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Full text of "Colección de arículos"

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Esta Obra es propiedad de su cAutor. 



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DAÍÍIEL MUÑOZ 

(Sansón Carrasco} 



BIBUOTECi DE ADTORES EüGniTOS 




ANSÓN ÜARRASCO 

COLECCIÓN DE ARTÍCULOS 

CON UNA INTRODUCCIÓN 

DEL DR. DON JUAN CARLOS BLANCO 




S UBREaÍA &EL ateneo! 

MONTEVIDEO 

ISTABLECINimO TIPOGRIFICO EDITORIAL DB U LIBRIRli KACIOKiL 

DE A. BARRIIRO Y RAMOS 
Z884 



(ffítnqfnf Ütorntürío 




INTRODUCCIÓN 



wmHBgfM A poco tiempo decía yo en un acto público de la 
D WB R Universidad estas ó parecidas palabras : « en la es- 
H ^ffl fl fera política, en la económica, en la literaria, son 
fl^^'B tiempos de transición y de advenimiento los tiempos 
que hemos alcanzado.— Un paso más, agregaba, y la prensa ha- 
brá completado su misión civilizadora entre nosotros, cediendo 
parte de su dominio al libro de ciencia y de arte, cuyos prime- 
ros resplandores asoman ya en la novela, en la historia, en la 
crítica, etc. » 

La aparición del libro, como producto natural del progreso 
y manifestación necesaria de los espíritus, caracteriza, en verdad, 
la faz porque pasan actualmente, en la esfera literaria, los pue- 
blos de esta parte de América. 

Con las guerras de la independencia, terminó el canto épico 
y legendario; con las luchas internas, la estrofa impregnada de 
dolor y de indignación que vibraba en la lira de Gómez , de Már- 
mol y de Várela . 



VI INTRODUCCIÓN 



El escenario de dos épocas, una, inicial, de radicales trans- 
formaciones, otra, de gestación, en que se elaboraban los ele- 
mentos que habían de completar más tarde la primera, se llenaba, 
pues, en la literatura, con el himno y el apostrofe de los poetas, 
como condensación de un estado único y absorbente en las ideas 
y en los sentimientos. 

Independencia, libertad, lucha interna, —lucha d favor y en 
contra del predominio de la fuerza,— he ahí los sentimientos y 
las ideas, grandes y gloriosos unos, extraviados y violentos otros, 
pero exclusivos y absorbentes todos, que dominaban, en las dos 
épocas señaladas, á los pueblos de la América latina y en espe- 
cial á los que constituyeron el antiguo Vireinato del Rio de la 
Plata. 

El dominio literario pertenecía á los poetas, porque era el 
dominio de la pasión, que ellos debían estender á todas las 
fronteras con el grito de ¡ Libertad ! ¡ Independencia! y con la re- 
percusión simultánea del choque del acero en la contienda fra- 
tricida . 

Investigaciones filosóficas, conquistas científicas, literatura, 
• eran cosas y palabras que no estaban ni podían estar en los es- 
píritus. En la idea y en la acción, solo tenían lugar la Iliaday la 
Odisea. 

Fragmentos de la magna epopeya se encuentran esculpidos 
allá en los Andes , bajo el pensamiento de San Martín ; allá en 
las llanuras de Ayacucho, bajo la espada de Sucre ; acá en los 
pueblos que divide el Plata, bajo las banderas que ajitaron Bel- 
grano. Artigas, Lavalleja y Melchor Pacheco ; fragmentos de la 
Iliada y la Odisea americanas se encuentran también reproduci- 
dos en los versos inmortales de López, Baralt y Olmedo, y en las 
páginas de Sarmiento en el « Facundo,» narración dramática del 
genio, la vida y la índole de los hombres de la independencia y 
los hombres de la tiranía y el caudillaje. 

Tiempos de combate, de batallar incesante, no tienen, aún en 



INTRODUCCIÓN VII 



la TÍda moderna, más manifestación, fuera de la faz política, que 
la faz esencialmente lírica y poética. 

Cuando, en recientes y memorables días, los hombres del 
Norte hicieron resonar sus armaduras sobre las piedras de las 
murallas de París, hubo un gran silencio de desesperación y de 
espanto, solo interrumpido por la voz de Victor Hugo que con- 
juraba al pueblo francés á defender el suelo sagrado de la pa* 
tría, como lo había defendido la E&paña de las huestes y las 
águilas del último César. 

La guerra, como las luchas del hombre para enseñorearse de 
la naturaleza, reclama el bardo que cante sus dolores, sus triun- 
fos y sus conquistas. 

Los pueblos de la América Latina ofrecen, en general, el es- 
pectáculo de ese doble estado sociolój^ico hasia mediados del 
presente si<;lo, y, en algunos, se prolonga hasta nuestros díav 
por el alejamiento en que se encuentran de toda acción civiliza- 
dora exterior que acelere la marcha progresiva de los elementos 
internos. 

Buenos Aires y Monlevideo, capitales de los dos Estados del 
Plata, señalan, quizüs más que otro alguno, el momento histó- 
rico de su entrada á la vida moderna, infundida á la América 
por los progresos y las conquistas de la Europa ú través de los 
siglos. 

Con la caida de la tiranía de Rosas , en 185 i , coincide, en 
efecto, un movimiento de los espíritus que tiende á ensanchar 
los horizontes de las artes, las ciencias y las letras. Es el soplo 
vivificador de la libertad que lleva su impulso á todas las esferas. 

El libro no aparece, sin embargo, todavía. 

Hay una inversión de causas. Lo que debía seguirlo, viene 
á precederlo. 

La imprenta no empieza en los Estados del Plata á componer 
la pajina, sino á forjar el diario, que, arma de combate en sus 
comienzos, se templa y se esgrime como las armas mismas. 



VIII INTRODUCCIÓN 



Hé ahí el fenómeno invertido. Al canto de Olmedo, al him- 
no de López, á la estrofa de Echevarría, de Berro, de Gómez; 
¿ la pasión dominante de dos épocas que absorbe dos genera- 
ciones ; al drama realizado de la Independencia, de la libertad 
y del caudillaje, no sucede el drama escrito, la investigación 
científica, la producción literaria, tranquila, meditada, reflexiva, 
no sucede el libro, sino el diario. 

La prensa no se mueve pesadamente para fijar el progreso 
de las ideas y las conquistas hechas en las ciencias y en las ar- 
tes, sino que se agita con violencia á impulso de la pasión, que 
todavía es el estado dominante en las masas populares. 

Se ha inaugurado, sí, una nueva época. Con la destrucción 
del despotismo que sofocaba á los pueblos del Plata, corrientes 
de civilización y de cultura avanzan y se cruzan por todas partes; 
pero los elementos nacionales de organización social y los asimi- 
lados del cxtrangoro á través de largas convulsiones, no se en- 
cuadran en el tipo de las instituciones ni se hallan preparados 
para la producción normal en los dominios del pensamiento. 

Prosigue aún el batallar de las sociedades embrionarias; pre- 
domina todavía la fuerza como característica de los sucesos, aun- 
que falla el gran escenario de las guerras de la independencia. 

Si el libro no ha surjido ni podido surjir, menos puede entrar 
al combale como elemento de acción. Por eso, la prensa produ- 
ce el diario, — que es ariete y es baluarte — y el diario atrae á su 
seno con atracción irresistible, á sus abismos y resplandores, á 
los espíritus más selectos de los dos pueblos del Plata. 

En el turbión que ajila á las sociedades y que las remueve del 
fondo á la superficie, la prensa se presenta como un recinto y 
un reducto, y á ella van unos tras otros los talentos y los carac- 
teres más viriles para fijar en alto los principios y los problemas 
de la nueva época. Es el gran valladar levantado en medio de la 
convulsión general. 

Mitre, Gómez, Sarmiento, los Várela, Pérez Gomar, Vedia, 



INTRODUCCIÓN IX 



José P. Ramírez, José M. Gutiérrez, Julio Herrera y Obes, se re- 
parten alternada y sucesivamente la dirección de los espíritus 
en las dos márgenes del Plata y son sus diarios el porta-voz de 
las opiniones que dividen y por las cuales combaten en luchas 
internase incesantes argentinos y orientales. 

No todo es ardor, sin embargo, no todo es obra de la pasión 
y lleva el sello de la pasión misma y de la hora y del momento 
en que se escribe. Fuerza demoledora la prensa, pero fuerza de 
civilización en su esencia, deja, arriba de las cuestiones transito- 
rías, de los odios y la saña del combate, una estela luminosa que 
marca la conquista política realizada y un ideal más avanzado 
para la vida de las generaciones que vienen. 

Fuera de la conquista política y de esa acción refleja que la 
prensa va ejerciendo lentamente, aún en épocas de grandes agi- 
taciones públicas, sobre la cultura de las sociedades, el movi- 
miento científico y literario de las dos repúblicas estaba refundido 
de 1850 á 1870 en las columnas de sus diarios, ó más propia- 
mente, no existía sino en un estado latente y de formación. 

"Uno que otro volumen impreso aparecía de tarde en tarde, 
iris de paz y de reflexión en medio del fragor de las armas, uno 
que otro libro destinado á ilustrar tal cuestión histórica ó filo- 
sófica. 

^ Quién los escribía? Los mismos que estaban empeñadps en 
la prensa, en la política y en la acción. 

Eran Sarmiento, con su vida del «Chacho»; Mitre, con su his- 
toria de Belgrano; Domínguez, Lamas, Alberdi, con sus investi- 
gaciones históricas y políticas; Vicente F. López con sus novelas 
y laboriosos estudios sobre Etnología y Filología de las lenguas 
americanas ; Magariños Cervantes, con sus dramas y páginas de 
ciencia, literatura y arte; Pérez Gomar, cojí sus lecciones de de- 
recho público; César Diaz, con sus memorias militares; Acevedo, 
Vélez Sarsfíeld, con sus obras de legislación y jurisprudencia. 
La bibliografía de la época no registra puntos más luminosos 



INTRODUCCIÓN 



en los anales de uno y otro pueblo. Ellos venían, á penas, á en- 
globarse en la constelación inicial que desde los primeros días de 
la independencia trazaron en la literatura del Río de la Plata, 
sustrayendo por instantes su pensamiento á la lucha jigantesca, 
Larrañaga, con sus trabajos sobre la flora uruguaya; Moreno, 
con sus discursos forenses; Santiago Vázquez y Florencio Vá- 
rela, con sus estudios políticos. 

Si el libro era, en los tiempos de la emancipación, tan solo 
el reflejo de excepcionales personalidades, sin ninguna relación 
de nivel, ni vínculo próximo con la sociedad en que aparecía, no 
fué, tampoco, más que un glorioso esfuerzo en los tiempos que 
sucedieron hasta 1870 en que parecen terminadas las luchas de 
medio siglo entre las ciudades y los campos, entre el estado ci- 
vil y el estado del caudillaje. 

De 1850 á esta última fecha, de la caida de Rosas hasta la 
extinción de los caudillo i que se llamaron Urquiza, Peñaloza, 
Sandes y Flores, el último y el más noble de todos los que re- 
corrieron en nuestros días leis pampas argentinas y las quebradas 
uruguayas, no ha transcurrido en vano el tiempo, sin embargo, 
para el progreso de las ideas y el mejoramiento social en la es- 
fera de las ciencias, las letras y las artes. 

Veinticinco años de prensa, el transcurso de una generación, 
han preparado el terreno y los espíritus de otra generación. En 
medio del combate, la prensa arrojaba, á falta de otro libro, la 
simiente del porvenir. Veinticinco años más 'tarde, recoje el 
fruto la generación que sucede á los grandes periodistas del 
Río de la Plata. 

Había llegado ya la hora que señala una nueva etapa en la 
marcha de los pueblos. 

Por el desenvolvimiento natural de las agrupaciones socia- 
les, por las leyes económicas que presiden á su desarrollo, se- 
gún el suelo, el medio y las instituciones orgánicas, los dos pue- 
blos, oriental y argentino, habrán podido ya, al terminar las 



INTRODUCCIÓN XI 



insurrecciones de nuestro estado feudal, del caudillo y del mon- 
tonero, incorporar á su organismo los progresos y las conquistas 
de la civilización moderna. 

La imprentase multiplicaba; la máquina hacía su entrada en 
c| taller, irg^iendo la frente del obrero ; la materia, en una pa- 
labra, se espiritualizaba en esas nubes que el vapor iba fijando 
en su trayecto sobre la estela de nuestros rios y la superficie de 
nuestros campos. 

La filosofía, las ciencias, las artes mecánicas y las artes deco- 
rativas encontraban ya, de este lado del atlántico, fuerzas prepa- 
radas para comprenderlas y asimilarlas. 

Las universidades habían elaborado también, en su lento y 
silencioso camino, la materia prima del conocimiento humano, 
entregándola á la sociedad en las falanjes de jóvenes que á sus 
aulas habían entrado en los últimos veinte años . 

En la esfera económica, dos colosos habían surjido bajo el 
estrépito de las armas y por la pacífica acción del trabajo, la 
industria, la inmigración y el comercio — dos colosos — la pro- 
ducción y el crédito. 

Diarios, revistas, descubrimientos, estudios sobre todas las 
cuestiones y todos los problemas, habían venido de todos los 
puntos del horizonte á saturar nuestra atmósfera intelectual . -^ 
Hay ya , pues , medio ambiente para la vida científica, literaria 
y artística; hay ya colectividades que leen, asimilan y pro- 
ducen. 

]Ah ! pero el libro no es todavía una manifestación definitiva. 
Pasa ya por la última evolución de su génesis y es este el 
gran acontecimiento que no es dado contemplar á los contem- 
poráneos. 

Fué en un principio reflejo y proyección de singulares per- 
sonalidades, filé mas tarde esfuerzo y tensión de unos cuantos 
espíritus selectos y llega á ser, por último, necesidad de produc- 
ción y de consumo, que, tanto en el mundo económico, como 



XII INTRODUCCIÓN 



en el mundo moral, es la ley que determina la existencia de un 
nuevo elemento de vida y de sociabilidad. 

Arrojad, sino, una miraJa al cuadro que ofrece desde 1875 el 
movimiento intelectual de los dos pueblos, y veréis cómo el libro 
es ya más que promesa: — es el anuncio de una realidad próxima. 

Asistimos, pues, á la época de la aparición del libro en el 
Río de la Plata, como producto de su zona, de su cielo y de 
sus hijos ! Arrojad, si lo dudáis, repito, una mirada al escenario 
de los dos pueblos. 

Todavía figuran en él los batalladores de la prensa y los 
precursores de nuestra era literaria, al lado de los hombres de 
la nueva generación. 

Mitre, López, Sarmiento, Lamas, Magariños Cervantes, dan 
nuevos volúmenes á la prensa, y Gómez, el periodista, el poeta, 
asciende una vez más á la cátedra para confiar á la juventud, 
como Sócrates á sus discípulos en la hora postrera, los últimos 
dictados de una moral sobrehumana ! 

Organismos superiores resisten á la lucha y á la febril movi- 
lidad de los nuevos cerebros, y bien puede Vicente López, por 
ejemplo , escribir su « Revolución Argentina » seguro de marcar 
en alto su dominio de la lengua y su intuición histórica, á pe- 
sar de los primores de Avellaneda, de las bellezas de Goyena, 
de los esmaltes y arabescos dados en sucesión á la brillante 
pluma de otro de su nombre. 

Con Lucio López, en efecto, con los Várela y el jurisconsulto 
Moreno, vienen en Buenos Aires á anunciar la definitiva apa- 
rición del libro, de la obra de ciencia y de arte, Estanislao Ze- 
ballos que analiza, describe y enseña en interesantísimas narra- 
ciones ; Francisco Moreno, el explorador, que hace repercutir 
su nombre y sus descubrimientos en las academias délos sabios; 
Miguel Cañé, también literato de extirpe, que escribe viajes 
como Edmundo de Amicis y confidencias que recuerdan ¿ las 
confesiones de Alfredo de Musset. 



INTRODUCCIÓN XIII 



No hago nomenclatura. Cito nombres que acuden á los pun- 
tos de mi pluma, omito otros, tanto ó mas conocidos en las le- 
tras y las ciencias, pero fijaos en el movimiento de la imprenta 
argentina y él os dirá que el libro pasa, en verdad, por la última 
evolución que precede á su completo desarrollo.. 

Análogo cuadro se presenta paralelamente en esta margen 
del magestuoso Río, en esta República Oriental, tan combatida 
desde su existencia por propios y extraños.— La imprenta recla- 
ma ya, no solo al periodista, sino a' escritor, no solo el diario, 
sino el capítulo meditado de ciencia ó de arte. 

De 1875 acá, la fuerza de producción se ha ido acelerando 
con múltiple coeficiente.— Son también los dias del libro para 
nuestra evolución científico-literaria. 

José Pedro Várela es uno de los primeros que aumenta la 
inicial de esa fuerza aceleradora con sus magnos trabajos sobre 
la educación popular, que renuevan las ideas de una generación 
y abren á otras los senderos de la escuela moderna. 

Bauza, Fregeiro, De-María, investigan el pasado y describen 
en páginas de vivo interés la vida de nuestras razas y tribus pri- 
mitivas, de nuestra sociedad colonial, y la vida de espectables 
personalidades desde la independencia hasta los últimos veinte 
años. 

Francisco A. Berra, por imponderable esfuerzo, hace un vas- 
to sistema pedagógico y unñ Jiloso/ia de la enseñanzaf según la 
frase del educacionista Siciliani; Gonzalo Ramírez innova en la 
legislación penal con un código que se separa de la tradición y 
la costumbre para dar fundamentales bases al enjuiciamiento y 
á la represión; Sienra Carranza, W. Bermúdez, Carlos M. de 
Pena, producen selectos trabajos de literatura y ciencia; el pro- 
fesor Aréchaga dicta un tratado de derecho constitucional cu- 
yas lecciones se anotan con aplauso en el extrangero, como se 
anotan, también, las monografías de otro profesor, José Arecha- 
valeta, sobre las plantas uruguayas ; Luís Melián Lafínur hace 



XIV INTRODUCCIÓN 



un estudio del genio de Shakspeare, que muestra su acabada 
preparación histórica y literaria y sus dotes de estilista ; Ángel 
Floro Costa, — insigne escritor, como le acaba de llamar un 
insigne poeta, — se manifiesta exhuberante en la fecundidad de 
sus facultades y hoy dá un libro de sociología tan notable como 
c Nirvana » y al día siguiente otro sobre problemas políticos ó 
económicos ; y , para cerrar esta estensa pero incompleta enu- 
meración, es otro libro de un periodista— que no es el segundo 
del Rio de la Plata ~ el que está mereciendo actualmente juicios 
favorables de la crítica,— la novela « Los Amores de Marta», 
■ de Carlos M. Ramírez. 

La poesía tiene también, en estos tiempos, admirables intér- 
pretes, cuya inspiración revela que si el canto épico y lejenda- 
rio terminó con las guerras de la independencia como manifes- 
ción de un estado único y absorbente en los espíritus, no se ha 
extinguido aún la poderosa vibración de la Kra americana. Ahí 
están, como espléndida señal de vida y para no citar más que 
dos nombres, los poemas de Andrade, el mayor en mi concepto, 
de los poetas del continente, y los cantos de Zorrilla de San 
Martín, cuyo lirismo alcanza la más alta nota, así como alcanza 
su piedad el más avanzado puesto entre los restauradores de la 
paleontología mística. 

¡ Ah ! la prensa, según lo veis, ya no forja en la República 
Oriental tan solo el diario — el arma de combate— sino que com- 
pone la obra de ciencia y de arte elaborada en nuestra zona y 
bajo nuestro cielo . 

Si la literatura no es todavía un elemento de poder social, 
es ya en los dos pueblos del Plata una aptitud y un campo 
abierto á la actividad del pensamiento. 

Ciegos y bien empecinados serán los que lo duden y los que 
no vean esa creciente labor productora del libro que avanza por 
todas partes. 

La observación del naturalista, la investigación filosófica, 



INTRODUCCIÓN XV 



histórica, crítica, converjen hoy de escojidos cerebros á la pro- 
ducción de la obra de ciencia ó de arte, y tócame á mí, Analmen- 
te, para dar una prueba más de mi tesis, el placer de escribir 
estas líneas en la portada de un libro de Daniel Muñoz, de cuyo 
autor y de cuya obra quiero y debo yo trazar algunos rasgos 
para imprimir tinte ameno y simpático á esta incorrecta intro- 
ducción. 

Presentemos, por tanto, á ese autor, aunque bien puede pa- 
sarse entre nosotros sin presentaciones. Escribe desde hace diez 
años y con la frecuencia y la rapidez que exije la prensa diaria. 
Ha mediado, pues, tiempo bastante para que se le vea de cuerpo 
entero. 

Dicen de Daniel Muñoz y como obser\'ación profunda, que 
él, á su vez, ve como pocos; que tiene ojps certeros y que esa 
cualidad de ver bien constituye su principal mérito literario.— 
Confieso que no me ha deslumhrado la observación. —Diré por 
qué y lo diré sencillamente, dejando correr mi pluma con la es- 
pontaneidad de concepto que el asunto ahore^ me demanda. 

Yo conozco á Muñoz, á ese ameno y endiablado escritor que 
dio en llamarse Sansón Carrasco, y que otros no conocen sino 
por este último nombre. Le conozco á él y á sus ojos, desde los 
tiempos en que estos no hacían otra cosa que contemplar de 
arriba á abajo los claustros de la Universidad. 

^Cuándo veían mejor, entonces ó después? Entonces, proba- 
blemente, pero en aquellos tiempos no teníamos al escritor, al 
novelista, ni al crítico. 

Los ojos veían bien, tal vez mejor que ahora, pero había en 
ellos demasiada luz difusa, y faltaba en su dueño destreza para 
reproducir la imagen. 

Ver bien, es á penas una condición. Lo que determina aptitud 
es el poder de reflejar al exterior con la palabra ó el pincel el 
cuadro que ha pasado por los ojos ó que ha concebido la mente. 
—Digamos que Daniel Muñoz posee hoy esa aptitud. 



XVI INTRODUCCIÓN 



No filé, sin embargo, una página descriptiva, la primera que 
produjo su injenio. 

Había hecho una gimnasia de la lengua con las lecturas de 
Cervantes, y entró á la liza buscando entuertos que enderezar.— 
Los encontró, y ahí están sus críticas y artículos satíricos que lo 
demuestran, pero su trabajo revelaba una fluctuación. 

El espíritu del Quijote no es el de Sancho, y Daniel Muñoz 
no se ajustaba al idealismo del uno ni al burdo escepticismo del 
otro, por más que pudiera manejar el lenguaje de ambos. Por 
eso fué en sus comienzos superior el crítico — sobre todo en la 
crítica política— al escritor de costumbres y al literato. La sátira 
se abría paso á través del lenguaje del célebre Bachiller, y en- 
contraba en el estado de los ánimos, ansiosos de represalias 
contra los escándalos y degradaciones de la época, la base más 
segura de su éxito. No era este debido, pues, á una analogía ín- 
tima entre el espíritu del crítico y los dos tipos prodigiosos con 
cuyo lenguaje se identificaba; — era simplemente el resultado de 
la audacia de Sansón Carrasco para decir á los prepotentes con 
la altisonante habla de Don Quijote ó con la imponderable impa- 
sibilidad de Sancho, cosas que debían remover sus concien- 
cias por atrofiadas y endurecidas que estuvieran. 

Así, cuando el ingenio de Daniel Muñoz pudo mostrarse, fué 
cuando abandonó las formas que había adquirido en las lecturas 
de Cervantes; cuando descubrió su propia risa y su propio chis- 
te, antes ocultos tras la filosofía de Don Quijote y la carcajada es- 
truendosa de Sancho. — Entonces apareció el escritor con sus 
perfiles y contornos. 

No es posible encuadrar las ideas de un tiempo, ni el pensa- 
miento de una personalidad, en el estilo de otra época ni en las 
envolturas de otra personalidad, por grande y sublime que ésta 
sea, no es posible, digo, sin perder el rasgo propio y sin dejarse 
arrastrar por las exigencias del molde inconsciente ó calculada- 
mente adoptado. —En tales casos, la forma se impone al fondo. 



INTRODUCCIÓN XVII 



Como crítico, el rasgo prominente de Daniel Muñoz consis- 
te en encontrar de un golpe la disonancia, la contradicción de 
las cosas, la contorsión del visaje, la faz desgraciada de una ac- 
titud ó de una obra, y en decirlo todo con un acento de candor, 
de ingenuidad, de íntima franqueza, de asombro infantil, que 
hace resaltar más la fealdad del visaje y de la disonancia, ob- 
jetos de su burla ó de su critica. 

Siendo ese el rasgo prominente de su ingenio, mal podía 
revelarlo bajo un estilo que tendiese á lo ideal y á lo heroico, 
ni que descendiese á la concepción grosera de las cosas. — Su 
estilo propio era la exactitud de la línea, la rapidez y nerviosi- 
dad del concepto, mezcladas á la risa entre picaresca é impetuo- 
sa de un muchacho callejero . Cuando lo empleó, tuvimos al 
critico con personalidad propia ; cuando á esas cualidades 
agregó Sansón Carrasco la observación, la descripción y el 
elemento dramático, tuvimos al escritor y al novelista . 

La índole de este libro escluye la fisonomía del crítico y del 
novelista, y ló siento en verdad , por que mucho podría decir, 
con las pruebas á la mano, del autor de «Cristina» y de ese 
chispeante espíritu que ora desbordaba de gracia en la sátira 
suave y juguetona de Sansón Carrasco y ora levantaba carde- 
nales en el rostro de los prepotentes, con el látigo de c Harmo- 
nium». 

Son tan sólo artículos de costumbres y bocetos literarios los 
contenidos en esta obra. — No pueden mostrarnos, pues , de 
Daniel Muñoz mas que la faz del paisagista y del escritor. 

^A qué escuela literaria pertenece? 

Hé ahí la pregunta obligada, la pregunta de moda. Así co- 
mo en los tiempos de las guerras religiosas, en Inglaterra, sé 
investigaba ante todo si un individuo era episcopal ó presbite- 
riano, hoy, en literatura, lo primero que se trata de saber es á 
qué escuela literaria pertenece el escritor, — á la realista ó la 
romántica. 



XVIII INTRODUCCIÓN 



No quiero afiliar á Daniel Muñoz en una ú otra de esas ban- 
derías, pero SI he de decir, refiriéndome á los propios capítulos 
de este volumen, que en el boceto sabe distribuir las sombras y 
la luz y marcar con un toque rápido el sello peculiar de una 
fisonomía, y que, así en el paisaje, como en k narración, es 
abundante, fácil y atrayente en sumo grado. 

En esta última especialidad, los elementos principales de que 
se sirve nuestro autor son la observación y el análisis.— Quizás por 
estas cualidades se le pudiera colocar entre los escritores de la 
escuela realista, si es que el realismo por si solo constituye es- 
cuela ó género literario. 

Zola es el primero que recomienda el análisis y la observación 
en su filosofía del naturalismo, pero Zola sería un novelista que 
nadie leería si no tuviera, ante todo y sobre todo, ese dominio so- 
berano de la lengua francesa que constituye su fuerza. Dad á 
Goncourt, á Huiysmann, al propio Daudet y ¿ esa falanjc de es- 
critores realistas el mismo argumento, y no harán una obra del 
aliento de las de Zola.— Les falta el molde del autor de « Nana » 
y de « Pot-Bouille » . 

En la creación literaria, la forma comparte la originalidad de 
la idea. Su unión es tan estrecha, que el asunto ó la descripción 
desfallecen y se debilitan, si el estilo no alcanza á espresar la ver- 
dad, laenerjíay la precisión de las concepciones personales en 
toda su intensidad. 

Si el arte por el arte es infecundo para producir algo que ten- 
ga vida y conmueva, más infecundo es el realismo por el rea- 
lismo. 

Con este principio por guía, se llega á lo deforme en el bo- 
ceto y ¿ lo extravagante y pueril en la descripción. 

En el afán de observar y analizar, se estienden fuera de todo 
limite las dimensiones del cuadro y se asigna una importancia 
trascendental á hechos y cuestiones secundarios, que solo sirven 
para debilitar la idea principal, objeto de la obra. 



INTRODUCCIÓN XIX 



Consignemos que Daniel Muñoz, no obstante sus preferencias 
por el género descriptivo y sus inclinaciones hacia la escuela 
naturalista, ha sabido salvar esos obstáculos del realismo por el 
realismo puro, mostrándose casi siempre sobrio en los detalles 
y tratando á la vez de realizar la precisión en el arte. 

Hasta qué grado lo ha conseguido, lo dice más alto que mis 
apreciaciones la «Colección de Artículos» que forma este volu- 
men, en cuyas páginas, á la originalidad de los temas, se agfega 
la manera especial de ver de su autor— no lo que ven y observan 
sus ojos— sino el colorido propio con que sabe reproducir, en la 
descripción ó el boceto, el cuadro ó la personalidad objetos de 
su estudio. 

Hay todavía un mérito más que aducir en pro de tan relevan- 
te escritor, y es que los artículos contenidos en esta obra fue- 
ron improvisados, dicho sea sin exageración y sin hipérbole, rin- 
diendo únicamente homenaje á la verdad. 

Daniel Muñoz los ha escrito bajo el apremio de la máquina 
de imprimir, que hacía resonar sus vueltas y estremecimientos 
en la misma mesa de la redacción de un diario. 

Ahí, en la Imprenta de la « Razón » , le he visto yo, como 
tantos otros, elaborar esas páginas que hoy pueden formar 
un libro , sin resentirse de la precipitación eon que fueron 
escritas. 

Y ya que con esta referencia he iniciado al lector en algo 
que se relaciona con el modo de producir de nuestro autor, per- 
mítaseme que avance un tanto más en la confidencia, para ter- 
minar en la intimidad estos ligeros rasgos de personalidad tan 
simpática y tan peculiar. 

No recuerdo si en la sala de redacción donde trabajaba Mu- 
ñoz había algún gato al cual pasar la mano para distraerse, ó 
bien algún objeto raro de estudio ó de arte cuya contempla- 
ción aguijoneara la fantasía, pero si recuerdo que había dos 
lámparasj'ó mejor dicho, dos reverberos que parecían de platino 



XX INTRODUCCIÓN 



incandescente, capaces de dejar vizcos , no yá á los humanos, 
sino á los mismos ojos de la diosa Minerva. 

Pues Daniel Muñoz se sentaba frente á esas dos lámparas 
con un alto de cuartillas de papel bajo su mano, y, cuando la 
pluma se detenía un momento, levantaba él los ojos y los cla- 
vaba en aquellas luces y en aquellos cristales que echaban chis- 
pas ! Después , los volvía á bajar y seguía imperturbable escri- 
biendo página tras página. 

Silencioso en los primeros momentos, de repente prorumpía 

en una risa entrecortada ó en una exclamación Era que acá* 

baba de clavar un par de banderillas con los puntos de su 
pluma, ó que había encontrado la forma definitiva de su plan ó 
de su expresión . 

Así sucedía, en efecto, y Carlos María Ramírez que ocupaba 
frecuentemente, como redactor del mismo diario, el lado opuesto 
de la mesa, podía comprobarlo conmigo en las ocasiones en que 
yo me encontraba de visita en la Imprenta. 

En una de ellas y habiendo terminado Ramírez su tarea de 
la noche, se dirijió hacia mí para que saliéramos y fuésemos 
juntos al café inmediato del « Telégrafo » . 

— Y Daniel, le dije yo, ^ no viene ? 

— No, me respondió Ramírez, y, volviéndose hacia Muñoz, 
agregó : éste se queda para .... 

— Tallar en la ancha veta de la metáfora^ le interrrumpí yo, 
repitiendo esas palabras de un célebre diputado. 

— No , volvió á decir aquél. Se queda para trabajar por su 
fama literaria I 

Yo quiero creer que si este libro c Colección de Artículos » , 
no basta para justificar ante sus lectores una fama literaria, de 
esas que solo se cimentan con el trascurso del tiempo, basta 
seguramente para acreditar las bellas dotes de su autor y para 
augurarle nuevos y más definitivos éxitos en la literatura. 

Estamos en la época de la aparición del libro entre nosotros, 



INTRODUCCIÓN XXI 



y asi como hoy es este el que dá á luz , mañana publicará Mu- 
ñoz otro y otros de distinta índole, que hagan conocer al nove- 
lista y al critico, cuya talla es sin duda superior á la del pai- 
sagista, y, para que nada falte al advenimiento de esa época que 
he tratado de caracterizar en la primera parte de esta introduc- 
ción, tenemos también,— réstame decirlo,~nuestro futuro Michel 
Lcvy, en el editor Antonio Barrciro, quién parece destinado á 
fundar la gran librería en la República y á editar las obras de 
nuestra naciente era Iíteraría.~¡ Salud y honor á los nuevos au- 
tores ! 

jJUAÍ^ pÁRLOS ^LANCO . 



zAgosto de 1884. 






Colscción ds Artículos 



EL COMETA 



BpOiBi E las cuatro de la mañana en adelante es 
B JK j cuando se ve el cometa, y aunque á la ver 
HlBJdad bien podía el coludo astro presentar- 
mSsásc á una hora más oportuna, creí de mí 
deber sacrificar algunas horas de mi sueño para 
corresponder á la visita del huésped celestial. 

Di orden de que me despertasen á las tres y me- 
dia, y me acosté sin poder conciliar al pronto el 
sueño, como sucede siempre que está uno con el 
ánimo preocupado por alguna novedad. Dábame 
vueltas entre las sábanas, traté de permanecer 
con los ojos cerrados, pero aún así veía por entre 
los párpados la imagen del cometa, con su bri- 
llante estrella y su flamígera cola, tal cual figurá- 
bíime había de verlo en la madrugada. 

No sé cuanto tiempo duró mi insomnio, pero sí 



SANSÓN CARRASCO 



sé que al fin debí dormirme, porque recuerdo 
que me sacaron de mi profundo sueño unos fuer- 
tes golpes dados á la puerta de mi cuarto y que 
me hicieron dar un respingo en la cama. 

Sabe Dios en lo que mi imaginación se entrete- 
nía mientras el cuerpo dormía, pero seguramente 
que no soñaba con el cometa, porque los golpes 
me alarmaron, é incorporándome en la cama, 
grité: 

— ¿Qué? ¿Qué hay? ¿Han empastelado la irfi- 
prenta? ¿Ha caido el Gobierno? ¿Se ha sublevado 
algún batallón ? 

— No, señor, me contestó el sirviente, le des- 
pierto por el cometa. 

— ¡Ah! ¡es verdad! el cometa, dije para mí, é 
insensiblemente me dejé deslizar de nuevo en- 
tre las cobijas, tibias y amorosas, que parecían 
convidarme á continuar mi sueño. 

— ¿Qué voy á sacar yo con ver el cometa? me- 
decía como queriendo convencerme á mí mismo 
de la inutilidad del madrugón. ¿Soy yo, acaso, 
astrónomo? ¿Voy á aprender algo? 

Bostecé hasta desarticularme las mandíbulas, 
cerré los ojos, y efltre ese ser y no ser precursor 
del sueño, acabé por decirme: — ^¿Para qué diablos 
voy á incomodarme? Al fin y al cabo, un cometa 
no es más que una estrella con cola, y estrellas 
veo todas las noches, y colas todos los días, y no 
vale la pena.... aaaaah! 

Tanl tan! tan! volvió á sonar á mi puerta, y el 
sirviente, que por más señas es gallego, me gritó 
á través del ojo de la cerradura: 

— ¡ Señuritu ! ¡ El cumeta ! 



EL COMETA 



— ¡Maldita sea tu casta! hube de contestarle in- 
comodado ya, pero comprendiendo que lo único 
que iba á sacar en limpio era alterarme la sangre 
sin conseguir continuar mi sueño, decidí hacer el 
sacrificio, sacrificio que seguramente nunca me 
agradecerá bastante el maldecido cometa. 

Me desperecé, me restregué los ojos, eché hacia 
atrás las cobijas, por no volver á caer en la tenta- 
ción de arrebujarme entre ellas, y me tiré de la 
cama maldiciendo del gallego, del cometa, y de 
mi impertinente curiosidad, que tan mal momen- 
to me proporcionaba. 

Me calcé unas zapatillas, me puse sobre el ca- 
misón de dormir un abrigo , me encasqueté un 
sombrero, y tropezando en los peldaños de la es- 
calera llegué á la azotea, punto estratéjico desde 
dónde debía hacer mi observación astronómica. 

Eran próximamente las cuatro. La luna, bri- 
llante todavía, estaba en su ocaso, preparándose 
á zambullirse en el mar asi que el sol asomase su 
cara chata por el Oriente. Las estrellas titilaban 
en la ancha bóveda del cielo, semejando las re- 
verberaciones del sol sobre el cristal azulado de 
las aguas en los días de calma.* 

La madrugada era templada y serena. — Al Es- 
te, una faja blancuzca anunciaba la proximidad 
de la aurora. — El cometa brillaba por su au- 
sencia. 

En torno mío, toda la ciudad dormía. Los po- 
cos ruidos que se oían brotaban de en medio del 
silencio general con la misma nitidez con que 
brota una luz en medio de las tinieblas. No se 
escuchaba ese rumor confuso que parece el alien- 



SANSÓN CARRASCO 



to de las grandes poblaciones, formado por mil 
ruidos distintos, concierto indefinible de herra- 
duras, de ruedas, de voces de vendedores ambu- 
lantes, y de todo lo que forzosamente hace bulla 
en el continuo trajín de una ciudad en medio de 
la actividad del diario trabajo. 

A la madrugada, todo está mudo. De entre el 
silencio, surge de repente el canto de un gallo, 
sonoro , alegre, y á ese canto contesta otro, y 
otro, y otro, como dando á la naturaleza el alerta 
por la próxima llegada del rey que la preside. 
Los gallos son los farautes pregoneros del sol. 

Apagado el eco de los cantos, se oye el rumor 
lejano de un carro que se va acercando poco á 
poco, dando tumbos en las desigualdades del 
empedrado. Pronto desemboca por la esquina y 
pasa arrastrado al andar lento de una muía, que 
lleva el compás de los pasos abanicando sus lar- 
gas orejas. — El conductor, sentado en el arranque 
de las varas, activa el andar de la bestia casta- 
ñeteando la lengua, y de vez en cuando le gol- 
pea el lomo con las riendas flojas, gritándole al 
mismo tiempo con voz cavernosa: «¡Vamos, ma- 
cho ! » Y el macho hinca la pezuña en los intersti- 
cios de las piedras, y tambalea el carro, por cuya 
trasera asoman las hojas crespas de color verde- 
ceniza de las coliflores, y penden las hojas carno- 
sas y lacias de las cebollas que conduce al Mer- 
cado. 

Y á todo esto, ¡ nada de cometa ! Anchas fajas 
de nubes se ciernen sobre el horizonte, precisa- 
mente á la altura en que ha de verse el fenómeno. 
Por distraerme, miro otra vez á la calle. — Solo un 



EL COMETA 5 



hombre la puebla, que camina apresurado, ha- 
ciendo zig-zags de una acera á otra, con un largo 
bastón al hombro.— Cada vez que se detiene, se 
extingue la luz de un farol, cuyo amarillento re- 
flejo languidecía tembloroso, falto de la presión 
que leda ese blanco azulado con que brilla en las 
primeras horas de la noche. 

A lo lejos, se ve cruzar al trote un tropel de ca- 
ballos conducidos del cabestro, que van al agua, 
y por otro lado se ve llegar otra tropilla que vuel- 
ve ya del baño, con el pelo lustroso, marchitas 
las crines, la cola puntiaguda como un pincel que 
va goteando, y el lomo y las narices humeantes. 

Ya son las cuatro y media y sin embargo el co- 
meta no aparece. La luna se retira con su cara 
pálida surcada de ojeras cenicientas, como pos- 
trada de haber pasado la noche en vela; las estre- 
llas se borran gradualmente en el cielo, como se 
borran en un espejo las manchas empañadas del 
aliento; las nubes de Oriente se festonean con 
puntillas de un dorado pajizo, que poco á poco va 
acentuándose, hasta que pasando por todas- las 
gradaciones del amarillo degeneran en flecos son- 
rosados, que á su vez se tiñen con mas pronun- 
ciado tinte hasta llegar al rojo púrpura; y todo lo 
que dormía bajo el manto uniforme de la noche, 
empieza á despertar vistiendo los alegres colores 
que matiza la paleta abigarrada de la naturaleza. 

De entre las brumas del río surgen los afilados 
mástiles de las embarcaciones; el campo empieza 
á verdear, se pintan de azul las aguas, y aguje- 
rean el diáfano ambiente de la mañana las altas 
torres de las iglesias , cuyas campanas llaman á 



SANSÓN CARRASCO 



primera misa con toque desganado , que acusa la 
pereza del sacristán , medio dormido todavía , y 
renegando allá en sus adentros contra las exigen- 
cias de su oficio que le obligan á levantarse con 
el alba. 

Ya está claro el día , aunque todavía el sol no 
ha desbordado el horizonte . Todo empieza á re- 
vivir después de esa muerte ficticia en que la na- 
turaleza repara las fuerzas gastadas en la jornada 
anterior. Los obreros, con la chaqueta al hombro 
y las herramientas de su oficio en la mano , van 
á su trabajo haciendo resonar en las aceras los 
herrados tacones de su calzado burdo. 

Las beatas, rebozadas en sus mantos, se dirigen 
á la iglesia, encorvadas y presurosas, mirando 
de reojo por ver si descubren algo de qué mur- 
murar en sus conciliábulos . Los sirvientes salen 
con la canasta al brazo á la compra diaria; y 
los perros parias , sin dueño ni hogar conocido , 
vagan por las calles husmeando en las basuras 
alguna piltrafa para aplacar el hambre que los 
tiene consumidos y enclenques . 

Conjuntamente con la naturaleza despiertan 
todos los ruidos que dormían. — En el puerto se 
oyen los silbatos de los vapores que llegan , y co- 
mo una bandada de aves de rapiña que acuden 
allí donde se divisa una presa, se vé desprenderse 
de los muelles toda una flotilla de balleneras que 
rodean el vapor disputándose el transporte de 
los que llegan. En tierra , el penacho blanco de la 
locomotora va de un lado á otro , acarreando los 
wagones que poco después ha de arrastrar car- 
gados de pasageros y mercaderías '. Empiezan á 



EL COMETA 



rodar los carros , las puertas van poco á poco 
abriéndose , las chimeneas dejan escapar las pri- 
meras bocanadas de humo espeso, que remoli- 
neando se eleva verticalmente, y los gritos de los 
vendedores ambulantes comienzan á turbar el 
silencio del último sueño en que todavía está su- 
mida la ciudad . 

De pronto, se dibuja una ceja dorada en la apa- 
rente confluencia del mar con el cielo, y por mi- 
nutos vá levantándose el sol, que al destacarse 
completamente sobre el horizonte, parece una 
inmensa naranja que boya sobre las aguas . 

Un himno de triunfo acoje su salida . Las ale- 
gres dianas de los cuarteles taladran el silencio 
con sus penetrantes notas , y el ronco redoble de 
los tambores se prolonga hasta perderse como 
un murmullo en las lejanas hondonadas que re- 
percuten el eco . 

Los vidrios de los altos miradores y los azule-' 
jos de las torres se colorean con todos los matices 
del iris ; se oye el martilleo de los yunques ; las 
embarcaciones del puerto izan las velas para que 
el sol las seque de la humedad de la noche ; las 
golondrinas empiezan á rasgar el aire con sus 
puntiagudas alas, precipitándose como flechas 
hasta rozar el empedrado, y remontándose en 
seguida para posarse en ñla sobre los sutiles 
alambres del telégrafo; y grandes bandadas de 
gaviotas llegan con su volar tardo y acompasado 
cerniéndose sobre la bahía en busca de una presa 
que arrancan de entre las aguas , en medio del 
clamoreo de las que no han conseguido saciar ol 
hambre que las trae desde leguas y leguas . 



8 SANSÓN CARRASCO 

— ¿ Y el cometa ? dirá el lector . 

— ¿ El cometa ? . . . Ahí vá , disparado por el riel 
interminable de su parábola, arrastrando su fla- 
mijera cola con una velocidad mayor que la de 
una bala impulsada por la pólvora , sembrando á 
su paso el temor entre los ignorantes y la admi- 
ración entre los que contemplan extasiados las 
bellezas de la naturaleza, y aguzando la. avidez de 
saber entre los que cultivan esa ciencia grandio- 
sa que estudia los cuerpos que gravitan en los 
dilatados espacios interplanetarios . 



Octubre de 1882. 







todavía esta ALLÍ! 




is media noche. Los relojes marcan la 
hora con lentas campanadas, cuyos ecos 
metálicos vibran por largo rato, enseño- 
I reándose del espacio hasta perderse en 
murmullos débiles que se apagan en las tinieblas. 
La ciudad duerme con toda la pesadez del pri- 
mer sueño, desiertas las calles, sin mas poblado- 
res que las dos hileras de faroles que las iluminan, 
y de trecho en trecho algifn guardián que bosteza 
recostado en una esquina. 

La bahía retrata en su plana superficie la luz 
de los faroles de los muelles, que se proyectan 
hasta larga distancia en surcos amarillentos, y en 
medio de la oscuridad se destacan los resplando- 
res rojos y verdes de las linternas de á bordo. 
Todo está en calma y tranquilidad. La brisa ha 



10 SANSÓN CARRASCO 

barrido los vapores que la ciudad exhala en sus 
horas de actividad, y el fresco de la noche ha- pu- 
rificado el aire viciado durante el día por la hu- 
mareda de las chimeneas y el respirar délos hom- 
bres y bestias que transitan afanados y sudorosos. 

Los contornos de las azoteas se pierden en la 
penumbra, y por allá arriba se oye de vez ep 
cuando el destemplado maullido de un gato, 
amoroso reclamo con que llaman á su favorita, 
que acude á la cita saltando pretiles y deslizán- 
dose por entre las rejas con desgoznadas contor- 
siones. 

De repente, en medio del sepulcral silencio que 
reina, resucitan los ruidos que dormían. — Rue- 
dan los carruajes, óyense pasos apresurados de 
personas que marchan en tropel, y los conducto- 
res de los tramways soplan en sus cornetas toques 
repetidos en demanda de pasageros. 

Ha terminado el teatro, y de aquel único centro 
en actividad átales horas, se derrama la multitud 
en todas direcciones, abrigados los hombresden- 
tro de sus sobretodos y rebujadas las mujeres 
en sus tapados forrados de raso con que cubren 
la ligereza de sus trajes de gala. 

Aquellos contornos vuelven á vivir por un rato. 
Los dületanti se retiran^epitiendo los últimos tro- 
zos de música que han oído, y los profesores de 
la orquesta salen apresurados,. llevando los unos 
los féretros negros de los violines, y los otros las 
trompas y fagotes cuidadosamente abrigados . 
dentro de fundas de género. 

Al poco rato rueda el último carruage que lleva 
á las artistas; apáganse las luces del vestíbulo, y 



TODAVÍA ESTÁ ALLÍ II 

el teatro queda sumido en la oscuridad, frío y 
mudo, guardando entre las bambalinas los últi- 
mos acentos de Raúl y Valentina al caer arcabu- 
ceados por los fanáticos que capitanea Saint-Bris. 

La ciudad ha vuelto á su silencio; apenas si á 
la distancia se oyen los cantos de los que acortan 
el camino repitiendo á voz en cuello lo que han 
oído, haciendo la parte de bajo, de barítono, de 
tenor, de contralto y de soprano, como esos mú- 
sicos ambulantes que llevan consigo toda una or- 
questa que hacen funcionar con la boca, con las 
manos^ con los codos, con la cabeza y con los pies. 

El cielo está expléndido. Aprovechando la au- 
sencia de la luna, se han venido á curiosearlo que 
pasa en la tierra todas las estrellas que pueblan el 
infinito. La bóveda oscura está claveteada con 
tachuelas brillantes, en toda su extensión, desta- 
cándose entre la muchedumbre. Marte con su 
resplandor rojizo; Saturno con sus argentados 
reflejos; el Alpha de Orion como un brillante de 
Golconda; la Cruz del Sur, aislada allá sobre el 
horizonte; las tres Marías en el zenit; y titilando 
con variados matices, las siete Cabrillas, dos ro- 
jas, dos verdes, dos azules, y la sétima mezclilla, 
según cuenta Sancho que las vio cuando ginete 
en las ancas de Clavileño,*se remontó hasta aque- 
llas alturas para caer sobre el reino de Candaya, 
dando fin y remate á la aventura de la Dueña Do- 
lorida. 

Pero donde las estrellas se agrupan y se api- 
ñan, es en la vía láctea, la gran carretera de los 
cielos por donde discurren esas miriadas de po- 
bladores del espacio que recorren mil leguas por 



12 SANSÓN CARRASCO 

minuto sin fatigas ni vértigos . Parece una gran 
calle enarenada con polvo de luz y regada con 
una dilución de fósforo que relampaguea en el 
fondo negro de la bóveda . De pronto, de aquella 
masa se desprende una partícula que atraviesa la 
atmósfera como una flecha de luz y va á morir 
entre las tinieblas, como muere una brasa su- 
merjida en el agua. 

Y siguiendo la estela brillante que en el espacio 
traza aquel bólido desprendido de esos mundos 
desconocidos que gravitan en distancias incon- 
cebibles, se percibe hacia el Oriente, sobre el 
horizonte, una faja luminosa que mancha el cielo 
en una gran estén sión. Es el cometa , con su fla- 
mijero penacho de millones de leguas, que sigue 
su ignorada ruta volteando con una rapidez que 
lamente na acierta á comprender, porque hasta 
la velocidad de la bala disparada de un fusil es 
insuficiente para establecer un término de com- 
paración . 

¡Todavía está allí I apesar de las profecías de la 
ciencia, y cada día apresura su salida como si 
quisiera hacerse admirar de todos , anticipándo- 
se á la hora en que los habitantes de este raquí- 
tico mundo se recojená descansar de sus fatigas. 

¿Qué es ese penacho luminoso que sigue al 
astro en su vertiginosa peregrinación por los 
espacios siderales? ¿Qué materia forma esa ca- 
bellera fosfórica que flota en la inmensidad con 
sútíles hebras de luz ? 

La ciencia no ha dicho todavía su última pala- 
bra al respecto , y mientras la controversia esté 
en pie, tiene todavía la imaginación el campo 



TODAVÍA ESTÁ ALLÍ 1 3 

abierto para lanzarse á las mas atrevidas conje- 
turas. El fenómeno está visible , pero nadie se 
lo esplica . 

Parece que la mano de un artista gigantesco 
hubiese sumerjido una enorme brocha en esa 
sustancia luminosa que tapiza la vía láctea, y 
que después de sacudirla en el manto negro de 
la noche salpicándolo con gotas de luz , hubiera 
trazado una pincelada inmensa en el segmento 
mas oscuro del círculo celeste como rúbrica del 
autor de esa tela inimitable que envuelve á nues- 
tro planeta. 

Y á medida que va subiendo sobre el horizonte, 
va creciendo su intensidad luminosa , que se de- 
rrama en vaga claridad sobre la ciudad que re- 
posa y el río que dormita hamacándose en sua- 
ves ondulaciones , que acompañan las embarca- 
ciones meciéndose mansamente y cuyos mástiles 
dibujan su aguda silueta en la penumbra argen- 
tada por el resplandor del cometa. 

¡ Qué apacible tranquilidad preside en ese mo- 
mento á todo lo que duerme ! Hasta parece que 
la tierra se hubiese detenido en su precipitada 
carrera por el espacio para reposar flotando en 
el éter. 

Ni un bulto, ni una sombra interrumpía la lí- 
nea recta de las calles que se pierden en las hon- 
donadas del terreno, y cuando el guardián noc- 
turno se separa de su puesto para recorrer la 
manzana, sus pasos resuenan en el enlosado de la 
vereda, y se repercuten en las paredes de la acera 
opuesta, como si alg'ün ser invisible fuese siguién- 
dole á poca distancia. 



14 SANSÓN CARRASCO 

Una campanada suena en el reloj de la plaza 
principal, y su eco vibra por largo rato aumen- 
tando y disminuyendo con metálico zumbido, 
como si se hubiese pulsado una gruesa bordona, 
y al mismo tiempo una lechuza, de guardia en la 
abertura del mechinal, repite por dos veces su 
sshh! sshh! conio haciendo callar al bronce que 
ha venido á interrumpir el silencio en que la ciu- 
dad reposa de las fatigas del día. 

Y entretanto, el cometa voltea por el espacio 
alejándose de nosotros con una velocidad de 
veinte mil leguas por hora, como espantado de 
las miserias de este raquítico mundo, mientras 
que á nuestra vez navegamos por el espacio con 
no menos celeridad, recorriendo la ruta, que lo 
mismo que á nosotros, traza el astro-rey á todos 
esos planetas que tachonan el cielo, y que jiran 
en luminosa pléyade por los espacios: Ashaverus 
del infinito, condenados á caminar siempre, sin 
que les sea concedido un instante de reposo. 

Pero, en su precipitada fuga, no logra aún 
ocultarse á nuestra vista. El núcleo se ha borra- 
do ya, pero el chorro de la luz que derrama en el 
espacio, como estela de su tránsito, ese, todavía 
está allí. 



Noviembre 9 de 1882. 



JUAN MANUEL BONIFAZ 



EL DECANO DE LOS MAESTROS 



_^ llA por los años 27 ó 28, desempeñaba 

wMB el joven español Juan Manuel Bonifaz, el 
^^^ puesto de Secretario particular del Du- 
que de San Carlos, á la sazón repre- 
sentante oficial de España cerca de la corte de 
Carlos X en París. 

El viejo don Juan Manuel que hoy conocemos, 
blanco en canas y cargado de achaques, era por 
entonces un mozo gallardo y bien parecido, si es 
que no miente un retrato que de aquella época 
conserva, y que él muestra con no disimulada 
complacencia, contoneándose todavía al verse tan 
petimetre y espigado, correctamente vestido con 
un fi'ac azul de anchas solapas y abultado cuello, 
como era la moda en aquel tiempo. 



1 6 SANSÓN CARRASCO 

No hay para qué decir que el joven Bonifaz no 
se preocupaba por entonces de otra cosa que de 
gallear en los salones de la aristocracia parisien- 
se, sin soñar siquiera que la suerte había de lle- 
varle algún día á andar con el silabario y la arit- 
mética á las vueltas y poniendo á prueba su pa- 
ciencia contra las travesuras y bribonadas de los 
chicuelos. 

Había cursado las letras en Madrid, completan- 
do sus estudios en París, y con esa esmerada 
educación, la brillante posición que ocupaba y su 
gallarda figura, fácil es comprender que tenía co- 
mo pasarlo bien en aquella ciudad, que de antaño 
viene siendo foco de placeres y aventuras. 

Pero quiso el destino que aquello no durase. 
Murió el Duque de San Carlos, y aunque la Du- 
quesa quería conservar á su lado al joven Secre- 
tario, creyó éste que le sería mas provechoso 
buscarse otros horizontes, y por consejo de un su 
tío, canónigo por mas señas, y afrancesado de 
llapa, como que fué de los que siguió en la emi- 
gración al postizo rey de España José Bonaparte, 
por mal nombre llamado Pepe Botellas, decidió 
Bonifaz echarse á correr tierras, como por enton- 
ces se decía, y después de titubear sobre la elec- 
ción de su destino, rechazó las proposiciones que 
se le hacían de ir á la Habana, por temor, del vó- 
mito negro, y resolvió embarcarse para Buenos 
Aires. 

Salió de París en diligencia, único medio de 
trasporte terrestre que entonces se conocía, y se 
encontró con cuatro compañeros de viaje, jóvenes 
como él, y que como él hablaban en castellano, y 



JUAN MANUEL BOMF\Z 1 7 



como en viaje pronto se entabla relación, y mucho 
más cuando los compañeros hablan el mismo 
idioma en país extranjero, pronto supieron los 
cuatro que el quinto ocupante de la diligencia era 
don Juan Manuel Bonifaz, joven español, que iba 
á América en busca de fortuna, y él á su vez supo 
que iba en compañía de cuatro jóvenes argenti- 
nos, entre los cuales figuraban don Esteban Eche- 
varría y don Ireneo Pórtela, que volvían á la pa- 
tria después de haber completado sus estudios 
en la capital de Francia. 

Tomaron los cinco pasaje en el Courrier des In- 
deSj y después de una navegación de un par de 
meses, pisaron tierra en Buenos Aires á media- 
dos del año 30. 

Llevaba Boni£az una pacotilla de mercaderías 
como base de su negocio , pero sus compañeros 
de viaje , más dados á las Musas que á Mercurio , 
le quitaron de la cabeza su propósito de comer- 
ciar, y como el antiguo secretario del Duque de 
Sail Carlos , más tenia de literato que de merca- 
der, poco le costó malbaratar su pacotilla para 
entregarse á taieas que le fuesen mas agradables, 
sobre todo contando con la protección de perso- 
nas de valía como aquellas cuya amistad se había 
grangeado entre los barquinazos de la diligencia 
y los balances del Courrier des Indes en que cru- 
zó el Océano. 

— Y ahora ¿qué hago? dijo Bonifaz á sus 
amigos una vez que hubo liquidado su mer- 
cancía. 

— Dé usted lecciones , le contestaron sus pro- 
tectores . 



l8 SANSÓN CARRASCO 

Siguió Bonifaz el consejo , puso un aviso en el 
único diario que entonces veía la luz en Buenos 
Aires, y todo fué ponerlo y empezar á Uoverle 
más discípulos que los que habla menester para 
vivir y poner todavía de lado algún ahorrillo . 

bonifaz había entrado con buen pie en la anti- 
gua capital de los Vireyes . Su primer discípulo 
fué un hijo del General Viamont, y esta relación, 
unida á las que le trajeron sus compañeros de 
viaje, bastaron para ponerle en auge y hacerle ser 
admitido en los salones de la gente de campani- 
llas , á lo que no poco contribuían sus prendas 
personales, pues, además de ser bien parecido, 
conservaba los hábitos adquiridos en su posición 
diplomática, hablaba correctamente el francés, 
se expresaba sm embarazo en inglés, y bailaba el 
minuet con ajuste á las últimas reglas del enton- 
ces intrincado arte de bailar . 

Insensiblemente fué Bonifaz cobrando cariño á 
su nueva profesión, y tan á pecho tomó la cosa, 
que á poco estableció un colegio al cual concurría 
lo más granado de la juventud porteña. Desechó 
la rutina de los viejos métodos, inauguró nuevos 
sistemas de enseñanza, y tanto y tan bien trabajó, 
que á los cinco años se había ganado un capitali- 
no decente, y una fluxión de pecho que por poco 
lo obliga á hacer el viaje de regreso en la barca 
de Caronte . 

Cuadró la casualidad de que por esa época va- 
case la Superintendencia de la escuela de Co- 
rrientes, y solicitado Bonifaz para ocuparla, no 
titubeó en aceptarla, sacrificando la buena posi- 
ción que en Buenos Aires gozaba, como que en 



JUAN MANUEL BONIFAZ I9 

ello le iba el recuperar la salud que se le escapa- 
ba más de prisa de lo que él quisiera. 

Fuese, pues, á Corrientes, donde fué recibido 
poco menos que bajo palio, y del 35 al 37, desem- 
peñó la Superintendencia de las escuelas del Es- 
tado y rejenteó una de las cátedras de la Escuela 
Normal, hasta que la política empezó á enturbiar- 
se de tal manera que tuvo Bonifaz por más pru- 
dente cambiar fle aires, nó fuera que la tormenta 
le cojiese en aquel despoblado. 

Echando sus cuentas sobre lo que más le con- 
vendría, recordó que tenía en Méjico una prima 
casada con un encopetado personaje, cuyo vali- 
miento é influencia le servirían para aumentar 
sus eihorros, y decidió hacer rumbo hacia aque- 
llas regiones. 

Pero no quiso hacerlo sin detenerse, siquiera 
fuesen quince días, en Montevideo ; deseo que 
realizó y al cual debemos el tener desde entonces 
entre nosotros al hoy decano de los maestros. 

De cierto que lo que menos soñaba el ex-Su- 
perintendente de escuelas de Corrientes era que 
había de embarrancar en la opuesta orilla del 
río, en cuya derecha margen por primera vez 
desembarcara cuando de Francia vino; pero el 
hombre propone y las circunstancias disponen ; 
y si bien don Juan Manuel Bonifaz se había pro- 
puesto navegar hacia el imperio de Montezuma, 
dispusieron las circunstancias que había de que- 
darse en estas playas; y tan imperativo fué el 
mandato, que hace de ello la friolera de cuarenta 
y cinco años y esta es la hora en que está todavía 
el sobrino del canónigo afrancesado por realizar 



20 SANSÓN CARRASCO 

el viaje que proyectó en Corrientes á fines del 37. 
Ello es que á los pocos días de llegar le picó la 
manía de enseñar muchachos, que ya le domina- 
ba, y sin pensarlo mucho, abrió una escuela en 
una casa de familia, donde solo le alquilaban el 
salón, pelado y mondado, sin permitirle el uso de 
ninguna oficina interior, de manera que tenían 
los muchachos que andar regando las calles ve 
ciñas cuando la necesidad les apuraba. 

Un mes duró aquello; pero como era imposible 
continuar en tales condiciones, ni podía exijirse á 
los chicuelos que tuvieran cuerpo de santo, resol- 
vióse don Juan Manuel á alquilar un edificio pro- 
visto de todos los requisitos é instaló su escuela 
en la antigua casa de Viana, sita en la calle de 
Cámaras, entre Cerrito y Piedras, precisamente 
en el mismo solar que hoy ocupa la espléndida 
casa de don Pedro Piñeyrüa. 

Si mis noticias no están erradas, bautizó Bonl- 
faz su escuela con el nombre de Colegio Oriental 
y empezó á enseñar muchachos con arreglo á sus 
métodos, que á fé son curiosos y originales, se- 
gún tendrá ocasión dé apreciarlo el paciente lec- 
tor en el curso de este rápido bosquejo. 

Empezó don Juan Manuel por reformar el alfa- 
beto, no dando á las consonantes mas que su so- 
nido líquido, cosa punto menos que imposible de 
reproducir en el idioma escrito y que era el que- 
bradero de cabeza de los chicuelos, pues no 
acertaban á suspirar la h, ni á soplar la /, ni á 
silbar la s, ni á gargarear la j, con aquella limpie- 
za que el maestro exijía. 
Considerando, después, que la forma poética 



JUAN MANUEL BONIFAZ 21 

es la que más fácilmente se imprime en la memo- 
ria de los niños, empezó á dictar sus textos en 
verso, de manera que, á poco tiempo, fué la es- 
cuela un Parnaso en el que se conjugaba, se decli- 
naba y se sumaba en cuartetas y redondillas, que 
todavía recuerdan muchos que ya peinan canas, 
y que llevan á cuestas más de medio siglo. 

Asi, por ejemplo, empezaba la lección de Gra- 
mática, y al compás de un aire del Barbero de Se- 
villa, ó de la Ceneienlola cantaban los niños : 

Letras son los elementos 
que componen una lengua 
ya sea hablada ó escrita. 

La tabla ó lista que encierra 
el conjunto de las letras 
se denomina alfabeto. 

El alfabeto español 
se compane de estas letras : 
abequéf chedé, efe, 
gue-hache-¡, jckaléllc, 
mene, neo, pecuré, 
rrese, téu, véxe, yéze. 

Á esto seguía una esplicación, igualmente poé- 
tica, del valor y sonido de cada letra , esplicación 
que recitaba el niño á medida que iba trazando 
la letra, de manera qye el último rasgo coincidie- 
se con el último verso de la quintilla, por que era 
en quintilla la definición, como se verá por el 
ejemplo siguiente : 

A esta letra ó signo escrito, (O 
y á esta otra letra también, (F, 
se les da el nombre de fe : 
cada una de ellas tiene 
el sonido simple fff, 



22 SANSÓN CARRASCO 

como hacen los gatos cuando están enojados, 
agregaré yo para mejor inteligencia del lector. 

Como para muestra basta un botón , creo que 
con lo citado hay más que suficiente para for- 
marse una idea del método de Bonifaz . 

Dedicóse con especialidad á la enseñanza de la 
ortografía, é hizo prolijos estudios sobre las pa- 
bras que se escriben con b y v; con c, s,y z; con 
^^ ^y y y todas aquellas que se prestan á confu- 
siones. 

Las reglas que formuló con ese objeto revelan 
una contracción admirable , á la par que una ori- 
ginalidad inimitable . Y como esto no es para es- 
plicado, sino para visto, ahí vá un ejemplo : 

AI débil bote babor 
Bajó Proba Bollo Urtado, 
Poza Bolsom, arrumbado» 
Bála-Boba y Estribor. 

¿Qué es esto? preguntará el lector. ¿Qué idio- 
ma es ese ? ¿ Qué pueden enseñar semejantes dis- 
parates? 

Despacio, lector, despacio, y ya verás que, al 
darte la clave del enigma, te explicarás perfecta- 
mente lo que á primera vi^a encuentras oscuro 
y disparatado. 

La cuarteta citada, aglomeración de palabras 
sin sentido las unas y estrafalarias las otras, en- 
cierra veinte y cuatro ejemplos ó reglas de las 
palabras que deben escribirse con b, como fácil- 
mente se ve, descomponiendo las sílabas iniciales 
de esas palabras que forman la cuarteta : es decir, 
que se escribirán con b las siguientes iniciales de 



JUAN DANUEL BONIFAZ 23 

palabra ó la letra que inmediatamente siga á estas 
iniciales : 

Al, débil, bote, bab, or, 
Baj, ho, proba, bollo, ur, la, do, 
Po, za, bols, om, arrumb, ado. 
Bala, bob, ha, i, estrí, bor. 

como se verá tomando las últimas cinco iniciales 
correspondientes á bobo, hablar, iba, estribo, bo- 
real. 

Y el verso sigue asi, hasta completar un cente- 
nar de reglas sobre las voces que han de escri- 
birse con b. 

Otro tanto es para la v, y no menos original es 
la forma en que Bonifaz trata de hacerla retener á 
sus discípulos, como lo muestra lo qué sigue : 

Sal Verdáven Revolfávo 
Con, Vepróve, Vice-Pavo, 
Pol-Vértuni, Dcsvi, Preva, 
Vari, Réves, Vare Leva. 

Esta jerigonza se divide, como la anterior , en 
sílabas, que dan la raíz de otras tantas palabras 
que deben escribirse con v , 

Por £ihi se verá la originalidad del método de 
don Juan Manuel , y se comprenderá cómo llega- 
ban los discípulos á grabarse en la memoria cen- 
tenares de reglas gramaticales , qu^ de otra ma- 
nera sería imposible retener . 

Como ejemplo viviente del resultado de su 
sistema , tiene actualmecte Bonifaz á su lado un 
rapazuelo , que pasa de los nueve y no llega á los 
doce , á quien ha embutido todos sus textos con 



24 SANSÓN CARRASCO 

la santa paciencia practicada en cincuenta y dos 
años de lidiar con chicuelos de toda laya . 

Es el tal un vasquito , que tiene unos ojos que 
le bailan y que traicionan la socarronería con que 
pretende aparentar que no es capaz de romper 
un plato . 

Conociie ayer con motivo de haber ido á visitar 
al viejo educacionista , y en el poco rato que allí 
estuve , pude comprender que el vasco es capaz 
de concluir con los pocos pelos negros que á don 
Juan Manuel le quedan , si es que alguno ha es- 
capado todavía á la tintura de los años . 

Vive Bonifaz poco menos que en una bohardi- 
lla , más por excentricidad que por necesidad . El 
aspecto exterior de la casa es de suma pobreza , y 
el interior en nada desmerece de la fachada . 

Se entra por un zaguán oscuro y estrecho como 
alma de condenado , y allá en el fondo se tropieza 
con una escalera un tanto desvencijada , que da 
acceso á la habitación del antiguo secretario del 
duque de San Carlos . 

Dentro de la pieza reina un respetable desor- 
den que preside Napoleón el Grande , ginete en 
un caballo negro y seguido de su Estado Mayor , 
cuyo retrato asegura Bonifaz ser el más auténtico 
de los conocidos , según opinión de aquel su tío , 
el canónigo afrancesado, que tenía entusiasmo 
inmenso por el Emperador . 

Hasta cinco armarios conté , todos atestados de 
libros y papeles , y otros tantos presvuno que ha- 
bía en la pieza siguiente , según lo que pude di- 
visar desde mi asiento . 

Poco menos de las tres serían cuando llamé á 



JUAN MANUEL BONIFAZ 25 

SU puerta, y encontré á mi don Juan Manuel sen- 
tado frente á una mesa pequeña , atestada de pla- 
tos que conservaban restos de comida . 

— ¿ Almuerza usted , le pregunté , ó come ? 

— Almuerzo y como , y meriendo y ceno , me 
contestó el buen viejo con su tono jovial ; pues ha 
de saber usted , agregó , que solo me siento á la 
mesa una vez al dia , y á ello debo el encontrarme 
sano y fuerte como me ve . 

Y sobre esto me espuso sus teorías , que, como 
todo lo suyo , no dejan de ser originalísimas . 

—Ahora va usted á acompañarme á tomar una 
copita de licor , me dijo . 

Quise escusarle la molestia , pero él se empeñó 
y empezó á gritar : 

—¡José! i José! 

Fuera lo mismo llamar á un muerto . Seguía 
don Juan Manuel habiéndome de sus mocedades, 
y , de cuando en cuando , se interrumpía para re- 
petir : 

—¡José! ¡José! 

Pero así se cuidaba José de acudir como si con 
él no rezase el llamado ; hasta que, cansado Boni- 
fez , sacó del bolsillo un pito y silbó por dos veces. 
Parece que aquel instrumento tenía alguna vir- 
tud , pues al momento se presentó José , saltando 
y triscando como un acróbata , y se plantó muy 
derecho esperando las órdenes de su maestro y 
amo . 

Estaba en ese momento esplicándome don Juan 
Manuel su sistema de ortografía , y para mostrar- 
me prácticamente sus resultados , dijo , volvién- 
dose á José : 



26 SANSÓN CARRASCO 

—Vamos á ver, niño, ^-cómo se escribe albo- 
rada ? 

—Con b . 

— ¿ Y por qué se escribe con b ? 

—Porque sigue inmediatamente á la inicial al. 

—¿La regla? 

—Al débil bote babor . 

—¿Qué quiere decir: al débil bote babor? 

—Que todas las palabras que empiezan con l^is 
iniciales al , débil , bote , bab , or ó la letra que 
inmediatamente les siga , deben escribirse con b . 

—Perfectamente . ¿ Y qué palabra es alborada 
según su acento ? 

—Grave . 

— ¿ Y por qué es grave ? 

—Porque tiene la inflexión de la voz en la pe- 
núltima sílaba . 

—Hágala usted aguda . 

—Alborada. 

— ¿Y por qué es aguda ? 

—Porque tiene la inflexión de la voz en la últi- 
ma sílaba. 

— ¿Y si la tuviese en la antepenúltima? 

— Sería Alborada, 

—¿Y qué palabra sería en^nces? 

— Palabra esdrújula. 

--¡Eccolo qua! ¿Por qué serla esdrújula? 

Fuera el cuento de nunca acabar reproducir 
aquí el interrogatorio á que don Juan Manuel so- 
metió á su discípulo y criado. 

El rapazuelo, parado ápié junto, con los brazos 
cruzados y entornados los ojos, respondía sin ti- 



JUAN MANUEL BONIFAZ 27 

tubear á cuanto se le preguntaba. Parecía que el 
viejo maestro tocaba un organillo que repetía 
fielmente la sonata que se quería, con solo impul- 
sarlo á preguntas. 

No sabía yo qué admirar más, si la paciencia 
del maestro ó el memorión del discípulo, hasta 
que, compadecido del esfuerzo que hacía el pobre 
muchacho, quise cortar el interrogatorio grama- 
tical y le pregunté : 

—¿Cómo te llamas? 

Cuadróseme el chicuolo por delante, volvió á 
cruzar los brazos, bajó los ojos, y me contestó, 
por donde menos me lo esperaba, diciéndome: 

José Cárcamo me llamo: 
Soy de la Vizcaya oriundo, 
Y he venido al Nuevo Mundo, 
Al que quiero, estimo y amo. 

La República Oriental 
Hoy es mi patria adoptiva, 
A la que mi alma afectiva. 
Quiere servir muy leal. 

Por ella quiero yo dar. 
Mi corazón, no os asombre, 
Porque soy vasco, y mi nombre 
Cárcamo, p^ tierra y mar. 

Si festejé la ocurrencia no hay para qué decirlo, 
y todavía no me canso de admirar la resignación 
del bueno de don Juan Manuel, que á sus setenta 
y siete agostos, y después de cincuenta y dos de 
estar sujeto al potro del profesorado, tiene todavía 
ánimo para gastar el poco de paciencia que le 
quedará, enseñando á aquel arrapiezo hasta á 



28 SANSÓN CARRASCO 

decir su nombre en verso, gracia que el muy tuno 
repite con marcada entonación, y echándose para 
atrás, sobre todo cuando dice aquello de : 

Porque soy vasco, y mi nombre 
Cárcamo, por tierra y mar. 

¿Sabrá agradecer aquel travieso el trabajo que 
con él se toma el maestro que hace las veces de 
padre?.... ¡Tal vez! Y más bien es posible que sí, 
porque don Juan Manuel es uno de esos hombres 
que tiene la rara virtud de hacerse querer de to- 
dos. Algunos miles de chicuelos han pasado por 
sus manos, y si bien la mayor parte, hombres ya, 
han olvidado los coscorrones y tirones de orejas 
conque algunas veces los llamaba al orden, todos 
recuerdan con simpatía y cariño á su antiguo 
"maestro, el más impertérrito y constante de los 
que se han dedicado á la espinosa y ruda tarea 
de la enseñanza. 

¡Y con cuánto fervor y abnegación ha llenado 
el viejo Bonifaz su noble sacerdocio! Él ha pasado 
por todas las estrecheces, ha enseñado gratuita- 
mente cuando el Estado no tenía cómo pagarle 
sus honorarios, ha soportado con resignación los 
ataques de sus adversarios, sin que jamás haya 
brotado de sus labios una palabra, ni para pedir 
ni para censurar. 

Para lo único que ha hecho valer las afecciones 
que le rodean, ha sido para interceder en favor 
de los perseguidos, cuando en la acritud de nues- 
tras luchas civiles veía que la pasión arrastraba á 
los hombres á extremos inútiles. 



JUAN MANUEL BONIFAZ 2<) 

¡Pobre buen viejo! Pocos como él logran hacer 
la jornada de la vida sin ver á su alrededor más 
que caras que le sonríen y brazos que se le abren. 

Hoy ya es una reliquia por todos respetada, y 
en el último tercio de su vida le es dado asistir al 
acto de la erección de un monumento sencillo que 
llevará esculpido su nombre. 

Mañana se inaugurará la escuela Juan íManiiel 
^onifaTif merecida aunque escasa recompensa 
para quien sacrificó todas las ambiciones y con- 
centró todos sus esfuerzos en beneficio de la ense- 
ñanza del pueblo. 

Sea este desaliñado artículo la ofrenda con que 
contribuyo á la consagración del monumento eri- 
gido en honor del viejo educacionista. 



Noviembre 1 1 de 1882. 








LA ESCUELA 



JUAN MANUEL BONIFAZ 



I la una de la tarde estaba ya lleno el an- 

KMh den de la Estación Central del Ferro-Ca- 
'^^^rril del Este. — Sobre los rieles descan- 
saba la larga fila de wagones y zorras 
que habian de conducir á aquella multitud hasta 
las cuchillas del otro lado de Toledo, en que está 
trazado el plantel del pueblo Joaquin Suarez, fun- 
dado por el infatigable Piria. 

Dada la voz de tomar posesión de los asientos, 
se precipitó la multitud como una avalancha, 
asaltando los wagones por todos lados, á pesar de 
los esfuerzos de Piria para reglamentar la subida 
y fiscalizar á los paseantes á fin de expulsar á los 
que solo van con el objeto de pasar un día de 
campo, sin la más remota intención de comprar 
ni una vara de tierra . 



32 SANSÓN CARRASCO 

En pocas minutos quedó la mercancía humana 
estivada dentro de aquellos vehículos , y sonada 
la hora de partida, y dada la señal, empezó la lo- 
comotora á desentumir con pausados movimien- 
tos sus músculos de acero. Fsssch — fsssch hace 
el vapor escapando por entre las junturas del ace- 
ro ; la chimenea lanza, como disparada de un ca- 
ñón, una pelota de humo, luego otra; y poco á 
poco, empieza á rodar el convoy, lentamente, al 
compás del jgfp, pa,pa,pa.... ¿rp.... pa, pa, pa, 
con que palpitan los pistones bajo la presión del 
vapor. 

El tren atraviesa primero una parte de la ciu- 
dad, y á su tránsito, se pueblan las dos aceras de 
la calle de todas las comadres y pilludos del ba- 
rrio, atraídos por los acordes de la música y el 
estampido de los cohetes con que Piria festeja la 
partida . 

Después, van raleando las casas, y el tren re- 
corre un largo trayecto frangeado á ambos lados 
por las sementeras de las huertas que median de 
Montevideo á la Unión . El panorama es magnífi- 
co. — Allá atrás, el hacinamiento de casas de la 
ciudad, que alo lejos parecen superpuestas unas 
sobre otras por las desigualdades del terreno; á 
la izquierda, la bahía, azul y mansa, poblada por 
barcos y barquichuelos de todo porte ; y como 
guardián que á todo vigila, el Cerro , dibujando 
el perfil de sus empinadas laderas en el ifondo 
azulado del horizonte. 

A uno y otro lado de la vía, verdea el terreno 
dividido en tableros, cada uno de matiz distinto, 
desde el verde vivo y chillón de las lechugas, 



LA ESCUELA JUAN M\NUEL BOMFAZ 33 



hasta el oscuro y aplomado de las coliflores. Y en 
medio de todo aquel verdor con que la primave- 
ra pinta los árboles y tiñe la pradera, sombrean, 
de trecho en trecho, como manchas negras, los 
retazos de tierra preparada por la prolija mano 
del agricultor para recibir la semilla que ha de 
germinar en su seno hasta convertirse en sazona- 
do fruto . 

A pMDCo rato, vuelven á apiñarse las casas y des- 
aparecen los sembrados . Estamos en la Unión. 
De un lado se vé el pueblo , dominado por la alta 
cúpula del mirador del Colegio ; del otro se vé la 
Plaza de toros, como si se hubiese querido hacer 
resaltar el contraste entre la caridad que am- 
para al desvalido, y la crueldad que alimenta los 
instintos salvajes del hombre . 

Tras la Plaza de toros se empinan las ver- 
des lomas del Cerrito, coronada la cima con las 
ruinas de lo que, en otro tiempo, fué Cuartel Ge- 
neral de los sitiadores de esta plaza . 

El tren sigue su marcha dejando atrás á la 
Unión y sus contornos, rasando, unas veces, la 
llanura, dominando, otras, las hondonadas, mon- 
tando sobre los altos terraplenes, ó embutiéndo- 
se dentro de los paredones de la cuchilla tajada 
á pico para nivelar la vía . 

Los horizontes se abren por los cuatro lados ; 
dilátanse los campos, y la vista abarca una in- 
mensa sábana tornasolada con todos los matices 
del verde, y solo interrumpida por algunas casi- 
tas dispersas, que se dibujan como puntos blan- 
cos á la distancia. Hacia el Oeste, la arboleda de 
Villa Colón forma una franja oscura, sobre la 



34 SANSÓN CARRASCO 

cual se destaca, afilada como un obelisco, la chi- 
menea de la fábrica de ladrillos. Al Norte , como 
brotando de la cresta de una loma , surgen las 
torres de la Iglesia de las Piedras, mientras que 
al Sud sigue dominando el paisage la silueta del 
Cerro, azulada por las brumas del horizonte . 

Y la locomotora sigue culebreando por las que- 
bradas, dejando trazada su estela en el ambiente 
con ios blancos copos de su respiración anhelosa, 
que se disuelven en menuda lluvia, atravesando 
estensos trigales que, mecidos por la brisa, on- 
dean como si fuesen un mar de agua verde . 

Después vienen los campos incultos, la prade- 
ra natural vestida de yerbas que perfuman el aire 
con ese olor que no tiene símil: olor á campo, co- 
mo decimos los habitantes de la ciudad, acostum- 
brados á respirar una atmósfera viciada por las 
emanaciones de los grandes centros. 

Ahora es cuando está lindo el campo, cuando 
todavía el sol no ha dorado el pasto ni achicha- 
rrado las florecillas que lo matizan . 

Por entre la apretada yerba que tapiza el terre- 
no, se distinguen, en la altura, como una botona- 
dura de oro, las flores amarillas de la manzanilla, 
y en el bajo, al borde de la cañada que serpentea 
por entre juncos y espadañas , se ven engarzadas 
en el musgo, como rubíes y amatistas, las marga- 
ritas rojas y moradas que perfuman aquellos 
contornos con su suave olor de verbena. 

Al cabo de una hora de camino , la locomotora 
empieza á contener la respiración , rechinan los 
hierros de los frenos con que se ajustan las í\ie- 
das para disminuir la velocidad , y á poco andar 



LA ESCUELA JUAN MANUEL BONIFAZ 35 

se detiene el convoy frente á un elegante edificio 
de piedra : es la Estación Joaquín Suare? . 

Los wagones vomitan en el andén todo lo qne 
traían en sus amplios vientres, y la multitud se 
derrama por los alrededores, en dirección á una 
casita pintada de azul que corona la loma. 

Las calles del pueblo, en embrión, están pavi- 
mentadas con césped, lo que hace suponer que 
el tránsito no es por allí muy frecuente. Largas 
filas de banderolas delinean las manzanas, vírge- 
nes todavía de toda vivienda, si es que no se 
cuentan tres ó cuatro edificios modestos que ro- 
dean la Estación. 

Piria preside el cortejo, que marcha al son de 
la música en dirección á la escuela que va á inau- 
grurarse, y los vecinos de aquellos alrededores, 
ginetes en sus caballos, se adelantan á la comiti- 
va para presenciar la ceremonia. 

La escuela regalada por Piria es bastante am- 
plia y decente. Una pieza de doce varas de largo 
por seis de ancho, bien ventilada, el piso asfalta- 
do, y por techo un cielo-raso que oculta el tingla- 
do. Una puerta y dos ventanas se abren al frente 
que da á la Estación, y sobre la primera, esculpi- 
do en una chapa de mármol, se lee: 

ESCUELA 

JUAN (MANUEL "BONIFAZ 

Presente allí la autoridad escolar, representada 
por el Inspector Nacional, el Departamental, y los 
miembros de la Comisión de Instrucción Pública, 



'^6 SANSÓN C.VRRASCO 

dio principio la ceremonia, entregando Piria la. 
escritura de la propiedad-y las llaves del edificio 
al Inspector Nacional, como donación que hacia 
al Estado, donación que el señor Ballesteros agra- 
deció en breves palabras, prometiendo que una 
vez reabiertas las tareas escolares, después de los 
exámetíés de fin de año, dotaría á la nueva es- 
cuela del personal y útiles necesarios para que 
empezase á funcionar. 

En seguida el padrino designado al efecto, y de 
cuyo nombre no quiero acordarme, dijo cuatro 
palabras alusivas al acto, y concluyó bautizando 
á la ahijada con el nombie de Juan Manuel Boni- 
fazy decano de los educacionistas. 

El buen viejo, que allí estaba, seguido de su 
José Cárcamo, especie de Lazarillo de Tormes 
que hace cuanta travesura puede á su amo; el 
buen viejo, repito, conmovido por el acto, no 
encontró más palabras para agradecer el home- 
naje que se le hacía que recitar una invocación 
piadosa al Señor de todo lo creado, oyéndosele 
con respetuoso silencio por todos los presentes. 
. Tras de él, trepó el arrapiezo de Cárcamo sobre 
una mesa, y desde allí, con el mayor desenfado, 
recitó el siguiente acróstico, obra de don Juan 
Manuel, y que dice así: 



LA ESCUELA JLAN MANUEL BOMFAZ 37 

'4 ecundo es en recursos bu talento 
*^ edobla su entusiasmo cada día; 
> nda, recorre, escribe con porfía, 
SS o pierde en sus tareas un momento. 
O onocedor profundo de su gente, 
•^ nfatifi:able en todas sus empresas, 
09 abe llevar á cabo lo que empieza; 
O reara en este sitió un pueblo hermoso, 
O cambiará en miseria su riqueza. 

X rotcjed, orientales, con empeño, 
•^ ayudad en su empresa al An segundo 
50 ematador mejor del Nuevo Mundc»; 
^ veréis un milagro en sus afanes 
i > h, de las piedras toscas hará panes! 

Tocóle el turno á Piria, y dijo muchas co- 
sas. Habió de Demóstenes, de los dioses de la Mi- 
tología, de la civilización y de la barbarie, y, Dios 
me perdone y le perdone, hasta de los cuarteles 
habló el muy atrevido, haciendo votos por verlos 
convertidos en escuelas ¡Tiene unas cosas es- 
te Piria ! 

Aquello fué el punto final de la inauguración, 
que se selló y remojó con abundantes tragos de 
cerveza. 

— Ahora, vamos al grano, dijo Piria, y aprove- 
chando la reunión, empezó á preconizar las ven- 
tajas de aquella localidad como punto comercial, 
higiénico y de g'ran porvenir. 

Distribuyó profusamente entre los concurren- 
tes planos del pueblo cuyos solares iba á vender, 
y explicó en términos claros y convincentes las 
ventajas que reportarían, los que comprasen te- 
rrenos en las condiciones á que él los ofrecía. 



38 SANSÓN CARRASCO 

— ^Voy á vender los solares 7 y 8 de la manzana 
4<5, gritaba Piria. Es la esquina frente á la escue- 
la, j Vamos á ver! ¡ Un precio, una oferta ! 

— Fíjense bien, continuaba; es la manzana nú- 
mero 45. Plano en mano, caballeros. 

Y los caballeros desdoblaban el plano, y pare- 
cía que se lo querían devorar con los ojos, sin po- 
der explicarse cómo aquel tablero de damas que 
veígn pintado en el papel, podía representar el 
campo que tenían por delante. 

— Es una esquina magnifica, seguía vociferando 
Piria desde su elevado puesto; el que la compre, 
puede contar con que tiene asegurada la fortuna. 
Vamos, á ver, tengo veinte pesos de oferta ! . . . . 
veinticinco ! . . . treinta pesos! . . . treinta pesos!... . 
treinta pesos ! . . . ¿no hay quien dé más ? . . . Es 
una vergüenza tirar por este precio un solar tan 
bueno ! . . . Vamos á ver, ¿ no hay quien dé más de 
treinta pesos?... Treinta pesos!... treinta y 
uno ! . . . y uno ! . . . y unoí • • • y dos ! . . . Treinta y 
dos pesos! Adelante, caballeros! No desperdicien 
la pichincha de la ocasión! Treinta y dos pesos!... 
y tres ! . . 1 y cuatro ! . . . treinta y cuatro ! . . . trein- 
ta y cuatro ! . . . Vamos," no podemos perder tiem- 
po !.. . tengo treinta y cinco pesos de oferta ! . . . 
¿no hay quien dé más? Treinta y cinco ! ... lo di- 
go por última vez, ¿no hay quien dé más de trein- 
ta y cinco ? . . . ¡Es suyo ! 

Y al decir esto, apuntaba con el martillo al úl- 
mo postulante que se separaba del grupo para ir 
á firmar el boleto de compra con toda la proso- 
popeya de quien ingresa en el respetable gremio 
de los propietarios. 



LA ESCUELA JUAN MANUEL BONIFAZ 39 

La verdad es que, si bien Piria exageraba algo 
en cuanto á la importancia real de la localidad, 
no mentía en cuanto á ponderar las condiciones 
de la posición. 

El pueblo Joaquín Suarez está situado á poco 
más de una legua del arroyo Toledo, en una altu- 
ra que domina un vasto paisage. 

Al Este, en un bajo, blanquea el pueblo de Pan- 
do, á una distancia de un par de leguas escasas, y 
allá á lo lejos, muy lejos, en el horizonte, festb- 
nean el azul del cielo los perfiles de las sierras de 
Maldonado y Minas, entre las cuales se destaca, 
como un cono aplastado en el vértice, el Pan de 
Azúcar, revestido de ese velo celeste desvaido 
en que á la distancia parecen envueltas las mon- 
tañas. 

Al Sur, sombrean el horizonte los extensos du- 
raznales de la granja de don Doroteo García y 
los tupidos bosques de eucaliptus que la cir- 
cundan. 

Al Norte, se estiende la campiña que muere en 
las lomas cuyas vertientes alimentan el arroyo del 
Sauce; y al Oeste, ondula el terreno en verdes 
cuchillas, sobre las cuales, á pesar déla distancia, 
se destaca el Cerro de Montevideo envuelto en 
las azuladas brumas de la tarde. 

El sol desciende entre nubes de gasa blanca 
que á su paso se tornasolan con los cambiantes 
del ópalo, y á medida que baja, va prolongando 
en la pradera las sombras de las matas de cardo 
diseminadas aquí y allá, que resaltan con su co- 
lor ceniciento sobre la alfombra verde que las 
rodea. 



40 SANSÓN CARRASCO 

Piria sigue entretanto impertérrito en sus ven- 
tas, llevando de un lado para otro la mesa que le 
sirve de tribuna para arengar á la multitud, pe- 
ro los compradores empiezan á ralear en su tor- 
no, y, refugiados dentro de los wagones, protes- 
tan con toda la vehemencia de quien siente el 
estómago hueco y tiene todavía por delante una 
hora de camino para llegar á la mesa. 
^ Por fin, Piria se decide á suspender la venta, y 
en medio del clamoreo de los vi^ijeros, emprende 
el convoy el regreso. 

La naturaleza se prepara á dormir en medio de 
una completa calma y silencio, solo interrumpido 
por el silbato de la locomotora que chilla repeti- 
damente para espantar á los animales echados 
sobre la vía. . • 

El tren cruzaba por una hondonada flanqueada 
por dos laderas sombreadasya por el crepiisculo, 
y en una de las cuales se veían algunas vacas que 
rumiaban tranquilamente echadas, mientras que 
en su torno triscaban los terneros, retozando co- 
mo chiquillos. Al pasar la locomotora, las vacas 
se levantan pesadamente, retirándose al paso, y 
los terneros salen á la carrera, haciendo los asus- 
tadizos, y se detienen en la mitad de la cuesta, 
destacándose entre todos, sobre el fondo oscuro 
del terreno, un torito bragado, §emejando la piel 
un retazo de raso negro con acuchillados blancos. 
Allí estaba parado con la cabeza erguida como 
desafiando el peligro, pero asi que se aproximó el 
tren, dio un bufido, levantó el rabo, y arrancó á 
la disparada hasta ^egar al lomo de la cuchilla, 
donde se plantó nuevamente, revolviéndose con 



LA ESCUELA JUAN MANUEL BONIFAZ 4I 

1 : 

presteza para seguir mirando al tren, que conti- 
nuaba su carrera, apurándose para ganar el tiem- 
po perdido por el' tropiezo de las vacas. 

La vuelta fué más rápida que la ida. Antes de 
llegar á la Unión, el sol nos dio las buenas noches 
escondiéndose detrás de Montevideo, que dejó 
de blanquear para quedar convertido en una ma- 
sa negruzca, salpicada de un estremo á otro por 
las luces de los faroles. • • 

Todo fué marcharse el sol, y empezar á brotar 
de entre el pasto esos chirridos indescifrables 
producidos por esos miles de insectos que hacen 
la vida de tahúres, pasándose las noches en vela y 
los dias escondidos en sus tugurios. Parece que 
la noche, envidiosa de los himnos con que los 
pájaros acojen el nuevo día, ha querido también 
formarse una orquesta, pero si así ha sido, es 
menester confesar que sus artistas desafinan de la 
manera más lamentable . 

En el cielo, aparecen las estrellas como las lu- 
ciérnagas en el suelo: brillan un momento y vuel- 
ven á apagarse como si temiesen haberse pre- 
sentado antes de la hora conveniente. Solo 
Venus, aprovechando los fueros que le dá su pró- 
xima conjunción con el sol, se atreve á brillar 
como reina absoluta del firmamento. 

El tren s^ arrastra con cautela por entre las 
tortuosas calles de las quintas, y con andar pau; 
sado llega, por fin, á su punto de partida. La no- 
che se ha echado encima de la ciudad y »is con- 
tomos; el paisaje se h^ borrado todo, y hasta el 
Cerro, que aún allá en Suarez dominaba todas 
las alturas, ha quedado arrasado por las tinieblas. 



42 SANSÓN CARRASCO 

Pero de pronto, como queriendo mostrar que 
lo mi^mo de noche que de día vela por la ciudad 
que duerme á sus pies, hace relampaguear la 
tradicional farola, cuyos rayos se proyectan en la 
bahía con surcos luminosos. 

Y ahora, como decía Piria, vamos al grano, 
porque ya es tarde, y el estómago pide algo más 
que paisajes y rutilar de estrellas.— ¡ Pide comer! 



Noviembre i^ de 1882 . 




RELINCHOS 



DE ULTRA TUMBA 



DE ROCINANTE A GLADIADOR . 




I LEGAN hasta mi tumba los ecos de los 
himnos que en tu honor se levantan des- 
de las costas porteñas, y el armazón de mi 

I ya carcomida osamenta se estremece agi- 
tada por un legítimo orgullo de raza. Caballo fui 
como tú, y tu nombre como el mío pasará á la 
historia, mezclado con el de los héroes de que se 
honra la humanidad. 

Pero ¡cuánta diferencia va de ti, Gladiador, á 
mí. Rocinante, en esto de compartir los triunfos 
de la gloria ! Tú los disfrutas en vida, en toda la 
lozanía de tu juventud , mientras que yo los al- 
cancé tan solo después de muerto, cüando^e na- 
da podían servirme para mi regalo, realizándose 
en mí aquello de : «al asno muerto, la cebada al 
rabo». 



44 SANSÓíí CARRASCO 

¿ De qué me sirve que el más grande de los in- 
genios haya inmortalizado mis hazañas en la más 
universal de las historias conocidas? ¿De qué, 
que me cantase en sonetos el discretísimo acadé- 
mico de Argamasilla ? 

¡ Ay de mí ! Trocara yo toda esa humareda de 
gloria postuma por cuatro manojos de cebada , y 
vendiera mi renombre por menos precio que el 
que Esau recibió en pago de su primogenitura, 
cuando andaba ¡ desgraciado de mí ! soportan- 
do al sol y la lluvia el anguloso cuerpo de mi des- 
venturado caballero. 

Tú te cuidas de las inclemencias bajo protecto- 
res techos : tú comes tus suculentas raciones en 
aseados pesebres ; tú pastas en praderas alfom- 
bradas de tiernas y apetitosas yerbas ; tú, en fin, 
tienes tu serrallo en que te brindan sus caricias 
las mas gallardas y mórbidas yeguas elegidas pa- 
ra tu solaz por tus solícitos amos, y dianas de 
triunfo festejan tus victorias, y recamadas man 
tas cubren tu cuerpo defendiéndolo de las moles 
tas picaduras de las moscas ! 

Todo eso y mucho más gozas tú ahora, mien- 
tras que yo, con ser el caballo más mentado de 
los siglos, tuve que soportar la intemperie, ora el 
helado cierzo de las nevadas entumiese mis debi- 
litados miembros, ora el sol abrasador de la caní- 
cula derritiese el sebo de mis ríñones . Yo solo 
me alimenté de raíces insulsas ó de esponjosas 
cortezts ; nunca tuve mas manto que el arzón ni 
mas adorno que la molesta cincha, y el día en que 
por mal de mis pecados quise refocilarme con 
unas jacas galicianas que junto á mí pastaban. 



RELINCHOS DE ULTRA TUMBA 4$ 

recibí de manos de sus dueños , los desalmados 
Yangüeses, la más soberana paliza que jamás re- 
cibiera ninguno de los de nuestra especie . 

1 Qué contraste haríamos , tú Gladiador y yo , si 
juntos nos pusieran uno ai lado del otro! Tú airo- 
so, bien plantado, crespas las crines y erguida la 
cola, el ojo vivo, inquieta la oreja, golpeando el 
suelo con tu luciente casco y haciendo cabriolas 
con tus delgados y nerviosos remos ; y yo triste , 
derrengado, lacia la crin y marchito el rabo, la 
mirada vaga, caída la oreja, adelantando ya una 
mano ya la otra para aliviar mis destrozados en- 
cuentros, y sin fuerzas para espantar las moscas 
que se aglomeraban sobre las rozaduras de mi 
afilado lomo ! 

¡ Cuan distintos corren los tiempos I Yo nací y 
morí en la edad de hierro para la caballería, mien- 
tras que- tú gozas en la de oro, sin más trabajo 
que el de recorrer algunas cuadras en agitado 
galope para volver á los regalos del pesebre y á 
los halagos del serrallo en que tus odaliscas ye- 
guarizas se disputan entre relinchos y amorosos 
tarascones los favores del vencedor. 

Yo vine al mundo demasiado tarde y demasia- 
do temprano. Cuando nací, todavía se hacía nie- 
moria de los regalos y mimos de que eran objeto 
los bridones de los caballeros andantes, y hasta 
en romances se leía escrito que por entonces 
cuidaban de ellos las doncellas, 

y dueñas de su rocino. 

Pero de mí solo cuidaron desgracias y desven- 



46 SANSÓN CARRASCO 

turas, y víctima de las locuras de mi amo, fueron 

mi cama, las duras peñas, 
y cl dormir, siempre velar, 

engañando al hambre haciendo cosco jear el fre- 
no, y tragando saliva para disimular la sed; siem- 
pre con la cincha apretada, siempre con el lomo 
oprimido por el arzón, y siempre temeroso de 
que mi caballero me llevase á embestir molinos 
de viento, ó á desbandar majadas de ovejas, ó á 
libertar Ginesillos, ó á desafiar las iras terribles 
de los leones que tuvieron la magnanimidad de 
perdonarnos en la más descabellada de las aven- 
turas con que tropezó mi amo en su asandereada 
peregrinación por las dilatadas llanuras de la 
Mancha. 

Yo soy el Cristo de la caballería; yo ennoblecí 
la raza, pero por ella sufi^í los más atroces tor- 
mentos. 

A mí me apalearon yangüeses, y me apedrea- 
ron pastores, bandidos me maltrataron, las ham- 
bres me consumieron, me martirizaron tábanos, 
me vejiguearon farsantes, y para colmo de des- 
dichas y de vergüenzas, me vi pisoteado por las 
inmundas pezuñas de una piara de puercos. 

Ni me felicitaron Presidentes, ni me aclamaron 
Gobernadores, ni me alabaron literatos, ni me 
engalanaron doncellas, ni mi retrato sirvió de 
adorno en pañuelos y abanicos. 

Pobre nací, flaco viví, y descoyuntado morí, 
sin que mis muchos servicios me valiesen el ser 
respetado en mi vejez. Todo fué rodar al empuje 



RELINCHOS DE ULTRA TUMBA 47 

de los f>oderosos encuentros del bridón que jine- 
teaba el caballero de la Blanca Luna, y acabar mi 
nombradía; y gracias que no fui abandonado co- 
mo lo pretendía mi amo, cuando, á semejanza de 
Orlando, quería dejar colgadas de un árbol sus 
armas defendidas con un cartel que dijese: 

Nadie las mueva, 

Que estar no pueda con Quijote á prueba. 

Ten en cuenta todos esos martirios, y no olvi- 
des en tus triunfos á este tu antepasado que tanto 
lustre dio á tu raza. 

Desde mi ignorada tumba te dirijo estas que- 
jas para que aprendas á cuan subido precio se 
alcanzaba en mis tiempos la gloria, mientras que 
en los tuyos ella te brinda todos su.s goces, sin 
exijirte sacrificio alguno. A tí podría yo cantarte 
lo que la desenvuelta Altisidora cantaba á mi amo 
para acabar de trastornarle el seso: 

Oh tú, que estás en tu lecho 
De tierna y mullida paja 
Durmiendo á pierna tendida 
De la noche á la mañana; 
Caballo el más afamado 
Que ha producido la Pampa, 
Más preciado y más bendito 
Que el oro fino de Arabia: 
Oye al triste Rocinante 
Desde su tumba ignorada, 
Que está hambreando todavía 
Por un puñado de alfalfa, 
Mientras que tú satisfecho 
Alegre y soberbio piafas 
Y enamoras á las yeguas 
Con relinchos y patadas. 



48 SANSÓN CARRASCO 



Así pudiera seguir ensartando endechas, y llo- 
rando desgracias, y haciéndote ver las ingratitu- 
des del mundo, si no temiera que á lo mejor me 
salieras con alguna impertinencia como Babieca, 
cuando discurriendo conmigo sóbrelas neceda- 
des de la vida, me dijo: 

— Metafísico estáis — Es que no como, 

le contesté, y otro tanto te contestara á tí, por 
donde verás tú que el filosofar es de los ham- 
brientos desde tiempo atrás, que los que tienen 
el estómago lleno, para nada se ocupan de esas 
monadas y embelequerías. 

Y mientras tanto, así es la vida. Tü vives en la 
abundancia y el regalo, sin más hazaña que la 
de haber corrido más lijero que tus adversarios, 
y yo, que aguanté sobre el lomo al más andarie- 
go é intrépido caballero, yo, que asistí y tomé par- 
te en la descomunal refriega de Puerto Lapice, y 
que fui actor en la jornada con el Caballero de 
los Espejos, y desbaraté los poblados ejércitos del 
jigante Alifanfaron, y consumé muchos otros he- 
chos de alta nombradía que la historia guarda 
en su más preciado joyero; yo, digo, no tuve más 
descanso que los tres días que pasé en el mezqui- 
no pajar del habilidoso cuanto mísero Basilio, ni 
más regalo que el tiempo que permanecí ocioso 
en los espaciosos establos del Duque, á quién de 
buena gana perdono la mofa que hizo de mi ca-. 
ballero, en pago del agasajo que me dispensó. 

Pero, ¿qué son esas realidades de la vida al lado 
de la gloria imperecedera que rodea mi memoria? 



RELINCHOS DE ULTRA TUMBA 4Q 

Tu nombre no vivirá más que lo que vivan tus 
hazañas, y no será difícil que en día no lejano os- 
curezca tu fama alguno de los potrancos que en 
tomo tuyo retozan con el rabo enhiesto, acaban- 
do por quedar tú olvidado, peludo y vichoco, de- 
gradado á la humillante condición de mancarrón 
aguatero. 

Entonces, ¡adiós felicitaciones Presidenciales! 
¡ adiós arrumacos de Gobernadores ! adiós diti- 
rambos de poetas! ¡adiós mimos y zalamerías de 
doncellas! ¡adiós entusiasme de las muchedum- 
bres y ostentación de tus retratos en pañuelos 
y abanicos ! 

¡ Tú, el hoy mimado Gladiador, quedarás amun- 
bado en el sepulcro del olvido, y la cal de tu osa- 
menta se diseminará en impalpables moléculas 
arrebatadas por el soplo devastador del pampero, 
mientras que yo, el antes asendereado Rocinan- 
te, viviré por los siglos de los siglos en las pági- 
nas de oro de la más brillante historia que haya 
producido el ingenio humano, y mi esqueleto, 
bruñido y articulado por los escultores del idio- 
ma, quedará engastado en las entrañas de la 
literatura, señalando el período de su mayor es- 
plendor, como señalan esos fósiles de animales 
enormes enterrados en el seno de la madre tierra 
la época en que la naturaleza alumbró sus más 
colosales engendros. 



I. c. 



50 SANSÓN CARRASCO 



Asi relinchó Rocinante; Rocinante el manso, 
Rocinante el bueno, Rocinante el sufrido, y yo, 
fiel cronista de todos sus hechos, é intérprete de 
todos sus pensamientos, así lo consigno, abonan- 
do su autenticidad con mi nunca desmentida fa- 
ma de verídico, y empeñando, como prenda de 
ella, mi diploma bachilleresco, que es á lo que 
más apego tengo en esta vida. 



Octubre a I de 1883 . 




DALMIRO COSTA 




me dijeran que nació tocando el piano, 
I no me atrevería á negarlo, porque me 
{ consta que á la edad en que apenas em- 
[piezan los niños á pronunciar la r,ya Dal- 
miro ejecutaba de corrido variados trozos de mú- 
sica. No era uno de esos niños en cuyos ojos y 
movimientos se adivina el genio: por el contrario, 
era un muchacho apático, de mirada vaga, poco 
sensible á las caricias y completamente indife- 
rente á los juguetes. No aspiraba á otro premio 
sino el de que le permitiesen poner las manos 
sobre el teclado. 

Asi creció, llevado de casa en casa para que 
admirasen aquella monada, y él se dejaba llevar 
soportando con resignación los mimos y caricias 
con que le mortificaban, á trueque de satisfacer 
su afición. 



SANSÓN CARRASCO 



Del pentagrama no sabía más sino que eran 
unas rayas salpicadas de puntos negros. ¡ Qué le 
importaba á él del pentagrama ! Tenia la músi- 
ca en la cabeza y en el corazón, y no necesitaba 
más. Aquel era su idioma nativo, y de él se valió 
para espresar sus sentimientos antes de aprender 
á combinar frases habladas. Poco ó nada pudie- 
ron con él los maestros que trataron de enseñarle 
la gramática y la aritmética. Ni atendía á lo que 
se le decía, ni hacía el menor empeño por meterse 
en la cabeza aquellas cosas tan poco armónicas. 
Tal vez, si le hubiesen enseñado en verso, hubiera 
aprendido con más presteza, porque la cadencia 
rítmica habría servido de vehículo para hacer lle- 
gar aquellos conocimientos á su inteligencia. 

Poco á poco fueron desarrollándose sus instin- 
tos musicales, y rompiendo el cerco estrecho de 
las prescripciones clásicas, creó un método suyo, 
exclusivamente suyo, algo de eso que no se pue- 
de imitar, como no se imita la pincelada de Ra- 
fael, ni se reproduce el acento de Adelina Pattí. 

Ni Pleyel, ni Chickering, ni Steinway, ni Schied- 
mayer, ni ninguno de los más afamados fabrican- 
tes de pianos han soñado jamás que los instru- 
mentos que ellos construyen suenen de la mane- 
ra que los hace sonar Dalmiro Costa. Él ha encon- 
trado el medio de trasmitir á la tecla el fluido de 
su organismo, y la nota que arrancada por otras 
manos solo produce un ruido más ó menos sono- 
ro, tocada por él, ríe, llora, pide, da, palpita amo- 
rosa, vibra de rabia y reproduce todas las encon- 
tradas sensaciones del cuerpo y del espíritu. 

Dalmiro no toca la música: la dice, la recita, la 



DALMIRO COSTA ^J 



declama. Si fuera mudo de palabra, le bastaría 
sentarse al piano para hacerse entender aún de 
aquellos que, como los aludidos por Jesús, tienen 
oídos y no oyen. Conocedor profundo del lengua- 
ge de la armonía, lo traduce lo mismo en Meyer- 
beer, en Verdi, en Bellini, en Oflfembach, en Gou- 
nod, en Arrieta y en Gaztambide. Y no se limita á 
repetir la firase musical dándole su sentido y ento- 
nación, sino que la parafrasea, la analiza, la cam- 
bia por otra equivalente, la vuelve por activa y 
pasiva, la condensa en ima sola palabra, la deslíe 
en muchas otras, y sobre aquel tema constituye 
todo un discurso que deja al oyente empapado 
en la materia que ha desarrollado. 

Dalmiro Costa no es un ejecutante de la música 
de otros maestros : es su comentador , su intér- 
prete , su anotador. Él es, para Gounod ó Bellini, 
lo que Gustavo Doré ha sido para Dante ó Milton , 
ilustrando La Divina Comedia y El Paraíso Perdi- 
do. Él sabe hermanar, fundir, por decirlo así, 
en \m mismo molde , la música que traduce igua- 
les sensaciones , y así, mientras que con la mano 
izquierda dice con Fausto : Laisse moi contempkr 
tonvisage, con la derecha repite con Radamés: 
Moriré si pura e bella , sin que de esta amalgama 
de dos escuelas opuestas y de dos maestros anta- 
gónicos , brote una sola nota discordante : es el 
amor espresado en dos idiomas que , al ponerse 
• en contacto , se refunden en uno solo , que habla 
lo mismo al corazón de Margarita y al de Aida . 

Dalmiro no puede tocar lo que se llama una 
pieza de música. Pedírselo sería lo mismo que 
pedirle á una golondrina que volase siguiendo 



$4 SANSÓN CARRASCO 

una línea fija trazada en el espacio. Él baja, se 
remonta ó se posa según su capricho , obedecien- 
do á las sensaciones que el eco de sus notas le 
despiertan. Cuando el andante le enternece á 
punto de que las últimas frases parecen humede- 
cidas con lágrimas , salta repentinamente al walz 
como queriendo desterrar la melancolía que le 
invade , pero aquel arranque pierde su brío á los 
pocos momentos, adormece el compás, pasa de 
las notas naturales á los semi-tonos, é insensible- 
mente se torna el entusiasmo en languidecimien- 
to , hasta que muere en acordes místicos que pa- 
recen desprenderse de la tierra y evaporarse en 
murmullos vagos como esas tenues nubes de la 
tarde que se deshilachan en finísimas hebras im- 
palpables á la vista . 

Dalmiro Costa no es solo intérprete , sino au- 
tor también , pero sus obras nadie puede desci- 
frarlas por que nadie sabe comprenderle. En 
vano ha agotado su ingenio para dar á cada una 
de sus notas una esplicación escrita; el lenguage 
humano no tiene palabras para traducir las ins- 
piraciones del genio . 

A propósito de esto, recuerdo una anécdota 
histórica . Acababa Dalmiro de componer sus 
Sueños, y preguntándole á un su amigo, sordo 
como una tapia en materia de música , qué le pa- 
recía su obra , contestóle éste : 

— Muy bien; me ha gustado mucho tu música; 
pero, dime ¿ de quién es la letra ? 

Aquello tuvo contrariado á Dalmiro durante una 
semana . No podía darse cuenta de que hubiese 
quien hiciera mofa de la música . En ese punto 



DALMIRO COSTA $$ 



es muy susceptible , y debido á esa susceptibili- 
dad se le tiene generalmente por retraído y hasta 
por díscolo, j Profundo error ! No hay nadie mas 
espansivo que él cuando da con una naturaleza 
afinada por el mismo diapasón que la suya . Lo 
que le contraria y enoja es tener que tratar con 
personas que no le comprenden . Espíritu fino , 
inteligencia delicada , sabe apreciar la belleza de 
un pensamiento ó la intención oculta de una fra- 
se , de esas que. según él , le hacen feliz , tanto co- 
mo le fastidian las groserías y chavacanerías de 
los que á toda costa quieren lucir un ingenio que 
no tienen . 

A veces , lamentando su situación , suele decir: 
tjAh! ¡lo que yo podría hacer y componer si fuera 
rico ! » Ahí se engaña Dalmiro profundamente. El 
día que la suerte le sonriese no volvería á produ- 
cir nada . No sé si habrá en ello algo de preocu- 
pación , pero yo creo que la inspiración necesita 
del aguijón de la pobreza para manifestarse en 
todo su vigor . 

Parece que la abundancia convida á la molicie 
y al abandono, y, ¡Dios me perdone ! hasta se me 
antoja que la riqueza achata el espíritu , le apol- 
trona y le quita aquella vivacidad con que des- 
punta desde la estrechez . No diré que sea regla 
general , pero sí es lo más común que de la po- 
breza salgan los ingenios que descuellan en las 
ciencias y en las artes; y no es que yo crea que los 
cerebros de los ricos estén de diversa manera or- 
ganizados , sino que las facultades se desarrollan 
y se aguzan en el diario batallar por la existen- 



56 SANSÓN CARRASCO 

cia , como se vigorizan y crecen las fuerzas físi* 
cas en la ruda gimnasia del trabajo . 

¡Sublime resignación esta del genio condenada 
á la miseria í Ignorado heroismo sintetizado por 
Narciso Serra en su apólogo sobre Cervantes, 
cuando pone en boca del famoso manco aquella 
última quintilla que dice : 

¡ S¡ Lope me adivinó , 
Al darme glorioso mole , 
La patria ingrata no vio 
Que Cervantes no cenó 
Cuando concluyó el Quijote ! 

¡ Pobre Dalmiro ! ¡ Cuántas noches tampoco ha- 
brá cenado mientras vagaban por su imaginación 
los acordes y las armonías de Los Sueños, La Pe- 
cadora^ y otras composiciones que traducen las 
tabulaciones de su espíritu al par que la inspira- 
ción de su genio poético ! 

Pobre nació ; pobre ha vivido ; y pobre vivirá, 
porque no hay en él una sola fibra que le impulse 
por la senda que lleva á la riqueza. Y, sin em- 
bargo, ¡ese es su sueño! El día en que puede es- 
trenar un par de guantes, se mira las manos con 
una complacencia infantil, y la vanidad le rebosa 
en todos los gestos. ¡Debilidades humanas! ¡Funda 
más su orgullo en aquellos dos retazos de piel 
curtida que en las producciones de su talento ! 

Así es Dalmiro Costa : una mezcla de vanidad y 
de modestia completamente híbrida.— Vanidoso 
con la riqueza y el figiusto que jamás alcanzará ; y 
modesto hasta la exageración con lo que constitu- 
ye su tesoro. 



DALMIRO COSTA 57 



Tiene delirio por los versos, sobre todo por 
aquellos que armonizan y conciertan con su espí- 
ritu melancólico y soñador.— Heine y Becquer le 
encantan, le deleitan; los recita con unción, 
con una especie de fervor místico; y cuando 
cree que su acento no alcanza á espresar el sen- 
timiento de sus estrofas favoritas, entonces 
pone las manos en el teclado, y dejando errar su 
mirada por las vaguedades del espacio, empieza 
á arrancar melodías de una suavidad esquisita ; 
las notas modulan ecos de arpas celestiales : bro- 
tan límpidas y diáfeinas como el cristal , y se pro- 
longan en murmullos eólicos, como si el fluido 
que ajita su cuerpo imprimiese sus vibraciones á 
las teclas. 

¿ Qué toca en esos momentos ? Él mismo no lo 
sabe ; parece que una fuerza oculta impulsa aque- 
llas manos largas y descoyuntadas , cuyos dedos 
semejan tentáculos que se estienden y encojen 
con ondulaciones de reptil recorriendo todo el 
teclado , cantando en los tiples armonías delica- 
das, mientras que los bajos rezongan con melan- 
cólicos ecos , como haciendo sombra á la luz que 
brota del otro estremo del piano. 

No recuerdo si la música de Un Pleito es de 
Arríeta ó de Gaztambide, pero ya sea de uno ó de 
otro, estoy seguro de que el autor quedaría esta- 
siado ante la interpretación que da Dalmiro á la 
serenata que empieza : 



Yo tengo noche y día 
Los ojos fíjos en tu balcón , 
Y hasta que tú te asomas 
En este barrio no sale el sol . 



58 SANSÓN CARRASCO 

Esta música tierna, sencilla, impregnada de 
esa tristeza peculiar de las cantilenas españolas, 
la envuelve Dalmiro en una red de arpegios vapo- 
rosos; la mece, la arrulla, y debilitada al fin por 
aquella presión de armonía , muere entre suspi- 
ros que imploran , que lloran , con los desfalleci- 
mientos del placer. Y conjuntamente con la mú- 
sica, parece que muere Dálmiro, los ojos en blan- 
co, el rostro pálido, agitado todo el cuerpo con 
un temblor nervioso , y entreabiertos los labios 
como próximos á exhalar el último aliento. 

Hace muy pocas noches le oi tocar en El Gim- 
nasio, lujoso café de verano instalado en la calle 
de Florida en Buenos Aires , y salí de allí impreg- 
nado de una dulce melancolía, como si el músico- 
poeta me hubiese trasmitido, envueltas entre sus 
notas, las sensaciones que agitan su espíritu so- 
ñador y vago. 

¡ Triste condición la del genio sometido á las 
exigencias déla vida! ¡ Dura esclavitud del talento 
poderoso y libre uncido al yugo de la carne flaca 
y servil ! 

Dalmiro toca para comer, y para dar de comer ; 
y el público que paga , exije que haga sonar el pia- 
no, sin tener para nada en cuenta las tribulacio- 
nes que acongojen su ánimo. 

Cuántas veces ¡ cuántas ! al ver á Dalmiro re- 
corriendo el teclado con sus manos descarnadas, 
me acuerdo de Campoamor y repito con él : 

¡Cómo traerá el corazón 

El gaitero 

El gaitero de Gijón ! 

Diciembre 10 de 1883. 



LA LEYENDA PATRIA 




lÁs de cinco mil personas rodeaban el 
monumento que se inauguró en la villa 
de La Florida el día i8 de Mayo de 1879. 

I El jurado nombrado para discernir el 
premio á quien con más inspiración cantase la 
epopeya de nuestra independencia , colocó sobre 
el pecho de Aurelio Berro la honorífica medalla , 
consagrando el acto el doctor don Ángel Floro 
Costa con aquel célebre discurso , que hizo servir 
como escaparate para exhibir todo lo que sabía y 
no sabía , remontándose hasta la edad de piedra 
y cargando la mano sobre cuanto esdrújulo le 
cayó al alcance, 



todo para anunciar que ha puesto un huevo, 

como decía la rana de los cacareos de la gallina. 



6o SANSÓN CARRASCO 

El numeroso público que había quedado mar- 
chito y cariacontecido con la lárotécnica paeudo- 
dentifica de don Angd Floro , empezaba ¿ di- 
seminarse temeroso de una nueva granizada 
esdrüjula , cuando se sintió atraido por el vigoro- 
so acento de un nuevo orador qu^ habla ocupado 
la tribuna. 

Era, el tal , pequeño de estatura , enjuto de car- 
nes , y parecía imposible que tan endeble instru- 
mento pudiese producir notas tan robustas . A 
medida que brotaban de sus labios los rítmicos 
acentos inspirados por el patriotismo , se ilumi- 
naba su mirada con resplandores guerreros, 
accionaban los brazos con atlético vigor , y el 
cuerpo mezquino se ajigantaba hasta adquirir 
proporciones colosales . Parecía que una aureola 
de luz le rodeaba y que de aquel foco irradiaban 
corrientes de entusiasmo que electrizaban hasta 
á las más apartadas filas del auditorio . 

Llora el poeta en la noche oscura de la opre- 
sión de la patria , y su alma desfallece al ver ren- 
dido al pueblo que otrora luchara incansable por 
la libertad. ¡Todo está frío y mudo en tomo suyo! 

De los llorosos sauces 

Que el Uruguay retrata en su corriente, 

Cuelgan las arpas mudas, 

¡Ay! las arpas de ayer, que en himno ardiente, 

Himno de libertad, salmo infinito, 

Vibraron al rodar sobre sus cuerdas 

Las auras de las Piedras y el Cerrito, 

Las glorias del pasado se apagan en las tinie- 
blas del presente . No hay un solo guerrero en 



LA LEYENDA PATRIA 6l 

armas que haga alentar la esperanza de que ce- 
sará el cautiverio en día más ó menos lejano , y 
al oir esta elegía por la patria , todos los oyentes 
se sienten conmovidos , desesperando con el poe- 
ta de ver llegar los albores de la soñada libertad . 
Los recuerdos de la tradición gloriosa han muer- 
to en la memoria del pueblo sojuzgado á la estra- 
ña dominación , y si algunos se conservan , viven 
apenas 

Como esos linos pálidos y yertos, 
Desmayados suspiros de los muertos. 
Que entre las grietas de las tumbas crecen. 

Lúgubre silencio reinaba en todo el auditorio . 
Parecía que aquellas cinco mil almas vivían 6o 
años atrás, sintiendo el yugo de los invasores 
cuya prepotencia lloraba el poeta con el desen- 
canto de quien nada espera . El rostro y el ade- 
mán traducían aquel desaliento que postraba al 
patriotismo inerme é impotente. Apagado el 
brillo de la mirada , la frente velada con las som- 
bras de la tristeza , desmayada la voz , la acción 
desfallecida , parecía el poeta la encamación del 
pueblo abatido por el infortunio . 

Pero , de repente , un eco lejano despierta el 
oido adormecido en la desgracia , y una vaga cla- 
ridad sorprende á la mirada enceguecida por las 
tinieblas. 

Aquel eco lejano es el de la barcarola que ento- 
nan los barqueros , 

De ritmo audaz y cadencioso brío 
I La eterna barcarola redentor» I 



62 SANSÓN CARRASCO 

Aquella claridad vaga que rasga el negro velo 
del cautiverio , flota sobre las dormidas aguas 
del Uruguay , de entre las cuales 

Brota un rayo de luz desconocido, 
Que desgarrando el seno de las brumas 
Atraviesa la noche del olvido. 

¡ Qué repentino cambio en la espresión , el 
acento y el ademán del poeta ! Relampaguea la 
mirada como deslumbrada por aquel inesperado 
resplandor que 

Es primero un albor luego una aurora 

Luego un nimbo de luz de la colina 

Luego aviva y se eleva y se dilata, 

Y encendiendo el secreto de la niebla, 
En fragoroso incendio se desata. 

Y esto no solo se oye , sino que se vé . El bardo 
lo dice y lo pinta con vividos colores . El punto 
luminoso brota en sus ojos , ilumina después su 
inspirada frente , anima la sonrisa de esperanza 
que dibujan sus labios , fulgura en todo su ros- 
tro , y creciendo á medida que el patriotismo lo 
aviva , lo envuelve con brillantes resplandores , 
que se esparcen en tomo suyo derramando ondas 
de luz cuya claridad se difunde hasta los más re- 
motos horizontes . 

En esa luz quedó bañado el auditorio que es- 
cuchaba al poeta , y cuando sintió los ateridos 
miembros entibiados por el calor que irradiaba 
aquel cerebro encandecido por el fuego del senti- 
miento patrio, prorrumpió en una manifestación 
solemne , grandiosa , estentórea , aclamando en- 



LA LEYENDA PATRIA 63 

tre vivas y aplausos á Juan Zorrilla de San Mar- 
tin como al cantor de las glorias nacionales. 

Desde ese momento , el último acento de cada 
estrofa moría entre el clamoreo entusiasta de la 
multitud electrizada , y como si de antemano hu- 
biese preparado la escena , 

entre la luz, los cantos, los latidos, 

hizo surjir ante los ojos de aquellos cinco mil es- 
pectadores atónitos 

Del húmedo arenal Treinta y Tres Hombres; 
Treinta y Tres Hombres que mi mente adora, 
Encamación, viviente melodía, 
Diana triunfal, leyenda redentora 
Del alma heroica de la patria mía I 
• 

Es indescriptible la escena que se siguió á esta 
evocación. Todos los labios se movian profirien- 
do gritos patrióticos, todos los brazos se agita- 
ban saludando al poeta, y todos los rostros re- 
trataban las sensaciones despertadas en el espí- 
ritu por los mágicos acentos de aquel canto 
desconocido. Los ánimos se enardecían siguien- 
do las peripecias de aquella epopeya grandiosa, 
en que los héroes, sedientos de libertad, encon- 
traban 

tardo el corcel y perezoso el plomo 

para llegar al pecho del opresor de la patria. 

¡Sarandí ' ¡ Ituzaingó I ¡ Prólogo y desenlace de 
aquel drama sublime de abnegación y heroísmo ! 
Zorrilla traza ambos cuadros con rasgos de un 



64 SANSÓN CARRASCO 

colorido palpitante, j Parece que se oye el rechi- 
nar de los hierros y el caer de los cuerpos tron- 
chados por el rudo golpe del sable, en aquella 
faunosa carga que arrasó las huestes enemigas, 
como si sobre ellas se hubiese lanzado el escua- 
drón de la muerte ! 

Ya está cimentada la libertad de la patria. El 
poeta despierta de aquel sueño en que solo oía el 
firagor de la batalla, y vela los campos teñidos 
con la sangre de los que cayeron en la inmortal 
cruzada. El cielo brilla sereno y límpido, presa- 
giando una nueva era de paz ; y lleno de fé en el 
porvenir, pone de lado la trompa épica con que 
cantó las glorias guerreras, y entona el idilio del 
trabajo en estas estancias, arrancadas al parecer 
de la cítara de Arriaza ó de Melendez : « 

Rompa el arado de la madre tierra 

El seno en que rebosa 

La mies temprana en la dorada espiga, 

Y la siega abundosa 
Corone del labriego la fatiga. 

Cante el yunque los salmos del trabajo ; 
Muerda el cincel el alma de la roca, 
Del arte inoculándole el aliento, 

Y en el riel de la idea electrizado, 
Muera el espacio y vibre el pensamiento. 



i Por qué no alcanzó Zorrilla el primer pre- 
mio ? No fué por cierto porque no lo hubiese me- 
recido, pero el jurado había de antemano limita- 
do el numero de versos , y la composición de 
Zorrilla escedía de aquellos límites. Tal vez no re- 



LA LEYENDA PATRIA 65 



cordó aquella condición, y si la recordó, prefirió 
renunciar al premio antes que cortar el vuelo de 
su inspiración. 

Pero si no alcanzó el premio material, alcanzó 
en cambio ese lauro imperecedero que sobrevive 
al metal y al mármol : el lauro de la gloria. 

Aurelio Berro, el poeta premiado, justiciera- 
mente premiado por llenar su composición las 
condiciones impuestas y ser á la par una obra 
notable como inspiración y como clasicismo, des- 
prendió de su pecho la medalla que el jurado le 
había discernido, y quiso á toda costa colgarla en 
el de aquel joven que acababa de electrizar al au- 
ditorio. 

Zorrilla se resistió á aceptar aquella ofrenda 
que se le hacia con generoso desprendimiento, 
agradeciéndola con toda efusión. 

Desde entonces quedó cimentada su gloria 
sobre base imperecedera, y desde entonces, tam- 
bién, quedó consagrada La Leyenda Patria como 
el himno de las glorias nacionales. 

Yo era adversario de Zorrilla, adversario ar- 
diente é implacable, pero confieso que, cuando le 
oí, quedé desarmado y acabé por tenerle cariño. 
Vinieron, después, las agitaciones políticas, re- 
crudeció la polémica, y uh buen día, recibí en lo 
más hondo del alma una herida pérfida y san- 
grienta, que me asestaron desde las columnas de 
El Bien Público, Aquello me enconó y llegué á 
no cambiar ni siquiera el saludo de forma con el 
cantor de La Leyenda Patria. En ese estado de 
ánimo se la oí recitar por segunda vez en San Jo- 
sé, y olvidando la injuria, fui el primero en rom- 



•8 c. 



66 SANSÓN CARRASCO 

per los aplausos arrastrado por el entusiasmo 
que despertaban en mí aquellas inspiradas es- 
trofas. 

Después, todo se olvidó. No era él quien me 
había ofendido. — Asi me lo dijo en un momento 
de espansión, y así quise creerlo, porque es im- 
posible admitir que en el alma en que desbordan 
sentimientos tan elevados como los que palpitan 
en las notas de ese himno patriótico, puedan te- 
ner cabida mezquinas pasiones. 

Otra vez y otra he oido á Zorrilla recitar su 
canto, y cada vez ha hecho latir en mí mayores 
sensaciones. Es que hay en esos versos algo más 
que el ritmo y la armonía: hay la inspiración ar- 
diente que brota vigorizada por el sentimiento de 
la patria, de esta pobre patria que hoy, como en 
aquel 

¡Lustro de maldición, lustro sombrío ! 

yace postrada entre los brazos de hierro que la 
oprimen y aniquilan. De aquellos tiempos de he- 
roísmo y gloria 

Apenas si un recuerdo luminoso 
Tímido nace entre la sombra errante 
Para entre ella morir; como esas llamas, 
Que alumbrando la faz de los sepulcros 
Lívidas un instante fosforecen. 



Estos recuerdos y estas impresiones las des- 
pierta un libro que acabo de recibir , impreso en 
la casa editorial de Barreiro y Ramos. Contiene 
ese libro La Leyenda Patria de Zorrilla , precedida 



LA LEYENDA PATRIA 67 

^ 

de un precioso artículo de Andradc , en cuya re- 
ciente tumba acaba de deponer una perfumada 
ofrenda el cantor de Celiar, simbolizando la tem- 
prana muerte del poeta en este profundo pensa- 
miento • 

¡ Anochecióle en la mitad del día ! 

El libro es digno de la obra que encierra y ha- 
ce honor al arte tipográfico nacional . La pulcri- 
tud y elegancia de la impresión , la vistosa y rica 
encuademación que la envuelve , y más que to- 
do , el ser producto de la industria del país , son 
circunstancias que hacen á su editor Barreiro 
acreedor á la protección y al aplauso del público . 

Si la obra de Zorrilla es por si sola un atracti- 
vo para los amantes de las letras , aumenta ese 
atractivo el venir impresa en condiciones excep- 
cionales , encuadernada con elegantes tapas ador- 
nadas con relieves estampados en oro y negro 
sobre fondo rojo , y enriquecida con el retrato de 
su inspirado autor . 



Diciembre 23 de 1882. 




GERMÁN MAC'KAY 



PRIMER ACTOR DRAMÁTICO AMERICANO 




ON Santiago Mac'Kay, oriundo de Esco- 
cia, de donde había emigrado á América, 
ejercía allá por los años treinta y tantos, 
la profesión de comerciante en la ciu- 
dad de Panamá, perteneciente á la federación 
Colombiana. 

Cimentada su posición con una regular fortu- 
na adquirida en el comercio, pensó el señor 
Mac'Kay en lo que generalmente piensan todos 
los hombres á cierta edad, que fué en casarse, de- 
seo que si de suyo no le nacía, había quien lo en- 
gendrase sobradamente en Panamá, donde las 
mujeres tienen esos ojos peculiares á todas las de 
América, y que parecen aljabas guardadoras de 
flechas, según son de afiladas y penetrantes las 
miradas que despiden. 



70 SANSÓN CARRASCO 

Suponiendo, pues, que el buen escocés tu- 
viera sus ideas oelibatarias, quiso su destino que 
se encontrase con una panameña cuya sola vista 
fué causa bastante para dar al traste con todos . 
los propósitos anti-matrimoniales, y de ahí la 
unión de don Santiago Mac'Kay con doña María 
Gutiérrez, hija del General Gutiérrez de Riñeres, 
soldado distinguido que fué de la Independencia. 

Realizóse el enlace el año 1840, y andando el 
tiempo, sucedió lo que no era un fenómeno que 
sucediese : esto es, que vino al mundo un nuevo 
Mac'Kay, que recibió en la pila el nombre de Ger- 
mán. Creció el descendiente de don Santiago lleno 
de mimos y rodeado de maestros, y con tal ahin- 
co se consagró el niño á los estudios, que á los 
quince años era ya bachiller, halagándose sus pa- 
dres con la idea de que pronto tendrían un doc- 
tor en la familia. 

Pero, el hombre propone, y Dios dispone. Pro- 
poníase don Santiago Mac'Kay hacer de su hijo 
un hombre de foro, pero las circunstancias, ya 
que Dios no se entromete en estas cosas, dispu- 
sieron que Germán había de ilustrar su apellido 
en el arte, y así fiíé. 

Sucedió que en el año de 1856, á tiempo precisa- 
mente en que Germán se calaba el bonete corona- 
do con el árbol de la ciencia, llegó á Panamá una 
compañía dramática, de la que era primer actor 
un tal O'Loghlin, que alcanzó gran reputación en 
el Pacífico. El joven Mac'Kay iba con frecuencia al 
teatro, y deslumhrado por los triunfos que coro- 
naban noche á noche al artista, entróle el deseo 
de comprar la gloria á igual precio. Niño aún, 



GERMÁN MAC'kAY 7 1 

aunque disimulada su edad por la elevada esta- 
tura que le realzaba, empezó á frecuentar los ar- 
tistas, y lo que en un principio fué solo mera afi- 
ción, acabó por hacerse en él un propósito arrai- 
gado. 

La primera vez que Germán habló á su padre 
de sus tendencias artísticas, el buen escocés puso 
el grito en el cielo, y trató por todos los medios 
de combatir aquella para él maldita influencia, 
que trastornaba los proyectos que respecto del 
joven abrigaba. 

Pero ya era tarde; Germán estaba dominado 
por la vocación que le arrastraba á la escena, de 
la cual no conocía más que las glorias, ignorando 
las rivalidades y miserias que tras los bastidores 
se agitan. Partió la compañía O'Loghlin para el 
Perú, y quedó el joven Mac'Kay como si le hubie- 
sen llevado la mitad de su ser. Aquella partida, le- 
jos de apaciguar sus tendencias, las irritó más 
aún: luchó entre su vocación y el amor á sus pa- 
dres, pero al fin venció aquella, y un buen día, el 
hogar de la familia de Mac'Kay perdió todas sus 
alegrías, mientras el causante de aquel dolor na- 
vegaba con rumbo al Perú, donde, una vez llega- 
do, .se agregó á la compañía O'Loghlin, llenando 
así los anhelos que le habían hecho desertar del 
techo paterno. 

Todo ayudaba al joven Mac'Kay para hacerse 
de un nombre en la escena : su apuesta figura, 
su educación, el timbre sonoro de su voz, y so- 
bre todo, el genio que sentía agitarse dentro de 
su hermosa cabeza. Se estrenó como segundo 
galán joven, con aplauso, cuando apenas tenía 



72 SANSÓN CARRASCO 



diez y seis años. Á los diez y ocho era ya primer 
galán, y á los veinte eclipsaba á su maestro O'Lo- 
ghlin, haciendo los primeros papeles. Durante 
cinco años recorrió los principales teatros de Chi- 
le, Perú y Bolivia, adquiriendo envidiable renom- 
bre, matando con su talento todas las rivalidades 
que en torno suyo hervían, hijas de la envidia de 
quienes,*diciéndose maestros en el arte, queda- 
ban relegados ante aquel joven que á largos pasos 
recorría el camino de la gloria. 

Apesar de sus triunfos, Mac'Kay no creyó ha- 
ber alcanzado las cumbres que él soñaba en el ar- 
te á que se había consagrado, y resolvió hacer un 
viaje á España con el objeto de perfeccionarse en 
la escuela de Romea y de Valero, que eran por 
aquel entonces los principes de la escena dramá- 
tica española. 

A esa circunstancia debimos el tener en Mon- 
tevideo á Mac'Kay el año 1868, contando apenas 
entonces 27 años. Recuerdo como si fuera ahora 
la noche de su estreno en Solís con el drama Los 
hijos de Eduardo. Para mi fué una revelación 
aquella naturalidad en el decir y aquella sencillez 
en la acción, acostumbrado como estaba al énfa- 
• sis y á los manoteos de los actores españoles que 
hasta entonces había visto. 

El teatro estaba vacío ; Mac'Kay había caído en- 
tre nosotros sin nombre que le precediese, ni 
anuncios que le presentaran como un artista de 
primera fila. Pero el centenar de espectadores 
que en aquella primera noche pudo apreciar su 
talento, fueron al segundo día cien pregoneros 
de los méritos del artista americano, y desde la 



GERMÁN AUC'kAY 73 



segunda representación, nuestro pran teatro era 
pequeño para contener el numeroso público que 
acudía á admirar á Alac'Kay. Los viejos nos ha- 
blaban de Casacubierta como único término de 
comparación posible con el joven panameño. 

El repertorio de Mac'Kay se componía de las 
principales obras del teatro español y francés, la 
mayor parte de ellas nuevas para nuestro públi- 
co. Pero cuando el entusiasmo llegó á su colmo, 
fué cuando hizo por primera vez el Sullivan, Aque- 
llo fué un éxito extraordinario, y la interpreta- 
ción de aquella obra le bastó para conquistar un 
renombre que nadie hasta entonces había alcan- 
zado en el Rio de la Plata. 

Mac'Kay era un actor de corte moderno, desli- 
gado de todos los resabios de la vieja escuela es- 
pañola que hacían decaer entre nosotros el gusto 
por el drama. Su aparición en nuestra escena fué 
una verdadera resurrección para el arte dramáti- 
co, que se nos presentaba bajo formas nuevas, 
revestido de esa sencillez y naturalidad que son 
inlierentes a todo lo que es real. 

Mac'Kay, sin saberlo quizás, era un actor de la 
escuela realista, escuela en que se había formado 
él solo, sin más maestro que su inspiración, adi 
vinando que el secreto del arte estriba solo en la 
más difícil de las facilidades, si es que así puede 
llamarse á la estricta reproducción de la verdad. 
Fuera de la verdad no hay belleza, y donde la 
belleza falta, falta el arte. Rien ?i'cs¿ beau que le 
vrai, había dicho ya alguien, y ese dicho, acepta- 
do como máxima, quedó complementado con 
otra que sintetiza más la idea : rarle é il vero. 



74 SANSÓN CARRASCO 

Esa fué la divisa de Mac'Kay, y ella la que le 
llevó al triunfo . Comprendió que los efectos es- 
cénicos no están en la exajeración de las pasio- 
nes, ni en la altisonancia de las frases , ni en el 
amaneramiento de los modales, sino en retratar 
fielmente los efectos de esas pasiones, tales como 
se manifiestan en la vida real . Era el primer ac- 
tor que entre nosotros hablaba en la escena co- 
mo hablan los hombres en sociedad : suave, sin 
afectación, cuandu la situación lo requería, y vio- 
lento, sin estrépito, en los trances fuertes. 

En Sullivan, Mac'Kay era no solo el artista, si- 
no el hombre que hacía suya la causa del prota- 
• gonista que representaba . Se defendía él mismo 
contra las rancias preocupaciones sociales que 
pretendían hacer del actor un paria, para quien 
estaban cerradas todas las puertas que no fueran 
las del teatro ; para quien no había afecciones, ni 
amistad-, ni amor, mas que el que se recita en las 
comedias. 

Mac'Kay encarnaba á Sulltvan, con el mismo 
entusiasmo con que Federico Lemaitre represen- 
taba el Kean, haciendo de la escena una tribuna 
publica en la que el artista podía defender su 
causa para allanar las resistencias que la preocu- 
pación le oponía, para poder llegar á la esfera so- 
cial en que se agitan los demás hombres . 

El joven actor americano hizo de Sulltvan su 
caballo de batalla, y con él triunfó, haciéndose 
admitir como lo merecía quien no tenía más de- 
lito que el de ganarse honradamente la vida con 
-su talento, á diferencia de otros que alternan en 
las más elevadas esferas y que sin embargo co- 



GERMÁN MAC'kaY 75 

mercian con infamias y rastrerlas ocultas bajo 
una capa de oro. 

Estando Mac'Kay en Montevideo, como dejo 
dicho, el año 68, se desarrolló la epidemia del có- 
lera. Las familias emigraron al campo, los tea- 
tros se cerraron forzosamente por falta de públi- 
co, el hijo del escocés don Santiago tuvo por 
muy prudente, como todo hijo de vecino, sacar 
el cuerpo á la descarnada que no se daba reposo 
en cortar con su afilada guadaña, y se retiró á la 
Union, cuartel general de los que escapaban del 
flajelo. 

Pero ni aún allí las tenía todas consigo el artis- 
ta, y tan no las tenía, que sus amigos hacían bur- 
la del continuo sobresalto en que vivía, hasta que 
uno de ellos, para quitarle desazones, le invitó á 
pasar una temporada en una estancia, invitación 
que él aceptó de mil amores. 

Y ahí tienen ustedes á don Germán Mac ' Kay, 
campeando por el Rincón del Rey y en el Departa- 
mento de la Colonia, por temor al cólera, y á fe 
que había razón en temerle, pues se despachaba 
á los moradores de esta reconquistada ciudad de 
á cien por día. 

Lo mejor del caso es que Mac'Kay tenía ya 
tomado pasage en un vapor trasatlántico para 
realizar el viaje á Europa que desde Chile traía 
proyectado, pero, temeroso de la peste, prefirió 
perderlo antes que asomar las narices por Monte- 
video, y así , en vez de acercarse al puerto, se 
internó tierra adentro. 

Cualquiera, en el caso del aplaudido actor, ha- 
bría aprovechado aquellas vacaciones forzadas 



76 SANSÓN CARRASCO 

para descansar de sus fatigas artísticas, pero, do- 
minado como estaba él por la pasión del teatro, 
no pudo permanecer mano sobre mano contem- 
plando las cuchillas, y ya que le era ^imposible 
representar dramas, se puso á hacerlos, y á esa 
circunstancia casual debe el pequeño- repertorio, 
americano una nueva obra, favorablemente juz- 
gada por la critica, que lleva por titulo : Elena. El 
actor se hizo autor, y su drama, interpretado por 
él mismo, le agregó una hoja más á las muchas 
que formaban la corona de gloria que ceñía. 

Entre Montevideo 3^ Buenos Aires pasó Mac'Kay 
los fines del 68 y los comienzos del siguiente 
año, época en que volvió á Chile llevando muy 
buenos recuerdos del Plata, donde se le había 
aplaudido ruidosamente, y donde el había con- 
traído numerosas relaciones entre la juventud 
distinguida de ambos países. El artista era dueño 
del público, y tan seguro estaba de su éxito, que 
hasta llegó á cantar en el teatro algunas cancio- 
nes, como El crudo iucumano y otras, que luego 
se hicieron popularisimas, no por su mérito, sino 
porque Mac'Kay las cantaba. Aquello no era arte, 
á buen seguro, pero él lo echaba á broma y se 
divertía con ello. 

Vuelto á Chile, le pasó en Santiago lo que trein- 
ta años atrás le pasara á su padre don Santiago 
en Panamá, y fué que se enamoró, y esta vez no 
en verso y de mentirijillas como lo hacía en las 
comedias, sino en prosa y muy de veras. Perte- 
necía la aludida á una familia de campanillas en 
Chile, de noble abolengo, y no hay para qué de- 
cir que la inclinación con que la joven correspon- 



GERMÁN MAC'kaY 77 

dio á las ardientes declaraciones del mancebo 
fué causa de que en la casa se armase un zipi-za- 
pe de aquellos de no te muevas. 

Borgoño y Maroto eran los apellidos de la chi- 
lena rendida á la pasión del panameño, dos ape- 
llidos ilustres, como que el primero era el de su 
abuelo paterno, general victorioso en la memora- 
ble jomada de Maipo, y el segundo el del abuelo 
materno, general también, que amén de la noto- 
riedad que le dieron sus campañas, tuvo la de ser 
actor en el famoso abrazo de Vergara. 

Con semejante alcurnia, y con saber que la 
respetable mamá de la niña tenia á mucho orgu- 
llo llamarse todavía Duquesa de Ferrandelli y 
Condesa de no sé cuántos, sobrado hay para 
comprender qué oposición se haría al enlace de 
la niña con el artista. 

¡ Un cómico ! Para la sociedad ilustrada y libe- 
ral de la época, un cómico es un caballero como 
cualquier otro, con tal de que sus procederes sean 
los de un caballero. Pero hay todavía en ciertas 
esferas, y sobre todo en las de la aristocracia ran- 
cia, muchas resistencias á admitir que el talento 
dramático sea suficiente título para alternar con 
ellas, mientras que alternan asnos cargados de 
reliquias. Entre nosotros no se comprende eso, 
porque nuestra sociabilidad no conserva ninguno 
de esos resabios ridículos de gerarquías y alcur- 
nias, pero en Chile hay aristocracia aún, aristo- 
cracia tanto ó más encopetada que la de las 
monarquías europeas, y en la que, para ser ad- 
mitido, no basta solo descollar en la política, en 
las letras, en las artes, sino que es preciso exhi- 
bir los pergaminos que acrediten la cuna. 

Con tales ínfulas y reatos, ya se esplicará el 



78 SANSÓN CARRASCO 

lector que no había entrada en casa de los Borgo- 
ño y Maroto para el infeliz artista, que no tenía 
más ejecutoria que su fé de bautismo, ni más tí- 
tulos que los conquistados en el teatro, honrosí- 
simos para los que no admiten más aristocracia 
que la que él propio valer da, pero que para per- 
sonas de tanto cuño eran como papeles mojados. 

Mas no en valde pintan al amor como un mu- 
chacho, travieso y ceguezuelo, á quien las resis- 
tencias encaprichan más que las facilidades, pues 
sucedió en este caso lo que frecuentemente acon- 
tece en todos los análogos, y fué que, irritada la 
pasión de ambos jóvenes por los obstáculos que 
se le oponían , concertaron unirse contra vien- 
to y marea, y así fué que á mediados del 69, 
embarcado ya Mac'Kay en un paquete que zarpa- 
ba para el Rio de la Plata, recibió en sus brazos á 
su compañera, ligada ya á él por los sagrados la- 
zos del matrimonio que habían contraído contra 
el disenso paterno. 

Volvió Mac'Kay á Montevideo acompañado de 
su distinguida esposa, y encontrando aquí una 
compañía dramática, dio tres representaciones 
con extraordinario éxito, pasando en seguida á 
Buenos Aires, donde también fué acogido con 
simpatía. Después de algunos meses, regresó al 
Pacífico, siguiendo su peregrinación artística, 
hasta que el 71, trabajando en Guayaquil con la 
Matilde Duelos, aquella célebre actriz que años 
atrás habíamos admirado en Soiís, se despidió 
Mac'Kay de la escena dramática con la represen- 
tación de la Elena que había compuesto durante 
su estadía en el Rincón cklRey. 



GERMÁN MAC'kaY 



79 



Aquella retirada fué una pérdida para el arte 
dramático americano, encarnado en Mac'Kay que 
era su más ilustre representante. No fué la de- 
cepción ni el hastio lo que le arrastró á aquella 
determinación, sino el amor á su esposa, cuyos 
padres, reconciliados ya con el actor, la llamaban 
á su lado. 

Y ahí tienen ustedes al más aplaudido artista 
americano convertido de la noche á la mañana 
en agricultor, cultivando un fundo en las cerca- 
nías de Santiago, sin más preocupación que la de 
sembrar y cosechar, olvidando sus ruidosos triun- 
fos en el tranquilo retiro de su campestre hogar. 
Nueve años pasó así, y otros nueve hubiera pasa- 
do, si para desgracia suya y beneficio del arte no 
hubiera la philoxera talado los viñedos, cuyo cul- 
tivo constituía la principal industria del artista 
agricultor. 

El microscópico insecto no dejó ni un pámpa- 
no en las cepas, é inutilizado el esfuerzo de nueve 
años de constante labor, vióse Mac'Kay forzado á 
abandonar su fundo, retirándose en los princi- 
pios del 8i á Santiago, donde pronto halló la 
protección que buscaba, nombrándosele catedrá- 
tico de composición y declamación. 

Aquello de que la cabra tira siempre al monte 
se dijo, indudablemente, con alusión á los que se 
dedican á dos profesiones que son como un yugo 
que jamás se puede sacudir : la prensa y la es- 
cena. 

¡Desgraciado del que entra en una imprental Ya 
no volverá á salir de ella, y si sale, no ha de dar 
muchas vueltas antes de caer de nuevo en sus 



8o SANSÓN CARRASCO 



redes. Cuando el escritor se gasta, se hace correc- 
tor ; cuando la vista no le da para esa tarea, se 
hace administrador, gerente, ó cualquiera otra 
cosa, con tal de no salir de ese banquillo, contra 
el cual todos reniegan y <Jel cual, sin embargo, 
nadie acierta á libertarse. 

Lo propio le acontece al hombre de teatro , ya 
sea cantante ó cómico. Una vez que entra tras los 
bastidores, ya no sale de allí más que para esa úl- 
tima salida en que no va uno por sus pies, sino 
llevado á pulso. Yo he conocido á Lelmi en el 
auge de su gloria, haciéndose pagar lo que.quería 
por cantar como tenor. Después le vi descender á 
segundo termino; le oí en seguida de pariiquin, de - 
estos que salen á anunciar con cuatro notas des- 
templadas que viene el rey, más tarde fué maestro 
de coros, y por último.... le encontré de boletero 
en un teatro h'rico. Es lo mismo que si un redac- 
tor de diario acabase por ser repartidor. 

Esto digo apropósito de lo que sucedió con 
Mac'Kay, que acabó por tirar al monte; quiero 
decir: que lo de la cátedra de declamación le des- 
pertó sus vocaciones de artista^ adormecidas du- 
rante nueve años, é ideó un proyecto de creación 
de una Academia para formar en ella artistas 
americanos. 

Como base de su proyecto inició el pensamien- 
to de empezar á educar el gusto por el teatro, lle- 
vando á Chile una compañía dramática compues- 
ta de actores sobresalientes en España. Al instan- 
te encontró aceptación su idea, y se constituyó 
una sociedad por acciones á fin de levantar el ca- 
pital necesario para realizarla. 



GERMÁN MAC'kAY 8 1 

Nombrado Mac'Kay director de la empresa, á él 
se le confió la misión de ir á Europa en busca de 
una compañía de drama, y ya se ha visto como 
llenó su cometido, trayendo uno de los mejores 
cuadros dramáticos que hayan venido al Plata. 

Pero, si llenó su propósito, en cambio nada hizo 
por su provecho, y forzado por las circunstan- 
cias se vio obligado á echar mano de su presti- 
gio para cumplir los compromisos de la empresa 
que representaba para con los artistas que habla 
contratado. 

Al solo anuncio de que Mac'Kay reaparecería 
en la escena para la representación de Sullivan^ 
no quedó en el Teatro de la Ópera en Buenos 
Aires una sola aposentaduria que no fuese vendi- 
da y revendida á precios disparatados. 

El simpático artista no las tenía todas consigo, 
Doce años hacía que no pisaba el escenario de 
un teatro, y temía haber perdido aquella inspi- 
ración que tantos triunfos le había valido. Pero 
llegó la noche déla representación, y la estruen- 
dosa salva de aplausos que saludó la aparición 
del SuUivan americano devolvió á este toda su 
entereza, poniéndose á mayor altura que la que 
había alcanzado cuando cultivaba asiduamente 
su arte. 

Fué un delirio, un frenesí. El teatro, henchido 
de gente hasta en los más apartados rincones, 
bullía de entusiasmo. El actor terminaba sus fra- 
ses entre Víctores y batir de palmas que se pro- 
longaban por largo rato. Mac'Kay fué objeto de 
nna de esas ovaciones que hacen imperecedero el 
recuerdo de un artista. 



82 SANSÓN CARRASCO 

En vano quiso resistirse á una segunda exhibi- 
ción . Todo Buenos Aires quería verlo, y como 
todo Buenos Aires no cabía en el teatro, fué ne- 
cesario que el artista cediese, para hacerse aplau- 
dir por otros dos mil espectadores . 

El eco de ese expléndido triunfo escénico re- 
percutió en Montevideo ; y sus amigos de aquí, 
haciendo valer los títulos que tienen conquista- 
dos para con Mac'Kay, le exijieron que viniese á 
recojer el tributo de aplauso que le tenían reser- 
vado. El artista no pudo resistirse á la exigencia, 
y acudió al llamamiento. 

Esta noche representará Mac'Kay el Sullivan en 
la escena de San Felipe^ y yo me anticipo á su 
triunfo, saludando con un entusiasta aplauso al 
laureado actor americano, al genio más brillante 
del arte dramático en nuestro continente. 



Julio 15 de 1883. 






W 



LA FERIA 




I ESDE la media noche del Sábado, la an- 
cha calle del i8 de Julio empieza á vivir á 
la luz de su doble hilera de faroles forma- 

I dos en ala á la orilla de la acera, astros 
fijos en torno de los cuales giran otros con inde- 
cisa marcha, linternas que van y vienen, faroli- 
llos de luz mortecina, fósforos que destellan viva 
claridad por un momento y que se estinguen en 
seguida como esas exhalaciones que en las no- 
ches serenas cruzan el fondo negro del cielo con 
rayas de luz fosforescente. 

Y en medio de aquella claridad amarilla se 
agitan los vendedores que descargan de los ca- 
rros su mercancía y la acomodan en la forma más 
tentadora para el público. Á cada hora que pasa, 
el movimiento es mas activo y crece continua- 
mente, reforzado con nuevos carros cargados 
hasta los topes. 



84 SANSÓN CARRASCO 

Desde el arranque de la gran avenida hasta la 
boca-calle de Rio Negro, se instalan los puestos 
á uno y otro lado, en mesas, en estantes, en el 
suelo, sin desperdiciar una pulgada de terreno, 
afanosos todos de colocarse lo más cerca posible 
de la Plaza Independencia. 

Los que más madrugan consiguen los sitios de 
preferencia, mientras que los tardíos van que- 
dando rezagados á los estremos, disputándose 
los unos á los otros el derecho de ocupación, de 
la que en gran parte depende el éxito de la venta. 

Cuando el sol despunta por el extremo de la 
calle, se encuentra ya con la feria instalada, llena 
de movimiento y de ruido, tratando cada vende- 
dor de atraer la atención de los compradores con 
cornetas, músicas y pregones, realzando cada 
cual su mercancía. 

Á la derecha, como quien sale por la Plaza In- 
dependencia, están instalados en primer término 
los puestos de flores y plantas de jardín : las vio- 
letas, reunidas en pequeños mazos, bañando sus 
tallos en el agua para conservar su frescura ; ra- 
mos abigarrados en que campean todos los colo- 
rinches, desde el rojo escarlata de los claveles 
hasta el blanco deslumbrador de las azucenas ; 
plantas de camelia, con sus hojas barnizadas y 
sus flores correctas, simétricas, formadas de pé- 
talos persistentes que parecen tallados en már- 
mol ; matas de pensamientos con sus florecillas 
que remedan caritas de mico con ojos amarillos ; 
plantas de jacintos, de entre cuyas hojas brota una 
vara vestida de campanillas moradas , blancas, 
rosadas, semejando caireles de torrecillas chines- 



LA FERIA 85 



cas ; jazmines del cabo, con sus hojas lucientes y 
sus flores de azúcar ; naranjos enanos, vestidos 
con su follaje de raso esmeralda, entre el cual 
asoman los frutos redondos y dorados, al par que 
las ramas superiores parecen cabezas de novias, 
coronadas de azahares. 

En frente, desde lo de Roselló hasta la zapate- 
ría Franco- Española, la escena es menos poética, 
pero en cambio más suculenta : jamones, chori- 
zos, morcillas, madejas enteras de salchicha, y 
toda suerte de embutidos de cerdo, despidiendo 
cierto tufillo que despierta en el estómago ape- 
titos porfiados, de esos que no se acallan hasta 
que se ha satisfecho su deseo. Y al lado de los 
salchichones, quesos de chancho, compuestos 
con los menudos de la cabeza, variado mosaico de 
trozos suculentos, envueltos en una capa de toci- 
no blanco como merengue ; grandes ruedas de 
mortadella incrustadas con pedazos de carne ro- 
ja entre la mullida blancura de la grasa ; y presi- 
diendo toda aquella variada esposición de man- 
jares condimentados con los restos de sus mayo- 
res, se ve un lechón entero, afeitado desde el ho- 
cico hasta el rabo, los ojos fruncidos y la piel 
arrugada, reemplazadas las entrañas con yerbas 
aromáticas y especias perfumadas que dan á la 
carne un sabor delicado . 

Al lado de los chancheros, instala su tienda im- 
provisada un librero de viejo, cuyos estantes re- 
unen la más disparatada colección de autores y 
de épocas : obras de Voltaireal lado de los discur- 
sos de Bossuet; el Baroncito de Faublas, junto á 
Abelardo y Eloisa ; un tomo de Don Quijote co- 



86 SANSÓN CARRASCO 

deándose con un Almanaque de Prieto ; entregas 
sueltas del Correo de Ultramar ; un diccionario 
taladrado por la polilla desde la A hasta la Z ; tres 
de las. siete Partidas; y al lado- de todo esto, ro- 
mances de amor, consejas de aparecidos, y cuen- 
tos iluminados de la vida de Don Perlimplin y 
del Cid. • 

Mas allá siguen otra vez las plantas; plantas de 
adornos para patios y salones,, sobresaliendo en- 
tre todas las variadas especies de heléchos culti- 
vados por Margat, desde el culantrillo, cuyas ho- 
jas temblorosas parecen sujetas en alambres casi 
invisibles, hasta las scyaiea exelsa, de delicado fo- 
llaje que se abre como paraguas al extremo del 
tronco esponjoso, entre cuyos húmedos resqui- 
cios crecen las parásitas que lo visten. 

En seguida hay un vendedor de jaulas y pája- 
ros: cardenales con su penacho rojo y pecho 
blanco, saltando con gallardía de un palo á otro, 
y lanzando sus penetrantes silbidos ; canarios de 
plumaje de oro, encrespada la garganta mientras 
gorjean con trinos prolongados ; jilgueros con su 
bonetito de terciopelo negro ; gorriones blancos 
con picos rosados ; cotorritas de Australia plu- 
madas de verde cardenillo y golilla dorada ; fede- 
rales de pecho rojo ; mirlos negros de largo pico 
amarillo ; siete colores de pecho anaranjado y ca- 
beza azul ; tordos de pluma brillante oscura, con 
cambiantes tornasolados ; calandrias, venteveos, 
mixtos, chingólos y. otros cien ejemplares de la 
raza alada, todos azorados con el bullicio, destro- 
zándose contra los alambres de las jaulas. 

En la esquina de Convención, un apretado gru- 



LA FERIA 87 



po de gente rodea un puesto que parece ser el 
que más marchan tazgo reúne. Véndense allí pro- 
ductos de la Colonia Suiza: queso, manteca, hue- 
vos, tocino, jamones, y los vendedores no se dan 
tiempo para atender á los numerosos pedidos 
que les hacen. Rimeros de quesos enormes se 
despachan en pocas horas al menudeo: á este una 
libra, al otro dos, cinco al de más allá, y el ven- 
dedor corta á ojo, armado de una afilada cuchilla, 
teniendo rara vez que rectificar el peso, tan acos- 
tumbrado está ya á calcularlo. 

A su lado hay otro que vende cera, miel, pana- 
les enteros, henchidas sus celdillas de transpa- 
rente almibar, obra del más industrioso y disci- 
plinado insecto. Más allá, otro espende confituras, 
productos de repostería y pastelería, golosinas de 
todo género, en torno de las cuales zumba una 
turba de chicuelos, golosos como moscas, y co- 
mo las moscas fastidiosos. 

Este vende herramientas de acero : cuchillas, 
navajas, chairas, tijeras, leznas, hoces, guada- 
ñas, azadas, rastrillos, y cien utensilios más, gro- 
seros, pero fuertes, que compran los labradores. 
El otro espende obras de cerámica: ollas, fuentes, 
sartenes, macetas, cazuelas, cacharros y tiestos 
de toda forma, hechos de barro cocido. El de más 
allá, comercia con baratijas de santurronería: ro- 
sarios, coronas, medallitas con la efigie de todas 
las vírgenes habidas y por haber, estampas, re- 
liquias y demás chirimbolos del culto católico. 

En la esquina de Arapey, rodeado de banderas 
y gallardetes, se ve á un hombre rubio, parado 
sobre una mesa, que gesticula y acciona como un 



SANSÓN CARRASCO 



condenado. Es un rematador ambulante que ven- 
de toda clase de artículos de mercería, todo simi- 
lor y chafalonía, imitación de todo : cobre con 
apariencia de oro ; estaño con pretensiones de 
plata ; vidrio que remeda el brillante, el topacio, 
la amatista, el záfiro, según el color con que se 
ha teñido ; composiciones que imitan el coral, el 
carey y la nácar ; mil zarandajas que son pan pa- 
ra hoy y hambre para mañana. El hombre vende 
de todo y todo lo pondera ante el auditorio que 
le rodea. — «Vamos á ver, señores : un juego de 
botones para camisa ¡ cosa rica! ¡á ver ! ¿cuánto 
ofrecen ? » Generalmente nadie ofrece nada, pero 
eso no le importa al rematador ; él mismo le pone 
precio, y sigue : — « Cuatro centesimos tengo de 
oferta por la rica botonadura para camisa, ¿no hay 
quién dé más? — ¡Cinco! dice una voz, y alentado 
con ella el vendedor, sigue con mayor entusias- 
mo: Cinco centesimos, señores, cinco, por la rica 
botonadura ¡adelante!— Seis, seis centesimos, 
¿ no hay quién dé más ? lo quemo por seis cente- 
simos ! » Y todo esto lo dice á gritos, gesticulando 
para convencer á todos de la baratura, accionan- 
do con ademanes trágicos como si realmente fue- 
se á consumar un sacrificio. Nunca falta en torno 
del rematador callejero un grupo de lecheros que, 
de vuelta ya de su reparto, se estacionan allí y 
entre bromas y burlas compran todo lo que les 
ofrecen : botones, espejos, peines, y otras frusle- 
rías que ellos creen adquirir por poco más de na- 
da, mientras el vendedor gana en cada una un 
ciento por ciento sobre el costo. 
Y á todo esto, la concurrencia crece, crece 



LA FERIA 89 



siempre, en continuo va y ven por ambas aceras ; 
hombres que van á curiosear, mujeres que se 
prestan á ser curioseadas, cocineras que com- 
pran legumbres, patrones que se entretienen en 
hacer ellos mismos la compra, seguidos de un 
muchacho portador de una bolsa en cuyo vientre 
van aglomerados coles, patatas, una yunta de 
pollos, un conejo y otras vituallas para la comida 
del Domingo, el día clásico en que se reemplaza 
el no trabajar con el comer, el dia en que los bra- 
zos descansan y el estómago suda para dijerir 
todo lo que le echan. 

Más allá, en las últimas cuadras de la feria, 
están los verdaderos productores, pobres labrie- 
gos que instalan sus productos en el suelo: mon- 
tones de papas, á tanto el montón ; repollos de 
hojas crespas y apretadas; coliflores con sus 
tallos verdes plomizos ; lechugas frescas y loza- 
nas como pámpanos ; rabanitos rojos atados en 
mazos, con sus raíces blancas, largas y finas co- 
mo la cola de un ratón ; zapallos de toda forma ; 
remolachas, nabos, batatas, alcahuciles y demás 
miembros de la larga y respetable familia de las 
legumináceas, todo hacinado allí sobre las bolsas 
en que venía encerrado y convertido después en 
tapiz para exhibirlo bajo la vigilancia del dueño, 
que porfía con las compradoras que á toda costa 
quieren rebaja, y que, después de conseguirla, 
acaban por pedir la Uapa obligada, consistente 
en un puñado de perejil. 

Donde las legumbres concluyen, empiezan las 
aves de corral : patos, gansos, gallinas, pollos, 
pavos , palomas ; maneados unos , enjaulados 



•QO SANSÓN CARRASCO 

Otros, todos tristes por el largo ayuno que sufren 
desde la víspera, picoteando por distraerse entre 
los resquicios del empedrado, buscando un gra- 
no con la misma avidez con que un minero busca 
una pepita de oro. Y á los animales de pluma, si- 
guen los de pelo y cerda: conejos de ojos des- 
piertos y oreja inquieta, rumiando los desperdi- 
cios de legumbres embarradas que han logrado 
alcanzar por entre las rejas del jaulón ; lechones 
cebados, bolas vivientes de grasa, que apenas 
pueden caminar, gruñendo cuando el vendedor 
los levanta para mostrar el peso que tienen. 

De otro lado se ven aves de estimación, ejem- 
plares sobresalientes para la reproducción : ga- 
ilos y gallinas brahmas, cada una grande como 
un pavo, vestidas de plumas hasta en las patas, 
que parece que llevan pantalones de campana; 
palomas-correos, de ala larga y cuello fino, ro-, 
deados los ojos como cuentas de una carnosidad 
blanquizca, la misma que á guisa de bigote lle- 
van en el arranque del pico ; faisanes de gola es- 
camada de oro y azabache, rojo el pecho y ator- 
nasolado el hermoso plumero de la cola ; gansos 
de cuello largo, vestidos de arfniño, anaranjados 
el pico y las patas, graznando con voz destempla- 
da cada vez que alguien se acerca á mirarlos. 

A las nueve de la mañana, la feria está en su 
auge : por todos lados movimiento, bullicio, gri- 
tos, cantos de pájaros, cacareos de gallina, gru- 
ñidos de cerdo, y dominando todos los ruidos, la 
voz del rematador que grita : — «¿No hay quién 
dé más ? Se vá, señores, se va la rica botonadura 
de camisa, por cinco centesimos ! » 



LA FERIA 91 



Los que vienen de misa y van á misa pasan por 
la feria ; á la feria van ios que tienen novia ó la 
buscan ; allí hay de todo : flores frescas y caras 
bonitas; pájaros de vistoso plumaje y mujeres de 
elegante porte ; por allí desfila todo el Montevi- 
deo madrugador y todo el Montevideo devoto, y 
todo lo que sale á la calle con cualquier pretesto, 
así es que las anchas aceras de la calle 18 de Ju- 
lio son pequeñas para dar paso á la corriente hu- 
mana que va y viene en continuo hormigueo. 

Aquí un ciego que canta ; allí un individuo que 
imita el canto de los pájaros ; allá uno que prego- 
na cigarrillos y fósforos ; éste que ofrece las vio- 
letas frescas ; aquel que encomia la baratura de 
sus artículos ; el otro que anuncia que se le aca- 
ban los ricos pasteles ; y todos porfiando por ven- 
der con más ahinco á medida que el tiempo avan- 
za y se acerca la hora de terminar la venta, las 
once de la mañana. 

Cuesta hacer levantar los puestos á los vende- 
dores, tanto como cuesta hacer levantar de la ca- 
ma á los muchachos remolones: dan vueltas, 
guardan la mercancía todo lo más lentamente que 
pueden, se dejan estar con los compradores de 
última hora para dar tiempo á que lleguen otros, 
pero al fin los policianos activan el desalojo, y de 
todo aquel encumbramiento de plantas, de flo- 
res, de legumbres, de condimentos, de pájaros, 
de animales y de aves, no quedan más que los 
desperdicios inútiles, pisoteados, enlodados, has- 
ta que los barrenderos borran ese último vesti- 
gio del activo comercio matutino y vuelve la calle 
á quedar limpia y despejada. 



92 SANSÓN CARRASCO 

Ciérranse las puertas de las tiendas y almace- 
nes por mayor, donde los dependientes y sus 
amigos se instalan para presenciar el animado 
desfile de la mañana, comentando entre mate y 
mate la gracia de ésta ó la belleza de la otra ; los 
balcones se despueblan de las familias que desde 
allí presencian el bullicioso espectáculo, y todo 
vuelve á su orden, mientras los pesados carros de 
basura van recogiendo los restos que ensucian 
el empedrado. 

Una hora más tarde, la calle vuelve por un mo- 
mento á reanimarse, no ya por la feria de aves y 
verduras, sino por la exhibición de lo que Mon- 
tevideo tiene de elegante y hermoso en sus hijas, 
que, según el decir de los de afuera, son las más 
hermosas y elegantes mujeres del mundo. 

Estas ferias comenzaron el año 77 por iniciati- 
va de la Comisión de Agricultura .... Pero, ya 
son las once, y á esa hora es preciso levantar el 
puesto. Levanto pues el mío, y si quieren saber 
lo que me queda por despachar, aguarden mis 
lectores siete dias más, pues, como se sabe, solo 
los domingos hay ferias. 



Julio 23 de 1883. 










LA BASURA 




O hay un grito más destemplado ni más 
inoportuno que el del basurero. Deja és- 
te el carro en el estremo de la cuadra, re- 
corre en seguida ambas aceras, golpean- 
do con fuerza en los llamadores, y colocándose 
la mano en la boca, á guisa de bocina, grita en 
cada puerta : 
— ¡ Sura ! 

Estos son los más civilizados. Los otros dan 
un grito cavernoso, ininteligible, algo como un 
rugido que penetra por el zaguán, retumba en 
los patios y va á morir allá en la cocina, en uno 
de cuyos rincones yace por lo general el cajón de 
la basura, parecido al féretro de los hospitales, 
que sirve para trasportar los muertos de hoy y 
vuelve en seguida para llevar los de mañana. Las 



94 SANSÓN CARRASCO 

casas acomodadas tienen generalmente un cajón 
reforzado, presentable, hasta decente si se quie- 
re, si es que cabe decencia en un receptáculo de 
basuras; pero los cacharros más en voga para ese 
uso son las latas de kerosene, los tachos desven- 
cijados, que se ven todas las mañanas en el bor- 
de de las aceras, listos para recibir la visita del 
basurero, atestados de toda clase de desperdicios: 
trapos, papeles, legumbres, huesos y todas las in- 
mundicias que la prolija escoba se entretiene en 
recojer durante el día, desde la sala hasta el últi- 
mo rincón de la casa. 

En el cajón de la basura puede estudiarse la vi- 
da Intima de cada familia : lo que come, lo que 
gasta, lo que despilfarra, lo que ahorra, lo que 
trabaja y lo que viste. Es como el índice de la vi- 
da interior, el sumario de lo que ayer se hizo, el 
libro diario de la casa. Si los basureros fuesen 
observadores, acabarían por conocer á fondo á 
todos los habitantes de la ciudad, -interiorizándo- 
se en sus usos, en sus vicios ó en sus virtudes, 
con solo prestar un poco de atención á lo que sa- 
le de cada cajón de basuras al vaciarlo en sus 
carros. 

Hasta las diez de la mañana se ven por las ca- 
lles, alineados en el cordón de las aceras, los ca- 
jones de la basura, humeando los vapores de la 
fermentación, que se elabora dentro de sus vien- 
tres inmundos. 

Los primeros que registran las basuras son los 
perros callejeros, esos pobres perros que no tie- 
nen amo, perros anónimos, comprendidos bajo 
la denominación genérica de pichichos^ chupados 



LA BASURA 9^ 



de verijas, con el cuero sobre las costillas, las pa- 
tas flojas, la cola embarrada, que van de un ca- 
jón á otro á caza de gangas, mirando recelosos á 
todos los que pasan, como temiendo que cada 
uno sea el dueño de lo que ellos van á tomar, so- 
portando con resignación los reconocimientos 
insolentes de los mastines de casa rica, y hasta 
huyendo ante los ladridos de los falderillos; ¡tan 
cierto es que la miseria acobarda aún á los más 
fuertes! 

El perro callejero conoce al basurero y le teme. 
Por eso va siempre delante de él, á una distancia 
prudente, para huir á tiempo antes de que le 
alcance el zurriagazo que á cada instante le ame- 
naza, cuando no temeroso del perro del basurero, 
que va debajo del carro, como custodiando la 
mercancía de su patrón. 

Sin saber á qué atribuirlo, he notado que la 
mayor parte de los basureros son cojos, derren- 
gados, chuecos, y si no lo son, lo parecen. Ellos 
tienen su sastrería ea el carro; sus trajes son 
siempre abigarrados, remendados con retazos 
desiguales en calidad y en color; en la cabeza 
sombreros contrahechos, sin alas unos, y con la 
copa espanzurrada otros; en los pies, desparejo el 
calzado, una bota en el izquierdo y un zapato en 
el derecho, uno de charol y otro de becerro, pren- 
das todas encontradas al vaciar el cajón. Cuando 
logra dar con un par completo, lo cuelga en la 
trasera del carro, y los sombreros que hcilla los 
ensarta en las estacas. 

El basurero va siempre provisto de una lata y 
de una bolsa. En esta echa todas las hojas de co- 



96 SANSÓN CARRASCO 

les, de repollos, de lechugas y coliflores, los pe- 
dazos de pan y los manojos de pajas que encuen- 
tra entre las basuras, destinado todo al alimento 
. de sus muías, esas muías éticas, descoloridas, 
clásicas, de los carros basureros, que se paran 
cada diez varas para dar tiempo á que el amo va- 
cie los cajones, entreteniendo sus ocios en reco- 
ger con la geta estirada las hebras de paja dis- 
persas en el empedrado, hasta que el basurero, 
habiendo cargado todo lo que quedaba atrás, las 
hace andar de nuevo con un « ¡arre china! » acom- 
pañado de un planchazo en la escuálida anca, 
dado con la pala que le sirve para recojer los res- 
tos que caen á la calle. 

La lata le sirve al basurero para acarrear la ba- 
sura de adentro de algunas casas que, por no te- 
ner servicio ó por rubor de exhibir sus desperdi- 
cios, pagan una propina para que los saquen. Y 
asi, de cuadra en cuadra, se va llenando el carro, 
hasta quedar atestado. El basurero trepa enton- 
ces sobre aquel hacinamiento de inmundicias, 
las aplasta con los pies, las comprime, hasta que 
reduce su volumen para seguir echando un cajón 
tras otro, sin apartar nada más que las escobas 
y plumeros viejos, que entierra por el mango en- 
tre los despojos de sus propias víctimas. 

Cuando ya no cabe más, el basurero lleva el 
carro hasta la estación del tranvía á los Pocitos, 
y allí descarga todo el contenido en unas grandes 
zorras, que más tarde trasportan aquella mer- 
cancía putrefacta al gran depósito situado allá, 
en las afueras, á orillas del mar, á espcildas del 
Cementerio del Buceo. 



I^\ BASURA 97 



¿Qué se hace del contenido de los setenta ca- 
rros de basura que día á día salen de Montevi- 
deo? Confieso que nunca se me había ocurrido 
averiguarlo, pero, curioso como soy por instinto, 
se me ocurrió ayer saber qué se hacía de lo que 
la ciudad desperdicia, y sin darme largas para 
salir éc la curiosidad, ayer mismo tomé el tran- 
vía y me fui al paraje en que se deposita la in- 
mundicia. 

El día era espléndido, había polvo de oro en la 
atmósfera. El mar parecía un pedazo del manto 
azul del cielo echado sobre la tierra; los médanos 
blancos *de los Pocitos brillaban como si sus are- 
nas estuviesen sembradas de pequeños prismas 
de cristal. Una alfombra tupida de trébol vestía 
todos los potreros, y las vacas, indolentemente 
echadas, rumiaban aquella yerba, con los ojos en- 
tornados, como si les lastimase el esceso de luz 
que doraba todo el paisaje. 

El tranvía me dejó en la puerta del Cementerio 
del Buceo, cuya soberbia entrada contemplé por 
algún rato, extasiado ante la lozanía de aquellos 
pinos que frangean su gran calle central, y el 
apacible silencio que reina en aquel recinto, pobla- 
do por miles de habitantes que no hablan, ni 
rien, ni lloran, ocupados todos en nutrir á la tie- 
rra con su savia, devolviéndole así el capital con 
que se alimentaron mientras vivían. Perdonará 
el lector que pase de largo por el Cementerio del 
Buceo, porque si entro no tendré tiempo de lle- 
gar alas basuras. 

Seguí, pues, todo á lo largo de la tapia, reco- 
rriendo un trecho de unas tres cuadras, y al llegar 

i. c. 7 



98 SANSÓN CARRASCO 

á la esquina . . . ¡ horror ! me encontré en el reino 
de la inmundicia, vasto, hediondo, con montañas 
de desperdicios y abismos de porquería, flotando 
sobre toda la superficie una atmósfera de vapores 
agrios que temblaban á la luz del sol con rever- 
beraciones que mareaban la vista. Y en medio de 
toda aquella inmundicia, como dueños absolutos 
de aquellos pestilentos dominios, centenares de 
cerdos, gordos, ufanos, orgullosos de verse ense- 
ñoreados de tanta porquería, en la cual se revol- 
caban y hozaban con sus prolongados hocicos, 
como gozándose en revolver la podredumbre. 

Y juntos con los cerdos, hombres, hoáfeindo co- 
mo los cerdos entre la basura, disputándose con 
ellos las piltrafas. Nada se desperdicia allí ; todo 
se clasifica y colecciona separadamente : aquí los 
huesos, allí los vidrios, allá los trapos, más lejos, 
las latas, acullá los cueros, — todo prolijamente 
entresacado de la basura que diariamente arroja 
la ciudad como inútil desperdicio. 

Las sobras de Montevideo dan todavía pie para 
una industria, una industria productiva, que pro- 
porciona trabajo á centenares de brazos y ali- 
mento á numerosas familias, amén de la manu- 
tención que aprovecha á un millar de respetables 
y suculentos cerdos. 

Yo creía haber visto chanchos, muchos chan- 
chos, en mi reciente escursión á La Extremeña^ 
de que ya di cuenta á mis lectores, pero declaro 
que aquello no da una idea de lo que son esos 
interesantes animalitos. Aquellos cerdos duer- 
men en chiqueros aseados, comen maíz en limpios 
pesebres, y retozan en potreros pastosos. Son 



LA BASURA 99 



chanchos acicalados, lavados y peinados, despoe- 
tizados por la higiene. Estos otros que ayer vi son 
los chanchos verdaderos, al natural, sin hoja de 
higuera, sucios desde el hocico hasta el rabo, co- 
miendo entre la inmundicia, bebiendo entre el 
fango, durmiendo entre la porquería, enamorán- 
dose en medio del hedor punzante que brota de 
aquella fermentación pútrida, alimentada día á 
dia con nuevos elementos de corrupción. 

Es de verlos, echados al sol, con sus enormes 
panzas enterradas en un barro negro, espeso, 
mefítico, dilatados los agujeros del hocico como 
para aspirar todas las emanaciones que se des- 
prenden del inmundo lecho en que tan á su pla- 
cer yacen. Allí, entre la porquería, están en su 
elemento, como el pez en el agua, gruñendo de 
placer, retozando con voluptuosidad allí donde 
es más espesa y hedionda la inmundicia . 

Apesar de la repugnancia que aquello me in- 
fundía, quise verlo todo, pues ya que en ello es- 
taba no era cosa de dejarlo á medio camino, y 
eché á andar, atravesando de un estremo á otro 
el país de la basura. Á medida que me iba inter- 
nando, el hedor se hacia mas agrio y la atmós- 
fera mas pesada. Millones de moscas zumbaban 
entre la podredumbre, revoleteando con sus alas 
transparentes, persiguiéndose unas á otras, ale- 
gres y retozonas, á la luz del sol, que las calenta- 
ba y activaba al mismo tiempo la fermentación 
en que ellas encuentran su alimento. 

Al estremo del basurero, el terreno declina rá- 
pidamente hacia la playa, y en ese declive está 
instalada la graseria, en cuyas tinas se echan to- 



lOO SANSÓN CARRASCO 



dos los huesos para sacarles la grasa que conser- 
•van adherida : restos de pucheros y asados, ca- 
parazones de aves, huesos de jamón, todos los 
desperdicios de las cocinas, sometidos á la acción 
del digeridor que les estrae la última partícula 
grasicnta que les queda. Y al lado de la graseria, 
y en los declives, y en la playa, cerdos y más cer- 
dos, y siempre cerdos por donde quiera que se 
mire, comiendo unos, tendidos á la bartola otros, 
gruñendo todos, al verme, como enojados de que 
pisase sus dominios una persona cuyo aseo era 
una profanación á la inmundicia en que vivían 
tranquilos y felices. 

Desde aquella pendiente en que está situada la 
graseria, se divisa un paisaje amplio, monótono, 
pero con esa monotonía grandiosa del mar que se 
junta allá en el horizonte con el cielo, confundien- 
do ambos sus colores. La brisa no tenía fuerzas 
para rizar siquiera la límpida superficie del agua, 
y solo junto á la playa el va y ven de las corrien- 
tes enrulaba esas olas* largas y mansas que mue- 
ren sobre la orilla convertidas en espumas. A lo 
lejos, al Este, blanqueba el caserío de la isla de 
Flores, flotando al parecer en el aire, entre las 
J>rumas azuladas que nacían del mar. 

En torno todo era arena, festoneada la costa 
con graciosas curvas, terminadas en promonto- 
rios que se internaban en el agua. Al pié de la 
graseria revoleteaba una bandada de gaviotas, 
pescando á picotazos los pejerreyes y roncaderas 
que acuden á comer los desperdicios que vomita 
en el mar el caño de la fábrica. Al otro lado, por 
sobre l^s tapias del cementerio, asomaban los 



LA BASURA 1 01 



penachos verdes de los pinos y casuarinas ; y por 
detrás de mí, la basura, con sus emanaciones féti- 
das, con sus cerdos, con sus millares de ratas 
hambrientas y chillonas, anidadas en las mismas 
entrañas de aquella montaña de inmundicias. 

Aquí, un montón de frascos, predominando los 
de Tónico Oriental, el bombástico regenerador 
del cabello de Lanman y Kemp; allá, una pirámi- 
de de botellas ; y más lejos un hacinamiento de 
vidrios rotos, destinados á pasar nuevamente 
por el soplete para salir convertidos en objetos 
útiles. 

En una inmensa lata yacen en revuelta confu- 
sión cachivaches de bronce, cobre, y plomo : 
pestillos de puertas, llamadores, boquillas de 
lámparas, aparatos de gas hechos pedazos, bito- 
ques, trozos de cañería y otras mil baratijas. En 
sitio aparta están los fierros : llaves, clavos, tuer- 
cas, ollas rotas, sartenes desfondados, flejes, pa- 
sadores de puertas , cerraduras desvencijadas, 
cien zarandajas más que no admiten clasificación. 
Más allá, el zinc y la hoja de lata : pedazos de 
planchas para techo, cajas de conservas, latas de 
aceite, tarros de pintura y barnices, y todas cuan- 
tas clases de envases de lata se fabrican, todo 
abollado, hundido y agujereado. 

En un campo vecino se secan al sol grandes 
montones de trapos : recortes de terciopelo y re- 
tazos de zarazas, pingajos de raso, tiras de gró, 
andrajos de lana, de algodón, de hilo, todo re- 
vuelto y confundido, destinado á la exportación 
para Europa, en cuyas fábricas se convierten to- 
dos esos desperdicios inmundos en hojas de pa- 



102 SANSÓN CARRASCO 

peí satinadas, guardadoras de secretos amoro- 
sos, mensajeras de tristes ó risueñas nuevas, con- 
denadas, después de haber llenado su misión, á 
volver al cajón de la basura para ser nuevamen- 
te pisoteadas por cerdos, realizándose en ellas la 
sentencia bíblica que condena al hombrea volver 
al polvo de donde salió. 

Si yo tradujera aquí lo que cada uno de aque- 
llos pedazos de trapo hablaba á mi imaginación, 
tendría para tejer más de una historia, pero, feliz 
ó desgraciadamente, no me da á mi por tales fan- 
tasías, asi que, sin preocuparme mucho ni po- 
90 de lo que decían aquellos restos de atavíos fe- 
meniles, emprendí la retirada, abriéndome cami- 
no por entre la muchedumbre de cerdos que po- 
blaba aquella inmunda comarca, laboratorio 
inmenso en que fermentan las sobras de la ciu- 
dad, con desprendimientos de gases hediondos, 
en cuyo ambiente pululan todos los repugnantes 
engendros de la podredumbre. 

Cuando salvé los límites del reino de la inmun- 
dicia, díriji una última mirada para abarcar en 
conjunto los detalles que dejo narrados. 

No vi mas que cerdos, muchos cerdos, revuel- 
tos con una veintena- de hombres, disputándose 
unos y otros las piltrafas que desenterraban, 
unos con sus garfios de fierro, y los otros con 
sus hocicos puntiagudos. 

Por todas partes, basura y mas basura, y allá 
en el fondo de un barranco profundo, un haz de 
luz clara, viva, con una aureola dorada como un 
inmenso brillante engastado entre la inmundicia. 
Era una lata de conservas, en cuya pulida lámina 



LA BASURA 



103 



se estrellaba un rayo de sol rompiéndose en me- 
nudísimas hebras de oro, como se rompe en hi- 
lachas de plata un chorro de agua al caer sobre 
el enlosado. 



Agosto I." de 188^. 





TIEMPO HÚMEDO 




ARECE que hasta el meollo se enmohece 
con tanta humedad. Todo es agua, arri- 
ba y abajo, al Suc y al Norte, en la tierra 
y en la mar. Se sueña con el sol, como 
los enfermos sueñan con la salud, apreciándolo 
en todo lo que vale después de haberlo perdido. 
¿ Se habrá acabado para siempre el foco del 
calor y de la vida? ¿Ha prestado su luz y sus ra- 
yos á otros mundos lejanos? Algo de eso debe de 
haber, porque hace ya una quincena que no le 
vemos la cara. El luciente Febo, el rubicundo 
Apolo, ha abandonado á la Tierra, su fiel adorada, 
y anda en picos pardos con las estrellas. ¡Ingrato! 
Con razón lloran las nubes sin cesar, pardas y 
oscuras, desnudas de los atavíos de púrpura y 
oro con que se adornan en los dias serenos. 
Ya no hay alboradas de nácar ni tardes de opa- 



I06 SANSÓN CARRASCO 

lo. Las flores viven con la corola inclinada, llo- 
rando las perlas líquidas que antes bebían en sus 
cálices los rayos juguetones del sol naciente. Los 
pájaros han olvidado la diana triunfal con que 
saludaban la cascada de oro que se desbordaba 
por el Oriente. El mar está turbio, ocultas bajo 
un manto plomizo las escamas de luz que doran 
su dorso azul en esos dias límpidos en que todo 
sonríe. 

Hoy todo está triste : el campo, el cielo, la luz, 
los colores, los pájaros y las flores. Todo viste de 
gris, el más monótono de los tintes, indefinido 
como la niebla y aburrido como la lluvia. 

En la calle no se ve ni un talle elegante, ni un 
traje vistoso. Mirando las aceras desde una azo- 
tea no se ven más que los paraguas de los tran- 
seúntes : parece que la ciudad estuviese habitada 
por tortugas que van y vienen bajo su enorme 
caparazón negra y lustrosa. Los cocheros están 
metidos entre el cuello de sus capotes y las alas 
gachas de los sombreros, por donde corre el 
agua como por el alero de un tejado ; los changa- 
dores, cubiertos con una bolsa á guisa de caperu- 
za ; los policianos, embutidos en los umbrales de 
las puertas, guareciéndose de la lluvia ; y todas 
las bestias del tráfico escurriendo agua, como las 
cornisas, como los árboles, como todo lo que es- 
tá espuesto á la intemperie, semejando los alam- 
bres del telégrafo sartas de brillantes colgadas en 
el aire. 

I Qué aburrida es esta lluvia constante, que no 
mete ruido, ni forma arroyuelos, ni se derrama 
en cascadas imponentes ! No hay alternativas ; 



TIEMPO HÚMEDO IO7 



ni relámpagos que cruzan el cielo con rayas de 
fuego, ni descargas de truenos retumbantes, ni 
zumbidos de rachas que desgarran las nubes en 
girones y desmenuzan el humo en la boca de los 
caños. 

Ahora todo es monótono y sombrío, sin un 
rasgón en el nublado por donde se vislumbre una 
esperanza de cambio. El viento sopla manso del 
Sud, trayéndonos las nubes cargadas de hume- 
dad y de frío condensado en la región de los hie- 
los eternos ; y un día tras otro día, amanecen to- 
dos iguales, mudos y tristes, sin gorjeos de aves, 
ni susurros de brisa, ni pinceladas de grana tra- 
zadas en las fajas de los siraius matinales por el 
gran pintor de la naturaleza. 

¿ Hasta cuándo vamos á estar privados de la luz 
y del calor que necesitamos todos los que vivi- 
mos, tanto nosotros como las plantas, como los 
pájaros y los insectos? 

Yo sueño con el sol, como se sueña en la au- 
sencia con un ser querido, recordando sus sonri- 
sas, sus palabras y sus caricias. Me parece que 
le veo rebosando por el horizonte como si una 
avenida de luz inundase la tierra, lanzando sus 
rayos horizontales como un abanico de finísimas 
varillas de oro reunidas en su extremo por un 
inmenso rubí. Primero, saltan los rayos por to- 
das las alturas, se meten por los cristales de los 
miradores, doran los azulejos de las cúpulas de 
las iglesias, y juguetean entre la copa de los ár- 
boles ; son como las guerrillas avanzadas de un 
ejército de granos de oro, que salen á la descu- 
bierta y ocupan todas las posiciones elevadas. 



loS SANSÓN CARRASCO 

Después bajan á las hondonadas, despiertan á 
las gotas de roclo que se asoman temblorosas á 
la corola de las flores en cu^^o cáliz dormían ; per- 
foran el foUage de los árboles con flechas doradas; 
sorprenden á los pájaros acurrucados entre las 
ramas ; entreabren los tules de brumas que flo- 
tan sobre los arroyos como el vaporoso cortinado 
del lecho de una virgen : y triscando entre la yer- 
ba se filtran por todos lados, inundando las lomas 
y los llanos, mientras flota sobre el horizonte la 
enorme burbuja de luz, y se desprende de la red 
de vapores que la envuelve para emprender su 
ascensión por el éter azulado. 

Todo es alegría, todo luz, todo colores, todo 
canto, todo armonía. El sol es como la batuta que 
da la señal para que empiece el concierto de la 
vida. Trinos de pájaros, aleteos de insectos, ro- 
ces de ramas, susurros de brisas, todo contribu- 
ye á la gran sinfonía de la naturaleza, descollan- 
do las notas altas del canto de los gallos, los ecos 
agudos de los clarines de los cuarteles, y los sil- 
batos penetrantes de los talleres que llaman á los 
obreros al trabajo. 

Después llega el sol al cénit, donde parece que 
se detiene para abarcar todo el paisage que él 
mismo ha pintado con su brocha de luz. La tierra 
está en plena vida haciendo germinar en su seno 
todas sus riquezas ; la ciudad se agita en bullicio- 
so movimiento, bañadas sus calles por el sol que 
cae desde arriba desmenuzado en polvo de oro, 
en el que bailan miriadas de corpúsculos como 
puntos chispeantes. 

La gente sale á tomar el sol, las puertas se 



TIEMPO HÚMEDO IO9 



abren para que el sol entre por todas partes, al 
sol se sientan los enfermos para que los reanime 
con su calor, y todo lo preside el sol desde su alto 
trono, hasta donde llegan los ecos del himno que' 
en su honor entona todo lo que vive. 

Y más tarde, cuando, recorrida ya la curva que 
traza en su camino, llega al Poniente, se detiene 
otra vez como para despedirse de la naturaleza. 
Ya no es una burbuja de oro, rodeada de una 
aureola relumbrante, sino un inmenso disco rojo 
que tiñe de carmín las franjas de los cumulus tras 
de los cuales va á ocultarse. 

Los cirrus blancos que como guedejas de al- 
godón flotan allá arriba, se coloran de rosa, y á 
medida que el sol desciende, van pasando por 
todos los matices que median hasta el rojo pur- 
pura. 

Un momento después, la cima del Cerro re- 
lampaguea entre una bocanada de humo blanco 
y espeso, se oye una detonación sorda, y como si 
aquello fuera una señal de duelo, se arrían apre- 
• suradamente las banderas de los buques y de los 
edificios públicos, las nubes se destiñen cubrién- 
dose con un ropage gris, y toda la naturaleza que- 
da en silencio. El sol se ha puesto. La noche es 
un entreacto en el concierto de la vida. 

Yo recuerdo todo eso como requerda el pros- 
cripto los placeres de su hogar, retratándome to- 
dos los detalles de un día de sol como temeroso 
de no volver á ver otro. ¿Cuantos dias hace que 
desapareció por última vez envuelto entre celajes 
de grana por detrás de la falda del Cerro ? Ya no 
me acuerdo ; lo único que sé es que me parece 



lio SANSÓN CARRASCO 

que hace un año que vivo sin luz, sin colores, sin 
cielo azul, ni mar recamado de oro. 

Sufro nostalgia de sol. Su ausencia me entris- 
tece ; me fastidia vivir entre los crespones grises 
de la niebla. 

Y sigue lloviendo, lloviendo con una monotonía 
insoportable, emperradas las nubes, como se em- 
perra un muchacho llorón que gimotea horas y 
horas en el mismo tono. 

Ya no hay transiciones de sombra y de luz. 
Ahora todo es media tinta : gris en el cielo ; gris 
en el mar ; gris en la atmósfera húmeda que nos 
rodea. 

Ya no sale el sol después del nublado. Post 
nubila. . . . nubila! 



julio 1 1 de 1883. 





MISERICORDIA CAMPANA 




ODO Montevideo le conoce ; como que ha 
sido el hombre que mas ruido ha metido 
en cuarenta años, largos de talle, desde 
el puesto que ocupaba, el más elevado, 
sin duda, de los que puedan ocuparse en esta fa- 
mosa ciudad de San Felipe y Santiago. 

Nadie que no le conozca podría decir que aquel 
moreno patizambo y contrahecho ha sido, y es, 
la personalidad más sonada y repicada de las que 
han pasado por el escenario de la vida pública, y 
ninguna tan pública como la suya, pues la ha 
exhibido á los cuatro vientos y en parage donde 
no podía ocultarse álos ojos de cuantos quisieran 
curiosear todos sus movimientos. 

Más que arduo de resolver es el problema de 
saber si Misericordia, como el resto de los morta- 
les, pasó por las estaciones de la vida precursoras 



112 SANSÓN CARRASCO 

de la vejez, pues ni los más empolvados archivos, 
ni los más antiguos cronistas hacen memoria de 
que alguna vez fuese mozo el hoy decano de los 
sacristanes. 

Según él, nació en Pernambuco, de vientre li- 
bre, y se crió en el convento de San Francisco, 
donde dice que recibió su educación, que debió 
ser escasa y mezquina, pues el hecho es que el 
discípulo de los Reverendos Franciscanos jamás 
conoció la O por redonda, ni para leída ni escri- 
ta, por donde se verá que, ó era el alumno muy 
torpa, ó se cuidaban más los maestros de sus re- 
fectorios y aleluyas que de hacer silabear al ne- 
grillo . 

Pero, como no era cosa de mantenerle para que 
creciese holgazaneando, determinaron los Reve- 
rendos ponerle al servicio de la santa casa, y le 
destinaron al campanario, donde bajo la direc- 
ción de un consumado maestro empezó nuestro 
Misericordia á menear badajos á más y mejor, 
hasta que llegó á ser un verdadero artista en todo 
lo que al arte campanólogo concierne. 

Qué motivos tuvieron los Reverendos Pernam- 
bucanos para deshacerse del negrito Ambrosio, 
que asi se llamaba, es cosa que nadie sabe, pero 
parece que fué por algo de que él no quiere acor- 
darse, como no quería Cervantes recordar el nom- 
bre del lugar de la Mancha en que nació el héroe 
de su libro. 

Ello es que un buen día le embarcaron en un 
bergantín que levaba anclas para el Plata, y otro 
mejor llegó á estas playas, sin más bagaje que su 
habilidad, que no fue poco, pues ella le libró de 



MISERICORDIA CAMPANA II3 

montar guardias y entrometerse en otras pelleje- 
rías que eran por entonces el pan de cada día, co- 
mo que fué en los primeros tiempos del Sitio 
Grande, en que la línea era todo el día un po-roró, 
desde el mirador de Suarez hasta el de Pereyra. 

Tampoco recuerda Misericordia cómo vino á 
caer bajo la dependencia del presbítero don José 
Benito Lamas, Cura de la Matriz á la sazón, pero 
él asegura que durante su curato fué cuando hizo 
oir por primera vez sus dobles y repiques apren- 
didos en el Convento de San Francisco, en Per- 
nambuco. 

Dice Misericordia que cuando llegó tenía 22 
años, y que hoy tiene 90, pero es fuera de duda 
que esa cabeza no anda bien, pues la suma de los 
veintidós con los cuarenta que van corridos des- 
de el comienzo de la Guerra Grande, daría ape- 
nas un total de 64 años, edad á todas luces apó- 
crifa é inadmisible: de donde se desprende que 
tenía más cuando vino, ó que llegó mucho antes 
de que don Manuel Oribe despertase á los azora- 
dos habitantes de esta ciudad con aquellos 21 
cañonazos con que inauguró el sitio. 

Sea de ello lo que fuere, el hecho incuestiona- 
ble es que Misericordia, •si no ha llegado al siglo, 
raspando le anda, como lo atestiguan sus acha- 
ques y sus canas que, por un fenómeno inexpli- 
cable, no son blancas como las de la generalidad 
de los mortales, sino verdosas, tinte que él atri- 
buye al uso y abuso que ha hecho de la yerba 
mate, lo cual puede servir de base á la ciencia 
para investigar si efectivamente puede influir el 
cimarrón en el color del cabello . 



114 SANSÓN CARRASCO 

Ahí está el fenómeno y todos pueden compro- 
barlo para que no se diga que miento. Juzgándo- 
le por el píílo, puede decirse de Misericordia que 
está ahora en sus verdes años. Contra él se estre- 
llan y desbaratan todas las metáforas y circunlo- 
quios con que la imaginación ha querido poetizar 
los destrozos del tiempo. La nieve de los años, la 
escarcha de la vejez, y todos los símiles de ese 
género, rebotan en la cabeza de Misericordia co- 
mo contra una valla insuperable. Habría que 
apelar á la metáfora vegetal para hablar con pro- 
piedad de las canas del buen moreno. 

Su nombre primitivo de Ambrosio es desco- 
nocido para la generalidad. El apodo de Miseri- 
cordia le viene de su invariable costumbre de sa- 
ludar á todo el mundo, diciendo en su media 
lengua: 

—¡Misericordia, señó ! 

Debe este negro tener larga historia, y su me- 
moria debería ser un depósito inagotable de 
anécdotas é incidentes curiosos, pero, desgracia- 
damente para mi, ha caído en mis manos cuando 
ya los años le han tapiado los oidos y perturbado 
los recuerdos á tal punto que es necesario valer- 
se más de la m'mica que de la palabra para des- 
pertarle las ideas. 

Pero todo lo que tiene de lerdo y apagado para 
contestar á lo que se le pregunta, tiene de listo y 
despierto para hablar de sus campanas. Se le avi- 
van los ojos, se le dilatan las narices, se vuelve 
ágil y se relame con placer cuando cuenta la ma- 
nera como debe repicarse en tal ó cual solem- 
nidad. 



MISERICORDIA CAMPANA II5 

En el continuo trato con las campanas ha lle- 
gado á considerarlas como seres que viven y ha- 
blan, y sus metálicos ecos los ha traducido al len- 
guaje común, creyendo de buena fé que los bron- 
ces dicen aquello que él se ha forjado á fuerza de 
oírlos. 

Las grandes festividades de la Iglesia las so- 
lemniza Misericordia con el repique que él llama 
de San José, y cuyo compás lleva bailando á sal- 
tos, mientras que con las manos agita los bada- 
jos, y canta al mismo tiempo : « ¡San José — cabe- 
za me duele I ¡ San José — cabeza me duele ! ¡ San 
José — cabeza me duele ! » 

¡Es de verle, tocando este repique en seco! Sal- 
ta y gesticula como si estuviese en el campana- 
rio, imita el sonido de todas las campanas, y tra- 
duce los sonidos, esplicando que, mientras la 
mayor dice con sus notas graves : «¡San Josél» la 
chica, con su vocecilla aguda repite : « cabeza me 
duele — cabeza me duele I » 

Otras veces, cuando se trata de funciones de 
media gala, dice él que toca el repique del vintén, 
que es mucho menos complicado que el de San 
José. 

€ ¡ Manuel Vintén ! ¡ Manuel Vintén ! ¡ Manuel 
Vintén ! » dicen las campanas con invariable mo- 
notonía, solo interrumpida por algún floreo que 
de cuando en cuando se permite el artista para 
mostrar su habilidad, que es consumada, pues se 
jacta de haber aprendido, en una sola lección que 
le dio un correntino, el repique llamado la garúa 
y que le esplica cantando: 



Il6 SANSÓN CARRASCO 

chachachán, —chachá, .-chacháncha 
chachachán— chachá— chacháncha 

sin haber logrado todavía traducir al lenguaje co- 
mún lo que la tal garúa dice. 

Otra de las particularidades de su vida, que Mi- 
sericordia oculta, es el motivo de su retiro de la 
Matriz, en cuyo campanario ejercitó por más de 
treinta años los toques que aprendiera de su 
maestro pernambucano. Allí repicó él mucho 
antes de ser rebocada la iglesia, cuando cada uno 
de los agujeros abiertos para colocar los anda- 
mios era una guarida de aquellas lechuzas y 
murciélagos que salían entre dos luces á revolo- 
tear en torno de las torres, y que después de 
Animas empezaban á chistar á los transeúntes 
con ese fatídico ssssch que, según las viejas, es 
pronóstico de muerte. 

Dicen las malas lenguas que la causa de la des- 
pedida del moreno fué el haberse permitido dar 
un baile á son de órgano en el pequeño vestíbulo 
de la escalera que conduce al campanario. Otros 
dicen que fué su amor á San Francisco, bajo cuya 
educación se había criado, el que le llevó al nue- 
vo Templo de aquel Santo; pero, ya sea lo uno ó lo 
otro, ello es que algo debe haber en la cosa, por- 
que Misericordia se expresa en términos que lle- 
gan hasta el descomedimiento cuando habla de 
su antigua iglesia. 

Por de pronto, tiene el más profundo despre- 
cio hacia los actuales campaneros de la Matriz . 
nEsho napotitano iompetay dice él con su lengua 
de trapo, que no she ocupa ma que de gana vintene, 
y que rompe una campana cada shemana,» 



MISERICORDIA CAMPANA II7 

Esto de las roturas, sobre todo, le indigna. Se- 
gún el, en todo el tiempo que estuvo en la Matriz, 
las campanas no han tenido ni un dolor de cabeza 
por culpa suya : m Ninguna ha fallecido en mis ma- 
nos,^ decía el moreno con orgullo, siempre con 
su tema de considerar á los bronces como seres 
vivientes. 

—Yo subo al campanario un cuarto de hora an- 
tes de empezar el repique, me decía muy serio, 
preparo mi instrumento, y en cuanto suena la ho- 
ra, ya empiezo, dele que dele, y toco como es de 
regla; no como esos napolitanos, que hacen lo que 
les parece. Hoy (era sábado), cuando yo recién 
estaba en el segundo repique, ya ellos habían to- 
cado el tercero. Y al decir esto hacía una mueca 
despreciativa, como diciéndome : «Vea usted que 
diferencia va de mí á ellos.» 

Y siguiendo en sus esplicaciones, me decía que 
cuando se ha repicado un rato, no se puede to- 
car la campana ni con la punta del dedo, porque, 
como está caliente, la menor impresión de frío 
puede hacerla estallar. ¡Y con qué gravedad hace 
Misericordia estas esplicaciones ! Parece que en 
ese momento desempeña el profesorado en ma- 
teria campanóloga, tal es la gravedad y proso- 
popeya con que se espresa. 

Ahí donde ustedes le ven, tan negro y tan feo, 
han de saber que ha tenido sus devaneos amoro- 
sos y hasta llegó á uncirse al yugo del Himeneo, 
sugeto al cual vivió por espacio de veinte y más 
años, hasta que la Parca le libertó de la coyunda. 
Pero no por eso escarmentó el moreno , y vol- 
vió á las andadas, solo que, como era tan vaquea- 



Il8 SANSÓN CARRASCO 

no en la iglesia, se casó por los fondos, tal vez pa- 
ra probar si el matrimonio contraído por detrás 
de la iglesia daba mejores frutos que el celebrado 
por delante. 

De los vastagos que tuvo, ninguno hizo huesos 
viejos, y á los dos les acompañó hasta la tumba 
desde su campanario con fíinebres dobles, que 
traducían el dolor del pobre moreno según eran 
de melancólicos y descompasados. Nunca tocó 
sus campanas con más tristeza ni fervor. 

Años atrás, desempeñaba en la Matriz múlti- 
ples ocupaciones. En los momentos que le deja- 
ba libre el campanario, desde la misa de alba has- 
ta el toque de Animas, se ocupaba del aseo de la 
iglesia. Él sacudía con mucho cuidado las vene- 
rables imágenes de San Felipe y San Luis ; arre- 
glaba los pliegues del manto de la Serenísima 
Virgen ; le peinaba la lana al perro de San Roque; 
acomodaba convenientemente la florida vara de 
San José ; y de cuando en cuando sacaba á venti- 
lar el asno, la vaca, las ovejas y los pastores con 
que armaba el retablo del nacimiento de la Pas- 
cua de Natividad. 

Pero donde se esmeraba y ponía toda su proli- 
gidad era en el altar de San Benito, representan- 
te de su raza en los dominios del Reino Celestial. 
Allí era el tener siempre los floreros adornados, y 
el no faltar una vela, y el cuidar del paño del altar 
como si de finísimo oro fuese tegido, y el atender 
á que todo estuviese reluciente y primoroso. 

Más de uno y más de dos de los reales con que 
las devotas le compensaban el cuidado de sus si- 
llas, los aplicaba al adorno de su altar favorito, y 



MISERICORDIA CAMPANA II9 

era su mayor gloria poder obsequiar á su santo 
con un ramo de.perftimadas azucenas y adornar 
los floreros con los mazos de alhucema con que 
contribuían los viejos negros que á la puerta del 
Mercado se ocupaban de la venta de raíces y yu- 
yos medicinales. 

De la noche á la mañana se hizo Misericordia 
el héroe obligado de todas las funciones titirites- 
cas. Tamaño desacato le puso fuera de sí en los 
primeros tiempos, y más de uno de los perros 
que furtivamente se metían dentro de la iglesia 
sintió los efectos de la sobreexcitación en que vi- 
vía el buen moreno desde que se vio arrastrado 
de las alturas del campanario al tablado de un 
mal teatro de títeres. 

Misericordia Campana, campanero de la torre 
de la Matriz, que así se llamaba el muñeco, era 
un verdadero héroe en todos los dramas y trage- 
dias en que tomaba parte. Él desfacía agravios, 
protegía doncellas y viudas desamparadas, en- 
derezaba entuertos, y siempre con tan buena 
suerte y fortuna que, á diferencia del Manchego 
Hidalgo, que allí donde se metía salía con algún 
diente de menos ó algún tolondrón de más, no 
metía el negro la pata en ninguna aventura que 
no saliera de ella triunfante é ileso, mas que fue- 
sen los ejércitos de Xerjes los que por delante se 
le pusiesen. Todo era entrar en combate Miseri- 
cordia, sin más arma que su cabeza, pues de ca- 
poeira hería, y dejar el tendal de muñecos desea 
labrados, con gran aplauso de los chiquillos y 
niñeras, que á boca abierta y á moco tendido po- 
nían sus cinco sentidos en las hazañas del negro, 



120 SANSÓN CARRASCO 

quedando con el corazón en un hilo mientras se 
revolvía á cabezazos entre los malandrines y jaya- 
nes que lo cercaban, hasta que la caida del último 
follón les devolvía la tranquilidad, viendo á su 
héroe quedar dueño del campo de batalla, sano y 
salvo. 

Pero, Misericordia en los títeres, no es asunto 
para tratado así de paso, y no he de tardar en es- 
cribir el capitulo aparte que merece, si es que al- 
guna mejor cortada pluma no me releva de tan 
ardua tarea. 

Y dejando al muñeco y volviendo á mi negro, 
ahí le tienen ustedes, apenas bosquejado en las 
carillas que llevo escritas, culpa, no de él, sino 
mía, que no supe trazarle en todos sus perfiles. 

Quien quiera verle, no tiene mas trabajo que ir 
á San Francisco, en cuyo campanario luce hoy 
todavía las habilidades que aprendió en el Con- 
vento de los Reverendos Franciscos Pernambu- 
canos, bailando al compás de sus repiques al 
sonde 

¡San José— cabeza me duele! 
¡ San José—cabeza me duele! 

en las grandes festividades que solemniza la Igle- 
sia, ó repitiendo con sus badajos en las fiestas de 
menor cuantía, el 

¡ Manuel Vintén ! 
¡ Manuel Vintén ! 
I Manuel Vintén ! 

que según él, dicen las campanas con su metálica 
lengua. 

Noviembre 21 de 1883. 



EN EL MERCADO 




LLÍ empieza el despertar de la ciudad. 
Mientras todo duerme en el silencio del 
último sueño, ruedan en dirección al 
Mercado los carros cargados con verdu- 
ras y aves, para abastecer los puestos en que más 
tarde ha de venir á surtirse toda la población. 

En medio de la luz gris de la madrugada, se 
descargan los carros y se hacen las ventas de los 
productores á los revendedores, vociferando, dis- 
putando en una jerga cosmopolita compuesta de 
todos los dialectos, y profiriendo palabras que 
huelen á ajo y cebolla, como si fueran erutos de 
una digestión de olla podrida. 

Los carniceros dan la última mano á sus cuchi- 
llos, rascándolos en las chairas hasta dejarlos cor- 
tantes como una navaja ; los fruteros arreglan las 
pilas de naranjas disponiéndolas como balas de 



122 SANSÓN CARRASCO 

cañón en forma de pirámide, que coronan con las 
más sanas y vistosas para tentar al comprador ; 
los pescadores hacen sus sartas de pescados pa- 
sándoles un junco por las agallas, y los verdule- 
ros ponen en orden las legumbres, dividiéndolas 
en montones más ó menos grandes según el 
precio. 

Todo esto se hace á la luz de unos faroles con 
los vidrios grasicntos y empañados, defendidos 
contra los golpes por un enrejado que los hace 
más opacos; por entre las callejuelas que separan 
los puestos solo se ven los bultos oscuros é infor- 
mes de ios que acarrean los canastos cargados ; 
van con la cabeza encorvada y el andar inseguro, 
espantando al pasar á las ratas que vagan en bus- 
ca de alguna presa, y que huyen á saltos hasta 
esconderse en las madrigueras en que pululan, 
chillando con ese cmm, cm«, que hace crispar los 
nervios á los menos delicados. 

En la calle está estacionada la larga fila de los 
carros conductores de las verduras. 

Los caballos, con la cabeza agachada, tratan de 
recoger con el labio las pajas y las hojas de coles 
desparramadas en el empedrado. Los bueyes, 
agobiados por el yugo, rumian con los ojos en- 
tornados los restos de la última comida; y las 
muías, con las largas orejas echadas hacia atrás, 
tiran tarascones á sus vecinos, cediendo á su ins- 
tinto que las lleva á ser malas y pendencieras. 

En los cafés y boliches que rodean al Mercado, 
iluminados con un quinqué cuyo resplandor 
muere entre el humo que apesta la pieza, se aglo- 
meran los conductores de los carros, sisando al- 



EN EL MERCADO I 23 



gunos reales de la ganancia para tomar la maña- 
na antes de volver á la ruda tarea ; mientras en 
la calle empiezan á aparecer los primeros com- 
pradores que de todas direcciones vienen con la 
canasta al brazo, marcando cada paso con una 
bocanada de aliento que humea en el ambiente 
fresco de la mañana. 

La luz del día va poco á poco invadiéndolo to- 
do hasta penetrar en los rincones, que son el últi- 
mo baluarte de las tinieblas. — Las ratas retarda- 
das en sus escursiones se apresuran á esconderse 
en las cuevas, arrastrando por las losas del em- 
pedrado la cola pelada y fría como una lombriz, 
escapando á las persecuciones de los perros que 
merodean esperando los desperdicios de las car- 
nicerías. 

Ya es de día por completo. La luna, sorprendida 
por el sol, apaga sus luces y queda convertida en 
una oblea pálida que mancha el azul del cielo. 

De los ganchos de las carnicerías cuelgan los 
cuartos de las reses, dorados por la gordura: y 
ensartados por la canilla, penden los carneros, 
marcados en los costillares con acuchillados blan- 
cos como los de los jubones antiguos. Sobre 
el mármol del mostrador están apilados los me- 
nudos, las patitas con las pezuñas sonrosadas, los 
mondongos semejando una esponja, los ríñones 
con las grietas rellenas de grasa blanca; y sobre 
hojas de col, los sesos blandos y sanguinolentos, 
como una masa informe y gelatinosa. 

Del otro lado las chancherías ostentan todos 
los productos de la elaboración del cerdo. — Las 
morcillas negras al lado de las lonjas blanquísi- 



124 SANSÓN CARRASCO 

mas de tocino; los chorizos enroscados; las cabe- 
zas de puerco afeitadas, con los ojos cerrados 
y las orejas rectas, rellenas con los residuos con- 
dimentados, y largas cuerdas de salchichas enre- 
dadas por todo el armazón del mostrador, lus- 
trosas y húmedas como culebras. Colgado de un 
garfio, se ve un lechón entero, blanco desde el 
hocico hasta la punta del rabo, abierto el vientre 
cuyos bordes muestran la grasa, ostentando el 
cnvarillado de los costillares unidos al espinazo, 
de cuyo estremo penden los dos ríñones envuel- 
tos en una capa de sebo blanco. Por los dos agu- 
jeros del hocico cae á intervalos una gota de 
sangre oscura y espesa, formando en el suelo un 
depósito sobre el cual se apiñan las moscas que 
la beben con su enroscada trompa. 

Mas allá están los pescados, estendidos á lo 
largo sobre las mesas de mármol: los pejere- 
yes blancos, frangeados los costados con una 
cinta plateada; las corbinas barrigonas, con las 
agallas rojas y picadas en los bordes como cres- 
tas de gallos; las palometas chatas, con la cola 
ahorquillada y la piel granulosa tornasolada de 
acero; las anchoas con el lomo verdoso y el vien- 
tre blanco, sudando la grasitud por entre las es- 
camas; los congrios largos con la piel lustrosa, 
colgando en un manojo como los ramales de una 
disciplina; los bagres con sus bocas enormes, 
adornadas de bigotes carnosos, y las rayas re- 
dondas y planas con sus bordes cartilaginosos 
que escurren las últimas gotas del elemento en 
que se agitaron . 

En el departamento de las verduras están las 



EN EL MERCADO 12$ 



coles, con sus hojas inmensas y crespas, aljofa- 
radas todavía con las gotas del rocío de la noche; 
los alcauciles mostrando sus hojas moradas y 
puntiagudas; los rábanos dispuestos en manojos 
que parecen un ramo de capullos de rosa; las za- 
nahorias con sus raíces anaranjadas ; los zapallos 
con su cascara oscura y llena de berrugas, corta- 
dos en tajadas que muestran la pulpa amarillen- 
ta; las alberjas, los porotos, las habas, las remo- 
lachas, de carne mordoré; las cebollas con su ca- 
beza blanca coronada con una cabellera de raices; 
ks lechugas frescas, recatando el cogollo, con su 
alegre color verde-claro que contrasta con el plo- 
mizo de las hojas carnosas de las coliflores . Aquí 
montones de papas rugosas y contrahechas ; allí 
pilas de batatas de corteza violácea ; allá atados 
de tiernas acelgas y acullá mazos de peregil al- 
ternando con la yerba-buena, el tomillo, la ruda, 
las hojas de laurel y todas esas yerbas perfu- 
madas que sirven para condimentar las salsas y 
adobar los manjares. 

A medida que la mañana avanza, crece el bulli- 
cio y aumenta el va y ven de los compradores. 
En un puesto disputa una criada porque le han 
dado más hueso que carne; en el de enfrente se 
queja otra de la carestía de las papas; aquella tan- 
tea el peso de una )ainta de aves; aquesta pide pe- 
rejil de yapa; esotra discute sobre si fueron tres ó 
cuatro reales los que ayer quedó debiendo; y to- 
das estas querellas y disputas forman un zumbido 
continuo, en el que de vez en cuando se desta- 
ca alguna palabrota de sabor pronunciado, que 



126 ■ SANSÓN CARRASCO 

los vecinos acojen y festejan con ruidosas car- 
cajadas. 

Allí viene el patrón de casa que no quiere de» 
jarse engañar por la cocinera. — Él mismo viene á 
la compra, va de puesto en puesto buscando lo 
mejor y más barato, y concluye generalmente por 
comprar lo peor y lo más caro. La carne le pare- 
ce flaca, abombadas las corbinas, manidas las 
aves, y dándose por conocedor de todo, solo sir- 
ve de hazmereir á los puesteros y á su sirviente, 
acabando por gastar el doble de lo que acostum- 
bra dar para el mercado, sin llevar nada de pro- 
vecho. 

Don Polidoro es hombre que madruga; tiene 
por costumbre ir al mercado, y por compañero 
un perro de aguas amaestrado para llevar la ca- 
nasta, sujetándola con los dientes por el asa. El 
perro se llama Leon^ y para que el nombre no esté 
reñido con la apariencia del animal, lo tiene tu- 
zado de medio cuerpo, dejándole un penacho en 
la punta de la cola y borlas en las patas. León va 
muy ufano con su canasta, y don Polidoro no 
pierde ocasión de hacer notar á todos que él es el 
propietario de aquella monada. Va de puesto en 
puesto haciendo sus compras, echa un párrafo 
con cada marchantey y León, con su canasta en la 
boca, le mira atento para seguir todas sus evo- 
luciones. 

Pero á veces suelen presentarse ciertos tropie- 
zos imprevistos. Así, por ejemplo, mientras don 
Polidoro va muy tieso del puesto de la carne al 
de la verdura, León se ve asediado por tres ó cua- 



EN EL MERCADO 1 27 



tro perros plebeyos que á toda costa quieren re- 
conocerle. Le rodean, le huelen dondj él no qui- 
siera, y no le dejan dar un paso. Don Polidoro 
da vuelta, se encuentra sin su perro, y empieza á 
llamarle: 

— ¡León! ¡León! 

Pero el pobre perro no se atreve á dar un paso, 
porque al menor amago que hace por juntarse 
con su amo, los otros le gruñen. 

— ¡León! ¡León! . . . ¡ Pichicho ! repite don Poli- 
doro castañeteando con los dedos, pero León no 
se mueve, y lucha entre la fidelidad que le obliga 
á conservar la canasta en los dientes, y el instin- 
to que le impele á tirar unos tarascones con la 
geta fruncida para librarse de reconocimientos 
altamente ofensivos á su decoro. Por último, don 
Polidoro se decide á intervenir y libra á su León 
de sus opresores repartiendo entre ellos enérgi- 
cos puntapiés. 

Mientras tanto, el Mercado está en plena acti- 
vidad. Las cocineras se codean en las callejuelas, 
pasando de un puesto á otro; los cuartos de car- 
ne van desapareciendo, quedando reducidos al 
fémur cubierto de pulpa oscura; los carniceros 
achan sobre el picadero las costillas y los cara- 
cúes, y se oye tljrrrrr! jrrrrr! de las sierras que 
muerden los huesos para trozarlas reses. 

Las compradoras se retiran apresuradas, con 
el cuerpo arqueado para contrabalancear el peso 
déla canasta, cuyas tapas entreabiertas por el ex- 
ceso de mercancía dejan ver el contenido, sobre- 
saliendo de un lado los cogollos de los espárra- 
gos, y colgando por el otro lado las hojas marchi- 



128 SANSÓN CARRASCO 

tas de las cebollas; llevando en la mano que queda 
libre la sarta de pescados colgados por la boca, 
con los ojos lechosos y apagados, y las aletas ple- 
gadas contra el vientre. 

Á medida que va el sol calentando, se van 
amortiguando los ruidos y despoblándose los 
puestos. Las lechugas pliegan las hojas marchi- 
tas por el calor y pierden toda su lozanía ; los re- 
pollos se arrugan faltos de la savia que los ali- 
mentaba, el perejil dobla sus tallos, y toda aque- 
lla naturaleza arrancada del seno de la madre que 
la sustenta, se asfixia entre los olores nauseabun- 
dos de los cuerpos en descomposición. 

Los pescados pierden su flexibilidad y empie- 
zan poco á poco á hincharse como preñados de 
los miasmas que enjendra la podredumbre; las 
corbinas pierden el rojo de las agallas, que se tor- 
nan pálidas y blanduzcas, y las anchoas se derri- 
ten manchando el mármol con los sudores oleo- 
sos de su carne. 

El lechón gotea la grasa revenida del tocino, 
los chorizos traspiran su gordura á través de la 
tripa que los envuelve, y las moscas se agrupan 
sobre todo lo que huele, dejando depositados sus 
embriones que se desarrollan y nacen en medio 
de la corrupción. 

En otro estremo, las aves que han escapado á 
la olla ó al asado, están echadas una contra otra, 
el pico entreabierto, el ojo triste, la cresta caiday 
la pluma erizada, respirando fatigosamente aque- 
jadas por la sed. 

Más tarde, de lo que fueron puestos de verdu- 
ras solo queda sobre las losas del empedrado un 



EN EL MERCADO I2g 



hacinamiento de hojas pisoteadas y de legumbres 
descompuestas que hieden con olores agrios y 
pynzantes. Los carros de la basura recogen todos 
los desperdicios; los carniceros asean sus puestos 
para recibir las reses que no tardarán en llegar; 
los barrenderos limpian las calles desiertas ya, y 
solo quedan en sus puestos los vendedores de fru- 
tas con sus grandes pilas de naranjas, artística- 
mente arregladas, las peras invernadas, frunci- 
das y escuálidas como los pechos vacíos de una 
vieja flaca. 

El sol baña toda aquella gran despensa de la po- 
blación, derritiendo todas las grasas y activando 
la podredumbre de todos aquellos cuerpos muer- 
tos, en torno de los cuales, aprovechando el si- 
lencio y la soledad, merodean las ratas que pue- 
blan el subsuelo del Mercado y minan todos sus 
alrededores. 



Octubre 15 de i^ís j. 




1 



LUIS MAZZANTINI 



LIDIADOR DE TOROS 




uÉ causas moverían á don José Mazzan- 
tini, italiano, á emigrar á España, es co- 
sa que no sé, ni viene al caso en este ar- 
ticulo. Ello es que emigró y se estableció 
en Bilbao, donde á poco andar alcanzó la plaza 
de Jefe de Estación de ferro-carril, puesto que 
desempeñó durante muchos años en la capital 
de la provincia de Vizcaya. 

Soltero salió de Italia don José Mazzantini, pe- 
ro, si sus tendencias le llevaban al celibato, mal 
hizo en meterse en un país donde las mujeres son 
capaces de dar al traste con las más arraigadas 
convicciones anti-matrimoniales. El hombre es 
fuego, la mujer estopa, viene el diablo, sopla y... 
¿qué ha de suceder.^ . . . Pues tal y cual le pasó á 
don José: él de fuego, como buen italiano, las bil- 



132 SANSÓN CARRASCO 



bainas de una estopa reseca que arde sola ; vino 
el diablo, sopló, y cátate aquí al Jefe de la Esta- 
ción hecho todo un jefe de familia. 

De esta combinación de fuego y estopa resultó 
lo que era de esperarse, y el 10 de Octubre de 
1856 el cura de Elgoibar, pueblecillo de la pro- 
vincia de Guipúzcoa, anotaba en sus libros parro- 
quiales : = « Hoy bauticé al niño Luís,*hijo legiti- 
mo de don José Mazzantini, italiano, y de doña 
Josefa Eguía, española, etc., etc. » 

Luisito fué el niño mimado de la casa, y vuelto 
Mazzantini á Bilbao, siempre en desempeño de su 
empleo, puso al hijo en la escuela, y una vez com- 
pletados sus estudios elementales, pasó al Insti- 
tuto, donde continuóen las aulas hasta 1867, épo- 
ca en que se trasladó á Italia, visitando Nápples, 
Velletri, Frascati, y pasando por último á Roma, 
donde residió hasta 1870. En esa época el joven 
Luís Mazzantini regresó á España agregado á la 
servidumbre del Rey don Amadeo en calidad de 
caballerizo de palacio. 

Pronto dejó su empleo para dedicarse nueva- 
mente á sus estudios, y con tanto ahinco tomó 
los libros que en el año 75, teniendo diez y nueve 
de edad, se graduó de bachiller en artes. Sus ap- 
titudes le valieron encontrar pronta colocación, 
ingresando en la administración de ferro-carriles 
del mediodía de España en calidad de telegrafista, 
y á poco tiempo fué ascendido á jefe de la esta- 
ción de Santa Olalla. 

Pero, quiso Dios ó el Diablo que allí cerca hu- 
biese un corral donde se acostumbraba á lidiar 
toretes, y Mazzantini, no sabiendo qué hacer del 



LUIS MAZZANTINI I33 



tiempo que sus ocupaciones le dejaban libre, dio 
en ir á gastarlo en presenciar las lidias, que fué 
como meterse por las puertas de la tentación, 
pues, poco á poco, fué aficionándose de tal mane- 
ra al torco que ya no soñaba más que con pases 
y estocadas, con grave perjuicio de las pilas y 
aisladores, que estaban dejados de mano. 

Poco le duró á Mazzantini el platonismo por el 
arte, y empezó á echar verónicas y navarras á 
cuanto animal de puntas se le ponía por delante, 
llegando las crónicas hasta á decir que cierto día 
le abrió el capote á un buen señor con quien topó, 
casado, por más señas. ¡Lo que es la afición...! 

Tanto se apasionó por el toreo que no pasaba 
día en que no hiciese una escapada para despun- 
tar el vicio, y pudo satisfacerlo por algún tiempo 
sin que sus superiores cayesen en la cuenta de lo 
que pasaba en Santa Olalla. Pero sucedió que 
una tarde llegó ala estación un tren expreso, cuyo 
tránsito había que avisará la estación inmediata 
para evitar un choque con el convoy ordinario. 
Baja el conductor, y por más que buscó en cuan- 
to rincón había, nunca acertó á dar con el jefe. 
Pitábala locomotora que era un contento, des- 
pertando los ecos de valles y montañas, pero ni 
por esas: el jefe no parecía. 

^ Cómo había de parecer ? Figúrense ustedes 
que, cuando el tren llegó, estaba mi Mazzantini 
en lo más afanoso del trasteo de un becerro, y 
claro está que antes se hubiera dejado cortar una 
oreja, que abandonar la muleta. Él oía bien que la 
locomotora chillaba en demanda suya, pero al 
mismo tiempo veía que el torete embestía con fé. 



134 SANSÓN CARRASCO 

y á cada toque del silbato contestaba Mazzantini 
con un pase de pecho ó de telón, ciñéndose todo 
lo más corto para dar remate á la suerte. Por úl- 
timo logró dar una estocada hasta la taza, y toda- 
vía estaba pataleando el animal, cuando ya Maz- 
zantini llegaba jadeando á la estación; pero ya 
era tarde: el tren había partido exponiéndose' á 
hacerse tortilla con el que venía. No sucedió así, 
felizmente, lo cual no impidió que al siguiente 
día recibiese el telegrafista taurómaco una orden 
terminante para que en el acto se presentase en 
Madrid á la Dirección de Ferro-Carriles, que en- 
tonces desempeñaba el reputado dramaturgo 
don José Echegaray. 

No hay para qué decir que Mazzantini recibió 
una severa amonestación, y para que no volviese 
á incurrir en otra, le destinaron á las oficinas cen- 
trales en calidad de inspector. 

Sosegóse el adepto de Romero y Pepe Hillo con 
lo de la reprimenda y ni quiso oir hablar de to- 
ros; pero un lunes, así como había de ir á otra 
parte, fué por mal de sus pecados á los Campos 
Elíseos, donde se corrían novilladas, y todo fué 
ver cuernos y empezar á retozarle nuevamente 
sus inclinaciones al toreo. 

De allí apoco se presentó á su jefe diciéndole 
que, habiendo llegado de provincia unos parientes 
en gestión de asuntos judiciales, le dejase libre 
un día de cada semana para acompañarles y 
guiarles en sus diligencias. Tragó el cebo el bue- 
no de don José Echegaray, y sobre concederle la 
licencia para faltar los lunes á la oficina, aplaudió 
mucho la devoción con que atendía á los miem- 



LUÍS MAZZANTINI I 3$ 



bros de su familia. Por supuesto que ni había ta- 
les parientes, ni semejantes gestiones judiciales. 
Lo que si había eran novilladas, y Mazzantini se 
entregó á ellas en cuerpo y alma, y con tanto 
éxito, que su nombre empezó á sonar como aven- 
tajado aficionado en las lides taurinas. Y tanto 
sonó, que un día llegó el eco de las hazañas del 
empleado de Ferro-Carril á oidos de don José 
Echegaray, quien, acordándose de lo de Santa 
Olalla, y lo de los parientes de provincia, mandó 
llamar en el acto á Mazzantini y le dijo poco más 
ó menos: 

— Caballérito, no sin sorpresa he sabido que sus 
licencias de los lunes las emplea usted en correr 
toretes y hacer el majo en la plaza de los Campos 
Elíseos. 

— Señor balbuceó Mazantini inclinándola 

cabeza. 

—Pues nada, repuso don José, ó deja usted los 
estoques y se dedica á las pilas eléctricas, ó aban- 
dona usted las pilas y se viste de corto. 

Mazzantini echó sus cuentas entre sí y toman- 
do una resolución inmediata, contestó á su jefe: 

—V. E. puede dar desde este momento por pre- 
sentada mi dimisión.— Mis inclinaciones me lle- 
van más al redondel que al bufete. 

Aquella resolución contrarió mucho á Echega- 
ray, que tenía afecto á aquel joven tan despierto y 
activo, pero, por más amonestaciones que le diri- 
gió, no logró hacerle desistir de su propósito. 

Y ahí tienen ustedes al bachiller Luís Mazzanti- 
ni, educado y formado para hacer una buena ca- 
rrera en el ramo á que su padre le había desti- 



136 SANSÓN CARRASCO 

nado, convertido de la noche á la mañana en li- 
diador de toros, trocado el sombrero de copa por 
la montera, el levita por la casaquilla, y los apa- 
ratos de física por estoques y muletas. 

Aquello produjo un alboroto en el hogar del 
viejo Mazzantini. Mesábase éste las barbas rene- 
gando contra cuanto bicho de cuernos había en 
el mundo, y la pobre madre no veía sino el mo- 
mento en que le llevaban al hijo de sus entrañas 
destrozado por un toro. Y no era esto lo peor, 
sino que Mazzantini se había casado hacía apenas 
tres meses, y su joven compañera no podía con- 
formarse con sjr esposa de un torero, ella que 
había creído casarse con un modesto empleado 
de ferro-carriles y telégrafos. 

— Ten conformidad, hija, le decía Mazzantini; 
aquí en España no se puede ser más que dos co- 
sas: ó tenor de ópera, ó matador de toros; y como 
yo no puedo dar el do de pecho, al toreo me 
dedico. 

Por supuesto que las talos razones no conven- 
cían á la joven, pero no por eso cejó Mazzantini y 
entró de lleno al arte; eso sí, pasando por sobre 
todos los estudios preparatorios, y graduándose 
de entrada como matador de toros. Inmediata- 
mente tomó parte en varias corridas organizadas 
en Talavera por la sociedad de Socorros Mutuos 
de empleados de ferro-carriles, y tanto valor des- 
plegó, que los aficionados creyeron ver en él una' 
brillante esperanza para el arte. 

Con motivo de las fiestas de Torrijos, en Tole- 
do, hubo allí dos corridas en que figuró Mazzan- 
tini como espada. Un jurado, compuesto de las 



LUIS MAZZANTINl I 37 



eminencias del arte, se trasladó desde Madrid pa- 
ra apreciar y juzgar las condiciones del aspirante, 
y viéndole trabajar con ese aiiinco y denuedo que 
le distinguen, falló el jurado que había en Maz- 
zantini la masa de que se forman los buenos to- 
reros, aconsejándole que se dedicase con fé á 
aquella profesión. 

No se lo dijeron á ningún* sordo, porque desde 
aquel día ya se consideró ingresado en el cuerpo 
en que forman Frascuelo, Lagartijo y Cara-Ancha^ 
y queriendo abonar el fallo de sus jueces, se pre- 
sentó Mazzantini en la Plaza de Madrid, que es 
como quien dice en la Academia del toreo. Cua- 
jados de gente estaban los tendidos, esperando 
ver aquella gloria en ciernes, y mil versiones dis- 
tintas corrían sóbrelas aptitudes del principiante. 

Embolados eran los dos toros que había de ma- 
tar, y después de banderillear los chulos al pri- 
mero, se presentó frente al palco de la Presiden- 
cia un joven de rostro simpático, estatura eleva- 
da, esbelto de cuerpo y fino de modales, quien, 
con lenguaje castizo y elegante, hizo el brindis de 
estilo y se dirigió á la fiera trasteándola con mu- 
cha serenidad y destreza. Cuando creyó al toro 
en posición de matarlo, lió el trapo'y se tiró en 
corto, pero con tan poca fortuna que dio en hue- 
so. Otro y otro pinchazo dio, siempre con mala 
suerte, hasta que, trascurrido el plazo que los re- 
glamentos señalan, fué sacado el bicho al corral, 
lo que en materia de toreo equivale á que á un 
estudiante le echen bola negra. 

Sea que aquel fracaso impresionase al princi- 
piante, sea que aquella tarde tuviese malo el 



138 SANSÓN CARRASCO 

pulso, ello es que el segundo toro siguió el rumbo 
del primero : Mazzantini no pudo matarlo dentro 
del término reglamentario. Pero aquel desastre, 
que á cualquier otro le hubiera valido una rechi- 
fla, fué para Mazzantini un triunfo, pues en vez 
de silbidos, oyó palmas, si no por lo de las estoca- 
das, por el valor que había demostrado y por el 
empeño con que trabajó. 

Aquello le alentó. Él se sentía con fuerzas para 
hacer mucho bueno y al Domingo siguiente se 
presentó como si tal cosa; y esta vez, con toros de 
puntas, tomó una estruendosa revancha, matán- 
dolos con una maestría y un arrojo admirables. Y 
ya no hubo más : Mazzantmi fué el niño mimado 
del público matritense, y se llevó tras de sí todas 
las simpatías, á punto de que la joven esposa em- 
pezó á temer por su marido, no ya por los cuer- 
nos del toro, sino por los ojos de las manólas que 
se clavaban con rayos de fuego en la elegante 
figura del novel lidiador. La empresa de la plaza 
de Madrid le ofreció pronto la alternativa^ con 
beneplácito de los diestros más afamados, pero 
Mazzantini declinó aquel honor, fundándose en 
que no tenía todavía méritos bastantes para figu- 
rar al lado de aquellas eminencias. 

Rodeado de esta aureola, pasó el antiguo em- 
pleado de telégrafos á Cauterets, ciudad de los 
Altos Pirineos en Francia, célebre por sus aguas 
termales, donde concurre la alta sociedad de Pa- 
rís y de Madrid en la estación balnearia. Cauterets 
está muy cerca de España, y así no es de extrañar 
que hasta allí haya llegado el contagio de ios 
toros. La Comisión encargada de las fiestas para 



LUÍS MAZZANTINI I 39 



divertir á los bañistas incluyó en los programas 
varias corridas de toros; pero como en Francia 
rige la ley Gramond, protectora de los animales, 
no se permitía la suerte de pica para no matar 
caballos, ni la de espada por no asesinar toros. 
Es decir que la ley francesa lo único que tolera es 
que se maten hombres, pues los toros conservan 
el asta fina y puntiaguda. 

Consistían las tales corridas de Cauterets en 
saltar de garrocha los toros, ponerles banderi- 
llas, pasarlos de muleta, pero en vez de matarlos, 
se les amagaba con una espada de madera que, ai 
clavarse en el toro, le dejaba adornado el morri- 
llo con un ramillete ó lazo, como marcando el 
sitio de la estocada, y en seguida se le sacaba al 
corral para volverlo al pastoreo. 

¿Creen ustedes que aquello satisfacía á los fran- 
ceses? ¡ Ni por pienso ! El público empezó á pedir 
toros de verdad, y la Comisión de fiestas, que se 
vio recargada con un déficit por falta de concu- 
rrentes á los espectáculos, echó á un cuerno la ley 
Gramond, y anunció en grandes carteles: 

DEUX TAUREAUX MIS A MORT 

TIÉS AVEC EPÉE 

par 
MONSIEUR LOCIS MAZZANTINI 

Lo de que los toros habían de ser tnuerlos con 
espada, era advertencia necesaria en Cauterets, 
pues bien podía haber francés que creyera que 
los toros se mataban á cañonazos. 

Llegó, por fin, el día, y en la plaza no había don- 



140 SANSÓN CARRASCO 

de echar un alfiler. Lidiáronse primeramente 
cuatro toros dentro de las prescripciones de la 
ley Gramond, y en seguida salió el que había si- 
do de antemano declarado fuera de la ley. Los 
dos primeros tercios de la lidia pasaron sin más 
novedad que la impaciencia del público por ver 
matar un toro avec epée, pero cuando llegó el mo- 
mento de que Mazzantini tomara los trastos, se 
presentó entre barreras un comisario de policía 
diciéndole que, en nombre de la ley de Francia, 
le prohibía que matase al toro. Contestóle Maz- 
zantini que él respetaba mucho la ley y la Fran- 
cia, pero que en la plaza él no podía obedecer 
más órdenes que las de la presidencia. 

A todo esto, la comisión que presidía la corri- 
da se había eclipsado, y no recibiendo contra-or- 
den, Mazzantini se preparó á estoquear á la fiera. 
Volvió el Comisario á insistir ; volvió el torero á 
decir que él solo obedecía al Presidente de la co-* 
rrida, y entonces el Comisario subió al palco de 
la Presidencia, y desde allí intimó á Mazzantini 
que no matase al toro. 

¿Qué hacer .> .... Y entre tanto, los cinco mil 
espectadores chillaban como cinco mil condena- 
dos, y como los chillidos no diesen resultado, 
empezaron á llover á la plaza banquetas y sillas, 
como preludio de algo mas gordo, pues ya había 
quien hablaba de pegar fuego á la plaza. Por 
donde se verá cómo el animal hombre tiene idén- 
ticos instintos lo mismo en España que en Fran- 
cia, y que en esta bendita tierra de Santos y mo- 
tines. ^ 

Mientras se armaba este tole tole, recibió Maz- 



LUÍS MAZZANTINI I4I 



zantini una nota de la comisión de fiestas en la 
que le ordenaba que matase al toro, haciéndose 
ella responsable de las ulterioridadcs. El diestro 
guardó la nota en el bolsillo de la chaquetilla, y 
parándose en medio de la plaza, dirigió la pala- 
bra á la concurrencia, diciendo en correctísimo 
francés que él no podía defraudar las esperanzas 
ni resistir las exigencias de aquel respetable pú- 
blico, y que por consiguiente iba á dar cumpli- 
miento al programa. 

Gritóle el comisario de policía desde la ba- 
rrera : 

— Señor Mazzantini, si usted persiste en matar 
al toro me veré obligado á sacarle á usted de ahí 
con la fuerza pública. 

—Venga usted á sacarme, contestó arrogante- 
mente el diestro. Las reglas del arte no me per- 
miten salir del redondel mientras el toro está en 
la plaza. 

— Haga usted sacar el toro primero y entonces 
entraré á prenderle, gritó de nuevo el comisario. 

—Yo no puedo hacer sacar al toro, porque solo 
la Presidencia tiene autoridad para ello, replicó 
Mazzantini ; y para evitar más discusiones, se fué 
derecho al bicho, se ciñó con él pasándolo de mu- 
leta, y en medio de los aplausos frenéticos de una 
multitud electrizada por el arrojo y serenidad de 
aquel joven, lo remató de un bajonazo, como para 
asegurar; que no era aquel público ni aquellas 
circunstancias para andarse con miramientos y 
floreos. 

jAquello fué un delirio ! Llovían á la plaza som- 
breros, pañuelos, sombrillas, cigarros, napoleo- 



142 SANSÓN CARRASCO 

nes y cuanto les caía á la mano á los franceses y 
francesas ; y no contentos todavía con esto, em- 
pezaron los concurrentes á bajar del tendido para 
abrazar al héroe, acabando por llevarlo en hom- 
bros en medio de los vítores y hurras, mientras 
que detrás de la barrera vociferaba el pobre comi- 
sario, agitando su bastón, sinlograr hacerse oir. 

Por la noche, cuando Mazzantini se presentó 
en el teatro, todos los concurrentes se pusieron 
de pié saludándole con salvas de aplausos y gri- 
tando; Vive le toreador! Hip, hip, hurra ! 

La nueva del suceso de Cauterets llegó hasta el 
Gabinete, y tan por lo serio se tomó la cosa que 
la Comisión de fiestas se guardó muy bien de 
anunciar nuevamente taurcaux mis á mort, Pero 
el renombre de Mazzantini había cundido, y fué 
solicitado para dar dos corridas en Nimes, ciudad 
mucho más importante que Cauterets, á lo que 
accedió. 

Llegado á Nimes, supo que las autoridades se 
oponían á la lidia de muerte, pero entonces Maz- 
zantini tomó la cosa por su cuenta, y se presentó 
ante aquellas argumentándoles lo siguiente : 

« — Señores ¿ qué es lo que dice la ley Gramond ? 
Yo la conozco y sé que lo que prohibe es ator- 
mentar por placer á animales domésticos. Conven- 
go en que en Francia sean los toros tenidos por 
tales, pero yo invito á Vuestras Excelencias á que 
vayan á rascarles la frente á los que yo traigo de 
España, y entonces sabrán si se trata dé animales 
domésticos ó de fieras. » 

Escusado es decir que el t)refecto y demás au- 
toridades se cuidaron muy bien de no ir á hacer 



LUÍS MAZZANTINl I43 



la prueba, pues con solo ver á los dos bichos lle- 
vados por Mazzantini bastaba para convencerse 
de que no se dejarían hacer cosquillas. Eran, los 
tales toros, salamanquinos, bien enlibrados, con 
cuernos como agujas, y cada mugido que daban 
hacia estremecer el brete en que estaban- ence- 
rrados. 

Llegó, por fin, el día de la corrida, y la curiosi- 
dad, avivada por las controversias que el espectá- 
culo había levantado, llevó á la plaza crecidísima 
concurrencia. En Nimes se conserva casi intacto 
el circo romano de la antigua NemausuSy el más 
vasto, tal vez, délos anfiteatros que se construye- 
ron en la dominación de los Césares, pues tiene 
capacidad para treinta mil espectadores, y allí es 
donde tienen lugar las lides taurinas, lo cual daría 
razón al guía de Figuro cuando este visitó las an- 
tigüedades de Mérida, y á quien muy suelto de 
cuerpo contaba aquel por dónde salían los toros 
en el anfiteatro. . . ¡ en tiempo de los romanos! . . . 

Decía, pues, que en Nimes se lidia en aquel vas- 
tísimo circo, teatro otrora de sangrientas luchas 
de fieras y gladiadores, resucitadas en forma más 
artística por los modernos toreros, que al fin y á 
la postre, los toros son tan fieras como los tigres, 
y tanto coraje se necesita para lidiarlos como pa- 
ra medirse con leones y con hienas. 

Lo mismo que en Cauterets, empezó en Nimes 
la corrida con cuatro toros de mentirijilla, es de- 
cir que se les toreaba con arreglo á la ley Gra- 
mpnd, sin pasar las cosas mas allá que á banderi- 
llearlos y simular la muerte. Pero saltó á la are- 
na el primer salamanquino, y aquello ya fué otra 



144 SANSÓN CARRASCO 

cosa. El antiguo anfiteatro resucitó con todo su 
esplendor, y si bien no se veían clámides, ni to- 
gas, ni las estolas blancas de las Vestales, veíanse, 
en cambio, todos los refinamientos de la moda 
francesa esparcidos por la estensa gradería ocu- 
pada por treinta mil espectadores. 

Cuando Mazzantini abrió el capote y echó tres 
ó cuatro navarras, los franceses perdieron los es- 
tribos y se entregaron á las más ruidosas mani- 
festaciones de entusiasmo. Pero, llegado el mo- 
mento de la muerte, al presentarse el diestro 
frente al palco presidencial para hacer el brindis 
surgió de nuevo la controversia sobre si aquello 
era ó no era una violación á la ley. Así que el pü- < 
blico se apercibió de lo que pasaba, empezó á vo- 
ciferar de una manera enérgica, y hasta las damas 
francesas, asumiendo la prerogativa de las Ves- 
tales, hicieron la señal de pollice verso, dando así 
á entender que pedían la muerte de la fiera. 

Impotentes fueron las autoridades para con- 
trarestar la voluntad de aquellos treinta mil ener- 
gúmenos, y permitieron que fuese muerto el to- 
ro. Agradeció Mazzantini con corteses palabras, 
en nombre del arte, aquella condescendencia, y 
previos los pases de regla, dio al toro una mag- 
nífica estocada. Tambaleó la fiera herida en el co- 
razón, un temblor convulsivo agitó todos sus 
miembros, y antes de que rodase por la arena, 
treinta mil gritos de entusiasmo saludaban al va- 
leroso joven que, de pié, en medio de la plaza, 
luciendo su gallarda estatura realzada por el vis- 
toso traje que vestía, y con la muleta en la mano, 
recibía aquella ovación con el rostro varonil ra- 



LUÍS MAZZANTINI I45 



diante de satisfacción por la victoria alcanzada, 
mientras su victima, tendida á sus pies, enrojecía 
el polvo con la sangre que manaba de la profun- 
da herida. 



Al llegar á Madrid, el actual empresario de to- 
ros, don José S. Berro, oyó hacer grandes elo- 
gios del joven Luis Mazzantini y resolvió escritu- 
rarle, comprendiendo que el público de Monte- 
video sabría apreciar el valor temerario que le 
caracteriza. 

No se engañó Berro, pues desde la primera co- 
rrida Mazzantini se conquistó todas las simpa- 
tías, no solo por su arrojo, su serenidad en el 
peligro, y su afán por ayudar á sus compañeros, 
sino también por sus bellas prendas personales. 

Mazzantini es un joven de esmerada educación, 
de trato fino, de conversación amenísima, habla 
al uno en español, saluda al otro en italiano, con- 
testa al de más allá en francés, y á todos seduce 
con la afabilidad de sus maneras y su caballeres- 
co porte. 

Tiene pasión por su arte y abriga ambiciones 
de llegar á ser una de sus glorias. Y lo será, á no 
dudarlo, porque le sobran valor é inteligencia pa- 
ra salvar todas las dificultades. Hasta el físico le 
a}"uda. Es alto y esbelto, ligero como un gamo, 
y gracioso en todos sus movimientos. Sus tarje- 
tas dicen: 

LUÍS MAZAXTINI 
Lidiador de toros 



I 



146 SANSÓN CARRASCO 

mostrando así que tiene en tanto su profesión co- 
mo un título nobiliario. Irá lejos, muy lejos, y yo 
espero que no pasará mucho tiempo sin que le 
tengamos nuevamente entre nosotros como pri- 
mer espada, coronado con los triunfos que alcan- 
zará en la temporada que ahora va á inaugurar 
en Madrid. 



Enero 11 de 1883. 





MONTEVIDEO 



BAJO LA LLUVIA 



MANEció con un cielo plomizo, uniforme, 
^^^ sin que el sol lograse filtrar una sola de 
^^™ sus hebras de oro á través del espeso 

nublado. Nada despertaba para saludar 
ai nuevo día. Los pájaros seguían acurrucados 
en las ramas, y las flores dormían con sus peta- 
los cerrados para resguardarse de la lluvia próxi- 
ma á caer. Toda la naturaleza calla a la espera 
del agua, el viento se aquieta, el mar se aplana, 
los insectos se esconden, y solo se percibe en me- 
dio del tranquilo silencio el grito atiplado de las 
ranas, que imita el sonido de teclas destem- 
pladas. 

De repente, un dardo de luz abre en el nublado 
una herida sesgada, y como si una arma cortante 



148 SANSÓN CARRASCO 

hubiese rasgado el vientre hidrópico de la nube, 
empieza á caer el agua en gotas gruesas y ralas, 
que salpican las paredes y el piso con manchas 
circulares. Otra herida de fuego cruza á la nube 
en zig-zag; se oye una trepidación lejana como de 
enormes carros arrastrados á galope por un em- 
pedrado desigual, y con los últimos rezongos del 
trueno, se desgaja la lluvia, espesa y nutrida, co- 
mo una cortina tegida con hebras de cristal. 

El agua rueda por las aceras después de estre- 
llarse sobre las losas, y se precipita á la calle, que 
queda á los pocos momentos franjeada por dos 
arroyos, cuya corriente arrastra los papeles, las 
pajas y todas las basuras que se depositan entre 
los intersticios de las piedras. Como tributarios 
de esos arroyos improvisados, aportan su caudal 
de aguas los albañales de las casas, que las vomi- 
tan á borbotones, turbias y espesas primero por 
el polvo y las basuras que arrastran; y después 
límpidas y claras, saltando juguetonas por sobre 
las piedras, aprovechando todas las hendiduras, 
remolineando en los pozos hasta que los rebor- 
dan, y siguiendo su carrera por la cuesta abajo 
hasta despeñarse sobre el mar, formando en cada 
boca-calle una cascada. 

En cinco minutos de lluvia, Montevideo queda 
limpio y brillante. En la calle del Sarandí y su 
prolongación hasta la plaza de Cagandjja, las 
aguas se dividen en dirección al Norte y al Sud, 
precipitándose por las pendientes que las llevan 
al mar, convertidas, mientras dura el aguacero, en 
verdaderos torrentes de una á otra acera. La co- 
rriente parece que hierve á borbotones, y á cada 



MONTEVIDEO BAJO LA LLUVIA 1 49 

cuadra en declive, el arroyo aumenta, reforzado 
por el aluvión de las calles horizontales que con- 
verjen al cauce común. 

Los lecheros recorren la ciudad al trote largo, 
con alas las del sombrero vueltas hacia abajo, 
metidos dentro de su poncho de paño, mientras 
los pobres caballos trotan con las orejas gachas, 
las crines lacias, colgando en guedejas marchitas, 
y la cola escuálida, rematada en punta como un 
pincel, goteando el agua que les baña el cuerpo, 
y chapoteando con los remos en los charcos de la 
calle. 

Las cocineras vuelven del mercado, tapando 
bajo el rebozo la canasta de las provisiones, y cu- 
briéndose de la lluvia con sus paraguas viejos, 
desvencijadas las varillas y agrietado el genero, 
recojiéndose la pollera al atravesar la calle, con 
la pierna estirada en busca de las piedras salien- 
tes para evitar el agua. 

Y entre tanto la lluvia sigue sin cesar, como si 
todavía no hubiesen descargado las nubes la hu- 
medad de que estaban saturadas á pesar de dos 
días dé continuos lloriqueos. 

A ratos, el nublado se entreabre y cesa de go- 
tear. Las nubes pasan sueltas, blancas y vaporo- 
sas como guedejas de lana cardada, livianas y te- 
nues como si se hubiesen vaciado del agua de que 
estaban llenas. El sol aprovecha los resquicios 
para filtrar sus rayos débiles y pajizos, desteñi- 
dos al parecer por la humedad, sin calor, sin vi- 
da, algo asi como la sonrisa triste de un con- 
valeciente. Pero su aparición es momentánea. 
A los pocos minutos queda nuevamente oculto 



150 SANSÓN CARRASCO 

tras del toldo gris de otras nubes espesas que 
avanzan lentamente, preñadas de agua, hasta que 
el rayo las destripa y se derraman en un copioso 
aguacero que forma en las calles nuevos arroyos 
y riachuelos, en cuya corriente forman borboto- 
, nes saltarines las gotas de la lluvia. 

La calle del Miguelete se convierte en un río 
que se desborda por las veredas y baña la calle 
de la Agraciada desde el Cuartel del $.*» hasta el 
repecho de Sobera, acrecentada la corriente con 
las avenidas de la calle Ibicuy, que desde la plaza 
de Cagancha se despeñan por la rápida pendien- 
te, hirvientes y revueltas como el curso de un to- 
rrente. 

Mas afuera, el Arroyo ¡Seco! desmiente su nom- 
bre, convertido en río, que inunda en el camino 
del Reducto la quinta de Aguirre, y en el camino 
de la Agraciada se derrama por la planicie en 
que están acampados los bohemios, form¿indo 
allí una inmensa laguna. Por el costado de la 
quinta de Fariní, corre á borbotones el Quita-cal- 
zones^ revolviéndose con furia entre las paredes 
que lo aprisionan, aumentando á cada instante 
su caudal con las vertientes de la calle, bordeada 
de un lado áoíro. 

El Miguelete^ nuestro pobre Manzanares, que 
de ordinario apenas se hace ver por un mezquino 
hilo de agua, corre hoy con más de una cuadra 
de ancho, invadiendo las quintas que lo fran- 
gean. Por la represa de Castro se precipitan las 
aguas turbias y revueltas formando una cascada 
que cae como una cortina en toda su extensión, 
con un rumor sordo, levantando copos de espu- 



MONTEVIDEO BAJO LA LLUVIA Ijl 

ma que siguen navegando en la corriente como 
natas blancas. 

Y donde quiera que se tienda la vista, no se vé 
más que agua, agua que corre por todos los des- 
niveles, que se estanca en todas las llanadas, que 
gotea de las hojas de los árboles, y de las corni- 
sas de las casas, y que brilla como diamantes en- 
garzados en las hojas verdes del trébol que al- 
fombra el campo. 

Y sigue lloviendo, lloviendo siempre, con r^ras 
intermitencias, como si sobre Montevideo se hu- 
biesen dado cita todas las nubes que andan erran- 
tes por el espacio. Las ranas, hastiadas ya de 
tanta agua, han trocado su canto atiplado por 
un rezongo ronco, como suplicando una tregua. 
Las aves, aburridas de estarse dos días en los pa- 
los del gallinero, salen á picotear el suelo á pesar 
de la lluvia que las empapa : los gallos escuáli- 
dos, lacio el encrespado plumero de la cola, la 
cresta caida y la golilla pegada sobre el cogote. 
Y los pájaros, hambrientos, se arriesgan en busca 
de un grano, encrespados, piando de frió, aventu- 
rándose hasta dentro de los corredores de las 
casas para picotear las migajas de pan desparra- 
madas por el suelo. 

Todo es agua, lo mismo dentro que fuera. 
Las paredes interiores sudan á gotas, los pisos 
traspiran humedad, y los techos de las casas, las 
capotas de los carruajes y los sombreros de los 
transeúntes brillan con el lustre del agua. 

Tras de los cristales de las ventanas se ven las 
caras aburridas de los niños aprisionados por la 
lluvia, mirando con envidia á otros chicuelos 



152 SANSÓN CARRASCO 

del barrio que, libres de la vijilancia de los pa- 
dres, gozan chapaleando el agua con sus piese- 
citos descalzos y las piernas desnudas hasta el 
muslo . 

Las tiendas se ven desiertas, veladas sus vi- 
drieras por el vapor que el frío condensa sobre 
los cristales, 'mostrando solo á los que pasan pa- 
raguas, capotes impermeables, zapatos de goma 
y demás armas defensivas contra la lluvia. 

Por la noche, las calles desiertas reflejan como 
un espejo las luces de la ciudad. Cada farol está 
envuelto en una aureola de humedad luminosa, 
y las gotas que se desprenden de los balcones, 
forman al pasar frente á la luz como sartas de 
esos caireles de cristales prismáticos con que se 
adornan las arañas. 

Y sigue lloviendo. Siguen las nubes ejecutan- 
do á grande orquesta la sinfonía de la lluvia, con 
sus crescaido y sus rallenlando, tocando los bajos 
en los techados de zinc, y los tiples sobre las lo- 
sas de mármol, sobresaliendo en el concierto los 
stacailo de los chorros de los balcones que caen 
sobre la vereda, mientras que redobla como tim- 
bales sobre los vidrios, reforzada el agua por el 
viento que la empuja en diagonal, semejando las 
bayonetas de un ejército en marcha. 

Y así seguirá hasta que nuestro Adamasior, el 
genio de las tormentas que vive en la Pampa, so- 
ple sus rachas huracanadas, ante las cuales hu- 
yen en dispersión las nubes, salpicadas por las 
crestas de las olas de nuestro río encrespado, que 
se estrellan en las rocas y en los murallones de la 
costa. 



MONTEVIDEO BAJO LA LLUVlX 1 53 

i Sopla, genio de la Pampa, y arrastra entre tus 
ráfagas todas estas nubes que nos roban el sol y 
nos empapan los huesos ! ¡ Sopla, llévate toda es- 
ta inmundicia al quinto infierno, y si eso te pare- 
ce poco, puedes llevarte también al fiscal del Cri- 
men, que estorba tanto como las nubes! 



Junio 38 de 1883. 




PEDRO MARTI 



VIOLINISTA ORIENTAL DE NUEVE ANOS DE EDAD 




EMOs alcanzado unos tiempos en que es 
tal el apuro de vivir, que hasta la niñez 
se suprime, aprovechando el tiempo que 
antaño los niños empleaban en jugar, en 
el estudio de las ciencias y la práctica del arte, 
solo accesibles á la juventud en los tiempos en que 
nuestros padres se criaban. « ¡ Ya no hay niños I » 
exclamaba Selgas con pena, mirando el adelanto 
de las generaciones actuales á través del prisma 
católico que enturbiaba sus visiones, sin apercibir- 
se de que vivía en medio de una niñez mil veces 
más encantadora que aquella rústica é ignorante 
en que antes se vejetaba hasta los diez ó doce 
años, desperdiciando los mejores de esa edad en 
que el cerebro adquiere mayor caudal de ideas y 
conocimientos, que en todo el resto de la vida. 



156 SANSÓN CARRASCO 

¡ Hay niños, si ! Lo que no hay son muchachos 
traviesos y haraganes como aquellos que llegaban 
á sus diez años sin conocer la o, pero sabiéndose 
de memoria el Bendito y el Ave María, elementos 
suficientes para hacer un sacristán, ó un sochan- 
tre, ó un zopenco, pero del todo inútiles para for- 
mar un hombre. 

Estamos en la época de los niños prodigios. 
Cada escuela es un semillero en que descuellan 
talentos sorprendentes. Niños de ocho años que 
reflexionan con sensatez y disertan con erudición; 
niñas que, á la edad de jugar á las muñecas, re- 
dactan con lucidez y exponen con perfecto crite- 
rio variados conocimientos sobre materias que 
eran, hasta hace poco, exclusivo dominio de los 
hombres. 

Gemma Cunnibcrti había descifrado los miste- 
rios del arte dramático á sus nueve años de edad; 
los hermanos Lambertini, el mayor de los cuales 
tiene diez y el menor apenas cinco años, son hoy 
admiración de la Europa por el talento con que 
interpretan las obras de afamados dramaturgos; 
y Eugenio Dengremont sorprendía á los más con- 
sumados artistas ejecutando en el violín las difí- 
ciles composiciones de Alard, de Beriot, y de 
Vieux-temps, cuando aún no contaba doce años 
de vida. 

Ahora Dengremont tiene un émulo, y el nom- 
bre de Pedro Marti correrá en breve como el 
suyo, por el mundo entero, llevado en alas de la 
fama que pregonará su talento artístico. 

Pedro Martí es un niño : apenas tiene nueve 
años ; pero en la intensidad de su mirada; en las 



PEDRO MARTÍ I 57 

entradas de SU frente, amplia y prominente ; en 
las marcadas protuberancias de su cráneo, se adi- 
vina el genio que se agita dentro de aquel cerebro 
infantil. Cúmplese en él la inexorable ley de la 
herencia. Lleva en su sangre la inspiración mu- 
sical, inoculada por el padre, músico distinguido, 
que habría sin duda alcanzado las cumbres del 
arte si un mal orgánico no le hubiese privado del 
oido. Un músico sordo es como un pintor ciego. 
Pero, aún así, Martí toca el violín, fiado más bien 
en el tacto que en el oido, y ejecuta bien, suplien- 
do la carencia del órgano esencial con el conoci- 
miento científico de la música. 

Pasionista por su arte, ha querido que el hijo 
llegue á donde su mala suerte le privó de llegar, 
y desde que Pedrito pudo sostener un violín se 
aplicó á enseñarle los misterios de ese que con 
justicia se llama rey de los instrumentos. Siete 
años tenía el niño cuando empezó á hacer escalas, 
y hoy, á.sus nueve, ya ejecuta piezas de gran difi- 
cultad, con toda la corrección de un maestro; 
suave en los ligados, enérgico en los stacaíto, me- 
lodioso en los armónicos, brillante en los arpejios 
y afinado en los acordes. 

Pedro Martí es un niño reposado, mas bien re- 
traido que expansivo, callado, de mirada suave y 
ademanes parcos, pero cuando toma el violín se 
transforma por completo. Su cuerpecito esbelto 
se agita nervioso, se planta con aplomo, su mira- 
da cobra una limpidez brillante, y parece que su 
frente se espacia para dar campo á la inspiración 
que anima todo su ser. 

No toca la música como un autómata , limitan- 



158 SANSÓN CARRASCO 

dose á reproducir las notas que señala el penta- 
grama, como esa generalidad que hace música lo 
mismo que un zapatero hace zapatos, convirtien- 
do el instrumento en herramienta . Pedro Martí 
tiene la música en el corazón y en el cerebro : la 
comprende y la siente ; sabe que aquellas notas 
son las frases de un lenguaje sublime que solo los 
iniciados en el arte conocen ; de ese lenguaje in- 
superable que canta el amor con más ternura que 
el más rítmico idilio ; que ruje el odio con los 
más violentos tonos ; que llora con más dolor que 
una madre; que traduce, en fin, todas las pasiones 
y todos los sentimientos con más vehemencia y 
entusiasmo que la prosa y la rima, que el gesto y 
la palabra. ¡Desgraciados los que no comprenden 
la música! Ni el aliciente de la fortuna, ni los hala- 
gos de la esperanza, ni la mirada de una mujer 
querida, despiertan un cúmulo de sensaciones 
igual al que produce una de esas frases melódi- 
cas que conmueven todo el sistema nervioso ; se 
siente frío, calor, entusiasmo, languidez, todas las 
palpitaciones de la pasión, todos los espasmos del 
deseo, todas las expansiones generosas ; y como 
la vara májica de Moisés, al herirlas fibras del 
corazón, hace brotar las lágrimas secretadas de 
una fuente especial, como lluvia benéfica que 
aplaca las escitaciones nerviosas que agitan el or- 
ganismo . 

Así comprende la música Pedro Martí y así la 
ejecuta, prolongando las notas cuando el sentido 
de la frase lo exige, abreviándolas, entrelazándo- 
las, dándoles en fin esa cadencia que no está es- 
crita en los papeles, que no puede escribirse, co- 



PEDRO MARTÍ I 59 



mo ni está escrita ni puede escribirse la intención 
con que Rossi dice el lo be or not to be de Shakes- 
peare, ni la entonación con que Zorrilla de San 
Martin declama su Leyenda Patria. 

El niño Martí no consagra exclusivamente su 
tiempo al violín. Es alumno de una escuela de 
2.*» grado, y alumno distinguido, que ha alcanza- 
do el primer premio en los exámenes por su cons- 
tancia en el estudio y por el talento que ha de- 
mostrado. Pero no es el de las letras el camino 
que ha de recorrer en su peregrinación por el 
mundo, sino el del arte musical ; el arte que in- 
mortalizó á Paganini y en que descuellan Sara- 
sate, White, Uguccioni y Massi. 

Hasta ahora ha permanecido encerrado en el 
modesto hogar de sus padres, entregado al estu- 
dio, haciendo caudal para salir más tarde á des- 
lumhrar con su genio robustecido por el arte, y 
allí debe permanecer por algún tiempo aún, sin 
lanzarse á ese mundo de aplausos y ovaciones en 
que por lo general se ahogan las inteligencias 
prematuras. 

Dentro de dos años, Pedro Marti será un niño 
todavía, de once años apenas de edad, pero será 
un artista que podrá presentarse sin temor ante 
el público, dueño ya del instrumento que ha de 
rodear su nombre de una aureola de gloria, au- 
reola que resplandecerá sobre esta su patria, co- 
mo resplandecen las de sus pintores y poetas. 

El niño Pedro Martí es una bella esperanza 
para el arte. Yo le he oido sorprendido, y en el 
brillo de su mirada, en las entrjadas de su frente 
amplia y prominente, y en la enérgica entonación 



\ 



l60 SANSÓN CARRASCO 

de SU fisonomía franca y abierta, he adivinado la 
inspiración que bulle en su cerebro infantil. 

Sepa él con el estudio y la contracción perfec- 
cionar las preciosas facultades con que cuenta 
para llegar alas cumbres que han alcanzado los 
grandes maestros. 



Abril 7 áe 1883. 




mm 






UNA CARAVANA 



DE BOHEMIOS 




ON unos cuarenta, entre hombres, muje- 
res y criaturas de toda edad. Están ins- 
talados á orillas del Arroyo Seco, en el 
descampado que media entre el camino 
de la Agraciada y la vía del ferro-carril del Norte. 
Pertenecen á una raza cuyo origen no está bien 
definido todavía. Se cree que provienen del Egip- 
to, y en efecto conservan ciertos rasgos fisionó- 
micos que acreditan esa procedencia. Todos los 
países de Europa conocen á esas tribus errantes 
que ni se arraigan ni edifican en parte alguna. 
Van de pueblo en pueblo ejerciendo sus indus- 
trias, visitan las ferias, y hacen su comercio con 
todo lo que les cae á la mano. 

En Inglaterra les llaman gypsies, en Francia bo- 
hemios, zíngaros en Alemania é Italia, gitanos en 
España, y en Austria les llaman húngaros. 



8. c. 



102 SANSÓN CARRASCO 

La caravana que acampa ahora en el Arroyo 
Seco es la primera que viene á América. Los in- 
dividuos que la componen son de Hungría, dC 
los alrededores de Buda-Pesth, y en su peregri- 
nación han recorrido el Austria, la Italia y la Fran- 
cia, hasta que se embarcaron en Burdeos, llegaron 
á Buenos Aires, y desde allí se dirijieron por tierra 
al Brasil, visitando gran parte de la provincia de 
Rio Grande. Después entraron á nuestro territo- 
rio, acamparon en el Durazno, en seguida en San- 
ta Lucía, y por último se han instalado en los al- 
rededores de esta ciudad. 

Viajan en siete carros pequeños, construidos 
de mimbre, de rodado bajo, y sin toldo. Tienen 
unos treinta caballos, bastante buenos, muy gor- 
dos, cubiertos con mantas de abrigo é imper- 
meables. Parece que estos bohemios cuidan más 
á sus bestias que á sus hijos, pues mientras los 
caballos y los perros están prolijamente atendi- 
dos en su abrigo y alimentación, andan los chi- 
cuelos desnudos, flacos y pálidos, tiritando de 
frío, y sucios que no hay por donde tomarlos. 

Todo es sucio en aquella toldería; sucios los 
hombres, sucias las mujeres, sucios ios niños, 
sucias las ropas, y sucio todo lo que les rodea. 
Cada tienda es un templo levantado á la mugre, y 
en cada una de ellas debería figurar una imagen 
de San Benito Labre, el más santo de los mu- 
grientos, y el más mugriento de los santos. 

El público, que siempre se da aires de saberlo 
todo, hace correr la voz de que esa suciedad de 
los bohemios es un signo de duelo por la reciente 
muerte de una mujer que ocupaba un elevado 



UNA CARAVANA DE BOHEMIOS 163 

rango en la caravana, y según esa versión, deben 
pasar un año sin lavarse. Yo no sé lo que habrá 
de cierto en esa esplicación, pero sí sé que hace 
dos años estos mismos bohemios andaban en 
Buenos Aires tan sucios como ahora, y sé más to- 
davía, y es que Zola los vio en los alrededores de 
París igualmente sucios. Admitiendo, pues, que 
sus ritos les impongan el no asearse en señal de 
duelo, debe también admitirse que estos bohe- 
mios viven en perpetuo duelo. 

Emilio Zola, el gran pintor de la realidad, tra- 
za el siguiente cuadro de una caravana de bohe- 
mios, que es sin duda la misma que hoy nos visi- 
ta, pues coinciden las fechas de su estadía en 
París con la de la época en que el genealogista de 
los Rougon-Macquart escribió sus impresiones. 

« Dentro de la empalizada que rodea la tolde- 
ría reina un hedor insoportable de suciedad y de 
miseria. El piso está ya fangoso, lleno de basu- 
ras, purulento. Sobre las estacas del cerco se 
ventilan las ropas de las camas, jergones, fraza- 
das desteñidas, colchones cuadrados, en cada 
uno de los cuales duermen dos familias enteras: 
todos los harapos de un hospital de leprosos se- 
cándose al sol. Dentro de las tiendas, levantadas 
á la moda árabe, muy altas y que se abren como 
el cortinado de una cama, se ven apiñados pinga- 
jos de todo género, monturas, correages, una 
mezcolanza indescriptible de objetos que no tie- 
nen color ni forma, y que yacen bajo una espesa 
capa de grasa de tono subido. 

» Al fondo del campamento está la cocina, en 
una tienda más pequeña que las otras. Hay allí 



164 SANSÓN CARRASCO 

algunas ollas de hierro y trébedes. Hasta me ha 
parecido reconocer un plato. 

» Los hombres son altos, fuertes, con los ca- 
bellos muy largos y rizados, de un negro lus- 
troso y grasicnto. Andan vestidos, con todos los 
desechos de ropas viejas que encuentran en el 
camino. Uno de ellos se paseaba envuelto en una 
cortina de cretona de ramazones amarillas. Otro 
tenía una chaquetilla que debía provenir de un 
frac negro al cual le habían arrancado los faldo- 
nes. Se cubren la cabeza con copas de sombreros 
viejos desprovistos de las alas. 

» Las mujeres son también bastante altas y 
fuertes. Las viejas, secas, horrorosas con sus 
carnes arrugadas y sus cabellos sueltos, parecen 
brujas cocidas en el fiícgo del infierno. Entre las 
jóvenes hay algunas muy hermosas bajo su capa 
de grasa; la piel cobriza, con sus grandes ojos 
negros de una ternura delicada. Llevan el cabello 
peinado en dos grandes trenzas atadas detrás de 
las orejas y comprimidas de trecho en trecho con 
pedacitos de cinta roja. Con sus polleras de co- 
lor, los hombros cubiertos con un chai anudado 
en la cintura y con un pañuelo apretado en la 
frente, tienen el aire de reinas bárbaras caldas en 
la miseria. 

» Y los chicuelos, toda una bandada de chicue- 
los, hormiguean por allí. Vi á uno en camisa, con 
un chaleco de hombre, inmenso, que le llegaba á 
las pantorrillas; otro, mucho más chiquito, de 
dos años á lo más, se paseaba desnudo, completa- 
mente desnudo, con aire muy grave, entre las 
carcajadas de las muchachas curiosas del barrio. 



UNA CARAVANA DE BOHEMIOS 165 

Y estaba tan sucio el chiquitin, tan manchado de 
verde y rojo, que cualquiera le hubiera tomado 
por un bronce florentino, una de esas encanta- 
doras figuritas del Renacimiento. 

» Toda la caravana permanece impasible ante la 
ruidosa curiosidad de la muchedumbre. Algunos 
hombres y mujeres duermen bajo sus tiendas. 
Una madre amamanta á su chicuelo, tan amari- 
llo de los pies á la cabeza que parece hecho de co- 
bre. Otras mujeres, sentadas en cuclillas, obser- 
van con toda serenidad á las señoras elegantes 
que arrastran sus vestidos entre aquella inmun- 
dicia. 

» Una hermosa muchacha de unos veinte años 
se pasea por en medio de los curiosos y se acer- 
ca alas señoras bien vestidas ofreciendo decirles 
la buena-ventura. Yo la vi hacer su tarea. Tomó 
la mano de una señora joven y la retuvo entre las 
suyas, haciéndole tantos cariños que se le entregó 
por entero. Entonces le dio á entender que era 
necesario que le pusiese una moneda en la mano, 
pero no quiso aceptar una moneda de cobre, sino 
otra de mayor valor, y llegó á hablar hasta de 
una de cinco francos. Solo le dieron dos de á un 
franco, y en seguida, al cabo de pocos minutos, y 
después de haber vaticinado una larga vida y 
muchas felicidades, tomó las dos monedas, hizo 
con ellas una cruz en el borde del sombrero de la 
joven, y diciendo Amen, las hizo desaparecer en 
el bolsillo, un bolsillo enorme, en cuyo fondo vi 
puñados de monedas de plata. 

» En cambio de ese dinero, le dio un talismán. 
Rompió con los dientes un pedacito de una mate- 



1 66 SANSÓN CARRASCO 

ria rojiza, parecida á cascara de naranja seca, 
anudó ese pedacito en una de las puntas del pa- 
ñuelo de la señora á quien había dicho la buena- 
ventura, y le recomendó que agregase al talismán 
un poco de pan, sal y azúcar. Aquello debia con- 
trarestar todas las enfermedades y conjurar el 
espíritu malo. 

» ¡Y con qué gravedad desempeñaba su oficio ! 
Si alguno le vuelve á tomar una de las monedas 
que se le han dado para el sortilejio,ella jura que 
todos sus pronósticos de felicidad se trocarán en 
males espantosos. Esto es simple, pero el gesto 
y el acento son excelentes . » 

Lo que Zola vio en los alrededores de París, es 
lo mismo que he visto yo aquí en los alrededores 
de Montevideo. La misma inmundicia, la misma 
curiosidad por parte del pueblo, y la misma habi- 
lidad por parte de los bohemios para hacerse pa- 
gar la novedad que despiertan. 

Llegaron el jueves por la mañana en sus siete 
carros, arrastrados á gran galope por sus caballos 
enjaezados á la moda húngara, y apenas armaron 
sus tiendas, salieron ya los hombres á ejercer su 
industria, que consiste en fabricar y remendar 
tachos, cacerolas y calderas. Trabajan el cobre en 
frío, sin más herramientas que un martillo, así es 
que sus artefactos son de sólida consistencia. 
Tachos y cacerolas son de una sola pieza, traba- 
jados á martillo con una proligidad admirable. 

El jefe de la banda es un anciano, de rostro co- 
brizo y barba gris. El pelo lo conserva negro, de- 
bido sin duda á la grasa que le gotea por cada 
una de ías guedejas, lustrándole toda la ropa. 



UNA CARAVANA DE BOHEMIOS 167 



Los jóvenes son airosos y esbeltos, pero no por 
eso menos grasicntos. Estoy seguro que aquellas 
ropas, beneficiadas en una graseria, darían un 
buen producto. Ó aquellos hombres sudan grasa, 
ó cada día se echan una vegiga en la cabeza. 

Entré en una tienda donde no había más que 
una vieja, lustrosa como sus compañeros, vestida 
con una saya de zaraza negra, cruzado el pecho 
con un pañuelo abigarrado, y los pies calzados 
con gruesas botas llenas de remiendos. La vieja 
era muy risueña y parlanchína. Se expresaba en 
un italiano chapurreado, y á cada momento me 
advertía que tuviera cuidado con el perro, al cual 
hablaba en un dialecto endemoniado, lleno de jo- 
tas y de kas, no obstante lo cual, el perro la enten- 
día perfectamente, según se echaba de ver por la 
sumisión con que la obedecía. 

En el centro de la tienda ardía un montón de 
carbón de leña que irradiaba un calor intenso^ 
y la vieja se complacía en sentarse junto al fuego, 
sobre una bolsa de maíz. Como agasajo, no ámi 
persona, sino á la moneda de dos reales que á 
guisa de tarjeta de presentación le entregué á la 
entrada, me hizo sentar sobre un tacho de cobre 
de fondo muy pulido, único asiento que se veía 
en aquella morada. Uno de los costados de la 
tienda lo cierra un carro pequeño, de mimbre, 
que sirve al mismo tiempo de cama. Cada carpa 
tiene un carro igual y en ellos se ven los colcho- 
nes, éticos y desteñidos, como esprimidos por el 
peso de las cinco ó seis personas que duermen 
sobre ellos. 

Después de una breve conversación^ en que la 



l68 SANSÓN CARRASCO 

bohemia me contó algunos detalles de la peregri- 
nación de la caravana, salí de aquella tienda y 
me acerqué á otra que estaba completamente 
cerrada y en cuyo mterior se oía gran alboroto de 
chiquillos. 

Un gran grupo de curiosos rodeaba la tienda, 
cuya entrada defendía un muchachón de unos 
doce años, armado de un garrote. El guardia no 
dejaba ver más que su cara sucia y su mano ar- 
mada por entre una abertura de la lona. Desean- 
do entrar en aquella barraca, mostré al muchacho 
una moneda de á real, y sin más formalidad de 
presentación entreabrió la cortina y me dio en- 
trada. Doce muchachos se me abalanzaron ha- 
ciéndome fiestas, y para defenderme del ataque, 
no tuve más remedio que apelar al arma supre- 
ma, algunas monedas, que distribuí entre todos 
ellos para zaifarme de su grasicnto contacto, 
¿aquellos chicuelos estaban casi todos desnudos, 
y el que más abrigo llevaba, vestía apenas una 
camisa raida de zaraza. Probablemente les de- 
fendía del frío la capa de mugre que les cubre de 
la cabeza á los pies. 

En el centro ardía la hoguera de carbón, que 
calentaba la tienda, y en un extremo, una mujer 
joven, de veinticinco años á lo sumo, daba de 
mamar á una criaturita amarilla y flaca. . . pero 
irrepochablemente sucia. Parece que esos dia- 
blos maman la inmundicia. 

La mujer era muy hermosa, de facciones deli- 
cadas, las mejillas rosadas y los ojos muy negros 
y lucientes, pero declaro que se necesita un gran 
poder de observación para apreciar esos detalles. 



UNA CARAVANA DE BOHEMIOS 169 

El rasgo prominente, el que salta á la vista y pe- 
netra por la nariz, es la suciedad. La camisa que 
tenía sobre el cuerpo, de un color indefinible, 
podía freirse en una sartén sin necesidad de echar 
aceite ni grasa. 

Con voz muy suave y melancólica me dijo que 
seis de aquellos chicuelos eran suyos, y me ofre- 
ció decirme la buena-ventura. 

Yo, que no deseaba otra cosa, acepté al mo- 
mento el ofrecimiento, y ella, haciéndome sentar 
sobre una bolsa, me tomó la mano por la punta 
de los dedos,y me examinó detenidamente las ra- 
yas de la palma. Al mismo tiempo que hacia el 
examen, rezongaba entre dientes no sé que jeri- 
gonza en que mezclaba á cada paso á Nuestro Se- 
ñor Jesucristo y á la Virgen María. El idioma era 
endemoniado; mucha k, mucha jota, y repetía 
con frecuencia la palabra Kaimelia, y hasta. Dios 
me perdone, creo que también dijo una vez algo * 
de Kapianga, cosa rara, porque entiendo que la 
joven bohemia no conoce todavía al joven briga- 
dier. Ello es que después de mucho examinarme 
la mano y de murmurar sus oraciones, me dijo 
que yo era de buena familia y que en breve me 
vería obligado á hacer un viaje. 

No creo en los pronósticos de las bohemias, 
pero confieso que cuando me hizo la profecía 
de un próximo viaje, no sé por qué se me vino 
á la memoria el artículo de la ley de imprenta que 
castiga los deslices de pluma con la pena de des- 
tierro. La sombra del fiscal del crimen se me apa- 
reció en medio de toda la porquería que me ro- 
deaba. 



I 70 SANSÓN CARRASCO 

Repuesto de mi lijcro sobresalto, seguí oyendo 
á la pitonisa. En el viaje que debía de hacer, me 
iría bien en parte y en parte mal, debido este úl- 
timo á un espíritu maligno que era necesario 
conjurar.— «¿Quiere usted que se lo conjure?» me 
preguntó la bohemia. — « j En el acto ! » le contesté 
yo; y ella sacó entonces del bolsillo un ovillo de hi- 
lo, y empezó á envolver la hebra en torno del dedo 
índice de mi mano y del de la suya. Cuando hubo 
dado unas doce vueltas, rezongando al mismo 
tiempo sus endemoniados rezos, cortó la hebra 
con los dientes, y me pidió una moneda de oro 
para completar el conjuro, porque, según ella, 
aquello era esencial para poner en derrota al es- 
píritu maligno que había de perseguirme. 

—No tengo moneda de oro, le dije; si quiere, 
pondré un real en plata. 

— Ah, no: no basta; me dijo la bohemia con su 
vocecita lánguida. Se precisa una moneda de peso. 

—Si es por peso, le observé, aquí tiene usted 
dos vintenes que pesan más que dos libras ester- 
linas. 

— Ah, no; volvió á decirme la gitana. Se precisa 
una moneda de metal fino. Y como para inspirar- 
me confianza, agregó:— no es para mí; es para 
combatir al espíritu. 

Yo me aferré en mi negativa, alegando que no 
tenía moneda, y entonces quedó aplazado el con- 
juro hasta una nueva entrevista, en la que, previa 
la formalidad de la moneda, quedaría yo libre de 
toda persecución del maligno espíritu. 

Toda esta escena la presenciaban los mucha- 
chos, andrajosos y sucios, formados en semicír- 



UNA CARAVANA DE BOHEMIOS I7I 

culo en torno mío, mirando todas las ceremonias 
con gran atención como para iniciarse en el arte 
de decir la buena ventura, y hasta el chiquitín 
mamón seguía chupando, prendido del pecho de 
la madre como un perrito, con sus dos maneci- 
tas de dedos largos y puntiagudos. 

Prometiendo volver con la moneda me despedí 
de la adivina y de su prole, y salí de allí casi as- 
fixiado por el hedor de la mugre y el tufo del car- 
bón. Deseando recojer más prolijos datos sobre 
el origen de la caravana y su organización, ritos 
y costumbres, me dirijí á un anciano, que grave- 
mente sentado en un poyo golpeaba un cacharro, 
observando con atención su obra por medio dq 
unos espejuelos ahorcajados en el filo de su nariz 
prominente. 

El viejo no quiso decirme nada. Según él, le 
estaba prohibido dar informes, pero me dijo que 
me los daría amplísimos el jefe de la banda á 
quien encontraría al día siguiente. Objetándole 
yo que una de las mujeres me había dado algu- 
nos informes sobre la procedencia de la caravana 
y sus costumbres, me replicó el viejo, con mucha 
gravedad : 

—¡Oh, las mujeres! ¡las mujeres! tienen el ves- 
tido largo y el entendimiento corto. 

Por donde se verá que los señores bohemios 
tienen una filosofía muy poco favorable al bello 
sexo. 

No recuerdo cómo, en medio de la conversa- 
ción, hablé de gitanos. Un muchachón de unos 
quince años me interrumpió diciéndome en fran- 
cés que ellos no eran gitanos; que los gitanos eran 



172 SANSÓN CARRASCO 

ladrones de gallinas y de caballos, y ellos eran 
trabajadores que se ganaban la vida honrada- 
mente. Hechas las paces, mediante algunas expli- 
caciones satisfactorias, dije al muchacho que me 
extrañaba oirle hablar en francés, á lo que me 
contestó que él hablaba seis idiomas: inglés, fran- 
cés, italiano, alemán, portugués y húngaro, 
agregando que su padre, jefe de la tribu, hablaba 
veinte idiomas distintos. 

Estos bohemios se dan muy buena vida. Co- 
men carne en abundancia, beben buenos vinos, 
y son muy golosos por las conservas. Todos ellos 
son cristianos católicos, y en cumplimiento de 
sus deberes religiosos, deben ir hoy á misa vesti- 
*dos con sus trajes de gala. Pero entiéndase bien 
que la gala no llega hasta lavarse : ¡ eso no ! Para 
ellos el jabón es como la carne de cerdo para los 
judíos. 

Ahí están hormigueando en medio de la in- 
mundicia, las mujeres -encerradas dentro de sus 
tiendas; acurrucadas junto al fuego, amamantan- 
do á sus hijos con la grasa que destilan; y los 
hombres martillando sus tachos y cacharros, cui 
dando de sus caballos con el mismo esmero con 
que cuidan de que no se les caiga la mugre que 
cubre sus carnes y los pingajos con que se abri- 
gan. 

¡Pobres gentes! ellos viven bien asi, y pues ese 
es su gusto, sigan viviendo dentro de su mugre 
honrada mientras otros viven entre el aseo de la 
perversión y del robo. 

Junio 34 de 1883. . 




AQUILES LAMBERTINI 



ACTOR CÓMICO DE CINCO AÑOS DE EDAD 




I L artista nace , como nace la flor llevan- 
do en la simiente el germen de su per- 
fume, como el ruiseñor nace atesorando 
I ya en su garganta los trinos y gorgeos 
que hacen de él el rey de los cantores. Es inútil 
pretender torcer las inclinaciones á que fatalmen- 
te arrastrad organismo; podrá la educación mo- 
dificarlas en este ó en aquel sentido, pero nunca 
tendrán esa expontaneidad con que se manifies- 
tan cuando son hijas de la vocación . 

Por eso sucede frecuentemente ver que los 
grandes talentos que descuellan en las ciencias y 
en las artes, salen de las esferas sociales en que los 
padres poco se preocupan de la educación de sus 
hijos, manifestándose en estos expontáneamente 
la vocación con que- nacieron, vocaciones que la 



174 SANSÓN CARRASCO 

ignorancia atribuyó en un tiempo á dones celes- 
tiales, pero que la ciencia moderna ha demostra- 
do que responden á la preponderancia de tales ó 
cuales órganos que influyen directamente sobre 
las funciones del cerebro. 

De ahí que el destino que ha de darse á los ni- 
ños debe ser objeto de una profunda observación 
para estudiar así sus tendencias y conocer las 
manifestaciones de su carácter. Si ese criterio 
presidiera siempre en la educación de la niñez, 
no se verían tantas medianías en las artes y en 
las ciencias, fruto no siempre de la escasez de 
facultades, sino de la errada dirección que se les 
imprimió. 

Aquiles Lambertini nació artista, realizándose 
en él la ley de la herencia, pues artista es su pa- 
dre, y distinguida actriz es la madre que le dio el 
ser. Desde que abrió los ojos vivió en un medio 
artístico, y esta circunstancia, unida á sus facul- 
tades naturales, desarrolló en el niño su vocación 
cómica, realzada por un talento precoz y expon- 
táneo, que no ha sido necesario esforzar para lle- 
gar á realizar el prodigio de ver á un artista de 
cinco años que interpreta maravillosamente to- 
das las situaciones, no solo con la palabra, sino 
con el gesto, con la acción, con la elocuencia vi- 
vaz de su mirada, con toda la intención y trave- 
sura, en fin, con que podría hacerlo un consu- 
mado artista . 

Aquiles es en el escenario el mismo que en el 
trato familiar, y aún puede decirse que es más de 
admirarse en la intimidad, pues sus ocurrencias 
y sus salidas del momento son más elocuente 



aquí LES LAMBERTINI 1 75 



prueba de su talento que la interpretación de los 
papeles que se le confían. 

Viviendo siempre entre bastidores, pues no 
solo sus padres son artistas, sino también sus 
hermanitos Luisa y Luis, mostró desde sus dos 
años una afición marcada por el teatro, y llori- 
queaba cuando su padre, aleccionado ya en las 
contrariedades que rodean al artista, contrariaba 
su vocación para alejarle de una carrera en que 
todas las glorias están amargadas -por los sin- 
sabores que la malevolencia y la envidia prodi- 
gan al verdadero talento. Pero la madre, más co- 
nocedora de las dotes prodigiosas del niño, lejos 
de contrariar sus tendencias, las alentó, dándole 
lecciones y haciéndole aprender papeles fáciles, 
deque en breve se posesionó Aquiles y se consi- 
deró capaz de desempeñarlos. 

Apareció por primera vez Aquiles en el escena- 
rio en el teatro deChietti, ciudad de los Abruzzos. 
Desempeñaba en esa noche una parte secundaria 
en una piececita titulada // Cuoco, y con tal ver- 
dad hizo su papel, que el público le aplaudió fre- 
néticamente. No tenía entonces tres años de edad. 
El éxito favorable de su estreno animó á los pa- 
dres á cultivar aquel talento maravilloso, y á poco 
andar, Aquiles era el niño mimado del público 
•^ donde quiera que se presentaba. Él vino á llenar 
en la Compañía un vacío que se notaba, pues el 
carácter serio y reflexivo de Luís no se prestaba 
al desempeño de los papeles cómicos. Aquiles, 
por el contrario, era un verdadero cómico. Pare- 
ce que ha nacido con la sátira en los labios, y 
hasta su figura le acompaña para hacer más ex- 



176 SANSÓN CARRASCO 

presivo SU carácter. Es bajo y gordo, de cara re- 
donda, mofletes salientes, y el vientre algo 
abultado. Su mirada es traviesa, algo entor- 
nada de ordinario, pero en ciertos momentos 
relampaguea con brillo, dando á su fisonomía 
una gran animación. 

Sus triunfos escénicos no le tienen ensoberbe- 
cido. Es un muchacho retozón, alegre, incansa- 
ble para jugar, sin que en nada manifieste ese de- 
seo general en los niños de aparecer como hom- 
bres. Es muy cumplido en su trato, tanto como 
pudiera serlo un caballero. Cuando me lo pre- 
sentaron, me saludó con mucha cortesía, y ten- 
diéndome la mano me dijo con mucha seriedad: 
9M0U0 piacere di fare la sua conoscenza,y> 

Cómo le manifestase deseo de conocer algunos 
de sus rasgos biográficos para dedicarle un artí- 
culo, se escusó diciéndome: « // signare é troppo 
gen¿ile,y> Pero insistiendo yo, me contó que había 
nacido en Palermo el 5 de Junio de 1878, que su 
mamá era Triestina, y su hermanita menor, Dora, 
Veneciana. Aquiles tiene locura con Dora, que es 
una criatura preciosa, muy parecida á él, y que, 
teniendo apenas dos años, manifiesta ya condi- 
ciones sobresalientes para heredar á Luisa, aun 
cuando su carácter se armoniza más con el de 
Aquiles, pues, chicuela como es, tiene salidas gra- 
ciosísimas. Todo su afán es el de salir á recitar 
con Aquiles, « con il mió Achille^rt como dice ella, 
colgándose del cuello de su hermanito y besán- 
dole con delirio, caricias que Aquiles le devuelve 
con iguales demostraciones y llamándola: «/a cara 
tnia Doruccia.i> 



AQUILES LAMBERTINI 1 77 

Aquiles ti.ne ya un repertorio de más de veinte 
piezas de distintos jéneros, y aunque en todos 
ellos se desempeña perfectamente, descuella, sin 
embargo, en el cómico, cuya interpretación ejecu- 
ta con un talento y una naturalidad admirables. 
No sabe leer ni escribir, así es que sus padres tie- 
nen que enseñarle de memoria sus papeles. 

Pero lo que no tolera Aquiles es que le enseñen 
las actitudes y los ademanes. Á veces, en los ensa- 
yos, el padre le hace algunas advertendas sobre 
como debe interpretar tal ó cual situación, pero 
entonces el diminuto artista protesta diciendo: 
«iLasciamifare papá; io lo faro meglio di ie,y^ Y esto 
lo dice en serio, como posesionado de su valer, y 
hasta indignado de que se dude de su inspira- 
ción. 

Una noche, en que había representado de mala 
gana, el padre le amonestó delante de. algunas 
personas extrañas, y fué tal el sentimiento que le 
causaron las palabras del padre, que Aquiles rom- 
pió á llorar, exclamando : ^Maledetto ü momento in 
cui mi misi a /are il caraUerisla!* . 

Es muy sensible Aquiles. El más leve reproche 
le enternece, y entonces llora desconsoladamente, 
pues, aunque niño, comprende perfectamente 
que él no debe incurrir en las indiscreciones natu- 
rales de los de su edad. Piensa y habla como un 
hombre y se expresa con toda corrección.— No 
tiene esas salidas inoportunas de los niños, ni 
dice majaderías, ni se aprovecha de la admira- 
ción que despierta para hacer impertinencias ni 
pedir lo que se le antoja. 

Una de las aspiraciones más ardientes de Aqui- 



178 SANSÓN CARRASCO 

les era poseer un caballo, no un caballo de carne 
y hueso, sino uno de madera como los que él ha- 
bía visto á otros niños. El distinguido autor Ca- 
stiglionne, que viaja con él y le estudia para com- 
poner obras que se adapten á sus facultades, 
escribió una preciosa comedia titulada La prima 
gioia, en que Aquiles tiene el papel de protagonista 
figurando un niño pobre que va á casa de unos 
nobles y queda allí extasiado ante los juguetes 
que los hijos de aquellos poseen. Lo que más le 
llama la atención entre todo es un caballo, y en 
un rapto de entusiasmo exclama: aAvere un cava-- 
lio, epoi moriré nelle sue braccia!r> 

La primera vez que Aquiles á\)o esa frase en el 
teatro, la expresó con tal verdad, con tanto entu- 
siasmo, y tan poseído del deseo de tener un caba- 
llo, que al' día siguiente, un Duque que había 
asistido al teatro, le mandó un precioso caballo 
que Aquiles conserva todavía, aunque ya un poco 
sporco, según me lo manifestó con gran senti- 
miento. 

Otra obra que este niño prodigio interpreta con 
raro talento es // Bugiardo. Retrata el tipo del 
muchacho mentiroso y mal criado con una ver- 
dad insuperable. — «¿Cuál es la capital de Italia?» 
le pregunta el abuelo, y el niño responde muy re- 
sueltamente. — « jGorgonsola!» — « No, interrumpe 
el abuelo, la capital de Italia es Roma.» —Y el Bu- 
giardo^ con una desfachatez admirable, con las 
manos cruzadas en la espalda y la postura inso- 
lente contesta : « E cosa ho detlo io! . . . » 

Una noche, en uno de los teatrosxie Italia, el 
digno público no aplaudió á Aquiles en un pasa- 



AQUILES LAMBERTINI 1 79 

ge en que generalmente se le aplaudía con entu- 
siasmo y en vista de esa descortesía, quiso á to- 
do trance ir á buscar al comisario de policía para 
que arrestase á todos los concurrentes, que se- 
gún él eran « una massa di asini che non capivano 
nulla.9 

Arranques de estos ha tenido muchos, y á ca- 
da paso tiene ocurrencias oportunísimas, que 
harían dudar de que son expontáneas si no fuera 
por la oportunidad con que las manifiesta y por la 
marcada intención que les da. 

Antes de llegar al Rio de la Plata, ya le cono- 
cían las principales ciudades de Italia, y la crítica 
le había dedicado entusiastas artículos, entre 
ellos uno del reputado escritor Philippi, que es 
el más severo de los críticos del arte en Italia. 
Aquiles Lambertini, á sus cinco años, ha dado 
tema para que se escriba sobre él mucho más que 
lo que se ha escrito sobre otros artistas de mérito. 

Preguntábale yo días pasados:— «¿Qué te parece 
Gemma Cuniberti?» Y Aquiles, sin apearse de un 
caballo velocípedo que se esforzaba en hacer an- 
dar, me contestó: — «3/í pare che le vanno bene le 
tnedaglie che poría.» Un hombre de talento no ha- 
bría emitido un juicio más completo en tan bre- 
ves palabras. Indudablemente Aquiles debe te- 
ner alguna rivalidad con la Gemma, sino por él, 
cuando menos por su hermanitá^Luisa, que cul- 
tiva el mismo género, pero, apesar de eso, tuvo la 
suficiente discreción para no demostrar ni esa ri- 
validad natural, limitándose á hacer su elogio sin 
incurrir en^Baa exageración que parecería afec- 
tada. ^ 



1 8o SANSÓN CARRASCO 

En // Ducchino se reveló Aquiles bajo otra faz 
que la que hasta entonces se le conocía. Supo 
mantener su papel con dignidad, como corres- 
pondía á su gerarquía, y ni por un momento se 
dejó ver tras del aristocrático hijo de la duquesa 
de Ferrara, al terrible bugiardo. Pero, donde ha 
estado inimitable, ha sido en el Signorino Posa 
Piano, el gran ocioso, el prototipo del egoísta que 
por nada ni por nadie daría un paso con tal de no 
fatigarse. Estuvo sublime cuando para viajar sin 
molestia se encerró dentro de su propia maleta. 
¡Con qué gravedad cómica se despidió del mundo 
de los vivos, pidiendo al público que rogase por 
el alma del Signorino Posa Piano! 

Y después, cuando por vengarse de las moles- 
tias que le causa su maestro, se presta á reempla- 
zar á la joven á quien aquel quería seducir ¡con 
qué gracia hizo la farsa de defender su virtud! . . . 
¡con qué travesura rechazaba los ataques del se- 
ductor! ¡con cuánta picardía disfrazaba su voce- 
cita dándole el tono lánguido y suplicante de la 
mujer que resiste sin voluntad! . . . 

Eso no se enseña, ni puede enseñarse. Se nece- 
sita tener todo el talento de Aquiles para inter- 
pretar con tanta habilidad una escena que él ha 
tenido que adivinar, desde que su edad no le per- 
mite andar todavía envuelto en las estrepitosas 
aventuras que con tanto afán buscaba el señor 
Strepitoso. 

Larga sería la tarea si me pusiese á detallar to- 
dos los papeles en que descuella Aquiles Lamber- 
tini, y la manera con que los interpreta. Esto es al- 
go que no puede escribirse. — Hay que verle, hay 



AQUILES LAMBERTINI l8l 

que estudiarle, hay que observar todos y cada 
uno de sus movimientos, sorprender sus mira- 
das, oir la entonación que da á cada frase, para 
apreciar el prodigioso talento de ese niño-hom- 
bre, que llora y juega como los niños, y piensa y 
discurre como los hombres. 

¿Adonde llegará con los estudios y con los 
años? Ardua es la respuesta, porque las alturas á 
que puede remontarse el genio son incomensu- 
rables. Aquiles nació artista, y su talento reco- 
rrerá la vasta esfera del arte en todas sus zonas, 
dando con su nombre una nueva hoja de laurel á 
la corona de gloria que ciñe la frente de la Italia ar- 
tística, cuna del genio en todas sus manifestacio- 
nes: de Dante y de Petrarca en la poesía; de Ra- 
fael y del Ticiano en la pintura; de Miguel Ángel 
y Canova en la escultura; de Rossini y Donízzetti 
en la música; de Módena, de Salvini y de Rossi en 
el arte en que está llamado á descollar, como uno 
de sus más brillantes intérpretes, el prodigioso 
niño Aquiles Lambertini. 



Junio 9 de 1883. 



^^■^ 






EL PATIO DE -EL NACIONAL- 




E dónde salen, dónde viven, dónde co- 
men, dónde duermen esos centenares de 
muchachos de todos tipos y de todas 
¡ edades, que desde las primeras horas de 
la mañana acampan en el patio de esta imprenta, 
y lo convierten en teatro de sus truhanerías, de . 
sus burlas, de sus juegos y de sus riñas ? 

Ellos mismos, tal vez, no lo saben. Duermen 
donde la noche les toma, después de sus mercan- 
tiles correrías para vender el diario: comen lo que 
la casualidad les depara, si no tienen con qué 
comprar un pan y alguna golosina; visten las ro- 
pas más remendadas y se cubren con los más es- 
trafalarios sombreros, cuya prístina forma y co- 
lor han deshecho y borrado el sol, el polvo y la 
lluvia de dos veranos y de dos inviernos, cuando 
no el volar de mano en mano á guisa de pelota, 



184 SANSÓN CARRASCO 

con gran contento del dueño, que, lejos de enfa- 
darse, toma parte en la jarana y ayuda á zaran- 
dear su manoseada prenda, que al cabo de vol- 
tear por los aires como el manteado escudero de 
la venta, va á caer sobre la cabeza á cuyo servicio 
está, ajada, marchita, fatigada y con una arruga 
más, que precipita su ya avanzada vejez. 

Es de verlos á todos ellos, reunidos en torno del 
que tuvo la dicha de ir al Cixco anoche, oyendo 
boquiabiertos y con cara de envidia la enumera- 
ción de las gracias del payaso, la narración de los 
ejercicios del doble trapecio, de los equilibrios de 
la cuerda floja, de los desgoznamientos del hom- 
bre de goma que toma con los labios la moneda 
colocada entre sus pies, haciéndose un arco, de 
los saltos mortales, de los aros forrados de papel 
que la amazona hiende lanzando el caballo á gran 
carrera, y de todas las suertes, en fin, que consti- 
tuyen el progrfuna de un espectáculo acrobático. 

Pero donde el interés del auditorio aumgnta y 
la mímica del narrador redobla, es cuando llega 
á la descripción de la lucha descomunal de los 
atletas RafFetto y Bartoletti, los héroes del dia, 
que andan en boca de los viejos, cuyo nombre re- 
piten los niños, envidiados por los changadores, 
adorados en silencio por todas las fornidas mari- 
tornes que se deleitan en la contemplación de su 
recia musculatura, admirados por los carreros y 
carniceros, y aplaudidos por los incautos concu- 
rrentes que toman por lo serio esos retos lanzados 
á manera de anzuelo en la corriente de la pública 
credulidad, para pescar á los que no acierten á 
ver el garfio oculto tras del cebo. 



EL PATIO DE «EL NACIONAL» 185 

Allí es el disputar y el argumentar sobre cual 
de los dos tiene más habilidad, más maña, dicen 
ellos, ó más fuerza. Divídese el auditorio en dos 
campos. — Capuletos y Mónteseos defienden á 
capa y espada á sus respectivos campeones. Los 
RaíTetistas acusan á Bartoletti de usar de artima- 
ñas y de ardides para evitar la caida, pero los con- 
trarios acumulan á su vez á RalBFetto el valerse de 
zancadillas y el untarse con aceite el cuerpo para 
que su adversario no pueda tomarle con fijeza. 

Y la discusión aumenta, y el entusiasmo crece, 
y de la defensa del atleta se pasa al denuesto con- 
tra el defensor; la voz degenera en grito, el ade- 
mán se hace amenazador, los ojos chispean de 
cólera, y al fin la disputa se resuelve en una lucha 
librada entre los dos jefes de cada pandilla, como 
hacían los caballeros antiguos para decidir la 
suerte de una batalla. 

Generalmente la contienda no llega á su térmi- 
no, por la estemporánea é inoportuna interven- 
ción de un vigilante, que sin respetos ni mira- 
mientos por Horacios ni Curiacios, arremete con 
todos ellos, los dispersa, y las más veces no con- 
sigue hacer presa de ninguno, pues se le escapan, 
se le filtran por entre las manos, haciéndose im- 
palpables é invisibles como esos fuegos fatuos 
que á lo lejos se ven vagar sobre las osamentas 
en el campo, y que desaparecen al acercarse á la 
causa que los engendra. 

El patio queda desierto; solo en un rincón se 
ve al viejo vendedor de roscas con grasa y masas 
de indefinida é indefinible confección, sentado 
junto á su mercancía, enarbolado el garrote para 



1 86 SANSÓN CARRASCO 

ahuyentar tentaciones, testigo mudo é impasible 
de aquellas disputas y riñas que en su derredor se 
originan, sin variar de postura más que para pro- 
teger con su cuerpo el canasto de sus mazapanes 
contra las peripecias inesperadas de la lucha. 

A los cinco minutos ya está reinstalado el cón- 
clave. Se ve á los dispersos aparecer uno á uno, 
asomando la cabeza por detrás de las puertas, 
surjiendo otros de debajo de un cajón, entrando 
los demás de la calle con paso desconfiado y táci- 
to, como esos roedores nocturnos que con reca- 
tado y avizor andar salen de los albañales y bro- 
tan de entre las grietas del empedrado en busca 
de los desperdicios y mendrugos que á la calle 
arrojan los vecinos. 

A la cabeza de todos ellos viene Andina, el cé- 
lebre Andina, jefe y capataz de todos los pilluelos, 
decano del honrado y socorrido gremio de ven- 
dedores de diarios y periódicos. A una voz de 
mando todos callan, y Andina les espeta un dis- 
curso ininteligible, pronunciado con medias pa- 
labras que no acierta á redondear con su lengua 
de trapo viejo. Y es tal el espíritu de disciplina 
de la pandilla, y tal el prestigio de su jefe, que 
basta que Andina se tire á muerto, para que to- 
dos en su torno caigan al suelo y no se levanten 
hasta que aquel lo haga. 

A su lado está el Pebete, pilluelo criollo de edad 
indescifrable, chicuelo y travieso como una lau- 
cha, vestido con un traje cuya primitiva tela ha 
desaparecido bajo los remiendos híbridos y hete- 
reogéneos que semejan un tablero con casillas de 
diferente color y tamaño; calzado con unos zapa- 



EL PATIO DE «EL NACIONAL» 187 

tos que por entre las muecas del cuero raido de- 
jan ver los dedos del pié armados de garras cor- 
vas, que no de uñas, y cubierto con un sombrero 
de forma imposible, desalado, terminado en pun- 
ta, y tornasolado con los colores que median 
entre el negro del rapé y el verde botella. 

Tras de él está el Conejo, de nombre y de cara, 
con los ojos vivos y redondos, los labios abulta- 
dos y salientes, gran tocador de polkas y milon- 
gas que ejecuta con una de esas flautas de lata 
cuyas notas corresponden á otros tantos agujeros 
cuadrados, dispuestos como mechinales de palo- 
mar, y que se gana la vida luciendo sus dotes 
musicales en peringundines y bailes de candil. 

A veces Conejo trae su flauta al patio, y enton- 
ces es de ver la atención con que le oyen los pre- 
sentes, y acompañan al flautista con sus pene- 
trantes y añnados silbidos, repitiendo la milonga 
mas en boga y cantando con acento de quién 
busca gresca: 

Soy del barrio de Palcrmo, 
De la calle Santa Fé, 
Mi nombre es : como gobierno ; 
Mi apellido : príendalé. 

Entre el auditorio está Pequeño, napolitano 
acriollado, adornado de todas las pillerías impor- 
tadas y de toda la travesura nativa, y más allá se 
ve al Zurdo j á Gamba síoria, á la Nena, á Ronqutto, 
á Alfeñique, al Piojito, á cien más, eternas repro- 
ducciones de los héroes de Hurtado de Mendoza, 
de Mateo Alemán, de Ladrón de Guevara, de Le- 
sage; colegas de los pelaires de Segovia, de los 



SANSÓN CARRASCO 



Agujeros del potro de Córdoba y de los mozos de 
la feria de Sevilla que mantearon al malaventu- 
rado Sancho; afines de Ginesillo de Pasamonte y 
de Gil Blas de Santillana; y llegando más á nues- 
tros días, hermanos del inolvidable Gavroche, cu- 
yas heizañas y pillastronadas copian y parodian 
instintivamente, sin haber nunca leido ni oido 
hablar de lo que esos sus ilustres antecesores hi- 
cieron para conquistar la imperecedera gloria de 
servir de carozo á los más sabrosos y sazonados 
firutos de nuestra habla castellana. 

Causa risa el ver la importancia y prosopopeya 
con que esos chicuelos se hacen servir por el ven- 
dedor de helados, cuya mercancía saborean en 
una copa con más vidrio que hueco, pagando el 
importe con todo el desprecio de quien tiene en 
menos el dinero ó fácilmente lo adquiere. Pero la 
gracia no está en tomarlo de un color, blanco ó 
rosado, sino mixto, de uno y otro, disciplinado, 
como dicen los franceses, mostrando de esa ma- 
nera que saben darse un corte, al decir de los que, 
sin un centavo, vengan su pobreza satirizando á 
los opulentos. 

¡Y con qué escrupulosidad juegan sus reales! 
No se trampean, no se alteran, ni pierden la gra- 
vedad, ya les sea adversa ó favorable la suerte. Si 
se presenta la dificultad de un empate dudoso, ó 
de un caso no previsto en sus códigos, se recurre 
al arbitrage de Andina, que falla sin apelación en 
favor de quién, á su parecer, tiene de su parte á 
la justicia. Si por casualidad Andina está ausen- 
te, entonces ya es otra cosa ; la dificultad se re- 
suelve generalmente con arreglo al mote del 



EL PATIO DE «EL NACIONAL» 1 89 

escudo chileno : ¡ por la razón ó la fuerza ! La úl- 
tima es la que dirime la cuestión. 

A todo esto está el viejo masitero atento, si- 
guiendo las peripecias del juego y haciendo vo- 
tos Íntimos á favor de sus habituales consumido- 
res, esperanzado en que la ganancia de estos ha 
de redundar en pro de la suya, dando despacho 
á aquellas desgraciadas masas, aburridas á fuer- 
za de viejas, moteadas por las moscas que logran 
evitar el continuo abanicar del vendedor, y em- 
pedernidas como un criminal recalcitrante. 

Hay momentos en que se hace insoportable 
para los que trabajamos aquí, puerta de por me- 
dio con ellos, el vocerío y la algazara que arman 
con cualquier motivo, y entonces son inútiles las 
amonestaciones y los discursos. Para aplacar 
aquella polvareda de descompasados gritos y de 
ruidosas carcajadas, hay que regarlos con dos ó 
tres jarros de agua, que siembran la dispersión 
en los apretados grupos y sirven de elocuente y 
húmeda advertencia para hacerles entender que 
molestan . 

A las tres empiezan á oirse los latidos del mo- 
tor y el voltear del volante de la máquina, y mo- 
mentos después, este monstruo del arte y de .la 
mecánica empieza á vomitar por arriba y por 
abajo, por derecha y por izquierda, las hojas de 
papel impreso que sirven durante una hora de 
alimento á la curiosidad pública, ávida siempre 
de novedades, como si estuviese en mano de los 
que escriben el hacerlas. Cada vuelta de la rueda 
marca ocho ejemplares que van á la circulación, 
y en menos de una hora salen á la calle más de 



igO SANSÓN CARRASCO 

cinco mil números, que á poco rato llegan á los 
más apartados barrios de la ciudad llevados y 
pregonados por los tertulianos del patio, que á 
paso de trote y con la voz anhelante, van gritando 
de calle en calle y de puerta en puerta, trepando 
á los tram-ways y deteniendo á los transeúntes: 
« i EL NACIONAL 1 ¡Última hora! ¡Nacional-Cionalh 

Los primeros 2.500 números que la máquina 
imprime pertenecen á un comprador por mayor, 
á Sarategui, quelos detalla entre sus marchan- 
tes y monopoliza las estaciones de las vías férreas, 
la Bolsa y otros puntos de reunión. Después vie- 
ne el despacho menudo; cien á un muchacho que 
los reparte con sus socios; cincuenta al otro, vein- 
te al de allá, diez al de acá, guardando todos su 
número de orden, y ayudando á doblar los de 
sus compañeros mientras les llega el turno. En el 
lenguaje técnico de los muchachos, el diario se 
vende y se compra como los comestibles. 

—Déme cinco pesos de Nacional. 

— ; Á mi quince pesos ! 

—Vendo diez pesos de Libertad doblada. 

A las cinco, el patio, aquel patio tan animado y 
bullicioso dos horas antes, está muerto y mudo, 
con sus losas desiguales y resquebrajadas que 
conservan las huellas indelebles del continuo sa- 
livar y de las cascaras de duraznos y bananas 
pisoteadas, que amenazan con un porrazo al in- 
cauto que por allí pasa distraído. 

¿Dónde están los alegres pobladores del patio 
de El Nacional? 

Por ahí van; por calles y por plazas, haya sol ó 
lluvia, granice de frío ó sofoque de calor, llevan- 



EL PATIO DE a EL NACIONAL » I9I 

do bajo el brazo su mercancía política, literaria, 
comercial y noticiera, que reparten y venden en 
bien de ellos, de sus madres que esperan la mo- 
desta ganancia del día para poner la olla al fuego, 
y de sus hermanitos, que con los diarios viejos 
que el hermano no pudo vender, ensayan el ofi- 
cio corriendo por los patios y corredores del con- 
ventillo que habitan, y gritando con sus vocecitas 
agudas y penetrantes, los pies descalzos y la ca- 
misita que apenas les cubre el vientre: ¡El Nacio- 
nal! ¡NacionalJ ¡CionalJ ¡Última hora! 



Marzo 14 de 1882. 




'\ 






SAN PEDRO 




O fué de los destituidos, el santo portero 
del cielo. San Pedro revista aún en la 
lista activa: es un santo de curso legal, 
no desmonetizado como San Juan, que 
ha quedado relegado á la categoría de Santo de 
pacotilla. 

No goza San Pedro de la popularidad de San 
Juan, pero aun asi es festejado con bastante entu- 
siasmo: con murgas y con cohetes; con pasteles y 
ramilletes ; con comilonas y cenas en que repre- 
sentan el papel de protagonista las aves de corral, 
desde el vanidoso pavo de moco rojo, hasta los 
suculentos pollos de pechuga mantecosa. 

San Pedro no tiene fogatas, como San Juan, pe- 
ro en cambio tiene bailes. Tampoco tiene el por- 
tero de los cielos la virtud del Bautista para dar 
novios á las niñas casaderas, pero combina los 



>3 



194 SANSÓN CARRASCO 

compadrazgos, y sabe Dios si á la sombra de ese 
sacramento no combina el viejo zorro más volun- 
tades que su rival. 

San Pedro ha gozado de una fama aristocrática 
en Montevideo, como que era en su honor que 
año tras año se celebraban los fastuosos bailes de 
Zumarán, á los que concurría lo más granado 
de nuestra sociedad. Ser invitado á los salones de 
don Pedro importaba, entonces, poco menos que 
calzar la espuela y recibir el espaldarazo para ser 
admitido como caballero armado en los torneos 
del buen tono. 

Los grandes salones de la espléndida casa de la 
calle Zabala no bastaban para contener la inmen- 
sa concurrencia que acudía á la invitación de 
don Pedro Saenz de Zumarán, antiguo vecino de 
Montevideo, vinculado á una numerosa y distin- 
guida familia, y relacionado con todo lo que tenía 
un nombre, una posición ó un título. Investido 
con un cargo honorífico por el Gobierno de Es- 
paña, era su casa el punto de reunión del Cuerpo 
Diplomático, de los oficiales de las estaciones na- 
vales surtas en el puerto, y de todos los viajeros 
distinguidos que llegaban á Montevideo. 

Con tales relaciones y con la justa fama que sus 
reuniones tenían, no hay para qué decir que, en 
las vísperas de San Pedro, no se hablaba de otra 
cosa sino del próximo baile. Todo Montevideo ele- 
gante estaba de preparativos, y hasta de Buenos 
Aires venían señoritas y caballeros con el único 
ñn de concurrir á la fiesta. 

La casa se prestaba admirablemente para dar 
al baile toda la suntuosidad que correspondía á 



SAN PEDRO 195 



los concurrentes que la frecuentaban. La entrada 
amplia, la escalera cómoda, dando acceso á una 
espaciosa galería de cristales, en cuyo extremo se 
abrían, á uno y otro lado, las puertas que condu- 
cían á los dos vastos salones, divididos por una 
pequeña salita, en la que se instalaba la orquesta. 

Todo era allí elegancia y compostura, debido á 
la discreta selección de los dueños de casa en lo 
tocante á las invitaciones. Los polluelos estaban 
absolutamente proscritos de aquellos bailes, y 
los jovencitos se pasaban los años mirándose al 
espejo para ver si les apuntaba el bozo que ha- 
bía de franquearles la entrada que anhelaban. 
Cuando les llegaba el día de ser invitados, ya se 
creían otros. Al día siguiente ya vestían sombre- 
ro de copa y se paseaban con cierta gravedad, 
plenamente convencidos de que habían pasado á 
la categoría de hombres formales, formalidad que 
acreditaban con la tarjeta de invitación, que á 
guisa de diploma ostentaban con orgullo. 

Tres generaciones de jóvenes de ambos sexos 
han pasado por los salones de don Pedro Zuma- 
rán. Cada año se notaba la falta de algunas pare- 
jas de los anteriores, pero llenaban el hueco otras 
nuevas, y así seguía renovándose la concurrencia 
siempre, ó reaparecían ya casadas las parejas que 
en el año precedente cuchicheaban con misterio, 
prolongando las temporadas^ no sin que la señora 
dueña de casa las apercibiese con esquisita ama- 
bilidad. 

En cambio de esas parejas que desaparecían de 
los bailes por la puerta del matrimonio, había 
otras, recalcitrantes, veteranas, que montaban la 



196 SANSÓN CARRASCO 

guardia año tras año, hasta que dejaban de figu- 
rar en las fuerzas activas de la danza y pasaban á 
revistaren la pasiva, atrincheradas en los sillones 
y sofaes que contorneaban el salón. 

Todavía hay bailarines y bailarinas de aquellas 
fiestas de San Pedro que están esperando su tur- 
no de salir de novios, siquiera sea en las cedulillas 
de San Juan; de esas que reparan las ruinas del 
tiempo con cosméticos, como se reparan con pun- 
tales los desperfectos de las casas. 

El cataclismo del 75 arrastró también á don Pe- 
dro Zumarán, como arrastró muchas otras fortu- 
nas, y á diferencia de otros, que por conservar su 
rango sacrifican á los demás, él se sometió á su 
situación y se retiró á más sencilla vida, acompa- 
ñándole á su retiro todas las simpatías y afeccio- 
nes que le rodeaban cuando vivía en la opulencia. 
Su sala es hoy tanto ó más concurrida que en 
aquellos tiempos. Pero los bailes se acabaron. Ya 
no queda de ellos más que el recuerdo de los bue- 
nos ratos pasados en aquellas soberbias fiestas á 
que concurría la sociedad distinguida de Monte- 
video. 

El año pasado resucitaron los bailes de San Pe- 
dro, pero no en casa del señor Zumarán, sino en 
la de don Pedro Piñeyrüa, uno de los principes 
de la fortuna hoy en día. La inauguración de sus 
bailes fué espléndida, y escogida la concurrencia 
que á ellos asistió. Fué una fiesta que hizo época, 
como la hubiera hecho la de este año, si una des- 
gracia de familia no hubiese venido á sembrar de 
duelo el hogar en que todo sería hoy animación y 
regocijo. El tiempo, ese gran médico del dolor, 



SAN PEDRO 197 



se encargará de devolver á ese hogar la alegría; y 
los bailes de Piñeyrüa volverán á ser para Monte- 
video lo que fueron los de Zumarán, fiestas clási- 
cas en las que todos tenían á distinción el ser in- 
vitados, y á las que se hacían un deber en concu- 
rrir, como contribuyendo á reflejar en un solo 
grupo todo lo que nuestra sociedad tiene de cul- 
to y distinguido. 

San Pedro seguirá, pues, siendo un santo aris- 
tocrático, y gozando de todas sus prerogativas y 
fueros, mientras el benemérito y popular San 
Juan queda relegado á la categoría de los santos 
de menor cuantía, en cuyo honor no repica la 
iglesia ni enciende sus cirios, pero el pueblo se- 
guirá festejándole con cohetes y fogatas, y mur- 
gas y serenatas, y pasteles y ramilletes, y opípa- 
ras comidas y cenas suculentas, mientras galanes 
y doncellas cifran en él su destino matrimonial , 
misteriosamente envuelto dentro de las cedu- 
Ullas. 

Á los frutos de esos enlaces sanjuanescos, San 
Pedro se encarga de darles padrinos, pasatiempo 
propio de santo tan respetable como lo es el lla- 
vero celestial, encargado de dar entrada en aquel 
reino á todos los que en la tierra han sufrido, con 
escepción de los viudos reincidentes en el delito 
de matrimonio. 

¿Por qué esa escepción? preguntarán ustedes, 
lectores míos. Van ustedes á saberlo, si es que 
quieren dar fé á lo que voy á contarles, y es lo 
siguiente : 

Murió un tal, que no hay para que nombrarle, 
y, como todos los que mueren^ fué derechito á 



19^ SANSÓN CARRASCO 

golpear las puertas del cielo, ansioso de gozar de 
las delicias prometidas á todos los que han sufri- 
do en este valle de lágrimas. Golpeó, pues, como 
decía, y al golpear acudió San Pedro, abrió el 
ventanillo de la puerta para informarse primero 
de quién era el que solicitaba la entrada, y le pre- 
guntó: 

—¿Qué te se ofrece, hijo? 

—Quiero entrar al reino de los cielos. 

— ¿Y qué méritos has contraído para merecer 
tal favor? 

—He sufrido todas las amarguras, he sido ca- 
sado 

—Basta, basta hijo, dijo San Pedro abriendo de 
par en par la puerta, entra sin más esplicación, 
que con solo decir que fuiste casado, tienes bas- 
tante y sobrante para haberte ganado la gloria 
eterna. 

Este diálogo oyó otro muerto que tras del pri- 
mero venía, y sabiendo ya que los casados tenían 
entrada franca, se presentó muy orondo, dio su 
golpecito, y abriendo San Pedro el ventanillo, co- 
mo al anterior le preguntó: 

—¿Qué te se ofrece, hijo? 

—Quiero entrar al reino de los cielos. 

—¿Y qué méritos has contraído para solicitar 
esa gracia. 

—La de haber sido casado, y no una, sino dos 
veces, contestó el solicitante, creyendo de esa 
manera asegurar más la entrada. 

Pero, con gran sorpresa suya, San Pedro le dio 
un portazo en las mismas narices, y por el aguje- 
ro de la llave le gritó: 



SAN PEDRO 199 



—Vete al infierno, zopenco, que los tontos no 
tienen entrada en el reino de los cielos. 

Por donde se verá que San Pedro tiene la más 
triste idea del matrimonio, y eso que no cuenta la 
historia que fuese casado. 

Cierto que, como santo que es, debía tener al- 
guna intuición profética ! 

Y aquí concluye el cuento, y con él, este artícu- 
lo, que es escrito en recuerdo de todos los Pedros 
que me lean, á los que deseo felices años y que 
Dios les libre de tener que habérselas con 

—¿Con el matrimonio? 

—No, hombre con un Fiscal del Cnmen. 



Junio 29 de 1883. 






w 









EDUARDO CARMONA 



PRIMER ACTOR CÓMICO 




ON Antonio Carmona, actor dramático, 
español, casado con doña Belén Vigones, 
primera actriz de los teatros de la Corte, 
andaba allá por el año 1850 haciendo una 
escursión artística por el Sud de la Península, y 
estando Belén en Jerez de la Frontera, hubo de 
retirarse temporalmente de la escena para dar á 
luz lo que en sus entrañas llevaba, fruto, no por 
cierto del Espíritu Santo, sino antes bien del mis- 
mísimo demonio, según salió de endiablado y tra- 
vieso el chiquillo, que nació en aquella tierra clá- 
sica de la gracia y de la picardía. 

Pusiéronle en la pila por nombre Eduardo, y 
más le valiera que jamás se lo pusieran, pues fué 
el tal bautizo causa de que el chicuelo quedase 
tuerto, por donde se verá que hasta los sacramen- 
tos de la Santa Madre Iglesia tienen su peligro. 



202 SANSÓN CARRASCO 

Es el caso que á los veinte días de nacido el ni- 
ño decidieron sus padres que era* ya tiempo de 
aceitarle y ungirle como corderillo del católico 
rebaño, y al efecto salió la familia en son de fiesta, 
acompañada de amigos y padrinos y compadres, 
llevado el niño en brazos por la robusta pasiega 
que le ameimantaba, cubierto el rostro para pre- 
servarle del aire y de la luz. Antojósele á una co- 
madre del barrio ver la cara del angelito, y la 
pasiega por complacerla levantó el pañizuelo que 
la cubría, sin soñar siquiera que aquello había de 
ser causa de la futura desgracia de su hijo de 
leche. 

Llegó la comitiva á la iglesia, tomó el padrino 
de los pies al chiquitín, y la madrina por la cabeza, 
resongó el cura su fórmula, dijo el sacristán Amen 
con voz gangosa, y en seguida hicieron una ensa- 
lada de aceite y sal en la mollera del bautizado, 
que berreaba á grito pelado, mostrando así desde 
chiquillo sus endemoniadas tendencias. 

Vuelta á casa la comitiva, y después de festejar 
al bautizado, como es de práctica en esos casos, 
retirados los padrinos y visitantes, echaron de 
ver los padres que Eduardito seguía llorando más 
de lo que al sosiego de la casa convenía, y tratan- 
do de indagar qiiale caiisam, notaron que tenía los 
ojos muy irritados, y que de ellos le lloraba algo 
más espeso que lágrimas. 

Llamado en el momento el médico que más á 
mano se encontró, dijo éste, después de exami- 
nar al chiquillo, que el mal estaba en un aire que 
había recibido, culpa de aquella maldita curiosi- 
dad de la comadre que quiso ver al angelito, y 



EDUARDO CARMONA 203 

para curarle, recetó un colirio, con el cual asegu- 
ró el físico que se pondría bueno Eduardito á po- 
co andar. 

Todavia no había salido el médico, y ya el pa- 
dre de la criatura salía echando diablos por las 
calles del pueblo en busca del afamado colirio. 

Hizo el menjurje el boticario, lo encerró en un 
frasquito, pagó el padre ocho por lo que no valía 
dos, y volvió de carrera á su casa, llevando en la 
mano el elixir que había de calmar los sufrimien- 
tos del niño. Loca de alegría la madre, tomó á su 
hijito querido en los brazos, le acostó en su rega- 
zo, y haciéndole fiestas para que abriese los ojos, 
dejóle caer una gota de colirio en el izquierdo. 
I Aquí fué el chillar como un marrano el Eduardito 
y patalear como si le estuvieran matando! Creyó 
la madre que aquello sería un ardor pasajero, pe- 
ro viendo que el llanto continuaba, y que los ges- 
tos de dolor eran cada vez más angustiosos, man- 
dó al instante al sirviente en busca del médico, 
mientras el padre ensayaba todos los medios 
imaginables para hacer callar á la víctima. 

Á poco rato llegó el médico, y viendo á la ma- 
dre deshecha en un mar de lágrimas y al padre 
mesándose las barbas, preguntó algo alarmado: 

—¿Qué es eso, señora? ¿Por qué se aflije usted 
de esa manera? 

— ¡Ay! ¡doctor! exclamó doña Belén entre sollo- 
zos: ¡el ojo! ¡el ojo de mi hijo! 

—¿El ojo? No se alarme, señora, respondió el 
médico con tono tranquilizador; no se alarme us- 
ted; no es nada lo del ojo! 

—¿Como que no es nada? interrumpió el padre 



204 SANSÓN CARRASCO 

desesperado. ¿Le parece á usted que no es nada 
lo del ojo, cuando le tengo aquí en la mano? 

Y al decir esto estendía la mano derecha, mos- 
trando én la palma de la mano una materia visco- 
sa, que el médico examinó, convenciéndose de 
que efectivamenfe aquello era el ojo de Eduardi- 
to. Aprovechó el físico aquel momento de confu- 
sión que la noticia produjo para salir de la casa 
poco menos que volando, é hizo bien, porque, á 
pescarle don Antonio, no se escapa con todos sus 
huesos sanos. 

Causado el daño, consoláronse como pudieron 
ios padres, dándose todavía por muy felices con 
no haber aplicado el colirio al chiquillo en los dos 
ojos; y gracias á esa previsión inesplicable de 
una madre, tenemos hoy ocasión de aplaudir 
al más gracioso de los tuertos, y al más tuerto de 
ios graciosos, que, si se sigue la prescripción mé- 
dica, esta sería la hora en que andaría Eduardo 
Carmona con lazarillo ó tropezando con las es- 
quinas. 

Salvado el ojo, creció el hijo de doña Belén Vi- 
gones al lado del regazo de la madre, y no tenía 
todavía cinco años cuando ya sabía más de bam- 
balinas y telones, que de letras y palotes. La 
pierna de mandinga era el tuertecito en el teatro, 
y no pasaba noche sin que cometiese algún desa- 
guisado, ya poniéndole colas de papel al galán, 
ya tirándole pelotillas al barba en las más patéti- 
cas escenas, ya haciendo judiadas de todo género 
con las comparsas. Llegó á hacerse tan insopor- 
table, que en las contratas que los empresarios 
ajustaban con doña Belén, se establecía como 



EDUARDO CARMONA 20$ 

cláusula principal la de que el tuerto no había de 
entrar al teatro bajo ningún pretesto; pero ni por 
esas : Eduardo se metía á la escena aunque fuese 
por el ojo de una cerradura, y al poco rato ya se 
hacía sentir con alguna trastada. 

A todo esto había ya muerto don Antonio Car- 
mona, padre del endiablado tuerto, y casada en 
segundas nupcias la Vigones con aquel Fernán- 
dez Guitard, de bien querida memoria, decidió 
sujetar al travieso Eduardito, poniéndole bajo la 
custodia de los Reverendos que dirigían el Cole- 
gio del Salvador en Sevilla. Pero no por eso se 
sosegó el endemoniado, pues seguía haciendo 
diabluras á más y mejor, peleando con cuanto 
muchacho le mojaba la oreja, sin reparar en si 
era chico ó grande, hazañas que le valieron el ver 
su rostro condecorado con numerosas cicatrices, 
que conserva hoy todavía, y que le sentaron á su 
belleza como pedrada en ojo tuerto, pues si feo 
era por no haber nacido bonito, reagravado con lo 
del colirio, más feo quedó con aquellos costuro- 
nes y cardenales que ganó en sus infantiles re- 
yertas. 

El año 58 hizo la señora Vigones una ventajosa 
contrata para venir á América como primera da- 
ma, en compañía de su esposo, ajustado también 
como primer galán con un pingüe salarió, y qui- 
so, como era natural, traer consigo á su hijo, que 
era el Benjamín de la familia, por lo mismo que 
había sido el más desgraciado, merced al malde- 
cido médico de Jerez de la Frontera. Pero tales 
razones adujeron los Reverendos Sevillanos del 
Colegio del Salvador para retener al niño, que 



206 SANSÓN CARRASCO 

era muy despierto y aprovechado apesar de sus 
fechorías, que la madre consintió en dejarle, vi- 
niéndose ella inmediatamente con ánimo de re- 
gresar una vez concluida la contrata. Hace de 
esto veinticinco años y ¡todavía está aquí! 

Cuadró la casualidad de que en el mismo colegio 
en que Eduardito se educaba había, también, dos 
hijos del reputado actor don José Valero, con 
quienes trabó estrecha amistad, y cada vez que 
ellos salían del pupilaje, llevaban á su casa al tuer- 
tito, á quien festejaba mucho don José, como que 
apreciaba bien ádoña Belén, por haber esta traba- 
jado con aplauso en compañía de quien entonces 
compartía con Julián Romea las glorias de la es- 
cena española. Viendo al chicuelo tan despejado, 
y adivinando tal vez en él las dotes de un buen 
actor cómico, propúsole Valero que tomase parte 
en una función que á su beneficio había de darse 
en el teatro de San Fernando de Sevilla ; y reca- 
bado el permiso de los maestros, empezó el chico 
Carmona á ensayar el papel de Joaquiniio Rodajas 
que había de hacer en la peti-pieza El maestro de 
Escuela, en la que el gran actor representaba el de 
protagonista. 

Toda Sevilla fué al beneficio de don José Vale- 
ro, y toda Sevilla tuvo, ocasión de aplaudir en 
aquella noche á Eduardo Carmona, que á la edad 
de ocho años hizo un Joaquiniio Rodajas inimita- 
ble . Guarda Carmona como reliquia un número 
de Las Novedades, diario importante de Sevilla, 
en el que se le tributaban cumplidos elogios por el 
talento qne había demostrado en tan corta edad, 
y desde entonces el hijo de don Antonio Carmona 



EDUAítDO CARMONA 2O7 

y de doña Belén Vigones solo fué conocido por el 
alias de Joaquiniio Rodajas, borrando así con su 
habilidad el apodo de tuerto con que se le nom- 
braba desde la malhadada gracia del colirio. 

Y aquí apuntaré una coincidencia : quince años 
después de su estreno en el San Feínando de Se- 
villa, volvió Carmona á desempeñar el mismo 
papel de Joaquiniio Rodajas^ en Montevideo, ha- 
ciendo don José Valero el Maestro de Escuela, re- 
cordando ambos con ese motivo aquellos tiem- 
pos en que el tuerto traía desazonados á todos los 
empresarios con sus insoportables travesuras. 
Apuntada la coincidencia, continúo mi relato. 

A los dos años de andar por estas playas la Vi- 
gones, decidió traer á su Eduardito, pues temía, 
y con razón, que en mucho tiempo no había de 
volver ella jt España : y apesar de los rezongos de 
los Reverendos, que á toda costa querían hacer 
fraile á su endiablado discípulo, hubieron de 
mandarle, llegando aquí el arrapiezo á mediados 
del 60. Tenía entonces diez años de edad y veinte 
de picardías, pero fuera de su centro y alejado de 
sus compinches, se sosegó, y sin dejar de ser 
tuerto empezó á ser muchacho de provecho, ayu- 
dando como podía á sus padres, y digo así en 
plural, por que, apesar de haber perdido el suyo, 
Carmona encontró otro tan cariñoso como el pro- 
pio en el bueno de Fernández Guitard. 

Á los doce años hizo en el teatro Solís el papel 
de negro en El último mono, y tan bien lo desem- 
peñó, que el malogrado Fermín Ferreyra creó 
apropósito un papel de negro en su proverbio có- 
mico Donde las dan las toman, para que lo repre- 



208 SANSÓN CARBASCO 

sentase Carmona, papel en que se lució el tuerto, 
y le valió sentar plaza en la compañía desempe- 
ñando papeles secundarios, ó haciendo de segun- 
do apunte, según las circunstancias. 

Así, promiscuando entre apuntador y apuntado, 
según estuviese dentro de la concha ó sobre el 
tablado, vivió hasta el año 70, época en que por 
una casualidad se elevó á la categoría de primer 
actor cómico . — Formaba parte Carmona á la sa- 
zón de la compañía Berenguer, que actuaba en el 
teatro de La Alegría, en Buenos Aires, compañía 
en la que el célebre Cubas figuraba como primer 
gracioso. Tuvo, no sé por qué compromisos, que 
ir Cubas al Rosario, y bajo formal promesa de 
estar para el día del estreno en Buenos Aires, per- 
mitióle Berenguer que fuese. Pero sucedió que, 
llegado el día convenido, no estaba Cubas de 
vuelta, y no había como postergar la función, 
pues era el primer día de las fiestas Mayas, y sa- 
bido es que en Buenos Aires no queda en esas no- 
ches una localidad vacía en ninguno de los tea- 
tros. Berenguer estaba dado á todos los diablos 
con aquel retraso injustificable de Cubas. Estaba 
anunciado en los carteles el saínete Sálvese el que 
pueda, en que el gracioso tiene una parte impor- 
tantísima, y hubiera sido gran descrédito para la 
Empresa faltar al programa precisamente en la no- 
che de estreno de la compañía. Dando y temando 
en aquella contrariedad, ocurriósele á Berenguer 
que podría fácilmente salir del paso encargando 
á Carmona de reemplazar á Cubas, y no bien lo 
pensó, cuando ya se lo comunicó al ex-discípulo 
del colegio del Salvador. Oyó Carmona la pro- 



EDUARDO CARMONA 209 

puesta, guiñó el único ojo que le quedaba, rascó- 
se la mollera, y se quedó pensando por largo rato 
lo que había de contestar. Por un lado le tentaba 
aquella ocasión que se le ofrecía para mostrar lo 
que él se creía capaz de hacer, pero por otro le 
escocía el temor de un fracaso. «Quien no se aven- 
tura, no pasa la mar», dijo Carmona para sí, y re- 
suelto ya á jugar el todo por el todo, aceptó el en- 
vite, y aunque era ya medio día, se comprometió 
á desempeñar esa misma noche el papel que á 
Cubas correspondía. Llegó la hora, salió Carmo- 
na, sorprendióse un tanto el público al encon- 
trarse con un Cubas tuerto, pero á poco que em- 
pezó el Joaquinito Rodajas de Sevilla á lucir sus 
gracias, echó la concurrencia á reir de tan buena 
gana que el teatro se venía abajo á aplausos y car- 
cajadas. 

¡Sálvese el que pueda I era el título de la obra, y 
como Carmona podía, se salvó ileso, sacando co- 
mo gaje una reputación de cómico escelente, 
amén de las simpatías que se captó en aquella no- 
che. ¡Y ya no hubo más ! El tuertito fué el chiche 
del teatro, el niño mimado del público, y cuando 
volvió Cubas se encontró con la plaza tan bien to- 
mada, que tuvo por más prudente no tentar la 
reconquista. Desde entonces, Eduardo Carmona 
fué el primer actor cómico obligado de todas las 
compañías dramáticas que se organizaron en 
Montevideo, Buenos Aires y Rosario, alcanzando 
inmensa boga, realzada su natural travesura por 
aquel gesto de picaro que le daba el ojo tuerto. 

Allá por el 74 el drama español iba muy de ca- 
pa caida en el Río de la Plata, dominado por la 

8. C. * 14 



210 SANSÓN CARRASCO 

» • 

zarzuela que hacía furor en todas partes. Carmo- 
na se desesperaba por verse sin trabajo, y una ma- 
ñana, conforme había de hacer otra cosa, se puso 
á cantar en su cuarto inconcientemente, obede- 
ciendo sin duda á aquella máxima que dice : « el 
que canta, sus males espanta» : y á fé que no eran 
pequeños los que aflijían al hijo de doña Belén. 

Cantando, cantando, se le ocurrió á Carmona 
que tenía voz de tenor. Yo creo que esto fué sim- 
plemente una invención del travieso tuerto, pero, 
ya fuera aquella voz real ó ficticia, él la diputó y la 
tuvo por de tenor absoluto, y con el mayor des- 
parpajo se presentó como tal, y como tal se con- 
trató, estrenándose en Buenas noches don Simón, 
con aplauso. De música, no sabía Carmona ni 
que el pentagrama tuviese cinco rayas, pero él se 
hacía tocar su parte en el piano y la retenia con 
más precisión y ajuste que si se hubiera pasado 
los años solfeando. Fernández Guitard no quiso 
ser menos que su hijastro, y como ya había un 
tenor en la familia, él se arregló una voz de barí- 
tono que podía también servir para bajo, y otra 
de bajo, que se acomodaba á la de barítono, se- 
gún las cirunstancias lo requerían . 

Carmona, á pesar de toda su travesura, topó 
en su carrera artística con otro travieso con 
quien no le valieron mañas, pues, aunque no tiene 
más que un ojo, por allí le encajó una flecha Cu- 
pido; y cata aquí al hijo de doña Belén Vigones, 
cojido entre las redes del hijo de Venus; por don- 
de verá el lector que á veces puede más un ciego 
que un tuerto. El ciego Cupido revolcó y zaran- 
deó de tal manera al tuerto Carmona, que á me- 



EDUARDO CARMONA 211 

■ 

diados del año 75 le hacía entrar como un corde- 
rino por las puertas de la sacristía, saliendo de 
allí con una compañera del brazo para todos los 

días de su vida ! Fatal le ha sido la iglesia 

á Eduardo Carmona. La primera vez que entró 
en ella con motivo del bautizo, le costó literal- 
mente un ojo de la cara, y la segunda vez, salió 
con una costilla menos; á bien que ésta no la per- 
dió del todo, pues todavía la tiene 4 su lado. 

Aquí se duplicaron los trabajos de mi hombre. 
Ya no era él solo, dispuesto á pasarse las noches 
en una rama, como buen pájaro que era. Ahora* 
había también la pájara, y para ella era necesario 
tener un nido mullido y calentito, á la espera de 
los pichones, que no tardaron en venir, y más de 
prisa de lo que convenía á quien tenía que bus- 
carse la vida, cantando como la cigarra en el 
buen tiempo, y pasando frío y estrecheces cuan- 
do la temperatura artística descendía. 

Así pasó un año, y otro, y otro, cantando en 
nuestros teatros y en los de Buenos Aires, llegan- 
do á hacerse insuperable en los papeles deliego 
de Los íMadgyares, del Blas de Mis dos mugeres, 
del primo del Jielámpago, y varios otros, en que 
alcanzó y excedió á AUú. 

Pero no todo han sido flores en la carrera para 
Carmona. También ha sufrido los más crueles 
sinsabores que pueden destrozar el corazón de 
un padre. A principios del 80 trabajaba como 
primer tenor cómico en La Alegría de Buenos Ai- 
res, cuando se le enfermó un hijito de dos años, 
querido como todos los hijos. El niño se empeo- 
ró, y Carmona, atado al teatro por el doble yugo 



212 SANSÓN CARRASCO 

del contrato y de la necesidad, siguió trabajando, 
haciendo reir con sus gestos, mientras por dentro 
lloraba. Una noche, en momentos en que se pre- 
paraba para ir al teatro, el médico que asistia al 
niño le detuvo diciéndole : 

—No salga usted; se lo aconsejo como amigo. 

—¿Cree usted que. . . ? exclamó Carmona pre- 
sintiendo la horrible desgracia. 

—Sí, mi amjgo. Creo que el , niño no pasa de 
esta noche, contestó el médico inclinando la ca- 
beza. 

Carmona quedó aterrado. Por una parte, el 
teatro reclamaba con imperiosa exigencia á su 
contratado ; pero, por la otra, la esposa afligida 
requería al esposo, y el hijo moribundo al padre. 
¿Qué hacer.^. . . Sonó en la puerta un golpe, cuyo 
eco penetró como una hoja afilada hasta el cora- 
zón de Carmona. 

—Manda decir el empresario que solo por us- 
ted se espera, dijo el avisador del teatro. 

—Es que mi hijo. . . . exclamó Carmona entre 
sollozos. . . . 

—Que son las ocho y media, interrumpió el 
otro, y el publico está que trina, y es capaz de 
prender fuego al teatro si no se levanta el telón. 

¡Horrible situación! El actor tenía que ir al tea- 
tro so pena de ser compelido por la fuerza públi- 
ca. Para los espectadores, los cómicos no tienen 
padres, ni hermanos, ni hijos. 

Si el director hubiese salido á la escena á decir 
que no podía darse la función anunciada porque 
á Carmona se le estaba muriendo un hijo, de se- 
guro que el publico, el respetable é ilustrado pú- 



EDUARDO CARMONA 21 3 

blico, le recibiría con una silbatina, si es que no 
le tiraba con las butacas á la cabeza. 

¡Pobre Carmona! Entre la obligación y la devo- 
ción tuvo bastante fuerza de voluntad para cum- 
plir con la primera. Fué al teatro, como fué al 
baile el Gaitero de Gijón, cuya triste condición 
pinta Campoamor en aquella preciosa dolora que 
empieza: 

Ya se está el baile arreglando; 

V el gaitero ^donde está? 

— Está á su madre enterrando, 

Pero en seguida vendrá. 

— ^Y ^vendrá? — Pues ^qué ha de hacer? 

Cumpliendo con su deber 

Vedle con la gaita.... pero, 

¡Como tQ^erá el corazón 

El gaitero, 

El gaitero de Gijón! 

¡Cómo llevaría el corazón el pobre Carmona al 
teatro de La Alegría! Pero fué, 'y recitó su papel 
y el público se desternillaba de risa viéndole ha- 
cer El oro y el moro, mientras que él 

¡Pobre! ¡AI pensar que en su casa, 

Toda dicha se ha perdido, 

Un llanto oculto le abrasa 

Que es cual plomo derretido! 

Mas como ganan sus manos 

El pan para sus hermanos, 

En gracia del panadero 

Toca con resignación, 

El gaitero 

El gaitero de Gijón. 

Cuando Carmona llegó á su casa libertado del 



214 SANSÓN CARRASCO 

yugo que su obligación le imponía, encontró á su 
hijo sobre el mezquino lecho, ríjido, pálido, en- 
trelazadas las manecitas sobre el pecho. . . . que 
ya no latía. Solo se oían en la solitaria alcoba los 
sollozos entrecortados de la madre; de aquella 
pobre madre de entre cuyos brazos había volado 
el hijo de sus entrañas, llevándose consigo sus 
sonrisas y sus balbuceos, y dejando solo su cuer- 
pecito lívido y marchito, como una flor arran- 
cada de su tallo. 



De vuelta Carmona á Montevideo, cicatrizada 
la herida que en su corazón de padre había reci- 
bido, organizó una escursión artística á Minas, 
con motivo de la inauguraciórf de aquel célebre 
teatro de Escudero que ya conocen mis lectores 
por mi artículo del Jueves. Hizo furor el tuerto 
en el pueblo de los Cerros, pero, como nunca falta 
quien pretenda echarlas de crítico, dio uno en 
decir que el gracioso no se ajustaba al papel, acu- 
sándole de agregar dichos y hechos que no esta- 
ban en la pieza. El cargo era, hasta cierto punto, 
exacto, pero injusto, porque lo más que se permi- 
tía Carmona era sustituir alguna frase de colori- 
do local en España, por otra que tuviese su opor- 
tunidad entre nosotros, y sabido es que tales sa- 
lidas son, no solo toleradas, sino hasta muy bien 
recibidas por el publico. 

Fastidióle á Carmona la censura, y resolvió to- 
mar venganza del crítico en la primera oportuni- 
dad que se le presentara, como efectivamente se 
le presentó en la noche siguiente. Dábase la zar- 



EDUARDO CARMONA 21$ 

» 

zuela Entre mi mujer y el negio, y en una de las 
escenas, en que el tenor sorprende al barítono en 
no sé qué picos pardos con la dama, debía Car- 
mona decir: «La gratitud me obliga á cerrar los 
ojos.» 

Pero, con gran sorpresa de los actores, del 
apuntador, y de los concurrentes, Carmona, en 
vez de seguir su papel, se detiene, y dirijiéndose 
á los espectadores, dice: 

—Respetable público:— Obediente á las indica- 
ciones de la crítica, desearía no adulterar en nada 
el papel que represento, pero, al mismo tiempo, 
como buen cristiano, debo y quiero cumplir con 
el mandamiento que me ordena no mentir. Se- 
gún el autor de la obra yo debería decir en esta 
escena: «La gratitud me obliga á cerrar los ojos»; 
pero, como ustedes ven, quiere mi desgracia que 
no tenga más que uno, así es que, por no mentir, 
pido perdón á mi crítico, y digo, siguiendo la es- 
cena : 

— « La gratitud me obliga á cerrar el único ojo 
que tengo.» 

Pintar la que se armó con esta salida en el tea- 
tro de Minas, es punto menos que imposible. 
A Carmona se le aplaudió, se le vivó con frenesí, 
mientras que al critico, que estaba muy ufano en 
su silla, le apostrofaron de tal manera, que no 
veía el pobre hombre el momento en que se le 
abría el suelo bajo los pies para que se le tragase 
la tierra. 

¡Diablo de tuerto! Nunca le falta una salida pa- 
ra salvar una situación por difícil que sea. Sus 
compañeros, unos por envidia y otros por gracia, 



2l6 SANSÓN CARRASCO 

-» . 

le han hecho todo género de travesuras para de- 
jarle cortado en la escena; pero él nunca ha per- 
dido el tino, y allí donde se creía que era inmi- 
nente un fracaso, salía él más airoso que nunca, 
haciendo desternillar de risa al público y á los 
mismos autores de la broma. 

Gran hazaña realizó Carmona el año 79 cuando 
la inauguración del teatro San Felipe. Represen- 
tábase Los Diamantes de la Corona^ y hacia de 
Marqués de Sandoval un tal Enrique García, que 
era una doble calamidad, como tenor y como ac- 
tor. Aquello no tenía nombre, y cuando Rebolle- 
do cantaba: 

Yo quisiera 
Verme fuera, 
Esto huele 
Á ratonera, 

tenía razón que le sobraba, pues estaba á punto 
de llover sobre la escena una granizada de papas 
y tomates. Felizmente estaba allí el gran Ministro 
de Portugal, y gracias á él se conjuró el peligro, 
pues en esa noche Carmona hizo prodigios para 
llenar él solo la escena, disimulando con sus gra- 
cias la desgracia del tenor y compañeros már- 
tires. 

Cómo entró Carmona en trato -con las Musas 
es cosa que yo no sé ni me entrometo á averiguar; 
pero el hecho es que desde hace algún tiempo, 
ayudado tal vez por la tercería de MomOj ha lo- 
grado meterse en el Parnaso, y allí retoza el mal- 
dito como antaño retozaba en el colegio del Sal- 
vador. 



EDUARDO CARMONA 217 

». 

Ello es que aparte de muchas poesías sueltas, 
ha compuesto varios dramas, Los dos expósitos^ 
Al doblar de las campanas. El loco de la aldea^ En- 
tré la vida y la muerte^ y algunos juguetes cómi- 
cos como Recela para casarse, El apuntador, 'Mun- 
do, demonto y 

I Apropósito! Sábete lector que esta noche ten- 
drás ocasión, si quieres, de cerciorarte de la 
verdad de todo lo que de Carmona dejo dicho, 
pues ¡oh coincidencia casual! hoy se dá en San 
Felipe una función á su beneficio, y en ella apa- 
recerá, no solo como gracioso, sino también como 
autor, como que son obras suyas Mundo, demonio 

y suegra, saínete en un acto, y Un cuento, 

monólogo cómico que Carmona recitará desde 
la platea. 

¡Otro atractivo! Carmona aparecerá ante el ilus- 
trado y respetable público completamente cura- 
do del desaguisado del colirio recetado por aquel 
famoso médico de Jerez de la Frontera. 

—¿Con los dos ojos? 

— ¡Con los dos! 

—Si;, pero uno será de vidrio. 

—¡No señor! no hay tal ojo de vidrio, sino. . . de 
cristal legítimo. 

Marzo 25 de 1883. 



^'^.^ 



m:'^ 




EL VIAJE A MINAS 




OMÉ mi boleto, arreglé mi equipaje, dor- 
mí con sueño entrecortado, como siem- 
pre que está uno en vísperas de un viaje, 
y al primer golpe que dio el cochero en 
mi ventana ya estaba yo de pié, vistiéndome de 
prisa para no perder el tren que había de salir á 
las cinco y media. 

Á las cinco, ya estaba yo en la calle. La luna 
apenas lograba hacer llegar hasta la tierra sus 
débiles reflejos, corridos por el haz de luz que 
brotaba del naciente. Las estrellas se borraban 
del cielo como lavadas por la gran esponja ama- 
rilla oculta todavía tras del horizonte, y ni una 
sola nube manchaba la bóveda azulada. 

La mañana era tibíli y serena. El mar estaba 
quieto y liso, como si de una sola plancha fuese 
hecho, y en ella enclavados los buques, de cuyos 



220 SANSÓN CARRASCO 

mástiles y vergas pendían lacios los paños, iza- 
dos para secarlos de la humedad de la noche. 

La ciudad todavía no había despertado. Como 
sus habitantes, dormían sus ruidos y sus palpi- 
taciones. Alguna que otra chimenea dejaba esca- 
par un largo penacho de humo que subía hacia el 
cielo, hasta perderse en las alturas. 

En las inmediaciones dé la estación notábase 
algún movimiento. Carruages que llegaban ates- 
tados de balijas y pasajeros; peones que carga- 
ban los bultos; idas y venidas de los viajeros que 
atendían á que nada se les quedase, tomando sus 
guías y pasaje; despedidas más ó menos íntimas; 
y al cabo de poco rato, todos quedamos enjaula- 
dos dentro de los wagones. 

Sonó una campana; luego redobló un pito; sil- 
bó la locomotora con un ronquido; chilló el va- 
por al circular por las arterias de la máquina: y el 
tren arrancó lentamente, al paso, acompañando la 
marcha con toques de campana, tristes y monó- 
tonos, como si doblaran á muerto. 

Conversé durante algún tiempo con mis com- 
pañeros de wagón, que eran dos amigos, y ago- 
tado el tema sobre las probabilidades de que fue- 
se bueno el viaje, y de cómo estaban los cami- 
nos, y de si había ó no había matreros, cada cual 
se entregó á sus pensamientos, y yo á observar lo 
que. me rodeaba. El tren se. había detenido en 
la Unión, y en ese momento, el sol desbordaba el 
horizonte, rojo como púrpura, presagiando un 
día de fuego. Las casas y los árboles proyectaban 
sus sombras largas en las ondulaciones del te- 
rreno, y los rayos horizontales agujereaban el fo- 



EL VIAJE Á MINAS 221 

llage y se filtraban por todos los resquicios, pro- 
longándose en chorros de luz en que hormiguea- 
ban millones de corpúsculos casi imperceptibles, 
de esos que pueblan el aire que respiramos. 

El tren emprendió nuevamente la marcha, y 
pronto llegamos á las alturas de Toledo, dete- 
niéndose cerca de la antiquísima y tradicional 
capilla de Doña Ana. 

¡ Magnífico panorama ! El campo se abre en to- 
das direcciones sin más horizonte que el de las 
lejanas lomas, manchado el terreno de verde aquí 
y allá con los maizales de las chacras. — De Monte- 
video no queda más vestigio que el Cerro, que 
recibe de lleno la luz del sol, uno de cuyos rayos, 
filtrándose por los cristales de la farola, la ilumi- 
na con resplandores radiantes. Por el Norte, co- 
mo naciendo de la cuchilla, surjen las torres de 
la iglesia del Sauce; el Oeste lo cierra la ceja ne- 
gra de los eucaliptus de Villa Colón sobre los 
cuales se destaca la empinada chimenea de la fá- 
brica de ladrillos, y al Este se ve festoneado el ce- 
leste claro del cielo con los perfiles oscuros de las 
sierras de Maldonado y Minas. 

El tren sigue su marcha, se detiene un instante 
en Joaquín SuareZj cuya principal casa es la es- 
cuela, y en seguida vuelve á rodar hacia la llanu- 
ra en que blanquea la villa de Pando. En pocos 
minutos hemos llegado, y todos nos disponenaos 
á seguir viaje en las diligencias que esperan cer- 
ca déla estación. 

—¿El mayoral de la diligencia de Minas? pre- 
gunto á un viejo que activa el desembarco de los 
equipajes. 



222 SANSÓN CARRASCO 

—Servidor, señor, me contesta él mismo— ¿Us- 
té va conmigo? 

—Para Minas voy, con quien me lleve; y sin 
más diálogo, hice cargar mi equipaje, me metí 
dentro de la diligencia para tomar el mejor sitio, 
y allí esperé el momento de la partida. Al lado 
de la nuestra había otra diligencia que salía para 
San Carlos y Rocha. En ella tomaron asiento mis 
compañeros de tren y yo me quedé solo, á la es- 
pectativa de mis nuevos compañeros, que fueron 
llegando uno á uno, haciendo mil recomendacio- 
nes al cuarteador para que arreglase bien los 
equipajes en la vaca. Todos eran desconocidos 
para mí. Unos subieron al pescante y otros al in- 
terior, completando entre todos el respetable nú- 
mero de quince, bastantes y aún sobrantes para 
ir todos incómodos, sentados de medio lado pa- 
ra ocupar el menor espacio posible. Mi vecino 
llevaba sobre las faldas una jaula de loro con su 
lorito dentro. No se crea que sea esto un detalle 
inventado para dar más colorido al viage en dili- 
gencia: no tal. Llevaba su loro muy ufano, y no 
parecía mortificarle aquella molesta carga. Feliz- 
mente el loro no hablaba, ni su dueño se empe- 
ñaba en hacerle hablar, por donde verá el lector 
cómo puede un animalito parecerse á un dipu- 
tado. 

Yo soy algo práctico ya en esto de viajar en di- 
ligencia, y como arma de defensa contra uno de 
los peligros más frecuentes, llevaba un libro, dis- 
puesto á hacer uso de él solo en último caso, por- 
que deseaba contemplar aquel paisage descono- 
cido para mí. 



EL VIAJE Á MINAS 223 

Embutidos todos en nuestros asientos, como 
piezas de mosaico, tomó el mayoral las riendas, 
enarboló el látigo, montó el cuarteador, y á un 
« ¡ vamos ! » salpicado de tres ó cuatro latigazos, 
arrancaron los caballos, rodó la diligencia, y em- 
pezaron los barquinazos. 

No habíamos caminado dos cuadras, cuando 
oimos los gritos y vimos los manoteos que hacía 
un hombre que corría á pié en dirección á nues- 
tro vehículo; Paró la diligencia, y llegó el de los 
gritos todo sofocado, diciendo que inadvertida^ 
mente se había metido en la galera que iba para 
San Carlos, error de que se había apercibido fe- 
lizmente á las pocas cuadras de haber emprendi- 
do la marcha. 

Todo aquello estaba muy bueno, pero la cues- 
tión era que no había dónde meter á aquel viaje- 
ro de última hora. Always place for one more, di- 
cen los tramways norte-americanos: siempre ha- 
ya lugar para uno más; y el mayoral Trías, aunque 
no esyankee, parece serlo, pues hizo de manera 
que hubiese lugar para uno más donde apenas 
cabían los que ya íbamos. 

Todo fué ver á mi nuevo compañero y quedar- 
me hecho una pieza. Comprendí que iba á tener 
que hacer uso de mi libro. Yo le conocía, de vis- 
ta nada más, y temía que él también me conocie- 
se, porque de seguro íbamos á tener diálogo. 

— ¡ Buenos días ! dijo el recién llegado con una 
sonrisita plácida, como de quien quiere captarse 
la buena voluntad de aquellos á quienes va á in- 
comodar. 

—Buenos días, le contestaron con cara de po- 



224 SANSÓN CARRASCO 

eos amigos mis compañeros, y yo apenas rezon- 
gué un saludó, esquivando en lo posible darle el 
frente para evitar un reconocimiento. 

Entró el hombre en su asiento como taco en 
su escopeta, y no bien estuvo medio arreglado, 
comenzó á contar el chasco que le había sucedido, 
y el peligro que había corrido de llegar á San 
Carlos cuando él creería encontrarse en Minas. 

Yo saqué la cabeza por la ventanilla para mirar 
al campo, y al mismo tiempo acariciaba con la 
mano el lomo de mi libro, como se acaricia la cu- 
lata de una pistola cuando se presiente un pe- 
ligro. 

—¡Vamos, pingo! jheih! ¡fuera! ¡firme, boleros! 
gritaba el mayoral distribuyendo latigazos á de- 
recha é izquierda cada vez que llegábamos á un 
barranco, y la diligencia pasaba á la disparada, 
dando tumbos violentos que nos hacían saltar 
á pesar de ir empaquetados como si fuéramos 
mercancía frágil. 

El sol bañaba los campos reverberando sobre 
el pasto como si de la tierra saliese humo; la di- 
ligencia iba envuelta en una nube de polvo, y 
los caballos sudaban desde las orejas hasta las 
ranillas, llenos de espuma allí donde les rozaban 
los arreos, abriendo tamañas narices para aspirar 
el poco aire que corría. 

De un solo tirón nos hicimos seis leguas, dete- 
niéndonos tan solo á la subida de los repechos, 
apa dar un poco de resuello á estos mancarrones», 
decía el mayoral, y como cuadraba la casualidad 
de que siempre que parábamos era frente á una 
pulpería, él también tomaba, no sé si resuello, 



i 



EL VIAJE Á MINAS 22$ 



pero si algo que se tomaba en vaso, y en seguida 
volvíamos á emprender la marcha, hasta que lle- 
gamos á la costa de Solís Chico, donde está la 
posta y la posada. 

Bajamos como pudimos, pues estábamos entu- 
midos, como esos pollos que traen maneados al 
Mercado, y una vez en tierra, nos entregamos to- 
dos á ejercicios gimnásticos de brazos y f)iernas 
para restablecer la circulación. Entre tanto, el 
mayoral y el cuarteador se ocupaban en desensi- 
llar los caballos. Salían los pobres mancarrones 
macilentos y trasijados, con el pescuezo agacha- 
do, oliendo el suelo, hasta que encontraban la tie- 
rra blanda, y allí se revolcaban, sin fuerzas casi 
para darse vuelta, y volvían á levantarse hechos 
unos demonios, llenos de polvo desde el hocico 
hasta la cola, ó mejor dicho embarrados con el 
polvo y el sudor que los bañaba. 

Á la voz de que la comida estaba pronta, nin- 
guno de los viajeros se hizo esperar. Entramos 
todos en el comedor, así llamado porque allí se 
comía, y nada más que por eso, pues servía tam- 
bién de alcoba y de sala, según la hora; y nos sen^ 
tamos en torno de una mesa muy larga y muy 
ancha, en cuyo centro humeaba una gran sopera 
que contenía un cocido de fideos. 

Este momento de la comida era el que yo te- 
mía, porque comprendía que no me sería posible 
seguir guardando el incógnito sin pasar por un 
grosero. El uno que pasa un plato, el otro que se 
empeña en servir vino, el de más allá que ofrece 
una presa más suculenta que la que á uno le ha 
tocado en suerte; todas esas son finezas á que 

s. c. 15 



220 SANSÓN CARRASCO 

hay que corresponder, dando las gracias, contes- 
tando á las preguntas, y entrando en conversa- 
ción con los vecinos. 

Apoco rato ya chacoteábamos sobre el pan, 
sobre la procedencia leguminosa del café que nos 
servían, y ya creía yo que pasaría la cosa sin te- 
ner que exhibir mi fé de bautismo, cuando cata 
aquí que el que estaba á mi lado me dice: 

—Usted ha de ser de la familia de fulano. 

—No señor, le contesté. 

—Pues hombre, es usted tan parecido que hu- 
biera jurado que era hermano de mengano. 

El hombre había errado el golpe, y yo, dis- 
puesto á sostener mi incógnito como si fuese una 
plaza de guerra, me encerré en un absoluto mu- 
tismo. En balde me buscaban la boca; las pre- 
guntas y las indirectas me pasaban zumbando 
por el oido, y yo, ¡chito! ni siquiera pestañeaba. 

No sabiendo ya cómo buscarme la lengua, uno 
de mis compañeros me ofreció de sobremesa un 
diario. 
■ —Gracias, le contesté; soy confitero. 

Miróme mi hombre un tanto sorprendido, du- 
dando entre si estaba loco ó pretendía burlarme 
de él, y yo, temeroso de que fuese á creer que 
quería hacer mofa, caí en la tontería de añadir: 

—Le he dicho á usted que soy confitero, que- 
riendo con eso significarle que, así como no hay 
nada que empalague más á un confitero que los 
confites, así, también, nada hay que empalague 
tanto como un diario á quién se ocupa, como yo, 
en hacerlos. 

¡Nunca lo hubiera dicho! Todo fué descubrir mi 



EL VIAJE Á MINAS 227 

malhadada profesión y caerme encima veinte y 
ocho ojos, correspondientes á catorce caras, que 
me refistoleaban de arriba abajo. 

Aquella debilidad mía fué como abrir una bre- 
cha en la muralla de una plaza sitiada, y por allí 
me entraron á la carga. 

—¿Escribe usted en El Siglo, en La España, 
en la .... ? 

—Escribo en La Razón, 

¡Bomba! me miraron entonces con cara más es- 
pantada, y hasta creo que alguno me observó por 
detrás para ver si tenia la cola del diablo. 

— ¡Ah! dijo uno, ya le conozco á usted— us- 
ted es 

Y sin dejarle concluir, para evitar más interro- 
gatorios, le interrumpí diciendo : 

—Eso es, si señor; soy Sansón Carrasco, servi- 
dor de ustedes. 
. —¿Hijo de . . . 

—No señor; sobrino. 

—Casado con la hija de. . . 

—No señor; con una sobrina. 

—¿Y va usted á Minas? 

— Si señor, á Minas. 

—¿Por la salud? 

—No señor, por paseo. 

—¿Y qué dice usted de la situación, señor Ca- 
rrasco? me preguntó uno que las echaba de po- 
lítico. 

—No digo nada, le contesté. Me he recetado 
ocho días de abstinencia política, y usted me per- 
donará si no le contesto, porque estoy firmemen- 
te resuelto á cumplir mi propósito. 



228 SANSÓN CARRASCO 

—Con que usted había sido el bachiller Ca- 
rrasco 

—Si seoor, si usted no manda otra cosa. 

Comprendí que estaba perdido. Tenía por 
delante doce leguas mortales, sin la defensa del 
incógnito que tan útil me había sido hasta allí 
para observar la campiña que íbamos reco- 
rriendo. 

Entonces, como el viagero que apercibe sus ar- 
mas cuando va á pasar una espesura, acudí yo á 
preparar, las mías. El libro que tenía estaba toda- 
vía con las hojas plegadas, y me apresuré á abrir- 
las con un cuchillo desde el principio hasta el fin 
para que no llegase un momento en que me que- 
dara en descubierto. 

— ¡Á bordo! ¡á bordo! gritó el mayoral golpean- 
do las manos, y volvimos á empaquetarnos dentro 
de nuestro vehículo. Yo subí el primero, me colo- 
qué en mi rincón, dirigí una última mirada á la 
sierra que sombreaba delante de mí, mostrán- 
dome ya algunos de sus detalles, y abrí mi libro, 
colocándolo á la altura de los ojos para conser- 
varme á la defensiva. 

—¡Vamos! gritó el mayoral al cuarteador, y éste 
dio una media vuelta, empuñó la cuarta, y tomó 
el camino. íbamos despacio, bajando las barran- 
cas del arroyo que corría muy angosto sobre su 
lecho de arena. Cuando llegamos á la orilla, el 
mayoral hizo chasquear el látigo, gritó :. « ¡ hcih ! 
¡tiren guapos! ¡firme boleros!» se oyó el chapaleo 
de los caballos en el agua, las ruedas despidieron 
rayos líquidos al girar rápidamente dentro del 
arroyo, y á todo escape subimos la barranca 



EL VIAJE A MINAS 229 

opuesta, dando tumbos y barquinazos que hacían 
crujir el maderamen del vehículo, entre los gritos 
roncos del mayoral que azuzaba á las bestias para 
que repechasen la cuesta. 

Normalizada la marcha al trote, volví á mi libro 
y empecé á devorarme las páginas, mientras á 
mi alrededor se entablaban conversaciones ani- 
madísimas sobre el precio de los ganados, la du- 
ración de la sequía, los destrozos de la langosta y 
otros tópicos de circunstancias. Mareado con el 
tambaleo de la diligencia y con tener los ojos fijos 
sobre el libro, tuve forzosamente que dejar por 
un momento la lectura, y no bien levanté la vista, 
ya se me vino encima el viajero de última hora, á 
quien tanto miedo tenía desde que subió. 

Me preguntó por mi familia hasta la cuarta ge- 
neración, me contó cómo había sido él muy ami- 
go de un mi tío á quien yo no conocí, me hizo sa- 
ber que tenía relaciones con mi suegro, y con mi 
cuñado, y con mi concuñado, y una vez que con- 
cluyó con mi familia, iba ya á empezar con la 
suya; pero se tomó.un momento para respirar, y 
ese momento lo aproveché yo para engolfarme 
nuevamente en mi lectura, cubriéndome la cara 
con el libro. 

Aquello era un duelo sin cuartel. Mi contrin- 
cante esgrimía la lengua y yo mi libro, cubrién- 
dome, atajándome, haciendo fintas para no darle 
entrada, pero así que el cansancio ó algún barqui- 
nazo me hacían abandonar mi posición ¡ zas ! ya 
se me venía á fondo, me atacaba sin descanso, y 
no me dejaba hasta que yo no conseguía volver á 
restablecer mi sistema de defensa, abroquelan- 



230 SANSÓN CARRASCO 

dome con aquel libro salvador que la intuición 
delpeligro me había puesto en las manos. 

Nada vi desde SoHs Chico hasta Solís del Me- 
dio. Cuando pasamos el arroyo, en seco casi, la 
diligencia se detuvo; habíamos llegado á la posta 
donde debíamos mudar de caballos. 

Era la unSí del día. El sol caía á plomo, encan- 
deciendo la tierra y aplastando los pastos ruines 
que habían sobrevivido á la seca. Para dominar 
el paisaje subí á una pequeña altura, y desde allí 
ya pude divisar la sierra con todos sus accidentes. 
Ya no era aquella muralla compacta, azulada por 
las brumas matinales, que había visto desde las 
cuchillas de Toledo. Ahora se distinguían los ce- 
rros, y se veían las hondonadas sombreadas con 
los matorrales de espina de cruz, de chilca y de 
esas otras plantas de follaje oscuro que crecen 
entre las breñas. Mirando hacia Minas, veía á mi 
derecha la cordillera que nace en la costa del mar 
con el Pan de Azúcar y que cruza todo el territorio 
internándose en el Brasil. 

— ¿\^e usted ese cerro redondo que tenemos por 
delante, aislado de la cadena de la serranía? me 
dijo un caballero que hacía el viaje en el pescan- 
te, y á quien tengo que agradecer la cortesía con 
que me trató. 

— Sí veo, le contesté. 

— Pues nosotros vamos á pasar precisamente 
por el pié de ese cerro, que es el de Verdún.— La 
abertura que se ve á la derecha es el abra de la Co- 
ronilla, y por la izquierda va el camino real. De 
allí ya veremos el pueblo de Minas. 

—Entonces ya estamos muy cerca, le dije. 



EL VIAJE Á MINAS 23I 

• 

—Le parece á usted. De aquí, de donde esta- 
mos, á ese cerro, hay por lo menos nueve leguas... 

— De las que anduvo el diablo, interrumpió 
otro viajero, hombre graciosísimo y alegre, que 
salpicaba su conversación con cuentos y refranes, 
y conocía á medio mundo. 

Aquí se armó una gran discusión, sobre si eran 
nueve ü once las leguas que había de Solís del 
Medio á Verdún. El uno decía que de lo de la Su- 
cia á lo de don Pedro, había tanto; de lo de don 
Pedro, á la cañada, cuanto; de la cañada á la pul- 
pería del francés, esto; de la pulpería al arroyo, 
aquello ; y así sacaba la cuenta minuciosamente, 
sin quitar ni poner una cuadra. Objetábale el 
otro que no había tal, porque no era cierto que 
de lo de fulano á lo de zutano hubiese tanto ó 
cuanto, que aquello había sido medido á cordel 
cuando el pleito de doña Mengana con su com- . 
padre; y así hubiera seguido la discusión, sabe 
Dios hasta cuando, si el mayoral no le hubiese 
dado un corte, diciendo: 

— Á bordo, caballeros, que ya la mancarronada 
está pronta. 

Volvimos todos á nuestros puestos, y yo á mi 
libro, dispuesto á defenderme con todo heroísmo. 
Me había caido á la mano un ejemplar de los Cua- 
dros Parisienses de Federico de la Vega, y era por 
consiguiente divertida la lectura. Había allí pin- 
tados de mano maestra muchos de los tipos que 
abundan en aquella gran ciudad, índice, por de- 
cirlo así, del mundo entero, donde se encuentran 
todos los rasgos que caracterizan á las diversas 
nacionalidades. Desgraciadamente no encontré 



232 SANSÓN CARRASCO 

retratado al* hombre hablador, para verme siquie- 
ra vengado de aquel de quien venia defendiéndo- 
me hacia cinco horas, con grave perjuicio para el 
objeto ¿Q mi viaje, pues nada podía observar, te- 
meroso de que en cuanto me sorprendiese sin 
mirar al libro, se me vendría al pelo, como efecti- 
vamente lo hizo dos ó tres veces que intenté dar- 
me cuenta de las particularidades del panorama 
que tenía por delante. 

Antes de llegar á Solís Grande, nos detuvimos 
en una nueva posta, y allí, libre de mi adversario, 
pude observar detenidamente el paisaje. 

Del otro lado del arroyo, que corría apenas á 
dos cuadras, empiezan ya los estribos de la sie- 
rra. El terreno está todo salpicado de hinchazo- 
nes que van creciendo hasta convertirse en verda- 
deros cerros. Se ve que aquellas turgencias 
son el resultado de los últimos esfuerzos del fue- 
go interno que causó el-inmenso, descalabro de 
que es teatro aquella gran zona del territorio. Hay 
piedras grieteadas, arrancadas de la profundidad 
y enclavadas en las cimas, como jalones que 
muestran hasta donde llegó el poder dé las fuer- 
zas de la naturaleza, convulsionadas en el seno 
de la tierra en la remota edad de*las trasforma- 
ciones plutónicas. 

Todas las laderas están sembradas de guijarros 
sueltos, y en las hondonadas crecen arbustos de- 
formes, raquíticos y nudosos, entrelazados con 
malezas espinosas. No verdean aquellos cerros 
como este nuestro cerro de Montevideo, siempre . 
alfombrado de gramilla en verano y de trébol en 
invierno.— Aquellos son áridos, ásperos, llenos 



EL VIAJE Á MINAS 233 

de jorobas y de huecos, erizados de peñascos, en 
cuyas puntas hacen equilibrios las águilas y los 
cuervos que anidan en las alturas inaccesibles. 

Pero es más grandioso aquel espectáculo, por 
lo mismo que es más agreste. Hay sitios desde 
donde no se ve ni una sola casa en todo el radio 
que la vista abarca; pero de trecho en trecho 
blanquea, por entre el abra que forman dos ce- 
rros, la población de alguna estancia, cobijándo- 
se en el valle contra las inclemencias y arideces 
de la sierra. 

Ya estamos otra vez en viaje, y vamos apuran- 
do* porque son más de las tres y no es cosa de 
llegar á Minas de noche. El camino va subiendo, 
subiendo siempre, las lomas que hemos repecha- 
do van quedando atrás y nos parecen llanuras. 
Cada cuchilla es como el peldaño de una gran es- 
calera que conduce á la cima de la serranía. 

—Estos que se ven á la izquierda, me dice uno 
de los viajeros, son los verdaderos cerros de Ver- 
dún. Ese que tenemos por delante es el cerro de 
Ibargoyen, conocido por el Cerro de la Calera, 
pero hay muchos que le llaman el Verdün y ya le 
va quedando ese nombre. 

Parece que ya vamos á llegar al cerro, y sin em- 
bargo, cada vez que repechamos la colina que 
creíamos la última, divisamos por delante otras y 
otras que nos separan de aquella gran mole de 
piedra y tierra. 

El mayoral repite con demasiada frecuencia las 
paradas « pa dar resuello á los mancarrones » y 
siempre la resollada es frente á alguna pulpería. 
Los caballos respiran anhelosamente, palpitan- 



234 SANSÓN CARRASCO 

doles con violencia los vacíos, gachas las orejas, el 
pescuezo agobiado, derrengadas las piernas, for- 
mando en derredor de cada vaso un charco con 
el sudor que gotea de cada pelo. El cuarteador en- 
fila su caballo al viento para que aspire un poco 
de aire fresco, y él no toma más descanso que 
apoyar la pierna derecha en el estribo del lado de 
enlazar, y sujetarse con el muslo de la izquierda 
sobre los cojinillos del recado. 

Por detrás de nosotros, todo el camino recorri- 
do parece llano, pero, mirando hacia adelante, 
cree uno que todavía está en la llanura. El mayo- 
ral cambia las últimas chanzas con los pulperos, 
empina el vaso hasta las heces, se enjuga el su- 
dor que le baña el rostro y vuelve á ocupar su 
incómodo asiento sobre la tabla. 

Es la última cuesta. Chasquea el látigo «¡vamos 
pingo! ¡tiren guapos! ¡firme bolero! ¡heik! ¡yup!» 
y salen los caballos al galope, guiados por el cuar- 
teador, que va haciendo eses en el camino para 
aliviar la fatiga del repecho. Es larga la subida. 
Ya los caballos no galopan; el mayoral menudea 
los latigazos, y se enronquece gritando á las bes- 
tias para animarlas : «¡firme, yegua! ¡tira, rosillo! 
¡vivo, malacara! ¡vamos! ¡yup! ¡yup! ¡firme!» y 
así, entre gritos, latigazos y recuarteadas, llega- 
mos á la cima. 

¡Todo un paisaje se abre por delante! Es el va- 
lle verde, risueño, vestido de árboles, serpentea- 
do de arroyos, rodeado con un marco de cerros, 
y en el centro, blanqueando, la villa de Minas, 
con sus casas doradas por los rayos tendidos del 
sol poniente, dominadas todas ellas por el moli- 



EL VIAJE Á MINAS 235 

no de viento de Ladoz, que se levanta en la parte 
más elevada de la población, con sus grandes as- 
pas abiertas como los brazos de una cruz, no de 
esa cruz en cuyo nombre se mata y se persigue, 
sino de la cruz del trabajo, que redime al hombre 
de la esclavitud de la miseria, y le hace libre me- 
diante sus propias fuerzas, sin necesidad de in- 
termediarios que holgazaneen á costa del sudor 
agen o. 

A lo lejos se divisan los acantilados de Arequt- 
ta, los conos simétricos de los Campaneros, y en 
todo lo que la vista abarca, no se ven más que ce- 
rros y cerros, que semejan un mar encrespado de 
olas gigantescas. Saco la cabeza por la ventani- 
lla para mirar hacia la derecha, y me encuentro 
con la inmensa mole del Verdún que está ahí, so- 
bre nosotros, tapándonos todo el paisaje de aquel 
costado. 

Ya están oreados los caballos y emprendemos 
la marcha, que es fácil ahora, pues solo se trata 
de bajar. Antes de llegar al pueblo topamos con 
el arroyo de La Plata, así llamado porqué, según 
los antiguos, arrastraban plata sus arenas. Allí 
está el molino de agua de Ladoz, vasto estableci- 
miento del- cual me ocuparé detenidamente en 
otro artículo. 

A pocas cuadras se pasa otro arroynelo, y cuan- 
do parecen salvados todos los obstáculos para 
llegar al pueblo, se encuentra todavía el arroyo 
San Francisco, frangeado de sauces, que corre 
ahora manso y pobre, pero que, en invierno, enri- 
quecido con las aguas que le llegan de toda aque- 
lla inmensa cuenca, setrasforma en un verdadero 



236 SANSÓN CARRASCO 

torrente que corta el paso durante varios días. 

Ya hemos llegado. La diligencia se detiene 
frente al Hotel Francés, y allí me apeo, encontrán- 
dome á los pocos momentos rodeado de amigos 
que me agasajan de todas maneras. Uno de ellos 
se empeña en que he de ocupar su casa, y agota- 
dos todos mis argumentos sobre incomodidades 
y trastornos, me dejo convencer y me encuentro 
soberbiamente instalado en una pieza amuebla- 
da hasta con coquetería. Inútil creo decir que 
para nada echo de menos mi cuarto del Hotel 
Francés. La- cama que en éste me tenían destina- 
da encerraba para mí más misterios que una 
esfinge. — Por no descifrarlos, opto, pues, por la 
del generoso amigo que me ofrece la suya. 

— Mañana, vamos á Arequita. 

—Pasado, iremos á Verdún. 

— Quiero que venga conmigo al Campanero. 

— ¿Y.^ ¿cómo ha quedado aquello? me pregunta 
uno después de haber proyectado todos los pa- 
seos imajinables. 

— ¿Aquello? Ha quedado muy bien, mis amigos; 
y para evitar más preguntas de ese género, 
agregué: 

— Han de saber ustedes que me hé recetado 
ocho días de abstinencia política, y no pienso 
en otra cosa que en hartarme de cerros, con que... 

¡ Mañana á Arequita ! 

Marzo 16 de 1883. 







AREQUITA 



A LAS siete! — Los CABALLOS DE FrAN^OIS — LoS 
NERVIOS DELeNZI — Los MÚSICOS DE LA LEGUA — 

El FACÓN deBrus— La cueva— El país délos 

MURCIÉLAGOS — La HAZAÑA DE CaRBALLIDO. 




A noche antes habíamos quedado ya con- 
venidos en la hora á que debíamos partir 
los del paseo á Arequita, que éramos 
cinco: Don Domingo Lenzi, don Eduardo 
Torres, español, avecindado de años atrás en Mi- 
nas, donde desempeña el cargo de Vice-Cónsul 
de España, don Ángel Brus, compatriota nues- 
tro, oriundo de la localidad, y don Sebastián To- 
rres, director y redactor de E/ Clamor Público^ 
diario independiente que ha prestado decidido 
concurso á la buena causa. El quinto paseante 
era, lector, éste tu seguro servidor, que besa tus 
manos y pasa á contarte lo que vio, oyó, é hizo en 
aquella memorable jornada. 



238 SANSÓN CARRASCO 

— Á las siete en punto saldremos del pueblo, 
había dicho el director del paseo la noche antes, 
y efectivamente, alas nueve, ya estábamos dentro 
del vehículo que nos había de conducir al famoso 
cerro.— Aquello era apenas un retraso de dos ho- 
ras que no había para qué tomar en cuenta. 

Ninguna de las clasificaciones especiales que 
hay para designar las diversas clases de vehícu- 
los, convenía al nuestro. No era ni breck,ni jardi- 
nera, ni diligencia, ni carretela, pero tenía de todo 
un poco: era el eclecticismo en materia de medios 
de locomoción. Tiraban de él cuatro caballos,des- 
cendientes de Rocinante en línea recta, á juzgar 
por la flacura de cada uno de ellos, y confieso que 
tuve mis escrúpulos de recargar con mi peso á 
aquellas pobres bestias, que no podían con el 
cuero. 

Fran^ois, que era el cochero, un buen hombre, 
gordo como todos los hombres buenos, me ga- 
rantió que los caballos estaban en perfecto estado 
y que con ellos podríamos ir hasta el Brasil. A pe- 
sar de mis dudas, el hecho es que los mancarro- 
nes arrancaron, y al trote cruzamos las calles de 
Minas, haciendo entreabir algunas ventanas y 
asomar á las puertas algunas cabezas, atraídas 
por la curiosidad de ver la comitiva, cuyo viaje 
había sido más cacareado que huevo fresco. 

La mañana era espléndida. Azul el cielo, el va- 
lle alegre, el aire fresco: todo convidaba á diver- 
tirse. Saliendo de las orillas del pueblo, el cami- 
no es escarpado y difícil en varios puntos, pero á ^ 
poco andar el terreno se allana y el camino se ha- 
ce más soportable. De vez en cuando, Lenzi 



AREQUITA 239 



y yo, que somos los nerviosos de la caravana, re- 
comendamos á Frangois que tenga mucho cuida- 
do en los pasos. Brus se ríe, y desde dentro del 
vehículo grita á los caballos para que se apuren; 
pero Lenzi va en el pescante, al lado del cochero, 
velando por si y por sus compañeros, así es que 
no hay peligro de un vuelco. Cuando el carruaje 
se inclina hacia la derecha, Lenzi y yo le hacemos 
contrapeso sobre la izquierda, con gran jarana de 
los otros, que se ríen de nuestras precauciones. 

Lenzi se amosca un poco con las bromas, pero 
yo le sosiego, diciéndole- 

—Déjelos, compañero; hombre prevenido vale 
por dos, y lo que es nosotros cumplimos con 
nuestro deber al velar por la integridad de nues- 
tras costillas. 

Ya hemos andado una legua. Atrás queda el 
pueblo, con sus casitas blancas, capitaneadas por 
el molino de viento de Ladoz, cuyas aspas voltean 
lentamente, impulsadas por la débil brisa que so- 
pla. A la izquierda se levanta el Cerro del Negro, 
con su mota de piedras apiñadas sobre la cima, y 
á su pié corre el San Francisco, escamadas de 
plata sus aguas que retratan á los sauces y talas 
que crecen en sus orillas. 

A la derecha se ve un cerrito precioso, muy re- 
dondo, el más cercano al pueblo, en cuya falda 
mueren las tapias del Cementerio. Llámase aquel 
cerrito de la Filarmónica, y cuenta la historia que 
el nombre le viene de haber sido, allá por los años 
cuarenta y tantos, punto de reunión de varios jó- 
venes que habían organizado una sociedad musi- 
cal en la que figuraban Santiago Boada, Guiller- 



240 SANSÓN CARRASCO 

mo Bonilla, Ramón Matta, Ángel y Pedro Pico, 
Timoteo Rodríguez, Jorge Carballido, Eulogio 
Ladereche y varios otros, todos vecinos de la vi- 
lla, gente alegre y dispuesta siempre á divertirse. 
Este tocaba el violin, aquel soplaba el clarinete, 
ei otro manejaba el fagot, cual empuñaba el 
trombón, tal pifiaba en la flauta, y hasta no falta- 
ba quien hiciese retumbar el bombo, tarea que 
creo estaba á cargo del señor Ladereche, hoy Res- 
petable y estimado hacendado del departamento. 

Por qué iban los filarmónicos minuanos á en- 
sayar al cerrito, es cosa que nadie ha querido 
contarme, pero fácilmente se comprende que 
aquel alejamiento era impuesto por el vecindario, 
al cual le sería insoportable la algarabía que ar- 
maban en los ensayos aquellos devotos de Eu- 
terpe. 

El hecho es que ensayaban en el cerrito, y cuen- 
tan las crónicas que no quedó en todos aquellos 
contornos ni un lagarto ni una víbora, espanta- 
das todas las alimañas y sabandijas con la bara- 
búnda que allí metían los músicos, á quienes po- 
dría llamárseles los músicos de la legua. . . . por 
el hecho de ejercitarse á una legua del pueblo. 
Pero no se crea que los desterrados al Cerrito lo 
pasaban del todo mal, pues, so pretexto de hacer 
oir lo que ensayaban, llevaban allí á todas las fa- 
milias del pueblo, y con ese motivo se bailaba á 
más y mejor sobre la verde alfombra de pasto que 
tapiza aquella verde colina. 

Mientras les he contado esto, hemos adelanta- 
do mucho camino. El Cerro de la Filarmónica lo 
hemos perdido ya de vista, quedando oculto tras 



AREQUITA 241 



de Otros cerros, y solo se ve por delante la 
mole de Arequita, con sus paredes á plomo, cer- 
niéndose sobre la cima una bandada de golon- 
drinas. 

—¿Qué golondrinas? me pregunta Brus. 

—Esas que andan volando sobre el Cerro. 

—Pues Dios le libre de las garras de esas go- 
londrinas. 

—¿Cómo? ¿tienen garras? 

—¡Ya lo creo I como que son águilas, y caran- 
chos. . . . 

Aquello me descorazonó, pues, si las águilas me 
parecían golondrinas, debíamos estar todavía 
muy distantes de Arequita, y yo creía que apenas 
nos separaban diez cuadras del Cerro. ¡Faltaba 
todavía una legua y media. . . I 

Los caballos de Frangois ya no trotaban con el 
brío que mostraban al salir del pueblo. El coche- 
ro tenía que menudear los latigazos para hacer- 
les mantener el tiro, y aún así, no se apuraban 
mucho aquellas osamentas ambulantes. Parecían 
sordos de lomo, pues maldito si los mancarro- 
nes se daban por entendidos del vapuleo que les 
llovía. ¡Así estarían de curtidos. . . ! Brus, desde 
adentro del carruaje, apostrofaba á las bestias 
con todos los gritos inventados para hacerlas 
andar más de prisa : « ¡vamos, pingo! ¡hep! ¡hep! 
¡yup! ¡firme! ¡firme! ¡tiren, valientes! ¡je, je, jel 
¡ arriba mancarrones ! » 

Los caballos sacudían las orejas y seguían al 
trotecito, sin importárseles gran cosa de los dis- 
cursos que se les dirigían. Delante galopaba un 
muchachón de unos quince años, hijo de Fran- 

8. c. 16 



242 SANSÓN CARRASCO 

90ÍS, que simulaba hacer de cuarteador para en- 
gañar á los pobres rocines. A medida que avan- 
zábamos, se ofrecía á nuestra vista un nuevo pa- 
norama: ahora se veían los Campaneros, los ce- 
rros del Penitente, así llamados porque corona 
uno de ellos un grupo de piedras que de lejos se- 
mejan un fraile arrodillado; y el de Arequita, ó 
más bien dicho, los de Arequita, pues dos son los 
cerros que llevan el mismo nombre, idéntico el 
uno al otro, del mismo corte, y de igual altura. 

Estábamos en pleno terreno plutónico. Miles 
de años atrás, debió arder toda aquella zona que- 
mada por el fuego interno, haciendo volar aque- 
llas piedras que van enterrándose por su propio 
peso, pero que bien se echa de ver fueron des- 
arraigadas de sus naturales cimientos en la terri- 
ble convulsión que trastornó la comarca que re- 
corríamos. 

Por fin llegamos al pié del Cerro, interrum- 
piendo el almuerzo de unos doscientos cuervos 
que picoteaban no sé qué en el suelo, y que al 
acercarnos con el carruaje no hicieron más que 
abrirse para darnos paso, sin que uno solo toma- 
se el vuelo. Se retiraron dando saltos y abriendo 
las alas, pero así que pasamos volvieron á reunir- 
se para continuar su desayuno. Noté con estra- 
ñeza que el carruaje se detenía precisamente 
frente á los acantilados del Cerro, donde era im- 
posible toda ascensión, pero me esplicaron los 
compañeros que por allí era por donde se llegaba 
á la gruta. Bajamos todos y nos pusimos en mar- 
cha ascendente hacia la montaña, que aparecía 
imponente con su inmensa mole de piedra cortada 



AREQUITA 243 



á pico, tapizadas las paredes con las más variadas 
especies del género de las bromelias, particiilar- 
mente de las llamadas claveles del aire, con sus 
largas hojas de un verde ceniciento. 

Capitaneaba la caravana el atlético Brus, arma- 
da la diestra de un gran facón, para abrir paso 
por entre las malezas que cierran el camino, y se- 
gui'amosle todos en fila india, agachándonos para 
evitar las espinas de los talas raquíticos que cre- 
cen entre las breñas. Poco antes de llegar á la en- 
trada de la gruta me llamó la atención un mag- 
nífico evónimus, arbusto cuyo nombre indígena 
no conozco, y á. pesar de ser planta que se cultiva 
en nuestros jardines, nunca he visto un ejemplar 
tan bello y fi-ondoso como aquel que vegeta allí 
entre piedras, ageno al cuidado del hombre. 

—¿Traen las velas? dice Brus. 

—Aquí están, contesta Lenzi. 

Aquella pregunta y aquella respuesta me intri- 
garon un poco, porque no me daba mucha cuen- 
ta del objeto que tendrían allí las velas, á las diez 
de la mañana de un día expléndido, iluriünado 
por un sol que hería la vista. 

Después de subir una cuesta bastante pendien- 
te, llegamos á la raiz de la roca que se levanta 
perpendicularmente, y allí descubrí una abertu- 
ra que permitía la entrada. En el fondo de la 
abertura se vé una lápida de mármol que dice: 

GRUTA COLON DESCUBIERTA POR 

P. CARBALLIDO, ARREGLADA ¿ 

INAUGURADA POR LOS "AMIGOS 

DEL PROGRESO '* EL DÍA 6 DE 

NOVIEMBRE DE 1 874 



244 SANSÓN CARRASCO 

Entramos en aquel zaguán estrecho, y confieso 
que sentí cierta emoción al mirar hacia arriba. 
La roca, partida por el medio, se levanta forman- 
do dos paredes que por lómenos tienen cincuenta 
varas de altura. Una de ellas está inclinada y 
parece que va á desplomarse de un momento á 
otro vencida por su propio peso. No hay que te- 
ner profundos conocimientos geológicos para 
comprender que aquella abertura ha sido hecha 
por una erupción. Se ven las paredes lamidas por 
las llamaradas que vomitaron los antros subte- 
rráneos, y todo en derredor está sembrado de 
escorias idénticas á esas que se ven en las fundi- 
ciones. Que la roca fíié partida es un hecho que 
se comprueba á la simple vista. Si fuese posible 
juntar los dos trozos que separa la abertura, en- 
cajarían exactamente, pues se vé que las promi- 
nencias de uno de los lados, corresponden á las 
abolladuras del otro. 

81; por allí salió el fuego que germinaba en las 
entrañas de la tierra, dislocando todo lo que en- 
contró á su paso, abriéndose camino dentro de la 
roca viva, para dar salida á las materias inflama- 
das que rebosaban en los profundos senos de 
aquella región, dormida hoy en medio del silen- 
cio de las soledades, pero que otrora atronó los 
aires con los alaridos rugientes proferidos por la 
naturaleza en el laborioso aborto del monstruo 
de fuego que devoraba sus entrañas. 

Es imponente la entrada en aquella abertura. 
De un lado y otro, las altas moles de roca corta- 
das á pico, dejando ver allá arriba un pedazo de 
cielo azul, • manchado, de vez en cuando, por la 



AREQUITA 245 



silueta negra de un cuervo que vuela en espiral; 
al fondo del zaguán, la pared del cerro, blanquea- 
da con el guano de las águilas que desde siglos 
atrás se posan en los picos salientes de la roca; y 
por entre la hendidura de aquellas elevadas mu- 
rallas, se vé una tira de paisage : una cadena de 
cerros que suben y bajan hasta perderse entre 
las brumas doradas del naciente. 

Y ahora, visto ya lo de fiíera, es necesario ver 
lo de dentro. Hay que bajar por una senda pen- 
diente y escabrosa, en la que se han mal tallado 
unos escalones que facilitan el descenso. De re- 
pente, el sendero hace un codo y se interna en 
las profundidades, donde apenas llega la luz del 
día. A aquella altura es ya necesario encender 
las velas. Yo me detuve un instante para ver lo 
que me rodeaba. Delante de todos iba Brus, con 
su facón en una mano y en la otra una vela, des- 
pejando el camino y haciendo de gula. Tras de 
él iba don Eduardo Torres, que aunque viejo tie- 
ne todavía buenas piernas para este género de 
aventuras; en seguida venía yo, todo desconfia- 
do, registrando el suelo con la vela para ver don- 
de pisaba, y cerraba la marcha Sebastián Torres, 
que al mirarle á la luz amarillenta de la vela que 
llevaba en la mano, parecía un espectro, flaco y 
pálido, con los ojos muy abiertos y queriendo 
sahrsele de la cara. En cuanto á Lenzi, había 
quedado arriba, porque, según él, ya estaba harto 
de grutas, y sus nervios se resentían de la pesa- 
dez con que se respira en aquel pozo. 

—¡Por aquí! dijo una voz que parecía salir de 
una caverna. Era Brus que había llegado ya á la 



246 SANSÓN CARRASCO 

boca de la gruta. Entró él primero, y tras de él 
fuimos entrando uno á uno, agachándonos para 
meternos por el agujero de entrada. Al principio 
no veía nada más que las cuatro luces de las ve- 
las que cada uno llevaba en la mano, Pero si no 
veía, en cambio olía, y no por cierto rosas ni jaz- 
mines, sino algo que me disgustaba bastante. 
Respiraba allí una atmósfera acre, amoniacal, sa- 
turada de humedad. La oscuridad era absoluta. 
Nunca, en todos los días de mi vida, me he en- 
contrado entre tinieblas tan densas como las que 
me rodeaban. El cuarto más herméticamente ce- 
rrado en la noche más tenebrosa, no da todavía 
una idea de la lobreguez que reina en aquella 
cueva de Arequita. 

Poco á poco fui acostumbrando la vistísi á la luz 
de las velas, y empecé á darme cuenta del sitio 
en que me encontraba. La cueva es de forma cir- 
cular, cubierta con una bóveda cuyos estremos 
descansan en el suelo. El piso es blando, forma- 
do al parecer de cenizas, sembrado todo de cas- 
cajo y piedras sueltas. En el centro de la bóveda 
hay una filtración de agua, que se recoje en una 
tina colocada allí no sé por quién. Quise tomar 
de aquella agua, pero tenía un sabor tan repug- 
nante que no pude tragar ni un buche, á pesar 
de que Brus me porfiaba que era la más cristali- 
na y fresca que había bebido en su vida. No pon- 
go en duda lo del cristal y lo de la frescura, pero, 
lo que es el gusto, declaro que no me cuela. 

Pensando estaba yo lo que sería aquella cueva, 
y hasta se me antojaba que bien podría ser un 
cráter apagado, cuando sentí que por los oidos 



AREQUITA 247 



me zumbaba algo que pasaba rápidamente. Al 
principio no hice caso, pero, viendo que los zum- 
bidos menudeaban y que por la vaga claridad de 
las velas cruzaban sombras fugitivas, pregunté 
qué diablos era aquello. 

—Estos son los dueños de casa, me dijo don 
Eduardo Torres. 

—Tanto gusto en conocerles, contesté. Pero 
¿quiénes son ellos? 

—Véalos, me dijo Brus, que se había trepado á 
una eminencia del piso y desde allí iluminaba el 
techo con una vela en cada mano. 

1 Horror ! . . . . Había cien , mil , diez mil .... 
¡ qué sé yó I . . . . tal vez un millón de murciéla- 
gos, apiñados los unos sobre los otros, formando 
una espesa masa movediza, que chillaba al ver 
profanada su negra mansión por los destellos de 
la luz. Todos los nervios se me crisparon solo al 
hacerme la idea de que aquellas alimañas pudie- 
ran rozarme con sus alas cartilaginosas, frías y 
blanduzcas como la mano de un muerto. 

Y no estaba muy lejos de que eso sucediese, 
porque, turbados los murciélagos en su lóbrego 
reposo, empezaban á revoletear por docenas en 
tomo de las velas, cuando, para completar la gra- 
cia, Sebastián Torres tuvo la humorada de tirar 
una piedra á lo más espeso del cardumen. Aquí 
fué el caer de ratones alados y el desbandarse por 
la cueva, lanzando chirridos estridentes. Brus se 
reía á carcajada tendida; don Eduardo le hacía 
coro, familiarizado ya con aquella gracia clásica 
de todos los paseantes á la gruta: el otro Torres 
estaba clavado en su rincón, gozando con el re- 



248 SANSÓN CARRASCO 

sultado de su inoportuna pedrada, y yo, espanta- 
do por la avalancha, agitaba desesperadamente 
los brazos para defenderme contra todo contacto 
de aquellos bichos asquerosos, sin atreverme á 
dar un paso, porque no veía ni el más leve vesti- 
gio de la salida. 

Por fin Brus tomó la delantera, y vaqueano 
dentro de aquella oscuridad como si fuese en ple- 
no día, fué derecho al agujero por donde habla- 
mos entrado. Yo fui tras de él, pero al llegar al 
boquete retiré vivamente la cabeza, porque los 
murciélagos habían ganado la entrada y revolo- 
teaban allí hechos unos demonios, pasándome 
por las narices como flechas disparadas. Cerré 
los ojos y atropellé, guiado por la mano de Brus 
que solícitamente me servía de lazarillo. Cuando 
los abrí nuevamente me encontré en una vaga 
claridad, y tanteando las paredes empecé á subir 
por aquella pendiente áspera y pedregosa, que 
iba poco á poco iluminándose á medida que su- 
bíamos á la superficie. Cuando llegué á la cima, y 
vi el sol, y el campo verde, y respiré aquel aire 
puro, me pareció que resucitaba. Con la boca 
abierta y las narices dilatadas, aspiraba aquel 
ambiente impregnado de luz, de colores, de per- 
fumes, con la misma avidez y entusiasmo con 
que debe aspirarlo el hombre que, enterrado vivo, 
ha logrado romper la tapa del ataúd que lo ence- 
rraba. 

Vuelto en mi de aquel rapto de alegría al ver- 
me nuevamente en el mundo de los vivos, divisé 
á Lenzi que, sentado filosóficamente sobre una 
piedra, nos aguardaba. Fui hacia él y le estreché 



AREQUITA 249 



largamente la mano, como diciéndole: «Com- 
prendo su horror á la cueva. Yo tampoco volve- 
ré á entrar. » 

¡ Ah ! i y de seguro que no vuelvo ! Aunque me 
convidasen á hacer una escursión á la cueva 
acompañado de niñas, como ha sucedido ya más 
de una vez, llegándose hasta decir que han bai- 
lado allí dentro, no volvería. 

¡ Qué esperanza ! 

Aquella debe ser la patria, de los murciélagos. 
Seguramente que allí han nacido todos los que 
vuelan entre dos luces en todos los ámbitos de la 
república. 

<Cómo fué á descubrir aquella gruta don Pedro 
Carballido? Es algo que yo no me esplico. Pare- 
ce que una tarde del año 74 andaba por allí ese 
señor, acompañado de un amigo, buscando mi- 
nerales, y de repente topó con la abertura de la 
piedra, que estaba escondida tras de los mato- 
rrales que crecen en aquellas breñas. Al llegar al 
estremo del zaguán, vio un agujero profundo, é 
intrigado con aquello, trató de bajar, pero se 
lo impidió el amigo arguyéndole que no era 
prudente aventurarse en aquella sima, cuya pro- 
fundidad no se conocía. Carballido cedió á las 
instancias de su amigo, pero no cejó en su pro- 
pósito de investigar lo que era aquel pozo, y tan 
no cejó, que volvió al día siguiente, acompañado 
de otras personas, provisto de hachas, cuerdas y 
lazos para lo que pudiera ofrecerse. Llegado á la 
boca del agujero, Carballido se ató el cuerpo con 
un lazo, cuyo estremo confió á las personas que 
le acompañaban, y, bien armado, con el corazón 



250 SANSÓN CARRASCO 

bien puesto, empezó el descenso, á semejanza de 
don Quijote cuando bajó á la encantada cueva de 
Montesinos. 

Aflojaron lazo y lazo los de arriba, y de re- 
pente notaron que ya no pesaba el cuerpo del 
atrevido explorador. Más de media hora espera- 
ron, temerosos por la suerte del amigo, y cuando 
ya les ajitaba la zozobra de una desgracia, volvie- 
ron á oir la voz de Carballido que pedía le ayu- 
dasen á subir. Reunido con sus amigos, les con- 
tó cómo, después de bajar unas diez varas, había 
encontrado en las paredes del pozo un boquete 
por donde apenas podía entrar arrastrándose, 
pero que á pesar de la dificultad había logrado 
penetrar, y encendiendo un fósforo había visto 
con sorpresa que aquello era una gruta bastante 
extensa, sin más salida que el agujero por donde 
él había entrado. 

No encontró, por cierto, como el valeroso man- 
chego, aquellos castillos de marfil y diamantes 
que vio en la cueva de Montesinos, ni salieron á 
recibirle doncellas ginetas en blancas hacaneas, 
ni dueñas cuidaron de él, ni le sirvieron opíparos 
manjares. Nada de eso. Lo único que vio fué una 
cueva negra como boca de lobo, y el único reci- 
bimiento que tuvo fué el de algunos millares de 
murciélagos que chillaron y se enfurecieron á su 
vista como si hubiese entrado el mismísimo de- 
monio. Llevada la noticia del descubrimiento al 
pueblo, se organizaron inmediatamente varias 
comitivas para ir á conocer la famosa gruta, pero 
nadie se animó á bajar, hasta que algunos veci- 
nos, constituidos en Comisión, bajo la denomi- 



AREQUITA 251 



nación de Amigos del Progreso^ practicaron allí 
las obras necesarias para facilitar la bajada y ha- 
cer más cómoda la entrada, obras que se realiza- 
ron inmediatamente, inaugurándose la gruta con 
un gran paseo en el día que marca la lápida. 

Esto es lo que me contaron de la célebre gruta 
de Arequita, y tai y cual te lo cuento á tí, lector, 
sin poner ni quitar nada. 

Quería completar este artículo reseñando el opí- 
paro almuerzo con que me sorprendió Lenzi en 
la costa del Santa Lucia, que corre á una media 
legua del Cerro de Arequita, pero, como ya esto 
va largo, y como lo que almorzamos no fueron 
fiambres ni longanizas, lo dejo para la próxima 
vez que me ocupe de Minas, que será, Deo volenle^ 
en breve, si es que las malandanzas de la política 
y de las finanzas no me quitan el humor para en- 
tregarme á los placenteros recuerdos que guardo 
de mi escursión á aquella hospitalaria villa. 



Marzo 30 de 1883. 









LOS CARNAVALES 



ANTAÑO Y OGAÑO 




I CHÁRAME yo ahora á hacer un estudio his- 
tórico desde los comienzos del Carnaval, 

I y tuviera, de seguro, para indigestar á 
mis lectores con un par de columnas de 
citas, fechas, Lupercales y Saturnales y mil otras 
antiguallas que hablarían mucho en favor de mi 
erudición, para los que no saben que estas cosas 
se encuentran en cualquier librajo de esos en que 
muchos cosechan los partes y novedades con que 
se dan Ínfulas de ser sabedores de cosas de otros 
siglos, sin darse cuenta, las más de las veces, de 
lo que acontece en el que viven, como que va mu- 
cho de cíopiar lo que otros dijeron á hacer por sí 
las observaciones y comentarios á que se presta 
lo que nos rodea. 

No crea, pues, el lector, que voy á remontarme 
hasta los orígenes de la fiesta que hoy comienza, 



254 SANSÓN CARRASCO 

pues solo echaré un vistazo á quince años atrás, la 
mitad de los que tengo, con un item que no hay 
para qué detallar, pues sabido es que, tanto hom- 
bres como mujeres, no salimos de los treinta has- 
ta que los cuarenta nos suenan, y de acá á allá, 
todavía va largo para mi. ¡Asi pudiera estirar- 
lo I 

Decía, pues, y digo, que ahora quince años, y 
menos' aún, se jugaba el carnaval á huevazo lim- 
pio, cosa de todos sabida, pero como el tiempo 
pasa, y con él se van los recuerdos, no estará de 
más hacer memoria de aquellos tipos especiales 
de nuestro carnaval, y digo nuestro, porque no 
he oido jamás hablar de que, fuera del Río de la 
Plata, se jugase á carnaval como entre nosotros, 
de aquella manera criolla, que degeneraba, las 
más de las veces, en sopapos. 

Convengo con los que dicen que aquello era 
bárbaro,» pero quiero, también, que convengan 
conmigo en que era muy divertido ; era más es- 
pontáneo, más popular, y, sobre todo , más ba- 
rato. 

Los edictos policiales sólo prohibían el uso de 
huevos de avestruz y otras armas por el estilo, 
capaces de dar en tierra con los transeúntes,' y el 
comienzo del juego se anunciaba con un cañona- 
zo, disparado desde la que fué fortaleza de San 
José, y no hay para qué pintar la ansiedad con 
que los jugadores esperaban, reloj en mano, el es- 
tampido guerrero para emprenderla con el pri- 
mer incauto que pasase. 

Todo era sonar el cañonazo y echarse á la ca- 
lle centenares de muchachos, con canastas los 



LOS CARNAVALES 255 



unos, y con cajones los otros, colgados con un 
cordel de los hombros, anunciando á grito pe- 
lado: 

¡A los buenos güevitos de olor 
Pa las niñas que tienen calor/ 

á lo que otros contestaban : 

A los buenos güevitos de triqui traque 
Pa las niñas que usan miriñaque. 

Llevaban los muchachos su frájil mercancía 
muy arreglada en hileras rojas, verdes, azules y 
amarillas, según el color dado á la cera con que 
se tapaban las cascaras después de llenarlas de 
agua nominalmente perfumada, á razón de un 
frasco de eau de cologne, de aquellos larguiruchos, 
por cada balde de agua, y retobadas con trapos 
de todos colores, cortados en redondo, y sumer- 
jidos dentro de la cera hirviendo para {jpgotear- 
los en el huevo relleno, que quedaba convertido 
en temible proyectil. 

Estos chicuelos surtían á los jugadores acciden- 
tales, paseantes que se entusiasmaban al recibir 
un balde de agua, y devolvían la fineza con una 
docena de balazos, que no de huevazos, según 
era la fuerza con que arrojaban las cascaras, mu- 
chas de las cuales, mal rellenas, se estrellaban en 
el aire, disolviéndose la carga de agua en menu- 
dísima lluvia, tal era el impulso que llevaban. 

Pero el jugador típico era el orillero de som- 
brero gacho, poncho, pañuelo de golilla, y en la 
mano otro, atado por las cuatro puntas, dentro 
del cual llevaba su provisión de hasta dos doce- 



256 SANSÓN CARRASCO 

ñas de huevos, bastantes para divertirse los tres 
días. A buen seguro que mi hombre lanzase un 
huevo á la ventura. Apuntaba como quién va á ti- 
rar al blanco, reboleaba el brazo dos ó tres veces, 
y si consideraba dudoso el golpe, volvía á guar- 
dar su huevo, por no malgastarlo. 

Y así se recorría toda la ciudad, soportando los 
baldes de agua que de las azoteas y balcones le 
llovían, ó recibiendo en plena cara uno de esos ja- 
rrazos traicioneros que salían de atrás de una 
puerta entornada, disparados generalmente por 
una fornida gallega ó por alguna morena de esas 
que tienen cada brazo como un tronco. 

Al caer la tarde, se veía venir en una ü otra di- 
rección una gran comitiva, precedida y seguida 
de una turba de muchachos. Eran los jugadores de 
alto tono, la juventud dorada de Montevideo, que 
salía á jugar por lo fino, con cascaras de cera y 
cartuchos de confites. Era de verlos tan ufanos y 
alegres con sus garibaldinas azules ó rojas, pan- 
talón blanco, bota de charol á la granadera, lujo- 
sa faja de seda, y en la cabeza una boina gracio- 
samente achatada hacia un lado. Allí era el salir 
apresuradamente á los balcones las señoritas, ar- 
madas de sus jarros, echando agua con una mano 
sobre aquellos peripuestos donceles, y defendién- 
dose con la otra de los proyectiles que ellos les 
arrojaban con toda mesura, á barajar, para no 
lastimarlas. 

—Acerqúese, pues, no sea cobarde, decía una 
dirigiéndose á alguno de los campeones. 

—Me acercaré si usted me tira esa flor que tiene 
en la cabeza, contestaba el amartelado galán. 



LOS CARNAVALES 257 



— Allá vá, venga á recogerla. 

Caía la flor bajo los balcones, apresurábase 
el caballero á levantarla, y cuando con una ama- 
ble sonrisa iba á saludar á la dueña, recibía en el 
rostro un torrente de agua que le enceguecía y 
ahogaba, desgracia que él trataba de disimular 
diciendo con toda galantería: 

—¡Como ha de ser! No hay rosas sin espinas.... 

Y así seguía el juego por largo rato, ellos aguan- 
tando un diluvio de agua que les dejaba ensopa- 
dos, y ellas recibiendo los huevos de cera, que se 
estrellaban en sus manos, perfumándolas con es- 
quisitas esencias, no sin que de vez en cuando se 
oyese á alguna gritar: 

—¡Puf! Está podrido. 

Cuando ambos belijerantes quedaban ya ren- 
didos de la refriega, empezaba la parte galante 
de la fiesta. Los caballeros arrojaban á manos 
llenas cartuchos de confites, y ahí era el gritar y 
manotear de los chicuelos, que estaban á los des- 
perdicios, lanzándose en masa sobre la vereda 
cuando algún cartucho no llegaba á su destino, 
empujándose, pateándose, por agarrar la codicia- 
da presa, mientras los jugadores hacían toda cla- 
se de esfuerzos para barajar las coronas que en 
cambio de los confites les llovían, retribuyendo 
ellos todavía el obsequio con cajas especiales, de 
antemano destinadas á fulana y á zutana, á quie- 
nes las enviaban por medio de sus sirvientes, no 
atreviéndose á correr el albur de que al arrojar- 
las cayesen entre la turba multa de arrapiezos 
que andaban á caza de gangas. 

Venían, por fin, los saludos, que por lo general 

8. c. 17 



258 SANSÓN CARRASCO 

iban rociados de algún jarrazo especial, combi- 
nado con la mucama, estratégicamente colocada 
para no errar el golpe, y tras de esta húmeda 
despedida, retirábanse los jugadores, mojados 
hasta la médula de los huesos, las camisetas la- 
cias, destiñendo el azul ó el rojo de la tela sobre 
los pantalones, pero muy orondos con sus coro- 
nas, terciadas al hombro, cifrando cada cual su 
orgullo en el mayor número de las conquistadas 
en la acción que acababan de librar, j Pobres co- 
ronas! Al finalizar la ¡ornada, solo quedaba de 
ellas algún girón de tarlatan marchito, y como 
triste realidad, el arco de barrica en torno del 
cuál la delicada mano de fulanita abuUonara cres- 
pones y tules para obsequiar á su campeón . 

Muchas veces, cuando las heroínas estaban ya 
muy tranquilas haciendo el recuento de los rega- 
los y narrando los episodios del combate, se velan 
de repente sorprendidas, invadidas por un grupo 
de intrépidos que iban á librarles batalla dentro de 
sus propias trincheras. Gritos, cerramientos es- 
trepitosos de puertas, vidrios rotos, repliegues de 
las jugadoras á un rincón, y protestas de los due- 
ños de casa ; — tal era el comienzo de la lucha . — 
El campo de batalla era la sala, prudentemente 
desamueblada desde el día anterior, sin alfombra, 
sin cortinas, sin ningún adorno, en fin, más que 
la gran tina de baño colmada de agua, el baño de 
asiento, la tinaja, los tachos grandes de la cocina, 
y todo cuanto cacharro pudiera servir de depósi- 
to para tener mucha agua á mano. 

Repuestas las niñas del susto, emprendían el 
ataque, provistas de sus jarros, pues buen cuida- 



LOS CARNAVALES 259 



do tenían de no dejar sus armas para que el ene- 
migo las aprovechase. Defendíanse los hombres 
como podían, con las manos, con el sombrero, 
con lo que les caía al alcance, pero generalmente 
acababan por quedar vencidos, por que es irre- 
sistible una carga de jugadoras de esas que se 
calientan en la refriega y ya no miran para atrás, 
arrojando agua mientras tienen agua, y conclu- 
yendo á jarrazo limpio cuando ya no tienen con 
qué mojar. Escurríanse los asaltantes como po- 
dían, perseguidos hasta en la escalera por la ser- 
vidumbre que hacía de reserva á las patronas, 
pero frecuentemente sucedía que el menos listo ó 
el más aturdido quedaba solo, encerrado dentro 
de un círculo femenino que, no por serlo, era 
menos terrible, y entonces pagaba él la calavera- 
da, por él y por sus compañeros. Ésta le aturde 
con un jarro de agua en los ojos, aquella le aplas- 
ta encasquetándole un balde lleno en la cabeza, 
la otra le pellizca de un brazo, tironéale la de más 
allá de las orejas, hasta que, entusiasmadas 
de veras, cargan las cuatro con él,y apesar de sus 
manotadas y pataleos, le zambullen dentro de la 
tina, y de buena gana le ahogarían, si la oportu- 
na intervención del dueño de casa no pusiese fin 
á la gresca. ¡Cómo saldría de mohíno y cariacon- 
tecido el zarandeado asaltante, es cosa que ya el 

lector sobradamente se imaginará ! 

Había, también, los jugadores hípicos, grandes 
ginetes que se lucían cerrándole piernas al caba- 
llo para pasar por entre dos cantones, en medio 
de una granizada de huevazos y una lluvia de 
bombas, costaleando el caballo sobre las piedras, 



200 SANSÓN CARRASCO 

azorado con la bulla, con los proyectiles que lo he- 
rían, con lo resbaladizo del suelo y con la cons- 
tante amenaza de los lados y del frente y de atrás, 
sin atinar por donde huir para librarse de aquel 
infierno. 

La Ccdle, sembrada de retazos de papel y de 
cascaras de huevo, denunciaba á los jugadores 
que, ocultos tras de pretiles de las azoteas, 
acechaban á los incautos. De repente aparecía 
un transeúnte, y mirando con cara de pillo, se 
aventuraba por la cuadra peligrosa, en la segu- 
ridad de burlar á los que le esperaban. Si las 
bombas y cascaras estaban sobre una acera, to- 
maba él por la de enfrente, calculando entre sí 
que los jugadores estarían encima de él, y contra 
ellos se defendía pegándose todo lo posible á la 
pared para resguardarse con las cornisas y bal- 
cones. ¡Inocente ! Cuando más contento iba feli- 
citándose de su travesura y sonriéndose del chas- 
co que había dado ¡ zas ! de atrás de una puerta 
que él ni sospechaba, le disparan un balde de 
agua que le ensopa de los pies á la cabeza. Atur- 
dido por la sorpresa y temeroso de una nueva 
arremetida, saltaba al medio de la calle, y enton- 
ces le aprovechaban los de arriba, apedreándole á 
huevazos, haciéndole tambalear á baldes de agua, 
y muchas veces, dando con él en tierra de un 
bombazo certeramente acomodado en la cabeza. 
Entonces se armaba una de silbidos, de gritos, 
de toques de corneta y de matraca 'que atraían á 
todos los curiosos, prudentemente aglomerados 
en la esquina, y cuando más encantados estaban 
estos gozando con las desgracias del caido, ¡ ca- 



LOS CARNAVALES 26 1 



taplum I llovía sobre ellos toda una tina de agua 
que les dispersaba, echando pestes y maldiciones 
contra el travieso que tan donosamente les había 
burlado. 

¡Oh! jlos buenos tiempos! Ya se fueron para 
no volver. Ahora todo es mezquino y raquítico. 
Se juega con pomitos, ridiculo remedo de aque- 
llas monumentales geringas cuyo grueso chorro 
alcanzaba hasta los miradores. Y lo mismo que 
los jugadores, se van las máscaras, aquellos mas- 
caraos típicos que ha pintado de mano maestra 
Dermidio Demaria, describiendo á los marqueses 
y las pastoras, sudados ellos dentro de sus casa- 
cones de terciopelo, y despeadas ellas con los za- 
patos estrenados ese día, y domados en una con- 
tinua caminata desde las doce hasta la puesta del 
sol, para seguir después el bureo en los trasija- 
dos bailes de rompe y rasga, en que van las pare- 
jas ceñidas como los hermanos Siameses, hacien- 
do de dos cuerpos un solo bloque que se menea 
como un ¡ay de mí! y suda á mares desde la pun- 
ta del pelo hasta ¡no descendamos, por hi- 

jiene siquiera, hasta esos estremos que no hay 
para qué nombrar! 

¿Dónde se han ido los condes de careta de 
alambre con la boca de resorte para fumar una 
tagarnina? Dónde, los indios de camiseta de pun- 
to, adornada la cintura y la cabeza con desperdi- 
cios de plumeros? ¿Qué se han hecho los turcos 
de cabeza atada con pañuelos de algodón, lu- 
ciendo sobre la ropilla la licencia policicd, y hol- 
gadamente calzados con amplias alpargatas? 



202 SANSÓN CARRASCO 

Los infantes de Aragón 

^Qué se hicieron? ^dónde están? 

Ya no se ven aquellas comparsas heterogéneas, 
formadas por acumulación en torno de un acor- 
deón y una pandereta, sin conocerse los unos á 
los otros, vinculados momentáneamente por el 
deseo de marchar al compás de una música cual- 
quiera, y disolviéndose de la misma manera que 
se agruparon, sin darse siquiera las buenas tar- 
des* elementos congéneres en el modo de ser, 
que se agrupan como lo hacen los pájaros, en 
bandadas, aunque sean de diversa procedencia y 
plumaje, solo porque son pájaros, como solo por 
ser turcos todos ellos; se empandillaban aquellos 
mascaraos de los buenos tiempos. 

Pero,no eran solo éstos los que apelaban al dis- 
fraz en esos días clásicos del engaño. También 
los jóvenes de la mejor sociedad se organizaban 
en lucidas comparsas, y de entre las de mi tiem- 
po, recuerdo muy especialmente La Mitológica^ 
cuyos socios pertenecían á las principales fami- 
lias. Como su nombre indica, era aquella com- 
parsa formada por los Dioses del Olimpo, y cada 
cual tenía su traje y sus atributos espresamente 
mandados venir de Europa. 

Hacía de Júpiter Eugenio Garzón, ya con sus 
tendencias de mando, muy grave, envuelto en su 
manto rojo franjeado de armiño, ceñida en la 
frente la corona, y esgrimiendo en la diestra el 
fulminante haz de rayos. Federico Vidiella repre- 
sentaba á Vulcano, con su mandil de cuero y su 
gran martillo, aunque no caracterizando al Dios 



LOS CARNAVALES 263 



herrero en su cojera, tal vez porque era poco ele- 
gante eso de hacer el rengo delante de las niñas. 
El Cielo figuraba Apolinario Gayoso, que hoy es 
colector de Aduana, todo tachonado de estrellas, 
radiante de sol y plateado de luna; y á su lado 
marchaba Emilio Herrera, con casco, escudo y 
lanza, remedando al belicoso Aquiles, Santiago 
Michelini, que con toda seriedad está hoy en su 
bufete de El Siglo, era por aquel entonces nada 
menos que el fornido Hércules, con su piel de tigre 
al hombro y su gran maza en la mano, ha- 
ciendo pareja con Miguel Reissig que, vestido 
de Terror, aterrorizaba á cuanto chicuelo encon- 
traba. De Momo hacia Ricardo Lacueva, obligado 
á reir aunque le doliesen las muelas, forzado por 
el jocoso papel que representaba; y Carlos Cas- 
tells, figurando á Salurno, pareciendo querer tra- 
garse las piedras solo por representar á lo vivo ¿ 
aquel gran comilón que hasta sus hijos devoraba. 
José Antonio Ferreira reproducía al pudoroso 
Telémaco, y sospecho que lo copiaba hasta en lo 
de gustarle todas en general, sin hacer hincapié en 
rubias ni en morenas. 

Su hermano Alberto caracterizaba á Mercurio, 
papel que se le confió por ser el más espigado de 
la comparsa, y andaba él muy ufano con su ca- 
duceo adornado de víboras en la mano, y sus ali- 
tas en los talones y en el casquete. Eduardo Ne- 
bel personificaba á Marte, con su yelmo y su cora- 
za, esgrimiendo una tajante espada, y tan por lo 
serio tomó la cosa, que no quiso guardarla vir- 
gen, como otras que ustedes conocen, y la envai- 
nó en un ternero, que murió orgulloso al verse 



264 SANSÓN CARRASCO 

herido por aquel olimpico acero. Eduardo Fari- 
ña era Neptuno, con su punzante tridente, todo 
adornado de atributos marinos, y junto con él 
figuraban Orfeo, Apolo y otras divinidades, que 
no recuerdo á quienes estaban confiadas. 

Lo que sí recuerdo es al Dios Pan, Figúrense 
ustedes á un hombre metido, en pleno Febrero, 
dentro de una piel de carnero, cerrada desde el 
cuello hasta los pies como si estuviese forrado en 
lana, y ya se imaginarán lo que sufriría, lo que 
se fastidiaría el joven Calvo, hermano del reputa- 
do músico don Carmelo, que bramaba de calor y 
de ira contra la diabólica idea de aquel maldito 
pastor de vestirse de zamarras de carnero. Lo 
que Calvo renegaba, no es para repetido, pero sí 
puedo garantir que recordaba con fi-uición la ho- 
ja de higuera, y que de buena gana hubiera cam- 
biado su gerarquía de Dios Olímpico, por la de 
un simple Adán, apesar del lijero traje que gasta- 
ba nuestro padre común. 

La Mitológica no era una comparsa de mera ex- 
hibición. Los Dioses cantaban como simples 
mortales, y al efecto, Vicente López compuso 
unas canciones con sabor olímpico, erizadas de 
esdrújulos, y Carmelo Calvo las puso en música, 
en una música mitológica, también, como corres- 
pondía á tan mitológica comparsa. Decía el coro: 



Llenos de júbilo 
Los mitológicos 
Que manda Júpiter 
El inmortal, 



LOS CARNAVALES 20$ 



De los empíreos 
AI mundo mísero, 
Todos bajemos 
Al carnaval. 



Era de ver los aires que se daba Júpiter cuando 
se oía decir inmortal ! Ensayados los coros, y tem- 
plados los instrumentos, resolvió La Mitológica 
echarse á la calle; y por no hacerlo á usanza de los 
mortales, que van por lo general á pié, alquilaron 
un carro de mudanzas, sobre el cucd levantaron 
una gradería, que semejaba el Olimpo, donde iban 
muy gravemente sentados los Dioses, ocupando 
la cúspide el alado y travieso Cupido^ que lo re- 
presentaba Manuel Reissig, chicuelo á la sazón 
de diez años, lindo como un querubín, armado de 
su arco y colgada á la espalda la aljaba bien pro- 
vista de traicioneras flechas. 

Arreglado todo, montaron los Dioses en su 
olímpico carro, vestido el cochero con un traje 
también mitológico, para no desdecir del conjun- 
to. Precedían á la comparsa unos lictores, ginetes 
en blancos corceles, y tras á ellos iban los mú- 
sicos, metidos dentro de un carro adornado, to- 
dos ellos vestidos de romanos, haciendo la más 
estrafcdaria figura. 

Cerraba la marcha el carro de los Dioses, pare- 
cido á aquel que encontró don Quijote con los 
cómicos que representaban Lxts cortes de la muer- 
te; y puesta en camino la comitiva, se dirigió á la 
casa del señor Vidiella, cuyo hijo Federico era el 
Presidente de la comparsa, correspondiéndole, 
por consiguiente, la primacía en cuanto á ver y 



266 SANSÓN CARRASCO 

oir á los cantantes olímpicos. Vivía entonces el 
señor Vidiella en la esquina de la plaza, altos de 
la antiquísima Conjiteria Monievideana, que ahí 
está como era entonces, es decir, hace la friolera 
de quince años, y allí bajó la comitiva con mucho 
orden; subieron los Dioses á la sala, donde les 
esperaba toda una corte de huríes, lucieron sus 
trajes, entonaron sus canciones é hicieron sus 
gracias, si es que hacerlas sabían. 

Aplaudidos y festejados fueron los Mitológicos 
con toda esplendidez, y satisfechos con aquel 
triunfo que en su primera salida alcanzaran, de- 
cidieron visitar algunas otras casas, empezando 
por la de don Salvador Bujareo, que era la más 
cercana, situada en la calle 25 de Mayo, casi es- 
quina á la de Cerro. Instalados todos en sus si- 
tios, partieron los lictores al trote de sus caballos 
por la calle de Cámaras; tras ellos arrancó el 
carro de los músicos romanos, y en seguida se 
puso en marcha el OUmpo, arrastrado por cuatro 
briosos corceles, que, encontrando liviano el tiro 
por la pendiente, tomaron á trote más que regu- 
lar, zangoloteando á los Dioses que hacían pini- 
nos por no caer, tales eran los badances del vehí- 
culo, debidos alas desigualdades del empedrado. 

Al llegar los lictores á la esquina de Cámaras y 
2$ de Mayo, doblaron por ésta en dirección alo 
de Bujareo: dobló en seguida el carro de los mú- 
sicos, pero el de los Dioses, veloz como venía, 
todo fué doblar, y volcarse, cayendo carro. Dioses, 
catafalco y atributos contra la Hojalatería de Ca- 
rril, situada entonces en el sitio que hoy ocupa 
el encantado palacio de don Pancho Gómez. 



LOS CARNAVALES 267 



El que mejor parado salió fué Cupido, que por 
ser el más encumbrado escapó ileso de toda apre- 
tura, cayendo de lo alto como un angelito con 
sus alas abiertas. 

¡Pero los Dioses! ¡No les valió para nada la divi- 
nidad ! Voceaba Júpiter, renegaba Saturno, que- 
jábase á grito herido Vulcano, apostrofaba Marte 
al mitológico carrero, que juraba ¡per la Madonal 
echando ajos y cebollas como un condenado, y 
todo era alH confusión, algarabía y desesperación 
de los salvados, al ver que debajo del carro habla 
un amasijo de Dioses que pataleaban, manotea- 
UBq y pedían auxilio. 

¡Adiós Olimpo! ¡Adiós canciones! ¡Adiós trajesl 
¡Adiós triunfos! 

El único que no tuvo de qué quejarse fué el 
Dios Pan: aquel cuero lanudo que tanto le so- 
focaba, le sirvió de colchón en la caida, realizán- 
dose así en él aquello de: « no hay mal que por 
bien no venga». 

Y no cuento más, lector, porque yo ya estoy 
cansado, y tu estarás aburrido, asi es que doble- 
mos la hoja, y no hablemos para nada de estos 
carnavales chirles de ahora en que no hay hue- 
vos, ni bombas, ni jarros de agua, ni jugadores 
de pañuelito, ni héroes de coronas, ni asaltos, ni 
marqueses, ni pastoras, ni turcos, ni tumbos Mi- 
tológicos como el que llevaron mis amigos en su 
olímpica escursión. 

¡Pomitos ! ¡Dóminos ! ¡Bahl ¡bahl 

¡bah! 



Febrero 4 de 1883. 





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PANORAMA BONAERENSE 



LA VUELTA DE PALERMO 




I coRDONADos á uoa y Otra banda dé la ám- ' 
plia avenida de las Palmeras, hay unos 
treinta carruajes, cuyos dueños, sentados 

I en los bancos que flanquean la senda, ó 
caminando á paso lento, aspiran el aire puro 
que viene del Río, dormido á pocas cuadras 
bajo la barranca, sobre su lecho de arena ceni- 
cienta, teniendo por cabecera las toscas cubiertas 
de verdín. 

Apenas una docena de vehículos circulan á 
gran trote, los caballos con el cuello estirado, 
moviendo apresuradamente los nerviosos remos, 
y los cocheros muy tiesos en los pescantes, mi- 
rando con el rabillo del ojo á los que vienen de- 
trás para no dejarse aventajar, y avivando por 



270 SANSÓN CARRASCO 

momentos con la fusta á los corceles que se de- 
rrengan por estirarse sin salir del trote. 

Palermo puede decirse que está desierto en es- 
tas tardes del estío. Ya no es aquel animado pa- 
seo del invierno en que circulan los carruajes por 
centenares, cerrados los lando y los coupé contra 
las heladas brisas del Sud, y arropados los pa- 
seantes en victoria dentro de las mantas de pieles 
que los defienden del aire. Aquel Palermo está 
ahora en San Isidro, en San Femando, en las 
Conchas, por el Norte; en Flores, en Ramos Me- 
jía y en Morón, por el Oeste; en Temperley, las 
Lomas y Adrogué, por el Sud; y en Montevideo, 
por el Este. 

Solo quedan allí aquellos á quienes sus ocupa- 
ciones no les permiten salir de Buenos Aires, y 
que huyen por la tarde hacia el paseo en busca de 
alguna bocanada de aire puro para dar espansión 
álos pulmones sofocados por la atmósfera viciada 
de la ciudad, mezcla de polvo y de humo y de las 
emanaciones de trescientos mil cuerpos sudo- 
rosos. 

Las palmeras con su tronco recto, coronadas 
con su penacho de hojas satinadas, parecen er- 
guirse con el fresco de la tarde, después de haber 
soportado el fuego de un sol abrasador que, en- 
candescido dentro de los celajes purpúreos del 
horizonte que semejan una fragua, desciende co- 
mo un globo rojo, desprovisto de todos sus rayos, 
como si los hubiese dejado clavados en la tierra. 
Parece una almohadilla sin alfileres. 

La ancha avenida, cuidadosamente regada, di- 
buja una malla de huellas trazadas por los carrua- 



PANORAMA BONAERENSE 27 1 

jes que se cruzan, y que van estacionándose uno 
á uno, hasta que, llegada la hora de la retirada, 
parten á paso lento, dan una última vuelta, y en 
seguida desfilan por delante de la Escuela Militar, 
levantando nubes de polvo sonrosado por el sol 
en el ocaso, sin oirse más ruido que el golpe seco 
de las herraduras de las patas delanteras al dar 
en el casco de las traseras, y el canto monótono 
de miles de cigarras ocultas entre el follaje de los 
árboles. Y así de una tirada, llegan los carruajes 
al trote hasta la cima de la barranca de la Recole- 
ta, donde se detienen, jadeantes los caballos, con 
las narices abiertas, palpitando violentamente los 
vacíos, blanqueando de espuma donde quiera que 
una correa les roza la piel, goteando el sudor por 
el vientre, y el lomo humeante con la traspira- 
ción. 

Desde aquella altura se abarca todo un paisaje. 
Al norte, el río poblado de barquichuelos, con sus 
blancas velas izadas para mantenerse aproados 
al viento. Á la derecha, el poniente envuelto en 
\ma bruma de polvo rojizo, de entre el cual se 
destacan, como dos obeliscos, las chimeneas de 
los depósitos de las aguas corrientes, mientras 
que á la izquierda se ierguen como agujas que 
perforan el ambiente los altos caños de la cerve- 
cería de Bieckert y de los alambiques de Prat, 
guardadores de mil secretos arrancados á las le- 
vitas y pantalones que dejan allí la grasitud que 
los emporcaba, para entrar de nuevo en servicio 
activo en teatros y paseos, alardeando una virgi- 
nidad comprada mediante un par de duros ! . . . . 

De un lado, la Calle Larga^ franjeada en sus dos 



27^ SANSÓN CARRASCO 

aceras de paraísos, que se pierde entre los veri- 
cuetos de las Cinco Esquinas. Del otro lado, por 
sobre las tapias del Cementerio, los cipreses ha- 
macando suavemente su puntiagudo jopo, y en 
el bajo se dibuja sobre la ceja oscura de los sau- 
ces, el tren del Norte que avanza lentamente, con 
su linterna roja como el ojo de un cíclope, mar- 
cando cada respiración de sus pulmones de acero 
con una bocanada de humo blanco, que salta del 
caño como una pelota de lana que se deshilacha 
en finísimas hebras hasta desaparecer por com- 
pleto. 

Vale bien la pena de dar una vuelta por aque- 
llos contornos para ver cómo, bajo la iniciativa y 
dirección del actual Presidente de la Municipali- 
dad, don Torcuato de Alvear, se han transforma- 
do los zanjones y barrancos que afeaban aquel 
sitio, en preciosos jardines, grutas fantásticas, 
puentecillos rústicos y lagos encantados, que co- 
mo obra del hombre no tiene igual en América. A 
un lado y otro del camino se estienden dos lade- 
ras tapizadas de césped, moteado acá y allá por 
coniferos de variadas clases, palmeras, látanlas, y 
otras plantas de raro mérito. 

Termina la colina de la derecha en un montícu- 
lo muy elevado, en cuya meseta hay un jardini- 
Uo de vistosas flores rodeado de cómodos ban- 
cos. Está formado el montículo por un peñascal 
de piedras que parecen allí nacidas, por entre 
cuyas grietas trepan hiedras y otras plantas ras- 
treras, que dan al paisaje un tono completamente 
rústico. 

Del otro lado, están la gruta y el lago. Yo no sé 



PANORAMA BONAERENSE 273 

describir aquello. Es algo tan fantástico que es- 
capa á lo que la pluma puede pintar. Tiene algo 
délos cuent(5s de HoflFman, y de la música de 
Wagner. Parece que de entre las grietas y cuevas 
que forman aquellas caprichosas estalactitas, van 
á aparecer gnomos y willis y todas las creaciones 
de la fábula alemana, revueltas en confuso torbe- 
llino. Allí no ha presidido más que el capricho, 
embellecido por el arte. Un grupo semeja una 
cariátide gigantesca de facciones fenomenales. El 
otro parece un manojo de sierpes que se desen- 
roscan en actitud amenazante. Allí se cree ver un 
grupo de abetos petrificados por el hielo; allá 
aparece el boquete de una caverna que vá á vomi- 
tar cocodrilos y saurios de toda especie, y por do 
quiera que se estienda la vista se cree uno tras- 
portado á un país encantado, en que viven las vi- 
siones creadas por la fantasía. 

Y de cada grieta, de cada agujero, brota una 
planta acuática, de anchas hojas, heléchos de 
tallos flexibles, bambúes esbeltos, lianas que se 
enroscan como víboras, matas de hoja con sus 
blancos penachos, ceibos coronados de pajas guir- 
naldas, y grandes pandanus apuntalados en sus 
raices supletorias que forman un pabellón de fu- 
siles. 

Cruza el lago un puente colgante, en cuyo cen- 
tro hay una glorieta rústica, tapizados los tron- 
cos con claveles del aire y otros parásitos que per- 
fuman el ambiente con sus flores. Las escaleras 
que conducen al fondo de la gruta parecen talla- 
das en la roca viva, y tan verdadero parece allí 
todo, que se está esperando el momento en que 

8. c. 18 



274 SANSÓN CARRASCO 

van á surgir de aquellas profundidades náya- 
des y tritones, y todo género de monstruos ma- 
rinos . 

Parece que es tarea ociosa hablar de lo que está 
á la vista de todos, pero no me engaño al decir 
que de los muchos miles de habitantes de Bue- 
nos Aires, siete octavas partes no han visitado los 
alrededores de la Recoleta. La alta sociedad pasa 
por allí arrellanada en sus carruajes sin dignarse 
dirigir una mirada á los costados. ¡No se hable ya 
de bajar á dar una vuelta! ¡Eso queda para los 
tenderos y modistas que pasean los domingos! 
El buen tono no permite admirar nada, lo que no 
impide que, cuando estos indiferentes Van á París 
ó á Londres, se queden boquiabiertos ante cual- 
quiera morondanga. 

Y, sin embargo, el paseo de la Recoleta es algo 
de eso que no se vé todos los días — Allí la mano 
del hombre ha suplido con ventaja la obra de la 
naturaleza, dotando á Buenos Aires de un sitio 
de recreo que no tiene igual. Será más magestuo- 
so el Jardín Botánico de Rio Janeiro, habrá más 
variedad en los paisajes de Montevideo, pero se- 
guramente hay más buen gusto y más nove- 
dad en la gruta fantástica de la Recoleta. 

Entre tanto, nuevos carruajes suben á cada 
instante el repecho y se detienen en la altura para 
dar descanso á los caballos fatigados por el calor. 
Los paseantes se miran de coche á coche: los 
hombres con fijeza, como queriendo comerse con 
los ojos á las mujeres; y éstas muy gazmoñas, ha- 
ciendo como que no ven, pero relampagueando 



PANORAMA BONAERENSE 275 



de vez en cuando con una de esas miradas que 
hacen estremecer al que las recibe. 

— Vamos, dice una niña, con voz suave, sacan- 
do la cabeza por la portezuela, dirigiendo al mis- 
mo tiempo una mirada de reojo á alguno que 
queda atrás, y al instante arrancan los caballos, 
tomando á trote mesurado por la calle Larga. 

—Vamos, dice una voz bronca de hombre, y 
parte otro carruaje á gran trote, hasta alcanzar al 
que se desprendió primero. 

Y asi, unos tras otros, van llegando todos los 
vehículos que circulaban por Palermo, se detie- 
nen un instante en lo alto de la barranca, y siguen 
después su camino por la Calle Larga, desgra- 
nándose en las Cinco Esquinas por distintas di- 
recciones. 

Después no queda allí más que alguna miste- 
riosa pareja que huyó de los faroles en busca de 
los bancos ocultos tras de los árboles. 

El día se ha ido, pero queda velando durante la 
noche la luna, cuyos pálidos rayos trazan sobre 
las aguas dorftiidas del río un riel de plata, des- 
tacándose de entre la penumbra que envuelve á 
la tierra, las chimeneas de las Aguas Corrientes 
como dos obeliscos; los altos canos del Elíseo y 
de la Tintorería, como dos agujas que penetran 
en la bóveda oscura del cielo; y por sobre las ta- 
pias del Cementerio, los cipreses, empinando sus 
puntiagudos jopos como para curiosear lo que 
pasa en la ciudad de los vivos, aburridos de la 
monotonía que reina en aquella ciudad délos 
muertos, en que están aprisionados. 

Yo también me voy — ¿Por dónde tomo? ¿Por la 



276 SANSÓN CARRASCO 

derecha? ¡Bab! Ya me llegará mi día, y mientras 
llega, tomemos por la Calle Larga que conduce 
al bullicio, á la vida, á la alegría, y dejemos en 
paz á los que, tarde ó temprano, han de ser nues- 
tros compañeros obligados. Y á pesar de todas 
estas filosofías, al alejarme de la Barranca de la 
Recoleta no puedo menos de recordar á Bec- 
quer y repetir con él. 

« iQué solos! ¡qué solos se quedan los muer- 
tos! » 



Enero 27 de 1883. 





MINAS 



Aspecto general— La Plaza— La Gefatura— La 
Iglesia— Escudero y su teatro— Un cuento de 

CaRMONA — MONSIEUR AuGUSTE. 




A conté cómo había llegado á Minas, y 
como, á poco de llegado, había ya pro- 
I yectado todos los paseos imaginables por 
los alrededores del pueblo. 
No se cumplió, sin embargo, el programa tal co- 
mo se había organizado. Al día siguiente de mi lle- 
gada, en vez de ir á Arequita, como estaba conve- 
nido, solo me ocupé en conocer el pueblo y darme 
una idea del paisaje que lo circunda. Cansado 
del viaje y rendido del madrugón del día anterior 
me apretó el sueño y solo á las ocho de la ma- 
ñana di señales de vida, gracias á un chiquillo 
que se me presentó con un mate y que tuvo que 
llamarme repetidas veces para que yo me arran- 



278 SANSÓN CARRASCO 

cara de los brazos de no te tapes los ojos, lec- 
tora, que no hay por qué ruborizarse, pues has 
de saber que esto de los brazos es puramente 
una metáfora mitológica. Era Morfeo, quien me 
tenia tan estrechamente abréizado. Y dejando de 
lado las metáforas y la mitología, diré sencilla- 
mente que me desperté, como se despiertan ge- 
neralmente los mortales, esto es, entreabriendo 
los ojos y volviéndolos á cerrar lastimados por la 
luz, estirando los brazos, y dando dos ó tres bos- 
tezos. 

Tomé mi mate, me tiré de la cama, y en diez 
minutos ya estaba yo en la calle, aspirando aquel 
aire fresco y puro. Había esceso de claridad pa- 
ra mi vista, acostumbrada á las sombras de la 
ciudad. En el cielo azul no había más mancha 
que la del sol, que se derramaba en chorros de 
luz bañando los cerros y las casas, en cuyas pa- 
redes blancas rebotaban despidiendo reflejos des- 
lumbradores. La calle, prolijamente macadami- 
zada, se prolonga en una estensión de doce ó quin- 
ce cuadras, hasta morir en una loma coronada 
por los Corrales de Abasto. 

A mi derecha se veía el cerro de la Guardia, 
cuchilla altísima cuya cima es una esplanada. 
Llámasele de la Guardia porque allí se sitúan en 
tiempo de guerra las avanzadas de las fuerzas del 
pueblo, dominando desde aquella altura una gran 
estensión. A la izquierda aparecíala punta agu- 
da del cerro de Lavalleja, así llamado por haber 
pertenecido al Jefe de los Treinta y Tres: y ai 
frente se destaca el Cerro del Alegro, muy empina- 
do y escabroso, terminado en un hacinamiento de 



MINAS 279 

peñascos inaccesibles. Cuenta la tradición qué, 
allá por los tiempos de Mari-Castaña, se encontró 
en ese cerro un negro que vivía entre aquellas 
breñas, esclavo prófugo que prefería hacer aque- 
lla vida salvaje antes que someterse al látigo de su 
amo,jr de ahí le quedó el nombre al Cerro, que es 
uno de los más pintorescos que rodean á Minas. 

Terminada la observación del paisaje que desde 
la puerta de mi casa podía abarcar, eché á andar, 
acompañado del solícito amigo que con tanta 
galantería me había cedido su alcoba. Fuimos á 
la plaza, que es, por cierto, una de las más bellas 
que conozco; un verdadero jardín adornado con 
plantas de mérito, cómodos y elegantes bancos, 
calles perfectamente enarenadas, y en el centro 
una estatua sobre un pedestal cuadrado, en cu- 
yas caras se leen inscripciones que esplican cuán- 
do, por qué, y por quién, se construyó aquel mo- 
numento. 

Daba yo vueltas y vueltas en torno de la esta- 
tua examinándola en sus más mínimos detalles, 
é intrigado mi compañero con aquella prolija 
observación, me preguntó: 

—¿Qué es lo que tanto le llama la atención? 

—Nada. Lo único que deseo es verle las manos. 

Aquí mi compañero se sonrió, y comprendien- 
do lo que motivaba mi curiosidad, me dijo: 

—Ya se lo amputaron. 
Entonces fui yo quien solté una carcajada. 
Aquel término anatómico aplicado á una estatua 
era una ocurrencia graciosísima, Y para que el 
lector pueda darse cuenta de lo que se trataba, lo 
esplicaré en breves palabras*— Es el caso que el 



28o SANSÓN CARRASCO 

escultor á quien se encomendó la construcción 
de la estatua, era un hombre ó muy escéntrico, ó 
tan ignorante que no sabía cuantos dedos tenia 
en la mano. Ello es que, terminada la estatua y 
colocada sobre su pedestal después de las cere- 
monias de estilo, se descubrió que tenía sejs de- 
dos en una mano. 

Yo había leído este curioso detalle en una inte- 
resantísima reseña que hizo el doctor Rappaz de 
una escursión á Minas, y confieso que siempre 
me había quedado la duda de que lo del sexto de- 
do fuese un aditamento inventado por la travesu- 
ra característica de De Montheolo; pero, ante el 
testimonio de cien vecinos, me he convencido de 
que el fenómeno existió en realidad, y no un día 
ni dos, sino por espacio de largo tiempo, hasta 
que la autoridad, según la espresión oportuna de 
mi acompañante, mandó amputar aquel dedo in- 
truso, operación para la cual no fué necesario ni 
bisturí, ni sierra, ni ligaduras de arterias, sino 
que bastó una simple cucharada de albañil y un 
poco de argamasa para remendar el desperfecto. 
Y contábame mi amigo, que con tanta facilidad 
se practicó la operación, que el amputado no tuvo 
ni un momento de fiebre 

En el costado Este de la plaza está la Gefatura 
de Policía, edificio elegante y hasta lujoso, el me- 
jor tal vez de todos los de la República después 
del de la Capital. La construcción es sólida y es- 
belta, la gran puerta que da á la plaza es primo- 
rosamente tallada, y todo el edificio, hasta en sus 
últimas dependencias, ha sido perfectamente 
concluido. 



MINAS 281 

Al lado de la Gefatura está la iglesia; pobre, ra- 
quítica, mezquina; un rancho techado de teja, sin 
atrio ni torre, lo que prueba que el vecindario de 
Minas es más sensato que otros que han gastado 
ingentes sumas en la construcción de templos, y 
mientras tanto no tienen calles, ni plazas, ni ofi- 
cinas públicas, ni nada, en fin, de lo que es mil ve- 
ces más necesario á la población que una iglesia. 

Se ha tratado, en Minas, de edificar un gran 
templo, y efectivamente se ven á media cuadra 
de la plaza algunas paredes a medio hacer, trozos 
de columnas y otros arranques que en breve no 
serán más que montones de escombros, como 
que ya los vecinos llaman á aquello: las ruinas de 
la iglesia nueva. 

Parece que los dineros que se recolectaron con 
aquel objeto se evaporaron por arte de magia, y 
los donantes quedaron desde entonces escama- 
dos. En cambio, á falta de iglesia, el señor te- 
niente-cura tiene una espléndida granja en los 
suburbios del pueblo, y. . . . vayase lo uno por 
lo otro. 

De la Plaza, pasamos á ver el teatro: una boni- 
ta sala, con dos órdenes de palcos muy espacio- 
sos, platea amplia, un escenario regular, todo 
muy bien pintado y arreglado con gusto. 

Dejóme por un instante mi compañero, y yo 
quedé solo con el propietario, un señor Escude- 
ro, muy amable y muy atento, dueño también del 
Café y Confitería Oriental, contiguo al teatro. 

Me contó el señor Escudero cómo, quién y 
cuándo inauguró el teatro, cuántas luces tenía, 
la capacidad, que es para seiscientas personas 



282 SANSÓN CARRASCO 

sentadas, y otras mil particularidades. Quiso que 
viese todo, y todo lo vi, y todo lo toqué, acompa- 
ñado siempre de sus observaciones y comenta- 
rios; y cuando hube visto todo, y todo tocado, me 
invitó á que inspeccionase los palcos altos. 

—Ya los veo, le dije. 

—Si; pero hágame el favor de subir para ver la 
comodidad que tienen, me contestó, agregando: 
yo no le acompaño porque tengo esta pierna re- 
calcada y no puedo subir escaleras. 

Por complacerle, subí á los palcos altos, entré 
en uno de los de la ochava, y sospechando que la 
esplicacion iba á ser larga, tomé asiento en una 
silla delantera. La escena era como para copiar- 
la.— El teatro representaba un desierto, sin más 
pobladores que yó, muy sentado en mi palco, y 
Escudero, que desdé el centro de la platea me 
daba sus esplicaciones. 

—Esto me cuesta un dineral, me decía, y lo que 
es el beneficio, todavía está por verse. He hecho 
venir pintores de Montevideo, para pintar las de- 
coraciones, y tengo las necesarias para represen- 
tar dramas, comedias, trajedias, óperas, zarzue- 
las y todo cuanto se quiera.— Ahora le voy á mos- 
trar. 

Y diciendo y haciendo, se fué al proscenio y de- 
jó caer el telón. 

La escena se hacía cada vez más interesante. 
Ya no quedaba en el teatro más que yo. Escude- 
ro, oculto tras el telón, hablaba como un eco 
lejano: 

—¡Si supiera usted los dolores de cabeza que 
me ha dado este bendito teatrol Yo tengo que 



MINAS 283 

correr con todo para que ande corriente, y des- 
pués de toda esa fatiga, solo cobro el quince por 
ciento de las entradas de boletería cuando hay 
función, así es que la noche que se hacen doscien- 
tos pesos, yo no saco más que treinta por alqui- 
ler del teatro, luces, decoraciones, y todo lo de- 
más. 

Concluido este discurso sin que yo viera al 
orador, se levantó nuevamente el telón, y apare- 
ció en medio de la escena Escudero, en mangas 
de camisa, con zapatillas, y un sombrero gacho. 
Yo, firme en mi palco, seguía escuchando. 

—Esta decoración, como usted vé, seguía di- 
ciendo el propietario, representa una alcoba y 
sirve también para sala poniéndole una mesa y 
un sitial que tengo ahí adentro— ¿Quiere que se 
lo muestre? 

—No; no se incomode usted.— Ya comprendo. 

—Voy entonces á mostrarle otra decoración, 
dijo Escudero, algo contrariado por no haber yo 
aceptado la oferta del sitial, y se metió entre bas- 
tidores. Levantóse la tela que representaba la 
alcoba, apareció otra que remedaba un bosque, y 
en medio del bosque. Escudero, firme, imperté- 
rrito, dispuesto á no omitirme un solo detalle de 
su retablo. 

Pero, cuando iba á continuar sus esplicaciones, 
resonó en el teatro una estrepitosa carcajada. Era 
mi amigo, que de vuelta ya, no había podido con- 
tenerse ante la graciosísima escena que entre Es- 
cudero y yo representábamos, él muy serio, como 
un general en el campo de batalla, indicando to- 
das las posiciones, y yo muy grave, sentado en 



284 SANSÓN CARRASCO 

mi palco, oyéndole como si cantase Gayarre ó de- 
clamase Salvini. 

¡Oh! y de seguro que si mi compañero no vuel- 
ve tan pronto, no me deja salir Escudero sin de- 
clamarme un trozo de Don Juan Tenorio ó cantar- 
me algunas coplas de Don S/wón, para mostrarme 
más á lo vivo lo que era el teatro, su teatro ^ como 
dice él á boca llena, á quien quiere más que si 
fuere el hijo de sus entrañas. 

¡Y cómo lo cuida! No se vé una basurita en 
toda la sala, ni una tela de araña, ni una mosca. 
Si las pinturas y los dorados se deterioran, no ha 
de ser seguramente por falta de cuidado, sino 
por sobra. Lo que el tiempo no destruye, lo gas- 
tarán las escobas y los plumeros, tal es la proliji- 
dad y constancia con que aquel solícito dueño 
vela por su hacienda. 

Interrumpido, pues, por la carcajada de mi 
amigo, no pudo seguir Escudero en sus minu- 
ciosas esplicaciones, pero no dejó de hacerme sa- 
ber que tenía todavía otra decoración de calle y 
otra más, que me mostraría cuando tuviese oca- 
sión. 

Mucho le debe el pueblo de Minas al señor Es- 
cudero, pues gracias á él cuenta con aquella bo- 
nita sala para espectáculos y bailes, pero no le 
arriendo las ganancias al propietario. Él sabe que 
aquello es para él un elefante blanco, á quien tie- 
ne que mantener so pena de que un día ü 
otro no sirva más que para granero. Escudero, 
sin embargo, se dá por bien pagado con ser y lla- 
marse dueño del teatro, y á buen seguro que de- 
je él pasar oportunidad de hacerlo saber; y aquí 



MINAS 285 



viene bien una anécdota, que me contó el travie- 
so Carmona, por cuya razón no me atrevo á ser- 
vírsela á mis lectores como moneda de buena ley. 

Cuenta el gracioso tuerto que una noche, en 
Minas, se hacía no se qué comedia ó drama, y 
estaban todas las familias en los palcos, y Escu- 
dero en uno de ellos con la suya, cuando cata 
aquí que una de las lámparas de kerosene que 
iluminan el teatro empieza á echar humo y á po- 
ner negro el tubo. 

Escudero ya no oía ni veía la representación. 
Tenía todos sus sentidos reconcentrados en aque- 
lla maldita lámpara que afeaba la sala, y cuyo hu- 
mo podía perjudicar á las pinturas del techo. 
Tanto dio y temó el propietario en la cosa, que al 
fin no pudo contenerse; se levantó del palco, y 
atravesando por entre toda la concurrencia, apa- 
gó la lámpara rebelde, le sacó el tubo, y salió lo 
más orondo en medio de los aplausos del publi- 
co que festejaba aquel acto de Escudero, propio 
de un propietario que mira por la decencia de su 
casa. 

Terminada mi visita al teatro, que me había to- 
mado una hora larga, recorrí las principales ca- 
lles del pueblo, sorprendiéndome lo bien cuida,- 
das que están, todas macadamizadas, con buenas 
veredas y limpias. 

La población de Minas está muy concentrada. 
No se vén allí, como en otros pueblos, esos hue- 
cos y terrenos baldíos que tanto afean las calles. 
Hay casas muy buenas, y solo allá en los subur- 
bios se ve uno que otro rancho, y esos mismos 
blanqueados, lo cual hace que la villa presente un 



386 SANSÓN CARRASCO 

lindo aspecto de donde quiera que se la mire, ri- 
sueña, alegre, descollando por sobre las paredes 
los penachos verdes de los árboles que dan som- 
bra á los patíos, debiendo citarse entre esos ár- 
boles dos naranjos que crecen en el gran patio 
del Hotel Francés, notables por su frondosidad y 
elevación, y cuyos recios troncos revelan una res- 
petable ancianidad. 

Ya es hora de almorzar. 

— ¡Monsieur Auguste! sáquennos una mesa 
aquí, bajo el emparrado y ¡ vivo con el almuerzo ! 

Monsieur Auguste es el más servicial de los ho- 
teleros que conozco, y al mismo tiempo un habi- 
lísimo cocinero: un verdadero cordon-bleu modes- 
tamente oculto entre los cerros de Minas. 

Y á propósito de cerros ¿en qué quedó el paseo 
de Arequita? preguntará el lector. 

Mañana, mañana sin falta vamos allá; hoy me 

ha sido imposible porque, la verdad no 

contaba con la descripción teatral del progresista 
señor Escudero. 



Marzo 22 de 1883. 







RAFAEL A. FRAGUEIRO 




UATRO años escasos hace que Rafael Fra- 
gueiro se dio á conocer como poeta, sien- 
do á la sazón un niño, como que no llega- 
ba á los quince, aunque el escepticis- 
mo que se traslucía en sus estrofas revelase un 
hombre que hubiera atravesado los azares de la 
vida. 

Pasó su niñez oculta en el hogar, mostrándose 
siempre retraído, sin entregarse á esas espansio- 
nes bulliciosas, propias de la infancia, y malgastó 
los primeros esfuerzos de su inteligencia apren- 
diendo vulgaridades en algunos colegios católicos 
en que sus padres le pusieron. Accidentalmente 
fué la familia de Fragueiro á residir á las Piedras, 
contando Rafael once años, y allí tuvo ocasión de 
aprender algo, lo poco que puede aprenderse á 
esa edad, bajo la dirección del educacionista don 



288 SANSÓN CARRASCO 

PÍO García, hoy inspector Departamental de Ca- 
nelones. 

Pero todo lo que pudo haber adelantado á ha- 
ber seguido instruyéndose en aquella escuela, lo 
esterilizó por haber entrado en calidad de pupilo 
en el colegio Pío de Villa Colón, dirijido por frai- 
les Salesianos, que, como es natural, más se ocu- 
pan del canto de letanías y del adorno de altares 
que de enseñar nada que de provecho sea, como 
lo prueba el testimonio del mismo Fragueiro, 
que es un prodigio de inteligencia, y otro prodi- 
gio de ignorancia en materias que son hoy el 
a, b, c, de toda educación. 

Sin base para proseguir estudios serios, y sofo- 
cado dentro de la monotonía conventual del Co- 
legio Pío, Fragueiro buscó salida al torbellino 
que se agitaba dentro de su portentosa cabeza, y 
le dio escape por las puertas de la poesía, que se 
le abrían de par en par en medio de aquella na- 
turaleza risueña que le rodeaba, despertando en 
su alma de niño sentimientos de hombre. 

Así, sus primeras composiciones no son los 
sueños alegres de la infancia, sino los delirios 
exaltados de la pasión, de una pasión que germi- 
na sin causa que la determine, pero alimentando 
ya lúgubres presentimientos de desdenes, de es- 
cepticismo, de aniquilamiento, como si el cora- 
zón que aquello sentía y el cerebro que aquello 
pensaba estuviesen ya en el ocaso de la turbulen- 
ta juventud de un don Juan ó un Montemar. 

Podría decirse de Fragueiro lo que la redondi- 
lla antigua dice de una flor nacida junto á una 
calavera : 



RAFAEL A. FRAGUEIRO 289 



al primer paso que diste 

te encontraste con la muerte. 



Su primera composición, escrita á los trece 
años, respira ya ese fatídico presentimiento de la 
tumba que campea después en casi todas sus 
poesías. 

Sobre el mármol funerario 
Que mis huesos cubrirá 
No pido inscripción ni flores, 
Una lágrima no más. 
Pero esa lágrima sola 
Que á mi alma le bastará 

La han de verter tus pupilas 

Si acaso saben llorar. 

Esta fué la primera composición de Fragueiro, 
que le valió una seria reprimenda de los frailes 
Salesianos, reprimenda que le entró al poeta por 
un oido y le salió por el otro, pues al día siguien- 
te escribió otros versos, y otros, hasta que los 
buenos padres pusieron al recalcitrante visitador 
del Parnaso á dieta de pluma y papel, para impe- 
dir que siguiera escribiendo los mundanos pen- 
samientos que se agitaban en su cabeza. 

¿Lograron los frailes su intento? Más fácil era 
ponerle puertas al campo. FYagueiro escribía en 
la arena de los caminos, en las hojas de las plan- 
tas, en todas partes, donde pudiese grabar su 
pensamiento, aguijoneado con la prohibición, 
hambriento con la dieta, impaciente con la pri- 
sión, como si fuera posible detener la avenida de 
las aguas, y no más prudente darles dirección pa- 
ra que su empuje sea de utilidad y de provecho. 

s. c. 19 



290 SANSÓN CARRASCO 

Muchos de los defectos de que se resienten las 
composiciones de Fragueiro, son hijos de aquella 
insensata persecución que los Salesianos le hicie- 
ron para sofocar su inspiración poética. Una di- 
rección es lo que ha hecho falta á esa cabeza pri- 
vilegiada de catorce años, que pensaba ya como 
• las de treinta. 

Faltáronle modelos, faltáronle maestros, y 
aquella inspiración sin lastre echó á volar como 
un globo, sin derrotero fijo, empujado de un lado 
á otro por las encontradas corrientes de las pa- 
siones que brotaban en el organismo precoz de 
aquel niño, que no sentía sobre sí más autoridad 
que los mimos de una madre cariñosa, alejado de 
la tutela rigorosa del padre á quien sus negocios 
retenían en otro país sin poder vigilar de cerca á 
quien tanto necesitaba de vigilancia, por lo mis- 
mo que nacía á la vida prematuramente. 

A los quince años, se encontró Fragueiro con 
el mundo abierto por delante, dueño de sus ac- 
ciones y esclavo de sus pasiones, enamorado de 
la primera niña con que topó al dar sus primeros 
pasos, y á quien cantó en todos los tonos, echán- 
dole en cara su desdén, que en ella era sensatez, 
como que hubiera mostrado no tenerla dando oí- 
dos á las declaraciones volcánicas de aquel pro- 
yecto de hombre, chicuelo y barbilampiño como 
era. 

Fragueiro, para ablandar á su ingrata enemiga, 
adoptó el género tétrico, y sus composiciones pa- 
recían escritas sobre el mármol de una tumba, 
guarecido bajo un ciprés, é iluminado coa las fos- 
forecencias de los esqueletos. 



RAFAEL A. FRAGUEIRO 29I 

¡Pobre niña! ¡Cómo debía sufrir viéndose obje- 
to de la fúnebre persecución de un cadáver! Ora 
se le advertía que no se asustase si á media noche 
oía llamar á los vidrios de su ventana, y tras de 
ellos veía la lívida silueta de un espectro. Era 
Fragueiro que salía de su tumba para ver al án- 
gel de sus ensueños, envuelto en el blanco suda* 
rio y con los demás atavíos que usan los muertos 
escapados del sepulcro. 

Ora era la niña la muerta. Se le antojaba á 
Fragueiro que estaría más linda 

toda vestida de blanco 
dentro de una caja estrecha, 

La verdad es que el capricho podía ser- muy 
poético y muy escéntrico, pero, seguramente, que 
maldita la gracia que le haría á la niña el verse 
de aquella manera ataviada dentro de tan incó- 
modo lecho. . 

En esta situación de ánimo, fué Fragueiro recla- 
mado por su padre, que á la sazón se encontraba 
en Córdoba ocupado en negocios de minas. Ale- 
jado el amartelado doncel del objeto de sus amo- 
res, creyóse que se le pasaría la dolencia, pero el 
mal estaba acorazado contra la máxima de que 
«ausencias causan olvidos», y bajo el clima tro- 
pical de Córdoba se desarrolló la pasión hasta to- 
mar las proporciones de un poema, que, bajo el 
título de Zelmira, compuso Fragueiro durante su 
estadía en aquella católica ciudad. Está inédito 
aún ese poema, y es lástima, porque e§ tal vez su 
obra más acabada y correcta. 

Esto tenía lugar durante el año 1881 , que fué en 



292 SANSÓN CARRASCO 

el que más y mejor trabajó Fragueiro, pues con- 
cluido su Zelmira, compuso Los Poemas de Dios, 
que editó en un pequeño folleto, y en seguida, 
vuelto á Montevideo, acometió la ardua empresa 
de escribir una trajedia, en verso italiano, que 
puso en escena la compañía Tessero en el teatro 
Cibils, en la noche del diez y siete de Noviembre 
del 81. 

Lucrecia Romana^ que así se titulaba la trajedia, 
fué un prodijio. Parecía imposible que á los diez 
y seis años pudiese nadie acometer con éxito el 
más difícil de los ensayos poéticos, teniendo que 
luchar con las contrariedades que ofrecía la rima 
en un idioma estranjero, y salvar los escollos que 
presenta el más escabroso de los géneros dramá- 
ticos. Una trajedia histórica á estas alturas del 
siglo, es casi un anacronismo literario; es algo 
que se despega de la índole y las tendencias del 
teatro moderno. Parecía una insensatez que, 
cuando Corneille y Racine declinan, pretendiese 
un niño llenar la escena con una obra que ningún 
maestro se atrevería á ensayar : pero, á pesar de 
todo, Lucrecia Romana se hizo aplaudir, no solo 
en Montevideo, donde las simpatías que desper- 
taba Fragueiro podían disculpar las faltas, sino 
también en Buenos Aires, donde el autor no te- 
nía afinidades ni protecciones que le ayudasen á 
salir airoso. 

¿Quiere esto decir que Lucrecia sea una obra 
perfecta? No; no llevo yo mi admiración hasta ta- 
les exageraciones. Hay desconocimiento de la 
escena, abuso de monólogos, olvido de los per- 
sonajes que quedan condenados á contemplar las 



RAFAEL A. FRAGUEIRO 293 

bambalinas, á falta de ocupación más útil, pero 
en todos esos defectos de fácil corrección en su 
mayor parte, hay detalles de genio, realizados 
con la belleza del verso, que, al decir de los cono- 
cedores en el idioma del Dante, es correcto y cas- 
tizo. 

Halagado con el éxito, Fragueiro se entregó con 
delirio al teatro. De la trajedia pasó á la comedia 
y quince días después de representada la Lucre- 
cia, puso en escena La Bolsa, comedia en tres ac- 
tos, en prosa italiana, cuya ejecución confió á la 
sociedad de aficionados Aspirazione Drammatiche. 

En seguida escribió El Deljin, drama en tres 
actos, en verso francés. No encontrando compa- 
ñía francesa que lo pusiese en escena, lo vertió al 
italiano, para que lo representase Gemma Cuni- 
berti, que hubiera sido digna intérprete de Fra- 
gueiro. Ella era también un niño prodigio, como 
el autor de El Delfín y entre los dos no sumaban 
veinticinco años, la edad en que la generalidad 
empieza á penas á pensar. 

No recuerdo qué dificultades de ensayos hubo, 
pero lo cierto es que El Delfín nunca llegó á re- 
presentarse, é impaciente Fragueiro con aquella 
contrariedad, dejó el teatro y volvió á sus poe- 
sías líricas. El año 82 escribió tres poemas: Pao- 
lo, Hamlet y Los Monges. Los tres están inéditos, 
habiendo solo leido un fragmento del tercero en 
una Conferencia Literaria en el Ateneo del Uru- 
guay. Por lo que recuerdo de aquella lectura. 
Los Monges no le darán mucha gloria á Fraguei- 
ro, si es que en lo que no leyó no hay algo mejor 
que lo que nos dio á conocer. 



294 SANSÓN CARRASCO 

Aquí entra para mí la parte difícil. Profeso á 
Fragueiro sincero cariño y soy uno de sus más 
entusiastas admiradores, pero no me dejo cegar 
hasta el punto de no reconocer sus defectos, y 
aunque me cuesta decirlo, debo, sin embargo, ad- 
vertir al joven poeta que, desde hace algún tiem- 
po, decae visiblemente. No es que su talento se 
debilite ni que su inspiración se marchite: es que 
le falta la instrucción: es que está cultivando su 
cerebro sin abonarlo, y sabido es que, por fértil 
que sea el terreno, se vuelve al fin un yermo si no 
se alimenta con nuevos jugos para que pueda 
producir. 

Fragueiro sabe poco, muy poco. Es dura la 
frase, pero, es verdad, y yo soy amicus Plato ^ sed 
majis amicus vertías. Se ha pasado cantando como 
la cigarra durante la abundancia del verano, pero 
pronto llorará su desidia, cuando se encuentre 
con los graneros vacíos en las escaseces del in- 
vierno. 

El resultado de esa " falta de preparación y de 
estudio, se hace sentir ya en las últimas produc- 
ciones de Fragueiro. Repite lo que otros han di- 
cho, no por espíritu de imitación, sino porque, no 
habiendo leido, crea su imaginación ideas que 
otros habían creado antes, como que es ley natu- 
ral que, así como los perales producen peras en 
todos tiempos y en todos los climas, el ingenio ha 
de producir siempre las mismas ideas, y por esa 
razón es por lo que Shakespeare copia á Virgilio 
sin conocerlo, y Cervantes imita en algunos pa- 
sajes á Ovidio, tal vez por que no leyó con deten- 
ción sus obras. 



RAFAEL A. FRAGUEIRO 295 

Después de aquel gran esfuerzo que hiao Fra- 
gueiro en sus composiciones dramáticas, parece 
que su talento se resintió del escesivo trabajo, y 
así se ve que en sus obras posteriores se nota un 
descenso cada vez más acentuado. Los Monges 
era ya inferior en inspiración á sus anteriores 
composiciones. Campanella fué inferior á Los 
Monges, y ahora, su último poema, Tupambaé, no 
alcanza á Campanella, por más que á Fragueiro se 
le antoje que su leyenda charrúa es buena. No; 
no es buena, Fragueiro, y no solo no es buena/ 
sino que es mala; y mala tenía forzosamente que 
ser, porque obras de esa naturaleza, no se impro- 
visan por debajo de la pierna como usted lo pre- 
tende, mi querido é inteligente amiguito. 

No ha estudiado el asunto, no ha cuidado la 
forma, y de ahí resultan inesactitudes ,- incon- 
gruencias, ripios, y otras faltas que no son dis- 
culpables en quien tiene dotes y pretensiones de 
poeta. 

Se me acusará, tal vez, de ser demasiado severo 
con un joven de diez y nueve años, y efectiva- 
mente, considerado en absoluto el hecho, habría 
motivo para el reproche; pero es necesario tener 
en cuenta que Fragueiro no está en las mismas 
condiciones que la generalidad. Él es una escep- 
ción, y sobre serlo, quiere serlo. Es una nobilísi- 
ma ambición que yo no le enrostro, pero sí le 
acuso de que no haga lo que debiera para cimen- 
tarla. 

Es, á las veces, un enemigo el talento precoz, y 
el de Fragueiro le ha sido perjudicial. Hay dere- 
cho para exijir al joven de diez y nueve años que 



296 SANSÓN CARRASCO 

haga algo más que el niño de catorce, y si no ade- 
lanta, suya es la culpa, que malgasta su tiempo 
en frivolidades poniendo á contribución su pode- 
rosa inteligencia, cuando debiera utilizarlo en 
adquirir, para más tarde poder producir con 
fruto. 

Es este el momento que debiera aprovechar 
Fragueiro para dedicarse seriamente á los estu- 
dios que le son necesarios. Su talento no va más 
allá con el capital propio; no lo esterilice, pues, 
en esfuerzos inútiles. Robustézcalo primero con 
la savia que puede adquirir en lecturas metódicas 
y provechosas, y llegará á los treinta años con 
todo el vigor propio de la edad, aleccionado el 
carácter con la esperiencia de la vida, y encarri- 
ladas las pasiones por la voluntad. 

Todo esto es sermón perdido. Fragueiro no 
dejará de hacer versos, porque á ello le arrastra 
su vocación, ayudada por los nervios, que tienen 
constantemente convulsionado aquel cuerpo pe- 
queño, que se retuerce en continuados espasmos. 
Está continuamente haciendo morisquetas y vi- 
sajes; pone los ojos en blanco; inclina la cabeza; 
levanta los brazos, y todo esto lo hace inconscien- 
temente. Son los nervios los que trabajan y po- 
nen en continua agitación á su cerebro, solo que 
éste, en vez de hacer morisquetas, hace versos, á 
veces tan estrafalarios como los visajes que hace 
Fragueiro, y que provocan la risa de quien no le 
conoce. 

Hasta en el traje del poeta influye su sistema 
nervioso. No puede usar más sombrero que el 
hongo, y ese lo lleva arrugado y deforme como si 



RAFAEL A. FRAGUEIRO 297 

con él hubiesen jugado gatos y perros. Cierto es 
que el pobre sombrero es el que paga los escesos 
de los nervios, y sufre todas las crispaciones de 
aquellas manos, que nunca pueden estarse quie- 
tas, como si las aquejase el mal de San Vito. 

Pregúntesele á Fragueiro qué es lo que está ha- 
ciendo, y siempre contesta que tiene entre manos 
obras para llenar una biblioteca: el poema tal, el 
drama cual, la tragedia esta, el romance aquel; 
una novela, dos leyendas, y el día menos pensado 
nos sale con que está haciendo una enciclopedia. 

No tolera que le digan que ha tomado por mo- 
delo á Haine ó á Becquer. Él no imita á nadie, no 
quiere parecerse á nadie: quiere ser Fragueiro y 
nada más que Fragueiro. Yo no se lo censuro, 
pero si le exijo que haga por serlo. 

Entre tanto, mientras no concluye ninguna de 
esas obras de aliento que dice tener en elabora- 
ción, se entretiene haciendo poesías fugaces. No 
pasa día sin que rime algún pensamiento. Don- 
de quiera que vá, toma papel y tinta y escribe, 
pero nunca en prosa. 

Ayer, por ejemplo, vio una niña vestida con un 
traje negro salpicado de rosas, y al instante se 
despertaron en su imaginación aquellas ideas té- 
tricas que campean en la mayor parte de las com- 
posiciones de su Allegreto. Hé aquí lo que nos 
cuenta de su encuentro con la niña de traje flo- 
reado: 

La vi. Vestía sus formas 
Una lluvia de rosas adormidas 
En fondo negro. Un féretro cubierto 
De flores parecía. 



298 SANSÓN CARRASCO 

Y es féretro en verdad. Dentro su pecho 
Debe encerrar cenizas 

De un muerto á quien acaso había olvidado 
Como á todo el que muere se le olvida. 

Y le ha olvidado ya. ¡De su memoria 
Quién tuviera la dicha! 

Pasé por su balcón y volvió el rostro 
Con aire de desdén la fementida. 

Las rosas de su traje no se mueren; 

¡Las flores que le di, ya están marchitasl 

Con su perfume se perdió el aroma 



Con eso dio por ganado su día Fragueiro, y yo 
se lo di por perdido, no porque la poesía no tenga 
sentimiento y novedad, sino porque e^ta resu- 
rección del féretro me hace temer una recaida de 
aquel mismo mal que le aquejaba cuando tenía 
quince años, y es sabido que 

suelen las penas de amor 
sacar de quicio las almas, 

Con que, mucho cuidado, Fragueiro, con esas 
reminiscencias de flores marchitas y de besos 
evaporados, pues no es por ahí por donde'se va 

de la inmortalidad á la alta cima. 

¡Adelante, joven poeta! Que el hombre sea dig- 
no de aquel niño que pasmó á nuestra sociedad 
con aquellos poderosos detalles del más precoz 
de los talentos contemporáneos, y no se eche á 



RAFAEL A. FRAGUEIRO 



299 



dormir sobre los laureles conquistados, que to- 
davía le guarda sus más frondosas ramas el árbol 
á quien, según Cervantes, no ofende el rayo. 

Que tampoco le ofendan al poeta estos enojosos 
consejos. 



Marzo 10' de 1883. 







1 CUANTO CHANCHO 1 




AGÍA tiempo que estaba invitado á visitar 
La Esiremeña, fábrica de productos por- 
cinos, instalada en Santa Lucía, pero pa- 
recía que el diablo había metido la cola 
entre la invitación y mi deseo, pues, no bien con- 
certaba mi paseo, echábanse las nubes á llorar á 
moco tendido, como en señal de duelo por la he- 
catombe cochina que en ocasión de mi visita se 
haría. 

Pero, como la estación avanza y las matanzas 
concluyen con los fríos, decidí atropellar por to- 
do, así es que el domingo, á pesar de los rezongos 
del tiempo y de uno que otro chubasco, empren- 
dí viaje, cómodamente instalado en un coche de 
primera clase del ferro-carril Central, en compa- 
ñía de cinco caballeros que formaban parte de la 
expedición á La Esir entena. 



302 SANSÓN CARRASCO 

Á las ocho y minutos silbó la locomotora, como 
dando su adiós á la ciudad, y momentos después 
echó á andar el tren, pesadamente primero, algo 
más ligero después, hasta que, desentumidos los 
músculos de acero de la máquina, empezó á co- 
rrer sobre los rieles, dejando atrás las casas, los 
árboles, los postes del telégrafo, y los rostros cu- 
riosos de los vecinos del tránsito, para quienes 
es siempre una novedad el paso de esa inmensa 
culebra con su penacho de humo y sus enormes 
fauces que vomitan fuego. 

Primero, atravesamos por las quintas, tristes 
como el tiempo, enlodadas las torcidas sendas de 
los jardines, tiritando los árboles con su ramaje 
desnudo, cerradas las puertas y balcones de las 
casas solitarias, y los parrales en esqueleto, se- 
mejando los nudosos sarmientos reptiles defor- 
mes arrastrándose sobre el envarillado de los 
zarzos. Después, cruzamos sobre el Miguelete, 
enriquecido su escaso caudal con los derroches de 
las nubes, que en esta última quincena han echa- 
do la casa por la ventana. Nuestro pobre arroyo 
corría con hinchazones de rio, estendido su cau- 
ce de barranca á barranca, arrastrando las aguas 
barrosas que le aportan las laderas que mueren 
en sus orillas. 

Más adelante, el campo abierto, todo barro, to- 
do humedad; los pastos pálidos y marchitos, las 
tierras aradas convertidas en lodazales, los triga- 
les tempranizos raquíticos, anémicos, despeina- 
dos por la avenida de las aguas, viviendo entre 
el fango; una laguna en cada hondonada, un 
arroyo en cada surco, un charco en cada agujero. 



¡CUÁNTO chancho! 303 

y agua, y agua, y mucha agua donde quiera que 
se mire; todo triste y húmedo, sin un rayo de sol 
que rompa la monotonía del nublado, sin un vo- 
lido de pájaro que hienda el vapor gris de la nie- 
bla, sin un retozar de potrillos ó triscar de corde- 
ros que diera vida y movimiento á la estensa 
sábana de verdura desteñida por la lluvia. 

Aquí y allá, grupos de vacas y caballos, ente- 
rrados hasta las ranillas, con el pelo encrespado, 
dando el anca al viento, comiendo con desgano 
las yerbas desabridas que crecen en la tierra la- 
vada de las grasitudes que vigorizan la savia. 

Colón, La Paz, Las Piedras, todo fué quedando 
atrás, releándose las poblaciones y abriéndose el 
campo á medida que avanzábamos, cruzando las 
soledades que median entre Progreso y Joaquín 
Suarez hasta llegar á Canelones. Allí vuelve á en- 
contrarse la población y el movimiento: viajeros 
que bajan del tren, otros que suben, peones que 
descargan y cargan equipajes, cocheros que ofre- 
cen sus vehículos para atravesar el lodazal que 
separa á la Estación del pueblo, y sobresaliendo 
entre todos los ruidos y voces, el grito de un mu- 
chacho que recorre por el andén toda la esten- 
sión del tren, ofreciendo en cada ventanillo de los 
wagones: 

— ¡ Bizcochos, palitos, y naranjas !— ¡ Butifarra y 
pan! sin variar una sola vez su estribillo. 

Cinco minutos dura aquel ir y venir, y cargar y 
descargar, y bulla y movimiento. Después el Jefe 
de la Estación toca la campana, la locomotora 
lanza su agudo silbido, los pasajeros que habían 
bajado á tomar algo, se apresuran á recobrar sus 



304 SANSÓN CARRASCO 

asientos, y el tren vuelve á emprender pesada- 
mente la marcha, quejándose con chirridos de 
goznes, tosiendo con sus pulmones de acero, y 
esputando á cada golpe de tos una bocanada de 
vapor blanco que se desvanece en el aire como 
una burbuja de jabón; los carruajes trotan hacia 
el pueblo, despéjase poco á poco el andén, y solo 
queda firme el muchacho vendedor, presencian- 
do el desfile de los wagones y ofreciendo en cada 
ventanillo que pasa su mercancía, con la misma 
entonación y el mismo estribillo: 

— ¡ Bizcochos, palitos y naranjas ! ¡ Butifarra y 
pan! 

El tren aumenta á cada paso su envión y pasa 
orillando el pueblo de Canelones, por entre sus 
prolongados cercos de tunas, alineadas á un lado 
y otro del camino como filas de soldados que pre- 
sentan sus armas. Ahora solo nos queda por de- 
lante un trecho de cuatro leguas que debemos 
recorrer sin interrupción. La máquina, como si 
supiese que no sería sofrenada en su carrera, au- 
mentaba su velocidad á remezones, y se comía el 
terreno de á cuadras por minuto, cruzando los 
campos encharcados convertidos en intermina- 
bles . bañados, solo habitados por las cigüeñas 
que los recorrían con sus largos zancos, revol- 
viendo con sus picos puntiagudos en el agua en 
procura de las lombrices que engendra la hu 
medad. 

El Maiaojo, arroyuelo de ordinario insignifi- 
cante, corría ancho como un río, sepultando bajo 
sus aguas los talas y sarandíes que lo franjean, 
asomando solo las ramas superiores de los sau- 



[CUÁNTO chancho! 305 

ees por entre el hervidero de la corriente. Y el 
tren sigue siempre su marcha; vadea el arroyo 
por sobre el puente que lo cruza y repecha las 
lomas del otro lado hasta alcanzar la altura. Des- 
de allí se vé el establecimiento de las Aguas Co- 
rrientes, con su empinada chimenea, y á su pié, 
un mar, un mar estenso, formado por la fusión 
del Mataojo y del Sania Lucia, que, desbordados 
de sus cauces, invaden toda la planicie que los 
separa. 

—Allí está La Esiremeña, dice uno de los com- 
pañeros señalando á la derecha del tren, y si- 
guiendo la indicación, veo tres ó cuatro edificios 
techados de teja, asentados en lo alto de la cuchi- 
lla. No sé si filé pura fantasía de mis sentidos, 
pero declaro que me pareció oir murmullos de 
gruñidos que venían de La Esiremeña. 

El tren siguió la cintura de la villa de San Juan 
Bauiisia trazando una prolongada curva, costeó 
después el río por espacio de algunas cuadras, 
refrenó la marcha, y á los pocos minutos se detu- 
vo frente á la Estación, descargando por sus por- 
tezuelas toda la mercancía humana que llevaba 
en sus wagones. 

Habíamos llegado al término de nuestro viage. 
Yo hice lo que todos: bajé, estiré los braizos, di 
algunos pasos con fuerza como para desligar las 
articulaciones entumecidas durante tres horas de 
quietismo, y me dirijí al Hotel Oriental, donde 
ya nos esperaba don Ramón Suárez, director del 
establecimiento que íbamos á visitar. 

Poco tiempo se gastó en saludos y cumplidos, 
aguijoneados como estábamos todos por el a3ru- 



306 SANSÓN CARRASCO 

no, y tentados por el calor suculento que despe- 
día una sopera humeante. Comimos todos como 
se come siempre que hay buen apetito, sin mu- 
chos ambajes ni delicadezas, reforzado á cada bo- 
cado el estómago con el contingente que le pres- 
taba un vinillo portugués, espeso como almíbar, 
hereje el maldito, pues bien dejaba ver que no ha- 
bía sido bautizado, y virgen de toda mescolanza. 

Terminado el almuerzo, nos pusimos en mar- 
cha hacia la fábrica de productos porcinos. El ca- 
rruaje que nos conducía cruzó el pueblo dando 
tumbos en los baches de las calles y encajando 
las ruedas hasta el eje en los pantanos, pero feliz- 
mente no hubo tropiezos, gracias á la pericia de 
don Ramón, que hacia de vaqueano en su dog- 
car, dibujando eses entre el barro para esquivar 
los malos pasos. 

Ya estamos en la fábrica, cuyas instalaciones 
las componen cuatro edificios importantes. Á la 
derecha, las canchas de matanza y galpones para 
la elaboración de los productos.— Al frente, una 
buena casa con cómodas habitaciones. —Más allá, 
el depósito y los graneros; á la izquierda, los chi- 
queros. Todos estos edificios cuadran un gran 
patio, cruzado por veredas cuidadosamente en- 
arenadas. 

La matanza regular se había hecho por la ma- 
ñana, pero habían reservado cuatro cerdos que 
debían ser inmolados en nuestra presencia. Los 
restantes estaban ya colgados en la carnicería, 
destripados y pelados, luciendo las blancas man- 
tas de tocino que les cubrían los costillares. 

Los vivos, arrinconados en el brete, gruñíaa 



¡CUÁNTO chancho! 307 

sordamente como presagiando su próximo fin. 
Eran cuatro chanchos enormes, el lomo con una 
zanja en el medio, los ojos perdidos entre la gor- 
dura, arrastrándoles los abultados vientres por el 
suelo. 

Entró al brete un mozo, armado de un gancho 
de hierro de cabo largo, apartó á los chanchos 
que gruñeron como protestando contra el intruso 
y de repente, uno de ellos bramó á grito herido, 
escandalizando con sus alaridos todos aquellos 
contornos. Razón tenía para ello el desventurado 
animal, pues el mozo lo había clavado con el gan- 
cho por la papada, y tiraba con fuerza para lle- 
varlo á la cancha. Me pareció bárbaro el procedi- 
miento, pero después me explicaron que ni cuatro 
hombres serían suficientes para llevar una res al 
matadero, mientras que con aquel gancho forzo- 
samente tenían que cabestrear los cerdos. 

Sin dejar de berrear como un desalmado, salió 
el chancho del brete, y berreando cayó dentro de 
una inmensa batea, donde inmediatamente otro 
mozo le introdujo un puñal por la garganta. Nue- 
vamente rugió el animal con alaridos espantosos, 
y saltó por la herida un chorro de sangre negra, 
espesa, que era recojida dentro de una tina. Los 
enormes hi jares del cerdo latían con violencia, 
hacía esfuerzos desesperados por desligarse las 
patas, y á cada esfuerzo, salía la sangre á borbo- 
tones. Poco á poco los gritos fueron mas sordos 
y más roncos, los latidos eran más pausados, los 
esfuerzos menos violentos, y la sangre fué salien- 
do sin ímpetu, derramándose por la herida como 
se derrama una pipa por el bitoque. 



308 SANSÓN CARRASCO 

Todavía |se inflaban los hijares de la víctima 
con las últimas inhalaciones, cuando cayó sobre 
el cuerpo todo un caldero de agua hirviente. Ua 
sacudimiento nervioso agitó todos los miembros 
del animal : después cerró los ojos, estiró las pa- 
tas, y quedó tranquilo, humeando el vapor del 
agua con que lo habían bañado. Inmediatamente, 
otros dos mozos, armados de una especie de cu- 
charones, procedieron á afeitarle la cerda, y en 
dos minutos quedó el chancho mondo y lirondo. 
Dos ganchos lo ensartaron por las patas, y mer- 
ced á una roldana, fue izado al colgadero, donde 
unos operarios le despojaron de las pezuñas y 
orejas, mientras otro le abría el abultado vientre 
para arrancarle las entrañas. 

Todavía no estaba concluida esta operación 
cuando ya berreaba en el brete otro cerdo, engan- 
chado como el anterior por la papada, que fué 
también sometido á las mismas operaciones que 
su antecesor. En menos de diez minutos queda- 
ron los cuatro chanchos colgados, afeitados y lim- 
pios, completando las dos docenas con sus com- 
pañeros de la mañana. 

En la cancha, no quedaba ni un vestigio de la 
matanza. El piso, hecho de tierra romana, estaba 
limpio y bruñido, sin una gota de sangre. Allí 
corre el agua con profusión, surtida por diversos 
manantiales de donde la extraen poderosas bom- 
bas movidas á vapor. 

En el compartimento vecino al de la matanza, 
hay grandes mesas y piletas en que se despostan 
lasreses; máquinas para picar la carne; máqui- 
nas para embutir el relleno de los chorizos, salchi- 



¡CUÁNTO chancho! 309 

chones y mortadelas ; y presidiendo á toda aque- 
lla maquinaria está la gran máquina de vapor, 
que, al par que mueve todas las otras, alimenta al 
digeridor en que se extrae la grasa y el sebo. 

En el depósito, cuelgan del techo salchichones 
de todo largo y calibre, retobados con hilo; sartas 
de chorizos que una vez sazonados se guardan en 
cajas de lata, enterrados en grasa: jamones, lon- 
jas de tocino, recortes de orejas y cien combina- 
ciones más; producto todas ellas de la elabora- 
ción de ese animal tan asqueroso por fuera, y tan 
apetitoso por dentro, del cual todo se aprovecha, 
desde la punta del hocico hasta el extremo del 
anca. 

Arriba del depósito está el granero donde se 
almacena el maíz para echar á los cerdos, verda- 
deros Heliogábalos que devoran todo cuanto á su 
alcance se les pone. 

Pasamos enseguida á visitar los chiqueros don- 
de moran los subditos de La Estremeña. En el 
primero había un centenar de cerdos gordos, 
destinados á las próximas matanzas; todos ellos 
muy satisfechos de su lozano estado, desdeñando 
el maiz que tenían en los pesebres, imposibilita- 
dos sin duda de llenarse más de lo que estaban. 
En el segundo chiquero había iinos doscientos 
puercos, más jóvenes y más delgados que los an- 
teriores, pero ya en trato para el engorde, con- 
vertidos todos ellos en eunucos. Y en seguida, 
otro chiquero, y otro, y veinte más, divididos en 
pequeños compartimentos, en cada uno de los 
cuales había una señora cerda, rodeada de nu- 
merosa prole cochina : ésta con diez, aquella con 



310 SANSÓN CARRASCO 

doce, estotra con quince, insaciables glotones 
prendidos á los pezones de su respetable mamá, 
que á su vez comía sin descanso, como para dar 
ejemplo á sus vastagos. 

En uno de los chiqueros había más de dos- 
cientos cerdos, y como no quisieran salir del co- 
bertizo en que duermen, entró el cuidador de la 
piara para obligarles á que se presentaran ante 
sus visitantes. Salió la gruñona grey por una 
puerta, arreada por el cuidador, y á penas dio 
una vuelta por el patio empedrado, volvió á me- 
terse por la otra en precipitado tropel. Quiso el 
gañán contener la fuga, y pasóle lo que á Don Qui- 
jote le aconteció en la más puerca de sus aventu- 
ras, como que puercos fueron los protagonistas 
de ella, pasando toda una piara sobre el huesudo 
cuerpo del asendereado caballero. Asaz mohino 
y maltrecho se levantó el cuidador, después de 
haber sido pisoteado por aquella turba cochi- 
na, y repuesto del accidente, salió al campo y 
llamó á toda la cerdada dispersa por los po- 
treros. 

Estrañóme que no hiciese uso del clásico cuer- 
no con que antaño convocaban los guardadores 
de cerdos á la piara, y cuyo toque fué causa de 
que al Hidalgo Manchego se le antojase que un 
enano anunciaba su llegada al castillo, cuando 
dio en la venta de Maritornes ; pero, pues otros 
son los tiempos, otras serán las costumbres, ra- 
zón por la cual, sin duda, el chanchero de mi his- 
toria no tocó cuerno alguno, sino que se puso á 
silbar. No más presurosos han de acudir los 
muertos el día del juicio al toque de la trompeta, 



j CUÁNTO chancho! 3?! 

que lo que acudieron los cerdos al oir el silbido 
de su cuidador. 

De todos lados corrían cerdos al reclamo, con 
un galopito clavado, como si estuvieran manea- 
dos, abanicándose con sus grandes orejas que se 
movían al compás del galope. Aquello fué el más 
numeroso desfile de cerdos que nadie haya con- 
templado jamás. Los había de todas edades, de 
todos colores, y de todas razas, y todos galopa- 
ban á una, atropellándose, gruñendo, enroscados 
los rabos, el hocico estirado, los ojos fruncidos, y 
las pezuñas embarradas. 

¡Cuánto chancho! Dos mil había, por lo menos, 
en la piara que se formó en torno del cuidador, 
entretenidos todos en hozar en el barro mientras 
esperaban la ración estraordinaria que el silbido 
les había hecho entrever, porque, para aquellos 
chanchos, el silbido es como la campanilla que 
nos llama á comer. 

Todos gruñían á una, y todos á una nos mira- 
ban como pidiéndonos algo que comer, sin caer 
los infelices en la cuenta de que toda su desgra- 
cia está en su gula, pues si no comieran no en- 
gordarían, y no engordando, no tendrían que 
vérselas con el gancho que los arrastra al mata- 
dero. Cierto es que los chanchos dirán que, si no 
comieran, se morirían de hambre, y morir por 
morir, vale más morir de ahito que de necesidad, 
i Tienen razón los cerdos ! 

Pues sí, señores; aquellos dos mil chanchos han 
de caer, día más día menos, en las bateas de La 
Estremeña^ para ser convertidos en sobreasadas, 
embuchados, salchichones, chorizos, morcillas, 



312 SANSÓN CARRASCO 

jamones, grasa y otros productos que allí s^ ela- 
boran, que hacen competencia y aún superan á 
los similares que de Europa nos llegan, rivalizan- 
do los chorizos con los célebres de Estrcmadura; 
compitiendo los jamones con los que de York se 
importan: sobresaliendo los salchichones de los 
que se preparan en Bolonia; imitando las sobre- 
asadas á las que de Mallorca vienen, y superando 
las grasas en blancura y en pureza á las que nos 
mandan de Chicago. 

Cuando me cansé de ver chanchos y de probar 
los productos que de su carne se elaboran, em- 
prendí la retirada junto con mis compañeros, y 
después de felicitar al progresista don Ramón 
Suárez, alma y vida de Santa Lucía, por la mag- 
nífica instalación de su fábrica, volvimos á meter- 
nos en el wagón del tren. 

El sol había logrado rasgar el nublado, y baja- 
ba á su ocaso, pálido y triste al ver toda la natu- 
raleza desnuda de sus galas: ni hojas en los árbo- 
les, ni flores en los jardines, ni pájaros en la 
enramada, ni cristales en el río, ni luz, ni colores. 
Cuando el tren llegó á Canelones, ya el pobre sol 
de invierno había traspuesto las colinas que ha- 
cen marco al horizonte, dejando tras de sí una 
vaga claridad en la que se destacaban las siluetas 
de los árboles. Contemplaba yo aquellos últimos 
vestigios del día, cuando me sacó de mi medita- 
ción la voz de un rauchacho que pregonaba en la 
portezuela:— 

—¡Bizcochos, palitos y naranjas! ¡Butifarra y 
pan! 

El tren echó á andar nuevamente, y al ruido 



¡ CUÁNTO CHANCHO ! 313 

del vapor que se escapaba por las rendijas de los 
pistones, salió corriendo hacia un lado de la vía 
un bulto que al principio no pude distinguir lo 
que era, pero uno de mis compañeros, dotado sin 
duda de mejor vista que la mía, esclamó: 

— ¡Ahí va un desertor de La Estremeña! 

—¿Desertor? dije yo á mi vez; pues no es mala 
diana con música la que le van á tocar si vuelve á 
caer en las manos del mozo del gancho. 

Después oscureció y no vi más, pero, entre la 
oscuridad de la noche, me parecía ver escuadro- 
nes de chanchos que galopaban en todas direccio- 
nes, escapando al gancho fatídico que tanto me 
había preocupado. Me dormí soñando con chan- 
chos, y desperté al día siguiente á las sacudidas 
que me daba un empleado para hacerme firmar 
un papel. 

—¿Qué es esto? pregunté medio dormido to- 
davía. 

—Es la notificación de un traslado del Fiscal 
del Crimen. 

Aquello me hizo volver en mí, pero, impresio- 
nado todavía con lo que había visto la víspera, 
no pude menos de esclamar por última vez: 

—¡Cuánto chancho! 

Agosto 2 de 1883. 




NOCHE DE BODA 




I s trance serio el casarse. El pájaro que 
hasta ayer volaba libre, picoteando en 
todos los sembrados, bebiendo en todos 
los charcos, y haciendo noche en la pri- 
mera rama con que topaba al caer la tarde, se 
encuentra de la noche á la mañana enjaulado, 
obligado á picotear en un solo comedero, á beber 
en una única vasija, y á dormir en el mismo palo 
noche á noche. 

Esto tiene su pro y su contra. Seguramente 
que ya no le faltará alimento, ni agua, ni se verá 
espuesto á sufrir el viento y la lluvia, pero, i qué 
monótono debe ser comer alpiste todos los días, 
y beber de la misma agua, y dormir en el mismo 
palo! 

¿Canta de placer el pájaro en la jaula, ó es que 
trina al verse preso? Es todo un problema, pero 
no es arriesgado suponer que los gorjeos del pá- 



3l6 SANSÓN CARRASCO 

jaro sean desahogos para mitigar la tristeza que 
le apena. Al fin y al cabo, el que canta, sus ma- 
les espanta. 

Pero todo lo hace la costumbre, y el pájaro que 
en los primeros días de su prisión se estropea la 
pluma y se despunta el pico dando contra los 
alambres de la jaula, acaba por conformarse coa 
su suerte, y se somete á su nueva vida que poco á 
poco se le hace indispensable, porque después de 
habituarse á tener el alpiste á mano, y encontrar 
todos los días el agua fresca, se le hace penoso el 
tener que andar picoteando horas y horas en bus- 
ca de un grano, espuesto á que en lo mejor lo le- 
vante un gavilán en sus garras, y á otros mil 
accidentes que amenazan á los que andan sueltos. 

Y mas llevadera se le hace esa vida, si la que se 
encarga de cuidar se acuerda de obsequiarle 
de vez en cuando con una hoja de lechuga ó un 
terroncillo de azúcar para alternar con el alpiste, 
porque indudablemente el alpiste es buen alimen- 
to, sano y nutritivo, pero todos los dias 

olla, amarga el caldo, y nunca viene mal poner, 
entre col y col, lechuga. 

Pues tal y cual lo que al pájaro, tengo para mí 
que ha de pasarle al marido. Los primeros días 
le parece la jaula estrecha, pero- después, con la 
falta de costumbre, se pierde hasta el volido, y el 
día que le abren la puerta, no se atreve á salir, y 
si sale, á poco vuelve, haciendo, por entrar, los 
mismos esfuerzos que anles hacia por escaparse. 

Este es otro punto de contacto entre los pája- 
ros y los maridos, porque no es cosa nueva el que 
uno de estos, después de verse libre de la jaula 



NOCHE DE BODA 317 



del matrimonio, vuelva á meterse en ella por la 
puerta de la sacristía, cuya llave está solo en po- 
der de la muerte, única que puede abrirla para 
dejar en libertad al pajarito ó pajarita que cayó 
en la trampa armada por Cupido, que es el más 
famoso cazador de pájaros que se haya conocido. 

Y es difícil cazar, porque los pájaros van abrien- 
do el ojo y se hacen cada vez más chucaros. Pero 
¿quién resiste á los ardides del travieso rapazuelo? 
El muy tuno sabe bien que nadie es tan zonzo 
para meterse de cabeza en el lazo, y ¿qué hace? 
Arma su trampa, esparce en torno uno que otro 
granito de alpiste, y se pone en acecho. Llega el 
pájaro, y arisquea al principio no atreviéndose á 
acercarse á la trampa, pero encuentra un granito 
de alpiste, lo prueba y le gusta ; ¡ á que pájaro no 
le gusta el alpiste! vé otro grano, y se acerca más, 
y así, de saltito en saltito, llega hasta cerca de la 
trampa, en cuyo centro está el alpiste amontona- 
do. Da vueltas en torno tratando de comer sin 
entrar, hasta que, al fin, llevado de la golosina, se 

olvida del peligro, y pisa el palito, y ¡crac! 

cae la trampa y queda enjaulado. 

Todos los días hay uno que pisa ejl palito.— Hoy 
te toca á tí, lector; mañana me tocará á mí, y pa- 
sado le tocará á otro. Hay que casarse, como hay 
que embarcarse para atravesar la mar. ¿ Es un 
mal? Yo no digo tal cosa, pero, en todo caso, es 
un mal inevitable, como el mareo, y mientras ha- 
ya hombres y mujeres en este picaro mundo, ha- 
brá casamientos. No se ha inventado nada toda- 
vía que reemplace al matrimonio. Se han inven- 
tado máquinas de coser, máquinas de tejer, má- 



3l8 SANSÓN CARRASCO 

quinas de imprimir, y hasta máquinas de hacer 
chorizos y morcillas, pero nadie ha dado todavía 
con una máquina que sirva para la reproducción 
de la especie. 

Y mientras esa máquina no venga, el matrimo- 
nio es indispensable, absolutamente indispensa- 
ble : es un articulo de primera necesidad. 

No hablemos ya de los preliminares que lo pre- 
ceden: de las miradas, primero; de las sonrisas, 
después; los coloquios, los enojos, las intimida- 
des, las citas, los paseos, las visitas, los adelantos 
tomados á cuenta de mayor cantidad^ y todos esos 
incidentes que constituyen el argumento del poe- 
ma, cuyo desenlace acaba en el himeneo. 

Vamos al día, al gran día precursor de la gran 
noche, en que con cuatro latinajos, dos s/, y una 
cruz trazada en el aire, queda consumada la indi- 
soluble unión de un hombre y una mujer. 

Que los novios madrugan ese día, es ocioso de- 
cirlo— ¡hay tanto que hacer! La novia hace su to- 
cado con escrupulosa prolijidad, distrayéndose 
por momentos con las estrañas emociones que la 
embargan. Por un lado piensa que va á realizar 
sus ensueños, á vivir para siempre con el hombre 
á quien adora, á constituir un hogar. Por el otro 
recuerda su vida de soltera, la madre,cuyo regazo 
ha de abandonar, sus pequeños gustos que tal 
vez no serán los del marido. 

Después la preocupa el traje. Todo está en or- 
den, arreglado sobre la cama estrecha en que 
durmió hasta la noche anterior, y en la que ya no 
volverá á dormir el agitado sueño de soltera; 
aquella cama queda allí, como queda el cascarón 



NOCHE DE BODA 319 



de que sale la larva convertida en mariposa. Allí 
queda la almohada, confidente discreto que ja- 
más revelará los secretos que se le confiaron, ni 
los sueños que vio cruzar por aquella cabeza que 
se hundía entre su mullido relleno, calenturienta 
unas veces, otras fresca y tranquila, según le son- 
riese la felicidad, ó la violentasen las contrarie- 
dades. 

Sobre aquella cama está el ajuar de la novia, 
estirado el vestido, y descansando sobre la al- 
mohada los azahares que han de adornar la fi-en- 
te de la desposada. Todo está nuevo é inmacula- 
do, desde las más íntimas piezas que rozan las 
carnes, hasta la suela del zapato que ha de calzar 
el diminuto pié, y pongo diminuto, porque sería 
lo más prosaico suponer que una novia tiene el 
pié de una Maritornes. Y mientras ella está allí, 
por última vez á solas en su cuarto de soltera, an- 
da todo el resto de la casa en incesante actividad, 
preparando lo necesario para la ceremonia de la 
noche. 

Se almuerza de parado, dando órdenes entre 
bocado y bocado; la servidumbre corre de un lado 
para otro; la cristalería brilla sobre los aparado- 
res, esperando su orden de colocación, los platos 
se elevan en tambaleantes columnas, y los pavos, 
las gallinas y los patos, yacen muy tiesos en sus 
fuentes con las patas encogidas, disimuladas las 
canillas con adornos de papel picado, y reempla- 
zada la cabeza con una flor que oculta la herida 
del degüello— Sobre la mesa de la cocina se ven 
los despojos de la decapitación— las cabeza de los 
pavos, con el moco carnoso azulado, y el pico 



320 SANSÓN CARRASCO 

sangrando las últimas gotas; las cabezas de los 
pollos, con la cresta pálida, blanda, colgante; las 
cabezas de los patos con su pico chato, el ojo en- 
treabierto y las plumas erizadas en los espasmos 
de la última convulsión. 

Sobre otra mesa se ven los postres de variadas 
clases, entre los que descuellan los de huevo, en 
forma de quimbos, moles, yemas quemadas, cre- 
mas, merengues y las diversas combinaciones á 
que se prestan las claras y las yemas. 

Á todo esto, las antesalas van cubriéndose con 
los obsequios destinados á la novia.— Aquello es 
un hacinamiento de los más variados y hetereo- 
géneos artículos, ricos los unos, lujosos los otros, 
prodigios de habilidad y de paciencia salidos de 
mano de mujer, modestos recuerdos de los que 
no tienen con qué aparecer rumbosos, y desco- 
llando sobre todos, los ramos de caprichosas for- 
mas y de esquisita fragancia, que perfuman la 
casa entera. 

Pasemos sobre mil detalles íntimos que la dis- 
creción obliga á velar. 

Ya son las ocho de la noche. Las luces brillan 
con toda su deslumbrante claridad, la mesa se 
encorva bajo el peso de los manjares y licores 
que la cubren; la novia, ayudada por sus más cer- 
canas amigas, da la última mano á su tocado; el 
novio se pasea entre cabizbajo é impaciente; los 
convidados decoran el salón, y entre las mujeres 
se oye un continuo cuchicheo que aumenta cada 
vez qué se presenta una nueva invitada. Los pa- 
dres del futuro marido y de la prometida conver- 



NOCHE DE BODA 32 1 

san en voz baja, estrechando los vínculos creados 
por el enlace de sus hijos. 

El rumor del rodado de cada carruaje hace de- 
tener al novio en su distraído paseo, y pone el 
oido atento. Cuando se convence de que no es el 
que espera, sigue dando paseos, con la vista fija 
en el suelo, haciendo cada vez gestos más marca- 
dos de impaciencia. 

Por fin, un ruido de caballos que se detienen 
sofrenados de galope, el abrir y cerrar de una 
portezuela de carruaje y el movimiento de curio- 
sidad que agolpa á la puerta á los que están más 
próximos, le saca de su distracción, mira, y per- 
cibe al verdugo, iba á poner, por decir al sa- 
cerdote, que acompañado de su acólito, sube con 
paso reposado las escaleras. 

Ya entra, ya se despoja del manteo y viste una 
camisola de batista, se cuelga al cuello la estola, 
cuya cruz besa con aparente fervor, y listo ya, se 
dirige, seguido del monacillo que lleva el hisopo, 
á la sala, en cuyo centro están de pié los novios: 
ella, temblorosa, cubierta de pies á cabeza con el 
velo nupcial, sintiendo las miradas curiosas de 
sus amigas, que la revistan de arriba abajo, sin 
perder un solo detalle; él, pálido, nervioso, con la 
vista fija en la puerta por donde ha de entrar el 
sacerdote. 

Llega éste, y toda la concurrencia converge al 
centro que ocupan los novios. Nadie habla, na- 
die murmura, nadie se mueve. Reina un silencio 
parecido al que precede á una tormenta. Todos se 
afanan por ver, y allá, entre las últimas filas, aso- 
man las cabezas de los sirvientes, que, empinados 



322 SANSÓN CARRASCO 

y con el cuello estirado, no quieren perder un so- 
lo detalle de la ceremonia. 

El momento es solemne. Colocados los novios 
frente al sacerdote, y á los lados los padrinos de 
la boda, rezonga aquel una oración en latín, á la 
que contesta el monacillo con palabras ininteligi- 
bles. Después, pone la mano de la desposada 
dentro de la de su prometido, y á la una y al otro 
pregunta si mutuamente se aceptan como esposa 
y marido. 

—Si, contesta el novio con voz insegura que 
quiere hacer aparecer firme. 

— Sí, balbucea la novia con un acento que pare- 
ce un suspiro. 

El sacerdote hace una aspersión, dibuja con el 
mayor y el índice una cruz sobre las manos en- 
trelazadas de los esposos, sonríe deseándoles feli- 
cidad, y se retira. 

La novia cae sollozando entre los brazos de la 
madre que la besa y la estrecha como si para 
siempre la perdiese. — El novio abraza en silen- 
cio al padre, y durante cinco minutos solo se oye 
el besuqueo de las amigas, y el palmear en la 
espalda al novio que va saludando á todos sus 
amigos. 

Las solteras están conmovidas ante la solemni- 
dad del acto. Las casadas, echándola de prácti- 
cas, se sonríen como diciendo: «estamos en el se- 
creto. » 

Después, la alegría recobra su dominio, se habla 
fuerte, se ríe, se aventuran bromas más ó menos 
picantes sobre lo que todavía falta para consu- 
mar el matrimonio, y en medio del bullicio y la 



NOCHE DE BODA 323 



alegría de todos, se escurren los novios sin ser 
vistos ni oidos, hasta que, notada la desaparición, 
recrudecen las bromas y se cruzan guiñadas en- 
tre las parejas de esposos que recuerdan cuando 
hicieron otro tanto. 

Al día siguiente, la casa de la novia está desier- 
ta, a Parece, me decía una amiga, que hubieran 
sacado de aquí un cadáver.» Y parecía en efecto ; 
las flores estaban marchitas, consumidas las ve- 
las, en desorden los muebles, llorosos los padres, 
y vacía la pieza que ayer llenaba con sus alegrías 
y sus trajes la niña que está ya en brazos de otro. 

En cambio, ¡cuánta dicha, cuántos sueños rea- 
lizados, cuántos proyectos de felicidad en el nido 
sonrosado de los tiernos enamorados! Para ellos 
no hay más mundo que el que se encierra dentro 
de las cuatro paredes de su alcoba, ni mas pobla- 
dores que ellos dos. Son el Adán y la Eva de 
aquel paraíso. Padres, hermanos, amigos,— todo 
queda olvidado en el arrobamiento que les em- 
briaga. 

Después, la naturaleza recobrará su imperio, 
renacerán las afecciones pasadas, y sin dejar de 
ser esposos, volverán á ser hijos, hermanos y 
amigos, que para todos los cariños hay cabida en 
el corazón, mientras no lo rebosa el de madre, 
que es el más grande y más santo de todos los 
cariños. 

Pero. . . eso no será hasta de aquí á un año. . . 
mes más ó menos. 

Setíembre 16 de 1882. 









EL CORNETA SAYAGO 




I N todas las agrupaciones sociales se des- 
tacan de entre el hacinamiento de la po- 
blación ciertas entidades que, sin estar 
rodeadas de los prestigios que granjean 
el talento y el valor, alcanzan á veces más estensa 
popularidad que las personalidades eminentes. 

Esos tipos son de todos conocidos y de todos 
estimados, sin que muchas veces haya más razón 
para esa popularidad que la de imponerse ellos 
mismos por alguna particularidad, que acaba 
por ser un rasgo fisionómico de la sociedad en 
que se agitan, incrustándose como un hábito 
en las costumbres que caracterizan á cada pueblo. 
En Montevideo, por ejemplo, á nadie sorpren- 
de el toque marcial del clarín á cualquiera hora 
del día ó de la noche— Ese mismo toque, en Bue- 
nos Aires, llamaría á las puertas y ventanas á to- 



326 SANSÓN CARRASCO 

dos los pacíficos industriales de la gran ciudad : 
á penas si despierta entre nosotros á los chiqui- 
llos que duermen, ó hace poner el oido atento al 
estranjero llegado ayer á estas playas. 

—Es Sayago, decimos todos, y ese simple ape- 
llido basta para esplicar la causa que motiva el 
toque, que desde lejos viene oyéndose con inter- 
valos, hasta que llega á la cuadra y taladra con 
sus penetrantes notas las puertas y las paredes, 
yendo á repercutir en los fondos de las casas, 
donde provoca chismes y cuentos de la servi- 
dumbre sobre Sayago y su clarín, instrumento 
que forma ya parte de su organismo, y va tan uni- 
do á él, que separarlo sería dejar incompleta su 
personalidad de uno de sus más pronunciados 
rasgos. 

Todos conocen á Sayago, pero no todos cono- 
cen sus antecedentes, ni ciertas peculiaridades r^ 
saltantes de su vida. Ni siquiera habrá dos de 
sus más íntimos que sepan la edad que tiene. Sa- 
yago es un negro al parecer joven, de facciones 
afiladas, delgado, de regular estatura, de mirada 
inteligente, de barba escasa, y la cabeza poblada 
con una mota espesa y renegrida. Echándole por 
lo alto, á cualquiera se le ocurre que tendrá entre 
cuarenta y cinco y cincuenta años. 

— ¡ Quien me los diera ! contestaría Sayago á 
quien tal dijese. Según su cuenta, nació el año uno 
del siglo actual, y tiene por consiguiente á la fe- 
cha la respetable edad de ochenta y un años, que 
por cierto no le pesan ni le estorban para reco- 
rrer con toda agilidad cuadras y cuadras, á paso 
lijero, como si fuera un mocetón de veinte abriles. 



EL CORNETA SAYAGO 327 

Nació Sayago en Lucango, población situada 
en la costa Occidental de África y comprendida en 
el reino de Congo, bajo la dominación de Portu- 
gal, y corre por sus venas sangre aristocrática. Su 
padre fué el cacique Lucango Cabanga, y su ma- 
dre la respetable matrona Joanna Quicola, quien 
puso especial esmero en la educación de éste que 
hoy conocemos por Sayago, y cuyo verdadero 
nombre es Antonio Lucango Cabanga, ciudadano 
africano, nacido, bautizado y amamantado á la 
sombra del pabellón de la muy poderosa casa de 
Braganza. 

Tan precoz se mostró el negrillo, que á los diez 
años entró ya al servicio de su patria, embarcán- 
dose en calidad de ordenanza en el bergantín de 
guerra Promptidáo, á las órdenes del comandante 
José Clemente Guimaraens Silva da Costa, quien, 
por lo visto, podía lastrar el buque con solo car- 
garlo con sus nombres y apellidos. 

Hacía el Promptidao oficio de crucero para im- 
pedir el comercio de esclavos, y en una de sus 
escursiones, llegó por primera vez á Montevideo 
el año 181 1, trayendo á su bordo al hijo del caci- 
que de Congo, cuyos recuerdos de aquellos tiem- 
pos son algo confiísos, aunque hace memoria de 
haber conocido la Matriz, ubicada entonces en el 
solar que hoy ocupa el Club Inglés, techada de 
paja, y dando frente á un potrero en que pasta- 
baa vacas y caballos, que eso y no otra cosa era 
por aquella fecha nuestra Plaza Constitución, 
adornada hoy con fuentes y bancos de mármol. 

El Prompiiáo levó anclas un día, y junto con 
las anclas se llevó nuevamente al negrito Anto- 



328 SANSÓN CARRASCO 

nio, quien siguió creciendo á bordo hasta que el 
bergantín no pudo más, y vino á dar con su cas- 
co en los peñascos de Punta de Yeguas allá por 
el año 39, donde á la sazón estaba, como está to- 
davía hoy, el saladero de Sayago, regenteado por 
un tal don Julián Contreras, quien tomó á su 
servicio al moreno, suplantando á su apellido de 
regia estirpe africana, el del dueño del estableci- 
miento que administraba. 

Y he ahí por qué Antonio Lucango Cabanga 
vino, con el andar de los tiempos, á llamarse An- 
tonio Sayago, sin haber nunca sido esclavo, pues 
libre nació y libre ha vivido hasta esta fecha, sin 
rcQonocer más autoridad que la de su respetable 
señor padre y la del Gobierno bajo cuya bandera 
vio por primera vez los picantes rayos del sol 
africano. 

Á poco vino el Sitio Grande, y no hay para qué 
decir que ni sus fueros de principe, ni su carta de 
ciudadanía portuguesa, bastaron al joven Lucan- 
go para escapar á las estrecheces del servicio mi- 
litar, y sin más ni más tomó el uniforme, valién- 
dole su buena disposición el ser pronto promovi- 
do á sargento de órdenes del Batallón 2 . ° de 
Guardias nacionales, que mandaba el entonces 
coronel don José María Muñoz. 

Nueve años combatió Sayago, y por cierto que 
el encontrarse hoy fuerte y robusto no lo debe 
á la buena vida que pasó en la línea, donde: 

el descanso era el pelear 
y el dormir siempre el velar; 

y á fé que, según cuentan las crónicas, no era 



EL CORNETA SAYAGO 329 

Sayago el ültímo en las guerrillas, ni de los que 
dormían con los dos ojos, pues era siempre el pri- 
mero que se presentaba listo y pronto á cualquie- 
ra hora que se le buscase. 

Vino después la calma, se hizo la paz aquella en 
que se declaró no haber vencedores ni vencidos, 
volvieron los aceros á las vainas y los fusiles á los 
armeros, los soldados tornaron á su casa conver- 
tidos en simples ciudadanos, pero no volvió Sa- 
yago, quien quedó uncido al yugo del uniforme, 
aunque ya más aliviado de servicio, pues, debido 
á sus tendencias y aptitudes filarmónicas, ingre- 
só como corneta pistón en la banda del Regimien- 
to de Artillería. 

Si mis apuntes no están errados, Sayago se ca- 
só por aquel tiempo, y buscando compañera dig- 
na de su real estirpe, eligió por esposa á Eujenia 
Rivera, hija de Tía Catalina Vidal, morena de 
campanillas, célebre por sus pasteles y empana- 
das, cuya fama trasciende todavía, perpetuada 
por las manos de su hija, que heredó de Tía Ca- 
talina el secreto de aquellas hojaldres sutiles co- 
mo encajes, y de aquellos recados de vigilia que 
hacen la delicia de los que aún observan la cos- 
tumbre de no comer de carne en los días clásicos 
de la Semana Santa. 

Yo la recuerdo todavía, á Tía Catalina, con su 
canasto de caña tejida equilibrado en la cabeza 
sobre un rodete de trapo, contoneándose por esas 
calles, con su rebozo á media espalda, y la mano 
apoyada en la cadera, recorriendo las casas de 
sus marchantes. Y recuerdo, también, cuando po- 
nía en el suelo su canasto, y ella en cuclillas, qui- 



330 SANSÓN CARRASCO 

taba primero la blanca toalla que lo cubría, y en 
seguida iba levantando una tras otra las frazadas 
dobladas que servían de abrigo á los pasteles, 
arreglados allá en el fondo en una doble carnada, 
humeantes todavía como si acabasen de salir del 
horno. Más de una vez, yo muchacho, y goloso, 
quise meter la mano en el canasto para tomar al- 
guna hojaldre suelta, almibarada con el azúcar 
revenido por el calor de la masa, y más de una 
vez, también, Tía Catalina castigó mi golosina pe- 
gándome en la mano, indignada de la profana- 
ción de su canasto, consagrado como urna sagra- 
da de la pastelería, donde solo ella podía revolver 
sin desarreglar el orden de la estiva, en lo cual 
estribaba el secreto de conservarse la mercancía 
caliente. 

Eujenia, la mujer de Sayago, no va por las ca- 
sas como Tía Catalina. Su aristocrático enlace no 
le permite lanzarse á la calle, y orguUosa de su 
habilidad, recibe órdenes á domicilio, sentada al 
lado de su horno de ladrillo y barro, tibio por lo 
menos siempre, pues raro es el día en que no sale 
de allí una hornada de pasteles y empanadas 
que solo disfrutan los viejos marchantes; porque, 
eso sí, Eujenia Vidal de Sayago no trabaja para 
cualquiera, aunque le hagan saltar las monedas 
ante los ojos. A penas si, como homenaje de res- 
peto á la memoria de su madre, sirve á los que 
fueron parroquianos de Tía Catalina. 

Fructífero en demasía fué el casamiento de Sa- 
yago con Eujenia, quien hasta esta fecha ha enri- 
quecido el linaje de los Lucango con la friolera de 
veintiún descendientes, de los cuales, los siete 



EL CORNETA SAYAGO 33 1 

son Tarones, y mujeres las catorce restantes. Es 
de creer que Sayago se dé por satisfecho con 
esa respetable prole, máxime teniendo en cuenta 
que el árbol genealógico de su familia continúa 
echando nuevos brotos, pues cuenta ya hasta sie- 
te nietos, y dada la fertilidad de los abuelos, no 
hay por qué dudar que la multiplicación de la 
especie seguirá adelante. 

El año 59, aprovechando la oportunidad de un 
buque que partía para Loanda, creyó de su deber 
Sayago ir á saludar á sus ilustres padres, de los 
cuales solo encontró vivo al cacique Lucango 
Cabanga, tan fuerte como si no hubiese pasado 
por él un solo dia, y siempre querido y respetado 
de sus subditos. 

Grandes festejos hubo con tal motivo en la al- 
dea de Lucango. Se bailaron candombes inter- 
minables, se destaparon sendas botijas de chi- 
cha, y en retribución á aquellos obsequios, Saya- 
go tocó algunas piezas en su clarín, despertando 
con estridentes notas los ecos de las selvas africa- 
nas, y atemorizando en sus guaridas á los leones 
y panteras que las pueblan. 

Después de algunos meses de candombes y jol- 
gorios, Sayago habló de volver. Su venerable 
padre y todos los dignatarios de la corte hicieron 
supremos esfuerzos para retener á aquel compa- 
triota ilustre ; más de una belleza conga dejó es- 
capar un suspiro por entre sus labios de grana y 
puso los ojos en blanco tratando de seducir al in- 
grato que la abandonaba, pero Sayago hizo pre- 
sente sus deberes de esposo y de padre, habló al 
viejo Lucango de las virtudes de su nuera Euje- 



332 SANSÓN CARRASCO 

nia, demostró la necesidad de su presencia para 
vigilar la educación de los veintiún Lucanguitos 
que había dejado, y después de una tierna despe- 
dida se embarcó en el bergantín OrientCy llegando 
á Montevideo nuevamente á mediados de 1860. 

SoJo entonces fiíé cuando le ocurrió poner su 
clarín al servicio del público, y libre ya de sus 
compromisos militares, se dedicó á pregonero y 
distribuidor de anuncios, atrayendo la atención 
de los transeúntes con los acordes marciales de 
su inseparable trompeta. 

No hay empresario de teatros ó de circos que 
no eche mano de Sayago para repartir los carte- 
les del espectáculo. Piria debe en gran parte su 
popularidad de martiliero á los toques de clarín 
con que Sayago pregona la interminable venta de 
solares en el Recreo de las Piedras; y tal importan- 
cia se da al instrumento, que no ha mucho fué 
contratado espresamente para anunciar no re- 
cuerdo que publicación en Buenos Aires, donde 
alcanzó Sayago gran popularidad en un par de 
días, viéndose seguido por calles y por plazas de 
un gran séquito de curiosos, atraídos por los 
ecos de la Marsellesa, el himno de Riego ó la 
marcha de Garibaldi, que son las tres piezas pre- 
dilectas que ejecuta en su clarín. 

Estamos en verano. Los tendidos de la pleiza de 
toros están poblados por seis ü ocho mil espec- 
tadores que ansiosos esperan el comienzo de la 
lidia. La impaciencia se traduce en un clamoreo 
infernal que termina en un coro acompasado, en 
que todos toman parte al grito de: « ¡ Son— las— 



EL CORNETA SAYAGO 333 

tres ! ¡ son— las— tres! » y cuando el bullicio crece, 
y las imprecaciones por la tardanza amenazan 
convertirse en zambra, una nota estridente y pro- 
longada domina todas las voces , apaga todos los 
murmullos, y repercute en todos los ámbitos de 
la plaza, hasta que sus últimos ecos mueren entre 
el clamoreo unánime y espontáneo de un «¡Viva 
Sayago!» con que el público aclama á nuestro Lu- 
cango, cuyo clarín ha dado la orden de abrir la 
puerta del brete. 

Salta la fiera al medio del circo, nerviosa é in- 
quieta, buscando en quien cebar la punta de sus 
afiladas guampas; arremete con los picadores 
impotentes para contener su empuje que llega 
hasta el caballo, desgarrándole las entrañas; corre 
la sangre, afánanse los diestros, crece la gritería, 
y sobrepuestos ya á las conveniencias de la edu- 
cación los instintos animales del hombre, se pi- 
den más victimas, hasta que nuevamente se hace 
sentir el clarín de Sayago para poner fin á la ma- 
tanza de caballos, y ordenar la suerte de banderi- 
llas, de las que una vez bien adornado el morro 
del toro, se toca á matar, toque á que Sayago da 
toda la solemnidad del caso, prolongando las no- 
tas y rematándolas con un chillido agudo como 
la punta del estoque que hiere á la irritada fiera. 

Concluida la temporada tauromáquica vuelve 
Sayago á sus cuarteles, y en los días de santos 
populares ó aniversarios patrios, organiza mur- 
gas, al frente de las cuales recorre las casas de 
todos los Juanes y Pedros ó Antonios que sabe él 
han de retribuirle la atención con alguna propina 
decente. El 25 de Mayo saluda á toques de clarín 



334 SANSÓN CARRASCO 

á todos los argentinos bien acomodados: el 14 de 
Julio festeja á los franceses; el 24 de Mayo, día de 
la reina Victoria, cumplimenta á los ingleses; ea 
el aniversario del Estatuto, les da música á los 
italianos; y á todos ellos, á españoles, á italianos, 
á franceses y á ingleses, les dirije discursos alusi- 
vos al festejo, hablando á cada uno en su idio- 
ma, pues entre sus muctias habilidades se jacta 
Sayago de ser poliglota, y para probarlo, habla 
el castellano pasablemente, bastante bien el por- 
tugués, chapurrea el inglés, maltrata el francés, 
tartamudea el italiano, disparata en vasco y has- 
ta masca silabas incomprensibles que, según él, 
tienen su significado congo, pretendiendo que: 
Angola-ya-üange ya-samba-ogina-dia-tata-me-gana- 
lucango-cabanga quiere decir, traducido al espa- 
ñol : « Mi padre se llama Lucango Cabanga, y es 
natural de Angola.» 
Aquí sí que viene de perilla aquello de: 

el mentir de las estrellas, 
es muy seguro mentir, 
pues que ninguno ha de ir, 
á ver lo que pasa en ellas. 

Pero, puesto que Sayago lo dice, y no tengo yo 
fundamento para dudar de su palabra, es necesa- 
rio admitir que habla en congo, mientras no 
se pruebe lo contrario, así como también debe 
creerse lo que dice de su padre, y es que vive to- 
davía, contando á la fecha la matusalémica edad 
de ciento cincuenta y cuatro años, lo que da á Su 
Majestad Lucango Cabanga una respetabilidad 
bíblica, patriarcal, y sobre todo, envidiable. 



EL CORNETA SAYAGO 335 

Y todavía dice más Sayago: y es que el viejo 
Lucango, á pesar de su siglo y medio, se permite 
el lujo de aumentar su tribu año tras año con Lu- 
canguitos, hermanos menores de éste que todos 
conocemos, y que tiene ya la jfriolera de ochenta 
y un inviernos . . . . ¡ Esa no cuela, Sayago . . . ! 

Lo que más distingue al héroe de mi cuento es 
la cortesía. ¡Sayago es un saludador terrible! Si 
diez veces encuentra á uno por la calle, diez veces 
le ha de sacar el sombrero, y otras tantas le ha de 
preguntar por la familia, y le ha de desear mil 
felicidades, y le ha de encargar muchos recuerdos 
por casa, siempre con el sombrero en la mano, el 
ademán respetuoso, y sin la más mínima insinua- 
ción en demanda de una propina. ¡Eso no! Saya- 
go no limosnea. Recuerdo, con este motivo, que 
en una de las conferencias que sobre este país dio 
en París el Barón de Rasse, esposo de doña Pilar 
Solsona, refiriéndose al desprendimiento de este 
pueblo, dice que una vez, cruzando por la plaza 
Constitución, encontró un moreno que repartía 
una publicación á toque de clarín, y que, habien- 
do tomado un ejemplar y queriendo retribuirle 
con una moneda, vio con sorpresa que el moreno 
la rechazaba. 

¡Era Sayago! Sayago á quien le pagan para que 
reparta anuncios, y á cuya honradez repugnaba 
aceptar lo que aquel caballero creía el costo de la 
publicación que había tomado. 

Esa honradez es la que le ha granjeado las sim- 
patías que tiene. Sayago es lo que se llama un 
hombre de entera confianza, y en toda su larga 



336 SANSÓN CARRASCO 

vida no tiene un solo antecedente que afecte á su 
reputación. 

Es activo y emprendedor: no pierde ocasión de 
hacer negocio, reparte esquelas, distribuye pros- 
pectos, pregona remates, y desde un estremo á 
otro de la ciudad, se oye todos los días el toque 
de su clarín, alegre y sonoro como una diana, 
cuyo eco repercute en todos los oidos, y sobre to- 
do en el de su esposa Eujenia, que sabe muy bien 
que aquellos acordes y sonatas están representan- 
do el pan y el puchero en cuyo torno juguetean, 
descalzos y á medio vestir, los nietos de Su Ma- 
jestad Conga, el insigne Lucango Cabanga, padre 
de aquel negrito que llegó á Montevideo allá por 
el año 1 1 , á bordo del bergantín Prompiid^o, y que 
hoy todos conocemos por el apodo de : el cometa 
Sayago. 



Agosto 4 de 1883. 





FRANCISCO PIRIA 



MARTILLERO POPULAR 




A trompeta de Sayago evoca el recuerdo 
de los que más contribuyeron á popula- 
rizar al hijo de Lucango Cabanga , y en 
primera línea surge con indisputables tí- 
tulos á la primacía Francisco Piria, el más cono- 
cido , el más activo , y el más ingenioso de los 
martilieros populares, el protector de las clases 
jornaleras, creador de pueblos y aldeas , y propa- 
gador incansable de la división de la propiedad . 
Mis recuerdos acerca de los antecedentes de 
Piria solo alcanzan á su aparición bajo el arco de 
salida del Mercado Viejo , donde estableció su 
tienda de remate permanente, que funcion^a 
desde las primeras horas de la mañana hasta las 
diez de la noche, hubiese ó no concurrentes, -con 
sol ó con lluvia, con calor ó con frío, oyéndose 



338 SANSÓN CARRASCO 

siempre el continuo pregonar del vendedor, cuya 
voz se enronquecía á medida que avanzaba el día, 
y que al llegar la noche se hacia de todo punto 
incomprensible. 

Los dependientes de Piria á penas le duraban 
una semana. Si se formase una estadística de los 
que en Montevideo padecen de la laringe, segu- 
ramente que figurarían en crecida proporción los 
que llevaban el martillo en la tienda del arco del 
Mercado. 

Eran de verse los esfuerzos que hacia el marti- 
liero para atraer marchantes. 

— ¡Vamos á ver , señores ! repetía con énfasis — 
¡ cinco reales ! cinco reales ¿ no hay quién dé más? 
Fíjense que esto es tirado. á la calle . . . . ¡cinco 
reales ! ¡ cinco reales I Y al mismo tiempo que con 
la derecha mano repicaba con el martillo sobre el 
mostrador, cada vez que ante la puerta pasaba un 
transeúnte, mostraba con la izquierda en alto un 
calzoncillo ó una camisa cuya bondad ponderaba 
inútilmente, pues ni los bancos ni las sillas, únicos 
concurrentes, por lo general, de la tienda, se de- 
jaban convencer por la elocuencia del orador. 

Pero no por eso se arredró Piria. 

Cuando el público no acudía de suyo,, él busca- 
ba medio de atraerlo, y asi como los cazadores de 
gilgueros ponen un llamador para que los que 
vuelan acudan al reclamo, asi también Piria al- 
quilaba llamadores, cuatro ó cinco gandules de 
esps que haraganean en los bancos de las plazas, 
los cuales servían de reclamo para hacer entrar á 
los paseantes desocupados, que á su vez iban for- 
mando un núcleo que poco á poco aumentaba 



FRANCISCO PIRIA 339 



hasta que la concurrencia llenaba todo el local. 

Aquí de la habilidad de Piria para ofrecer los 
artículos que él juzgaba aparentes para la clase 
de público que le rodeaba. Si las camisas y cal- 
zoncillos no encontraban acojida, salían á relucir 
los sacos y pantalones ; si se presentaba un paisa- 
no, ponía en venta, como quien no quiere la cosa, 
un par de bombachas ; y cuando creía distinguir- 
á algún parroquiano acomodado, sacaba á luz sus 
alhajas, cuyo mérito pregonaba con toda honra- 
dez, por que, en medio de todo, Piria es incapaz 
de engañar á nadie. 

—«¡Vamos á ver,señores! ¡Un anillo con brillan- 
tes falsos! ¡Garantidos falsos! ¡Aquí no hay enga- 
ño !» Y sin esperar postura, marcaba ya de[.ante- 
mano el precio : « ¡ Un peso, señores, un peso por 
este magnífico anillo ! ¿ No hay quién dé más ? 
¡Aprovechen la pichincha de la ocasión! » Y mien- 
tras seguía la chachara interminable, circulaba 
la prenda de mano en mano, hasta que alguno se 
tentaba, y ofrecía un real más, y caía el martillo, 
y reaparecía otro anillo y otro, mientras la de- 
manda de anillos no aflojaba. 

Cuando más en auje estaba la casa del arco 
del Mercado , el fuego devoró en una noche toda 
la mercancía allí almacenada. Piria no aprove- 
chó aquella circunstancia de fuerza mayor para 
eludir ó aplazar sus compromisos. Peso sobre 
peso pagó á sus acreedores lo que les debía, rea- 
brió su tienda con más crédito que nunca, y para 
resacirse de las pérdidas, dio mayor vuelo á sus 
especulaciones, inaugurándolas ventas de tierras 
por solares en parajes próximos á la capital . 



340 SANSÓN CARRASCO 

Nunca olvidaré yo aquellas escenas de la Plaza 
Independencia, donde Piria hacia al aire libre sus 
especulaciones de terrenos. Colocaba bajo uno 
de los paraisos que flanqueaban la calle una lar- 
ga mesa, sobre la cual instalaba los planos del 
pueblo en perspectiva. Como reclamo, tenía á su 
lado una murga compuesta de un fagot, un cla- 
• ríñete y un tambor destemplado, tres instrumen- 
tos que hacían un terceto insoportable, y así que 
se iban agrupando los curiosos, empezaba la 
venta. 

Con el sombrero echado hacia la nuca, levan- 
tando el martillo con la derecha, y apuntando 
con el índice de la izquierda al plano desplegado 
sobre la mesa, ponderaba Piria l^i excelencia y 
buena posición de los terrenos.* Generalmente su 
auditorio se componía de algunos paisanos, de 
esos que después de vendidas las tropas de ga- 
nado ó entregadas las cargas de las carretas en- 
tran á la ciudad á proveerse en las lomillerías y 
almacenes de la calle del i8, y de los lustra-botas 
acampadps en las plazas á la espera de marchan- 
tes embarrados. 

Contra ese público esgrimía Piria las armas 
más contundentes de su tentadora elocuencia:— 
«¡Vean ustedes, les decía, vamos ahora á vender 
este solar de la manzana B ! ¡ Magnífica situación! 
¡ Terreno alto ! ¡ En la esquina de la plaza ! ! » 

Los espectadores se codeaban para ver de cer- 
ca el plano, y entonces el martiliero, aprovechan- 
do la curiosidad, continuaba con mayor entu- 
siasmo: «¡Aquí está la iglesia! ¡Aquí la comisaría! 
¡Aquí la escuela!» y á cada una de estas indicado- 



FRANCISCO PIRIA 34I 



nes señalaba con el dedo un punto en el plano, 
con gran asombro de los concurrentes, que con 
tamaño ojo abierto no acertaban á esplicarse co- 
mo podía haber una iglesia, una comisaría, ó una 
escuela, donde solo veían rayas de tinta trazadas 
sobre un papel. 

Convencido al fin Piria de que su marchantaz- 
go no entendía mucho de planos, resolvió hacer 
las ventas sobre el mismo terreno, y entonces or- 
ganizó esas fiestas en que los concurrentes goza- 
ban de tren gratis, gratuitas diversiones y sabro- 
sos asados con cuero, que nada les costaban. Los 
wagones se atestaban de gente, las murgas hacían 
oir en el trayecto sus destemplados acordes, la 
locomotora silbaba cruzando los campos, y en 
medio de la algazara de los viajeros, llegaba el 
convoy á la estación de las Piedras frente á la 
cual está situado el Recreo trazado por Piria, 
cuyas calles son hoy vistosas alamedas, y cuyas 

• plazas están adornadas con fuentes y estatuas que 
poco á poco se deslíen bajo la continua acción de 
las lluvias que soportan. 

Y las ventas continúan siempre igua! en un pue- 
blo que no tiene límites, y que llegará sin duda 
con el tiempo á ser el barrio más poblado de las 
Piedras, debido al empeño del infatigable marti- 
liero, que ingeniosamente ha combinado el medio 

t deponer la propiedad al alcance de las clases po- 
bres, vendiéndola por cuotas ínfimas pagaderas 
4 larguísimo plazo. 

Á la espectativa siempre de todo suceso que 
atraiga la atención del público, aprovecha con 
habilidad el momento oportuno* para hacer su 



342 SANSÓN CARRASCO 

negocio, halagando al propio tiempo los senti- 
mientos populares. Muere el Rey Galantuomo y 
Piria funda á los pocos días el pueblo Víctor Ma- 
nuel, cuyos obligados compradores han de ser los 
subditos del monarca llorado. 

Pero como entre los mismos italianos hay al- 
gunos que no miran con buen ojo al Rey que ha- 
bia destronado al Papa, Piria, para contentar á 
todos, traza á pocas cuadras del pueblo Vicior 
Manuel el plantel de la villa Pió Nono, y así como 
en el primero levanta una estatua, en la segunda 
pone la piedra fundamental de una iglesia, pre- 
sumiendo, con razón, que los habitantes de aquel 
centro pontificio han de ser fieles devotos de la 
religión católica. 

Más allá funda el barrio Garibaldi, para los 
admiradores del león de Caprera : en el Reducto 
establece el barrio Nueva Savona, cuyos solares 
vende en menos de un mes. Pero, como no solo 
los italianos han de comprar tierras, Piria tienta 
á los franceses con el pueblo Gambeita, á los es- 
pañoles con el barrio Castelar, y esta es la hora 
en que está tal vez ideando el plano de un pueblo 
John Dull, para buscar compradores entre los in- 
gleses, que son hasta ahora los únicos deshereda- 
dos de un centro en que se aglomeren todos los 
hijos de la nebulosa Albión. 

En la víspera de uno de esos remates ruidosos 
es cuando entran en acción la corneta y los pulmo- 
nes de Sayago, quién, así como es poliglota ha» 
blando, lo es también tocando en su cometa, y si 
lo que anuncia en venta son los solares del pue- 
blo Gambeita, ejecuta la Marsellesa; si del barrio 



FRANCISCO PIRIA 243 



Casldar se trata, hace oir los acordes del Himno 
de Riego; y entona la marcha de Garibaldi, si la 
venta es en el pueblo Vkíor Manuel ó en el barrio 
Nueva Savona, 

El cartel contiene por lo general el plano de 
los terrenos, con su rosa de los vientos y todo, 
que maldito si la entiende la mayoría de los inte- 
resados.— En seguida viene el programa de las 
fiestas, en las que hay carreras en un pié, ó de 
espaldas, corridas de sortija, juegos atléticos y 
otras diversiones estrafalarias, que terminan con 
un lunch, copiosamente regado con sendas dama^ 
juanas de una bebida oscura que no solo parece 
vino por el color, sino que hasta lleva el nombre 
de tal. ¡Cómo calumnian á las viñas! 

El terreno del remate es una verdadera rome- 
ría. Aparte de los interesados en la compra, que 
son los menos, concurren allí todos los que no 
tienen que hacer de sus Domingos, aprovechan- 
do la ocasión de tener un día de campo y hartarse 
sin que les cueste un centavo, merced á la gene- 
rosidad de Piria, á quien poco se le dá sacrificar 
algunos reales á trueque de ver su remate bien 
concurrido. 

Nadie como él para despertar en el obrero el 
amor á la propiedad. Con palabra sencilla y fácil 
le hace entender la conveniencia de tener un te- 
rreno propio, adquirido sin el menor esfuerzo, 
con solo ahorrar cada semana lo que el Domingo 
gastaría en placeres perjudiciales para su salud y 
onerosos para su bolsillo. ¿ Quién no puede poner 
de lado veinte y cinco centesimos cada semana? 
Pues con esa friolera, cualquiera puede hacerse 



344 SANSÓN CARRASCO 

propietario, y con poco más, puede también edi- 
ficar una casa, cuyo costo va pagando insensible- 
mente, haciéndose cuenta que paga un módico 
alquiler, que día más, día menos, alcanzará á cu- 
brir el precio del edificio, que después queda 
siendo suyo, sirviéndole de refugio para los ma- 
los tiempos en que el trabajo escasea, sin verse 
expuesto á carecer de un techo bajo el cual pueda 
cobijar á su mujer y sus hijos. 

Asi habla Piria á los obreros, y más de uno ha 
de bendecirle cuando, al volver de su ruda tarea, 
se encuentra junto al hogar rodeado de los suyos, 
feliz al sentirse dueño del terreno que pisa y de 
las paredes que le protejen contra las inclemen- 
cias del invierno y los ardores del estío . 

Y no para ahí la especulación filantrópica de 
Piria, pues, no contento con hacer propietarios á 
los pobres, se encarga también de vestirlos á mó- 
dico costo, y al efecto instaló un vasto taller de 
sasterería donde se confeccionaban trages á pre- 
cios inauditos. El fué el introductor del Reming- 
ion, no del que mata, sino del que abriga, unos 
capotones largos que no desdeñaban usar mu- 
chos que la echan de elegantes ; regalados, tira- 
dos á la calle, como decía Piria en su fraseología 
martiliera, por la bicoca de cinco pesos ! 

Ültimamente invadió el campo de la literatura, 
y dio á la publicidad un libro que, si por un lado 
era un reclamo para su negocio, por el otro en- 
cerraba verdades muy dignas de tomarse en cuen- 
ta. Impresiones de un viajero en un pais de llorones 
titulaba Piria á su obra , simulando el viaje de 
ttn extranjero á quien él servía de guia, dándole 



FRANCISCO PIRIA 345 



noticia de los gérmenes de riqueza con que cuen- 
ta este país, y explicándole al mismo tiempo las 
causas que motivan su paralización. Por supues- 
to que el guía no desperdicia la ocasión de hablar 
largo y tendido sobre el pueblo Economía y el Re- 
creo de las Piedras, encareciendo el porvenir de 
esas poblaciones, que con el tiempo llegarán, se- 
gún él, á ser grandes ciudades, y haciendo entre- 
ver á los actuales propietarios la perspectiva de 
pingües fortunas en un futuro no lejano. 

Piria es verdaderamente un hombre útil. Yo, 
sin conocerle , le estimo como se estima general- 
niente á todo el que á costa de su actividad y tra- 
bajo logra crearse una posición, procediendo 
siempre con honradez. Asi ha procedido Piria 
siempre, y á esa honradez debe el crédito de que 
goza, y la confianza que en él depositan sus co- 
mitentes. 

En cambio no poco debe el país á este activo 
especulador de tierras. 

Por iniciativa suya cuenta Montevideo con nu- 
merosos núcleos de población en sus alrededo- 
res : hacinamientos de casas hoy, verdaderos 
pueblos mañana, que no solo contribuyen al 
bienestar de los habitantes, sino también al au- 
mento de las rentas y á la valorización de la pro- 
piedad. 

¡Y cuántos que por vía de broma han comprado 
ayer un solar, alentados por las facilidades que se 
le ofrecen para el pago, se encontrarán mañana 
siendo dueños de valiosos terrenos, y recordarán 
con cariño al que les tentó á colocar con tan lu- 



34^ SANSÓN CARRASCO 

crativo rédito los ahorros que hubieran malgas- 
tado en futilezas I 

Como perpetuación de su nombre, y como ac- 
to de justicia hacia el fundador de tantos pue- 
blos, yo propongo que el primer plano de las 
nuevas poblaciones que proyecta el antiguo mar- 
tiliero del arco del Mercado Viejo sea el del Pue- 
blo Piria, cuya inauguración se ha de festejar, no 
con iglesias ni estatuas, sino echando los cimien- 
tos de una escuela pública, donde reciban edu- 
cación los hijos de los artesanos, convertidos en 
propietarios merced á esas ingeniosas combina- 
ciones ideadas por Piria, que le permiten hacer 
su negocio, haciendo al propio tiempo la felicidad 
de muchas familias. 

Desde ya hago postura por el primer solar que 
se ponga en venta del Pueblo Piria. 



Agosto 5 de 1882. 




tiastisi 



ÍNDICE 



DE LOS ARTÍCULOS QXJE CONTIENE ESTE VOLUMEN 



Pág. 

Introducción V 

El Cometa i 

Todavía está alli! . . . . , 9 

Juan Manuel Bonifa:^ , el decano de los maestros ... 15 

La Escuela Juan Manuel Bonifa:^ 31 

Relinchos de ultra-tumba^ de Rocinante á Gladiador . . 43 

Dalmiro Costa 51 

La Leyenda Patria _ 59 

Germán Mac'Kay^ primer actor dramático americano . . 69 

La Feria 83 

La Basura 93 

Tiempo húmedo 105 

Misericordia Campana 1 1 1 

En el Mercado 121 

Luis Mazzantini, lidiador de toros 131 

Montevideo bajo la lluvia 147 

Pedro Marti f violinista oriental de nueve años de edad . 155 

Una Caravana de Bohemios 161 

Aquiles Lambertini, actor cómico de cinco años de edad. 173 

E/ /)a/io ¿e El Nacional 183 

San Pedro, . . . ; 193 



348 ÍNDICE 

Pág. 



Eduardo Carmona, primer actor cómico 201 

El viaje á Minas 319 

Arequita: á las sietel—Los caballos de Fran<;ois--Los ner- 
vios de Lenzi—Los músicos de la legua—El facón de 
B rus—La cueva— El país de los murciélagos— La ha- 
zaña de Carballido 237 

Los Carnavales; amaño y ogaño 253 

Panorama Bonaerense; la vuelta. de Palermo .... 269 
Minas: Aspecto general— la Plaza—la Gcfatura— la Iglesia 
—Escudero y su teatro— Un cuento de Carmona— Mon- 

sieur Auguste , .... 277 

Rafael A. Fragueiro 287 

¡Cuánto chancho! 301 

Noche de boda 315 

El corneta Sayago 325 

Francisco Piria, martiliero popular • • • 337 




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