Skip to main content

Full text of "Compendio de indumentaria española, con un preliminar de la historia del traje y el mobiliario en los principales pueblos de la antigüedad"

See other formats


co  ]>^:fe  3sri3io 


—    DE    — 


INDUMENTARIA  ESPAÑOLA 


CójaPEHOiO 


—  DE  — 


INDUMENTARIA  ESPAÑOLA 


CON    UN    PRELIMINAR 


historia  del  traje  y  el  mobiliario  en  los  principales 
pueblos  de  la  Antigüedad, 


POR 


Doña  J.  Natividad  de  Diego  y  González 

Profesora  numeraria 
de  la  £scuela  de  Estudios  Superiores  del  Magisterio, 


Y  — 


Pona  África  León  Salmerón 

Profesora  numeiaria  de  la  Escuela  Normal  de  Avila. 


MADRID.- 1915 

IMPRENTA  DK  SAN  FRANCISCO   DK  SALES 
Calle  de  la  Bola,  nám.  S 


1200 

pr 

• 

Esta  obra  es  propiedad  de  sus 
Autoras:  quedan  cumplidos  los 
requisitos  legales. 

^1  Excmo.  Señor 

©o/z  Cóuaróo  ^inconíi, 

entusiasta  defensor  de  la  Enseñanza  y  del  Ma- 
gisterio, por  gratitud  a  los  alientos  que  nos  co- 
municara al  exponerle  la  idea  de  emprender 
este  trabajo,  encaminado  a  llenar  el  vacío  del 
estudio  de  materia  tan  interesante,  no  explicada 
en  ningún  centro  docente; 

Le  ruegan  acepte  como  testimonio  de  buena 
voluntad  este  modesto  ensayo, 

Lias  ^uCopas. 


Carta-Prólogo. 


Sraíi.  Doña  Natividad  de  Diego  y  África  León  Salmerón. 

Mis  más  distinguidas  amigas  : 

He  recibido  su  grata,  con  el  ejemplar  en  capillas  de  la  obra 
Compendio  de  Indumentaria  Española,  de  que  son  autoras,  y 
después  de  agradecerles  su  atención,  no  puedo  menos  de  esti- 
marme afortunado,  al  ser  de  los  primeros  lectores  de  tan  pre- 
cioso trabajo. 

Ha  sido  una  idea  feliz  y  atrevida  el  emprenderlo,  pues  a  más 
de  la  necesidad  que  se  sentía  de  un  Tratado  en  que  se  metodiza- 
ra y  aclarara  tan  interesante  materia,  ofrece  ésta  tales  dificulta- 
des, que  sólo  el  acometerla  representa  un  valor  imposible  de 
tener  sin  el  conocimiento  profundo  y  el  estudio  perseverante  que 
se  requiere  para  ocuparse  en  ellas:  bajo  este  aspecto,  bien  pue- 
den estimarse  lo  suficientemente  preparadas  y  estar  de  su  reso- 
lución satisfechas. 

Paréceme  excelente  el  método  seguido,  pues  es  indudable  que 
muchos  de  nuestros  indumentos  los  debimos  originariamente  a 
los  pueblos  que  nos  visitaron  en  la  antigüedad,  y  como  éstos  fue- 
ron los  más  principales  en  la  Historia,  de  aquí  que  su  estudio  sea 
tan  útil  como  oportuno. 

Entrando  ya  en  la  parte  genuínamente  española,  yo  no  tengo 
más  que  elogios  para  labor  tan  esmerada,  pues  nunca  se  había 
dado  caso  de  ofrecer  doctrina  tan  completa,  a  la  par  que  en  for- 
ma tan  precisa  e  interesante.  Definidas  las  épocas  con  rigor 
grandísimo  y  sometida  la  evolución  a  métodos  de  orígenes  y 
adaptaciones,  el  plan  de  la  obra  es  tan  claro  como  acabado, 
habiendo  conseguido  por  ello  lo  que  nunca  antes  alcanzó  autor 
alguno  de  los  que  se  han  metido  en  tan  difícil  laberinto. 

La  exposición  de  tan  curiosas  Pragmáticas,  por  las  que  los 


legisladores  cometieron  tantos  errores  como  nos  comunicaron 
preciosos  datos;  sus  consecuencias  económicas,  y  por  último, 
la  exposición  ordenada  bajo  aspectos  tan  pintorescos,  hacen  re- 
vivir a  nuestros  antepasados,  a  veces  vistiendo  con  una  suntuo- 
sidad y  gusto  verdaderamente  admirables,  y  en  otras  incurrien- 
do en  extravagancias  y  exageraciones  tan  ridiculas  como  inve- 
rosímiles. 

Todo  queda  metódica  y  documentalmente  consignado  en  su 
feliz  trabajo,  notable  tanto  por  la  novedad  como  por  su  clara 
exposición  y  hasta  bellas  ilustraciones,  pudiendo  decirles  tan 
sólo  que  me  sabe  a  poco,  aunque  de  tan  buena  calidad,  que  bien 
puede  este  libro  dar  vida  a  otros  varios;  y  como  tal  Compendio 
lo  ha  de  ser  seguramente  de  satisfacciones,  las  aplazo  para  lo 
demás,  que  seguramente  han  de  llevar  a  término. 

El  tratar  de  los  trajes  regionales,  tan  expuestos  a  desapare- 
cer, y  el  «Glosario»  que  prometen,  constituyen  un  acierto  más 
que  celebrarles. 

Otro  aspecto,  por  el  que  también  las  aplaudo,  es  que  sean  dos 
distinguidas  y  cultas  profesoras  de  la  enseñanza  oficial  las  que 
hayan  emprendido  tal  senda,  pues  bueno  es  que  la  mujer  espa- 
ñola se  ocupe  ya,  y  aficione,  en  estudios  tan  propios  de  su  sen- 
sibilidad y  acomodados  al  empleo  de  sus  facultades,  lan  aptas 
y  propicias  para  la  cultura  como  las  de  otra  cualquiera  nación 
civilizada. 

Sin  duda,  su  libro  de  la  Indumentaria  Española  ha  de  for- 
mar época  entre  los  que  de  estas  materias  se  han  ocupado,  y 
bien  pronto  lo  comprenderán  al  experimentar  su  éxito. 

Que  éste  sea  tan  grande  como  se  merecen,  es  el  mayor  deseo 
de  su  afectísimo  a.  y  a.,  q.  s.  p.  b., 

Narciso  Sentenacb. 

Madrid,  28  de  Marzo  de  1915. 


FK^OE^Nw^IO 


En  el  traje,  como  en  todo  lo  humano,  se  ha  operado  una  evo- 
lución y  progreso,  transformándolo  y  pretendiendo  adoptarlo 
más  a  sus  fines,  hasta  llegar  al  punto  en  que  hoy  lo  encontramos. 

Desde  los  primitivos  prehistóricos,  para  los  que  utilizó  el 
hombre  la  piel  de  los  animales  y  los  más  toscos  tejidos,  cubrien- 
do sólo  las  partes  más  delicadas  de  su  cuerpo,  hasta  las  compli- 
i  adas  prendas  actuales,  se  han  sucedido  cambios  y  transforma- 
ciones tales,  que  despiertan  el  mayor  interés  para  su  estudio. 

Las  formas  del  traje  han  sido  tan  variadas  como  caracterís- 
ticas; cada  pueblo  ha  impreso  en  sus  prendas  y  exornos  el  sello 
de  su  genialidad  artística,  y  el  examinarlas  y  compararlas  entre 
sí,  puede  dar  motivo  a  un  interesante  tratado,  de  reconocida  im- 
portancia por  muchos  conceptos. 

Quizá  hayan  influido  en  sus  formas  y  variaciones  ciertos 
cambios  en  el  clima  y  estado  atmosférico  de  sus  localidades,  pues 
en  algunas  no  serían  sin  duda  posibles  hoy  muchos  de  los  lige- 
ros trajes  usados  antiguamente;  pero  si  a  esto  unimos  el  imperio 
siempre  acatado  de  la  moda  y  el  dominio  político  de  ciertas  ra- 
sas, podremos  hasta  explicarnos  muchos  hechos,  que  obedecen  a 
más  lógicos  fundamentos  que  los  del  capricho  y  novedad  en  la 
moda  de  los  trajes  y  objetos  para  la  vida. 

Por  la  presente  obra  hemos  pretendido  ofrecer,  en  lo  posible, 
un  compendio  de  lo  que  se  ha  indagado  y  publicado  hasta  ahora 
sobre  el  traje  en  nuestro  suelo,  añadiendo  algunas  observaciones 
propias  y  metodizando  por  épocas  y  regiones  los  más  usados  y 
que  han  tomado  carta  de  naturaleza  entre  nosotros;  pero  como 
para  muchos  hayamos  tenido  que  aceptar  en  la  antigüedad  y  más 
modernos  tiempos,  los  de  los  pueblos  extranjeros,  nos  ha  parecido 


-  6  - 

oportuno  ofrecer  un  preliminar  de  aquéllos  que  figuraron  e  impu- 
sieron más  sus  modas  y  costumbres,  para  asi  darnos  cuenta  de 
muchas  particularidades  como  entre  los  nuestros  encontramos. 

Limitámonos  además  al  estudio  del  traje  civil,  pues  si  nos 
ocupáramos  del  militar,  entraríamos  en  el  terreno  especial  de  la 
panoplia  y  se  haría  muy  extenso  este  tratado,  relacionando  igual- 
mente con  él  aquellos  enseres  y  muebles  domésticos  más  gene- 
ralmente usados  para  la  vida  cuotidiana. 

Sirva,  pues,  este  trabajo  como  de  metodisación  y  avance  en  lo 
posible  sobre  el  interesante  asunto  de  nuestra  indumentaria,  tan 
curiosa  como  en  verdad  poco  dilucidada. 

Nos  ha  movido  también  a  emprender  este  trabajo  la  dificul- 
tad que  existe  para  obtener  datos  sobre  esta  materia,  al  presente 
tan  dispersos  y  fragmentarios,  pues  parece  haber  perseguido  la 
desgracia  a  los  que  hasta  ahora  lo  han  intentado. 

El  Conde  de  Cleonard  publicó  en  el  tomo  IX  de  las  Memorias 
de  la  Academia  de  la  Historia  un  '^Discurso  histórico  sobre  el 
traje  de  los  españoles^;  más  tarde  D.  Valentín  Carderera,  en  su 
^Iconografía  española„,  adelantó  mucho  en  estos  estudios  al 
ofrecer  los  ejemplares  antiguos  de  que  más  podía  deducirse  la 
forma  y  estilo  de  sus  indumentos.  Después  algunos  otros  em- 
prendieron el  examen  de  nuestra  indumentaria,  como  el  Sr.  Pul- 
gar i  y  D.  Manuel  Danvila  y  Jaldero,  que  dedicó  su  juventud  al 
estudio  del  Arte  patrio  y  de  la  indumentaria,  que  tanto  con  él  se 
relaciona.  Últimamente  el  Sr.  Asnar,  en  sus  "^Documentos  para 
la  historia  del  traje  en  España^  publicó  un  tomo  de  láminas, 
copia  de  monumentos  de  distintas  épocas,  pero  todo  ello  quedó 
incompleto,  sin  duda,  ante  las  dificultades  de  la  empresa. 

De  los  códices,  sellos  y  cuadros,  en  consonancia  con  los  docu- 
mentos, pragmáticas  e  inventarios,  hay  que  extraer  las  verdade- 
ras noticias  sobre  los  trajes  y  muebles  más  usados  entre  nos- 
otros, de  los  que  aún  queda  tradición  en  muchos  regionales. 

Quiera  Dios  concedernos  el  tiempo  suficiente  para  ver  termi- 
nada nuestra  tarea,  aunque  sea  en  forma  de  Compendio,  y  sin 
llegar  a  aquellos  detalles  que  sólo  una  larga  y  continuada  inda- 
gación puede  llevar  al  extremo  que  tan  interesante  asunto 
merece. 


PRELIMINAR 


El  traje  y  el  mobiliario  en  los  principales  pueblos 
de  la  Antigüedad. 


PRELIMINAR 


El  traje  y  el  mobiliario  en  los  principales  pueblos 
de  la  Antigüedad. 

Eg±:p"bo. 

Estudiando  el  proceso  de  la  cultura,  debe  admitirse  que 
ésta  comenzó  en  el  valle  del  Nilo.  Por  ello  el  Egipto,  después 
de  una  época  prehistórica,  ofrece,  como  los  demás  pueblos, 
el  cuadro  de  su  historia  progresiva  en  todos  los  órdenes  de  la 
vida,  dándonos  además  el  originario  impulso  para  muchos  de 
los  desarrollados  por  otros  posteriores. 

En  cuanto  al  traje,  objeto  de  nuestro  estudio,  no  podía 
menos  que  ser  muy  sencillo  al  principio,  y  más  en  aquel 
clima  especial,  donde  nunca  llueve  y  no  precisaban  las  pren- 
das de  abrigo,  sino  al  contrario,  las  de  defensa  contra  los 
rayos  del  sol  y  los  fuertes  vientos  del  desierto. 

La  estatua  más  antigua  conocida,  la  de  Ranké,  llamada 
del  alcalde  de  Sacara,  nos  da  el  más  primitivo  traje  que  puede 
ofrecerse,  pues  sólo  cubre  su  cabeza  con  el  ceñi- 
do casquete,  que  nunca  después  habían  de  aban- 
donar sus  compatriotas,  al  llevar  siempre  afei- 
tado el  cuero  cabelludo,  ciñendo  sus  caderas 
con  un  sencillo  paño  sujeto  a  la  cintura,  origen 
del  squenti,  y  llevando  en  su  mano  un  bastón,  insignia  de  la 
autoridad  que  ejerciera. 

Después  el  traje  egipcio  se  va  complicando  y  enrique- 
ciendo al  extremo  que  hemos  de  ver  seguidamente. 


La  prenda  más  propia  de  los  egipcios  era,  según  Herodo 
to ,  la  calasiris ,  túnica  listada  en  colores  ;  pero  más  bien 
parece  se  aplicara  este  nombre  a  las  telas  ra- 
yadas. 

Por  extensión  debíase  llamar  asi  al  trozo  de 
tela  en  que  envolvían  el  cuerpo,  ciñéndolo  ge- 
neralmente por  bajo  de  los  brazos  y  sujetándolo 
a  los  hombros  con  tirantes.  Ajustábanselo  mu- 
cho, disponiéndolo  a  veces  para  cubrir  en  parte 
los  brazos,  a  modo  de  mangas,  siendo  de  ancho 
vuelo  cuando  era  de  telas  muy  transparentes. 
Usábanlo  principalmente  las  mujeres  y  los  sacer- 
dotes. En  los  esclavos,  soldados  y  sirvientes, 
esta  prenda  se  ceñía  a  la  cintura. 

A  más  de  las  listas  de  colores,  admitían  en 
sus  prendas  ricos  bordados  y  adornos.  A 
veces  usaban  un  gran  manto  exterior. 

El  tocado  más  característico  era  el  Ha/", 
trozo  de  tela  de  lino  semicircular,  con  caí- 
das laterales  y  suelto  a  la  espalda,  que  ce- 
ñían a  la  cabeza  con  una  cinta  sobre  el 
gorro  o  casquete  ajustado  al  cráneo  rapado;  este  casquete 
afectaba  muy  variadas  formas,  cubriéndolo  más  o  menos, 
pero  siempre  cortado  recto  por  la  frente,  con  caídas  ante  las 
orejas  u  otras  mayores  detrás  de  ellas,  y  ce- 
ñido o  suelto  por  la  nuca;  generalmente  se 
lo  sujetaban,  además,  con  una  cinta  alrede- 
^^  dor  del  cráneo;  sobre  él  se  colocaban  el  klaf 
y  los  más  variados  adornos.  Las  mujeres 
usaban  caprichosos  tocados,  siendo  los  más  lujosos  los  de  las 
reinas,  en  forma  de  buitre,  con  las  plumas  esmaltadas,  a  la 
manera  isiaca. 


—  9  — 


Las  pelucas,  entre  ellos,  ofrecían  variadísimos  caprichos 
en  sus  trenzados,  sustituyendo  al  cabello  natural;  sólo  en  se- 
ñal de  duelo  se  lo  dejaban  crecer  por  cierto  tiempo. 

Colocábanse,  además,  como  señal  de  autoridad,  una  espe- 
cie de  larga  perilla  trenzada,  en  la  barba,  sujeta  por  dos  ti- 
rantes al  casquete  de  la  cabeza,  como 
se  ve  en  muchas  estatuas. 

El  adorno  característico  para  el 
cuello,  en  arabos  sexos,  era  el  oslch, 
ancho  collar  o  esclavina  de  tela,  muy 
bordada  en  colores  y  adornada  hasta 
con  piedras  preciosas. 

Los  hombres  ceñían  sus  caderas 
con  el  squenti,  pieza  triangular  de  tela,  que  se  colocaban  de- 
jando al  frente  el  ángulo  inferior  y  rodeando  con  los  supe- 
riores la  cintura,  en  ciertos  casos  muy  plegado.  Los  reyes  le 
adicionaban  el  nekkék  o  mandil  real ,  exornado  con  ureus  en 
señal  de  autoridad.  Como  calzado,  al  principio  propio  sólo 
de  los  reyes,  pero  más  generalizado  después,  usaron  espe- 
cialmente la  sandalia  puntiaguda  y  sujeta  a  la  pierna  con 
correas;  generalmente  las  hacían  de  hojas 
de  palma  o  de  papiro  entretejidos:  muchas 
clases  sociales  no  llegaron  a  usar  nunca 
calzado  alguno  entre  ellos. 

Las  insignias  del  soberano  eran:  la  co- 
rona o  mitra,  que  cuando  unían  las  del  alto 
y  bajo  Egipto,  la  primera  blanca  y  la  se- 
gunda roja,  constituía  el  llamado  Pchent; 
además  llevaban  el  lituo  o  cetro  de  la  justicia;  el  ureus  en  la 
frente,  o  sea  diadema  en  forma  de  culebra,  como  insignia 
del  dominio  de  vida  y  muerte;  a  estos  atributos  unían  el 
mandil  real  citado. 


-  10  - 

A  Ammon-Rá  se  le  representa  con  un  birrete  coronado  por 
el  disco  solar  y  dos  plumas,  emblemas  éstas  de  la  inmortali- 
dad (el  therh),  asi  como  la  mitra  osiriana  (el  ateu)  se  carac- 
terizaba por  las  dos  plumas  de  gavilán  laterales,  llevando 
además  estas  divinidades  y  algunos  reyes,  sus  representantes 
en  la  tierra,  la  cruz  con  asa,  símbolo  de  la  vida  divina,  y  el 
llamado  nilómetro,  o  más  bien  emblema  de  Osiris. 

Hombres  y  mujeres,  en  sus  indumentos  más  lujosos,  ceñían 
el  talle  con  justillos  muy  apretados,  pues  la  característica  del 
vestido  egipcio  era  ir  muy  ceñido  y  las  mujeres  añadían  ade- 
más sobre  la  ealasiris  una  especie  de  faldones  cruzados  des- 
de la  cintura  a  los  pies,  en  forma  de  alas  de  gavilán,  borda- 
dos de  vivos  colores,  figurando  las  plumas  y  hasta  cosiéndo- 
les piedras  preciosas.  Estas  alas,  extendidas  y  sujetas  por  los 
extremos  a  las  muñecas,  prestaban  aspecto  de  genios  ala- 
dos a  lasque  las  llevaban.  Ofrecen  tan  lujosa  indumentaria 
femenina  las  figuras  de  Isis  en  muchos  relieves,  como  por 
ejemplo,  entre  otros,  el  de  la  estela  del  sacerdote  Pinaxi  (1). 

Los  sacerdotes,  completamente  afeitadas  sus  cabezas  y 
sin  pelucas,  presentábanse  con  túnicas  blancas,  llevando  en 
la  diestra  altos  bastones  insignias,  a  veces  de  marfil,  termi- 
nados en  plumas  u  otros  atributos;  algunos  empuñaban  perfu- 
madores de  largo  mango  u  ofertorios,  sobre  los  que  vertían  el 
incienso.  Asimismo  se  adornaban  los  sacerdotes  con  pieles  de 
fieras,  como  de  leopardos,  chacales  o  leones,  cuyas  garras 
cruzaban  por  delante. 

Para  resguardarse  de  los  rayos  del  sol  usaron  grandes 
abanicos  de  plumas  con  largo  mango,  los  más  lujosos  como 
insignias  regias,  empleando  igualmente  para  la  mano  otros 
pequeños,  redondos,  de  la  misma  materia. 


(1)    Véase  Perrot  y  Chipíez,  I,  pág.  263. 


-  11  - 

La  policromía  de  los  trajes  egipcios,  al  igual  que  la  de  to- 
dos sus  monumentos,  era  de  tonos  tan  puros  como  brillantes, 
predominando  el  blanco,  rojo  y  verde,  siendo  muy  aficiona- 
dos a  las  telas  listadas. 

La  gran  estatua  de  Ramsés  II  (Museo  de  Turín)  es  un  ejem- 
plar notable  por  su  indumentaria.  Cubre  su  cabeza  con  un 
gran  casco  bombado,  con  el  ureus  sobre  la  frente;  ciñe  su  cue- 
llo rico  oskh  con  pedrería,  y  todo  su  cuerpo  se  envuelve  en 
plegada  y  finísima  calasiris,  que  deja  al  descubierto  sólo 
pequeña  parte  del  vientre.  De  su  rico  cinturón,  sobre  el 
squenti,  pende  el  gran  mandil  real,  calzando,  por  fin,  cómo- 
das sandalias;  en  su  diestra  lleva  el  lituus,  o  cetro  real,  y 
en  la  izquierda  el  tau,  u  objeto  llamado  el  nilómetro. 

Las  riquísimas  joyas  de  los  egipcios,  de  bronce  u  oro  y 
piedras  preciosas,  han  llegado  a  ser  estimadas  como  modelos 
acabados  de  arte,  pues  los  pectorales  y  amuletos  hallados  so- 
bre algunas  momias  son  de  una  riqueza  insuperable.  El  de 
Ramsés  II  y  los  gavilanes  y  escarabeos  alados,  así  como  sus 
collares,  sortijas  y  brazaletes,  ofrecen  preciosas  muestras  de 
su  adelantadísima  orfebrería:  casi  todas  estas  joyas  obedecen 
al  sistema  de  construcción  cloisonnée  o  albeolado.  Todas  las 
mujeres,  así  como  los  reyes,  usaban  grandes  zarcillos  en  las 
orejas. 

Como  muebles  de  más  aplicación  para  la  vida,  tenían  los 
lechos,  generalmente  afectando  las  líneas  de  un  cuadrúpedo, 
usando  como  almohadas  el  utensilio  llamado  uol, 
de  distintas  materias,  según  sus  poseedores: 
los  lechos  estaban  provistos  además  de  colcho- 
nes y  cubiertos  por  mantas  y  colchas  lujosas  lla- 
madas tapetas,  de  los  que  ya  hablaba  Homero  con  elogio.  Sus 
sillones  y  asientos,  de  formas  muy  caprichosas,  los  tapizaban 
con  vistosas  y  ricas  telas. 


-  12  - 

Comían  en  torno  de  pequeñas  mesas,  teniendo  a  la  mano 
platos  de  su  característica  porcelana  azulada,  y  bebían  en 
vasos  de  vidrio  con  jarros  de  barro  o  metales. 

Usaban  del  cuchillo  y  la  cuchara,  algunas  veces  ésta  de 
marfil,  pero  no  emplearon  los  tenedores. 

En  los  convites  comían  sentados  alrededor  de  las  mesas, 
separados  de  ellas,  y  cada  cual  con  su  plato  o  taza,  que  lle- 
naban los  servidores,  diciéndose  que  al  final  circulaban  una 
estatua  de  la  muerte,  aunque  parece  que  esto  fué  más  bien 
propio  de  sus  banquetes  funerarios.  Resguardaban  las  puer- 
tas con  cortinas  de  muy  vivos  colores,  tejidas  o  bordadas,  cu- 
briendo los  suelos  con  esteras  y  alfombras  de  distintas  clases. 

Los  medios  más  usados  de  transporte  eran  las  literas  y 
palanquines  llevados  por  servidores,  aunque  su  más  habitual 
vehículo  fueron  las  barcas,  con  que  constantemente  surcaban 
el  Nilo;  para  la  guerra  usaron  los  carros,  no  cabalgando  so- 
bre los  solípedos,  que  utilizaron  tan  sólo  para  el  tiro. 

Las  egipcias  entregábanse  largamente  a  su  arreglo  en  el 
tocador,  empleando  afeites  y  cosméticos,  que  guardaban  en 
primorosos  botes,  tiñéndose  las  pestañas  con  antimonio  o  con 
el  mestem,  para  aumentar  la  expresión  y  tamaño  de  sus  ojos 
y  preservarlos,  según  decían,  del  ataque  de  los  insectos;  asi- 
mismo pintábanse  las  uñas,  labios  y  mejillas  de  rojo,  mirán- 
dose en  espejos  metálicos  y  componiéndose  ante  ellos  el  com- 
plicado tocado  y  joyas  con  que  exornaban  sus  cabezas,  cuyos 
cabellos,  propios  o  postizos,  partían  generalmente  en  tres 
trenzas,  una  a  la  espalda  y  dos  laterales. 

Aficionados  a  la  música,  tañeron  el  gran  arpa,  el  laúd,  los 
crótalos,  el  sistro,  y  los  hombres  tocaban  la  flauta  y  las  trom- 
petas de  guerra. 


-  13  - 


Oal(3-eo-aiSÍjrd_os. 


Los  trajes  de  estos  pueblos  ofrecen  marcadas  diferencias 
con  los  anteriores,  empleando  nuevos  elementos  de  exorna- 
ción y  con  más  tendencia  al  corte  especial  en  cada  prenda. 

Los  de  las  más  antiguas  esculturas  y  entalles  caldeos  re- 
cuerdan aún,  sin  embargo,  por  sus  paños,  a  los  más  amplios 
usados  por  los  egipcios,  pero  revelando  la 
manera  de  terciarse  el  manto,  por  debajo 
del  brazo  derecho,  dejando  éste  y  el  hom- 
bro desnudos  ;  uso  muy  extendido  entre 
ellos,  como  se  observa  en  las  estatuas  de 
Ja  colección  Sarzéc,  y  que  trasmitieron  a 
las  prendas  asirlas. 

Tela  especial  de  los  caldeo-asirios  fue- 
ron las  kaunakas,  tejidas  con  fruncido  y 
plegado,  muy  transparentes,  con  que  se 
vestían  las  mujeres,  según  se  ve  en  varias 
estatuas  y  cilindros. 

Como  prenda  más  interior  llevaban  los 
asirlos  una  especie  de  camisa  o  túnica,  sobre  la  que  se  ponían 
la  más  exterior,  larga  hasta  los  pies  en  los  Reyes  y  las  mu- 
jeres, más  corta  y  abierta  lateralmente  para  los  dignatarios, 
siempre  con  mangas  cortas  y  estrechas.  Todas  iban  guarneci- 
das con  grandes  flecos,  ciñóndoselas  a  la  cintura  con  ancha 
faja.  La  prenda  más  exterior,  a  modo  de  manto,  llevábanla 
terciada  por  bajo  del  brazo  derecho,  sujetándola  al  hombro 
izquierdo  y  dejando  ver  las  piernas. 

Los  reyes  cubrían  su  cabeza  con  una  tiara  cónico-trunca- 
da,  terminada  por  un  apéndice  semejante  en  su  parte  alta, 
exornada  por  tres  fajas  o  galones  y  rodeada  de  una  diadema 


^  14  - 

llamada  hyrbasia;  de  ella  pendían  además  ínfulas  por  la  es- 
palda. En  los  reyes  toma  también  forma  de  casquete  más 
bajo,  adornado  algunas  veces  con  dobles  cuernos,  como  insig- 
nia de  autoridad  y  poderío. 

Sus  largas  y  pobladas  barbas,  así  como  sus 

cabellos,  los  llevaban  prolijamente  rizados. 

Adornaban  sus  orejas,  cuello  y  muñecas 

con  valiosas  joyas,  calzando  la  sandalia  de 

punta  corva  y  retorcida  y  alta  talonera. 

En  los  sirvientes  y  soldados  la  túnica  no 
pasaba  de  las  rodillas.  Las  mujeres  vestían 
con  gran  honestidad,  no  dejando  al  descubier- 
to más  que  sus  cabezas,  manos  y  pies. 

En  el  famoso  relieve  llamado  del  Festín  de 
Assurbanipal  se  ve  a  la  reina  vistiendo  un  ri- 
quísimo traje  todo  cuajado  de  pedrería,  en 
forma  de  doble  túnica,  festoneado  además  con  suntuosos  fle- 
cos y  borlas.  Eran  también  muy  lujosos  los  jaeces  de  sus  ca- 
ballos, adornados  con  grandes  flecos  y  borlas,  usando  para 
la  equitación,  a  que  eran  muy  aficionados,  así  como  a  la  caza 
de  fieras  a  la  carrera,  el  bocado  o  filete  en  los  caballos,  con 
la  silla  de  alto  arzón,  pero  no  los  estribos. 

La  riqueza  de  sus  flecos  y  borlas  y  el  bordado  de  sus  tiras 
eran  extraordinarios,  tiñendo  generalmente  las  telas  de  ama- 
rillo, y  usando  el  carmesí  y  el  azul  con  el  blanco  y  el  negro 
en  los  exornos. 

En  cuanto  a  sus  muebles,  inauguraron  el  triclinio,  con 
grandes  almohadones;  las  sillas  altas  con  escabel  para  los 
pies;  como  vehículo,  los  carros  de  dos  ruedas,  empleando 
también  las  grandes  sombrillas  y  mosqueros  contra  el  sol  y 
los  insectos;  tal  se  ve,  a  más  del  relieve  citado,  en  el  del 
triunfo  del  mismo  rey,  en  el  Louvre. 


-  15  - 


lPej^a±sb. 


Loa  persas  heredaron  en  mucho  los  hábitos  y  usos  de  los 
asirlos.  Por  esto,  sus  trajes  vienen  a  ser  una  continuación  de 
los  antedichos,  aunque  introdujeron  en  ellos  prendas  nuevas 
y  de  corte  muy  distinto;  pero  conservaron,  además,  como 
tradicionales,  sus  primitivos  justillos  y  bragas  de  cuero,  lla- 
mados por  loa  griegos  anaxyrides. 

Como  prendas  interiores  usaron  un  corpino,  que  venía  a 
ejercer  el  propio  objeto  que  el  delantal  egipcio  y  la  camisa 
asirla;  más  adelante  sustituyeron  el  primitivo  calzón  de  cue- 
ro por  el  pantalón  ancho  de  color,  con  botas  altas. 

El  traje  usado  por  excelencia  era  el  kandys,  túnica  con 
cola,  recogida  a  la  cintura  y  con  mangas  muy  plegadas,  tan 
amplias,  que  llegaban,  en  ciertos  casos,  a 
atarlas  a  las  espaldas.  Con  ellas  van  vestidos 
los  célebres  archeros  del  palacio  de  Susa, 
ejemplares  notables  bajo  tantos  conceptos. 

Los  cortesanos  usaban  como  prenda  exte- 
rior más  de  abrigo,  el  padon,  o  sea  el  saco  con 
capucha. 

Como  tocado,  cubrían  la  cabeza  con  la  mi- 
tra asiría  o  el  alto  birrete  de  ancha  copa,  lla- 
mado kadiris,  propio  del  tocado  real.  En  otros 
éste  va  plegado,  o  en  forma  de  casquete, 
usando  sólo  una  ínfula  ios  servidores,  recor- 
dando mucho  por  sus  cabezas  a  los  asirlos, 
con  las  mitras  y  rizados  cabellos.  Véanae  las  ,!i77mF^;¡:^mmm?77m7mrj 
de  los  toros  alados  de  las  puertas  del  palacio  de  Persépolis  y 
los  relieves  del  mismo  y  de  Susa. 

Su  calzado  alcanza  ya  marcadamente  la  forma  de  zapatos 


-  16  - 

y  de  borceguíes,  con  la  punta  levantada,  poniéndose  de  moda, 
en  el  reinado  de  Xerjes,  el  mayor  lujo  en  los  últimos. 

Los  magos,  vestidos  de  blanco,  usaban  como  distintivo  el 
hosti,  o  sea  el  cinturón  sagrado,  que  sólo  de  noche  podían  qui- 
tarse, y  que  debía  tener  setenta  y  dos  hilos,  siempre  negros; 
para  los  sacrificios  tapaban  su  boca  por  el  paiti-dharna,  espe- 
cie de  banda  que  sujetaban  a  la  cabeza. 

Las  niñas  persas  recibían  las  arracadas  a  los  quince  años 
y  los  niños  a  la  misma  edad  el  cinturón  llamado  rodi,  prendas 
con  que  anunciaban  su  pubertad. 

Los  persas  eran  famosos  por  sus  tapices,  cortinas  y  telas 
de  colores,  usándolos  para  tapizar  sus  sillas  y  muebles.  A  ellos 
también  se  deben  los  primeros  coches  o  carrozas  (1). 

XjOS  ±e-n  i  c±os- 


El  traje  fenicio,  mezcla  del  egipcio  y  jonlo,  consistía 
principalmente  en  una  falda,  trozo  de  tela  semicircular,  para 
envolver  la  parte  inferior  del  cuerpo,  y  la  gran  esclavina 
circular,  abierta  y  con  agujero  para  la  cabeza,  cerrándolo 
al  pecho  por  broches  o  presillas.  Generalmente  la  mitad  an- 
terior iba  exornada  con  adornos  amarillos  y  la  otra  mitad 
encarnada,  con  discos  violáceos:  un  alto  gorro  cubría  su  ca- 
beza. Los  príncipes  llevaban  el  traje  completo  de  púrpura  y 
en  la  cabeza  un  casquete  con  cintas;  los  navegantes  usaban 
ya  una  especie  de  jersey,  de  manga  corta  y  ceñido  al  cuerpo, 
o  un  squenti  egipcio  a  la  cintura,  con  toca  blanca  y  la  escla- 
vina a  los  hombros.  Las  naves  llevaban  velas  de  colores,  y 
en  la  proa  una  cabeza  de  caballo. 


(1)    Para  sus  trajes  militares  se  cita  generalmente  el  famoso  mosaico 
de  la  batalla  de  Arbelas,  descubierto  en  Pompeya. 


-  17  — 


Las  figuras  y  relieves  descubiertos  en  Chipre  y  en  las  Ba- 
leares, y  los  sarcófagos  y  joyas  encontrados  en  Cádiz,  ofre- 
cen un  patente  modelo  de  todo  ello,  tanto  en  el  traje  de  los 
hombres  como  en  el  femenino. 

Según  tan  curiosos  monumentos,  se  observa  que,  si  bien 
diferían  poco  del  corte  egipcio  y  jonio  en  sus  prendas,  las 
exornaron  con  riqueza  suma,  desarrollando 
un  lujo  extraordinario  (1),  tanto  en  ellas  como 
en  sus  joyas,  constituidas  por  grandes  diade- 
mas, pendientes,  collares,  brazaletes  y  otras 
preseas. 

Pero  la  gran  novedad  de  los  fenicios  fué 
en  su  tiempo  la  invención  del  vidrio,  del  que 
hicieron  tan  preciosos  tarritos,  sobre  todo  por 
sus  tonos,  asi  como  collares  y  pendientes,  y 
el  hallazgo  de  la  púrpura,  como  tinte  de  las 
telas.  Este,  debido  al  jugo  del  molusco  clasifi- 
cado con  el  nombre  de  Murex  trunculus,  les 
proporcionó  tan  bella  tintura,  que  la  gradua- 
ron desde  el  violeta  claro  al  rojo  de  sangre  y 
carmesí  obscuro. 

Corolario  y  epílogo  de  la  cultura  fenicia 
fue  la  de  Cartago,  en  cuya  gran  ciudad  se 
acumularon  y  reunieron  cuantos  elementos  de  esplendorosa 
vida  podían  obtenerse  en  su  tiempo.  Rival  de  Roma,  fué  al 
cabo  por  ésta  aniquilada,  después  de  ser  señora  del  mar  en- 
tonces navegable  y  la  más  rica  de  los  ciudades  mediterráneas. 
Tema  de  la  inspiración  literaria  y  arqueológica  de  Gustavo 
Flaubert,  dióle  motivo  para  que  reconstituyera  en  su  famosa 


(1)    Véase  Los  nombres  e  importancia  arqueológica  de  las  Islas  Pyíkinsas, 
por  D.  J.  Román  y  Calvé,  1906,  y  más  aún  los  recientes  descubrimientos. 

2 


—  18  - 


novela  Salamtnho  el  más  animado  y  característico  cuadro  de 
su  pasado,  con  una  riqueza  de  detalles  tal  que  admira,  dete- 
niéndose en  los  de  su  indumentaria  y  mobiliario,  como  puede 
observar  el  que  la  lea. 

Los  Libros  Sagrados  nos  describen  no  sólo  el  traje  de  los 
sacerdotes  y  les  objetos  y  exoruos  del  templo,  sino  que  con- 
tienen referencias  preciosas  acerca  de  los  del  pueblo  en  sus 
caracteres  más  generales. 

Sobre  la  túnica  larga  interior  de  lino  vestían  la  prenda 

más  propia  y  nacional,  que  era  el  efod,  especie  de  dalmática, 

cuyo  patrón  afectaba  la  forma  de  ancha  cruz 

]        !  con  un  agujero  central  para  sacar  la  cabe- 

_  _j         ' — :/     za;  de  cuatro  de  sus  puntas  pendían  borlas  de 

-XD^  púrpura,  y  las  otras  cuatro  se  ajustaban  bajo 

-1  [  ^  el  brazo,  ciñéndolo  con  una  faja  a  la  cintura. 
El  caftán  era  una  especie  de  gabán,  abier- 
to por  delante  y  cerrado  a  la  altura  de  la  cin- 
tura por  un  lazo  o  broche  de  metal. 

Las  judías  llevaban  siempre  cubierta  la  cabeza  con  un 
gorro  con  borla,  o  con  un  pañuelo  artísticamente  colocado,  y 
los  hombres  la  cubrían  también  con  una  especie  de  c/a/ egip- 
cio, pero  más  suelto. 

Su  calzado  más  usual  era  la  sandalia,  o  a  veces  bajos 
zapatos. 

Los  sacerdotes,  o  levitas,  vestían  un  traje  talar  propio, 
blanco,  con  la  cabeza  siempre  cubierta  por  una  especie  de 
cofia,  que  sujetaban  por  un  cordón  rojo.  El  del  gran  Sacerdote 
era  de  riquísimas  telas  bordadas  de  oro  con  pedrería. 

El  Éxodo,  en  su  capítulo  XXI,  describe  con  todos  detalles 


-  19  - 


y  particularidades  loa  elementos  que  formaban  el  templo  por- 
tátil, a  manera  de  gran  tienda  de  campaña,  constituida  por 
postes,  cortinas  y  velarlos,  con  todos  sus  muebles  sagrados, 
así  como  también  especifica  el  traje  del  Sumo  Sacerdote 
Aarón  (caps.  XXV,  XXVIII,  XXXIX)  hasta  en  sus  más  ínti- 
mos detalles. 

Constituían  éste  la  tiara  para  la  cabeza,  con  anchi  placa 
de  oro  sobre  la  trente,  en  la  que  iban  escritas  las  palabras  de 
Santidad  a  Jehová;  túnica  interior,  lar- 
ga, hasta  los  pies,  blanca,  de  lino,  bor- 
dada en  su  parte  inferior;  sobre  ésta 
otra  más  corta,  de  color  de  jacinto,  rica- 
mente bordada  y  con  borlas  y  campani- 
llas de  oro  en  su  borde  inferior,  que  no 
pasaba  de  las  rodillas;  sujeto  a  los  hom- 
bros por  dos  ricos  broches  y  cubriendo 
sólo  la  espalda  y  parte  anterior  del  tron- 
co, un  efod  o  dalmática-casulla,  exorna- 
do con  gran  riqueza;  al  pecho  llevaba 
el  racional,  o  cuadrado,  con  las  doce  pie- 
dras preciosas,  en  que  estaban  escritos 
los  nombres  de  las  doce  tribus,  y  sujeto 
con  cadenillas  por  las  cuatro  sortijas  de 
flus  ángulos  a  los  broches  de  los  hombros 
y  unión  del  efod  bajo  los  brazos;  todas  estas  prendas  iban  ce- 
ñidas por  una  rica  faja  a  la  cintura,  llamada  el  dbnet. 

También  en  el  libro  de  los  Números  (caps.  VIII  y  siguien  - 
tes)  S3  hab'a  de  la  franja  u  orla  característica  al  borde  de  las 
prendas  hebreas,  como  distintivo  de  este  pueblo  (cap.  XV), 
así  como  de  las  borlas  en  sus  cuatro  puntas.  Las  mujereá 
adornaban  sus  cabezas  y  pecho  profusamente  con  las  más 
vistosas  joyas,  y  los  hombres  peinaban  en  rizos  sus  cabellos , 


-  20  - 

distioguiéndose  los  nazarenos  por  sus  largas  barbas  y  cabe- 
lleras sueltas. 

Todos  aquellos  preceptos  se  observaron  para  la  edificación 
del  templo  definitivo  de  Jerusalén,  en  los  días  de  Salomón, 
donde  fueron  recluidos  los  objetos  sagrados  y  donde  los  sacer- 
dotes continuaron  sus  cultos,  según  detalladamente  se  especi- 
fica en  el  Libro  de  los  Reyes  (caps.  V  al  X)  con  la  descripción 
del  templo  y  del  palacio  del  sabio  rey;  la  que  se  repite  casi 
literalmente  en  el  Paralipomenos,  en  su  libro  II,  caps.  I  al  IX, 
y  comenta  y  glosa  Josefo  en  sus  Antigüedades. 

En  los  días  de  Jesucristo  los  trajes  tradiciones  se  confun- 
dían en  Jerusalén  con  los  romanos  y  griego-sirios,  habiendo 
por  lo  tanto  gran  variedad  de  ellos;  pero  los  nazarenos  se  dis- 
tinguían por  sus  cabelleras  y  túnicas  inconsútiles,  de  las  que 
el  Salvador  vestía  la  que  sortearon  a  su  muerte. 

Grz?±egos- 


La  risueña  Grecia,  de  quebradas  montañas  y  recortadas 
costas,  que  avanzan  en  aquel  mar  «del  color  de  la  violeta», 
de  clima  sin  rigores  extremados  y  ambiente  diáfano,  donde 
todo  resalta  sobre  el  azul  del  firmamento,  proporcionaba  a 
sus  habitantes  una  libertad  de  vida  activa  y  de  desarrolla 
físico  y  moral,  que  los  llevaba  a  la  mayor  amplitud  en  sus 
movimientos  y  a  la  menor  necesidad  de  defenderse  de  los 
agentes  exteriores.  Por  ello  sus  prendas  fueron  siempre  tan 
sencillas  como  artísticas,  sin  pretender  suplir  con  sus  esplen- 
dores las  bellezas  corpóreas  del  que  las  vestía. 

Pero  en  el  traje  griego  hay  que  considerar  dos  épocas  muy 
distintas:  una  arcaica  jónico-asiática  y  otra  propiamente  clá- 
sica o  ática;  algunos  añaden  una  tercera  época,  alejandrina. 
En  la  primera,  el  traje  participa  mucho  de  su  carácter  orien- 


-  21  - 

tal,  tanto  en  su  corte  como  en  el  estilo  de  sus  pliegues,  pro- 
curando mucho  el  zig-zag  en  sus  bordes  y  el  plegado  simétri- 
co, adornándose  además,  profusamente,  con  joyas  de  carác- 
ter oriental;  el  segundo,  más  clásico,  sencillo  y  libre,  ofrece 
suprema  elegancia,  precisamente  por  su  sobrio  exorno  y  adap- 
tación a  las  formas  corporales.  El  primero  es  más  policro- 
mado, de  vivos  colores  y  con  bordados  hasta  de  oro;  el  segun- 
do, predominantemente  blanco,  con  estrechas  franjas  y  gre- 
cas en  sus  bordes,  limitando  sus  joyas  a  los  broches  y  remates. 

Prendan  interiores. — Como  la  mujer  griega  era  tan  celosa 
de  conservar  su  belleza,  y  a  fin  de  influir  en  el  desarrollo  ar- 
mónico de  su  cuerpo,  solía  usar  como  la  prenda  más  interior 
de  todas  una  especie  de  faja  o  banda  para  el  seno  que  suplía 
a  nuestro  actual  corsé,  por  tener  muy  semejante  objeto;  po- 
níanselo  las  damas  después  del  baño,  y  se  llamaba  sthedesmon, 
adornado  entre  las  hetairas  con  bordados,  piedras,  perlas  y 
artísticas  composiciones. 

Después  se  ponía  el  esophorium  o  camisa  interna,  que  era 
■corta  y  ceñida,  en  ocasiones  con  artísticos  adornos,  y  por 
último,  como  prenda  exterior  principal,  el  chiton  o  túnica  de 
lana,  lino,  seda,  etc. 

El  traje  exterior  griego,  constituido  principalmente  por 
el  chiton,  era  el  más  sencillo  y  elegante  que  registra  la  histo- 
ria. Con  él  se  envolvían  el  cuerpo,  con  la  diferencia  entre  los 
sexos  de  ser  más  corto  para  los  hombres  que  para  las  mujeres. 

El  chiton  primitivo  o  túnica,  así  como  las  restantes  pren- 
das del  traje  griego,  estaban  muy  influidas  en  la  moda  orien- 
tal por  la  íntima  relación  que  con  Asia  tenía  este  pueblo.  A 
la  primitiva  época  corresponde  el  plegado  de  los  paños  rígi- 
dos, afectados  y  sin  gracia  por  lo  simétricos.  Tal  vemos  al 
llamado  chiton  jónico,  generalmente  con  mingas,  que  por  l3 
amplio  de  ellas  parece  una  derivación  del  kandis  persa. 


-  22  - 


Todos  lo8  relieves  y  figuras  de  la  época  arcaica  griega 
los  vemos  vistiendo  estas  túnicas  y  blusas,  generalmente  muy 
exornadas,  siendo  buen  ejemplo  las  del  monumento  de  La» 
Arpias,  llegando  hasta  las  preciosas  estatuas  del  subsuelo  de 
la  Acrópolis  de  Atenas. 

Esta  prenda  era  la  única  que  utilizaban 
ciertas  clases  sociales,  como  los  artesanos^ 
labradores,  guerreros,  esclavos,  etc.,  la 
que  en  un  principio  solía  hacerse  de  lana, . 
y  más  tarde  de  tejidos  de  lino,  seda,  etc., 
según  las  distintas  clases,  la  época  y  el  re- 
finamiento de  quienes  la  usaban.  Los  escla- 
vos y  los  artesanos  llevaban  un  chiton  lla- 
mado EXOMis,  que  sólo  tenía  una  manga 
para  el  brazo  izquierdo,  dejando  desnuda 
el  derecho  y  el  pecho  hasta  su  mitad.  A 
Vulcano  lo  vemos  representado  como  obre- 
ro con  exomis,  a  fin  de  tener  libre  para  el  trabajo  el  brazo 
derecho.  Los  guerreros  se  ponían  la  coraza  encima  del  chi- 
ton, por  lo  que  se  entrevé  éste  en  pliegues  bien  formados  por 
la  parte  inferior  de  ella. 

Loa  helenos  usaban  más  que  vestidos  propiamente  dichos, 
grandes  trozos  de  telas,  con  las  que  sabían  tan  bien  como  ar- 
tísticamente envolverse.  Así  el  chiton,  común  a  ambos  sexos, 
se  hacía  con  un  metro  o  metro  y  medio  de  tela  de  largo  por 
doble  ancho,  plegado  por  el  medio,  quedando,  al  aplicarse, 
en  forma  que  rodeaba  el  cuerpo,  dejando  libres  los  brazos. 
Era  ceñido  y  largo  entre  los  joníos,  y  otras  veces  más  amplio 
y  corto,  como  lo  usaban  los  dorios,  siendo  siempre  largo  en- 
tre las  mujeres.  A  veces  le  daban  un  corte  y,  pasándole  por 
el  lado  izquierdo,  metían  por  dicho  corte  el  brazo  del  mismo 
lado,  uniendo  en  el  hombro  derecho,  por  medio  de  un  broche,. 


-  23  - 

la  parte  anterior  con  la  postrera.  Otras  veces,  y  esto  era  más 
general,  no  le  daban  corte  alguno,  produciendo  la  propia 
caída  al  sujetar  los  extremos  del  tejido  a  los  dos  hombros.  Ce- 
ñíase al  talle  por  un  cinturón,  lo  que  motivaba  que  esta  pren- 
da se  recogiera,  formando  plieguea  más  o  menos  graciosos, 
según  la  distinción  que  le  imprimía  quien  le  usaba. 

En  la  Grecia  propia  era  muy  variado  en  su  aspecto,  se- 
gún el  sexo  y  condición  social  de  quien  le  vestía;  se  sujetaban 
por  medio  de  hebillas  sobre  el  hombro  izquierdo,  y  lo  mismo 
loa  bordes  del  doblez  sobre  el  hombro  derecho,  dejando, 
por  consiguiente,  los  brazos  libres.  Se  empleaba  con  man- 
gas y  sin  mangas,  aunque  principalmente  sin  ellas.  El  utili- 
zado por  las  mujeres  y  los  niños  era  más  largo  y  muchas 
veces  con  mangas  cortas  que  se  le  adosaban;  cuando  era 
excesivamente  largo  el  chiton,  a  fin  de  no  pisársele,  en  mu- 
chas ocasiones  al  ceñirle  al  talle  echaban  flojamente  cierta 
cantidad  de  tejido  por  delante  y  hacia  fuera,  en  forma 
como  ablusada,  que  recogían  con  mucha  gracia  las  mujeres 
griegas. 

Solían  usar  también  las  mujeres  dos  chitones  superpues- 
tos, más  corto  el  de  encima,  disposición  que  se  prestaba  a 
que  el  de  abajo  tomase  artísticos  y  menudos  pliegues  muy 
bellos,  cuando  se  fijaban  al  talle  por  el  cinturón,  así  como 
también  solían  no  ceñirlo  al  talle,  dejándole  caer  libremente; 
tal  era  la  túnica  jónica  larga,  consignada.  Hubo  en  las  man- 
gas cierta  variedad,  más  o  menos  largas  y  anchas,  muchas 
veces  transparentes  y  adornadas,  así  como  también  se  dra- 
peaban  artísticamente.  Esta  túnica  la  visten  las  figuras  del 
Partenón  y  parece  que  fué  introducida  en  Atenas  en  el  siglo 
de  Feríeles,  y  era  común  a  ambos  sexos.  Había  la  túnica  de 
ceremonia,  también  de  forma  rectangular,  abrochada  en  am- 
bos hombros  y  larga  hasta  los  pies. 


—  24  - 

Las  prendas  iuteriores  eran  siempre  blancas,  aunque  para 
las  exteriores  el  blanco  era  el  color  de  etiqueta  más  seguido. 
Los  griegos  gustaban  mucho  de  los  colores,  adornos  y  dibujos 
que  traían  de  sus  colonias  del  Asia:  los  colores  azules  violá- 
ceos, amarillos  y  purpúreos  eran  predilectos  de  ellos,  así  como 
para  la  ropa  interior,  el  blanco. 

Los  diversos  chitones  o  túnicas  citadas  se  ornamentaban 
con  primorosas  grecas  y  franjas,  que  a  veces  se  extendían  por 
el  fondo  de  la  prenda. 

Las  damas  de  Tanagra  tenían  preferente  gusto  por  el  azul 
y  el  rosa.  A  los  sombreros  y  calzados  les  solían  dar  la  misma 
coloración  que  al  vestido,  con  lo  que  procuraban  un  conjunto 
más  acabado  y  bello. 

El  peplo,  vestido  femenino  que  cubría  el  cuerpo  exterior- 
mente,  era  una  prenda  intermedia  entre  el  chiton  y  el  manto, 
teniendo  ambas  aplicaciones,  según  el  modo  de  plegarlo,  y 
finiendo  a  ejercer  el  papel  de  nuestro  popular  mantón.  Es 
la  vestidura  especial  con  que  se  representa  vestida  a  Miner- 
va en  la  estatua  del  Partenón,  y  sabido  es  la  importancia 
que  tenía  esta  prenda  al  ofrecérsela  a  la  diosa  en  las  fiestas 
Panateneas,  donde  se  la  hacía  el  presente  de  un  riquísimo, 
artístico  y  bien  bordado  peplo.  Afírmase  que  era  de  forma 
cuadrada  y  doblado  de  modo  que  la  parte  que  caía  sobre  la 
otra  llegase  después  hasta  más  abajo  de  la  cintura,  a  modo 
del  diplodion,  o  sea  la  tela  que,  doblada  y  sujeta  a  ambos 
hombros,  produce  la  apariencia  de  la  parte  superior  del  pe- 
plo; pero  éste  las  más  veces  era  pieza  aparte  y  hasta  de  color 
diferente  a  la  túnica,  esto  es,  completamente  distinto  e  inde- 
pendiente de  ella.  Le  ceñían  al  cuerpo  de  muy  distintos  mo- 
dos: ya  envolviendo  completamente  el  hombro  izquierdo,  y 
asi  lo  presentan  terciado,  a  manera  del  mantón  moderno,  las 
figuras  de  la  Acrópolis,  pasando  una  ñaitad  sobre  la  espalda, 


00 

-a 

■>3 


0*^ 
O 

P 


-  25  — 


venía  la  otra  sobre  la  parte  anterior  hasta  unirse  con  el  otro 
extremo,  dejando  descubierto  el  brazo  y  el  hombro  derecho  y 
abrochándolo  sobre  el  izquierdo;  ya  al  utilizarse  como  sobre- 
túnica  dejaba  libres  los  dos  brazos,  prendiéndolo  a  ambos 
hombros,  o  ya  por  fin  lo  usaban  como  chai  o  esclavina,  cayen- 
do sus  dos  puntas  por  delante. 

El  peplo  solía  ir  ceñido  por  una  banda  a  la  cintura,  como 
lo  viste  Minerva,  que  además  lleva  la  es- 
clavina defensiva  llamada  egida,  o  se  deja- 
ba suelto,  produciendo  largas  caídas,  como 
los  de  las  Cariátides  del  templo  de  Erec- 
teon,  en  Atenas,  que  representan  a  la  ju- 
ventud ática  llevando  sobre  sus  cabezas 
artísticos  cestos. 

El  himation  es  el  gran  manto  exterior, 
la  verdadera  prenda  de  abrigo ,  común  a 
ambos  sexos,  el  que  tanto  se  ve  en  las  figu- 
ras de  Tanagra  y  que  se  utiliza- 
ba para  salir  a  la  calle,  puesto 
que  una  mujer  sin  este  manto  no 
era  bien  considerada.   Para  su 
colocación  se  echaba  un  extremo  al  hombro  iz- 
quierdo por  delante  y  el  resto  a  la  espalda  por  en- 
cima del  derecho,  y  la  otra  punta  caía  recogida 
por  la  mano  izquierda;  podía  también  pasarse  de 
modo  inverso.  A  veces  cubría  toda  la  cabeza,  de- 
jando apenas  descubierto  más  que  el  brazo  dere- 
cho, en  cuyo  mano  llevaban  el  abanico;  no  admi- 
tía, sin  embargo,  tan  variados  cambios  como  el  chiton.  Alas 
puntas  o  extremos  de  la  tela  solían  colocársele  unos  remates 
con  peso.  Su  ornamentación  era  rica,  pues  iba  guarnecida 
de  bordados,  pasamanería,  etc.,  etc. 


-  26  - 

El  diplodion  era  la  prenda  más  sintética  y  extensa  de  los 
griegos,  pues  con  él  sólo  llegaban  a  aparecer  como  vestidos 
con  todas  las  enumeradas.  Constituido  por  un  gran  trozo  de 
tela  y  doblado  convenientemente,  de  su  parte  más  extensa 
les  resultaba  el  chiton,  al  sujetárselo  a  los  hombros,  y  de  la 
parte  más  corta  el  peplo,  que  les  caía  hasta  más  abajo  de  la 
cintura.  Es  la  prenda  estatuaria  por  excelencia  y  la  que  más 
bellos  pliegues  verticales  producía. 

La  clámide  o  manto  más  pequeño  era  propio,  por  su  ligere- 
za, para  ser  utilizado  en  los  juegos,  muy  particularmente  por 

los  jinetes,  teniendo  la  forma  de 
rectángulo,  aún  cuando  termina- 
do en  forma  redondeada  o  de  seg- 
mento de  círculo.  Al  emplearse  en 
los  viajes  aumentaba  su  tamaño, 
llegando  a  parecerse  a  nuestras 
actuales  capas.  La  clámide  en  el 
jinete  era  de  poco  tamaño,  rectan- 
gular las  más  de  las  veces,  y  de 
corte  ovalado.  Se  colocaba  arrollándola  al  cuello,  y  en  caso 
de  defensa,  se  envolvía  en  el  brazo  para  dejarle  más  libre. 

Tocados. — Los  jóvenes  y  viejos  iban  a  menudo  con  la  ca- 
za descubierta  y  por  eso  cuidaban  mucho  de  su  tocado.  En 
los  primeros  tiempos  hombres  y  mujeres  llevaban  el  cabello 
suelto  y  muy  peinado,  formando  bucles  que  se  rizaban  con 
hierros,  a  la  moda  asiática.  Mas  tarde  varían  los  tocados, 
siendo  para  las  mujeres  muy  empleado  el  uso  de  abrirse  raya 
por  en  medio,  a  fin  de  reducir  la  frente  y  procurar  mayor  be- 
lleza al  rostro,  y  echándose  el  pelo  por  los  lados  se  le  reco- 
gían después  formando  un  moño  prominente,  bastante  alto. 
Colocábanse  bandas  y  vistosos  adornos  en  el  cabello,  más  las 
mujeres  casadas  que  las  solteras,  puesto  que  las  jóvenes  ape- 


-  27  - 

ñas  si  adornaban  sus  cabellos;  emplearon  tintes  y  rizados, 
aunque  no  usaron  horquillas  ni  peines  como  exornos,  sino  sólo 
las  diademas.  Los  perfumes,  objetos  de  tocador  y  el  arte  de 
añadidos,  redecillas,  cintas,  bandas  y  los  afeites,  eran  cono- 
cidísimos de  las  griegas.  Fué,  como  hemos  dicho,  costumbre 
en  los  hombres  llevar  por  la  calle  la  cabeza  descubierta,  mas 
en  caeo  de  necesidad  la  cubrían,  utilizando  gorros  y  som- 
breros, aunque  generalmente  era  más  propio  el  ir  descubier- 
to. En  el  teatro  solían,  por  el  contrario,  estar  cubiertos,  por 
ser  éste  al  aire  libre  y  hallarse  expuestos  a  insolaciones,  llu- 
vias, etc.  El  sombrero  entre  ellos  tomaba  el  nombre  de  petaso 
(o  causia  entre  los  macedouios),  y  los  gorros  el  depíleos.  Los 
caminantes,  pastores  y  viajeros  llevaban  sombrero  de  fieltro 
de  anchas  alas.  Las  damas  también  usaban  sombrero:  véanse 
las  figuras  de  Tanagra. 

Los  tocados  son  característicos  en  la  época  jonia  por  la 
serie  de  bucles  y  trenzas  que  caen  sobre  los  hombros  en  las 
mujeres;  y  en  los  hombres,  con  bucles  y  barbas  rizadas,  al 
principio,  prescindiendo  después  de  todo  esto  y  llevando  el 
cabello  corto,  y  completamente  afeitados,  única  moda  que 
más  tarde  impera  entre  ellos. 

Las  mujeres,  al  ir  por  la  calle,  generalmente  iban  vela- 
das; se  cubrían  la  cabeza  con  el  himation,  la  caliptra  o  con 
sombreros.  También  gastaban  sombrillas  y  abanicos. 

Calzados.— hoñ  griegos  usaban  en  el  inteiior  de  sus  casas 
un  calzado  holgado,  muy  cómodo,  especie  de  pantuflas,  alga 
parecido  a  nuestras  zapatillas  actuales.  Para  salir  a  la  calle 
el  calzado  solía  ser  muy  variado  y  de  diversa  calidad  tam- 
bién, según  la  distinción  de  la  persona  que  le  usaba,  siendo 
la  característica  sandalia  o  crépida  la  que,  sostenida  a  la  caña 
de  la  pierna  con  elegantes  correas,  hacía  un  efecto  muy  artís- 
tico y  pintoresco:  las  correas  las  liaban  al  dedo  pulgar  y  des- 


-  28  - 


pues  ae  cruzaban  en  lindos  trenzados  hasta  llegar  a  la  mitad 
de  la  pierna.  La  sandalia,  en  forma  más  tosca,  también  la 
solían  usar  los  labradores,  cazadores  y  pastores  (tal  se  ve  a 
Diana),  asi  como  botas  de  cuero  duro.  El  zapato 
también  era  muy  empleado  y  en  su  forma  ase- 
meja al  nuestro,  atándose  por  la  parte  anterior. 
El  coturno  tan  famoso  comenzó  a  ser  usado 
por  los  actores.  Llamaron  así  al  calzado  de 
gruesa  suela  de  corcho  que  usaban  los  actores 
trágicos  y  las  mujeres  para  parecer  de  más  es- 
tatura. Era,  como  no  podía  menos  de  ser,  alto 
de  caña,  a  manera  de  borceguí  ceñido,  con  co- 
rreas o  cordones.  Los  actores  exageraron  tanto 
la  altura  de  la  suela,  que  llegaban  a  caer  fre- 
cuentemente en  la  escena,  por  efecto  también  del  largo  ves- 
tido con  que  los  ocultaban,  provocando  la  hilaridad  consi- 
guiente. 

La  bota,  especie  de  borceguí  muy  alto,  la  teñían  de  tonos 
multicolores,  y  esto  solía  ser  signo  de  elegancia. 

En  las  mujeres  el  calzado  es  poco  determinado,  por  lo  muy 
largas  que  usaban  sus  túnicas,  donde  apenas  si  se  les  distin- 
guían los  pies,  pero  generalmente  usaban  la  sandalia,  con 
cintas  hasta  media  pierna. 

El  ajuar  doméstico.— El  espacio  reducido  de  que  se  compo- 
nían las  casas,  aun  cuando  fueran  grandes  las  habitaciones, 
y  lo  poco  aficionados  que  eran  los  griegos  a  que  en  su  propia 
casa  o  domicilio  se  reunieran  personas  ajenas  a  la  familia, 
hizo  general  la  costumbre  de  usar  pocos  muebles,  los  que,  si 
no  eran  costosos,  obedecían  a  un  gusto  delicado  y  elegante, 
que  les  distinguían  de  los  de  otros  pueblos  por  la  gracia  y 
la  belleza  de  sus  formas  y  dibujos,  como  vemos  en  las  sillas^ 
triclíneos  o  lechos,  que  aún  se  imitan  preferentemente. 


-  29  - 

Su8  sillas,  muy  cómodas  a  la  par  que  elegantes,  los  pinto- 
rescos trípodes,  la  belleza  y  hermosura  de  sus  lámparas  y  so- 
bre todo,  la  sin  igual  artística  y  acabada  perfección  de  sus 
productos  cerámicos,  son  y  han  producido  el  encanto  de 
todas  las  naciones  con  sus  graciosas  figuritas,  vasos,  copas, 
cráteras,  hidrias,  ánforas,  vasijas,  para  múltiples  usos,  y  en 
particular  para  el  agua,  vino,  aceite,  perfumes,  etc.,  etc. 

La  primera  cerámica  griega,  como  todas  las  manifestacio- 
nes artísticas  de  este  pueblo,  tiene  marcadas  manifestaciones 
asiáticas.  La  típica  cerámica  es  la  de  los  vasos  de  figuras  ne- 
gras sobre  fondo  rojizo,  o  al  contrario,  posteriormente,  en  las 
que  se  ven  verdaderas  siluetas  del  más  bello  contorno.  El  co- 
lor propio  del  barro  era  amarillo  mate,  que  se  pintaba  y  bar- 
nizaba primorosamente. 

Joyas  griegas.— Los  griegos,  al  igual  que  todos  los  pueblos 
antiguos,  fueron  muy  aficionados  a  las  joyas  y  objetos  de  ri- 
cos metales  y  pedrería;  pero  muy  adelantada  la  joyería  en 
los  pueblos  orientales,  a  éstos  acudieron  para  proveerse  de 
ellas.  Por  tanto,  de  los  jonios  y  griegos  primitivos  provienen 
las  más  bellas  preseas,  más  que  de  los  griegos  del  tiempo  de 
Feríeles,  siendo  tan  notables  las  de  Troya,  halladas  por 
Schliemann,  y  las  del  Tesoro  de  Atreo,  que  causan  aún  hoy 
la  admiración,  tanto  por  su  belleza  como  por  su  técnica. 

Las  joyas  de  Troya  constituyen  un  verdadero  tesoro,  com- 
puesto principalmente  por  diademas  y  colgantes  de  cabeza, 
muy  en  uso  en  toda  la  Jonia  y  sus  colonias  mediterráneas, 
con  pendientes  y  collares  para  las  mujeres,  y  el  de  Atreo 
ofrece  más  bien  joyas  para  los  hombres,  como  la  gran  diade- 
ma de  oro,  broches,  empuñaduras  y  hasta  una  notable  care- 
ta de  oro  (1).  La  joyería  oriental  adquirió  un  gran  desarrollo 

(l)  Pueden  verse  unas  preciosas  imitaciones  de  ellas  en  el  Museo  de 
Reproducciones  Artísticas. 


—  30  - 

en  los  siglos  anteriores  al  de  Feríeles,  ofreciendo  modelos 
más  acabados  que  los  de  la  Grecia  propia.  De  ellas  se  valieron 
los  helenos  del  continente,  pudiendo  competir  con  tales  mode- 
los los  etruscos,  cuya  joyería  es  verdaderamente  admirable. 
Mas  tarde  se  estableció  en  Alejandría  un  centro  de  orfe- 
brería en  el  que,  uniendo  los  procedimientos  conseguidos  con 
el  gusto  tradicional  egipcio,  produjeron  ejemplares  de  un  es- 
tilo tan  original  como  exquisito  y  que  dio  preciosos  modelos 
a  los  orífices  romanos.  La  predilección  de  éstos  por  las  más 
ricas  joyas,  hizo  que  en  los  días  del  imperio  se  fabricaran  de 
una  suntuosidad  y  belleza  extremada,  no  ya  sólo  para  el 
exorno  personal,  sino  para  sus  enseres  domésticos  y  hasta 
avaloramiento  de  sus  muebles.  La  aceptación  de  los  modelos 
orientales,  que  procuraban  la  policromía  con  las  más  ricas 
piedras,  dio  origen  al  estilo  bizantino. 

E-bzTTXSOOS. 


Antes  de  hablar  de  Roma  preciso  es  dar  cuen  • 
ta  siquiera  de  aquellos  que  fueron  sus  primeros 
maestros  en  todo,  y  de  los  que  tomaron  tantos 
usos  y  útiles  para  la  vida;  por  ello  el  traje  etrus- 
co  viene  a  ser  como  el  generador  del  romano. 

A  ellos  debieron  la  toga,  que  primitivamente 
fué  poco  amplia,  a  modo  de  capa  sin  vuelo,  en  la 
que  se  embozaban,  y  el  tríclinio,  como  lecho  y 
para  comer  echados. 

^Su  estola,  como  tÚQÍca  femenina;  sus  joyas,  de 
labor  maravillosa,  y  tantos  otros  útiles,  acepta- 
dos por  ellos  al  principio  y  después  tradicional- 
mente  conservados,  así  como  los  grupos  escultóricos  etruscos 
que  coronan  principalmente  sus  sarcófagos,  nos  ofrecen  los 


-  31  - 

modelos  de  los  indumentos  masculinos  y  femeninos,  a  más  de 
las  pinturas  al  fresco  de  las  tumbas  (1). 

IRozzQ-anrLOS- 


Como  la  humanidad  evoluciona  siempre  en  todo  orden  de 
cosas,  también  en  el  traje  se  observa  lo  propio,  desde  el 
egipcio,  que  ya  hemos  visto  dejaba  al  descubierto  las  for- 
mas más  bellas  del  desnudo,  al  romano,  que  envolvía  todo 
el  cuerpo,  formando  graciosos  y  elegantes  pliegues,  y  pres- 
tando al  modo  de  vestir  más  decoro  y  severidad. 

Las  únicas  partes  del  cuerpo  que  los  romanos  llevaban 
desnudos  eran  los  brazos,  y  aun  en  ocasiones  los  solían  cubrir 
con  el  manto,  siendo  constante  que  las  túnicas  llevasen  man- 
gas más  o  menos  largas. 

Sólo  la  gente  del  pueblo,  los  soldados,  los  esclavos,  etc., 
llevaban  túnica  corta,  y  por  consiguiente  enseñaban  la  pier- 
na desnuda  hasta  la  rodilla.  También  usaron,  aunque  poco, 
las  bragas,  prenda  de  origen  oriental  y  muy  común  entre  los 
persas,  escitas  y  otros  pueblos. 

El  traje  romano  se  dividía  en  dos  series:  amictus  e  induc- 
tus,  es  decir,  vestidura  exterior  e  interior,  dando  lugar  a  in- 
dustrias diferentes,  como  la  de  los  hracarii  sarcinatores ,  que 
se  dedicaban  exclusivamente  a  la  ropa  interior. 

La  vestidura  interior  era  la  túnica  íntima,  común  a  los  dos 
sexos  y  niños.  Era  semejante  al  chiton  griego,  sin  mangas  o 
con  mangas  cortas:  llegaba  a  las  rodillas  y  la  sujetaban  con 
un  cinturón,  sobre  el  que  se  recogía  la  tela,  formando  plie- 
gues. Después,  y  desde  el  reinado  de  Cómmodo,  a  la  túnica  se 
le  pusieron  mangas,  llamándola  túnica  manicata. 


(1)    Véase  Jules  Martha:  VArt  Eírusque. 


-  32  - 

Según  los  rigores  del  tiempo,  llevaban  una  o  más  túnicas, 
llamando  a  la  más  interior  suhucula  y  la  más  exterior  intu- 
sium  o  supparus.  La  mujer  llevaba  también  dos  túnicas:  la  in- 
terior, que  hacía  veces  de  camisa  sin  mangas,  suelta,  y  la  ex- 
terior, más  larga,  que  recibió  el  nombre  de  stola. 

La  túnica  varonil  tenia  ciertos  distintivos,  según  la  digni- 
dad del  que  la  vestía:  asi  los  senadores  y  caballeros  romanos 
las  llevaban  adornadas  con  anchas  bandas  de  púrpura  (cla- 
vus);  aquéllos  más  anchas,  bordadas  sobre  la  tela  y  dispues- 
tas desde  el  cuello  hasta  abajo,  llamándose  por  ello  la  túnica 
laticlavia.  Las  de  los  caballeros  llevaban  las  bandas  más  es- 
trechas o  angostas,  y  era  por  esto  llamada  angusticlavia.  Tú- 
nica palmafa  era  la  bordada  con  palmas,  y  la  vestían  siempre 
los  generales  en  las  ceremonias  del  triunfo. 

Por  lo  que  se  refiere  a  la  túnica  exterior  de  la  mujer,  fué 
llamada  stola. 

La  stola  fué  la  vestidura  característica  de  la  matrona  ro- 
mana; era  una  túnica  ancha  con  mangas,  en  ocasiones  largas 
y  anchas,  y  otras  veces  cortas  y  cerradas,  siempre  sobre  el 
brazo  y  hombro,  por  medio  de  broches  o  botones  repetidos, 
que  las  prestaba  un  aspecto  singular,  como  se  ve  en  las  esta- 
tuas. Llevaban  dos  cinturones,  uno  bajo  el  seno  y  otro  sobre 
las  caderas,  formando  la  tela,  entre  ambos,  numerosos  plie- 
gues regulares.  Esta  túnica  quedaba  unida  a  los  hombros  por 
medio  de  broches  antedichos,  recordando  esta  forma  la  del 
chiton  dórico  de  los  griegos.  Lo  que  caracterizaba  a  la  stola 
era  un  apéndice  o  adorno  posterior  llamado  instila,  que  iba 
cosido  bajo  el  cinturón  y  descendía  hasta  el  suelo;  frecuente- 
mente estaba  bordado. 

El  complemento  de  la  indumentaria  de  la  dama  romana, 
para  salir  a  la  calle,  era  el  manto  llamado  palla,  y  que  ves- 
tían sobre  la  stola,  y  por  lo  general  era  de  tela  ligera  y  vapo- 


-33- 

roaa,  a  veces  bordado  y  muy  amplio,  que  las  cubría  por  com- 
pleto. Las  vestales  se  presentaban  siempre  envueltas  en  él, 
incluso  su  cabeza  (suffibulum) . 

También  en  los  tiempos  primitivos  se  cubrición  con  la 
toga,  pero  después  quedó  relegada  esta  prenda  a  las  mujeres 
de  dudosa  conducta,  meretrices  y  repudiadas  por 
'W0^      SUS  maridos. 

f     "^  Pero  la  prenda  clásica  de  la  indumentaria 

varonil,  la  vestidura  nacional  por  excelencia 
de  los  romanos  fué  la  toga,  que  se  dice  la 
tomaron  de  los  etruscos,  y  pasó  por 
diferentes  fases.  En  un  principio 
eran  pequeñas  y  ceñidas  al 
)\  cuerpo  ;  después  aumenta- 
ron de  tamaño,  se  hi- 
Vi^\\l*«sg^^\  cieron  más  amplias  y 
A  sueltas,  formando  nu- 
merosos y  artísticos 
pliegues.  Muchas  opiniones  se  han  emitido  sobre  la  forma  y 
manera  de  colocarse  la  toga  los  romanos,  pero  de  todas  ellas 
parece  ser  la  definitiva  la  dada  por  M.  L.  Hauzey,  que  acep- 
ta Daremberg  en  su  Diccionaire,  rechazando  las  demás  como 
inexactas  (figura  7.000). 

Según  aquél,  la  toga  (1)  estaba  constituida  por  un  gran 
segmento  de  círculo,  de  cinco  a  seis  metros  de  cuerda  por  dos 
de  ancho,  dando  para  ella  el  siguiente  sencillo  corte,  con  la 
tira  de  púrpura  de  la  praetesta,  tejida  al  tiempo  del  resto  de 
la  pieza.  En  algunas  estatuas  que  la  presentan  festoneada 
con  una  banda  por  su  parte  curva,  hay  que  suponerla  sobre- 
puesta, o  a  veces  bordada. 

(1)    Véase  la  palabra  %a  en  el  Diccionaire  des  antiqíiities  grec  et  ro- 
maines,  tomo  VII. 


-  34  - 


Sin  embargo,  no  obstante  lo  que  acepta   Dareraberg,  aún 
pudiera  admitirse  que  la  toga  tenía  el  corte  en  forma  de  gran 
rombo  con  los  ángulos  obtusos  redondeados,  como  opina  Weis, 
y  la  cenefa  de  púrpura 
en  su  eje  mayor,  quedan- 
do al  doblarla  por  él  en 
la  forma  que  le  da  Hau- 
zey:  del  examen  de  las 
estatuas  clásicas  parece 

desprenderse  que  aquellos  plegados  obedecen  a  una  tela  doble. 
Para  vestirla  procedían  del  siguiente  modo:  La  parte  A  B 
caía  por  delante,  apoyándola  por  C  sobre  el  hombro  y  brazo 
izquierdo,  constituyendo  la  punta  A  la  lacinia  anterior.  La 
parte  E  quedaba  a  la  espalda,  apoyando  el  punto  F  en  el 
hombro  derecho,  y  replegando  la  tela  por  la  línea  F  O,  se  di- 
rigía hacia  el  hombro  izquierdo  por  el  pun- 
to /,  formando  por  delante  del  tronco  la 
caída  llamada  sinus,  de  la  toga;  quedaba 
para  delante  de  las  piernas  la  parte  H,  lla- 
mada el  ima;  sacando  luego  por  el  pecho 
parte  de  la  tela,  producían  la  caída  llama- 
da umho,  designándose  con  el  de  balteus  el 
plegado  más  exterior  sobre  el  hombro  iz- 
quierdo. Toda  esta  topografía  y  complicada 
serie  de  pliegues  fraguaban  los  romanos 
con  el  trozo  de  tela  de  su  toga,  para  lo  que 
tenían  ayudas  de  cámara  que  sabían  reco- 
gerla y  plegarla  con  habilidad  suma,  uti- 
lizando hasta  pinzas  y  broches  para  tal  objeto. 

Después  formaban  cuidadosamente  airosos  y  severos  plie- 
gues longitudinales,  teniendo  gran  cuidado  los  esclavos  de 
poner  con  antelación  unas  tablillas  entre  los  pliegues,  a  fin  de 


-  35  - 

que  éstos  conservaran  la  rigidez  necesaria,  a  lo  que  contri- 
buía unas  bellotas  de  plomo  que  pendían  de  los  extremos. 
Esto  impuso  aquella  sobriedad  de  movimientos  y  elegancia 
de  aptitudes  propias  de  los  romanos,  para  no  descomponer 
la  toga:  tal  era  su  cuidado  en  observar  estos  detalles  de 
estética. 

Este  plegado  de  la  toga  se  llamaba  simes:  así  se  observa 
que  Quintiliauo,  hablando  de  la  toga  de  los  antiguos,  decía 
que  no  tenía  simés¡  porque  era  la  toga  pequeña,  reducida,  de 
amplitud  escasa. 

Quintiliano  calificaba  toda  esta  obra  de  draperia,  de  ver- 
dadera sarcina,  es  decir,  impedimenta  o  bagaje. 

Otras  veces  la  usaban  más  como  manto,  embozándose  en 
ella  y  dejando  caer  una  de  las  puntas  por  delante,  y  hasta  en 
ocasiones  cubrían  la  cabeza  con  la  misma. 

Había  prohibición  para  vestir  la  toga:  a  los  extranjeros  y 
toda  persona  que  no  gozase  de  las  prerrogativas  de  ciudada- 
no romano,  así  como  a  los  proscritos;  pero  en  cambio  era 
una  ofensa  a  la  majestad  del  pueblo  de  Roma  si  un  romano 
se  presentaba  en  público  sin  ella,  aunque  en  los  últimos  tiem- 
pos del  Imperio  sólo  fué  obligatoria  en  ciertos  actos,  en  la 
corte,  en  las  asambleas  judiciales,  en  el  circo,  etc.  La  mate- 
ria que  se  empleaba  para  esta  prenda  fué  generalmente  la 
lana  blanca,  salvo  en  la  gente  del  pueblo,  que  era  oscura. 
Más  tarde  usaron  también  el  algodón,  la  seda  y  los  tejidos  de 
oro  y  plata,  y  aun  las  telas  transparentes,  pero  este  refina- 
miento sólo  fué  usado  en  las  bacanales,  llegando  hasta  ador- 
narlas con  perlas  y  piedras  preciosas. 

Había  diferentes  clases  de  togas:  así  la  togapraetexta,  blan- 
ca, con  una  ancha  banda  de  púrpura  en  su  borde,  era  la  usa- 
da por  los  jóvenes  al  salir  de  la  infancia;  también  fué  usada 
por  los  principales  magistrados,  que  tenían  derecho  a  ocupar 


-  36  - 

la  silla  curul;  los  censores,  y,  entre  los  funcionarios  sagrados, 
los  pontífices,  los  augures  y  otros. 

Toga  pura  o  virilis,  y  también  toga  libera,  era  la  de  lana 
blanca  sin  adorno  ni  banda  de  ninguna  clase.  Esta  la  toma- 
ba el  ciudadano  romano  al  dejar  la  pretexta  y  entrar  en  la 
vida  pública. 

Toga  pida,  que  estaba  adornada  con  vistosos  bordados: 
era  honorífica  y  la  llevaban  los  cónsules  en  sus  triunfos  so- 
bre la  túnica  palmata;  también  la  debieron  usar  los  preto- 
res, según  se  ve  en  los  dípticos  consulares. 

Toga  palmata,  la  bordada  con  palmas  en  oro,  fué  en  su  ori- 
gen el  traje  de  ceremonia  de  Júpiter  Capitolino;  de  aquí  que 
también  se  la  llamase  capitolina,  y  era  usada  por  los  triunfa- 
dores y  por  los  cónsules  el  día  que  entraban  en  funciones,  por 
los  pretores  en  la  pompa  circensis  y  por  los  tribunos  del  pue- 
blo en  la  fiesta  Angustalia.  Los  hijos  de  los  nobles  llevaban 
pendientes  de  una  cinta,  sobre  el  pecho,  la  bulla  a  modo  de 
medallón  o  joya. 

Otro  manto  muy  usado  por  los  romanos,  generalmente  en 
viaje  y  en  tiempo  lluvioso,  y  que  se  ponían  sobre  la  toga,  fué 
la  poenuía,  especie  de  capa  cerrada  por  delante,  con  abertu- 
ras para  pasar  la  cabeza  y  los  brazos:  se  hacía  de  lana  y  tam 
biéii  de  cuero.  Otro  manto,  exterior  también,  fué  la  lucer- 
na, que  en  su  corte  recordaba  la  clámide  griega,  de  forma 
oblonga,  y  se  sujetaba  sobre  el  hombro  con  un  broche.  Usá- 
banla encarnada  o  de  púrpura  los  senadores  y  personajes  dis- 
tinguidos, llevándola  los  demás  de  color  oscuro. 

La  clámide,  muy  semejante  a  la  anterior,  formó  parte  del 
uniforme  militar,  llegando  a  ser  el  manto  propio  de  los  em- 
peradores. Tanto  la  lacerna  como  la  clámide  llevaban  capu- 
cha para  la  lluvia, 

La  trabea  era  un  manto  de  guerra,  lo  que  después  se  lia- 


-  37  - 

mó  paliidamentum,  de  color  encarnado:  lo  vestían  los  geneía- 
les  al  ir  a  la  guerra.  Después,  en  los  tiempos  del  Imperio,  el 
paludamentum  era  signo  distintivo  de  la  dignidad  imperial, 
pues  que  el  emperador  asumía  también  el  poder  militar.  El 
manto  usado  por  los  soldados'y  demás  elemento  militar  fué  el 
llamado  sagum  o  sagulum,  de  la  misma  forma  que  la  clámide, 
pero  de  tela  más  grosera;  se  prendía  en  el  hombro  con  hebi- 
llas o  fíbulas,  y  si  al  principio,  en  tiempos  de  la  República, 
fué  corto,  ya  durante  el  Imperio  lo  usaban  más  amplio  y  lar- 
go. En  todas  las  prendas  cosieron  los  romanos  como  exorno 
los  trozos  que  llamaron  segmenti,  con  que  las  bordeaban  o 
festoneaban,  dándole  el  nombre  de  bractea  cuando  eran  de 
fondo  o  bordado  de  oro. 

También  fué  propio  de  los  emperadores  cristianos  el  uso 
del  strofioriy  o  tira  bordada,  caída  por  delante  y  después  cru- 
zada de  hombro  a  hombro,  exornada  con  cruces  y  crismen, 
origen  del  palio  de  los  obispos. 

Una  prenda  muy  interesante  de  la  indumentaria  romana 
fué  la  syntesís,  especió  de  bata  blanca  y  que  se  ponían  para 
comer  (caenatorium  vestimentum). 

Respecto  al  calzado,  usaron  la  sandalia  en  todas  sus  va- 
riedades, recibiendo  distintos  nombres,  como  la  caliga  (1),  car- 
batina,  crépida,  baxx.  De  todas,  la  solea  era  la  más  sencilla  y 
llevaba  correas  artísticamente  entrelazadas  que  las  sujetaban 
a  la  canilla.  El  patricio  romano  llevaba  un  calceamento  a 
modo  de  bota,  llamado  campago.  Los  senadores  llevaban  a 
modo  de  hebilla  la  letra  C,  de  plata  u  oro,  en  recuerdo  de  que 
al  principio  eran  sólo  ciento.  El  coturno  consistía  en  una  espe- 
cie de  borceguí  con  gruesa  suela;  lo  tomaron,  como  tantas  co- 
sas más,  de  los  griegos,  usándolo  los  actores  en  la  escena,  y 


(1)    Para  los  militares. 


-  38  - 

también  lo  emplearon,  como  signo  de  alta  jerarquía,  los  empe- 
radores y  sus  magistrados.  Los  pies  de  una  estatua  de  bronce, 
encontrados  recientemente  en  Osma,  calzan  el  coturno,  lo  que 
hace  suponerlos  pertenecientes  a  un  emperador.  En  una  pa- 
labra, es  el  calzado  alto  y  ceñido  al  pie,  en  oposición  de  for- 
ma y  categoría  a  la  sandalia  y  al  zueco,  el  saeccus  latino,  es- 
pecie de  pantufla. 

En  la  cabeza  no  llevaban  tocado  alguno,  y  con  el  cabello 
corto.  En  determinadas  ocasiones  llevaban  un  sombrero  de 
alas  redondas,  denominado  petaso.  Los  militares  cubrían  la 
cabeza  con  una  especie  de  casco,  llamado  galea;  siendo  el  to- 
cado de  los  sacerdotes  el  apee,  o  gorro  de  lana,  distinguiéndo- 
se también  los  esclavos  emancipados  por  un  alto  gorro  termi- 
nado en  punta,  al  que  le  daban  el  nombre  de  píleo.  Los  em- 
peradores romanos  no  usaron  más  corona  que  la  de  laurel, 
adornándose  las  emperatrices  con  la  diadema. 

Muebles. — Los  más  usados,  el  triclinium  o  lechos  para  co- 
mer y  dormir:  grandes  mesas  de  maderas  preciosas  o  de  már- 
mol; sillas,  entre  ellas  la  curul,  de  marfil  y  madera,  con 
incrustaciones;  escaños,  alzapiés,  etc.  Ricos  cortinajes  de  vi- 
vos colores  y  alfombras  orientales.  Para  la  iluminación  noc- 
turna usaban  las  lámparas  de  bronce  con  pie  desde  el  suelo, 
altas,  esbeltas,  elegantes;  otras  que  pendían  de  cadenas,  y  la 
pequeña  de  mano,  de  bronce  o  barro. 

El  tocador  de  la  dama  romana  era  refinadísimo  en  afeites 
y  perfumes,  a  los  que  eran  muy  aficionadas. 

Su  tocado,  tan  variado,  que  constituía  un  arte  especial; 
los  hombres  también  usaban  de  afeites  y  perfumes  en  sus  ba- 
ños, principalmente  en  las  termas.  En  los  salones,  y  como 
exorno  principal  de  sus  mesas  en  los  banquetes,  eran  aficio- 
nados a  los  ramos  y  guirnaldas  de  flores  naturales,  con  que 
además  adornaban  sus  cabezas. 


-  39  - 

Los  trajea  romanos,  sobre  todo  los  imperiales,  fueron  ex- 
perimentando ciertas  modificaciones  en  su  más  rico  exorno, 
que  anunciaban  el  corte  y  gusto  de  los  bizantinos.  Constan- 
tino vistió  ya  completamente  a  lo  oriental,  y  el  emperador 
Teodosio  fijó  el  suyo,  constituido  por  la  túnica  dálmata,  y  el 
manto  semicircular  con  escotadura  para  la  cabeza,  pero 
prendido  sobre  el  brazo  derecho  con  un  broche.  Cosido  a  este 
manto  y  viniendo  a  caer  sobre  el  pecho  llevaba  la  tabula,  o 
trozo  cuadrado;  ciñó  su  cabeza  con  la  diadema  de  perlas, 
usando  también  pantalones  de  púrpura  interiores,  calzando 
zapatos  o  borceguíes  de  púrpura,  bordados  de  perlas,  del  ex- 
clusivo uso  del  emperador,  de  donde  provino  la  frase  de  cal- 
car la  púrpura,  como  ainónimo  de  posesionarse  del  Imperio; 
así  aparece  vestido  en  el  famoso  disco  de  Teodosio,  inician- 
do ya  por  completo  el  gusto  bizantino. 

Los  dípticos  de  marfil  del  Museo  Meyer  (Liverpool),  de  la 
Catedral  de  Halberstad  y  el  llamado  del  Rey  de  Francia, 
nos  ofrecen  acabados  modelos  del  traje  romano  de  mayor 
autoridad,  en  los  siglos  III  y  IV  de  Jesucristo. 

Los  latinos  usaron  los  guantes  o  ephatis,  de  los  que  pa- 
saron a  los  sacerdotes  y  seglares  en  la  Edad  Media. 

Trajes  cristianos. — Al  principio  no  tuvieron  ni  los  sacerdo- 
tes, ni  los  fieles  cristianos,  trajes  especiales  que  los  distin- 
guieran; antes  al  contrario,  usaron  los  corrientes  en  sus  paí- 
ses, pero  introduciendo  en  ellos  ciertos  signos  y  detalles, 
cuyo  sentido  sólo  ellos  comprendían. 

Los  cristianos  procuraban  no  acusar  las  formas  a  través 
del  traje;  su  doctrina,  espiritual  por  excelencia,  tenía  en 
gran  desprecio  al  cuerpo:  de  aquí  que  sus  vestidos,  aun  usan- 
do los  mismos  que  los  paganos,  los  modificaran,  cubriendo  el 
cuerpo  todavía  más,  atendiendo  al  recato  y  decoro,  y  demos- 
trando la  austeridad  que  imponía  a  las  costumbres  la  nueva 


-  40  - 

doctrina,  en  contraposición  de  aquel  sensualismo  que  marca 
el  sello  y  caracteriza  a  los  pueblos  de  la  antigüedad,  sobre 
todo  de  la  Roma  decadente.  Así,  aquellos  trajea  elegantes 
formando  artísticos  y  graciosos  pliegues,  acusando  la  belleza 
de  las  formas,  van  desapareciendo,  y  se  modifican  en  harmo- 
nía con  las  nuevas  costumbres. 

La  característica  del  traje  cristiano  es  la  túnica  y  el  man- 
to. La  primera  se  hizo  más  amplia,  larga,  cerrada  por  el  cue- 
llo y  con  mangas  anchas  que  cubrían  todo  el  brazo.  Estas 
túnicas  de  los  primeros  tiempos  demuestran  forzosamente  la 
influencia  pagana;  así  nos  los  enseñan  algunas  pinturas  de 
las  catacumbas,  sitios  donde  los  cristianos  se  reunían  en  los 
primeros  tiempos  de  la  Iglesia,  ostentando  las  figuras  la  túni- 
ca festoneada  y  adornada  a  modo  de  segmentl,  con  bandas 
compuestas  de  círculos  y  cuadritos  recortados  y  superpuestos 
en  la  tela,  por  lo  general  de  vivos  colores,  llamados  caulliculi. 
Las  mujeres  permanecían  con  la  cabeza  cubierta  al  asis- 
tir a  la  oración,  ya  por  el  manto  o  con  el  amiculo,  especie  de 
toquilla  o  callipta.  Algunos  llevaban  sobre  el  pecho,  pendien- 
te de  un  cordón  o  cinta,  el  crismon,  el  pez,  el  áncora,  el  tau, 
T,  u  otro  símbolo  de  la  nueva  doctrina. 

Trajes  eclesiásticos. — Los  trajes  eclesiásticos  primitivos, 
apenas  se  distinguieron  de  los  civiles.  Constantino  regaló  ves- 
tiduras a  muchas  iglesias,  entre  ellas  una  casulla  o  péñola  de 
tisú  de  oro  a  Macario,  obispo  de  Jerusalén. 

Eusebio  de  Cesárea  menciona  en  un  discurso  dedicatorio 
de  la  iglesia  de  Tiro  (año  313)  los  trajes  de  los  prelados  asis- 
tentes. 

El  Papa  León  IV,  en  850,  determina  «que  ninguno  celebre 
el  santo  sacrificio  sin  el  amito,  alba,  estola,  manipulo  y  casulla. 
Amito,  de  amiare,  para  abrigar  el  cuello,  que  más  tarde  subían 
hasta  cubrir  la  cabeza  (así  lo  hicieron  después  los  domini- 


-  41 


C08);  aJba,  túiiicíi  blanca,  adoptada  con  elogio  por  San  Jeró- 
nimo; manipulo,  que  al  principio  tuvo  uso  de  toballa  o  paño 
para  limpiarse,  tomó  después  la  forma  moderna  (1). 

El  obispo  de  Tarragona,  en  1129,  prohibió  a  los  curas  tú- 
nicas rojas,  verdes  y  listadas. 

Los  sacerdotes  aceptaron  principalmente  la  pénula,  sin 
capucha,  origen  de  la  casulla,  con  una  banda  por  delante, 
llevando  debajo  la  túnica  con  mangas,  que  dio  lugar  a  la  alba, 
con  dos  bandas  negras,  origen  de  la  estola. 

Los  obispos,  más  adelante,  aceptaron  el  omorphium,  ban- 
da blanca  al  cuello  con  dos  caídas,  una  por  delante  y  otra  a 
la  espalda,  con  una  cruz  negra  al  pecho,  ori- 
gen del  palio,  y  los  sacerdotes,  despegando  la 
banda  de  la  túnica,  constituyeron  el  epiírac- 
lelion,  hoy  llamado  estola. 

En  el  siglo  XI  se  introdujo  la  tunicela,  lla- 
mada sobrepelliz  por  nosotros  (2). 

Trajes  bizantinos. — Derivados  de  los  roma- 
nos, aceptaron  los  emperadores  y  los  roma- 
nos convertidos  al  cristianismo  aquellos  sig- 
nos tradicionales  que  usaron  los  primitivos 
creyentes,  pero  exornándolos  y  enriquecién- 
dolos con  gran  suntuosidad  y  lujo  extraordi- 
nario. 

Trasladada  la  corte  a  Bizancio,  ya  desde  el  tiempo  de 
Constantino  disfrutaron  sus  iglesias  de  toda  clase  de  orna- 
mentos y  objetos  del  culto,  de  una  riqueza  suprema,  uniéndo- 
se el  arte  clásico  con  el  oriental  para  producir  los  efectos 
más  deslumbradores. 

No  sólo  los  sacerdotes,  sino  loa  emperadores,  los  altos  fun- 


(1)  Véase  Dridon:  Anales  arqueológicos.  I,  pi^ 

(2)  Véise  Puigari:  págs.  62-104. 


108. 


-42  - 


cionarioa  y  hasta  los  soldados  y  gente  del  pueblo,  vistieron 
las  prendas  más  exornadas,  con  una  policromía  de  vivos  y 
ricos  tonos,  y  en  las  que  el  oro  entraba  prodigado. 

Los  trajes  eclesiásticos  bizantinos  principales  fueron  el 
aticarium  (alba  griega  de  grandes  mangas),  el  penoUum,  de 
penula  (casulla),  el  epltrapecelium  (stola  griega),  el  super- 
humeral  (1),  o  mejor  dicho  strofion  (estola  cruzada  al  pecho), 
y  el  manipulo. 

Los  emperadores,  a  más  de  llevar  la  corona  redonda  so- 
bre su  cabeza,  admitieron  la  clámide,  bordada  profusamente 
en  bandos  y  círculos,  manto  abrochado  al  hombro  derecho, 
que  cuando  lo  era  al  pecho  tomaba  el  nombre  de  palio. 

Los  emperadores,  a  más  de  la  túnica  larga  bordada,  usa- 
ron como  manto  más  exterior  la  toga  trabea,  especie  de  clá- 
mide corta,  que  se  abrochaba  al  hombro 
derecho,  adornada  con  ancha  banda  bor- 
dada y  cuadrados  sobre  el  pecho,  y  ce- 
ñida a  veces  por  un  strofion^  origen  del  pa- 
lio de  los  obispos  y  de  la  chía  o  beca  mo- 
derna. Tenían,  además,  la  toga  palmata  y 
la  clámide,  que  era  la  más  usada,  como  se 
ve  en  muchos  mosaicos  y  pinturas. 

Los  emperadores  bizantinos  comenza- 
ron a  usar  la  corona  como  signo  del  más 
alto  imperio,  derivada  del  stefauos  griego, 
en  forma  de  banda  de  oro,  pero  exornada 
con  la  mayor  riqueza  de  piedras  y  labores, 
que  dio  el  modelo  de  las  más  famosas  coronas  de  la  Edad  Me- 
dia, como  la  de  Carlo-Magno,  compuesta  de  varias  charnelas 


(1)  Hoy  se  llama  superhunieral  al  paño  con  que,  echado  sobre  loa 
hombros,  toma  el  sacerdote  los  objetos  sagrados  que  contieneu  las  formas 
eucarísticas. 


-  43  - 


con  un  puente  de  delante  a  atrás;  la  de  hierro,  del  imperio 
alemán,  y  otras  varias. 

Como  calzado  usaron  los  borceguíes  con  anchas  tiras  bor- 
dadas en  oro  y  hasta  con  piedras  preciosas  (calci  aurati). 

Los  mosaicos  de  Justiniano  y  su  corte  y  Teodora  y  sus  da- 
mas, en  San  Vital  de  Rávena,  ofrecen  un  acabado  modelo  del 
traje  bizantino  en  ambos  sexos  más  lujoso.  La  reina,  que  cu- 
bre su  cabeza  con  un  velo  sujeto  por  corona  guarnecida  de 
perlas,  y  con  grandes  pendientes,  viste  una  rica  túnica  inte- 
rior blanca,  con  mangas  muy  estrechas,  sobre  la  que  lleva 
una  clámide  muy  exornada  en  su  franja  inferior;  cubre  sus 
hombros  con  una  esclavina 
cuajada  de  pedrería  y  cal- 
za zapatos  con  banda, 
igualmente  lujosos.  Las  da- 
mas ostentan  parecidos  in- 
dumentos y  joyas,  forman- 
do un  séquito  deslumbra- 
dor de  lujo  y  de  belleza. 

No  es  menos  curiosa  la 
procesión  de  las  santas,  en 
San  Apolinar,  aunque  con 
carácter  más  eclesiástico 
en  sus  indumentos. 

El  traje  bizantino  fué  adquiriendo  cada  vez  mayor  rique- 
za durante  la  Edad  Media,  aunque  perdiendo  la  belleza  y 
gracia  en  el  corte,  que  se  suplía  con  deslumbrador  aspecto. 
Pero  lo  que  prestó  mayor  importancia  a  los  trajes  bizan- 
tinos fué  la  calidad  de  sus  telas,  pues  en  su  tiempo  se  intro- 
dujo en  Europa  la  simiente  del  gusano  de  la  seda,  y  a  Jus- 
tiniano se  debe,  principalmente,  su  propagación  y  cultivo. 
Diversas  versiones  existen  sobre  el  modo  como  se  intro- 


_  44  - 

dujo  tan  preciada  materia  textil,  antes  no  obtenida  en  Euro- 
pa, pues  mientras  unos  dicen  que  la  debimos  a  misioneros  en 
viados  a  la  China  por  el  emperador,  trayendo  la  semilla  del 
gusano  en  el  hueco  de  sus  báculos,  otros  opinan  que  fué  una 
princesa  lomana  quien  la  introdujo  entre  sus  cabellos,  al  vol- 
ver viuda  a  Bizancio.  Sea  de  ello  lo  que  quiera,  a  los  bizan- 
tinos debemos  tan  importante  cultivo  entre  nosotros. 

Con  este  nuevo  producto  los  trajes  adquirieron  mayor 
riqueza,  pues  tanto  las  aplicaciones  como  los  bordados  toma- 
ron mucho  esplendor  sobre  los  fondos,  tejidos  ricamente  con 
seda  y  oro. 

La  industria  del  bordado  adquirió  en  Bizancio  un  des 
arrollo  extraordinario,  denominándose  las  telas,  en  atención 
al  dibujo  del  mismo:  así,  pallia  cum  rotis,  era  tela  con  ruede- 
citas;  quadrápula,  exájmla,  octápula,  según  que  el  adorno  con 
sistiera  en  cuadrados,  exágonos  u  octógonos;  pero  también  el 
bordado  representaba  a  menudo  cuadrúpedos  y  aves,  así 
como  asuntos  bíblicos  sacados  del  Antiguo  Testamento,  y 
también  símbolos  religiosos,  a  los  que  fueron  muy  dados  los 
artistas  bizantinos.  El  oro  se  aplicaba  a  los  vestidos  en  pla- 
cas, mezclado  con  pedrería  y  cuentas  de  vidrio  de  diversos 
colores. 

Muchos  ejemplares  notables  de  bordados  se  conservan, 
siendo  uno  de  los  más  interesantes  la  magnífica  dalmática 
imperial  del  siglo  XI  o  XII,  que  se  conserva  en  el  Vaticano. 

También  es  muy  notable  el  manto  de  Garlo-Magno,  de  seda 
roja,  sobre  la  que  destacan  águilas  bordadas  de  amarillo, 
azul  y  verde. 


iHpuMENTARiA  ESPAÑOLA 


NDUMENTARIA  ESPAÑOLA 


Ofrece  el  traje  en  Eapaña,  a  través  de  sus  distintas 
épocas,  caracteres  propios  y  originales  que  llegan  a  dis- 
tinguirlo del  usado  por  las  gentes  de  otras  naciones, 
pues  aunque  en  muchos  casos  hayamos  admitido  las 
prendas  y  modas  extranjeras,  las  hemos  modificado, 
adaptándolas  a  nuestro  gusto  especial,  que  siempre  pre- 
valece y  se  impone  al  cabo  en  todas  las  manifestaciones 
de  la  vida. 

Esta  singularidad  étnica  de  nuestra  estética  ha  lle- 
gado, como  no  podía  menos,  a  determinar  el  carácter 
de  nuestros  indumentos,  admitiendo  además  prendas 
introducidas  por  los  distintos  pueblos  que  han  convivi- 
do en  nuestra  Península  y  de  las  que  conservamos  re- 
cuerdo por  algunos  trajes  regionales. 

Pero  a  través  de  tantas  influencias  podemos  recono- 
cer cierto  carácter  perpetuo  en  nuestros  trajes,  no  tanto 
por  la  especialidad  de  algunos  de  ellos,  como  por  el  cor- 
te y  gusto  de  sus  exornos  y  policromía. 

El  aspecto  total  de  nuestros  atavíos,  la  persistencia 
de  ciertos  elementos  en  su  confección,  su  severa,  aunque 


-  48  - 

no  sombría  tonalidad  en  todos  los  casos  y  la  riqueza  de 
los  adornos  en  muchas  épocas,  prestan  a  los  trajes  es- 
pañoles un  carácter  tan  propio  como  determinado.  Todo 
esto  aparecerá  más  evidente  al  hacer  el  estudio  de  su 
desarrollo  histórico. 

I.  —  ÉPOCA  IBERO -ROMANA 

Las  pinturas  rupestres  más  antiguas  entre  nosotros, 
presentan  a  los  habitantes  de  aquellos  tiempos  casi  des- 
nudos, cubriendo  sólo  las  partes  más  delicadas  del  cuer- 
po los  hombres,  y  las  mujeres  con  una  especie  de  ena- 
gua desde  sus  caderas.  Más  adelante,  las  noticias  que 
tenemos  del  traje  de  los  iberos  nos  los  ofrecen  usando 
prendas  de  verdadero  abrigo,  y  las  estatuas  de  Ayuda 
y  Cintra  nos  muestran  la  indumentaria  de  aquellos  gue- 
rreros, compuesta  de  un  saco  corto,  con  mangas,  que  se 
abrochaba  lateralmente,  cruzado  por  una  correa  que 
sujeta  la  espada,  con  bragas  o  pantalones  y  un  pequeño 
escudo  redondo  llamado  pelta. 

De  la  limpieza  y  esplendor  de  los  trajes  blancos  que 
llevaban  las  tropas  españolas  al  mando  de  Aníbal,  ha- 
cen especial  mención  los  autores  antiguos,  por  lo  que  se 
distinguían  los  soldados  españoles  de  los  demás  que  for- 
maban el  ejército  del  gran  guerrero. 

Los  iberos,  según  Estrabón  y  Apiano,  vestían  un  sa- 
gún  de  tela  de  lana  grosera  y  forrada,  como  propia 
para  el  frío,  que  se  abrochaba  al  cuello,  origen  de  la 
moderna  anguarina,  usada  por  los  labriegos  y  pastores 
castellanos,  con  bragas  de  cuero  o  tela,  y  abarcas  suje- 


49 


tas  a  la  pierna  por  correas,  y  para  las  mujeres,  segÚQ 
Artemidoro,  a  más  de  sus  necesarias  túnicas  y  faldas, 
consigna  que  usaban  de  un  aparato  de  hierro  que,  su- 
jeto al  cuello,  se  elevaba  sobre  la  cabeza,  terminando 
en  forma  de  media  luna  para  asi  elevar  el  velo  que  caía 
sobre  el  rostro,  a  la  manera  de  la  peineta  y  mantilla 
moderna.  De  estos  aparatos  ha  encontrado  algunos  en 
sus  excavaciones  el  señor  Marqués  de  Cerralbo,  con 
otras  joyas  femeninas  de  singular  carácter,  sin  entrar 
en  las  armas  y  defensas,  tan  curiosas,  que  constituyen 
el  mayor  contingente  de  sus  magníficas  colecciones. 

Así  aparecen  muchas  de  las  llamadas  figuras  del  Ce- 
rro de  los  Santos,  existentes  en  el  Museo  Arqueológico 
Nacional,  ejemplares  notabilísimos  bajo  tantos  concep- 
tos; por  ellos,  al  estudiar  los 
principales  de  aquel  antiguo  arte 
español,  como  el  busto  de  Elche, 
en  el  Louvre,  y  la  sacerdotisa  de 
Yecla,en  el  Arqueológico  Nacio- 
nal, podemos  formarnos  una  idea 
muy  exacta  de  su  indumentaria. 
El  busto  de  Elche  ostenta  un  to  • 
cado  tan  original  como  artístico, 
recordando  la  forma  de  un  ca- 
rro, cuyas  ruedas  constituyen  sus  dos  grandes  adornos 
laterales.  Estos  discos,  así  como  la  banda  que  los  une 
por  la  frente,  están  sembrados  de  bolitas,  y  por  delante 
de  ellos  salen  unos  colgantes  con  remates  que  recuerdan 
las  joyas  halladas  en  Troya  por  Schliemann.  El  collar 
de  tres  vueltas  con  un  medallón  pendiente,  más  unos 


-  50  - 


dijes,  está  formado  por  gruesas  cuentas  fusiformes,  igua- 
les a  las  que  se  ven  representadas  en  monumentos  asi- 
rios  y  fenicios.  El  traje  parece  constituido  por  una  túni- 
ca muy  cerrada  y  un  manto,  o  mejor,  velo  caído  sobre 
los  hombros. 

La  gran  sacerdotisa  u  oferente  de  Yecla,  cuyo  origi- 
nal se  conserva  en  nuestro  Museo  Arqueológico  Nacio- 
nal, viste,  según  el  Sr.  Mélida  en  el  Catálogo  del  Museo 
de  Reproducciones,  tres  túnicas:  «la  pri- 
mera, más  corta,  ofrece  unas  rayas 
como  indicando  franjas  en  sentido  obli- 
cuo hacia  el  medio,  que  queda  liso;  lisa 
por  completo  es  la  segunda,  y  la  terce- 
ra, que  cae  sobre  los  pies,  calzados  por 
cierto  con  zapatos  cerrados,  y  menudos 
y  simétricos  pliegues  que  ha  hecho  pen- 
sar que  se  trata  de  la  calasiris  egipto- 
jónica.  El  cuello,  bastante  cerrado,  se 
abrocha  con  un  pasador  en  forma  H. 
Completa  la  vestidura  de  esta  estatua 
un  manto  o  gran  velo  rectangular  que 
desde  los  hombros  viene  formando  en  la 
caída  de  sus  bordes  un  plegado  simétri- 
co, conforme  el  sistema  griego  arcaico  y  lo  mismo  en 
los  extremos,  que  caen  de  los  antebrazos  sobre  el  vien- 
tre. A  los  cuatro  extremos  lleva  el  manto  sendas  bello- 
tas o  glandes.  La  'cabeza  se  adorna  con  una  complicada 
y  lujosa  diadema,  obra  delicadísima  de  orfebrería,  con 
sendos  rosetones  a  los  extremos,  de  los  que  parten  gol- 
pes de  cadenillas  terminados  en  bellotas,  que  llegan 


-  51    - 

hasta  los  hombros;  entre  estas  caídas  y  el  rostro  apare- 
cen otras  cadenas  más  gruesas  y  dobladas  que  bajan 
hasta  el  pecho,  como  las  que  llevan  las  mujeres  argeli- 
nas. Pero  lo  más  digno  de  notar  es  la  semejanza  que 
guarda  este  tocado  con  las  cadenillas  de  oro  recogidas 
en  Troya.  Completan  el  adorno  un  pectoral  compuesto 
de  tres  gruesas  cadenas,  separados  por  un  tejido  de  la 
bor  de  canutillos  formando  picos  contrapuestos,  y  por 
terminación  una  serie  de  bellotas  como  en  la  osh  egipcia. 
En  los  dedos  índice,  anular  y  meñique  de  la  mano  iz- 
quierda lleva  sortijas  en  la  segunda  y  en  la  primera  fa- 
lange, según  costumbre  mencionada  por  Plinio.» 

Las  restantes  estatuas  visten  en  parecida  forma,  os- 
tentando algunos  bustos  altas  mitras  o,  mejor  dicho, 
velos,  que  hacen  suponer  bajo  ellos  el  aparato  férreo  de 
que  hemos  dado  cuenta. 

Poseemos  joyas  efectivas  de  estas  épocas  españolas 
tan  notables  como  las  diademas  de  Ja  vea  y  la  de  Santu- 
llano  (Asturias),  en  el  Museo  Arqueoló- 
gico Nacional;  la  de  Gáceres,  en  el  Lou- 
vre,  más  los  torqueti  de  oro  y  plata  de 
Galicia,  las  pulseras  de  oro  ibéricas  y 
otras  preseas  de  gran  precio,  como  las 
de  Cádiz,  fenicias,  y  de  otras  diversas 
procedencias. 

Durante  la  dominación  romana  fue- 
ron muy  usadas  entre  los  españoles  las 
prendas  de  los  conquistadores,  como  se  ve  en  las  esta 
tuas  halladas,  continuando  en  la  parte  más  meridional 
bastante  de  las  modas  fenicias  y  cartaginesas,  así  como 


-  52  - 

ciertas  prendas  hebraicas  en  aquellos  puntos  en  que  se 
habían  establecido  los  judíos.  En  las  monedas  de  Galva 
se  representa  a  la  Hispania  con  el  traje  completamente 
a  la  romana,  pudiéndose  aceptar  como  muestra  de  indu- 
mentaria de  su  última  época  la  de  los  personajes  del  fa- 
moso disco  de  Teodosio,  encontrado  en  Almendralejo, 
aunque  no  sea  de  labor  española. 

El  emperador  Teodosio  había  fijado  como  traje  impe- 
rial la  túnica  dálmata.  Osténtala,  pues,  en  este  disco 
bajo  el  manto  imperial  semicircular,  con  escotadura  en 
el  lado  recto  para  la  cabeza  y  prendido  por  un  broche 
al  hombro  derecho;  el  clavius  o  tabula,  trozo  de  tela  cua- 
drada y  bordada,  sobrepuesta,  adorna  su  ángulo  inferior; 
viste  además  pantalones  de  púrpura,  diadema  con  per- 
las y  lábarum.  Los  zapatos  o  borceguíes  son  de  púrpura 
bordados  de  perlas,  de  exclusivo  uso  del  emperador. 

Hasta  aquí  lo  que  podemos  dar  como  más  cierto  de 
la  indumentaria  española  antes  de  la  invasión  de  los 
bárbaros. 


53  - 


II.  —  ÉPOCA  VISIGODA 


Todos  aquellos  pueblos  bárbaros,  antes  de  influen- 
ciarse de  la  civilización  ronoana,  vestían  casi  primitiva- 
mente con  pieles  de  animales;  muy  aficionados  al  ador- 
no, usaban  los  principales,  brazaletes  o  armilas,  cinturo- 
nes  o  halteos  y  torques  o  collares.  Además  se  pintaban 
el  rostro  y  algunos  miembros  del  cuerpo,  abandonando 
poco  a  poco  estas  costumbres  a  medida  que  iban  admi- 
tiendo las  de  los  vencidos.  De  aquí  que  al  llegar  los 
visigodos  a  España  hubieran  aceptado  ya  muchos  de  los 
usos,  trajes  y  hábitos  de  civilización  de  los  romanos, 
por  lo  que  fueron  entre  nosotros  como  sus  continuadores; 
así  sus  indumentos  obtienen  tal  carácter,  aunque  ya 
influidos  por  el  lujo  y  estilo  bizantino.  Continuaron,  sin 
embargo,  usando  algunas  prendas  tradicionales  entre 
ellos,  como  las  bragas  para  los  hombres  y  las  polainas 
de  correas,  a  la  par  que  sus  gorros  de  piel  para  abrigo. 
En  las  monedas  visigodas,  aun  dentro  de  su  tosquedad, 
aparecen  los  bustos  de  los  reyes  vistiendo  la  clámide 
bizantina,  a  modo  de  la  del  emperador  en  el  disco  citado 
anteriormente. 

San  Isidoro  se  ocupa  en  sus  Etimologías  de  las  pren- 
das y  exornos  de  su  tiempo,  dedicando  el  cap.  XXXI  del 
libro  XIX  a  «los  adornos  de  cabeza  de  las  mujeres», 
enumerando  gran  variedad  de  ellos,  como  los  retiolum  o 
redecillas,  loa  acci  o  agujetas,  los  in-aures  o  zarcillos,  con 


-  54  - 

los  collares,  pulseras,  fíbulas  y  anillos,  y  muchos  más 
de  que  da  cuenta. 

Además  do  la  túnica  corta  que  usaban  con  las  bra- 
gas, subsistió  el  manto,  y  como  prendas  de  abrigo,  saya- 
les y  cucullas,  con  melotes  o  zamoras  para  el  campo. 

El  santo  obispo  de  Sevilla  habla  también  del  redi- 
míenlo,  especie  de  dalmática  cerrada  por  broches  a 
ambos  lados,  que  también  llama  armeclausa;  del  celorio^ 
túnica  talar  sin  mangas,  especie  de  sotana,  y  del  lineo 
o  nagüeta,  guarnecida  con  una  franja  de  púrpura. 

También  las  mujeres  y  gentes  principales  de  la  corte 
vestían  sobre  la  túnica  talar  otra  más  corta  de  vistosos 
colores  y  bordados,  llamada  vegilo.  Además  del  manto, 
las  mujeres  agregaron  a  su  indumentaria  el  mavorte, 
a  modo  como  de  toca,  primero  suelta,  después  más  cerra- 
da, que  da  origen  a  la  toca  de  las  religiosas,  y  el  ricino, 
o  velo  de  desposada,  que  dejaban  caer  a  la  espalda. 

San  Isidoro  habla  del  amiculo,  chai  o  velo  que  duran- 
te la  antigüedad  clásica  había  sido  signum  meretrice,  y 
en  su  tiempo  era  in  Hispania  honestitatis,  es  decir,  fué  el 
tocado  de  toda  mujer  honesta  durante  la  Edad  Media. 

Respecto  al  calzado,  dice  también  que  usaban  unos 
botines  denominados  tubrucos,  y  para  cubrirse  la  cabeza 
gran  variedad  de  bonetes,  píleos,  gateros,  etc. 

Como  ejemplar  artístico  notable  de  indumentaria 
visigótica,  puede  ofrecerse  el  cuadro  del  Sr.  Muñoz 
Degrain,  La  conversión  de  Recaredo,  existente  en  el 
palacio  del  Senado. 

Pero  de  la  época  visigoda  han  llegado  a  nosotros 
ciertos  exornos  de  tan  excepcional  importancia,  como 


-  55  - 

las  joyas  de  oro  y  pedrería  que  constituyen  el  llamado 
Tesoro  de  Guarrazar. 

Este  tesoro,  de  renombre  universal,  no  tenemos  la 
suerte,  como  nos  correspondiera,  de  poseerlo  por  com- 
pleto. Hallado  casualmente  en  Guarrazar  (Toledo,  si- 
glo XIX),  en  los  restos  de  Santa  María  (templo  visigodo), 
parte  de  estas  joyas  pasaron  al  Museo  de  Cluny,en  París, 
como  la  corona  de  Recesvinto,  la  de  Sonnica  y  otras  siete 
sin  nombre  determinado,  tres  de  ellas  votivas,  existien- 
do entre  nosotros  la  muy  interesante  de  Suintila,  otra 
votiva  del  Abad  Teodosio,  cruz  votiva  de  Lucecio,  un  florón 
de  otra  corona  y  varios  trozos  de  enrejados,  a  más  de 
una  esmeralda  grabada  y  un  nudo,  todo  ello  existente 
en  la  Armería  Real.  Además  hay  en  el  Museo  Arqueo- 
lógico dos  brazos  de  cruz  parroquial,  clamasterios,  ca- 
denillas, una  alfa  de  oro  y  otros  fragmentos:  todo  está 
trabajado  delicadamente.  Su  decoración,  sumamente 
artística,  y  enriquecida  con  perlas  y  piedras  preciosas, 
revelan  una  gran  originalidad,  aun  dentro  del  clasicismo 
en  que  se  basan,  modificado,  como  no  podía  menos  de 
suceder,  en  aquella  época  (siglo  V  al  VIH)  por  el  influjo 
oriental  bizantino  (1). 

Como  última  nota  de  la  riqueza  alcanzada  en  sus 
indumentos  por  los  godos,  da  la  historia  la  del  traje  usa- 
do por  Don  Rodrigo  en  la  batalla  llamada  de  Guadalete, 
del  que  algunas  prendas  se  encontraron  en  el  fango  del 
río,  con  el  carro  de  marfil  en  que  montaba. 


(1)  Véasa  el  estudio  tan  completo  que  de  ól  hace  el  Sr.  Sen- 
tenach  en  su  obra  Bosquejo  histórico  de  la  orfebrería  española,  pá- 
gina 30. 


56  - 


III.  —  PERIODO  ÁRABE 


Después  de  la  batalla  llamada  del  Guadalete,  en  que 
los  árabes  aniquilan  la  Monarquía  visigoda,  siguen  su 
avance,  y  aprovechándose  del  desconcierto  de  los  go- 
dos, fácilmente  se  posesionan  primero  de  Córdoba  y 
Toledo,  después  de  Zaragoza  y  Barcelona;  sólo  Teo- 
domiro  se  hace  fuerte  en  el  rincón  de  Orihuela,  y  hu- 
bieran conseguido  apoderarse  de  casi  toda  la  Iberia, 
ayudados  de  su  táctica  hábil  de  benevolencia  y  respeto 
para  con  los  vencidos,  a  no  ser  por  la  heroica  y  tenaz 
resistencia  que  en  la  Cantabria  les  opone  Don  Pelayo. 
Animados  ya  desde  este  momento,  tanto  los  hispano- 
romanos  como  los  de  pura  raza  visigótica,  no  tienen 
otro  pensamiento  ni  otro  ideal  que  el  perseguir  y  deste- 
rrar de  nuestro  suelo  a  los  infieles  invasores;  de  aquí  el 
estancamiento  de  la  civilización  y  cultura  nacional, 
hasta  el  punto  de  que  en  los  primeros  tiempos  de  la 
dominación  árabe,  las  ciencias,  las  artes,  la  industria, 
la  agricultura,  el  comercio,  todas  las  manifestaciones 
del  saber,  permanecen  estacionadas  y  sin  alientos  de 
vida.  En  tanto,  los  árabes,  ampliando  y  refinando  su 
ilustración  y  cultura  con  los  elementos  que  tomaran  de 
los  españoles,  y  merced  también  a  la  protección  que  los 
grandes  califas  dispensan  a  todo  lo  que  signifique  ade- 
lanto y  progreso,  ejercen  notable  influencia  en  nues- 
tro país. 


-  57  - 

Una  de  las  manifestaciones  de  esta  influencia  ára- 
be en  España  se  observa,  no  sólo  en  el  traje,  sino 
en  el  gran  desarrollo  de  una  industria  que  a  nosotros, 
por  la  índole  de  este  trabajo,  nos  interesa:  la  del  tejido, 
que  antes  había  tenido  escasa  importancia.  Introducen, 
pues,  los  árabes  en  España  la  fabricación  de  las  más 
ricas  telas  orientales.  A  más  del  cultivo  del  lino  y  del 
algodón,  que  elevaron  a  gran  altura  en  nuestra  Penín- 
sula, desarrollaron  el  del  gusano  de  la  seda,  que  les 
proporcionó  la  más  rica  materia  para  sus  telas.  Con 
ella,  mezclada  al  oro  y  la  plata,  tejieron  finísimas  esto 
fas,  de  las  que  aún  nos  quedan  restos,  de  valor  extraor- 
dinario. En  Almería  primeramente,  gracias  a  la  inicia- 
tiva de  Abderramán  II,  se  cultivó  el  gusano  de  la  seda, 
que  había  sido  importado  a  Europa,  según  hemos  dicho, 
en  tiempos  del  emperador  Justiniano.  Por  ello  se  esta- 
blecieron en  Almería  telares,  que  habían  de  producir 
géneros  tan  importantes  como  el  sirgo,  el  tira2!  y  el 
dihag,  el  más  rico  de  todos  ellos.  Estas  industrias  pasa- 
ron luego  a  Granada  de  donde  las  tomaron  los  reyes 
cristianos,  entre  ellos  Alfonso  el  Sabio,  que  dictó  prag- 
máticas para  su  desarrollo  en  Soria;  además  de  los  pun- 
tos señalados,  florecieron  a  grandísima  altura  en  Tole- 
do, Sevilla  y  Barcelona.  Las  industrias  textiles  de  To- 
ledo obtuvieron  siempre  gran  importancia,  al  punto  que 
no  hubo  tela,  por  rica  que  fuese,  que  no  llegara  a 
tejerse  en  aquellos  telares,  siendo  tan  notables  los  ter- 
ciopelos cortados  y  brochados  que  allí  se  hicieron,  que 
constituyen  hoy  el  orgullo  de  los  Museos  extranjeros. 

Los  árabes  aplicaron  para  la   exornación  de  8U9 


-  58  - 

telas,  en  su  tejido,  aquellos  dibujos  de  taraceas,  combi- 
nados con  follajes  y  flores,  tan  complicados  como  ca- 
prichosos, que  vemos  lucir  como  exorno  en  sus  pala- 
cios y  mobiliario.  Estas  telas  iban  generalmente  bor- 
deadas de  una  franja  con  leyendas  sagradas,  llamada  el 
tiraz,  que  les  servía  como  de  festón  o  remate.  Hay  que 
notar  que  la  magnificencia  de  las  estofas  árabes  difieren 
ostensiblemente  de  las  de  los  bizantinos,  en  que  éstos  dan 
la  mayor  importancia  al  bordado,  y  que  todos  los  ador- 
nos son  sobrepuestos  y  hechos  sobre  la  tela,  en  tanto  que 
en  aquéllos  la  suntuosidad  estriba  en  la  riqueza  del  teji- 
do, y  la  ornamentación  se  consigue  en  el  mismo  telar, 
siendo  ésta  siempre  rectilínea;  no  fué  óbice  para  que 
también  hicieran  magníficos  bordados,  tanto  en  las  telas 
como  en  los  cueros,  cuyo  centro  principal  fué  Córdoba. 
Las  riquísimas  telas  de  que  hablamos  llegaron  a  ser 
usadas  por  los  reyes  cristianos,  magnates  y  hasta  obis- 
pos, y  de  ello  son  hermoso  testimonio  la  capa  y  casulla 
del  arzobispo  Don  Rodrigo,  existente  en  el  monasterio 
de  Santa  María  de  Huerta;  otra  magnífica  capa  en  la 
capilla  del  Condestable,  de  Burgos,  en  tan  perfecto  esta- 
do de  conservación,  que  parece  acabada  de  fabricar; 
en  la  Catedral  de  Lérida  un  terno  de  iglesia,  formado 
por  trozos  de  precioso  tejido  árabe,  que  figuró  en  la  Ex- 
posición del  centenario  de  los  Sitios  de  Zaragoza;  el 
manto  del  infante  Don  Felipe,  hermano  de  Don  Alfonso 
el  Sabio,  que  se  conserva  en  el  Museo  Arqueológico 
Nacional,  junto  con  un  birrete,  que  está  decorado  con 
medallones,  alternando  el  castillo  de  tres  torres,  re- 
presentación del  linaje  paterno,  con  el  águila  imperial, 


-  59  - 

por  parte  de  la  madre,  Doña  Beatriz  de  Suavia,  esposa 
de  Fernando  III,  como  hija  del  emperador  de  Alemania. 
Los  castillos  están  bordados  en  oro,  a  realce,  sobre  un 
fondo  que  debió  ser  en  seda  roja;  las  águilas  en  seda, 
sobre  fondo  de  hilillo  de  oro,  y  entre  los  medallones  hay- 
una  labor  de  tracería,  bordada  también  en  oro. 

No  siempre  tuvieron  los  indumentos  árabes  la  ri- 
queza que  parece  serles  característica.  Mahoma  dictó 
muchas  sentencias  encaminadas  a  impedir  que  el  pueblo 
introdujera  el  lujo  en  sus  vestidos,  y  los  hombres  más 
eminentes  de  Arabia  y  de  Persia,  siguiendo  su  ejemplo, 
recomiendan  frecuentemente  la  modestia  en  el  vestir, 
hasta  el  punto  que  sólo  se  permitió  el  uso  de  la  seda  a 
las  mujeres,  y  aun  en  éstas  llegó  a  ser  reglamentado  el 
ancho  que  debían  tener  las  franjas  y  demás  exornos. 

Las  prendas  características  del  traje  árabe,  ma 
jestuoso,  artístico  y  elegante  de  suyo,  nos  las  da  a  cono- 
cer perfectamente  Dozy,  describiendo  el  del  Profeta  de 
este  modo:  «Llevaba  primero  una  camisa  de  algodón 
blanco,  cuyas  mangas  llegaban  hasta  la  muñeca;  añadía 
a  esta  camisa  un  calzón  de  tela.  Sobre  la  camisa  y  el 
calzón,  Mahoma  no  parece  que  llevaba  más  que  un  solo 
traje;  era  una  larga  túnica  de  lana  bordeada  de  seda  y 
abierta  por  delante,  con  mangas  estrechas,  o  bien  este 
traje  largo,  guarnecido  con  botones  en  el  delantero.  En 
ocasiones  lleva  en  lugar  de  esta  túnica  una  capa  de  una 
tela  basta;  era  ordinariamente  un  gran  trozo  de  tela  de 
lana  tupida,  oscura  y  rayada,  con  el  que  se  envolvía  el 
cuerpo.  Mahoma  llevaba  el  turbante  blanco  o  negro,  de- 
jando colgar  un  extremo  sobre  la  espalda.  El  calzado  del 


-  60  - 

Profeta  consistía  en  sandalias  hechas  de  piel  de  camello 
y  atadas  por  medio  de  dos  tiras,  de  las  que  una  pasaba 
sobre  el  medio  del  pie  y  la  otra  entre  los  dedos  grueso  y 
segundo.  Otras  veces  calzaba  botines». 

En  España,  una  de  las  principales  prendas,  usada  al 
cabo  igualmente  por  los  árabes  que  por  los  castellanos, 
fué  la  aljuba.  y  que  dio  lugar  a  la  especialidad  de  los 
aljubeteros.  («Ordenanzas  de  Sevilla»,  segunda  parte, 
folio  173.) 

Era  una  especie  de  túnica  ceñida  a  la  cintura  y  con 
grandes  faldas  o  faldones  que  no  pasaban  de  la  rodilla, 
algo  a  la  manera  de  nuestras  levitas;  abotonábase  por 
delante,  llevando  anchas  mangas.  En  la  Crónica  de  Don 
Alfonso  XI  se  lee  que  «el  arrayaz  de  Algeciras,  con  su 
hermano  e  hijo,  se  presentaron  ante  el  rey  llevando  sen- 
dos cuchillos  en  las  mangas  de  las  áljuhas^. 

Hay  alguna  disparidad  en  la  denominación  de  las 
principales  prendas  árabes;  asi  Dozy,  en  su  Diccionario, 
describe  la  aljuba  diciendo:  «Es  una  bata  amplia  con  la 
que  se  envuelven,  de  mangas  ajustadas  a  las  muñecas, 
pero  amplias  en  la  parte  alta.  Es  abierta  por  delante,  y 
tan  ancha,  que  permite  colocarse  fosmando  pliegues  al- 
rededor del  cuerpo,  pudiendo  cruzar  con  amplitud  un 
lado  sobre  el  otro». 

Una  variante  de  la  aljuba  era  la  almalafa,  túnica 
común  a  ambos  sexos,  sujeta  a  la  cintura  con  rica  faja. 

Muy  interesante  es  también  el  albornoz,  que  consistía 
en  una  especie  de  manto  blanco  en  general,  pero  las  per- 
sonas de  elevado  rango  lo  llevaban  de  color,  negro  o 
azul,  y  de  paño  de  los  mismos  colores  cuando  hacía  frío; 


-  61  - 

presupone  la  idea  de  prenda  de  abrigo,  y  de  tejido  lo 
más  impermeable  posible  para  el  agua.  Los  había  tam- 
bién magníficos,  de  seda;  otros  de  algodón,  abundando 
igualmente  los  de  algodón  y  lana.  Covarrubias,  en  su 
Tesoro  (Madrid,  1611),  lo  describe  así:  «Es  un  manto  ce- 
rrado, guarnecido  de  un  capuchón,  y  que  se  lleva  para 
viaje;  está  hecho  de  una  cierta  tela  impermeable,  y  los 
moros  hacen  frecuente  uso  de  este  género  de  manto  o 
envoltura». 

Ordoño  IV  recibió  de  Al-Ha-ken  II  un  présente  que, 
según  el  historiador  Al-Makkari,  consistía  en  una  al  juba, 
brochados  de  oro  y  un  albornoz,  y  que  este  último  tenía 
capucha,  rematando  en  una  bellota. 

Otra  clase  de  manto  es  el  alquicel,  sin  forma  alguna: 
es  un  trozo  de  tela,  hecha  generalmente  de  lana,  y  con 
el  que  se  envuelven  con  arte  especial  los  árabes. 

Prenda  propia  de  los  árabes  fué  también  la  almejía, 
rica  túnica  que  vestía  el  Miramamolín  en  la  batalla  de 
las  Navas,  pues,  según  la  Crónica,  «descendió  del  ca- 
ballo en  medio  del  corral,  y  de  suso  vestía  una  almejía 
negra  de  un  jamete,  y  sobre  aquélla,  otra  almejía  que 
non  había  costura  ninguna,  e  tenía  su  espada  al  cuello, 
e  tenía  el  libro  del  Corán  ante  sí». 

El  tocado  era  el  turbante  y  su  color  indicaba  el  li- 
naje a  que  pertenecían  las  principales  familias  árabes; 
así  el  de  los  Abasidas  era  verde  y  el  de  los  Omeyas  blan- 
co. También  por  su  forma  se  distinguía  el  noble  del  hom- 
bre del  pueblo  y  del  soldado. 

Respecto  al  calzado,  además  de  la  sandalia  sujeta  con 
correas,  usaban  botas  altas  de  cuero;  también  la  ba- 


62  — 


bucha,  aunque  generalmente  para  casa,  y  8obre  todo 
las  mujeres.  La  gente  baja  del  pueblo  llevaba  alparga- 
tas, cuya  industria  pasó  a  nosotros,  subsistiendo  hoy  en 
gran  apogeo,  principalmente  en  la  parte  de  Levante. 

No  hemos  de  dejar  de  notar  que,  entre  sus  armas,  las 
más  usadas  fueron  el  sable  corto,  llamado  cimitarra,  las 
adargas  y  los  damasquinados  alfanjes. 

Es  indudable  que  los  árabes  españoles  se  dejaron 
influir,  especialmente  en  la  última  época  de  su  imperio, 
por  el  modo  de  vestir  de  los  caballeros  cristianos.  El 
historiador  Ibn-al  Khatif,  refiriéndose  a  Mahomet,  que 
murió  en  la  segunda  mitad  del  siglo  VI  de  la  Hégira, 
dice  que  adoptó  la  moda  de  los  cris- 
tianos en  los  vestidos,  en  las  armas  y 
en  los  arneses  de  los  caballos.  Por  vir- 
tud de  estas  influencias,  debidas  a  la 
mezcla  de  los  árabes  con  los  extran- 
jeros en  los  diversos  pueblos  de  que 
se  componía  aquel  inmenso  imperio, 
siempre  hubo  una  marcada  diferen- 
cia entre  la  manera  de  vestir  de  unos 
y  otros  y  se  podia  distinguir  a  pri- 
mera vista  el  árabe  del  Oriente  del  árabe  del  Occi- 
dente. 

Son  muy  escasos  los  ejemplares  árabes  que  nos  que- 
dan para  examinar  en  ellos  el  traje  que  visten,  pues  sus 
telas  conservadas  pertenecen  a  los  usados  por  cristia- 
nos; entre  ellos  sólo  recordamos  las  figuras  de  sarrace- 
nos, a  más  de  en  algunos  códices,  en  las  notables  mén- 
sulas de  la  capilla  de  Santa  Catalina,  en  la  Catedral  de 


-  63  - 

Burgos  (1);  las  pinturas  del  techo  de  la  Sala  del  Tribu- 
nal, en  la  Alhambra  de  Granada,  y  el  curioso  retrato 
llamado  del  Rey  Chico,  que  publicó  la  revista  titulada 
La  Alhambra  (1913,  página  338).  También  proporcionan 
muy  curiosos  datos  los  relieves  de  la  parte  baja  del  coro 
de  la  Catedral  de  Toledo,  que  representan  la  conquista 
del  reino  de  Granada. 

Otra  industria  muy  importante  de  los  árabes  espa- 
ñoles fué  la  fabricación  de  la  loza  vidriada  de  varios 
colores  y  la  famosa  de  reflejos  metálicos,  cuyo  secreto 
se  ha  perdido,  pues  se  han  hecho  muchas  tentativas  y 
no  se  ha  llegado  más  que  a  imitarla  imperfectamente. 
Precioso  ejemplar  de  cerámica  árabe  es  el  magnífico  ja- 
rrón de  la  Alhambra  del  siglo  XIV. 

También  hay  notables  platos  y  azulejos,  como  loa 
famosos  que  hubo  en  la  torre,  llamada  por  ello  del  Oro, 
de  Sevilla. 

Además  de  los  grandiosos  monumentos,  la  Alhambra, 
la  Mezquita  de  Córdoba,  etc.,  etc.,  admiración  hoy  de 
propios  y  extraños,  construyeron  grandes  casas  de  esca- 
sa e  insignificante  riqueza  al  exterior,  con  pocas  ven- 
tanas o  ajimeces,  los  puramente  precisos  para  dar  luz  a 
las  habitaciones  que  no  la  recibían  directamente  de  los 
alegres  patios  llamados  alfaquias,  embellecidos  y  per- 
fumados con  exuberante  vegetación  de  naranjos  y  limo- 
neros. Las  habitaciones  destinadas  a  alcobas,  o  alhamias, 
y  a  salas,  o  tarbeas,  eran  adornadas  con  alfarges  o  ar- 


(1)    Véase  su  estudio  y  láminas  en  el  Boletín  de  la  Sociedad  Es- 
pañola de  Excursiones,  1908,  pág.  227. 


-  64  - 

tesonados  primorosos  y  artísticos  de  madera  de  alerce,  y 
alizares  o  azulejos  en  la  parte  baja,  en  los  zócalos. 

En  cuanto  a  su  mobiliario,  estaba  constituido  prin- 
cipalmente por  ricos  almohadones  o  divanes  y  pequeñas 
y  bajas  mesitas  de  taracea.  También  pendían  de  sus 
muros  vasares,  o  sean  pequeños  estantes,  en  los  que  co- 
locaban sus  vajillas  y  vasos  metálicos.  Ante  sus  puertas 
colgaban  magníficos  tapices  de  Persia,  extendiendo  so- 
bre sus  suelos  ricas  alfombras  o  alcatifas. 

Hoy  día,  las  casas  y  sus  ajuares  de  Marruecos  son 
un  reflejo  del  estilo  y  modo  de  vivir  que  tuvieron  en  las 
suyas  los  árabes  españoles,  de  que  proceden. 


—  65  - 
IV.  —  EL  TRAJE  EN  ESPAÑA 

DESDE   LA.   INVASIÓN   ÁRABE   AL   SIGLO   XIII 

Ya  hemos  dicho  que  el  trastorno  causado  por  la  in- 
vasión de  los  árabes  redujo  a  precario  estado  a  los  es- 
pañoles refugiados  en  las  más  escabrosas  montañas  del 
Norte,  de  donde  surgieron  después  los  distintos  reinos  de 
la  Península.  Ni  en  sus  trajes  ni  en  sus  artes  suntuarias 
pudieron  hacer  grandes  progresos;  pero  bien  pronto,  sin 
embargo,  vemos  a  los  reyes  de  Oviedo  donando  a  las 
iglesias  valiosas  joyas  e  indumentos,  que  representaban 
una  verdadera  riqueza. 

Alfonso  II,  el  Casto,  dio  por  testamento  a  la  Cáma- 
ra Santa  la  famosa  Cruz  de  los  Angeles,  con  otros  obje- 
tos para  el  culto,  cuya  relación  se  conserva,  tales  como 
jarros,  aguamaniles,  lucernas  y  objetos  de  oro,  con  los 
ornamentos  correspondientes. 

Don  Ordoño  I  y  Alfonso  III  aumentaron  estas  dona- 
ciones, debiéndose  al  último  la  célebre  Cruz  de  la  Victo- 
ria, a  más  «de  ornamentos  de  oro,  en  plata  y  oro  teji- 
dos, con  muchas  vestiduras  de  lana  y  sirgo  (paño  de 
seda)».  Lo  propio  ocurría  con  los  reyes  de  Navarra, 
Aragón  y  los  primeros  condes  de  Barcelona.  Los  monu- 
mentos son  bien  escasos  para  estudiar  la  indumentaria 
de  esta  época,  pues  apenas  se  labraron,  quedando  re- 
ducidos a  los  relieves  de  San  Miguel  de  Lillo  y  algo  en 
Santa  María  de  Naranco,  hasta  que  pasado  el  año  1000 


-  66  - 


ise  opera  un  resurgimiento,  representado  en  León  por 
el  enlace  de  Doña  Sancha  con  Don  Fernando,  que  abrió 
una  nueva  era  en  la  historia  de  España:  sólo  el  códice 
vigüano  presenta  algunas  incipientes  miniaturas,  que 

ofrecen  tradicionales  recuerdos 
en  sus  indumentos,  al  tenor  de 
la  lámina,  que  nos  retrotrae  a  la 
idea  del  Sagun  y  la  pelta  ibérica. 
Entre  tanto  los  francos  opera- 
ban un  cambio  en  sus  prendas, 
dándoles  carácter  más  europeo 
y  separándose  de  las  modas  co- 
rrientes bizantinas,  que  eran  las 
más  seguidas.  Con  los  Carlovin- 
gios  tomaron  importancia  las 
calzas,  la  camisa  interior,  la 
capa  y  las  botas;  también  a  ellos 
se  debe  el  uso  general  de  los 
guantes. 

Con  Carlos  el  Calvo,  hombres 
y  mujeres  usaban  en  invierno  un  manto  de  abrigo  exte- 
rior, llamado  jpe/Z¿c¿Mm,  o  sea  prenda  guarnecida  de  pie- 
les, y  en  el  resto  del  año  el  marfors,  de  tela  ligera,  sujeto 
con  broches,  en  que  envolvían  todo  el  cuerpo.  Algunas 
de  estas  prendas  se  adoptaron  en  España  al  venir  aquí 
los  franceses  con  tanta  frecuencia,  siendo  esto  más  no- 
tado en  tiempos  de  Don  Fernando  y  Doña  Sancha,  en  que 
obtuvieron  gran  supremacía  entre  los  reyes  españoles 
las  modas  de  la  nación  vecina,  adonde  acudían  frecuen- 
temente por  elementos  de  cultura. 


J,J,¿c    -X 


-  ()7    - 


En  esta  época  son  bien  escasas  las  fuentes  de  infor- 
mación, pues  apenas  se  cultivaban  las  artes,  tanto  entre 
nosotros  como  en  los  demás  países  europeos. 

De  los  monumentos  de  Asturias  tenemos  que  pasar  a 
los  de  León  para  encontrar  algo  aprovechable  a  nues- 
tro objeto,  y  en  este  sentido  es  muy  curioso  el  traje  que 
viste  Don  Fernando  I  en  su  estatua  de  San  Isidoro,  por 
la  que  vemos  llegar  hasta  él  algo  de  la  indumentaria  de 
los  visigodos,  pues  a  más  de" la  túnica 
interior  corta  y  la  clámide  de  origen 
bizantino,  aún  ciñe  sus  piernas  con 
aquellas  correas  que  trajeron  los  bár- 
baros al  invadir  la  Península.  En  tal 
concepto  la  estatua  es  de  las  más  in- 
teresantes para  nuestro  estudio. 

A  iguales  consideraciones  se  pres- 
tan las  que  visten  los  personajes  de 
las  célebres  chapas  de  marfil  del  se- 
pulcro de  San  Millán  de  la  Coguya  (1), 
tan  curiosos  para  la  historia,  tanto  en 
su  aspecto  artístico  como  en  el  litera- 
rio. Entre  los  escasos  monumentos  de  esta  época  cuén- 
tanse,  sin  embargo,  algunos  tan  pertinentes  para  nues- 
tro objeto  como  las  miniaturas  del  Salterio,  de  la  Cate- 
dral de  Santiago,  en  cuya  primera  de  ellas  aparecen  los 
reyes  Don  Fernando  y  Doña  Sancha,  a  los  que  ofrece 
su  autor  la  obra. 


x> 


(1)    Los  estudió  el  Sr.  Sentenach:  Boletín  de  la  Sociedad  Espa- 
ñola de  Excursiones,  1008,  pág.  9. 


-  68  - 

Él  Lihro  de  los  testamentos,  de  la  Catedral  de  Oviedo, 
reputado  como  del  siglo  XI  al  XII,  no  es  menos  curioso 
en  viñetas,  y  los  variados  San  Beatos,  Comentarios  a  la 
Apocalipsis,  profusamente  ilustrados,  que  comienzan  a 
escribirse  en  el  mismo  siglo,  con  algunos  privilegios, 
constituyen  los  ejemplares  más  preciados  para  el  estu- 
dio del  traje  español  en  aquel  obscuro  período  de  nues- 
tra historia  suntuoria. 

Los  retratos  de  los  reyes  de  León,  que  ilustran  el 
tumbo  A  de  la  Catedral  de  Santiago,  forman  una  ver- 
dadera galería  iconográfica  de  nuestros  primitivos  mo- 
narcas medioevales,  aunque  su  mayor  parte  sean  con- 
vencionales, como  ya  pintados  en  el  siglo  XII  (1). 

En  todos  ellos,  los  trajes  que  visten  estos  monarcas 
son  siempre  talares,  a  la  manera  visigoda-bizantina, 
pero  más  sueltos  y  elegantes,  con  detalles  orientales  en 
sus  fimbras  y  exornos,  de  gusto  tradicional  hispano,  y 
dando  importancia  a  los  cinturoues,  con  que  empiezan 
a  ceñírselos  a  la  cadera. 

Documento  precioso  literario  para  todo  lo  concer- 
niente a  estos  siglos  es  también  el  «Poema  del  Cid»,  en 
el  que  se  hacen  referencias,  tanto  a  los  trajes  militares 
como  a  los  civiles,  describiendo  además  el  menaje  de 
sus  palacios  y  la  suntuosidad  de  sus  salas  y  patios,  en 
armonía  completa  con  la  arquitectura  de  su  tiempo. 
Según  él,  aparece  muy  generalizada  la  alcandora  o  ca- 
misa interior,  las  calzas  y  medias  calzas,  las  túnicas  y 


(1)    Pueden  verse  algunos  reproducidos  en  las  obras  del  señor 
López  Ferreiro. 


-  69  - 

aobretúnicaa  más  cortas,  llamadas  gáneles  y  sobregáne- 
les; sayas  y  saya-pieles;  cidatones,  especies  de  aljubas  de 
tela  de  oro;  cotas,  pellizas  y  pellotes;  túnicas  sacas  o  sas- 
canias;  garnachas,  capas  aguaderas  o  capapieles  de  abrigo, 
con  capirones  capuces  o  gausapas  para  la  cabeza. 

El  poema  describe  así  las  galas  de  Ruy  Díaz  de  Vivar, 
cuando  fué  a  Toledo  a  pedir  justicia  al  rey  Don  Alonso, 
por  la  deshonra  que  los  condes  de  Carrión  hicieron  a 
sus  hijas: 

CalzHs  de  buen  paño  en  sus  cannas  metió; 
Sobre  ellas  unos  zapatos  que  a  grao  huebra  son; 
Viátió  camisa  de  rauzal  tan  blanca  como  el  sol. 
Con  oro  e  con  plata  todas  las  presas  son; 
Al  punno  bien  están,  ca  él  se  lo  mandó, 
Sobre  ella  un  brial  primo  de  ciclaton; 
Obrado  es  con  oro,  parecen  poro  son. 
Sobre  esto  una  piel  bermeia,  las  vandas  d'oro  son: 
Siempre  la  viste  Mió  Cid  Campeador. 
Una  cofia  sobre  los  pelos  d'uu  escarin  de  pro: 
Con  oro  es  obrada,  fecha  por  razón. 
Que  no  le  contalasen  los  pelos  al  buen  Cid  Campeador. 
La  barba  avie  luenga  e  prisola  con  el  cordón; 
Por  tal  lo  face  esto,  que  recabdar  quiere  todo  lo  suyo. 
De  suso  cubrió  un  manto,  que  es  de  grant  valor 
En  el  abrien  quer  ver  quantos  quen  y  son. 

(Cantar  del  mió  Cid.) 

Carácter  especial  de  los  trajes  en  esta  época  son  los 
ajedrezados  y  triangulados  de  sus  exornos,  de  los  que 
también  habla  el  «Poema»,  y  que  constituyen  como  la 
especialidad  de  los  indumentos  que  visten  los  personajes 
de  las  preciosas  miniaturas  del  códice  de  los  testamentos 
de  la  Catedral  de  Oviedo,  con  listados,  escutulados  y 
mostreados  con  vivos  colores,  que  más  tarde  se  convier- 


-    70  - 

ten  también  en  circuios  con  emblemas  heráldicos,  como 
los  vemos  en  las  representaciones  del  Rey  Sabio,  y  que 
alcanzan  hasta  ejemplares  tan  notables  como  la  capa 
de  los  castillos  y  barras,  de  Toledo.  Hay  que  suponer 
para  esta  ornamentación  el  uso  de  aplicaciones  y  bor- 
dados sobrepuestos  al  fondo  de  las  telas,  pero  consti- 
tuyendo un  carácter  especial  y  muy 
suntuoso  de  la  indumentaria  españo- 
la: si  a  esto  unimos  el  empleo  de  los 
tisús  y  de  los  ricos  bordados  de  pla- 
ta y  oro,  se  comprenderá  que  Luis  VII 
de  Francia  dijera  de  Alfonso  VII,  el 
Emperador,  al  ser  por  él  recibido  en 
Toledo,  en  1155,  que  no  había  visto 
jamás  corte  tan  brillante  y  «dudo, 
añadió,  que  exista  otra  igual  en  el 
mundo». 

Hasta  el  interior  de  los  claustros 
llegó  aquel  deseo  de  ostentación,  sien- 
do notadas   por  ello   las  monjas  de 
Sijena  y  otros  puntos. 

Desde  mediados  de  este  siglo  se  observa  que  el  traje 
de  los  magnates,  compuesto  de  la  camisa  interior,  que 
se  quitaban  para  dormir,  se  completa  con  las  calzas  y 
zapatos;  el  sayo,  que  toma  el  nombre  de  geren,  va  ceñi- 
do al  tronco  y  abierto  en  varios  faldones  por  las  pier- 
nas, para  facilitar  el  paso:  cuatro  para  los  nobles  y  dos 
para  los  plebeyos,  a  lo  que  se  añade  el  manto  o  capa, 
sujeta  con  el  fiador,  y  el  sombrero  o  birrete  para  la  ca- 
beza. Tal  vemos  en  la  figura  de  Don  Sancho  III  de  Cas- 


-  71  - 

tilla,  el  Deseado,  entre  los  relieves  del  sepulcro  de  su 
mujer,  Doña  Blanca  de  Navarra,  en  el  cenotafio  de  Las 
Huelgas,  de  Burgos,  destinado  para  ambos  jóvenes  espo- 
sos, y  en  el  que  se  ve  al  monarca  como  entregado  al  do- 
lor que  le  causaba  la  pérdida  de  su  gentil  compañera,  a 
la  que  bien  pronto  había  de  acompañar  en  la  otra  vida. 


B-i<M.X^     '."^fi^fV 


72  — 


V.  —  SIGLO  XIII 


En  este  siglo  se  opera  una  gran  transformación  en 
los  trajes,  ya  iniciada  en  el  anterior,  y  que  bien  pronto 
se  hace  sensible  entre  nosotros,  aunque  al  principio  par- 
ticipen de  los  pasados.  Tal  aparecen  aún  en  la  preciosa 
miniatura  que  encabeza  el  códice  de  las  Definiciones  de 
la  Orden  de  Santiago,  del  Archivo  Histórico  Nacional,  en 
el  que  el  artista  representó  a  los  reyes  Don  Alfonso  VIII 
teniendo  a  su  derecha  a  la  reina  Doña  Leonor,  sentada 
en  el  propio  escaño  que  él,  con  el  maestre  de  Santiago  a 
la  izquierda.  Ofrecen  estas  imágenes  la  singularidad  de 
llevar  coronas  puestas,  usando  el  rey  barba,  y  envolver 
la  reina  su  cabeza  en  su  amplio  velo;  el  maestre  de  San- 
tiago viste  también  túnica,  y  sobre  ella  un  manto,  suje- 
to a  sus  hombros  por  medio  del  fiador  o  cordones,  que 
pasan  por  dos  ojales  laterales,  sistema  que  después  ha 
de  prevalecer  por  mucho  tiempo. 

Durante  todo  el  siglo  XIII  continuaron  usándose 
estas  prendas  talares,  principalmente  entre  los  nobles, 
pues  los  menestrales  y  labriegos  usaban  la  túnica  corta, 
ceñida  por  el  cinturón,  pudiendo  consultar  como  ele- 
mentos de  estudio  los  santos  Beatos  citados,  de  los  que 
existen  ejemplares  en  las  Bibliotecas  de  Valladolid,  Ma- 
drid, León,  Gerona  y  otras,  a  cual  más  notables. 

En  las  mujeres  se  introduce,  sobre  la  gonela  de  ceñi- 


-  73  - 


das  mangas,  la  sobretúnica  llamada  suckenie,  entre  nos- 
otros hrial,  con  grandes  aberturas  laterales  para  pasar 
los  brazos,  prenda  que  también  usan  los  hombres,  pero 
mucho  más  corta,  completando  el  traje  en  ambos  sexos 
la  capa  con  fiador. 

En  Cataluña  y  Aragón 
las  prendas  comunes  eran 
la  camisa,  calzas,  bragas, 
gonela  y  la  capa,  siendo  co- 
munes a  toda  EspaBa  entro 
las  clases  nobles  los  pello- 
tes (túnicas  guarnecidas  de 
pieles)  y  pellizas  o  corpinos 
del  mismo  género;  la  gona, 
gonel  o  gonella,  túnicas  con 
mangas  de  ricas  estofas;  ^ 
sobre  ella  el  brial  o  hrasal,  ^'^^''  ^"' 

y  los  hambezos  o  gamhezones,  que  fueron  las  prendas  más 
lujosas.  Como  más  exteriores  de  abrigo  usaban  los  hi- 
rros,  las  crosnas  y  las  capas. 

Para  cubrir  la  cabeza,  sobre  el  pelo,  cortado  a  cer- 
cén por  la  frente  y  largo  en  todo  el  resto,  e  igualado, 
fué  lo  más  corriente  el  alto  gorro  cilindrico  con  cogo- 
tera, entre  los  hombres,  y  las  altas  cofias  rizadas,  de 
que  hablaremos,  para  las  mujeres. 

Las  estatuas  de  Fernando  III,  el  Santo,  y  su  mujer, 
Doña  Beatriz  de  Suavia,  en  el  claustro  de  la  Catedral  de 
Burgos,  nos  ofrecen  característicos  ejemplares  de  estas 
modas,  y  la  figura  de  Doña  Constanza  de  Aragón,  en  la 
antigua  Catedral  de  Lérida,  nos  da  también  el  modelo 


-  74  - 

de  nuevos  indumentos  que  entre  nosotros  se  introducen, 
principalmente  por  las  reinas  extranjeras. 

Pero  el  más  grandioso  monumento  del  siglo  XIII, 
para  nuestro  objeto,  es  el  famoso  códice  de  las  Cantigas 
del  Rey  Sabio,  conservado  en  El  Escorial.  Sus  numero- 
sas viñetas  ofrecen  una  galería  completa  de  tipos,  trajes 
y  enseres  de  su  tiempo,  y  quizá  del  siglo  XIV,  pues,  se- 
gún algunos  críticos,  hasta  éste  se  prolonga  la  ilumina- 
ción de  tan  magna  obra,  como,  en  efecto,  asi  parece  de 
ducirse  de  las  variantes  que  en  ella  se  observan,  Pero 
sea  de  la  época  que  fuere,  siempre  habrá  que  ver  en 
tan  precioso  códice  el  monumento  más  fehaciente  para 
conocer  las  costumbres  e  ideales  de  la  época  del  Rey 
Sabio,  tanto  por  su  texto  como  por  sus  ilustraciones. 

No  son  menos  ricos  arsenales  en  la  materia  los  Libros 
del  ajedrea:,  de  los  dados  y  las  tablas,  y  el  lapidario  (1), 
mandados  escribir  e  ilustrar  también  por  el  propio  Rey 
Sabio:  por  el  estudio  de  tan  importantísimos  códices  pu- 
diera llegarse  al  más  completo  conocimiento  de  la  indu- 
mentaria de  su  tiempo,  constituyendo  una  labor  de  mé- 
rito relevante. 

La  estatuaria,  ya  sagrada,  civil  o  tumular,  ofrece 
también  en  el  siglo  XIII  muy  buenos  ejemplares  para  el 
estudio,  observándose  en  ellos  la  introducción  de  nuevas 
modas  extranjeras. 

Hay,  sin  embargo,  una  singularidad  muy  española 
en  aquellas  estatuas,  y  es  la  forma  de  cubrirse  la  ca- 


(1)    Existe  muy  exacta  reproducción  de  este  códice,  hecha 
en  1881  por  la  imprenta  de  La  iberia. 


—  7fS  - 


beza,  lo  propio  entre  los  hombres  que  en  las  mujeres. 

El  birrete  citado  del  infante  Don  Enrique  era  de  uso 
muy  general,  pues  así  lo  suelen  presentar  las  miniatu- 
ras; pero  en  las  mujeres  las  cofias  ofrecen  un  carácter 
muy  singular,  digno  de  estudio. 

Por  una  tradición  antiquísima,  las 
mujeres  españolas  se  cubrían  la  cabeza 
con  muy  altos  tocados;  las  cofias  de  mu- 
chas estatuas  ofrecen  el  aspecto  de  ver- 
daderos morriones;  pero  lo  más  singular 
en  ellas  es  la  cantidad  extraordinaria 
de  tela  que  empleaban  y  las  vueltas  y 
enlaces  que  con  tan  largas  tiras,  gene- 
ralmente muy  rizadas,  se  hacían.  No- 
tables en  este  sentido  son  los  tocados  :^'~^^^^ 
de  Doña  Meucía  López  de  Haro,  según 
su  bulto  sepulcral  de  Santa  María  la  Real  de  Nájera 
(Navarra),  igualmente  que  el  de  Doña  Beatriz  de  Sua- 
viíi,  mujer  de  Don  Fernando  el  Santo,  según  su  esta- 
tua en  la  Catedral  de  Burgos,  con  el  más  complicado  de 
Doña  Leonor  Rodríguez  de  Castro,  mujer  del  infante 
Don  Felipe,  de  cuyo  traje  tanto  nos  hemos  ocupado,  y 
que  yacía  frente  a  su  esposo  en  Villalcázar  de  Sirga, 
según  el  Sr.  Poleró,  contra  su  voluntad  de  ser  enterrada 
en  el  monasterio  de  San  Felices,  cerca  de  Anaya.  Igual- 
mente pueden  estudiarse  estas  cofias  en  los  capiteles  de 
la  portada  de  Santa  María  de  Galdácano  (Vizcaya)  (1), 


(I)    Boletín  (le  la  Socielad  Española  de  Excursiones,  1908  (lámi- 
nas), páginas  130  y  132. 


76 


de  las  más  curiosas  e  interesantes  para  nuestro  pro- 
pósito. 

Todos  estos  tocados  están  característicamente  for- 
mados por  series  de  bandas  rizadas  superpuestas,  de 
muchas  varas  de  largo,  formando  alto 
casco,  llamado  fontanche,  según  el 
Padre  Flores,  sujeto  a  la  barba  por 
un  barbuquejo,  o  caramielo,  que  algu- 
nas veces  es  doble  (o  carrillera),  como 
el  de  Doña  Leonor,  y  ajustado  al  crá- 
neo por  la  cogotera:  con  éstas  alterna- 
ban los  llamados  algrimales  e  implas, 
o  sean  tocas  cerradas,  usando  tam- 
bién velos  y  toquillas. 
El  estudio  de  los  restos  de  los  trajes  del  infante  Don 
Enrique  (1)  y  de  la  momia  del  arzobispo  D.  Rodrigo  Ji- 
ménez de  Rada,  en  Santa  María  de  Huerta  (Soria)  (2), 
nos  certifican  del  empleo,  por  parte  de  los  cristianos,  de 
las  más  ricas  telas  árabes  para  sus  trajes  más  suntuo- 
sos, citándose  entre  éstas  las  llamadas  tartaríes,  que  de- 
bían ser  de  tisú  de  plata  y  oro,  y  las  surtas,  imitación 
de  las  telas  de  Siria,  no  menos  suntuosas. 

Por  este  tiempo  desarróllase  el  lujo  en  tal  forma 
por  toda  Europa,  que  comenzaron  a  dictarse  pragmáti- 
cas encaminadas  a  combatirlo,  apareciendo  entonces 
leyes  y  fueros  que  se  ocupan  de  las  telas  y  trajes,  figu- 


SToCe 


(1)  Véase  Museo  Español  de  Antigüedades,  t.  IX,  pág.  101. 

(2)  Véase  Marqués  de  Cerralbo:  Discurso  de  recepción  en  la 
Academia  de  la  Historia. 


-11  - 

rando  entre  éstos  el  de  Sepúlveda,  que  menciona  mu- 
chos paños  y  telas  de  fabricación  extranjera  introduci- 
dos en  España.  Ya  en  1234  Don  Jaime  el  Conquistador 
dictó  una  pragmática  prohibiendo  en  ella  el  U3o  de  mu- 
chas prendas  y  exornos. 

En  1256  el  Rey  Sabio  puso  tasa  a  los  gastos  de  las 
bodas,  ordenando  que  «el  que  contrajera  matrimonio  con 
manceba  de  cabello  (doncella)  o  con  viuda,  que  no  le  adju- 
dique más  de  60  maravedís  para  un  vestido  de  boda,  y 
que  en  éstas  no  coman  más  de  cinco  varones  y  otras  tan- 
tas mujeres  por  parte  del  novio  e  igual  número  por  par- 
te de  la  novia,  a  excepción  de  la  familia  y  los  padrinos. 
Que  las  bodas  no  duren  más  de  dos  dias  y  que  desde  en 
el  que  se  verificó  el  casamiento  hasta  un  mes  cumplido, 
el  novio,  ni  otro  por  él,  envíe  presente  ni  comida  más 
de  cuanto  manda  el  coto»;  confirmadas  y  añadidas  en  las 
Cortes  de  Valladolid  de  1258  con  ordenamientos  sobre  el 
comer  y  el  vestir,  tan  curiosos  como  aquéllos  por  los  que 
formamos  idea  del  abigarrado  conjunto  que  ofrecerían 
nuestras  ciudades  medioevales,  dada  la  convivencia  de 
ios  moros  y  judíos,  produciendo  tan  pintorescos  con- 
trastes. Cada  cual  llevaba  sus  trajes  propios  con  deter- 
minadas señales  y  prendas;  en  los  párrafos  26  y  27  se 
prohibe  a  los  judíos  «traer  prendas  de  lienzo  blanco,  ni 
cendal,  ni  silla  dorada  o  argentada,  ni  calzas  bermejas, 
ni  paño  de  color»  sólo  en  verde,  y  que  los  moros  que 
habitan  en  las  villas  «anden  cercenados  alrededor  el 
cabello,  o  partido  sin  copete,  con  las  barbas  luengas, 
según  manda  su  ley,  sin  permitirles  lienzos,  ni  paños 
blancos  y  de  color,  ni  zapatos  blancos  ni  dorados». 


-  7H  - 

A  todo  esto  responde  el  Ordenamiento  de  posturas  del 
año  1268  otorgado  en  Jerez,  por  el  que  se  viene  en  cono- 
cimiento de  los  precios  en  aquel  tiempo,  de  variedad  tal 
como  los  que  se  nombran  en  el  párrafo  3.°,  con  otras 
prescripciones  sobre  hechuras  y  usos  de  prendas. 

Aún  en  1283,  el  Rey  Sabio,  antes  de  morir,  firmó  el 
privilegio  de  Soria,  por  el  que  impulsaba  el  cultivo  y 
trabajo  de  la  seda,  del  que  hay  memoria  en  varios  pue- 
blos de  aquella  provincia. 

Digna  de  citarse  entre  los  ejemplares  de  fines  de 
aquel  siglo,  que  ofrecen  curiosos  datos  de  indumentaria 
por  sus  pinturas,  es  la  antigua  Arca  sepulcral  de  San 
Isidro,  en  Madrid,  en  la  que  visten  sus  figuras  prendas 
que  dan  la  más  segura  información  de  su  tiempo,  sin 
discrepar  de  las  enunciadas. 

En  el  traje  militar  se  introducen  pocas  novedades  en 
este  siglo,  pues  el  almófar'  y  casco  sencillo  para  la  cabe- 
za, con  la  cota  de  malla  para  el  cuerpo,  constituyen  las 
prendas  defensivas,  alternando  con  las  lorigas  de  esca- 
mas, que  iban  a  veces  cubiertas  con  el  chaperon  o  sobre- 
vesta, afaldonada  por  las  piernas,  al  estilo  del  geí'en  del 
traje  civil. 

Sus  armas  ofensivo-defensivas  pertenecen  por  com- 
pleto a  la  panoplia,  en  cuya  descripción  no  entramos. 


-  79- 


VI.  —  SIGLO  XIV 


Pero  una  vez  comenzadas  las  modificaciones  en  los 
trajes  tradicionales  ,  continuaron  éstos  evolucionando 
en  el  sentido  de  mayor  estrechez  y  adaptación  a  las 
formas  del  cuerpo,  que  constituye  el  carácter  de  los  de 
la  décimacuarta  centuria.  Entonces  cambia  el  traje  an- 
tiguo al  moderno,  abriéndolo  completamente  por  de- 
lante, para  vestirlo,  no  ya  por  la  cabeza,  sino  por  los 
brazos,  pudiendo  después  abotonarlo  para  ceñirlo,  co- 
menzando en  las  mujeres  los  corpinos  separados  de  las 
faldas. 

Bien  fuera  para  dar  mayor  soltura  a  los  movimientos 
o  para  adquirir  más  esbeltez,  las  prendas  alcanzan  una 
estrechez  suma  y  un  acortamiento  excesivo,  con  un  uso 
tan  inmoderado  de  los  abrochamientos,  que  las  series 
de  pequeños  botones  y  ojales  las  caracterizan,  como  si 
a  ellos  debieran  la  sola  posibilidad  de  vestirse  la  prenda. 

Estas  obtienen  una  ejecución  tan  paciente,  que  cada 
una  constituye  un  modelo  de  apurado  detalle  y  perfec- 
ción de  hechura;  a  sus  exornos,  menudos  pero  muy  repe- 
tidos, aplican  el  picado,  el  bordado  y  el  cosido  más  fino, 
como  nunca  se  habia  hecho;  en  el  corte  se  agudizan  los 
extremos  de  las  prendas,  alargando  lo  inútil  en  ellas  y 
acortando  lo  conveniente  para  el  abrigo. 

A  más  de  la  ropa  interior,  la  prenda  exterior  en  los 
hombres,  ceñida  al  cuerpo  a  manera  de  corto  sayo,  fué 


-  80  - 

el  chaqué  (jaqué,  jaco  o  jubón  en  castellano),  algunas  ve- 
ces con  esclavina,  de  estrechísimas  mangas  y  cinturón 
bajo,  que  parecía  caer  de  las  caderas;  las  calzas  ajusta- 
das, de  variados  colores,  y  los  zapatos  puntiagudos,  com- 
pletaban el  indumento  corriente  masculino;  para  abrigo 
usaban  el  batín  de  anchas  mangas,  llamado  taper,  entre 
nosotros  garnacha,  con  capirón  y  capucha,  a  la  manera  de 
la  de  los  frailes,  pero  con  largo  apéndice,  aunque  más 
adornada  y  galoneada,  y  para  gran  gala  exterior  el 
manto  con  ancha  muceta  bordeada  de  botones,  que  lla- 
maron a  la  real,  sujeto  al  hombro  derecho,  destacándose 
desnudo  el  busto,  como  nunca  antes  se  había  usado. 

Entonces  también  adoptaron  los  Concelleres  de  Cata- 
luña las  gramallas  o  grandes  ropones,  que  constituían  su 
distintivo  de  mayor  autoridad,  prenda  que  en  Castilla 
da  lugar  a  la  hopalanda,  abierta  por  delante,  con  grandes 
mangas,  guarniciones  de  pieles  y  capirote:  algunas  ve- 
ces la  ceñían  con  cinturón,  para  que  no  arrastrase. 
Cuando  carecían  de  mangas  tomaban  el  nombre  de  soc. 

Las  mujeres,  estrechando  cada  vez  más  el  talle  y 
alargándolo  por  la  falda,  a  la  vez  que  la  escotaban  gran- 
demente por  los  hombros,  daban  a  su  figura  aquel  aspec- 
to lánguido  y  flexible  que  vemos  en  muchas  imágenes  de 
esta  época,  ciñendo  su  cabeza  con  coronas  y  diademas, 
de  las  que  descendían  largos  y  flotantes  velos. 

Sobre  el  estrecho  gonel  interior  vestían  las  damas  ri- 
quísimas sobrevestas  de  gran  escote  y  amplias  mangas, 
levantadas  lateralmente  por  cinturones  o  cordones, 
envolviéndose  en  riquísimos  mantos  y  usando  bajos  pei- 
nados con  largas  trenzas,  que  las  daban  muy  romántico 


-  81  - 

aspecto.  Las  bellas  estatuas  yacentes  de  Doña  Cons- 
tanza de  Aragón  y  Doña  Elisenda  de  Moneada,  en  la  Ca- 
tedral de  Lérida  y  en  el  monasterio  de  Pedrales,  res- 
pectivamente, son  excelentes  muestras  de  la  fina  ele- 
gancia y  riqueza  de  los  trajes  femeninos  de  su  tiempo, 
entre  nosotros  (1). 

Códices  notables  de  este  siglo  XIV,  donde  poder  es- 
tudiar ampliamente  la  indumentaria,  son  el  de  la  Coro- 
nación, de  la  librería  de  El  Escorial,  en  cuyas  vein- 
tiocho láminas  se  ven  los  modelos  de  las  modas  más 
lujosas  de  tal  tiempo,  como  que  se  trata  en  él  de  la 
solemne  ceremonia  de  la  coronación  de  un  rey,  o  empe- 
rador, de  España,  y  el  de  la  Historia  Troyana,  de  la  Cá- 
mara del  rey  Don  Pedro  I  de  Castilla,  en  cuyo  reinado 


(1)  Ordenamiento  de  posturas  —  en  las  Cortes  de  Valladolid  del 
año  1351— (párrafo  12):  «Et  a  los  alffayates  que  les  den  por  tajar  et 
coser  el  tabardo  castellano  de  panno  tinto  con  su  caperote  tres  mar... 
et  por  el  tabardo  delgado,  sin  forradura  tres  mrs.  e  medio;  et  con 
forradura  de  taffe  o  de  penna  cinco  mrs.  et  con  su  caperote  et  con 
forradura  de  taffe  o  de  penna  cinco  mrs.  et  con  su  caperote  et  con 
forradera  et  con  gnarnimento  de  oroffreses  o  de  trenas  o  de  armin- 
no8  seis  mrs.  e  por  el  tabardo  pequeño  catalán  sin  adobo  tres  mrs. 
et  si  fuer  botanado  de  otras  labores  cuatro  mrs.» 

Sigue  otro  párrafo  hablando  del  coste  del  pellote  de  hombre,  de 
la  saya,  y  la  capa,  gabán,  calzas,  capirote,  y  para  la  mujer  %\  pello- 
te, saya,  redondel  con  caj)erote,  hablando  también  de  las  garnachas, 
mantas  lombardas  y  las  mangas  botonadas;  siendo  asimismo  muy 
notables  los  de  los  zapateros. 

También  es  muy  curioso  lo  que  dice  respecto  de  ciertas  mujeres 
y  de  los  convites. 

A  este  ordenamiento  hay  que  agregar  otras  disposiciones  de 
Enrique  II  y  Don  Juan  I,  llegando  a  una  muy  famosa  de  Enri- 
que III,  limitando  los  gastos  a  las  mujeres  casadas,  con  objeto  de 
que  tuvieran  sus  maridos  para  comprar  caballos  con  que  ir  a  la 
guerra. 

6 


-  82  - 


podemos  decir  que  adquieren  todo  su  mayor  carácter  las 
prendas  de  su  siglo,  códice  riquísimo  en  miniaturas,  en 
que  aparecen  los  héroes  homéricos  vestidos  con  las 
propias  armas  y  trajes  del  siglo  XIV,  proporcionando 
por  ello  los  datos  más  preciosos.  Esto  en  cuanto  a  Cas- 
tilla, pues  para  Aragón  y  Cataluña,  ninguno  tan  intere- 
sante como  el  gran  rollo  de  pergamino  con  las  imágenes 
de  los  condes  de  Barcelona  y  reyes  de  Aragón,  del  Mu- 
seo Arqueológico  de  Tarragona,  para  obtener  modelos 
exactos  de  indumentaria  del  XIV. 

En  la  pintura  comienzan  entonces  a  introducirse  los 
retratos,  generalmente  como  orantes,  en  las  tablas  voti- 
vas, vestidos,  naturalmente^  con  los  trajes  que  usaron 
en  vida,  y  en  este  aspecto  nada  más  curioso  que  los  de 
Don  Enrique  II  y  Doña  Juana  Manuel  en  la 
tabla  llamada  de  la  Virgen  de  Tobet,  ves- 
tidos en  la  forma  enunciada,  con  otros  que 
van  siendo  conocidos  de  esta  época;  no  son 
menos  ricos  en  detalles  muchos  sarcófagos 
de  grandes  señores  aragoneses,  tan  admi- 
rables como  el  de  D.  Juan  de  Luna  en  su 
capilla  propia  de  La  Seo  de  Zaragoza,  o  el 
de  D.  Pedro  Boil,  señor  de  Manises,  parte 
en  Madrid,  en  el  Arqueológico. 

La  estatuí  ta  del  llamado  San  Carlo- 
Magno,  de  Gerona,  es  también  un  ejemplar 
precioso  de  indumentaria  del  siglo  XIV  a 
que  pertenece,  como  otras  muchas  que  en  retablos  y  se- 
pulcros se  ven  esparcidas  por  tantos  templos  españoles. 
Las  monedas  ofrecen  asimismo  datos  iconográficos 


-  83  - 


de  gran  precisión,  aumentando  éstos  en  los  sellos  pen- 
dientes de  los  diplomas,  que  son  objeto  al  presente  de 
ios  más  detenidos  estudios. 

En  todos  estos  ejemplares  se  observa,  como  decíamos, 
que  caracteriza  al  traje  de  la  XIV  centuria  un  corte  lo 
más  ceñido  y  estrecho  que  pudiera  imaginarse,  contras- 
tando con  los  amplios  talares  de  los  siglos  anteriores,  y 
en  las  mujeres  las  dobles  y  aun  triples  prendas  avaloran- 
do sus  indumentos.  A  la  par  que  los  hombres  reduje- 
ron el  garejí  al  sayo  llamado  chaché  (jaqué),  las  muje- 
res acortaron  el  brial,  reduciéndolo  al  surcot,  o  sobre- 
cuerpo,  con  amplias  aberturas  laterales  para  sacar  loa 
brazos,  generalmente  de  tela  blanca  y  guarnecido  de 
pieles,  usando  para  mayor  gala  la  cotardia, 
con  anchas  mangas,  cinturón  o  joyel  y  abier- 
ta por  un  lado  para  dejar  ver  el  rico  gonel  o 
túnica. 

En  el  último  tercio  del  siglo  comenzó  la 
moda  de  los  trajes  a  dos  colores,  a  trozos  al- 
ternados, blasonados  (hoqueton),  con  los  tra- 
jes tan  prolongados,  que  había  que  sujetarlos 
con  bandas  o  cadenillas,  desarrollándose  el 
lujo  de  las  pieles  en  el  forro  de  las  prendas  ex- 
teriores de  abrigo  a  un  extremo  inverosímil. 

A  esto  agregóse  el  gugel  o  capirote  con  largo  velo, 
asi  como  las  tocas,  que  no  dejaban  ver  más  que  el  ros 
tro,  con  otros  mil  caprichos  para  tocados  en  la  cabeza. 

En  las  armas  se  verifica  entonces  la  mayor  transfor- 
mación, pues  comenzaron  las  launas,  o  láminas,  a  cubrir 
los  diferentes  miembros:  con  el  casco,  llamado  bacinete  o 


-  84  - 

yelmo,  de  exornada  cimera  y  largos  lambrequines;  con 
las  sobrevestas  ceñidas,  y  las  mallas,  sólo  interiores. 

Larguísimo  sería  describir  el  lujo  de  aquellos  tor- 
neos, que  entonces  comenzaron  a  celebrarse,  en  los  que 
obtuvo  todo  su  desarrollo  aquel  carácter  heráldico  de 
sus  indumentos,  banderas,  gonfalones,  gualdrapas  y  so- 
brevestas, así  como  las  cimeras  de  los  cascos,  tan  capri- 
chosas algunas  como  la  del  grifo  alado,  que  dio  origen 
al  conocido  rat  penat;  con  el  de  sus  pajes,  servidores, 
palafreneros  y  demás  gentes  que  tomaban  parte  en  tan 
suntuosas  fiestas. 


S.^>.   X,.- 


85  - 


V.  —  SIGLO  XV 

Venimos  examinando  por  centurias  la  evolución  de 
las  creaciones  del  traje  entre  nosotros,  pues  aunque  pa- 
rezca tal  división  excesivamente  rigurosa,  es  lo  cierto 
que,  por  raro  acuerdo,  ofrece  cada  siglo  marcado  carác- 
ter, pareciendo  sucederse  los  cambios  con  precisión  ri- 
gurosa dentro  de  tan  determinados  límites. 

Las  modificaciones  introducidas  en  la  indumentaria 
en  la  XIV  centuria  se  amplían  y  acrecientan  en  la  si- 
guiente, al  punto  de  desaparecer  por  completo  las  pren- 
das talares  masculinas,  fuera  de  las  eclesiásticas,  e  im- 
plantarse para  siempre  los  trajes  de  cintura  femeninos, 
los  jubones  separados  de  las  faldas  y  sayas,  con  pren- 
das exteriores  que  tienden  igualmente  a  acortarse. 

El  centro  de  la  moda  cambia  también  por  completo, 
pues  si  antes  la  había  impuesto  Francia,  las  del  siglo  XV 
responden  principalmente  a  los  modelos  italianos,  flo- 
rentinos y  romanos,  que  por  sus  relaciones  con  la  Euro- 
pa entera  los  imponían  a  todas  las  naciones. 

En  España,  por  los  puertos  catalanes  y  valencianos, 
tan  en  contacto  con  Italia,  se  introducen  sus  modas,  sus 
artes  y  su  cultura,  a  tal  punto,  que  por  completo  se  acep- 
taron en  Aragón,  llegando  hasta  Castilla,  aunque  aquí 
se  detuvieran  un  tanto  las  novedades  por  el  respeto  a  lo 
tradicional  y  consuetudinario,  consignándose,  no  obstan- 
te, aquella  influencia  hasta  en  la  poesía,  al  decir  Jorge 
Manrique  en  su  conocida  elegía: 


-SO- 
LOS Infantes  de  Aragón,  ¿qué  se  hicieron? 
¿Qué  fué  de  tanto  galán? 
¿Qué  faé  de  tanta  invención  como  trujeron? 

Eato  no  impidió  que  se  desarrollara  el  lujo  en  gran  es- 
cala en  los  reinados  de  Don  Juan  II  y  Enrique  IV,  como 
jamás  antes  en  Castilla  se  había  conocido,  con  gran  es- 
cándalo de  los  prelados  y  moralistas,  que  consiguieron 
curiosísimas  pragmáticas  y  tratados  contra  el  lujo,  con- 
tenido en  ciertos  sobrios  límites  en  el  reinado  de  los  Re- 
yes Católicos,  aunque  ofrezcan  ejemplares  de  una  ri- 
queza a  la  que  nunca  se  había  llegado  entre  nosotros. 

De  aquí  que  se  promulgaran  pragmáticas  que  hoy, 
por  lo  demás,  nos  parecen  hasta  ridiculas,  pues  aparte 
de  los  curiosísimos  datos  que  nos  proporcionan,  bajo  su 
aspecto  económico  no  podían  ser  más  absurdas,  ni  en- 
tonces más  inútiles,  pues  en  algo  habrían  de  emplear 
aquellos  nobles  sus  enormes  rentas,  valiendo  más  las 
gastasen  en  galas  que  en  lanzas.  Bien  es  verdad  que  ta- 
les leyes  siempre  fueron  más  contra  los  medianos,  y 
rara  vez  cumplidas. 

En  las  Cortes  de  Palenzuela,  en  1452,  se  manifestaba 
al  rey  que  no  sólo  las  damas  de  linaje  se  excedían  en  el 
lujo  del  vestir,  sino  «aun  las  mugeres  de  los  menistra- 
les  e  oficiales  querían  traer  e  traían  sobre  si  ropas  e 
guarniciones  que  pertenecían  e  eran  bastantes  para 
dueñas  generosas  e  de  gran  estado  e  hacienda...»  Con- 
ceptos repetidos  más  por  espíritu  de  distinción  de  cla- 
ses que  por  otras  conveniencias,  en  ordenanzas  de  Don 
Juan  Pacheco,  maestre  de  Santiago,  de  1469,  donde  las 
reproducía, 


87  - 


Durante  el  reinado  de  Don  Juan  II  de  Caatilla,  que 
ocupa  toda  la  primera  mitad  del  siglo,  efecto  de  las  pa-^ 
cificas  aficiones  del  monarca  y  su  gusto  por  los  certáme- 
nes y  saraos,  desarróllase  de  tal  forma  el  lujo,  que  las 
descripciones  superan  a  cuanto  puede  imaginarse.  El 
rey,  por  su  parte,  y  por  otra  aquellos  nobles,  señores  de 
provincias  enteras,  poseedores  de  palacios  y  castillos, 
que  dominaban  comarcas  extensas  y  feraces,  compe- 
tían en  ostentación  de  sus  personas  y  servidumbres,  al 
extremo  de  presentarse  como  verdaderos  soberanos, 
apenas  respetuosos  con  el  poder  real. 

No  ya  en  lo  militar,  en  que  sostenían  mesnadas,  re- 
quiriendo un  verdadero  arse- 
nal para  vestirlas,  sino  en  lo 
puramente  suntuario,  acepta- 
ron las  modas  más  costosas  y 
las  creaciones  más  capricho- 
sas. Mantos  o  garnacha  hubo 
de  algunos  de  ellos  que  valían 
una  fortuna,  bordados  en  gran 
realce  de  oro  y  sembrados  de 
perlas  y  piedras  preciosas, 
cuyo  peso  los  hacía  hasta  in- 
cómodos. Dígalo  si  no  la  vesti- 
menta que  lleva  la  estatua  se- 
pulcral de  D.  Juan  de  Padilla, 
obra  admirable  escultórica  de 
Gil  de  Siloe,  como  puede  verse  hoy  en  el  Museo  de  Bur- 
gos, en  que  la  riqueza  de  su  sobrevesta  supera  a  toda 
ponderación.  Sin  fijarnos  en  otros,  en  la  Cartuja  de  Mi- 


:2>"  "y. 


—  88  — 


raflores  tenemos  también  los  bultos  sepulcrales  de  Don 
Juan  II  y  Doña  Isabel,  cuyos  trajes  representan  una 
enorme  riqueza,  con  el  del  infante  Don  Alfonso,  no  me- 
nos lujoso;  y  del  reinado  de  aquellos  soberanos  recuér- 
dense las  descripciones  de  sus  fiestas,  las  del  Paso  hon- 
roso de  Suero  de  Quiñones,  las  de  las  fiestas  reales,  los 
inventarios  de  las  riquezas  acumuladas  por  D.  Alvaro 
de  Luna,  en  competencia  con  las  de  los  nobles,  para 
llegar  a  penetrarse  algo  del  poder  y  magnificencia  de 
aquellos  magnates  y  ricos  homes. 

Pero  concretándonos  a  nuestro  objeto,  los  trajes  del 
principio  del  siglo  XV  respondían  a  las  modas  del  pasa- 
do ,  mas  en  su  mayor  exageración  y  extravagancia. 
Hopalanda  hubo  en  que  se  emplearon  como  guarnición 
miles  de  armiños,  y  brial  en  que  se 
cosieron  las  perlas  y  piedras  pre- 
ciosas en  abundancia  inverosímil. 
Los  capirones  fueron  sustituidos 
por  los  sombreros  entre  los  hom- 
bres, y  las  mujeres  aceptaron  ver- 
daderos cucuruchos  que  sostenían 
larguísimos  velos,  aveces  hendidos 
y  hasta  abanicados. 

Comenzó  entonces  también  el 
gran  lujo  en  las  prendas  blancas 
interiores,  poniendo  a  las  camisas 
ricos" cabezones  y  puñeras,  origen 
de  las  golas  y  lechuguillas,  disponiendo  además  los  tra- 
jes exteriores  con  grandes  escotes  y  hendiduras  para 
que  lucieran  y  como  rebosaran  por  ellos  las  finas  telas 


-  89  - 

interiores.  Para  el  talle  sustituyó  al  largo  brial,  en  las 
mujeres,  la  corta  gabardina  o  surcorp,  calzada  con  hom- 
breras, que  adquirían  proporciones  colosales,  llamadas 
mogotes^  lo  propio  en  los  varones  que  en  las  hembras, 
generalmente  guarnecida  de  pieles,  adoptando  el  ancho 
cinturón  que  separaba  el  cuerpo  de  las  sayas,  elevando 
mucho  el  talle,  y  con  puños  o  mangas  de  las  llamadas 
portapims^  que  desdobladas  ocultaban  la  mano. 

De  los  principales  personajes  de  la  Corte  de  Don 
Juan  II  tenemos  retratos,  de  toda  autenticidad,  que  nos 
ofrecen  sus  trajes  más  preferidos:  al  Condestable  D.  Al- 
varo de  Luna  le  vemos  en  Toledo,  en  el  altar  de  su  ca- 
pilla, ostentando  el  manto  de  la  Orden  de  Santiago,  de 
que  era  Maestre,  viéndose  debajo  la  amplia  sobrevesta, 
que  a  su  vez  resguarda  sus  mallas  de  acero  y  sus  lau- 
nas de  la  armadura.  Su  mujer,  doña  Juana  Pimentel, 
viste  también  rico  manto  sobre  su  brial  de  brocado. 

Del  marqués  de  Santillana,  D.  Iñigo  López  de  Men- 
doza, se  conserva  en  Buitrago  excelente  retrato  (1),  en 
el  que  aparece  orante,  vistiendo  una  amplia  hopalanda 
de  velludo  verde,  forrada  de  finas  pieles,  con  anchas 
mangas,  de  grandes  hombreras,  cinturón  con  preciosa 
escarcela,  casquete  y  chaperón  de  gran  chía  en  la  cabe- 
za, una  cruz  T  pendiente  al  cuello  y  zapato  negro  de 
punta.  El  paje  que  le  acompaña  luce  sus  calzas,  con  dal- 
mática con  anchas  mangas  y  gorro  de  pieles. 

La  marquesa,  su  mujer,  doña  Catalina  Suárez  de  Fi- 


(1)    Véase  Boletín  de  la  Sociedad  Española  de  ExcMvsiones,  1907, 
página  141. 


-  90  - 


gueroa,  cubre  su  cabeza  con  una  gran  cofia,  de  las  lla- 
madas de  Cumbrais,  con  barbiquejo,  y  sobre  el  bríal,  a 
la  antigua  usanza,  trae  un  gran  manto  del  más  rico  bro- 
cado, que  la  cubre  por  completo.  Son  dos  ejemplares  no- 
tables de  indumentaria  de  su  tiempo. 

Del  marqués  de  Villena  y  su  mujer  tenemos  sus  gran- 
des bultos  en  los  sepulcros  del  Parral,  pero  éstos  perte- 
necen más  al  reinado  siguiente. 

Durante  el  de  Don  Enrique  IV  el  lujo  de  los  grandes 
adquirió  proporciones  inconcebibles,  aun- 
que el  rey  nunca  participara  de  él,  pues, 
como  se  dice  en  su  Crónica,  «fué  su  vivir 
y  vestir  muy  honesto,  ropas  de  paños  de 
lana  del  traje,  de  aquellos  sayos  luengos, 
y  capuces  e  capas:  las  insignias  e  cerimo- 
nias  reales  muy  agenas  fueron  de  su  condi- 
ción». El  retrato,  no  ha  mucho  encontrado, 
de  aquel  monarca,  nos  da,  por  su  aspecto 
físico,  toda  la  fisonomía  moral  de  su  per- 
sona, triste  e  indiferente  ante  aquellos  al- 
borotadores grandes  señores,  que  tanto  de 
él  abusaron  y  que  tanta  ostentación  hacían  de  su  poder 
y  riquezas  (1). 


(l)  Véase,  entre  otros,  el  inventario  de  las  de  D.  Beitrán  de  la 
Cueva,  publicado  por  el  Sr.  D.  Antonio  Rodríguez  Villa  en  su  es- 
tudio biográfico  sobre  tal  personaje,  en  su  pág.  239,  en  el  que  se 
habla  de  almalafas  moradas  de  seda  y  oro,  al/arenses  y  almysares,  y 
otros  de  nombres  tan  árabes,  de  los  que  sin  duda  provenían,  coa 
<una  marlota  de  carmesí  raso,  guarnecida  de  perlas  e  aljófar  todo 
el  ruedo  e  mangas  e  cabezón,  con  doce  botones  de  aljófar  en  la  de- 
lantera, e  eran  trece,  e  falta  uno  que  se  molió  para  la  dicha  Du- ; 


-  91  - 

Nada  más  a  propósito  para  conocer  el  estado  de  las 
costumbres  sociales  y  las  modas  en  tiempos  de  Don  En- 
rique IV  que  la  Crónica  del  condestable  Miguel  Lucas 
de  Iranzo  (1),  fastuoso  y  vano  personaje  andaluz,  y  en 
la  que  palpitan  todas  las  intrigas  y  desmanes  de  aque- 
llos días,  hasta  en  el  abuso  en  los  trajes,  proporcionan- 
do sobre  ellos  notas  tan  curiosas  como  las  que  se  refie- 
ren a  sus  bodas  y  convites,  que  describe  del  siguiente 
modo: 

«El  señor  Condestable  llevaba  un  jubón  de  muy  fina 
chaperia  de  oro  todo  cubierto,  de  muy  nueva  y  discreta 
manera  ordenado,  y  sobre  aquél  una  ropa  de  estado  en 
demasía  rozagante  e  de  un  carmesí  de  velludo  morado, 
forrado  de  muy  preciadas  e  valiosas  zebellinas:  en  la 
cabeza  un  capelo  nuevo  de  muí  nueva  guisa  con  un  muy 
rico  joyel  en  el  vallo,  bordado  de  muy  ricas  xencas,  con 
una  guarnición  de  oro  de  mucho  valor  en  somo  los  hom- 
bros. Muy  bien  calzado,  en  todo  como  gracioso  y  desen- 
vuelto galán,  encima  de  un  hovero  trotón  bien  hermoso: 
las  crines  del  qual  mui  mucho  erizadas  y  bien  trazada 
su  cola  con  una  guarnición  asaz  rica  y  bien  pareciente, 
delantera  y  gurupera  de  mui  fino  oro  sobre  un  tercio- 
pelo negro  de  nueva  y  muy  discreta  invención;  y  ade- 
mas un  bastón  en  la  mano.  Iban  cuatro  pages  de  edad 
de  doce  a  trece  años,  casi  todos  iguales,  vestidos  de  muy 


quesa  en  bu  dolencia,  y  en  cada  una  manga  seis  botones,  y  por  las 
sisas  de  las  mangas  por  los  hombros  la  misma  guarnición>,  con 
otros  varios  asientos  tan  curiosos  como  demostradores  de  tan  gran 
riqueza. 

(1)    Publicada  en  el  tomo  VIII  del  Memorial  histórico  español. 


-  92  - 

fino  brocado,  los  quales,  las  faldas,  por  ser  tanto  largas 
de  la  ya  dicha  ropa,  llevaban  encima  sus  hombros,  y  en 
torno  del  iban  a  pie  contra  de  veintiquatro  jentiles  hom- 
bres y  otros  nueve  o  diez  pages,  vestidos  de  muy  finas 
sedas  y  algunos  de  jubones  brocados. 

•Salió  la  señora  Condesa  con  un  mui  riquísimo  brial 
todo  cubierto  de  la  misma  chapería  del  jubón  del  Señor 
y  encima  una  ropa  de  aquel  carmesí  morado,  con  un 
rico  collar  sobre  los  hombros:  tocada  de  muy  graciosa 
y  bien  apuesta  manera,  encima  de  una  facanea  muy 
linda,  blanca...» 

Continuando,  dice:  «Otro  dia  miércoles,  el  dicho  señor 
Condestable  se  vistió  sobre  un  jubón  de  terciopelo  mora- 
do una  ropa  corta  de  belludo  negro,  bien  fecha,  forrada 
de  martas  con  su  cortapisa;  una  rica  cadena  en  los  hom- 
bros, un  sombrero  negro,  muy  fino,  de  fieltro,  en  su  ca- 
beza; muy  bien  calzado,  y  así  fué  cavalgando  a  misa, 
acompañado  de  dichos  señores  y  cavalleros  con  aquel 
roydo  de  trompetas  y  atavales  y  los  otros  instrumentos 
que  los  otros  dias» ;  y  volviendo  de  la  misa  comenzó  el 
almuerzo  en  compañía  de  la  condesa,  en  la  cual  había 
«aquella  abundancia  que  ya  más  superfino  que  necesa- 
rio ser  parecía.  Y  al  tiempo  que  cada  manjar  o  potaje 
entraba  en  la  sala,  no  había  persona  que  no  estuviese 
atronado  del  continuo  zombido  de  las  muchas  trompetas 
y  atabales,  tamborines,  panderas  y  chirimías,  voces  y 
gritos  de  locos  truanes». 

Y  así  continúa,  día  por  día,  contando  los  trajes,  yan- 
tares, danzas  y  fiestas  de  aquel  gran  señor  que  tanto 
rumbo  y  ceremonia  puso  en  sus  bodas  como  en  todos  sus 


-  93- 

actos,  pero  cuya  vanidad  le  condujo  a  muy  desastrosa 
muerte. 

Igualmente  sigue  esta  Crónica  enumerando  sus  tra- 
jes, que  debían  ser  incontables,  existiendo  entre  ellos 
algunos  «de  chamelote  azul,  de  muchos  espesos  tem- 
blantes de  oro  sembrado»  y  otros  riquísimos,  igualmen- 
te que  las  invenciones  de  las  damas,  que  también  des- 
cribe. 

Son  muchas  y  muy  importantes  las  fuentes  de  infor- 
mación que  contamos  para  el  estudio  de  la  indumenta- 
ria entre  nosotros  en  el  siglo  XV,  tan  fehacientes  como 
las  tablas  de  nuestros  primitivos,  los  frescos,  los  códi- 
ces miniados,  las  estatuas  sepulcrales  y  hasta  los  ejem- 
plares existentes. 

Del  tiempo  de  Don  Juan  II  ofrece  excepcional  inte- 
rés el  gran  fresco  de  la  batalla  de  la  Higueruela,  en  la 
galería  de  El  Escorial,  fidelísima  copia  de  aquel  gran 
lienzo  que  terminó  el  pintor  florentino  Dello,  tomando 
del  natural  sus  modelos,  tanto  de  moros  como  de  cris- 
tianos. 

Por  otro  lado,  los  retratos  orantes  de  nuestras  tablas 
y  el  representar  las  escenas  con  los  personajes  engala- 
nados completamente  a  la  moda  de  los  días  de  sus  auto- 
res, como  si  éstos  candidamente  pensaran  que  siempre 
habían  vestido  los  hombres  de  la  misma  manera,  nos 
proporcionan  los  más  acabados  modelos  de  los  trajes  de 
aquel  tiempo,  mostrando  su  gran  suntuosidad  y  elegan- 
cia, tanto  en  el  corte  de  ellos  como  en  la  riqueza  de  sus 
telas,  la  mayor  parte  de  brocado,  interpretadas  por  me- 
dio de  los  dorados  estofados. 


-  94  - 

Los  San  Sebastianes,  lujosamente  vestidos,  de  las 
tablas  del  siglo  XV,  forman  una  serie 
de  la  más  suprema  distinción  y  ele- 
gancia alcanzada  entre  los  caballe- 
ros de  aquel  siglo. 

Elevados  al  solio  los  Reyes  Católi- 
cos, entró  en  su  política,  sobre  todo 
al  principio,  el  refrenar  a  los  nobles 
en  sus  desmanes  ,  comenzando  por 
dar  el  ejemplo  con  una  sobriedad  en 
el  vestir  y  acatamiento  a  los  consejos 
de  los  más  severos  moralistas,  que 
dio  lugar  a  una  reacción  casi  rayana 
en  la  excesiva  llaneza. 
Fray  Hernando  de  Talavera  amonestaba  a  la  reina 
por  haberse  presentado  excesivamente  ataviada  ante 
los  embajadores  franceses,  de  lo  que  la  soberana  se  dis- 
culpaba diciendo,  «que  los  trajes  nuevos  ni  los  hubo  en 
mí  ni  en  mis  damas:  ni  aun  vestidos  nuevos,  que  todo  lo 
que  allí  vestí  había  vestido  en  Aragón,  y  aquel  mismo 
me  habían  visto  los  franceses.  Sólo  un  vestido  lucí  (aña- 
de) de  seda  y  con  tres  morcas  de  oro,  el  más  llano  que 
pude,  y  esta  fué  toda  mi  fiesta;  digo  esto  porque  no 
se  hizo  con  nuevo,  ni  en  que  pensásemos  que  había 
error»  (1). 

Sin  embargo  de  todo  ello,  hasta  el  1494  no  se  ocupa- 
ron los  Reyes  Católicos  en  promulgar  cartas  y  pragmá- 


(1)    Carta  de  la  reina  a  su  confesor  Fr.  Hernando  de  Talavera. 
Clemencin:  Elogio  de  la  Reina  Católica,  pág.  374. 


—  95  — 

ticas  sobre  tales  asuntos:  ocupados  en  más  altas  empre- 
sas, no  tuvieron  tiempo  de  fijarse  en  estas  minucias,  y 
aun  entonces  lo  hicieron  por  satisfacer  ideas  de  rigor  de 
los  moralistas. 

Habiendo  conseguido  éstos  la  prohibición  del  uso  de 
los  brocados  y  paños  de  oro  y  frisado  y  de  plata,  llegaron 
hasta  oponerse  al  uso  de  la  seda  en  los  trajes,  lo  que  le- 
vantó grandes  protestas  cuando  fué  conocida  la  prag- 
mática de  30  de  Octubre  de  1499.  Los  reyes,  compren- 
diendo el  exceso  de  tales  rigores,  los  consintieron. 

Fray  Hernando  de  Talavera  fué  el  más  implacable 
enemigo  del  lujo  en  los  trajes,  llegando  en  sus  sermones 
y  Tratados  a  un  punto  inverosímil,  pero  precisamente 
por  combatirlo  nos  dio  el  Tratado  más  curioso  y  rico  de 
indumentaria,  que  puede  desearse,  para  el  conocimiento 
de  las  modas  de  aquel  tiempo. 

El  libro  se  titula:  Tratado  provechoso  que  demicestra 
cómo  en  el  vestir  y  calzar  comunmente  se  cometen  muchos 
pecados,  y  aun  también  en  el  comer  y  beber;  hecho  y  compi- 
lado por  el  licenciado  fray  Fernando  de  Talavera... 

De  las  cinco  partes  de  que  consta,  algunas  fueron 
siempre  suprimidas  en  las  impresiones  que  de  la  tal 
obra  se  hicieron;  pero  quedando  el  original  íntegro  en 
El  Escorial,  el  Sr.  Sentenach  publicó  en  el  Boletín  de  la 
Sociedad  Española  de  Excursiones,  con  motivo  del  cuarto 
centenario  de  la  muerte  de  Isabel  la  Católica,  toda 
aquella  parte  inédita,  que  precisamente  era  la  más  in- 
teresante para  nuestro  propósito,  y  adonde  remitimos 
al  que  quiera  conocerla,  pues  admira  cómo  el  buen  Pa- 
dre llegó  a  las  últimpa  detalles  en  la  enumeración  de  los 


-  96  - 

trajes,  cual  si  hiciera  un  estudio  especial  de  ellos,  por 
lo  que,  como  muestra,  transcribimos  alguna  parte,  dada 
su  curiosidad  y  circunstanciado  examen. 

De  la  tercera,  suprimida  íntegra  en  la  adición  de 
obras  de  Fr.  Hernando,  extractamos  estos  párrafos: 

«En  semejantes  maneras  acontece  fallecer  y  exceder 
en  el  vestir  y  comparar  lo  primero  vistiendo  en  demasía 
quantidad,  en  una  vez  o  en  muchas:  digo  demasiada 
quantidad  en  una  vez,  cuando  alguna  persona,  varón  o 
mujer,  viste  juntamente  demasiadas  vestiduras,  o  en  el 
numero  de  ellas  o  en  el  tamaño,  o  en  las  longuras;  como 
cuando  alguno  trae  juntamente  jubón,  sayo  y  balandrán, 
e  camarro  e  capuz:  o  manto  bonete  y  sombrero  y  guan- 
tes de  nutria  encima  y  debajo  de  rebeco,  y  cinta  y  cinto 
y  aun  cintero:  y  calzas  con  pies  y  fervillas,  y  avampies 
borceguíes  y  Qapatos  y  mas  alcorques  o  cuegos,  y  aun 
forrados  los  alcorques  en  paño  o  en  seda:  y  cresce  la 
demasía  quando  es  mas  luengo  y  mas  cumplido  de  lo 
necesario  y  de  lo  que  razonablemente  bastarla.  Y  assi 
cuando  la  dueña  viste  faldetas  fasta  tres  pares  de  ellas 
y  saya  brial  o  sobre-saya  y  faja  y  cintero  y  cinta  y  ropa, 
aljuba  o  balandrán:  mongil  o  tabardo  o  manto  sevillano 
o  lombardo  y  muchas  tocas  con  grandes  y  grandes  telas 
de  lienzo  en  el  tocado  y  mangas  de  mas  de  vara  de  an- 
cho: y  cresce  también  en  esto  la  demasía  y  el  pecado, 
cuando  sin  provecho  alguno  anda  todo  ello  por  el  suelo 
arrastrado:  especialmente  cuando  traijan  faldas,  que 
aujan  menester  poco  menos  cherrían  para  levarlas:  tra- 
yendo otro  si  chapines  de  codo  de  alto,  que  hacen  cres- 
cer  la  costa  y  quantidad  del  paño.  Lo  cual  todo  es  tan- 


-  97  - 

to  mayor  pecado  quanto  mas  escede  de  la  necesidad  y 
honestidad  natural  de  lo  medido  y  ordenado.  En  muchas 
veces  acaece  vestir  demasiado  por  tener  doblado:  no  so- 
lamente uno  para  el  invierno  y  otro  para  el  verano,  y 
uno  para  en  fiestas  y  otro  para  en  cutiano,  mas  tienen 
para  mudar  cada  mes  y  cada  semana  y  cada  día  y  cada 
rato...» 

Sigue  describiendo  con  la  mayor  minuciosidad  todas 
las  prendas  y  muchas  partes  de  ellas  sin  perder  un  deta- 
lle, hasta  llegar  a  ocuparse  de  los  verdugados,  cuya  in- 
vención habla  visto  nacer  en  Valladolid,  estallando  en- 
tonces en  las  mayores  exclamaciones  de  indignación  y 
protesta. 

Para  combatir  tan  endiablada  moda  dedica  nada  me- 
nos que  doce  razones  en  su  Quarta  •parte,  por  la  que  se  de- 
muestra que  el  hábito  susodicho,  deshonesto  y  peregrino  de 
las  caderas  y  verdugos,  se  debió  y  pudo  muy  bien  vedar  en 
la  manera  que  fué  vedado,  porque:  «Es  otro  sí  (dice  en  la 
oncena  razón)  habito  muy  deforme  y  mucho  feo  =  Ca 
las  hace  muy  gruesas  y  tan  anchas  como  luengas.  Ver- 
dad es  que  es  cosa  natural  a  las  mugeres  ser  bajas  de 
cuerpo,  delgadas  y  estrechas  de  archas  y  de  pechos  y 
espaldas,  y  de  pequeña  cabeza;  y  que  hayan  delgadas 
y  chicas  las  caras,  y  aun  como  dice  San  Isidoro  ser  un 
poco  acorvadas,  como  lo  es  y  era  la  costilla  de  que  fué 
formada  la  primera  mugen  ...mas  aunque  esto  sea  ver- 
dad escede  el  tal  habito  mucho,  y  mas  que  mucho,  de  la 
proporción  natural,  y  en  lugar  de  las  hacer  hermosas  y 
bien  proporcionadas,  haceslas  feas,  monstruosas  y  muy 
deformadas,  ca  dejar  de  parecer  mugeres  y  parecen 


-  98  - 

campanas;  y  decirse  ya  el  como,  si  no  paresciese  livia- 
no y  poco  vergonzoso.  Parecen,  otro  sí,  dragones  reven- 
tados, según  que  pintan  a  Santa  Marina,  cuando  reven- 
tó con  ella  el  diablo,  mudado  en  dragón»...  etc. 

Y,  sin  embargo,  los  retratos  que  tenemos  de  la  gran 
reina  nos  la  ofrecen  con  todo  el  rico  atavío  que  se  me- 
recía, tanto  por  sus  prendas  personales,  como  por  la 
dignidad  del  cargo  que  desempeñaba. 

Su  más  corriente  retrato,  de  busto,  nos  la  da  a  co- 
nocer en  su  habitual  aspecto,  cubriendo  su  cabeza  con 
ceñida  cofia,  que  a  su  vez  queda  dentro  de  un  velillo  o 
toca  blanca  transparente,  cuyas  puntas  se  unen  bajo  la 
barba,  prendidas  con  las  veneras 
de  las  Ordenes  militares.  Jubón  es- 
cotado oscuro  ciñe  su  cuerpo,  y  li- 
gero tul  negro,  en  el  que  alternan 
los  castillos  y  leones  en  su  orla, 
cubre  su  pecho  ,  prestándole  en 
conjunto  aquel  noble  y  señorial 
continente  que  la  distinguía. 

Más  lujoso  aspecto  ofrece  en 
otros  bustos  escultóricos,  como  el 
del  medallón  sobre  la  puerta  de  la 
Universidad  de  Salamanca,  en  al- 
gunos sellos  y  varios  códices. 

Pero  donde  aparece  riquís  i  má- 
mente engalanada  es  en  la  famosa 
tabla  del  Museo  del  Prado ,  de  Los  Reyes  Católicos  en 
adoración  ante  la  Virgen,  en  cuyo  primer  término,  a  la 
izquierda,  se  destaca  la  Reina,  al  lado  de  su  hija  Doña 


-  09  - 


Juana  y  frente  a  Don  Fernando,  su  marido,  juntamente 
con  el  príncipe  Don  Juan,  ambos  ataviados  con  gran  lujo. 

Recortado  su  pelo,  con  flequillo  por  la  frente,  y  gran- 
des caídas  laterales,  lo  recoge  atrás  en  larga  cola  entre 
cintas.  Cíñelo  con  corona,  que  recuerda  a  la  deposi- 
tada en  la  capilla  real  de  Granada. 

Riquísima  camisa  de  fino  cendal  descubre  por  el 
escote  y  brazos,  ceñida  a  éstos  por  cuadrados  de 
seda  verde,  ricamente  bordados, 
dejando  ver  la  camisa  por  el  codo, 
y  prendida  a  su  extremo  por  el 
antebrazo.  Rica  falda  de  brocado 
de  oro  cae  de  su  cintura,  cubrién- 
dola como  prenda  más  exterior 
un  rozagante  tabardo  de  tercio 
pelo  morado,  de  grandes  haldas 
partidas  y  mangas  flotantes,  una 
de  las  que  arrolla  a  su  brazo  iz 
quierdo. 

La  infanta  Juana  viste  de  muy 
parecida  forma,  viéndose  mejor 
por  su  espalda  la  crencha  de  sus 
cabellos  recogida  entre  cintas,  y  la  abertura  de  la  am- 
plia hopalanda  o  tabardo  rojo  que  viste.  El  rey  y  el 
príncipe  también  están  lujosamente  ataviados:  el  segun- 
do de  verde  con  birrete  rojo  en  la  cabeza. 

Mucho  semejan  a  estos  trajes  aquellos  con  que  a  los 
propios  personajes  describe  Andrés  Bernáldez,  el  Cura 
de  los  Palacios,  en  la  conquista  de  Alhama  en  1486, 
cuando  hizo  la  reina  su  entrada  en  esta  ciudad,  acom- 


-  100  - 


panada  del  rey  y  de  su  hija  la  infanta  Isabel,  monta- 
dos todos  en  sendas  muías,  igualmente  con  ricos  arreos 
enjaezadas  (1). 

A  iguales  resultados  llegaríamos  por  el  examen  de 
los  numerosos  ejemplares  con  que  contamos  para  la  in- 
formación, como  son  tantas  tablas  de  nuestros  primiti- 
vos, los  frescos,  miniaturas,  es- 
culturas y  demás  fuentes  docu- 
mentales que  ya  de  esta  época 
tenemos. 

Muy  parecidos  indumentos  se 
estilaban  también  en  los  distin- 
tos reinos  de  la  Península;  las 
modas  aragonesas  equiparában- 
se con  las  castellanas,  aunque 
más  italianizadas,  y  en  Nava- 
rra, Pamplona  formaba  un  cen- 
tro de  comercio  e  introducción 
de  las  francesas,  como  acusan 
los  documentos  de  la  Cámara  de 
Cantos;  en  ellos  se  habla,  en  el 
año  1424,  de  la  compra  de  un  gunel  de  paño  de  oro  para 
el  príncipe  de  Viana,  Don  Carlos,  de  tres  años  de  edad 
entonces,  con  otras  notas,  por  las  que  se  ve  la  gran  im- 
portancia que  tenía  Pamplona  como  centro  comercial 
en  el  siglo  XV. 

A  Navarra  corresponde  también  aquella  excesiva 
amplitud  de  las  prendas  exteriores  de  mujer,  al  extre- 


(1)    Vóaee  Memorias  de  la  Academia  de  la  Hisloria,  tomo  IX,  pá- 
gina 191. 


—  101  - 

rao  de  quedar  consignado  por  las  Cortes  de  Nájera  lo  de 
que  el  novio  regalase  a  la  novia,  como  arras,  *una  piel 
de  abortones,  que  sea  muy  larga,  e  en  ella  tres  cenefas 
de  oro;  et  cuando  fuere  fecha  debe  ser  tan  larga  que 
pueda  un  caballero  armado  entrar  por  una  manga  e  sa- 
lir por  la  otra»;  extraña  medida  para  más  extraña  cere- 
monia, que  dio  lugar  al  dicho  de  «entrar  por  la  manga 
e  salir  por  el  cabezón»,  como  señal  de  aceptación  en  la 
familia. 

Las  pieles,  como  elementos  de  los  trajes  de  aquel 
tiempo,  adquirieron  grandes  precios,  por  lo  que  algunas 
veces  fueron  muy  difíciles  de  cobrar  a  los  mercaderes, 
pues  hasta  nosotros  ha  llegado  la  nota  de  Pedro  de 
Andegardo,  comerciante  de  ellas  en  Valladolid,  al  que 
debía  la  duquesa  de  Alburquerque,  en  1478,  la  cantidad 
de  ochenta  doblas,  importe  de  tres  timbres  de  martas, 
doscientos  veinte  y  tres  coneios,  e  cien  fuinas  (garduñas)  e 
grises  (chinchillas)  (1). 

Al  final  del  siglo  nos  invadieron  las  modas  deriva- 
das de  las  fantásticas  creaciones  de  la  Corte  ducal  de 
Borgoña,  que,  en  unión  con  las  flamencas  y  alemanas, 
dieron  motivos  para  las  del  siglo  siguiente,  entrando  ya 
en  pleno  Renacimiento. 

Enlazada  la  familia  real  de  España  con  los  duques 
de  Borgoña  por  el  matrimonio  de  la  princesa  Doña  Jua- 
na con  Felipe  el  Hermoso,  efectuado  en  1496,  y  su  her- 


(1)  Vóasa  el  inventario  de  las  ropaa  y  alhajas  que  D.  Rodrigo 
Ponce  de  León,  marqués  de  Cádiz,  dio  a  su  mujer  doña  Beatriz 
Paciieco,  con  motivo  de  su  matrimonio,  efectuado  en  Segovia  en 
20  de  Marzo  de  1411.— Memorias  de  la  Academia,  tomo  IX,  pág.  189. 


—  102  - 

mana  la  infanta  Margarita  con  el  principe  Don  Juan, 
vinieron  a  España  en  Enero  de  1502,  trayendo,  como 
era  natural,  los  gustos  de  aquel  esplendor,  verdadera- 
mente loco,  de  la  Corte  flamenca  y  las  modas  que  hablan 
de  prevalecer  en  el  siglo  del  Renacimiento,  antes  cono- 
cidas por  la  estancia  de  la  archiduquesa  Margarita, 
durante  el  tiempo  que  estuvo  casada  con  el  príncipe  he- 
redero. 

Esta  señora,  de  tan  curiosa  historia,  hija  de  un  em- 
perador, viuda  de  tres  maridos,  de  los  que  apenas  algu- 
no llegó  a  conocer,  pero  dotada  de  raros  talentos  y  gran 
afición  a  las  artes,  redactó  por  su  propia  mano  un  Inven- 
tario de  sus  riquezas,  que  nos  da  idea  de  las  que  consti- 
tuían el  ajuar  de  un  palacio  de  aquella  fastuosa  Corte, 
pues  como  tal  pudo  estimarse  el  medio  en  que  vivió  en 
Malinas  y  Amberes,  durante  los  veinticuatro  años  que 
estuvo  encargada  de  la  gobernación  de  los  Países  Bajos. 
En  él,  a  más  de  las  numerosas  pinturas  que  cita,  que 
constituyen  un  verdadero  museo,  se  habla  de  innumera- 
bles tapices,  arcones,  espejos,  aparadores,  vajilla  de 
plata  y  oro,  centros  riquísimos  de  mesa,  telas  bordadas, 
algunas  por  su  mano,  altares,  trípticos  y  muchos  más 
objetos,  que  dan  idea  de  los  que  después  se  extendieron 
por  España,  introducidos  por  las  modas  flamencas  y 
aceptados  por  nuestros  magnates  (1). 

Muchas  de  aquellas  riquezas,  traídas  después  a  Espa- 
ña por  su  sobrino  Carlos  V,  se  ven  ya  figurar  en  este 


(1)    Véase  este  curiosísimo  inventario  en  el  Boletín  de  Excursio- 
nistas Españoles^  1914,  pág.  29. 


-  103  - 

Inventario,  que  ha  servido  de  guia  para  varias  infor- 
maciones artísticas  y  arqueológicas. 

Mucho  se  habla  de  los  trajes  y  galas  con  que  se  pre- 
sentó el  archiduque  y  su  séquito,  en  la  Crónica  del  Caba- 
llero Lalaing,  por  Lefebre  de  San  Remy,  que  también  le 
acompañaba,  pudiendo  estimarse  a  la  vez  como  precio- 
sa fuente  de  información  de  lo  que  encontraron  en  Es- 
paña y  del  género  de  vida  de  nuestros  grandes  señores 
en  aquel  tiempo. 

Con  este  motivo  describe  también  el  mobiliario  y 
aderezo  de  los  suntuosos  palacios  de  aquella  época,  ad- 
quiriendo éstos  tal  esplendor,  que  las  viviendas  de  nues- 
tros grandes  señores  podían  competir  con  las  más  lujo- 
sas italianas,  presintiendo  ya  el  Renacimiento. 

En  el  obligado  gran  patio,  rodeado  de  galerías,  co- 
menzaban las  escaleras  conducentes  a  las  altas  cáma- 
ras, en  las  que,  por  bajo  del  pintado  y  dorado  alfarje  de 
sus  techos,  pendían  los  tapices,  los  paños  de  Arras,  o 
algunos  nuestros,  tan  famosos  como  los  del  Tanto  mon- 
ta, de  Toledo,  sustituidos  a  veces  por  guadamaciles  de 
Córdoba,  que  también  guarnecían  los  muros  con  muy 
oriental  efecto. 

Al  lado  de  las  heráldicas  chimeneas,  de  agudos  he- 
rrajes, colocaban  los  escaños  de  nogal  tallado,  distribu- 
yendo por  la  estancia  las  aspadas  mesas,  los  sitiales,  si- 
llones y  taburetes,  las  camas  con  doseles,  con  portátiles 
aparadores  o  alacenas,  talladas  o  incrustadas  de  tara- 
ceas moriscas  dentro  de  sus  líneas  ojivales  y  heráldi- 
cos blasones;  que  siempre  participaron  los  muebles  y 
enseres  españoles,  hasta  los  de  más  góticos  modelos,  de 


104  - 


aquel  gusto  oriental  o  arabesco,  tradicional  entre  nos- 
otros, y  que  aparece  hasta  en  muchos  útiles  y  objetos 
litúrgicos  (1). 


(1)  Muy  interesantes,  tanto  respecto  a  los  trajes  como  para  el 
conocimiento  de  las  telas  con  que  se  confeccionaban,  son  las  Orde- 
nanzas de  Toledo,  Sevilla,  Granada  y  otros  puntos,  asi  como  la  rica 
bibliografía  de  obras  de  la  época,  que  se  ocupan  de  ellos  o  van  ilus- 
tradas con  curiosos  grabados,  como  la  más  notable  del  Espejo  de 
la  vida  humana,  por  R.  Sánchez  de  Arévalo  (Zaragoza,  1491),  o  el 
libro  de  Alonso  Martínez  de  Toledo,  arcipreste  de  Talayera,  en  que 
«fabla  de  los  vicios  de  las  malas  mujeres  y  complexiones  de  los 
hombres»  (Toledo,  1499),  o  el  de  Lo  que  guardan  en  los  cofres  las  mu- 
jeres, así  como  la  Reprobación  del  amor  mundano,  de  Alfonso  Mar- 
tínez; las  ilustraciones  de  las  Mujeres  ilustres,  de  Bocaccio  (Zara- 
goza, 1495)-,  las  Artes  de  la  vida  humana,  incunable  de  Castilla,  y 
otros  varios  que  pudieran  aún  citarse. 


Doña  Juana  la  Loca. 


ÉPOCA  ITT. -RENACIMIENTO 


VII.  —  SIGLO   XVI 


Como  venimos  observando,  la  inicial  de  las  modas 
en  este  siglo  se  debió  en  España  a  la  llegada  de  los  fla- 
mencos, primero  con  Felipe  el  Hermoso,  y  más  tarde 
con  Carlos  V,  cuando  vino  de  Gante  a  posesionarse  del 
reino  de  España. 

Siglo,  por  lo  demás,  de  los  mayores  impulsos,  y  en 
el  que  comienza  realmente  la  nueva  vida  de  las  nacio- 
nes europeas. 

En  aquel  período  de  actividad  vivísima,  artística, 
científica  y  literaria,  que  siguió  a  la  caída  de  Cons- 
tantinopla,  cuando  los  sabios  expulsados  de  Bizancio 
tuvieron  que  refugiarse  en  Occidente,  encontraron  a 
éste  como  regenerado  e  impulsado  por  nuevas  vías  de 
progreso,  pues  el  descubrimiento  de  un  Nuevo  Mundo, 
los  grandes  inventos  y  la  constitución  de  las  naciona- 
lidades, llegaban  a  hacer  de  la  nuestra  un  centro  de 
vida  nueva,  que  alcanzaba  a  la  más  próspera  y  sun- 


106  - 


tuosa  época,  ayudada  por  la  fortuna,  que,  al  parecer, 
en  todo  entonces  nos  acompañaba. 

La  vida  con  esto  se  hizo  más  placentera:  las  férreas 
armaduras  resultaron  inútiles;  el  traje  adquirió  un  es- 
plendor desusado,  y  todos  los  objetos  participaron  de 
aquel  recuerdo  clásico  que  les  hacía  adquirir  formas 
por  completo  greco-romanas. 

Sólo  el  traje  no  siguió  aquellos  derroteros;  nunca  se 
pensó  en  rehabilitar  la  toga  y  las  túnicas  latinas;  antes 
al  contrario,  los  trajes  ceñidos  y  ajustados,  la  tersura 
de  las  calzas,  el  exceso  del  exorno  y  el  empleo  de  nue- 
vos elementos,  como  las  plumas  y  las  más  finas  pieles, 
lo  hacían  incompatible  con  los  clá- 
sicos modelos,  apareciendo  cual 
una  evolución  del  traje  medioeval 
y  con  una  fantasía  completamente 
a  la  moderna . 

Época  de  transición  podemos 
llamar  aquélla  en  que  transcurre 
la  juventud  del  príncipe  Don  Car- 
los alejado  de  nuestra  patria,  pero 
en  la  que  se  inician  las  modas  fla- 
mencas y  alemanas.  La  segunda 
estancia  de  Felipe  el  Hermoso  en- 
tre nosotros,  hasta  su  muerte, 
acaecida  en  25  de  Septiembre  de 
1506,  trajo  a  nuestra  Corte  muchos 
esplendores  de  la  de  los  duques  de  Borgoña,  a  la  que 
nunca  llegaron  los  propios  reyes  de  Francia;  período 
que  transformó  las  modas  del  tiempo  de  la  Reina  Cató- 


í 


-  107  - 

lica,  y  prepararon  las  que  habían  de  prevalecer  a  la 
llegada  de  Carlos  I . 

Aún,  sin  embargo,  el  jubón  con  larga  faldeta  no  deja 
adivinar  la  trusa,  ni  los  tabardos  el  ferreruelo,  ni  las 
redecillas  y  gorras  toman  sus  formas  definitivas;  pero 
ya  en  todo  obedecen  a  los  usos  de  Borgofia,  elevados  a 
su  mayor  esplendor  por  los  caballeros  del  Toisón  de  Oro. 

Esta  transformación  aleja  de  sí  el  traje  semitalar 
hasta  entonces  usado,  sustituyéndole  por  el  corto  y  ajus- 
tado, en  que  interviene  el  jubón,  que  no  pasa  de  la  cintu- 
ra, con  los  gregüescos,  al  principio  cortísimos,  y  las  cal- 
zas para  toda  la  pierna;  con  estas  prendas  ciñe  el  hom- 
bre su  cuerpo,  aspirando  a  la  mayor  esbeltez  y  elegan- 
cia. Del  propio  modo,  en  el  traje  de  la  mujer  se  genera- 
lizó separar  las  sayas  del  corpino,  prendas  que,  hasta 
la  época  a  que  nos  referimos,  habían  estado  casi  siempre 
unidas,  formando  una  sola  vestidura,  y  que  ahora  se  cor- 
tan aparte  cada  una  de  estas  piezas. 

El  nuevo  modo  de  vestir  trajo  consigo  la  necesidad 
de  hacer  las  prendas  a  medida,  lo  cual  da  importancia 
al  oficio  de  sastre  o  alf ayate,  que  cada  vez  adquiere  ma- 
yor desenvolvimiento  con  la  interpretación  de  las  modas 
italianas  en  un  principio,  francesas  y  alemanas  más  tar- 
de, hasta  que  imperan  totalmente  las  de  aquellos  países, 
pudiéndose  decir  de  los  magnates  de  España,  que  enton- 
ces vistieron  por  completo  a  la  extranjera  (1).  En  el  Re 


(1)    Entoüces  apareció  entre  nosotros  el  primer  libro  de  sastrería. 

LIBROS   DE  SASTRERÍA 

Aicega  (Juan):  «Libro  de  Geometría  y  traza».— El  qual  trata  de 
lo  tocante  al  offlcio  de  Sastre...  con  retrato  del  autor,  en  actitud  de 


-  108  - 

nacimiento  prevalecen  las  modas  flamencas  y  alemanas 
del  Imperio.  El  carácter  general  de  ellas  son  los  acuchi- 
llados que  dejan  ver  la  ropa  interior,  con  gola  y  puños 
rizados.  El  jubón  no  pasa  de  la  cintura,  constituyendo 
un  corpino  con  faldetas  sobrepuestas  y  en  su  principio 
ajustado;  las  mangas,  abuUonadas  o  con  brahones,  van 
muchas  veces  perdidas  o  colgando;  desaparece  en  los 
hombres  la  nagüeta  del  siglo  anterior,  que  es  sustituida 
por  gregüescos  o  follados,  que  llegan  a  ser,  al  final  del 
siglo  XVI,  de  exagerado  volumen.  Se  ponían  por  encima 
de  las  calzas,  siendo  una  prenda  independiente  de  las 
otras. 

Continúan  las  calzas  de  distintos  colores,  y  los  zapa- 


trazar  una  prenda  sobre  su  mesa  (impreso  en  Madrid,  1580). — 
Consta  el  libro  de  tres  partes,  trayendo  en  la  segunda  los  patrones 
más  variados,  desde  el  de  «mantillo  de  seda  para  cristiano  hasta 
manteo  y  muceta  castellana  de  raza  de  Florencia  para  Obispo»,  con 
los  de  jubones  para  ambos  sexos,  capas,  herreruelos,  bohemios,  ropa 
turca  y  española  para  levantar,  ropas  de  letrados,  mantos  de  Orde- 
nes militares,  con  sayas,  vasquiñas  y  verdugados  para  mujeres, 
con  otras  prendas  para  disfraces  y  justas,  no  menos  curiosas. 

Rocha  Burguen  (Francisco),  de  origen  francés,  pero  criado  en 
Valencia,  escribió  una  «Geometría  y  traza  perteneciente  al  oficio 
de  Sastres»,  publicada  ea  Valencia  en  1618,  en  que  se  repite  mucho 
del  de  Alcega,  pero  indicando,  como  no  podía  menos  de  ocurrir, 
los  cambios  experimentados.  —  (  B.  N. ) 

Martín  de  Andújar  publicó  en  1640,  en  Madrid,  otra  «Geometría 
y  trazas  pertenecientes  al  oficio  de  Sastres,  con  patrones  para  ves- 
tidos enteros  de  hombres,  calzones  y  ropillos  sotanillas,  vestidos  de 
mujer,  hábitos  de  religiosos,  justas  reales  y  diferentes  trazas». — 
(B.  N.) 

Por  último,  en  1720,  publicó  Juan  de  Albay,  en  Zaragoza,  otra 
«Geometría  y  trazas». — (  B.  San  Isidro.) 

( Véase  nota  del  Conde  de  las  Navas  en  la  Revista  de  Archivos, 
1903,  pág.  485 ). 


-  109  - 

tos  de  tela,  muy  anchos  de  dedos,  y  acuchillados.  Sobre 
los  hombros  llevan  los  varones  el  ferreruelo,  capita  muy 
corta,  a  veces  de  terciopelo,  con  pieles  y  alto  cuello,  y 
una  graciosa  gorreta  con  pluma  sobre  sus  cabezas.  En 
estos  trajes  se  emplean  las  más  lujosas  telas  de  seda, 
tisú,  velludo  y  brocado,  guarnecidas  con  finas  trencillas 
y  galones  de  oro.  Aún  se  siguen  usando  los  tabardos  y 
gabanes  para  las  personas  de  más  autoridad,  quedando 
en  el  vestir  popular  muchas  modas  y  prendas  de  corte 
del  siglo  anterior.  Hoy  los  trajes  de  las  ansotanas  en 
España,  conservados  en  toda  su  pureza,  provienen  de 
aquella  época. 

En  las  mujeres  se  asimila  en  lo  posible  el  modelo  del 
traje  a  los  masculinos:  el  mismo  jubón  con  faldetas  y 
hombreras  ahuecadas  en  forma  de  media  luna  con  cuello 
alto  y  ceñido  coronado  por  la  gola  rizada;  a  la  cabeza 
gorrilla  con  joyel  y  pluma;  pero  lo  más  valioso  en  el 
tocado  de  este  siglo  son  sus  collares  y  joyas,  muchas 
de  ellas  esmaltadas  por  igual  en  ambas  caras. 

La  llegada  a  España,  en  1517,  de  tudescos  o  alema- 
nes, su  presencia  en  Madrid,  cuyo  recuerdo  subsiste  en 
el  nombre  de  una  calle  de  la  corte,  próxima  ai  Palacio 
Real,  donde  habitaron;  sus  vistosos  cuanto  pintorescos 
trajes  cortos,  imitados  por  los  españoles,  hizo  que  entre 
nosotros  se  extendiera  la  afición  al  lujo  y  brillantez  de 
las  nuevas  modas  por  aquéllos  importadas. 

El  mismo  emperador  y  los  cortesanos  mostraron 
gran  predilección  por  estos  trajes,  gallardos  y  airosos, 
de  los  que  nos  dan  idea  los  retratos  del  Tiziano,  repre- 
sentando al  monarca  engalanado  con  jubón  y  gregües- 


lio 


coa  blancos  o  de  colorea  claroa,  guato  que  predominó  en 
un  principio;  cuello  y  puños  con  golas  rizadaa  y  calzaa 
de  color:  blancas  éstas,  venían  usándose  desde  siglos 
anteriores. 

Encima  el  sobretodo,  que  le  llega  a  las  rodillas,  de 
terciopelo  aeda  o  tisú,  amplio  de  cuello  con  grandes  so- 
lapas de  diferente  color,  que,  por 
lo  general,  era  de  pieles,  asi  como 
su  forro.  Las  mangas  exteriorea 
repreaentan  ser  muy  anchas,  para 
dar  cabida  a  loa  afollados  de  laa 
del  jubón,  que  aon  tan  largaa  o  máa 
que  laa  del  gabán.  La  gorra  apla- 
nada con  pluma  y  un  broche  al 
lado,  y  loa  zapatoa  bajoa,  ceñidoa 
y  acuchillados;  lleva  el  pelo  corta- 
do al  rape  y  la  barba  puntiaguda, 
moda  que  estableció  el  miamo  em- 
perador. Uaa  guantea  y  capada  co- 
locada al  lado  izquierdo. 

Loa  magnates  y  gentes  del  pueblo  se  aficionaron 
tanto  a  loa  vivoa  colores  de  eatoa  trajea,  a  aus  ricaa 
telaa,  a  loa  gracioaos  buUonea,  llamadoa,  loa  de  laa  man- 
gaa  de  la  parte  auperior,  hrahones,  a  loa  gregüeacoa  y  a 
todo  eate  conjunto  rico  y  auntuoao,  que  apenaa  ai  vestían 
ya  el  traje  nacional,  dando  lugar  eate  olvido  y  excesivo 
lujo  desplegado  en  los  vestidos,  a  la  publicación  de  Prag- 
máticas, que,  como  la  de  9  de  Marzo  de  1534,  prohibía 
el  uso  de  brocados  y  bordados  de  oro  y  plata.  Prohibi- 
ción análoga  a  la  dictada  por  los  Reyes  Católicos  en  el 


-  111  - 

año  1498,  y  que  como  aquélla,  contuvo  el  lujo  de  loa  bro- 
cados y  bordados,  pero  sustituyó  éste  por  otro  gasto  ma- 
yor, como  era  el  de  las  varias  formas  de  las  hechuras  y 
guarniciones  de  los  trajes,  puesto  que  los  bordadores  da- 
ban dibujos  a  los  sastres,  los  que  haciendo  de  punto  lo 
que  antes  era  bordado,  resultaba  asi  de  más  coste  y  de 
menos  efecto  el  adorno  de  los  trajes  y  hechura  de  los 
mismos.  Y  según  decía  la  Pragmática  de  27  de  Junio 
de  1537,  costaban  más  las  hechuras  que  la  seda  y  el  paño 
invertidos  en  las  ropas  (1). 

No  habiendo  bastado  estas  ni  otras  Pragmáticas  para 
contener  las  nuevas  modas,  pidió  el  reino,  en  las  Cortes 
de  Valladolid  de  1548,  que  para  evitar  fraudes  e  inven- 
ciones de  sastres,  etc.,  se  prohibiera  el  echar  guarnicio- 
nes en  sayas,  capas,  calzas  y  jubones  y  que  hubiera  pes- 
puntes en  los  vestidos;  de  suerte  que  todos  los  vestidos 
fueran  llanos,  sin  cuchilladas,  golpes  ni  más  obra  que  la 
costura. 

Examinada  esta  petición,  no  se  tuvo  por  conveniente 
en  absoluto,  pero  se  volvieron  a  limitar  las  labores  en 
los  términos  que  expresa  la  Pragmática  de  29  de  Di- 
ciembre de  1551,  con  la  declaración  de  la  de  26  de  Fe- 
brero de  1552,  la  que  introduce  la  moda  de  guarniciones 
de  paño  hechas  en  bastidor  o  cortadas  a  tijera,  que  cos- 
taban más  y  duraban  menos  que  las  de  seda. 

La  inutilidad  de  las  leyes  suntuarias  y  los  daños  que 
de  ellas  resultaban  a  todo  el  reino,  los  llegó  a  conocer 
éste  y  pidió  la  revocación  de  las  Pragmáticas  de  los  tra- 
jea en  las  Cortes  de  Valladolid  de  1555.  «Otrossí — decía 

(1)    Véase  Historia,  de  Sampere,  y  Pragmáticas  citadas. 


-  112  - 

la  petición  88  —  :  Por  cuanto  por  hacer  bien  y  merced  a 
estos  sus  reinos  y  la  experiencia  ha  mostrado  del  poco 
fruto  q.  han  fecho,  antes  han  sido  causa  de  muchas  veja- 
ciones q.  en  la  observancia  de  ellas  se  hace,  suplicamos 
a  V,  M.  mande  revocar  todas  las  pragmáticas  q.  hablen 
cerca  de  los  trajes  y  ordene  q.  cada  uno  pueda  vestir 
del  paño  o  seda  que  quisiere  con  tal  de  q.  no  pueda  traer 
en  los  vestidos  mas  de  un  ribete  síq  cortar»,  etc. 

No  quedaba  por  entonces  casi  más  prenda  propia  de 
los  españoles  que  la  gentil  y  airosa  capa,  la  que  tam- 
bién vistieron  los  alemanes;  así  los  tabardos  y  antiguos 
ropajes  rara  vez  se  utilizaban.  La  capa  se  usó  en  dife- 
rentes tamaños:  cuanto  más  noble  era  quien  la  vestía, 
más  corta,  pues  la  gastaba  hasta  casi  media  espalda. 
Los  artesanos  y  burgueses  la  llevaban  hasta  la  cintura  y 
cadera  y  los  labradores  hasta  los  pies,  tradición  que  aún 
se  conserva  en  muchos  pueblos  de  España  de  llevarla 
larga.  Se  abrochaba  al  cuello,  o  colocada  sobre  los  hom- 
bros, y  si  era  larga,  la  embozaban,  usándose  con  capu- 
cha y  sin  ella,  adosándoseles  también  mangas  a  veces. 

Contribuyó  a  la  boga  de  los  trajes  acuchillados,  el 
lujo  desplegado  en  la  ropa  blanca,  originado  de  la  per- 
fección de  las  telas,  que  en  aquella  época  alcanzó  gran 
desarrollo,  y  lo  que  popularizó  el  uso  de  los  abofellados 
o  bullones  de  la  ropa  interior,  que  era  mucho  más  am- 
plia que  la  exterior,  alcanzando  a  veces  extraordinarias 
dimensiones  el  ancho  y  largo  de  las  mangas  y  calzonci- 
llos interiores,  que  rebasaban  para  formar  afollados  que 
pudieran  sujetarse  por  medio  de  cordones,  o  bien  se  su- 
jetaban cosiendo  el  forro  a  la  tela  de  las  prendas. 


-  113  - 

Ya,  en  el  siglo  XV,  hubo  indicioa  del  lujo  de  la  ropa 
blanca,  puesto  que  se  empezó  a  asomar  la  camisa  por  el 
codo;  pero  cuando  el  lujo  de  esta  ropa  llegó  a  su  mayor 
apogeo,  fué  en  la  primera  mitad  del  XVI,  cuando  a  los 
trajes,  tanto  de  hombres  como  de  mujeres,  se  les  daban 
graciosos  cortes,  o  cuchilladas,  por  donde  salía  la  ropa 
interior  a  modo  de  pasacintas.  En  los  trajes  de  los  hom- 
bres se  acuchillaba  el  jubón  por  los  hombros,  por  los 
costados,  alrededor  de  la  cintura  y  por  las  mangas,  en 
la  misma  dirección  que  ae  hacia  con  los  gregüescos. 
Estos,  en  un  principio,  también  se  acuchillaban  verti- 
calmente;  más  tarde,  los  cortes  eran  oblicuos  y  su  inte- 
rior se  forraba  de  ricas  telas,  por  donde  aparecía  la  fina 
ropa  blanca  o  la  de  color,  de  que  se  hacían  los  afollados. 
Los  diferentes  cortes  de  los  gregüescos  se  ataban  o  ce- 
ñían a  la  pierna  mediante  una  jareta  y  cinta,  la  que,  al 
subirlos,  los  ahuecaba  a  la  manera  de  los  calzones  bom- 
bachos, llegando  a  quedar  tan  tersas  las  tiras  de  los 
cortes,  por  efecto  de  los  rellenos  que  se  les  ponían,  que 
verdaderamente  semejaban  a  alambres  estirados. 

Entre  la  gente  baja  y  la  soldadesca,  estos  rellenos 
adquirieron  tales  proporciones  de  deformidad,  que  con 
razón  los  ridiculizó  El  Diálogo  de  Verdades,  escrito  ha- 
cia 1570,  donde,  entre  otras  cosas,  se  dice,  hablando  de 
la  exageración  que  hubo  en  los  gregüescos:  «Los  hay 
que  parecen  alforjas,  que  llevan  en  los  muslos  gala  de  lo 
que  agora  se  usa,  hacen  unas  calzas  con  aquellos  mus- 
lazos  que  llaman  afollados;  hay  algunos  que  llevan  unas 
treinta  varas  de  paño  y  seda  y  esteras  viejas  y  otros 
andrajos  con  que  se  hacen  aquellas  vejigazas,  calaba- 


-  114  - 

zas...  de  cuero  por  dentro  y  muy  bien  cosido  en  sus 
brocales,  los  hinchan  como  a  los  cueros  de  vino»,  etcé- 
tera, etc. 

Concretándonos  al  traje  de  mujer— en  la  primera 
mitad  del  siglo  XVI— la  moda  entre  las  señoras  impuso 

llevar  las  prendas  más  largas  de 
lo  necesario,  teniendo  que  reco- 


lé "Cf>  gerse  la  saya  por  delante  para 


'£f'!<. 


'».*■'"('/ 


^%^yi}-^^         poder  andar.  Lo  propio  ocurría 

%^}      /J^í"^3        con  las  mangas,  aveces  rema- 

á^s/.  '''■'^^'^¿¡£^  ]        tadas  en  un  pico,  y  tan  amplias, 

¿Mf  Z','!^  'v'.'/        que  tocaban  el  suelo,  por  lo  que 

//'§,/■:(  ]  |,¡u'i  'i         8®  llamaron  perdidas.  Estas  se 

guarnecían  de  pieles  y  forraban 


w4iMM-y¡ 


V V\       de  color  distinto  al  rico  broca- 


^f '  /  i= -^i  ^^''^  ^^  ^®  ^®^  vestidos.  Cuando  el 
■^  ^iJii'  traje  interior  tenía  estas  man- 
gas, el  sobretodo  carecía  de 
ellas  y  sólo  ofrecía  aberturas  para  pasar  los  brazos  y 
sacar  y  hasta  doblar  la  manga  perdida.  Otras  veces 
dichas  mangas  iban  en  el  abrigo  interior,  como  se  ve  en 
la  escultura  de  Pompeyo  Leoni,  de  nuestro  Museo  del 
Prado,  que  representa  a  la  emperatriz  Isabel  de  Por- 
tugal, esposa  de  Carlos  V,  ricamente  ataviada  con  cor- 
piño  de  escote  recto  y  cuadrado,  dejando  ver  la  camisa, 
que  se  eleva  hasta  el  cuello,  al  que  se  une  por  medio 
de  una  estrecha  gola. 

El  corpino,  rematado  en  aguda  punta,  por  encima 
del  traje  interior,  lleva  un  amplio  sobretodo  abrochado 
por  delante,  derivación  del  antiguo  brial,  largo,  que  im- 


-  115  - 

pide  el  paso  y  no  permite  ver  el  calzado,  manga  perdi- 
da, cuello  alto,  cinturón  del  que  pende  la  escarcela  y 
tocado  de  bucles  caídos  hasta  el  cuello,  típico  de  la  épo- 
ca, así  como  diademas  y  joyas  suntuosas. 

Además  de  las  mangas  anchas  usábanse  otras  estre- 
chas, las  que  utilizaban  muy  en  particular  las  artesa- 
nas,  porque  les  permitían  mayor  libertad  para  el  ejerci- 
cio de  sus  profesiones;  pero  las  mangas  perdidas  gene- 
ralizáronse más  que  las  estrechas,  y  cuando  era  necesa- 
rio se  volvían  y  doblaban  por  fuera  a  fin  de  acortarlas, 
en  cuyo  caso  se  veían  los  lindos  forros  que  solían  tener 
en  su  interior. 

Entre  los  tocados  de  mujer  se  usó  mucho  una  especie 
de  birrete  o  toca  pequeña,  formada  de  mallas  valiosas, 
según  la  categoría  de  la  dama,  y  en  cuya  toca  o  malla 
se  recogía  parte  del  cabello,  adosándosele  perlas  y  pie- 
dras preciosas,  diademas  y  aros  de  oro,  que  se  prendían 
a  estas  mallas.  El  pelo,  que  antes  se  había  recogido  todo 
en  el  interior  de  la  toca,  en  el  siglo  XVI  se  muestra  ha- 
cia fuera  en  forma  de  trenzas  o  bucles  que  caen  sobre 
los  hombros.  A  veces  la  toca  cubría  la  frente,  y  en  oca- 
siones dejaba  entrever  el  pelo  en  menudos  rizos  por  de- 
lante, y  el  de  los  lados  se  colocaba  en  forma  de  rodete, 
que  cubría  las  orejas,  como  aún  se  peina  en  muchos  pue- 
blos de  España. 

Desde  el  punto  de  vista  artístico,  es  lo  cierto  que  las 
modas  en  España,  a  principios  del  siglo  XVI,  eran  bellas 
y  graciosas,  como  no  existieron  antes,  estando  en  armo- 
nía con  el  estilo  plateresco  que  en  aquella  época  predo- 
minó en  las  artes;  estilo  sencillo  y  suelto,  en  el  que  emi- 


-  116  - 

nenies  artistas  fijaron  su  atención  al  tomar  modelo  de 
traje  para  sus  cuadros,  aun  a  trueque  de  producir  pal- 
pables acacronismos,  como  hizo  Tiziano  y  otros  gran- 
des maestros,  que  impresionados  por  las  graciosas  for- 
mas del  vestido  de  esta  época,  los  reproducen  en  sus 
lienzos.  En  el  Museo  del  Prado  se  halla  el  famoso  cua- 
dro de  Pablo  Veronés,  Moisés  salvado  de  las  aguas  del 
Nilo,  donde  la  princesa  Termutis,  hija  del  rey  Faraón, 
y  sus  doncellas  aparecen  con  ricos  trajes  de  plena  moda 
del  siglo  XVI. 

Al  comenzar  la  segunda  mitad  de  este  siglo,  Car- 
los V  abdica  en  su  hijo  Don  Felipe  la  Corona  de  Es- 
paña. El  sistema  político,  las  costumbres  y  las  modas 
participan  del  carácter  grave  y  austero  del  nuevo  rey. 
El  reinado  de  Felipe  II,  el  monarca  más  poderoso 
que  ha  tenido  España,  nos  le  presenta  la  Historia  en  dos 
grandes  períodos,  que  comprenden  su  vida  entera.  Cua- 
renta y  dos  años  ocupado  con  las  guerras  de  Flandes 
y  diez  y  nueve  invertidos  en  alzar  El  Escorial,  en  cuyo 
lapso  de  tiempo  deslizáronse  los  acontecimientos  más 
culminantes  de  España  durante  el  siglo  XVI.  —  Las  cos- 
tumbres de  los  españoles,  puras  y  sencillas,  a  principios 
de  este  reinado,  inñuyendo  en  la  indumentaria,  reflejan 
todo  el  carácter  del  rey  y  su  política;  pues  las  modas  es- 
pañolas, en  la  segunda  mitad  de  este  siglo,  ofrecen  as- 
pecto de  severidad  y  rigidez,  con  sus  tintes  oscuros  y 
parcos  indumentos,  en  oposición  a  los  vistosos  colores  y 
graciosas  formas  de  los  trajes  de  la  época  de  Carlos  V. 
El  cambio  se  impone  ahora  desde  la  Corte  al  pueblo,  por 
la  voluntad  férrea  del  rey,  el  que,  no  obstante  estar  do- 


-  117  - 

minado  por  otros  pensamientos  capitales  durante  su 
vida,  legisló  mucho  acerca  del  traje,  prohibiendo  el  ex- 
ceso del  lujo  en  diferentes  Pragmáticas,  y  exhortó  a  la 
nación  a  no  hacer  gastos  superfluos,  de  lo  que  él  daba 
continuo  ejemplo  a  sus  vasallos. 

Una  de  las  Pragmáticas  más  notables  es  la  que  trata 
sobre  los  trajes,  publicada  en  1563;  dice  al  pueblo:  «Sa- 
bed, que  los  Procuradores  del  reyno  entre  otras  cosas 
nos  pidieron  y  suplicaron  fuésemos  servidos  de  poner 
remedio  y  proveer  cerca  del  exceso  y  desborden  que  en 
lo  de  los  trages  y  vestidos  en  nuestros  reynos  avia,  el 
qual  avia  venido  a  ser  tan  grande  q.  ellos  se  consumían 
las  haciendas,  etc.,  etc.,  por  lo  que  mandamos:  q.  nin- 
guna persona  hombre  ni  mujer,  de  qualquier  calidad, 
condición  y  preheminencia  q.  sea,  no  pueda  traer  ni 
vestir  ningún  genero  de  brocado,  ni  de  tela  de  oro,  ni  de 
tela  de  plata,  ni  en  ropa  suelta,  ni  en  aforro,  ni  en  ju- 
bón, ni  en  caigas,  etc.,  etc  ,  y  q.  esto  se  entienda  assi- 
mismo  en  telas  y  telillas  de  oro  y  plata,  falsas,  y  en  te- 
lillas barreadas  y  texidas  en  q.  haya  oro  o  plata  aunque 
sea  falso.  Asi  mismo  se  prohibe  cualquier  género  de  bor- 
dado ni  recamado,  ni  gandujado,  ni  entorchado,  ni  cha- 
pería de  oro  ni  de  plata,  ni  de  oro  de  cañutillo,  ni  de 
martillo,  ni  de  ningún  género  de  trenga,  etc.,  etc. 

»En  cuanto  a  los  vestidos  y  ropas  sobre  armas  se 
guarda  lo  contenido  en  la  Pragmática  de  las  Cortes  del 
Emperador  mi  Señor,  celebradas  en  1537  en  Valladolid; 
que  por  honra  de  la  cavalleria  se  pueden  traer  sobre  las 
armas  en  guerra  u  otros  actos  ropas  de  brocados,  telas 
y  otras  cosas  q.  quisieren.  Otrosí  —  Permitimos  q.  las 


-  118  - 

mugeres  puedan  traer  mangas  de  punto  de  aguja  de  oro, 
plata  y  seda,  y  telillas  de  oro  y  plata  barreadas  y  jubo- 
nes de  dicha  telilla.» 

Estas  Pragmáticas  nos  dan  idea  clara  del  lujo  y  de 
las  modas  seguidas  en  tiempo  de  Felipe  II.  No  obstante 
ser  el  rey  tan  ordenancista  en  estas  materias  y  vestir  él 
con  sencillez  suma,  son  buena  prueba  la  serie  de  Prag- 
máticas que  dictó  coartando  el  lujo,  de  que  éste  iba  cada 
vez  en  gran  aumento,  sin  que  las  leyes  pudieran  evitar 
ninguno  de  sus  efectos  y  gradual  exceso. 

Por  ser  fiel  reflejo  de  las  costumbres  de  España  en  el 
siglo  XVI,  recordamos  aquí  algunos  preceptos  contenidos 
en  las  Ordenanzas  municipales  del  Toledo  del  año  1562, 
que  se  refieren  a  las  artes  y  oficios  relacionados  con  el 
traje.  Hay  varios  capítulos  que  tratan  de  los  calceteros, 
chapineros,  cordoneros,  hilanderas,  gorreros,  jubeteros, 
sastres,  etc.,  etc.,  así  como  de  lo  que  necesitaren  saber 
para  ser  examinados,  pues  en  el  titulo  131,  que  trata 
de  los  sastres  y  jubeteros,  dice:  «En  cada  año  por  el 
mes  de  Marzo  los  Srs.  Justicia  e  Regidores  conforme  al 
capitulo  de  Cortes  nombren  dos  veedores  y  dos  exami- 
nadores del  arte  y  oficio  de  sastres  y  un  veedor  y  un 
examinador  del  arte  y  oficio  de  jubetero»,  etc.,  etc.  Es- 
tas disposiciones  determinan  los  géneros  que  correspon- 
den a  cada  prenda  y  sus  cortes.  Se  hacían  saber  al  pue- 
blo, pregonándolas  públicamente,  en  las  puertas  princi- 
pales de  la  Catedral,  en  Zocodover  y  en  los  sitios  más 
concurridos  de  la  imperial  ciudad,  y  eran  muchas  veces 
solicitadas  por  los  artistas  mismos,  a  fin  de  que  fueren 
examinados  y  se  reconociera  oficialmente  quiénes  se 


-  119- 

dedicaban  a  las  artes  manuales,  evitando  de  este  modo 
intrusiones  de  otros  artífices  o  de  personas  extrañas  a  la 
profesión,  a  la  par  que  se  unificaba  el  traje  nacional, 
toda  vez  que  había  moldes  fijos  y  tasa  para  hacer  los 
trajes  y  sus  variados  indumentos. 

El  título  38  de  estas  Ordenanzas,  dice:  «Que  para 
hacer  el  examen  de  oficial  de  calcetero  trayga  vara  y 
dos  tercias  de  cordellato,  y  por  otra  parte  vara  y  me- 
dia, y  dello  ha  de  cortar  dos  pares  de  calzas  enteras,  a 
sesgo  y  a  pelo  y  a  cordón  deiecho  y  que  llenen  las  di- 
chas calzas  sus  cumplimientos  y  gouiernos  conformes. 
Y  que  las  saquen  del  largo  que  las  puedan  sacar,  de 
cada  pedazo  y  corte». 

«Otro  sí:  que  el  tal  oficial  señale  en  un  manto  de  mu- 
ger  un  par  de  calzas  enteras  y  tasse,  y  señale  quantos 
pares  de  calzas  saldrán  de  dicho  manto,  y  le  pongan  a 
sesgo  y  a  corte. 

»Que  las  calzas  de  muger  y  medias  calzas  de  medio 
peal  de  hombre  vayan  cosidas  a  dos  costuras.  So  la  di- 
cha pena...  Y  que  las  soletas  que  se  echaren  en  las 
unas  y  en  las  otras  sean  nuevas. 

»Otro  sí:  que  por  cuanto  somos  informados  que  mu- 
chas personas  que  no  son  de  dicho  oficio,  y  otros  que  lo 
son  echan  aforros  nuevos,  a  calzas  que  hazen  de  paños 
viejos,  para  venderlas  por  nuevas.  Que  la  persona  que 
esto  hiziere,  aya  perdido  las  tales  calzas,  aplicadas  en 
la  manera  susodicha. 

»Item:  que  las  calzas  que  se  hizieren  para  vender,  de 
raso,  o  de  terciopelo,  o  de  otras  cualesquier  telas,  no 
intervenga  en  ellas  ningún  genero  de  terciopelo  ligero, 


-^  120  — 

en  guarnición  ni  cumplimientos  dellas,  si  no  fuere  en  los 
tafetanes  que  llevan  por  dentro  en  lugar  de  rasos.  Sope- 
ña de  dos  mil  maravedís,  aplicados  según  dicho  es. 

>Que  los  gregescos  que  se  cortaren  para  vender,  de 
piñuelas,  o  tilas  de  oro,  o  damascos  o  terciopelos  labra- 
dos, o  prensados,  vayan  todas  las  labores  a  una  mano  y 
no  lleven  piezas  en  los  costados,  ni  en  las  bocas  de  aba- 
xo  si  no  fuere  en  las  traseras  y  delanteras. 

«Que  las  medias  calzas  y  polaynas  de  cordellate  o 
paño,  ansi  de  hombre  como  de  muger,  vayan  al  sesgo 
y  pelo. 

»Item  por  cuanto  algunas  personas  hazen  calzas  y 
gregescos  de  terciopelo  y  de  paño  viejo,  y  de  otras  co- 
sas para  vender,  de  que  viene  daño  á  esta  república,  y 
a  las  personas  que  las  compran,  se  manda  que  no  las 
hagan  de  ninguna  cosa,  si  no  fuere  nuevas.» 

Si  bien  es  cierto  que  Felipe  II  pudo  dominar  algo  el 
incremento  del  excesivo  lujo,  puesto  que  el  uso  dé  las 
ropas  negras  o  muy  oscuras  predominaron  en  su  tiempo, 
y  las  hechuras  pierden  su  gentileza  desapareciendo  de 
los  gregüescos  y  de  los  bullones  de  las  mangas  aquellos 
lindos  rizados  que  tan  buen  efecto  habían  producido  en 
la  corte  de  su  padre,  los  límites  del  buen  gusto  duraron 
poco  tiempo.  El  desarrollo  de  las  modas  con  el  continuo 
trato  de  los  extranjeros  y  la  prosperidad  de  España  en 
esta  época,  son  causas  para  que  se  variase  y  alterara  el 
traje,  tomando  abigarramientos  y  cambios  nada  felices 
a  poco  tiempo  después. 

Sempere  y  Guarinos  nos  dice  que  el  traje  de  los  va- 
rones, en  tiempos  de  Felipe  II,  eran  calzas  justas,  justi- 


-  121  - 


líos  con  rodilleras  o  folladillos  o  zaonea  angostos;  con 
ellos  se  casó  este  principe  en  Salamanca.  Las  sayas  lar- 
gas de  faldas,  con  sobrefaldillas,  escarcela,  capa  larga 
con  capilla,  gorra  de  lana  de  Milán  o  terciopelo,  muy 
plana,  o  bonetes  redondos  o  caperuzas  de  paño,  collares 
de  los  camisones,  justos,  sin  lechuguillas,  que  entonces 
se  estilaron  las  que  llamaron 
marquesotas,  como  más  propias 
para  las  barbas,  reformadas  de 
las  tudescas,  que  eran  muy  lar- 
gas. Las  mujeres  vestían  ropas  y 
basquinas  de  paño  frisado  y  gra- 
na, y  si  de  terciopelo,  servían 
en  e]  matrimonio  de  abuela,  hija 
a  nieta,  y  en  lugares  bien  popu- 
losos y  hacendados  había  en  el 
palacio  del  Ayuntamiento  vesti- 
dos con  que  todos  los  vecinos 
recibían  las  bendiciones  nupcia- 
les. Generalmente  los  mantos 
eran  de  paño  velarte,  con  va- 
riados tocados,  guantes,  etc. 

Pasado  el  año  de  1540  se  su- 
primieron los  escotes,  y  provisto  el  corpino  de  una  ver- 
dadera gola,  descansaba  el  rostro  sobre  una  gorgnera 
bordada  y  rizada,  que  fué  creciendo  progresivamente 
más  y  más,  hasta  llegar  a  parecer  «una  rueda  de  moli- 
no», según  frase  de  un  autor  de  la  época.  Las  faldas  fue- 
ron adquiriendo  cada  vez  más  la  forma  acampanada, 
que  habla  de  llegar  a  la  exageración  más  grande. 


122 


En  general,  podemos  decir  que  los  zapatos  en  vez  de 
punta  aguda  pasan  a  ser  redondos  y  el  uso  de  joyas  y 
adornos  preciosos  apenas  si  se  emplea.  Los  calzones  o 
gregüescos  se  estrechan,  y  en  vez  de  la  ropilla,  sobre 
los  justos  jubones  de  terciopelo,  se  ponen  ricos  gabanes, 
que  llegaban  a  medio  muslo,  con  solapas  y  vueltas  de 

pieles.  Sobre  los  hombros  se  co- 
loca una  capa  airosa  con  cuello 
vuelto,  la  que  llega  hasta  las 
calzas,  y  que  llamaban  capilla, 
Al  rey  Don  Felipe  II  se  le 
representa  vistiendo  jubón  ajus- 
tado hasta  la  cintura,  del  que 
penden  cortas  faldetas;  en  las 
mangas  lleva  un  brahón  o  afe- 
Uado,  abrochado  por  delante, 
con  cuello  ancho,  alto,  todo  ne- 
gro, calzas  y  medias  calzas, 
gregüescos,  y  sobre  los  hombros 
capa  corta,  fija  sobre  el  hombro 
izquierdo,  y  sombrero  alto,  pun- 
tiagudo, en  forma  de  cono  trun- 
cado, negro,  y  zapatos  cerrados  con  hebilla.  (Véanse 
los  retratos  pintados  por  Pantoja  en  El  Escorial  y  en 
nuestro  Museo  del  Prado.) 

No  pudo  seguir  mucho  tiempo  la  majestuosa  ostenta- 
ción del  traje  en  los  límites  severos  del  buen  gusto  sin 
que  los  abigarramientos  hicieran  sus  estragos;  y  así,  al 
finalizar  este  reinado,  la  intrusión  del  barroquismo  trae 
al  traje  pesados  alamares  y  perifollos,  cuyo  recargo  fué 


-  123  - 

en  aumento  hasta  resultar  las  ridiculas  y  absurdas  mo- 
das de  los  tiempos  de  Felipe  III. 

Por  lo  que  respecta  a  tocados  varoniles,  interesa  co- 
nocer que  a  fines  del  siglo  XV  y  principios  del  XVI  se 
usaba  cabellera  suelta  y  caída  sobre  los  hombros,  for- 
mando bucles,  y  la  cara  la  llevaban  afeitada. 

Por  los  años  1620  se  estiló  el  pelo  largo  y  caído,  cor- 
tado por  igual,  y  alrededor  de  la  frente  en  forma  de  cer- 
quillo y  sin  raya.  Después  se  empezó  a  usar  cortado  al 
rape,  moda  que  inició  Carlos  V,  por  haber  estado  enfer- 
mo: tocado  que  adoptaron  más  tarde  las  personas  de 
edad  madura;  los  jóvenes  se  dejaban  el  pelo  largo  y  se- 
guían rizándoselo.  También  se  empezó  a  llevar  en  el 
rostro  bigote,  perilla,  barba  corrida  y  hasta  a  veces 
un  lado  con  barba  y  otro  sin  ella.  Los  médicos  y  obispos 
usaban  largas  barbas. 

En  los  pasados  reinados  todo  el  lujo  consistía  en  la 
materia  de  los  vestidos  o  cualesquiera  adornos  que  se 
le  añadían,  sin  alterar  en  lo  esencial  el  traje  nacional. 
No  ocurrió  esto  en  el  reinado  de  Felipe  II,  puesto  que  se 
hicieron  algunas  modificaciones  notables  en  el  traje.  Se 
empezaron  a  usar  medias  de  punto  de  aguja;  asimismo 
hubo  variación  en  los  cuellos  de  las  marquesotas  y  otras 
más  que  se  aprecian  en  los  retratos  de  aquel  tiempo. 

En  1667  se  hizo  petición  a  las  Cortes  de  que  las  mu- 
jeres puedan  gastar  las  ropas  vedadas  en  otras  Pragmá- 
ticas, con  tal  de  que  sean  registradas  ante  la  justicia;  a 
lo  que  el  rey  contestó  que  ya  se  dio  en  la  ley  tiempo  bas- 
tante para  gastar  la  ropa  y  no  conviene  se  haga  otra 
nueva  prerrogativa. 


-  124  - 

Con  esto  se  iba  poco  a  poco  desterrando  el  traje  anti- 
guo, que  si  bien  solía  ser  más  costoso  y  rico,  también 
duraba  más  y  sostenia  la  moda  del  país,  y  con  el  fre- 
cuente trato  de  extranjeros  se  iba  desnaturalizando  el 
traje  español. 

El  P.  Antonio  Gamos,  en  1592,  escribía  acerca  del 
traje  en  su  Microcosmia  y  gobierno  universal  del  hombre: 
«Una  de  las  modas  perjudiciales  en  el  reinado  de  Feli- 
pe II  fué  la  de  las  lechuguillas  en  los  cuellos  de  la  cami- 
sa y  puños  de  la  misma.»  Era  la  lechuguilla  un  cuello  de 
lienzo  de  cerca  de  una  cuarta  de  ancho,  muy  almidona- 
do y  tieso  en  forma  propiamente  de  lechuguilla;  debía 
causar  estorbos  grandes  a  los  movimientos  de  cabeza, 
pero  se  hizo  tan  general  su  uso,  que  se  adoptó  como 
prenda  nacional  e  indispensable  a  todas  las  clases  so- 
ciales. Resultaban  estos  cuellos  tan  molestos  como  cos- 
tosos, porque  se  hacían  de  holanda  fina,  la  que  se  almi- 
donaba mucho  a  fin  de  ser  armado  luego  el  cuello  en 
moldes  especiales  que  había  a  tal  objeto.  Se  ensuciaban 
fácilmente  y  se  arrugaban  más,  por  lo  que,  con  lavados 
varios  y  armadura  constante,  quedaban  destruidos  en 
breve  tiempo.  Esto  dio  lugar  a  que  las  Cortes  de  Ma- 
drid de  1586  solicitaran  del  rey  la  reforma  de  estos  cue- 
llos, ya  que  hasta  en  el  ambiente  popular  existía  la 
frase  de  llevar  la  cabeza  en  estos  cuellos  como  metida 
en  collar  de  «mastín  de  ganado». 

Mobiliario.  —  Comenzó  entonces  el  uso  de  los  var- 
gueños; las  sobrevestas  de  terciopelo  en  las  mesas  con 
presillas  de  agremanes  de  oro  y  flecos  de  espiguilla;  los 
lechos  con  grandes  doseles  y  cortinajes;  los  sillones  de 


-  125  - 

planos  brazos  con  cueros  o  velludos,  o  los  grandes  arce- 
nes tallados,  que  algunos,  llenos  de  ropa  blanca  y  de 
telas,  constituían  el  regalo  de  boda  para  las  novias;  las 
vajillas  de  plata  más  lujosas,  con  los  platos  de  loza,  ya 
italianos  o  de  nuestras  fábricas  de  Triana  y  Talavera, 
pues  aún  no  se  había  introducido  la  china  en  Europa; 
los  cubiertos,  constituidos  ya  por  las  tres  piezas  princi- 
pales de  cuchara,  tenedor  y  cuchillo,  completaban,  con 
los  tapices  y  guardamaciles,  las  alfombras  de  Persia,  de 
Alcaraz  y  de  Toledo,  entre  nosotros,  el  ajuar  de  aque- 
llos señores  del  Renacimiento. 

Como  ampliación  de  lo  antedicho  y  para  los  que  de- 
seen obtener  mayores  detalles  que  los  que  permite  la 
índole  de  este  Compendio,  mucho  aún  encontrarán  en 
autores  que  muy  especialmente  se  ocupan  de  estas  ma- 
terias, como  el  bachiller  Luis  de  Peraza,  que  especifica 
y  diserta  hasta  graciosamente  sobre  los  trajes  que  usa- 
ban los  sevillanos  y  sevillanas  del  año  1552,  así  como 
Alonso  Morgado,  que  consignaba  que  ninguna  mujer  de 
Sevilla  se  ponía  manto  de  lana,  «pues  todo  es  de  seda, 
tafetán,  marañas,  soplillo,  y  por  lo  menos  añascóte», 
usando  para  los  vestidos  los  bordados,  recamados,  etc., 
«que  las  agraciaban  mucho»,  con  otros  escritos  que  ire- 
mos citando,  molestos  de  leer  en  verdad  por  su  proligi- 
dad  y  pesado  estilo,  pero  imprescindibles  de  consultar 
para  el  que  desee  conocer  en  todos  sus  detalles  los  que 
caracterizaban  a  determinadas  épocas. 


-  126  — 


VII.  —  SIGLO  xvn 


Ocúpanlo  tres  monarcas  de  la  Casa  de  Austria,  últi- 
mos vastagos  decadentes  de  aquella  dinastía,  que  co- 
menzó a  regir  nuestros  destinos  en  el  período  heroico 
de  resurgimiento  del  poderío  hispano,  llevado  al  cénit 
de  nuestra  grandeza  por  el  Emperador  y  su  hijo  Feli- 
pe II,  pero  impulsado  por  sus  herederos  a  la  mayor  de 
cadencia  y  abatimiento,  hasta  concluir  con  el  último  de 
sus  reyes,  Carlos  II. 

Ocurrido,  sin  embargo,  el  mayor  cambio  a  la  muerte 
de  Felipe  11  (1698),  debemos  anticipar  estos  dos  años 
nuestro  estudio  del  siguiente  siglo,  pues  entonces  real- 
mente comenzaron  las  mayores  novedades  en  el  reino. 

En  1698  heredó  Felipe  III  el  esplendor  de  los  Estados 
de  su  padre;  mas  siendo  la  antitesis  de  éste  en  carácter, 
bien  pronto  se  confirmó  el  presentimiento  de  Felipe  II, 
de  que  su  hijo  iba  a  ser  gobernado  por  ministros  y  cor- 
tesanos. En  efecto,  Felipe  III,  más  dado  a  las  prácticas 
piadosas  y  esplendores  cortesanos,  que  a  los  cuidados 
del  reino,  se  aparta  de  su  misión  de  gobernante;  y  el 
pueblo  español,  tan  piadoso  como  sensato,  siente  el 
abandono  en  que  su  rey  le  deja  y  manifiesta  su  descon- 
tento al  verse  regido  de  válidos  y  tiranos,  los  que  con  su 
opulencia  y  extraordinario  lujo  llegan  a  empobrecer  y 
estrechar  en  sumo  grado  la  dignidad  real,  a  la  par  que 
oprimen  al  pueblo  y  la  nación  decaía  grandemente. 


-  127  - 

Apenas  proclamado  rey  Don  Felipe  III,  bu  principal 
cuidado  fué  casarse,  escogiendo  para  esposa  a  Doña 
Margarita  de  Austria,  en  la  que  depositó  su  mayor 
afecto. 

Cabrera  de  Córdoba  dice,  que  cuaado  el  nuevo  mo- 
narca tuvo  la  nueva  de  su  desposorio,  alivia  su  luto  y 
trae  herreruelo,  con  toquilla  en  el  sombrero.  Para  su 
boda  ordenó  que  los  soldados  lleven  almidón  en  los  cue- 
llos y  las  lechuguillas  mayores  de  la  marca,  y  con  ban- 
das, y  como  quisieren,  y  los  vestidos  de  la  misma  ma- 
nera. El  Rey,  aunque  con  luto,  iba  vestido  de  negro 
guarnecido  de  oro  y  plata  y  con  plumas  en  la  gorra. 

A  Vinaroz  (Valencia)  salieron  a  esperar  a  la  reina 
prometida  el  marqués  de  Denia,  el  cual  iba  acompañado 
de  cincuenta  caballeros  muy  ricamente  aderezados  de 
encarnado  y  blanco,  que  dicen  ser  los  colores  de  la  rei- 
na, con  otros  tantos  criados  vestidos  de  los  mismos  colo- 
res. A  la  villa  y  corte  ha  enviado  S.  M.  la  traza  de  los 
arcos  y  fiestas  para  la  entrada  de  la  reina,  en  las  que  se 
piensa  gastar  cien  mil  ducados.  El  17  de  Abril  de  1699 
la  reina  desembarcó  con  la  archiduquesa  su  madre,  que 
llegaron  bien  de  salud,  no  obstante  de  haberse  mareado 
mucho  en  la  travesía. 

D.  Pedro  de  Toledo,  en  honor  de  la  reina,  hizo  en  Pa- 
lacio una  mascarada,  que  costó  más  de  cuatro  mil  duca- 
dos, en  la  que  el  rey  danzó  mucho  y  las  damas  mudaron 
tocas  leonadas  y  vestidos  de  tafetán  negro,  con  el  fin  de 
quitar  del  todo  el  luto  el  día  de  Pascua,  para  asistir  a  la 
boda  del  rey  muy  engalanadas. 

Fueron  muchos  caballeros  a  saludar  a  la  reina,  ves- 


I 


-  128  — 

tidos,  como  hemos  dicho,  de  encarnado  y  blanco,  con 
muchos  pasamanos  de  oro  y  sendos  criados  con  los  mis- 
mos colores  y  pasamanos  de  seda.  El  marqués  de  Denia, 
que  iba  en  representación  del  rey,  llevaba  el  vestido 
muy  bordado  y  recamado  de  oro,  al  que  acompañaron, 
hasta  salir  de  la  ciudad  de  Valencia,  el  duque  del  Infan- 
tado y  el  conde  de  Benavente,  que  le  llevaban  en  medio. 

El  domingo  19  de  Abril  de  1599  fué  la  feliz  y  pompo- 
sa entrada  de  la  reina  en  Valencia.  Iban  en  su  acompa- 
ñamiento doscientos  caballeros,  todos  vestidos  ricamen- 
te, con  muchas  joyas  y  con  ricas  y  lucidas  libreas,  de 
muchos  pajes  y  lacayos.  El  príncipe  de  Oria  llevaba  plu- 
mas y  botones  de  oro.  Entraron  la  reina  y  sus  damas  a 
caballo,  con  sillones  de  plata.  Al  apearse  la  reina  salió 
el  rey  a  recibirla  con  la  Corte;  el  Nuncio  de  Su  Santi- 
dad, vestido  de  pontifical,  fué  el  encargado  de  hacer  la 
ratificación  del  matrimonio  de  Sus  Majestades  y  Altezas. 

Salieron  vestidos,  el  día  de  las  bodas,  Sus  Majestades 
de  blanco,  muy  ricamente  aderezados,  con  muchos  re- 
camados y  bordados  de  oro  y  perlas.  La  reina  y  la  in- 
fanta con  velos  de  plata  en  la  cabeza  y  tocados  muy 
ricos  de  gruesas  perlas,  y  el  rey  con  bohemio  dorado,  y 
el  archiduque  Alberto,  casado  con  Isabel  Clara  Euge- 
nia, con  capa  de  lo  mismo,  con  muchas  joyas  de  inesti- 
mable valor. — Luego  hubo  grandes  fiestas,  y  en  el  baile 
el  rey  danzó  con  la  reina,  alta  y  baja  y  gallarda  y  pa- 
vana, y  la  reina,  como  sus  damas,  bailaron  a  la  flamen- 
ca. Hubo  toros,  cucañas,  torneos,  justas  y  demás  fiestas,' 
y  el  rey  concedió  el  Tusón  del  difunto  rey  al  archiduque 
y  a  algún  otro  caballero . 


-  129  - 

El  duque  de  Lerma  iba  en  la  ceremonia  ataviado  de 
un  vestido  guarnecido  de  perlas  netas,  de  inestimable 
valor,  adornando  su  traje  y  persona  joyas  y  diamantes 
de  subido  precio. 

Dice  el  cronista,  después  de  relatarnos  la  suntuosi- 
dad de  las  bodas  y  las  fiestas  consiguientes  en  el  reino, 
que  llamaron  mucho  la  atención  las  libreas  del  principe 
de  Melfeta,  el  cual  traía  vestidos  quince  pajes  y  diez  la- 
cayos de  esta  manera:  «Los  pajes  con  botinas  de  tercio- 
pelo morado  hondo  en  oro,  por  guarnición  dos  fajas  de 
raso  morado,  bordadas  de  oro  escarchado,  aforradas  en 
tela  de  oro  de  Milán  primavera;  cueras  acuchilladas 
como  las  dichas  fajas  bordadas,  jubones  de  tela  de  oro 
de  Milán,  calzas  con  cuchilladas  de  la  manera  de  las 
fajas  sobredichas  con  tela  de  oro,  espadas,  dagas,  tiros 
y  pretinas  muy  bien  bordadas,  gorras  con  toquillas  bor- 
dadas, y  los  lacayos  se  diferenciaban  solamente  en  traer 
capas.  Cada  vestido  de  éstos  costaba  600  ducados.  Las 
demás  libreas  délos  señores  fueron  muy  ricas  y  lucidas». 

Las  descripciones  de  otras  ceremonias  públicas  a  que 
asistían  los  reyes  y  la  nobleza  dan  idea  del  traje  corte- 
sano. En  el  bautizo  de  la  primera  hija  de  Felipe  III,  que 
tuvo  lugar  en  22  de  Septiembre  de  1601,  en  Valladolid, 
en  la  iglesia  de  San  Pablo,  la  pusieron  el  nombre  de 
Ana,  como  su  abuela;  casó  con  Luis  XIII  de  Francia  y 
fué  madre  de  Luis  XIV;  en  su  cristianismo,  o  bautizo, 
fueron  padrinos  el  duque  de  Parma  y  la  duquesa  de  Ler- 
ma, los  que  iban  muy  aderezados:  él  con  cuera  y  calzas 
de  blanco,  bordadas  de  perlas,  y  capa  de  terciopelo  ne- 
gro, bordada  con  ricos  botones,  y  la  gorra  muy  bien  ade- 


-  130- 

rezada,  y  la  duquesa  con  cota  y  saya  bordada  de  perlas 
y  el  tocado  asimismo;  la  gorguera  y  la  arandela  con 
puntas  de  diamantes  y  collar,  cintas,  botones:  todo  muy 
rico.  El  rey  regaló  a  los  padrinos  un  presente  de  cami- 
sas de  cadeneta,  pañizuelos,  guantes  y  cueros  y  bolsi- 
llos de  ámbar,  muchas  pastillas  y  pebetes,  y  un  pabellón 
de  la  India,  que  se  estima  en  mucho. 

Como  se  ve  por  las  anteriores  relaciones,  el  lujo  y 
las  costumbres  tomaron  una  dirección  tal  como  jamás 
se  había  visto  en  España,  amenazando  herir  con  broca- 
dos y  satines  hasta  la  existencia  de  la  monarquía,  de  lo 
que  no  hay  que  culpar  a  la  autoridad  de  aquel  reinado, 
pues  hizo  cuanto  se  estimaba  entonces  conveniente  para 
contrarrestar  el  desenfreno  y  derroche  del  lujo,  no  sólo 
de  los  magnates,  sino  de  todas  las  clases  sociales. 

Para  ello  el  rey  restableció  las  antiguas  leyes  sun- 
tuarias, y  muy  particularmente  las  referentes  a  los  tra- 
jes, a  cuyo  fin  publicó  en  2  Junio  1600,  una  pragmática 
con  tendencias  morales  que,  entre  otras  cosas,  decía: 

«Manda  el  rey  nuestro  señor  que  ninguna  mujer,  de 
cualquier  estado  y  calidad  que  sea,  no  pueda  traer  ni 
traiga  guarda-infante,  por  ser  traje  costoso  y  superfino, 
penoso  y  pesado,  feo  y  desproporcionado,  lascivo,  des- 
honesto y  ocasionado  a  pecar,  así  las  que  lo  usan  como 
los  hombres,  por  causa  de  ellas,  etc. 

»Item,  que  ninguna  basquina  pueda  exceder  de  ocho 
varas  de  seda,  y  al  respecto  en  las  que  no  fuesen  de 
seda,  ni  tener  más  que  cuatro  varas  de  ruedo,  y  que  lo 
mismo  se  entienda  en  faldellines,  manteos,  o  lo  que  lla- 
man polleras  y  enaguas. 


-  131  - 

»Y  también  se  prohibe  que  ninguna  mujer  que  andu- 
viese en  zapatos  pueda  usar  ni  traer  verdugados,  ni  otra 
invención,  ni  cosa  que  haga  ruido  en  las  basquinas,  y 
que  solamente  pueda  traer  los  dichos  verdugados  con 
chapines,  que  no  bajen  de  cinco  dedos. 

»Asimismo  se  prohibe  que  ninguna  mujer  pueda  traer 
jubones,  que  llaman  escotados,  y  la  mujer  que  lo  con- 
trario hiciere  incurrirá  en  perdimiento  de  guarda-infan- 
te, basquinas,  jubones  y  demás  cosas  referidas,  y  20.000 
maravedís  por  la  primera  vez.  Por  la  segunda,  pena  do- 
blada y  destierro  de  esta  corte  a  cinco  leguas. 

»Item:  los  sastres,  juboneros,  roperos  y  otros  cuales- 
quiera oficiales  que  cortasen  o  mandaren  hacer  o  hicie- 
ren basquinas,  manteos,  polleras  y  jubones  y  cuales- 
quiera otra  cosa  contra  lo  de  susodicho,  desde  el  de  su 
publicación,  caigan  en  la  pena  del  valor  de  las  basqui- 
nas y  jubones  y  en  40.000  maravedís. 

»Por  la  primera  vez  sea  desterrado  de  la  ciudad,  villa 
o  lugar  por  tiempo  de  dos  años  precisos,  y  por  la  segun- 
da llevado  a  un  presidio  por  cuatro  años.» 

En  esta  Pramática  de  2  de  Junio  de  1600,  se  dice 
que  todo  lo  labrado  contra  ella  se  permite  usar  hasta 
que  se  acabe,  venderlo  y  trocarlo,  con  tal  de  que  no  se 
le  mude  la  forma  que  tenía  al  tiempo  de  la  promulga- 
ción, y  registrándose  ante  las  Justicias  del  distrito  en 
donde  se  encontrase. 

Asimismo  se  extiende  al  amplitud  de  los  cuellos,  que 
por  las  leyes  anteriores  debía  ser  de  un  dozavo  de  vara 
a  un  octavo  o  media  cuarta,  y  se  permite  que  se  puedan 
aderezar  con  almidón  o  con  cualquiera  otra  cosa,  con 


-  132  - 

tal  que  no  tuvieran  guarniciones  de  franjas  y  redes  o 
deshilados,  sino  que  fueran  de  holanda  u  otro  lienzo, 
con  una  o  dos  vainicas  blancas  y  no  de  otro  color. 

Se  prohibe  que  las  mujeres  vayan  tapadas  a  la  calle, 
etcétera.  A  las  justicias  negligentes  en  celar  el  cumpli- 
miento de  esta  Pramática  se  les  impone,  entre  otras,  la 
pena  de  privación  de  oficio. 

A  pesar  de  dictar  estas  y  otras  disposiciones,  el  sis- 
tema político  no  se  varió  ni  mudó  nada  en  favor  de  la 
nación,  antes  al  contrario,  sobrevinieron  perjuicios,  por 
lo  que  las  Cortes  de  1618,  clamando  por  el  pueblo,  ex- 
ponían al  rey  que  no  permitiera  la  importación  de  sedas 
en  el  reino,  porque  con  tal  medida  se  daba  golpe  de 
muerte  a  la  producción  nacional  y  muy  particularmen- 
te a  los  reinos  de  Granada,  Murcia,  Valencia,  Vallado- 
lid  y  otras  regiones  que  fundaban  en  la  producción  de 
la  seda  su  mayor  riqueza  y  bienestar.  Aunque  el  rey 
accedió  a  la  petición  de  los  procuradores  del  reino,  el 
mal  no  se  atajó,  porque  si  bien  es  verdad  que  la  seda 
en  hilado  no  se  traía  ya  de  fuera,  en  sustitución  de  ésta 
se  introducían  tejidos  de  la  misma  materia,  «con  lo  que 
la  industria  nacional  paraliza  su  producción  y  empieza 
a  decaer  grandemente;  ciérranse  fábricas  y  toda  clase 
de  telares»,  porque  ya  nadie  compraba  tejidos  que  no 
fueran  extranjeros. 

Felipe  III,  haciéndose  eco  de  este  lamentable  estado 
social,  donde  sólo  había  dos  clases,  la  de  los  muy  ricos 
y  la  de  los  muy  pobres,  quiso  remediar  tanto  mal,  y 
ordenó  al  Consejo  Superior  del  reino  que  estudiara  la 
causa  de  esta  anormalidad.  El  Consejo  expuso  al  rey 


-  133  - 

los  medios  para  evitar  mayores  males,  diciéndole,  entre 
otras  cosas,  que  refrenara  los  excesivos  gastos  en  el 
lujo,  particularmente  el  de  los  cuellos,  qu>e  era  exorbitante; 
que  se  prohibiera  la  introducción  de  telas  de  seda,  y 
que  se  aminorara  el  número  de  criados,  pajes,  etc.,  in- 
sinuando al  monarca  que  sería  muy  conveniente  diera 
él  ejemplo,  ya  que  el  gasto  de  Palacio  montaba  dos  ter- 
ceras partes  más  que  a  fines  del  reinado  de  su  padre, 
Don  Felipe  II  (I). 

Por  una  Pragmática  también  de  Junio  de  1600  se  re- 
forma el  lujo  de  los  muebles  en  todas  las  casas;  se  pro- 
hiben las  colgaduras  de  brocados,  y  las  de  oro,  plata  y 
bordados  y  cualquiera  otras  telas  que  tengan  estos  meta- 
les, permitiéndose  únicamente  de  terciopelo,  damascos, 
rasos,  tafetanes  u  otras  telas  de  seda,  aun  cuando  en  las 
garras  de  dichas  colgaduras  se  echen  focaduras  de  oro 
y  plata.  Que  los  doseles  y  camas  que  en  adelante  se  hi- 
cieren, no  pueden  ser  bordados  en  los  blancos  de  ellos, 
ni  de  las  cortinas  y  cielo  de  las  camas,  los  que  pudieran 
ser  bordados  de  oro  y  plata  y  llevar  alamares  y  foca- 
duras  de  ellos. 

Se  prohibe  hacer  en  el  reino,  ni  introducir  tapices 
en  que  haya  oro  y  plata,  ya  sean  estos  metales  puros  o 
falsos. 

El  descontento  que  produjo  al  pueblo  esta  Pragmática 
sobre  los  trajes,  dio  lugar  a  manifestaciones  públicas  de 


(1)  Véase  el  Comentario  del  Licenciado  Fernández  Navarrete 
en  el  tratado  «Conservaaión  de  Monarquías  y  Discursos  políticos 
sobre  la  gran  consulta  que  al  Consejo  hizo  el  señor  Rey  Don  Fe- 
Upe  in». 


-  134  - 

protesta,  pues  las  damas  más  encopetadas  de  Madrid 
fueron  las  primeras  en  rebelarse  contra  estos  bandos, 
poniéndose  a  la  cabeza  de  todas  las  tres  hijas  del  Fiscal 
de  los  Consejos,  Gobernador  de  la  Hacienda,  Dr.  Gili- 
món  de  la  Mota,  las  que  en  su  vehemente  indignación 
gritaban:  «¡No,  nosotras  no  queremos  vestirnos  como 
quiere  el  rey  nuestro  señor,  que,  sin  duda,  está  mal- 
humorado! ¡No,  no  queremos  amortajarnos  en  vida!»  Pa- 
labras que  tuvieron  tal  eco  en  la  villa  y  corte,  que  a 
punto  estuvo  de  estallar  un  serio  motín  contra  las  dispo- 
siciones del  rey.  El  Fiscal  de  los  Consejos,  para  repri- 
mir los  ímpetus  de  sus  belicosas  hijas,  las  castigó  a  ves- 
tir por  mucho  tiempo  los  hábitos  de  monjas,  y  sin  usar 
otros  trajes,  lo  que  mucho  llamó  la  atención  en  Madrid 
y  Valladolid,  a  donde  fueron  con  la  Corte,  pues  siempre 
aparecían  las  hijas  del  Dr.  Gilimón  vestidas  de  tan  sin- 
gular manera. 

No  surtiendo  efecto  estas  Pragmáticas,  se  publicó  la 
de  3  de  Marzo  de  1602:  «Desde  el  día  de  su  publicación, 
quedan  prohibidos  enteramente  los  vestidos  en  que 
haya  bordados,  recamado,  escarchado  de  oro  o  plata, 
fino  o  falso,  de  perlas,  aljófar  o  piedras  y  guarniciones 
de  abalorio»,  etc.. 

El  año  1611,  en  3  de  Enero,  se  repiten  las  mismas 
prohibiciones,  las  de  1600,  acerca  de  los  trajes,  con  al- 
gunas adiciones.  Se  prohibe  que  ninguna  persona  pueda 
vestir  brocado,  tela  de  oro,  ni  de  plata,  ni  seda,  ni  con 
mezcla  de  aquellos  metales,  ni  bordado  recamado  de 
seda  o  cualquier  cosa  hecha  en  bastidor,  permitiéndose 
únicamente  para  el  culto  divino  y  para  la  guerra,  así 


-  135  - 

como  se  reforma  lo  que  se  usaba  para  los  ejercicios  mi- 
litares, diciendo:  que  nadie  pudiera  traer  en  las  ropas  y 
vestidos  género  alguno  de  entorchado,  torcido,  guaduja- 
dos,  franjas  ni  cordoncillos,  cadenillas,  gorviones,  lomi- 
llos, carrujados,  abollados,  requives,  ni  guarnición  nin- 
guna de  abalorio  ni  de  acero,  ni  ropa  alguna  con  pesta- 
ñas de  raso,  permitiendo  lo  prensado  y  acuchillado  y 
las  guarniciones  que  se  expresan  particularmente  en 
las  calzas,  en  las  que  parece  que  había  por  entonces 
mucho  lujo. 

En  las  capas,  bohemios  y  sus  aforros  se  usa  la  seda. 
En  los  sombreros,  así  de  hombre  como  de  mujeres,  se 
permiten  trenzas,  pasamanos  y  caireles  de  oro  y  plata, 
con  tal  de  que  no  sean  bordados.  Se  prohibe  echar  en 
cuellos  franjas,  redes  y  deshilados. 

Año  de  1611,  Abril  4.— Se  permite  que  los  cuellos, 
lechuguillas  y  polainas  de  las  camisas  puedan  ser  de  es- 
topilla o  paños  del  rey,  batistas,  caniquíes  y  bofetaes, 
contra  lo  que  estaba  prohibido. 

Se  suspende  lo  dispuesto  acerca  de  la  labor  y  peso  de 
las  sedas.  Se  permite  alguna  ampliación  a  las  guarni- 
ciones de  los  vestidos,  así  de  hombres  como  de  mujeres. 

Estas  Pragmáticas  no  sólo  manifiestan  la  debilidad  de 
las  leyes  para  contener  el  lujo,  sino  también  la  falta  de 
todo  criterio  económico  e  imperio  del  casuísmo,  en  con- 
firmación de  lo  cual.  Moneada  (autor  coetáneo)  decía: 
«Que  el  vestido  de  un  hombre  valía  comunmente  dos- 
cientos o  trescientos  ducados,  o  más»,  y  el  ya  citado 
licenciado  Navarrete,  en  sus  escritos  ocupábase  del  abu- 
so extraordinario  y  casi  increíble  de  la  pedrería  y  de  la 


-  136  - 


profusión  en  los  edificios  y  muebles,  lamentándose  mu- 
cho de  la  gran  variabilidad  de  las  modas  en  los  vesti- 
dos, puesto  que  en  el  mismo  año  se  cambiaban  multitud 
de  veces,  sin  poderse  utilizar  los  muchos  indumentos 
que  los  constituían. 

Pero  fijándonos  en  la  forma  y  gusto  de  aquellas  mo- 
das, diremos  que,  en  el  reinado  de  Felipe  III,  el  traje  de 

los  hombres  conserva  el  jubón 
con  hombreras  y  aletas  o  man- 
gas perdidas,  ceñido  y  sin  cin- 
turón,  y  con  faldetas,  pero  sin 
acuchillados.  Se  estiló  la  banda 
o  tahalí,  que  era  una  cinta 
ancha,  que,  desde  el  hombro  de- 
recho, iba  a  fijarse  a  la  ca- 
dera izquierda,  y  que  se  colo- 
caba hasta  encima  de  la  capa, 
pendiendo  de  ella  la  espada. 
Las  calzas  justas  y  medias  cal- 
zas, a  veces,  con  botones  a  los 
lados,  por  donde  asomaban  su 
forro  de  seda,  y  medias  que  se 
unían  a  ellas  al  atarlas  o  unirlas 
en  las  piernas.  Los  gregüescos  siguieron  largo  tiempo 
llevándose  excesivamente  amplios.  Sus  perneras  pare- 
cían dos  sacos  holgados,  cortándose  éstos  en  su  longitud 
en  numerosas  tiras;  cada  uno  se  les  forraba  con  gran 
cantidad  de  telas  finas  de  otros  colores,  que  asoma- 
ban por  ellas,  y  las  que  a  veces  formaban  grandes 
bollos. 


-  137  - 

La  capa  española  en  el  siglo  XVII  era  muy  usada, 
ya  lisa  o  con  cuello  y  capucha.  También  la  capa  corta, 
capilla  o  ferreruelo,  que  muchas  veces  se  llevaba  como 
adorno  libremente  sin  fijarla  al  cuello,  por  lo  que  al  ac- 
cionar la  dejaban  caer  frecuentemente,  y  para  evitar 
esto  la  añadieron  una  especie  de  tira,  adornada  con  ri- 
queza de  cordones  con  que  la  prendían,  u  otras  veces 
mediante  botones  y  presillas  en  el  borde  anterior,  ora 
puestos  en  una  sola  hilera,  ora  a  ambos  lados. 

Se  hacía  de  belludo  y  de  colores  generalmente  oscu- 
ros, así  como  en  diversas  estaciones  era  también  de 
paño,  más  larga,  perdiendo  su  rigidez  para  doblarse 
graciosamente  debajo  del  brazo  y  embozarse  con  ella 
como  abrigo,  constituyendo  así  la  típica  capa  española. 

Se  estiló  bota  alta,  media  y  zapato,  las  más  de  las 
veces  teñido  de  negro  o  del  color  natural  del  cuero. 

El  pelo  entre  los  hombres  se  llevaba  cortado  al  rape, 
porque  la  lechuguilla,  tan  alta  y  rizada,  molestaba  al 
cabello. 

En  vez  de  barba  y  bigote,  se  usaba  perilla  solamen- 
te; más  adelante,  en  el  reinado  de  Felipe  IV,  a  medida 
que  se  dio  al  cabello  más  longitud,  la  perilla  y  el  bigote 
fueron  más  pequeños,  llegando  hasta  parecer  éste  una 
línea  negra  y  una  mosca  la  perilla. 

Las  mujeres  se  distinguían  por  las  lechuguillas  afili- 
granadas por  sus  rizados,  y  lo  mismo  que  las  de  loa 
hombres,  eran  de  una  extensión  tan  enorme  como  incó- 
modas y  ridiculas.  Sus  jubones,  en  un  principio,  recuer- 
dan los  ajustados  de  los  últimos  tiempos  del  siglo  XVI,  y 
aún  se  usan  las  sayas  acampanadas,  que  se  sustituyen  por 


-  138  - 


los  verdugados,  o  guardainfantes  con  basquinas;  tenían 
faldetas  o  faldellines,  y  respecto  a  los  escotes,  empeza- 
ron a  usarse,  aunque  no  lle- 
garon a  ser  tan  exagerados 
como  en  tiempos  posteriores. 
Los  chapines  se  hacian  de 
ricas  telas,  generalmente  re- 
vestidos de  seda,  alcanzando 
elevado  tacón,  y  se  les  adosa- 
ban virillas  o  hebillas  de  oro 
y  plata  y  a  veces  pedrería 
fina.  Los  zapatos  de  ponlevi, 
llamados  así  por  tener  la  pun- 
ta elevada,    y  otros   varios 
modelos  se  citan  en  muchas 
descripciones,  sobre  los  que 
fué   necesario    legislar   para 
evitar  las  dimensiones  del 
tacón. 
Como  modelos  de  estos  trajes  tenemos  retratos  pin- 
tados por  los  artistas  de  este  tiempo.  Entre  otros,  son 
testimonios  fidedignos  los  ecuestres  del  rey  Don  Fe- 
lipe III  y  de  su  esposa  Doña  Margarita  de  Austria,  reto- 
cados por  Velázquez.  El  primero  representa  llevar  una 
media  armadura  de  acero  con  banda  anudada  al  hom- 
bro derecho;  lechuguilla  o  inmenso  cuello;  amplísimos 
gregüescos;  sombrero  de  fieltro  gris  con  plumas  rizadas, 
y  pendiente  del  cintillo  la  celebrada  perla  la  peregrina. 
El  precioso  retrato,  también  ecuestre,  de  la  reina 
Doña  Margarita,  tiene  un  exquisito  traje  alto,  negro,  de 


-  139  - 

mangas  partidas,  y  todo  él  representa  ser  bordado  de 
plata  Asoma  el  jubón  interior  blanco,  vuelos  en  las 
mangas,  en  relación  con  la  gorguera  alechugada  de  aba- 
nillas  de  gasa  y  puntas  de  Flandes,  y  muchas  joyas,  que 
le  dan  aspecto  suntuoso  y  bello. 

El  famoso  cuadro  del  Greco,  titulado  « El  entierro 
del  Conde  de  Orgaz»,  nos  da  también  idea  exacta  del 
traje  masculino  civil  y  eclesiástico  de  principios  del 
siglo  XVII.  Los  retratos  de  personajes  de  la  época  de 
Felipe  III  y  últimos  tiempos  de  Felipe  II,  pintados  por 
Juan  Pantoja  de  la  Cruz,  son  también  muy  interesantes 
para  el  estudio  de  esta  indumentaria,  así  como  los  del 
pincel  de  Bartolomé  González,  entre  otros. 

Cervantes  se  detuvo  varias  veces  en  describir  los 
trajes  de  los  personajes  de  sus  obras,  con  lo  que  nos  pro- 
porciona los  datos  más  irrecusables.  A  su  inmortal  héroe 
Don  Quijote  lo  viste  de  «sayo  de  velarte,  calzas  de  ve- 
lludo para  las  fiestas  con  sus  pantuflos  de  lo  mesmo,  y  los 
días  de  entre  semana  se  honraba  con  su  vellorí  de  lo  más 
fino»;  diciendo  también  en  otras  ocasiones,  que  usaba 
«jubón  de  camuza  y  gregüescos;  que  sus  medias  eran 
verdes»,  sin  pasar  a  sus  armas,  que  eran  ya  desusadas 
y  fuera  de  tiempo,  con  celada  de  encaje  por  él  ade- 
rezada. 

A  Sancho  Panza,  cuando  va  al  Gobierno,  recomienda 
que  su  vestido  sea  «calza  entera,  ropilla  larga,  herre- 
ruelo un  poco  más  largo,  gregüescos  ni  por  pienso,  que 
no  les  están  bien  ni  a  los  caballeros,  ni  a  los  goberna- 
dores», por  lo  que  se  ve  que  no  eran  muy  de  su  agrado. 

De  las  lechuguillas  o  cuellos  distingue  los  escarolados 


-  140  - 

de  los  abiertos  a  molde,  éstos  mucho  más  costosos,  aña- 
diendo: «y  en  esto  se  echará  de  ver  que  es  antiguo  el 
uso  del  almidón  y  de  los  cuellos  abiertos»;  y  de  los  cor- 
piños  de  las  mujeres  dice  que  «eran  bajos,  pero  la  cami- 
sa alta,  plegada  al  cuello  con  un  cabezón  labrado  de 
seda  negra»,  con  otras  interesantísimas  referencias  de 
valor  inapreciable. 

Aunque  nuestro  objeto  es  ocuparnos  del  traje  civil, 
conviene  determinar,  porque  aún  se  usa,  que  en  este 
siglo  quedó  como  norma  fija,  entre  el  clero,  el  traje  que 
actualmente  viste,  compuesto  de  sotana,  manteo  y  som- 
brero de  teja;  proviene  este  último  del  antiguo  chamber- 
go, al  que  se  arrollaron  sus  alas  por  los  lados,  y  adap- 
tándose así,  se  llamó  teja.  Para  el  culto  subsisten  aún  los 
amplios  roquetes,  sobrepellices,  el  bonete  característico 
y  los  zapatos  con  hebilla. 

La  aparición  del  encaje  como  accesorio  del  vestido, 
el  más  bello,  culto  y  elegante  que  se  conoce,  contribuyó 
a  dar  al  traje  de  este  siglo  mayor  esplendor  y  riqueza 
con  sus  graciosos  cuellos,  puños  y  finos  adornos. 

En  objetos  destinados  al  culto  religioso  hay  también 
multitud  de  obras  de  encaje  de  extraordinario  valor;  tal 
se  ve  en  albas,  corporales  (los  famosos  de  Toledo)  (1), 
frontales  de  altar,  etc. 

El  procedimiento  de  hacer  encaje  al  bolillo  lo  prac- 
ticamos mucho  en  el  siglo  XVI,  comenzando  por  imitar 
el  veneciano,  con  el  típico  punto  de  España.  Desde  en- 


(1)    Véasela  «Historia  y  tócaiea  deleacaj3>,  por  la  ilustrada 
profesora  doña  Pilar  Huguet  y  Crexells. 


-  141  - 

tonces  hasta  nuestros  días  se  han  distinguido  por  sus 
encajes:  en  Cataluña,  Barcelona;  en  la  Mancha,  Alma- 
gro, Manzanares,  Granátula,  y  otras  poblaciones  como 
Zamora  y  Alicante;  en  La  Coruña,  Camarinas,  etc. 

Asimismo  se  exornaron  las  prendas  de  cama  y  mesa 
con  preciosos  bordados  de  hilo  y  seda  trenzados,  en  re- 
serva, deshilados,  con  los  más  caprichosos  dibujos. 

A  esta  época  pertenecen  los  ornamentos  de  riqueza 
por  sus  tejidos  y  bordados  maravillosos  de  imaginería, 
realce,  etc.,  etc.,  que  se  conservan  en  muchas  Catedra- 
les y  conventos  de  España,  muy  particularmente  en  To- 
ledo, El  Escorial  y  Madrid. 

Según  testimonio  del  Sr.  Balsa  de  la  Vega,  «no  fue- 
ron las  telas  únicamente  sobre  lo  que  la  bordadora  espa. 
ñola  de  los  siglos  XV  y  XVI  hizo  prodigios;  las  botas 
mismas  de  los  caballeros  estaban  decoradas  con  borda- 
dos primorosos,  cuyos  principales  motivos  eran  esas  so- 
ñadas combinaciones  geométricas  que  caracterizan  los 
trazados  mudejares. 

»E1  apogeo  del  bordado  en  España  comienza  con  la 
venida  de  obreros  persas,  traídos  por  los  árabes.  Pronto 
los  españoles  sobrepujan  a  sus  maestros.  Además  de  no 
limitarse  a  la  decorativa  geométrica  y  vegetal,  desarro- 
llando escenas  de  costumbres  bíblicas,  etc.,  atacaron 
los  bordadores  hispanos  los  relieves.  Comienza  la  deca- 
dencia en  el  instante  mismo  en  que  las  perlas,  los  trozos 
de  metales  preciosos  y  los  anillitos  de  oro  y  plata  fueron 
a  suplantar  los  tonos  brillantes  que  la  paleta  de  la  bor- 
dadora, compuesta  de  lanas,  de  sedas  e  hilillos  de  oro  y 
plata,  ponía  en  las  telas,  como  el  pintor  en  el  cuadro.» 


-  U2  - 

Muchas  de  las  vestiduras  de  nuestras  imágenes  son 
de  esta  época,  como  las  de  las  vírgenes,  de  trajes  acam- 
panados, largos,  con  hombreras,  talle  en  pico  y  tocas 
que  cubren  sus  cabezas. 

MoUliai'io. — En  España  son  numerosísimos  y  de  ex- 
traordinario mérito  los  trabajos  en  madera  calada  y  en 
madera  tallada  formando  artísticos  bajo -relieves,  con 
que  se  construían  en  los  siglos  XVI  y  XVII  muebles  de 
sin  par  belleza.  No  menos  aptos  fueron  los  españoles  para 
producir  mobiliarios  de  prolija  taracea,  de  los  que  se 
conservan  preciados  ejemplares. 

Los  iniciadores  de  este  bello  estilo  español,  designado 
plateresco,  son  los  eminentes  artistas  Alonso  Berrugue- 
te,  Jerónimo  Hernández  y  G-regorio  Pardo,  los  que  ta- 
llaron un  gran  número  de  objetos  y  figuras  en  madera 
de  nogal,  de  gusto  y  composición  insuperables.  Son  no- 
tabilísimos, entre  otros,  las  camas  apabellonadas,  mul- 
titud de  arcas  y  arcones,  suntuosas  mesas,  sillones,  ta- 
pices, vajillas,  etc.,  así  como  los  cofres  nupciales,  re- 
galo que  se  hacía  a  las  novias  por  parte  de  los  padres  o 
deudos,  y  que  la  formaban  parte  muy  importante  del 
ajuar  de  boda,  de  los  que  el  Museo  Arqueológico  Na- 
cional posee  magníficos  ejemplares. 

La  provincia  de  Toledo  fué  célebre  por  la  producción 
de  sus  famosos  muebles;  ya  en  la  Edad  Media,  y  princi- 
palmente la  ciudad  de  Vargas,  ofrece  en  los  siglos  XVI 
y  XVII  los  armarios  llamados  vargueños,  de  forma  seme- 
jante a  los  escritorios,  con  muchos  cajoncitos  en  su  inte- 
rior, primorosamente  labrados.  Estos  armarios,  por  el 
carácter  de  sus  adornos  geométricos,  se  aproximan  al 


-  143  - 

gusto  oriental,  y  son  indudablemente  en  su  origen  le- 
gado de  los  árabes.  La  compuerta,  adornada  con  placas 
caladas  de  hierro  dorado  y  cerradura  formada  por  dos 
largas  planchas  acanaladas,  presenta  un  aspecto  de 
riqueza  acabadísima.  Sostiene  el  mueble  un  pie  que 
consta  de  cuatro  soportes,  con  columnitas  adosadas  a 
los  mismos,  uniéndose  entre  sí  los  soportes  por  una  gale- 
ría calada  que  suele  ir  ricamente  ornamentada,  a  seme- 
janza del  vargueño.  Son  sin  duda  una  de  las  notas  más 
características  de  nuestro  mobiliario. 

España  surtió  por  este  tiempo  a  Europa  entera  de 
mesas,  armarios  y  sillas  guadamaciladas. 

Si  bien  es  verdad  que  el  mobiliario  se  ajustaba  a  la 
ostentación  de  la  moda  y  era  exuberante  y  profuso  en 
riqueza,  resultando  algo  enfático  el  estilo,  verdad  es 
también  que  es  propio  y  original  de  España  este  arte 
decorativo,  cuyas  tradiciones  yacen  lastimosamente  ol- 
vidadas. 

A  la  chimenea  sustituyó  en  muchas  habitaciones  en 
esta  época  el  brasero,  con  su  tarima,  de  las  que  existen 
muy  bellos  ejemplares  en  hierro,  chapeadas  de  latón  y 
hasta  algunos,  no  escasos,  de  plata;  los  tocadores,  espe- 
jos, centros  y  otros  muchos  muebles  fueron  desde  enton- 
ces más  frecuentemente  ejecutados  en  plata  repujada. 
Como  elementos  de  iluminación  se  extendieron  asimismo 
los  clásicos  velones. 


-  144  - 

Felipe  IV.  —  Aunque  de  carácter  más  animoso  que 
su  padre,  entregó  el  gobierno,  para  quedar  de  su  peso 
más  aliviado,  al  Conde-Duque  de  Olivares,  quien  procu- 
raba divertir  al  rey  constantemente  con  nocturnos  y  tea- 
trales galanteos  o  con  fiestas  y  visitas  de  extranjeros, 
que  en  este  siglo  fueron  muy  frecuentes,  hasta  el  punto 
de  llamarse  a  España  «Refugio  de  Coronas  y  asilo  de 
desterrados».  En  tanto,  los  territorios  españoles  se  disol- 
vían artística  y  amenamente,  pues  sabido  es  que  nues- 
tro rey  era  poeta  y  escribía  comedias,  que  firmaba  con 
el  seudónimo  de  «Un  ingenio  de  la  Corte». 

Este  rey,  aunque  galán  y  enamorado,  fué  serio  en  su 
modo  de  vestir  y  de  una  elegancia  y  sencillez  que  con- 
trastaba con  los  trajes  usados  en  los  tiempos  de  su  padre 
Felipe  III.  Aceptó,  desde  el  comienzo  de  su  reinado,  el 
uso  de  ropas  negras;  y  desde  el  día  que  juró  su  reino, 
ceremonia  efectuada  en  San  Jerónimo  el  Real  en  1621, 
hizo  ya  buena  impresión  al  pueblo  de  Madrid  (que  ávido 
de  un  celoso  gobernante  ponía  en  él  su  esperanza),  cuan- 
do se  presentó  en  el  templo  vestido  de  blanco,  siguiendo 
la  tradicional  costumbre,  pareciendo,  según  frase  popu- 
lar, «un  ángel  salido  del  cielo,  y  el  ser  más  agradable  de 
la  tierra»  (1).  En  el  transcurso  de  su  reinado  aceptó  con 
predilección  el  traje  negro,  capa,  calzado  y  sombrero  de 
este  color,  como  signo  de  distinción;  moda  que  más  ade- 
lante es  imitada  por  todos  y  trasciende  a  Europa  entera. 


(1)  Véase  Salazar  de  Mendoza:  Jura  de  Felipe  TV.  Dase  cuenta 
de  los  trajes  y  bizarrías  de  las  damas  y  caballeros,  y  de  los  trajes 
que  usaron. 


-  145  - 

En  8U  época  todas  las  prendas  de  vestir  pierden 
aquel  excesivo  vuelo  del  reinado  anterior,  como  los  gre- 
güescos,  que  van  adquiriendo  la  forma  de  bombachos, 
muchas  veces  menudamente  acuchillados,  y  lo  mismo 
ocurre  con  las  gorgneras  o  lechuguillas,  que  poco  a  poco 
ceden  en  tamaño,  hasta  desaparecer  por  completo;  pues 
la  moda  que  apareció  en  Italia  años  antes,  ya  en  tiem- 
pos de  Felipe  II,  de  cuellos  llamados  gorgueras  alechu- 
gadas, de  lienzo,  encañonadas  por  medio  de  aparatos  e 
instrumentos,  con  que  adornaban  la  garganta  de  las  mu- 
jeres y  de  los  hombres,  se  extendió  a  toda  Europa  por 
las  alianzas  de  los  Médicis  con  la  Corte  de  Francia;  y 
no  es  que  fuese  cómoda  esta  clase  de  cuellos,  sobre  todo 
cuando  se  exageraron  sus  dimensiones,  de  las  que  se 
ocupan  los  escritores  de  la  época,  diciendo  que  eran  cue- 
llos ahuecados  como  tubos  de  órganos,  rizados  como 
grandes  coles  y  de  tamaño  como  ruedas  de  molino,  cuya 
altura,  en  sus  últimos  tiempos,  medía  un  palmo.  Estos 
cuellos  fueron  usados  hasta  que  el  rey  Felipe  IV  los  su- 
primió oficialmente  por  la  Pragmática  dictada  en  Enero 
de  1623. 

El  mismo  rey  Felipe  IV  y  la  familia  real  sustituye- 
ron la  lechuguilla  por  la  valona,  que  invariablemente  la 
vistieron  hasta  que  se  dejó  de  usar,  porque  la  golilla  se 
impuso,  cuello  que  debe  su  aparición  al  mismo  rey,  el 
que,  por  efecto  de  enfermedad  en  la  garganta,  la  hizo  a 
su  acomodo. 

La  procaz  golilla,  como  dice  Puiggari,  emblema  de 
la  gravedad  española,  era  un  cuello  de  hechura  lisa,  ge- 
neralmente con  vainillas  y  puntos  al  aire,  almidonado 


-  146  - 

y  hueco,  un  poco  vuelto  o  encorvado  hacia  abajo  en  su 
parte  superior  y  cortado  por  delante;  se  le  mantenía  tie- 
so y  separado  en  sus  puntas  por  medio  de  un  alambre, 
sujetándose  a  la  ropilla  por  medio  de  cordones  trenza- 
dos, y  que  solamente  usaban  los  hombres;  tal  vemos  el 
cuello  con  que  más  se  representa  al  rey,  a  Velázquez, 
a  Quevedo  y  demás  personajes  y  gentes  de  la  Corte  de 
Felipe  IV.  Cuello,  repetimos,  que 
por  su  sencillez,  comodidad  y  eco- 
nomía (1)  en  su  aderezo,  bien  pron- 
to se  extendió  a  todas  las  clases 
sociales  y  edades  en  los  varones, 
teniendo  su  base  en  la  tira  superior 
de  la  camisa,  que  antes  había  he- 
cho las  veces  de  cuello,  y  que  fué 
creciendo  hasta  llegar  a  la  proporción  de  las  golillas. 

Es  curiosa  la  siguiente  nota  de  Sempere  a  este  caso. 
«Las  golillas  tuvieron  su  principio  en  Enero  de  1623, 
reformados  que  fueron  los  cuellos  encañonados;  y  con  la 
noticia  que  hubo  de  su  introducción  y  primer  autor,  el 
Consejo  hizo  llevar  ante  sí  las  que  estaban  hechas  para 
Su  Majestad  y  para  el  señor  infante  Don  Carlos,  por  su 
jubetero  (que  éste  era  el  título  que  se  daba  al  fabrican- 
te), con  todos  sus  moldes  e  instrumentos;  y  habiendo  pa- 
recido en  él  más  invenciones  y  máquinas  diabólicas, 
mandóse  llevar  a  quemar  públicamente  y  llevar  preso 
al  jubetero,  y  así  y  todo  fué  ejecutado.  El  Conde-Duque 
de  Olivares  y  el  duque  del  Infantado  escribieron  al  Pre- 

(1)    Según  tasa  de  1680,  una  golilla  de  hombre,  sencilla,  valía 
seis  reales  de  plata. 


-  147  - 

Bidente  del  Consejo  con  ponderación  del  exceso  cometido 
en  una  tal  demostración,  como  el  haber  tratado  así  lo 
que  estaba  destinado  para  el  uso  de  las  personas  reales, 
y  a  su  artífice,  faltando  al  decoro  y  atención  que  se  les 
debía,  y  en  la  misma  instancia  pasó  en  persona  a  hablar- 
le D.  Luis  de  Haro,  sobrino  del  Conde-Duque. 

»E1  Presidente  satisfizo  al  Conde-Duque,  por  papel 
de  21  de  Enero  de  este  año,  con  la  relación  de  lo  que 
con  esto  había  pasado  y  asentado:  que  en  el  Consejo  se 
ignoró  que  las  golas  fuesen  para  las  personas  reales. 
Ponderó  la  extravagancia  de  aquella  introducción  y 
cuan  remota  era  de  la  reformación  que  se  trataba  de 
hacer  de  trajes.  La  transgresión  de  la  ley  violada  en  ello, 
por  estar  forrados  en  tafetán  azul  aquellos  instrumentos 
sobre  los  que  las  valonas  de  lienzo  claro  habían  de  caer, 
siendo  prohibido  este  color  aun  en  las  mujeres,  y  final- 
mente, el  daño  que  este  principio  causaría  a  su  obser- 
vancia y  timidez  el  entablarla  a  los  ministros.  A  esto 
respondió  el  Conde-Duque  que  nada  era  más  justo  que 
intimidase  a  todos  el  respeto  de  cuanto  a  S.  M.  podía 
tocar;  que  el  intento  era  el  ahorro  y  cada  golilla  podía 
servir  diez  años  y  aun  era  poco;  que  el  color  azul,  a  su 
entender,  no  se  prohibía  por  color  tal,  sino  para  excusar 
el  uso  de  los  polvos  de  las  islas  inobedientes,  pero  que 
en  todo  le  parecía  lo  mejor  lo  que  resolviese  el  mismo 
Presidente» . 

Por  fin  triunfó  la  golilla,  y  este  fué  el  cuello  predi- 
lecto que  usó  el  rey  y  toda  la  nación  después. 

Así  decía  Jovellanos,  «que  las  golillas,  prohibidas  y 
quemadas  por  mano  del  verdugo  en  la  plaza  de  Madrid, 


-  148  - 


honraron  dentro  de  pocos  años  a  todos  los  cuellos  es- 
pañoles». 

Las  costumbres  desenvueltas  y  el  lujo  fueron  las  no- 
tas dominantes  del  reinado  de  Felipe  IV.  Y  si  bien  es 
cierto  que  el  lujo  en  el  vestido,  sobre  todo  en  los  hom- 
bres, no  fué  tan  extraordinario  como  el  del  reinado  an- 
terior, efecto  sin  duda  de  la  penuria  económica  de  estos 
tiempos,  en  cambio  el  alarde  de  lujo  en  los  nobles,  y 
sobre  todo  en  las  mujeres,  formó  contraste  terrible  con 
la  miseria  del  pueblo;  pues  la  riqueza  de  los  trajes  en 
las  ceremonias  palatinas,  las  carrozas,  las  literas,  el  oro 
en  profusión,  deslumhraban  a  hombres  y  mujeres,  que 
rendían  honor  a  la  codicia  para  más  engalanarse.  El 
ejemplo  de  este  desorden  lo  daba  el  rey  a  los  cortesanos 

con  su  vida  licenciosa; 
éstos  a  las  clases  infe- 
riores, y  todos  perturba- 
ba n  la  opinión  y  trastor- 
naban las  costumbres 
públicas  en  el  reino. 

Las  mujeres  dejan  los 
vestidos  acampanados, 
que  aún   se  usaban  en 
los  primeros  tiempos  de 
Felipe  TV,  y  los  sustitu- 
yen por  otros  muy  am- 
pulosos por  su  exagera- 
do vuelo,  con  aquella  serie  de  armaduras  o  miriñaques 
grandes,  sobre  los  que  colocaban  el  tontillo  guardainfan- 
te,  ridiculamente  abultado,  y  que  las  semejaba  a  tone- 


-  149  - 

les,  pues  igual  exagerado  ruedo  tenían  las  sayas  en  la 
parte  de  arriba  que  en  la  de  abajo.  En  estos  vestidos,  el 
uso  provocativo  del  escote  descubriendo  con  desenfado  la 
garganta,  hombros  y  pechos,  ocupó  con  gran  insistencia 
a  Alonso  de  Carranza,  que  escribía:  «Concurren  a  un 
tiempo  en  este  traje,  ancho  y  pomposo,  de  que  usan  las 
primeras  de  nuestras  españolas,  y  a  su  imitación  gran 
parte  de  las  de  inferior  suerte  o  esfera,  ser  costoso  y  su- 
perfino, penoso  y  pesado,  feo  y  desproporcionado,  lasci- 
vo, deshonesto  y  ocasionado  a  pecar,  asi  las  que  le  usan 
como  otros  por  causa  de  ellas. 

>Es  traje  impeditivo  en  gran  parte  a  las  obligaciones 
y  acciones  domésticas  que  corren  por  cuenta  de  señoras 
de  familia;  perjudicial  a  la  salud  y  a  la  generación  hu- 
mana, a  la  conciencia  y  a  la  causa  pública.  El  nuevo 
uso  del  traje  pomposo  con  tanto  ruedo  y  descompasada 
latitud,  viene  a  ser  doble  de  lo  que  corría  hará  seis  u 
ocho  años.  Con  lo  pomposo  de  las  enaguas,  polleras,  ver- 
dugados y  guardainfantes,  con  faldellines  de  telas  ricas 
de  oro  y  otras  telas  de  seda,  con  chapines  resplandecien- 
tes, medias,  ligas,  zapatos  y  zapatillas  y  rosas  muy  pom- 
posas, son  el  sambenito  que  Dios  echó  a  los  hombres  por 

el  pecado.» 

Llama  a  la  mujer  incesante  navio,  tartanas  a  viento 
lleno,  con  que  acotan  las  calles  y  callejuelas;  «son  costo- 
sos, añade,  por  la  gran  suma  y  cantidad  de  telas  de  oro, 
seda,  lana  y  lienzos,  que  gastan  y  rompen  necesaria- 
mente al  tropezar  a  cada  paso  con  cuanto  hallan,  pues 
a  veces,  entre  jirones  y  mala  traza  parecen  más  mendi- 
gas que  señoras». 


-  150  - 

Ridiculiza  con  extraordinario  furor  los  excesivos  es- 
cotes, y  también  escribe  sobre  el  traje  de  los  hombres: 
«Vemos  paulatinamente  desterrado — dice — el  uso  de  las 
calzas  atacadas  con  que  los  hombres  andaban  embara- 
zados y  tiesos  como  almidonados  o  óticos 
confirmados».  Les  ridiculiza  las  guedejas, 
etcétera,  y  aplaude  que  Su  Majestad  jus- 
tísimamente  prohibiera  el  uso  de  los  cue- 
llos de  lechuguilla  por  la  Pragmática  del 
año  1623. 

Sobre  estos  vestidos  tan  escotados  se  po- 
nían las  mujeres  variedad  de  mantos  para 
salir  a  la  calle,  que  por  su  finura  y  trans- 
parencia nada  cubrían  el  traje. 

Las  sayas  monjiles  mangueadas  y  de  es- 
capulario, que  usaban  las  dueñas,  las  viu- 
das, o  ya  por  ofrecimiento,  como  en  hábitos,  etc.,  se 
visten  mucho  durante  este  tiempo  de  Felipe  IV. 

Los  chapines  y  demás  calzados  de  tacón  elevadísimo 
y  protegidos  de  gruesas  suelas  de  corcho,  dan  lugar  a 
diversas  Pragmáticas  regulando  su  tamaño. 

El  tocado  de  la  mujer  a  partir  de  este  reinado  fué 
completamente  distinto  al  hasta  entonces  usado.  Se  le- 
vantó el  cabello,  formando  como  un  casquete  posterior 
con  pequeño  pero  elevado  moño  sujeto  con  colonias  o 
nudos  de  encaje,  y  atusado  por  delante  y  ambos  lados, 
formaba  varias  trenzas  o  bucles,  en  los  que  a  veces  se 
colocaba  uno  o  más  lazos  hacia  detrás.  La  raya  al  lado 
era  muy  usada,  y  más  característico  aún  de  las  damas 
de  esta  época  son  las  dos  caídas  de  mechón  de  pelos  ri- 


151 


zado8  a  los  lados  de  la  cara,  como  vemos  los  pintó  Veláz- 
quez  y  describió  Quevedo  de  tan  singular  modo.  Se  usa- 
ban también  escofietas  y  bonetillos  característicos,  co- 
llares de  perlas  sobre  el  escote, 
puños  con  randas  de  punto  de 
España  y  otros  mil  aderezos. 

Aquel  monarca,  el  más  hábil 
y  aplaudido  maestro  de  armas 
de  su  siglo,  vistió  siempre  con 
elegancia  suma,  y  poco  afecto  a 
frivolidades  en  el  traje,  llamó 
extraordinariamente  la  atención 
su  sencillez  en  la  entrevista  que  tuvo  con  Luis  XIV, 
en  1659,  en  la  Isla  de  los  Faisanes  (en  el  Bidasoa), 
donde  el  contraste  entre  los  vistosos  y  abigarrados  co- 
lores de  los  uniformes  franceses  y  los  hábitos  negros  de 
nuestros  cortesanos,  no  podía  ser  mayor. 

El  español  de  tiempo  de  Felipe  IV  vestía  ropas  más 
ajustadas,  con  calzones,  especie  de  bombachos  más  lar- 
gos y  estrechos  que  los  usados  hasta  entonces. 

Pero  como  en  la  moda,  al  igual  que  tantas  otras  co- 
sas, se  procede  por  transiciones,  aun  durante  todo  el 
primer  período  del  reinado  de  Felipe  IV  se  continuaron 
usando  los  acuchillados  en  las  prendas  confeccionadas 
ya  con  arreglo  a  los  nuevos  modelos,  aunque  de  un  modo 
especial.  Los  jubones,  las  mangas  de  éstos  y  los  calzo- 
nes bombachos  se  acuchillaban  con  sencillos  cortes  de 
poca  extensión  y  dados  con  la  punta  de  la  tijera,  por  los 
que  se  distinguía  la  ropa  blanca  interior,  asimismo  que 
por  entre  las  franjas  o  abertura  de  las  mangas,  sobre 


152  - 


todo  en  los  trajes  de  cierto  carácter  militar,  como  en  el 
del  modelo  adjunto.  Estos  acuchillados  desaparecen  por 
completo  después  del  año  1640. 

El  calzón,  al  principio  muy  ancho, 
bajaba  hasta  más  abajo  de  la  rodilla, 
dejando  al  descubierto,  por  consiguien- 
te, la  media,  que  había  sustituido  a  las 
calzas,  y  la  que,  juntamente  con  el  cal- 
zón, se  ataba  por  bajo  de  la  rodilla  me- 
diante ligas  o  lazadas  de  cintas,  que  sa- 
lían por  fuera  de  los  lados  de  la  pierna. 
En  las  costuras  laterales  del  calzón  lle- 
vaban una  hilera  de  botones.  Las  calzo- 
nas  sueltas  y  abiertas  por  abajo  también 
se  llevaban,  y  adornaban  sus  bordes  con 
encaje  ancho  o  con  lazos  de  cintas  col- 
gantes y  aun  con  espesas  rosetas  en  la 
parte  de  fuera  o  límite  inferior  de  la  ealzona.  En  vez  de 
jubón  llevaban  ropilla,  o  sea  una  prenda  abotonada  que 
llevaba  hileras  de  botones  en  su  parte  anterior,  con 
mangas  y  aidetas,  o  especie  de  faldilla  que  cubría  hasta 
las  ingles. 

Las  mangas  de  la  ropilla,  con  picados,  tenían  a  menu- 
do abierta  la  costura  de  la  cara  anterior,  la  cual,  aun- 
que se  podía  abrochar,  veíase  por  ella  la  camisa  u  otra 
manga  interior  y  exprofeso;  estas  mangas  de  la  ropilla, 
las  más  de  las  veces  de  tela  floreada,  se  introducían  por 
las  anchas  bocamangas  áéi  perpunte  o  del  coleto,  como  se 
ve  muy  frecuentemente  en  los  retratos  en  que  se  repre- 
senta a  Velázquez  y  otros  personajes  de  aquel  tiempo. 


^mDO(^i^' 


-  153  - 

"El  perpunte,  derivado  del  antiguo  coleto,  que  era  sin 
mangas,  a  modo  de  jubón  guateado  y  aballenado,  para 
que  sirviera  de  coraza,  procuraba  la  rigidez  del  pecho 
por  medio  de  ballenas,  en  defensa  de  las  armas  blancas. 
Solía  hacerse  de  piel  de  búfalo  o  de  ante,  y  su  faldón  se 
componía  de  cuatro  o  seis  piezas  ensanchadas  por  abajo. 

Sobre  la  ropilla  colocábase  el  cuello;  primero  fué  la 
lechuguilla,  luego  la  valona  y  por  último  la  golilla,  que 
siguió  en  uso  por  el  resto  del  siglo  XVII.  Se  ponían  la 
banda  o  tahalí  para  colocar  la  espada  al  lado  izquierdo 
y  la  daga  al  derecho,  la  que  a  veces  co- 
locaban por  encima  de  la  capa.  El  fe- 
rreruelo o  capilla  corta  aún  se  seguía 
usando,  y  la  capa  propiamente  española, 
más  larga  y  con  más  vuelo,  fué  típica  de 
este  reinado,  la  que  a  veces  también  se 
adornaba  con  una  o  varias  hileras  de  bo- 
tones en  la  capucha. 

El  zapato,  teñido  generalmente  de 
negro  y  de  punta  ancha  y  cuadrada,  se 
llamaba  de  roseta,  por  llevar  en  la  parte  anterior  un 
sinnúmero  de  lazadas  de  cinta,  bordeadas  de  encajes  de 
oro  entre  los  nobles  y  sin  encaje  en  las  demás  gentes. 
La  bota  también  era  empleada  para  el  campo,  viaje  y 
otros  muchos  usos,  pues  como  apenas  existían  medios 
para  conducirse  de  uno  a  otro  lado,  era  muy  frecuente 
presentarse  un  personaje  en  los  salones  provisto  de  su 
alta  bota  de  ante  con  su  correspondiente  espuela  de 
pato,  etc. 

Los  guantes,  con  largas  manoplas  que  cubrían  los 


-  154  - 

bordes  de  las  mangas,  llevaban  a  veces  calados  y  pri- 
morosas labores  ejecutadas  a  mano. 

El  sombrero,  negro  las  más  de  las  veces,  y  de  color 
gris  con  forro  rojo,  que  rebasaba  parte  del  ala,  ancha  y 
doblada  ésta  a  la  chamberga,  con  ricos  cintillos  y  joye- 
les, era  adornado  además  con  abundantes  plumas,  care- 
ciendo de  éstas  en  los  de  los  criados,  y  ciertas  clases  so- 
ciales se  distinguían  por  la  cinta  o  toquilla  del  sombrero, 
la  que  a, veces  era  una  cintilla  adornada  de  pedrería 
fina;  y  es  curioso  citar,  a  propósito  del  sombrero  cham- 
bergo, el  cortesano  y  elegante  saludo  que  con  él  solía 
hacerse:  al  tiempo  mismo  de  saludar  se  inclinaban  los 
hombres  respetuosamente,  y  asiendo  con  la  mano  dies- 
tra el  ala  izquierda  del  sombrero,  se  descubrían  con  ga- 
llardía tal,  que  el  brazo  derecho  describía  un  arco  hasta 
parar  en  el  costado  derecho,  en  tanto  que  la  posición  del 
sombrero  se  invertía  de  modo  distinto  a  como  se  colo- 
caba en  la  cabeza. 

También  la  gorra  se  usaba  muy  adornada,  en  las 
grandes  solemnidades  particularmente,  y  la  montera  en- 
tre los  lindos  pisaverdes. 

Los  hombres  llegan  a  afeminarse  con  el  excesivo 
crecimiento  del  cabello,  hasta  formar  copete,  guedejas 
y  usar  jaulilla,  moda  introducida  en  España  por  los  fran- 
ceses cuando  el  casamiento  de  Doña  María  Ana  de  Aus- 
tria con  Luis  XIII,  hija  de  Felipe  III;  pues  los  españoles 
desde  entonces  se  dejaron  crecer  extraordinariamente  el 
pelo,  y  para  componer  su  tocado  de  perilla,  bigote  y 
guedejas,  que  rizaban  y  encaracolaban  artificiosamente, 
hubo  necesidad  de  emplear  peluqueros.  Sólo  en  Madrid 


-  155  - 

llegaron  a  cuatro  rail  los  artífices  de  este  manejo,  que 
cuando  se  trataba  de  calvos,  ya  les  procuraban  pelucas 
y  demás  adornos  hasta  entonces  no  conocidos.  Mas  ade- 
lante los  soldados  llevaban  recogido  y  atado  el  pelo,  el 
que  subían  hasta  el  vértice  de  la  cabeza,  donde  le  suje- 
taban; el  de  la  frente  se  lo  echaban  atrás  o  levantaban 
en  forma  de  tupé,  y  el  de  las  sienes  lo  rizaban  en  bucles. 

Las  guedejas  y  golillas  en  los  hombres  y  el  guarda- 
infante  y  escote  en  las  mujeres  son  los  dos  signos  que 
más  revelan  la  época  del  reinado  de  Felipe  IV,  viniendo 
a  ser  como  el  vivo  trasunto  de  la  España  del  siglo  XVII. 

La  Corte  de  Felipe  IV  sobrepujó  en  alardes  de  opu- 
lencia y  disipación  a  las  de  sus  predecesores,  y  aun 
cuando,  en  rigor  de  verdad,  el  lujo  estuvo  poco  más  mo- 
derado y  arraigó  el  uso  de  la  golilla,  por  ser,  como  he- 
mos dicho,  menos  costosa  y  de  menos  embarazo,  tam- 
bién fué  más  parco  el  uso  de  pedrerías,  guarniciones  y 
bordados. 

Llegó,  sin  embargo,  a  tal  grado  el  abuso  de  las  gue- 
dejas y  del  guardainfante,  que  fué  necesario  legislar  a 
tal  fin,  mediante  bandos  publicados  en  13  y  23  de  Abril 
de  1639,  lo  siguiente: 

«Manda  el  rey  nuestro  señor,  que  ningún  hombre 
pueda  traer  copete  y  jaulilla,  ni  guedejas  con  crespo  u 
otro  rizo  en  el  cabello,  el  cual  no  pueda  pasar  de  la  ore- 
ja; y  los  barberos  que  hicieren  cualquier  cosa  de  las  su- 
sodichas, por  la  primera  vez  caigan  o  incurran  en  pena 
de  veinte  maravedís  y  diez  días  de  cárcel,  y  por  la  se- 
gunda la  dicha  pena  doblada  y  cuatro  años  de  destierro 
de  esta  corte  o  del  lugar  donde  vivieren,  y  por  tercera 


-  156  - 

vez  sea  llevado  por  cuatro  años  a  presidio  para  que  en 
ellos  sirva;  y  las  personas  que  trajeren  copete  o  guede- 
jas y  rizos  en  la  forma  dicha,  no  se  les  dé  entrada  en  la 
real  presencia  de  S.  M.  ni  en  los  Consejos,  y  los  porteros 
se  lo  prohiban,  y  los  ministros  no  les  puedan  dar  au- 
diencia, ni  oigan  sobre  sus  pretensiones,  reservando  a 
los  señores  del  Consejo  poder  hacer  la  demostración  y 
castigo  que  convenga,  según  la  calidad  y  estado  de  las 
personas  y  el  exceso;  y  sin  que  en  cuanto  a  lo  susodicho 
se  pueda  valer  del  privilegio  de  (fuero)  por  ser  de  las 
cinco  Ordenes  militares,  soldado  aunque  sea  de  la  guar- 
da, u  hombre  de  armas,  ministro  titulado  del  Santo  Ofi- 
cio, familiar  u  otra  cualquiera  que  sea»,  etc. 

El  otro  bando  dice  así: 

«Manda  el  Rey  nuestro  señor:  que  ninguna  mujer  de 
cualquier  estado  y  calidad  que  sea,  no  pueda  traer  ni 
traiga  guardainfante  u  otro  traje  semejante,  excepto 
las  mujeres  que  con  licencia  de  las  justicias  pública- 
mente son  malas  de  sus  personas,  a  las  cuales  sola- 
mente se  les  permite  el  uso  de  los  guardainfantes,  para 
que  los  puedan  traer  libremente  y  sin  pena  alguna  pro- 
hibiéndolos; y  se  prohiben  a  todas  las  demás  para  que 
no  los  puedan  traer,  y  así  mismo  ordena:  que  ninguna 
basquina  pueda  exceder  de  ocho  varas  de  seda  ni  tener 
más  que  cuatro  varas  de  ruedo,  y  que  lo  mismo  se  en- 
tienda en  faldellines,  manteos  o  lo  que  llaman  polleras 
y  enaguas;  permitiéndose  como  se  permite  que  pueda 
traer  verdugados  en  la  forma  que  se  ha  acostumbrado 
con  las  dichas  cuatro  varas  de  ruedo  y  no  con  más;  y 
también  se  prohibe  que  ninguna  mujer  que  anduviere 


-  lfS7  - 

en  zapatos  pueda  uaar  ni  traer  los  dichos  verdugados  ni 
traer  otras  invenciones  ni  cosa  que  haga  ruido  en  las 
basquinas  y  que  solamente  pueda  traer  los  dichos  ver- 
dugados con  chapines  que  no  bajen  de  cinco  dedos.  Así 
mismo  se  prohibe  que  ninguna  mujer  pueda  traer  jubo- 
nes que  llaman  escotados»,  etc.,  etc. 

A  pesar  de  tanto  legislar,  todo  quedó  reducido  a 
estas  disposiciones,  puesto  que  el  desenfreno  de  vestir  y 
de  costumbres  siguió,  como  se  infiere  del  Real  decreto 
dirigido  a  D.  Francisco  de  Contreras,  Presidente  del 
Consejo,  con  fecha  11  de  Noviembre  de  1649  y  la  Prag- 
mática de  11  de  Septiembre  de  1657. 

Aun  cuando  en  esta  época  el  barroquismo  se  inició 
en  las  modas  asaz  exagerado,  es  lo  cierto  que,  a  partir 
del  siglo  XVII,  toman  en  nuestro  país  los  trajes  fisono- 
mía más  original  y  propia  que  en  los  siglos  anteriores; 
aspecto  que  perdura  hasta  el  siglo  XVIII,  en  que  la 
moda  afrancesada  impera  entre  nosotros,  no  obstante 
ser  el  traje  popular  de  los  majos,  chisperos  y  manólas 
el  más  original  y  gracioso  que  caracteriza  a  España. 

De  la  amplia  capa  del  siglo  XVII  y  de  los  mantos, 
amplios  o  de  tira,  del  mismo  tiempo,  data  el  arraigo  de 
la  clásica  capa  en  los  hombres  y  la  mantilla  en  las  muje- 
res, que  tanto  carácter  y  donaire  dan  a  nuestra  indu- 
mentaria nacional. 

Los  caballeros,  como  decimos,  no  fueron  tan  sobrios 
en  el  vestir  como  el  rey,  prodigando  los  colores  y  exor- 
nes en  sus  trajes;  las  prendas  fueron  adquiriendo  cierto 
aspecto  extranjero,  flamenco  o  francés,  como  vemos  en 
el  gran  retrato  de  D.  Tiburcio  Redín  (número  789  del 


-  158  - 


Museo  del  Prado),  cuyo  traje  militar  se  componía,  se- 
gún el  Catálogo  extenso,  de  «cuera  adobada,  con  la  faja 
rosada  de  maestre  de  campo  por  en- 
cima, calzón  colorado,  no  ancho,  la- 
zos verdes,  bota  negra  a  la  valona  y 
las  espuelas  caladas;  sobre  la  cuera 
una  casaca  chamberga  negra,  des- 
abrochada, bordada  de  plata  en  las 
bocamangas,  y  con  lazos,  también 
de  plata,  en  las  costuras  de  los  bra- 
zos y  en  la  botonadura.  Amplia  valo- 
na flamenca  y  rico  talabarte  tejido 
de  plata,  completan,  con  el  sombrero, 
el  traje  de  este  caballero.»  Realmen- 
te, entre  el  traje  militar  y  el  civil, 
no  se  pueden  establecer  grandes  diferencias  en  este 
tiempo . 

El  paseo  favorito  de  las  damas  y  galanes  del  si- 
glo XVII  era  la  calle  Mayor,  llamada  así  por  ser  la  vía 
más  amplia  que  por  aquel  tiempo  tenía  Madrid,  y  la  que, 
a  semejanza  de  nuestra  calle  de  Alcalá,  se  veía  concu- 
rrida a  todas  horas.  Era  la  lonja  de  mercaderes,  llena  de 
tiendas,  las  mejor  provistas  de  chamelotes,  guardainfan- 
tes  a  la  medida,  con  las  seis  varas  de  vuelo  reglamen- 
tario, enaguas  de  beatilla,  con  puntas,  chapines  con  he- 
billas de  plata,  zapatos  de  ponleví,  saboyanes  y  man- 
tos de  humo,  y  cortes  de  estufilla,  cintas  y  galones  de 
plata,  oro,  etc.,  etc. 

En  esta  calle  es  donde  las  mujeres  lucían  con  más 
garbo  los  guardainfantes,  basquinas,  los  chapines  con 


-  159  - 


8U8  virillas  de  plata  y  oro  y  con  tacones  de  siete  pisos; 
los  mantos  de  humo,  de  soplillo,  de  corte  y  de  marta  o 
estufilla  en  invierno,  y  adonde  acudían  también  los  lin- 
dos con  sus  tiesas  lechuguillas,  concusas  y  vistosas  ca- 
pas con  botones  y  golillas  almidonadas,  ferreruelos  y 
ropilla:  todos  con  su  continuo  ruar  a  pie,  a  caballo  o 
en  literas,  con  vistosas  libreas,  etc.  Este  conjunto  daba 
a  la  calle  Mayor  el  aspecto  más  pintoresco  y  alegre  de 
la  corte,  la  que  desfilaba  ante  las  gradas  de  San  Feli- 
pe el  Real,  vulgo  Mentidero,  que  se  extendía  hasta  los 
confines  de  la  Puerta  de  Guadalajara. 

En  esta  vía  fueron  tan  visibles  el  desenvolvimiento 
de  costumbres,  la  libertad  en  el  vestir  y  hablar,  que 
hubo  de  intervenir  la  Inquisición  soberana  y  la  autori- 
dad real  para  impedir  el  escándala  a  que  se  prestaban, 
no  sólo  la  murmuración  diaria,  Sino  el  provocativo 
paseo  de  las  damas  y  galanes,  lás*que  a  veces  se  tapa- 
ban la  cara  para  mayor  libertad,  dando  motivo  a  dispo- 
siciones como  la  de  «que  ninguna  mujer  pudiera  salir  a 
la  rúa,  bi  en  coche,  ni  a  pie,  con  el  rostro  cubierto  con 
el  manto,  ni  con  cortinas  tiradas  al  intento,  so  pena  de 
multa  y  encierro». 

El  día  8  de  Octubre  de  1621  se  vieron  sorprendidos 
los  asiduos  concurrentes  a  este  paseo  favorito,  por  los 
esbirros,  que,  por  orden  superior,  saquearon  las  tiendas 
de  vestir  y  joyerías,  por  contravenir  a  las  ordenanzas 
dictadas  en  las  Pragmáticas,  vendiendo  artículos  prohi- 
bidos: los  esbirros  formaron  enorme  pira  con  las  valo- 
nas, zapatillas  bordadas,  almillas,  ligas,  bandas,  puntas, 
randas,  abanicos,  golillas,  puños,  aderezados  y  otras 


-  160  - 

muchas  galas,  haciendo  con  todo  una  quema  pública, 
devorándolo  las  llamas,  y  cuya  pérdida  ascendió,  según 
los  Avisos  de  entonces,  a  muchos  cientos  de  ducados. 

No  obstante  ser  tan  manifiestos  los  esfuerzos  de  la 
autoridad  Real  para  evitar  el  lujo  y  tantos  los  bandos 
dictados  a  este  particular,  no  hubo  medio  humano  para 
corregir  las  extralimitaciones,  que  alcanzaron  a  todos 
los  órdenes  de  la  vida,  comenzando  por  incurrir  en  ello 
quien  lo  anatematizaba. 

Las  memorias  que  nos  quedan  de  las  grandes  fiestas 
en  la  Plaza  Mayor,  generalmente  de  toros,  en  que  loa 
caballeros  rejoneaban  y  toreaban,  así  como  las  teatra- 
les, celebradas  en  el  nuevo  palacio  y  jardines  del  Buen 
Retiro,  alternando  con  procesiones  y  cofradías,  nos  dan 
la  idea  más  exacta  de  la  frivola  vida  de  aquel  monarca, 
que  nunca  pensó  en  la  misión  que  le  estaba  enco 
mendada. 

Los  más  famosos  poetas  halagaban  su  vanidad,  ce- 
lebrando sus  proezas,  como  cuando  mató  un  toro  de  un 
arcabuzazo  desde  su  palco  en  la  Plaza,  en  que  envidia- 
ban la  suerte  del  toro,  p  cuando  componía  algunos  ver- 
sos; y  de  la  ostentación  y  petulancia  de  algunos  caba- 
lleros sobrevinieron  desgracias,  como  la  del  conde  de 
Villamediana,  cuyo  asesinato  fué  tan  comentado. 

Proporciona  una  galería  de  trajes  españoles  del  si- 
glo XVII,  acompañada  de  documentos  irrecusables,  aun- 
que prolija  en  detalles,  el  cuadro  de  costumbres  españo- 
las que  hizo  D.  Juan  Zabaleta  acerca  del  galán  y  la 
dama  de  este  tiempo;  de  él  extractamos  algunos  párra- 
fos, acomodándolos  a  nuestro  intento: 


-  161 


«De3pierta  el  galán  a  las  nueve  de  la  mañana  el  día 
de  fiesta,  atado  el  cabello  atrás  con  una  colonia  (cinta  de 
dos  dedos  de  ancha),  que  lo  mismo  la  usan  damas  que 
galanes,  diciéndose  de  las  primeras,  que  se  ponían  el 
pelo  tan  lleno  de  colonias  que  semejaba  a  un  jarrón  flo- 
rido. Pide  ropa,  y  dánsela  limpia  y  perfumada.  Pónese 
un  jubón  cubierto  de  oro,  cálzase 
luego  y  pónese  unas  medias  de  pelo 
de  seda  tan  sutiles,  que,  después  de 
habérselas  puesto  con  grande  cui- 
dado, es  menester  cuidado  grande 
para  ver  si  las  tiene  puestas;  ajús- 
talas  a  las  piernas  con  unos  atade- 
ros tan  apretados,  que  no  parece 
que  aprietan,  sino  que  cortan. 
Llega  el  zapatero  y  saca  de  las 
hormas  los  zapatos,  y  a  fuerza  de 
tirones  y  torturas  le  pone  éstos. 
Pónese  en  pie  el  paciente,  fatiga- 
do, pero  contento  de  que  los  zapa- 
tos le  vengan  angostos.  El  zapatero 
agujerea  las  orejas  del  zapato,  pasa  la  cinta,  aj lístalos  y 
hace  fuertemente  el  nudo.  Hace  la  rosa  después  con  más 
cuidado  que  gracia.  Sale  el  zapatero,  dejando  a  su  due- 
ño de  movimientos  tan  torpes  como  si  le  hubiesen  echa- 
do unos  grillos. 

«Entra  el  barbero,  pide  lumbre  para  los  hierros  y 
dice  que  pongan  el  escalador  en  la  lumbre;  le  pone  un 
peinador  muy  plegado,  que  es  lo  mismo  que  ponerle  unas 
enaguas  por  el  cuello. 


11 


-  162  - 

•  Rodea  al  lindo  una  toalla  al  cuello  del  peinador,  en 
forma  de  muceta,  y  ajusta  bien  detrás  de  las  orejas  el 
cabello;  echa  el  agua  en  la  vacía,  encájasela  por  la 
muesca  en  la  garganta  y  déjale  la  cabeza  como  cabeza 
degollada  que  llevan  de  presente.  Coge  los  hierros  ca- 
lientes, atusa  el  cabello,  y  después  de  muchas  tenazadas 
los  deja  tan  enmarañados  al  rostro  y  tan  aguzados  de 
puntas,  que  más  parecen  fingidos  con  un  pincel  que  ali- 
ñados con  un  hierro,  semejándole  asi  a  cara  de  retrato. 
Terminada  esta  faena,  el  galán  se  lava  las  manos  y  pé- 
nese la  golilla,  que  es  como  meter  la  cabeza  en  un  cepo. 
Está  la  golilla  aforrada  en  blanco,  por  dejar  de  la  valo- 
na no  más  de  algunos  visos. 

«Estréchase  en  la  ropilla,  muriendo  por  quedar  muy 
entallado. 

»En  estando  en  esta  fuerza  metido  en  cintura,  des- 
enlaza la  colonia,  que  le  aprisiona  el  cabello.  Toma  el 
peine  de  desenredar,  y  derrama  en  ondas  por  los  hom- 
bros la  guedeja. 

»Echa  la  cabeza  hacia  atrás  y  ahuécase  la  melena 
en  forma  de  espuma. 

»Toma  la  espada;  se  la  pone  con  la  vaina  abierta  a 
fin  de  tener  más  facilidad  para  sacarla  a  cualquier  desa- 
fuero. Un  criado  le  coloca  la  capa  de  bayeta,  rodeada 
toda  de  puntas  al  aire  (encaje),  cuajado  el  cuello  y  los 
escudos,  tan  erizada  por  donde  quiera,  que  da  miedo 
tocarla  con  la  mano.  Toma  luego  el  sombrero  de  castor 
labrado  en  París,  tan  negro  y  luciente  como  el  azaba- 
che, y  de  crecido  precio.  Ordena  con  las  manos  las  pun- 
tas de  humo  de  la  toquilla.  Se  pone  el  sombrero  en  la 


163 


cabeza,  y  dánle  el  espejo,  en  el  que  se  hace  el  galán  una 
visita  al  verse  tan  compuesto  como  lucido.  El  lindo  deja 
el  espejo,  compone  con  ambas  manos  las  faldas  de  la 
ropilla  y  empieza  a  caminar  a  la  calle;  vase  a  misa,  y 
torna  al  paseo  poniéndose  los  guantes  de  manopla  bor- 
dados», etc.,  etc. 

El  retrato  de  la  dama  no  es  menos  interesante. 

«Amanece  el  día  de  fiesta  para  la  dama;  se  levanta 
del  lecho  y  entra  en  el  tocador  en 
enaguas  y  justillo.  Se  sienta  en  una 
almohada  pequeña;  engólfase  en  el 
peinador,  pone  a  su  lado  derecho 
la  arquilla  de  los  medicamentos  de 
la  hermosura  y  saca  mil  aderezos. 
Mientras  se  traspinta  por  delante, 
la  está  blanqueando  por  detrás  la 
criada.  En  teniendo  el  rostro  ade- 
rezado, parte  al  aliño  de  la  cabeza. 
Peinase  no  sin  trabajo,  porque  halla 
el  cabello  apretado  en  trenzas.  Re- 
coge parte  de  él  y  parte  deja  libre, 
como  al  uso  se  le  antoja,  que  es  llevarlo  crecido.  Pénese 
luego  lazadas  de  cintas  de  colores  hasta  parecer  que 
tiene  la  cabeza  ñorida.  Esto  hecho,  se  pone  el  guardain- 
fante.  Este  es  el  desaliño  más  torpe  en  que  el  ansia  de 
parecer  bien  ha  caído.  Echase  sobre  el  guardainfante 
una  pollera,  con  unos  ríos  de  oro  por  guarniciones.  Co- 
loca sobre  la  pollera  una  basquina  con  tanto  ruedo,  que, 
colgada,  podía  servir  de  pabellón.  Ahuécasela  mucho 
porque  haga  más  pompa.  Entra  luego  por  detrás  en  un 


-  164  - 

jubón  emballenado,  el  que  queda  como  un  peto  fuerte. 
Este  jubón,  según  razón,  debía  de  rematar  en  el  cuello, 
mas  por  delante  se  queda  en  los  pechos,  y  por  la  espal- 
da en  la  mitad  de  las  espaldas;  los  hombros  al  descu- 
bierto también  y  las  mangas  abiertas  en  forma  de  bar- 
co, en  una  camisa  que  se  trasluce.  Lo  que  tiene  muy 
cumplido  el  jubón,  quizá  porque  no  es  menester,  son  loa 
faldones,  y  tan  cumplidos  y  tan  grandes,  que,  echados 
sobre  la  cabeza,  pueden  servir  de  mantellina. 

»Llega  la  valona  cariñana  (llamada  así  por  ser  tomada 
de  la  princesa  de  Carignan,  que  estuvo  en  Madrid),  que 
es  como  una  muceta  con  miles  de  labores.  Esta  se  pren- 
de todo  alrededor  del  corpino  y  próxima  a  los  hombros 
y  escote.  Por  la  garganta,  y  sobre  la  valona,  corre  un 
chorro  de  oro  y  perlas.  Colócase  como  sobretodo  un 
manto  de  humo,  llamado  así  por  lo  sutil,  quedando  el 
traje  transparentándose  en  el  manto.  Los  guantes  de 
vueltas  labradas,  la  estufilla  de  marta,  en  invierno,  y  el 
abanico,  en  verano,  son  los  indumentos  que  completan 
este  traje  de  la  dama  para  salir  a  la  calle  en  día  de  fies- 
ta, el  que  de  ordinario  se  viste  también.» 

Fuente  de  información  gráfica  la  tenemos  tan  impor- 
tante como  las  obras  del  inmortal  Velázquez,  que  cons- 
tituyen una  verdadera  galería  de  indumentaria. 

A  Felipe  IV  le  retrató  Velázquez  en  diversas  ocasio 
nes,  y  ya  le  pusiera  en  traje  de  cazador,  ya  armado  a  la 
jineta  o  cabalgando  en  un  fogoso  corcel  de  batalla, 
como  ennoblecía  cuanto  tocaban  sus  manos,  sin  necesi- 
dad de  recurrir  a  insignias  de  rey,  seguro  estaba  de  que 
reconocerían  en  el  retrato  el  continente  y  apostura  de 


-  165  - 

8U  rey  todas  las  damas,  cortesanos  y  gentes  de  su  época. 
Formando  pareja  con  el  retrato  ecuestre  del  rey,  reto- 
có Velázquez  el  retrato,  también  ecuestre,  de  Doña  Isa- 
bel de  Borbón,  primera  esposa  del  monarca,  pintado  por 
Bartolomé  González,  que  es  una  maravilla  del  pincel 
y  de  realismo,  donde  se  pone  de  relieve  la  rica  indu- 
mentaria de  la  reina.  ¡Lástima  que  el  original  de  Veláz- 
quez ee  halle  en  la  galería  imperial  de  Viena!  Son  tam- 
bién notabilísimos  los  retratos,  el  ecuestre  y  de  caza- 
dor, del  príncipe  Baltasar  Carlos,  hijo  mayor  del  rey, 
donde  luce  apostura  y  gallai  día  incomparables  tan  sim- 
pático niño,  constituyendo  también  un  modelo  de  indu- 
mentaria de  la  época.  En  1651  retrató  por  primera  vez 
a  la  segunda  esposa  de  Felipe  IV,  Doña  Mariana  de  Aus- 
tria, y  a  la  hija  de  ésta,  la  infanta  Doña  Margarita,  en 
su  niñez,  así  como  a  otras  personas  reales.  Todos  estos 
lienzos,  salvo  el  citado  de  la  primera  esposa  del  rey,  se 
hallan  en  nuestro  Museo  del  Prado. 

Al  Conde-Duque,  a  quien  Velázquez  debía  grandes 
favores,  le  representó  «armado  con  coraza  de  bruñido 
acero,  tachonada  de  adornos  de  oro,  erguido  de  cabeza, 
con  sombrero  y  plumas  a  la  chamberga»,  volviendo  el 
rostro  hacia  el  lado  izquierdo  con  marcial  talante  y  arte 
lisonjero  para  disimular  lo  giboso  de  la  espalda  del 
Conde.  Lleva  rica  valona  de  encajes  de  Flandes,  banda 
terciada  desde  el  hombro  derecho  y  de  su  tahalí  pen- 
diente la  lujosa  espada;  monta  en  un  brioso  alazán,  que 
dirige  con  la  mano  izquierda,  y  con  la  derecha  tiene  le- 
vantado el  bastón  de  general.  En  el  fondo  se  ve  la  ima- 
ginaria batalla  que  dirige. 


-  166  - 

El  cuadro  llamado  Las  Menmas  presenta  a  la  iz- 
quierda del  espectador  el  propio  retrato  de  Velázquez, 
haciendo  el  de  Felipe  IV  y  de  su  esposa  Doña  Mariana  de 
Austria,  pintado  hacia  el  año  1656  al  1657.  Ambos  mo- 
narcas se  ven  reflejados  en  un  espejo  colocado  al  fondo 
del  estudio.  En  primer  término  y  en  el  centro  está  la 
infanta  Doña  Margarita,  hija  de  ambos,  como  de  seis 
años  de  edad,  con  pomposo  guardainfante  y  peinado 
con  raya,  a  quien  ofrece  su  menina  doña  María  Agus- 
tina, arrodillada,  un  búcaro  de  agua,  y  al  otro  lado,  de 
pie,  se  halla  otra  menina,  doña  Isabel  de  Velasco,  que 
difícilmente  puede  moverse  con  su  gran  guardainfante. 
La  más  noble  pintura  del  cuadro  es  la  del  pintor  Veláz- 
quez, que  jamás  se  retrató  con  más  esmero.  Se  halla  a  la 
izquierda  del  cuadro  y  en  actitud  de  tocar  en  el  lienzo 
que  tiene  delante.  Al  lado  derecho  aparecen  las  figuras 
casi  claustrales  de  la  dama  de  honor  doña  Marcela  de 
Ulloa,  y  otro  personaje  de  tipo  rodrigón,  dibujándose, 
por  último,  en  el  fondo,  en  actitud  de  salir  por  una  puer- 
ta, al  aposentador  de  la  reina,  D.  José  Nieto.  Ocupan  la 
derecha  los  dos  enanos  Mari-Barbola  y  Nicolasito  Pertu- 
sato,  pisando  éste  al  perro  favorito.  Este  admirable  cua- 
dro ofrece  un  conjunto  de  indumentaria  característico; 
pero  donde  más  puede  estudiarse  la  del  tiempo  de  Ve- 
lázquez en  todas  las  clases  sociales,  es  en  la  famosa  Vis- 
ta de  Zaragoza  (núm.  789  del  Museo  del  Prado),  pintada 
por  Juan  B.  del  Mazo  y  avalorada  en  primer  término 
por  las  preciosísimas  figuras  con  que  la  ilustró  su  suegro 
Velázquez,  constituyendo  cada  una  un  acabado  modelo; 
a  esta  obra  pueden  añadirse  otras  similares,  de  las  mis- 


-  167  - 

mas  manos,  como  la  Caza  del  jabalí  en  el  Hoyo,  y  la  del 
tahladillo,  existentes  en  el  extranjero,  pero  de  las  que 
contamos  con  buenas  copias. 

En  ellas  vemos  representados  los  tipos  de  todas  las 
clases  sociales:  desde  los  reyes  a  los  mendigos,  eclesiás- 
ticos, aristócratas,  tapadas  y  valientes,  monteros  y  cria- 
dos, con  sus  carrozas  y  cabalgaduras,  de  todo,  en  fin, 
cuanto  constituía  el  menaje  de  la  sociedad  de  aque- 
llos días,  retratada  por  el  maravilloso  pincel  del  gran 
maestro. 

A  su  propia  hija  retrató  con  traje  un  tanto  popular, 
cubriendo  su  cabeza  con  la  clásica  mantilla,  o  reboci- 
llo, aunque  dándole  cierta  distinción  en  las  mangas  y  en- 
guantadas manos,  sosteniendo  con  la  diestra  un  abanico. 


Sobre  esta  época  y  otras  anteriores  dejó  el  Sr.  Poleró  una  serie 
de  curiosos  apuntes  y  dibujos  inéditos,  que  guardan  los  Sres.  Mar- 
queses de  Argüeso  con  gran  aprecio. 


-  168  - 

Carlos  II. — De  edad  de  cuatro  años  heredó  la  Coro- 
na de  España,  en  1665,  por  muerte  de  su  padre  Feli- 
pe IV.  Regentó  el  Reino  su  madre  Doña  Mariana  de  Aus- 
tria por  espacio  de  muchos  años,  y  aun  cuando  esta  se- 
ñora era  alemana,  el  gusto  francés  empezó  a  invadir 
nuestra  nación.  Por  entonces  diferian  mucho  las  modas 
de  España  de  las  de  aquel  país,  y  era  difícil  prever  que 
apenas  llegado  nuestro  rey  a  la  mayor  edad,  tanto  ha- 
bían de  subyugarnos  las  modas  de  Francia.  Sin  embargo, 
el  primer  ensayo  de  influencia  francesa  en  las  modas 
fué  debido  a  la  creación  de  la  guardia  que  la  reina  ma- 
dre instituyó  para  defensa  propia  y  de  su  hijo.  Estas  tro- 
pas fueron  uniformadas  con  trajes  de  moda  afrancesada 
para  diferenciarlas  en  todo  de  las  restantes  que  había 
en  España. 

Más  tarde,  en  1679,  Carlos  II  casó  con  Doña  María 
Luisa  de  Orleans,  sobrina  de  Luis  XIV,  de  la  que  estuvo 
muy  apasionado,  y  para  obsequiarla  mandó  que  al  tiem- 
po de  recibirla  en  Madrid  por  primera  vez,  la  Corte  hi- 
ciera los  honores  vestidos  todos  a  la  francesa.  Su  Ma- 
jestad, adornado  con  loa  diamantes  de  Ambos  Mundos  y 
sombrerillo  con  plumas  blancas,  realzado  con  la  preciosa 
perla  llamada  la  Peregrina,  la  más  bella  de  las  perlas  cé- 
lebres, montó  sobre  brioso  alazán  y  salió  a  esperar  tam- 
bién a  la  reina.  A  pesar  de  estas  manifestaciones  de 
afrancesamiento,  el  pueblo  no  se  dejaba  influir  fácilmen- 
te por  los  trajes  de  aquel  país,  y  España,  en  general,  re- 
chazaba las  pretensiones  del  cambio  de  traje  nacional, 
el  que  seguía  vistiendo  sin  alteración  notable,  con  la  go- 


-  169  - 

lilla  y  pelo  suelto,  como  había  venido  usílndose  durante 
todo  el  siglo  XVII. 

Las  principales  variantes  que  se  introdujeron  en  el 
traje  por  la  moda  francesa,  fueron:  en  el  hombre,  la 
sustitución  del  jubón  por  la  casaca  de  manga  corta  con 
ancha  bocamanga  y  gran  puñera  de  encaje,  la  corbata 
de  lo  mismo  en  vez  de  la  golilla  o  valona,  el  sombrero 
de  tres  candiles  y  el  pelo  muy  suelto,  pero  sin  aceptarse 
la  gran  peluca  postiza  de  melena  de  león  francesa,  com- 
pletándolo altas  medias  sobre  el  calzón,  con  ligas  por 
bajo  de  las  rodillas;  el  calzado  lo  constituyó  el  zapato 
de  cuero  negro  con  tacón  rojo,  orejas  y  gran  hebilla, 
pendiendo  el  espadín  de  la  cintura.  En  las  mujeres  los 
cambios  fueron  más  radicales,  como  veremos. 

Carlos  II  publicó  la  Pragmática  en  23  Enero  de  1675, 
estableciendo  en  ella  varias  ordenanzas  sobre  la  ley, 
peso  y  medida  que  deben  tener  los  tejidos  de  seda  y  lana. 

«En  cuanto  a  vestidos — dice— de  hombres  y  mujeres, 
permitimos  se  puedan  traer  de  terciopelo  lisos  y  labra- 
dos, negros  y  de  colores  terciopelados,  damascos,  rasos, 
tafetanes  lisos  y  labrados  y  todos  los  demás  géneros  de 
seda,  como  sean  de  fábrica  de  estos  reinos  de  España  y 
sus  dominios  y  de  las  provincias  amigas  aún  con  quienes 
se  tiene  comercio  con  calidad,  y  que  todas  las  mercade- 
rías de  este  género  que  entraren  de  fuera  hayan  de  ser 
del  peso  y  medida,  marca  y  ley  que  deben  tener  las  que 
se  labran  y  fabrican  en  estos  nuestros  reinos,  en  confor- 
midad de  lo  que  disponen  las  leyes.» 

Para  formarse  idea  del  traje  en  tiempos  de  Carlos  II, 
es  notable  el  gran  lienzo  llamado  La  cortina,  que  se  con- 


-  170  - 


serva  en  la  sacristía  del  Monasterio  de  El  Escorial  para 
cubrir  las  Santas  Formas  incorruptas,  donde  aparece 
Carlos  II,  con  todos  los  más  principales  personajes  de  la 
Corte,  adorándolas.  La  empezó  a  pintar 
Francisco  Rizi  y  fué  acabada  por  Clau- 
dio Coello. 

Obra  notabilísima  por  todos  concep- 
tos, y  más  aún  como  fuente  de  indumen- 
taria, es  el  Auto  de  fe  celebrado  en  Ma- 
drid en  la  Plaza  Mayor  el  30  de  Junio 
de  1680,  cuadro  digno  de  consulta  por 
sus  tipos,  indumentaria  y  por  mil  deta- 
lles históricos  que  nos  presenta  admira- 
blemente autentizados,  y  donde  la  in- 
fluencia francesa  en  los  trajes  españoles  se  pone  muy  de 
manifiesto.  Es  también  obra  de  Francisco  Rizi. 

Mobiliario  del  siglo  ZFI/.— Son  notabilísimas  las  si- 
llas de  manos  de  gran  lujo,  embutidas  de  plata,  con  tela 
de  brocado  y  bordados  de  oro.  Fernández  de  los  Ríos 
hace  relación  de  una  infinidad  de  ellas,  entre  las  que 
está  la  que  el  duque  de  Montalvo,  teniente  virrey  de 
Sicilia,  regaló  en  1637  a  nuestra  reina  Doña  Isabel  de 
Borbón,  primera  esposa  de  Felipe  IV,  que  era  de  ébano 
incrustado  en  plata  y  coral,  con  tela  de  brocado  y  bor- 
dado de  corales  y  oro.  Aunque  de  más  modesta  factura, 
es  notabilísima  la  silla  de  manos,  o  litera,  que  la  Real 
Hermandad  del  Refugio  de  Madrid  exhibe  públicamente. 
Durante  casi  todo  el  siglo  XVÍI  suministró  la  Penín- 
sula Ibérica  la  mayor  parte  de  las  mesas  y  de  los  asien- 
tos de  que  se  servía  Europa. 


-  171  - 

Estos  asientos,  de  forma  cuadrangular,  solían  estar 
adornados  de  telas  bordadas,  y  muy  frecuentemente  de 
cuero,  con  figuras  de  realce  y  dorado,  cueros  que  eran 
utilizados  también  para  revestir  los  muros  de  habita- 
ciones y  otros  objetos,  reconocidos  con  el  nombre  de 
guadamaciles.  Fueron  importados  por  el  mundo  entero 
como  producción  genuinamente  española,  originaria 
de  los  moros  de  Córdoba,  que  los  trabajaron  de  modo 
sui  generis,  y  de  los  que  se  hicieron  muchas  imitacio- 
nes, particularmente  en  Francia  y  otros  países  extran- 
jeros. 

En  España  los  tapices  flamencos  y  los  de  Arras  (pa- 
ños de  Ras),  que  decían  los  aragoneses,  eran  casi  tan 
comunes  como  cualquier  otro  cortinaje,  lo  cual  nada 
tiene  de  particular,  si  se  recuerda  que  los  reyes  de  Es- 
paña, como  condes  que  eran  de  Flandes,  dispusieron 
durante  muchos  años  de  las  fábricas  flamencas. 

Se  cubrían  con  tapices  todas  las  paredes,  sobrepuer- 
tas y  sobrebalcones,  no  sólo  de  los  aposentos  Reales, 
sino  de  los  cuartos  de  los  altos  funcionarios  y  hasta  de 
las  oficinas  y  servicios  de  la  Casa  Real.  La  Corte  de  Es- 
paña fué  la  que  más  se  distinguió  en  el  mundo  por  sus 
colecciones  variadas  de  esta  clase  de  tejidos. 

Los  ricos  tapices  de  esta  época  y  los  bordados,  en 
particular  para  el  culto  divino,  son  verdaderas  maravi- 
llas producidas  por  la  mano,  y  de  los  que  se  conservan 
riquísimos  ternos  en  Madrid  en  los  conventos  de  las  Des- 
calzas Reales  y  en  el  de  la  Encarnación,  que,  como  ce- 
nobios de  fundación  real,  se  enriquecían  mucho  con  pre- 
sentes de  sus  religiosas,  todas  de  alcurnia  elevada,  y  de 


—  172  - 

cuyo  siglo  XVII  aún  existen  en  las  Descalzas  la  riquí- 
sima colección  de  tapices  flamencos,  hechos  según  los 
cartones  de  Rubens,  que  en  número  de  diez  y  seis  re- 
presentan los  sacrificios  de  la  Ley  antigua,  siendo  todos 
una  joya  de  valor  inapreciable.  Existen  muchísimos  tan 
valiosos  como  artísticos,  no  sólo  en  el  Palacio  Real, 
sino  entre  las  principales  mansiones  de  los  magnates  de 
España. 

En  uno  de  los  diez  y  seis  tapices  de  las  Descalzas 
Reales  se  representa  a  la  esposa  de  Felipe  IV,  la  bella 
Isabel  de  Borbón,  ricamente  vestida  de  raso  blanco,  re- 
camado con  flores  de  oro,  con  perlas  y  aljófar.  La  can- 
dida lechuguilla  de  su  cuello,  refleja  argentina  luz  en  la 
blanca  tez  de  su  rostro. 

Entre  otros,  se  admiran  en  el  Museo  Arqueológico 
Nacional  los  tapices  reposteros,  mejor  dicho  bordados, 
que  pertenecieron  al  Conde-Duque  de  Olivares;  son  nue- 
ve, bordados  a  gran  realce,  representando  un  templete 
salomónico  con  balaustrada,  sobre  fondo  de  jardín;  en 
primer  término,  muy  realzadas,  figuras  de  animales,  ya 
un  carnero,  un  tigre  o  una  liebre  de  tamaño  natural,  un 
león,  etc.,  aves,  follaje  y  plantas,  que  tienen  gran  pro- 
piedad y  están  ejecutadas  a  mano  con  un  primor  y  rea- 
lismo extraordinarios. 


ÉPOCA  IV.-LOS  BORRONES 


X.  — SIGLO  XVIII 

La  transición  del  traje  afrancesado,  a  fines  del  si- 
glo XVII,  vino  a  preparar  las  modas  del  XVITI,  que  a 
la  muerte  de  Carlos  II  hacen  su  invasión  total  en  Es- 
paña con  la  extinción  del  último  de  los  Austrias  y  esta- 
blecimiento de  la  dinastía  borbónica  en  el  año  de  1700, 
en  que  efectúa  nuestro  primer  Borbón,  Felipe  V,  su  ad- 
venimiento al  trono. 

El  siglo  XVIII  se  inaugura  con  el  entronizamiento 
en  España  de  esta  dinastía. 

Felipe  V,  nieto  de  Luis  XIV,  ocupa  el  solio  que  le 
legara  el  desdichado  y  último  monarca  de  los  Austrias, 
siendo  proclamado  rey  el  24  de  Noviembre  de  1700,  con 
gran  ceremonial,  en  cuatro  puntos  principales  de  la 
Corte:  en  la  plaza  del  Real  Palacio,  en  la  plaza  de  las 
Descalzas,  en  la  Plaza  Mayor  y  en  la  plaza  de  la  Villa, 
adornadas  las  calles  con  vistosas  colgaduras  y  suntuo- 
sos doseles,  bajo  los  que  se  destacaba  la  efigie  del  rey, 
siendo  el  marqués  de  Francavila  el  que  hizo  la  procla- 
mación, como  alférez  mayor  y  Regidor  de  la  villa  de 
Madrid,  con  grande  acompañamiento. 


-  174  - 

A  Madrid  no  llegó  Felipe  hasta  el  18  de  Febrero  del 
año  1701,  y  entonces  tuvo  lugar  el  solemne  acto  de  la 
jura  en  San  Jerónimo.  Ricamente  adornados  sus  muros 
con  tapicerías  de  seda  y  oro,  dispúsose  un  magnífico  do- 
sel, con  almohadones,  para  el  rey,  que  vestía  de  negro, 
con  botonaduras  de  diamantes,  ostentando  los  collares 
del  Toisón  de  Oro  y  de  la  Orden  de  Sancti  Spiritus.  El 
tocado  lo  formaba  un  sombrero  con  cintillo  de  diaman- 
tes, llevando  a  un  lado  una  rosa  de  oro,  guarnecida  con 
un  magnífico  diamante,  llamado  «el  Estanque»  por  su 
gran  tamaño,  y  pendiendo  la  perfecta  y  voluminosa 
perla  la  Peregrina. 

Felipe  V,  hombre  de  clara  inteligencia  y  talento 
práctico,  pronto  hubo  de  percatarse  de  la  situación  las- 
timosa en  que  se  encontraba  España:  la  Hacienda  di- 
sipada, el  pueblo  oprimido  y  debilitado  por  las  guerras, 
el  espíritu  nacional  abatido,  aunque  conservando  el  or- 
gullo que  engendrara  el  poderío  tiempos  atrás,  cuan- 
do España  era  superior  a  todas  las  demás  naciones 
europeas,  pero  orgullo  que  en  aquellas  circunstancias 
era  ya  un  tanto  ridículo  y  pretencioso  al  ir  desapare- 
ciendo las  grandezas  en  que  se  fundaba. 

Esto  ocurría  a  los  españoles;  tenían  por  incompati- 
bles el  honor  y  el  trabajo;  desdeñaban  toda  labor  me- 
cánica; despreciaban  el  cultivo  de  las  Artes,  sobre  todo 
el  de  las  industriales,  a  la  par  que  aumentaba  la  inclina- 
ción a  la  vagancia  y  la  ociosidad.  Se  dice  que  la  forma 
del  traje  contribuye  a  extender  o  corregir  ciertas  ideas, 
y  efectivamente,  el  de  esta  época  no  era  en  verdad  el 
más  a  propósito  para  dedicarse  a  oficios  mecánicos.  El 


-  175  - 

vestido  que  se  venía  usando  desde  Felipe  11,  con  aque- 
llas lechuguillas  y  golillas,  hacía  el  continente  rígido,  el 
cuerpo  tieso,  mejor  para  pasear  gravemente  que  para 
dedicarse  al  estudio  y  al  trabajo. 

Aunque  ya  vemos  que  en  tiempos  de  Carlos  II  se  in- 
troduce el  traje  francés  por  iniciativa  del  monarca, 
siempre  hubo  lucha  pasiva  y  tenaz  resistencia,  sobre 
todo  en  el  pueblo,  aferrándose  al  traje  nacional;  se  puede 
decir  que  las  modas  extranjeras  no  cuajaban  en  nuestra 
Península. 

Y  sin  embargo,  también  el  cardenal  Alberoni  ridicu- 
lizaba el  traje  tradicional,  diciendo:  «Que  la  golilla  com- 
pasa hasta  los  menores  movimientos  del  cuerpo.  El  ca- 
rretero tiene  tanto  cuidado  como  un  Grande  de  primera 
clase,  de  que  no  se  le  rompa  su  tieso  cartón;  y  el  paisano 
quiere  más  algunas  cebollas,  que  habrá  cultivado  y  co- 
gido con  la  golilla  al  cuello,  que  millares  de  fanegas  de 
trigo,  si  para  recogerlas  se  ha  de  despojar  de  tan  majes- 
tuoso adorno,  aunque  no  sea  más  que  por  medio  año». 

Felipe  V,  hábil  político  y  de  espíritu  práctico,  dictó 
varias  leyes  con  el  fin  de  fomentar  el  comercio  y  el  cul- 
tivo de  las  Artes,  por  lo  cual  pensó  que  se  impoüía  la 
reforma  del  traje  nacional,  en  vista  de  la  idea  arraigada 
de  que  los  portadores  de  la  golilla  se  envilecían  ejerci- 
tando oficios  mecánicos. 

Desplegó  Felipe  gran  habilidad  haciendo  repartir 
profusamente  un  folleto,  de  que  era  su  autor,  intitulado: 
Decreium  Jovis;  de  Gonellia,  «Decreto  de  Júpiter  sobre 
la  golilla»,  haciendo  resaltar  la  necesidad  de  sustituirla 
por  la  corbata,  dejándola  sólo  para  uso  de  los  que  por  su 


-  176  - 

cargo  debían  aparecer  siempre  gravea  y  serios,  respeta- 
bles como  letrados,  jueces  y  médicos,  etc. 

A  una,  e  imitando  el  ejemplo  del  monarca,  todos  los 
Grandes,  a  excepción  de  algunos  pocos,  entre  ellos  el 
duque  de  Medina  Sidonia,  abandonan  el  severo  traje  es- 
pañol por  el  más  gracioso  y  elegante  de  la  casaca,  la 
chupa,  el  calzón  corto  y  la  peluca  postiza,  con  el  adita- 
mento de  la  corbata  de  rico  encaje. 

Pero  hay  que  insistir  en  que,  sobre  todo  el  pueblo,  no 
estaba  conforme  con  tal  moda.  Viene  a  testimoniarlo  una 
sátira  de  D.  Luis  Francisco  Calderón  Altamirano,  que 
en  sus  Opúsculos  de  oro,  virtudes  morales;  cristianas  (1), 
ridiculiza  el  traje  francés  así:  «Mas  ¿quién  puede  dudar 
que  está  el  mundo  ridículo  si  se  individúa  su  adorno? 
Unas  cabelleras  postizas,  pesados  morriones  que  abo- 
llan la  cabeza,  ¡qué  mayor  desorden!  Despreciar  el 
adorno  que  le  dio  el  cielo,  para  coronarse  de  rizos  de  di- 
funtos. Decid,  ¿no  es  tener  lesa  la  imaginación  ponerse 
un  copete  de  tan  gran  magnitud? 

«Unas  casacas  a  la  moda,  con  pompa  tan  grande, 
¿cómo  puede  juzgarse  por  hábito  decente?  Hácense  con 
ocho  varas  de  tela,  pudiéndose  con  cuatro,  y  así  com- 
pendian la  definición  de  lo  superfluo...  Pues  ¿qué  dire- 
mos de  los  que  traen  faldas  por  no  faltar  a  la  observan- 
cia de  la  moda?  Pues  ¿qué  de  la  casaca  sobre  la  chupa? 
Pleonasmo  de  telas  o  carga  sobre  carga.  ¿Qué  de  unos 
tacones  que,  por  enanos,  desprecian  los  chapines? 

»Yo,  por  mis  pecados,  he  experimentado  este  uso,  y 


(1)    Véase  «Historia  del  lujo»,  de  Semper. 


-  177  - 

confieso  que  sou  el  mayor  desdoro  del  sexo Unas 

capas  de  color  de  sangre  de  toro,  que  vuelven  los  hom- 
bres amapolas  del  prado » 

En  el  traje  de  Luis  XIV  era  la  nota  característica  la 
peluca  blanca,  rizada  con  artísticos  bucles,  el  calzón 
corto,  de  raso,  de  vistosos  colores,  medias  de  seda  y  za- 
pato bajo,  con  hebilla.  Cuellos,  camisa  y  puños  o  vueli- 
llos de  encaje,  siéndolos  más  preferidos  Alengon  y  Bru- 
selas. Las  casacas  no  sólo  eran  de  ricos  tejidos,  sino  con 
bordados  costosísimos. 

En  los  trajes  femeninos  sou  característicos  los  corpi- 
nos de  manga  corta  y  estrecha,  muy  ajustados  en  la  cin- 
tura, y  ésta  de  tan  reducida  dimensión,  que  por  algo  se 
les  llamó  talles  de  avispa.  Contrastando  con  ellos  lleva- 
ban grandes  bullones  en  las  caderas,  denominados  pa- 
niers,  con  faldas  de  lujoso  brocado  y  largas  colas. 

Para  manifestar  ostensiblemente  su  oposición  al  traje 
importado,  el  pueblo  reformó  su  indumentaria,  alar- 
gando la  capa,  que  antes  pasaba  apenas  de  las  rodillas, 
hasta  el  suelo,  y  ampliando  también  el  ala  de  los  som- 
breros, tomando  costumbre  de  echarlo  sobre  el  rostro. 

Con  esto  y  la  amplitud  de  la  capa,  con  la  que  gene- 
ralizaron más  la  costumbre  de  embozarse,  se  cometieron 
muchos  desmanes,  publicándose  bandos  para  corregir- 
los, aunque  sin  resultado,  hasta  que,  en  reinado  poste- 
rior, se  tomó  una  medida  decisiva,  como  veremos. 

Es  notable  y  curiosa  la  Pragmática  que  dio  Felipe  V 
para  corregir  el  abuso  del  lujo,  que  tomaba  grandes 
proporciones.  Fué  la  del  15  de  Noviembre  de  1723,  muy 
extensa,  y  que  abarcaba  muchas  especies.  Por  lo  que  se 


-  178  - 

refiere  al  vestido,  que  es  lo  que  a  nosotros  nos  interesa, 
dice  asi: 

«Ninguna  persona,  hombre  ni  mujer,  de  cualquier 
grado  y  calidad  que  sea,  pueda  vestir  ni  traer  en  ningún 
género  de  vestido,  brocado,  tela  de  oro,  plata  o  seda, 
con  mezcla  de  estos  metales,  bordado,  puntas,  pasama- 
nos, galones,  cordones,  pespuntes,  botones,  cintas,  ni 
ningún  otro  género  de  guarnición  en  que  haya  mezcla 
de  ellos;  ni  tampoco  de  acero,  vidrio,  talco,  perlas,  aljó- 
far ni  otras  piedras  finas  ni  falsas,  aunque  sea  con  mo- 
tivo de  bodas,  permitiéndose  únicamente  botones  de  oro 
o  plata  de  martillo.  Se  comprenden  en  esta  prohibición 
los  militares,  en  los  vestidos  que  usaren  fuera  del  uni- 
forme, exceptuándose  únicamente  en  éstos  y  en  los  des- 
tinados para  el  culto  divino. — Se  prohibe  absolutamente 
todo  género  de  puntos  y  encajes  extranjeros  en  las  guar- 
niciones y  adornos,  permitiéndose  únicamente  los  fabri- 
cados en  el  reino. — Se  prohibe  asimismo  absolutamente 
todo  género  de  piedras  falsas  que  imiten  diamantes, 
esmeraldas,  rubies,  topacios  u  otras  finas. — Se  permite 
el  uso  de  las  telas  de  seda,  con  la  precisa  condición  que 
hayan  de  ser  fabricadas  en  el  reino  o  en  provincias  ami- 
gas, y  que  las  que  de  éstas  se  introdujeran  hayan  de  ser 
del  mismo  peso,  medida,  marca  y  ley  que  las  que  se  fa- 
brican en  España.  Que  los  vestidos  puedan  guarnecerse 
de  fajas  llanas,  pasamanos  o  bordadura  al  canto,  y  no 
más,  como  no  excedan  de  seis  dedos  de  ancho,  ni  lleven 
más  de  una  guarnición,  y  con  la  calidad  de  que  sean 
precisamente  fabricadas  y  labradas  en  estos  reinos  de 
España,  y  exceptuando  el  traje  de  todos  los  Ministros 


-  17Q  - 

superiores,  subalternos  e  inferiores  de  los  Tribunales  de 
todo  el  reino,  inclusos  Corregidores,  Jueces  y  Regidores; 
el  cual  se  manda  que  precisamente  sea  negro,  permi- 
tiendo a  todas  las  demás  personas  el  uso  de  los  colores, 
ya  introducidos  y  que  están  en  uso.» 

Después  de  prohibiciones  y  restricciones  a  las  libreas 
de  los  pajes,  materia  de  los  coches,  carrozas  y  sillas  de 
manos,  etc.,  se  extiende  a  cómo  han  de  vestir  «oficiales 
y  menestrales  de  mano,  barberos,  sastres,  zapateros, 
carpinteros,  ebanistas,  maestros  y  oficiales  de  coches, 
herreros,  tejedores,  pellejeros,  fontaneros,  tundidores, 
curtidores,  herradores,  zurradores,  esparteros,  especie- 
ros, y  además  obreros,  labradores  y  jornaleros  que  no 
podrán  usar  vestidos  de  seda,  ni  tela  mezclada  con  ella, 
sino  de  paño,  jerguilla,  raxa  o  bayeta,  o  de  otro  género 
de  lana,  a  excepción  de  las  mangas  o  casacas  y  las  me- 
dias, en  las  cuales  se  permite  el  uso  de  la  seda». 

Las  penas  que  se  impusieran  a  los  contraventores  de 
la  ley  se  dejaba  al  arbitrio  del  Consejo  o  jueces,  pero  a 
los  menestrales  se  les  impone,  por  la  primera  vez,  el  per- 
dimiento de  lo  denunciado,  y  cuatro  años  de  presidio  ce- 
rrado en  África,  y  para  la  segunda,  ocho  años  de  galeras. 

Estas  leyes  se  dictaron  por  el  desenfreno  del  lujo, 
que  decían  era  la  miseria  y  la  ruina  del  artesano  y  el 
labrador,  y  que,  restringiéndolo,  se  podrían  alimentar 
mejor,  terminando  la  Pragmática  así:  «Disponga  V.  M. 
que  cada  uno  vista  según  su  clase,  para  que  el  vestido 
diga  su  profesión  y  no  se  confundan  los  nobles  con  los 
plebeyos,  ni  los  grandes  con  los  medianos»,  que  era  real- 
mente lo  que  más  les  interesaba. 


-  180  - 

En  los  tiempos  de  Don  Fernando  VI  y  de  Doña  Bár- 
bara de  Braganza  no  hay  modificación  de  importancia; 
sigue  el  traje  francés,  y  el  pueblo  con  su  resistencia  en 
adoptarlo  y  vistiendo  a  usanza  nacional.  Se  da  gran  im- 
pulso a  las  fábricas  de  tejidos  de  oro  y  plata  y  a  las  de 
telas  exquisitas,  tanto  de  seda  como  de  lana. 

Llega  después  el  gran  Carlos  III,  procedente  de  Ita- 
lia, el  país  del  arte,  de  gustos  refinados  y  espíritu  culto, 
produciéndole  penosa  impresión  el  aspecto  de  la  corte, 
donde  la  holganza  y  la  apatía  era  peculiar;  la  limpieza 
escasa,  por  no  decir  nula;  envuelta  la  ciudad,  en  cuanto 
el  sol  se  ponía,  en  tenebrosa  obscuridad,  puesto  que  care- 
cía de  alumbrado;  sólo  de  vez  en  cuando  alguna  vacilante 
lucecilla  de  una  lámpara  se  destacaba  en  las  tinieblas, 
debida  a  la  piedad  femenina,  para  alumbrar  las  imáge- 
nes que  era  frecuente  ver  en  las  hornacinas  de  algunas 
fachadas. 

Muchos  eran  los  desacatos  y  desmanes  que  se  come- 
tían y  al  abrigo  de  los  sombreros  gachos  y  de  las  capas 
largas  siempre  quedaban  impunes,  por  desconocerse  al 
autor. 

Carlos  III,  queriendo  poner  remedio  enérgico  y  radi- 
cal, dictó  un  bando  el  10  de  Marzo  de  1766,  reformando 
el  traje  popular,  y  que  decía: 

«Que  ninguna  persona  de  cualquier  calidad,  condi- 
ción y  estado  que  sea,  pueda  usar  en  ningún  paraje,  si- 
tio, ni  arrabal  de  esta  Corte  y  reales  sitios,  ni  en  sus 
paseos  o  campos,  fuera  de  su  cerca,  del  citado  traje  de 
capa  larga  y  sombrero  redondo  para  el  embozo,  querien- 
do S.  M.  y  mandando  que  toda  la  gente  civil  y  de  algu- 


-   181  - 

na  clase  en  que  se  entienden  todos  los  que  viven  de  sus 
rentas  y  haciendas  o  de  salarios  de  sus  empleos  o  ejerci- 
cios honoríficos  y  otros  semejantes,  y  sus  domésticos  y 
criados  que  no  traigan  librea  de  las  que  se  usan,  usaran 
precisamente  de  capa  corta  (que  a  lo  menos  le  faltara 
una  cuarta  para  llegar  al  suelo)  o  de  redingot  y  de  pelu- 
quín o  pelo  propio  y  sombrero  de  tres  picos,  de  forma  que 
de  ningún  modo  fueran  embozados  ni  ocultaran  el  rostro. 
»Y  por  lo  que  toca  a  los  menestrales  y  todos  los  demás 
del  pueblo  (que  no  pudieran  vestirse  de  militar)  aunque 
usaran  de  la  capa,  fuera  precisamente  con  sombrero  de 
tres  picos  o  montera  de  las  permitidas  al  pueblo  ínfimo, 
y  más  pobre  o  mendigo,  bajo  de  la  pena  por  la  primera 
vez  de  seis  ducados  o  doce  días  de  cárcel;  por  la  segun- 
da, doce  ducados  o  veinticuatro  días,  y  por  la  tercera, 
cuatro  años  de  destierro  a  doce  leguas  de  esta  Corte  y 
sitios  reales,  aplicadas  las  penas  pecuniarias  por  mitad 
a  los  pobres  de  la  cárcel  y  Ministros  que  hicieran  la 
aprehensión.  Y  en  cuanto  a  las  personas  de  la  primera 
distinción,  por  sus  circunstancias  o  empleos,  que  la  Sala 
dé  cuenta  a  S.  M.  a  la  primera  contravención  con  dicta- 
men de  la  pena  que  estimare  conveniente.  Que  estas 
penas  no  debían  entenderse  con  los  arrieros,  tragineros 
u  otros  que  conducen  víveres  a  la  Corte  y  que  son  tran- 
seúntes, como  anden  en  su  propio  traje  y  no  embozados. 
Pero  que  si  los  tales  se  detuvieran  en  la  Corte  a  algún 
negocio,  aunque  sea  posadas  o  mesones.,  por  más  tiempo 
de  tres  días,  habían  de  usar  del  sombrero  de  tres  picos 
(y  no  del  redondo  o  de  monteras  permitidos)  y  descu- 
bierto el  rostro  bajo  las  mismas  penas.  > 


-  182  - 

Este  bando  fué  el  origen  del  disturbio  conocido  en  la 
Historia  por  el  «motín  de  Esquilache». 

La  chispa  que  lo  produjo  fué  el  haber  llamado  la 
atención  un  oficial  de  la  guardia,  que  prestaba  su  vigi- 
lancia en  la  plaza  de  Antón  Martín,  el  domingo  de  Ramos 
por  cierto,  a  un  embozado  que,  con  toda  osadía  y  aire 
retador,  paseaba  por  dicha  plaza.  Tomó  tales  proporcio- 
nes, que  duró  varios  días,  teniendo  el  rey  que  hacerles 
algunas  concesiones,  pedidas  por  el  pueblo  por  escrito  y 
con  toda  solemnidad.  Muy  enojado  el  monarca  ante  esta 
actitud  por  una  medida  que  era  beneficiosa  y  en  su  pro- 
vecho, marchó  a  Aranjuez,  pero  cuando  volvió  ya  el  pue- 
blo, más  tranquilo,  salió  a  recibirle  con  el  traje  reforma- 
do y  contento  por  haber  sido  depuesto  y  desterrado  Es- 
quilache, a  quien  consideraban  inspirador  de  la  reforma. 
Con  la  importación  de  las  modas  francesas  había  ve- 
nido, como  es  natural,  la  fastuosidad  y  el  lujo  de  los 
Luises  XIV  y  XV.  Pero  entre  los  españoles  había  gran 
masa  opuesta  a  esta  influencia. 

Es  curioso  un  documento  que  hemos  conocido  merced 
a  la  amabilidad  de  D.  Ricardo  Fuentes,  jefe  de  la  Biblio- 
teca Mnicipal,  y  que  dice:  «Discurso  sobre  el  lujo  de  las 
señoras  y  proyecto  de  un  traje  nacional». 

Se  dirige  una  dama  (D.*  M.  O.),  de  orden  superior, 
al  conde  de  Floridablanca,  como  primer  secretario  de 
Estado,  para  oponerse  al  desmedido  lujo  y  crear  un  traje 
nacional.  En  este  discurso  se  pide  que  una  Junta  de  da- 
mas, unida  a  la  Sociedad  Económica  Matritense,  sea  la 
que  se  ocupe  de  diseñar  un  traje  nacional. 

Esta  dama  pide  que  haya,  según  la  diversidad  de  je- 


-  183  - 

rarquía,  tres  especies  de  vestidos,  llamándose  a  la  pri- 
mera. Española,  y  que  seria  la  gala  principal;  el  de  Ca- 
rolina la  que  le  sigue,  en  memoria  del  glorioso  reinado 
en  que  se  establecen,  y  el  de  Borhonesa  o  Madrileña,  la 
tercera  clase. 

Propone  en  el  de  la  Española,  que  se  deberán  emplear 
los  géneros  más  exquisitos  y  de  mayor  gusto  de  nuestras 
fábricas,  y  que  pueden  llevarlo  en  los  días  de  mayor  os- 
tentación y  lucimiento. 

La  Carolina,  menos  costosa  que  la  Española  por  la 
calidad  de  la  tela  y  la  forma  del  corte,  pero  que  no  ca- 
rezca de  gracia,  y  la  Borhonesa  o  Madrileña  ha  de  ser  la 
clase  menos  costosa  de  las  tres  y  de  corte  sencillo,  sin 
perjuicio  de  que  tenga  gracia  y  buen  aire  para  que  deje 
manejar  con  libertad.  Después  cada  una  de  estas  espe- 
cies se  ha  de  subdividir  en  otras  tres,  pero  sin  alterar 
su  substancia.  El  primero  es  sólo  paralas  grandes  damas 
en  los  actos  de  Corte,  pero  que  también  podrían  utilizar 
el  tercero,  o  Madrileño,  para  salir  a  la  calle,  con  basqui- 
na y  mantilla. 

Se  extiende  la  autora  en  consideraciones  donosísi- 
mas, expresando  «es  vergonzoso  que  las  españolas  ha- 
yamos de  usar  traje  de  otras  naciones,  y  sólo  nos  es  des- 
conocido el  traje  de  la  nuestra;  apenas  se  conoce  ya 
traje  español  en  las  mujeres,  sino  el  de  majas,  el  cual, 
por  más  adaptado  a  la  agilidad  española,  es  sin  duda  el 
más  atractivo  y  seductor;  ¿pero  se  creerá  que  el  jubón,  la 
monterilla  o  guardapiesillo  es  el  que  atrae?  No,  por  cierto; 
lo  que  seduce  es  el  aire  y  la  gracia  ágil  característica  de 
nuestra  nación,  que  nos  distingue  de  todas  las  demás. 


-  18'4  - 

» Nuestros  antepasados  estaban  muy  contentos  con 
su  casaquita  y  brial;  así  el  traje  nacional,  que  debe  ele- 
girse siendo  sencillo  y  manejable,  como  corresponde  a 
la  agraciada  agilidad  española,  no  sólo  contribuirá  mu- 
cho, sino  que  será  un  remedio  de  bastante  eficacia  para 
mejorar  las  costumbres » . 

Se  declara  en  contra  del  tontillo,  diciendo,  que  «sobre 
ser  embarazoso,  figura  unas  caderas,  que  de  tenerlas 
alguien,  sería  un  monstruo,  y  que  la  cotilla  tampoco  debe 
subsistir  por  incómoda». 

Este  proyecto  no  se  llevó  a  la  prática,  ni  se  diseñó 
ningún  patrón  ni  figurín;  continuó  el  traje  nacional  de 
las  majas,  a  que  se  alude  en  ese  proyecto,  con  las  evolu- 
ciones naturales  que  sufren  todas  las  modas. 

Así,  en  tiempos  de  Carlos  IV,  vemos  subsistir  las 
modas  francesas  en  la  clase  alta;  las  mujeres,  con  tra- 
jes de  ricas  telas  y  bordados,  faldas  estrechas,  de  raso, 
los  talles  altos,  estilo  Imperio,  grandes  escotes,  peinados 
altos,  con  complicados  bucles,  adornados  con  joyas,  y 
zapatos  de  raso  bordados  y  tacón  alto.  En  el  hombre, 
las  casacas  ricamente  bordadas,  con  vuelillos,  y  corbata 
de  magníficos  encajes;  las  chupas,  el  calzón  corto  y  za- 
pato bajo  Las  consabidas  pelucas  rizadas,  con  bucles. 
Pero  en  el  pueblo,  entre  las  mujeres  sigue  la  basquina  y 
el  corpino,  de  claros  y  vivos  colores,  tocándose  con  la 
airosa  y  clásica  mantilla,  que  parece  ingénita  de  nues- 
tra raza  ibera,  pues  ya  hemos  visto  al  comienzo  de  estos 
apuntes  las  mujeres  de  nuestra  raza  primitiva  tocándose 
con  los  velos,  elevados  por  aquel  artefacto  que  hoy  se 
suple  con  la  peineta. 


-   185  - 

Es  digno  de  pensar  cómo  a  través  de  los  siglos  ha 
perdurado  esta  afición  de  cubrir  la  cabeza  con  velos, 
elevándolos  por  cualquier  medio  para  proporcionar  más 
gracia  y  donaire  al  tocado,  Muchas  han  sido  las  modas, 
muchas  las  influencias  extrañas,  pero  nunca  se  ha  conse- 
guido desterrar  de  las  españolas  el  uso  de  la  mantilla;  y 
aunque  el  sombrero  ocupa  su  lugar,  dada  la  indispen- 
sable y  necesaria  europeización,  la  española  no  destierra 
la  mantilla,  ni  cuando  a  diario  va  matinalmente  a  com- 
pras al  par  que  a  misa,  ni  en  los  solemnes  días  de  la  Se- 
mana Santa,  puesta  con  todo  lujo  y  aderezo,  lo  propio 
que  en  la  fiesta  que  hemos  dado  en  llamar  nacional. 

Fuera  de  esos  solemnes  dias,  el  sombrero  impera  hoy 
en  las  señoras,  si  bien  pocas  veces,  por  desgracia,  la 
moda  acierta  con  una  forma  artística,  siendo  lo  general 
que  vayamos  tocadas  con  antiestéticos  artefactos. 

Buena  muestra  de  la  indumentaria  cortesana  de  esta 
época  es  el  famoso  lienzo  de  Goya,  La  familia  de  Car- 
los IV.  Los  trajes  de  las  damas  estilo  Imperio,  talle  alto, 
falda  estrecha^  con  anchas  y  vistosas  cenefas  bordadas, 
en  los  peinados  ricas  joyas,  y  la  reina  Doña  Luisa  y  la 
princesa  de  Parma  ostentan  collares  de  pedrería.  El 
rey  y  los  infantes  la  casaca,  chupa,  calzón  corto  y  za- 
pato. Lleva  el  monarca  las  insignias  del  Toisón  de  Oro 
y  las  bandas  de  Carlos  III  y  del  Cristo  de  Portugal. 

Mucho  agradaba  a  las  grandes  damas  vestir  el  traje 
usual  de  las  majas,  tanto  que  se  dictó  una  Pragmática 
prohibiéndoles  su  uso,  siempre  que  no  fuesen  en  tonos 
obscuros;  esto  no  obstante,  vemos  palpable  esa  afición 
a  lo  popular  y  gracioso  en  los  retratos  que  existen,  no 


-  186  - 


sólo  de  la  reina  sino  en  los  de  linajudas  damas,  como  la 
duquesa  de  Alba  y  otras  que  las  perpetuara  en  sus  lien- 
zos el  gran  pintor  de  las  majas  y  chisperos;  por  ello  los 
imitaron, adornando  además  sus  cabezas 
con  sus  cofias  de  fandango,  sus  sombreros 
a  lo  pastoril,  sus  lazos  carambas  y  redeci- 
llas, constituyendo  un  gran  lujo  aquellos 
preciosísimos  abanicos  ,  que  tan  altos 
precios  aún  obtienen. 

Así  el  retrato  de  María  Luisa,  pinta- 
do por  Goya,  según  el  Catálogo  del  conde 
de  la  Vinaza,  vemos  que  viste  basquina 
de  seda  negra  y  corpino  con  mangas  es- 
cotadas de  color  naranja,  mantilla  de 
blonda  y  un  gran  lazo  de  color  rosa  en 
la  cabeza,  zapato  en  punta,  blanco,  bor- 
dado en  oro  y  tacón  alto.  Lleva  abanico  en  la  mano. 

De  la  duquesa  de  Alba  hay  varios.  En  uno  viste  de 
manóla,  en  otro  lleva  traje  blanco  muy  ceñido  y  esco- 
tado con  ancho  cinturón  de  color  de  fuego,  collar  de 
corales  rojos.  Los  cabellos  negros,  rizados,  le  caen  por 
la  espalda,  adornados  con  una  moña  o  lazo  encarnado. 
Otro  muy  interesante  también  de  esta  época  y  del 
mismo  autor  es  el  de  Rosario  Fernández  (La  Tirana). 
Lleva  vestido  blanco  con  franja  de  oro,  zapatos  ceñidos, 
con  tacón  alto,  de  raso  blanco,  como  las  medias,  y  cruza 
el  cuerpo  del  vestido,  que  es  de  escote  redondo  y  manga 
corta,  un  chai  de  color  de  rosa  fuerte,  con  flecos  de  oro. 
Concretando;  el  traje  clásico  de  la  mujer  del  pueblo, 
a  fines  del  siglo  XVIII,  era  la  falda  estrecha  y  corta  con 


-  187  - 

volante  en  la  parte  inferior;  talle  alto,  jubón,  el  chai 
arrollado  a  la  cintura,  en  el  moño  un  lazo  y  la  mantilla 
de  tira  o  casco,  que  consistía  en  una  banda  de  tejido  de 
seda  o  terciopelo  y  alrededor  una  guarnición  de  encaje 
de  blonda.  El  zapato  bajo,  escotado,  y  de  alto  tacón, 
abreviaba  su  pie,  encerrado  en  fina  y  calada  media. 

Posteriormente  usaron  el  zapato  sujeto  con  unas  cin- 
tas, que  se  entrelazaban  sobre  la  canilla  hasta  media 
pierna,  y  que  denominaban  galgas.  También  empezaron 
a  usar  la  alta  peineta  de  concha. 

Los  hombres  del  pueblo  usaban  pantalón  ceñido,  cor- 
to, con  media  de  seda;  chaquetilla  corta  de  faldetas,  hom- 
breras y  golpes  de  alamares;  chaleco  con  solapillas,  ca- 
misa de  cuello  bajo,  faja  de  seda  de  color  y  zapato  bajo 
con  hebilla.  El  pelo,  largo,  lo  sujetaban  y  recogían  con 
una  redecilla  ceñida  con  una  estrecha  cinta  en  la  parte 
superior  de  la  cabeza  y  sobre  ella  se  ponían  la  monteri- 
11a  o  el  sombrero:  éste  es  el  traje  de  Fígaro  y  de  los  chis- 
peros, curtidores  y  otros  menestrales.  También  usaban 
la  capa  encarnada  corta,  que  los  señores  llevaban  más 
larga,  del  rico  tejido  de  seda  llamado  de  ojo  de  perdiz. 

Completaban  el  cuadro  los  estudiantes  y  sopistas, 
con  sus  sombreretes  de  medio  queso  y  sus  becas  rojas  y 
hopalandas  negras,  más  famosos  por  sus  diabluras  que 
por  su  ciencia. 

En  el  siglo  XVIII  predominó  el  bordado  en  sedas, 
aplicado  no  solamente  a  las  ropas  y  paños  de  iglesia, 
sino  también  a  los  trajes  de  los  caballeros  y  de  las  se- 
ñoras. Díganlo  los  famosos  casacones  y  chupas,  algunos 
verdaderos  prodigios  de  bordados  en  sedas  de  colores. 


—  188  - 

Se  conservan  en  las  iglesias  de  San  Isidro  y  Descal- 
zas Reales  y  en  el  Museo  Arqueológico  unos  palios  cuyas 
bandas  están  bordadas  ricamente  en  sedas  de  colores. 

Francia  impuso  la  moda  en  la  mitad  del  siglo  XVIII 
de  bordar  los  trajes,  y  se  importó  a  España,  siendo  Ma- 
drid el  principal  centro  de  esta  industria. 

Loa  reyes  la  protegieron  mucho,  aplicando  aquellos 
primorosos  bordados  para  tapizar  preciosos  muebles  y 
hasta  habitaciones,  conservándose  hermosos  ejemplares 
en  el  real  palacio. 

A  fines  de  este  siglo  de  que  tratamos  se  constituyó 
una  Corporación  de  bordadores,  que  sometió  sus  estatu- 
tos al  Tribunal  de  Comercio, 


-  189  - 


SIGLO  XIX 


A  sus  comienzos  animan  y  caracterizan  a  aquella 
sociedad  verdaderamente  goyesca,  figuras  tan  típicas  y 
salientes  como  las  de  la  Corte  de  Carlos  IV,  con  María 
Luisa,  Godoy,  la  duquesa  de  Alba,  la  condesa  de  Bena- 
vente,  los  grandes  toreros,  como  Pepe- 
Hillo  y  Costillares,  y  demás  persona- 
jes populares,  que  son  la  más  genulna 
encarnación  del  españolismo  triunfan- 
te en  su  gracia  y  vida  disipada:  son 
el  último  aliento  de  una  sociedad  que 
tenía  que  modificarse,  lo  que  ocurrió 
bien  pronto.  Majas,  toreros  y  chispe- 
ros eran  el  modelo  y  el  encanto  de 
las  clases  más  aristocráticas. 

Sin  ideales  políticos  ni  sociales,  si 
alguna  intelectualidad  había  era  la 
de  los  afrancesados  enciclopedistas,  y 
un  cierto  escepticismo  volteriano  dominaba  en  todas  las 
esferas. 

La  Revolución  francesa  produjo  un  cambio  tan  radi- 
cal en  todos  los  órdenes  de  la  vida,  que  llegó  hasta  im- 
poner a  los  trajes  un  carácter  muy  distinto  del  que  los 
había  informado  hasta  entonces. 

Al  traje  cortesano  sustituyó  otro  más  popular,  más 
sencillo  y  severo,  y  a  la  clase  media,  producto  inmedia- 
to del  individualismo  de  aquella  revolución,  la  caracte- 


-  190  - 


rizó  por  prendas,  que  han  sido  su  distintivo  por  mucho 
más  de  un  siglo. 

El  sombrero  de  copa,  el  frac,  la  levita,  el  pantalón 
largo  y  las  botas,  son  prendas  puramente 
revolucionarias  y  burguesas,  que  pasan- 
do por  las  variantes  del  Directorio  y  el 
Imperio,  evolucionaron  después  como 
la  moda  característica  del  siglo  XIX. 

En  España  se  hicieron  sensibles  estas 
modas,  como  puede  observarse  estudian- 
do la  producción  de  Goya  bajo  su  aspec- 
to indumentario,  y  al  ocurrir  la  invasión 
francesa,  se  encontraron  los  guerreros 
de  Napoleón,  con  que  los  afrancesados  y 
enciclopedistas  hablan  dado  en  aceptar 
como  imperiosos  modelos  para  vestirse, 
los  de  los  franceses  de  aquellos  días. 
El  traje  de  incroyable  y  estilo  Imperio 
fué  interpretado  entre  nosotros  al  uso  seguido  por  los 
petimetres  y  currutacos  del  año  1808,  para  concluir  en 
los  lechuguinos  del  14. 

De  Fígaro  en  adelante,  la  levita  impera  como  pren- 
da de  calle  y  de  actos  públicos  en  el  hombre. 

Los  famosos  vestidos  de  medio  paso  en  las  señoras, 
con  audaces  escotes  y  entalles,  prevalecen  hasta  el  tiem- 
po de  Isabel  II,  que  acentúa,  tanto  en  las  mujeres  como 
en  los  hombres,  el  llamado  traje  de  etiqueta. 

En  el  resto  del  siglo  XIX  las  modas  emprenden  ca- 
minos contrarios  a  toda  estética  y  buen  gusto,  hasta  el 
punto  de  poderse  decir  que  nunca  la  humanidad  vistió 


191  - 


más  ridiculamente.  Los  miriñaques  y  polisones;  el  som- 
brero de  copa  en  el  hombre  y  los  pantalones  largos  y 
trajes  sin  arrugas,  las  camisas  de  planchada  pechera  y 
altas  tirillas,  el  molesto  gabán  y  mil 
detalles  ridículos,  caracterizan  los  in- 
dumentos y  exornos  impuestos  por  el 
vacío  caletre  de  los  llamados  elegan- 
tes. El  traje  ha  derivado  después  al 
prosaísmo  más  absoluto,  hallándonos 
al  presente  en  un 
período  de  supre- 
ma vulgaridad  en 
el  de  los  hombres  y 
de  eclecticismo  for- 
zado en  la  mujer, 
nada  plausible  y 
sin  dirección  deter- 
minada. 

El  repaso  de  los  figurines  y  perió- 
dicos de  modas  del  siglo  pasado  deta- 
llan hasta  la  saciedad  los  cambios  que 
las  mismas  van  experimentando,  y 
pueden  precisarlas  para  los  que  se  in- 
teresen por  tan  poco  atractiva  materia.  Sólo  en  la  ropa 
blanca  interior  se  ha  obtenido  en  los  últimos  años  algu- 
nos verdaderos  progresos. 


TRAJES  POPULARES  ESPAÑOLES 


Capítulo  especial  merece  en  nuestra  indumentaria 
el  estudio  del  traje  que,  con  carácter  regional,  han  usado 
y  siguen  usando  en  ciertas  localidades  las  gentes  per- 
tenecientes a  las  clases  populares;  las  que  sin  poder 
competir  en  sus  modas  con  las  más  encopetadas  de  los 
señores  e  hidalgos,  no  por  ello  dejaban  de  vestirse  a 
veces  lujosamente,  y  con  un  carácter  tan  original  y 
bello,  que  los  restos  subsistentes  de  aquellos  indumentos 
constituyen  aún  hoy  una  verdadera  riqueza  para  el  arte 
y  la  estética  patria. 

Variadísimos  además  en  las  distintas  regiones  de  la 
Península,  su  total  examen  podría  constituir  una  verda- 
dera obra;  pero  destacándose  entre  ellos  algunos  de  sin- 
gular carácter,  nos  fijaremos  en  éstos,  por  ofrecer  un 
interés  primordial  y  figurar  como  los  tipos  principales. 

Muchos  de  ellos  traen  sin  duda  un  remoto  origen, 
conservando  cuidadosamente  su  corte  y  exorno  de  gene- 
ración a  generación  con  respeto  entrañable,  y  algunos 
deben  su  existencia  a  la  de  tan  distintas  gentes  como 
han  convivido  en  nuestro  suelo,  a  veces  de  razas  opues- 

13 


194  - 


tas,  o  a  modas  aceptadas,  pero  no  cambiadas,  a  través 
de  los  siglos  hasta  nuestros  días. 

A  más  de  las  exigencias  propias  de  los  climas,  que 
determinan  el  uso  y  formas  de  ciertas  prendas,  en  el 
corte  de  ellas,  y  principalmente  en  su  exorno,  se  paten- 
tiza vigorosamente  en  nuestros  trajes  populares  aquel 
orientalismo  que  nos  caracteriza,  y  que  viene  a  ser  la 
cifra  de  nuestra  estética,  luciendo  en  sus  bordados,  en 
sus  dibujos,  en  su  policromía,  aquel  mudejarismo  endó- 
geno que  constituye  nuestra  nota  propia;  por  ello  los 
trajes  populares  presentan  más  constantes  aspectos  y 
dan  la  nota  más  propia  y  característica . 

Contamos  con  elementos  de 
información  para  su  historia,  no 
muy  conocidos,  pero  muy  preci- 
sos, pues  ya,  a  comienzos  del 
siglo  XVI,  un  extranjero,  de 
nombre  no  revelado,  viajó  por 
la  Península  con  el  solo  objeto  de 
estudiar  su  indumentaria,  que 
entonces  sería  vistosísima,  efec- 
to de  lo  cual  publicó  un  libro, 
titulado:  Hatus  praeciporum  po- 
pulorum,  con  láminas,  algunas 
bastante  fantaseadas  ,  pero  de 
las  que  pueden  deducirse  notas 
muy  interesantes.  Véase  como  muestra  los  de  la  morifica 
granadina  y  maragata,  que  publicamos.  Poco  después, 
el  voluminoso  atlas  titulado:  Iheatrum  totius  orbis,  edi- 
ción alemana  de  1593   ilustró  sus  mapas  con  tipos  regio- 


-lá- 


ñales, que  reproducen  algunos  de  los  de  Espafta,  como 
de  Toledo,  Vizcaya  y  otras  regiones,  pudiéndonos  des- 
pués aprovechar  también  de  las  obras  de  nuestros  más 
eminentes  pintores  cuando  utiliza- 
ban para  sus  composiciones  los  ti- 
pos populares,  que  hacían  interve- 
nir en  sus  escenas:  tales  las  cita- 
das de  Velázquez. 

Últimamente,  en  el  siglo  XVIII, 
se  llevaron  a  término  trabajos  muy 
importantes  sobre  los  trajes  regio- 
nales, tales  como  el  interesantísi- 
mo de  D.  Juan  de  la  Cruz  Cano  y 
Holmedilla,  titulado:  Colección  de 
trajeft  españoles,  tanto  antiguos  como 
modernos,  que  comprende  todos  los  de 
sus  dominios,  publicado  en  1777  con 
numerosas  láminas,  a  cual  más  in- 
teresante; anunció  dos  volúmenes,  con  ocho  cuadernos 
de  doce  estampas  cada  uno,  de  las  que  son  muestras  los 
tipos  del  barbero  y  quincallera  que  publicamos,  pero 
sólo  dio  el  primer  volumen. 

En  este  mismo  siglo  se  dibujaron  colecciones  de  mo- 
delos, algunos  hasta  con  aplicación  industrial  cerámica 
para  la  fábrica  del  Retiro,  habiendo  también  recogido 
muchos  en  sus  días  el  fotógrafo  Sr.  Laurent,  que  reunió 
una  numerosa  colección  de  pruebas,  hoy  muy  aprecia- 
bles,  sobre  estos  trajes. 

Timbién  en  publicaciones  como  El  Pensador  Matri- 
tense y  en  autores  como  Cadalso,  Moratín  y  D.  Ramón 


-  1%  - 


de  la  Cruz,  se  encuentran  referencias  muy  precisas  sobre 
los  trajes  de  las  gentes  de  su  tiempo . 

El  mejor  método  para  estudiarlos  sería,  sin  duda, 
reunirlos  por  regiones,  pues  los  propios  de  cada  una  de 
ellas  ofrecen  cierta  unidad  y  semejanza,  comenzando 
por  los  gallegos  y  asturianos,  del  Bierzo  y  leoneses,  tan 
vistosos  y  alegres,  y  concluyendo  por  los  andaluces, 

aun  de  tradición  arábiga  al- 
gunos de  ellos.  Los  trajes  po- 
pulares del  Norte  de  la  Penín- 
sula ofrecen  ciertas  condicio- 
nes similares,  en  cuanto  a  su 
corte  y  policromía,  como 
prendas  de  abrigo  y  de  mon- 
taña. Desde  el  gaitero  gallego 
y  asturiano,  el  ansotano,  has- 
ta el  payés  de  Gerona,  pue- 
den agruparse  todos  estos  por 
las  semejanzas  y  característi- 
cas prendas  que  les  distin- 
guen. 

Galicia  conserva  aún  mu- 
chos de  sus  trajes  propios, 
que  prestan  gran  carácter  y  gracia  a  sus  habitantes;  los 
hombres,  con  sus  monteras  bordadas,  sus  chaquetas  de 
alto  cuello  de  paño  oscuro,  con  solapa  y  bocamangas 
igualmente  exornadas;  sus  chalecos  blancos,  con  vistosos 
bordados;  su  ancha  faja,  calzona  corta,  abierta  lateral- 
mente para  dejar  ver  el  blanco  calzoncillo,  haciendo 
airoso  volante  en  la  rodilla,  la  polaina  de  paño  y  el 


-   107    - 

zapato  de  cuero,  armoniza  con  su  engalanada  pareja. 

De  éstas,  las  muradanas  (de  Muro)  son  las  más  típicas; 
con  cofia  de  encaje  blanco  por  ellas  fabricado,  que  las 
cae  hasta  media  espalda,  o  pañuelo,  también  blanco,  en 
su  lugar,  atado  a  la  cabeza,  y  dejando  sueltas  sus  dos 
largas  trenzas;  corpino  ajustado,  que  deja  libre  la  am- 
plia manga  de  la  blanquísima  camisa,  y  cruzando  su  pe- 
cho el  dengue  o  manteleta  de  fino  paño,  franjeada  de 
terciopelo,  que  prende  o  sujeta  atrás  con  gran  lazo,  com- 
pleta su  traje  con  rojo  refajo,  sobre  el  que  se  ciñe  el 
mantelo,  abrochado  atrás  con  corchete  de  plata,  dejando 
ver  su  blanca  media  y  los  zapatos  negros  con  hebilla, 
rematando  con  sus  arracadas  y  joyas  el  tipo  más  puro 
entre  los  de  aquellas  regiones,  sostenido  en  ellas  con  pe- 
queñas variantes. 

Muy  propias  también  de  ellos  son  las  capas  de  paja , 
impermeables,  con  capucha  o  sin  ella,  tan  originales  y 
prácticas  para  defenderse  de  la  lluvia. 

Aquellos  trajes  femeniles  se  ven  algo  modificados  en 
el  Bierzo,  cuyas  hijas  saben  colocarse  el  pañuelo  a  la  ca- 
beza con  gracia  admirable,  recordando  las  implas  del 
siglo  XV,  y  marchando  airosas,  con  la  falda  doblada,  a 
pesar  del  uso  délos  zuecos  de  madera. 

Muy  cerca,  en  Astorga,  los  maragatos  ofrecen  su  tí- 
pica indumentaria,  por  la  que,  según  algunos,  recuer- 
dan su  origen  morisco,  si  es  que  éste  se  puede  admitir 
para  ellos,  dado  su  tipo  étnico,  tan  poco  africano. 

En  Asturias  el  gaitero  viste  parecido  al  gallego,  y  con 
él  se  confunde  el  aldeano,  siempre  provisto  de  un  para- 
guas, con  su  montera,  su  chaqueta  al  hombro,  calzona 


-  198  - 

muy  abierta,  polaina  y  zapato,  mientras  que  ellas,  con 
el  pañuelo  muy  bien  ceñido  a  la  cabeza,  la  garganta 
rodeada  de  collares,  la  mantellina  o  dengue  cruzada  al 
pecho,  corto  delantal  y  rojo  zagalejo  con  ancha  tira, 
marchan  airosas,  calzando  sus  almadreñas,  con  la  he- 
rrada a  la  cabeza. 

No  ofrece  Santander  variante  de  especial  mención  en 
su  aspecto  indumentario,  a  no  ser  la  de  los  pasiegos; 
pero  al  llegar  a  las  vascongadas,  vense  al  punto  las  boi- 
nas cubriendo  las  cabezas  de  todos  los  hombres,  desapa- 
reciendo el  calzón  corto,  usando  la  faja  a  la  cintura,  la 
alpargata  al  pie,  al  igual  de  los  navarros,  con  chalecos 
cortos  festoneados  y  la  manta  de  colores  al  hombro. 

En  Cintruénigo  comienzan  a  verse  los  pañuelos  en 
tira  rodeando  las  cabezas,  y  en  el  Roncal  se  conservan 
prendas  de  gran  carácter  entre  los  ancianos,  que  pare- 
cen del  siglo  XVII,  con  ancha  valona,  verdadero  bohe- 
mio, calzón  corto,  media  oscura  y  zapato  cuadrado,  que 
están  pidiendo  el  pincel  de  Velázquez  para  ser  trasla- 
dados al  lienzo;  las  roncalesas  también  participan  algo 
del  carácter  antiguo  en  sus  prendas,  ofreciendo  un  con- 
junto clásico  con  sus  tocas,  largos  delantales  y  jubones 
de  anchas  mangas.  En  la  provincia  de  Huesca  hace  su 
aparición  el  traje  aragonés. 

El  fragatino,  con  su  pañuelo  amarillo  anudado  a  la 
cabeza,  su  chaqueta  de  pana  guinda  y  calzona  muy 
abierta  lateralmente,  dejando  ver  mucho  el  calzoncillo, 
su  faja  verde,  caída,  medias  azules  y  alpargatas,  inau- 
gura por  el  Norte  la  más  propia  indumentaria  arago- 
nesa, que,  con  pequeñas  modificaciones,  constituye  el 


-  19Q  - 

traje  popular  de  los  maños  de  Zaragoza,  añadiéndole  la 
manta  de  mil  colores,  con  el  clásico  guitarro,  a  cuyos 
sones  entona  la  valiente  jota.  Las  aragonesas,  con  pa- 
ñuelos de  talle,  cortos  zagalejos,  moña,  rodetes  laterales 
en  la  cabeza  y  rojo  refajo,  ae  asimilan  ya  a  muchos 
otros  trajes  femeninos  del  centro  de  España. 

No  muy  lejos  del  Pirineo,  en  Jaca,  se  encuentran  loe 
chesos,  notables  por  el  uso  de  la  anguarina,  de  origen 
ibérico,  de  las  abarcas,  con  correas  cruzadas  por  las 
piernas,  abrigadas  éstas  con  trozos  de  telas,  o  peales, 
traje  que  se  asimila  al  de  los  sorianos  de  la  montaña,  y 
no  lejos,  en  el  valle  de  Ansó,  las  mujeres  visten  el  traje 
más  bello  y  solemne  regional  que  existe,  tantas  veces 
copiado  por  nuestros  pintores  ,  y  de  carácter  medio- 
eval tan  marcado,  que  muy  semejantes  se  verían  entre 
las  damas  de  la  Corte  de  Isabel  I.  El  traje  de  las  ansota- 
nas  constituye  uno  de  los  más  típicos  y  hermosos  de 
nuestra  indumentaria.  Muy  cerca  empiezan  a  aparecer 
las  barretinas  y  las  panas  catalanas,  propias  de  todo  el 
principado. 

La  barretina,  de  origen  antiquísimo,  quizá  fenicio  o 
cartaginés,  es  propiamente  mediterránea,  y  según  sus 
colores,  determinan  la  provincia  a  que  pertenece  quien 
la  lleva;  las  de  la  región  Norte  son  rojas,  y  las  del  campo 
de  Vich,  Tarragona  y  Lérida  son  moradas.  A  veces  tie- 
nen el  forro  interior  de  color  distinto.  La  chaqueta,  de 
ancha  solapa,  de  pana  de  igual  color  que  los  pantalones, 
siempre  largos  en  el  Norte,  con  la  chalina  al  cuello  y  la 
faja  de  seda,  alpargata  de  anchas  bridas  y  manta  de 
sobrios  colores,  completan  la  indumentaria  propia  del 


-  200   - 

payés,  algo  modificada  en  Tarragona  y  Lérida,  con  cal- 
zón corto,  por  su  contacto  ya  con  la  gente  valenciana. 

Entre  los  leridanos  empiezan  a  aparecer  las  polainas 
de  cuero,  que  hemos  de  ver  extendidas  por  muchas  re- 
giones. 

En  la  región  central  rompen  la  marcha  los  salman- 
tinos con  sus  charros  y  charras,  de  tan  característica  y 
rica  indumentaria,  por  ella  famosos. 

El  charro,  esbelto  y  elegante,  sobre  su  finísima  ca- 
misa, con  ricos  botones  en  la  tirilla,  ciñe  la  faja  de  seda 
y  sobre  ella  el  anchísimo  cinto  de  cuero,  con  el  que  es 
capaz  de  resistir  el  empuje  de  un  toro.  Su  bien  cortada 
chaqueta  de  terciopelo,  con  puntas  y  bocamangas  bor- 
dadas hasta  con  hilillo  de  oro  y  exornada  con  valiosos 
botones  de  filigrana  de  oro  y  plata;  su  pantalón,  corto  y 
ceñido,  parejo  con  la  chaqueta,  con  iguales  ricos  boto- 
nes de  plata  que  ésta;  polainas  de  cuero  negro  y  zapa- 
tos, y  gran  sombrero  redondo  de  alas  y  de  aguda  copa, 
gallardea  ante  la  charra,  de  laterales  rodetes  con  agu- 
jetas sobre  las  orejas,  como  el  busto  de  Elche,  con  la 
garganta  y  pecho  no  menos  cubierto  de  joyas  y  collares, 
manteleta  o  dengue  cruzada  y  exornada  con  toda  clase 
de  lentejuelas  y  flecos,  encajes  en  su  muceta,  delantal 
no  menos  bordado  que  la  manteleta,  gran  saya  de  ruedo 
y  fino  zapato,  preséntase  radiante  y  deslumbradora, 
como  una  aparición  oriental,  que  hasta  aquel  extremo 
de  la  Península  hubiera  penetrado. 

No  menos  rica  y  espléndida  se  ofrece  la  zamorana, 
especialmente  en  Sayago,  gusto  que  rebasa  a  la  provin- 
cia de  Cáceres,  como  en  Montehermoso  y  otros  pueblos, 


-  201  - 

notables  por  su  local  indumentaria.  En  Avila,  las  alber- 
canas  de  Gredos  exceden  a  cuanto  llevamos  dicho  en  el 
exorno  de  sus  delanteras. 

La  provincia  de  Segovia  ofrece  preciosos  y  variados 
tipos  de  indumentaria.  Esta  provincia  es  de  las  más  ricas 
en  trajes  populares.  Ancho  sombrero  calañés  de  pana, 
con  borlas  y  barbiquejo,  pañuelo  ceñido  y  atado  atrás  a 
la  cabeza  en  ellos;  chaleco  de  terciopelo  labrado  con  hi- 
leras de  botones  colgantes  de  plata;  chaqueta  corta  de 
paño  con  festones,  sus  ángulos  exornados,  así  como  las 
bocamangas  abiertas;  faja  a  la  cintura,  y  sobre  ella  el 
cinto  con  esquero  y  lemas  bordados;  calzona  de  porta- 
lón, igualmente  con  botones  colgantes  de  plata,  dejando 
ver  el  calzoncillo  y  las  medias  blancas,  resguardadas 
éstas  por^bordadas  botinas  de  cuero,  con  borlas,  y  za- 
pato blanco,  forman  un  airoso  traje,  muy  propio  de  los 
altos  y  enjutos  segovianos,  que  contrastan  con  las  menu- 
das segovianas.  Estas  ostentan  como  frontis  en  sus  ca- 
bezas airosas  y  exornadas  mitras  de  terciopelo  y  sedas 
de  colores,  luciendo  característicos  zarcillos;  pañuelo 
manteleta  de  encaje  al  cuello;  corpino  de  ricas  telas, 
ajustado  y  sobrecargado  de  collares  y  joyas  en  la  delan- 
tera; trenza  de  pelo  con  gran  lazo,  refajo  rojo  con  an- 
chas cenefas  y  entredoses  bordados,  delantal  lujoso  y 
zapato  de  hebilla  completan  el  rico  y  vistoso  traje  de  las 
vecinas  de  Mata  de  Quintanar,  Turégano,  Muñollerro, 
Pradeña  y  otros  pueblos ;  hacen  a  los  viejos  más  respe- 
tables las  largas  capas,  y  las  amplias  mantillas  de  tira 
y  mantones  de  crespón  a  las  ancianas,  que  en  algunos 
puntos  cubren  sus  cabezas  con  vistosos  y  exornados  soni- 


-  202  - 

breros  de  paja.  El  tamboril  y  la  dulzaina  animan  aque- 
llos lucidos  concursos,  vestidos  también  sus  tocadores 
de  pintoresca  manera.  En  el  invierno  usan  grandes  ca- 
potes de  abrigo  con  mangas. 

Algo  participan  los  trajes  toledanos  de  los  apunta- 
dos, aunque  diferenciándose  en  muchos  detalles.  El  som- 
brero de  los  hombres  no  es  redondo,  de  borlas  a  lo  cala- 
ñés,  sino  simplemente  de  ala  ancha  y  movida;  llevan  un 
chaleco  rudimentario,  sujeto  por  cordones,  dejando  lucir 
ampliamente  la  pechera  de  la  camisa;  sólo  algunos  usan 
faja;  el  calzón  se  une  a  la  polaina,  siempre  de  paño,  que 
oculta  casi  por  completo  el  zapato;  y  ellas  usan  cofias  a 
la  cabeza,  mantellinas  de  encaje  blanco  con  lazos  y  jo- 
yeles al  frente;  por  sayas  aún  los  verdugados,  no  muy 
cortos  (con  la  famosa  cuarta  del  obispo),  con  delantal  y 
polainas  adornadas,  que  cubren  el  zapato  y  la  media. 

Las  de  Quero  se  distinguen  por  sus  trenzados  y  gran 
moño  de  aldabón;  el  cinto  con  letreros,  sobre  la  faja,  en 
ellos;  y  las  de  Oropesa,  por  sus  alhajas  y  lujosas  faldas. 

Mucho  más  severos  los  manchegos  y  alcarreños,  vie- 
nen a  ser  parecidos  en  sus  prendas  tradicionales,  que 
cada  día  más  abandonan,  participando  ya  los  serranos 
de  Cuenca  de  su  proximidad  con  los  valencianos. 

Precioso  ejemplar  de  traje  de  esta  región  nos  dejó 
Mengs  en  el  retrato  de  la  condesa  del  Llano,  con  el  que 
llamó  tanto  la  atención  en  la  corte  de  Austria  en  un 
baile  de  trajes,  que  el  propio  emperador  preguntóla  de 
qué  venia  vestida,  contestando  ella  con  gracia  que  de 
niancheguita;  la  monterilla  y  red  para  la  cabeza  era  co- 
mún a  ambos  sexos. 


2(e  - 


Valencia   y  Murcia   ofrecen    un   tipo   indumentario 
marcadísimo:  son  los  de  las  monteras  negras,  las  cami- 
sas y  zaragüelles  blanquísimos  y  las  mantas  de  listas  de 
vivos  colores,  pudiendo  establecer- 
se distinciones  entre  los  de  Caste- 
llón, que  se  asimilan  a  los  alican- 
tinos, y  los  valencianos  y  murcia- 
nos, éstos  más  típicos  aún  por  sus 
prendas  de  lienzo  blancas,  apenas 
ocultas  más  que  por  el  desabrocha- 
do chaleco.  Entre  ellas,  las  mur 
cianas  y  las  valencianas  llevan  la 
palma,  con  sus  mantitas  de  encaje 
y  sus  faldas  rameadas,  llamando  la 
atención  por  sus  peinados  de  anti- 
quísimo aspecto  y  la  riqueza  de  to- 
das sus  prendas. 

Los  trajes  andaluces  son  harto  conocidos  para  ser 
descritos.  Los  más  conocidos  de  los  extranjeros,  que  por 
ellos  se  forman  la  única  idea  de  la  España  de  pandereta: 
son  los  más  acreditados  por  boleras  y  cupletistas,  y  por 
los  que  se  pretende  ofrecer  lo  más  típico  y  singular  de 
nuestro  aspecto  y  carácter;  los  gitanos,  principalpiente 
de  Granada,  con  sus  sombreros  puntiagudos  y  trajes  de 
excesiva  policromía,  constituyen  otra  de  las  notas  an- 
daluzas; a  ellas  pudieran  asimilarse  las  prendas  toreras 
y  los  mantones  de  Manila,  a  que  tan  aficionadas  se  mues- 
tran las  madrileñas. 

Y  no  más,  pues  punto  hay  que  poner  a  tan  vasta  ma- 
teria, intentada  sólo  y  algo  metodizada  por  nosotras, 


-  20'4  - 

pues  como  se  ve,  su  estudio  puede  ser  extensísimo,  al 
singularizar  y  llegar  en  cada  época  a  todos  sus  detalles, 
dejando  esto  para  los  que,  con  más  ocasión  y  medios, 
se  atrevan  a  emprender  la  monumental  obra  de  la  indu- 
mentaria española,  en  todas  sus  épocas  y  regiones,  que 
exige  muchos  años  y  sacrificios  antes  de  poder  ofrecerla 
con  todo  el  detalle  y  esplendor  que  se  merece. 


-£k.  1=  E  ]sr  ID  I  c  :E3 


Como  necesario  para  la  mejor  comprensión  de  este 
trabajo,  emprendemos  el  de  un  Glosario  de  voces  de  indu- 
mentaria española,  en  preparación,  pero  que  aún  exige 
gran  consulta  y  labor  delicada  por  nuestra  parte,  antes 
de  poderlo  ofrecer  al  público. 


1  isr  ID  I  C  El 


I.  —  Dedicatoria > 

II.  -  Carta-Prólogo 

III.  —  Proemio 5 

PRELIMINAR 

El  traje  y  el  mobiliario  en  los  prineipales  pueblos 
de  la  Antigüedad. 

Egipto ^ 

Caldeo-asirios 13 

Persia 15 

Los  fenicios ■ .  •  • 16 

Hobreos 18 

Griegos 20 

Etruscos 30 

Romanos 31 

Cristianos  y  bizantinos 39 

INDUMENTARIA  ESPAÑOLA 

—  I  — 

I.  —  Época  ibero-romana 48 

II.  —  Época  visigoda.  —  Alhajas 53 

ÉPOCA  II 

III.  —  Período  árabe 56 

IV.  —  El  traje  en  España  desde  la  invasión  árabe  al  si- 

glo XIII 65 

V.  — Siglo  XITT.  — Trajes 72 

VL- Siglo  XIV.  — ídem 79 

VIL —  Siglo  XV.— ídem  y  mobiliario 85 

ÉPOCA  III.  —  Renacimiento. 

VIII. —  Siglo  XVI.— Trajes  y  mobiliario 104 

IX. -Siglo  XVII.  — ídem  id 126 

ÉPOCA  IV.  —  Los  BORBONES. 

X. -Siglo  XVIII 173 

Xl.-SigloXIX 189 

Trajes  populares  españoles '^-^ 

Apéndice 20o 


BTODINQ  SECT.  JUL  2  8  1969 


GT  Diego  y  González,  Juana 

1200         Natividad  de 
D5  Compendio  de  indumentaria 

española 


PLEASE  DO  NOT  REMOVE 
CARDS  OR  SLIPS  FROM  THIS  POCKET 

UNIVERSITY  OF  TORONJO  LIBRARY