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Full text of "Boletin Eclesiastico (Ecuador)"

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UBRARY  OF  PRINCETON 


SEP  2  7  2004 


THEOLOG!CAL  SEMINARY 


PER  BX1472.A1  B68 
Bolet/m  eclesiástico. 


Digitized  by  the  Internet  Archive 
in2015 


https://archive.org/details/boletineclesias1062cath_3 


:BOLEm  ECLESIASTICO 

ÓRGANO  Informativo  de  la  Arquidiócesis  DE  QijTTn 


Año  CVI  Ene.  /  Feb.  /  Mar.  del  2001 


CONTENIPO 


Editorial 

•  El  tercer  Arzobispo  de  Quito  exaltado  a  Cardenal   1 

•  Cardenal  Antonio  José  González  Zumárraga    4 

Documentos  de  la  Santa  Sede 

•  Anuncio  Oficial  del  nombramiento  de  Cardenal    11 

•  Bula  de  la  Nominación  de  Cardenal  y  de 

Concesión  del  Título    12 

•  Despleguemos  juntos  al  viento  del  Espíritu  las  velas 

de  la  mística  nave  de  la  Iglesia   13 

•  Reafirmamos  nuestro  compromiso  de  fidelidad   18 

•  La  cruz  es  la  cátedra  de  Dios    21 

•  Toma  de  Posesión  del  Título  Cardenalicio  de 

Santa  María  in  Vía    26 

•  Mensaje  del  Santo  Padre  Juan  Pablo  11  para  la 

XVI  Jornada  mundial  de  la  juventud    32 

•  Novo  Millennio  Ineunte    38 

Documentos  de  la  Conferencia  Episcopal 

•  Democracia,  el  único  camino    99 

•  Iglesia  por  una  TV  Familiar  e  Independiente    101 

Documentos  Arquidiocesanos 

•  Navidad  del  Año  2000    105 

Administración  Eclesiástica 

•  Nombramientos   110 

•  Decretos   111 

•  Ordenaciones   112 

Información  Eclesial 

•  En  el  Mundo    115 


,  Director:  Rvmo.  Sr.  Héctor  Soria  S.  Telf.:  280  703  Apartado  17-01-00106.  , 

•  Administradora:  Hna  Regina  Córdova  Telf.:  284  429  Apartado  17-01-00106  * 

•  Suscripción  anual  dentro  del  país  US$10.  Fuera  del  país  US$  65.  • 
«  Se  aceptan  Canjes.  • 

•  Levantamiento  de  textos  e  impresión:  Mora  &  Asociados  438  866  , 
•  


LIBRARY  Of  f  RIWCETCN 


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Editoriál 


1 


JUN  -  2001 


ÍHEOLOGICAL  SE.ViiNARr 


^  TERCER  Arzobispo  de  Quito 

EXALTADO  A  CARDENAL 


ri  n  la  finalización  del  Jubileo  universal  del  año  2000  se 
jLj  difundieron  rumores  de  que  el  Soberano  Pontífice  Juan 
Pablo  II  iba  a  crear  nuevos  Cardenales,  a  principios  del 
tercer  milenio,  para  llenar  al  rededor  de  veinte  vacantes  de 
Cardenales  electores. 


El  domingo  21  de  enero  de  este  año  2001,  a  medio  día,  an- 
tes de  la  recitación  del  'Angelus",  anunció  públicamente 
ante  los  fieles  congregados  en  la  Plaza  de  San  Pedro  que  el 
miércoles  21  de  febrero,  vigilia  de  la  solemnidad  de  la  Cáte- 
dra de  San  Pedro  en  Roma  elevaría  a  la  dignidad  de  Carde- 
nales a  un  significativo  número  de  Prelados  de  la  Iglesia  Ca- 
tólica. A  los  ocho  días,  el  domingo  28  de  enero,  añadió  a  la 
lista  anterior  a  otros  Prelados,  entre  los  cuales  estaban  dos 
alemanes  y  el  Arzobispo  de  Santa  Cruz  de  la  Sierra,  Mons. 
Julio  Terrazas,  de  Bolivia. 

En  el  octavo  Consistorio  público  que  S.S.  el  Papa  Juan  Pa- 
blo II  celebró  delante  de  la  fachada  de  la  Basílica  de  San  Pe- 
dro, en  la  Plaza,  creó  a  cuarenta  y  cuatro  nuevos  Cardena- 
les de  veintisiete  países  de  cuatro  continentes. 

Se  dijo  que  éste  era  el  Consistorio  más  grande  de  la  historia 
de  la  Iglesia.  Por  este  motivo  Juan  Pablo  II,  en  la  homilía 


que  pronunció  en  el  Consistorio,  afirmó:  "Esta  mañana  la 
Roma  católica  estrecha  a  los  nuevos  Cardenales  en  un  cor- 
dial abrazo,  convencida  de  que  se  está  escribiendo  otra  pági- 
na significativa  de  su  historia  milenaria". 

Desde  el  21  de  febrero  de  2001,  el  Colegio  cardenalicio  que- 
dó compuesto  por  183  miembros  provenientes  de  68  países 
de  todo  el  mundo.  Así  se  refleja  mejor  la  universalidad  de  la 
Iglesia  Católica.  Los  Cardenales  se  distribuyen  por  conti- 
nentes de  la  siguiente  manera:  95  de  Europa,  51  de  Améri- 
ca (32  de  América  Latina  y  19  de  América  del  Norte),  17  de 
Asia,  16  de  Africa  y  4  de  Oceanía. 

De  los  44  nuevos  Cardenales,  11  son  de  América  Latina  y 
conviene  observar  que  el  Papa  Juan  Pablo  II  ha  elevado  al 
rango  de  Cardenales  a  los  Arzobispos  de  casi  todas  las  capi- 
tales de  América  Latina,  que  algunas  desde  hace  varios  años 
y  otras  desde  hace  poco  tiempo  no  tenían  un  Cardenal  en  su 
Arzobispo. 

La  ciudad  de  Quito  tuvo  su  primer  Cardenal,  cuando  el  Pa- 
pa Pío  XII  elevó  a  la  dignidad  cardenalicia  al  Arzobispo 
Carlos  María  de  la  Torre,  a  principios  de  1953;  después  el 
Papa  Pablo  VI  concedió  la  dignidad  de  Cardenal  a  Mons. 
Pablo  Muñoz  Vega  S.J.,  en  mayo  de  1969.  El  Cardenal  Pa- 
blo Muñoz  Vega  falleció  el  3  de  junio  de  1994  como  Arzo- 
bispo emérito  de  Quito;  por  tanto  desde  esa  fecha  la  Arqui- 
diócesis  de  Quito  dejó  de  tener  Cardenal. 


Tiene  especial  importancia  para  la  Arquidiócesis  de  Quito  el 
hecho  de  que  S.S.  el  Papa  Juan  Pablo  II  haya  concedido  el 
cardenalato  a  Mons.  Antonio  José  González  Zumárraga,  co- 
mo al  tercer  Arzobispo  consecutivo,  porque  este  hecho  con- 
firma para  la  Sede  primada  de  Quito  el  carácter  de  Sede  car- 
denalicia. 

Puesto  que  el  Cardenal  González  Zumárraga  es  Cardenal 
Presbítero  de  la  Iglesia  Romana,  el  Santo  Padre  Juan  Pablo 
II  le  ha  asignado  el  Título  de  la  iglesia  parroquial  de  "San- 
ta María  in  vía".  La  concesión  de  este  Título  ha  satisfecho 
plenamente  al  Cardenal  González  Zumárraga,  porque,  en 
su  devoción  mariana,  él  quería  tener  el  título  que  obtuvo  el 
primer  Cardenal  ecuatoriano,  Mons.  Carlos  María  de  la  To- 
rre, a  quien  se  le  concedió  el  Título  de  "Santa  María  in 
Aquiro".  Por  otra  parte  la  iglesia  de  Santa  María  in  vía  ha 
sido  iglesia  titular  de  santos  cardenales,  como  San  Carlos 
Borromeo  o  San  Roberto  Belarmino. 

Que  Mons.  Antonio  José  González  Zumárraga,  el  tercer 
Arzobispo  de  Quito,  elevado  al  cardenalato  y  el  cuarto  Car- 
denal ecuatoriano,  asegure,  por  las  oraciones  de  sus  fieles,  la 
protección  divina,  para  servir  pastoralmente  a  su  Iglesia 
particular  de  la  Arquidiócesis  de  Quito. 


Cardenal  Antonio  José 
González  Zumárraga 


Antonio  José  González  Zumárraga,  XII  Arzobispo  de  Quito, 
Doctor  en  Derecho  Canónico,  profesor  universitario,  hombre 
amable  y  sencillo,  nació  en  Pujilí,  Provincia  del  Cotopaxi,  Ecua- 
dor, el  18  de  marzo  de  1925.  Sus  padres,  Luis  González  y  Leonor 
Benilde  Zumárraga,  fueron  medianos  propietarios  de  algimas 
tierras  que  brindaban  el  sustento  familiar.  Su  hogar,  con  siete 
hermanos  más,  guardaba  celosamente  el  sentido  de  la  unidad 
familiar,  bajo  principios  austeros  de  espiritualidad  y  formación 
moral.  La  norma  de  vida  fue  la  dictada  por  su  padre:  "Nunca  en- 
gañen a  nadie",  "Siempre  sean  útiles  a  todos". 

Nadie  presionó  o  influyó  en  el  sacerdocio  ministerial  de  Anto- 
nio; él  tuvo  una  inclinación  muy  clara  desde  sus  primeros  años 
y,  en  el  verano  de  1938,  al  finalizar  la  educación  primaria  en  la 
Escuela  "Dr.  Pablo  Herrera",  de  su  lugar  natal,  tras  la  entrevista 
con  el  Párroco,  partió  a  Quito  para  ingresar  al  Seminario  Menor 
"San  Luis"  en  el  que  realizó  los  estudios  de  educación  media, 
terminados  los  cuales,  en  julio  de  1944  tomó  sotana  para  luego 
continuar,  en  octubre  del  mismo  año,  su  preparación  en  el  Semi- 
nario Mayor  "San  José". 

El  29  de  junio  de  1951  recibió  la  ordenación  sacerdotal  de  manos 
de  Mons.  Carlos  María  de  la  Torre,  Arzobispo  de  Quito  y  luego 
de  unos  días,  fue  designado  Coadjutor  del  Párroco  de  San  Se- 
bastián; después  de  un  año  y  medio  Coadjutor  del  Párroco  de  El 
Belén,  donde  permaneció  hasta  el  verano  de  1954  en  que  tuvo 
que  viajar  a  España  para  realizar  estudios  de  Derecho  Canónico 
en  la  Pontificia  Universidad  Eclesiástica  de  Salamanca.  Obtuvo 
el  Doctorado  en  Derecho  Canónico  con  la  tesis  "Problemas  del 
Patronato  Indiano  a  través  del  Gobierno  Eclesiástico  Pacífico  de 


Fray  Gaspar  de  Villarroel".  En  1961,  esta  tesis  fue  publicada  por 
la  editorial  ESET  de  Vitoria.  En  1990,  esta  importante  obra  fue 
nuevamente  publicada  con  motivo  del  V  Centenario  del  Descu- 
brimiento de  América  con  el  título  "Fray  Gaspar  de  Villarroel, 
su  Gobierno  Eclesiástico  Pacífico  y  el  Patronato  Indiano". 

De  vuelta  a  Quito,  en  septiembre  de  1957  fue  designado  Subdi- 
rector del  Pensionado  Borja  N°  2  y  un  año  más  tarde.  Subsecre- 
tario de  la  Curia  Metropolitana,  a  la  par  que  fue  llamado  por  la 
Pontificia  Universidad  Católica  del  Ecuador  para  que  diera  cla- 
ses de  cultura  Superior  Religiosa  en  la  Facultad  de  Economía. 
En  1960  se  le  asignó  la  cátedra  de  Derecho  Público  Eclesiástico 
en  la  Facultad  de  Jurisprudencia.  Dictó  también  Derecho  Canó- 
nico en  la  Escuela  de  Ciencias  Religiosas  y  en  la  Facultad  de 
Ciencias  Filosófico-Teológicas  dio  clases  de  Derecho  Canónico, 
de  Pastoral  Sacramental  y  de  Moral  especial. 

En  1961  fue  nombrado  Canónigo  de  la  Catedral  Metropolitana  y 
luego  fue  ascendido  a  Canónigo  Doctoral  del  mismo  Cabildo 
Eclesiástico. 

>         Mons.  Pablo  Muñoz  Vega  lo  nombró  Canciller  de  la  Curia  en 
1964. 

Durante  dos  años  fue  profesor  de  Religión  en  los  cursos  superio- 
res del  Colegio  "Sagrados  Corazones  de  Rumipamba"  y,  desde 
1961,  desempeñó  el  cargo  de  Rector  del  Colegio  "Nuestra  Madre 
de  la  Merced"  hasta  el  17  de  mayo  de  1969  en  que  fue  nombra- 
do por  S.S.  Paulo  VI  Obispo  titular  de  Tagarata  y  Auxiliar  de 
Quito.  Fue  consagrado  el  15  de  junio  de  1969. 

Dentro  de  la  Conferencia  Episcopal  Ecuatoriana  fue  primero 
Presidente  de  la  Comisión  de  Liturgia,  luego  Presidente  de  la 
Comisión  de  Estructuras  Visibles  de  la  Iglesia  y  posteriormente 


de  la  Comisión  de  Evangelización  y  Catcquesis.  Fue  delegado 
de  la  Conferencia  Episcopal  Ecuatoriana  ante  el  Consejo  Episco- 
pal Latinoamericano  y,  en  calidad  de  tal  participó  en  la  Asam- 
blea General  del  CELAM  que  se  celebró  en  1977  en  San  Juan  de 
Puerto  Rico.  Fue  Vicepresidente  de  la  Conferencia  Episcopal 
Ecuatoriana. 

Participó  en  la  Tercera  Conferencia  Episcopal  Latinoamericana 
de  Puebla,  México,  en  1979. 

En  marzo  de  1976,  la  Santa  Sede  lo  nombró  Administrador 
Apostólico  de  la  diócesis  de  Máchala  y,  en  esa  condición,  sirvió 
a  la  diócesis  por  dos  años  hasta  que  S.S.  Paulo  VI  lo  nombró 
Obispo  de  Máchala.  En  esta  función  pastoral  se  dedicó  a  visitar 
toda  su  jurisdicción  y  a  proveerla  de  todas  las  ayudas  que  nece- 
sitaba y  de  las  que  le  sugería  su  celo  pastoral. 

Inesperadamente,  el  28  de  junio  de  1980,  el  Papa  Juan  Pablo  II  lo 
nombró  Arzobispo  Coadjutor  de  Quito  con  derecho  a  sucesión. 
El  22  de  octubre  del  mismo  año  tomó  posesión  de  este  nuevo 
cargo  con  el  ánimo  decidido  de  seguir  prestando  su  colabora- 
ción al  Cardenal  Pablo  Muñoz  Vega,  a  quien  también  represen- 
tó como  miembro  de  la  Junta  Consultiva  del  Ministerio  de  Rela- 
ciones Exteriores. 

A  raíz  de  la  fundación  de  Radio  Católica  Nacional  del  Ecuador 
(1985),  Mons.  González  fue  invitado  a  intervenir  en  el  Programa 
"La  Palabra  de  Dios"  y  dio  un  gran  servicio  a  los  sacerdotes  y  a 
los  fieles  no  solo  de  la  Arquidiócesis  de  Quito  sino  también  de 
toda  la  Iglesia  en  el  Ecuador  con  sus  guías  homiléticas  que  más 
tarde  se  plasmaron  en  dos  libros  intitulados  "Mensaje  Domini- 
cal". 


En  1983  participó  en  la  Asaniblea  General  del  Sínodo  de  los 
obispos  en  Roma  como  uno  de  los  Delegados  de  la  Conferencia 
Episcopal  Ecuatoriana. 

El  primero  de  junio  de  1985,  al  ser  aceptada  la  renuncia  del  Car- 
denal Pablo  Muñoz  Vega,  Mons.  González  pasó  a  ser  el  XII  Ar- 
zobispo de  Quito.  En  su  función  de  Arzobispo  de  Quito  ha  de- 
mostrado y  confirmado  su  vocación  específica  de  pastor;  su 
preocupación  ha  sido  la  de  atender  pastoralmente  a  toda  la  Ar- 
quidiócesis,  pero  especialmente  a  los  barrios  marginales  a  los 
que  ha  dotado  de  pequeñas  comunidades  religiosas  para  que 
sean  atendidos  en  la  evangelización  y  catequesis,  en  la  anima- 
ción litúrgica,  en  la  formación  de  grupos  juveniles  y  pequeñas 
comunidades  cristianas.  Ha  dado  énfasis  a  la  creación  de  nuevas 
parroquias  que  en  estos  momentos  llegan  a  162;  felizmente,  gra- 
cias a  su  celo  pastoral,  se  ha  podido  contar  con  un  buen  núme- 
ro de  seminaristas  tanto  en  el  Seminario  Menor  "San  Luis"  co- 
mo en  el  Seminario  Mayor  "San  José"  y  con  un  promedio  de 
cuatro  ordenaciones  anuales. 

El  3  de  abril  de  1987  fue  elegido  Presidente  de  la  Conferencia 
\  Episcopal  Ecuatoriana  y  reelegido  para  el  mismo  cargo  en  abril 

de  1990. 

En  1989,  S.S.  Juan  Pablo  II  lo  nombró  Consejero  de  la  Pontificia 
Comisión  para  América  Latina  (CAL);  en  calidad  de  tal,  ha  par- 
ticipado en  las  reuniones  plenarias  anuales  de  dicho  Dicasterio, 
el  mismo  que  tuvo  la  responsabilidad  de  preparar  la  IV  Confe- 
rencia General  del  Episcopado  Latinoamericano  de  Santo  Do- 
mingo (1992),  en  la  que  Mons.  González  participó  como  Presi- 
dente de  la  Conferencia  Episcopal  Ecuatoriana.  En  la  reunión 
general  de  la  CAL  de  octubre  de  1993,  en  la  que  se  trató  de  la 
aplicación  del  Documento  de  Santo  Domingo  en  América  Lati- 
na, Mons.  González  participó  con  la  ponencia  "El  clamor  de  los 


pobres,  de  los  indígenas  y  de  los  afroamericanos  a  la  luz  de  las 
orientaciones  del  Papa  Juan  Pablo  II  y  de  las  conclusiones  de 
Santo  Domingo".  En  1994  fue  confirmado  como  Consejero  de 
dicha  Comisión  para  el  período  1994-1999  y,  con  ocasión  del  pri- 
mer Centenario  del  Concilio  Plenario  Latinoamericano  de  1999, 
participó  en  el  Simposio  de  carácter  histórico  organizado  por  la 
CAL,  con  la  ponencia  "El  Episcopado  Latinoamericano  y  las 
Iglesias  locales".  En  ese  año  fue  nuevamente  confirmado  como 
Consejero  de  la  CAL  para  el  período  1999-2004. 

El  11  de  noviembre  de  1995  fue  nombrado  por  la  Santa  Sede  Pri- 
mado del  Ecuador. 

En  el  Consistorio  del  21  de  febrero  del  2001,  Juan  Pablo  II  lo  creó 
Cardenal  Presbítero  de  la  Iglesia  Romana. 


Documentos 

de  la 
Santa  Sede 


Doc.  Santa  Sede 


Anuncio  Oficial 
del  nombramiento 
DE  Cardenal 

Al  Venerable  Hermano 

Antonio  José  González  Zumárraga 

Arzobispo  de  Quito 

Por  las  presentes  letras  te  comunica- 


mos que,  en  el  próximo  Consistorio 

que  se  celebrará  el  día  21  del  mes  de  febrero  -vísperas  de  la  So- 
lemnidad de  la  Cátedra  de  San  Pedro  Apóstol-  nos  te  agregare- 
mos al  Colegio  de  Cardenales  de  la  Santa  Iglesia  Romana,  tanto 
para  demostrarte  nuestra  peculiar  benevolencia,  como  para  con- 
cederte el  premio  de  esta  insigne  dignidad  por  los  méritos  de  tu 
servicio  a  la  Iglesia  y  también  para  asociarte  más  estrechamente 
a  nuestro  ministerio  pastoral  en  bien  de  la  Iglesia  Universal. 

Sepas  entre  tanto  que  todo  cuanto  te  comunicamos  por  las  pre- 
sentes letras  debe  mantenerse  completamente  bajo  peculiar  se- 
creto pontificio,  hasta  que  se  publique  el  día  21  de  este  mes  de 
enero,  a  las  doce  horas  del  mediodía  de  Roma. 

Cordialmente  en  el  Señor  te  impartimos  la  Bendición  Apostóli- 
ca, como  prenda  de  nuestra  benevolencia. 

Desde  el  Palacio  Vaticano,  el  día  19  del  mes  de  enero  del  año 
20001,  vigésimo  tercero  de  Nuestro  Pontificado. 


Juan  Pablo,  p.p.  II. 


11 


Boletín  Eclesiástico 


Bula  de  la  Nominación 

DE  Cardenal  y  de 
Concesión  del  Título 


Juan  Pablo  Obispo  siervo  de  los  siervos  de 
Dios 


Al  Vble.  Hermano  Antonio  José  González 


Zumárraga,  Arzobispo  Metropolitano  de  Quito,  electo  Cardenal 
de  la  Santa  Romana  Iglesia  salud  y  Bendición  Apostólica. 

Habiendo  juzgado  oportuno  agregar  al  Colegio  de  Padres  Car- 
denales a  ti,  venerado  Hermano,  adornado  de  óptimas  cualida- 
des y  benemérito  de  la  Iglesia,  en  este  Consistorio,  en  virtud  de 
nuestra  potestad  Apostólica  te  nombramos  Cardenal  Presbítero, 
con  todos  los  derechos  y  deberes  que  son  propios  de  los  Carde- 
nales de  tu  Orden,  asignándote  en  esta  alma  urbe  el  insigne  tem- 
plo de  Santa  María  in  Vía,  a  cuyo  Rector,  al  Clero  y  a  cuantos  fie- 
les a  él  pertenezcan  les  exhortamos  paternalmente  a  que,  cuan- 
do tomes  posesión,  te  acojan  con  gozo  y  te  admitan  con  devota 
reverencia.  Además  Nos  alegramos  vivamente  contigo,  porque, 
electo  en  el  Senado  de  la  Iglesia  Católica,  tu  podrás  asistirnos  en 
el  despacho  de  los  asuntos  de  supremo  interés  y  hacer  honor  a 
la  Sede  Romana,  mientras  rogamos  fervorosamente  a  Dios  be- 
nignísimo que  quiera  enriquecerte  con  sus  dones  y  confirmarte 
en  su  gracia  y  con  su  ayuda. 

Dado  en  Roma,  junto  a  San  Pedro,  bajo  el  anillo  del  Pescador,  el 
día  veintiuno  del  mes  de  febrero,  vigilia  de  la  solemnidad  de  la 
Cátedra  del  mismo  Príncipe  de  los  Apóstoles,  en  el  año  del  Se- 
ñor dos  mil  uno,  vigésimo  tercero  de  Nuestro  Pontificado. 


Juan  Pablo,  p.p.  II 


12 


Doc.  Santa  Sede 


Despleguemos  juntos  al  viento  del 
Espíritu  las  velas  de  la  mística  nave 
DE  LA  Iglesia 

Homilía  de  S.S.  Juan  Pablo  II  durante  el  consistorio 
ordinario  público  celebrado  en  la  plaza  de  San  Pedro 
el  miércoles  21  de  febrero 

1.  "El  que  quiera  llegar  a  ser  grande  entre  vosotros,  será  vuestro  servi- 
dor" {Me  10,  43). 

Hemos  escuchado  una  vez  más  estas  desconcertantes  palabras 
de  Cristo.  Hoy,  en  esta  plaza,  resuenan  particularmente  para  vo- 
sotros, venerados  y  queridos  hermanos  en  el  episcopado  y  en  el 
sacerdocio,  a  los  que  he  tenido  la  alegría  de  incluir  entre  los 
miembros  del  Colegio  cardenalicio.  Con  profundo  afecto  os  di- 
rijo mi  cordial  saludo,  que  extiendo  a  las  numerosas  personas 
que  os  acompañan.  Expreso  mi  gratitud  de  manera  especial  al 
querido  cardenal  Giovanni  Battista  Re  por  las  amables  palabras 
que  me  ha  dirigido,  interpretando  con  vigor  los  sentimientos  de 
todos  vosotros. 

Saludo  fraternalmente  a  todos  los  demás  cardenales  presentes, 
así  como  a  los  arzobispos  y  obispos  que  están  aquí  con  nosotros. 
Saludo  también  a  las  delegaciones  oficiales,  que  han  venido  de 
varios  países  para  festejar  a  sus  cardenales:  a  través  de  ellas  en- 
vío mi  afectuoso  saludo  a  las  autoridades  y  a  las  queridas  pobla- 
ciones que  representan. 

Me  alegra  que  en  el  consistorio  estén  presentes  delegados  frater- 
nos de  algunas  Iglesias  y  comunidades  eclesiales.  Les  dirijo  un 
cordial  saludo,  con  la  certeza  de  que  también  este  gesto  delica- 
do de  su  parte  contribuirá  a  favorecer  el  entendimiento  recípro- 
co cada  vez  mayor  y  el  progreso  hacia  la  comunión  plena. 


13 


Boletín  Eclesiástico 


Hoy  es  una  gran  fiesta  para  la  Iglesia  universal,  que  se  enrique- 
ce con  cuarenta  y  cuatro  nuevos  cardenales.  Y  también  es  una 
gran  fiesta  para  la  ciudad  de  Roma,  sede  del  Príncipe  de  los 
Apóstoles  y  de  su  Sucesor,  no  solo  porque  instaura  una  relación 
especial  con  cada  uno  de  los  nuevos  purpurados,  sino  también 
porque  la  llegada  de  tantas  personas  de  todas  las  partes  del 
mundo  le  brinda  la  posibilidad  de  revivir  un  momento  de  gozo- 
sa acogida.  En  efecto,  esta  reunión  solemne  trae  a  la  mente  los 
numerosos  eventos  que  han  marcado  el  gran  jubileo,  concluido 
hace  poco  más  de  un  mes.  Con  ese  mismo  entusiasmo,  esta  ma- 
ñana la  Roma  "católica"  estrecha  a  los  nuevos  cardenales  en  un 
cordial  abrazo,  convencida  de  que  se  está  escribiendo  otra  pági- 
na significativa  de  su  historia  bimilenaria. 

2.  "El  Hijo  del  hombre  no  ha  venido  a  ser  servido,  sino  a  servir  y  a  dar 
su  vida  como  rescate  por  muchos"  (Me  10,  45). 

Estas  palabras  del  evangelista  san  Marcos  nos  ayudan  a  com- 
prender mejor  el  senfido  profundo  de  un  acontecimiento  como 
el  consistorio  que  estamos  celebrando.  La  Iglesia  no  se  apoya  en 
cálculos  y  fuerzas  humanas,  sino  en  Jesús  crucificado  y  en  el  co- 
herente testimonio  que  han  dado  de  él  los  apóstoles,  los  márti- 
res y  los  confesores  de  la  fe.  Es  im  testimonio  que  puede  exigir 
incluso  el  heroísmo  de  la  entrega  total  a  Dios  y  a  los  hermanos. 
Cada  cristiano  sabe  que  está  llamado  a  una  fidelidad  sin  compo- 
nendas, que  puede  requerir  incluso  el  sacrificio  supremo.  Y  esto 
lo  sabéis  especialmente  vosotros,  venerados  hermanos,  elegidos 
para  la  dignidad  cardenalicia.  Os  comprometéis  a  seguir  fiel- 
mente a  Cristo,  el  Mártir  por  excelencia  y  el  Testigo  fiel. 

Vuestro  servicio  a  la  Iglesia  se  manifiesta  prestando  al  Sucesor 
de  Pedro  vuestra  asistencia  y  colaboración  para  aligerar  el  tra- 
bajo que  implica  su  ministerio,  que  se  extiende  hasta  los  confi- 
nes de  la  tierra.  Juntamente  con  él  debéis  ser  defensores  valien- 
tes de  la  verdad  y  custodios  del  patrimonio  de  fe  y  de  costum- 


14 


Doc.  Santa  Sede 


bres  que  tiene  su  origen  en  el  E\'angelio.  Así  seréis  guías  segu- 
ros para  todos  v,  en  primer  lugar,  para  los  presbíteros,  las  perso- 
nas consagradas  y  los  laicos  comprometidos. 

El  Papa  cuenta  con  vuestra  ayuda  al  ser\'icio  de  la  comunidad 
cristiana,  que  se  introduce  con  confianza  en  el  tercer  milenio. 
Como  auténticos  pastores,  sabréis  ser  centinelas  x'igilantes  en 
defensa  de  la  grev  encomendada  a  vosotros  por  el  "Pastor  su- 
premo", que  os  tiene  preparada  "la  corona  de  gloria  que  no  se 
marchita"  (1  P  5,  4). 

3.  Un  vínculo  especialísimo  os  une  desde  hoy  al  Sucesor  de  Pe- 
dro, que  por  \'oluntad  de  Cristo  -como  se  ha  recordado  oportu- 
namente- es  "el  principio  y  fundamento  perpetuo  y  visible  de 
unidad,  tanto  de  los  obispos  como  de  la  muchedumbre  de  fie- 
les" {Lumen  gentium,  23).  Este  vínculo  os  hace,  con  un  nuevo  tí- 
tulo, signos  elocuentes  de  comunión.  Si  sois  promotores  de  co- 
munión, se  beneficiará  la  Iglesia  entera.  San  Pedro  Damiani,  cu- 
ya memoria  litúrgica  se  celebra  hov,  afirma:  "La  unidad  hace 
que  muchas  partes  constituyan  un  solo  todo,  que  converjan  las 
diversas  voluntades  de  los  hombres  en  la  unión  de  la  caridad  y 
de  la  armonía  del  espíritu"  {Opuse.  XEI,  24).  "Muchas  partes"  de 
la  Iglesia  encuentran  expresión  en  vosotros,  que  habéis  madura- 
do vuestias  experiencias  en  diferentes  continentes  y  en  diversos 
ser\ácios  al  pueblo  de  Dios.  Es  esencial  que  las  "partes"  que  re- 
presentáis estén  reunidas  en  "un  solo  todo"  mediante  la  cari- 
dad, que  es  el  vínculo  de  perfección.  Solo  así  podrá  hacerse  rea- 
lidad la  oración  de  Cristo:  "Como  tú.  Padre,  en  mí  y  yo  en  ti,  que 
ellos  también  sean  uno  en  nosotros,  para  que  el  mundo  crea  que 
tú  me  has  enviado"  {]n  17,  21). 

Desde  el  concilio  Vaticano  11  hasta  hoy  se  ha  hecho  mucho  para 
ensanchar  los  espacios  de  la  responsabilidad  de  cada  uno  al  ser- 
vicio de  la  comunión  eclesial.  No  cabe  duda  de  que,  con  la  gra- 
cia de  Dios,  se  podrá  realizar  aún  mucho  más.  Ho\'  vosotros  sois 
proclamados  y  constituidos  cardenales  para  que  os  comprome- 


15 


Boletín  Eclesiástico 


táis,  en  lo  que  de  vosotros  dependa,  a  hacer  que  la  espiritualidad 
de  la  comunión  crezca  en  la  Iglesia.  En  efecto,  solo  esa  espiritua- 
lidad puede  dar  "un  alma  a  la  estructura  institucional,  con  una 
llamada  a  la  confianza  y  a  la  apertura  que  responde  plenamen- 
te a  la  dignidad  y  responsabilidad  de  cada  miembro  del  pueblo 
de  Dios"  {Novo  millennio  ineunte,  45). 

4.  Venerados  hermanos,  sois  los  primeros  cardenales  creados  en 
el  nuevo  milenio.  Después  de  haber  tomado  en  abundancia  de 
las  fuentes  de  la  misericordia  divina  durante  el  Año  santo,  la 
mística  nave  de  la  Iglesia  se  apresta  a  "bogar  mar  adentro"  de 
nuevo  para  llevar  al  mundo  el  mensaje  de  la  salvación.  Juntos 
queremos  desplegar  las  velas  al  viento  del  Espíritu,  escudriñan- 
do los  signos  de  los  tiempos  e  interpretándolos  a  la  luz  del 
Evangelio,  para  responder  "a  los  perennes  interrogantes  de  los 
hombres  sobre  el  sentido  de  la  vida  presente  y  futura  y  sobre  la 
relación  mutua  entre  ambas"  {Gaudium  et  spes,  4). 

El  mundo  se  hace  cada  vez  más  complejo  y  mudable,  y  la  viva 
conciencia  de  las  discrepancias  existentes  produce  o  aumenta 
las  contradicciones  y  los  desequilibrios  (cf.  ib.,  8).  Las  enormes 
potencialidades  del  progreso  científico  y  técnico,  así  como  el  fe- 
nómeno de  la  globalización,  que  se  extiende  continuamente  a 
campos  nuevos,  nos  exigen  estar  abiertos  al  diálogo  con  toda 
persona  y  con  toda  instancia  social,  a  fin  de  dar  a  cada  uno  ra- 
zón de  la  esperanza  que  llevamos  en  el  corazón  (cf.  1  P  3,  15). 

Sin  embargo,  venerados  hermanos,  sabemos  que,  para  poder 
afrontar  adecuadamente  las  nuevas  tareas  es  necesario  cultivar 
una  comunión  cada  vez  más  íntima  con  el  Señor.  El  mismo  co- 
lor púrpura  de  las  vestiduras  que  lleváis  os  recuerda  esta  urgen- 
cia. ¿No  es  ese  color  un  símbolo  del  amor  apasionado  a  Cristo? 
Ese  rojo  encendido,  ¿no  indica  el  fuego  ardiente  del  amor  a  la 
Iglesia  que  debe  alimentar  en  vosotros  la  disponibilidad,  si  es 
necesario,  incluso  a  dar  el  supremo  testimonio  de  la  sangre? 
"Usque  ad  effusionem  sanguinis",  reza  la  antigua  fórmula.  Al  con- 


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Doc.  Santa  Sede 


templaros,  el  pueblo  de  Dios  debe  poder  encontrar  un  punto  de 
referencia  concreto  y  luminoso  que  lo  estimule  a  ser  verdadera- 
mente luz  del  mundo  y  sal  de  la  tierra  (cf.  Mt  5,  13). 

5.  Procedéis  de  veintisiete  países  de  cuatro  continentes  y  habláis 
lenguas  diversas.  ¿No  es  este  también  un  signo  de  la  capacidad 
que  tiene  la  Iglesia,  extendida  ya  por  todos  los  rincones  del  pla- 
neta, de  comprender  pueblos  con  tradiciones  y  lenguajes  dife- 
rentes para  llevar  a  todos  el  anuncio  de  Cristo?  En  él,  y  solo  en 
él,  es  posible  encontrar  salvación.  He  aquí  la  verdad  que  quere- 
mos reafirmar  hoy  juntos.  Cristo  camina  con  nosotros  y  guía 
nuestros  pasos. 

A  doscientos  años  del  nacimiento  del  cardenal  Newman,  me  pa- 
rece volver  a  escuchar  las  palabras  con  las  que  aceptó  de  mi  pre- 
decesor, el  Papa  León  XIII,  la  sagrada  púrpura:  "La  Iglesia  -dijo- 
no  debe  hacer  más  que  proseguir  su  misión,  con  confianza  y  en 
paz;  permanecer  firme  y  tranquila,  y  esperar  la  salvación  de 
Dios.  Mansueti  hereditabunt  terram,  et  delectabuntur  in  multitudine 
pacis"  {Sal  37,  11).  Que  estas  palabras  de  ese  gran  hombre  de 
Iglesia  nos  estimulen  a  todos  a  amar  cada  vez  más  nuestro  mi- 
nisterio pastoral. 

Venerados  hermanos,  en  torno  a  vosotros  se  encuentran  reuni- 
dos, para  compartir  este  momento  de  alegría,  vuestros  familia- 
res y  amigos,  así  como  muchos  de  los  fieles  encomendados  a 
vuestra  solicitud  pastoral.  Juntamente  con  todo  el  pueblo  cris- 
tiano, espiritualmente  presente,  dirigen  al  Señor  fervientes  sú- 
plicas por  vuestro  nuevo  servicio  a  la  Sede  apostólica  y  a  la  Igle- 
sia universal. 

Sobre  vosotros  extiende  su  manto  materno  María  que,  acogien- 
do la  invitación  del  mensajero  divino,  supo  responder  pronta- 
mente: "Hágase  en  mí  según  tu  palabra"  (Le  1,  38).  Interceden 
por  vosotros  los  apóstoles  san  Pedro  y  san  Pablo,  así  como  vues- 
tros santos  protectores.  Os  acompaña  también  mi  recuerdo  fra- 
terno en  la  oración  y  mi  bendición. 


17 


Boletín  Eclesiástico 


Reafirmamos  nuestro  compromiso 
de  fidelidad 

Palabras  del  cardenal  Giovanni  Battista  Re 
Beatísimo  Padre: 

El  primer  sentimiento  que  brota  del  corazón  de  todos  los  que  es- 
ta mañana  somos  llamados  a  formar  parte  del  Colegio  cardena- 
licio es  una  profunda  gratitud  hacia  Vuestra  Santidad,  y  es  para 
mí  un  ele\  ado  honor  hacerme  su  intérprete  en  nombre  de  los 
nuevos  cardenales.  Entre  los  consistorios  de  la  historia  de  la  Igle- 
sia, éste  registra  el  número  más  elevado  de  nuev^os  cardenales, 
también  porque  tiene  lugar  al  poco  tiempo  de  concluir  el  Año 
santo  en  el  que  celebramos  el  bimilenario  del  nacimiento  de  Cris- 
to, que  suscitó  en  el  mundo  un  interés  mayor  que  otros  jubileos 

Venimos  de  experiencias  eclesiales  diversas,  y  de  culturas  y  na- 
ciones diferentes:  hay  entre  nosotros  prelados  que  trabajan  en  el 
ministerio  pastoral  directo  en  diócesis  antiguas  y  recientes,  y 
teólogos  famosos;  prelados  que  sirven  a  la  Iglesia  ayudando  dia- 
riamente a  Vuestra  Santidad  en  la  Curia  romana;  prelados  que 
han  padecido  la  persecución  e  incluso  la  cárcel,  pagando  por  la 
fe  un  elevado  precio  de  sufrimiento.  Tenemos  historias  persona- 
les diversas,  pero  a  todos  nos  impulsa  la  misma  gratitud  por  el 
gesto  de  confianza  de  Vuestra  Santidad.  Todos  percibimos  la 
bondad  de  Vuestra  Santidad  con  respecto  a  nosotros. 

Nuestra  inclusión  en  el  Colegio  cardenalicio  nos  une  más  ínti- 
mamente a  la  Iglesia  de  Roma  que,  según  la  conocida  expresión 
de  san  Ignacio  de  Antioquía,  «preside  en  la  caridad»  y  nos  une 
con  vínculos  más  profundos  a  Vuestra  Santidad,  Sucesor  del 
apóstol  san  Pedro  y,  por  consiguiente,  «principio  y  fundamento 
de  la  fe  y  de  la  comunión»  {Lumen  gentiiim,  18). 


Doc.  Santa  Sede 


Conscientes  de  los  deberes  y  de  las  responsabilidades  que  impli- 
ca este  nombramiento,  expresamos  nuestro  compromiso  de  fide- 
lidad total  a  aquel  que  Cristo  ha  elegido  como  la  roca  sobre  la  cual 
sigue  manteniendo  sólidamente  asentada  y  unida  a  su  Iglesia; 
plena  fidelidad  a  aquel  a  quien  Cristo  ha  encomendado  las  lla- 
ves del  reino  de  los  cielos  y  la  tarea  de  confirmar  en  la  fe  a  los 
hermanos.  La  fidelidad  al  Papa  significa  para  nosotros  también 
un  compromiso  especial  de  promoción  de  la  unidad  en  el  seno 
del  pueblo  de  Dios;  es  decir,  no  solo  quiere  ser  adhesión  al  ma- 
gisterio pontificio  y  obediencia  leal  a  las  directrices  del  Sucesor 
de  Pedro;  también  desea  traducirse  en  un  esfuerzo  generoso  y 
constante  para  lograr  que  todo  el  pueblo  de  Dios  viva  en  comu- 
nión cada  vez  más  estrecha  con  el  Vicario  de  Cristo,  reconocien- 
do en  él  la  guía  segura  de  las  conciencias  y  la  piedra  fundamen- 
tal de  toda  construcción  espiritual. 

Padre  Santo,  a  la  vez  que  sentimos  en  nosotros  un  vivo  sentido 
de  temor  ante  la  creciente  responsabilidad  al  colaborar  de  cerca 
con  Vuestra  Santidad  para  el  bien  de  la  Iglesia  y  de  la  humani- 
dad, reconocemos  con  alegría  cuánta  luz,  cuánto  consuelo  y 
cuánto  apoyo  nos  han  venido  y  nos  vienen  a  nosotros,  los  obis- 
pos, en  las  diócesis  o  en  la  Curia  romana,  del  magisterio  y  del 
ejemplo  de  amor  y  entrega  a  Cristo  y  a  la  Iglesia  que  nos  brinda 
Vuestra  Santidad. 

En  el  mundo  miran  a  Vuestra  Santidad  con  creciente  atención,  y 
cada  vez  con  mayor  admiración,  no  solo  los  católicos,  sino  tam- 
bién los  que,  aun  sin  compartir  la  fe  cristiana,  están  abiertos  a  los 
valores  del  espíritu  y  a  los  ideales  atractivos  para  todo  corazón 
humano. 

En  los  numerosos  viajes  pastorales  en  que  he  tenido  personal- 
mente la  alegría  de  acompañar  a  Vuestra  Santidad,  en  países 
cercanos  y  lejanos,  he  podido  constatar  cuánto  afecto  se  siente 
en  el  mundo  por  Vuestra  Santidad  y  cuánto  respeto  tienen  tam- 


19 


Boletín  Eclesiástico 


bién  hada  usted  los  que  pertenecen  a  otras  religiones  o  se  decla- 
ran parte  del  así  llamado  «mundo  laico». 

La  voz  de  Vuestra  Santidad  resuena  en  el  mundo  entero  como 
un  punto  de  referencia  y  de  estímulo,  prestando  un  valioso  ser- 
vicio no  solo  a  los  católicos  sino  también  a  la  humanidad  ente- 
ra, que  tiene  sed  de  luz  y  de  verdad. 

Nadie  en  el  mundo  se  ha  encontrado  con  tantas  personas  como 
Vuestra  Santidad.  Son  innumerables  los  hombres  y  mujeres  de 
toda  condición  a  quienes  usted  ha  estrechado  la  mano,  con  quie- 
nes ha  hablado,  con  quienes  ha  orado  y  a  quienes  ha  bendecido. 

La  sorprendente  capacidad  de  comunicarse  con  las  personas  y 
las  multitudes,  las  certezas  que  transmite,  la  valentía  que  mues- 
tra cada  día  y,  más  aún,  la  intensidad  de  la  oración  de  Vuestra 
Santidad,  son  una  luz  que  ilumina  el  camino  de  la  Iglesia  y  de  la 
humanidad. 

Además,  el  testimonio  que  Vuestra  Santidad  ha  dado  a  lo  largo 
del  Año  jubilar,  recién  concluido,  permite  esperar  que  el  Señor 
quiera  conservarlo  aún  por  mucho  tiempo  al  frente  de  la  Iglesia. 

El  pueblo  de  Dios  necesita  aiin  el  ejemplo  de  entrega  de  Vuestra 
Santidad,  incluso  cuando  las  fuerzas  físicas  disminuyen,  porque 
al  mismo  tiempo  crecen  el  signo  de  la  paternidad  y  el  testimonio 
de  la  oración  y  del  sufrimiento  en  beneficio  de  la  Iglesia,  ponien- 
do de  relieve  que,  aunque  es  importante  el  hacer,  mucho  más  lo 
es  el  ser,  y  que,  en  el  fondo,  es  Cristo  quien  guía  a  su  Iglesia. 

Bendiga,  Santo  Padre,  a  nuestras  personas;  bendiga  a  nuestros 
colaboradores;  bendiga  a  nuestros  familiares  y  amigos,  y  a  cuan- 
tos nos  acompañan  con  su  simpatía  y  con  sus  buenos  deseos. 

Extienda  su  bendición  a  los  dicasterios  de  la  Santa  Sede,  a  las 
diócesis  y  a  las  naciones  que  hoy  tenemos  la  suerte  de  represen- 
tar aquí. 

En  nombre  de  todos,  ¡gradas  de  corazón,  Padre  Santo!. 


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Doc.  Santa  Sede 


La  cruz  es  la  cátedra  de  Dios 

Homilía  durante  la  misa  con  los  nuevos  cardenales  en  la 
fiesta  de  la  Cátedra  de  San  Pedro,  jueves  22  de  febrero 

El  Vicario  de  Cristo  entregó  el  anillo  a  cada  uno  de  los 
cuarenta  y  cuatro  nuevos  purpurados 

1.  «"Y  vosotros,  ¿quién  decís  que  soy  yo?".  Simón  Pedro  contestó:  "Tú 
eres  el  Cristo,  el  Hijo  de  Dios  vivo"»  {Mt  16, 15-16). 

Este  diálogo  entre  Cristo  y  sus  discípulos,  que  acabamos  de  es- 
cuchar, es  siempre  actual  en  la  vida  de  la  Iglesia  y  del  cristiano. 
En  todas  las  horas  de  la  historia,  especialmente  en  las  más  deci- 
sivas, Jesús  interpela  a  los  suyos  y,  después  de  preguntarles  so- 
bre lo  que  piensa  de  él  "la  gente",  limita  el  campo  y  les  pregun- 
ta: "Y  vosotros,  ¿quién  decís  que  soy  yo?". 

Esta  pregunta  la  hemos  escuchado,  en  el  fondo,  durante  todo  el 
gran  jubileo  del  año  2000.  Y  cada  día  la  Iglesia  ha  respondido  in- 
cesantemente con  una  profesión  común  de  fe:  "Tú  eres  el  Cristo, 
el  Salvador  del  mundo,  ayer,  hoy  y  siempre".  Una  respuesta 
universal,  en  la  que,  a  la  voz  del  Sucesor  de  Pedro  se  han  unido 
las  de  los  pastores  y  los  fieles  de  todo  el  pueblo  de  Dios. 

2.  Una  única  confesión  de  fe:  ¡tú  eres  el  Cristo!  Esta  confesión  de  fe 
es  el  gran  don  que  la  Iglesia  ofrece  al  mundo  al  inicio  del  tercer 
milenio,  mientras  se  aventura  en  el  "inmenso  océano"  que  se 
abre  ante  ella  (cf.  Novo  millennio  ineunte,  58).  La  fiesta  de  hoy  po- 
ne en  primer  plano  el  papel  de  Pedro  y  de  sus  Sucesores  al  guiar  la 
barca  de  la  Iglesia  en  este  "océano".  Por  consiguiente,  es  suma- 
mente significativo  que  en  esta  celebración  litúrgica  esté  junto  al 
Papa  el  Colegio  cardenalicio  con  los  nuevos  cardenales,  creados 
ayer  en  el  primer  consistorio  después  del  gran  jubileo.  Quere- 


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Boletín  Eclesiástico 


mos  dar  todos  juntos  gracias  a  Dios  por  haber  fundado  su  Igle- 
sia sobre  la  roca  de  Pedro.  Como  sugiere  la  oración  "colecta", 
deseamos  orar  intensamente  para  que  "entre  los  peligros  del 
mundo",  la  Iglesia  no  se  turbe,  sino  que  avance  con  valentía  y 
confianza. 

3.  Sin  embargo,  permitidme  ante  todo  expresar  mi  alegría  y  gra- 
titud al  Señor  precisamente  por  vosotros,  amadísimos  y  venera- 
dos hermanos,  que  acabáis  de  entrar  a  formar  parte  del  Colegio 
cardenalicio.  A  cada  uno  le  renuevo  mi  más  cordial  saludo,  que 
extiendo  a  vuestros  familiares  y  a  los  fieles  aquí  reunidos,  así  co- 
mo a  las  comunidades  de  las  que  procedéis  y  que  hoy  se  unen 
espiritualmente  a  nuestra  celebración. 

Considero  providencial  celebrar  con  vosotros  y  con  todo  el  Co- 
legio la  fiesta  de  la  Cátedra  de  San  Pedro,  porque  se  trata  de  un 
singular  y  elocuente  signo  de  unidad,  con  el  que  juntos  comenza- 
mos el  período  posjubilar.  Un  signo  que  es,  al  mismo  tiempo,  in- 
vitación a  profundizar  la  reflexión  sobre  el  ministerio  petrino,  al 
que  se  refiere  de  forma  particular  vuestra  función  de  cardenales. 

4.  "Tú  eres  Pedro  y  sobre  esta  piedra  edificaré  mi  Iglesia"  {Mt  16, 18). 

En  el  "hoy"  de  la  liturgia,  el  Señor  Jesús  dirige  también  al  Suce- 
sor de  Pedro  esas  palabras,  que  se  convierten  para  él  en  el  com- 
promiso de  confirmar  a  sus  hermanos  (cf.  Le  22,  32).  Con  gran 
consuelo  y  con  vivo  afecto  os  llamo  a  vosotros,  venerados  her- 
manos cardenales,  a  uniros  a  la  Sede  de  Pedro  en  el  peculiar  mi- 
nisterio de  unidad  que  se  le  ha  encomendado. 

"Como  Obispo  de  Roma  soy  consciente  -lo  afirmé  en  la  encícli- 
ca Ut  unum  sint  sobre  el  compromiso  ecuménico-,  de  que  la  co- 
munión plena  y  visible  de  todas  las  comunidades,  en  las  que, 
gracias  a  la  fidelidad  de  Dios,  habita  su  Espíritu,  es  el  deseo  ar- 
diente de  Cristo"  (n.  95).  Para  esa  finalidad  primaria  los  cardena- 
les, sea  como  Colegio  sea  de  forma  individual,  pueden  y  deben 


22 


Doc.  Santa  Sede 


brindar  su  valiosa  contribución,  pues  son  los  primeros  colaborado- 
res del  ministerio  de  unidad  del  Romano  Pontífice.  La  púrpura 
con  que  están  revestidos  recuerda  la  sangre  de  los  mártires,  es- 
pecialmente la  de  san  Pedro  y  san  Pablo,  sobre  cuyo  supremo 
testimonio  se  funda  la  vocación  y  la  misión  universal  de  la  Igle- 
sia de  Roma  y  de  su  Pastor. 

5.  ¡Cómo  no  recordar  que  el  ministerio  de  Pedro,  principio  visi- 
ble de  unidad,  constituye  una  dificultad  para  las  demás  Iglesias 
y  comimidades  eclesiales!  (cf.  Ut  unum  sint,  88).  Sin  embargo, 
¡cómo  no  recordar,  al  mismo  tiempo,  el  dato  histórico  del  primer 
milenio,  cuando  la  función  primacial  del  Obispo  de  Roma  fue 
ejercida  sin  encontrar  resistencias  en  la  Iglesia  tanto  de  Occiden- 
te como  de  Oriente!  Hoy  quisiera  orar  al  Señor  de  modo  parti- 
cular, junto  con  vosotros,  para  que  en  el  nuevo  milenio,  en  el  que 
ya  nos  encontramos,  se  supere  pronto  esta  situación  y  se  vuelva 
a  la  comunión  plena.  El  Espíritu  Santo  dé  a  todos  los  creyentes 
la  luz  y  la  fuerza  necesarias  para  realizar  el  ardiente  anhelo  del 
Señor.  A  vosotros  os  pido  que  me  asistáis  y  colaboréis  conmigo 
de  todos  los  modos  posibles  en  esta  comprometedora  misión. 

Venerados  hermanos  cardenales,  el  anillo  que  lleváis  y  que  dentro 
de  poco  voy  a  entregar  a  los  nuevos  miembros  del  Colegio,  pone 
de  relieve  precisamente  el  vínculo  especial  que  os  une  a  esta  Se- 
de apostólica.  En  el  "inmenso  océano"  que  se  abre  ante  la  nave  de 
la  Iglesia,  cuento  con  vosotros  para  orientar  su  camino  en  la  ver- 
dad y  en  el  amor,  a  fin  de  que,  superando  las  tempestades  del 
mundo,  resulte  cada  vez  más  eficazmente  signo  e  instrumento  de 
linidad  para  todo  el  género  humano  (cf.  Lumen  gentium,  1). 

6.  "Así  dice  el  Señor:  Yo  mismo  buscaré  a  mis  ovejas  y  cuidaré 
de  ellas"  (Ez  34, 11). 

En  la  fiesta  de  la  Cátedra  de  San  Pedro,  la  liturgia  nos  vuelve  a 
proponer  el  célebre  oráculo  del  profeta  Ezequiel,  en  el  que  Dios 


23 


Boletín  Eclesiástico 


se  revela  como  el  Pastor  de  su  pueblo.  En  efecto,  la  cátedra  es  in- 
separable del  báculo  pastoral,  porque  Cristo,  Maestro  y  Señor,  vi- 
no a  nosotros  como  el  buen  Pastor  (cf.  Jn  10,  1-18).  Así  lo  conoció 
Simón,  el  pescador  de  Cafarnaúm:  experimentó  su  amor  tierno 
y  misericordioso,  y  quedó  conquistado  por  él.  Su  vocación  y  su 
misión  de  apóstol,  resumidas  en  el  nuevo  nombre,  Pedro,  que 
recibió  del  Maestro,  se  basan  totalmente  en  su  relación  con  él, 
desde  el  primer  encuentro,  al  que  lo  llamó  su  hermano  Andrés 
(cf.  fn  1,  40-42),  hasta  el  último,  en  la  ribera  del  lago,  cuando  el 
Resucitado  le  encargó  que  apacentara  a  su  rebaño  (cf.  Jn  21,  15- 
19).  En  medio,  el  largo  camino  del  seguimiento,  en  el  que  el 
Maestro  divino  llevó  a  Simón  a  una  profunda  conversión,  que 

  experimentó  horas  dramáticas 

en  el  momento  de  la  pasión. 
Sed  fieles  a  vuestra  misión,     pero  que  desembocó  luego  en 

dispuestos  a  dar  la  vida  luminosa  de  la  Pas- 

cua. 

por  el  Evangelio. 

En  virtud  de  esta  experiencia 
transformadora  del  buen  Pastor, 
Pedro,  escribiendo  a  las  Iglesias  de  Asia  menor,  se  define  a  sí 
mismo  "testigo  de  los  sufrimientos  de  Cristo  y  partícipe  de  la 
gloria  que  va  a  manifestarse"  (1  P  5,  1).  Exhorta  a  "los  presbíte- 
ros" a  apacentar  el  rebaño  de  Dios,  siendo  sus  modelos  (cf.  1  P 
5,  2-3).  Esta  exhortación  se  dirige  hoy  de  modo  especial  a  voso- 
tros, amadísimos  hermanos,  a  quienes  el  buen  Pastor  ha  queri- 
do asociar  del  modo  más  eminente  al  ministerio  del  Sucesor  de 
Pedro.  Sed  fieles  a  vuestra  misión,  dispuestos  a  dar  la  vida  por 
el  Evangelio.  Esto  os  pide  el  Señor  y  esto  espera  de  vosotros  el 
pueblo  cristiano,  que  hoy  os  acompaña  con  alegría  y  afecto. 

7.  "Yo  he  orado  por  ti,  para  que  tu  fe  no  desfallezca"  (Le  22,  32). 

Lo  dijo  el  Señor  a  Simón  Pedro  durante  la  última  Cena.  Estas  pa- 
labras de  Jesús,  fundamentales  para  Pedro  y  para  sus  Sucesores, 


24 


Doc.  Santa  Sede 


difunden  luz  y  consuelo  también  sobre  quienes  colaboran  más 
de  cerca  en  su  ministerio.  Hoy,  a  cada  uno  de  vosotros,  venera- 
dos hermanos  cardenales.  Cristo  os  repite:  "Yo  he  orado  por  ti", 
para  que  tu  fe  no  desfallezca  en  las  situaciones  en  que  pueda  po- 
nerse más  a  prueba  tu  fidelidad  a  Cristo,  a  la  Iglesia  y  al  Papa. 

Esta  oración,  que  brota  incesantemente  del  corazón  del  buen 
Pastor,  sea  siempre,  amadísimos  hermanos,  vuestra  fuerza.  No 
dudéis  de  que,  como  sucedió  con  Cristo  y  con  san  Pedro,  así 
acontecerá  también  con  vosotros:  vuestro  testimonio  más  eficaz 
será  siempre  el  marcado  por  la  cruz.  La  cruz  es  la  cátedra  de  Dios 
en  el  mundo.  En  ella  Cristo  dio  a  la  humanidad  la  lección  más  im- 
portante, la  de  amarnos  los  unos  a  los  otros  como  él  nos  amó  (cf . 
Jn  13,  34):  hasta  el  don  supremo  de  sí. 

Al  pie  de  la  cruz  está  siempre  la  Madre  de  Cristo  y  de  los  discí- 
pulos, María  santísima.  A  ella  el  Señor  nos  encomendó  cuando 
dijo:  "Mujer,  he  ahí  a  tu  hijo"  (Jn  19,  26).  La  Virgen  santísima. 

Madre  de  la  Iglesia,  co-   

mo  protegió  de  modo 


especial  a  Pedro  y  a  los    \     'muestro  testimonio  más  eficaz 


Pedro  y  a  sus  colabora- 
dores. Esta  consoladora 

certeza  os  aliente  a  no  temer  las  pruebas  y  las  dificultades.  Más 
aún,  con  la  seguridad  de  la  protección  constante  de  Dios,  cum- 
plamos juntos  el  mandato  de  Cristo,  que  con  vigor  invita  a  Pe- 
dro, y  con  él  a  la  Iglesia,  a  remar  mar  adentro:  "Duc  in  altum"  {Le 
5,  4).  Sí,  amadísimos  hermanos,  rememos  mar  adentro,  echemos 
las  redes  para  la  pesca  y  "avancemos  con  esperanza"  (Novo  mi- 
llennio  ineunte,  58). 

Cristo,  el  Hijo  de  Dios  vivo,  es  el  mismo  ayer,  hoy  y  siempre. 

Amén. 


Apóstoles,  seguramente 
protegerá  al  Sucesor  de 


será  siempre  el  marcado 
por  la  cruz. 


25 


3o\et¡n  Ec\ee'\áet\co 


Toma  de  Posesión  del 
Título  Cardenalicio  de 
Santa  María  in  Vía 

Milagrosa  Imagen  de  la 
Santísima  Virgen  del  Pozo 

Parroquia  de  S.  María  in  Vía. 
Largo  Chigi  -  Roma 

Datos  históricos 

Era  la  noche  entre  el  26  y  27  de  sep- 
tiennbre  de  1 256  y  las  aguas  del  pozo,  que  se  encontraba  en  la  caballe- 
riza del  palacio  del  Cardenal  Pedro  Capocci,  crecieron  al  punto  de  des- 
bordar. Los  caballos  asustados  empezaron  a  relinchar.  Despertados  por 
el  rumor  acudieron  los  siervos  y  su  sorpresa  fue  grande  cuando  vieron 
flotar  sobre  las  aguas  una  pesada  piedra  en  la  cual  se  veía  pintada  al  fres- 
co la  Imagen  de  María.  Trataron  de  sacarla  pero  no  podían,  porque  la 
Imagen  se  les  escapaba  de  las  manos.  Advertido  el  Sr.  Cardenal,  bajó 
con  algunos  familiares  y  luego  de  rezar  fervorosamente  una  oración,  pu- 
do sacar  sin  dificultad  la  Imagen  y  la  llevó  a  su  oratorio  privado.  Al  día 
siguiente  el  Cardenal  narró  el  prodigio  al  Papa  Alejandro  IV  el  cual,  des- 
pués del  proceso  jurídico  que  comprobó  el  milagro,  ordenó  que  en  la 
caballeriza  fuera  edificada  una  iglesia.  Cuando  estuvo  terminada  el  San- 
to Padre  con  todo  el  clero  romano,  acompañó  en  devota  procesión  la 
milagrosa  Imagen,  que  fue  colocada  cerca  del  pozo  en  que  había  apa- 
recido. 

Desde  entonces  hasta  el  día  de  hoy,  la  Sma.  Virgen  concede  gracias 
y  curaciones  por  medio  de  esa  agua  bebida  con  devoción  por  los  fieles 
y  llevada  a  los  enfermos. 

En  el  año  1425  la  Iglesia  fue  declarada  Parroquia;  desde  el  año 
1513  fue  confiada  a  los  Siervos  de  María  y  desde  el  año  1551  fue  hon- 
rada con  Título  Cardenalicio. 

La  taumaturga  Imagen  fue  coronada  por  el  Capítulo  Vaticano  en  el 
año  1646. 

La  fiesta  principal  es  el  día  8  de  septiembre  y  en  la  noche  del  26  al 
27  de  septiembre  se  conmemora  el  milagro  con  una  vigilia  mariana. 


26 


Doc.  Santa  Sede 


Saludo  del  Rdo.  Padre 
guiseppe  m.  scattolini,  o.s.m. 

Eminencia  Reverendísima: 

Para  mí,  para  la  Comunidad  Parroquial  de  Santa  María  in  Vía, 
para  la  Comunidad  Religiosa  de  los  Siervos  de  María  a  los  cua- 
les cerca  de  cinco  siglos  ha  sido  confiado  el  cuidado  pastoral  de 
esta  Parroquia,  es  motivo  de  profundo  gozo  y  de  viva  compla- 
cencia acogerle  hoy,  con  ocasión  de  la  toma  de  posesión  del  títu- 
lo cardenalicio  de  Santa  María  in  Vía. 

Usted  es  el  primer  cardenal  de  América  Latina  al  que  se  le  ha 
conferido  este  título  cardenalicio,  instituido  por  el  Papa  Julio  III 
cuatrocientos  cincuenta  años  hace,  en  1551,  mientras  se  celebra- 
ba el  Concilio  de  Trento  y  la  Iglesia  estaba  fuertemente  empeña- 
da en  la  primera  evangelización  del  Nuevo  Mundo. 

Será  mi  preocupación  hacer  conocer  a  todos  los  fieles  de  esta  pa- 
rroquia los  altos  méritos  de  Su  Eminencia,  Arzobispo  de  Quito, 
actualmente  Primado  de  la  Iglesia  en  el  Ecuador,  en  otro  tíempo 
Presidente  de  la  Conferencia  Episcopal  Ecuatoriana,  y  miembro 
de  la  Pontíficia  Comisión  para  América  Latina  y  muy  conocido 
por  las  múltiples  iniciatívas  pastorales  al  servicio  de  los  más  dé- 
biles y  necesitados  y  por  la  afirmación  de  los  valores  evangéli- 
cos, en  el  plano  de  la  catcquesis  y  de  la  justicia  social  en  la  noble 
nación  del  Ecuador. 

Su  nombre,  desde  hoy,  se  añade  a  la  lista  de  Ilustres  Cardenales 
títulares  de  nuestra  iglesia:  de  San  Roberto  Belarmino,  a  los  Car- 
denales Egidio  Albornoz,  Carlos  Carafa,  Pedro  Francisco  Bussi 
y  Patricio  Hayes,  para  mencionar  tan  solo  algunos  nombres. 

Fue  por  otra  parte  un  Cardenal,  Pedro  Capocci,  que  en  el  año 
1256  constató  el  prodigioso  aparecimiento  de  la  imagen  de 


27 


Boletín  Eclesiástico 


Nuestra  Señora  del  Pozzo  y  se  preocupó  al  principio  de  la  erec- 
ción de  una  capilla  junto  a  la  cual  surge  después  esta  iglesia. 

Séame  permitido  aprovechar  la  ocasión  del  encuentro  de  hoy 
para  recordar  algunos  particulares  vínculos  entre  el  Ecuador  y 
los  Hermanos  de  la  Orden  de  los  Siervos  de  María  que  hoy 
cuentan  con  numerosas  comunidades  en  otros  países  de  Améri- 
ca Latina.  Son  del  siglo  XIX  y  del  inicio  del  siglo  XX  algunos  do- 
cumentos, conservados  en  nuestros  archivos  -y  hoy  expuestas 
sus  copias  en  una  de  nuestras  capillas-  que  atestiguan  de  la  pre- 
sencia en  Ecuador  de  Cofradías  de  la  Bienaventurada  Virgen 
María  de  los  Dolores  y  de  la  Tercera  Orden  u  Orden  Secular  de 
los  Siervos  de  María:  presencias  solicitadas,  promovidas  y  lleva- 
das a  cumplimiento  por  el  Vble.  Siervo  de  Dios  ecuatoriano  Ju- 
lio María  Matovelle  Maldonado,  por  el  Arzobispo  de  Quito,  por 
el  Obispo  de  Ibarra  y  otros.  Hace  veinte  años,  un  religioso  Sier- 
vo de  María  en  visita  a  algunas  de  estas  Cofradías  descubrió  que 
en  el  Ecuador  era  conocida  y  cultivada  también  la  devoción  al 
Santo  Siervo  de  María  Felipe  Berdzi. 

Estamos  ciertos,  por  tanto,  eminencia  Reverendísima,  que  la 
concesión  de  este  título  cardenalicio  contribuirá  ulteriormente  a 
estrechar  estos  lazos  entre  nuestra  familia  religiosa  y  la  Iglesia 
ecuatoriana. 

Reciba,  por  tanto,  eminencia  Reverendísima,  la  más  calurosa 
bienvenida  de  parte  mía,  del  Consejo  Pastoral  de  esta  Parroquia, 
de  los  representantes  de  las  asociaciones  parroquiales  y  de  todos 
los  fieles  presentes. 

Este  fraterno  y  cordial  saludo  a  Vuestra  Eminencia  se  extiende 
también  a  los  Excelentísimos  Obispos,  a  las  altas  autoridades  re- 
ligiosas y  civiles  que  han  querido  unirse  con  nosotros  en  torno 
suyo,  en  este  día. 


26 


Doc.  Santa  Sede 


La  Virgen  Santísima,  venerada  en  esta  iglesia  con  el  título  de 
Nuestra  Señora  del  Pozzo  acompañe  y  sostenga  su  alto  ministe- 
rio y  magisterio  de  Pastor.  A  este  auspicio  se  asocia,  sincera  y 
partícipe  la  plegaria  de  esta  comunidad  parroquial  y  de  la  Co- 
munidad de  los  Siervos  de  María,  de  la  cual  son  miembros  tam- 
bién algunos  religiosos  de  América  Latina. 

Octavo  Domingo  Ordinario  del  Año 

El  pasaje  del  Evangelio  según  San  Lucas,  que  se  proclama  en  las 
Misas  de  este  octavo  Domingo  del  tiempo  litúrgico  ordinario  del 
año  "C"  nos  invita  a  reflexionar  sobre  el  tema  de  los  "Frutos  de 
la  vida  cristiana",  que  son  las  buenas  obras;  y  sobre  nuestra  obli- 
gación de  no  juzgar  mal  ni  condenar  a  los  demás. 

1.  Las  buenas  obras  son  los  frutos  de  la  auténtica  vida  cristiana 

Jesucristo  emplea  en  el  Evangelio  la  comparación  del  árbol  y  de 
sus  frutos  para  discernir  el  valor  y  la  bondad  de  la  vida  cristia- 
na. La  auténtica  vida  cristiana  se  conoce  por  los  frutos  de  las 
buenas  obras,  como  el  árbol  bueno  se  conoce  por  los  frutos  que 
produce.  "No  hay  árbol  sano  que  dé  fruto  dañado,  ni  árbol  da- 
ñado que  dé  fruto  sano.  Cada  árbol  se  conoce  por  su  fruto". 

La  bondad  del  árbol  solo  se  mide  por  la  cantidad  y  calidad  de 
sus  frutos.  Con  esta  comparación  se  puede  juzgar  la  auténtica 
vida  cristiana.  Son  muchos  los  cristianos  que  pueden  aparentar 
diversas  clases  de  grandezas  o  de  honores:  sabiduría  humana, 
cualidades  de  organización,  capacidad  de  dirigir  a  los  demás, 
etc.  Todo  esto  puede  ser,  ante  el  mensaje  de  Jesús,  pura  aparien- 
cia, hojas  que  engañan,  que  cubren  la  falta  de  frutos.  Lo  que  im- 
porta, lo  que  determina  la  calidad  de  la  vida  cristiana  son  los 
frutos  de  las  buenas  obras,  las  obras  concretas  que  se  realizan 
por  amor  a  Dios  y  por  amor  a  nuestros  hermanos. 


29 


boletín  Eclesiástico 


Para  precisar  mejor  el  sentido  de  estos  frutos,  debemos  situarnos 
en  el  contexto  del  sermón  de  la  llanura  que  nos  relata  San  Lucas 
(6,  20-49):  amar  al  enemigo,  dar  sin  esperar  recompensa,  hacer  el 
bien  hasta  el  final  sin  exigir  compensaciones,  no  erigirse  en  guía 
o  dictador  de  los  demás,  abrirse  al  Reino  como  un  pobre. 

2.  No  debemos  juzgar  mal  ni  condenar  a  los  demás 

Un  fruto  especial  de  la  vida  cristiana  verdadera  es  evitar  todo 
juicio  contra  el  prójimo.  El  verdadero  cristiano  ama  al  prójimo 
como  a  su  hermano  y,  por  lo  mismo,  no  se  erige  en  juez  y  árbi- 
tro  de  la  conducta  de  los  demás. 


Los  cristianos  no  debemos  juzgar  mal  a  los  demás;  no  debemos 
dominar  a  los  demás  ni  condenarlos  por  aquello  que  a  nosotros 
nos  parezcan  sus  defectos.  Ningún  hombre  es  dueño  de  los 
otros;  nadie  tiene,  por  lo  mismo,  el  derecho  de  imponer  su  crite- 
rio a  los  otros  hombres.  En  la  comparación  del  ciego  que  quiere 
guiar  a  otro  ciego  se  condena  también  la  tendencia  de  dominio 
sobre  los  demás,  que  puede  estar  latente  en  cada  uno  de  noso- 
tros. Lo  que  parece  amor,  disposi- 
ción de  ayuda  al  necesitado  se 
identifica  con  im  rasgo  de  egoís- 
mo: guiando  un  ciego  a  otro  ciego, 
el  primero  se  comporta  como  due- 
ño del  destino  del  segundo.  El  vie- 
jo refrán  ha  señalado  ya  la  ridicu- 
lez de  la  pretensión  del  ciego  que 
pretende  ser  guía  del  otro  ciego: 
los  dos  terminarán  cayendo  en  el  hoyo. 

Para  lograr  una  comunión  interpersonal  en  la  que  nadie  juzgue 
ni  domine  a  nadie,  el  único  camino  es  el  del  amor  fraterno.  Por 
eso  la  señal  de  la  verdadera  vida  cristiana  es  la  práctica  del  amor 
fraterno:  "En  esto  conocerán  todos  que  sois  mis  discípulos,  en  el 
amor  que  os  tengáis  los  unos  a  los  otros".  (Jn  13,  35). 


la  señal  de  la  verdadera 
vida  cristiana 
es  la  -práctica  del 
amor  fraterno 


7)0 


Doc.  Santa  Sede 


3.  Toma  de  posesión  del  título  de  Cardenal  presbítero 

El  Santo  Padre  Juan  Pablo  II,  Obispo  de  Roma  y  Pastor  Supremo 
de  la  Iglesia  de  Jesucristo,  se  ha  dignado  elevar  a  la  dignidad  de 
Cardenal  Presbítero  de  la  Iglesia  de  Roma  a  este  modesto  Pastor 
de  la  Arquidiócesis  de  Quito,  en  el  pequeño  país  del  Ecuador  en 
América  Latina. 

Con  esta  designación,  S.S.  el  Papa  Juan  Pablo  II  me  ha  unido, 
con  especial  comunión  eclesial,  a  esta  Santa  Iglesia  de  Roma,  ya 
que  me  ha  agregado  a  lo  que  es  la  continuación  del  antiguo  pres- 
biterio de  Roma,  al  haberme  creado  Cardenal  Presbítero. 

Es  para  mí  un  honor  especial  el  que  me  haya  asignado  el  título 
de  esta  Iglesia  de  Santa  María  in  Vía.  Al  menos  de  iure  me  une 
a  esta  comunidad  cristiana  parroquial  que  tiene  como  centro  a 
esta  veneranda  Iglesia.  Queridos  hermanos,  vivamos  de  hoy  en 
adelante  más  unidos  en  el  amor  de  Dios  que  el  Espíritu  Santo  ha 
infundido  en  nuestros  corazones. 

Los  fieles  de  la  Arquidiócesis  de  Quito  se  sentirán  también  más 
unidos  con  ustedes  con  los  lazos  de  la  fe  en  Jesucristo,  de  la  fi- 
lial devoción  que  profesamos  a  la  Sma.  Virgen  María  y  de  la  ca- 
ridad con  que  nos  amamos  como  hermanos. 

Pido  a  la  Sma.  Virgen  María  que  ella  siga  siendo  la  Estrella  de  la 
nueva  Evangelización  para  esta  comunidad  parroquial  de  Roma 
y  para  la  Comunidad  eclesial  de  la  Arquidiócesis  de  Quito. 

Que  la  Sma.  Virgen  María  sea  para  mí  la  guía  segura  que  nos 
conduzca  por  la  vía  de  esta  vida  hasta  la  consecución  de  la  vida 
eterna. 

Así  sea. 

Homilía  pronunciada  por  el  Emmo.  Sr  Cardenal  Antonio  J.  González  Z., 
Arzobispo  de  Quito  y  Primado  del  Ecuador,  en  la  Misa  de  toma  de  posesión 
del  título  cardenalicio  de  Santa  María  in  Vía,  en  Roma, 
el  domingo  25  de  febrero  del  2001. 


31 


Boletín  Eclesiástico 


Mensaje  del  Santo  Padre  Juan  Pablo  II 
PARA  LA  XVI  Jornada  mundial  de  la  juventud 

"Si  alguno  quiere  venir  en  pos  de  mí,  niéguese  a  sí  mismo, 
tome  su  cruz  y  sígame"  {Le  9,  23). 

Amadísimos  jóvenes: 

1.  Mientras  me  dirijo  a  vosotros  con  alegría  y  afecto  con  ocasión 
de  nuestra  tradicional  cita  anual,  conservo  en  los  ojos  y  en  el  co- 
razón la  imagen  sugestiva  de  la  gran  "Puerta"  en  la  explanada 
de  Tor  Vergata,  en  Roma.  La  tarde  del  19  de  agosto  del  año  pa- 
sado, al  comienzo  de  la  vigilia  de  la  XV  Jornada  mundial  de  la 
juventud,  con  cinco  jóvenes  de  los  cinco  continentes,  tomándo- 
nos de  la  mano,  crucé  ese  umbral  bajo  la  mirada  de  Cristo  cru- 
cificado y  resucitado,  como  para  entrar  simbólicamente  con  to- 
dos vosotros  en  el  tercer  milenio. 

Quiero  expresar  aquí,  desde  lo  más  íntimo  de  mi  corazón,  mi 
agradecimiento  sincero  a  Dios  por  el  don  de  la  juventud,  que 
por  medio  de  vosotros  permanece  en  la  Iglesia  y  en  el  mundo 
(cf.  Homilía  en  Tor  Vergata,  20  de  agosto  de  2000). 

Deseo,  además,  darle  vivamente  las  gracias  porque  me  ha  con- 
cedido acompañar  a  los  jóvenes  del  mundo  durante  los  dos  úl- 
timos decenios  del  siglo  recién  concluido,  indicándoles  el  cami- 
no que  lleva  a  Cristo,  "el  mismo  ayer,  hoy  y  siempre"  {Hb  13,  8). 
Pero,  a  la  vez,  le  doy  gracias  porque  los  jóvenes  han  acompaña- 
do y  casi  sostenido  al  Papa  a  lo  largo  de  su  peregrinación  apos- 
tólica por  los  países  de  la  tierra. 

¿Qué  fue  la  XV  Jornada  mundial  de  la  juventud  sino  un  intenso 
momento  de  contemplación  del  misterio  del  Verbo  hecho  carne 


32 


Doc.  Santa  Sede 


por  nuestra  salvación?  ¿No  fue  una  extraordinaria  ocasión  para 
celebrar  y  proclamar  la  fe  de  la  Iglesia  y  para  proyectar  un  reno- 
vado compromiso  cristiano,  dirigiendo  juntos  la  mirada  al  mun- 
do, que  espera  el  anuncio  de  la  Palabra  que  salva?  Los  auténti- 
cos frutos  del  jubileo  de  los  jóvenes  no  se  pueden  calcular  en  es- 
tadísticas, sino  únicamente  en  obras  de  amor  y  justicia,  en  la  fi- 
delidad diaria,  valiosa  aunque  a  menudo  poco  visible.  Queridos 
jóvenes,  a  vosotros,  y  especialmente  a  quienes  participaron  di- 
rectamente en  aquel  inolvidable  encuentro,  confié  la  tarea  de 
dar  al  mundo  este  coherente  testimonio  evangélico. 

2.  Enriquecidos  con  la  experiencia  vivida,  habéis  vuelto  a  vues- 
tros hogares  y  a  vuestras  ocupaciones  habituales,  y  ahora  os  dis- 
ponéis a  celebrar  en  el  ámbito  diocesano,  junto  con  vuestros  pas- 
tores, la  XVI  Jornada  mundial  de  la  juventud. 

En  esta  ocasión,  quisiera  invitaros  a  reflexionar  en  las  condicio- 
nes que  Jesús  pone  a  quien  decide  ser  su  discípulo:  "Si  alguno 
quiere  venir  en  pos  de  mí  -dice-,  niéguese  a  sí  mismo,  tome  su 
cruz  y  sígame"  (Le  9,  23).  Jesús  no  es  el  Mesías  del  triunfo  y  del 
poder.  En  efecto,  no  liberó  a  Israel  del  dominio  romano  y  no  le 
aseguró  la  gloria  política.  Como  auténtico  Siervo  del  Señor, 
cumplió  su  misión  de  Mesías  mediante  la  solidaridad,  el  servi- 
cio y  la  humillación  de  la  muerte.  Es  un  Mesías  que  se  sale  de 
cualquier  esquema  y  de  cualquier  clamor;  no  se  le  puede  "com- 
prender" con  la  lógica  del  éxito  y  del  poder,  usada  a  menudo 
por  el  mundo  como  criterio  de  verificación  de  sus  proyectos  y 
acciones. 

Jesús,  que  vino  para  cumplir  la  voluntad  del  Padre,  permanece 
fiel  a  ella  hasta  sus  últimas  consecuencias,  y  así  realiza  la  misión 
de  salvación  para  cuantos  creen  en  él  y  lo  aman,  no  con  pala- 
bras, sino  de  forma  concreta.  Si  el  amor  es  la  condición  para  se- 
guirlo, el  sacrificio  verifica  la  autenticidad  de  ese  amor  (cf .  carta 
apostólica  Salvifici  doloris,  17-18). 


33 


Boletín  Eclesiástico 


3.  "Si  alguno  quiere  venir  en  pos  de  mí,  niéguese  a  sí  mismo,  tome  su 
cruz  y  sígame"  {Le  9,  23).  Estas  palabras  expresan  el  radicalismo 
de  una  opción  que  no  admite  vacilaciones  ni  dar  marcha  atrás. 
Es  una  exigencia  dura,  que  impresionó  incluso  a  los  discípulos 
y  que  a  lo  largo  de  los  siglos  ha  impedido  que  muchos  hombres 
y  mujeres  siguieran  a  Cristo.  Pero  precisamente  este  radicalismo 
también  ha  producido  hoitos  admirables  de  santidad  y  de  mar- 
tirio, que  confortan  en  el  tiempo  el  camino  de  la  Iglesia.  Aún  hoy 
esas  palabras  son  consideradas  un  escándalo  y  una  locura  (cf.  1 
Co  1,  22-25).  Y,  sin  embargo,  hav  que  confrontarse  con  ellas,  por- 
que el  camino  trazado  por  Dios  para  su  Hijo  es  el  mismo  que  de- 
be recorrer  el  discípulo,  decidido  a  seguirlo.  No  existen  dos  ca- 
minos, sino  uno  solo:  el  que  recorrió  el  Maestro.  El  discípulo  no 
puede  inventarse  otro. 

Jesús  camina  delante  de  los  suyos  y  a  cada  uno  pide  que  haga  lo 
que  él  mismo  ha  hecho.  Les  dice:  yo  no  he  venido  para  ser  ser- 
vido, sino  para  sers'ir;  así,  quien  quiera  ser  como  yo,  sea  ser\  i- 
dor  de  todos.  Yo  he  venido  a  \  osotros  como  uno  que  no  posee 
nada;  así,  puedo  pediros  que  dejéis  todo  tipo  de  riqueza  que  os 
impide  entrar  en  el  reino  de  los  cielos.  Yo  acepto  la  contradic- 
ción, ser  rechazado  por  la  mayoría  de  mi  pueblo;  puedo  pediros 
también  a  vosotros  que  aceptéis  la  contradicción  y  la  contesta- 
ción, vengan  de  donde  \  engan. 

En  otras  palabras,  Jesús  pide  que  elijan  valientemente  su  mismo 
camino;  elegirlo,  ante  todo,  "en  el  corazón",  porque  tener  una  si- 
tuación extema  u  otra  no  depende  de  nosotros.  De  nosotros  de- 
pende la  voluntad  de  ser,  en  la  medida  de  lo  posible,  obedientes 
como  él  al  Padre  v  estar  dispuestos  a  aceptar  hasta  el  fondo  el 
proyecto  que  él  tiene  para  cada  uno. 

4.  "Niéguese  a  sí  mismo".  Negarse  a  sí  mismo  significa  renunciar 
al  propio  proyecto,  a  menudo  limitado  y  mezquino,  para  acoger 


34 


Doc.  Santa  Sede 


el  de  Dios:  este  es  el  camino  de  la  conversión,  indispensable  pa- 
ra la  existencia  cristiana,  que  llevó  al  apóstol  san  Pablo  a  afir- 
mar: "Ya  no  vivo  yo,  sino  que  es  Cristo  quien  vive  en  mí"  {Ga  2, 
20). 

Jesús  no  pide  renunciar  a  vivir;  lo  que  pide  es  acoger  una  nove- 
dad y  una  plenitud  de  vida  que  solo  él  puede  dar.  El  hombre  tie- 
ne enraizada  en  lo  más  profundo  de  su  corazón  la  tendencia  a 
"pensar  en  sí  mismo",  a  ponerse  a  sí  mismo  en  el  centro  de  los 
intereses  y  a  considerarse  la  medida  de  todo.  En  cambio,  quien 
sigue  a  Cristo  rechaza  este  repliegue  sobre  sí  mismo  y  no  valora 
las  cosas  según  su  interés  personal.  Considera  la  vida  vivida  co- 
mo un  don,  como  algo  gratuito,  no  como  una  conquista  o  una 
posesión:  En  efecto,  la  vida  verdadera  se  manifiesta  en  el  don  de 
sí,  fruto  de  la  gracia  de  Cristo:  una  existencia  libre,  en  comunión 
con  Dios  y  con  los  hermanos  (cf.  Gaudium  et  spes,  24). 

Si  vivir  siguiendo  al  Señor  se  convierte  en  el  valor  supremo,  en- 
tonces todos  los  demás  valores  reciben  de  este  su  correcta  valo- 
ración e  importancia.  Quien  busca  únicamente  los  bienes  terre- 
nos, será  un  perdedor,  a  pesar  de  las  apariencias  de  éxito:  la 
muerte  lo  sorprenderá  con  un  cúmulo  de  cosas,  pero  con  una  vi- 
da fallida  (cf.  Le  12,  13-21).  Por  tanto,  hay  que  escoger  entre  ser 
y  tener,  entre  una  vida  plena  y  una  existencia  vacía,  entre  la  ver- 
dad y  la  mentira. 

5.  "Tome  su  eruz  y  sígame" .  De  la  misma  manera  que  la  cruz  pue- 
de reducirse  a  mero  objeto  ornamental,  así  también  "tomar  la 
cruz"  puede  llegar  a  ser  un  modo  de  decir.  Pero  en  la  enseñan- 
za de  Jesús  esta  expresión  no  pone  en  primer  plano  la  mortifica- 
ción y  la  renuncia.  No  se  refiere  ante  todo  al  deber  de  soportar 
con  paciencia  las  pequeñas  o  grandes  tribulaciones  diarias;  ni 
mucho  menos  quiere  ser  una  exaltación  del  dolor  como  medio 
de  agradar  a  Dios.  El  cristiano  no  busca  el  sufrimiento  por  sí 


35 


Boletín  Eclesiástico 


mismo,  sino  el  amor.  Y  la  cruz  acogida  se  transforma  en  el  signo 
del  amor  y  del  don  total.  Llevarla  en  pos  de  Cristo  quiere  decir 
unirse  a  él  en  el  ofrecimiento  de  la  prueba  máxima  del  amor. 

No  se  puede  hablar  de  la  cruz  sin  considerar  el  amor  que  Dios 
nos  tiene,  el  hecho  de  que  Dios  quiere  colmarnos  de  sus  bienes. 
Con  la  invitación  "sigúeme",  Jesús  no  solo  repite  a  sus  discípu- 


nazado  por  el  "camino  de  la  muer- 
te". El  pecado  es  este  camino  que 
separa  al  hombre  de  Dios  y  del  prójimo,  causando  división  y  mi- 
nando desde  dentro  la  sociedad. 

El  "camino  de  la  vida" ,  que  imita  y  renueva  las  actitudes  de  Jesús, 
es  el  camino  de  la  fe  y  de  la  conversión;  o  sea,  precisamente  el 
camino  de  la  cruz.  Es  el  camino  que  lleva  a  confiar  en  él  y  en  su 
designio  salvífico,  a  creer  que  él  murió  para  manifestar  el  amor 
de  Dios  a  todo  hombre;  es  el  camino  de  salvación  en  medio  de 
una  sociedad  a  menudo  fragmentaria,  confusa  y  contradictoria; 
es  el  camino  de  la  felicidad  de  seguir  a  Cristo  hasta  las  últimas 
consecuencias,  en  las  circunstancias  a  menudo  dramáticas  de  la 
vida  diaria;  es  el  camino  que  no  teme  fracasos,  dificultades,  mar- 
ginación  y  soledad,  porque  llena  el  corazón  del  hombre  de  la 
presencia  de  Jesús;  es  el  camino  de  la  paz,  del  dominio  de  sí,  de 
la  alegría  profunda  del  corazón. 

6.  Queridos  jóvenes,  nos  os  parezca  extraño  que,  al  comienzo  del 
tercer  milenio,  el  Papa  os  indique  una  vez  más  la  cruz  como  ca- 


no busca  el  sufrimiento 
por  sí  mismo, 
sino  el  amor. 


El  cristiano 


los:  tómame  como  modelo,  sino 
también:  comparte  mi  vida  y  mis 
opciones,  entrega  como  yo  tu  vida 
por  amor  a  Dios  y  a  los  hermanos. 
Así,  Cristo  abre  ante  nosotros  el 
"camino  de  la  vida",  que,  por  des- 
gracia, está  constantemente  ame- 


36 


Doc.  Santa  Sede 


mino  de  vida  y  de  auténtica  felicidad.  La  Iglesia  desde  siempre 
cree  y  conñesa  que  solo  en  la  cruz  de  Cristo  hay  salvación. 

Una  difimdida  cultura  de  lo  efímero,  que  asigna  valor  a  lo  que 
agrada  y  parece  hermoso,  quisiera  hacer  creer  que  para  ser  feli- 
ces es  necesario  apartar  la  cruz.  Presenta  como  ideal  un  éxito  fá- 
cil, una  carrera  rápida,  una  sexualidad  sin  sentido  de  responsa- 
bilidad y,  finalmente,  una  existencia  centrada  en  la  afirmación 
de  sí  mismos,  a  menudo  sin  respeto  por  los  demás. 

Sin  embargo,  queridos  jóvenes,  abrid  bien  los  ojos:  este  no  es  el 
camino  que  lleva  a  la  vida,  sino  el  sendero  que  desemboca  en  la 
muerte.  Jesús  dice:  "Quien  quiera  salvar  su  vida,  la  perderá;  pe- 
ro quien  pierda  su  vida  por  mí,  la  salvará".  Jesús  no  nos  engaña: 
"¿De  qué  le  sirve  al  hombre  ganar  el  mundo  entero,  si  él  mismo 
se  pierde  o  se  arruina?"  (Le  9,  24-25).  Con  la  verdad  de  sus  pala- 
bras, que  parecen  duras,  pero  llenan  el  corazón  de  paz,  Jesús  nos 
revela  el  secreto  de  la  vida  auténtica  (cf.  Discurso  a  los  jóvenes  de 
Roma,  2  de  abril  de  1998). 

Así  pues,  no  tengáis  miedo  de  avanzar  por  el  camino  que  el  Se- 
ñor recorrió  primero.  Con  vuestra  jux  entud,  imprimid  en  el  ter- 
cer milenio  que  se  abre  el  signo  de  la  esperanza  y  del  entusias- 
mo típico  de  vuestra  edad.  Si  dejáis  que  actúe  en  vosotros  la  gra- 
cia de  Dios,  si  cumplís  v'uestro  importante  compromiso  diario, 
haréis  que  este  nuevo  siglo  sea  un  tiempo  mejor  para  todos. 

Con  vosotros  camina  María,  la  Madre  del  Señor,  la  primera  de 
los  discípulos,  que  permaneció  fiel  al  pie  de  la  cruz,  desde  la 
cual  Cristo  nos  confió  a  ella  como  hijos  suyos.  Y  os  acompañe 
también  la  bendición  apostólica,  que  os  imparto  de  todo  cora- 
zón. 

Vaticano,  14  de  febrero  de  2001 

Joannes  Paulus,  p.p.  II 


37 


Boletín  Eclesiástico 


«NOVO  MILLENNIO  INEUNTE» 

CARTA  APOSTÓLICA 
NOVO  MILLENNIO  INEUNTE 

DEL  SUMO  PONTÍFICE 
JUAN  PABLO  II 
AL  EPISCOPADO 
AL  CLERO  Y  A  LOS  FIELES 
AL  CONCLUIR  EL  GRAN  JUBILEO 
DEL  AÑO  2000 

A  los  Obispos 
a  los  sacerdotes  y  diáconos, 
a  los  religiosos  y  religiosas  y 
a  todos  los  fieles  laicos. 

1.  Al  comienzo  del  nuevo  milenio,  mientras  se  cierra  el  Gran  Ju- 
bileo en  el  que  hemos  celebrado  los  dos  mil  años  del  nacimien- 
to de  Jesús  y  se  abre  para  la  Iglesia  una  nueva  etapa  de  su  cami- 
no, resuenan  en  nuestro  corazón  las  palabras  con  las  que  un  día 
Jesús,  después  de  haber  hablado  a  la  muchedumbre  desde  la 
barca  de  Simón,  invitó  al  Apóstol  a  «remar  mar  adentro»  para 
pescar:  «Duc  in  altum»  {Le  5,4).  Pedro  y  los  primeros  compañe- 
ros confiaron  en  la  palabra  de  Cristo  y  echaron  las  redes.  «Y  ha- 
biéndolo hecho,  recogieron  una  cantidad  enorme  de  peces»  (Le 
5,6). 

¡Duc  in  altum!  Estas  palabras  resuenan  también  hoy  para  noso- 
tros y  nos  invitan  a  recordar  con  gratitud  el  pasado,  a  vivir  con 
pasión  el  presente  y  a  abrirnos  con  confianza  al  futuro:  «Jesu- 
cristo es  el  mismo,  ayer,  hoy  y  siempre»  {Hb  13,8). 

La  alegría  de  la  Iglesia,  que  se  ha  dedicado  a  contemplar  el  ros- 
tro de  su  Esposo  y  Señor,  ha  sido  grande  este  año.  Se  ha  conver- 
se 


Doc.  Santa  Sede 


tido,  más  que  nunca,  en  pueblo  peregrino,  guiado  por  Aquél 
que  es  «el  gran  Pastor  de  las  ovejas»  {Hb  13,  20).  Con  un  extraor- 
dinario dinamisno,  que  ha  implicado  a  todos  sus  miembros,  el 
Pueblo  de  Dios,  aquí  en  Roma,  así  como  en  Jerusalén  y  en  todas 
las  Iglesias  locales,  ha  pasado  a  través  de  la  «Puerta  Santa»  que 
es  Cristo.  A  él,  meta  de  la  historia  y  único  Salvador  del  mundo, 
la  Iglesia  y  el  Espíritu  Santo  han  elevado  su  voz:  «Maraña  tha  - 
Ven,  Señor  Jesús»  (cf.  Ap  22,17.20;  1  Co  16,22). 

Es  imposible  medir  la  efusión  de  gracia  que,  a  lo  largo  del  año, 
ha  tocado  las  conciencias.  Pero  ciertamente,  un  «río  de  agua  vi- 
va», aquel  que  continuamente  brota  «del  trono  de  Dios  y  del 
Cordero»  (cf.  Ap  22,1),  se  ha  derramado  sobre  la  Iglesia.  Es  el 
agua  del  Espíritu  Santo  que  apaga  la  sed  y  renueva  (cf.  Jn  4,14). 
Es  el  amor  misericordioso  del  Padre  que,  en  Cristo,  se  nos  ha  re- 
velado y  dado  otra  vez.  Al  final  de  este  año  podemos  repetir,  con 
renovado  regocijo,  la  antigua  palabra  de  gratitud:  «Cantad  al  Se- 
ñor porque  es  bueno,  porque  es  eterna  su  misericordia»  {Sal  118, 
!)• 

2.  Por  eso,  siento  el  deber  de  dirigirme  a  todos  vosotros  para 
compartir  el  canto  de  alabanza.  Había  pensado  en  este  Año  San- 
to del  dos  mil  como  un  momento  importante  desde  el  inicio  de 
mi  Pontificado.  Pensé  en  esta  celebración  como  una  convocato- 
ria providencial  en  la  cual  la  Iglesia,  treinta  y  cinco  años  después 
del  Concilio  Ecuménico  Vaticano  II,  habría  sido  invitada  a  inte- 
rrogarse sobre  su  renovación  para  asumir  con  nuevo  ímpetu  su 
misión  evangelizadora. 

¿Lo  ha  logrado  el  Jubileo?  Nuestro  compromiso,  con  sus  gene- 
rosos esfuerzos  y  las  inevitables  fragilidades,  está  ante  la  mira- 
da de  Dios.  Pero  no  podemos  olvidar  el  deber  de  gratitud  por 
las  «maravillas»  que  Dios  ha  realizado  por  nosotros.  «Misericor- 
dias Domini  in  aeternum  cantaba»  {Sal  89,  2). 


39 


Boletín  Eclesiástico 


Al  mismo  tiempo,  lo  ocurrido  ante  nosotros  exige  ser  considera- 
do y,  en  cierto  sentido,  interpretado,  para  escuchar  lo  que  el  Es- 
píritu, a  lo  largo  de  este  año  tan  intenso,  ha  dicho  a  la  Iglesia  (cf. 
Ap  2,7.11.17  etc.). 

3.  Sobre  todo,  queridos  hermanos  y  hermanas,  es  necesario  pen- 
sar en  el  futuro  que  nos  espera.  Tantas  veces,  durante  estos  me- 
ses, hemos  mirado  hacia  el  nuevo  milenio  que  se  abre,  viviendo 
el  Jubileo  no  solo  como  memoria  del  pasado,  sino  como  profecía  del 
futuro.  Es  preciso  ahora  aprovechar  el  tesoro  de  grada  recibida, 
traduciéndola  en  ferv  ientes  propósitos  y  en  líneas  de  acción  con- 
cretas. Es  una  tarea  a  la  cual  deseo  invitar  a  todas  las  Iglesias  lo- 
cales. En  cada  una  de  ellas,  congregada  en  tomo  al  propio  Obis- 
po, en  la  escucha  de  la  Palabra,  en  la  comunión  fraterna  v  en  la 
«fracción  del  pan»  (cf.  Hch  2,42),  está  «verdaderamente  presen- 
te y  actúa  la  Iglesia  de  Cristo,  una,  santa,  católica  y  apostólica». ^ 
Es  especialmente  en  la  realidad  concreta  de  cada  Iglesia  donde 
el  misterio  del  único  Pueblo  de  Dios  asume  aquella  especial  con- 
figuración que  lo  hace  adecuado  a  todos  los  contextos  y  cultu- 
ras. 

Este  arraigarse  de  la  Iglesia  en  el  tiempo  y  en  el  espacio  refleja, 
en  definitiva,  el  movimiento  mismo  de  la  Encarnación.  Es,  pues,  el 
momento  de  que  cada  Iglesia,  reflexionando  sobre  lo  que  el  Es- 
píritu ha  dicho  al  Pueblo  de  Dios  en  este  especial  año  de  gracia, 
más  aún,  en  el  período  más  amplio  de  fiempo  que  va  desde  el 
Concilio  Vaticano  11  al  Gran  Jubileo,  analice  su  fervor  y  recupe- 
re un  nuevo  impulso  para  su  compromiso  espiritual  y  pastoral. 
Con  este  objetivo,  deseo  ofrecer  en  esta  Carta,  al  concluir  el  Año 
Jubilar,  la  contribución  de  mi  ministerio  petrino,  para  que  la 
Iglesia  brille  cada  vez  más  en  la  \'ariedad  de  sus  dones  y  en  la 
unidad  de  su  camino. 


1   CoNC.  EcuM.  Vat.  n,  Decr.  Christus  Dominus,  sobre  la  función  pastoral  de  los  Obispos, 
11. 


40 


Doc.  Santa  Sede 


I 

EL  ENCUENTRO  CON  CRISTO, 
HERENCIA  DEL  GRAN  JUBILEO 

4.  «Te  damos  gradas.  Señor,  Dios  onmipotente»  {Ap  11,  17).  En 
la  Bula  de  convocatoria  del  Jubileo  auguraba  que  la  celebración 
bimilenaria  del  misterio  de  la  Encamación  se  \"i\'iera  como  un 
«único  e  ininterrumpido  canto  de  alabanza  a  la  Trinidad»^  y  a  la 
vez  como  camino  de  reconciliación  y  como  signo  de  genuina  es- 
peranza para  quienes  miran  a  Cristo  y  a  su  Iglesia». ^  La  expe- 
riencia del  año  jubilar  se  ha  movido  precisamente  en  estas  di- 
mensiones \'itales,  alcanzando  momentos  de  intensidad  que  nos 
han  hecho  como  tocar  con  la  mano  la  presencia  misericordiosa 
de  Dios,  del  cual  procede  «toda  dádiva  buena  y  todo  don  per- 
fecto» iSt  1,  17). 

Pienso,  sobre  todo,  en  la  dimensión  de  la  alabanza.  Desde  ella  se 
mueve  toda  respuesta  auténtica  de  fe  a  la  revelación  de  Dios  en 
Cristo.  El  cristianismo  es  gracia,  es  la  sorpresa  de  im  Dios  que, 
satisfecho  no  solo  con  la  creación  del  mundo  y  del  hombre,  se  ha 
puesto  al  lado  de  su  criatura,  y  después  de  haber  hablado  mu- 
chas veces  y  de  diversos  modos  por  medio  de  los  profetas,  «úl- 
timamente, en  estos  días,  nos  ha  hablado  por  medio  de  su  Hijo» 
{Hb  1,1-2). 

¡En  estos  días!  Sí,  el  Jubileo  nos  ha  hecho  sentir  que  dos  mil  años 
de  historia  han  pasado  sin  disminuir  la  actualidad  de  aquel 
«hoy»  con  el  que  los  ángeles  anunciaron  a  los  pastores  el  acon- 
tecimiento maravilloso  del  nacimiento  de  Jesús  en  Belén:  «Hoy 
os  ha  nacido  en  la  ciudad  de  David  un  salvador,  que  es  Cristo  el 
Señor»  {Le  2, 11).  Han  pasado  dos  mil  años,  pero  permanece  más 


2  Bula  Incamationis  mysterhtm,  3:  AAS  91  (1999),  132. 

3  /ína.,  4: /.c,  133. 


41 


Boletín  Eclesiástico 


viva  que  nunca  la  proclamación  que  Jesús  hizo  de  su  misión  an- 
te sus  atónitos  conciudadanos  en  la  Sinagoga  de  Nazaret,  apli- 
cando a  sí  mismo  la  profecía  de  Isaías:  «Hoy  se  cumple  esta  Es- 
critura que  acabáis  de  oír»  (Le  4,  21).  Han  pasado  dos  mil  años, 
pero  sigue  siendo  siempre  consolador  para  los  pecadores  nece- 
sitados de  misericordia  — y  ¿quién  no  lo  es? —  aquel  «hoy»  de  la 
salvación  que  en  la  Cruz  abrió  las  puertas  del  Reino  de  Dios  al 
ladrón  arrepentido:  «En  verdad  te  digo,  hoy  estarás  conmigo  en 
el  Paraíso»  (Le  23,  43). 

La  plenitud  de  los  tiempos 

5.  La  coincidencia  de  este  Jubileo  con  la  entrada  en  un  nuevo  mi- 
lenio, ha  favorecido  ciertamente,  sin  ceder  a  fantasías  milenaris- 
tas,  la  percepción  del  misterio  de  Cristo  en  el  gran  horizonte  de 
la  historia  de  la  salvación.  ¡El  cristianismo  es  la  religión  que  ha  en- 
trado en  la  historia!  En  efecto,  es  sobre  el  terreno  de  la  historia 
donde  Dios  ha  querido  establecer  con  Israel  ima  alianza  y  pre- 
parar así  el  nacimiento  del  Hijo  del  seno  de  María,  «en  la  pleni- 
tud de  los  tiempos»  {Ga  4,4).  Contemplado  en  su  misterio  divi- 
no y  humano,  Cristo  es  el  fundamento  y  el  centro  de  la  historia, 
de  la  cual  es  el  sentido  y  la  meta  última.  En  efecto,  por  medio  él. 
Verbo  e  imagen  del  Padre,  «todo  se  hizo»  (Jn  1,  3;  cf.  Col  1,  15). 
Su  encamación,  culminada  en  el  misterio  pascual  y  en  el  don  del 
Espíritu,  es  el  eje  del  tiempo,  la  hora  misteriosa  en  la  cual  el  Rei- 
no de  Dios  se  ha  hecho  cercano  (cf.  Me  1, 15),  más  aún,  ha  pues- 
to sus  raíces,  como  una  semilla  destinada  a  convertirse  en  un 
gran  árbol  (cf.  Me  4,30-32),  en  nuestra  historia. 

«Gloria  a  ti.  Cristo  Jesús,  hoy  y  siempre  tú  reinarás».  Con  este 
canto,  tantas  veces  repetido,  hemos  contemplado  en  este  año  a 
Cristo  como  nos  lo  presenta  el  ApocaUpsis:  «El  alfa  y  la  omega, 
el  primero  y  el  último,  el  principio  y  el  fin»  {Ap  22,  13).  Y  con- 
templando a  Cristo  hemos  adorado  juntos  al  Padre  y  al  Espíri- 
tu, la  única  e  indivisible  Trinidad,  misterio  inefable  en  el  cual  to- 
do tiene  su  origen  y  su  realización. 


42 


Doc.  Santa  Sede 


Purificación  de  la  memoria 

6.  Para  que  nosotros  pudiéramos  contemplar  con  mirada  más 
pura  el  misterio,  este  Año  jubilar  ha  estado  fuertemente  caracte- 
rizado por  la  petición  de  perdón.  Y  esto  ha  sido  así  no  solo  para  ca- 
da uno  individualmente,  que  se  ha  examinado  sobre  la  propia 
vida  para  implorar  misericordia  y  obtener  el  don  especial  de  la 
indulgencia,  sino  también  para  toda  la  Iglesia,  que  ha  querido 
recordar  las  infidelidades  con  las  cuales  tantos  hijos  suyos,  a  lo 
largo  de  la  historia,  han  ensombrecido  su  rostro  de  Esposa  de 
Cristo. 

Para  este  examen  de  conciencia  nos  habíamos  preparado  mucho 
antes,  conscientes  de  que  la  Iglesia,  acogiendo  en  su  seno  a  los 
pecadores  «es  santa  y  a  la  vez  tiene  necesidad  de  purificación». ^ 
Unos  Congresos  científicos  nos  han  ayudado  a  centrar  aquellos 
aspectos  en  los  que  el  espíritu  evangélico,  durante  los  dos  pri- 
meros milenios,  no  siempre  ha  brillado.  ¿Cómo  olvidar  la  con- 
movedora Liturgia  del  12  de  marzo  de  2000,  en  la  cual  yo  mismo, 
en  la  Basílica  de  san  Pedro,  fijando  la  mirada  en  Cristo  Crucifi- 
cado, me  he  hecho  portavoz  de  la  Iglesia  pidiendo  perdón  por  el 
pecado  de  tantos  hijos  suyos?  Esta  «purificación  de  la  memoria» 
ha  reforzado  nuestros  pasos  en  el  camino  hacia  el  futuro,  hacién- 
donos a  la  vez  más  humildes  y  atentos  en  nuestra  adhesión  al 
Evangelio. 

Los  testigos  de  la  fe 

7.  Sin  embargo,  la  viva  conciencia  penitencial  no  nos  ha  impedi- 
do dar  gloria  al  Señor  por  todo  lo  que  ha  obrado  a  lo  largo  de  los 
siglos,  y  especialmente  en  el  siglo  que  hemos  dejado  atrás,  con- 
cediendo a  su  Iglesia  una  gran  multitud  de  santos  y  de  mártires.  Pa- 


4   CONC.  EcUM.  Vat.  II,  Const.  dogm.  Lumen  geniium,  sobre  la  Iglesia,  8. 


43 


Boletín  Eclesiástico 


ra  algunos  de  ellos  el  Año  jubilar  ha  sido  también  el  año  de  su 
beatificación  o  canonización.  Respecto  a  Pontífices  bien  conoci- 
dos en  la  historia  o  a  humildes  figuras  de  laicos  y  religiosos,  de 
un  continente  a  otro  del  mundo,  la  santidad  se  ha  manifestado 
más  que  nunca  como  la  dimensión  que  expresa  mejor  el  miste- 
rio de  la  Iglesia.  Mensaje  elocuente  que  no  necesita  palabras,  la 
santidad  representa  al  vivo  el  rostro  de  Cristo. 

Mucho  se  ha  trabajado  también,  con  ocasión  del  Año  Santo,  pa- 
ra recoger  las  memorias  preciosas  de  los  Testigos  de  la  fe  en  el  siglo 
XX.  Los  hemos  conmemorado  el  7  de  mayo  de  2000,  junto  con 
representantes  de  otras  Iglesias  y  Comunidades  eclesiales,  en  el 
sugestivo  marco  del  Coliseo,  símbolo  de  las  antiguas  persecu- 
ciones. Es  una  herencia  que  no  se  debe  perder  y  que  se  ha  de 
trasmitir  para  un  perenne  deber  de  gratitud  y  un  renovado  pro- 
pósito de  imitación. 

Iglesia  peregrina 

8.  Siguiendo  las  huellas  de  los  Santos,  se  han  acercado  aquí  a  Ro- 
ma, ante  las  tumbas  de  los  Apóstoles,  innumerables  hijos  de  la 
Iglesia,  deseosos  de  profesar  la  propia  fe,  confesar  los  propios 
pecados  y  recibir  la  misericordia  que  salva.  Mi  mirada  en  este 
año  ha  quedado  impresionada  no  solo  por  las  multitudes  que 
han  llenado  la  Plaza  de  san  Pedro  durante  muchas  celebracio- 
nes. Frecuentemente  me  he  parado  a  mirar  las  largas  filas  de  pe- 
regrinos en  espera  paciente  de  cruzar  la  Puerta  Santa.  En  cada 
uno  de  ellos  trataba  de  imaginar  la  historia  de  su  vida,  llena  de 
alegrías,  ansias  y  dolores;  una  historia  de  encuentro  con  Cristo  y 
que  en  el  diálogo  con  él  reemprendía  su  camino  de  esperanza. 

Observando  también  el  continuo  fluir  de  los  grupos,  los  veía  co- 
mo una  imagen  pilástica  de  la  Iglesia  peregrina,  la  Iglesia  que  está, 
como  dice  san  Agustín  «entre  las  persecuciones  del  mundo  y  los 


44 


Poc.  Santa  Sede 


consuelos  de  Dios».^  Nosotros  solo  podemos  observar  el  aspec- 
to más  externo  de  este  acontecimiento  singular.  ¿Quién  puede 
valorar  las  maravillas  de  la  gracia  que  se  han  dado  en  los  cora- 
zones? Conviene  callar  y  adorar,  confiando  humildemente  en  la 
acción  misteriosa  de  Dios  y  cantar  su  amor  infinito:  «¡Misericor- 
dias Domini  in  aeternum  cantaba!». 

Los  jóvenes 

9.  Los  numerosos  encuentros  jubilares  han  congregado  las  más 
diversas  clases  de  personas,  notándose  una  participación  real- 
mente impresionante,  que  a  veces  ha  puesto  a  prueba  el  esfuer- 
zo de  los  organizadores  y  animadores,  tanto  eclesiales  como  ci- 
viles. Deseo  aprovechar  esta  Carta  para  expresar  a  todos  ellos 
mi  agradecimiento  más  cordial.  Pero,  además  del  número,  lo 
que  tantas  veces  me  ha  conmovido  ha  sido  constatar  el  serio  es- 
fuerzo de  oración,  de  reflexión  y  de  comunión  que  estos  encuen- 
tros han  manifestado. 

Y,  ¿cómo  no  recordar  especialmente  el  alegre  y  entusiasmante  en- 
cuentro de  los  jóvenes?  Si  hay  una  imagen  del  Jubileo  del  Año 
2000  que  quedará  viva  en  el  recuerdo  más  que  las  otras  es  segu- 
ramente la  de  la  multitud  de  jóvenes  con  los  cuales  he  podido 
establecer  una  especie  de  diálogo  privilegiado,  basado  en  una 
recíproca  simpatía  y  un  profundo  entendimiento.  Fue  así  desde 
la  bienvenida  que  les  di  en  la  Plaza  de  san  Juan  de  Letrán  y  en 
la  Plaza  de  san  Pedro.  Después  les  vi  deambular  por  la  Ciudad, 
alegres  como  deben  ser  los  jóvenes,  pero  también  reflexivos,  de- 
seosos de  oración,  de  «sentido»  y  de  amistad  verdadera.  No  se- 
rá fácil,  ni  para  ellos  mismos,  ni  para  cuantos  los  vieron,  borrar 
de  la  memoria  aquella  semana  en  la  cual  Roma  se  hizo  «joven 


5  San  Agustín,  De  civ.  Dei  XVIII,  51, 2:  PL  41,  614;  cf.  Conc.  Ecum.  Vat.  II,  Const.  dogm. 
Lumen  gentium,  sobre  la  Iglesia,  8. 


45 


Boletín  Eclesiástico 


con  los  jóvenes».  No  será  posible  olvidar  la  celebración  eucarís- 
tica  de  Tor  Vergata. 

Una  vez  más,  los  jóvenes  han  sido  para  Roma  y  para  la  Iglesia 
un  don  especial  del  Espíritu  de  Dios.  A  veces,  cuando  se  mira  a  los 
jóvenes,  con  los  problemas  y  las  fragilidades  que  les  caracteri- 
zan en  la  sociedad  contemporánea,  hay  una  tendencia  al  pesi- 
mismo. Es  como  si  el  Jubileo  de  los  Jóvenes  nos  hubiera  «sor- 
prendido», trasmitiéndonos,  en  cambio,  el  mensaje  de  una  ju- 
ventud que  expresa  un  deseo  profundo,  a  pesar  die  posibles  am- 
bigüedades, de  aquellos  valores  auténticos  que  tienen  su  pleni- 
tud en  Cristo.  ¿No  es,  tal  vez.  Cristo  el  secreto  de  la  verdadera 
libertad  y  de  la  alegría  profunda  del  corazón?  ¿No  es  Cristo  el 
amigo  supremo  y  a  la  vez  el  educador  de  toda  amistad  auténti- 
ca? Si  a  los  jóvenes  se  les  presenta  a  Cristo  con  su  verdadero  ros- 
tro, ellos  lo  experimentan  como  una  respuesta  convincente  y  son 
capaces  de  acoger  el  mensaje,  incluso  si  es  exigente  y  marcado 
por  la  Cruz.  Por  eso,  vibrando  con  su  entusiasmo,  no  dudé  en 
pedirles  una  opción  radical  de  fe  y  de  vida,  señalándoles  una  ta- 
rea estupenda:  la  de  hacerse  «centinelas  de  la  mañana»  (cf.  Is 
21,11-12)  en  esta  aurora  del  nuevo  milenio. 

Peregrinos  de  diversas  clases 

10.  Obviamente  no  puedo  detenerme  en  detalles  sobre  todas  las 
celebraciones  jubilares.  Cada  una  de  ellas  ha  tenido  sus  caracte- 
rísticas y  ha  dejado  su  mensaje  no  solo  a  los  que  han  asistido  di- 
rectamente, sino  también  a  los  que  lo  han  conocido  o  han  parti- 
cipado a  distancia  a  través  de  los  medios  de  comunicación  so- 
cial. Pero,  ¿cómo  no  recordar  el  tono  festivo  del  primer  gran  en- 
cuentro dedicado  a  los  niños?  Empezar  por  ellos  significaba,  en 
cierto  modo,  respetar  la  exhortación  de  Jesús:  «Dejad  que  los  ni- 
ños se  acerquen  a  mí»  (Me  10,  14).  Más  aún,  quizás  significaba 
repetir  el  gesto  que  él  hizo  cuando  «colocó  en  medio»  a  un  niño 
y  lo  presentó  como  símbolo  mismo  de  la  actitud  que  había  que 
asumir,  si  se  quiere  entrar  en  el  Reino  de  Dios  (cf.  Mt  18,  2-4). 


46 


Doc.  Santa  Sede 


Y  así,  en  cierto  sentido,  siguiendo  las  huellas  de  los  niños  han 
venido  a  pedir  la  misericordia  jubilar  las  más  diversas  clases  de 
adultos:  desde  los  ancianos  a  los  enfermos  y  minusválidos,  des- 
de los  trabajadores  de  las  oficinas  y  del  campo  a  los  deportistas, 
desde  los  artistas  a  los  profesores  universitarios,  desde  los  Obis- 
pos y  presbíteros  a  las  personas  de  vida  consagrada,  desde  los 
políticos  y  los  periodistas  hasta  los  militares,  venidos  para  con- 
firmar el  sentido  de  su  servicio  como  un  servicio  a  la  paz. 

Gran  impacto  tuvo  el  encuentro  de  los  trabajadores,  desarrollado  el 
1  de  mayo  dentro  de  la  tradicional  fecha  de  la  fiesta  del  trabajo. 
A  ellos  les  pedí  que  vivieran  la  espiritualidad  del  trabajo,  a  imi- 
tación de  san  José  y  de  Jesús  mismo.  Su  jubileo  me  ofreció,  ade- 
más, la  ocasión  para  lanzar  una  fuerte  llamada  a  remediar  los 
desequilibrios  económicos  y  sociales  existentes  en  el  mundo  del 
trabajo,  y  a  gestionar  con  decisión  los  procesos  de  la  globaliza- 
ción  económica  en  función  de  la  solidaridad  y  del  respeto  debi- 
do a  cada  persona  humana. 

Los  niños,  con  su  incontenible  comportamiento  festivo,  volvie- 
ron en  el  Jubileo  de  las  Familias,  en  el  cual  han  sido  señalados  al 
mundo  como  «primavera  de  la  familia  y  de  la  sociedad».  Muy 
elocuente  fue  este  encuentro  jubilar  en  el  cual  tantas  familias, 
procedentes  de  diversas  partes  del  mundo,  vinieron  para  obte- 
ner, con  renovado  fervor,  la  luz  de  Cristo  sobre  el  proyecto  ori- 
ginario de  Dios  (cf.  Me  10,  6-8;  Mt  19,  4-6).  Ellas  se  comprome- 
tieron a  difundirla  en  una  cultura  que  corre  el  peligro  de  perder, 
de  modo  cada  vez  más  preocupante,  el  sentido  mismo  del  ma- 
trimonio y  de  la  institución  familiar. 

Uno  de  los  encuentros  más  emotivos  para  mí  fue  el  que  tuve  con 
los  presos  de  la  cárcel  Regina  Caeli.  En  sus  ojos  leí  el  dolor,  pero 
también  el  arrepentimiento  y  la  esperanza.  Para  ellos  el  Jubileo 
fue  por  un  motivo  muy  particular  un  «año  de  misericordia». 


47 


Boletín  Eclesiástico 


Finalmente,  fue  simpático,  en  los  últimos  días  del  año,  el  en- 
cuentro con  el  mundo  del  espectáculo.  A  las  personas  que  trabajan 
en  este  sector  recordé  la  gran  responsabilidad  de  proponer,  con 
la  alegre  diversión,  mensajes  positivos,  moralmente  sanos,  capa- 
ces de  transmitir  confianza  y  amor  a  la  vida. 

Congreso  Eucarístico  Internacional 

11.  En  la  lógica  de  este  Año  jubilar,  un  significado  determinante 
debía  tener  el  Congreso  Eucarístico  Internacional.  ¡Y  lo  tuvo!  Si  la 
Eucaristía  es  el  sacrificio  de  Cristo  que  se  hace  presente  entre  no- 
sotros, ¿cómo  podía  su  presencia  real  no  ser  el  centro  del  Año 
Santo  dedicado  a  la  encarnación  del  Verbo?  Precisamente  por 
ello  fue  previsto  como  año  «intensamente  eucarístico»^  y  así  he- 
mos procurado  vivirlo.  Al  mismo  tiempo,  ¿cómo  podía  faltar,  al 
lado  del  recuerdo  del  nacimiento  del  Hijo,  el  de  la  Madre?  Ma- 
ría ha  estado  presente  en  las  celebraciones  jubilares  no  solo  por 
medio  de  oportunos  y  cualificados  congresos,  sino  sobre  todo  a 
través  del  gran  Acto  de  consagración  con  el  que,  rodeado  por 
buena  parte  del  Episcopado  mundial,  confié  a  su  solicitud  ma- 
terna la  vida  de  los  hombres  y  de  las  mujeres  del  nuevo  milenio. 

La  dimensión  ecuménica 

12.  Se  comprenderá  así  que  hable  espontáneamente  del  Jubileo 
visto  desde  la  Sede  de  Pedro.  Sin  embargo,  no  olvido  que  yo 
mismo  quise  que  su  celebración  tuviese  lugar  de  pleno  derecho 
también  en  las  Iglesias  particulares,  y  es  allí  donde  la  mayor  par- 
te de  los  fieles  han  podido  obtener  las  gracias  especiales  y,  en 
particular,  la  indulgencia  del  Año  jubilar.  Así  pues,  es  significa- 
tivo que  muchas  Diócesis  hayan  sentido  el  deseo  de  hacerse  pre- 
sentes, con  numerosos  grupos  de  fieles,  también  aquí  en  Roma. 


6   Cf.  Cart.  ap.  Tcrtio  millenmo  adveniente,  ( 1 0  de  noviembre  de  1994),  55:  AAS  87  (1995) 
38. 

4& 


Doc.  Santa  Sede 


La  ciudad  eterna  ha  manifestado,  pues,  una  vez  más  su  papel 
providencial  de  lugar  donde  las  riquezas  y  los  dones  de  todas  y 
cada  una  de  las  Iglesias,  y  también  de  cada  nación  y  cultura,  se 
armonizan  en  la  «catolicidad»,  para  que  la  única  Iglesia  de  Cris- 
to manifieste  de  modo  cada  vez  más  elocuente  su  misterio  de  sa- 
cramento de  unidad7 

Había  pedido  asimismo  que,  en  el  programa  del  Año  jubilar,  se 
prestara  una  particular  atención  a  la  dimensión  ecuménica.  ¿Qué 
ocasión  más  propicia  para  animar  el  camino  hacia  la  plena  co- 
munión que  la  celebración  común  del  nacimiento  de  Cristo?  Se 
han  llevado  a  cabo  muchos  esfuerzos  para  este  objetivo,  y  entre 
ellos  destaca  el  encuentro  ecuménico  en  la  Basílica  de  San  Pablo 
el  18  de  enero  de  2000,  cuando  por  primera  vez  en  la  historia 
una  Puerta  Santa  fue  abierta  conjuntamente  por  el  Sucesor  de 
Pedro,  por  el  Primado  Anglicano  y  por  un  Metropolitano  del  Pa- 
triarcado Ecuménico  de  Constantinopla,  en  presencia  de  repre- 
sentantes de  Iglesias  y  co- 
munidades eclesiales  del 
todo  el  mundo.  En  esta 
misma  dirección  han  ido 
también  algunos  impor- 
tantes encuentros  con  Pa- 
triarcas ortodoxos  y  Jerar- 
cas de  otras  confesiones 
cristianas.  Recuerdo,  en 
particular,  la  reciente  visi- 
ta de  S.S.  Karekin  II,  patriarca  supremo  y  Catholicós  de  todos  los 
armenios.  Además,  muchos  fieles  de  otras  Iglesias  y  comunida- 
des eclesiales  han  participado  en  los  encuentros  jubilares  de  los 
diversos  grupos.  El  camino  ecuménico  es  ciertamente  laborioso, 
quizás  largo,  pero  nos  anima  la  esperanza  de  estar  guiados  por 


7  CoNC.  EcuM.  Vat.  II,  Const.  dogm.  Lumen  gentium  sobre  la  Iglesia,  1. 


primera  vez  en  la  historia  una  I 
Puerta  Santa  fue  abierta  conjunta-  \ 
i  mente  por  el  Sucesor  de  Pedro,  por 
I   el  Primado  Anglicano  y  por  un 
Metropolitano  del  Patriarcado 
Ecuménico  de  Constantinopla 

I 

I  I 


49 


Boletín  Eclesiástico 


la  presencia  de  Cristo  resucitado  y  por  la  fuerza  inagotable  de  su 
Espíritu,  capaz  de  sorpresas  siempre  nuevas. 

La  peregrinación  en  Tierra  Santa 

13.  ¡Cómo  no  recordar  también  mi  Jubileo  personal  por  los  caminos 
de  Tierra  Santa!  Habría  deseado  iniciarlo  en  Ur  de  los  caldeos, 
para  seguir  casi  prácticamente  las  huellas  de  Abraham  «nuestro 
padre  en  la  fe»  (cf.  Rm  4,11-16).  En  cambio,  tuve  que  contentar- 
me con  una  etapa  únicamente  espiritual,  mediante  la  sugestiva 
«Liturgia  de  la  palabra»  celebrada  el  23  de  febrero  en  la  sala  Pa- 
blo VI.  A  continuación  tuvo  lugar  la  verdadera  peregrinación,  si- 
guiendo el  itinerario  de  la  historia  de  la  salvación.  Así  tuve  el 
gozo  de  pararme  en  el  Monte  Sinaí,  lugar  que  recuerda  la  entre- 
ga del  Decálogo  y  de  la  primera  Alianza.  Un  mes  después  reto- 
mé el  camino,  llegando  al  Monte  Nebo  y  visitando  luego  los 
mismos  lugares  habitados  y  santificados  por  el  Redentor.  Es  di- 
fícil expresar  la  emoción  que  experimenté  al  poder  venerar  los 
lugares  del  nacimiento  y  de  la  vida  de  Cristo,  en  Belén  y  Naza- 
ret,  al  celebrar  la  Eucaristía  en  el  Cenáculo,  en  el  mismo  lugar  de 
su  institución,  al  meditar  el  misterio  de  la  Cruz  sobre  el  Gólgo- 
ta,  donde  él  dio  su  vida  por  nosotros.  En  aquellos  lugares,  aún 
tan  probados  e  incluso  recientemente  azotados  por  la  violencia, 
pude  experimentar  una  acogida  extraordinaria  no  solo  por  par- 
te de  los  hijos  de  la  Iglesia,  sino  también  por  parte  de  las  comu- 
nidades israelí  y  palestina.  Grande  fue  mi  emoción  en  la  oración 
ante  el  Muro  de  las  Lamentaciones  y  durante  la  visita  al  Mauso- 
leo de  Yad  Vashem,  recuerdo  aterrador  de  las  víctimas  de  los 
campos  de  exterminio  nazis.  Aquella  peregrinación  fue  un  mo- 
mento de  fraternidad  y  de  paz,  que  me  complace  señalar  como 
uno  de  los  dones  más  bellos  del  acontecimiento  jubilar.  Pensan- 
do en  el  clima  vivido  en  aquellos  días,  expreso  el  sincero  augu- 
rio de  una  pronta  y  justa  solución  de  los  problemas  aún  abiertos 
en  aquellos  lugares  santos,  tan  queridos  a  la  vez  por  los  judíos, 
los  cristianos  y  los  musulmanes. 

50 


1 


Doc.  Santa  Sede 


La  deuda  extema 

14.  El  Jubileo  ha  sido  también,  — y  no  podía  ser  de  otro  modo — 
un  gran  acontecimiento  de  caridad.  Desde  los  años  preparato- 
rios, hice  una  llamada  a  una  mayor  y  más  comprometida  aten- 
ción a  los  problemas  de  la  pobreza  que  aún  afligen  al  mundo. 
Un  significado  particular  ha  tenido,  a  este  respecto,  el  problema 
de  la  deuda  externa  de  ¡os  países  pobres.  En  relación  con  éstos,  un 
gesto  de  generosidad  estaba  en  la  lógica  misma  del  Jubileo,  que 
en  su  originaria  configuración  bíblica  era  precisamente  el  tiem- 
po en  el  cual  la  comunidad  se  comprometía  a  restablecer  la  jus- 
ticia y  la  solidaridad  en  las  relaciones  entre  las  personas,  restitu- 
yendo también  los  bienes  materiales  substiaídos.  Me  complace 
observar  que  recientemente  los  Parlamentos  de  muchos  Estados 
acreedores  han  votado  una  reducción  sustancial  de  la  deuda  bi- 
lateral que  tienen  los  países  más  pobres  y  endeudados.  Formu- 
lo mis  votos  para  que  los  respectivos  Gobiernos  acaten,  en  bre- 
ve plazo,  estas  decisiones  parlamentarias.  Más  problemática  ha 
resultado,  sin  embargo,  la  cuestión  de  la  deuda  multilateral, 
contiaída  por  países  pobres  con  los  organismos  financieros  in- 
ternacionales. Es  de  desear  que  los  Estados  miembros  de  tales 
organizaciones,  sobre  todo  los  que  tienen  un  mayor  peso  en  las 
decisiones,  logren  encontiar  el  consenso  necesario  para  llegar  a 
una  rápida  solución  de  una  cuestión  de  la  que  depende  el  pro- 
ceso de  desarrollo  de  muchos  países,  con  graves  consecuencias 
para  la  condición  económica  y  existencial  de  tantas  personas. 

Un  nuevo  dinamismo 

15.  Estos  son  algunos  de  los  aspectos  más  sobresalientes  de  la  ex- 
periencia jubilar.  Ésta  deja  en  nosotros  tantos  recuerdos.  Pero  si 
quisiéramos  descubrir  el  núcleo  esencial  de  la  gran  herencia  que 
nos  deja,  no  dudaría  en  concretarlo  en  la  contemplación  del  rostro  de 
Cristo:  considerado  en  sus  coordenadas  históricas  y  en  su  miste- 
rio, acogido  en  su  múltiple  presencia  en  la  Iglesia  y  en  el  mundo, 
confesado  como  sentido  de  la  historia  y  luz  de  nuestio  camino. 


51 


Boletín  Eclesiástico 


Ahora  tenemos  que  mirar  hacia  adelante,  debemos  «remar  mar 
adentro»,  confiando  en  la  palabra  de  Cristo:  ¡Duc  in  aJtum!  Lo 
que  hemos  hecho  este  año  no  puede  justificar  una  sensación  de 
dejadez  y  menos  aún  llevamos  a  una  actitud  de  desinterés.  Al 
contrario,  las  experiencias  vividas  deben  suscitar  en  nosotros  un 
dinamismo  7mroo,  empujándonos  a  emplear  el  entusiasmo  expe- 
rimentado en  iniciativas  concretas.  Jesús  mismo  nos  lo  advierte: 
«Quien  pone  su  mano  en  el  arado  y  vuelve  su  vista  atrás,  no  sir- 
ve para  el  Reino  de  Dios»  (Le  9,  62).  En  la  causa  del  Reino  no  hay 
tiempo  para  mirar  para  atrás,  y  menos  para  dejarse  llevar  por  la 
pereza.  Es  mucho  lo  que  nos  espera  y  por  eso  tenemos  que  em- 
prender una  eficaz  programación  pastoral  post-jubilar. 

Sin  embargo,  es  importante  que  lo  que  nos  propongamos,  con  la 
ayuda  de  Dios,  esté  fundado  en  la  contemplación  y  en  la  ora- 
ción. El  nuestro  es  un  tiempo  de  continuo  movimiento,  que  a 
menudo  desemboca  en  el  activismo,  con  el  riesgo  fácil  del  «ha- 
cer por  hacer».  Tenemos  que  resistir  a  esta  tentación,  buscando 
«ser»  antes  que  «hacer».  Recordemos  a  este  respecto  el  reproche 
de  Jesús  a  Marta:  «Tú  te  afanas  y  te  preocupas  por  muchas  co- 
sas y  sin  embargo  solo  una  es  necesaria»  (Le  10,  41-42).  Con  este 
espíritu,  antes  de  someter  a  vuestra  consideración  unas  líneas 
de  acción,  deseo  haceros  partícipes  de  algunos  puntos  de  medi- 
tación sobre  el  misterio  de  Cristo,  fundamento  absoluto  de  toda 
nuestra  acción  pastoral. 

II 

UN  ROSTRO  PARA  CONTEMPLAR 

16.  «Queremos  ver  a  Jesús»  (Jn  12,  21).  Esta  petición,  hecha  al 
apóstol  Felipe  por  algunos  griegos  que  habían  acudido  a  Jerusa- 
lén  para  la  peregrinación  pascual,  ha  resonado  también  espiri- 
tualmente  en  nuestros  oídos  en  este  Año  jubilar.  Como  aquellos 
peregrinos  de  hace  dos  mil  años,  los  hombres  de  nuestro  tiem- 


52 


Doc.  Santa  Sede 


po,  quizás  no  siempre  conscientemente,  piden  a  los  creyentes  de 
hoy  no  solo  «hablar»  de  Cristo,  sino  en  cierto  modo  hacérselo 
«ver».  ¿Y  no  es  cometido  de  la  Iglesia  reflejar  la  luz  de  Cristo  en 
cada  época  de  la  historia  y  hacer  resplandecer  también  su  rostro 
ante  las  generaciones  del  nuevo  milenio? 

Sin  embargo,  nuestro  testimonio  sería,  además,  enormemente 
deficiente  si  nosotros  no  fuésemos  los  primeros  contempladores  de 
su  rostro.  El  Gran  Jubileo  nos  ha  ayudado  a  serlo  más  profunda- 
mente. Al  final  del  Jubileo,  a  la  vez  que  reanudamos  el  camino 
ordinario,  llevando  en  el  corazón  las  ricas  experiencias  vividas 
durante  este  período  singular,  la  mirada  se  queda  más  que  nun- 
ca fija  en  el  rostro  del  Señor. 

El  testimonio  de  los  Evangelios 

17.  La  contemplación  del  rostro  de  Cristo  se  centra  sobre  todo  en 
lo  que  de  él  dice  la  Sagrada  Escritura  que,  desde  el  principio 
hasta  el  final,  está  impregnada  de  este  misterio,  señalado  oscu- 
ramente en  el  Antiguo  Testamento  y  revelado  plenamente  en  el 
Nuevo,  hasta  el  punto  que  san  Jerónimo  afirma  con  vigor:  «Ig- 
norar las  Escrituras  es  ignorar  a  Cristo  mismo».^  Teniendo  como 
fundamento  la  Escritura,  nos  abrimos  a  la  acción  del  Espíritu  (cf. 
Jn  15,  26),  que  es  el  origen  de  aquellos  escritos,  y,  a  la  vez,  al  tes- 
timonio de  los  Apóstoles  (cf.  Jn  15,  27),  que  tuvieron  la  experiencia 
viva  de  Cristo,  la  Palabra  de  vida,  lo  vieron  con  sus  ojos,  lo  es- 
cucharon con  sus  oídos  y  lo  tocaron  con  sus  manos  (cf.  1  Jn  1,1). 

Lo  que  nos  ha  llegado  por  medio  de  ellos  es  una  visión  de  fe,  ba- 
sada en  un  testimonio  histórico  preciso.  Es  un  testimonio  verda- 
dero que  los  Evangelios,  no  obstante  su  compleja  redacción  y 
con  una  intención  primordialmente  catequética,  nos  transmitie- 
ron de  una  manera  plenamente  comprensible.^ 


8  «Ignoratio  enitn  Scripturarum  ignorafio  Christi  est»:  Comm.  in  ¡s.,  ProL:  PL  24,  17. 

9  Cf.  Conc.  Ecum.  Vat.  II,  Const.  dogm.  Dei  Verbum  sobre  la  divina  revelación,  19. 


53 


3o\et\n  Eclesiástico 


18.  En  realidad  los  Evangelios  no  pretenden  ser  una  biografía 
completa  de  Jesús  según  los  cánones  de  la  ciencia  histórica  mo- 
derna. Sin  embargo,  de  ellos  emerge  el  rostro  del  Nazareno  con  un 
fundamento  histórico  seguro,  pues  los  evangelistas  se  preocuparon 
de  presentarlo  recogiendo  testimonios  fiables  (cf.  Le  1,3)  y  traba- 
jando sobre  documentos  sometidos  al  atento  discernimiento 
eclesial.  Sobre  la  base  de  estos  testimonios  iniciales  ellos,  bajo  la 
acción  iluminada  del  Espíritu  Santo,  descubrieron  el  dato  huma- 
namente desconcertante  del  nacimiento  virginal  de  Jesús  de  Ma- 
ría, esposa  de  José.  De  quienes  lo  habían  conocido  durante  los 
casi  treinta  años  transcurridos  por  él  en  Nazaret  (cf.  Le  3,  23),  re- 
cogieron los  datos  sobre  su  vida  de  «hijo  del  carpintero»  {Mt  13, 
55)  y  también  como  «carpintero»,  en  medio  de  sus  parientes  (cf. 
Me  6,  3).  Hablaron  de  su  religiosidad,  que  lo  impulsaba  a  ir  con 
los  suyos  en  peregrinación  anual  al  templo  de  Jerusalén  (cf .  Le  2, 
41)  y  sobre  todo  porque  acudía  de  forma  habitual  a  la  sinagoga 
de  su  ciudad  (cf.  Le  4, 16). 

Después  los  relatos  serán  más  extensos,  aún  sin  ser  una  narra- 
ción orgánica  y  detallada,  en  el  período  del  ministerio  público, 
a  partir  del  momento  en  que  el  joven  galileo  se  hace  bautizar  por 
Juan  Bautista  en  el  Jordán  y,  apoyado  por  el  testimonio  de  lo  al- 
to, con  la  conciencia  de  ser  el  «Hijo  amado»  (cf.  Le  3,  22),  inicia 
su  predicación  de  la  venida  del  Reino  de  Dios,  enseñando  sus 
exigencias  y  su  fuerza  mediante  palabras  y  signos  de  gracia  y 
misericordia.  Los  Evangelios  nos  lo  presentan  así  en  camino  por 
ciudades  y  aldeas,  acompañado  por  doce  Apóstoles  elegidos 
por  él  (cf.  Me  3, 13-19),  por  un  grupo  de  mujeres  que  los  ayudan 
(cf.  Le  8,  2-3),  por  muchedumbres  que  lo  buscan  y  lo  siguen,  por 
enfermos  que  imploran  su  poder  de  curación,  por  interlocutores 
que  escuchan,  con  diferente  fruto,  sus  palabras. 

La  narración  de  los  Evangelios  coincide  además  en  mostrar  la 
creciente  tensión  que  hay  entre  Jesús  y  los  grupos  dominantes 


54 


Doc.  Santa  Sede 


de  la  sociedad  religiosa  de  su  tiempo,  hasta  la  crisis  final,  que 
tiene  su  epílogo  dramático  en  el  Gólgota.  Es  la  hora  de  las  tinie- 
blas, a  la  que  seguirá  una  nueva,  radiante  y  definitiva  aurora.  En 
efecto,  las  narraciones  evangélicas  terminan  mostrando  al  Naza- 
reno victorioso  sobre  la  muerte,  señalan  la  tumba  \'acía  y  lo  si- 
guen en  el  ciclo  de  las  apariciones,  en  las  cuales  los  discípulos, 
perplejos  y  atónitos  antes,  llenos  de  indecible  gozo  después,  lo 
experimentan  vivo  y  radiante,  y  de  él  reciben  el  don  del  Espíri- 
tu Santo  (cf.  ]n  20,  22)  y  el  mandato  de  anunciar  el  Evangelio  a 
«todas  las  gentes»  (Mf  28,  19). 

El  camino  de  la  fe 

19.  «Los  discípulos  se  alegraron  de  ver  al  Señor»  (/«  20,  20).  El 
rostro  que  los  Apóstoles  contemplaron  después  de  la  resurrec- 
ción era  el  mismo  de  aquel  Jesús  con  quien  habían  vivido  unos 
tres  años,  y  que  ahora  los  con\'encía  de  la  verdad  asombrosa  de 
su  nueva  vida  mostrándoles  «las  manos  y  el  costado»  {]n  20, 20). 
Ciertamente  no  fue  fácil  creer.  Los  discípulos  de  Emaús  creyeron 
solo  después  de  un  laborioso  itinerario  del  espíritu  (cf.  Le  24, 13- 
35).  El  apóstol  Tomás  creyó  iónicamente  después  de  haber  com- 
probado el  prodigio  (cf.  ]n  20, 24-29).  En  realidad,  aunque  se  vie- 
se y  se  tocase  su  cuerpo,  solo  la  fe  podía  franquear  plenamente  el 
misterio  de  aquel  rostro.  Esta  era  una  experiencia  que  los  discípu- 
los debían  haber  hecho  ya  en  la  vida  histórica  de  Cristo,  con  las 
preguntas  que  afloraban  en  su  mente  cada  vez  que  se  sentían  in- 
terpelados por  sus  gestos  y  por  sus  palabras.  A  Jesús  no  se  llega 
verdaderamente  más  que  por  la  fe,  a  través  de  un  camino  cuyas 
etapas  nos  presenta  el  Evangelio  en  la  bien  conocida  escena  de 
Cesárea  de  Filipo  (cf.  Mt  16,  13-20).  A  los  discípulos,  como  ha- 
ciendo un  primer  balance  de  su  misión,  Jesús  les  pregunta  quién 
dice  la  «gente»  que  es  él,  recibiendo  como  respuesta:  «Unos,  que 
Juan  el  Bautista;  otros,  que  Elias;  otros,  que  Jeremías  o  uno  de  los 
profetas»  (Mí  16, 14).  Respuesta  elevada,  pero  distante  aún  — ¡y 
cuánto! —  de  la  verdad.  El  pueblo  llega  a  entrever  la  dimensión 


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Boletín  Eclesiástico 


religiosa  realmente  excepcional  de  este  rabbí  que  habla  de  mane- 
ra fascinante,  pero  que  no  consigue  encuadrarlo  entre  los  hom- 
bres de  Dios  que  marcaron  la  historia  de  Israel.  En  realidad,  ¡Je- 
sús es  muy  distinto!  Es  precisamente  este  ulterior  grado  de  co- 
nocimiento, que  atañe  al  nivel  profundo  de  su  persona,  lo  que  él 
espera  de  los  «suyos»:  «Y  vosotros  ¿quién  decís  que  soy  yo?» 
(Mí  16,  15).  Solo  la  fe  profesada  por  Pedro,  y  con  él  por  la  Igle- 
sia de  todos  los  tiempos,  llega  realmente  al  corazón,  yendo  a  la 
profimdidad  del  misterio:  «Tú  eres  el  Cristo,  el  Hijo  de  Dios  vi- 
vo» (Mf  16,  16). 

20.  ¿Cómo  llegó  Pedro  a  esta  fe?  ¿Y  qué  se  nos  pide  a  nosotros  si 
queremos  seguir  de  modo  cada  vez  más  convencido  sus  pasos? 
Mateo  nos  da  una  indicación  clarificadora  en  las  palabras  con 
que  Jesús  acoge  la  confesión  de  Pedro:  «No  te  ha  revelado  esto 
la  carne  ni  la  sangre,  sino  mi  Padre  que  está  en  los  cielos»  (Mf 
16, 17).  La  expresión  «carne  y  sangre»  evoca  al  hombre  y  el  mo- 
do común  de  conocer.  Esto,  en  el  caso  de  Jesús,  no  basta.  Es  ne- 
cesaria una  gracia  de  «revelación»  que  viene  del  Padre  (cf.  Mt 
16,  17).  Lucas  nos  ofrece  un  dato  que  sigue  la  misma  dirección, 
haciendo  notar  que  este  diálogo  con  los  discípulos  se  desarrolló 
mientras  Jesús  «estaba  orando  a  solas»  (Le  9, 18).  Ambas  indica- 
ciones nos  hacen  tomar  conciencia  del  hecho  de  que  a  la  contem- 
plación plena  del  rostro  del  Señor  no  llegamos  solo  con  nuestras 
fuerzas,  sino  dejándonos  guiar  por  la  gracia.  Solo  la  experiencia 
del  silencio  y  de  la  oración  ofrece  el  horizonte  adecuado  en  el  que 
puede  madurar  y  desarrollarse  el  conocimiento  más  auténtico, 
fiel  y  coherente,  de  aquel  misterio,  que  tiene  su  expresión  culmi- 
nante en  la  solemne  proclamación  del  evangelista  san  Juan:  «Y 
el  Verbo  se  hizo  carne,  y  habitó  entre  nosotros,  y  hemos  contem- 
plado su  gloria,  gloria  que  recibe  del  Padre  como  Hijo  único,  lle- 
no de  gracia  y  de  verdad»  {]n  1,  14). 


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Doc.  Santa  Sede 


La  profundidad  del  misterio 

21.  ¡El  Verbo  y  la  carne,  la  gloria  divina  y  su  morada  entre  los 
hombres!  En  la  unión  íntima  e  inseparable  de  estas  dos  polaridades 
está  la  identidad  de  Cristo,  según  la  formulación  clásica  del 
Concilio  de  Calcedonia  (año  451):  «Una  persona  en  dos  natura- 
lezas». La  persona  es  la  del  Verbo  eterno,  el  hijo  del  Padre,  y  so- 
lo ella.  Sus  dos  naturalezas,  sin  confusión  alguna,  pero  sin  sepa- 
ración alguna  posible,  son  la  divina  y  la  humana.^o 

Somos  conscientes  de  los  límites  de  nuestros  conceptos  y  pala- 
bras. La  fórmula,  a  pesar  de  ser  siempre  humana,  está  expresa- 
da cuidadosamente  en  su  contenido  doctrinal  y  en  cierto  modo, 
nos  permite  asomarnos  a  la  profundidad  del  misterio.  Cierta- 
mente, ¡Jesús  es  verdadero  Dios  y  verdadero  hombre!  Como  el 
apóstol  Tomás,  la  Iglesia  está  invitada  continuamente  por  Cris- 
to a  tocar  sus  llagas,  es  decir,  a  reconocer  la  plena  humanidad 
asumida  en  María,  entregada  a  la  muerte  y  transfigurada  por  la 
resurrección:  «Acerca  aquí  tu  dedo  y  mira  mis  manos;  trae  tu 
mano  y  métela  en  mi  costado»  (Jn  20,  27).  Como  Tomás,  la  Igle- 
sia se  postra  en  adoración  ante  Cristo  resucitado,  en  la  plenitud 
de  su  divino  esplendor,  y  exclama  perennemente:  ¡«Señor  mío  y 
Dios  mío»!  ijn  20,  28). 

22.  «El  Verbo  se  hizo  carne»  (Jn  1, 14).  Esta  espléndida  presenta- 
ción joánica  del  misterio  de  Cristo  está  confirmada  por  todo  el 
Nuevo  Testamento.  En  este  sentido  se  sitúa  también  el  apóstol 
san  Pablo  cuando  afirma  que  el  Hijo  de  Dios  nació  de  la  estirpe 


10  «Siguiendo,  pues,  a  los  Santos  Padres,  todos  a  una  voz  enseñamos  que  ha  de  confe- 
sarse a  uno  solo  y  el  mismo  Hijo,  nuestro  Señor  Jesucristo,  el  mismo  perfecto  en  la  di- 
vinidad y  el  mismo  perfecto  en  la  humanidad.  Dios  verdaderamente,  y  el  mismo  ver- 
daderamente hombre  [...]  uno  solo  y  el  mismo  Cristo  Señor  unigénito  en  dos  natura- 
lezas, sin  confusión,  sin  cambio,  sin  división,  sin  separación,  [...]  no  partido  o  dividi- 
do en  dos  personas,  sino  uno  solo  y  el  mismo  Hijo  unigénito.  Dios,  Verbo  y  Señor  Je- 
sucristo»: DS  301-302. 


57 


Boletín  Eclesiástico 


de  David  «segiin  la  carne»  {Rm  13;  cf.  95).  Si  hoy,  con  el  raciona- 
lismo que  reina  en  gran  parte  de  la  cultura  contemporánea,  es 
sobre  todo  la  fe  en  la  divinidad  de  Cristo  lo  que  constituye  un 
problema,  en  otros  contextos  históricos  y  culturales  hubo  más 
bien  la  tendencia  a  rebajar  o  desconocer  el  aspecto  histórico  con- 
creto de  la  humanidad  de  Jesús.  Pero  para  la  fe  de  la  Iglesia  es 
esencial  e  irrenunciable  afirmar  que  realmente  el  Verbo  «se  hizo 
carne»  y  asumió  todas  las  características  del  ser  humano,  excepto  el 
pecado  (cf.  Hb  4,  15).  Desde  esta  perspecfiva,  la  Encamación  es 
verdaderamente  una  kenosis,  un  "despojarse",  por  parte  del  Hi- 
jo de  Dios,  de  la  gloria  que  tiene  desde  la  eternidad  (cf.  Flp  2,  6- 
8;  1  P  3,  18). 

Por  otra  parte,  este  rebajarse  del  Hijo  de  Dios  no  es  un  fin  en  sí 
mismo;  más  bien,  tiende  a  la  plena  glorificación  de  Cristo,  inclu- 
so en  su  humanidad.  «Por  lo  cual  Dios  lo  exaltó  y  le  otorgó  un 
Nombre  sobre  todo  nombre.  Para  que  al  nombre  de  Jesús  toda 
rodilla  se  doble  en  los  cielos,  en  la  tierra  y  en  los  abismos,  y  to- 
da lengua  confiese  que  Cristo  Jesús  es  Señor  para  gloria  de  Dios 
Padre»  {Flp  2,  9-11). 

23.  «Señor,  busco  tu  rostió»  {Sal  27,  8).  El  antiguo  anhelo  del  Sal- 
mista no  podía  recibir  una  respuesta  mejor  y  más  sorprendente 
que  la  contemplación  del  rostro  de  Cristo.  En  él  Dios  nos  ha  ben- 
decido verdaderamente  y  ha  hecho  «brillar  su  rostió  sobre  noso- 
tios»  {Sal  67,  3).  Al  mismo  tiempo.  Cristo,  siendo  Dios  y  hombre, 
nos  revela  también  el  auténtico  rostió  del  hombre,  «manifiesta 
plenamente  el  hombre  al  propio  hombre».!^ 

Jesús  es  el  «hombre  nuevo»  (£/4,  24;  cf.  Col  3,  10)  que  llama  a 
participar  de  su  vida  divina  a  la  humanidad  redimida.  En  el 
misterio  de  la  Encarnación  están  las  bases  para  una  antropolo- 


11  CONC.  ECUM.  Vat.  n,  Const.  past.  Gaudium  el  spes  sobre  la  Iglesia  en  el  mundo  actual, 
22. 


56 


Doc.  Santa  Sede 


gía  que  es  capaz  de  ir  más  allá  de  sus  propios  límites  y  contra- 
dicciones, orientándose  hacia  Dios  mismo,  más  aún,  hacia  la 
meta  de  la  «divinización»,  a  través  de  la  incorporación  a  Cristo 
del  hombre  redimido,  admitido  a  la  intimidad  de  la  vida  trinita- 
ria. Sobre  esta  dimensión  salvífica  del  misterio  de  la  Encarna- 
ción los  santos  Padres  insistieron  mucho:  solo  porque  el  Hijo  de 
Dios  se  hizo  verdaderamente  hombre,  el  hombre  puede,  en  él  y 
por  medio  de  él,  llegar  a  ser  realmente  hijo  de  Dios.^^ 

Rostro  del  Hijo 

24.  Esta  identidad  divino-humana  brota  vigorosamente  de  los 
Evangelios,  que  nos  ofrecen  una  serie  de  elementos  gracias  a  los 
cuales  podemos  introducirnos  en  la  «zona-límite»  del  misterio, 
representada  por  la  autoconciencia  de  Cristo.  La  Iglesia  no  duda 
de  que  en  su  narración  los  evangelistas,  inspirados  por  el  Espí- 
ritu Santo,  captaran  correctamente,  en  las  palabras  pronuncia- 
das por  Jesús,  la  verdad  que  él  tenía  sobre  su  conciencia  y  su 
persona.  ¿No  es  esto  lo  que  nos  quiere  decir  san  Lucas,  recogien- 
do las  primeras  palabras  de  Jesús,  a  sus  doce  años,  en  el  templo 
de  Jerusalén?  Entonces  él  aparece  ya  consciente  de  tener  una  re- 
lación única  con  Dios,  como  es  la  propia  del  «hijo».  En  efecto,  a 
su  Madre,  que  le  hace  notar  la  angustia  con  que  ella  y  José  lo  han 
buscado,  Jesús  responde  sin  dudar:  «¿Por  qué  me  buscabais? 
¿No  sabíais  que  yo  debía  ocuparme  de  las  cosas  de  mi  Padre?» 
(Le  2,  49).  No  es  de  extrañar,  pues,  que,  en  la  madurez,  su  len- 
guaje expresara  firmemente  la  profundidad  de  su  misterio,  co- 
mo está  abundantemente  subrayado  tanto  por  los  Evangelios  si- 
nópticos (cf.  Mt  11,  27;  Le  10,  22),  como  por  el  evangelista  san 
Juan.  En  su  autoconciencia  Jesús  no  tiene  dudas:  «El  Padre  está 
en  mí,  y  yo  en  el  Padre»  []n  10,  38). 


12  A  este  respecto  observa  san  Atanasio:  «El  hombre  no  podía  ser  divinizado  permane- 
ciendo unido  a  una  criatura,  si  el  Hijo  no  fuese  verdaderamente  Dios»,  Discurso  II 
contra  los  Arríanos  70:  PG  26,  425  B  -  426  G.. 


59 


Boletín  Eclesiástico 


Aunque  sea  lícito  pensar  que,  por  su  condición  humana  que  lo 
hacía  crecer  «en  sabiduría,  en  estatura  y  en  gracia»  (Le  2,  52),  la 
conciencia  humana  de  su  misterio  progresó  también  hasta  la 
plena  expresión  de  su  humanidad  glorificada,  no  hay  duda  de 
que  ya  en  su  existencia  terrena  Jesús  tenía  conciencia  de  su  iden- 
tidad de  Hijo  de  Dios.  San  Juan  lo  subraya  llegando  a  afírmar 
que,  en  definitiva,  por  esto  hie  rechazado  y  condenado.  En  efec- 
to, buscaban  matarlo,  «porque  no  solo  quebrantaba  el  sábado, 
sino  que  llamaba  a  Dios  su  propio  Padre,  haciéndose  a  sí  mismo 
igual  a  Dios»  (Jn  5,  18).  En  el  marco  de  Getsemaní  y  del  Gólgo- 
ta,  la  conciencia  humana  de  Jesús  se  verá  sometida  a  la  prueba 
más  dura.  Pero  ni  siquiera  el  drama  de  la  pasión  y  muerte  con- 
seguirá alterar  su  serena  seguridad  de  ser  el  Hijo  del  Padre  ce- 
lestial. 

Rostro  doliente 

25.  La  contemplación  del  rostro  de  Cristo  nos  lleva  así  a  acercar- 
nos al  aspecto  más  paradójico  de  su  misterio,  como  se  ve  en  la  hora 
extrema,  la  hora  de  la  cruz.  Misterio  en  el  misterio,  ante  el  cual 
el  ser  humano  no  puede  por  menos  de  postrarse  en  adoración. 

Pasa  ante  nuestra  mirada  la  intensidad  de  la  escena  de  la  agonía 
en  el  huerto  de  los  Olivos.  Jesús,  abrumado  al  prever  la  prueba 
que  le  espera,  solo  delante  de  Dios,  lo  invoca  con  su  habitual  y 
tierna  expresión  de  confianza:  «¡Abbá,  Padre!».  Le  pide  que  ale- 
je de  él,  si  es  posible,  la  copa  del  sufrimiento  (cf.  Me  14,  36).  Pe- 
ro el  Padre  parece  que  no  quiere  escuchar  la  voz  del  Hijo.  Para 
devolver  al  hombre  el  rostro  del  Padre,  Jesús  no  solo  debió  asu- 
mir el  rostro  del  hombre,  sino  también  el  «rostro»  del  pecado. 
«Quien  no  conoció  pecado,  se  hizo  pecado  por  nosotros,  para 
que  viniésemos  a  ser  justicia  de  Dios  en  él»  (2  Co  5,  21). 

Nunca  acabaremos  de  penetrar  en  el  abismo  de  este  misterio. 
Toda  la  dureza  de  esta  paradoja  emerge  en  el  grito  de  dolor,  apa- 


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Doc.  Santa  Sede 


ren  temen  te  desesperado,  que  Jesús  da  en  la  cruz:  «Eloí,  Eloí,  ¿le- 
ma sabactaní?"  — que  quiere  decir —  ¡Dios  mío,  Dios  mío!  ¿por  qué 
me  has  abandonado?»  (Me  15,  34).  ¿Es  posible  imaginar  un  sufri- 
miento mayor,  una  oscuridad  más  densa?  En  realidad,  el  angus- 
tioso «por  qué»  dirigido  al  Padre  con  las  palabras  iniciales  del  Sal- 
mo 22,  aun  conservando  todo  el  realismo  de  un  dolor  indecible, 
se  ilumina  con  el  sentido  de  toda  la  oración  en  la  que  el  Salmis- 
ta presenta  unidos,  en  un  conjunto  conmovedor  de  sentimien- 
tos, el  sufrimiento  y  la  confíanza.  En  efecto,  continúa  el  Salmo: 
«En  ti  esperaron  nuestros  padres,  esperaron  y  tú  los  liberaste... 
¡No  estés  lejos  de  mí,  que  la  angustia  está  cerca,  no  hay  para  mí 
socorro!»  (22,  5.  12). 

26.  El  grito  de  Jesús  en  la  cruz,  queridos  hermanos  y  hermanas, 
no  delata  la  angustia  de  un  desesperado,  sino  la  oración  del  Hi- 
jo que  ofrece  su  vida  al  Padre  por  amor  para  la  salvación  de  to- 
dos. Mientras  se  identifica  con  nuestro  pecado,  «abandonado» 
por  el  Padre,  él  se  «abandona»  en  las  manos  del  Padre.  Sus  ojos 
permanecen  fijos  en  el  Padre.  Precisamente  por  el  conocimiento 
y  la  experiencia  que  solo  él  tiene  de  Dios,  incluso  en  este  mo- 
mento de  oscuridad  ve  límpidamente  la  gravedad  del  pecado  y 
sufre  por  esto.  Solo  él,  que  ve  al  Padre  y  lo  goza  plenamente,  va- 
lora en  profundidad  lo  qué  significa  resistir  con  el  pecado  a  su 
amor.  Antes  aun,  y  mucho  más  que  en  el  cuerpo,  su  pasión  es 
sufrimiento  atroz  del  alma.  La  tradición  teológica  no  ha  evitado 
preguntarse  cómo  Jesús  pudo  vivir  a  la  vez  la  unión  profunda 
con  el  Padre,  de  por  sí  fuente  de  alegría  y  felicidad,  y  la  agonía 
hasta  el  grito  de  abandono.  La  presencia  simultánea  de  estas  dos 
dimensiones  aparentemente  inconciliables  está  arraigada  real- 
mente en  la  profundidad  insondable  de  la  unión  hipostática. 

27.  Ante  este  misterio,  además  de  la  investigación  teológica,  po- 
demos encontrar  una  ayuda  eficaz  en  aquel  patrimonio  que  es  la 
«teología  vivida»  de  los  Santos.  Ellos  nos  ofrecen  unas  indicaciones 


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Boletín  Eclesiástico 


valiosas  que  permiten  acoger  más  fácilmente  la  intuición  de  la 
fe,  y  esto  gracias  a  la  iluminación  particular  que  algunos  de  ellos 
han  recibido  del  Espíritu  Santo,  o  incluso  a  través  de  la  expe- 
riencia que  ellos  mismos  han  hecho  de  los  terribles  estados  de 
prueba  que  la  tradición  mística  describe  como  «noche  oscura». 
Muchas  veces  los  Santos  han  vivido  algo  semejante  a  la  experien- 
cia de  Jesús  en  la  cruz  en  la  paradójica  confluencia  de  felicidad  y 
dolor.  En  el  Diálogo  de  la  Divina  Providencia  Dios  Padre  muestra 
a  santa  Catalina  de  Siena  cómo  en  las  almas  santas  puede  estar 
presente  la  alegría  junto  con  el  sufrimiento:  «Y  el  alma  está  feliz 
y  doliente:  doliente  por  los  pecados  del  prójimo,  feliz  por  la 
unión  y  por  el  afecto  de  la  caridad  que  ha  recibido  en  sí  misma. 
Ellos  imitan  al  Cordero  inmaculado,  a  mi  Hijo  Unigénito,  el  cual 
estando  en  la  cruz  estaba  feliz  y  doliente». ^3  Del  mismo  modo 
santa  Teresa  de  Lisieux  vive  su  agonía  en  comunión  con  la  de  Je- 
sús, verificando  en  sí  precisamente  la  misma  paradoja  de  Jesús 
feliz  y  angustiado:  «Nuestro  Señor  en  el  huerto  de  los  Olivos  go- 
zaba de  todas  las  alegrías  de  la  Trinidad,  y  sin  embargo  su  ago- 
nía no  era  menos  cruel.  Es  un  misterio,  pero  le  aseguro  que,  de 
lo  que  pruebo  yo  misma,  comprendo  algo».^^  testimonio 
muy  claro.  Por  otra  parte,  la  misma  narración  de  los  evangelis- 
tas permite  esta  percepción  eclesial  de  la  conciencia  de  Cristo 
cuando  recuerda  que,  aun  en  su  profundo  dolor,  él  muere  im- 
plorando el  perdón  para  sus  verdugos  (cf .  Le  23,  34)  y  expresan- 
do al  Padre  su  extremo  abandono  filial:  «Padre,  en  tus  manos 
pongo  mi  espíritu»  (Le  23,  46). 

Rostro  del  Resucitado 

28.  Como  en  el  Viernes  y  en  el  Sábado  Santo,  la  Iglesia  permane- 
ce en  la  contemplación  de  este  rostro  ensangrentado,  en  el  cual 

13  Santa  Catalina  de  Siena,  Diálogo  de  la  Divina  Providencia,  78. 

14  Santa  Teresa  de  Lisieux, Ú/t/mos  Coloquios.  Cuaderno  amarillo,  6  de  julio  de  1897:  Ope- 
re complete.  Ciudad  del  Vaticano  1997,  p.  1003. 


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Doc.  Santa  Sede 


se  esconde  la  vida  de  Dios  v  se  ofrece  la  salvación  del  mundo. 
Pero  esta  contemplación  del  rostro  de  Cristo  no  puede  reducir- 
se a  su  imagen  de  cruciñcado.  ¡Él  es  el  Resucitado!  Si  no  fuese  así, 
vana  sería  nuestra  predicación  y  vana  nuestra  fe  (cf.  1  G?  15, 14). 
La  resurrección  fue  la  respuesta  del  Padre  a  la  obediencia  de 
Cristo,  como  recuerda  la  Carta  a  los  Hebreos:  «El  cual,  habiendo 
ofrecido  en  los  días  de  su  \"ida  mortal  ruegos  y  súplicas  con  po- 
deroso clamor  v  lágrimas  al  que  podía  sal\  arle  de  la  muerte,  fue 
escuchado  por  su  actitud  reverente,  y  aun  siendo  Hijo,  con  lo 
que  padeció  experimentó  la  obediencia;  v  llegado  a  la  perfec- 
ción, se  com  irtió  en  causa  de  salvación  eterna  para  todos  los 
que  le  obedecen»  {Hb  5, 7-9). 

La  Iglesia  mira  ahora  a  Cristo  resucitado.  Lo  hace  siguiendo  los 

pasos  de  san  Pedro,  que  lloró  por  haberle  negado  \"  reanudó  su 

camino  confesando,  con  comprensible   

temor,  su  amor  a  Cristo:  «Tú  sabes  que  .    ,  , 

.  .?  ¡cuan  dulce 

te  quiero»  (jn  21, Id.  1/ ).  Lo  hace  unida  a  ' 

san  Pablo,  que  lo  encontró  en  el  camino  es  el  recuerdo 

de  Damasco  v  quedó  conquistado  por  ,  t    ^    r  i 

él:  «Para  mí  la  vida  es  Cristo,  y  la  muer-  Jesús,  fuente  de 

te,  una  ganancia»  {Flp  1,  21).  verdadera  alegría 

Después  de  dos  mü  años  de  estos  acón-  corazón! 

tedmientos,  la  Iglesia  los  \-ueh  e  a  \  i\  ir   

como  si  hubieran  sucedido  hov.  En  el 

rostro  de  Cristo  ella,  su  Esposa,  contempla  su  tesoro  y  su  alegría. 
'<Dulcis  lesu  memoria,  dans  vera  cordis  gaudia»:  jcuán  dulce  es  el  re- 
cuerdo de  Jesús,  fuente  de  verdadera  alegría  del  corazón!  La 
Iglesia,  fortalecida  por  esta  exj>eriencia,  reanuda  hov  su  camino 
para  anunciar  a  Cristo  al  mundo,  al  inicio  del  tercer  milenio:  Él 
«es  el  mismo  ayer,  hoy  y  siempre»  (Hb  13,  8). 


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Boletín  Eclesiástico 


III 

CAMINAR  DESDE  CRISTO 

29.  «He  aquí  que  yo  estoy  con  vosotros  todos  los  días  hasta  el  fin 
del  mundo»  {Mt  28,  20).  Esta  certeza,  queridos  hermanos  y  her- 
manas, ha  acompañado  a  la  Iglesia  durante  dos  milenios  y  se  ha 
avivado  ahora  en  nuestro  corazón  por  la  celebración  del  Jubileo. 
De  ella  debemos  sacar  un  renovado  impulso  en  la  vida  cristiana,  ha- 
ciendo que  sea,  además,  la  fuerza  inspiradora  dé  nuestro  cami- 
no. Conscientes  de  esta  presencia  del  Resucitado  entre  nosotros, 
nos  planteamos  hoy  la  pregunta  que  dirigieron  a  san  Pedro  en 
Jerusalén,  inmediatamente  después  de  su  discurso  de  Pentecos- 
tés: «¿Qué  hemos  de  hacer?»  {Hch  2,  37). 

Nos  lo  preguntamos  con  confiado  optimismo,  aunque  sin  subes- 
timar los  problemas.  Ciertamente,  no  nos  satisface  la  ingenua 
convicción  de  que  exista  una  fórmula  mágica  para  los  grandes 
desafíos  de  nuestro  tiempo.  No,  no  será  una  fórmula  lo  que  nos 
salve,  pero  sí  una  Persona  y  la  certeza  que  ella  nos  infunde:  ¡Yo 
estoy  con  vosotros! 

No  se  trata,  pues,  de  inventar  un  nuevo  programa.  El  programa 
ya  existe.  Es  el  de  siempre,  recogido  por  el  Evangelio  y  la  Tradi- 
ción viva.  Se  centra,  en  definitiva,  en  Cristo  mismo,  al  que  hay 
que  conocer,  amar  e  imitar,  para  vivir  en  él  la  vida  trinitaria  y 
transformar  con  él  la  historia  hasta  su  perfeccionamiento  en  la 
Jerusalén  celeste.  Es  un  programa  que  no  cambia  al  variar  los 
tiempos  y  las  culturas,  aunque  tiene  en  cuenta  el  tiempo  y  la  cul- 
tura para  un  verdadero  diálogo  y  una  comunicación  eficaz.  Este 
programa  de  siempre  es  el  nuestro  para  el  tercer  milenio. 

Con  todo,  es  necesario  que  ese  programa  formule  orientaciones 
pastorales  adecuadas  a  las  condiciones  de  cada  comunidad.  El  Jubileo 
nos  ha  ofrecido  la  oportunidad  extraordinaria  de  dedicarnos. 


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Doc.  Santa  Sede 


durante  algunos  años,  a  un  camino  de  unidad  en  toda  la  Iglesia, 
un  camino  de  catcquesis  articulada  sobre  el  tema  trinitario  y 
acompañada  por  objetivos  pastorales  orientados  hacia  una  fe- 
cunda experiencia  jubilar.  Doy  las  gracias  por  la  cordial  adhe- 
sión con  la  que  ha  sido  acogida  la  propuesta  que  hice  en  la  Car- 
ta apostólica  Tertio  millennio  adveniente.  Sin  embargo,  ahora  ya 
no  estamos  ante  una  meta  inmediata,  sino  ante  el  mayor  y  no 
menos  comprometedor  horizonte  de  la  pastoral  ordinaria.  Den- 
tro de  las  coordenadas  universales  e  irrenunciables,  es  necesario 
que  el  único  programa  del  Evangelio  siga  introduciéndose  en  la 
historia  de  cada  comunidad  eclesial,  como  siempre  se  ha  hecho. 
En  las  Iglesias  locales  es  donde  se  pueden  establecer  aquellas  in- 
dicaciones programáticas  concretas  — objetivos  y  métodos  de 
trabajo,  formación  y  valorización  de  los  agentes  y  búsqueda  de 
los  medios  necesarios —  que  permiten  que  el  anuncio  de  Cristo 
llegue  a  las  personas,  modele  las  comunidades  e  incida  profun- 
damente mediante  el  testimonio  de  los  valores  evangélicos  en  la 
sociedad  y  en  la  cultura. 

Por  tanto,  exhorto  ardientemente  a  los  Pastores  de  las  Iglesias 
particulares  a  que,  ayudados  por  la  participación  de  los  diversos 
sectores  del  Pueblo  de  Dios,  señalen  con  confianza  las  etapas  del 
camino  futuro,  sintonizando  las  opciones  de  cada  Comunidad 
diocesana  con  las  de  las  Iglesias  colindantes  y  con  las  de  la  Igle- 
sia universal. 

Dicha  sintonía  será  ciertamente  más  fácil  por  el  trabajo  colegial, 
que  ya  se  ha  hecho  habitual,  desarrollado  por  los  Obispos  en  las 
Conferencias  episcopales  y  en  los  Sínodos.  ¿No  ha  sido  éste  el 
objetivo  de  las  Asambleas  continentales  del  Sínodo  de  los  obis- 
pos, que  han  marcado  la  preparación  al  Jubileo,  elaborando 
orientaciones  significativas  para  el  anuncio  actual  del  Evangelio 
en  los  múltiples  contextos  y  las  diversas  culturas?  No  se  debe 
perder  este  rico  patrimonio  de  reflexión;  al  contrario,  hay  que 
hacerlo  concretamente  operativo. 


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Boletín  Eclesiástico 


Nos  espera,  pues,  una  apasionante  tarea  de  renovación  pastoral. 
Una  obra  que  nos  implica  a  todos.  Sin  embargo,  deseo  señalar, 
como  punto  de  referencia  y  orientación  común,  algunas  priorida- 
des pastorales,  que  la  experiencia  misma  del  Gran  Jubileo  ha 
puesto  especialmente  de  relieve  ante  mis  ojos. 

La  santidad 

30.  En  primer  lugar,  no  dudo  en  decir  que  la  perspectiva  en  la 
que  debe  situarse  el  camino  pastoral  es  la  santidad.  ¿No  era  éste 
el  sentido  último  de  la  indulgencia  jubilar,  como  gracia  especial 
ofrecida  por  Cristo  para  que  la  vida  de  cada  bautizado  pudiera 
purificarse  y  renovarse  profundamente? 

Espero  que,  entre  quienes  han  participado  en  el  Jubileo,  hayan 
sido  muchos  los  beneficiados  con  esta  gracia,  plenamente  cons- 
cientes de  su  carácter  exigente.  Terminado  el  Jubileo,  empieza 
de  nuevo  el  camino  ordinario,  pero  hacer  hincapié  en  la  santi- 
dad es  más  que  nunca  una  urgencia  pastoral. 

Conviene,  por  eso,  descubrir  en  todo  su  valor  programático  el 
capítulo  V  de  la  Constitución  dogmática  Lumen  gentium  sobre  la 
Iglesia,  dedicado  a  la  «vocación  universal  a  la  santidad».  Si  los 
Padres  conciliares  dieron  tanta  importancia  a  esta  temática  no 
fue  para  dar  una  especie  de  toque  espiritual  a  la  eclesiología,  si- 
no más  bien  para  poner  de  relieve  una  dinámica  intrínseca  y  de- 
terminante. Descubrir  a  la  Iglesia  como  «misterio»,  es  decir,  co- 
mo pueblo  «congregado  en  la  unidad  del  Padre,  del  Hijo  y  del 
Espíritu  Santo», ^5  llevaba  a  descubrir  también  su  «santidad», 
entendida  en  su  sentido  fundamental  de  pertenecer  a  Aquél  que 
por  excelencia  es  el  Santo,  el  «tres  veces  Santo»  (cf.  Is  6,  3).  Con- 
fesar a  la  Iglesia  como  santa  significa  mostrar  su  rostro  de  Espo- 


15  San  Cipriano,  De  Orat.  Dom.  23:  PL  4,  553;  cf.  conc.  ecum.  Vat.  II,  const.  dogm.  Lumen 
gentium  sobre  la  Iglesia,  4. 


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Doc.  Santa  Sede 


sa  de  Cristo,  por  la  cual  él  se  entregó,  precisamente  para  santifi- 
carla (cf.  £/5,  25-26).  Este  don  de  santidad,  por  así  decir,  objeti- 
va, se  da  a  cada  bautizado. 

Pero  el  don  se  plasma  a  su  vez  en  un  compromiso  que  ha  de  di- 
rigir toda  la  vida  cristiana:  «Esta  es  la  voluntad  de  Dios:  vuestra 
santificación»  (í  Ts  4,  3).  Es  un  compromiso  que  no  afecta  solo  a 
algunos  cristianos:  «Todos  los  cristianos,  de  cualquier  estado  o 
condición,  están  llamados  a  la  plenitud  de  la  vida  cristiana  y  a 
la  perfección  del  amor».!^ 

31.  Recordar  esta  verdad  elemental,  poniéndola  como  funda- 
mento de  la  programación  pastoral  que  realizamos  al  inicio  del 
nuevo  milenio,  podría  parecer,  en  un  primer  momento,  algo  po- 
co práctico.  ¿Se  puede  «programar»  la  santidad?  ¿Qué  puede 
significar  esta  palabra  en  la  lógica  de  un  plan  pastoral? 

En  realidad,  poner  la  programación  pastoral  bajo  el  signo  de  la 
santidad  es  una  opción  llena  de  consecuencias.  Significa  expre- 
sar la  convicción  de  que,  si  el  Bautismo  es  una  verdadera  entra- 
da en  la  santidad  de  Dios  por  medio  de  la  inserción  en  Cristo  y 
la  inhabitación  de  su  Espíritu,  sería  un  contrasentido  contentar- 
se con  una  vida  mediocre,  vivida  según  una  ética  minimalista  y 
una  religiosidad  superficial.  Preguntar  a  un  catecúmeno, 
«¿quieres  recibir  el  Bautismo?»,  significa  al  mismo  tiempo  pre- 
guntarle, «¿quieres  ser  santo?»  Significa  poner  en  su  camino  la 
radicalidad  del  Sermón  de  la  Montaña:  «Sed  perfectos  como  es 
perfecto  vuestro  Padre  celestial»  (Mf  5,  48). 

Como  el  Concilio  mismo  explicó,  este  ideal  de  perfección  no  ha 
de  ser  malentendido,  como  si  implicase  una  especie  de  vida  ex- 
traordinaria, solo  practicable  por  algunos  «genios»  de  la  santi- 
dad. Los  caminos  de  la  santidad  son  múltiples  y  adecuados  a  la 


16  CoNC.  EcuM.  Vat.  11,  const.  dogm.  Lumen  gentium  sobre  la  Iglesia,  40. 


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Boletín  Eclesiástico 


vocación  de  cada  uno.  Doy  gracias  al  Señor  que  me  ha  concedido 
beatificar  y  canonizar  durante  estos  años  a  tantos  cristianos  y,  en- 
tre ellos  a  muchos  laicos  que  se  han  santificado  en  las  circunstan- 
cias más  ordinarias  de  la  vida.  Es  el  momento  de  proponer  de 
nuevo  a  todos  con  convicción  este  «alto  grado»  de  la  vida  cristiana 
ordinaria.  La  vida  entera  de  la  comunidad  eclesial  y  de  las  fami- 
lias cristianas  debe  ir  en  esta  dirección.  Pero  también  es  evidente 
que  los  caminos  de  la  santidad  son  personales  y  exigen  una  au- 
téntica pedagogía  de  la  santidad,  capaz  de  adaptarse  a  los  ritmos  de 
cada  persona.  Esta  pedagogía  debe  integrar  las  riquezas  de  la 
propuesta  dirigida  a  todos  con  las  formas  tradicionales  de  ayuda 
personal  y  de  grupo,  y  con  las  formas  más  recientes  ofrecidas  en 
las  asociaciones  y  en  los  movimientos  reconocidos  por  la  Iglesia. 

La  oración 

32.  Para  esta  pedagogía  de  la  santidad  es  necesario  un  cristianis- 
mo que  se  distinga  ante  todo  en  el  arte  de  la  oración.  El  Año  jubi- 
lar ha  sido  un  año  de  oración  personal  y  comunitaria  más  inten- 
sa. Pero  sabemos  bien  que  la  oración  no  es  algo  que  pueda  dar- 
se por  supuesto.  Es  preciso  aprender  a  orar,  casi  aprendiendo  de 
nuevo  este  arte  de  los  labios  mismos  del  divino  Maestro,  como 
los  primeros  discípulos:  «Señor,  enséñanos  a  orar»  (Le  11,  1).  En 
la  plegaria  se  desarrolla  ese  diálogo  con  Cristo  que  nos  convier- 
te en  sus  íntimos:  «Permaneced  en  mí,  como  yo  en  vosotros»  {Jn 
15,  4).  Esta  reciprocidad  es  el  fundamento  mismo,  el  alma  de  la 
vida  cristiana  y  una  condición  para  toda  vida  pastoral  auténti- 
ca. Realizada  en  nosotros  por  el  Espíritu  Santo,  nos  abre,  por 
Cristo  y  en  Cristo,  a  la  contemplación  del  rostro  del  Padre. 
Aprender  esta  lógica  trinitaria  de  la  oración  cristiana,  viviéndo- 
la plenamente  ante  todo  en  la  liturgia,  cumbre  y  fuente  de  la  vi- 
da eclesial,i7  pero  también  en  la  experiencia  personal,  es  el  se- 


17  Cf.  CONC.  EcuM.  Vat.  II,  const.  Sacrosnnctuiii  Conciliuni,  sobre  la  sagrada  liturgia,  10. 


Doc.  Santa  Sede 


creto  de  un  cristianismo  realmente  vital,  que  no  tiene  motivos 
para  temer  el  futuro,  porque  vuelve  continuamente  a  las  fuentes 
y  se  regenera  en  ellas. 

33.  ¿No  es  acaso  un  «signo  de  los  tiempos»  el  hecho  de  que  hoy, 
a  pesar  de  los  vastos  procesos  de  secularización,  se  detecte  una 
generalizada  exigencia  de  espiritualidad,  que  en  gran  parte  se  mani- 
fiesta precisamente  en  una  renovada  necesidad  de  oración?  También 
las  otras  religiones,  ya  presentes  extensamente  en  los  territorios 
de  antigua  cristianización,  ofrecen  sus  propias  respuestas  a  esta 
necesidad,  y  lo  hacen  a  veces  de  manera  atractiva.  Nosotros,  que 
tenemos  la  gracia  de  creer  en  Cristo,  revelador  del  Padre  y  Sal- 
vador del  mundo,  debemos  mostrar  a  qué  grado  de  interioriza- 
ción puede  llevar  la  relación  con  él. 

La  gran  tradición  mística  de  la  Iglesia,  tanto  en  Oriente  como  en 
Occidente,  puede  enseñar  mucho  a  este  respecto.  Muestra  cómo 
la  oración  puede  avanzar,  como  verdadero  diálogo  de  amor, 
hasta  hacer  que  la  persona  humana  sea  poseída  totalmente  por 
el  divino  Amado,  sensible  a  la  acción  del  Espíritu  y  abandonada 
filialmente  en  el  corazón  del  Padre.  Entonces  se  realiza  la  expe- 
riencia viva  de  la  promesa  de  Cristo:  «El  que  me  ame,  será  ama- 
do por  mi  Padre;  y  yo  lo  amaré  y  me  manifestaré  a  él»  (Jn  14,  21). 
Se  trata  de  un  camino  sostenido  enteramente  por  la  gracia,  el 
cual,  sin  embargo,  requiere  un  intenso  compromiso  espiritual  y 
encuentra  también  dolorosas  purificaciones  (la  «noche  oscura»), 
pero  llega,  de  muchas  formas  posibles,  al  inefable  gozo  vivido 
por  los  místicos  como  «unión  esponsal».  ¡Cómo  no  recordar 
aquí,  entre  tantos  testimonios  espléndidos,  la  doctrina  de  san 
Juan  de  la  Cruz  y  de  santa  Teresa  de  Jesús! 

Sí,  queridos  hermanos  y  hermanas,  nuestras  comunidades  cris- 
tianas tienen  que  llegar  a  ser  auténticas  «escuelas  de  oración»,  don- 
de el  encuentro  con  Cristo  no  se  exprese  solamente  en  petición 


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Boletín  Eclesiástico 


de  ayuda,  sino  también  en  acción  de  gracias,  alabanza,  adora- 
ción, contemplación,  escucha  e  intensidad  de  afecto,  hasta  el 
«arrebato»  de  corazón.  Por  tanto,  una  oración  intensa,  pero  que 
no  aparta  del  compromiso  en  la  historia:  abriendo  el  corazón  al 
amor  de  Dios,  lo  abre  también  al  amor  de  los  hermanos,  y  capa- 
cita para  construir  la  historia  según  el  designio  de  Dios.^^ 

34.  Ciertamente,  los  fieles  que  han  recibido  el  don  de  la  vocación 
a  una  vida  de  especial  consagración  están  llamados  de  manera 
particular  a  la  oración:  por  su  misma  naturaleza,  la  consagra- 
ción los  hace  más  disponibles  para  la  experiencia  contemplativa, 
y  es  importante  que  la  cultiven  con  generosa  dedicación.  Pero  se 
equivoca  quien  piense  que  los  demás  cristianos  se  pueden  con- 
formar con  una  oración  superficial,  incapaz  de  llenar  su  vida. 
Especialmente  ante  tantos  modos  en  que  el  mundo  de  hoy  pone 
a  prueba  la  fe,  no  solo  serían  cristianos  mediocres,  sino  «cristia- 
nos con  riesgo».  En  efecto,  correrían  el  riesgo  insidioso  de  que 
su  fe  se  debilitara  progresivamente,  y  quizás  acabarían  por  ce- 
der a  la  seducción  de  los  sucedáneos,  acogiendo  propuestas  re- 
ligiosas alternativas  y  tiansigiendo  incluso  con  formas  extiava- 
gantes  de  superstición. 

Hace  falta,  por  tanto,  que  enseñar  a  orar  se  convierta  de  alguna 
manera  en  un  punto  determinante  de  toda  programación  pasto- 
ral. Yo  mismo  me  he  propuesto  dedicar  las  próximas  catequesis 
de  los  miércoles  a  la  reflexión  sobre  los  Salmos,  comenzando  por 
los  de  la  oración  de  Laudes,  con  la  cual  la  oración  pública  de  la 
Iglesia  nos  invita  a  «consagrar»  y  orientar  nuestra  jornada. 
Cuánto  ayudaría  que  no  solo  en  las  comunidades  religiosas,  si- 
no también  en  las  parroquiales,  nos  esforzáramos  más  para  que 
todo  el  ambiente  estuviera  marcado  por  la  oración.  Convendría 


18  Cf.  Congregación  para  la  Doctrina  de  la  Fe,  carta  Orationis  formas  sobre  algunos  as- 
pectos de  la  meditación  cristíana,  15  de  octubre  de  1989:  AAS  82  (1990),  362-379. 


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Doc.  Santa  Sede 


valorizar,  con  el  oportuno  discernimiento,  las  formas  populares 
y  sobre  todo  educar  en  las  litúrgicas.  Quizá  está  más  cercano  de 
lo  que  ordinariamente  se  cree  el  día  en  que  en  la  comunidad 
cristiana  se  conjuguen  los  múltiples  compromisos  pastorales  y 
de  testimonio  en  el  mundo  con  la  celebración  eucarística  y  tal 
vez  con  el  rezo  de  Laudes  y  Vísperas.  Lo  demuestra  la  experien- 
cia de  tantos  grupos  comprometidos  cristianamente,  incluso  con 
una  buena  representación  de  seglares. 

La  Eucaristía  dominical 

35.  Por  consiguiente,  hace  falta  poner  el  máximo  empeño  en  la 
liturgia,  «la  cumbre  a  la  cual  tiende  la  actividad  de  la  Iglesia  y  al 
mismo  tiempo  la  fuente  de  donde  mana  toda  su  fuerza». En  el 
siglo  XX,  especialmente  a  partir  del  Concilio,  la  comunidad  cris- 
tiana ha  ganado  mucho  en  el  modo  de  celebrar  los  Sacramentos 
y  sobre  todo  la  Eucaristía.  Es  preciso  insistir  en  esta  dirección, 
dando  un  realce  particular  a  la  Eucaristía  dominical  y  al  domingo 
mismo,  sentido  como  día  especial  de  la  fe,  día  del  Señor  resuci- 
tado y  del  don  del  Espíritu,  verdadera  Pascua  de  la  semana. 20 
Desde  hace  dos  mil  años,  el  tiempo  cristiano  está  marcado  por 
la  memoria  de  aquel  «primer  día  después  del  sábado»  (Me  16,  2. 
9;  Le  24, 1;  Jn  20, 1),  en  el  que  Cristo  resucitado  llevó  a  los  Após- 
toles el  don  de  la  paz  y  del  Espíritu  (cf.  Jn  20,  19-23).  La  verdad 
de  la  resurrección  de  Cristo  es  el  dato  originario  sobre  el  que  se 
apoya  la  fe  cristiana  (cf.  2  Co  15,  14),  acontecimiento  que  se  en- 
cuentra en  el  centro  del  misterio  del  tiempo  y  que  prefigura  el  últi- 
mo día,  cuando  Cristo  vuelva  glorioso.  No  sabemos  qué  aconte- 
cimientos nos  reser\'ará  el  milenio  que  está  comenzando,  pero 
tenemos  la  certeza  de  que  éste  permanecerá  firmemente  en  las 
manos  de  Cristo,  el  «Rey  de  Reyes  y  Señor  de  los  Señores»  {Ap 
19,  16)  y  precisamente  celebrando  su  Pascua,  no  solo  una  vez  al 


19  Cf.  CoNC.  ECUM.  Vat.  n,  Const.  Sacrosanctum  Concilium  sobre  la  sagrada  liturgia,  10. 

20  Carta  ap.  Dies  Domini,  (31  de  mayo  de  1998),  19:  AAS  90  (1998),  724. 


71 


Boletín  Eclesiástico 


año  sino  cada  domingo,  la  Iglesia  seguirá  indicando  a  cada  ge- 
neración «lo  que  constituye  el  eje  central  de  la  historia,  con  el 
cual  se  relacionan  el  misterio  del  principio  y  del  destino  final  del 
mundo».2i 

36.  Por  tanto,  quisiera  insistir,  en  la  línea  de  la  carta  apostólica 
«Dies  Domini»,  para  que  la  participación  en  la  Eucaristía  sea  real- 
mente para  cada  bautizado,  el  centro  del  domingo:  un  deber  irre- 
nunciable,  que  se  ha  de  vivir  no  solo  para  cumplir  un  precepto, 
sino  como  necesidad  de  una  vida  cristiana  verdaderamente 
consciente  y  coherente.  Estamos  entrando  en  un  milenio  que  se 
presenta  caracterizado  por  un  profundo  entramado  de  culturas 
y  religiones,  incluso  en  países  de  antigua  cristianización.  En  mu- 
chas regiones  los  cristianos  son  o  se  están  convirtiendo  en  un 
«pequeño  rebaño»  (Le  12,  32).  Esto  los  pone  ante  el  reto  de  testi- 
moniar con  mayor  fuerza,  a  menudo  en  condiciones  de  soledad 
y  dificultad,  los  aspectos  específicos  de  su  propia  identidad.  El 
deber  de  la  participación  eucarística  cada  domingo  es  uno  de 
esos  aspectos.  La  Eucaristía  dominical,  al  congregar  semanal- 
mente  a  los  cristianos  como  familia  de  Dios  entorno  a  la  mesa  de 
la  Palabra  y  del  Pan  de  vida,  es  también  el  antídoto  más  natural 
contra  la  dispersión.  Es  el  lugar  privilegiado  donde  la  comunión 
se  anuncia  y  se  cultiva  constantemente.  Precisamente  a  través  de 
la  participación  eucarística  el  día  del  Señor  se  convierte  también 
en  el  día  de  la  Iglesia^-  que  puede  desempeñar  así  de  manera  efi- 
caz su  papel  de  sacramento  de  unidad. 

El  sacramento  de  la  Reconciliación 

37.  Deseo  pedir,  además,  una  renovada  audacia  pastoral  para 
que  la  pedagogía  cotidiana  de  la  comunidad  cristiana  sepa  pro- 
poner de  manera  convincente  y  eficaz  la  práctica  del  Sacramento 


21  Ibíd.,  2:  le,  714. 

22  Cf.  Ihíd.,  35:  l.c,  72A. 


72 


Doc.  Santa  Sede 


de  la  Reconciliación.  Como  se  recordará,  en  1984  intervine  sobre 
este  tema  con  la  Exhortación  postsinodal  Reconciliatio  et  paeniten- 
tia,  que  recogía  los  frutos  de  la  reflexión  de  una  Asamblea  del  Sí- 
nodo de  los  Obispos,  dedicada  a  esta  problemática.  Entonces  in- 
vité a  esforzarse  por  todos  los  medios  para  afrontar  la  crisis  del 
«sentido  del  pecado»  que  se  da  en  la  cultura  contemporánea,23 
pero  más  aún,  invité  a  ayudar  a  los  demás  a  redescubrir  a  Cris- 
to como  mysterium  pietatis,  en  el  que  Dios  nos  muestra  su  cora- 
zón misericordioso  y  nos  reconcilia  plenamente  consigo.  Este  es 
el  rostro  de  Cristo  que  es  preciso  hacer  que  descubran  también 

a  través  del  sacramento  de  la 
penitencia  que,  para  un  cris- 
tiano, «es  el  camino  ordinario 
para  obtener  el  perdón  y  la 
remisión  de  sus  pecados  gra- 
ves cometidos  después  del 
Bautismo». 24  Cuando  el 
mencionado  Sínodo  afrontó 
el  problema,  era  patente  a  todos  la  crisis  de  ese  Sacramento,  es- 
pecialmente en  algunas  regiones  del  mundo.  Los  motivos  que  la 
originaban  no  han  desaparecido  en  este  breve  lapso  de  tiempo. 
Pero  el  Año  jubilar,  que  se  ha  caracterizado  particularmente  por 
el  recurso  a  la  Penitencia  sacramental,  nos  ha  ofrecido  un  men- 
saje alentador,  que  no  se  ha  de  desaprovechar:  si  muchos,  entre 
ellos  tantos  jóvenes,  se  han  acercado  con  fruto  a  este  sacramen- 
to, probablemente  es  necesario  que  los  Pastores  tengan  mayor 
confianza,  creatividad  y  perseverancia  en  presentarlo  y  valori- 
zarlo. ¡No  debemos  rendirnos,  queridos  hermanos  sacerdotes, 
ante  crisis  temporáneas!  Los  dones  del  Señor  — y  los  Sacramen- 
tos son  de  los  más  preciosos —  vienen  de  Aquél  que  conoce  bien 
el  corazón  del  hombre  y  es  el  Señor  de  la  historia. 


23  Cf.  exhort,  ap.  Reconciliatio  et  paenitentia  (2  de  diciembre  de  1984),  18:  AAS  77  (1985), 
224. 

24  Ibid.,  31: /.c,  258 


el  sacramento  de  la  penitencia 
«es  el  camino  ordinario 
para  obtener  el  perdón  y 

la  remisión  de  sus 
pecados  graves  cometidos 
después  del  Bautismo» 


73 


Boletín  Eclesiástico 


Primacía  de  la  gracia 

38.  En  la  programación  que  nos  espera,  trabajar  con  mayor  con- 
fianza en  una  pastoral  que  dé  prioridad  a  la  oración,  personal  y 
comunitaria,  significa  respetar  un  principio  esencial  de  la  visión 
cristiana  de  la  vida:  la  primacía  de  la  gracia.  Hay  una  tentación 
que  se  cierne  siempre  sobre  todo  camino  espiritual  y  sobre  la  ac- 
ción pastoral  misma:  pensar  que  los  resultados  dependen  de 
nuestra  capacidad  de  hacer  y  programar.  Ciertamente,  Dios  nos 
pide  una  colaboración  real  a  su  gracia  y,  por  tanto,  nos  invita  a 
utilizar  todos  los  recursos  de  nuestra  inteligencia  y  capacidad 
operativa  en  nuestro  servicio  a  la  causa  del  Reino.  Pero  no  se  ha 
de  olvidar  que,  sin  Cristo,  «no  podemos  hacer  nada»  (cf.  ]n  15, 5). 

La  oración  nos  hace  vivir  precisamente  en  esta  verdad.  Nos  re- 
cuerda constantemente  la  primacía  de  Cristo  y,  en  relación  con 
él,  la  primacía  de  la  vida  interior  y  de  la  santidad.  Cuando  no  se 
respeta  este  principio,  ¿ha  de  sorprender  que  los  proyectos  pas- 
torales lleven  al  fracaso  y  dejen  en  el  alma  un  humillante  senti- 
miento de  frustración?  Hagamos,  pues,  la  experiencia  de  los  dis- 
cípulos en  el  episodio  evangélico  de  la  pesca  milagrosa:  «Maes- 
tro, hemos  estado  bregando  toda  la  noche  y  no  hemos  pescado 
nada»  (Le  5,  5).  Este  es  el  momento  de  la  fe,  de  la  oración,  del 
diálogo  con  Dios,  para  abrir  el  corazón  a  la  acción  de  la  gracia  y 
permitir  a  la  palabra  de  Cristo  que  pase  por  nosotros  con  toda 
su  fuerza:  ¡Duc  in  altuml  En  aquella  ocasión,  fue  Pedro  quien  ha- 
bló con  fe:  «en  tu  palabra,  echaré  las  redes»  (Le  5,  5).  Permitid  al 
Sucesor  de  Pedro  que,  en  el  comienzo  de  este  milenio,  invite  a 
toda  la  Iglesia  a  este  acto  de  fe,  que  se  expresa  en  un  renovado 
compromiso  de  oración. 

Escucha  de  la  Palabra 

39.  No  cabe  duda  de  que  esta  primacía  de  la  santidad  y  de  la 
oración  solo  se  puede  concebir  a  partir  de  una  renovada  escucha 
de  la  palabra  de  Dios.  Desde  que  el  Concilio  Vaticano  II  subrayó  el 


74 


Doc.  Santa  Sede 


papel  preeminente  de  la  palabra  de  Dios  en  la  vida  de  la  Iglesia, 
ciertamente  se  ha  avanzado  mucho  en  la  asidua  escucha  y  en  la 
lectura  atenta  de  la  Sagrada  Escritura.  Ha  recibido  el  honor  que 
le  corresponde  en  la  oración  pública  de  la  Iglesia.  Tanto  las  per- 
sonas individualmente  como  las  comunidades  recurren  ya  en 
gran  medida  a  la  Escritura,  y  entre  los  laicos  mismos  son  mu- 
chos quienes  se  dedican  a  ella  con  la  valiosa  ayuda  de  estudios 
teológicos  y  bíblicos.  Precisamente  con  esta  atención  a  la  palabra 
de  Dios  se  está  revitalizando  sobre  todo  la  tarea  de  la  evangeli- 
zación  y  la  catequesis.  Hace  falta,  queridos  hermanos  y  herma- 
nas, consolidar  y  profundizar  esta  orientación,  incluso  con  la  di- 
fusión de  la  Biblia  en  las  familias.  Es  necesario,  en  particular, 
que  la  escucha  de  la  Palabra  se  convierta  en  un  encuentro  vital, 
en  la  antigua  y  siempre  válida  tradición  de  la  lectio  divina,  que 
permite  encontrar  en  el  texto  bíblico  la  palabra  viva  que  interpe- 
la, orienta  y  modela  la  existencia. 

Anuncio  de  la  Palabra 

40.  Alimentarnos  de  la  Palabra  para  ser  «serradores  de  la  Pala- 
bra» en  el  compromiso  de  la  evangelización,  es  indudablemen- 
te una  prioridad  para  la  Iglesia  al  comienzo  del  nuevo  milenio. 
Ha  pasado  ya,  incluso  en  los  países  de  antigua  evangelización, 
la  situación  de  una  «sociedad  cristiana»,  que,  aun  con  las  múlti- 
ples debilidades  humanas,  se  basaba  explícitamente  en  los  valo- 
res evangélicos.  Hoy  se  ha  de  afrontar  con  valentía  una  situa- 
ción que  cada  vez  es  más  variada  y  comprometedora,  en  el  con- 
texto de  la  globalización  y  de  la  nueva  y  cambiante  mezcla  de 
pueblos  y  culturas  que  la  caracteriza.  He  repetido  muchas  veces 
en  estos  años  la  «llamada»  a  la  nueva  evangelización.  La  reitero 
ahora,  sobre  todo  para  indicar  que  hace  falta  reavivar  en  noso- 
tros el  impulso  de  los  orígenes,  dejándonos  impregnar  por  el  ar- 
dor de  la  predicación  apostólica  que  siguió  a  Pentecostés.  He- 
mos de  revivir  en  nosotros  el  celo  apremiante  de  san  Pablo,  que 
exclamaba:  «¡ay  de  mí  si  no  predicara  el  Evangelio!»  (3  Co  9,16). 


75 


Boletín  Eclesiástico 


Esta  pasión  suscitará  en  la  Iglesia  una  nueva  acción  misionera, 
que  no  podrá  ser  delegada  a  unos  pocos  «especialistas»,  sino 
que  ha  de  implicar  la  responsabilidad  de  todos  los  miembros  del 
pueblo  de  Dios.  Quien  ha  encontrado  verdaderamente  a  Cristo 
no  puede  tenerlo  solo  para  sí,  debe  anunciarlo.  Es  necesario  un 
nuevo  impulso  apostólico  que  se  viva,  como  compromiso  cotidia- 
no de  las  comunidades  y  de  los  grupos  cristianos.  Sin  embargo,  esto 
debe  hacerse  respetando  debidamente  el  camino  siempre  distin- 
to de  cada  persona  y  atendiendo  a  las  diversas  culturas  que  se 
han  de  impregnar  del  mensaje  cristiano,  de  tal  manera  que  no  se 
nieguen  los  valores  peculiares  de  cada  pueblo,  sino  que  sean  pu- 
rificados y  llevados  a  su  plenitud. 

El  cristianismo  del  tercer  milenio  debe  responder  cada  vez  me- 
jor a  esta  exigencia  de  incultur ación.  Permaneciendo  plenamente 
lo  que  es  en  total  fidelidad  al  anuncio  evangélico  y  a  la  tradición 
eclesial,  llevará  consigo  también  el  rostro  de  tantas  culturas  y  de 
tantos  pueblos  en  que  ha  sido  acogido  y  arraigado.  De  la  belle- 
za de  este  rostro  pluriforme  de  la  Iglesia  hemos  gozado  particu- 
larmente en  este  Año  jubilar.  Quizás  es  solo  el  comienzo,  un  ico- 
no apenas  esbozado  del  futuro  que  el  Espíritu  de  Dios  nos  pre- 
para. 

La  propuesta  de  Cristo  se  ha  de  hacer  a  todos  con  confianza.  Se 
ha  de  dirigir  a  los  adultos,  a  las  familias,  a  los  jóvenes,  a  los  ni- 
ños, sin  ocultar  nunca  las  exigencias  más  radicales  del  mensaje 
evangélico,  atendiendo  a  las  exigencias  de  cada  uno,  por  lo  que 
se  refiere  a  la  sensibilidad  y  al  lenguaje,  según  el  ejemplo  de  san 
Pablo  que  decía:  «Me  he  hecho  todo  a  todos  para  salvar  a  toda 
costa  a  algunos»  (I  Co  9,  22).  Al  recomendar  todo  esto,  pienso  en 
particular  en  la  pastoral  juvenil.  Precisamente  por  lo  que  se  refie- 
re a  los  jóvenes,  como  antes  he  recordado,  el  Jubileo  nos  ha  ofre- 
cido un  testimonie")  de  generosa  disponibilidad.  Hemos  de  saber 
valorizar  aquella  respuesta  consoladora,  empleando  ese  entu- 


76 


Doc.  Santa  6ede 


siasmo  como  un  nuevo  talento  (cf.  Mí  25,  15)  que  Dios  ha  pues- 
to en  nuestras  manos  para  que  lo  hagamos  fructificar. 

41.  Que  nos  sostenga  y  oriente,  en  esta  acción  misionera  confia- 
da, emprendedora  y  creativa,  el  ejemplo  esplendoroso  de  los  nu- 
merosos testigos  de  la  fe  que  el  Jubileo  nos  ha  hecho  recordar.  La 
Iglesia  ha  encontrado  siempre  en  sus  mártires  una  semilla  de  vi- 
da. Sanguis  martyruni  -  semen  christianorum.^^  Esta  célebre  «ley» 
enimciada  por  Tertuliano,  se  ha  demostrado  siempre  verdadera 
ante  la  prueba  de  la  historia.  ¿No  será  así  también  para  el  siglo 
y  para  el  milenio  que  estamos  iniciando?  Quizás  estábamos  de- 
masiado acostumbrados  a  pensar  en  los  mártires  como  personas 
un  poco  lejanas,  como  si  se  tratara  de  un  grupo  del  pasado,  vin- 
culado sobre  todo  a  los  primeros  siglos  de  la  era  cristiana.  La 
memoria  jubilar  nos  ha  abierto  un  panorama  sorprendente, 
mostrándonos  nuestro  tiempo  particularmente  rico  en  testigos 
que,  de  una  manera  u  otra,  han  sabido  vivir  el  Evangelio  en  si- 
tuaciones de  hostilidad  y  persecución,  a  menudo  hasta  dar  su 
propia  sangre  como  prueba  suprema.  En  ellos  la  palabra  de 
Dios,  sembrada  en  terreno  fértil,  ha  fructificado  el  céntuplo  (cf. 
Mt  13,  8.  23).  Con  su  ejemplo  nos  han  señalado  y  casi  «allanado» 
el  camino  del  futuro.  A  nosotros  nos  toca,  con  la  gracia  de  Dios, 
seguir  sus  huellas. 

IV 

TESTIGOS  DEL  AMOR 

42.  «En  esto  conocerán  todos  que  sois  discípulos  míos:  si  os  te- 
néis amor  los  unos  a  los  otros»  (Jn  13,35).  Si  verdaderamente  he- 
mos contemplado  el  rostro  de  Cristo,  queridos  hermanos  y  her- 
manas, nuestra  programación  pastoral  se  inspirará  en  el  «man- 


25  Tertüuano,  ApoL,  50, 13:  PL  1,  534. 


77 


Boletín  Eclesiástico 


damiento  nuevo»  que  él  nos  dio:  «Que,  como  yo  os  he  amado, 
así  os  améis  también  vosotros  los  unos  a  los  otros»  (fn  13,34). 

Otro  aspecto  importante  en  que  será  necesario  poner  un  decidi- 
do empeño  programático,  tanto  en  el  ámbito  de  la  Iglesia  uni- 
versal como  en  el  de  las  Iglesias  particulares,  es  el  de  la  comunión 
(koinonía),  que  encarna  y  manifiesta  la  esencia  misma  del  miste- 
rio de  la  Iglesia.  La  comunión  es  el  fruto  y  la  manifestación  de 
aquel  amor  que,  surgiendo  del  corazón  del  Padre  eterno,  se  de- 
rrama en  nosotros  a  través  del  Espíritu  que  Jesús  nos  da  (cf.  Rm 
5,5),  para  hacer  de  todos  nosotros  «un  solo  corazón  y  una  sola 
alma»  {Hch  4,32).  Realizando  esta  comunión  de  amor,  la  Iglesia 
se  manifiesta  como  «sacramento»,  o  sea,  «signo  e  instrumento 
de  la  íntima  unión  con  Dios  y  de  la  unidad  del  género  huma- 
no».26 

Las  palabras  del  Señor  a  este  respecto  son  demasiado  precisas 
como  para  minimizar  su  alcance.  Muchas  cosas  serán  necesarias 
para  el  camino  histórico  de  la  Iglesia  también  este  nuevo  siglo; 
pero  si  faltara  la  caridad  (ágape),  todo  sería  inútil.  Nos  lo  recuer- 
da el  apóstol  Pablo  en  el  himno  a  la  caridad:  aunque  habláramos 
las  lenguas  de  los  hombres  y  los  ángeles,  y  tuviéramos  una  fe 
«que  mueve  las  montañas»,  si  nos  falta  la  caridad,  todo  sería 
«nada»  (cf.  1  Co  13,2).  La  caridad  es  verdaderamente  el  «cora- 
zón» de  la  Iglesia,  como  bien  intuyó  santa  Teresa  de  Lisieux,  a  la 
que  he  querido  proclamar  doctora  de  la  Iglesia,  precisamente 
como  experta  en  la  scientia  amoris:  «Comprendí  que  la  Iglesia  te- 
nía un  corazón  y  que  este  corazón  ardía  de  amor.  Entendí  que 
solo  el  amor  movía  a  los  miembros  de  la  Iglesia  (...).  Entendí  que 
el  amor  comprendía  todas  las  vocaciones,  que  el  Amor  era  to- 
do».27 


26  CONC.  EcUM.  Vat.  II,  Const.  dogm.  Lumen  ¡^ciitiuiii  aobrc  la  Iglesia,  1. 

27  Santa  Tkresa  de  Lisieux,  MsB  3vo,  Opere  Complete,  Ciudad  del  Vaticano  1997,  p.  223. 


76 


Doc.  Santa  Sede 


Espiritualidad  de  comunión 

43.  Hacer  de  la  Iglesia  la  casa  y  la  escuela  de  la  comunión:  es  el  gran 
desafío  que  tenemos  ante  nosotros  en  el  milenio  que  comienza, 
si  queremos  ser  fieles  al  designio  de  Dios  y  responder  también  a 
las  profundas  esperanzas  del  mundo. 

¿Qué  significa  todo  esto  en  concreto?  También  aquí  la  reflexión 
podría  hacerse  enseguida  operativa,  pero  sería  equivocado  de- 
jarse llevar  por  este  primer  impulso.  Antes  de  programar  inicia- 
tivas concretas,  hace  falta  promover  una  espiritualidad  de  comu- 
nión, proponiéndola  como  principio  educativo  en  todos  los  lu- 
gares donde  se  forma  el  hombre  y  el  cristiano,  donde  se  forman 
los  ministros  del  altar,  las  personas  consagradas  y  los  agentes 
pastorales,  donde  se  construyen  las  familias  y  las  comunidades. 
Espiritualidad  de  comunión  significa  ante  todo  una  mirada  del 
corazón  hacia  el  misterio  de  la  Trinidad  que  habita  en  nosotros, 
y  cuya  luz  ha  de  ser  reconocida  también  en  el  rostro  de  los  her- 
manos que  están  a  nuestro  lado.  Espiritualidad  de  comunión 
significa,  además,  capacidad  de  sentir  al  hermano  de  fe  en  la 
unidad  profunda  del  Cuerpo  místico  y,  por  tanto,  como  «uno 
que  me  pertenece»,  para  saber  compartir  sus  alegrías  y  sus  su- 
frimientos, para  intuir  sus  deseos  y  atender  a  sus  necesidades, 
para  ofrecerle  una  verdadera  y  profunda  amistad.  Espirituali- 
dad de  comunión  es  también  capacidad  para  ver  ante  todo  lo 
que  hay  de  positivo  en  el  otio,  para  acogerlo  y  valorarlo  como 
regalo  de  Dios:  un  «don  para  mí»,  además  de  ser  un  don  para  el 
hermano  que  lo  ha  recibido  directamente. 

En  fin,  espiritualidad  de  comunión  es  saber  «dar  espacio»  al 
hermano,  llevando  mutuamente  la  carga  de  los  otios  (cf .  Ga  6,  2) 
y  rechazando  las  tentaciones  egoístas  que  continuamente  nos 
asechan  y  engendran  competitividad,  afán  de  hacer  carrera,  des- 
confianza y  envidias.  No  nos  hagamos  ilusiones:  sin  este  cami- 
no espiritual,  de  poco  servarían  los  instrumentos  extemos  de  la 


79 


Boletín  Eclesiástico 


comunión.  Se  convertirían  en  medios  sin  alma,  máscaras  de  co- 
munión más  que  sus  modos  de  expresión  y  crecimiento. 

44.  Sobre  esta  base,  en  el  nuevo  siglo  debemos  esforzarnos  más 
que  nunca  por  valorar  y  desarrollar  aquellos  ámbitos  e  instru- 
mentos que,  según  las  grandes  directrices  del  Concilio  Vaticano 
II,  sirven  para  asegurar  y  garantizar  la  comunión.  ¡Cómo  no 
pensar,  ante  todo,  en  los  servicios  específicos  de  la  comunión  que 
son  el  ministerio  petrino  y,  en  estrecha  relación  con  él,  la  colegiali- 
dad  episcopal]  Se  trata  de  realidades  que  tienen  su  fundamento  y 
su  consistencia  en  el  designio  mismo  de  Cristo  sobre  la  Iglesia,^^ 
pero  que  precisamente  por  eso  necesitan  de  una  continua  verifi- 
cación que  asegure  su  auténtica  inspiración  evangélica. 

Desde  el  Concilio  Vaticano  II  se  ha  hecho  mucho  también  en  lo 
que  se  refiere  a  la  reforma  de  la  Curia  romana,  la  organización 
de  los  Sínodos  y  el  funcionamiento  de  las  Conferencias  Episco- 
pales. Pero  ciertamente  queda  aún  mucho  por  hacer  para  expre- 
sar de  la  mejor  manera  las  potencialidades  de  estos  instrumen- 
tos de  comunión,  particularmente  necesarios  hoy  ante  la  exigen- 
cia de  responder  con  prontitud  y  eficacia  a  los  problemas  que  la 
Iglesia  tiene  que  afrontar  en  los  cambios  tan  rápidos  de  nuestro 
tiempo. 

45.  Los  espacios  de  comunión  han  de  ser  cultivados  y  ampliados 
día  a  día,  a  todos  los  niveles,  en  el  entramado  de  la  vida  de  ca- 
da Iglesia.  En  ella,  la  comunión  ha  de  ser  patente  en  las  relacio- 
nes entre  obispos,  presbíteros  y  diáconos,  entre  pastores  y  todo 
el  pueblo  de  Dios,  entre  clero  y  religiosos,  entre  asociaciones  y 
movimientos  eclesiales.  Para  ello  se  deben  valorar  cada  vez  más 
los  organismos  de  participación  previstos  por  el  Derecho  canó- 


28  Cf.  CONC.  ECUM.  Vat.  II,  Const.  dogm.  Lumen  gentium  sobre  la  Iglesia,  c.  III. 


&0 


Doc.  Santa  Sede 


nico,  como  los  Consejos  presbiterales  y  pastorales.  Éstos,  como  es 
sabido,  no  se  inspiran  en  los  criterios  de  la  democracia  parla- 
mentaria, puesto  que  actúan  de  manera  consultiva  y  no  delibe- 
rativa29;  sin  embargo,  no  pierden  por  ello  su  significado  e  im- 
portancia. En  efecto,  la  teología  y  la  espiritualidad  de  la  comu- 
nión aconsejan  una  escucha  recíproca  y  eficaz  entre  pastores  y 
fieles,  manteniéndolos  por  un  lado  unidos  a  priori  en  todo  lo  que 
es  esencial  y,  por  otro,  impulsándolos  a  confluir  normalmente, 
incluso  en  lo  opinable,  hacia  opciones  ponderadas  y  comparti- 
das. 

Para  ello,  hemos  de  hacer  nuestra  la  antigua  sabiduría,  la  cual, 
sin  perjuicio  alguno  del  papel  jerárquico  de  los  pastores,  sabía 
animarlos  a  escuchar  atentamente  a  todo  el  pueblo  de  Dios.  Es 
significativo  lo  que  san  Benito  recuerda  al  Abad  del  monasterio, 
cuando  le  invita  a  consultar  también  a  los  más  jóvenes:  «Dios 
inspira  a  menudo  a  uno  más  joven  lo  que  es  mejor».30  Y  san  Pau- 
lino de  Ñola  exhorta:  «Estemos  pendientes  de  los  labios  de  los 
fieles,  porque  en  cada  fiel  sopla  el  Espíritu  de  Dios>>.3i 

Por  tanto,  así  como  la  prudencia  jurídica,  poniendo  reglas  preci- 
sas para  la  participación,  manifiesta  la  estructura  jerárquica  de 
la  Iglesia  y  evita  tentaciones  de  arbitrariedad  y  pretensiones  in- 
justificadas, la  espiritualidad  de  la  comunión  da  un  alma  a  la  es- 
tructura institucional,  con  una  llamada  a  la  confianza  y  a  la 
apertura  que  responde  plenamente  a  la  dignidad  y  responsabi- 
lidad de  cada  miembro  del  Pueblo  de  Dios. 


29  Cf .  Congregación  para  el  Clero  y  Otras,  Instrucción  interdicasterial  Ecdesiae  de  mis- 
terio sobre  algunas  cuestiones  relativas  a  la  colaboración  de  los  fieles  laicos  en  el  mi- 
nisterio de  los  sacerdotes  (15  agosto  1997):  AAS  89  (1997)  852-877,  especialmente  art. 
5:  «Los  organismos  de  colaboración  en  la  Iglesia  particular». 

30  San  Benito,  Reg.  III,  3:  «Ideo  autem  omnes  ad  consilium  vocari  diximus,  quia  saepe  iuniori 
Dominus  revelat  quod  melius  est  ». 

31  «De  omnium  fidelium  ore  pendeamus,  quia  in  omnem  fidelem  Spiritus  Dei  spirat»  San  Pau- 
lino DE  Ñola,  Epist.  23,  36  a  Sulpicio  Severo:  CSEL  29,  193. 


Boletín  Eclesiástico 


Variedad  de  vocaciones 

46.  Esta  perspectiva  de  comunión  está  estrechamente  unida  a  la 
capacidad  de  la  comunidad  cristiana  para  acoger  todos  los  do- 
nes del  Espíritu.  La  unidad  de  la  Iglesia  no  es  uniformidad,  sino 
integración  orgánica  de  las  legítimas  diversidades.  Es  la  reali- 
dad de  muchos  miembros  unidos  en  un  solo  cuerpo,  el  único 
Cuerpo  de  Cristo  (cf.  I  Co  12, 12).  Es  necesario,  pues,  que  la  Igle- 
sia del  tercer  milenio  impulse  a  todos  los  bautizados  y  confirma- 
dos a  tomar  conciencia  de  su  responsabilidad  activa  en  la  vida 
eclesial.  Junto  con  el  ministerio  ordenado,  pueden  florecer  otros 
ministerios,  instituidos  o  simplemente  reconocidos,  para  el  bien 
de  toda  la  comunidad,  atendiéndola  en  sus  múltiples  necesida- 
des: de  la  catequesis  a  la  animación  litúrgica,  de  la  educación  de 
los  jóvenes  a  las  más  diversas  manifestaciones  de  la  caridad. 

Ciertamente  se  ha  de  hacer  im  generoso  esfuerzo  — sobre  todo 
con  la  oración  insistente  al  Dueño  de  la  mies  (cf.  Mt  9,  38) —  en 
la  promoción  de  las  vocaciones  al  sacerdocio  y  ala  vida  de  especial  con- 
sagración. Se  trata  de  un  problema  muy  importante  para  la  vida 
de  la  Iglesia  en  todas  las  partes  del  mundo.  Además,  en  algunos 
países  de  antigua  evangelización,  se  ha  hecho  incluso  dramáti- 
co debido  al  cambio  de  contexto  social  y  al  enfriamiento  religio- 
so causado  por  el  consumismo  y  el  secularismo.  Es  necesario  y 
urgente  organizar  una  pastoral  de  las  vocaciones  amplia  y  capilar, 
que  llegue  a  las  parroquias,  a  los  centros  educativos  y  a  las  fami- 
lias, suscitando  una  reflexión  atenta  sobre  los  valores  esenciales 
de  la  vida,  los  cuales  se  resumen  claramente  en  la  respuesta  que 
cada  uno  está  invitado  a  dar  a  la  llamada  de  Dios,  especialmen- 
te cuando  pide  la  entrega  total  de  sí  y  de  las  propias  fuerzas  pa- 
ra la  causa  del  Reino. 

En  este  contexto  cobran  también  toda  su  importancia  las  demás 
vocaciones,  enraizadas  básicamente  en  la  riqueza  de  la  vida 
nueva  recibida  en  el  sacramento  del  Bautismo.  En  particular,  es 


62 


Doc.  Santa  Sede 


necesario  descubrir  cada  vez  mejor  la  vocación  propia  de  los  laicos, 
llamados  como  tales  a  «buscar  el  reino  de  Dios  ocupándose  de 
las  realidades  temporales  y  ordenándolas  según  Dios»32  y  tam- 
bién a  llevar  a  cabo  «en  la  Iglesia  y  en  el  mundo  la  parte  que  les 
corresponde  [...]  con  su  empeño  por  evangelizar  y  santificar  a 
los  hombres». 33 

En  esta  misma  línea,  tiene  gran  importancia  para  la  comunión  el 
deber  de  promover  las  diversas  realidades  de  asociación,  que  tanto  en 
sus  modalidades  más  tradicionales  como  en  las  más  nuevas  de 
los  movimientos  eclesiales,  siguen  dando  a  la  Iglesia  una  vitali- 
dad que  es  don  de  Dios  y  constituyen  una  auténtica  primavera 
del  Espíritu.  Ciertamente  conviene  que,  tanto  en  la  Iglesia  uni- 
versal como  en  las  Iglesias  particulares,  las  asociaciones  y  los 
movimientos  actúen  en  plena  sintonía  eclesial  y  en  obediencia  a 
las  directrices  de  los  pastores.  Pero  para  todos  es  también  exi- 
gente y  perentoria  la  exhortación  del  Apóstol:  «No  extingáis  el 
Espíritu,  no  despreciéis  las  profecías,  examinadlo  todo  y  que- 
daos con  lo  bueno»  (2  Ts  5, 19-21). 

47.  Una  atención  particular  se  ha  de  prestar  así  mismo  a  la  pas- 
toral de  la  familia,  especialmente  necesaria  en  un  momento  histó- 
rico como  el  presente,  en  el  que  se  está  constatando  una  crisis 
generalizada  y  radical  de  esta  institución  fundamental.  En  la  vi- 
sión cristiana  del  matrimonio,  la  relación  entre  un  hombre  y  una 
mujer  — relación  recíproca  y  total,  única  e  indisoluble —  respon- 
de al  proyecto  originario  de  Dios,  ofuscado  en  la  historia  por  la 
«dureza  de  corazón»,  pero  que  Cristo  vino  a  restaurar  en  su  es- 
plendor originario,  revelando  lo  que  Dios  quiso  «desde  el  prin- 
cipio» (cf.  Mt  19,  8).  Además,  en  el  matrimonio,  elevado  a  la  dig- 
nidad de  sacramento,  se  expresa  el  «gran  misterio»  del  amor  es- 
ponsal  de  Cristo  a  su  Iglesia  (cf.  £/5,  32). 

32  CoNC.  ECUM.  Vat.  II,  Const.  dogm.  Lumen  gentium  sobre  la  Iglesia,  31. 

33  CONC.  EcUM.  Vat.  II,  Decr.  Apostolicam  acluositatem  sobre  el  apostolado  de  los  laicos, 
2. 


©3 


Boletín  Eclesiástico 


En  este  punto  la  Iglesia  no  puede  ceder  a  las  presiones  de  cierta 
cultura,  aunque  sea  muy  extendida  y  a  veces  militante.  Más  bien 
con\  iene  procurar  que,  mediante  una  educación  e\'angélica  ca- 
da vez  más  completa,  las  familias  cristianas  den  ejemplo  convin- 
cente de  la  posibilidad  de  un  matrimonio  vivido  de  manera  ple- 
namente conforme  al  proyecto  de  Dios  y  a  las  verdaderas  exi- 
gencias de  la  persona  humana:  tanto  la  de  los  cónyuges  como, 
sobre  todo,  de  la  de  los  más  frágiles,  que  son  los  hijos.  Las  fami- 
lias mismas  deben  ser  cada  vez  más  conscientes  de  la  atención 
debida  a  los  hijos  y  han  de  hacerse  promotores  de  una  eficaz 
presencia  eclesial  y  social  para  tutelar  sus  derechos. 

El  compromiso  ecuménico 

48.  Y  ¿qué  decir  de  la  urgencia  de  promover  la  comunión  en  el 
delicado  ámbito  del  campo  eciimnüco?  La  triste  herencia  del  pa- 
sado nos  afecta  todavía  al  cruzar  el  umbral  del  nuevo  milenio. 
La  celebración  jubilar  ha  incluido  algunos  signos  verdadera- 
mente profético  y  conmovedores,  pero  queda  aún  mucho  cami- 
no por  recorrer. 

En  realidad,  al  impulsamos  a  fijar  la  mirada  en  Cristo,  el  gran 
jubUeo  nos  ha  hecho  tomar  una  conciencia  más  viva  de  la  Igle- 
sia como  misterio  de  unidad.  «Creo  en  la  Iglesia,  que  es  una»:  es- 
to que  manifestamos  en  la  profesión  de  fe  fiene  su  fundamento  úl- 
timo en  Cristo,  en  el  cual  la  Iglesia  no  está  dividida  (1  Co  1,  11-13). 
Como  Cuerpo  suyo,  en  la  unidad  producida  por  el  don  del  Es- 
píritu, es  indivisible.  La  realidad  de  la  división  se  lleva  a  cabo  en 
el  ámbito  de  la  historia,  en  las  relaciones  entre  los  hijos  de  la 
Iglesia,  como  consecuencia  de  la  fiagilidad  humana  para  acoger 
el  don  que  fluye  continuamente  del  Cristo-Cabeza  en  el  Cuerpo 
místico.  La  oración  de  Jesús  en  el  cenáculo  — «como  tú.  Padre, 
en  mí  y  yo  en  ti,  que  eUos  también  sean  uno  en  nosotros»  (Jn  17, 
21) —  es  a  la  vez  revelación  e  invocación.  Nos  revela  la  unidad  de 
Cristo  con  el  Padre  como  el  lugar  de  donde  brota  la  unidad  de 


64 


Doc.  Santa  Sede 


la  Iglesia  y  como  don  perenne  que,  en  él,  recibirá  misteriosa- 
mente hasta  el  fin  de  los  tiempos.  Esta  unidad  que  se  realiza 
concretamente  en  la  Iglesia  católica,  a  pesar  de  los  límites  pro- 
pios de  lo  humano,  se  manifiesta  también  de  manera  diversa  en 
muchos  elementos  de  santificación  y  de  verdad  que  existen  den- 
tro de  las  otras  Iglesias  y  Comunidades  eclesiales;  dichos  ele- 
mentos, en  cuanto  dones  propios  de  la  Iglesia  de  Cristo,  las  im- 
pulsan sin  cesar  hacia  la  unidad  plena.34 

La  oración  de  Cristo  nos  recuerda  que  este  don  ha  de  ser  acogi- 
do y  desarrollado  de  manera  cada  vez  más  profunda.  La  invo- 
cación «ut  unum  sint»  es,  a  la  vez,  imperativo  que  nos  obliga, 
fuerza  que  nos  sostiene  y  saludable  reproche  por  nuestra  desi- 
dia y  estrechez  de  corazón.  La  confianza  de  poder  alcanzar,  in- 
cluso en  la  historia,  la  comunión  plena  y  visible  de  todos  los 
cristianos  se  apoya  en  la  oración  de  Jesús,  no  en  nuestras  capa- 
cidades. 

Desde  esta  perspectiva  de  renovado  camino  postjubilar,  miro 
con  gran  esperanza  a  las  Iglesias  de  Oriente,  deseando  que  se  re- 
cupere plenamente  el  intercambio  de  dones  que  enriqueció  la 
Iglesia  del  primer  milenio.  El  recuerdo  del  tiempo  en  que  la  Igle- 
sia respiraba  con  «dos  pulmones»  ha  de  impulsar  a  los  cristia- 
nos de  oriente  y  occidente  a  caminar  juntos,  en  la  unidad  de  la 
fe  y  en  el  respeto  de  las  legítimas  diferencias,  acogiéndose  y  apo- 
yándose mutuamente  como  miembros  del  único  Cuerpo  de 
Cristo. 

Con  análogo  esmero  se  ha  de  cultivar  el  diálogo  ecuménico  con 
los  hermanos  y  hermanas  de  la  Comunión  anglicana  y  de  las  Co- 
munidades eclesiales  nacidas  de  la  Reforma.  La  confrontación  teoló- 
gica sobre  puntos  esenciales  de  la  fe  y  de  la  moral  cristiana,  la 


34  CoNC.  ECUM.  Vat.  II,  Const.  dogm.  Lumen  gentium  sobre  la  Iglesia,  8. 


86 


Boletín  Eclesiástico 


colaboración  en  la  caridad  y,  sobre  todo,  el  gran  ecumenismo  de 
la  santidad,  con  la  ayuda  de  Dios,  producirán  sus  frutos  en  el  fu- 
turo. Entre  tanto,  continuemos  con  confianza  en  el  camino,  an- 
helando el  momento  en  que,  con  todos  los  discípulos  de  Cristo 
sin  excepción,  podamos  cantar  juntos  con  voz  clara:  «Ved  qué 
dulzura,  que  delicia,  convivir  los  hermanos  unidos»  (Sal  133, 1). 

Apostar  por  la  caridad 

49.  A  partir  de  la  comunión  intraeclesial,  la  caridad  se  abre,  por 
su  naturaleza,  al  servicio  universal,  proyectándonos  hacia  la 
práctica  de  un  amor  activo  y  concreto  con  cada  ser  humano.  Éste  es  un 
ámbito  que  caracteriza  de  manera  decisiva  la  vida  cristiana,  el 
esfilo  eclesial  y  la  programación  pastoral.  El  siglo  y  el  milenio 
que  comienzan  tendrán  que  ver  todavía,  y  es  de  desear  que  lo 
vean  con  mayor  fuerza,  a  qué  grado  de  entrega  puede  llegar  la 
caridad  hacia  los  más  pobres.  Si  verdaderamente  hemos  parfido 
nuevamente  de  la  contemplación  de  Cristo,  tenemos  que  saber- 
lo descubrir  sobre  todo  en  el  rostro  de  aquellos  con  los  que  él 
mismo  quiso  idenfificarse:  «Tuve  hambre  y  me  disteis  de  comer, 
tuve  sed  y  me  disteis  de  beber;  fui  forastero  y  me  hospedasteis; 
desnudo  y  me  vesfisteis,  enfermo  y  me  visitasteis,  encarcelado  y 
venisteis  a  verme»  (Mí  25,  35-36).  Esta  página  no  es  ima  simple 
invitación  a  la  caridad:  es  una  página  de  cristología,  que  ilumi- 
na el  misterio  de  Cristo.  A  la  luz  de  esta  página  la  Iglesia  com- 
prueba su  fidelidad  como  Esposa  de  Cristo,  no  menos  que  en  el 
ámbito  de  la  ortodoxia. 

Ciertamente,  no  debemos  olvidar  que  nadie  puede  ser  excluido 
de  nuestro  amor,  dado  que  «con  la  encamación  el  Hijo  de  Dios 
se  ha  unido  en  cierto  modo  a  cada  hombre».^^  Ateniéndonos  a 
las  indiscufibles  palabras  del  E\'angelio,  en  la  persona  de  los  po- 


35  CONC.  ECUM.  Vat.  n,  Const.  past.  Caudium  et  spes  sobre  la  Iglesia  en  el  mundo  actual, 
22. 


&6 


Doc.  Santa  Sede 


bres  hay  una  presencia  especial  suya,  que  impone  a  la  Iglesia 
una  opción  preferencial  por  ellos.  Mediante  esta  opción,  se  tes- 
timonia el  estilo  del  amor  de  Dios,  su  providencia,  su  misericor- 
dia y,  de  alguna  manera,  se  siembran  todavía  en  la  historia 
aquellas  semillas  del  Reino  de  Dios  que  Jesús  mismo  dejó  en  su 
vida  terrena  atendiendo  a  cuantos  recurrían  a  El  para  toda  clase 
de  necesidades  espirituales  y  materiales. 

50.  En  efecto,  en  nuestro  tiempo  son  muchas  las  necesidades  que 
interpelan  la  sensibilidad  cristiana.  Nuestro  mundo  empieza  el 
nuevo  milenio  con  la  carga  de  las  contradicciones  de  un  creci- 
miento económico,  cultural  y  tecnológico,  que  ofrece  a  pocos 
afortunados  grandes  posibilidades,  dejando  a  millones  y  millo- 
nes de  personas  no  solo  al  margen  del  progreso,  sino  también 
sujetas  a  condiciones  de  vida  muy  por  debajo  del  mínimo  reque- 
rido por  la  dignidad  humana.  ¿Cómo  es  posible  que,  en  nuestro 
tiempo,  haya  todavía  personas  que  se  mueren  de  hambre;  con- 
denadas al  analfabetismo;  sin  la  asistencia  médica  más  elemen- 
tal; sin  techo  donde  cobijarse? 

El  panorama  de  la  pobreza  puede  extenderse  indefinidamente, 
si  a  las  antiguas  formas  de  pobreza  añadimos  las  nuevas,  que 
afectan  a  menudo  a  ambientes  y  grupos  no  carentes  de  recursos 
económicos,  pero  expuestos  a  la  desesperación  del  sin  sentido,  a 
la  insidia  de  la  droga,  al  abandono  en  la  edad  avanzada  o  en  la 
enfermedad,  a  la  marginación  o  a  la  discriminación  social.  El 
cristiano,  que  se  asoma  a  este  panorama,  debe  aprender  a  hacer 
su  acto  de  fe  en  Cristo  interpretando  el  llamamiento  que  él  diri- 
ge desde  este  mundo  de  la  pobreza.  Se  trata  de  continuar  una 
tradición  de  caridad  que  ya  ha  tenido  muchísimas  manifestacio- 
nes en  los  dos  milenios  pasados,  pero  que  hoy  quizás  requiere 
mayor  creatividad.  Es  la  hora  de  una  nueva  «creatividad  de  la 
caridad»,  que  promueva  no  tanto  y  no  solo  la  eficacia  de  las  ayu- 
das prestadas,  sino  la  capacidad  de  mostrarse  cercanos  y  solida- 


67 


3o\et\Y\  Ec\e&'\áet\co 


rios  con  quien  sufre,  para  que  el  gesto  de  ayuda  no  sea  percibi- 
do como  limosna  humillante,  sino  como  un  compartir  fraterno. 

Por  eso  tenemos  que  actuar  de  tal  manera  que  los  pobres,  en  ca- 
da comunidad  cristiana,  se  sientan  como  «en  su  casa».  ¿No  sería 
este  estilo  la  más  grande  y  eficaz  presentación  de  la  buena  nue- 
va del  Reino?  Sin  esta  forma  de  evangelización,  llevada  a  cabo 
mediante  la  caridad  y  el  testimonio  de  la  pobreza  cristiana,  el 
anuncio  del  Evangelio,  aun  siendo  la  primera  caridad,  corre  el 
riesgo  de  ser  incomprendido  o  de  ahogarse  en  el  mar  de  pala- 
bras al  que  la  actual  sociedad  de  la  comunicación  nos  somete  ca- 
da día.  La  caridad  de  las  obras  corrobora  la  caridad  de  las  pala- 
bras. 

Retos  actuales 

51.  ¿Podemos  quedar  indiferentes  ante  las  perspectivas  de  un 
desequilibrio  ecológico,  que  hace  inhabitables  y  enemigas  del  hom- 
bre vastas  áreas  del  planeta?  ¿O  ante  los  problemas  de  la  paz,  ame- 
nazada a  menudo  con  la  pesadilla  de  guerras  catastróficas?  ¿O 
ante  el  vilipendio  de  los  derechos  humanos  fundamentales  de  tantas 
personas,  especialmente  de  los  niños?  Muchas  son  las  urgencias 
ante  las  cuales  el  espíritu  cristiano  no  puede  permanecer  insen- 
sible. 

Se  debe  prestar  especial  atención  a  algunos  aspectos  de  la  radi- 
calidad  evangélica  que  a  menudo  son  menos  comprendidos, 
hasta  el  punto  de  hacer  impopular  la  intervención  de  la  Iglesia, 
pero  que  no  pueden  por  ello  desaparecer  de  la  agenda  eclesial 
de  la  caridad.  Me  refiero  al  deber  de  comprometerse  en  la  defen- 
sa del  respeto  a  la  vida  de  cada  ser  humano  desde  la  concepción  has- 
ta su  ocaso  natural.  Del  mismo  modo,  el  servicio  al  hombre  nos 
obliga  a  proclamar,  a  tiempo  y  a  destiempo,  que  cuantos  se  va- 
len de  las  nuevas  potencialidades  de  la  ciencia,  especialmente  en  el 
terreno  de  las  biotecnologías,  nunca  han  de  ignorar  las  exigen- 


Doc.  Santa  Sede 


das  fundamentales  de  la  ética,  apelando  tal  vez  a  una  discutible 
solidaridad,  que  acaba  por  discriminar  entre  vida  y  vida,  con  el 
desprecio  de  la  dignidad  propia  de  cada  ser  humano. 

Para  la  eficacia  del  testimonio  cristiano,  especialmente  en  estos 
campos  delicados  y  contro\  ertidos,  es  importante  hacer  im  gran 
eshierzo  para  explicar  adecuadamente  los  motivos  de  la  posi- 
ción de  la  Iglesia,  subrayando  sobre  todo  que  no  se  trata  de  im- 
poner a  los  no  creyentes  una  perspectiva  de  fe,  sino  de  interpre- 
tar y  defender  los  valores  arraigados  en  la  naturaleza  misma  del 
ser  humano.  La  caridad  se  con\  ertirá  entonces  necesariamente 
en  servicio  a  la  cultura,  a  la  política,  a  la  economía  y  a  la  familia, 
para  que  en  todas  partes  se  respeten  los  principios  fundamenta- 
les, de  los  que  depende  el  destino  del  ser  humano  y  el  futuro  de 
la  civilización. 

52.  Obviamente  todo  esto  tiene  que  realizarse  con  un  estilo  es- 
pecíficamente cristiano:  deben  ser  sobre  todo  los  laicos,  en  virtud 
de  su  propia  vocación,  quienes  lleven  a  cabo  estas  tareas,  sin  ce- 
der nunca  a  la  tentación  de  reducir  las  comunidades  cristianas  a 
agencias  sociales.  En  particular,  la  relación  con  la  sociedad  civil 
tendrá  que  configurarse  de  tal  modo  que  respete  la  autonomía  y 
las  competencias  de  esta  última,  según  las  enseñanzas  propues- 
tas por  la  doctrina  social  de  la  Iglesia. 

Es  notorio  el  esfuerzo  que  el  Magisterio  eclesial  ha  realizado,  so- 
bre todo  en  el  siglo  XX,  para  interpretar  la  realidad  social  a  la  luz 
del  Evangelio  y  ofrecer  de  modo  cada  vez  más  preciso  y  orgáni- 
co su  contribución  a  la  solución  de  la  cuestión  social,  que  ha  lle- 
gado a  ser  ya  una  cuestión  planetaria. 

Esta  vertiente  ético-social  se  propone  como  una  dimensión  im- 
prescindible del  testimonio  cristiano.  Se  debe  rechazar  la  tenta- 
ción de  una  espiritualidad  intimista  e  individualista,  que  no  se 


Boletín  Eclesiástico 


armoniza  con  las  exigencias  de  la  caridad,  ni  con  la  lógica  de  la 
Encarnación  y,  en  definitiva,  con  la  misma  tensión  escatológica 
del  cristianismo.  Si  esta  tensión  nos  hace  conscientes  del  carác- 
ter relativo  de  la  historia,  no  nos  exime  en  ningún  modo  del  de- 
ber de  construirla.  Es  muy  actual  a  este  respecto  la  enseñanza 
del  Concilio  Vaticano  II:  «El  mensaje  cristiano,  no  aparta  los 
hombres  de  la  tarea  de  la  construcción  del  mundo,  ni  les  impul- 
sa a  despreocuparse  del  bien  de  sus  semejantes,  sino  que  les 
obliga  más  a  llevar  a  cabo  esto  como  un  deber». 36 

Un  signo  concreto 

53.  Como  signo  de  este  mensaje  de  caridad  y  de  promoción  hu- 
mana, que  se  basa  en  las  íntimas  exigencias  del  Evangelio,  he 
querido  que  el  mismo  Año  jubilar,  entre  los  numerosos  frutos  de 
caridad  que  ya  ha  producido  en  el  curso  de  su  desarrollo  — 
pienso  particularmente  en  la  ayuda  ofrecida  a  tantos  hermanos 
más  pobres  para  hacer  posible  su  participación  en  el  jubileo — 
dejase  también  una  obra  que  sea,  de  alguna  manera,  el  fruto  y  el 
sello  de  la  caridad  jubilar.  En  efecto,  muchos  peregrinos  han  con- 
tribuido de  diferentes  modos  con  sus  ofertas  y,  junto  con  ellos, 
también  muchos  protagonistas  de  la  actividad  económica  han 
ofrecido  ayudas  generosas,  que  han  servido  para  asegurar  la 
conveniente  realización  del  acontecimiento  jubilar.  Una  vez  cu- 
biertos los  gastos  que  se  han  debido  afrontar  a  lo  largo  del  año, 
el  dinero  que  sobre,  debe  destinarse  a  fines  caritativos.  En  efec- 
to, es  importante  excluir  de  un  acontecimiento  religioso  tan  sig- 
nificativo cualquier  apariencia  de  especulación  económica.  Lo 
que  sobre  servirá  para  repetir  también  en  esta  ocasión  la  expe- 
riencia vivida  tantas  otras  veces  a  lo  largo  de  la  historia  desde 
que,  en  los  comienzos  de  la  Iglesia,  la  comunidad  de  Jerusalén 
ofreció  a  los  no  cristianos  la  imagen  conmovedora  de  un  inter- 


36  Ib.,  34. 


90 


Doc.  Santa  Sede 


cambio  espontáneo  de  dones,  hasta  la  comunión  de  los  bienes, 
en  favor  de  los  más  pobres  (cf.  Hch  2,  44-45). 

La  obra  que  se  realice  será  solamente  un  pequeño  arroyo  que 
confluirá  en  el  gran  río  de  la  caridad  cristiana  que  recorre  la  his- 
toria. Arroyo  pequeño,  pero  signifícativo:  el  jubileo  ha  movido 
al  mundo  a  mirar  hacia  Roma,  la  Iglesia  «que  preside  en  la  cari- 
dad»37  y  a  j^r  a  Pedro  su  oferta.  Ahora  la  caridad  manifestada 
en  el  centro  de  la  catolicidad  vuelve,  de  alguna  manera,  hacia  el 
mundo  a  través  de  este  gesto,  que  quiere  quedar  como  fruto  y 
memoria  viva  de  la  comunión  experimentada  con  ocasión  del 
Jubileo. 

Diálogo  y  misión 

54.  Un  nuevo  siglo  y  un  nue\'o  milenio  se  abren  a  la  luz  de  Cris- 
to. Sin  embargo,  no  todos  ven  esta  luz.  Nosotros  tenemos  el  ma- 
ravilloso y  exigente  cometido  de  ser  su  «reflejo».  Es  el  mysterium 
lunae  tan  frecuente  en  la  contemplación  de  los  Padres,  los  cuales 
indicaron  con  esta  imagen  que  la  Iglesia  dependía  de  Cristo,  Sol 
cuya  luz  eUa  refleja. ^j-g  ^  modo  de  expresar  lo  que  Cristo 
mismo  dice,  al  presentarse  como  «luz  del  mundo»  (Jn  8, 12)  y  al 
pedir  a  la  \  ez  a  sus  discípulos  que  sean  «la  luz  del  mundo»  (cf 
Mt  5,  14). 

Esta  es  una  tarea  que  nos  hace  temblar  si  nos  fijamos  en  la  debi- 
lidad que  tan  a  menudo  nos  vuelve  opacos  y  llenos  de  sombras. 
Pero  es  una  tarea  posible  si,  expuestos  a  la  luz  de  Cristo,  sabe- 
mos abrimos  a  la  gracia  que  nos  hace  hombres  nuevos. 


37  S.  IGNAQO  DE  AxnOQUÍA,  Carta  a  Jos  Romanos,  Pref.,  ed.  Funk,  I,  252. 

38  Así,  por  ejemplo,  S.  Agustín:  «También  la  luna  representa  a  la  Iglesia,  porque  no  tiene  luz 
propia,  sino  que  la  recibe  del  Hijo  unigénito  de  Dios,  el  cual  en  muchas  pasajes  de  la  Escritu- 
ra alegóricamente  es  llamado  sol»:  Enarr.  ¡n  Ps.  10,  3:  CCL  38,  42. 


91 


Boletín  Eclesiástico 


55.  En  esta  perspectiva  se  sitúa  también  el  gran  desafío  del  diá- 
logo Ínter  religioso,  en  el  cual  continuaremos  todavía  comprometi- 
dos durante  el  nuevo  siglo,  en  la  línea  indicada  por  el  Concilio 
Vaticano  ü.^^  En  los  años  de  preparación  para  el  gran  jubileo,  la 
Iglesia,  mediante  encuentros  de  notable  interés  simbólico,  ha 
tratado  de  establecer  una  relación  de  apertura  y  diálogo  con  repre- 
sentantes de  otras  religiones.  El  diálogo  debe  continuar.  En  la  si- 
tuación de  un  marcado  pluralismo  cultural  y  religioso,  tal  como 
se  va  presentando  en  la  sociedad  del  nuevo  milenio,  este  diálo- 
go es  también  importante  para  proponer  una  fírme  base  de  paz 
y  alejar  el  espectro  funesto  de  las  guerras  de  religión  que  han  ba- 
ñado de  sangre  tantos  períodos  en  la  historia  de  la  humanidad. 
El  nombre  del  único  Dios  tiene  que  ser  cada  vez  más,  como  ya 
es  de  por  sí,  un  nombre  de  paz  y  un  imperativo  de  paz. 

56.  Pero  el  diálogo  no  puede  basarse  en  el  indiferentismo  religio- 
so, y  nosotros  como  cristianos  tenemos  el  deber  de  desarrollarlo 
dando  el  testimonio  pleno  de  la  esperanza  que  está  en  nosotros 
(cf.  1  P  3, 15).  No  debemos  temer  que  pueda  constituir  una  ofen- 
sa a  Ja  identidad  del  otro  lo  que,  en  cambio,  es  anuncio  gozoso  de 
un  don  para  todos,  y  que  se  propone  a  todos  con  el  mayor  respe- 
to a  la  libertad  de  cada  uno:  el  don  de  la  revelación  del  Dios- 
Amor,  que  «tanto  amó  al  mundo  que  le  dio  su  Hijo  unigénito» 
(Jn  3,  16).  Todo  esto,  como  también  ha  sido  subrayado  reciente- 
mente por  la  Declaración  Dominus  lesus,  no  puede  ser  objeto  de 
una  especie  de  negociación  dialogística,  como  si  para  nosotros 
fuese  una  simple  opinión.  Al  contrario,  para  nosotros  es  una 
gracia  que  nos  llena  de  alegría,  una  noticia  que  debemos  anun- 
ciar. 

La  Iglesia,  por  tanto,  no  puede  sustraerse  a  la  actividad  misione- 
ra hacia  los  pueblos,  y  una  tarea  prioritaria  de  la  missio  ad  gentes 


39  Cf.  Decl.  Nostra  aetate,  sobre  las  relaciones  de  la  Iglesia  con  las  religiones  no  cristianas. 


92 


Doc.  Santa  Sede 


sigue  siendo  anunciar  que  en  Cristo,  «Camino,  Verdad  y  Vida» 
(Jn  14,  6),  los  hombres  encuentran  la  salvación.  El  diálogo  inte- 
rreligioso «tampoco  puede  sustituir  al  anuncio;  de  todos  modos, 
aquél  sigue  orientándose  hacia  el  anuncio». Por  otra  parte,  el 
deber  misionero  no  nos  impide  entablar  el  diálogo  íntimamente 
dispuestos  a  la  escucha.  En  efecto,  sabemos  que,  frente  al  misterio 
de  gracia  infinitamente  rico  en  dimensiones  e  implicaciones  pa- 
ra la  vida  y  la  historia  del  hombre,  la  Iglesia  misma  nunca  deja- 
rá de  escudriñar,  contando  con  la  ayuda  del  Paráclito,  el  Espíri- 
tu de  verdad  (cf.  Jjí  14,  17),  al  que  compete  precisamente  llevar- 
la a  la  «plenitud  de  la  verdad»  (Jn  16,  13). 

Este  principio  es  la  base  no  solo  de  la  inagotable  profundización 
teológica  de  la  verdad  cristiana,  sino  también  del  diálogo  cristia- 
no con  las  filosofías,  las  culturas  y  las  religiones.  No  es  raro  que 
el  Espíritu  de  Dios,  que  «sopla  donde  quiere»  (Jn  3, 8),  suscite  en 
la  experiencia  humana  universal,  a  pesar  de  sus  múltiples  con- 
tradicciones, signos  de  su  presencia,  que  ayudan  a  los  mismos 
discípulos  de  Cristo  a  comprender  más  profundamente  el  men- 
saje del  que  son  portadores.  ¿No  fue  con  esta  humilde  y  confia- 
da apertura  como  el  Concilio  Vaticano  II  se  esforzó  en  leer  los 
«signos  de  los  tiempos»?"*!  Incluso  llevando  a  cabo  un  laborioso 
y  atento  discernimiento,  para  captar  los  «verdaderos  signos  de 
la  presencia  o  del  designio  de  Dios»,42  la  Iglesia  reconoce  que  no 
solo  ha  dado,  sino  que  también  ha  «recibido  de  la  historia  y  del 
desarrollo  del  género  humano».43  Esta  actitud  de  apertura,  y 
también  de  atento  discernimiento,  con  respecto  a  las  otras  reli- 
giones, la  inauguró  el  Concilio.  A  nosotros  nos  corresponde  se- 
guir con  gran  fidelidad  sus  enseñanzas  y  sus  indicaciones. 


40  Consejo  Pontihco  para  el  Diálogo  Interreligioso  y  Congregación  para  la  Evange- 
LIZACIÓN  DE  LOS  PUEBLOS,  Instr.  Diálogo  y  anuncio:  reflexiones  y  orientaciones  (19  mayo 
1991),  82:  AAS  84  (1992),  444. 

41  Cf.  Const.  past.  Gaudium  et  spes,  sobre  la  Iglesia  en  el  mundo  actual,  4. 

42  Ibí.,  11. 

43  Ib.,  44. 


93 


Boletín  Eclesiástico 


A  la  luz  del  Concilio 

57.  ¡Cuánta  riqueza,  queridos  hermanos  y  hermanas,  entrañan 
las  orientaciones  que  nos  dio  el  Concilio  Vaticano  II!  Por  eso,  en 
la  preparación  del  gran  jubileo,  pedí  a  la  Iglesia  que  se  interroga- 
se sobre  la  acogida  del  Concilio.'^  ¿Se  ha  hecho?  El  Congreso  que  se 
celebró  en  el  Vaticano  fue  un  momento  de  esta  reflexión,  y  espe- 
ro que,  de  diferentes  modos,  se  haya  realizado  igualmente  en  to- 
das las  Iglesias  particulares.  A  medida  que  pasan  los  años,  aque- 
llos textos  no  pierden  su  valor  ni  su  esplendor.  Es  necesario  leer- 
los de  manera  apropiada  y  que  sean  conocidos  y  asimilados  co- 
mo textos  cualificados  y  normativos  del  Magisterio,  dentro  de  la 
Tradición  de  la  Iglesia.  Después  de  concluir  el  jubileo  siento  más 
que  nunca  el  deber  de  indicar  el  Concilio  como  la  gran  gracia  que 
la  Iglesia  ha  recibido  en  el  siglo  XX.  Con  el  Concilio  se  nos  ha  ofre- 
cido una  brújula  segura  para  orientarnos  en  el  camino  del  siglo 
que  comienza. 

CONCLUSIÓN 
¡DUC  IN  ALTUM! 

58.  ¡Caminemos  con  esperanza!  Un  nuevo  milenio  se  abre  ante 
la  Iglesia  como  un  océano  inmenso  en  el  cual  hay  que  aventurar- 
se, contando  con  la  ayuda  de  Cristo.  El  Hijo  de  Dios,  que  se  en- 
carnó hace  dos  mil  años  por  amor  al  hombre,  realiza  también 
hoy  su  obra.  Hemos  de  aguzar  la  vista  para  verla  y,  sobre  todo, 
debemos  tener  un  gran  corazón  para  convertirnos  nosotros  mis- 
mos en  sus  instrumentos. 

¿No  ha  sido  para  tomar  contacto  con  este  manantial  vivo  de 
nuestra  esperanza,  por  lo  que  hemos  celebrado  el  Año  jubilar? 
Ahora  el  Cristo  contemplado  y  amado  nos  invita  una  vez  más  a 


44  Cf.  Carta  Ap.  Tertio  miUennio  adveniente,  36:  AAS87  (1995)  28. 


94 


Doc.  Santa  Sede 


ponemos  en  camino:  «Id,  pues,  y  haced  discípulos  a  todas  las 
gentes,  bautizándolas  en  el  nombre  del  Padre  y  del  Hijo  y  del 
Espíritu  Santo»  (Mí  28,  19).  El  mandato  misionero  nos  introdu- 
ce en  el  tercer  milenio  invitándonos  a  tener  el  mismo  entusias- 
mo de  los  cristianos  de  los  primeros  tiempos.  Para  ello  podemos 
contar  con  la  fuerza  del  mismo  Espíritu,  que  fue  derramado  en 
Pentecostés  v  que  nos  impulsa  hoy  a  partir  nuevamente  sosteni- 
dos por  la  esperanza  «que  no  defrauda»  {Rm  5,  5). 

Nuestro  paso,  al  principio  de  este  nuevo  siglo,  debe  hacerse  más 
ágil  al  recorrer  los  senderos  del  mundo.  Los  caminos,  por  los 
que  avanza  cada  uno  de  nosotros  y  cada  una  de  nuestras  Igle- 
sias, son  muchos,  pero  no  hay  distancia  entre  quienes  están  uni- 
dos por  la  única  comunión,  la  comunión  que  cada  día  se  nutre 
de  la  mesa  del  Pan  eucarístico  v  de  la  Palabra  de  vida.  Cada  do- 
mingo Cristo  resucitado  nos  convoca  de  nuevo  al  Cenáculo, 
donde  al  atardecer  del  día  «primero  de  la  semana»  {]n  20,  19)  se 
presentó  a  los  suyos  para  «exhalar»  sobre  de  ellos  el  don  vivifi- 
cante del  Espíritu  e  iniciarlos  en  la  gran  aventura  de  la  evange- 
lización. 

En  este  camino  nos  acompaña  la  Santísima  Virgen,  a  la  que  ha- 
ce algunos  meses,  junto  con  muchos  obispos  llegados  a  Roma 
desde  todas  las  partes  del  mundo,  consagré  el  tercer  milenio. 
Muchas  veces  en  estos  años  la  he  presentado  e  invocado  como 
«Estrella  de  la  nueva  evangelización».  La  sigo  indicando  como 
aurora  luminosa  y  guía  segura  de  nuestro  camino.  «Mujer,  he 
aquí  tus  hijos»,  le  repito,  evocando  las  mismas  palabras  de  Jesús 
(cf.  ]n  19,  26),  y  haciéndome  voz,  ante  ella,  del  cariño  filial  de  to- 
da la  Iglesia. 

59.  ¡Queridos  hermanos  y  hermanas!  El  símbolo  de  la  Puerta 
Santa  se  cierra  a  nuestras  espaldas,  pero  para  dejar  más  abierta 
que  nunca  la  puerta  viva  que  es  Cristo.  Después  del  entusiasmo 


95 


Boletín  Eclesiástico 


jubilar  ya  no  volvemos  a  un  anodino  día  a  día.  Al  contrario,  si 
nuestra  peregrinación  ha  sido  auténtica,  debe  desentumecer 
nuestras  piernas  para  el  camino  que  nos  espera.  Tenemos  que 
imitar  la  intrepidez  del  apóstol  san  Pablo:  «Lanzándome  hacia 
lo  que  está  por  delante,  corro  hacia  la  meta,  para  alcanzar  el  pre- 
mio al  que  Dios  me  llama  desde  lo  alto,  en  Cristo  Jesús»  {Flp  13, 
14).  Al  mismo  tiempo,  hemos  de  imitar  la  contemplación  de  Ma- 
ría, la  cual,  después  de  la  peregrinación  a  la  ciudad  santa  de  Je- 
rusalén,  volvió  a  su  casa  de  Nazareth  meditando  en  su  corazón 
el  misterio  del  Hijo  (cf.  Le  2,  51). 

Que  Jesús  resucitado,  el  cual  nos  acompaña  en  nuestro  camino, 
dejándose  reconocer,  como  a  los  discípulos  de  Emaús  «al  partir 
el  pan»  (Le  24,  30),  nos  encuentre  \  igilantes  y  preparados  para 
reconocer  su  rostro  y  correr  hacia  nuestros  hermanos,  a  fin  de 
llevarles  el  gran  anuncio:  «¡Hemos  visto  al  Señor!»  (Jn  20,  25). 

Este  es  el  fruto  tan  deseado  del  Jubileo  del  Año  dos  mil.  Jubileo 
que  nos  ha  vuelto  a  presentar  de  manera  palpable  el  misterio  de 
Jesús  de  Nazaret,  Hijo  de  Dios  y  Redentor  del  hombre. 

Mientras  se  concluye  y  nos  abre  a  un  fiituro  de  esperanza,  suba 
hasta  el  Padre,  por  Cristo,  en  el  Espíritu  Santo,  la  alabanza  y  el 
agradecimiento  de  toda  la  Iglesia. 

Con  este  deseo,  desde  lo  más  profundo  del  corazón,  imparto  a 
todos  mi  Bendición. 

Vaticano,  6  de  enero,  Solemnidad  de  la  Epifanía  del  Señor,  del  año 
2001,  vigésimo  tercero  de  mi  Pontificado. 

Joannes  Paulus  pp.  11 


96 


Documentos  de  la  [ 
Conf.  Episcopal 
Ecuatoriana 


Doc.  Conf.  Episcopal 


Comunicado  del  Consejo  permanente  de  la  Conferencia 
Episcopal  Ecuatoriana 

Democracia,  el  único  camino 

Los  Obispos  del  Ecuador  compartimos  la  angustia  de  millones 
de  ecuatorianos  sumidos  en  la  pobreza.  Esta  situación  no  es  jus- 
ta, no  es  cristiana.  El  pecado  de  quienes  por  irresponsabilidad  o 
por  ambición  la  causaron  clama  al  cielo.  Todos,  Estado  e  Iglesia, 
líderes  indígenas  y  de  los  movimientos  sociales,  políticos  y  em- 
presarios, tenemos  la  responsabilidad  ineludible  de  cambiar  tan 
inicua  realidad. 

Advertimos  el  peligro  de  ir  por  caminos  equivocados:  la  anar- 
quía, el  desorden  social,  la  desestabilización  de  las  instituciones 
solo  logran  agravar  situaciones  ya  de  por  sí  desesperadas.  Tales 
estiategias  solo  consiguen  proyectar  ante  el  mundo  la  imagen 
de  un  país  ingobernable  y  la  falsa  ilusión  de  que  cambiando  go- 
biernos se  solucionan  los  problemas.  La  violencia  engendra  vio- 
lencia. La  inseguridad  social  y  jurídica  desalientan  la  inversión, 
favorece  la  especulación  y  la  inflación. 

Por  ningún  motivo,  por  bueno  que  sea,  es  aceptable  la  toma  de 
los  templos,  menos  aún  como  instrumento  de  presión.  El  templo 
es  casa  de  Dios,  lugar  sagrado  de  oración,  su  instrumentaliza- 
ción  política  hiere  la  sensibilidad  del  pueblo  cristiano.  Pedimos 
a  los  movimientos  sociales  abandonar  para  siempre  esta  prácti- 
ca que  rechazamos  con  energía. 

Es  la  hora  del  diálogo.  Con  el  Papa  Juan  Pablo  II  en  su  reciente 
Mensaje  por  la  Paz  pedimos  el  respeto  y  diálogo  entie  las  di\'er- 
sas  culturas  de  nuestro  País,  diversidad  que  es  nuestia  riqueza. 
El  diálogo  entie  ellas  es  hoy  particularmente  necesario  y  "surge 
como  una  exigencia  Lntiínseca  de  la  naturaleza  misma  del  hom- 


99 


Boletín  Eclesiástico 


bre  y  dispone  los  ánimos  a  una  recíproca  aceptación,  en  la  pers- 
pectiva de  una  auténtica  colaboración.  Este  diálogo  es  instru- 
mento eminente  para  realizar  la  civilización  del  amor  y  la  paz". 

Nos  sumamos  a  las  voces  de  quienes  proponen  un  diálogo  que 
vaya  más  allá  de  las  coyunturas,  un  diálogo  que  enfrente  el  ver- 
dadero problema:  la  pobreza  y  la  marginación  de  los  indígenas 
y  de  tantos  otros  hermanos  nuestros.  Corresponderá  a  los  prota- 
gonistas de  este  diálogo  establecer  las  bases  para  un  auténtico 
desarrollo  social.  Invitamos  con  énfasis  y  urgencia  a  que  se  esta- 
blezca una  mesa  de  diálogo  con  la  participación  de  las  entidades 
sociales  que  el  Gobierno  y  el  Pueblo  Indígena  consideran  opor- 
tunas. Estamos  seguros  de  que  esta  iniciativa  tendrá  el  entusias- 
ta apoyo  de  todos  los  ecuatorianos. 

Por  nuestra  parte,  fieles  al  Evangelio  del  Amor  del  Señor  Jesús, 
contribuiremos  activamente  para  promover  las  condiciones  a  fin 
de  que  ese  diálogo  sea  posible  y  eficaz. 

Hermanos  ecuatorianos:  les  pedimos,  les  imploramos,  pasar  de  la 
cultura  de  la  confrontación  a  la  del  diálogo  y  trabajo  tesonero  pa- 
ra construir  una  nueva  civilización,  la  de  la  honestidad,  la  ver- 
dad y  la  justicia. 

¡Dios  Salve  a  la  Patria! 


100 


Doc.  Conf.  Ep\ecopa\ 


Iglesia  por  una  Tv  Familiar 
E  Independiente 

Conforme  se  había  anunciado,  la  Iglesia  ha  decidido  entrar  en  el 
grupo  que  adquiere  la  emisora  Sí  Tv.  Se  propone  servir  por  este 
medio  a  la  colectividad  en  las  áreas  de  la  información,  la  educa- 
ción y  el  entretenimiento.  La  promoción  se  orienta  a  poder  con- 
tar con  una  programación  televisiva  de  tipo  familiar,  difusora  de 
los  valores  humanos  y  cristianos  que  se  hallan  en  la  esencia  de 
la  cultura  nacional. 

El  canal  empieza  esta  nueva  etapa  con  independencia  de  intere- 
ses particulares  en  el  orden  político  y  económico;  en  actitud  de 
respeto  a  la  dignidad  de  las  personas  e  instituciones,  compro- 
metido con  el  sistema  democrático  y  atento  a  las  necesidades  de 
las  mayorías,  especialmente  de  los  más  pobres. 

Los  Obispos  miembros  de  la  Conferencia  Episcopal  constituirán 
una  fundación  sin  fines  de  lucho,  denominada  "Comunicación 
para  la  Familia".  El  Consejo  Directivo  de  la  fundación  se  haUa 


integrado  por  los  señores: 

Ing.  Pedro  Aguayo  Cubillo,  Presidente 

Dr.  Eduardo  Castillo  Barredo,  Vicepresidente 

Ab.  León  Roldós  Aguilera,  Vocal 

Ledo.  Xavier  Benedetti  Roldós,  Vocal 

Dra.  Nila  Velásquez  Coello,  Vocal 
Leda.  María  Teresa  Pérez  de  Crespo,  Vocal 

Dr.  Ramiro  Cepeda,  Vocal 


101 


Boletín  Eclesiástico 


La  Fundación,  a  través  de  sus  directivos,  será  plenamente  res- 
ponsable de  la  gestión  correspondiente  a  la  participación  accio- 
naria en  la  compañía  propietaria  de  Sí  Tv. 

La  Conferencia  Episcopal,  fiel  al  signo  de  los  tiempos  que  otor- 
ga a  los  hombres  y  mujeres  cristianos  un  papel  protagónico  en 
las  actividades  temporales,  confía  en  el  afán  evangelizador,  la 
solvencia  empresarial  y  periodística,  el  patriotismo  y  la  creativi- 
dad de  quienes  han  aceptado  conformar  este  equipo.  Y,  al  agra- 
decerles por  su  generosa  colaboración,  les  augura  un  buen  de- 
sempeño en  el  servicio  a  la  colectividad. 

Secretaría  General  de  la  Conferencia  Episcopal  Ecuatoriana 


La  Fundación  Catequística 

"LUZ  Y  VIDA" 

instalada  en  el  interior  del  Pasaje  Arzobispal 

ofrece: 
libros,  folletos, 
estampas  para  toda  ocasión 

Local  N9  13 

^  281  451      Apartado  Postal  17-01  -  139 
Quito  -  Ecuador 


102 


Documentos 
Arquidiocesanos 


# 


Doc.  Arc\u\d\oce5anoe 


Navidad  del  Año  2000 

"No  temáis,  os  traigo  la  buena  noticia,  la  gran  alegría  para 
todo  el  pueblo:  hoy,  en  la  ciudad  de  David,  os  ha  nacido  un 
Salvador:  el  Mesías,  el  Señor;  y  esto  os  servirá  de  señal:  en- 
contraréis un  niño  envuelto  en  pañales  y  acostado  en  un  pe- 
sebre". Le  1, 10-12. 

Señor  Nuncio  Apostólico  en  el  Ecuador;  señor  Alcalde  del  Dis- 
trito Metropolitano  de  Quito  y  señora  de  Moncayo;  señor  Pre- 
fecto Provincial  de  Pichincha;  señores  Obispos  Auxiliares  y  her- 
manos concelebrantes;  muy  estimados  hermanas  y  hermanos  en 
el  Señor  que  han  participado  en  el  Pase  del  Niño  y  están  presen- 
tes en  esta  Misa  de  Navidad  el  año  2000: 

La  solemnidad  de  la  Navidad  que  celebramos  hoy,  25  de  di- 
ciembre del  año  2000,  es  una  Navidad  muy  especial  y  ex- 
traordinaria. Lo  es,  porque  en  este  25  de  diciembre  se  cum- 
plen exactamente  los  2000  años  del  nacimiento  de  Jesucristo, 
nuestro  Redentor,  en  el  portal  de  Belén. 

Por  tanto,  celebramos  también  el  paso  del  siglo  XX  al  siglo  XXI 
y  vamos  a  atravesar  el  umbral  del  tercer  milenio  de  la  era  cris- 
tiana. Precisamente  el  nacimiento  de  Jesucristo,  acaecido  hace 
2000  años,  marcó  el  principio  de  la  era  cristiana. 

Jesucristo  es  el  Hijo  de  Dios,  hecho  hombre  en  el  seno  virginal 
de  la  Sma.  Virgen  María,  por  obra  del  Espíritu  Santo,  para  sal- 
var, a  la  humanidad  caída  en  el  pecado.  En  cuanto  es  Hijo  de 
Dios,  Jesucristo  es  eterno,  está  sobre  la  transitoriedad  del  tiem- 
po. Pero,  al  hacerse  hombre,  entró  en  la  historia  de  la  humani- 
dad, nació  y  vivió  inserto  en  la  cultura  del  pueblo  de  Israel,  su 
existencia  humana  estuvo  circunscrita  por  unas  determinadas 
coordenadas  espacio- temporales. 


105 


Boletín  Eclesiástico 


Desde  el  nacimiento  de  Jesucristo,  acaecido  hace  2000  años  en  la 
ciudad  de  David,  Belén,  se  comenzó  a  contar  el  transcurso  de  los 
años,  siglos  y  nülenios  de  la  era  cristiana. 

Por  la  importancia  que  tiene  la  celebración  del  bimilenio  del  na- 
cimiento de  Jesucristo,  Su  Santidad  el  Papa  Juan  Pablo  II  dispu- 
so la  celebración  del  Jubileo  universal  del  año  2000,  jubileo  que 
ya  se  aproxima  a  su  finalización. 


"Jesucristo  es  el  mismo 
ayer,  hoy  y  siempre" 


No  obstante  la  transitoriedad  del 
tiempo,  "Jesucristo  es  el  mismo 
ayer,  hoy  y  siempre",  como  nos  lo 
ha  recordado  el  lema  del  Jubileo 
universal. 


Dada  la  importancia  histórica  del  bimilenio  del  nacimiento  de 
Jesucristo,  nuestro  Redentor,  en  esta  ciudad  de  San  Francisco  de 
Quito  hemos  querido  celebrar  con  especial  solemnidad,  con  des- 
bordante júbilo  y  con  intenso  fervor  esta  Navidad  del  año  2000. 

Para  esto  el  Arzobispado  de  San  Francisco  de  Quito  por  medio 
de  la  Pastoral  familiar  arquidiocesana  y  el  Ilustre  Municipio  del 
Distrito  Metropolitano  de  Quito  con  la  decisiva  y  entusiasta  co- 
laboración del  señor  Alcalde,  General  Paco  Moncayo  y  de  su  se- 
ñora Martha  de  Moncayo  y  con  la  participación  de  la  Prefectura 
provincial  de  Pichincha,  hemos  decidido  celebrar  en  la  Plaza 
Grande  de  la  Capital  de  los  ecuatorianos,  un  magnífico  Pase  vi- 
viente del  Niño  Jesús  y  esta  solemne  Misa  de  Navidad,  como 
una  piadosa  celebración  de  las  familias  cristianas  de  la  Arqui- 
diócesis  de  Quito,  como  una  celebración  de  la  familia  que  cons- 
tituyen el  Municipio  y  la  Alcaldía  del  Distrito  Metropolitano  de 
Quito  y  como  una  celebración  de  la  familia  que  forman  los  can- 
tones de  la  provincia  de  Pichincha. 


106 


Doc.  Arc\u\d\oce5ano5 


Para  dar  la  mayor  solemnidad  y  el  ambiente  de  familia  a  esta  ce- 
lebración de  la  Navidad  del  año  2000,  participan  en  ella,  además 
de  las  autoridades  municipales  y  provinciales,  familias  y  dele- 
gaciones parroquiales  de  la  ciudad  de  Quito,  el  Ballet  Nacional 
Jacchigua,  delegaciones  de  la  provincia,  como  de  la  parroquia 
de  Tumbaco  o  de  la  comunidad  campesina  de  Tolóntag.  Autori- 
dades, familias  cristianas,  representaciones  de  parroquias  y  to- 
dos los  aquí  presentes,  sean  bienvenidos  a  esta  solemne  celebra- 
ción de  la  Navidad  del  año  2000  y  experimenten  en  su  corazón 
el  gozo  intenso  de  conmemorar  y  actualizar  en  esta  celebración 
litúrgica  el  nacimiento  de  Jesucristo,  el  Redentor  del  hombre. 

Como  nos  ha  recordado  el  Evangelio  que  ha  sido  proclamado  en 
esta  celebración,  en  la  noche  en  que  nació  Jesucristo  en  la  ciudad 
de  Belén,  un  ángel  anunció  a  unos  pastores  este  mensaje:  "No  te- 
máis, os  traigo  la  buena  noticia,  la  gran  alegría  para  todo  el  pue- 
blo: hoy,  en  la  ciudad  de  David,  os  ha  nacido  un  Salvador:  el  Me- 
sías, el  Señor"  (Le  2,  10-11).  como  la  Navidad  de  cada  año  es  no 
solo  conmemoración  histórica  del  nacimiento  de  Jesús,  sino 
también  actualización  mística  de  este  nacimiento  en  la  celebra- 
ción litúrgica,  bien  puedo  también  anunciar  en  esta  Navidad  a 
todos  los  fieles  de  la  Arquidiócesis  de  Quito  y  a  todos  los  ecua- 
torianos, como  una  buena  noticia  y  una  grande  alegría,  que  en 
este  25  de  diciembre  del  año  2000,  nos  ha  nacido  el  Salvador,  el 
Mesías,  el  Señor. 

Jesucristo  es  nuestro  Salvador 

Celebremos,  pues,  con  gozo  intenso  esta  Navidad  del  año  2000 
con  la  convicción  cierta  de  que  Jesucristo,  que  es  el  mismo  ayer, 
hoy  y  siempre,  va  a  ser  para  nosotros  el  Salvador.  Pidámosle  a 
Jesucristo,  que  actualiza  en  favor  nuestro  su  nacimiento  en  este 
año  2000,  que  sea  para  nuestro  pueblo  ecuatoriano  el  Salvador 
que  nos  ayude  a  encontrar  la  solución  de  los  graves  problemas 
morales,  económicos,  sociales  y  políticos  que  nos  agobian:  que 


107 


Boletín  Eclesiástico 


por  la  acción  salvadora  de  Jesucristo,  cesen  la  corrupción  y  la  in- 
moralidad; que  por  la  acción  salvadora  de  Jesucristo  y  por  nues- 
tra conversión  y  renovación  espiritual,  cesen  la  violencia  y  la  de- 
lincuencia, a  fin  de  que  en  la  ciudad  de  Quito  y  en  la  provincia 
de  Pichincha  se  consolide  una  sociedad  pacífica,  ordenada  y  dis- 
ciplinada, honrada  y  laboriosa.  Que  pro  la  acción  salvadora  de 
Jesucristo,  se  reactive  la  economía  y  se  fomente  la  producción, 
para  que  la  pobreza  no  aflija  a  nuestro  pueblo.  Que  por  la  acción 
salvadora  de  Jesucristo,  no  se  agrave  el  problema  social  de  la 
emigración  de  ecuatorianos  a  países  extranjeros  en  busca  de  tra- 
bajo. 


que  nuestras  familias 
sean  fuentes  de  vida, 
centros  de  educación 
y  promoción  humana, 
y  forjadores  del  desarrollo 


Que  por  la  acción  salvadora 
de  Jesucristo,  nuestras  fami- 
lias cristianas  se  perfeccionen 
y  consoliden  como  comuni- 
dades o  iglesias  domésticas, 
en  las  que  sus  miembros  vi- 
ven unidos  por  los  lazos  del 
amor  y  de  la  fidelidad;  que 
nuestras  familias  sean  fuentes 
de  vida,  centros  de  educación 
y  promoción  humana,  y  forja- 
dores del  desarrollo. 


Jesucristo,  Príncipe  de  la  paz 

El  Evangelio  según  San  Lucas  nos  refiere  que  en  la  noche  en  que 
nació  Jesús  en  Belén,  una  multitud  del  ejército  celestial  alababa 
a  Dios  diciendo:  "Gloria  a  Dios  en  las  alturas  y  en  la  tierra  paz  a 
los  hombres  que  ama  el  Señor"  (Le  2,  13-14). 

Que  en  esta  Navidad  del  año  2000  todos  los  fieles  de  la  Arqui- 
diócesis  de  Quito,  todos  los  vecinos  del  Distiito  Metropolitano 
de  Quito  y  de  la  provincia  de  Pichincha  y  todos  los  ecuatorianos 


106 


Doc.  Aro\u\d\oceeanoe 


disfrutemos  del  don  precioso  de  la  paz  anunciada  en  Belén.  Que 
los  ecuatorianos  disfrutemos  de  la  paz,  que  puede  surgir  de  la 
comprensión  mutua  y  de  la  unión  de  todos;  de  los  acuerdos  y 
consensos  entre  las  altas  funciones  del  poder  público,  entre  los 
partidos  políticos  y  los  diversos  sectores  de  la  sociedad  civil. 

En  esta  Navidad  del  año  2000  pidamos  a  Jesús,  Príncipe  de  la 
paz,  que  conceda  la  paz  a  Israel  y  a  Palestina,  a  fin  de  que  en  Be- 
lén, lugar  de  su  nacimiento,  se  conmemore  en  ambiente  de  paz 
la  primera  Navidad  de  hace  dos  mil  años. 

Imploro  para  las  familias  de  la  Arquidiócesis  de  Quito  y  para  la 
entera  familia  del  pueblo  ecuatoriano  la  plenitud  de  las  bendi- 
ciones del  Niño  Jesús  en  esta  Navidad  del  año  2000  y  que  la  luz 
de  la  esperanza  de  la  Estrella  de  Belén  ilumine  nuestro  ingreso 
en  el  tercer  milenio  de  la  era  cristiana. 

+Antonio  J.  González  Zumárraga, 
Arzobispo  de  Quito, 
Primado  del  Ecuador 

Homilía  pronunciada  por  Mons.  Antonio  f.  González  Zumárraga, 

Arzobispo  de  Quito  y  Primado  del  Ecuador,  en  la 
Misa  de  Navidad  del  año  2000,  en  el  atrio  de  la  Catedral  Primada, 
a  las  llhOO  del  lunes  25  de  Diciembre. 


109 


Boletín  Eclesiástico 


Administración  Eclesiástica 


Nombramientos 


Noviembre 

28  P.  José  Patricio  López  N.,  Vicario  Parroquial  de  San  Leo- 
nardo Murialdo. 

29  P.  Segundo  Sosa  Vargas,  Capellán  de  la  Casa  de  Forma- 
ción de  Mercedarias  del  Niño  Jesús. 

29    P.  Philippe  Marie  D'Humieres,  Capellán  voluntario  del 
Hospital  del  Sur  "Enrique  Garcés". 

Diciembre 

15    P.  Pablo  Rivera,  OFM.,  Párroco  de  Ntra.  Sra.  del  Carmen 
de  Ascázubi. 

15    P.  Jorge  Armijos,  OFM.,  Párroco  de  San  Diego. 

27    P.  Femando  Pozo,  OFM.,  Vicario  Parroquial  de  Nta.  Sra. 
de  Guápulo. 

27    P.  Ernesto  Moyano,  OFM.,  Se  le  nombra  Cooperador  pa- 
rroquial de  Guápulo. 


22    P.  Jhan  Wilson  Morales  Pavón,  Director  Espiritual  del 
Senatus  de  Quito  de  la  Legión  de  María. 


13  P  Alfonso  Chávez,  S.J.,  Miembro  del  Consejo  de  Presbi- 
terio en  representación  del  Equipo  sacerdotal  de  la  Zo- 
na pastoral  "Quito  Sur  Centro-La  Magdalena". 


Enero 


Febrero 


110 


Doc.  Arqu ¡diocesanos 


13  P.  Alfonso  Chávez,  S.J.,  Decano  de  la  Zona  pastoral 
"Quito  Sur  Centro-La  Magdalena". 

Decretos 

Noviembre 

11  Decreto  de  erección  de  un  Oratorio  en  casa  de  las  Misio- 
neras Eucarísticas  de  Nazareth. 

Diciembre 

18  Decreto  de  aprobación  definitiva  de  la  "Porciúncula  de 
Jesús,  María  y  José"  como  Asociación  privada  de  fieles 
dentro  de  la  Arquidiócesis  de  Quito. 

19  Decreto  de  incardinación  del  Padre  Jaime  Eduardo  Tu- 
tasi  Paz  y  Miño. 

Enero 

03  Decreto  de  aprobación  de  la  Asociación  privada  de  fie- 
les "Jesucristo  Divino  Amor"  dentro  de  la  Arquidiócesis 
de  Quito. 

03  Decreto  de  erección  de  una  Capilla  privada  en  casa  de 
la  familia  Almeida-Coba,  ubicada  en  la  parroquia  de 
Tumbaco. 

10  Decreto  de  erección  de  un  Oratorio  en  casa  de  la  Comu- 
nidad de  Religiosas  Calasancias. 

10  Decreto  de  erección  de  un  Oratorio  en  el  Asilo  de  Ancia- 
nos de  la  ciudad  de  Tabacundo. 

18  Decreto  de  erección  de  una  Casa  religiosa  de  la  Congre- 
gación de  las  Hermanas  Misioneras  del  Sagrado  Costa- 
do y  de  la  Virgen  Dolorosa  en  la  ciudad  de  Quito,  desti- 
nada a  Noviciado. 


111 


Boletín  Eclesiástico 


22  Decreto  de  aprobación  de  la  Asociación  privada  de  fie- 
les "Communio  Sanctorum"  en  la  Arquidiócesis  de  Qui- 
to. 

31  Decreto  de  erección  de  una  capilla  privada  en  la  hacien- 
da del  señor  Alvaro  de  Guzmán  Pérez,  ubicada  en  la  pa- 
rroquia de  Uyumbicho. 

Febrero 

07  Decreto  de  erección  de  la  Casa  religiosa  "Oasis  Mari- 
llac"  de  la  Compañía  de  las  Hijas  de  la  Caridad  de  San 
Vicente  de  Paúl  en  la  parroquia  de  Yaruquí. 

Marzo 

05  Decreto  de  erección  de  una  Capilla  privada  en  el  Com- 
plejo de  la  Asociación  de  Trabajadores  de  la  Empresa 
Eléctrica  "Quito"  S.A.,  ubicada  en  la  parroquia  de  Cum- 
bayá. 

Ordenaciones 

Noviembre 

22  El  Excmo.  Mons.  Antonio  J.  González  Z.,  Arzobispo  de 
Quito,  confirió  el  orden  sagrado  del  Diaconado  al  señor 
Salomón  Sarango  Valladares,  profeso  perpetuo  de  la 
Congregación  de  los  Sagrados  Corazones.  La  ordena- 
ción tuvo  lugar  a  las  18h00,  en  la  iglesia  de  Atucucho. 

Diciembre 

02  En  la  Capilla  del  Colegio  Paulo  VI,  a  las  lOhOÜ,  Mons. 
Carlos  Altamirano  Argüello,  Obispo  Auxiliar  de  Quito, 
confirió  el  orden  sagrado  del  Diaconado  al  señor  Edison 


112 


Doc.  Arc\u\d\oceeanoe 


Hernán  López  López,  religioso  de  votos  perpetuos  de  la 
Congregación  de  San  José  (Josefinos). 

08  A  las  lOhOO,  en  la  iglesia  parroquial  de  Sangolquí, 
Mons.  Olindo  Spagnolo,  Obispo  Auxiliar  de  Guayaquil, 
confirió  el  orden  sagrado  del  Diaconado  a  los  señores 
Rubén  Darío  Bedoya  Betancourt,  Giancarlo  Christien- 
sen  Freudt  Espinoza,  Ramiro  de  Jesús  Ramírez  Vásquez 
y  Esteban  Eduardo  Sarango  Jumbo,  seminaristas  de  la 
Arquidiócesis  de  Quito,  alumnos  del  Seminario  "María 
Stella  Maris". 

17  En  la  iglesia  parroquial  de  San  Juan  Eudes,  La  Ofelia,  a 
las  lOhOO,  el  Excmo.  Mons.  Antonio  J.  González,  Arzo- 
bispo de  Quito  y  Primado  del  Ecuador,  confirió  el  orden 
sagrado  del  Diaconado  al  señor  Galo  Fabricio  Robalino 
Egüez,  religioso  de  votos  perpetuos  de  la  Congregación 
de  Jesús  y  María  (Eudistas). 

23  En  la  Catedral  Primada  de  Quito,  a  las  08h30,  el  Excmo. 
Mons.  Antonio  J.  González  Z.,  Arzobispo  de  Quito  y 
Primado  del  Ecuador,  confirió  el  ministerio  del  Lectora- 
do  a  los  señores  Jorge  Nelson  Ardila  Benavides,  William 
Orlando  Armendáriz  Vaca,  Elias  Mauricio  Ontaneda 
Ayala,  Patricio  Floresmilo  Ruiz  Caiza  y  José  Stalin  Vidal 
Peñaranda,  seminaristas  de  la  Arquidiócesis  de  Quito; 
el  mirüsterio  del  Acolitado  a  los  señores  Luis  Alfonso 
Escanta  Escanta  y  Rubén  Eduardo  Parra  Parra,  semina- 
ristas de  la  Arquidiócesis  de  Quito;  y  el  orden  sagrado 
del  Diaconado  al  señor  Santiago  Hernán  Vaca  Herrera, 
seminarista  de  la  Arquidiócesis  de  Quito,  y  a  Fray  Ama- 
ble de  Jesús  González  Chamba,  religiosos  profeso  de  la 
Orden  de  San  Agustín. 


113 


Boletín  Eclesiástico 


Enero 

27  En  la  iglesia  parroquial  de  la  Dolorosa  del  Colegio,  a  las 
IThOO,  Mons.  Julio  Terán  Dutari,  S.J.,  Obispo  Auxiliar  de 
Quito,  confirió  el  orden  sagrado  del  Presbiterado  al  se- 
ñor Diego  Raúl  Chauvín  Proaño,  diácono  de  la  Compa- 
ñía de  Jesús. 

Febrero 

24  En  la  iglesia  parroquial  de  Carapungo,  a  las  16h30, 
Mons.  Eugenio  Arellano,  Obispo  Vicario  Apostólico  de 
Esmeraldas,  confirió  el  orden  sagrado  del  Presbiterado 
al  señor  Rodolfo  Fabián  Caicedo  Minda,  diácono  de  la 
Congregación  de  Misioneros  Combonianos. 

Marzo 

03  El  Emmo.  Sr.  Card.  Antonio  J.  González  Z.,  Arzobispo 
de  Quito  y  Primado  del  Ecuador,  confirió  el  orden  sa- 
grado del  Diaconado  al  señor  Macario  Ulfredo  Aguirre 
Suárez,  religioso  de  votos  perpetuos  de  la  Sociedad  del 
Divino  Redentor.  La  ceremonia  se  realizó  en  la  iglesia 
parroquial  de  Chillogallo,  a  las  lOhOO. 

31  En  la  Catedral  Primada  de  Quito,  a  las  08h30,  el  Emmo. 
Sr.  Cardenal  Antonio  J.  González  Z.,  Arzobispo  de  Qui- 
to y  Primado  del  Ecuador,  confirió  el  orden  sagrado  del 
Diaconado  al  señor  Marco  Antonio  Acosta  Arce,  semi- 
narista de  la  Arquidiócesis  de  Quito;  y  el  orden  sagrado 
del  Presbiterado  al  señor  Santiago  Hernán  Vaca  Herre- 
ra, Diácono  de  la  Arquidiócesis  de  Quito. 


114 


Doc.  Arc\u'\d\oceeano5 


En  el  Mundo 
Crónica  del  consistorio 

El  Sumo  Pontífice  Juan  Pablo  II  ce- 
lebró el  miércoles  21  de  febrero,  en 
la  plaza  de  San  Pedro,  un  consisto- 
rio ordinario  público  para  la  creación 
de  cuarenta  y  cuatro  nuevos  carde- 
nales, provenientes  de  veintisiete 
países  de  cuatro  continentes:  7  de 
Italia;  4  de  Alemania;  3  de  Estados 
Unidos;  2  de  Argentina,  Brasil,  Fran- 
cia, India,  Portugal  y  Ucrania;  y  uno 
de  cada  una  de  las  siguientes  nacio- 
nes: Bolivia,  Colombia,  Chile,  Costa 
de  Marfil,  Ecuador,  Egipto,  España, 
Gran  Bretaña,  Honduras,  Irlanda, 
Letonia,  Lituania,  Perú,  Polonia,  Re- 
pública Sudafricana,  Siria,  Venezue- 
la y  Vietnam.  El  Papa  había  anuncia- 
do el  consistorio  a  la  hora  del  Ange- 
lus del  domingo  21  de  enero,  cuando 
dijo  que  iba  a  crear  37  cardenales; 
ocho  días  después,  añadió  cinco 
cardenales  más  a  la  lista  y  dio  a  co- 
nocer también  los  nombres  de  los 
dos  que  se  había  reservado  «in  pec- 
tore»  en  el  consistorio  del  21  de  fe- 
brero de  1998:  mons.  Marian  Ja- 
wórski,  arzobispo  de  Lvov  de  los  lati- 
nos (Ucrania),  y  mons.  Jánis  Pujats, 
arzobispo  de  Riga  (Letonia). 

En  esta  lista  se  refleja  la  universali- 
dad de  la  Iglesia,  tanto  por  los  luga- 
res de  procedencia  de  los  nuevos 
cardenales  como  por  la  multiplicidad 


de  sus  ministerios:  junto  a  prelados 
beneméritos  por  su  servicio  a  la  San- 
ta Sede,  figuran  pastores  que  gastan 
sus  energías  en  contacto  directo  con 
sus  fieles  en  diócesis  antiguas  y  re- 
cientes, teólogos  famosos  y  hom- 
bres que  han  experimentado  la  per- 
secución y  la  cárcel. 

Se  trata  del  octavo  consistorio  públi- 
co del  pontificado  de  Juan  Pablo  II  y 
el  más  numeroso.  El  pnmero  se  ce- 
lebró el  30  de  junio  de  1979;  en  él  el 
Papa  creó  14  nuevos  cardenales,  de 
los  cuales  uno  «in  pectore»;  el  se- 
gundo, el  2  de  febrero  de  1983,  18 
cardenales;  el  tercero,  el  25  de  mayo 
de  1984,  28  cardenales;  el  cuarto,  el 
28  de  junio  de  1988,  25  cardenales, 
pero  el  teólogo  Hans  Urs  von  Baltha- 
sar  murió  repentinamente  dos  días 
antes  de  recibir  la  púrpura  cardenali- 
cia; el  quinto,  el  28  de  junio  de  1 991 , 
22  cardenales;  el  sexto,  el  26  de  no- 
viembre de  1994,  30  cardenales;  y  el 
séptimo,  el  21  de  febrero  de  1998, 
20,  reservándose  «in  pectore»  los 
dos  que  hemos  citado. 

La  ceremonia  comenzó  a  las  10h30. 
Cuando  el  Papa  llegó  al  atrio  de  la 
plaza,  donde  se  hallaban  ya  reuni- 
dos la  mayoría  de  los  cardenales,  la 
capilla  Sixtina,  situada  a  la  derecha 
de  la  cátedra,  entonó  el  «Exsultate, 
iusti,  in  Domino»  (Salmo  32).  Juan 
Pablo  II  comenzó  el  sagrado  rito  con 
la  señal  de  la  cruz  y  el  saludo  litúrgi- 
co. A  continuación  leyó  la  fórmula  de 


115 


Boletín  Eclesiástico 


creación  de  nuevos  cardenales,  pro- 
clamando sus  nonnbres.  La  asam- 
blea los  escuchó  con  emoción, 
aplaudiendo  largo  tiempo.  Luego,  el 
primero  de  los  nuevos  cardenales, 
Giovanni  Battista  Re,  se  acercó  a  la 
cátedra  pontificia  y  dirigió  al  Romano 
Pontífice  unas  palabras  de  saludo  y 
agradecimiento  en  nombre  de  todos. 

El  Santo  Padre  leyó  la  oración  colec- 
ta, pidiendo  que  la  Iglesia,  fiel  a  su 
misión,  comparta  siempre  las  ale- 
grías y  alma  del  mundo,  para  reno- 
var en  Cristo  a  la  comunidad  de  los 
pueblos  y  transformarlos  en  la  fami- 
lia de  Dios. 

Después  de  la  lectura  de  un  pasaje 
tomado  de  la  primera  carta  del  após- 
tol san  Pedro,  capítulo  5,  versículos 
1-11,  se  cantó  el  salmo  responsorial 
«Laúdate  Dominum  in  voce  exsulta- 
tionis»,  seguido  del  Aleluya.  Luego 
se  proclamó  el  evangelio  según  san 
Marcos  (10,  32-45).  El  Vicario  de 
Cristo  pronunció  la  homilía. 

A  continuación,  los  nuevos  cardena- 
les, acogiendo  la  invitación  que  les 
hizo  Juan  Pablo  II,  hicieron  juntos  la 
profesión  de  fe  ante  el  pueblo  de 
Dios  y  pronunciaron  la  fórmula  de  fi- 
delidad y  obediencia  al  Romano 
Pontífice,  leyendo  en  latín  el  siguien- 
te texto: 

«Yo...  cardenal  de  la  santa  Iglesia 
romana,  prometo  y  juro  que,  a  partir 
de  este  momento  y  siempre,  mien- 
tras viva,  seré  fiel  a  Cnsto  y  su  Evan- 
gelio, constantemente  obediente  a  la 
santa  Iglesia  apostólica  romana  y  a 


san  Pedro  en  la  persona  del  Sumo 
Pontífice  Juan  Pablo  II  y  de  sus  su- 
cesores canónica  y  legítimamente 
elegidos;  conservaré  siempre  con 
las  palabras  y  las  obras  la  comunión 
con  la  Iglesia  católica;  y  no  manifes- 
taré a  nadie  cuanto  se  me  encomien- 
de custodiar  y  cuya  divulgación  po- 
dría perjudicar  o  deshonrar  a  la  Igle- 
sia; desempeñaré  con  gran  diligen- 
cia y  fidelidad  las  tareas  a  las  que 
estoy  llamado  en  mi  servicio  a  la 
Iglesia,  según  las  normas  del  dere- 
cho. Que  Dios  omnipotente  me  ayu- 
de». Terminado  el  juramento  de  fide- 
lidad, la  «Schola  cantorum»  entonó 
el  «Tu  es  Petrus». 

Siguió  el  rito  de  la  imposición  de  la 
birreta  roja,  «signo  de  la  dignidad 
cardenalicia»,  como  reza  la  fórmula 
litúrgica,  para  significar  que  deben 
estar  siempre  dispuestos  a  compor- 
tarse con  fortaleza,  hasta  el  derra- 
mamiento de  la  sangre,  por  el  incre- 
mento de  la  fe  cristiana,  por  la  paz  y 
la  tranquilidad  del  pueblo  de  Dios  y 
por  la  libertad  y  difusión  de  la  santa 
Iglesia  romana. 

Los  neocardenales  se  fueron  acer- 
cando uno  a  uno  a  la  cátedra  del  Pa- 
pa -según  el  orden  de  creación  y, 
después  de  hacer  una  inclinación,  se 
arrodillaron  ante  el  Sumo  Pontífice. 
El  Vicario  de  Cristo  les  impuso  la  bi- 
rreta y  entregó  a  cada  uno  la  bula  de 
creación  con  el  nombre  del  título  o 
de  la  diaconía  de  una  iglesia  de  Ro- 
ma, salvo  a  los  dos  patriarcas,  como 
signo  de  participación  en  la  solicitud 
pastoral  del  Papa  en  la  Urbe,  con  lo 
cual  pasan  a  ser  miembros  de  la 


116 


Doc.  Arquidiocesanos 


Iglesia  de  Roma.  Su  Santidad  dio  el 
abrazo  de  paz  a  cada  uno  de  los  pur- 
purados. A  su  vez  los  nuevos  carde- 
nales fueron  abrazando  a  los  anti- 
guos. 

Prosiguió  la  celebración  de  la  Pala- 
bra con  la  oración  universal  de  toda 
la  asamblea  en  francés,  portugués, 
inglés,  alemán,  ucranio  y  español:  se 
pidió  por  la  Iglesia,  por  el  Papa,  por 
los  nuevos  cardenales  y  por  todos 
los  miembros  del  Colegio  cardenali- 
cio, por  los  jefes  de  las  naciones  y 
todos  los  gobernantes,  por  los  que 
sufren  a  causa  de  su  fe  cristiana  y 
por  todos  los  presentes.  El  Santo 
Padre  entonó  el  padrenuestro  y,  al  fi- 
nal, impartió  la  bendición  apostólica. 
El  acto  se  concluyó  con  el  canto  de 
la  antífona  mariana  «Sub  tuum  prae- 
sidium». 

En  la  ceremonia  estuvieron  presen- 
tes, junto  a  numerosos  arzobispos  y 
obispos,  las  veintidós  delegaciones 
oficiales  enviadas  por  los  Gobiernos 
de  los  países  de  origen  de  los  nue- 
vos purpurados  y  la  de  delegados 
fraternos  de  algunas  Iglesias  y  co- 
munidades eclesiales,  el  Cuerpo  di- 
plomático acreditado  ante  la  Santa 
Sede,  y  una  asamblea  cosmopolita. 
La  ceremonia  terminó  poco  después 
de.  las  doce  y  media.  El  Papa  saludó 
a  las  delegaciones  en  la  capilla  de  la 
Piedad.  Las  de  habla  hispana  esta- 
ban presididas  por  las  siguientes 
personas:  Argentina,  el  secretario 
para  el  culto,  Norberto  Padilla;  Boli- 
via.  el  ministro  de  la  Presidencia  de 
la  República,  Marcelo  Pérez  Monas- 
terios; Colombia,  la  esposa  del  presi- 


dente de  la  República,  Nohra  Puya- 
na  de  Pastrana;  Chile,  la  ministra  de 
Asuntos  exteriores,  María  Soledad 
Alvear  Valenzuela;  Ecuador,  el  vice- 
presidente de  la  República,  Pedro 
Pinto  Rubianes;  España,  el  vicepre- 
sidente del  Gobierno  Mariano  Rajoy 
Brey;  Honduras,  el  presidente  de  la 
República,  Carlos  R.  Flores;  y  Nica- 
ragua, el  secretario  privado  de  la 
Presidencia,  Alfredo  Fernández. 

Unos  650  periodistas  de  todo  el 
mundo.  74  cadenas  de  televisión  y 
180  emisoras  de  radio  conectadas, 
con  Radio  Vaticano  y  40  agencias  de 
fotografía  cubrieron  el  acto. 

Por  la  tarde,  de  las  16h30  a  las 
18h30,  los  nuevos  cardenales  reci- 
bieron la  visita  de  cortesía  de  familia- 
res y  amigos  en  diferentes  salas  del 
palacio  apostólico  y  en  la  sala  Pablo 
VI. 

El  jueves,  día  22,  fiesta  de  la  Cáte- 
dra de  San  Pedro,  el  Romano  Pontí- 
fice presidió,  también  en  la  plaza  de 
San  Pedro,  una  solemne  concele- 
bración eucarística  con  los  nuevos 
cardenales,  a  las  10h30  de  la  maña- 
na, en  la  que  les  hizo  entrega  del 
anillo  cardenalicio,  signo  de  su  co- 
munión con  nuestro  Señor  Jesucris- 
to y  de  su  especial  asociación  al  mi- 
nisterio petrino.  Participaron  nume- 
rosos cardenales,  arzobispos  y  obis- 
pos; asistió  también  el  Cuerpo  diplo- 
mático acreditado  ante  la  Santa  Se- 
de y  miles  de  fieles.  El  Vicario  de 
Cristo,  al  comienzo  de  la  misa,  diri- 
gió el  siguiente  saludo:  «El  Señor  Je- 
sús, Pastor  supremo,  nos  ha  conve- 


lí? 


Boletín  Eclesiástico 


cado  de  todos  los  rincones  de  la  tie- 
rra para  ofrecer  al  mundo  un  testimo- 
nio de  unidad  en  el  amor,  como  su 
Iglesia:  una,  santa,  católica  y  apostó- 
lica». Después  de  decir  que  iba  a  en- 
tregar el  anillo  a  los  nuevos  cardena- 
les y  lo  que  esto  significaba,  prosi- 
guió, dirigiéndose  a  ellos:  «El  Espíri- 
tu Santo,  que  os  ha  elegido  para  es- 
te servicio,  os  halle  a  todos  humildes 
y  pobres,  dóciles  y  disponibles  para 
las  tareas  que  os  esperan.  El  Padre 
de  la  gloria,  que  sin  mérito  nuestro 
nos  escoge  como  colaboradores  su- 
yos, nos  conceda  a  todos,  en  esta 
celebración  eucarística,  ser  perdo- 
nados como  Pedro  y  confesar  como 
él,  ante  el  mundo,  la  fe  en  el  Hijo  de 
Dios  vivo». 

Las  dos  primeras  lecturas  se  hicie- 
ron, respectivamente,  en  inglés  y  es- 
pañol, mientras  que  el  salmo  respon- 
sorial  se  cantó  en  italiano  y  el  evan- 
gelio según  san  Mateo  (16,  13-19), 
en  latín.  El  Romano  Pontífice  pro- 
nunció la  homilía.  A  continuación, 
entregó  el  anillo  a  cada  uno  de  los 
nuevos  cardenales,  diciéndoles: 
"Hermanos  queridísimos,  al  ser 
agregados  al  Colegio  cardenalicio, 
quedáis  unidos  con  un  vínculo  más 
fuerte  a  esta  santa  Iglesia  romana, 
cuyos  títulos  os  he  asignado.  Reci- 
bid, pues,  el  anillo,  signo  de  digni- 
dad, de  solicitud  pastoral  y  de  una 
comunión  más  firme  con  la  sede  de 
Pedro».  Cada  uno  de  los  cardena- 
les, arrodillado  ante  el  Romano  Pon- 
tífice, fue  recibiendo  el  anillo  que  el 
Papa  le  ponía  en  el  dedo  mientras 


pronunciaba  estas  palabras:  «Reci- 
be el  anillo  de  manos  de  Pedro,  y  sa- 
be que  con  el  amor  al  Príncipe  de  los 
Apóstoles  se  refuerza  tu  amor  a  la 
Iglesia».  Mientras  tanto  la  asamblea 
cantaba  el  Salmo  18;  «Los  cielos 
proclaman  la  gloria  de  Dios». 

Luego,  siguiendo  el  rito.  Su  Santidad 
dijo  a  los  neocardenales:  «Herma- 
nos queridísimos,  os  hablo  en  nom- 
bre del  Maestro  y  Señor:  id  a  vues- 
tras naciones  e  Iglesias,  id  a  vues- 
tros títulos  de  esta  santa  ciudad  y  a 
la  Curia,  predicad  el  Evangelio,  testi- 
moniad a  Cristo,  edificad  la  Iglesia 
santa  de  Dios,  bendecid  a  todos  y 
llevadles  la  paz  de  Cristo.  Y  el  Señor 
Jesucristo,  pastor  eterno  y  Rey  uni- 
versal, os  guíe  y  custodie,  juntamen- 
te con  vuestros  fieles». 

Después  de  la  profesión  de  fe,  siguió 
la  oración  de  los  fieles,  que  se  hizo 
en  alemán,  polaco,  portugués,  ára- 
be, hindú  y  francés:  se  pidió  por  la 
Iglesia;  por  el  Santo  Padre;  por  las 
personas  vinculadas  de  modo  espe- 
cial a  los  nuevos  cardenales;  por  las 
congregaciones  a  las  que  pertene- 
cen y  por  las  naciones  que  represen- 
tan; por  toda  la  familia  humana;  por 
los  que  sufren;  y  por  todos  los  pre- 
sentes. 

Al  final  de  la  celebración  eucarística. 
Su  Santidad,  impartió  la  bendición  y 
recorrió  los  distintos  sectores  en  que 
estaba  dividida  la  plaza,  saludando  a 
todos  los  fieles  que  habían  participa- 
do en  la  ceremonia. 


lis 


Eminentísimo  Señor  Cardenal 
Antonio  J.  González  Zumárraga 
En  Su  Despacho 

Emmo.  Señor: 

Reciba  S.E.,  el  respetuoso  saludo  de  los  funcionarios  seglares,  que 
laboramos  para  la  Rvma.  Curia  Primada  de  Quito:  le  expresamos  con 
sincero  entusiasmo  nuestras  felicitaciones,  por  el  honor  que  ha 
recibido:  pedimos  a  Dios  le  bendiga  en  su  salud  y  le  conceda 
muchos  años  de  vida;  que  su  Gobierno  Pastoral,  continúe  con  el 
mejor  de  los  éxitos;  así  mismo,  humildemente  le  pedimos,  nos  per- 
mita dejar  constancia  de  nuestra  felicitación  en  esta  placa  que  tex- 
tualmente dice: 

Homenaje 

1  AI  Emmo.  Señor 

Antonio  J.  Cardenal  González  Zumárraga 

!  .  en  su  exaltación  a  príncipe  de  la  Iglesia 

j  sus  colaboradores  seglares 

\  Curia  Primada  de  Quito 

k  Quito,  febrero  21  del  2001 


Srta.  Inés  Rodríguez  Pozo 

Srta.  Nelly  del  Rocío  Coronel  Altamirano 

Srta.  Mariana  de  Jesús  Ortiz  Utreras 

Srta.  Gloria  Cuesta  Gallardo 

Sra.  Irma  Patricia  Martínez  Villavicencio 

Sra.  Margarita  Chuquimarca  Mera 

Srta.  Beatriz  Llusca  Sánchez 

Sr.  José  Salazar  García 

Sr.  José  Ricardo  Galindo  Estrella 

Sr.  José  Luis  Noboa  Rodríguez 

Sr.  Alfonso  Noboa  Rodríguez 

Sr.  Guido  Tulcán  Pozo 

Sr.  Segundo  Bravo 

Sr.  Luis  López  Jurado 


El  jueves  22  de  febrero  del  2 
fiesta  de  la  Cátedra  de  San  P 
dentro  de  una  solemne  celebración  eucarf 
S.S.  el  Papa  Juan  Pa 
hizp  la  entrega  del  anillo  carde 
a  los  nuevos  cardenales  como  signo  de  su  com 
con  nuestro  Señor  Jesuc 
de  su  especial  asociación  al  ministerio  pe 


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