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Full text of "Catolicismo y nacionalismo"

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ALBERTO   EZCURRA  MEDRANO 


CATOLICISMO 

Y 

NACIONALISMO 


BX/4é2 


«x^^JM  *    BUENOS  AIRES 


CATOLICISMO 
Y 

NACIONALISMO 


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in  2014 


https://archive.org/details/catolicismoynaciOOezcu 


ALBERTO  EZCURRA  MEDRANO 


CATOLICISMO 

Y 

NACIONALISMO 


'^^.^^^  OF  PRIA' 
SEGUNDA  EDICION  -7  B 


'^OIOG.'CAL  SE^ 


A  D  S  U  M 
BUENOS  AIRES 
19  3  9 


Es  propiedad. 
Queda  hecho  el  depósito 
que  marca  la  ley. 


CON    LAS    LICENCIAS  NECESARIAS 


PROLOGO 


Vamos  a  trazar  en  estas  páginas,  un 
rápido  esquema  de  las  relaciones  entre  esa 
verdad  absoluta  y  divina  que  es  el  Catolicis- 
mo y  esa  otra  verdad  parcial  y  humana  — 
pero  verdad  al  fin  —  que  puede  y  debe  ser 
el  Nacionalismo.  Es  urgente  hacerlo,  porque 
la  confusión  al  respecto  es  grande.  Muchas 
veces  se  ha  confundido  el  nacionalismo  le- 
gitimo y  verdadero  con  aquel  nacionalismo 
EXAGERADO  quc  la  Iglesia  condena;  y  mu- 
chas veces  también,  se  ha  dado  pie  para  que 
esa  confusión  exista.  Dios  quiera  que  nues- 
tro trabajo  contribuya  a  disiparla  

Para  ello  comenzaremos  por  ubicar  al 
Nacionalismo  en  ese  terrible  drama  de  la 
Cristiandad  que  comienza  por  la  Apos- 


5 


tasia  religiosa  y  termina  con  el  liberalismo 
económico  y  la  correspondiente  reacción  so- 
cialista. Esa  ubicación  es  indispensable  si  se 
quiere  comprender  al  movimiento  naciona- 
lista, que  no  debe  ser  contemplado  ni  juz- 
gado en  abstracto,  fuera  del  espacio  y  del 
tiempo.  Luego  veremos  la  necesidad  de  que 
ese  Estado  nacionalista,  cuya  esencia  ya  he- 
mos ubicado,  se  defina  —  y  lo  haga  afirma- 
tivamente —  frente  a  esa  Verdad  revelada, 
a  la  cual  naturalmente  se  inclina.  Estudia- 
remos a  contimiación  el  caso  concreto  del 
Estado  Argentino,  sobre  el  cual  pesan  seis 
siglos  de  tradición  católica  que  no  puede 
despreciar  sin  traicionarse.  Y  finalmente, 
nos  ocuparemos  de  aclarar  algunos  puntos 
referentes  a  las  relaciones  de  la  Iglesia  y  el 
Estado. 

Una  cosa  deseamos  ante  todo,  y  es  no 
aumentar  la  confusión.  Por  eso  advertimos 
qtie  al  sostener  que  el  Nacionalismo  debe 
ser  católico,  más  aún,  que  tiende  natural- 
mente a  serlo,  no  pretendemos  que  la  Igle- 
sia deba  ser  nacionalista.  La  Iglesia  es  indi- 
ferente ante  las  formas  políticas,  y  mal  pue- 
de ligarse  a  ninguna  porque  está  por  enci- 
ma de  ellas.  Vero  —  en  la  realidad  históri- 
ca —  las  formas  políticas  no  son  indiferen- 


6 


tes  ante  la  Iglesia.  Unas  han  nacido  bajo  el 
signo  del  Error  y  éste  las  ha  penetrado  has- 
ta la  médula.  Otras  han  nacido  como  reac- 
ción contra  el  Error,  buscan  a  tientas  la 
Verdad,  y  muchas  veces  la  encuentran.  En- 
tre estas  ultimas  está  el  Nacionalismo.  Ro- 
guemos  a  Dios  porque  la  encuentre  siempre. 
Y  cuando  esté  desorientado,  ayudémosle  a 
ver,  en  vez  de  reprocharle  su  ceguera. 


A.  E.  M. 


UBICACION  DEL  NACIONALISMO 


Hubo  un  tiempo  en  que  la  semilla  del  Di- 
vino Sembrador,  regada  con  la  sangre  de  los 
mártires,  floreció  en  la  cultura  más  magni- 
fica de  la  historia  universal.  En  esa  Edad 
feliz,  que  se  llamó  Edad  Media,  existía  una 
Cristiandad,  en  cuyas  diversas  funciones 
imperaba  una  subordinación  jerárquica.  La 
cristiandad  medieval  era  como  un  hombre 
en  quien  el  alma  (la  teologia)  preside  a  la 
inteligencia,  voluntad  y  sensibilidad  (filo- 
sofía, política  y  arte)  y  éstas  al  estómago 
(la  economía) . 

Así  ocurrió  durante  muchos  siglos.  La 
humanidad  cristiana  vivía  su  cristianismo, 
se  había  incorporado  a  Cristo,  formaba  par- 
te de  su  Cuerpo  Místico  y  el  Espíritu  Santo 


9 


la  vivificaba.  Por  eso  la  Religión  floreció 
en  el  misticismo  de  San  Bernardo  y  San  Bue- 
naventura, la  filosofía  en  la  inteligencia  de 
San  Alberto  Magno  y  Santo  Tomás  de  Aqui- 
no,  y  el  arte  en  manifestaciones  tales  como 
las  catedrales  góticas,  los  frescos  de  Fray  An- 
gélico y  la  Divina  Comedia  del  Dante.  La 
política  floreció  también  en  la  prudencia 
de  los  Reyes  Santos:  Fernando  en  Es- 
paña; Luis,  en  Francia;  Enrique,  en  Alema- 
nia; Esteban,  en  Hungría;  Eduardo,  en  In- 
glaterra; Canuto,  en  Dinamarca,  y  tantos 
otros  reyes  que  rigieron  sabiamente  los  des- 
tinos de  sus  pueblos  y  a  cuya  muerte  pu- 
dieron decir  las  crónicas  —  como  lo  dicen 
de  San  Fernando  —  que  "los  hombres  se 
mesaban  las  barbas,  y  las  mujeres  se  arran- 
caban los  cabellos  y  sin  atender  al  decoro 
de  sus  personas,  salían  por  las  calles  lloran- 
do y  poblando  de  clamores  el  aire".  Y  final- 
mente, floreció  también  la  economía  en  las 
corporaciones  medievales,  que  ajustaban  la 
producción  al  consumo,  aseguraban  la  paz 
social  y  ofrecían  al  obrero  las  ventajas  del 
socorro  mutuo  y  la  cooperación,  la  seguri- 
dad de  hallar  trabajo  y  la  representación  po- 
lítica. 

Las  consecuencias  benéficas  de  esa  cultu- 


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ra  cristiana  fueron  incalculables.  León  XIII 
las  resumió  asi  en  su  encíclica  Inmortale 
Dei:  "Si  la  Europa  Cristiana  domó  las  na- 
ciones bárbaras  y  las  atrajo  de  la  ferocidad 
a  la  mansedumbre  y  de  la  superstición  a  la 
luz  de  la  verdad;  si  rechazó  victoriosamente 
las  invasiones  de  los  musulmanes;  si  obtuvo 
el  primado  de  la  civilización  y  es  ahora  con- 
ductora y  maestra  de  las  gentes  en  todo  gé- 
nero de  laudable  progreso;  si  pudo  con  ver- 
daderas y  amplias  libertades  regocijar  a  los 
pueblos;  si  para  alivio  de  humanas  miserias 
sembró  por  doquiera  instituciones  sabias  y 
bienhechoras,  no  cabe  duda  de  que  en  gran 
parte  es  deudora  a  la  religión,  en  la  cual  en- 
contró inspiración  y  ayuda  para  la  grandeza 
de  tantas  obras". 

Por  lo  común,  la  apostasía  individual  co- 
mienza por  la  sensibilidad  con  el  consenti- 
miento de  la  voluntad;  luego  el  alma  se  re- 
bela contra  Dios;  después  la  inteligencia  pre- 
tende justificar  esa  rebelión;  por  último  la 
voluntad  se  fija  definitivamente  en  el  mal; 
y  alejado  el  hombre  de  Dios,  no  tiene  más 
ley  que  su  interés  personal,  sus  apetitos,  su 
estómago,  para  decirlo  en  una  sola  palabra 
simbólica  y  gráfica.  Un  proceso  análogo  ha 
seguido  la  Apostasía  universal.  Lo  primero 


11 


que  cedió  en  la  Cristiandad  medieval  fué 
la  sensibilidad,  o  sea  el  arte  (Renacimien- 
to) y  la  voluntad,  o  sea  la  política  (rebelión 
de  Felipe  el  Hermoso  contra  el  Papado)  ; 
luego  se  corrompió  el  alma  o  sea  la  religión 
(Reforma) ;  después  la  inteligencia  o  sea  la 
filosofía  (Racionalismo  cartesiano)  ;  más 
tarde  y  en  forma  definitiva  la  voluntad,  o 
sea  la  política  (Democracia) ;  y  finalmen- 
te predominó  el  estómago,  o  sea  la  economía 
(Capitalismo) . 

Tal  fué  el  ciclo  seguido  por  la  humanidad 
cristiana  en  su  alejamiento  de  Cristo.  Peca- 
do de  orgullo,  que  renueva  en  la  Humani- 
dad el  pecado  de  Adán  y  el  pecado  de  Luz- 
bel, y  que  la  hace  caer  por  segunda  vez  an- 
te el  "seréis  como  dioses"  de  quien  dijo  a 
Dios:  non  serviam.  El  hombre  se  aisla  de 
Cristo  y  se  repliega  en  sí  mismo;  pretende 
"sentarse  en  el  templo  de  Dios  y  mostrarse 
como  si  fuese  Dios"  (II  Tesal.  II  -  4) .  Al 
hacerlo  desciende  del  orden  sobrenatural  a 
que  Dios  lo  había  elevado  y  se  ve  reducido  a 
su  naturaleza  caída.  Y  como  quien  no  está 
con  Cristo  está  contra  El  (Luc.  XI  -  23)  se 
hace  siervo  del  Demonio  y  prepara  los  ca- 
minos del  Anticristo,  bajo  la  dirección  se- 
creta de  Israel. 


12 


El  Renacimiento  fué  la  primera  etapa. 
"Fué  —  dice  Berdiaeff  —  una  empresa 
grandiosa  que  consistió  en  buscar  las  fuer- 
zas del  hombre  en  su  libre  juego.  El  hombre 
se  imaginó  que  toda  la  vida  podía  estar  some- 
tida a  su  arte.  El  hombre  volvió  sus  ojos  ha- 
cia esa  naturaleza  que  en  la  Edad  Media 
sentía  dominada  por  el  mal.  Dentro  de  la 
naturaleza  buscó  las  fuentes  de  la  vida  y 
de  la  creación.  Y  en  el  comienzo  de  sus  re- 
laciones con  ella  la  sintió  revivir,  regenerar- 
se. La  naturaleza  quedó  libre  del  anatema. 
Se  cesó  de  temer  a  los  demonios  que  tanto 
asustaban  a  las  gentes  de  la  Edad  Media.  In- 
sensiblemente en  cuanto  a  sí  mismo,  el  hom- 
bre penetró  en  el  torbellino  de  la  vida  na- 
tural, pero  no  se  unió  a  la  naturaleza  en  la 
parte  más  íntima  de  ésta.  Se  sometió  espiri- 
tualmente  a  su  materialidad,  pero  quedando 
separado  de  su  alma". 

La  segunda  etapa  —  ya  que  la  rebelión 
de  la  Reyecía  contra  el  Papado  coincide  en 
el  tiempo,  aproximadamente,  con  la  prime- 
ra —  es  la  Reforma  protestante.  La  prima- 
cía de  lo  natural,  de  lo  humano,  buscada 
por  el  Renacimiento,  le  preparó  el  terreno. 
Para  Lutero  no  existe  una  Verdad  divina, 
objetiva,  absoluta,  sino  verdades  humanas. 


13 


subjetivas,  relativas.  Nada  es  superior  a  la 
conciencia  individual:  el  libre  examen  es 
el  principio  supremo  que  debe  regir  la  con- 
ducta del  hombre  en  la  vida. 

La  tercera  etapa  es  el  racionalismo  carte- 
siano. "Mi  mente  existe  luego  Dios  existe". 
Tal  es  la  base  del  sistema  de  Descartes,  que 
es,  en  cierto  modo,  el  libre  examen  de  la 
Reforma  introducido  en  la  filosofía.  Des- 
cartes presupone  un  conocimiento  humano 
intuitivo  cuanto  a  su  modo,  innato  cuanto 
a  su  origen,  independiente  de  las  cosas  cuan- 
to a  su  naturaleza;  un  conocimiento  hu- 
mano al  que  atribuye  las  cualidades  del  co- 
nocimiento angélico.  El  conocimiento  ra- 
cional es  para  él  algo  así  como  una  revela- 
ción natural  y  nuestras  ideas,  como  las  es- 
pecies infusas  en  el  ángel,  tienen  su  regla 
inmediata  en  Dios,  no  en  las  cosas.  Esta  in- 
dependencia de  la  razón  respecto  del  origen 
sensible  de  nuestras  ideas,  respecto  del  ob- 
jeto, conduce  a  reivindicar  para  la  inteligen- 
cia humana  la  autonomía  perfecta,  la  inde- 
pendencia absoluta.  Es  la  idea  madre  de  to- 
das las  libertades  modernas.  "A  pesar  — 
dice  Maritain  —  de  su  poderoso  apego  per- 
sonal a  la  disciplina  y  a  la  autoridad  en  ma- 
teria política,  Descartes  está  así,  en  un  sen- 


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tido  muy  elevado,  en  el  origen  de  la  concep- 
ción individualista  de  la  naturaleza  huma- 
na. Desde  muy  lejos,  pero  con  toda  seguri- 
dad, prepara  el  camino  al  hombre  de  Juan 
Jacobo". 

Y  ya  estamos,  llevados  por  la  pendiente, 
en  la  cuarta  etapa:  el  Liberalismo  democrá- 
tico. Si  —  como  afirma  Lutero  —  el  libre 
examen,  o  sea  el  parecer  individual,  es  el 
principio  supremo;  si  —  como  supone  Des- 
cartes —  la  inteligencia  humana  es  autó- 
noma e  independiente  ¿cuál  será  la  norma 
suprema  en  el  orden  político?  La  doctrina 
clásica  del  buen  gobierno  tenia  por  norma 
la  supremacía  de  la  ley  natural,  fundada 
en  la  naturaleza  humana  y  en  el  orden  de  las 
cosas.  A  ella  debía  adaptarse  la  ley  positiva, 
orden  de  la  recta  razón,  dada  por  el  poder 
legítimo,  en  vista  del  bien  común.  Rousseau 
rechaza  todo  eso.  Para  él  no  hay  más  ley 
que  la  suma  de  pareceres  individuales  o  in- 
teligencias autónomas.  La  ley  suprema  es  la 
voluntad  de  la  mayoría;  y  el  pueblo,  el  úni- 
co soberano. 

La  quinta  y  última  etapa  es  el  Capitalis- 
mo. En  ella  vemos  la  influencia  de  las 
etapas  anteriores.  "La  concepción  (el  alma, 
la  forma)  que  se  forjará  entonces  el  hom- 


15 


bre  de  la  economía  —  dice  Julio  Meinvielle 
—  será  el  de  una  estructura  mecánica,  subs- 
traída a  la  regulación  humana  (Descartes) , 
con  expansión  individual  ilimitada  (Rous- 
seau) ,  destinada  a  multiplicar  en  forma  ili- 
mitada la  ganancia  (Lutero) ". 

Así,  pues,  sobre  la  base  del  maquinismo 
cartesiano,  el  individualismo  rousseauniano 
y  la  avaricia  luterana,  nació  el  Capitalismo, 
sistema  económico  que  busca  el  acrecenta- 
miento ilimitado  de  la  ganancia  por  la  apli- 
cación de  leyes  económicas  mecánicas.  Este 
sistema  preside  una  era  de  gran  expansión 
económica,  de  verdadera  primacía  econó- 
mica, y  por  tanto,  de  economía  invertida, 
puesto  que  dicho  predominio  no  es  de  la 
esencia  de  la  economía  ya  que,  como  hemos 
dicho,  el  estómago  debe  estar  subordinado  a 
la  cabeza  y  al  alma.  Julio  Meinvielle,  en  su 
obra  "Concepción  Católica  de  la  Economía" 
(pág.  241),  resume  admirablemente  esta  in- 
versión: "La  economía  economista  — dice — 
es  inevitablemente  invertida,  en  ella  se  con- 
sume para  producir  más,  se  produce  para 
vender  más,  se  vende  más  para  lucrar  más, 
cuando  la  recta  ordenación  económica  exi- 
ge que  la  finanza  y  el  comercio  estén  al  ser- 


ió 


vicio  de  la  producción  y  ésta  al  servicio  del 
consumo  y  el  consumo  al  servicio  del  hom- 
bre y  el  hombre  al  servicio  de  Dios". 


La  Apostasía,  después  de  haber  trastorna- 
do la  humanidad  cristiana  desde  el  alma  has- 
ta el  estómago,  ha  terminado  por  fin  su  ci- 
clo. Pero  ha  trastornado  un  orden  natural 
que  no  se  podia  violar  impunemente  y  ahora 
sufrimos  las  consecuencias  de  ese  pecado  de 
cinco  siglos.  A  esa  humanidad  apóstata  po- 
demos aplicar  las  palabras  de  Jesucristo  acer- 
ca de  los  falsos  profetas:  "Por  sus  frutos  los 
conoceréis".  El  fruto  de  cinco  siglos  de  apos- 
tasía, el  fruto  de  haber  rechazado  la  gracia 
de  ser  divinizados  por  Cristo,  pretendiendo 
divinizarnos  nosotros  mismos  sobre  la  base 
de  nuestra  naturaleza  caída,  el  fruto  de  esa 
horrible  locura,  es  la  tremenda  crisis  a  la 
cual  el  mundo  se  halla  avocado.  Crisis  total: 
religiosa,  moral,  filosófica,  artística,  políti- 
ca y  económica.  Hemos  caminado  durante 
siglos  sobre  bases  falsas  y  ahora  se  produce  lo 
que  tenía  que  producirse:  el  derrumbe,  el 
caos,  la  confusión. 

Ante  semejante  desastre,  la  reacción  tam- 


17 


bien  tiene  que  producirse  y  se  produce.  Pe- 
ro puede  producirse  inteligentemente,  rec- 
tificando el  mal  camino  andado  e  intentando 
volver,  no  a  la  Edad  Media,  porque  la  histo- 
ria no  retrocede,  pero  si  a  "una  nueva  Edad 
Media",  como  la  llama  Berdiaeff;  o  puede 
producirse  inconscientemente,  ciegamente, 
sin  otro  resultado  que  agravar  el  caos  y 
acentuar  la  confusión.  Volviendo  al  simil  de 
la  apostasia  individual,  la  conversión  debe 
empezar  por  la  gracia,  por  el  alma,  es  decir 
por  la  religión.  Es  necesario  restaurar  todo 
en  Cristo  y  lo  primero  que  necesita  ser  res- 
taurado en  Cristo,  son  los  cristianos.  La  con- 
versión de  los  cristianos  al  Cristianismo  es  la 
condición  esencial  para  la  restauración  de  un 
orden  cristiano  en  el  mundo.  A  Dios  gracias, 
esta  conversión,  aunque  en  pequeña  escala, 
ha  comenzado  ya.  En  la  Acción  Católica,  en 
las  élites  católicas  de  cada  país,  hay  un  retor- 
no a  la  vida  cristiana  y  un  mejor  conoci- 
miento del  Catolicismo.  Y  es  digno  de  notar- 
se que,  como  fruto  de  este  movimiento  de 
reacción  religiosa,  surgen  reacciones  parcia- 
les en  los  otros  campos  alterados  por  la  Apos- 
tasia. Surgen  así  el  neotomismo  en  filosofía, 
una  cierta  sencillez  como  penitencial  en  el 
arte  moderno,  y  una  concepción  católica  de 


18 


la  política  y  de  la  economía,  cuya  noción 
se  había  perdido  con  el  auge  del  error.  Y  no 
se  diga  que  el  Catolicismo  se  entromete  en 
campos  que  no  le  pertenecen,  porque  si  bien 
es  cierto  que  su  fin  es  esencialmente  espiri- 
tual, también  es  cierto  que  lo  espiritual  es 
lo  primero  y  por  consiguiente  debe  inspirar- 
lo todo.  El  Catolicismo  es  la  Verdad,  y  por 
tanto,  en  cuanto  hay  una  filosofía,  una  po- 
lítica y  una  economía  verdaderas,  hay  una 
filosofía,  una  política  y  una  economía  ca- 
tólicas. Prueba  de  ello  la  tenemos  al  estudiar 
la  Apostasía.  Bastó  que  la  Reforma  negase 
la  Verdad  Absoluta  para  que  a  la  larga  esta 
negación  hiciera  sentir  sus  consecuencias  ba- 
jo la  forma  de  una  serie  de  errores  filosófi- 
cos, políticos  y  económicos. 


Desgraciadamente,  el  mundo  moderno  no 
está  en  condiciones  de  aprovechar  las  venta- 
jas de  una  reacción  católica.  El  mundo  bes- 
tializado por  la  Apostasía,  el  mundo  burgués 
actual,  es  incapaz  de  sentir  la  crisis  religiosa 
o  filosófica,  pero  siente  la  crisis  económica. 
Está  incapacitado  para  recibir  la  gracia  di- 
vina o  simplemente  para  pensar,  pero  no  para 


19 


sentir  dolor  de  estómago.  Como  lo  siente, 
porque  la  voracidad  capitalista  lo  ha  provo- 
cado, reacciona:  pero  su  reacción,  permíta- 
senos la  palabra,  es  puramente  estomacal.  Y 
esa  reacción  es  el  Socialismo. 

El  Socialismo  reacciona,  en  efecto,  con- 
tra el  Capitalismo  liberal,  pero  reacciona 
ciegamente,  instintivamente,  materialmente. 
Combate  los  efectos  económicos  de  la  Apos- 
tasia  pero  se  solidariza  con  las  causas  y  el 
resultado  de  esta  contradicción  es  que  no  lo- 
gra extirpar  ni  aún  los  efectos  que  combate. 
Luchando  contra  el  Capitalismo,  no  consi- 
gue ni  aún  salirse  del  Capitalismo.  Lo  único 
que  hace  es  suplantar  el  Capitalismo  liberal 
por  el  Capitalismo  marxista,  suplantar  la  oli- 
garquía de  los  multimillonarios,  por  la  oli- 
garquía de  una  minoría  proletaria  converti- 
da en  Estado.  Suprime  un  capitalismo  espe- 
cífico, el  liberal,  al  proclamar  el  colectivis- 
mo frente  al  individualismo;  pero  no  supri- 
me al  capitalismo  genérico  porque  deja  sub- 
sistente su  raíz  más  honda:  la  avaricia.  Exac- 
tamente lo  mismo  que  el  liberal,  el  Capi- 
talismo marxista  pretende  apurar  la  acele- 
ración económica  para  obtener  el  máximum 
de  rendimiento  y  realizar  en  la  tierra  la  fe- 
licidad económica,  la  felicidad  del  estómago. 


20 


Ambos  padecen  la  misma  enfermedad:  un 
predominio  económico  que  la  esencia  de  la 
economia  rechaza.  Y  la  humanidad  enfer- 
ma, indigestada  por  la  voracidad  capitalista, 
no  se  sana  cambiando  de  postura. 

El  remedio  escapa  a  las  fronteras  del  So- 
cialismo. No  se  puede  curar  el  mal  de  abajo 
para  arriba,  cuando  las  causas  están  arriba. 
No  se  puede  curar  con  remedios  materiales, 
cuando  el  mal  es  espiritual.  Habría  que  co- 
menzar por  destruir  la  raíz  de  esa  avaricia 
común  a  los  dos  capitalismos  y  ello  no  se  lo- 
gra sin  un  concepto  cristiano  de  la  vida,  que 
no  es  una  meta  definitiva,  sino  un  "valle  de 
lágrimas",  tránsito  hacia  otra  vida  mejor. 
Habría  que  restablecer  la  primacía  de  la  re- 
ligión sobre  la  política  y  de  ésta  sobre  la  eco- 
nomía. Habría  que  hacer,  de  acuerdo  con  la 
frase  ya  citada,  que  "la  finanza  y  el  comer- 
cio estuviesen  al  servicio  de  la  producción  y 
ésta  al  servicio  del  consumo,  y  el  consumo 
al  servicio  del  hombre  y  el  hombre  al  servi- 
cio de  Dios".  Pero  esto,  volver  a  establecer 
la  primacía  del  alma  y  de  la  cabeza  sobre  el 
estómago,  no  es  fácil  para  esta  humanidad 
sibarita.  El  remedio  es  duro:  penitencia  do- 
lorosa  de  los  desórdenes  pasados.  Y  la  huma- 


21 


nidad  actual  es  un  niño  mal  criado:  el  re- 
medio no  le  gusta  y  prefiere  cambiar  de  pos- 
tura .  .  . 


La  reacción  económica  fué  la  primera  en 
producirse,  pero  no  es  la  única.  Era  eviden- 
te que  el  cambio  de  postura  no  curaba  a  la 
humanidad  enferma  y  el  ensayo  hecho  en 
Rusia  dejaba  bastante  que  desear.  Por  otra 
parte,  la  crisis  política  también  se  hacía  sen- 
tir intensamente.  Era  cada  vez  mayor  el 
desprestigio  de  la  democracia  y  pese  a  las  dis- 
culpas de  sus  fervientes  sostenedores  que 
atribuían  las  fallas  al  hombre  con  tal  de  sal- 
var al  sistema,  se  fué  haciendo  carne  la  idea 
de  que  era  preciso  encontrar  otros  sistemas 
más  adaptables  al  hombre.  Surgió  entonces 
una  fuerte  reacción,  ya  en  un  orden  más  ele- 
vado que  el  económico,  pero  sin  descuidar 
éste;  reacción  a  la  vez  contra  el  Liberalismo 
y  contra  el  Socialismo.  Fué  la  reacción  polí- 
tica encarnada  en  el  Nacionalismo. 

Si  hubiéramos  de  caracterizar  en  pocas 
palabras  el  movimiento  nacionalista  diría- 
mos que  preconiza  un  gobierno  fuerte  y 
un  régimen  corporativo  como  reacción  con- 


22 


tra  el  individualismo  liberal;  y  el  culto  de 
Dios  y  de  la  Patria  y  una  exaltación  de  los 
valores  morales  como  reacción  contra  el 
ateísmo,  internacionalismo  y  materialismo 
marxistas. 

En  nuestro  símil  de  las  dos  apostasías,  in- 
dividual y  universal,  habíamos  llamado  es- 
tómago a  la  economía  y  habíamos  calificado 
al  socialismo  como  reacción  es ío macal.  A  la 
política  la  habíamos  identificado  con  la  vo- 
luntad.  Esto  nos  va  a  señalar  la  importancia 
enorme  de  la  reacción  nacionalista.  En  la 
humanidad  descarriada,  el  Nacionalismo  es, 
no  ya  la  reacción  ciega  e  instintiva  del  estó- 
mago dolorido,  sino  la  reacción  de  algo  tan 
importante  como  lo  es  la  voluntad.  Y  esto, 
si  bien  nos  debe  llenar  de  esperanza  en  lo  que 
respecta  al  porvenir  del  mundo,  nos  llena, 
también,  de  un  ferviente  deseo  de  que  esa 
voluntad  acierte  el  camino.  Ya  es  mucho  que 
haya  reaccionado;  pero  eso  sólo  no  basta.  Si 
el  estómago  sólo  pudo  reaccionar  ciegamen- 
te en  un  sentido,  la  voluntad,  que  es  una  fa- 
cultad intelectiva,  puede  hacerlo  —  y  de  he- 
cho lo  está  haciendo  —  en  varios.  De  que  en 
definitiva  lo  haga  en  el  sentido  de  la  Ver- 
dad, depende  en  gran  parte  el  endereza- 
miento del  mundo  en  estos  trágicos  tiempos. 


23 


EL  ESTADO  NACIONALISTA  Y  EL 
CATOLICISMO 


Ante  el  Catolicismo  (Verdad  divina)  y  la 
Apostasía  (Error  humano) ,  el  Estado,  como 
el  individuo,  tiene  que  definirse.  No  se  tra- 
ta de  una  mera  conveniencia  sino  de  una  ne- 
cesidad imprescindible,  de  la  cual  no  se  pue- 
de escapar.  Ante  el  problema  de  si  dos  y  dos 
son  cuatro  se  pueden  adoptar  tres  actitudes: 
afirmar  que  dos  y  dos  son  cuatro;  negarlo, 
sosteniendo,  por  ejemplo,  que  dos  y  dos  son 
cinco;  y  declararse  indiferente.  No  se  crea 
que  esta  última  no  es  una  definición:  es  de- 
finirse por  la  indiferencia  entre  la  verdad  y 
el  error.  Definición  absurda,  porque  tal  in- 
diferencia no  es  posible  en  la  realidad  de  la 
vida.  Si  yo  opto  por  desinteresarme  del  pro- 
blema de  si  dos  y  dos  son  cuatro,  llegará  un 


24 


momento,  llegarán  mil  momentos  en  que 
tendré  que  sumar  esas  dos  cantidades  y  de- 
finir, en  tal  o  cual  caso  concreto,  lo  que  no 
había  querido  definir  en  abstracto.  Lo  pro- 
bable es  que  opte  entonces  por  lo  que  más 
me  conviene.  Si  me  deben  dinero  diré  que 
dos  y  dos  son  cinco  y  si  tengo  que  pagar  una 
cuenta  diré  que  son  tres.  Y  si  mi  deudor  o 
mi  acreedor  protestan  me  consideraré  ofen- 
dido y  les  diré  que  no  se  metan  en  mis  asun- 
tos. Todo  esto  es  ridículo,  y  sin  embargo,  tal 
es  y  ha  sido  siempre  la  actitud  del  Estado 
que  no  se  define  ante  la  Verdad  y  el  Error. 

Entre  el  Catolicismo  y  la  Apostasía  el  Es- 
tado no  tiene  otro  recurso  que  definirse,  sea 
reconociendo  al  Catolicismo  como  religión 
verdadera  y  adoptándolo  por  consiguiente 
como  religión  de  Estado,  sea  negándolo  y  re- 
conociendo oficialmente  la  Apostasía,  como 
lo  hacen  los  países  protestantes  o  cismáticos 
( 1 ) ,  sea  finalmente  declarándose  neutro,  lai- 

(1)  Nos  referimos  aquí  a  los  países  de  la  Cristiandad. 
El  caso  de  pueblos  de  otras  religiones,  como  mahometa- 
nos, brahmanes  o  budistas,  queda  por  tanto  fuera  de 
nuestro  estudio,  ya  que  en  ellos  no  se  puede  hablar  de 
apostasía.  Y  en  cuanto  al  caso  de  que  el  Estado  se  declare 
no  ya  protestante,  cismático  o  indiferente,  sino  contra- 
rio a  la  Religión,  no  se  trata  sino  de  un  paso  más  avan- 
zado en  la  Apostasía.  Frente  a  la  Teocracia  medieval  esos 
Estados  instauran  la  Satanocracia  moderna. 


25 


co.  Esta  última  es  la  posición  clásica  del  Es- 
tado liberal. 

El  Estado  liberal  —  como  ya  lo  hemos  di- 
cho —  parte  de  la  base  luterana  de  que  el  pa- 
recer individual  es  el  principio  supremo,  y 
de  la  base  cartesiana  de  que  la  razón  es  au- 
tónoma. Al  apartarse  de  Cristo  y  hacerse 
puramente  humano,  substituye  el  principio 
sobrenatural  de  la  Fe  por  el  principio  natu- 
ralista de  que  la  razón  es  la  única  fuente  de 
la  verdad.  Nada  tiene  que  hacer  en  esta  doc- 
trina un  Dios,  origen  de  todo  poder,  ni  una 
ley  natural  creada  por  Dios  que  se  imponga 
a  la  razón  humana.  La  fuente  de  todo  poder 
no  está  en  Dios  sino  en  el  hombre.  La  sobe- 
ranía pertenece  al  conjunto  de  los  hombres, 
considerados  a  este  efecto  como  unidades 
matemáticas,  iguales  todas. 

Las  consecuencias  espirituales  de  esta  doc- 
trina, han  sido  sintéticamente  resumidas  en 
los  siguientes  términos  por  León  XIII,  en  su 
encíclica  Ininortale  Dei:  "De  autoridad  di- 
vina no  se  habla,  como  si  Dios  no  existiese  o 
no  tuviese  providencia  alguna  de  la  humana 
familia,  o  no  tuviesen  ni  los  individuos  ni  la 
sociedad  ninguna  obligación  hacia  Dios  o 
bien  como  si  se  pudiese  dar  soberanía  que  no 
reconociese  de  Dios  mismo  su  origen,  su 


26 


fuerza,  su  autoridad.  De  ahí,  como  clara- 
mente aparece,  el  Estado  no  vendría  a  ser  en 
substancia  sino  la  multitud,  arbitra  y  mode- 
radora de  sí  misma,  y  porque  el  pueblo  es 
considerado  como  la  fuente  de  todo  derecho 
y  de  todo  poder,  es  lógico  que  el  estado  se 
desligue  de  todo  deber  hacia  la  Divinidad; 
que  no  se  profese  oficialmente  ninguna  re- 
ligión; ni  se  crea  obligado  a  averiguar  cuál 
sea  entre  las  muchas,  la  única  verdadera;  ni 
anteponer  una  a  la  otra  ni  a  favorecer  una 
más  que  a  otra,  sino  dejar  a  todos  igualmen- 
te libres,  a  fin  de  que  no  resulte  perjuicio  ál 
orden  público.  Será  también  lógico  abando- 
nar la  religión  a  la  conciencia  de  los  indivi- 
duos; dar  plena  libertad  a  cada  uno  para  se- 
guir la  que  más  le  plazca  y  también  ningu- 
na, si  así  le  agrada.  De  aquí  la  libertad  de 
conciencia,  la  libertad  de  cultos,  la  libertad 
de  la  prensa". 

El  resultado  de  esa  neutralidad  en  abs- 
tracto, no  es  otro  que  el  despojo  de  los  de- 
rechos de  la  Iglesia  en  cada  caso  concreto. 
Laica  habrá  de  ser  la  legislación,  así  quede 
malparada  la  moral  cristiana.  Laicas  serán  la 
política  y  la  administración,  los  "curas"  na- 
da tienen  que  hacer  con  ellas.  Laica  será  la 
escuela,  como  si  silenciar  el  catolicismo  no 


27 


equivaliese  a  negarlo.  Laica  será  la  vida  de 
los  ciudadanos,  el  nacimiento,  el  matrimo- 
nio, la  muerte,  los  funerales,  como  si  en  el 
hombre  católico  se  pudiesen  desdoblar  la  ca- 
lidad de  hombre  y  la  de  católico.  Laica  será 
la  beneficencia,  simple  función  administra- 
tiva en  vez  de  obra  de  amor.  Laica  será  la 
moral,  como  si  fuese  posible  prescindir  en 
ella  de  las  obligaciones  del  hombre  que  di- 
manan de  su  fin  sobrenatural.  La  Religión, 
la  Verdad  misma,  previamente  disminuida  y 
equiparada  mediante  la  libertad  de  culto  a 
todos  los  errores,  deberá  someterse  al  Estado 
laico.  Este  podrá  impedir  nuevas  fundacio- 
nes de  órdenes  religiosas  y  disminuir  el  nú- 
mero de  las  existentes,  podrá  despojarlas,  di- 
ficultar su  acción  o  proscribirlas;  podrá  des- 
pojar a  la  Iglesia  de  sus  bienes;  podrá  supri- 
mir las  inmunidades  eclesiásticas;  podrá  en- 
trometerse en  la  educación  y  nombramien- 
to de  los  clérigos  y  en  el  gobierno  de  las  igle- 
sias. Todo  eso  cuando  no  lleve  sus  ataques  al 
Papado  y  pretenda  fundar  iglesias  naciona- 
les, independientes  de  Roma,  como  lo  ha  in- 
tentado en  más  de  una  oportunidad.  Y  es 
que  en  rigor  la  pretendida  neutralidad  no 
existe,  no  es  más  que  una  farsa.  Aunque  no 
reconozca  oficialmente  la  Apostasía,  el  Es- 


28 


tado  liberal,  al  no  reconocer  a  Dios  sus  de- 
rechos, es  protestante  de  hecho.  Otra  vez  se 
cumple  aquí  la  sentencia  de  Jesucristo: 
"Quien  no  está  conmigo,  está  contra  mí". 

Nos  hemos  referido  aquí  a  las  consecuen- 
cias espirituales  del  Liberalismo.  No  fueron 
menores  ni  menos  perjudiciales  en  el  orden 
temporal  sus  consecuencias  políticas.  Podría- 
mos sintetizarlas  así:  Falta  absoluta  de  espí- 
ritu tradicional,  continua  oscilación  entre 
anarquía  y  despotismo,  propensión  al  liber- 
tinaje y  la  igualación  revolucionaria,  y  ma- 
nía por  el  sufragio  universal.  El  análisis  de 
cada  una  de  estas  consecuencias  nos  llevaría 
muy  lejos  y  excedería  el  propósito  de  nues- 
tro estudio.  Por  otra  parte  es  actualmente 
innecesario.  En  el  sufragio  universal,  por 
ejemplo,  sólo  creen  hoy  los  tontos  que  lo  ad- 
miran y  los  pillos  que  lo  explotan.  Y  ni  a 
unos  ni  a  otros  es  posible  convencer. 


Contra  las  desastrosas  consecuencias  polí- 
ticas del  Liberalismo  reacciona  el  Naciona- 
lismo, movimiento  esencialmente  político  y 
secundariamente  económico,  ya  que  en  él  — 
según  la  interpretación  de  Gino  Arias,  que 


29 


es,  por  otra  parte,  la  más  acertada  —  la  eco- 
nomía se  desenvuelve  por  propio  movimien- 
to, pero  bajo  la  regulación  política  del  esta- 
do, aunque  sin  importar  una  concepción  es- 
tatolátrica. 

El  Nacionalismo,  decimos,  es  un  movi- 
miento esencialmente  político.  Su  campo  de 
batalla  es  la  política  y  su  fin  la  supresión  del 
Estado  Liberal  y  la  instauración  del  Estado 
Nacionalista.  ¿Significa  esto  que  el  Nacio- 
nalismo debe  prescindir  de  todo  lo  que  no 
sea  política  y  economía  y,  siguiendo  las  hue- 
llas del  Estado  liberal  que  combate,  no  defi- 
nirse ante  la  Verdad  absoluta?  No.  En  pri- 
mer lugar  por  que  no  puede  hacerlo,  ya  que 
al  Estado  nacionalista,  como  al  liberal,  se  le 
presentarán  en  su  gestión  mil  casos  concre- 
tos en  que  tendrá  que  definirse  aunque  no 
quiera.  Y  en  segundo  lugar  —  segundo  en 
nuestra  enumeración,  pero  primero  por  su 
importancia  —  porque  no  debe  hacerlo. 

El  Nacionalismo  jamás  debe  perder  de 
vista  su  íibicación  en  el  terrible  drama  de  la 
Cristiandad.  Jamás  debe  olvidar  su  gloriosa 
calidad  de  reacción  contra  la  Apostasía.  No 
debe  olvidar  que  si  bien  es  una  reacción  esen- 
cialmente política,  el  mal  que  combate  no  es 
exclusivamente  político,  ni  siquiera  princi- 


30 


pálmente  político,  sino  que  obedece  a  cau- 
sas filosóficas  y  religiosas  a  las  cuales  necesi- 
ta remontarse  para  acertar  en  su  acción  po- 
lítica, como  la  voluntad  necesita  estar  guia- 
da por  la  razón  y  por  el  alma  si  no  quiere 
ser  víctima  de  sus  propios  caprichos.  Debe 
ser  una  reacción,  no  ciega  e  instintiva  como 
el  Socialismo,  sino  inteligente  y  consciente 
de  sí  misma;  no  encerrada  en  la  política  co- 
mo el  Socialismo  en  la  economía,  sino  am- 
plia de  miras,  porque  el  dominio  de  la  vo- 
luntad es  más  amplio  que  el  del  estómago. 
De  otro  modo,  el  Nacionalismo  fracasará  co- 
mo fracasa  el  Socialismo.  Se  contentará  con 
podar  las  ramas  de  la  Apostasía,  en  vez  de 
arrancar  el  árbol  de  raíz.  Más  aún,  quedará 
enredado  en  el  árbol  y  se  convertirá  en  una 
rama  nueva.  Así  como  el  Socialismo,  por  no 
poder  salirse  de  lo  económico,  no  pudo  ex- 
tirpar ni  el  mal  económico  que  combatía,  el 
Nacionalismo,  si  quiere  permanecer  exclusi- 
vamente en  lo  político,  no  logrará  salirse  ni 
siquiera  del  Liberalismo.  Opondrá  al  Libera- 
lismo un  estado  corporativo,  trasladará  la 
soberanía  del  pueblo  al  Estado.  Al  absolutis- 
mo de  las  mayorías  habría  sucedido  el  abso- 
lutismo del  Estado.  Siempre  estaríamos  en 
lo  mismo:  predominio  de  la  voluntad  huma- 


31 


na,  de  la  naturaleza  humana  caída,  con  to- 
das sus  imperfecciones.  Sería  un  nuevo  cam- 
bio de  postura.  Y  la  humanidad  seguiría 
enferma. 

En  el  movimiento  nacionalista  no  existe, 
afortunadamente,  la  indiferencia  ante  Dios. 
Por  reacción  contra  el  escepticismo  demo- 
crático y  contra  el  materialismo  marxista, 
el  nacionalismo  cree  en  Dios,  el  nacionalismo 
es  espiritualista,  "El  estado  fascista  —  dice 
Mussolini  —  no  permanece  indiferente  ni 
frente  al  hecho  religioso  en  general,  ni  fren- 
te a  esa  religión  positiva  particular  que  es  el 
catolicismo  italiano .  .  .  En  el  estado  fascis- 
ta la  religión  es  considerada  como  una  de 
las  manifestaciones  más  profundas  del  es- 
píritu y  en  consecuencia,  no  solamente  es 
respetada,  sino  defendida  y  protegida". 

El  peligro  para  el  Nacionalismo  en  el  te- 
rreno religioso,  no  consiste,  pues,  en  la  indi- 
ferencia liberal  o  en  la  negación  marxista.  El 
verdadero  peligro  reside  en  que,  siendo  el 
Nacionalismo  una  reacción  esencialmente 
política,  dé  a  lo  político  una  primacía  que  no 
le  corresponde,  análoga  a  la  que  da  el  Socia- 
lismo a  lo  económico.  Dar  a  lo  político  pri- 
macía sobre  lo  espiritual,  significaría  dar  a 
la  voluntad  humana  primacía  sobre  la  razón 


32 


y  sobre  el  alma,  cuando  el  orden  de  las  cosas 
exige  que  la  voluntad  esté  dirigida  por  la  ra- 
zón y  ésta  sometida  a  Dios. 

En  el  mundo  actual,  apóstata  desde  hace 
cinco  siglos  y  acostumbrado  ya  a  su  propia 
apostasía,  ese  es  el  verdadero  peligro  para  el 
Nacionalismo.  Colocar  dentro  del  Estado  lo 
que  está  por  encima  del  Estado.  Subordinar 
la  Religión  al  Estado,  lo  divino  a  lo  humano. 
Pretender  que  Dios  se  transforme  en  fun- 
cionario público.  Tal  es  el  peligro.  Y  curiosa 
coincidencia:  Caer  en  eso  significa  hacer  de 
]ure  lo  que  el  Liberalismo  realiza  de  fado. 
Prueba  evidente  de  lo  que  afirmábamos  an- 
tes: que  el  Nacionalismo,  cuando  es  exclusi- 
vamente político  no  logra  salirse  del  Libera- 
lismo. La  diferencia  estriba  en  que  el  Estado 
liberal  es  naturalmente  hostil  a  la  Religión, 
y  en  cambio  el  Estado  estatista  la  protege 
mientras  no  se  opone  a  sus  intereses.  Pero  en 
ambos  casos  la  Religión  es  considerada  desde 
un  punto  de  vista  puramente  humano.  Y  si 
el  Estado  estatista  la  protege  es  tan  sólo  por- 
que la  considera  útil.  "El  estado  no  tiene  una 
teología,  pero  tiene  una  moral",  dice  Mus- 
solini.  Ahí  está  el  error.  El  Estado  no  tiene 
una  teología,  pero  hay  una  Teología  que  se 


33 


impone  al  Estado.  La  Religión  es  algo  más 
que  un  freno  para  las  multitudes:  es  la  Ver- 
dad revelada. 


Veamos  cuál  ha  sido  en  el  terreno  de  los 
hechos,  la  politica  religiosa  del  Nacionalis- 
mo. Y  como  no  existe  uno  solo,  ya  que  pre- 
senta modalidades  distintas  según  la  tradi- 
ción y  la  idiosincracia  de  cada  país,  nos  refe- 
riremos brevemente  a  sus  tres  realizaciones 
más  típicas:  el  nacionalismo  español,  el  fas- 
cismo y  el  hitlerismo. 

En  España,  país  de  larga  y  gloriosa  tradi- 
ción católica,  el  Nacionalismo  tenía  que 
concretarse  en  un  Estado  informado  por 
principios  católicos.  Nacido  de  una  guerra 
que  fué  primordialmente  una  lucha  en  de- 
fensa de  la  fe,  contra  sus  enemigos  visibles 
(Liberalismo  y  Comunismo)  e  invisibles 
(Judaismo  y  Masonería) ,  el  Estado  nacio- 
nalista español  tenía  que  ser  auténticamen- 
te católico.  No  podía  esperarse  otra  cosa  de 
la  combinación  de  un  movimiento  cristianí- 
simo y  tradicionalista  como  el  Carlismo,  con 
otro  tan  bien  orientado  en  su  reacción  polí- 
tica y  económica  como  el  Falangismo.  Y  co- 


34 


mo  si  esto  no  bastara,  ahí  está  para  comple- 
mentarlo y  ponerle  su  sello  definitivo  el  pro- 
fundo catolicismo  del  Caudillo  de  la  Nueva 
España.  No  vamos  a  citar  textos,  que  por 
otra  parte  abundan.  Es  en  la  obra  toda  de 
Franco,  así  en  la  guerra  como  en  la  paz, 
donde  resalta  el  espíritu  cristiano.  Lo  mismo 
en  las  misas  celebradas  en  el  frente  de  bata- 
lla como  en  el  Sagrado  Corazón  reinando 
hasta  en  el  pecho  de  los  moros.  Lo  mismo  en 
las  leyes  sociales  como  en  las  políticas  o  reli- 
giosas. Los  remilgos  de  ciertos  filósofos  han 
sido  de  sobra  rebatidos  y  están  demasiado 
desacreditados  para  que  insistamos  en  ellos. 
La  verdad  se  ha  impuesto  y  se  seguirá  impo- 
niendo a  medida  que  el  nuevo  estado  español 
desarrolle  su  obra  de  recristianización  y  de 
rehispanización  de  España  (1) 

En  Italia,  la  situación  era  distinta.  Si  bien 
se  trataba  también  de  un  país  tradicional- 
mente  católico.,  el  conflicto  del  Papa  con 
la  casa  de  Saboya  impidió  durante  70  años, 
que  un  italiano  pudiese  a  la  vez  ser  fiel  a  su 

(1)  El  caso  del  Estado  español,  con  ser  el  más  re- 
ciente y  el  más  importante,  no  es  el  único.  En  Portugal 
existe  un  régimen  nacionalista  cristiano  y  existió  también 
en  Austria,  antes  de  su  absorción  por  la  Alemania  nacio- 
nal-socialista. 


35 


religión  y  a  su  patria.  Esa  dualidad  favore- 
ció la  concepción  puramente  politica  del  Es- 
tado. Y  por  otra  parte  el  jefe  del  fascismo 
no  provenía  del  campo  católico,  sino  del  so- 
cialismo. Debido  a  esas  causas,  el  movimien- 
to fascista  no  fué  doctrinariamente  orto- 
doxo. "Para  el  fascismo  —  escribía  Musso- 
lini  —  todo  está  en  el  Estado  y  nada  humano 
ni  espiritual  existe  y  a  fortiori  nada  tiene 
valor  fuera  del  Estado".  Eso  es  estatismo 
puro  y  recuerda  demasiado  aquella  proposi- 
ción XXXIX  del  Syllabus,  condenada  por 
Pío  IX:  "El  Estado,  como  origen  y  fuente  de 
todos  los  derechos,  goza  de  un  derecho  tal, 
que  no  admite  límites".  (1) 

Afortunadamente,  los  errores  doctrinarios 
del  fascismo  encontraron  amplia  compensa- 
ción en  el  genio  de  Mussolini.  Hombre  de 
acción  y  no  teólogo,  pudo  equivocarse  en 
sus  concepciones  teóricas,  pero  acertó  siem- 
pre en  la  práctica,  dando  muestras  de  com- 
prensión y  flexibilidad  dignas  de  encomio. 
Cada  vez  que  sus  actos  gubernativos  motiva- 
ron protestas  de  la  Santa  Sede,  ha  respetado 
esas  protestas  con  un  digno  silencio  impuesto 
a  sus  adeptos  y  ha  rectificado  concretamen- 

(1)  Véase,  además,  el  Apéndice. 


36 


te  los  hechos  que  las  originaron.  Y  sobre  to- 
do ha  realizado  mediante  un  tratado  y  con- 
cordato admirables,  no  sólo  el  reconocimien- 
to expreso  del  Catolicismo  como  religión 
oficial,  sino  también,  los  tres  actos  más  fun- 
damentales mediante  los  cuales  puede  un 
Estado  reconocer  la  primacía  de  la  Iglesia 
en  el  orden  espiritual:  reconocimiento  de  la 
soberanía  temporal  de  la  Santa  Sede,  reco- 
nocimiento del  carácter  sacramental  del 
matrimonio  e  implantación  de  la  enseñanza 
católica.  En  193  5,  después  de  trece  años  de 
gobierno,  ha  podido  escribir  lo  siguiente: 
"La  idea  ridicula  de  crear  una  religión  de 
Estado  o  de  someter  al  Estado  la  religión 
ejercida  por  la  casi  totalidad  de  los  italianos, 
no  ha  pasado  jamás  de  lo  que  yo  pudiera 
llamar  la  antecámara  de  mi  cerebro". 

Si  en  Italia  bastaron  70  años  de  ruptura 
con  la  Santa  Sede  para  disminuir  la  ortodo- 
xia doctrinaria  del  movimiento  nacionalis- 
ta, es  de  imaginarse  lo  difícil  que  será  una 
reacción  bien  orientada  en  Alemania,  des- 
pués de  cuatro  siglos  de  errores  religiosos  y 
filosóficos.  En  el  país  de  origen  de  la  Apos- 
tasía,  la  reacción  contra  el  aspecto  político 
de  ésta  no  podía  menos  que  estar  emponzo- 
ñada en  sus  fundamentos  espirituales.  El 


37 


nacionalismo  alemán  fué  crudamente  esta- 
tista. 

En  Alemania  había  que  contemplar  una 
situación  especial:  el  dualismo  confesional. 
Veamos  cómo  la  encara  el  nazismo:  "Exis- 
tiendo en  Alemania  el  dualismo  confesio- 
nal — dice  el  ministro  de  cultos —  la  políti- 
ca del  Régimen  no  puede  ser  ni  católica  ni 
protestante.  Nuestro  cristianismo  no  es 
pues,  susceptible  de  definición  dogmática. 
Este  puede  identificarse  solamente  con  el 
espíritu  cristiano".  Primer  error,  porque 
ante  esa  situación  de  hecho,  la  política  re- 
ligiosa nazi,  sin  ser  exclusivamente  católica 
o  protestante,  pudo  ser  católica  con  los  ca- 
tólicos y  protestante  con  los  protestantes  y 
no  como  resultó  de  hecho,  anticatólica  y 
antiprotestante.  Al  no  ser  así,  al  querer  rea- 
lizar la  unidad  religiosa  sobre  una  base  po- 
lítica, el  estado  nazi  sólo  consiguió  crear 
una  nueva  división  espiritual.  Ya  no  hubo 
solamente  católicos  y  protestantes,  hubo 
también  cristianos  sin  dogma,  cristiano-po- 
sitivos. 

Pero  no  pararon  aquí  las  cosas.  En  el  país 
que  había  sido  la  cuna  de  la  Apostasía,  era 
fácil  la  confusión  de  ésta  con  el  cristianis- 
mo y  al  reaccionar  contra  la  Apostasía  se 


38 


reacciona  también  contra  éste.  Contribuye 
a  ello  por  una  parte  la  divinización  de  la 
raza  germánica  (1)  y  por  otra  un  antisemi- 
tismo exacerbado  que  hizo  ver  en  la  doctrina 
de  Cristo  una  invención  judía.  De  ese  vago 
cristianismo  oficial  y  antidogmático  al  neo- 
paganismo  no  había  más  que  un  paso.  Y 
— segundo  error —  el  Estado  nazi  lo  dió, 
aunque  guardando  siempre  apariencias  cris- 
tianas. No  pretende  imponerlo  a  la  genera- 
ción actual  pero  prepara  para  él  a  la  futu- 
ra. Impone  de  hecho  la  escuela  oficial,  en 
la  cual  hace  obligatoria  la  enseñanza  de  las 
doctrinas  paganas  de  Rosemberg.  Crea  los 
"servicios  de  trabajo",  consistentes  en  un 
año  de  servicio  en  la  campaña  obligatorio 
para  todos  los  niños  al  terminar  los  años 
escolares,  servicio  durante  el  cual  se  les  pri- 
va de  toda  función  religiosa  y  se  les  enseña 
igualmente  la  doctrina  de  Rosemberg.  Y 
pone,  finalmente,  a  la  "Juventud  Hitleris- 
ta"  bajo  la  suprema  dirección  del  neopaga- 
no  Baldur  von  Schirach,  que  públicamente, 
en  proclama  dirigida  a  sus  subordinados,  ha 
declarado  que  "el  camino  de  Rosemberg, 
es  el  camino  de  la  juventud  alemana".  Ade- 

(1)  Véase  el  Apéndice. 


39 


más,  ya  en  franco  tren  anticristiano,  se 
viola  en  toda  forma  el  concordato  con  la 
Santa  Sede,  se  dictan  leyes  inmorales,  se  di- 
suelven agrupaciones  católicas  o  se  prohibe 
a  sus  miembros  vestir  uniforme  o  practicar 
deportes,  so  pretexto  de  actividades  políti- 
cas ( ! ) ,  se  encarcelan  sacerdotes  sin  investi- 
gación previa,  se  oprime  a  la  prensa  cató- 
lica y  se  la  imposibilita  para  defender  al  ca- 
tolicismo de  los  ataques  públicos;  se  asesi- 
na al  Doctor  Klausener,  presidente  de  la 
Acción  Católica  de  Berlín,  al  joven  Probst, 
jefe  de  la  Juventud  Católica  Alemana,  a 
Federico  Beck,  jefe  de  una  asociación  de 
estudiantes  católicos,  al  Dr.  Fritz  Gerlich, 
propietario  de  un  diario  católico.  Y  si  los 
católicos  no  se  dejan  perseguir  mansamente 
y  protestan,  se  acusa  a  la  Iglesia  de  entro- 
meterse en  política,  de  ser  contraria  al  Es- 
tado nazi  y  de  aliarse  con  los  comunistas... 

Tal  es  la  triste  realidad  de  la  situación 
religiosa  alemana.  Como  católicos  y  nacio- 
nalistas, no  podemos  ni  debemos  ocultar 
esa  realidad  y  menos  aun  negarla,  atribu- 
yendo todo  a  la  imaginación  de  los  judíos. 
Ello  no  implica  desconocer  el  genio  político 
de  Hitler  ni  olvidar  sus  aciertos  en  otras 
cuestiones.  Pero  debemos  conocer  sus  erro- 


40 


res  y  las  causas  que  los  motivan  para  evitar 
su  repetición  entre  nosotros  y  para  com- 
prender que  lo  que  en  Alemania  si  no  se 
justifica,  se  explica,  no  debe  atribuirse  al 
Nacionalismo  en  general,  ni  tampoco  justi- 
ficarse ni  explicarse  en  países  donde  no  exis- 
ten los  mismos  problemas  de  Alemania. 


De  la  breve  reseña  sobre  los  movimientos 
nacionalistas  español,  italiano  y  alemán,  po- 
demos deducir  una  consecuencia.  El  Nacio- 
nalismo no  es  una  doctrina  invariable  e  in- 
trínsecamente errónea  como  el  Liberalismo, 
que  es  una  simple  etapa  en  el  ciclo  de  la 
Apostasía,  o  el  Socialismo,  que  es  una  sim- 
ple reacción  materialista.  Pío  IX  pudo  de- 
cir: "siempre  he  condenado  al  liberalismo 
católico  y  volveré  cuarenta  veces  a  conde- 
narlo si  es  menester".  Pío  XI  pudo  decir  que 
"nadie  puede  al  mismo  tiempo  ser  buen  ca- 
tólico y  socialista  verdadero".  No  ocurre  lo 
mismo  con  el  Nacionalismo.  Este  — recuér- 
dese la  comparación  con  la  voluntad —  pue- 
de ser  bueno  o  malo  según  la  dirección  que 
se  le  dé,  pero  en  su  carácter  de  reacción 
contra  la  Apostasía  tiende  instintivamente 


41 


a  unirse  con  el  Catolicismo  y  es,  por  tanto, 
fácilmente  cristianizable.  Para  que  este 
bautismo  se  realice,  sólo  se  requiere  un  po- 
co de  buena  voluntad  y  comprensión  de 
parte  de  católicos  y  nacionalistas.  Y  esas 
dos  condiciones,  por  desgracia,  no  existen 
siempre. 

Para  ciertos  católicos,  generalmente  de- 
masiado adaptados  a  la  mentalidad  moder- 
na, el  Nacionalismo  — asi,  en  general,  sin 
hacer  distinciones —  es  un  peligro  terrible. 
Comienzan  por  desconocerlo,  o  por  cono- 
cerlo a  través  de  sus  manifestaciones  más 
heterodoxas,  y  atribuir  luego  esas  caracte- 
rísticas locales  al  Nacionalismo  en  general. 
No  ven  en  él  más  que  estatismo,  despotismo 
y  violencia.  Confunden  lamentablemente 
Nacionalismo  con  Dictadura,  olvidando  que 
la  dictadura  nacionalista,  cuando  existe,  no 
tiene  su  fin  en  sí  misma  ni  en  la  defensa  de 
posiciones  adquiridas,  sino  en  la  construc- 
ción de  un  orden  nuevo:  en  caso  de  enfer- 
medad se  recurre  al  médico  y  si  nadie  pre- 
tende vivir  continuamente  bajo  la  direc- 
ción del  médico,  tampoco  es  posible,  en  los 
casos  graves,  que  la  enfermedad  se  cure  por 
sí  sola.  Suelen  ver  también  en  el  Naciona- 
lismo "prejuicios  e  intereses  de  clase"  que 


42 


no  existen,  porque  si  algún  "nacionalismo" 
— y  esto  no  hay  que  olvidarlo —  se  erige  en 
defensor  de  las  posiciones  burguesas,  será 
todo  lo  que  se  quiera  menos  Nacionalismo. 
Hablan  tranquilamente  de  fascismo  y  co- 
munismo como  de  "dos  formas  distintas  de 
una  misma  tirania",  como  si  fuese  posible 
poner  en  un  mismo  plano  a  quien  ha  reco- 
nocido en  Italia  los  derechos  de  la  Iglesia  y 
a  quien  ha  instaurado  en  Rusia  el  reinado 
de  la  Bestia.  Dan  valor  dogmático  a  ciertas 
concepciones  de  los  maestros  del  catolicismo 
social  que  no  concuerdan  con  las  realiza- 
ciones nacionalistas,  olvidando  que  dichas 
diferencias  — como  dice  Francesco  Vito, 
profesor  de  la  Universidad  Católica  del  Sa- 
cro Cuore —  "son  debidas  en  su  mayor  par- 
te a  la  diversidad  entre  el  clima  histórico 
imperante  en  la  época  en  que  los  católicos 
iniciaron  la  formulación  del  programa  cris- 
tiano-social, y  el  que  impera  en  la  época  de 
las  realizaciones  fascistas".  Rechazan  al  Na- 
cionalismo, que  como  movimiento  de  reac- 
ción contra  la  Apostasia  necesita  de  su  in- 
fluencia y  les  tiende  los  brazos  y  se  quedan 
en  la  democracia  liberal,  que  es  la  Aposta- 
sia misma  en  el  terreno  de  lo  político,  con 
la  insensata  pretensión  de  cristianizarla,  y 


43 


haciéndole  el  juego  mientras  tanto.  Se  con- 
sideran incapaces  de  orientar  al  amigo  qui- 
zás accidentalmente  descarriado  y  preten- 
den convertir  al  enemigo  hereje.  Siempre 
que  hagan  las  debidas  salvedades  en  cuanto 
a  la  ortodoxia  de  su  posición,  están  en  su 
derecho,  porque  la  Iglesia  no  prescribe  na- 
da sobre  formas  de  gobierno.  Lejos  estamos 
de  reprocharles  su  actitud  como  una  here- 
jía. Pero,  colocados  en  el  terreno  de  lo  polí- 
tico, tenemos  perfecto  derecho  de  repro- 
charles su  escaso  sentido  de  la  realidad. 

Del  otro  lado  existe  frecuentemente  la 
misma  incomprensión.  Hay  nacionalistas 
que  tienen  un  concepto  puramente  huma- 
no de  la  Iglesia.  Se  dicen  católicos  porque 
de  niños  aprendieron  un  catecismo  que  ya 
olvidaron  o  a  veces  por  simple  reacción  an- 
tiliberal, pero  ignoran  profundamente  el 
Catolicismo.  Ignoran  "la  ecuación  y  la  con- 
versibilidad"  — como  dice  Clérissac —  de  los 
dos  términos:  Cristo  y  la  Iglesia.  Ven  en  la 
Iglesia  una  institución,  fundada  sí,  por 
Cristo,  pero  puramente  humana,  y  no  el 
Cuerpo  Místico  de  Cristo.  Ven  en  el  Papa 
el  jefe  de  esa  institución  humana  y  no  la 
cabeza  visible  de  ese  Cuerpo  Místico,  y  ol- 
vidan que  cuando  habla  en  nombre  de  la 


44 


Iglesia  es  Dios  mismo  quien  habla.  Tales  ca- 
tólicos — católicos  liberales,  aunque  sean 
reaccionarios  en  politica —  tienen  una  reli- 
gión de  bolsillo  para  su  uso  particular,  que 
sacan  a  relucir  cuando  quieren  y  guardan 
cuando  Ies  molesta;  pero  no  tienen  una  Fe 
superior  que  se  imponga  a  sus  apreciaciones 
individuales  y  que  inspire  sus  convicciones 
secundarias.  Cada  vez  que  estas  conviccio- 
nes secundarias  — las  políticas,  por  ejem- 
plo—  faltas  de  inspiración  superior,  estén 
en  contradicción  con  las  religiosas,  los  ve- 
remos infaliblemente  inclinarse  a  las  con- 
vicciones secundarias  y  guardarse  en  el  bol- 
sillo las  religiosas.  Nos  dirán  en  tales  casos 
que  "la  religión  no  es  todo".  Y  tienen  ra- 
zón. La  religión  no  es  todo,  pero  es  lo  prin- 
cipal y  por  consiguiente  está  por  encima 
de  todo  y  debe  inspirarlo  todo. 

Esa  actitud  católico-liberal  de  ciertos  na- 
cionalistas, puede  llegar  a  ser  muy  peligro- 
sa dentro  de  un  Estado  nacionalista,  por- 
que puede  conducir  a  conflictos  con  la 
Iglesia.  Y  los  nacionalistas  que  — confiados 
en  la  debilidad  material  de  la  Iglesia —  no 
tuviesen  temor  de  provocar  tales  conflictos, 
no  debieran  olvidar  jamás  las  siguientes  pa- 
labras: 


45 


"Toda  la  historia  de  la  civilización  occi- 
dental, desde  la  época  del  Imperio  Roma- 
no hasta  nuestros  días,  desde  Diocleciano  a 
Bismarck,  nos  enseña  que  siempre  que  un 
Estado  entra  en  conflicto  con  la  Religión, 
es  el  Estado  el  que  sale  vencido  en  la  lucha. 
Un  combate  contra  la  Religión  es  un  com- 
bate contra  lo  incomprensible,  contra  lo  in- 
tangible; es  una  guerra  declarada  al  espíri- 
tu en  lo  que  tiene  de  más  profundo  y  de 
más  íntimo;  está,  además,  probado  que,  en 
el  curso  de  una  lucha  semejante,  las  armas 
utilizadas  por  el  Estado,  aun  las  más  acera- 
das, son  impotentes  para  infligir  heridas 
mortales  a  la  Iglesia,  que  — sobre  todo  en 
lo  que  concierne  al  culto  católico —  sale  in- 
variablemente victoriosa  de  los  conflictos 
más  encarnizados...  La  simple  resistencia 
pasiva  de  los  sacerdotes  y  de  los  creyentes 
basta  para  aniquilar  los  ataques  más  violen- 
tos de  un  Estado"... 

¿Ha  escrito  esto  algún  sacerdote  o  algún 
escritor  católico?  No.  Son  palabras  de  Be- 
nito Mussolini. 


46 


Un  punto  que  merece  párrafo  aparte  es 
el  de  la  violencia.  Es  común  oir  decir  que 
el  Catolicismo  predica  la  mansedumbre  y  el 
Nacionalismo  la  violencia,  de  donde  se  de- 
duciría que  católico  y  nacionalista  son  dos 
términos  incompatibles.  A  nuestro  modo 
de  ver,  se  confunde  la  mansedumbre  cris- 
tiana con  la  indiferencia  ante  el  mal  y  la 
violencia  fascista  con  el  amor  a  la  violencia. 

El  nacionalismo  no  ama  la  violencia  por 
la  violencia.  Pero  no  ignora  que  el  mundo, 
como  castigo  de  sus  culpas,  vive  un  mo- 
mento de  violencia.  La  blandura  liberal  de- 
ja abierto  el  camino  a  la  violencia  comunis- 
ta y  frente  a  males  tan  graves  como  la 
anarquía  o  el  terror,  no  queda  otro  reme- 
dio — humano  se  entiende —  que  la  violen- 
cia nacionalista.  "En  este  sentido  — dice  Ju- 
lio Meinvielle —  la  realidad  está  por  encima 
de  las  teorías  y  de  los  deseos.  Si  la  violencia 
no  impone  el  orden,  la  violencia  impondrá 
el  desorden". 

Con  todo,  la  violencia  está  muy  lejos  de 
ser  esencial  al  nacionalismo.  Es  puramente 
accidental.  Es  una  violencia  defensiva,  más 
o  menos  exacerbada  según  sean  mayores  o 
menores  los  peligros  que  amenazan  a  la  pa- 
tria. Pero  en  un  Estado  nacionalista  consti- 


47 


tuído  y  respetado,  la  violencia  no  es  un  me- 
dio de  gobierno.  La  violencia  nacionalista 
cesa  cuando  cesa  la  de  los  enemigos  del  or- 
den. Cuando  más  se  traducirá  en  una  ma- 
yor severidad  de  las  leyes  penales,  por  con- 
traposición a  la  suicida  blandura  liberal. 

Vemos  a  partidos  de  principios  católicos, 
que  reprochan  al  Nacionalismo  su  violencia, 
adoptar  lemas  como  el  siguiente:  "Primero 
la  razón.  Frente  a  la  violencia  la  razón  y  la 
fuerza".  ¿Pero  es  que  acaso  no  podría  ser 
éste  el  lema  nacionalista?  ¿Acaso  el  Nacio- 
nalismo quiere  la  primacía  de  la  violencia 
sobre  la  razón?  ¿Acaso  el  Nacionalismo 
predica  la  violencia  del  orden  sino  frente  a 
la  violencia  del  desorden? 

No  negamos  que  en  tal  o  cual  oportuni- 
dad los  nacionalistas  hayan  abusado  de  la 
violencia;  pero  no  hay  por  qué  generalizar 
y  culpar  siempre  al  Nacionalismo  y  a  todos 
los  nacionalismos  del  mundo.  A  los  nacio- 
nalistas corresponde  saber  mantenerse  en 
los  límites  de  lo  debido,  no  gastarse  en  vio- 
lencias inútiles  y  prepararse  eficazmente 
para  el  día  en  que  la  violencia  sea  lícita  (1) . 

(1)  Sobre  licitud  e  ilicitud  de  la  violencia  y  de  la  re- 
volución, pueden  consultarse:  Balmes.  "El  Protestantismo 
comparado  con  el  Catolicismo",  Tomo  II,  Cap.  LV  y 


48 


Y  a  los  católicos  no  dejarse  influenciar  por 
el  sentimentalismo  liberal  y  humanitario; 
y  no  olvidar  la  violencia  de  la  Pasión  de 
Cristo  completada  por  la  violencia  peniten- 
cial de  los  santos,  la  violencia  del  mismo  Je- 
sús arrojando  a  los  mercaderes  del  templo, 
y  la  violencia  de  las  Cruzadas  y  de  las  gue- 
rras santas  de  Israel. 


Una  consecuencia  quisiéramos  deducir  de 
todo  esto:  El  Estado  nacionalista  debe  ser 
católico. 

Catolicismo  y  Nacionalismo  deben  mar- 
char unidos,  porque  esa  unión  puede  evitar 
terribles  males,  y  en  cambio,  si  ella  no  se  lo- 
gra, el  mundo  no  tiene  salvación  humana- 
mente posible.  La  desunión  de  ambas  fuerzas 
sería  fuente  de  males  incalculables.  Signifi- 
caría el  caos  mundial  y  el  fracaso  del  Nacio- 
nalismo. El  Catolicismo  no  fracasaría  por- 
que es  divino,  pero  sólo  podría  triunfar 
cuando  terribles  catástrofes  hubiesen  purifi- 
cado al  mundo  de  su  orgullo. 

LVI;  Castro  Albarrán.  "El  Derecho  a  la  Rebeldía"  — 
Ediciones  Fax  —  Madrid,  1934. 


49 


En  nuestra  comparación  de  la  Apostasía 
universal  con  la  individual,  habiamos  iden- 
tificado a  la  política  con  la  voluntad.  Y  no 
olvidemos  la  paz  que  Dios  prometió  en  la 
tierra  a  los  hombres  de  buena  voluntad.  Que 
la  voluntad  humana,  o  sea  la  política,  tienda 
hacia  Cristo,  y  Dios  hará  el  resto  y  restaura- 
rá todo  en  su  Hijo. 


50 


EL  ESTADO  NACIONALISTA  ARGEN- 
TINO Y  EL  CATOLICISMO 


Con  lo  anteriormente  expuesto  hay  razo- 
nes más  que  suficientes  para  demostrar  la  ne- 
cesidad absoluta  de  que  un  estado  naciona- 
lista sea  católico.  Pero  hay  además  una  razón 
poderosa  para  que  lo  sea  un  estado  naciona- 
lista nuestro,  argentino.  Y  esa  razón  es  la 
Tradición. 

La  importancia  de  la  Tradición  es  enor- 
me. Y  asi  como  la  Democracia  se  caracterizó 
por  su  espíritu  antitradicional,  por  la  nega- 
ción de  lo  eterno,  por  el  menosprecio  de  los 
valores  de  nuestros  antepasados  y  su  suplan- 
tación por  la  voluntad  de  la  mayoría  actual, 
el  Nacionalismo  debe  caracterizarse  por  su 
respeto  a  lo  tradicional,  por  la  vuelta  a  lo 
que  hay  de  eterno  en  el  pasado.  Debe  discer- 


51 


nir  cuidadosamente  la  tradición  verdadera 
de  todos  esos  elementos  antitradicionales, 
pero  aparentemente  unidos  a  ella  en  estos 
siglos  de  Rebelión.  Y  al  arrancar  la  cizaña 
apóstata  y  revolucionaria,  debe  cuidarse  de 
no  desarraigar  también  el  trigo,  germen  fe- 
cundo de  una  nueva  Cristiandad. 

Ya  hemos  visto,  al  referirnos  al  fascismo 
italiano  y  al  hitlerismo  alemán,  la  pernicio- 
sa influencia  de  70  años  de  ruptura  con  la 
Iglesia  y  de  cuatro  siglos  de  Apostasia.  El 
genio  de  Mussolini  supo  eliminar  esa  influen- 
cia y  a  pesar  de  encabezar  un  movimiento 
aparentemente  "revolucionario",  hizo  la 
contrarrevolución  de  lo  eterno  y  respetó  lo 
tradicional  por  excelencia:  la  Iglesia  y  el  Rey. 
Pero  en  Alemania  el  largo  periodo  de  cua- 
tro siglos  realizó  la  paradoja  de  hacer  apa- 
rentemente tradicional  la  antitradición  re- 
ligiosa y  por  eso  al  arrancar  la  cizaña  se  qui- 
so también  eliminar  el  trigo.  Ahora  bien: 
¿Estamos  nosotros  en  el  difícil  caso  de  Ale- 
mania? ¿O  los  ochenta  años  de  liberalismo 
injertados  en  nuestra  historia  requieren  el  ge- 
nio de  un  Mussolini  para  ser  rectificados? 
Ni  una  cosa  ni  otra.  Ni  en  nosotros  la  Apos- 
tasia religiosa  puede  compararse  con  la  de 
Alemania  ni  hemos  terminado  nuestra  uni- 


52 


dad  a  costa  del  despojo  de  la  Iglesia,  como 
Italia.  Por  el  contrario,  nuestros  males  po- 
líticos actuales  arrancan  precisamente  de  la 
misma  constitución  liberal  que  dejó  de  re- 
conocer al  Catolicismo  como  religión  del  Es- 
tado. Luego:  la  restauración  de  la  tradición 
católica  es  entre  nosotros  lógica  y  natural- 
mente inseparable  de  la  reacción  politica  an- 
tiliberal. 


La  tradición  católica  del  Estado  argen- 
tino nos  viene  de  muy  lejos.  Nos  viene  de 
aquellos  remotos  tiempos  — hace  ya  1349 
años —  en  que  el  Rey  Recaredo,  convertido 
al  catolicismo,  proclamaba  su  fe  ante  el  con- 
cilio de  Toledo.  Y  nos  viene  a  través  de 
toda  la  gloriosa  tradición  de  la  cristianísima 
España,  que  no  es  sino  la  historia  de  la  lucha 
por  la  Fe.  El  mismo  año  de  1492  en  que  Es- 
paña terminaba  la  guerra  de  ocho  siglos  que 
salvó  a  Europa  del  Islam,  iniciaba  la  última 
de  las  Cruzadas,  la  que  dió  por  fruto  un 
nuevo  mundo  para  Cristo. 

"La  colonización  de  América  — dice  Luis 
Bertrand —  está  sellada  profundamente  de 
este  carácter  religioso.  El  espíritu  que  anima 


53 


e  inspira  las  ordenanzas  de  los  soberanos  es- 
pañoles y  la  conducta  de  los  Virreyes  es  el 
mismo  que  sostenía  la  cruzada  contra  los  mo- 
ros y  empujaba  a  Colón  a  la  conquista  de 
la  India:  la  propagación  de  la  fe  cristiana". 
Tal  fué,  en  efecto,  el  espíritu  de  Colón 
cuando  expresaba  a  los  Reyes  de  España  que 
"el  fin  a  que  tendía  su  iniciativa  y  todo  el 
esfuerzo  desplegado  en  ella  era  solamente  el 
aumento  y  gloria  de  la  religión  cristiana"; 
y  cuando  al  desembarcar  clavaba  en  tierra 
el  estandarte  real  adornado  con  la  imagen 
de  la  Virgen  María  y  rematado  con  el  signo 
de  la  Cruz.  Y  tal  fué  el  espíritu  de  la  reina 
Isabel  cuando  escribía  en  su  testamento: 
"Cuando  nos  fueron  concedidas  por  la  Santa 
Sede  Apostólica  las  islas  y  Tierra  Firme  del 
mar  Océano,  descubiertas  y  por  descubrir, 
nuestra  principal  intención  fué,  al  tiempo 
que  lo  suplicamos  al  Papa  Alejandro  VI,  de 
buena  memoria,  que  nos  hizo  la  dicha  con- 
cesión, de  procurar  inducir  y  traer  los  pue- 
blos de  ellas,  y  los  convertir  a  nuestra  Santa 
Fe  Católica  y  enviar  a  las  dichas  personas 
doctas  y  temerosas  de  Dios,  para  instruir  los 
vecinos  y  moradores  de  ellas  a  la  Fe  Católica, 
y  los  doctrinar  y  enseñar  buenas  costumbres, 
y  poner  en  ello  la  diligencia  debida,  según 


54 


mas  largamente  en  las  letras  de  dicha  conce- 
sión se  contiene". 

El  mismo  espíritu  cristiano  brilla  en  la 
legislación  de  Indias.  La  primera  ley  del  Có- 
digo de  las  Leyes  de  Indias  es  una  proclama 
dirigida  por  el  Emperador  Carlos  V  a  todos 
los  indígenas  del  Nuevo  Mundo,  invitándoles 
a  abrazar  la  fe  católica,  proclama  en  la  cual 
afirma  que  se  tiene  por  más  obligado  "que 
ningún  otro  príncipe"  a  procurar  el  servicio 
de  Dios  "y  la  gloria  de  su  santo  nombre,  y 
emplear  todas  las  fuerzas  y  poder  que  nos  ha 
dado,  en  trabajar  que  sea  conocido  y  adora- 
do en  todo  el  mundo  por  verdadero  Dios, 
como  lo  es,  y  Creador  de  todo  lo  visible  e 
invisible"...  Y  en  la  ley  segunda  impone  el 
mismo  Emperador  a  las  autoridades,  la  obli- 
gación de  propagar  la  fe  cristiana. 

Nuestro  gran  Rey  Felipe  II,  campeón  del 
catolicismo  en  Europa,  no  lo  había  de  ser  me- 
nos en  América.  En  el  nombramiento  de 
Juan  Ortiz  de  Zárate,  como  Adelantado  del 
Río  de  la  Plata,  manifestaba  desear  "la  po- 
blación, instrucción  y  conversión  de  los  na- 
turales de  las  provincias  de  las  Indias  a  nues- 
tra Santa  Fe  Católica,  teniendo  delante  el 
bien  y  salvación  de  sus  ánimas,  como  por  la 
Santa  Iglesia  Romana  se  nos  ha  encargado, 


55 


continuando  el  celo,  trabajo  y  cuidado  que 
en  esto  los  Católicos  Reyes  nuestros  proge- 
nitores han  tomado..."  Este  documento  es 
particularmente  interesante  porque  en  él  se 
ordena  la  nueva  fundación  de  Buenos  Aires. 
Ortiz  de  Zarate  no  pudo  cumplir  esa  dispo- 
sición; pero  en  representación  de  su  sucesor 
Torres  de  Vera  y  Aragón,  la  cumplió  Juan 
de  Garay,  el  11  de  junio  de  1580.  Y  lo  hizo, 
como  consta  en  el  acta  respectiva,  "en  el 
nombre  de  la  Santísima  Trinidad,  Padre,  Hi- 
jo y  Espíritu  Santo,  tres  personas  distintas 
y  un  solo  Dios  verdadero,  que  vive  y  reina 
por  siempre  jamás  amén,  y  de  la  gloriosísi- 
ma Virgen  Santa  María,  su  madre,  y  de  to- 
dos los  santos  y  santas  de  la  corte  del  cielo". 
La  bautizó  con  el  nombre  de  Ciudad  de  la 
Santísima  Trinidad,  Puerto  de  Santa  María 
de  los  Buenos  Aires,  y  dispuso  que  fuera  sim- 
bolizada por  un  águila  "con  su  corona  en  la 
cabeza,  con  cuatro  hijos  debaxo,  demostran- 
do que  los  cría,  con  una  Cruz  colorada  san- 
grienta que  salga  de  la  mano  derecha  y  suba 
más  alto  que  la  corona",  siendo  la  razón  de 
haber  puesto  esa  cruz  "el  haber  venido  a  es- 
te puerto  con  fin  y  propósito  firme  de  en- 
salzar la  Santa  Fe  Católica".  Bajo  tan  cris- 


56 


tianos  auspicios  nació  la  capital  de  la  Repú- 
blica Argentina. 

El  espíritu  religioso  de  los  reyes  se  reflejó 
también  en  sus  representantes.  Citaremos  dos 
ejemplos.  El  gobernador  Juan  Ramírez  de 
Velasco,  ordena  que  en  cada  pueblo  de  indios 
"se  haga  una  iglesia  a  donde  quepan  todos  los 
indios  e  indias,  chicos  y  grandes",  que  se  ins- 
truya a  los  indios  en  la  doctrina  cristiana, 
que  se  les  haga  oír  misa,  que  los  sirvientes 
que  tenga  cada  encomendero  en  su  casa  se 
junten  todas  las  noches  y  "digan  la  oración 
del  Padre  Nuestro,  Ave  María,  Credo,  Salve 
Regina  y  los  Mandamientos  de  la  Ley  de 
Dios",  y  múltiples  disposiciones  semejantes. 
Y  Hernando  Arias  de  Saavedra,  el  gran  go- 
bernador criollo,  no  sólo  renovó  en  lo  subs- 
tancial las  ordenanzas  de  Ramírez  de  Ve- 
lasco,  sino  que  promovió  además  el  estable- 
cimiento de  las  Misiones  jesuíticas,  que  tanto 
bien  hicieron. 

Tal  fué  el  cristianísimo  espíritu  de  nues- 
tros gobernantes  en  los  tiempos  del  Rey. 
Ellos  iniciaron  y  prosiguieron  una  tradición 
que  no  debía  ser  interrumpida  hasta  muchos 
años  más  tarde. 


57 


La  Revolución  de  Mayo  no  innovó  nada 
en  este  sentido.  Nacida  bajo  la  influencia  de 
la  mayoría  del  clero,  fué  tan  católica  como 
el  antiguo  régimen.  Los  primeros  gobiernos 
patrios  disponen  la  celebración  de  misas  de 
acción  de  gracias,  nombran  sacerdotes  para 
la  dirección  de  las  escuelas  de  primeras  letras, 
los  consultan  en  las  cuestiones  religiosas,  re- 
cuerdan la  prohibición  de  los  duelos,  entre 
otras  razones,  por  ser  condenados  por  "nues- 
tra religión",  y  si  establecen  la  libertad  de 
prensa,  mantienen  la  previa  censura  eclesiás- 
tica para  los  escritos  religiosos.  Además, 
hay  en  ellos  participación  activa  del  Clero, 
representado  por  un  sacerdote  en  la  Primera 
Junta,  15  en  la  Asamblea  del  año  XII,  12 
en  la  del  año  XIII  y  16  en  el  Congreso  de 
Tucumán. 

La  primera  constitución  argentina,  el 
Estatuto  Provisional  para  dirección  y  admi- 
nistración del  Estado,  formado  por  la  Junta 
de  Observación,  el  5  de  mayo  de  1815,  esta- 
blece en  su  capítulo  II:  "La  religión  católi- 
ca, apostólica,  romana,  es  la  religión  del  Es- 
tado. Todo  hombre  debe  respetar  el  culto 
público  y  la  religión  santa  del  Estado;  la  in- 
fracción de  este  artículo  será  mirada  como 


58 


una  violación  de  las  leyes  fundamentales 
del  pais". 

Vino  luego  el  Congreso  de  Tucumán,  el 
cual  eligió  para  instalarse  el  día  de  la  Encar- 
nación, inició  sus  tareas  con  la  misa  del  Es- 
píritu Santo,  y  sus  diputados  prestaron  ju- 
ramento de  "defender  la  religión  católica, 
apostólica  y  romana".  Invocando  a  Dios,  de- 
claró la  independencia  y  en  la  nota  de  mate- 
rias a  resolver,  leída  en  la  sesión  del  9  de  Ju- 
lio de  1816,  incluía  en  el  tercer  lugar  la  de 
incitar  al  Poder  Ejecutivo  el  envío  de  dipu- 
tados a  la  Corte  de  Roma  para  el  arreglo  de 
los  asuntos  eclesiásticos.  Poco  después  eligió 
por  aclamación  patrona  de  la  Independencia 
a  Santa  Rosa  de  Lima. 

El  Keglamento  Provisorio  para  la  direc- 
ción y  administración  del  Estado,  sancionado 
por  el  Congreso  en  1817,  reproduce  al  pie 
de  la  letra  la  disposición  ya  citada  del  Esta- 
tuto Provisional  de  1815.  Y  la  Constitución. 
dada  por  el  mismo  Congreso  el  22  de  abril  de 
1819,  establece  en  su  artículo  1":  "La  reli- 
gión católica,  apostólica,  romana,  es  la  reli- 
gión del  Estado.  El  gobierno  le  debe  la  más 
eficaz  y  poderosa  protección  y  los  habitantes 
del  territorio  todo  respeto,  cualesquiera  que 
sean  sus  opiniones  privadas".  El  artículo  2", 


59 


añadía:  "La  infracción  del  artículo  anterior 
será  mirada  como  una  violación  de  las  leyes 
fundamentales  del  país".  Y  en  el  manifiesto 
con  que  fué  presentada  se  explicaban  así 
esas  disposiciones:  "Acreditar  esta  resolución 
en  pechos  tan  religiosos  acaso  lo  miraríais 
como  ofensa,  y  creeríais  que  se  aplauden 
vuestros  representantes  de  no  haber  cometi- 
do un  delito.  Dejemos  ese  cuidado  princi- 
palmente para  aquellos  estados  donde  nna 
criminal  filosofía  pretende  sustituir  sus  mi- 
serables lecciones  a  las  máximas  consoladoras 
de  un  Evangelio  acomodado  a  nuestra  fla- 
queza". Tal  fué,  en  materia  de  religión  de 
Estado,  el  pensamiento  del  Congreso  que  nos 
dió  la  Independencia. 

En  las  constituciones  provinciales  sancio- 
nadas por  ese  tiempo,  la  profesión  de  fe  ca- 
tólica es  aún  más  enérgica  y  absoluta.  La  de 
Santa  Fe,  sancionada  en  1819,  establece  en  su 
artículo  1'':  "La  provincia  sostiene  exclusi- 
vamente la  religión  católica,  apostólica,  ro- 
mana. Su  conservación  será  la  primera  ins- 
pección de  los  magistrados,  y  todo  habitante 
del  territorio  debe  abstenerse  de  la  menor 
ofensa  a  su  culto".  Y  en  el  artículo  2'  se 
reputa  "enemigo  del  país"  a  quien  contra- 
viniese la  disposición  anterior.  La  de  Córdo- 


60 


ba  de  1821,  dice  en  el  artículo  1'  del  Ca- 
pítulo V:  "La  Religión  católica,  apostólica, 
romana  es  la  religión  del  Estado,  y  la  única 
verdadera:  su  protección,  conservación,  pu- 
reza e  inviolabilidad  será  uno  de  los  primeros 
deberes  de  la  representación  del  estado,  y  de 
todos  sus  magistrados,  quienes  no  permitirán 
en  todo  el  territorio  otro  culto  público,  ni 
enseñar  doctrina  contraria  a  la  de  Jesucris- 
to". Y  en  el  artículo  2",  añade:  "Todo  hom- 
bre deberá  sostener  el  culto  público  y  la  re- 
ligión santa  del  Estado.  La  infracción  de  es- 
te artículo  será  mirada  y  castigada  como  una 
violación  de  las  leyes  fundamentales  del  Es- 
tado". El  Reglamento  Provisorio  de  Corrien- 
tes, también  de  1821,  trae  las  siguientes  dis- 
posiciones: "1"  —  La  religión  del  Estado  es  la 
Católica,  Apostólica,  Romana.  2'  —  La  mi- 
sión de  Jesucristo,  con  los  demás  artículos  de 
la  fe  que  ella  cree  y  confiesa,  constituye  el 
dogma.  3'  —  La  religión  santa  del  Estado  y  su 
culto  público  merecen  el  respeto  de  todo  ciu- 
dadano. 4''  —  El  gobierno  la  protege,  igual- 
mente que  a  los  ministros  destinados  a  ense- 
ñar la  sana  moral  que  la  justifica.  5''  —  La 
infracción  de  estos  artículos  será  considera- 
da como  una  sacrilega  violación  de  las  leyes 
fundamentales  de  la  Provincia". 


61 


La  primera  concesión  franca  del  Estado  a 
la  Apostasia  la  encontramos  en  la  politica 
religiosa  de  los  gobiernos  porteños  de  Rodrí- 
guez y  Las  Lleras  y  sanjuanino  de  Del  Carril, 
En  ningún  momento  el  Estado  deja  de  pro- 
fesar la  religión  católica,  pero  durante  el  go- 
bierno de  Rodríguez  — y  bajo  la  inspiración 
de  Rivadavia —  emprendió  la  "reforma  ecle- 
siástica", reforma  anticanónica  y  basada  en 
el  más  crudo  regalismo:  se  suprimieron  las 
casas  de  regulares  bethlemitas  y  las  menores 
de  las  demás  órdenes  religiosas  existentes  en 
la  provincia,  debiendo  pasar  todos  los  bienes 
de  las  mismas  a  ser  propiedad  del  Estado;  se 
suprimió  el  fuero  personal  del  clero,  se  abo- 
lió el  diezmo  y  el  gobierno  asumió  la  direc- 
ción de  los  estudios  eclesiásticos  y  de  la  for- 
mación del  Senado  del  Clero,  interviniendo 
además  en  la  dirección  y  jurisdicción  de  las 
parroquias;  se  desconoció  la  autoridad  de  los 
superiores  de  órdenes  religiosas  extranjeras 
y  se  prohibió  que  los  conventos  pudieran  te- 
ner más  de  30  frailes,  declarando  también 
disuelta  toda  comunidad  religiosa  que  no  tu- 
viera como  mínimum  16  frailes  o  monjas. 
El  resultado  de  esta  reforma  fué  un  intenso 
repudio  popular,  manifestado  en  la  revolu- 
ción del  20  de  marzo  1823. 


62 


Tres  años  después  se  produce  la  segunda 
concesión.  Y  se  produce  por  partida  doble, 
en  Buenos  Aires  y  en  San  Juan.  El  gobierno 
de  Buenos  Aires,  encargado  de  las  relaciones 
exteriores,  celebra  con  Inglaterra  un  trata- 
do en  una  de  cuyas  cláusulas  se  autoriza  a 
los  subditos  británicos  la  celebración  públi- 
ca y  protegida  del  culto  protestante  en  la 
República.  Y  el  gobierno  de  San  Juan  dicta 
la  Carta  de  Mayo,  la  cual  — en  su  artículo 
17 —  establece  que  "ningún  ciudadano  o  ex- 
tranjero, asociación  del  país  o  extranjera,  po- 
drá ser  turbado  en  el  ejercicio  de  su  religión, 
cualquiera  que  profesare,  con  tal  que  los  que 
la  ejerciten  paguen  y  costeen  a  sus  propias 
expensas  su  culto".  Esta  franca  declaración 
librecultista  sanjuanina  tuvo  el  mismo  efec- 
to de  la  reforma  rivadaviana:  una  revolu- 
ción. Con  la  particularidad  de  que  esta  vez, 
si  bien  la  revolución  fué  materialmente  ven- 
cida, su  triunfo  moral  fué  tan  grande  que  el 
gobierno  liberal  de  Del  Carril  renunció  al  día 
siguiente  de  su  victoria  y  la  constitución  que- 
dó abolida.  Pero  el  liberalismo  no  se  dió  por 
vencido  y  el  12  de  octubre  de  1825  se  sancio- 
na en  Buenos  Aires  una  ley  donde  se  afirma 
que  "es  inviolable  el  derecho  que  tiene  todo 


63 


hombre  para  dar  culto  a  Dios  según  su  con- 
ciencia". 

En  1826,  sube  Rivadavia  a  la  presidencia 
de  la  República.  Y  si  bien  la  constitución 
dictada  ese  año  repite  que  la  religión  del  Es- 
tado es  la  católica  — borrar  esa  clásula  era 
una  herejía  aun  para  el  liberalismo  de  enton- 
ces—  el  país  no  vió  con  buenos  ojos  la  as- 
censión al  gobierno  del  reformador  de  1822. 
Y  la  reacción  de  las  provincias  no  tuvo  sola- 
mente por  causa  la  defensa  del  federalismo, 
sino  también  la  defensa  de  la  religión  ame- 
nazada. La  bandera  de  Quiroga,  sobre  una 
calavera  y  dos  tibias  cruzadas,  llevaba  el  le- 
ma "Religión  o  muerte". 

El  espíritu  antitradicional  de  la  minoría 
unitaria,  caída  bajo  el  peso  de  sus  errores  en 
1827  y  sangrientamente  restablecida  en 
1828,  provocó  el  intenso  movimiento  de 
reacción  nacional  encarnado  en  la  vigorosa 
personalidad  de  Juan  Manuel  de  Rosas.  Y  ese 
movimiento  restaurador  de  lo  nuestro,  no 
podía  ser  sino  católico.  La  ley  de  6  de  marzo 
de  183  5,  que  confería  a  Rosas  la  suma  del 
poder  público,  no  establecía  otra  restricción 
— fuera  de  la  de  sostener  la  causa  federal — 
que  la  de  "conservar,  defender  y  proteger  la 
Religión  Católica,  Apostólica  y  Romana". 


64 


Consecuente  con  ese  programa,  Rosas  — si 
bien  cometió  el  error  de  dejar  subsistente  la 
declaración  librecultista  de  1825 —  restable- 
ció en  cambio  la  comunicación  con  la  Silla 
Apostólica,  decretó  que  se  guardasen  al  Obis- 
po los  honores,  distinciones  y  prerrogativas 
que  le  acordaban  las  leyes  de  Indias,  fa- 
voreció en  toda  forma  el  culto  católico, 
prohibió  la  venta  de  libros  y  pinturas  que 
ofendiesen  la  moral  evangélica  y  las  buenas 
costumbres,  hizo  obligatoria  la  enseñanza  de 
la  doctrina  cristiana,  introdujo  en  el  país 
congregaciones  religiosas  dedicadas  a  la  ense- 
ñanza, entregó  la  Universidad  a  los  Jesuítas, 
y  demostró  en  múltiples  ocasiones  el  espí- 
ritu cristiano  que  lo  animaba,  habiendo  es- 
tado a  punto  de  celebrar  un  concordato  con 
la  Santa  Sede,  concordato  que  fué  malogra- 
do por  su  derrota  en  Caseros.  Su  excesivo 
regalismo  de  1847,  que  provocó  un  inciden- 
te con  el  Vaticano,  y  sus  cuestiones  con  los 
jesuítas,  debidas  quizás  al  volterianismo  de 
algunos  de  los  asesores  que  lo  rodeaban  en  los 
últimos  años  de  la  Dictadura,  no  deben  cau- 
sar extrañeza.  Es  necesario  no  olvidar  que 
Rosas  fué  — como  dijimos  de  Mussolini —  un 
hombre  de  acción  y  no  un  teólogo,  por  lo 
cual  — y  a  pesar  de  sus  buenas  intenciones — 


65 


no  pudo  siempre  apreciar  debidamente  la  or- 
todoxia de  sus  consejeros  en  esos  asuntos.  Ta- 
les actos  no  invalidan,  por  lo  tanto,  su  actua- 
ción de  gobernante  católico.  Por  otra  parte, 
las  constituciones  provinciales  de  la  época, 
como  la  de  San  Luis  de  1832,  y  las  de  Santa 
Fe  y  Córdoba,  reformadas  respectivamente 
en  1841  y  1847,  reproducen  las  francas  pro- 
fesiones de  fe  de  los  reglamentos  anteriores. 


Con  la  caída  de  Rosas,  el  Estado  argentino 
dejó  de  ser  católico.  La  reacción  liberal  que 
subsiguió  a  Caseros,  sanciona  la  Constitución 
del  53  y  ésta  consagra  en  su  artículo  2'  el 
principio  de  que  "el  gobierno  federal  sostie- 
ne el  culto  Católico,  Apostólico,  Romano". 
La  apostasía  oficial  quedaba  así  solemnemen- 
te establecida. 

Se  ha  dicho  en  diversas  ocasiones  que  el 
Estado  argentino  es  católico.  Si  nos  atene- 
mos a  la  discusión  que  del  artículo  2'^  se  hi- 
zo en  la  Asamblea  Constituyente,  debemos 
admitir  lo  contrario.  Ese  artículo  fué  conce- 
bido así  por  la  Comisión  redactora  y  en  su 
reemplazo  el  señor  Zenteno,  propuso  el  si- 
guiente: "La  religión  católica,  apostólica,  ro- 


66 


mana,  como  única  y  sola  verdadera,  es  ex- 
clusivamente la  del  Estado.  El  gobierno  fe- 
deral la  acata,  sostiene  y  proteje,  particular- 
mente para  el  libre  ejercicio  de  su  culto  pú- 
blico, y  todos  los  habitantes  de  la  Confedera- 
ción le  tributan  respeto,  sumisión  y  obedien- 
cia". Entre  esta  fórmula,  otras  análogas  su- 
geridas por  Fray  Manuel  Pérez  y  el  Doctor 
Leiva,  otra  del  Doctor  Zuviría,  disponiendo 
que  la  religión  católica  fuera  "la  religión  del 
Estado,  o  la  de  la  mayoría  de  sus  habitantes", 
y  la  propuesta  por  la  Comisión  redactora,  la 
Asamblea  se  decidió  por  esta  última,  exclu- 
yendo, por  consiguiente,  las  otras.  Y  en 
cuanto  al  significado  de  la  palabra  sostiene, 
Gorostiaga  lo  aclara  para  que  no  deje  lugar 
a  dudas:  "El  sostenimiento  del  culto  — dice 
—  consiste  en  que  se  cubran  los  presupuestos 
que  presenten  los  obispos  y  cabildos  eclesiás- 
ticos". Sostenimiento  igual  a  subvención.  Tal 
es  la  fórmula  de  la  Constituyente.  Y  aun- 
que ampliemos  ese  concepto  y  le  demos  el 
sentido  de  protección  material  y  moral, 
siempre  estaremos  lejos  de  las  antiguas  pro- 
fesiones de  fe. 

Demás  está  decir  que  la  libertad  de  cultos 
no  fué  suprimida  ni  atenuada,  sino  extendida 
a  todo  el  país,  no  faltando  un  eclesiástico  de 


67 


Santiago  del  Estero,  el  Padre  Lavaisse,  que  la 
calificase  de  "precepto  de  la  caridad  evangé- 
lica, en  que  está  contenida  la  hospitalidad 
que  debemos  a  nuestros  prójimos". 

Causa  verdadera  pena  leer  esos  debates  en 
que  no  se  sabe  qué  admirar  más:  si  la  estu- 
pidez liberal  de  los  partidarios  del  mero  sos- 
tenimiento, cuando  afirmaban,  por  ejemplo, 
que  no  se  podia  declarar  al  Catolicismo  reli- 
gión del  Estado  "porque  no  todos  los  habi- 
tantes de  la  Confederación,  ni  todos  los  ciu- 
dadanos de  ella  eran  católicos",  o  la  pobreza 
doctrinal  de  los  defensores  de  la  posición  or- 
todoxa, que  tanto  hacen  añorar  la  figura  de 
un  Pedro  Ignacio  de  Castro  Barros.  El  hecho 
cierto  y  lamentable  es  que  en  la  sesión  del  21 
de  abril  de  1853  en  que  se  votó  el  articulo 
2'^  de  la  Constitución  Nacional,  el  Estado  Ar- 
gentino dejó  de  ser  catóhco.  Las  leyes  laicas 
posteriores  sobre  matrimonio  y  enseñanza, 
estaban  virtualmente  contenidas  en  la  hipó- 
crita fórmula  del  sostenimiento,  respetuosa 
y  traidora  como  el  beso  de  Judas. 


No  vamos  a  hacer  la  crítica  de  la  Constitu- 
ción del  53.  Ello  excedería  los  límites  del 


68 


presente  estudio.  Vamos  a  transcribir  tan  só- 
lo las  siguientes  palabras  del  manifiesto  pu- 
blicado el  14  de  noviembre  de  1933  por  la 
agrupación  nacionalista  "Guardia  Argenti- 
na". 

"Ochenta  años  de  liberalismo  extranjero 
y  de  imitación  servil,  no  han  podido  darnos 
una  organización  adecuada.  Han  transcu- 
rrido en  constante  violación  y  fidelidad  hi- 
pócrita a  la  Constitución  que  copiamos  de  los 
Estados  Unidos.  Allá  mismo  está  ahora  vién- 
dose que  ese  instrumento  no  sirve.  Nada  pro- 
pio tenemos  que  lamentar  de  perdido  en  su 
ya  inevitable  derogación.  En  vez  del  huma- 
nitarismo liberal  que  nos  ha  llenado  el  país  de 
extranjeros  y  rebeldes,  queremos  sencilla- 
mente una  Argentina  para  los  argentinos". 

Todo  ello  es  verdad.  Nada  propio,  nada 
nuestro  tenemos  que  lamentar  de  perdido  en 
su  fracaso,  y  menos  que  nada,  su  laicismo  de 
Estado.  Si  queremos  "una  Argentina  para 
los  argentinos",  no  olvidemos  que  los  argen- 
tinos somos  católicos  por  tradición,  porque 
queremos  serlo  y,  sobre  todo,  por  la  gracia  de 
Dios. 


69 


IGLESIA    Y  ESTADO 


Hemos  quedado  en  que  el  Estado,  y  en 
particular  el  Estado  argentino,  debe  ser  ca- 
tólico. Apresurémonos  ahora,  con  la  simple 
exposición  de  las  relaciones  entre  la  Iglesia  y 
el  Estado  católico,  a  desvirtuar  los  temores 
de  esos  antiliberales  incompletos  que  lo  son 
furiosamente  en  política  pero  que  en  cuanto 
se  les  toca  el  tema  religioso  piensan  y  sobre 
todo  sienten  como  el  mismísimo  Juan  Jaco- 
bo,  imaginándose  no  se  qué  terribles  trabas 
y  opresiones  clericales. 

Para  ello  volvamos  a  las  comparaciones  en- 
tre el  Estado  y  el  individuo.  Un  hombre  ca- 
tólico puede  dirigir  su  casa,  adquirir  bienes, 
contraer  obligaciones,  estar  en  justicia  y  des- 
arrollar todas  sus  actividades  temporales  sin 


70 


que  la  autoridad  religiosa  a  que  está  someti- 
do — por  ejemplo  el  párroco —  intervenga 
para  nada  en  esas  actividades.  Pero  si  ese 
hombre  se  casa,  irá  a  la  iglesia  para  recibir 
de  un  sacerdote  la  bendición  nupcial;  si  tie- 
ne hijos,  los  llevará  a  la  parroquia  para  que 
sean  bautizados;  si  se  trata  de  educarlos,  los 
mandará  a  un  colegio  religioso;  y  si  muere, 
mandará  buscar  antes  un  sacerdote  para  que 
le  absuelva  sus  pecados.  Lo  mismo,  poco  más 
o  menos,  ocurre  con  el  Estado.  El  Estado  ca- 
tólico puede  desarrollar  ampliamente  sus  ac- 
tividades puramente  politicas,  así  internas 
como  externas,  darse  la  forma  de  gobierno 
que  quiera  y  gobernarse  como  le  parezca  sin 
intervención  de  la  Iglesia;  pero  si  se  trata  de 
legislar  sobre  el  matrimonio,  que  es  un  sacra- 
mento, será  siempre  la  presencia  del  sacer- 
dote y  no  la  firma  de  un  funcionario  públi- 
co lo  que  lo  hará  válido;  y  si  se  trata  de  edu- 
car a  los  futuros  ciudadanos,  reconocerá  los 
derechos  primordiales  de  los  padres  y  de  la 
Iglesia  en  materia  de  enseñanza.  Dejando  el 
caso  concreto  y  generalizando,  podemos  de- 
cir que  al  Estado  corresponde  todo  lo  que  es 
de  orden  puramente  temporal  y  ala  Iglesia  lo 
que  es  de  orden  espiritual,  y  tan  solo  lo  tem- 
poral en  cuanto  las  cosas  de  este  orden  se  co- 


71 


nexionen  accidentalmente  con  graves  intere- 
ses espirituales. 

León  XIII,  en  su  encíclica  Inmortale  Dei, 
resume  admirablemente  la  doctrina  católica 
sobre  este  punto:  "La  calidad,  por  consi- 
guiente, y  el  alcance  de  semejantes  relacio- 
nes no  puede  establecerse  de  otra  manera  que 
reparando,  como  se  ha  dicho,  en  la  naturale- 
za de  las  dos  autoridades,  y  dándose  cuenta 
de  la  excelencia  y  nobleza  de  los  respectivos 
fines,  estando  la  una  directa  y  principalmen- 
te dirigida  al  cuidado  de  las  cosas  tempora- 
les, y  la  otra  a  la  consecución  de  los  bienes 
sobrenaturales  y  sempiternos.  Por  lo  tanto, 
todo  lo  que  en  el  mundo  tiene  de  algún  mo- 
do algo  de  sagrado,  todo  lo  que  se  refiere  a 
la  salvación  de  las  almas  y  al  culto  divino,  o 
que  sea  tal  por  su  naturaleza  o  por  el  fin  a 
que  se  encamina,  cae  bajo  la  jurisdicción  de 
la  Iglesia.  Es,  pues,  justo  que  todas  las  otras 
cosas  que  entran  en  la  esfera  de  las  ingeren- 
cias civiles  y  políticas,  estén  sometidas  a  la 
autoridad  civil,  habiendo  Jesucristo  ordena- 
do expresamente  que  se  diera  al  César  lo  que 
es  del  César  y  a  Dios  lo  que  es  de  Dios.  En- 
tre tanto  hay  a  veces  cosas,  en  las  cuales  se 
abre  otra  vía  de  concordia  para  asegurar  la 
libertad  entre  ambas,  esto  es,  cuando  los  go- 


72 


bernantes  civiles  y  el  Soberano  Pontífice  se 
ponen  de  acuerdo  sobre  algún  punto  en  par- 
ticular. En  cuyas  circunstancias  la  Iglesia 
ofrece  pruebas  esplendidísimas  de  bondad 
maternal  concediendo  todo  lo  más  que  puede 
conceder  por  espíritu  de  conciliación  y  de 
indulgencia". 

Prevemos  un  argumento:  "El  Estado  cató- 
lico — se  nos  dirá  — como  el  hombre  católi- 
co, no  pueden  desarrollar  libremente  su  ac- 
tividad aún  en  lo  puramente  temporal,  sin 
la  intervención  de  la  Iglesia,  puesto  que,  si 
son  católicos,  deberán  encauzar  esa  activi- 
dad en  las  normas  de  la  moral  católica,  cuya 
depositaría  es  la  Iglesia".  Este  argumento  no 
invalida,  sin  embargo,  la  sana  doctrina  de  la 
distinción  entre  el  campo  de  acción  de  la 
Iglesia  y  el  del  Estado.  Si  el  Estado  debe  su- 
jetarse a  la  moral  católica,  no  es  porque  se 
lo  imponga  una  determinada  autoridad  ecle- 
siástica, sino  porque  tanto  al  Estado  como 
a  esa  autoridad  eclesiástica  se  lo  impone  Dios. 
Que  haya  que  dar  al  César  lo  que  es  del  Cé- 
sar, no  implica  colocarlo  fuera  de  la  autori- 
dad divina,  a  que  debe  sujetarse  todo  lo  hu- 
mano: "Se  me  ha  dado  todo  poder  en  el  Cie- 
lo y  en  la  Tierra".  (Mat.  XXVIII,  18). 

Y  si  aún  así  el  católico  liberal  o  el  naciona- 


73 


lista  liberal  se  asustan  y  sostienen  que  tal  co- 
sa implica  de  todas  maneras  una  subordina- 
ción de  la  politica  a  la  teología,  les  diremos 
— con  Julio  Meinvielle —  que,  en  efecto,  dis- 
tinción no  es  separación.  Son  dos  cosas  dis- 
tintas pero  unidas.  Unidas  jerárquicamente 
en  la  primacía  de  lo  eterno  sobre  lo  tempo- 
ral, de  la  Iglesia  sobre  la  sociedad  política, 
de  Dios  sobre  el  hombre". 

Tal  es  la  pura  doctrina  tomista  expresada 
en  De  Regno  en  los  siguientes  términos: 
"Puesto  que  el  fin  de  esta  vida  que  merece 
aquí  abajo  el  nombre  de  vida  buena,  es  la 
beatitud  celeste,  es  propio  de  la  función  real 
procurar  la  vida  buena  de  la  multitud  en 
cuanto  le  es  necesario  para  hacerle  obtener 
la  felicidad  celeste;  lo  cual  significa  que  el 
rey  debe  prescribir  lo  que  conduce  a  ese  fin 
y,  en  la  medida  de  lo  posible,  prohibir  lo  que 
se  opone.  Cual  sea  el  camino  que  conduce  a 
la  verdadera  beatitud  y  cuales  sus  obstáctdos, 
conócese  por  la  ley  divina,  cuya  doctrina  está 
reservada  al  sacerdote,  según  aquello  de  Ma- 
laqutas:  "los  labios  del  sacerdote  son  deposi- 
tarios del  saber''. 

Esta  doctrina  tan  claramente  expuesta  por 
Santo  Tomás  en  pocas  palabras,  tiene  la  ló- 
gica y  la  evidencia  de  la  verdad.  Es  así  por- 


74 


que  no  puede  ser  de  otro  modo,  a  menos  que 
Dios  se  subordine  al  hombre.  ¿Invalida,  por 
otra  parte,  lo  expresado  anteriormente  so- 
bre distinción  de  poderes?  De  ninguna  ma- 
nera. Si  distinción  no  significa  separación, 
tampoco  unión  significa  confusión.  Todo 
ello  es  claro  y  evidente,  aunque  no  lo  entien- 
da así  la  inteligencia  moderna  que  — como 
bien  dice  Julio  Meinvielle —  "ni  conoce  el 
ámbito  propio  de  la  politica  ni  el  de  la  teo- 
logía, ni  posee  el  sentimiento  de  la  subordi- 
nación jerárquica". 


Sentados  estos  principios  generales  concre- 
temos un  poco  más  y  veamos  cuáles  son  las 
obligaciones  del  Estado  católico,  en  general. 

Ante  todo,  el  Estado  católico  deberá  ser 
católico.  Incurrimos  en  esta  redundancia, 
porque  queremos  precisar  el  término.  El  Es- 
tado menos  que  nadie  deberá  profesar  ese 
catolicismo  superficial  que  se  muestra  en  el 
nombre  pero  no  se  manifiesta  en  los  hechos. 
El  Estado  deberá  ser  profundamente  católi- 
co. No  impondrá  leyes  contrarias  al  Evan- 
gelio. No  impedirá  el  ejercicio  del  poder  de 
las  llaves  en  la  persona  del  Sumo  Pontífice 


75 


ni  de  los  Obispos,  ni  se  mezclará  en  las  cosas 
de  la  Religión.  Llamará  a  los  cargos  públicos 
a  hombres  que  reconozcan  o  respeten  si- 
quiera los  derechos  de  la  Iglesia.  Tributará  a 
ésta  los  honores  debidos,  reprimirá  a  sus  ene- 
migos, a  los  violadores  de  sus  leyes,  a  los  auto- 
res de  cismas  y  herejías,  y  secundará  su  ac- 
ción en  la  reforma  de  costumbres,  multipli- 
cación de  asilos  y  obras  de  piedad,  y  conver- 
sión de  infieles. 

Es  evidente  que  un  Estado  así,  confesor  y 
protector  de  la  verdad,  no  podrá  ser  liberal 
con  el  error.  No  podrá  admitir,  por  lo  tanto, 
en  principio,  las  libertades  de  conciencia  y  de 
cultos  que  propugna  el  liberalismo  desde  su 
posición  agnóstica.  Pero  la  Iglesia,  intoleran- 
te con  el  error,  es  tolerante  con  los  que  ye- 
rran. Por  eso  no  condena  — dice  León  XIII 
—  "a  los  que  rigen  los  Estados,  que  por  ra- 
zón de  alcanzar  un  gran  bien  o  de  impedir 
un  gran  mal,  toleran  en  la  práctica  que  estos 
diversos  cultos  tengan  cabida  en  la  nación", 
Y  así  también  el  Cardenal  Richelieu  en  su 
Testamento  Político,  después  de  dejar  senta- 
do que  "el  Reino  de  Dios  es  el  principio  del 
gobierno  de  los  estados",  añade:  "No  hay  So- 
berano en  el  mundo  que  no  esté  obligado  por 
este  principio  a  procurar  la  conversión  de 


76 


aquellos  que  viviendo  debajo  de  su  reinado, 
están  desviados  del  camino  de  la  salud.  Pero 
como  el  hombre  es  racional  por  su  natura- 
leza, se  juzga  que  los  principes  han  cumpli- 
do en  este  punto  con  su  obligación,  si  prac- 
tican todos  los  medios  racionales  para  llegar 
a  tan  buen  fin;  y  la  prudencia  no  les  per- 
mite que  sean  tan  atrevidos  que  se  expon- 
gan a  desarraigar  el  trigo,  queriendo  des- 
arraigar la  cizaña,  de  que  sería  dificultoso 
limpiar  un  Estado  por  otro  camino  que  el 
de  la  suavidad,  sin  exponerse  a  una  inquie- 
tud capaz  de  perderle,  o  al  menos,  de  cau- 
sarle un  perjuicio  notable".  Esta  paternal  to- 
lerancia con  los  que  yerran  podrá,  pues,  ser 
la  actitud  de  un  Estado  católico  ante  la  rea- 
lidad de  los  hechos;  pero  jamás  deberá  con- 
fundirse con  el  dogma  liberal  de  las  liber- 
tades de  conciencia  y  de  cultos,  ni  conver- 
tirse en  principio  fundamental  del  Estado. 
Aún  desde  el  punto  de  vista  puramente  po- 
lítico, la  unidad  religiosa  es  una  condición 
primordial  de  la  grandeza  de  los  estados.  Si 
España  fué  grande  lo  debió  a  ello.  De  ahí  la 
necesidad  de  restringir  la  inmigración  de 
pueblos  de  creencias  exóticas  y  de  prohibir 
en  absoluto  toda  propaganda  religiosa  fuera 


77 


de  la  católica.  Cuando  un  mal  se  tolera,  lo 
menos  que  debe  impedirse  es  su  aumento. 


Si  un  Estado  es  católico,  casi  demás  está 
decir  que  la  legislación  deberá  ser  católica,  es 
decir,  que  no  sólo  no  ha  de  estar  jamás  en 
contradicción  con  el  Evangelio  ni  con  las  le- 
yes de  la  Iglesia  Universal,  sino  que  deberá 
también  sancionar  y  aplicar  el  derecho  evan- 
gélico y  el  eclesiástico.  Otra  hubiera  sido  la 
marcha  del  mundo  si  con  la  Apostasia  la  le- 
gislación no  se  hubiera  apartado  de  los  prin- 
cipios cristianos.  Hoy  se  hallan  tan  olvida- 
dos esos  principios,  que  cuando  alguna  re- 
acción parcial,  politica  o  económica,  acierta 
con  ellos  y  los  aplica,  se  miran  como  una  no- 
vedad. Asi,  cada  vez  que  algún  juez  absuel- 
ve a  un  hombre  que  apurado  por  el  hambre 
toma  lo  necesario  para  sustentarse,  se  habla 
del  "estado  de  necesidad"  como  de  una  con- 
quista del  derecho  moderno  y  se  olvida  que 
ya  en  la  Suma  Teológica  (II,  II,  66,  VII) 
Santo  Tomás  de  Aquino  llegaba  a  la  siguien- 
te conclusión:  "Puede  el  hombre  constituí- 
do  en  extrema  necesidad  tomar,  ya  manifies- 
ta, ya  ocultamente,  las  cosas  que  a  otros  so- 

78 


bran,  sin  reato  alguno  de  culpa  o  rapiña". 
Y  cuando  en  Italia  se  dictó  el  decreto-ley 
Sonnino  por  el  cual  el  Estado  entregaba  a 
los  agricultores  las  tierras  yermas  de  los  pro- 
pietarios que  se  negaran  a  cultivarlas  o  ha- 
cerlas cultivar,  con  el  solo  deber  de  pagar  el 
arriendo  usual  de  la  zona,  se  habrá  hablado 
sin  duda  — porque  todo  lo  que  beneficie  al 
pobre  es  "izquierdismo" —  de  avance  irre- 
sistible de  las  ideas  socialistas.  Y  se  habrá  ol- 
vidado que  similares  disposiciones  fueron  to- 
madas a  fines  del  siglo  XV  en  el  agro  roma- 
no por  el  Papa  Sixto  IV  mediante  la  bula 
Inducit  nos.  Como  se  habrá  olvidado  tam- 
bién que  la  "conquista  socialista"  de  la  jor- 
nada de  8  horas,  había  sido  legislada  en  Es- 
paña tres  siglos  antes  de  que  existiera  el  So- 
cialismo por  el  gran  rey  católico  Felipe  II 
(Leyes  de  Indias,  Ley  VI,  Cap.  XIV)  ;  lo 
cual  no  impide  que  cuando  el  Catolicismo 
social  es  expuesto  y  magníficamente  resumi- 
do en  documentos  como  las  encíclicas  "Re- 
rum  Novarum"  o  "Quadragesimo  Anno", 
los  socialistas,  con  estúpida  y  pretenciosa  ig- 
norancia, llamen  "mala  copia  del  socialismo" 
a  doctrinas  tan  antiguas  como  la  Verdad,  que 
es  eterna. 


79 


No  solamente  la  legislación  deberá  ser  ca- 
tólica, sino  también  la  administración  y  la 
politica.  La  exigencia  de  catolicismo  para  los 
jefes  de  Estado  no  será  simplemente  una  me- 
ra fórmula  y  se  extenderá  a  todos  los  altos 
funcionarios,  porque  no  puede  un  estado  ca- 
tólico ser  dirigido  por  quienes  no  lo  son. 
También  deberá  desaparecer  el  prejuicio  de 
que  los  sacerdotes  deben  ser  excluidos  de  to- 
da gestión  y  gobierno  de  las  cosas  temporales 
prejuicio  perfectamente  explicable  cuando 
el  estado  es  liberal,  pero  que  no  tiene  razón 
de  ser  en  un  Estado  católico  y  que,  a  mayor 
abundamiento,  ha  sido  incluido  en  el  Sylla- 
bus  (Proposición  XXVII) . 


Otro  aspecto  importante  de  las  relaciones 
de  la  Iglesia  y  el  Estado  es  el  de  la  enseñanza. 
El  Estado  católico  deberá  reconoceV  que  la 
autoridad  para  desarrollar  y  perfeccionar  es 
del  autor  que  dió  principio  a  lo  que  debe  ser 
desarrollado  y  perfeccionado.  Ahora  bien: 
los  padres  engendran  a  la  vida  natural  y  la 
Iglesia  engendra  a  la  vida  sobrenatural.  De 
donde  se  deduce  el  derecho  de  los  padres  y 


80 


de  la  Iglesia  a  la  educación  de  sus  hijos  natu- 
rales y  sobrenaturales.  Y  dada  la  interdepen- 
dencia y  la  primacia  de  lo  sobrenatural  so- 
bre lo  natural,  podemos  afirmar  que  la  edu- 
cación corresponde  a  la  familia  bajo  la  di- 
rección suprema  de  la  Iglesia.  Los  deberes  del 
Estado  en  esta  materia  los  resume  admirable- 
mente Don  Benoit:  "El  Estado  — dice —  no 
es  el  autor  de  la  vida  natural  ni  de  la  sobre- 
natural del  niño.  Luego  no  tiene,  originaria- 
mente al  menos,  el  derecho  de  enseñar  como 
la  familia  y  la  Iglesia.  Muchísimo  menos  tie- 
ne el  monopolio  de  la  enseñanza,  ni  de  la  pri- 
maria, ni  de  la  secundaria,  ni  de  la  superior... 
El  Estado  es  el  custodio  de  los  derechos  de  la 
familia  y  el  protector  de  los  derechos  de  la 
Iglesia.  Luego  tiene  el  deber  de  asegurar  a  la 
familia  y  a  la  Iglesia  el  pleno  ejercicio  de  sus 
derechos  propios,  muy  lejos  de  poder  atri- 
buírselos y  confiscarlos  en  su  provecho...  El 
Estado  tiene  el  cargo  de  velar  por  la  tranqui- 
lidad pública  y  procurar  la  felicidad  tempo- 
ral de  la  nación:  he  aquí,  pues,  aquello  de 
que  debe  ser  autor  y  para  lo  cual  tiene  auto- 
ridad directamente.  Por  esta  razón,  tiene  el 
derecho  de  vigilar  la  educación  e  intervenir 
en  la  escuela,  conforme  lo  pidiese  el  bien  pú- 
blico, con  la  condición  de  no  atacar  los  de- 


81 


rechos  anteriores  de  la  familia,  y  respetar  la 
superior  autoridad  de  la  Iglesia.  En  conse- 
cuencia: Puede  dictar  reglamentos  para  el 
buen  régimen  de  las  escuelas.  Tócale  propor- 
cionar a  los  padres  los  medios  de  dar  a  sus 
hijos  una  educación  conveniente...  (1)  Fi- 
nalmente, el  Estado  tiene  el  derecho  de  ase- 
gurarse de  la  capacidad  de  los  que  optan  a 
los  cargos  públicos  y  desean  también  seguir 
ciertas  carreras  liberales  que  interesan  espe- 
cialmente al  orden  temporal"...  En  resumen, 
podemos  decir  con  Luciano  Brum  que  "el 
Estado  no  es  de  derecho  ni  debe  ser  de  hecho, 
sino  un  protector  vigilante  de  la  escuela",  y 
a  lo  sumo,  "un  profesor  suplente". 


Tampoco  deberá  el  Estado  católico  poner 
trabas  a  la  caridad  de  la  Iglesia.  La  benefi- 
cencia no  es  función  del  Estado.  Correspon- 
de a  los  particulares  y  municipios  y  en  espe- 
cial a  la  Iglesia,  que  tan  generosarnente  la  ha 
practicado  siempre  en  sus  hospitales,  casas 

(1)  De  aquí  se  deduce  que  puede  también  el  Estado 
abrir  colegios,  siempre  que  no  obligue  a  los  padres  a  en- 
viar a  ellos  a  sus  hijos,  ni  impida  a  la  Iglesia  vigilar  la 
educación  que  en  ellos  se  da. 


82 


de  huérfanos  y  asilos,  y  a  cuyo  efecto  ha 
fundado  admirables  órdenes  religiosas,  que 
como  las  hermanas  de  caridad,  han  sido  más 
de  una  vez  desalojadas  por  la  fria  y  burocrá- 
tica beneficencia  laica  de  los  Estados  liberales. 


Si  el  Estado  es  católico  y  ha  de  inspirar  su 
legislación  en  los  principios  católicos,  habrá 
de  reconocer  y  "oficializar"  ciertos  aspectos 
de  la  vida  privada  de  sus  habitantes  cató- 
licos. 

El  matrimonio,  por  ejemplo,  elevado  por 
Jesucristo  a  la  dignidad  de  sacramento,  no 
puede  ser  una  institución  laica.  El  Estado 
deberá  reconocer  su  carácter  sacramental. 
Así  lo  ha  hecho  Italia  al  celebrar  el  concor- 
dato con  la  Santa  Sede,  concordato  cuyo  ar- 
tículo 34  comienza  así:  "El  Estado  Italiano, 
queriendo  devolver  a  la  institución  del  ma- 
trimonio, que  es  la  base  de  la  familia,  la  dig- 
nidad que  concuerda  con  las  tradiciones  ca- 
tólicas de  su  pueblo,  reconoce  los  efectos  ci- 
viles al  sacramento  del  matrimonio  legisla- 
do en  el  derecho  canónico". 

Deberá  el  Estado  respetar  el  derecho  de 
los  católicos  a  tener  sus  cementerios.  Y  no  se 


83 


dará  así  el  triste  caso  de  nuestro  país,  donde 
hay  cementerios  laicos,  protestantes  y  ju- 
díos, pero  no  católicos. 

Deberá  también  el  Estado  respetar  y  ha- 
cer suyas  las  fiestas  de  la  Iglesia.  Italia  lo  ha 
establecido  así  en  los  artículos  11  y  37  del 
Concordato  ya  citado.  El  primero  estable- 
ce que  "el  Estado  reconoce  los  días  festivos 
establecidos  por  la  Iglesia",  y  a  continuación 
los  enumera.  Y  el  segundo  expresa:  "Los  di- 
rigentes de  las  asociaciones  estatales  para  la 
educación  física,  para  la  instrucción  premi- 
litar,  de  los  vanguardias  y  de  los  balillas,  cui- 
darán — con  el  objeto  de  hacer  posible  la 
instrucción  y  la  asistencia  religiosa  de  la  ju- 
ventud que  les  está  confiada —  que  los  hora- 
rios se  establezcan  en  tal  forma  que  no  se 
impida  el  cumplimiento  de  los  deberes  reli- 
giosos en  los  domingos  y  días  de  precepto". 
Y  a  renglón  seguido  establece  las  mismas  dis- 
posiciones para  los  alumnos  de  las  escuelas 
públicas. 


Otro  aspecto  interesante  de  las  obligacio- 
nes del  Estado  católico  es  el  que  se  refiere  a 


84 


sus  relaciones  con  las  órdenes  religiosaSj  con 
el  clero  en  general  y  con  la  Santa  Sede. 

Con  respecto  a  las  congregaciones  religio- 
sas, el  Estado  deberá  protegerlas  en  sus  de- 
rechos y  atribuciones,  no  deberá  impedir 
nuevas  fundaciones  ni  disminuir  el  número 
de  las  existentes,  ni  entrometerse  a  cambiar 
la  edad  prescripta  por  la  Iglesia  para  la  pro- 
fesión religiosa,  ni  exigir  a  las  congregacio- 
nes que  no  admitan  a  nadie,  sin  autorización 
suya,  a  los  votos  solemnes.  Menos  aún,  natu- 
ralmente, podrá  proscribirlas,  despojarlas  de 
sus  bienes,  o  dificultar  su  acción. 


Con  respecto  al  clero  en  general,  el  Estado 
deberá  reconocer  a  la  Iglesia  el  derecho  na- 
tivo y  legitimo  de  adquirir  y  poseer  y  de- 
berá respetar  las  inmunidades  eclesiásticas, 
especialmente  en  lo  que  se  refiere  al  fuero 
eclesiástico  y  a  la  exención  de  la  milicia.  No 
pretenderá  hacerse  cargo  de  la  educación  de 
los  clérigos  ni  se  entrometerá  en  ella,  ya  que 
corresponde  únicamente  a  la  autoridad  ecle- 
siástica el  dirigir  la  enseñanza  de  las  ciencias 
teológicas  y  determinar  el  método  de  estu- 
dios a  seguirse  en  los  seminarios.  Asi  lo  ha  re- 


85 


conocido  el  Concordato  italiano  en  sus  ar- 
tículos 39  y  40. 

En  cuanto  al  nombramiento  de  las  auto- 
ridades eclesiásticas,  el  Estado  no  tiene  de- 
recho propio  y  originario  de  aceptar,  y  me- 
nos aún  de  nombrar  o  proponer  los  pasto- 
res, a  menos  que  tenga  ese  privilegio  en  vir- 
tud de  una  concesión  de  la  Iglesia.  Para  go- 
zar y  ejercer  tal  privilegio,  o  sea  el  derecho 
de  patronato,  que  es  un  régimen  de  protec- 
ción de  la  Iglesia,  no  basta  una  disposición 
unilateral  como  la  del  artículo  86,  inciso  8', 
de  la  Constitución  Nacional,  Es  necesario, 
ante  todo,  contar  con  la  Iglesia,  ya  que  no 
es  concebible  una  protección  que  comience 
por  desconocer  los  derechos  de  la  institución 
protegida.  En  la  Italia  fascista,  el  patronato 
no  existe,  y  de  acuerdo  con  el  articulo  19 
del  Concordato  "la  elección  de  los  Arzobis- 
pos y  Obispos  es  privativa  de  la  Santa  Sede", 
sin  otro  requisito  que  una  comunicación 
previa  del  nombre  de  la  persona  elegida  al 
gobierno  italiano,  a  los  efectos  de  asegurarse 
que  el  mismo  no  tiene  objeción,  de  carác- 
ter político,  contra  el  nombramiento. 

No  deberá  tampoco  el  Estado  arrogarse 
la  facultad  de  someter  a  previo  examen,  y 
de  conceder  o  negar  el  libre  tránsito  y  el  ca- 


86 


bal  cumplimiento  de  las  letras  y  resolucio- 
nes eclesiásticas  en  general.  Tales  son  los 
pretendidos  derechos  de  placet,  exequátur, 
pase,  súplica,  retención,  visto  bueno  o  vidi- 
mus,  que  se  han  prestado  siempre  a  tantas 
arbitrariedades  e  intromisiones  abusivas  de 
las  autoridades  civiles.  Nuestra  Constitución 
establece  el  requisito  del  pase  en  el  articulo 
86,  inciso  9,  que  deberá  ser  suprimido  en  el 
Estado  nacionalista  argentino,  como  lo  ha 
hecho  muy  cuerdamente  el  Estado  fascista 
italiano.  El  articulo  del  Concordato  en- 
tre Italia  y  la  Santa  Sede  reconoce  al  Papa 
y  a  los  Obispos  el  derecho  de  publicar  y 
anunciar  las  instrucciones  y  ordenanzas  pas- 
torales, sin  cargo  de  impuestos  y  con  entera 
libertad.  Y  el  articulo  24,  declara  explici- 
tamente  la  inexistencia  del  exequátur  y  del 
placet  real. 

Si  no  tiene  el  Estado  autoridad  para  acep- 
tar nombres  o  proponer  pastores,  ni  para  dar 
pase  o  retener  resoluciones  eclesiásticas,  me- 
nos aún  lo  tiene  para  entrometerse  en  el  go- 
bierno mismo  de  la  Iglesia.  El  poder  ecle- 
siástico es,  por  derecho  divino,  distinto  e  in- 
dependiente del  poder  civil  y  por  lo  tanto  no 
corresponde  a  éste  determinar  cuáles  sean 
los  derechos  de  la  Iglesia  y  los  límites  dentro 


87 


de  los  cuales  puede  ejercerlos,  ni  sujetar  a 
su  beneplácito  la  autoridad  de  la  Iglesia,  que 
puede  ejercerse  dentro  de  su  campo  sin  per- 
miso ni  asentimiento  del  gobierno  civil.  No 
podrá  por  lo  tanto  el  poder  civil  juzgar  las 
pastorales  que  los  pastores  de  la  Iglesia  pu- 
blican para  norma  de  las  conciencias  ni  to- 
mar decisiones  sobre  la  administración  de 
los  sacramentos,  ni  sobre  las  disposiciones 
necesarias  para  recibirlos.  No  podrá  tampo- 
co destituir  a  los  Obispos  del  ejercicio  del 
cargo  pastoral,  ni  prohibirles  que  se  comu- 
niquen entre  si.  Más  aun,  el  Estado  deberá 
reconocer  a  la  Iglesia  su  poder  coercitivo,  que 
para  ser  completo  como  su  imperio  sobre 
los  hombres,  debe  extenderse  al  alma  y  al 
cuerpo.  La  Iglesia,  pues,  tiene  derecho  a  em- 
plear la  fuerza  y  a  reprimir  con  penas  tem- 
porales a  los  violadores  de  sus  leyes. 


Finalmente  — y  aunque  se  deduce  de  todo 
lo  dicho,  conviene  señalarlo  aparte —  jamás 
el  Estado  deberá  tener  la  pretensión  de  cons- 
tituir iglesias  nacionales,  sustraidas  a  la  au- 
toridad del  Pontífice  Romano.  No  es  difí- 
cil incurrir  en  semejante  error  — y  más  de 


88 


un  Estado  lo  ha  hecho —  cuando  se  parte 
de  la  falsa  doctrina  tan  bien  sintetizada  en 
el  artículo  III  de  la  "Declaración  de  los  De- 
rechos del  Hombre":  "El  principio  de  toda 
soberanía  reside  esencialmente  en  la  nación, 
ningún  cuerpo,  ningún  individuo  puede 
ejercer  autoridad  que  no  provenga  de  ella 
de  un  modo  expreso".  Este  principio  podría 
regir  la  conducta  de  un  Estado  liberal  o  na- 
cionalista estatista,  pero  nunca  la  de  un  Es- 
tado nacionalista  católico.  Una  Iglesia  na- 
cional no  es  católica,  apostólica  ni  romana 
y  por  consiguiente  no  es  verdadera.  Es,  sim- 
plemente, una  oficina  religiosa  en  un  esta- 
do herético. 


Hemos  visto,  en  líneas  generales,  cuáles 
son  las  obligaciones  que  impone  al  Estado  su 
profesión  de  fe  católica.  Sólo  de  paso,  al  ha- 
blar del  patronato  y  del  exequátur,  nos  he- 
mos referido  a  la  legislación  argentina.  In- 
tencionalmente,  no  hemos  querido  detallar 
las  reformas  y  disposiciones  legales  que  ten- 
dría que  adoptar  nuestro  país  dentro  de  esas 
líneas  generales,  tanto  porque  ello  excedería 
los  límites  que  nos  hemos  trazado,  como  por- 


89 


que  muchas  de  esas  disposiciones  no  deben 
emanar  sólo  de  la  ley,  sino  que  han  de  esta- 
blecerse mediante  concordato  tramitado 
con  la  Santa  Sede.  Si  bien  es  cierto  que  el  ré- 
gimen concordatario  está  muy  lejos  de  ser 
el  ideal  cuando  es  el  resultado  de  un  tira  y 
afloje  de  concesiones  recíprocas,  no  deja  de 
ser  muy  conveniente  cuando  el  Estado  es  ca- 
tólico, reconoce  los  derechos  de  la  Iglesia  y 
se  limita  tan  sólo  a  ponerse  de  acuerdo  con 
ella  para  regular  las  cosas  mixtas.  Así  ya  he- 
mos visto  que  Italia  ha  celebrado  con  la 
Santa  Sede  un  concordato  que,  en  casi  todo 
su  articulado  puede  ser  citado  como  ejem- 
plo para  todos  los  países  católicos. 

En  nuestro  país,  la  negociación  del  con- 
cordato iniciada  por  el  gobierno  nacionalis- 
ta de  Rosas  quedó  interrumpida  en  Caseros; 
pero  al  resurgir  el  Nacionalismo  en  vísperas 
de  la  revolución  del  30,  volvió  a  inscribir  en 
su  plan  de  reformas,  la  celebración  del  con- 
cordato. Así  lo  hizo  "La  Nueva  República" 
en  su  programa  publicado  el  20  de  octubre 
de  1928.  Posteriormente,  si  bien  algunas 
agrupaciones  nacionalistas  no  lo  han  incluí- 
do  — omisión  lamentable,  sí,  pero  que  no  sig- 
nifica rechazo —  otras  lo  han  hecho  o  han 
manifestado  amplia  y  sinceramente  sus  prin- 

90 


cipios  católicos.  Vamos  a  citar,  como  ejem- 
plo, el  primer  punto  de  la  Declaración  de 
principios  de  "Restauración": 

"El  principal  vinculo  de  la  Nación  es  con 
la  Iglesia.  La  Iglesia  es  la  depositaria  de  la  fe 
y  a  ella  debe  estar  unida  la  Nación  como  el 
cuerpo  al  alma.  Porque  la  Iglesia  es  como  el 
alma  de  la  Nación  sometida  al  imperio  de 
Cristo  y  por  la  unión  de  ambas  se  realiza  el 
orden  instaurado  por  la  ley  de  Gracia,  por 
la  cual  lo  humano  es  sobreelevado  y  transfi- 
gurado en  lo  divino. 

"La  unión  de  la  Iglesia  y  el  Estado  repre- 
senta de  un  modo  figurativo  la  unión  de  lo 
divino  y  lo  humano  en  el  Verbo  Encarna- 
do. Y  asi  como  en  Cristo  la  divinidad  no 
disminuye  ni  se  destruye  la  humanidad  por 
la  Encarnación,  asi  nada  padece  la  Iglesia 
ni  el  Estado  pierde  su  independencia  por  es- 
ta unión.  Más  aún,  la  Iglesia  necesita  para 
ejercer  la  plenitud  de  su  poder  santificador, 
ese  cuerpo,  ese  auxilio  temporal  que  el  Es- 
tado puede  y  debe  prestarle.  Y  el  Estado,  a 
su  vez,  necesita  para  cumplir  su  misión  hu- 
mana, verdaderamente  humana,  ser  vivifica- 
do por  la  Iglesia  como  el  cuerpo  por  el  alma 
y  si  se  resiste  a  servir  de  instrumento  de  es- 
ta comunicación,  su  influencia  sobre  las  al- 


91 


mas  antes  que  conveniente  será  funesta  y 
todas  las  actividades  temporales  y  humanas 
que  al  gobierno  de  la  ciudad  están  sujetas, 
caerán,  por  la  privación  de  todo  aliento  es- 
piritual en  un  inexorable  estado  de  materia, 
duro  y  perverso. 

"Las  relaciones  de  la  Iglesia  y  el  Estado 
deben  constituir  pues,  no  una  simple  rela- 
ción externa  y  legal,  como  si  la  humanidad 
de  Cristo  sólo  tuviera  una  relación  oficial 
con  Dios,  sino  una  unión  intima,  orgánica, 
vital,  penetración  de  la  vida  entera  de  la  ciu- 
dad terrestre  por  la  vivificante  influencia  es- 
piritual del  cuerpo  místico  de  Cristo.  Reden- 
ción y  santificación  aún  de  las  cosas  tempo- 
rales y  sensibles,  regeneración  de  la  vida  po- 
lítica y  social  por  el  espíritu  del  Evangelio, 
auténtica  conversión  de  la  ciudad  terrestre, 
en  espíritu  y  en  verdad,  a  su  altísima  misión 
de  aplicar  prácticamente  la  doctrina  revela- 
da, de  disputar  el  mundo  a  las  potencias  del 
mal,  de  la  división  y  del  pecado,  secundando 
vigorosamente  la  obra  de  unificación  que  el 
Espíritu  de  Dios  realiza  por  la  Iglesia  santa. 

"Para  ello  el  Estado  debe  reconocer  la  ple- 
na libertad  de  la  Iglesia  en  los  asuntos  ecle- 
siásticos y  el  derecho  de  la  misma,  de  ori- 
gen sobrenatural  a  proporcionar  la  educa- 


92 


ción  e  instrucción  religiosa  atendiendo  así 
a  la  verdadera  y  auténtica  expansión  de  la 
persona  humana  y  asegurando  así  de  un  mo- 
do eficaz  el  destino  espiritual  del  hombre. 
Y  a  fin  de  colaborar  en  esta  obra  de  educa- 
ción moral,  el  Estado  debe  dictar  una  seve- 
ra legislación  de  prensa  que  reprima  los  de- 
litos de  esta  especie,  aplicando  sanciones  pe- 
nales rigurosas,  ya  que  el  bien  espiritual  de 
la  sociedad  debe  ser  protegido  con  más  vigor 
que  los  bienes  temporales  y  externos.  Legis- 
lación y  régimen  de  seguridad  que  deben  ex- 
tenderse a  todos  los  servicios  de  publicidad, 
información  y  propaganda". 


Y  ahora,  para  terminar,  una  pregunta 
y  una  respuesta.  ¿Resulta  disminuido,  empe- 
queñecido el  Estado  por  su  profesión  de  fe 
y  por  el  reconocimiento  de  los  derechos  de 
la  Iglesia? 

León  XIII,  en  su  Inmortale  Dei,  nos  dará 
la  respuesta:  "Semejante  constitución  social 
— dice —  no  contiene  nada  en  sí  que  puede 
razonablemente  reputarse  menos  digno  o  po- 
co honroso  para  la  autoridad  civil,  y  tan  le- 
jos está  de  ser  cierto  que  ella  amengüe  los 


93 


derechos  de  la  majestad,  que  por  el  contrario 
los  hace  más  firmes  y  venerandos".  Y  más 
adelante  añade,  refiriéndose  siempre  a  la  mis- 
ma constitución  social  cristiana:  "En  el  or- 
den politico  y  civil,  las  leyes  tienen  por  ob- 
jeto el  bien  común,  y  no  están  reguladas  por 
el  capricho  y  falaz  criterio  del  número,  si- 
no por  la  verdad  y  la  justicia;  la  autoridad 
de  los  principes  reviste  un  carácter  sagrado 
y  casi  divino  y  está  refrenada  para  que  no 
degenere  de  la  justicia,  ni  se  extralimite  en 
el  mando:  la  calidad  de  súbditos  está  acom- 
pañada del  sentimiento  del  deber  y  de  la  dig- 
nidad, no  siendo  servidumbre  de  hombre  a 
hombre,  sino  sumisión  a  la  voluntad  de  Dios, 
que  por  medio  de  los  hombres  gobierna  la 
sociedad.  Una  vez  que  estas  ideas  hayan  en- 
trado en  la  mente  de  los  hombres  y  hayan 
engendrado  un  firme  convencimiento,  no 
cuesta  comprender  que  es  un  deber  de  es- 
tricta justicia  respetar  la  majestad  de  los 
Principes,  estar  constante  y  lealmente  some- 
tido al  poder  público,  no  provocar  sedicio- 
nes, conservar  intacta  la  disciplina  social". 

Así  es,  efectivamente.  Al  reconocer  en 
Dios  el  origen  de  su  poder,  al  profesar  cla- 
ramente la  fe  cristiana,  al  respetar  los  dere- 
chos de  la  Iglesia,  el  Estado  no  queda  dismi- 


94 


nuído  sino  engrandecido  y  dignificado.  Deja 
de  ser  "el  producto  del  número  y  de  las  fuer- 
zas materiales"  {Syllabus,  LX)  y  se  con- 
vierte en  representante  de  Dios  para  gober- 
nar a  los  hombres  en  lo  temporal:  "Porque 
no  hay  potestad  sino  de  Dios:  y  las  que  son, 
de  Dios  son  ordenadas"  (San  Pablo,  Rom. 
XIII,  1 ) .  Si  el  reconocimiento  de  los  dere- 
chos de  la  Iglesia  puede  cercenar  al  Estado 
moderno  alguna  que  otra  atribución  otorga- 
da por  la  Apostasía,  también  es  cierto  que  esas 
atribuciones  no  le  pertenecen  en  estricto  de- 
recho. Y  como  es  falsa  la  grandeza  basada 
en  la  usurpación  de  lo  ajeno,  el  Estado  no 
pierde  nada,  sino  que  gana  al  simplificarse 
y  descargarse  de  funciones  inútiles  e  imper- 
tinentes. Y  en  cuanto  a  su  sumisión  a  Dios 
y  a  la  Iglesia  — que  aunque  militante  en  la 
tierra  y  dirigida  por  hombres,  es  divina  y 
Cuerpo  Mistico  de  Cristo —  no  ha  de  olvidar 
el  Estado  lo  que  alguien  ha  dicho  del  indivi- 
duo: "Nunca  es  más  grande  el  hombre  que 
cuando  está  de  rodillas".  Porque  nunca  el 
Estado  fué  más  grande  que  cuando  su  sím- 
bolo era  la  Corona  rematada  por  la  Cruz. 


95 


EPILOGO 


Sea,  pues  la  instauración  del  Estado  en 
Cristo  el  punto  básico  del  programa  nacio- 
nalista. 

Ello  es  no  sólo  un  deber  para  el  Naciona- 
lismo argentino.  Es  garantía  de  acierto  en 
todos  los  órdenes  de  la  Restauración  cristia- 
na, asi  sean  políticos  o  económicos:  "Buscad 
primero  el  reino  de  Dios  y  su  justicia  y  todo 
lo  demás  se  os  dará  por  añadidura".  (Mat. 
VI,  33). 

Y  es  la  prenda  segura  del  éxito,  porque 
"las  puertas  del  infierno  no  prevalecerán" 
contra  Cristo.  (Mat.  XVI,  18) . 


96 


APENDICE 


Comunicación  de  la  Sagrada  Congre- 
gación DE  Estudios  y  Seminarios  sobre 
racismo,  panteísmo  vitalista  y  totali- 
tarismo DE  estado 


La  Sagrada  Congregación  de  Estudios  y 
Seminarios,  de  orden  de  su  Prefecto  Su  San- 
tidad Pío  XI,  el  13  de  Abril  de  1938,  dirigió 
a  los  establecimientos  de  estudios  eclesiásticos 
superiores  de  todo  el  mundo,  en  forma  de 
carta  al  Eminentísimo  Cardenal  Rector  del 
Instituto  Católico  de  París,  Monseñor  Luis 
Baudrillart,  una  comunicación  en  que  se  re- 
sumen y  califican  los  errores  contemporá- 
neos acerca  de  racismo  (proposiciones  1*  a 
6'),  panteísmo  vitalista  (7*  proposición)  y 
totalitarismo  de  Estado  (8*  proposición),  y 
se  prescribe  a  los  maestros  aplicar  sus  esfuer- 
zos a  su  refutación. 

El  texto  de  la  comunicación  es  el  siguiente: 
"£/  año  pasado,  en  vísperas  de  Navidad, 


97 


Nuestro  Señor  el  Augusto  Pontífice,  feliz- 
mente reinante,  en  una  alocución  dirigida  a 
los  Eminentísimos  Cardenales  y  Prelados  de 
la  Curia  Romana,  habló  con  tristeza  de  las 
graves  persecuciones  que,  como  todo  el  mun- 
do sabe,  se  llevan  a  cabo  en  Alemania  contra 
la  Iglesia  Católica. 

Vero  la  principal  aflicción  que  embarga  el 
alma  del  Santo  Padre  es  causada  por  el  hecho 
de  que,  para  justificar  una  tamaña  injusti- 
cia, se  recurre  a  impudentes  calumnias  y  se 
esparcen  doctrinas  las  más  perniciosas  falsa- 
mente coloreadas  con  el  nombre  de  ciencia, 
con  el  fin  de  pervertir  los  espíritus  y  arran- 
car de  ellos  la  verdadera  religión. 

Ante  esta  situación,  la  Sagrada  Congrega- 
ción de  Estudios  y  Seminarios  se  propone 
aunar  todos  sus  esfuerzos  y  sus  actividades 
para  defender  la  verdad  contra  la  invasión 
del  error.  Para  ellos  los  maestros  deberán 
aplicarse  a  sacar  de  la  biología,  de  la  histo- 
ria, de  la  filosofía,  de  la  apologética,  de  las 
ciencias  jurídicas  y  morales  las  armas  que 
sean  necesarias  para  refutar  sólida  y  compe- 
tentemente las  insostenibles  aserciones  de 
quienes  pretenden: 

Primero:  Que  las  razas  humanas,  por  sus 
caracteres  naturales  e  inmutables  son  de  tal 


98 


modo  diferentes  entre  si  que  la  más  humilde 
de  ellas  está  más  lejos  de  la  más  encumbrada 
que  de  la  especie  animal  más  alta; 

Segundo:  Que  es  necesario  conservar  y 
cultivar  el  vigor  de  la  raza  y  la  pureza  de  la 
sangre  por  todos  los  medios.  Todo  lo  con- 
ducente a  ese  resultado  es,  por  eso  solo,  ho- 
nesto y  permitido; 

Tercero:  Que  de  la  sangre,  sede  de  los  ca- 
racteres de  la  raza,  derivan  como  de  su  fuen- 
te principal,  todas  las  cualidades  intelectua- 
les y  morales  del  hombre; 

Cuarto:  Que  el  fin  esencial  de  la  educa- 
ción consiste  en  el  desarrollo  de  los  caracte- 
res de  la  raza  y  en  el  enardecimiento  de  los 
espíritus  por  un  inflado  amor  de  su  propia 
raza  como  del  bien  supremo; 

Quinto:  Que  la  religión  está  sometida  a  la 
ley  de  la  raza  y  debe  serle  adaptada; 

Sexto:  Que  la  fuente  primera  y  la  regla 
suprema  de  todo  el  orden  jurídico  es  el  ins- 
tinto racial; 

Séptimo:  Que  existe  solamente  el  Cosmos 
o  Universo,  Ser  viviente.  Todas  las  cosas,  in- 
cluso el  hombre,  no  son  sino  formas  diversas 
del  Universal  Viviente  que  se  amplifican  en 
el  curso  de  las  edades; 

Octavo:  Cada  uno  de  los  hombres  no  exis- 


99 


te  sino  por  el  Estado  y  para  el  Estado.  Todo 
lo  que  posee  de  derecho  deriva  únicamente 
de  una  concesión  del  Estado. 

A  estas  tan  detestables  aseveraciones  será 
fácil  agregar  otras.  El  Santísimo  Padre,  Pre- 
fecto de  nuestra  Sagrada  Congregación,  tie- 
ne la  seguridad  de  que  no  descuidaréis  nada 
para  llevar  a  efecto  las  prescripciones  conte- 
nidas en  esta  carta". 


INDICE 


Pig. 


Prólogo   5 

Ubicación  del  Nacionalismo    9 

El  Estado  Nacionalista  y  el  Catolicismo  ...  24 

El  Estado  Nacionalista  Argentino  y  el  Catolicismo  51 

Iglesia  y  Estado   70 

Epílogo   96 

Apéndice  .    .    .    .  _   97 


ESTE  LIBRO  SE  TERMINO 
DE  IMPRIMIR  EL  14  DE  JULIO 
DE  MIL  NOVECIENTOS  TREINTA  Y  NUEVE 
EN  LOS  TALLERES  GRAFICOS  DE 
FRANCISCO  A.  COLOMBO, 
HORTIQUERA  552. 
BUENOS  AIRES 


EDICIONES  ADSUM 


JACQUES  MARITAIN 
León  Bloy 

CESAR  E.  PICO 

Carta  a  Jacques  Maritain 
sobre  la  colaboración  de  los  católicos  con 
los  movimientos  de  tipo  fascista 

JULIO  MEINVIELLE 
Entre  la  Iglesia  y  el  Reich 
Los  tres  pueblos  bíblicos 

en  su  lucha  por  la  dominación  del  mundo 
(Paganos,  Judíos  y  Cristianos) 

LEONARDO  CASTELLANI 
Sentir  la  Argentina 
(Leopoldo  Lugones) 

JUAN  P.  RAMOS 
Louis  Veuillot 

CARDENAL  MERCIER 
La  Vida  Conyugal 


BX1462  .E99 

Catolicismo  y  nacionalismo. 

Princeton  Tlieologtcal  Seminary-Speer  Library 


1  1012  00019  6875 


A 

D 

ADSUM 
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