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Full text of "Cervantes; revista hispano-americana"

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UíilUf!! 

IjliJKAlíY 


p 


AÑO  II  NUM.  VI 

CERVANTES 

Madrid,  Enero  1917. 

REVISTA    MENSUAL 


Mateo    Alemán 


No  poco  vacilé,  señores  académicos,  en  la 
elección  de  tema  para  este  discurso  reglamen- 
tario. Ocurriaseme  desde  luego  que,  viuien-, 
do  yo  de  la  pintoresca  margen  del  Guadalquivir 

De  la  mejor  ciudad  por  quien  famoso 
Levanta  igual  al  mar  la  altiva  frente 

sevillano  debía  ser  el  asunto;  que    es  fineza  y 
cortesía  traer  el  viajero  adonde  han  de  recibirle 


2  CERVANTES 

y  honrarle  algunas  flores  o  algunos  frutos  de  la 
tierra  de  donde  viene.  Y  esto  habia  yo  de  hacer 
con  más  imperiosa  obligación  que  otro  ninguno, 
porque  he  vivido  largo  tiempo  no  ya  en  una,  si- 
no en  las  dos  Sevillas.  ¿Os  causa  extrañeza  esta 
aseveración?  Pues  nada  es  más  cierto.  Dos  Sevi- 
llas hay,  y  ¡cuáu  diferentes  entre  sí!  Una,  la  her- 
mosa ciudad  que  no  puede  menos  de  recordar 
nostálgicamente  toda  su  vida  quien  logró  la  di- 
A'Q     cha  de  gustar  su  gracia  y  de  admirar  su  raagni- 
^'       ficencia;  la  de  la  Torre  del  Oro  y  laTorre  de  oro, 
^         que  asi  merece  llamarse  el  gallardísimo  alminar 
^^     de  la  Giralda:  la  ciudad  que  siempre  huele  a  aza- 
'//7  hares  y  siempre  sabe  a  gloria  al  codicioso  pala- 
fnCtc-jj^j.  jg  jQg  oíos;  la  del  incomparable  cielo,  en  fin, 
cu3'a  riente  luz  se  entra  avasalladora  por  las  re- 
tinas e  inunda  las  almas  en  resplandor  y  alegría 
y  regocijo,  y  las  asotila,  como  decía  la  gitana 
vieja  de  Cervantes,  haciéndolas  aptas  para  todo 
trabajo  del  entendimiento  y  para  toda  invención 
de  la  fantasía.  La  otra  Sevilla,  no  subterránea, 
sino  suhtemporánea  (permitidme  decirlo  asi),  es 
de  muy  pocos  conocida,  y  aun  de  éstos  no  bien; 
pero  todavía  más  grande  y  opulenta  que  la  de 
hoy,  y,  a  no  dudar,  más  poética  e  interesante, 
porque  se  columbra  por  la  lente  de  la  meditación 
y  al  través  de  la  niebla  de  los  siglos,  y  su  visión 
tiene  la  grata  palidez  de  las  secas  mieses,  la  aus- 


CERVANTES  3 

tera  pátina  de  los  torreones  seculares,  la  sombría 
majestad  de  las  grandezas  muertas. 

Pero  ¿en  cuál  de  entrambas  Sevillas  buscaría 
yo  mi  asunto...?  Y  después  de  resolverme  a  acu- 
dir a  la  famosísima  del  siglo  xvi,  para  traeros  en 
mi  discurso  un  nuevo  estudio  biográfico,  en  se- 
ñal de  mi  vivo  agradecimiento  por  la  honra  que 
otorgasteis  a  los  de  Luis  Barahona  de  Soto  y  Pe- 
dro Espinosa,  todavía  me  hallaba  casi  al  comien- 
zo de  la  dificultad.  Pensé  en  el  docto  humanista 
Juan  de  Mal-lara,  Menandro  hético,  uno  de  los 
fundadores  de  la  más  gloriosa  de  las  escuelas 
poéticas  peninsulares,  y  el  regocijadísimo  Balta- 
sar de  Alcázar,  Marcial  hispalense,  insuperable 
artífice  de  la  airosa  redondilla,  y  en  el  excelente 
poeta  D.  Francisco  de  Medrano,  cuyo  talento  pe- 
regrino hizo  a  Horacio  cantor  de  las  cosas  de  la 
España  de  Felipe  III.  De  estos  lucidos  ingenios 
y  de  otros  muchos  podría  yo,  a  poco  trabajo,  di- 
sertar largamente,  con  abundancia  de  noticias 
hasta  hoy  de  todo  punto  ignoradas,  que  hallé  en 
los  archivos  sevillanos,  en  el  de  los  protocolos 
entre  ellos,  inagotable  mina  de  oro,  no  ya  para 
la  historia  social,  literaria  y  artística  de  la  famo- 
sa metrópoli  andaluza,  sino  también  para  la  his- 
toria general  de  la  espléndida  cultura  española 
en  la  época  de  su  mayor  florecimiento  y  de  su 
más  grande  influencia  en  el  mundo.  Y,  fuera  de 


4  CHRVANTES 

Alcázar,  Mal-lara  y  Medrano,  ¿ao  serviría  bas- 
tantemente a  mi  propósito  esclarecer  o  explanar, 
hasta  donde  mi  escasa  habilidad  me  lo  permitie- 
ra, tal  o  cual  punto  dudoso  o  no  bien  conocido 
de  la  vida  de  algún  procer  de  nuestras  letras, 
pongo  por  caso,  la  estancia  en  Sevilla  de  D.  Juan 
Ruiz  de  Alarcón,  gentilmente  fantaseada  por  don 
Luis  Fernández  Gruerra  y  Orbe,  o  la  del  gran 
Lope  de  Vega  y  su  amada  Camila  Lucinda,  de 
todos  los  cuales  he  tenido  la  suerte  de  hallar  no- 
ticias por  extremo  curiosas? 

Perplejo  andaba  yo,  revolviendo  apuntes  y  so- 
licitada la  atención  por  estos  y  otros  nombres, 
cuando,  acudiéndome  a  la  memoria,  en  el  afano- 
so trafagar  de  la  imaginación,  el  vago  recuerdo 
de  unas  palabras  leídas  antaño,  marcó  rumbo  fijo 
a  mi  pensamiento.  Helas  aquí.  Son  de  Mateo  Ale- 
mán: «Veo  presentes — escribía — tantos  y  tan  va- 
rios gustos,  estirando  de  mí  todos,  queriéndome 
llevar  a  su  tienda  cada  uno,  y  sabe  Dios  por  qué 
y  para  que  lo  hace.»  ¡La  vida  de  Mateo  Alemán 
había  de  ser  el  tema  de  mi  discurso!  ¿Qué  escri- 
tor sevillano  merece  mejor  que  él  una  biografía? 
Ni  ¿quién  la  necesita  más?  Poco  había  averigua- 
do yo  del  autor  del  Guzmán  de  Alfarache,  pero 
no  importaba.  En  unas  notas  de  mi  estudio  acer- 
ca de  Barahona  de  Soto  dije  aun  eso  que  averi- 
güé. No  importaba  tampoco.  Yo  buscaría  acá  y 


CERVANTES  O 

allá  cosas  ignoradas  de  la  vida  de  Alemán,  hasta 
topar  con  ellas.  Y  tomando  por  base  lo  sabido, 
es  decir,  lo  que  recopiló  esmeradamente,  ha  tres 
lustros,  mi  querido  amigo  D.  Joaquín  Hazañas  y 
la  E,ua  en  su  discurso  de  entrada  en  la  Real  Aca- 
demia Sevillana  de  Buenas  Letras,  y  la  infor- 
mación testifical  hecha  por  el  escritor  hispalense 
para  pasar  a  las  Indias,  que  dio  a  luz  en  1896  mi 
también  muy  estimado  amigo  D.  José  Gestoso, 
écheme,  en  Dios  y  en  hora  buena,  a  brujulear  e 
inquirir,  y,  a  pocos  meses  andados,  el  éxito  so- 
brepujó a  mis  esperanzas,  y  aun  casi  que  a  mis 
deseos.  La  facilidad  con  que  hallé  lo  que  busca- 
ba menoscabó  su  poco  mérito  a  la  diligencia.  T)- 
dos  los  archivos  hispalenses,  como  a  dos  por 
tres,  me  franquearon  lo  que  del  autor  del  Picaro 
guardaban:  el  Archivo  Parroquial  del  Salvador, 
su  partida  de  bautismo  y  las  de  dos  de  sus  her- 
manos; el  Archivo  Universitario,  un  asiento  has- 
ta ahora  desconocido  de  su  grado  de  bachiller 
en  artes  y  la  prueba  de  su  primer  curso  de  facul- 
tad; el  Archivo  Municipal,  curiosos  datos  relati- 
vos al  padre  del  insigne  novelador;  el  Archivo 
General  de  Indias,  un  asiento  inédito  del  pa- 
saje de  Alemán  y  curiosas  noticias  del  envío  de 
.«US  obras  a  la  Nueva  España  y  a  Tierra  Firme; 
y,  en  resolución,  el  Archivo  General  de  Proto- 
colos, más  de  sesenta  escrituras  del  ilustre  autor 


6  CERVANTES 

sevillano  o  referentes  a  él,  y  obra  de  ciento  vein- 
te que  atañen  a  su  familia  y  a  otras  personas  que 
le  rodearon  de  cerca.  Añádase  a  esto  que  tam- 
bién en  el  Archivo  de  Protocolos  de  esta  corte 
logré  hallar  algún  documento  del  mismo  escri- 
tor, y  que  en  el  Archivo  Universitario  de  Alcalá 
de  Henares,  que  hoy  se  custodia  en  el  Histórico 
Nacional,  busqué  con  feliz  resultado  casi  todo  el 
resto  de  su  historia  académica,  y  se  tendrá  una 
idea  aproximada  de  los  materiales  de  que  dispon- 
go. Es  desgracia,  sin  duda  (y  curóme  en  salud, 
como  dicen,  adelantándome  a  advertirlo),  que  no 
ha3'a  caído  en  manos  más  hábiles  que  las  mías 
este  copioso  arsenal  de  curiosísimas  especies. 
Mas  no  hay  llanto  sin  paño:  yo,  que  en  el  pre- 
sente discurso,  por  no  abusar  demasiado  de  vues- 
tra bondadosa  atención,  he  de  limitarme  a  flo- 
rearlas, andando  muy  por  las  cumbres,  daré  gus- 
toso mis  copias  y  mis  extractos,  para  que  los 
aproveche  en  una  buena  biografía,  a  quien  haga 
a  las  letras  patrias  la  inestimable  merced  de  pre- 
parar una  edición  crítica  y  bien  comentada  del 
Guzmdn  de  Álfarache,  que  es,  indiscutiblemente, 
el  príncipe  de  nuestros  libros  picarescos.  Y  en- 
tro ya  en  materia. 

Hacia  los  años  de  1640  el  doctor  Hernando 
Alemán,  médico  cirujano,  mudó  a  Sevilla  su  casa 
desde  Jerez,  cerca  de  Badajoz,  hoy  Jerez  de  los 


Curvantes  * 

Caballeros,  recién  muerta  o  poco  tiempo  antes 
de  morir  su  mujer  doña  Beatriz  de  León,  de  la 
cual  quedóle  una  hija  llamada  Jerónima.  Quería 
buscar  en  Sevilla,  su  patria,  la  medra  que  no 
logró  hallar  en  el  lindo  pueblo  extremeño  y  acon- 
sejábase del  refrán  que  dice:  «A  do  vayas,  de  los 
tuyos  hayas»,  pues  de  los  suyos  había  muche- 
dumbre en  la  ancha  metrópoli  andaluza.  Eran 
naturales  y  vecinos  de  ella,  amén  de  otros  deu- 
dos más  remotos,  sus  cinco  hermanos;  conviene 
a  saber:  Alonso,  que  mercadeaba,  como  todo  el 
mundo  en  Sevilla;  Juan,  licenciado  en  Medicina, 
que  ejercía  su  profesión;  García  Jerónimo,  cléri- 
go presbítero,  y  doña  Leonor  y  doña  Beatriz, 
solteras,  que  vivían  con  Alonso. 

Calmado  el  breve  dolor  de  la  viudez,  el  doctor 
Hernando  Alemán  contrajo  nuevo  matrimonio 
con  doña  Juana  de  Enero,  hija  de  Juan  López  de 
Enero,  negociante,  vecino  de  Sevilla,  y  de  esta 
unión  nacieron  doña  Leonor,  que  llevó  el  apelli- 
do de  Hoscoso,  tomándolo  de  unos  parientes  de  la 
rama  paterna;  doña  Violante,  bautizada  en  29  de 
julio  de  1546;  Mateo,  el  escritor  insigne,  que 
recibió  el  agua  del  bautismo  en  la  iglesia  cole- 
gial de  San  Salvador  el  miércoles  28  de  septiem- 
bre de  1547,  once  días  antes  que  en  la  de  Santa 
María  la  Mayor  de  Alcalá  de  Henares  fuese  bau- 
tizado el  por  siempre  famosísimo  autor  de  El 


8  CERVANTES 

Quijote,  y  Juan  Agustín,  cristianado  el  día  6  de 
septiembre  de  1655.  El  doctor  tenía  su  morada 
en  la  calle  de  la  Sierpe,  no  tan  principal  enton- 
ces como  ahora,  y,  a  lo  que  vislumbro,  aun  en 
1566  no  había  mejorado  considerablemente  de 
fortuna,  y  cuenta  que  trataba  por  amigos  a  su- 
jetos muy  principales,  algunos  de  ellos  canónigos 
de  la  Santa  Iglesia  hispalense;  mas  de  allí  a  poco 
tiempo  vino  a  lograr  alguna  mejora:  por  ausen- 
cia que  hizo  de  Sevilla  el  Licenciado  Diego  de 
Torres,  médico  y  cirujano  de  la  Cárcel  Real, 
nuestro  doctor  fué  nombrado  interinamente  para 
este  cargo;  y  como  Torres,  algunos  meses  más 
tarde,  se  partiese  a  las  Indias,  Alemán  pidió  y 
obtuvo  en  propiedad  aquel  empleo,  a  fines  del 
año  de  1667.  Por  tal  servicio  la  ciudad  le  paga- 
ba anualmente  12.000  maravedís. 

Entretanto,  Mateo  Alemán,  que  acababa  de 
cumplir  dos  lustros,  y  que  por  su  singular  despe- 
jo es  de  creer  que  ya  daría  en  flor  las  esperanzas 
de  frutos  muy  sabrosos,  habia  aprendido  en  poco 
tiempo  las  primeras  letras,  y  después  de  adies- 
trarse en  leer,  «no  sólo  en  el  molde,  mas  en  la 
procesada,  por  obscura  y  trabada  que  fuese»,  y 
de  escribir  muy  suelta  y  limpiamente  de  redon- 
do y  de  tirado,  pasó  a  cortesano,  a  medio  punto 
y  a  punto  entero,  y  comenzaba  a  escribir  letra 
redondilla  o   de  caja,  quedándole  aún — él    dice 


CERVANTES  9 

tüdo  esto — las  estacioues  del  escolástico  y  bas 
tardillo,  aparte,  por  supuesto,  de  las  letras  chan- 
cilleresca,  francesa,  encadenada  y  grifo.  Esme- 
rada instrucción,  pues,  hacía  dar  su  padre,  como 
hombre  muy  culto,  al  que,  tiempo  andando,  ha- 
bía de  ser  celebrado  dentro  y  fuera  de  España 
por  su  peregrino  ingenio.  Porque,  a  la  verdad, 
no  era  común  aprender  todo  eso  los  muchachos; 
que.  en  punto  a  lectura,  bastábales  con  «leer  de 
molde  y  tirado  una  carta  misiva,  y  escrituras  pú- 
blicas en  letra  luenga  castellana»,  y,  en  cuanto 
a  plumear,  dábase  por  contento  un  padre  con 
que  su  hijo  dejara  la  escuela  sabiendo  escribir 
«de  redondo  e  cortesano,  y  letra  carsiva  que  sea 
buena  para  cualquier  carta  misiva,  y  para  escri- 
turas, que  se  pueda  signar  de  escribano  públi- 
co». Ni  aun  tanto  era  menester,  pues  con  mala 
escritura  y  peor  ortografía  pasaban  los  adoles- 
centes a  los  estudios  de  facultad,  tal  como  suele 
acaecer  hoy,  de  donde  el  mismo  Mateo  Alemán, 
decía  por  boca  de  su  donoso  Picaro,  refiriéndose 
a  cierto  abogado:  «El  señor  licenciado  sabe  de 
leyes,  pero  no  de  letras:  dicta  y  no  escribe,  por- 
que lo  sacaron  temprano  de  la  escuela  para  los 
estudios,  ya  porque  fué  tarde  a  ella,  o  por  codi- 
cia de  llegar  presto  a  los  digestos,  dejándose  in- 
digestos los  principios.» 

Y  no  es  el  mencionado  el  único  recuerdo  que 


10  CERVANTES 

de  su  niñez  nos  dejó  Mateo  Alemán  en  sus  obras- 
Hablando  en  otro  lugar  del  amor  que  solemos 
tener  a  las  cosas  de  nuestros  progenitores,  que 
nos  parecen  sagradas  y  que  no  se  debe  tocar  a 
ellas,  dice:  «Yo  conocí  en  mi  niñez  a  Montesdo- 
ca,  soldado  viejo,  que  lo  había  sido  de  Carlos 
V,  el  cual  traía  colgando  del  cinto  un  puñal  de 
orejas,  de  los  del  tiempo  de  marras,  tan  vil  y 
despuntado,  que  apenas  con  buenas  fuerzas  lo 
hicieran  entrar  por  un  melón  maduro,  y  decía 
estimarlo  en  más  que  un  majuelo  que  había  com- 
prado en  mucho  precio;  y  todo  el  fundamento 
de  su  estimación  era  porque  un  bisabuelo  suyo, 
de  Utrera,  lo  había  dado  a  su  padre  para  ir  en 
el  campo  del  rey  don  Fernando  el  Católico  a  la 
conquista  del  reino  de  Granada».  Pues  si  esto 
oído  una  o  dos  veces  por  Mateo  Alemán  al  buen 
Montesdoca,  imprimiósele  en  la  memoria  de 
suerte  que  a  los  sesenta  y  un  años  de  su  edad  lo 
sacaba  a  colación  en  su  postrer  libro,  ¿qué  no 
sucedería  en  sus  largas  y  frecuentes  visitas  a  la 
populosa  Cárcel  B,eal,  siempre  llena  de  picaros 
y  rufianes,  recorriendo  cada  día  sus  grandes  pa- 
tios, oyendo  acá  y  allá  contar  proezas  dignas  de 
mármoles  lidios,  mimado  y  agasajado  de  todos, 
presos  y  libres,  así  por  sus  donaires  de  mucha- 
cho despierto  y  decidor  como  por  las  considera- 
ciones que  debían  al  médico  de  la  honrada  casa? 


CERVANTES  II 

Ya,  pues,  no  será  dudoso  para  nadie  cuándo  echó 
Mateo  Alemán  los  sólidos  cimientos  de  su  vasto 
saber  bribiático,  en  el  cual  lleva  mucha  ventaja 
a  los  demás  autores  de  novelas  picarescas,  sin 
excepción  alguna,  ni  dónde  aprendió  aquel  abun- 
dantísimo folk-lore  de  la  taimería,  ni  cómo  ad- 
quirió aquel  hondo  conocimiento  seudobotánico 
de  la  inmensa  variedad  de  flores  del  jardín 
tahuresco  y  aquel  copioso  caudal  léxico  de  la 
germanía,  sólo  comparable  con  el  que  otro  his- 
palense, Cristóbal  de  Chaves,  derrochó  en  los 
versos  y  juntó  en  el  Vocabulario  que  corren 
malamente  atribuidos  a  Juan  Hidalgo,  su  editor. 
No  me  fué  dado  averiguar  en  qué  Academia 
aprendió  Mateo  Alemán  las  humanidades,  y  pre- 
sumo que  las  cursaría  en  las  del  ínclito  Juan  de 
Mal-lara,  quien,  después  de  ser  discípulo,  en  Se- 
villa, del  docto  preceptor  Pedro  Hernández,  en 
Salamanca  del  comendador  Hernán  Núñez  y  de 
León  de  Castro,  y  en  Barcelona  del  célebre  va- 
lenciano Francisco  de  Escobar,  abastadísimo  de 
erudición  clásica  había  regresado  a  Sevilla,  en 
donde  abrió  su  estudio  por  los  años  de  1560. 
Fuese  o  no  Mal-lara  su  maestro,  consta  que  Ale- 
mán, «a  civitate  hispalensis  orttis  et  orhindus»,  se 
graduó  de  bachiller  en  Artes  y  Filosofía  en  la 
Universidad  llamada  de  Maese  Eodrigo,  a  28  de 
junio  de  1564,  matriculándose  después  para  el 


12  CERVANTES 

primer  curso  de  Medicina,  que  oyó  desde  sep- 
tiembre del  mismo  año,  según  la  prueba  testifi- 
cal practicada  en  octubre  de  1665. 

Pero  en  aquel  tiempo  seguir  estudios  de  Fa- 
cultad y  no  pasar  algún  año  en  la  Universidad 
de  Salamanca  era  como  ir  a  Roma  y  no  ver  al 
Sumo  Pontífice.  Así,  y  bien  por  esto  solo,  o  por- 
que el  doctor  Hernando  Alemán  hubiese  estu- 
diado en  ella  y  le  tuviese  cariño,  en  la  ciudad 
del  Tormes  oyó  el  segundo  curso  de  Medicina 
nuestro  insigue  escritor,  de  lo  cual,  aunque  no 
se  hallasen  pruebas  en  el  archivo  de  aquella 
Universidad  gloriosa,  haylas  tan  fehacientes 
como  las  mejores  en  las  obras  de  Mateo  Alemán. 
«Yo  me  acuerdo — dice  en  su  Ortografía,  hablan- 
do de  la  naturaleza  de  la  F — haber  asistido  en 
las  escuelas  de  Salamanca  y  Alcalá  de  Henares 
algunos  años,  donde  cursé...»  Y  antes,  en  la 
parte  segunda  de  su  Giizmán,  encareciendo 
cómo  el  amor  pule  y  sutiliza  los  ingenios,  había 
referido,  con  la  abundancia  de  pormenores  pro- 
pia de  un  testigo  cercano,  el  gracioso  lance  de 
aquel  catedrático  de  prima,  de  Salamanca,  galán 
de  cierta  monja  muy  linda  y  discreta,  que,  como 
él,  en  plática  de  algún  enojo,  se  ufanase  de  ha- 
ber llegado  al  puesto  que  tenía,  no  por  sobornos 
ni  por  favores,  sino  por  sus  trabajos  y  continuos 
estudios  en  las  letras,  le  respondió  con  ira:  «Pues 


CERVANTES  13 

¿cómo,  traidor?  Y  ¿teníades  vos  entendimiento 
para  conseguirlas  en  tal  extremo,  ni  para  remen- 
daros un  zapato  viejo,  si  yo  no  hubiera  puesto 
el  caudal  con  daros  licencia  que  me  amárades?» 
Y  ¿quién  sabe  si  no  fué  en  Salamanca  donde 
Alemán,  recostado  alguna  mañana  de  primavera 
a  la  verde  orilla  del  manso  Tormes,  releyendo  y 
paladeando  por  centésima  vez  la  pintoresca  vida 
de  Lazarillo,  tuvo,  cual  por  asomo,  la  feliz  idea 
de  emular  a  su  desconocido  autor  escribiendo  el 
Guzmán  de  Alfarache? 

Con  todo  esto,  no  prosiguió  en  Salamanca  sus 
estudios,  y  para  el  curso  académico  siguiente 
asentó  su  matricula  en  Alcalá  de  Henares,  el  día 
24  de  octubre  de  1566.  De  su  dilatada  perma- 
nencia en  la  patria  de  Miguel  de  Cervantes;  de 
las  hambres  buidas  que  los  escolares  solian  pa- 
decer alegremente  bajo  la  odiosa  férula  de  los 
maestros  de  pupilos,  asi  en  los  días  de  carne 
como  en  los  de  pescado,  todos  de  disimulado 
ayuno  riguroso;  del  malísimo  gobierno  de  las 
amas,  si  es  que  los  estudiantes  caían  en  estas 
brasas  por  huir  de  aquella  sartén;  de  las  peli- 
grosas romerías  dominicales  a  Santa  María  del 
Val,  en  donde  el  Amor,  cuando  menos  percatado 
el  romero,  hacía  de  las  suyas,  tomando  por  sae- 
teras cualesquier  lindos  ojos  rasgados;  y,  tocan- 
do otros  registros,  de  tal  cual  donoso  h'.irto  es- 


1 4  CERVANTES 

tudiantil,  y  de  las  dañinas  ocurrencias  del  loco 
Frutilios,  de  todo  esto  trató  con  sumo  deleite 
Mateo  Alemán  en  la  más  popular  de  sus  obras, 
enumerando  y  enalteciendo  a  la  par  los  atracti- 
vos y  las  dulzuras  de  aquella  vida  incomparable, 
y  exclamando  con  cariñosa  vehemencia:  «¡Oh 
madre  Alcalá!  ¿Qué  diré  de  ti  que  satisfaga,  o 
cómo  para  no  agraviarte  callaré,  que  no  puedo?» 

En  lo  mejor  de  sus  estudios  y  en  lo  más  ale- 
gre de  sus  entretenimientos  estaba  nuestro  escof 
lar  cuando  improvisadamente  una  alarmadora 
noticia  le  amargó  todo  el  gusto.  El  doctor  Her- 
nando Alemán,  su  padre,  de  quien  el  día  31  de 
enero  de  1567  informaban  al  Cabildo  hispalense 
que  «curaba  bien  en  la  cárcel  y  visitaba  a  todos 
los  presos»,  había  enfermado  de  allí  a  poco,  de 
enfermedad  tal,  que  le  tenía  en  peligro  de  muer- 
te. Sabedor  de  esta  nueva  el  estudiante,  regresó 
muy  luego  a  Sevilla,  no  sin  dejar  probados  ante 
el  secretario  de  la  Universidad  los  cuatro  meses 
que  había  asistido  en  sus  aulas,  desde  el  día  de 
San  Lucas  del  año  anterior,  hasta  el  24  de  febre- 
ro, en  que  lo  probaba,  ni  sin  recoger  copia  certi- 
ficada de  tal  prueba,  por  si  no  volviese  a  Al- 
calá. 

Murió  el  Doctor  en  marzo  de  1567;  y,  a  lo  que 
locumbro,  dejó  pocos  bienes  de  fortuna,  que  hu 
bieron  de  parecer  todavía  más  escasos  cuando  se 


CERVANTES  15 

dividieron  entre  la  viuda  y  los  hijos;  después  de 
lo  cual,  y  pasado  el  rigor  del   estío,  Mateo  Ale- 
mán volvió   a  la  Universidad   complutense,  en 
donde,  acabado  de  oir  el  tercer  curso  de  Medici- 
na antes  del  día  de  San  Lucas,  se  matriculó  a  fin 
de  octubre  para  el  cuarto  y  postrero.  En  su  prue- 
ba, practicada  a  19  de  abril  de  1568,  se  le  llama 
licenciado,  así  como  en  una  subsiguiente,  en  que 
declaró  como  testigo,  firmando  al  pie:  «El  licen- 
ciado Mateo   Alemán.»    Es  peregrino  esto.   ¿En 
qué  facultad  podía  ser  licenciado,  en  el  acto  mis- 
mo de  probar  que  había  oído  el  cuarto  curso  de 
Medicina?  De  que  hubiese  estudiado  otra  facul- 
tad no  se  nada,  y  en  aquélla  ni  era  bachiller,  ni 
menos  había  hecho  los  ejercicios  indispensables 
para  la  licenciatura,  que  en  la  Uuiversidad  com- 
plutense se  llamaban  primero,  segundo  y  tercer 
actos  públicos,  la  alfonsina,  y  el  grado  propia- 
mente dicho.  Y  como  reparo  en  que,  vuelto  a  Se- 
villa, se  hizo  llamar  licenciado,  y  firmó  llamán- 
dose así  dos  muy  curiosas  escrituras  de  deber,  y 
en  que  después   de  este  tiempo  no  tornó  a  usar 
tal  título  en  otras  escrituras,   ni  lo   puso  en  nin- 
guna de  las  portadas  de  sus  obras,  y  es  de  notar, 
por  último,   que,  sobre  no  haber  ejercido  jamás 
esa  profesión,  dijo  mal  de  ella  algunas  veces,  sos- 
pecho que  emprendió  y  siguió  tales  estudios  só- 
lo por  filial  obediencia,  y  que,  muerto  su  padre, 


16  CERVANTES 

y  ya  libre  de  sujeción,  no  llegó  nunca  a  licen- 
ciarse. 

No  sin  buen  fandamento  acabo  de  calificar  de 
muy  curiosas  las  dos  escrituras  que  otorgó  Ale- 
naán  en  Sevilla  entrado  el  otoño  de  1568.  Por  la 
primera  de  ellas,  fechada  a  16  de  octubre,  él, 
con  licencia  de  su  madre  doña  Juana  de  Enero 
y  declarando  ser  mayor  de  veintiún  años  y  estar 
gobernando  su  persona  y  bienes  como  sujeto  li- 
bre, capaz  y  emancipado,  confesó  deber  a  Este- 
ban Grilo,  mercader  genovés,  37.500  maravedís 
que  éste  le  había  prestado,  y  se  obligó  a  pagár- 
selos, en  Sevilla  o  donde  le  fueran  pedidos,  al 
fin  del  año  siguiente,  so  pena  del  doblo.  En  la 
segunda  escritura,  otorgada  once  días  después  y 
que  fué  origen  de  mil  desdichas,  Alemán  como 
principal  obligado  y  doña  Juana  como  su  fiado- 
ra recibieron  en  depósito  del  capitán  Alonso 
Hernández  de  Ayala  210  ducados  de  oro,  para 
devolverlos  un  año  después;  pero  estipulando — 
copiaré  esto  ala  letra —  «que  si  en  el  tiempo 
del  dicho  año  del  dicho  plazo  yo  el  dicho 
licenciado  Matheo  Alemán  me  casare  con 
doña  Catalina  de  Espinosa,  hija  de  Virgilio 
de  Espinosa,  difunto,  con  quien  está  tratado 
y  concertado  el  dicho  casamiento,  luego  que 
hayamos  casado  ligítimamente,  según  orden 
de  la  Santa  Madre  Iglesia,   seamos   obligados  e 


CERVANTES  17 

nos  obligamos  que  yo  el  dicho  Matheo  Alemán 
y  la  dicha  doña  Catalina  de  Espinosa  que  ha  de 
ser  mi  mujer  vos  impondremos  e  venderemos 
tanta  cantidad  de  tributo  cuanto  montaren  los 
dichos  docientos  e  diez  ducados...,  el  cual  vos  im- 
pondremos al  redimir  e  quitar...  sobre  cual»s- 
quier  bienes  raíces,  juros  e  tributos  que  a  mi  el 
dicho  licenciado  Matheo  Alemán  me  dieren  e 
adjudicaren  en  dote  con  la  dicha  doña  Cata- 
lina...» 

Interesantísimo  es,  señores  académicos,  este 
documento  público,  y  eslo  todavía  más  por  lo 
que  calla  que  por  lo  que  dice. 

Probemos  a  interpretarlo,  con  el  auxilio  de 
otras  noticias.  Virgilio  de  Espinosa,  sevillano, 
que  de  su  matrimonio  con  doña  Mayor  de  Espi- 
nosa había  tenido  un  hijo  llamado  Diego,  ausen- 
te en  las  Indias  desde  el  año  de  1561,  tuvo  fue- 
ra de  aquella  unión  a  doña  Catalina.  Dejóle  al- 
gún caudal  y  la  encomendó,  o  la  encomendaron 
después,  al  capitán  Alonso  Hernández  de  Ayala, 
que,  por  lo  que  he  visto,  ocupaba  su  tiempo  y 
se  buscaba  la  vida  en  la  tutela  y  cúratela  de  al- 
gunos menores.  Pues  bien:  Mateo  Alemán,  que 
fué  un  poco  enamoradizo  aun  al  llegar  a  los  lin- 
deros de  la  vejez,  cuanto  y  más  acabados  de  pa- 
sar los  de  la  adolescencia,  hubo  de  agradarse  de 
la  hermosura  o  de  la  buena  gracia  de  doña  Ca- 


18  CERVANTES 

talina;  luego  que  ésta  le  correspondió,  malicias 
recién  llegadas  se  dieron  la  mano  con  inocencias 
que  estaban  a  punto  de  irse,  y,  como  «nunca  el 
diablo  hizo  empanada  de  que  no  quisiese  comer 
la  mejor  parte»,  cuando  nuestro  gentil  mancebo 
iba  a  dar  por  terminado  aquel  trato  amoroso, 
no  halló  los  fines  tan  llanos  como  había  encon- 
trado los  principios,  pues  saliendo  a  la  palestra 
el  capitán,  que  sería  hombre  de  decir  y  hacer, 
si  bueno  para  asentar  una  cuchillada,  mejor  to- 
davía para  pagar  un  escrito  de  querella  y  meter 
a  un  mozalbelte  en  la  cárcel,  anduvieron  a  mía 
sobre  tuya,  y  hubo  amagos  de  proceso,  y  súpli- 
cas y  llantos  de  doña  Juana,  y,  en  resolución, 
pactóse  que  el  santo  vínculo  del  matrimonio  pu- 
siese fia  a  tales  desabrimientos.  Con  esto  y  con 
todo,  para  más  bien  asegurar  el  efecto  de  lo  ca- 
pitulado, y  pues  Mateo  Alemán  tenía,  o  imagi- 
naba tener,  tales  o  cuales  asomaderos  para  bus- 
car fortuna,  y  de  probarla  por  ellos  dependía  la 
buena  posibilidad  de  efectuar  lo  convenido,  Her- 
nández de  Ayala,  de  acuerdo  con  la  viuda  del 
doctor  Alemán,  acudió  a  tal  menester,  claro  que 
con  dineros  de  su  protegida,  y  entregó  al  galán 
aquellos  negros  ducados  de  oro,  red  traicionera 
para  cazarlo  y  casarlo;  que  bien  podía  adivinar 
el  menos  zahori  que  el  travieso  mozo  los  gasta- 
ría bizarramente,  y  a  la  hora  del  pago  se  encon- 


19  CERVANTES 

traria  en  grave  apuro,  teniendo  que  escoger,  ve- 
lis  nolis,  entre  dos  prisiones  a  cuál  más  temi- 
das: los  hierros  de  la  cárcel  y  la  coyunda  ma- 
trimonial. 

Y  aconteció  lo  que  era  de  presumir:  que  nues- 
tro joven,  engreído  en  Sevilla  y  en  otras  partes, 
dejó  pasar  el  año  y  más  tiempo  sin  efectuar 
ninguna  de  las  cosas  a  que  alternativamente  se 
había  obligado;  que,  tras  cien  apremios  estériles, 
el  capitán  Hernández  Ayala,  en  junio  de  1571, 
entabló  su  reclamación  ante  el  doctor  Alonso 
Carriazo,  teniente  de  asistente  de  la  Ciudad,  y 
que  al  cabo,  Alemán  optó  por  el  matrimonio, 
a  lo  cual  puede  que  contribuyera  algo  la  ten- 
tadora mielecilla  de  la  dote. 

Mil  veces  se  arrepintió  después  de  no  ha- 
ber preferido  la  cárcel,  y  por  esta  herida  respi- 
raba aún  dolorosamente  pasados  treinta  y  tres 
años,  cuando  exclamó  en  su  San  Antonio  de  Pa- 
dua: 

«Oh  discreto  Licurgo,  y  qué  discreta  ley 
hiciste  cuando  mandaste  que  las  mujeres  no  lle- 
vasen dote,  con  que  las  dotaste  de  virtudes,  por- 
que sabían  ser  aquél  su  remedio  y  mayor  teso- 
ro, y  que  los  hombres  buscasen  su  inquietud 
con  honestas  y  humildes  compañeras!  Conociste 
ser  aquéllos  verdaderos  bienes,  y  los  otros  pin- 
tura o  sombra  dellos,  pues  no  hay  prosperidad 


20  CERVANTES 

en  dote  que  se  iguale  coa  la  vergüenza,  modes- 
tia, castidad  y  limpieza...» 

Casado  y  en  su  nueva  casa  de  la  collación  de 
San  Esteban,  calle  de  la  Calería  Vieja,  estaba 
Mateo  Alemán  (que  hasta  entonces,  desde  la 
muerte  del  doctor,  había  vivido  con  su  madre 
en  la  collación  de  la  Magdalena),  cuando,  media- 
do septiembre  de  1671,  lo  vemos  usar  de  un  po- 
der que  en  la  Corte  le  había  conferido  Melchor 
de  Herrera,  marqués  de  Valderagete,  del  Conse- 
jo de  Hacienda  de  S.  M.  y  su  Tesorero  General, 
para  que  recibiese  del  receptor  del  subsidio  de 
Sevilla  y  su  arzobispado  las  cantidades  de  dine- 
ro que  recaudara.  Muy  poco  después  de  aquel 
tiempo,  y  no  tres  años  antes,  debió  de  ser  nom- 
brado contador  de  resultas  en  la  Contaduría  Ma- 
yor de  Cuentas,   pues,   como   demostró  poco  ha 
el   muy  docto  hispanista  señor  Morel-Fatio,  el 
príncipe  de  la  Iglesia  a  quien  Alemán  se  refirió 
en  su  Ortografía  castellana  hubo  de  ser,  contra 
lo  que  imaginó  don  Martín  Fernández  de  Nava- 
rrete,  el  cardenal  Alessandrino,   que  estuvo  en 
la  corte   de  España  por  octubre  y  noviembre 
de  1571,  y  aun  algunos  días  de  enero  de  1572,  y 
no  el  legado   Acquaviva,   que  había  estado   en 
ella  a  fines  de  1568, 

Pero,  a  la  verdad,  y  constando  cual  consta,  por 
el  dicho  del  alférez  Luis  de  Valdós,  que  Mateo 


CERVANTES  21 

Alemán  sirvió  «casi  veinte  años,  los  mejores  de  su 
edad,  oficio  de  contador  de  resultas  de  su  Majestad 
el  rey  Felipe  II»,  no  acierto  a  explicarme  satis- 
factoriamente cómo,  a  lo  menos,  hasta  el  de  1582 
se  le  encuentra  domiciliado  en  Sevilla,  llamán- 
dose más  de  una  vez  vecino  de  esta  ciudad,  y 
ocupado  en  tareas  que,  por  lo  común,  no  se  com- 
padecían bien  con  el  oficio  de  contador.  Así,  en 
18  de  agosto  de  1573  hallólo  vendiendo  por 
precio  de  treinta  y  dos  ducados  una  su  esclava 
morisca  del  reino  de  Túnez,  llamada  Magdalena; 
y  en  enero  de  1576  encargábasele  por  seis  años 
de  cobrar  la  renta  de  las  sacas  de  lana  en  cuanto 
al  almojarifazgo  mayor  de  Sevilla,  por  poder  de 
Juan  Martínez  de  Asteiza;  y  en  1578  ocupábase 
en  redactar  la  regla  de  la  Cofradía  de  la  Santa 
Cruz  de  Jerusalón;  y  en  2  de  enero  de  1580  ma- 
triculábase para  oir  Leyes  en  la  famosa  Univer- 
sidad de  Maese  Rodrigo;  y  pocos  meses  des- 
pués, en  11  de  mayo,  asistía  con  el  docto  maes- 
tro Alvaro  Pizaño,  «uno  de  los  mejores  bonetes 
de  España»  en  frase  del  pintor  y  poeta  Francis- 
co Pacheco,  a  ver  graduarse  de  bachiller  en  Cá- 
nones al  presbítero  Luis  Grómez;  y  a  fines  de  oc- 
tubre... Pero  esto  de  fines  de  octubre  requiere 
más  prolija  relación. 

Obligaciones  pecuniarias  incumplidas,  o,  para 
decirlo  con  las  propias  palabras   de  Mateo  Ale- 


22  CERVANTES 

man,  «ciertas  contias  de  maravedís  que  me  pi- 
den y  demandan  diversas  personas»,  dieron  con 
él  en  la  Cárcel  Real  de  Sevilla  en   los  últimos 
días  de  octubre  de  1580.  Registraron  su  entrada 
en  el  libro  correspondiente;  y,  como  con  todos 
hacían,  pusiéronle  grillos  u  otras  prisiones  harto 
molestas,  al  solo  fin  de  que  por  él  prestaran  la 
fianza  que  llamaban  «de  cárcel  segura»   y  redi- 
mieran su  vejación  con  cualquier  media  docena 
de  escudos.  El  mismo  Alemán   encontraba  esto 
naturalisimo  en  su  Guzmdn  de  Alfarache:  «Ver- 
dad sea — escribía — que  quieren   comer    de    sus 
oficios,  como  cada  cual  del  suyo;  que  aquello  no 
se  lo  dan  de  gracioso,  y  harta  gracia  te  hacen  si 
redimes  tu  necesidad.»  No,   probablemente,  sin 
violentarse  algo,  porque   todo  lo   que   averigüé 
del   matrimonio   de  nuestro   escritor    induce    a 
pensar  que  no  había  amor  ninguno   entre   aque- 
llos cónyuges,  doña  Catalina  de  Espinosa,  pre- 
via la  licencia  marital  necesaria,   lo   fió   con  su 
persona  y  bienes  habidos  y  por  haber  «para  qui- 
tarle— dice  la  escritura — las  prisiones  en  que  le 
tenéis  e  dejarle  aadar  por  la  dicha  cárcel   libre- 
mente sin  ellas»,  obligándose  a  «que  el  dicho  mi 
marido  no  se  irá  ni  ausentará  ni  saldrá  de  la  di- 
cha cárcel  e  prisión  donde  está,  en  sus  pies,   ni 
en   ajenos,  ni  en  otra  manera  alguna,  aunque 
halle  las  puertas  de  la  dicha  cárcel  abiertas...»; 


CERVANTES 


23 


que  toda  cautela  y  esmerada  previsión  parecían 
pocas  a  los  alcaides  en  el  concertar  de  tales 
fianzas, 

Pero  de  bien  difícil  arreglo  hubieron  de  ser 
los  torcidos  negocios  que  a  tan  mal  paraje  ha- 
bían traído  al  malaventurado  Alemán,  pues  aún 
permanecía  en  la  cárcel  a  29  de  diciembre  de 
aquel  año,  día  en  que,  vuelto  a  cargar  de  pri- 
siones, o  por  parecer  poco  abonada  la  fiadora,  o 
por  haberse  agravado  con  nuevas   demandas  de 
otros  acreedores  las  responsabilidades  que  se  le 
exigían,  o,  en  fin,  por  ir  revistiendo  peor  carác- 
ter alguna  de  sus  deudas,  lo  fió  su  tío  Alonso 
Alemán,  expresando  «que  esta  escriptura  es  de- 
más y  aliende  de  otra  escriptura  que  doña  Cata- 
lina de  Espinosa  tiene  fecha  y   otorgada  en  fa- 
vor de  vos  el  dicho  alcaide» .  Entonces,  y  no  an- 
taño, en  sus  alegres  visitas  de  adolescente,  apren- 
dió Alemán  ser  la  cárcel   «un  paradero  de  ne- 
cios, escarmiento  forzoso,  arrepentimiento  tardo, 
prueba  de  amigos,  venganza  de  enemigos,  repú- 
blica confusa,  infierno  breve,  muerte  larga,  puer- 
to de  suspiros,  valle  de  lágrimas,  casa  de  locos, 
donde  cada  uno  grita  y  trata  de  sola  su  locura». 
Y  tan  adversa  debió  de  seguir  siéndole  la  suer- 
te, que  en  marzo  de  1582,  sin  duda  con  el  pro- 
pósito de  irse  a  las  Indias,    «refugio  y  amparo 
de  los  desesperados  de  España»,  como  dijo  Cer- 


24  CERVANTES 

vantes,  hizo  ante  la  justicia  de  Sevilla  la  infor- 
mación testifical  necesaria  para  llevarlo  a  efecto, 
lo  cual  no  acaeció  por  no  se  sabe  qué  dificulta- 
des. Alemán  (él  lo  dice  en  su  petición)  era  enton- 
ces de  edad  de  treinta  y  cuatro  años,  alto  de 
cuerpo,  la  nariz  larga,  barbitaheño  obscuro,  señas 
que  completan  las  que  ya  conocíamos  por  el  re- 
trato que  sacó  a  luz  en  entrambas  partes  de  su 
Guzmdn,  en  el  San  Antonio  y  en  la  Ortografía 
castellana. 

Ocupándose  en  la  gestión  de  asuntos  ajenos 
(pues  ni  con  los  propios,  que  no  los  tenia  o  los 
tenía  apenas,  ni  con  las  rentas  del  corto  caudal 
de  su  mujer,  si  es  que  de  ellas  disponía,  lograba 
subvenir  a  sus  necesidades)  pasó  Mateo  Alemán 
aquellos  años,  sin  abandonar  el  cultivo  de  las  le- 
tras, en  las  cuales  hallaba  consejo  para  las  du- 
das, consuelo  para  las  tristezas  y  amable  y  pia- 
dosa compañía  para  el  abandono  en  que  el  mun- 
do deja  a  los  pobres.  Pero  como  en  los  libros 
está  el  consejo  y  no  el  remedio,  a  Madrid  tornó- 
se a  buscarlo  nuestro  insigne  prosista,  y  grato 
es  reconocer  que  de  esta  hecha  logró  algunos  fa- 
vores de  la  caprichosa  fortuna,  diosa  o  lo  que 
fuere,  que  «si  es  buena,  es  madrastra  de  toda 
virtud;  si  mala,  madre  de  todo  vicio;  y  al  que 
más  favorece,  para  mayor  trabajo  le  guarda». 

Entonces,  y  no  antes,  encuentro  a  Alemán  lia- 


CERVANTES  25 

mandóse  contador  de  resultas,  por  donde  vengo 
a  sospechar  si  acaso  comenzaría  a  serlo  en  este 
tiempo  y  si  el  remitir  el  desempeño  de  este  car- 
go en  su  Ortografía  castellana  a  otra  sazón  más 
remota  se  debería  quizá  a  confusión  que,  tras- 
cordado, hiciera  entre  tal  empleo  y  otro  pareci- 
do. Y  entonces,  por  octubre  de  1586,  compró  al 
licenciado  Barrionuevo  de  Peralta  un  solar  en  la 
calle  del  Río,  lindante  con  el  monasterio  que  es- 
taba labrando  doña  María  de  Aragón  (el  ámbito 
que  hoy  ocupa  el  edificio  del  Senado),  en  el  cual 
sitio  edificó  una  casa  para  su  morada;  y,  ocupán- 
dose en  muy  diversos  negocios,  propios  y  ajenos, 
como  singularmente  ágil  y  expeditivo,  ya  acu- 
día a  las  subastas  de  inmuebles,  por  comisión  de 
otras  personas,  buscando  prima  en  la  retirada  o 
en  la  cesión  de  los  remates,  o  ya,  por  interés  de 
los  derechos  de  administración,  procurábase  y 
aceptaba  tutelas  y  cúratelas  de  menores,  oficios 
algo  peligrosos,  ciertamente,  en  cuanto  a  lo  tem- 
poral, y  aun  puede  que  en  cuanto  a  lo  eterno, 
pero  de  los  cuales  no  sabía  prescindir  quien,  ha- 
llando corto  su  salario  de  contador,  no  tenía  pin- 
gües rentas  ni  palaciegos  gajes  que  añadirle. 

A  las  veces  Alemán  salía  de  Madrid  a  desem- 
peñar comisiones  propias  de  su  oficio,  y  de  una 
de  ellas  nos  dejó  memoria  en  el  San  Antonio  de 
Padua,  al  referir  que  en  Cartagena,  por  enero  de 


26  CERVANTES 

1691,  después  de  visitar  cierto  navio  flamenco, 
y  como  éste  hiciera  salva  con  una  pieza  de  arti- 
llería, uno  de  los  tacos  dio  a  Alemán  en  la  cabe- 
za, de  que  pudo  bien  matarlo,  y  ningún  daño  le 
hizo,  caso  que  se  tuvo,  y  tuvo  él,  por  milagroso. 
Y  en  Sevilla  permaneció  algún  tiempo  en  el  año 
siguiente,  pues  lo  prueba  una  escritura  de  13  de 
abril  de  1592  en  que,  llamándose  contador  de 
S.  M.,  revocó  ciertos  poderes  conferidos  desde 
la  Corte  a  su  hermano  Juan  Agastin,  para  here- 
dar, entre  otras  cosas.  De  esto  se  colige  que  ha- 
bría muerto  recientemente  doña  Juana  su  ma- 
dre, cuyas  noticias  menos  remotas  son  de  1583, 
año  en  que,  por  diciembre,  apoderó  al  dicho 
Juan  Agustín  para  que  tomase  posesión  de  unas 
casas  de  la  calle  de  la  Sierpe  que  habían  estado 
en  pleito:  probablemente  las  mismas  en  que  Ma- 
teo Alemán  pasó  su  edad  infantil. 

Otras  noticias  nos  han  quedado  de  la  estancia 
de  Alemán  en  la  corte,  debidas,  como  algunas  de 
las  ya  citadas,  a  recientes  hallazgos  del  expertí- 
simo bibliógrafo  don  Cristóbal  Pérez  Pastor.  Por 
ellos  se  sabe  que  en  junio  de  1594  don  Francis- 
co Valles,  prior  del  Sar  y  estante  en  Madrid, 
hijo  de  Valles,  el  divino,  se  obligó  a  pagar  a  Ale- 
mán 1.100  reales  castellanos,  precio  de  unos  ob- 
jetos de  plata,  contrato  de  venta  que  acaso  en- 
cubría en  realidad  un  oneroso  préstamo;  que  en 


CERVANTES  27 

abril  de  1595  otorgó  cierto  poder  para  pleitos; 
que  por  los  años  de  1598  y  1599  tomó  parte  por 
otros  en  varias  subastas  sobre  aprovechamiento 
de  unas  dehesas...  Mas  llegados  a  este  tiempo, 
cosa  mucho  más  interesante  solicita  nuestra 
atención. 

Exprimiendo  el  casi  siempre  amargo  jugo  de 
toda  su  larga  experiencia  de  la  vida,  mezclándo- 
lo, por  endulzarlo  un  poco,  con  mucha  sólida 
doctrina  «de  doctos  varones  y  santos»,  y  rebo- 
zando esta  mezcla,  para  hacerla  agradable  a  todo 
paladar,  con  lo  bien  dispuesto  y  entretenido  de 
la  fábula  y  lo  agradable  del  estilo,  Mateo  Ale- 
mán, atento  a  imitar  El  Lazarillo  de  Tormes, 
claro  que  para  aventajársele  a  ser  posible,,  había 
ideado  su  Guzmán  de  Alfarache  y  compuesto  la 
primera  parte  de  él.  Y,  ciertamente,  como  dijo 
Luis  de  Valdés  en  su  elogio  de  la  segunda,  de- 
bajo de  nombre  profano  escribía  Alemán  tan  di- 
vino, «que  puede  servir  a  los  malos  de  freno,  a 
los  buenos  de  espuelas,  a  los  doctos  de  estudio, 
a  los  que  no  lo  son  de  entretenimiento,  y,  en 
general,  es  una  escuela  de  fina  Política,  Etica  y 
Económica,  gustosa  y  clara,  para  que,  como  tal 
apetecida,  la  busquen  y  lean».  Esta  primera  par- 
te había  quedado  terminada  en  1597,  pues  su 
aprobación  es  de  13  de  enero  de  1598,  si  bien  el 
autor  no  obtuvo  el  privilegio  hasta  el  16  de  fe- 


28  CERVANTES 

brero  de  1599,  año  en  que  salió  a  luz,  en  Madrid, 
de  la  imprenta  del  licenciado  Várez  de  Castro, 
con  este  titulo:  Primera  parte  de  Guzmán  de 
Alfarache.  Muerto  Felipe  II  el  día  12  de  sep- 
tiembre de  1598,  Alemán  retocó  la  portada,  lla- 
mándose en  ella  «criado  del  rey  Don  Felipe  III», 
y  aun  en  el  texto  de  la  novela  parece  que  intro- 
dujo una  ligera  variación  alusiva  al  reciente  ca- 
samiento del  nuevo  Monarca. 

No  creo  que  haya  memoria  en  nuestra  patria 
de  libro  que  en  el  año  de  su  publicación  y  en  el 
siguiente  inmediato  se  reimprimiera  tantas  ve- 
ces. En  1599,  además  de  la  edición  principe,  sa- 
lieron a  luz  dos  en  Barcelona  y  una  en  Zarago- 
za; y  en  1600  no  menos  de  siete,  dos  de  ellas  en 
Madrid,  y  las  demás,  respectivamente,  en  Bar- 
celona, París,  Bruselas,  Coimbra  y  Lisboa.  Y  es 
pormenor  curioso  aquel  a  que  se  refirió  Alemán 
en  la  segunda  parte  de  esta  obra,  al  tratar  de 
cómo  los  apodos  o  motes  suelen  arraigar  hasta 
la  quinta  generación  en  las  familias,  y  aun  ser 
blasón  de  quienes  descienden  de  aquellos  que 
los  tuvieron  por  afrenta.  «Esto  mismo — dice — 
le  sucedió  a  este  mi  pobre  libro,  que  habiéndolo 
intitulado  Atalaya  de  la  vida  humana,  dieron  en 
llamarle  Picaro,  y  no  se  conoce  ya  por  otro  nom- 
bre.» Trascordábase  Mateo  Alemán  en  cuanto  a 
lo  primero,  pues  no  llamó  Atalaya  de  la  vida 


CERVANTES  29 

humana  sino  a  la  parte  segunda  de  su  novela; 
pero  en  lo  otro  decía  fielmente  lo  sucedido:  que 
no  bien  salieron  a  correr  mundo  los  ejemplares 
de  la  primera  edición,  el  Picaro  llamaron  al  pro- 
tagonista y  al  libro  cuantos  saborearon  la  delei- 
table historia,  y,  tomándolo  del  vulgo  y  no  de  la 
portada  de  la  edición  principe.  Primera  parte  de 
la  vida  del  picaro  Guzmán  de  Alfarache  <e  inti- 
tuló esta  obra  en  las  dos  ediciones  barcelonesas 
de  1599,  y  en  algunas  de  1600,  verbigracia,  la 
de  Bruselas. 

Asi,  y  pues  a  pesar  de  las  reiteradas  prohibi- 
ciones de  llevar  a  las  Indias  «libros  de  romance 
que  traten  de  materias  profanas  y  fabulosas  e 
historias  fingidas»,  los  remitíamos  allá,  a  lo  me- 
nos desde  1580,  sin  dificultad  ni  tropiezo,  y  aun 
a  vista  y  con  el  beneplácito  del  Tribunal  de  la 
Inquisición,  así,  iba  a  deciros,  en  el  Archivo  Ge- 
neral de  Indias  hallé  a  poco  trabajo,  hojeando 
con  mediana  atención  los  registros  de  ida  de 
naos  de  1600,  noticia  de  algunos  ejemplares  de 
El  Picaro,  sin  más  larga  indicación,  y  aun  tal 
cual  vez  sin  el  artículo,  despachados  para  la 
Nueva  España  en  la  buena  compañía  de  seis 
resmas  de  coplas  y  del  Laheñnto,  la  Tebaida  y 
el  Filocopio  de  Bocaccio,  en  toscano  los  tres.  Y 
en  el  registro  de  otra  nao,  compartiendo  las  ca- 
jas con  muchedumbre  de  libros  y  con  veintidós 


30  CERVANTES 

mauos  de  coplas,  doscientos  cuarenta  y  ocho 
Catones,  doscientos  cincuenta  San  Alejos,  veinte 
resmas  de  Fierres  y  Magalona  y  treinta  de  Oli- 
veros de  Castilla,  pliegos  de  cordel  con  que  inun- 
dábamos el  Nuevo  Mundo  después  de  haber 
inundado  el  viejo,  al  pie  de  cuarenta  ejemplares 
de  la  famosa  novela  de  nuestro  Alemán,  mencio- 
nada así  comúnmente:  Guzmdn  de  Álfarache, 
llamado  el  Fícaro. 

No  se  imagine,  empero,  que  las  ediciones  men- 
cionadas y  otras  muchas  (de  más  de  veintiséis 
tenía  noticia  Valdés  antes  del  año  1604)  sacasen 
de  apuros  a  Alemán.  A  hurto  suyo  se  habían  he- 
cho casi  todas,  y  «llegó  a  quedar  de  tal  manera 
pobre  —  según  el  mismo  Valdés  —  que,  no  pu- 
diendo  continuar  sus  servicios  de  contador  con 
tanta  necesidad,  se  retrujo  a  menos  ostentación 
y  obligaciones»  .  Entonces  acudió  a  los  más  one- 
rosos j>réstamos  y  a  la  destructora  mohatra,  com- 
prando, por  ejemplo,  a  un  Miguel  López,  en  3 
de  febrero  de  1601  y  por  precio  de  3.006  reales, 
ciertas  mercaderías  de  oro  y  seda,  para  pagarlas 
al  cabo  de  cinco  meses,  prendas  que,  sin  to- 
carlas su  mano,  tornaría  a  vender  incontinenti 
por  la  mitad  de  aquel  dinero,  al  mismo  sujeto  a 
quien  las  había  comprado,  o  a  persona  muy  su 
allegada.  Y  tres  meses  después  vémosle  debien- 
do al  doctor  Cristóbal  Pérez  de  Herrera,  famoso 


CERVANTES 


31 


protector  de  los  verdaderos  pobres,  los  corridos 
de  cierto  tributo  y  2.450  reales  de  los  alquileres 
de  unas  casas  en  la  calle  de  Preciados,  junto  al 
Postigo  de  San  Martin.  Y  mientras  en  toda  Eu- 
ropa se  leia  y  releía  con  deleite  aquel  libro  ad- 
mirable en  que  lo  útil  y  lo  dulce,  conforme  al 
precepto  de  Horacio,  estaban  mezclados  ha- 
bilísimente,  y  se  aplaudía  a  su  autor,  «no  me- 
nos en  España,  donde  no  es  pequeña  maravi- 
lla consentir  profeta  de  su  nación,  mas  en  toda 
Italia,  Francia,  Flandes  y  Alemania»,  y  solía  lla- 
mársele el  español  divino,  y  un  religioso  de  la  Or- 
den de  San  Agustín,  tan  discreto  como  docto, 
sustentaba  en  la  renombrada  Universidad  sal- 
mantina, en  un  acto  público,  «no  haber  salido  a 
luz  libro  profano  de  mayor  provecho  y  gusto 
hasta  entonces»;  mientras  sucedía  todo  esto,  Ma- 
teo Alemán,  por  negra  burla  de  la  suerte,  miraba 
su  no  alcanzado  pan  convertido  en  infructífero 
laurel,  tal  como  en  la  fábula  mitológica  vio  Apo- 
lo a  la  hermosa  Dafne,  cuando  más  ahincada- 
mente y  más  de  cerca  la  perseguía.  Y  era  que,  a 
vuelta  de  sus  defectos  y  de  sus  virtudes,  Ale- 
mán tenia  una  gentileza  que  rara  vez  los  pode- 
rosos perdonaron:  no  sabía  adular.  «Y  podremos 
decir  del  —  escribía  su  mencionado  encomiasta 
— no  haber  soldado  más  pobre,  ni  ánimo  más  ri- 
co, ni  vida  más  inquieta  con  trabajos  que  la  su- 


32  CERVANTES 

ya,  por  haber  estimado  en  más  filosofar  pobre- 
mente que  interesar  adulando.» 

Deseugañado  y  triste,  mas  no  por  eso  perdido 
el  ánimo  ni  desfallecida  la  voluntad,  Mateo  Ale- 
mán dejó  la  corte  y  se  volvió  a  la  ciudad  del 
Betis  a  fines  de  1601.  No  sé  si  habia  tenido  en 
Madrid  a  su  mujer  alguna  parte  del  largo  tiem- 
po que  allí  permaneció;  pero  si,  a  lo  menos,  que 
a  su  retorno  a  Sevilla  vivieron  convencionalmen- 
te  apartados,  y  que  ella,  con  poder  marital  admi- 
nistraba los  bienes  de  su  dote,  entre  los  cuales 
era  lo  más  granado  la  casa,  que  ya  conocemos 
de  la  Caleria  de  San  Esteban.  Sospecho  que  Ale- 
mán, al  regresar  por  este  tiempo  a  la  metrópoli 
de  Andalucía,  vivió  primeramente  en  una  casa 
pequeña  que  poseía  en  la  calle  del  Horno  Que- 
mado, collación  de  San  Lorenzo,  habitación  tan 
humilde,  que  en  5  de  agosto  de  1602,  y  ya  mo- 
rando en  otra  de  la  calle  de  Redes,  que  con  una 
lindera,  más  pequeña,  había  recibido  en  traspaso 
por  dos  vidas,  la  arrendó  en  dos  ducados  cada 
mes. 

Importa  no  omitir  que  para  el  arreglo  inte- 
rior de  su  morada  tomó  un  ama  de  gobierno  al- 
go entrada  en  años,  ágil  y  nada  lerda.  Llamába- 
se doña  Gregoria  Volante,  con  su  don  espolvo- 
reado por  encima;  que  ya  al  comenzar  el  siglo 
XVII  era,  en  especial  para  las  mujeres,  caso  muy 


CERVANTES  33 

de  menos  valer  el  no  tenerlo,  aunque  hubiesen 
de  arrancarlo  de  su  propio  donaire. 

En  los  últimos  meses  del  mismo  año  de  1602 
tuvo  incremento  aquella  como  familia  de  aluvión 
que  nuestro  novelista  había  empezado  a  formar 
frisando  ya  con  los  cincuenta  y  cinco.  El  diablo, 
que  no  duerme  y  que,  por  malos  de  los  pecados 
de  Alemán,  nunca  anduvo  muy  lejos  de  él,  le  ha- 
bía hecho  conocer  a  una  doña  Francisca  Calde- 
rón, soltera,  cuya  edad  pasaba  de  cinco  lustros  y 
algunas  de  cuyas  señas  sin  fantasear  nada  pue- 
den decirse:  era  de  color  trigueño  y  debía  de 
agraciarla  mucho  un  lunar  que  tenía  debajo  de 
la  oreja  izquierda. 

Ofreciósele  a  esta  doña  Francisca  necesidad 
de  promover  cierto  pleitillo  ante  el  licenciado 
Flores,  teniente  de  asistente,  sobre  ser  de  su 
pertenencia  una  esclavita  de  ocho  años  llamada 
Petronila,  y  como,  en  solicitud  de  consejo  o  de 
gestiones,  acudiese  a  Mateo  Alemán,  quien,  ob- 
tenido lo  que  se  demandaba,  fué  testigo  con  doña 
Gregoria  de  la  entrega  de  la  muchacha  y  del 
conocimiento  de  doña  Francisca,  el  trato  se  hizo 
más  íntimo  desde  entonces,  y,  pasado  un  mes, 
ésta  dio  poder  a  Alemán  para  que  administrase 
sus  escasos  bienes.  Cierto  que  todo  ello  pudo 
bien  deberse  a  que  por  este  tiempo  estuviera 
ausente  de  Sevilla  su  hermano  fray  Francisco 


34  CERVANTES 

Calderón,  conventual  del  monasterio  de  la  Vic- 
toria, en  Triana,  de  la  Orden  de  los  mínimos  de 
San  Francisco,  y  en  quien  por  octubre  de  1603 
sustituyó  Alemán  el  poder  mencionado;  mas  ni 
por  aqui  se  puede  dar  color  de  inocentes  a  estas 
relaciones,  porque  es  verdad  asimismo  que,  con- 
tribuyendo o  no  a  tal  determinación  la  amistad 
que  de  antiguo  tuviese  con  doña  Gregoria,  de 
allí  a  poco  doña  Francisca,  y  hasta  otra  su  her- 
mana llamada  doña  María  Calderón,  vivieron 
familiarmente  en  compañía  de  Alemán,  y  aun 
aquélla,  como  veremos,  le  acompañó  en  su  vía- 
le a  las  Indias. 

Nuestro  ínclito  escritor  había  dedicado  a  don 
Francisco  de  Rojas,  marqués  de  Poza,  la  prime- 
ra parte  de  su  novela,  y  a  don  Diego  Fernández 
de  Córdoba,  duque  de  Cardona  y  Segorbe  y  mar- 
qués de  Comares,  la  traducción  en  verso  de  dos 
Odas  de  Horacio,  publicada  probablemente  algu- 
nos años  atrás.  A  otros  sujetos  encopetados  de- 
dicó después  sus  demás  obras;  pero,  aunque  al- 
gunos favores  llegase  a  deberles,  no  ha  de  bus- 
carse entre  todos  ellos  a  su  verdadero  protector; 
que,  salvo  excepciones  muy  contadas,  y  por  eso 
mismo  loabilísimas,  son  personas  de  posición  so- 
cial más  humilde  las  que  acorren  a  los  ingenios 
menesterosos,  y  les  dan  la  mano  para  que  no  cai- 
gan, y  los  levantan  si  cayeron.  Más  hizo  en  fa- 


CERVANTES  35 

vor  de  Miguel  de  Cervantes,  dándole  posada, 
prestándole  dineros  y  fiándolo  cuando  fué  me- 
nester, el  ex  comediante  y  mesonero  Tomás  Gu- 
tiérrez que  el  procer  a  quien  dedicó  la  primera 
parte  de  su  inmortal  novela,  aunque  el  pompo- 
so nombre  de  este  quídam  haya  lucido  en  todos 
los  ejemplares  de  todas  las  ediciones  de  ella,  o 
séase  en  centenas  de  millares  de  volúmenes,  y  la 
memoria  del  buen  Grutiérrez,  en  cambio,  haya 
estado  perdida  tres  siglos  entre  las  polvorientas 
hojas  de  los  protocolos  sevillanos,  hasta  que  una 
voluntad  amiga  la  ha  sacado  a  la  luz  del  sol. 

Pues  así  mismo,  otro  que  no  el  Marqués  de 
Poza,  y  otro  que  no  el  Duque  de  Segorbe,  fué  el 
protector  y,  vamos  al  decir,  el  paño  de  lágrimas 
de  Mateo  Alemán  en  los  años  a  que  me  voy  re- 
firiendo. Veámoslo.  Por  los  de  1540,  o  poco  des- 
pués, Lorenzo  del  Rosso,  florentín,  había  veni- 
do de  su  patria  a  Sevilla,  como  tantos  otros  ex- 
tranjeros, en  busca  de  fortuna.  Hallólo  en  1551 
interviniendo  en  los  negocios  de  Jácome  Botti, 
con  poder  de  este  opulento  comerciante,  tam- 
bién florentín,  y,  algo  más  tarde,  entendiendo 
en  sus  propios  asuntos.  En  esta  sazón  hubo  de 
contraer  matrimonio  con  doña  Agustina  de  Ene- 
ro, tía  de  Mateo  Alemán,  hermana  de  su  madre, 
y  de  tal  enlace  tuvieron  dos  hijos:  Juan  Bautis- 
ta y  Leonor  del  Rosso.  Muerto  Lorenzo,  aquél, 


36  CERVANTES 

que  se  había  adiestrado  en  los  negocios,  no  sólo 
&a  su  casa,  sino  también  en  la  del  rico  mercader 
Nerozo  del  Ñero,  florentino  igualmente,  quedó 
en  po?esión  de  un  más  que  mediano  caudal  y 
con  buena  aptitud  para  acrecentarlo.  De  su  pa- 
dre había  heredado,  entre  otros  bienes  raíces, 
dos  hermosas  huertas,  extramuros  de  Sevilla, 
junto  al  monasterio  de  la  Trinidad,  que  aún  per- 
duran con  sus  antiguos  nombres:  la  de  las  Mo- 
reras y  la  de  Valsóla.  Este  Juan  Bautista  del 
Rosso,  primo  hermano  de  Mateo  Alemán,  y  a 
quien,  al  entrar  el  siglo  xvii  supongo  frisando 
con  los  ocho  lustros,  fué  el  generoso  protector 
del  tan  infortunado  como  célebre  novelista.  Ya, 
por  consiguiente,  apenas  daremos  un  paso  sin 
encontrar  junto  a  Alemán,  siempre  liberal  y  be- 
néfica, la  mano  de  su  deudo. 

Tal  nos  la  hace  ver  una  curiosa  escritura  por 
aquél  otorgada  a  5  de  agosto  de  1602,  y  en  al 
cual,  por  cuanto  Alemán  tenía  privilegio  del  Rey 
para  imprimir  en  sus  reinos  por  tiempo  de  seis 
años  «un  libro  intitulado  Ouzmán  de  Alfarache, 
que  por  otro  nombre  se  llama  El  Picaro  cortesa- 
no, dio  poder  a  Rosso — dice — -«para  que  a  su 
costa  e  por  su  cuenta  pueda  imprimir  e  imprima 
en  esta  ciudad,  e  no  fuera  della,  hasta  cantidad 
de  mil  y  sietecientos  e  cincuenta  cuerpos  del  di- 
cho libro,  en  letra  parangona  o  texto  y  de  cuar- 


CERVANTES  37 

to  de  pliego  cada  uno,  e  no  de  otra  manera...,  e 
pueda  assi  mismo  vender  e  venda  los  dichos  li- 
bros en  la  parte  e  lugar  que  le  pareciere...,  y 
todo  el  aprovechamiento  lo  tome  e  reciba  en  si 
en  cualquier  cantidad  que  sea;  que  yo  se  lo  re- 
nuncio e  traspaso,  por  el  trabajo  que  el  susodi- 
cho ha  de  tener  e  porque  le  hago  gracia  e  dona- 
ción dello...,  por  ser,  como  es,  mi  primo,  e  por 
el  muncho  amor  e  voluntad  que  le  tengo...»  Y 
apenas  pasado  un  mes,  prestábale  Rosso  400  du- 
cados. 

La  primera  de  estas  dos  escrituras  es  intere- 
sante en  extremo,  porque  se  refiere  a  la  única 
edición  sevillana  antigua  del  Guzmán,  impresión 
cuyos  ejemplares  son  de  tal  rareza,  que  de  ellos 
se  habla,  como  del  fénix,  de  referencia  tan  sólo. 
Silva  se  limitó  a  decir  que  «Quaritch,  en  su  Ca- 
tálogo de  1864,  trae  una  edición  de  Sevilla, 
1602,  4.°»;  el  doctor  De  Haan,  ilustre  profesor 
de  la  Universidad  de  Baltimore,  se  ha  limitado 
a  remitirse  a  esta  cita,  y  Rosenthal  tuvo  un 
ejemplar,  no  sé  si  aquél  mismo,  y  lo  anunció 
como  de  «edición  de  extremada  rareza,  no  cita- 
da», en  el  Catálago  VII  de  su  Boletín.  Y  ¿qué 
mucho,  cuando  don  Nicolás  Antonio,  padre  de  los 
estudios  bibliográficos  en  España,  no  tuvo  noti- 
cia de  esta  impresión,  con  ser  sevillano  y  haber 
vivido  en  el  siglo  xvii  ?Yo  he  logrado  la  suerte 


38  CERVANTES 

de  ver  un  ejemplar:  tiénelo  en  su  rica  biblioteca 
hispalense  el  Sr.  Duque  de  T'Serclaes  de  Tilly. 
Pero  ¿qué  se  hizo  de  esta  edición,  que  asi  esca- 
sean sus  copias,  ya  no  conocidas  en  Sevilla  al 
mediar  el  siglo  en  que  salió  a  luz?  Pronto  habrá 
ocasión  de  responder,  siquiera  conjeturalmente, 
a  esta  pregunta. 

Poco  dura  la  alegría  en  la  casa  del  pobre,  y 
dos  nuevas  desdichas  vinieron  sobre  Mateo  Ale- 
mán en  el  mismo  año  de  1602.   Consistió  la  una 
en  que  cierto  abogado  valenciano,   Juau  Martí, 
con  noticia,   quizá  no  inmediata,   de  la  segunda 
parte  del   Guzmán,   que  ya  su  autor  había  com- 
puesto y  leídola  a  tal  cual   amigo,   la  plagió   y 
recompuso  le  menos  mal  que  el  diablo  le  dio  a 
entender,  y  la  sacó  a  luz  en  su  patria,   bajo   el 
seudónimo  de  Mateo   Lujan  de  Sayavedra.   Así 
dijo  Alemán  después,  ya  reescrita  su   segunda 
parte:  «Me  aconteció  lo  que  a  los  perezosos:  ha- 
cer la  cosa  dos  veces;  pues  por  haber  sido  pródi- 
go,  comunicando  mis  papeles  y  pensamientos, 
me  los  cogieron  al  vuelo,   de  que  viéndome,    si 
decirse  puede,  robado  y  defraudado,  fué  necesa- 
rio volver  de  nuevo  al  trabajo,  buscando  caudal 
con  que  pagar  la  deuda,   desempeñando   mi  pa- 
labra.  Con  esto,  me  ha  sido  forzoso  apartarme 
lo  más  posible  de  lo  que  antes  tenía  escrito.» 
Peor  cariz,   aunque  mejor  resultado,   ofreció 


CERVANTES  39 

estotra  desdicha:    Alemán  tenía   pendiente  de 
pago  la  obligación  contraída  en  Madrid,  por  fe- 
brero de  1601,  a  favor  de  Miguel  López,  y,  como 
a  su  vencimiento  la  hubiese  solventado  el  fiador 
Pedro  de  Baeza,  éste,   con  su  carta  de  lasto,  pi- 
dió ejecución  contra  el  deudor  principal  ante  el 
licenciado  Uribe,  teniente  del  corregidor  de  Ma- 
drid,  y,  despachada  requisitoria  en  15  de  junio 
de  3602,  fué  con  ella  a  Sevilla  Francisco  Demar 
hacia  mediados  de  diciembre  e  hizo  prender  en 
la  Cárcel  Real  al   ejecutado,  que  también,   a  lo 
que  parece,   había   sufrido   alguna  prisión  por 
cualquier  trabacuenta  de  su  contaduría.   Proba- 
blemente por  aquellos  mismos  días  estaba  preso 
allí  Miguel  de  Cervantes,  y  a  fe,  señores  acadé- 
micos, que  deploro  no  ser  ésta  oportuna  ocasión 
para  empezar  a  esclarecer  punto  tan  brumoso,  y 
tan   interesante   a  la  vez,   como  el  de  la  nada 
amorosa  voluntad  que  se  tuvieron  aquellos  dos 
ingenios  peregrinos,  y  que  se  trasluce,  no  menos 
que  en  algunos  lugares  del  Quijote,  ya  indicados 
por  Clemencín,   en  varios  otros  del  Guzmán  de 
Alfarache,  por  nadie  notados  hasta  ahora.  ¡Para 
que  fuese  auténtica  aquella   amistosísima  carta 
de  Alemán  a  Cervantes,   mal  urdida  por  el  ver- 
dadero autor  de  El  BuscMpié! 

En  aquellos  días  debió  de  hallarse  ausente  de 
la  metrópoli  andaluza  Juan  Bautista  del  Rosso, 


40  CERVANTES 

cuando  no  se  dio  prisa  a  sacar  de  la  prisión  a  su 
deudo,  negóse  a  efectuarlo  doña  Catalina  de 
Espinosa,  por  lo  cual,  airado  Alemán,  en  10  de 
enero  de  1603  le  revocó  los  poderes  con  que  co- 
braba las  rentas  de  su  casa  de  la  Calería,  y  que- 
dó el  infeliz  abandonado  de  cuantos  pudieran 
favorecerle.  Entonces,  y  acaso  a  la  par  que  Cer- 
vantes escribía  su  incomparable  novela  allí 
«donde  toda  incomodidad  tiene  su  asiento  y 
donde  todo  triste  ruido  hace  su  habitación», 
Alemán,  que,  en  cumplimiento  de  un  voto,  com- 
ponía el  libro  que  había  de  intitular  San  Anto- 
nio de  Fadua,  acumulaba  en  su  corazón  aquella 
angustiosa  amargura  que,  al  tratar  de  una  pri- 
sión sufrida  por  el  padre  del  Santo,  le  hizo 
proferir  estas  palabras:  «Quien  careció  de  mise- 
rias, de  afligida  prisión  o  injusta,  desesperada 
hambre  o  afrentosa  desnudez,  parecerále  traba- 
joso de  sufrir  el  dolor  de  un  mal  paso;  mas 
mucho  mayor  se  le  hace  al  que  pasó  por  ello 
y  se  vio  algún  tiempo  solo  y  preso,  desnu- 
do y  pobre,  necesitado  y  hambriento.  Bendito 
sea  el  Hijo  de  Dios,  que,  aunque  como  Dios 
nuestro  Señor  tuvo  entera  noticia  de  nuestros 
trabajos  y  desventuras,  no  las  había  padecido 
hasta  que  se  vio  entre  los  hombres  hombre: 
y  entonces  praticó  por  experiencia  nuestra  do- 
lencia; lo  que  aflige  una  necesidad,  lo  que   ator. 


CERVANTES  41 

menta  una  ingratitud,  lo  que  irrita  una  soberbia, 
lo  que  martiriza  un  agravio,  lo  que  padece  un 
justo  perseguido  y  un  solo  desfavorecido...»  Al 
cabo,  en  25  del  propio  mes,  Juan  Bautista  del 
Rosso,  ya  de  regreso  en  Sevilla,  pagó  a  Demar 
el  capital  debido  y  las  costas  judiciales,  cedién- 
dole en  casi  total  pago  del  adeudo  «quinientos 
libros  intitulados  Guzmán  de  Alfarache,  por  otro 
nombre  el  PícaroT^,  claro  que  de  la  edición  sevi- 
llana, en  precio  de  doscientos  diez  maravedís 
cada  uno,  y  quedando  a  deber  Alemán  al  agen- 
te del  acreedor  quinientos  reales,  importe  de  su 
costa  y  de  sus  salarios. 

Es  de  presumir  que  Demar  negociaría  la 
venta  de  estos  libros  con  algún  librero  sevillano 
de  los  muchos  que  mercadeaban  con  las  Indias, 
y  que  allá  enviaría  también  Rosso,  fuera  de  muy 
contados  ejemplares,  el  resto  de  la  edición,  de- 
biéndose a  estas  circunstancias  el  ser  extrema- 
damente raros.  Bien  que  lo  son  asimismo  los  de 
la  príncipe.  Paladinamente  declaro  que,  aunque 
lo  intenté  con  ahinco,  no  he  logrado  hallar  noti- 
cia de  tales  remesas  en  los  registros  de  ida  de 
naos  en  1603.  En  cambio,  acá  y  allá  tropecé  con 
envíos  de  ejemplares  de  ^El  Picaro,  segunda 
pcD'te^^  que  no  puede  ser  más  que  la  de  Martí, 
y  aun  tal  cual  vez,  juntas  en  ilícito  maridaje,  la 
primera  parte,  que  no  la  hay  sino  auténtica,  con 


42  CERVANTES 

la  segunda  que  falsificara  aquel  torcido  hombre 
que,  por  una  de  tantas  paradojas  como  la  reali- 
dad ofrece  a  cada  paso  en  el  mundo,  solía  exa- 
minar de  Derecho  en  la  Universidad  valentina. 

Terminado   el  libro  acerca  de  San  Antonio 
antes  fie  la  primavera  de  1603,  el  generoso  deu- 
do y  editor  de  Mateo  Alemán,  a  3  de  marzo, 
concertó  con  Clemente  Hidalgo,  tipógrafo   his- 
palense, la  impresión   de   1.750  ejemplares   de 
esta  obra,  en  letra  parangona,  habiendo   de   co- 
menzarse el  trabajo  el  día  20  de  aquel  mes  y  de 
dar  hecho  cada  día  un  pliego  de  tres  resmas  y 
media.  Pero  ¡cosa  rara  y  difícil  de  explicar!,  tal 
impresión  no  sólo  no  se  hizo  en  aquella  prima- 
vera, sino  que,  además,  no  habría  podido   efec- 
tuarse, por  carecer  todavía  el  libro  de  las  apro- 
baciones necesarias,  pues  las  que  lleva  son   de 
noviembre  y  diciembre   de  aquel  año.   El   caso 
parece  aún  más  peregrino  al  reparar  en    que 
hasta  el  31  de  enero  de   1604  no  autorizó  Ale- 
mán a  Rosso — dígolo  por  sus  propias  palabras — 
«para  que  en  mi  nombre  y  como  yo  mismo  pue- 
da hacer  imprimir  e  imprima  un  libro  de  la  vida 
e  milagros  del  señor  san  Antonio  que  yo  he  he- 
cho, de  que  tengo  previlegio  de  su  magestad...» 
Y,  en  efecto,  sólo  entonces  se  imprimió  el  libro, 
en  la  oficina  de  Hidalgo  y  en  letra  parangona, 
tal  como  (prematuramente,  a  lo  que  se  deja  en- 


CERVANTES 


43 


tender)  lo  habían  concertado  el  editor  y  el   im- 
presor. 

Mas  a  fe  que  si  tal  documento  origina  alguna 
duda,  en  cambio,  desata  otra,  o,  dicho  mejor,  in- 
duce a  rectificar  una  afirmación  acaso  acaso  equi- 
vocada. La  particularidad  de  hallarse  en  el    Li- 
bro de  la  Hermandad  de  los  Impresores  de  Ma- 
drid un  asiento  justificativo  de  que  en  4  de  junio 
de  1600  ingresaron  «de  en  casa  de  Mateo  Ale- 
mán un  real  y  catorce   maravedís»   hizo   enten- 
der al   tan   sagaz  como  docto    bibliógrafo   don 
Cristóbal  Pérez  Pastor  que  aquél,   impresa   en 
1599  la  primera  parte  del  Guzmdn  en  casa  de 
Várez  de  Castro,  «quiso  imitarle  poniendo  tam- 
bién imprenta».  Y  así  lo  entendí  yo  con  el    dili- 
gentísimo exhumador  de  los  Documentos  cervan- 
tinos inéditos,  hasta  que,  a  la  nueva  luz  de  la  di- 
cha escritura  sevillana  hallé  otra  explicación  al 
apunte  del    Libro  de  la  Hermandad.    Estipuló 
Clemente  Hidalgo  con  Rosso  que  la  impresión 
del  San  Antonio  había  de  hacerse   «en  una  im- 
prenta que  tengo  de  tener  armada  y  puesta  en 
las  casas  de  la  morada  de  Mateo  Alemán,   que 
son  en  esta  ciudad,  en  la  collación   de  sant  Vi- 
cente». Pues  cosa  igual  debió  de  suceder  con  la 
impresión  de  la  primera  parte  del  Gtizmán:  que 
se  haría  en  la  casa  del  autor,  entonces  habitante 
en  la  corte,  y  al  ingresar  tardíamente  aquellos 


44  CERVANTES 

maravedís  en  el  arca  de  la  Hermandad,  se  indi- 
caría, no  el  nombre  del  impresor,  sino  la  casa 
en  que  había  estado  establecida  la  imprenta. 

Entre  los  pocos  amigos  que  en  su  pobreza  te- 
nía Mateo  Alemán,  deben  contarse  los  que  le 
agasajaron  escribiendo  composiciones  encomiás- 
ticas para  sus  obras.  De  algunos  de  ellos,  verbi- 
gracia, de  Vicente  Espinel  y  Juan  López  del 
Valle,  he  tratado  en  uno  de  mis  libros  recientes; 
de  los  demás  nada  podré  decir  en  este  discurso. 
Una  sola  excepción  haré:  la  del  famosísimo  Lope 
de  Vega,  autor  de  diez  y  seis  gallardas  liras  que 
lucen  en  los  principios  del  San  Antonio  de  Padua. 
Sabido  es  que  Lope,  ya  casado  desde  el  año  de 
1698  con  doña  Juana  de  Guardo,  dejó  en  el  de 
1600  el  servicio  del  Marqués  de  Sarria  y  se  tras- 
ladó a  la  gran  ciudad  del  Guadalquivir  con  su 
amada  Camila  Lucinda  y  con  algunos  frutos, 
más  bien  flores,  de  esta  ilegítima  unión:  con 
aquella  gentil  Mariana  y  aquella  graciosa  Ange- 
lilla  a  quienes  Hamete,  el  esclavillo  de  Gaspar 
de  Barrionuevo,  llevaba  a  la  tienda  por  chuche- 
rías infantiles...  ¡Es  lástima,  pero  es  verdad  que 
los  más  tiernos  idilios  suelen  convivir  risueña  y 
fraternalmente  con  los  más  diabólicos  pecados! 
Pues  bien  (y  de  bonísima  voluntad  ofrezco  a  la 
Academia  Española  estas  primicias  de  un  recien- 
te hallazgo  mío),   para  que  la  permanencia   de 


CERVANTES  45 

Lope  en  Sevilla  se  alargara  hasta  los  primeros 
meses  de  1604  hubo  uu  curioso  motivo:  la  her- 
mosa comedianta  Micaela  de  Lujan,  Camila  Lu- 
cinda por  otro  nombre,  estaba  casada  con  cierto 
mediocre  representante,  llamado  Diego  Díaz. 
Este,  que  discretamente  se  había  ido  a  las  In- 
dias en  1596  o  algo  más  tarde,  falleció  en  el 
Perú  al  mediar  el  año  de  1603;  y,  como  un  se- 
villano que  de  allá  vino  trajese  los  maravedís 
que  quedaron  por  bienes  suyos,  la  ya  viuda  pro- 
movió diligencias  judiciales  para  que  se  la  nom- 
brase tutora  y  curadora  de  sus  hijos  y  se  la  au- 
torizase para  recibir  y  administrar  la  herencia. 
Ofreció  por  fiador  en  la  dicha  tutela  a  Lope  de 
Vega  Carpió,  y  entre  los  testigos  que  presentó 
para  la  información,  fue  el  primero  Mateo  Ale- 
mán. Quizá  en  la  propia  casa  de  éste  vivieron 
Lope  y  Camila  Lucinda;  a  lo  menos,  consta  que 
moraban  en  su  collación:  en  la  de  San  Vicente, 
Entre  los  hijos  de  Micaela  de  Lujan  figuran  (y 
no  podía  ser  menos)  Mariana  y  Angeles,  y  como 
el  menor  de  todos,  de  edad  de  tres  meses  recién 
cumplidos  (y  no  podía  ser  más),  Félix,  nacido  y 
bautizado  en  Sevilla. 

Impresa  la  Vida  de  San  Antonio,  y  pues  era 
Lisboa  un  excelente  mercado  para  los  ejempla- 
res de  este  libro,  por  el  grande  amor  que  a  su 
santo  profesan  los  portugueses,  Mateo  Alemán» 


46  CERVANTES 

de  acuerdo  con  E-osso,  partióse  allá  entrada  la 
primavera  de  1604.  Puede  fijarse  casi  con  cabal 
precisión  la  fecha  de  la  partida:  en  6  de  abril 
otorgó  Alemán  cuatro  escrituras  que  lo  pintan 
con  el  pie  en  el  estribo. 

Por  una  de  ellas,  como  cesionario  de  Juan 
Alonso,  piloto  mayor  de  la  flota  de  Nueva  Espa- 
ña, apoderó  a  su  deudo  para  que  prosiguiera  1  is 
gestiones  relativas  al  cobro  de  lo  que  por  su  sa- 
lario como  tal  piloto  se  le  debía;  por  otra  corres- 
pondiéndole  designar  la  segunda  vida  en  cuanto 
al  disfrute  de  sus  casas  de  la  calle  de  Redes  dio 
poder  a  Atanasio  de  Averoni  para  que  la  desig- 
nase; y  por  las  dos  restantes  apoderó  a  doña 
Francisca  Calderón  para  cobrar,  arrendar  y  aun 
vender  sus  casas  y  cualesquier  otros  bienes  su- 
yos, y  simuló  cederle  en  arrendamiento,  por  un 
año,  las  de  la  dicha  calle  de  Redes,  dando  por 
recibida  la  renta.  Y  ya  Alemán  en  Lisboa,  como 
allí  se  le  ofreciese  buena  ocasión  para  dar  a  la 
estampa  la  segunda  parte  de  su  novela,  en  la 
cual  (dígolo  siquiera  de  pasada)  se  sacó  a  mara- 
villa cuantas  espinas  le  había  clavado  Juan  Mar- 
ti, llevó  su  manuscrito  a  la  renombrada  impren- 
ta de  Pedro  Crasbeeck,  con  aprobaciones  de  7  y 
9  de  septiembre  y  privilegio  para  Portugal  de  4 
de  diciembre,  y  en  los  últimos  días  del  año  salió 
a  luz  el  nuevo  libro,  bajo  el    título  de  Segunda 


CERVANTES  47 

parte  de  la  vida  de  Giizmán  de  Alfarache^  atala- 
ya de  la  vida  humana,  por  Mateo  Alemán,  su  ver- 
dadero autor. 

La  estancia  de  Alemáu  en  Lisboa,  quizá  por- 
que entendiera  allí  en  otro  linaje  de  negocios,  se 
prolongó  hasta  después  de  abril  del  siguiente 
año:  pruébase  por  un  poder  que  Rosso  dio  más 
tarde  para  cobrar  de  cierto  mercader  de  libros 
de  aquella  ciudad  unos  ejemplares  del  San  An- 
tonio «que  de  mi  recibió  — dice  E-osso — por  ma- 
no de  Mateo  Alemán...,  según  consta  y  parece 
por  un  conocimiento  que  dello  me  hizo  firmado 
de  su  nombre,  su  fecha  en  Lisboa  a  26  de  abril 
del  año  pasado  de  seiscientos  y  cinco».  Y  entre- 
tanto, el  mismo  E-osso  hacía  al  Nuevo  Mundo 
grandes  remesas  de  los  libros  de  su  pariente:  en 
15  de  abril  de  1605,  para  entregarlas  en  Puerto 
Belo,  tres  cajas  con  292  ejemplares  del  San  An- 
tonio; poco  después,  para  Cartagena  de  Indias, 
102  ejemplares  de  la  misma  obra,  y  en  julio  del 
propio  año,  para  alijarlas  en  San  Juan  de  Ulúa, 
otras  tres  cajas  con  490  ejemplares  de  la  segun- 
da parte  del  Guzmán. 

A  partir  de  octubre  de  1605,  mes  en  que  Ale- 
mán, ya  de  regreso  en  Sevilla,  compró  en  el  tér- 
mino de  Tímbrete,  por  encargo  del  dicho  Avero- 
ni,  un  pedazuelo  de  pinar  como  de  una  aranzada, 
no  vuelvo  a  hallar  contrato  alguno  suyo  con 


48  CERVANTES 

Juan  Bautista  del  Rosso,  y  de  éste  no  encontré 
hasta  ahora  noticias  posteriores  a  marzo  de  1607. 
¿Cómo  no  salió  a  luz  la  tercera  y  última  parte 
del  Guzmán,  que  su  autor  habia  de  ofrecer  muy 
en  breve,  pues  la  ten  ía  hecha,  según  dijo  reite- 
radamente en  la  segunda?  ¿Sucedió  alguna  cosa 
desagradable  que  enemistara  a  Alemán  y  Ros- 
so...?  Porque  no  sé  responder  a  estas  preguntas 
las  hago,  y  en  cuanto  a  la  última,  hechos  poste- 
riores, que  narraré,  hacen  presumir  que  pueda 
aventurarse  una  respuesta  afirmativa. 

Frisaba  Alemán  con  los  sesenta  años  y  se  le 
habia  cerrado  el  horizonte  en  términos  tales,  que 
se  encontraba  reducido  a  la  miseria,  y,  lo  que 
aún  era  peor,  perdida  la  esperanza  de  salir  del 
negro  estado  en  que  se  veía.  Había  pasado  el  bi- 
zarro tiempo  del  Emperador,  que  premió  las  ar- 
mas, y  el  buen  tiempo  de  Felipe  II,  que  so- 
lía premiar  las  letras;  de  ordinario,  galardonába- 
se ahora  la  adulación  servil;  ser  deudo  de  un  pri- 
vado valía  más  que  estudiar  toda  la  vida;  dábase 
el  pan  a  los  ahitos,  con  tal  que  no  lo  hubieran 
ganado;  el  favor  se  reía  desvergonzadamente  de 
los  méritos,  y  las  virtudes  escondíanse  abochor- 
nadas, como  si  fueran  vicios...  Y  pensando  estas 
y  otras  cosas  análogas,  Mateo  Alemán,  que  había 
gastado  en  la  lucha  por  la  vida  lo  mejor  de  los 
aceros  de  su  alma,  quiso  no  morir  en   donde  no 


CERVANTES  49 

podía  vivir.  Se  resolvió  a  irse  a  las  Indias.  Allí 
tenía  deudos  que  podrían  favorecerle;  especial- 
mente prometíase  mucho  del  doctor  Alonso  Ale- 
mán, su  primo  hermano,  quien,  después  de  abo- 
gar con  grande  crédito  en  la  Audiencia  mejicana 
y  de  leer  muchos  años  la  cátidra  de  prima  de 
Leyes  de  aquella  Universidad,  había  sido  reco- 
mendado para  algún  alto  puesto  por  el  Con- 
de de  Monterrey,  ex  virrey  de  Méjico  y  virrey 
del  Perú. 

Adoptada  tal  resolución,  Mateo  Alemán  pidió 
la  real  licencia  para  pasar  a  la  Nueva  España 
con  tres  hijos  suyos,  una  sobrina  y  dos  criados. 
Obtúvola;  mas  aquí  empezaron  a  suceder  cier- 
tas cosas  raras,  para  algunas  de  las  cuales,  hoy 
por  hoy,  no  hallo  satisfactoria  explicación.  Fué 
la  primera  que  Mateo  Alemán,  por  dos  escritu- 
ras otorgadas  en  Sevilla,  a  10  de  abril  y  14  de 
mayo  de  1607,  respectivamente,  donase  su  casa 
de  la  calle  del  Río  a  Pedro  de  Ledesma,  secre- 
tario del  Real  Consejo  de  Indias,  y  le  apodera- 
se para  vender  los  privilegios  relativos  a  la  se- 
gunda parte  del  Guzmán  y  al  San  Antonio  de 
Fadua.  Como  era  Ledesma  quien  refrendaba  las 
reales  cédulas  de  pasajeros,  cabe  dudar  si  fué 
un  acto  de  mera  liberalidad  la  tal  donación,  que 
siempre  parecía  sospechosa,  por  la  pobreza  del 
donante,  o  si  en  ello  hubo   quizá  remuneración 


50  CERVANTES 

de  algún  favor  recibido,  mayormente  si  por  cual- 
quiera circunstancia  había  impedimento  para 
conceder  a  Alemán  la  licencia  de  pasaje  que  so- 
licitaba. 

Cosa  para  causar  extrañeza  es  también  que 
Alemán  en  todo  lo  tocante  a  su  ida  a  las  Indias 
cuidó  ahora  de  llamarse  Mateo  Alemán  de  Aya- 
la,  añadiendo  insólitamente  a  su  nombre  este  úl- 
timo apellido;  pero  tal  hecho  tendría  buena  ex- 
plicación si  se  demostrara  que  un  Juan  Alemán 
de  Ayala  que  había  sido  escribano  de  Sevilla 
por  los  años  de  1568,  y  que  en  1589  renunció 
su  oficio  de  escribano  público  en  la  ciudad  de 
Santo  Domingo  de  la  Isla  Española,  se  había 
trasladado  a  Méjico,  vivía  aún  a  los  comienzos 
del  siglo  XVII  y  era  deudo  de  Mateo  Alemán; 
que  en  los  pasados  tiempos  no  fué  caso  raro, 
antes  bien  frecuente,  arrimar  al  propio  apellido 
el  de  aquel  cuya  protección  se  esperaba  o  se  pre- 
tendía, y  aun  dejar  el  uno  por  el  otro.  Y  para 
que  todo  sea  harto  curioso  en  los  preparativos 
del  viaje  de  Alemán,  eslo  muy  mucho  el  que 
éste,  al  presentar  la  real  cédula  en  la  Casa  de  la 
Contratación  de  Indias  con  la  información  de 
testigos  practicada  en  1582,  diese  por  hija  suya, 
con  doña  Margarita  y  Antonio  Alemán,  de  trece 
y  ocho  años,  a  doña  Francisca  Alemán,  de  vein- 
ticuatro, que  no  era  sino  su  amiga  doña  Francis. 


CERVANTES  51 

ca  Calderón,  mudado  el  apellido,  y  debía  de  pa- 
sar de  los  treinta.  Igualmente  llama  la  atención 
el  haber  manifestado  alguno  de  los  testigos  que 
no  conoció  a  la  madre  de  los  hijos  de  Alemán, 
porque  éste  y  aquélla  «no  fueron  casados,  y  son 
hijos  naturales  nacidos  en  esta  ciudad,  y  ansí  es 
cosa  pública  y  notoria».  Y  la  doña  Catalina  Ale- 
mán, de  cuarenta  años,  que  aparece  como  hija 
de  Juan  Agustín,  no  podía  serlo,  a  lo  menos  le- 
gítima, porque  éste  no  tuvo  sucesión  de  su  pri- 
mera mujer  doña  Isabel  San  Román  de  Medina, 
muerta  en  1596. 

Dejándonos  una  acabada  prueba  de  que  la 
doña  Francisca  que  había  de  acompañarle  no 
era  una  hija  suya  de  este  nombre,  sino  doña 
Francisca  Calderón,  Mateo  Alemán,  a  8  de  ju- 
nio de  1607,  la  víspera  de  su  despacho  para  el 
embarque,  otorgó  poder  a  doña  Gregoria,  su 
ama,  a  doña  María  Calderón,  hermana  de  aqué- 
lla, para  que  administrasen  sus  casas  de  la  calle 
de  Redes,  y  facultó  a  doña  María  para  que  mo- 
rase en  la  pequeña,  o  la  cediese  en  arrenda- 
miento haciendo  suyo  el  producto.  Claro  es  que 
pues  tal  poder  y  tal  licencia  no  se  dan  a  doña 
Francisca,  la  persona  más  allegada  a  Alemán, 
ésta  había  de  partir  con  él.  Y  claro  es  asi- 
mismo que  estarían  rotas  las  relaciones  de  Ale- 
mán con  su  deudo  Juan  Bautista  del  Rosso,  acá- 


52  CERVANTES 

SO  por  muerte  de  éste,  cuando  no  quedó  a  su 
cargo  la  administración  de  aquella  humilde  ha- 
cienda. 

Despachado  y  pronto  para  el  embarque,  ya 
Alemán  soñaba  con  el  momento  en  que  se  diese 
la  orden  de  zarpar  la  flota;  pero  aun  en  ésto  se 
vio  defraudada  su  esperanza.  Vagaban  piratean- 
do no  lejos  de  nuestras  costas  de  Levante  na- 
vios holandeses,  y  por  real  carta  fecha  en  Valla- 
dolid  a  27  de  junio  se  manifestó  a  don  Francis- 
co Duarte,  presidente  de  la  Casa  de  la  Contra- 
tación, que,  pues  para  el  breve  despacho  de  la 
armada  que  había  de  ir  en  busca  del  enemigo 
«era  fuerza  valerse  de  algunos  navios  de  la  flo- 
ta de  Nueva  España  que  está  aprestada»,  se 
había  mandado  «suspender  por  agora  la  salida 
de  dicha  flota  y  que  se  descarguen  las  mercade- 
rías a  satisfacción  de  sus  dueños». 

Preciso  fué,  por  tanto,  a  nuestro  escritor  apla- 
zar su  viaje  hasta  cerca  del  estío  del  año  siguien- 
te; y  como  en  todo  este  tiempo,  aunque  mucho 
lo  procuré,  no  he  hallado  rastro  suyo  en  Sevilla, 
colijo  que  viviría  fuera  de  esta  ciudad.  No  es  di- 
fícil conjeturar  en  dónde,  ni  tampoco  determinar 
en  qué  emplease  los  ratos  que  le  dejaba  libres  la 
negra  tarea  de  buscar  su  mantenimiento.  Dedi- 
cólos a  componer  una  Ortografía  castellana,  en 
la  cual  pudiese  plantear  y  proponer  importantes 


CERVANTES 


53 


reformas  que  sus  buenos  estudios  y  sus  largas 
meditaciones  sobre  esta  materia  le  representaban 
como  necesarias,  o,  cuando  menos,  como  grande- 
mente razonables  y  útiles.  Tengo  por  probable 
que  Alemán  pasó  aquel  año,  o  buena  parte  de  él, 
en  la  villa  de  Trigueros,  en  donde  residían  pa- 
rientes suyos,  o  en  algún  otro  pueblo  del  Conda- 
do de  Niebla,  e  indúzoolo  del  siguiente  párrafo 
de  su  Ortografía:  «Doy  mi  palabra  que  habrá 
pocos  días  que  siendo  huésped  en  un  lugar  del 
Condado  de  Niebla  de  más  de  quinientos  veci- 
nos, vi  que  muchos  llamaban  escriben  a  el  escri- 
bano, y  el  mismo  escribano,  hallándose  presente 
a  cierta  conversación  escolástica  que  tratábamos 
el  cura  y  yo,  nos  dijo:  «Por  esta  sofricanza  de 
»cruz,  ques  hecha  de  güeso  y  carne,  que  les  die- 
»ra  no  sé  qué  por  saber  latigar  y  destroir  los  la- 
»tines  como  ellos.  >  Quiso  decir  litigar  y  cons- 
tJtiir;  y  para  esto  hizo  una  cruz  con  el  índex  y 
el  pulgar,  poniendo  una  hechura  de  toda  la  ma- 
no, que  pudiera  bien  servir  para  el  candelero  de 
tinieblas.» 

Con  estas  y  las  otras,  pasó  el  tiempo,  y  a  me- 
diados de  junio  de  1608  llegó  el  ansiadísimo  de 
hacerse  a  la  vela  la  flota  de  la  Nueva  España, 
compuesta  aquella  vez  de  más  de  setenta  navios. 
El  egregio  dramaturgo  mejicano  Juan  Ruiz  de 
Alarcón  tenía  su  pasaje  en  la  nao  de  que  era 


54  CERVANTES 

maestre  Diego  Garcés;  Mateo  Alemán  y  sus 
acompañantes  iban  en  la  de  Tomé  García,  con  el 
ecijano  Bartolomé  de  G-óagora,  como  éste  dijo 
muchos  años  después  en  su  curioso  libro,  hoy  to- 
davía inédito,  intitulado  El  Corregidor  sagaz... 
Zarparon  las  naves  del  puerto  de  Bonanza,  que- 
dáronse atrás,  a  la  mano  derecha,  los  copudos 
pinos  del  famoso  Bosque  de  Doña  Ana,  y  a  la 
izquierda,  la  alegre  ciudad  de  Sanlúcar,  y  poco 
después,  pasada  la  barra  y  esfumados  y  desva- 
necidos por  la  brumosa  lejanía  los  blancos  case- 
ríos de  Chipiona,  Rota  y  Cádiz,  no  se  vio  otra 
cosa  que  mar  y  cielo.  Doña  María  de  Treseño, 
la  mujer  de  Góngora,  charlaría  sobre  cubierta 
con  doña  Francisca  Calderón;  Alemán,  mirando 
con  los  ojos  fijos  el  lejano  horizonte,  eusimisma- 
ríase  a  menudo,  lleno  de  melancolía.  Llevaba  al 
Nuevo  Mundo,  además  de  sus  viejos  desengaños 
y  sinsabores,  un  solo  librillo,  y  ése,  no  acabado: 
su  Ortografía  castellana.  Dejábase  atrás,  con 
amargo  desdén,  todo  lo  que  tenía  escrito  de  la 
tercera  parte  de  su  Guzmán  y  una  Historia  de 
Sevilla,  fruto  de  muchas  vigilias  y  afanes...  ¡Per- 
dido, perdido  todo! 

De  la  breve  estancia  y  de  la  quizá  pronta 
muerte  de  Mateo  Alemán  en  Méjico  no  sabemos 
sino  lo  que  se  colige  de  su  Ortografía  castellana, 
que  allí  terminó  y  publicó  en  1609,  y  lo  que  en 


ÓERVANTES  65 

SU  mencionado  libro  inéíííto  dijo  Bartolomé  de 
G-óngora.  Alemán  dedicó  el  suyo  a  don  Juan  de 
Villela,  presidente  de  la  Audiencia  de  Guadala- 
jara;  pero,  en  realidad  de  verdad,  ala  ciudad  de 
Méjico,  en  unas  elegantísimas  expresiones:  «...No 
se  lo  pude  imprimir  —  dice  —  por  no  tenerlo 
acabado  cuando  me  dispuse  a  pasar  a  estas  par- 
tes, y  porque,  como  el  que  viene  de  otras  extra- 
ñas, tuve  por  justa  cosa  traer  conmigo  alguna 
con  que,  cuando  acá  llegase,  manifestar  las  pren- 
das de  mi  voluntad...»  Discúlpase  antes,  al  fin 
de  la  fe  de  erratas,  de  las  que  había  sacado  su  li- 
bro: «...que  no  es  posible  corregir  bien  sus  obras 
el  autor  dellas;  demás  que  la  corta  vista  y  la  lar- 
ga enfermedad  me  disculpan.»  Al  cabo  de  esta 
dolencia  debió  de  estar  acechándolo  la  muerte. 
He  aquí  las  palabras  de  Góngora:  «Mateo  de 
Alemán,  criado  del  Segundo  y  Prudente,  ingenio 
subtil  sevillano,  y  subtil  en  su  Guzmán  y  San 
Antonio,  merece  recordación  de  amigo,  con  quien 
comunicaba  sus  elocuentes  escritos  antes  que  vi- 
niese conmigo  el  año  de  1608,  mereciendo  Méji- 
co su  precioso  cadáver...» 

Voy  a  terminar  muy  pronto,  señores  Acadé- 
micos: luego  que  resuma  en  algunas  breves  con- 
sideraciones este  esbozo  de  biografía.  En  las 
obras  de  Mateo  Alemán  están  contenidos,  como 
por  vislumbres  y  entre  ligera  bruma,  los  princi- 


&é  CÉRVANTtS 

pales  acontecimientos  de  su  turbulenta  vida  y 
las  memorias  de  las  tierras  y  ciudades  que  reco- 
rrió y  en  donde  vivió:  de  Madrid  (y  seré  muy 
parco  en  estas  citas)  aquel  sermón,  oído  en  San 
Gil,  contra  los  escribanos,  y  el  recuerdo  de  los 
famosos  bodegones  de  Santo  Domingo,  Puerta 
del  Sol,  Plaza  Mayor  y  calle  de  Toledo;  de  Gra- 
nada, amén  de  hacer  memoria  de  aquellas  «uvas 
pequeñuelas  y  gustosas  llamadas  jabíes^,  el  su- 
cedido del  rústico  labrador  que,  viendo  tan  alta, 
en  la  portada  de  la  Chancillería,  la  figura  de  la 
Justicia,  se  desistió  prudentemente  de  su  pleito, 
y  la  hábil  traza  de  que  se  valió  aquel  travieso 
regidor  para  vender  bien  la  leche  de  su  ganado; 
de  Italia,  con  especialidad  de  Florencia,  en  don- 
de debió  de  residir  algún  tiempo,  muchedumbre 
de  interesantes  pormenores,  y  no  menos  de  Por- 
tugal y  del  hidalgo  y  afectuoso  trato  de  los  por- 
tugueses. 

Pero  solamente  los  sucesos  de  la  vida  de  Ma- 
teo Alemán  bien  investigados  y  conocidos  pue- 
den dar  la  clave  para  entender  y  juzgar  sus 
obras  con  cabal  acierto.  Sin  la  curiosa  historia 
de  su  casamiento  y  de  sus  desavenencias  conyu- 
gales no  entenderíamos  sino  a  medias  el  alcan- 
ce de  aquellas  prolijas  consideraciones  acerca 
de  las  mujeres  y  del  matrimonio,  a  que  solía  di- 
gresar,  así  en  el  Guzmán  como  en  el  San  Anio 


CBRVANTÉS  57 

nio  de  Padua;  sin  la  noticia  de  sus  encarcela- 
mientos no  podríamos  darnos  exacta  cuenta  de 
cuan  hijas  de  su  propio  infortunio  fueron  sus 
frecuentes  observaciones  sobre  la  cárcel.  Mas 
¿se  ha  de  entender  por  esto  que,  como  algunos 
insinúan,  Mateo  Alemán  se  retratase  en  su  Pi- 
caro, hasta  el  extremo  de  que  la  vida  de  éste  sea, 
plus  minusve,  su  propia  historia?  No,  a  buen  se- 
guro, y  ahora,  cuando  por  primera  vez  al  cabo 
de  tres  siglos  pueden  compararse  entrambas  vi- 
das, la  del  escritor  y  la  de  Guzmán,  échase  de 
ver  muy  claramente.  Esto  no  obsta  para  que,  pa- 
sando a  menudo  del  relato  de  las  diabólicas  tra- 
vesuras de  su  héroe  picaresco  a  las  graves  mo- 
ralidades que  pone  en  sus  labios,  para  tornar 
muy  luego  de  éstas  a  aquél,  tal  como,  en  frase 
de  Ariosto,  hace  el  músico  diestro, 

Che  spesso  muta  corda  e  varia  suono, 
R  ¿cercando  ora  il  grave,  ora' I  acuto, 

Alemán  atribuyese  a  Guzmanillo,  su  hechura, 
alguna  particularidad  de  su  misma  persona  y  no 
pocos  pormenores  de  su  propia  vida,  como  por 
cariño  y  fineza  paternal. 

Así,  sobre  cuantas  concordancias  y  analogías 
he   ido   señalando  acá  y  allá  en  este    mi  des- 


58  CEI^VANTES 

manado  discurso,  puede  bien  advertirse  cómo 
la  señal  de  herida  que  tenia  Alemán  «sobre  el 
dedo  pulgar  de  la  mano  izquierda,  junto  a  la 
muñeca»,  cicatriz  que  implícitamente  se  deja  su- 
poner que  era  asimismo  señal  de  Guzmán,  da 
pie  para  el  error  de  los  desalmados  cuadrilleros 
que  confunden  a  éste  con  un  ladroncillo  a  quien 
buscaban  y  que  «tenia  menos  el  dedo  pulgar  de 
la  mano  izquierda»;  cómo  la  compra  de  un  solar 
para  edificar,  en  la  calle  del  Río,  sobre  el  cual 
pesaba  un  censo  perpetuo  de  diez  y  ocho  reales 
de  rédito  en  cada  un  año,  está  recordada 
la  referencia  de  aquel  otro  solar,  también  con 
censo  perpetuo,  que  compró  Guzmán,  «por  te- 
ner una  posesión  y  un  rincón  propio  en  que  me- 
terse»; cómo  las  alhajas  que  vendió  Alemán 
a  don  Francisco  Valles  en  1594,  y  las  merca- 
derías de  seda  y  oro  que  compró  en  1601  a 
Miguel  López,  corresponden  de  todo  en  todo 
a  aquellas  famosas  mohatras  con  que  Guzmán  y 
su  suegro  se  granjeaban  judaicas  medras;  y 
cómo,  en  fin,  para  no  proceder  en  infinito,  cuan- 
do Guzmán,  por  segunda  vez  casado,  vuelve  a 
Sevilla,  toma  casa  «en  los  barrios  de  San  Bar- 
tolomé», es  decir,  iunto  a  la  collación  de  San 
Esteban  o  en  ella  misma,  donde  Alemán  había 
vivido  algunos  años. 

De  los  cuarenta  y  ocho  libros  que  el  buen 


CERVANTES  59 

Vasco  Díaz  Tanco  de  Fregenal  declaró  en  su 
Jardín  del  alma  cristiana  tener  recopilados  y 
hechos  después  que  salió  de  tierra  de  infieles, 
llamábase  el  quizá  más  curioso:  Los  seis  aventu- 
reros de  España,  y  como  el  uno  va  a  las  Indias, 
y  el  otro  a  Italia,  y  el  otro  a  Flandes,  y  el  otro  es- 
tá preso,  y  el  otro  anda  en  pleitos,  y  el  otro  entra 
en  religión.  E  como  en  España  no  hay  más  gente 
destas  seis  personas  sobredichas.  Cierto:  no  había 
más.  Pero  algunos  españoles  de  aquel  gran  siglo 
tenían  vitalidad  tan  lozana  y  pujante,  que  junta- 
ban en  sí  las  más  de  las  seis  personas.  Y  esto  su- 
cedió a  Mateo  Alemán,  que,  fuera  de  andar  por 
Flandes  y  entrar  en  religión,  todo  lo  demás  hizo 
y  todo  lo  demás  fué,  que  era  espíritu  complejo  y 
brioso,  de  amplísimas  aptitudes,  y  en  quien  toda 
cualidad  tuvo  algo,  y  aun  mucho,  de  atlético. 
Así,  a  poco  que  se  lea  en  la  mejor  y  más  popular 
de  sus  obras,  sorprenden  y  cautivan  al  lector, 
aquí,  un  valiente  rasgo  de  aquella  alma  templa- 
da como  el  acero  damasquino;  allí,  una  bizarra 
muestra  de  su  agudo  y  perspicaz  ingenio;  en  to- 
das partes,  un  léxico  abundantísimo,  lleno  de  vi- 
vas lumbres,  salpicado  de  innumerables  joyuelas 
del  bien  decir  y  sembrado  de  folk-lore  de  lo  más 
neto  y  castizo  que  criaron  tierras  de  España. 

Fué  Mateo  Alemán,   como  Cervantes,  un  des- 
heredado de  la  dicha,  y  aun  quizá  habría  podido 


60  CERVANTES 

reconvenirse  como  se  reconvino  éste  por  boca  de 
Apolo: 

Tú  mismo  te  has  forjado  tu  ventura, 
Y  yo  te  he  visto  alguna  vez  con  ella; 
Pero  en  el  imprudente  poco  dura; 

mas  así  y  todo,  ¡qué  diferencia  entre  ambos  pe- 
regrinos escritores!  Para  los  dos  tuvo  harta  hiél 
la  fortuna;  pero  Cervantes,  siempre  generoso,  le- 
vantaba sobre  todas  las  miserias  su  efusivo  cora- 
zón, y  escupía  noblemente  aquella  hiél,  apenas 
pasada  de  los  labios,  para  que  no  se  le  aposenta- 
ra en  las  entrañas,  mientras  que  Alemán,  profun- 
do filósofo,  de  espíritu  recio  y  áspero,  la  paladea- 
ba y  deglutía  aposta,  por  no  perder  su  derecho 
a  la  queja  y  a  la  indignación.  Así,  explicando, 
en  ocasión  memorable  y  no  remota,  mi  venerado 
maestro  y  maestro  universal  don  Marcelino  Me- 
nóndez  y  Pelayo  cómo  Cervantes  no  imita  jamás 
la  novela  picaresca,  ni  siquiera  en  Rinccnete  y 
Cortadillo,  «que  es  un  cuadro  de  género  tomado 
directamente  del  natural,  y  no  una  idealización 
de  la  astucia  famélica  como  Lazarillo  de  Termes, 
ni  una  profunda  psicología  de  la  vida  extraso- 
cial como  Guzmán  de  Alfarache*,  añadía  estas 
palabras  de  oro:  «Corre  por  las  páginas  de  Rin- 


CERVANTES 


Gl 


coñete  una  intensa  alegría,  un  regocijo  luminoso, 
una  especie  de  indulgencia  estética  que  depura 
todo  lo  que  hay  de  feo  y  de  criminal  en  el  mode- 
lo, y  sin  mengua  de  la  moral  lo  convierte  en  es- 
pectáculo divertido  y  chistoso.  Y  así  como  es  di- 
verso el  modo  de  contemplar  la  vida  de  la  ham- 
pa, que  Cervantes  mira  con  ojos  de  altísimo  poe- 
ta y  los  demás  autores  con  ojos  penetrantes  de 
satírico  o  moralista,  así  es  divergentísimo  el  es- 
tilo, tan  bizarro  y  desenfadado  en  Rinconete;  tan 
secamente  preciso,  tan  aceradamente  sobrio,  en 
el  Lazarillo;  tan  crudo  y  desgarrado,  tan  honda- 
mente amargo,  en  el  tétrico  y  pesimista  Mateo 
Alemán,  uno  de  los  escritores  más  originales  y 
vigorosos  de  nuestra  lengua,  pero  tan  diverso  de 
Cervantes  en  fondo  y  forma,  que  no  parece  con- 
temporáneo suyo,  ni  prójimo  siquiera.» 

Tiempo  es  éste  de  reparaciones.  En  el  promo- 
verlas y  llevarlas  a  cabo  hay,  al  par  que  un  no- 
bilísimo anhelo  de  justicia,  algo  de  bochornoso 
remordimiento  nacional.  Parece,  además,  triste 
hado  del  genio  no  gozar  de  su  gloria,  postuma 
siempre.  Por  eso  a  la  amargosa  baya  del  laurel 
sólo  por  burla  irónica  puede  llamársele  fruto.  Ya 
honramos  a  Cervantes.  Ya,  también,  podemos 
honrar  a  Mateo  Alemán:  él  mismo,  anciano  y  en- 
fermo, dijo  cuando  había  de  ser  llegada  la  sazón, 
en  estas  palabras  que  dirigió  Al  lector  en  su  Or- 


62  CERVANTES 

tografia:  «Así  habré  de  pasar  el  tiempo  que  vi- 
viere, siendo  muy  propio  a  los  presentes  andar 
perseguidos  hasta  la  muerte.  No  se  dirá  de  mi, 
pues  me  falta  de  qué,  ser  iuvidiado;  mas  deste 
agravio  me  nace  confianza  que  habiendo  falleci- 
do me  dirán  responsos  y  volverán  a  envainar  las 
armas  con  que  agora  trataren  de  ofenderme,  por- 
que la  luz  natural  habrá  dádoles  vista,  y  me  ten- 
drán ausente  de  la  suya.  Que  nunca  la  sal  sala  ni 
hace  su  efeto  hasta  ya  estar  deshecha.» 

He  dicho. 

Francisco  Rodríguez  MARÍN 


CERVANTES  63 


El  libro  de  los  paisajes. 


Tormenta. 

Erase  una  caverna  de  agua  sombría  el  cielo; 
el  trueno,  a  la  distancia,  rodaba  su  peñón, 
y  una  remota  brisa  de  conturbado  vuelo, 
se  acidulaba  en  tenue  frescura  de  limón. 

Como  caliente  polen  exhaló  el  campo  seco. 
Un  relente  de  trébol  lo  que  empezó  a  llover. 
Bajo  la  lenta  sombra  colgada  en  denso  fleco, 
se  vio  al  cardal  con  vividos  azules  florecer. 

Una  fulmínea  verga  rompió  el  aire  al  soslayo; 
sobre  la  tierra  atónita  cruzó  un  pavor  mortal; 
y  el  firmamento  entero  se  derrumbó  en  un  rayo, 
como  un  inmenso  techo  de  hierro  y  de  cristal. 


64  CERVANTES 

II 


Ll 


uvia. 


Y  un  mimbreral  vibrante  fué  el  chubasco  resuelto 
que  plantaba  sus  líquidas  varillas  al  trasluz, 
o  en  pajonales  de  agua  se  espesaba  revuelto, 
descerrajando  al  paso  su  pródigo  arcabuz. 

Soltó  la  alegre  lluvia  por  taludes  y  cauces. 
Descolgó  del  tejado  sonoro  caracol; 
y  luego,  allá  a  lo  lejos,  se  desnudó  en  los  saucea 
transparente  y  dorada  bajo  un  rayo  de  sol. 


III 


Cal 


ma. 


Delicia  de  los  árboles  que  abrevó  el  aguacero. 
Delicia  de  los  gárrulos  raudales  en  desliz. 
Cristalina  delicia  del  trino  del  jilguero. 
Delicia  serenísima  de  la  tarde  feliz. 


IV 

Plenitud. 

El  cerro  azul  estaba  fragante  de  romero, 
y  en  los  profundos  campos  silbaba  la  perdiz. 

Leopoldo  LUGONES 


CERVANTES  65 


JUVENILIA 


Felices  los  jóvenes.  Ignoran  la  esclavitud  de 
las  opiniones  consagradas  y  no  sufren  la  coyun  _ 
da  de  errores  que  otros  cometieron.  Pueden  mi- 
rar hacia  adelante  sin  angustias  de  remordimien- 
to y  esparcir  semillas  vírgenes  en  surcos  nuevos, 
como  si  la  historia  comenzara  en  el  preciso  mo- 
mento en  que  ellos  forjan  sus  ensueños. 

El  porvenir  pertenece  a  los  que  no  tienen  com 
plicidad  con  el  pasado;  es  necesario  estar  libres 
de  prejuicios  crepusculares  para  estremecerse  al 
contacto  de  ideales  que  incensantemente  se  re- 
nuevan. Toda  futura  grandeza,  en  nuestra  Amé- 
rica, está  en  manos  de  la  juventud   que  estudia, 
preparándose  a  vivir  intensamente  una  era  nue- 
va de  la  civilización  humana.   Una  sola  genera 
ción  de  estudiosos  bastaría  para  dar  a  estos  pue 
blos  personalidad  en  el  mundo,  creando  una  nue 


66  CERVANTES 

va  moral,  plasmando  formas  originales  de  arte, 
agregando  verdades  firmes  al  acervo  de  las  cien- 
cias, inspirando  la  vida  común  en  generosos  pre- 
ceptos de  solidaridad  social. 

Pensar  en  el  porvenir,  con  insaciable  afán  de 
perfección,  es  la  manera  más  firme  de  preparar 
altos  destinos  a  las  razas  nacientes.  Está  en  for- 
mación otro  mundo  moral,  libre  de  las  tradicio- 
nes rencorosas  que  envenenan  el  arcaico  espíritu 
de  Europa;  procuremos  infundirle  ideales  nues- 
tros y  virtudes  nuestras,  cuyo  conjunto  constitu- 
ya una  etapa  distinta  de  las  pasadas  en  la  histo- 
ria de  la  Humanidad. 

Una  nueva  nación  debe  significar  algo  más  que 
un  )iuevo  estado  político.  Importa  una  nueva 
cultura,  un  nuevo  criterio  para  medir  los  valores 
sociales,  una  nueva  orientación  del  ideal  colecti- 
vo hacia  conquistas  propicias  a  la  ventura  de  los 
hombres.  Todo  ritmo  de  civilización  puede  redu- 
cirse a  términos  de  una  fórmula  sencilla:  couquis. 
tar  la  felicidad  de  todos,  evitando  los  comunes 
sufrimientos. 

Refugíense  en  el  ayer  los  hombres  y  las  nacio- 
nes exhaustas,  que  ya  no  tienen  mañana.  Los 
ideales  contemplativos  son  propios  de  la  senec- 
tud, para  la  que  «todo  tiempo  pasado  fué  mejor»; 
los  ideales  constructivos  son  propios  de  la  juven- 
tud, pue-s  ella  sabe  que  «todo  tiempo  por  venir  se- 


CERVANTES  67 

rá  mejor».  Los  jóvenes  deben  explorar  rutas  des- 
conocidas, en  busca  de  inspiraciones  y  de  estí- 
mulos para  la  vida  humana:  hay  sistemas  de  sen- 
timientos, de  pasiones,  de  ideas,  de  actos,  que 
implican  vehementes  anticipaciones.  Quien  ten- 
ga avidez  de  pensar  por  sí  mismo  no  se  detenga 
a  rumiar  lo  que  otros  pensaron,  ya  que  el  hom- 
bre y  la  sociedad  son  susceptibles  de  ilimitados 
perfeccionamientos. 

Los  que  sólo  piensan  en  el  presente  y  viven 
hartándose  con  satisfacciones  inmediatas,  son. 
factores  negativos  para  el  porvenir.  Son  fuerzas 
eficaces  los  que  miran  alto  y  lejos,  aunque  no 
puedan  cosechar  en  vida  los  frutos  de  su  siem- 
bra. Hay,  para  los  soñadores,  una  justicia  segu- 
ra, la  de  sus  hijos,  que  son  la  posteridad. 

Bienvenidos  los  jóvenes  quiméricos  que  cons- 
truyen el  mañana,  anhelándolo,  pensándolo,  ha- 
ciéndolo. En  ellos  pueden  adunarse  la  capacidad 
para  el  trabajo  y  el  entusiasmo  para  la  cultura, 
fuentes  naturales  de  toda  grandeza  colectiva.  Los 
pueblos  que  marcan  su  paso  por  la  historia  son 
los  que  ejercitan  más  intensamente  las  virtudes 
del  pensamiento  y  de  la  acción. 

El  hombre  que  trabaja  es  optimista  y  es  justo; 
cosecha  los  frutos  de  su  huerto  y  respeta  los  fru- 
tos del  esfuerzo  ajeno,  estimando  el  mérito  de 
los  otros  hombres  y  sintiendo  la  comunión  de 


68  CERVANTES 

todos  los  esfuerzos.  El  hombre  que  piensa  ela- 
bora los  destinos  comunes,  sirve  a  su  pueblo  en- 
tero, preparando  los  ideales  que  lo  encaminan 
hacia  un  norte  expansivo  y  fecundo. 

Estudiar  es  el  trabajo  de  la  juventud,  pues  da 
inteligencia  para  la  acción,  que  es  la  vida  mis- 
ma. Descifrar  la  naturaleza,  en  las  cosas  que  la 
constituyen  y  en  los  libros  que  la  interpretan, 
es  multiplicarse.  El  ritmo  con  que  diariamente 
aprendemos  más,  la  estoica  labor  del  que  sabe 
escrutar  la  verdad  y  construir  la  ciencia,  la  bea- 
titud serena  del  que  se  juzga  fuerte  porque  sabe, 
frente  a  los  que  son  débiles  por  ignorancia,  ele- 
van el  entendimiento  y  ennoblecen  el  corazón, 
templan  el  carácter  en  la  dignidad  y  preparan 
hombres  cada  vez  menos  imperfectos. 

Una  generación  estudiosa  puede  marcar  desti- 
nos nuevos  a  América;  su  civilización  palpita  en 
manos  de  los  jóvenes.  Nuestro  siglo  está  ya  can- 
sado de  viejos  y  de  enfermos,  harto  de  sombras 
que  se  agitan  en  la  maldad  y  en  la  sangre.  Todo 
lo  espera  de  una  juventud  viril.  Desea  hombres, 
capaces  de  amor  y  de  solidaridad. 

José  INGENIEROS 


CERVANTES  69 


Los  dos  creyentes 
de  Hieraim. 


Y  cuando  ores,  no  serás  como  los 
hipócritas;  porque  gustan  de  po- 
nerse a  orar  de  pie  en  las  congre- 
gaciones, y  en  las  esquinas  de  las 
plazas,  para  mostrarse  a  los  hom- 
bres... Mas  tú,  cuando  ores,  entra 
en  tu  aposento,  y,  bien  cerrada  tu 
puerta,  ora  a  tu  Padre  que  está  en 
lo  ooulto... 

(Mateo  VI,  5-6.) 

Si  no  deseáis  su  reino,  no  le  pi- 
dáis en  vuestros  rezos.  Mas  si  le  de- 
seáis, es  preciso  que  reguéis  por 
su  adquisición,  es  precito  que  tra- 
bajéis por  él. 

(BnsKiN.  La  corona  del  olivo  Sil- 
vestre. El  trabajo.) 

I 

Había  una  vez  un  hombre  muy  bueno,  cerca 
de  las  tierras  de  Hieraim,  que  decía  parábolas  y 
sabía  curar  a  los  enfermos. 


70  CERVANTES 

Y  vivía  en  una  choza  en  lo  alto,  en  donde  es- 
tán hoy  las  cuevas  del  entierro,  y  no  bajaba  a 
adonde  las  gentes,  ni  por  alimentos  porque  sabía 
buscarlas  en  el  campo. 

Y  sucedió  que  un  día  los  hombres  religio- 
sos de  la  ciudad  descubrieron  que  el  pobre  de 
la  choza  enseñaba  oraciones  distintas  de  las  su- 
yas. Y  aun  algunos  le  oyeron  censura  contra  los 
ricos  que  rogaban  por  «el  pan  nuestro  de  cada 
día»  mientras  se  fallecía  de  hambre  en  las 
calles... 

Y  también  le  oyeron  que  no  decía  «tu  reino 
venga  a  nos»  como  ellos,  sino,  «yo  haré,  Señor, 
por  acercarme  a  sus  puertas» . 

Pero  como  todas  estas  oraciones  eran  extra- 
ñas para  los  hombres  religiosos  de  Hieraim,  di- 
famaron contra  él...  Y  subieron  gentes  a  poner 
aflicción  en  las  puertas  de  la  choza. 

Mas  el  viejo  tenía  paz  de  espíritu  y  rodeábale 
el  aura  de  sus  hechos,  porque  su  vida,  que  ha- 
bía recordado,  no  la  encontró  manchada...  Y  en- 
tre sus  recuerdos  flotaban  las  obras  justas  como 
los  nenúphares  en  el  estanque... 

Mas  de  su  boca  no  volvió  a  salir,  sin  embargo, 
predicación  alguna  para  los  que  se  le  acercaban, 
porque  temía  que  sus  dichos  fuesen  dichos  de 
división  y  de  discordia. 

Pero  cuando  ea  el  silencio  de  la  noche  los  des- 


CERVANTES  71 

velos  aleteaban  sobre  él  y  se  oían  los  aullidos 
lejanos  de  las  fieras,  desde  el  fondo  de  su  espí- 
ritu se  elevaban  estremecimientos  y  en  su  men- 
te latía  compasión  infinita... 


II 


Y  he  aquí  que  cierto  día  llegósele  uno  de  los 
servidores  del  templo  que  le  era  enviado  por 
los  escribas.  Y  el  servidor  del  templo  habló  de 
las  cosas  del  reino  de  Dios  y  su  boca  vertió  sá- 
tira para  los  descreídos  y  derramó  ponzoña  para 
«los  que  abandonaban  el  camino»  y  para  los 
orgullosos  y  para  los  osados... 

Mas  el  viejo  de  la  choza  le  habló  de  la  cari- 
dad sin  esperanza  de  premio,  de  la  bondad  ver- 
dadera e  intensa,  de  la  bondad  ignorada  por  to- 
dos. Y  le  habló  de  la  desgracia  cuando  persigue 
al  hombre.  Y  le  dijo  que  si  la  vida  era  grande 
era  por  el  dolor...  Y  le  dijo  que  había  ideas  in- 
tensísimas y  eternas  como  el  mundo,  y  le  habló 
de  la  Justicia.  Después  le  dejó  que  leyera  sus 
Meditaciones,  un  pequeño  texto  escrito  en  ara- 
meo  sobre  hojas  de  palma. 


72  CERVANTES 


III 

Y  en  aquella  misma  luna,  una  tarde  en  que  el 
pobre  de  Hieraim  miraba  la  tierra  a  lo  lejos, 
aposcósele  el  ánimo  y  retiróse.  Y  llegada  que 
fué  la  noche,  murió.  Sin  lágrimas  por  su  sole- 
dad y  con  amargura  por  otros  mundos,  murió. 

Y  como  un  caminante  llevara  la  noticia  de  la 
muerte  a  Hieraim  y  la  supiera  el  enviado  de  los 
hombres  del  templo,  llegóse  de  noche  adonde  el 
viejo  y  le  cerró  los  ojos...  Y  lloró  sobre  sus  res- 
tos hasta  que  cantó  el  gallo.  Luego  salió  y  ca- 
bo una  fosa.  Y  mientras  el  alba  comenzaba  a  cla- 
rear por  entre  las  palmeras,  condujo  allí  al  po- 
bre envuelto  en  su  manto  y  le  sepultó. 

Y  ya  marchaba  cuando  vieron  sus  ojos  los 
escritos  de  la  Meditación  esparcidos  sobre  la  tie- 
rra desde  la  choza  hasta  la  sepultura  y  pisados 
por  él  durante  la  noche... 

Y  recogióles,  poniendo  en  ellos  orden,  has- 
ta que  se  leían  bien  los  títulos  grandes  que  de- 
cían: Meditación.  Después  cabo  fosa  muy  pro- 
funda y  en  lo  más  hondo  les  enterró;  porque  no 
era  conveniente  que  las  gentes  de  Hieraim  su- 
pieran que  podía  orarse  «a  solas  y  bien  cerrada 
la  puerta». 

Y  como  faltara  ya  muy  poco  para  la  oración 


CERVANTES  73 

de  la  mañana  que  se  celebraba  en  Hieraim  al 
salir  el  sol,  limpió  sus  manos,  arregló  bien  su 
túnica  y  marchó,  apresurándose  para  no  perder 
las  primeras  ceremonias  de  los  phariseos. 

ViRiATo  DÍAZ  PÉREZ 


74  CERVANTES 


CLEOPATRA 


A  la  cour  de  Cléopatre, 
il  était  un  tigre  royal... 

Rachilde. 


Bajo  el  toldo  cobalto  de  un  cielo  implacable 
el  campo  de  batalla  tiende  su  inmeaso  osario 
cou  la  grandeza  épica  de  un  canto  milenario 
bañado  en  llamaradas  de  horror  inenarrable. 


La  tropa  se  detiene.  La  reina  inexorable 
contempla  el  espectáculo  macabramente  vario; 
topacios  y  diamantes  tejen  regio  sudario 
para  su  cuerpo  impúber  de  encanto  incomparable. 


CERVANTES  75 

Con  la  mano  enjoyada  cubre  los  negros  ojos, 

crueles  y  lascivos  sonríen  los  labios  rojos, 

y  en  su  torre  de  plata,  sobre  el  faerte  elefante, 

con  placeres  de  espasmo  y  agonías  de  muerte, 
los  cuerpos  que  se  pudren  contempla  palpitante, 
vencida,  temblorosa,  agonizante,  inerte. 


II 

Del  mar  de  podredumbre   que  llega    hasta   el 

desierto, 
como  un  arco  que  vibra  para  lanzar  la  flecha, 
un  tigre  que  entre  los  muertos  agazapado  acecha, 
salta  a  lomos  del  bruto  que  vacilante,  incierto, 

se  dobla  al  leve  peso.  Hay  un  silencio  yerto. 
A  su  zarpazo  fiero  la  torre  cae  deshecha. 
Las  esclavas  perecen;  la  reina  permanece  derecha; 
con  un  gesto  detiene  a  los  arqueros.  El  concierto 

prosigue.  Danza  en  la  magia  de  los  lampadarios^ 
y  en  la  gloria  morena  de  los  senos  erectos 
entre  la  policromía  de  los  collares  varios 

florecen  dos  carbunclos  cual  líricos  insectos. 
Mientras  el  sexo  altivo,  misterioso  y  fuerte, 
es  como  un  heraldo  que  anuncia  la  Muerte. 


76  CERVANTES 


III 


La  noche  tiene  un  mágico  encanto  de  cristal, 
le  cielo  es  un  manto  con  dorados  guiones, 
y  en  la  serena  pompa  de  las  constelaciones, 
le  Nilo  es  como  un  mágico  camino  sideral. 

Cleopatra  va  ritmando  el  eco  de  metal 
de  sus  bailes  extraños  en  sacras  extorsiones. 
Por  incestuosos  celos  en  fieras  contorsiones 
revuélvese  su  amante  sobre  la  cruz  fatal. 

La  esfinge  sonríe  su  perenne  misterio, 
las  pirámides  tienden  su  línea  de  salterio, 
y  en  la  magia  azulada  de  la  noche  de  plata 

se  escuchan  los  rugidos  del  tigre  prisionero, 
mientras  la  Reina  danza  en  la  gloria  escarata 
y  por  el  cielo  cobalto  resbala  un  lucero. 

Antonio  DE  HOYOS  Y  VINENT 


CERVANTES  "^^ 


Poetas  latinoamericanos 


Luis  G.  Urbina. 

Una  gran  parte  del  público,  y  otra  gran  parte 
de  la  juventud  intelectual  española,  verán  en 
Urbina  (pues  desconocen  sus  obras,  y  su  nombre 
nunca  llegó  a  ellos  sino  como  un  eco  lejano)  uno 
de  tantos  mozos  que,  en  los  primeros  ensayos 
líricos,  llegan  a  España  cargados  de  ilusiones, 
con  el  justo  anhelo  de  conquistar  unas  tempra- 
nas hojas  de  laurel,.. 

Nada  más  dolorosamente  erróneo.  Se  sigue 
queriendo  ignorar  en  España  cuanto  de  nuevo  y 
bueno  en  la  América  existe,  como  antes  se  qui- 
sieron ignorar  la  Geograíia  y  el  desarrollo  de 
aquellos  pueblos,  que  se  fueron  haciendo  nacio- 
nes libres,  con  el  natural  asentimiento  de  todos, 


78  CERVANTES 

menos  de  uosotros,  descendientes  del  Cid,  con 
mucho  hierro  en  la  mano  y  muy  poco  sentido 
común  en  la  medula. 

Ya  que  han  dado  en  llamar  a  aquel  Continente 
una  gallarda  prolongación  de  la  estirpe,  España 
debería  tender  la  vista  más  allá  del  Atlántico, 
como  a  una  ventana  azul  abierta  al  futuro.  Dan- 
do nosotros  hoy  la  espalda  a  la  América,  hace- 
mos el  papel  de  la  noche  dando  la  espalda  a  la 
aurora. 

Urbiua  es  uno  de  los  poetas  más  altos  y  deli- 
cados de  la  América  latina.  Pocos  como  él,  du- 
rante estos  últimos  veinte  años,  han  gozado  de 
un  prestigio  sin  mácula,  arrastrando  tras  de  si  a 
una  juventud  intelectual.  Toda  una  escuela  que 
tiende  a  diamantizar  el  idioma  y  a  quintaesen- 
ciar el  espíritu. 

El  poeta  está  en  el  otoño  de  la  vida,  y  sus 
versos  de  hoy  tienen  la  misma  frescura  de  los 
que  escribió  en  su  mocedad.  Es  un  poeta  obser- 
vador, descriptivo  y  emotivo.  Su  romanticismo 
rejuvenece.  Ha  llegado  a  España  hace  unos  me- 
ses como  redactor  del  importante  periódico  He- 
raldo de  Cuba,  que  se  edita  en  la  capital  de  aque- 
lla isla,  donde  se  refugió  al  estallar  la  revolución 
de  Méjico,  cuna  del  poeta;  perpetuo  soñador, 
solitario  y  sereno,  que  al  conocer  el  corazón  de 
los  hombres  opta  por  apartarse  de  ellos,  sentarse 


CERVANTES  79 

sobre  el  banco  de  piedra  de  un  parque  y  platicar 
a  solas  con  una  flor. 

Tiene  publicados,  entre  otros  libros,  Puestas 
de  Sol,  Ingenuas  y  Lámparas  en  agonía,  obras 
magnificas  donde  imperan  la  melancolía  de  las 
fuentes  solitarias  y  la  serenidad  de  los  jardines 
floridos  bajo  las  maravillas  del  crepúsculo. 

Además  ha  escrito  otros  libros,  en  prosa,  que 
rezuman  ideas  y  desbordan  bellezas  de  estilo; 
entre  ellos  el  que  publicó  con  motivo  del  Cente- 
nario de  la  República  de  Juárez.  También  ha 
sido  durante  mucho  tiempo  director  de  la  Bi- 
blioteca Nacional  de  su  país. 

Urbina  une  a  su  alma  de  niño  todo  el  jugo  de 
la  filosofía,  limpia  y  amarga,  que  le  han  dado  sus 
cuarenta  y  tantos  años  de  sabia  experiencia 
y  la  serena  observación  de  la  vida  y  de  las  co- 
sas. Es  como  quien  lo  ha  sentido  todo,  lo  ha 
comprendido  todo,  y  solamente  la  sencillez  y  la 
inocencia  han  logrado  verter  en  su  alma  una 
benéfica  lluvia  de  rocío  y  de  frescura. 

Pronto  publicará  otro  tomo  de  poesías  inédi- 
tas; un  puñado  de  rosas  sencillas,  empapadas  en 
una  filosofía  clara  y  amarga,  que  intitulará  De 
la  vida  vulgar,  y  donde  ha  logrado  poner  en  las 
cosas  más  fútiles  una  llovizna  de  oro  y  un  jirón 
de  azul. 

De  entre  este  jardín  de  versos  nuevos  arrancó 


80  CERVANTES 

estas  rosas  con  que  adorna  la  vida  de  una  chi- 
quilla vulgar  y  la  común  vulgaridad  que  la  rodea: 

Mariposa  de  harapos,  ¿en  qué  flores 
de  vicio  un  día  libarás  las  mieles 
del  deseo?  Los  años  son  crueles, 
y  nos  roban  muy  pronto  los  candores. 

jPobre  niña  que  vas,  candida  y  sola! 
Don  Juan  acecha,  y  Celestina  ríe... 
Te  pone  el  sol  de  Ocaso  una  aureola, 
y  la  tarde  en  sus  oros  te  deslíe. 

Tu  belleza  es  gentil,  pero  no  fuerte; 
lirio  de  amor,  que  cubren  los  andrajos. 
El  Ogro  está  escondido  y  va  a  comerte, 
Caperucita  de  los  Barrios  Bajos. 

*  *  * 

Nombro  a  los  míos,  y  me  asalta  el  miedo; 
en  mi  fatal  divagación  me  enredo... 
Ya  es  una  sombra  en  el  confín  la  niña... 
Y  yo,  con  ansias  de  llorar,  me  quedo 
mirando  la  aridez  de  la  campiña, 
que  asoma  por  la  Puerta  de  Toledo. 

Tanto  mérito  tiene  dignificar  asuntos  como 
éste,  donde  casi  siempre  el  oro  de  la  imaginación 
cae  en  el  vacio,  como  tejer  un  poema  épico-lírico 
a  la  manera  de  las  Montañas  de  Oro,  de  Leopol- 
do Lugones. 


( 


CERVANTES  81 

Bien  llegado  a  tierras  de  Castilla  el  poeta, 
que,  a  través  de  las  múltiples  transformaciones 
de  la  literatura,  arrebatando  prosélitos,  y  de  los 
diversos  aires  que  durante  años  sacudieron  los 
rosales  líricos,  llevándose  consigo  muchas  perso- 
nalidades, ha  sido  siempre  él,  sin  la  influencia  de 
ninguno  de  los  maestros  de  las  liras  modernas 
y  teniendo  la  virtud  de  encontrarse  siempre  en 
las  avanzadas  del  modernismo. 

Alfonso  CAMÍN 

Madrid,  octubre  de  19l6, 


82  CERVANTES 


TEATRO  LÍRICO 


Carlos  Bosch. 

El  señor  Pérez  de  Ayala  publicó  el  día  3  del 
pasado  diciembre  un  interesantísimo  articulo,  en 
el  que,  a  propósito  de  la  pantomima  «El  sapo 
enamorado»,  estrenada  en  el  teatro  de  Eslava, 
hacía,  con  su  erudición  excepcional,  una  síntesis 
histórica  de  lo  que  ha  sido  y  constituye  este  arte 
de  la  pantomima,  y,  refiriéndose  al  intento  del 
señor  Martínez  Sierra,  advertía  un  distiogo  en- 
tre lo  usadero  provechoso  y  lo  usadero  chabaca- 
no, elogiando  después  la  iniciativa  del  director 
artístico  del  teatro  de  Eslava. 

Yo  veo  este  arte  como  una  necesidad,  una  pe- 
tición de  movimiento  del  de  la  Escultura,  que 
no  conforme  con  el  reposo  del  tiempo,  que  en- 
cuentra en  la  serenidad  la  perfección  de  su  idea, 


CERVANTES  H3 

algo  apartada  de  la  vida  accidente,  busca,  ampa- 
rándose en  el  ritmo  musical,  la  expresión  de  una 
intensidad  vivida  por  la  acción  y  el  gesto  que 
para  lograr  su  efecto  ha  de  ser  sucedido,  si  des- 
borda el  equilibrio  para  dar  la  sensación  del 
sentimiento  presente,  porque  en  la  Escultura 
queda  tan  sólo  la  esencia,  la  idea  causa  de  lo 
que  fué  un  trozo  de  vida,  y  que  se  eterniza  en  la 
existencia  de  forma  soberana. 

En  el  arte  se  ampara  y  descansa  la  vida,  pero 
ella  a  su  vez  es  la  que  sugiere,  la  que  forma  el 
proyecto  de  belleza  que  inspira  al  artista  crea- 
dor, y  su  expansión  es  necesaria;  la  danza  lo  es 
de  la  música  misma,  y  el  movimiento  y  el  gesto 
de  la  Escultura,  completándose  con  el  ritmo 
musical,  que  equilibra  su  acción  y  comenta  el 
asunto.  Por  eso  esta  música  de  pantomima  ha 
de  internarse  completamente  en  el  poema  que 
se  nos  presente,  dándonos  claramente  la  idea  de 
sus  principales  episodios.  Y  es  asi,  según  dice 
perfectamente  el  señor  Pérez  de  Ayala,  como  lo 
realizado  en  este  género  por  Strawinski  puede 
servir  de  modelo. 

El  señor  Martínez  Sierra  ha  comprendido 
indudablemente  que  la  extensión  del  arte  teatral 
se  abre  en  mayor  campo,  y  fértil,  con  el  atracti- 
vo del  más  variado  paisaje  para  el  musical  sobre 
todo.  Gran  aficionado  en  sus  empresas  a  toda 


84  CERVANTES 

clase  de  novedades,  tuvo  la  buena  idea  de  orga- 
nizar estos  espectáculos,  que  pueden  decirse 
nuevos  para  nosotros;  pero  preciso  es  reconocer 
que  en  la  elección  de  la  primera  pantomima  es- 
tuvo desacertadísimo.  Y  no  tanto  por  el  poema 
del  señor  Borras  como  por  la  música  del  señor 
Luna,  que  además  de  sonar  sin  sonoridad  (per- 
mítaseme tal  atrevimiento  de  dicción),  quiero 
decir  mal  instrumentada,  no  nos  señala  absolu- 
tamente nada  de  cuanto  va  pasando  por  la  esce- 
na, y  cuando  alguna  vez  lo  procura,  es  de  tal 
manera,  que  recuerda  el  «calla  Sancho,  peor  es 
meneallo». 

No  comprendo  cómo  al  Sr.  Martínez  Sierra, 
que  tan  rodeado  está  de  nuestros  mejores  músi- 
cos, se  le  ha  ocurrido  elegir  esta  pantomima  para 
inaugurar  el  género,  ni  siquiera  aceptarla  entre 
ellas.  Claro  es  que  yo  pienso  todo  esto  sin  salir- 
me  del  terreno  artístico  y  ni  vislumbro  siquiera 
temores  de  Prensa,  ni  de  taquilla.  Cuando  se 
pretende  hacer  una  campaña  de  arte,  lo  prime- 
ro a  que  se  obliga  quien  la  emprende  es  a  selec- 
cionar, amontonando  los  bienes  sin  mezcla  de 
mal  alguno.  Únicamente  se  podrá  dispensar  en 
tal  caso  el  mal  inconsciente,  y  el  Sr.  Martínez 
Sierra  tiene  buenos  músicos  de  quienes  tomar 
consejos,  y  si  ellos,  por  exagerada  delicadeza,  no 
los  quisieran  dar,  siempre  se  hubiera  podido  en- 


CERVANTES  85 

terar  por  alguien,  caso  de  que  él  por  sí  mismo 
no  acierte  a  distinguir  de  bondades  musicales. 

Este  error  es  de  por  si  bastante  grave,  porque 
el  fracaso  al  comienzo  de  un  género  puede  traer 
el  del  género  mismo,  y  bien  lamentable  sería  que 
músicos  insignes  como  Manuel  de  Talla,  Con' 
rado  del  Campo  y  Joaquín  Turina,  entre  otros' 
fracasaran  por  ajenas  culpas,  confundiéndoseles 
además  con  los  que  no  son  ni  de  su  categoría  ni 
de  su  clase.  Siempre,  como  dice  el  insigne  Gani- 
vet:  «Tendremos  obras  magistrales  creadas  por 
los  maestros  y  una  rápida  degradación  provoca- 
da por  la  audacia  y  desenfado  de  los  aprendi- 
ces.» Menos  mal  si  lo  fuera  el  Sr.  Luna;  pero  el 
Sr.  Martínez  Sierra  debió  comprender  que  el  au- 
tor del  «Asombro  de  Damasco»  no  lo  sería  del 
público  de  Eslava. 

En  cuanto  al  Sr.  Borras,  aunque  formó  algo 
pesadamente  el  interesante  asunto  en  que  se 
inspiró,  creo  que  era  digno  de  mejor  suerte,  o  de 
mejor  compañero  para  la  parte  musical.  El  pró- 
logo, que  quizá  sea  demasiado  largo,  por  el  mo- 
mento de  impaciencia  en  el  público,  es,  aun  in- 
fluido del  estilo  de  Benavente,  o  por  ello  mismo, 
de  gran  poesía.  Nunca  sobra  la  belleza,  y,  por 
consiguiente,  en  mi  opinión,  que  no  e^  humilde 
aunque  pueda  ser  equivocada,  resultando  opor- 
tuno y  nos  conduce  al  exotismo  imaginado  don- 


86  CERVANTES 

de  la  vida  se  liberta  para  convertirse  en  un  cuen- 
to inverosímil  que  jamás  sucedió,  porque  sólo 
lleva  verdad.  El  desarrollo  de  la  acción  que  si- 
gue es  como  digo  demasiado  larga;  pero  con  otro 
músico,  el  Sr.  Borras  hubiera  triunfado  comple- 
tamente. 

Los  intérpretes  estuvieron  a  mayor  altura  de 
la  que  se  pudiera  esperar,  teniendo  en  cuenta 
que  eran  principiantes  en  ese  género,  nada  fá- 
cil y  que  no  tiene  Escuela  entre  nosotros. 

Mucho  confio  en  que  a  pesar  de  todo  pueda 
el  público  deleitarse  con  este  arte  de  antigüedad 
revivida  en  nosotros  que  tiene  la  poesía  de  lo 
que  fué  y  la  alegría  de  esperanza  de  lo  que  será, 
existiendo  ya  asegurado  desde  sus  comienzos 
con  la  música  de  Joaquín  Turina,  que  comenta 
el  gran  poema  de  la  divinidad  humanizada,  siem- 
pre niño  y  siempre  eterno,  que  ve  nuestras  vidas 
aun  presagiando  sus  tristezas,  porque  trae  en  sus 
amores  dones  de  redención. 

Carlos  BOSCH 


1 


CERIVANTES 


87 


La  canción  del  eunuco. 


A  Francisco  Villaespesa. 

Tu  harén  está  vacio.  La  favorita  muerta. 
Tu  harén  está  vacio  como  mi  corazón... 
Sólo  queda  el  eunuco  nostálgico  en  la  puerta, 
que  aduerme  su  fastidio  con  lánguida  canción. 

Oye  la  amarga  trova  del  árabe  importuno 
que  canta  dolorido  su  horóscopo  fatal, 
y  dice  los  secretos  del  mirador  moruno, 
turbando  del  serrallo  la  calma  sepulcral: 

—Padezco  como  Tántalo:  con  lúbricas  delicias 
sus  ojos  me  brindaban...  Mis  párpados  cerré. 
Sus  labios  me  humillaron  con  cálidas  caricias; 
los  mios  se  esquivaban...  Besar,  ¿y  para  qué? 


^  tÉRVAÑTES 

Recorro  los  jardines,  lá,s  sendas  más  umbrosas, 
en  busca  de  un  retiro  donde  poder  llorar, 
y  en  todos  los  rincones  parejas  hay  dichosas 
'qtie  me  rechazan...  ¡Piensan  que  yo  no  puedo 

amar! 

Rayo  de  luna,  dame  tu  místico  consuelo; 
consuelo  que  no  hay  lengua  que  pueda  definir; 
caricia  que  desciende  desde  el  callado  cielo 
y  sin  palabras,  dice:  «Prepárate  a  partir...» 

¿Por  qué  nos  has  dejado,  sultana  dolorida? 
¿Por  qué  ya  no  resuena  tu  voz  en  el  harén? 
Amores  imposibles  causaron  tu  honda  herida; 
amores  imposibles  me  matarán  también. 

Existen  los  fantasmas.  Ayer  junto  a  la  fuente 
una  furtiva  sombra  surgió  cerca  de  mí, 
y  se  alejó  llorando,  tras  de  besar  mi  frente. 
Yo  no  sé  si  he  soñado...  Yo  no  sé  si  la  vi... 


Sacras  cegueras. 

Persiguiendo  fantástico  espejismo 
por  el  llano  atajé  de  la  existencia, 
apagando  el  fulgor  de  mi  conciencia 
para  no  ver  la  sombra  de  mí  mismo. 


tERVÁNtííS  89 

Busco  cimas  de  lu¿  eñ  ^égfo  albismo; 
alza  frágiles  torres  mi  demencia, 
y  por  cada  ilusión,  en  la  experiencia 
tiene  el  mundo  moral  un  cataclismo. 


¿Adonde  dirigir  nuestra  mirada...? 
Es  preferible  para  el  alma  herida, 
a  contemplar  miserias  no  ver  nada. 

¡Acaso  lo  ideal  es  verdadero, 

si  se  mira  la  sombra  de  la  vida, 

con  los  ojos  de  Milton  o  de  Homero...! 


Vértices  luminosos. 

Jehová,  Zeo,  Jesús:  ígneo  tridente, 
magna  constelación,  triángulo  inscrito 
en  el  cero  que  abarca  lo  infinito: 
¡Pon  un  crisma  de  luz  en  cada  frente! 

La  Humanidad  bosteza  indiferente 
hollando  el  lirio  de  la  fe,  marchito; 
ni  áurea  leyenda  ni  sagrado  mito 
surgen  ya,  como  antaño,  del  Oriente... 


90  CERVANTES 

¡Jehová,  Zeo,  Jesús!  Voz  angustiosa, 
ve  a  perderte  en  la  noche  silenciosa... 
¡No  hay  un  eco  en  la  Tierra  para  ti! 

Bajo  el  cielo,  sediento  de  plegarias, 
yerguen  sus  cumbres  mudas,  solitarias, 
el  Gólgota,  el  Olimpo,  el  Sinaí... 


Eros. 

Besa  un  rayo  de  sol  de  primavera 
en  el  rostro  pueril  a  Eros  dormido; 
los  rizos  de  su  blonda  cabellera 
brillan  con  el  fulgor  de  oro  bruñido. 

En  su  boca  purpúrea  y  hechicera 
un  diminuto  corazón  partido; 
cada  pestaña,  flecha  traicionera, 
dardo  de  luz  de  su  carcaj  temido. 

Hay  en  sus  alas  cortas  y  sutiles 

el  bello  tornasol  inolvidable 

que  tienen  nuestros  sueños  juveniles; 

y  tibio  soplo  de  sus  labios  mana, 

que  esparce  un  polen  mistico,  impalpable 

como  el  secreto  de  la  vida  humana... 


CERVANTES  91 


El  rayo  verde. 

Una  mirada  fué,  que  no  se  olvida; 
una  postrer  mirada  persistente... 
Su  inefable  expresión  flota  en  mi  mente 
cual  remembranza  tierna  y  dolorida. 

Aún  me  atormenta  la  visión  querida 
de  aquel  pálido  rostro  adolescente 
donde  miré  apagarse,  dulcemente, 
la  tenue  llama  de  su  corta  vida. 

En  alta  mar,  en  dias  de  bonanza, 
envía  el  sol  sus  últimos  destellos 
del  color  ideal  de  la  esperanza. 

Así  sus  verdes  ojos  me  miraron, 
sus  ojos  melancólicos,  ¡tan  bellos!, 
y  luego  para  siempre  se  cerraron... 


Alejandro,  príncipe. 

Ese  joven  de  olímpica  belleza, 

a  veces  soñador,  a  ratos  fiero, 

cuando  duerme,  reclina  su  cabeza 

sobre  un  libro  inmortal,  timbre  de  Homero. 


92  CERVANTES 

Es  casto  por  temer  que  la  impureza 
debilite  sus  músculos  de  acero: 
estudia  porque  aspira  con  firmeza 
a  ser  entre  los  reyes  el  primero. 

Montado  en  el  Bucéfalo  indomable, 
piensa,  tal  vez,  que  dominar  la  gloria 
es  siempre  para  un  héroe  practicable; 

y  sus  ojos  de  bicroma  mirada 

ven  futuras  grandezas  de  la  Historia 

repasando  los  versos  de  la  «Iliada»... 


En  el  reino  de  la  poesía. 

Llantos  de  eunuco,  tonos  de  elegía, 
trinos  de  flauta,  música  incolora... 
¿Qué  acento  exaltará  la  poesía? 
¡No  hay  una  voz  profética  y  sonora! 

Como  en  noche  polar,  alba  tardía, 
presentimos  tu  luz  consoladora: 
¡venga  el  fecundo  resplandor  del  día! 
¡Surja  el  himno  de  fuego  de  la  aurora! 


CERVANTES 

Inspiración  viril,  robusta,  sana, 
no  la  débil  que  lánguida  suspira, 
requiere  nuestra  musa  castellana. 

Yo  percibo  en  la  sombra — sueño  acaso — 
ecos  remotos  de  ignorada  lira, 
y  el  galope  triunfante  de  Pegaso... 

Manuel  VERDUGO 


m 


94  CERVANTES 


La  Evolución  de   Gabriel 

D'Annunzio  por  Gonzalo 

Zaldumbide. 


Esta  obra  estudia  la  audaz  trayectoria  recorri- 
da por  el  genio  de  Gabriel  D'Annuuzio,  que,  en 
su  evoluciÓQ  creadora,  señala  la  curva  más  alta 
y  luminosa  en  el  ciclo  de  la  literatura  mundial 
comprendido  entre  las  postrimerías  del  gran  si- 
glo pasado  y  el  orto  sangriento  de  los  actuales 
días. 

Libro  que  es  como  un  pomo  cincelado  en  cris- 
tal de  roca,  en  el  que  un  sutil  alquimista  de  be- 
lleza hubiera  encerrado  la  más  pungente  y  alqui- 
tarada esencia  exquisita  que  él  mismo  extrajera 
de  las  encendidas  y  odorantes  flores  del  brujo  y 
deslumbradar  jardín  dannunziano;   libro  que  es 


CERVANTES  95 

como  un  cofre  de  sándalo,  con  herrajes  de  oro  y 
plata,  en  el  que  se  guardara  preciadas  joyas  de 
arte;  libro  que  es  como  una  mágica  caja  de  mú- 
sica, en  la  que  se  encerraran  reminiscencias 
de  las  maravillosas  armonías  que  brotaran  de  la 
lira  más  sonora  y  multicorde  que  humanos  de- 
dos hayan  pulsado  jamás;  libro  que  es  como  un 
vasto  lienzo,  o  más  bien,  gran  fresco  mural  en  el 
que,  en  visión  panorámica,  se  muestran  los  as- 
pectos más  hermosos  e  interesantes  del  mundo 
ingente  visto  por  una  milagrosa  fantasía  y  fijado, 
de  manera  definitiva,  por  un  mago  de  la  línea  y 
del  color. 

Para  ornato  de  nuestras  letras,  este  libro  be- 
llo y  hondo,  en  el  que  se  analiza  magistralmen- 
te  toda  la  producción  dannunziana,  está  escrito 
por  un  literato  hispanoamericano;  y,  a  fe,  que 
sólo  un  espíritu  sutil,  comprensivo,  fino  y  pene- 
trante, flor  de  latinidad,  como  el  de  Gonzalo 
Zaldumbide,  en  quien  se  unimisman  el  fervor,  la 
espontaneidad  jugosa  de  los  hijos  del  Nuevo 
Mundo — ha  nacido  en  la  capital  del  Ecuador  y 
es  gala  y  orgullo  de  la  juventud  intelectual  de 
ese  bello  país — y  la  serenidad,  la  perspicacia,  la 
penetración  y  la  cultura  de  un  europeo — vive  y 
produce  en  París — podía  haber  llevado  a  feliz 
término  la  magna  empresa  de  escribir  el  prime- 
ro, y,  en  concepto  de  muchos  críticos,  el  mejor 


96  CERVANTES 

libro  que  sobre  el  enorme  poeta  de  Italia  existe 
hasta  ahora  en  lengua  de  Castilla. 

Como  un  guia  experto  e  inteligentísimo,  el 
autor  nos  conduce  por  el  maravilloso  y  deslum- 
brador semicírculo  parabólico  que  va  de  Primo 
Veré  a  La  Nave,  después  de  culminar  en  la  Laus 
Vita.  Sigámosle,  si  bien  rápidamente,  por  la  vía 
encumbrada  y  luminosa  del  supremo  arte  de 
nuestros  tiempos. 

Las  grandes  etapas  que  en  su  camino,  con  sin- 
gular acierto,  va  marcando  el  guía  son:  Los  co- 
mienzos.— El  realismo. —La  vena  lírica. — El  cir- 
culo de  la  sensualidad. — El  conato  humanitario. — 
La  voluntad  de  dominio. — El  canto  de  triunfo  de 
la  vida. — El  teatro. — Características  de  la  oirá. — 
El  espíritu  dannunziano. 

En  el  primer  capítulo,  vemos  brotar,  en  plena 
adolescencia  del  gran  poeta,  las  primeras  vertien- 
tes de  la  inexhausta  vena  lírica.  Asistimos  a  la 
aparición  de  los  cuatro  primeros  libros  que  nos 
dan  la  clave  de  la  labor  futura:  Primo  Veré,  bro- 
te de  juventud,  abierto  a  los  rayos  del  sol  car- 
ducciano;  el  Canto  Novo,  «himno  inmenso  en  loor 
de  la  tierra,  del  mar,  de  los  héroes  y  de  la  vida», 
y  que  fué  en  la  literatura  italiana  «como  una 
sangre  nueva,  hirviente,  pero  pasada  por  un  fil- 
tro de  arte» ;  Terra  Vergine,  que  nos  da  intacta 
la  emoción  de  aquel  agro  hosco  y  triste,  mis- 


CERVANTES 


-dfr- 


tico  y  bravio  de  los  Abruzzos.  Eu  estos  libros 
está  en  germen  toda  la  obra  consumada. 

Aquella  visión  cruel  y  lacerante  de  humani- 
dad, en  la  que  se  descubren  todas  las  llagas  y 
purulencias  de  una  adolorida  carne  de  esclavi- 
tud, se  condensa  en  los  Cuentos  de  la  Pescara  y 
corresponde  a  la  fase  más  que  realista,  natura- 
lista, del  gran  idealizador  y  exaltador  de  la  vida. 

Tras  este  paréntesis  materialista,  la  fibra  lirica 
y  el  ímpetu  dionisiaco  vuelven  a  vibrar:  ¡Oh  di- 
vina floración  del  Intermezo,  joya  preciocista, 
cincelada  por  un  orfebre  florentino;  del  Isotteo, 
pleno  de  gracia  y  elegancia;  de  La  Chimara,  car- 
gada de  morbosas  y  dulces  languideces;  de  las 
Elegías  romanas,  en  las  que  la  melancolía  infi- 
nita de  la  ciudad  única  rima  maravillosamente 
con  la  oceánica  tristeza  de  las  almas;  del  Poema 
Paradisiaco,  en  el  que  un  «anhelo  de  rena- 
cimiento, difunde  por  el  libro  una  frescura 
nueva». 

Se  abre  luego  el  círculo  de  la  sensualidad  vór- 
tice alucinante,  en  el  fondo  del  cual  las  Novelas 
de  la  rosa,  abriéndose  como  opulentas  y  tenta- 
doras flores  de  carne,  exhalan  un  capitoso  aroma 
de  deseo. 

En  seguida,  como  para  olvidar  sus  conflictos, 
sus  inquietudes,  sus  pasiones,  como  para  huir  de 
si  mismo  y  de  su  espíritu,  Gabriel  D'Annunzio 


98  CERVANTES 

canto  apoteósico  de  la  vida,  el  más  vibrante  y 
férvido  que  haya  resonado  jamás,  es  como  nn 
germinal  glorioso,  dominado  por  un  divino  e 
inmortal  aliento  pánico,  y  en  él  se  contiene  toda 
el  alma  de  Gabriel  D'Annunzio. 

Después  de  haber  dominado  la  lírica  y  la  no- 
vela, el  prodigioso  e  infatigable  creador  de  be- 
lleza va  a  la  conquista  de  la  escena,  la  cual  le 
viene  estrecha  para  encerrar  sus  desmesuradas 
e  ingentes  concepciones.  «Por  el  comentario  líri- 
co a  su  drama  la  Cittá  Morta — nos  había  dicho 
nuestro  guía — sabemos  que  su  propósito  era  el 
de  renovar  el  espíritu  trágico  de  las  multitudes 
reunidas  en  espera  de  una  nueva  palabra,  no 
oída  de  labios  de  poeta  desde  que  enmudecieron 
Esquilo  y  Sófocles;  resucitar  la  tragedia  griega, 
aparejándola  en  forma  que  fuese  contemporánea 
de  los  espectadores  y  capaz  de  infundirles,  sin 
evocaciones  retrospectivas,  un  ideal  de  vida  he- 
roica.» Al  tratar  del  teatro  dannunziano,  la  com- 
prensión profunda,  el  sutil  análisis,  la  perspica- 
cia suma,  el  poder  evocatriz;  todas  las  preciadas 
cualidades  que  caracterizan  el  escogido  espíritu 
del  autor  de  la  Evolución  se  manifiestan  plenas. 
¡Qué  manera  de  comprenderlo  y  de  sentirlo  to- 
do! ¡Qué  modo  de  desentrañar  los  más  ocultos 
sentidos,  los  más  obscuros  simbolismos!  ¡Cómo 
analiza,  cómo  avisora,  cómo  ausculta,  cómo  bu- 


CERVANTES  99 

cea  en  la  roja  entraña  de  la  magna  obra!  ¡Qué  for- 
ma tan  sintética,  tan  bella,  leve  y  cristalina  tie- 
ne de  relatarnos  los  asuntos  de  dramas  y  trage- 
dias! ¡Y  qué  noble  serenidad  en  medio  del  torbe- 
llino de  belleza,  de  pasión,  de  lirismo,  de  horror 
y  de  dolor  que  nos  va  mostrando,  con  estilo  tan 
moderno,  personal,  plástico,  dúctil  y  vivaz  que, 
al  recorrer  las  cien  páginas  que  en  el  estudio  to- 
tal ocupa  el  del  teatro,  llegamos  a  sentir  algo 
que  se  acerca  a  la  emoción  misma  de  la  drama- 
turgia dannunziana.  Sentimos,  si,  sentimos  el 
temblor  calofriante  que  sacude  U  sogno  d' un 
matino  di  primavera  y  11  sogno  d'un  tramonto 
d'autunno;  el  inquietante  maleficio  de  la  Cittá 
Morta;  la  angustia  de  unas  divinas  manos  muti- 
ladas en  La  Gioconda;  el  vértigo  heroico  de  La 
Gloria;  la  dantesca  belleza  de  Francesca  di  Ei- 
mini;  la  milenaria  superstición  y  el  atroz  fata- 
lismo de  la  Figlia  di  lorio;  la  magia  verbal  de 
Pin  che  l'amore;  la  sugestión  misteriosa  del 
«fragante,  verde,  triste  Adriático»  en  La  Nave. 
Al  señalar  las  caracteristicas  de  la  obra  dan- 
nunziana, el  sutil  crítico  nos  dice:  «Defectos  y 
cualidades  van  extrañamente  mezclados  en  su 
obra.  Van  compenetrados;  tanto,  que  es  difícil 
hacer  entre  ellos  un  discremen  neto  y  señalar  en 
qué  punto  preciso  de  su  manifestarse,  cualidades 
y  defectos  dejan  de  serlo  convirtiéndose  unos  en 


100  CERVANTES 

otros.  Los  que  pueden  reprochárselo  a  D'Annun- 
zio  son  los  defectos  de  sus  cualidades;  éstas,  sin 
ellos,  no  serían  lo  que  son.  Son  cualidades  que 
pecan  por  exceso  o  por  exclusivismo.»  Luego 
nos  presenta  al  autor  de  11  Piaccere  como  el  ar- 
quetipo del  artista,  tal  como  lo  concibió  el  Re- 
nacimiento, como  un  excelso  creador  de  puras 
formas  estéticas,  como  un  potentísimo  escultor 
de  belleza,  cuyo  sentimiento  ha  dignificado  y  ha 
exaltado  a  la  categoría  de  un  culto  universal; 
condiciones  éstas  por  sí  solas  bastantes  para  enal- 
tecer toda  la  obra  y  justificar  los  más  lamenta- 
bles extravíos.  Lirismo,  irrealidad,  exaltación, 
armonía,  sensualidad,  sentimiento  de  la  natura- 
leza, riqueza  de  matices,  exageración  del  senti- 
miento pánico,  ofuscamiento,  esplendor,  precio- 
sismo suntuario,  fantasía  ardorosa;  todos  los  ele- 
mentos constitutivos  de  ese  potente  filtro  de 
belleza  que  nos  enajena  y  nos  embriaga,  y  que 
se  llama  arte  dannunziano,  están  analizados,  de 
manera  admirable,  en  este  estudio. 

El  último  capítulo  se  consagra  a  examinar  el 
espíritu  dannunziano.  Si  todas  las  partes  de  la 
obra  total  del  poeta  de  Italia  están  unidas  por  un 
invisible  engarce  de  pensamiento,  seria,  sin  em- 
bargo, impertinente  pretender  extraer  de  ella 
una  concepción  intelectual  sistemática  y  propia. 
Lo  creado  por  Gabriel  D'Annunzio  es,  más  bien, 


CERVANTES  ^^^ 

un  fascinador  panorama  de  belleza,  iluminado 
por  un  sol  de  varias  filosofías,  sobre  todo,  de  filo- 
sofía nietzschana.  Ya  nos  lo  advierte  naestro 
autor:  «Despojado  Nietzsche  de  preocupaciones 
intelectuales,  conviértese  en  Gabriel  D'An- 
nunzio. 

Sí;  D'Annunzio  es  un  Nietzsche,  sensual.  Es 
Nietzsche,  menos  la  inteligencia;  Nietzsche,  me- 
nos Nietzsche.  No  queda  de  él  sino  la  voluntad 
de  dominio,  la  voluntad  afirmativa  y  lírica.  La 
voluntad  no  necesita  de  certidumbres:  va.  ¿Adon- 
de? A  girar  en  el  retorno  eternal.»  En  una  obra 
en  la  que,  «como  en  lechos  suntuosos  e  infames, 
en  sus  páginas  se  retuercen  los  espasmos  de  la 
carne»,  no  hay,  no  puede  haber  más  filosofía  que 
ésta:  la  de  sentir  y  vivir  en  belleza,  ávidamen- 
te, plenamente,  intensamente,  la  Vida,  toda  la 
Vida...! 

Cierra  el  volumen  un  apéndice,  en  el  que  el 
autor  examina  los  que,  acerca  de  la  gran  cuestión 
dannunziana,  se  han  publicado  con  posterioridad 
al  suyo;  porque  esta  importante  obra,  de  la  que 
el  notable  literato  que  dirige  la  Biblioteca  Andrés 
Bello  ha  tenido  el  acierto  y  la  oportunidad  de 
darnos,  en  estos  días,  una  segunda  edición,  salió 
a  luz  en  París,  en  1909,  siendo  elogiosamente 
comentada  por  intelectuales  de  Italia,  Francia  e 
Hispano-América,    que   saludaron   en    Gonzalo 


102 


CERVANTES 


Zaldumbide  la  aparición  de  un  alto  y  singular 
espiritu  crítico. 

Tal  es,  en  síntesis,  el  libro  que  sobre  el  proce- 
so evolutivo  del  inmenso  espíritu  «del  hombre 
de  la  Italia  Nueva,  de  su  poeta,  su  héroe  epóni- 
mo  acaso,  del  que  marcará  la  nueva  época  igual 
que  el  padre  Dante  la  suya»,  aparece  en  Madrid, 
prestigiado  por  circunstancia  tan  única  como  la 
de  ser  el  bardo  de  la  Laus  Vita,  actor  en  la  apo- 
calíptica tragedia  universal  de  hoy,  a  lá  que 
arrastró  a  su  pueblo  con  el  poder  taumatúrgico 
de  su  verbo,  con  la  fascinación  irresistible  de  sn 
numen,  el  solo  capaz  de  cantar  la  epopeya  de  la 
edad  presente. 

Césae  E.  arroyo 


CERVANTES  103 


La  fábula  del  Deseo. 


A  Rosa  Riera,  en  Barcelona. 

Eva  en  el  Paraíso  sonríe  satisfecha 
bajo  el  árbol  sagrado  de  la  Sabiduría, 
mientras  en  torno  de  ella  una  audaz  teoría 
de  visiones  extrañas  se  retuerce  y  la  estrecha. 

Tiembla  sobre  su  seno,  diabólica  y  derecha, 

una  tosca  cabeza  de  serpiente,  que  guía 

la  cola  puntiaguda  por  la  noble  armonía 

de  sus  piernas,  curvadas  como  un  arco  de  flecha. 

En  la  fosforescente  mirada  de  sus  ojos, 

más  grandes  y  más  verdes  que  los  de  la  serpiente, 

hay  una  cranescencia  de  férvidos  antojos... 

Y  sus  mórbidos  brazos,  en  absurdo  himeneo, 

atraen  la  cabeza  del  reptil  reluciente 

y  la  besan  sus  labios,  donde  sangra  el  Deseo. 

L,  RODRÍGÜEZ-FIGUEROA 


ig^l  CERVANTES 


DON  JUAN 
EN  SANTA  MARTA 


Al  salir  del  Perú,  ya  consumada 
la  obra  de  su  genio  y  de  su  espada 

en  la  América  austral, 
Bolívar,  desde  Francia,  recibía 
una  carta  de  amor  y  poesía 

de  Fanny  de  Villars. 

Aquella  ardiente  carta  en  su  memoria 
removía  cenizas  de  una  historia 

de  veinte  años  atrás, 
y  mundano,  voluble  y  liberino, 
París  se  interponía  en  su  camino 

de  Lima  a  Bogotá, 


CERVANTES 

Fanny  le  confesaba...  Todavía 
el  recuerdo  penoso  de  aquel  día 

me  persigue  tenaz. 
Vos  socabais  al  llanto  en  mi  semblante, 
mientras  yo  enloquecida  y  suplicante, 

no  os  dejaba  marchar. 

«No  quiero  resignarme  al  desengaño, 
y  en  prueba  de  mi  afecto  os  acompaño 

mi  efigie  y  un  puñal. 
Tales  prendas  serán  en  vuestra  vida, 
el  arma,  la  defensa  requerida, 

mi  efigie,  un  talismán...» 

¿Habló  a  su  corazón  tanta  vehemencia? 
No  era  fácil  sondear  en  la  conciencia 

del  caudillo  inmortal. 
Tras  la  heroica  virtud  de  su  pujanza, 
se  confundían  en  estrecha  alianza 

Aquiles  y  Don  Juan. 

Placía  a  sus  pasiones  voluptuosas, 
olvidar  los  laureles  por  las  rosas, 
la  gloria  por  el  vals. 


-1U5 


106  CERVANTES 

Y  pronto  a  la  embriaguez  de  las  caricias, 
entre  mujeres  al  amor  propicias 
plantaba  su  vivac. 

De  Lima  a  Quito,  Bogotá  y  Pamplona, 
hasta  el  valle  que  el  Avila  corona, 

fué  una  marcha  triunfal. 
Palpitantes  de  amor  los  corazones, 
se  pusieron  en  pie  cuatro  naciones 

para  verle  pasar. 

Pocos  años  después,  en  Santa  Marta, 
ya  próximo  a  morir,  aquella  carta 

recordó  frente  al  mar, 
clavó  la  vista  en  el  confín  arcano; 
vio  por  última  vez  el  océano, 

y  rompió  a  sollozar... 

Andrés  MATA 


CERVANTES 


107 


De  «Cristo  en  los  Infiernos»  ,  obra  inédita, 
de  Goy  de  Silva,  publicamos  el  capítulo  de 

^-^El  Reino  de  los  Parias^ 


€  Escúchame,  yo  te  mos- 
traré, y  te  contaré  ¿o  que 
he  visto...» 

«Él  me  ha  puesto  por 
parábola  de  pueblos,  y  de- 
lante de  ellos  he  sido  como 
tamboril.» 

(Job.  Capíts.  XV  y 
XVII.  Versículos  XVII  y 
VI.) 

< 

Todos  vienen  aquí...  to- 
dos pasan  aquí  la  noche 
de  reposo,  para  luego  em- 
prender la  marcha...  Otra 
vez  la  marcha,  pero  sin  ser 
ya  lo  que  han  sido  y  sin 
saber  lo  que  serán...  Por- 
que yo,  durante  su  sueño, 
¿es  cambio  el  corazón  y  bo- 
rro de  su  mente  los  recuer- 
dos...» 

(La  Reina  Silencio.  Es- 
cena primera  del  acto 
tercero.) 


108  CERVANTES 

He  aquí,  que  este  pequeño  libro  extraño  de 
«El  Reino  de  los  Parias»  es  como  el  sueño  del 
hombre  que  pasó  una  noche  en  el  castillo  feudal 
de  la  Reina  innominada,  en  la  misma  cámara  de 
las  postreras  nupcias. 

Todos  dormiremos  alguna  vez  en  el  tálamo 
frío  donde  la  amante  silenciosa  velará  nuestro 
sueño,  durante  el  cual  ha  de  arrancarnos  dulce- 
mente el  corazón,  poniendo  en  su  lugar  un  cora- 
zón nuevo  para  una  nueva  vida... 

Hoy,  por  primera  vez,  sale  a  la  luz  este  peque- 
ño libro  extraño  de  «El  Reino  de  los  Parias» 
(arrancado  de  las  páginas  inéditas  de  «Cristo  en 
los  Infiernos»)  en  esta  nueva  edición  de  «La  Rei- 
na Silencio»,  porque  es  como  un  epílogo  de  la 
tragedia;  el  sueño  mismo  del  hombre  que  pasó 
una  noche  en  el  castillo  del  misterio... 


CERVANTES 


109 


A  ti,  oh  Amante,  innomi- 
nada, e/i  cuyos  brazos  he 
de  refugiarme  fatalmente 
cuando  todos  me  abando- 
nen, hasta  la  misma  Vida 
consogro  este  poema  de 
muerte  y  esperanza;  por- 
que tú  has  dicho:  *A  mi 
lado,  criando  hay  muerte 
hay  también  resurrección.* 

Estaba  ante  la  puerta  del  Misterio.  Negra  bo- 
ca de  un  túnel  que  parecia  conducir  a  las  profun- 
didades de  la  tierra. 

Diríase  la  puerta  de  un  panteón  que  tuviese 
por  túmulo  una  montaña. 

Avancé,  sin  temor,  entre  la  obscuridad,  duran- 
te largo  tiempo. 

Oia  rumor  de  músicas.  Voces  de  instrumentos 
de  una  extraña  armonía,  suavemente  acordados, 
como  en  aire  lento  de  zarabanda. 

En  una  nueva  dirección  del  túnel  vislumbró 
una  claridad  que  parecía  la  boca  de  salida. 

Y  después  de  una  caminata  larga,   entre  las 


lio  CERVANTES 

sombras,  llegué  no  a  la  salida  del  túnel,  sino  a 
una  gran  estancia  subterránea,  iluminada  por 
una  luz  fantástica,  una  luz  matizada  con  toda  la 
gama  de  colores,  como  si  un  arco  iris  luciese  so- 
bre las  tinieblas. 

Y  bajo  esta  luz,  que  se  debilita  en  los  ángulos 
distantes  de  la  vasta  sala  y  se  perdia  a  lo  largo 
de  las  galerías  profundas  que  partían  en  todas 
direcciones,  se  veía  un  compacto  y  abigarrado 
conjunto  de  seres  humanos. 

Seres  que  yo  había  visto  en  el  mundo  separa- 
dos por  las  categorías  sociales  y  que  allí,  con 
gran  asombro  mío,  veía  en  una  confraternidad 
tal,  que  hacían  suponer  se  estaba  en  una  fiesta  de 
carnaval  donde  las  galas  de  unos  y  los  harapos 
de  otros  eran  disfraces. 

O  bien  en  un  gran  escenario  donde  se  celebra- 
se una  farsa. 

A  un  lado  de  la  sala,  sobre  un  estrado  en  el 
cual  se  alzaba  un  trono,  había  una  mujer  envuel- 
ta en  un  manto  negro  de  cola  interminable  y  con 
la  faz  velada  por  una  gasa. 

Estaba  en  pie,  con  la  cabeza  alta  y  las  manos 
caídas,  manos  de  muerta,  descarnadas  y  pálidas. 

Ante  Ella,  en  un  espacio  abierto  entre  los  cir- 
cunstantes, bailaban  a  compás  de  la  orquesta, 
como  en  un  minué  de  honor,  diversos  personajes 
de  figurón: 


CERVANTES  lil 

Un  rey,  tocado  de  corona  de  oro,  túnica  de 
púrpura  y  raanto  de  armiño,  daba  la  mano  a  una 
doncella  vestida  de  juglaresa,  y  hacían  bis  con 
un  enano  en  traje  de  bufón,  que  a  su  vez  tenía 
por  pareja  a  una  reina. 

Un  mendigo  harapiento  y  una  princesa  de  ro- 
mance cambiaban  sus  ceremonias  con  un  prelado 
y  una  meretriz. 

Una  monja  y  un  poeta  tendían  sus  manos  a 
un  astrólogo  y  una  sibila... 

Había  gentes  de  todas  las  razas,  castas,  sexos, 
edades  y  categorías. 

Gantes  de  todos  los  países:  del  Occidente,  del 
Oriente,  del  Norte  y  del  Sur... 

Un  esclavo  blanco  bailaba  con  una  reina  negra 
del  país  de  Ofir. 

Y  un  paria,  cubierto  de  lepra,  llevaba  a  sus 
labios  ulcerosos  la  mano  blanca  y  suave  de  una 
doncella  hermosa,  coronada  de  azahar... 

Había  risas  y  llantos;  gemidos  de  dolor  y  gri- 
tos de  júbilo,  y  suspiros  de  enamorados. 

Todos  buscaban  su  pareja. 

La  música,  en  una  enarmonía  constante,  pasa- 
ba del  aire  lento,  de  los  dulces  acordes,  a  las  no- 
tas altas,  agudas  y  vibrantes,  hasta  los  compases 
rápidos,  como  ráfagas  sonoras,  y  ya  no  era  un 
minué,  una  zarabanda  o  una  danza  pausada,  sino 
un  vals  en  crescendo,  un  galop  de  notas  deliran- 


112  CERVANTES 

tes  y  cálidas,  un  torbellino  de  sonidos,  en  la  más 
febril  exaltación  de  armonías,  que  levantaban 
ecos  de  tal  estruendo,  como  si  a  las  músicas  de 
la  fiesta  se  mezclasen  los  cantos  de  las  tempes- 
tades. 

Y  a  compás  de  las  notas  sonoras,  las  notas  lu- 
minosas crecían  en  intensidad,  como  en  un  des- 
pertar mágico  de  colores  que  llenaban  los  ámbi- 
tos, ahuyentando  las  sombras  en  tropel,  cayendo 
sobre  todas  las  negruras  y  sobre  todas  las  cosas 
como  un  aluvión  de  rayos  irisados,  de  clarida- 
des irresistibles,  como  si  el  arco  de  la  luz,  fan- 
tástica y  velada  en  un  principio,  se  abriese  cual 
el  ala  de  un  abanico  gigantesco  o  la  cola  enorme 
de  un  gran  pavo  real,  en  la  que  cada  pluma  fue- 
se un  sol  distinto  y  todas  ellas  formasen  una  au- 
rora radiante. 

Era  la  visión  apocalíptica  de  un  alucinado. 

Ante  esta  inundación  de  luz,  ante  esta  fiebre 
de  armonías,  las  voces  y  las  figuras  humanas 
desaparecían,  quedando  como  sumergidas  en  un 
abismo  de  fuego.  Yo,  en  una  ofuscación  total  de 
mis  sentidos,  por  el  deslumbramiento,  perdí  la 
noción  de  todo.  Y  cuando  luego,  ignoro  al  cabo 
de  qué  tiempo  ,  me  hallé  en  las  tinieblas,  creí 
despertar  de  un  sueño. 

Pero  oía  voces  en  torno  mío. 

Las  músicas  habían  cesado,  la  luz  se  había  ex- 


CERVANTES  ^      1J3 

tinguido;  pero  las  gentes  estaban  allí,  en  mi  de- 
rredor y  no  parecían  darse  cuenta  de  la  obscu- 
ridad, porque  hablaban  como  si  estuviesen  en 
plena  luz  y  pudieran  verse.  ¿Verían  en  efecto? 
¿Sería  yo  el  único  deslumbrado  y  ciego  entre 
todos? 

Hablaban,  a  la  vez,  infinitas  voces  de  múlti- 
ples acentos,  unas  con  expresión  de  júbilo,  otras 
resignadamente,  otras  con  indiferencia  o  desdén; 
otras,  en  fin,  nostálgicas,  doloridas,  desespera- 
das, plañideras...  Muchas  con  palabras  de  rebel- 
día; muchas  con  un  ligero  acento  de  esperanza, 
de  ironía,  de  duda...  Todas  se  preguntaban:  ¿Por 
qué  estamos  aquí? 

Una  voz: — Toda  mi  vida  es  una  página  blan- 
ca. Me  llamaban  paralítico,  ciego,  mudo  y  tonto. 
¿Por  qué  estoy  aquí...? 

Otra  voz:  — He  sido  más  rico  que  Creso  y  más 
poderoso  que  César.  He  conquistado  pueblos  y 
mis  esclavos  se  extendieron  por  toda  la  tierra. 
¿Por  qué  estoy  aquí...? 

Otra  voz:  — He  sido  tan  bello  que  a  mi  vista 
se  humillaba  la  ira  y  se  alzaba  el  amor...  Con 
una  mirada  rendía  todas  las  voluntades.  ¿Por 
qué  estoy  aquí? 

Otras  voces  decían: 

— He  sido  fuerte  como  Hércules. 

— Sabio  como  Salomón, 


114  CERVANTES 

— Casto,  prudente  y  pródigo  como  Josef. 

— Desventurado  como  Job. 

— ¿Por  qué  estamos  aquí? 

¿Por  qué  estamos  aquí  todos, 

los  inocentes  y  los  culpables, 

los  soberbios  y  los  humildes, 

los  avaros  y  los  pródigos, 

los  castos  y  los  concupiscentes, 

los  sumisos  y  los  rebeldes, 

los  abstinentes  y  los  voraces, 

los  compasivos  y  los  envidiosos, 

los  perezosos  y  fós  diligentes, 

los  limpios  de  corazón  y  los  rojos  de  abomi- 
naciones, 

los  justos  y  los  pecadores, 

¿Por  qué?  ¿Por  qué? 

Todos  hacían  fe,  con  voces  altas,  de  sus  peca- 
dos o  de  sus  virtudes. 

Y  todos  se  preguntaban  dónde  estaba  el  pre- 
mio y  el  castigo.  Y  por  qué  no  había  separación. 

Sonó  un  clarín  y  se  encendió  de  nuevo  el  pá- 
lido arco  iris. 

Y  entonces  callaron  todas  las  voces. 

Y  reinó  el  silencio : 


CER\^ANTES  115 


II 

¿Dónde  podréis  estar  más  seguros 
que  aquí...? 

Vi  otra  vez  el  estrado,  y  sobre  el  estrado  a  la 
mujer  envuelta  en  su  manto  negro,  pero  con  la 
faz  descubierta.  Era  de  una  belleza  sobrehu- 
mana. 

Miraba  serenamente  sobre  la  multitud  sin 
que  pareciese  ver  a  nadie,  ni  fijarse  en  nada. 
Miraba  como  quien  pone  su  mirada  en  sus  re- 
cuerdos, o  en  sus  esperanzas...  Miraba  al  pasado 
y  al  porvenir. 

Por  un  instante  movió  los  labios,  como  si 
fuera  a  hablar;  pero  no  pronunció  la  menor  pa- 
labra. 

Alzó  sus  manos  lentamente,  a  la  altura  de  sus 
hombros,  desprendió  su  manto  sujeto  por  un 
cordón,  y  se  mostró  desnuda  a  todos  los  ojos 
fijos  en  ella  con  ávida  curiosidad. 

Tenia  la  belleza  grácil  y  armoniosa  de  las 
doncellas   vírgenes   que   iban   a   encender   sus 


lis  *>  CERVANTES 

lámparas  en  el  sagrado  altar  de  Vesta  y  a  ofren- 
dar sus  coronas  de  flores  blancas  a  Afrodita. 

Tenía  una  belleza  andrógina  de  adolescente. 
Su8  dos  pechos  nacientes  fingían  dos  rubíes. 

En  su  vientre  suave  parecía  esconderse  una 
perla. 

Y  en  su  sexo  lucía  una  amatista. 
Una  voz  dijo: 

— He  ahí  la  Vida  en  todo  su  esplendor... 
— He  ahí  la  belleza.   He  ahí  el  triunfo  de  la 
carne. 

y  otra  voz: 

— ¡Es  la  más  bella  de  todas  las  mujeres! 

— Es  la  castidad. 

Y  otras  voces: — ¡Es  la  lujuria...! 

Y  otras: — ¡Es  la  muerte,  es  la  muerte...! 
Pasó  una  sombra  de  terror  sobre  todos  los 

rostros. 

Ella,  entonces,  habló: 

—  Soy — dijo  con  una  voz  divinamente  ex- 
traña, 

la  que  os  esperaba... 

Para  mostraros  el  camino  de  la  Muerte... 

Soy  el  secreto  de  la  Vida...  La  imagen  de  la 
Vida...  El  espejo  de  la  Verdad...  Miraos  en  mí... 
Miradme... 

A  medida  que  hablaba  iba  transfigurándose  y, 
como  si  los  diversos  matices  del  iris  pasasen  so- 


CERVANTES  1  1  <' 

bre  ella,  su  cuerpo  blanco  adquiría  lentamente 
tonalidades  moradas,  azuladas  y  verdosas. 

Su  rostro  era  verde.  Y  bajo  este  color  pare- 
cía demacrado,  horrible. 

Sus  ojos  desaparecían  bajo  una  mancha  vio- 
lácea. 

Toda  su  carne  parecía  pudrirse,  descompo- 
nerse al  fuego  de  una  fiebre  intensísima.  De  su 
belleza  no  quedaba  el  más  leve  indicio  y  toda 
ella  estaba  ahora  vestida  de  fealdad,  vestida  de' 
lepra. 

Devorada,  roída  por  la  lepra  que  levantaba 
úlceras  en  su  cuerpo  y  desgarraba  su  carne. 

La  sombra  trágica  se  obscurecía  más  y  más 
sobre  los  rostros  espantados. 

Pero  ella,  con  una  mueca  siniestra  que  quería 
fingir  una  sonrisa,  con  una  mueca  en  su  boca 
descarnada,  en  su  boca  negra,  sin  dientes  y  sin 
lengua,  dijo  con  voz  desconocida: 

¿Por  qué  me  miráis  así,  con  ese  espanto? 

¡Soy  feliz,  soy  feliz...! 

¡Oh,  nada  hay  comparable  al  placer  que  gozo 
en  este  instante...! 

Es  la  Muerte  quien  me  besa  en  este  instante. 

Es  la  Muerte  quien  pone  sobre  mí  sus  labios 
voraces  y  sedientos. 

Es  la  Muerte  quien  me  desnuda,  y  pronto  que- 
daré despojada  de  miseria. 


llB  'CERVANTES 

Siento  deshacerse  mis  carnes...  desgarrarse  a 
jirones,  desprenderse  en  piltrafas. 

¡Estoy  inundada  de  placer...! 

Era,  ya,  un  esqueleto  descarnado  y  calvo,  a 
cuya  vista  las  gentes  aullaron  horrorizadas. 

Todos  querían  huir;  pero  la  mirada  negra  y 
profunda  del  fantasma  pesaba  sobre  todas  las 
miradas  con  una  irresistible  fascinación. 

¡No  huyáis,  no  huyáis! — les  decía. 

¿Dónde  podréis  estar  más  seguros    que   aquí? 

Fuera  de  aquí  ya  todo  son  tinieblas. 

Esos  corredores  negros  no  os  llevarán  a  nin- 
guna salida. 

Son  los  caminos  de  las  sombras. 

Y  sólo  cuando  seáis  sombras  podréis  seguir- 
los. Pero  entonces  sólo  iréis  a  los  lugares  del 
recuerdo  y  de  la  expiación.  Y  a  los  lugares  del 
olvido. 

Venid  a  mí  los  que  aún  tengáis  esperanza... 
Porque  yo  os  infundiré  nueva  vida.» 

Tendía   sus    brazos    descarnados   y   frágiles. 

Pero  todos  retrocedían  con  las  miradas  trá- 
gicas. 

¿Por  qué  mi  vista  apaga  vuestras  sonrisas? — 
decía  ella  tristemente. 

Hace  un  instante  todos  me  mirabais  con 
amor. 

Todos  me  mirabais  con  deseo. 


Cervantes  119 

Y  ahora  soy  la  misma,  atmqTíie  'íio  parezca  la 
misma... 

¿Era,  pues,  mi  carne  lo  que  amabais? 

¿Y  qué  es  mi  carne...? 

¡Hela  ahí,  en  ese  montón  de  despojos...! 

Si  era  ella  la  que  despertaba  vuestro  deseo, 
lanzad  sobre  ella  los  lebreles  de  vuestra  lujuria. 

Ya  no  era  triste  su  voz,  sino  iracunda. 

¡Lanzaos,  lanzaos  sobre  ella,  lobos.,.! 

A  estas  palabras,  que  eran  como  latigazos, 
todos  retrocedían  poseídos  de  asco,  de  pánico  y 
de  dolor. 

Pero  ella  desde  su  estrado  seguía  terrible  en 
sus  imprecaciones. 

Y  recogiendo  del  suelo  sus  propios  despojos, 
las  piltrafas  sangrientas,  los  arrojaba  a  la  multi- 
tud gimieute.  Todos  querían  librarse  del  azote, 
pero  ninguno  podía  huir. 

Y  cuando  ella  hubo  arrojado,  ya,  hasta  el  úl- 
timo de  sus  despojos,  convencida  de  que  a  to- 
dos habían  alcanzado  sus  salpicaduras,  entonces 
se  rió  largamente,  con  carcajadas  que  se  perdían 
en  lejanos  ecos. 

Y  recogiendo  su  negro  manto  se  cubrió  con 
él,  por  entero. 

Se  replegó  en  sí  misma  y  se  sentó  en  el  tro- 
no, como  una  sombra... 

Pero  era  una  sombra  que  miraba,  con  una 


Í20  CERVANTES 

mirada  fija,   dominadora,   atrayente,  a  la  cual 
ninguna  voluntad  se  sustraía. 

Yo  la  sentía  sobre  raí,  como  un  imán,  como 
una  luz  perdida  en  la  obscuridad  de  mi  espí- 
ritu... 

Y  en  vano  cerraba  mis  ojos  para  no  verla  y 
apagarla,  porque  me  sentía  arrastrado  hacia  ella, 
a  mi  pesar,  y  contra  toda  mi  energía. 

Sentía  su  mirada  y  su  silencio  que  me  llama- 
ban como  a  un  elegido. 

Y  parecía  como  si  todos  los  que  estaban  de- 
trás me  empujasen  y  me  condujesen  al  estrado. 

Y  ya  en  el  estrado,  ante  ella  y  sobre  la  mul- 
titud, me  sentí  como  libertado  de  todo  temor  y 
poseído  de  una  fuerza  nueva. 

Veía  fijas  sobre  mí  todas  las  miradas  y  no  sa- 
bía decirme  si  en  aquel  instante  era  yo  verdade- 
ramente una  victima  o  si  era  verdaderamente 
un  héroe. 

Había  miradas  de  curiosidad,  de  asombro,  de 
admiración,  de  piedad  y  de  envidia  en  todo 
aquel  concurso  de  múltiples  seres  semejantes  y, 
a  la  vez,  diversos. 

Oía  las  voces  de  sus  comentarios. 

Y  unos  decían:  — Es  un  rey. 

Y  otros:  — Es  un  guerrero. 

Y  otros:  — Es  un  mago. 

Y  otros:  — Es  un  sacerdote. 


CERVANTES  121 

Y  otros:  — Es  un  poeta. 

Y  todos:  — Es  un  elegido. 
Es  el  elegido... 

Yo,  entonces,  sentí  vehementes  deseos  de 
hablar. 

Venían  a  mí,  en  tropel,  ideas  y  palabras  que 
no  podía  callarme  porque  sabía  no  eran  sólo 
para  mí. 

Y  sentía  la  voz  de  Ella,  que  estaba  a  mi  es- 
palda, decirme  imperiosamente: 

¡Habla! 

Entonces  hablé  y  dije: 

— Vengo  del  valle,  como  todos  vosotros,  los 
que  habéis  llegado  hasta  aquí. 

He  subido  a  la  cima  de  la  montaña  más  alta- 
de  la  tierra,  donde  el  pensamiento  de  los  hom- 
bres ha  querido  levantar  una  torre  que  llegase 
hasta  el  sol. 

En  mi  ascensión  penosa  cuantas  más  alturas 
alcanzaba  más  abismos  veía  a  mis  pies.  He  visto 
volar  a  mis  pies  hasta  a  las  mismas  águilas. 

Y  cuando  llegué  a  los  umbrales  de  la  torre 
erigida  en  la  cúspide,  miré  a  mis  pies. 

Y  más  allá  de  los  abismos  vi  extenderse  el 
valle  lejano,  donde  las  calles  del  laberinto  de  la 
vida  se  perdían  en  los  horizontes,  sin  que  yo 
pudiese  distinguir  su  término. 

Para  poder  ver  adonde  conducían  esas  calles 


122 


CERVANTES 


era  necesario  subir  a  lo  más  alto   de  la  torre. 

Donde  brillaba  sobre  la  Vida  el  faro  de  la 
Verdad. 

¿Habéis  alcanzado  alguno  de  vosotros  ese  faro? 

¿Habéis  oído  el  relato  del  hombre  que  lo  po- 
seyó todo... 

que  lo  perdió  todo...? 

¿Habéis  visto  a  Dios? 

A  esta  pregunta  todas  las  voces  dijeron: 

— Dios  no  está  aquí. 

Yo,  entonces,  continué:  Aquí  han  venido  to- 
dos los  seres  que  pasaron  por  la  vida;  los  hom- 
bres y  los  dioses  que  han  tomado  forma  hu- 
mana. 

Entonces  Ella,  que  permanecía  silenciosa  en 
su  trono,  se  levantó  y  solemnemente  dijo: 

Aquí  vienen  los  hombres  y  los  dioses. 

Porque  los  dioses  son  creaciones  de  los  hom- 
bres y  no  los  hombres  creaciones  de  los  dioses. 

Yo  soy  la  única  creadora. 

La  única  destructora. 

Y  a  mi  lado,  cuando  hay  muerte  hay  también 
resurrección... 

Mis  tumbas,  ¿qué  son  sino  las  arcas  de  la 
existencia? 

Yo  soy  la  que  crea  los  dioses,  esos  fantasmas 
del  sueño  de  la  Humanidad.  De  cada  uno  do 
vosotros  puedo  hacer  un  dios. 


CERVANTES  '  123 

Cada  uno  de  vosotros  tiene  en  el  Mundo  un 
altar  y  una  lámpara  encendida.  Aun  los  más 
humildes,  los  más  miserables. 

Los  que  os  habéis  arrastrado  por  el  Mundo 
como  reptiles  sin  veneno,  que  sólo  inspirasteis 
asco. 

Los  que  fuisteis  en  la  vida  los  últimos,  sois 
en  la  muerte  los  primeros. 

Y  dirigiéndose  a  un  paria  que  estaba  al  pie 
del  estrado,  dijo: 

— Tú,  leproso,  que  has  nacido  de  noche  en 
una  ergástula  y  te  libraste  de  la  voracidad  de 
las  fieras,  porque  las  fieras  no  quisieron  devo- 
rarte... Tú  tienes  también  tu  lámpara.  Cuénta- 
nos tu  vida. 

Y  el  leproso  asi  distinguido,  con  la  mirada  y 
la  sonrisa  radiantes,  se  arrastró  hasta  nosotros. 

Y  habló  asi: 


III 


Me  amamantó  una  loba;  pero  no 
he  fundado  ninguna  ciudad. 

Me   amamantó  una  loba;  pero  no  he  fundado 
ninguna  ciudad. 


124  CERVANTES 

La  primera  vez  que  entre  en  una  ciudad,  las 
gentes  huyeron  aterradas  de  mi  y  me  llamaban 
el  Monstruo. 

Yo  tenia  el  corazón  angustiado  porque  estaba 
sediento  de  caridad  y  amor,  y  a  mis  súplicas 
respondían  el  asco,  el  odio  y  el  castigo. 

Las  gentes  de  la  ciudad  me  arrojaron  a  un 
suburbio  donde  tenían  su  cementerio. 

Desde  alli  mendigaba  yo  a  los  que  pasaban 
para  enterrar  a  sus  muertos  queridos. 

Yo  sentía  por  todos  ellos  un  gran  rencor. 

Los  muertos  eran  conducidos  en  ataúdes  de 
cristal,  y  yo  podía  verlos  y  los  reconocía  a  to- 
dos, porque  todos  habían  pasado  vivos  alguna 
vez  ante  mí. 

Y  hoy  era  una  doncella  envuelta  en  velos 
blancos  y  cubierta  de  flores. 

Y  otro  día  era  una  matrona  engalanada  de 
joyas,  que  había  sido  dueña  de  mil  esclavos.  Y 
otro  una  prostituta  encumbrada  y  todavía  her- 
mosa, que  esclavizara  a  mil  amantes. 

Y  aquella  doncella,  aquella  matrona  y  aquella 
prostituta  que  iban  en  sus  urnas,  habían  pasado 
alguna  vez  bellas  y  altivas. 

Y  si  por  casualidad  fijaban  en  mi  su  mirada, 
la  volvían  con  horror  diciendo: 

— ¿Quién  es  ese  miserable? 

Y  yo  las  veía  alejarse  rápidamente.  iComo 


CERVANTES 


125 


una  felicidad  imposible...!  Todas  aquellas  gentes 
estaban  tan  distantes  de  mi  como  los  astros. 

Solo,  en  mi  vallado,  veía  pasar  constantemen- 
te, ante  mi,  la  juventud,  la  belleza  y  la  vida, 
acompañando  a  la  muerte.  Todo  lo  que  para  mi 
era  extraño  y  estaba  vedado.  ¡Oh,  mis  largos 
dias  de  tristeza  y  de  sed...!  ¡Porque  yo  tenia  pa- 
siones como  todos  los  humanos...! 

Yo  tenía  sed  de  todos  los  deseos. 

Y  todos  los  manantiales  de  placer,  todas  las 
fuentes  de  piedad,  estaban  cerradas  para  mí... 

Era  un  paria,  un  leproso... 

Mi  cuerpo  estaba  cubierto  de  llagas,  de  mise- 
ria... 

Pero,  ¿y  mi  alma,  y  mi  alma...? 

¿No  era  nada  mi  alma  para  todos  aquellos  se- 
res que  se  llamaban  cristianos,..?  Todos  habían 
sido  bautizados,  como  yo,  en  el  agua  del  Jordán, 
en  nombre  de  Cristo;  pero  en  vano  yo  les  decía 
con  un  acento  capaz  de  conmover  a  las  hienas, 
a  las  piedras,  a  los  mismos  astros:  «Hermanos  en 
Jesús,  tened  misericordia  de  mi  alma  sedienta...» 
Era  yo  para  ellos  como  un  despojo  de  la  Huma- 
nidad abandonado  a  mi  propia  miseria. 

Pasaban  ante  mi  dolor,  ajenas  e  indiferentes, 
las  multitudes  varias,  en  comitivas  alegres  o  en 
cortejos  de  duelo...  Pasaban  las  caravanas  nó- 
madas, ávidas  siempre  de  nuevos  horizontes.,, 


126  CERVANTES 

Las  cabalgatas  del  vicio,  del  dolor  y  del  pla- 
cer... 

Un  día  vi  pasar  numerosos  ejércitos,  en  son 
de  guerra.  Las  músicas  marciales  poblaban  las 
lontananzas  de  ecos  belicosos,  y  aquellos  bata- 
llones innumerables  de  hombres  jóvenes,  animo- 
sos y  fuertes  desfilaban  ante  mí,  con  un  gesto  de 
asco  y  de  horror  para  mi  desnudez  doliente. 

Yo,  entonces,  les  decía:  «Me  miráis  sin  piedad 
y  no  veis  que  la  muerte  cabalga  ante  vosotros 
con  su  rojo  estandarte...  Camináis  hacia  las  ne- 
gras fauces  de  un  Moloch  que  ha  de  devoraros... 
Mañana,  muchos  de  vosotros,  hombres  jóvenes 
y  vigorosos,  seréis  pasto  y  festín  hasta  de  los 
grajos...  Mañana,  muchos  de  vosotros,  envidia- 
réis hasta  mi  propia  lepra...  Esto  les  decía  yo  y 
me  reía  largamente  con  carcajadas  vengativas, 
de  una  cruel  y  deliciosa  revancha... 

Pensar  que  toda  aquella  juventud  iba  a  pere- 
cer; toda  aquella  fuerza  iba  a  destruirse;  toda 
aquella  vida  iba  a  morir...!  ¡Y  yo  viviría  aún 
mientras  ellos  formarían  una  montaña  de  cadá- 
veres...! Que  palpitaría,  aún,  mi  corazón  mien- 
tras ellos,  tal  vez  los  más  fuertes,  los  más  bellos, 
los  más  llenos  de  energías  y  de  ilusiones,  forma- 
rían un  inmenso  montón  de  podredumbre,  un 
inmenso  festín  de  gusanos...!  ¡Ah,  yo  me  reía 
largamente,  con  carcajadas  vengativas;   porque 


CERVANTES  127 

entonces  la  risa  era  el  desquite  de  todos  mis  do- 
lores...! 

Todas  aquellas  gentes  altivas  que  me  miraban 
con  asco,  ¿no  habían  de  ser  un  día  como  yo, 
cuando  los  condujesen  en  sus  ataúdes?  No  ha- 
bían de  ser  peores  que  yo,  puesto  que  en  sus 
cuerpos  muertos  y  corrompidos  no  alentaría  ya 
el  espíritu...? 

¿Por  qué,  pues,  huían  de  mí?  Yo  algunas  ve- 
ces, en  mis  horas  de  desesperación,  les  gritaba 
cuando  pasaban  llevando  a  los  cadáveres: 

«Esos  que  conducís,  son  parias  como  yo,  pues- 
to que  vais  a  dejarlos  abandonados... 

Son  más  miserables  que  yo,  porque  pronto 
serán  roídos  de  vermes  y  tienen  paralizado  el  co- 
razón. 

¿Por  qué  a  ellos,  que  nada  sienten  ya,  ni  nada 
son,  los  honráis,  y  a  mí,  en  cambio,  me  abando- 
náis tan  cruelmente...? 

Entonces  ellos  me  arrojaban  piedras  y  me 
llenaban  de  injurias. 

Y  me  gritaban: 
¡Monstruo,  monstruo...! 

Esto  encendía  el  odio  en  mis  entrañas. 
Un  día  sentí  fiebre  de  odio. 
Sentí  sed  de  venganza. 

Y  esperé  a  la  noche. 

Y  cuando  la  noche  hubo  llegado,  amparado 


128  CERVANTES 

por  las  sombras,  me  arrastre  hasta  el  campo  de 
las  tumbas. 

Aquella  tarde  había  visto  pasar  en  sus  ataúdes 
a  una  doncella  bellísima,  a  quien  yo  había  ama- 
do; a  un  joven  hermoso  y  cruel,  de  quien  había 
recibido  ultrajes,  y  a  un  prelado,  cuyo  anillo  no 
me  fué  posible  besar  nunca. 

El  prelado  y  el  mancebo  estaban  en  la  capilla, 
entre  cirios. 

Y  allí,  cerca,  en  una  sala  próxima,  estaba  el 
tercer  cadáver  sobre  una  mesa,  envuelto  en  una 
sábana. 

No  había  nadie  velándolos. 

Ningún  ser  vivo,  más  que  yo,  había  entre  los 
muertos. 

Porque  yo  estaba  vivo,  a  pesar  de  mi  podre- 
dumbre. 

Acostumbrado  a  mi  podredumbre,  ninguna 
repugnancia  sentí  a  la  vista  de  aquellos  cuerpos 
que  empezaban  a  descomponerse. 

Me  aproximé  al  prelado,  que  estaba  al  pie  de 
un  crucifijo  de  ébano  y  marfil.  Sabré  el  fondo 
negro  de  la  cruz,  la  figura  blanca  y  descarnada 
de  Cristo  se  destacaba  en  toda  su  desnudez...  la 
divina  desnudez  sobre  la  vana  pompa  de  las 
galas  episcopales...  El  obispo,  amortajado  como 
Pontífice  judío,  desaparecía  bajo  los  brocados, 
entre  los  que  sobresalía  aquella  de  sus  manos, 


CERVANTES  1 -9 

en  la  que  lucía  el  anillo  pastoral  con  la  amatis- 
ta que  yo  no  había  podido  besar  nunca. 

Y  la  besé  entonces  una  y  mil  veces,  con  odio, 
con  rencor,  babeáudola,  mordiéndola,  destro- 
zándola entre  mis  dientes. 

Clavó  mis  dientes  en  aquella  mano  despiada- 
da y  fría  en  la  que  ya  no  había  sangre, 

y  entonces  fui  yo  quien  sintió  el  asco  por  pri- 
mera vez, 

y  quien  escupió  de  asco. 

Me  dirigí  al  adolescente,  que  tenía  los  ojos 
abiertos,  y  parecía  mirarme. 

Desuní  sus  manos  tfnlazadas  y  le  injurié  con 
los  mismos  insultos  que  él  me  había  lanzado  en 
otro  tiempo. 

Su  silencio  me  exasperó  más  todavía  y,  con- 
siderando que  mis  golpes  serían  vanos  a  su  in- 
sensibilidad, me  golpeé  yo  mismo  con  sus  ma- 
nos. 

Con  sus  manos  rígidas  me  abofeteé  el  rostro 
y  me  golpeé  todo  el  cuerpo,  sintiendo  con  este 
castigo  voluntario  la  extraña  sensación  de  un 
dolor  que  era  un  goce. 

Rendido  ya,  me  dirigí  a  la  sala  donde  estaba 
el  tercer  cadáver. 

Tiré  al  suelo  la  sábana  que  lo  cubría  y  apare- 
ció el  cuerpo  desnudo  y  yerto  de  la  doncella 
hermosa  que  yo  había  amado  tanto,  que  yo  ha- 


130  CERVANTES 

bía  deseado  tanto  y  de  la  cual  no  habia  recibido 
sino  desprecio  y  jamás  compasión. 

Estaba  todavía  bella, 

muy  bella,  porque  parecía  dormida. 

Era  la  primera  vez  que  veía  ante  mí,  así,  un 
cuerpo  semejante. 

Un  cuerpo  que  había  sido,  para  mí,  fantasma 
de  mis  delirios. 

Sueño  de  mis  insomnios. 

Que  había  sido  un  imposible,  y  ahora  estaba 
allí  desnudo  y  abandonado  a  mi  voluntad. 

Su  carne  fría  y  pálida  parecía  coloreada  y  me- 
nos fría,  sobre  aquel  lecho  de  mármol. 

Parecía  que  la  vida  dormía  aún  en  su  corazón 
y  su  pecho  palpitaba  levemente. 

Yo  paseé  mis  manos  sobre  todo  aquel  cuerpo 
de  suaves  ondulaciones  y  el  contraste  de  mis 
manos  llagadas  con  aquella  carne  tersa  y  blanca 
era  tal  que  me  sentí  humillado. 

Entonces  renació  mi  instinto  de  venganza. 

E-enacieron  mi  odio,  mi  amor,  mi  fiebre  y  mis 
deseos. 

Todos  mis  largos  años  de  abstinencia  obliga- 
da, de  concupiscencia  contenida,  y  la  alegría 
feroz  de  una  revancha. 

Me  despojé  de  mis  harapos,  y  ya  todo  desnu* 
dO;  ulcerado  y  sangriento,  me  lancé  furiosamen- 
te 8obre  aquel  cuerpo  virgen,  cuyo  frío  y  cuya 


CERVANTES 


131 


insensibilidad  eran  deleite  a  mis  ardores.  Caía 
to  da  mi  lepra  sobre  toda  aquella  carne  blanca; 
toda  mi  baba  sobre  aquella  boca  sin  gestos;  toda 
mi  mirada  sobre  aquella  belleza  dormida  e  indi- 
ferente a  mi  profanación. 

Me  abracé  fuertemente  a  aquel  cadáver  por 
toda  la  noche...  por  todo  un  largo  sueño  de 
amor...   del  cual  no  recuerdo  haber  despertado. 

Calló  el  leproso  y  sonreía  sarcásticamente  al 
recuerdo  de  sus  escenas  sacrilegas. 

Todas  las  miradas  subían  hacia  él  como  hacia 
un  héroe. 

Y  hasta  los  reyes  le  miraban  con  envidia. 
¡Un  hombre  que  había  pasado  por  la  vida  asi! 
Un  hombre  que  era  allí  el  primero,  porque 

estaba  en  el  reino  de  la  podredumbre... 

Ella,  que  permanecía  en  pie  a  su  lado  y  le 
había  oído  atenta,  le  tendió  ahora  sus  manos 
descarnadas,  y  le  dijo: 

Tú  eres  el  primero. 

Eres  el  elegido. 

Eres  aquí  el  rey. 

Y  luego  que  esto  hubo  dicho  le  condujo  hasta 
el  trono. 

Y  ya  en  el  trono  el  leproso  sonaron  los  clari- 
nes y  comenzó  la  recepción. 

Ella  decía  a  los  que  iban  llegando: 

He  aquí  mi  esposo,  vuestro  señor;  los  que  lie- 


132  CERVANTES 

guen  más  despojados  estarán  más  cerca  de  nos- 
otros y  serán  los  preferidos. 

Al  oir  esto,  todos  los  que  allí  estaban  se  apre- 
suran a  despojarse  de  sus  galas,  de  sus  riquezas 
o  de  sus  harapos,  y  se  dirigieron  desnudos  al 
trono,  donde  besaban  la  mano  al  paria,  y  des- 
pués de  aquel  beso  de  muerte  comenzaba  la 
transfiguración. 

Todos  los  que  iban  desfilando  veían  pasar,  en 
un  instante,  sobre  sí,  los  años  con  sus  huellas 
implacables. 

Sentían  sobrSSus  cuerpos  el  calor  y  el  frío  de 
cien  estíos  y  de  cien  inviernos. 

El  peso  de  todas  las  felicidades  y  de  todas  las 
desgracias. 

Y  el  frío  de  las  tumbas. 

Todos,  como  contaminados  de  lepra,  de  una 
lepra  devoradora  y  rápida,  sentían  el  desgarra- 
miento de  sus  cuerpos,  el  desprendimiento  total 
de  sus  carnes.  Y  no  se  lamentaban  ni  parecían 
sufrir.  Parecían  más  bien  felices,  considerando 
su  fea  desnudez  como  una  nueva  belleza. 

Todos  los  que  venían  detrás  anhelaban  ser 
transfigurados  y  gritaban  de  impaciencia. 

Los  potentados,  los  sabios,  los  guerreros. 

Las  mujeres  que  habían  triunfado  por  su  be- 
lleza en  el  Mundo. 

Todos  en  confusión,  con  los  que  habían  sido 


CERVANTES 


133 


feos  y  desgraciados  en  la  vida.  Parecían  rendir 
su  tributo  a  la  muerte.  No  como  una  ley  irremi- 
sible, sino  como  un  espectáculo  impuesto  por  el 
ejemplo. 

ün  gesto  de  buen  tono. 
Se  citaban  nombres: 

Todos  los  héroes  de  la  Historia;  las  grandes 
figuras  de  la  Humanidad  que  habían  desfilado 
por  allí  en  compañía  con  los  ignorados... 

Todavía  hablaba  la  voz  de  la  vanidad  con  sus 
palabras  hueras... 

Pero  sobre  esta  voz  mezquina  y  ridicula  des- 
collaba la  risa  sarcástica  del  Paria,  que  desde  el 
trono  de  la  Muerte  los  iba  convirtiendo  a  todos 
en  un  montón  de  despojos. 

Pronto  la  sala  no  era  más  que  un  montón  de 
cadáveres. 
Un  inmenso  osario. 

Un  inmenso  pudridero  adonde  los  esqueletos 
mismos  se  descomponían  hasta  reducirse  a   ce- 
nizas. Y  de  estas  cenizas,  de  estos  despojos,   na- 
cían los  gusanos. 
Todos  iguales. 

Todos  arrastrándosepenosamente  porla  tierra. 
«¡Oh,  lepra  de  la  tierra! — dijo  la  muerte  con 
su  voz  dolida — .  ¡Oh,  lepra  de  la  tierra!  ¡Vani- 
dad de  vanidades!  Amasijo  de  pasiones.  He  ahí 
lo  que  sois. 


134  CERVANTES 

Riqueza,  Soberbia,  Avaricia,  Lujuria,  Orgullo, 
Ambición... 

Vuestras  luchas,  vuestros  odios,  vuestras  du- 
das, vuestras  pasiones... 

¡Estiércol...! 

Estiércol  de  donde  brotarán  las  nuevas  si- 
mientes... 

EUa  tenia  su  rostro  ensombrecido. 

Me  tendió  sus  manos  y,  tristemente,  dijo: 

«¿Para  qué...?  ¿Para  qué? 

Tú  quieres  saber,  penetrar  el  arcano  de  la  exis- 
tencia... Ver  en  las  tinieblas... 

¿Para  qué...?  ¿Para  qué...?» 


IV 


¿Por  qué  ese  horror,  mu- 
jer, si  no  eres  más  que  un 
esqueleto  disfrazado...? 

Habían  desfilado  ya  todos,  menos  una  donce- 
lla que  llegaba  vestida  de  pudor. 

Parecía  avanzar,  a  duras  penas,  con  el  espan- 


CERVANTES  135 

to  en  los  ojos.  Y  el  paria  le  tendió  las  dos  manos 
como  dos  garras. 

Y  cuando  ella,  obligada  por  una  fuerza  inven- 
cible y  con  el  asco  en  los  labios  iba  a  besarlas, 
él  la  hizo  su  presa,  con  toda  la  voracidad  de  su 
lujuria  despierta,  y  la  abrazó  brutalmente... 
oprimiéndola  con  todo  deseo  enfurecido,  opri- 
miéndola, triturándola... 

Ella  luchaba  desesperadamente,  se  retorcía 
entre  aquellos  brazos  viscosos  e  inarticulados, 
que  parecían  tentáculos,  luchaba  escupiéndole 
todo  su  asco.  Y  él  decía  con  palabras  cálidas, 
entrecortadas,  jadeantes,  y  con  el  aliento  co" 
rrompido: 

«¿Por  qué  ese  horror,  por  qué  esa  resistencia, 
por  qué  ese  asco,  muier,  si  no  eres  más  que  un 
esqueleto  disfrazado...? 

Enlazados,  confundidos  por  un  abrazo  de 
muerte,  los  vi  caer  en  el  inmenso  montón  de  ca- 
dáveres como  sobre  un  lecho  de  podredumbre... 

Los  vi  agitarse  entre  la  podredumbre,  no  sé 
si  con  estertores  de  agonía  o  con  espasmos  de 
amor. 

Ellos  quedaron  allí,  sepultos,  para  siempre... 

Ya  todo  era  negrura  y  silencio  en  torno  nues- 
tro. 

En  el  silencio  de  la  muerte  habían  enmudeci- 
do todas  las  voces, 


136  CERVANTES 

Y  la  VOZ  hipócrita  de  la  vanidad. 
Sobre    las   tinieblas   flotaron   unas   lucecitas 
blancas. 

Eran  los  fuegos  fatuos... 

GoY  DE  SILVA 


CERVANTES  137 


El  pecado  de  la  raza. 


Seguido  de  su  amigo  Berbegal,  entró  Aurelio 
en  el  cuarto  algo  reducido  donde  Carola,  senta- 
da detrás  de  una  máquina,  pespunteaba  con  afán 
una  blanca  y  transparente  camisita  de  niño.  Des- 
pués de  recibir  los  saludos  de  uno  y  otro,  se  en- 
caró con  Aurelio,  y  le  interrogó  con  cierta  im- 
pertinencia que  ocultaba  un  fondo  de  amarguísi- 
mo reproche: 

— ¿Y  qué  ventolera  te  trae  por  aquí,  si  se  pue- 
de saber? 

— Pues  ya  lo  ves,  los  deseos  de  verte... 

— Dichosos  deseos,  después  de  cinco  días  que 
no  te  dignas  subir. 

— Es  que  hay  novedades,  querida  Carola. 

— Si  no  hay  novedades,  no  vienes.  Me  lo  figu- 
raba. 

— No,  mujer.  No  lo  tomes  tan  a  pecho.  Com- 


]3S  CERVANTES 

prende  qne  1oí5  pobres  fnnoionarios  tenemos  que 
estar  a  las  órdenes  de  nuestro  jefe. 

— Si  no  fueras  tan  holgazán,  ya  estarías  colo- 
cado. 

— ¿Oyes,  tú,  Berbegal? — interrogó  el  aludido 
volviéndose  a  su  amigo — .  ¡Holgazán  un  servi- 
dor que  lleva  una  vida  de  perro,  lamiendo  ma- 
nos a  tutiplén,  meneando  la  cola  y  yendo  de  acá 
para  allá  todo  el  santo  día  en  busca  de  una  mo- 
desta colocación,  que  es  como  decir  en  busca  de 
la  cadena  con  que  me  tengan  amarrado! 

— No  crea  usted,  Carola,  que  el  amigo  Aurelio 
cumple  como  el  primero,  sabe  su  obligación 
como  el  primero,  y  escribe  al  dictado  de  un  modo 
maravilloso, 

— Tan  bueno  es  Pedro  como  su  compañero- 
afirmó  la  costurerita  al  propio  tiempo  que  lanza- 
ba una  sonrisa  de  incredulidad  al  amigo  Berbe- 
gal— .  ¡Vaya  un  par  de  trabajadores! 

— Bueno,  chica.  En  ausencia  de  un  día  o  de 
mil  quinientos,  ya  sabes  que  se  te  quiere.  No 
hablemos  más  de  eso.  Venía  a  pedirte  un  favor, 
que  yo  escribiría  con  letra  mayúscula.  Hazte 
cuenta  si  será  grande. 

— Comprendido.  ¿Y  esas  son  las  novedades 
que  traías? 

— No,  mujer.  Estas  son  las  consecuencias  de 
lo  otro,  Tú  verás.  Don  Marcial  Calatraveño,  mi 


CERVANTES 


139 


paisano  y  augusto  jefe  en  tiempos  del  anterior 
Ministerio,  va  destinado  a  Canarias.  En  favor  y 
querencia  a  mi  personilla  me  lleva  de  secretario. 
Allí  le  será  más  fácil  la  colocación,  porque  so- 
mos tantos  los  innumerables  mártires...  En  fin; 
yo  sé  que  tu  padre  tiene  sus  correspondientes 
ahorrillos.  Para  ponerme  en  condiciones  de  tras- 
lado y  navegación  con  el  aditamento  de  ropas  y 
demás,  necesitaba  unas  mil  quinientas  pesetillas. 
— No  llegarán  a  eso  los  ahorros  de  mi  padre. 
— Yo  creo  que  pasa,  querida  Carola.  Estoy 
bien  enterado. 

— Cuidado  que  eres  fresco.  Tendrás  algún  ami- 
góte en  el  Monte  y  habrás  ido  a  enterarte. 

— No  lo  creas.  Pura  coincidencia  todo  ello... 
Sucede  que  a  veces   está  uno   en  el  cafó  y  salta 
el  de  al  lado  y  dice  una  tontería,  y  tú  te  enteras 
casi  sin  querer. 
— El  casi  le  falta. 
— Ahí  está  Berbegal,  que  lo  diga. 
Berbegal,  que  parecía  en  ocasiones  un  hom- 
bre dormido,  aunque  apuraba  la  colilla  del  ter- 
cer cigarrillo,  levantó  la  cabeza  y  los  miró  con 
su  habitual  calma,  afirmando  lo  dicho: 
— Ya  lo  creo  que  si,  ya  lo  creo. 
— De  todos  modos,   cuento  contigo,  querida 
Carola.  Tú  serás   en  el  presente  naufragio   mi 
salvadora  tabla.  En  cuanto  llegue  allí  y  dispon- 


140  CERVANTES 

ga  de  esa  cantidad,  que  sí  dispondré  porque  co- 
rre mucha  guita  inglesa,  te  lo  remito  sin  pérdi- 
da de  tiempo.  En  ti  confiaba,  y  por  eso  acepté 
esta  miseria  de  «señorito  de  compañía»,  que 
viene  a  ser  eso  de  secretario  de  un  personaje  de 
tercera  fila.  En  ti  confiaba,  porque  eres  más 
buena  y  más  rica  que  el  pan  de  Viena. 

— Y  más  tonta  que  las  habas  verdes.  Sólo  asi 
se  comprende  que  una  se  fíe  de  vuestras  pala- 
bras. 

— Palabra  de  caballero,  y  no  se  hable  más 
del  asunto. 

— Como  que  j'o  dispongo  del  dinero  de  mi 
padre.  Pues  estás  enterado. 

— Pero  si  tú  te  empeñas...  Ya  sé  que  tienes 
un  padre  que  no  lo  merecemos,  que  hay  que 
besar  por  donde  él  pisa,  que  hay  que  quererlo 
con  el  alma  y  la  vida,  y  si  no  lo  conociéramos 
no  vendría  yo  a  darte  esta  jaqueca. 

— Vaya  que  sí.  Cualquiera  diría  que  mi  padre 
iba  a  ser  desde  mañana  tu  augusto  jefe. 

— Pues  poco  menos,  chica. 

— Si  tus  intenciones  fueran  tan  buenas  como 
tus  palabras... — suspiró  la  muchacha,  todavía 
indecisa  ante  la  solemne  promesa  de  su  buen 
amigo  y  la  seriedad  de  su  semblante,  que  pare- 
cía confirmarla. 

Miróle  fijamente  como  si  quisiera  penetrar  en 


CERVANTES  141 

el  fondo  de  aquel  espíritu  un  tanto  burloncillo 
y  un  mucho  holgazán,  pero  no  ingrato  y  olvida- 
dizo hasta  el  punto  de  jugarle  una  mala  pasada — . 
Bueno,  bueno;  pero  no  confíes  mucho,  Aurelio. 
Tengo  mis  razones  para  hablar  asi — añadió  ella 
en  tono  de  confidencia. 

Quince  días  después,  confirmado  el  ofreci- 
miento indicado  por  su  antiguo  jefe  y  paisano, 
Aurelio  fué  a  recoger  de  manos  del  padre  de  Ca- 
rola las  mil  quinientas  que  le  prestaba  mediante 
un  pagaré  que  firmó  aquella  misma  tarde.  Le  re- 
novó, como  a  Carola,  la  formal  promesa  de  cum- 
plir como  bueno,  escribirles  con  frecuencia,  y 
trabajar  los  imposibles  hasta  hacer  una  media- 
neja  fortuna. 

Tranquila  y  resignada  con  su  suerte,  continuó 
Carola  trabajando  en  el  corte  y  arreglo  de  ropa 
blanca,  al  lado  de  su  padre,  que  como  empleado 
en  una  antigua  casa  de  banca  cobraba  un  mo- 
desto sueldo,  reforzado  de  vez  en  cuando  por 
las  propinas  de  los  buenos  clientes.  Corriendo  el 
tiempo,  ya  desesperaban  de  tener  carta  de  Au- 
relio, que  después  de  tres  largos  meses  aun  no 
les  había  enviado  la  más  ligera  muestra  de  su 
letra.  Por  vía  de  consuelo,  se  les  presentó  una 
tarde  Lucio  Berbegal,  que  iba  a  saludarles  y  a 
saber  de  aquella  honrada  familia  por  encargo 
especial  de  su  amigo.  Supieron  algo  de  sus  bue- 


142  CERVANTES 

nos  propósitos,  prometióles  Berbegal  volver  otra 
tarde  en  cuanto  recibiera  una  segunda  carta; 
pero  como  era  más  perezoso  y  abandonado  que 
su  amigo  no  volvieron  a  verlo  por  su  casa.  En 
este  intermedio,  el  padre  de  Carola,  sin  saber 
cómo  ni  dónde,  tomó  un  enfriamiento,  que  él 
consideró  como  un  simple  catarro  que  no  altera 
en  lo  más  mínimo  el  plan  de  vida.  Cuando  en 
la  misma  casa  donde  aprovechaban  sus  servicios 
observaron  su  semblante,  y  la  tos  pertinaz,  y  el 
decaimiento  y  malestar  que  a  ratos  le  acometía, 
le  dieron  permiso  para  que  inmediatamente  guar- 
dase cama  tres  o  cuatro  días.  Según  el  médico, 
este  descuido  le  trajo  las  consecuencias  de  unas 
fiebres  que  degeneraron  en  tifoideas,  y  le  postra- 
ron por  completo. 

Alarmadísima  Carola,  no  se  separaba  de  la  ca- 
becera del  enfermo  ni  de  día  ni  de  noche,  mien- 
tras la  sostuvieron  sus  propias  fuerzas,  que  no 
eran  muchas.  A  pesar  de  estos  cuidados,  no  logró 
vencer  en  esta  desesperada  lucha  la  naturaleza  del 
enfermo,  bastante  decaída.  Con  tiempo,  reserva- 
damente, le  hubo  de  anunciar  el  médico  este  in- 
evitable y  triste  desenlace.  Con  doble  motivo, 
por  no  tener  madre  y  ver  desaparecer  el  más 
solícito  amparo  de  su  vida,  pudo  llorar  Carola  su 
muerte  por  muchísimo  tiempo.  En  los  primeros 
días  de  esta  orfandad,  viendo  a  su  lado  los  ros- 


CERVANTES  143 

tros  compasivos  de  algunas  amigas  y  de  los  com- 
pañeros de  su  padre,  aun  pudo  hallar  algún  con- 
suelo, un  ligero  lenitivo  para  lo  más  amargo  de 
su  aflicción.  Al  terminar  el  segundo  mes  ya  com- 
prendió la  realidad  de  esta  horrible  desdicha  de 
verse  sola,  sin  la  sombra  protectora  de  un  padre, 
de  un  hermano,  de  algo  intimo  y  familiar  a 
quien  confiar  sus  nuevas  penas. 

En  aquellos  tremendos  días  de  soledad  se  acor- 
dó de  un  cierto  pariente,  llamado  Jenaro,  que 
vino  del  pueblo  de  su  madre,  como  recluta,  a 
uno  de  los  cuarteles  de  Madrid.  Era  por  enton- 
ces un  muchachote  bien  plantado,  y  hasta  gua- 
po, a  pesar  de  lo  morenucho  de  sus  carnes,  lleno 
de  fuerza  y  de  salud,  que  la  seguía  y  acompaña- 
ba a  todas  partes,  como  un  can  sumiso  y  obe- 
diente, Y  ello  consistía  que  al  recuerdo  de  las 
de  Riofrío,  tostadas  y  mal  pergeñadas  hijas  de 
la  Sierra,  le  resultaba  la  Carola  un  encanto  de 
mujer.  Con  su  blusita  clara  y  su  falda  azul  mo- 
teada, y  sus  andares,  y  su  bonito  cuerpo,  y  las 
muchas  cositas  que  sabía  hacer,  bien  aprendidas, 
tenia  para  su  pariente  el  atractivo  de  la  mujer 
tipo,  limpia,  hacendosa,  inteligente  y  bonita,  que 
lo  reúne  todo.  Por  tanto,  mientras  Jenaro  estuvo 
en  el  cuartel,  se  veían  con  encantadora  frecuen- 
cia, y  andaban  juntos  y  charlaban  tan  contentos 
y  satisfechos,  como  si  aquella  inesperada  armo- 


144  CERVANTES 

nía  de  inclinaciones  y  caracteres  hubiese  de  du- 
rar toda  su  vida.  Ocho  o  diez  meses  después,  su 
regimiento  fué  destinado  a  Sevilla,  y  en  breves 
horas  quedó  disipada  esta  naciente  dicha  que 
empezaba  a  alborear  en  sus  corazones  espontá- 
neamente, sin  darse  ellos  cuenta.  Y  ella  pensaba 
en  estos  días  interminables  de  tristeza  y  de  so- 
ledad: «¡Ah,  si  Jenaro  estuviera  ahora  en  Ma- 
drid...!» 

Disipada  una  tan  lejana  esperanza,  Carola  se 
acordó  de  la  única  de  sus  amigas  que  le  inspira- 
ba verdadera  confianza.  Y  como  urgía  resolver 
cuanto  antes  el  problema  de  vivir  con  algunos 
ahorrillos  para  lo  venidero,  fué  una  tarde  a  ver 
a  su  amiga  Jacinta,  a  quien  nadie  le  negaba  unas 
manos  habilidosas  para  el  corte  y  arreglo  de  los 
vestidos,  como  de  cualquier  clase  de  ropa.  Nun- 
ca le  faltaba  labor.  Lo  que  necesitaba  únicamen- 
te era  buena  salud,  pues  a  causa  de  la  pobreza 
de  su  sangre  o  por  su  especial  contextura,  sen- 
tíase algunos  días  invadida  de  una  debilidad 
general,  de  una  indolencia  enfermiza  que  la  re- 
tenía en  la  cama  hasta  bien  entrada  la  mañana. 
Se  acatarraba  con  pasmosa  facilidad,  y  para 
evitarlo,  veíase  obligada  a  no  salir  con  frío  y 
a  tomar  innumerables  y  tediosas  precauciones. 
Jacinta  la  recibió  con  su  acostumbrada  dul- 
zura: 


CERVANTES  145 

— ¿Qué  te  trae  por  aquí,  mujer?  No  vienes  con 
buena  cara. 

— Qué  quieres...  ciertas  cosas  no  se  pueden  ol- 
vidar. 

— Pues  mira,  trabajando... 

— Ya  lo  creo,  todo  lo  que  me  sale.  Pero  ven- 
go a  proponerte  una  cosa  que  he  pensado. 

— Tú  dirás. 

— Que  viviendo  reunidas,  como  ya  nos  conoce- 
mos, nos  ahorrábamos  la  mitad  del  cuarto.  Lo  de 
la  casa  es  lo  que  más  apura,  que  el  tiempo  corre 
que  es  un  gusto,  y  el  mes  se  te  echa  encima... 

— Pues  mira,  lo  pensaré. 

Esta  Jacinta,   paliducha  y  delgada,   era  una 
(muchacha  reflexiva  que  lo   consultaba  todo  con 
.^a  almohada,  y  después  con  su  hermana  mayor, 
la  casada,  y  hasta  con  su  novio. 

A  los  dos  dias  Jacinta  apareció  en  casa  de  su 
buena  amiga  Carola  y  le  dijo  que  lo  de  vivir 
reunidas  era  cosa  hecha.  En  su  consecuencia,  al 
mes  siguiente  buscarían  un  cuarto  adecuado,  con 
las  condiciones  indispensables  para  dos  perso- 
nas que  hablan  de  vivir  de  su  trabajo.  Debido  a 
esta  circunstancia  del  cambio  de  domicilio,  Ca- 
rola no  llegó  a  recibir  puntualmente  la  carta  que 
le  remitía  desde  Canarias  su  antiguo  amigo  y 
deudor  Aurelio  Gutiérrez.  No  teniendo  éste  con- 
testación inmediata,  como  era  de  esperar,  tornó 


14G  CERVANTES 

a  escribir  a  Berbegal,  incluyéndole  en  la  carta 
un  cheque  de  mil  quinientas  pesetas  para  que 
pudiera  pagar  a  Carola  y  recoger  el  pagaré  fir- 
mado. Cobró  Berbegal  en  el  Banco  de  Castilla 
las  mil  quinientas  y  los  billetes  recibidos  hubo 
de  colocarlos  en  un  cajoncillo  disimulado  de  su 
mesa. 

Transcurrido  un  mes  le  ocurrió  una  tarde  su- 
bir al  cuarto  donde  debía  vivir  Carola.  Aunque 
a  regañadientes,  la  portera  le  dio  las  señas  de  su 
nuevo  domicilio.  Con  su  indecible  y  habitual  pe- 
reza, Berbegal  dejó  transcurrir  otras  cinco  o  seis 
semanas  antes  de  decidirse  a  ir  a  la  calle  del  Es- 
píritu Santo,  donde  vivían  las  dos  amigas.  En  el 
largo  intermedio  de  estos  días  ocurrió  que  una 
mañana  despertóse  Jacinta  con  mal  gusto  de 
boca  y  algo  febril.  Se  sentía  cansada,  removida, 
presa  de  un  malestar  inexplicable.  Inesperada- 
mente, por  la  noche,  al  tiempo  de  acostarse  tuvo 
un  vómito  de  sangre.  Vino  luego  el  médico,  la 
examinó,  la  auscultó,  y  habló  reservadamente 
con  Carola.  Era  una  tuberculosis  heredada  para 
la  cual  la  ciencia  no  había  encontrado  todavía 
más  que  míseros  paliativos.  Su  mayor  enemigo 
venía  a  ser  la  naturaleza  exhausta  y  pobre  de  la 
enferma.  A  los  quince  días  justos  se  repitió  el 
vómito  de  un  modo  extraordinario  y  vino  a  fa- 
llecer en  los  brazos  de  la  pobre  Carola,  que  ni  en 


CERVANTES  147 

sueños  pudo  imaginarse  un  desenlace  tan  rápido 
y  definitivo. 

Dolorosamente  sorprendida  y  trastornada  por 
la  muerte  de  su  buena  amiga,  vióse  Carola  en  la 
necesidad  de  buscar  un  cuarto  de  menos  precio. 
Por  esto,  cuando  Berbegal  se  dirigió  a  la  calle 
del  Espíritu  Santo,  le  contó  una  de  las  vecinas 
lo  ocurrido,  proporcionándole  al  mismo  tiempo 
las  señas  de  la  nueva  vivienda  de  Carola,  en  la 
calle  de  Jordán.  Sorprendido  igualmente  Ber- 
begal, se  prometió  tomar  el  tranvía  al  día  si- 
guiente, y  presentarse  de  improviso  en  casa  de 
su  amiguita.  Pero  su  grandísima  pereza  pudo 
más,  y  lo  dejó  para  mejor  ocasión.  Cierto  com- 
promiso adquirido  por  una  muchacha  que  fué 
en  años  anteriores  íntima  amiga  suya,  y  que 
ahora  insistía  en  reanudar  sus  antiguas  relacio- 
nes, le  obligó  un  dia  al  pago  de  doscientas  pese- 
tas. Se  hallaba  a  fin  de  mes,  con  el  bolsillo  lim- 
pio de  plata  y  cobre,  y  echó  mano  al  reservado 
cajoncillo  donde  guardaba  las  mil  y  quinientas 
de  Carola. 

Cierta  mañana  entró  en  su  oficina  del  Ministe- 
rio el  propio  director,  acompañado  de  un  perso- 
naje político  y  de  un  extranjero  de  excelente  y 
simpática  presencia,  que  por  su  acento  parecía 
americano.  Se  dirigían  al  despacho  del  jefe  dis- 
cutiendo como  personas  corteses.  Uno  de  ellos 


148  CERVANTES 

afirmaba  que  a  pesar  de  su  buena  apariencia 
aqni  se  hallaba  todo  desorganizado,  en  confu- 
sión monstruosa,  por  lo  cual  los  acontecimientos 
más  graves  nos  cogían  siempre   desprevenidos. 

— A  mi  juicio — objetó  el  obro — se  encuentra 
el  origen  de  todo  ello  en  el  pecado  de  la  raza, 
venial  si  se  quiere,  pero  pecado  grave  contra  la 
vida.  Esa  indolencia  tan  característica  trae  el 
desamor,  el  despego  hacia  lo  propio  y  nacional, 
y  acaba  luego  por  la  abulia.  No  ignoran  ustedes 
que  la  voluntad  y  la  inteligencia  son  los  moto- 
res. Si  falta  una  voluntad  robusta  y  briosa,  toda 
la  linda  máquina  alzada  por  una  clara  inteligen- 
cia se  viene  a  tierra. 

— Sí,  señor;  alguno  de  mis  amigos  opina  de 
ese  modo.  Yo  estimo  que  principalmente  la  falta 
de  cultura  es  lo  que  más  nos  afea  a  los  ojos  de 
Europa. 

— No,  perdone,  señor.  Si  un  pueblo  indolen- 
te, perezoso,  despegado,  no  acude  a  las  escuelas, 
ni  lee,  ni  estudia,  ni  se  interesa  por  nada,  ¿dón- 
de se  hallará  la  base  do  la  cultura?  Ese  pueblo 
sin  ideal,  sin  espíritu  de  asociación,  sin  verda- 
dero amor  a  su  país,  se  verá  intervenido  en 
cuanto  plantee  sus  grandes  problemas  por  las 
naciones  vecinas,  más  o  menos  aliadas,  y  no 
será  nunca  dueño  de  sus  destinos. 

— ¡Ah,  doctor,  eso  es  ya  excesivo  pesimismo. 


CERVANTES  149' 

Yo  confío  mucho  en  la  nueva  orientación  de 
nuestro  partido. 

— Sin  embargo,  no  conviene,  como  indicó  an- 
tes el  doctor,  cerrar  los  ojos  a  la  realidad.  Bien 
sabe  usted  lo  que  aquí  pasa:  es  sencillamente 
monstruoso,  humillante,  inconcebible... 

Y  no  se  pudo  oir  más,  porque  el  jefe  del  ne- 
gociado salió  a  recibirlos  afectuosamente  a  la 
puerta  del  despacho.  Berbegal,  que  escribía  en 
la  mesa  más  cercana,  escuchó  las  razones  de 
unos  y  otros  sin  comprender  una  palabra,  y  no 
obstante  se  trataba  de  su  principal  y  castizo  de- 
fecto. Quedóse  un  tanto  pensativo,  temiéndose 
si  esta  visita  del  director,  cuyo  carácter  agrio  y 
descontentadizo  se  encabritaba  ante  cualquier 
contrariedad,  les  traería  inopinadamente  alguna 
formidable  racha  de  ceses. 

Entretanto,  Carola,  impresionada  todavía  por 
la  muerte  de  su  mejor  amiga,  se  considex'aba 
cada  día  más  sola,  con  menor  aliento,  se  dejaba 
de  comer,  salía  de  casa  a  lo  preciso,  y  se  sentía 
acometida  en  las  últimas  horas  de  la  tarde  de 
una  vaga  tristeza  que  era  en  el  fondo  un  abru- 
mador desaliento.  La  labor  no  la  consolaba;  por 
el  contrario,  parecía  cansarse  más  pronto,  y 
hasta  tomar  cierta  repugnancia  por  el  esfuerzo 
y  el  trabajo  de  muchas  horas.  Acaso  por  no  gas- 
tar y  no  tener  en  el  cuarto  la  lumbre  necesaria 


i  50 


CERVANTES 


debió  tomar  un  enfriamiento,  que  degeneró  en 
un  catarro  gástrico.  Sintiéndose  des-ganada  y 
débil  se  quedó  en  cama  dos  días.  Sus  pobres 
ahorrillos  se  iban  reduciendo  de  tal  modo,  que 
haciendo  un  supremo  esfuerzo  se  levantó  al  ter- 
cero, aún  sin  contar  con  las  fuerzas  indispensa- 
bles para  continuar  la  labor  encomendada.  Una 
noche,  en  la  misma  tienda  que  le  proporciona- 
ban costura,  le  advirtieron  que  le  convenía  cui- 
darse, puesto  que  se  iba  «entrando  como  la 
tela»;  es  decir,  quedándose  en  los  puros  huesos. 

Por  su  parte,  el  amigo  Berbegal,  comido  de 
la  pereza,  sin  darse  cuenta  del  daño  horrible 
que  pudiera  causar,  confiando  en  el  azar,  arras- 
trado por  el  compromiso  y  los  gastos  de  su  ínti- 
ma amiga,  sustraía  de  vez  en  cuando  algún  bi- 
llete del  cajoncillo  reservado,  siempre  con  la 
bendita  esperanza  de  reponerlo  en  el  mes  si- 
guiente apenas  saludara  la  nómina. 

Transcurrieron  unos  cuantos  meses.  Algún 
día  hubo  de  pensar  en  su  amiguita  y  se  dijo 
muy  serio:  — «Esto  es  lo  justo.  Iré  a  ver  a  Ca- 
rola y  le  llevaré  su  dinero.»  Pero  aquel  santo 
propósito  nunca  se  cumplía.  Una  mañana  que 
acababa  de  copiar  una  minuta,  vio  entrar  en  la 
oficina  al  ordenanza,  seguido  de  un  sargento  de 
imponente  aspecto,  un  alto  y  recio  mozo,  que  se 
encaró  con  él: 


CERVANTES  i  151 

—¿Es  usted  don  Lucio  Berbegal?  — Y  ante  la 
afirmación  del  empleado,  añadió  al  punto:  — Ne- 
cesito hablarle  hoy  mismo  de  un  asunto  que  le 
interesa. 

Imaginóse  Berbegal  al  pronto,  no  ignorando 
que  el  susodicho  militar  acababa  de  venir  de  Ca- 
narias, que  se  trataba  quizá  de  algún  pariente 
lejano,  o  de  alguna  herencia  inopinada  que  iba 
a  endulzar  de  un  modo  nunca  pensado  su  pere- 
zosa existencia. 

Lo  habia  citado  en  su  casa  entre  cinco  y  seis 
de  la  tarde,  y  en  cuanto  lo  vio  entrar  compren- 
dió por  su  semblante  y  su  aspecto  que  el  nego- 
cio era  muy  otro.  A  la  indicación  de  Berbegal 
se  sentó  en  una  de  las  sillas;  pero  apenas  sacó 
del  bolsillo  cierta  carta  para  leérsela  se  puso  de 
nuevo  de  pie  y  continuó  su  interrogatorio: 

— Usted  es  amigo  de  don  Aurelio  Gutiérrez, 
y  conoce,  por  tanto,  a  mi  prima  Carola  Estéba- 
nez.  Esta  es  la  carta  que  hemos  recibido  de  su 
amigo.  Hace  diez  y  ocho  meses  que  le  envió  a 
usted  un  cheque  de  mil  quinientas  pesetas,  para 
pagar  una  deuda  que  usted  conocía  igual- 
mente. 

—Sí,  señor;  aqui  guardó  los  billetes —  y  Ber- 
begal mostró  al  sargento  el  cajoncito  reservado 
de  donde  sacó  tres  o  cuatro  billetes  de  cincuenta 
pesetas. 


Í&2  CERVANTES 

— ¿Y  esas  son  las  mil  quinientas  que  usted  re- 
servaba? 

Berbegal  confuso,  rojo,  encendido  como  la 
grana  miró  al  sargento,  miró  a  la  mesa,  bajó  lue- 
go los  ojos,  mudo,  hecho  una  pieza,  sin  saber 
cómo  salir  airoso  de  este  espantable  atranco. 

Con  voz  muy  entera,  lleno  de  brío  y  de  cora- 
je, continuó  el  militar  su  terrible  interrogatorio: 

«Usted  no  ignoraba,  señor  mío,  que  la  amiga 
de  su  íntimo  don  Aurelio  se  había  quedado  sin 
padre,  que  carece  de  rentas,  que  vive  de  su  traba- 
jo, que  ese  dinero  era  suyo  y  debía  servirle  como 
de  ayuda  y  consuelo,  y  a  pesar  de  eso,  usted, 
que  cobra  del  Estado  y  cuenta  con  una  paga  se- 
gura, tarda  usted  diez  y  ocho  meses  en  entre- 
garle un  dinero  que  debía  quemar  sus  manos. 
¿Pensaba  usted  al  fin  de  cuentas  quedarse  con  él? 

— ¡Oh!,  no,  señor;  de  ninguna  manera.  No  soy 
capaz... 

— Entonces...  No  me  explico... 

— Si  fui  a  llevárselo  a  su  casa,  y  se  había 
cambiado. 

— Y  una  vecina  le  dio  sus  señas.  Y  usted,  por 
pereza  o  por  no  sé  qué  razones  particulares,  se  le 
pasan  los  meses...  Y  entretanto  mi  pobre  prima 
se  ve  sola,  triste,  anémica,  debilitada,  sin  aliento 
ni  color,  como  una  tísica...  ¡La  tiene  usted  en  el 
Hospital...! 


CERVANTES 


153 


— ¿En  el  Hospital?^ — musitó  apenas  el  em- 
pleado. 

— ¡Y  aun  lo  pregunta!  Si  me  dejara  llevar  de 
mi  coragina,  en  este  instante  le  ahogaba  a  usted 
como  a  una  mala  bicha — y  el  sargento  le  mos- 
traba los  recios  puños  temblorosos,  que  parecían 
terriblemente  dispuestos  a  caer  sobre  su  cuello 
como  dos  mazas  de  fragua — .  Pero  sépalo  usted: 
de  aquí  no  me  muevo  sin  las  mil  quinientas  pe- 
setas. 

Berbegal,  que  vivía  al  día  como  todo  gran  pe- 
rezoso, le  contempló  con  el  espanto  con  que  mi- 
raría a  una  fiera  escapada  de  las  jaulas  del  Reti- 
ro, y  tuvo  tentaciones  de  arrojarse  a  sus  pies  y 
llorar  arrepentido  de  su  abominable  pereza  y  de 
su  enorme  pecado  como  una  Magdalena. 

—¿Qué  me  pide  usted,  caballero...?  Por  Dios 
y  por  todos  los  santos,  que  no  tengo  ni  dispongo 
más  que  de  mi  triste  sueldo. 

— Le  pido  el  dinero  de  mi  prima,  y  si  no  lo 
tiene  lo  busca  o  lo  roba. 

Berbegal  se  levantó;  miró  en  los  demás  cajo- 
nes de  la  mesa,  y  buscó  por  todas  partes  algo 
que  no  pudo  encontrar.  Luego  se  volvió  al  sar- 
gento como  desesperado,  y  expresó  su  angus- 
tia: 

— Si  no  puedo,  señor;  si  no  dispongo... 

— Usted  no  puede...  Bueno.  Mañana  recibirá 


154  CERVANTES 

usted  la  papeleta  de  citación.  Iremos  al  Juzga- 
do, se  le  retendrá  la  paga... 

— No,  por  Dios,  caballero;  eso  no,  eso  no.  Yo 
buscaré  mañana  ese  dinero,  aunque  me  cueste... 
lo  que  me  cueste. 

— Mañana  vuelvo.  Y  le  advierto  una  cosa. 
Como  mi  pobre  prima  no  salga  del  Hospital, 
como  ella...  No  quiero  ni  pensarlo.  Bueno,  en 
ese  caso  le  insulto  a  usted  en  medio  de  la  calle 
5^  le  obligo  a  batirse  conmigo.  Se  lo  juro  a  usted: 
la  muerte  de  mi  prima  le  cuesta  a  usted  la  pe- 
lleja. Ni  más  ni  menos. — Y  el  imponente  sar- 
gento salió  del  cuarto  como  una  furia  des- 
pués de  fulminarle  una  de  esas  rápidas  miradas, 
que  son  como  rayos,  que  quedan  estereotipadas 
en  nuestra  retina.  Berbegal  se  levantó,  dio  unos 
cuantos  pasos  y  se  sintió  desfallecer  en  medio 
de  una  espantosa  debilidad,  a  la  que  precedieron 
frios  y  copiosos  sudores. 

Devueltas  al  otro  día  las  mil  quinientas,  que- 
dóse una  semana  entera  en  su  rincón,  sin  atre- 
verse a  salir  de  casa  ante  el  temor  de  ser  fusila- 
do o  atravesado  el  corazón  de  un  machetazo. 

Como  se  habrá  comprendido,  este  gran  pere- 
zoso era  un  tipo  representativo  de  nuestra  raza, 
de  esta  noble  y  desventurada  raza  que  deja  todo 
por  hacer  para  el  día  siguiente. 

José  M.  MATHEU 


CERVANTES 


155 


SONATA  PRIMAVERAL 


Oh  amiga  que  tan  dulcemente  amparas 
en  tu  suave  amistad  mi  hosca  fatiga, 
purificando  con  tus  manos  claras 
mi  obscuro  corazón,  oh  dulce  amiga. 

Si  no  puedo  decir  lo  que  te  amo, 
oh  mi  triste,  perdona  a  mis  amores, 
y  para  ser  piadosa  con  las  flores 
no  tardes  mucho  en  desatar  el  ramo. 

Merece  la  bondad  con  que  lo  asistes 
cuando  a  ti  se  confia,  lastimero, 
corazón  que,  tan  sabio  en  cosas  tristes, 
sólo  sabe  decir  «cómo  te  quiero»... 

Al  amor  de  la  tarde  ya  más  rubia, 
que  algún  suspiro  a  la  pradera  arranca, 
te  ha  presentido  en  tu  batista  blanca 
con  un  murmullo  de  ligera  lluvia. 


156  CERVANTES 

(Encanto  pastoril,  jovial  secreto 
que  diluye,  en  contornos  más  lejanos, 
la  blusa  clara,  el  escarpín  coqueto 
y  la  gentil  capota  con  acianos.) 

Así  alcanza  primicia  venturosa 
de  florecer  en  tu  temprana  cinta, 
al  mismo  tiempo  que  la  vieja  quinta 
como  un  sueño  de  amor  se  aclara  en  rosa. 

Y  una  emoción  más  grave  lo  estremece 
al  llenarlo  de  ti  la  primavera, 
con  ternura  tan  honda,  que  parece 
que  va  a  llorar — como  si  no  supiera. 

Cada  día  que  pasa  está  más  cierto 
de  ser  más  tuyo  y  de  saber  que  lo  amas, 
como  se  ve  más  cielo  entre  las  ramas 
cuando  se  empieza  a  deshojar  el  huerto. 

(Serenidad  azul  que  predestina 
a  una  gracia  mejor  por  más  discreta, 
como  entre  la  hojarasca  de  la  encina 
se  complace  feliz  la  violeta.) 

Corrió  el  año,  y  la  nieve  fué  su  engendro 
y  nevó  en  mí,  mas  con  candor  tan  leve 


CERVANTES 

y  angelical,  que  de  esa  misma  nieve 

mi  alma  se  embelleció  como  el  almendro. 

Y  la  sombra  llegó,  y  la  tierra  en  calma 
flotó  en  su  seno,  como  nunca  bella, 

y  yo  me  iba  tranquilo  con  tu  alma 
como  se  va  la  noche  coa  su  estrella. 

Lejos  de  la  extensión  obscurecida, 
marchamos  ya  sin  pesadumbre  alguna, 
y  nuestras  sombras  alargó  la  Luna 
sobre  un  prado  ulterior  de  la  otra  vida. 

(Soledad  del  amor;  claro  desvelo 

de  rocío  y  de  luz;  susurro  vago 

de  almas  que  tiemblan  próximas  al  cielo 

como  ramas  obscuras  sobre  un  lago.) 

Mulló  su  arena  pálida  el  olvido... 

Y  allá  en  la  orilla  azul  de  la  mañana, 
nuevamente  cantó  la  alondra  ufana, 
y  el  duraznero  amaneció  florido. 

Oh  amiga  que  tan  suavemente  curas 
el  encono  del  cardo  y  de  la  ortiga, 
apaciguando  con  tus  manos  puras 
mi  torvo  corazón,  oh  suave  amiga. 


157 


158   —     ;  " -  CERVANTES 

En  la  campestre  exhalación  del  heno, 
un  sabor  de  buen  pan  la  vida  cobra; 
y  con  los  ojos  que  alza  de  la  obra, 
bebe  la  fuerza  del  azul  sereno. 

Hinchase  el  alma  audaz  como  una  vela, 
el  mundo,  como  un  yunque,  está  sonoro, 
y  en  el  campo  que  al  cielo  se  nivela 
la  luz  deshoja  su  retama  de  oro. 

Tras  las  huellas  azules  de  tu  planta, 
el  deseo  se  humilla  más  huraño; 
y  como  el  mirlo  oculto  en  el  castaño, 
mi  corazón  su  soledad  te  canta. 

Cruza  los  aires  un  arrullo  agreste, 

el  orbe  está  magnífico  y  desierto, 

y  contigo  es  la  claridad  celeste 

que  te  alboroza  como  a  un  lirio  abierto. 

Así  con  esa  plácida  alegría 
que  en  abismado  azul  mi  ser  dilata, 
compuííe  esta  sonata,  una  sonata 
simple  y  cordial,  «quasi  una  melodía»... 

Leopoldo  LüGONES 


CERVANTES  161 


NOTAS  DE  VIAJE 


: :  Una  página  de  novela  : : 
El  suicidio  de  Felipe  Trigo. 


Cerca  de  las  nueve  de  la  noche  caminaba  yo, 
con  Paco  Villaespesa,  por  la  calle  del  Marques 
de  Cubas,  cuando  pasó  junto  a  nosotros  un  hom- 
bre muy  delgado  y  muy  alto,  vestido  con  un 
traje  claro: 

—Adiós,  Felipe — dijo  el  poeta. 

— Adiós,  Paco — contestó  el  otro. 

Y  Villaespesa,  con  su  natural  bondad,  me  pre- 
guntó: — ¿Quieres  que  te  lo  presente?  Es  Felipe 
Trigo.  Le  he  hablado  de  ti. 

— Mira,  le  indiqué.  Vamos,  primero,  a  ver  a 
Gómez  Carrillo.  Y  luego,  mañana,  si  ahora  no 
queda  tiempo,  buscaremos  a  Trigo. 


11 


162  CERVANTES 

Yo  tenía  vivos  deseos  de  presentarme  cuanto 
antes  a  Gómez  Carrillo,  para  saludarle  y  acom- 
pañarlo en  aquel  momento  que  yo  creía  penoso; 
acababan  de  denunciar  una  de  sus  crónicas  de 
El  Liberal;  lo  acusaban  de  ofensas  a  Alemania. 
Más  tarde  supe  que  aquello  tenía  resonancia, 
pero  no  importancia. 

A  pocos  pasos  nos  encontramos,  en  efecto,  al 
famoso  cronista,  que  venía  acompañado  de  otro 
poeta,  con  el  cual  he  fraternizado  cordialmente: 
Manuel  Machado.  Entramos  los  cuatro  en  un 
café  vecino,  y  nos  pusimos  a  charlar.  A  las  dos 
de  la  mañana  nos  despedimos,  con  la  promesa 
de  reanudar  la  conversación  al  anochecer  si- 
guiente. 

Hacia  la  una  de  la  tarde  vino  Villaespesa  a 
mi  casa;  me  saludó;  le  uoté  vivamente  agitado. 

— Chico — me  dijo  con  voz  rápida  y  turbada — , 
vengo  deshecho. 

— ¿Pues  qué  te  sucede? 

— ¡Figúrate!  Que  se  ha  suicidado  Felipe  Tri- 
go. Dos  balazos  en  la  cabeza;  una  hora  de  ago- 
nía terrible.  En  estos  momentos  ya  debe  de  ha- 
ber muerto. 

y  se  sentó  frente  a  mí,  y  se  llevó  una  mano  a 
los  ojos.  La  verdad  es  que  aun  sin  haber  trata- 
do a  Trigo,  sin  sentir  admiración  ni  siquiera  in- 
clinación por  su  literatura,  sentí  pena.  El  uo- 


CERVANTES  •  163 

velista  se  hallaba  en  la  edad  madura,  próximo  a 
la  vejez,  en  el  período  de  la  energía  mental,  de 
la  experiencia  atesorada,  de  la  producción   sóli- 
da. Villaespesa   me   pidió  que  lo  acompañase  a 
ver  a  la  familia;  accedí  de  buen  grado;  comimos 
juntos;  le  escuché  al  poeta  la  relación  conmove- 
dora de  su  íntima  amistad  con  el  autor  de  La 
Bruta,  y  a  las  cinco  de  la  tarde  tomamos  en  la 
Puerta  del  Sol  el  tranvía  que  había  de   condu- 
cirnos a  la  Ciudad  Lineal.  Por  el  camino  fueron 
subiendo    al    carro   otros   amigos   que  iban  con 
igual  propósito  que  el  nuestro. 

Las  afueras  de  Madrid  son  de  una  aridez  im- 
placable. Mucho  polvo;  mucho  sol;  mucha  tierra 
sedienta  y  cubierta  por  el  roto  tapiz  de  la  yerba 
amarilla  y  reseca.  Aquí  y  allá,  por  entre  las  que- 
braduras y  ondulaciones  del  suelo,  las  motas 
verdes  de  algunos  pequeños  plantíos,  indicios 
de  que  por  allí  hace  el  agua  milagros.  Casas  di- 
seminadas. Ventas.  Y  un  cielo  magnífico,  de  azul 
deslumbrante,  encorvándose  por  el  horizonte. 
El  camino  es  largo,  y  es,  además,  el  del  cemen- 
terio, porque  veo  cómo,  de  trecho  en  trecho, 
nos  vamos  encontrando  con  carrozas  fúnebres  y 
filas  de  coches  que  las  siguen.  Yo  pienso  que 
ésta  es,  decididamente,  una  tarde  predestinada 
para  la  tristeza.  Después  de  una  hora  de  viaje 
en  tranvía,   nos  encontramos  en  la  Ciudad  Li- 


164  *  CERVANTES 

neal.  Es  ella  un  pueblecito  melancólico,  de  una 
calle  sola  y  extensa,  en  la  que,  por  ambos  lados, 
se  levantan  hoteles   más   o   menos  graciosos  y 
elegantes.  Los  hay  también  feos  y  pobres.  En 
medio  de  la  ancha  vía  se  alza  una  doble  fila  de 
árboles.  El  paraje  es  simpático,  no   alegre.  Nos- 
otros lo  sentimos  a  propósito  para  nuestra  desa- 
zón. Reflejamos  en  él  nuestro  estado  de  alma. 
Hemos  pasado  ya  por  frente  a  dos  o  tres  hoteles 
silenciosos.  Yo,  sin  preguntar,  respetando  el  si- 
lencio de  mis  compañeros,  me  digo,  al  caminar: 
— Aquí.  — No;  aquí.   Y  no  atino  con  la  casa  del 
suicida.  Está  lejos;  está  más  allá  de  diez  o  doce 
hotelitos  que  dejan  presumir  una   comodidad 
burguesa.   De  repente,   nos   detenemos   en  una 
reja  entreabierta.   Allí  sí  es.  Dos  policías  o  dos 
soldados — no  sabría  decirlo — están  en  pie  reco- 
giendo las  tarjetas  de  los  que  llegan  e  indicán- 
les  que  la  familia  pide  excusas  por  no  poder  re- 
cibirlos. Entramos.  Un  jardín  y,  en  el  fondo,  un 
chalet  muy  blanco,  de  enjalbegadura  que  reluce 
al  sol,  y  por  cuyos  muros  trepan  los  caprichosos 
ramajes,  de  verde  clarísimo,  de  las  enredaderas. 
¿Qué  dijo  Villaespesa  a  los  hombres  uniforma- 
dos? No  sé.  El  resultado  fué  que  a  cuatro  o  cin- 
co nos  dejaron  libre  la  entrada.  Subimos  al  cha- 
let. Nadie  salió  a  recibirnos.   Amortiguando  los 
pasos,  de  puntillas  casi,  penetramos,  primero,  en 


CERVANTES 


165 


un  pasillo  estrecho,  y,  en  seguida,  en  un  salon- 
cito  que  estaba  obscuro  porque  habían  cerrado 
sus  puertas  y  ventanas.  La  violencia  del  con- 
traste entre  la  claridad  de  afuera  y  las  sombras 
del  interior  me  hirió  vivamente  los  ojos.  Llegué 
deslumhrado,  y  muy  poco  a  poco  fui  distin- 
guiendo, fantasmales,  a  unas  cuantas  personas 
que  hablaban  en  voz  baja.  Comencé  a  respirar  y 
a  sentir  el  ambiente  de  lo  siniestro.  Dejé  que 
mis  compañeros  se  dirigieran  a  sus  amigos  y 
conocidos,  y,  como  siempre,  busqué  mi  rincón 
de  observador.  Sonó  en  la  pieza  contigua  la 
campanilla  del  teléfono,  y  un  acento,  en  el  que 
había  temblor  de  sollozos,  empezó  a  hablar  para 
transmitir^  por  el  aparato,  los  detalles  de  la  no- 
ticia. Se  comunicaba,  probablemente,  con  la  re- 
dacción de  un  periódico.  Y  dictaba,  con  largas 
y  desgarradoras  pausas,  la  carta  de  despedida 
de  Felipe  Trigo,  breve,  dolorosa,  amorosa,  en  la 
que  daba  el  último  adiós  a  sus  hijos,  a  su  mujer, 
y  en  la  que  repetía,  con  ternura  insistente,  la 
palabra  perdón.  En  el  pesado  silencio  de  aque- 
lla casa,  este  mensaje  de  la  muerte,  transmitido 
por  una  voz  lacrimosa,  lastimaba  como  si  fuese 
un  golpe  en  el  corazón.  La  voz  se  calló,  por  fia, 
y  después  de  un  minuto  salió,  de  la  pieza  donde 
había  sonado,  un  jovencillo  pálido,  nervioso,  con 
la  mirada  distraída  y  la  expresión  del  ensimis- 


166 


CERVANTES 


mamieuto  que  nos  deja  un  grande  e  imprevisto 
suceso.  Saludó,  forzadamente,  a  los  visitantes,  y 
salió.  Otro  joven  militar,  a  quien  yo  no  había 
visto,  lo  siguió  llamándolo:  — ¡Hermano!  ¡Her- 
mano! 

Todos  los  circunstantes  mirábamos,  en  muda 
contemplación,  estas  simples  escenas,  que  im- 
presionaban, no  obstante,  con  el  horror  de  la 
tragedia. 

Y  mientras  nosotros  permanecíamos  mudos 
abajo,  arriba,  en  las  habitaciones  altas,  se  que- 
jaban, gritaban,  lloraban.  Llantos  y  plañidos  de 
mujer  que  intermitentemente  se  apagaban,  alzá- 
banse por  largos  intervalos.  Eran  súplicas,  im- 
precaciones, oraciones,  desesperaciones.  Un  vo- 
cativo, repetido  sin  cesar,  me  hurgaba  el  alma 
y  la  memoria,  como  gancho  que  me  revolviese 
penas  y  recuerdos:  «¡Papá!» 

La  familia  de  Felipe  Trigo  se  había  refugiado 
allí  de  la  indiscreta  e  inoportuna  compañía  de 
los  extraños.  Me  sentí  mortificado.  Y  acercán- 
dome a  Villaespesa,  le  dije  al  oído: 

— Me  voy 

— No,  aguarda  un  poco.  Van  a  sacar  el  cadá- 
ver. Quiero  acompañar  a  mi  amigo  hasta  ese 
instante. 

— ¿Pues  dónde  está? 

—Allí. 


CERVANTES 


167 


y  Villaespesa  me  señaló  una  puerta  cerrada, 
en  el  mismo  primer  piso  donde  estábamos.  El 
gabinete  de  trabajo  de  Trigo.  Allí  estaba  solo, 
el  desventurado,  sin  blandones  y  sin  plegarias, 
en  el  mismo  lugar,  en  el  mismo  sillón  donde  se 
había  quitado  la  existencia. 

A  esa  puerta  llegaban — yo  las  vi  bajar  hechas 
un  océano  de  lágrimas — las  hijas  del  escritor, 
una  hermosa  y  rubia  criatura  y  una  robusta  y 
linda  niña.  Los  hermanos  las  acompañaban. — 
¡Yo  quiero  verlo! — rogaban  ellas.  Y,  convencién- 
dolas, obligándolas,  las  alejaban  de  aquel  lugar 
pavoroso.  La  puerta  cerrada  era  una  barrera 
infranqueable. 

Estos  suplicios  me  hacían  daño,  y,  para  no 
asistir  a  ellos,  me  aconsejó  mi  egoísmo  que  sa- 
liese al  jardín.  Salí  con  otro  literato  que  sentía 
y  pensaba  lo  que  yo.  Una  vez  en  el  jardín  los 
dos,  él  empezó  a  contarme  la  vida  del  célebre 
novelista: 

— Este  final  no  es  imprevisto.  Ya  nos  lo  espe- 
rábamos, Felipe  estaba  enfermo,  muy  enfermo. 
Una  profunda  neurastenia  lo  agotaba.  No  podía 
escribir  ya  como  antes.  Veinte  noches  hacía  que 
no  probaba  el  sueño.  El  era  médico  y  sus  sínto- 
mas le  inquietaban.  Presentía  un  próximo  desas- 
tre mental.  En  su  familia  hubo  alienados.  El  te- 
nía miedo  de  la  fatalidad  hereditaria.   Induda- 


168  CERVANTES 

blemente  que  Felipe  tenía  un  extraordinario  ta- 
lento, una  imaginación  resplandeciente,  una 
agudísima  percepción.  Sus  facultades  de  nove- 
lista fueron  muy  grandes.  Su  lenguaje  carecía 
de  pureza  y  de  estilo.  Con  frecuencia  se  alejaba 
del  buen  gusto.  Pero,  en  cambio,  sabía  ver  muy 
bien,  y  reproducía  con  exactitud  los  ambientes 
y  los  personajes  de  segundo  término.  Los  de 
primer  término,  no,  porque,  en  general,  sus  mu- 
jeres, sus  heroínas,  son  irreales,  están  hechas 
con  materiales  imaginativos  y  concebidas  por 
la  exaltación  erótica,  por  el  sueño  sensual  que 
atosigó  de  continuo  la  vida  de  Trigo.  Y  sus 
hombres,  sus  protagonistas,  son  él  mismo,  el 
autor  con  sus  anhelos  de  aventura  dannunziana. 
Porque  Felipe  no  sólo  escribía,  sino  que  quería 
vivir  sus  novelas.  Las  vivía.  Vistiendo  la  reali- 
dad, que  solía  ser  inferior  y  grosera,  con  los 
atavíos  de  un  fantástico  refinamiento,  el  poeta 
— porque  era  un  poeta,  un  soñador  incansable — 
se  forjaba  la  ilusión  de  las  conquistas  suntuo- 
sas, de  los  amores  raros,  de  las  citas  misteriosas, 
de  las  altas  comedias  del  placer  y  de  la  elegan- 
cia. Trigo  era  un  fantaseador  admirable  e  inge- 
nuo. Era  también  un  teorizante  lleno  de  nove- 
dad. Temperamento  exaltado,  corazón  generoso, 
gran  cerebro,  este  literato  fué,  a  pesar  del  mun- 
do calenturiento  que  llevaba  en  el  espíritu,   un 


CERVANTES  169 

bondadoso  jefe  de  familia,  un  excelente  amigo 
y  un  cumplido  caballero.  Y  no  sufrió  únicamen- 
te imaginarias  tormentas,  sino  que,  asimismo, 
las  sufrió  verdaderas. 

En  Filipinas,  lo  acuchillaron  los  tagalos  hasta 
abandonarlo  por  muerto  en  el  campo  de  comba- 
te. ¿No  le  notó  usted  la  cara  atravesada  por  cua- 
tro o  cinco  grandes  cicatrices?  Anduvo  con  su 
inquietud  por  todas  partes.  No  se  conformó  con 
ser  médico  de  provincia.  Fué  ambicioso  de  glo- 
ria, voluntad  activa.  Tarde  reveló  su  vocación 
artística;  al  filo  de  los  cuarenta  años.  El  realis- 
mo de  sus  novelas  no  es  siempre  agradable.  Dis- 
gusta la  insistencia  de  su  manía  erótica.  Eso, 
quizá,  depende  de  la  edad  en  que  comenzó  a  es- 
cribir. En  sus  libros  destapó  la  caja  de  sus  de- 
seos irrealizados.  Pero  hay  obras  suyas  muy 
fuertes:  Jarrapellejos,  El  médico  rural... 

ít  ^  1^ 

Calló  el  literato.  Habíamos  visto  que  comenza- 
ba a  bajar  la  corta  escalinata  del  chalet  una  ca- 
milla cubierta  con  un  paño  negro  y  cargada  por 
dos  mozos  funerarios.  Detrás,  con  la  cabeza  des- 
cubierta, venían  los  amigos  y  camaradas. 

Se  oía  sollozar,  gritar,  implorar  dentro  de  la 
casa.  El  cadáver  salió,  no  por  la  puerta  princi- 


170  CERVANTES 

pal,  sino  por  una  que  había  detrás  del  jardíu. 
Figuróseme  aquello  una  escapatoria,  una  fuga 
avergonzada,  el  remordimiento  de  dejar  tanto 
dolor  y  tantas  lágrimas.  El  crepúsculo  era  es- 
pléndido y  simbólico;  rojo,  como  la  sangre;  azul, 
como  la  esperanza. 


CERVANTES  1'^^ 


El  Madrid  del  género  chico. 
:  :  Verbenas  y  tradiciones  :  : 


II 


Noche  de  agosto;  brava  noche,  de  calor  seco, 
asfixiante.  Son  las  once.  Y  decir  las  once  en  ve- 
rano, es  decir  aquí  la  hora  del  principio  del  bu- 
llicio, de  la  preparación  de  la  fiesta.  El  Madrid 
verbenero  se  divierte  de  once  a  cinco. 

Por  la  calle  Mayor  pasan  henchidos  los  tran- 
vías, y  se  nota  un  frecuente  ir  y  venir  de  coches 
alquilones,  que  entran  y  salen  por  los  arcos  de  la 
gran  plaza.  La  gente  que  marcha  a  pie,  va  como  en 
romería.  Pasan  mujeres  garbosas;  y,  por  distin- 
tas partes,  pasan  mantones  historiados  y  flori- 
dos: uno  blanco,  y  otro  azul,  y  otro  rojo;  pasan, 
llevadas  cuidadosamente,  guitarras  enlistonadas, 
y  algunas  van  ensayando,  sotto  voce,  rasgueos  y 
pespunteados.  La  calle  y  la  plaza,  mal  alumbra- 


172  CERVANTES 

das  por  la  luz  verdosa  de  los  farolas  públicos, 
presentan,  con  su  procesión  popular,  un  aspecto 
un  poco  rembranesco,  un  cuadro  nocturno,  en  el 
que  juegan,  en  violentas  antitesis,  la  sombra  y 
la  claridad. 

Curioso  y  vagabundo,  me  dejo  arrastrar  por 
la  multitud.  De  repente,  me  encuentro  en  la 
calle  de  Toledo.  Ya  estoy  en  el  limite  de  la  zona 
del  regocijo.  Desde  la  plaza  de  la  Cebada  se  ex- 
tiende la  batahola;  luces,  tinglados  callejeros,  pa- 
peles de  colores,  guirnaldas  de  claveles,  ritmos 
de  castañuelas,  afinadas  vibraciones  de  cuerdas, 
ecos  de  voces  que  cantan,  hervor  humano.  Voy 
acercándome:  puestos  de  almendras,  tendidos  de 
peladillas,  pirámides  de  melones,  mesas  con 
platos  de  aceitunas  y  vasos  de  manzanilla;  ju- 
guetes; alfarería;  gritos  de  vendedores  ambulan- 
tes; calles  estrechas,  por  cuyas  calzadas  va  la 
gente  abriéndose  paso  con  los  codos;  algazara, 
cuchicheos,  rumores  de  colmena;  sombreros  de 
torero,  gorras  de  golfo;  peinados  de  chula;  mu- 
chos ojos  negros;  muchos  labios  frescos;  una  rosa 
aquí  y  otra  allá;  una  agudeza  canallesca,  un  mo- 
dismo de  barrio;  música  por  todos  lados;  ruido 
que  ensordece;  calor  que  sofoca. 

En  una  calle  semiobscura,  la  amarilla  y  radian- 
te mancha  de  una  iglesita  romántica  y  nueva, 
dentro  de  la  cual  se  aprieta  la  gente,  por  ver  ^ 


CERVANTES  ^^^ 

la  Virgen,  en  el  altar  mayor  hecho  una  brasa  ru- 
tilante. Distintos  cobertizos  se  alzan  en  medio 
de  la  calle.  Este  cobertizo  es  salón  de  baile;  den- 
tro, danzan  las  parejas  en  típicas  posturas;  sue- 
na, incansable,  el  organillo  de  manubrio;  se  pa- 
sea el  bastonero  enarbolando  su  largo  palo,  que 
es  un  tirso  de  listones;  fuera,  detenida  por  el  frá- 
gil barandalillo,  la  muchedumbre,  atenta,  mira 
el  cuadro.  Aquel  cobertizo  es  improvi.-ado  res- 
taurante, y  en  él  familias  enteras  de  la  clase 
submedia— obreros,  menestrales,  cigarrerillas  y 
gente  de  juerga,  mozuelas  y  galancetes — senta- 
dos en  torno  de  las  mesas,  comen  con  incitador 
apetito.  G-rupos  regionales,  repartidos  por  los 
distintos  lugares,  cantan  y  bailan,  unos  a  la  an- 
daluza, otros  a  la  aragonesa,  acá  las  sevillanas  y 
acullá  las  jotas,  en  incesante  y  sugestiva  mono- 
tonía. Los  muros,  viejos;  los  pavimentos,  mal 
empedrados;  los  portales,  obscuros;  tabernas  y 
cafés  brillantes  y  concurridísimos;  un  contento 
natural,  ingenuo,  que  se  respira  en  el  aire  (¡y  eso 
que  apenas  se  respira!);  simple  alegría  de  vivir 
de  un  pueblo  que  no  ha  perdido  la  salud  espiri- 
tual. Esta  es,  pintada  a  brochazos,  la  célebre 
verbena  de  la  Paloma... 

Me  acordé  de  la  que  yo  conservaba  en  la  me- 
moria, entre  los  trastos  de  la  guardarropía  y  los 
viejos  retratos  de  las  tiples;  me  acordó  del  saine- 


1'^^  CERVANTES 

te  de  Ricardo  de  la  Vega,  musicado  por  Bretón. 
Y  comparando  la  realidad  con  el  artificio,  hallé 
que  éste  tenia  una  vida  tan  intensa  como  aque- 
lla, y  que,  sin  literatura,  sin  subterfugio,  sin  áli- 
to  casi,  el  poeta  había  trasladado  uu  pedazo  de 
verdad  al  escenario,  arrancándolo  de  este  am- 
biente alborotador  del  barrio  madrileño.  No  pa- 
rece una  copia,  sino  el  original  mismo,  que,  sin 
perder  detalles,  queda  reducido  al  espacio  peque- 
ño del  tablado.  Tan  exacta  es  la  identidad,  que, 
por  momentos,  me  sentía  formando  parte  de  un 
coro  zarzuelesco,  y  buscaba  a  mi  lado  la  mucha- 
cha a  quien  cantarle  aquello  de: 

Como  es  la  Virgen 
de  la  Paloma... 

Estaba  yo  en  pleno  género  chico  de  la  vida.  Y 
en  cada  viejo  emperifollado  distinguía  al  boti- 
cario calaverón;  en  cada  bien  plantada  jamona 
reproducía  la  Seña  Rita;  en  cada  anciana  obesa 
que  bailaba  sacudiendo  las  trémulas  carnes  re- 
cordaba a  la  tía  fingida  de  la  morena  y  de  la  ru- 
bia. Muchas  rubias  y  muchas  morenas  se  pasea- 
ban, allí,  del  brazo  de  sendos  Julianes  enamo- 
rados. 

Y  es  que  las  costumbres  de  este  pueblo  no  ne- 
cesitan aderezo  para  ir  al  teatro  y  renovarse  en 


CERVANTES 


175 


él  por  medio  de  pintorescas  escenas,  castizas 
agudezas,  animados  personajes,  intencionados 
diálogos,  música  típica  y  chuscos  episodios.  Son 
estas  las  horas  en  que  el  pueblo  de  la  villa  vive 
para  reir,  para  querer,  para  desbordar  el  entu- 
siasmo y  el  alborozo,  en  la  calle,  en  la  plaza,  al 
son  del  organillo  y  entre  las  agitaciones  del  tu- 
multo. 

Los  majos  de  don  Ramón  de  la  Cruz,  los  hor- 
teras de  las  Escenas  matritenses,  el  Castellano 
viejo,  de  Fígaro;  la  Fortunata,  el  Celipón,  las 
Miaus,  de  Pérez  Gal  dos,  y  el  cesante  famélico,  el 
valiente  de  barrio,  el  galán  de  vecindad,  La  re- 
voltosa, la  Regina,  las  Mujeres,  en  fin,  y  los  hom- 
bres todos  de  Burgos,  de  Sinesio  Delgado,  de 
Arniches,  de  los  dioses  mayores  y  menores,  del 
chiste  escénico  español,  y  de  los  antiguos  cos- 
tumbristas, y  de  los  novelistas  de  genio,  andan 
por  aquí  barajados  y  revueltos,  y  se  nos  presen- 
tan para  desaparecer,  como  por  obra  de  fantas- 
magoría, entre  el  gentío  de  la  verbena  de  la  Pa- 
loma. 

Es  vigoroso  el  carácter  plástico  y  psíquico  que 
conserva  este  pueblo.  Una  chula  madrileña  no 
cambiaría  su  mantón  por  el  velo  de  Tannit.  Un 
guapo  mozo  no  se  desanudaría  del  cuello  el  pa- 
ñuelo de  seda,  para  que,  en  su  lugar,  le  colgaran 
un  toisón  ole  oro.  Las  modas  han  alterado  el  tra- 


176  CERVANTES 

je;  pero  no  lo  han  acercado  a  cualquiera  olra 
vestimenta  extranjera;  el  pueblo,  con  un  raro 
instinto  de  individualización,  ha  adoptado  sus 
modelos  y  figurines,  y  ha  peculiarizado  sus  imá- 
genes. 

Al  modernizar  su  apariencia,  obligado  con 
imperio  por  la  necesidad,  siempre  se  retrasa, 
y,  principalmente  en  el  atavio  femenino,  deja 
algo  de  arcaico,  algún  toque  arqueológico:  la 
peineta,  la  mantilla,  la  estirada  media  blanca, 
el  zapato  bajo. 

Las  provincias,  menos  expuestas  al  contagio 
social,  conservan  mejor  sus  vestidos  caracterís- 
ticos: Andalucía,  Aragón,  Galicia... 

Pero  este  pueblo  de  Madrid,  el  de  la  chulape- 
ría andante,  si  ha  retocado  el  indumento,  ha 
persistido  en  la  conservación  de  su  alegría  des- 
enfadada, de  su  quemeimportismo,  de  su  gracia 
a  flor  de  labio,  de  sus  fiestas  seculares  y  de  sus 
ruidosas  verbenas. 

Pueblos  firmes  por  dentro  y  por  fuera,  pue- 
blos que  persisten  en  peculiarizarse  y  no  olvidan 
ni  desdeñan  sus  antiguallas,  por  seguir  formas 
de  placer  iuadaptables  al  espíritu  de  la  raza, 
tienen  una  larga  vida  nacional.  El  misoneísmo 
colectivo,  que,  en  ocasiones  perjudica  y  retrasa, 
en  ocasiones  también  sirve  y  robustece,  porque 
cultiva  en  la  existencia  popular  el  amor  a  la  tra- 


CERVANTES  177 

dición  y  unifica  en  un  sentimiento  común  el  es. 
píritu  de  las  generaciones. 

Bueno  es  acabar  con  la  inveterada  rutina; 
pero  malo  destruir  las  viejas  y  tradicionales 
costumbres.  Es  un  error  derribar,  a  golpe  de 
piqueta,  un  edificio,  un  monumento,  representa- 
tivos para  el  arte  y  para  la  historia,  y  construir, 
en  su  lugar,  o  un  monumento  o  un  edificio 
nuevos. 

Y,  sin  ser  monumentales,  son  tradicionales  y 
representativas  estas  verbenas  de  Madrid,  tan 
pintorescas,  tan  interesantes  y  típicas,  desde  la 
de  San  Antón,  hasta  la  de  la  Virgen  de  la  Pa- 
loma, 


i| 


178 


CERVANTES 


Mendigos  y  guitarras  :  : 


III 


A  las  seis  de  la  tarde  el  sol  madrileño  ha  em- 
pezado a  perder  su  brío.  Después  de  quemar, 
durante  siete  horas,  la  ciudad  y  de  fundirla  en 
sus  cálidos  oros,  se  complace  en  acariciarla  con 
suaves  y  matizados  fulgores,  y  le  pide  al  viento 
su  ayuda,  el  cual  de  buen  grado  la  da,  soplando 
tenuemente,  y  repartiendo  así  consoladora  fres- 
cura. 

Madrid,  entonces,  entra  en  una  repentina  ani- 
mación que  no  abandona  ya  sino  hasta  la  vuelta 
del  nuevo  día.  Repentinamente  se  pueblan:  de 
niños  el  Prado,  de  coches  la  Castellana,  de  tran- 
seúntes la  Puerta  del  Sol  y  la  Carrera  de  San 
Jerónimo,  de  parroquianos  los  cafés,  las  calles 
centrales  de  mujeres  hermosas  y  los  árboles  de 
los  viejos  jardines  de  pájaros  y  gorjeos.  Los  tri- 


CERVANTES  179 

tones  y  delfines  de  las  fuentes  monumentales 
sueltan  sus  delgados  y  corvos  chorros  de  plata 
irizada,  el  carro  de  cantera  blanca  de  la  Cibeles 
se  sonroja  con  las  luces  del  Poniente,  y,  en  la 
misma  línea,  al  otro  extremo,  los  dientes  del  Ar- 
ma de  Neptuno  clavan  y  retienen  una  última  lla- 
marada vespertina. 

Las  ventanas  y  balcones  de  los  edificios,  las 
lanzas  de  las  rejas,  las  columnatas  y  bordaduras 
de  piedra  de  los  palacios,  los  bronces  de  las  es- 
tatuas, las  farolas  del  alumbrado,  todo  relampa- 
guea y  resplandece.  El  Goya  de  la  fachada  del 
Museo  de  Pinturas  parece  sentado  en  un  sillón 
de  oro  fúlgido.  A  la  vuelta,  Velázquez,  sobre  su 
bajo  pedestal,  mira  cómo  relumbra  en  su  mano 
la  paleta  obscura;  San  Isidro  y  Alfonso  el  Sabio, 
en  la  escalinata  de  la  Biblioteca,  perfilan,  en  la 
diafanidad  del  aire,  el  blanco  mate  de  su  grani- 
to; los  negros  leones  del  Congreso  muestran  la 
melena  untada  de  amarillo  solar.  Aquí  y  allá,  en 
las  esquinas  de  los  parques,  los  quioscos  de  re- 
frescos son  ascuas.  En  las  frondas  compactas  del 
Retiro  hay  escardillos  de  esmeralda. 

En  esta  hora  Madrid  está  hecho  con  cristales 
de  color;  cristal  de  roca,  las  fachadas;  azogado 
cristal,  las  fuentes  y  los  estanques;  cristal  verde, 
los  árboles;  cristal  de  Baccarat,  los  mármoles... 

Hasta  las  piedras  ennegrecidas   de  las  casas 


180  CERVANTES 

seculares,  que,  como  ancianas  coquetas,  no  lo- 
gran ocultar  la  edad;  las  calles  de  antaño,  angos- 
tas, tristonas,  con  sus  altos  muros,  sus  vanos 
exiguos,  sus  balconcillos  por  donde  asoma,  de 
cuando  en  cuando,  el  penacho  florido  de  un  ties- 
to, hasta  el  Madrid  secular  y  semi-destartalado, 
sonríe,  y  su  sonrisa  ingenua  y  amable  nos  pare- 
ce la  de  una  boca  desdentada.  Los  inclinados  te- 
chos de  teja  mezclan  ocre  a  sus  rojos  polvo- 
rientos. 

Y  éstos,  precisamente,  son  los  momentos  en 
que  comienzan  a  salir  y  a  recorrer  la  ciudad  los 
mendigos,  las  gitanas,  adivinadoras  de  la  suerte, 
los  ciegos  de  bordón  y  lazarillo,  los  músicos  am- 
bulantes, las  cantadoras  de  coplas,  los  violines 
de  prima  gemebunda,  las  guitarras  de  rasgueo 
monótono,  los  acordeones  de  vocecilla  aguda, 
el  hampa  española,  pintoresca  y  pedigüeña,  que 
va  por  esos  mundos  despertando  la  curiosidad, 
moviendo  la  compasión  y  recogiendo  la  calderi- 
lla en  el  consabido  plato  de  estaño. 

Para  el  viajero,  para  el  que  por  primera  vez 
pisa  estas  históricas  tierras,  el  desfile  de  la  Corte 
de  los  Milagros  tiene  un  vivísimo  interés  y 
constituye  un  singular  entretenimiento.  Nada 
más  pintoresco,  ni  más  típico,  ni  más  evocador. 

En  la  banca  de  un  paseo,  en  la  silla  de  un 
café,  en  cualquier  recodo,  en  cualquier  ángulo, 


CERVANTES  181" 

donde  se  quiera,  no  importa  dónde,  puede  im 
provisarse  un  sitio  de  recreo  y  observación,  que, 
si  la  mano  no  es  avara  y  el  alma  es  piadosa, 
cuesta  poco:  algunas  'perras  chicas  repartidas  en- 
tre la  miseria  ambulante. 

La  manera  más  común  de  pedir,  de  estos  por- 
dioseros, es  cantando  algún  airecillo  en  boga, 
tañendo  algún  instrumento  de  cuerda,  o  soplan- 
do en  alguna  flauta  de  barro.  Los  hay  que  van 
solos,  y  los  hay  también  que  forman  sociedad,  y 
juntan  y  armonizan  voces,  instrumentos  y  ga- 
nancias. 

Va  usted  caminando  y  distraído  por  esas  ca- 
lles de  Dios;  oye  usted  el  silbido  licuado  de  un 
pito  que  caricaturiza  un  tema  vulgar,  de  zarzue- 
lilla  o  de  opereta;  se  acerca  usted,  y  en  el  entre- 
paño que  separa  dos  puertas,  ve,  recargado,  a  un 
viejo.  Es  una  hermosa  figura:  largo  el  cabello; 
muy  larga  la  canosa  barba;  noble  y  afilada  la 
nariz;  ancha  la  frente;  alto  y  enflaquecido  el 
cuerpo,  que  viste  pobre,  mal  cepillado  traje  de 
americana;  las  manos  están  afanosamente  ocupa- 
das, bajo  la  boca,  en  tapar  y  destapar  los  aguje- 
ros del  flautín  de  arcilla  de  donde  sale,  torpe- 
mente modulado,  un  tema  popular.  Los  ojos  es- 
tán cerrados.  Y  usted  oye,  ve,  imagina,  recuer- 
da, hace  una  novela  eléctrica,  siente  un  impulso 
tierno,  y  saca  del  propio  bolsillo  la  moneda,  es- 


182  CERVANTES 

perada  ya  por  la  vieja  maüo,  que  repentinamente 
cambió  de  ocupación.  Usted  se  aleja  pensando 
en  Homero,  en  Edipo,  en  el  rey  Lear.  Bien  dijo 
el  célebre  ironista  que  la  hermosura  es  una  carta 
de  recomendación  que  da  la  Naturaleza, 

Pero  cátate  que  mientras  usted  toma  tranqui- 
lamente su  asiento  en  la  acera  del  café,  llegan  y 
se  enfilan  frente  a  usted  cuatro  singulares  per- 
sonajes: dos  mujeres  de  edad  indefinible  y  dos 
hombres  de  catadura  sospechosa:  sucios,  andra- 
josos, descascarados.  Ellas,  llevan  cubierta  la 
cabeza  con  sendos  pañuelos  de  hierbas;  ellos  la 
llevan,  cubierta  asimismo,  con  sombreros  o  go- 
rras de  formas  inverosímiles;  ellas,  cantan;  ellos, 
acompañan  el  canto,  uno  con  un  violin  y  otro 
con  un  guitarrón.  Las  caras  hacen  gesticulacio- 
nes que  parecen  arrugamientos  de  trapo  viejo. 
Este  es  ciego,  tuerto  aquél,  y  al  de  más  allá  le 
manan,  y  no  ámbar,  los  ojos  pitarrosos.  Vienen 
coplas  de  amor,  desengaño  y  tristeza;  coplas  es- 
pañolas, de  melancolía  árabe,  en  las  cuales  llora, 
sintetizada,  una  pasión:  ausencia,  ingratitud,  trai- 
ción, olvido.  Viene  la  canción  alusiva,  picaresca, 
oportuna,  en  la  que  cada  palabra  adquiere  un 
sentido  penetrante,  y  es  como  un  grano  de  sal, 
como  una  caja  de  gracia  maliciosa.  Y  vienen  el 
vals  vienes  y  la  jota  aragonesa,  desafinados,  con 
la  letra  cambiada,   con  la  frase  torcida,  con   el 


CERVANTES  183 

acompañamiento  de  moscón  de  la  guitarra  y  los 
crispantes  chirridos  del  violin;  mas  coplas,  cau- 
ciones, vals  y  jota  traen  desenfado  y  se  llevan 
céntimos. 

Porque  el  platillejo  recorre  las  mesas,  el  sa- 
lón, los  rincones,  las  aceras,  y  de  mano  en  ma- 
no, de  mozo  en  mozo,  de  transeúnte  en  transeún- 
te, pronto  se  le  ve,  si  no  henchido,  visitado  a  lo 
menos,  por  los  obscuros  discos  de  las  monedas 
de  cobre. 

No  se  ha  marchado  aún  esta  compañía  lírica, 
cuando  llegando  está  otra,  de  mayor  o  menor 
personal,  de  mejor  o  peor  afinación,  de  diverso 
instrumental,  de  distinto  repertorio,  de  orfeón 
solo  o  de  esclusivo  género  sinfónico:  tres  mucha- 
chas: una,  que  canta  en  pie;  otra,  que  sentada 
abre  y  cierra  el  acordeón,  y  la  más  chiquilla,  que 
recoge  las  limosnas;  un  baturro  de  negro  y  corto 
pantalón,  encintada  pantorrilla,  hilacha  de  man- 
ta al  hombro  y  varejón  en  mano;  dos  hembras 
greñudas  y  tomadas  de  orín  como  las  armas  de 
Don  Quijote;  una  pálida  niña,  de  ojos  abiertos 
por  el  hambre  y  por  la  desvergüenza;  una  ancia- 
na, hecha  un  etcétera  dentro  de  su  manto  raído, 
un  mundo,  en  fin,  el  mundo  de  los  desheredados, 
de  los  inútiles,  de  los  mutilados;  el  mundo  de  la 
pereza  y  el  vicio,  de  la  incuria  y  del  dolor,  el 
fondo  de  la  miseria,  el  sedimento  de  todo  con- 


184  CERVANTES 

glomerado  social,  que  sube  a  la  superficie,  en  es- 
tas horas  de  alegría,  y  que  burbujea  y  hace  es- 
puma, como  si  señalara  venenosas  fermentacio- 
nes. Hasta  bien  entrada  la  noche  sigue  pasando 
la  procesión  histórica,  que  plañe,  grita,  canta,  im- 
plora, amolda  una  oración  en  un  aire  de  tango, 
y  habla  de  sus  enfermedades  y  desdichas  en 
tiempo  de  mazurka.  Todo  pintoresco,  animado, 
todo  sinceramente  optimista,  a  tal  punto,  que  en 
estos  rápidos  cuadros  de  género,  que  han  copia- 
tantos  pintores  españoles,  la  misericordia  nos 
parece  frivola;  la  queja,  nos  suena  a  cante-jondo, 
el  dolor  se  nos  figura  falseado;  y  se  nos  antoja 
fingida  la  ceguera.  Es  que  aquí  la  tristeza  lleva 
cascabeles,  y  los  mendigos  cargan  guitarra.  Es 
que  aquí  la  mendicidad  tiene  sus  puntos  y  ribe- 
tes de  juerga.  Es  que  la  despreocupación  y  la 
alegría  de  vivir  están  en  la  atmósfera. 

«  «  « 

¿Procesión  histórica  acabo  de  decir?  Sí,  estas 
costumbres,  esta  mendicidad  retozona,  esta  mu- 
siquería  ambulante,  esta  hampa  colorida,  son  an- 
tiguas, son  seculares,  están  historiadas  en  los 
códices  polvosos  de  los  cantares  de  gesta,  des- 
critas en  los  libros  de  don  Juan  Manuel,  rima- 
das por  don  Juan   Ruiz,  el  fraile  nocherniego 


CERVANTES  185 

del  siglo  XIV,  contadas  en  la  Vida  del  Lazarillo 
de  Tormes,  y  desgranadas  en  mil  y  tres  fábulas, 
en  las  novelas  de  truhanes  y  picaros.  Estos  men- 
digos de  guitarra  y  violin,  estas  cantadoras  de 
copla  coreada  y  jaleada,  estos  flautistas  de  bar- 
ba hermitañesca,  son  los  mismos  de  hace  ocho 
y  siete  y  seis  siglos;  son  una  prolongación,  un 
desprendimiento,  un  escurrimiento  de  las  eda- 
des pretéritas,  y  constituyen  una  variante,  una 
transformación  de  aquella  andante  jugleria  me- 
dioeval, que  llevaba  por  todas  partes,  a  los  pue- 
blos batalladores,  una  visión  del  ideal  épico  y 
una  gota  trovadoresca  de  ensueño  y  galantería. 

No  piden  a  secas,  cantan,  tocan,  llaman  a  las 
puertas  del  alma  popular,  con  los  mástiles  de 
sus  mugrientas  guitarras;  piden  una  moneda  de 
cobre  a  cambio  de  cauciones  y  rasgueos.  Espar- 
cen a  los  cuatro  vientos  polvo  de  regocijo  y  de 
ilusión  a  trueque  de  un  poco  de  calderilla  des- 
gastada. Y  como  en  los  tiempos  del  Mío  Cid  se 
conforman  con  un  vaso  de  vino,  y  ahora  con  un 
terrón  de  azúcar,  cuando  no  reciben  dinero. 

Billeteros  y  pilluelos  voceadores  acompañan 
la  sinfonía... 

Luis  G.  URBINA 


186 


CERVANTES 


Mujeres  y  libros. 


Bellas  mujeres  de  blancura 
deslumbradora  y  ñno  cuello, 
que  perseguimos  con  locura, 
por  vuestra  carne  tersa  y  dura 
y  vuestro  undívago  cabello; 
lindas  mujeres  de  vestidos 
de  seda  y  lana  coruscantes, 
que  acariciáis  nuestros  sentidos 
con  vuestros  senos  exhibidos 
entre  batistas  y  diamantes; 
libros  que  sois  amigos  fieles 
y  que  en  tallados  anaqueles 
nos  conserváis  nuestro  tesoro 
de  raros  broches,  blandas  pieles, 
suave  papiro  y  cantos  de  oro; 
libros  ornados  de  iniciales 
rojas  y  artísticas  viñetas, 
que  en  vuestras  páginas  luíales 


CERVANTES  l^*^ 

los  pensamientos  innaortales 
guardáis  de  sabios  y  poetas; 
porque  sois  lumbre  de  entusiasmo 
y  manantial  de  eterno  gozo; 
porque  sois  néctar  de  alborozo 
y  sacudís  hasta  el  espasmo 
y  conmovéis  hasta  el  sollozo; 
porque  sois  fuente  de  alegrías 
y  estimulante  de  energías, 
y  en  nuestras  rutas  desoladas 
sois,  cual  Beatriz,  nuestras  amadas, 
y,  cual  Virgilio,  nuestras  guías; 
porque  sois  foco  de  ambiciones 
y  dulce  fruto  de  placeres 
y  fuerte  vino  de  emociones, 
porque  sois  prisma  de  ilusiones 
os  amo,  libros  y  mujeres. 

Efrén  rebolledo 


188  CERVANTES 


ÍNDICE 


Fáerinas 

Mateo  Alemán,  por  Francisco  Rodríguez  Marín.  1 

El  libro  de  loa  paisajes,  por  Leopoldo  Lugones. .  63 

Juvenilia,  por  José  Ingenieros 65 

Los  dos  creyentes  de  Hieraim,   por  Viriato  Díaz 

Pérez 69 

Cleopatra,  por  Antonio  de  Hoyos  y  Yinent 74 

Poetas  latinoamericanos,  por  Alfonso  Camín.. . .  77 

Teatro  lírico,  por  Carlos  Bosch 82 

La  canción  del  eunuco,  por  Manuel  Verdugo.. . .  87 
La  evolución  de  Gabriel  D'Annunzio  por  Gonza- 
lo Zaldumbide,  por  César  E.  Arroyo 94 

La  fábula  del  Deseo,  por  L.  Rodríguez  Figueroa.  103 


CERVANTES  189 

Páginas 

Don  Juan  en  Santa  Marta,  por  Andrés  Mata 104 

«El  Reino  de  los  Parias,  por  Goy  de  Silva 107 

El  pecado  de  la  raza,  por  José  M.  Matheu 137 

Sonata  primaveral,  por  Leopoldo  Lugones 155 

Notas  de  viaje,  por  Luis  G.  ürbina 161 

Mujeres  y  libros,  por  Efréu  Rebolledo 186 


CERVANTES 

REVISTA  MENSUAL  IBERO -AMERICANA 


directores; 


Francisco  \?illaespesa,  Luis  Q.  Urbina, 
José  Ingenieros. 

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José  Lloret. 

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Número    suelto,    2,50    pesetas. 


I 


AÑO  II  NUM.  VII 

CERVANTES 

Madrid,  Febrero  1917. 

EEVISTA   MENSUAL 


ROCINANTE 


Vino  a  mi  propósito  el  escribir  estas  páginas 
hace  bastante  tiempo,  como  resultado  de  conver- 
sación con  un  amigo  de  superior  inteligencia, 
uno  de  estos  con  los  cuales  conversar  siempre 
es  aprender  y  de  cuyo  trato  sacamos,  no  tan  sólo 
ideas  trasmitidas,  sino  aun  estímulos  y  sugestio- 
nes que  nos  hacen  pensar  y  que  acrecientan  asi 
el  caudal  de  las  ideas  propias,  por  las  que  en 
nuestra  mente  despiertan  sus  palabras.  En  esa 
conversación  se  examinó  la  idea  que  es  funda- 
mental entre  todas  las  que  aqui  han  de  exponer- 
se, que  quiero  consignar  netamente,  al  comien- 
zo de  este  trabajo,  porque  a  todo  él  informa  y 


2  CERVANTES 

porque  a  todo  él  hizo  surgir,  como  semilla  fe- 
cunda. Observábamos  cómo  ha  sido  cualidad 
propia  de  los  grandes  escritores,  hayanse  servi- 
do del  verso  o  de  la  prosa,  el  haber  sabido  crear 
caracteres  bien  definidos,  verdaderas  imperso- 
nations,  que  dicen  los  ingleses,  con  palabra  real- 
mente intraducibie,  que  parecen  tener  una  exis- 
tencia tan  real  y  efectiva  que  creemos  conocer- 
los, que,  al  cabo,  los  hemos  verdaderamente  co- 
nocido; a  tal  punto  que,  ante  sus  representacio- 
nes plásticas,  intentadas  por  pintores  y  esculto- 
res, nos  atrevemos  a  decir  si  aquellas  figuras  son 
o  no  verdaderas  representaciones,  atinadas  y 
ciertas,  del  ser  ideal  representado,  como  si  éste 
hubiera  existido  efectivamente;  y  ello  nos  con- 
vence de  que  tal  ser  ha  tenido,  en  verdad,  la 
más  cierta  y  aun  la  más  alta  existencia  que 
puede  tener  ser  alguno;  tal,  que  ha  llevado  a  don 
Eamón  de  Campoamor  a  decir,  en  uno  de  sus 
Pequeíios  Poemas: 


«¡Si  a  veces  duda  el  mundo 

si  César  o  Colón  han  existido! 

¡Los  verdaderos  hombres  que  han  nacido 

son  Fausto,  Don  Quijote  y  Segismundo!» 


Y,  concretando  nuestra  tesis,  hablábamos   de 
dos  figuras  de  bronce,  bastante  comunes  en  aque- 


CERVANTES  O 

líos  días  en  las  tiendas  en  que  se  comercia   en 
objetos  de  arte  o  de  ornamentación,  que  preten- 
dían representar  a  Don   Quijote  y  a  Mefistófe- 
les,  exageradas  y  ridiculas  caricaturas  de  estas 
dos  creaciones   imperecederas,  que  nada   tienen 
de  análogo;   pero  que,  de  modos  muy  distintos, 
vienen  iufluyendo   desde  que  aparecieron  en  el 
mundo  sobre  la  mente  humana.  Ello  nos  llevó  a 
pasar  revista  a  otras  personificaciones,  hijas  de 
la  literatura  universal,  desde  el  trágico    Orestes 
y  la  dulce  Ifigenia  de  la  antigüedad  griega  has- 
ta ese  mismo  Fausto,   por   Campoamor  citado, 
que  tal  vez  sea  hermano  mayor  de  Manfredo,  de 
los  últimos  de  tal  linaje,  y  al  que  quizá  pudiera 
darse  a  Quasimodo  como  final  representante.  Y 
discurriendo  sobre  otros  miembros  intermedios 
de  tan  ilustre  familia,  a  través  de  la  rica  prole 
de  Dante  y  de   Shakespeare,  vinimos  a  parar    a 
ese  otro  gran  padre  de  tales  criaturas,  que  se  lla- 
mó Miguel  de   Cervantes  y,  de  repente,  pensa- 
mos en  algo  que  no  habíamos  pensado  hasta  en- 
tonces, al  hallarnos,  con  sorpresa,   frente  a  un 
ser  quizá  único    en  su  clase,  pues   que  tiene  esa 
firmeza  de    rasgos  físicos  y  morales  propia  de 
toda  su  estirpe,  esa  unidad  del  carácter  que    les 
es  común  a  todos  y  esa  neta  precisión  de   todos 
los  contornos,   que  les  da  el  sello   de  personas 
vivas  y  que  los  hace  típicos  e  inconfundibles; 


4  CERVANTES 

pero  (caso  singular)  no  pertenecía  a  la  especie 
humana,  a  la  que  los  demás  invariablemente  per- 
tenecen. ¡Era  un  animal!  ¡Era  Rocinante! 

Pareciónos  entonces  como  si  por  primera  vez 
lo  hubiésemos  contemplado,  y  caímos  en  un  mé- 
rito peculiar  de  su  creador,  que,  como  todos  sus 
congéneres,  produjo  esos  dos  tipos  efectivos  e 
inmortales  que  se  llaman  Don  Quijote  y  Sancho, 
ejemplares  de  esa  gran  galería  de  hijos  muy  hu- 
manos de  la  mente  humana;  pero  produjo,  ade- 
más, un  caballo,  para  colmo  de  prodigio,  ridícu- 
lo y  feo,  al  que  dio  por  compañero  un  asno,  no 
tan  típico  como  él  ciertamente,  dado  que  el  ru- 
cio es  más  borroso  y  vago,  al  paso  que  el  caba- 
llo tiene  tanta  realidad  y  tanta  vida,  que  no  po- 
demos verlo  en  pintura  o  en  grabado  sin  decir- 
nos en  el  acto  si  es  él  o  si  no  es  él,  como  nos 
lo  decimos  ciertamente  de  su  jinete  y  señor. 

Y  dando  vueltas  a  tal  idea,  llegué  a  pregun- 
tarme si  esa  viviente  entidad  equina  que  se 
llama  Rocinante  debe  sus  caracteres,  su  realidad, 
su  vitalidad,  a  cosa  que  le  es  propia,  o  simple- 
mente a  haber  sido  cabalgado  por  tal  jinete,  ora 
a  través  de  los  tranquilos  campos  de  la  Mancha, 
ora  en  las  ariscas  soledades  de  Sierra  Morena, 
ora  por  las  bulliciosas  calles  de  la  vieja  Barce- 
lona; siendo  así  su  personalidad  un  mero  reflejo 
de  la  de  su  dueño;  y  con  este  problema  en  la 


CERVANTES  O 

mente,  dime  a  releer  la  historia  del   Ingenioso 
Hidalgo. 

He  buscado  a  través  de  ella  a  Rocinante  con 
especial  cuidado,  como  si  él  fuese  el  protagonis- 
ta de  la  gran  novela  en  cuyas  páginas  vive.  En 
los  dos  volúmenes  de  la  edición  que  poseo  lo 
hallé  citado  108  veces,  sesenta  en  el  primero, 
cuarenta  y  ocho  en  el  segundo,  incluyendo  en 
la  pesquisa  el  Buscapié  y  los  versos  que  prece- 
den y  que  siguen  a  la  Primera  Parte,  así  como 
el  Prólogo  y  las  dedicatorias.  Dada  la  constan- 
cia con  que  él  está  en  escena,  son  realmente  po- 
cas citas;  y  el  caso  es  más  sorpréndete  si  se  re- 
para en  que  muchas  de  ellas  se  limitan  a  decir 
que  Don  Quijote  hubo  de  montar  en  él  o  que 
Sancho  procedió  a  ensillarlo  o  a  desensillarlo. 
Poco,  en  efecto,  se  dice  de  él  en  todo  el  libro;  y 
de  ello  derivé  primero  la  impresión  de  que  era 
su  vida  una  vida  refleja  y  no  una  propia  y  per- 
sonal existencia.  Pero,  antes  de  formar  este  jui- 
cio como  definitivo,  pensé  en  que  esos  grandes 
creadores  de  personificaciones,  no  necesitan  de 
muchas  palabras  para  dar  vida  a  sus  criaturas; 
ponsé  en  cuan  pocas  hablan  bastado  a  dar  a  Dan- 
te para  hacernos  ver  eternamente  a  Farinata,  er- 
guido en  su  fosa,  altivo,  despreciador  del  infier- 
no y  de  sus  tormentos,  o  a  Sordello,  sereno  y 
tranquilo,  como  león  que  descansa;  en  los  poqui- 


b  CERVANTES 

simos  versos  que  habrá  usado  Shakespeare  para 
dar  vida,  por  ejemplo,  a  Heury  Percy,  Hotspur, 
personaje  si  se  quiere  secundario  de  una  de  sus 
tragedias  históricas,  al  que  nos  parece  que  hemos 
conocido  y  aún  que  asistimos  a  sus  explicacio- 
nes con  el  rey  Enrique  IV  sobre  los  motivos  en 
cuya  virtud  no  le  entregó  los  primeros  prisione- 
ros que  hizo  en  la  batalla  de  Holmedon;  y  en- 
tonces, siempre  en  busca  del  secreto  de  la  vida 
peculiar  de  Rocinante,  apliqué  mayor  atención 
a  los  lugares  en  que  se  menciona;  y  he  hallado 
sus  rasgos  de  figura  y  de  carácter  tan  constan- 
tes y  precisos,  que  he  llegado  a  pensar,  sin  duda 
alguna,  que  la  pobre  y  maltrecha  bestia  es  una 
de  las  creaciones  más  salientes,  no  ya  de  la  lite- 
ratura española,  sino  de  la  literatura  universal, 
y  la  única  en  su  clase,  dado  que  no  es  de  nues- 
tra especie,  sino  que  la  pluma  que  le  dio  el  ser 
la  fué  a  tomar  en  la  región  poco  precisa  y  nada 
abundante  en  rasgos  típicos  e  individuales  de  la 
animalidad. 

«-  *  * 

Por  lo  que  hace  a  su  aspecto  exterior,  no  es 
preciso  describirlo  ahora,  porque  cierto  me  hallo 
de  que  todos  aquellos  que  tengan  la  bondad  de 
escuchar  esta  lectura  lo  estarán  viendo,  como 


CERVANTES  i 

quien  dice,  en  estos  momentos.  ¿Cómo  es  que 
ha  quedado  así,  en  la  imaginación  de  todos,  aun 
tal  vez  la  de  aquellos  pocos  que  no  han  leído  el 
libro  en  cuyas  páginas  se  le  encuentra?  Porque 
es  lo  cierto  que  Cervantes  nunca  se  ha  empeña- 
do en  describirlo  de  una  manera  detenida.  A 
través  de  toda  la  obra  ha  dejado  caer  tan  sólo 
unas  cuantas  pinceladas,  y  con  ellas  hemos  teni- 
do bastante  para  que  la  estampa  del  rocín  no  se 
separe  nunca  de  los  ojos  de  nuestro  espíritu.  La 
vez  primera  que  nos  hallamos  con  un  como  co- 
nato de  abortada  descripción,  el  más  franco  ele- 
mento descriptivo  se  encuentra  en  un  frase  lati- 
na. En  el  capítulo  primero  de  la  primera  parte, 
después  de  referirnos  Cervantes  algunos  de  los 
preparativos  de  don  Alonso  Quijauo  (todavía  no 
Don  Quijote  definitivamente)  para  equiparse  al 
efecto  de  emprender  sus  correrías  en  busca  de 
aventuras,  tras  de  decirnos  cómo  se  fabricó  por 
vez  segunda  aquella  media  celada  de  cartón,  y 
sin  querer  hacer  nueva  experiencia  de  ella,  la 
diputó  y  tuvo  por  celada  finísima  de  encaje, 
nos  refiere  que  fué  luego  a  ver  a  sti  rocín, 
Aquí  la  pintura  completa  del  animal  se  hubiera 
ocurrido  oportuna  a  cualquier  escritor  que  no 
supiese  que  vale  más,  para  que  sea  precisa  la 
imagen  que  ha  de  impresionar  al  lector,  que 
ésta  se  forme,  por  decirlo  así,  espontáneamente 


8  CERVANTES 

en  la  imaginación  del  que  lee,  y  que  bastan, 
para  ello,  unos  cuantos  toques  bien  dispuestos, 
grandemente  sugestivos.  Asi  el  gran  libro  rego- 
cijado empieza  aludiendo  al  caballo  con  un  do- 
naire característicamente  genuino  del  tono  ge- 
neral de  la  obra.  Haciendo  un  juego  de  palabras 
con  el  nombre  que  entonces  se  daba  a  una  en- 
fermedad que  suele  atacar  a  los  caballos  en  los 
cascos,  nos  dice  el  autor  que  aunque  el  pobre 
animal  tenía  más  cuartos  que  un  real  y  más  ta- 
chas que  el  caballo  de  Gonela,  pareció  a  Don  Qui- 
jote que  ni  el  Bucéfalo  de  Alejandro  ni  el  Ba- 
bieca del  Cid  con  él  se  igualaban.  En  ello  el 
buen  hidalgo  no  hacía  sino  aplicar  a  su  rocín  el 
criterio  con  el  que  todo  lo  juzgaba  y  mirarlo  a 
través  del  constante  cristal  de  su  locura;  como 
veía  castillo  roquero  en  una  venta  de  camino  y 
dama  de  no  igualada  hermosura  en  Aldonza  Lo- 
renzo, zafia  aldeana  de  aires  rudos  y  hombru- 
nos, tan  deliciosamente  pintada  por  Sancho 
cuando,  con  no  escasa  sorpresa  suya,  llegó  a 
identificarla  con  la  sin  par  Dulcinea  del  Toboso. 
Pero  como  no  sería  bien  que  el  lector  quedase 
en  ayunas  acerca  del  caballo  de  Gonela,  no  tan 
conocido  ni  tan  célebre  como  Babieca  o  Bucéfa- 
lo, el  autor  agrega,  a  la  alusión  que  hace  del 
mismo,  que  tantum  pillis  et  ossa  fuit;  y  aun  así, 
quedádome  hubiera  yo  en  la  mayor  ignorancia 


I 


CERVANTES  » 

acerca  de  quién  fué  el  dueño  de  tan  flaca  cabal- 
gadura, de  más  general  conocimiento,  sin  duda, 
en  el  siglo  xvii  que  a  la  fecha,  si  una  nota  del 
libro  no  me  dijese  que  fué  el  tal  Gómela  un  bu- 
fón de  uno  de  los  duques  de  Ferrara.  Y  no  hay 
más  elementos  descriptivos  en  esta  primera  alu- 
sión al  animal  que  es  como  su  fe  de  bautizo, 
pues  que  el  párrafo  no  contiene  luego  otra  cosa 
que  el  decirnos  cómo  llegó  su  amo  a  darle  el 
nombre  ridiculamente  altisonante  con  el  que  la 
Humanidad  lo  reconoce;  nombre  que  tiene  tam- 
bién un  carácter  definido,  pues  que,  en  muchas 
partes,  es  del  mismo  género  que  el  que  a  si  pro- 
pio se  diera  su  amo,  en  su  condición  de  caballe- 
ro andante;  y  que  está  caracterizado  por  el  mis- 
mo énfasis  que  lo  inspira,  en  contraste  con  la  ri- 
diculez que  lo  domina,  de  cuyas  circunstancias 
es  tal  vez  el  mejor  ejemplar  aquel  otro  con  el 
que  Don  Qaijote  designa  a  uno  de  los  más  fuer- 
tes y  nobles  caballeros  que  hubo  de  ver  en  aque- 
llos rebaños  de  carneros,  a  los  que  le  plugo  ata- 
car, por  su  mala  ventura,  ¡el  nunca  medroso 
Brandabarbarán  de  Boliche,  señor  de  las  tres 
Arabias  nada  menos! 

Pero,  en  verdad,  que  limitarse  a  decirnos  que 
la  pobre  bestia  era  todo  huesos  y  pellejo  (y  esto 
en  latín),  y  que  estaba  llena  de  cuartos  en  los 
cascos,  no  es  señalar  caracteres  suficientemente 


10  CERVANTES 

específicos  que  la  diesen  aquella  fuerte  indivi- 
dualidad de  que  disfruta,  sino  dejar  caer  tan 
sólo  algunos  rasgos  genéricos,  sin  duda  comu- 
nes a  tantas  y  tantas  caballerías  desgraciadas 
como  han  sido,  son  y  serán  en  el  mundo,  y  de 
las  cuales  Rocinante  resulta,  siglos  hace,  subli- 
mado prototipo,  bestia  esencialmente  represen- 
tativa, encarnadora  eminente  de  los  mayores 
defectos  físicos  que  pueden  afligir,  y  de  las  más 
altas  y  nobles  prendas  morales  que  redimen  a 
todos  los  desgraciados  seres  del  hampa  equina 
que  trotan  canijamente  sobre  la  tierra. 

Ya  en  la  venta,  en  la  época  de  la  primera  sa- 
lida, comienza  a  ofrecerse,  con  motivo  de  Roci- 
nante, aquel  perenne  contraste  entre  la  realidad, 
tal  como  la  percibía  Don  Quijote,  y  tal  como  el 
común  de  los  hombres  llegaba  a  percibirla.  Por- 
que cuando  el  caballero  andante  llega  a  dicha 
venta,  al  desmontar  y  poner  en  manos  del  ven- 
tero su  cabalgadura,  díjole  que  le  tuviese  mucho 
cuidado  de  su  caballo,  porque  era  la  mejor  pieza 
que  comía  pan  en  el  mundo.  Cervantes  no  se 
cuida  de  subrayar  la  gracia  de  este  régimen  ali- 
menticio aplicado  a  un  animal  de  tal  clase,  sino 
que  se  limita  a  decir:  Mirólo  el  ventero,  y  no  le 
pareció  tan  bueno  como  Don  Quijote  decía,  ni  aun 
la  mitad.  De  estas  pequeñas  y  como  descuida- 
das observaciones  acá  y  allá  reproducidas,  está 


CERVANTES 


11 


fabricado  el  artificio  sencillísimo  mediante  el 
cual  hemos  llegado  todos  a  tener  bien  fija  en  la 
imaginación  la  figura  precisa  y  bien  delineada 
de  este  singular  y  verdadero  personaje  de  la  fa- 
mosa y  sin  par  novela.  Así,  cuando  Don  Quijo- 
te, internado  en  Sierra  Morena,  después  de  ape- 
dreado por  los  galeotes  que  él  mismo  libertara, 
decide  seguir  el  consejo  de  Sancho,  temeroso  de 
la  Santa  Hermandad,  con  la  cual  no  hay  usar  de 
caballerías,  y  llega  inclinado  al  fin  a  ser  pru- 
dente, a  la  mitad  de  Jas  entrañas  de  la  sierra, 
ocurre  que  topa  con  ambos  Ginés  de  Pasamon- 
te,  llevado  al  mismo  lugar  en  virtud  del  propio 
sentimiento  que  guiara  a  Sancho,  y  decide  (por- 
que no  era  agradecido  ni  hien  intencionado)  hur- 
tar el  asno,  no  curándose  de  Rocinante,  por  ser 
prenda  tan  mala  para  empeñada  como  para  ven- 
dida. Igualmente,  ya  al  final  de  la  parte  primera, 
cuando  por  industrias  del  cura  de  su  pueblo,  va 
Don  Quijote  de  regreso  al  mismo,  encantado  y 
metido  en  una  jaula,  Sancho  le  aconseja  que  in- 
tente salir  de  ella,  ofreciéndole  ayudarlo,  y  le 
recomienda  (\w.q  pruebe  de  nuevo  a  subir  sobre  su 
buen  Bocinante,  que  también  parece  que  va  encan- 
tado^ según  va  de  melancólico  y  triste.  Y  en  un 
pasaje  en  que  se  ocurrió  a  Cervantes  contarnos 
cuál  era  y  cuánta  la  amistad  que  entre  el  Rucio 
y  Rocinante  existía,  aprovechó  la  ocasión  para 


12  CERVANTES 

decirnos  que  ambas  bestias  se  acercaban  y  se 
rascaban  una  a  otra,  lo  que  parece  ha  sido  siem- 
pre, entre  animales,  muestra  evidente  de  gran- 
dísimo afecto,  y  después  que  estaban  cansados  y 
satisfechos  de  rascarse,  cruzaba  Rocinante  el  pes- 
cuezo sobre  el  cuello  del  Rucio,  que  le  sobraba  de 
la  otra  parte  más  de  media  vara,  dándonos  a  en- 
tender, con  esta  sola  medida  del  cuello,  cuan 
largo,  cuan  flaco  y  cuan  desgarbado  era.  Final- 
mente, este  achaque  de  flaquencia  aparece  en  el 
pobre  rocin  tan  característico  y  esencial,  que 
cuando  ambos,  caballero  y  escudero,  vuelven  a 
su  aldea,  definitivamente,  vencido  el  primero 
por  el  de  la  Blanca  Luna,  maltrecho  y  melancó- 
lico, cerca  ya  del  recobrar  el  juicio  y  del  morir, 
cosas  ambas  que,  como  es  sabido,  le  ocurrieron 
en  un  punto,  acuden  a  verlos  cuantos  chiquillos 
en  el  pueblo  había,  que  al  advertir  una  coraza 
pintarrajeada  puesta  sobre  la  cabeza  del  rucio 
(recuerdo  que  Sancho  se  trajera  del  castillo  de 
los  duques  y  memoria  del  desencanto  y  resu- 
rrección de  Altisidora),  que  allí  la  había  Sancho 
acomodado,  decíanse  unos  a  otros:  venid,  mu- 
chachos, y  veréis  al  asno  de  Sancho  Panza  más 
galán  que  Mingo,  y  la  bestia  de  Don  Quijote  más 
flaca  hoy  que  el  primer  día.  Ultima  mención  que 
del  pobre  animal  se  hace  en  la  obra;  final,  que 
coincide  con  aquel  principio  en  que  el  autor  lo 


CERVANTES  13 

hubo  de  presentar  a  los  lectores,  semejante  al 
caballo  de  Gonela,  que  ta  ntum  pellis  et  ossa  fuit. 

Sin  embargo,  algo  más  hay  en  el  Quijote,  que 
resulta  descripción  de  la  estampa  y  figura  de  tal 
bestia;  que  cuando  Cervantes  deja  en  suspenso 
el  contarnos  cómo  se  decidió  la  batalla  entre  ej 
vizcaíno  y  Don  Quijote  y,  allá  en  el  capitulo  IX 
de  la  Primera  Parte,  expone  el  artificio  de  ha- 
ber encontrado  la  historia  del  hidalgo,  escrita 
en  arábigo  por  Cide  Hamete  Benengeli,  en  unos 
empolvados  cartapacios  que  un  muchacho  vino 
a  vender  a  un  sedero  de  Toledo  y  que  él  adqui- 
rió por  medio  real,  cuenta  cómo  en  el  primer 
cartapacio  halló  pintada  esa  batalla  con  el  suso- 
dicho vizcaíno;  y,  refiriéndose  a  lo  propio  y  exac- 
to de  la  pintura,  escribe  estas  palabras:  estaba 
Rocinante  maravillosamente  pintado,  tan  largo  y 
tendido,  tan  atenuado  y  flaco,  con  tanto  espinazo, 
tan  hético  confirmado,  que  mostraba  bien  al  des- 
cuhiej'to  con  cuánta  advertencia  y  propiedad  se  le 
había  puesto  el  nombre  de  Rocinante. 

¡Cosa  singular!  En  esta,  su  más  completa  des- 
cripción y  más  cabal  diseño,  aparece  cotejada 
ya  su  supuesta  estampa  real  con  una  figuración 
plástica  que  se  dice,  en  el  más  amplio  sentido 
de  la  palabra  una  pintu7'a.  Ya  se  condenaba  a 
estas  al  parecido  fiel  que  debían  y  deberán  guar- 
dar, por  los  siglos  de  los  siglos,  con  un  ente  pu- 


14  CERVANTES 

ramente  imaginario,  si  acometían  la  empresa  de 
representarlo;  ya  el  padre  de  tan  singular  per- 
sonificación lo  sabia  dotada  de  una  vida  supe- 
rior e  imperecedora,  con  caracteres  tan  precisos 
que  toda  representación  suya  debia  ser  retrato, 
y  retrato  fidelísimo,  pues  que  el  modelo  habría 
de  ser  como  si  existiese,  vivo,  realmente  vivo, 
con  rasgos  típicos  inalterables,  tanto  más  inalte- 
rables cuanto  que  en  ellos  no  influiría. el  curso 
del  tiempo,  por  tratarse  de  una  criatura  destina- 
da a  la  inmortalidad. 

Cuerpo  semejante  es  natural  que  adoleciese 
de  defectos  físicos  lamentables. 

Por  lo  pronto,  un  animal  tan  flaco,  tan  hético 
confirmado,  no  podía  tener  mucha  resistencia. 
Así  era,  en  efecto;  y  tan  capital  y  palpable  esta 
deficiencia  resultaba  que  su  amo  y  señor  a  pesar 
de  tener  de  él  aquella  opinión  que  comunicó  al 
al  ventero,  y  que  ya  vimos,  vióse  forzado  a  re- 
conocer que  a  su  cabalgadura  fueron  imputables 
algunos  de  sus  contratiempos  como  caballero 
andante,  hasta  el  ocurrido  finalmente,  el  decisi- 
vo y  fatal  de  su  palmario  vencimiento  en  las 
afueras  de  Barcelona,  ante  los  ojos  del  Virrey, 
que  puso  término  a  sus  caballerías,  a  su  locura 
y  a  su  existencia  misma. 

Ya  cuando  su  primera  salida,  al  dejar  la  ven- 
ta, hubo  de  topar  Dun  Quijote  no  con  la  Iglesia, 


CERVANTES  15 

sino  con  unos  mercaderes  que  iban  a  Murcia  a 
comprar  seda,  a  los  cuales  por  no  haberse  pres- 
tado a  reconocer  la  belleza  superior  de  Dulcinea 
sin  verla,  calificó  el  enamorado  caballero  de 
gente  descomunal  y  soberbia.  Y  como  atacase  a 
uno  de  aquellos  mercaderes,  agudo  y  burlón, 
que  había  dicho  algunas  impertinencias  siquie- 
ra de  un  modo  condicional,  de  Dulcinea,  ocu- 
rrió lo  que  ahora  transcribo.  I  en  diciendo  esto, 
arremetió  con  ¡a  lanza  baja  conti^a  el  que  lo  ha- 
bía dicho  con  tanta  furia  y  enojo  que  si  la  buena 
suerte  no  hiciera  que  en  la  mitad  del  camino  tro- 
pezara y  cayera  Bocinante,  la  pasara  mal  el  atre- 
vido mercader.  Cayó  Rocinante,  y  fué  rodando  su 
amo  una  buena  pieza  por  el  campo,  y  queriéndo- 
se levantar,  jamás  pudo...,  etc.  Y  entre  tanto  que 
pugnaba  por  levantarse  y  no  podía,  estaba  di- 
ciendo: non  fuyais,  gente  cobarde,  gente  cautiva: 
atended,  que  no  por  culpa  mía  sino  de  mi  caballo, 
estoy  aquí  tendido. 

Y  es  que,  si  bien  Don  Quijote,  en  su  jactan- 
cia, creía  cuanto  con  él  y  sus  caballerías  se  rela- 
cionaba, de  primer  orden  y  no  excediendo  ja- 
más, por  encima  de  todo  colocaba  su  valor,  la 
pujanza  de  su  brazo,  el  brillo  de  sus  armas  y  su 
gloria;  y  no  como  contradicción  de  su  locura, 
sino  como  confirmación  de  la  misma,  veía  las 
cosas  como  eran,  cuando  al  verlo  importaba  a 


16  CERVANTES 

la  conservación  de  su  prestigio  y  de  su  fama, 
tales  como  él  las  entendía. 

Naturalmente,  vino  después  de  lo  contado,  la 
inevitable  paliza,  por  mano  de  un  mozo  de  mu- 
las,  que  obligó  a  Don  Quijote  a  la  primera  reti- 
rada a  su  casa,  acomodado  sobre  el  Rucio.  San- 
cho al  pie,  y  cargado  con  las  armas,  Rocinante, 
culpable  único  de  tal  desventura. 

Y  quedó  esta  culpa  de  Rocinante  bien  firme 
en  el  ánimo  de  Don  Quijote,  porque  cuando  lo 
condujo,  al  fin,  a  su  casa  aquel  labrador  vecino 
suyo,  a  quien  Don  Quijote  tomara  por  don  Ro- 
drigo de  Narváez  y  por  el  Marqués  Mantua,  al 
salir  a  su  encuentro  el  ama  y  la  sobrina,  asi 
como  el  cura  y  el  barbero,  antes  que  nada,  dijo: 
ténganse  todos  que  vengo  mal  ferido,  por  culpa  de 
mi  caballo...  ¡Pobre  caballo!  la  victima  principal 
de  la  locura  de  su  dueño,  que  tantos  malos  ra- 
tos estaba  llamado  a  pasar  en  lo  futuro...! 

La  resistencia  del  caballo  no  brilla  tampoco 
mucho  en  la  aventura  de  los  molinos  de  viento, 
aunque  sí  su  resignación  y  sufrido  carácter.  Y 
no  es  que  podamos  reprocharle  el  que  las  aspas 
del  molino  lo  derribaran,  porque  esto  acaecido 
hubiera  aún  a  más  lucido  corcel,  sino  por  lo  fá- 
cil que  fué,  y  lo  desastrosa  su  caída. 

El  ataque  y  la  derrota  del  caballero  andante 
se  pintan  con  estos  colores:  hien  cubierto  de  su 


CERVANTES  17 

adarga,  con  la  lanza  en  el  ristre,  arremetió  a  todo 
el  galope  de  Rocinante  y  embistió  con  el  primer 
molino  que  estaba  delante;  y  dándole  una  lan- 
zada en  el  aspa,  la  volvió  al  viento  con  tanta  fu- 
ria, que  hizo  la  lanza  pedazos  llevándose  tras  si 
al  caballo  y  al  caballero,  que  fué  rodando  muy 
maltrecho  por  el  campo...  Sancho  interviene  en- 
tonces, como  siempre,  en  auxilio  de  su  amo,  y, 
como  siempre  mezcla  a  la  ayuda  los  reproches; 
pero  estos  no  se  dirigen  contra  el  caballo:  ¿no  le 
dije  yo  a  vuestra  merced  que  mirase  bien  lo  que 
hacia,  que  no  eran  sino]  molinos  de  viento,  y  que 
no  lo  podía  ignorar  sino  quien  llevase  otros  tales 
en  la  cabeza?  Y  habiéndolo  ayudado  a  levantar- 
se, tornó  Don  Quijote  a  subir  sobre  Rocinante, 
que  medio  despaldado  estaba;  sin  perjuicio  de  lo 
cual,  parece  haber  seguido,  con  la  carga  a  cues- 
tas, su  camino. 

Cuando  los  galeotes,  recién  libertados,  mues- 
tran una  tan  negra  ingratitud  cual  la  que  mos- 
traron, apedreando  a  su  libertador,  la  debilidad 
de  la  bestia  en  discurso  aparece  tan  grande  que 
queda  aturdido  primero,  pues  que  no  hacía 
más  caso  de  la  espuela  que  si  fuera  hecho  de 
bronce;  y  después  viene  al  suelo  de  una  pedra- 
da y  queda  tendido  junto  a  su  amo,  mientras  el 
jumento  estaba  cabizbajo  y  pensativo,  sacudiendo 
de  cuando  en  cuando  las  orejas,  pensando  que 


18 


CERVANTES 


aún  no  había  cesado  la  borrasca  de  las  piedras. 
Lleguemos  con  esto  a  la  desdicha  fundamen- 
tal del  Buen  Caballero  al  combate  con  el  de  la 
Blanca  Luna,  que  en  lo  esencial  ocurrió  de  este 
modo:  volvieron  entrambos  (los  dos  contendientes) 
a  un  mismo  punto  las  Hendas  a  sus  caballos  y 
como  era  más  lijero  el  de  la  Blanca  Luna,  llegó 
a  Don  Quijote  a  dos  tercios  andados  de  la  carre- 
ra, y  allí  le  encontró  con  su  poderosa  fuerza,  sin 
sin  tocarle  con  la  lanza,  que  levantó  al  parecer  de 
propósito,  que  dio  con  Rocinante  y  con  Don  Qui- 
jote en  el  suelo  una  peligrosa  caída.  Cuando  los 
asistentes  al  combate  acudieron  a  auxiliar  al  caí- 
do, levantaron  a  Don  Quijote,  descubriérotile  el  ros- 
tro, y  halláronle  sin  color  y  trasudando.  Rocinan- 
te, de  puro  malparado,  no  se  pudo  mover  por  en- 
tonces. Sancho  quedó  sumido  en  el  mayor  asom- 
bro y  la  mayor  tristeza,  y  temía  si  quedaría  o  no 
contrahecho  Rocinante. 1£A  buen  caballero,  por  mu- 
cho que  fuese  sincero  y  leal,  aún  por  serlo,  y 
llevado  de  aquel  su  espíritu  que  a  todo  ante- 
ponía su  fama,  volvió  a  ver  claro  respeto  de 
aquel  caballo  que,  al  principio  de  la  su  historia 
le  vimos  anteponer  a  Bucéfalo  y  Babieca;  de- 
bió advertir  que  antes  bien  se  asemejaba  al  ca- 
ballo de  Gonela;  pues  que  días  después  dijo  a 
Sancho:  Yo  lo  he  sido  de  la  mía  (acabo  de  decir 
que  cada  uno  es  artífice  de  su  ventura)  pero  no 


CERVANTES  19 

con  la  prudencia  necesaria,  y  así  me  han  salido 
al  gallarín  mis  presunciones,  pues  debiera  pen- 
sar que  al  poderoso  grandor  del  caballo  del  de 
la  Blanca  Luna  no  podía  resistir  la  flaqueza  de 
Rocinante.  Así  vuelve  el  buen  caballero,  en  tan 
decisivo  trance,  a  hechar  de  ver  con  verdad  qué 
clase  de  bestia  montaba;  pero  para  que  no  se 
desmienta  su  noble  condición  cuando  inmedia- 
tamente Sancho,  llevado  de  su  bellaca  naturale- 
za, dice  que,  si  no  fuera  por  la  falta  que  habría 
de  hacer  para  el  camino,  también  con  las  armas, 
debía  dejarse  colgado  a  Rociuaute,  Don  Quijote 
replica  lo  siguiente:  Pues  ni  él  ni  las  armas, por- 
que no  se  diga  que  a  buen  servicio  mal  galardón. 

Y  con  esto,  con  arrollarlos  a  todos  una  piara 
de  puercos  y  con  hallarlo  más  flaco  que  el  pri- 
mer día  los  chiquillos  de  la  aldea,  a  su  regreso, 
se  cierra  la  historia  del  buen  jamelgo,  tan  dig- 
no de  lástima  y  de  estimación  como  su  amo. 

Con  lo  dicho,  no  es  de  esperarse  que  resulta- 
ra bestia  de  buen  andar.  Ya  le  vimos  galopar, 
sin  embargo,  contra  los  molinos  de  viento,  y  es 
lo  curioso  que  siempre,  en  las  veces  primeras  en 
que  se  trata  de  su  andadura,  esta  no  es  tan  poca 
como  por  los  antecedentes  pudiera  presumirse. 

Es  verdad  que  en  la  primera  ocasión  el  paso 
vivo  de  Rocinante  se  explica  por  sí  mismo:  Don 
Quijote  llega  a  la  venta,  cuando  su  primera  sa- 


20  CERVANTES 

lida;  y  es  ésta  aquella  vez  en  que  se  hizo  armar 
caballero  por  el  propio  ventero,  al  que  se  pre- 
senta  al   lector    con    esta  donosa  advertencia: 
ho/nbre  que  por  ser  muy  gordo  era  muy  pacifico. 
Después  de  una  marcha  de  todo  un  día,  cuando 
Don  Quijote  llega  a  la  expuesta  venta  (que  cre- 
yó castillo),  a  poco  trecho  della  detuvo  las  riendas 
a  Rocinante,  esperando  que  algún  enano  se  pusie- 
se entre  las  almenas  a  dar  señal  con  alguna  trom- 
peta de  que  llegaba  caballero  al  castillo.   Pero 
como  vio  que  se  tardaban  y  que  Bocinante  se  daba 
priesa  por  llegar  a  la  caballeriza,  se  llegó  a  la 
puerta...,   etc.   Al   salir  de  la  venta  a  la  mañana 
siguiente,  a  hora  tan  temprano  que  la  narración 
nos  dice  que  la  del  alba  seria,  decidió  el  caballe- 
ro volver  a  su  casa,  equiparse,  según  los  conse- 
jos que  le  diera  el  ventero,  y  conseguirse  el  es- 
cudero indispensable.    Con  este  pensamiento  guió 
a  Bocinante  hacia  su  aldea,  el  cual,  casi  cono- 
ciendo la  querencia,  con  tanta  gana  comenzó  a 
caminar,  que  parecía  que  no  ponía  los  pies  en  él 
suelo.  Que  avivase  el  paso  en  estas  dos  ocasiones 
el  rocín,  es  fácilmente  explicable,  por  el  motivo 
que  a  tal  esfuerzo  le  llevara;  pero  ya  no  lo   es 
tanto  en  otras  oportunidades. 

Por  ejemplo,  cuando,  fenecida  la  pendencia 
con  el  vizcaíno,  Don  Quijote  se  retira  franca- 
mente vencedor,  hácelo  a  paso  tirado  de  su  ca- 


CERVANTES  21 

balgadura,  tanto,  que  Sancho  tiene  que  seguirle 
a  todo  trote  de  su  jumento,  a  pesar  de  lo  que,  ca~ 
minaba  tanto  Rocinante,  que  viéndose  quedar 
atrás,  le  fué  forzoso  dar  voces  a  su  amo  que  se 
aguardase;  y  asi  mismo,  cuando  la  aventura  del 
cuerpo  muerto,  en  que,  al  referirse  la  acometida 
del  andante  caballero  a  los  enlutados,  la  historia 
dice  así:  ...y  revolviéndose  por  lo  demás,  era  de 
ver  con  la  presteza  que  los  acometía  y  desbarata- 
ba, qtie  no  parecía  sino  que  en  aquel  instante  le 
habían  nacido  alas  a  Rocinante,  según  andaba  de 
lijero  y  orgulloso. 

En  tres  pasajes  de  la  Primera  Parte,  sin  em- 
bargo, aparece  muy  claramente,  con  referencia 
al  andar,  la  condición  poco  recomendable  de  tal 
cabalgadura.  Cuando,  en  la  aventura  de  los  ba- 
tanes, Sancho  le  ata  calladamente  las  patas  de- 
lanteras, a  fin  de  que  su  amo  no  acometa  de  no- 
che la  temorosa  empresa,  Don  Quijote  piensa, 
naturalmente,  que  Rocinante  está  encantado. 
Mas,  cuando  la  mañana  se  acerca,  lo  desata  el 
ladino  escudero,  y  ocurre  que,  al  verse  libre, 
aunque  él  de  suyo  no  era  nada  brioso,  parece  que 
se  resintió,  y  comenzó  a  dar  manotadas,  porque 
corvetas,  con  perdón  suyo,  nos  las  sabía  hacer. 

Cuando  Don  Quijote,  en  Sierra  Morena,  vio 
por  primera  vez  pasar  a  Cárdenlo  cerca  de  él, 
roto  y  desecho,  semi-desnudo,  saltando  de  risco 


22  CERVANTES 

en  risco,  se  propuso  alcanzarle,  y  aunque  lo  pro- 
emio, no  pudo  seguiUe,  porque  no  era  dado  a  la 
debilidad  de  Rocinante  andar  "por  aquellas  aspe- 
rezas, y  más  siendo  él  de  suyo  pasicorto  y  flemá- 
tico. Y  al  filial  de  la  Primera  Parte,  cuando  la 
rara  aventura  de  los  disciplinantes,  la  acometida 
a  éstos  se  cuenta  con  las  siguientes  palabras:  ...y 
en  diciendo  esto  apretó  los  muslos  a  Rocinante, 
porque  espuelas  no  las  tenía  y  a  todo  galope  (por- 
que carrera  tirada  no  se  lee  en  toda  esta  verdade^ 
ra  historia  que  jamás  la  diese  Rocinante),  se  fué 
a  encontrar  con  los  disciplinantes.  Aún  asi,  el 
buen  rocín  ya  llevaba  deseo  de  quietarse  un  poco 
cuando  su  amo  lo  detuvo  al  llegar  frente  a  la 
procesión. 

De  tal  regla  se  presenta,  sin  embargo,  una 
excepción.  En  el  momento  del  combate  con  el 
caballero  de  los  Espejos,  el  caballo  de  éste, 
que  no  era  más  ligero  ni  de  mejor  parecer  que 
Rocinante^  y  a  todo  su  correr,  que  era  un  mediano 
trote,  iba  a  encontrar  a  su  enemigo.  Este,  que  ya 
lo  veía  venir  volando,  arrimó  reciamente  las  es- 
puelas a  las  trasijadas  ijadas  de  Rocinante^  y  le 
hizo  aguijar  de  manera,  que  cuenta  la  historia 
que  esta  sola  tez  se  conoció  haber  corrido  algo, 
que  todas  las  demás  siempre  fueron  trotes  decla- 
rados. Y  así  queda  definitivamente  establecido 
el  canijo  andar  de  la  sufrida  bestia,   que  corre 


CERVANTES  23 

pareja  con  su  escasa  resistencia  y  su  fea  catadu- 
ra. Y  no  hay  en  todo  esto,  con  lo  antes  dicho, 
contradicción  esencial,  porque  de  ese  trote  tan 
repetido  no  pasa  el  arranque  del  pobre  animal 
contra  los  molinos  de  viento.  Lo  cual,  conside- 
rado en  conjunto,  demuestra  una  gran  debilidad 
física  que,  de  tiempo  en  tiempo,  saca  fuerza  de 
flaqueza  y  procura  excederse  a  sí  mismo  en  el 
servicio  de  su  amo.  El  carácter  excepcional  de 
estos  esfuerzos  y  el  trabajo  que  cuestan  a  quien 
los  hacen,  dan  la  medida  de  su  propio  natural, 
que  permanece  muy  presente  a  nuestro  espíritu, 
precisamente  en  virtud  de  estos  contrastes  tan 
naturales  y  adecuados. 

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Con  lo  expuesto  hasta  aquí  tenemos  completo 
el  aspecto  físico  del  rocín.  Bestia  encanijada, 
toda  huesos  y  pellejo  de  escasa  resistencia  y  muy 
poco  andar  normal,  ridicula  de  aspecto;  pero  su- 
frida como  pocas,  capaz  de  hacer  esfuerzos  re- 
querida por  su  dueño,  que  acepta  palos,  pedra- 
das y  caídas  sin  resistirse  luego,  que  jamás  re- 
husa sus  servicios,  ora  como  bestia  de  silla  (que 
es  lo  corriente),  ora  como  bestia  de  carga,  lo 
cual  en  varias  ocasiones  acontece. 

Y  si  dejamos  a  un  lado  esas  sus  prendas  físi- 


24  CERVANTES 

cas  y  pasamos  a  las  morales,  el  carácter,  porque 
tiene  un  carácter  esa  bestia,  aparece  confirman- 
do cuanto  hasta  aqui  observado  queda. 

Era,  por  lo  pronto,  tímido,  de  facto,  lo  que  no 
se  opone  a  la  bondad,  a  la  mansedumbre  y  a  la 
buena  inclinación,  sino  que,  antes  bien,  muchas 
veces  les  hace  compañía.  Ya  había  demostrado 
tanto  miedo  como  Sancho  en  la  noche  de  los  ba- 
tanes. Cuando  Don  Quijote  se  encuentra  con  el 
carro  de  las  Cortes  de  la  muerte,  después  que  el 
hombre  vestido    de  diablo  le    explica  quiénes 
ellos  son,    adonde  van  y  por  qué  conservan  sus 
disfraces,  a  tiempo  en  que  el  buen  caballero  re- 
conoce que  no  hay  aventiira  propia  de  andante 
caballería  en  todo  ello  (caso  raro,  en  que  queda 
tranquila  y  vencida  su  locura),  aparece  un  suje- 
to con  un  disfraz  de  mojiganga  empuñando  un 
palo  en  cuya  punta  atada  estaban  tres  vejigas  de 
vaca  hinchadas,  lleno  él  de  cascabeles,  el   cual, 
llegándose  a  Don  Quijote,  comenzó  a  esgrimir  él 
palo  y  a  sacudir  el  suelo  con  las  vejigas,  y  a  dar 
grandes  saltos  sonando  los  cascabeles,  cuya  mala 
visión  así  alborotó  a  Rocinante,  que  sin  ser  -pode- 
roso a  detenerlo  Don   Quijote,  tomando  el  freno 
entre  los  dientes,  dio  a  correr  por  el  campo  con 
más  ligereza  que  jamás  prometieron  los  huesos  de 
su  anatomía.  Sancho,  que  consideró  el  peligro 
en  que  iba  su  amo  de  ser  derribado,   saltó  del 


CtRVANTES  25 

rucio,  y  a  toda  prisa  fué  a  valerle;  pero  cuando 
a  él  llegó,  ya  estaba  en  tierra,  y  junto  a  él  Ro- 
cinante, que  con  su  amo  vino  al  suelo:  ordinario 
fin  y  'paradero  de  las  lozanías  de  Rocinante  y  de 
sus  atrevimientos. 

A  veces  no  parece  darse  cuenta  de  que  su  amo 
entra  en  batalla.  Indiferente  a  sus  hazañas, 
aprieta  el  paso  y  toma  aquel  famoso  trote,  sin 
llegar  a  carrera  tendida,  cuando  le  dan  con  las 
espuelas  o  de  cualquier  otro  modo  le  aguijan. 
No  obstante,  el  amo  agradece  sus  servicios,  como 
lo  vimos  al  rechazar  la  idea  de  dejarlo  colgado, 
con  las  armas,  casi  sugerida  por  Sancho,  a  pe- 
sar de  haber  declarado  que  a  su  flaca  condición 
hay  que  atribuir  esencialmente  la  sufrida  de- 
rrota. Se  le  llama  alguna  vez,  en  el  curso  de  la 
historia  de  las  aventuras  del  andante  caballero, 
el  huen  Rocinante)  ¡y  a  fe  que  era  bueno  cierta- 
mente el  pobre  rocín! 

Ya  vimos  cómo  al  rucio  amaba  y  cómo  se 
acercaba  a  él  en  afectuosa  actitud  y  compañía. 
Al  encontrar  en  el  bosque  al  caballero  de  los  es- 
pejos y  a  su  narigudo  escudero,  Don  Quijote  no 
está  en  condiciones  de  combate,  sino  de  descan- 
so; las  dos  cabalgaduras,  la  de  él  y  la  de  Sancho, 
están  sueltas  y  paciendo,  y  con  motivo  de  su 
afectuosa  actitud  es  que  Cide  Hamete  Benenge- 
li  se  entretiene  en  ponderar  la  amistad  que  en- 


26 


CERVANTES 


tre  ambos  había,  en  estos  términos:  cuya  amis- 
tad del  (el  rucio)  y  de  Rocinante  fué  tan  ilnica  y 
tan  trabada,  que  hay  fama  por  tradición  de  pa- 
dres a  hijos,  que  el  autor  desta  verdadera  historia 
hizo  particulai'es  capítulos  della;  más  que   por 
guardar  la  decencia  y  decoro  que  a  tan  heroica 
historia  se  debe,  no  los  puso  en  ella,  puesto  que  al- 
gunas veces  se  descuida  deste  su  presupuesto  y  es- 
cribe que  así  como  las  dos  bestias  se  juntaban 
acudían  a  rascarse  el  uno  al  otro,  y  después  que 
estaban  cansados  y  satisfechos  de  rascarse,  cruza- 
ba Rocinante  el  pescuezo  sobre  el  cuello  del  rucio, 
que  le  sobraba  de  la  otra  parte  más  de  media  vara 
y  mirando  los  dos  atentamente  al  suelo,  se  solían 
estar  de  aquella  manera  tres  días,  o  a  lo  menos 
todo  él  tiempo  que  les  dejaba  o  no  les  compelía  la 
hambre  a  buscar  sustento.  Y  a  tal  efecto   corres- 
pondía el  asno,  como  se  indica,  de  paso,  al  refe- 
rirse la  ingrata  solución  de  la  aventura  del  re- 
buzno, en  que  Sancho,  aturdido  por  un  garrota- 
zo, es  encaramado  sobre  su  jumento  apenas  vuel- 
to en  si,  y  le  dejaron  ir  tras  su  amo,  no  porque  él 
tuviese  sentido  para  regirle,  pero  el  rucio  siguió 
las  huellas  de  Rocinante  sin  el  cual  no  se  hallaba 
un  punto.  Y  así  constantemente  se  les  ve  reuni- 
dos y  se  les  menciona  como  compañeros  y  ami- 
gos, paciendo  juntos  o  bien  juntos  sufriendo  con- 
tratiempos y  penalidades. 


CERVANTES  27 

Este  mismo  cariño  teníalo  la  buena  bestia  por 
el  amo,  a  quien  jamás  abandonara.  Al  terminar 
el  ataque  a  los  rebaños  de  carneros,  sin  embar- 
go de  haber  pensado  Don  Quijote,  ante  la  idea 
de  la  rica  presa  que  iba  a  obtener  de  aquella 
batalla  que  aún  corre  peligro  Rocinante  que  no  le 
trueque  por  otro,  el  caballero  se  halla  con  toda  la 
dentadura  en  tan  mal  estado,  que  tiene  qae  lle- 
varse una  mano  a  la  boca  porque  no  se  le  acaba- 
sen de  salir  los  dientes,  mas  como  la  otra  asió  las 
riendas  de  su  cabalgadura,  la  cual  nunca  se  ha- 
bía movido  de  junto  a  su  amo  (tal  era  de  leal  y 
bien  acondicionado). 

Ya  lo  vimos,  triste  y  melancólico,  al  punto  de 
parecer  encantado,  cuando  su  amo,  cautivo  en 
una  jaula  y  custodiado  por  vestiglos,  iba  camino 
de  su  obscuro  destino,  en  pleno  encantamiento. 
Y  entonces,  cuando,  constreñido  por  apremiante 
necesidad,  ruega  Don  Quijote  que  le  dejen  salir 
un  momento  de  la  jaula,  al  serle  esto  concedido, 
lo  primero  que  hace  es  irse  a  su  caballo,  darle 
dos  palmadas  en  las  ancas  y  decirle:  aiín  espero 
en  Dios  y  su  bendita  Madre,  flor  y  espejo  de  los 
caballos,  que  presto  nos  hemos  de  ver  los  dos  cual 
deseamos,  tú  con  tu  señor  a  cuestas,  y  yo  encima 
de  ti  ejercitando  el  oficio  para  el  que  Dios  me  echó 
al  mu7ido. 

Y  tal  debía  ser  el  deseo  y  propio  sentimiento 


28  CERVANTES 

de  aquella  buena  bestia,  como  se  hace  palpable 
en  otros  pasajes  de  su  historia,  como  el  de  la 
aventura  del  barco  encantado,  en  el  cual  entra- 
ron señor  y  escudero,  dejando  atadas  en  la  ori- 
lla sus  respectivas  cabalgaduras,  y  cuando  San- 
cho se  vio  obra  de  dos  varas  dentro  del  río,  comen- 
zó a  temblar,  temiendo  su  perdición;  pei'o  ningu- 
na cosa  le  dio  más  pena  que  oir  roznar  al  rucio  y 
el  ver  que  Rocinante  pugnaba  por  desatarse;  y  dí- 
jole  a  su  sefior:  el  rucio  rebuzna  condolido  de  nues- 
tra ausencia,  y  Rocinante  procura  ponerse  en  li- 
bertad para  arrojarse  tras  nosotros. 

Y  es  que  estaba  hecho  para  la  no  desmentida 
lealtad  y  para  sufrir  mansamente  los  contratiem- 
pos que  la  fortuna  le  deparase,  siempre  al  servi- 
cio de  su  dueño,  siendo  la  paciencia  su  más  sa- 
liente cualidad  moral.  Bien  hubo  de  probar  que 
le  asistía  cuando  Maritornes  dio  a  Don  Quijote 
la  más  pesada  broma  que  imaginar  pudiera, 
cuando  desde  un  alto  ventanillo  de  la  venta  ató 
una  mano  al  loco,  pero  buen  caballero,  el  cual 
quedó  en  la  situación  que  ahora  se  describe: 
Estaba,  pues,  como  se  ha  dicho,  de  pie  sobre  Roci- 
nante, metido  todo  el  brazo  por  el  agujero  y  atado 
de  la  muñeca  al  cerrojo  de  la  puerta,  con  grandí- 
simo temor  y  cuidado,  que  si  Rocinante  se  desvia- 
ba a  un  caho  o  a  otro,  había  de  quedar  colgado  del 
brazo,  y  así  no  osaba  hacer  movimiento  alguno, 


CERVANTES  29 

puesto  que  de  la  paciencia  y  quietud  de  Rocinante 
bien  se  podía  esperar  que  estaría  sin  moverse  un 
siglo  entero.  Y  así  fué,  que  el  buen  rocín  pasase 
en  quietud  absoluta  toda  la  noche,  y  amaneció 
melancólico  y  triste,  con  las  orejas  caídas,  tal  que 
parecía  de  leño,  sin  que  llegara  a  moverse  hasta 
que  hubo  de  acercarse  a  olerlo  otro  caballo,  que 
montaba  un  caminante  que,  con  otros  tales,  lle- 
gara al  amanecer  a  la  venta;  ¡caso  singular  de 
paciencia,  de  quietud  y  de  inmovilidad,  carac- 
terístico del  buen  animal,  seguramente  no  igua- 
lado, en  trance  alguno,  por  ninguno  de  su  raza! 

El  día  en  que  ocurrió  la  aventura  de  los  dis- 
ciplinantes, después  que  Don  Quijote  caj'ó  derri- 
bado por  aquel  garrotazo  que  primero  se  creyó 
que  lo  había  muerto  y  que  lo  incapacitó  para 
volver  a  montar,  hasta  el  punto  de  requerir  él 
mismo  a  Sancho  para  que  lo  volviese  a  la  jaula 
en  la  que  iba  encantado,  Rocinante  adopta  una 
actitud  pasiva,  tal  que  de  él  se  dice  que  a  todo  lo 
que  había  visto  estaba  con  tanta  paciencia  como  su 
amo. 

Ya,  cuando  apaleado,  y  molido  por  los  yan- 
güeses,  con  el  amo  y  el  escudero,  esta  vez  por  su 
culpa,  se  halla  derribado,  es  él  quien  parece  más 
descalabrado  y  más  sin  fuerza,  pues  que  Don 
Quijote  y  Sancho  se  levantan  primero  y  aquél 
dice  a  éste:  Déjate  deso,  y  saca  fuerzas  de  flaque- 


30  CERVANTES 

za.  Sancho,  respondió  Don  Quijote,  que  así  haré 
yo,  y  veamos  cómo  está  Rocinante,  que  a  lo  que  me 
parece,  no  le  ha  cabido  al  pobre  la  menor  parte 
desta  desgracia.  Y  Sancho  tuvo  que  levantarlo, 
hallándolo  en  tal  estado,  que  hubo  que  llevarlo 
de  reata,  cabalgando  Don  Quijote  sobre  el  rucio, 
echando  él  tan  sólo  de  menos  el  no  tener  lengua 
con  qué  quejarse,  porque  si  la  tuviera  a  buen  se- 
guro que  Sancho  ni  su  amo  no  le  fueran  en  zaga. 

Tan  quieto  y  sufrido  animal  debía,  natural- 
mente, ser  comedido  y  pacato,  y  aun  cuando  tal 
comedimiento  y  mesura  de  ánimo  y  conducta 
nunca  se  mencionan  expresamente  de  un  modo 
directo,  ello  resulta  evidente  de  cuanto  se  habla 
de  Rocinante  en  la  donosa  novela;  en  la  cual  el 
sutil  ingenio  de  su  autor  se  valió  del  procedi- 
miento contrario  al  que  pareciera  natural  y  di- 
recto para  hacerlo  ver,  empleando,  con  insupe- 
rable gracia,  el  camino  de  hacer  resaltar  ese  ras- 
go de  carácter,  pintando  su  más  inesperada  y 
cabal  excepción. 

En  el  capitulo  XV  de  la  Primera  Parte,  una 
vez  despedido  Don  Quijote  de  los  que  enterra- 
ron al  pastor  Crisóstomo,  él  y  su  escudero  se  en- 
traron por  el  mismo  bosque  donde  vieron  que  se 
había  entrado  la  pastora  Marcela,  y  al  fin  vinie- 
ron a  un  prado  de  fresca  yerba  por  el  cual  un 
manso  arroyo  corría.  Alli  comieron  y  dejaron  en 


I 

1 


CERVANTES  31 

libertad  a  sus  cabalgaduras,  para  que  lo  mismo 
hiciesen;  y  he  ahi  que  tal  dia,  que  comenzaba 
arcádica  y  deliciosamente,  acabó  por  ser  el  de 
la  más  desdichada  de  sus  aventuras,  en  virtud 
de  la  más  inesperada  de  las  causas.  Cedamos  la 
palabra  al  autor:  «No  se  habia  curado  Sancho 
de  echar  sueltas  a  Rocinante  (lo  que  una  nota 
de  mi  edición  declara  que  es  poner  una  especie  de 
trabas  en  las  manos  de  las  caballerías  cuando  se 
las  deja  sueltas)  seguro  de  que  le  conocia  por  tan 
manso  y  tan  poco  rijoso  que  todas  las  yeguas  de 
la  dehesa  de  Córdoba  no  le  hicieron  tomar  mal 
siniestro.  Ordenó,  pues,  la  suerte  y  el  diablo, 
que  no  todas  las  veces  duerme,  que  andaban 
por  aquel  valle  paciendo  una  manada  de  hacas 
galicianas  de  unos  arrieros  yangüeses,  de  los 
cuales  es  costumbre  sestear  con  su  recua  en  lu- 
gares y  sitios  de  yerba  y  agua,  y  aquel  donde 
acertó  hallarse  Don  Quijote  era  muy  al  propósi- 
to de  los  yangüeses.  Sucedió,  pues,  que  a  Roci- 
nante le  vino  en  deseo  de  refocilarse  con  las  se- 
ñoras hacas,  y  saliendo  asi  como  las  odió  de  su 
natural  paso  y  costumbre,  sin  pedir  licencia  a 
su  dueño,  tomó  un  trotillo  algo  picadillo  y  se 
fué  a  comunicar  su  necesidad  con  ellas;  mas 
ellas,  que  a  lo  que  pareció  debían  de  tener  más 
ganas  de  pacer  que  de  él,  recibiéronle  con  las 
herraduras  y  con  los  dientes,  de  tal  manera,  que 


32 


CERVANTES 


a  poco  espacio  se  le  rompieron  las  cinchas  y 
quedó  sin  silla  en  pelota;  pero  lo  que  él  debió 
más  de  sentir  fué  que  viendo  los  arrieros  la  fuer- 
za que  a  sus  yeguas  se  les  hacía,  acudieron  con 
estacas  y  tantos  palos  le  dieron,  que  le  derriba- 
ron mal  parado  en  el  suelo.» 

La  escena  tiene  más  de  humano  que  de  cosa 
a  animales  relativa.  Se  figura  uno  ver  al  varón 
ridiculo  de  quien  nadie  espera  que  emprenda 
galanteos,  porque  se  lo  vedan  los  años,  su  estam- 
pa, su  oficio,  carácter  y  antecedentes  de  vida  y 
costumbres  que  inesperadamente  comienza  a 
hacer  el  amor  a  una  muchacha  fresca  y  hermo- 
sa, en  la  flor  de  su  juventud  y  su  belleza.  Esta 
le  recibe,  poco  más  o  menos,  como  las  yeguas 
recibieron  a  Eocinante,  descartado  el  empleo  de 
dientes  y  herraduras,  que  son  los  toques  necesa- 
rios para  referir  escena  tan  supinamente  huma- 
na al  terreno  de  la  animalidad  en  que  se  desen- 
vuelve; y  cuantos  saben  del  suceso  se  maravi- 
llan y  espantan  de  que  tal  persona,  de  tal  carác- 
ter y  de  tales  antecedentes,  haya  acometido  em- 
presa tan  fuera  de  propósito  y  de  estación;  y 
por  ser  ella  tan  excepcional  e  inesperada,  des- 
pierta generales  comentarios  y  queda  en  la  me- 
moria de  todos,  y  siempre  se  recuerda,  y  acom- 
paña al  héroe  de  la  historia  por  largos  años  y 
por  su  vida  entera;   y  es  más,  que  su  condición 


CtRVANTES  33 

impropia  para  aquella  empresa  abortada,  resul- 
ta palpable  y  evidente  en  virtud  de  ella,  más 
aún  de  cuantas  veces  hubo  de  manifestarse  di- 
rectamente, por  acciones  en  consonancia  con  el 
temperamento  que,  de  un  modo  natural,  hubo 
de  producirlos.  Si  alguna  vez  pudo  con  razón 
decirse  que  la  excepción,  por  ser  tal,  confirma 
la  regla,  tal  vez  fué  ésta. 

Y  nada  falta  al  episodio  de  sus  caracteres  hu- 
manos antes  indicados,  porque  nada  de  cuanto 
se  refiere  a  Rocinante  queda  lan  persistente  en 
el  recuerdo  de  los  que  lo  presenciaron  o  de  ello 
supieron,  siquiera  fuese  de  referencia;  porque 
en  pasajes  distintos  del  regocijado  libro  que  le 
recuerda  del  modo  más  preciso.  Verdad  es  que 
los  acontecimientos  sobrevenidos  no  fueron 
para  olvidarse  por  los  que  de  ellos  participaron. 
A  Don  Quijote,  naturalmente,  se  le  ocurre  ven- 
gar el  agravio  hecho  a  su  caballo  en  sus  mismas 
barbas,  decide  acometer  a  los  arrieros,  y,  por 
ser  estos  gente  soez  y  de  baja  ralea,  dice  a  San- 
cho que  puede  y  debe  prestarle  ayuda  conforme 
a  las  reglas  de  la  caballería  andante.  El  buen 
sentido  de  Sancho  le  lleva  a  observar  que  ellos 
no  son  sino  dos  y  muchos  los  contrarios;  pero 
Don  Quijote  le  contesta:  Yo  valgo  por  ciento;  y 
acomete.  Sancho  le  sigue;  y  llevan  los  dos  la 
paliza  más  cumplida  que  nunca  recibieron,  de 


3 i  CERVANTES 

las  no  escasas  que  cuenta  su  historia.  Don  Qui- 
jote está  caído  a  los  pies  de  Rocinante,  Sancho 
un  poco  más  allá;  los  yangüeses  se  marchan  con 
su  recua  precipitadamente,  Sancho  entonces  lla- 
ma con  voz  doliente  a  su  amo  para  pedirle  un 
poco  del  bálsamo  de  Fierabrás.  No  le  tiene  el 
caballero,  y  se  sigue  el  más  donoso  diálogo  qui- 
zá de  todo  el  libro,  durante  el  cual  Sancho  de- 
clara su  propósito  de  no  poner  nunca  más  mano 
a  la  espada,  ni  contra  villano  ni  contra  caballe- 
ro, y  que  desde  aquí  para  adelante  (agrega)  í¿e 
Dio.s  perdono  cuantos  agravios  me  han  hecho  y 
han  de  hacer,  ora  me  los  haya  hecho,  o  haga,  o 
haya  de  hacer  persona  alta  o  baja,  rico  o  pobre, 
hidalgo  o  pechero,  sin  aceptar  estado  ni  condición 
alguna.  La  réplica  de  Don  Quijote  es  lo  que  de 
él  pudiera  esperarse;  pero,  al  fin,  Sancho  dice 
que  mejor  está  para  bizmas  que  para  pláticas,  y 
agrega:  «Mire  vuestra  merced  si  se  puede  levan- 
tar, y  ayudaremos  a  Rocinante  aunque  no  lo  me- 
rece porque  él  fué  la  causa  principal  de  todo  este 
molimiento.»  Y  para  subrayar  el  carácter  propio 
del  rocín  y  caán  excepcional  e  inesperada  fué  su 
conducta,  Sancho  agrega:  «jamás  tal  creí  de  Ro- 
cinante, que  le  tenía  por  persona  casta  y  tan  pa- 
cífica como  yo.  En  fin,  bien  dicen  que  es  menes- 
ter mucho  tiempo  para  venir  a  conocer  las  per- 
sonas, y  que  no  hay  cosa  segura  en  esta  vida.» 


CERVANTES  35 

El  hecho,  como  antes  se  dice,  jamás  fué  olvi- 
dado. Allá  eu  la  Segunda  Parte,  Cervantes  ha- 
bla de  la  primera,  llega  a  noticias  de  Don  Qui- 
jote que  se  ha  publicado  su  historia,  que  es  leí- 
da por  muchísimas  gentes  con  encanto  y  regoci- 
jo, de  lo  que  mucho  se  huelga,  aunque  se  des- 
consuela pensando  que  era  moro  el  autor  de 
tal  libro;  y  como  procurase  conocerle  y  conocer 
así  mismo  la  impresión  que  producía  en  el  pú- 
blico, hace  llamar  al  Bachiller  Sansón  Carrasco, 
hombre  a  propósito  para  el  caso,  y  de  él  inquie- 
re lo  que  saber  quería.  El  artificio  conduce  a 
Cervantes  a  defender  su  obra  con  mordaces, 
aunque  no  airadas,  alusiones  a  la  apócrifa  Se- 
gunda Parte  del  enigmático  Licenciado  Avellane- 
da, uno  de  los  más  bien  guardados  incógnitos 
de  la  historia,  cuya  identidad  es  problema  aún 
pendiente  y  debate  abierto  todavía.  Favorece 
tal  artificio  el  hecho  conocido  de  que  entre  la 
publicación  de  la  primera  y  la  de  la  segunda 
parte  mediaron  años,  lapso  de  tiempo  que  apro- 
vechó el  supuesto  Avellaneda  para  publicar  su 
libro.  En  el  curso  de  la  conversación,  recordan- 
do los  acaecidos  sucesos  de  sus  anteriores  caba- 
llerías, pregunta  Don  Quijote  si  los  cuenta  el  li- 
bro de  que  el  bachiller  le  habla,  y  cómo;  he  aquí 
que  Sancho  salta  con  esta  donosa  pregunta:  «Dí- 
game, señor  bachiller,  ¿entra  ahí  la  aventura  de 


36  CERVANTES 

los  yangüeses,  cuando  a  nuestro  buen  Rocinante 
se  h  antojó  pedir  cotufas  en  el  golfoh>  Y  aún  al 
final  del  Buscapié,  cuando  el  caballo  del  bachi- 
ller que  eu  él  figura,  cuyo  caballo  es  una  réplica 
de  Rocinante  mismo,  se  acerca  a  una  muía  con 
las  propias  intenciones  que  el  otro  tuvo  acerca 
de  las  yeguas  de  los  yangüeses,  y  la  muía  lo  reci- 
be como  una  verdadera  Lucrecia,  de  nuevo  el 
suceso  86  recuerda.  Y  es  que  no  podía  olvidarse, 
porque  él  por  su  extrañeza  y  carácter  desusado, 
choca  e  impresiona  fuertemente,  ya  que  no  sor- 
prende y  casi  ni  se  advierte  que  ocurra  lo  espe- 
rado, siendo  lo  inesperado  lo  que  afecta  nuestro 
espíritu  con  mayores  bríos  y  mayor  fuerza  y 
origina  en  él  una  más  fuerte  y  duradera  im- 
presión. 

Tal  es,  con  todos  sus  rasgos  distintivos  y  ca- 
racterísticos, este  singular  personaje  de  la  nove- 
la inmortal.  Tiene,  como  su  amo,  mucho  de  ri- 
dículo; pero  también,  como  el  amo,  tiene  mucho 
de  noble  y  de  estimable.  Ambos  son  flacos,  es- 
cuálidos, sin  fuerzas  para  la  empresa  que  acome- 
ten. Ambos  están  vistos  por  el  propio  protago- 
nista y  héroe  epóuimo  (que  pudiera  decirse)  del 
libro,  a  través  del  mismo  cristal;  porque  Don 
Quijote  cree  en  su  pujanza  irresistible  y  en  la 
fuerza  de  su  brazo  como  cree  en  la  excelencia  de 
su  caballo.  Las  más  peligrosas  aventuras  se  le 


CERVANTES  37 

antojan  hechas  para  él  y  exactamente  a  su  me- 
dida. Análoga  opinióa  tiene  de  su  cabalgadura; 
y  tanto  la  estima,  que  considera  como  un  colmo, 
propio  para  dar  idea  de  la  rica  presa  de  corceles 
que  espera  alcanzar,  cuando  acomete  al  ejército 
enemigo  de  Peatapolin,  el  decir  que  aún  Roci- 
nante corre  peligro  de  que  le  trueque  por  otro.  Co- 
mo el  amo  es  mesurado  y  casto  (cualidad   esta 
que,  por  contraste,  resulta  más  que  nunca  en  el 
día  excepcional  en  que  quiso  dejar  de  serlo). 
Ambos  son  pacientes  y  sufridos.  Como  Don  Qui- 
jote, en  el  fondo  de  su  alma,  siente  por  Sancho 
un  afecto  un  si  es  no  es  paternal.  Rocinante  tie- 
ne cariño  al  rucio  como  seguramente  lo  tiene  al 
amo,  sin  que  se  advierta  que,  en  grado  semejan- 
te, lo  tenga  por  Sancho.  Al  amo  sigue,  sin  resis- 
tencia alguna,  a  todas  las  locas   empresas  a  que 
quiere  llevarlo,   aunque  saber  debe  que  de  ellas 
no  ha  de  sacar  sino  palizas.  En  esta  virtud  de  la 
fidelidad  sincera  y  constante,  tal  vez  no  le  igua- 
le criatura  alguna,  ni  real,  ni  imaginada  por  la 
fantasía  literaria.   Desde  luego  que,  en  este  sen- 
tido, es  superior  a  Sancho.   No   cabe  negar  que 
éste  tiene  afecto  al  Caballero  de  la  Triste  Figu- 
ra, pero  su  servicialidad  sufre  excepciones,  a  ve- 
ces se  burla  de  él;   a  veces  resiste;  una  ocasión 
hasta  lucha  brazo  a  brazo  y  a  amenazar  llega 
cuando  Don  Quijote  trata,  por  sorpresa,  de  apli- 


38  CERVANTES 

carie  alguno  de  aquellos  azotes  que  han  de  dea- 
encantar  a  Dulcinea. 

Y  de  todos  es  Rocinante  el  más  desinteresado, 
que,  al  cabo,  su  amo  vive   en  un  mundo    irreal, 
imaginario  y  fantástico,  de  empresas  heroicas,  de 
gloria  que  ha  de  alcanzar,  de  victorias  que  ha- 
rán imperecedera  su  fama;  lleno  de  tales  imagi- 
naciones que  en  las  ventas  ve  castillos,  en  los 
venteros  alcaides  de  nobles  fortalezas,  princesas 
en  estas  o  aquellas  labradoras  y  tiene  por  real  y 
efectivo  lo  que  soñó  en  la  cueva  de  Montesinos; 
mundo  surcado  por  encantadoras  y  por  vestiglos, 
llenos  de  gigantes  cuyas  cabezas  ha  de  cortar, 
de  hermosas  cautivas  a  quienes  ha  de  proteger 
y  redimir;  y  ¿qué  es,  ni  qué  supone,  la  dura  rea- 
lidad, frente  a  un  panorama  tan  rico,  hijo  de  una 
más  rica  y  dislocada  fantasía? 

Sancho,  por  su  parte,  participa  de  aquellas 
ilusiones;  cree  a  pie  juntillas  que  su  amo  llegará 
a  ser  rey  o  emperador  y  que  e  ntonces,  o  aún  sin 
serlo,  lo  hará  conde  por  lo  menos  o  le  dará  a 
a  gobernar  una  ínsula,  Y  aún  cuando  llegó  a  tal 
gobierno,  si  bien  de  un  modo  grotesco,  y  de  él 
quedó  escarmentado,  hasta  tal  punto  que  dijo  a 
don  Antonio  Moreno,  que  preguntaba,  sorpren- 
dido, si  había  sido  Sancho  gobernador,  esta  frase 
profunda,  que  me  produjo,  por  motivos  per- 
sonales, honda  impresión  al  releerla:  Sí,  y  de  una 


CERVANTES  39 

Ínsula  llamada  la  Barataría.  Diez  días  la  gober- 
né a  pedir  de  hoca:  en  ellos  perdí  el  sosiego  y 
aprendí  a  despreciar  todos  los  gobiernos  del  inun- 
do. Y  a  pesar  de  ello  quedó  en  su  espíritu  un  res- 
to de  ilusión,  y  preguntó  inconti  nenti  a  la  cabeza 
mágica  del  propio  don  Antonio,  si  llegaría  a  te- 
ner otro  gobierno;  y  aún  duélese  del  vencimien- 
to de  su  señor  por  el  caballero  de  la  Blanca  Lu- 
na, entre  otras  cosas,  porque  con  el  tal  venci- 
miento y  las  condiciones  del  combate  que  lo 
acarreara,   disípanse  sus  esperanzas  y  couviér- 
tense  en  humo  las  nuevas  promesas  de  Don  Qui- 
jote, sin  advertir  que  humo  habían  sido  siempre, 
y  que  de  tal  humo  llena  estaba  impenitentemen- 
te su  cabeza. 

Con  tales  esperanzas  en  el  corazón  y  tales 
fantasmagorías  en  el  caletre,  puédense  soportar 
ayunos  y  vigilias,  noches  al  raso,  palizas  y  toda 
clase  de  contratiempos;  pero  sin  eso,  sin  espe- 
ranzas y  sin  ilusiones,  la  pobre  bestia,  dócil  y 
sufrida,  ofrece  su  lomo  al  héroe  de  tanta  aventu- 
ra absurda,  y,  con  él  cargado  va  de  acá  para  acu- 
llá, soportando  su  peso  y  participando  sin  otro 
horizonte  que  el  de  que  el  buen  caballero  le  car- 
gue con  la  culpa  de  sus  vencimientos,  y  Sancho 
casi  proponga  colgarlo,  proposición  que  no  llega 
a  hacer  en  serio,  sólo  por  la  necesidad  que  del 
mismo  tiene  en  el  camino  de  su  derrota  y  retí- 


4(  >  CERVANTES 

ro.  Mansa  y  bonda'iosa  criatura  de  la  cual  nos 
queda  un  recuerdo  más  bien  melancólico  que 
regocijado,  como  nos  queda  al  fin,  de  todo  el  li- 
bro en  que  su  figura  aparece,  con  aquellas  otras 
inmortales  del  caballero  que  en  él  cabalga  y  del 
escudero  que  lo  cincha  y  lo  suelta  alternativa- 
mente, según  el  caso. 

Fiel  trasunto  de  su  padre  espiritual,  la  nota 
que  en  él  domina  es  seguramente  ésta  de  la  re- 
signación melancólica.  La  última  vez  que  se  le 
menciona  es  para  que  lo  veamos,  como  lo  halla- 
ron los  chicos  de  la  aldea:  más  flaco  entonces 
que  el  primer  día.  Y  suponemos  que  muriera  de 
consunción  y  de  tristeza,  olvidado,  sin  que  de  él 
cuidase  nadie,  poco  más  o  menos  como  hubo  de 
morir  el  hombre  que  manejó  aquella  pluma  ex- 
traordinaria que  Cide  Hamete  dejó  colgada  de 
una  espetera,  para  que  en  ésta  quedase  luengos 
siglos  y  aún  en  la  espetera  está. 

¡Singular  carácter  y  tristísima  vida,  los  de  Mi- 
guel de  Cervantes  Saavedra!  Dado  le  fué  sopor- 
tar todas  las  durezas  de  la  existencia  humana, 
así  las  que  quebrantan  el  cuerpo,  como  las  que 
afligen  y  amargan  el  espíriiu;  y  sin  embargo,  su 
espíritu  debió  de  quedar  afligido,  pero  seguramen- 
te, no  quedó  amargado.  Eu  la  larga  historia  de 
las  aventuras  del  hidalgo  mauchego  se  pasa  una 
revista  muy  completa  de  la  Comedia  Humana,  y 


CERVANTES  41 

aunque  muchas  de  sus  escenas  son  zaheridas, 
con  toda  justicia,  nunca  la  hiél  de  la  amargura 
emponzoña  aquella  pluma  que  se  mueve  siempre 
a  impulsos  de  una  mansa  ironía  sin  veneno.  De- 
bió ser  la  suya  un  alma  nobilísima,  en  verdad, 
tanto  como  fué  desdichada;  y  quizá  sea  el  timbre 
mayor  de  su  gloria  el  que  vacilemos  en  decidir 
cuál  de  sus  dos  grandezas  a  la  otra  supera,  si  la 
intelectual  o  la  moral. 

Esta  grandeza  moral  aparece  bajo  una  luz  sin- 
gular en  Argel,  cuando  Cervantes,  sorprendido 
siempre  en  sus  planes  de  fuga  con  otros  cauti- 
vos, se  confiesa  repetidamente  culpable,  y  el 
único  culpable,  ante  sus  señores,  corriendo  con 
ello  todos  los  riesgos,  pero  alejando  de  éstos  a 
sus  tristes  compañeros  de  cautiverio.  Y  así  mis- 
mo resplandece  en  el  Prólogo  de  la  Segunda 
Parte  del  Quijote,  en  la  serena  y  mesurada  res- 
puesta que  allí  da  a  las  innobles  bellaquerías  del 
Licenciado  Avellaneda. 

Pero  es  tiempo  ya  de  poner  fin  a  estos  discur- 
sos. En  un  trabajo  como  este,  ocasionado  como 
lo  fué  por  el  recuerdo  del  día  en  que  desapare- 
ció del  mundo  el  que  escribiera  un  libro  como 
aquel  cuyas  páginas  inspiran  estos  renglones,  no 
es  menester  entrar  en  apreciaciones  generales 
que  otros  han  hecho  ya,  con  mejor  pluma  y  más 
completo  estudio.  Más  sencillo  fué  mi  propósito 


42  CERVANTES 

al  componerlo,  propósito  ya  declarado  anterior- 
mente. Sea  él  modesto   testimonio  de  una  admi- 
ración ilimitada,  tanto  como  es  limitada  la  ofren- 
da. Y  ante  la  imagen,   que  todos  tenemos  en  el 
espíritu,  de  aquel  que,  como   otros  genios  seme- 
jantes, confió  en  la  posteridad  para  ser  apreciado 
y  se  resignó  a  no  recoger  de  sus  contemporáneos 
el  galardón  que  le  era  debido,   sea  lícito  a  todo 
el  que  quiera  hacerlo,   depositar  su  ofrenda,  la 
cual  ha  de  tener  dos  medidas:   una,  la  que  sirva 
para  apreciar   su  mérito  intrínseco;  otra,  la  que 
estime  y  aprecie  la  intención   con  que  se  le  trae 
y  se  la  ofrece,  la  buena  voluntad  con  que  se  la 
aporta  y  el  acto  de  reverencia  que  el  acarrearla 
supone.  Si  la  primera  medida  resulta  en  mi  per- 
juicio, como  lo  temo,  ruego  a  quien  esto  haya 
oído  que  atienda  a  la  segunda,  que  habrá  de  re- 
dimir la  molestia  que  pueda  haber  causado  con 
una  disertación  ciertamente  más  extensa  que  lo 
que  pensaba  cuando  tomé  la  pluma  para  comen- 
zar. Y  aquí  acabemos,  no  digamos  más  encomios 
en  honor  de  la  memoria  del  que  creó  la  figura 
inolvidable  del  buen  rocín  que  nos  ha  entreteni- 
do, que  él  nos  ha  menester,  ni  a  oírlos  era  dado 
siquiera;  no  sea  que  se  no    aparezca  en  espíritu 
o  fantasma,  y  nos  diga,   como   dijo,   en  los  últi- 
mos días  de  su  vida,  a  aquel  estudiante  pardal  a 
quien  halló  en  el  camino  de  Esquivias  a  Madrid, 


CERVANTES  43 

al  oírse  por  el  mismo  ensalzar  de  uu  modo  que 
juzgó  exagerado:  «Ese  es  un  error,  donde  han 
caído  muchos  aficionados  ignorantes.  Yo,  señor, 
soy  Cervantes;  pero  no  el  regocijo  de  las  Musas, 
ni  ninguna  de  las  demás  baratijas  que  ha  dicho 
vuesa  merced.»  Frase  inspirada  por  la  más  alta 
y  noble  modestia,  tan  propia  de  quien  la  pronun- 
ciara, que  parécenos  oírle,  al  leerla,  y  ver  al  par 
los  rasgos  tristes,  severos  y  nobles  de  su  fisono- 
mía, iluminados  por  una  sonrisa,  al  mismo  tiem- 
po melancólica  y  bondadosamente  irónica;  lleno 
él  de  piedad  por  quien  dijera  una  majadería,  de 
agradecimiento  por  quien  le  demostrara  afecto 
y  del  firme  propósito  de  no  disimular,  sin  la  de- 
bida advertencia,  lo  inadecuado,  de  la  adula- 
ción, siquiera  la  inspirasen  la  devoción  y  la  sim- 
patía. 

No  debía  hallarse,  en  efecto,  en  aquellos  mo- 
mentos para  cortesías  y  halagos  el  viejo  soldado 
de  Lepanto.  Eq  la  conversación  que  subsigue 
entre  él  y  el  estudiante,  su  admirador,  el  bonda- 
doso hidalgo  se  declara  ya  muy  enfermo,  y,  que- 
riendo, sin  duda,  quitar  todo  dejo  amargo  a  su 
réplica  a  los  elogios  de  su  entusiasta,  le  dijo: 
«En  fuerte  punto  ha  llegado  vuesa  merced  a  co- 
nocerme, pues  no  me  queda  espacio  para  mos- 
trarme agradecido  a  la  voluntad  que  vuesa  mer- 
ced me  ha  mostrado.»  Sentíase,  en  efecto,  morir. 


44  CERVANTES 

Pocos  días  después  escribía  aquella  triste  y  fa- 
mosa dedicatoria,  al  Conde  de  Lemos,  de  la  obra 
en  cuyo  prólogo  se  encuentra  la  anterior  anéc- 
dota, y  que  comenzaba  con  el  inicio  de  unas  an- 
tiguas coplas,  muy  conocidas: 

«■Puesto  ya  el  pie  en  el  estribo, 
con  las  ansias  de  la  muerte, 
gran  Señor,  ésta  te  escribo. y> 

En  23  de  abril  de  1616,  en  efecto,  murió.  En 
el  día  mismo  en  que  acabé  de  escribir  estos  ren- 
glones, en  23  de  abril  de  1916,  hizo  trescientos 
años  justos  de  su  muerte.  No  tuvo  que  amena- 
zar con  maldición  alguna  (como  su  gran  contem- 
poráneo Shakespeare)  al  que  removiera  sus  hue- 
sos. Estos  descansan  en  paz  absoluta,  en  la  com- 
pleta paz  de  lo  ignorado  hace  tres  siglos.  Es 
posible  que  pluma  mejor  no  haya  sido  manejada 
por  mano  de  hombre;  pero  es  más  posible,  qui- 
zá, que  alma  mejor  no  hubo  de  hospedarse  nun- 
ca en  un  pobre  cuerpo  humano. 

J.  A.  González  LANUZA 


CERVANTES 


45 


Primaveras  ficticias. 


El  Zar  iba  a  llegar  a  París,  y  por  motivos  de 
alianzas  estratégicas,  querían  obsequiarle  con 
fiestas  realmente  extraordinarias. 

A  aquel  hombre  de  nieve,  más  que  banquetes 
y  revistas,  más  que  arcos  triunfales  y  carreras 
de  caballos,  lo  que  había  de  conmoverle  y  hala- 
garle sería,  sin  duda,  una  buena  Primavera. 

Allá  en  Rusia  el  fresco  verdor  debía  de  durar 
pocos  días;  las  flores,  apenas  nacidas,  debían  de 
marchitarse;  la  nieve  lo  mataba  todo.  Así  es  que 
un  buen  paisaje  florido,  un  revuelo  de  flores  des- 
envolviéndose en  las  ramas,  tenía  que  entusias- 
marle. Pero  era  el  caso  que  justamente  aquellos 
árboles  que  estaban  enringlerados  por  los  paseos 
y  avenidas,  con  una  lamentable  falta  de  patrio- 
tismo, no  tenían  más  que  nervios,  troncos  enju- 


46  CERVANTES 

tos  sin  hojas  ni  señal  de  que  brotasen,  y  ni  con 
bandos  ni  con  decretos  del  Presidente  de  la  Re- 
pública se  les  podía  mandar  que  apresurasen  la 
floración,  para  bien  del  pueblo  francés. 

En  otros  tiempos  se  hubieran  visto  apurados: 
pero  hoy,  con  todo  eso  del  progreso,  con  los  ade- 
lantos que  proporciona  la  industria,  no  había 
por  qué  apesadumbrarse.  ¿Que  no  tenemos  Pri- 
mavera y  nos  conviene  que  la  haya?  Pues  la  ha- 
remos artificial.  ¿Que  no  florecen  los  árboles?  Ha- 
cemos flores  de  papel.  ¿Que  tampoco  tienen  ho- 
jas? Máquinas  tenemos  para  recortarlas,  gente 
para  irlas  pegando,  y  dineros  y  paciencia  y  pa- 
panatas a  quienes  parecerá  muy  natural,  y  que 
prorrumpirán  en  alabanzas  de  la  nueva  Prima- 
vera fabricada  de  encargo. 

¡No  faltaría  sino  que  al  final  del  siglo  xix  hu- 
biese que  eslar  esperando  la  calma  desoladora 
que  gasta  la  Naturaleza!  Pusieron  manos  a  la 
obra,  arrojaron  a  las  tinas  todo  el  papel  de  Pa- 
rís, hicieron  millones  de  flores,  y  a  lo  largo  de 
los  campos  Elíseos,  pegándola  en  los  árboles,  se 
produjo  una  florescencia  tal,  que  si  mayo  se  hu- 
biese presentado  de  repente,  no  habría  encontra- 
do una  ramita  para  hacer  nacer  en  ella  una  hoja, 
ni  un  botón  para  plantar  en  él  una  florecilla. 

Flores  de  almendro  injertas  en  los  plátanos, 
rosas  de  té  pegadas  en  los  tilos,  gardenias  en  los 


CERVANTES  47 

castaños  silvestres...  y  asi  por  todo  lo  largo  del 
paseo  disfrazaron  los  árboles  con  tal  derroche  de 
colores,  los  vistieron  de  tal  modo,  que  aquello 
fué  el  triunfo  del  progreso  material,  una  lección 
bien  dada  a  la  calma  impertinente  de  las  cuatro 
estaciones,  que  todos  los  años  hacen  lo  mismo; 
un  castigo  oportunamente  dado  a  los  árboles  del 
paseo,  enseñándoles  a  florecer  cuando  conviene 
a  la  patria  y  cuando  el  pueblo  lo  manda  con  su 
gran  soberanía. 

Aquello  fué  la  Primavera  moderna;  aquello 
era  la  conquista  del  siglo  que  se  acababa  espe- 
rando uno  mejor;  aquello  henchía  de  orgullo  a 
los  que  cantaban  estrofas  a  los  adelantos  mate- 
riales. Mas  ¡ay,  pobre  gente!  no  contaban  con 
las  leyes  de  la  Naturaleza,  con  el  hermosísimo 
desprecio  de  la  obra  maravillosa,  que  destruye 
inconsciente  cuanto  hacen  las  hormigas. 

Y  ¡quién  había  de  decirlo!  ¡Llovió! 

Llovió,  y  las  flores  se  destiñeron,  y  churre- 
teando colores  tronco  abajo  de  aquellos  árboles 
tan  engalanados,  tiñeron  de  adhilinas  todo  el 
hermoso  follaje.  Las  flores  precian  grumos  de 
engrudo;  las  rosas  pegadas  a  las  ramas,  sudaban 
barniz  turbio;  la  blanca  flor  de  almendro  se  ha- 
bía embarrado  de  fango;  las  gardenias  de  trapo 
parecían  cintajos  que  vendaban  las  heridas  de 
los  troncos,  y  por  todas  partes  chorreaban  aque- 


48  CERVANTES 

líos  cachos  de  papel  de  las  vanidades  de  un  día. 
A  la  noche,  los  arroyos  arrastraban  pasta  de 
flores,  los  coches  los  aplastaban,  y  los  traperos, 
con  la  horquilla  en  las  manos,  iban  llenando  el 
saco  y  llevándose  los  despojos  de  aquella  gran 
Primavera  fingida  por  los  hombres. 


II 


Primavera  tan  florida  nunca  la  vi  cual  la  de 
un  pueblecillo  de  Mallorca,  blanco  como  un  cis- 
ne, con  un  dosel  azul  por  cielo  y  un  ancho  mar 
por  alfombra. 

Al  abrir  los  balcones  por  la  mañana,  un  aro- 
ma exquisito  subía  de  la  llanura;  todo  el  pueblo 
olía  bien,  y  un  perfume  de  frescor  virginal,  de 
flor  abierta,  de  prado  florido  y  de  alborada  em- 
briagaba los  sentidos.  Tras  las  tapias,  un  desbor- 
damiento de  blanco  resaltaba  sobre  el  azul:  blan- 
co rosáceo,  blanco  verdoso,  blanco  crema,  blan- 
co irisado  de  violeta;  todos  los  matices  del  blan- 
co formando  ramilletes  hermosísimos  y  no  de- 
jando sitio  a  las  hojas;  todas  las  formas  de  flo- 
res, amontonadas,  medio  abiertas,  reventonas, 
en  ramilletes,  en  ringlas  extendidas,  hasta  de- 
rramarse en  el  mar;  todos  los  caminos  alfombra- 
dos por  una  nevada  olorosa;   todos  los  arroyuo- 


CERVANTES  49 

los  centelleantes;  todo  el  valle  adornado;  todo  un 
boscaje  de  Primavera  que  estallaba  a  la  vez 
como  una  erupción  de  vida. 

Nunca  la  tierra  se  había  vestido  de  novia 
como  en  aquel  blanco  pueblecillo;  nunca  el  mar 
había  visto  a  su  vera  un  jardín  de  tal  hermosu- 
ra; nunca  las  abejas  ni  las  mariposas  tuvieron 
tantos  olores  que  gozar,  ni  casa  mejor  vestida 
para  cobijarse  los  pajarillos,  ni  perspectiva  más 
bella  para  la  mirada  del  hombre. 

¡Y  qué  feliz  debía  ser  la  vida  allí! — pensaba, 
sin  duda,  el  caminante  contemplando  aquella 
gran  fiesta — .  |Y  qué  felices  y  ligeras  debían  de 
resbalar  las  horas  bajo  aquel  techo  hermoso!  ¡Y 
qué  paraíso  de  ensueño,  qué  tibio  escondijo  para 
no  moverse  de  él  nunca! — pensaba  yo  contem- 
plando aquel  paisaje. 

Mas  ¡ay!  allí  en  el  mar,  sobre  aquellas  ondas 
de  tan  soberano  azul,  casi  como  quien  dice  mis- 
mamente debajo  de  las  ramas  que  se  columpia- 
ban al  peso  de  la  vida  de  tanta  blancura  esplén- 
dida, había  una  nave  gris,  una  nave  fatídica; 
una  nave  cárdena,  toda  llena  de  emigrantes, 
pero  que  aún  no  tenía  demasiados  y  venía  a  bus- 
car más,  a  sacar  otros  y  otros  de  aquel  nido  de 
pluma  blanca  y  llevárselos  más  allá  de  las  olas, 
donde  la  nieve  no  era  de  flores,  donde  no  había 
Primavera. 

i 


5U  CERVANTES 

¿Adonde  iban  aquellos  hombres  dejando  el 
olor  de  la  patria  para  subir  en  unos  maderos  que 
sudaban  pobreza  y  alquitrán?  ¿Qué  iban  a  bus- 
car detrás  del  oleaje?  ¿Qué  encontrarían  allá  le- 
jos en  aquellos  pueblos  modernos,  levantados 
como  casas  de  baños  para  limpiarse  la  miseria; 
ciudades  plantadas  de  nuevo  con  calles  enume- 
radas, con  árboles  sin  savia,  con  hombres  extran- 
jeros? ¿Qué  encontrarían  allá  lejos  entre  el  vaho 
de  humareda  que  ennegrecía  la  Primavera,  o  en 
el  corazón  de  la  tierra  negra  de  carbón  de  pie- 
dra, o  entre  aquel  tumulto  de  máquinas  y  esca- 
lofríos de  angustias  y  empujones  de  los  hombres 
para  hacerse  un  lugar  en  la  mesa  de  la  vida  mi- 
serable? ¿Qué  canciones  cantarían  en  aquel  país 
donde  la  íuente  de  poesía  estaba  enjuta?  ¿Cómo 
podrían  rezar  en  templos  de  alquiler?  ¿Dónde  se- 
rian enterrados  si  morían  en  aquellos  países 
prácticos  donde  los  muertos  tanto  estorban? 
¿Dónde  volverían  a  ver  el  blancor  de  Primavera 
que  dejaban  al  partir? 

¡Oh  mísera  humanidad!  —  pensé — .  Allí  don- 
de no  tienes  Primavera,  la  crias  en  una  estufa, 
la  haces  artificial,  la  imitas  y  la  disfz'azas.  Allí 
donde  los  hombres  la  ensueñan,  y  la  envidian,  y 
la  esperan  afanosos,  allí  pasa  perseguida  por  el 
Invierno  que  la  hace  suya,  y  donde  la  tienen... 
emigran. 


CERVANTES 


51 


¿De  qué  sirve  la  Naturaleza?  ¿Por  qué  hay  flo- 
res para  cada  hombre  y  no  frutos  para  todos? 
¿Por  qué  gozar  la  esperanza,  por  qué  respirar  el 
aroma,  si  en  llegando  la  hora  de  la  vida  y  de  co- 
ger la  promesa,  para  vivir  es  menester  huir  a 
desoladoras  tierras?  ¿Por  qué  la  nieve  del  In- 
vierno mata  a  los  miserables  pobres,  y  por  qué 
no  les  da  vida  la  nieve  de  la  Primavera? 

¡Qué  triste  es  que  el  cuerpo  del  hombre  no  se 
nutra  de  belleza  como  se  nutre  el  espíritu,  y  te- 
ner  que   dejar   la   patria   porque   no    da    para 


vivir 


Santiago  RUSIÑOL 


52  CERVANTES 


A  DARIO 


Padre  Rubén,  maestro  cuya  lira  armoniosa 
supo  toda  la  gama  sutil  y  misteriosa 

del  verso  alado  y  musical; 
que  llevaba  en  sus  cuerdas  no  escuchadas 

canciones, 
prosas  profanas  y  místicas  oraciones 

en  connubio  sentimental. 

Poeta  entre  poetas,  maestro  de  maestros, 
privilegiado  numen  entre  fúlgidos  estros, 

esclarecido  rimador, 
por  ti  el  viejo  romance  luce  con  nuevo  brillo, 
la  gesta  del  trovero  y  el  cuUo  caramillo 

cobran  mirífico  esplendor. 

Por  ti  el  imperio  vasto  del  grande  Moctezuma 
revive  tradiciones  de  fiereza,  tu  pluma 
las  lleva  a  lejano  confín, 


CERVANTES  53 

y  en  las  notai5  guerreras  de  tu  pífano  heroico, 
resalta  más  el  gesto  despectivo  y  estoico 
del  muy  noble  Cuauhtemotzín. 

Oh  sagrado  aborigen,  tu  caracol  broncíneo 
sugiere  no  el  acanto,  ni  el  laurel  apolíneo 

para  tu  frente  de  inmortal: 
que  huyan  las  canéforas;  se  esconda  el  coro 

trágico, 
y  llegue  el  hierofante  con  el  penacho  mágico 

hecho  de  plumas  de  quetzal. 

Ancianos  nobilísimos,  en  la  calma  nocturna, 
circunden  reverentes  tu  cineraria  urna 

cantando  estrofas  de  loor, 
y  nubiles  doncellas,  agitando  ayacaxtles, 
tejan  vistosas  danzas  mientras  los  teponaxtles 

acallan  su  sordo  fragor. 

Lentamente  desfile  la  sombría  cohorte 
de  poetas,  y  en  duelo  cada  uno  te  aporte 

su  lira  rota,  paladín, 
y  si  curioso  Pan  en  el  contorno  acecha, 
Tezcatlipoca  lance  tal  mortífera  flecha 

que  a  sus  desmanes  ponga  fin... 

Y  huya  el  hijo  de  Driope  buscando  a  las 

Castálidas... 


54  CERVANTES 

por  SUS  carnes  seniles,  temblorosas  y  pálidas 

corre  calosfrío  letal, 
y  lleva  en  las  pupilas,  como  visión  caótica, 
los  símbolos  de  nueva  mitología  exótica 

en  pugna  con  Hades  fatal; 

mas  en  vano  recorre,  tal  espectro  noctivago, 
los  ámbitos  del  bosque  rumoroso  y  undívago 

lanzando  gritos  de  dolor, 
por  doquiera  descubren  sus  ojos  cadavéricos, 
una  sombra  gigante,  de  perfiles  homéricos, 

que  fulge  como  resplandor. 

Carlos  BARRERA 

Cristiania,  6  de  octubre  de  1916 


CERVANTES  55 


NOTAS  DE  VIAJE 


Una  noche  íoledana. 

Por  el  ventanillo  del  tren  en  marcha,  miro  el 
obscurecimiento  del  paisaje.  Poco  a  poco,  van  sa- 
liendo, blancas  y  tímidas,  las  estrellas.  De  pron- 
to, la  locomotora  se  ha  detenido.  Una  voz  plañi- 
dera grita:  ¡AJgodor!  ¡Un  minuto/  Luego,  segui- 
mos caminando  con  rapidez.  Yo  sigo  en  mis  si- 
lenciosas contemplaciones. 

Una  larga  y  lívida  franja,  deshilvanándose  en 
el  azul  sombrío  del  horizonte,  sirve  de  fondo  a 
un  caprichoso  dibujo  en  tinta  china:  diríase  una 
mancha  negra  que,  caída  en  una  orla  de  seda 
violeta,  se  expandiese  en  múltiples  y  raros  per- 
files. En  la  sombra  amarillenta  de  la  llanura  cas- 
tellana, por  la  cual  ha  comenzado  a  palpitar  una 
que  otra  centellita  de  candil  rústico,  esta  fan- 
tasmagoría que  se  desvanece  en  el  término  re- 


5n  CERVANTES 

moto,  me  recuerda  lecturas  hace  tiempo  olvida- 
das: versos  de  poemas  románticos;  descripciones 
de  novelas  por  entregas. 

Lo  que  de  niño  me  hicieron  soñar  los  libros 
he  aquí  que,  en  la  madurez  cansada  de  mi  vida, 
me  lo  da  la  realidad  para  entretenerme  como  en 
aquellos  días  felices.  La  silueta  negra  sobre  el 
friso  semiapagado  del  crepúsculo,  revuelve  en 
mi  cerebro  lejanas  memorias.  Yo  estuve  allí  mu- 
chas veces,  muchas,  mientras,  a  hurtadillas,  en  la 
banca  de  la  escuela,  o  en  algún  rincón  de  mi  ca- 
sa, devoraban  mis  ojos  los  cuentos  de  milagrería 
que  llenaron  mi  adolescencia  de  maravilla  y 
pasmo. 

Ya  nada  veo  más  que  sombra  abajo  y  astros 
arriba.  Y  cuando  menos  lo  pienso,  el  tren  se  de- 
tiene por  última  vez.  ¡Toledo!  Los  pasajeros  se 
ponen  de  pie  y  se  apresuran  a  bajar.  Me  enfundo 
en  el  gabán,  tomo  la  maletilla,  y  ¡andando!  En- 
tro en  la  estación;  busco  el  carro  de  un  hotel; 
subo,  con  otros  tres  o  cuatro  viajeros,  en  la  in- 
cómoda diligencia,  y  me  preparo  a  continuar  en 
mi  divertida  y  muda  contemplación.  No  quiero 
darlo  a  conocer,  pero  la  verdad  es  que  me  siento 
no  sólo  curioso,  sino  emocionado.  Se  me  remue- 
ven, hervorosamente,  las  añoranzas.  Suena  el 
látigo  del  cochero:  los  animales  de  tiro  empren- 
den su  ruidoso  trote.  El  coche  se  bambolea  y 


CERVANTES  57 

cruje.  Ya  vamos  atravesando  el  puente  de  Al- 
cántara; una  torre  maciza,  de  gris  aperlado  por 
el  fulgor  de  la  noche,  nos  abre,  al  fia  del  puente, 
su  puerta  obscura  y  blasonada.  Pasamos.  El  ca- 
mino, angosto,  va,  cuesta  arriba,  haciendo  cur- 
vas amplias.  Hacia  un  lado,  el  de  afuera,  el  pres- 
til  de  piedra  del  precipicio;  por  el  otro  lado,  el 
interior,  pedazos  de  muralla,  altos  paredones, 
gruesas  mamposterías,  por  los  que,  de  trecho  en 
trecho,  sale  el  disco  blanco  de  una  pantalla,  en 
cuyo  centro  brilla  la  ampolla  de  oro  de  un  ana- 
crónico foco  eléctrico.  A  pesar  del  ruido  de  la 
diligencia,  se  oye  la  voz  del  río  que  corre  invi- 
sible, en  el  fondo  de  la  escarpadura.  Abajo,  en 
el  campo,  veo  cómo  se  extiende  el  caserío,  todo 
sembrado  de  luces  inmóviles.  A  lo  lejos,  se  dis- 
tingue que,  ascendiendo  nuevamente  el  suelo, 
forma  el  suave  declive  de  una  colina  moteada  de 
follajes  obscuros.  Del  cielo,  pálido  y  limpio,  cae, 
profusamente,  la  lluvia  de  plata  de  la  luna.  Pa- 
samos junto  a  otra  puerta  morisca,  fileteada  de 
luz  en  la  gigantesca  herradura  de  su  clavo,  y 
más  arriba,  en  los  dientes  de  sus  almenas.  El  co- 
che sube  por  la  calzada  de  recio  empedrado.  Mis 
ojos,  incansables  y  asombrados,  beben  miste- 
rio. La  sombra  y  las  ruinas,  la  noche  y  los  mu- 
ros, diseñan,  en  claro  obscuro,  una  fantástica  de- 
coración. Vuelvo  la  cabeza,  para  darme  cuenta 


58  CERVANTES 

del  trecho  recorrido,  y  alcanzo  a  ver  todavía  los 
arcos  del  puente  de  Alcántara,  y  bajo  ellos  la 
cinta  rutilante  del  río,  y  en  un  extremo,  la 
masa  de  contornos  precisos,  de  un  castillo.  Lo 
reconozco;  me  acuerdo  de  las  viejas  láminas  que 
me  lo  enseñaron;  es  la  secular  atalaya  de  San 
Servando,  asilo  de  los  monjes  de  Cluny;  morada 
de  los  Templarios.  Flanqueamos  un  jardín  soli- 
tario que  es  un  alto  miradero  que  domina  el  pa- 
norama argentado.  Penetramos  por  callejuelas 
torcidas  y  negras,  muy  escasamente  alumbradas. 
En  ellas  entra  la  diligencia  con  la  exactitud  de 
una  alhaja  en  su  estuche,  de  una  espada  en  su 
vaina.  Si  sacáramos  una  mano  tocaríamos  las  ca- 
sas. En  una  plazuela  poligonal,  que  parece  el 
hueco  que  dejó  un  prisma  enorme,  está  el  hotel. 
Allí,  casi  a  tientas,  bajamos  a  pedir  hospedaje. 
El  interior,  bien  iluminado,  contrasta  con  la  pla- 
za tenebrosa.  Escojo  mi  habitación  con  vista  a 
nn  callejoncito  que  es  como  un  estrecho  listón 
de  terciopelo  negro,  en  el  que  fulgura  una  sola 
lentejuela:  la  claridad  ocre  de  un  farol  pavoroso. 


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He  salido  a  pasear  sin  rumbo.  Fui,  primero, 
en  busca  de  luz.  Ruando  por  cinco  o  seis  calle- 
jas, la  hallé.  Hallé  la  luz  en  los  lugares  que  son 


CERVANTES  59 

comunes  a  todo  pueblo  moderno;  en  los  escapa- 
rates de  las  tiendas,  en  los  salones  de  los  cafés, 
en  los  paseos,  en  la  irregular  y  vasta  plaza  del 
Zocodover,  en  la  calle  principal  por  donde  to- 
davía iban  y  venían  las  señoritas  toledanas. 

Quien  ha  vivido  la  existencia  lugareña,  monó- 
tona, uniforme,  maliciosilla  y  cansona,  con  su 
amor  platónico,  su  chisme  del  día,  su  rencor  es- 
condido, sus  sanas  y  devotas  costumbres,  y  su 
maledicencia,  susurrante,  recordará  todo  eso  si 
sale,  como  yo,  a  ver,  en  Toledo,  a  las  nueve  de 
la  noche,  las  tiendas  de  la  calle  del  Comercio  y 
los  cafés  de  la  plaza  del  Zocodover;  la  burguesa 
mediocridad  provinciana  en  su  simpático  aspecto 
de  sencilla  tranquilidad. 

Me  voy  deteniendo  para  matar  el  tiempo,  fren- 
te a  los  cristales  de  los  aparadores:  ropa,  zapa- 
tos, quincalla...  Las  mismas  mercancías  de  cual- 
quier parte,  dispuestas  de  igual  manera,  para 
idénticas  necesidades.  Mas,  de  aparador  en  apa- 
rador, voy  sorprendiendo  peculiaridades  que  me 
obligan  a  pensar  en  el  carácter  de  la  ciudad  que 
visito.  Los  escaparates  de  las  tiendas  son  tam- 
bién reveladores  para  quien  sabe  estudiarlos  y 
comprenderlos.  Suelen  mostrar  lo  que  esconden 
las  casas  y  callan  las  bocas.  Enseñan  las  tenden- 
cias de  las  gentes  que  pasan,  sus  gustos,  sus  mo- 
dos de  vivir,  sus  cualidades  y  defectos.  Ver  mu- 


60  CERVANTES 

cho  los  aparadores,  verlos  con  atención  y  con 
intención,  en  una  ciudad  que  no  se  conoce,  es 
prepararse  a  comprender  la  sociedad  y  sus  cos- 
tumbres. 

Y  en  estas  viejas  urbes  que  viven  de  su  pasa- 
do legendario,  de  su  grandeza  monumental  y 
remota,  de  su  celebridad  fabulosa,  de  sus  ruinas, 
el  escaparate,  es,  a  veces,  como  un  voceador  de 
mercadería  para  el  viajero;  la  leyenda,  la  gran- 
deza, la  fábula  se  abajan  y  entran  en  charlatane- 
rías y  falsificaciones  de  buhonero. 

Sí  tiene  Toledo  aparadores  característicos  en 
su  mejor  y  más  concurrida  vía;  dos,  cinco,  diez. 
Dominan  sobre  el  conjunto  de  la  vulgaridad. 
Allí  están:  dentro  de  su  paralelógramo  de  cristal, 
cada  uno  de  ellos  es  una  exposición  deslumbran- 
te: éste,  es  un  anaquel  de  santos;  el  otro,  un 
puesto  de  cacharros  azules;  el  de  más  allá,  una 
armería.  Esculturillas  y  estampas  sagradas, 
aquí;  adelante,  cantarillos  y  vasos  de  loza  de  Ta- 
lavera  de  la  Reina;  y,  por  todas  partes,  hojas  de 
acero  refulgente,  espadas,  puñales,  navajas,  con 
inscripciones  y  diseños  repujados,  damasquina- 
dos puños,  cofrecitos  y  joyeros  de  ataujía  primo- 
rosa, pequeñas  ánforas  sobre  cuyas  formas  pavo- 
nadas, se  entretejen  los  hilos  de  oro,  en  dibujos 
intrincados  y  sutiles... 

Al  contemplar  estas  chucherías  encantadoras. 


CERVANTES 


61 


y  estas  blancas  espadas,  y  estos  puñales  de  cu- 
bierta afiligranada,  sentí  el  hechizo  de  la  fantás- 
tica Toledo,  goda,  moruna,  judaica,  la  Toledo  de 
los  romances  viejos,  de  las  crónicas  misteriosas, 
de  los  orientales  placeres,  de  las  devotas  auste- 
ridades, de  los  heroí  smos  asombrosos,  de  las  tu^ 
multuosas  tragedias,  de  las  aventuras  de  retablo 
y  encrucijada,  de  los  amores  de  reja  y  desafío, 
de  la  Toledo  de  espada  y  de  puñal,  de  ánfora  y 
joyero,  de  vajilla  de  Talavera,  y  de  santas  y  po- 
licromadas esculturas. 

Aquí,  en  los  escaparates,  aunque  rebajada  y 
modernizada,  la  encuentro.  Pero  quiero  verla  en 
el  ambiente;  revivirla  en  el  recuerdo;  vivirla  en 
la  imaginación  y  la  evocación. 

^  ^  rUt 

Estoy  sentado  en  el  zócalo  de  piedra  que  ro- 
dea ei  centro  de  la  plaza  del  Zocodover.  El  re- 
loj, que  brilla,  como  un  ojo  bilioso,  en  lo  alto  del 
arco  de  la  Sangre,  acaba  de  sonar,  con  sus  cam- 
panas de  voces  juveniles,  las  once  de  la  noche. 
En  la  plaza,  ya  casi  sola,  se  levanta  uno  que 
otro  árbol  escueto.  Bajo  las  portaladas  vetustas, 
siguen  abiertos  y  vivamente  alumbrados,  los  ca- 
fés. En  lo  alto,  dominándolo  todo,  se  recorta  la 


62 


CERVANTES 


masa  rectangular  del  Alcázar,   Sus  torres   pun- 
tiagudas, pican  la  plata  sideral. 

Mi  soledad  comienza  a  estar  llena  de  visiones: 
cuadros  hechos  con  humo  de  colores  se  desen- 
vuelven en  la  obcuridad  de  la  memoria;  tumul- 
to de  turbantes;  vuelos  de  sedas;  matices  de  al- 
catifas; el  mercado  arábigo;  las  zambras;  los  jue- 
gos de  cañas  y  las  lizas;  y,  llena  de  sombra  y  de 
relámpagos,  la  procesión  de  los  autos  de  fe. 

Aqui  pasaron  todas  esas  cosas.  Y  como  soy 
un  libresco  empedernido,  comienzo  a  sacar  pa- 
peles de  la  estantería  de  los  recuerdos,  y  a  ho- 
jearlos y  a  buscar  los  pasajes  que  podrían  inten- 
sifica en  aquel  instante  mi  emoción  y  hacerme 
más  sensible  y  exaltada  la  realidad. 

Después  de  media  hora  me  levanto,  y,  a  im- 
pulsos de  mi  fantaseadora  curiosidad,  me  deci- 
do a  perderme  en  el  laberíntico  y  tentador  si- 
lencio de  la  ciudad.  Por  las  callejas,  de  áspero 
empedrado,  que  se  entretejen  confusamente,  por 
los  recodos  y  retorceduras,  por  las  cuestas  y  des- 
censos del  suelo,  voy,  entre  la  sombra,  agujerea- 
da de  cuando  en  cuando  por  los  amarillentos  fa- 
rolillos, como  si  fuese  por  una  ciudad  vista  en 
un  sueño.  Mis  pasos  tienen  ecos  que  se  reprodu- 
cen en  la  distancia.  Todas  las  casas  están  cerra- 
das. Las  paredes  de  las  fachadas,  altas,  negras, 
medrosas.  A  la  claridad  parpadeante  del  alum- 


CERVANTES 


63 


brado,  distingo,  en  un  lienzo  carcomido,  en  un 
muro  de  ladrillos  rotos,  a  lo  largo  de  las  aceras, 
ya  un  arco  románico,  ya  una  puerta  ojival,  ya 
un  ajimez  calado,  y  una  columna  gótica,  de  ca- 
pitel pesado,  y  en  la  clave  de  un  portalón  des- 
cascarado, un  borroso  escudo,  un  bajo-relieve 
heráldico,  una  escena  mística  tallada  en  el  gra- 
nito. Es  más  lo  que  adivino  que  lo  que  percibo; 
lo  que  infiero  y  sospecho  que  lo  que  miro.  So- 
bre esta  paz  profunda  cae  el  argento  de  las  es- 
estrellas. Llego  a  una  plazoleta.  Me  siento  en 
el  pórtico  de  una  iglesia,  desde  el  cual,  puedo 
alcanzar  una  parte  del  panorama.  Allá  abajo  se 
extiende  la  negrura  plateada  de  la  campiña  limi- 
tada por  los  collados  que  tapiza  el  espeso  y  obs- 
curo follaje.  Ya  no  hay  danza  de  luciérnagas  en 
ella.  Oigo  el  rumor  del  Tajo  invisible  y  adormi- 
lado. Vivo,  por  fin,  una  hora  antigua,  una  hora 
pretérita,  de  poesía  medioeval.  Divago  a  mis  an- 
chas por  entre  recuerdos  históricos  y  poemas  y 
leyendas. 

¿Qué  se  han  hecho  la  vida  presente,  la  agita- 
ción actual,  la  inquietud  activa  de  este  minuto 
angustioso  del  mundo?  ¿Dónde  están  las  noti- 
cias de  la  guerra  europea,  el  estremecimiento  de 
la  lucha  universal,  la  preocupación  de  los  pro- 
blemas modernos,  el  miedo  visionario,  la  espe- 
ranza nerviosa  que  nos  sacuden  incesantemen- 


64  CERVANTES 

te  el  espíritu?  Todo  se  ha  desvanecido  en  esta 
ciudad  fantasma,  en  esta  noche  feudal,  en  este 
laberinto  de  calles  morunas  y  palacios  castella- 
nos, en  esta  plazoleta,  en  cuya  tierra  gris  se  alar- 
ga ridiculamente  mi  sombra,  frente  a  este  paisa- 
je misterioso  que  la  luna  envuelve  y  deslíe. 

Y,  como  en  la  oda  de  Fray  Luis,  me  fingí  que 
el  río  sacaba  el  pecho  fuera,  y  empezaba  a  na- 
rrarme cuentos  de  hazañas,  de  encantamiento  y 
de  amor,  Y  el  espectro  de  la  intrépida  Isabel, 
mujer  de  Fernando  de  Aragón,  el  astuto,  cruza, 
paso  a  paso,  rodeada  de  su  séquito  de  damas  y 
pajes,  rumbo  al  claustro  de  San  Juan  de  los  E-e- 
3^es.  A  distancia,  recatado  y  severo,  revestido 
con  la  armadura  resplandeciente  y  sonante,  si- 
gue la  comitiva,  como  presa  de  un  penoso  ensi- 
mismamiento, el  prodigioso  capitán  don  Gonza- 
lo Fernández  de  Córdova,  Condestable  del  rei- 
no de  Ñapóles,  orgullo  de  la  época,  domador  de 
la  gloria.  ¿Estará  acaso  enamorado  el  Gran  Ca- 
pitán'? El  Tajo,  bajando  la  voz,  interpreta,  para 
mí,  la  Crónica  de  don  Hernando  del  Pulgar,  y 
me  aclara  las  alusiones  obscenas  de  las  Coplas 
de  Mingo  Revulgo. 

¡Media  noche!  El  sereno  la  grita;  el  reloj  la 
canta.  Después  de  rodeos  y  tanteos,  como  Dios 


CERVANTES  65 

me  da  a  entender,  vuelvo  a  mi  hotel;  entro  en 
mi  cuarto;  abro  el  balcón,  insaciado  todavia  de 
curiosidad  e  interés.  El  callejoncito,  la  cinta 
de  tiniebla,  conserva  aún  el  resplandor  de  su 
lentejuela,  de  su  farola  agonizante.  Pero  ahora 
tiene  una  luz  más,  en  la  altura  de  un  muro,  fren- 
te a  mi  balcón,  en  una  ventana  abierta.  De  ella, 
sale  un  sonido  constante,  rítmico  y  fino.  Yo, 
atisbo  el  interior.  Inclinada  sobre  una  máquina 
de  coser,  una  mujer,  trabaja.  Desde  donde  es- 
toy puedo  ver  un  pedazo  de  la  casa  pobre:  al- 
gunas sillas,  el  lecho,  una  cómoda,  un  cuadro. 
Sobre  la  mesa  de  la  máquina,  una  lámpara.  La 
cabeza  inclinada  de  la  mujer,  no  me  permite  ver 
el  rostro.  Mas  un  canturreo,  a  bocea  chiusa,  me 
hace  pensar  en  la  juventud,  tal  vez  en  la  belle- 
za, acaso  en  el  amor  y  en  la  melancolía.  Y,  urgi- 
do por  la  existencia  real,  abandono  los  recuer- 
dos de  las  gestas  gloriosas,  los  desfiles  suntuo- 
sos del  romancero,  las  arrogancias  del  Cid,  la 
entrada  del  Rey  Alfonso,  y  compongo  con  los 
últimos  hilos  de  la  fantasía — la  Penólope  eterna 
— un  cuentecito  becqueriano. 

La  vida  provinciana,  me  revela  sus  tristezas 
de  ahora. 

La  muchacha  y  yo,  frente  a  frente,  sin  cono- 
cernos, velamos.  Toledo  duerme  profundamente 
en  un  silencio  conmovedor. 

5 


66  CERVANTES 

II 

Sol  de  Castilla. 

De  codos,  en  el  carcomido  antepecho,  a  la 
orilla  del  desfiladero,  en  cuyo  fondo  corre  la  pu- 
lida lámina  del  Tajo,  gozo  de  la  belleza  y  la 
frescura  de  la  mañana.  Bajo  las  brillazones  del 
sol,  los  campos  toledanos  tienen  una  grave  y  se- 
rena alegría.  Ancha  la  vega,  silenciosa,  cruzada 
y  acotada  por  compactas  arboledas,  muestra  una 
placidez  majestuosa  como  de  inmensa  huerta 
conventual.  Los  olivares  trepan  por  el  collado 
frontero,  en  inmensas  manchas  verdinegras,  por 
entre  las  cuales  asoman  su  blancura  reluciente 
las  viejas  casas  de  campo  que  de  lejos,  por  su 
pesada  fábrica,  por  su  apariencia  claustral,  cau- 
san la  impresión  de  monasterios  diseminados  en 
el  monte. 

Al  pie  del  peñón  abrupto  en  que  se  asienta 
la  ciudad,  sobre  el  ocre  rojizo  de  la  tierra,  se 
agrupa  pintorescamente  el  caserío  del  Arrabal  y 
las  Covachuelas.  Y  un  puente  arcaico  levanta, 
atravesando  el  río,  sus  tres  fuertes  y  sobrios  ar- 
cos. En  el  confín  se  profundiza  el  azul  cenicien- 
to del  horizonte. 

Pero  el  día  avanza,  y  es  preciso  entrar  en  el 


CERVANTES  67 

corazón  de  Toledo  para  visitar  sus  tesoros.  Des- 
de Madrid  preparé  mis  datos  y  me  tracé  un  plan. 
Las  mudas  guías  bibliográficas  me  ayudaron  a 
necesitar  lo  menos  posible  de  los  ciceroni  locua- 
ces y  vulgares.  Ocupó  a  uno  de  ellos,  tan  sólo 
para  que  me  orientase,  con  prohibición  absoluta 
de  explicación  y  comentario.  Penetro  en  la  ciu- 
dad que  a  estas  horas,  las  diez  de  la  mañana, 
parece  no  haber  despertado  todavía.  En  el  aire 
de  vetustez  de  estas  calles  estrechas  zigzaguean- 
tes, penumbrosas,  apenas  hay  indicios  de  movi- 
miento. Por  un  empinado  callejón  va,  delante  de 
mi,  una  mujer  del  pueblo  de  pañuelo  en  el  busto, 
falda  corta  y  alta,  medias  azules  y  alpargatas 
plomizas.  Después  la  soledad;  después  una  bea- 
ta anciana;  y  otro  trecho  solitario;  y  un  sacerdo- 
te que  baldea;  y  al  cabo  de  mucho  tiempo,  en 
una  plazolilla  toda  gris  de  polvo,  un  hombre 
arriando  sus  cargados  borricos  que  andan  soño- 
lientos, cuellicaídos,  moviendo  sobre  la  frente  el 
bordado  adorno  de  la  cabezada.  Un  rechinante 
carrito  de  verduras.  Un  militar  de  uniforme  azul. 
Y  nada  más,  Calles,  plazas,  tapias,  todo  hermo- 
samente ruinoso;  todo  plácidamente  mudo.  La 
irregularidad  y  la  variedad  de  líneas  y  masas  en 
las  fachadas,  son  de  una  irresistible  fuerza  evo- 
cadora. Una  puerta  de  herradura,  que  tiene  ios 
ladrillos   carcomidos,   y   que   parece  una  boca 


68  CERVANTES 

abierta  que  enseñara  los  dientes  cariados.  La  co 
lumnilla  de  uu  lindo  ajimez,  cubierta  de  negruz- 
cas mordeduras.  Una  saliente  y  tupida  reja,  con 
su  lijado  triangular  y  sus  ménsulas   de  hierro 
mohoso.  De  cuando  en  cuando,  una  placa  in- 
completa de  azulejos   desteñidos.  De  distancia 
en  distancia  las  fachadas  destartaladas  de  una 
casa  señorial,  de  un  palacio,  con  sus  puertas  fe- 
rradas de  las  que  cuelgan  los  historiados  aldabo- 
nes. Una  fuente  de  brocal  gastado  en  torno  de 
la  cual  unas  cuantas  mujeres  calladas,  han  deja- 
do, en  el  suelo,  sus  cántaros  blancos.  Una  niña, 
sentada  en  la  escalerilla  de  un  postigo   tararea. 
E-emotisimamente,  uu  organillo  de  Berbería,  toca 
una  canción  madrileña.  Y  nada  más.  Las  casas, 
que  tienen  abierto  el  portón,  me  dejan  fisgar  una 
celosa  entrada  moruna,  con  sus  tableros  policro- 
mados; un  ángulo  de  patio  con  sus  tiestos  floreci- 
dos. Muy  pocas  figuras  humanas;  muy  pocas  vo- 
ces. Toledo  está  vacío;  Toledo  está  abandonado; 
Toledo  es  el  cementerio  de  sus  antiguos  mora- 
dores. 

Es  necesario  llegar  al  centro  para  percatarse 
de  que  Toledo,  aunque  débilmente,  vive.  Por 
allí  viene  un  grupo  de  canónigos;  por  allá  cruza 
un  gran  automóvil  atiborrado  de  oficiales;  los 
vendedores  ambulantes  vocean;  las  tiendas  se 
suceden  y  se  aprietan  en  las  vías  de  lento  trán- 


CERVANTES 


69 


sito.  En  los  salones  del  café  hay  varias  mesas 
ocupadas.  La  gente  marcha  sin  apresuramiento 
ni  apreturas,  en  un  escaso  y  pobre  desfile.  Mas 
todo  este  lienzo  provinciano  está  aquí  como 
prestado,  como  forzado.  Es  de  un  chocante  ana- 
cronismo. Las  piedras  y  las  personas  no  se  po- 
nen de  acuerdo.  Las  piedras  ostentan  fiereza  y 
grandeza;  las  gentes  sencillez  y  apocamiento. 
La  alegría  de  las  piedras  es  fastuosa  y  suntuosa; 
la  de  las  gentes  es  humilde  y  amanerada.  Las 
piedras  se  han  vestido  de  encajes,  y  adornado 
con  relabrados  de  orfebrería,  o  bien  se  atavían 
de  hierro,  embrazan  escudos,  soportan  cascos  y 
cargan  bordaduras  heráldicas;  o  bien  se  ahuecan 
para  recibir  santos  de  mármol,  o  llevan  sobre 
los  pulidos  cerramientos  retablos  esculpidos.  Las 
gentes  carecen  de  elegancias  presuntuosas,  y 
visten  provincianamente,  sin  excesos  de  lujo,  sin 
ostentaciones  vanidosas. 

Las  piedras  poseen  una  elocuencia  oriental; 
saben  historias;  narran  fábulas,  conocen  la  poe- 
sía árabe;  hablan  latín,  y  recitan  versículos  he- 
braicos. Las  gentes  parecen  despreocupadas  y 
hasta  olvidadas  de  tanta  sabiduría.  Las  piedras 
son  viejas,  están  desmoronándose  por  todas  par- 
tes, pero  pregonan  eviternidad.  Las  gentes  de- 
jan entrever  su  sello  perecedero  y  caduco.  Y  es 
que  las  piedras  viven;  recuerdan  tristezas,  pía- 


70  CERVANTES 

ceres,  heroísmos,  sacudimientos  de  libertad,  es- 
fuerzos de  piedad.  Y  las  gentes,  entre  las  pie- 
dras, viven  también,  aunque  una  existencia  re- 
bajada, callada  y  obscura,  que  se  asemeja  y 
acerca  a  la  muerte.  El  alma,  vigorosa  y  maravi- 
llosa, irradia  de  las  piedras;  y  tímida  y  amodo- 
rrada se  esconde  en  las  carnes... 


«  -íí  « 

En  el  corredor  de  la  casa  del  Greco,  sentado 
en  la  banca  mural,  de  ladrillos  gastados,  me  re- 
creo, mirando  el  jardín.  No  es  grande  y  las  pa- 
redes que  lo  limitan  son  bajas.  Desde  el,  en  el 
sitio  en  que  estoy,  se  ve  ascender  la  ciudad;  se 
ven  las  líneas  de  las  casas  subir,  suavemente  es- 
calonadas, hasta  recortar  el  horizonte  diáfano. 
Es  un  espectáculo  de  época;  es  el  siglo  xvi  que 
se  pone  delante  de  mí,  en  muros  severos,  de  ven- 
tanas simétricamente  dispuestas,  con  su  fría 
austeridad  de  monasterio.  El  jardín  está  capri- 
chosamente sembrado  de  plantas  que  florecen, 
y,  que,  sin  embargo,  por  su  verde  polvoroso,  por 
su  aspecto  mustio,  producen  la  impresión  de  que 
son  tan  viejas  como  el  edificio.  Una  fuentecilla 
secular,  deja  caer,  desde  la  altura  de  su  gastado 
pilón  de  piedra,  el  chorro  cansado  y  turbio.  El 


CERVANTES 


71 


sol,  en  plenitud,  sobredora  este  rincón,  apacible 
y  huraño. 

Los  pilares  leprosos  del  corredor,  proyectan 
hacia  dentro  y  en  oblicuo,  una  cinta  de  sombra. 
¡Qué  paz  siente  el  espíritu;  qué  alejamiento;  qué 
anonadamiento!  ¡Ah,  casa  decrépita,  senil  pala- 
cio del  avariento  Samuel  Levi,  y  del  refinado  y 
diabólico  Enrique  de  Yillena,  cómo  se  conoce 
que  te  habitaron  hombres  exquisitos,  almas  con- 
templativas y  sutiles!  El  Greco  te  aderezó  y  te 
adaptó  a  su  raro  y  admirable  sentido  estético. 
Albergaste  un  día  la  riqueza;  escondiste  en  tus 
subterráneos  el  tesoro  de  Aladino;  otro  día  en- 
cubriste la  mágica  sabiduría;  y  bajo  tu  techo 
abrió  las  alas,  llamado  por  el  cabalístico  conjuro, 
el  ángel  Asrael;  pero  lo  que  vale  en  ti  más  que 
todo,  es  haber  tenido  la  gloria  de  abrigar  los  en- 
sueños luminosos  del  Arte.  Domenico  Theotoco- 
puli,  descansando  en  este  mismo  lugar,  concibió 
las  visiones  celestiales,  el  séquito  de  ángeles 
alargados  y  de  figuras  que  parecen  copiadas  en 
cóncavos  espejos.  Tal  vez  aquí,  en  una  hora 
como  ésta,  mientras,  frente  al  caballete,  untaba 
sobriamente  en  la  paleta  sus  cuatro  colores  fa- 
voritos, hablaba  de  cosas  ascéticas,  con  su  ami- 
go el  venerable  maestro  Fray  Juan  de  Avila. 

Toledo  entero  está  lleno  de  este  espíritu  en- 
fermo de  la  divina  locura  del  genio.  Toledo  es 


72  CERVANTES 

del  Greco;  nadie  le  puede  disputar  esta  sobera- 
nía. Es  su  dominio;  su  feudo;  su  monumento. 

He  visitado  las  iglesias,  los  palacios,  las  for- 
talezas, las  ruinas,  las  mezquitas,  las  sinagogas; 
el  portento  de  la  Catedral  que  sobrecoge  como 
el  misterio  del  viás  allá;  el  alcázar  poblado  de 
espectros  esplendentes.  El  arte  mudejar,  la  ar- 
quitectura muzárabe,  las  maderas  incrustadas  de 
nácar,  las  techumbres  sobrecargadas  de  marfil; 
las  alharacas,  que  son  graníticas  bordaduras,  y 
han  removido  en  mí,  el  mundo  fantástico  de  los 
recuerdos.  Lasjoj^as,  de  trémula  pedrería;  las 
vestiduras  de  brocado  magnifico;  las  capas  mag- 
nas de  gemados  diseños;  los  tapices  de  colorido 
inmarcesible  me  han  herido  los  ojos  con  deslum- 
bramientos de  milagro.  El  sepulcro  de  don  Al- 
varo de  Luna,  el  sarcófago  del  Cardenal  Men- 
doza; la  espada  de  Alfonso  VI;  las  insignias  del 
Cardenal  Cisneros;  el  San  Francisco  de  Asís  de 
Alonso  Cano,  limpiaron  en  mi  fantasía  el  pano- 
rama de  la  historia.  He  soñado  leyendas,  he  re- 
citado romances,  viendo  templar  una  hoja  de 
acero,  junto  a  una  vieja  fragua,  y  contemplando 
en  su  capilla  silenciosa,  al  Cristo  de  la  Vega. 

Mas  cosa  ninguna  me  ha  tocado  el  corazón  ni 
me  ha  producido  emoción  más  honda  que  el  rin- 
cón de  la  iglesia  de  Santo  Tomé,  donde  viví 
quién  sabe  cuántos  siglos  en  el  breve  tiempo  en 


CERVANTES  73 

que  logró  mi  alma  alcanzar  la  elevación  del  éx- 
taxis,  ante  el  muro  que  sostiene  el  prodigio  del 
Entierro  del  Conde  de  Orgaz. 

*  *  « 

Al  concluir  mi  larga  meditación  en  el  jardín 
de  la  casa  del  Greco,  del  formidable  inmortali- 
zador  de  la  España  devota  y  caballeresca,  ende- 
recé mis  pasos  hacia  el  rumbo  opuesto;  atravesé 
la  plaza  del  Zocodover,  pasé  por  debajo  del  Arco 
de  la  Sangre,  y  me  detuve  frente  a  un  caserón 
pringoso  y  obscuro,  en  cuyo  patio  se  desgrana- 
ba materialmente,  un  veterano  coche  de  camino. 
Era  la  posada  del  Sevillano.  Un  forastero  pobre, 
de  aspecto  hidalgo,  de  aguileno  rostro,  manco  y 
gallardo,  se  hospedó  en  esta  posada.  Llamábase 
el  tal,  Miguel  de  Cervantes  Saavedra. 

Y  cuéntase  que  en  alguno  de  estos  aposentos 
escribió  una  de  las  fábulas  más  hermosas  y  típi- 
cas de  la  lengua  castellana.  ¿Quién  ha  oído  ha- 
blar por  ahí  de  La  Ilustre  Fregona...? 

Luis  G.  URBINA 


74  CERVANTES 


SONETOS 


El  infolio. 

¡Cuan  soberbio  festín  a  la  polilla, 
oh,  raro  libro,  en  tu  vejez  procuras, 
albergado  entre  bárbaras  lecturas, 
oprobio  del  idioma  de  Castilla! 

Si  hogaño  indocto  mercader  te  humilla, 
yo  sabré  celebrar  tus  donosuras, 
que  es  tu  fondo  venero  de  aguas  puras, 
y  tu  lenguaje  sabia  maravilla. 

En  nuestra  edad,  como  ninguna  triste, 
nadie,  mejor  que  tú,  las  desoladas 
voces  de  los  caídos  interpreta. 

Y  en  tus  albores  por  misión  hubiste 
ilustrar  con  tus  juicios  las  veladas 
de  un  santiaguista  clérigo  y  poeta. 


CERVANTES  76 

Fray  Luis  de  Granada. 

El  bello  anochecer  de  primavera 
Granada  ve,  desde  abacial  ventana, 
cuando  el  recio  clamor  de  una  campana 
recuérdale  que  el  pulpito  le  espera. 

Ya  pregonó  la  cristiandad  entera 
triunfos  de  su  oratoria  soberana; 
y  es  pasmo  de  la  corte  lusitana 
el  hijo  de  la  humilde  lavandera. 

Sus  homilías,  cual  fecundo  riego, 
al  pecho  llegan,  que  el  dolor  abate, 
y  son  del  justo  peregrina  loa. 

Y  al  percibir  las  cláusulas  de  fuego, 
inflamada  en  piedad,  por  Cristo  late 
como  un  inmenso  corazón,  Lisboa.      " 


Flor  de  Germania. 

¡Sonata  melancólica  de  piano, 

tejida  con  furores  y  ternezas! 

Tú  hermanaste  muy  bien  con  mis  tristezas 

un  solemne  crepúsculo  aldeano. 


76  CERVANTES 

¿Dónde  estará  la  prodigiosa  mano 
que  descifrarte  suele?  ¿Dónde  rezas 
las  plegarias,  y  copias  las  fierezas 
del  corazón  del  músico  germano? 

Pues  tu  poder  sonata,  reverencio, 

vuelva  la  melodía  fascinante 

a  interrumpir  el  vesperal  silencio. 

Hazme  ver  cómo  el  alma  se  redime, 
al  escuchar  las  notas  de  un  andante 
que  habla  en  tono  menor  de  algo  sublime. 


i 


El  gran  don  Francisco. 

Por  la  famosa  puente  de  Toledo, 
anciano,  sin  doblones  y  tullido, 
a  padecer  venganzas  del  valido, 
preso  camina  el  inmortal  Quevedo. 

Cuan  limpio  lleva  el  ánimo  de  miedo, 
pronto  lo  hará  saber  el  perseguido, 
cuando  en  León  pesares  dé  al  olvido 
con  fe  cristiana  y  ejemplar  denuedo. 


CERVANTES 

Si  el  cáncer  le  permite  algún  reposo, 
los  monjes  han  de  ver  cómo  recita 
con  versos  gongorinos,  rimas  claras. 

Y  esculpirá  un  soneto  religioso, 

para  escribir  después  a  Margarita: 

— Fueses  menos  ramera  y  más  ganaras. - 


Tiempos  duros. 

De  lejos  vuelve  derrotado  y  pobre, 
y  en  las  horas  de  aspérrima  campaña, 
lustrar  le  vieron  el  honor  de  España 
las  firmes  tierras  y  la  mar  salobre. 

Nunca  será  que  su  altivez  recobre; 
ya  Marte  y  Venus,  en  fatal  compaña 
le  invalidaron  para  toda  hazaña, 
y  si  el  oro  sembró,  mendiga  el  cobre. 

Harto  de  pompas  vanas  y  placeres, 
no  siente  los  rasgones  de  su  traje 
ni  el  desvio  glacial  de  las  mujeres. 

Tan  sólo  juzga  superior  ultraje 
contemplar  en  dintel  de  mercaderes 
el  heroico  blasón  de  su  linaje. 


77 


CERVANTES 


78 

Mirabile  visu. 

No  preguntes,  mujer,  cuál  atavio 
mejor  tus  perfecciones  realzara. 
Siempre  triunfan  las  rosas  de  tu  cara, 
y  tu  ingénito  y  magno  señorío. 

De  tu  hermosura  el  hondo  poderío, 
a  quien  te  mira  esclavitud  depara; 
en  todo  corazón  logras  un  ara, 
y  el  culto  ves  con  singular  desvío. 

Soy  tu  esclavo  sin  ansias  de  rescate 
si  veste  luces  de  negror  severo; 
cuando  gobiernas  victorioso  yate. 


Ya  la  ceñida  falda  te  recojas 

por  esquivar  los  charcos  del  sendero 

que  el  otoño  pobló  de  mustias  hojas. 

Luis  BARREDA 


CERVANTES  79 


JUANA  BORRERO 

Una  María  Bartkiesíchief,  cubana. 
f  en  la  Habana  el  12  de  marzo  de  1896. 


«II  semble  que  la  femme  soit  plu8 
que  nous  snjette  aux  destinées.  Elle 
les  subit  avec  une  simplicitó  bien  plus 
grande.  Elle  ne  lutte  jamáis  sincere- 
ment  contre  elles.  Elle  est  encoré  plus 
pres  de  Dieu  et  se  livre  avec  moins  de 
reserve  a  l'action  puré  du  mystére.» 

MaeterlinK,  «Sur  les  íemmes.» 


Mientras  los  hombres  hacen  sus  daños,  arma- 
dos y  llenos  de  odios,  en  la  crueldad  de  la  gue- 
rra, allá  en  la  isla  de  Cuba  una  rara  niña,  una 
dulce  y  rara  niña  penetra  en  la  sombra  mortal, 
delante  de  los  tristes  ojos  de  sus  hermanos,  y 
paréceme  que  vuelve  el  rostro  como  para  decir 
adiós,  y  que  su  mano  traza  un  rasgo  enigmático 


80  CERVANTES 

que  anuncia  la  esperanza  de  un  futuro  momento 
consolador;  tal  una  blanca  visión,  en  un  miste- 
rioso castillo  antiguo,  al  perderse  en  una  puerta 
llena  de  obscuridad  en  el  imperio  del  silencio, 
en  una  hora  inmemorial. 

Cuba  ha  sido  para  el  naciente  pensamiento 
de  América,  isla  cara  y  gloriosa,  pues  pudo  allí 
aparecer  después  del  gran  Marti  aquella  alma 
excepcional,  alma  soñadora  que  se  llamó  Julián 
del  Casal,  y  al  lado  suyo  su  hermana  de  espíri- 
tu, esa  extraña  virgen  hoy  difunta,  Juana  Bo- 
rrero,  que  por  cerebral  y  vibradora  y  artística 
puede,  en  medio  distinto,  ser  colocada  a  la  par 
de  María  Bartkiestchief. 

Como  la  slava,  fué  escritora  y  pintora;  como 
la  slava,  tuvo  curiosos  ensueños  de  grandezas 
legendarias;  como  la  slava,  poseyó  la  dicha  de 
la  belleza,  si  bien  en  esa  cubana  imperaba  la  rica 
y  quemante  belleza  de  la  criolla.  No  la  vi  nunca 
en  Cuba,  pero  por  su  retrato  sé  de  sus  copiosos 
cabellos  obscuros,  de  sus  ojerosos  y  grandes 
ojos  negros,  de  su  boca  de  fuertes  y  sensuales 
labios,  y  de  la  tristeza  profunda  y  distintiva 
que  envolvía  toda  su  persona,  poniendo  en  ella 
algo  de  desterrada  o  de  nostálgica.  Así  partió 
de  este  mundo,  llevando  sus  flores  espirituales, 
su  virginidad,  sus  ensueños  y  su  magia. 

Era  la  amada  y  creo  que  la  prometida  de  uno 


CERVANTES  81 

de  los  dos  hermanos  Uhrbach,  encantadores  y 
generosos  poetas. 

Por  Carlos  Uhrbach  sabemos  que  aquella  ni- 
ña tropical  no  amaba  el  sol.  Dice  el  desolado  jo- 
ven: «Se  ha  juzgado  a  Juana  Borrero  un  tempe- 
ramento de  fuego.  Están  en  un  error  los  que  asi 
afirman.  Ella  no  tenía  nada  de  tropical;  sólo  su 
aspecto  pudiera  hacer  creer  que  había  nacido 
en  esa  zona.  Siempre  soñaba  con  brumas.  Ale- 
mania la  seducía,  y  su  imaginación  se  desenca- 
denaba para  volar  a  la  Selva  Negra,  o  rasgar 
con  el  filo  jamás  embotado  de  sus  alas  los  cau- 
dales neblinosos  que  envuelven  el  Rhin.» 

«Yo  sueño  con  un  clima  extraño — me  decía — , 
donde  nunca  haya  sol.  ¡Ah!,  el  sol  es  mi  primer 
enemigo.»  Y  se  complacía  con  lujo  de  imágenes 
en  desplegar  a  los  ojos  de  mi  mente  panoramas 
septentrionales,  paisajes  de  hielo,  castillos  cir- 
cundados de  pinos,  lejanías  crepusculares,  lagos 
helados  y  comarcas  pobladas  de  abetos. 

Y  yo,  confidente  de  esos  desvarios  ansiosos, 
la  escuchaba,  la  escuchaba  sugestionado  por  la 
magia  fascinadora  de  su  verbo.  ¡Oh,  cuan  leja- 
nas me  parecen  esas  palabras!  Sus  ecos  revibra- 
rán  mientras  viva  en  mi  corazón...» 

Julián  del  Casal  ha  dejado  entre  sus  versos 
una  canción  que  celebra  a  la  sororal  Virgen 
Triste: 

6 


82  CERVANTES 

Tú  sueñas  con  las  flores  de  otras  praderas. 

nacidas  bajo  cielos  desconocidos, 

al  soplo  fecundante  de  primaveras 

que,  avivando  las  llamas  de  tus  sentidos 

engendren  en  tu  alma  nuevas  quimeras. 

Hastiada  de  los  goces  que  el  mundo  brinda, 
perenne  desencanto  tus  frases  hiela; 
ante  ti  no  hay  coraje  que  no  se  rinda. 
Y,  siendo  una  inocente  como  Graciela, 
pareces  tan  nefasta  como  Flox'inda. 

Nada  de  la  existencia  tu  ánimo  encanta; 

quien  te  hable  de  placeres,  tus  nervios  crispa; 

y  temores  secretos  en  ti  levanta 

como  si  te  acosara  tenaz  avispa 

o  brotaran  serpientes  bajo  tu  planta. 

No  hay  nadie  que  contemple  tu  gracia  excelsa, 
que  eternizar  debiera  la  voz  de  un  bardo, 
sin  que  sienta  en  su  alma  de  amor  el  dardo; 
cual  lo  sintió  Lohengrin  delante  de  Elsa, 
y,  al  mirar  a  Eloisa,  Pedro  Abelardo. 

Al  roce  imperceptible  de  tus  sandalias, 
polvo  místico  dejas  en  leves  huellas, 
y  entre  las  adoradas,  sola  descuellas; 
pues  sin  tener  fragancia  como  las  dalias, 
tienes  más  resplandores  que  las  estrellas. 


ú 


CERVANTES  83 

Viéndote  en  la  baranda  de  tus  balcones, 
de  la  luna  de  nácar  a  los  reflejos, 
imitas  una  de  esas  castas  visiones, 
que  teniendo  nostalgia  de  otras  regiones, 
ansian  de  la  tierra  volar  muy  lejos. 

Y  es  que  al  probar  un  día  del  vino  amargo 
de  la  vid  de  los  sueños,  tu  alma  de  artista, 
huyendo  de  su  siglo  materialista, 
persigue  entre  las  sombras  de  hondo  letargo 
ideales  que  surgen  ante  tu  vista, 

¡Ah!  Yo  siempre  te  adoro  como  un  hermano, 

no  sólo  porque  todo  lo  juzgas  vano 

y  la  expresión  celeste  de  la  belleza, 

sino  porque  en  ti  veo  ya  la  tristeza 

de  los  seres  que  deben  morir  temprano. 

Ese  profeta  de  la  muerte  no  se  equivocó.  El 
partió  antes;  había  asimismo  en  su  faz  la  triste- 
za especial  que  señala  a  los  seres  que  deben 
temprano  morir,  y  que  en  lo  antiguo  indicaría 
una  predilección  de  los  dioses.  Parece  que  estos 
seres  fuesen  de  vuelo  hacia  una  región  señalada, 
y  que  en  su  peregrinación  se  equivocasen  de 
senda  y  se  hallasen  de  pronto  perdidos  en  la  ás- 
pera selva  de  esta  existencia. 

A  esas  almas,  aun  en  medio  de  la  primavera, 


84  CERVANTES 

en  pleno  florecimiento  vital,  queridas  de  la  glo- 
ria o  amadas  del  amor,  diríase  que  alguna  po- 
tencia, insensible  y  fatal,  está  de  continuo  ha- 
ciendo señas  desde  la  entrada  de  la  tumba.  La 
muerte  les  produce  cierta  atractiva  impresión 
desconocida  para  el  resto  de  los  humanos.  En 
una  carta  intima  dice  Juana  Borrero:  «A  pesar 
de  que  algunos  me  juzgan  tan  venturosa,  hay 
en  mi  alma  abismos  tan  profundos  de  tristeza  y 
sinsabores  tan  ocultos,  que  muchas  veces  anhelo 
la  muerte  consoladora  de  todas  las  amarguras. 
En  estos  momentos  en  que  me  atormenta  des- 
piadado el  insomnio,  cruzan  por  mi  cerebro 
ideas  tan  lúgubres  que  me  producen  un  desalien- 
to inmenso...!» 

Y  Uhrbach  nos  cuenta:  «Juana  Borrero  tuvo 
el  presentimiento  de  su  prematuro  fin.  Amaba 
la  muerte,  y  al  mismo  tiempo  le  producía  horror. 
Este  dualismo  no  será  comprensible,  pero  fué 
un  hecho  real. 

En  las  noches  melancólicas  de  la  luna,  cuando 
la  Naturaleza  parecía  narcotizada  por  la  lumbre 
fría  de  los  astros,  recitábame  las  inmortales  ri- 
mas que  le  consagró  el  pobre  Casal,  y  cuando 
llegaba  al  último  verso,  «porque  en  ti  veo  la 
honda  tristeza  de  los  seres  que  deben  morir  tem- 
prano», su  cabeza  hacía  signos  afirmativos  y  su 
voz  desfallecía,  desvaneciendo  sus  timbres  flébi- 


CERVANTES  85 

les,  como  se  apagan  las  notas  musicales  en  las 
penumbras  de  los  templos.» 

Yo  me  imagino  el  dolor  de  ese  artista  enamo- 
rado que  no  llegó  al  triunfo  de  la  posesión,  y 
que  no  volverá  a  encontrar  sobre  la  tierra  a  su 
Leonora  «nunca  más».  Y  es  de  llorar  con  gran 
desolación  por  esas  desaparecidas  flores  que  se 
creerian  imposibles  en  la  común  vegetación  fe- 
menina, y  que  tan  sólo  se  encuentran  a  modo 
de  sorpresas  que  lo  desconocido  pone,  de  cuan- 
do en  cuando,  a  la  mirada  del  poeta. 

Esas  almas  femeninas  tienen  en  sí  una  a  ma- 
nera de  naturaleza  angélica  que  en  ocasiones  se 
demuestra  con  manifestaciones  visibles;  son 
iguales  en  lo  íntimo  a  los  hombres  elegidos 
del  ensueño,  y  sus  compañeras  terrenales,  in- 
conscientes o  instrumentos  de  las  potencias 
ocultas  del  mal,  son  los  principales  enemigos  de 
todo  soñador.  «Parece — dice  Maeterlink — que 
la  mujer  estuviese  más  que  nosotros  sujeta  a  los 
destinos.»  Y  si  ello  es  una  verdad  de  la  vida 
profunda,  lo  es  más  con  respecto  de  esas  muje- 
res de  excepción.  Así  el  destino  tuvo  a  esta  po- 
bre y  armoniosa  niña  encadenada  a  una  tibra  in- 
cógnita y  divinamente  magnética,  por  la  cual 
venían  a  ella  los  temblores  supremos  del  miste- 
rio, pero  la  cual  era  cortada  coa  fatal  avaricia 
por  las  manos  de  la  muerte. 


86  CERVANTES 

Deja  cuadros  y  poesías  la  adoradora  de  Boti- 
celli  y  de  Dante  Gabriel  Rosetti. 

El  libro  de  los  versos  de  esta  privilegiada 
doncella,  ya  célebre  en  su  isla  maternal  y  en 
gran  parte  de  América,  debía  ser  acompañado 
de  otro  libro  epistolario,  en  el  que  se  documen- 
tase la  psicología  de  la  Bartkiestchief  hispano- 
americana. Más  que  los  hombres,  las  mujeres  se 
transparentan  en  las  cartas,  desde  los  rasgos 
que  investiga  el  grafólogo  hasta  la  expresión 
que  encierra  el  secreto  de  sus  sentidos,  de  sus 
nervios,  de  sus  visiones.  Siento  no  tener  el  libro 
raro  de  las  poesías  de  Juana  Borrero,  para  dar 
alguna  muestra  de  su  manera  y  vuelo.  Apenas 
verán  mis  lectores  estos  versos  tristes,  dedicados 
a  un  amado  poeta: 

Escuchando  las  notas  aladas 

que  surgen  vibrantes  de  tu  arpa  de  oro, 

se  han  llenado  mis  ojos  de  lágrimas, 

y  ha  subido  a  mi  boca  uu  sollozo, 

escuchando  las  notas  aladas 

que  surgen  vibrantes  de  tu  arpa  de  oro. 

Yo  no  sé  lo  que  tienen  tus  rimas, 

que  al  llenar  mi  alma  de  triste  dulzura, 

me  recuerdan  la  imagen  querida 

de  un  ser  adorado  que  duerme  en  la  tumba! 


I 


CERVANTES  87 

Misterioso  poder  de  las  rimas, 

que  llenan  mi  alma  de  triste  dulzura... 

Canta,  joh  bardo!;  tus  cantos  evocan 
en  mi  pecho  enfermo  profunda  tristeza, 
y  se  puebla  mi  mente  ardorosa 
de  febriles,  fugaces  quimeras, 
cuando  escucho  tus  cantos  que  evocan 
en  mi  pecho  enfermo  profunda  tristeza. 

Y  estos  otros  a  una  amiga: 

Aunque  sólo  la  vieron  mis  ojos  en  noche  remota, 
no  he  podido  borrar  de  mi  mente  la  imagen  hermosa. 

Sobre  el  fondo  sombrío  del  palco,  las  luces  radiosas 
le  ceñian  de  bucles  de  fuego  luciente  corona; 
negro  traje  de  raso  y  encaje  cubría  sus  formas, 
modelando  del  talle  correcto  la  curva  graciosa; 
se  veían  sus  brazos  de  nieve  cubiertos  de  blonda; 
en  el  pecho  llevaba  prendido  un  ramo  de  rosas. 

Pero  yo  comprendía^  al  mirarla,  que  no  era  dichosa, 
que  al  través  del  raudal  de  su  risa  vibrante  y  sonora, 
expiraba  el  gemido  profundo  de  intensa  congoja. 

Ü     AJA     «It 
<«í     W     W 

Hay  de  ella  sonetos  admirables,  a  lo  Casal, 


88  CERVANTES 

llenos  de  sensualismo  místico,  extrañísimo,  en 
el  cual  quizá  encontraríamos  la  influencia  del 
poeta  de  Nieve,  tan  celebrado  por  su  maestro 
Verlaine  y  por  el  poderoso  Huyssmans. 

¡Pobre  y  adorable  soñadora  que  ya  no  es  más 
de  este  mundo!  ¡Flores  para  la  flor!  ¡Bien  reso- 
narían para  ella  las  palabras  que  lamentaron  la 
muerte  de  la  dulce  Ofelia! 

Yo  saludo  a  la  Virgen  que  asciende  a  un  bal- 
cón del  Paraíso,  en  donde  estará  como  la  amada 
de  Rosetti  o  la  Rowena  de  Poe;  mas  es  más 
hondo  mi  lamento  si  considero  que  ese  ser  es- 
pecial ha  desaparecido  sin  conocer  el  divino  y 
terrible  secreto  del  amor... 

Rubén  DARÍO 


CERVANTES  89 


Epístola  a  Manolo  González 


Festejando  su  reválida. 

Amigo  ingeniero:  Fraternas  razones 
y  afectos  de  siempre,  te  van  en  mi  esquela; 
hoy  que  finalizan  tus  arduas  lecciones 
y  das,  diplomado,  tu  adiós  a  la  Escuela. 

¡Hagamos  memoria!  Los  gratos  extremos 
del  pasado,  encarnen  su  antigua  apariencia. 
Volvamos  los  ojos  a  ayer;  evoquemos 
las  rosadas  horas  de  la  adolescencia... 

Cuando  el  alma  joven  y  el  ingenio  vivo 
planeaban  juntos  su  vuelo  primero, 
e  iban  tus  miradas  de  hombre  reflexivo 
sondando  el  enigma  de  lo  venidero. 

Absorto  mirabas  cómo  a  un  participio 
de  portentos,  daban  luminosidad 


90  CERVANTES 

los  Números;  gérmenes  de  todo  principio; 
claros  e  inmutables  como  la  verdad. 

Ellos  te  auguraban  futuros  poderes 

de  insólitas  fuerzas,  de  huestes  gregarias; 

decian  la  sólida  voz  de  los  talleres 

y  el  vital  estruendo  de  las  maquinarias. 

Las  causas  creaban  seguros  efectos, 
el  triunfo  ofrendaba  cercanas  preseas; 
en  tanto  ajustaba  la  mente  proyectos 
en  un  engranaje  continuo  de  ideas. 

y  tú  que  tenias  el  temple  tan  fino, 
viste,  con  serena  ciencia  de  analista, 
que  era  el  desempeño  de  tu  alto  destino 
menester  de  sabio  y  opinión  de  artista. 

La  norma  aritmética,  tan  fija,  tan  varia, 
y  estos  artificios  de  maga  destreza, 
bajo  su  apariencia  tan  utilitaria, 
esconden  un  puro  canon  de  belleza. 

¡Son  bellas  las  máquinas,  son  inteligentes! 
Unas,  trepidantes,  de  enorme  osadía; 
otras,  delicadas,  finas,  sonrientes; 
todas,  admirable  fuente  de  energía... 


CERVANTES  91 

La  fórmula  exacta  que  el  cálculo  trajo, 
en  los  materiales  imprimió  sus  huellas; 
el  juego  dinámico  combinó  el  trabajo 
y  encarnó  el  ensueño  teórico  en  ellas. 

Y  enseñan  que  toda  quimera  probable, 
al  tiempo  que  fluye,  se  torna  lograda 
si  extiende  el  estudio  su  pauta  admirable 
y  afianza  sobre  ella,  la  labor,  su  azada... 

Asi  tú;  nutrido  de  procedimientos, 
dueño  de  una  sabia  percepción  moderna; 
fuiste  introduciendo  perfeccionamientos 
en  tu  originaria  mecánica  interna. 

Al  salto  opusiste  la  cuerda  medida, 
al  impulso  loco,  seria  contramarcha; 
y  obediente,  entonces,  adquirió  tu  vida 
el  ritmo  perfecto  de  un  motor  en  marcha... 


envío. 

¡Honremos  tu  título  como  a  cosa  eterna! 
El  es,  en  tu  vida,  mural  medianero; 
acaba  la  noble  tutela  paterna 
6  inicia  el  dominio  del  Yo  verdadero. 


92  CERVANTES 

Con  él,  más  valiente  so  afronta  el  acaso, 
él  es  la  segura  ración  cotidiana; 
descarta  el  inquieto  temor  del  fracaso 
y  afirma  el  sosiego  feliz  del  mañana... 

Señor  licenciado:  no  ignora  el  discreto 
los  justos  valores  qne  animan  en  él. 
La  verdad  es  una,  y  tú  en  el  secreto... 
¡Salud  y  dineros,  amigo  Manuel! 


Tiendecitas  de  Turcos. 

A  NÉSTOR  DE  LA  TORRE 

Bazares  de  la  calle  de  Triana 

que  aportáis  en  un  vuelo  transparente, 

a  la  febril  exaltación  urbana 

las  muelles  laxitudes  del  Oriente. 

Tiendecitas  de  Turcos.  El  vedado 
enigma,  a  ojos  extraños  encubierto 
por  los  hijos  del  Líbano  sagrado 
a  nuestro  asombro  occidental  abierto... 

Mediodía.  Las  puertas  entornadas 
en  una  perezosa  oscuridad. 
Fuera,  el  sol;  avalancha  desatada 
sobre  la  actividad  de  la  ciudad. 


CERVANTES 

Y  en  medio  de  las  calles  febricientes, 
estas  tiendas  de  raras  mercancías. 
¡Tiendecitas  de  Turcos!  Complacientes 
para  las  más  plurales  fantasías... 

Que  ocultan  en  doradas  soñaciones 
toda  una  vida  multiforme  y  quieta; 
y  un  desfile  de  exóticas  visiones 
para  mis  entusiasmos  de  poeta. 

Cofrecillos  de  sándalo  labrados, 
para  guardar  espléndidos  tesoros, 
y  junto  a  los  jarrones  repujados 
damasquinados  de  puñales  moros; 

porcelanas  de  brillos  irreales, 
sedas  en  fastuosa  algarabía, 
recamados  tapices  orientales 
y  luminarias  de  bisutería... 

Al  braserillo  brujo  de  los  sueños 
echa  el  alma  sus  gomas  regaladas, 
y  ve  brotar  al  pronto  los  ensueños 
que  narran  las  leyendas  perfumadas; 

y  evoca  el  soñador  que  en  una  hora, 
cernida  de  celeste  claridad, 
trajo  un  bello  navio  de  Bassora 
todas  las  maravillas  de  Bagdad... 


93 


^^  CERVANTES 

Bazares  de  la  calle  de  Triaua:  <y 

¡Valor  alucinante  de  otra  tierra! 
¡Toda  una  ardiente  historia  musulmana, 
de  opio  y  amor,  vuestro  mutismo  encierra! 

Y  como  centro  de  este  raro  encaje, 
un  hombre  que  nos  mira  indiferente; 
en  la  muñeca  el  bárbaro  tatuaje 
y  el  gorro  griego  en  la  serena  frente. 

¡Vendedores  de  rostros  apostólicos, 
que  llevan  en  la  boca  una  oración 
y  en  los  rasgados  ojos  melancólicos 
una  mirada  de  resignación! 

¡Ojos  que  han  visto  en  épocas  lejanas, 
cargadas  con  los  frutos  del  harón, 
pasar  las  dromedarias  caravanas 
por  los  caminos  de  Jerusalén; 

o  atravesando  el  arenal  sonoro, 
vieron  un  día  aparecer  al  fin, 
el  Cairo  con  sus  cúpulas  de  oro 
y  los  fragantes  pinos  de  Efrain! 

Hoy,  alejados  de  la  costa  cara. 

sus  almas  van,  en  misterioso  acuerdo, 


CERVANTES 

tendiendo  sobre  el  mar  que  los  separa 
la  puente  milagrosa  del  recuerdo... 

Todo,  mientras  se  aduermen  poco  a  poco, 
|.  y  la  memoria  pinta  en  el  sentido, 

la  esclava  de  ojos  negros,  que  en  el  zoco 
vieran  a  un  mercader  desconocido... 

¡Bazares  de  la  calle  de  Triana! 
Alma  oriental  que  en  Occidente  habita. 
¡Todo  un  fantasmagórico  nirvana 
en  medio  del  vivir  cosmopolita...! 

Tomás  MORALES 


95 


96  CERVANTES 


SOLEDAD 


Mi  camino  está  solo:  no  veo  una  mano  blanca 
que  me  despida  o  que  me  espere. 

Mi  camino  está  obscuro  y  es  aún  largo;  no  hay 
reflejos  de  viejo  marfil  a  mis  espaldas,  ni  ante 
mis  ojos  la  alborada  triunfal  de  un  cuerpo  joven. 

Suelo  estar  muy  triste.  Bajo  la  máscara  gro- 
sera, ejemplar  de  mi  raza,  vibra  angustiada  mi 
sensibilidad  de  otros  pueblos. 

Anoche  tuve  paz:  se  anunció  la  llegada  de  los 
zeppelines;  todo  Paris  quedó  en  tinieblas,  y  en 
la  negrura  de  la  ciudad  inmensa,  vi  la  luz  mo- 
desta de  mi  esperanza. 

He  estado  en  teatros,  conciertos,  cafés  y  casas 
de  té;  en  todas  partes  la  misma  gracia,  idéntica 
sonrisa...  para  los  otros. 

En  el  metro,  ya  tarde,  hay  afluencia  de  viaje- 
ros; las  formas  se  confunden,  existen  facilida- 
des...; pero  yo  siempre  regreso  solo  a  mi  hotel. 


CERVANTES  iJ7 

No  comprendo  esta  hora;  a  veces  soy  brutal — 
¿herencia  o  rebeldía?—;  con  frecuencia  atento, 
cordial,  sencillo,  casi  ingenuo;  pero  invariable- 
mente, cuando  llego  a  mi  cuarto,  estoy  solo. 

Ignoro  el  porvenir,  ¡a  Dios  gracias!,  mas  tengo 
fe  en  algo  justo;  creo  en  mi  derecho  como  ani- 
mal, ya  que  no  como  hombre,  y  la  ley  biológica 
pondrá  un  día  en  mi  camino,  como  para  el  in- 
secto el  mineral  o  la  planta,  la  caricia  largo 
tiempo  esperada. 

Francisco  Onezco  MUÑOZ 


París,  enero  12  de  1917. 


98  CERVANTES 


La  casa  de  los  abuelos. 


La  imagen  que  mejor  sintetiza  la  casa  de  mis 
abuelos,  es  la  de  un  árbol:  corpulento,  frondoso, 
antiguo  y  solitario...  Las  hojas  son  amarillas  y 
grandes,  láminas  de  oro  imponderable,  que  se 
desprenden  fatalmente,  en  la  serenidad  de  la 
tarde,  dejando  una  sensación  de  bondad  y  de 
paz  infinitas. 

Los  nietos  pequeños  juegan  con  la  santa  ho- 
jarasca, cuyo  lenguaje  no  comprenden;  pero  que 
más  adelante,  a  cierta  edad,  en  determinados 
días,  escucharán  con  recogimiento  en  el  fondo 
del  alma. 

Feancisco  Orozco  MUÑOZ 


CERVANTES  99 


Figuras   contemporáneas. 


Goy  de  Silva. 

(Juicio  crítico  del  ilustre  filólogo  y  profesor  de  Filosofía  y  Letras 

de  la  Universidad  Central,  don  Julio  Cejador,  p-ra  su 

«Historia  de  la  Lengua  y  Literatura  Castellana».) 


De  entre  los  escritores  contemporáneos  más 
jóvenes  que  no  sólo  prometen,  sino  que  ya  dan 
frutos  sazonados,  por  haber  llegado  a  entera 
madurez,  acaso  el  último  en  fecha  que  se  ha 
dado  a  conocer,  es  Ramón  Goy  de  Silva,  que 
tiene  veintisiete  años,  pues  nació  en  1888  en  El 
Ferrol.  Acaso  a  muchos  lectores  no  les  suene 
este  nombre   y  quizá  les  suene  demasiado    el 


100  GERVAN  riiS 

calificativo  que  yo  le  dé.  No  lo  extrañaría,  por- 
que tampoco  a  mi  me  sonó  hasta  pocos  días  ha, 
que  me  eucontré  en  casa  con  sus  libros.  En  el 
apicarado  vivir  de  esta  menguada  España  de 
hoy  campan  por  sus  respetos  los  monipodios  o 
monopolios  políticos,  industriales,  comerciales, 
literarios  y  de  todo  jaez  con  tan  desvergonzada 
cuquería,  que  el  que  en  alguno  de  ellos  no  tenga 
parte,  y,  por  dignidad  personal,  quiera  vivir 
independiente  y  alejado  de  los  currinches,  don- 
de se  dan  patentes  de  valer  y  se  bombean  extre- 
madamente las  obras  de  los  compinches,  puede 
tener  por  cierto  que  nadie  le  conocerá,  y  que 
sus  obras  caerán  en  el  público  con  el  sosegado 
silencio  de  los  copos  de  nieve  por  enero,  y  que, 
como  ellos,  se  derretirán  y  se  los  llevará  el  olvi- 
do a  las  pocas  horas. 

¿Quién  es  don  Ramón  Goy  de  Silva?  Nada  sé 
de  él  más  que  lo  apuntado,  y  lo  que  he  podido 
averiguar  de  sus  obras  para  mi  Historia  de  la 
Literatura.  No  tengo  el  gusto  de  conocerle  per- 
sonalmente, y  a  mi  requerimiento  por  carta,  no 
ha  dado  por  contestación  otras  noticias  que  las 
que  aquí  irán  saliendo.  Sus  obras  publicadas 
son: 

La  Reina  Silencio,  tragedia  simbólica,  1911. 

Sueños  de  noches  lejanas,  poemas  legendarios 
en  prosa,  1912. 


CERVANTES  101 

En  el  bosque  de  la  diosa  Milita. 

Amytis,  esposa  del  rey  SaosduJcin. 

El  coloquio  de  los  astros. 

El  Eco,  drama  en  tres  actos,  estrenado  en  el 
teatro  Español  el  6  de  marzo  de  1913. 

La  de  los  Siete  Pecados,  poemas  bíblicos  en 
prosa,  1913. 

Myriam,  la  de  los  Siete  Pecados. 

Salomé,  la  del  velo  de  los  siete  colores. 

Cleopatra,  7'eina  de  las  esfinges. 

BelMs,  reina  de  Saha. 

La  Corte  del  Cuervo  Blanco,  fábula  escénica, 
en  cuatro  jornadas  y  un  prólogo,  1914. 

El  sueño  de  la  reina  Mah,  1914. 

El  Reino  de  los  Parias,  poema  simbólico,  en 
prosa,  1914. 

Sirenas  Mudas,  drama  en  tres  actos,  estrenado 
en  el  teatro  de  la  Princesa  el  10  de  mayo 
de  1915. 

La  Caja  de  Pandora,  inédito  libro  de  poesías, 
premiado  por  la  Real  Academia  de  la  Poesía  en 
un  concurso  de  El  primer  libro.  Comprende  dos 
partes:  Cantos  de  Muerte  y  Esperanza  y  Cuentos 
de  Schahrazada. 

He  leído  y  estudiado  La  Reina  Silencio,  La 
Corte  del  Cuervo  Blanco,  El  sueño  de  la  reina 
Mab,  El  Reino  de  los  Parias  y  Sirenas  Mudas. 
Por  estas  obras,  me  atrevo  a  decir  que  la  litera- 


102  CERVANTES 

tura  castellana  tiene  en  Goy  de  Silva  la  flor  de 
las  más  halagüeñas  esperanzas,  a  juzgar  por  es- 
tos ya  sazonados  frutos,  que  le  aseguran  maciza 
fama. 

La  Reina  Silencio  (1911),  es  la  tragedia  de  la 
Muerte,  sin  precedente  en  la  dramática  univer- 
sal. La  Corte  del  Cuervo  Blanco  (1914),  es  «la 
comedia  del  Amor.  En  torno  de  ambas  concep- 
ciones, del  más  humano  simbolismo,  cantan  o 
gimen,  vuelan  o  se  arrastran,  las  pasiones  de  la 
vida». 

Así  hace  hablar  el  autor  a  Shakespeare,  y  há- 
cele  hablar  con  toda  modestia  y  verdad. 

La  tragedia  de  la  muerte,  del  más  allá,  del 
misterio,  que  a  todos  nos  hace  continuamente 
pensar,  no  habia  sido  llevada  jamás  al  arte,  y 
Goy  de  Silva  la  ha  llevado  en  La  Reina  Silencio 
por  manera  acabada.  Arte  simbólico  es,  porque 
de  otra  manera  no  sé  yo  que  pudiera  presentar- 
se en  las  tablas,  ni  entiendo  quepa  ser  tratado 
como  real  lo  que  está  más  allá  de  la  realidad; 
pero  la  concreción  en  personajes  casi  reales,  y 
en  fábula  y  acción  casi  real,  es  un  esfuerzo  de 
ingenio  por  parte  del  autor,  que  sólo  puede 
compararse  con  el  que  campea  en  La  Vida  es 
Sueño,  de  Calderón.  No  hay  aquí  las  nebulosi- 
dades metafísicas  del  Fausto,  que,  con  todo  el 
suyo,  no  supo  convertir  en  cuerpo  el  gran  Goe- 


CERVANTES 


103 


the;  todo  es  claro  y  diáfano,  mañero  y  llano.  La 
Reina  Silencio  es  la  Muerte,  que  acoge  en  su 
misterioso  y  cerrado  palacio  a  todos  los  pere- 
grinos y  viandantes;  es  decir,  a  todos  los  morta- 
les, que  todos  van  a  parar  a  él,  valiéndose  de 
sus  hijas,  los  siete  pecados  capitales,  simboliza- 
dos en  siete  princesas,  cada  una  vestida  de  uno 
de  los  siete  colores,  que  atraen  a  los  hombres 
hasta  arrastrarlos  a  dar  en  manos  de  la  terrible 
reina. 

«La  disputa  de  vuestra  posesión  (dice  al  pere- 
grino, al  hombre,  una  de  las  princesas,  uno  de 
los  pecados  capitales),  destruiría  la  armonía  que 
nos  une,  y  nos  obligaría  a  volver  nuestra  ponzo- 
ña contra  nosotras  mismas,  cayendo  en  vuestro 
poder.  ¡Oh!  El  mortal  que  nos  poseyera  a  todas, 
sería  puro,  del  mismo  modo  que  el  color  es  blan- 
co cuando  concentra  en  sí  los  siete  matices  del 
iris.»  El  poeta  que  tal  pensamiento  ha  tenido,  y 
así  lo  ha  sabido  vestir  con  esta  galana  metáfora, 
es,  sin  duda,  un  excelso  poeta.  ¿Qué  le  sucede  a 
cada  peregrino  al  llegar  al  palacio  de  la  silencio- 
sa reina  de  la  muerte?  Este  es  el  misterio  que  el 
gran  poeta  nos  descubre,  y  que  yo  no  quiero 
empañar  esbozándolo  aquí  con  torpes  palabras. 
La  obra  toda  es  de  una  sobriedad  y  armonía  clá- 
sicas; de  una  tan  clara,  recia  y  esmerada  labor, 
que  parece  labrada  de  finísimo  alabastro,  que  a 


104  CERVANTES 

mí  se  me  antoja  veteado  de  negro.  Es  obra  de 
maestro  que  no  da  golpe  en  vano,  que  cincela  a 
lo  seguro,  sacando  del  material  de  primera  in- 
tención lo  que  llevaba  bien  pensado  y  delineado, 
hasta  en  sus  más  menudos  perfiles,  allá  dentro 
en  su  idea  de  artista. 

El  dramático  francés  Edmundo  Rostand,  con 
su  Chantecler,  y  el  dramático  belga  Mauricio 
Maeterlinck,  con  su  Pájaro  azul,  han  henchido 
el  mundo  de  su  fama  los  años  pasados.  Estrena- 
ron en  París  estos  dos  maravillosos  dramas  sim- 
bólicos, en  los  cuales  representaban  pedazos  del 
vivir  humano,  mediante  fábulas  de  animales, 
representativas  de  las  humanas  pasiones,  al 
modo  que  los  representó  Esopo  en  sus  fábulas 
narrativas  de  origen  indiano,  y  tras  él,  los  de- 
más fabulistas,  aunque  en  acción  más  compleja 
y  en  forma  más  dramática, 

París  es  el  escaparate  del  mundo,  donde  se 
hace  el  alarde  de  las  obras  artísticas,  donde  los 
voceros  de  la  fama  las  trompetean  después  a  los 
cuatro  vientos.  El  género  fabulesco  dramatizado 
no  es  una  novedad.  Aristófanes  lo  inventó  y  na- 
die lo  ha  emparejado  hasta  hoy.  El  simbolismo 
dramático,  por  el  cual  las  pasiones  se  represen- 
tan, no  ya  mediante  animales,  sino  mediante 
personajes,  humanos  y  vivos  en  las  tablas,  tuvo 
su  más  acabada  y  sublime  expresión  en  España, 


CERVANTES  105 

en  los  famosos  Autos,  y  ni  Goethe,  en  la  segun- 
da parte  del  Fausto,  ni  poeta  alguno,  llegó  en 
fuerza  plástica  ni  en  alteza  de  concepción  a 
nuestro  Calderón  de  la  Barca.  Por  estas  tierras 
de  España,  donde,  con  toda  la  fanfarronería  que 
graciosamente  nos  cuelgan,  no  suelen  sonar  los 
grandes  ingenios  hasta  siglos,  a  veces,  después 
de  fallecidos,  porque  no  nos  damos  la  maña  de 
los  franceses,  o  no  tenemos  la  vanidad  de  ellos, 
apenas  es  conocido  Ramón  Goy  de  Silva,  autor 
de  dramas  simbólicos  tan  estupendamente  her- 
mosos, que  se  les  han  casi  pasado  de  vuelo  a  los 
críticos.  ¿Conoce  el  lector,  vuelvo  a  repetir, 
como  ingenio  famoso  a  Ramón  Goy  de  Silva? 
Supongo  que  no,  y,  sin  embargo,  yo,  sin  ser  pro- 
feta, aseguro  que  lo  será  en  lo  venidero.  Cual- 
quiera supondrá  que  es  un  imitador  de  Rostand 
V  Maeterlinck,  como  suelen  serlo  los  más  de 
nuestros  poetas  de  los  poetas  franceses.  Pues, 
para  gloria  de  la  literatura  española,  hay  que 
saber  que  los  dramas  de  Goy  de  Silva  sobrepu- 
jan en  valor  artístico  al  famoso  Chanteder,  que 
ha  galleado  demasiado  y  nos  tiene  atronadas  las 
orejas  con  su  quiquiriquí.  Aquí,  aunque  no  so- 
mos gallos  o  galos  para  cacarear,  nunca  faltaron 
ingenios  soberanos  que  se  les  adelantasen  y  les 
ganasen.  «Aún  no  habían  lanzado  su  canto  a  los 
humanos  el  gallo  Chanteder  de  Edmundo  Ros- 


106  CERVAN  TES 

tand,  ni  El  Pájaro  azul  de  Mauricio  Maeterlinck; 
ni   se  había  despertado   de  su  sueño   milenario 
La  bella  durmiente  del  bosque^  al  mágico  conjuro 
de  Sarah  Bernhardt,  cuando  este  Cuei'vo  Blanco 
estaba  ya  cautivo  en  mi  jardín.»    Así  dice  el  au- 
tor, bien  asistido  de  razón.    «Quise  exhibirlo  al 
mundo,  en  el  primer  escenario  de  España,  antes 
de  que  llegaran  otros  animales,  y  al  Cuervo  y  a 
su  Corte  les  llevó  al  clásico  corral  del  Príncipe. 
Pero,  más  tarde,  un  dramaturgo  amigo,  usando 
de  su  derecho,  anunció  el  envío  de  El  Caballero 
Lobo  al  mismo  lugar,  con  su  acompañamiento  de 
osos,  zorros  y  lobeznos,   etc.   Yo,  entonces,   te- 
miendo lógicamente  por  mis  pájaros,   dicho   sea 
con  cierto  humorismo,  los  retiré  de  allí,  conside- 
rando que  no  sería  prudente  reunir  en  un  mismo 
corral   aves   con  cuadrúpedos,   cuyos   nombres 
eran  un  tanto  alarmantes,  aunque  luego  resulta- 
ron de  la  condición  más  noble  y  humana.  Algún 
tiempo  después,  volví  a  mi  intento   de  exposi- 
ción;  pero  son  tantas,  diversas  y  fastuosas  las 
aves  que  forman  el  cortejo  del   Cuervo  Blanco, 
que  no  hallé  empresa  capaz  de  alojarlas  y  exhi- 
birlas con  el  debido  decoro.  La  Prensa,  en  cam- 
bio, me  prestó  noblemente  su  concurso,  y  El  Li- 
beral y  el  Heraldo  de  Madrid,  primero,  y  más 
tarde  Le  Temps,  de  París,  publicaron  fragmen- 
tos de  esta  fábula  y  amables  artículos  laudato- 


CERVANTES  107 

rios,  antes  de  que  El  Caballero  Lobo  y  Chante- 
cler  se  hubieran  dado  al  público...»  El  día  10  de 
enero  de  1908,  publicó  el  Heraldo  de  Madrid  la 
noticia  de  haber  sido  entregada  a  la  Dirección 
del  teatro  Español  La  Corte  del  Cuervo  Blanco, 
con  otros  curiosos  pormenores  de  esta  fábula. 
En  22  de  enero  de  1909  se  estrenó  El  Caballero 
Lobo.  El  23  de  enero  de  1909  publicó  el  Heral- 
do de  Madrid  un  artículo  de  Ricardo  Baeza,  fe- 
chado en  Tánger  el  12  del  mismo  mes,  en  el  que 
se  trata  especialmente  de  La  Corte  del  Cuervo 
Blanco.  El  10  de  enero  de  1910,  publicó  El  Li- 
beral un  articulo  de  Francisco  Villaespesa,  titu- 
lado La  Corte  del  Cuervo  Blanco  (con  una  escena 
de  esta  obra),  en  el  que  este  príncipe  de  la  poe- 
sía hace  un  elogio  de  la  fábula  de  Groy  de  Silva. 

El  20  de  febrero  de  1910  publicó  Le  Temps, 
de  París,  el  argumento  de  La  Corte  del  Cuervo 
Blanco,  con  un  comentario  amable  del  glorioso 
maestro  Pérez  Galdós.  Una  semana  después  se 
estrenó  Chantecler.  El  7  de  marzo  de  1913  pu- 
blicó La  Cori'espondencia  de  España  un  artículo 
de  Ricardo  J.  Catarineu,  en  el  que  este  ilustre 
crítico  literario  dedica  algunos  elogios  a  la  fá- 
bula en  cuestión.  El  1.°  de  julio  de  1913  publi- 
có El  Liberal  el  prólogo  de  La  Corte  del  Cuervo 
Blanco. 

La   Corte  del  Cuervo  Blanco,  o  sea  la  tradi- 


108  CERVANTES 

ción,  lo  que  siempre  sucedió,  sucede  y  sucederá 
en  el  mundo,  consiste  en  la  lucha  del  alma  por 
alcanzar  el  amor.  Es  el  famoso  mito  de  Psiche 
y  Adonis,  tan  graciosamente  contado  por  Apule- 
yo  en  El  Asno  de  oro,  que  arranca  de  las  máa 
añejas  tradiciones,  como  eruditamente  ha  pro- 
bado Bonilla  en  su  libro  El  Mito  de  PsycMs, 
Barcelona,  1908.  Pero  no  sólo  cuanto  a  la  forma 
dramática  es  cosa  nueva,  inventada  por  Goy  de 
Silva,  sino  cuanto  al  asunto  en  todo  su  desen- 
volvimiento. Diríase  que  Goy  de  Silva  no  tenía 
noticia  de  semejante  leyenda.  La  Mariposa,  tra- 
ducción del  griego  psiche,  alma  y  mariposa  a  la 
vez,  es  la  vida;  el  Ruiseñor  es  el  amor,  vestido 
de  trovador  antiguo.  En  La  Corte  del  Cuervo 
Blanco,  símbolo  de  la  tradición,  del  mundo  siem- 
pre igual  a  sí  mismo,  el  poderoso  señor  Cuervo 
Blanco  quiere  casar  a  la  Mariposa  con  el  Ruise- 
ñor, apoyando  las  bodas  la  Abeja  o  laboriosidad, 
el  Buho  o  la  sabiduría,  que  prevé  lo  futuro  y 
saca  de  la  mentira  la  verdad;  el  Cacatúa  o  la 
elocuencia.  En  cambio  opónense  a  tales  bodas 
el  Rey  Mariposón,  que  desea  casar  a  su  hija  la 
Mariposa  con  el  Moscardón  o  la  ambición  de 
occidente,  y  por  sus  propios  intereses  apóyanle 
la  Mosca,  sierva  de  la  Muerte,  y  el  Murciélago, 
espíritu  del  mal.  Por  consejo  del  Buho  y  del 
Cacatúa,  esto  es,  de  las  ideas,  que   «son  la  luz 


CERVANTES 


109 


que  ilumina  las  negruras  del  cerebro»  y  de  las 
palabras,  que  «son  los  diversos  matices  con  que 
dicha  luz  se  manifiesta»,  logra  el  Ruiseñor  del 
Mariposón  le  cederá  la  mano  de  su  hija  si  se 
presenta  él  aliado  del  Águila  o  la  fuerza  (1),  y 
logra  del  Águila  su  alianza  con  la  promesa  de 
que,  en  casándose,  heredera  las  riquezas  del 
Mariposón;  así  intimida  el  Amor  a  las  Riquezas 
con  la  Fuerza,  y  engolosina  a  la  íuerza  con  las 
Riquezas,  logrando  la  mano  del  Alma,  vencien- 
do antes  los  ardides  del  Cuervo  Negro  y  de  to- 
dos sus  secuaces,  ministros  del  mal,  y  dejando 
la  corte  del  Cuervo  Blanco,  una  vez  vencedores 
y  desDosados,  porque,  como  dice  el  Ruiseñor, 
«si  queremos  ser  dichosos,  preciso  es  que  aban- 
donemos este  lugar,  donde  luchan  las  pasiones 
rastreras».  El  asunto  es  de  los  más  filosóficos  e 
importantes  que  han  trabajado  las  cabezas  de 
los  mortales,  la  consecución  del  amor  y  de  la 
consiguiente  felicidad  humana.  La  fábula  en 
que  cuaja  el  autor  el  asunto  es  cosa  nueva  y 
más  humana  acaso  que  la  mitológica  de  los  dio- 
ses en  que  lo  cuajaron  y  concretaron  los  autores 
paganos,  tanto  en  Grrecia  como  en  la  India.  La 
manera  de  desenvolver  la  fábula  es  mañosísima 
y   muy  bien    llevada,    entreverando   pequeños 


(1)     El  símbolo,  máa  bien,  de  la  bélica  Germauia. 


lio 


CERVANTES 


episodios,  en  los  que  entran  otros  personajes, 
entre  los  que  son  notables  la  Cotorra  o  publici- 
dad, y  el  Mochuelo  o  cortesano  satírico  y  burlón, 
algo  asi  como  el  bufón  de  corte.  No  hay  senten- 
cia ni  dicho  que  no  encierre  alguna  realidad 
grave  de  la  vida.  El  lenguaje  es  digno  y  apro- 
piado. En  su  género  es  obra  maravillosa.  La  for- 
ma dramática  refuerza,  además,  el  apólogo,  y  lo 
engrándese  una  acción  bien  tramada  y  de  fon- 
do hondamente  filosófico.  La  comedia  de  Goy 
de  Silva  es  más  humana,  más  sencilla,  más  pro- 
funda, más  acabada  que  el  Chanteder  y  M  pája- 
ro azul. 

El  sueño  de  la  reina  Mah  (1914)  y  ¿JZ  Reino 
de  los  Parias  (1914),  son  cortas  fantasías  simbó- 
licas en  prosa  narrativa,  con  pinceladas  realis- 
tas de  fuerte  trazo  y  de  honda  filosofía  en  el 
contenido. 

En  resumen:  estas  obras  maestras  del  género 
simbólico  (no  simbolista,  de  los  líricos  franceses) 
no  han  sido  sobrepujadas  por  los  más  afamados 
ingenios  modernos  de  fuera  de  España,  y  en 
nuestra  misma  patria  sólo  pueden  quedar  asom- 
bradas por  la  deslumbradora  luz  de  La  vida  es 
sueño,  de  Calderón.  A  pesar  de  sus  cortos  años, 
el  autor  muestra  un  juicio  asentado  y  discreto, 
una  extensa  y  bien  digerida  cultura,  pensar  hon- 
do y  de  pocos,  concepción  dramática,  firme  y 


CERVANTES 


111 


amplia,  expresión  sincera  y  refinada,  ejecución 
acabada.  En  el  arte  del  simbolo  no  hay  quien  le 
dé  alcance. 

Cualquiera  diria  que  Goy  de  Silva  no  sabe 
salir  del  símbolo,  donde  se  mueve  con  la  sol- 
tura de  un  maestro  incomparable.  Pero  no  es 
así.  El  Eco  (1913)  y  Sirenas  Mudas  (1915)  son 
dramas  que  prueban  no  quedar  reducido  su  in- 
genio al  arte  simbólico.  Dramas  realistas,  llenos 
de  vida  moderna,  de  intensa  emoción  trágica 
para  adentro,  lucha  de  las  almas  sin  sangre  ni 
estruendos — .  Goy  de  Silva  es,  por  todo  esto, 
indiscutiblemente,  una  de  las  fuertes  columnas 
de  las  últimas  manifestaciones  literarias  de  Es- 
paña, ñrme  sostén  de  un  arte  grande,  noble, 
moderno  y  castizo  a  la  vez. 

Julio  CEJADOR 

Madrid  -  MCMXV 


NOTA. — En  el  número  próximo  publicaremos 
un  fragmento  de  La  Corte  del  Cuervo  Blanco, 
con  el  permiso  especial  que  Goy  de  Silva  ha  con- 
cedido a  Cervantes. 


112  CERVANTES 


Los  problemas  mexicanos 


Síntesis  sociológica. 

La  impresión  dominante  respecto  de  la  situa- 
ción mexicana,  no  sólo  en  el  extranjero,  sino  en 
México  mismo,  es  la  de  que  es  un  absoluto  caos. 

Las  causas  que  cada  Gobierno,  cada  caudillo, 
cada  conspirador,  cada  político  o  cada  escritor 
exponen,  como  motivos  de  la  Revolución  Mexi- 
cana, son  tan  numerosas  y  tan  divergentes,  unas 
inmediatas,  otras  remotas,  que  casi  es  imposible 
comprenderlas. 

La  conclusión  más  sencilla  que  las  inteligen- 
cias perezosas  o  los  caracteres  impacientes  han 
sacado  de  esta  multiplicidad  de  motivos,  es  que 
el  pueblo  mexicano  tiene  una  incorregible  ten- 
dencia al  desorden  y  a  la  guerra,  y  que,  por 
consiguiente,  es  un  enfermo  imposible  de  curar. 

El  número  de  Presidentes  de  México  en  un 


CERVANTES  113 

siglo,  es  casi  tan  grande  como  el  número  de 
caudillos,  generales  o  cabecillas  que  en  los  últi- 
mos seis  años  se  han  llamado  a  sí  mismos  «Go- 
bierno legítimo»  de  México. 

Han  pretendido  ser  Gobierno  de  México  to- 
das las  formas  posibles  de  administración,  desde 
un  Gobierno  brutalmente  militar,  sin  organiza- 
ción de  ningún  género,  como  el  de  Zapata  o 
Villa,  hasta  un  Gobierno  con  apariencias  abso- 
lutamente democráticas,  pero  sin  cabeza,  como 
derivado  de  la  Convención  de  Aguascalientes. 

Los  países  extranjeros  no  saben  de  México 
sino  lo  que  dicen  los  títulos  de  las  noticias  de  la 
Prensa,  las  cuales  se  refieren  exclusivamente  a 
hazañas  sanguinarias,  batallas,  asaltos,  voladu- 
ras de  trenes,  hecatombes,  fusilamientos,  prisio- 
nes, destierros,  etc.,  etc. 

A  juzgar  por  la  clase  de  informaciones  que  el 
pueblo  americano  ha  estado  recibiendo  con  res- 
pecto de  México,  la  situación  de  aquel  país  es 
un  caos  completo,  y  de  ese  caos  la  mayor  parte 
del  pueblo  americano  no  saca  nada  en  claro  ni 
aun  los  hombres  que  se  supondría  que  deben 
entender  esa  situación,  por  falta  de  lineamien- 
tos  generales  de  interpretación  de  los  hechos 
ocurridos. 

Un  estudiante  o  un  sabio  que  quisiera  enten- 
der y  seguir  paso  a  paso  los  fenómenos  que  se 


114  CERVANTES 

producen  en  la  probeta  del  químico,  o  en  el  re- 
cipiente de  cultivos  del  bactereologista,  o  en  el 
crisol  del  metalurgista,  o  un  botánico  que  qui- 
siera seguir  minuto  a  minuto  el  desarrollo  de  la 
semilla  o  del  injerto,  se  encontrarían  igualmente 
desorientados. 

Ni  los  fenómenos  químicos,  ni  los  fenómenos 
biológicos,  ni  los  fenómenos  sociológicos,  pue- 
den estudiarse  por  la  observación  directa  de  los 
elementos  en  el  momento  de  que  están  efectuán- 
dose procesos  de  transformación,  sino  que  es 
preciso  conocer  la  naturaleza  de  los  elementos, 
observar  el  estudio  previo  de  los  mismos,  y  pos- 
teriormente, los  fenómenos  que  sobre  ellos  se 
han  realizado. 

Para  comprender  los  fenómenos  sociológicos 
se  necesita,  más  que  todo,  no  una  explicación 
concreta  de  cada  uno  de  los  hechos  que  se  reali- 
zan, sino  interpretación  general  de  la  serie  de 
hechos  realizados  y  de  su  proceso  evolutivo. 

Trataré  de  hacer  una  interpretación  científica 
de  la  situación  Mexicana. 


Situación  geográfica. 

Geográficamente,  México  es  una  alta  mesa 
triangular,  con  su  vórtice  hacia  el  Sur  y  su 


CERVANTES  115 

base  hacia  el  Norte,  comprendida  entre  dos  ca- 
denas de  montañas,  de  las  cuales  nna  corre  pa- 
ralela al  golfo  y  otra  paralela  al  Pacífico. 

Esta  alta  mesa,  en  el  Norte,  es  seca  y  desier- 
ta, y  ha  sido  principalmente  el  criadero  de  ga- 
nado de  México.  En  la  parte  Sur  es  menos  seca 
y  menos  estéril,  siendo  esta  parte,  la  llamada 
propiamente  mesa  central,  la  región  de  los  ce- 
reales. La  vertiente  del  golfo,  húmeda  y  calien- 
te, es  rica  para  la  agricultura  tropical,  y  espe- 
cialmente dotada  de  yacimientos  petrolíferos;  la 
vertiente  del  Pacífico  es  seca  y  caliente;  pero 
bien  regada  por  nuestras  montañas,  constituye 
también  una  región  agrícola  importante.  Yuca- 
tán, un  desierto  de  piedra,  sin  más  producción 
que  el  henequén,  es  una  región  especial,  como 
la  Baja  California. 

Las  cadenas  de  montañas  que  corren  parale- 
lamente el  golfo  y  el  Pacífico,  y  que  se  entrela- 
zan para  formar  la  alta  mesa  central,  no  consti- 
tuyen meros  espinazos,  sino  que,  abarcando 
grandes  regiones,  forman  la  extensa  parte  mon- 
tañosa de  México,  y  son  la  región  mineral  del 
país. 

Por  mucho  tiempo  se  consideró  a  México 
como  un  país  de  maravillosa  riqueza. 

Más  tarde  se  tuvo  la  idea  de  que  era  un  país 
de  extrema  pobreza.  La  verdad  es  que  México 


116  CERVANTES 

tiene  grandes  riquezas  inexplotadas,  que  requie- 
ren grandes  capitales,  y  una  gran  suma  de  tra- 
bajo para  su  desaroUo. 


Población. 

Desde  el  punto  de  vista  de  su  población,  Mé- 
xico es  un  pais  tan  poco  conocido  como  desde 
el  punto  de  vista  geográfico. 

Se  habla  del  pueblo  mexicano  y  de  los  carac- 
teres de  ese  pueblo  sin  saber  que  el  pueblo  me- 
xicano o  la  raza  mexicana  no  es  un  elemento 
definitivo,  sino  una  población  que  desde  hace 
cuatrocientos  años  está  continuamente  cambian- 
do y  se  encuentra  aún  en  vías  de  formación. 
Las  razas  indígenas  que  existían  antes  de  la 
conquista  española,  se  contaban  por  cientos.  En- 
tre ellas  las  había  de  caracteres  tan  distintos  y 
tan  opuestos,  que  difícilmente  se  encontraría 
otro  país  con  un  número  tal  de  razas  diferentes. 

Solamente  por  comodidad  intelectual  se  habla 
del  «indio  de  México»  en  vez  de  hablar  de  los 
«cientos  de  razas  indígenas  de  México». 

Al  efectuarse  la  conquista  española,  la  pobla- 
ción indígena  quedó  desde  luego  esclavizada. 
Más  tarde,  por  virtud  de  los  esfuerzos  de  los 
frailes  españoles  para  proteger  a  las  razas  indi- 


CERVANTES  117 

genas  de  México,  los  indios  dejaron  de  ser  es- 
clavos, para  pasar  a  un  estado  de  incapacidad 
legal. 

A  raíz  de  la  conquista,  comenzó  a  formarse 
lentamente  una  población  mestiza,  que  todavía 
se  continúa  formando  y  reformando  constante- 
mente día  por  día. 

En  México  no  hay  una  población  mestiza, 
propiamente  dicha,  con  caracteres  diferentes  del 
indio  o  diferentes  del  blanco,  sino  una  población 
mestiza  variable  que  en  ciertas  capas,  casi  se 
confunde  con  el  indio,  y  en  otras,  no  se  diferen- 
cia del  blanco. 

Por  lo  demás,  la  facilidad  con  que  el  blanco 
se  mezcla  con  el  mestizo  y  el  mestizo  se  mezcla 
con  el  indio,  hace  que  en  México  no  exista  pro- 
piamente una  cuestión  de  raza,  sino  una  mera 
cuestión  de  educación,  pues  tan  pronto  como  el 
indio  ha  sido  educado,  se  iguala  enteramente, 
para  los  efectos  sociales  con  el  mestizo. 

El  problema  de  la  población  consiste,  pues, 
en  unificar  y  hacer  homogénea  la  raza  mestiza, 
por  medio  de  la  educación  y  del  cruzamiento  de 
la  raza  indigena,  procurando  la  constante  diso- 
lución de  las  razas  blancas  inmigrantes  en  la 
raza  mestiza. 

Este  problema  no  presenta  dificultad  por  lo 
que  hace  al  cruzamiento  de  la  raza  india  con  la 


118  CERVANTES 

raza  mestiza,  pero  es  muy  serio  cuaudo  se  trata 
de  la  disolución  de  la  raza  blanca  inmigrante. 
La  inmigración  blanca  de  México  puede  clasifi- 
carse, por  su  número,  en  el  siguiente  orden: 
españoles,  norteamericanos,  italianos,  franceses, 
ingleses  y  alemanes.  De  los  inmigrantes  blancos 
de  México,  el  español,  casi  siempre  se  asimila, 
de  tal  manera,  que  después  de  una  generación, 
puede  decirse  que  todos  los  españoles  son  mexi- 
canos. 

Lo  mismo  puede  decirse  del  italiano  y  de 
otros  inmigrantes  de  origen  semítico:  árabes, 
armenios,  etc. 

El  alemán  es,  después  del  español  y  del  italia- 
no, el  que  presenta  más  facilidades  de  asimila- 
ción. La  inmigración  alemana  se  convierte  en 
mexicana  después  de  dos  generaciones.  El  ale- 
mán se  casa  frecuentemente  con  mexicana  y 
siempre  forma  hogar  y  procura  permanecer  en 
el  país. 

El  francés  sigue  al  inmigrante  alemán,  en  fa- 
cilidad de  cruzamiento. 

El  inmigrante  americano,  raras  veces  se  con- 
vierte en  mexicano.  El  pequeño  porcentaje  de 
inmigraates  americanos  que  forman  hogar  en 
México  o  que  se  casan  con  mexicanas,  conser- 
van la  ciudadanía  americana,  educan  a  sus  hijos 
en  el  extranjero,  y  puede  decirse  que  el  95  por 


CERVANTES        '  119 

100  de  los  inmigrantes  americanos  permanece 
americano,  social,  política  y  étnicamente. 

El  inmigrantes  inglés,  sólo  por  mera  excep- 
ción, llega  a  convertirse  en  mexicano.  Nunca  se 
casa  con  mexicana  y  sus  hijos  son  casi  siempre 
educados  en  el  extranjero. 

Estas  breves  explicaciones  sobre  la  facilidad 
de  asimilación  de  la  población  blanca,  explica 
también  muchas  cuestiones  políticas  3'  económi- 
cas existentes  en  México,  respecto  de  la  situa- 
ción de  los  extranjeros. 


Problema  de  educación. 

Las  dificultades  para  la  solución  del  proble- 
ma de  raza  son,  por  consiguiente,  las  dificulta- 
des de  asimilación  de  la  población  blanca  en  la 
población  mestiza  y  la  falta  de  educación  en  la 
población  indígena,  que  es  el  único  obstáculo  que 
encuentra  la  misma  para  mezclarse  con  la  po- 
blación mestiza. 

México  tiene  un  problema  de  educación  que 
puede  enunciarso  con  sólo  decir  que  hay  un  80 
por  100  de  analfabetos  en  nuestro  país.  La  edu- 
cación en  México  ha  tenido  diversos  obstáculos, 
de  los  cuales,  los  principales  han  sido  el  sistema 
de  latifundismo,  que  ha  necesitado  de  peones, 


120  CERVANTES 

propiamente  esclavos  para  el  trabajo,  y  la  ac- 
ción de  la  Iglesia  Católica  Romana  durante  el 
siglo  XIX  que  ha  ayudado  al  latifundismo  a  con- 
servar a  la  raza  indígena  en  la  ignorancia. 

La  acción  de  los  frailes  españoles  en  los  siglos 
XVII  y  XVIII,  y,  en  general,  del  clero  católico  en 
esos  siglos,  puede  decirse  que  fué  constantemen- 
te benéfica  para  la  raza  indígena;  pero  cuando 
el  clero  se  enriqueció  considerablemente  y  la 
iglesia  se  convirtió  en  terrateniente,  ella  misma, 
la  acción  benéfica  de  la  Iglesia  Católica,  para  la 
educación  de  las  razas  indígenas  de  México  y  de 
la  población  rural  mexicana  en  general,  dejó  de 
existir  y  comenzó  una  acción  contraria;  es  decir, 
la  tendencia  de  la  Iglesia  a  conservar  la  pobla- 
ción rural  en  la  ignorancia. 

Los  Gobiernos  anteriores,  o  no  se  dieron 
cuenta  del  problema  o  no  quisieron  educar  a  las 
clases  indígenas  y  proletarias.  La  mejor  demos- 
tración del  fracaso  de  la  Iglesia  Católica  como 
educadora  de  las  clases  indígenas  es  que  después 
de  cuatrocientos  años  de  absoluto  dominio  de 
la  Iglesia  Católica  en  materia  de  educación, 
existe  todavía  un  ochenta  por  ciento  de  analfa 
betos. 

La  tendencia  del  Gobierno  revolucionario  es, 
no  sólo  quitar  los  tropiezos  que  pudiera  tener  el 
Gobierno  de  México,   sino  dedicar  una  parte 


CERVANTES  121 

considerable  de  sus  esfuerzos  y  de  los  fondos 
públicos  a  la  educación  de  las  masas. 


Problema  religioso. 

México  no  tiene  problema'' religioso  propia- 
mente dicho.  El  sistema  español  de  patronato 
de  la  Iglesia  Católica  por  los  Reyes  de  España, 
dio  un  poder  temporal  omnipotente  al  Clero,  el 
cual  duró  hasta  el  año  de  1860  en  que  por  vir- 
tud de  la  guerra  de  Reforma,  la  Iglesia  fué  des- 
pojada de  sus  propiedades  e  incapacitada  para 
adquirir  bienes  raíces  y  privada  enteramente  del 
poder  temporal. 

Durante  el  largo  Gobierno  del  general  Diaz, 
el  clero  católico  volvió  a  recobrar,  poco  a  poco, 
en  formas  disfrazadas,  su  poder  temporal,  y  a 
rehacer  parte  de  su  fortuna.  En  la  actualidad 
existe  la  tendencia  de  algunos  miembros  del 
clero  católico  a  recobrar  el  poder  temporal  que 
la  Iglesia  había  tenido  hasta  antes  de  1860.  La 
tendencia  del  Gobierno  revolucionario  es  hacer 
efectiva  la  absoluta  separación  entre  la  Iglesia 
y  el  Estado^  e  impedir  que  el  clero  de  México 
recobre  su  poder  temporal,  dejándolo,  sin  em- 
bargo, su  más  absoluta  libertad  en  el  terreno  re- 
ligioso. 


122  CERVANTES 


Problema  agrario. 

El  problema  agrario  de  México  depende  de 
las  condiciones  geográficas  y  étnicas  del  país. 

El  sistema  colonial  español  de  grandes  mer- 
cedes territoriales;  la  constante  absorción  de 
propiedad  raíz  por  el  clero  durante  el  siglo  xviii 
y  la  primera  mitad  del  siglo  xix  y  el  sistema  de 
concesiones  de  terrenos  baldíos  adoptado  duran- 
te la  segunda  mitad  del  siglo  xix,  crearon  y 
continuaron  un  estado  de  latifundismo  que  ha 
sido  la  principal  fuente  de  malestar  en  México 
durante  ese  mismo  siglo.  Como  consecuencia  de 
tal  latifundismo,  se  ha  producido  un  estado  cons- 
tante de  servidumbre  de  las  clases  rurales  de 
México,  que  generalmente  se  conoce  con  el  nom- 
bre de  peonaje. 

El  problema  agrario  de  México  consiste  en  la 
destrucción  del  latifundismo,  tanto  para  facilitar 
la  formación  de  la  pequeña  propiedad  como  para 
efectuar  la  dotación  de  ejidos  a  los  pueblos.  El 
problema  agrario  incluye  la  división  de  la  gran 
propiedad  y  un  sistema  de  impuestos  para  la 
propiedad  rural  que  impida  la  construcción  de 
las  grandes  propiedades.  Hasta  la  fecha,  la  gran 
propiedad  rural  puede  decirse  que  casi  no  ha  pa 
gado  impuestos. 


CERVANTES  123 


Problemas  económicos. 

La  falta  de  capitales  mexicanos  ha  hecho  que 
la  minería  y  las  demás  industrias  mexicanas  no 
hayan  podido  desarrollarse  sino  por  medio  de 
inversiones  de  capitales  extranjeros. 

El  Gobierno  español  creyó  que  el  desarrollo 
económico  de  México  debía  basarse  en  el  mono- 
polio territorial  y  comercial  concedido  a  los  es- 
pañoles peninsulares. 

Ea  la  explotación  de  las  riquezas  naturales  de 
México,  el  sistema  seguido  por  las  administra- 
ciones pasadas  y  especialmente  por  la  de  el  ge- 
neral Díaz,  fué  el  de  concesiones,  de  tal  manera 
privilegiadas,  que  hacía  imposible  la  competen- 
cia de  futuras  empresas  con  las  empresas  pre- 
viamente establecidas. 

Es  decir,  un  sistema  de  privilegios  y  monopo- 
lios que  abarcaban  no  solamente  la  industria  mi- 
nera, la  industria  petrolera  y  la  industria  de  la 
fuerza  eléctrica,  sino  toda  clase  de  industrias  y 
manufacturas,  el  comercio  y  la  banca,  puede  de- 
cirse que  en  general;  el  desarrollo  económico  de 
México  durante  la  administración  del  general 
Díaz,  era  el  desarrollo  de  los  grandes  negocios 
basados  sobre  el  privilegio. 

La  tendencia  general  del  Gobierno  E-evolu- 


124  CERVANTES 

cionario  de  México,  es  obtener  un  desarrollo 
económico  basado  en  la  libre  competencia,  y  de 
tal  naturaleza,  que  el  desarrollo  de  los  negocios 
existentes  no  sea  motivo  de  imposibilidad  para 
el  desarrollo  de  los  negocios  futuros. 

Desde  este  punto  de  vista,  el  capital  extran- 
jero invertido  en  México  sobre  el  sistema  de 
privilegios  se  considera  atacado  por  la  actual 
Revolución;  pero  entendiendo  bien  la  tendencia 
general  de  la  Revolución  Mexicana,  ésta  abre  un 
campo  de  acción  para  la  inversión  de  capitales 
extranjeros  mucho  más  amplio  que  el  que  ha 
existido  hasta  ahora. 


Problema  comercial. 

La  falta  de  vías  fluviales  navegables,  gran  al- 
tura de  la  Mesa  Central  sobre  el  nivel  del  mar 
y  lo  accidentado  del  terreno,  ha  hecho  que  en 
materia  de  vías  de  comunicación  México  tenga 
que  estar  atenido  enteramente,  para  sus  comu- 
nicaciones, a  un  sistema  de  vías  ferrocarrileras 
que  puede  decirse  son  las  únicas  existentes  en 
el  país  en  la  actualidad.  Debido  a  estas  dificul- 
tades, el  Comercio  de  México  se  ha  hecho  sobre 
bases  enteramente  erróneas,  limitándose  al  co- 
mercio de  importación  y  exportación,   sin  pro- 


CERVANTES  125 

curar  un  fácil  intercambio  de  productos  en  el 
interior.  El  comercio  mismo  ha  sido,  hasta  cier- 
to punto,  la  única  fuente  de  ingresos  fiscales, 
principalmente  el  comercio  de  importación,  pues 
el  de  exportación,  por  mucho  tiempo,  ha  estado 
exento  de  derechos,  aun  respecto  de  materias 
primas  que  se  exportan  en  crudo. 

La  tendencia  del  Gobierno  Revolucionario  a 
este  respecto  consiste  en  el  controlamiento  efec- 
tivo de  las  vías  por  parte  del  Gobierno,  por  ser 
éstas  las  únicas  vías  de  comunicación  con  que 
ahora  cuenta  el  país,  y  en  el  fomento  de  vías 
auxiliares,  carreteras,  ea  las  que  encuentre  su 
pleno  uso  el  petróleo  y  la  fuerza  hidroeléctrica. 


Problema  industrial. 

El  desarrollo  industrial  de  México  data  ape- 
nas de  unos  veinte  años;  pero  éste  se  ha  hecho 
todo  sobre  un  sistema  enteramente  artificial, 
consistiendo  en  una  excesiva  protección  a  las 
industrias  recientemente  establecidas,  lo  cual  ha 
dado  por  resultado,  no  solamente  que  esas  in- 
dustrias sean  inciertas  y  tengan  una  vida  preca- 
ria, por  falta  de  bases  mercantiles,  sino  que  im- 
pida, al  mismo  tiempo,  el  establecimiento  de 
nuevas  industrias  competidoras. 


126 


La  tendencia  del  Gobierno  Revolucionario  de 
México  consiste  en  poner  el  desarrollo  industrial 
del  país  sobre  bases  enteramente  mercantiles, 
apartándose  del  sistema  de  protección,  conce- 
siones, privilegios  y  monopolios,  sobre  el  que 
se  ha  basado  hasta  ahora  ese  desarrollo. 

Problema  político. 

La  diversidad  de  tipo  de  civilización  del  in- 
dio, el  mestizo  y  el  blanco,  constituyen  en  Mé- 
xico un  serio  problema  social  y  político,  que 
puede  enunciarse  diciendo  que  es  necesario  en- 
contrar una  fórmula  de  Grobierno  que  sirva  al 
mismo  tiempo  para  un  tipo  de  civilización  me- 
dioeval, como  es  el  mestizo,  y  para  un  tipo  de 
civilización  moderna,  como  es  el  inmigrante  ex- 
tranjero o  el  criollo  educado.  De  no  ser  esto 
posible,  sería  preciso  encontrar  diversas  fórmu- 
las de  Gobierno  y  diversos  regímenes  para  cada 
uno  do  los  elementos  que  forman  la  población 
de  México. 

Las  leyes  políticas  de  México,  hasta  el  tiem- 
po del  general  Díaz,  habían  sido  siempre  mera- 
mente teóricas  y  comparativamente  avanzadas; 
pero  nunca  se  habían  hecho  efectivas,  lo  cual 
producía  una  considerable  desigualdad  jurídica 
y  económica. 


CERVANTES 


127 


El  problema  político  de  México  consiste  en 
hacer  que  las  leyes  políticas  y  civiles  sean  efec- 
tivas. Para  eso  es  necesario,  ante  todo,  encontrar 
las  fórmulas  políticas  y  legales  conforme  a  las 
cuales  debe  gobernarse  México,  para  que  una  vez 
dictadas  esas  leyes  puedan  aplicarse,  efectiva- 
mente, lográndose  así  la  igualdad  de  derechos 
entre  todos  los  hombres. 


Problemas  internacionales. 

Merecen  especial  mención  los  problemas  in- 
ternacionales de  México. 

El  problema  internacional  político  de  México, 
propiamente  dicho,  consiste  en  sus  relaciones 
con  los  Estados  Unidos. 

Después  de  la  guerra  del  47,  que  costó  a  Mé- 
xico la  mitad  de  su  territorio,  los  mexicanos  no 
han  podido  tranquilizarse  todavía  respecto  de 
la  tendencia  de  absorción  que  todos  los  países 
latinoamericanos  atribuyen  a  los  Estados  Uni- 
dos. Durante  la  Revolución  Constitucionalista, 
después  de  la  ocupación  de  Veracruz  y  de  la  ex- 
pedición punitiva  de  Columbus,  los  temores  de 
México  respecto  de  un  conflicto  con  los  Estados 
Unidos  han  aumentado  considerablemente,  so- 
bre todo,  desde  que  se  sabe  que  hay  un  partido 


128  CERVANTES 

político  en  los  Estados  Unidos  que  frecuente- 
mente pregona  la  intervención. 

Las  repetidas  y  públicas  declaraciones  de  no 
intervención  del  Gobierno  Democrático  de  los 
Estados  Unidos,  no  han  sido  suficientes  para 
tranquilizar  la  aprensión  de  los  mexicanos. 

Como  vecino  de  los  Estados  Unidos,  México 
tendrá  siempre  como  problama  internacional  el 
peligro  de  un  conflicto  entre  aquellos  y  alguna 
potencia  europea  o  asiática.  Los  enemigos  de 
este  país,  que  en  el  fondo  no  son  sino  enemigos 
del  continente  americano,  procurarán  siempre 
hacerse  pasar  como  amigos  de  México  y  aprove- 
char cualquiera  clase  de  resentimientos  o  des- 
confianzas que  México  pudiera  tener  contra  los 
Estados  Unidos.  México,  sin  embargo,  compren- 
de que  en  cualquier  caso  de  conflicto  de  los  Es- 
tados Unidos  contra  cualquier  otra  nación  que 
no  sea  americana,  su  actitud  debe  ser  de  entera 
solidaridad  continental. 

Desde  este  punto  de  vista,  el  Gobierno  Revo- 
lucionario ha  seguido  un  sistema  de  mucha  ma- 
yor franqueza,  firmeza  y  consistencia  en  sus  re- 
laciones con  los  Estados  Unidos,  poniendo  siem- 
pre de  acuerdo  sus  hechos  con  sus  palabras,  y 
procurando  sinceramente  una  inteligencia  con 
el  pueblo  y  con  el  Gobierno  de  los  Estados 
Unidos. 


CERVANTES  129 

El  verdadero  problema  internacional  de  Mé- 
xico, consiste  en  la  protección  de  vidas  y  pro- 
piedades de  extranjeros  y  en  la  condición  de  los 
extranjeros  en  relación  con  los  mexicanos. 

Por  virtud  de  la  falta  de  explicación  de  las 
leyes  políticas  y  civiles  a  los  mexicanos,  y  de  la 
protección  diplomática  de  que  siempre  han  go- 
zado los  extranjeros,  poco  a  poco  vino  formán- 
dose para  éstos  una  condición  legal  privilegiada 
en  relación  con  la  de  los  nacionales.  A  este  res- 
pecto, el  problema  de  los  extranjeros  en  México, 
consiste  en  procurar  que  estén  en  la  misma  con- 
dición dada  al  extranjero,  sino  mejorando  la 
condición  del  mexicano. 

Esa  misma  situación  del  extranjero  en  México 
ha  hecho  que  llegue  a  mirarse  con  desconfíanza 
el  constante  aumento  de  inmigrantes  y  de  capi- 
tales invertidos  en  el  país  que,  naturalmente, 
significan  el  crecimiento  de  una  clase  privile- 
giada. 

El  problema  para  México  es  encontrar  el 
modo  de  que  los  capitales  y  las  personas  de  los 
extranjeros  puedan  inmigrar  e  invertirse  am- 
pliamente en  México,  ayudando  a  su  progreso, 
sin  conservar  su  condición  privilegiada,  de  modo 
que  ese  aumento  de  capitales  extranjeros  y  de 
inmigrantes,  en  vez  de  llegar  a  ser  una  crecien- 
te amenaza  de  la  soberanía  do  México,  contribu- 


130  I  CERVANTES 

ya  a  la  consolidación  de  ésta  y  de  su  indepen- 
dencia como  nación. 

Los  problemas  anteriormente  enunciados,  son 
considerablemente  complejos  y  mal  compren- 
didos. 

Los  Gobiernos  anteriormente  existentes,  ha- 
bían creado  tal  suma  de  intereses,  y  éstos  están 
tan  fuertemente  ligados  con  la  suerte  del  Go- 
bierno, que  en  los  últimos  años  del  general  Díaz 
llegó  a  palparse  y  a  saberse,  por  experiencia, 
que  era  imposible  encontrarle  una  solución  de 
carácter  pacifico  y  evolutivo.  La  transformación 
lenta  de  todo  el  sistema  por  medio  del  Congre- 
so y  de  las  Legislaturas,  para  modificar  las  leyes 
y  reformar  el  Gobierno  en  general  y  los  siste- 
mas económicos,  habría  requerido  probablemen- 
te un  siglo  entero  de  esfuerzos,  y  todavía  es  se- 
guro que  todo  intento  de  solución  habría  encon- 
trado considerables  dificultades,  que  habrían 
orillado  a  la  guerra  civil. 

Después  de  la  reelección  del  general  Díaz  en 
1910,  se  vio  claramente  que  el  propósito  de  aqué- 
lla era  perpetuar  la  misma  forma  de  Gobierno 
y  el  mismo  sistema  que  hasta  entonces  se  había 
seguido.  El  pueblo  comprendió  que  no  era  po- 
sible transformar  nada  por  medios  pacíficos. 

El  pueblo  mexicano  tuvo,  pues,  que  apelar 
a  la  fuerza  para  destruir  un  sistema  contrario  a 


CERVANTES  131 

SU  libertad  y  a  su  desarrollo,  y  los  seis  años  de 
luchas  intestinas,  de  aspecto  caótico,  que  han 
transcurrido,  significan  para  México  el  proceso 
de  su  transformación  sociológica. 

No  es  posible  hacer  una  interpretación  cientí- 
fica de  la  Revolución  de  México,  a  menos  que 
los  hechos  ocurridos  se  tomen  en  conjunto  y  se 
analice  un  período  considerable  de  tiempo.  To- 
dos nosotros  sabemos  que  se  hacen  análisis  y  es- 
tudios y  se  sacan  conclusiones  sobre  asuntos  de 
la  mayor  importancia  de  hechos  incompletos  que 
se  publican  diariamente  en  la  Prensa  de  los  Es- 
tados Unidos,  que  es  la  peor  manera  de  obtener 
conclusiones  ciertas. 

No  he  conocido  un  solo  país,  no  en  Europa  ni 
en  Sudamórica,  en  donde  se  llegue  a  una  con- 
clusión o  se  escriba  un  editorial,  sino  hasta  des- 
pués de  transcurrido  un  período  razonable  de 
tiempo  que  justifique  la  deducción  de  dichas 
conclusiones.  Pero  en  los  Estados  Unidos  la  avi- 
dez de  las  noticias  de  la  curiosidad  pública,  se 
malinterpretan  por  una  insaciable  curiosidad  de 
ideas,  motivo  por  el  cual  es  éste  el  único  país 
del  mundo  en  donde  se  escribe  un  editorial  la 
misma  mañana  en  que  se  publica  un  simple  ru- 
mor sobre  algún  asunto. 

Este  modo  de  estudiar  hechos  sociológicos, 
me  produce  el  mismo  efecto  que  el  intento  de 


132  CERVANTES 

un  estudiante  de  física  que  estudiara  el  movi- 
miento del  péndulo,  y  que  en  vez  de  esperar  a 
que  se  completara  el  movimiento  y  ocurriera 
cieitü  número  de  oscilaciones,  tuviese  tal  ansie- 
dad de  llegar  a  conclusiones  científicas  sobre 
cualquiera  de  las  posiciones  del  péudulo,  que  to- 
mara cualquier  momento  de  la  oscilación  para 
calcular  la  dirección  exacta  del  centro  de  la  tie- 
rra. La  conclusión  a  que  llegaría  ese  estudiante, 
sería  la  de  que  la  tierra  está  loca  y  su  centro  cam- 
biando constantemente  de  un  lugar  a  otro. 

Se  dice  que  la  Revolución  Mexicana  no   es 
propiamente  una  Revolución,   sino    un  período 
anárquico  que  los  países  que  se  encuentran    en 
paz  consideran  innecesario,  y,  sin  embargo,    sí 
pueden  mostrarse  con  hechos  que  la  Revolución 
Mexicana  ha  seguido  exactamente  el  curso  natural 
de  toda  Revolución,  y  si  puede  demostrarse  que 
en  la  actualidad  misma  el  Gobierno  Revolucio- 
nario de  México  sigue  un  programa  bien  defini- 
do de  reconstrucción  de  un  nuevo  régimen,  de- 
bería llegarse  a  la  conclusión  de  que  el  pueblo 
mexicano  no  está  haciendo  una  obra  de  locura 
destruyendo  a  ciegas  sus  riquezas  y  sus  hom- 
bres, sino  una  obra  de  transformación,  dolorosa 
pero  necesaria,  de  la  cual  deben  esperarse  resul- 
tados que  compensen  los  sacrificios  que  en  la 
actualidad  se  hacen. 


CERVANTES  133 

La  Revolución  Mexicana  no  es  sino  la  insu- 
rrección del  pueblo  mexicano  contra  un  régimen 
muy  tiránico  y  muy  rico,  encarnado  en  un  Go- 
bierno fuerte,  el  del  general  Diaz,  y  contra  el 
sistema  social,  político  y  económico  que  sostenía 
a  ese  Gobierno.  Dicha  revolución  tuvo  como 
pródromo  la  revolución  de  Madero.  Pero  Made- 
ro no  vio  más  que  el  lado  político  de  la  situa- 
ción mexicana  y  pensó  que  un  cambio  de  Go- 
bierno era  suficiente  para  efectuar  un  cambio  en 
las  condiciones  generales  del  país.  Madero  tran- 
sigió con  el  régimen  del  general  Díaz  y  consis- 
tió en  gobernar  con  las  mismas  leyes,  con  el 
mismo  sistema  y  hasta  con  los  mismos  hombres 
con  que  había  gobernado  el  general  Díaz.  Mas 
necesariamente  tuvo  que  fracasar,  porque  no  ha- 
bía hecho  labor  propiamente  destructiva  ni  ha- 
bía construido  ningún  régimen  nuevo. 

El  asesinato  de  Madero  y  la  dictadura  de 
Huerta,  no  fueron  sino  un  intento  de  reacción 
hecho  por  el  antiguo  régimen,  con  sus  mismos 
hombres,  con  su  mismo  dinero,  su  mismo  poder, 
sus  mismos  sistemas,  y  con  tendencias  a  resta- 
blecer enteramente  las  mismas  condiciones  que 
existían  en  tiempo  del  general  Díaz. 

La  Revolución  Constitucionalista  marcó  des- 
de un  principio  su  línea  de  conducta.  El  plan  de 
Guadalupe,  expedido  por   don  Venustiauo  Ca- 


134  CERVANTES 

rranza  en  marzo  de  1913,  a  raíz  del  asesinato  de 
Madero,  es  el  plan  revolucionario  más  puro  que 
podría  imaginarse  para  la  destrucción  del  anti- 
guo régimen.  Dicho  plan  implica  el  absoluto  des- 
conocimiento del  Poder  Ejecutivo,  del  Poder  Le- 
gislativo y  del  Poder  Judicial  que  habían  exis- 
tido hasta  entonces,  y  el  uso  de  la  fuerza  para 
la  destrucción  del  Gobierno  de  Huerta,  que  es- 
taba apoyado  en  el  ejército  del  general  Díaz  en 
el  poder  de  los  terratenientes  y  en  la  influencia 
moral  del  Clero  Católico. 

Se  siguió  un  período  de  guerra  sangrienta,  y 
cuando  por  fin  Huerta  quedó  derrotado  y  el  jefe 
de  la  Revolución  Constitucionalista  llegó  a  la 
ciudad  de  México,  se  creyó  que  había  concluido 
el  período  destructivo  de  la  Revolución  Mexica- 
na; pero  sobrevino,  como  tenia  que  sobrevenir, 
el  período  extremadamente  anárquico  y  caótico 
de  aquella  Revolución. 

A  fines  de  1914,  la  situación  mexicana  fué  la 
más  confusa  que  ha  existido  nunca.  Fué,  sin  em- 
bargo, en  esos  momentos  y  en  medio  de  esa  ex- 
trema confusión  cuando  don  Venustiano  Carran- 
za, como  jefe  de  la  Revolución  Constituciona- 
lista, trazó  los  lineamientos  generales  sobre  los 
cuales  debería  efectuarse  la  reconstrucción  de 
México.  Dichos  lineamientos  están  comprendi- 
dos en  el  decreto  de  12  de  diciembre  de   1914. 


CERVANTES  135 

Tal  ha  sido  el  desarrollo  de  la  Revolución  Me- 
xicana y  tal  es  la  interpretación  que  debe  darse 
a  los  acontecimientos  pasados,  presentes  y  futu- 
ros de  esta  Revolución,  cualesquiera  que  sean 
los  hombres  que  se  encuentren  en  el  Gobierno. 

Si  Carranza  y  los  que  se  hallan  a  su  lado  son 
personalmente  arrastrados  por  un  nuevo  período 
anárquico,  y  si  tienen  que  morir  o  que  apartar- 
se, esto  no  significará  que  mis  conclusiones  estén 
equivocadas;  querría  sólo  decir  que  un  hombre 
no  es  siempre  un  escalón  entre  dos  regímenes. 
Ha  habido  casos  en  que  una  revolución  se  ha 
efectuado  durante  la  vida  de  un  hombre,  como 
Cronwell  o  Washington:  en  otras  ocasiones  una 
larga  lista  de  héroes  y  mártires  se  ha  requerido 
para  completar  la  transformación  de  un  pueblo, 
desde  Mirabeau  hasta  Bonaparte. 

En  México  hemos  tenido  tres  revoluciones: 

Nuestra  Revolución  de  Independencia  en  1810 
no  se  llevó  a  cabo  por  un  solo  hombre.  Hidalgo 
la  inició  y  murió  sin  haber  visto  el  fin.  Morelos 
la  continuó  y  desapareció  también  antes  de  que 
nuestro  país  fuera  libre.  Guerrero  fué  el  único 
que  le  tocó  ver  la  consumación  de  nuestra  Inde- 
pendencia. 

En  1857,  sólo  a  Juárez  le  tocó  ver  el  principio 
y  el  fin  de  la  Guerra  de  Reforma. 

La  actual  Revolución  ha  causado  ya  la  muer- 


136  CERVANTES 

te  de  Madero.  Si  Carranza  no  ve  el  fin  del  mo- 
vimiento, ello  no  cambiará  el  desarrollo  de  la 
Revolución;  significará  sólo  que  el  mismo  Ca- 
rranza y  los  hombres  que  lo  rodean,  no  son  sino 
meros  eslabones  de  la  cadena  de  hombres  que 
habrán  de  sacrificar  sus  vidas  por  la  libertad  y 
el  bienestar  del  pueblo  mexicano. 

Creo  sinceramente  que  los  Estados  Unidos 
necesitan  estudiar  la  Revolución  Mexicana,  no 
sólo  por  interés  hacia  México  y  por  convenien- 
cia propia,  como  vecinos  de  nuestro  país,  sino 
como  ejemplo  de  una  revolución  efectuada  en 
pleno  siglo  XX. 

Deseo  a  los  Estados  Unidos  una  gran  pros- 
peridad y  una  larga  paz,  y  deseo  a  este  gran 
país  que  la  resolución  de  todos  sus  problemas 
se  haga  por  procedimientos  legales    y  pacíficos. 

Los  pueblos,  cuando  se  equivocan  en  su  des- 
arrollo, tienen  que  hacer  revolución. 

Si  esa  revolución  puede  hacerse  sin  alterar  la 
paz,  se  evitarán  todos  los  males  innecesarios 
que  la  revolución  puede  causar  a  un  país,  y  se 
aprovecharán  todos  los  beneficios  que  la  revo- 
lución trae  necesariamente  consigo. 

Bernad  Shaw  dice  que  la  revolución  en  In- 
glaterra es  una  institución  nacional,  porque  el 
pueblo  inglés,  por  procedimieatos  democráticos, 
puede  hacer  una  revolución  cada  siete  años,  si 


CERVANTES  137 

así  lo  desea.  El  Referendum   anglosajón  no  es 
más  que  el  derecho  a  una  revolución  pacífica. 

El  pueblo  mexicano  no  goza  de  ese  derecho, 
y  se  ha  visto  obligado  a  hacer  una  revolución 
sangrienta  y  costosa  para  la  conquista  de  sus  li- 
bertades y  su  bienestar.  He  allí  la  razón. 

una  revolución  no  es  siempre  una  fuente  de 
males  y  de  lágrimas,  como  un  incendio  no  siem- 
pre es  mera  destrucción.  Los  campos  inexplora- 
dos de  las  regiones  templadas  pueden  abrirse  a 
la  agricultura,  explotando  la  riqueza  forestal  al 
mismo  tiempo  que  preparando  el  suelo  para  los 
futuros  cultivos;  en  las  regiones  tropicales,  sin 
embargo,  la  manera  más  común  de  preparar 
los  campos  para  el  cultivo,  es  limpiándolos  con 
un  gran  fuego,  que  si  bien  consume  grandes  ri- 
quezas nacionales,  quema  al  mismo  tiempo  la 
maleza  inútil  y  purifica  y  fortifica  el  suelo,  eco- 
nomizando así  una  gran  cantidad  de  trabajo. 

Luis  CABRERA 


138  CERVANTES 


UN  POETA  NUEVO 


A  una  mano  generosa. 

Canto  una  noble,  generosa  mano 
por  la  que  el  oro,  pródigo  corría; 
consuelo  de  dolientes,  bella  y  pía 
mano  de  gran  señor  y  de  cristiano. 

Un  anillo  ostentaba,  gaje  vano 

de  un  muerto  amor,  que  floreció  en  su  día 

y  las  caladas  guardas  oprimía 

de  una  espada  de  acero  toledano. 

Su  dueño  fué  español,  y  caballero 
al  servicio  del  Rey,  dio  placentero 
su  sangre,  su  quietud  y  su  tesoro. 

Y  derrotado  en  cortesana  intriga, 

sin  tener  ya  que  dar,  dio  a  una  mendiga 

la  limpia  espada  y  el  anillo  de  oro. 


CERVANTES  139 

Glosa  a  la  divina  comedia. 

Soñé  que  con  Virgilio  recorría 
los  ignotos  abismos,  como  Dante, 
y  que  al  pie  de  un  camino  serpeante, 
contemplaba  un  letrero  que  decía: 

«Atrevido  mortal,  aquesta  vía 
lleva  a  la  patria  del  dolor  constante 
y  conduce  también  a  la  triunfante 
mansión  de  beatísima  alegría.» 

— Maestro — pregunté — ,  ¿qué  senda  es  ésta 

que  al  Orco  guía  y  al  Edén?  Dudosa 

la  mente  queda  ante  el  profundo  arcano — . 

Y  con  voz  apagada  y  despaciosa 
moduló  el  claro  vate  esta  respuesta: 
«Es  el  camino  del  amor,  hermano.» 

La  leyenda  del  potro  y  del  halcón. 

Los  amigos  y  devotos  de  las  fahlas  de  otra  edad, 
coronístas  y  troveros  castellanos,  escuchad 
cómo  el  pueblo  de  Castilla  rescató  su  libertad. 

Fué  en  el  tiempo  en  que  Castilla  tuvo  feudo 

con  León; 
nuestro  conde  al  rey  pechaba,  como  el  siervo 

a  su  señor; 


140  CERVANTES 

era  el  conde  aquel  guerrero  que  a  Sepúlveda  ganó; 
el  rey  era  Don  Ordoño,  muy  famoso  cazador. 

¡Mañanicas  de  mi  tierra! 
|Campos  de  oro  bajo  el  sol! 
Era  en  una  mañanica 
más  alegre  que  el  amor; 
a  cazar  el  rey  y  el  conde 
por  el  llano  van  los  dos; 
cazaba  Fernán  González, 
y  el  rey  non  cazaba,  non. 
Si  algún  corzo  saltó  al  campo 
presto  el  conde  lo  alcanzó, 
que  volaba  más  que  el  viento 
su  caballo  corredor; 
y  las  garzas,  no  en  las  nubes 
se  guardaban  de  su  halcón, 
que  era  de  alas  aguileñas 
muy  osado  y  muy  veloz. 

— Vendedme,  por  Dios,  buen  conde,  vuestro  potro 

y  vuestro  halcón, 
que  por  ellos  he  de  daros  cuanta  plata  pidáis  vos; 
San  Cebrián  la  bien  cercada,  los  molinos  de  enredor, 
y  las  villas  y  castillos  de  Briceña  y  Fuente  de  Hoz. 
¡Por  bien  menos  hubo  un  hombre  que  vendió 

a  Nuestro  Señor! 
— Si  quisiérades,  el  rey,  mi  caballo  y  el  mi  halcón, 
non  me  habéis  de  dar  dineros,  que  dineros  tengo  yo, 
ni  molinos  ni  lugares,  que  los  míos  buenos  son. 


CERVANTES 


í4l 


¡Libertadme  de  que  os  peche  como  el  siervo 

a  su  señor! 
Dad  por  libre  a  mi  condado  de  los  Fueros  de  León- 
Le  pesaba  a  Don  Ordoño,  pero  al  cabo  lo  otorgó. 


¡Libertades  rescatadas  con  un  ave  y  un  bridónl 
En  diez  siglos  por  guardaros,  ¡cuánta  sangre 

se  vertió! 
Las  dos  prendas  del  rescate,  de  Castilla  emblema 

son; 
porque  es  noble  y  porque  es  brava  como  el  potro 

corredor, 
y  son  altos  sus  anhelos,  como  el  vuelo  del  halcón. 


El  doctor  Andrés  Laguna,  médico  del  Papa 
y  del  Emperador. 

Toda  Europa  se  admira  de  la  ciencia 
de  este  nuestro  patricio  esclarecido; 
su  profundo  saber  ha  sorprendido 
a  los  doctos  de  Roma  y  de  Florencia. 

El  César  sus  talentos  reverencia; 
del  duque  de  Lorena  es  gran  valido, 
y  con  espuela  y  yelmo  ha  ennoblecido 
el  Pontífice  Julio  su  sapiencia. 


1*2  CERVANTES 

A  la  par  que  averigua  las  virtudes 
de  plantas  de  apartadas  latitudes, 
entre  pueblos  y  príncipes  lejanos, 

recuerdan  sus  escritos  con  cariño 

el  tiempo  en  que  buscaba,  siendo  niño, 

las  yerbas  de  loa  campos  segovianos. 

Juan  de  CONTEERAS  Y  LÓPEZ  DE  AYALA 


CERVANTES  143 


Prefacio  para  la  historia  de  la 
crítica  artística  española  de  fines 
del  siglo  XIX  y  comienzos  del  XX 


Estas  líneas  quieren  hacer  el  esbozo  de  cómo 
fuimos:  un  a  modo  de  toque  de  atención,  sin 
más  objeto  que  abreviar  el  camino  al  historia- 
dor que  un  día  se  ocupe  de  las  actuales  andan- 
zas españolas. 

En  todo  tiempo  se  fueron  a  la  greña  los  ham- 
brientos con  los  hartos,  y  la  vida  se  vio  salpi- 
mentada de  ironías  y  sátiras,  de  lágrimas  y  ri- 
sas; pero  lo  cierto  es  que  de  semejante  baraún- 
da y  vocerío,  el  hombre  salió  mejorado;  y  lo 
que  una  colectividad  pierde,  otra  lo  desquita 
con  creces.  Lo  cual  quiere  decir  que  la  humani- 
dad jamás  está  quieta,  ni  conforme,  y  mientras 
una  parte  se  odormece  en  la  molicie,  otra,  vigi- 
lante, atesora  felicidad. 


144  CERVANTES 

La  bondad,  hágase  donde  quiera,  a  todos  al- 
canza: ¡qué  admirable  concierto!  Traigo  esta  re- 
flexión para  el  propio  consuelo,  pues  no  porque 
nuestra  cooperación  falte  en  estos  momentos  de- 
jamos de  aprovechar  la  ajena. 

Ningún  período  histórico  es  de  más  intere- 
sante y  difícil  estudio  que  el  de  las  decadencias. 
La  razón  es  obvia.  Los  valores  individuales  y  so- 
ciales de  los  pueblos  que  decaen,  o  incapaces  de 
levantarse,  no  cumplieron  con  su  deber,  ni  su 
crítica  clamorosa  fabricó  más  que  comedias  de 
virtudes  y  grandezas.  Y  como  todo  anduvo 
trastornado  y  en  desorden,  no  fué  hacedero  es- 
clarecer los  fraudes  y  adulteraciones,  para  honra 
de  la  justicia  y  vituperio  de  los  falsificadores. 

En  aquellos  otros  tiempos,  de  crecimiento  y 
prosperidad  social,  los  sucesos  llevan  escritos  en 
la  frente  sus  causas:  nada  va  oculto,  torcido,  ni 
hijo  de  intriga  o  de  traición;  una  sana  moral  de- 
termina las  espontáneas  y  leales  acciones.  En- 
tonces el  ser  justos  no  es  excepción,  y  el  egoís- 
mo y  la  superchería  viven  en  descrédito,  sin  en- 
torpecer la  buena  vida  del  hombre.  El  juicio  crí- 
tico en  este  caso  encuentra  poca  confusión,  y  la 
claridad  penetra  en  los  rincones  de  las  almas 
poniendo  en  evidencia  la  historia  verdadera. 

Así  como,  en  los  pueblos  sanos  de  espíritu, 
las  virtudes  se  dan  la  mano  y  entre  sí  van  bien 


CERVANTES  145 

concertadas,  así  los  vicios  y  las  desmoralizacio- 
nes se  suceden  y  subordinan  en  las  sociedades 
enfermas;  y,  a  partir  de  la  cabeza,  la  sanies  se 
extiende  y  propaga  por  todo  el  cuerpo,  sin  de- 
jar aparato,  función  ni  órgano  que  no  quebrante. 

La  crítica  de  arte  es  una  secuela  de  la  crítica 
política.  Cuando  la  política  cultiva  la  salud  de 
los  hombres,  una  ráfaga  de  sana  moral  orea  las 
ciencias  y  las  artes.  En  cambio  si,  tocada  del  es- 
píritu del  mal,  la  política  recurre  a  engañosos 
procedimientos,  viene  el  contagio  y  la  verdad  se 
disfraza  en  todas  partes.  La  desmoralización 
surge  de  los  hombres  públicos  que  con  sus  ha- 
lagos o  sus  imposiciones  enervan  las  conciencias 
hasta  la  completa  sumisión.  En  un  principio  la 
coacción  pública  suspende  las  malicias;  pero  és- 
tas no  tardan  en  adornarse  con  los  atavíos  de  la 
verdad.  En  los  menesteres  del  arte  y  de  la  cien- 
cia, el  contrabando  es  de  más  fácil  disimulo. 
Aunque  la  mala  critica  marcha  al  compás  de  la 
mala  política,  aquella  es  la  que  principalmente 
mata  la  fe  en  los  ideales  y  en  los  hombres  y 
propaga  la  podredumbre,  cegando  el  camino  de 
salvación. 

Entre  la  crítica  de  estómago  gruñón  y  acomo- 
daticia conciencia  que  pulula  en  las  decaden- 
cias, no  es  raro  ver  saltar  el  genio,  que  precisa 
el  estímulo  de  la  indignación,  para  alumbrar  sus 

10 


146  CtRVANTES 

obras  magníficas.  Entonces  los  grandes  artistas 
hacen  de  críticos,  y  con  la  verdad  y  la  belleza 
protestan  de  la  abyección. 

El  estado  espiritual  de  España  le  han  falsifi- 
cado por  ahora  de  tal  suerte,  que  seria  conve- 
niente quemar  las  plumas  y  clavar  las  impren- 
tas. Cuando  el  estruendo  de  charlatán  de  feria 
se  apague,  después  que  esta  turbulencia  de  alu- 
vión se  serene  y  decante,  la  crítica  dejará  bien 
poco  en  pie  de  lo  que  la  fama  exaltó  y  de  los 
bronces  de  las  estatuas  se  harán  aldabillas  para 
los  establos. 

No  es  al  cortísimo  número  de  críticos  honra- 
dos a  quienes  me  dirijo,  ni  al  montón  bajo  cuyo 
estrépito  de  bombos  se  obscurecen  aquellos: 
huelgan  explicaciones  para  quien  sustenta  la 
verdad  y  para  quien  la  disfraza,  ya  que  los  unos 
no  tienen  nada  que  aprender  y  a  los  otros  les 
sobra  malicia  para  olvidar  su  obligación;  pero  sí 
pretendo  que  las  quejas  lleguen  al  público,  para 
que  viva  prevenido  contra  las  ponzoñas. 

No  echaría  pestes  de  la  gente  literaria  a  que 
aludo  si  el  mal  se  limitase  a  unas  cuantas  pintas 
de  sarampión  con  pasajero  quebrantamiento; 
pero  la  enfermedad  es  muy  honda  y  su  trascen- 
dencia alcanza  a  toda  la  masa  social.  ¡La  astu- 
cia de  la  pluma!  ¡Ya  lo  creo  que  sabe  del  egoís- 
mo y  cobardía  colectivas!  Ni  la  virilidad  ha  po- 


CERVANTES  147 

dido  venir  a  menos,  ni  la  audacia  vocinglera   a 
más. 

Comanditas  atrincheradas  en  las  redacciones 
de  los  periódicos  y  revistas,  se  erigen  en  altísi- 
mo tribunal  repartidor  de  honores  y  mercedes. 
Y  ¡ay!  del  que  no  dé  por  validas  sus  excomu- 
niones y  humilde  no  se  someta;  entonces  verá 
la  grandísima  soberbia  de  los  Padres  de  la  Igle- 
sia, o  la  ruin  matonería  de  navaja  y  trabuco; 
pues  de  entrambos  procedimientos  echan  mano, 
según  los  tiempos  y  las  circunstancias.  ¿Quién 
se  atreve  con  tales  enojos?  ¿Quién  no  teme  sus 
fallos?  ¿Qué  alimento  o  medicina  que  no  falsifi- 
que, virtud  que  no  anuble,  cielos  ni  tierra  que 
no  conturbe  y  disfrace  con  intenciones  y  sátiras 
de  una  pluma  pecadora?   A  la  Prensa,   como  al 
Gobierno,   se  la  teme  más   que  se   la  quiere.   Y 
desde  que  se  ha  constituido  su  gremio  acrece  su 
soberbia  hasla   caer,  en  lo  que   cae  siempre   la 
fuerza,  en  el  egoísmo.  Estos  días  la  corporación 
ofendida  preguntaba   a  los   empresarios  de  tea- 
tros, si  los  regalos  de  butacas  eran  a  cambio  de 
reclamos;  y  yo  añado  si  el  llevar  y  traer  al  re- 
tortero la  farándula,  para  cuantiosos  beneficios  a 
la  Prensa,  era  o  no,   de  espontáneo  y  alegre   sa- 
crificio. Como  si  a  los  empresarios  les  gustara  lo 
de  la  badila  en  los  nudillos.  Tales   preguntas 
huelen  a  intimidaciones.  Lo  menos  turbio  sería 


148  CERVANTES 

que  cada  cual  pagara  lo  suyo,  y  que  no  se  pros- 
tituyeran recíprocamente.  Pero,  quien  manda, 
manda;  que  por  algo  aprendieron  los  periodistas, 
bajo  la  subordinación  de  los  hombres  públicos, 
a  ejercer  la  tiranía. 

La  sociedad  española,  con  un  barniz  de  liber- 
tad y  justicia  por  fuera,  por  dentro  teme  y  trata 
de  cubrir  sus  rencores  bajo  el  manto  de  una  hi- 
pócrita discreción.  En  la  lucha  individual,  como 
en  la  guerra  entre  naciones,  es  de  fundamental 
estrategia  ocultar  al  enemigo  sus  designios,  para 
que  no  se  percate  del  punto  y  momento  del 
ataque.  Tras  la  discreción,  velan  sigilosas  las 
intenciones  traidoras,  que  sorprenden  a  la  no- 
bleza. Toda  sociedad  insidiosa  y  desleal,  mata  a 
fuerza  de  discreción  sus  más  puros  afectos,  las 
primicias  espontáneas,  las  miradas  francas  y  ge- 
nerosas, las  dulces  intimidades  del  corazón. 

Aunque  la  discreción  española  es  forzosa  con- 
secuencia de  su  ambiente  moral,  no  por  eso  deja 
de  ser  una  virtud  repulsiva.  Así  nos  explicamos 
la  parquedad  y  encogimiento  de  pintores,  músi- 
cos y  literatos,  que  siendo  los  aptos  para  juzgar, 
jamás  despegan  los  labios,  y,  discretos  y  pru- 
dentes, dejan  la  sanción  a  la  ignorancia  del  pú- 
blico y  a  la  mala  fe  de  críticos  y  revisteros. 
Este  es  el  reinado  del  temor  y  del  egoísmo. 
Ejemplo  bien  patente  nos  ofrece  España  de  so- 


CERVANTES  149 

ciedad  timorata  ante  la  tempestad  desencadena- 
da en  Europa.  Se  dice  que  estamos  divididos  en 
dos  bandos:  de  franceses  y  germanos.  No  es  cier- 
to. Lo  que  en  esta  tierra  discreta,  más  discreta 
que  ninguna  otra,  vemos,  son  unos  cuantos  atre- 
vidos, que  dicen  ser  liberales,  y  afrancesados, 
por  lo  tanto,  y  otros,  no  pocos,  que  añoran  los 
tiempos  de  Calomarde,  bajo  la  tutela  del  milita- 
rismo prusiano  y  del  clericalismo  español.  Pero, 
además  de  estos  dos  partidos,  que  por  lo  cando- 
rosos pudiéramos  llamar  de  niños  de  teta,  viene 
el  verdadero  macizo  burgués,  que  en  la  ciudad 
y  en  el  campo  se  remansa  como  fruto  de  nuestra 
vieja  historia  dañada  por  la  tiranía.  Este  tercer 
partido  que  surge  de  la  podredumbre  burguesa, 
constituye  la  dirección  nacional,  y  no  es  otra 
cosa  que  la  carnaza  de  Sancho,  sin  su  natural 
bondad  y  hombría  de  bien;  es  la  gente  reposada 
y  prudente,  la  que  no  se  deja  arrebatar;  la  cau- 
telosa; la  que  sonríe  a  hurtadillas  con  aire  de 
superioridad;  la  que  en  todo  litigio  dice  que  el 
silencio  es  oro;  la  sumisa,  que  no  tiene  idea  pro- 
pia y  desprecia  la  ajena;  la  ingrata  y  olvidadiza, 
la  que  saluda  con  mentirosa  inclinación;  la  sier- 
va,  que  no  pierde  de  vista  el  látigo  y  pide  un 
amo.  Esta  y  no  otra  es  la  gente  cuca  que  inter- 
viene en  las  polémicas  con  solemne  gravedad  y 
para  dar  ejemplo  de  tranquila  e  indulgente  tole- 


150 


CERVANTES 


rancia;  pero,  sin  dar  a  conocer  su  opinión  y  sin 
sumarse  a  otra  alguna,  ya  que  una  mayoría  sin- 
cera cortaría  de  raíz  todas  las  querellas.  Este 
tipo  es  el  que  se  llama  en  España  modelo  de 
discreción  y  de  prudencia;  que  es  el  que  logra 
vivir  en  santa  calma  y  acumula  riquezas.  Yo 
protesto  contra  quien  dice  que  la  honradez  abre 
el  camino  a  la  riqueza.  Lo  dicen  los  interesados 
y  aquellos  de  entre  los  pobres  que  adulan  al  po- 
deroso. Este  tipo  es  la  escuela  del  infame  despo- 
tismo, que  somete  las  conciencias,  rebaja  la  mo- 
ral, y  poco  a  poco,  mata  los  caracteres.  No  es 
verdad  que  en  España  nos  hayan  oprimido  con 
más  tiranía  que  al  presente.  Si  bien  en  un  tiem- 
po hubo  un  César,  hoy  hay  mil  caciques  cobar- 
des y  vengativos,  con  la  prepotente  soberbia  de 
aquél  y  sin  ninguna  de  sus  grandezas,  A  pesar 
de  tales  antecedentes  históricos,  yo  denuncio  a 
nuestra  adinerada  y  arrogante  burguesía,  cleri- 
cal y  militarista,  como  la  más  egoísta  y  cobarde 
del  mundo  y  acreedora  a  grandísimo  castigo. 
Esta  malísima  gente  es  la  que,  pasándose  de 
lista,  mira  hacia  dentro  y  ve  su  cono  iencia  an- 
siosa de  justicia  y  repleta  de  remordimientos. 

Nadie  se  desprestigia  por  ser  espontáneo,  leal 
y  sincero;  y  no  hay  mayor  honradez  que  la  ver- 
dad. La  verdad  no  debe  temer  ni  respetar  nada, 
a  no  preferir  que  prevalezca  la  mentira.  Lo   de 


CERVANTES  151 

paz  a  los  muertos,  lo  dicen  los  picaros  vivos.  La 
tolerancia  del  silencio  para  con  el  error,  es  tra- 
bajar traidoramente  contra  la  salud  pública,  y 
es  no  tener  confianza  en  sus  fuerzas  y  atrinche- 
rarse astuto  por  previsora  cuquería.  Tanta  kipo- 
cresía  deja  caer  la  critica  en  esa  turba  que  no 
ve  más  que  su  capricho  o  su  interés. 

La  falta  de  valor  cívico  tiene  su  disculpa  en 
la  actual  organización  social.  En  este  país,  los 
organismos  del  Estado  encargados  de  pesar  y 
medir  la  cooperación  de  sus  asociados,  de  dis- 
tribuir beneficios  y  honores,  de  dirimir  en  con- 
cursos, competencias  y  pleitos,  resuelven,  no  con 
arreglo  a  justicia  y  merecimientos,  sino  con  el 
más  cínico  menosprecio  del  sentido  moral.  En 
tal  ambiente  el  odio  se  acumula  en  la  multitud 
y  las  protestas  se  aquietan  a  fuerza  de  tiranía. 
Este  verdadero  despotismo  ha  creado  el  fondo 
de  nuestro  carácter  nacional,  que,  salvo  entre 
moros,  dudo  lo  haya  más  innoble  y  desleal.  Bajo 
esta  preparación  espiritual  la  Oligarquía,  que 
manda  y  reparte  beneficios,  vive  azorada,  y,  sin 
saber  medir  el  peligro,  escandaliza  y  atropella 
sin  reparo.  Todo  está  preparado  para  que  triun- 
fen las  malas  causas  por  los  medios  más  detesta- 
bles. Resultado:  una  sociedad  sin  satisfacción 
interior,  rebelde  y  vengativa.  Nadie  está  confor- 
me en  el  puesto  que  ocupa,  pues  sucede  que  en 


152  CERVANTES 

la  clasificación  de  valores  sociales,  la  inteligen- 
cia, la  honradez  y  el  celo  están  relegados  a  últi- 
mo término:  cuyo  resultado  es  una  vida  de  in- 
justicia dentro  de  un  pueblo  revolucionario,  en 
el  cual  el  rabo  está  a  la  cabeza  y  ésta  a  la  cola. 

Si  la  colectividad  tuviera  conciencia  ..  pero, 
desgraciadamente,  anda  entontecida  en  los  em- 
bustes de  una  critica  desmoralizadora. 

El  público  no  se  atreve  por  si  solo  a  dar  opi- 
nión por  miedo  a  equivocarse,  y  la  rapacería  se 
lo  da  todo  hecho.  De  antemano,  con  misericor- 
dia solapada  y  arrogante  poca  vergüenza,  cálla- 
te, bobalicón,  le  dice,  y  atiende,  pues  ya  sabes 
que  soy  la  excelsa  razón.  Y  el  rebaño  repite  los 
balidos.  Después  de  todo,  es  mucho  más  cómo- 
do no  tener  que  pensar.  Y  respecto  a  la  perver- 
sidad de  conciencia  que  la  fabrican  y  a  las  fal- 
sas reputaciones  que  levanta  con  su  espalda... 
¡allá  ellos!  Así,  sin  salir  de  la  ignorancia,  agobia- 
do y  sin  defensa,  se  entrega  a  esa  cr'itica  incom- 
petente y  de  maliciosa  prestidigitación. 

Si  los  hombres  inteligentes  y  buenos  supieran 
que  con  la  verdad  tenían  la  batalla  ganada  a 
poca  costa,  no  desconfiarían  del  público,  pues 
lo  que  a  éste  le  falta  es  seguridad  en  su  propia 
sabiduría:  razón  que  le  exige  conductor  que  le 
guíe.  La  menor  indicación  basta  para  afirmar  al 
público  en  su  verdadero  sentimiento,  asi  como 


CERVANTES  153 

se  da  por  equivocado  y  sucumbe  entre  el  es- 
truendo de  la  malicia. 

La  critica  preclara,  limpia  de  corazón  y  sal- 
vadora, no  ha  llegado  entre  nosotros.  El  oficio 
ha  caido  en  descrédito.  Y  si  los  hombres  de  mé- 
rito y  sinceros  no  defienden  lo  de  todos,  queda 
el  campo  y  la  dirección  nacional  por  la  bribone- 
ría burladora. 

Enrique  D.  MADRAZO 

12  febrero  de  1917. 


154  CERVANTES 


LIEBRE  POR  GATO 


Historias  de  París. 

A   ENRIQUE   FREYMANN 

Vivía  en  la  calle  de  Vercingetorix,  en  una  de 
esas  casas  del  viejo  y  adorable  Paris,  que  con- 
servan todavía  en  el  sotabanco  de  la  respetada 
conserje  su  llavero  con  departamentos  pequeños 
donde  cada  cliente  por  las  noches  toma  su  bujía, 
para  comenzar  después  el  pesado  ascenso  a  las 
buhardillas  paupérrimas. 

Estaba  sólo  con  mi  hambre,  mi  pereza  y...  mi 
talento.  ¡Qué  demonio!  ¿Por  qué  no  he  de  con- 
fesarlo paladinamente,  cuando  ni  protestas  ni 
envidias  ha  de  provocar  mi  genio  ignorado?  La 
modelo  que  utilizara  me  abandonó,  dándome  un 
prolongado  beso  de  admiración  y  de  piedad  al 
decirme  la  despedida:  «Au  revoir,  mon  tresor; 
quan   tu  avra  le  sou,  je  reviendrai.»  (Hasta  la 


CERVANTES  155 

vista,  tesoro   mío;   cuando   tengas   dinero,  vol- 
veré.) 

Los  colores  caros,  el  cadmiun,  la  laca  de  za- 
ranza,  el  verde  esmeralda,  estaban  íntegros  en 
las  telas  que  me  vi  obligado  a  empeñar  en  la 
Rotonde  por  unas  tazas  de  café.  Mi  pincel  sólo 
podía  trabajar  ocre,  tierra  de  cieno,  y  mi  último 
cuadro,  decididamente  «cubista»,  requería  la- 
pizlázuli  ¡a  trescientos  francos  el  tubo!  ¡Un  im- 
posible! 

Esa  mañana  desperté  muy  temprano,  con 
una  necesidad  de  comer  terrible.  Resolví  soñar, 
durmiendo  todo  el  día.  A  las  siete  de  la  noche 
no  pude  resistir  más;  necesitaba  tomar  algo, 
aunque  faese  aire.  Me  desperecé,  abrí  desmesu- 
radamente los  ojos,  crispé  las  manos  y  me  di 
cuenta  de  que  ni  los  cobertores  ni  las  mantas 
que  siempre  me  fueron  fieles  estaban  conmigo. 
Mi  lecho  era  una  enérgica  tabla  con  periódicos 
cosidos  unos  a  otros,  que  hacían  de  colchóu.  Mi 
abrigo  lo  formaban  Le  Matín,  Le  Journal,  La 
Livre  Paróle,  UHumanité,  UHome  Enchaine,  Le 
Petit  Journal  y  algunos  números  de  Le  Temps, 
Fígaro  y  Excelsior,  pocos,  por  ser  los  más  caros; 
sí,  señor;  la  Prensa  unida,  irónica  y  misericor- 
diosamente unida  para  amparar  a  un  pobre,  si 
no  de  la  miseria,  sí  del  frío... 

Me  vestí  con  una  lentitud   verdaderamente 


156  CERVANTES 

filosófica;  arregle  mi  natural  desarreglo  cuanto 
más  pude,  y  salí.  ¿Triste? — dirán  los  pesimis- 
tas— ;  no,  señor;  con  una  íntima  felicidad,  pen- 
sando en  la  próxima  comida,  y  con  un  desdén 
olímpico  por  la  Humanidad,  mi  espíritu  opti- 
mista de  siempre,  y  mi  amor  a  la  Belleza  como 
triunfal  recurso. 

Llegado  al  portalón,  las  manos  en  los  bolsillos 
del  raído  saco,  el  sombrero  de  alas  anchas  em- 
butido hasta  las  cejas  y  con  un  gesto  de  indife- 
rente inactividad,  me  miró  a  los  sucios  pies,  pre- 
guntándome: ¿Quién  podrá  mantenerme  hoy...? 
Mis  elucubraciones  no  dieron  luz  en  el  asunto. 
Los  camaradas  estarían  en  idénticas  condiciones 
que  yo.  ün  comerciante  en  cuadros  de  la  calle 
de  La  Boitee,  mi  cliente  cada  «Corpus  y  San 
Juan»,  vivía  al  otro  lado  del  mundo,  y  era  ade- 
más noche  para  encontrarle.  Me  fui  directa- 
mente al  cafó  Cuyas,  centro  de  espíritus  di- 
lectos, donde  desfilaban  los  artistas  más  pobres 
y  más  inteligentes  de  París,  como  yo,  más  o 
menos. 

Había  acertado;  mi  compañero  Roche  estaba 
allí,  ¡y  tomaba  café!  Al  saludarle,  llamé  inconti- 
nenti: ¡Un  café,  patrón!  Roche  escrutó  mi  sem- 
blante. 

— ¿Tienes  dinero? — me  dijo. 

No  tuvo  respuesta. 


CERVANTES 


157 


Bebí  aquel  néctar  de  los  dioses  con  fruición 
de  enajenado.  Después  contosté: 

— No  tengo  un  sueldo. 

— Mais  tu  a  un  culo,  mon  vieux...! 

No  le  hice  aprecio,  abandonado  al  calorcillo 
voluptuoso  que  experimentaba  en  aquellos  ins- 
tantes de  placidez. 

A  poco  fueron  llegando  los  demás  intelectua- 
les. El  cenáculo  se  hizo.  Las  honras  y  los  fraca- 
sos de  los  ausentes  llenaron  el  menú  de  la  noche 
hasta  las  tres  de  la  mañana;  a  esta  hora  nos  ce- 
rraron el  establecimiento,  y  partimos.  No  sé  al 
fin  quién  pagaría  el  café.  Roche,  no;  yo...  creo 
que  tampoco. 

París  estaba  en  tinieblas,  y  sus  calles  del 
quartier  solitarias.  De  la  marcha  de  transeúntes 
lejanos  se  escuchaba  el  eco...  De  algún  taxi  que 
pasara  raudo  por  la  plaza  Pelletier  se  percibían 
apenas  los  cornetazos  como  validos  de  oveja 
perdida  en  un  monte. 

¡Qué  ajeno  estaba  mi  pobre  estómago  del  por- 
venir brillante  que  le  aguardaba  a  la  vuelta  de 
una  esquina! 

Al  cruzar  frente  a  la  calle  del  Abate  de  la 
Espada,  rumbo  a  mi  casa,  distinguí  una  silueta 
larga  y  escuálida,  envuelta  en  una  capa  españo- 
la. No  sé  qué  misterio  adiviné  escondido  en 
aquél  fantasma  que  parecía  deslizarse  para  no 


158  CERVANTES 

hacer  ruido.  Detuve  curiosamente  el  paso  para 
ver  mejor;  el  hombre  se  acercó  escondiendo 
frente  y  ojos  bajo  el  chambergo,  y  la  boca  entre 
los  pliegues  de  la  española  capa.  Yo,  por  el  con- 
trario, di  mi  cara  faz  a  faz.  El  tipo  aquel  miste- 
rioso, al  soslayo,  pudo  verme  y  detuvo  el  paso, 
llamándome  por  mi  nombre,  pero  no  con  fran- 
queza, sino  solapadamente,  con  sigilo  y  miedo. 
La  soledad,  el  silencio,  la  negrura  de  la  calle,  el 
tono  ronco  de  aquella  voz,  el  abracadábrico  an- 
dar del  personaje,  y,  sobre  todo,  la  capa  larga 
me  interesaron  sobremanera. 

— Ven — me  dijo. 

— ¿Pero  adonde? 

— Ven — repitió  con  imperio. 

— Pero,  ¿qué  haces?  ¿Qué  quieres?  ¿Por  qué 
vas  envuelto  así? 

— Mira — me  respondió,  y  diciendo  abrió  la 
ancha  capa  y  me  enseñó  un  animal.  ¡Era  un 
gato!  Un  gato  muerto,  y  en  seguida  me  dijo: 

— ¿Tú  que  haces? 

— ¿Yo?  ¡Morirme  de  hambre! 

— Pues  sigúeme. 

Le  seguí  y  me  explicó  la  historia  de  sus  últi- 
mos días. 

— Yo  como  gato;  cada  dos  días  mato  uno. 
Esta  es  mi  comida;  es  decir,  nuestra  comida  de 
hoy  y  de  mañana. 


CERVAN  TES  159 

— ¡Pero  si  yo  nunca  he  probado  esa  porque- 
ría!— contestó  airado. 

— Pues  será  la  primera  y  no  la  última.  Es  una 
carne  exquisita,  blanca  y  suave  como  la  del  co- 
nejo y  muy  superior  a  la  de  la  liebre...  ¡Que  no 
me  vengan  a  mí  con  historias  tontas!  Después  de 
esta  experiencia  cruel  de  mi  vida,  yo  te  juro 
que  pueden  engañarme  todas  las  veces  que  quie- 
ran: yo  aceptaré  gatos  por  liebres,  pero  jamás 
me  dejaré  engañar  real  y  positivamente;  ¡a  mí 
no  me  dan  liebre  por  gato! 

La  historia  era  azas  curiosa  y  divertida,  y 
como  yo  estaba  horriblemente  dispuesto  a  co- 
mer felino,  seguí  al  artista. 

— Tú  no  sabes — me  decía — ,  tú  no  puedes  ima- 
ginar los  sustos  que  yo  he  pasado,  las  carreras 
que  he  emprendido,  las  lágrimas  lloradas  por 
mi  causa,  las  rabias  que  he  provocado,  las  trage- 
dias familiares  que  ocasionaron  mi  hambre  y  mi 
valor.  Pero  he  resuelto  el  problema  de  mi  vida. 
Como  gato  que  yo  mismo  cazo;  pero  ¡ah  Ferrer 
amigo!  Para  llegar  a  mi  destreza  gaticida  he  te- 
nido que  sufrir  temblores,  vergüenzas,  reprimen- 
das indecibles,  angustias,  verdaderos  martirios. 
Al  principio  tenía  que  asestar  varios  golpes  sin 
resultado  práctico;  el  animal  maullaba  con  dolo- 
res dramáticos,  me  arañaba  con  fuerza,  el  escán- 
dalo se  levantaba;  salían  a  la  calle  las  conserjes; 


160  CERVANTES 

se  enteraba  el  cercano  agente  de  policía;  los 
dueños,  iracundos,  me  buscaban,  y  cuántas  ve- 
ces, al  fin  de  cuentas,  el  felino  se  me  escapaba 
de  las  manos,  dejándome  hambriento  y  con  mi 
despecho  a  cuestas...  Hoy  es  distinto.  He  llega- 
do a  una  perfección  sorprendente.  Un  garrotazo 
es  bastante;  a  golpe  por  gato;  está  bien,  ¿eh? 

— Genial — respondí  conmovido,  y  dije  para 
mi  sayo:  ¡Qué  hombre  admirable...!  ¡Y  qué  imbé- 
cil yo,  de  no  haber  discurrido  antes  recurso  tan 
eficiente! 

Desde  ese  día  fui  su  amigo  inseparable,  su 
fiel  cómplice.  Comí,  viví,  trabajé...  Gracias  a 
aquel  noble  talento  ruso,  que  el  destino  pusiera 
en  el  camino  de  mi  vida,  frente  a  la  calle  del 
Abate  de  la  Espada,  allá  subiendo  el  Boulevard 
San  Michel,  en  aquellos  rincones  donde  en  ple- 
no siglo  actual  se  vive  mil  ochocientos  treinta- 
mente... 

Salíamos  de  noche,  garrote  en  ristre,  seguros 
de  tornar  con  una  pieza.  Localizados  el  gato,  su 
dueño,  la  conserje,  el  gendarme,  y  estudiado  el 
vecindario,  la  topografía  del  terreno  con  sus  sa- 
lidas para  la  retirada,  los  lugares  alumbrados  y 
los  tenebrosos,  nos  acercábamos  con  una  gran 
tranquilidad.  Luego,  el  estacazo  seco,  rudo,  for- 
midable, en  la  cabeza  del  gato,  cuyo  cerebro 
quedaba  hecho  añicos.   Consigno  este  pequeño 


CERVANTES  161 

detalle  a  los  naturalistas.  No  sé  de  qué  manera 
morirán  los  gatos  de  muerte  natural;  pero  si  sé 
cómo  se  van  a  la  otra  vida  de  muerte  de  garro- 
tazo. 

Al  recibir  el  golpe  dan  un  brinco  adelante, 
un  verdadero  scdto  mortal,  de  manera  que  el  há- 
bil gaticida,  puede,  si  es  experto  y  profesional, 
como  nosotros  lo  éramos,  coger  al  gato  en  el 
aire  al  dar  su  último  salto... 

Todavía,  sin  embargo,  nos  quedaba  por  resol- 
ver un  peliagudo  problema:  ¡Condimentar  la 
carne!  Porque  aunque  una  vez  lo  intentamos,  no 
pudimos  pasar  el  cuadrúpedo  crudo;  necesitába- 
mos cocerlo  o  asarlo,  empresa  casi  imposible. 
Los  vecinos  eran  de  un  egoismo  rayano  en  lo 
diabólico;  no  permitían  que  usásemos  su  lumbre 
ni  su  gas,  alegando  ser  muy  caro  el  combustible. 
Nosotros,  ¿cómo  habíamos  de  obtener  esos  ar- 
tículos de  lujo,  cuando  ni  el  pan  llegaba  a  nues- 
tros labios,..?  Como  yo  no  soy  ingrato,  y  además 
no  me  agrada  que  se  me  recuerden  favores  atra- 
sados, que  lastimarían  mi  orgullo,  hurgué  en  mi 
imaginación  un  ardid,  un  recurso;  cavilé,  explo- 
ró nuestro  taller  y  los  ajenos,  para  ver  de  qué 
modo  podríamos  guisar  nuestro  alimento,  retri- 
buyendo así  al  pintor  ruso  los  beneficios  inmen- 
sos que  le  debiera.  La  perseverancia  en  mis  pes- 
quisas y  el  agudísimo  ingenio  que  Dios   otorga 

11 


162  CERVANTES 

a  los  hambrientos,  al  cabo  y  al  fin  produjeron  un 
efecto  maravillo. 

Mi  casa  de  la  calle  de  Vercingetorix  era  como 
una  caja  de  embalaje,  cúbica  y  de  madera.  Las 
escaleras  de  caracol,  enclavadas  en  el  centro  del 
edificio  daban  acceso  a  los  talleres.  Frente  a  la 
calle  se  encontraban  los  departamentos  de  lujo 
más  amplios,  con  bastante  luz  y  aire.  El  mísero 
presupuesto  de  que  yo  disponía  sólo  me  permi- 
tió quedar  a  deber  uno  interior,  por  el  que  la 
implacable  conserje  me  exigía  ya  tres  meses  de 
renta  vencida;  esto  es,  ciento  veinte  francos. 

La  casa  tenía  cuatro  pisos.  Yo  habitaba,  natu- 
ralmente, el  último.  En  el  descanso  de  la  escale- 
ra, para  alumbrar  la  entrada  de  los  talleres,  ha- 
bía un  mechero  de  gas,  de  llama  anémica,  donde 
yo  fundó  mi  triunfo  y  nuestros  estómagos  halla- 
ron alivio. 

Me  fabriqué  con  un  alambre  robado,  una  es- 
pecie de  tenazas  y  un  círculo  a  manera  de  hor- 
nilla. Hecho  el  aparato,  ensayé:  Prendí  el  so- 
porte en  el  tubo  del  mechero;  sobre  el  arillo 
puse  nuestra  olla  de  acero.  Perfectamente;  el  re- 
sultado era  espléndido.  Sorprendí  a  mi  colega  el 
ruso  con  el  ingenio  mío.  Aleccionados  ambos, 
procedíamos  con  suma  destreza;  con  una  cuerda 
descolgábamos  la  olla  llena  de  agua  con  el  gato 
sacrificado;  la  hornilla  improvisada,   incrustada 


CERVANTES  163 

en  la  tubería,  era  sostén  suficiente  para  la  vasija. 
Uno  de  nosotros  quedaba  eu  la  puerta  de  la  ca- 
lle, atisbando  la  llegada  de  la  portera;  había  pe- 
ligro, se  levantaba  la  olla,  retirándose  el  gancho 
de  alambre;  nos  dejaban  en  paz,  entonces  hervía 
el  agua,  se  cocía  el  cuadrúpedo,  y  los  dos  pinto- 
res en  «bohemis  compañis»  comíamos  nuestro 
gato...  ¡Y  asi  todos  los  días! 

»  í&  « 

Mi  amigo  el  pintor  encendió  su  pipa  sonrien- 
do y  añorando:  ¡Et  voila! — me  dijo. 

— Bueno — interrogué — .  ¿Y  aquellas  aventu- 
ras duraron  mucho  tiempo? 

— Quiá,  no — me  contestó — .  Después  vinieron 
los  malos  tiempos.  Figúrese  usted  que  cuando 
más  contentos  pasábamos  la  vida  comiendo  ga- 
tos, una  malhadada  noche  me  encontró  en  la 
bolsa  de  mi  chaleco  viejo  un  billete  de  cincuen- 
ta francos,  olvido  involuntario  y  signo  de  mi 
desprendimiento  en  épocas  de  esplendor,  y  ¡cla- 
ro está!,  tuve  que  modificar  mi  existencia.  Más 
tarde,  ocurriósele  a  un  rico  paisano  mío  com- 
prarme unos  cuadros  pagándolos  muy  bien.  En- 
tonces me  vi  precisado  a  vestir  como  todo  el 
mundo  y  a  comer  a  las  veces  en   «La  Avenue», 


3  6i  CERVANTES 

en  la  plaza  de  la  Estación  Montparnasse,  a  dos 
francos  cincuenta  el  cubierto. 

— ¿Y  el  ruso  de  los  gatos? 

— Tuve  la  pena  de  perderlo.  Cuando  se  ente- 
ró de  que  en  nuestro  taller  se  recibía  gente  de 
la  categoria  «casi  bien»  y  que  yo  almorzaba  en 
restaurante  caro,  que  había  trocado  la  «prensa 
unida»  por  ponchos  mexicanos,  regalo  de  mi 
profesor,  me  abandonó  indignado.  Después  supe 
que  se  expresaba  de  mi  persona  en  términos 
despectivos. 

— ¿Quién,  Ferrer? 

— ¡Cet  un  sale  burgois...!  ¡Nom  de  Dieu! — Y 
haciendo  una  mueca  irónica  y  desdeñosa,  con- 
cluía: 

— ¡No  me  hable  más  de  él...!  ¡Es  uno  de  tantos 
que  se  dejan  engañar  comiendo  liebre  por 
gato...! 

Isidro  FABELA 

A  bordo  del  «Frisia> ,  agosto,  29  de  1916. 


CERVANTES 


165 


LA  POESÍA 


Pretendes  que  descubra,  bella  amiga, 

quién  es  la  triste  y  dulce  compañera 

que  conmigo  comparte  la  fatiga 

de  este  reñido  y  singular  combate 

en  que,  a  veces,  el  alma  desespera 

y  el  generoso  corazón  le  abate; 

quién  es  la  Musa  de  mi  pobre  canto, 

la  que  alienta  en  mi  alma  solitaria, 

la  que  en  mis  ojos  pone  el  triste  llanto 

y  en  mis  labios  la  mística  plegaria, 

la  que  consuela  todos  mis  dolores, 

la  que  mis  negras  noches  ilumina, 

la  que  en  prenda  feliz  de  sus  amores 

a  la  escabrosa  cumbre  de  la  gloria 

mis  vacilantes  pasos  encamina; 

qué  mujer  es,  en  fin,  la  que  en  mi  historia 

comparte  enamorada 

mi  inconsolable  pena  o  mi  alegría... 

esa  mujer  tan  bella  como  amada 


166  CERVANTES 

es  mi  diosa  gentil:  la  Poesía. 

¡Cuántas  noches  de  fiebre,  triste,  a  solas, 

en  la  ardorosa  mente  del  poeta, 

luchan  los  desatados  pensamientos, 

como  en  el  mar  las  encontradas  olas! 

Y  esos  nobles  y  dulces  sentimientos 

que  se  elaboran  en  el  alma  inquieta, 

resbalan  por  las  cuerdas  de  la  lira; 

y  en  sus  puros  acentos, 

parece  que  le  escuchan  los  lamentos 

del  corazón  humano  que  suspira! 

De  los  muertos  imperios  las  grandezas 

que  asombro  fueron  de  la  humana  historia; 

del  alma  dolorida  las  tristezas; 

las  infinitas  ansias  de  la  gloria; 

cuanto  la  mente  en  su  ilusión  procura 

y  cuanto  el  hombre  en  sus  delirios  ama, 

vibra  en  su  estrofa  pura 

y  en  su  lluvia  de  versos  se  derrama. 

Suena  en  ella  la  voz  del  gran  Homero; 

ora  vibra  iracunda 

con  el  épico  canto  del  guerrero; 

ora  pinta  el  idilio 

que  de  placer  el  corazón  inunda 

en  la  armoniosa  estrofa  de  Virgilio; 

toma  vida  en  el  alma  solitaria, 

sus  muertas  ilusiones  resucita 

y  embellece  la  mística  plegaria 


gERVANTES 

que  eleva  al  Cielo  el  triste  cenobita; 

ella  forja  los  puros  ideales 

que  disipan  del  hombre  los  dolores 

y  eterniza  el  amor  de  los  amores 

esculpiéndole  en  versos  inmortales; 

llora  con  el  dolor  de  Prometeo 

a  la  tajada  roca  encadenado 

mientras  lucha  tenaz  con  el  deseo 

y  siente  el  corazón  despedazado; 

es  luz  que  nuestras  noches  ilumina, 

astro  que  alumbra  en  la  existencia  humana 

la  triste  soledad  en  que  camina 

la  cansada  y  errante  caravana. 

¿Morirá  la  Poesía,  voz  divina 

que  en  el  humano  corazón  retumba 

y  nuestros  torpes  pasos  encamina 

desde  la  cuna  a  la  ignorada  tumba? 

Mientras  vista  la  hermosa  Primavera 

la  tierra  adormecida 

con  espléndido  manto  de  verdura; 

mientras  tome  calor,  aliento  y  vida 

la  ilusión  impalpable  que  fulgura 

en  el  amante  corazón  que  espera; 

mientras  de  amor,  en  el  fecundo  exceso, 

se  enlacen  los  humanos  corazones 

y  palpiten  con  dulces  ilusiones 

y  se  fundan  las  almas  en  un  beso; 

mientras  el  muro  triste  y  derruido 


167 


168  CERVANTES 

nos  muestre  las  grandezas  del  pasado 

y  del  profundo  sueño  del  olvido 

despierten  como  un  eco  las  edades 

con  sus  brillantes  páginas  de  gloria 

poblando  del  desierto  de  la  Historia 

las  inmensas  y  muertas  soledades; 

mientras  desgarre  el  alma  solitaria 

la  pena  aguda  sin  vulgar  consuelo 

y  pretenda  del  hombre  la  plegaria 

abrir  las  puertas  del  cerrado  cielo; 

mientras  exista  un  rayo  de  alegría 

brillará  la  Poesía 

sobre  el  abismo  de  la  humana  historia, 

aclarando  las  sombras  del  camino 

por  donde  busca  el  triste  peregrino 

la  inaccesible  cumbre  de  la  gloria. 

No  temas,  no,  que  con  mortal  desmayo, 

su  divina  misión,  al  fin  termine, 

ni  que  con  triste  y  moribundo  rayo 

nuestras  lóbregas  noches  ilumine. 

Arde  eterna  su  llama  sacrosanta 

que  en  las  negruras  de  la  noche  brilla 

como  la  estrella  en  el  azul  sereno; 

de  sus  propias  cenizas  se  levanta 

y  con  su  propia  sangre  se  renueva 

que  aunque  los  cuerpos  rueden  por  el  cieno 

el  espíritu  siempre  a  Dios  se  eleva. 

José  TORAL 


CERVANTES  169 


URBINA 


Hace  poco  más  de  un  año  conocí  a  Luis  G. 
Urbina, 

Fué  en  casa  de  Villaespesa,  en  aquellas  inol- 
vidables veladas  en  que  el  gran  poeta  del  Alcu- 
za?' de  las  Perlas  nos  daba  a  conocer  los  admi- 
rables versos  de  El  Halconero  y  los  sonetos  al 
Generalife. 

Un  cultísimo  artista,  Alfredo  Gómez  de  la 
Vega,  habló  del  viejecito — como  llamaba  cariño- 
samente al  inmenso  poeta  mejicano — y  recitó 
por  primera  vez  La  elegía  de  mis  manos,  Vieja 
lágrima  y  Más  allá  de  la  melancolía. 

No  era  Urbina  uno  de  esos  vates  declamato- 
rios y  fríos,  que  deslumbran  al  pronto  con  la 
brillantez  verbalista  del  estilo,  sin  dejar  luego 
la  más  leve  huella.  Había  en  sus  versos  un  hon- 
do acento  de  sinceridad,  una  íntima  poesía  del 
corazón,  una  sensibilidad  tan  exquisita,   que  se 


170  CERVANTES 

apoderaba  de  la  voluntad,  dejando  una  profunda 
a  e  imborrable  emoción  en  el  alma. 

Desde  aquel  momento — mucho  antes  de  cono- 
cerle personalmente — fui  no  sólo  un  admirador 
del  poeta  mejicano,  sino  un  amigo,  un  hermano. 

«  «  « 

ürbina  es  un  poeta  que  vive  su  poesía. 

La  bondad  que  resplandece  en  sus  versos,  no 
es  una  farsa  lírica,  no  es  un  artificio  de  la  ima- 
ginación. Es  el  raudal  que  brota  puro  y  cristali- 
no de  la  sagrada  fuente  del  alma. 

Urbina  no  ha  tenido,  como  otros  poetas,  que 
crearse  un  sentimiento  imaginativo. 

La  emoción  y  el  sentimiento  son  en  él  natu- 
rales. 

Ese  es  el  secreto  de  sus  triunfos. 

«Tres  condiciones — dice  Lamartine — son  ne- 
cesarias para  formar  un  gran  poeta  serio  en  to- 
dos los  siglos:  un  amor,  una  fe  y  un  carácter.» 

Y  estas  tres  condiciones  se  reúnen  de  un  modo 
admirable  en  la  lirica  de  Urbina. 

Todo  está  contenido  en  su  lema  «^Creer-crear». 

El  carácter  de  la  lirica  de  ürbina  estriba  en 
la  milagrosa  unión  de  lo  antiguo  con  lo  nuevo. 

Es  clásico  y  romántico  a  un  tiempo. 

Tiene  su  poesía  sabor  de  vino  viejo,  y  está, 


CERVANTES  171 

sin  embargo,  contenida  en  rica  copa  de  oro  muy 
nueva,  muy  brillante  y  exquisitamente  cince- 
lada... 

Tiene  la  solidez,  la  sabia  madurez  de  lo  arcai- 
co y  la  gracia  exquisita  y  espiritual  de  una  eter- 
na juventud. 

Nunca  es  académico,  nunca  es  rígido,  jamás 
es  declamatorio  ni  artificioso. 

Su  carácter,  como  su  estilo,  es  personalisimo, 
y  su  personalismo  está  en  que  su  verso  no  es 
jamás  esclavo  ni  amanerado,  no  está  cincelado 
en  el  yunque  de  la  forma;  tiene  todo  el  jugo  de 
la  espontaneidad.  Nace  como  la  flor,  se  nutre  de 
la  sabia  del  pensamiento,  se  eleva  al  cielo  bus- 
cando la  luz,  y  abre  su  corola  ya  majestuosa- 
mente como  una  magnolia,  ya  sencilla  y  modes- 
ta como  una  violeta;  pero  siempre  llena  de  gra- 
cia, de  belleza  y  de  sinceridad. 

«  «  « 

El  alma  de  Urbina  se  manifiesta  en  su  obra. 

Podemos  contemplarla  como  si  se  vislumbra- 
ra a  través  de  la  diafanidad  de  su  estilo. 

Podemos  estudiarle  con  absoluta  precisión. 
Urbina  ama  la  vida,  ama  la  luz  y  los  bellos  pai- 
sajes. 

Allá,  en  sus  días  de  paz,  ¡con  cuánta  ingenui- 


172  CERVANTES 

dad  y  alegría  expresaba  las  juveniles  emociones 
de  su  alma! 


Amanecí  poeta.  ¡Buenos  días, 
claridad  de  los  cielos,  honda  y  quieta! 
¡Valle  patrio,  salud!  ¡Montañas  mías, 
salud!  ¡Salud,  azules  lejanías! 
¡Qué  alegre  estoy!  Amanecí  poeta. 


Y  el  horizonte  es  una  gran  sonrisa 
hecha  de  resplandores  y  destellos; 
entre  la  bruma  gris,  el  sol  se  irisa; 
las  magnéticas  manos  de  la  brisa 
sacuden  y  embalsaman  mis  cabellos. 


¿Quién  me  dio  esta  mirada  de  cariño 
para  ver  un  ambiente  tan  sereno? 
¿Porque  me  siento  niño? 
¿Porque  me  siento  bueno? 
Mi  alma  no  es  hoy  barranco 
de  tinieblas,  sino  cumbre  de  gloria. 
¿Quién  la  limpió  de  escoria? 
¿Quién  la  vistió  de  blanco? 


La  claridad  del  cielo,  la  profunda  -y  secreta 
paz  de  sus  valles  y  sus  montañas,  la  dulce  y  ju- 


CERVANTES 


173 


venil  alegría  de  sentirse  poeta,  no  le  inspiran 
orgullo  ni  egoísmo;  no  le  encierran  en  su  casti- 
llo interior  para  gozar  él  solo  de  su  dicha,  ni  le 
impulsa  por  las  torcidas  sendas  de  la  sensuali- 
dad, ni  por  los  caminos  de   la  soberbia. 

Se  siente  niño,  se  siente  bueno.  Es  como  si 
llevara  una  rosa 

«recién  abierta  en  lo  interior  del  peclio». 

Siente 

«la  aspiración  al  bien,  toda  infinito, 
y  el  amor  inmortal,  todo  esperanza». 

Cuando  la  «vieja  lágrima»  del  sufrimiento 
humano  se  filtró,  por  oculto  resquicio,  en  lo  es- 
condido de  su  entraña,  en  aquel  triste  atardecer 
de  invierno,  él  recogió  en  su  corazón,  como  un 
cáliz,  el  dolor,  lágrima  a  lágrima,  y  lo  llevó 
noblemente,  transformándolo  en  melancolía  y 
en  fuente  inagotable  de  ternura. 

Entró  el  dolor  en  la  vida  del  poeta,  y  entró 
también  en  su  obra. 

Mas  el  dolor  al  herir  este  alma  grande  y  no- 
ble no  se  trocó  en  acentos  de  desesperación,  ni 
en  amargos  lamentos  de  cólera;  no  se  cambió  en 
rebeldía,  ni  destiló  el  veneno  de  la  sátira. 


174  CERVANTES 

No  le  inspiró  amargas  ironias  como  a  Alfredo 
de  Muset,  ni  lanzó  gritos  desesperados  como  Es- 
pronceda,  ni,  escéptico  y  trágico,  paseó  por  la 
vida  la  impotente  soberbia,  como  Heine,  ni  se 
revolvió  contra  el  Destino  como  Leopardi. 

Amó,  sufrió  y  perdonó;  llevó  su  bondad  hasta 
la  cruz,  hasta  el  sacrificio;  bendijo  al  que  le  per- 
seguía, perdonó  al  enemigo,  amó  siempre,  siem- 
pre...! 

«No  basta  aceptar  la  cruz — se  dijo — ,  hay  que 
amarla.» 


«  «  « 

Cuando  el  sublime  cantor  de  la  Provenza,  Fe- 
derico Mistral,  escribió  su  inmortal  poema,  ena- 
morado de  la  humildad  de  su  heroína,  quiso  que 
la  frente  de  la  angelical  Mireya  resplandeciera 
aunque  no  tuviera  diadema  de  oro;  quiso  que 
aquella  niña  gentil  fuera  glorificada  como  una 
reina. 

Mistral,  verdadero  poeta,  había  penetrado  en 
el  secreto  poder  de  la  humildad. 

Había  comprendido  la  profunda  sabiduría  de 
la  Naturaleza,  había  visto  que  «cuando  los  fru- 
tos maduran  al  sol  y  al  rocío,  entre  la  verdura, 
viene  el  hombre,  famélico  como  un  lobo,  a  des- 


CERVANTES  175 

pojar  de  sus  frutos  el  árbol.  Mas  en  la  cima, 
Dios  siempre  eleva  alguna  rama,  donde  el  hom- 
bre insaciable  no  puede  alzar  la  mano;  hermoso 
pimpollo  primaveral,  virginal  y  oloroso,  al  cual 
llegase  el  paj arillo  para  saciar  su  hambre.» 

Y  Mistral  quiso  colgar  su  poema  en  estas  «ra- 
mas de  los  pájaros». 

Quiso  recoger  en  su  plectro  los  dolores  humil- 
des y  elevar  hasta  las  altas  ramas  de  la  más  su- 
blime poesía,  las  escondidas  y  modestas  flores  de 
su  país,  y  el  Dios  de  los  humildes,  el  Dios  que 
nació  entre  pastores,  hizo  que  este  cántico  fuera 
inmortal. 

Así  Urbina,  guiado  por  el  mismo  impulso,  ha 
buscado  también  la  «rama  de  los  pájaros». 

Seguidle  a  lo  largo  de  su  vida  y  a  través  de 
sus  obras. 

Seguid  sus  pasos.  Ved.  Su  noble  lira,  como  su 
corazón,  se  da  con  sublime  generosidad,  a  los 
humildes. 

El,  como  Mistral,  hará  que  la  frente  de  loa 
pequeños  resplandezca  como  si  tuvieran  diade- 
mas de  oro. 

Su  estilo  desdeñará  toda  énfasis,  toda  al- 
tisonancia declamatoria,  adquirirá  una  divina 
sencillez,  una  diafanidad  sublimu  —  suprema 
expresión  de  arte — y  exteriorizará  su  emo- 
ción, su   ímpetu   pasional,    su   ternura   incom- 


176 


CERVANTES 


parable,  en  una  forma  toda  gracia,  toda  sensibi- 
lidad. 

¿A.  qué  encumbradas  regiones  de  la  poesía  se 
elevó  el  maestro  para  conseguir  esta  maravillo- 
sa forma? 

Ved  cómo  se  detiene  ante  toda  tragedia  hu- 
milde; ved  cómo  abarca  con  sus  anchas  y  pensa- 
tivas pupilas  los  cuadros  de  escondido  dolor,  y 
cómo  abre  su  corazón  para  compadecer  y  com- 
prender. 

Ya  se  detiene  ante  el  pobre  emigrado  español, 
ante  el  desgraciado  niño  que,  empujado  por  la 
miseria,  dejó  su  hogar,  su  pobre  aldea  y  fué  a 
buscar  el  pan  a  tierra  extraña. 

¡Cómo  compadece  la  «morriña»  del  pobre 
niño,  que  recuerda  la  delicia 

de  sentarse  a  cuidar  el  rebaño 
a  la  sombra  de  un  viejo  castaño, 
o  a  la  vera  de  un  río,  en  Galicial 


Al  visitar  Toledo  admirará  los  tesoros  artísti- 
cos, contemplará  extasiado  el  carácter  histórico 
de  la  vieja  ciudad,  los  grandes  monumentos,  la 
maravillosa  catedral,  las  calles  legendarias,  todo 
le  encanta...;  pero  su  corazón  se  detiene  ante  una 
ventana  iluminada  en  la  noche  donde  vela  traba- 


CERVANTES  177 

jando  una  humilde  obrerita,  y  la  imaginación  del 
poeta,  en  vez  de  fantasear  sobre  el  pasado,  en  vez 
de  componer  una  leyenda  como  la  de  Las  tres 
fechas,  se  inclina  a  contemplar  y  compadecer 
aquella  vida  humilde  que  se  gasta  y  se  consume 
en  tan  triste  labor... 

Bajo  el  sol  y  frente  al  mar...  en  las  frondas  de 
los  jardines  cubanos,  bajo  los  árboles  cuyas  al- 
tas y  tupidas  copas  forman  ciudades  aladas,  po- 
bladas de  pájaros  contentos  de  vivir,  el  poeta  es- 
cuchará con  júbilo  el  canto  de  estos  pájaros  y  se 
detendrá  a  contemplar  la  belleza  del  crepúsculo...; 
pero  su  bondad  se  ha  conmovido  ante  el  espec- 
táculo de  la  triste  vagabundería  que  pasa. 

En  la  Habana  no  hay  cotarros,  no  hay  dormi- 
torios de  vagabundos. 

«Los  guardias  rondan,  en  vigilia  constante, 
para  que  estos  pobres  lobos  desdentados,  estos 
miserables,  estos  tristes,  no  se  habitúen  a  trans- 
formar en  lecho  la  banca  de  un  paseo  público, 
ni  la  orilla  del  mar,  ni  el  asiento  de  un  jardín. 
Se  les  deja  libre  el  paso,  pero  no  el  sueño.  Es- 
tán condenados,  como  Lady  Maebecth,  a  matar 
el  sueño. 

El  pájaro  tiene  la  hospitalaria  fronda,  donde 
encuentra  nido  y  albergue;  mas  el  hijo  del  hom- 
bre no  tiene  donde  reclinar  la  cabeza  en  estas 
populosas  ciudades  modernas. 

12 


178  CERVANTES 

«Los  que  no  tienen  liogar,  no  tienen  derecho 

al  sueño.» 

Y  el  poeta  piensa  en  la  misericordia  del  árbol, 
que  parece  que,  al  mediar  la  noche,  hace  más 
compacta  su  copa,  más  gruesas  sus  hojas,  más 
apretadas  sus  ramas;  y,  en  la  sombra  protectora, 
oculta,  como  en  un  regazo  de  madre  viuda,  al 
«hijo  pródigo»  de  la  vida. 

«El  árbol  no  cejará  en  su  empeño  maternal, 
de  dar  abrigo  a  los  cansancios;  el  árbol  no  cono- 
ce la  organización  social;  siente  que  es  una  in- 
justicia que  arriba  los  pájaros  duerman  tranqui- 
lamente y  abajo  los  hombres  ni  siquiera  puedan 
dormir  unos  instantes.» 

Asi  irá  siempre  el  poeta  por  la  vida. 

Sus  piadosas  manos, 
tan  dispuestas  a  todas  las  justicias, 
tan  dúctiles  a  todos  los  halagos, 
tan  fáciles  a  todas  las  caricias, 

se  extenderán  siempre  para  levantar  al  caido, 

y  secarán  los  ojos  al  que  llora, 
bendecirán  al  pájaro  eu  el  nido 
y  eu  el  cielo  a  la  aurora. 

«   «   4( 


CERVANTES  179 

El  poeta  mejicano  Amado  Ñervo,  en  el  prólo- 
go del  Glosario  de  la  vida  vulgar — último  libro 
de  Urbina — ha  dicho: 

«Luis  G.  Urbina  ha  llegado  a  las  playas  es- 
pañolas casi  al  propio  tiempo  que  las  golondri- 
nas corvas  y  los  vencejos  azulados.  Y  en  verdad 
te  digo  que  asi  como  estas  aves  parecen  traer- 
nos el  don  de  la  Primavera,  él  trae  a  España  un 
don  no  menos  grande:  el  don  de  su  madurez  se- 
rena y  tierna  al  propio  tiempo,  de  su  emoción 
tan  honda  y  límpida,  que  se  adueña  al  instante 
de  nosotros,  y  en  el  cual  hay  no  sé  qué  dejo  ex- 
traño y  delicado  de  mis  montañas  y  de  mis 
valles.» 

¡Ah!  Esta  sublime  golondrina  no  sólo  traerá 
a  España  el  don  de  la  Primavera.  Este  gran  co- 
razón, que  desde  su  cátedra  de  Literatura  de  la 
Universidad  de  Méjico  electrizaba  a  sus  alum- 
nos cuando  hablaba  de  los  grandes  escritores 
castellanos  de  nuestro  Siglo  de  Oro;  este  prodi- 
gioso artista,  que  cuando  visitó  el  Museo  del 
Prado  saludó  a  nuestro  Velázquez  como  a  un 
viejo  amigo,  y  cuando  pisó  los  umbrales  de  la 
Biblioteca  Nacional  le  pareció  que  entraba  en  el 
antiguo  archivo  de  su  casa  solariega,  ejerce  a  su 
paso  un  santo  y  noble  apostolado. 

El  se  hace  pequeño,  con  los  humildes;  pobre, 
con  los  pobres;  triste,  con  el  triste;   alegre,   con 


180  CERVANTES 

el  alegre.  No  vive  para  sí,  sino  para  sus  amigos; 
prodiga  su  gran  corazón;  sabe  escuchar  y  sabe 
tolerar;  es  comprensivo  y  dúctil.  Su  inteligencia 
se  amolda  a  todo,  y  llena  de  luz,  de  bondad  y  de 
confianza,  el  alma  de  los  humildes. 

Sus  manos,  esas  diminutas  manos,  «que  no  han 
declamado  jamás  la  vil  comedia»,  esas  maravi- 
llosas manos,  instrumentos  del  genio,  estas  pe- 
queñas manos  tan  grandes  en  misericordia,  rea- 
lizan una  misión  sublime:  están  constantemen- 
te creando  nuevos  y  fortísimos  lazos  de  unión  y 
de  fraternidad. 

Luis  LEÓN  DOMÍNGUEZ 


CERVANTES  181 


EL  REGRESO 


Para  el  tren.  Esta  casa  de  cartón, 
entre  las  cuatro  anémicas  acacias, 
habla  de  uu  pueblo  más...  Otra  estación... 

Y  las  pupilas  torpes  y  reacias, 

vencidas  al  cansancio  y  la  indolencia, 
miran  desde  la  turbia  ventanilla: 
un  camino,  una  vieja  diligencia, 
una  mies  retostada  y  amarilla. 

A  lo  lejos,  un  pardo  caserío, 
ün  arroyuelo  que  no  llega  a  río. 
Una  pelada  y  árida  campiña. 

Y  de  allá  de  un  terrizo  que  está  en  siega 
el  gemir  de  una  cántica  gallega 

que  llora  de  nostalgia  y  de  morriña. 


182 


CERVANTES 


II 


Sonar  de  la  campana  en  el  andén. 
Estridencia  de  un  pito.  Resoplidos 
de  la  locomotora.  Y  sale  el  tren. 
Algo  infernal  taladra  los  oídos. 

Las  acacias  temblonas,  en  el  viento 
parece  que  un  eterno  adiós  suspiran. 
El  tren  en  una  curva  da  un  lamento. 
Indolentes  los  ojos  ya  no  miran... 

El  sopor  nos  aturde  y  desvanece, 
y  entornando  los  párpados,  parece 
que  caímos  en  una  pesadilla. 

Bochorno,  enervamiento,  olor  a  era. 
De  un  bronce  funeral,  la  voz  austera 
se  oye  sonar  muy  lejos.  Es  Castilla. 


III 

¡El  pinar!  ¡El  pinar!  Hemos  gritado, 
y  un  aroma  a  tomillo  y  a  resina 
por  la  abierta  ventana  ha  penetrado. 
¡Olor  a  mansedumbre  campesina! 


CERVANTES  183 

¿Qué  evocan  y  suspiran  estos  pinos, 
siempre  verdes,  fragantes,  melancólicos, 
llorando  lagrimones  ambarinos 
plañiendo  al  vendaval  versos  bucólicos? 

Es  el  aire  más  fresco  y  más  sutil. 
El  cielo  de  un  intenso  azul  añil; 
en  éi,  dos  nubéculas:  dos  palomas. 

Silba  el  tren,  y  los  pinos,  se  diría 
que  estremecidos  a  su  algarabía, 
huyen  acobardados  a  las  lomas. 


IV 

Hemos  pasado  un  túnel — humo,  hedor, 
obscuridad — .  Y  el  tren  que  se  desliza 
entre  un  martilleteo  atronador. 
En  el  farol,  la  triste  luz  pajiza 

que  torna  de  cadáver  los  semblantes; 
y  vemos  en  las  sombras  hoscos  guiños, 
y  se  nos  hacen  siglos  los  instantes 
y  evocando  redrores  y  años  niños, 

miramos  en  las  sombras  al  viajero 

y  sentimos  el  golpe  traicionero 

de  un  puñal,  que  en  el  pecho  nos  ha  hundido. 


184  CERVANTES 

Mas  la  luz  vuelve  a  entrar.  Nueva  alegría 
y  nuevo  y  brusco  amanecer  del  día... 
Miramos  al  viajero:  va  dormido. 


Bruma  en  las  cimas  y  en  los  prados  niebla. 
El  tren  jadea  y  con  fatiga  sube, 
rasgando  esta  espesísima  tiniebla 
de  tumo,  de  amanecer,  de  sueño  y  nube. 

Lagrimea  el  cristal.  Llora  la  hoja 
del  álamo  en  la  linde.  La  montaña 
huele  a  tierra  fecunda,  y  en  la  roja 
cima  suena  el  «tin,  tan»  de  la  espadaña. 

Pasa  un  río  de  plata  rumoroso. 
Quietud  en  el  paisaje,  almo  reposo. 
El  tren  asciende  lento  y  jadeante, 

y  en  el  silencio  blando  del  ejido 

la  máquina  prorrumpe  en  un  silbido, 

como  el  ¡ay!  de  dolor  de  un  caminante. 


CERVANTES  185 


VI 

¡El  fin  de  la  jornada!  ¡Hemos  llegado 
a  la  tierruca!  ¡Acento  melodioso 
de  este  hablar  musical!  El  buen  criado 
que  besa  vuestra  mano...  El  oloroso 


aroma  de  estos  prados,  que  despierta 
tantas  evocaciones...  Y  la  entrada 
en  nuestra  casa — noble  puerta 
de  clavos,  y  blasón  en  la  fachada — . 

¡Dulce  minuto  de  avivar  lo  muerto! 
¡Años  que  en  tumultuoso  desconcierto 
volvemos  a  vivir  estos  instantes! 

¡Reverdecer  de  ideas  y  cariños! 
¡Tornarnos  a  sentir  buenos  y  niños, 
y  no  poder  volverlo  a  ser  como  antes...! 

Antonio  GULLÓN 


186  CERVANTES 


Del  último  libro 
"Elevación  ' 


Substitución. 

¡Cómo  han  envejecido 
tus  manos! 
¡Tus  afiladas  manos 
de  palidez  ascética! 

Tu  rostro  es  todavia 
joven,  y  tu  cabeza 
altiva,  aún  no  se  ciñe 
su  corona  de  plata. 

Tus  ojos  claros  saben 
penetrar  en  la  hondura 
del  alma  que  se  esquiva, 
como  dos  estiletes 


CERVANTES  187 

luminosos  de  acero, 
penetran  en  las  carnes. 

Tu  frente  muestra  arrugas; 
pero  son  como  surcos 
que  aró  tu  pensamiento, 
para  sembrar  las  flores 
de  la  meditación. 

Sólo  tus  pobres  manos 
sarmentosas  y  exangües, 
dicen  toda  la  lucha 
de  tu  vivir  potente; 
hablan  de  los  combates 
continuos  en  que,  al  cabo, 
venciste  al  enemigo 
cruel  que  hay  en  nosotros, 
al  ansia  sibarítica, 
que  pide  siempre  goces 
a  la  ley  del  pecado 
que  anida  en  las  entrañas. 

Tu  restro  nunca  supo 
gesticular...  Inmóvil 
y  claro  como  espejo, 
devolvía  a  la  vida 
sus  imágenes  vanas, 
imperturbable  siempre. 


188  CERVANTES 

Leíase  en  tus  ojos 

la  paz  de  la  conciencia, 

conquistada  por  fin; 

el  perfecto  equilibrio 

entre  tu  alma  y  el  mundo... 

¡Pero  tus  pobres  manos 
sabían  la  verdad! 
Ellas  gesticulaban 
en  lugar  de  tu  rostro, 
porque  no  se  amenguase 
la  majestad  augusta 
de  tu  expresión  serena... 

No  hay  un  dolor  que  en  ellas 
no  haya  quedado  impreso. 
Son  libro  de  diez  páginas, 
rugosas  y  amarillas, 
cada  una  de  las  cuales 
narra  muchas  historias, 
cuenta  muchos  martirios. 


¡Oh  bien  nutridas  hojas, 
oh  poema  conciso, 
lleno  de  intimidades 
misteriosas  y  excelsas! 
¡Pobres  manos  sagradas. 


CERVANTES 


189 


fáciles  al  augurio, 
claras  ai  quiroinantel 

¡Nobles  manos  veridicas, 
llenas  de  ingenuidad, 
que  revelan  tu  diáfana 
y  pródiga  faena! 

jQuiero  besar  tus  manos! 
Quiero  poner  tu  diestra 
sobre  mi  corazón. 
Quiero  apoyar  su  palma 
fría,  sobre  mi  frente: 
quizás  me  reconforte 
con  su  influjo  potente; 
quizás  por  siempre  corte 
la  fiebre  de  mi  alma. 

Amado  ÑERVO 


Junio,  1915. 


^^^  CERVANTES 


ÍNDICE 


Páginas 

Rocinante,  por  J.  A.  González  Lannza 1 

Primaveras  ficticias,  por  Santiago  Rusiñol 45 

A  Darío,  por  Carlos  Cabrera 52 

Notas  de  viaje,  por  Luis  G.  Urbina .  66 

Sonetos,  por  Luis  Barreda 74 

Juana  Borrero,  por  Rubén  Darlo 79 

Epístola  a  Manolo  González,  por  Tomás  Morales,  89 

Soledad,  por  Francisco  Orozco  Muñoz 96 

La  casa  de  los  abuelos,   por   Francisco  Orozco 

Muñoz 9g 

Figuras  contemporáneas,  por  Julio  Cejador 99 

Los  problemas  mexicanos,  por  Luis  Cabrera ....  112 
Un  poeta  nuevo,  por  Juan  de  Contreras  y  López 

de  Ayala I33 

Prefacio  para  la  historia  de  la  critica  artística  es- 
pañola de  fines   del  siglo  xix  y  comienzos  del 

XX,  por  Enrique  D.  Madrazo I43 

Liebre  por  gato,  por  Isidro  Fabela 154 

La  Poesía,  por  José  Toral 165 

Urbina,  por  Luis  León  Domínguez 169 

El  Regreso,  por  Antonio  Gullón 181 

Del  último  libro  «Elevación»,  por  Amado  Ñervo.  186 


Banco  Híspano-flmerícano 

Capital:  loo  millones  de  pesetas. 

MADRID:  Calle  de  Sevilla.  7. 


SUCURSALES 

Barcelona,  Málaga,  Granada,  Zarago- 
za, Sevilla,  Coruña  y  Valencia. 

AGENCIAS 

Villaf ranea  del  Panadés,  Egea  de  los 
Caballeros  y  Anteqiiera. 


Realiza,  dando  grandes  facilidades,  todas  ope- 
raciones propias  de  estos  establecimientos,  y  en 
especial  las  de  España  con  las  Repúblicas  de  la 
América  latina. 

Compra  y  vende  Dor  cuenta  de  sus  clientes  en 
todas  las  Bolsas  toda  clase  de  valores  y  mone- 
das y  billetes  de  Bancos  extranjeros. 

Cobra  y  descuenta  cupones  y  amortización  y 
documentos  de  giro. 

Presta  sobre  valores,  metales  preciosos  y  mo- 
nedas, y  abre  crédito  sobre  ellos. 

Facilita  giros,  cheques  y  cartas  de  crédito. 

Abre  cuentas  corrientes,  con  interés  y  sin  él. 

Admite  en  sus  Cajas  depósitos  en  efectivo  y 
efectos  de  custodia. 


AÑO  II  NUM.  Yin 

CERVANTES 

Madrid,  Marzo  1917. 

REVISTA    MENSUAL 


CRÓNICA 


N 


leve, 


Allá  me  fui,  solo^  por  la  desierta  carretera  de 
El  Pardo,  manchando  la  nieve  del  cielo  con  mis 
pies  de  hombre...-  Solo,  sí,  solo,  más  solo  que  lo 
que  estuve  nunca... 

Después  de  mi  último  encuentro  con  la  muer- 
te, era  el  de  ayer  mi  primer  encuentro  con  la 
vida. 

Ningún  día  más  a  propósito  para  volver  a  la 
existencia  normal,  al  diario  combate,  sin  transi- 
ciones bruscas,  sin  violentos  cambios  de  deco- 
ración. En  una  tarde  de  sol  me  hubiese  resulta- 
do imposible  echarme  a  la  calle.  Sintieran  los 


2  CERVANTES 

ojos  de  mi  alma,  hechos  a  las  tinieblas  del  due- 
lo, al  encontrarse  con  la  alegría  pública,  al  mis- 
mo agrio  y  angustioso  efecto  que  sienten  los 
ojos  de  la  carne  al  salir  de  la  obscuridad  para 
encontrarse  con  la  luz. 

Ayer,  no;  ayer  era  un  día  construido  ad  hoc 
por  la  Naturaleza  para  que  cogiera  del  brazo  a 
mi  pena  recién  desflorada  y  dijese:  «Vamos  a 
dar  nuestro  primer  paseo  de  novios  por  el  mun- 
do.» Porque  ayer  salíase  uno  de  dentro  a  fuera 
como  se  sale  al  día  de  la  noche,  poco  a  poco, 
guiado  por  las  gradaciones  lentas  del  crepúsculo. 

El  espacio  no  tenía  esa  coloración  azul  vivísi- 
ma sobre  la  cual  se  destaca  el  sol  como  un  bri- 
llante enorme  en  un  estuche  de  terciopelo;  sus 
tintes  eran  grises,  flotantes,  como  las  nubes  de 
invierno  que  llenan  los  ámbitos  de  una  iglesia 
durante  un  funeral;  la  tierra,  tapizada  de  nieve, 
parecía  una  inmensa  lápida  de  mármol  blanco, 
a  la  que  sólo  faltaba  el  nombre  del  cadáver  para 
ser  tumba;  las  hierbas,  por  cima  de  la  nieve  en- 
galladas, adquirían,  al  entonarse  con  la  blancura 
de  ésta,  matices  negruzcos  de  corona  mortuoria; 
los  árboles,  cubiertos  de  copos  medio  helados, 
parecían  estatuas  funerarias  arrebujándose  en 
sus  sudarios;  la  escarcha,  colgando  del  ramaje, 
remedaba  lágrimas  cristalizadas  por  el  sufri- 
miento;  el  aire,   dejos   de  gemido;  la  solitaria 


CERVANTES  3 

carretera,  melancolías  de  campamento;  los  tran- 
seúntes, con  el  rostro  oculto  por  el  abrigo  y  la 
silueta  difuminada  por  la  niebla,  actitudes  de 
espectros...  No  sé;  pero  en  aquel  instante  anto- 
jóseme  que  la  Naturaleza,  implorada  por  la 
muerte,  para  mi  tan  querida,  vestía  sus  esplén- 
didos lutos  para  darme  el  pésame... 

Perdonen  mis  lectores:  Yo  no  debo  hacer  de 
mis  tristezas  público  pregón.  Pero  al  verme, 
después  de  un  golpe  terrible,  no  por  lógico  me- 
nos terrible,  frente  a  unas  cuartillas  que  recor- 
daban mis  obligaciones  de  trabajador  constreñi- 
do a  ganar  su  salario  positivo  de  obrero  y  a 
perseguir  sus  tal  vez  irrealizables  quimeras  de 
gloria,  sentí  la  desesperación  que  en  mis  cuarti- 
llas se  refleja.  La  sentí,  y  haciendo  mentalmen- 
te las  observaciones  en  ellas  apuntadas  ahora, 
las  arrugué  con  furia,  las  introduje  en  el  bolsillo 
de  mi  americana  y  me  eché  a  la  calle,  ansioso 
de  pasear  por  la  nieve  que  deshará  el  sol,  pensa- 
mientos que  nunca  he    de  escribir... 

¡Qué  dolor  comparable  al  mío...!  Ninguno.  El 
lazo  que  anudaba  mi  niñez,  desaparecida  con 
mi  vejez  próxima,  se  había  roto  de  repente  y 
sólo  quedaban  en  el  hueco  por  la  rotura  abierto, 
desengaños,  tristezas,  dolores  vestidos  de  más- 
cara, que  carnavaleaban  la  vida  con  una  botella 
en  la  mano  y  una  carcajada  en  la  boca.  El  único 


4  CERVANTES 

afecto  grande  que  en  mi  existencia  pude  mos- 
trar al  vulgo,  acababa  de  sucumbir.  Los  otros 
afectos,  si  existían,  liallábanse  obligados  a  pasar 
entre  la  gente  de  contrabando,  como  criminales 
que  huyen  de  los  tricornios  de  la  Guardia  civil. 
Verdaderamente,  no  valía  la  pena  de  seguir  lu- 
chando... ¿Por  quién?  ¿Por  qué...?  ¡Bah...! 

Y  la  nieve  caía,  caía,  en  copos  monótonos,  en- 
volviendo mi  cuerpo  como  la  desesperación  en- 
volvía mi  alma.  ¡Luchar,  padecer,  combatir...! 
¿Por  quién?  ¿Por  qué?  ¿Para  qué?  ¿Con  qué  ob- 
jeto...? Y  mis  manos  febriles,  nerviosas,  se  in- 
trodujeron con  crispación  de  garra  en  el  bolsillo 
de  mi  gabán  y  tropezaron  con  algo  que  dentro 
de  mi  bolsillo  había.  Era  un  periódico,  El  Libe- 
ral, de  Sevilla,  correspondiente  al  día  12. 

Lo  abrí  sin  darme  cuenta  de  la  acción,  y  mis 
ojos  tropezaron  con  una  Crónica  de  Gómez  Ca- 
rrillo, titulada  «La  parisiense  de  Stenley»,  y 
dedicada  a  mi  humilde  persona. 

Comencé  a  leerla.  Era  la  crónica  un  himno 
doloroso,  construido  con  notas  de  anemia,  de 
abandono,  de  prostitución  y  de  infamia.  La  his- 
toria de  la  obra  parisiense,  nacida  en  la  miseria, 
criada  en  el  desamparo  y  en  la  ignorancia,  pa- 
sando del  hambre  a  la  mancebía,  de  la  mance- 
bía al  hospital,  del  hospital  a  la  fosa  común,  sin 
haber  tropezado  con  la  dicha,  con  el  amor,  con 


CERVANTES  5 

el  reposo,  en  el  transcurso  de  su  viaje  terrible. 
Era  un  compendio  amargo  de  todos  los  sufri- 
mientos que  acogotan  desde  su  niñez  a  la  hija 
del  obrero,  al  obrero  mismo,  a  todos  los  deshe- 
redados del  mundo,  a  todos  los  seres  humanos 
que  reclaman,  unas  veces  con  voces  de  súplica 
y  otras  con  gritos  de  odio  su  puesto  en  la  vida 
común...  Era  un  alegato  formidable,  quizá  un 
llamamiento  hecho  a  los  hombres  de  buena  vo- 
luntad, en  nombre  de  los  que  no  tienen  pan  que 
llevar  a  la  boca  y  afectos  que  llevar  al  alma... 

¡Pobre  trabajadora  parisiense!  ¡Pobres  traba- 
jadores de  la  tierra  toda...!  Vuestras  desventu- 
ras, vuestras  desgracias,  son  las  grandes  desgra- 
cias y  las  grandes  desventuras  que  existen.  La 
muerte  total  es  una  ley  de  Naturaleza.  La  muer- 
te viva,  la  que  vosotros  padecéis,  es  un  cri- 
men, una  injusticia  enorme,  una  infamia...  ¡Lu- 
char...! ¡Combatir...!  ¿Por  quién....?  ¿Por  qué...? 
¡Y  yo  lo  preguntaba...!  ¡Y  yo  quería  cruzarme  de 
brazos  y  hundirme  en  los  egoísmos  de  mi  tris- 
teza! No.  Descansen  los  muertos  en  paz.  Hay 
que  luchar,  hay  que  combatir  por  los  vivos.  ¿Qué 
importa  la  familia  de  sangre,  comparada  con  la 
inmensa  familia  humana  que  sufre,  que  padece, 
que  reclama  su  redención  con  voces  de  súplica 
unas  veces  y  otras  eon  gritos  de  odio...? 

Hay  que  luchar  por  ella;  es  necesario  comba- 


6  CERVANTES 

tir  por  ella,  para  que  su  dolor  se  trueque  en  di- 
cha y  su  aspiración  en  derecho  reconocido.  Es 
más  noble  y  más  varonil  combatir  por  los  hu- 
manos vivos  que  llorar  por  las  madres  muertas. 

Joaquín  DICENTA 


CERVANTES 


POESÍAS  INÉDITAS 


Nemrod  está  contento. 


Y  el  Sacro  Sauto  Espíritu 
Paloma  se  tornó. 
Nemrod  está  contento. 
¡Qué  diablo  de  Nemrod! 

El  tigre  ruge:  ¡Vivo! 
¡Siento  brama  el  león! 

Y  la  paloma  arrulla: 
Arrullo  siento  y  soy. 

La  flecha  va  en  el  bosque, 
Se  hace  el  bosque  feroz. 
Nemrod  está  contento. 
¡Qué  diablo  de  Nemrod! 

Apolo  es  el  arquero, 
Hércules,  vencedor, 


8 


CERVANTES 


lehora,  sacrifica; 
Vitrifuli  y  Moloch. 

Redimidos  carnívoros, 
Coa  civilización 
Imitamos  alegres, 
El  ejemplo  del  sol. 
Nemrod  está  contento. 
¡Qué  diablo  de  Nemrod! 

El  buey  y  el  asno  saben 
Un  secreto  los  dos: 
¡El  cristo  de  las  bestias 
Ha  sido  el  Mal  Ladrónl 

La  sangre  de  las  bestias 
Es  roja  bajo  el  sol; 
La  esencia  de  sus  vidas 
Cual  las  del  hombre  son; 
El  ojo  del  buey  tiene 
Inaudito  esplendor. 
Nemrod  está  contento. 
¡Qué  diablo  de  Nemrod! 

La  lengua  de  las  aves 
Sabía  Salomón, 
Mahoma  de  su  yegua 
Hizo  consagración. 


CERVANTES 


Nemrod  está  contento. 
¡Qué  diablo  de  Nemrod! 


A  un  poeta. 

Te  recomiendo  a  ti,  mi  poeta  y  amigo, 

Que  comprendas  mañana  mi  profundo  cariño, 

Y  que  escuches  mi  voz  en  la  voz  de  mi  niño, 

Y  que  aceptes  la  hostia  en  la  virtud  del  trigo. 

Sabe  que  cuando  muera  yo  te  escucho  y  te  sigo; 
Que  si  haces  bien,  te  aplaudo;  que  si  haces  mal, 

te  riño; 
Si  soy  lira,  te  canto;  si  cíngulo,  te  ciño; 
Si  en  tu  cerebro,  seso;  si  en  tu  vientre,  ombligo. 

Y  comprende  que  en  el  don  de  la  pura  vida 
Que  no  se  puede  dar  manca  ni  dividida 
Para  los  que  creemos  que  hay  algo  supremo. 

Yo  me  pongo  a  esperar  a  la  esperanza  ida, 

Y  conduzco  entretanto  la  barca  de  mi  vida; 
Caronte  es  el  piloto,  mas  yo  dirijo  el  remo. 


10 


CERVANTES 


menos. 


A  MIGUEL  MOYA 

El  pinar  está  a  mi  lado. 
¡Oh,  dulzura  del  pinar! 
El  pinar  está  a  mi  lado, 
¡Cuántas  cosas  me  ha  contado 
Que  no  puedo  revelar! 

¡Oh  pinar  suave  y  sombrío 
Que  produces  dulce  son! 
Son  de  espumas,  son  de  río; 
Son  amable  al  sueño  mío; 
Son  de  sueño  y  corazón. 

He  soñado  historia  y  brillo, 
Armas,  glorias  y  poder, 
Fui  señor  de  horca  y  cuchillo 
Al  amparo  del  castillo, 
Del  castillo  de  Bellver. 

Y  las  hojas  de  los  pinos 
Daban  sombra  a  mi  soñar; 
Pinos  llenos  de  los  trinos 
De  los  pájaros  divinos 
Que  encantaban  el  pinar. 


CERVANTES  ^■*- 

Luz  antigua.  Velas  rojas. 
Velas  blancas.  Bruma.  Sol. 
¿Qué  murmuran  estas  hojas 
Del  pinar  en  español? 

Han  marcado  los  destinos 
Siempre  siglo,  norma  o  fin. 
Tú  recibe  de  los  pinos 
Bon  de  turpi,  en  mallorquin... 

Rubén  DAEÍO 


12  CERVANTES 


Impresiones   sobre  dos  poetas 


RUBÉN   DARÍO 

Cinco  días  hace  que  por  el  laberinto  de  la 
memoria  me  asaltan,  vivos  unos  y  completos, 
otros  desfallecillos  y  mutilados,  éste  grácil,  ése 
brillante  y  raro,  aquél  misterioso  y  profundo, 
los  versos  que  leí  siempre  con  avidez,  que  releí 
con  delectación,  que  aprendí  con  entusiasmo, 
que  estudié  con  respeto.  Viene  una  estrofa  y 
con  ella  un  olvidado  fragmento  de  mi  vida;  pa- 
sa una  imagen  que  al  sacudir  las  alas  salpica  de 
rocío  de  recuerdos  la  aridez  de  mi  espíritu;  se 
acerca  el  ritmo  extraño  de  una  estancia,  y  en  su 
recóndita  sonoridad  percibo  la  música  de  mis 
suspiros  juveniles.  ¿Quién  por  más  encallecido  y 
duro  que  se  le  haya  puesto  el  corazón,  no  siente 
alguna  vez  que  un  canto,  un  perfume,  un  color, 


CERVANTES  '  13 

una  palabra  que  recogieron  los  sentidos  inespe- 
radamente, despiertan  muchas  cosas  dormidas 
en  el  fondo  de  la  conciencia,  y  que  por  remotas, 
por  abandonadas,  se  creyeron  muertas  en  la  vía 
C7'ucis  del  olvido? 

Tal  acaba  de  sucederme:  una  noticia  fúnebre 
removió  el  arcón  de  mis  añoranzas,  en  el  cual 
mi  curiosidad  sentimental  anduvo  removiendo 
la  guiñaperia  literaria;  y,  buscando,  buscando, 
he  aquí  que  entre  los  rasos  chillantes,  las  borda- 
duras  amarillentas  y  los  terciopelos  chapados 
de  los  versos,  encuentro  telas  diáfanas  de  poe- 
sía: las  desdoblo,  las  miro,  las  admiro,  y  siento 
que  están  impregnadas  do  aromas  de  antaño,  de 
mirras  de  ilusión,  de  fragantes  liqúenes  de  ale- 
gría y  ensueño.  Ahora  comprendo  la  sutil  y  me- 
lancólica verdad  que,  como  en  minúscula  caja 
de  oro  afiligranado,  encerró  el  Rabbí  de  Carrión 
en  la  arcaica  copla: 

Cuando  es  ida  la  rosa, 
que  ya  el  verano  sale, 
queda  el  agua  olorosa 
rosada  que  más  vale. 

Ya  para  mí  salió  el  verano;  ya  es  ida  la  rosa; 
pero  me  ha  quedado  en  el  hueco  de  la  mano  el 
agua  olorosa  de  los  recuerdos,  y  en  ella  baño 


14  CERVANTES 

mis  pensamientos  como  en  linfas  lústrales,  y,  a 
semejanza  de  todos  los  hombres,  sonrío  ante  las 
fugitivas  visiones  de  los  días  que  fueron. 

«  í5e  « 

En  una  redacción  de  periódico,  al  caer  de  la 
tarde,  nos  dábamos  cita  dos  o  tres  amigos  para 
charlar  de  literatura,  de  arte,  de  mujeres  boni- 
tas y  del  último  escándalo  social.  Entre  murmu- 
ración y  murmuración,  entre  pitillo  y  pitillo, 
entre  chiste  y  chiste,  se  comentaba  un  libro,  se 
leía  en  alta  voz,  se  discutía  en  voz  más  alta  aún, 
y  se  cambiaban  impresiones  sobre  la  ópera,  so- 
bre el  drama,  sobre  la  comedia  representada  o 
vivida.  Los  muchachos  de  aquella  época — ¡ha 
llovido  desde  entonces! — teníamos  en  Méjico  un 
fervor  casi  frenético  por  las  letras.  Era  la  nues- 
tra más  que  ocupación,  más  que  inclinación:  era 
vocación,  consagración,  devoción.  Y  no  sólo  en 
mi  país,  en  muchos  del  Continente  parecía  suce- 
der lo  mismo.  La  América  española  comenzaba 
a  experimentar  un  ansia  de  producción  que  se 
asemejaba  a  una  fiebre  de  crecimiento.  La  ten- 
dencia resultaba  francamente  revolucionaria;  de- 
cididamente renovadora.  Veinticinco  años  han 
pasado  ya.  Vivía  Julián  del  Casal. 

Una  de  esas  tardes,  mientras,  de  bruces  sobre 


CERVANTES 


15 


la  mesa  quintañona,  pergeñaba  yo  el  articulejo 
cotidiano,  oí  los  pasos  de  mis  compañeros  que 
venían,  no  como  era  de  costumbre,  alborotando 
con  sus  gritos  la  casa,  sino  con  pausado  cami- 
nar. Se  percibían  el  ruido  lento  de  las  pisadas 
en  los  peldaños  de  la  escalera,  y  una  voz  única 
que  hablabla  rítmicamente.  Levanté  la  cabeza. 
Entraron  ellos.  Manuel  Gutiérrez  Nájera,  rodea" 
do  de  tres  o  cuatro  amigos,  andaba  y  al  mismo 
tiempo  leía  un  volumen  abierto  delante  de  sus 
ojos.  El  «Duque  Job»  tenia  un  marcado  vicio 
de  pronunciación:  tartamudeaba.  Pero  su  acen- 
to, bien  timbrado,  la  suave  inflexión  de  sus  en- 
tonaciones, poseían  la  se(  ^eta  virtud  de  la  emo- 
ción y  la  simpatía.  VersoíkT  eran  los  que  recitaba 
el  poeta,  versos  fáciles  y\t;.ídeños  de  una  elegan- 
cia fina,  de  una  sonoridad  intensa  y  aristocráti- 
ca como  de  clavicardio  í  atiguo;  era  un  canto 
columbino  de  inefable  y  ueva  ternura.  La  pa- 
loma decía: 


Soy  la  promesa  '  ^ada, 
el  juramento  vi',  o; 

soy  quien  V^-fa.  el  recuerdo  de  la  amada 
para  el  jnamorado  pensativo. 

Oyendo  aquella  fábula  armoniosa,  en  la  que 
los  vocablos  mecidos  por  un  ritmo  apacible  so- 


16  CERVANTES 

naban  como  flores  de  cristal  que  estuviese  ba- 
lauceando  el  céfiro;  escuchando  aquella  silva 
primorosa  hecha  con  arrullos  de  torcaz  en  celo, 
quedáronse  mis  veinte  años  embelesados,  como 
Schariar  con  los  cuentos  de  Scherezada. 

Al  concluir  la  lectura,  en  el  gris  verde  de  los 
ojos  de  Gutiérrez  Nájera  resplandecía  el  conten- 
to. D©  ahí  en  adelante  no  nos  separamos  hasta 
haber  paladeado  la  última  gota  del  vaso  de  poe- 
sía, al  cual  acercamos  las  bocas  sitibundas.  No 
sentimos  correr  las  horas.  Nos  despedimos  a  me- 
dia noche.  Mis  pensamientos  seguían  batiendo 
jubilosamente  las  alas.  Presentían  el  salto  del 
sol  en  los  pálidos  carmines  del  Oriente.  Un  libro 
y  un  poeta  me  anunciaban  el  día.  El  libro  evo- 
caba la  visión  del  cielo:  se  llamaba  Azul. 

El  poeta  tenía  un  nombre  que,  como  lo  dijo 
don  Juan  Valera,  sugería  con  su  extraña  mezcla 
judaica  y  pérsica  nebulosas  fantasmagorías  his- 
tóricas: se  llamaba  Rubén  Darío. 


^  * 


Existencia  azarosa,  atormentada,  desenfadada, 
inquieta,  la  de  este  gran  cantor.  Siempre  me 
interesó  y  siempre  la  perseguí  con  minuciosas 
indagaciones.  Los  artistas  Contreras,  Guerra  y 
Zárraga  me  narraban,  anecdótica  y  fragmenta- 


CERVANTES  17 

riamente,  la  vida  parisiense  de  Rubén  Darío,  El 
pintor  Ramos  Martínez  me  describía  la  excursión 
a  las  Canarias  en  busca  de  salud  y  reposo.  Y 
Amado  Ñervo,  que  tiene  corazón  de  santo  y  pa- 
ciencia de  benedictino,  me  ilustraba  con  suaves 
acuarelas  la  crónica  deliciosa  de  su  amistad  con 
aquel  intranquilo  y  luminoso  espíritu. 

Rubén  Dario  cruzó  por  el  mundo  como  Pul- 
garillo  por  el  bosque:  persiguiendo,  y  seguro  de 
darle  alcance,  la  remota  lucecita  del  Ensueño. 
Este  hombre,  cuya  vida  interior  fué  tan  intensa 
y  tan  perfecta,  no  supo  orientar  ni  perfeccionar 
su  vida  exterior.  Era  un  niño  caprichoso,  in- 
experto, y  que,  a  fuerza  de  avivar  sus  internos 
resplandores,  quedaba  deslumhrado  y  sin  distin- 
guir con  precisión  la  realidad.  Porque  él  sabía 
ver,  con  mirada  muy  penetrante,  la  naturaleza 
y  la  belleza;  él  sabía  encontrar  el  sonido  invoca- 
do y  profundo;  él  sabía  reproducir  la  maravilla 
del  color  y  dar  a  las  voces  la  inmensidad  de 
horizonte  del  símbolo  y  sacar  las  escondidas 
perlas  del  llanto  de  los  mares  del  alma.  Él  mis- 
mo se  reconoce  sensible,  sensitivo,  sentimental. 
Lo  que  tal  vez  no  vio  ni  encontró  Rubén  Darío 
fué  el  aspecto  positivo  de  las  relaciones  entre  la 
sociedad  y  el  individuo.  Era  un  poeta  altísimo, 
y  su  talla  espiritual  le  hacía  mirar  pequeñas  y 
despreciables  e  inútiles  las  ataduras  con  que  la 


18  CERVANTES 

sociedad  nos  amarra  al  mástil  del  deber.  Por  eso 
las  rompió,  y  desde  la  orilla  de  la  proa  tendió 
las  manos  anhelantes  a  las  sirenas  que  le  canta- 
ban. Era  UQ  inadaptado,  un  irregular.  Su  senti- 
do moral,  quizá  torcido,  pero  superior,  estaba 
más  allá  del  bien  y  del  mal.  Iba,  con  sus  errores, 
tropezando  e  hiriéndose;  pero  llevaba  en  alto  el 
brazo  y  empuñaba  la  antorcha  de  su  genio,  que 
le  alumbraba  y  esclarecía  las  tinieblas  lejanas. 
Se  amurallaba  en  su  ensimismamiento  y,  como 
un  señor  feudal,  sólo  tendía  el  puente  levadizo 
para  que  lo  visitaran  los  caballeros  del  ideal. 

Así  lo  vi  a  través  de  las  confidencias;  así  quie- 
ro verlo  siempre,  malherido  y  doliente,  huraño 
y  piadoso,  raro  y  noble. 

La  veste  de  su  musa  era  blanca  como  la  de 
Beatriz;  el  fango  de  la  senda  la  había  mancha- 
do; pero  tocada  de  la  celestial  radiación  del  Arte, 
fulgía  como  estrella  cada  salpicadura. 

Así  lo  quiero  ver,  así  lo  veré  en  sus  versos  ma- 
ravillosos, en  sus  prosas  magníficas:  una  inmor" 
tal  melancolía  que  mira  de  hito  en  hito  el  uni- 
verso de  las  cosas  bellas,  y  que  de  cuando  en 
cuando  vierte  el  aljófar  de  una  lágrima  para  que 
no  se  marchite  jamás  la  ñor  divina  de  la  sonrisa. 


«  «»  « 


CERVANTES  19 

Muy  en  breve  debo  escribir  mis  impresiones, 
diré  mejor,  las  emociones  de  mis  viajes  fantásti- 
cos por  la  extensa  comarca  poética  de  este  sobe- 
rano de  las  letras.  He  paseado  largamente  por 
los  jardines  sonoros  de  las  Prosas  profanas,  de 
los  Cantos  de  vida  y  esperanza,  del  Canto  errante, 
y  he  cortado  una  rosa  de  la  Pompadour,  he  be- 
sado un  lirio  de  la  princesa  triste  y  he  recogido 
devotamente  el  botón  de  oro  de  la  margarita 
deshojada,  por  una  muchacha  histérica,  «en  una 
noche  alegre  que  nunca  volverá». 

El  maestro  de  la  moderna  lírica  castellana,  el 
audaz  capitán  que  se  partió  a  explorar  las  tierras 
vírgenes  del  Arte,  y  que,  a  semejanza  de  los  con- 
quistadores de  Heredia,  contempló  en  cielos  des- 
conocidos nuevas  constelaciones,  necesita  ser  es- 
tudiado, analizado,  glorificado  en  su  obra,  que 
tuvo  el  poder  milagroso  de  renovar  y  ampliar 
por  modo  imperecedero  el  reino  de  la  literatura 
española.  La  critica  de  Rodó  y  la  de  González 
Blanco,  siendo  definitivas,  podrían  completarse 
con  observaciones  personales. 

Entretanto  preparo  el  cordial  homenaje  de  mi 
admiración,  me  complace  que  el  brillante  corte, 
jo  de  las  estrofas  pulidas  y  extrañas  recorra,  lle- 
nándome de  añoradas  músicas,  el  laberinto  de  la 
memoria. 


20  CERVANTES 


II 


AMADO  ÑERVO 

Puede  afirmarse  que  casi  todos  los  periódicos 
de  la  ciudad,  reproducen  y  comentan  la  carta 
que  Amado  Ñervo  dirigió  a  don  Luis  Antón  del 
Olmet,  con  motivo  de  la  proposición  que  éste 
presentó  y  sostuvo  en  el  Parlamento  español,  y 
en  la  cual  se  pedia  una  pensión  para  el  insigne 
poeta  mejicano,  quien  desde  hace  más  de  diez 
años  reside  en  Madrid.  El  poeta,  con  un  gesto 
hermosamente  amable,  rehusa  en  esa  carta,  la 
forma  material  del  auxilio  generosa  y  espontá- 
neamente presentado,  y  se  queda  con  la  espiri- 
tual ofrenda  de  amor  y  admiración  que  en  ese 
noble  proyecto  le  otorgan  sus  amigos  intelectua- 
les, «sus  hermanos  de  raza»,  en  nombre  de  la 
Patria  española.  La  intención  de  la  dádiva  es 
muy  fraternal  y  muy  cordial;  mas  las  razones  de 
hidalguía  sutil,  de  la  resistencia  para  aceptarla, 
salen  también  del  corazón  y  están  impregnadas 
de  una  mansa  y  sencilla  filosofía,  de  un  viejo 
aroma  de  resignación  y  humildad  que  nos  re- 


CERVANTES 


21 


cuerda  algunas  liras  de  Fray  Luis  y  algunos  ter- 
cetos de  la  Epístola  sevillana. 

Desde  los  prinaeros  días  de  enero,  guardo  en 
mi  cajón  de  papeles,  los  recortes  de  los  diarios 
madrileños  que  publicaron  los  dos  discursos — 
uno  del  diputado  Olmet  y  otro  del  ministro  An- 
drade — pronunciados  en  el  Congreso  con  motivo 
de  la  proposición  de  ley  que  concedía  la  pensión. 
Las  palabras  dichas  en  la  Cámara  me  halagaron; 
fueron  al  mismo  tiempo  un  homenaje  al  gran  lí- 
rico y  una  caricia  hecha  con  suavidad  maternal 
sobre  el  herido  pecho  de  mi  patria.  La  carta  de 
Amado  Ñervo,  me  conmovió;  está  escrita  con 
emoción  mal  contenida,  con  la  pudorosa  tristeza 
del  que,  acostumbrado  a  sufrir  mucho,  sabe  ca- 
llar el  sufrimiento.  Es  un  canto  de  gratitud  cuyo 
ritmo  midieron  los  latidos  de  un  corazón  viril 
rebosante  de  llanto.  Todo  esto  pensaba  y  sentía 
yo  dentro  de  las  paredes  de  mi  cuarto.  Y,  por 
temor  de  ser  importuno,  por  recelo  de  sacar  de 
quicio  estas  crónicas  impresionistas  que  han  de 
ver,  no  lo  que  acaece  en  mi  «castillo  interior», 
sino  lo  que  sucede  en  el  ambiente  que  me  rodea; 
y  que  han  de  reproducir,  no  las  cabalgatas  his- 
tóricas de  mis  añoranzas,  sino  los  cuadros  vigo- 
rosos con  que  la  realidad  entretiene  mis  ojos; 
por  desconfianza  de  mis  fuerzas  para  dar  interés 
de  existencia  actual  y  apariencia  de  labor  opor- 


22  CERVANTES 

tuna  a  estas  líneas  de  colores  con  las  que  subra- 
yo los  episodios  de  la  vida  que  pasa,  dejé  para 
la  intimidad,  para  la  conversación  con  el  amigo, 
para  el  palique  con  el  literato,  para  la  charla 
desmenuzada  de  la  calle  y  la  revuelta  y  ansiosa 
confidencia  de  los  expatriados;  dejé,  digo,  mi  en- 
tusiasmo, mi  alegría,  el  sentimiento  de  bienestar 
y  satisfacción  que  me  produjo  la  noticia.  Pero 
los  periódicos  de  la  Habana  han  hecho  de  ella  la 
nota  del  día,  la  nota  artística,  y  me  ofrecen  la 
oportunidad  que  yo  necesitaba  para  tejer  con 
unos  cuantos  estambres  de  recuerdo  la  floja  e 
improvisada  bordadura  del  obligado  artículo  se- 
manal. 

La  política  es,  para  mí,  campo  acotado  y  ve- 
dado; la  crónica  de  espectáculos,  ha  derramado 
ya  las  rosas  del  elogio,  como  canastilla  colmada, 
sobre  las  japonerías  musicales  de  «Iris»;  el  señor 
Mapellii,  hombre  inteligente,  mundólogo  audaz, 
renueva,  con  experimentos  ya  conocidos,  las  dis- 
cusiones acerca  de  las  teorías  de  las  fuerzas  psí- 
quicas; y  realiza  fenómenos  de  «fakirismo  occi- 
dental», como  decía  el  doctor  Gibier,  en  los  cua- 
les tal  parece  que  la  ciencia,  cansada  de  la  Clíni- 
ca, se  disfraza  de  saltimbanqui  y  ejecuta  suertes 
de  magia  blanca;  el  Crimen  no  ha  traspasado  los 
límites  de  la  pista  donde  se  verifica  la  ordinaria 
lucha  de  lobos  hermanos;  el  doctor  Sánchez  de 


CERVANTES  23 

Bustamante  ha  pronunciado  una  magna  oración 
parlamentaria  en  defensa  de  la  ley  de  Jurados; 
la  pieza  oratoria  que  aún  no  se  publica  íntegra; 
ha  recibido  las  calurosas  alabanzas  de  la  Prensa, 
pero  en  este  asuiito  serio,  en  el  que,  sin  embargo, 
metí  años  ha  la  frágil  hoz  de  mi  literatura,  no 
debo  entrar;  lo  miro  desde  lejos  y  me  impone 
como  una  fábrica  severa  y  grande;  en  la  sala  de 
jurados  rae  pasé  días  aburridores,  y  me  queda 
una  vaga  remembranza  que  podría  sintetizarse 
en  esta  frase:  no  es  siempre  la  pugna  de  la  ver- 
dad; es,  con  frecuencia,  el  combate  de  los  voca- 
blos, la  justicia  no  triunfa,  en  ocasiones,  de  la 
elocuencia.  Las  voces,  como  las  flores  en  la  «se- 
rranilla» de  Santillana,  suelen  ser  las  «encubri- 
doras». 

Y  bien:  me  place  caracolear  la  pluma  alrede- 
dor de  un  tema  que  me  es  familiar  y  que  me 
permite  revivir  ideas  y  sensaciones  que  de  años 
atrás  han  querido,  y  no  han  podido  exteriorizar- 
se. Séame  permitido  seguir  en  la  corriente  del 
tiempo,  tan  caudalosa  y  vasta,  la  raya  de  luz 
que  traza,  a  su  paso,  esta  navecilla  de  papel  que 
se  llama  una  nota  artística.  Un  poeta  acaba  de 
ser  glorificado.  Para  unos  cuantos  el  aconteci- 
miento es  trascendental.  Para  el  resto  de  la  mul- 
titud, es  absolutamente  insignificante.  Yo,  como 
niño  en  la  orilla  del  mar,  me  entretengo  con  el 


24  CERVANTES 

juguete  efímero  de  la  ilusión.  Y  sueño  en  que 
es  lo  único  grande  que  les  queda  a  los  hom- 
bres... 

«  «  « 

Hablaba  mi  anterior  «Semana»  de  la  redac- 
ción de  un  periódico,  en  donde  Manuel  Gutié- 
rrez Nájera  entró,  leyendo  el  «Azul»  de  Rubén 
Darío.  Era  un  cuarto  amplio,  de  paredes  encala- 
das y  desnudas,  y,  en  el  fondo,  un  ventanal,  de 
vidriera  empolvada,  que  abierto  a  poca  altura 
del  piso,  dejaba  ver  la  verdadera  marchita  del 
pobre  jardincito  que  se  extendía  dentro  de  la 
reja  de  palo  podrido,  a  la  entrada  de  la  casa. 
AHÍ,  precisamente,  en  la  puerta  de  «El  Partido 
Liberal»,  vi  por  primera  vez  al  poeta.  Fué  en  el 
año  de  1895.  Cierro  los  ojos  y  contemplo,  como 
en  aquel  instante,  la  figura  escuálida  del  joven: 
el  cuerpo  de  estatura  mediana,  que  parecían 
alargar  lo  enjuto  de  las  carnes,  lo  largo  de  las 
piernas,  lo  huesudo  del  busto  y  un  levitón  ne- 
gro, de  corte  clerical,  que  imprimía  carácter  al 
personaje;  la  cabeza,  de  rostro  terso,  palidez 
amarillenta,  y  aguileñas  facciones  marcadamen- 
te españolas;  angulosa  la  nariz,  delgados  los  la- 
bios y  un  bigotillo  recién  salido,  más  por  retar- 
do de  la  naturaleza  que  por  adelanto  de  la  mo- 


CERVANTES  25 

cedad,  pues  el  espiritado  muchacho  representa- 
ba haber  pasado  ya  de  la  edad  en  que  el  Rafael 
de  Lamartine  se  asemejaba  al  bello  Sanzio  de 
Urbino.  Coronaba  el  conjunto,  una  melena  obs- 
cura y  lacia  sobre  la  cual  un  cansado  sombrero 
de  seda  lanzaba,  de  mala  gana,  sus  opacos  refle- 
jos. Al  abarcar  la  total  imagen  nos  despertaba 
ésta,  desde  luego,  la  impresión  de  que  nos  ha- 
llábamos frente  a  un  seminarista  provinciano. 
Yo  me  acuerdo  de  los  movimientos  un  poco  des- 
mañados, de  los  ademanes  un  poco  zurdos,  de 
la  mímica  nerviosa  que  sorprendí,  desde  los  pri- 
meros momentos  de  trato  con  el  recién  llegado 
a  la  redacción  del  periódico.  Hablaba,  pronun- 
ciando de  una  manera  especial  las  palabras, 
cantándolas  con  la  típica  acentuación  que  dis- 
tingue a  las  gentes  del  interior  de  la  República 
Mexicana.  Y  si  me  acuerdo  de  los  movimientos 
y  de  la  voz  no  olvidaré,  no  podré  olvidar  nunca 
las  dos  cosas  que  me  revelaron  al  soñador:  la 
mirada  dulce  y  vagorosa,  que  cuando  se  detenia 
tornábase  intensa  y  honda,  y  se  encendía  en  luz 
abismal,  y  las  manos  gesticulantes,  expresivas, 
que  se  contraían  en  rápidas  crispaturas  o  se 
abandonaban  en  languideces  y  desmayos  elo- 
cuentísimos, siguiendo  la  fulgurante  e  inagota- 
ble verbosidad  del  poeta. 

Porque  el  mozo  que  aparentaba  una  discreta 


96  CERVANTES 

timidez,  iba  adquiriendo  lentamente  confianza  y 
resolución  y  mostrando  la  potencia  persuasiva  de 
los  educados  en  el  ágil  pugilato  de  la  dialécti- 
ca. En  efecto,  aquel  ingenuo  y  simpático  gar- 
zón era  un  seminarista;  era  un  provinciano;  era 
un  poeta.  Lo  acogimos  todos  con  aspavientos 
cariñosos;  lo  vimos  coa  impertinencia;  lo  escu- 
chamos con  atención  risueña.  Entró  en  el  alha- 
raquiento compadrazgo  del  regocijo  y  en  la  san- 
ta hermandad  de  la  esperanza.  Iba  a  la  metró- 
poli como  el  héroe  de  la  opereta:  en  busca  de 
felicidad  y  de  gloria.  Habia  escrito  en  las  hojas 
de  la  provincia.  Traia  mucho  aliento,  mucha 
perseverancia,  y  un  tomo  de  versos  inéditos.  Se 
sentía,  como  el  infortunado  cantor  de  las  «Ri- 
mas»: con  algo  divino  dentro  de  la  frente.  Se 
llamaba  Amado  Ñervo. 

Pronto  se  hizo  admirar  de  los  elegidos.  El  ta- 
lento le  salía  a  flor  de  piel.  Su  imaginación  abría 
ocho  alas  como  los  ángeles  de  Tissot.  Su  oído, 
de  sensibilidal  ideal,  le  permitía  escuchar  inau- 
ditas sutilezas  prosódicas  y  rítmicas,  Pero  su 
originalidad,  su  encanto,  no  estaban  ahí.  Esas 
cualidades,  esas  peculiaridades,  se  escondían  en 
su  extraña  manera  de  sentir  la  belleza.  Pensaba 
en  las  flores  que  le  recordaban  el  altar;  en  las 
nubes  del  cielo  que  le  avivaban  la  visión  de  las 
volutas  de  incienso  que,  hacia  la  bóveda  del  tem- 


CERVANTES  27 

pío  ascendían  cargadas  de  cánticos;  en  las  voces 
lejanas  que  llegaban  a  él  con  rumor  de  oracio- 
nes; en  las  arcadas  coloniales  que  le  traían  a  la 
memoria  los  corredores  de  su  seminario;  en  las 
músicas  melancólicas  que  le  empañaban  con  lá- 
grimas las  pupilas.  Experimentaba  nostalgia  de 
las  sillerías  labradas;  de  las  casullas  recamadas 
de  oro;  de  los  misales  de  pasta  realzada;  de  los 
cirios  de  llama  moribunda;  de  los  cuadros  de 
fondos  ennegrecidos.  Espolvoreaba  la  amenidad 
de  sus  pláticas  con  cintas  de  latín  eclesiástico. 
Se  sabía  al  dedillo  las  sentencias  de  Kempis.  A 
veces,  cuando  rememoraba,  ponía  en  su  acento 
una  unciosa  tristeza  que  empenumbraba  la  clari- 
dad de  su  pensamiento,  que  se  entreveía  como  el 
jardín  de  un  claustro  durante  una  puesta  de  sol. 
Tenía  sus  horas  de  taciturno,  después  de  sus 
medias  horas  de  locuaz.  Era  un  tanto  reconcen- 
trado y  misterioso,  al  margen  de  sus  intempesti- 
vas expansiones. 

«  «-  » 

Era  la  crisálida  de  una  mariposa  inmortal. 
Era  el  brote  de  un  gran  espíritu  de  artista;  la 
espiga  de  una  próvida  inspiración. 

Amado  Ñervo  entró  en  la  Poesía  como  en  do- 
minada comarca:  avasallando  formas  y  rindien- 


i 

28  CERVANTES 

do  preceptos.  Nació,  como  todos  los  predestina- 
dos a  realizar  las  maravillas  del  arte,  con  el  ins- 
tinto del  gusto.  Y  también  nació  con  la  virtud 
suprema  de  la  sinceridad.  Sus  últimos  libros  no 
son  sino  el  progresivo  crecimiento  de  sus  libros 
primeros.  En  «Misticas»  y  en  «Perlas  negras» 
está  el  germen  de  «Serenidad».  Es  el  de  Amado 
Ñervo,  un  temperamento  místico  que  no  ha  su- 
frido alteración  sino  depuración.  Ahora  es  más 
diáfano  porque  el  dolor  de  vivir  se  ha  encarga- 
do de  ir  puliendo  facetas  en  ese  diamante  que 
día  por  día  se  hace  más  luminoso. 

Los  pasos  iniciales  de  Ñervo  en  la  literatura 
marcan  la  cualidad  conquistadora,  la  vencedora: 
el  caráter.  Una  voluntad  muy  firme,  una  fe  muy 
profunda,  un  ideal  muy  alto,  y  con  estas  tres 
energías  el  genio  de  Ñervo  se  puso  en  marcha. 
De  la  puerta  de  aquella  redacción  en  donde  le 
conocí  a  la  puerta  de  la  gloria  a  la  cual  ha  llega- 
do, el  camino  se  tendió  difícil,  tortuoso,  quebra- 
do, con  bien  encubiertas  trampas  y  precipicios. 
Todos  los  salvó  este  luchador.  En  México  supo 
abatir  envidias  y  levantar  admiraciones;  en  París 
supo  ir  por  el  barrio  latino  del  brazo  de  dos  cama- 
radas  peligrosos:  la  Miseria  y  el  Vicio,  sin  que 
uno  u  otro  mancharan  la  albura  de  sobrepelliz 
de  su  conciencia.  A  todas  partes  llevó  su  resig- 
nación,  su  bondad  y  su  amor.    Lo  acompañó 


CERVANTES 


29 


siempre  la  mansedumbre  de  un  ensueño  puro. 
Puso  en  verso  adorable,  las  aventuras  doloro- 
sas  de  su  espíritu. 

Mas  no  por  eso  dejó  nunca  de  ver  la  realidad 
y  de  compenetrarse  con  ella.  En  este  contempla- 
tivo con  ensimismamientos  de  éxtasis,  vigiló,  de 
continuo,  un  reflexivo  con  atenciones  de  obser- 
vador. Y  esta  dualidad,  esta  mezcla  de  tan  di- 
versas actividades,  no  es  extraordinaria:  recor- 
demos al  arquetipo,  a  la  doctora  de  Avila. 

Amado  Ñervo,  soñador,  escritor,  diplomático, 
ha  recorrido  los  senderos  de  la  vida,  sin  perder 
un  solo  momento,  ni  en  el  momento  de  las  gran- 
des penas,  su  voluntad  de  ir  por  encima  de  las 
cosas,  mas  sin  perderlas  de  vista.  Posee  el  gran 
poeta  un  alto  sentido  humano  esclarecido  por 
la  ansiedad  divina  del  más  allá. 

De  ahí  que  su  obra  tenga  extensión  y  tome 
amplitud  y  adquiera  universalidad.  De  ahí  que 
sea  tan  americano  y  tan  español  y  tan  continen- 
tal y  tan  extracontinental.  Es  un  hombre  que 
lleva  el  alma  herida  por  la  tristeza,  por  el  infor- 
tunio, por  la  muerte,  y  que  se  queja  en  voz  baja 
y  llora  sin  amargura  porque  tiene  la  seguridad 
de  su  liberación  y  de  su  ascensión. 

El  versificador  estupendo  que  ha  dado  flexi- 
bilidades inconcebibles  y  músicas  recónditas  al 
idioma;  el  imaginador  y  plasmador  de  metáforas 


30  CERVANTES 

que  deslumbran  y  emocionan  como  el  sol  de  un 
atardecer;  el  confidente  emotivo  y  delicado  que 
deslíe  sus  melancolías  en  uu  ensueño  sideral,  y 
unta  con  ungüentos  de  piedad  los  corazones 
transberverados,  y  es  sensitivo  y  caballeresco, 
activo  y  místico,  laborioso  y  estático,  es  un  ver- 
dadero representativo,  una  existencia  simbólica 
digna  del  homenaje  de  la  admiración  y  de  la 
ofrenda  del  amor. 

Luis  G.  URBINA 


CERVANTES  31 


A  UN  POETA  JOVEN 


Si  vas  por  el  camino  recto  hacia  tu  Destino, 
no  escuches  los  halagos  de  esas  voces  confusas 
que  hacen  voluptuosas  las  siestas  del  camino... 
Es  celoso,  en  su  orgullo,  el  amor  de  las  Musas. 

En  las  intimidades  de  su  festín  divino 
cuando  su  ensueño  escancian,  no  toleran  que 

intrusas 
bocas  manchen  sus  vasos  ni  profanen  su  vino, 
ni  que  alientos  extraños  soplen  sus  cornamusas. 


32  CERVANTES 

Si  tu  alma  de  panida  su  eterno  amor  anhela, 

despójate  de  todo  lo  material,  y  vuela 

hacia  los  áureos  éxtasis  en  las  alas  del  canto... 

Y  haz,  en  la  luminosa  bondad  de  tu  poesía, 
de  tu  dolor  más  hondo  un  himno  de  alegría, 
y  un  milagro  de  perlas  del  temblor  de  tu  llanto. 
Francisco  VILLAESPESA 


CERVANTES  33 


¡Y  MURIÓ  DICENTA! 


En  una  hermosa  mañana  templada,  acarician- 
te, la  primera  hermosa  después  de  tantas  inver- 
nales y  tristes,  una  de  esas  mañanas  que  hacen 
amar  la  vida  por  la  vida  misma,  en  que  la  brisa 
y  el  sol,  reconfortantes,  saturan  el  organismo 
como  inoculándole  faerzas  nuevas,  llegó  a  Ma- 
drid la  terrible  noticia:  «Joaquín  Dicenta  ha 
muerto  en  Alicante.»  A  Alicante  había  ido  el 
gran  escritor  huyendo  del  desapacible  invierno 
madrileño  y  en  busca  de  más  amables  tempera- 
turas. Y  allí,  frente  al  mar  latino,  en  el  mismo 
sitio  donde  hace  treinta  y  cinco  años  escribiera 
sus  primeras  cuartillas  el  glorioso  autor  de  Juan 
José — esa  obra  fuerte  y  bella  que  es  honra  no 
sólo  de  la  escena  española,  sino  de  toda  la  con- 
temporánea— ,  acaba  de  finalizar  su  vida,  con  la 
pluma  en  la  mano,  tal  un  soldado  del  ideal  que 


34  CERVANTES 

no  abandonó  sus  armas  sino  cuando  el  último 
aliento  de  su  vida  se  escapó  de  su  ser. 

*  *  # 

Joaquin  Dicenta  se  impuso  al  público  español 
desde  su  juventud,  tan  borrascosa  y  bravia,  tan 
llena  de  fuego,  tan  contagiosa  de  entusiasmo  y 
amor  por  los  parias  dolientes,  por  los  irredentos 
eternos  de  estas  organizaciones  sociales  tan 
lentas  en  su  marcha  ascensional,  en  su  educación 
verdadera.  Juan  José,  el  popularísimo  drama, 
traducido  ya  a  casi  todos  los  idiomas  modernos, 
lo  consagró.  Desde  entonces,  y  van  corridos  años 
de  la  fecha  del  estreno,  no  cesó  Dicenta  en  su 
obra  cultural,  ocupando  todos  los  escenarios:  el 
teatro,  el  periodismo,  la  novela,  el  libro  de  cró- 
nica. 

Todavía  enfermo,  muy  enfermo,  y  con  sus 
cincuenta  y  tantos  años  a  cuestas,  dio  ejemplos 
de  energia  estupenda  produciendo  artículos  pe- 
riodísticos que,  como  el  publicado  en  El  Liberal, 
de  Madrid,  con  el  título  de  «Dos  juventudes», 
constituye  un  reto  formidable  a  la  generación 
actual,  considerada  dormida  por  el  luchador,  un 
acicate,  un  latigazo  de  luz  que  se  diría  dado  por 
un  espíritu  excepcional,  alentando  en  el  más 
sano  y  fuerte  de  los  organismos. 


CERVANTES  35 

Cuando  llegué  a  Madrid  desde  mi  lejano  Bue- 
nos Aires — hace  de  esto  cuatro  meses  apenas — , 
tuve  oportunidad  de  visitar  a  Dicenta,  soste- 
niendo con  él  una  conversación  que  por  el  inte- 
rés especial  de  que  fué  revestida  merece  recor- 
darse. 

Dicenta  me  habló  de  su  enfermedad,  para 
lamentarse  de  no  poder  acompañarme  con  el  fin 
de  hacerme  conocer  el  ambiente  popular  donde 
él  era  tan  querido  y  por  el  cual  sentía  tanta 
predilección. 

— Iríamos — nos  dijo — adonde  nadie  le  llevará, 
ahí,  donde  todos  los  escritores  debieran  penetrar 
y  donde  es  necesario  que  usted  haga  oír  su  pa- 
labra, si  quiere  realizar  obra  eficaz. 

Y  se  extendió,  inflamado  de  entusiasmo,  en 
consideraciones  dignas,  como  suyas,  de  ser  re- 
producidas y  atendidas. 

— Ni  Ateneos  ni  fórmulas  diplomáticas  harán 
nada  por  la  unión  verdadera  de  los  países  de 
América  con  España — dijo — .  En  tanto  no  se 
llame  al  corazón  del  pueblo  con  voz  sincera  y 
convincente,  todo  será  inútil.  La  unión,  esa  fu- 
sión espiritual  que  tanto  deseamos,  no  habrá  de 
conseguirse  mientras  no  existan  hombres  de  pen- 
samiento y  voluntad  que  se  dirijan  a  la  masa 
trabajadora,  o  sea  al  pueblo  productor  y  cons- 
ciente, ese  que  forja  la  vida  en  el  taller,  se  satu- 


36  CERVANTES 

ra  de  ciencia  en  las  bibliotecas  y  se  arroja  a 
combatir  en  la  calle.  Ese  que  vive  y  sufre,  lle- 
vando siempre  un  rayo  de  redención  en  los  ojos. 

E  iluminado,  terminó: 

— Es  necesario  que  los  pueblos  de  América  y 
España  se  tiendan  los  brazos  a  través  del  mar, 
franca  y  decididamente.  Pero  esta  obra  se  en- 
cuentra fuera  del  alcance  de  los  convencionalis- 
mos oficiales  y  de  las  fórmulas  banales  propues- 
tas hasta  hoy. 

— Y  entonces — interrogué — ,  ¿cuál  sería  el 
camino? 

— ¿Cuál?  No  engañar  nunca  a  los  pueblos.  No 
afirmarles  bienestares  falsos  e  irrealizables,  pin- 
tándoles horizontes  deslumbrantes  que  no  exis- 
ten. Decirles  de  una  vez  que  América  es  Améri- 
ca y  no  Jauja;  presentarla  con  sus  colores  pro- 
pios, con  sus  virtudes  y  defectos,  deshaciendo 
con  la  decisión  de  los  varones  íntegros  el  pre- 
sente espejismo  enceguecedor  y  mortal.  Y  en- 
tonces, sólo  entonces,  evitaríamos  el  hecho  in- 
dignante del  engaño  fomentado  por  agentes  in- 
teresados y  diplomáticos  interesados  también 
en  proclamar  las  excelencias  de  países  hoy  en 
situación  económica  difícil  para  el  productor, 
como  lo  prueban  acabadamente  las  profusas  no- 
ticias particulares  llegadas  periódicamente,  en 
contradicción  manifiesta   con  las   propagandas 


CERVANTES 


37 


oficiales.  Trabajemos  todos,  pero  con  sinceridad, 
tratando  de  cambiar  viejos  y  malos  sistemas,  tan 
malos  y  tan  viejos  aquí  como  allá,  y  entonces, 
sólo  entonces,  podremos  decir  que,  en  realidad, 
trabajamos  todos  por  el  porvenir  de  la  raza.  El 
intercambio  de  ideas  y  de  productos  hará  lo  de- 
más. ¿A.  qué  esforzarnos  por  estimular  una  emi- 
gración a  países  que  no  están  aún  en  condicio- 
nes de  recibirla  en  tan  gran  cantidad  como  la 
piden?  ¿Qué  bien  obtendremos  con  este  proce- 
der? ¿A  quién  favoreceremos?  Al  capital  sin  ley 
y  sin  patria,  seco  y  sin  sentimientos  en  todas 
las  latitudes.  Y  a  la  larga  perderán  en  prestigio 
los  dos  países:  el  que  a  fuerza  de  subterfugios 
arrancó  el  brazo  de  la  tierra  en  que  naciera,  y 
el  que  lo  dejó  ir  sin  la  seguridad  del  amparo. 

Y  como  el  poeta  Villaespesa,  mi  acompañan- 
te, asintiera  con  un  «¡Bravo,  Joaquín!»,  tan  es- 
pontáneo como  entusiasta,  yo  guardé  el  más 
elocuente  de  los  silencios,  admirando  desde  las 
reconditeces  del  espíritu  el  gesto  augusto  del 
gran  escritor,  al  pensar  sólo  en  el  bien  de  sus 
semejantes,  cuando  tantos  lo  consideraban  ya  al 
borde  de  la  tumba. 

Pocos  escritores  como  éste  tan  valientes,  tan 
enteros,  tan  línea  recta,  tan  firmes  en  sus  con- 
vicciones revolucionarias.  Ejemplo  admirable 
de  sinceridad,  de  honradez,  de  integridad  de  ca- 


38 


CERVANTES 


rácter,  este  di'gnificador  de  la  especie,  después 
de  entregar  toda  una  vida  a  la  propaganda  de 
sus  ideales  democráticos — más  grande  que  el  ins- 
tante supremo  que  Voltaire  en  el  pasado  y  que 
Mirbeau  en  el  presente — ,  muere  pronunciando 
esta  frase  que  puede  considerarse  como  el  coro- 
namiento deslumbrante  y  la  síntesis  majestuosa 
de  su  obra  de  combatiente:  «Conste  que  ha  lle- 
gado mi  fin,  y  que  muero  fuera  de  toda  confe- 
sión religiosa,  manteniendo  mis  ideales  y  miran- 
do cara  a  cara  a  la  muerte.» 

Asi,  airosa,  serena,  gallarda,  altivamente,  con 
un  gesto  certificador  de  su  carácter  de  irreduc- 
tible, acaba  de  entrar  en  la  región  del  misterio 
quien  luchó  durante  toda  su  existencia  por  el 
advenimiento  de  una  Humanidad  organizada  en 
forma  más  fraternal,  más  noble,  más  en  armonía 
con  las  leyes  naturales  regidoras  de  los  seres  y 
las  cosas. 

Piénsese  como  se  piense,  forzoso  es  respetar 
y  admirar  esa  frase  consecuente  y  bravia,  arro- 
jada, con  voz  serena  y  ánimo  esforzado,  en  los 
umbrales  mismos  de  la  sombra. 

^  tí  ^ 

Muere  Dicenta  en  un  momento  difícil  para  la 
literatura  teatral  española.  Invadidos  los  escena- 


CERVANTES  39 

rios  de  Madrid  por  géneros  híbridos  o  extraños 
— traducciones,  adaptaciones  y  arreglos  de  obras 
francesas  o  inglesas,  cuando  no  por  la  franca  as- 
tracanada, cuyo  reino  parece  eternizarse  en  al- 
gunas salas  de  donde — ¡oh,  ilusión! — se  creyó 
proscripta  sin  remedio — ,  ¡presentar  el  más  la- 
mentable espectáculo  ante  los  ojos  del  extranje- 
ro que  los  frecuenta  esperanzado  de  encontrar  el 
ambiente  y  la  psicología  del  pueblo,  llevados  a 
ellos  por  los  escritores  del  día,  con  el  arte  con- 
sumado con  que  lo  hicieran  los  grandes  antece- 
sores de  que  España  puede  enorgullecerse! 

El  autor  de  Juan  José,  de  El  señor  feudal  y 
de  Daniel  deja  planeadas  dos  obras  que  pensa- 
ba terminar  en  el  transcurso  de  este  año.  La 
muerte  lo  ha  sorprendido,  pues,  con  las  manos 
en  la  masa,  como  a  casi  todos  los  fecundos  pro- 
ductores del  pensamiento,  y  preocupado  de  la 
reconstrucción  del  teatro  español  contemporá- 
neo, obra  a  la  que  él  había  contribuido  tanto  y 
que  él  veía  desmoronarse. 

Durante  su  vida,  no  muy  dilatada  desgracia- 
damente, Dicenta  ha  escrito  mucho,  ha  trabaja- 
do mucho.  Su  obra  periodística  es  extensa  y 
valiosísima.  Cronista  de  El  Liberal  durante  vein- 
ticinco años,  ahí  quedan,  en  la  colección  del 
gran  diario,  sus  páginas  vibrantes,  llenas  de 
ideas  generosas,  de  rebeliones  augustas,  de  no- 


40  CURVANTES 

bilísiraos  conceptos.  Muchas  de  ellas  han  sido 
ya  recogidas  en  hermosos  y  diíundidísimos  li- 
bros: pero  existe  una  cantidad  apreciable  de 
obra  desperdigada  que  sus  herederos  compilarán 
sin  duda  alguna.  Precisamente  estaba  Dicenta 
en  vísperas  de  firmar  un  contrato  con  un  editor 
de  Madrid  para  la  publicación  de  sus  obras 
completas.  Y  era  éste  el  primer  negocio  editorial 
realizado  en  su  vida  con  la  seguridad  de  una 
retribución  algo  equitativa  y  aliviadora.  Y  esto, 
a  pesar  de  ser  Dicenta,  después  de  Galdós,  el  es- 
critor más  popular  de  España.  ¡Ironía  cruel! 
Muere  Dicenta  en  la  más  desoladora  pobreza. 
Digna,  pero  desoladora.  Ha  vivido  al  día  duran- 
te sus  largos  años  de  productor.  Y  en  el  momen- 
to de  la  cosecha  tranquila,  tan  merecida,  tan  jus- 
ta, cuando  iba  a  gustar  con  alguna  calma  el  fru- 
to de  tanta  semilla  arrojada  al  surco,  sembrada 
con  mano  pródiga,  un  hondazo  de  la  suerte  lo 
sepulta  en  el  mar  inmenso. 

^r    ^fi     *^ 

«Toques  de  agonía»,  su  última  crónica,  en  la 
que  pintó  la  situación  desesperante  creada  a  las 
poblaciones  marítimas  de  España  por  la  guerra 
que  hoy  deprime  a  Europa,  ha  sido  publicada 
en  El  Liberal,  de  Madrid,  seis  días  antes  del  en 


CERVANTES  41 

que  se  apagó  su  vida.  Y  la  postrer  cuartilla,  su 
despedida  definitiva,  la  que  su  pluma,  que  no 
tembló  nunca,  trazó  horas  antes  de  doblar  para 
siempre  su  cabeza  de  águila  pensadora,  está 
aquí  en  mis  manos,  palpitando  de  generosidad, 
en  señal  de  aplauso  al  compañero  lejano,  para 
quien  la  escribe,  reuniendo,  quizá,  en  un  es- 
fuerzo supremo  y  magnifico,  todas  las  energías 
que  le  restan. 

Dice  asi: 

«Jesús  que  torna»,  Jesús  que  se  va... 

Alberto  GHIRALDO 


42  CERVANTES 


Impresiones  de  paisajes 
y  lecturas. 

Canto  a  los  villanos  de  Castilla  antigua. 

¡Helos,  helos  por  do  vienen,  los  villanos  de 

Castilla! 

Los  de  manos  sarmentosas  que  esparcieron  la 

semilla. 

Los  de  rostros  aguilenos,  los  de  frente  sin 

mancilla. 

Los  de  frente  sin  mancilla,  toda  ungida  de  sudor. 
Los  que  bailan  viejas  danzas  de  dulzaina  y  a 

tambor 
cuando  ríe  por  los  campos  la  mañana  del  Señor. 

Los  que  en  tiempos  de  los  moros  repoblaron  la 

comarca 


CERVANTES  43 

Soberanos  de  la  tierra  que  oprimían  con  su 

abarca. 
¡No  han  temor  de  Señoría,  de  Perlado  ni 

Monarca! 

Los  que  alzaron  sus  iglesias  a  la  Virgen  y  a 

San  Juan, 

San  Martín  y  San  Miguel,  San  Llórente  y 

San  Millán. 

¡Esas  piedras,  que  doradas  por  un  sol  miliario 

están! 

Ellos  son  los  hombres  buenos  que  se  asientan 

altaneros 

cabe  Obispos  muy  letrados  y  muy  nobles 

caballeros 

cuando  llama  el  Rey  a  Cortes  bajo  el  árbol  de 

los  fueros. 

¡Aprended,  los  ricos  hombres  del  pendón  y  la 

caldera 
que  la  tierra  que  ganades  sostenerse  non 

pudiera 
sin  yantares  ni  alcabalas,  ni  moneda  fonsadera! 

Aprended  que  de  tres  brazos  se  formó  la 

cristiandad. 
Si  estos  brazos  se  juntasen  en  amor  de  caridad, 


4i 


CERVANTES 


¡uo  reinaran  como  hogaño  la  iniusticia  y  la 

maldad! 

¡A  rezar  los  frailecicos,  los  maitines  en  el  coro! 
jA  reñir  los  caballeros  en  la  guerra  contra  el 

moro! 
jA  segar  los  segadores,  el  maduro  trigal  de  oro! 


¡Dios  os  guarde,  los  villanos,  los  villanos  de  mi 

tierra! 
Los  labriegos  de  los  llanos,  los  pastores  de  la 

sierra. 
Todo,  el  temple  de  la  raza  sois  vosotros  do  se 

encierra. 

Salve,  salve,  los  pecheros  que  ensalzaisteis  la 

ciudad 
con  la  fama  de  los  paños  que  batiais  en  su  caz. 
¡Era  recio  y  era  santo  vuestro  gremio  y 

hermandad! 

¡Bataneros  del  Eresma,  curtidores  del  Clamores! 
¡Alarifes  y  pelaires,  albañis  y  cardadores! 
¡Los  que  hicisteis  muy  famosa  la  ciudad  de  mis 

amores! 


CERVANTES  45 

¡Dios  prospere  vuestra  sangre,  que  es  venero  de 

energía! 

En  las  guerras  de  cruzada  non  ganasteis 

hidalguía. 

¡Vuestra  lucha  fué  la  lucha  por  el  pan  de  cada 

día! 


Impresión  de  Segovia  en  Otoño. 

Tiene  el  paisaje  el  candoroso  encanto 
del  fondo  de  una  tabla  primitiva 
pintada  al  temple  con  reflejos  de  oro; 
entre  huertos  el  río  se  desliza, 
y  en  la  altura,  las  torres,  las  almenas 
corona  son  de  la  ciudad  antigua 
toda  bañada  en  luces  del  ocaso. 
De  los  chopos  las  copas  esbeltísimas 
rojizas  cual  las  llamas  de  los  cirios 
destacan  de  las  nubes,  que,  sombrías, 
cubren  el  cielo.  Sus  postreros  besos 
lanza  a  la  tierra  el  sol.  Una  colina 
cubierta  toda  de  viñedos  gualdos 
parece  en  limpios  cobres  esculpida. 
Una  a  una  las  hojas  van  cayendo 
melancólicas,  leves,  fugitivas 
como  nuestras  ideas.  Tan  profundo 
es  el  silencio,  que  los  ecos  vibran 


46 


CERVANTES 


con  el  rumor  de  un  vuelo  entre  las  frondas 

o  de  unas  voces  en  la  lejanía. 

En  la  tranquila  olmeda.  Junto  al  río 

las  hojas  nuestros  pasos  amortiguan 

como  una  alfombra  de  oro.  Es  el  follaje 

bello  dosel  de  cintas  encendidas, 

un  ambiente  dorado  nos  rodea. 

¡Oh  ensueño,  oh  soledad,  oh  poesía! 

Tan  augusta  es  la  calma,  que  sentimos 

deseos  de  postrarnos  de  rodillas 

cual  los  Santos  que  adoran  a  la  Virgen 

en  las  ingenuas  tablas  primitivas. 


Impresión  de  Segovia  en  Invierno. 

Han  caído  los  lobos  de  la  sierra 
cereal  del  arrabal  sobre  unos  hatos; 
dejaron,  al  huir,  roja  la  tierra 
de  sangre  de  corderos  y  chivatos. 
No  le  valieron  al  mastín  sus  hierros 
ni  su  alerta  al  pastor.  Todo  dormía, 
y  oímos  los  ladridos  de  los  perros 
y  unos  ahullos  en  la  lejanía. 
Ha  traído  la  nueva  del  pillaje, 
después  de  amanecer,  un  pastor  mozo. 
¡Aún  temblaba  de  miedo  y  de  coraje! 
¡Aún  lloraba  la  rabia  del  destrozo! 


CERVANTES  47 

Hoy  comienza  a  nevar;  blanquea  el  cielo 

y  luego  se  deshace  en  copos  leves. 

La  ciudad  se  engalana  con  el  velo 

de  la  casta  madona  de  las  nieves. 

En  las  murallas  y  en  las  torres  viejas 

la  nieve  esfuma  los  contornos  rudos, 

tiende  un  tapiz  real  en  las  callejas 

y  pone  un  perfil  blanco  en  los  escudos. 

Y  en  las  secas  olmedas,  al  ramaje 

presta  una  vaguedad  como  de  bruma, 

y  pone  un  dulce  encanto  en  el  paisaje, 

que  en  lontananza  su  blancura  esfuma; 

a  la  noche,  la  luna  esparce  apenas 

una  vaga  y  difusa  claridad. 

Toda  blanca,  detrás  de  sus  almenas 

parece  como  muerta  la  ciudad; 

tan  grande  es  la  quietud  y  tan  profundo 

es  el  silencio  y  tan  intenso  el  frío, 

como  han  de  ser  cuando  navegue  el  mundo 

sin  vida  y  sin  calor  por  el  vacío. 

Sigue  nevando  aún,  y  vacilante 

surge  la  tenue  claridad  del  día... 

Cuentan  que  se  ha  arrecido  un  caminante 

que  cruzaba  al  pinar  de  Navafría. 

Es  el  aire  tranquilo  y  trasparente; 
son  de  un  azul  purísimo  los  cielos; 
se  quiebra  con  mil  luces  el  naciente 


48  CERVANTES 

en  las  finas  agujas  de  los  hielos. 
¡Mañanita  de  sol,  clara  mañana 
que  desbordas  de  luz  y  de  alegría; 
los  viejos  pensarán  en  la  solana, 
que  es  la  vida  muy  dulce  todavía. 
El  sol  arranca  un  iris  de  refl<^jos 
del  huraño  vitral  de  los  balcones; 
como  jugando,  en  los  palacios  viejos 
alegra  los  sombríos  portalones. 
Y  en  las  nobles  basílicas  doradas 
pule  las  tallas  de  las  piedras  bellas 
y  hace  añorar  el  sol  de  otras  jornadas 
a  los  guerreros  y  a  los  santos  dellas. 
El  sol  lleva  a  la  gente  a  los  caminos 
que  van  a  la  ciudad:  Acompasados 
el  andar  y  la  voz,  los  campesinos 
cementan  de  la  mies  y  los  ganados. 
Llegan  del  caz  los  rítmicos  rumores 
de  los  batanes  y  de  las  aceñas 
y  vibran  los  agudos  estridores 
de  las  tardas  carretas  lugareñas. 
¡Carreteras  de  Cuéllar  y  Medina! 
¡Caminos  de  Sepúlveda  y  Pedraza! 
Parece  que  entre  el  polvo  se  adivina 
la  huella  firme  y  honda  de  la  raza. 
A  la  tarde,  en  los  sotos,  cabe  el  rio 
— el  río  con  sus  chopos  a  la  orilla — 
pasean  los  ancianos  el  hastío 


CERVANTES  49 

de  las  viejas  ciudades  de  Castilla. 
Cuando  esmaltan  los  picos  de  la  sierra 
los  postreros  reflejos  vesperales, 
tornan  loando  a  Dios,  que  dio  a  su  tierra 
de  estas  templadas  tardes  invernales. 
La  noche  cae  muy  limpia  y  sosegada; 
destacan  del  azul  los  ventisqueros 
de  la  Muerta;  del  cielo  azul  de  helada, 
donde  tiemblan  de  frío  los  luceros. 


El  caballero  del  verde  gabán. 


cMis  exeroicios  son  el  de  la  caca  y 
pesca;  pero  no  mantengo  ni  halcón  ni 
galgos,  sino  algún  perdigón  manso,  o 
algún  hurón  atrevido;  tengo  hasta  seis 
docenas  de  libros  quales  de  romance 
y  quales  de  latín,  de  historia  algunos 
y  de  deToción  otros:  Los  de  caballerías 
aún  no  han  entrado  por  los  umbrales 
de  mis  puertas.»  (Don  Quijote  de  la 
Mancha,  parle  II,  cap.  XVI.) 


Caballero  que  domas  el  brio 

de  la  rápida  yegua  tordilla: 

¡Frénala,  que  un  rocin  como  el  mió 

me  malicio  que  no  ha  de  seguilla! 

¡Caballero  del  verde  atavio 

yo  ante  ti,  quiero  hincar  la  rodilla! 


cQ  CERVANTES 

Buen  hidalgo  de  limpia  conciencia; 
miel  de  Horacio  libé  en  tu  decir 
de  fray  Luis  la  serena  cadencia 
he  sentido  en  tu  mente  latir. 
¡En  tu  noble  y  tranquila  existencia 
yo  quisiera  aprender  a  vivir! 

Cazador  el  de  hurón  y  cimbel; 

pescador  que  en  caz,  limpio  y  manso 

turbar  sueles  con  tu  esparabel 

la  profunda  quietud  del  remanso. 

¡Cazador  sin  azor  ni  lebrel 

en  tu  umbral,  yo  demando  descanso! 

Yo  quería  besar  las  hermosas 
manos  sabias  en  dulces  primores 
que  han  llenado  tu  vida  de  rosas 
y  han  mecido  tus  castos  amores. 
¡Esas  manos  discretas,  piadosas, 
que  consuelan  y  alivian  dolores! 

Como  en  cuenco  bocal  del  Toboso 
se  serenan  las  aguas  del  rio, 
esta  paz  del  zaguán  silencioso 
dá  sosiego  al  espíritu  mió. 
¡Yo  deseo  con  ansia  el  reposo 
del  zaguán  apacible  y  sombrío! 


CERVANTES  61 

Y  la  hidalga  amplitud  de  tu  estancia 
de  tu  mesa  al  yantar  simple  y  sano; 
y  el  verdor  y  la  suave  fragancia 

del  jardin  que  cultiva  tu  xuauo; 
ese  ambiente  de  paz  y  abundancia 
del  holgado  eason  aldeano. 

Abrenuncio  las  bellas  locuras 

de  las  gestas  de  Artus  engañosas. 

Quiero  solo  probar  tus  lecturas 

apacibles,  cristianas,  gustosas; 

y  en  el  campo  aprender  las  dulzuras 

del  amor  hacia  todas  las  cosas. 

Y  el  correr  en  abril  las  praderas 
los  ganados  llevando  a  pastar 

y  el  holgarse  en  estio  eu  las  eras 
y  el  mirar  en  Otoño  el  lagar. 
¡Y  en  el  tiempo  de  las  sementeras 
la  velada  al  calor  del  hogar! 

Labrador  el  que  llenas  la  troje 
con  el  ñuto  que  dio  tu  semilla. 
Deja  que  hoy  a  tus  plantas  arroje 
esta  espada  que  a  nada  se  humilla. 
¡La  Castilla  que  siembra  y  recoje 
es  la  grande  y  la  recia  Castilla! 


52 

Serranilla. 


CERVANTES 


En  los  frescos  valles,  en  los  que  aun  retoza 

tu  musa  ¡oh  famoso  Señor  de  Mendoza! 

Tuve  unos  dezires  con  garrida  moza. 

Fué  en  esa  ladera  de  la  Marichiva 

donde  de  una  llaga  de  la  peña  viva 

nace  un  agua  helada  que  desciende  esquiva, 

brillaban  las  nieves  de  las  cretas  blancas 

con  el  sol  de  invierno,  y  en  unas  barrancas 

encontré  al  mastin  de  férreas  carlancas. 

Supe  que  venia  por  el  ruido  d'ellas 

y  vi  que  saltando,  con  sus  breves  huellas 

sembraba  la  nieva  de  un  rastro  de  estrellas 

al  acaricialle,  temor  y  alegría. 

Senti,  que  en  sus  ojos  yo  bien  conocia 

que  era  mi  serrana  la  que  le  seguia. 

Cuando  lo  pensaba,  fermosa  y  zahareña 

sobre  unos  canchales  pareció  la  dueña 

el  rostro  encendido  y  al  aire  la  greña. 

Por  venir  corriendo  muy  fragosos  trechos 

de  agrios  peñascales  y  duros  repechos 

como  corderinos  saltaban  sus  pechos. 

Al  verla,  quebróse  la  mi  continencia 

y  la  dije  loas  en  la  gal  y  la  sciencia 

que  aprendí  en  las  aulas  de  Arles  y  Florencia. 

Miróme  un  momento  con  sus  negros  ojos 

y  temblando  risas  en  sus  labios  rojos 


CERVANTES  58 

me  dio  en  sus  palabras  deleite  y  enojos. 
«Mantenga  esperanzas  el  señor  trovero 
que  cuando  a  la  Corte  vaya,  en  otro  enero 
le  tendré  en  las  rúas  por  mi  caballero. 
Mas  aqui  en  la  Sierra  quiero  tener  tratos 
con  galán  que  entienda  de  regir  los  hatos 
y  sepa  las  trochas  do  van  mis  chivatos.» 
Y  bajó  hacia  el  valle,  graciosa  y  lozana 
turbando  a  su  paso  la  quietud  serrana 
con  sus  risas,  claras  como  la  mañana. 

Juan  de  Contreras  y  López  de  Ayala 


54 


CERVANTES 


El  Cristo  de  Velázquez 


Ea  uii  fondo  tenebroso,  tocado  de  misterio, 
trágica  y  emocionante  se  destaca  la  cruz,  de  la 
cual,  sin  contorsiones  ni  crispamientos,  pende 
el  cuerpo  inanimado  del  Mártir.  Ha  exhalado 
ya  el  postrer  suspiro,  ese  suspiro  en  el  que  dijo: 
«Padre  mío,  en  tus  manos  encomiendo  mi  espí- 
ritu.» Sin  embargo,  un  fulgor  de  vida  parece 
iluminar  su  cuerpo  apolíneo,  y  un  resplandor 
ultraterreno  nimba  su  cabeza  soñadora,  corona- 
da de  espinas,  que  se  inclina  levemente  sobre  el 
pecho,  dejando  caer  desde  el  arco  sublime  de  la 
frente,  en  cascada  ondulante,  la  melena,  como 
el  follaje  de  un  lloroso  sauce;  el  magno  artista 
quiso  dejar  así,  velado,  semioculto,  el  postrer 
gesto  de  la  divina  faz  del  Hijo  del  Hombre.  Sus 
brazos  amorosos  se  extienden  en  ademán  que 
preludia  una  caricia;  sus  manos  liliales,  ungidas 


CERVANTES  55 

de  perdón,  por  los  clavos  está  a  sujetas  y  tras- 
pasadas; su  torso,  en  el  que,  como  una  flor  de 
martirio,  florece  la  herida  del  costado,  tiene  la 
armonía  de  un  torso  griego,  apenas  esmaltado 
por  unas  gotas  de  sangre,  de  esa  sangre  que  fué 
el  sello  del  Nuevo  Testamento;  sus  piernas  tie- 
nen la  serena  esbeltez  de  dos  columnas  de  un 
templo  helénico;  sus  pies,  que  sufrieron  de  todos 
los  caminos,  que  se  desligaron  de  la  tierra  en  el 
Thabor  y  que  llegaron  a  pisar  todos  los  horizon- 
tes de  la  historia,  como  palomas  heridas,  se  de- 
sangran clavados...  Hay  tal  sublimidad;  hay 
tal  majestad  en  esa  figura;  emana  tal  divina 
emoción  de  ese  cuadro,  que  asombra  y  pasma, 
conturba  y  conmueve  todas  las  fibras.  Tuvo  ra- 
zón el  poeta  de  decir  al  contemplarlo: 

<Le  amaba,  le  amaba, 

no  fué  sólo  tm  milagro  del  genio 


Ese  cuerpo  que,  como  una  enseña  de  piedad, 
pende  del  madero  supliciatorio,  es  el  único  que 
pudo  encerrar  un  alma  de  divina,  capaz  de  mos- 
trarse más  fuerte  que  el  dolor,  más  fuerte  que  el 
martirio,  más  fuerte  que  la  muerte;  e  izado  en 
alto,  muriendo  de  pie  en  las  excelsitudes  de  su 


56  CERVANTES 

cruz,  logró  eclipsar  el  sol  de  Grecia  en  una  apo- 
teosis del  espíritu. 

Con  fulgores  de  astro  rey,  con  atributos  de 
dios,  se  destacaba  en  el  firmamento  de  la  anti- 
güedad clásica,  el  triunfal  Apolo  pagano,  supre- 
mo arquetipo  de  sacra,  masculina  belleza.  Como 
un  lirio  del  valle,  surge  bajo  el  azul  del  cielo  de 
Judea,  el  Profeta  blondo,  el  Rabbi  dulce,  que 
vino  a  enseñar  en  parábolas,  en  el  templo,  en  los 
caminos,  sobre  el  lago  y  en  la  cumbre  de  la 
montaña  la  palabra  nueva  y  consoladora  que 
libertaría  a  las  almas.  Jesús  el  manso,  el  infini- 
tamente piadoso,  el  que  para  todos  los  niños 
tuvo  una  caricia  y  para  todos  los  pecados  una 
palabra  de  perdón,  fue  al  sacrificio,  como  una 
oveja  dulce,  y  en  una  trágica  tarde  del  mes  de 
Nizán,  cuando  el  sol  ya  occiduo  se  desangraba 
en  un  lecho  de  nubes  negras,  expiró  perdonando, 
clavado  al  más  obsesiouador  y  pavoroso  de  los 
tormentos.  En  el  martirio  se  hizo  tan  hermosa, 
tan  sobrehumana  y  gigantesca  la  figura  del  Pro- 
feta mártir,  que  su  perfección  triunfó,  derrotan- 
do al  mismo  Apolo  pagano,  que  fué  obscurecido 
por  Jesús  expirante;  porque  frente  a  la  belleza 
de  forma,  carnal,  del  dios  griego,  se  levantaba 
la  belleza  ideal,  la  belleza  de  alma,  la  belleza 
eterna  de  Jesús. 

Y  desde  aquellos  obscuros,  milenarios  tiem- 


CERVANTES  57 

pos,  todos  los  artistas  pusieron  todo  su  espíritu 
en  reproducir,  en  un  impulso  de  amor  y  en  un 
afán  de  perpetuación,  la  postuma  actitud  dolo- 
rosa  del  Mártir.  El  fervor  infantil  de  los  prime- 
ros cristianos  grabó  la  imagen  del  Crucificado 
en  la  reconditez  tenebrosa  de  las  galerías  de  las 
catacumbas  romanas;  el  elementalismo  de  los 
primitivos  la  esbozó  obstinadamente  con  inge- 
nuos trazos;  el  preciosismo  suntuario  de  los 
bizantinos  la  pegó  recortada  sobre  un  exótico  y 
chocarrero  fondo  dorado;  la  religiosa  exaltación 
de  los  medioevales  la  extendió  atormentada  por 
todas  partes;  el  egregio  Eenacimiento  puso  toda 
su  inspiración  en  reproducirla:  ahí  están  las 
obras  de  los  Donatellos,  de  los  "Veroneses,  de  los 
Grecos,  de  los  Canos,  de  los  Murillos,  de  los 
Zurbaranes,  de  los  Riberas  y  cien  más.  Casi  no 
ha  habido  artista  que  no  realizara  igual  empeño, 
multiplicándose  hasta  lo  infinito,  por  pintores, 
escultores,  grabadores,  mosaisistas,  tapiceros, 
orfebres,  ceramistas,  esmaltadores,  fundidores; 
sobre  el  lienzo,  en  el  mármol,  madera,  marfil, 
oro,  plata,  bronce,  hierro,  cristal,  terracota,  hue- 
so, etc.,  la  escena  culminante  y  patétita  del 
Calvario.  Obras  magistrales,  obras  imperecede- 
ras han  sido  informadas  por  ese  asunto.  Pero 
nadie  supo  darnos  la  emoción  de  la  tragedia, 
que  sólo  el  genio  del  pintor  mago  vino   a  revé- 


58  CERVANTES 

larnos.  ¿Cómo  pudo  ser?  «El  Crucificado  le  intu- 
yó, cuando  el  artista  estaba  dormido»,  dijeron  É 
los  poetas;  «le  fué  revelada  en  una  visión»,  afir-  H 
marón  algunos;  «los  ángeles  bajaron  del  cielo  el 
cuadro  inmortal»,  añadió  algún  místico.  ¡Quién 
sabe!  Acaso  el  alma  inmensa  de  aquel  don  Diego 
de  Silva  Velázquez,  en  una  existencia  distante  y 
distinta,  vivió  junto  a  Jesús,  amándolo,  sintién- 
dolo. ¡Quién  sabe  las  mirladas  de  almas,  las  mi- 
riadas  de  vidas  que  hay  en  el  alma  del  genio! 
¡Sólo  él  puede  decirnos  lo  que  ha  sentido,  lo  que 
ha  vivido  en  las  épocas  remotas! 

El  alma  peregrina  del  pintor  mago  vio,  no  hay 
duda  que  vio  a  Jesús,  cuando  su  presencia  per- 
fumaba de  amor  y  de  unción  la  callada,  humil- 
de y  florecida  tierra  de  Judea.  Lo  vio  antes  del 
martirio,  cuando,  rompiendo  los  cristales  de  un 
remanso,  penetró  en  el  Jordán  sagrado,  para  que 
Juan,  el  eremita,  vertiera  sobre  su  cabeza,  con 
una  concha,  la  virtud  purificadora  del  agua  cla- 
ra; cuando  seguido  de  un  pequeño  grupo  forma- 
do por  los  humildes,  por  los  pobres,  por  los  dé- 
biles, por  los  parias,  recorría  las  sendas  polvoro- 
sas predicando  la  nueva  ley.  A  orillas  del  lago 
de  Galilea  hablaba  casi  siempre  y  hablaba  en 
parábolas,  aniñando,  simplificando  su  espíritu, 
para  que  su  enseñanza  fuera  por  todos  compren- 
dida. Entonces  su  figura  blonda  y  dulce,  vestida 


CERVANTES  59 

de  túnica  inconsútil  y  envuelta  en  un  manto  flo- 
tante, destacándose  en  esa  natural  y  poética  de- 
coración, parecía  agigantarse,  emergiendo  de  las 
ondas  quietas...  Junto  al  brocal  del  pozo  de  Ja- 
cob, con  sus  labios  finos  rezumando  agua,  dijo 
cosas  profundas  a  la  Samaritana,  de  cuyo  cánta- 
ro había  bebido.  En  casa  de  Simón  el  leproso, 
María  de  Magdala,  rompiendo  un  noble  vaso  de 
alabastro,  ungió  con  esencia  de  nardo  la  cabeza 
y  los  pies  del  Nazareno,  sobre  los  cuales  dejó 
caer,  como  un  tesoro,  la  madeja  sedeña  de  sus 
áureos  cabellos  que  enjugando  parecían  besar. 
¡Quién  sabe  si  alguna  vez  las  cabezas  nazarenas 
del  Profeta  pálido  y  de  la  rubia  Cortesana  de 
Magdala  se  unieron  en  un  mismo  luminoso  tre- 
mor...! En  la  cumbre  gloriosa  del  Thabor,  trans- 
figurado y  radiante,  se  vistió  de  sol;  en  la  cima 
aún  más  alta  de  la  montaña  del  sermón  inolvi- 
dable, infundiendo  entre  los  desdichados  el  se- 
dante consuelo  de  las  bienaventuranzas,  fué  aún 
más  bello,  porque  fué  más  humano.  En  medio  de 
un  palpitar  de  palmas  y  de  cánticos,  entró  en  Je- 
rusalem.  Eu  la  noche  de  la  cena,  cuando  el  pre- 
sentimiento de  su  cercano  fin,  como  el  ala  de  un 
pájaro  agorero,  rozaba  la  hostia  inmaculada  de 
su  frente,  alargó,  con  un  amplio  gesto  patriarcal, 
el  pan  y  el  vino  al  que  le  iba  a  vender,  después 
de  haberle  dicho  como  a  los  demás:  «Tomad  y 


60  CERVANTES 

comed,  éste  es  mi  cuerpo.  Tomad  y  bebed,  ésta 
es  mi  sangre.»  Todos  callaban;  un  silencio  dolo- 
roso, preñado  de  temores,  flotaba  en  torno;  el 
discípulo  amado  reclinaba  su  cabeza  en  el  pecho 
del  Maestro...  En  el  obscuro  huerto,  bajo  los  oli- 
vos centenarios,  transido  de  mortal  congoja,  ape- 
nas tuvo  aliento  para  decir:  «Si  es  posible,  pase 
de  mi  este  cáliz  sin  que  yo  lo  beba»;  y,  desfalle- 
ciente, dudó,  dudó  de  si  mismo...  En  el  atrio  del 
pretorio,  Ecce  Homo  dijo  el  escéptico  y  frió  Go- 
bernador romano,  y  avanzando  hasta  el  interco- 
lumnio, presentó  a  la  pública  befa  al  Rabbi  mar- 
tirizado, y  la  fiera — el  populacho — rugia,  rugia... 
A  lo  largo  de  la  senda  dolorosa,  un  fulgor  de 
lanzas  brillaba  alejándose,  y  la  silueta  endeble 
del  Hijo  del  Hombre  iba  curvada  bajo  el  peso 
del  madero  abrumador.  Llegaron,  por  fin,  al  Gól- 
gota,  en  cuya  cumbre  fué  plantada  la  cruz  con 
el  cuerpo  palpitante  del  Mártir.  Era  la  hora  ter- 
cia. En  un  negro  cielo  de  tragedia,  se  bambolea- 
ba un  espectro  de  sol  que  no  tardó  en  apagarse 
completamente.  Rasgando  el  terciopelo  del  fir- 
mamento, el  rayo,  como  un  latigazo,  restalló  so- 
bre la  tierra.  En  lo  alto,  la  furia  de  los  cielos;  en 
la  tierra  baja,  la  furia  de  los  hombres;  y  entre 
el  cielo  y  la  tierra,  entre  la  naturaleza  desenca- 
denada y  los  hombres  enloquecidos,  el  Mártir, 
como  UQ  símbolo  de  suprema  piedad...  A  la  hora 


CERVANTES  61 

sexta,  cuando  más  densa  y  pavorosa  era  la  tinie- 
bla,  la  cabeza  del  Crucificado  rodó  sobre  los 
hombros;  la  última  palabra  de  perdón  se  fundió 
en  un  suspiro,  sus  ojos  se  cerraron;  los  cabellos 
cubrieron  la  faz...  un  halo  radiante  había  dejado 
el  alma,  como  un  rastro  de  sí,  en  torno  a  la  ca- 
beza. 

Esta  visión  última  fué  la  que  más  impresionó 
al  pintor  mago  y  la  que  fijó  en  su  lienzo  para 
dar  a  las  generaciones  la  verdadera  emoción  de 
la  tragedia  milenaria. 

En  ese  asombroso  cuadro,  Jesús  está  como 
debía  haber  estado,  como,  seguramente,  lo  vio 
el  genio  en  aquella  trágica  tarde  del  mes  de  Ni- 
zán.  ¡Oh  el  divino  Cristo  de  Velázquez,  tan  dul- 
ce, tan  pleno  de  íntima  piedad!  ¡Cuan  distinto 
de  aquellos  lívidos,  llagados,  atormentados,  des- 
coyuntados, amoratados,  sangrientos  fantasmas 
de  noches  de  aquelarre  que  pueblan  de  visiones 
de  espanto  la  lobreguez  de  las  catedrales  espa- 
ñolas; de  aquellos  cristos  de  la  Inquisición,  té- 
tricos engendros  de  fanatismo  sádico;  de  aque- 
llos negros  cristos  españoles  o  «africanos»,  como 
alguien  los  ha  llamado  con  gran  propiedad!  ¡Oh 
el  apolíneo  Cristo  de  Velázquez!  Al  verlo  se 
comprende  que  hubiera  podido  eclipsar  el  sol  de 
Grecia,  y  que,  como  un  cometa  milagroso,  hu- 
biera podido  envolver  con  su  cabellera   el  uni- 


^2  CERVANTES 

verso...  En  torno  de  su  cabeza  se  adivina  un  pal- 
pitar amoroso  de  golondrinas,  y  de  lo  hondo 
parece  surgir,  desgarrado  y  agudo,  como  una 
saeta,  el  alarido  de  la  Madre... 

César  E.   ARROYO 


I 

i 


CERVANTES  63 


Retrato  del  cura  Valera 


Cincelado  por  Hugo  Moreno, 
Clérigo  de  Misa. 

Es  como  el  tronco  seco  de  una  parra  muy  vieja, 
su  sotana  sin  mangas  tiene  un  tinte  de  ayosas; 
son  grandes  sus  zapatos,  su  sombrero  de  teja, 
sus  narices,  sus  ojos  y  sus  manos  huesosas. 

Una  santa  locura  le  acaricia  y  le  besa 

y  ha  metido  en  su  pecho  la  lava  de  un  volcán. 

¡Oh,  si  no  hubiera  pobres  con  quien  partir 

la  mesa, 
los  ángeles  vendrían  a  mendigar  su  pan! 


64  CERVANTES 

Ha  dado  sus  hebillas  a  un  tramposo  buhonero, 
la  ropa  de  su  cama  a  unos  pobres  gitanos; 
a  una  vieja  perlática  su  catre  y  su  brasero; 

no  teniendo  que  dar,  dio  a  un  viejo  pordiosero 
un  beso  en  una  llaga,  comida  de  gusanos, 
y  sanó,  y  fué  de  sus  milagros  el  primero. 

Hugo  MORENO 


Almería,  enero  1917. 


' 


CERVANTES  66 


EL  SUICIDA 

(Del  iiltimo  libro  de  Alfonso  Reyes.) 

Al  comenzar  el  Otoño,  en  un  hotelito  de  los 
suburbios,  donde  hace  tiempo  vivía  distrayendo 
su  neurastenia  entre  las  labores  del  novelista  y 
el  cultivo  de  su  jardín,  el  pobre  señor  se  suicidó. 
Su  familia,  que  le  rodeaba  con  solicitud  minu- 
ciosa, en  vano  había  buscado,  durante  los  últi- 
mos días,  un  leve  sonrojo  de  contento  en  aque- 
lla cara  ya  melancólica  para  siempre. 

¿Qué  había  hecho  aquella  mañana?  Pasar  y 
repasar  frente  al  grupo  de  sus  hijos  que  jugaban 
en  el  jardín;  mirarlos  más  dulcemente  que  otras 
veces.  Nada  más.  Era  llegado  el  extremo  en 
que  sobran  todas  las  explicaciones,  y  el  golpe 
seco  del  revólver,  momentos  después,  vino  a 
aclararlo  o  a  confundirlo  todo. 

Los  ojos,  fijos  y  atónitos  durante  una  larga 
agonía — esos  ojos  de  que  los  periódicos  nos  ha- 
blan— hacen  concebir  todo  un  mundo  de  interro- 

5 


66  CERVANTES 

gaciones  y  de  enigmas;  de  protestas,  de  discul- 
pas y  de  amenazas.  Lo  que  uo  quiso  decir  la 
boca,  lo  difundían  magnéticamente  los  ojos.  Y 
en  aquella  figura  de  cuervo  que  se  recortaba  en 
el  aire  con  una  funesta  elegancia,  los  ojos  resal- 
tarían cual  una  crudeza  cínica  y  heroica. 

La  Revue  Hispanique  publicó  hace  años  su  re- 
trato. Este  extremeño,  este  paisano  de  Cortés, 
era  un  hombre  frágil  y  fino.  La  levita,  el  gabán, 
el  pantalón  rayado  y  el  sombrero  de  copa,  la 
barba  preciosamente  cortada,  acababan  por  dar- 
le un  impecable  aspecto  de  muñeco  de  sastrería. 
Compáresele  con  el  hermoso  y  anticuado  sujeto 
que  dibujó  Penagos  para  el  semanario  España 
y  al  que  Eugenio  d'Ors  llama  «El  Preocupado». 
El  Preocupado  lleva  también  una  alta  chistera 
y  se  emboza  en  una  vieja  capa.  Su  modelo  pare- 
ce haber  sido  cierto  retrato  de  don  Ponciano 
Ponzano  que  posee  Azorín.  En  todo  caso,  re- 
cuerda los  rasgos  de  Espronceda. 

— Afeítate  esa  anticuada  perilla.  Preocupado; 
rápate  esas  melenas  románticas — le  dice,  más  o 
menos,  Eugenio  d'Ors — ;  deja  esos  embozos  de- 
modados  y  esa  chistera.  Ya  no  más  paseos  a  los 
alrededores  de  la  ciudad  barroca  que,  por  lo  de- 
más, vive  en  ti  mismo.  Despreocúpate,  y  siénta- 
te a  trabajar  un  poco.  Después  de  todo,  tú  eres 
una  grande  esperanza  española:  tú  representas 


CERVANTES  67 

la  inteligencia  paciente,  ¡ay!,  pero  a  dos  dedos 
de  la  desesperación.  «Que  sabido  es  que  el  día 
siguiente  al  triunfo  de  la  Inteligencia  se  llama 
Melancolía.» 

Si  el  lector  tiene  ambas  siluetas  a  la  vista,  po- 
drá imaginar  conmigo  que  el  Preocupado  cam- 
bia sus  modas  anticuadas  y  sus  procedimientos 
cosméticos  por  otros  más  modernos.  De  manos 
de  Utrilla  o  Borrel  pasa  a  las  de  los  sastres  Ber- 
náldez  o  Cimarra,  y  de  manos  del  barbero  don 
Ciríaco  Lagartos  o  del  mozo  Pedro  Correa,  pasa 
a  las  del  gran  contemporáneo  Jaime  Pagés.  Y 
ya  no  es  la  Inteligencia  paciente;  ya  es  sólo  la 
Melancolía:  la  melancolía  que  fluye  abundante- 
mente por  los  ojos  como  por  dos  grifos  abiertos. 
Y  ya  no  es  la  figura  armónica  y  j  asta,  sino  una 
figura  esmirriada  y  espiritada;  un  grotesco  Li- 
cenciado Vidriera,  con  todas  las  quebradizas  ve- 
leidades del  vidrio. 

Este  militar  de  las  guerras  de  África  había 
probado  los  martirios  del  santo.  Quemado  y 
acuchillado  por  los  indígenas  filipinos,  fué  de- 
jado por  muerto  con  la  mitad  de  la  cara  des- 
hecha, la  mano  izquierda  mutilada  y  todo  el 
cuerpo  sangrando  por  mil  partes.  Más  espirita- 
do, más  exangüe  que  nunca,  saldría  del  tormen- 
to, renaciendo  a  una  nueva  vida  entre  las  ceni- 
zas de  su  carue.  Este  médico  rural  había  pasado 


68  CERVANTES 

por  todas  las  inquietudes  del  problema  socioló- 
gico, que  casaba  originalmente  con  un  senti- 
miento epicúreo  y  egoísta.  Y,  como  a  todos  los 
que  predican,  aunque  sea  el  egoísmo,  no  le  fal- 
taba generosidad.  Su  visión  materialista  y  medi- 
cinal de  la  vida,  en  vez  de  ascender  desde  el 
amor  de  la  carne  hasta  la  belleza  abstracta  y  su- 
perior—  como  en  la  mujer  de  Mantinea  que 
inspira  los  diálogos  platónicos — baja  desde  la 
ley  divina  hasta  la  plástica  arcilla  humana. 
Sus  manos  de  cirujano  operan  largamente  en 
ella,  como  las  del  guitarrista  en  los  nervios  de 
la  guitarra,  trayendo  a  la  categoría  de  calam- 
bre, espasmo  y  punzada,  todos  los  deleites  sin 
mancha  que  pudieron  aprenderse  en  el  cielo. 
Siempre  hábil  razonador,  siempre  desequilibrado 
en  el  fondo,  cual  el  de  Cervantes,  nuestro  Licen- 
ciado Vidriera  parece  un  sacerdote  que  hubiera 
abusado  de  los  secretos  del  confesionario.  Y  fué, 
ciertamente,  un  médico  que  abusó  de  las  confi- 
dencias sorprendidas  a  la  cabecera  del  paciente 
humano,  quien  suele,  con  la  mejoría  o  con  la  cri- 
sis, ponerse  comunicativo. 

Escritor  tardío,  difícilmente  descubriremos  en 
él  aquel  ondular  de  la  palabra,  aquel  placer  de 
las  expresiones,  aquel  instinto  de  la  perfección 
verbal  que  no  falta  en  los  escritores  nativos. 
Escritor  tardío,  su  tardanza,  ¿no  pudiera  ser  una 


CERVANTES  69 

promesa  de  pensamiento  sólido?  ¿Un  síntoma  en 
que  conociéramos  que  va  a  decir  algo  positivo  a 
los  hombres,  que  ha  venido  con  algún  mensaje? 
Los  escritores  precoces  suelen  pasar  por  la  vida 
desplegando  sus  tornasoles  técnicos,  sin  que 
ellos  ni  nadie  sepan,  al  fin,  lo  que  tenían  que 
contarnos.  A  veces,  en  cambio,  esos  escritores 
tardíos  son  como  el  viajero  de  la  Grecia  clásica, 
para  quien  la  pluma  sustituye  al  bordón  de  los 
peregrinos;  y — utensilio  propio  de  la  vejez — 
sólo  la  usan  para  recordar,  cuando  ya  no  pueden 
viajar  más.  Entonces,  los  tardíos  tienen  siempre 
algo  que  decirnos;  alguna  historia,  propia  o 
ajena,  que  narrarnos;  algunos  ejemplos  que  pro- 
ponernos, ora  de  las  ciudades  que  visitó  Hero- 
doto  y  que  tienen  en  la  geografía  su  nombre 
más  o  menos  exacto,  ora  de  las  que  descubría 
Thomas  More,  de  que  apenas  ha  quedado  rastro 
en  nuestras  mentes  como  de  una  tierra  previ- 
vida. 

Si  él  había  negado  la  critica,  la  critica  tam- 
bién lo  negó,  relegándolo  a  la  categoría  de  autor 
insano,  al  margen  o  fuera  de  la  literatura.  Y 
seguramente  que  en  la  literatura  no  estuvo, 
porque  le  faltaba  lo  esencial,  que  es  la  pericia 
de  las  letras;  no  sabía — deduzco  de  lo  que  le  han 
dicho  sus  críticos — no  sabía  poner  unas  letras 
junto  a  otras;  ignoraba  la  ortografía,  al  grado 


70  CERVANTES 

de  confandir  (¿qué  extraño  espejismo  español  es 
éste?  ¿Por  qué  esta  confusión  parece  simbólica 
de  todo  un  régimen,  o  desbarajuste  social?),  al 
grado  de  confundir  una  vacante  con  una  bacante. 
No  sabía  escoger  las  palabras;  ignoraba  el  voca- 
bulario, al  grado  de  hablar  de  las  «cuestiones 
tranchadas».  Nunca  pudo  usar  en  su  recto  senti- 
do fórmulas  como  «sino  que»,  «a  menos  que». 
No  sabía  poner  unas  palabras  junto  a  otras; 
ignoraba  la  gramática  hasta  desconocer  la  exis- 
tencia de  los  pronombres  reflexivos.  Y  se  equi- 
vocaba, todavía  con  más  frecuencia  que  la  gene- 
ralidad de  sus  compatriotas,  sobre  el  empleo  de 
las  formas  verbales  en  «ara»,  «are»,  «ase».  No 
tenía  el  sentimiento  de  la  frase,  ni  tampoco  supo 
ligar  unas  frases  con  otras,  ni  unas  páginas  con 
otras.  Pero  sí  unos  libros  con  otros.  Y  no  sólo 
por  repetir  en  todos  ellos  algunos  pasajes  y 
situaciones,  sino  por  otra  razón  más  esencial. 

Y  aquí  tocamos  a  la  paradoja  del  escritor. 
¿Por  qué  ha  de  salvarse  nuestro  novelista — como 
dicen  los  manuales  de  literatura  española,  — por 
qué  ha  de  salvarse  sino  por  la  unidad  de  su 
obra,  por  la  insistencia?  Es  ciertamente  un 
escritor  metódico  y  hasta  sistemático.  Como  lo 
habíamos  supuesto,  algo  tenía  que  decirnos;  y, 
recta  o  falsa  su  doctrina,  alguna  doctrina  nos 
propuso.  Una  doctrina  de  apariencia  congruente, 


CERVANTES 


71 


aunque  insuficiente  e  inferior,  que  él  mismo  se 
encargó  de  definir  en  libros  de  índole  no  nove- 
lesca, pero  que  ha  inspirado  también  todas  sus 
novelas.  Porque  no  es  el  único  escritor  erótico, 
pero  si  uno  de  esos  para  quienes  el  arte — o  lo 
que  fuere — es  el  arma  de  una  pretendida  refor- 
ma social.  Su  verdadero  mal  es  la  mala  literatu- 
ra; que,  respecto  al  fondo  de  su  obra,  yo  os 
aseguro  que  no  es  más  insano  que  D'Annunzio. 
Otros  se  revuelcan  también  entre  almohadas  de 
pasión  y  lujuria;  pero  lo  que  en  muchos  resulta 
ímpetu  lírico  y  hasta  ornamental,  en  éste  es  un 
sistema  metódico  y  un  apostolado  más  bien 
práctico  que  poético.  Y  aunque  hemos  bajado 
hasta  la  región  de  los  indiscernibles,  se  puede 
pensar  que  esta  unidad,  esta  insistencia  mejor 
dicho,  pone  su  obra  algo  por  encima  de  sus  me- 
dios artísticos.  Falta  averiguar  si  la  intención — 
que  es  lo  que,  teóricamente,  parece  salvarse — • 
era  sana  en  sí.  Falta,  por  último,  averiguar  si  la 
intención  se  inspiraba  en  buenas  intenciones;  si 
sus  libros  eran  libros  de  buena  fe.  Lo  mejor  que 
de  él  ha  podido  decir  la  crítica  puede  compen- 
diarse en  estos  versos  de  Díaz  Mirón: 

Oigo  decir  de  mi  destino  a  un  chusco: 
«Talento  seductor,  pero  perdido 
en  la  sombra  del  mal  y  del  olvido. 


72  ,  CERVANTES 

Perla  rica  en  las  babas  de  un  molusco 

encerrado  en  su  concha,  y  escondido 

en  el  fondo  de  un  mar  lóbrego  y  brusco.» 

Es  vieja  en  las  literaturas,  y  en  España  es  de 
cepa  clásica,  esa  hipocresía  estética  que  consiste 
en  disimular  el  placer  de  las  cosas  insanas  bajo 
la  capa  de  la  reforma  social.  Zola  quería  mejo- 
rar el  mundo,  y  para  ese  fin,  describía  muy  amo- 
rosamente, con  paciencia  de  miniaturista,  las  lla- 
gas de  la  sociedad.  Tal  o  cual  pasaje  de  repug- 
nante objetivismo,  y  que  acusa,  no  ya  la  pérdi- 
da del  paladar,  sino  aun  del  sentido  de  la  náu- 
sea, ¿hace  falta  realmente  para  el  fin  de  mejorar 
el  mundo?  Porque  para  la  trama  artística  de  la 
novela  no  hace  gran  falta,  y  a  tanto  hubiera 
equivalido  sustituirlo  con  dos  o  tres  líneas  sin- 
téticas y  fuertes.  Una  cosa  es  decirnos  que  una 
mujer  ha  abortado  entre  las  angustias  de  la  su- 
ciedad, la  soledad,  el  delito  y  la  pobreza,  y  otra 
convertirnos  en  médico  a  palos  o  en  comadrón 
por  fuerza,  obligándonos  a  asistir  a  las  mil  y  una 
peripecias  horrorosas  del  trance.  Los  autores  de 
la  Picaresca  española  otro  tanto  hacían,  y  en  to- 
dos sus  libros  parecen  alegar  lo  que  Hernando 
de  Soto  alega  del  de  Mateo  Alemán: 

Enseña,  por  su  contrario, 
la  forma  de  bien  vivir. 


CERVANTES  78 

Pero  eso  no  quita  que  el  autor  picaresco  se 
complazca  a  más  no  poder  en  los  crudos  acerti- 
jos de  su  invención,  y  nos  conduzca,  con  fría  y 
calculada  crueldad,  de  uno  a  otro  extremo  de 
ese  laberinto  de  hambre  e  ignominia,  por  donde 
discurren  los  Caballeros  del  Milagro.  Más  de  un 
pasaje  del  mismo  Mateo  Alemán — tal  el  cuento 
de  la  tortilla  de  huevos — parece  convencernos 
de  que,  en  efecto,  cualquiera  que  sea  el  pretex- 
to bajo  el  cual  se  disimule  el  autor,  ha  perdido 
algo  como  el  don  del  olfato:  del  olíato  físico  y 
moral. 

Y  éste  es  el  problema  de  nuestro  novelista, 
aunque,  desde  luego,  trasladado  del  terreno  de 
lo  picaresco  al  del  erotismo:  larga  complacencia 
en  los  análisis  de  la  seducción  y  la  caída,  des- 
considerado placer  en  los  altibajos  psicológicos 
de  sus  inconscientes  meretrices  y  de  sus  rufia- 
nes contentos.  Porque  se  puede,  sin  ser  morboso, 
amar  el  desnudo  y  sus  encantos  y  consecuencias. 
Cuando  otro  escritor,  valenciano  por  de  conta- 
do, compara  a  la  mujer  desnuda  con  la  fruta 
mondada,  apela  a  un  instinto  santo,  a  un  apeti- 
to tan  generoso  y  saludable  que  no  se  le  podría 
tachar.  Pero  cuando  aquél  compara  una  mujer 
desnuda  a  uoa  rana  despellejada,  el  dolor  sen- 
sual paraliza  nuestro  corazón;  los  castos  deleites 
del  contacto  se  nos  tuercen  en  desollamientos 


74  CERVANTES 

espantosos,  y  tanto  sadismo  y  salacidad  nos 
amargan  como  un  trago  de  mar.  He  aquí  al  már- 
tir de  África  que  ha  resuelto  sus  dolores,  sus 
mutilaciones,  en  nuevos  placeres  recónditos:  ése 
es  el  quemado  y  resucitado,  ése  es  el  acuchilla- 
do, para  quien  toda  idea  de  contacto  ha  de  des- 
pertar, en  adelante,  el  recuerdo  de  una  cicatriz 
o  de  una  úlcera.  Más  espiritado,  más  exangüe 
que  nunca,  ha  renacido  a  una  nueva  vida,  entre 
las  cenizas  de  su  carne. 

Pero  la  investigación  de  este  problema,  la 
buena  o  mala  intención  del  novelista,  no  hubie- 
ra justificado  las  presentes  disquisiciones.  Como 
que  acaso  se  explica  fácilmente  por  una  enfer- 
medad de  la  sensación  puesta  al  servicio  de  una 
racionalidad  inquieta.  Médico  en  el  fondo,  el  Li- 
cenciado Vidriera  sabe  que  su  carne  es  de  vidrio, 
que  se  quiebra  y  corta  y  punza;  pero  no  puede 
menos  de  complacerse  en  su  propio  caso  patoló- 
gico, que  hasta  le  sirve  para  sus  descubrimien- 
tos y  experiencias  de  gabinete.  «Yo  me  venga- 
ré de  mis  dolores — grita  Flaubert — describién- 
dolos en  mis  libros.»  ¿Qué  más  quisiera  el  expe- 
rimentador? ¡Tener  el  paciente  en  casa,  al  alcan- 
ce de  la  mano,  en  la  mano  misma,  en  la  propia 
mano  mutilada  y  achicharrada!  Porque  esa  mano 
siniestra  es  un  símbolo:  mano  que  ya  no  podrá 
tocar  sin  dolor  los  placeres    sin  una  sensación 


CERVANTES  75 

descarnada,  como  la  de  un  desollado,  como  la 
de  su  diabólica  y  temblorosa  rana.  Paciente  y 
médico  a  la  vez,  como  paciente  es  morboso;  como 
médico,  es  apostólico,  y  prevé  una  campaña  de 
higiene  ética.  Como  Vidriera  es  frágil,  y  como 
Licenciado,  arguye  provechosamente  leyes  del 
mundo,  inferidas  de  su  propia  fragilidad. 

El  problema  de  las  buenas  o  malas  intencio- 
nes no  nos  parecía,  pues,  insoluble;  ni  siquiera 
muy  interesante.  Lo  que  nos  importa  es  el  sui- 
cidio. 

Sí,  el  suicidio.  Aquellos  ojos  abiertos,  plenos 
de  significaciones  terribles,  no  nos  permiten  en- 
gañarnos. Este  suicidio  tiene  un  sentido,  que  es 
necesario  averiguar.  Varias  hipótesis  pueden 
proponerse  sobre  el  caso. 

La  primera,  la  menos  inteligente  en  el  concepto 
literal  de  la  palabra,  supone  que  se  trata  de  un 
mero  suicido  patológico;  un  suicidio  de  neuras- 
ténico, al  que  no  vale  buscarle  más  sentido  que 
a  la  mueca  de  un  loco.  Poco  sabe  de  neurasté- 
nicos quien  opine  asi,  lo  cual  es  imperdonable 
por  los  tiempos  que  corren.  Nada  tiene  más  sen- 
tido que  los  actos  del  neurasténico:  es  su  luci- 
dez, su  exceso  de  intenciones  y  sensibilidades  lo 
que  lo  ha  enfermado.  En  su  moderna  interpreta- 
ción del  Licenciado  Vidriera,  Azorin  nos  lo  pre- 
senta como  un  hombre  que  emigra  porque  le  mo- 


76  CERVANTES 

lesta  la  grosería  de  su  patria:  el  modo  brusco  de 
saludar,  el  tropezar  con  los  muebles  al  pasar  de 
un  lado  a  otro  de  la  sala,  el  cerrar  las  puertas 
con  estrépito.  Tan  lejos  estamos  aquí  del  antiguo 
Licenciado  Vidriera,  como  cerca  estamos  del 
problema  moderno.  Aquel  loco,  en  Cervantes, 
conserva  los  sanos  estímulos  de  la  cordura:  es  un 
loco  de  la  razón,  pero  un  cuerdo  de  la  sensibili- 
dad. Las  causas  de  su  conducta  son  tan  norma- 
les como  ésta:  ¿por  qué  se  vuelve  a  su  tierra? 
«Como  le  fatigasen  los  deseos  de  volver  a  sus 
estudios  y  a  Salamanca  (que  enhechiza  la  volun- 
tad de  volver  a  ella  a  todos  los  que  de  la  apaci- 
bilidad  de  su  vivienda  han  gustado),  pidió  a  sus 
amos  licencia  para  volverse.»  ¿Por  qué,  en  vez 
de  volverse  a  Salamanca,  toma  para  Italia?  Por- 
que, de  camino,  lo  ha  seducido  a  la  vida  libre 
del  soldado  el  gallardo  capitán  don  Diego  de 
Valdivia.  Viajó  por  Italia  como  turista.  De  alli 
pasó  a  Flaudes,  siempre  sirviendo  con  las  armas. 
«Y  habiendo  cumplido  con  el  deseo  que  le  mo- 
vió a  ver  lo  que  había  visto  (el  de  instruirse  y 
andar  mundo),  determinó  volverse  a  España  y 
a  Salamanca  a  acabar  sus  estudios.»  Y,  atrave- 
sando Francia,  volvió  a  España,  «sin  haber  vis- 
to París  por  estar  puesta  en  armas».  En  Sala- 
manca era  tan  cuerdo  que  hasta  se  pasaba  de 
cuerdo,  desdeñando  los  amores  de  cierta   dama 


CERVANTES 


77 


de  todo  rumbo  y  manejo,  la  cual  acabó  por  dar- 
le un  filtro  amoroso  que  lo  enfermara.  Y,  decla- 
ra rotundamente  Cervantes,  «aunque  le  hicieron 
los  remedios  posibles,  sólo  le  sanaron  la  enfer- 
medad del  cuerpo,  pero  no  la  del  entendimien- 
to». Loco  de  la  razón,  cuerdo  de  la  sensibilidad. 
Si  huye  entonces  de  los  contactos  bruscos,  es 
por  el  miedo  racional  de  quebrarse,  puesto  que 
cree  ser  de  vidrio.  ¿Hay  cosa  más  cuerda,  acep- 
tada la  previa  equivocación?  Conservaba  tan  en 
regla  sus  facultades,  que  no  faltó  quien  le  dijera, 
como  a  los  locos  raciocinantes  sucede:  «más  te- 
néis de  bellaco  que  de  loco».  Sus  dichos  y  agu- 
dezas eran  famosos.  Y  una  vez  curado,  ¿a  qué  va 
a  la  corte?  «Aquí  he  venido  a  este  gran  mar  de 
la  corte  para  abogar  y  ganar  la  vida.»  ¿Hay  nada 
más  cuerdo?  Con  el  apaciguamiento  de  la  locu- 
ra, se  ha  apaciguado  también  la  irritabilidad  ra- 
cional, al  grado  que  se  le  acaban  los  dichos  agu- 
dos; y  la  novela  tiene  que  terminar.  El  mar  de 
la  razón  se  aquieta.  Pero  todavía  falta  un  toque 
definitivo:  nadie  toma  en  serio  al  antiguo  loco; 
la  humanidad  no  renuncia  voluntariamente  a  sus 
juguetes.  «Perdía  mucho  y  no  ganaba  cosa  y, 
viéndose  morir  de  hambre,  determinó  de  dejar 
la  corte  y  volverse  a  Flandes...  donde  la  vida 
que  había  comenzado  a  eternizar  por  las  letras, 
la  acabó  de  eternizar  por  las  armas.»  De  modo 


78  CERVANTES 

que  en  el  mismo  dia  y  hora  en  que  el  personaje 
de  Cervantes  emigra  a  Fiandes  para  ganarse  el 
pan,  valiéadose  de  su  brazo,  pues  ya  de  su  inge- 
nio no  se  podía  valer,  el  de  Azorín  emigra  a 
Flandes  para  no  oir  los  castellanos  portazos,  la 
fea  y  estrepitosa  manera  de  sonarse,  el  descuido 
de  consentirse  un  regüeldo  y  otras  calamidades 
que  constan  en  el  Galateo  EspaTiol  de  Lucas 
Gracián  Dautisco;  que,  aunque  escandalosas, 
puede  ser  que  no  justifiquen  un  viaie  a  Flandes. 
Si  el  primero  es  loco  de  la  razón  y  cuerdo  de  la 
sensibilidad,  el  segundo  acaba  por  el  extremo 
contrario.  Y  esto  no  sea  dicho  contra  Azorín, 
que  él  sabe  bien  lo  que  hizo  y  logró  lo  que  se 
proponía,  sino  para  definir  al  hombre  de  sensi- 
bilidad irritada,  que  es  el  aprendiz  de  neurasté- 
nico. Si  a  uno  lo  sanan  del  cuerpo,  pero  no  del 
entendimiento,  al  otro,  al  moderno,  «no  le  po- 
drán quitar  el  dolorido  sentir».  Posible  es  que 
sean  pueriles  los  motivos  del  neurasténico,  pero 
su  enfermedad  se  llama  «embarazo  de  los  moti- 
vos». Y  mientras  mas  recónditos  y  pueriles,  ma- 
yor necesidad  de  buscarlos  y  de  entenderlos. 

La  segunda  hipótesis  atribuye  el  suicidio  a 
causas  prácticas,  diversas  del  orden  intelectual. 
Un  fracaso  en  los  negocios,  una  crisis  pasional 
de  amor.  Y  no  niego  que  en  muchos  casos  el  sui- 
cidio intelectual  se  disimule  bajo  pretextos  prác- 


CERVANTES  79 

ticos.  Lo  eficiente  es  un  mal  interno;  lo  ocasio- 
nal, un  choque  cualquiera  de  la  vida.  Si  yo, 
fundándome  en  datos  biográficos,  asegurase 
ahora  que  Larra  se  suicidó  por  amor,  toda  la 
España  nueva  se  alzaría  contra  mí  para  reivin- 
dicar a  su  mártir,  al  mártir  de  la  protesta  nacio- 
nal. Algo  menos  simple  es  el  caso  del  poeta 
mejicano  Manuel  Acuña;  pero,  como  quiera, 
sería  absurdo  culpar  de  su  muerte  al  viejo  can- 
tor Guillermo  Prieto,  con  quien  estuvo  charlan- 
do sobre  el  valor  de  la  existencia  poco  antes  de 
suicidarse,  y  que,  según  cuentan,  en  vez  de 
alentarlo,  procuró  desesperarlo  todavía  mas.  ¿Y 
el  caso  de  José  Asunción  Silva?  ¿Vamos  a  creer 
que  se  mató  porque  su  médico  acababa  de 
asegurarle  que  no  había  remedio  eficaz  contra 
la  caspa?  Parece  que,  en  la  mayoría  de  los  casos, 
el  suicida  no  podría  menos  de  suicidarse.  Si 
sobreviene  un  choque  práctico,  se  suicidará  con 
motivo  del  contratiempo  (iba  yo  a  decir:  se 
suicidará  en  honor  del  contratiempo),  y  si  no 
aparece  la  ocasión,  entonces,  como  en  el  chasca- 
rrillo vulgar,  se  suicidará  «a  propósito  de  pum». 
Aún  se  me  pudiera  objetar  que  no  hay  para 
qué  pedir  secretos  a  las  tumbas.  «Bien  están  en 
su  desamparo  los  suicidas — oigo  decir — .  Puesto 
que  querían  estar  solos,  quédense  más  solos  que 
los  muertos.»   Contra  esto,  todo  mi  instinto  se 


80  CERVANTES 

subleva.  Y  no  solamente  por  debilidad  para  el 
mal  hermano,  sino  por  lealtad  a  la  vida  y  aun 
por  inquietud  de  la  vida.  Chesterton  escribe: 
«Al  colgarse  un  hombre  de  un  árbol,  caigan  las 
hojas  despechadas  y  escápense  furiosos  los  pája- 
ros; que  cada  uno  de  ellos  ha  recibido  una  inju- 
ria personal.»  Cierto;  pero  es  también  Chesterton 
quien  habla  de  la  lealtad  a  la  vida.  Estamos  a 
bordo  de  la  vida;  vivir  es  nuestra  profesión.  Y 
como  es  posible  que  el  suicida  haya  descubierto 
el  cadáver  de  la  bodega,  hay  que  interrogar  al 
suicida  para  mayor  bien  del  equipaje  y  aun  de 
nosotros  mismos;  es  una  regla  elemental  de 
administración.  El  suicida  es  un  critico  que 
renuncia  a  su  oficio;  puede  que  lo  haga  por 
cansancio,  como  ese  hombre  para  quien  vestirse 
todas  las  mañanas  y  desvestirse  todas  las  noches 
llegó  a  ser  tan  intolerable,  que  puso  fin  a  sus 
días,  por  odio  a  las  rutinas  sagradas  de  la  exis- 
tencia. No  acataba  ése  la  economía  de  la  vida, 
ni  sospechaba,  por  ejemplo,  que  la  hora  matinal 
de  afeitarse  tiene  su  necesidad  filosófica  y  puede 
servir,  mejor  que  la  inmediata  posterior  del 
desayuno — donde  ya  nos  importuna  la  presencia 
de  algún  diario  de  la  mañana — para  plantearse 
los  proyectos  del  día.  Y  ése  sí  que  nos  injuriaba 
a  todos,  a  los  hombres,  a  los  pájaros  y  a  los 
árboles;  ése  sí  que  nos  alejaba  de  su  cadáver. 


CERVANTES  81 

Pero  podrá  ser  también  que  el  suicida  haya 
incubado  una  larga  indignación,  la  cual  acaba 
por  hacer  estallar  la  máquina.  Y  entonces  su 
alma,  como  la  del  héroe  de  la  Eneida,  «huye 
indignada  y  con  alarido  a  la  región  de  las  som- 
bras». Y  entonces,  por  si  su  indignación  fuere 
justa,  conviene,  si  es  verdad  que  nos  interesa  la 
vida,  que  nos  interese  su  muerte.  Podrá  ser  que 
el  suicida,  como  en  nuestro  caso,  se  aleje  pidién- 
donos perdón,  en  su  carta  reglamentaria.  Y 
entonces  tenemos  que  recoger  piadosamente  las 
reliquias  de  su  conducta,  aunque  sea  para  averi- 
guar qué  poder  supremo  de  la  vida  lo  aniquiló; 
qué  orgullo  conviene  evitar  y  cuál  conviene 
cultivar;  por  dónde  se  incurre  en  la  cólera  de  la 
tierra  y  por  dónde  se  concilla  su  apoyo  sobre- 
natural para  los  empeños  humanos. 

Y  aquí  brota  la  tercera  hipótesis,  que  es 
múltiple:  ¿si  el  suicida  se  suicidaría  castigándose 
de  un  error?  ;Si,  como  Don  Quijote,  habrá 
muerto,  por  necesidad  metafísica,  al  restituirse 
a  su  primer  nombre  de  Quijano?  ¿Si  su  suicidio 
podrá  ser  la  pendiente  natural  de  su  filosofía, 
como  pudo  serlo  el  de  Sócrates?  Y  entonces,  ¿qué 
fe  prestaremos  a  una  filosofía  que,  invirtiendo 
nuestros  propósitos  y  abusando  de  nuestro  man- 
dato, en  vez  del  secreto  de  la  vida  nos  abre  el 
secreto  de  la  muerte?  Prometeo  se  quema  en  los 


82  CERVANTES 

rayos  que  roba,  y  Adán  se  envenena  con  los 
frutos  que  prueba,  Pero  el  delito  de  ambos  es  el 
Conocimiento.  ¿Hasta  dónde,  pues,  nos  está 
vedado,  hasta  dónde  nos  está  consentido  el 
conocimiento?  Hay  que  meditar  la  Biblia,  aun 
en  los  capítulos  escabrosos.  Ya  no  hablemos  de 
merecimientos  literarios:  son  merecimientos  y 
estímulos  humanos  los  que  nos  atraen  hacia 
aquellos  ojos  extáticos,  invitándonos  a  símdear 
su  misterio.  Dase  el  caso  de  que  el  suicida  haya 
explicado  previamente  su  doctrina  del  Mundo: 
tanto  mejor.  Pero  lo  mismo  seria  si  se  tratase  de 
un  iletrado.  Sobre  cada  tumba  de  suicida  debiera 
abrirse  una  información  a  perpetuidad.  Sobre 
cada  uno,  escribirse  un  grueso  volumen  de 
investigaciones  cuidadosas:  así  conviene  al  valor 
de  la  vida  y  a  la  orientación  de  nuestras  almas. 

Y  habrá  todavía  hombres  graves  que  me 
repliquen: 

— No  veo  la  necesidad  de  tanta  fatiga.  La 
vida,  como  quiera,  sigue  su  camino.  ¿Qué  nos 
cuidamos  de  vigilarla,  de  hacerla  andar,  si  ella 
anda  de  por  sí  y  aun  nos  arrastra  consigo?  No 
somos  cocheros,  sino  señores  al  estribo  del 
coche.  No  renunciemos  a  nuestro  puesto  de 
honor. 

¡Ayl  ¡Y  si  yo  os  dijera  que  todo  el  trabajo  de 
la  humanidad  consiste  en  el  empeño  que  tiene 


CERVANTES  88 

el  señor  del  estribo  por  arrebatar  su  sitio  al 
cocherol  Como  en  esas  cintas  cinematográficas, 
el  hombre,  contraido  y  tenso,  atisba  la  hora  de 
caer  sobre  el  chauffeur  y  apoderarse  del  volante 
del  coche.  Y  yo  no  renuncio  a  mi  función  de 
hombre,  a  mi  destino  de  hombre,  a  mi  rebeldía 
de  hombre:  queremos  saltar  sobre  el  volante. 
¡Tanto  peor  para  los  dioses  tiranos!  La  madre  de 
los  hombres,  en  medio  de  la  pesadilla  del  mundo, 
grita  como  la  madre  de  Peer  Gynt: 

— ¿Adonde  me  llevas,  dónde  me  has  traído, 
cochero  de  los  diablos? 

Y,  en  verdad,  ella  habla  por  todos  sus  hijos. 

Ya  lo  espero:  las  últimas  objeciones  tocan  al 
sentido  humorístico.  Son  terribles,  como  la  últi- 
ma flecha  de  los  enemigos  de  Roma;  pero  hay 
que  resistirlas.  Oigamos: 

— No  veo  por  qué  los  huéspedes  del  Palace- 
Hotel  hayan  de  averiguar  las  causas  por  las  que 
los  demás  huéspedes  abandonan  la  casa. 

Pero  este  mundo  y  el  Palace-Hotel,  aunque  se 
parezcan  en  ser  posadas  provisionales,  se  distin- 
guen en  que  el  Palace  nos  es  ajeno,  y  nuestra 
vida  debemos  sentirla  (y  la  sentimos  siempre, 
aunque  la  razón  ascética  arguya  en  contra  sus 
argumentos  verbales)  como  cosa  propia.  Al 
Palace  vamos  con  el  propósito  de  marcharnos 
libremente  un  buen  día.  Y  de  este  mundo — en 


g^  CERVANTES 

principio  — no  nos  vamos  mientras  no  nos 
echen  por  fuerza.  Eso  de  «morir  de  la  propia 
muerte»,  como  no  quiera  decir  morir  de  consun- 
ción natural  o  de  suicidio  directo  o  indirecto,  es 
una  de  tantas  frases  vacías  que  corren  por  los 
libros  contemporáneos.  Nadie  sale  de  esta  posa- 
da, salvo  los  suicidas,  sin  que  le  echen.  Las  dos 
doncellas,  en  la  Danza  de  la  Muerte,  bien  qui- 
sieran ponerse  a  salvo: 

Mas  non  les  valdrán  flores  e  rosas, 
nin  las  conposturas  que  poner  solian: 
de  mi,  sy  pudiesen,  partir  se  querrían, 
mas  no  puede  ser,  que  son  mis  esposas. 

Nada  más  legítimo,  pues,  que  interrogar  al 
que  entra  voluntariamente  en  la  danza. 

Sin  pedanterías  metódicas,  sin  la  arrogan- 
cia de  querer  obtener  respuestas  de  la  muerte- 
no  nos  suceda  lo  que  al  leñador  de  la  fábula- 
valdría  la  pena  de  emprender  una  serie  de  libres 
ensayos  éticos  sobre  la  materia,  con  todas  las 
facilidades  y  holguras  de  una  divagación. 

Alfonso  REYES 


CERVANTES  85 


Psicología  de  la   curiosidad. 


I. — Origen  y  función  de  la  curiosidad. 

Sin  la  inquietud  de  conocer  la  Verdad,  en 
poco  difiere  un  hombre  de  una  cosa.  No  hay 
sentimiento  más  noble;  ninguno  dignifica  más 
la  condición  humana.  La  curiosidad  es  un  ala 
para  volar  sobre  la  realidad:  observándola,  ex- 
perimentándola, aprendiéndola.  Vivir  es  apren- 
der; el  que  más  aprende,  vive  más.  Los  hombres 
ignorantes  vegetan;  las  naciones  incultas  sucum- 
ben. La  genealogía  de  la  civilización  es  una  sim- 
ple historia  de  la  curiosidad  humana  a  través 
de  los  siglos. 

Cuenta  una  vieja  leyenda  egipcia  que  existió 
un  simbólico  santuario  de  la  Verdad;  columnas 
silenciosas,  tostadas  por  el  sol  afiebrado,  pare- 
cían formarle  una  decoración  de  hechizamíento. 
Llegábase  hasta  él  por  una  interminable  aveni- 
da que  flanqueaban  colosales  esfinges,  petrifica- 


86  CERVANTES 

das  en  mutismo  enigmático.  Su  ceño  adusto  de- 
safiaba a  los  curiosos  que  insistian  en  llegar 
hasta  el  santuario,  buscando  solución  a  los  inte- 
rrogantes que  la  Naturaleza  plantea  al  entendi- 
miento humano.  Inconmensurable  era  el  camino; 
infinita  la  teoría  de  esfinges.  Ninguna  vida  hu- 
mana, fuera  ella  larga  y  laboriosa,  habría  basta- 
do para  arrancar  a  cada  una  su  particular  miste- 
rio. Así  la  vieja  leyenda  quería  significar  que  al 
hombre  le  eítaba  para  siempre  vedado  acercar- 
se a  la  Verdad;  y,  en  consecuencia,  parecía  acon- 
sejar a  los  curiosos  que  desistieran  de  intentar 
un  esfuerzo  inútil. 

La  curiosidad  humana  no  se  rindió  a  la  fácil 
moraleja.  Lo  que  cada  hombre,  por  sí  solo,  no 
podía  avanzar  en  el  arduo  camino,  lo  intentaron 
conjuntamente  los  hombres  más  obstinados. 
Cada  uno  aprovecharía  las  i  espuestas  obtenidas 
por  sus  precursores,  coordinando  las  verdades 
parcialmente  adquiridas  en  sistemas  de  verda- 
des impersonales  y  colectivas:  las  ciencias. 

Y  a  medida  que  los  buscadores  de  la  Verdad 
avanzan  por  la  amplia  avenida,  van  aprendien- 
do que  la  perspectiva  es  infinita.  El  santuario 
sigue  siendo  su  objetivo  ideal;  aunque  no  ven  la 
posibilidad  de  llegar  a  él,  saben  que  ese  es  el 
camino  a  seguir,  el  único,  y  siguen  la  interroga- 
ción sucesiva  de  todas  las  esfinges  que  lo  flan- 


CERVANTES 


87 


quean.  Sin  negar  la  esperanza  de  resolver  los 
enigmas  finales,  atesoran  día  a  día  las  respues- 
tas parciales  y  provisorias  obtenidas  en  la  pere- 
grinación. 

De  la  curiosidad  inteligente  y  organizada, 
madre  y  fuente  de  toda  sabiduría,  han  nacido 
las  «ciencias»;  sólo  merecen  tal  nombre  aquellos 
sistemas  de  verdades  que  nos  permiten  satisfa- 
cer nuestras  principales  curiosidades  respecto 
de  los  fenómenos  que  estudian,  aunque  nuestro 
afán  de  conocer  desbordará  siempre  en  mucho, 
a  la  posibilidad  de  satisfacerlo. 

Todas  las  curiosidades  no  se  equivalen;  algu- 
nas son  subalternas  y  otras  admirables.  Corres- 
ponden aquéllas  al  concepto  vulgar  que  de  ellas 
se  tiene,  siendo  un  vicio  o  una  forma  de  instabi- 
lidad mental;  otras  tienen  un  objeto  esencial 
para  la  vida  y  sus  manifestaciones  superiores 
constituyen  la  curiosidad  intelectual.  Son  pa- 
rientes, por  su  origen,  si  se  quiere,  pero  su  fun- 
ción y  su  dignidad  son  distintas.  Hay  que  dis- 
tinguir entre  el  prurito  banal  de  inquirir  sin 
motivo  los  mil  chismes  del  día,  los  pequeños 
asuntos  y  secretos  ajenos,  las  insignificancias 
que  sólo  pueden  abastecer  las  charlas  infecun- 
das de  los  perversos  e  intrigantes,  y  el  noble 
anhelo  de  colmar  las  lagunas  de  nuestra  cultu- 
ra, de  conocer  las  causas  y  el  ritmo  íntimo  de 


88  CERVANTES 

lo  que  vemos:  pasión  desinteresada  por  aproxi- 
marnos a  la  verdad  en  la  interpretación  del 
mundo  que  nos  rodea.  Ea  ambos  casos  encon- 
tramos, sin  duda,  un  fondo  común,  la  tendencia 
a  descifrar  incógnitas;  pero  mientras  la  una  es 
índice  de  frivolidad,  la  otra  es  indispensable 
para  alcanzar  un  alto  desarrollo  de  espíritu.  Más 
aún,  los  grandes  pensadores  suelen  distraerse 
de  las  insignificancias  que  entretejen  el  diario 
afán  de  la  mediocridad,  porque,  en  ellos,  la  gran 
curiosidad  destruye  la  pequeña,  como  la  luz  so- 
lar impide  brillar  a  las  luciérnagas. 

En  las  raíces  instintivas  de  la  curiosidad  ha- 
llamos siempre  la  reacción  del  organismo  a  las 
novedades  que  se  presentan  a  nuestra  experien- 
cia y  procuran  excitar  nuestros  sentidos;  esa 
reacción  orgánica,  esa  actitud  mental,  es  utilita- 
ria en  su  origen.  Verdad  es  que  algunas  veces 
la  utilidad  es  directa  o  inmediata,  mientras  en 
otras  es  mediata  o  indirecta.  Esta  diferencia  ha 
inducido  en  error  a  muchos  pensadores,  hacién- 
doles decir  que  hay  una  curiosidad  utilitaria  y 
otra  desinteresada,  sin  advertir  que  en  ésta  el 
interés  existió  primitivamente,  tornándose  luego 
tortuoso  u  oblicuo. 

La  Rochefoucauld  (1),  v.  gr.,   considera  que 


(1)    La  Rocliefoucauld;  Máximas,  CLXXTI. 


CERVANTES  89 

«hay  varias  clases  de  curiosidad:  una  interesada, 
que  nos  lleva  a  aprender  lo  que  puede  sernos 
útil,  y  otra  de  orgullo,  que  viene  del  deseo  de 
saber  lo  que  otros  igaoran».  Y,  en  una  variante, 
amplía  así  su  concepto:  «La  curiosidad  no  es, 
como  se  cree,  un  simple  amor  de  la  novedad; 
hay  una  interesada,  que  nos  instiga  a  conocer 
las  cosas  para  prevalemos  de  ello,  y  hay  otra  de 
orgullo  que  nos  induce  a  ponernos  sobre  los  que 
ignoran  las  cosas  y  a  no  colocarnos  debajo  de 
los  que  las  saben»  (1). 

El  supuesto  de  que  existe  una  curiosidad  des- 
interesada suele  aplicarse  con  frecuencia  a  su 
forma  intelectual.  James  (2)  entiende  que  en 
cierta  época  de  la  vida  llega  a  su  máximum  nues- 
tra sensibilidad  frente  a  ciertas  lagunas  de  nues- 
tro conocimiento,  o  el  placer  de  resolver  deter- 
minados problemas,  facilitándose  la  adquisición 
de  conocimientos  científicos;  «pero  estos  efectos 
pueden  haber  sido  ajenos  al  destino  de  nuestro 
cerebro»  y  sólo  en  los  últimos  siglos  podrían  ha- 
ber influido  sobre  la  selección  de  las  razas  o  los 
grupos  humanos. 

No  obstante  su  importancia,  esta  función  bio- 
lógica tiene  una   bibliografía  reducida.  Encon- 


(1)  ídem,  Máximas  -  Variante:  CLXXXII. 

(2)  James:  Principios  de  Psicología. 


90  CERVANTES 

tramos  mencionada  la  curiosidad,  en  su  sentido 
vulgar,  en  los  clásicos  de  la  ética  y  de  la  filoso- 
fía; algunos  modernos  la  enumeran  al  hablar  de 
los  sentimientos  intelectuales  y  los  libros  de 
ciencia  pedagógica  enuncian  la  ventaja  que 
habría  en  utilizarla  convenientemente  en  la  edu- 
cación. Su  psicología  suele  involucrarse  en  el 
estudio  de  la  atención;  sobre  su  patología  sólo 
tenemos  observaciones  incidentales. 

Para  Descartes  la  curiosidad  es  un  deseo  (1)  y 
para  Malebranche  una  inclinación  (2);  ambos  se 
limitan  a  mencionarla,  sin  profundizar  su  géne- 
sis. Los  contemporáneos  concuerdan  en  conside- 
rarla un  instinto  (Darwin,  Romanes,  Spencer, 
Ribot,  James,  Patrizi,  Ferriani,  Thomas),  incli- 
nación (Garnier,  Boucher),  tendencia  (Hoffding) 
o  sentimiento  derivado  de  ellos  (Mercier).  Con- 
cuerdan todos  en  que  es  un  fenómeno  primitivo 
de  nuestra  vida  mental,  pero  el  proceso  genético 
de  su  formación  aún  no  ha  sido  claramente  ex- 
plicado. 

Si  concebimos  la  vida  como  una  continua 
adaptación  del  organismo  viviente  al  medio  en 
que   vive,  las  funciones  psíquicas  se  nos  presen- 


il)    Descartes:  Traite  des  passions,  II  part.,  art.  70, 
88,  pass. 
(2)    Malebranche:  Recherche  de  la  Verité,  libro  IV. 


CERVANTES  91 

tan  como  un  sistema  regulador  de  ese  equilibrio, 
provocador  de  movimientos  apropiados  a  las 
condiciones  externas  que  los  sentidos  nos  reve- 
lan. Vivir  y  pensar  son  funciones  activas,  ince- 
santes; las  condiciones  físico -químicas  de  la 
materia  viva  establecen  sus  tendencias  a  la  acti- 
vidad, siendo  el  movimiento  su  manifestación 
más  característica.  La  actividad  vital  busca  el 
equilibrio  entre  el  ser  vivo  y  su  medio:  la  adap- 
tación. Esa  tendencia  al  movimiento  choca  con 
las  resistencias  ambientes:  los  sentidos  son  los 
medidores  de  las  resistencias  y  su  excitación  re- 
gula las  reacciones  motrices  que  adaptan  el  ser 
vivo  al  medio.  En  esa  necesidad  orgánica  de 
«conocer  para  adaptarse»  encontramos  el  origen 
biológico  de  la  curiosidad. 

El  conocimiento  del  medio  por  los  sentidos 
constituye  la  experiencia.  La  curiosidad  puede 
llevarnos  a  conocer  la  realidad  o  a  equivocarnos 
respecto  de  ella;  en  el  primer  caso  la  experien- 
cia es  exacta  y  nos  encamina  hacia  la  verdad;  en 
el  segundo  hay  errores  de  los  sentidos  que  lle- 
van a  la  ilusión  o  a  la  alucinación,  bases  del 
error,  y  que  se  refieren  a  las  sensaciones  mismas 
o  a  sus  representaciones. 

La  experiencia  de  los  sentidos  es,  pues,  una 
función  biológica  y  la  tendencia  a  efectuarla  es 
lo  que  suele  designarse  con  el  nombre  de  curio- 


92  CERVANTES 

sidad.  Derivando  de  funciones  de  adaptación, 
primordiales  en  la  vida  de  todas  las  especies 
vivientes,  la  curiosidad  es  primitiva  y  se  expli- 
ca su  importante  función  en  la  vida  individual 
o  social. 

Observa  James  que  la  curiosidad  y  el  miedo 
constituyen  una  pareja  de  emociones  antagóni- 
cas, pudiendo  ser  provocadas  las  dos  por  el 
mismo  objeto  exterior  y  siendo  útiles  ambas  al 
ser  que  las  posee.  El  espectáculo  de  su  alterna- 
ción en  los  animales  que  se  encuentran  por  vez 
primera  frente  a  un  ser  u  objeto  desconocido, 
suele  ser  ameno.  Si  los  objetos  nuevos  pudieran 
ser  siempre  útiles,  sería  mejor  para  el  animal  no 
tenerles  miedo  en  ningún  caso:  pero  como  pue- 
den ser  nocivos  les  conviene  no  ser  indiferente 
ante  ellos,  permanecer  en  guardia,  cerciorarse 
de  lo  que  pueden  ser  y  hacer,  antes  de  decidirse 
a  estar  tranquilos  en  su  presencia.  La  base  ins- 
tintiva de  toda  curiosidad  biológica  y  humana 
reside,  pues,  en  la  «novedad»  de  lo  que  se  pre- 
senta a  nustros  sentidos,  sin  que  sepamos  si  es 
útil  o  nocivo.  En  el  curso  de  la  evolución,  espe- 
cífica o  individual,  aparecen  otros  factores  que 
modifican  el  primigenio  interés  defensivo  que 
nos  despiertan  las  cosas,  a  punto  de  ser  difícil- 
mente perceptible  en  las  manifestaciones  supe- 
riores de  la  curiosidad  intelectual. 


CERVANTES  93 

Es  siempre  utilitaria,  sin  embargo;  una  am- 
pliación de  la  experiencia  implica  un  conoci- 
miento menos  inexacto  de  la  realidad  y  consti- 
tuye  una  ventaja  en  la  lucha  por  la  vida,  favore- 
ciendo la  adaptación  y  la  supervivencia.  Se  com- 
prende que  los  excitantes  de  la  curiosidad  inte- 
lectual pueden  no  ser  ya  objetos,  sino  modos  de 
concebir  los  objetos  mismos;  pero  nuestra  curio- 
sida  tiende  a  llenar  las  lagunas  de  las  sintesis 
mentales  efectuadas  sobre  las  partes  de  realidad 
que  más  nos  interesan,  buscando  el  equilibrio  de 
nuestras  ideas  y  facilitando  la  adaptación  de 
nuestra  conducta  a  un  cierto  concepto  del  medio 
a  que  nos  adaptamos. 

Concuerdan  los  biólogos  en  admitir  que  la 
sensibilidad  es  un  caso  particular  de  la  irritabi- 
lidad procoplasmática,  entendida  ésta  como  una 
propiedad  general  de  la  materia  viva.  Después, 
a  medida  que  los  seres  evolucionan,  especializan 
tejidos  y  órganos  que  facilitan  el  cumplimiento 
de  las  diversas  funciones  necesarias  para  la  con- 
servación de  la  vida.  Para  llenar  mejor  su  obje- 
to, al  constituirse  órganos  especiales,  van  apare- 
ciendo especializaciones  definidas  de  la  sensibi- 
lidad y  del  movimiento. 

Las  tendencias  o  inclinaciones  se  forman  en 
el  curso  de  la  experiencia  de  la  especie.  Pueden 
referirse  directamente  a  la  vida  física  (como  el 


94  CERVANTES 

hambre  o  la  sexualidad),  o  indirectamente  por 
medio  de  la  actividad  mental:  así  se  desenvuel- 
ven las  tendencias  estéticas,  religiosas,  intelec- 
tuales, etc. 

La  tendencia  intelectual  —  o  curiosidad  —  se 
manifiesta  de  modo  inmanente  o  hereditario, 
orientada  de  la  manera  más  eficaz  para  conocer 
la  realidad  ambiente,  extendiendo  el  campo  de 
la  experiencia  individual.  Cada  cosa  que  solicita 
nuestros  sentidos  o  nuestra  imaginación  puede 
ser  un  objeto  de  curiosidad. 

Producto  de  la  experiencia  filogenética,  esa 
tendencia  es  adquirida  en  el  curso  de  la  evolu- 
ción de  las  especies;  adquiere  caracteres  más  di- 
ferenciados en  la  evolución  de  la  especie  huma- 
na. Como  tendencia  corresponde  a  lo  que  en  el 
lenguaje  antiguo  se  designaba  con  el  nombre  de 
«instinto»,  que  hoy  comienza  a  rechazarse  en 
biología  y  psicología,  por  lo  menos  con  los  ca- 
racteres que  antes  se  le  atribuían.  Admítese 
ahora  que  no  hay  instintos  fijos,  sino  variaciones 
adquiridas  por  la  experiencia  de  nuestros  ante- 
pasados, fijadas  en  hábitos  y  transmitidas  here- 
ditariamente. En  este  sentido  diríamos  que  la 
curiosidad  (o  «instinto  intelectual»)  es  el  hábito 
de  la  función  de  conocer,  adquirido  por  la  espe- 
cie y  transmitido  hereditariamente  como  una 
tendencia. 


CERVANTES  95 

La  curiosidad  se  nos  presenta,  en  suma,  como 
una  necesidad  compleja  de  todo  el  organismo, 
subordinada  a  sus  modificaciones  orgánicas  y 
bioquímicas:  un  estado  de  actividad  de  todo 
nuestro  ser,  que  acomoda  nuestros  centros  ner- 
viosos más  evolucionados  para  facilitar  las  per- 
cepciones o  representaciones  útiles  a  la  vida. 
Sobre  las  bases  de  esa  tendencia  hereditaria 
desarróllase  en  los  individuos  el  sentimiento  in- 
telectual y  evoluciona  hasta  revestir  caracteres 
varios  y  complicados. 

Sus  grados  y  aspectos  difieren  de  individuo  a 
individuo.  Su  función  crece  progresivamente  en 
la  evolución  humana,  encaminando  las  tenden- 
cias hereditarias  hacia  su  más  favorable  actua- 
ción. Cuando  la  tendencia  ha  encontrado  las 
condiciones  propicias,  asume  caracteres  voliti- 
vos, de  acción,  pudiendo  en  ciertos  casos  con- 
vertirse en  verdadera  «pasión  intelectual»,  fase 
superior  de  nuestra  vida  afectiva,  capaz  de  com- 
peler la  conducta  en  el  sentido  de  la  tendencia. 

Respecto  del  origen  y  función  biológica  de  la 
curiosidad,  podríamos,  pues,  decir  que  la  expe- 
riencia de  los  sentidos  es  una  tendencia  instin- 
tiva y  la  condición  inicial  del  conocimiento  de 
la  realidad,  indispensable  para  la  adaptación.  La 
curiosidad  es  el  exponente  funcional  de  esa  ten- 
dencia y  se  revela  con  tantas  manifestaciones 


96  CERVANTES 

cuantos  son  los  modos  de  la  realidad  cuyos  enig- 
mas intentamos  descifrar.  El  «por  qué»  y  «có- 
mo» de  las  cosas  están  perpetuamente  plantea- 
dos ante  nosotros,  cual  interrogantes  cuyas  so- 
luciones relativas  pueden  servirnos  en  la  lucha 
por  la  vida;  sin  olvidar,  empero,  que  su  respues- 
ta absoluta  es  la  perpetua  quimera  que  escapa  a 
nuestro  esfuerzo   y  el   estimulo  incesante  de  la 

curiosidad  humana. 

Y  es  privilegio  de  los  espíritus  más  altos,  en 

las  ciencias  y  en  las  artes,  vivir  con  el  ingenio 
alerta  sobre  todas  las  manifestaciones  de  la  Na- 
turaleza, escrutando  sus  secretos  más  íntimos, 
auscultando  sus  palpitaciones,  descifrando  sus 
problemas  remotos  y  obscuros,  multiplicando  la 
propia  vida  por  los  cien  caminos  nuevos  que 
hacia  ella  entreabre  la  curiosidad,  a  los  que  pue- 
den decir  como  el  poeta:  «Nessuna  cosa  mi  fu 
aliena;  nessuna  mi  sará  mai,  mente  comprendo. 
Vigile  a  ogni  soffio,  intenta  a  ogni  baleno,  sem- 
pre  in  ascolto,  sempre  in  attesa,  pronta  a  gher- 
mire,  pronta  a  donare,  pregna  di  veleno  o  di  bal- 
samo, torta  nelle  sue  spire  possenti  o  tesa  come 
un  arco,  dietro  la  porta  augusta  o  sul  limitare 
dell'immensa  foresta,  ovunque,  giorno  e  notte, 
al  sereno  o  alia  tempesta,  in  ogni  luogo,  in  ogni 
evento,  la  mía  anima  visse  come  diecimila!»  (1). 

(1)    D'Annunzio:  Le  Laudi,  vol.  I,  págs.  23  y  24. 


CERVANTES  97 


11. — Evolución  de  la  curiosidad. 


Un  ser  sin  curiosidad  seria  incapaz  de  vivir; 
cada  ser  viviente  es  curioso  a  su  manera.  Lo  es 
el  gato,  tendido  ociosamente  sobre  un  tejado, 
cuando  sigue  con  ágil  pupila  a  los  pájaros  que 
rayan  la  comba  del  cielo;  lo  es  el  gaucho  que 
encontrándose  en  un  bulevar  moderno  todo  es- 
cruta con  ojo  sorprendido  y  avizor;  curioso  es  el 
pobre  de  espíritu  cuya  mente  pueblan  de  alar- 
ma intranquila  todas  las  pequeñas  incidencias 
que  ocurren  en  torno  suyo;  y  lo  es  el  niño  indis- 
creto que  nos  acosa  con  preguntas  acerca  de  las 
mil  novedades  que  inquietan  su  experiencia  ru- 
dimentaria; y  también  la  mujerzuela  ávida  de 
fruslerías  que  inclina  su  oído  sobre  el  ojo  de  las 
cerraduras  para  atisbar  secretos  ajenos.  Todo 
ello  nos  muestra  diversas  fases  evolutivas  de  la 
curiosidad  a  través  de  las  especies,  de  las  razas 
y  de  los  individuos,  desde  formas  sencillas  has- 
ta expresiones  complejas. 

La  vemos  aparecer  en  los  tramos  rudimenta- 
rios de  la  evolución  biológica;  cualquier  objeto 
desconocido  puede  excitarla  y  la  atención  e.<!  fa- 


98  CERVANTES 

cuitada  por  el  acercamiento  al  objeto  y  su  ex- 
ploración con  las  superficies  táctiles,  con  la  na- 
riz, con  los  labios.  Toda  la  operación  de  «tan- 
tear», es  decir,  el  conocimiento  por  el  tacto,  tan 
difundido  en  la  serie  animal,  es  una  manifesta- 
ción de  la  curiosidad  sensorial  aplicada  al  cono- 
cimiento de  las  cosas.  Con  frecuencia  observa- 
mos que  los  animales  merodean  en  torno  de  un 
objeto  desconocido,  ocercándose  a  él  mientras 
está  inmóvil,  husmeándolo,  mirándolo,  para  fu- 
gar en  cuanto  observan  un  movimiento,  por 
aquel  antagonismo  entre  el  miedo  y  la  curiosi- 
dad que  domina  a  todos  los  animales  frente  a  lo 
desconocido.  Los  peces  acuden  donde  aparece 
un  objeto  desconocido  y  pescadores  hay  que  se 
valen  de  luces  para  llamarlos  a  sus  redes.  Entre 
los  pájaros  el  hecho  es  más  frecuente  y  la  viva- 
cidad de  los  colores  suele  atraerlos,  dato  conoci- 
do y  explotado  en  cinegética.  Quien  quiera  leer 
a  B-omanes  (1)  y  Darwin  (2),  encontrará  cente- 
nares de  observaciones  sobre  la  curiosidad  en 
los  animales. 

E;la  hace  acudir  millares  de  insectos  en  tor- 
no de  nuestras  lámparas  eléctricas,  en  las  noches 
estivales;  ella,  en  lejanas  tierras  polares,  induce 


(1)  Romanes:  Evolución  mental,  paga.  283  a  351. 

(2)  Darwin:  Descendencia  del  hombre.,  pass. 


CERVANTES  99 

a  los  pájaros  a  aproximarse  sin  miedo  al  raro 
visitante  de  las  comarcas,  para  conocer  a  su 
modo  a  los  viajeros  que  constituyen  una  nove- 
dad en  su  humilde  experiencia;  ella,  en  nuestros 
jardines  zoológicos,  hace  agolparse  los  monos  a 
la  rejilla  cuando  una  mujer  vestida  con  vivaces 
colores  pasa  por  las  inmediaciones;  ella  salva  al 
minero  de  nuestras  casas,  haciéndole  observar 
desde  la  entrada  de  su  cueva  si  está  en  la  habi- 
tación el  temido  gato  que  le  acecha  implacable. 
Cuentan  los  naturalistas  la  estratagema  que  en 
Ceylán  se  emplea  para  cazar  fieras,  fundada  en 
la  curiosidad  que  les  produce  una  sensación  nue- 
va: atan  un  cencerro  al  cuello  de  un  búfalo  y  le 
ponen  sobre  el  dorso  un  canasto  con  antorchas 
encendidas;  a  medida  que  el  bñfalo  penetra  en 
la  selva,  acuden  leopardos,  jabalíes  y  otra  caza 
mayor,  atraída  por  lo  insólito  de  la  luz  y  el  so- 
nido; los  cazadores,  que  vienen  detrás,  hacen  fá- 
cil blanco  sobre  las  fieras  curiosas,  que  parecen 
suspensas  y  fascinadas.  Notoria  es  la  prueba  que 
hizo  Darwin  sobre  la  curiosidad  de  los  monos; 
no  obstante  el  terror  pánico  que  les  infunden 
las  serpientes,  no  resisten  a  la  tentación  de  ob- 
servarlas de  cerca;  dice  el  naturalista  inglés  que 
ellos  se  acercaban  prudentemente,  uno  tras  otro, 
a  la  caja  o  cartucho  en  que  estaban,  llegando 
hasta  levantar  la  tapa  o   desenvolver  la  punta 


100  CERVANTES 

del  papel,  huyendo  en  seguida  aterrorizados. 
Esta  función  de  la  curiosidad,  estrechamente 
ligada  con  el  conocimiento,  es,  sin  duda,  mayor 
en  las  especies  que  han  alcanzado  un  desarrollo 
mental  más  considerable;  por  otra  parte,  tratán- 
dose de  una  función  útil  y  selectiva,  cada  espe- 
cie tiene  curiosidades  apropiadas  a  sus  condicio- 
nes de  vida.  El  hombre,  en  razón  de  su  evolu- 
ción más  compleja,  es  el  animal  dotado  de  ma- 
yor curiosidad  general  y  capaz  de  más  vasta 
experiencia. 

No  es  uniforme,  sin  embargo,  la  curiosidad 
humana,  como  no  es  homogéneo  su  nivel  men- 
tal, en  las  distitas  sociedades  que  constituyen 
la  especie  y  en  las  diversas  clases  superpuestas 
en  una  misma  sociedad.  ¿Es  curioso  el  hombre 
primitivo?  ¿Cuáles  son  sus  curiosidades  prefe- 
rentes? Conviene,  en  efecto,  recordar  que  las  hay 
elementales  y  complicadas,  directamente  conti- 
guas a  las  sensaciones  e  indirectamente  abstraí- 
das de  las  mismas:  curiosidades  de  los  sentidos 
y  curiosidades  del  entendimiento.  Spencer  re- 
fiere numerosos  hechos  que  establecen  su  escasa 
curiosidad  por  los  enigmas  remotos  que  nacen 
de  la  contemplación  meditativa  (1);  considera 
infundada  la  hipótesis  poética  que  imagina  al 


(1)    Spencer:  Principies  of  Sociology,  I,|págs.  88-89 . 


CERVANTES  101 

hombre  primitivo    entregado  a  especulaciones 

sobre  los  fenómenos  del  mundo  que  lo  rodea,  no 
teniendo  interés  alguno  de  comprenderlos.  Si 
esa  curiosidad  intelectual  no  existe  en  el  hom- 
bre primitivo,  las  formas  inferiores  de  la  curio- 
sidad son  comunes  en  él.  «La  necesidad  de  co- 
nocer—  observa  Ribot — parece  muy  desigual- 
mente repartida  en  las  diversas  razas;  el  único 
hecho  universal  es  que  la  curiosidad  primitiva 
se  limita  a  cosas  muy  simples,  que  tienen  o  pa- 
recen tener  una  utilidad  práctica.  La  curiosidad 
y  el  estado  afectivo  que  la  acompaña,  tiene  por 
fin  la  conservación  del  individuo,  lo  mismo  que 
los  otros  sentimientos  propios  de  ese  periodo 
inicial  de  la  evolución.  Estar  alerta,  averiguar 
lo  que  es  útil  y  lo  que  es  nocivo,  en  una  palabra 
«saber»,  es  en  el  orden  práctico  un  arma  pode- 
rosa en  la  lucha  por  la  vida,  una  causa  de  selec- 
ción» (1)  en  favor  de  los  curiosos  y  en  contra  de 
los  indiferentes.  Con  ellos  concuerdan  los  psicó- 
logos modernos  al  admitir  que  en  los  pueblos 
primitivos  son  comunes  las  formas  inferiores, 
inmediatamente  utilitarias,  escaseando  la  curio- 
sidad intelectual. 

Prueba  de  ello  tenemos  observando  la  menta- 
lidad de  las  clases  sociales  inferiores  considera- 


(1)    Ribot:  Psychologie  des  Sentiments,  pág.  371. 


102  CERVANTES 

das  como  verdaderas  razas  primitivas  vivientes 
en  medio  de  la  civilización  moderna  (1).  El  gau- 
cho hipotético,  a  que  hace  un  instante  nos  refe- 
ríamos, meditando  en  la  noche  serena  de  la  pam- 
pa sobre  los  hondos  problemas  que  el  universo 
plantea  al  espíritu  humano,  sólo  puede  conce- 
birse como  una  excepción  genial  dentro  de  su 
ambiente  y  de  su  clase. 

El  hombre  inculto,  lo  mismo  que  el  salvaje, 
sólo  es  capaz  de  las  curiosidades  inferiores  que 
sirven  directamente  a  sus  necesidades  inmedia- 
tas. Atrasados  en  la  civilización,  equivalen  a  los 
retardados  en  la  evolución  humana,  y,  lo  que  es 
más  significativo,  equivalen  también  a  los  defi- 
cientes en  su  desarrollo  individual. 

Los  que  hemos  frecuentado  las  dolorosas  clí- 
nicas manicomiales  sabemos  que  los  deficientes, 
los  imbéciles  y  los  idiotas,  poseen  una  curiosi- 
dad raquítica  o  subalterna,  incapaz  de  manifes- 
taciones superiores.  Basta  leer  el  conocido  libro 
de  Sollier  (2)  para  advertir  que  la  curiosidad  del 
idiota  es  casi  nula;  lo  que  se  mueve  o  acontece 
en  torno  suyo  no  le  interesa;  sus  sentidos  pare- 
cen obtusos,  rebeldes  a  toda  nueva  experiencia; 
su  ojo  no  escruta,  su  labio  no  interroga,  su  oído 


(1)  Nicéforo:  Anthropologie  des  dasses  pauvres. 

(2)  Sollier:  Psychologie  de  l'idiot  et  de  l'imbécile. 


CERVANTES  103 

no  se  adapta  a  los  sones,  su  entrecejo  no  se  frun- 
ce jamás  para  indagar  un  «cómo»  o  un  «por 
qué».  El  imbécil  tiene,  en  cambio,  la  curiosidad 
del  primitivo,  del  ignorante  o  del  niño;  su  espí- 
ritu es  incapaz  de  fijarse  o  coordinarse  en  un  sis- 
tema y  su  curiosidad  es  instable,  fatua,  maripo- 
seadora;  mil  preguntas  revelan  su  indigencia 
intelectual  cada  vez  que  un  objeto  o  un  hecho 
se  presenta  a  la  experiencia  de  sus  sentidos,  sin 
ser  capaz  siquiera  de  esperar  una  respuesta  o  de 
comprenderla. 

En  el  imbécil,  que  suele  acosar  con  preguntas 
absurdas  o  desatinadas,  sólo  encontramos  la  ca- 
ricatura de  la  curiosidad  intelectual. 

La  curiosidad  del  niño  aparece  con  los  mis- 
mos caracteres  que  la  del  primitivo,  del  inculto 
y  del  deficiente.  Para  él  casi  todo  es  nuevo  y 
está  naturalmente  inclinado  a  interesarse  por 
cuanto  se  le  presenta;  las  cosas  más  insignifican- 
tes son  objeto  de  su  curiosidad,  por  lo  menos 
hasta  que  las  comprende. 

La  curiosidad  es  manifestación  de  inteligencia 
que  despierta  y  desea  ejercitarse  en  el  conoci- 
miento de  la  realidad.  El  niño  aburrido,  apático, 
indiferente,  el  que  nunca  pregunta  el  cómo  y  el 
por  qué  de  las  cosas,  ese  alabado  niño  «dis- 
creto», que  no  compromete  a  las  mamas  impre- 
visoras, no  es  inteligente.  La  tendencia  a  cono- 


1 04  CERVANTES 

cer  se  manifiesta  primero  como  necesidad  de 
emociones;  eso  explica  en  gran  parte  la  rapidez 
con  que  el  niño  adquiere,  transforma  y  abando- 
na sus  gustos,  los  incesantes  caprichos  que  ha- 
cen variar  constantemente  sus  preocupaciones, 
dirigiendo  en  sentido  múltiple  su  curiosidad 
instable.  Más  tarde  el  niño  inteligente  se  vuel- 
ve travieso;  todo  lo  inesperado  o  novedoso  le 
interesa  y  llega  hasta  buscar  los  pequeños  peli- 
gros en  que  se  balancea  la  curiosidad  y  el  mie- 
do. En  un  periodo  ulterior  comienza  a  elevar  y 
complicar  su  curiosidad;  después  de  romper  un 
muñeco  para  ver  lo  que  tiene  dentro,  desarma 
su  primer  reloj  buscando  el  secreto  del  engrana- 
je, abre  el  cadáver  de  un  pez  o  de  un  ave  do- 
méstica para  cerciorarse  de  su  configuración 
anatómica,  o  desenvuelve  un  cohete  para  des- 
cubrir el  secreto  de  las  sustancias  explosivas.  Y 
así,  poco  a  poco,  la  experiencia  lo  va  poniendo 
en  posesión  de  la  realidad;  la  instrucción  seria 
prácticamente  imposible  si  no  existiera  la  curio- 
sidad. El  niño  debe  ser  curioso,  cuanto  más  cu- 
rioso, más  educable.  El  que  no  sienta  el  agui- 
jón de  la  curiosidad,  será  tardío  y  mezquino 
para  enriquecer  su  patrimonio  intelectual. 

Suele  atribuirse  a  la  mujer  la  curiosidad  infe- 
rior que  acabamos  de  consignar  como  propia  de 
las  mentalidades  deficientes  o  en  formación;  el 


CERVANTES  105 

teatro  y  la  novela  picaresca   han  sacado  abun- 
dante partido  de  esta  malhadada  curiosidad  feme- 
nina y  nos  hemos  acostumbrado  a  suponer   que 
la  mitad  del  género  humano  invierte  sus  horas 
en  atisbar  lo  que  pasa  en  la  casa  del  vecino,   en 
averiguar  detalles  de  las  vidas  ajenas,  en  inte- 
resarse por  la  crónica  de  los  crímenes  pasiona- 
les y  en  análogas   manifestaciones  de  la  curiosi- 
dad subalterna.  El  hecho   no   es  axacto   sino    a 
medias;  es  el  resultado  de  una  actividad  mental 
no  encauzada  en  ningún  sentido  útil,  exenta  de 
preocupaciones  y  de  trabajos,  quedando  las  ma- 
nos y  la  lengua   libres.  Alejadas  de  las  grandes 
actividades  intelectuales,   sociales,   políticas    y 
económicas,  que  el  hombre  monopoliza,  ellas  se 
ven  obligadas  a  interesarse   por  menudencias  y 
fruslerías  que  llenan    su  existencia  mientras  no 
sobreviene  su  gran  función  biológica  y  social:  la 
maternidad.  No  olvidemos,  para  ser  justos,  que 
existe  infinidad  de  hombres  en  condiciones  se- 
mejantes y  que  las  mujeres    ilustradas  pueden 
estar  exentas   de   esas   pequeneces   de  espíritu 
que  nivelan  su  curiosidad  con   la  del  niño  y  del 
primitivo. 

La  evolución  de  la  curiosidad  muestra  un  pa- 
ralelismo entre  ella  y  el  desarrollo  mental,  asi 
oomo  el  advenimiento  paulatino  de  curiosidades 
cada  vez  más  indirectamente  utilitarias.  La  cu- 


106  CERVANTES 

riosidad,  como  la  vida,  tiene  innumerables  gra- 
daciones: desde  el  animal  que  palpa  y  husmea 
hasta  la  genialidad  de  un  Aristóteles  o  un  Ba- 
con  que  ansiosamente  anhela  conocer  y  com- 
prender todos  los  misterios  de  la  Naturaleza. 

José  INGENIEROS 


CERVANTES  107 


SONETOS 


Ángelus  del  Tramonto. 

Y  nada  más:  para  las  primaveras 
que  ofrenden  sus  corolas  campesinas, 
otra  Pascua  Florida  en  las  praderas 
y  un  viento  pastoral  en  las  colinas. 

Cuando  lleguen  las  calmas  vespertinas 
a  darnos  sus  ternuras  postrimeras, 
habrá  un  poco  de  sol  en  las  cortinas 
y  un  florecer  en  las  enredaderas. 

Y,  como  en  las  historias  de  ermitaños, 
que  nos  coime  un  perfume,  el  de  los  años, 
una  lumbre  de  amor  que  nos  aguarde, 

y  un  cansado  balcón  que  mire  hacia 
lo  más  remoto  en  que  nos  dé  su  gracia 
el  azul  difundido  de  la  tarde... 


108  CERVANTES 

II 

A  una  semienlutada. 

En  tus  ojos  —  acaso  te  desvelas  — 
está  la  ensoñación  de  los  frondajes 
que  atenúa  la  luz  en  los  paisajes 
de  los  ríos  que  arrastran  cantinelas. 

Ojos  de  las  magníficas  abuelas 
que  suspiraron  entre  los  encajes: 
son  vagos  como  son  ciertos  plumajes 
y  tornasoles  como  algunas  telas. 

He  visto  en  el  tramar  de  tus  pestañas 
eso  que  deja  el  sol  eu  las  montañas 
cuando  se  va...  Tantos  recuerdos  rielas 

en  ellos,  que  no  sé  qué  de  adorable 
tienen  en  su  misterio  inexplicable 
de  frondas,  de  plumajes  y  de  telas... 

Rapael  Heliodoeo  valle 


CERVANTES  109 


"La   Coríe   del  Cuervo   Blanco' 

Fábula  escénica  de  Ramón  Goy  de  Silva. 


Conforme  hemos  ofrecido  en  nuestro  número 
anterior,  publicamos  aquí  algunas  escenas  de 
«La  Corte  del  Cuervo  Blanco»,  obra  que,  a  jui- 
cio del  insigne  filólogo  don  Julio  Cejador,  «es 
más  humana,  más  sencilla,  más  profunda,  más 
acabada  que  El  pájaro  azul,  de  Macterlink,  y 
que  el  C%an¿ecZer,  de  Rostand».  (Véase  el  estu- 
dio crítico  que  este  sabio  profesor  de  Filosofía 
y  Letras  de  nuestra  Universidad  Central,  hace 
de  las  obras  de  Goy  de  Silva,  en  el  número  VII 
de  Cervantes.) 


JORNADA  CUARTA 

Salón  en  el  Palacio  del 
Cuervo  Blanco.  Al  fondo, 


lio  CERVANTES 

por  el  intercolumnio  del 
pórtico,  se  ve  el  jardín  ili- 
mitado donde  los  macizos 
de  mirtos  y  los  cipreses 
distantes  simulan  túmu- 
los en  un  cementerio  lleno 
de  sombras  y  claridades 
fantásticas. 


I 

LA  COTORRA  Y  EL  MOCHUELO 

Salen  por  ano  de  los  co- 
rredores laterales. 

La  Cotorra. — Estoy  maravillada,  no  sé  cómo 
agradeceros  el  favor  que  me  habéis  dispensado... 
¡Qué  solemnidad...!  Nunca  he  visto  nada  seme- 
jante... El  salón  del  trono  suntuoso,  esplenden- 
te,., y  la  Sede  áurea,  asiento  de  Su  Potestad, 
sobre  altas  gradas  y  bajo  un  dosel  de  púrpura  y 
armiño.  ¡Magnifico  espectáculo!  ¿Os  fijasteis? 
¡Tras  el  venerable  Cuervo  Blanco,  el  Pavo  Real 
y  el  Ave  Lira  con  sus  colas  desplegadas...! 

El  Mochuelo. — ¡Es  todo  un  símbolo...!  Aquí 
todo  es  simbólico... 

La  Cotorra. — He  notado  que  el  Águila  oculta- 
ba a  duras  penas  su  contrariedad,  parecía  humi- 
llada. 


CERVANTES  11] 

El  Mochuelo, — ¿Por  qué? 

La  Cotorra. — Su  sitial  estaba  mucho  más  bajo 
que  el  de  Su  Potestad;  ¡ella  que  vuela  tan  alto...! 

El  Mochuelo. — No  debe  ofenderse...  ¿Quién, 
por  muy  alto  que  vuele,  puede  compararse  al 
Cuervo  Blanco  en  excelsitud? 

La  Cotorra. — El  Águila  es  una  majestad  so- 
berbia y  poderosa;  sus  dominios  se  extienden 
desde  las  heladas  estepas  de  la  Siberia  hasta  las 
calidas  llanuras  del  África  meridional,  y  aún 
más  allá. 

El  Mochuelo. — Si,  pero  Su  Potestad  gobierna 
en  todas  partes  y  no  sólo  las  aves,  sino  todos  los 
seres  alados  que  en  el  aire  viven,  a  él  rinden 
homenaje. 

La  Cotorra. — ¿Todos? 

El  Mochuelo. — Ya  acabáis  de  verlo...  El  mis- 
mo rey  Mariposón  ha  jurado  acatamiento  y  acep- 
tó como  un  gran  honor,  sin  el  menor  escrúpulo, 
la  insignia  de  la  Paloma  blanca...  ¡Es  verdadera- 
mente estupendo! 

La  Cotorra. — ¿Tanta  importancia  concedéis  a 
eso? 

El  Mochuelo.  —  ¡Y  sois  vos  quien  me  hace  tal 
pregunta!  ¿Ignoráis  la  significación,  la  trascen- 
dencia de  un  acto  semejante...?  ¡Es  la  abdicación 
de  todo  el  pasado  espiritual  de  una  raza  fanáti- 
ca...! El  Oriente  renegando  de  sus  ideas,   de  su 


112  CERVANTES 

fe,  de  su  leyenda  histórica...  ¡Es  la  profanación 
de  una  tumba  sagrada  que  contiene  el  alma  de 
mil  generaciones...!  Es  ¡oh,  triunfo  supremo!,  la 
victoria  decisiva  de  la  Paloma  blanca  sobre  el 
Dragón  alado...  el  legendario  Dragón  de  oro... 

La  Cotorra. — ¿Y  a  qué  artes  mágicas  se  debe 
esa  victoria...?  ¿Al  Cuervo  Negro,  al  Murciélago, 
al  Águila...?  Porque  Su  Potestad  no  ha  dicho 
una  palabra  durante  la  Asamblea. 

El  Mochuelo.— Sabed  que  Su  Potestad  no 
habla  nunca  en  actos  semejantes;  por  él  piensa 
el  Gran  Buho,  que  es  la  sabiduría  y  cuyas  ideas 
expone  el  Gran  Cacatúa,  vuestro  noble  pariente, 
que  es  la  elocuencia. 

La  Cotorra. — ¡Cuánto  honor  para  mi...!  Ver- 
daderamente, y  esto  sin  que  me  ciegue  la  pasión, 
fué  su  discurso  magistral  y  emocionante  en  alto 
grado...  Estoy  segura  de  que  llevó  el  convenci- 
miento al  ánimo  de  todos... 

El  Mochuelo. — No  lo  dudéis,  merced  a  él  se 
convirtió  el  rey  Mariposón  y  se  condenó  al 
Cuervo  Negro  y  a  todos  sus  sectarios  con  el 
Murciélago  y  la  Mosca  al  frente...  ¡Qué  gloria 
para  el  imperio  del  aire!  Hoy  es  el  primer  día 
que  brilla  esplendoroso  el  gran  topacio  en  el 
manto  azul,  que  es  la  real  vestidura  de  la  Palo- 
ma blanca... 

La  Cotorra. — Parece  mentira  que  seáis  vos. 


CERVANTES  113 

un  Mochuelo,  quien  hable  así,  con  tanto  entu- 
siasmo. 

El  Mochuelo. — ¿Por  qué?  Ya  os  he  dicho  que 
he  renegado  de  mis  falsas  creencias...  Las  bellas 
ideas  expuestas  a  la  luz,  me  han  convertido. 

La  Cotorra. — ¡Y  todo  eso  es  obra  de  mi  ilustre 
primo,  el  Gran  Cacatúa...! 

El  Mochuelo. — No  os  enorgullezcáis  tanto, 
que  también  a  mi  me  corresponde  en  parte  esa 
gloria...  Soy  primo  del  Gran  Buho,  y  éste,  ya  lo 
sabéis,  es  el  cerebro  que  discurre...  es  la  inteli- 
gencia, la  idea...  El  Cacatúa  no  es  más  que  la 
palabra... 

La  Cotorra. — ¿Queréis  restarle  méritos  aho- 
ra...? ¿De  qué  servirían  las  ideas  sin  esa  palabra 
que  tratáis  de  menospreciar? 

El  Mochuelo. — Menos  aún  serviría  la  palabra 
sin  las  buenas  ideas. 

La  Cotorra. — ¡Menos,  nunca...!  La  palabra  es 
siempre  luz;  las  ideas  sólo  son  colores...  encerrad 
esos  colores  en  la  obscuridad  de  un  cerebro  y 
veréis  lo  que  brillan  si  no  los  ilumina  la  luz,  que 
es  la  que  da  a  todas  las  cosas  expresión  y  vida. 

El  Mochuelo. — Y  si  yo  os  dijese  lo  contrario, 
que  las  palabras  sólo  son  colorines  y  la  verdade- 
ra luz  son  las  ideas,  ¿qué  diríais? 

La  Cotorra. — Qae  me  lo  demostraseis. 

El  Mochuelo. — Las  ideas  son  la  luz  que  ilumi- 


114  CERVANTES 

na  las  negruras  del  cerebro;  las  palabras  sólo 
son  los  diversos  matices  con  que  dicha  luz  se 
manifiesta. 

La  Cotorra. — No  estoy  conforme... 

El  Mochuelo. — Ni  yo  insistiré  en  convence- 
ros... Se  muy  bien  que  nadie  cree  más  que  lo 
que  quiere  o  le  conviene  creer.  De  todos  modos 
no  discutiré  a  ninguno  sus  méritos,  y  a  todos  los 
concedo  por  igual...  Si  tuviésemos  aquí  Falerno 
y  copas  brindaríamos  a  la  salud  y  por  la  gloria 
del  elocuente  Cacatúa  y  del  Buho  pensador. 

La  Cotorra. — Aquí  vienen,  precisamente... 
¿Queréis  que  les  hagamos  presente  nuestro  tes- 
timonio de  admiración? 

El  Mochuelo.  —  Creo  más  prudente  retirar- 
nos... Vendrán  a  conferenciar...  están  muy  pre- 
ocupados con  el  asunto  de  la  princesa  Mariposa... 
quieren  casarla...  Ya  sabéis  que  hay  dos  candi- 
datos a  su  mano:  el  Moscardón  y  el  Ruiseñor,  o, 
lo  que  es  lo  mismo,  la  Ambición  y  el  Amor... 
éste  es  el  protegido  del  Cuervo  Blanco;  pero  el 
Moscardón  es  el  predilecto  del  rey  Mariposón. 
Es  esta  una  difícil  cuestión  diplomática  en  la  que, 
seguramente,  vencerá  quien  tenga  más  astucia. 
¿Queréis  que  paseemos  por  el  jardín?  Oiremos 
los  comentarios  de  los  congresistas. 

La  Cotorra. — Como  gustéis. 


CERVANTES  115 

Vanse  lentamente,   por 
el  atrio,  hacia  el  jardín. 


II 


EL    BUHO    Y    EL    CACATÚA 

Por  el  lado  opuesto  al 
quo  han  seguido  la  Coto- 
rray  el  Mochuelo  al  partir. 

El  Buho. — Detengámonos  aquí,  si  os  parece 
bien,  mi  ilustre  compañero;  no  hay  nadie  en  esta 
sala. 

El  Cacatúa. — ¿No  teméis  a  los  espías  del  Cuer- 
vo Negro? 

El  Buho.— ¿Vos,  si? 

El  Cacatúa. — 

Con  inquietud. 

Si;  ¿a  qué  ocultároslo...?  Esos  seres  me  hacen 
vivir  en  constante  alarma...  Andan  en  la  sombra 
y  son  capaces  de  fraguar  los  más  terribles  pla- 
nes... 

El  Buho. — Si  tanto  les  teméis,  ¿por  qué  no 
habéis  callado? 


116  CERVANTES 

El  Cacatúa.— Si  hablé  fué  obedeciendo  a  una 
fuerza  superior  a  mi  voluntad,  a  todos  mis  temo- 
res... Era  la  conciencia  quien  me  exigía  imperio- 
samente... Además  vuestras  ideas  eran  tan  her- 
mosas que  hubiera  sido  una  gran  falta  no  lan- 
zarlas a  la  publicidad...  Pero  ya  veréis  cómo  es 
a  mí  a  quien  echarán  toda  la  culpa. 

El  Buho. — Bien  saben  ellos  que  ni  vos  ni  yo 
somos  los  responsables...  Nuestro  deber  es  cum- 
plir la  voluntad  de  Su  Potestad... 

El  Cacatúa.— Pero  Su  Potestad  es  inviolable... 

El  Buho. — Para  ellos  nada  hay  inviolable,  ni 
aun  el  ser  poderoso  en  quien  está  encarnado  el 
espíritu  de  la  Paloma  blanca. 

El  Cacatúa. — Por  eso  les  temo. 

El  Buho. — Somos  el  saber,  somos  la  justicia, 
somos  la  verdad...  Nada  debe  contenernos  en  el 
fiel  cumplimiento  de  nuestra  misión;  nada  debe 
inquietarnos  mientras  guarde  silencio  la  voz  de 
nuestra  conciencia.  Sabed  que  la  conciencia  no 
habla  más  que  cuando  tiene  que  censurar...  ¿Os 
dice  algo  la  vuestra? 

El  Cacatúa.— A  fe  mía  que  no. 

El  Buho.— Pues  basta,  y  ahora  permitidme 
un  consejo  acerca  de  los  deseos  expuestos  por  el 
rey  Mariposón. 

El  Cacatúa. — Decid. 

El  Buho. — Ya  sabéis  cuál  es  la  voluntad  de 


CERVANTES 


117 


Su  Potestad...  Me  refiero  al  casamiento  de  la 
princesa  Mariposa... 

El  Cacatúa. — Si,  que  el  Ruiseñor  sea  el  can- 
didato triunfante. 

El  Buho. — La  victoria  del  Moscardón  seria 
para  nosotros  una  derrota  fatal...  El  Cuervo  Ne- 
gro y  sus  sectarios  le  protejen  y  emplearán, 
para  favorecerle,  todas  sus  malas  artes.  Tienen 
de  su  lado  a  la  muerte  y  al  espíritu  del  mal. 

El  Cacatúa. — La  vida,  en  cambio,  es  nuestra, 
y  vos,  que  sois  la  sabiduría,  poseéis  también  el 
valor  contra  las  asechanzas  nocturnas...  ¿Qué 
puedo  hacer  yo? 

El  Cacatúa. — 

Viendo  llegar  a  alguien. 

Callad...  Vienen  a  interrumpirnos. 

El  Buho. — ¿Quiénes  son? 

El  Cacatúa. — Nuestros  enemigos,  la  Mosca  y 
el  Murciélago. 

El  Buho. — Vamos  en  busca  del  Ruiseñor. 

El  Cacatúa. — En  el  jardín  lo  encontraremos, 
seguramente. 

Vanse  por  el  atrio. 


118  CERVANTES 

III 

LA    MOSCA    Y    EL    MURCIÉLAGO 

La  Mosca. — 

Viendo  partir  al  Buho  y 
al  Cacatúa. 

¡Cobardes...!  Nos  temen  y  se  alejan. 

El  Murciélago. — Ya  tomaremos  la  revancha... 
Nuestra  primera  victima  será  el  Ruiseñor...  ¡Oh, 
ese  gran  Moscardón  es  digno  de  ser  nuestro 
protegido...!  Es  la  codicia  personificada...  No 
ama  a  la  Mariposa,  pero  aspira  a  ocupar  el  tro- 
no de  su  padre...  Este,  por  su  parte,  no  menos 
egoísta,  ambiciona  los  tesoros  del  tirano  de  abe- 
jas... La  princesa  será  entre  ellos  el  lazo  de 
unión,  y  la  ganancia,  al  fin,  la  llevaremos  nos- 
otros. 

La  Mosca. — ¡Qué  triunfo...! 

El  Murciélago. — Dadlo  por  seguro  y  dispo- 
neos a  la  lucha...  Aqui  vienen  los  adversarios. 

Se  ocultan  entre  las  co- 
lumnas. 


CERVANTES  119 


IV 


LA  MOSCA    Y   EL    MURCIÉLAGO;    LA    MARIPOSA    Y    EL 
RUISEÑOR   POR    EL    JARDÍN 


La  Mosca. — No  nos  han  visto;  ¿los  dejamos 
pasar? 

El  Murciélago. — Observémosles. 
La  Mariposa. — 

Tristemente. 

He  obtenido  de  mi  padre  el  consentimiento 
para  decirte  adiós. 

El  Ruiseñor. — ¿Cómo  es  posible  que  pronun- 
cies esa  palabra...?  Has  prometido  no  abando- 
donarme  nunca.  ¿Crees  que  yo  podría  vivir  sin 
ti...?  Te  seguiré  adonde  quiera  que  vayas. 

La  Mariposa. — ¿Al  reino  de  mi  padre...?  ¡Te 
matarían! 

El  Ruiseñor. — Mejor  es  morir  que  vivir  sin 
ti...  Todo  es  preferible  a  verte  casada  con  ese 
aborrecido  Moscardón, 

La  Mariposa. — Eso  no  sucederá...  Jamás  seré 
de  otro,  sino  tuya... 

El  Ruiseñor. — ¿Por  qué  no  huimos...? 

La  Mariposa. — ¿Adonde...?  ¿Qué  asilo  hay 
más  seguro  que  éste...?  Si  el  Cuervo  Blanco  no 


120  CERVANTES 

es  bastante  poderoso  para  defendernos,  ¿quién 
ha  de  ampararnos  mejor? 

El  Ruiseñor. — Iremos  al  azar,  solos,  por  el 
sendero  florido  del  mundo...  Cruzaremos  el  país 
del  ensueño,  el  país  de  la  ilusión,  entre  las  mon- 
tañas azules  y  los  valles  color  de  esmeralda... 
Descansaremos  a  la  sombra  de  las  palmeras  mi- 
lenarias y  beberemos  el  agua  de  los  manantia- 
les perennes...  Yo  velaré  en  las  noches  tu  sueño, 
con  mi  canto,  bajo  la  mirada  blanca  de  la  luna... 
Preguntaremos  a  las  esfinges  sus  secretos,  y 
ellas  nos  mostrarán  el  país  de  la  felicidad...  Las 
esfinges  no  hablan,  porque  están  más  allá  de  la 
vida,  en  el  reino  del  misterio...  no  hablan,  pero 
en  sus  ojos  videntes  se  descubre  lo  ignoto...  Ellas 
miran  sobre  los  horizontes  perdidos  que  trazan 
un  límite  a  las  tierras  agostadas...  Miran  más 
allá  de  los  horizontes  terrenos  a  los  mundos  le- 
janos del  Amor... 

La  Mariposa. — 

Con  voz  emocionada  y 
leve. 

Más  allá  de  los  horizontes  lejanos...  ¿Quién 
nos  conducirá...? 

El  Ruiseñor. — Buscaremos  a  las  quimeras  que 
tienen  alas  de  pegaso,  colas  de  salamandra  y  ga- 


CERVANTES  121 

iras  de  dragón...;  buscaremos  a  las  quimeras  que 
tienen  cabeza  humana,  como  las  garudas,  y  can- 
tan como  sirenas  y  tienen  busto  de  mujer...  Ellas 
pasan  por  los  bosques,  cual  los  centauros;  por 
los  aires,  cual  las  nubes;  por  los  ríos,  cual  las  on- 
dinas, y  por  el  fondo  del  mar...  Y  pasan  también 
por  las  regiones  del  fuego  y  van  adonde  quiera 
llevarlas  nuestra  fantasía... 

La  Mariposa. — No  podremos  huir  de  la  tie- 
rra... lejos  de  aquí  no  habrá  asilo  seguro...  Mi 
padre  nos  perseguirá  sin  piedad...  Fuera  del 
amparo  del  Cuervo  Blanco,  ¿quién  es  bastante 
fuerte  para  defendernos  de  las  iras  del  rey  Ma- 
riposón? 

El  Ruiseñor. — El  Águila. 

La  Mariposa. — El  Águila  es  menos  poderosa 
que  Sa  Potestad...  El  Cuervo  Blanco  tiene  el 
poder  espiritual  que  domina  todas  las  fuerzas. 

El  Ruiseñor. — El  Águila  es  más  fuerte  que  el 
rey,  tu  padre,  y  que  todos  los  reyes...  Todos  ellos 
juntos  no  podrían  luchar  con  sus  ejércitos  de 
buitres  y  condores,  grajos  y  halcones,  y  milanos... 

La  Mariposa. — ¿Tienes  su  protección? 

El  Ruiseñor. — Confío  en  que  nos  protejerá... 
más  que  por  servirnos  a  nosotros,  para  castigar 
al  Moscardón  y  a  las  aves  nocturnas... 

El  Murciélago. — 


122  CERVANTES 

A  la  Mosca. 

¿Oís...?  Hablan  de  las  aves  nocturnas... 

La  Mosca. — Eso  no  va  por  mi...  Yo  soy  in- 
secto... 

El  Ruiseñor. — Al  Murciélago,  sobre  todo... 

La  Mariposa. — Sobre  todo  a  la  Mosca  mise- 
rable... 

El  Murciélago. — ¿No  os  dais  por  aludida 
ahora...? 

La  Mosca. — Hablad  vos. 

El  Murciélago. — 


Con  voz  airada. 


¿Quién  nos  llama? 
La  Mariposa. — 


Asustada. 


¡Ellos...! 

El  Ruiseñor. — No  temas. 

La  Mosca. — 


Avanzando  unos  pasos. 


¿Nos  llamabais? 
El  Ruiseñor. — 


CERVANTES  123 

Con  desprecio. 

Nada  queremos  con  vosotros.  ¿Cómo  es  que 
aún  estáis  aquí...?  La  Asamblea  os  ha  condena- 
do... os  ha  desterrado... 

El  Murciélago. — ¿Y  creéis  que  puede  expul- 
sarse, asi  como  así,  a  seres  de  nuestra  condi- 
ción...? Tenemos  aquí  nuestros  intereses,  nues- 
tros bienes...  Mientras  no  nos  los  devuelvan  no 
nos  echarán. 

El  Ruiseñor. — ¿Qué  bienes,  qué  intereses  son 
los  vuestros...?  ¿Los  que  habéis  usurpado?  ¿Cómo 
restituiréis  todo  el  óleo  que  absorbisteis  de  las 
siete  lámparas  sagradas,  durante  mil  años...  toda 
la  sangre  de  inocentes  víctimas  que  habéis  aspi- 
rado, en  vuestro  insaciable  vampirismo? 

La  Mariposa. — Mil  tormentos  no  bastarían 
para  castigar  vuestros  crímenes. 

El  Ruiseñor. — Pesáis  sobre  la  tranquilidad  hu- 
mana como  las  tempestades  sobre  el  mar... 

La  Mariposa. — Sois  para  la  felicidad  de  la 
vida  como  las  nubes  negras  que  ocultan  al  sol; 
pero  que  no  pueden  apagarle. 

La  Mosca. — ¿Y  qué  podéis  echarnos  en  cara 
vos,  inocente  Mariposa...?  Preguntad  a  las  flores 
de  todos  los  jardines  quién  ha  libado  el  néctar 
de  sus  corolas... 

La  Mariposa.— Yo  soy  la  vida...  ¿Quién  a  la 


124  CERVANTES 

Vida  puede  dar  mejor  sustento  que  las  flores...? 
¿Perecen  acaso  por  nutrirme...?  Mis  libaciones 
en  los  cálices  de  las  rosas  son  como  los  besos  en 
los  labios  de  los  amantes...  Cuando  yo  paso  por 
los  senderos  floridos,  bajo  la  caricia  del  sol,  to- 
dos los  capullos  se  abren  en  rosas  para  ofrecer- 
me el  néctar  de  sus  corolas...  Yo  bebo  en  todas 
las  fuentes  del  camino  y  beso  en  la  boca  a  la 
juventud  que  revive  a  mi  contacto  y  no  se  mar- 
chita, hasta  que  llegas  tú,  ¡la  Implacable...! 

La  Mosca. — Y  en  eso  estriba  mi  gloria... 
¡Ah...!  ¿Visteis  jamás  poder  mayor  que  el  mío...? 
Destruyo  lo  que  vos  creáis...  ¿Qué  son  para  mí 
todas  las  grandezas  del  mundo...?  Volved  atrás 
la  vista...  ¿Dónde  está  todo  lo  que  fué  y  no  exis- 
te...? ¿Adonde  irá  todo  lo  que  ahora  es  y  dejará 
de  existir  muy  pronto...? 

La  Mariposa. — Yo  no  miro  al  pasado...,  soy  el 
presente  y  el  porvenir...  Todo  lo  que  fué  ayer, 
vuelve  hoy  a  ser...  Todo  lo  que  es  hoy,  volverá 
a  ser  maña'ia  lo  mismo  que  ayer... 

El  Murciélago. — Y  el  Amor,  ¿cuánto  durará...? 

El  Ruiseñor. — Todo  lo  que  dure  la  Vida... 
Mientras  la  Vida  exista,  el  Amor  vivirá...  Soy  la 
flor  de  cuyo  néctar  se  nutre  la  Mariposa. 

El  Murciélago. — Ved  aquí  al  rey  Mariposón... 
Él  tiene  la  palabra... 


CERVANTES  125 


LA  MARIPOSA,  LA  MOSCA,  EL  RUISEÑOR,  EL  MUR- 
CIÉLAGO Y  EL  REY  mariposón;  DESPUÉS,  EL 
BUHO    Y    EL    CACATÚA. 

El  Rey  Mariposón  sale 
pomposamente  de  una  de 
las  galerías  laterales,  se- 
guido de  su  coi'te  de  abe- 
jas, ninfalos,  criaomelas  y 
colibríes.  Al  mismo  tiem- 
po llegan  del  jardín  el 
Buho  y  el  Cacatúa. 


La  Mariposa. — 


Yendo  al  encuentro  del 
rey,  su  padre. 


Señor,  ¿venís  a  buscarme...? 
El  Rey  Mariposón. — 

Severamente. 

¿Con  quién  hablabais? 

La  Mariposa. — Me  despedía  de  mi  amado  Rui- 
señor. 

El  Rey  Mariposón. — 


126  CERVANTES 

Con  disgusto. 

Os  prohibo  dar  ese  nombre  de  amado,  a  otro 
que  DO  sea  vuestro  esposo,  y  el  Ruiseñor  no  lo 
será...  Una  princesa  de  vuestro  linaje  debe  unir- 
se a  quien  por  su  posición  sea  digno  de  ella... 
¿Quién  es  el  Ruiseñor...?  Un  vagabundo...  Un  ar- 
tista errante  que  vive  de  limosna  y  come  las  so- 
bras de  nuestros  festines...  ¿Cómo  es  posible  que 
pongáis  vuestra  ilusión  en  un  ser  que  ni  aún  tie- 
ne la  delicadeza  de  presentarse  con  decoro...? 
¿No  habéis  reparado  en  el  contraste  que  forma 
su  misero  ropaje  al  lado  de  vuestras  galas...?  ¿Es 
tan  pobre  que  no  pudiendo  elevarse  a  vuestro 
nivel  quiere  haceros  descender  al  suyo...?  Si  fue- 
se igual  a  vos  en  prosapia  y  fortuna...  o  si  tuvie- 
se un  pedestal  de  oro  en  que  alzarse  para  poder 
miraros  frente  a  frente,  comprendo  que  creyeseis 
en  su  amor  y  en  su  desinterés;  pero  asi... 

La  Mariposa. — 

Con  pasión. 

Asi  es  como  creo  más  en  él...  Es  el  Amor  y 
para  elevarse  no  necesita  de  ningún  pedestal... 
tiene  alas  que  le  conducen  adonde  quiere  su  vo- 
luntad... No  tiene  tesoros  que  guardar  y  vuela 
libremente  por  el  mundo  llevando  consigo  a  la 
Vida,  que  sólo  a  su  lado  puede  existir  feliz... 


CERVANTES 

El  Rey  Mariposón. 
¡Callaos! 


La  Mosca. — 


127 


Despótico. 


La  Mariposa  se  inclina 
resignada.  El  Rey  Mari- 
posón da  órdenes  a  uno  de 
sus  chambelanes. 


Al  Murciélago. 

¿Habéis  oído...? 

El  Murciélago. — H*í  adivinado...  Pero  no  es  lo 
que  el  Rey  Mariposón  dice  a  su  hija  de  mayor 
interés,  seguramente,  que  los  consejos  que  el 
Ruiseñor  recibe  en  este  instante  del  Cacatúa 
inspirado  por  el  astuto  Buho. 

La  Mosca. — Astucia  por  astucia...  formemos 
nuestro  plan... 


El  Buho.— 


Siguen  hablando. 


Al   Cacatúa,   que  habla 
aparte  con  el  Buiseñor. 


128  CERVANTES 

El  Rey  Mariposón  da  instrucciones  a  uno  de 
sus  chambelanes,  y  el  Murciélago  y  la  Mosca  ur- 
den un  complot...  No  debemos  perder  un  instan- 
te si  hemos  de  realizar  con  éxito  nuestra  em- 
presa. 

El  Cacatúa. — 

Al  Ruiseñor. 

Ya  lo  oís...  No  tenéis  tiempo  que  perder... 
contad  con  nuestra  protección...  pero  no  olvidéis 
después  que  hayáis  triunfado  que  a  nosotros  de- 
béis vuestra  felicidad  y  vuestra  fortuna. 

El  Ruiseñor. — ¿No  os  basta  mi  promesa  de 
adhesión? 

El  Cacatúa. — Prestad  juramento...  De  todos 
modos  sólo  os  ligará  a  nosotros  un  compromiso 
moral;  pero  no  necesitamos  otra  garantía. 

El  Ruiseñor. — ¿Y  si  pierdo  mi  causa? 

El  Cacatúa.  —  Entonces  perderemos  todos 
vuestros  parciales  y  a  nada  quedaréis  obligado. 

El  Ruiseñor. — 

Con  decisión. 

Sea,  pues,  como  deseáis...  Lo  juro  por  el  mis- 
mo éxito  que  anhelo. 
El  Cacatúa. — 


CERVANTES  129 

Al  Buho,  sin  ocultar  su 
alegría. 

¿Oísteis?  jHa  jurado...! 
El  Buho.— 

Al  Ruiseñor. 

Id,  pues,  a  vuestro  objeto  y  confiad  ea  reci- 
bir pronto  la  bendición  de  Su  Potestad. 

El  Ruiseñor. — ¿En  compañía  de  la  que  amo? 
El  Buho.— Sí. 

El  Ruiseñor  hace  ade- 
mán de  ir  junto  al  Rey 
Mariposón;  pero  en  este 
instante  se  le  aproxima  el 
chambelán,  a  quien  elRey 
dio  secretamente  sus  órde- 
nes, y  le  habla  aparte. 


El  Rey  Mariposón. 


A  los  de  su  séquito. 


Custodiad  a  la  princesa  y  conducidla  ante  Su 
Potestad...  Quédense  a  mi  servicio  cuatro  genti- 
les hombres  de  mi  cámara. 


Son  al  momento  obede- 

9 


130  CERVANTES 

cidas  sus  órdenes,  y  la  Ma- 
riposa se  dispone  a  partir. 

La  Mariposa. — 

Gratamente  sorprendida 
al  ver  entre  los  que  la  ro- 
dean a  la  Abeja. 

¿Vos  aquí,  amiga  mía...?  ¿A  qué  debo  la  dicha 
de  hallaros  a  mi  lado? 

La  Abeja. — Mi  amada  princesa,  ¿olvidáis  que 
he  sido  desencantada  con  vos...?  Al  recobrar  mi 
libertad  no  quise  abandonaros  y  vengo  dispues- 
ta a  haceros  compañía,  siempre  que  vos  me  lo 
permitáis... 

La  Mariposa. — ¡Oh...!  ¿No  os  separaréis  de  mí 
nunca...?  Seréis  mi  amiga,  mi  hermana... 

Con  súbita  tristeza. 

Pero,  ¿qué  ilusiones  estoy  forjándome...? 
¡Cuando  quieren  hacer  de  mí  el  ser  más  desven- 
turado del  mundo...! 

La  Abeja. — No  os  desconsoléis...  El  Moscar- 
dón no  será  vuestro  esposo,  si  así  lo  deseáis... 
¿Queréis  oir  mi  consejo? 

La  Mariposa. — 

Con  ansiedad. 


CERVANTES  131 

¡Decid,  decid...!  ¡En  oirlo  está  interesada  toda 
mi  alma...! 

A  un  gesto  del  E,ey  Ma- 
riposón se  interrumpe  el 
murmullo  de  las  conversa- 
ciones. La  Mariposa  dirige 
a  su  padre  una  última  mi- 
rada de  súplica;  pero  éste, 
inconmovible,  le  indica 
con  ademán  imperioso  una 
de  las  galerías,  por  la  que 
sale  la  princesa  seguida  de 
la  Abeja  y  del  acompaña- 
miento. En  este  instante 
se  oyen  los  graves  acordes 
de  una  marcha  augusta. 


VI 


EL  RUISEÑOR,  LA.  MOSCA,  EL  MURCIÉLAGO,  EL  BUHO, 
EL  CACATÚA,  EL  REY  MARIPOSÓN  Y  ALGUNOS 
CHAMBELANES  Y  PAJES  DEL  REY 

El  Ruiseñor. — ■ 


Yendo  hacia  el  Rey  Ma- 
riposón, en  actitud  respe- 
tuosa y  firme. 


132  CERVANTES 

Señor,  acabo  de  saber  por  vuestro  siervo  la 
proposición  que  os  dignáis  hacerme,  con  ánimo 
de  honrarme,  seguramente;  pero  que  yo  no  pue- 
do aceptar,  ni  aceptaría  aunque  me  ofrecieseis 
en  cambio  vuestro  reino...  No  es  eso  lo  que  an- 
helo, sino  vuestra  hija  a  quien  he  entregado  mi 
albedrío. 

El  Rey  Mariposón. — 

Indignado. 

¿Cómo  os  atrevéis  a  dirigirme  tales  frases...? 
En  verdad  vuestra  audacia  me  admira...  Necesa- 
rio es  que  hayáis  perdido  la  razón  para  hablar- 
me asi,  cuando  debíais  prosternaros  y  expresar 
vuestra  gratitud  por  la  generosidad  de  quien 
pudiendo  castigar  vuestras  faltas  las  perdona  y 
aún  hace  más:  os  ofrece  una  limosna,  conside- 
rando que  estáis  necesitado  de  ella. 

El  Cacatúa. — 

Al  Buho. 

El  despotismo  no  se  hubiera  expresado  me- 
jor... Temo  que  la  susceptibilidad  de  nuestro  pa- 
trocinado no  le  permita  usar  de  diplomacia  y  le 
haga  olvidar  nuestros  consejos...  ¡Con  menos  hu- 
biera yo  perdido  los  estribos...! 


CERVANTES  ^^^ 


La  Mosca. — 

Al  Murciélago. 

La  balanza  se  inclina  a  nuestro  lado...  Falta  le 
hacia  ahora  al  mozo  nuestra  ayuda. 

El  Murciélago. — Ya  se  la  prestan  buena  y  no 
a  mal  precio  nuestros  vecinos. 

El  Ruiseñor. — 

Después  de  una  lucha 
intima,  dominándose  al 
fin  y  comprendiendo  las 
señas  que  le  hace  el  Ca- 
catúa. 

Señor,  me  tratáis  con  rigor...  Ser  pobre,  en  el 
sentido  que  dais  a  esa  palabra,  es,  sin  duda,  mi 
mayor  delito...  Seguramente  no  me  hubierais 
humillado  así,  siendo  yo,  en  vez  de  quien  soy, 
por  ejemplo... 

Vacilante. 

¿Quién  podría  deciros...?  El  hijo...,  el  heredero... 
o  un  aliado  del  Águila  real... 
El  E-ey  Mariposón. — 

Burlonamente,  con  una 
risa  forzada. 


134  CERVANTES 

¡Qué  gracia.,.!  ¡Qué  simpleza...!  Ciertamente 
que  no,  caballerito...  Pero  habéis  de  convenir 
que  entre  ei  hijo,  el  heredero,  o  un  aliado  de  un 
monarca  tan  poderoso,  y  vos,  hay  diferencia. 

El  Ruiseñor. — Y  si  ese  heredero...  ese  aliado 
de  que  os  hablo  os  pidiese  a  vuestra  hija  por 
esposa,  ¿se  la  concederíai.s?... 

El  Rey  Mariposón. — Sin  duda...  si  ella  le 
amaba. 

El  Ruiseñor. — Pues  bien,  señor,  ved  en  mi  en 
este  momento  al  aliado  del  Águila;  que  si  no  lo 
soy,  en  realidad,  puedo  serlo  tan  pronto  os  dig- 
néis vos  decir  una  palabra. 

El  Rey  Mariposón. — 


Creyendo  ser  objeto  de 

burla. 


¡Ah,  ah...!  ¿Todavía  pretendéis  mofaros...?  Si 
no  estáis  loco,  pensad  que  podéis  pagar  cara 
vuestra  osadía. 

El  Ruiseñor. — 

Inmutable. 

Contestad,  señor,  dignaos  contestar...  Es  el 
aliado  del  Águila  Real  quien  os  lo  ruega...  ¿Me 
otorgáis  a  vuestra  hija?...  Pensad  que  ella  me 


CERVANTES 


135 


ama  tanto  como  detesta  a  ese  miserable  Moscar- 
dón, rey  de  zánganos  y  abejorros,  que  sólo  pre- 
tende vuestra  corona...  Contestad,  señor...  Soy 
más  rico  que  mi  rival,  y  mi  poder  es  mayor  que 
el  suyo...  Tengo  a  mi  mando  una  legión  de  bui- 
tres, con  los  cuales  puedo  obtener  por  la  faerza^ 
lo  que  no  quieran  darme  de  grado...  No  os  pido 
vuestro  reino,  ni  vuestros  tesoros...  sólo  quiero 
a  vuestra  hija... 

Prosternándose ,    supli- 
cante. 

¡No  me  neguéis  tal  ventura...! 

El  Rey  Mariposón. — ¡Basta  de  farsa...!  Lo  que 
hacéis  es  ridículo  para  vos  y  para  quien  como  yo 
tiene  la  paciencia  de  escucharos,  con  menoscabo 
de  su  dignidad... 

Con  imperio. 

¡Idos  de  mi  presencia! 
El  Ruiseñor. — 

Insistente. 

¡Dadme  a  vuestra  hija...! 
El  Rey  Mariposón. — 


136 


CERVANTES 
Cor  impaciencia. 


¿Todavía...? 
El  Ruiseñor. — 

Tenaz. 

¡Vuestra  hija...!  ¡Ella  me  ama  y  por  nada  en  el 
mundo  renunciaré  a  su  amor...! 
El  Rey  Mariposón. — 

Con  orgullo. 

¿Queréis  que  os  haga  ver  la  distancia  que  hay 
entre  ella  y  vos...?  ¿Entre  vos  y  su  prometido...? 
El  Ruiseñor. — 

En  pie,  con  arrogancia. 

¿Su  prometido  dijisteis...?  ¿Queréis  hacer  un 
parangón...?  Pues  bien,  señor,  sea  así...  Pero 
prometadme  que  daréis  por  esposa  a  vuestra 
hija  a  aquel  de  nosotros  dos  que  salga  triun- 
fante... 

El  Rey  Mariposón. — ¿Triunfante...? 

El  Ruiseñor. — Sí,  al  que  demuestre  ser  supe- 
rior... 

El  Rey  Mariposón. — ¿Superior  en  qué? 


CERVANTES  -^  137 

El  Ruiseñor. — En  lo  que  vos  queráis...  En  ri- 
queza y  en  fuerza,  que  es  la  única  superioridad 
digna  de  consideración  a  vuestro  aprecio...  En 
inteligencia  y  corazón,  que  es  la  que  yo  com- 
prendo y  estimo...  En  todo  desafío  a  ese  rival, 
seguro  de  vencerle...  ¿Consentís...? 

El  Rey  Mariposón. — Demostrad  vuestra  su- 
perioridad, como  decís,  y  no  vacilaré  en  daros 
el  premio  que  solicitáis,  pues  así  os  habréis  he- 
cho digno  de  mi  hija,  quien,  desde  este  instan- 
te, espera  ante  Su  Potestad  la  llegada  del  espo- 
so para  recibir  la  bendición  nupcial.  Yo  voy  a 
su  lado,  en  tanto;  pero  os  advierto  que  poco  he 
de  esperaros. 

El  Ruiseñor. — 

Con  el  más  vivo  entu- 
siasmo. 

¡Oh,  señor,  os  prometo  que  poco  aguardaréis... 
es  muy  grande  mi  afán...! 

Se  oye  más  cercana  la 
música.  Todos  miran  al 
jardín. 

El  Rey  Mariposón. — ¿Conocéis  ese  himno...? 

Con  ironía. 


188  CERVANTES 

El  Águila,  vuestro  aliado  poderoso,  viene,  sin 
duda,  eu  vuestro  auxilio...  Debo  dejaros  solo  en 
su  presencia...  Adiós... 

El  Ruiseñor. — No  olvido,  señor,  que  me  espe- 
ráis... 

El  Rey  Mariposón. — 

A  sus  chambelanes,  con- 
fidencialmente. 

¡Pobre  joven...  está  loco!... 

Hay  un  asentimiento  de 
de  risas  ahogadas,  a  las 
palabras  del  Rey,  que  se 
aleja  por  una  de  las  gale- 
rías, seguido  de  sus  sier- 
vos. 


VII 

LA  MOSCA,  EL  RUISEÑOR,  EL  MURCIÉLAGO,  EL  CACA- 
TÚA Y  EL  BUHO 

El  Cacatúa. — 

Al  Ruiseñor,   con  entu- 
siasmo. 


CERVANTES  139 

¡Os  felicito,  hijo  mío;  habéis  estado  admira- 
ble,..! ¡Seguid  ese  plan  de  conducta  y  triunfaréis! 

El  Ruiseñor. — Es  el  plan  que  me  habéis  tra- 
zado. 

El  Buho. — No  estaréis  descontento  de  nues- 
tros consejos. 

El  Ruiseñor. — ¿Puedo  estarlo,  acaso...?  Pero 
ahora  es  cuando  me  asalta  el  temor...  ¿Me  aban- 
donará la  suerte  a  la  mitad  de  la  jugada? 

El  Cacatúa. — Tened  fe  y  venceréis...  No  es 
necesario  que  vos  vayáis  en  pos  de  la  fortuna; 
ella  viene  a  buscaros... 

El  Murciélago. — 

A  la  Mosca,  en  secreto. 

Nada  tenemos  ya  que  hacer  aquí. 

La  Mosca. — ¿Queréis  abandonar  el  campo? 

El  Murciélago. — Nuestro  campo  no  está  en 
este  lugar,  sino  junto  al  Moscardón.  Vamos  a 
prevenirle. 

La  Mosca. — 

Con  despecho. 

¿Y  hemos  de  permitir  que  esos  se  lleven  la 
fortuna  de  la  princesa  Mariposa,  pudiendo  ser 
nuestra...? 


140  CERVANTES 

El  Murciélago. — ¿Qnién  sabe.,.?  De  tridos  mo- 
dos, la  fortuna  del  Moscardón  quedará  en  nues- 
tro poder. 

La  Mosca. — ¿Y  si  él  no  vence...? 

El  Murciélago. — 

Enigmático,  subrayan- 
do con  siniestra  intención 
sus  palabras. 

He  dicho  que  de  todos  modos...  Vamos  a  su 
encuentro. 

La  Mosca. — ¿No  esperamos  la  llegada  del 
Águila  real...?  Se  acercan... 

El  Murciélago. — No  debemos  perder  [un  ins- 
tante. 

Vanse  con  prisa  por  uno 
de  los  corredores. 


VIII 


EL  RUISEÑOR,  EL  BUHO,  EL  CACATÚA  Y  EL  ÁGUILA 
CON  SU  ACOMPAÑAMIENTO  DE  CONDORES,  BUITRES 
Y  MILANOS,  TODOS  POR  EL  JARDÍN 


El  Cacatúa. — 

Yendo  al  encuentro  del 


CERVANTES  141 

Águila  real  e  inclinándo- 
se reverente. 

Señor:  Su  Potestad  espera  a  Vuestra  Majes- 
tad... ¿Os  dignaréis  pasar  aquí  la  noche? 

El  Águila. — Su  Potestad  me  honra;  pero  con 
harto  sentimiento  mío  véome  en  la  precisión  de 
rehusar  el  honor  de  ser  su  huésped  por  más 
tiempo...  La  tempestad  se  avecina...  ved  el  cielo 
que  cierra  sus  ventanas  de  luz...  El  viento  que 
corre  con  acompañamiento  de  hojarasca...  y 
aquellas  dos  nubes  que  siguen  ruta  opuesta  y  es- 
tán a  punto  de  chocar...  En  tiempo  de  tormenta 
es  mi  deber  no  abandonar  mi  reino,  y  retornar 
a  él  si  el  temporal  me  sorprende  fuera  de  mis 
dominios... 

El  Cacatúa. — Cúmplase  vuestra  voluntad. 

El  Águila. — No  partiré,  sin  embargo,  antes 
de  haber  expresado  personalmente  a  Su  Potes- 
tad mi  testimonio  de  adhesión.  Anticipadle  mi 
deseo. 

El  Cacatúa. — 

Haciendo  otra  reveren- 
cia. 

Al  momento,  señor. 

Al  Ruiseñor,  aparte. 


142  CERVANTES 

Esta  es  la  ocasión.  Audacia. 

Sale. 


IX 
EL  RUISEÑOR,  EL  BUHO  Y  EL  ÁGUILA  CON  SU  SÉQUITO 

El  Ruiseñor. — 

Al  Buho. 

Siento  que  me  falta  el  valor. 
El  Buho.— 

Animándole. 

Va  en  ello  vuestra  felicidad...  No  esperéis  a 
que  el  primer  rayo  de  la  tormenta  siembre  en- 
tre nosotros  el  espanto  y  la  confusión...  y  pen- 
sad que  no  es  esa  que  el  cielo  nos  anuncia,  la 
tempestad  a  que  me  refiero,  sino  la  que  prepa- 
ran en  la  sombra  los  partidarios  de  vuestro  ri- 
val, a  quienes  el  espíritu  del  Mal  gobierna. 

El  Ruiseñor. — 

Con  decisión. 


CERVANTES  143 

Me  habéis  convencido...  Nada  me  arredra  ya 
ante  el  peligro  que  nos  amenaza. 

Al  Águila,   respetuosa- 
mente. 

Señor,  os  pido  gracia. 
El  Águila.— 

Sin  altanería. 

¿Quién  sois  y  qué  queréis  de  mí? 

El  Ruiseñor.  —  Un  desvalido  que  necesita 
vuestra  protección. 

El  Águila. — Mi  protección  es  de  aquellos  que, 
a  mi  concepto,  la  merecen,  más  que  la  necesitan. 
Exponed  vuestra  pretensión...  No  me  sois  des- 
conocido... Creo  haberos  visto  en  la  Asamblea, 
entre  los  acusados,  si  no  me  engaño. 

El  Ruiseñor. — Soy  el  Ruiseñor. 

El  Águila. — ¡Ah...!  Sí...  conozco  vuestra  odi- 
sea interesante...  Contad  con  mi  simpatía. 

El  Raiseñor.-  Qué  razón  tienen,  señor,  los 
que  encomian  vuestra  magnanimidad...  Jamás  se 
vio  al  cobarde  defender  al  débil...  Con  vuestra 
protección  seré  fuerte  y  llegaré  hasta  el  mismo 
sol...  que  siempre  verá  mejor  el  sol  un  águila 
que  un  ejército  de  murciélagos. 

El  Águila. — No  anticipéis  las  alabanzas,  que 


144  CERVANTES 

acaso  no  las  merezca  tanto  como  suponéis.  Ha- 
blad claro. 

El  Ruiseñor. — Pues  bien...  Nombradme  vues- 
tro aliado. 

El  Águila. — ¿Mi  aliado...?  ¿Sabéis  lo  que  de- 
cís, joven,  o  pretendéis  burlaros...? 

El  Ruiseñor. — ¡Cómo  podéis  suponer...! 

El  Águila. — Supongo  que  estáis  loco  y  sois 
digno  de  lástima;  de  lo  contrario  ya  os  hubiera 
hecho  pagar  cara  vuestra  osadía...  Quitaos  de  mi 
presencia  si  no  queréis  sufrir  las  consecuencias 
de  mi  enojo,  que  presto  os  lo  haré  sentir  si  per- 
sistís en  provocarlo. 

El  Ruiseñor, — Señor,  me  tratáis  sin  conside- 
ración porque  me  creéis  desvalido  y  pobre...  Se- 
guramente me  guardaríais  más  miramiento  si  en 
vez  de  ser  yo  quien  os  habla,  fuese...  ¿quién  os 
diré...?  el  hijo...  el  heredero...  o  el  aliado  del  rey 
Mariposón... 

El  Águila. — 

Con  risa. 

¡Qué  duda  cabe...!  ¿Pero  queréis  compara- 
ros...? 

El  Ruiseñor. — Quiero  que  supongáis,  señor, 
por  un  momento,  que  el  que  ahora  tiene  el  ho- 
nor de  hablaros  es,  en  efecto,  el  heredero  del 


CERVANTES  145 

rey  Mariposón,  el  prometido  de  la  princesa  Ma- 
riposa, que  solicita  vuestra  ayuda  para  defender- 
se de  un  rival  odioso... 

El  Águila. — Si  así  fueseis,  ciertamente... 

El  Ruiseñor. — No  lo  dudéis...  Aquí  hay  quien 
puede  dar  fe  de  mis  palabras...  Dignaos  interro- 
gar al  Buho,  personaje,  como  debéis  saber,  el 
más  prestigioso  de  la  corte  de  Su  Potestad. 

El  Águila.— 

Al  Buho. 

Os  reconozco,  ilustre  varón,  y  vuestra  palabra 
será  para  mí  la  mejor  garantía...  ¿Qué  respon- 
déis a  lo  que  habéis  oído? 

El  Buho. — Que,  en  efecto,  señor,  el  que  soli- 
cita vuestra  alianza  es  digno  de  ella,  por  sus 
propios  méritos  y  porque,  además,  es,  como 
dice,  el  prometido  de  la  hija  del  rey  del  Orien- 
te, y  heredero  de  su  trono,  desde  el  momento 
en  que  se  haya  desposado  con  la  princesa. 

El  Águila. — ¿Y  esos  desposorios...? 

El  Buho. — Para  celebrarlos  basta  con  que 
vos  os  dignéis  apadrinarle  y  conducirle  ante  Su 
Potestad,  donde  le  espera  la  Mariposa  para  re- 
cibir la  bendición  nupcial. 

El  Águila. — ¡Oh!,  no  perdamos  tiempo,  si  en 
mí  sólo  coQsiste  que  tal  boda  se  realice... 


146  CERVANTES 

Al  Ruiseñor. 

Pero,  si  mal  no  recuerdo,  me  hablasteis  de  un 
rival...  ¿Quién  es? 

El  Ruiseñor. — El  Moscardón. 

El  Águila. — ¡Ah...!  ¿Y  qué  teméis  de  ese  mi- 
serable zángano  de  colmena? 

El  Ruiseñor. — Ahora  nada,  si  vos  me  ampa- 
ráis. 

El  Águila. — Con  toda  mi  voluntad  y  todas 
mis  fuerzas. 

Luce  fuera  un  relámpa- 
go y  se  oye  el  rumor  de 
un  trueno  lejano. 

La  tempestad  me  manda  su  primer  aviso... 
Debo  volver  a  mi  reino. 
El  Ruiseñor. — 


Suplicante,    por   el    te- 
mor de  ser  abandonado. 


Venid,  señor...  sólo  un  instante  y  os  deberé 
mi  dicha... 
El  Águila. — 

Al  Ruiseñor,  en  secreto. 


CERVANTES  147 

Pensad  que  os  doy  un  trono  y  una  fortuna. 

El  Ruiseñor. — Me  dais  algo  que  para  mi  vale 
más  que  todos  los  reinos  y  las  riquezas  del 
mundo...  Mi  amada  es  mi  vida.  Ayudadme  a  ga- 
narla y  todo  lo  demás  será  vuestro. 

El  Águila. — Digno  sois  de  mi  amparo...  Te- 
néis talento  y  corazón. 


A  los  suyos. 


Seguidnos. 


Prosiguen  la  marcha 
por  las  galerías. 


LA    COTORRA    Y    EL    MOCHUELO,    POR    EL    JARDÍN, 
HUYENDO    DE    LA    TORMENTA 


La  Cotorra. — No  hay  nada  que  me  aterre 
tanto  como  una  tempestad  con  su  acompaña- 
miento de  truenos  y  relámpagos... 

El  Mochuelo. — Lo  más  temible  es  el  Ya.yo. 

La  Cotorra. — ¿Creéis  que  estaremos  aquí  bien 
guarecidos? 


148  CERVANTES 

El  Mochuelo. — No  hay  refugio  bastante  segu- 
ro contra  la  ira  de  los  elementos... 

La  Cotorra.  —  ¡Me  asustáis! 

Ei  Mochuelo. — Ved  el  jardín  en  sombra...  ün 
solo  relámpago  bastó  para  iniciar  la  desbanda- 
da... Todos  huyen  de  la  tormenta. 

La  Cotorra. — Son  las  aves  nocturnas,  expul- 
sadas de  la  corte  de  Su  Potestad  y  a  quienes  no 
se  permite  aquí  la  entrada. 

Lucen  nuevos  relámpa- 
gos y  se  oyen  más  cerca- 
nos los  truenos. 

¡Huyamos  de  esta  sala  desierta...  huyamos! 

Se  oye  rumor  de  músi- 
cas y  cantos. 

¿Esa  música...? 

El  Mochuelo. — Es  la  marcha  nupcial  con  que 
se  solemnizan  las  bodas  reales. 

La  Cotorra. — ¿Acaso  la  princesa  Mariposa...? 

El  Mochuelo. — Se  ha  casado... 

La  Cotorra. — ¿Con  quién...?  El  Moscardón  es- 
taba en  el  jardín  con  las  aves  nocturnas. 

La  tempestad  arrecia  y 
al  ruido  de  loa  truenos  se 


CERVANTES  149 

confunden  los  gritos  de 
una  multitud  de  aves  que 
parecen  rebelarse  y  a  las 
cuales  se  les  ve  correr  de 
un  lado  a  otro  del  jardín. 

¿Qué  gritos,  qué  ruido  es  ese  que  se  mezcla  al 
clamor  de  los  elementos...?  Mirad  el  jardín  po- 
blado de  seres  fantásticos,  de  negras  sombras 
que  parecen  poseídas  de  espanto  y  de  furor... 
¿No  veis...?  ¡Luchan...! 

El  Mochuelo. — Son  los  vencidos  que  se  re- 
belan. 

La  Cotorra. — 

Aterrada. 


¡Todos  huyen...  huyamos...  ved  qué  avalan- 
cha...! 


El  Mochuelo. — ¡Venid,  venid...! 


Huyen  por  las  galerías. 
Al  mismo  tiempo,  de  los 
corredores  opuestos,  salen 
en  tropel,  y  poseidos  unos 
de  terror  y  otros  de  ira, 
aves  rapaces,  aves  canoras 
e  insectos  que  se  alejan 
por  el  jardín. 


150 


CERVANTES 


ESCENA  ULTIMA 

LA  MARIPOSA,  EL  RUISEÑOR,  EL  TORDO  Y  EL  BUITRE 
CHAMBELÁN,  POR  LAS  GALERÍAS,  CON  ACOMPA- 
ÑAMIENTO 


GoY  DE  SILVA 


(Prohibida  la  reproducción.) 


CERVANTES  151 


En  loa  y  elogio 
de  la  ciudad  de  Caracas. 


Como  buscando  que  al  pensamiento 
no  sean  dique  los  horizontes, 
en  lo  más  alto  de  vuestros  montes 
a  vuestras  casas  les  dais  asiento; 
y  así  las  vemos,  ciudades  blancas 
y  luminosas;  como  cigüeñas 
sobre  los  tajos  de  las  barrancas, 
que  entre  picudos  haces  de  peñas, 
abren  las  alas,  la  zarpa  incrustan 
hasta  arañarlo,  sobre  el  granito, 
y  los  afanes  del  hombre  ajustan 
al  rumor  de  astros  de  lo  Infinito... 
Y  así  una  y  otra  ciudad  altiva, 
por  estas  sierras  americanas, 
son,  en  sus  marcos  de  roca  viva. 


1 52  CERVANTES 

nidales  blancos  de  ayes  humanas: 
— y  así  es  la  vuestra! 

Y  así  es  tan  bella 
que  aunque  hace  tiempo  la  deseaba, 
ni  la  fingía  ni  la  soñaba; 
porque  es  tan  vuestra,  porque  es  tan  «ella», 
porque  es  tan  única,  porque  destella 
tal  sello  propio  de  gracia  viva, 

que,  pensativa, 
mi  alma  enmudece  sin  expresarla; 
que  antes  y  luego  de  visitarla 
a  los  esfuerzos  de  un  alma  excede 
fijar  en  verbos  su  fuerza  suave: 
antes  de  verla,  porque  no  sabe; 
después  de  verla,  porque  no  puede... 


II 


Yo  evocaría, 
para  decirte  lo  que  he  sentido, 
venezolana  ciudad,  hoy  mía, 
viéndote  en  alto  tal  como  un  nido 
de  ruiseñores  de  Andalucía, 
yo  evocaría 
no  sé  qué  vieja 
clara  conseja 


CERVANTES  153 

de  primitiva  gracia  pagana... 
Cuenta  la  fábula  que  una  doncella, 
junto  a  las  aguas  del  mar,  un  día, 
cuando  la  aurora  resplandecía 
menos  graciosa  y  amable  que  ella, 
púdicamente  desnuda,  hacia, 
hundiendo  en  agua  su  gentileza 
del  crepitante  tul  de  una  ola 
su  vestidura  de  plata,  sola 
túnica  digna  de  su  belleza... 
De  pronto,  siente  que  una  mirada 
fija  y  aguda  la  observa;  en  torno 
de  ella,  el  mar  tiene  ráfagas  de  horno 

y  amedrantada, 
siente  la  bella  que  está  insegura 
sobre  aquel  lecho  de  ópalo  y  plata; 
contra  el  deseo  del  mar  pirata 
que  le  codicia  su  alba  hermosura... 

Salta  del  agua  y  huye,  creyendo 
que  a  sus  espaldas,  por  el  camino, 
con  su  jadeo  la  va  siguiendo 
todo  el  mar  hecho  monstruo  marino. 

Nuestra  doncella 
se  entra  temblando  por  la  espesura; 
como  estandarte  flota  tras  ella, 
su  ensortijada  melena  oscura; 
sus  blancos  hombros,  de  vez  en  cuando, 


164  CERVANTES 

la  selva  muestra  bajo  su  velo, 
y  son  dos  astros  que  van  volando, 
montes  arriba,  para  su  cielo! 

Ya  está  en  las  cimas. 

A  una  revuelta 
que  hace  el  camino,  la  perseguida 
detiene  el  paso,  toda  vestida 
de  su  nocturna  melena  suelta, 
y  ve,  allá  lejos,  en  lo  más  hondo, 
por  los  desgarros  de  un  chai  de  bruma, 
que  el  mar  babea  montes  de  espuma, 
tascando  el  pétreo  freno  redondo... 
Ya  está  salvada;  nadie  la  sigue... 
si  aun  la  codicia,  no  la  persigue 
su  encadenado  monstruo  marino. 
Baja  a  un  declive  que  hace  el  camino, 
trepa  otro  poco;  por  una  calle 
de  árboles  mansos,  llega  a  este  valle 
que  cercan  frentes  de  montes  viejos 
rumiando  nieblas  como  consejos, 
y  entumecida,  rota  y  cansada 
de  aquella  fuga  desesperada, 
queda,  en  el  valle,  semitendida, 
semidespierta,  semidormida, 

siempre  ensoñada, 
¡por  un  hechizo  transfigurada 
en  vuestra  blanca  ciudad  querida! 


CERVANTES  155 


III 

¡Salve,  en  tu  altura,  ciudad  gloriosa! 
¡Alta  y  en  alto  yo  te  quería 
donde,  al  abrirte  como  una  rosa, 
serás  la  aurora  de  un  nuevo  día! 

¡Alta,  y  en  alto!  que,  en  tus  escaños, 
contra  el  mordisco  ruin  de  los  años 
inmortalmente  perdura  un  nombre 
al  que  no  llegan  almas  de  hombre 
sino  trepando  sobre  peldaños! 

¡Alta  y  en  alto,  que  eres  su  cuna! 
Alta  y  en  alto,  donde  ninguna 
rencilla  vieja  macule  el  viento, 
cuando,  arbolando  mi  lira  hispana 
tal  como  el  arco  de  un  monumento 
combado  sobre  su  gloria  humana, 
dé  paso  al  nombre  que,  en  su  bravura, 
resume  un  mundo  y  otro  inaugura; 
dé  paso  al  nombre  de  aquel  Atlante 
que,  como  dedos,  movió  naciones, 
que,  andando  recio,  sacó  adelante 
sueños  que  fueron  constelaciones; 
dé  paso  al  nombre  del  fiero  vasco 
hecho  de  luces  y  de  peñasco, 


156 


CERVANTES 


de  aquel  ibero,  venezolanos, 

que  es  mío,  y  vuestro;  ¡que  es  nuestro,  hermanos! 

¡Bolívar,  padre  de  americanos! 

— Para  las  piedras  donde  él  reposa 
juntemos  nuestros  dos  corazones, 
ciudad — la  misma  sangre  los  baña — 
¡y  al  hermanarse  sobre  su  fosa 
serán  dos  labios  los  corazones, 
una  la  boca  que  bese:  España! 

IV 

Ya,  en  tu  estandarte,  sobre  mi  frente, 
vi  andar  unidas  conjuntamente, 
a  la  luz  clara  de  estas  mañanas, 
nuestras  dos  patrias,  ambas  hermanas. 
Son  tres  colores,  dos  hermandades: 
el  rojo  y  gualdo,  mi  España;  y  luego 
tu  azul  glorioso  que  entre  oro  y  fuego 
llueve  un  bautismo  de  libertades...! 


Síntesis. 

¿Sabes  cómo  ha  surgido  esa  bandera, 
ciudad... 


CERVANTES  i 57 

— ¡Dios  la  prospere,  de  manera 
que  no  vean  el  fia  de  su  camino 
nuestro  oro  y  sangre,  por  su  azul  genuino! 
— Yo  sé  cómo  ha  surgido  esa  bandera: 
grande  era  el  rojo  y  gaalda  de  mi  España; 
Bolívar  quiso  más;  lo  más  no  daña 
si  es  filial  la  ambición,  el  brazo  hermano; 
Bolívar  quiso  más;  llevó  sus  huellas 

más  allá  de  lo  humano; 
trepó  a  unas  cumbres,  se  mantuvo  en  ellas, 
vio  cerca  el  cielo,  levantó  su  mano, 
y  haciendo  lo  español  venezolano 
¡en  los  dos  tonos  del  pendón  hispano 
prendió  un  girón  de  cielo  con  estrellas! 

>  E.   MARQUINA 

Caracas,  27-1-91 '. 


158  CERVANTES 


JAIME  BRUNET 


Suele  deciise  que  todas  las  vidas  tienen  su 
novela,  lo  que  en  realidad  equivale  a  decir  que 
toda  vida  tiene  su  vida,  porque  tal  género  lite- 
rario no  es  sino  la  expresión  de  una  vida  deter- 
minada o  de  varias,  alrededor  de  las  que  giran 
otras,  que  son  como  representación  del  mundo, 
que  pudiéramos  decir,  y  las  que  sobre  todo  de- 
ben interesar  al  novelista  son  aquellas  menos 
pasadas  de  accidentes,  que  al  fin  y  al  cabo 
modifican  y  en  ocasiones  vulgarizan  su  carácter, 
aunque  difícil  es  generalizar  en  estos  particula- 
res. Pero  si  es  lo  cierto  que  cualquiera  vida  tiene 
en  si  tanto  interés  como  aquellas  que  a  primera 
vista  parezcan  tenerlo  mayor,  y  por  eso  precisa- 
mente lo  que  el  novelista  debe  hacer  es  no 
escribir  nunca  sino  después  de  haber  visto  y 
revisto  y  observado  y  contrastado  la  observa- 
ción, sobre  el  asunto  escogido,  y  una  vez  conse- 
guido por  estos  medios  el  pleno   conocimiento 


CERVANTES  159 

de  una  vida,  una  vez  sentida  su  intimidad,  su 
ideal,  su  propósito,  sus  ilusiones  y  sus  inquietu- 
des, sus  dolores  y  sus  consuelos,  sus  írivolidades, 
en  las  que  brotan  los  efectos  de  un  algo  tal  vez 
misterioso  y  profundo  y  cuanto  por  existir  me- 
rece nuestra  amable  comprensión,  si  el  artista 
acierta  a  expresarla,  y  con  esta  expresión  algo 
de  la  idea  del  mundo,  traducida  en  un  determi- 
nado ambiente,  que  recoja  toda  la  emoción,  for- 
mando la  armenia  que  exalta  y  avalora  la  vida 
misma,  habrá  desvelado  el  misterio  de  una 
oculta  emoción  que  se  debe  a  nuestra  idea,  y 
lo  que  es  más,  habrá  traducido  para  nuestra  sim- 
patía, nuestra  piedad,  nuestro  amor  o  nuestra 
comprensión  indulgente,  lo  que  nuestra  limita- 
ción o  nuestra  injusticia  desapercibe. 

Por  eso  la  novela  es  el  género  que  suele  inte- 
resar más  y  al  mismo  tiempo  uno  de  los  más 
difíciles,  porque  requiere  como  niugún  otro  la 
facultad  de  objetivarse  y  después  transmitir  con 
su  propio  estilo  y  con  su  personalidad  toda  la 
psicología  de  los  personajes  que  presenta.  En  el 
teatro  suele  serlo  más  rudimentariamente  pre- 
sentada y  además  los  actores,  la  escena  y  el 
público  mismo  parece  que  colaboran  en  la  obra, 
aunque  en  verdad  no  siempre  favoreciéndola; 
pero  la  novela,  de  acción  menos  obligada  y  que 
va   directamente   a   nuestro    espíritu,    necesita 


160  CERVANTES 

presentarnos  toda  la  complejidad  de  las  perso- 
nas que  con  vida  estética  pasan  ante  nosotros,  y 
aquí  tenemos  otra  dificultad,  que  es  la  del  con- 
sorcio de  la  realidad,  llegando  hasta  la  prolija 
descripción  de  detalles,  que  son  quizá  las  cuali- 
dades más  distintivas  que  definen  un  carácter, 
sin  salirse  de  la  estética,  que  es  en  sí  algo  apar- 
tado de  los  ordinarios  accidentes  del  vivir.  Así 
el  artista  debe  exaltar  los  caracteres  que  pueden 
llegar  a  ser  ideas  representativas  de  estados  de 
almas,  como  en  "Werthes,  o  de  épocas,  países  y 
regiones  determinados. 

Bien  podemos  enorgullecemos  en  España  de 
novelistas  gloriosos,  con  tantos  y  tan  insignes, 
y  bien  puede  también  alegrarnos  la  ilusión  de 
que  son  muchos  los  que  actualmente  siguen 
novelando,  como  dignos  continuadores  de  los 
que  fueron  o  de  los  que  ya  han  dado  casi  toda 
su  creación.  Esta  época  nuestra,  con  Pío  Baroja 
a  la  cabeza,  puede  contarse  entre  las  mejores. 
Difícil  es  lograr  tanto  interés  con  novelas,  mu- 
chas de  ellas  de  tan  escasa  acción,  y  sin  embar- 
go, tan  concreta  y  detalladamente  definidos  los 
personajes.  Ricardo  León  se  nos  muestra  en 
varias  de  las  suyas  como  el  privilegiado  vidente 
de  las  vidas  austeras  y  apartadas,  que  aciertan 
a  vivir  su  propia  poesía,  pero  por  eso  mismo  no 
es  tan  profundamente  humano  como  Baraja.  Y 


CERVANTES  161 

entre  los  que  comienzan  son  muchos  también  los 
maestros,  sugeriéndome  precisamente  este  ar- 
ticulo uno  de  ellos,  Jaime  Brunet,  de  San 
Sebastián,  que  ya  ha  triunfado  con  su  novela 
Música  di  Camera,  y  que  ya,  según  mis  noti- 
cias, tiene  otra  en  preparación,  próxima  a  publi- 
carse. 

Jaime  Brunet  es  una  personalidad  verdadera- 
mente interesante.  Educado  en  Alemania  y  co- 
nocedor de  su  literatura,  que  se  ha  asimilado 
perfectamente,  tiene  y  forma  ya  su  temperamen- 
to, la  observación  meditativa  y  el  idealismo  pro- 
pios de  esa  raza,  pero  sin  perder  por  eso  tam- 
poco, claro  está,  las  cualidades  imaginativas  de 
la  nuestra  latina. 

La  poesía  melancólica  de  la  región  vasca,  de 
esa  Naturaleza  encantada,  que  profusa  y  exube- 
rante parece  manifestarse  con  vida  reconcentra- 
da, que  es  armonía  de  las  almas  y  las  vidas  de 
sus  hijos  los  vascos,  está  admirablemente  des- 
crita por  Jaime  Brunet  en  su  novela,  y  sus 
personajes  son,  efectivamente,  de  vida  real.  Tal 
vez  pequen,  si  acaso,  por  exceso  de  realismo, 
pareciendo  demasiado  inspirador  en  determinada 
individualidad. 

No  he  de  anticipar  aquí,  ni  su  asunto,  ni  el 
carácter  de  sus  personajes,  sino  únicamente 
aconsejar  a  los  que  esto  leyeren  que  lean  tam- 
il 


1 62  CERVANTES 

bien  la  novela  Mtísica  di  Camera,  en  la  que 
además  encontrarán  pensamientos  elevadísimos, 
que  por  sí  dan  conocimiento  de  la  refinadísima 
sensibilidad  de  su  autor  y  de  la  sutileza  de  su 
pensamiento. 

Confío  (y  entonces  sí  que  será  un  gran  maes- 
tro de  la  literatura),  en  que  el  señor  Brunet  se 
corregirá  de  ciertos  giros  algo  extranjerizados, 
bien  disculpables  en  quien  tanto  ha  vivido  ale- 
jado de  nuestra  Patria. 

En  una  palabra,  Jaime  Brunet  es,  no  una  es- 
peranza, sino  una  realidad  entre  las  figuras 
ilustres  que  cuenta  esa  región  vasca,  y  creo  que 
como  tal  se  le  llegará  a  proclamar  en  España,  lo 
que  ya  es  un  derecho  a  la  fama  universal. 

Carlos  BOSCH 


CERVANTES  163 


Los  dineros  del  libertador 


El  talento  indiscutible  de  Bazán,  aquel  escul- 
tor fornido  y  guapo,  conquistó  rápidamente  al 
Gobierno  de  su  país. 

La  voz  pública  pedía  en  la  Prensa  una  pen- 
sión para  el  artista  que  debía  afirmar  su  perso- 
nalidad en  el  centro  de  todas  las  consagraciones: 
París. 

Le  conocí  entonces,  cuando  asombraba  a  to- 
dos sus  compatriotas  en  aquella  pequeña  repú- 
blica centro-americana  de  tierra  feraz,  cielo  di- 
vino y  almas  bonísimas,  y  no  torné  a  verlo  sino 
años  después,  en  pleno  Barrio  Latino. 

Su  transformación  era  completa:  vestía  a  la 
usanza  española;  gustaba  del  calañés,  la  chaque- 
tilla corta  y  el  rostro  imberbe,  conjunto  que  le 
daba  en  Francia  un  aspecto  bizarro.  Fumaba  en 
pipa  y  bebía... 

Eu  un  principio  gustó  del  vino  como  excitan- 
te accidental;  pero  en  la  vida  diaria  del  café,  con 


164  CERVANTES 

la  camaradería  encantadora  de  los  pintores  y 
poetas  que  hacen  la  vida  amable  con  su  ingenio 
y  sus  vicios,  fué  bebiendo  más  y  más,  hasta  re- 
querir el  vino  de  manera  habitual. 

No  haré  un  elogio  del  alcohol...  ¡Líbreme  el 
cielo  de  semejante  inmoralidad!  Pero  a  Bazán, 
particularmente,  le  era  propicio  a  la  inspiración. 
Sus  mejores  mármoles  fueron  cincelados  bajo  el 
influjo  de  la  embriaguez;  su  talento  se  hacía  más 
lúcido;  su  imaginación  más  viva;  su  sensibilidad 
más  exquisita;  sus  facultades,  en  suma,  mejor  ca- 
pacitadas para  concebir  y  crear  obra  de  belleza. 
Y  luego,  era  tan  espiritual  su  charla,  se  tornaba 
tan  ingenioso,  tan  hondo  en  su  pensar,  tan  lleno 
de  gracia  irónica,  que  sus  amigos  le  incitaban, 
ofreciéndole  copas  y  más  copas  que  le  aturdían 
o  emborrachaban. 

Pero  algo  más  había  respecto  de  su  propia 
persona,  que  los  efectos  inmediatos  del  vino  le 
eran  profundamente  agradables. 

Gozo  —  decía  convencido  y  convincente — , 
gozo  lo  inexplicable  con  esta  voluptuosidad  del 
«picón»,  que  se  inicia  con  una  placidez  suave  y 
concluye  en  ardorosas  inspiraciones. 

Su  amante,  la  inteligente  y  poco  apetecible  Va- 
lentina, en  un  principio  intentó  amenguar  las  afi- 
ciones espirituosas  de  su  bello  Bazán;  «mon  beau 
Bazán»,  como  siempre  le  llamaba.  Pero  como  no 


CERVANTES  165 

fueran  tampoco  muy  católicas  las  costumbres  de 
la  antigua  «midinette»,  resultó  para  mal  de  am- 
bos, y  en  detrimento  del  honor  de  su  vida  casi 
conyugal,  que  los  enamorados  del  número  5  del 
piso  sexto,  de  la  casa  30  de  la  calle  Campagne 
Premier,  solían  embriagarse  juntos  cuando  algún 
acontecimiento  importante  lo  justificaba,  tal 
como  la  feliz  terminación  de  un  boceto,  la  rabia 
de  no  encontrar  un  detalle  de  perspectiva  o  mo- 
vimiento; o  bien  el  recibo  de  la  pensión  propia  o 
ajena  (lo  mismo  daba),  suceso  ruidoso  que  venia 
a  dar  alegría  a  muchos  espíritus,  ocupación  a 
muchos  estómagos,  sosiego  a  los  pinceles,  cincel 
y  pautas,  y  un  aumento  sensible  en  la  caja  del 
café  d'Harcourt  de  «Cuyas»,  «La  Rotonda»  y 
«La  Cave»,  de  San  Germain... 

Quizá  también,  o  sin  el  quizá,  el  artista  Bazán 
esfumaba  tras  la  penumbra  del  alcohol  una  re- 
cóndita tristeza  y  una  fuerte  inconformidad  con- 
tra su  propia  existencia... 

Bazán  no  amaba  a  Valentina...  Y  Valentina 
adoraba  en  el  escultor.  Cuántas  veces  el  mozo, 
e-n  soliloquios,  se  repetía  las  amargas  verdades 
del  gran  mexicano  Gutiérrez  Nájera: 


Amar  y  no  ser  amado 

no  es  la  pena  mayor; 

no  amar  ya  lo  antes  amado, 


166  CERVANTES 

ver  el  cariño  apagado 

es  el  supremo  dolor: 

es  como  al  sepulcro  ir 

del  pequeñuelo  querido 

y  quererlo  revivir, 

y  la  tristeza  sentir 

de  hallarlo  siempre  dormido... 

Tres  años  de  concubinato  con  aquella  mucha- 
cha de  París,  insaciable  y  ardiente,  en  medio  de 
borrascosas  noches  de  alcoba  que  le  desgasta- 
ban su  fecunda  juventud  de  esteta,  le  tenían 
aburrido... 

No  así  en  un  principio,  cuando  recién  llegado 
de  su  tierra  natal,  sin  conocer  más  besos  que 
los  lugareños,  furtivos  y  castos,  Valentina  le 
besó  como  una  faunesa,  le  mordió  los  labios,  le 
estrujó  las  encías  y  le  enseñó  su  cuerpo  desnu- 
do, esbelto,  ágil  y  siempre  vibrante,  regalándo- 
selo en  mil  caprichosas  formas,  que  por  instinto 
aprendiera  de  la  Roma  decadente  o  de  Pompe- 
ya,  la  elegantemente  voluptuosa. 

Os  contaró  cómo  se  conocieron. 

Un  día  gris  claro  de  agosto,  de  vuelta  de  ce- 
lebrar un  bautizo,  en  el  que  yo  fuera  padrino, 
llegamos  a  obsequiar  a  madre  y  madrina,  y  a 
obsequiarnos  nosotros,  mi  compadre  y  yo,  con 
algunas  libaciones  en  el  ya  famoso  cafe  de  «La 
Rotonde»,  que  hace  esquina  entre  los  bouleva- 


CERVANTES 


167 


res  Raspail  y  Montparnasse.  Allí  en  la  terraza, 
alrededor  de  dos  mesas  unidas,  la  pequeña  co- 
mitiva comentaba  animosa  las  escenas  de  la  pa- 
rroquia, que  resultaron  un  tanto  chuscas.  Mi 
ahijadita,  la  encantadora  María  E-osa,  se  condu- 
jo como  una  persona  mayor,  a  pesar  de  lo  géli- 
do del  agua  y  de  las  maneras  poco  acompasa- 
das del  señor  presbítero.  Los  padres  de  la  niña 
eran:  Ella,  Matilde,  parisina,  moutmartresa,  de 
ojazos  tan  grandes  como  su  bondad  y  tan  ne- 
gros como  blanca  era  su  alma  de  madre  y  de 
amante;  él,  Carlos,  un  mozo  paraguayo,  perio- 
dista de  enjundia  y  escritor  de  talento.  Magda- 
lena, la  madrina,  una  modelo  linda,  vivaracha, 
de  diez  y  ocho  años,  alegres  como  las  primave- 
ras de  París,  que  juntaba  sus  carnes  duras  y 
blancas  a  las  morenas  del  genial  caricaturista 
mexicano  Karral,  quien  fué  también  al  bateo. 

Eeíamos  todos  al  recuerdo  de  nuestras  peri- 
pecias: la  bella  Magdalena  hizo  tantas  muecas 
en  sus  precauciones  por  no  lastimar  a  la  peque- 
ñuela  y  bien  colocarla  en  la  pila  para  que  reci- 
biera las  aguas  bautismales,  que  parecía  como  si 
hiciera  gestos  al  clérigo,  quien  pensaba  tanto  en 
el  acto  simbólico  que  efectuaba,  como  yo  en  los 
viajes  de  Marco  Polo  Veneciano.  Mi  compadre 
me  decía  en  español  interjecciones  que,  de  haber 
sido  traducidas   al  francés,    habrían    bajado   a 


168  CERVANTES 

Juana  de  Arco  con  todo  y  armadura  de  su  brio- 
so corcel,  para  arrojarnos  del  templo  como  a 
enemigos  malos.  La  mamá  halaba  del  saco  a  su 
hereje  cónyuge,  quien  a  impulsos  de  los  tirones 
parecía  decir  que  sí  con  la  cabeza  a  los  latines 
del  sacerdote;  y  yo,  muy  mortificado,  comencé 
cinco  veces  el  «Credo»,  quedándome  siempre  en 
«su  único  hijo»,  por  fallas  de  mi  flaca  memoria, 
sirviéndome  de  excusa,  sin  embargo,  el  que  yo 
rezaba  en  el  idioma  de  Recine,  para  ser  galante 
con  los  santos  galos,  y  mi  francés  era  muy  pre- 
cario... 

Procedíamos  a  brindar  por  la  suerte  de  María 
E-osa,  cuando  del  agujero  del  «Metro»  (ferroca- 
rril subterráneo),  aparecióse  la  rara  silueta  del 
pintor  centro-americano  Bazán.  Venía  «en  co- 
pas», y  pidió  más  al  sentarse  a  nuestro  lado. 
Este  día — dijo — es  lógico  beber  a  la  salud  de  la 
futura  artista  y  de  su  padre,  a  quien  deberán 
elegir  presidente  de  su  país  para  tener  yo  dos 
pensiones,  pues  una  apenas  me  basta  para  los 
«accidos».  («Accido»  llamaba  el  escultor  a  cual- 
quier producto  alcohólico.) 

En  esto,  del  interior  del  cafó  surgió,  ataviada 
en  negro,  una  mujer  hasta  de  treinta  años,  color 
de  piñón  claro  el  rostro,  de  facciones  nada  ar- 
mónicas: nariz  ancha,  boca  grande,  negros  ojos, 
pequeños  y  tristes;   manos  chiquitínas,  de  uñas 


CERVANTES  169 

esmeradamente  pulidas,  pies  breves,  como  los 
senos,  que  erguiau  sus  puntas  duras  por  debajo 
la  muselina  sutil. 

Apenas  divisó  a  la  niña  en  el  regazo  materno 
corrió  a  hacerle  caricias  y  a  besarla  con  frui- 
ción. 

«Ma  belle  petite:  comme  tu  sera  jolie.  Ma 
mignone,  mon  tresor» — le  decia  cubriéndola  de 
besos  tiernos  y  sincerísimos.  Se  la  arrebató  a 
Matilde,  y  llevándosela  en  vilo  paseó  en  triunfo 
a  María  Rosa  como  si  fuese  una  princesa. 

— ¿Quién  es  esta  doncella? — preguntó  Bazán. 

—  Esta  doncella  no  es  doncella,  y  se  llama 
Valentina  Dusplesis — le  respondi. 

— ¿Dusplesis?  ¿Entonces  nieta  de  la  «Dama  de 
las  Camelias»? 

— No,  por  varias  razones:  primero,  porque 
Margarita  Dusplesis,  la  que  está  enterrada  en  el 
cementerio  de  Montparnasse,  cubierta  siempre 
de  flores,  no  tuvo  hijos.  Segundo,  porque  Valen- 
tina no  es  hija  de  su  padre,  sino  de  un  tío  suyo... 

— ¿Qué  bárbaro...! 

— No,  te  explicaré.  El  que  aparece  como  pa- 
dre de  esta  muchacha  no  lo  es  en  realidad,  sino 
adoptivo;  el  auténtico  es  un  tío  sinvergüenza 
que  abandonó  madre  e  hija,  que  se  llamó  Duval, 
y  que  hace  poco,  una  noche,  durmiendo  tranqui- 
lamente en  su  trinchera  en  Arras,  fué  volado  por 


170  CERVANTES 

una  mina  subterránea.  Tercero,  no  es  descen- 
diente... 

Bazán  no  me  dejó  concluir,  dándome  un  gol- 
pe seco  en  el  cerebro  y  diciéndome  una  picaar- 
dia  tan  grosera,  que  no  me  atrevo  a  estampar 
en  este  blanco  papel.  Y  luego  tornó  a  interro- 
garme: Entonces,  ¿está  de  luto  por  su  verdadero 
padre? 

— No — le  contesté — ¡por  Moliere! 

— ¿Cómo  por  Moliere? 

— Sí;  Valentina  recita  maravillosamente  los 
clásicos;  es  graduada  y  «primer  premio»  del 
Conservatorio  en  la  clase  de  declamación.  Reci- 
tar es  para  ella  más  que  un  placer;  una  necesi- 
dad. En  todas  partes  se  la  ha  oído,  y  como  se 
prodiga  demasiado  y  es  tan  sincera  su  pasión,  y 
la  halagan  tanto  los  encomios  y  es  tan  inocen- 
tona en  el  fondo,  toda  esta  gente  ha  acabado  por 
no  tomarla  en  serio.  La  burlan  y  algunos  per- 
versos la  befan.  ¡Pobrecilla!  Tiene  un  corazón 
como  una  romántica  de  Portugal;  es  crédula,  fo- 
gosa hasta  la  exaltación  cuando  declama,  y  en 
misterios  de  amor  es  sabia. 

— ¡Ah,  tú  ya...! 

— Sí,  la  otra  tarde  no  sé  quién  la  llevó  a  mi 
estudio,  y  porque  la  obsequié  mi  último  libro 
con  una  dedicatoria  galante,  y  en  verdad  justa; 
y  porque  la  invitó  a  decir  algún  verso  clásico, 


CERVANTES  171 

le  gustó  el  ambiente  de  mi  casa,  le  encantaron 
mis  encomios  y  halló  confortable  y  simpático  el 
calor  de  mi  lecho.  A  las  cuatro  de  la  mañana 
bebimos  un  poco,  la  perfumó  con  lilas,  y  frente 
al  espejo  me  recitó  el  «Misántropo»  completo, 
completamente  desnuda.  ¡Pobrecilla!  La  tengo 
una  piedad  tierna,  porque  es  bondadosa,  por  su 
exquisito  temperamento  de  artista  y  porque  es 
débil  y  torpe  para  hacer  valer  sus  cualidades 
espirituales  y  aun  las  físicas,  pues  si  la  cara  es 
más  bien  fea  que  bonita,  las  formas  de  su  cuer- 
po esplenden  en  una  euritmia  sujestiva  para  los 
ojos  y  provocadora  en  los  instintos. 

— ¿Y  el  luto  lo  lleva  siempre? 

— ¡Siempre!  Es  una  de  sus  chifladuras.  Asegu- 
ra a  todo  el  mundo  que  muerto  Moliere,  ella  no 
tiene  derecho  a  vestirse  de  color;  pero  yo  tengo 
mis  dudas  y  no  la  creo  a  pies  juutillas;  esta  mu- 
chacha guarda  un  secreto  que  a  nadie  revela: 
alguna  pasión  perdida,  un  muerto  amado  aún... 
¡Qué  se  yo...!  Pero  el  cuento  de  Moliere  es  una 
humorada  extravagante  que  esconde  una  pena. 

Valentina  regresaba  de  su  paseo  victorioso 
con  la  chiquilla  en  brazos,  y  se  sentó  a  mi  vera. 

— ¿Quién  es  ese  «beau  garcon»? — me  interro- 
gó, refiriéndose  a  Bazán. 

— ¡Un  gran  artista! — le  contesté. 

—¿Pinta? 


172  CERVANTES 

— Esculpe. 

— «II  me  plai  beaucoup  celui  lá» — dijo  en 
tono  que  todos  escucharon;  pero  que  Bazán  no 
comprendió  por  su  francés  incipiente.  Pero  como 
todos  sonrieron  y  le  miraron,  me  dijo  intrigado: 

— ¿Qué  dice? 

— Que  le  gustas  mucho. 

— Pues  dile — contestó — que  ella  me  interesa 
por  su  boca  sensual,  su  frente  inteligente  y  sus 
ojos  plenos  de  ideas  y  amarguras. 

Valentina  le  pagó  con  un  beso,  se  puso  muy 
contenta  y  bebió  a  la  salud  de  María  Rosa  y  de 
Bazán. 

Ya  de  noche,  con  esplendidez  que  a  todos  de- 
jara suspensos  invitó  la  cena  en  aquel  «restau- 
rante» griego  que  está  junto  a  la  «Taverne  du 
Pantheon»,  el  «Franco-Hellenique». 

La  mamá  dejó  a  su  hija  al  cuidado  de  una 
burguesa  de  su  misma  casa,  y  toda  la  comitiva 
enderezó  sus  pasos  todavía  firmes  a  la  fonda 
griega.  Allí  comimos  mucho  y  bebimos  más.  Se 
cantaron  tonadas  regionales  de  América  y  de 
Francia:  las  rondas  bretonas,  las  danzas  para- 
guayas, con  letras  y  coreografía,  los  aires  hon- 
durenos y  «La  Cucaracha»  y  «La  Valentina»  de 
México.  Esta  última,  a  coro,  en  honor  mío. 

Cuando  nos  despidieron  implacablemente  los 
hijos  de  Perikles,   andábamos  mal...,   mal  de  la 


CERVANTES  173 

cabeza  y  peor  del  bolsillo.  El  matrimonio  y 
Magdalena  enderezaron  sus  pasos  vacilantes 
rumbo  a  su  casa,  cantando  la  Marsellesa;  Karral 
y  yo,  para  estudiar  las  costumbres  de  París  que 
madruga  y  trabaja  rudamente,  nos  fuimos  al 
gran  mercado,  comimos  fresas  con  crema,  tan 
sabrosas  como  un  pecado,  y  después  de  obse- 
quiar a  una  frutera  una  mascada  de  mi  amante 
y  mis  últimos  céntimos,  porque  lloró  al  decirme 
que  había  perdido  a  sus  tres  hijos  en  la  guerra..., 
llegué  a  las  puertas  de  mi  casa  sin  arrepenti- 
mientos ni  temores,  enteramente  dispuesto  a 
bautizar  muchas  criaturas,  si  habían  de  traernos 
tan  felices  esparcimientos  como  los  de  aquel 
fausto  día... 

jSa    jf^    Mí 
^     7j?    >(? 

Bazán  y  Valentina  se  nos  perdieron  entre  la 
bruma  de  París.  Cuando  al  cabo  de  dos  días, 
adivinando  lo  sucedido,  fui  a  buscarlos,  el  taller 
del  escultor,  antes  ordenado,  era  ogaño  un  nido 
en  desbarajuste,  en  el  que  todos  los  rincones 
conservaban  el  eco  de  un  suspiro  o  el  temblor 
de  un  espasmo. 

¡Pero  el  tiempo  lleva  entrañadas  muchas  cruel- 
dades! 

Entre  aquellos    días    de   ensueño  y  aquesta 


174 


CERVANTES 


realidad  presente  va  gran  distancia...  Entonces 
vi  a  los  amantes  llevar  en  sus  sonrisas  el  opti- 
mismo de  la  vida,  y  en  sus  labios  candentes  el 
triunfo  de  una  hermosa  juventud;  y  ahora,  con 
amargura,  veo  a  la  pobre  mujer  inconforme,  tris- 
te, a  las  veces  desesperada  por  los  celos,  y  como 
la  protagonista  de  Campoamor,  «más  que  vieja, 
envejecida». 

Bazán  la  huye,  la  abandona  días  enteros, 
bebe,  trabaja  poco...  y  se  divierte. 

— Déjame  en  paz — le  dice — ;  ve  donde  te 
plazca;  haz  lo  que  te  dé  la  gana;  engáñame  si 
quieres;  baila,  juega,  bebe...,  ¡pero  déjame  tran- 
quilo! 

Y  Valentina  ha  intentado  olvidarlo,  pero  no 
puede.  Lo  ha  engañado,  pero  los  remordimien- 
tos le  engendraron  una  pasión  más  impetuosa. 

¡Pobre  mujer!  Una  mañana  vino  a  visitarme 
para  acogerse  a  mis  consuelos. 

— Dile — me  decía — ,  dile  tú  que  me  quiera; 
que  no  sea  malo;  que  yo  soy  gentil  con  él  y  que 
no  puedo  dejarlo...  porque  no  puedo,  Juan;  por- 
que me  hacen  falta  su  voz,  sus  ojos,  sus  cabellos 
negros,  su  presencia...  Y  lloraba  sobre  mis  hom- 
bros fraternales  como  una  niña  inocente,  casti- 
gada. — Aunque  no  me  quiera,  yo  quiero  verlo, 
yo  quiero  oirlo.  Dile  tú  que  me  regañe,  que  me 
insulte,  que  me  pegue;  pero  que  vaya  a  casa 


CERVANTES  175 

para  que  yo  lo  mire...  Dime,  ¿por  qué  habrá 
cambiado  tanto,  tú  sabes...? 

Todavía  hace  ocho  meses,  cuando  le  encargó 
su  Gobierno  la  estatua  del  «Libertador»,  recuer- 
do que  era  muy  bueno  conmigo,  aunque  ya  dos 
ocasiones  me  había  pegado.  ¡Qué  dicha!  Me  ha- 
bía pegado  por  celos... 

Hoy,  ¡qué  diferencia!;  saber  que  le  engaño  le 
deja  impasible;  y  yo  creo,  Juan,  que  lo  desea; 
¿verdad?  ¿No  te  lo  ha  dicho,  di? 

-¡...! 

— Ya  nunca  le  recito,  nunca...  Dice  que  Cor- 
neille  y  Moliere  son  sus  peores  enemigos.  Un 
día  me  lastimó  con  crueldad,  que  creí  no  perdo- 
narle. Me  dijo  que  recitaba  3''o  muy  mal;  que  to- 
dos se  burlaban  de  mí...  ¡Qué  horrible  decep- 
ción, Juan,  qué  cólera  y  que  pena  tan  espanto- 
sa! Piensa  lo  que  yo  sufrí  cuando  desde  niña  he 
tenido  un  culto  por  la  poesía  y  con  religiosidad 
he  recitado  siempre  mis  amados  versos.  Esa 
tarde  creí  olvidarlo.  Lo  abandoné,  lo  engañó 
con  un  estudiante  del  Conservatorio,  futuro  ac- 
tor, que  me  aseguró  lo  contrario:  que  nadie 
comprendía  ni  interpretaba  a  Moliere  como  yo. 
Sin  embargo,  volví  en  busca  de  mi  amor,  aver- 
gonzada, enferma  de  remordimientos,  a  buscar 
los  ojos  de  Bazán  y  a  besarle  los  pies.  Qué  quie- 
res, Juan,  esta  es  mi  vida. 


176 


CERVANTES 


Ya  no  recito;  ¿para  qué,  si  él  no  quiere  escu- 
charme? Los  demás,  ni  me  halagan  con  sus  elo- 
gios ni  me  preocupan  con  sus  censuras.  A  veces 
a  mí  misma  me  digo  mis  viejos  versos  como  si 
los  rezara,  y  acabo  sollozando... 

Valentina  me  lastimaba  el  corazón  con  sus 
angustias. 

— Lloras — me  dijo — ,  te  doy  lástima,  ¿verdad? 
Si,  sí,  no  digas  que  no;  ya  sé  que  a  todos  inspiro 
compasión  menos  a  él...  mi  Bazán...  «mon  beau 
Bazán...»  y  se  tiró  en  el  suelo  balbuceando  en- 
tre gemidos  el  nombre  de  su  amante. 

La  calmé  cuanto  pude,  y  le  ofrecí  un  cambio 
en  la  conducta  del  escultor. 

— Ya  verás,  ya  verás  su  transformación.  Le 
hablaré  seriamente,  le  recordaré  vuestro  pasado 
idilio...  Ya  verás,  Valentina... 

Me  besó  las  manos  como  una  hermana,  y  se 
filé  contenta. 

Me  fui  directamente  a  la  «rué  Campagne  Pre- 
mier». Bazán,  muy  atareado,  trabajaba  la  esta- 
tua del  «Libertador»  bastante  adelantada  ya. 

— Muy  bien,  muy  bien — le  dije — ;  veo  que 
ahora  si  no  estafas  al  Gobierno  de  tu  país... 

— ¿Y  no  sabes — me  dice — una  estupenda  no- 
ticia? El  ministro  me  ha  dirigido  ayer  un  cable 
que  dice...  ¡toma,  lee! 

El  cablegrama  decía:  «Giróle  diez  mil  francos 


CERVANTES  177 

más  Banco  de  Francia;  pero  mande  estatua  «Li- 
bertador» quince  dias  antes  fecha  convenida.» 

— Es  decir,  ¿cuándo? 

— Dentro  de  tres  semanas. 

Pues  ya  es  empresa  inverosímil. 

— ¡A.h,  no;  a  este  «Libertador»  yo  le  termino 
de  cualquier  modo,  ignominiosamente,  impía- 
mente; pero  le  inmortalizo  en  el  mármol.  Eso  sí, 
aquí  Ínter  nos,  te  confieso  mis  temores:  como 
estos  cargantes  encargos  los  hago  de  tan  mala 
gana,  yo  creo  que  al  «Libertador»  lo  elevan  en 
su  pedestal  de  todas  maneras;  pero  a  mí  me  ba- 
jan del  mío...!  ¡Ay,  Juan,  mi  adorado  Juan,  mi 
idolatrado  Juan,  ruégale  a  esa  señora  de  los  im- 
posibles, doña  E-ita,  que  este  señor  me  resulte 
regular,  no  bien  porque  es  imposible,  pero  re- 
gular siquiera!  ¿Tú  qué  opinas,  resultará? 

— Sí — le  contesté — ;  resultará...  ¡un  fracaso! 

— ¡Juanito,  bromas  conmigo,  en  estas  horri- 
pilantes condiciones! 

— ¡Un  fracaso,  como  lo  mereces  por  canalla! 

— ¿Canalla  un  hombre  manso  de  corazón,  gen- 
til en  sus  modales,  melifluo  de  voz  en  sus  acen- 
tos, tierno  como  yo? 

— Bueno,  y  a  todo  esto  me  escuchas  y  no  son- 
ríes ni  me  contestas. 

— No,  querido  hermano;  no  se  ríe  cuando  se 


178 


CERVANTES 


acaba  de  penetrar  un  hondo  pesar  ajeno.  Yo  no 
sé  estar  alegre  cuando  he  visto  a  una  mujer  ven- 
cida por  el  dolor  implorar  un  poco  de  piedad  al 
destino  para  que  le  restituya  su  felicidad... 

Bazán,  cruzándose  de  brazos,  me  dijo  contra- 
riado: 

— ¡Esto  me  faltaba!  Juan,  por  Dios;  con  estas 
sensiblería^  yo  no  puedo  trabajar  ¿Te  ha  visto 
Valentina? 

—Sí. 

— Y  te  habrá  contado  horrores:  ¡el  Jardín  de 
los  Suplicios,  Barba  Azul,  el  Infierno  del  Dante! 

— Me  ha  dicho  solamente  que  te  ama. 

— Pues  que  me  ame  todo  lo  que  quiera;  pero 
que  me  deje  en  paz. 

— ¡Hombre,  Bazán! 

— Sí,  ya  no  quiero  que  se  vaya;  que  se  quede 
aquí  por  los  siglos  de  los  siglos;  estoy  resigna- 
do; ¡pero  que  no  me  friegue!  Figúrate,  Juan, 
que  ahora  le  ha  dado  por  estar  celosa,  sí,  señor, 
celosa...  ¿Y  de  quién  imaginas...?  De  Alice,  la 
británica,  esa  desgarbada  y  canija  que  está  más 
bien  para  un  estudio  de  oseología  qne  para  alen- 
tar aún  en  este  paraíso  terrenal.  Y  lo  peor  del 
caso,  hermano  de  mi  corazón,  es  que  no  sólo  mi 
mujer  me  fastidia  con  sus  celos  infundados,  sino 
que  la  vieja  inglesa  me  persiguepor  doquier  voy. 

— ¿De  veras? 


CERVANTES  179 

— ¡De  veras,  hombre;  esto  no  es  vida!  Una  in- 
fortunada que  cuando  no  llora  me  recrimina; 
una  anciana  que  jura  por  Spencer  que  soy  más 
lindo  que  Byron  y  más  inteligente  que  Shakes- 
peare, y  que  debe  ser  telepática  porque  adivina 
dónde  estoy  a  cualquiera  hora  del  día  y  de  la 
noche;  y,  por  último,  para  estrambote  de  mis 
malaventuranzas,  una  pierna  del  «Libertador» 
que  no  me  sale,  que  no  tiene  movimiento,  que  no 
tiene  vida...  ¡Contempla,  extasíate  en  esta  maldi- 
ta pierna  que  parece  tubo  ventilador! 

Reí  mal  de  mi  grado  con  aquel  incorregible 
sinvergüenza. 

— Oye — me  dijo — ,  no  me  hables  de  esas  «don- 
cellas»... y  vamos  a  tomar  unos  «ácidos»  a  cuen- 
ta de  los  dineros  del  «Libertador»... 

Y  bajamos  al  Café  D'Harcourt. 

¿It       V*       il* 
»é«       >i»       >»v 

La  pobrecilla  amante  volvió  a  buscarme.  La 
engañé  como  pude,  dejándola  entrever  una  trans- 
formación próxima  en  su  vida  de  enamorada  y 
la  di  consejos  que  ella  acató  sumisa  y  agradeci- 
da respecto  a  los  infundados  celos  por  la  ingle- 
sa, y  otras  minucias  que  se  me  ocurrieron,  sa- 
biendo por  anticipado   que  ningún   beneficio  la 

reportarían. 

«:-  $  ^ 

Una  mañana,  a  eso  de  las  doce,  después  de  ce- 


180  CERVANTES 

lebrar  la  noche  anterior  con  toda  pompa  el  arri- 
bo tantas  veces  bendito  de  los  dineros  del  «Li- 
bertador», llegué  a  buscar  a  Bazán  para  invitarlo 
a  que  me  invitase  cualquier  cosa.  Muy  sorpren- 
dido quedé  al  ver  un  grupo  grande  y  animado 
de  gentes  que  discutían,  manoteaban,  gesticula- 
ban, lanzando  frases  no  muy  académicas  y  adje- 
tivos bastante  oprobiosos  para  el  injuriado... 
El  tal  era  Bazán. 

¡Pero  qué  de  improperios,  Dios  mío!  Toda  la 
gramática  parda  del  bajo  París  iba  endilgada  al 
escultor  del  tercer  piso.  La  verdulera  allí  esta- 
blecida era  la  más  indignada.  A  ella  me  dirigí, 
y  sin  preguntarle  nada  me  refirió  el  escandaloso 
e  increíble  suceso. 

— Sí,  señor,  la  ha  arrojado  por  el  balcón  a  la 
pobre  señora.  Yo,  yo  la  he  visto  cuando  la  echó 
para  abajo...  ¡Bandido!  ¡Asesino...! 

— ¿Pero  el  señor  Bazán? — interrogué  incré- 
dulo. 

— Sí,  sí,  el  escultor  del  tercero  ha  votado  a  la 
señorita  Valentina  por  los  aires  como  una  ba- 
sura. 

— Aturdido,  inquirí:  — ¿Y  la  señora,  vive? 
— Si,  gracias  a  que  el  buen  Dios  es  muy  gran- 
de; cayó  sobre  el  carro   de  legumbres   y  no    ha 
muerto;  pero  se  la  han  llevado  privada.  ¡Quiera 
el  cielo  que  viva!  ¡Tan  buena  la  señora! 


CERVANTES  181 

Y  seguían  las  interjecciones  sin  cesar. 

Subí  desolado. 

Bazán,  ebrio,  preparaba  tranquilamente  una 
bola  de  pasta. 

— ¿Pero  que  has  hecho,  bruto?  ¿Es  verdad? 

— Hermano,  no  sé  que  ha  pasado,  pero  me  pa- 
rece que  aventé  a  Valentina  por  allí... 

Yo  no  acertaba  ni  a  pegarle  ni  a  maldecirlo. 
Ese  espanto  me  sobrecogía. 

— ¿Pero  qué  te  hizo  la  infeliz  mujer,   estás 
loco? 

— Un  disgusto  horrible;  no  me  lo  recuerdes 
porque  me  irrito.  Primero  lo  sempiterno,  lo  into- 
lerable de  todos  los  días:  que  no  la  quiero,  que 
ella  es  una  esclava,  la  misma  tonada  con  la  mis- 
ma letra...  Pero  después  vino  a  colación  la  hija 
de  Picadilly,  la  veterana  de  marras,  y  comenzó 
la  reyerta  exaltada  por  los  efectos  persistentes 
aún  de  los  dineros  del  «Libertador»...  La  gritó, 
me  gritó,  nos  injuriamos;  la  di  de  golpes;  la  ame 
nace  con  arrojarla  por  el  balcón  y  tuvo  a  bien 
no  creerme  capaz  de  tal  osadía,  y  como  ella  tam- 
bién hubiera  tomado,  y  no  poco,  se  exaltó  más, 
me  exasperó  hasta  lo  indescriptible;  hubo  un  ins- 
tante en  que  me  dominó  una  faerza  extraña,  una 
fiebre  tremenda;  la  cogí  par  la  cintura...  y  la 
eché  a  la  calle...  «¡Voila!» 

— Pronto,  vamos  a  verla,  ven  conmigo. 


182 


CERVANTES 


— No,  yo  estoy  esperando  a  la  Policía. 
— Antes  que  llegue,  partamos. 
Bazán  me  obedeció. 

«  «  « 

En  el  hospital  de  sangre  una  enfermera  nos 
condujo  donde  Valentina  estaba. 

En  el  salón  blanco  y  largo,  el  silencio  del  do- 
lor imponía  su  gravedad.  A  la  entrada  ningún 
ruido  percibimos;  las  enfermas  dormían  o  medi- 
taban. Avanzamos  y  a  media  sala  se  escucharon 
un  lamento  largo  y  una  voz  dulce  que  venía  del 
último  lecho  ocupado  por  la  paciente  recién  lle- 
gada. Yo  no  paraba  mientes  en  las  mujeres  cu- 
riosas que  atiababan;  buscaba  a  Valentina  con 
avidez. 

Bazán  me  seguía  atolondrado. 

El  guía  que  nos  condujera  preguntó  a  la  cela- 
dora por  madame  Bazán. 

— Allá — respondió  una  gorda  con  voz  de  re- 
soplido— ;  el  núm,  48,  la  última,  a  la  izquierda. 

«  Ü»  « 

Valentina  estaba  lívida  y  sufría.  Las  quejas 
que  escuchábamos  eran  de  ella.  Una  hermana 
de  la  caridad,  muy  fea  y  consiguientemente  con 
probabilidades  considerables  de  ser  piadosa,  la 
cuidaba  solícita. 


CERVANTES  183 

Cuando  me  vio,  una  cariñosa  sonrisa  dibuja- 
ron sus  labios  y  expresaron  sus  ojos;  pero  ins- 
tintivamente, y  con  urgencia,  sin  hablarme  si- 
quiera, buscó  a  mi  alrededor,  con  los  ojos  muy 
abiertos  y  las  pupilas  ávidas...  Con  una  alegría 
infantil,  que  el  sufrimiento  y  la  fiebre  impidie- 
ron fuese  desbordante,  olvidándose  de  mi  per- 
sona, dijo  con  tierno  egoísmo  y  pasión  recon- 
centrada al  ver  a  su  amante: 

— Eres  tú,  «mon  Bazán,  mon  amour»...  Y 
quiso  incorporarse  para  besarlo;  pero  el  practi- 
cante que  se  acercaba  le  impuso  inmovilidad 
absoluta. 

— La  señora  tiene  luxada  una  pierna  y  frac- 
turada una  costilla.  Su  curación  requiere  un  re- 
poso total  de  quince  días. 

Después  de  una  pausa  en  la  que  Bazán  no  sa- 
bía qué  hacer  ni  con  los  ojos,  ni  con  las  manos, 
ni  con  las  ideas,  y  en  tanto  que  Valentina  con- 
templaba extasiada  a  su  amante  y  yo  a  la  sin- 
gular mujercita  enamorada,  el  joven  médico  em- 
prendió conversación  con  nosotros. 

— Ha  sido  un  golpe  mortal,  mortal...  ¡Qué 
desgracia  y  qué  casual  fortuna!  El  puesto  de 
verduras  salvó  a  la  señora.  Pero — agregó  inqui- 
sitivo— ,  ¿quiere  decirme  el  señor  cómo  fué  el 
raro  incidente  que  no  pudo  ser  evitado? 

Una  sensación  extraña  de  miedo  y  vergüenza 


184 


CERVANTES 


recorrió  mi  espiritu;  pero  Bazán  no  tuvo  tiempo 
de  preocuparse  siquiera;  Valentina,  rápidamen- 
te, como  quien  asesta  un  golpe  premeditado  y  se- 
guro, respondió  con  toda  la  premura  que  sus 
dolencias  le  permitieron: 

— Verá  usted,  doctor;  yo  veía  entrar  a  casa  a 
una  amiga  que  esperaba;  la  hacia  señas  del  bal- 
cón abajo,  y  así,  hablándola  desde  arriba  y  se- 
ñalando el  zaguán,  fui,  sin  darme  cuenta,  levan- 
tando el  cuerpo  sobre  las  puntas  de  los  pies, 
echando  fuera  la  cabeza  y  el  busto;  pero  tanto 
me  incliné,  que  en  un  momento  me  faltó  sos- 
tén; intenté  asirme  de  algo,  sin  lograrlo;  el  pá- 
nico me  hizo  perder  el  equilibrio  y  el  conoci- 
miento... y  caí. 

La  escuchaban  el  médico  y  las  enfermeras 
con  dolorosa  piedad,  mientras  yo  escondí  el  ros- 
tro detrás  de  las  amplias  cofias  de  las  enferme- 
ras, para  secar  dos  lágrimas  indiscretas  que  mi 
corazón  ofrecía  al  sublime  amor  de  Valentina. 

El  escultor  Bazán,  aturdido,  con  palabras  y 
acento  que  distaban  mucho  de  expresar  el  esta- 
do de  su  alma,  dijo  lentamente: 

— Ya  lo  ves;  yo  te  lo  decía  siempre:  no  te 
asomes  al  balcón,  no  te  asomes...  ¡Ya  lo  ves! 

Isidro  FABELA 


Río  de  Janeiro,  septiembre  4  de  1916. 


CERVANTES  185 


'oesias  escolares. 


Hablando  al  padre. 

Padre,  has  de  oir 

este  decir 

que  se  me  abre  en  los  labios  como  flor. 

Te  llamaré 

Padre,  porque 

la  palabra  me  sabe  a  más  amor. 

Tuya  me  sé 

ya  que  miré 

en  mi  carne  prendido  tu  fulgor. 

Me  has  de  ayudar 

a  caminar 

sin  deshojar  mi  rosa  de  esplendor; 

me  has  de  ayudar 

a  alimentar 

como  una  llama  azul  mi  juventud, 


186  CERVANTES 

sin  material 

basto  y  carnal, 

con  olorosos  leños  de  virtud. 

Por  cuanto  soy, 

gracias  te  doy: 

porque  me  abren  los  cielos  su  joyel, 

me  canta  el  mar 

y  echa  el  pomar, 

para  mis  labios  en  sus  pomas  miel. 

Porque  me  das, 

padre,  en  la  faz 

la  gracia  de  la  nieve  recibir, 

y  por  el  ver 

la  tarde  arder: 

¡por  el  encantamiento  de  existir! 

Por  el  tener 

más  que  otro  ser 

capacidad  de  amor  y  de  emoción, 

y  el  anhelar, 

y  el  alcanzar 

ir  poniendo  en  la  vida  perfección. 

Padre,  para  ir 

por  el  vivir, 

dame  tu  mano  suave  y  tu  amistad, 


CERVANTES  187 

pues,  te  diré, 

sola,  no  sé 

ir  rectamente  hacia  tu  claridad. 

Dame  el  saber 

de  cada  ser 

a  la  puerta  llamar  con  suavidad; 

portando  ud  don, 

mi  corazón, 

y  nevarle  de  lirios  su  heredad. 

Dame  el  pensar 

en  Ti  al  rodar 

herida  en  medio  del  camino.  Asi, 

no  clamaré, 

recordaré 

el  vendador  sutil  que  alienta  en  Ti. 

Tras  el  vivir, 

dame  el  dormir 

con  los  que  aquí  anudaste  a  mi  querer. 

De  tu  arrullar 

bello  el  soñar. 

¡Hogar  dentro  de  Ti  nos  has  de  hacer! 

Gabriela  MISTRAL 


188 


CERVANTES 


BOCETOS  PROVINCIANOS 


EL    AGUA!    CUANTO    TIEMPO 

El  agua!  Cuánto  tiempo 
estuvo  ausente  el  agua! 
Tenía  sed  la  tierra 
y  amorosa  esperaba 
su  venida,  tal  como 
al  amado,  la  amada 
paciente  y  melancólica, 
espera  en  la  ventana. 
El  valle  estaba  triste, 
y  triste  estaba  el  alma, 
y  triste  estaba  el  huerto 
de  nuestra  humilde  casa, 
aunque  tus  manos  de  ángel 
con  amor  lo  cuidaban. 
El  agua!  Cuánto  tiempo 
estuvo  ausente  el  agua! 
Más  fué  el  anual  milagro, 


I 


CERVANTES  189 

y  descendió  la  hermana 
azul,  musicalmente, 
desde  la  comba  diáfana 
a  los  tranquilos  valles, 
a  las  humildes  plantas, 
a  las  profundas  simas 
y  a  las  verdes  montañas. 
Aun  hasta  en  los  abismos 
sedientos  de  mi  alma, 
diluvió  su  frescura 
primaveral  el  agua. 
El  agua!  Cuánto  tiempo 
estuvo  ausente  el  agua! 


FRESCURA   MATINAL 

Frescura  matinal. 
Fragante  está  la  tierra, 
recientemente  húmeda 
por  una  lluvia  intensa. 
Orgullosa  en  sus  árboles 
aparece  la  huerta, 
a  un  lado  del  camino, 
que  es  una  larga  recta. 
La  choza  es  una  mancha 
en  la  verde  paleta, 
donde  sus  tintes  puso 


190  CERVANTES 

la  gentil  Primavera. 
Más  en  ella,  sin  duda, 
el  niño  alado  juega, 
y  dos  almas  amantes 
olvidan  sus  tristezas. 
Ilusión  ensoñada! 
Aspiración  y  meta 
de  esta  vida  intranquila, 
que  con  los  años  vuela! 
Una  casa  en  el  campo, 
una  casa;  y  en  ella, 
una  mujer  hermosa, 
que  nos  ame  y  comprenda... 
Frescura  matinal. 
Fragante  está  la  tierra, 
recientemente  húmeda 
por  una  lluvia  intensa. 

Julio  OROZCO  MUÑOZ 


CERVANTES  191 


Indi 


ice. 


Páginas. 

Crónica,  por  Joaquín  Dicenta 1 

Poesías  inéditas,  por  Rubén  Darío 7 

Impresiones  sobre  dos  poetas,  por  Luis  G.  Urbí- 

na 12 

A  un  poeta  joven,  por  Francisco  Villaespesa. ...  31 

¡Y  murió  Dicenta!,  por  Alberto  Ghiraldo 33 

impresiones  de  paisajes  y  lecturas,  por  Juan  de 

Contreras  y  López  de  Ayala 42 

El  Cristo  de  Velázquez,  por  César  E.  Arroyo. ...  54 

Retrato  del  cura  Valera,  por  Hugo  Moreno 63 

El  suicida,  por  Alfonso  Reyes 65 

Psicología  de  la  curiosidad,  por  José  Ingenieros.  85 

Sonetos,  por  Rafael  Heliodoro  Valle 107 

«La  Corte  del  Cuervo  Blanco»,  por  Goy  de  Silva.  109 
En  loa  y  elogio  de  la  ciudad  de  Caracas,  por  E. 

Marquina 151 

Jaime  Brunet,  por  Carlos  Bosch 158 

Los  dineros  del  libertador,  por  Isidro  Fabela.. .  .  163 

Poesías  escolares,  por  Gabriela  Mistral 185 

Bocetos  provincianos,  per  Julio  Orozco  Muñoz..  188 


J 


AP  Cervantes;   revista  hispano- 

60  americana 

C4 
1917 
enero- 
marzo 


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