretado,  y  que  habían  venido  de 
aquella  provincia  a  la  frontera  20.000  tártaros,  llamados  de 
él  en  su  socorro,  para  que  le  acompañen  con  su  tesoro  a 
Tartaria,  donde  se  pensaba  retirar,  por  no  fiarse  de  sus  mis- 
mos vasallos  moscovitas;  y  que,  sabiendo  esto,  Demetrio 
había  ido  con  parte  del  ejército  a  impedir  que  no  pase  este 
tesoro,  y  ver  si  puede  prender  al  Duque  y  tomar  el  tesoro; 
porque  el  entrar  en  Moscovia  o  sujetarla  toda,  lo  tiene  por 
seguro,  por  tener  muy  grueso  ejército  y  estar  todos  aquellos 
reinos  alterados . » 

Le  dijo  también  el  mismo  Rector  de  la  Compañía  al  Pa- 
dre Vicente,  «que  Demetrio  había  prometido  al  Rey  de  Po- 
lonia, porque  le  ayude  en  esta  ocasión,  sí  recuperase  sus 
tierras,  que  le  restituiría  el  Ducado  severiense,  que  antigua- 
mente poseía;  o  sí  muriese  sin  hijos,  dejar  su  derecho  de 
Moscovia  a  la  corona  Real  de  Polonia.  Esto  no  se  sabe  de 


(1)    En  su  carta  citada,  del  4  de  diciembre  de  1604. 


-40- 


cierto;  porque  el  Rey  de  Polonia  tiene  paces  por  20  años  con 
el  Moscovita.  Pero,  se  colige  por  la  mucha  ayuda  que  tiene 
Demetrio,  siendo  tan  pobre;  y  el  Palatino,  que  le  ha  puesto 
y  sustenta  en  esta  empresa,  no  ser  rico». 

Además  sabe  «que  Demetrio  hizo  juramento,  después  de 
la  profesión  de  fe,  de  introducir  en  Moscovia  (1)  Padres  de 
la  Compañia  y  la  religión  de  San  Francisco,  zocolantes;  y 
así  van  con  él  en  el  ejército  dos  Padres  jesuítas  y  otros  dos 
bernardinos,  que  así  llaman  a  los  Franciscos». 

Estas  y  otras  muchas  cosas  de  menor  importancia  para 
nuestra  historia,  y  que  algunas  se  irán  diciendo  en  otros  lu- 
gares, le  refirió  el  Rector  de  la  Compañía  al  P.  Vicente,  y 
éste  las  recogió  con  cuidado  para  transmitirlas  a  Roma,  por 
lo  que  allí  pudieran  servir. 

Así  estaban  las  cosas  en  Moscovia,  cuando  llegaron  los 
nuestros  a  pedir  el  paso  al  Canciller  de  Lituania;  y  a  estas 
circunstancias  se  refería  León  Sapia  cuando  les  hizo  ver  la 
dificultad  de  atravesar  entonces  aquel  agitado  país.  Desde 
luego  les  aconsejó  que  despachasen  un  correo  para  probar 
fortuna.  Este  correo  había  de  llevar  una  carta  del  Empera- 
dor Rodolfo,  otra  que  escribiría  el  mismo  Canciller  y  otra 
tercera  del  P.  Paulo  para  el  czar  Boris,  con  el  fin  de  que  les 
permitiese  pasar  por  sus  estados  con  dirección  a  Persia.  Es- 
tas tres  cartas  venían  a  decir  una  misma  cosa,  que  no  era 
otra  que  suplicar  y  pedir  salvoconducto  por  tierras  mosco- 
vitas. 

El  correo  del  Gran  Canciller  se  dirigió  con  estas  tres  car- 
tas a  la  más  pxóxima  fortaleza  rusa  que  defendía  la  fronte- 
ra por  aquella  parte;  pero  el  oficial  de  guardia  le  prohibió 
en  absoluto  penetrar  en  Moscovia.  Entonces  el  correo  le  en- 
tregó los  documentos  para  el  czar  Boris,  y  no  los  quiso  co- 
ger el  oficial  moscovita  si  no  después  de  reiteradas  instan- 
cias, y  se  encargó,  al  fin,  de  hacerlos  llegar  a  manos  de  su 
Señor.  Después  de  mucho  esperar,  Boris  respondió  que  no 
podía  dar  una  respuesta  categórica  a  aquellas  cartas  hasta 
después  de  tres  semanas  (2) .  Y  con  esta  respuesta  se  volvió 
el  correo  al  castillo  del  Gran  Canciller  de  Lituania. 

Por  no  ser  gravoso  a  León  Sapia,  esperando  en  el  casti- 
llo de  Ikasni  tanto  tiempo,  «a  nuestro  P.  Fr.  Paulo  pareció, 
dice  el  P.  Vicente,  volverse  a  Vilna  para  visitar  al  Obispo; 
y  como  ya  no  estaba  allí,  se  resolvió  de  ir  a  aquel  lugar 
donde  había  la  Junta,  y  habiéndole  visto  y  vuelto  a  Vilna, 


(1)  El  P.  Vicente  escribe  al  margen  en  este  folio :  « Esto  me  lo  ha  dicho 
un  Padre  que  se  halló  presente  >•  (en  la  carta  antes  citada) . 

(2)  El  P.  Vicente  dice  que  dijo  el  Duque  «después  de  cuatro  semanas.» 
Carta  citada. 


-  41  — 


todos  desde  allí  nos  determinamos  de  ir  a  Ikasni,  al  Señor 
Canciller,  para  esperar  la  respuesta  del  moscovita.  El  Señor 
Obispo  nos  dio  otra  carroza  de  cuatro  caballos  para  que 
ayudase  a  llevar  esta  ropa  que  traemos  hasta  el  Señor  Can- 
ciller, y  un  criado  que  nos  acompañase  e  hiciese  el  gasto, 
como  lo  hizo,  hasta  Ikasni,  y  después  se  volvió  con  la  carro- 
za a  su  amo  a  Vilna. 

»  El  Gran  Canciller  nos  recibió  y  trató  con  mucha  caridad, 
que  es  muy  pío  y  gran  aficionado  del  Señor  Cardenal  Cin- 
tio.  Estuvimos  en  su  casa  esperando  la  respuesta  de  Mosco- 
via; y  pasadas  cuatro  semanas  o  cinco,  y  no  viniendo,  con 
consejo  del  señor  Canciller,  resolvimos  que  uno  de  nosotros 
fuese  a  Orsza  con  la  carta  del  Emperador,  a  intentar  si  por 
aquella  parte  nos  quería  conceder  el  «passage»  (1)  el  Mos- 
covita; y  así  a  los  Padres  les  pareció  que  yo  fuese  con  el 
Hermano  Juan.  Partí  luego,  y  en  llegando  a  Polocia ,  que  es- 
taba a  la  mitad  del  camino,  hallé  que  estaba  aquí  un  mos- 
covita que  había  enviado  un  legado  que  remitía  el  Duque 
de  Moscovia  al  Rey  de  Polonia,  y  pedia  que,  atento  que  en 
Smolensk  había  peste  y  por  esto  era  cerrado  el  paso  de  en- 
trada en  Rusia  por  Orsza,  suplicaba  a  su  Majestad  le  conce- 
diese el  paso  a  sus  reinos  por  esta  ciudad  de  Polocia  (Po- 
lotzk);  y  que  así  le  había  seña  ado  el  Gran  Duque  que  vinie- 
se por  aquí,  sí  pudiese  alcanzarlo. 

«Viendo  yo,  pues,  que  no  había  esperanza  de  pasar  por 
Orsza,  y  que  se  habría  la  puerta  por  el  mismo  moscovita  por 
este  lugar,  con  consejo  del  P.  Rector  de  la  Compañía  del  Co- 
legio que  aquí  tienen,  resolví  que  sería  sin  fruto  ir  a  Orsza, 
y  que  nos  convenía  intentar  por  aquí  lo  que  había  de  hacer 
en  Orsza;  y  así  hice  las  diligencias  y  procuré  haber  recau- 
dos del  Palatino  para  que  nos  dejasen  pasar  las  guardias  los 
confines  de  este  reino  de  Rusia  y  entrar  los  del  reino  de 
Moscovia  (2) . 

•  Pero,  aunque  hice  mucha  instancia,  sólo  pude  alcanzar 
que  el  Hermano  fuese  con  un  intérprete  y  otro  hombre,  que 
enviaba  el  Palatino  de  aquí,  para  que  los  acompañase.  Y  asi 
fué  el  Hermano  y  entró  en  Moscovia  cerca  de  la  primera  for- 


(1)  Dice  passage  por  paso,  porque  italianiza  la  palabra ,  ya  que  en  Ita- 
liano se  dice  passaggio.  Alguna  que  otra  vez  repite  lo  mismo  el  Padre 
Vicente . 

(2)  Para  que  se  entienda  esta  frase  del  P.  Vicente  acerca  -  de  pasar  los 
confines  de  este  reino  de  Rusia  y  entrar  en  los  confines  de  Moscovia',  hay 
que  advertir  que  entonces  se  contaban  diversas  Rusias,  a  saber :  La  Rusia 
Hoja,  que  correspondía  en  grím  parte  a  la  Qalizia  actual,  cuya  capital  era 
Lemberb.  La  Rusia  Blanca  de  la  que  era  capital  Vilna.  Estas  dos  Rusias 
formaban  parte  del  reino  de  Polonia.  También  habia  la  Gran  Rusia  o  la 
Rusia  Negra,  a  la  cual  nuestros  Misioneros  llaman  siempre  Moscovia,  cu- 
ya capital  era  Moscou,  y  ésta  pertenecía  a  los  Czares. 


-42- 


taleza  que  se  llama  Nevalia  (Nevel) ,  y  está  de  aquí,  de  Po- 
'  locia,  24  millas.  Allí  entregó  la  carta  del  Emperador  al  Pala- 
tino Nevaliense  y  otra  escrita  en  nombre  de  todos  nosotros, 
en  la  cual  le  pedíamos  nos  concediese  «passage».  Estas  dos 
cartas  envió  luego  el  Palatino  o  Gobernador  de  Nevalia  al 
Gran  Duque,  y  no  permitió  que  el  Hermano  se  quedase  allí 
hasta  q  ue  viniese  la  respuesta,  y  así  se  volvió  a  Polocia, 
donde  estaba  yo  esperándole.» 

Mientras  esto  les  ocurría  al  P.  Vicente  y  a  su  compañero, 
los  Padres  de  Ikasni  se  cansaron  de  esperar,  y  entonces  el 
Canciller,  inagotable  en  recursos  como  buen  estratégico  y 
buen  general,  les  propuso  un  medio  que,  según  él,  había  de 
dar  excelentes  resultados. 

Atendiendo  a  que  uno  de  los  artículos  estipulados  en  el 
tratado  de  paz  entre  Moscovia  y  Polonia  decía  « que  todo 
embajador  de  cualquiera  de  estas  dos  potencias  pudiese  cir- 
cular libremente  por  el  territorio  de  la  otra  con  el  séquito 
que  llevase  »  propuso  León  Sapia  que  pasasen  los  Misione- 
ñeros  por  Moscovia  a  título  de  capellanes  del  embajador  o 
«Internuncio»,  como  ellos  dicen,  que  el  mismo  Canciller 
nombraría  al  efecto. 

Así  se  hizo,  y  en  calidad  de  capellanes  del  embajador  de 
Polonia  se  pusieron  en  camino.  Y  «llegado  a  Polocia,  ciu- 
dad que  el  Rey  Esteban  tomó  a  los  moscovitas,  se  alojaron 
en  el  colegio  de  la  Compañía  de  Jesús »  (1) ,  en  donde  halla- 
ron al  P.  Vicente.  Este  se  unió  a  la  embajada.  Desde  Polocia, 
el  Palatino  despachó  un  propio  al  de  Nevel  para  avisarle 
« de  cómo  el  Rey  de  Polonia  enviaba  al  Gran  Duque  Boris 
un  Internuncio  con  29  personas  de  su  séquito,  fuera  de  los 
carroceros  y  otros  guías  de  la  tierra,  para  que,  según  cos- 
tumbre que  había  entre  ellos,  presentasen  los  pasaportes, 
de  modo  que  hubiese  tiempo  de  examinarlos  y  pedir  la  li- 
cencia al  Gran  Duque  (2)  ». 

Mientras  esperaban  la  respuesta,  escribió  el  P.  Paulo  Si- 
món a  Roma  una  carta  tan  interesante,  tan  llena  de  datos 
curiosos  sobre  estas  peripecias  y  sobre  las  cosas  y  personas 
de  aquellos  países,  que  debe  figurar  íntegra  y  con  honor  en 
estas  páginas.  Dice  así  al  Comisario  General  (3)  : 

»  Hace  cinco  días  que  escribí  desde  Ikasni,  en  donde  es- 
tuvimos hospedados  en  el  palacio  del  Gran  Canciller  de  Li- 
tuanía,  y  hablé  a  V.  R.  largamente  acerca  del  estado  de 
nuestra  misión,  y  cómo  debíamos  partir  el  mismo  día  cami- 


(1)    RELACIÓN  del  P .  Juan  Tadeo. 

2)  Ibidem. 

3)  El  P.  Pedro  de  la  M.  de  Dios.  Esta  carta  está  escrita  en  italiano.  El 
original  y  algunas  copias  se  conservan  en  el  Arch .  general  de  la  Orden . 


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no  de  Moscovia.  Le  refería  los  favores  que  habíamos  reci- 
bido del  Gran  Canciller  ;  le  daba  cuenta  del  Estado  de  este 
reino  y  provincias  en  cuanto  a  la  fe  y  religión  ;  del  fruto  que 
se  haría  habiendo  una  fundación  nuestra  en  estos  países,  y 
la  comodidad  que  hay  aquí  para  fundar,  especialmente  pi- 
diendo la  fundación  y  los  religiosos  el  mismo  Gran  Canci- 
ller, al  cual  creo  que  sería  bien  que  V.  R.  escribiese  sobre 
esto,  habiéndole  yo  dicho  que  V.  R.  lo  haría  ;  y  que  hiciese 
V.  R.  que  le  escribiese  también  sobre  ello  el  Cardenal  San 
Giorgio,  con  el  cual  tiene  amistad  y  correspondencia  por 
cartas  ;  y  también  podría  escribir  al  Obispo  de  Vilna  el  Car- 
denal Aldobrandino.  (1) 

»  El  mismo  día  nos  partimos  después  de  comer,  habién- 
donos despedido  de  la  esposa  del  Señor  Canciller,  que  sin- 
tió mucho  nuestra  partida,  lo  mismo  que  el  Señor  Canciller, 
a  quien  dimos  las  gracias  por  tantos  favores,  y  no  pudo  di- 
simular las  lágrimas  de  sentimiento  al  vernos  partir,  por  el 
amor  que  nos  había  cobrado  ;  y  nos  acompañó  hasta  fuera 
de  su  castillo,  y  mandó  con  nosotros  dos  servidores  suyos 
hasta  Polocia,  y  seis  caballos  y  un  coche,  no  teniendo  noso- 
tros sino  dos  caballos  y  otro  coche,  con  lo  que  pudimos  pre- 
parar dos  coches  con  cuatro  caballos  cada  uno. 

»  El  Gran  Canciller  y  su  esposa  dieron  al  Señor  Francis- 
co Riodolid  unos  100  «húngaros»,  que  harán  como  150  duca- 
dos poco  más  o  menos,  para  que  nos  tratase  bien  en  el  cami- 
no, no  obstante  que  yo  les  dije  que  no  teníamos  necesidad  de 
cosa  alguna,  y  menos  de  dineros.  Y  a  nosotros  nos  dió  el  Can- 
ciller un  buen  cáliz  de  plata,  pues  el  nuestro  estaba  hecho 
una  lástima. 

»  El  jueves  por  la  tarde  llegamos  a  Polocia  sin  novedad. 
Si  bien  los  servidores  del  Canciller,  que  pagaron  los  gastos 
del  viaje,  nos  regalaron  bien,  con  todo  eso  sufrimos  mucho 
por  el  pésimo  estado  del  camino  ;  tanto,  que  fué  necesario 
andar  a  píe  una  buena  parte;  y  los  coches  se  trastornaron 
no  pocas  veces  y  se  rompieron,  corriendo  gran  peligro  los 
caballos.  Pero  mucho  más  sufrimos  por  la  aspereza  del  tiem- 
po, casi  siempre  nevando  ;  y  el  frío  era  tan  intenso,  que  no 
se  podía  sacar  fuera  la  mano  sin  peligro  de  que  se  helase. 
Teníamos  los  mostachos  blancos  de  la  escarcha,  y  el  segun- 
do día  se  me  heló  el  Sanguis  en  la  misa.  Como  íbamos  en 
coche,  no  llevábamos  abrigo  ni  calzas,  por  lo  que  todos  se 
quedaban  admirados;  y  así  no  podíamos  resistir,  como  ellos, 
a  la  aspereza  del  tiempo. 

»  El  segundo  día  era  el  viento  tan  grande  y  tan  frío,  que 
al  P.  Juan  Tadeo  se  le  helaron  los  pies  al  pasar  un  río,  de 


(1)    La  carta  a  que  aquí  se  reHere ,  no  la  hemos  hallado  en  el  Archivo . 


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tal  modo  que  no  los  sentía,  y  tuvimos  gran  dificultad  en 
hacerle  tornar  la  sangre.  Con  poco  más  que  hubiésemos  tar- 
dado, los  hubiera  perdido.  El  río  se  hiela,  con  ser  tan  gran- 
de y  profundísimo,  de  modo  que  sobre  el  hielo  pasan  los  ca- 
rros. Yo  no  estuve  en  tanto  peligro,  si  bien  me  duelen  toda- 
vía los  dedos  de  los  pies.  A  pesar  de  esto,  no  hemos  perdi- 
do el  ánimo.  Ha  bajado  ya  mucho  el  frío,  así  es  que  no  he- 
mos tenido  que  cambiar  de  ropa;  y,  si  bien  yo  estoy  sin 
abrigo,  no  siento  el  frío  de  manera  que  no  lo  pueda  sopor- 
tar. 

»  En  Polocia  encontré  al  P.  Vicente  el  cual  había  enviado 
al  Hermano  Juan  a  los  confines  de  Moscovia  con  la  carta  del 
Emperador  para  conseguir  el  paso.  En  tres  días  llegó  a  la 
primera  ciudad  de  Moscovia,  que  es  Novalia  (1),  dista  120 
millas  de  Polocia.  No  quisieron  que  entrase  el  Hermano  en 
la  ciudad,  pero  le  dieron  alojamiento  fuera,  en  donde  estu- 
vo dos  días,  según  costumbre  de  ellos;  que  por  ser  muy  sos- 
pechosos, no  dejan  entrar  en  la  ciudad  a  ningún  forastero, 
ni  salir  fuera  del  alojamiento,  para  que  no  vean  las  fortifica- 
ciones y  el  país.  El  Hermano  dió  a  un  enviado  del  Palati- 
no de  aquella  ciudad  la  carta  del  Emperador  para  el  Duque 
de  Moscovia,  y  una  mía,  en  la  cual  en  nombre  de  Su  Santi- 
dad le  pedía  el  paso,  cuya  copia  envío  a  V.  R.  (2).  No  qui- 
sieron que  el  Hermano  llevase  las  cartas  al  Gran  Duque,  ni 
que  esperase  la  respuesta,  sino  que  retornase  a  Polocia,  co- 
mo lo  hizo,  prometiéndole  enviarle  allí  la  respuesta  tan 
pronto  como  viniese,  pero  que  debía  tardar  tres  sema- 
nas. Todavía  no  la  hemos  recibido,  por  no  haber  pasado  si- 
no diez  días  solamente. 

«Para  que  no  nos  detengan  en  la  frontera,  hemos  de  en- 
trar nosotros  en  Moscovia  como  compañeros  de  este  emba- 
jador de  Polonia,  el  cual,  tan  pronto  como  llegue  a  Moscou, 
en  donde  está  el  Gran  Duque,  le  dirá  cómo  el  Rey  de  Polo- 
nia le  ha  mandado  sólo  por  acompañarnos,  y  le  dará  una 
carta  recomendándonos  a  nosotros. 

» El  embajador  del  moscovita  que  vimos  aquí,  es  favori- 
to del  Gran  Duque.  Nos  dijo  que  éste  nos  dará  el  paso  para 
Persia,  por  estar  su  Gran  Duque  en  perpetua  paz  con  el  per- 
siano,  del  cual  ha  recibido  hace  poco  un  embajador  para 
participarle  las  victorias  que  ha  tenido  este  año  sobre  el 
Turco:  las  cuales  victorias,  decía  el  Persiano  en  la  carta  es- 
crita al  de  Moscovia,  se  debían  a  la  benignidad  del  mismo 
Moscovita  y  a  las  oraciones  del  Sumo  Pontífice. 

» En  Moscovia,  según  lo  que  escriben,  los  tulmultos  y 


(1)  Así  escribe  el  P.  Paulo  Simón  el  nombre  de  la  ciudad  de  Newel. 

(2)  Se  conserva  en  el  Arch.  generalicio.  Está  escrita  en  latín. 


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guerras  civiles  van  en  aumento.  Demetrio,  al  frente  de 
40.  000  soldados,  ha  tomado  cinco  castillos  y  algunos  conda- 
dos del  Duque  de  Moscovia,  los  cuales  han  pedido  auxilio  de 
este  Principe.  Entre  otras  cosas,  ha  jurado  Demetrio  introdu- 
cir la  religión  católica  en  aquellos  reinos,  y  a  los  padres  je- 
suítas y  a  los  bernardinos,  que  son  entre  nosotros  los  zoco- 
lantes (1) ,  dos  de  los  cuales  los  lleva  consigo  en  el  campo 
de  batalla.  El  Moscovita  tiene  en  su  ayuda  unos  20.000  tár- 
taros. 

» Hasta  que  no  se  celebre  la  Dieta,  no  se  descubrirá  la  po- 
sición que  tomará  el  Rey  de  Polonia;  si  bien  en  secreto  ayu- 
da a  Demetrio,  el  cual  ha  jurado,  según  dicen,  dejar  por  he- 
redero al  reino  de  Polonia  del  ducado  de  Moscovia,  si  llega 
a  morir  él  sin  herederos.» 

El  P.  Paulo  Simón  escribió  esta  carta  en  el  punto  de  em- 
prender el  viaje  con  el  embajador  o  internuncio  polaco  a  la 
frontera  de  Moscovia,  sin  esperar,  como  él  dice,  el  término 
prefijado  por  el  palatino  de  Novalia,  tal  como  se  lo  había 
aconsejado  el  Gran  Canciller  de  Lituania. 

Ahora  veremos  las  dramáticas  peripecias  que  encontra- 
ron en  las  fronteras  moscovitas. 

Eso  puntualmente  se  dirá  en  el  siguiente  capitulo. 


(1)    Eran  loe  franciscanos  observantes. 


CAPITULO  V 


En  las  Fronteras  Moscovitas 

Arresto  de  los  Misioneros.— Un  rasgo  del  Sargento  RiodoUd  de  Peralta. — 
O  volver  a  Polonia,  o  ir  a  Persia  dando  la  vuelta  por  Puerto  Arcángel, 
según  la  orden  del  Gran  Duque. 

El  4  de  diciembre  de  aquel  mismo  año  de  1604,  fiesta  de 
Santa  Bárbara,  salieron  los  Misioneros  de  Polocia,  después 
de  haber  celebrado  Ja  misa  los  tres  Padres.  Partiéronse  sin 
intérprete,  porque  uno  que  se  les  ofreció  como  tal,  no  ha- 
blaba italiano,  sino  un  poco  de  latin  mal  construido  y  peor 
pronunciado,  y  todavía  les  pedía  por  su  trabajo  nada  menos 
que  mil  florines  y  gastos  de  viaje  pagados,  para  él  y  para  un 
criado  suyo. 

Antes  de  partir,  enviaron  por  delante  un  mensajero  a  ca- 
ballo, para  que  notificase  su  llegada  a  la  frontera  al  Palati- 
no moscovita;  y  «antes  de  pasar  los  mojones  o  confines,  di- 
ce en  su  relación  el  P.  Juan  Tadeo,  esperaron  a  que  volvie- 
se este  mensajero;  y  viendo  que  tardaba,  se  acercaron  más 
a  los  mojones  de  los  moscovitas,  y  queriendo  entrar,  los 
guardias  que  alli  estaban,  les  hicieron  esperar  toda  la  no- 
che, hasta  que  llegó  el  correo  de  a  caballo... 

» El  Hermano  Juan  de  la  Asunción,  continua  el  P.  Juan, 
por  error  de  camino,  se  había  quedado  atiás,  por  lo  cual  no 
pudo  entrar  juntamente  con  los  Padres  ;  mas,  dióse  orden  a  i 
los  guardias  que  luego  como  llegase,  lo  dejasen  entrar,  y 
que  le  guiasen  al  aloxamiento  del  internuncio.  Aquella  no- 
che los  hospedaron  en  una  villa  junto  a  Novalia.» 

Estando  en  aquella  villa,  preguntaron  separadamente  los 
centinelas  al  embajador  polaco,  bajo  palabra  de  honor,  si 
traía  consigo  algunos  forasteros,  y  dijo  que  no  (1).  Y  al  día 
siguiente  llegaron  de  la  ciudad  de  Novalia  hasta  25  señores 
moscovitas  a  caballo,  con  gran  turba  de  peones,  para  reci- 
bir al  embajador  de  Polonia,  y  de  nuevo  le  preguntaron  si 
traía  en  su  séquito  algunos  extranjeros,  «y  respondió  que 
no,  sino  tres  sacerdotes  suyos.  Replicáronle  si  eran  los  sa- 
cerdotes que  Su  Santidad  fnandaba  a  Persia,  porque  tenían 


(1)  Carta  del  P.  Paulo  Simón  al  P.  Pedro  de  la  M.  de  Dios,  fechada  en 
Varsovia  a  25  de  enero  de  1605.  Arch,  de  la  Orden. 


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orden  de  recibirlos  de  otro  modo.  Y  respondió  el  legado  po- 
laco que  no,  que  eran  sus  capellanes»  (1). 

Pero,  es  el  caso  que,  ya  por  los  pasaportes,  ya  por  la  car- 
ta que  les  había  entregado  el  Hermano  Juan  de  la  Asunción 
diez  días  antes,  los  moscovitas  tenían  averiguado  que  aque- 
llos sacerdotes  no  eran  simples  capellanes  del  internuncio 
de  Polonia,  sino  embajadores  del  Pontífice  Romano;  por  lo 
cual  volvieron  todas  sus  iras  contra  el  enviado  polaco,  apos- 
trofándole de  falaz  y  mentiroso,  indigno  de  llevar  ninguna 
embajada.  Así  es  que  todos  quedaron  arrestados  en  el  acto, 
y  separaron  a  los  Padres  del  embajador  polaco.  El  Hermano 
Juan  y  el  correo,  que  habían  despachado  por  delante,  queda- 
ron también  prisioneros  en  distintas  localidades.  Al  día  Si- 
guiente, los  volvieron -a  juntar  a  todos,  y  los  llevaron  a  otra 
villa  mayor,  diciéndoles  <que  en  ella  tendrían  mayor  como- 
didad » :  merced,  que  recibieron  « con  grandísimo  contento 
de  verse  juntos,  para  mexor  poderse  unos  a  otros  consolar  y 
prepararse  para  la  muerte,  que  con  razón  se  podía  temer»  (2). 

Y  muchas  razones  tenían  para  temer  la  muerte,  porque 
entonces,  como  ahora,  parecía  cosa  de  juego  el  cortar  cabe- 
zas humanas  en  Moscovia. 

El  primer  día  nos  les  dieron  de  comer,  ni  les  permitieron 
comprar  otra  cosa  que  un  poco  de  pan.  Al  embajador  polaco 
le  maltrataban  de  palabra  y  por  obra,  hartándole  de  bellaco 
y  mentiroso.  Estaban  más  irritados  aquellos  días  por  haber 
sabido  que  en  Polocia,  territorio  polaco,  habían  metido  en 
la  cárcel  a  siete  moscovitas  del  séquito  de  un  embajador  del 
Gran  Duque,  a  los  cuales  habían  tomado  por  espías.  «A  nos- 
otros, dice  el  P.  Paulo  (3),  nos  dió  el  Señor  tal  intrepidez, 
que  no  temíamos  ni  nos  turbábamos;  y  estábamos  prepara- 
dos para  lo  que  quisiera  el  Señor  de  nosotros.  Yo  dije  la  mi- 
sa como  si  fuese  la  última,  aunque  no  con  tanta  preparación 
y  devoción  como  la  que  se  requería  en  tal  trance;  y  los  Pa- 
dres, el  Hermano  Juan,  Don  Francisco  Riodolíd  y  los  dos  jó- 
venes polacos,  comulgaron.  Y  así  pasamos  aquel  primer  día: 
no  con  temor,  sino  más  bien  con  alegría,  por  vernos  la  pri- 
mera vez  en  la  cárcel  por  amor  de  Cristo,  Señor  nuestro.» 

En  los  días  siguientes  siguió  el  ayuno  a  pan  y  agua:  y  el 
demonio,  según  el  P.  Paulo  Simón,  parece  que  quiso  turbar 
algo  la  paz  y  serenidad  de  que  disfrutaban,  haciendo  pensar 
y  decir  a  Don  Francisco  Riodolíd  que  por  culpa  de  todos  es- 
taban en  aquel  trance,  por  haber  querido  pasar  por  medio 
de  una  mentira.  El  P.  Paulo  procuró  convencerle  de  que 
ellos  no  tenían  culpa  alguna;  pues  no  se  habían  guiado  por 


(1)  RELACIÓN  del  P.  Juan  Tadeo. 
Í2)  Ibidem. 

(3)   En  la  carta  antes  citada. 


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sí  mismos,  sino  por  el  parecer  de  los  demás,  y  en  aquel  caso 
habían  aceptado  el  ser  capellanes  del  Internuncio,  y  de  he- 
cho lo  eran.  Por  esta  razón,  tampoco  el  enviado  polaco  dijo 
mentira,  pues,  explícitamente  le  habían  ordenado  que  les 
introdujese  en  Moscovia,  no  como  embajadores  del  Papa, 
sino  a  título  de  capellanes  suyos ,  y  por  tales  se  los  reco- 
comendamos;  con  lo  cual  no  dijo  una  mentira,  sino  que 
cumplió  una  orden  explícita.  No  se  calmó  tan  pronto  el  buen 
aragonés,  que  hubiera  querido  decir  la  verdad  a  gritos,  aun- 
que le  fusilasen  los  moscovitas;  pero  como  era  obediente  y 
disciplinado,  se  fué  tranquilizando  poco  a  poco. 

Dos  semanas  estuvieron  encarcelados  nuestros  Misione- 
ros (1) ,  al  cabo  de  las  cuales,  llegó  la  respuesta  del  Gran 
Duque  de  Moscovia,  que  les  fué  entregada  por  el  Palatino  de 
Novalia,  y  que  traducida  por  el  P.  Juan  Tadeo  en  su  estilo 
pintoresco,  dice  de  esta  manera  (2) : 

»Por  la  gracia  de  Dios  y  del  gran  Señor,  Gran  Duque  y 
Rey  Borisio,  hijo  de  Teodoro,  único  Señor  de  toda  la  Rusia  y 
de  muchos  otros  señoríos  y  reinos,  el  Palatino  de  Novalia, 
Príncipe  Miguel,  hijo  de  Juan  Chicopski,  a  los  religiosos 
Paulo  Simón  y  Juan  Tadeo,  enviados  de  Clemente,  Supre- 
mo Papa  de  la  Iglesia  Romana. 

» Este  año  de  1604,  del  mes  de  noviembre  a  24  (3) ,  ha  ve- 
nido en  tierras  de  nuestro  gran  Señor,  a  los  confines  de  Li- 
tuania,  de  Segismundo  Rey  de  Polonia,  su  Internuncio  Ma- 
tías Nieronofski,  y  ha  dicho  tener  consigo  quince  personas  o 
diez  y  seis,  con  un  mozo  de  caballos,  y  de  las  otras  perso- 
nas no  ha  hecho  mención.  Y  después  me  han  hecho  relación 
cómo  con  el  Nuncio  de  Lituania,  érais  venidos  enviados  del 
Papa;  y  yo  he  mandado  decir  al  Nuncio  de  Lituania,  Matías 
Nieronofski,  que  él  en  los  confines  no  ha  dicho  verdad;  y  el 
Nuncio  de  Lituania  ha  dado  respuesta  que  vosotros  érais 
mandados  de  Clemente  Papa  al  Abbas,  Rey  de  Persia,  y  que 
os  han  mandado  que  pasaseis  por  el  dominio  de  nuestro 
gran  Señor  el  puerto,  y  en  los  confines  él  no  os  ha  declara- 
do, según  el  mandamiento  del  Rey  que  le  ha  mandado,  que 
no  manifestase  de  vosotros  hasta  que  fuéseis  dentro  de 
Moscua  (sic). 

» Del  Nuncio  de  Lituania  y  de  vosotros  he  escrito,  según 
el  mandamiento  de  su  Majestad,  a  la  ciudad  grande  de  No- 
vogroda  (4)  al  Palatino  y  Principe  Basiliso,  hijo  de  Juano- 


(1)  El  P.  Juan  Tadeo  dioe  en  su  RELACIÓN  que  fueron  14  días,  el  P.  Pau- 
lo Simón  17  y  el  P.  Bertoldo-Ignacio  en  su  MISSIÓN  DE  PERSE  (pág.  91) 
15  días . 

2)  La  inserta  en  su  RELACIÓN ,  y  la  copiamos  con  su  ortografía  y  todo . 

3)  «Según  nuestro  Calendario  gregoriano,  a  4  de  diciembre».  Nota  mar- 
ginal del  P.  Juan  Tadeo. 

(4)    Asi  escribe  Noivgorod. 


-49- 


wick  Binosimi  Rotoskemi  (sic) ,  el  cual  agora  me  ha  manda- 
do uno,  el  cual  me  ha  dicho  en  nombre  del  Palatino  de  No- 
vogroda...  que  por  Lituania  está  impedido  el  paso  a  la  tie- 
rra de  nuestro  gran  Señor;  porque  de  parte  del  Rey  Segis- 
mundo agora  se  ha  hecho  cosa  la  cual  jamás  se  ha  hecho, 
olvidándose  él  del  juramento  hecho  con  el  beso  de  la  cruz, 
y  quebrando  la  paz  hecha  entre  nosotros,  con  derramamien- 
to de  sangre,  el  cual  ha  empezado  en  la  cristiandad. 

» No  sé  con  qué  ánimo  ha  enseñado  a  aquel  traidor  mago , 
perturbador  y  apóstata  de  nuestra  religión  griega  (1),  con- 
viene a  saber:  que  ha  sido  monje  Rishkio  de  la  Ropieva  (sic) 
y  agora  apóstata,  que  se  haga  y  se  llame  Principe  Demetrio 
Wklieski:  la  cual  cosa  es  imposible  hacer  creer  a  los  hom- 
bres; y  ha  hecho  huir  a  nuestro  gran  Señor,  confiado  con  su 
beso  de  la  cruz  y  con  la  intervención  del  Rey  de  Polonia.  Y 
también  es  imposible  creer  que  él  no  haya  mandado  a  este 
traidor  que  venga  con  la  gente  de  Lituania  y  con  los  cosacos 
de  Zaproski  a  los  confines  y  tierra  de  Severia.  Y  este  Nun- 
cio, según  el  mandato  del  Rey  Segismundo,  ha  venido  a  la 
tierra  de  nuestro  gran  Señor  a  traición,  como  vienen  los  la- 
drones y  salteadores,  y  con  la  invocación  manifiesta  de  los 
inmundos  espíritus,  los  cuales,  en  figura  de  hombres,  pelean, 
llamándose  tal  nombre:  de  la  cual  cosa  Segismundo  Rey 
con  su  Senado  darán  cuenta  a  Dios. 

» Y  porque  ha  hecho  esto  el  Rey  Segismundo  en  tiem- 
po de  paz,  la  Majestad  de  nuestro  gran  Señor  no  ha  querido 
dejar  de  avisaros  de  aquello,  manifestando  lo  que  se  usa  entre 
los  Príncipes  cristianos,  que  con  el  beso  de  la  cruz  se  confe- 
deran, pacifican  y  unen  por  persona  propia  o  por  medio  de 
sus  embajadores,  y  aquello  que  capitulan,  queda  firmemen- 
te establecido  entre  ellos. 

»Por  lo  cual,  habiendo  pasado  vosotros  por  tierra  de  Li- 
tuania, no  se  os  concede  el  paso;  mas,  si  queréis  ir  por  otras 
tierras  y  por  el  mar  de  nuestra  gran  tierra  y  puerto  de  Iva- 
nogrod  (2) ,  o  por  el  mar  mayor  océano  al  Puerto  Arcángelo, 
y  no  por  la  tierra  de  Lituania,  el  nuestro  Gran  Duque  y  Czar, 
aUas  Kinás  Boris,  hijo  de  Teodoro,  Señor  de  toda  la  Rusia, 
por  amor  del  altísimo  Clemente,  Papa,  de  quien  sois  envia- 
dos al  Rey  y  reinos  de  Persia,  seréis  bien  recibidos,  mandán- 
doos que  vayáis  a  Ivanogrod  o  al  Puerto  Arcángelo;  y  allí 
se  os  darán  hombres  que  os  acompañen,  guíen  y  sirvan,  con 
caballos  y  todo  lo  necesario  para  vuestro  sustento;  y  man- 
daré que  os  lleven  por  sus  tierras  y  señoríos;  y  se  manda 


(1)  Ya  se  ve  que  habla  de  Demetrio,  el  cual  se  había  convertido  al  cato- 
licismo, con  lo  que  se  había  captado  la  voluntad  del  Rey  de  Polonia. 

(2)  Ivan-Gorod,  en  el  golfo  de  Finlandia. 


4 


-50- 


al  nuncio  del  Rey  de  Polonia  que  os  vuelva  allá  a  vosotros, 
que  sois  enviados  del  Sumo  Pontífice,  y  que  vayáis  por  Li- 
tuania  y  las  otras  tierras  al  Rey  Segismundo. 

»Dado  a  diez  de  diciembre  (y  a  nuestra  cuenta  a  21)  de 
1604. » 

Hasta  aqui  el  curioso  documento,  en  que  aparatosamen- 
te se  manda  a  los  Misioneros  volver  por  donde  habían  veni- 
do, para  tomar  luego  la  vía  de  tierra  o  la  vía  de  mar,  para 
desembarcar,  por  ejemplo,  en  Ivan-Gorod,  puerto  del  golfo 
de  Finlandia,  o  en  Puerto  Arcángel  en  el  mar  Blanco.  ¡Ahí 
es  nada  la  vía  recta  que  se  les  señalaba  para  llegar  sin  tar- 
danza a  Persia!  No  sabemos  si  el  Moscovita  hablaba  con  sin- 
ceridad y  verdad  o  con  la  más  refinada  ironía  que  pudiera 
pensarse. 

Sea  de  ello  lo  que  fuere,  el  hecho  es  que  nuestros  Misio- 
neros, con  el  «nuncio»  que  les  dieron,  volviéronse  camino 
de  Polocía,  a  donde  llegaron  poco  antes  de  Noche  Buena. 
Se  alojaron  de  nuevo  en  el  colegio  de  la  Compañía  de  Jesús, 
siendo  tan  cordialmente  recibidos  como  la  vez  pasada,  y 
más  después  del  contratiempo  sufrido  y  de  las  penalidades 
del  encarcelamiento.  Allí  celebraron  las  Pascuas  de  Navidad, 
pasadas  las  cuales,  se  partieron  camino  de  Vilna,  a  donde 
llegaron  el  día  de  la  Circuncisión,  y  en  donde  pensaron  pe- 
dir luz  y  consejo  para  ver  por  dónde,  cómo  y  cuándo  po- 
drían ir  con  la  mayor  brevedad  posible  para  su  destino. 

Porque,  al  medio  año  justo  de  haber  salido  de  Roma,  se 
hallaban  a  menos  de  la  tercera  parte  del  camino. 


CAPITULO  VI 


De  Moscovia  a  Polonia  y  de  Polonia  a  Moscovia 

Lo  que  se  trató  en  la  Dieta  de  Varsouia.—La  muerte  de  León  Sapia  y  del 
Gran  Duque  Borísio. — Es  proclamado  Demetrio  Csar  de  la  Rusia  Ne- 
gra.— Impresio:¡es  de  Polonia  y  de  sus  hombres. 

No  hay  mal  que  por  bien  no  venga.  El  Señor  parece  co- 
mo que  impedía  seguir  el  viaje  o  hacerlo  rápidamente  a 
nuestros  Misioneros,  porque  les  preparaba  más  bien  los  ca- 
minos de  dilatar  por  allí  la  Reforma  Teresiana.  Esto  es  lo 
que  más  se  echa  de  ver  en  este  interesante  capítulo.  Por  otra 
parte  los  incidentes,  ora  agradables  ora  desagradables,  se  su- 
ceden sin  cesar  en  el  viaje  de  esta  embajada  pontificia,  con 
la  muerte  de  los  principales  personajes  que  intervinieron  pa- 
ra enviarles  a  Persia,  para  ayudarles  en  esta  empresa,  para 
abrirles  el  paso  a  través  de  mil  obstáculos  o  para  cerrarles 
todos  los  caminos,  como  nos  lo  van  a  contar  los  mismos  Mi- 
sioneros con  su  sencillez  más  que  homérica. 

Estando  en  Vilna,  supieron  los  nuestros  que  las  Cortes  del 
reino,  «que  los  polacos  llaman  Dieta»  (dice  el  P.  Juan  Ta- 
deo,  extrañado  de  la  palabra) ,  estaban  convocadas  para  ce- 
lebrarse en  Varsovia.  Allá  se  fueron  los  embajadores  del  Pa- 
pa, por  ver  de  tratar  su  negocio  con  el  Rey  Segismundo  y 
con  sus  ministros.  Las  impresiones  que  sacó  el  P.  Paulo  Si- 
món se  las  comunicó  al  P.  Pedro  de  la  Madre  de  Dios,  en 
carta  escrita  desde  Varsovia  a  23  de  enero  del  1605.  Dice 
asi  (1) : 

«Estos  señores  polacos,  reunidos  aquí  en  la  Dieta,  espe- 
ran un  embajador  del  Moscovita,  que  está  no  lejos  de  aquí. 
Mas,  se  tiene  por  cierto  que  ayudarán  descubiertamente  a 
Demetrio,  si  bien  no  le  falten  a  éste  contrarios. 

» Monseñor  Nuncio  y  estos  señores,  con  los  cuales  hemos 
venido  a  tratar  el  modo  de  cómo  nos  han  de  guiar  para 
cumplir  con  nuestra  misión,  tienen  esperanzas  de  que  De- 
metrio nos  pueda  en  breve  facilitar  el  paso  por  Moscovia; 
mas  yo  lo  tengo  por  imposible,  pues  la  provincia  de  Astra- 
kán,por  la  que  forzosamente  hemos  de  pasar,  está  en  poder 


(1)  Traducida  del  original  italiano  que  se  conserva  en  nuestro  Archivo 
generando  de  Roma .  También  existen  alli  varias  copias. 


-52- 


de  los  tártaros,  tributarios  del  Moscovita,  y  distante  de  él 
más  de  2.000  millas.  Con  estas  guerras,  fácilmente  se  sacu- 
dirán el  yugo  de  tal  servidumbre,  impuesta  hace  pocos  años 
por  el  Gran  Duque  de  Moscovia. 

» Creo  será  más  seguro  y  más  breve  pasar  por  el  Mar 
Negro;  que,  si  bien  de  una  parte  están  allí  los  tártaros,  és- 
tos son  ahora  amigos  del  Rey  de  Polonia,  al  cual  cada  año 
envian  un  embajador.  Ahora  hay  uno,  enviado  para  confir- 
mar la  paz  que  existe  entre  ellos.  Tiene  consigo  muchos  cris- 
tianos, los  cuales  habitan  en  Caffa,  de  nación  genoveses. 
Desean  ser  sacerdotes,  y  se  lo  han  pedido  a  Monseñor  Nun- 
cio. El  Emperador  de  los  tártaros  no  es  contrario  a  esto,  ni 
aborrece  a  los  cristianos;  antes  bien,  el  año  pasado  mandó 
por  embajador  al  Rey  de  Polonia  un  Spínola,  que  ha  vuel- 
to ahora  acompañando  al  actual.  Cuando  se  termine  la  Dieta, 
el  Rey  de  Polonia  ha  de  enviar  al  Tártaro  un  embajador,  con 
el  cual  podríamos  ir  nosotros  con  toda  seguridad.  Creo  que 
este  camino  será  el  más  seguro  en  estos  tiempos,  y  podre- 
mos hacer  algún  fruto  entre  aquellos  tártaros,  con  la  ayuda 
del  Señor... 

«Vuestra  Reverencia  nos  podrá  obtener  un  Breve  de 
Su  Santidad  para  el  Tártaro  y  para  el  Georgiano,  por  cuyos 
países  debemos  pasar;  y,  sabiendo  ellos  que  somos  envia- 
dos del  Pontífice  sin  cartas  para  ellos,  se  resentirán  cierta- 
mente. En  el  Breve  del  Tártaro  bastará  decir  que  Su  Santi- 
dad nos  envía  a  la  Armenia,  a  visitar  y  ver  aquellos  cristia- 
nos y  a  los  otros  que  hay  en  los  países  vecinos.  No  le  pongo 
el  nombre  del  Tártaro  ni  del  Georgiano,  por  no  saberlos.  Lo 
haré  con  el  siguiente  ordinario .  Mas  creo  que  sería  mejor  no 
poner  nombre  alguno  dentro  del  Breve,  como  han  hecho  con 
el  del  Moscovita,  sino  solamente  poner  «Potentísimo  Prínci- 
pe», o  cosa  semejante,  y  dejar  el  sobrescrito  en  blanco,  que 
lo  llenaría  el  P.  Vicente  » (1) 

El  P.  Paulo  Simón  se  manifiesta  en  sus  cartas  tan  exce- 
lente diplomático  y  observador  como  dijimos. 

Acabada  la  Dieta,  el  Rey  se  partió  para  Cracovia^.  Era  ya 
el  3  de  marzo.  Los  nuestros  le  siguieron,  para  tomar  las  nue- 
vas cartas  y  pasaportes.  « El  Ilustrísimo  Señor  Cardenal,  di- 
ce el  P.  Juan  Tadeo  (2) ,  les  mandó  que  fuesen  en  su  compa- 
ñía ;  y  en  el  camino,  poco  antes  de  llegar  a  Cracovia,  el 
limo.  Señor  Cardenal  tuvo  nueva  de  la  muerte  de  Nuestro 
Señor  Clemente  VIH.  Su  Señoría  Ilustrísima  mandó  llamar  a 
los  Padres  a  su  cámara,  e  hizo  leer  el  Breve  del  Sacro  Cole- 
gio. Esto  fué  a  prima  noche.  Leido  el  Breve,  Su  Señoría 


(1)  Porque  este  Padre  tenia  hermosísima  letra ,  como  se  ve  en  sus  cartas. 

(2)  Todavía  los  Cardenales  tenían  el  tratamiento  de  « Ilustrísima »,  y  no 
«  Eminencia »,  que  se  les  díó  muy  luego. 


-53- 


Ilustrísima  fué  a  la  iglesia,  y  allí  dió  públicamente  la  nueva, 
y  dijo  un  responsorio  por  la  ánima  de  Su  Santidad.» 

Asi  narra  el  P.  Juan  Tadeo,  en  tan  pocas  palabras,  tan 
grandes  acontecimientos. 

No  hubo  entonces  ya  que  hacer,  sino  esperar  en  Craco- 
via la  elección  del  futuro  Pontífice,  y  la  confirmación  de  la 
embajada  de  los  nuestros,  si  Su  Santidad  se  dignaba  confir- 
marla. Como  religiosos,  y  de  mucho  espíritu,  que  eran,  se 
fueron  a  hospedar  a  los  Padres  franciscanos,  con  licencia 
del  Señor  Cardenal.  «Con  aquellos  santos  Padres,  dice  el 
P.  Juan  Tadeo,  celebraron  el  restante  de  la  cuaresma  y  Pa3- 
cua  de  Resurrección.  El  domingo  in  Albis  llegó  la  nueva  de 
la  creación  de  León  Papa  XI,  llamado  primero  Cardenal  de 
Médicis,  el  cual  mostró  afición  a  los  Padres  carmelitas,  y  di- 
jo que  quería  que  continuasen  su  misión  y  fuesen  a  Persia, 
ofreciendo  de  dar  los  Breves  y  cartas  para  ella  necesarios.» 

En  efecto:  León  XI  era  devotísimo  de  la  Reforma  Teresia- 
na  y  muy  afecto  al  venerable  P.  Pedro  de  la  Madre  de  Dios. 
El  mismo  día  de  su  elevación  al  Pontificado  ingresó  en  el 
Carmelo,  tomando  el  hábito  en  el  convento  de  la  Escala,  su 
sobrino  Lelio  Ubaldini  de  Médicis,  que  después  se  llamó 
Fr.  Alejandro  de  San  Francisco  y  murió  en  olor  de  santidad, 
siendo  Definidor  General  de  la  Orden,  en  1630.  El  P.  Pedro, 
Comisario  de  los  Descalzos,  fué  confesor  de  aquel  cónclave 
y  confesor  también  del  nuevo  Pontífice,  cuyo  reinado  duró 
sólo  29  días.  «Sic  floruit»,  dice  el  epitafio  de  su  mausoleo, 
levantado  en  la  Basílica  Vaticana.  « Así  floreció » ,  y  mues- 
tra el  epitafio  unas  rosas  magistralmente  esculpidas. 

La  respuesta  de  León  XI  prometiéndoles  su  confirmación 
por  escrito,  les  llegó  a  los  Misioneros  por  carta  del  P.  Pedro; 
y,  en  vista  de  esto,  dispuso  el  Presidente  de  la  misión  ponti- 
ficia que  el  P.  Vicente,  el  valenciano,  y  el  Hermano  Juan  se 
quedasen  en  Cracovia  esperando  el  Breve  y  las  cartas  del 
Papa,  mientras  que  él  con  el  P.  Juan  Tadeo  y  Riodolid  de 
Peralta  «se  partieron  de  Cracovia  a  24  de  abril»,  con  direc- 
ción a  la  ciudad  de  Zamoscha,  residencia  del  Gran  Canciller 
León  Sapia,  «el  cual  había  de  guiar  el  viaje  de  los  Padres, 
o  por  Tartaria  en  compañía  del  embajador  de  Polonia,  o  por 
cualquier  otro  camino  que  él  juzgase  más  seguro».  (3) 

Más  explícito  está  el  P.  Paulo  Simón  acerca  del  nuevo 
itinerario,  en  carta  escrita  al  P.  Pedro  con  fecha  23  de  abril, 
víspera  de  salir  de  Cracovia.  Dice  así  (4):  «Su  Majestad  se 
ha  ofrecido  a  ayudarnos  en  cuanto  pueda.  Nos  da  cartas  pa- 
ra el  Rey  de  Persia  y  para  el  Tártaro  y  para  los  señores  de 


(1)  RELACIÓN  del  P.  Juan  Tadeo. 

(2)  En  el  Archivo  general  de  la  Orden :  Misión  de  Persia, 


—  54- 


su  reino,  por  cuyos  lugares  tengamos  que  pasar,  y  además 
dos  pasaportes  especiales:  uno  para  ir  a  visitar  los  Santos 
Lugares  y  el  Monasterio  de  Santa  Catalina  en  el  Monte  Si- 
naí,  y  otro  para  ir  como  mercaderes  suyos  a  Trebisonda. 
Con  pasaportes  de  este  género,  muchos  pasan  con  toda  se- 
guridad por  las  tierras  del  Turco,  por  la  amistad  que  hay 
entre  éste  y  el  reino  de  Polonia.  Estos  pasaportes  nos  los  ha 
dado  el  Rey  para  usar  el  que  mejor  nos  convenga,  no  sa- 
biendo todavía  la  resolución  que  se  va  a  tomar,  pues  depen- 
de ésta  del  Gran  Canciller  de  este  reino,  al  cual  se  nos  ha 
remitido.» 

Después  de  esto,  vuelve  a  insistir  el  P.  Paulo  Simón  en 
la  conveniencia  de  fundar  un  convento  de  la  Orden  en  Cra- 
covia, como  allí  lo  piden  todos.  Esta  petición  no  quedó  de- 
fraudada, puesto  que  el  P.  Pedro  dió  cuenta  de  ella  en  el 
capítulo  general  de  los  Descalzos  celebrado  en  Roma  a  pri- 
meros de  mayo  de  aquel  año  1605.  El  capitulo  aprobó  la 
fundación  por  unanimidad;  y  tanta  prisa  se  dieron  los  fun- 
dadores, que  para  el  28  de  noviembre  del  mismo  año  queda- 
ba erigida  canónicamente  en  la  capital  de  Polonia  la  prime- 
ra casa  de  la  Reforma  teresiana,  merced  a  las  gestiones  de 
los  Misioneros,  a  sus  muchas  virtudes  y  santos  ejemplos. 

El  24  o  el  25  de  abril,  según  antes  dijimos  (1) ,  salieron 
de  Cracovia  el  P.  Paulo  Simón,  el  P.  Juan  Tadeo  y  D.  Fran- 
cisco Riodolid  con  dirección  a  Zamoscha,  en  donde  se  halla- 
ba a  la  sazón  León  Sapia,  y  en  donde  « fueron  recibidos  con 
toda  caridad».  Hospedáronse  en  casa  del  señor  Deán  de 
aquel  cabildo.  Llegaron  el  último  día  del  mes.  Al  día  si- 
guiente, 1 .°  de  mayo,  fueron  invitados  a  comer  por  el  Canci- 
ller León  Sapia,  el  cual  «les  dió  la  presidencia  en  la  mesa, 
y  el  primogénito  del  Canciller  y  otro  Palatino  o  Gobernador 
les  sirvieron  el  aguamanil  antes  y  después  de  la  comida»  (2). 
Terminada  ésta,  se  retiraron  a  tratar  la  cuestión  de  su  viaje; 
y  después  de  muchos  razonamientos,  «se  resolvió  Su  Exce- 
lencia a  que  no  podían  ir  seguros  sino  por  medio  del  Príncipe 
de  Vallachia,  el  cual  les  encaminaría  a  Trebisonda  con  los 
mercaderes  que  van  a  aquella  ciudad».  Díjoles,  además, 
«que  tenían  que  despojarse  de  sus  hábitos  religiosos  y  ves- 
tirse como  mercaderes,  y  pasar  como  tales  en  compañía  de 
los  otros.  El  Príncipe  de  Vallachia,  añadió  el  Canciller,  es 
persona  de  quien  se  puede  fiar,  por  ser  feudatario  de  Polo- 
nia e  íntimo  amigo  suyo,  por  haber  recibido  de  Su  Excelen- 
cia aquel  estado;  y  es  muy  bien  visto  y  respetado  por  los 
turros  y  por  los  tártaros  de  Trebisonda.» 


(1)  El  P.  Juan  Tadeo  dice  el  24,  y  el  P.  Paulo  Simón  el  25  en  su  carta  del 
5  de  mayo  de  aquel  año  de  1605. 

(2)  El  P.  Paulo  Simón  en  la  carta  citada. 


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Y  como  queriendo  dar  los  más  mínimos  detalles  de  su 
viaje,  añade  el  P.  Paulo  Simón  en  su  carta  al  P.Pedro: 
«Desde  aquí,  en  dos  días  se  va  al  estado  georgiano.  El  se- 
ñor Canciller  ha  expedido  un  hombre  a  posta  al  Príncipe  de 
Moldavia,  para  saber  cuándo  y  cómo  podemos  ir  allá,  de 
modo  que  no  nos  impidan  el  paso  los  tártaros  y  turcos  que 
hacen  sus  correrías  por  Hungría.» 

También  pone  en  conocimiento  de  su  superior  un  pensa- 
miento que  le  asalta,  y  es  que  duda  mucho  de  que  puedan 
ir  adelante  los  cinco  Misioneros  juntos;  y  que  sería  mejor 
dividirse  en  dos  grupos,  y  que  unos  tomasen  un  camino  y 
otros  otro,  para  ver  de  llegar  por  uno  o  por  otro  a  Persia  lo 
más  pronto  posible:  lo  cual  queda  consultándolo  con  el  Can- 
ciller, «que  es  un  señor  piísimo  y  muy  prudente » ,  y  era 
quien  mejor  podía  resolver  lo  que  aconsejaban  las  circuns- 
tancias. 

Pero  las  circunstancias  cambiaban  allí  rápidamente  por 
aquellos  días,  y  así,  «cuando  estaban  esperando  esta  reso- 
lución del  Canciller,  vino  nueva  de  la  muerte  de  nuestro  Se- 
ñor León  XI,  por  la  cual  nueva  el  P.  Vicario  Paulo  Simón 
hizo  resolución  de  volver  a  Cracovia  y  dejar  al  P.  Juan  Ta- 
deo  y  a  Francisco  Riodolid  de  Peralta  para  solicitar  el  paso 
y  camino  de  Persia.»  (1) 

En  efecto,  volvió  a  Cracovia  el  jefe  de  la  expedición,  y 
allí  encontró  al  P.  Vicente,  muy  ocupado  en  buscar  lugar 
propicio  y  acomodado  para  la  nueva  fundación  de  los  Des- 
calzos, habiendo  ya  dado  para  ello  muy  buenas  limosnas  el 
Rey,  el  Primado  y  las  mejores  familias  de  la  capital.  «El 
Señor  Cardenal,  dice  el  P.Vicente  (2),  además  de  ayudar 
con  su  parte,  quiere  ser  nuestro  colector  de  limosnas,  que 
los  demás  señores  ofrecieren,  así  para  pagar  el  sitio,  como 
para  la  fábrica  de  la  iglesia  y  monasterio. » 

El  P.  Vicente  ponía  ya  todos  sus  cinco  sentidos,  como 
suele  decirse,  en  la  fundación  del  convento  de  Cracovia, 
mientras  el  P.  Paulo  Simón  se  preocupaba  más  por  dar  to- 
dos los  pasos  conducentes  para  salir  cuanto  antes  de  Polo- 
nia, y  seguir  con  su  viaje  adelante,  costase  lo  que  costase, 
a  pesar  de  que  ya  le  parecía  caminar  por  intrincada  selva, 
sin  saber  por  dónde  había  de  salir.  Se  necesitaba  todo  su  te- 
són genovés  para  no  cejar  un  paso.  En  esto,  como  en  todo, 
le  seguían  los  demás  con  el  mismo  anhelo  y  con  una  cons- 
tancia digna  de  tan  santa  causa.  Si  no  hubiera  sido  por  esto, 
a  aquellas  horas  pudieran  haber  estado  de  vuelta  en  Roma 
con  excusas  muy  aceptables. 


(1)  RELACIÓN  del  P.  Juan  Tadeo. 

(2)  En  carta  del  11  de  mayo  de  aquel  año,  escrita  en  espaflol.  Se  con- 
serva en  el  Archivo  de  la  Orden. 


-56- 


Pues  hay  que  saber  que,  como  si  los  males  y  contratiem- 
pos pasados  fueran  pocos,  falleció  el  Gran  Canciller  León 
Sapia  a  los  dos  días  de  haber  salido  el  P.  Paulo  de  Zamos- 
cha.  Su  muerte  causó  enorme  sensación  y  dolor  en  todo  el 
reino,  por  parecerles  a  todos  que  era  insustituible  en  aque- 
llos momentos.  El  P.  Vicente,  en  la  carta  antes  citada,  hace 
un  elogio  muy  cumplido  del  Canciller  de  Polonia,  y  pone  en 
evidencia  la  pérdida  de  tal  varón,  diciendo  que  tan  pronto 
como  supieron  los  tártaros  y  turcos  su  muerte,  empezaron  a 
hacer  correrías  por  tierras  polacas,  cosa  que  nunca  hubieran 
hecho  a  vivir  el  Canciller,  por  el  prestigio  que  tenía  como 
gran  General  de  los  ejércitos  polacos  y  por  su  espíritu  gue- 
rrero y  ciencia  militar. 

«Murió,  dice  el  mismo  Padre,  casi  repentinamente.  Todo 
este  reino  le  llora  mucho,  porque  ha  perdido  un  gran  capi- 
tán y  padre  de  la  patria...  Con  su  muerte  y  mutación  de  co- 
sas, el  Tártaro  ha  venido  estos  días  a  los  confines  de  este 
reino  por  la  parte  de  LeópoIis,yha  quemado  algunos  mi- 
llares de  casas  y  capturado  la  gente...  Los  tártaros  harán  el 
mal  que  pudieren,  especialmente  ahora  que  es  muerto  el 
señor  Canciller,  a  quien  ellos  tenían  mucho  temor  por  la 
ciencia,  potencia  y  experiencia  o  buena  fortuna  que  siem- 
pre tuvo  en  la  guerra,  como  General  que  era  de  todo  este 
reino.  Y  aunque  no  faltan  personas  de  grandes  partes  en  es- 
tos reinos,  pero  hasta  que  hayan  ganado  la  fama  que  tenía  el 
Canciller,  y  lo  mucho  que  le  servían  los  tártaros  y  turcos, 
pasarán  algunos  años  y  padecerán  estas  partes  algunos  da- 
ños de  sus  enemigos,  i  El  Señor  lo  remedie  todo!» 

¡Bien  merece  este  elogio  el  Canciller  León  Sapia,  y  muy 
bien  que  se  lo  supo  hacer  este  agradecido  hijo  de  Santa 
Teresa  1 

Con  su  muerte,  todo  cambió  allí  en  un  momento.  Por  lo 
que  se  refiere  a  nuestra  historia,  los  Misioneros,  merced  a 
las  excursiones  de  los  tártaros  y  turcos,  desistieron  de  ir 
adelante  por  el  camino  que  Ies  indicó  últimamente  el  Can- 
ciller; por  lo  cual  no  tuvieron  más  remedio  que  esperar  en 
Polonia  hasta  ver  si  el  Señor  les  despejaba  el  camino,  pues 
entonces  todos  los  veian  cerrados.  Y  el  Señor  se  complació 
muy  luego  en  mostrarles  uno  aoierto.  Dicelo  así  el  P.  Juan 
Tadeo  en  su  Relación:  «Pocos  días  después  vinieron  tres 
nuevas  de  mucha  consolación  para  los  Padres.  La  primera, 
muy  alegre,  fué  la  creación  de  Nuestro  Señor  Paulo  V;  la 
segunda,  la  muerte  de  Borisio  (1),  Gran  Duque  de  Moscovia; 
la  tercera,  que  Demetrio,  con  gran  exército,  caminaba  para 


(1)  Asi  escribe  siempre,  o  casi  siempre,  el  P.  Juan  Tadeo  el  nombre 
de  Borls , 


-57  - 


tomar  posesión  de  la  ciudad  de  Moscúa  y  coronarse  en  ella.» 

Así  iba  saliendo  con  sus  propósitos  aquel  Demetrio,  ver- 
dadero o  supuesto  hijo  de  Iwan  Basilowitch,  fundador  del 
gran  imperio  moscovita. 

Acerca  de  la  muerte  de  Boris,  dice  el  P.  Vicente,  en  su 
carta  antes  citada,  que  «pasó  de  esta  manera:  A  29  de  abril, 
estando  Boris  dando  audiencia  pública  al  embaxador  del 
Rey  de  Dania  (Dinamarca),  e  a  otro  de  Carlos,  que  tiene 
usurpado  el  trono  de  Suecia  al  Rey  de  Polonia,  súbitamen- 
te le  subió  tanta  abundancia  de  sangre  a  la  garganta,  que 
le  ahogó,  saltando  por  los  ojos,  orejas,  boca  y  narices.  Y 
como  si  alguno  le  tomara  de  los  cabezones  y  le  echara  en 
el  suelo,  así  cayó  del  trono  real  donde  estaba  asentado. 
Luego  han  elegido  por  su  Señor  a  Demetrio,  y  enviando 
embajadores,  le  han  llamado  para  que  tome  posesión;  y 
así  se  había  de  partir  para  Moscúa,  ciudad  donde  los  Gran- 
des Duques  tienen  asiento,  para  coronarse.»  El  20  de  junio 
hizo  Demetrio  su  entrada  triunfal  en  Moscou,  y  fué  aclama- 
do Emperador  de  la  Rusia  Negra. 

La  alegre  nueva,  que  dice  el  P.  Juan  Tadeo  que  les  cau- 
só mucho  consuelo,  fué  la  elevación  de  Paulo  V  al  Pontifi- 
cado, en  17  de  mayo  de  1605.  Era  éste  el  famoso  Cardenal 
Borghese,  uno  de  los  más  celebrados  Mecenas  de  los  artis- 
tas y  uno  de  los  Cardenales  que  más  y  mejor  restauraron 
con  su  patrimonio  las  iglesias  romanas,  entre  ellas  la  de  los 
carmelitas  descalzos  de  Santa  María  de  la  Victoria.  Siendo 
Pontífice  trabajó  mucho  por  las  Misiones.  Muy  luego  con- 
firmó a  los  nuestros  como  embajadores  pontificios,  envián- 
doles  Breves  y  privilegios  muy  lisonjeros  y  encomiásticos. 

No  dejaba  de  ser  también  buena  noticia  para  los  Mi- 
sioneros la  exaltación  al  trono  del  famoso  Demetrio,  por  lo 
favorecedor  que  se  mostraba  de  los  religiosos  y  lo  amigo 
que  era  del  Rey  de  Polonia  y  de  los  católicos.  Como  ya  di- 
jimos antes,  sobre  este  Demetrio  se  ha  escrito  mucho,  y  más 
todavía  sobre  la  serie  de  los  Demetrios  que  empezaron  a 
pulular  luego  en  tierras  iposcovitas. 

Por  todas  estas  razones,  abandonaron  los  nuestros  el 
proyecto  de  ir  a  Persia  por  la  Crimea,  y  se  volvieron  al  pri- 
mer itinerario  de  pasar  allá  a  través  de  la  Moscovia. 

Así  terminaba  el  P.  Vicente  su  carta  escrita  en  11  de  ju- 
nio de  aquel  año  de  1605:  «Ahora  que  la  misericordia  del 
Señor  abre  paso,  iremos  por  Moscovia;  y  conviene  mucho 
más  apretar  el  negocio  de  la  fundación  y  la  unión  de  los 
rutenos  con  los  nuestros,  y  enviar  luego  frailes;  porque  en 
estos  principios  se  puede  hazer  gran  fruto  en  Moscovia.  De 
esta  manera  se  puede  introducir  la  obediencia  del  Romano 
Pontífice  en  aquellos  reinos.» 

Esto  va  lo  habían  tomado  en  consideración  en  Roma 


-58- 


desde  que  en  las  primeras  cartas  apuntaron  esa  idea  nues- 
tros Misioneros;  asi  que,  cuando  se  celebró  el  primer  capí- 
tulo general  de  la  Congregación  de  carmelitas  descalzos  de 
Italia  (1),  expuso  el  P.  Pedro  a  los  Padres  esta  cuestión,  le- 
yéndoles las  cartas  de  los  Misioneros.  A  todos  les  mereció 
la  idea  el  ¡iplauso  más  unánime,  y  empezaron,  con  un  buen 
plan,  a  ponerla  en  ejecución,  aprobando,  ante  todo,  la  fun- 
dación de  Cracovia.  Allá  enviaron  por  fundador  al  P.  Ma- 
tías de  San  Francisco,  un  Hurtado  de  Mendoza  que  más 
tarde  fué  General  de  la  Congregación  de  Italia. 

Como  resultado  del  acuerdo  que  tomaron  los  capitulares 
de  este  capitulo  del  1605  y  de  los  siguientes,  respecto  a.la 
conversión  de  los  rutenos,  se  fundaron  los  siguientes  con- 
ventos en  los  primeros  años,  a  saber:  dos  en  Cracovia,  el 
primero  en  este  año  de  1605  y  el  segundo  en  1619;  uno  en 
Leópolis  en  1614,  otro  en  Czerna  en  1620:  esto  por  lo  que 
toca  a  Polonia.  En  Lituania  se  fundaron  uno  en  Lublin  en 
1610,  otro  en  Posen  en  1618  y  otro  en  Vilna  en  1626.  Luego 
siguió  la  lista  de  fundaciones. 

Después  del  capítulo  les  escribió  el  P.  Pedro  dándoles 
cuenta  de  la  elección  de  los  nuevos  superiores.  Por  General 
de  la  Orden  había  sido  elegido  el  P.  Ferdinando  de  Santa 
María,  natural  del  Valle  de  San  Román,  en  la  diócesis  de 
Astorga.  Como  Procurador  de  las  Misiones  había  sido  ele- 
gido el  mismo  P.  Pedro,  el  cual  se  ponía  en  todo  y  por  todo 
al  servicio  de  los  Misioneros  y  de  las  Misiones  presentes  y 
futuras.  Decíales,  además,  que  no  se  fueran  a  Persia  con  las 
manos  vacias,  sino  que  llevasen  a  squel  Rey  algún  presen- 
te, lo  mismo  que  al  Moscovita  que  les  permitía  el  paso,  se- 
gún la  costumbre  de  los  embajadores  orientales. 

El  P.  Paulo  Simón  contestó  a  esto  diciendo  (2):  «Ayer 
volvió  de  Praga  el  comisionado  que  envié  allí  a  buscar  al- 
gunas cosas  buenas  para  regalárselas  al  Moscovita  y  al  Per- 
siano  en  nombre  de  Su  Santidad.  Nos  dijo  V.  R.  que  com- 
prásemos alguna  cosa  preciosa,  y  este  señor,  a  quien  di  la 
comisión,  la  compró  más  preciosa  de  lo  que  queríamos.  Son 
una  cruz  y  un  vaso  de  cristal  que  cuestan  200  y  tantos  escu- 
dos de  Roma.  Mucho  más  de  lo  que  pensábamos  y  que- 
ríamos.» 

A  propósito  de  regalos  y  presentes,  no  estaban  los  emba- 
jadores con  las  manos  vacías;  puesto  que  con  fecha  atrasa- 
da decía  el  P.  Vicente  de  San  Francisco  escribiendo  a  Roma 
(3):  «El  Señor  Cardenal  (de  Cracovia)  además  de  la  caridad 


(1>     Se  celebró  en  Roma  desde  el  1.°  de  mayo  al  2  de  junio  de  1605. 

(2)  En  carta  escrita  desde  Cracovia  a  3  de  octubre  de  1605. 

(3)  Desde  Polocia  a  29  de  noviembre  de  1604. 


-  59  - 

que  usó  con  nosotros,  nos  dió  un  libro  de  pergamino  en  fo- 
lio grande,  con  cuatro  cuadros  en  cada  hoja,  que  la  hinchen 
toda  de  figuras  de  oro,  de  martillo,  y  colores,  antiguas,  de 
la  Historia  Sagrada,  desde  el  primer  capítulo  de  la  Génesis 
hasta  el  Segundo  Libro  de  los  Reyes;  que^,  por  ser  cosa  rara 
y  antigua,  es  de  mucho  precio,  y  le  pareció  que  en  su  nom- 
bre lo  presentásemos  al  Rey  de  Pcrsia.» 

El  3  de  octubre  se  despidieron  los  embajadores  del  Rey 
de  Polonia  una  vez  más,  y,  en  cuanto  al  P.  Paulo,  no  habia 
de  ser  la  última.  Ese  mismo  día  escribió  este  Padre  al  supe- 
rior general  diciéndole  (1):  «Con  el  favor  de  Dios,  mañana 
cumpliré  la  palabra  que  di  a  V.  R.  de  partirnos...  Hoy  nos 
ha  hecho  grandes  mercedes  Su  Majestad  al  despedirnos. 
Nos  ha  entretenido  largo  rato  hablándonos  minuciosamente 
sobre  el  sitio  que  hemos  elegido  para  la  fundación...  Ha  di- 
cho que  ayudará  eficazmente  a  los  Padres  que  vengan. 
Manda  un  sirio  con  nosotros  hasta  Astrakán.» 

Puestos  ya  en  camino,  pronto  llegó  a  ellos  el  estruendo 
de  las  guerras  moscovitas;  y,  no  estando  muy  seguros  de  la 
permanencia  de  Demetrio  en  el  poder,  resolvieron  quedarse 
en  Lublín  esperando  los  acontecimientos.  También  allí  se 
hospedaron  en  el  colegio  de  los  Padres  jesuítas,  «de  los 
cuales  recibieron  muchas  muestras  de  caridad;  pues  su  Pa- 
dre Prepósito  General  había  escrito  al  Provincial  y  a  los 
Rectores  de  aquella  Provincia  que  nos  hagan  toda  caridad. 
Vuestra  Reverencia  déle  las  gracias  en  nuestro  nombre,  es- 
cribía el  P.  Paulo  (2),  como  también  a  los  Padres  francisca- 
nos, a  todos  los  cuales  estamos  muy  obligados.» 

El  mismo  P.  Paulo  Simón,  como  jefe  de  la  embajada,  tu- 
vo necesidad  de  volver  a  Cracovia,  para  arreglar  algunos 
asuntos  con  el  Nuncio  Apostólico.  El  Nuncio  había  de  feli- 
citara Demetrio  por  su  ascendimiento  al  trono,  si  se  llega- 
ba a  asegurar  en  él.  Por  otra  parte,  se  hablaba  de  que  De- 
metrio iba  a  contraer  matrimonio  con  una  hija  «del  Palati- 
no de  Sandomiria  » ,  en  cuyas  manos  Demetrio  juró  muchas 
cosas  en  favor  de  la  Iglesia  (3).  Este  Palatino  fué  el  que  más 
ayudó  a  Demetrio  en  la  conquista  del  trono  e  imperio  mos- 
covita, y  amaba  mucho  a  los  Misioneros.  Iba  a  bendecir 
las  nupcias  el  Cardenal  Primado,  como  Legado  a  Latere,  a 
lo  que  se  decía;  y  esta  era  la  ocasión  más  propicia  para  ir 
allá  los  nuestros  y  conseguir  el  paso  por  Moscovia.  Podían 
ir  o  con  el  Nuncio  o  con  el  Primado,  si  se  confirmaban  los 
rumores  que  corrían  por  Lublín.  De  aquí  que  volviese  el 


Carta  antes  citada. 

En  carta  de  1.°  de  noviembre  de  1605,  en  el  Archivo  de  la  Orden. 
Ibidem. 


-60- 


P.  Paulo  Simón  a  Cracovia,  para  cerciorarse  de  todo  y  ver 
qué  partido  podia  tomar  para  conseguir  su  propósito. 

De  todo  esto  se  cercioró  plenamente  en  Cracovia,  y  es- 
cribió así  al  General  de  la  Orden  (1):  «El  Señor  Cardenal  ha 
sido  nombrado  Legado  a  Latere  para  las  bodas  de  Deme- 
trio, y  Su  Santidad  le  envía  el  «capello»;  por  eso,  no  irá  a 
Italia  tan  pronto  como  tenía  pensado». 

De  la  entrevista  con  el  Palatino  de  Sandomiria,  escribe: 
«Recibió  con  mucha  devoción  el  Escapulario  del  Carmen, 
el  cual  debo  mandar  también  a  su  mujer  y  a  su  hija,  futura 
Duquesa  de  Moscovia  (2),  por  cuyo  medio  nuestra  religión 
fructificará  en  aquellos  países.  El  Señor  Palatino  nos  ha  da- 
do cartas  para  Demetrio,  rogándole  que  nos  favorezca  como 

si  fuera  a  su  propia  persona  Saldrá  de  aquí  mañana;  y 

nosotros,  a  más  tardar,  el  lunes  o  martes.» 

Luego  acusa  recibo  de  la  carta  del  Procurador  General  de 
la  Orden,  tocando  algunos  puntos  que  merecen  copiarse. 
«Hoy  he  recibido,  dice,  un  pliego  de  V.  R.  con  una  suya  del 
10  de  septiembre  y  el  duplicado  del  Breve  para  el  Rey  de 
Persia,  y  ya  hemos  recibido  todos  los  Breves...  Espero  que 
nos  detendremos  poco  en  Moscovia,  porque  no  podemos  lle- 
gar allá  antes  de  Navidades,  y  en  la  primavera  debemos  ha- 
llarnos en  Astrakán,  cosa  de  40  o  50  días  de  camino  To- 
dos, o  por  mejor  decir,  los  cinco  seguiremos  juntos  nuestro 
viaje  a  Persia...  Todos  estamos  bien,  gracias  a  Dios.  El  Al- 
férez Cazares  escribe  al  señor  don  Francisco  diciéndole  el 
gran  deseo  que  tiene  de  venir  a  Persia,  pero  que  V.  R.  no  le 
quiere  complacer.  Tal  vez  no  estaría  mal  que  viniese,  tanto 
para  acompañar  a  los  Padres  que  vengan  en  la  segunda  ex- 
pedición, como  para  consolación  de  don  Francisco;  y,  como 
ayudaría  mucho  en  el  viaje  a  los  Padres  y  en  Persia,  no 
causaría  perjuicio  alguno.  Ni  esto  seria  contra  el  propósito 
de  V.  R.  de  no  formar  una  misión  de  soldados;  porque  no 
seria  misión  de  soldados  el  venir  uno  en  una  expedición  y 
otro  en  otra,  acompañando  a  varios  Padres  como  fin  prin- 
cipal.» 

Parece  ser  que  decidieron  en  Roma  enviar  a  Alejandro 
Rangoni,  sobrino  del  Nuncio  en  Polonia,  a  felicitar  a  Deme- 
trio, en  nombre  del  Pontífice,  por  su  exaltación  al  trono. 
Con  el  sobrino  del  Nuncio  fué  el  Palatino  de  Sandomiria, 
padre  de  la  prometida  de  Demetrio,  y  en  tal  compañía  y 
con  lucido  séquito  penetraron  en  Moscovia  los  carmelitas 
descalzos,  embajadores  del  Papa:  con  lo  cual  está  dicho  que 
en  este  viaje  no  habían  de  tener  más  contratiempos  que  los 
que  se  dirán  en  el  capítulo  siguiente. 

íl)  Ibidem. 

(2)  En  otra  carta  dice  que  esta  Gran  Duquesa  era  sobrina  del  Cardenal 
de  Cracovia. 


CAPITULO  VII 


Moscou  Y  LOS  MOSCOVITAS, 

VISTOS  POR  NUESTROS  MISIONEROS 

Descalzos  y  en  trineos  por  el  hielo  y  por  la  nieve— Retrato  del  Czar. — 
El  regalo  de  las  pieles. 

A  29  de  noviembre,  fiesta  de  San  Andrés  Apóstol  (1) , 
salieron  de  Cracovia  nuestros  Misioneros  con  Alejandro 
Rangoni  y  con  el  Palatino  de  Sandomiria.  El  séquito  era 
numeroso  y  muy  lucido.  La  nota  de  mayor  humildad  la  da- 
ban aquellos  frailes  descalzos,  aunque  eran  legados  pontifi- 
cios. El  viaje  fué  duro  y  penoso,  por  arreciar  extraordina- 
riamente el  frío,  estando  tan  adelantada  la  estación,  y  más 
en  aquellas  latitudes. 

En  Smolensko  les  hicieron  un  gran  recibimiento,  muy 
bien  preparado  por  aquellos  señores.  «Primero  en  el  río 
Dniéper,  dice  el  P.  Juan  Tadeo  en  su  Relación,  hicieron 
una  puente  de  tablas  para  que  pasaran  las  carrozas.  Salie- 
ron quinientos  hidalgos  a  caballo,  vestidos  de  brocado  y 
tela  de  oro  del  tesoro  del  Gran  Duque,  y  quinientos  solda- 
dos de  a  pie. » 

«En  Smolensko,  añade,  celebraron  la  Pascua  de  Navi- 
dad; y  por  ciertas  revoluciones,  que  en  Moscovia  había,  de 
los  nobles  moscovitas  que  se  conjuraron  contra  Demetrio, 
fueron  los  Padres  entretenidos  en  Smolensko  un  mes,  poco 
más  o  menos. » 

Las  quejas  de  los  nobles  contra  Demetrio  eran,  según  el 
P.  Paulo  Simón  (2):  «que  tenia  el  palacio  lleno  de  polacos; 
que  se  aconsejaba  de  personas  sujetas  a  la  Iglesia  Romana, 
especialmente  de  jesuítas,  a  los  que  Demetrio,  por  amor  a 
la  paz,  o  mejor  dicho,  por  disfrutar  el  trono,  procuraba  ale- 
jar cuanto  podía.» 


(1)  Y  no  el  18 de  septiembre,  como  dice  el  P.  Berioldo-Ignacio  (op.  cit. 
pág.  122),  puesto  que  liay  cartas  de  Misioneros  escritas  en  Cracovia  des- 
pués de  esa  feclia  ,  y  ponen  la  que  arriba  decimos  como  la  exacta  de  su  sa- 
lida para  Moscovia. 

(2)  En  carta  muy  larga  escrita  desde  Moscou  a  15  de  marzo  de  1606,  a 
la  que  nos  hemos  de  referir  en  adelante  cuando  citemos  al  P.  Paulo  Simón , 
y  no  se  advirtiere  otra  cosa. 


-62- 


Durante  su  estancia  en  Smolensko,  lo  más  riguroso  de 
tan  riguroso  invierno,  fueron  cayendo  enfermos  todos  los 
Misioneros.  El  que  peor  estuvo  fué  el  jefe  de  la  expedición, 
el  propio  P.  Paulo,  que  dice:  «Dos  días  antes  de  partirnos, 
tuve  fiebre  bastante  alta  con  catarro.  Me  duró  y  creció  en  el 
camino,  que  apenas  podía  comer  ni  hablar.  Los  Padres 
creían  que  no  recobraría  más  la  voz.  A  los  dos  o  tres  días 
de  camino,  me  atacó  un  gran  dolor  al  costado,  y  me  duró 
por  algunos  días.» 

De  cómo  iban  los  otros  compañeros  y  de  la  manera  de 
proseguir  el  viaje  desde  Smolensko  a  Moscou,  sigúelo  di- 
ciendo el  mismo  Padre  con  estas  palabras:  «Casi  todos  he- 
mos estado  enfermos;  y  aun  ahora  el  P.  Juan  sigue  con  un 
poco  de  fiebre;  y  aquí  no  hay  médicos,  ni  medicinas,  sino 
aquellos  del  Duque  » .  No  hay  para  qué  decir  lo  mucho  que 
sufrían  «por  ser  el  país  tan  frío,  las  comidas  malas  y  la  be- 
bida cerveza  amarga».  Iban  por  el  camino  « descalzos,  y 
con  la  ropa  que  un  religioso  nuestro  suele  tener  en  el  invier- 
no». Llevaban  «los  pies  envueltos  en  una  esclavina,  sobre 
el  trineo,  que  es  una  especie  de  carreta  sin  ruedas,  donde 
pueden  caber  una  o  dos  personas. » 

Aquella  expedición  hubo  de  ser  una  de  las  más  castiga- 
das en  aquellas  fechas  por  lo  que  cuentan  los  Misioneros; 
puesto  que  «los  seglares  que  venían  con  nosotros,  añade  el 
P.  Paulo,  con  tener  muchas  pellizas  y  calzas  dobladas  y  tri- 
plicadas, y  botas  y  otras  muchas  cosas  preventivas  contra 
el  frío,  padecieron  mucho.  Algunos  perdieron  parte  de  la  na- 
riz, otros  de  los  pies,  etc.;  hasta  los  moscovitas,  que  están 
habituados  al  frío.  Uno  de  nuestros  compañeros  no  ha  sana- 
do todavía  de  un  pie  que  se  le  heló  en  parte.  El  conde  de 
Sandomiria  estuvo  en  gran  peligro  de  perder  la  nariz  » 

Con  esto,  no  tuvo  ánimo  el  conde  de  pasar  adelante, 
sino  que,  al  decir  del  P.  Juan  Tadeo,  «se  detuvo  en  los  con- 
fines de  Polonia,  junto  a  los  de  Moscovia;  y  con  los  Padres 
carmelitas  envió  un  criado  suyo,  para  que  con  él  los  Padres 
avisasen  de  lo  que  Demetrio  ordenaba  del  modo  cómo  ha- 
bía de  entrar  el  conde.»  Esto  fué  lo  primero  que  ellos  tuvie- 
ron presente  cuando  se  hallaron  en  presencia  de  Demetrio, 
el  cual  les  recibió  con  las  muestras  de  mayor  respeto,  aten- 
diendo a  que  eran  legados  del  Papa  cerca  del  Rey  de  Per- 
sia.  Quiso  que  se  hospedasen  en  una  casa  que  él  les  había 
preparado;  pero  los  Misioneros  prefirieron  hospedarse  «con 
los  Padres  de  la  Compáñía  de  Jesús »,  durante  su  estancia 
en  la  capital  de  la  Rusia  Negra. 

Moscou  y  Moscovia  vistos  por  nuestros  Misioneros,  no 
dejan  de  tener  su  importancia  para  la  historia;  asi  como  la 
semblanza  que  nos  trazaron  sobre  el  supuesto  o  auténtico 
Demetrio. 


-63- 


La  impresión  que  causó  el  Gran  Duque  y  su  corte  al  Pa- 
dre Paulo  Simón,  la  describe  éste  con  las  siguientes  pala- 
bras: «El  Príncipe  tiene  24  años,  o  le  anda  cerca.  Es  de  bo- 
nísima naturaleza,  sutil  ingenio,  memoria  feliz,  deseoso  de 
gloria,  de  ánimo  viril  en  las  adversidades  y  peligros,  muy 
colérico  en  el  primer  ímpetu,  largo  en  el  negociar,  instable 
en  el  despachar  negocios,  fácil  en  mudarse;  no  sostiene  la 
palabra  empeñada,  defecto  connatural  en  su  gente  

» Junto  a  su  persona  no  tiene  un  hombre  que  valga,  ni 
que  sea  celoso  por  observar  las  leyes.  Todos  los  que  le  ro- 
dean son  jóvenes  polacos,  pues  no  se  fía  de  los  suyos.  Al- 
gunos de  esos  son  malos  cristianos,  los  cuales  le  suminis- 
tran materia  para  muchos  vicios.  Otros  son  herejes,  en  es- 
pecial el  Secretario  primero,  que  ahora  es  quien  priva  y  lo 
hace  todo.  Es  de  nación  polaco,  de  familia  noble;  se  llama 
Estanislao  Bonniski;  es  calvinista,  o  arriano  como  dicen  al- 
gunos. Este  sujeto,  en  presencia  del  Príncipe  y  de  los  seño- 
res moscovitas,  dice  enormes  blasfemias  contra  la  santa 
Romana  Iglesia  y  contra  el  Sumo  Pontífice,  con  las  cuales 
blasfemias  enardece  el  ánimo  de  los  moscovitas  contra  los 
latinos  y  los  confirma  en  su  cisma.  Ofrece  libros  heréticos  e 
infames  al  Príncipe,  libros  que  contienen  máximas  escritas 
por  ciertos  herejes  contra  los  Padres  jesuítas;  estos  libros 
están  ahora  en  poder  de  este  Padre  jesuíta,  con  el  cual  he 
tenido  una  conferencia,  y  que  secretamente  ha  podido  ha- 
cerse con  estos  libros,  por  mediación  de  un  camarero  cató- 
lico del  Gran  Duque  

» El  dicho  Secretario  ha  casi  seducido  a  un  pariente  del 
Señor  Palatino  de  Sandomiria,  que  es  un  jovenzuelo  favori- 
to de  este  Señor  Palatino,  a  quien  el  tal  Secretario  ha  en- 
viado a  la  «sinagoga»  de  los  herejes  y  a  otros  lugares  no 
lícitos ,  induciéndole,  además,  a  comer  carne  en  la  cuares- 
ma, como  de  hecho  la  come  este  jovenzuelo. 

» El  mismo  Secretario  no  pierde  ocasión  de  enemistar  al 
Príncipe  con  Su  Santidad.  Sí  Dios  y  Su  Beatitud  no  lo  re- 
median presto,  este  Príncipe  dará  que  padecer  a  todos,  co- 
mo joven  que  es,  y  el  demonio  no  duerme.  El-remedio  sería 
echar  al  Secretario  de  esta  corte,  lo  que  podrá  hacer  fácil- 
mente el  señor  conde  de  Sandomiria,  que  le  ha  puesto  en 
dicho  oficio.  El  señor  Cardenal  de  Cracovia,  como  pariente 
del  conde,  podría  obtenerlo  de  éste,  si  Su  Santidad  le  hace 
instancia  al  dicho  Señor  Cardenal. 

» Se  me  olvidaba  decir  que  el  mencionado  Secretario  con- 
versa y  favorece  siempre  a  los  herejes  que  hay  en  esta  ciu- 
dad, especialmente  a  los  tudescos  e  ingleses,  que  los  hay  en 
gran  número.  Han  alcanzado  del  Príncipe  para  ellos  nuevos 
privilegios,  y  les  ha  confirmado  aquellos  que  consiguieron 
de  Borisío,  y  han  hecho  que  Su  Alteza  haya  nombrado  300 


-64- 


guardias  con  tres  capitanes  de  su  gente  para  la  custodia  y 
escolta  de  su  real  persona.» 

Datos  y  noticias  muy  interesantes  son  éstas,  como  tantas 
y  tantas  otras  que  con  sinceridad  y  verdad  cuentan  los  Mi- 
sioneros diplomáticos  y  no  diplomáticos,  y  que  valen  más 
que  las  relaciones,  no  siempre  verídicas  y  casi  siempre  apa- 
sionadas, de  la  diplomacia  de  oficio. 

Sigue  hablando  luego  el  P.  Paulo  Simón  de  las  continuas 
conjuras  contra  el  Gran  Duque  Demetrio,  y  las  palabras 
del  Misionero  pueden  esclarecer  también  algunos  puntos 
obscuros  y  confirmar  otros  varios  de  la  historia  de  este 
personaje. 

«Los  moscovitas,  dice,  son  poco  fieles  al  Príncipe.  Mu- 
chas conjuras  ha  habido  contra  él  en  el  tiempo  que  esta- 
mos aquí  nosotros.  Dos  han  sido  descubiertas.  La  última  ha- 
ce 15  días  (1).  Eran  tres  senadores.  Uno  de  ellos  muy  favo- 
recido del  Principe,  pues  siempre  estaba  a  su  lado.  Trataron 
de  envenenarle.  Son  movidos  a  ello,  parte  por  el  odio  que 
naturalmente  tienen  a  los  polacos;  parte,  porque  temen  que 
les  obligue  a  mudar  su  fe,  o  por  mejor  decir,  a  dejar  sus  erro- 
res; pues  están  tan  obstinados  en  ellos,  que  en  presencia  del 
Gran  Duque  dicen  que  antes  perderán  la  vida,  que  cambia- 
rán de  opinión  religiosa.» 

Con  relación  a  la  boda  de  Demetrio  con  la  hija  del  con- 
de polaco,  y  a  la  oposición  que  encontró  en  el  clero  ruso, 
dice  nuestro  Misionero:  «El  Patriarca,  tres  metropolitanos  y 
siete  arzobispos,  que  tienen  voz  en  el  Santo  Sínodo,  estu- 
vieron reunidos  durante  ocho  días  en  Moscou  para  tratar  de 
las  bodas  del  Príncipe.  Este  quería  que  se  celebrasen  antes 
de  la  cuaresma,  a  lo  que  ellos  se  opusieron  tenazmente, 
exhortándole,  además,  a  que  no  se  desposase  con  una  mu- 
jer latina,  porque  ellos  no  asistirían  ni  a  la  boda  ni  a  la  co- 
ronación, si  no  comulgaba  la  esposa  de  manos  del  Patriarca 
y  si  no  se  pasaba  al  rito  cismático  ruteno. 

» Viendo  el  Príncipe  que  no  podía  traerlos  a  su  parte,  te- 
miendo algún  tumulto,  disolvió  el  Senado  (o  Santo  Sínodo), 
y  mandó  a  los  eclesiásticos  a  sus  casas,  con  ánimo  de  de- 
poner algunos,  en  especial  al  Arzobispo  de  Kazán.  Sobre  es- 
to pidió  el  Príncipe  consejo  al  P.  Nicolao,  jesuíta,  y  éste  le 
respondió  que  sobre  cosas  del  rito  latino  podia  aconsejarle; 
pero  que  en  el  rito  ruteno  y  sus  leyes  no  era  práctico,  y,  por 
lo  tanto,  no  sabía  qué  decir  sobre  el  caso.  Nada  se  ha  sabi- 
do después  sobre  la  resolución  del  Príncipe.» 

La  resolución  fué  que  tuvo  que  esperar  a  que  pasase  la 
cuaresma  para  celebrar  su  boda,  como  luego  veremos. 


(1)    Ya  hemos  dicho  que  esta  carta  fué  escrita  a  15  de  marzo  de  1606. 


-65- 


Sigue  el  P.  Paulo  Simón  informando  a  Roma  detallada- 
mente sobre  las  costumbres  del  clero  cismático,  de  sus  altos 
dignatarios,  de  sus  monjes  y  sus  popes,  « los  cuales  aborre- 
cen a  los  latinos  más  que  los  turcos  y  los  tártaros  »,  y  son, 
por  regla  general,  ignorantísimos,  relajados  en  las  costum- 
bres, más  bien  viciosos  empecatados,  amigos  del  vino  y  de 
los  placeres,  con  escándalo  de  los  seglares,  los  cuales  «son 
tan  idiotas',  que  creen  que  los  vicios  más  groseros  no  son 
pecados,  «porque  los  tjene  el  patriarca». 

Pide  nuestro  Misionero  la  intervención  de  la  Santa  Sede 
para  la  reforma  de  aquellos  monjes  cismáticos  y  de  aquel 
clero  relajado,  en  caso  de  que  se  llegase  a  la  unión  con  Ro- 
ma, como  algunos  pensaban  y  trabajaban  por  ello.  Expone 
los  medios  que  le  parecen  adecuados  para  reformar  a  tales 
gentes;  y,  sobre  todo,  habla  de  la  misión  que  se  podía  esta- 
blecer para  la  unión  de  los  rutenos  a  la  Sede  Apostólica:  co- 
sa que  efectuaron  después  muchos  de  estos  pueblos  rutenos, 
merced  al  trabajo  de  los  hijos  de  Santa  Teresa  del  convento 
de  Vilna  y  otros . 

En  toda  esta  larga  epístola  del  P.  Paulo  Simón  no  hay  el 
más  ligero  indicio  de  sospecha  de  que  el  Gran  Duque  Deme- 
trio fuese  un  impostor.  Creía  a  todas  luces  que  era  un  Prín- 
cipe auténtico  y  verdadero,  con  todos  los  derechos  a  reinar 
por  vía  de  sucesión  legítima. 

Ya  dijimos,  cómo  el  conde  de  Sandomiria  se  sirvió  de 
los  Misioneros  para  pedir  a  Demetrio  le  dijese  cómo  y  cuán- 
do y  en  qué  forma  había  de  entrar  el  dicho  conde  en  Mos- 
cou, y  cómo  éste  fué  el  primer  cuidado  de  los  carmelitas 
cuando  se  vieron  en  presencia  de  Demetrio.  A  fines  del  mes 
de  febrero,  al  decir  del  P.  Paulo  (1),  «e\  señor  conde  entró 
en  Moscovia.  Si  fué  recibido  con  grandes  honores  en  Smo- 
lensko,  lo  fué  con  mayores  todavía  en  Moscou.  Fué  llevado 
a  la  audiencia  pública  acompañado  de  su  esposa  y  con  un 
séquito  de  diez  carrozas  reales,  con  gran  pompa  y  majestad. 
El  Gran  Duque  dió  muchas  muestras  de  amor  al  conde  en 
presencia  de  todo  el  Senado;  y  en  la  respuesta  al  saludo  de 
aquel,  dijo  públicamente  que  eran  amigos  viejos;  y  dijo 
también  palabras  de  reverencia  hacia  el  Sumo  Pontífice,  en 
especial  cuando  el  conde  le  entregó  un  Breve  de  Su  Santi- 
dad en  el  que  se  bendecía  al  Gran  Duque,  éste  dijo  lo  si- 
guiente: Magni  fació  Sanctissimi  benedictionem  tamquam 
missam  ab  eo  qui  est  dispensator  uel  largitor  divinarum 
gratiarum...»{2) 

Con  estos  pormenores  y  otros  más,  que  tuvieron  lugar  en 


íl)   En  la  carta  repetidamente  citada . 

(2)  cTengo  en  mucho  la  bendición  del  Padre  Santo,  como  enviada  por 
aquel  que  es  el  dispensador  o  distribuidor  de  las  gracias  divinas.» 


5 


—  66  — 


una  segunda  entrevista  entre  el  duque  de  Moscovia  y  el 
conde  de  Polonia,  nos  refiere  el  P.  Paulo  Simón  la  impor- 
tancia de  esta  embajada  al  Moscovita  de  parte  del  Pontífice 
Romano,  muy  ventajosa,  por  cierto,  para  los  intereses  de  la 
Iglesia  católica  en  aquellas  partes,  a  no  ser  por  la  resisten- 
cia de  los  popes  y  componentes  del  Santo  Sínodo,  a  quie- 
nes entonces,  como  en  tantas  otras  ocasiones,  se  debieron 
muchas  revueltas  en  aquel  país  para  impedir  abiertamente 
que  entrase  la  influencia  pacífica  del  Papa,  y  perdiesen  los 
obispos  cismáticos  la  que  tenían  en  el  gobierno  del  estado 
y  en  el  usufructo  de  sus  pingües  rentas. 

Terminada  su  misión,  se  volvieron  a  Polonia  el  conde  de 
Sandomiria  y  Alejandro  Rangoni,  sobrino  del  Nuncio  de 
aquel  reino,  en  tanto  que  nuestros  Misioneros  se  prepararon 
para  continuar  su  camino  con  rumbo  a  Persia.  Fueron  a  des- 
pedirse del  Gran  Duque,  y  éste  les  dijo  que  podían  partir 
con  el  embajador  persa  que  ellos  conocieron  en  Praga ,  el 
cual  había  venido  a  Moscou  a  felicitarle  de  parte  del  Shah 
por  su  elevación  al  trono,  y  que  este  embajador  iba  a  salir 
de  allí  a  unos  días.  O  también  se  podían  esperar,  les  dijo, 
dos  o  tres  semanas,  si  querían,  porque  él  iba  a  enviar  una 
embajada  a  Persia  para  corresponder  a  la  atención  del  Rey 
Abbas,  y  con  esta  embajada  moscovita  podían  ellos  ir  más 
seguros  hasta  Ispahán,  corte  de  aquel  Rey.  Después  «  el 
Príncipe  les  regaló  algunas  píeles  para  el  viaje  y  algunos 
otros  presentes,  que  él  (nuestro  P.  Paulo)  no  quería  acep- 
tar; pero  que  el  P.  Nicolao,  jesuíta,  dijo  que  Su  Santidad  lo 
llevaría  a  mal  cuando  supiese  que  no  los  había  aceptado,  y 
con  esto  aceptó,  agradecido,  los  presentes.» 

Al  salir  de  la  presencia  del  Gran  Duque  se  dirigieron  a 
recoger  los  pasaportes  que  aquel  benignamente  les  había 
ofrecido;  y  cuando  los  tuvieron  en  su  poder,  no  pensaron 
ya  en  esperar  a  la  embajada  problemática  que  había  de  en- 
viar Demetrio  al  Rey  de  Persia,  sino  que  procuraron  enten- 
derse con  el  embajador  del  mismo  Rey  persiano,  para  salir 
cuanto  antes  de  Moscou,  en  donde  las  conjuras  y  golpes  de 
estado  se  sucedían  continuamente. 

Y  ya  los  tenemos  otra  vez  con  el  báculo  en  la  mano  dis- 
puestos a  continuar  el  viaje. 


CAPITULO  VIII 


Desde  Moscou  hasta  Kazán 

Caminuntío  sobre  el  helado  Volga. — Arrestados  nuevamente  en  Kazán. — 
El  asesinato  del  famoso  Demetrio. — Una  carta  valiente  de  los  emba- 
jadores del  Papa.— Leyendas  y  patrañas. 

Así  cuenta  el  P.  Paulo  Simón  la  partida  de  la  carava- 
na(l):  «El  22  del  dicho  mes  de  marzo,  Martes  Santo,  salimos 
de  la  ciudad  de  Moscou  cuatro  religiosos,  el  Sargento  Ma- 
yor, dos  intérpretes  que  teníamos  para  la  lengua  moscovita, 
uno  veneciano  y  otro  polaco,  y  un  valaco  de  rito  griego, 
que  tomamos  en  Moscou  para  la  lengua  turca. 

*  Con  el  embajador  persiano  venía  un  gentilhombre  que 
el  Rey  de  Polonia  mandaba  a  la  corte  de  Persia,  para  apren- 
der la  lengua  y  costumbres  de  aquel  país. 

»  Demetrio  envió  con  nosotros  tres  nobles  para  que  nos 
acompañasen  y  un  intérprete  griego,  por  nombre  Sofonía, 
que  había  estado  en  Italia  y  sabía  bien  la  lengua  italiana. 
Nos  dió  «  carpente  »  para  nosotros  y  para  llevar  nuestra  ro- 
pa, lo  mismo  que  al  persiano.  Carpente  llaman  aquí  a  ciertos 
carritos  pequeños  de  un  caballo  y  sin  ruedas,  que  resbalan 
sobre  el  hielo,  del  cual  en  aquella  estación  estaba  lleno  el 
campo.  Ordenó  también  al  «  pristán  »  que  nos  diesen  de  las 
mejores  provisiones  para  el  camino.  Llaman  pristán  los 
moscovitas  al  jefe  de  la  caravana  que  acompaña  a  los  em- 
bajadores y  les  provee  de  todo  lo  que  necesitan  de  comida, 
lo  que  hacen  sin  fraude.  En  esto  y  en  cualquiera  otra  cosa 
que  toca  a  los  forasteros,  son  muy  curiosos  y  puntuales  los 
moscovitas. » 

Desde  Moscou  se  dirigieron  a  Vladomir,  « ciudad  antigua 
y  famosa  en  el  septentrión,  por  haber  sido  residencia  de  los 
Duques  de  Moscovia  ».  Desde  allí  a  Nishnii  Nowgorod,  que 
el  P.  Paulo  llama  «  Nisna  »,  y  dice  que  es  «  ciudad  muy 
grande,  en  la  ribera  del  Volga  »,  advirtiendo  que  entre  una 
y  otra  ciudad,  «  hay  otras  ciudades  y  muchas  villas  »,  y  que 
« todo  es  llanura  cultivada  y  muy  fértil  en  grano  ». 

Celebraron  la  Pascua  de  Resurrección  «  en  una  villa  en- 
tre Korow  y  Nisna,  en  donde  dijeron  misai;  mas  fué  necesa- 


(1)    En  su  RELACIÓN  de  la  Misión  de  Persia . 


-68- 


rio,  dice,  proveerse  de  vino  en  Moscou,  porque  no  se  en- 
cuentra liasta  Persia  ». 

La  manera  de  efectuar  el  viaje  desde  Moscou  hasta  Ka- 
zán  fué  «  caminando  parte  de  día  y  parte  de  noche  en  las 
tierras  gruesas.  Les  engachaban  caballos  frescos  cada  dia. » 
Desde  Nisna  hasta  Kadán  iban  siempre  sobre  el  río  Volga, 
es  decir,  «  sobre  el  hielo  del  Volga,  el  cual  es  tan  grueso, 
que  pasan  sobre  él  los  carros  de  artillería  »,  ¡cuánto  más  los 
coches  y  caballos  de  los  embajadores!  Encontraron  en  la 
ribera  del  Volga  « tres  torres  y  una  fortaleza  pequeña,  que 
fueron  edificadas  por  el  Gran  Duque  Juan  IV,  padre  de  De- 
metrio, el  cual  tomó  aquellos  países  a  los  tártaros  ». 

Parece  que,  como  embajadores  que  eran,  les  recibían 
bien  y  obsequiaban  mucho  en  esta  primera  etapa  del  cami- 
no desde  Moscou  hasta  Kazán,  merced  a  las  recomenda- 
ciones, guías  y  salvoconductos  que  les  dió  Demetrio.  Todo 
aquel  país,  dice  el  P.  Simón,  «  está  habitado  por  ciertos  tár- 
taros idólatras,  los  cuales  hacen  oración  y  ofrecen  sus  sacri- 
ficios bajo  los  portales  »,  y  « todo  el  resto,  desde  Nisna  has- 
ta Astrakán,  son  tártaros  musulmanes,  la  mayor  parte  suje- 
tos al  Gran  Duque  de  Moscovia. » 

Ya  hemos  visto  que  iban  en  compañía  de  Zénil  Bey, 
aquel  embajador  persiano  que  conocieron  en  Praga.  Este  al 
principio  fué  muy  amigo  suyo,  y  comía  con  ellos  algunas 
veces.  Después  cambió  las  tornas,  y  su  amistad  se  tornó  en 
enemistad  refinada,  como  luego  veremos. 

El  2  de  abril  entraron  en  Kazán,  «  ciudad  que  dista  700 
millas  de  Moscou.  La  nobleza  y  los  ciudadanos  les  recibie- 
ron como  de  costumbre  »,  llenándolos  de  atenciones.  Tan- 
tas debieron  de  ser,  que  el  mismo  P.  Paulo  Simón  dice  que, 
«  dejando  a  un  lado  a  los  tártaros  del  campo,  los  de  la  ciu- 
dad les  recibieron  con  honores  imperiales,  y  les  dieron  alo- 
jamiento en  una  buena  casa.» 

Esto  se  debió  al  Gobernador  de  aquella  ciudad,  a  quien 
allí  llamaban  «  Voinada  »,  el  cual  «  había  estado  en  Roma 
en  tiempo  de  Gregorio  XIII  y  Sixto  V,  de  feliz  memoria,  y 
después,  por  miedo  del  Turco,  huyó  a  Moscovia  y  fué  hecho 
senador ». 

Este  personaje  les  mostraba  grande  amor  en  privado, 
pero  públicamente  parece  que  no  lo  podía  manifestar. 
Más  aún:  tanto  a  la  puerta  de  la  casa  del  embajador  de  Per- 
sia como  a  la  de  nuestros  Misioneros  montó  una  guardia,  y 
no  les  permitía  salir  fuera,  en  particular  a  Zénil  Bey  y  al 
P.  Paulo  Simón.  Llegó  a  separar  a  estos  jefes  de  embajada; 
mientras  que  los  otros  Padres  con  el  Hermano  Juan  y  Río- 
dolid  de  Peralta  «  estaban  con  un  sobrino  del  embajador, 
con  el  cual  estudiaban  la  lengua  persiana  ».  A  pesar  de  es- 
tar tan  encerrados  los  Misioneros,  todavía  el  P.  Paulo,  gran 


-69- 


observador,  pudo  damos  las  siguientes  noticias  de  Kazán. 

«Kazán,  dice,  es  ciudad  grande,  cuyas  casas  son  todas 
de  madera.  Antes  era  capital  de  los  reyes  tártaros.  Ahora 
está  habitada  por  los  moscovitas.  Abundan  en  ella  el  pan, 
la  carne,  el  pescado,  leche  y  huevos,  y  todo  ello  «  a  buon 
mercato  »,  a  bajo  precio...  No  hay  ni  vino  ni  frutas.  En  cam- 
bio, hay  buenos  curtidores  de  pieles  finas. » 

Como  el  Volga,  «  helado  desde  el  mes  de  noviembre  », 
se  empezase  a  deshelar  con  la  benigna  temperatura  de  la 
primavera,  ya  adelantada,  pensaban  los  nuestros  que  llega- 
rían de  un  momento  a  otro  los  embajadores  moscovitas  que 
Demetrio  quería  enviar  al  Rey  de  Persia,  y  con  los  cuales 
podrían  seguir  el  viaje  navegando  por  el  Volga,  como  les 
había  dicho  el  Gran  Duque;  cuando  he  aquí  que,  el  7  de 
mayo,  llegó  a  Kazán  la  noticia  de  que  Demetrio  había  sido 
asesinado  el  mismo  día  de  su  boda  por  Basilio  Sciuski,  el 
cual  «  como  un  tigre  »,  se  arrojó  después  con  los  suyos  so- 
bre los  polacos  que  rodeaban  a  Demetrio,  e  hicieron  aquel 
día  en  Moscou  una  horrible  carnicería.  Según  las  noticias 
recibidas  en  Kazán,  el  pueblo  de  Moscou,  creyendo,  como 
le  decían,  que  Demetrio  había  sido  un  impostor  y  juguete 
de  los  católicos  polacos,  se  cebó  en  su  cadáver,  al  que  apos- 
trofó con  los  calificativos  más  viles  e  infamantes,  al  mismo 
tiempo  que  glorificaba  y  ensalzaba  sobre  el  trono  a  Basilio 
Sciuski,  jefe  de  los  conjurados. 

Estas  nuevas  llegaron  a  Kazán  el  7  de  mayo,  como  se  ha 
dicho,  juntamente  con  cartas  de  Basilio  y  del  Santo  Sínodo, 
cartas  escritas  a  todos  los  pueblos  de  las  Rusias,  las  cuales 
cartas,  al  decir  del  P.  Paulo  Simón,  estaban  « llenas  de  men- 
tiras y  contenían  cosas  injuriosas  para  el  Papa».  Además, 
en  ellas  se  decía  «  que  aquel  a  quien  habían  matado,  no  era 
el  verdadero  Demetrio,  sino  un  latino  impostor  que  el  Papa 
había  enviado  a  Moscovia  para  destruir  la  fe  de  los  mosco- 
vitas e  introducir  las  herejías  de  los  latinos,  con  otros  mu- 
chos embustes  contra  el  Pontífice  Romano  y  contra  los  ca- 
tólicos. » 

La  excitación  causada  en  el  pueblo  de  Kazán  por  este 
suceso  y  aquellas  cartas  fué  extraordinaria.  Unos  se  pusie- 
ron de  parte  de  Basilio  y  otros  de  parte  de  Demetrio;  pues 
corrió  también  la  voz  de  que  éste  no  había  sido  realmente 
asesinado,  sino  otro  en  su  lugar;  porque  el  pueblo  pidió  a 
gritos  e  «  hizo  que  fuese  llevado  a  la  plaza  pública  el  cadá- 
ver que  decían  de  Demetrio;  pero  allí  fué  comprobado  que 
no  era  tal,  ya  que  el  cuerpo  de  éste  era  más  alto  y  tenía  la 
barba  afeitada,  mientras  que  Demetrio  era  pequeño  y  bar- 
bilampiño. »  Así  y  todo,  el  pueblo  no  se  atrevió  a  pasar  ade- 
lante en  más  averiguaciones,  porque  unos  fueron  pagados 
con  largueza  para  que  callasen,  y  otros  amenazados  de 


-  7U  — 


muerte  si  hablaban  más  de  aquel  triste  drama.  Los  conju- 
rados se  impusieron  por  la  fuerza  y  por  la  violencia;  pero 
no  fueron  obedecidos  en  todo  el  imperio,  por  lo  cual  reinó 
en  Rusia  en  aquellos  días  la  más  completa  anarquía  que  pu- 
diera imaginarse,  comparable  tal  vez  a  la  que  ha  reinado 
en  nuestros  días.  En  donde  mayor  confusión  hubo,  fué  en 
las  ciudades  más  apartadas  de  la  capital,  especialmente  en 
las  regiones  que  iban  recorriendo  nuestros  Misioneros. 

El  Gobernador  de  Kazán  hizo  proclamar  en  el  acto  por 
Gran  Duque  a  Basilio,  en  tanto  que  Astrakán  siguió  toda- 
vía a  Demetrio,  o  muerto  o  vivo. 

Como  en  Kazán  leyeron  a  voz  de  pregón  las  cartas  de 
los  conjurados  de  Moscou,  todos  se  revolvieron  contra  el 
Papa  y  contra  los  embajadores  que  Su  Santidad  mandaba  a 
Persia  y  eran  sus  huéspedes  entonces.  Con  esto  el  Gober- 
nador dobló  las  guardias  de  la  residencia  de  nuestros  Mi- 
sioneros. «  Temíamos  de  una  parte,  dice  el  P.  Paulo  Simón, 
que  el  nuevo  Duque  diese  orden  de  matarnos,  como  nos  de- 
cían algunos;  y,  de  otra  parte,  que  el  pueblo  se  sublevase 
contra  nosotros,  y  fuimos  avisados  que  se  trataba  de  hacer- 
lo por  la  noche  ».  Con  lo  cual  cada  día  esperaban  ser  el  úl- 
timo de  su  vida,  y  cada  noche  se  preparaban  para  la  muerte. 

A  los  15  días  llegó  orden  del  Duque  Basilio,  para  que  las 
autoridades  de  Kazán  dejasen  libre  el  paso  al  embajador 
persa,  y  para  que  detuviesen,  en  cambio,  a  los  carmelitas 
hasta  nueva  orden. 

Cuando  llegaron  los  carros  para  llevar  al  barco  el  equipa- 
je del  embajador  persa,  el  P.  Paulo  Simón  hizo  porque  les 
dejasen  partir  con  él,  pero  el  Gobernador  de  Kazán  no  se  lo 
permitió  en  absoluto  sin  consentimiento  del  Gran  Duque. 
Viendo  esto,  el  P.  Paulo  se  arriesgó  a  escribir  a  Basilio  y  al 
Santo  Sínodo  de  Moscou  una  carta  concebida  en  los  siguien- 
tes términos  (1) :  «Vuestro  Palatino  de  Kazán  nos  ha  avisa- 
do de  cómo  habéis  dado  orden  de  que  permita  al  embajador 
persa  pasar  a  Persia,  y  a  nosotros  nos  detenga  en  esta  ciu- 
dad, de  lo  cual  nos  hemos  maravillado  mucho  por  no  saber 
la  causa.  Nosotros  vinimos  a  Moscovia  en  tiempo  del  Duque 
Demetrio,  como  todos  sabéis;  y,  cuando  entramos  en  vues- 
tros estados,  el  Senado  y  aquel  a  quien  vosotros  habíais  he- 
cho Duque,  nos  dejaron  entrar  y  nos  prometieron  dejarnos 
pasar  a  Persia.  Los  Príncipes,  y  más  si  son  cristianos,  cum- 
plen siempre  lo  que  prometen  a  los  forasteros,  en  especial 
si  son  enviados  a  otros  Príncipes.  Nosotros  somos  unos  po- 
bres religiosos  a  quienes  importa  poco  morir,  porque  con  es- 
te propósito  nos  partimos  de  Roma.  El  Sumo  Pontífice  y  el 


(1)    La  inserta  en  su  RELACIÓN  de  la  misión  de  Persia. 


-71  - 


Emperador,  de  los  cuales  os  hemos  traído  cartas,  procurarán 
averiguar  nuestro  paradero,  y  evitar  que  se  derrame  en  lo 
futuro  más  sangre  inocente  de  cristianos  de  la  que  se  está 
derramando  ahora.  Si  el  Sumo  Pontífice  ha  favorecido  a 
aquel  que  decís  vosotros  que  no  era  el  verdadero  Demetrio, 
lo  ha  hecho  por  el  amor  que  tiene  a  vuestro  reino,  creyendo 
que  Demetrio  fuese  el  verdadero  Principe  vuestro.  Y  no  es 
extraño  que  haya  sido  engañado  en  esto  Su  Santidad,  cuan- 
do habéis  sido  engañados  también  vosotros  que  lo  recibis- 
teis por  tal  y  como  a  tal  lo  coronasteis.» 

Esta  carta,  breve,  enérgica  y  serena  a  la  vez,  la  leyó  el 
Gobernador  al  pueblo  de  Kazán  antes  de  enviársela  al  Gran 
Duque.  Todos  se  maravillaron  de  la  valentía  cristiana  de 
aquellos  pobres  frailes  descalzos,  que,  por  decir  la  verdad, 
despreciaban  la  vida  y  estaban  prontos  a  morir,  y  más  oyen- 
do que  ya  venían  con  esa  idea  y  con  ese  propósito  desde 
Roma.  Salió  la  carta  sin  pérdida  de  tiempo  para  Moscou,  en 
tanto  que  el  Gobernador  dió  orden  al  embajador  persa  de 
que  aplazase  el  viaje  hasta  que  viniese  la  respuesta  para  los 
Misioneros,  y  así  fuesen  juntos  en  adelante  como  habían  ve- 
nido, en  el  caso  que  el  Gran  Duque  concediese  a  los  carme- 
litas la  salida  de  su  reino.  Mucho  contrarió  esta  orden  al 
embajador  de  Persia,  no  tanto  por  retardar  su  viaje,  como 
porque  ya  deseaba  deshacerse  de  los  Padres,  al  decir  del  su- 
perior de  ellos,  porque  de  una  parte  quería  seguir  su  camino 
gozando  de  mayor  libertad,  y  de  otra  temía  que  los  Misione- 
ros diesen  cuenta  a  su  Rey  de  la  desordenada  vida  y  mala 
conducta  que  venia  observando,  y  si  no  iba  él  antes  a  pre- 
venirle, pensaba  que  eso  le  había  de  acarrear  el  caer  en  des- 
gracia con  su  soberano. 

Así  se  iban  pasando  los  días,  juzgándose  nuestros  Misio- 
neros en  el  lugar  de  su  encarcelamiento  como  reos  en  capi- 
lla, entre  la  vida  y  la  muerte,  esperando  el  indulto  o  la  sen- 
tencia de  ejecución,  hasta  que  el  20  de  julio  llegaron  a  Kazán 
los  embajadores  que  el  Gran  Duque  Basilio  mandaba  a  Per- 
sia, como  lo  tenía  pensado  y  preparado  su  antecesor  Deme- 
trio. Estos  embajadores  mandaron  llamar  a  los  carmelitas 
con  mucho  aparato,  enviándoles  carruajes  para  que  fuesen 
a  la  residencia  de  aquella  embajada  moscovita.  Los  nuestros 
prefirieron  ir  a  pie,  con  la  mayor  humildad  y  modestia;  y, 
llegados  a  la  presencia  de  dichos  embajadores,  «los  cuales 
ostentaban  en  sus  vestidos  muchas  perlas»,  en  nombre  del 
nuevo  Duque  Basilio,  dijeron  a  los  Misioneros,  «que,  por  lo 
mal  que  el  Sumo  Pontífice  se  había  portado  ayudando  a 
aquel  hereje  « Gresatrepia »  (1),  soliviantando  con  esto  al 

(1)  Asi  escribe  el  P.  Paulo  Simón  el  apodo  que  daban  a  Demetrio  los 
que  le  creían  imoostor,  y  decían  que  era  un  monje  que  se  llamaba  antes 
Gregorio  Otr^pief. 


-72- 


reino  de  Moscovia,  merecían  ellos,  los  Misioneros,  que  no 
se  les  dejase  pasar  adelante;  pero  que  Basilio  era  misericor- 
dioso, y  quería  conservar  la  amistad  de  sus  antecesores  con 
el  Sumo  Pontífice  y  con  el  Emperador;  y  por  esto  les  daba 
el  paso,  y  ordenaba  que  se  les  proveyese  de  todo  como 
antes.» 

Después  de  esto,  los  embajadores  moscovitas,  dice  el 
P.  Paulo,  «nos  ofrecieron  de  beber,  según  es  costumbre  en- 
tre ellos;  pero  nos  excusamos  diciendo  que  no  habíamos  di- 
cho misa,  y  nos  marchamos.» 

Llegado  que  hubieron  a  su  morada,  prepararon  su  pobre 
equipaje,  tomaron  sus  documentos,  pusiéronlos  a  buen  re- 
caudo, y  sé  dispusieron  a  partir  cuando  les  dijese  el  que 
guiaba  la  flota,  que,  a  guisa  de  caravana,  iría  por  el  Volga 
hasta  la  ciudad  de  Astrakán,  sobre  el  Mar  Caspio.  Todavía 
el  embajador  persa  hizo  cuanto  pudo  con  los  moscovitas  pa- 
ra que  impidiesen  a  los  Misioneros  seguir  en  aquella  expedi- 
ción, deseando  que  se  quedasen  en  Kazán,  y  contando  mil 
patrañas  sobre  la  vida  y  pensamientos  de  aquellos  pobres 
religiosos.  Pero  los  moscovitas,  lejos  de  dar  oídos  a  lo  que 
decía  aquel  calumniador  contra  los  Misioneros,  procuraron 
dar  a  éstos  una  de  las  mejores  barcas  que  encontraron,  pa- 
ra que  siguiesen  cómodamente  su  viaje  hasta  el  Mar  Caspio. 

Como  nos  lo  van  a  decir  ellos  mismos. 


CAPITULO  IX 


Desde  KazAn  hasta  Astrakán 

Navegando  por  el  Volga.—Una  triste  escala  en  Tsaritsin.— Muerte  de  un 
Misionero  y  la  del  Sargento  Riodolid. — Rlndenle  honores  militares. — 
La  escolta  de  cosacos. 

«El  24  de  julio  salimos  de  Kazán  hacia  Astrakán  por  el 
río  Volga.  Nos  dieron  una  barca  bastante  buena,  sólo  para 
nosotros,  con  doce  remeros ».  En  las  barcas  que  formaban 
la  flotilla  «éramos  unas  dos  mil  personas,  porque,  además 
de  los  embajadores  moscovitas  y  persiano  y  nosotros,  ve- 
nían unos  500  soldados,  acompañándonos  y  muchos  merca- 
deres; porque  se  decía  que  en  el  río  Volga,  cerca  de  Astra- 
kán, había  muchos  bandidos  o  cosacos,  según  ellos  los  lla- 
man, los  cuales  desvalijaban  a  los  pasajeros  » 

El  Volga  impresionó  mucho  a  nuestros  embajadores.  Sa- 
bido es  que  se  cuenta  por  el  mayor  río  de  Europa.  Su  curso 
viene  a  ser  de  unos  2.800  kilómetros  desde  Tver,  pequeño  la- 
go de  su  nacimiento,  hasta  el  mar  Caspio,  en  donde  desembo- 
ca por  Astrakán  y  sus  contornos.  No  vamos  a  copiar  lo  que 
dicen  las  geografías  de  ahora  sobre  el  rio  Volga,  sino  lo  que 
cuentan  de  él  nuestros  Misioneros,  que  lo  fueron  recorrien- 
do nada  menos  que  durante  27  días  de  navegación  hasta  lle- 
gar a  Tsaritsin,  en  donde  interrumpieron  su  viaje  por  tristes 
acontecimientos.  Hasta  allí  se  entretienen  en  gozar  y  contar 
las  maravillas  que  van  viendo  desde  su  barca.  Después  lle- 
varon otros  pensamientos,  que  les  impidieron  recrearse  co- 
mo hasta  entonces. 

Los  Misioneros  nos  cuentan  que  iban  encantados  com- 
templando  las  márgenes  del  río  y  preguntando  los  nombres 
de  los  lugares  que  veían  desde  la  barca.  El  Volga  era  muy 
ancho.  En  Kazán  alcanzaba  muy  cerca  de  una  milla  y  en 
Tsaritsin  más  de  dos  millas,  porque  allí  desaguan  varios 
afluentes  suyos  que  corren  por  la  Tartaria. 

Tiene  el  Volga  algunas  islitas:  unas  de  10,  otras  de  12  y 
algunas  hasta  de  20  millas,  con  pinos  y  árboles  silvestres. 
Es  abundantísimo  en  pesca  de  todas  clases,  sobresaliendo 
en  las  truchas  y  salmonetes.  Desde  allí  se  mandaba  pescado 
fresco  al  Gran  Duque,  muy  bien  colocado  entre  hielo.  Mu- 
cho era  también  « lo  que  metían  en  sal  y  lo  enviaban  a  di- 
versos países.» 


-74- 


El  Volga,  además,  es  muy  profundo.  «Navegan  por  él 
barcas  grandes.  Algunas,  como  una  que  va  en  la  flotilla,  lle- 
van 700  hombres.  El  país  por  donde  corre  el  Volga  es  todo  lla- 
no; y  seria  fértil,  dice  el  P.  Simón,  si  lo  cultivasen  sus  habi- 
tantes. La  mayoría  son  tártaros,  los  cuales  no  tienen  ciudad 
permanente;  porque  viven  en  tiendas,  un  día  en  un  lugar  y 
otro  día  en  otro,  buscando  pastos  para  sus  caballos  y  gana- 
do, que  tienen  en  gran  número.  No  están  sujetos  al  Gran 
Duque  de  Moscovia,  sino  que  tienen  diversos  jefes  de  su 
casta.» 

El  20  de  agosto  llegaron  a  un  pueblecillo  situado  en  la 
ribera  del  Volga  y  distante  todavía  como  unas  650  millas  de 
Astrakán.  «Se  llama  Sarecim,  dice  el  P.  Paulo.  Hoy  día  lo 
vemos  escrito  así:  Tsaritsín  (1) . 

Tsaritsín  es  un  pueblo  de  unas  100  casas,  desprovisto  de 
todo,  en  las  orillas  del  Volga,  en  la  curva  que  hace  el  río  en- 
tre Saratow  y  Astrakán.  Allí  eran  todos  partidarios  de  De- 
metrio, y  en  Astrakán  más  todavía.  Durante  la  navegación 
de  nuestros  Misioneros  por  el  Volga  habían  ocurrido  grandes 
sucesos.  Los  embajadores  moscovitas  se  enteraron  de  ello, 
e  hicieron  detener  en  Tsaritsín  la  flotilla.  Lo  que  pasaba  era 
esto: 

Una  revolución  formidable  había  estallado  contra  el  Czar 
Basilio.  La  causa  fué  la  noticia,  verdadera  o  falsa,  que  había 
corrido  por  las  Rusias  como  un  reguero  de  pólvora,  y  era 
que  Demetrio  no  había  sido  asesinado,  sino  otro  en  su  lu- 
gar, como  dijimos  antes.  Un  intrigante  que  se  decía  herma- 
no de  Demetrio,  aprovechó  hábilmente  estos  rumores  y  lo- 
gró levantar  contra  Basilio  la  ciudad  de  Astrakán  y  su  co- 
marca. Los  cosacos  se  sumaron  en  seguida  a  los  revolucio- 
narios, y  en  pocos  días  ardió  en  guerra  toda  la  comarca  del 
Don ,  habitada  por  los  cosacos.  Se  aumentó  la  conjuración 
en  estas  partes,  porque  vivían  entre  los  cosacos  dos  hijos 
de  Feodor  o  Teodoro,  sobrinos  de  Demetrio,  que  habitaban 
en  la  región  del  Don  desde  los  días  del  usurpador  Boris.  El 
mayor  de  estos  hijos  de  Feodor,  al  frente  de  un  numeroso 
ejército  de  cosacos,  reforzados  por  nutridas  falanges  mosco- 
vitas, se  puso  en  marcha  para  asaltar  la  ciudad  de  Moscou 
y  levantar  sobre  el  trono  al  redivivo  Demetrio. 

Entre  tanto,  Basilio  había  enviado  a  Astrakán  diversos 
embajadores  con  el  fin  de  apaciguar  la  ciudad  con  palabras 
y  buenas  promesas;  pero  los  embajadores  de  Basilio  « fue- 
ron arrojados  de  una  alta  torre,  dejando  que  sus  cadáveres 
fuesen  comidos  de  las  fieras  »  (2).  Al  saber  esto  Basilio,  en- 


(1)  El  P.  Bertoldo-Ignacio  escribe  Tzaritzin,  op.  cit.  págs.  134  y  si- 
guientes. 

(2)  El  P .  Paulo  Simón  en  su  RELACIÓN  de  la  Misión  de  Persia . 


-75- 


vió  un  ejército  de  20.000  hombres  de  guerra  para  someter 
por  las  armas  a  aquella  importantísima  ciudad.  Esta  se  re- 
sistía con  fiereza,  y  precisamente  cuando  llegaba  la  flotilla 
de  nuestros  Misioneros  a  Tsaritsín,  se  había  empeñado  una 
recia  batalla  ante  los  muros  de  Astrakán.  Por  eso  mandaron 
los  embajadores  moscovitas  que  se  detuviese  allí  la  flotilla, 
y  que  nadie  saliese  de  las  barcas  hasta  que  no  se  supiese  el 
fin  de  la  batalla. 

El  P.  Simón  dice  sobre  esta  escala  forzosa:  «  Llegados  a 
Sarecim,  nos  detuvimos  allí  en  las  barcas  durante  todo  el 
mes  de  septiembre,  esperando  que  Astrakán  se  rindiese  pa- 
ra ir  allá;  y  cada  día  venían  noticias  de  que  estaba  próximo 
el  rendimiento  de  la  ciudad,  pero  todas  eran  mentiras,  el 
cual  vicio  es  tan  común  en  Moscovia,  que  no  es  injuria  de- 
cir a  uno  en  su  cara  «  que  miente  »,  y  se  lo  dicen  al  Gran 
Duque  en  sus  barbas. » 

Viendo,  pues,  que  no  podían  pasar  adelante,  porque  la 
ciudad  no  se  rendía  y  el  invierno  estaba  próximo,  temieron 
los  Misioneros  por  su  vida ,  dados  los  rumores  que  empeza- 
ron a  llegar  a  sus  oídos,  y  eran  «  que  el  Papa  enviaba  dos 
millones  de  soldados  armados  con  armas  blancas  para  arro- 
jar del  trono  a  Basilio  y  reponer  a  Demetrio. » 

Ante  estos  insistentes  rumores,  creídos  por  todos  y  tan 
peligrosos  para  los  embajadores  del  Papa,  «  pensó  el  P.  Si- 
món que  dos  de  ellos  huyesen  por  tierra  a  la  ciudad  de  As- 
trakán, y  buscasen  remedio  para  los  demás  ».  Consultado  el 
caso  con  los  otros,  todos  aprobaron  su  proyecto,  pero  no 
convinieren  en  las  personas  que  habían  de  ir.  El  P.  Paulo 
Simón  quería  a  todo  trance  ser  uno  de  los  dos  que  fuesen; 
pero  los  otros  eran  contrarios  a  ello,  por  el  peligro  a  que  se 
exponía  el  superior  de  la  misión  pontificia,  y,  por  lo  tanto, 
la  misión  entera.  Hicieron  oración  todos,  para  encomendar 
al  Señor  el  negocio.  El  P.  Paulo  se  resolvió  a  partir  él  mis- 
mo, acompañado  del  P.  Juan  Tadeo,  el  día  de  la  Natividad 
de  la  Virgen  Nuestra  Señora ,  8  de  septiembre;  pero  la  vís- 
pera por  la  noche  le  acometió  una  fiebre  tan  intensa,  que  le 
impidió  aquella  huida  peligrosa  y  erizada  de  dificultades, 
insuperables  en  tales  circunstancias.  No  se  le  quitó  la  fiebre 
hasta  el  3  de  octubre.  Todos  fueron  cayendo  enfermos  y  to- 
dos de  gravedad.  El  prim.ero  que  pensaron  que  moriría,  fué 
el  P.  Paulo  Simón;  luego  estuvo  todavía  más  grave  y  a  la 
muerte  el  P.  Juan  Tadeo.  Los  dos  se  salvaron,  y  los  últimos 
atacados  fueron  los  dos  últimos  de  la  caravana,  y  ambos 
murieron.  El  P.  Vicente,  enfermo  y  todo,  fué  auxiliando, 
uno  a  uno,  a  los  miembros  de  aquella  probada  misión. 

Cuando  se  hallaban  tan  enfermos,  pidieron  a  las  autori- 
dades moscovitas  que  les  permitiesen  ir  hasta  Astrakán  en 
busca  de  remedio  para  sus  males.  Los  embajadores  de  Basi- 


-76- 

lio  no  se  lo  permitieron.  Lo  más  que  Ies  concedieron,  fué ' 
desembarcar  en  Tsaritsín  y  tomar  allí  una  casa,  o  por  me- 
jor decir,  «  una  habitación  de  15  palmos  para  ocho  que  eran 
entre  los  Misioneros  e  intérpretes  ».  Allí  pensaron  estar  sola- 
mente algunos  días,  y  se  vieron  obligados  a  pasar  algunos 
meses:  los  meses  más  crueles  de  invierno,  tristes  y  som- 
bríos, helados  y  largos,  como  son  los  meses  invernales  en 
aquellas  latitudes.  Ya  no  había  que  pensar  en  seguir  el  via- 
je hasta  la  primavera,  en  que  se  volviese  a  deshelar  el  Vol- 
ga,  si  es  que  no  les  visitaba  antes  « la  hermana  muerte  », 
para  llevarles  a  la  eternidad.  Todos  estaban  preparados  pa- 
ra morir,  porque  se  veían  a  las  puertas  de  la  muerte. 

El  P.  Juan  Tadeo  fué  el  primero  en  recibir  el  viático,  y 
cuando  estaba  err  lo  último,  le  mandó  el  superior  que  sana- 
se, «y  fué  tanta  su  fe  en  la  palabra  del  superior,  que  el  Se- 
ñor le  hizo  merced  de  mejorar  desde  aquel  día  hasta  repo- 
nerse por  completo.  »  Dios  le  reservaba  para  obrar  maravi- 
llas en  las  Misiones. 

El  P.  Vicente,  enfermo  y  todo,  tuvo  ánimo  y  fuerzas 
para  asistir  a  los  demás  y  administrar  los  santos  sacramen- 
tos a  los  que  murieron. 

«El  viernes  de  Pasión,  dice  en  su  relación  el  P.  Paulo, 
murió  el  Sargento  Mayor,  al  cual  dió  los  santos  óleos  el 
P.  Fr.  Vicente,  por  tener  su  cama  junto  a  la  del  moribundo; 
y  le  ayudó  lo  mejor  que  pudo  a  bien  morir.  Ninguno  de 
nosotros  pudo  ir  a  su  lado,  excepto  yo,  que  me  hice  llevar 
el  día  antes  a  la  cabecera  del  enfermo,  y  le  preparé  a  morir, 
creyendo  que  entonces  moriría.  Gran  desconsuelo  nos  cau- 
só su  muerte,  por  haber  perdido  un  compañero  de  tantas 
virtudes  y  santidad;  pero  nos  consoló  su  feliz  tránsito,  por- 
que murió  como  un  ángel.  Muchos  días  había  que  esperaba 
aquella  hora  con  gran  deseo.  Durante  todo  el  viaje  nos  edi- 
ficó mucho  con  sus  raras  virtudes:  humildad  profunda,  obe- 
diencia, modestia,  mortificación  y  oración  continua.  No  lo 
quisimos  enterrar  en  la  iglesia  de  los  moscovitas,  por  ser 
cismáticos.  Lo  fuimos  a  dar  sepultura  en  el  campo,  fuera  de 
la  ciudad.  Fueron  acompañando  el  cadáver  algunos  merca- 
deres armenios  que  venían  en  la  flotilla,  juntamente  con 
nuestros  intérpretes.  El  P.  Vicente  y  yo  le  acompañamos 
hasta  el  sepulcro  con  grandes  dolores  y  trabajo.  El  P.  Fray 
Juan  y  el  Hermano  no  tuvieron  fuerzas  para  tanto.  Le  hici- 
mos el  oficio  de  sepultura  lo  mejor  que  pudimos  y  con  bre- 
vedad, no  teniendo  ni  fuerzas  ni  salud  para  estar  allí  mucho 
tiempo.  El  P.  Fr.  Vicente,  por  un  accidente  que  le  dió,  tuvo 
que  tornarse  a  casa  antes  de  concluir  la  ceremonia.  El  Go- 
bernador de  la  ciudad  envió  25  arcabuceros  para  acompa- 
ñar el  cadáver  y  hacerle  los  honores. » 

He  ahí  el  fin  de  un  generoso  y  abnegado  soldado  espa- 


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ñol,  soldado  y  Misionero,  fenecido  en  el  corazón  de  la  Tar- 
taria, a  quien  rinden  honores  militares  25  arcabuceros  mos- 
covitas. ¡Página  ignorada  en  nuestra  historia!  Y  ese  solda- 
do es  enterrado  en  el  campo,  en  un  pedazo  de  tierra  bende- 
cida antes  por  dos  Misioneros  carmelitas,  uno  de  los  cuales 
es  también  español,  como  el  soldado,  como  aquel  Sargento 
Mayor  de  los  Tercios  de  Flandes,  el  aragonés  D.  Francisco 
Riodolid  de  Peralta. 

Triste  y  bien  triste,  por  cierto,  fué  para  nuestros  Misione- 
ros la  pérdida  irreparable  del  Sargento  Mayor  en  aquellas 
circunstancias;  pero  no  pararon  aquí  los  reveses  que  su- 
frieron. 

«  Pasados  5  ó  6  días,  continúa  diciendo  el  P.  Paulo,  mu- 
rió el  Hermano  Juan,  que  fué  el  Jueves  Santo.  Era  de  noche, 
y  no  se  halló  presente  nadie  más  que  el  P.  Fr.  Vicente,  el 
cual  le  dió  el  «  Oleo  santo  ».  Yo  le  había  visitado  la  tarde 
anterior.  Le  enterramos  junto  a  D.  Francisco.  El  P.  Vicente 
y  yo  le  rezamos  el  oficio,  y  le  fuimos  a  enterrar  en  compa- 
ñía de  los  mismos  que  asistieron  al  entierro  del  Sargento 
Mayor. » 

«  Larga  cosa  sería,  prosigue  el  P.  Paulo,  decir  las  muchas 
virtudes  de  este  Hermano,  con  las  cuales  edificó  a  los  se- 
glares durante  el  viaje.  El  celo  por  las  almas  era  en  él  ex- 
traordinario, grande  la  mortificación  y  paciencia,  mucha  la 
penitencia  suya.  Con  ser  tan  excesivos  los  fríos  de  Mosco- 
via, no  solamente  anduvo  siempre  descalzo  y  sin  abrigos  de 
pieles,  como  todos  nosotros,  sino  que  se  contentó  con  llevar 
únicamente  el  hábito.  Cada  día  molestaba  al  superior  pi- 
diéndole permiso  para  comer  solamente  pan,  y  tanto  se  lo 
suplicó,  que,  al  fin,  consiguió  no  comer  otra  cosa,  durante  al- 
gunos meses,  que  pan  y  menestra. » 

He  ahí  otro  héroe  de  la  santidad  caído  en  el  campo  de 
operaciones,  desconocido  también  para  los  hombres.  ¡Bien 
se  parece  en  su  penitencia,  pobreza  y  mortificación  este  le- 
guito  carmelita  de  la  Umbría  al  pobrecíto  de  Asís,  el  Santo 
de  sus  montañas! 

Con  la  muerte  del  Hermano,  quedaron  los  tres  Padres 
sin  sus  mejores  servidores  y  compañeros;  pero,  lejos  de 
arredrarse  por  ello,  dieron  gracias  a  Dios;  porque,  piadosa- 
mente pensando,  como  pensaban,  ya  tenían  junto  al  trono 
del  Altísimo  dos  poderosos  intercesores,  que  habían  de  lle- 
var más  pronto  y  con  más  gloria  aquella  misión  adelante. 

Y  así  sucedió,  punto  por  punto.  Porque,  «  al  fin,  vino  el 
buen  tiempo  y  poco  a  poco,  dice  el  P.  Paulo,  fuimos  conva- 
leciendo los  enfermos...  A  los  tantos  de  abril  «  allí  tanti »  se 
desheló  el  rio,  y  empezaron  a  venir  los  correos  con  noticias. 
La  guerra  civil  entre  los  moscovitas  estaba  más  encendida 
que  nunca.  Astrakán  seguía  firme  por  Demetrio.  El  Gober- 


-78- 


nador  de  Tsaritsín  no  nos  dejaba  partir  ni  para  Moscou  ni 
para  Astrakán,  con  habérselo  suplicado  tantas  veces,  por- 
que nos  altaban  ya  las  provisiones.  En  ese  tiempo  padeci- 
mos muchas  cosas  que  quiero  pasar  en  silencio. " 

Pero  nosotros  las  adivinamos.  Padecieron  hambre  por 
falta  de  provisiones,  y  frío  por  falta  de  abrigo;  y  padecieron 
injurias  y  calumnias  de  los  partidarios  de  Basilio,  hallándo- 
se como  se  hallaban  en  una  ciudad  tan  pequeña,  de  habitan- 
tes semibárbaros,  en  el  crudo  invierno,  tan  triste  y  tan  largo, 
viendo  morir  a  compañeros  queridos,  estando  ellos  mismos 
a  las  puertas  de  la  muerte,  heridos  por  fiebres  pestilenciales 
y  siguiendo  luego,  aunque  convalecientes,  con  la  incerti- 
dumbre  de  morir  en  cualquier  momento,  apuñalados  por  los 
cosacos  o  envenenados  por  los  moscovitas  del  partido  de 
Basilio.  Hasta  supieron  que  «el  embajador  persianolos  que- 
ría ahogar  en  el  rio»,  y  a  la  verdad  era  capaz  de  todo,  pues 
que  llegó  « a  cortar  las  orejas  a  un  criado  suyo,  porque  dijo 
algunas  palabras  a  favor  de  Demetrio,  y  se  las  ofreció  en  un 
plato  al  embajador  moscovita  de  Basilio  por  congraciarse 
con  él.» 

Verdadera  o  falsa,  llegó  cierto  día  a  Tsaritsin  la  noticia 
de  que  realmente  Demetrio  era  vivo,  por  lo  cual,  el  segundo 
día  de  Pentecostéo  de  aquel  año  de  1607,  se  levantó  la  pe- 
queña ciudad  contra  el  Gobernador  y  contra  los  partidarios 
de  Basilio.  Al  Gobernador  le  maniataron,  y  de  esta  suerte 
fué  llevado  a  Astrakán,  «a  disposición  del  Principe D.  Juan, 
hermano  de  Demetrio,  que  era  el  jefe  de  los  sublevados  en 
aquella  ciudad. »  Este  Príncipe  movió  sus  tropas  y  cosacos 
hacia  Tsaritsín  para  salir  al  encuentro  de  otro  ejército  nu- 
meroso que  mandaba  de  refuerzo  Basilio  a  los  20.000  solda- 
dos que  antes  envió  contra  Astrakán.  Las  tropas  del  Princi- 
pe don  Juan  llegaron  a  Tsaritsín  a  tiempo,  e  impidieron  la 
matanza  que  maquinaban  allí  los  partidarios  de  Basilio,  en 
la  cual  hubieran  también  muerto  irremisiblemente  nuestros 
Misioneros. 

La  entrevista  de  los  nuestros  con  los  caudillos  de  los  co- 
sacos fué  muy  cordial  y  sencilla.  Ellos  Ies  proveyeron  de  ví- 
veres y  de  cuanto  necesitaban  para  continuar  el  viaje;  y  el 
capitán  de  los  cosacos,  por  orden  del  Principe,  puso  a  su 
disposición  una  buena  barca  con  30  remeros,  en  la  cual  fue- 
ron también  los  intérpretes  que  tenían  a  su  servicio.  Además 
de  esto,  les  dió  30  cosacos  que  les  acompañaran  y  los  prote- 
gieran, pues  lo  habían  bien  menester,  si  querían  llegar  vi- 
vos a  Astrakán,  en  un  camino  en  donde  todos,  amigos  y 
enemigos,  desvalijaban  y  mataban  y  cometían  toda  clase  de 
fechorías  y  delitos  a  todas  horas. 

El  24  de  julio  salieron  de  Tsaritsín,  río  abajo,  con  rumbo 
a  Astrakán.  La  navegación  duró  9  días.  Dos  días  antes  de 


-79- 


llegar  a  aquella  ciudad,  se  encontraron  con  el  Principe  Juan, 
que  iba  con  7.000  hombres  a  reforzar  su  ejército  de  Tsaritsin, 
« con  ánimo  de  reunirse  luego  con  Demetrio».  Al  cruzarse 
las  barcas  de  las  dos  flotillas,  hicieron  alto  las  dos,  y  todos 
desembarcaron  en  las  márgenes  del  rio.  Allí  levantaron  las 
tiendas,  y  por  encima  de  todas  sobresalía  la  del  Príncipe,  el 
cual  en  ella  recibió  a  nuestros  Misioneros.  El  Principe,  según 
escribió  después  el  P.  Paulo  Simón,  llevaba  en  su  compañía 
al  P.  Francisco  de  Acosta,  que  había  ido  a  Persia  en  tiempo 
de  Clemente  VIII,  y  un  armenio  que  había  ido  por  embaja- 
dor del  Rey  de  Polonia  al  Rey  de  Persia,  y  dos  embajadores 
persianos,  uno  que  venía  con  el  P.  Acosta  como  embajador 
de  Su  Santidad,  y  el  otro  al  Rey  de  Polonia,  junto  con  el  ar- 
menio que  hemos  dicho. 

«Se  detuvo  el  Príncipe,  añade,  y  levantó  sus  pabellones 
para  darnos  audiencia.  El  P.  Francisco  de  Acosta  nos  man- 
dó a  visitar  en  seguida  que  llegamos;  y  al  cabo  de  un  rato, 
nos  mandó  a  llamar  el  Príncipe  para  la  audiencia.  Estaba 
presente  el  dicho  P.  Acosta  y  los  otros  embajadores.  Nos 
prometió  dar  orden  a  Astrakán  para  que  nos  dejasen  pasar 
en  seguida  a  Persia.  El  P.  Acosta  nos  colmó  de  atenciones  y 
de  honores,  y  habló  con  muchas  alabanzas  de  nosotros  al 
Príncipe,  diciendo  que  no  mirase  a  nuestros  pobres  hábitos, 
sino  a  lo  que  representábamos.  Y  en  presencia  de  todos  be- 
só los  pies  al  superior  de  nuestra  misión,  diciendo  que  así 
nos  estimaban  los  Príncipes  cristianos.  Nos  llevó  luego  a  co- 
mer con  él;  y  estuvimos  allí  juntos  dos  días,  en  los  cuales 
nos  informó  de  muchas  cosas  referentes  a  Persia.» 

Se  ve  que  el  P.  Acosta  conocía  bien  a  los  orientales  al 
hacer  tales  demostraciones  de  respeto  y  estimación  a  los 
embajadores  del  Papa  en  la  persona  del  jefe  de  la  misión. 
De  esto  se  pagan  mucho  aquellas  gentes,  que  juzgan  más 
por  las  apariencias  del  valor  de  las  personas,  que  por  el  mé- 
rito positivo  de  las  mismas.  Aun  hoy  día  besan  la  barba  a 
los  Misioneros  en  señal  del  mayor  respeto  y  estima. 

El  4  de  agosto  siguieron  los  nuestros  por  el  Volga  hacia 
Astrakán,  y,  «como  tenían  que  pasar  por  una  plaza  enemi- 
ga » ,  les  dió  el  Príncipe  3.000  cosacos  para  que  les  acompa- 
ñaran. Procuraron  pasar  de  noche  por  aquella  plaza;  así  y 
todo,  los  enemigos,  que  supieron  su  venida,  les  prepararon 
una  emboscada.  Al  pasar  la  flotilla,  abrióse  un  nutrido  fue- 
go entre  las  embarcaciones  y  los  arcabuceros  de  la  plaza. 
«Nuestra  nave,  dice  el  P.  Paulo,  estaba  bien  armada.  Vinie- 
ron algunos  a  apresarnos;  pero  los  30  soldados  que  forma- 
ban nuestra  guardia,  nos  defendieron  bravamente,  sin  ha- 
ber herido  a  ninguno  de  los  nuestros  en  medio  de  tantos  dis- 
paros de  arcabuz  « con  tante  archibugiate».  En  la  división 
del  embajador  persiano  y  en  las  otras ,  robaron  cinco  barcas 


-80- 


grandes  cargadas  de  provisiones,  que  llevaban  a  Astrakán. 
Los  cosacos  que  nos  acompañaban,  volvieron  en  su  segui- 
miento, acosaron  a  los  enemigos,  recuperaron  tres  naves  de 
las  cinco  que  habían  apresado,  y  los  hicieron  retroceder  has- 
ta que  los  enemigos  se  encerraron  en  la  fortaleza.» 

El  7  de  agosto  llegaron  felizmente  a  Astrakán  (1).  «Fué 
singular  la  alegría  y  grande  el  recibimiento  que  les  hicieron, 
al  decir  del  P.  Juan  Tadeo,  porque  el  ejército  de  Demetrio 
venía  victorioso.»  Y  sin  duda  lo  decía  por  la  victoria  alcan- 
zada en  la  refriega  de  la  pasada  noche. 

Por  su  parte,  el  P.  Paulo  Simón,  amén  de  otras  observa- 
ciones como  todas  las  suyas,  al  acabar  de  recorrer  todo  el 
Volga,  desde  Kazan  hasta  Astrakán,  nos  dejó  escrita  ésta, 
que  es  muy  fina:  «Hay  tantos  cínifes  por  el  Volga,  que  to- 
dos los  que  viven  o  pasan  por  allí,  tienen  que  dormir  bajo 
pabellones;  pues  sería  imposible  dormir  fuera  de  ellos;  y  a 
pesar  de  todo,  nadie  se  puede  librar  de  tales  insectos  » 

Ni  eso  les  faltó  navegando  por  un  río  a  los  que  llevaban 
ya  tantas  punzadas  en  un  camino  tan  largo,  tan  lleno  de  es- 
pinas y  abrojos,  ¡y  después  de  tres  años  de  haber  salido  de 
la  Ciudad  Eterna! 


(1)  Asi  consta  de  la  RELACIÓN  del  P.  Paulo  Simón,  que,  por  ser  la  más 
rica  en  detalles  interesantes,  es  la  que  hemos  venido  siguiendo  con  toda 
puntualidad.  Sin  embargo,  en  la  del  P.  Juan  Tadeo  se  dice  que  ♦  los  Padres 
entraron  en  Astrakán  el  dia  de  San  Lorenzo  por  la  mañana »,  o  sea  el  10  de 
agosto. 


CAPITULO  X 


De  Astrakán  a  Bakú 

La  desembocadura  del  Volga. — Marina  y  marinería  pintadas  por  un  Mí' 
sionero  genovés.— La  partida  que  les  jugó  el  comandante  de  la  nave 
persiana. 

Astrakán,  por  los  días  en  que  llegaron  alli  nuestros  Mi- 
sioneros, «era  una  ciudad  con  casas  de  madera,  muy  popu- 
losa, situada  en  una  isla  del  río  Volga,  a  60  millas  del  mar. 
Tenía  arzobispo  cismático.  La  mayor  parte  de  sus  habitan- 
tes eran  entonces  moscovitas.  Allí  acudían  muchos  merca- 
deres con  sus  mercaderías  de  Persia,  de  Tartaria,  del  Cáuca- 
so  y  de  diferentes  lugares  del  mar  Caspio...  Los  víveres  ne- 
cesarios para  el  mantenimiento  de  sus  habitantes  los  recibía 
de  Kazán.» 

El  Gobernador  de  la  ciudad,  que  era  uno  de  los  principa- 
les Duques  de  Moscovia,  recibió  con  toda  cordialidad  a  los 
Misioneros,  y  les  procuró  digno  alojamiento.  Al  día  siguien- 
te de  su  llegada,  8  de  agosto,  les  envió  a  llamar,  y  les  pre- 
guntó si  traían  cartas  de  Demetrio  para  poder  salir  del  te- 
rritorio moscovita,  supuesto  que  ya  sabía  que  iban  de  em- 
bajadores del  Papa  a  Persia.  Como  los  Misioneros  le  respon- 
diesen negativamente,  excusándose  con  las  revueltas  del 
país  y  con  las  peripecias  del  viaje,  les  dijo  que,  sin  ese  per- 
miso por  escrito,  no  podía  dejarles  partir  de  Astrakán.  Fue- 
ron inútiles  los  ruegos  de  los  Misioneros  para  convencerle 
de  lo  contrario,  a  pesar  de  referirle  punto  por  punto  su  en- 
trevista con  el  Príncipe  don  Juan  y  todo  lo  que  habían  he- 
cho cerca  de  las  autoridades  de  Moscou,  siempre  obsequio- 
sas con  ellos.  El  Gobernador  les  dijo,  en  conclusión,  que  era 
de  todo  punto  necesaria  la  licencia  por  escrito. 

Y  allí  estuvieron  esperando  a  que  llegase;  y  esta  vez  lle- 
gó muy  pronto,  contra  todo  lo  que  ellos  se  temían.  Entonces 
«el  Gobernador  les  mandó  a  llamar,  y  les  dijo  que  había  re- 
cibido orden  del  Príncipe  para  que  les  dejase  pasar  a  Persia, 
y  se  entretuvo  con  ellos  un  buen  rato,  tratándolos  con  toda 
amabilidad  y  reverencia.»  Díjoles  que  podían  partir  en  se- 
guida, en  la  primera  barca  que  se  hiciese  a  la  vela  para  co- 
ger la  nave  que  hacía  la  travesía  desde  la  desembocadura 
del  Volga  hasta  Bakú. 

Aquí  intervino  de  nuevo  el  embajador  persa  con  sus  arti- 


6 


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mañas  para  impedir  la  salida  de  los  nuestros,  porque  él,  por 
lo  que  había  insultado  a  Demetrio  y  a  sus  representantes, 
tenía  prohibición  de  partir  para  su  país  por  orden  del  Go- 
bernador. En  esta  ocasión,  usando  de  sus  acostumbrados 
embustes,  dijo  que  no  podían  ir  solos  aquellos  Misioneros 
a  Persia,  sino  que  tenía  él  que  ir  acompañándoles,  pues  él 
los  había  traído  de  Roma  y  no  debía  dejarlos  hasta  presen- 
tarlos a  su  Rey. 

Para  que  tuviese  mayor  eficacia  su  oposición  a  la  salida 
de  los  nuestros,  dió  buenas  propinas  a  los  barqueros  y  re- 
meros, a  condición  de  que  no  dejasen  embarcar  en  sus  fa- 
lúas a  los  carmelitas;  «  e  hizo  otras  diligencias  para  que  nos 
detuviesen  allí,  dice  el  P.  Paulo,  siendo  él  la  causa  de  que 
no  se  determinasen  a  proporcionarnos  la  nave  ». 

Una  de  estas  diligencias,  que  tan  caritativamente  califi- 
ca el  buen  superior  de  la  misión,  fué  buscar  medios  de  en- 
venenar a  los  Misioneros  de  modo,  que  pudiese  él  escapar  a 
la  justicia.  Esto  fué  otra  vez  descubierto  a  tiempo,  y  no 
pudo  aquel  menguado  salir  con  sus  intentos  criminales. 

Cierto  día  supieron  los  nuestros  que  estaba  pronta  para 
partir  una  nave  persiana  que  hacía  el  recorrido  del  mar  Cas- 
pio, y  era  ocasión  propicia  para  partir  en  ella.  Hicieron  to- 
das las  diligencias,  para  tomar  puesto  en  la  naye,  con  el 
capitán  que  se  hallaba  en  Astrakán  aquel  día.  Mas,  tan  pron- 
to como  lo  supo  el  embajador  de  Persia,  intimó  al  capitán, 
en  nombre  del  Rey  Abbas,  cuyo  representante  se  hacía  y  se 
decía,  que  no  tomase  en  su  nave  a  aquellos  frailes  descal- 
zos, y  que  se  detuviese  allí  con  su  nave  hasta  que  pudiese 
partir  él,  que  era  embajador  del  Rey  de  Persia.  El  coman- 
dante se  resistió  a  obedecerle;  pues  de  no  salir  pronto,  de- 
cía, no  podría  hacerlo  hasta  el  año  siguiente,  por  estar  el 
invierno  próximo  y  seguírsele  inmensos  perjuicios  con  tal 
retraso.  «Nos  avisó  a  nosotros  lo  que  pasaba,  escribe  el 
P.  Paulo,  y  nos  prometió  llevarnos  en  su  nave  y  desembar- 
carnos en  Derbente  o  «  Portaferrea  »  (1),  en  donde  había- 
mos oído  que  se  hallaba  entonces  el  Rey  de  Persia.  Lleva- 
mos al  comandante  a  presencia  del  Gobernador,  y  éste  le 
mandó  que  se  partiese  inmediatamente  con  los  Misioneros.  > 

Habiendo  preparado  todo,  partieron  éstos  de  Astrakán  el 
día  26  de  agosto  de  aquel  año  1607.  El  Gobernador  puso  a 
su  disposición  una  barca  para  ellos  solos,  y  les  dió  una  re- 
gular escolta  de  cosacos  que  les  acompañasen  en  otras  dos 


(1)  Darbent,  o  Puerta  de  Hierro,  está  situada  al  pie  de  una  montaña 
en  la  orilla  occidental  del  mar  Caspio.  Ha  cambiado  muchas  veces  de  due- 
ño al  través  de  ios  siglos :  lo  fueron  los  persas,  los  árabes,  los  turcos,  los  ru- 
sos, etc.  Entonces  estaba  en  poder  de  los  persas,  que  se  la  acababan  de  to- 
mar a  los  turcos . 


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barcas  por  el  Volga  hasta  la  desembocadura  del  río  en  el 
mar  Caspio,  al  punto  en  que  estaba  anclado  el  navio  persiano. 

Muy  poco  hablan  navegado  por  el  río,  cuando  se  vieron 
sorprendidos  con  la  orden  del  Gobernador,  que  mandaba 
volver  al  puerto  las  barcas  de  los  Misioneros  y  las  de  su  es- 
colta. Lo  que  había  pasado,  era  que  el  intrigante  y  desal- 
mado embajador  persa,  al  verlos  partir,  echó  a  volar  la  es- 
pecie de  que  eran  traidores  y  enemigos  solapados,  los  cua- 
les, habiendo  burlado  la  vigilancia  de  las  autoridades  mos- 
covitas, se  dirigían  a  Persia  a  levantar  un  ejército  contra 
Demetrio  y  a  encender  la  enemistad  y  la  guerra  contra  las 
Rusias.  Alborotóse  con  esto  la  ciudad,  y  pidió  a  gritos  al 
Gobernador  que  hiciese  volver  a  los  traidores,  con  los  cua- 
les iban,  según  decían,  «  hasta  500  hombres  armados  ». 

Con  esto  se  explica  la  orden  que  dió  Su  Excelencia  a  los 
Misioneros;  pero,  éstos,  lejos  de  arredrarse,  sabiendo  de 
dónde  partían  aquellos  rumores  y  quién  había  sido  la  causa 
de  ellos,  tomaron  el  partido  de  luchar  con  las  mismas  ar- 
mas, aun  estando  tan  escasos  de  dineros;  pues  con  dineros 
pensaban  salir  de  allí,  como  infaliblemente  salieron.  «  Com- 
praron una  pieza  de  Damasco  de  Venecia,  que  les  costó 
27  zequines  venecianos  »,  y  se  la  regalaron  al  Gobernador. 
Distribuyeron  luego  algunos  zequines  más  y  otras  piezas  de 
seda  entre  los  causantes  del  alboroto,  que  eran  justamente 
los  remeros  y  barqueros  pagados  antes  por  el  embajador 
persiano.  Con  esto  se  callaron  todos.  Tocó  entonces  el  Go- 
bernador a  concejo;  juntáronse  los  beneficiados  con  los  pre- 
sentes de  los  Misioneros;  hablóse  largamente  sobre  lo  que 
éstos  eran  y  representaban,  y  el  interés  de  todos  en  que  no 
se  les  prohibiera  la  salida  de  la  ciudad,  sino  que  se  les  de- 
jase partir  libremente.  En  fin,  que  todo  salió  como  una  se- 
da, y  los  Misioneros  recibieron  el  permiso  de  partir  cuando 
quisiesen.  Ellos  lo  hicieron  a  toda  prisa,  por  temor  de  que 
revocasen  la  orden  y  pidiesen  más  seda  y  más  zequines  (1)  • 

Al  decir  del  P.  Paulo  Simón,  desde  Astrakán  hasta  la 
desembocadura  del  Volga,  suele  tardarse  8  o  10  días,  por- 
que se  ha  de  ir  navegando  con  mucha  atención,  sobre  todo 
al  llegar  al  mar  Caspio,  «  porque  el  río  está  muy  bajo  res- 
pecto del  mar,  y  desemboca  en  el  mar  por  siete  partes  dife- 
rentes y  de  muy  ancha  embocadura;  pero  sólo  por  una  bo- 
ca, y  esa  muy  estrecha,  se  puede  desembarcar  ». 

Grande  fué  la  alegría  de  los  pobres  Misioneros  al  decir 
adiós  al  revuelto  imperio  de  los  Czares.  «Cuando  nos  vimos 
en  la  nave,  dice  uno  de  ellos  (2),  nos  pareció  estar  en  el  pa- 


(1)  «  Súbito  resseguinio,  temendo  che  non  si  voltassero.»  El  P.  Pau- 
lo en  su  Relación. 

(2)  El  P.  Paulo  Simón  en  la  RELACIÓN  de  esta  Misión  de  Parsia . 


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raíso,  porque  ya  no  estábamos  bajo  el  dominió  moscovita  > . 
Así  y  todo,  no  dejaba  de  asaltarles  el  pensamiento  y  el  te- 
mor de  que  aquel  Gobernador  voltario  o  aquellos  cosacos 
de  la  escolta  les  hiciesen  retroceder  desde  un  punto  cual- 
quiera del  río,  porque  todo  era  de  esperarse  de  aquellas 
buenas  gentes;  y  así,  no  es  extraño  que  ellos  mismos  digan: 
«  En  los  dos  primeros  días  temíamos  siempre  que  nos  man- 
dasen ir  atrás,  reclamándonos  los  de  la  ciudad  ». 

Felizmente  desembocaron  en  el  mar  Caspio,  después  de 
recorrer  en  una  semana  «  las  100  millas  italianas  que  dista 
desde  Astrakán  ».  Todo  ese  recorrido  estaba  despoblado; 
solamente  iban  viendo,  de  vez  en  cuando,  algunas  caba- 
ñuelas de  pescadores. 

En  la  desembocadura  del  rio  les  cobraron  el  portaz- 
go (1).  El  lugar  en  donde  estaba  anclada  la  nave  que  iban  a 
tomar,  hallábase  cubierto  de  mástiles  y  de  velas,  formando 
un  panorama  bellísimo  y  pintoresco.  El  P.  Paulo,  como  buen 
genovés  y  hombre  de  mar,  se  fijó  mucho  en  aquel  cuadro  y 
en  aquella  marina.  «  Las  naves  de  aquel  mar,  nos  dice,  son 
grandes,  aunque  no  tanto  como  las  nuestras.  Son  sin  cu- 
biertas y  poco  embetunadas  («  poco  impecciate  »).  Los  árbo- 
les o  la  arboladura  es  muy  sutil,  las  velas  muy  grandes  y 
desproporcionadas,  los  marineros  poco  prácticos  en  el  arte, 
pues  no  saben  navegar  si  no  con  el  viento  de  popa,  por  lo 
que,  en  las  muchas  tempestades  que  se  levantan  en  el  mar 
Caspio,  se  pierden  muchas  naves. » 

Cuando  llegaron  los  Misioneros  para  embarcarse,  estaban 
cargando  la  nave  persiana,  « la  cual  se  tardó  dos  días  en 
cargarla,  y  cargada  que  fué,  nos  alejamos  como  unas  100  mi- 
llas de  tierra,  y  allí  esperamos  24  días  (2)  por  tener  el  vien- 
to contrario.  No  veíamos  tierra,  y  el  agua  del  mar  era  dulce, 
y  la  bebíamos;  porque  es  tan  grande  el  río  Volga  cuando 
desemboca  en  el  mar,  que,  como  he  dicho,  hasta  100  millas 
en  alta  mar  el  agua  es  dulce. » 

Hechas  estas  observaciones,  el  P.  Paulo  con  los  suyos  se 
fué  a  tomar  el  puesto  que  les  asignaron,  contando  de  paso 
los  pasajeros  que  iban  a  bordo.  «A  nosotros,  dice,  nos  pu- 
sieron en  la  popa  de  la  nave.  Eramos  tres  religiosos  y  nues- 
tros dos  intérpretes  y  dos  mercaderes  armenios.  En  el  resto 
de  la  nave  había  100  pasajeros  persianos,  mercaderes,  los 
cuales  habían  sido  desvalijados  en  Astrakán  y  volvían  a 
Ghilán,  su  patria. »  (3) 

Sabido  es  que  los  nuestros  se  entendieron  con  el  capitán 


(1)  «n  dazio»,  escribe  el  P.  Paulo,  que  son  más  bien  los  consumos. 

(2)  Según  el  P.  Juan  Tadeo,  hasta  el  22  de  septiembre. 

(3)  La  provincia  de  Ghilán  se  extiende  sobre  la  costa  occidental  del 
mar  Caspio,  entre  la  provincia  de  Shirvan  al  NO.  y  la  del  Irak  al  Sur. 


-85- 


0  comandante  de  la  nave  para  que  les  desembarcara  en 
Darbent  o  Puerta  de  Hierro,  por  ser  en  donde  se  hallaba  en- 
tonces el  Rey  de  Persia,  a  lo  que  se  decía,  y,  de  todos  mo- 
dos, ser  aquel  ei  puerto  de  Persia  en  donde  les  convenía 
desembarcar  para  ir  en  busca  del  Rey.  Pero  es  el  caso,  que 
el  mismo  capitán  se  entendió  con  los  mercaderes  de  Ghilán, 
para  que  les  llevase  a  ellos  cuanto  antes  a  su  destino,  sin 
tocar  en  Puerta  de  Hierro.  No  hay  duda  de  que  esto  lo  con- 
siguieron del  comandante  a  fuerza  de  dinero. 

«  Llevábamos  cinco  días  navegando  con  buen  viento, 
refiere  el  P.  Paulo,  cuando  fui  avisado  por  los  armenios, 
que  eran  prácticos  en  aquel  mar,  de  que  habíamos  pasado 
la  fortaleza  de  «  Portaferrea  »,  que  es  la  primera  tierra  del 
Rey  de  Persia  en  el  mar  Caspio  viniendo  de  Astrakán,  en 
donde  el  comandante  de  la  nave  había  prometido  al  Gober- 
nador y  a  nosotros  desembarcarnos,  y  lo  hubiera  podido 
hacer  muy  bien,  si  hubiera  querido.  »  Con  gran  lujo  de  deta- 
lles cuenta  el  mismo  Padre  cómo,  en  los  24  días  que  estuvo 
parada  la  nave  por  falta  de  viento  favorable,  se  arregló  lin- 
damente el  comandante  con  los  mercaderes  de  Ghilán,  para 
jugarles  aquella  mala  partida  a  los  religiosos,  faltando  el 
comandante  a  su  palabra.  E  hizo  más,  que  fué  el  internarse 
y  remontarse  mar  adentro  para  que  los  nuestros  no  viesen 
la  costa  ni  preguntasen  por  los  lugares  en  ella  situados. 
Quejóse  dr-  ello  el  P.  Paulo  al  comandante,  por  faltar  abier- 
tamente al  compromiso  adquirido  con  ellos,  y  él  se  excusó 
diciendo  que  aquellas  partes  estaban  en  guerra,  y  eran  muy 
peligrosas  para  efectuar  cualquier  desembarque.  Amenazá- 
ronle entonces  los  Misioneros  con  dar  parte  al  Rey  cuando 
llegasen  a  Persia,  y  «  estas  palabras  le  hicieron  algún  efec- 
to»,  pero  solamente  en  los  primeros  momentos;  porque  en 
seguida  afirmó  rotundamente  que  aquella  costa  fronteriza 
era  muy  otra  que  la  de  « Puerta  de  Hierro »  y  que  no  habían 
pasado  tal  lugar;  y,  dicho  esto,  «enderezó  las  velas  hacia 
Ghilán  por  contentar  a  los  mercaderes».  Quiso  entonces  la 
Providencia,  que  rige  los  destinos  de  los  hombres,  que,  ha- 
biendo tenido  antes  la  nave  viento  favorable,  éste  se 
fuese  cambiando  poco  a  poco,  con  lo  cual  el  comandante 
«se  vió  precisado  a  acercarse  a  tierra,  dando  con  la  costa  de 
Bakú,  ciudad  distante  de  Darbent  como  unas  200  millas» . 

Cuando  supieron  los  carmelitas  el  lugar  en  que  se  halla- 
ban, volvieron  a  instar  al  comandante  para  que  los  desem- 
barcase en  aquellas  playas,  que  distaban  sólo  de  Bakú  de 
10  a  12  millas,  y  al  fin  obtuvieron  que  les  pusiese  a  su  dis- 
posición «una  falúa»,  en  la  cual  ellos  con  todos  sus  compa- 
ñeros ganaron  la  costa.  Era  el  27  de  septiembre  del  1607. 

Los  Misioneros  habían  echado  pie  a  tierra  en  los  domi- 
nios del  Rey  Abbas,  el  Grande. 


-86- 


El  P.  Juan  Tadeo  apuntó  en  su  Relación  este  hecho  con 
las  siguientes  palabras  (1) :« Desembarcaron  en  Persia  dia 
de  San  Cosme  y  San  Damián,  en  una  aldea  junto  a  Bakou, 
donde  a  la  sazón  estaba  Sufulcar  Can  o  Duque  de  Servián, 
cuya  metrópoli  es  Xamaki.» 

Con  esto  se  acabaron  las  peripecias  en  los  dominios  de 
Moscovia.  Y  empezaron  las  de  Persia. 


CAPITULO  XI 
Desde  Bakú  hasta  Kasbín. 

En  los  dominios  del  Shah  de  Persia.-— Convites  y  agasajos  del  Kan  de  Sa- 
maki  sobre  alfombras  y  alcalif.>s — Cómo  trataban  a  los  embajadores 
en  tierras  de  Abbas,  el  Grande.— Y  cómo  maltrataban  a  las  gentes 
que  se  negaban  a  proveer  gratis  et  amare  a  los  embajadores. 

Cerca  de  un  caserío  desembarcaron  los  Misioneros,  y  con 
ellos  sus  intérpretes  y  los  dos  mercaderes  armenios  que  iban 
al  interior  de  Persia.  Estos  rogaron  a  los  nuestros  que  les 
permitiesen  ir  con  ellos  hasta  Ispahán.  Con  mucho  gusto  ac- 
cedió a  ello  el  jefe  de  la  misión,  «porque  nos  parecía  ser 
contra  la  caridad  no  complacerles,  dice  el  mismo,  y  además 
porque  esperábamos  que  nos  habían  de  ayudar  mucho,  en 
especial  para  la  unión  de  los  armenios.»  Con  esta  compañía 
y  durante  tanto  tiempo,  se  iban  ellos  enterando  muy  bien 
de  los  usos,  costumbres,  ritos  y  religión  de  aquellas  gentes, 
a  la  vez  que  iban  aprendiendo  su  lengua. 

Aquella  misma  tarde  escribieron  una  carta  para  el  Rey 
de  Persia,  y  enviáronla  con  uno  de  estos  armenios  a  Sofol- 
car-Kan,  que  estaba  en  Bakú,  y  era  «Virrey  de  aquella  pro- 
vincia». La  carta  al  Shah  Abbas  decía  de  esta  manera  (2): 
«Serenísimo  y  potentísimo  Rey:  El  Sumo  Pontífice  Paulo  V, 
nuestro  Señor,  Jefe  de  los  Príncipes  cristianos,  nos  ha  envia- 
do a  V.  M.  con  cartas  y  negocios  secretos.  Las  guerras  y  re- 
voluciones de  Moscovia  nos  han  detenido  en  aquellos  países 
más  de  lo  que  pensábamos,  con  gran  sentimiento  nuestro, 
por  no  poder  cumplir  el  mandato  de  Su  Santidad  de  venir 
cuanto  antes  a  la  presencia  de  Vuestra  Majestad.  Hoy  he- 
mos llegado  cerca  de  Bakú,  ciudad  de  V.  M.,  desde  donde 
os  rogamos  que  deis  las  órdenes  oportunas  para  que  cuanto 


(1)  Escribimos  los  nombres  de  las  ciudades  y  personas  con  la  misma 
ortografía  que  usa  en  su  RELACJÓN. 

(2)  La  inserta  el  P .  Paulo  en  su  RELACIÓN  de  Persia . 


-87- 


antes  seamos  llevados  a  vuestra  presencia.  Traemos,  ade- 
más, cartas  del  Emperador  de  los  Romanos,  de  Segismundo, 
Rey  de  Polonia,  y  de  otros  Principes  cristianos  para  Vuestra 
Majestad  > 

Al  día  siguiente  volvió  el  armenio  y  con  él  un  gentilhom- 
bre para  acompañar  a  los  religiosos  hasta  Bakú.  Cuando  tes 
vió  con  hábitos  tan  pobres  y  remendados,  se  quedó  estupe- 
facto, pensando  ¡qué  tal  seria  el  soberano  de  aquellos  em- 
bajadores descalzos  y  mal  vestidos!...  Mas,  luego  que  les 
habló,  quedó  más  estupefacto  aún  del  saber  y  modestia  de  . 
los  Padres,  y  muy  gozoso  les  acompañó  hasta  Bakú  aUdía 
siguiente. 

Refiere  aquí  el  P.  Paulo  Simón,  que  « aquella  noche  se  le- 
vantó una  tempestad  tan  furiosa,  que  destrozó  dos  riaves  de 
la  flotilla  que  había  venido  con  nosotros  el  día  anteripr  de 
Astrakán;  y  aquella  en  que  vinimos  nosotros,  faltó  poco  pá-  ' 
ra  que  se  fuese  a  pique,  habiéndose  visto  obligado  ef  co- 
mandante a  echar  al  mar  toda  la  mercancía  por  salvar  su 
nave.»  No  diremos  nosotros  que  fuese  castigo  de  Dios,  por 
lo  mal  que  se  había  portado  con  aquellos  sus  siervos;  pero, 
si  no  lo  era,  lo  parecía. 

Llegados  a  Bakú,  no  tenían  preparado  el  alojamiento; 
así  es  que  estuvieron  cerca  de  una  hora  en  la  plaza,  espe- 
rando a  que  se  hallase  casa  para  hospedarlos.  Halláronla, 
finalmente,  y  «con  muy  cómoda  habitación». 

Puesto  a  pintar  la  ciudad,  el  P.  Paulo,  como  siempre,  lo 
hace  en  pocas  pinceladas.  «Está  sentada  la  ciudad  de  Bakú 
a  orillas  del  mar  Caspio,  tiene  buen  puerto,  no  es  ciudad 
muy  grande.  A  la  sazón  estaba  casi  toda  destruida,  por  ha- 
bérsela tomado  el  Rey  de  Persia  al  Turco  pocos  meses  an- 
tes. Hay  en  ella  un  palacio  antiguo  con  columnas  de  már- 
mol y  otras  curiosidades,  que  demuestran  haber  sido  gran 
ciudad  antiguamente.» 

Aquella  noche  les  envió  el  Kan  las  provisiones  a  su  alo- 
jamiento, sin  haberlas  pedido  ellos;  pero,  por  lo  visto,  no 
fueron  suficientes,  «fuese  suya  la  culpa  o  de  sus  ministros». 
¡Bien  de  privaciones  tenían  que  sufrir  de  continuo  estos  po- 
bres embajadores!  ¡Y  todavía  puso  un  gentilhombre  a  dis- 
posición de  los  Padres  para  cuanto  hubiesen  menester!  |Pues 
si  empezaba  por  no  darles  de  comer  lo  suficiente...! 

Sigamos  aquí  paso  a  paso  el  interesante  e  incisivo  relato 
del  P.  Paulo  Simón,  más  pintoresco  y  movido  en  tierras  de- 
Persia  que  en  las  heladas  tierras  moscovitas. 

«Al  día  siguiente,  dice,  nos  llamó  el  Kan;  fuimos.  Nos 
preguntó  cómo  estábamos  y  qué  noticias  había,  y  otras  ce- 
remonias de  palabras  que  se  usan.  Le  dimos  las  gracias  por 
sus  atenciones,  y  le  suplicamos  que  nos  hiciese  dar,  pagán- 
dolos nosotros,  los  caballos  que  necesitábamos  para  el  viaje 


-88- 


porque  en  aquella  ciudad  nadie  podía  proporcionar  caballos 
a  otros  sin  la  licencia  del  Kan.  Le  dijimos  que  nos  era  nece- 
sario presentarnos  a  Su  Majestad  cuanto  antes.  Nos  respon- 
dió que  él  tenía  que  partir  pronto  para  Samaki,  metrópoli  de 
aquella  provincia,  en  donde  tenia  su  palacio,  que  iríamos 
con  él  allá,  y  de  allí  a  la  corte  del  Rey.  Ya  habíamos  oído, 
antes  de  estar  con  él,  cómo  deseaba  que  fuésemos  a  Sama- 
ki para  ver  sus  grandezas  «per  veder  le  sue  grandeze»  y  aga- 
sajarnos, por  no  poder  hacerlo  como  quería  en  Bakú,  a  don- 
de había  venido  de  caza  dos  días  antes.  Le  agradecimos 
tanta  merced,  y  le  rogamos  que  nos  permitiese  ir  derecha- 
mente a  ver  a  Su  Majestad,  porque  se  nos  alargaba  el  ca- 
mino demasiado  yendo  por  Samaki.  Dijo  él  que  no  se  alar- 
gaba, y  con  esto  volvimos  a  nuestro  alojamiento.» 

Como  eran  embajadores  enviados  a  su  Rey,  el  Kan  de 
Samaki  no  quiso  que  se  partiesen  de  su  capital  sin  haberlos 
obsequiado  antes  con  un  banquete.  No  fué  esto  muy  del 
agrado  de  nuestros  Misioneros,  pero  aceptaron  la  invitación 
por  venir  de  quien  venía,  y  representar  ellos  lo  que  repre- 
sentaban. De  este  banquete  nos  dejó  un  minucioso  relato  el 
P.  Paulo.  Se  celebró  estando  todavía  en  la  ciudad  de  Bakú. 

» A  los  dos  días  de  haber  llegado,  nos  invitó  el  Kan  a 
comer;  fuimos  por  complacerle.  Había  invitado  a  otros  mu- 
chos. Nos  hizo  sentar  cerca  de  él,  a  un  lado,  juntamente 
con  los  intérpretes  que  venían  en  nuestra  compañía;  pues  la 
costumbre  del  país  es  que,  cuando  invitan  a  un  forastero  y 
le  quieren  agasajar,  hacen  sentar  también  a  su  mesa  a  los 
servidores  del  forastero:  lo  cual  hacen  ellos  en  señal  de  res- 
peto hacia  el  convidado  de  honor.  Al  otro  lado  sentábanse 
los  señores  persas.  El  convite  fué  variado:  platos  de  arroz, 
de  carne,  de  aves,  frutas  y  dulces.  El  pavimento  de  la  estan- 
cia estaba  cubierto  con  alfombras  muy  ricas.  El  Kan  se  sen- 
taba en  tierra,  a  uso  del  país,  en  el  testero  de  la  sala.  Vestía 
una  túnica  multicolor  muy  fina,  con  un  sobretodo  de  bro- 
cado muy  rico,  forrado  de  marta.  Sobre  las  alfombras  ex- 
tendieron tres  manteles,  uno  para  el  Kan  y  tres  o  cuatro  se- 
ñores de  la  nobleza,  y  era  el  mantel  de  seda  con  flecos  de 
oro;  otro  para  nosotros,  y  el  tercero  para  los  otros  persas: 
ambos  manteles  eran  también  de  seda  y  de  variados  colores. 

» Nos  recibió  el  Kan  con  palabras  de  cortesía.  En  segui- 
da nos  sirvieron  la  comida,  que  duró  poco.  Antes  de  des- 
pedirnos, le  volvimos  a  suplicar  que  nos  permitiese  ir  por  el 
camino  más  breve  a  cumplir  con  nuestra  misión...  Nos  re- 
plicó que  el  camino  de  Samaki  era  muy  corto,  y  que  él  tenía 
que  marchar  allí  en  breve,  y  que  nos  daría  algunos  hombres 
suyos  para  que  al  día  siguiente  nos  acompañasen,  y  que 
éstos  se  encargarían  de  preparar  los  caballos  y  todas  las 
cosas  necesarias  para  el  viaje.» 


-89- 


Estando  en  el  banquete,  se  anunció  una  visita  inespera- 
da. Llegó  allí  el  comandante  de  la  nave  que  los  habia  traído 
de  Astrakán,  implorando  la  intercesión  de  los  Misioneros 
cerca  del  Kan,  para  que  éste  le  resarciese  de  algún  modo  de 
la  pérdida  de  sus  mercancías,  pues  se  había  arruinado  por 
completo.  Compadecidos  los  Misioneros  de  quien  no  tuvo 
antes  compasión  de  ellos,  intercedieron  por  él,  ya  que  los 
habia  conducido  a  aquel  puerto;  con  lo  cual  se  compadeció 
también  el  Kan  y  prometió  averiguar  cuál  fuese  su  pérdida 
para  resarcirle  en  lo  que  fuese  equitativo,  y  esto,  dijo,  «lo 
haría  por  amor  a  los  embajadores  de  Su  Santidad». 

Al  día  siguiente  partieron  éstos  para  Samaki  en  buenos 
caballos.  Llegaron  a  la  capital  después  de  dos  días  de  cami- 
no. Hallaron  que  aquel  país  estaba  todo  desierto,  y  no  en- 
contraron casas  ni  aduares  hasta  poco  antes  de  llegar  a  Sa- 
maki. El  Kan,  por  hacerles  más  agradable  su  estancia  en  su 
metrópoli,  les  buscó  alojamiento  en  casa  de  un  sacerdote 
armenio,  en  donde  pudiesen  estar  con  más  tranquilidad  y 
más  holgura,  sin  las  enojosas  ceremonias  usadas  en  las  ca- 
sas de  los  grandes.  Allí  les  enviaba  todos  los  días  las  nece- 
sarias provisiones,  y  esta  vez  fueron  abundantes.  El  mismo 
día  de  su  llegada  les  envió  tres  de  los  principales  señores 
de  sus  estados  a  visitarlos  y  darles  la  bienvenida,  y  les  or- 
denó que  cuidasen  de  ellos;  de  modo  que  no  les  faltó  allí 
cosa  alguna. 

» La  ciudad  de  Samaki,  escribe  el  P.  Paulo,  es  ciudad 
grande,  y  antiguamente  era  muy  populosa.  Abunda  en  ella 
el  pan,  el  vino,  la  carne  y  otros  alimentos.  Es  rica  en  tráfico 
y  comercio  de  sedas,  por  las  muchas  sederías  que  existen 
en  aquella  provincia.  Los  habitantes  son  turcos  en  su  mayo- 
ría, aunque  también  hay  muchos  armenios,  los  cuales  tie- 
nen su  iglesia.  Se  ven  allí  edificios  antiguos  y  una  iglesia  de 
cristianos  con  preciosos  mármoles,  que  ahora  está  converti- 
da en  mezquita. 

» Samaki  contiene  en  su  recinto  tres  ciudades  amuralla- 
das: la  primera  es  aquella  que  está  en  el  punto  más  eleva- 
do; es  la  ciudadela  o  fortaleza  en  donde  habita  el  Virrey. 
Las  otras  dos  de  abajo,  cuando  entramos  nosotros,  estaban 
casi  totalmente  destruidas,  porque  hacía  solamente  un  mes 
que  las  había  tomado  el  Rey  de  Persia  a  los  turcos.  Al  to- 
marlas mandó  matar  a  todos  los  que  estaban  dentro  de  sus 
muros,  sin  perdonar  mujeres  y  niños,  e  hizo  arrasar  y  alla- 
nar las  dos  ciudades  de  abajo  con  la  artillería  de  la  ciuda- 
dela. El  mismo  Rey  en  persona  estuvo  durante  seis  meses 
dirigiendo  el  cerco  y  atacando  esta  ciudad,  que  no  quiso 
rendirse;  y,  para  no  hacerla  gracia,  tan  pronto  como  la  hu- 
bo tomado,  se  marchó  de  allí,  sin  querer  entrar  en  ella.  Es- 
tá enclavada  en  sitio  fuerte. 


-90- 


» Entre  los  muchos  que  el  Rey  hizo  matar,  los  primeros 
fueron  500  derviches.  Con  este  nombre  llaman  a  los  santo- 
nes musulmanes.» 

El  Kan  o  Virrey  de  Samaki  procuraba  detener  cuanto  po- 
día a  los  Misioneros  en  su  capital.  No  sabían  ellos  a  qué 
obedeciese  este  proceder,  agasajándolos  tanto  como  ellos  no 
quisieran.  Pensó  el  P.  Paulo,  y  no  iba  descaminado,  que  el 
Kan  esperaba  orden  de  su  Rey  para  que  siguieran  adelante 
los  embajadores  del  Papa. 

Entre  tanto,  no  sabía  el  Virrey  qué  hacerse  para  que  les 
fuese  menos  pesada  su  estancia.  Entre  otras  cosas  con  que 
los  agasajó,  fué  con  ofrecerles  allí  otro  gran  banquete,  mu- 
cho más  fastuoso  que  el  de  Bakú,  porque  les  quería  mostrar 
su  opulencia  y  el  lujo  de  su  morada  en  tales  casos.  Por  úl- 
tima vez  aceptaron  esta  clase  de  obsequios. 

El  palacio  del  Virrey  era  verdaderamente  suntuoso.  An- 
tes de  llegar  los  Misioneros  a  las  habitaciones  particulares 
del  señor,  cruzaron  por  tres  estancias  muy  espaciosas,  lle- 
nas de  convidados  persas,  que  estaban  sentados  sobre  es- 
pléndidas alcatifas.  Al  pasar  los  embajadores  del  Papa,  se 
levantaron  todos  e  hicieron  un  saludo  muy  reverente  a  usan- 
za del  país.  En  la  morada  del  Kan,  estaban  al  rededor  de  Su 
Excelencia  unos  25  o  30  grandes  señores,  haciéndole  la  cor- 
te, sentados  también  en  el  suelo  sobre  alfombras  más  ricas, 
más  hermosas  y  de  mucho  mayor  arte  que  de  las  pasadas 
estancias.  El  Kan  les  hizo  sentar  a  su  lado,  dando  la  prefe- 
rencia al  P.  Paulo  como  superior  de  la  embajada  de  Su  San- 
tidad; en  pos  de  él  seguían  los  otros  Padres  y  los  intérpretes. 

Después  de  los  saludos  de  costumbre,  extendieron  man- 
teles más  amplios  y  lujosos  que  los  del  convite  de  Bakú. 
Eran  de  seda  y  de  brocado,  y  cubrían  todo  el  pavimento, 
según  el  uso  del  país.  La  comida  fué  también  más  variada 
y  mejor  aderezada;  pero  duró  también  muy  poco,  lo  mismo 
que  la  anterior.  El  Kan,  como  cosa  extraordinaria,  mandó 
servir  vino  a  los  comensales,  y  él  se  eximió  de  beberlo  por 
su  mal  estado  de  salud. 

Estuvieron  los  nuestros  dos  semanas  en  Samaki,  hasta 
que  llegó  la  orden  del  Shah  para  que  se  encaminaran  a  su 
corte.  Muchas  otras  veces  quiso  convidarlos  a  comer  el  Vi- 
rrey, pero  ellos  lo  rehusaron  siempre  y  « no  asistieron  más  a 
ningún  banquete  de  palacio». 

A  las  dos  semanas,  estando  ya  para  partir,  les  ofreció  el 
Kan,  como  presentes,  cinco  hermosos  caballos  de  pura  raza 
y  100  zequines  venecianos.  Los  Misioneros  no  quisieron 
aceptar  ni  lo  uno  ni  lo  otro,  diciendo  que  se  lo  prohibían  las 
leyes  de  pobreza  que  profesaban,  y  que,  por  lo  demás.  Su 
Santidad  era  quien  les  pagaba  el  viaje.  Trataron  de  conven- 
cerlos los  nobles  para  que  lo  aceptasen,  diciéndoles  que  en 


-91  - 


aquel  pais  se  tomaba  como  una  injuria  el  no  aceptar  los  pre- 
sentes, y  más  cuando  quienes  los  hacían  eran  Reyes  o  gran- 
des personajes.  No  pudieron  convencerlos;  antes  bien,  ellos 
convencieron  al  mismo  Kan  de  lo  contrario,  a  saber,  que  no 
había  de  tomarlo  a  injuria,  sino  a  honor  grande  que  le  ha- 
cían, pues  en  honor  suyo  cumplían  con  lo  que  estaban  obli- 
gados a  Dios  por  voto  y  juramentos  sagrados  de  pobreza  y 
humildad,  y  mantenían  la  palabra  dada  a  Dios,  como  man- 
tenían la  palabra  empeñada  con  los  hombres. 

Mas,  temiendo  el  Virrey  que  se  disgustase  el  Shah,  su 
señor,  si  no  hacia  algún  digno  presente  a  los  embajadores 
del  Papa,  como  era  de  uso  y  obligación  entre  ellos,  y  no  pu- 
diendo,  por  otra  parte,  hacérselo  tomar  a  los  Misioneros, 
quiso  que  le  dejasen  la  negativa  por  escrito,  para  poderse 
sincerar  con  el  Rey,  si  lo  llegase  a  saber  y  se  lo  recriminase. 
Así  nos  lo  refiere  el  P.  Paulo,  diciendo  del  Virrey:  «Nos 
mandó  su  secretario  para  que  le  diésemos  un  escrito  de  mí 
mano  en  que  constase  cómo  nos  había  hecho  aquellos  pre- 
sentes, y  nosotros  no  los  habíamos  querido  aceptar,  lo  cual 
se  lo  di  a  última  hora,  viendo  que  sin  eso  no  nos  daba  la 
licencia  para  marcharnos.»  ¡Tal  era  el  miedo  que  inspiraba 
el  Shah,  aún  a  los  más  altos  jefes  de  su  nación! 

En  cuanto  a  los  Misioneros,  el  no  recibir  semejantes  re- 
galos en  ésta  ni  en  otras  ocasiones,  cosa  era  que,  al  cabo, 
redundaba  en  alabanza  de  ellos,  y  más  viéndolos  descalzos 
y  tan  pobremente  vestidos.  A  propósito  de  esto,  dice  el 
P.  Paulo  que  algunos  campesinos  solían  exclamar  al  verlos: 
« ¡Pobrecillos!  Cuando  les  vea  así  Su  Majestad,  ya  se  encar- 
gará de  vestirlos  y  calzarlos  ricamente.» 

Como  no  quiso  el  superior  de  la  misión  tomar  cinco  ca- 
ballos de  regalo,  se  vió  precisado  a  pedírselos  al  Kan  en  al- 
quiler para  el  camino;  y  el  bondadoso  Virrey  les  proporcio- 
nó buenos  caballos  de  silla  para  ellos,  y  camellos  para  lle- 
var algunas  provisiones,  su  pobre  equipaje  y  los  presentes 
que  llevaban  para  el  Rey  de  Persia.  Dióles,  además,  uno  de 
sus  «más  fieles»  servidores.  Así  lo  decía  él;  pero  ya  vere- 
mos la  fidelidad  de  tal  servidor,  a  quien  dió  bastante  dinero 
para  que  cuidase  y  atendiese,  como  debía,  a  los  embajado- 
res del  Papa. 

Con  todas  estas  recomendaciones  y  buenas  ofertas,  se 
despidieron  los  nuestros  por  extremo  agradecidos  a  las  aten- 
ciones y  bondades  del  Virrey  de  Samaki,  y  partieron  de  allí, 
con  rumbo  a  la  capital  del  reino,  el  19  de  octubre  de  aquel 
año  1607. 

Por  el  camino  tuvieron  que  sufrir  toda  clase  de  penalida- 
des y  de  privaciones,  incluso  en  la  comida,  a  pesar  del  di- 
nero que  el  siervo  del  Kan  llevaba  consigo.  Y  es  que  las 
gentes  de  aquel  país  tenían  entonces  por  ley  o  por  costum- 


-92- 


bre  no  cobrar  la  comida  ni  el  hospedaje  a  los  embajadores 
que  fuesen  enviados  a  su  Rey  o  que  volviesen  de  su  corte. 
Y  como  entonces,  con  tantas  guerras,  estuviese  el  pais  po- 
bre y  desolado,  procuraban  aquellas  buenas  gentes  ocultar 
cuanto  podían  sus  víveres  y  provisiones  a  los  ojos  de  los 
tales  embajadores,  y  a  todo  daban  por  respuesta  que  no 
tenían  «sino  una  miseria  de  pan  o  mucha  miseria  de  todo.» 
Con  lo  cual  tenían  que  ayunar  los  nuestros  muchas  veces  a 
pan  y  agua. 

Más  de  una  vez  «le  fué  forzoso  al  siervo  del  Kan  emplear 
el  palo »,  para  ver  de  conseguir  un  pedazo  de  pan  (1).  Y 
aunque  no  era  cosa  insólita  entre  aquellas  gentes  el  verse 
apaleadas  por  semejantes  motivos,  nuestros  Padres  no  po- 
dían sufrir  tales  escenas,  y  preferían  una  y  mil  veces  pasar 
hambre,  antes  que  conseguir  un  poco  de  pan  con  tan  inhu- 
manos procedimientos.  Lo  que  si  hacían  algunas  veces,  era 
increpar  al  siervo  del  Kan  de  poco  previsor  y  de  menos  pro- 
visor, especialmente  cuando  le  fueron  conociendo  y  viendo 
su  avaricia;  pues  más  de  una  vez  no  compraba  víveres  por 
no  gastar  el  dinero,  ya  que  con  lo  que  le  dió  el  Kan  pudo 
haber  comprado  provisiones  antes  de  salir  de  Samaki,  sa- 
biendo que  en  el  camino  era  tan  difícil  el  hallarlas.  Pero, 
hasta  cuando  se  las  ofrecían  por  lo  que  costasen,  acudía  a 
pagar  por  adelantado  « con  el  bastón » ,  antes  que  soltar  el 
dinero  de  la  bolsa.  ¡El  inmutable  Oriente!  Lo  mismo  que 
entonces,  ha  pasado  y  pasa  en  nuestros  días,  como  lo  he- 
mos visto  con  nuestros  ojos,  antes  y  después  de  la  guerra 
mundial. 

El  28  de  octubre  hicieron  alto  los  Misioneros  en  una  pe- 
queña población  distante  como  unas  tres  millas  déla  ciudad 
de  Ardebyl,  en  la  provincia  de  Aderbaidján.  Desde  allí  en- 
vió el  P.  Paulo  al  P.  Vicente  a  la  ciudad,  para  que  buscase 
una  habitación  y  preparase  la  comida  necesaria,  para  que 
no  tuviera  que  apelar  al  palo  el  siervo  del  Kan  de  Samaki. 
Este  al  oír  semejante  encargo,  y  al  ver  partir  al  P.  Vicente 
con  uno  de  los  armenios  para  cumplir  la  orden  del  superior, 
se  arrojó  a  los  pies  del  P.Paulo,  conjurándole,  por  lo  que 
más  quisiera,  que  no  hiciese  tal  cosa,  porque  pudiera  cos- 
tarle  a  él  la  vida,  si  lo  llegaba  a  saber  su  señor.  «Yo  le  res- 
pondí, dice  el  P.  Paulo,  que  sentía  mucho  su  dolor  y  sus 
lágrimas,  pero  que  no  podía  hacer  otra  cosa,  porque  no  ha- 
bíamos venido  nosotros  a  estas  tierras  a  tomar  por  fuerza 
las  provisiones  de  estas  pobres  gentes,  y  menos  para  obli- 
garlas con  el  palo  a  que  nos  diesen  de  comer.» 


(1)  <  Per  il  che  era  sforzato  quello  del  Can,  che  ci  guidawa  ad  adropare 
il  bastone.» 


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Viendo  el  siervo  del  Kan  que  el  P.  Paulo  seguía  firme  en 
su  propósito,  tomó  el  camino  de  la  ciudad  y  se  fué  al  Go- 
bernador para  informarle  de  la  embajada  del  Papa  y  del  en- 
cargo que  él  traía  de  acompañarla,  por  lo  cual  se  les  había 
de  buscar  digno  hospedaje  a  cuenta  de  las  autoridades  del 
país.  Apresuróse  el  Gobernador  a  buscar  alojamiento  para 
ios  Padres  y  a  prepararles  un  recibimiento  triunfal,  sin  que 
ellos  se  diesen  cuenta  hasta  que  estuvieron  a  las  puertas  de 
Aldebyl. 

El  29  de  octubre  se  dirigieron,  pues,  a  la  ciudad,  y  «an- 
tes de  entrar  en  ella,  dice  el  P.  Paulo,  nos  salieron  al  en- 
cuentro 25  persas  a  caballo  en  buen  orden,  según  su  cos- 
tumbre, y  con  buenos  caballos.  Uno  de  ellos  nos  dirigió  un 
saludo  de  bienvenida  en  nombre  del  Gobernador  de  la  ciu- 
dad, el  cual,  dijo,  les  había  mandado  salir  a  recibirnos  para 
acompañarnos.  Entrado  que  hubimos  en  la  ciudad,  dije  a 
los  nuestros  que  se  dirigiesen  a  la  hostería  que  había  busca- 
do el  P.  Vicente;  pero  no  lo  consintieron  los  jinetes  que  nos 
acompañaban.  Estuvimos  largo  rato  debatiendo  sobre  el 
caso.  Les  dijimos  que  no  éramos  embajadores  como  los 
otros,  aunqu'e  era  cierto  que  traíamos  cartas  para  su  Rey; 
pero  que,  sobre  todo,  éramos  unos  pobres  frailes.  Y  nos  res- 
pondieron en  último  término,  que  de  ningún  modo  tolera- 
rían que  hiciésemos  aquel  agravio  a  su  Rey;  que  ya  sabían 
muy  bien  quiénes  éramos,  y  que  la  hostería  era  buena  para 
mercaderes,  pero  no  para  nosotros.  Y  con  esto  nos  llevaron 
a  la  casa  que  nos  tenía  aparejada  el  Gobernador.» 

Tan  pronto  como  entraron  en  ella  los  Misioneros,  llegó  a 
visitarlos  de  parte  del  Gobernador  uno  de  los  primeros  seño- 
res de  la  ciudad,  que  en  su  lengua  llamaban  « Kissel  Bascei» . 
Les  dió  la  bienvenida,  y  les  dijo  que  venía  a  ponerse  a  su 
disposición  para  acompañarles  durante  su  permanencia  en 
Ardebyl  y  para  proveerles  de  todo  lo  necesario.  Agradeció- 
selo  mucho  el  superior  de  la  misión,  diciéndole  que  no  te- 
nían necesidad  de  cosa  alguna;  porque  ya  había  ordenado  a 
uno  de  los  armenios  de  su  séquito,  que  comprase  todo  lo 
necesario.  No  lo  permitió  el  noble  Kissel;  antes,  les  propor- 
cionó tantas  provisiones  para  aquellos  días,  que  «tuvieron 
para  hacer  limosna  a  los  pobres  armenios  que  iban  por  su 
alojamiento.» 

Esto  de  rechazar  dádivas  y  provisiones,  llamaba  allí  mu- 
cho la  atención.  El  Gobernador  de  Ardebyl,  varón  sensato 
y  prudente,  sólo  por  esto,  cobró  mayor  afecto,  veneración  y 
estima  a  los  frailes  teresianos.  Al  día  siguiente  de  su  llega- 
da, les  hizo  una  visita  muy  cordial,  y  los  convidó  a  comer 
para  el  otro  día.  Por  vez  primera,  y  única  allí,  aceptaron  y 
fueron .  « Su  casa ,  dicen ,  aparecía  adobada  con  tapicería  cos- 
tosísima de  paños  muy  finos  con  cuatro  dobleces,  que  en  su 


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lengua  llamaban  «seknemek»  (sic) ,  y  que  llegarían  a  valer 
cada  uno  de  150  a  200  zequines  venecianos.»  Sobre  estos 
paños  se  sentaban  los  comensales.  El  Gobernador  hizo  sen- 
tar a  los  Padres  a  la  cabecera,  y  él  se  sentó,  con  dos  o  tres 
señores,  en  frente,  haciendo  permanecer  en  pie  a  los  demás 
de  su  casa  por  respeto  a  los  embajadores.  Los  manteles  que 
tendieron  por  tierra  «  eran  de  cierta  materia  del  Mogol,  muy 
rica».  El  banquete  fué  abundante  y  bien  aderezado.  Los 
nuestros,  por  ser  vigilia  de  Todos  los  Santos,  comieron 
sólo  legumbres  y  frutas,  de  lo  cual  se  edificaron  todos 
grandemente.  El  Gobernador  «les  hizo  muchas  pregun- 
tas sobre  materias  diversas,  y  mostró  mucha  prudencia  en 
todo.» 

Después  de  la  comida,  el  P.  Paulo,  como  lo  tenia  por  cos- 
tumbre, suplicó  a  Su  Excelencia  que  les  proporcionase  ca- 
ballos para  seguir  cuanto  antes  su  camino,  pagando  lo  que 
fuese.  Respondióle  el  Gobernador  que  con  mucho  gusto  les 
proporcionaría  caballos  y  cuanto  necesitasen,  pero  que  no 
tenían  que  pagar  nada  por  ello;  porque  era  allí  costumbre  y 
orden  del  Rey  el  dar  a  los  embajadores  todo  cuanto  pidiesen 
«gratis  et  amore» ,  pues  de  otra  suerte  lo  castigaría  terrible- 
mente Su  Majestad.  Les  dijo  cómo  estaba  enterado  de  todo 
lo  que  les  había  pasado  desde  Samaki,  por  el  siervo  del 
Virrey  de  aquella  provincia.  Y  para  disculpar  al  dicho  siervo 
que  tantas  veces  había  echado  mano  del  palo  y  que  se  ha- 
llaba allí  presente,  les  dijo,  que  no  les  extrañase  aquella 
medida  un  poco  fuerte,  porque  todo  era  necesario  en  aque- 
llas partes;  «que  era  uso  del  país  y  que,  sin  aquello,  los 
campesinos  no  hacían  cosa  derecha.»  Respondió  el  P.  Paulo 
que  era  muy  duro  para  ellos  ver  apalear  a  aquellos  pobreci- 
tos  tan  sin  compasión,  cosa  que  está  prohibida  por  nuestra 
religión  cristiana,  que  nos  manda  hacer  bien  a  todos  y  no 
hacer  mal  a  nadie,  y  menos  a  los  pobrecitos  que  no  tienen 
que  comer.  Con  lo  cual,  el  Gobernador,  bueno  y  de  buen 
corazón,  quedó  profundamente  conmovido. 

Después  de  comer  salieron  a  dar  una  vuelta  por  la  ciu- 
dad, según  lo  solían  hacer  por  todas  las  que  pasaban,  si  te- 
nían tiempo  para  ello.  Luego  tomaban  sus  notas  de  lo  que 
veían  y  observaban  El  P.  Paulo  dice  de  Ardebyl:  «Es  ciudad 
muy  grande  y  populosa  y  es  metrópoli  de  una  provincia  de 
la  Media.  Está  situada  en  una  llanura,  a  medio  día  de  dis- 
tancia del  mar  Caspio.  Es  abundante  en  agua  y  en  todo  gé- 
nero de  víveres;  pero  no  es  ciudad  fuerte  ni  amurallada.  Se 
la  tomó  al  Turco  el  Rey  de  Persia  hace  unos  pocos  años. 
Los  habitantes  siguen  la  secta  de  los  persas,  y  son  más  su- 
persticiosos que  ellos,  por  tener  en  la  ciudad  los  restos  del 
Rey  Sofi,  el  cual  introdujo  la  secta  de  ellos,  diferente  de  la 
de  loe  turcos,  y  del  raial  traen  origen  estos  Reyes  de  Per- 


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sia  (1).  El  fundador  de  esa  dinastía  está  sepultado  en  una 
mezquita  muy  rica,  llamada  la  «Mezquita  del  Rey  Sofi». 
Junto  a  la  Mezquita  hay  un  hospital  muy  grande,  en  donde 
dan  de  comer  de  limosna,  cada  día,  a  todos  los  que  van  en 
peregrinación  allí;  y  son  muchos  los  peregrinos  que  acuden 
a  Ardebyl  de  las  diversas  provincias  del  reino.  Por  esto  los 
habitantes  de  la  ciudad  son  más  celosos  de  sus  supersticio- 
nes, y  no  beben  vino.  La  lengua  que  hablan  es  la  turca,  lo 
mismo  que  los  habitantes  de  Seván.  Vivían  entonces  allí 
muchos  armenios,  que  había  deportado  el  Rey  cuando  tomó 
la  ciudad,  y  después  de  deportarlos  allí  prendió  fuego  a  to- 
dos los  pueblos  y  caseríos  en  que  estos  desgraciados  habita- 
ban, que  era  en  la  Armenia  Mayor.» 

A  propósito  de  estos  armenios,  cuando  aquella  tarde  vol- 
vieorn  los  Padres  a  su  alojamiento,  hallaron  que  les  estaba 
esperando  una  comisión  de  los  más  significados  de  entre 
ellos,  que  fueron  a  invitar  a  los  embajadores  del  Papa  con 
el  deseo  de  que  éstos  asistiesen  a  una  grandiosa  fiesta  reli- 
giosa que  los  armenios  de  Ardebyl  querían  celebrar  en  su 
honor  al  día  siguiente.  Los  Padres  les  prometieron  asistir  a 
ella,  porque  «les  pareció  que  eran  armenios  católicos,  pues 
hablaban  bien  de  Vuestra  Santidad»,  dice  el  P.  Paulo  en  la 
Relación  que  escribió  para  el  Pontífice  Paulo  V.  (2) 

La  fiesta  que  les  dieron  los  armenios  la  describe  así  el 
mismo  Padre: 

«A  la  mañana  siguiente  vinieron  a  buscarnos  en  proce- 
sión unos  quince  sacerdotes  revestidos  con  las  sagradas  ves- 
tiduras. El  superior  de  ellos  traía  los  santos  Evangelios  en 
la  mano,  y,  de  los  otros,  unos  llevaban  una  cruz  y  otros  una 
imagen  de  Nuestro  Señor.  Detrás  de  los  sacerdotes  seguían 
algunos  diáconos  y  subdiáconos,  revestidos  también  con 
sus  respectivos  ornamentos  sagrados,  y  a  éstos  seguía  una 
multitud  así  de  hombres  como  de  mujeres.  El  superior  nos 
dió  a  besar  el  libro  de  los  santos  Evangelios,  y  los  otros  las 
cruces  e  imágenes  que  llevaban,  y  acto  seguido  nos  enca- 
minamos a  la  iglesia.  Precedían  los  sacerdotes.  Yo  iba  en 
medio  de  los  dos  primeros,  y  luego  los  Padres,  mis  compa- 
ñeros. Nuestros  intérpretes  venían  detrás,  y  en  pos  de  ellos 
seguía  la  multitud  de  armenios  con  velas  encendidas.  Los 
sacerdotes  y  otros  cantaban  salmos  en  su  lengua,  y  tocaban 
ciertos  instrumentos  músicos  que  usan  en  lugar  de  campa- 
nillas. Guiaron  la  procesión  por  la  plaza  mayor  y  por  las 
principales  calles  de  la  ciudad,  con  grandes  muestras  de  re- 
gocijo por  su  parte,  pues  no  habían  hecho  nunca  allí  una 


(1)  Alude  a  la  dinastía  de  Abbas ,  el  Grande . 

(2)  En  varios  lugares  de  esta  RELACIÓN  se  dirige  a  Su  Santidad. 


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procesión  semejante.  Algunos  mahometanos  se  tapaban  los 
oídos  (1) ,  para  no  oir  la  música  de  los  instrumentos  arme- 
nios ni  de  aquellos  salmos  cristianos;  pero  ninguno  se  atre- 
vió a  decir  ni  una  palabra  de  protesta,  porque  venían  escol- 
tándonos los  guardias  del  Gobernador. 

«Llegados  a  la  iglesia,  que  era  más  bien  un  establo  (2) , 
uno  de  los  sacerdotes  dijo  la  misa;  y  rogaron  en  ella  por 
Vuestra  Santidad,  respondiendo  todo  el  pueblo.  En  el  ofer- 
torio, nosotros  les  hicimos  la  limosna  que  pudimos.  Después 
de  la  misa,  nos  obsequiaron  con  una  frugal  refección ,  según 
costumbre  de  ellos,  y  después  nos  acompañaron  hasta  nues- 
tro alojamiento  procesionalmente,  del  mismo  modo  que  nos 
habian  llevado  a  la  iglesia.» 

Los  desgraciados  armenios,  oprimidos,  entonces  como 
ahora  y  como  siempre  celebraron  con  inusitada  alegría  aque- 
lla manifestación  en  honor  de  los  embajadores  de  Su  Santi- 
dad. Los  Padres  convidaron  a  comer  a  los  sacerdotes  arme- 
nios y  a  los  más  ancianos  del  mismo  rito.  Durante  la  comi- 
da contaron  los  buenos  armenios  a  los  nuestros  las  vejacio- 
nes y  afrentas  que  tenían  que  sufrir  a  cada  paso  de  los 
mahometanos;  los  desprecios  públicos  inferidos  a  nuestra 
santa  religión,  de  obra  y  de  palabra;  los  ultrajes  dirigidos  a 
las  imágenes  del  Señor  y  de  sus  Santos,  y  las  blasfemias 
lanzadas  contra  los  más  divinos  misterios.  Suplicaron  a  los 
Misioneros  que  elevasen  una  protesta  respetuosa  hasta  el 
Gobernador  de  la  ciudad,  en  nombre  de  la  nación  armena, 
por  todos  estos  desacatos  contra  la  religión  del  Papa  que  les 
había  enviado. 

Así  lo  hicieron  puntualmente  los  Misioneros  carmelitas. 
El  Gobernador  atendió  su  ruego,  e  inmediatamente  hizo 
publicar  un  bando,  a  voz  de  pregonero,  por  las  calles  y  pla- 
zas de  la  ciudad,  amenazando  con  las  penas  más  severas  a 
cuantos  faltasen  al  debido  respeto  a  los  armenios  y  a  su  re- 
ligión. Y  muy  pronto,  a  uno,  que  no  hizo  caso  de  tal  bando 
e  injurió  gravemente  a  los  cristianos,  profiriendo  injuriosas 
palabras  contra  su  religión,  «le  colgaron  por  los  pies  en  me- 
dio de  la  plaza,  y  le  dieron  una  buena  ración  de  bastona- 
zos "  (3) ,  que  es  uno  de  los  más  corrientes  castigos  entre  los 
orientales  hasta  la  hora  presente. 

Una  semana  permanecieron  en  Ardebyl  los  Misioneros. 


(1)  « Si  chludevano  I'orecchle ».  El  P.  Paulo  en  la  RELACIÓN  para  Su 
Santidad . 

(2)  Las  palabras  textuales  son:  «che  era  piutosto  presepe>.  «Un  pese- 
bre» significaría  literalmente;  pero  los  italianos  llaman « presepe»  al  establo, 
como  al  de  Belén,  y  son  famosos  y  muy  artísticos  en  Italia  « i  presepi  del 
santo  Natale»,  que  son  los  que  nosotros  llamamos  «Nacimientos  de  Navidad». 

(3)  « L'appicarono  per  li  piedi  nella  piazza,  e  lo  bastonarono  per  bene ». 
P.  Paulo,  Relación  citada. 


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El  6  de  noviembre  partieron  de  alli  en  buenos  caballos,  que 
les  proporcionó  el  Gobernador,  y  con  camellos  para  sus  equi- 
pajes. Además,  les  dió  dos  arcabuceros  para  que  les  acom- 
pañasen hasta  Kasbin  (1),  que  era  la  capital  de  la  provincia 
y  una  de  las  mayores  ciudades  de  la  Media. 

También  se  opuso  tenazmente  este  Gobernador,  como 
los  demás,  a  que  los  Misioneros  hiciesen  provisiones  para  el 
camino,  diciendo,  que  era  obligación  de  los  pueblos,  por 
donde  pasasen,  el  proveerles  de  todo  lo  necesario.  Ya  se  es- 
taba sospechando  el  P.  Paulo  Simón,  antes  de  emprender 
nuevamente  su  camino,  lo  que  había  de  sucederles.  Porque 
desde  Ardebyl  hasta  Kasbin  se  repitió  punto  por  punto  la 
escena  que  se  produjo  desde  Samaki  hasta  Ardebyl:  las  mis- 
mas negativas  para  dar  provisiones  a  los  embajadores,  las 
mismas  necesidades  causadas  por  las  continuas  guerras  y 
los  mismos  palos  sobre  las  espaldas  de  los  campesinos,  da- 
dos con  más  furia  por  el  siervo  del  Virrey  de  Samaki,  el 
cual  quería  tomar  venganza  de  los  Misioneros  a  fuerza  de 
dar  más  y  mejores  palizas.  Hasta  hubo  ahora  una  nota  espe- 
cial que  llamó  luego  la  atención  de  los  carmelitas,  y  fué, 
que,  antes  de  llegar  a  un  poblado  de  consideración,  se  ade- 
lantaban un  arcabucero  y  el  siervo  del  bastón,  para  anunciar 
la  llegada  de  los  embajadores  del  Papa.  Con  esto,  en  vez  de 
prepararles  comida  y  alojamiento,  lo  que  hacian  era  que  la 
gente  avisada  escondiera  las  provisiones  y  cerrara  sus  puer- 
tas a  cal  y  canto,  como  suele  decirse.  Vez  hubo  que  no  en- 
contraron techado  en  que  albergarse  y  apenas  unos  men- 
drugos para  saciar  el  hambre.  Por  supuesto,  que  a  costa  de 
ellos  solían  despacharse  bien  los  servidores  y  arcabuceros. 
No  había  más  que  tener  paciencia  y  encomendar  al  Señor 
sus  almas;  que  sus  cuerpos  llegaron  a  estar  bien  extenuados. 

Desde  Ardebyl  hasta  Kasbin  emplearon  «otros  ocho 
días.»  El  país  recorrido  era,  por  lo  general,  bastante  llano, 
si  bien  tuvieron  que  atravesar  algunas  montañas.  A  lo  largo 
del  camino  encontraron  algunos  castillos  levantados  por  el 
Rey  Abbas  a  causa  y  como  defensa  en  las  continuas  guerras 
con  los  turcos.  El  Rey  había  confiado  la  defensa  de  estos 
castillos  a  capitanes  de  caballería,  que  eran  los  más  a  pro- 
pósito para  repeler  las  correrías  y  escaramuzas  de  los  turcos. 

Dos  días  antes  de  llegar  a  Kasbin  toparon  con  « una  po- 
blación de  500  casas.  El  alcalde  de  ella  era  un  armenio  re- 
negado, hermano  de  un  Duque,  también  renegado.  El  tal 


(1)  Casvín,  Kasbin  o  Kaswin,  que  de  todos  estos  modos  aparece  escri- 
to el  nombre  de  esta  ciudad,  era  una  provincia  del  Irak,  a  60  leguas  de  Ar- 
debyl V  a  37  de  Teherán.  Muchos  son  los  que  dicen  que  era  la  Ecbatana  de 
la  Biblia,  y  esta  tradición  es  corriente  por  aquellas  partes,  si  bien  hoy  día 
hay  muchos  autores  de  nota  que  la  rechazan  de  plano . 


-98- 


alcalde,  «gobernador  o  padrón»,  como  le  llama  el  P.  Paulo, 
no  les  quiso  dar  ni  comida  ni  alojamiento,  diciéndoles  que 
se  fuesen  al  campo,  «que  era  ancho  y  largo.»  Así  lo  hicie- 
ron los  nuestros.  Arrepentido  luego  el  alcalde  de  su  proce- 
der, por  lo  que  le  pudiera  venir,  fué  a  visitarlos  en  el  tugurio 
o  cabañuela  en  que  se  habían  alojado.  Llevaba  consigo  un 
hijo  pequeñuelo,  el  cual  tenía  un  frasco  de  vino  en  la  mano. 
Cuando  el  tal  alcalde,  o  lo  que  fuese,  vió  a  los  embajadores 
en  hábitos  de  frailes  descalzos,  empezó  a  burlarse  cínica- 
mente de  sus  hábitos  y  de  sus  sandalias.  Como  los  religiosos 
se  dispusiesen  a  tomar  su  frugal  colación,  que  otra  cosa  no 
tenían,  convidaron  con  ella  muy  atenta  y  cortésmente  al  al- 
calde, el  cual,  viendo  tanta  humildad  y  sinceridad  en  los 
huéspedes,  quedó  vencido.  En  vez  de  las  quejas  y  protestas 
que  se  figuraba  habían  de  salir  de  los  labios  de  aquellos  em- 
bajadores, le  invitaron  a  comer  cortésmente,  y  a  sus  burlas 
respondieron  con  palabras  de  mucho  respeto  y  considera- 
ción, por  ser  la  autoridad  de  aquel  pueblo.  Concluyó  por  in- 
vitarlos a  cenar  con  él  aquella  noche,  pues  deseaba  regalar- 
los, decía.  Los  Padres  se  excusaron  como  pudieron;  pero  no 
pudieron  excusar  que  al  día  siguiente  les  acompañase  un 
buen  trozo  de  camino. 

Cuando  estuvieron  a  la  vista  de  Kasbín,  no  quiso  el  Pa- 
dre Paulo  que  el  siervo  del  bastón  y  el  arcabucero  se  ade- 
lantasen, como  solían,  en  busca  de  alojamiento,  diciéndoles 
que  sería  en  vano,  «pues  ya  sabía  él  lo  que  tenía  que  ha- 
cer». Temieron  ellos  alguna  represalia  de  los  Misioneros,  y 
siguieron  su  camino  con  los  demás,  mudos  y  cabizbajos, 
pensando,  sin  duda,  el  modo  de  parar  el  golpe,  para  lo  cual 
encuentran  siempre  grandes  recursos  con  sus  embustes  y 
mentiras  aquellas  gentes  de  inexahusta  fantasía. 

El  14  de  noviembre  llegó  aquella  extraña  caravana  a  las 
puertas  de  la  famosa  ciudad  de  Kasbin,  la  Ecbatana  de  la 
Biblia. 

Y  ya  diremos  en  el  siguiente  capítulo  dónde  encontraron 
alojamiento,  y  lo  que  allí  les  sucedió,  y  algo  de  lo  que  les 
sucedió  más  adelante,  con  los  sucesos  del  término  del  viaje. 


CAPITULO  XII 


Desde  Kasbín  a  Ispahán 

Capital  de  Persia  entonces. — ♦  Jan  y  caravansall  >,  o  venias  y  mesones. — 
El  encuentro  con...  don  Roberto  Sirley,  inglés  famoso. — La  entrada  de 
los  embajadores  en  Ispahán. — Solemne  recibimiento. — Adivinos  y  en- 
cantadores.—¿  Qué  embajada  traerán  unos  frailes  descalzos  ? 

El  jefe  de  la  caravana  misionera,  al  llegar  a  Kasbín,  or- 
denó a  los  guías  que  se  encaminasen  directamente  al  mesón 
de  la  ciudad.  Allí  se  llamaba  «caravansail».  Los  arcabuceros 
y  servidores  no  pudieron  disimular  su  extrañeza  ni  su  con- 
trariedad. Desde  el  primer  momento  empezaron  a  correr  la 
voz  de  que  aquellos  frailes  descalzos  eran  embajadores  del 
Papa,  enviados  al  Rey  Abbas,  el  Grande.  Muy  pronto  se  vió 
rodeado  el  « caravansail »  de  gente  ociosa,  tan  abundante  en 
las  ciudades  orientales.  Los  curiosos  también  fueron  llegan- 
do poco  a  poco,  y  después  las  autoridades  y  grandes  seño- 
res. Todos  tomaban  muy  a  mal  el  que  unos  embajadores  se 
albergasen  en  el  mesón  público.  Por  la  tarde  llegó  el  Go- 
bernador de  la  ciudad,  a  excusarse,  diciendo  que  no  tenía 
noticia  de  su  llegada,  y  que  fuesen  a  una  casa  que  les  había 
preparado,  porque  el  « caravansail »  era  propio  de  mercade- 
res. Los  Padres  le  dijeron  que  estaban  allí  muy  bien  insta- 
lados, en  cómodas  estancias,  que  para  ellos  bastaban,  por- 
que eran,  ante  todo,  unos  pobres  religiosos. 

Pasáronse  un  buen  rato  en  razonamientos  de  este  géne- 
ro, saliéndose  los  Misioneros  con  la  suya  esta  vez,  pues 
quedáronse  en  el  mesón  definitivamente.  Llegóse  la  hora  de 
cenar,  y  los  Padres  convidaron  a  su  mesa  al  Gobernador, 
que  aceptó  la  invitación  muy  complacido  y  se  deshizo  en 
atenciones  y  muestras  de  veneración  hacia  los  religiosos. 
Di  joles,  ante  todo,  que,  si  el  Rey  les  preguntaba  sobre  su 
estancia  en  Kasbín,  habían  de  significarle  que  el  Goberna- 
dor puso  todo  su  empeño  para  alojarlos  como  era  debido  en 
casa  particular  y  que  ellos  habían  preferido  quedarse  en  el 
«caravansail».  Siempre  los  mismos  temores  a  la  severidad 
del  Rey  autócrata.  Ellos  ofreciéronle  hacerlo  como  decía. 
Quedaron  muy  amigos.  «Durante  la  cena,  dice  el  P.  Paulo, 
el  Gobernador  se  portó  siempre  con  mucho  respeto,  estando 
sentado  con  las  piernas  cruzadas  que  entre  ellos  es  señal 


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de  grande  reverencia.  Sería  largo  decir  las  muchas  ceremo- 
nias que  usaba,  diciendo  que  era  cristiano  y  llamándome  a 
mí  «Padre  mío». 

Al  día  siguiente  fueron  a  dar  una  vuelta  por  la  ciudad  y 
sus  alrededores.  «Es  ciudad  muy  grande,  dice  el  Misionero 
genovés,  y  no  menor  que  Ispahán.  Es  metrópoli  de  la  Me- 
dia, la  primitiva  capital  de  los  Reyes  de  Persia.  Hay  muy 
buenos  palacios,  abundancia  de  víveres  de  todas  clases,  no 
sólo  para  lo  necesario  sino  también  para  el  regalo  de  los  ha- 
bitantes, hallándose  tan  abastecida  como  cualquiera  de 
nuestras  grandes  ciudades  de  Europa.  Muchos  son  los  mer- 
caderes que  a  ella  acuden  de  todas  partes  por  sus  mercadu- 
rías. Hay  en  esta  ciudad  tapices  de  seda  y  de  brocado  en 
abundancia.  Está  situada  en  una  llanura.  No  tiene  murallas 
ni  castillo  ni  ciudadela.  Los  habitantes  pertenecen  a  la  secta 
persiana.  La  lengua  no  es  ni  la  turca  ni  la  persa,  sino  una 
amalgama  de  las  dos,  aunque  todos  entienden  el  turco  y  el 
persiano.  El  Gobernador,  aunque  se  llama  cristiano,  es  un 
renegado,  natural  de  Georgia,  el  cual  desde  niño  ha  sido  es- 
clavo del  Rey:  de  ahí  las  ceremonias  y  zalemas  que  tiene 
por  costumbre. » 

En  Kasbín  encontraron  los  nuestros  un  famoso  persona- 
je, famoso  de  verdad  por  aquellos  tiempos  en  Persia  y  en 
toda  Europa,  y  famosísimo  en  la  historia  de  nuestra  Misión 
de  Persia,  como  se  ha  de  ver  desde  ahora  para  en  adelan- 
te. Su  nombre  está  ligado,  por  muchos  conceptos ,  a  la  fa- 
milia carmelitano-teresiana.  Con  nuestros  Misioneros  tuvo 
que  ver  mucho  durante  toda  su  vida,  con  algunos  de  ellos 
fué  socio  en  diferentes  embajadas,  incluso  en  una  muy  deli- 
cada cerca  del  Rey  Católico,  y,  finalmente,  sus  cenizas  es- 
peran el  día  de  la  resurrección  en  nuestra  iglesia  de  Santa 
María  de  la  Escala  en  Roma,  como  luego  veremos. 

Era  este  personaje  don  Roberto  Sirley,  gentilhombre  in- 
glés, ingeniero  militar,  diplomático  insigne  y  conocedor  en- 
tonces, como  pocos,  de  los  hombres  y  de  las  cosas  de  Per- 
sia. Era  hermano  de  Antonio  Sirley,  el  difunto  embajador 
que  el  Rey  de  Persia  envió  a  Clemente  VIII  en  1601 .  Haría 
como  unos  diez  años  que  don  Roberto  estaba  en  Persia  al 
servicio  de  aquel  Rey,  sin  olvidarse  de  servir,  como  buen 
inglés,  los  intereses  de  su  patria.  Al  día  siguiente  de  haber 
llegado  los  nuestros  a  Kasbín ,  por  la  mañana  don  Roberto 
les  envió  un  mensajero  a  darles  la  bienvenida,  sintiendo 
que,  por  andar  delicado  de  salud,  no  pudiese  ir  personalmen- 
te. Por  la  tarde,  sin  embargo,  fué  a  verlos.  Todos  se  conso- 
laron mucho  con  esta  visita.  Don  Roberto  parecía  una  bue- 
na persona  en  todo  el  rigor  de  la  palabra.  Les  informó  debi- 
damente de  las  cosas  de  Persia;  les  dió  cuenta  menuda  acer- 
ca del  asesinato  de  Basilio  de  Moscovia  y  de  los  diversos 


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Demetrios  que  allí  saltaban  a  cada  paso,  demostrando  lo 
enterado  que  estaba  de  los  asuntos  moscovitas.  Les  habló 
de  lo  disgustado  que  estaba  el  Rey  de  Persia,  por  haber  sa- 
bido que  el  Emperador  de  los  Romanos  había  hecho  un  tra- 
tado de  paz  y  de  alianza  con  el  Turco;  asi  como  por  no  ha- 
ber recibido  en  cuatro  años  ni  una  carta  de  Su  Santidad,  ni 
tener  noticias  de  los  embajadores  que  había  enviado  al  Em- 
perador. Les  dijo,  en  fin,  que  el  Rey  estaba  para  llegar  ya  de 
un  día  a  otro  a  la  capital  de  su  reino,  a  Ispahán,  con  otras 
muchas  y  muy  importantes  cosas  que  debían  saber  ellos  de 
antemano,  como  embajadores  de  la  Santa  Sede. 

Muy  agradecidos  quedaron  los  nuestros  a  don  Roberto, 
y  asi  se  lo  significaron  al  despedirse,  dándole  gracias  tam- 
bién por  haberles  invitado  a  comer  al  día  siguiente  en  su 
compañía,  y  diciéndole  que  irían  puntualmente,  por  lo  mu- 
cho que  habría  de  enseñarles  y  guiarlos  con  su  experiencia. 

Durante  la  comida,  al  otro  día,  se  franqueó  más  don  Ro- 
berto con  los  Padres,  y  les  dijo  en  confianza  que  entonces 
no  disfrutaba,  como  antes,  de  la  gracia  y  buena  amistad  del 
Rey,  ni  la  de  los  mejores  magnates,  antes  amigos  suyos;  y 
que  todo  había  procedido  por  negarse  él  constantemente  a 
renegar  de  su  fe,  como  ellos  se  lo  venían  pidiendo  con  insis- 
tencia, prometiéndole,  si  lo  hacía,  montañas  de  oro,  como 
quien  dice.  Por  causa  de  esta  su  negativa  rotunda,  no  le  co- 
rrían los  pagos  con  la  puntualidad  debida;  y  lo  que  daban 
era  una  mezquindad  comparado  con  lo  que  le  dieron  hasta 
entonces.  Por  todo  lo  cual,  había  resuelto  firmemente  vol- 
verse a  su  país  natal,  y  para  ello  había  ya  pedido  licencia  al 
Rey,  y  el  Rey  se  la  había  negado  diciéndole  «  que  se  acor- 
dase que  tanto  él  como  su  hermano  le  habían  comido  mu- 
cho pan  y  por  mucho  tiempo ».  Y  después  de  haberse  des- 
ahogado enteramente  con  los  buenos  Misioneros,  «nos  su- 
plicó, dice  el  P,  Paulo,  que  le  alcanzásemos  del  Rey  este 
favor  de  partirse  cuanto  antes  a  su  tierra». 

El  superior  de  la  misión  se  lo  prometió  en  gracia  a  tantas 
muestras  de  confianza,  aunque  sintiendo  mucho  que  se 
marchase  al  llegar  ellos  con  misión  tan  delicada,  en  la  cual 
podría  servirles  de  mucho. 

Manifestóles  don  Roberto  su  propósito  de  trasladarse  a 
Ispahán  juntamente  con  ellos,  si  no  tenían  inconveniente. 
Ellos  aceptaron  su  ofrecimiento  con  mil  amores,  con  tal  de 
que  no  se  tardase  mucho .  Todo  lo  arreglaron  para  partirse 
cuanto  antes;  pero  el  Gobernador,  con  unas  cosas  y  otras, 
los  entretuvo  en  Kasbín  por  espacio  de  seis  días.  En  ese 
tiempo,  el  P.  Paulo  Simón,  valiéndose  del  buen  ánimo  y 
de  la  afición  que  les  mostraba  el  dicho  Gobernador,  consi- 
guió de  él  que  diese  libertad  a  todos  los  armenios  qüe  tenía 
encarcelados  por  cuestiones  políticas. 


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El  20  de  noviembre  consiguieron  partir  de  Kasbín  los  Mi- 
sioneros. El  Gobernador  les  proporcionó  los  caballos  y  ca- 
mellos necesarios,  como  en  otras  ciudades.  El  mismo  les 
quiso  acompañar  un  buen  trecho  de  camino,  y  les  dió  dos 
guias  con  las  consabidas  instrucciones  que  llevaban  los  an- 
teriores, esto  es,  de  que  les  proveyesen  de  todo,  y  luego  no 
les  proveían  de  nada,  ni  aun  «haciendo  funcionar  el  bastón 
por  el  camino  con  las  dos  manos.» 

Dos  dias  llevaban  de  viaje,  cuando  al  P.  Paulo  Simón  le 
asaltó  una  fiebre  intensa,  que  fué  creciendo  a  medida  que  iban 
adelante.  Al  tercer  dia  llegaron  a  Saveh,  «ciudad  no  muy 
grande»,  y  dos  días  después  a  Konno,  mayor  que  la  prece- 
dente. El  Gobernador  había  sabido  su  llegada  y  les  había 
salido  a  recibir  con  algunos  caballeros.  Buscóles,  además, 
un  buen  alojamiento.  Y  como  esta  ciudad  «era  grande  y 
tenía  de  todo»,  el  Gobernador  envió  un  médico  para  que 
viese  al  P.  Paulo,  que  seguía  bastante  enfermo.  Le  halló  con 
fiebre  muy  alta,  le  prescribió  absoluto  reposo,  «y  le  pareció 
que  no  era  tiempo  de  darle  medicamento  ninguno». 

A  los  dos  días,  algo  aliviado  el  enfermo,  aunque  muy 
débil,  continuaron  el  viaje.  Allí  hubo  cambio  de  caballos  y 
camellos  para  la  caravana  misionera.  Por  su  mal  estado  de 
salud,  el  P.  Paulo  no  podía  tenerse  en  el  caballo;  así  que 
fué  menester  «meterle  en  una  cuna»,  como  él  dice,  y  colo- 
carle sobre  un  pacifico  camello. 

A  las  dos  jornadas,  llegaron  a  Kaschán,  «ciudad  muy 
bella  y  rica,  aunque  no  tan  grande  como  Kasbín,  situada  en 
una  llanura  y  con  agua  abundante ».  El  Rey  Abbas  se  había 
fabricado  en  ella  un  beHísimo  palacio  y  un  « caravansail » 
para  los  forasteros,  «que  se  ha  hecho  famoso  por  aquellas 
tierras».  «En  Kaschán,  habla  siempre  el  P.  Paulo,  se  fabrican 
tapices  de  oro  y  seda,  bellos  brocados  y  velludos,  telas  de 
raso  y  paños  de  muchas  clases.  Es  ciudad  muy  frecuentada 
de  mercaderes,  por  estar  en  el  camino  que  va  a  Korasán,  al 
Mogol  y  a  las  Indias,  de  donde  vienen  allí  inmensas  rique- 
zas . » 

Cuando  llegaron  los  nuestros  a  Kaschán,  ya  estaba  allí 
don  Roberto  Sirley,  que  se  les  había  adelantado  en  el  ca- 
mino, a  pesar  de  haber  salido  de  Kasbín  después.  Don  Ro- 
berto se  alojaba  en  el  «caravansail»  del  Rey,  en  buenas  ha- 
bitaciones; y  allí  se  las  deparó  no  menos  buenas  a  los  Mi- 
sioneros el  Gobernador  de  Kaschán.  Al  dia  siguiente  les 
envió  el  Gobernador  abundantes  provisiones,  que  los  Pa- 
dres «repartieron  entre  los  pobres  para  que  rogasen  por  Su 
Majestad ». 

En  Kaschán  le  aumentó  al  P.  Paulo  la  fiebre,  por  lo  que 
suplicó  al  Gobernador  que  les  proporcionase  caballos  para 
ir  cuanto  antes  a  curarse  a  Ispahán,  y  a  descansar  de  tan 


-103- 


largo  viaje.  Pidió  para  él  algún  coche  modesto,  sin  lujo  al- 
guno de  arreos  ni  gualdrapas  orientales,  porque  no  podia 
viajar  ya  de  otro  modo.  Aquel  día  solamente  se  encontró  un 
mal  coche  para  el  enfermo,  y  así  se  puso  en  camino  con  los 
intérpretes.  Don  Roberto  se  fué  por  delante  a  la  capital  de 
Persia.  Los  otros  dos  Padres,  con  los  arcabuceros,  fueron 
detrás  al  día  siguiente,  que  encontraron  caballos  de  refres- 
co. Reuniéronse  con  el  P.  Paulo  al  otro  día  por  la  noche,  en 
un  villorrio  distante  doce  leguas  de  Ispahán,  en  donde  no 
hallaron  casa  aparejada  ni  por  aparejar,  viéndose  obligados 
a  guarecerse  en  un  « jan »  de  caravanas  y  peregrinos ,  en 
donde  los  viajeros  y  trajinantes  se  albergan  juntamente  con 
sus  cabalgaduras.  Un  «jan»  era  la  gruta  de  Belén  en  donde 
Nuestro  Señor  vino  al  mundo. 

Desde  este  miserable  establo,  envió  el  P.  Paulo  un  intér- 
prete a  Ispahán  para  que  fuese  a  anunciar  su  visita  al  Rey, 
el  cual  había  llegado  a  su  corte  después  de  una  larga  pere- 
grinación. 

Volvió  el  mensajero  poco  antes  de  la  hora  de  comer,  y 
dijo  a  los  Misioneros  que  el  gran  Visir  ordenaba  que  fuesen 
al  pueblecillo  inmediato,  en  donde  no  habían  hallado  antes 
posada,  que  ya  la  encontrarían,  y  que  esperasen  allí  hasta 
el  día  siguiente.  Don  Roberto,  que  ya  estaba  en  Ispahán, 
escribió  con  el  mensajero  al  P.  Paulo  diciéndole  más  clara- 
mente que  aguardasen  allí,  porque  el  Rey  quería  que  se  les 
recibiese  con  todos  los  honores  de  su  cargo  y  estaban  ha- 
ciendo los  preparativos. 

Al  día  siguiente  por  la  mañana,  que  era  2  de  diciembre 
y  primer  domingo  de  adviento  de  1607,  llegó  a  la  posada  de 
los  nuestros  un  mensajero  del  Gran  Visir,  diciéndoles  que 
podían  continuar  el  viaje  hasta  la  capital,  que  todo  estaba 
ya  preparado  para  el  magnífico  recibimiento  que  Su  Majes- 
tad les  quería  hacer.  Este  mensajero  se  decía  allí  «memon- 
dar»,  que  era  lo  que  decimos  hoy  introductor  de  embajado- 
res, o  « aposentador  real »,  como  le  llama  el  P.  Juan  Tadeo. 

Y  ya  que  tan  callado  ha  venido  este  buen  Padre  por  el 
camino,  veamos  lo  que  dice  con  su  habitual  laconismo  acer- 
ca de  este  recibimiento;  porque  el  P.  Paulo  Simón  entra  en 
Ispahán  enfermo  y  con  fiebre. 

Dice,  pues,  el  P.  Juan  Tadeo:  «A  una  legua  que  fueron 
vecinos  (cerca)  a  la  ciudad  (los  Misioneros) ,  vino  el  aposen- 
tador real  muy  bien  vestido  y  acompañado  de  la  gente  de 
su  familia,  todos  en  bonísimos  caballos,  el  cual,  a  nombre 
del  Rey,  saludó  a  los  Padres  y  les  dió  la  bienvenida.  Y  en 
señal  del  gusto  que  Su  Alteza  tenia  de  tales  huéspedes,  ha- 


(1)    « Maymondar »  escriben  otros. 


—104- 


bía  mandado  que  sus  ministros  y  gente  principal  de  la  ciudad 
los  saliese  a  recibir  y  dar  la  bienvenida. 

»Los  Padres  agradecieron  al  «maymondar»  el  favor  y  mer- 
ced del  Rey,  y,  hecha  la  ordinaria  cortesía,  prosiguieron  el 
camino,  y,  a  media  legua  de  la  ciudad,  les  salieron  al  en- 
cuentro Jácomo  Fava  con  los  demás  «francos»  (1)  que  se 
hallaban  en  aquella  corte,  seglares.  Y  a  un  cuarto  de  legua 
estaba  el  reverendo  Padre  Fray  Diego  de  Santa  Ana,  Prior 
de  San  Agustín  con  (res  religiosos,  a  saber:  Reverendos  Pa- 
dres Fray  Jerónimo  de  la  Cruz,  Fray  Cristóbal  del  Espíritu 
Santo  y  Fray  Bernardo  de  Acebedo.  Y  después  de  haberse 
«ad  invicem»  saludado,  prosiguieron  más  adelante  a  donde 
estaba  el  Visir,  ministros  y  gente  principal,  los  cuales,  dado 
el  parabién  y  saludado  a  los  Padres,  entraron  todos  en  la 
ciudad,  y  los  acompañaron  a  la  casa  que  el  aposentador  real 
les  tenia  preparada. 

»E1  Rey  quiso  dar  luego  audiencia;  pero,  por  haber  en- 
tendido que  el  P.  Vicario  y  superior  de  los  Padres  estaba  in- 
dispuesto, la  difirió  hasta  el  día  de  San  Silvestre.» 

Así  lo  dice  el  P.  Juan  Tadeo;  pero  ya  veremos  luego 
cuándo  la  tuvieron. 

Ante  todo,  la  causa  fué  por  estar,  no  sólo  indispuesto, 
sino  realmente  enfermo  y  con  fiebre  el  superior  de  la  misión; 
porque  el  Rey  estaba  impaciente  por  saber  el  motivo  espe- 
cial de  aquella  embajada. 

El  primer  día ,  les  envió  Su  Majestad  abundantes  provi- 
siones, más  abundantes  desde  luego  que  las  que  les  solían 
enviar  los  Gobernadores  de  las  provincias  por  donde  habían 
pasado.  Pero  es  el  caso,  que  el  Rey  se  las  envió  solamente 
el  primer  día;  «porque  así  como  era  uso  y  mandato  de  Su 
Majestad  en  aquel  reino  que  los  pueblos  proveyesen  a  los 
embajadores  de  cuanto  necesitasen  durante  su  permanencia 
en  ellos,  asi  también  lo  era  que,  en  llegando  los  embajado- 
res a  la  corte,  cesase  el  envío  de  tales  provisiones,  y  se  man- 
tuviesen ellos  por  cuenta  propia.»  Así  lo  hicieron  con  los 
nuestros,  cuando,  de  fijo,  más  lo  iban  a  necesitar. 

Entre  tanto,  el  Rey  «estaba  impaciente  por  saber  las  co- 
sas que  le  tenían  que  decir  los  Padres  de  palabra  de  parte 
del  Papa » ,  porque  así  se  lo  había  dicho  don  Roberto.  De  ahí 
que  el  5  de  diciembre,  a  los  tres  días  de  haber  llegado, 
envió  Abbas  al  maymondar  para  que  viese  si  el  enfermo  es- 
taba para  poder  ir  a  la  audiencia.  «Yo  le  respondí,  dice  el 
P.  Paulo,  que  viese  el  estado  en  que  me  hallaba;  y  si  Su 
Majestad  la  difería  por  dos  o  tres  días,  me  haría  con  ello 
gran  merced.  Pero  que,  si  ordenaba  otra  cosa,  iría  como  pu- 


(1)    Asi  llaman  en  Oriente  a  todos  los  europeos. 


-105- 


diese  a  ponerme  a  sus  órdenes. »  El  Rey  le  dejó  en  paz,  y  le 
hizo  saber  que  la  audiencia  tendría  lugar  después  que  él 
volviese  de  una  cacería.  Al  saber  esto,  el  P.  Paulo  Simón  se 
trasladó  al  convento  de  los  Padres  agustinos,  los  cuales  cor- 
dialmente  le  habían  ofrecido  hospitalidad. 

Pero  al  Rey  le  seguía  intrigando,  antes  de  marcharse  de 
caza,  el  negocio  secreto  que  pudieran  llevar  allí  los  carme- 
litas; por  lo  cual  llamó  a  don  Roberto  Sirley,  «por  ver  si  lo 
descubría,  y  le  preguntó  qué  negocio  traíamos,  por  saber  si 
veníamos  a  tratar  sobre  la  unión  de  los  armenios  con  la 
Santa  Sede,  acerca  de  lo  cual  había  tratado  pocos  días  an- 
tes con  los  agustinos  el  mismo  don  Roberto,  con  gran 
disgusto  del  Rey,  aunque  sin  culpa  de  ellos.  Respondió  el 
inglés  que  sabía  que  no  veníamos  por  aquello,  sino  con 
negocios  de  Su  Santidad,  aunque  no  había  oído  en  particu- 
lar cuáles  fuesen 

No  se  satisfizo  Abbas,  el  Grande,  con  la  respuesta  del 
inglés,  por  lo  cual  discurrió  otro  medio  para  salir  de  dudas. 
«Mandó  a  casa  de  los  agustinos,  dice  el  P.  Paulo,  un  servi- 
dor de  su  confianza  con  dos  encantadores  que  ejercen  la  pro- 
fesión de  adivinar,  para  que  viesen  y  le  dijesen  a  qué  fin 
habíamos  venido  a  su  reino.  Estaba  yo  con  el  maymondar 
y  con  los  Padres  agustinos,  cuando  llegaron  al  convento. 
El  que  guiaba  a  los  adivinos,  se  quedó  en  el  patio,  y  mandó 
a  los  encantadores  que  viesen  si  veníamos  para  hacer  algún 
daño  al  Rey.  Los  encantadores  abrieron  sus  libros,  los  con- 
sultaron y  respondieron  que  nó,  que  no  éramos  hombres 
capaces  de  hacer  mal  a  nadie.  De  nuevo  les  ordenó  que  vie- 
sen la  causa,  por  la  cual  habíamos  venido.  Abrieron  ellos 
los  libros  otra  vez,  y  respondieron  que  habíamos  venido  a 
destruir  su  secta  y  a  introducir  la  fe  cristiana.  Después  de 
esto,  se  partieron.  Un  siervo  de  los  Padres  agustinos,  que  lo 
vió  y  oyó  todo  sin  ser  visto,  se  lo  contó  al  caballero  inglés.» 
Y  al  caballero  inglés  le  faltó  el  tiempo  para  ir  a  contárselo  a 
los  Padres  con  todos  sus  pelos  y  señales. 

Al  Rey  le  debió  de  importar  poco  que  los  carmelitas  des- 
truyesen la  secta  de  los  adivinos  y  encantadores,  ni  la  reli- 
gión entera  de  Mahoma;  porque,  después  que  recibió  la  res- 
puesta de  que  los  Misioneros  no  eran  capaces  de  hacer  mal 
a  nadie,  y  menos  al  Rey,  se  marchó  Su  Majestad  de  caza, 
porque  empezaba  el  «Ramadán»  o  ayuno  cuadragesimal  de 
los  musulmanes;  y,  como  él  no  ayunaba,  se  iba  a  cazar 
«para  no  escandalizar  a  los  suyos»,  dice  el  P.  Paulo. 

No  volvió  de  la  caza  hasta  el  2  de  enero  siguiente,  1608. 

La  audiencia  primera  se  efectuó  el  día  3  de  enero. 

Veamos  antes  algunas  cosas  dignas  de  saberse. 


CAPITULO  XIII 


La  Persia.  El  Rey.  Los  armenios. 

Persia  del  siglo  XVÍÍ. — Las  atrocidades  del  Shah.—Un  buen  maymondar, 
o  aposentador  real— El  zorro  viejo  del  Gran  Visir  Mlrza. — Con  fru- 
tas y  chucherías  se  alcanzan  las  audiencias  reales. 

Dignas  de  saberse  son  estas  tres  cosas  antes  de  la  audien- 
cia de  nuestros  Misioneros,  y  ellos  nos  dirán  con  toda  cla- 
ridad y  verdad,  por  haberlo  bebido  de  buenas  fuentes,  cómo 
estaba  entonces  la  Persia,  quién  era  este  Abbas,  el  Grande, 
y  qué  había  sobre  la  interesante  cuestión  de  los  armenios. 

La  Persia,  de  que  vamos  a  tratar,  es  la  del  siglo  XVII,  la 
que  hizo  verdaderamente  rica  y  temible  Abbas,  el  Grande. 
Esta  fué  la  que  encontraron  nuestros  Misioneros.  Estaba  li- 
mitada entonces  al  Norte  por  el  mar  Caspio,  al  Sur  por  el 
Golfo  Pérsico  y  el  mar  de  las  Indias,  al  Este  por  la  India  y 
y  los  estados  del  Gran  Mogol,  al  Oeste  por  la  Arabia  desier- 
ta y  por  Turquía. 

Grande  y  famosa  en  la  antigüedad  con  Ciro,  Cambises, 
Jerjes,  Artajerjes  y  Darío,  la  Persia  de  Abbas,  el  Grande,  y 
sobre  todo  su  Rey,  querían  emular  las  glorias  de  aquellos 
sus  primeros  soberanos,  y  de  ahí  sus  conquistas  sobre  los 
mongoles,  turcos  y  tártaros,  y  el  llegar  a  reducir  a  esclavi- 
tud y  servidumbre  primitivas  a  los  infelices  armenios. 

Abbas  I,  llamado  el  Grande,  era  hijo  de  Mohamed  Kho- 
davend  de  la  dinastía  de  los  Sofis,  cuyo  primer  Rey,  Ismael  I, 
sacudió  el  yugo  de  los  turcomanes  y  fundó  el  nuevo  im- 
perio persa.  De  ahí  la  veneración  que  tenían  a  su  sepulcro 
en  Ardebyl,  que  era  objeto  y  término  de  peregrinaciones, 
como  nos  dijeron,  al  pasar  por  allí,  nuestros  Misioneros  car- 
melitas. 

Abbas  prefería  llamarse  «el  Shah es  decir,  el  Rey  por 
excelencia ;  y  no  hay  duda  de  que  fué  el  mayor  y  más  famo- 
so de  toda  su  dinastía,  la  cual  terminó  con  Alí-Mourad  en 
1785.  Abbas  fué  quien  fijó  su  residencia  en  Ispahán,  hacién- 
dola capital  de  su  reino;  y  quien  más  hizo  florecer  las  artes, 
las  industrias  y  el  comercio. 


-107- 


En  cuanto  a  sus  relaciones  con  las  potencias  extranjeras, 
fué  muy  dado  este  Rey  a  enviar  embajadas  a  los  mayores 
Reyes  y  Príncipes  de  la  tierra;  por  lo  cual,  a  su  corte  acu- 
dieron, en  justa  reprocidad,  embajadas  de  España,  Portugal, 
Inglaterra,  Rusia,  Holanda,  India  y  varias  enviadas  por  los 
Sumos  Pontífices,  una  de  las  cuales,  desde  luego  la  más  me- 
morable y  arriesgada,  como  se  ha  visto,  fué  la  que  forma- 
ban estos  hijos  de  Santa  Teresa. 

El  reinado  de  Abbas,  el  Grande,  fué  muy  largo,  desde  el 
1586  hasta  el  1628;  y  hubiera  sido  glorioso,  a  no  ser  por  las 
crueldades  y  matanzas  que  perpetró,  especialmente  en  el 
pueblo  armenio. 

El  retrato  más  cabal  de  este  Rey,  con  sus  vicios  y  virtu- 
des, nos  lo  han  de  ir  pintando  nuestros  Misioneros,  maestros 
del  arte,  en  sus  verídicas  relaciones. 

Respecto  de  los  armenios,  la  cuestión  capital  entonces  de 
Persia,  he  aquí  lo  que  nos  dice  el  P.  Paulo  Simón,  recogido 
de  lo  que  había  venido  oyendo  en  el  camino  a  los  interesa- 
dos, de  lo  que  le  dijeron  los  Padres  agustinos  en  aquellos 
días  que  vivió  con  ellos,  y,  finalmente,  de  lo  que  le  contó  el 
Patriarca  de  los  armenios  en  la  primera  entrevista  que  tuvo 
con  él,  a  los  pocos  días  de  haber  llegado  a  Ispahán. 

En  efecto,  tan  pronto  como  se  marchó  el  Rey  a  su  cace- 
ría, recibió  el  P.  Paulo  la  visita  de  este  Patriarca  armenio, 
junto  con  la  de  algunos  otros  Obispos  de  aquel  rito,  que 
acompañaban  a  «Su  Beatitud»,  y  que  habían  sido  deporta- 
dos por  el  Shah,  e  internados  ahora  en  la  capital  del  reino. 

Empezó  el  Patriarca  excusándose  por  no  haber  salido 
ellos  a  recibirles  a  su  llegada,  como  quisieron,  por  habérse- 
lo prohibido  terminantemente  el  Rey,  cuando  fueron  a  pe- 
dirle permiso  para  reunirse  al  cortejo.  Pensó,  sin  duda,  el 
Rey,  decía  el  Patriarca,  que  la  manifestación  de  amor  y  re- 
verencia que  los  armenios  querían  hacer  a  los  representantes 
del  Papa,  iba  a  ser  un  desahogo  político,  por  las  vejaciones, 
injurias,  afrentas  y  martirios  que  el  Rey  y  sus  ministros 
hacían  sufrir  a  los  armenios. 

A  propósito  de  esto,  le  contó  que,  cuando  llegaron  a  la 
corte  los  Padres  agustinos  en  calidad  de  representantes  del 
Rey  de  España ,  los  armenios  sobrepujaron  a  los  demás  en 
las  manifestaciones  de  amor,  de  regocijo  y  de  cortesía.  El 
Shah  lo  tomó  en  otro  sentido, y  eso  le  sirvió  como  pretexto 
para  vejar  más  a  los  armenios,  y  por  eso  no  les  había  dado 
licencia  para  salir  a  recibirá  los  embajadores  del  Papa. 

También  dijo  Su  Beatitud  que  el  Rey  quería  nombrar  por 
sí  y  ante  sí  otro  Patriarca  armenio,  y  que  por  esta  razón  mu- 
chos de  sus  propios  subditos  ya  no  le  obedecían,  unos  por 
congraciarse  con  el  Shah  y  otros  por  miedo  que  tenían  a  sus 
crueldades . 


-108- 


Acabó  el  Patriarca  el  relato  de  las  atrocidades  del  Rey, 
suplicando  a  los  Misioneros  que  se  interesasen  delante  del 
Papa  y  de  Su  Majestad  por  la  suerte  de  los  desgraciados  ar- 
menios, y  los  Padres  se  lo  prometieron;  pero  tuvieron  que 
andar  con  pies  de  plomo  en  esta  materia,  por  lo  que  ellos 
sabían  de  labios  de  don  Roberto  Sirley  y  de  los  Padres  agus- 
tinos. Con  todo,  mucho  fué  lo  que  trabajaron  estos  y  otros 
hijos  de  Santa  Teresa  en  favor  de  la  nación  armena,  como 
se  ve  en  las  relaciones  de  todos  los  Misioneros  que  vivieron 
en  Persia. 

He  aqui  ahora  el  capítulo  de  crueldades  a  cargo  de  Abbas, 
el  Grande,  que  recogieron  en  estas  entrevistas  nuestros  Mi- 
sioneros. 

Cuando  tomó  el  Shah  la  ciudad  de  Hamadán,  «en  el 
reino  de  Armenia»,  lo  primero  que  hizo  fué  prender 
fuego  a  la  mayor  parte  de  la  ciudad  con  sus  habitantes,  y 
destruir  unas  500  iglesias  de  armenios  en  sus  contornos; 
aunque  él  dijo  que  lo  hizo  para  que  los  turcos  no  las  toma- 
ran como  fortalezas  o  se  parapetasen  en  ellas.  En  aquella 
ocasión  también  fueron  deportados  casi  todos  los  armenios 
de  Sivas,  en  número  de  100.000  «contando  niños  y  niñas». 
A  muchos  de  éstos  les  obligó  por  fuerza  a  renegar  de  la  re- 
ligión cristiana.  A  otros,  especialmente  a  los  niños,  consin- 
tió que  los  vendiesen  como  esclavos;  y  si  bien  dió  orden  de 
que  tanto  los  padres  de  los  niños  como  el  Patriarca  y  los 
Obispos  pudiesen  rescatar  a  los  esclavos  armenios,  esta 
orden  no  solía  cumplirse,  ni  el  Rey  hacía  gran  cosa  para 
que  se  cumpliera;  por  lo  que  sospechaban  con  fundamento 
que  fuese  cómplice  de  los  que  impedían  el  cumplimiento. 

Cuando  tomó  la  ciudad  de  Samaki,  de  la  cual  ya  dijo 
antes  el  P.  Paulo  cómo  la  mandó  arrasar  en  su  mayor  parte, 
habiéndole  presentado  sus  oficiales  los  esclavos  que  se  ha- 
bían hecho  en  aquella  ciudad,  el  Rey  escogió  para  si  algu- 
nos de  ellos,  y  entre  éstos  a  un  niño  muy  heimoso.  Díjole  el 
Rey  al  escogerle,  por  dos  o  tres  veces,  que  renegase  de  su 
fe,  y  como  el  niño  se  negase  rotundamente,  el  Rey  mismo, 
con  su  propia  espada,  le  cortó  la  cabeza.  «Esto  lo  supe, 
añade  el  P.Paulo,  de  algunos  que  -  se  hallaron  presentes, y 
me  mostraron  en  aquella  ciudad  el  lugar  en  donde  fué  ente- 
rrado aquel « santo  mártir»,  que  era  fuera  de  la  ciudad;  y  los 
mismos  persianos  me  decían  que  durante  muchas  noches 
vieron  salir  de  su  sepulcro  vivos  resplandores. » 

Estando  el  Shah  en  la  misma  ciudad  de  Samaki,  fué  a  vi- 
sitarle el  Padre  Prior  de  los  agustinos,  representante  en 
Persia  del  Rey  Católico,  el  cual  llevaba  cartas  del  Arzobispo 
de  Goa,  a  la  sazón  Gobernador  de  las  Indias.  Deseaba  el 
dicho  Prior  construir  en  Ispahán  una  iglesia  con  el  fin  de 
atraer  a  los  armenios  a  la  unión  con  la  Santa  Sede,  ya  que 


-109- 


se  lo  habían  prometido  seriamente  al  Papa  el  Patriarca  y 
algunos  Obispos  de  aquel  rito,  en  cartas  que  el  mismo  Prior 
había  entregado  en  propia  mano  a  Su  Santidad  cuando  es- 
tuvo en  Roma.  Oír  el  Rey  esto,  y  ponerse  hecho  una  furia, 
todo  fué  cosa  de  un  momento.  Echó  al  Padre  Prior  de  su 
presencia  a  cajas  destempladas,  profiriendo  palabras  inju- 
riosas para  el  Papa,  para  el  Rey  de  España  y  para  los  cató- 
licos y  armenios.  De  ahí  que  el  Prior  le  dijese  al  P.  Paulo, 
que  era  muy  diferente  el  Rey  de  Persia  de  lo  que  se  les  figu- 
raba en  Roma,  en  donde  le  tenían  por  amigo  incondicional 
y  apasionado  de  los  cristianos. 

Otra  vez,  estando  el  Shah  en  Tabriz,  le  dijeron  que  los 
Padres  agustinos  habían  puesto  campanas  en  su  iglesia,  «y 
que  por  eso  había  tantos  enfermos  en  aquella  ciudad ».  El 
Rey,  al  oírlo,  se  mordió  el  dedo,  y  dijo  por  dos  veces:  «igle- 
sia con  campanas!  ¡Iglesia  con  campanas!»,  y  les  mandó 
echar  abajo  las  campanas,  si  no  querían  que  les  echase  a 
ellos  de  la  torre  abajo. 

Todos  estos  casos  se  los  refiere  el  Padre  Paulo  a  Su  San- 
tidad  en  su  relación,  para  hacer  ver  al  Papa  que  el  ánimo 
del  Rey  no  era  tan  propicio  a  favorecer  a  los  cristianos  como 
en  Roma  se  decía  y  como  el  Rey  mismo  lo  aseguraba  con 
maquiavélica  intención,  con  el  fin  de  que  el  Pontífice  y  los 
Príncipes  cristianos  le  ayudasen  contra  el  Turco. 

Por  si  no  bastaban  estos  casos,  «en  muchas  otras  oca- 
siones, dice  el  P.  Paulo,  mostró  la  poca  voluntad  que  tenía 
a  los  cristianos;  y  tanto  creció  esta  mala  voluntad,  que, 
cuando  llegamos  nosotros  a  Ispahán,  había  mandado  publi- 
car un  edicto  por  el  cual  ordenaba  a  todos  los  cristianos 
«francos»  y  hasta  a  los  mismos  Padres  agustinos,  que  saHe- 
sen  de  su  reino.  Lo  que  supe  por  un  oficial  que  nos  lo  ase- 
guró bajo  juramento  al  gentilhombre  inglés,  a  los  Padres 
agustinos  y  a  nosotros.»  Pero,  viendo  ahora  la  embajada 
que  le  enviaba  el  Pontífice,  había  mandado  suspender  la 
ejecución  del  edicto,  hasta  saberlas  condiciones  que  le  ofre- 
cía el  Papa  y  las  nuevas  que  le  traía  del  Emperador  y  demás 
Príncipes  cristianos. 

En  esto  de  saber  lo  que  le  traía  la  embajada  del  Papa,  no 
le  acuciaba  el  deseo  de  los  primeros  días.  Había  de  por  me- 
dio muchas  intrigas  de  parte  de  los  mullahs  o  sacerdotes 
persianos,  y  quizá  también  del  Gran  Visir,  enemigo  decla- 
rado de  la  religión  de  Cristo.  Ya  se  recordará  lo  que  dijeron 
los  adivinos  o  encantadores  cuando  llegaron  los  carmelitas: 
que  venían  a  destruir  la  secta  persiana.  La  primitiva  reli- 
gión del  país  era  la  magia  o  religión  del  Zoroastro,  que  to- 
davía contaba  entonces  con  algunos  prosélitos  en  Yezd  y  en 
Kerman.  Pero  los  persas  de  aquellos  días  profesaban  el  ma- 
hometismo, como  religión  dominante  en  el  país;  y  como  el 


-lio- 


mahometismo  tiene  también  sus  sectas,  la  secta  a  que  se  re- 
ferían los  encantadores  era  la  de  los  «schiitas».  A  esta  per- 
tenecía el  Visir,  y  era  uno  de  los  mayores  fanáticos  que  te- 
nía la  secta.  A  buen  seguro  que  al  Rey  le  tenía  esta  secta 
tan  sin  cuidado  como  las  otras.  En  sus  costumbres,  como  en 
sus  creencias,  era  un  epicúreo  forrado  de  utilitarista  y  con- 
temporizador de  conveniencia  propia.  Así  se  desprende  de 
las  cosas  contrarias  y  contradictorias  que  de  él  se  cuentan. 

Cuando  llegaron  los  agustinos,  los  recibió  como  se  reci- 
bieran a  Reyes  potentísimos:  todo  por  lo  que  esperaba  del 
Rey  de  España,  el  más  poderoso  de  aquellos  tiempos.  Pero, 
« cuando  vió  que  no  llegaban  soldados  para  ayudarle,  ni  in- 
genieros para  instruir  los  soldados,  ni  dineros  para  sostener 
las  guerras  contra  el  Turco,  trató  a  todos  « los  francos  cris- 
tianos de  falsos,  de  mentirosos  y  de  embaucadores». 

Cuando  los  mismos  Padres  agustinos  eran  agasajados 
por  él  con  fiestas  y  recepciones,  los  sentaba  a  su  lado,  y  en 
los  banquetes,  antes  de  beber,  «hacía  que  le  bendijese  el 
vaso  con  muchas  cruces  un  Padre  viejo  que  gozaba  fama  de 
santo  y  que  lo  era  en  realidad».  Mas,  cuando  estos  mismos 
Padres  le  recomendaban  a  los  armenios,  o  le  decían  «que 
venían  a  enseñarle  la  verdadera  fe  y  a  bautizarle» ,  entonces 
él  enseñaba  la  garra  de  tigre  y  respondía,  «que  esas  cosas 
había  de  pensarlas  mucho  para  ver  si  le  convenían» . 

También  ofreció  a  los  Padres  agustinos  construirles  una 
iglesia  en  cada  ciudad  que  ganase  al  Turco,  si  le  ayudaban 
los  Reyes  cristianos,  «y  les  dijo  que  cada  una  de  esas  igle- 
sias había  de  tener  campanas»;  pero  luego...,  ya  vimos  lo 
que  dijo  y  lo  que  hizo  con  las  primeras  campanas  que  pusie- 
ron los  Padres  en  su  iglesia. 

Era,  pues,  el  Shah  de  carácter  voltario,  con  sus  astucias 
maquiavélicas,  feroz  y  sanguinario  muchas  veces,  como  se 
ha  visto  ya  y  como  se  ha  de  ver  en  adelante.  Y  a  quien  lo 
dudase  todavía,  puede  decírsele  que  Abbas,  el  Grande,  inau- 
guró su  reinado  en  1586  haciendo  cegar  a  sus  hermanos, 
pasándoles  muchas  veces  una  bacía  de  azófar  incandescen- 
te delante  de  los  ojos. 

Las  causas  de  tan  bruscos  cambios  en  el  Rey,  las  trata 
de  explicar  el  P.  Paulo  diciendo,  que,  como  las  manifesta- 
ciones de  amor  que  daba,  a  veces,  a  los  cristianos  no  le  na- 
cían del  corazón,  de  ahí  que  las  convirtiese  otras  veces  en 
ímpetus  de  verdadero  odio,  que  es  en  realidad  lo  que  sentía 
hacia  ellos. 

Otros,  dice,  lo  atribuían  a  los  muchos  disgustos  que  le 
habían  dado  en  Ormuz  los  portugueses  y  los  ministros  de 
Su  Majestad  Católica,  en  cuyo  poder  estaba  entonces  aque- 
lla plaza. 

Por  si  esto  fuese  poco,  cierto  día  se  presentaron  a  él  los 


-111- 


sacerdotes  o  mullahs,  para  decirle  que  se  acordase  de  lo  que 
habían  predicho  los  adivinos,  de  que  los  carmelitas  habían 
llegado  a  Persia  para  destruir  la  religión  del  pais  y  a  intro- 
ducir la  religión  cristiana;  que  viese  lo  que  hacía,  pues, 
mientras  él  estaba  ocupado  en  destruir  al  Turco,  al  Gran 
Turco,  jefe  y  cabeza  de  los  musulmanes  todos,  el  Romano 
Pontífice,  jefe  de  los  cristianos,  le  mandaba  aquellos  frailes 
descalzos  y  pordioseros  para  destruir  la  religión  de  la  Persia 
y  la  Persia  entera . 

Con  esto,  el  Shah  fué  dilatando  de  día  en  día  el  dar 
audiencia  a  los  embajadores  del  Papa.  Esta  es  la  clave  que 
nos  ha  de  servir  para  explicarnos  el  proceder  del  Rey  con  los 
nuestros  en  sus  mutuas  relaciones  y  audiencias. 

Viendo  el  P.  Paulo  esta  tardanza  del  Shah  en  recibirlos, 
como  buen  diplomático  y  tozudo  genovés,  empezó  a  formar 
un  buen  plan  de  campaña  para  conseguir  pronto  lo  que 
deseaba.  Los  Padres  agustinos  lo  tuvieron  por  imposible, 
una  vez  que  se  corrió  la  voz  de  la  visita  de  los  mullahs  y  del 
fin  principal  de  aquella  visita  al  Rey.  Hasta  creyeron  que  los 
carmelitas  se  verían  envueltos  con  los  demás  en  la  expul- 
sión, tan  pronto  como  se  publicara  el  edicto  contra  los  «fran- 
cos » ,  edicto  que  todos  esperaban  de  un  momento  a  otro. 

El  P.  Simón  se  fué  entonces  a  don  Roberto,  conocedor 
del  país  y  del  carácter  del  Rey  como  pocos,  para  que  le 
aconsejase  lo  que  debía  hacer  a  fin  de  lograr  pronto  la 
audiencia.  Don  Roberto  le  dijo  que  había  asistido  a  un  ban- 
quete que  había  dado  el  Shah,  pocos  días  antes,  en  honor 
de  unos  Bajás  turcos,  y  que  Su  Majestad  le  había  pregunta- 
do por  la  salud  del  superior  de  la  misión  del  Papa.  Dijole 
don  Roberto  que  ya  estaba  bueno  y  esperando  audiencia. 
Preguntó  de  nuevo  Su  Majestad  qué  era  lo  que  traían  aque- 
llos curiosos  embajadores  de  hábitos  burdos  y  pies  descal- 
zos. Contestó  don  Roberto  que  simplemente  venían  a  felici- 
tar a  Su  Majestad  por  las  victorias  que  había  alcanzado  con- 
tra los  turcos,  y  a  traerle  algunos  presentes  de  parte  del 
Papa,  respondiendo  con  esto  Su  Santidad  a  la  embajada  y 
presentes  que  había  recibido  de  Su  Majestad.  Con  esta  res- 
puesta, el  Rey  mudó  de  semblante,  y  alegremente  dijo  a  don 
Roberto:  «Está  bien:  hoy  es  el  día  de  los  turcos;  otro  día  se- 
rá el  de  los  Padres»  (1) . 

Por  lo  ocurrido  en  esta  conversación,  dijo  don  Roberto  al 
P.  Paulo  que  no  había  que  dejar  pasar  la  buena  disposición 
del  Rey  para  recibirlos,  y  que  el  mejor  medio  para  llegar  a 
él  era  por  conducto  del  Gran  Visir;  que  hiciese  algunos  re- 
galuchos  al  maymondar  o  aposentador  real,  para  que  éste 


(1)  c  Va  bene :  hoggi  é  giorno  del  turchi ;  un  altro  sará  delU  Padri  >.  El 
P.  Paulo  en  su  RELACIÓN  de  Persia. 


—112- 


los  introdujese  en  el  palacio  del  Visir,  y  algunos  obsequios 
al  Visir  para  que  éste,  a  su  vez,  los  introdujese  en  el  pala- 
cio del  Rey.  Estos  eran  los  pasos  que  habia  que  dar;  que 
aquellos  palacios  no  se  abrían  nunca  sin  llaves  de  oro  o  sus 
equivalentes.  Entendiólo  bien  el  P.  Paulo,  e  hizo  al  punto  lo 
que  le  aconsejó  el  inglés.  Compra  algunos  canastillos  de  fru- 
tas y  chucherías,  y  con  ellos  y  con  20  zequines  venecianos 
ganó  la  voluntad  del  maymondar,  el  cual  se  les  mostró  más 
amigo  que  nunca,  y  empezó  a  hablar  muy  bien  de  ellos  al 
Visir,  y  a  proponerle  lo  que  deseaban  los  Misioneros. 

El  Visir  era  más  difícil  de  conquistar,  porque  ya  dijimos 
que  desde  muy  antiguo  era  acérrimo  enemigo  de  los  cristia- 
nos, y  en  cuestiones  políticas  y  diplomáticas,  como  zorro 
viejo,  pensó  que  lo  que  traía  a  los  Misioneros  allá,  era  el  celo 
de  su  religión  y  el  edificar  alguna  iglesia  católica  (1). 

Como  tardase  en  mostrarse  asequible  a  los  Misioneros, 
enviaron  éstos  a  su  palacio  una  comisión  compuesta  de  don 
Roberto  Sirley',  el  intérprete  armenio  y  algunos  caballeros 
francos,  para  suplicarle  que  les  obtuviese  audiencia  del  Rey, 
porque  era  cosa  que  les  maravillaba,  decían,  que  después 
de  tanto  tiempo  como  llevaban  en  la  capital  y  de  la  impa- 
ciencia que  mostró  Su  Majestad  en  los  principios  para  reci- 
birlos, ahora  se  pasaban  los  días  y  semanas  sin  acordarse  de 
ellos.  Respondió  el  Visir  a  los  comisarios  con  palabras  de 
mucho  afecto  y  con  mil  ceremoniosos  modos  y  gestos,  en 
que  son  pródigos  los  orientales  ;  pero,  que  no  lo  tomasen  a 
mala  voluntad  del  Rey  ni  a  olvido  siquiera  ;  sino  más  bien 
porque  deseaba  Su  Majestad  que  estuviese  completamente 
restablecido  el  superior  de  la  misión  para  recibirlo.  Ahora 
que  lo  estaba,  hablaría  él  al  Rey  tan  pronto  como  pudiese, 
y  obtendrían  la  audiencia  apetecida. 

Al  día  siguiente  de  esta  entrevista,  llegó  el  maymondar 
dando  a  los  Padres,  de  parte  del  Rey,  las  mismas  excusas 
y  la  noticia  de  que  Su  Majestad  les  recibiría  muy  gustoso  en 
audiencia  el  día  3  de  enero. 

Se  habían  pasado  para  esa  fecha  tres  años  y  medio,  jus- 
tos, desde  que  salieron  de  Roma. 

¡Y  para  la  fecha  en  que  andamos  con  nuestra  historia, 
no  sabían  en  Roma  si  los  Misioneros  eran  vivos  o  muertos! 

Y  es  fácil  que  no  llegaran  a  saber,  hasta  que  llegó  la  car- 
ta o  relación  en  que  el  P.  Paulo  narraba  estas  cosas  que  aho- 
ra estamos  refiriendo  nosotros. 


(1)  «  Era  moho  nimíco  dei  cristíani,  sospetando  egli,  come  vecchio  e  as- 
tuto, che  eravamo  venuti  per  fare  chiesa  ».  El  P.  Paulo,  ibidem . 


CAPITULO  XIV 


La  audiencia  pública  con  el  Shah 

El  desfile  de  caballos.— Asi  celebraba  el  Shah  el  Ramadán.—La  Presenta- 
ción de  las  credenciales.— Los  presentes  de  la  embajada.— Carácter 
complejo  del  Rey.—¡  Sigue  el  desfile  de  caballos  ! 

El  3  de  enero,  después  de  comer,  se  pusieron  los  carmeli- 
tas en  marcha  para  el  lugar  de  la  entrevista  con  el  Shah.  Es- 
taba éste  en  una  villa  que  tenia  en  el  campo,  a  una  legua  de 
Ispahán,  llamada  « Isiarbat »,  o  sea  «  Cuatro  jardines  »,  y  por 
otro  nombre  «  Hezargerib  »,  que  quiere  decir  «  Mil  yugadas 
de  tierra  ».  Allí  se  encaminaron  nuestros  Misioneros  con  su 
comitiva.  Iban  todos  a  caballo.  Les  precedía  el  maymondar 
en  un  corcel  soberbio,  ricamente  enjaezado.  Con  los  nues- 
tros iban  los  Padres  agustinos,  don  Roberto  Sirley,  del  cual 
hay  que  decir  de  corrida  que  ya  había  vuelto  a  la  gracia  del 
Rey  y  se  ocupaba  de  la  instrucción  de  los  arcabuceros  rea- 
les, cuerpo  de  ejército  organizado  por  él  en  Persia.  Iban 
también  en  el  séquito,  como  es  natural,  los  intérpretes  de  los 
Padres,  si  bien  éstos  ya  empezaban  a  conocer  y  entender  la 
lengua  del  país,  en  especial  el  P.  Juan  Tadeo. 

Salieron  los  jinetes  de  la  ciudad  por  la  puerta  del  Real 
Palacio,  y  siguieron  por  una  calzada  sombreada  de  árboles 
frondosos.  A  derecha  e  izquierda  del  camino  había  bellísimos 
y  extensos  jardines;  la  mayor  parte  de  ellos  pertenecían  al 
Shah  y  a  los  más  nobles  caballeros  de  la  corte.  Los  jardines 
estaban  cercados  con  muros  de  piedra  cantería,  muy  bien  la- 
brada, y  se  entraba  en  ellos  por  puertas  suntuosas  y  monu- 
mentales. El  jardín  del  Rey  era  íniuenso,  y  estaba  cruzado 
por  un  río  y  por  muchos  canales  de  riego.  Sobre  el  río  había 
un  puente  monumental,  «  de  350  pasos  de  largo  »,  construí- 
do  con  piedras  labradas  y  ladrillos.  Tenía  dos  espléndidas 
galerías  a  los  lados,  para  los  que  le  cruzaban  a  pie,  y  veían- 
se en  él  arquitos  muy  graciosos,  sobrepuestos  de  tal  modo, 
«  que  viene  a  ser  una  de  las  más  bellas  obras  de  arte  que 
hay  en  Persia  ». 

Pasado  el  ¡luente,  continuaron  los  jinetes  por  la  amplia 
y  magnífica  avenida  de  árboles,  al  fondo  de  la  cual  divisa- 
ban ya  la  casa  de  campo  del  Monarca,  en  donde  suele  des- 
cansar de  las  fatigas  de  la  guerra,  y  adonde  suele  retirarse,  o 
escaparse,  durante  el  Ramadán,  para  hacer  penitencia  a  su 


8 


-114- 


modo,  o  mejor  dicho,  para  no  hacerla  de  ninguna  manera. 

La  casa  tenía  una  sala  grande,  cuatro  estancias  a  los  lados, 
un  patio  muy  espacioso,  rodeado  de  un  jardin, «  el  mejor,  el 
más  grande  y  más  hermoso  que  hay  en  Persia  ».  Allí  se  con- 
templaban por  dondequiera  canalillos  de  agua  muy  bien 
hechos  y  labrados  con  buena  piedra,  que  cruzaban  el  jardín 
en  todas  direcciones  y  lo  regaban  admirablemente  hasta  los 
últimos  ángulos.  Había  que  ver  las  fuentes  y  surtidores  y 
los  saltos  de  agua  y  los  inmensos  recipientes  y  los  baños  de 
jaspes  y  de  mármoles  multicolores,  que  lo  hermoseaban  co- 
mo jardín  encantado. 

Cuando  llegaron  los  Misioneros  con  su  comitiva  a  la  puer- 
ta de  palacio,  estaban  los  alrededores  llenos  de  personas  y 
personajes:  unas  que  habían  ido  por  curiosidad  y  otros  por 
sus  negocios. 

Estaba  el  Rey  ocupado  en  escoger  los  caballos  de  su  gus- 
to, entre  una  infinidad  de  ellos,  para  la  próxima  campaña. 
Aparentaba  tener  muy  buen  humor  aquel  día,  aunque  vestía 
traje  negro  y  sencillo,  como  había  de  ser  en  tiempo  de  peni- 
tencia y  de  ayuno;  porque  el  tiempo  del  Ramadán,  dice  el 
P.  Simón,  «lo  celebraba  el  Rey  honrándolo  solamente  con  el 
vestido  ».  (1) 

Luego  nos  pinta  su  retrato  con  estas  cuatro  pinceladas: 
«  Era  el  Rey  de  mediana  estatura;  no  muy  bello;  de  color 
moreno,  más  que  por  naturaleza,  por  estar  curtido  al  sol  y  al 
aire;  de  ojos  muy  vivos;  de  porte  señoril  y  majestuoso,  cual 
convenia  a  su  persona  y  a  su  edad,  que  podía  frisar  con  los 
38  años. 

Cuando  le  anunciaron  la  llegada  de  los  embajadores  del 
Papa,  mandó  cubrir  un  taburete  con  un  tapiz  sencillo,  y  allí 
los  esperó  sentado  tan  majestuosamente  como  en  su  trono 
de  oro.  Detrás  de  él  se  sentaron  los  dos  bajás  turcos,  que 
eran  sus  prisioneros  de  guerra,  y  a  los  cuales  hacía  asistir 
a  las  principales  recepciones  y  fiestas  de  la  corte,  parte  para 
ostentar  ante  ellos  su  grandeza,  parte  por  mortificarlos  ha- 
blando de  sus  victorias  sobre  los  turcos.  A  entrambos  lados 
tenia  al  Príncipe  heredero  y  a  los  grandes  de  la  corte,  que 
permanecían  en  pie  durante  la  audiencia;  y  a  cierta  respe- 
tuosa distancia  estaba  Sefi  Mirza,  el  viejo  Visir,  sentado  en 
tierra  y  sin  tapiz  alguno  debajo,  en  señal  del  respeto  y  vene- 
ración que  le  merecía  el  sagrado  tiempo  del  Ramadán. 

Tal  fué  el  cuadro  que  se  ofreció  a  los  ojos  de  los  Misio- 
neros teresianos,  cuando  entraron  en  el  patio  de  la  audien- 
cia, guiados  por  el  maymondar. 

Una  vez  que  estuvieron  los  Padres  en  la  presencia  del 


(1)    « Che  onoraba  solo  con  le  vesti  >.  P.  Paulo,  RELACIÓN  cltadB. 


-115- 


Rey,  le  hicieron  una  inclinación  profunda  y'le  besaron  la  ma- 
no, ellos  y  todas  las  personas  de  su  séquito.  El  Rey  respon- 
dió amablemente  al  saludo  con  una  inclinación  de  cabeza  y 
con  rostro  alegre.  Hay  que  advertir  aquí,  con  el  P.  Paulo,  que 
el  Rey  de  Persia  daba  a  besar  el  pie,  y  no  la  mano,  a  todos 
los  que  se  acercaban  a  su  real  persona,  aunque  fuesen  emba- 
jadores de  reyes  poderosos.  Solamente  dispensaba  el  honor 
de  dar  a  besar  la  mano,  y  no  el  pie,  a  los  embajadores  del 
Papa  y  de  los  Príncipes  cristianos. 

Después  de  este  saludo,  se  dirigió  el  Rey  a  los  Misione- 
ros, dándoles  la  bienvenida,  preguntándoles  cómo  estaban  y 
a  qué  habían  venido,  todo  ello  conforme  al  ceremonial  per- 
siano.  Respondió  por  todos  muy  cumplidamente  el  superior 
de  la  misión,  y  acto  continuo  le  entregó  los  Breves  apostóli- 
cos de  Clemente  VIII  y  de  Paulo  V,  las  cartas  del  Empera- 
dor de  los  Romanos,  del  Rey  de  Polonia,  del  Cardenal  San- 
giorgio,  del  Marqués  de  Villena,  embajador  de  España  cer- 
ca de  la  Santa  Sede,  del  P.  Pedro  de  la  Madre  de  Dios,  Co- 
misario de  los  carmelitas  descalzos  y  Superintendente  gene- 
ral de  las  Misiones. 

Recibió  el  Shah  los  Breves  y  las  cartas  con  mucho  agra- 
do, y  se  las  entregó  al  Gran  Visir,  diciéndole  que  tenía  sumo 
interés  en  que  todos  aquellos  documentos  se  los  trasladasen 
fiel  y  puntualmente  a  la  lengua  persiana,  pues  quería  co- 
nocer hasta  los  ápices  de  su  contenido. 

Después,  dirigiéndose  Su  Majestad  a  los  Misioneros,  les 
dijo  que  el  Emperador  había  sido  privado  de  sus  estados  por 
un  deudo  suyo,  y  que  éste  había  hecho  paces  con  el  Turco  ; 
así  como  también  les  comunicó  que  el  Turco  se  había  pose- 
sionado de  la  mayor  y  mejor  parte  del  reino  de  Polonia.  Res- 
pondióle el  P.  Paulo  que  aquellas  noticias  eran  falsas  a  to- 
das luces,  puesto  que  ellos  habían  estado  en  esos  reinos  y  te- 
nían cartas  recientes  de  ellos,  y  no  había  habido  ni  tales  mu- 
danzas ni  tales  paces  con  el  Turco,  ni  éste  había  reportado 
allí  tales  victorias:  de  todo  lo  cual  se  alegró  mucho  Su  Ma- 
jestad, y  no  dejó  de  admirarse  de  lo  bien  enterados  que  ve- 
nían aquellos  embajadores  sobre  tantas  y  tan  diversas  cues- 
tiones diplomáticas. 

Todavía  creció  más  la  admiración  del  Shah,  cuando  el 
P.  Paulo  le  dijo  que  tenía  que  tratar  con  Su  Majestad  secre- 
tamente y  de  palabra  algunos  negocios  que  le  había  enco- 
mendado el  Papa,  y  que  no  eran  para  tratados  en  aquella 
ocasión  ni  tan  en  público,  por  lo  que  le  suplicaba  que  le  con- 
cediese otra  audiencia  expresamente  para  esto,  lo  más  pres- 
to posible,  porque  tenía  orden  de  Su  Santidad  de  volver 
cuanto  antes  a  Roma,  a  darle  cuenta  de  esta  embajada.  Entre 
tanto,  los  otros  dos  Padres  quedaban  allí  a  su  servicio,  para 
cuantas  cosas  quisiere  comunicar  a  Su  Santidad  por  medio 


-116- 


de  ellos  ;  pues  ellos  fomiarian  allí  una  embajada  pontificia 
permanente  cerca  de  su  real  persona.  Por  medio  de  ellos  po- 
dría informar  continuamente  a  Su  Santidad  acerca  de  sus 
guerras  y  victorias  con  el  Turco,  y  tratar  de  todo  lo  condu- 
cente a  conseguir  que  los  Príncipes  cristianos  formasen  con 
él  alianza,  para  ayudarle  en  estas  guerras.  Por  supuesto,  que 
aquellos  dos  Padres  quedaban  allí  en  calidad  de  represen- 
tantes del  Pontífice,  si  Su  Majestad  no  ordenaba  otra  cosa. 

A  todo  esto  fué  el  Shah  respondiendo  punto  por  punto,  y 
dijo  que  a  todas  horas  tenía  el  P.  Paulo  abiertas  las  puertas 
de  su  palacio  para  volver,  cuando  quisiese,  a  tratar  de  aque- 
llos negocios  secretos;  que  se  podía  partir  cuando  lo  cre- 
yera conveniente,  para  dar  cuenta  de  su  misión  al  Papa;  que 
Su  Majestad  le  proporcionaría  un  salvoconducto  muy  se- 
guro para  volver  a  Roma  por  una  vía  más  breve  de  la  que 
habían  traído;  que  se  complacía  mucho  en  la  compañía  que 
le  quedaba  allí  con  los  dos  Padres  que  iban  a  representar  tan 
dignamente  al  Papa:  con  otras  cosas  a  este  tenor,  dichas  con 
palabras  muy  corteses  y  delicadas,  como  sabía  hacerlo  en 
sus  cuartos  de  hora  de  diplomático  aquel  tostado  y  feroz 
guerrero. 

Cuando  hubo  terminado  el  Rey  su  discurso,  se  adelanta- 
ron unos  pasos  más  todos  los  Misioneros,  con  sus  intérpretes 
y  servidores,  para  ofrecer  a  Su  Majestad  los  presentes  que  le 
traían. 

Eran  los  siguientes:  El  Libro  de  los  santos  Evangelios, 
muy  lujoso,  y  un  magnífico  ejemplar  deEuclides  en  lengua 
arábiga,  de  parte  del  Cardenal  Sangiorgio.  Un  volumen  con 
rica  cubierta  y  guarniciones  de  plata  de  la  Historia  del  An- 
tiguo Testamento,  con  delicadas  miniaturas,  curioso  y  va- 
liosísimo ejemplar  que  les  dió  el  Cardenal  de  Cracovia.  Dos 
pinturas  al  óleo  de  excelente  artista.  Dos  vasos  de  cristal  de 
roca  guarnecidos  de  oro,  con  algunas  esmeraldas,  una  cruz 
de  cristal  de  roca  de  dos  palmos  con  un  crucifijo  de  oro,  te- 
niendo la  cruz  algunos  apartados  para  colocar  reliquias.  Co- 
mo viese  el  Rey  los  lugares  vacíos,  dijo  «  que  desearía  tener 
algunas  rehquias  para  ponerlas  allí,  porque  él  las  estimaba 
y  las  veneraba  »  (1).  Estos  vasos  y  el  crucifijo  que  en  Praga 
les  costaron  200  escudos  romanos,  fueron  valuados  en  Per- 
sía  en  2.000  escudos.  Todos  estos,  dijeron,  eran  presentes 
que  ellos  rendían  a  sus  pies  en  homenaje  de  acatamiento  a 
su  realeza. 

Como  terminase  de  hablar  el  P.  Paulo,  le  preguntó  el  Rey 
qué  presentes  le  traía  de  parte  de  Su  Santidad;  a  lo  cual 


(1)    El  P .  Juan  Tadeo  en  su  RELACIÓN  primera  de  las  cosas  de  Persia . 


-117- 


respondió  muy  agudamente  el  fraile  genovés  sin  alterarse: 
que  el  Papa  no  les  había  dado  a  ellos  presentes  para  Su  Ma- 
jestad, porque  no  decían  bien  con  sus  humildes  hábitos  los 
ricos  presentes  que  Su  Santidad  suele  hacer  a  los  Príncipes 
y  a  los  Reyes;  que  para  dar  esos  presentes  suele  el  Papa 
enviar  a  los  más  altos  dignatarios  de  su  corte,  y  que,  cierta- 
mente, se  los  enviaría  a  él  con  más  lucida  embajada,  des- 
pués que  él,  el  P.  Paulo,  volviera  a  dar  cuenta  a  Su  Santi- 
dad del  benévolo  y  cordial  acogimiento  que  les  hace  el  po- 
deroso Rey  de  Persia.  Con  lo  cual  quedó  el  Shah  sumamen- 
te complacido  y  halagado  en  su  vanidad,  que  era  mayor  de 
lo  que  parecía. 

Abrió  el  Rey  el  libro  del  Antiguo  Testamento  por  curio- 
searlo un  poco,  y  dió  la  casualidad  que  lo  abriese  por  la  pá- 
gina en  que  se  narra  la  lucha  entre  los  ángeles  buenos  y  los 
ángeles  malos.  Como  viese  al  dragón  infernal,  vencido  y 
humillado  a  los  pies  de  San  Miguel,  que  blandía  la  espada 
amenazando  al  demonio,  prepuntó  el  Rey:  «¿Quién  es  éste 
que  está  aquí  vencido  a  los  pies  de  este  ángel?»  Contestó  el 
P.  Paulo:  Este  es  el  ángel  caído,  a  quien  llamamos  el  demo- 
nio. «No,  dijo  el  Rey  riéndose  mucho:  éste  es  el  Turco ».  Y 
decíalo,  y  se  reía  sin  cesar  mirando  por  encima  del  hombro 
a  los  Bajás  turcos  que  tenía  detrás,  y  que  estaban  también 
mirando  la  lámina,  porque  no  perdía  ocasión  de  mortificar- 
los y  burlarse  de  ellos. 

Cuando  hubo  mirado  a  todo  su  sabor  aquellas  figuras, 
dijo  a  sus  servidores  que  recogiesen  cuidadosamente  aque- 
llos regalos  y  los  colocasen  en  su  joyero.  Al  mismo  tiempo 
encargó  a  un  mullah  que  en  cada  página  del  libro  miniado 
escribiese  en  lengua  persa  lo  que  era  y  significaban  las  mi- 
niaturas; y  que,  para  hacerlo  con  mayor  exactitud  y  fideli- 
dad, consultase  con  los  Misioneros  carmelitas. 

Finalmente,  escribe  el  P.  Paulo,  «le  dimos  un  barrilito 
«d'acqua  vita»  (aguardiente)  de  Moscovia,  que  ellos  esti- 
man muchísimo,  a  pesar  de  la  prohibición  del  Korán,  y  que 
al  Rey  le  supo  mejor  entonces  por  la  poca  o  ninguna  devo- 
ción que  tenía  al  Ramadán».  Su  Majestad  no  encontró  pala- 
bras con  que  agradecerles  tan  estimado  presente,  y  les  dijo 
que  sentía  mucho  no  poderles  convidar  entonces  a  su  mesa, 
ni  beber  con  ellos  a  su  salud,  «porque  estaban  en  Cuares- 
ma» (1) ,  o  sea,  celebrando  el  Ramadán,  en  cuyo  tiempo  no 
comen  ni  beben  ni  fuman  durante  el  día. 

Llamó  mucho  la  atención  de  los  nuestros  el  que  el  Rey 
en  toda  la  audiencia,  que  ahora  iba  tomando  aires  de  jovia- 
lidad después  de  las  primeras  ceremonias  de  etiqueta,  no 


(1)   c  Perche  havevano  Quadragessima».  El  P,  Paulo  en  su  RELACIÓN 


-118- 


dirigió  la  palabra  a  los  Padres  agustinos,  ni  una  vez  siquie- 
ra. Cuando  aquel  santo  viejo  de  entre  ellos  le  dió  a  besar 
el  crucifijo,  como  solía  otras  veces,  el  Rey  fingió  no  verle  ni 
oírle,  y  preguntó  en  seguida  al  Padre  Paulo  «si  eran  todos 
unos,  los  agustinos  y  ellos»  (1).  El  Padre  respondió  que 
todos  eran  unos  en  la  misma  fe  y  caridad  de  Cristo. 

Esta  fué  una  buena  lección  para  el  Rey  Abbas,  el  Gran- 
de, y  para  todos  los  religiosos  que  se  acercaban  a  él;  porque 
con  su  proceder  el  Rey  les  enseñaba  a  no  fiarse  demasiado 
de  sus  palabras  halagadoras  y  de  su  franqueza  del  momen- 
to, pues  quien  tan  espléndidamente  recibía  a  los  principios, 
volvía  con  el  tiempo  las  espaldas  a  quienes  más  fiestas 
hacia. 

Terminada  la  ceremonia  de  la  audiencia,  hizo  el  Shah 
que  desfilasen  todos  sus  caballos,  para  que  los  viesen  los 
Misioneros.  El  desfile  duró  dos  horas  (2).  El  Rey,  como  buen 
oriental,  era  aficionado  a  tener  caballos  de  pura  sangre  y 
de  bella  estampa.  Hizo  traer,  además,  los  mejores  y  más 
vistosos  arneses  que  había  en  sus  soberbias  caballerizas; 
montó  gallardamente  en  sus  caballos  favoritos,  que  les  fué 
enseñando  uno  a  uno,  para  que  los  contemplasen  los  Padres 
y  sus  acompañantes;  paseó  varias  veces  por  el  patio  su  va- 
nidad de  jinete  en  apuestos  alazanes.  Al  terminar  estas 
pruebas,  preguntó  en  seco  a  los  embajadores  del  Papa  si 
traían  consigo  en  aquel  viaje  algún  arcabuz  de  buena  marca. 
Respondieron  por  medio  del  intérprete  negativamente,  ale- 
gando su  condición  de  sacerdotes  pacíficos.  Entonces  Su 
Majestad  mandó  que  le  trajesen  los  dos  mejores  arcabuces 
que  hallasen  a  mano.  Y  en  verdad  que  fueron  magníficos 
los  que  le  trajeron.  Habían  sido  fabricados  en  Damasco,  y 
tenían  guarniciones  muy  finas  e  incrustaciones  muy  ricas  y 
variadas.  Hizo  que  sus  nobles  los  dispararasen  algunas 
veces,  y  él  mismo  lanzó  algunos  disparos  con  mucha  ga- 
llardía y  apostura. 

En  esto,  duraba  todavía  el  desfile  de  los  caballos,  y  el 
Rey  se  puso  muy  atentamente  a  contemplar  los  que  iban  pa- 
sando. «Viendo  que  los  religiosos  estaban  descubiertos, 
dijo  que  se  calasen  la  capucha  mientras  pasaban  los  caba- 
llos», i  Difícil  es  averiguar  a  quiénes  quería  honrar  Su  Ma- 
jestad con  estol 

Habiendo  terminado  aquel  largo  y  curioso  desfile,  besa- 
ron los  nuestros  la  mano  al  Shah  para  despedirse.  El  may- 
mondar  les  acompañó  nuevamente  hasta  su  morada,  con  el 
mismo  orden  que  habían  venido,  todos  a  caballo,  yendo 
delante  algunos  alarifes  para  despejar  el  paso. 


(11    ■  se  eravamo  tutti  uni,  noi  e  li  agostinlanl ».  Ibldem. 

(2)    «  Duró  quello  dei  cavalli  plú  di  due  hore. »  Ibidem. 


-119- 


Llegados  a  casa,  dieron  al  maymondar  algunas  monedas, 
«como  es  costumbre  en  Persia  >;  y  después  de  haberse  des- 
pedido de  los  Padres  agustinos  y  de  toda  la  comitiva,  que- 
dáronse comentando  largamente  aquella  primera  audiencia 
con  el  Rey  Abbas,  y  preparando  las  notas  para  la  segfunda, 
que  había  de  ser  muy  pronto  y  había  de  versar  sobre  aque- 
llos puntos  secretos ,  de  los  cuales  habían  de  entregar  a  Su 
Majestad  una  puntual  minuta  por  escrito  para  memoria. 

Estos  puntos  contenían  proposiciones  hechas  por  el  Pon- 
tífice al  Rey,  proposiciones  concretas  para  bien  de  la  cris- 
tiandad. 

De  estas  proposiciones  y  de  la  respuesta  del  Shah  trata- 
remos en  el  capítulo  siguiente,  como  de  cosas  de  la  mayor 
importancia;  y,  ciertamente,  esto  fué  lo  más  importante  de 
aquella  embajada  y  lo  menos  conocido  hasta  ahora,  porque 
ha  permanecido  casi  todo  inédito. 


CAPITULO  XV 


La  audiencia  de  los  puntos  secretos 

Los  sucesos  de  este  día.— Los  puntos  secretos.— Respuesta  y  Actitud  del 
Shah. — La  escena  del  tigre  y  de  los  perros.— Modo  de  administrar 
Justicia. 

El  día  después  de  la  primera  audiencia,  no  pudieron 
nuestros  Misioneros  ver  al  Rey,  aunque  lo  intentaron,  por- 
que ese  día  no  recibió  Su  Majestad  a  nadie. 

Al  otro  día,  cuando  fueron  a  su  villa,  vieron  que  el  Rey 
salía  a  caballo  para  presenciar  una  fiesta  de  « toros  y  carne- 
ros», que  se  iba  a  celebrar  en  una  gran  plaza,  «mucho  ma- 
yor, dice  el  P.  Paulo,  que  la  plaza  de  Navona,  en  Roma  » . 

Asistían  a  la  fiesta  el  Rey,  el  Príncipe  heredero,  el  Gran 
Visir,  todos  los  nobles  de  la  corte  y  una  inmensa  muche- 
dumbre. 

Cuando  el  Rey  bajó  del  caballo,  se  acercaron  los  nues- 
tros a  besarle  la  mano,  conducidos  por  el  maymondar,  muy 
amigo  de  los  Misioneros,  por  la  cuenta  que  le  tenía.  Su  Ma- 
jestad recibió  a  los  nuestros  con  mucho  amor  y  reverencia, 
y  los  tuvo  a  su  lado  durante  aquellas  originales  fiestas. 

Después  de  haber  visto  una  buena  parte  de  ellas,  pidió 
licencia  el  P.  Paulo  al  Rey  para  hablarle  de  los  puntos  se- 
cretos de  su  embajada  y  para  entregarle  un  escrito  en  que 
constaban  todos  y  cada  uno,  en  fórmulas  breves,  para  que 
Su  Majestad  los  considerase  despacio  y  los  retuviese  más 
fácilmente.  Así  se  lo  había  encargado  el  Papa.  Accedió  el 
Rey  a  tratar  allí  aquel  negocio,  pues  estaba  deseando  saber 
qué  le  decía  de  importante  Su  Santidad  tan  en  secreto.  Pro- 
puso el  P.  Paulo  que  fuese  intérprete  de  este  negocio  don 
Roberto  Sirley,  lo  cual  aceptó  de  muy  buen  grado  Su  Ma- 
jestad; y  desviándose  los  tres  un  poco  de  los  que  había  en 
torno  de  ellos,  fué  leyendo  don  Roberto  lo  que  decía  el  pa- 
pel, al  mismo  tiempo  que  lo  comentaba  el  P.  Paulo  y  lo  es- 
cuchaba atentamente  el  Rey. 

Los  puntos  secretos  que  estaban  escritos  en  aquel  papel 
eran  éstos: 

Primero. — Su  Santidad  quiere  que  digamos  en  secreto  a 
Vuestra  Majestad  cómo  nos  ha  enviado  por  vía  de  algunos 
reinos  cristianos,  para  hablar  con  el  Emperador  sobre  una 
alianza  que  quisiera  hacer  el  Papa  entre  todos  los  Principes 
cristianos,  con  el  fin  de  ayudar  a  Vuestra  Majestad  en  sus 


-121- 


guerras  contra  el  Turco;  y  quisiera  el  Pontífice  Romano  sa- 
ber el  parecer  de  Vuestra  Majestad  sobre  esto,  y  que  el  su- 
perior de  esta  misión  vuelva  a  decírselo  a  Su  Santidad  de 
palabra. 

Segundo.— Quiere  Su  Santidad  reunir  una  grande  armada 
cristiana  para  atacar  al  Turco  por  mar,  y  ruega  a  Vuestra 
Majestad  que  lleve  la  guerra  contra  el  Turco  por  vía  de 
Alepo,  para  operar  en  combinación  con  las  potencias  aliadas 
que  le  atacarán  por  el  mar. 

Tercero.— Su  Santidad  ofrece  enviar  a  Vuestra  Majestad 
ingenieros  y  hombres  prácticos  en  el  arte  de  la  guerra.  Ya 
enviaba  con  nosotros  de  incógnito  a  un  Sargento  Mayor  de 
los  Tercios  españoles  de  Flandes,  en  donde  había  mandado 
un  cuerpo  escogido  de  4.000  combatientes,  y  era  muy  prác- 
tico en  esto;  y  venía  para  tratar  expresamente  con  Vuestra 
Majestad,  y  saber  qué  clase  de  hombres  de  guerra  le  serían 
más  necesarios  para  llevar  adelante  esta  empresa. Pero,  por 
desgracia  nuestra,  este  Sargento  Mayor  murió  en  Moscovia 
y  fué  visto  y  conocido  de  vuestro  embajador  Zenil  Bey. 

Cuarto.— Con  el  fin  de  poderse  comunicar  Vuestra  Majes- 
tad con  más  frecuencia  y  seguridad  con  el  Papa,  para  con- 
servar la  amistad  mutua,  evitar  falsificaciones  y  malas  in- 
terpretaciones en  las  cartas  y  documentos,  propone  Su  San- 
tidad que  Vuestra  Majestad  le  envíe  a  su  corte  un  represen- 
tante con  carácter  permanente  que  resida  en  Roma,  y  Su 
Santidad  enviará  el  suyo  a  Vuestra  Majestad  con  el  mismo 
carácter  de  residencia  habitual  al  lado  de  Vuestra  Majestad, 
aunque  no  sea  más  que  por  algunos  años.  Estos  embajadores 
pueden  tener  y  recibir  correspondencia  cierta  y  segura  de 
sus  respectivos  Soberanos  por  la  vía  de  Alepo;  y  en  sus  res- 
pectivas lenguas,  sin  necesidad  de  intermediarios  ni  de  in- 
térpretes, pueden  tratar  sus  negocios.  Estos  embajadores  han 
de  informar  con  toda  veracidad  y  dar  respuesta  secreta  o  ci- 
frada. De  este  modo  no  tendrían  necesidad  de  andar  envian- 
do cada  día  embajadores,  que  llegan  tarde  o  nunca  a  su  des- 
tino, y  no  se  consigue  nada  después  de  tantos  años  de  andar 
con  estas  embajadas  tan  costosas,  en  que  los  embajadores 
corren  tantos  peligros  por  los  caminos. 

Quinto.— Nos  manda  Su  Santidad  que  digamos  a  Vues- 
tra Majestad  que  le  exponga  los  proyectos  que  Vuestra  Ma- 
jestad tenga  concebidos,  y  diga  qué  cosa  desea  que  haga 
Su  Santidad  por  Vuestra  Majestad;  pues  está  muy  dispuesto 
a  hacerlo  para  complacerle,  siempre  en  cuanto  pudiere. 

Sexto.— Su  Santidad  recomienda  a  Vuestra  Majestad  con 
todo  encarecimiento,  que  sean  bien  tratados  los  cristianos 
que  viven  en  estos  reinos  y  los  que  hiciese  prisioneros  en 
sus  guerras  contra  el  Turco.  Le  ruega  a  Vuestra  Majestad 
que  no  permita  que  Ies  hagan  agravio  alguno,  ni  les  obli- 


-122- 


guen  por  fuerza  a  renegar  de  su  fe,  y  que  no  sean  reducidos 
a  miserable  esclavitud;  porque  esto  no  es  digno  de  Princi- 
pes magnánimos  y  generosos,  como  lo  es  Vuestra  Majestad. 
Por  su  parte,  Su  Santidad  se  compromete  a  tratar  con  todo 
amor  y  caridad  a  los  subditos  de  Vuestra  Majestad  que  están 
en  sus  estados  pontificios,  y  a  interponer  toda  su  influencia, 
que  es  grande,  cerca  de  los  Reyes  y  Príncipes  de  la  cristian- 
dad, para  que  no  tengan  ni  retengan  como  esclavos  a  los 
subditos  de  Vuestra  Majestad  y  a  aquellos  que  en  sus  res- 
pectivos reinos  vivieren,  los  traten  como  es  debido,  lo  mismo 
a  los  que  allá  fueren  en  nombre  de  Vuestra  Majestad  o  fue- 
sen sus  protegidos. 

Séptimo  .—Tanto  Su  Santidad  como  el  Emperador  de  los 
Romanos  suplican  a  Vuestra  Majestad  la  gracia  de  que  con- 
ceda licencia  a  don  Roberto  Sirley  para  que  vaya  a  Italia, 
porque  su  padre,  ya  anciano,  ha  presentado  esta  súplica  al 
Papa.  Don  Roberto  podría  dar  muy  buenos  informes  a  Su 
Santidad  sobre  las  cosas  de  este  reino  y  sobre  todos  los  ne- 
gocios que  Vuestra  Majestad  desease  entablar  con  la  Santa 
Sede.  Bien  sabe  Vuestra  Majestad  cuán  fiel  y  leal  le  ha 
sido  siempre  don  Roberto,  y  lo  seguirá  siendo  en  lo  futuro. 
Pudiera  ser  también  que  por  su  mediación  rompiese  el  Rey 
de  Inglaterra  con  el  Turco  e  hiciese  alianza  con  Vuestra  Ma- 
jestad, si  llega  a  tratar  de  ello  don  Roberto,  porque  tanto  él 
como  su  familia  tienen  mucha  influencia  en  su  país. 

Por  último. — Me  ha  mandado  Su  Santidad  que  vuelva 
yo  cuanto  antes  a  Roma,  como  ya  le  dije  a  Vuestra  Majes- 
tad, con  la  respuesta  a  estos  puntos  aquí  indicados,  quedán- 
dose mis  compañeros  cerca  de  Vuestra  Majestad  para  tratar 
cuantos  negocios  se  le  ofrecieren,  en  los  cuales  pudiere  y 
tuviere  que  intervenir  la  Santa  Sede.  Sería  de  desear  que  yo 
llevase  también  las  respuestas  que  Vuestra  Majestad  hubie- 
se de  dar  al  Emperador  del  Sacro  Romano  Imperio,  al  Rey 
de  Polonia,  al  Marqués  de  Villena  y  al  Cardenal  Sangiorgio. 
Y  sería  muy  conveniente,  para  las  altas  empresas  de  Vuestra 
Majestad,  que  escribiese  también  al  Rey  de  España,  al  Gran 
Duque  de  Toscana  y  a  las  Repúblicas  de  Génova  y  de  Ve- 
necia,  a  fin  de  que  estos  poderosos  estados  se  moviesen  más 
prontamente  a  ayudar  a  Vuestra  Majestad  en  las  guerras 
contra  el  Turco,  que  es  «el  común  enemigo». 

Ruego  finalmente  a  Vuestra  Majestad,  que  tenga  a  bien 
despacharme  cuanto  antes  por  la  vía  más  corta,  y  en  ello 
hará  cosa  grata  al  Sumo  Pontífice  y  nada  dañosa  a  los  inte- 
reses de  Vuestra  Majestad»  (1). 


(1)  De  esta  memoria  hay  varias  copias  en  el  Archivo  general  de  la 
Orden ,  y  tanto  el  P.  Paulo  como  el  P .  Juan  Tadeo  la  insertan  en  sus  respec- 
tivas RELACIONES. 


-123- 


Asi  termina  esta  minuta  o  pro-memoria,  que  entregó  el 
P.  Paulo  al  Rey  una  vez  que  la  hubo  leído  don  Roberto  Sir- 
ley.  Por  cierto  que  el  Shah  interrumpió  más  de  una  vez  la 
lectura,  porque  negocios  son  negocios. 

Cuando  el  P.  Paulo  tocó  aquel  punto  en  que  decía  que 
Su  Santidad  deseaba  atacar  a  los  turcos  por  mar  con  una 
buena  armada,  en  tanto  que  las  tropas  persas  le  persegui- 
rían por  tierra,  «el  Rey  se  inclinó  tanto  a  él  para  oírle,  por- 
que hablaba  en  voz  baja,  que  le  llegó  a  tocar  con  la  cabe- 
za» (1).  Y  no  sólo  esto,  sino  que,  sin  dejarle  continuar,  le 
interrumpió  diciendo:  que  los  Reyes  de  Persia,  sus  antece- 
sores, habían  tenido  siempre  amistad  con  la  Santa  Sede  y 
con  los  Principes  cristianos;  que  él  la  tenía  igualmente;  que 
se  alegraba  de  que  Su  Santidad  quisiese  hacer  guerra  al 
Turco,  porque  él,  Su  Majestad,  no  dejaría  de  atacarle  aquel 
mismo  año  por  Babilonia,  y  que  deseaba  ir  hasta  Constan- 
tinopla. 

Además  de  esto,  le  dijo  el  Shah  que  pedía  a  Su  Santidad 
le  enviase  un  Obispo  franco  para  una  iglesia  de  mucha  de- 
voción que  había  en  Armenia,  al  pie  del  Monte  de  Noé,  o 
sea  el  Monte  Ararat,  residencia  del  Patriarca  armenio;  y,  en 
fin,  cuando  hubo  oído  todos  los  puntos  de  las  negociaciones 
secretas,  dijo  que  estaba  completamente  de  acuerdo  con  el 
Papa,  sobre  todo  en  el  punto  del  nombramiento  de  embaja- 
dores permanentes  que  residiesen  en  las  respectivas  cortes 
de  los  soberanos;  porque  eran  muchos  los  que  llegaban  a 
su  corte  de  Ispahán  con  cartas  falsas,  en  nombre  de  Su  San- 
tidad y  de  otros  Príncipes  cristianos,  y  eran  unos  miserables 
vividores  y  mercaderes  y  logreros. 

Para  más  seguridad,  dijo  que  mandaría  su  sello  secreto 
al  Papa,  y  rogó  al  P.  Paulo  que  le  dejase  estampado  el  suyo 
propio  por  entonces,  hasta  que  tuviera  el  de  Su  Santidad, 
para  no  ser  engañado  cuando  llegase  algún  documento  de 
parte  suya  desde  Roma.  Asi  io  hizo  el  P.  Paulo. 

En  cuanto  a  su  partida,  dijo  Su  Majestad  que  podia  ha- 
cerlo tan  prorito  como  le  despacharan  las  cartas  de  contes- 
tación al  Romano  Pontífice,  y  que  fuese  por  la  vía  de  Alepo, 
mas  en  hábito  de  monje  armenio,  que  esto  le  convenía  muy 
mucho  para  hacer  el  viaje  con  mayor  seguridad;  y  que  se  le 
daría  un  buen  compañero  de  viaje. 

Con  esto,  ni  el  Rey  ni  los  Misioneros  se  divertieron  gran 
cosa  con  la  fiesta  «de  toros  y  carneros».  Tan  contento  quedó 
el  Shah,  que  aquella  misma  noche  envió  al  P.  Paulo  por  me- 
dio del  maymondar  algunos  vestidos  de  seda  y  de  brocado 


(1)  «  Come  toccai  questo  punto ,  si  abasso  tanto  che  mi  toccava  la  testa 
per  sentiré ,  parlando  io  basso».  RELACIÓN  del  P.  Paulo.  ' 


-124- 


para  el  viaje,  y,  además,  1.000  zequines  de  oro.  Se  excusó  el 
buen  Padre  de  recibirlos,  diciendo  que  no  le  estaba  permiti- 
do usar  aquellos  ricos  vestidos,  porque  había  hecho  voto  de 
pobreza;  y  que  en  vez  de  los  1.000  zequines,  si  Su  Majestad 
no  lo  tomaba  a  mal,  desearla  que  diese  a  sus  compañeros 
una  casa  más  acomodada  para  su  vida,  que  con  esto  le  ha- 
ría mayor  merced  a  él  y  a  todos;  que,  en  cuanto  a  dinero  pa- 
ra el  camino,  tenía  bastante  con  lo  que  había  recibido  de 
Su  Santidad. 

Parece  ser  que  al  Rey  no  le  agradó  esta  respuesta  del  P. 
Paulo,  puesto  que  a  este  propósito  dice  el  P.  Juan  Tadeo  en 
su  Relación:  «  El  Rey  envió  mil  zequines  de  oro.  El  supe- 
rior de  los  Padres  no  los  aceptó,  por  razones  que  en  aquel 
tiempo  tuvo  para  ello;  mas  después  fué  juzgado  que  hubie- 
ra sido  mejor  el  haberlos  aceptado  ;  porque,  si  los  pobres  no 
aceptan  de  un  Rey  limosna,  ¿de  quién  la  han  de  aceptar? 
Y  también  porque  repugna  que  un  pobre  presente  ricas  jo- 
yas, y  no  reciba  limosna. » 

Estos  comentarios  a  la  acción  del  P.  Paulo  los  habían  de 
hacer  por  fuerza  en  aquella  corte  los  que  presenciaron  los 
regalos  que  los  Misioneros  ofrecieron  al  Rey  a  su  llegada. 
El  P.  Paulo  entre  tanto,  fiel  a  su  consigna,  de  la  cual  había 
enterado  a  Su  Santidad,  se  negaba  a  aceptar  cualquiera  can- 
tidad de  dinero,  porque  no  los  tuviesen  «  por  puros  merca- 
deres ». 

El  7  de  enero  fueron  a  visitar  al  Gran  Visir  para  recoger 
las  cartas  de  contestación  al  Papa  y  a  los  restantes  persona- 
jes que  habían  escrito  al  Shah,  según  éste  lo  había  ordena- 
do. Para  tenerle  más  propicio,  ofrecieron  al  Visir  25  zequi- 
nes, que  no  los  rehusó,  con  ser  más  rico  que  el  P.  Paulo; 
pero  no  habia  hecho  voto  de  probreza  ni  de  humildad  el 
Visir.  Trataron  con  él  particularmente  de  las  cartas 
que  había  de  dar  a  don  Roberto  como  embajador  del  Shah 
cerca  del  Papa,  que  en  calidad  de  tal  quería  Su  Majestad  que 
fuese  el  inglés  a  Roma,  «  porque  así  se  lo  habían  pedido  los 
Padres  » ,  según  constaba  en  las  credenciales  de  don  Rober- 
to Sirley.  El  Visir  no  tenía  preparadas  todavía  las  cartas,  por 
lo  cual  tuvo  que  esperar  el  P.  Paulo  algunos  días  más,  has- 
ta conseguirlas.  Parece  ser  que  don  Roberto  dió  dinero  al 
Visir  para  que  en  aquellas  cartas  se  procurase  proponer  a 
Inglaterra  por  encima  de  los  demás  estados,  por  ser  la  na- 
ción más  poderosa,  y  con  la  cual  convenía  hacer  alianza  a 
todo  trance.  El  P.  Paulo  tacha  a  don  Roberto  de  ingrato, 
pues  no  le  daba  cuenta  a  él  de  estos  planes  que  proponía  al 
Gran  Visir,  y  hasta  procuraba  estorbar  él  que  volviese  a  ver 
al  Rey;  pero  el  P.  Paulo  Simón  lo  disimuló  todo,  y  procuró 
como  pudo  tener  otra  audiencia  con  el  Rey,  para  que  se  le 
despachase  cuanto  antes. 


-125- 


Sabiendo  que  un  día  de  aquellos  daba  audiencia  pública, 
a  la  puerta  de  su  palacio,  a  usanza  antigua,  fué  a  mezclarse 
entre  las  turbas  que  acudían  con  largos  memoriales  espe- 
rando turno.  Como  el  Rey  le  viese  entre  la  gente,  le  llamó  y 
le  hizo  sentar  a  su  lado,  para  que  presenciase  la  audiencia. 
Esta  audiencia  le  enseñó  muchas  cosas  al  Misionero.  Era 
una  audiencia  pintoresca,  en  verdad;  pero  también  caniba- 
lesca,  digna  de  las  crueldades  de  Abbas,  el  Grande. 

Como  no  tenía  prisa  aquel  día  el  P.  Paulo  y  ya  estaba  se- 
guro de  tratar  con  el  Rey  su  negocio,  dió  gusto  a  Su  Majes- 
tad presenciando  aquella  audiencia.  Cuando  don  Roberto  le 
vió  al  lado  del  Rey,  se  quedó  maravillado,  y  comprendió 
que  aquel  carmelita  genovés  le  aventajaba  en  diplomacia. 

Formosé,  pues,  una  especie  de  tribunal  a  las  puertas  de 
palacio,  presidido  por  el  Shah.  Los  grandes  del  reino  estaban 
detrás  de  él,  sentados  a  cierta  distancia.  El  Gran  Visir  y  dos 
señores  del  real  Consejo  estaban  en  pié  para  recoger  los  me- 
moriales del  pueblo  e  informar  en  pocas  palabras  a  Su  Ma- 
jestad. Los  que  deseaban  audiencia,  iban  acercándose  al 
Rey  entre  guardias,  que  tenían  buenos  bastones  en  la  mano 
para  cuando  los  hubiesen  menester.  Ninguno  podía  hablar 
hasta  que  el  Rey  le  diese  licencia  para  ello.  A  mayor  abun- 
damiento, había  doce  grandes  perrazos  encadenados  en  el 
pórtico,  « i  y  doce  hombres  que  comían  carne  humana! »,  a 
los  cuales  el  Rey  hacía  arrojar  los  cuerpos  de  los  malhecho- 
res, cuando  quería  hacer  justicia  aplicando  la  pena  de  muer- 
te (1). 

De  este  modo  tenía  siempre  el  Shah  la  audiencia  pública: 
con  antropófagos  y  perros  sabuesos,  para  que  devorasen  en 
pocos  minutos  a  los  que  él  sentenciaba  a  muerte.  Todo  era 
sumarísimo. 

Pero  ni  los  antropófagos  ni  los  canes  sabuesos  parece  que 
le  bastaban.  Veces  hubo  que  lanzó  su  tigre  favorito  contra 
los  desgraciados,  que  eran  despedazados  horriblemente.  Es- 
te tigre  no  faltó  el  día  que  presenció  la  audiencia  el  P.  Paulo 
Simón.  El  mismo  dice:  «  Hizo  traer  un  tigre  grande,  atado 
con  una  cadena,  y  lo  puso  en  medio  del  círculo,  y  allí  estu- 
vo el  tigre  mientras  duró  la  audiencia,  que  fueron  dos  ho- 
ras largas. »  Parece  que  no  fué  necesario  aquel  día  el  tigre, 
ni  quizá  los  perros,  por  amor  al  P.  Paulo.  Y  eso  que  «  en  po- 


li) «  Nel  pórtico  del  serraglio  stavano  12  cani  legati  con  catene  e  12 
huomíni  che  mangiavano  carne  humana ,  ai  quali  fa  gettare  li  malfattori 
guando  vuol  fare  giustizia .  In  questo  modo  da  sempre  audienza  pubblica . » 
P.  Paulo  en  su  RELACION.  Unos  12  años  más  tarde.  tPietro  della  Valle,  il 
Pellegrino  Romano»,  vió  cómo  los  perros  del  Shah  devoraron  a  tres  Rabinos 
condenados  a  muerte ,  y  describe  la  escena  con  subidos  colores .  Véa'se  la 
carta  de  este  autor,  escrita  a  4  de  abril  de  1620,  en  la  Parte  Segunda  de  sus 
«  Viaggi »  a  la  Persia,  página  99,  número  V,  edición  de  Bologna,  1677. 


—126— 


co  tiempo,  despachó  muchos  expedientes»;  pero  ninguno 
hubo  de  ser  de  muerte. 

Sin  embargo,  hubo  escenas  curiosas  y  sentencias  singu- 
lares que  nos  transmitió  el  Misionero  genovés  para  memoria. 

Uno  de  los  que  se  presentaron  en  la  audiencia,  dice,  fué 
un  embajador  que  el  Shah  había  mandado  a  Roma  en  tiem- 
po de  Clemente  VIII.  Ahora  venia  de  la  Meca  con  un  caballo 
árabe  de  pura  raza.  Se  lo  ofreció  al  Rey  junto  con  una  carta. 
Tomó  el  Rey  la  carta,  sin  decirle  palabra,  y  le  despidió,  por- 
que habia  perdido  su  favor  para  entonces.  «  El  Shah  se  vol- 
vió a  mi  y  me  dijo,  escribe  el  P.  Paulo:  Este  es  uno  de  los 
que  han  estado  en  Italia  » .  Como  diciéndole:  Este  es  uno  de 
los  embajadores  mentirosos  y  falaces. 

Acercóse  luego  al  circulo  de  la  justicia  Jaime  Fava,  mer- 
cader veneciano  que  había  sido  antes  uno  de  los  más  esti- 
mados favoritos  del  Rey;  pero  que  «  por  sus  locuras  »  (1), 
había  caído  también  en  desgracia.  «  Este,  dice  el  P.  Paulo, 
nos  ha  rogado  a  nosotros  que  diésemos  al  Rey  un  memorial, 
en  el  que  suplicaba  que  le  dejase  volver  a  su  patria.  Habien- 
do sabido  que  el  Rey  no  quería  concedérselo,  ni  que  se  mez- 
clase nadie  en  este  asunto,  nosotros  nos  excusamos,  y  más 
estando  entonces  entre  los  consejeros  de  Su  Majestad.  Como 
nos  negamos  nosotros  a  complacerle,  se  acercó  y  entregó  él 
mismo  su  memorial.  Cuando  el  Rey  supo  el  contenido,  dijo: 
«  No  quiero  perder  lo  que  es  mío;  porque  yo  entregué  a  un 
socio  suyo  un  lote  de  seda  por  valor  de  treinta  mil  escudos 
sobre  la  palabra  de  éste,  y  el  otro  dijo  que  me  los  pagaría  en 
seguida  y  me  traería  algunas  cosas  curiosas  de  Venecia; 
y  ni  ha  vuelto  con  esas  cosas,  ni  me  ha  pagado  mi  seda  ».  Y 
volviéndose  a  Fava,  le  dijo:  «  Buscad  en  Ispahán  quien  os 
salga  por  fiador  y  responda  de  mi  dinero  y  os  concederé  ir  a 
Venecia  ».  Fava  dijo  descaradamente:  «  Los  Padres  carmeli- 
tas responderán  por  mí ».  Respondió  el  Rey:  «  Con  gusto  los 
acepto  »;  y  volviéndose  a  mí  me  dijo;  «Padre  Paulo:  estos 
son  los  bribones  que  avergüenzan  a  los  francos  ».  (2)  Como 
los  nuestros  no  salieran  por  fiadores ,  viendo  de  lo  que  se 
trataba,  se  fué  el  mercader  veneciano  a  ver  si  los  Padres 
agustinos  le  daban  la  fianza  requerida  por  el  Shah.  Y  como 
éstos  tampoco  se  la  dieron ,  no  tuvo  Fava  más  remedio  que 
seguir  en  Ispahán  por  culpa  de  la  fianza  sobre  la  seda. 

Después  de  él,  llegó  otro  con  otro  memorial,  en  el  cual 
pedía  al  Rey  que  le  diese  una  joven  que  deseaba  tomar  por 
esposa,  a  lo  que  se  negaba  el  padre  de  ella.  Al  oír  esto,  «se 
me  volvió  el  Rey  riendo,  dice  nuestro  Misionero  genovés,  y 


(1)  •  Per  le  sue  pazzie.  > 

(2)  •  Questi  sonó  t  furfanti  che  fanno  vergogna  allí  franchi  > .  Ibidem. 


-127- 


me  dijo:  «En  ningún  país  del  mundo  se  va  con  estas  cosas 
a  la  justicia ».  Y  mandó  en  el  acto  que  le  echasen  de  alli  a 
palos:  cosa  que  cumplieron  a  las  mil  maravillas,  con  éste  y 
con  otros  como  éste,  aquellos  guardias  armados  de  bas- 
tones . 

Cuando  terminó  con  los  suyos,  despachó  el  negocio  de 
don  Roberto  Sirley,  mandando  al  Visir  que  le  diesen  las  cre- 
denciales de  su  embajada  y  el  sello  secreto,  que  estampa- 
ron, como  contraseña,  en  un  pedazo  de  papel  con  un  poco 
de  tinta.  También  ordenó  que  le  diesen  1.500  zequines.de 
los  cuales  750  eran  para  sus  gastos  de  representación  y  los 
restantes  para  el  viaje.  Y  con  esto  se  marchó  don  Roberto. 

Después  dispuso  Su  Majestad  que  hiciesen  con  el  P.  Pau- 
lo otro  tanto.  Y  como  eran  muchas  las  cartas  que  el  P.  Pau- 
lo tenía  que  llevar,  y  el  Visir  no  las  había  escrito  todas,  or- 
denó el  Rey  que  las  escribiesen  cuanto  antes  y  les  pusieran 
el  sello  secreto;  porque  él  se  tenía  que  marchar  al  día  si- 
guiente para  los  confines  de  la  Tartaria,  a  25  días  de  cami- 
no de  la  corte. 

Entre  las  principales  providencias  que  tomó  Su  Majestad 
aquel  mismo  día  delante  del  P.  Paulo ,  fué  ordenar  que  tra- 
tasen bien  a  los  armenios;  que  diesen  otra  casa  mejor  a  los 
Padres  carmelitas  que  se  quedaban  en  Ispahán;  que  fuese 
uno  inmediatamente  a  decir  al  jefe  de  los  armenios  que  es- 
taban en  Chulfa,  arrabal  de  Ispahán,  que  diese  un  buen 
guia,  grave  y  práctico,  para  que  acompañase  al  P.  Paulo 
hasta  Alepo,  «y  que,  si  llegaba  a  faltar  al  Padre  un  solo  ca- 
bello de  la  cabeza,  haría  tajadas  a  todos  los  armenios  de 
Chulfa  y  quemaría  todas  sus  casas». 

Asi  las  gastaba  aquel  Rey  famoso.  Así  solía  dar  sus  ór- 
denes severas . 

Y  dicho  esto,  se  levantó  de  su  asiento,  e  hizo  publicar 
un  pregón  que  decía,  que  ninguno  osase  presentar  al  Rey 
más  memoriales,  bajo  pena  de  muerte. 

Entonces  se  despidió  afablemente  del  P.  Paulo,  tendién- 
dole la  mano,  que  el  Padre  besó  en  obsequioso  silencio.  El 
Rey  le  deseó  feliz  viaje,  y  le  dijo  que  volviera  pronto;  que 
no  fuese  como  otros  embajadores  francos,  que  habían  pro- 
metido volver  y  nunca  más  volvieron. 

Esto  mismo  le  pasó  también  al  P.  Paulo  Simón;  pero,  en 
aquel  momento,  ni  él  lo  sabia  ni,  aun  sabiéndolo,  podía  de- 
cir otra  cosa  de  lo  que  dijo:  «Volveré  con  mucho  gusto,  si 
tal  es  el  deseo  de  Su  Santidad». 


CAPITULO  XVI 


Preparativos  para  volver  a  Roma 

La  carta  del  Shah  al  Papa, — 'El  carnicero  de  los  turcos».— Un  Misionero 
vuelve  a  Europa  y  dos  se  quedan  en  Persia  como  embajadores  del 
Romano  Pontífice. 

El  Rey  se  marchó  al  día  siguiente,  8  de  enero,  a  los  con- 
fines de  la  Persia,  con  el  fin  de  preparar  sus  tropas  para 
atacar  de  nuevo  al  Turco,  esperanzado  como  estaba  de  que 
habían  de  ayudarle  esta  vez  los  Principes  cristianos. 

Magnífica  fué,  sin  duda,  aquella  coyuntura,  que  no  se 
supo  aprovechar  en  Europa,  como  no  se  supo  aprovechar 
la  victoria  de  Lepanto,  por  las  eternas  rivalidades  y  celosías 
entre  los  Príncipes  cristianos  y  sus  respectivos  gobiernos. 

El  20  de  enero  llevó  el  maymondar  al  P.  Paulo  cartas  es- 
critas por  un  escribano  público,  dictadas  por  el  Gran  Visir, 
leídas,  aprobadas  y  selladas  por  el  Rey,  a  quien  se  las  ha- 
bían llevado  de  antemano,  para  que  las  viese  y  las  aproba- 
se, a  la  villa  de  su  residencia,  junto  a  Ispahán,  según  Su 
Majestad  lo  había  dispuesto.  Con  las  cartas  entregó  también 
el  maymondar  al  Padre  su  pasaporte,  en  el  cual  el  Rey  or- 
denaba a  todos  los  de  su  reino  que  le  prestasen  ayuda  y  fa- 
vor en  cuanto  el  buen  Padre  hubiese  menester.  Junto  con 
las  cartas  y  el  pasaporte,  entregó  el  maymondar  al  P.  Paulo 
1.500  zequines  para  el  viaje;  pero,  firme  en  su  propósito,  no 
los  quiso  recibir  el  Padre.  Hiciéronle  cargo  de  conciencia  el 
Visir,  el  maymondar  y  los  Padres  agustinos,  diciéndole  lo 
enojado  que  se  iba  a  poner  el  Rey,  al  saber  que  no  quería 
recibir  lo  que  le  daba  para  gastos  de  viaje  y  de  representa- 
ción diplomática,  y  con  esto  cedió  el  buen  Padre;  pero  las 
distribuyó  inmediatamente  en  esta  forma:  Dió  primero  al 
maymondar  lo  que  a  este  correspondía  en  tales  ocasiones, 
que  era  una  décima  parte  de  lo  que  daba  el  Rey  a  los  em- 
bajadores, y  en  este  caso  eran  150  zequines;  a  éstos  añadió  el 
P.  Paulo  otros  100  como  gratificación  por  lo  que  el  maymon- 
dar había  hecho  con  los  Misioneros.  A  los  intérpretes  les  dió 
20  zequines  a  cada  uno.  A  los  dos  armenios  pobres,  que 
habían  venido  con  ellos  desde  Astrakán,  les  dió  otros  diez 
zequines  a  cada  uno  por  sus  servicios,  y  otros  diez  al  intér- 
prete de  Valaquia,  que  les  sirvió  por  algún  tiempo.  A  los 
tres  criados  del  maymondar  les  dió  60  zequines  para  los 


-129- 


tres,  y  los  restantes  se  los  entregó  al  Gran  Visir,  para  que 
los  distribuyese  entre  los  pobres  de  la  capital,  para  que  ro- 
gasen por  la  salud  del  Rey.  Todo  lo  cual  hizo  el  P.  Paulo 
que  constase  por  escrito  para  su  resguardo,  teniendo  por 
testigos  a  don  Roberto  Sirley  y  a  los  Padres  agustinos.  Y 
asi  se  salió  también  con  la  suya,  pudiendo  volver  a  Italia 
con  las  manos  limpias,  sin  haber  recibido  ningún  dinero  de 
tantos  como  le  ofrecieron  en  diversas  ocasiones  por  su  cua- 
lidad de  embajador  del  Papa. 

Además  de  todo  lo  dicho,  entregó  el  maymondar  al  Pa- 
dre Paulo  algunos  de  los  libros  que  había  pedido  el  Carde- 
nal Sangiorgio  en  lengua  persiana,  diciéndole  cuánto  sentía 
Su  Majestad  no  poder  enviar  al  sabio  purpurado  todos  los 
que  había  pedido;  pero  que,  en  hallándolos,  se  los  enviaría 
por  medio  de  los  Padres  carmelitas  que  quedaban  en  Persia. 

Cuando  se  quedó  solo,  leyó  el  P.  Paulo  las  cartas  que  le 
habían  sido  entregadas  de  parte  del  Rey  Abbas,  y  a  pesar 
de  haberse  ido  acostumbrando  un  poco  al  estilo  oriental,  a 
las  frases  altisonantes  y  a  las  hipérboles  desmesuradas  de 
aquellas  gentes,  su  carácter  occidental  no  dejó  de  maravi- 
llarse de  los  títulos  y  adjetivos  exorbitantes  que  se  prodiga- 
ban en  aquellos  documentos  al  Papa  y  a  los  Príncipes  cris- 
tianos. Como  el  aire  y  la  substancia  de  todas  las  cartas, 
«mutatis  mutandís»,  vienen  a  ser  lo  mismo,  copiaremos 
integra  la  carta  del  Shah  al  Papa,  para  que  el  lector  curioso 
se  forme  una  idea  del  género  epistolar  entre  los  orientales. 

Dice  así  la  carta  (1) :  «En  el  nombre  de  Dios  y  del  Gran- 
de Alí,  al  Pontífice  de  Roma.  Majestad  grande  con  una  cor- 
te poderosa:  Tu  grandeza  aumente  siempre  en  el  bien  y  en 
la  bondad,  y  en  cada  cosa  de  éstas  seas  cien  veces  más 
grande.  Tu  gobierno  es  ordenado  como  el  del  cielo.  Tu  alte- 
za iguala  a  la  estrella  más  alta;  y  así  como  las  estrellas  mar- 
chan ordenadamente,  asi  el  ejército  de  tus  servidores,  el  más 
grande  de  todos,  marcha  en  orden  por  donde  quiera,  giran- 
do en  tomo  de  ti,  que  eres  el  monarca  de  altísima  corona, 
tan  grande  como  la  bóveda  celeste.  Eres  el  mayor  de  todos 
los  Reyes  de  la  tierra,  oh  Papa  de  Roma,  excelente  cristiano, 
verdadero  hombre  de  Jesús. 

»Todo  esto  que  he  dicho,  lo  eres  verdaderamente:  cono- 
cedor sapientísimo  del  Evangelio  y  de  los  Salmos;  prudentí- 
simo en  gobernar  a  los  Reyes  y  a  los  pueblos  de  la  cristian- 
dad; porque  eres  Rey,  cuyo  reino  será  conservado  en  el  cie- 
lo. Yo  reino  aquí  por  tu  bondad. 

»Después  de  todo  esto,  declaro  que  acepto  y  agradezco 


(1)  La  inserta  el  P.  Juan  Tadeo  en  lengua  italiana  en  su  RELACIÓN,  de 
donde  la  traducimos  nosotros. 

9 


-13U- 


tu  amistad  y  alianza,  y  quiero  decirte  el  amor  que  siento  por 
tu  persona;  y  así,  todo  aquello  que  digo,  lo  digo  de  corazón, 
porque  en  esto  quiero  ser  una  misma  cosa  contigo.  Y  así  co- 
mo tu  prudencia  resplandece  como  el  sol,  asi  resplandecerá 
la  verdad  que  digo ,  especialmente  a  ti,  que  eres  el  bueno 
por  excelencia  entre  todos  los  tuyos. 

»E1  P.  Paulo  Simón,  con  los  otros  Padres  que  has  envia- 
do a  mi  corte,  descendientes  de  santos,  han  venido  aquí  con 
tus  recomendaciones  y  con  los  negocios  que  les  has  enco- 
mendado referentes  a  la  guerra  contra  el  Turco.  Me  han  in- 
dicado que  vosotros  desde  esa  banda  y  yo  desde  ésta,  pode- 
mos debilitar  y  aniquilar  la  potencia  turca.  A  este  fin,  me 
han  dado  por  escrito  las  bases  de  una  alianza  especial  que 
se  podía  hacer  entre  mi  nación  y  las  potencias  cristianas,  de 
modo  que  los  ejércitos  francos  viniesen  a  atacar  al  Turco  de 
muchas  partes.  Ellos  sabrán  mejor  que  nosotros  qué  camino 
deben  tomar  para  atacarle.  Yo,  desde  que  tomé  las  armas 
contra  la  generación  turca  hasta  el  presente,  no  he  faltado  a 
mi  palabra  ni  a  mi  propósito,  y  ahora  mismo  estoy  pronto 
y  aparejado  para  salir  a  campaña  con  un  formidable  ejérci- 
to para  manifestar  públicamente  a  todos  que  soy  lo  que  me 
llaman:  «  Carnicero  y  debelador  de  la  potencia  turca».  (1) 

«Vosotros  sabéis  mejor  que  yo  de  qué  parte  podéis  ve- 
nir a  hacer  la  guerra  a  este  enemigo  común;  y  lo  que  hu- 
biereis determinado  hacer,  hacedlo  pronto.  Poned  en  mar- 
cha vuestro  ejército  inmediatamente.  Mas,  si  vinieses  por 
dos  partes,  con  un  ejército  por  la  parte  de  Alepo  y  con  otro 
por  otra  parte,  de  manera  que  pudiésemos  poner  en  jaque  a 
los  turcos  por  todos  lados,  sin  dejarles  en  paz  ni  en  sosiego, 
seria  más  acertado,  y  esta  empresa  procedería  de  común 
acuerdo  y  buena  amistad. 

»Has  mandado  también  que  el  P.  Paulo  Simón  vuelva 
en  seguida  a  tu  corte  a  darte  estas  nuevas;  y  yo  le  he  des- 
pachado sin  tardanza,  y  he  retenido  conmigo  a  los  otros  dos 
Padres,  a  los  cuales  trataré  con  todo  amor  y  cortesía,  y  res- 
ponderé de  ellos. 

«Quería  yo  enviar  en  compañía  del  P.  Paulo  Simón  uno 
de  mis  caballeros  más  fieles  y  adictos;  mas,  a  propuesta  de 
los  Padres,  envío  como  embajador  a  tu  corte  al  muy  ilustre 
señor  don  Roberto  Sirley,  que  es  de  los  grandes  de  Inglate- 
rra, el  cual  ha  estado  mucho  tiempo  a  mi  servicio,  y  es  muy 
digno  de  que  yo  me  fíe  de  él,  pues  está  muy  enterado  de  to- 
das mis  cosas  y  de  las  vuestras.  Este  podrá  informarte  muy 
bien  de  todo  cuanto  quieras  saber,  a  fin  de  que  se  entable 
entre  nosotros  una  relación  permanente  de  recíproca  amistad 


(1)    «  Come  tnacellaio  et  guastatore  di  loro  » .  Ibidem. 


-131- 


y  alianza.  Para  esto,  quedará  convenido  que  nos  avisemos 
el  uno  al  otro  de  aquello  que  más  convenga,  y  que  estemos 
siempre  unidos.  Esto  lo  has  de  tomar  con  todo  empeño. 

»E1  dicho  barón  Sirley  te  hablará  del  negocio  que  le  he 
dado  por  escrito  ,  y  espero  que  le  darás  la  misma  fe  que  a 
mí  mismo,  porque  está  en  mi  lugar.  El  me  avisará  siempre 
de  lo  que  ocurriere,  y  de  todo  aquello  que  deseares  en  tu  co- 
razón, y  me  escribirá  y  dirá  todo  lo  que  se  te  ofreciere  de 
este  pais  para  servicio  tuyo,  que  yo  procuraré  servirte  en  to- 
do. 

»No  tengo  más  que  decir  sino  que  seas  feliz. 

»Dado  en  Ispahán,  en  el  mes  de  Ramadán,  año  de  la  Hé- 
gira  del  Profeta  1016,  que  corresponde  al  mes  de  enero  de 
1608  de  la  Era  Cristiana. » 

Hasta  aquí  la  carta,  que  contiene  muchas  cuestiones  de 
fondo,  más  interesantes  para  la  historia  que  los  primores 
orientales  de  forma. 

No  le  pareció  mal  del  todo  al  P.  Paulo  esta  epístola,  des- 
pués que  la  hubo  leído,  si  bien  se  percató  al  momento  de 
que  andaba  de  por  medio  la  inspiración  inglesa  de  don  Ro- 
berto. Mas  él  le  tomaría  la  delantera  para  poner  las  cosas  en 
su  lugar  en  la  corte  pontificia. 

Las  otras  cinco  respuestas  del  Shah  para  las  personas 
que  le  habían  escrito,  venían  a  decir  lo  mismo.  El  punto 
capital  de  todas  ellas  era  la  guerra  combinada  entre  Persia 
y  las  naciones  cristianas  contra  el  Turco,  y  ésta  había  de  ser 
la  base  principal  del  tratado  de  recíproca  amistad  y  alianza. 

También  dió  el  Shah  a  don  Roberto  Sirley  cartas  para  los 
Reyes  de  España  y  de  Inglaterra,  para  el  Gran  Duque  de  Tos- 
cana,  para  el  Emperador  de  los  Romanos  y  para  el  Rey  de 
Polonia.  En  todas  ellas  se  trataba  del  mismo  negocio  que  en 
la  del  Papa. 

Don  Roberto  salió  de  Ispahán  por  la  vía  de  Moscovia  el  2 
de  febrero  de  aquel  año  de  1608,  con  ánimo  de  tomar  un  car- 
melita descalzo  de  Cracovia  para  que  le  acompañase  a  Ro- 
ma. El  P.  Paulo  Simón,  por  lo  que  pudiera  suceder  y  por  si 
llegaba  antes  que  él  a  Roma,  le  dió  cartas  para  el  P.  Pedro 
de  la  Madre  de  Dios,  ya  que  don  Roberto  «  quería  encami- 
nar sus  negocios  por  medio  de  aquel  Padre  » ,  como  Supe- 
rintendente que  era  de  las  Misiones  católicas  (1). 

El  P.  Paulo  tuvo  que  esperar  hasta  que  se  formase  la  ca- 
ravana, con  la  cual  había  de  partir  por  la  vía  de  Alepo,  cosa 
que  no  se  pudo  conseguir  hasta  fines  de  febrero. 


(1)  «  E  volere  incamminare  li  suoi  negocii  per  mezzo  di  V .  IR. »  Carta 
del  P.  Paulo  Simón  al  P .  Pedro  de  la  Madre  de  Dios ,  con  fecha  de  30  de  ene- 
ro de  1608,  en  Ispahán. 


-132- 


Mientras  ■  tanto ,  tuvo  el  consuelo  de  dejar  instalados  a 
los  Padres  en  la  nueva  casa,  que  puso  a  su  disposición  el 
Gran  Visir,  según  las  órdenes  del  Rey.  El  Visir,  que  al  prin- 
cipio se  mostró  muy  reservado,  y  aun  refractario,  respecto 
de  aquella  embajada  pontificia,  había  cobrado  ya  particular 
afición  a  los  carmelitas,  como  lo  demostró  ahora  dándoles 
con  toda  solicitud  una  casa  espaciosa  y  bien  acomodada. 
«  Era  ésta,  al  decir  del  P.  Paulo,  más  grande  que  la  de  los 
Padres  agustinos,  y  tenia  un  buen  jardín  con  agua  abundan- 
te, y  capacidad  bastante  para  morar  en  ella  muchos  religio- 
sos, con  una  sala  muy  amplia,  que  podía  servir  de  iglesia. » 

El  P.  Paulo,  como  superior  de  la  Misión,  dejó  por  escrito 
a  los  Padres  una  especie  de  instrucción  diplomática,  cuyos 
puntos  más  salientes  eran  éstos: 

1)  Que  procurasen  alcanzar  un  mandamiento  del  Rey, 
para  que  nadie  pudiese  mezclarse  en  los  negocios  de  la  Mi- 
sión carmelitana,  ni  el  Gobernador  de  la  ciudad,  ni  el  Gran 
Visir,  ni  nadie,  sino  solamente  Su  Majestad. 

2)  Que  procurasen  que  Su  Majestad  sellase  este  manda- 
miento con  su  sello,  y  que  expresamente  se  dijese  en  él  que 
la  Misión  carmelitana  sólo  obedeciese  a  las  órdenes  del  Rey 
que  tuviesen  dicho  sello,  para  evitar  que  se  mezclasen  con 
ellos  otras  personas,  con  decir  que  iban  en  nombre  del  Rey. 

3)  Que  los  religiosos  nuestros  y  sus  domésticos  puedan 
andar  libremente  por  el  país,  y  acudir  a  Su  Majestad  cuando 
tuvieren  por  conveniente,  sin  que  nadie  se  lo  impidiese. 

4)  Que  procurasen  fundar  pronto  en  Ormuz  y  en  la 
India,  en  donde  podían  contar  con  la  protección  del  Rey  de 
España,  a  cuya  corona  pertenecían  entonces  aquellas  colo- 
nias y  posesiones  portuguesas. 

5)  Que  avisasen  siempre  y  puntualmente  a  Roma  cuan- 
do hubiere  alguna  cosa  importante,  en  especial  sobre  el 
tratamiento  que  diese  el  Rey  a  los  armenios. 

6)  Que  no  saliese  de  Persia  ninguno  de  los  dos,  aun- 
que se  lo  propusiese  el  Rey,  a  no  ser  que  los  obligase  por  la 
fuerza,  hasta  que  la  Santa  Sede  dispusiese  otra  cosa. 

Estos  puntos,  y  algunos  otros  de  menor  importancia,  dejó 
escritos  el  P.  Paulo  a  los  otros  dos  Padres,  imponiéndoselos 
bajo  precepto  formal  de  obediencia,  para  dar  mayor  fuerza 
a  su  instrucción  y  quitarles  todo  escrúpulo  de  conciencia,  si 
llegaba  el  caso  de  que  en  algunos  de  ellos  les  contradijesen 
otras  personas. 

Los  dejó  firmados  de  su  nombre  y  sellados  con  su  sello  a 
12  del  mes  de  febrero  de  aquel  año  1608  allí  mismo  en  Is- 
pahán  (1). 


(1)  Con  esta  instrucción,  firmada  y  sellada,  termina  la  RELACIÓN  prime- 
ra del  P.  Juan  Tadeo  sobre  la  Misión  de  Persia. 


-133- 


Después  de  haber  mirado  por  los  suyos,  se  fué  el  Padre 
Paulo  a  ver  al  Visir  y  a  despedirse  de  él,  si  le  daba  el  guía 
que  le  había  dicho  el  Rey,  contando  con  que  la  caravana  es- 
taría lista  para  partir  con  rumbo  a  Siria.  Llamó  el  Visir  al 
jefe  de  los  armenios  en  Chulla,  y  le  amenazó  con  grandes 
castigos,  si  no  ponía  a  disposición  del  Padre  inmediatamen- 
te un  hombre  práctico  que  le  acompañase  hasta  Alepo.  Y 
despidiéndose  del  buen  Misionero,  prometióle  tratar  bien  a 
los  armenios  y  mirar  con  especial  cuidado  por  los  carmeli- 
tas que  quedaban  en  Ispahán. 

Ahora,  dejando  a  éstos  arreglando  su  casa  y  acomodan- 
do su  iglesia  y  monasterio  y  perfeccionándose  en  la  lengua 
persiana,  vamos  a  seguir  al  P.  Paulo  en  su  viaje  de  vuelta  a 
la  Ciudad  Eterna:  viaje  de  muchas  peripecias,  de  episodios 
interesantes,  de  trabajos  sin  cuento,  sufridos  por  llevar  em- 
bajadas de  la  Santa  Sede  a  los  países  de  infieles. 

¿Qué  narraciones  ficticias,  novelescas,  despiertan  tanto 
interés  como  las  de  estos  buenos  Misioneros,  veraces  y  rea- 
listas como  pocos  escritores?  ¿Qué  cuentos  de  hadas  em- 
belesan como  la  historia  de  estos  amadores  de  la  cruz,  que 
van  cantando  por  nn  camino  sembrado  de  espinas,  como 
cantan  Jos  pájaros  en  los  zarzales?  


CAPITULO  XVII 


De.Ispahán  a  Bagdad 

Camino  erizado  de  peripecian.—Por  montes  y  breñas  Enfermo  y  des- 
valijado a  las  puertas  de  Bagdad. 

Vísperas  de  salir  el  P.  Paulo  de  Ispahán,  el  jefe  de  los 
armenios,  encargado  de  darle  un  buen  guía  para  que  le 
acompañase  hasta  Alepo,  dudaba  de  si  sería  bueno  que  to- 
masen el  camino  por  Tábriz  o  por  Bagdad.  Al  fin,  se  decidió 
por  esta  última  vía. 

Para  mayor  seguridad  del  Padre,  le  propusieron  que  se 
despojase  de  su  hábito  carmelitano  y  se  vistiese  de  armenio 
pobre;  y  hasta  le  dijeron  que  comprase  dos  o  tres  cargas  de 
mercancías  para  disimular  mejor  su  persona:  a  lo  cual  no 
quiso  acceder  el  buen  Misionero,  porque  las  tales  mercan- 
cías habían  de  ser  cebo  para  los  ladrones  que  merodeaban 
por  aquellos  caminos,  y,  además,  porque  no  decían  bien 
con  el  traje  de  armenio  pobre. 

En  vez  de  un  guía,  el  jeje  de  los  armenios  le  dió  por 
compañeros  dos  mercaderes  de  su  nación,  que  iban  con 
cuatro  cargas  de  seda  hasta  Alepo,  dicíéndoles  que  aquel 
Padre  era  un  «franco  pobre»,  que  venía  de  las  Indias  Orien- 
tales, a  quien  habían  desvalijado  en  el  camino,  y  que  él  se 
lo  recomendaba  muy  de  veras,  porque  estaba  muy  obligado 
a  los  parientes  de  aquel  franco,  a  quienes  había  conocido  en 
Venecia.  ¡Ya  se  ve,  que  para  decir  mentiras  en  ristra,  los 
orientales!  ¡Y  decía  el  Shah  que  los  «francos»!  

Di  joles  también  el  dicho  jefe  a  los  mercaderes,  que  aquel 
«franco»  encontraría  muchos  italianos  en  Alepo,  a  los 
cuales  se  lo  podían  confiar  para  que  lo  encaminasen  hasta 
las  playas  venecianas. 

Con  esto,  el  P.  Paulo  se  vistió  de  armenio  pobre,  se  des- 
pidió de  los  dos  Padres,  y  el  26  de  febrero,  acompañado  del 
jefe  de  los  armenios,  salió  de  Ispahán  y  se  dirigió  al  punto 
en  que  le  esperaban  los  dos  mercaderes  que  iban  a  Alepo. 
Allí  montó  en  un  caballejo  de  mala  muerte,  que,  en  vez  de 
silla  bien  guarnecida,  tenía  una  mala  albarda,  cual  conve- 
nía a  « un  franco  pobre  y  desvalijado ». 

Por  decir  el  equipaje  que  llevaba  consigo,  aquel  digno 
embajador  pontificio  lo  consigna  de  este  modo:  un  cobertor 
para  dormir,  cinco  libros  en  lengua  persiana  para  el  Carde- 


-135— 


nal  San  Giorgio,  unos  cuantos  zequines,  bien  cosidos  a  un 
cinturon  interno,  para  gastos  del  camino,  y  el  Diario  de  su 
embajada. 

Los  guías  no  sabian  el  italiano.  El  sabia  algunas  pala- 
bras turcas  y  un  poco  de  árabe,  con  lo  cual  le  bastaba  para 
entenderse  buenamente  con  ellos  en  los  menesteres  más 
principales  de  la  vida,  quiere  decirse,  para  que  no  se  murie- 
ra de  «hambre  en  la  jornada,  por  falta  de  saber  pedir  las 
cosas.  ¡Basta  que  las  encuentre! 

Aquella  noche  durmieron  en  un  «manzil»  (1),  a  dos  le- 
guas de  Ispahán,  en  donde  debían  esperar  la  caravana  que 
iba  con  rumbo  a  Alépo,  la  cual  tardó  siete  días  en  llegar 
allí.  En  este  tiempo  pudo  ir  todavía  el  P.  Paulo  a  la  capital 
dos  veces,  a  visitar  a  los  Padres;  e  iba  caballero  en  su  viejo 
caballo  y  vestido  como  hemos  dicho.  Pero,  cada  vez  que 
iba,  volvíase  sin  tardar,  por  si  llegaba  al  manzil  la  cara- 
vana. 

En  este  manzil  dormían  nuestros  viajeros,  como  dice  el 
buen  Padre,  en  un  establo.  Comían  míseramente,  porque 
eran  harto  miserables  en  esto  aquellos  mercaderes  armenios, 
y  porque  no  se  atrevían  a  sacar  el  dinero  de  sus  bolsones 
internos,  para  que  no  los  tuvieran  por  ricos  y  los  robasen 
otros  compañeros  que  esperaban  como  ellos  la  caravana. 
¡Tales  estaban  la  honradez  y  la  seguridad  en  aquellos  países 
y  por  aquellos  tiempos! 

El  3  de  marzo  salió  del  manzil  la  caravana  en  la  cual  iba 
nuestro  peregrino  embajador.  Desde  este  día  nota  en  su 
Diario  los  caminos  y  desiertos  que  iban  recorriendo,  con  un 
sin  fin  de  «janes  y  caravaneras»,  sucios  y  destartalados,  en 
donde  a  duras  penas  encontraban  unos  pedazos  de  pan  y 
agua  fétida,  siendo  cosa  de  lujo,  y  muy  extraordinaria,  el 
hallaren  algún  villorrio  un  poco  de  vino  y  ese  avinagrado.  Y 
así  días  y  más  días  por  el  desierto,  cruzando  ríos  y  riachue- 
los, cuyos  nombres  desconocía  nuestro  viajero,  encontrando, 
a  veces,  algunos  caseríos  miserables,  cabanas,  tiendas  y  tu- 
gurios con  montones  de  guiñapos.  Rara  vez  hallaban  pobla- 
dos; y  los  que  hallaban,  eran  tan  pobres,  que  no  podían  ser 
más;  y  luego  volvían  a  hundirse  en  el  desierto  y  a  caminar 
millas  y  millas  sin  hallar  alma  viviente. 

Los  caminos  eran  pésimos,  a  veces  intransitables,  llenos 
de  malezas  y  trazados  por  pedregales,  arroyos  y  torrenteras, 
por  donde  solamente  pudieran  trepar  las  cabras. 

El  12  de  marzo  llegaron  a  un  villorrio  que  se  decía  «Yi- 
thana ».  Allí  había  un  «jan  »  muy  grande  y  espacioso,  en  el 


(1)  Así  lo  escribe  el  P.  Paulo  Simón,  y,  generalmente,  respetamos  su 
ortografía.  Manzil  equivale  a  venta  o  ventorrillo. 


—136- 


que  encontraron  pan,  vino  y  carne,  por  lo  cual  se  detuvie- 
ron un  dia  entero  a  descansar  y  a  desquitarse  de  las  ham- 
bres pasadas. 

El  15  se  cruzaron  con  otra  caravana  que  venia  de  Babi- 
lonia, la  cual  les  dió  buenas  noticias  del  camino,  que  luego 
no  se  confirmaron,  como  veremos.  En  dicha  caravana  iban 
dos  « francos »  que  decían  llevar  cartas  de  Su  Santidad,  del 
Rey  de  España,  del  Rey  de  Inglaterra  y  de  otros  Principes 
para  el  Rey  de  Persia.  No  sabemos  si  serian  «unos  de  tantos 
embajadores  falsos»,  como  decía  el  Shah  que  llegaban  cada 
día  a  su  corte,  o  si  serian  mercaderes  auténticos,  de  los 
cuales  se  aprovechaban  entonces  los  Principes  para  su 
mutua  correspondencia. 

El  16  no  pudieron  ir  nuestros  viajeros  adelante,  por  la 
mucha  nieve  que  hallaron  en  su  camino.  Este  era  detesta- 
ble, y  se  enroscaba  por  montañas  escarpadas  y  agrestes, 
entre  peñas  y  brezos,  en  donde  resbalaban  los  de  a  pie  y  los 
de  a  caballo,  en  fin,  «un  camino  tan  bueno  y  tan  magnifico 
y  tan  andadero  como  les  habían  dicho  los  de  la  caravana  de 
marras ».  La  mayor  parte  de  este  camino  durmieron  al  se- 
reno (2):  con  lo  cual  dicho  se  está  que  carecía  de  janes  y  de 
mesones  buenos  y  malos.  Después  de  mucho  sufrir  ham- 
bre, sed  y  frío,  llegaron  a  « Yrih»,  -  que  es  una  ciudad  peque- 
ña, distante  cinco  leguas  de  Hamadan,  ciudad  grande,  en 
la  que  hay  un  buen  mercado».  En  Irih  estuvieron  siete  días 
para  descansar  y  reponerse  de  los  quebrantamientos  de 
huesos  y  ayunos  prolongados;  y  también  porque  muchos 
querían  celebrar  allí  el  Año  Nuevo  de  los  musulmanes,  que 
era  el  21  de  marzo. 

El  23  partieron  de  Yrih,  y  el  24  pasaron  un  rio,  vadeán- 
dolo con  mucho  peligro  de  la  vida,  porque  no  había  puen- 
te por  ninguna  parte.  Poco  después  se  encontraron  un  case- 
río pobrisimo,  en  el  cual  se  veían  las  ruinas  de  un  edificio 
antiguo,  que,  por  los  restos  de  ricos  mármoles  y  las  muchas 
y  gruesas  columnas  que  se  veían  por  tierra,  debió  de  ser  un 
monumento  soberbio. 

El  25  llegaron  a  «  Sakene  »,  villa  no  muy  grande;  y,  pa- 
sada ésta,  en  plena  campiña,  unos  salteadores  de  caminos 
desvalijaron  las  cargas  que  llevaban  los  camellos  de  la  cara- 
vana, y  pusieron  pies  en  polvorosa  sin  que  pudieran  alcan- 
zarles ni  recuperar  la  presa. 

De  allí  en  adelante,  en  cuatro  días,  no  volvieron  a  en- 
contrar poblado  alguno.  Al  cabo  de  esos  días,  llegaron  a 
« Scherinef »,  en  donde  el  Rey  de  Persia  había  construido  un 


(2)  «  U  piú  del  suddetto  camino  dorinirono  al  sereno».  El  mismo  en  su 
RELACIÓN . 


-137- 


espléndido  «caravansail  ».  En  adelante  los  campos  eran  muy 
fértiles,  aunque  muy  despoblados,  hasta  Bagdad.  Sólo  acá 
y  acullá  se  divisaban  algunas  tiendas  de  beduinos,  que 
sallan  a  vender  leche  y  queso  a  las  caravanas,  o  más  bien 
a  apoderarse  de  cuanto  llevaban,  si  no  podian  contrarrestar 
ellas,  por  el  número  y  la  fuerza,  los  arrestos  y  acometidas 
de  los  beduinos. 

Al  pasar  un  puente,  encontraron  un  Shef  con  500  solda- 
dos, que  guardaban  aquel  paso  estratégico,  y  a  quienes  tu- 
vieron que  dar,  entre  todos  los  de  la  caravana,  hasta  25  ze- 
quines  para  poder  pasar  adelante. 

Siguieron  luego  por  una  zona  montuosa,  en  donde  tu- 
vieron que  dormir  a  campo  raso,  «aunque  lloviese  o  neva- 
se». El  camino  por  allí  era  lo  peor  que  habían  encontrado,  y 
no  se  podía  caminar  ni  a  la  derecha  ni  a  la  izquierda,  ni 
desviarse,  como  otras  veces,  y  marchar  a  campo  traviesa, 
porque  les  cerraban  el  paso  por  todas  partes  altísimas  mon- 
tañas. Aquella  estrecha  gola  o  desfiladero  los  llevaba  opri- 
midos y  como  sin  aliento. 

Después  de  pasar  un  río  llamado  «  Gonde»,  entraron  en 
«Dinah».  Era  el  día  de  Pascua  de  Resurrección ,  i  y  se  alo- 
jaron en  plena  campiña!  Al  día  siguiente  les  salió  al  encuen- 
tro un  bajá  («sultán»  le  llama  el  P.  Paulo  en  todo  su  relato) 
con  400  soldados,  que  andaba  saqueando  Babilonia  y  sus 
contornos,  es  decif  todos  aquellos  poblados  y  despoblados 
de  Mesopotamia,  ya  que  Babilonia  o  Bagdad  distaba  toda- 
vía unos  siete  días  de  camino  y  era  tierra  del  Turco. 

La  caravana  se  vió  obligada  a  volver  atrás,  tomando  de 
nuevo  el  rumbo  hacia  Persia,  porque  los  mercaderes  temie- 
ron que  les  robasen  en  Bagdad  cuanto  llevaban,  en  justa  re- 
presalia por  lo  que  robaba  y  saqueaba  aquel  bajá,  que  era 
subdito  y  capitán  del  Shah  de  Persia.  Así  lo  habían  hecho 
con  otras  caravanas  persas  en  años  anteriores,  en  que  los 
soldados  del  Shah  hicieron  por  allí  sus  correrías,  robando  y 
saqueando  aquellas  tierras. 

El  P.  Paulo  se  encontró  un  momento  perplejo,  sin  saber' 
qué  partido  tomar,  si  volver  atrás  con  la  caravana,  o  seguir 
adelante  con  el  auxilio  y  protección  del  bajá  persa.  Al  fin  se 
decidió  por  esto  último,  puesto  el  pensamiento  en  Dios  y 
acuciado  por  el  deseo  de  volver  cuanto  antes  a  Roma.  Se 
presentó  al  bajá;  le  mostró  el  pasaporte  del  Rey  Abbas,  di- 
ciéndole  que  en  su  servicio  venia  con  aquella  caravana.  El 
bajá  le  dijo  que  le  seria  imposible  pasar  la  frontera  de  Babi- 
lonia. El  P.  Paulo,  con  eso  y  con  todo, quiso  probar  fortuna, 
después  de  haber  ido  a  recoger  el  equipaje  menguado  que 
iba  en  las  acémilas  de  la  caravana.  Cuando  llegó  a  recoger- 
lo, ya  le  habían  robado  el  cobertor  que  tenia  por  abrigo,  y 
no  apareció  más  por  ninguna  parte,  por  mucho  que  recO' 


-138- 


rrió,  a  todo  lo  largo,  registrando  las  cargas  de  camellos  y 
jumentos.  Recogió  el  zurrón  en  que  llevaba  sus  libros,  y 
corrió  en  busca  del  bajá.  Después  de  muchas  peripecias,  de 
pasar  frío  por  no  teñi  r  cobertor,  de  comer  cardos  silves- 
tres, de  correr  por  montes  y  breñas,  al  cabo  de  cuatro  días, 
vino  a  encontrar  el  campamento  del  bajá,  gracias  a  un  guia 
que  le  habia  éste  proporcionado  cuando  fué  a  buscar  su 
ropa  a  la  caravana. 

Cuando  entró  el  P.  Paulo,  famélico  y  extenuado ,  en  el 
campamento  del  bajá,  acababa  éste  de  volver  con  un  rico 
botín  cogido  a  los  árabes  de  aquella  comarca.  Nada  menos 
que  había  traído  a  su  campamento  «1.000  caballos,  10.000 
ovejas  y  corderos,  muchos  bueyes,  vacas,  búfalos,  algunos 
esclavos  hombres,  niños  y  mujeres,  y  otros  muchos  despo- 
jos». Allí  se  repuso  un  poco  nuestro  Misionero  con  la  es- 
plendidez con  que  le  obsequió  el  bajá  para  celebrar  aquella 
hazaña.  Después  le  dijo  que  en  vista  de  lo  que  acababa  de 
recoger  Su  Excelencia  contra  la  voluntad  de  los  dueños  de 
aquellas  tierras,  no  dejarían  pasar  a  Babilonia  a  ninguno 
que  viniese  de  Persia.  Y  aquí  vamos  a  ceder  la  palabra  al 
P.  Paulo,  en  trance  tan  apurado,  porque  no  queremos  des- 
florar ni  abreviar  su  Relación,  como  lo  hemos  venido  ha- 
ciendo hasta  el  presente. 

«Me  encomendé  entonces  al  Señor,  dice,  y  hablé  a  un 
favorito  del  bajá,  untándole  antes  las  manos  (1),  y  rogán- 
dole que  persuadiese  a  su  jefe  para  que  me  diese  un  guar- 
dia, pues  estaba  resuelto  a  ir  a  Babilonia.  Lo  hizo.  Dijo  que 
el  sultán  me  llamaba,  y  que  era  necesario  darle  algún  pre- 
sente. Fui,  y  le  di  una  de  aquellas  medallas  de  oro  que  nos 
dió  Clemente  VIII,  y  que  pesaba  17  zequines.  Hizome  cenar 
con  él.  Luego  entramos  en  su  tienda.  Díjome  ei  gran  peligro 
que  corría  yendo  a  Babilonia;  pero  que,  si  a  todo  trance 
quería  ir,  él  me  daría  un  « derviche »  queme  acompañase. 
Derviche,  en  su  lengua,  significa  pobre;  pero  principalmen- 
te llaman  así  a  algunos  que  son  pobres  voluntarios,  como 
entre  nosotros  los  religiosos. 

«Después  de  eso,  me  dijo  el  bajá  que  era  necesario  que 
dejase  allí  el  caballo  y  todo  lo  que  traía  conmigo,  y  que  me 
vistiesen  de  derviche  pobre,  es  decir,  de  miserable.  Respon- 
dí que  haría  todo  lo  que  se  me  decía.  Hizome  traer  un  par 
de  calzones  de  tela  negra,  todos  rotos,  y  un  jubón  hecho  ji- 
rones y  un  gorrillo,  y  me  vestí  esta  ropa,  sin  calzas  ni  zapa- 
tos, sino  solo  un  pedazo  de  cuero  atado  con  un  esparto  a  las 
plantas  de  los  pies.  En  un  zurrón  o  mochila  (2)  metí  los  li- 
bros que  llevaba  para  el  Cardenal  Sangiorgio,  la  Biblia,  en 


(1)  Ya  se  adivina  que  este  « unto »  era  de  dinero. 

(2)  El  P.  Paulo  dice  « zaino »,  que  es  la  mochila  del  soldado. 


-1  so- 


que tenía  las  cartas  del  Rey,  el  Breviario,  el  Diario,  dos  vo- 
cabularios, uno  moscovita  y  otro  turco,  las  cartas,  un  poco  de 
pan  y  un  pedazo  de  queso  que  nos  dió  el  bajá.  Dijome  éste 
si  quería  dinero  para  el  camino.  Se  lo  agradecí  mucho.  Mos- 
tró deseos  de  ver  lo  que  dejaba  allí,  para  guardarlo  en  su 
tienda.  Me  preguntó  si  llevaba  muchos  dineros  conmigo. 
Su  favorito  me  tanteó  en  su  presencia.  Dije  que  no  llevaba 
dineros,  porque  en  Babilonia  encontraría  cristianos  francos 
que  me  darían  lo  necesario.  Llamó  entonces  a  aquel  dervi- 
che, que  era  viejo,  y  le  dijo:  Es  necesario  que  lleves  a  este 
derviche  «franco»  a  Babilonia.  Toma  el  dinero  que  necesi- 
tes. Se  excusó  el  derviche,  diciendo  que  no  podía,  que  am- 
bos a  dos  seríamos  asesinados.  Díjole  el  bajá,  que  era  de 
todo  punto  necesario  que  fuese,  y  que,  si  en  el  camino  nos 
preguntaban  quién  era  yo,  respondiese  él  que  yo  era  un  der- 
viche franco,  que  había  sido  desvalijado  por  los  persas,  y 
que  iba  a  Babilonia  a  visitar  a  los  francos  que  allí  vivían. 

» Una  hora  antes  de  amanecer,  prosigue  el  P.  Paulo,  se 
partió  el  bajá  con  los  suyos  a  su  guarnición.  El  viejo  y  yo 
nos  pusimos  en  camino.  El  llevaba  una  garrafa  con  agua;  yo 
la  mochila  a  las  espaldas.  No  quiso  pasar  por  la  ciudad  ve- 
cina, que  era  «Mandelín»,  desconfiando  el  entrar  en  ella;  y 
echamos  por  las  montañas,  y  caminamos  todo  el  día  por  el 
campo,  huyendo  del  camino  real,  para  no  ser  vistos.  Por  la 
noche  íbamos  muy  cerca  del  camino  para  no  perderle  de 
vista,  y  por  la  mañana  nos  alejábamos  de  él;  y  así  camina- 
mos dos  días  muy  bien,  para  salir  de  los  confines.  Cuando 
de  lejos  descubríamos  algún  viajero,  nos  echábamos  en  el 
suelo  entre  los  arbustos  o  en  los  sembrados. 

»E1  tercer  día  nos  echamos  a  andar  por  el  camino,  y  ape- 
nas lo  hubimos  hecho,  nos  encontramos  con  unos  trajinan- 
tes, los  cuales  se  dirigieron  a  mí  enarbolando  sus  garrotes; 
me  registraron  la  mochila,  y  como  viesen  que  llevaba  libros 
y  que  vestía  unos  pingajos,  al  mismo  tiempo  que  les  referia 
el  viejo  derviche  cómo  había  sido  desvalijado  por  los  persas, 
se  fueron  por  su  camino  y  nos  dejaron  seguir  en  paz  el  nues- 
tro. Yo  temí  que  me  quitasen  aquellos  trapos  que  me  cu- 
brían y  me  dejasen  completamente  desnudo,  como  les  suce- 
de a  muchos  de  los  que  viajan  por  aquellas  tierras.  Por  lo 
cual,  cuando  veía  venir  hacia  nosotros  gentes  sospechosas, 
hacía  un  agujero  más  en  los  calzones  y  unos  jirones  más  en 
el  jubón;  así  es  que  vine  a  entrar  en  Babilonia  lleno  de  hila- 
chas y  desgarraduras  y  cubierto  sólo  de  harapos.» 

Todavía,  antes  de  llegar  a  Bagdad,  o  Babilonia  como  él 
dice,  no  le  faltaron  percances  y  apuros.  Precisamente  aque- 
lla misma  tarde  les  dijeron  unos  caminantes,  con  quienes  se 
cruzaron,  que  a  una  milla  de  allí  había  muchos  beduinos 
que  asaltaban  a  los  pasajeros  y  les  despojaban  de  todo.  El 


—140- 


P.  Paulo  se  volvió  a  encomendar  a  Nuestro  Señor  con  más 
fervor  que  antes,  y  tomando  el  cinturón,  en  que  guardaba 
los  150  zequines  que  ya  sabemos  y  unas  medallas  de  oro 
que  le  quedaban,  lo  dividió  en  dos  partes,  y  se  retiró  un 
poco  del  viejo  derviche,  para  ligarse  los  dos  pedazos  del  cin- 
turón roto  a  guisa  de  ligas  envueltas  entre  guiñapos,  y  asi 
pasar  más  desapercibido  y  ocultar  su  dinero,  si  llegaba  la 
hora  del  registro.  Antes  de  terminar  su  operación,  .cayeron 
sobre  él  de  improviso  unos  15  soldados.  Al  momento  escon- 
dió, entre  la  maleza,  el  trozo  de  cinturón  que  tenía  en  las 
manos  con  50  zequines  y  las  medallas.  Uno  de  los  soldados 
vió  aquella  maniobra,  y  se  dió  a  buscar  lo  que  el  Padre  ha- 
bla escondido;  y,  viendo  que  era  dinero,  le  hizo  señas,  con  el 
dedo  índice  puesto  en  la  boca,  para  que  no  dijese  nada.  En- 
tre tanto,  el  viejo  derviche  repetía  que  su  compañero  era  un 
infeliz  «  franco  »  robado  por  los  persas  y  puesto  en  tan  mise- 
rable estado  como  se  veía.  El  soldado  que  se  apoderó  del 
trozo  de  cinturón  con  el  oro  de  zequines  y  medallas,  se  daba 
prisa  para  que  los  dejasen  en  paz  a  aquellos  «  mezquinos 
por  la  que  tenía  él  de  perderlos  de  vista,  no  fuese  a  suceder 
que  el  Padre  delatase  el  robo,  y  tuviese  que  repartir  el  botín 
con  sus  camaradas.  Y  con  esto  se  fueron  cada  cual  por  su 
camino,  y  el  embajador  pontificio  se  quedó  con  la  bolsa 
menguada  en  más  de  un  tercio. 

Después  del  encuentro  con  los  soldados,  llegó  el  de  los 
beduinos,  los  cuales,  dice  el  P.  Paulo,  «  corrieron  hacia  nos- 
otros como  osos,  armados  de  garrotes  ;  mas,  como  nos  vie- 
ron tan  pobres,  y  que  en  mi  mochila  no  había  más  que  li- 
bros, nos  dejaron. » (1) 

Al  día  siguiente  les  sucedía  lo  mismo  :  a  cada  paso  los 
detenían,  los  registraban  y  les  dejaban  seguir  con  su  patente 
miseria  adelante.  A  las  diez  de  la  noche  llegaron  a  una  ciu- 
dad llamada  «Bourich» ,  situada  a  la  orilla  de  un  gran  río  (2). 
Allí  les  dieron  un  poco  de  pan  de  cebada  como  limosna, 
y  «  les  pareció  haber  llegado  al  paraíso  »  (3) ;  porque  se  vie- 
ron con  agua  abundante  y  fresca. 

Todos  los  días  anteriores  habían  caminado  mucho,  comi- 
do poco  y  bebido  menos;  pues  no  llevaban  más  que  pan  es- 
caso y  la  garrafa,  que  era  pequeña  para  uno:  ¡cuánto  más 
para  dos  derviches,  que  caminaban  sin  cesar,  con  las  fauces 
secas,  y  tenían  que  beber  con  parsimonia  como  los  pájaros! 
Durante  el  día,  en  aquel  clima,  pasaban  mucho  calor;  duran- 


(1)  <  Corsero  sopra  di  noi  come  orsi  con  bastoni ;  ci  videro  poveri  che 
nel  zaino  non  vi  era  che  solí  libri,  e  ci  lasciarono  » . 

(2)  Era  una  de  las  mayores  ramificaciones  del  Tigris ,  el  t  Chat-el- 
Didileh  de  los  árabes» . 

(3)  «  Ci  pareva  essere  arrivati  al  paradisso  » . 


-141- 


te  la  noche,  mucho  frío,  por  dormir  a  la  intemperie  y  no  tener 
con  qué  cubrirse,  siempre  llenos  de  sobresaltos,  temiendo  a 
todas  horas  que  se  les  echase  encima  algún  ladrón  o  asesi- 
no. 

Del  mucho  caminar  a  trancas  y  barrancas,  por  barbechos  y 
pedregales,  al  P.  Paulo  se  le  hincharon  los  pies  sobremane- 
ra, y  al  viejo  derviche  una  rodilla,  de  modo  que  no  podía  el 
viejo  dar  un  paso,  por  lo  cual  pasaron  aquella  noche  el  rio 
en  una  barca  y  fueron  a  dormir  en  la  opuesta  orilla.  A  la  ma- 
ñana siguiente,  el  pobre  derviche  no  podía  andar  ni  poco  ni 
nada,  y  su  rodilla  presentaba  tal  cariz,  que  no  daba  esperan- 
zas de  doblegarse  en  muchos  días,  por  lo  que  el  P.  Paulo  se 
vió  obligado  a  pagarle  y  dejarle  allí  para  que  se  curase. 

Para  colmo  de  males,  al  buen  Misionero  le  asaltó  la  fie- 
bre, apenas  hubo  pagado  al  derviche  ;  se  le  quitaron  las  ga- 
nas de  comer,  aunque  no  tenía  otra  cosa  que  unos  mendru- 
gos de  pan.  Volviendo  los  ojos  al  cielo,  se  dirigió  al  Padre 
de  las  misericordias,  para  que  se  apiadase  de  él ;  y,  hacien- 
do un  esfuerzo  supremo,  se  puso  de  nuevo  en  marcha,  si- 
guiendo detrás  de  unos  trajinantes  que  se  dirigían  a  Bagdad, 
que  solamente  distaba  unas  ocho  leguas. 

Para  no  perder  de  vista  a  los  viajeros  y  no  errar  el  cami- 
no, tuvo  que  andar  más  que  a  paso  ;  y  asi,  como  él  mismo 
nos  dice,  «  el  20  de  abril  llegó  a  Babilonia,  con  fiebre,  más 
muerto  que  vivo,  y  se  sentó  a  las  mismas  puertas  de  la  ciu- 
dad » . 


CAPITULO  XVIII 


Desde  Bagdad  hasta  Alejandreta 

En  el  palacio  del  Bajá.—/  Adiós,  Babilonia  l—Al  través  del  desierto  de  la 
Siria  por  caminos  sin  camino. — Nuevo  y  sensible  desvalijamiento. — 
Alepo  en  revolución.— Peligros  que  corrió  el  Misionero  P.  Paulo  en  la 
capital  de  la  Siria.— Sale  para  Alejandreta. 

Cuando  los  guardias  de  Bagdad,  la  ciudad  de  « las  mil  y 
una  noches  »,  vieron  al  P.  Paulo  en  traje  de  derviche,  febri- 
citante y  tendido  en  el  suelo,  acercáronse  a  él  y  le  pregunta- 
ron quién  era.  Díjoles  que  era  un  pobre  franco  que  necesita- 
ba asistencia  médica,  pues  de  otra  suerte  moriría  alli  sin  re- 
medio. Compadeciéronse  de  él  los  centinelas,  y  le  dieron  un 
guía  que  le  acompañase  a  un  hospicio  o  al  « jan  de  los  fran- 
cos ». 

Cuando  llegó  el  Padre,  ya  no  había  ningún  « franco  »  en 
aquel  jan  :  todos  habían  partido  con  la  caravana.  Solamente 
encontró  un  pagano  que  sabía  hablar  portugés.  Este  le  aco- 
gió compasivamente  aquella  noche,  y  envió  uno  de  sus  cria- 
dos para  que  le  comprase  algo  que  comer.  A  la  mañana  si- 
guiente le  dió  el  P.  Paulo  dinero  para  que  le  proveyese  de 
una  camisa,  calzones,  jubón  y  zapatos.  Aquel  pagano  le  dijo 
que  mejor  era  que  se  fuese  con  él  a  comprar  todo  lo  que  ne- 
cesitase ;  y  le  llevó  a  la  tienda  de  un  judío,  que  sabía  el  es- 
pañol, lengua  que  hablaba  admirablemente  el  P.  Paulo  por 
haber  hecho  sus  estudios  en  España.  El  judío  aquel  era  ami- 
go de  los  « francos  » ,  y  le  trató  con  suma  cortesía.  Le  buscó 
luego  una  habitación  decorosa,  y  de  su  casa  le  envió  la  co- 
mida durante  los  diez  días  que  permaneció  el  P.  Paulo  en  la 
ciudad  de  los  califas.  Todo  el  día  lo  solían  pasar  juntos. 

El  judío  le  habló  de  un  renegado  maltés,  que  era  muy 
amigo  del  bajá  o  gobernador  de  la  ciudad,  y  que  hacia  gala 
de  proteger  a  los  « francos  ».  Se  fué  nuestro  Misionero  a  ver 
al  maltés,  y  le  refirió  sus  peripecias  y  su  desgracia,  diciéndo- 
le  cómo  le  habían  tratado  y  maltratado  en  el  camino,  robán- 
dole una  buena  parte  de  los  dineros  que  llevaba  para  el  via- 
je. Le  manifestó  que  deseaba  dirigirse  a  Alepo  con  la  mayor 
premura  posible,  porque  allí  esperaba  encontrar  algunos 
« francos  »,  para  partir  con  ellos  a  Venecia.  Por  lo  cual  le  su- 
plicaba que  le  proporcionase  un  guía  de  toda  confianza  que 
le  condujese  hasta  Alepo,  porque  tenia  entendido  que  no  ha- 


-143- 


bía  entonces  caravana  para  aquella  ciudad,  ni  la  habría  en 
mucho  tiempo. 

Respondióle  el  maltés,  con  muchas  muestras  de  amor, 
que  estuviese  tranquilo,  que  la  caravana  de  Ispahán  vendría 
pronto,  porque  el  bajá  habia  enviado  un  correo  a  decirla 
que  podia  venir  sin  temor  a  Bagdad  con  sus  mercancías, 
que  daba  palabra  de  no  molestarla  en  lo  más  mínimo.  Esto 
le  puso  más  en  temor  al  P.  Paulo;  pues,  como  había  venido 
desde  Ispahán  con  aquella  caravana,  todos  le  conocían  y 
sabían  que  la  había  abandonado,  haciéndose  amigo  y  quizás 
espía  del  bajá  que  había  saqueado  los  territorios  de  Babilo- 
nia. Por  lo  cual,  cada  día  que  pasaba,  era  mayor  su  sobre- 
salto, y  a  un  peligro  sucedía  otro  mayor.  Así  que,  valiéndo- 
se de  los  buenos  servicios  del  renegado  maltés,  que  se  lla- 
maba Gíafer  Bassi,  procuró  por  todos  los  medios  y  con  todo 
su  tesón  genovés,  buscar  un  guia  para  salir  de  Bagdad  antes 
que  llegase  la  caravana  procedente  de  Persia. 

Después  de  mucho  andar  de  un  lado  para  otro,  vino  a 
hallar  el  guía  que  deseaba.  Parecía  hombre  serio  en  quien 
podía  fiarse,  aunque  era  árabe.  Tenía  casa  y  mujer  en  Bag- 
dad, y  era  muy  práctico  en  aquel  camino.  Este  se  obligó  a 
llevarle  a  Alepo  en  13  días  al  través  del  desierto,  por  la 
suma  de  30  ducados.  Con  el  fin  de  que  no  le  hiciese  al  Padre 
alguna  fechoría,  el  maltés  le  dió  en  el  acto  15  ducados,  con- 
viniendo en  que  le  daría  los  otros  15  cuando  volviera  de 
Alepo  con  una  carta  del  Padre,  en  que  éste  dijese,  por  escrito 
y  bajo  su  firma,  que  había  cumplido  su  compromiso.  Como 
el  maltés  tenia  un  cargo  importante  en  Bagdad  y  era  amigo 
del  bajá,  aceptó  el  árabe  la  propuesta,  y  quedó  firmado  y 
sellado  el  contrato 

Terminado  este  negocio,  lo  primero  que  hizo  el  P.  Paulo 
fué  comprar  una  muía  por  30  piastras,  que,  a  juzgar  por  el 
precio,  no  debía  de  ser  una  gran  cosa.  Luego  se  procuró  las 
provisiones  para  aquella  larga  jornada. 

Gracias  al  maltés,  consiguió  fácilmente  la  licencia  del 
bajá  para  salir  de  la  ciudad  con  su  guía  o  espolique.  Más 
aún:  el  bajá  le  convidó  con  su  palacio  y  quiso  que  estuviese 
allí  dos  días  con  él  antes  de  partirse.  En  estos  días  le  obse- 
quió y  regaló  espléndidamente,  tanto  que  dice  con  cando- 
rosa ingenuidad  el  buen  Misionero:  «Me  regaló  una  comida 
de  gallina,  cuando  yo  no  tenía  ganas  de  comer.  Una  noche, 
continúa  el  Padre,  hizo  venir  un  santón,  que  era  un  sicilia- 
no renegado,  el  cual  profesaba  mucha  pobreza  e  indigencia 
exteriormente.  Vestía  una  sola  túnica  de  paño  burdo,  y 
siempre  llevaba  un  libro  escrito  en  lengua  pérsica  en  la 
mano.  Era  joven.  Hablaba  muy  bien,  y  parecía  docto.  Em- 
pezó tomando  el  discurso  de  muy  lejos,  queriendo  persua- 
dirme a  que  me  quedase  en  Babilonia,  y  renegase  de  la  fe 


—144— 


cristiana;  pero,  viendo  que  no  sacaba  nada  con  sus  discur 
sos,  se  fué,  y  dejóme  en  paz». 

A  todo  esto  el  Padre  seguía  con  la  fiebre.  El  1°  de  mayo 
se  hizo  dar  una  sangría,  a  pesar  de  estar  tan  débil.  Y  ha- 
biendo oído  que  la  caravana  de  Ispahán  estaba  cerca  de 
Bagdad,  se  apresuró  a  ir  en  busca  de  su  guía,  y  aquella 
misma  noche  se  fué  a  dormir  a  la  otra  orilla  del  Éufrates, 
que  era  en  donde  aquel  vívia,  para  darle  más  prisa  y  poder 
salir  de  allí  cuanto  antes. 

El  día  2  de  mayo  dijo  adiós  a  Babilonia,  después  de  haber 
contemplado  y  descrito  ligeramente  sus  ruinas,  sobre  todo 
la  Torre  de  Babel  y  el  pedestal  de  la  estatua  de  Nabucodo- 
nosor.  ¡Bueno  estaba  él  para  detenerse  en  describir  las  anti- 
güedades y  ruinas  de  Babilonia! 

Sólo  nos  dice  que  aquel  bajá,  que  le  había  hecho  tantas 
mercedes,  se  había  rebelado  contra  el  gobierno  turco  de 
Stambul;  que  era  noble  y  arrojado;  que  tenía  a  su  disposi- 
ción un  ejército  de  12.000  hombres,  y  que  se  había  declara- 
do independiente,  aprovechándose  de  las  victorias  del  Rey 
de  Persia,  el  cual  había  debilitado  la  potencia  turca, 
por  la  gran  distancia  que  había  entre  Bagdad  y  Constanti- 
nopla.  El  gobierno  de  Stambul  había  enviado  otro  bajá  o 
gobernador  a  Bagdad  hacía  pocos  meses;  pero  el  viejo  bajá 
le  hizo  degollar  en  el  acto,  juntamente  con  los  50  soldados 
que  formaban  su  séquito  y  escolta,  y  se  apoderó  de  todo  el 
dinero  y  riquezas  que  traían,  que  no  eran  pocas. 

En  cambio,  este  mismo  bajá  se  mostró  muy  humano  y 
afectuoso  con  nuestro  Misionero,  y,  gracias  a  él,  pudo  se- 
guir su  camino  para  Alepo.  Como  el  que  solían  llevar  las 
caravanas  iba  en  su  mayor  parte  a  la  vera  del  Éufrates,  pa- 
ralelo al  curso  del  río,  y  a  veces  navegaban  por  el  río  en 
embarcaciones  especiales,  sé  empleaba  un  mes  largo  en  re- 
correrle, por  lo  cual  el  guía  árabe  que  le  acompañaba,  ha- 
biéndose comprometido  a  llegar  en  13  días  a  Alepo,  se  lanzó 
con  el  Padre  al  través  del  desierto,  de  aquel  desierto  famo- 
so de  la  Arabia  desierta,  a  la  que  tan  de  perlas  la  venía  este 
nombre,  como  dice  nuestro  asendereado  Misionero  en  su 
Diario. 

El  camino  por  donde  cortó  el  guía,  no  se  podía  llamar 
camino  ni  atajo  mal  trazado,  puesto  que  ni  rastro  había  de 
tal  cosa,  ni  se  hallaba  en  todo  él  alma  viviente.  El  campo 
era  estéril  e  infecundo:  ni  árboles,  ni  hierba,  ni  agua  en- 
contraban a  su  paso.  Solamente  de  dos  en  dos  días,  poco  más 
o  menos,  hallaban  algunos  pozos  muy  profundos,  revestidos 
de  piedras  bien  labradas,  que  en  puridad  eran  cisternas  de 
aguas  pestilentes,  en  donde  los  raros  mercaderes  que  por 
allí  pasaban ,  se  abastecían  y  llenaban  sus  pellejos  para  aliviar 
su  sed  y  la  de  sus  camellos,  verdaderos  « navios  del  desier- 


—145- 


lo».  «Aquel  agua,  dice  el  P.  Paulo,  es  insalubre  y  mal  olien- 
te, porque,  como  no  hay  otra  en  todo  aquel  desierto,  van  a 
a  beber  en  aquellos  pozos  las  alimañas  sedientas.  No  se 
puede  penetrar  en  este  desierto,  añade,  sin  guía  práctico, 
porque  además  de  no  haber  camino,  difícil  les  sería  a  los 
sedientos,  hallar  estas  cisternas,  y,  como  no  hay  otra  agua, 
todos  morirían  de  sed. » 

Solamente  muy  de  tarde  en  tarde  topaban  con  alguna 
que  otra  tienda  de  beduinos  los  que  seguían  la  ribera  del 
Eufrates ,  e  iban  más  expuestos  a  ser  robados  por  estas  tribus 
nómadas,  que  los  que  se  lanzaban  como  nuestros  viajeros 
en  pleno  desierto. 

Por  la  ruta  que  siguieron  nuestros  caminantes,  sólo  toca- 
ron en  la  ciudad  de  «Aburish»,  que  está  próxima  al  Éufra- 
tes.  Allí  descansó  y  durmió  nuestro  Misionero,  en  casa  de 
un  judío  que  le  agasajó  mucho.  Todo  el  resto  del  camino 
fué  soledad  y  despoblado  hasta  cuatro  días  antes  de  llegar 
a  Alepo,  en  que  se  unieron  a  una  caravana  que  llevaba  el 
mismo  rumbo. 

Ahora  que  iban  en  tan  buena  compañía,  y  con  más  se- 
guridad de  que  no  les  robasen,  acaecióles  un  gran  contra- 
tiempo. Detuviéronse  en  un  « caravansail »  a  pasar  la  noche. 
El  P.  Paulo  y  su  espolique  metieron  en  unas  alforjas  la  ce- 
bada que  llevaban  para  la  muía,  y  los  libros  del  Padre,  ex- 
cepto la  Biblia  en  que  tenía  éste  sus  cartas,  que  la  conservó 
consigo.  Para  mayor  precaución  en  tierra  de  ladrones  y 
salteadores ,  el  espolique  se  encajó  las  alforjas,  metiendo  la 
cabeza  por  un  grande  agujero  que  tenían  en  el  centro,  de 
manera  que  venían  a  cubrirle  el  pecho  y  las  espaldas,  a 
modo  de  escapulario.  Y  con  ellas  de  esta  guisa,  creyéndose 
muy  seguro  y  hasta  invulnerable,  se  quedó  dormido  como 
un  bendito.  Acercáronse  unos  ladrones  al  olor  de  las  alfor- 
jas, y  viendo  dormido  al  que  las  tenía  tan  bien  puestas,  le 
asestaron  un  buen  garrotazo  en  la  cabeza,  dejándole  sin  sen- 
tido largo  rato:  con  lo  cual  tuvieron  tiempo  para  sacárselas 
muy  lindamente  y  marcharse  con  ellas  a  su  madriguera.  Por 
mucho  que  hicieron  los  de  la  caravana  por  recuperarlas, 
compadecidos  del  Padre  y  de  su  guía,  nunca  más  las  volvie- 
ron a  ver.  El  P.  Paulo  se  quedó  sin  sus  hbros,  y  su  muía  sin 
cebada.  Nadie  pudo  proveerle  de  cebada,  porque  llevaban 
la  precisa  y  no  más  para  sus  respectivas  cabalgaduras.  Así 
es  que,  no  teniendo  aquel  día  pienso  para  su  muía,  tuvo 
que  apearse  el  buen  Padre  muchas  veces  e  ir  a  pie,  la  mayor 
parte  del  tiempo,  durante  estos  tres  días  de  su  jornada.  To- 
davía se  consolaba,  y  mucho,  por  no  haber  metido  en  las 
alforjas  la  Biblia  en  que  guardaba  las  cartas  diplomáticas; 
pues  de  lo  contrario,  hubiera  entrado  nuestro  embajador  en 
Roma  pobre  e  indocumentado. 

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El  14  de  mayo  llegaron  a  Alepo,  con  un  dia  de  ventaja 
sobre  el  compromiso  que  el  árabe  había  contraído.  Bien  se 
ve  lo  práctico  y  conocedor  que  éste  era  del  desierto  de  la 
Siria.  Pero  el  P.  Paulo  tenía  los  pies  hinchados  y  lacerados 
de  caminar  por  malos  caminos  y  abrojales.  La  muía  a  duras 
penas  podía  tenerse  sobre  sus  remos. 

Una  vez  en  Alepo,  fuése  a  hospedar  en  el  convento  de 
los  Padres  franciscanos,  y  entonces  pudo  decir  que  fué  como 
entrar  en  la  gloria.  Acogiéronle  aquellos  buenos  religiosos 
con  toda  cordialidad  y  amor,  y  más  cuando  les  mostró  los 
documentos  que  le  acreditaba  de  embajador  pontificio.  Dié- 
ronle  en  seguida  un  hábito  franciscano,  para  decir  misa  y  pa- 
ra que  prosiguiese  su  viaje  hasta  Roma  vestido  de  religioso 
francisco.  El  Padre  en  cambio,  se  lo  pagó  con  una  pieza  de 
buena  tela  comprada  en  Bagdad,  y  que  traía  ceñida  a  modo 
de  faja  al  cuerpo.  Y,  además,  les  regaló  su  mulilla,  la  cual, 
después  de  unos  buenos  piensos,  pudo  todavía  prestar  bue- 
nos servicios.  Porque  es  de  saberse  que  nuestro  P.  Paulo  Si- 
món, cuando  la  compró  en  Bagdad,  «  hizo  promesa  de  rega- 
lársela a  los  Padres  franciscanos  para  servicio  de  la  Custodia 
de  Jerusalén,  si  llegaba  con  ella  sano  y  salvo  a  Alepo  » .  Así 
lo  dice  en  su  Diario. 

Pero  no  fué  todo  como  una  seda  para  nuestro  probado 
Misionero  durante  su  estancia  en  Alepo  ;  ni  al  entrar  allí  en- 
contró la  gloria  que  esperaba. 

Es  el  caso  que  esta  ciudad  estaba  en  plena  revolución 
contra  el  gobierno  de  Stambul,  el  cual  había  reconcentrado 
allí  un  ejército  de  60.000  soldados  al  mando  del  Generalísi- 
mo de  aquellas  regiones,  para  derrocar  al  gobernador  de 
Alepo,  que  se  había  alzado  en  armas  contra  el  Sultán.  Lo  que 
logró  el  ejército  turco  fué  derrocar  al  gobernador  rebelde; 
pero  el  fermento  contra  la  Sublime  Puerta  seguía  en  la  ciu- 
dad, en  tanto  que  en  sus  contornos  hervía  una  hostilidad 
franca  y  abierta  contra  las  tropas  de  Stambul. 

El  P.  Paulo  corrió  verdadero  peligro,  porque  el  renegado 
maltés  de  Bagdad  le  dió  una  carta  de  aquel  bajá  rebelde  pa- 
ra los  mercaderes  de  Alepo,  en  la  que  Ies  invitaba  a  seguir 
el  tráfico  con  Babilonia,  porque  él  les  aseguraba  el  paso  y  la 
defensa  de  sus  mercancías.  Como  esta  carta  era  de  un  rebel- 
de al  gobierno  turco,  si  hubiese  caído  en  manos  del  Genera- 
lísimo de  las  fuerzas  de  Stambul,  hubiera  mandado  inconti- 
nenti empalar  o  quemar  vivo  a  nuestro  Misionero.  Y  no  le 
faltó  mucho,  porque  se  propagó  la  voz  por  Alepo  de  que 
traía  cartas  del  bajá  de  Bagdad,  y  algunos  echaron  a  volar 
la  especie  de  que  era  espía  del  Shah  de  Persia.  Llegó  esta 
especie  a  oídos  del  Generalísimo  turco,  y  ordenó  que  le  pren- 
dieran; pero  se  interpuso  un  mercader  veneciano  muy  influ- 
yente en  Alepo,  diciendo  que  aquel  «era  un  pobre  religioso 


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franco desvalijado  en  Persia  y  en  Babilonia».  Esta  era  la 
eterna  copla  para  despertar  la  compasión  de  aquellas  gentes 
orientales  en  favor  de  los  «desvalijados»  por  sus  enemigos. 
Y  esto  salvó  en  esta  ocasión  a  nuestro  Padre. 

Otro  peligro  no  menor  le  amenazó,  apenas  se  hubo  con- 
jurado el  anterior.  Algunos  venecianos  dijeron  en  el  merca- 
do público  que  el  P.  Paulo  iba  de  embajador  del  Rey  de  Per- 
sia a  Roma,  y  que  llevaba  cartas  para  el  Papa.  Había  enton- 
ces en  el  mercado,  cuando  tal  dijeron,  algunos  jenízaros 
turcos,  y  parece  como  que  el  Señor  les  tapó  los  oídos  para 
que  no  percibieran  aquellas  palabras;  pues,  si  las  llegan  a 
percibir  y  le  registran  y  le  encuentran  las  cartas  del  Shah 
para  el  Pontífice  Romano,  hubiera  tenido  segura  la  muerte 
más  cruel  e  ignominiosa. 

Con  estos  lances  y  percances,  no  veía  el  P.  Paulo  la  hora 
de  poder  salir  de  Alepo,  y  de  perder  de  vista  los  dominios 
turcos. 

Aquí  fué  el  recorrer  de  nuevo  un  día  y  otro  día  todos  los 
janes  y  mesones  en  donde  se  formaban  las  caravanas  para 
dirigirse  al  puerto  más  próximo  de  embarque.  El  deseo  le 
daba  fuerzas  y  alientos  para  vencer  y  sortear  las  dificultades 
y  peligros  que  le  asaltaban  por  todas  partes.  Al  cabo  de  doce 
días,  vino  a  saber  que  partía  una  caravana  compuesta  en  su 
mayoría  de  mercaderes  portugueses  y  venecianos,  y  que  se 
dirigía  al  puerto  de  Alejandreta,  en  donde  aquellos  iban  a 
embarcarse  con  rumbo  a  Marsella.  Supo  también  que  el  con- 
trato con  el  patrón  de  la  nave,  al  modo  de  entonces,  se  ha- 
cia, se  firmaba  y  se  pagaba  en  Alepo,  como  ahora  se  saca  el 
billete  de  pasaje.  Firmó  y  pagó  el  suyo  al  encargado  de  dar- 
le puesto  en  la  nave,  y  el  26  de  mayo  salió  con  la  dicha  ca- 
ravana camino  de  Alejandreta.  Cuatro  días,  no  más,  em- 
plearon en  recorrer  este  camino.  El  P.  Paulo  no  tenía,  ni 
podía  tener,  humor  ya  para  muchos  apuntes  ni  para  anotar 
las  peripecias  y  los  encuentros.  Solamente  se  fijó  en  que  ha- 
bia  de  vez  en  cuando  muchas  ruinas,  sobre  todo  en  la  cam- 
piña de  Antioquía,  y  que  en  la  montaña  de  Beilan  durmie- 
ron todos  los  que  formaban  la  caravana  bajo  un  árbol  copu- 
do y  gigantesco . 

Todavía  allí  su  sueño  no  fué  tranquilo.  A  veces  se  des- 
pertaba, creyendo  que  de  un  momento  a  otro  vendrían  a  bus- 
carle las  tropas  del  Generalísimo  turco  para  empalarle  en  el 
mercado  público  de  Alepo. 

Con  estas  perplejidades  llegó,  al  fin,  al  puerto  de  Ale- 
jandreta. 


CAPITULO  XIX 


Desde  Alejandreta  hasta  Roma 

'  En  el  cielo '.—Peligros  en  el  mar.— El  P.  Paulo  entre  sus  hermanos  de 
Súpoles.— Muere  en  sus  brazos  el  insigne  P.  Pedro  de  la  Madre  de 
Dios.— Audiencia  con  el  Papa. — A  España  como  Legado, 

Al  llegar  nuestro  Misionero  a  Alejandreta,  estuvo  bas- 
tante perplejo  sin  saber  dónde  hospedarse,  temiendo  siem- 
pre lo  que  realmente  pudiera  sucederle ,  si  llegasen  a  descu- 
brir los  agentes  turcos  su  verdadera  personalidad. 

Por  eso  buscó  y  halló  cordial  acogida  en  casa  del  señor 
Lorenzo  Book,  Vicecónsul  de  Inglaterra  en  aquel  puerto.  El 
señor  Book  le  facilitó  lo  necesario  para  el  embarque.  Como 
la  nave  estaba  lista  para  hacerse  a  la  mar,  solamente  estu- 
vo nuestro  Padre  en  aquella  ciudad  dos  o  tres  días,  y,  tanto 
por  los  peligros  que  corría  como  por  el  clima  de  aquel  puer- 
to, estaba  deseando  tomar  puesto  en  la  nave.  «El  aire  de 
Alejandreta,  dice,  es  mortífero,  por  estar  la  ciudad  rodeada 
de  lagunas  y  montañas ». 

El  2  de  junio,  después  de  haber  comprobado,  recibo  en 
mano,  el  pago  de  su  pasaje,  se  dirigió  el  Misionero  a  ocu- 
par su  puesto  en  la  nave.  Con  él  se  embarcaron  dos  portu- 
gueses y  un  inglés  que  venían  del  Mogol.  El  3  se  hizo  la 
nave  a  la  vela,  y  al  abandonar  el  puerto  de  Alejandreta,  le 
pareció  verdaderamente  «estar  en  el  cielo»,  libre  de  los  te- 
mores que  le  asaltaban  de  caer  en  manos  de  los  turcos.  Ya 
estaba  fuera  de  los  dominios  de  Turquía. 

Navegaron  durante  29  días  sin  tocar  puerto  alguno.  El 
abastecimiento  del  barco,  en  municiones  de  boca,  no  era 
sobrado  ni  apetecible.  «Consistía  en  «biscotto»  con  carne 
salada  llena  de  gusanos.  El  agua  era  tan  pestilente,  que  no 
se  podía  sufrir  el  mal  olor  y  el  peor  sabor.»  Estuvieron,  a 
veces,  dos  días  sin  comer  por  no  beber  aquel  agua.  «Fué 
misericordia  de  Dios,  dice  el  P.  Paulo,  que  él  no  enfermase, 
como  enfermó  uno  de  ios  dos  portugueses;  y  el  inglés  estu- 
vo en  punto  de  muerte. » 

En  altar  mar  tuvo  que  correr,  como  todos,  otra  clase  de 
peligros.  Por  dos  veces  se  vieron  obligados  a  prepararla 
artillería  y  aprestarse  para  el  combate  contra  unos  galeones 
de  piratas.  Otro  día  el  viento  los  llevó  dando  tumbos  hasta 
muy  cerca  de  las  costas  de  Túnez,  en  donde  temieron  caer 


—149— 


en  esclavitud ,  como  tantos  otros  Misioneros  y  mercaderes 
cristianos. 

Después  de  muchos  peligros  y  peripecias,  sin  poder  el 
piloto  hacer  escala  en  los  puertos  que  pretendía,  entró  ga- 
llardamente la  nave  en  las  aguas  de  Córcega,  si  bien  el 
P.  Paulo  hubiera  preferido,  como  se  proponía,  desembarcar 
en  la  isla  de  Malta  o  en  un  puerto  de  Sicilia.  Así  se  lo  escri- 
bió desde  la  misma  nave  por  aquellos  días  a  sus  dos  com- 
pañeros de  Ispahán,  diciendo  (1):  «Creo  que  Vuestras  Re- 
verencias habrán  recibido  las  que  les  escribí  desde  Alepo  y 
desde  Alejándrela,  en  donde  me  embarqué  el  2  de  junio  con 
idea  de  desembarcar  en  Malta  o  en  Sicilia;  mas,  por  los  vien- 
tos contrarios,  la  nave  no  ha  podido  tocar  en  aquellos  puer- 
tos, y  ahora  estamos  cerca  de  Córcega,  a  unas  250  millas  de 
Génova,  en  donde,  o  lo  más  lejos  en  Marsella,  desembarca- 
ré, si  Dios  quiere.» 

Pero,  gracias  a  algunos  regalillos  que  hizo  al  piloto  de 
la  nave,  éste  le  desembarcó  aquel  mismo  día,  que  era  el  20 
de  julio,  en  la  playa  de  Córcega,  a  12  millas  de  Bastía,  a 
donde  llegó  al  día  siguiente,  y  fué  a  hospedarse  en  la  resi- 
dencia de  los  Padres  jesuítas,  que  le  recibieron  con  toda  ca- 
ridad. 

Pensaba  dirigirse  desde  Bastía  a  Livorno  en  una  fragata 
que  estaba  anclada  en  el  puerto;  pero  al  día  siguiente  llega- 
ron allí  unas  galeras  de  Génova,  que  le  acogieron  con  mil 
amores  y  le  condujeron  hasta  Nápoles,  en  donde  desembar- 
có el  25  del  mismo  mes  de  julio.  En  esta  ciudad  permaneció 
doce  días,  tratando  de  los  negocios  de  Misiones  y  de  las 
cosas  de  Persía  y  de  Turquía  con  el  Virrey  de  las  dos  Sici- 
lias,  y  hospedóse  en  el  convento  de  la  Madre  de  Dios,  donde  el 
P.  Paulo  era  superior  cuando  la  obediencia  le  destinó  a  las 
Misiones  de  Persía,  según  dijimos  al  principio.  Sus  hermanos 
de  hábito  se  maravillaron  grandemente  de  lo  que  oían  y 
veían,  ya  que  el  P.  Paulo  llegó  hasta  allí  en  hábito  francisca- 
no, como  sabemos.  Allí  se  puso  el  hábito  de  su  Orden,  y  el  6 
de  agosto  salió  de  Nápoles,  «en  una  falúa»  que  le  dejó  en 
Neptuno.  Desde  allí  se  dirigió  a  la  Ciudad  Eterna. 

Como  antes  de  ver  a  Su  Santidad,  había  de  hablar  con 
el  P.  Pedro  de  la  Madre  de  Dios,  creyó  encontrarle  en  el 
convento  de  Monte  Cómpatri,  en  los  montes  tusculanos,  en 
donde  habían  fundado  los  carmelitas  descalzos  el  colegio 
de  Misioneros.  Allá  se  encaminó  sin  tardanza  el  P.  Paulo. 
Pero  allí  supo,  con  harto  dolor  suyo,  que  el  P.  Pedro  había 
salido  de  Roma  a  reponer  su  quebrantada  salud,  por  orden 


(1)  Carta  de  20  de  julio  de  1608,  cuyo  original  se  conserva  en  el  Archi- 
vo de  la  Orden  en  Roma.  Está  escrita  en  lengua  italianei. 


-150- 


del  Papa,  que  tenia  un  poderoso  auxiliar  en  el  P.  Pedro  para 
la  obra  de  las  Misiones,  a  más  de  ser  este  hijo  de  Santa  Te- 
resa Predicador  Apostólico.  Había  ido  el  buen  Padre  por 
prescripción  de  los  facultativos  a  tomar  las  aguas  medicina- 
les de  Nuocera  de  Umbría,  no  lejos  de  Asís,  y  ya  se  sabía 
en  Roma  que  su  preciosa  vida  estaba  en  peligro. 

Al  oír  estas  nuevas,  el  P.  Paulo,  sin  reposar  siquiera  de 
su  largo  y  penoso  viaje,  se  puso  luego  en  camino  de  Nuoce- 
ra, y  cuando  llegó  allí,  encontró  al  P.  Pedro  moribundo.  Gran 
consuelo  fué  todavía  para  aquel  varón  apostólico  la  visita 
del  primer  Misionero  carmelita  de  la  Congregación  de  Italia, 
que  él  había  escogido  como  embajador  de  la  Santa  Sede  al 
Rey  de  Persia;  y  las  pocas  noticias  que  éste  le  pudo  dar  so- 
bre el  resultado  de  la  embajada,  recibimiento  del  Shahy  es- 
tablecimiento de  la  Misión  carmelitana  en  Ispahán,  hicieron 
repetir  al  P.  Pedro  las  palabras  del  anciano  Simeón:  Nunc 
dimittis  servum  tuum  in  pace.  Y  expiró  en  la  paz  del  Señor 
este  gran  siervo  suyo,  en  brazos  de  su  primer  Misionero,  a 
26  de  agosto  de  aquel  año  de  1608.  Cuando  el  Pontífice  tuvo 
noticia  de  su  muerte,  dijo  en  pleno  Consistorio  de  Cardena- 
les aquellas  memorables  palabras  (1):  «¡Acabamos  de  per- 
der al  P.  Pedro!  ¡Cayó  una  grande  y  firmísima  columna  de 
la  iglesia!»  Y  Baronio  lo  confirmó,  diciendo  en  sus  Ana- 
les (2) :  «Difícilmente  pudiera  encontrarse  por  aquel  tiempo 
en  la  Ciudad  Eterna  otro  varón  más  santo  que  el  P.  Pedro 
de  la  Madre  de  Dios,  carmelita  descalzo  español».  La  pérdi- 
da irreparable  del  P.  Pedro  de  la  Madre  de  Dios,  muerto  en 
la  plenitud  de  la  vida,  llenó  de  consternación  a  la  incipiente 
Congregación  de  Italia  con  tener  en  su  seno  hombres  de  gran 
valía,  como  eran  los  que  le  sucedieron.  Los  Misioneros  fue- 
ron los  que  más  lloraron  su  muerte. 

Después  de  sus  funerales,  el  P.  Paulo  volvió  inmedia- 
tamente a  Roma  a  dar  cuenta  al  Pontífice  de  su  embaja- 
da. Ya  le  había  escrito  y  enviado  una  breve  relación  de 
cuanto  les  había  sucedido  y  de  todas  sus  gestiones  en  Per- 
sia; y  esa  relación  era  un  resumen  de  la  que  hemos  venido 
siguiendo  hasta  ahora,  la  cual  termina  en  este  punto. 

Algo  nuevo,  sin  embargo,  dice  en  la  breve  relación  que 
envió  al  Papa.  Después  de  referir  a  Su  Santidad  el  buen  es- 
tado de  ánimo  del  Rey  de  Persia  para  con  los  cristianos,  en 
especial  para  el  Jefe  de  la  Iglesia,  hace  hincapié  en  lo  de  los 
agravios  que  hacían  al  Rey  de  Persia  algunos  capitanes  por- 


(1)  « lAmisimus  P.  Petruml  jCecidit  magna  firinisslmaque  Ecclesiae  co- 
lumna! »  El  P.  tusebio  de  Todos  los  Santos,  en  su  ENHYRIDION  CHRONO- 
LOQ. ,  p.  40. 

(2)  Ann.  Eccl.  tomo  XII,  ad  annum  1187,  al  hablar  de  la  muerte  de 
León  XI,  a  quien  asistió  a  bien  morir  el  Ven .  P .  Pedro  de  la  Madre  de  Dios . 


-151- 


tugueses  del  Castillo  de  Ormuz,  los  cuales  habían  quitado 
la  vida  a  algunos  persas,  que  acompañaban  a  un  embajador 
del  Shah  que  iba  a  la  India. 

Refiere,  además,  el  P.  Paulo  haber  oido  muchos  casos  de 
vejaciones  al  mismo  Rey  de  Persia,  a  los  Padres  agustinos 
de  Ispahán,  a  los  armenios  de  Chulfa  y  a  varios  mercaderes 
francos,  dignos  de  fe  y  testigos  de  vista.  Por  todo  lo  cual, 
ruega  el  buen  Padre  a  Su  Santidad  que  interponga  su  in- 
fluencia cerca  del  Rey  Católico  para  que  no  se  repitan  tales 
vejaciones,  que  exasperan  grandemente  al  Shah  y  le  hacen 
llevar  la  guerra  contra  los  portugueses  de  Ormuz. 

Termina  el  Padre  esta  breve  relación  con  las  siguientes 
palabras:  «Callo,  dice,  muchas  cosas  en  esta  Relación  por 
no  cansar  a  Vuestra  Santidad  con  demasiada  prolijidad,  y  lo 
supliré  diciéndoselo  de  palabra». 

En  efecto :  a  los  pocos  días,  el  benemérito  Misionero  fué 
recibido  por  el  Papa  Paulo  V,  quien  le  concedió  una  larga 
audiencia.  En  ella  refirió  el  Padre  detalladamente  a  Su  San- 
tidad todo  lo  que  ya  sabemos  nosotros,  con  otras  cosas  que 
ignoramos  e  ignoraremos  siempre.  En  esta  audiencia  pudo 
apreciar  el  Pontífice  las  relevantes  prendas  del  P.  Paulo  y 
sus  excelentes  cualidades  de  diplomático,  así  como  su  mu- 
cha virtud  y  constancia  en  los  reveses  sufridos  durante  tan 
larga  peregrinación. 

Después  de  informarse  bien  de  cuantas  cosas  secretas  le 
dijo  el  P.  Paulo  referentes  a  ayudar  al  Rey  de  Persía  en  la 
guerra  contra  el  Turco,  quiso  Su  Santidad  que,  como  Legado 
suyo,  con  información  secreta  y  para  referir  de  palabra 
cuanto  sabía  en  tan  delicado  negocio,  pasase  luego  a  Espa- 
ña, para  tratar  de  ello  con  Su  Majestad  Católica  y  con  sus 
ministros,  a  fin  de  ver  lo  que  se  podía  hacer  en  tal  empresa 
y  la  parte  que  pensaba  tomar  el  Rey  de  España,  si  se  llega- 
ba a  obtener  una  alianza,  tanto  y  más  perfecta  que  la  que  se 
hizo  en  tiempos  de  San  Pío  V,  cuando  se  batió  al  Turco  en 
el  golfo  de  Lepante. 

A  este  efecto,  le  dió  el  Papa  los  siguientes  Breves:  para 
el  Rey  Católico  Felipe  III,  para  el  Duque  de  Lerma,  su  pri- 
mer ministro,  para  el  Cardenal  de  Toledo  y  para  el  Reve- 
rendísimo P.  General  y  Definidores  Generales  de  los  carme- 
litas descalzos  de  España.  En  todos  ellos  decía  el  Pontífice 
a  los  interesados  que  les  recomendaba  muy  eficazmente  la 
obra  de  las  Misiones  y  la  alianza  contra  el  Turco,  rogándo- 
les que  oyesen  atentamente  lo  que  sobre  esto  les  diría  aquel 
Legado  suyo,  y  le  protegiesen  y  ayudasen  en  cuanto  hubie- 
re menester  (1) . 

(1)  El  P.  Eusebia  incluye  el  texto  de  estos  Breves  en  su  HISTORIA  MA- 
NUSCRITA DE  NUESTRAS  MISIONES,  Obra  harto  farragosa  e  indigesta.  Ar- 
chivo de  la  Orden . 


—152- 


Los  referidos  Breves  estaban  fechados  en  el  Túsculo  a  16 
de  octubre  del  1608.  Con  ellos  y  con  otras  cartas  comenda- 
ticias de  varios  Prelados  de  la  curia  romana,  se  puso  el  Pa- 
dre Paulo  nuevamente  en  camino  para  Génova,  su  patria, 
en  donde  se  embarcó  para  España  a  los  pocos  días. 

El  P.  Ferdinando  de  Santa  María,  español,  que  estaba  al 
frente  de  la  Congregación  de  Italia,  avisó  anticipadamente 
al  General  de  la  de  España  sobre  la  venida  del  P.  Paulo  y  la 
misión  pontificia  que  traía.  El  General  de  España,  que  lo  era 
el  P.  Alonso  de  la  Madre  de  Dios ,  reunió  al  Definitorio,  para 
recibir  cual  convenía  al  enviado  del  Papa.  Desde  que  el 
P.  Paulo  puso  los  pies  en  España,  fué  objeto  de  toda  clase 
de  atenciones  por  parte  de  sus  hermanos,  como  él  dice.  Fa- 
voreciéndole cuanto  pudieron  para  allanarle  todos  los  cami- 
nos y  todas  las  entrevistas  y  conversaciones  que  tuvo  con  el 
Rey  don  Felipe  y  con  sus  ministros.  Ayudóle  mucho  tam- 
bién don  Fernando  Niño,  de  los  Condes  de  Oñate,  Cardenal 
de  Toledo,  en  cumplimiento  de  lo  que  a  él  le  decía  Su  San- 
tidad y  por  el  amor  que  tenía  a  las  Misiones. 

En  cuanto  al  Rey  Católico  y  al  Duque  de  Lerma,  aproba- 
ron y  apoyaron  de  todo  en  todo  las  proposiciones  del  envia- 
do del  Papa;  pero,  estando  como  estaban  las  cosas  en  Es- 
paña, creyeron  lo  más  acertado  que  pasase  aquel  negocio  a 
ser  estudiado  y  discutido  en  el  Consejo  de  Estado.  Aquí  se 
vieron  y  ponderaron  todos  los  puntos  que  se  ventilaban, 
sobre  todo  el  de  entrar  en  aquella  alianza  que  se  les  proponía 
y  de  llevar  la  guerra  contra  el  Turco,  en  combinación  con 
otras  potencias,  para  ayudar  al  Rey  de  Persia. 

Las  cosas  fueron  harto  despacio,  y  después  de  muchas 
juntas  y  consejos,  no  se  resolvió  nada.  Un  historiador  nues- 
tro, a  propósito  de  esta  embajada,  llega  a  decir  de  nuestro 
Consejo  de  Estado  (1) :  «que  así  como  a  un  cuerpo  de  mole 
desmesurada  le  es  difícil  el  movimiento,  así  aquella  vasta 
Monarquía,  extendida  por  ambos  hemisferios,  procedía  con 
perezosa  lentitud  en  sus  resoluciones ». 

A  pesar  de  esto,  el  P.  Paulo  siguió  trabajando  con  tesón 
durante  varios  meses  por  conseguir  lo  que  deseaba,  refres- 
cando, en  sus  momentos  de  asueto,  sus  recuerdos  de  estu- 
diante en  Alcalá  y  Salamanca. 

Mientras  el  P.  Paulo  estaba  en  España,  llegó  don  Rober- 
to Sirley  a  Roma.  Cuando  tuvo  noticia  de  que  el  Misionero 
genovés  se  le  había  adelantado  en  la  Ciudad  Eterna  y  en  la 
corte  del  Rey  Católico,  procuró  activar  cuanto  pudo  sus  ne- 


(1)  « Ma  sicome  un  corpo  smlsurato  di  mole  riesce  difficlle  al  moto, 
cocí  quella  vasta  Monarchia,  distesa  per  l'uno  e  l'altro  emlsiero,  procederá 
con  lentezza  nelle  sue  rlsoluzioni  >.  Ibidem,  cuaderno  K. 


-153— 


godos  con  Su  Santidad ,  y  con  toda  premura  vino  también 
a  Madrid  con  las  cartas  que  traía  de  Persia  para  el  Rey  Fe- 
lipe III. 

Las  gestiones  de  don  Roberto,  juntamente  con  la  emba- 
jada que  formó  con  otro  carmelita  descalzo  y  el  fin  de  tal 
embajada,  son  cosas  interesantísimas,  que  esperamos  re- 
ferir, con  el  favor  de  Dios,  en  otros  libros  de  esta  Biblioteca. 

Mas  cuando  supo  el  General  de  Italia  la  venida  de  don 
Roberto  a  España,  y  vió  lo  que  se  dilataba  la  estancia  del 
P.  Paulo  en  la  corte  del  Rey  Católico,  le  llamó  a  Roma  con 
anuencia  del  Pontífice,  y  se  lo  comunicó  por  medio  del  Ve- 
nerable P.  Juan  de  Jesús  María,  el  Calagurritano,  otra  de 
las  glorias  españolas  en  la  corte  pontificia  (1). 

Volvió  a  Roma  el  P.  Paulo  en  febrero  de  1609,  sin  haber 
conseguido  lo  que  pretendía;  y  en  1614  le  encomendó  la 
Orden  una  segunda  fundación  carmelitana  en  la  ciudad  de 
Cracovia,  que  tan  bien  conocía  nuestro  Misionero. 

Como  le  hemos  de  encontrar  muchas  veces  en  esta  histo- 
ria de  las  Misiones  carmelitanas,  nos  despediremos  de  él 
hasta  luego,  y  vamos  a  ver  lo  que  hacían  entre  tanto  los 
dos  Padres  que  se  quedaron  en  Persia,  las  cosas  portentosas 
que  allí  obraron,  las  peripecias  y  peligros  que  corrieron, 
juntamente  con  los  viajes  y  relaciones  de  otros  Misioneros 
carmelitas,  relaciones  no  menos  interesantes  y  pintorescas 
que  la  presente. 

Pero,  esto  se  dirá  puntualmente  en  otro  libro,  que.  Dios 
queriendo,  no  ha  de  hacerse  esperar  mucho  tiempo. 


L.  D.  V. 


(1)   Ibidem  loe.  dt. 


BIBLIOGRAFÍA 


obras  publicadas 

1.  — Historia  Generalis  Fratrum  Discalceatorum  Ordi- 

Nis  B.  V.  Mariae,  Conoreoationis  Italiae.  Romae, 
1668-71.— Son  dos  tomos  en  folio. 

2.  — Historia  Missionum  Ordinis  ,  Ven.  P.  Joannis  a  Jesu 

María.— Ch.  Opera  omnia  ejusdem,  ed.  Florentiae, 
1774,  tom.  III,  pags.  308-323. 

3.  — Bullarium  Carmelitanum  a  Fr.  Josepho  Alberto  Xi- 

menez.  Pars  tertia  additionem  exhibens  ad  priores 
tomos.  Romae,  1768. 

4.  — HiSTOIRE  DE  L'ÉTABLISSEMENT  DE  LA  MiSSION  DE  PeR- 

SE  PAR  LES  Peres  Carmes-Déchaussés  ,  par  le  R.  P. 
Bertold-Ignace  de  Sainte-Anne.  Bruxelles,  1885. 

5.  — Decor  Carmeli  Religiosi,  Opera  Rssimi.  P.  Phtlippi  a 

Ssma.  Trinitate.  Lugduni,  1665. 

6.  — Enchyridion  Chronologicum  Carmelitarum  Discal- 

ceatorum ,  a  P.  Eusebia  ab  Omnibus  Sanctls  diges- 
ium.  Romae,  1737. 

manuscritos  inéditos 

1.  — Narrazioni  sagre  della  prima  spedizione  dei  Mis- 

SIONARI  CARMELITANI  SCALZI  NELLA  PERSIA  ,  SCriíte 

dal  P.  Fr.  Biaggio  della  Purificazione,  C.  S.  (1705).— 
Son  tres  tomos  de  prosa  pesada  y  farragosa ,  del  mal 
gusto  propio  de  su  época. 

2.  — Historia  delle  Missioni  dei  Carmelitani  Scalzi, 

scritta  dal  P.  Eusebia  de  Tutti  Santi. — Son  cinco  to- 
mos, llenos  de  consideraciones  y  reflexiones  como  los 
del  P.  Blas.  Son  más  importantes  por  las  bulas  ponti- 
ficias y  documentos  Íntegros  que  inserta. 

3.  — Relaciones  de  la  expedición  a  Persia  y  de  la  fundación 

de  la  Misión,  con  un  sinnúmero  de  cartas  de  los  pri- 


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meros  y  más  principales  Misioneros, 'como  son:  los 
Padres  Paulo  Simón  de  Rivarola,  Juan  Tadeo  de  San 
Eliseo  y  Vicente  de  San  Francisco.í  que  se  citan  en 
sus  respectivos  lugares. 


Nota  Bene.  Con  estas  Cartas  y  Relaciones ,  la  mayor  par- 
te de  ellas  escritas  en  castellano,  hemos  tejido  la  historia  de 
esta  memorable  embajada.  En  estas  fuentes  bebieron  los 
autores  de  las  obras  publicadas.  Aquí  hemos  venido  tam- 
bién nosotros  a  tomar  el  agua  de  primera  mano,  como  suele 
decirse,  fuera  de  algún  detalle  que  otro  tomado  de  los  auto- 
res que  se  citan  en  esta  Bibliografía,  y  que  se  indican  en  sus 
respectivos  lugares,  generalmente. 

Todos  estos  documentos  inéditos  se  conservan  en  nues- 
tro Archivo  general  de  Roma,  que  tuvimos  la  suerte  de  or- 
ganizar y  de  catalogar  por  mandato  de  nuestros  Superiores 
Mayores . 


L.    D.   V.  M. 


ÍNDICE 


Al  LECTOR   5 

Capítulo  i  (Preliminar).— J5/  Carmelo  Reformado  y  las  Misiones.— 
El  instrumento  providencial  —Datos  biográficos  del  P.  Juan  Ta- 
deo . — Pasa  a  Roma  y  Ñápeles  .—El  Barón  de  Cacurrl. — Proyectos 
misionales  .—Oración  y  penitencia.— Consulta  y  respuesta.— Con- 
tundente dictemien  y  unánime  resolución  pro  Misiones.     .         .  7 

Capítulo  II . — Preparativos  para  la  expedición— Los  que  la  forma- 
ban :  cuatro  hijos  de  Santa  Teresa  y  un  Sargento  Mayor  de  los  Ter- 
cios de  Flandes  .—El  fin  principal  de  esta  embajada.— Y  los  fines 
secundarios.— Cartas  y  proyectos  acerca  del  itineretrio  de  la  expe- 
dición  17 

Capítulo  III .—Z?c  Roma  a  Praga.— Una  parada  en  Loreto.— Cartas 
del  Senado  de  Venecia. — Por  los  montes  de  Trento.— Recibimiento 
que  el  Emperador  del  Sacro  Romano  Imperio  dispensó  a  la  emba- 
jada pontificia  en  Praga  25 

Capítulo  IV .—Desde  Pragra  a  la  frontera  de  Moscovia.— Recibi- 
miento en  la  Corte  de  Polonia  .—Entrevista  con  el  Gran  Canciller 
León  Sapia . — La  famosa  historia  de  Boris  y  Demetrio . — Retrato 
magristral  de  los  cosacos,  hecho  por  un  Misionero  valenciano.    .  32 

Capítulo  V. — En  las  fronteras  moscovitas, — Arrestos  de  los  Misio- 
neros.— Un  rasgo  del  Sargento  Riodolld  de  Peralta.— O  volver  a 
Polonia  .oirá  Persia  dando  la  vuelta  por  Puerto  Arcángel ,  se- 
gún la  orden  del  Oran  Duque  46 

Capitulo  vi. — De  Moscovia  a  Polonia  y  de  Polonia  a  Moscovia.— 
Lo  que  se  trató  en  la  Dieta  de  Varsovia  .—La  muerte  de  León  Sa- 
pia y  del  Gran  Duque  Borisio . — Es  proclamado  Demetrio  Czar  de 
la  Rusia  Negra . — Impresiones  de  Polonia  y  de  sus  hombres.  .    .  51 

Capítulo  Vil . — Moscou  y  los  moscovitas  vistos  por  nuestros  Misio- 
neros.— Descalzos  y  en  trineos  por  el  hielo  y  por  la  nieve. — Retra- 
to del  Czar  .—El  regalo  de  las  pieles   61 

Capítulo  VIII  .—Desde  Moscou  hasta  /fazáw.- Caminando  sobre  el 
helado  Volga  .-Arrestados  nuevamente  en  Kazán  .—El  asesinato 
del  famoso  Demetrio  .—Una  carta  valiente  de  los  embajadores  del 
Papa. — Leyendas  y  patrañas  67 

Capítulo  IX.— Desde /Tazón  hasta  Astrakán.— Navegando  por  el 
Volga  .—Una  triste  escala  en  Tsaritsín. — Muerte  de  un  Misionero  y 
la  del  Sargento  Riodolid  .—Rindenle  honores  militares. — La  escol- 
ta de  cosacos  74 

Capítulo  X.—De  Astrakán  a  Bakú.— La  desembocadura  del  Volga. 
— Meirina  y  marinería  pintadas  por  un  Misionero  genovés.— La 
partida  que  les  jugó  el  comandante  de  la  nave  persiana.   ...  81 

Capítulo  XI.— Desde  Bakú  hasta  Kasbin.—En  los  dominios  del 
Shah  de  Persia  .—Convites  y  agasajos  del  Kan  de  Samaki  sobre 
Eilfonibras  y  alcatifas  .—Cómo  trataban  a  los  embajadores  en  fie- 
rras de  Abbas,  e!  Grande.- Y  cómo  maltrataban  a  las  gentes  que 
se  negaban  a  proveer  gratis  et  amore  a  los  embajadores  extran- 
jeros  86 


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CapItulo  XII  .—Desde  Kasbln  a  /spaftdn.— Capital  de  Persia  enton- 
ces .— « Jan  y  caravansail  >  ,  o  ventas  y  mesones  El  encuentro 

con  don  Roberto  Sirley,  inglés  famoso.— La  entrada  de  los  emba- 
jadores en  Ispahán. — Solemne  recibimiento.— Adivinos  y  encan- 
tadores.—¿Qué  embajada  traerán  unos  frailes  descalzos?  .     .     .  99 

Capitulo  XIII.— ¿a  Persia.  El  Rey.  Los  armenios.— Persia  del  si- 
glo XVII  .—Las  atrocidades  del  Shah.— Un  buen  maymondíir  o 
aposentador  real  El  zorro  viejo  del  Gran  Visir  Mirza.— Con  fru- 
tas y  chucherías  se  alcanzan  las  audiencias  reales  106 

Capitulo  XIV  —La  audiencia  pública  con  el  Shah  .—El  desfile  de 
caballos.-  Asi  celebraba  el  Shah  el  Ramadán.— La  presentación 
de  las  credenciales.— Los  presentes  de  la  embajada.— Carácter 
complejo  del  Rey.— Sigue  el  desfile  de  caballos  113 

Capitulo  XV. — La  audiencia  de  los  puntos  secretos. — Los  sucesos 
de  este  dia.— Los  puntos  secretos.— Respuesta  y  actitud  del  Shah. 
— La  escena  del  tigre  y  de  los  perros  Modo  de  administrar  jus- 
ticia 120 

Capítulo  XVI  Preparativos  para  volver  a  Roma.— La.  carta  del 

Shah  al  Papa.— « El  carnicero  de  los  turcos » .—Un  Misionero  vuel- 
ve a  Europa  y  dos  se  quedan  en  Persia  como  embajadores  del  Ro- 
mano Pontífice  128 

Capitulo  XVII  .—De  Ispahán  a  Bagdad.— Camino  erizado  de  peri- 
pecias.—Por  montes  y  breñas  Enfermo  y  desvsdijado  a  las  puer- 
tas de  Bagdad  134 


Capítulo  XVIIl  .—Desde  Bagdad  hasta  Alejandreta.— En  el  palacio 
del  bajá. — i  Adiós,  Babilonia I — Al  través  del  desierto  de  la  Siria 
por  caminos  sin  camino  .—Nuevo  y  sensible  desvalijamiento . — 
Alepo  en  revolución. — Peligros  que  corrió  el  Misionero  P.  Paulo 
en  la  capital  de  la  Siria  .—Sale  para  Alejandreta  142 

Capítulo  XIX.— Desde  4/eyandreía  hasta  /foma.— «En  el  cielo».— 
Peligros  en  el  mar.— El  P.  Paulo  entre  sus  hermanos  de  Nápo- 
les. — Muere  en  sus  brazos  el  insigne  P.  Pedro  de  la  Madre  de 
Dios  —Audiencia  con  el  Papa  .—A  España  como  Legado  .     .     .  148 

Bibliografía  154 


Obras  del  mismo  autor 


EN  PROSA 


Vida  de  la  Beata  Ana  de  San  Bartolomé,  compañera  y  secretaria  de  Santa 
Teresa  de  Jesús.  Tipogratia  El  Monte  Carmelo,  Burgos,  1917. 

El  Ven.  P.  Juan  de  Jesús  María,  tercer  General  de  la  Reforma  Carmelitana 
en  Italia.  Tipografía  El  Monte  Carmelo,  Burgos,  1918. 

La  Orden  de  Santa  Teresa,  la  Fundación  de  la  Propaganda  Fide  y  las 
Misiones  Carmelitanas.  Madrid,  tipografía  de  Nieto  y  Compañía,  1923. 

El  Monte  Carmelo.— Estudio  histórico-crítlco.— Obra  ilustrada  con  161  gra- 
bados.—Madrid,  Mensajero  de  Santa  Teresa,  1924. 

Todas  estas  obras  han  sido  traducidas  al  italiano  y  la  primera  y  tercera  al 
francés. 


EN  VERSO 


Romancero  histórico  de  Cervantes.  Tip.  El  Monte  Carmelo,  Burgos,  1916. 
Cien  cantares  populares  a  la  Virgen  del  Carmen.  Santiago  de  Chile,  1917. 
Episodios  rimados  de  la  Historia  de  un  Alma.  Burgos,  1920,  y  Madrid,  1923 

y  1929.  Esta  última  es  la  tercera  edición  ilustrada.  Ha  sido  traducida 

al  fráncés  por  una  Carmelita  del  Monte  Carmelo. 
La  Virgen  de  las  Vírgenes  y  el  Cantar  de  los  Cantares.  Lérida,  imprenta 

Mariana,  1922.— Poema  premiado  en  el  Certamen  de  Burgos  en  honor  de 

Santa  María  la  Mayor,  en  1921.  (Agotada). 
El  Castillo  de  Almabuena.— Poema  místico.— Madrid,  Editorial  Mensajero 

de  Santa  Teresa,  1928. 


TRADUCCIONES 


Poesías  de  Santa  Teresita  del  Niño  Jesús,  puestas  en  rimas  castellanas. 
Tip.  El  Monte  Carmelo,  Burgos,  1913,  y  reproducidas  en  las  últimas  edi- 
ciones de  la  Historia  de  un  Alma,  editada  en  Barcelona. 

ElCaminito  de  Infancia  espiriiual,  con  un  prólogo.  Barcelona,  1924.