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CUENTOS CLASICOS DEL NORTE
PRIMERA SERIE
BIBLIOTECA
INTERAMERICANA
Obras publicadas
Benjamín Hárrison: Fida Constituciorud de
los Estados Unidos.
Edgar Alian Poe: Cuentos clásicos del norte:
Primera serie.
Nathániel Háwthome, Washington Irving,
Edward Everett Hale: Cuentos clásicos del
norte: Segunda seri¿.
En -prensa
Nícholas Múrray Bútler: El significado de la
educación.
En preparación
Wílliam P. Trent: La literatura de los Estados
Unidos.
J. Rússell Smith: El comercio y las indusfrias.
Alexánder Johnston: La historia de la política
de los Estados Unidos.
Con el título de INTERAMERICAN LIBRARY. «e
editará en inglés un número correspondiente de obras im-
portantes americanas, traducidas del español o del portu-
gués, p^n distribuirse en los Estados Unidos.
BIBLIOTECA INTERAMERICANA
II
Cuentos Clásicos del Norte
Primera Serie
Por
Edgar Alian Poe
Traducción de
Carmen Torres Calderón de Pinillos
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.A^,o
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Nueva York
Doubleday, Page & Company
IQ20
BIBLIOTECA INTERAMERICANA
Fundada por la Dotación de Camegie para la Paz Interna-
cional para la difusión de ideas entre los pueblos del Nuevo
Mundo, mediante la traducción y publicación de obras impor-
tantes que expresen los ideales y los sentimientos nacionales.
Copyright, 1919, por la
División Interamericana
de la
Asociación Americana para la Conciliación
Internacional
PÉter H. GÓldsmith, Director
407 West 117TH Street, Nueva York
?6
EDGAR ALLAN POE
Edgar Alian Poe nació en Boston, Massachusetts, el 19 de
enero de 1809, durante una permanencia temporal de sus
padres, que eran actores, en la ciudad; murió en Báltimore,
Márj'land, el 7 de octubre de 1869. A la muerte de su madre
fué adoptado por John Alian, de Ríchmond, Virginia, quien
le hizo educar en un colegio particular de Ríchmond y en la
Manor House School, Stoke-Néwington, Inglaterra, hasta
1820, época en que regresó a Ríchmond. En 1826 ingresó
a la University of Virginia. Durante su breve permanencia allí
hízose famoso por sus temerarias hazañas de jugador y bebe-
dor. Su protector le asoció a sus negocios en diciembre de
1826, pero el joven escapó a Boston donde trató de sostenerse
con sus poesías, de las cuales el primer volumen, publicado
en 1827, se ritula: Tamerlane and Other Poems. Acosado por
la necesidad, se alistó como soldado en el ejército regular, bajo
el nombre de Edgar A. Perry, siendo nombrado sargento
mayor en 1829. No obstante, su padre adoptivo Alian hizo
que le dieran de baja y que fuera admitido como cadete en
West Point. No agradándole la escuela, procuró intencional-
mente que le despidieran en 183 1, y comenzó una vida irregu-
lar, vagando de ciudad en ciudad y dedicándose a la literatura.
En 1835 contrajo matrimonio con Virginia Clemm, y se hizo
cargo de la dirección del Southern Literary Messenger de Rích-
mond. Más tarde fué director de varias revistas, fijando su
residencia en Nueva York en 1844. La publicación de The
Raven (1845) consagró su fama convirtiéndole en el genio
literario de la época. Después de la muerte de su mujer en
1847 comenzó a declinar su carrera, y murió dos años más
tarde en el Washington College Hospital en estado de delirio.
Sus obras más importantes, en adición a las mencionadas en
la Introducción de esta serie, son: Al Wanuaf, Tamerlane and
Minor Poems (1829); Poems (1831); Tales of the Grotesque and
Arabesque (1840).
SUMARIO
pÁflIKA
I^^^RODUccIÓN v
El Barril de Amontilado 3
El Escarabajo de Oro 17
La Ruina de la Casa de Úsher 75
LiGEiA 107
La Máscara de la Muerte Roja 135
El Crimen de la Rué Morgue 147
El Gato Negro 201
Un Descenso por el Maelstrom 219
INTRODUCCIÓN
I
Los cuatro escritores cuyas obras están repre-
sentadas en esta colección son idealistas en uno u
otro sentido. La literatura clásica de los Estados
Unidos no tiene realistas, y el realismo es ajeno
hasta ahora al temperamento general del público
norteamericano. A este respecto los escritores
de que tratamos rivalizan en la caracterización
de su país. Y rivalizan también en la maestría
de su arte: los tres primeros son los artistas litera-
rios más hábiles que los Estados Unidos han pro-
ducido hasta la fecha. En otros respectos, sin
embargo, difieren ampliamente; y aquel que olvide
la diversidad del espíritu que hizo brotar el genio
de la república del norte y las diversas clases de
filosofía que produjo su historia, encontrará alguna
dificultad en descubrir la nota análoga en Irving,
Poe, Háwthorne y Hale.
Es fácil observar que Washington Irving es un
artista de la escuela de Áddison y Steele, con
algo de su espíritu festivo. Poseía, sin embargo,
cualidades más profundas que le hacen totalmente
distinto de los modelos ingleses ante el criterio
de los Estados Unidos. Tenía, ante todo, un don
especial, compartido únicamente por Fénimore
vi Introducción
Cóoper en la literatura norteamericana, para
crear personajes legendarios que armonizaran con
el ambiente, hasta el punto de quedar unidos
para siempre al cuadro, Lóngfellow no dio a su
Hiawatha residencia local; pero Rip Van Winkle
e Ichabod Crane han quedado fijos en la perspec-
tiva del Hudson. La jocosidad de Irving tiene
también cierta tonalidad más vigorosa que puede
advertirse fácilmente en el periódico Spectator;
en la historia de Kníckerbocker y en sus primeras
obras, inició Washington Irving su carrera de
autor con una nota de exageración y de audacia
que la crítica inglesa probablemente atribuiría
gustosa al nuevo mundo más bien que al antiguo.
En las dos historietas que aparecen en esta colec-
ción se revelan síntomas aun más notables de su
punto de vista norteamericano. En Rip Van
Winkle maneja lo sobrenatural en tono festivo
y ligero, que contrasta con el aparato de somxbríos
fantasmas y apariciones de Poe y Háwthorne, pero
que se adapta mejor quizá al temperamento de su
país. Los norteamericanos com.binan fe robusta
con jovial escepticismo, y sonríen a pesar de que
les agrada sentirse convencidos en la historia del
largo sueño de Rip Van Winkle. Quizá es rasgo
característico de los Estados Unidos que la narra-
ción insista en el transcurso del tiempo y que la
vida nos aparezca patética a través de nuestra
simpatía por Rip. La literatura de los Estados
Unidos, aunque voz de un pueblo nuevo, ha tenido
siempre los acentos y el espíritu de una larga ex-
periencia, la lasitud de vivir. Estos acentos y
Introducción vii
este espíritu se dejan notar marcadamente en
Poe y en Háwthorne; también se encuentran en
írving, no en su analogía con Áddison sino en la
especie de piedad contenida con que juzga la vida.
Esta definición puede aplicarse de igual manera a
La leyenda del valle encantado; pero el lector necesi-
ta tener en cuenta en esta historieta ciertos rasgos
locales, no del todo claros aun para la generalidad
de los norteamericanos. Ichabod Crane es la
caricatura del maestro de escuela ambulante; como
David Gánent en la novela de Cóoper, El último
de los mohicanos, es un neoyorquino bajo el disfraz
del fértil buhonero de Connécticut que cuando el
negocio va mal está listo para enseñar en la escuela
o para dirigir el coro de la iglesia de la aldea.
El ejemplo más notable de este tipo en la vida
real fué Amos Bronson Álcott, el gran sacerdote
del trascendentalismo que comenzó su carrera
como buhonero, usando la enseñanza como recurso
secundario.
II
El arte de írving fué en cierto modo avanzado
para su época. Cóoper no llegó nunca a la delica-
deza y vigor de su estilo, ni Poe ni Háwthorne
pudieron igualarla. Estos dos escritores, sin embar-
go, suplieron la habilidad consumada de írving
con temas más profundos y estilo más serio. A
la verdad, aunque careciendo Háwthorne de la
exquisita flexibilidad de írving, posee cualidades
supremas de dignidad, y a veces casi de majestad;
viii Introducción.
en tanto que Poe se asemeja a Fénimore Cóoper
en haber alcanzado fama de gran escritor con estilo
poco más que mediano. El hecho de que Poe no
use juegos de palabras en el original explica el
éxito de sus cuentos y de sus poemas en la tra-
ducción; a decir verdad, es positivamente mejor
escritor en el francés de Baudelaire que en su
propio idioma. Su reputación en los Estados
Unidos ha quedado por consiguiente establecida
no por virtud de su arte de estilista sino en razón
de poseer cierta habilidad especial para producir
efectos de encanto sobrenatural. La crítica fran-
cesa reconoció antes que Baudelaire cierta afinidad
entre el método de desarrollar sus cuentos y la
demostración matemática de un teorema. Este
punto se ilustrará mejor por la comparación.
En matemáticas, como en otras cosas que se
relacionan con la vida, es posible dar mayor im-
portancia de acuerdo con los deseos a lo particular
o a lo general. La aritmética produce una sensa-
ción de realidad, porque se refiere a cosas definidas,
pero su propio realismo es una barrera para la
manifestación completa de las leyes universales.
"Si una manzana cuesta tres centavos," dice el
libro de texto, ''¿cuánto costarán dos manzanas
y un tercio?" Pero el niño sabe que las manzanas
no se venden a pedazos. El álgebra puede pro-
poner la misma cuestión sin levantar protestas
en el realista; la substitución de un signo por la
manzana hace desaparecer la dificultad. Pero
hace desaparecer también el sentimiento de la
realidad. Si los personajes de Poe son inverosí-
Introducción ¡x
miles y simbólicos, es porque representan única-
mente signos algebraicos, la ah y la xy del teorema
que trata de demostrar. Poe se interesa principal-
mente en el teorema. Algunas veces lo establece
como proposición definida como en Ligeia, en
que la cita de Jóseph Glánvill, que sirve de prólogo,
autoriza la doctrina de la voluntad que se desarrolla
en la historia. Con más frecuencia el teorema no
se anuncia formalmente, pero está incluido en las
primeras frases del cuento. Este método se
observa en El barril de amontillado, donde aparece
primero una definición de la venganza perfecta
que después se ilustra en la historia. Otras veces
el teorema es tan solo una forma o un matiz como
en La máscara de la muerte roja. En algunos
cuentos, como en El escarabajo de oro^ el interés
reside enteramente en la demostración o análisis,
mas, por lo general, prefiere Poe emplear la demos-
tración matemática como medio de producir el
efecto de belleza. El elemento de raciocinio es
tan poderoso en El Descenso en el Maelstróm^ y en
El Crimen de la Rué Morgue^ como en El Escarabajo
de oro; pero en los dos primeros, más hermosos, el
raciocinio contribuye a producir efectos artísticos
de temor y horror.
En sus ensayos sobre la Filosofía de la composi-
ción y el Principio poético, nos ha dado Poe una
cuenta clara de su objeto y su sistema como escri-
tor. Aunque se refiere a sus versos, la explicación
es exacta también con respecto a su prosa. Trata
ante todo, dice, de producir un efecto de belleza.
Todos los medios que puedan crear este efecto son
X Introducción
legítimos. Muchas veces Poe consiguió su objeto
provocando emociones en forma romántica y
retórica; pero con frecuencia lo obtuvo también
por medio de la manifestación austera de verdades
lógicas o científicas. En este caso nos recuerda, sin
embargo, que la verdad es un medio y no un fin; en
el arte el fin es la belleza. Sus palabras al final
del Principio poético deben tenerse en cuenta
por todo lector que quiera comprender la índole
de sus escritos: "Con respecto a la Verdad —
suponiendo que la comprensión de una verdad nos
lleve a percibir cierta armonía que antes pasaba
inadvertida — sentimos inmediatamente el genuino
efecto poético; pero este efecto se refiere única-
mente a la armonía y no atañe en lo menor a la
verdad que sirvió sólo para poner de manifiesto
aquella armonía."
Si este método deja los personajes de las his-
torias de Poe en cierta sombra vaga y simbólica,
no debe suponerse por ello que careciera de teoría
respecto al manejo adecuado de los fantásticos
caracteres que se agitan en la composición de sus
argumentos matemáticos. Sus personajes son a
menudo femeninos y generalmente están asociados
en alguna forma a la idea de la muerte. Con tal
frecuencia se repite en sus cuentos el caso de una
hermosa mujer muerta o una hermosa mujer
moribunda, que una de las críticas más usuales de
las obras de Poe es afirmar que tenía un campo
muy estrecho y podía desenvolver sólo uno o dos
temas. Carecía ciertamente de la fecundidad
de los grandes genios, pero aun dentro de sus dotes
Introducción zi
reducidos se imponía él mismo límites más estre-
chos por su curiosa teoría acerca de los caracteres
más apropiados para el efecto artístico. Creía
que la emoción de la belleza es el efecto principal
que un cuento debe producir; la belleza es más
exquisita en la mujer; y la belleza de la mujer es
más conmovedora en presencia de la muerte.
Inclinábase, en consecuencia, a escribir princi-
palmente sobre hermosas mujeres muertas o a
punto de morir. La manifestación definida de
esta doctrina se encuentra en la Filosojía de la
composición, cuando habla de El cuervo. Dice
que al escribir este poema comenzó con la intención
de representar una belleza melancólica:
"Me pregunté: Entre todos los temas melancó-
licos, ¿cual es el más melancólico de acuerdo con el
entendimiento general de la humanidad? — La muer-
te, fué la respuesta evidente. — Y ¿cuando, insistí,
es más poético este melancólico tema?'' — Por lo que
he explicado anteriormente la respuesta aquí es
también evidente: — Cuando se combina más estre-
chamente con la belleza; entonces la muerte de una
mujer hermosa es incuestionablemente el argu-
mento más poético que existe."
Cito este pasaje, no para justificar la estética
de Poe sino para demostrar su método. Este
principio expHca, hasta donde es posible, por qué
escribió Ligeia y La ruina de la casa de Usher.
Aun cuando nunca formuló teoría alguna con res-
pecto a los personajes masculinos de sus poesías
y cuentos, podemos deducirla sin embargo de su
práctica: creía evidentemente que el argumento
xíi Introducción
más trágico es la situación de un hombre robusto
afrontando el temor de la muerte. Sobre este
tema escribió El barril de aviontillado y El Descenso
en el Maelstróm.
Se dice comúnmente que Poe no ha sido debida-
mente apreciado por sus compatriotas. Induda-
blemente se le ha leído, admirado e imitado tanto
en los Estados Unidos como en cualquiera otra
parte; pero es cierto que los norteamericanos
vacilarían en llamarle su genio más notable en
literatura. Es interesante para cualquiera que
desee comprender el espíritu de los Estados Unidos
saber por qué los compatriotas de Poe, a pesar de
toda su admiración por su arte, no lo colocan a
tanta altura como los críticos extranjeros. No
es a causa de la condenación puritana de su em-
briaguez: las mismas personas a quienes sólo a
medias agrada Poe, son generalmente fervientes
partidarios de Róbert Burns. Ni es tampoco,
como lo indican críticos más sutiles, en razón de
que Poe escribe a menudo sobre crímenes o hechos
perniciosos considerándolos simplemente incidentes
desagradables, en tanto que Háwthorne, con na-
turaleza más noble, considera las faltas como
culpas; esto es, no como tema de cuentos sino
como un problema de moral. Esta explicación
pone fuera de duda el hecho evidente de que
Poe es más convencional que Háwthorne en su
moralidad, puesto que rara vez inicia una cues-
tión perturbadora en ética y nunca llega como
Háwthorne a conclusiones radicales y de sensa-
ción. La razón por la cual Poe es mirado todavía
Introducción xiii
con cierta desconfianza por sus compatriotas es
que sus ideales residen siempre en un mundo sim-
bólico: siempre trata de encontrar una puerta de
escape para huir de la humanidad y del lote seña-
lado al hombre. La belleza que demuestra me-
diante el raciocinio no es una interpretación sino
una protesta contra la vida. Un poeta coloca
naturalmente su mundo ideal como crítica de las
condiciones entre las que se debate, y si Poe deseó
criticar en esta forma a los Estados Unidos en el
segundo tercio del siglo diecinueve, sus compatrio-
tas tendrían que sentirse ahora agradecidos; pero
su rebelión era contra la vida misma: no ofrecía
más solución que descarríos y muerte. Para el
norteamericano de hoy el rechazo de Poe por la
vida es una especie de filosofía opiada que debería
compadecerse tanto como cualquier otro hábito
anormal.
III
Los críticos asimilan a menudo a Háwthorne
con Poe, y los temas graves y sombríos de ambos
parece que debieran relacionarlos. Difieren esen-
cialmente, sin embargo, en cuanto a propósitos
y método. Háwthorne no es poeta por naturaleza,
aunque su prosa sea poética y todas sus obras sean
de imaginación; es, ante todo, un pensador, un
observador de la vida, un psicólogo en arte y un
escéptico en filosofía. Parecerá quizá extraño
dar el calificativo de escéptico a un escritor de
espíritu tan generoso, de sentimientos tan leales
xiv Introducción
como Nathániel Háwthorne; pero un pequeño
estudio de sus obras en relación con las ideas
trascendentales que rodearon su adolescencia y
sus primeros años viriles, convencerá al observador
de que la conciencia puritana de Háwthorne le
impulsaba a investigaciones infatigables de la
filosofía que pasaba por verdadera entre sus asocia-
dos. El lector que no haya tenido oportunidad
de conocer las doctrinas de Álcott y de Emerson
puede encontrar indudablemente bastante belleza
y elevación en Háwthorne para compensar el
estudio de sus obras. Aun sin conocer las doc-
trinas que él ponía en duda, podemos admirar su
fantasía en La imagen de nieve; su talento en pará-
bolas tiernas o festivas en El May-Pole de Merry
Mount y El experimento del doctor Héidegger; su
profundo patriotismo en El anciano campeón y las
Leyendas de la casa provincial; sus dotes incom-
parables para describir una conciencia atormenta-
da en ^/ retrato de Edward Rándolph y El entierro
de Róger Malvin. Pero la orientación intelectual
de la mayor parte de sus obras más meditadas
resultaría obscura a menos de haber leído a nuestro
jovial Emerson o a nuestro escritor más festivo
aún, Álcott. La doctrina de estos autores acerca
de la confianza en sí mismo, de la necesidad de
vivir en el presente sin respeto servil por el pasado,
ha tenido inmensa boga en los Estados Unidos,
y se ha reforzado con la poderosa influencia de
Walt Whitman; pero Háwthorne hizo proyectar
esta doctrina sobre esbozos fantásticos como El
experimento del doctor Héidegger o Féathertopy y
Introducción xv
sobre novelas más largas, como si hiciera un
análisis de laboratorio respecto de su verdad.
Álcott y Emerson creían con sublime optimismo
que el mal se cambia al fin en bien; que existe,
según la frase de Emerson, un principio de sacarina
en todas las cosas. Háwthorne desarrolló también
esta doctrina en cuentos como El entierro de Róger
Malvin. Podrían producirse otros ejemplos toma-
dos de sus demás obras, pero hemos dicho ya bas-
tante probablemente para indicar la razón por
la cual la altura de Háwthorne como pensador
debe apreciarse a través del estudio del pensa-
miento de la Nueva Inglaterra de su tiempo.
Háwthorne representa en cierto modo no sola-
mente el espíritu de la Nueva Inglaterra sino el
de los Estados Unidos: es un fatalista profundo.
Aun cuando profese una fe poderosa en el libre
albedrío y la incredulidad con respecto a las no-
ciones de necesidad de Emerson, la diferencia
esencial entre ellos es que Emerson cree en suerte
más fehz y Háwthorne, a despecho de sí mismo,
se forja un porvenir sombrío.
IV
Muy poco es necesario decir acerca del famoso
cuento de Edward Everett Hale. Esta historia
.se comprende por todas partes: ha sido traducida
ya en muchos idiomas. Escrita hacia el final de
la guerra civil parece tener especial resonancia en
estos momentos en que muchos ciudadanos de los
Estados Unidos encuentran dificultad en decidir
xvi Introducción
a qué país, a qué grupo de ideales, deben prestar
fidelidad. Este problema es tal vez peculiar de
una nación que — no deseamos suponer que con
excesiva generosidad — ha dado acogida cordial
dentro de sus fronteras a todos los ideales, sin
considerar su procedencia. Con especial inquietud
nos preguntamos ahora si podremos amalgamar
tal cantidad y tal diversidad de ideales. Este
problema ha existido siempre en los Estados Unidos
aunque no en forma tan inmediata; y si nuestra
literatura se ocupa en gran manera de ideas y de
ideales no es porque seamos de descendencia puri-
tana ni deseemos conservar una moral tradicional,
sino porque sentimos instintivamente que sólo
por la discusión de nuestros ideales llegaremos
alguna vez a un común ideal nacional. Por esta
razón Háwthorne nos parece un norteamericano
moderno en un plano inferior de arte, lo mismo
que Hale. Irving floreció antes de que el conflicto
de ideales fuera una amenaza. Poe se apartó de
nosotros en su amor de lo inverosímil, rehusando
en absoluto discutir ideales y tendiendo a ellos sin
embargo por su adoración de lo bello, que es uno
de los ideales que alimentamos al presente.
John Érskine
Profesor de inglés
Febrero de 1917 Columbia University
EL BARRIL DE AMONTILLADO
EL BARRIL DE AMONTILLADO
HABÍA soportado lo mejor posible los mil
pequeños agravios de Fortunato; pero
cuando se atrevió a llegar hasta el ultraje,
juré que había de vengarme. Vosotros, que tan
bien conocéis mi temperamento, no supondréis que
pronuncié la más ligera amenaza. Algún día me
vengaría; esto era definitivo; pero la misma deci-
sión que abrigaba, excluía toda idea de correr el
menor riesgo. No solamente era necesario casti-
gar, sino castigar con impunidad. No se repara
un agravio cuando la reparación se vuelve en con-
tra del justiciero; ni tampoco se repara cuando no
se hace sentir al ofensor de qué parte proviene el
castigo.
Es necesario tener presente que jamás había
dado a Fortunato, ni por medio de palabras ni de
acciones, ocasión de sospechar de mi buena volun-
tad. Continué sonriéndole siempre, como era
mi deseo, y él no se apercibió de que ahora sonreía
yo al pensamiento de su inmolación.
Fortunato tenía un punto débil, aunque en otras
cosas era hombre que inspiraba respeto y aun
temor. Preciábase de ser gran conocedor de
vinos. Muy pocos italianos tienen el verdadero
espíritu de aficionados. La mayor parte regula su
entusiasmo según el momento y la oportunidad,
3
4 Cuentos Clásicos del Norte
para estafar a los millonarios ingleses y austríacos.
En materia de pinturas y de joyas, Fortunato era
tan charlatán como sus compatriotas; pero tra-
tándose de vinos antiguos era sincero. A este
respecto yo valía tanto como él materialmente:
era hábil conocedor de las vendimias italianas, y
compraba grandes cantidades siempre que me era
posible.
Fué casi al obscurecer de una de aquellas tardes
de carnaval de suprema locura cuando encontré a
mi amigo. Acercóse a mí con exuberante efusión,
pues había bebido en demasía. Mi hombre estaba
vestido de payaso. Llevaba un ceñido traje a
rayas, y en la cabeza el gorro cónico y los cascabeles.
Me sentí tan feHz de encontrarle que creí que nunca
terminaría de sacudir su mano.
Díjele:
— Mi querido Fortunato, tengo una gran
suerte en encontraros hoy. ¡Qué bien estáis!
Pero escuchad; he recibido una pipa que se supone
ser de amontillado, mas tengo mis dudas.
— ¡Cómo! — repuso él. — ¡Amontillado! ¿Una
pipa? ¡Imposible! ¡Y en mitad del carnaval!
— Tengo mis dudas, — repliqué; — y he cometido
la bobería de pagar el precio completo del amon-
tillado antes de consultaros sobre este punto. No
podía encontraros y temía perder un buen ne-
gocio.
— ¿ Amontillado !
— ^Tengo mis dudas.
— ¡Amontillado!
— =-Y necesito aclararlas.
El Barril de Amontillado 5
— ¡Amontillado!
— Como estáis comprometido, iré a buscar a
Luchresi. Si alguno puede decidirlo, será él. El
me dirá . . .
— Luchresi no puede distinguir el amontillado del
jerez.
— ^Y sin embargo, muchos opinan que es tan buen
catador como vos mismo.
— ¡Vamos, venid!
— ¿Adonde?
— A vuestros sótanos.
— No, amigo mío; no quiero abusar de vuestros
buenos sentimientos. Observo que estáis com-
prometido. Luchresi . . .
— No tengo compromiso; vamos.
— No, amigo mío. No es cuestión solamente del
compromiso, sino del severo resfriado que os aflige,
según veo. Los sótanos son húmedos. Están
incrustados de nitro.
— ^Vamos allá, a pesar de todo. El resfriado no
significa nada. ¡Amontillado! Seguramente que
os han engañado. Y lo que es Luchresi, no sabe
distinguir el jerez del amontillado. —
Hablando así, Fortunato se apoderó de mi brazo;
y después de cubrir mi rostro con una máscara de
seda negra y ceñir estrechamente a mi cuerpo un
roquelaure, permití que me arrastrara hacia mi
palazro.
No había criados en la casa; todos habían salido
a divertirse en obsequio a la ocasión. Habíales
dicho que no regresaría hasta la mañana siguiente,
a la vez que les daba órdenes explícitas de no aban-
6 Cuentos Clásicos del Norte
donar el palacio. Sabía yo bien que dichas órdenes
eran razón suficiente para provocar la desaparición
inmediata de todos y cada uno de ellos tan pronto
,como hubiera yo vuelto las espaldas.
Cogí dos antorchas de sus candelabros y dando
una a Fortunato le escolté a través de una serie de
habitaciones hasta el pasillo que conducía a los
subterráneos. Bajé una larga escalera de caracol,
recomendándole tener precaución cuando siguiera
este camino. Llegamos al cabo a la extremidad infe-
rior del descenso, y nos detuvimos juntos sobre el
húmedo suelo de las catacumbas de los Montresor.
La marcha de mi amigo era vacilante, y los
cascabeles de su gorro repiqueteaban a cada paso.
— ¿La pipa? — preguntó.
— Está más allá, — respondí yo; — pero fijaos
en las blancas telarañas que relucen en los muros
de estas cuevas. —
Volvióse hacia mí y me miró con turbias pupilas
que destilaban el reuma de la embriaguez.
— ¿Nitro? — inquirió, al fin.
— ^Nitro, — afirmé. — ¿ Cuánto tiempo hace que
tenéis esta tos?
— ¡Ugh! ¡ugh! ¡ugh! , . . ¡ugh! ¡ugh! ¡ugh! . . .
¡ugh! ¡ugh! ¡ugh! . . . ¡ugh! ¡ugh! ¡ugh! . . . ¡ugh!
¡ugh! ¡ugh!—
Mi pobre amigo se encontró incapaz de contestar
durante largos minutos.
— No es nada, — dijo al cabo.
— ¡Vamonos! — exclamé entonces con decisión, — ■
regresemos; vuestra salud es preciosa. Sois rico,
respetado, admirado, amado; sois feliz, como lo era
El Barril de Amontillado 7
yo en otro tiempo. Sois un hombre que haría
falta. Para mí esto no significa gran cosa. Re-
gresemos; enfermaréis, y no quiero ser el responsa-
ble. Además, allí está Luchresi
■ — Basta, — declaró Fortunato; — esta tos no vale
nada; no me matará. No moriré, por cierto, de un
resfriado.
— Es verdad, es verdad, — repliqué; — cierta-
mente que no era mi intención alarmaros sin
motivo; pero debéis tomar todas las precauciones
necesarias. Un trago de este Médoc nos preser-
vará de la humedad. —
Diciendo estas palabras rompí el cuello de una
botella que cogí de una larga hilera de sus compa-
ñeras que yacían entre el polvo.
— Bebed, — dije, presentándole el vino.
Levantólo hasta sus labios mirándolo amorosa-
mente. Detúvose luego y me hizo un signo fa-
miliar con la cabeza mientras sus cascabeles repi-
queteaban.
— Brindo, — dijo, — por los muertos que reposan
a nuestro rededor.
— ¡Y yo, por vuestra larga vida! —
Tomó mi brazo de nuevo, y proseguimos.
— Estas catacumbas son extensas,— opinó.
— Los Montresor, — repuse, — eran una antigua y
numerosa familia.
— No recuerdo vuestras armas.
— Un gran pie humano de oro sobre campo de
azur; el pie destroza una serpiente rampante cuyas
fauces están incrustadas en el taco.
— jY el lema.''
8 Cuentos Clásicos del Norte
— Nemo me impune lacessit.
— ¡ Bien ! " — exclamó.
El vino chispeaba en sus ojos, y los cascabeles
vibraban. Mi propia fantasía se exaltaba con el
Médoc. Pasábamos entre grandes montones de
esqueletos mezclados con barriles y toneles en lo
más profundo de las catacumbas. Me detuve
nuevamente y esta vez me atreví a coger el brazo
de Fortunato arriba del codo.
— ¡El nitro! — exclamé; — mirad, aumenta ahora.
Cubre las paredes como musgo. Nos encontramos
ahora bajo el lecho del río. Las gotas de humedad
escurren entre los huesos. Venid, retroce-
damos antes que sea demasiado tarde. Vuestra
tos. . . .
— ^No vale nada, os digo, — insistió él. — Prosiga-
mos. Pero antes, venga otro trago de Médoc. —
Rompí una botella de Grave y se la pasé.
Vacióla de una vez. Sus ojos relampaguearon
con brillo feroz. Rió, y arrojó lejos la botella con
un gesto que no pude comprender.
Miréle sorprendido. Repitió el movimiento,
algo grotesco.
— ¿No comprendéis .f* — preguntó.
— ^No, por cierto, — repliqué.
— Entonces no pertenecéis a la hermandad.
— ¿ Cómo ?
— ^No, sois masón.
— Sí, sí, — aseguré, — sí, sí.
— ¿Vos.'' ¡Imposible! ¿Masón?
— Masón, — repliqué.
— ^Un signo, — dijo, — un signo.
El Barril de Amontillado 9
— ^Aquí está, — respondí, sacando una llana de
entre los pliegues de mi roquclaure.
— ¡Os burláis! — exclamó, retrocediendo algunos
pasos. Mas veamos el amontillado.
— Sea así, — repuse, colocando de nuevo la herra-
mienta debajo de mi chaqueta, y ofreciéndole otra
vez el brazo, sobre el cual se apoyó pesadamente.
Continuamos la ruta en busca del amontillado.
Atravesamos una arquería baja, descendimos, se-
guimos adelante y, descendiendo de nuevo, llega-
mos a una profunda cripta donde la pesadez del aire
ahogaba nuestras antorchas sin permitirlas flamear.
Al fondo de esta cripta aparecía otra algo menos
espaciosa. Sus muros estaban cubiertos de restos
humanos alineados hasta la altura de la cabeza, a
la manera de las grandes catacumbas de París.
Tres lados de la cripta interior estaban aún decora-
dos en esta forma. En el cuarto, los huesos se
habían arrojado al suelo y yacían en promiscuidad
formando en cierto sitio un montón de regular
tamaño. Dentro del muro, puesto así al descubier-
to por el retiramiento de los esqueletos, apercibi-
mos todavía otra cripta o nicho interior de cuatro
pies de profundidad y tres de anchura por seis o
siete de altura. Parecía no haberse construido
con propósito alguno especial, sino que formaba
simplemente el espacio intermedio entre dos de los
pilares colosales que sostenían el techo de las cata-
cumbas; y tenía al fondo uno de los muros divi-
sorios de sólido granito.
En vano Fortunato, levantando su moribunda
antorcha, trató de escudriñar el interior del escon-
10 Cuentos Clásicos del Norte
drijo. Su débil luz no nos permitió inspeccionarlo
en su totalidad.
— Adelante, — dije yo, — allí está el amontillado.
Y en cuanto a Luchresi.
— Luchresi es un ignorante, — interrumpió mi
amigo, avanzando con pasos vacilantes mientras
yo seguía, pisándole los talones. Llegó en un mo-
mento hasta el fondo del nicho y al encontrar-
se detenido por la roca, quedó estúpidamente
asombrado. Un instante más, y le había yo en-
cadenado contra el granito. Había dos anillos de
hierro a distancia de dos o tres pies más o menos
uno de otro, horizontalmente. De uno de ellos
pendía una cadena corta y del otro un candado.
Arrojando los eslabones sobre su cintura, fué para
mí labor solamente de unos cuantos segundos
asegurarle. Estaba demasiado atónito para resis-
tir. Retirando la llave, salí fuera del escondrijo.
— Pasad la mano sobre el muro, — insinué; — no
podéis dejar de sentir el nitro. En verdad, está
eso muy húmedo. Dejadme implorar una vez
más vuestro regreso. ¿No? Entonces, positiva-
mente, me veré obligado a abandonaros. Pero
antes quiero haceros todas las pequeñas atenciones
que estén a mi alcance.
— ¡El amontillado! — profirió mi amigo, sin reco-
brarse aún de su estupor.
— Es verdad, — repliqué, — el amontillado.
Diciendo estas palabras, me dirigí a la pila de
huesos de que antes he hablado. Arrojándolos a
un lado, descubrí pronto una cantidad de piedras
de construcción y argamasa. Con estos materiales
£1 Barril de Amontíllado 11
y con ayuda de mi llana, comencé a tapiar vigoro-
samente la entrada del nicho.
Apenas habría colocado la primera hilera en mi
labor de albañilería, cuando pude notar que la
embriaguez de Fortunato había desaparecido casi
por completo. La primera indicación que tuve
de esta circunstancia fué un sordo y lúgubre la-
mento que partía del fondo del nicho. No era el
lamento de un ebrio. Hubo luego un largo y
obstinado silencio. Coloqué la segunda hilera, y
la tercera, y la cuarta, y oí entonces furiosas sacu-
didas a la cadena. El ruido se prolongó por varios
minutos, durante los cuales abandoné mi trabajo
para escuchar con más satisfacción, y me senté
encima de los huesos. Cuando cesó al cabo el
chirrido, cogí de nuevo la llana y continué sin in-
terrupción la quinta, sexta y séptima ringlera. El
muro elevábase entonces casi a nivel de mi pecho.
Me detuve otra vez y levantando la antorcha sobre
la abertura, arrojé algunos débiles rayos de luz
sobre la figura encerrada dentro.
Una explosión de agudos y penetrantes gritos,
brotando súbitamente de la garganta de la enca-
denada forma, pareció como si me lanzara violen-
tamente hacia atrás. Por breves instantes temblé,
vacilé. Desnudando mi puñal, comencé a tentar
el fondo del nicho; pero un momento de re-
flexión me tranquilizó. Puse la mano sobre la
sólida construcción de las catacumbas y me sentí
satisfecho. Me aproximé nuevamente al muro, y
respondí a los clamores que Fortunato lanzaba.
Híceles eco, los sostuve, los sobrepujé en fuerza y
12 Cuentos Clásicos del Norte
en volumen. Cuando hice esto, los gritos se
apagaron.
Era ya la media noche y mi tarea iba a concluir.
Había completado la octava, la novena y la décima
hilera. Terminaba casi la última, la undécima;
faltaba colocar una piedra solamente y la argamasa
para asegurarla. Luchaba con su peso, y la
había colocado a medias en la posición deseada,
cuando partió del fondo del nicho una risa débil
que puso los pelos de punta sobre mi cabeza.
Sucedióla una voz lastimosa que con dificultad
pude reconocer como la del noble Fortunato. La
voz decía:
— ¡ Ah ! ¡ ah ! ¡ ah ! . . . j eh ! i eh ! ¡ eh ! . . . muy buena
broma en verdad, una broma magnífica. Reire-
mos de buena gana muchas veces acerca de esto
en el palazzo . . , j eh ! ¡ eh ! ¡ eh ! . . . nuestro vino . . .
¡eh! ¡eh! ¡eh!
— ¡El amontillado! — dije yo.
— ¡Eh! ¡eh! ¡eh! . . . ¡eh! ¡eh! ¡eh! . . . sí,el amonti-
llado. Pero¿ no está haciéndose ya muy tarde .^ ¿ No
estarán aguardándonos en el palazzo la señora de
Fortunato y los demás ? Vamonos ya.
— Sí, — dije yo; — vamonos ya.
— i Por el amor de Dios., Montresor!
— Sí, — repetí; — ¡por el amor de Dios! —
Mas aguardé en vano respuesta a estas últimas
palabras. Me impacienté. Llamé en alta voz:
— ¡Fortunato! —
No obtuve contestación. Llamé de nuevo:
Tampoco hubo respuesta. Introduje una an-
torcha por la abertura que quedaba y la dejé caer
El Barril de Amontillado 13
dentro. Sólo respondió un repiqueteo de los
cascabeles. Mi corazón se oprimió; sin duda la
humedad de las catacumbas era la causa. Me
apresuré a terminar mi labor. Forcé la última
piedra hasta colocarla en posición, luego la aseguré
con argamasa. Contra la nueva obra de albañi-
lería elevé la trinchera de huesos. Por más de
medio siglo ningún mortal los ha removido jamás.
¡In pace requiescat!
EL ESCARABAJO DE ORO
EL ESCARABAJO DE ORO
¡Hola! ¡hola! ¡Este hombre está atacado de locura!
Debe haberle picado la tarántula.
— All m the Wrong.
MUCHOS años ha contraje íntima amistad
con Mr. Wílliam Legrand. Pertenecía a
una antigua familia hugonote y había
gozado de fortuna; pero una serie de contratiempos
le redujo más tarde a la miseria. Para evitar
la mortificación consiguiente a sus desastres aban-
donó Nueva Orleans, la cuna de sus antepasados,
y fijó su residencia en la isla de SúlHvan, cerca de
Chárleston, en Carolina del Sur.
Esta isla es muy singular. Está formada casi
toda de arena, y tiene alrededor de tres millas de
longitud. Su anchura no excede de un cuarto
de milla en toda su extensión. Queda separada
del continente por una corriente apenas perceptible
que se desliza entre un yermo de cañas y légamo,
guarida favorita de las aves silvestres. La vege-
tación, como puede suponerse, es escasa y raquíti-
ca. No hay árboles de ninguna clase. Cerca de la
extremidad occidental, hacia el fuerte de Moultrie,
donde existen algunos edificios de estructura mise-
rable ocupados durante el verano por los fugitivos
del polvo y las fiebres de Chárleston, puede encon-
17
18 Cuentos Clásicos del Norte
trarse en verdad la palmera de abanico; pero toda
la isla, con excepción de la parte occidental y de
una faja blanca y endurecida a la ribera del mar,
está cubierta de una densa maleza del mirto blanco
tan apreciado por los horticultores de Inglaterra.
Estos arbustos alcanzan a menudo una altura de
quince o veinte pies y forman un tallar casi im-
penetrable, embalsamando el aire con su fragancia.
En la más intrincada espesura de aquel soto, no
muy alejada de la extremidad oriental y más
remota de la isla, había construido Legrand una
pequeña cabana que habitaba en la época en que
le conocí incidentalmente por primera vez. Pron-
to este conocimiento se convirtió en amistad,
porque el recluso tenía muchas cualidades propias
para despertar interés y estimación. Lo encontré
bien educado, de mentalidad extraordinaria, pero
atacado de misantropía y sujeto a perniciosos
accesos alternados de entusiasmo y melancolía.
Tenía muchos libros, pero rara vez hacía uso de
ellos. Su principal distracción consistía en la
caza y la pesca o en vagar por la ribera y a través
de los mirtos en busca de conchas o ejemplares
entomológicos, cuya colección de los últimos podía
haber causado la envidia de un Swámmerdamm.
En estas excursiones le acompañaba generalmente
un negro viejo, llamado Júpiter, a quien había
franqueado antes de sus desgracias de famiUa,
pero al cual ni amenazas ni promesas pudieron
inducir a abandonar lo que consideraba su derecho
de seguir los pasos de su joven "amo Will." No
sería extraño que los parientes de Legrand, juz-
El Escarabajo de Oro 19
gándole de mente algo perturbada, hubieran
contribuido a infundir a Júpiter esta obstinación
con el objeto de mantener cierta vigilancia y tutela
sobre el vagabundo.
En la latitud de la isla de Súllivan los inviernos
no son muy severos por lo general, y en el otoño es
muy raro que se sienta la necesidad de encender
la chimenea. Sin embargo, a mediados de oc-
tubre de 1 8 — ocurrió un día de frío extraordinario.
A la hora precisa del ocaso me abría yo paso entre
las siemprevivas hacia la cabana de mi amigo a
quien no había visto durante varias semanas, pues
que en aquel entonces residía yo en Chárleston,
a nueve millas de distancia de la isla, y las facili-
dades para el viaje de ida y vuelta estaban muy
lejos de aproximarse a las del tiempo actual Al
llegar a la choza golpeé la puerta como de costum-
bre y, no obteniendo respuesta, busqué la llave
en el sitio donde yo sabía que la ocultaban de
ordinario, abrí la puerta y entré. Un buen fuego
ardía en el hogar. Era una novedad que nada
tenía por cierto de desagradable. Me despojé del
abrigo, acerqué una silla de brazos a los crujientes
leños, y me dispuse a esperar pacientemente la
llegada de Legrand.
Llegó poco después de obscurecido y me brindó
la bienvenida más cordial. Júpiter, sonriendo de
oreja a oreja, se precipitó a preparar un ave de
pantano para la cena. Hallábase Legrand en uno
de sus accesos — ¿de qué otro modo podría llamar-
los.?— de entusiasmo. Había encontrado un bival-
vo desconocido que representaba un género nuevo;
20 Cuentos Clásicos del Norte
y había perseguido y cazado además, con ayuda de
Júpiter, un escarabajo que juzgaba absolutamente
nuevo, pero acerca del cual quería tener mi opinión
a la mañana siguiente.
— ¿Y por qué no ahora mismo? — pregunté, res-
tregándome las manos sobre la llama y enviando al
diablo in mente toda la tribu de escarabajos.
— ¡ Ah ! ¡ Si hubiera podido adivinar que estabais
aquí! — exclamó Legrand; — pero hace tanto tiempo
desde que nos vimos la última vez que, ¿cómo iba
a prever que me visitarais precisamente esta noche?
De regreso a casa encontré al teniente G ,
el del fuerte, y neciamente le dejé prestado el
insecto; de manera que es imposible que lo veáis
hasta mañana. Quedaos aquí esta noche y en-
viaré a Júpiter a buscarlo al amanecer. jEs la
cosa más linda de la creación!
— ¿Qué? ¿el amanecer?
— ¡No! ¡Qué ocurrencia! ¡el escarabajo! Es
más o menos del tamaño de una nuez grande de
nogal, color de oro brillante, y con dos manchas
negras como azabache, una a cada lado del extremo
superior del dorso, y otra, algo más extensa, al
otro extremo. Las antenas son . .
— ^No tié ná d'etaño,^ amo Will, se lo digo
a uté," interrumpió Júpiter. "Er bicho é toíto de
oro macizo por adentro y ajuera, menos las alas
. . . Nunca en mi vía tantié un animal má
pesao.
— Bien; supongamos que sea así, Jup, — replicó
*E1 sonido semejante de antenas y estaño en ínTlés provoca la equivocación
d^ negro que no entiende mucholde requilorios de pronunciación. — La Redacción.
El Escarabajo de Oro 21
Legrand con más gravedad de lo que requería
el caso, a mi entender; — pero esto no es razón para
que dejes quemarse la cena. El color, — prosiguió
volviéndose a mí, — es bastante para justificar la
opinión de Júpiter. Jamás habréis visto reflejos
metálicos más brillantes que los que sus escamas
emiten; pero no podéis juzgar de ello hasta maña-
na. Entretanto puedo daros alguna idea de su
forma. —
Hablando así, sentóse a una pequeña mesa
donde había tintero y plumas, pero no se veía
nada de papel. Buscó en los cajones sin poder
encontrar ninguna hoja.
— 'No importa, — dijo al fin; — esto servirá lo
mismo. —
Y sacando del bolsillo de su chaleco algo que
me pareció una hoja sucia de papel de oficio,
púsose a dibujar un boceto a pluma. Mientras
él procedía, permanecí yo en mi sitio junto al
fuego, pues aun sentía frío. Cuando terminó su
trabajo me lo alargó sin levantarse. En el mo-
mento en que lo recibía, dejóse percibir un fuerte
gruñido seguido de arañazos a la puerta. Júpiter
abrió, y un enorme terranova, que pertenecía a
Legrand y a quien había yo demostrado gran sim-
patía en mis visitas anteriores, se precipitó dentro
saltando sobre mis hombros y llenándome de
caricias. Cuando terminaron sus cabriolas miré
el papel y, a decir verdad, me sentí no poco asom-
brado al ver el dibujo de mi amigo.
— Bien, — dije, después de contemplarlo por al-
gunos minutos; — esto es un escarabajo muy extra-
22 Cuentos Clásicos del Norte
ño, he de confesarlo; completamente nuevo para
mí; jamás he visto nada semejante, a menos de ser
un cráneo o una calavera, que es lo que más se
acerca a lo que tengo en observación.
— ¡Una calavera! — repitió Legrand como un eco.
— ¡Oh! sí, bien, quizás tenga algo de esta apariencia
sobre el papel, no hay duda. Las dos manchas
superiores pueden parecer los ojos, ¿no."* y la más
grande al otro extremo., la boca; y luego, el con-
junto es de forma oval.
— ^Tal vez sea así, — dije; — pero se me figura,
Legrand, que no sois muy buen artista. Necesito
ver yo mismo el insecto si he de formarme alguna
idea de su aspecto particular.
— Bien, no se por qué, — repHcó algo amostazado.
— Dibujo de manera aceptable, al menos debería
hacerlo así; he tenido buenos maestros y me lison-
jeo de no ser un topo.
— Pero, querido amigo, entonces estáis tratando
de burlaros de mí, — repuse. — Esto es un cráneo
muy presentable; en verdad, hasta podría decir
una calavera excelente, de acuerdo con las nociones
más elementales de los ejemplares de esta clase en
fisiología; y vuestro escarabajo debe ser el escara-
bajo más peculiar si se le parece. ¡Vaya! Hasta
podemos arrojar un poquillo de terror supersticioso
a su respecto. Se me imagina que podéis llamar a
vuestro insecto scarabaus capus hominis o algo
por el estilo; hay nombres análogos en la historia
natural. Pero ¿dónde están las antenas de que
hablabais?
— ¡Las antenas! — exclamó Legrand, que parecía
El Escarabajo de Oro 23
irse acalorando sobre el asunto. — Estoy seguro de
que podéis descubrir las antenas; las he dibujado
tan distintamente como aparecen en el original, y
creo que esto es suficiente.
— Bien, bien, — repliqué; — probablemente es así,
lo cual no obsta para que yo no las vea; — y sin
más comentario le alargué el papel no deseando
excitar su enojo. Sin embargo, estaba muy sor-
prendido por el giro que tomaba el asunto; su
mal humor me chocaba; y con respecto al diseño
del insecto, no había allí antenas positivamente
y el conjunto tenía en verdad extraordinario pare-
cido al dibujo corriente de una calavera.
Recibió el papel con enfado y estaba visiblemente
a punto de estrujarlo y arrojarlo al fuego cuando
una ojeada casual al dibujo pareció fijar de repente
su atención. En un instante enrojeció su rostro
violentamente, y un momento después palideció
por completo. Durante algunos minutos examinó
el diseño con minuciosidad en el mismo sitio donde
se encontraba sentado. Al cabo se levantó, cogió
una bujía de la mesa y fué a sentarse sobre un arca
en el rincón más alejado de la habitación. Allí
hizo de nuevo un ansioso escrutinio del papel
revolviéndolo en todas direcciones. No decía
una palabra, sin embargo, y su conducta me llena-
ba de estupor; pero juzgué prudente no exacerbar
con comentario alguno la extravagancia creciente
de sus maneras. Luego, sacando una cartera del
bolsillo de su chaqueta, colocó dentro el papel
cuidadosamente y depositó el paquete en su escri-
torio que cerró con llave. Entonces adquirieron
24 Cuentos Clásicos del Norte
sus ademanes mayor compostura, pero su entusias-
mo primitivo había desaparecido del todo. Sin
embargo, parecía más bien abstraído que descon-
tento. Conforme avanzaba la noche se absorbía
más y más en sus meditaciones de las cuales no
consiguieron arrancarle todos mis esfuerzos. Ha-
bía tenido yo la intención de pasar la noche en la
cabana como lo acostumbraba a menudo, pero
observando la actitud d€ mi huésped, pensé que
era más oportuno despedirse. No me instó para
que permaneciera en su compañía, pero estrechó
mi mano al partir con mayor cordialidad aún que
de ordinario.
Haría un mes de lo que he relatado, intervalo
durante el cual nada había sabido de Legrand,
cuando recibí en Chárleston la visita de su asistente
Júpiter. Nunca había visto al buen negro tan
trastornado y creí que algún serio desastre hubiera
ocurrido a mi amigo.
— ^Y bien, Júpiter, — díjele, — ¿de qué se trata?
¿Cómo está tu amo?
— Pá decir verdá, patrón, él no etá tan sano.
— ¿Está enfermo? Lo siento mucho. ¿Deque
se queja?
— ¡Ahí etá! ¡Esoélopior! Nunca se queja de
ná. Pero tá mu mal.
— ¡Muy mal, Júpiter! ¿Por qué no me dijiste eso
de una vez? ¿Está en cama?
— ^No, señó; eso no. Pero no se sabe por onde
anda. Eso é lo que me duele. El pobre amo Will
m'etá dando mucho dolore de cabeza.
— ^Júpiter, quisiera entender loque estás diciendo.
El Escarabajo de Oro 25
Hablas de que tu amo está enfermo. ¿No te ha
dicho lo que tiene?
— ¡Güeno, patrón! No hay que alterase po
eso. Amo Will dice que no tiene ná.
Pero ¿por qué anda poahí con la cabeza enterra
entre sus hombros y blanco como una visión.^
. . . ¡Otra cosa! Siempre etá con una
chara.
— ¿Una qué, Júpiter.'*
— Sí; una chara, y una pizarra con lo número má
raros que se ha vito. Le digo a uté que me asuta
en veces. Necesito mucho ojo con sus cosas.
L'otro día se m'escapó a la madruga y se jué todo
el bendito día. Tuve preparao un garrote pá dale
una güeña soba cuando volviese; pero soy tan
zonzo que no tuve alma dempués de tó. . . .
Parecía tan despeao que me dio lástima.
— ¡Eh? ¡Cómo? jAh, sí! Bien, teniendo todo
en cuenta, creo que es mejor que no seas muy se-
vero con el pobre. No lo disciplines, Júpiter; no
me parece que está en condiciones de resistirlo.
Pero ¿no puedes imaginar qué es lo que ha produ-
cido su enfermedad, o mejor dicho, este cambio
en sus maneras? ¿Ha sucedido algo desagradable
después que no nos hemos visto?
— ^No, patrón, no ha sucedido ná dende entonce.
Me paece que jué antes . . . jué el mimo
día que uté etuvo.
— ¡Cómo! ¿'qué quieres decir?
— Güeno, patrón, yo digo que jué la cucaracha
¡eso
;E1 qué?
26 Cuentos Clásicos del Norte
— heL cucaracha. Seguro que esa cucaracha de
oro lo picó en algún lao de la cabeza.
— ^Y ¿qué motivo tienes para pensar eso, Júpiter?
— Esa cucaracha tiene mu güeñas patas y mu
güeña boca. Nunca vide un bicho más condenao:
muerde y patea tó lo que se le arrima. Amo Will
la cazó primero, pero le digo que tuvo que soltarla
mu prontito. Y entonce creo que lo mordió.
A mí dio miedo la boca e la cucaracha p'agarrarla,
pero la pesqué con un peaso e papel. L'envolví
con el papel y tamién l'ise come papel. Así jué.
— ^Y ¿crees entonces que el insecto picó verda-
deramente a tu amo y que la picadura lo ha en-
fermado ?
— ^A mí no é que me paece. . . . Toy se-
guro. ¿Po qué soñó tanto con el oro si no é
poque lo picó el bicho de oro? Yo he oído dende
antes habla de estas cucarachas de oro.
— Pero ¿cómo sabes que sueña con oro?
— ¿Que cómo sé? Poque habla de eso cuando
duerme. Po eso toy seguro.
— Bien, Júpiter, quizá tengas razón; pero ¿a qué
circunstancia afortunada debo el placer de tu
visita?
— ¿Qué dise, patrón?
— ¿Me traes algún recado de Mr. Legrand?
— ^No, patrón, traigo ete paquete; — y aquí
Júpiter me entregó una carta que decía así:
Querido
¿Por qué no habéis venido en tanto tiempo? Espero que
no seréis tan bobo de ofenderos por mis pequeños arranques;
no, eso no es posible.
El Escarabajo de Oro 27
Desde que no os he visto tengo grandes motivos de ansiedad.
Necesito deciros algo, pero apenas sé en qué forma podría
hacerlo y ni siquiera si debería decíroslo.
No he estado muy bien en los últimos días y el pobre viejo
Júpiter me ha aburrido más de lo que es posible soportar con
sus ingenuas atenciones. ¿Lo creeríais? Había preparado
un gran palo el otro día para castigarme por habérmele esca-
pado y haber pasado la jornada solo, en las colinas de la isla.
Creo, en verdad, que únicamente mi aspecto de enfermo me
salvó de la azotaina.
No he agregado nada a mi colección desde la última vez que
nos vimos.
Si podéis arreglarlo sin inconveniente, venid con Júpiter.
Venid. Necesito veros esta noche para un asunto de impor-
tancia. Os aseguro que es de la mayor importancia.
Vuestro afectísimo
WÍLLIAM LeGRAND.
Algo había en el tono de la carta que me produjo
gran inquietud. Su estilo difería por completo
del que acostumbraba Legrand. ¿En qué estaría
soñando? ¿Que nueva extravagancia se había
apoderado de su excitable cerebro? ¿Cuál podía
ser aquel "asunto de gran importancia" que
necesitara él definir? Las noticias de Júpiter a
su respecto no auguraban nada bueno. Temí
que quizá el peso continuo de la desgracia hubiera
al fin trastornado la mente de mi amigo. En
consecuencia, sin un instante de vacilación me
preparé a acompañar al negro.
Al llegar al embarcadero advertí una hoz y tres
azadas, nuevas en apariencia, colocadas en el
fondo del bote que debíamos ocupar.
— ¿Qué significa esto, Jup.? — pregunté.
— Son una hoz y unas azadas, patrón.
28 Cuentos Clásicos del Norte
— ^No cabe duda; pero ¿qué hacen aquí?
— Son una hoz y unas azadas que amo Will me
mandó que le comprara en la ciudad y que por má
señas he tenío que largar un montón de plata po
eso.
— Pero, en nombre de todo lo misterioso, ¿qué
va a hacer "amo Will" con azadas y con hoces?
— ¡Ah! Eso sí que no sé y ¡el diablo cargue
conmigo si el amo sabe má que yo! Pá mí que
tó é por la cucaracha. —
Viendo que no podía satisfacer mi curiosidad
con las respuestas de Júpiter, cuyo intelecto pare-
cía completamente absorbido por el escarabajo,
abordé el bote y nos dimos a la vela. Empujados
por brisa poderosa y favorable arribamos pronto a
la pequeña ensenada al norte del fuerte de Moultrie
y una caminata de dos millas nos condujo a la
cabana. Era cerca de las tres de la tarde cuando
llegamos, y Legrand nos aguardaba en ansiosa
expectación. Oprimió mi mano con vivacidad
nerviosa que me alarmó robusteciendo las sospe-
chas que habían ya acudido a mi mente. Su
semblante tenía palidez cadavérica y sus ojos,
hundidos en las cuencas, brillaban con lustre sobre-
natural. Después de algunas preguntas acerca
de su salud pregúntele, no sabiendo cosa mejor
que decir, si no había recuperado aún su escarabajo
del teniente G.
— ¡Oh, sí! — replicó, enrojeciendo violentamente.
— Lo recogí al siguiente día. Nada podría deci-
dirme a separarme de este escarabajo, ¿Sabéis
que Júpiter tenía razón en sus apreciaciones?
El Escarabajo de Oro 29
— ¿A qué respecto? — pregunté, sintiendo mi
corazón llenarse de tristes presentimientos.
— Suponiendo que era un insecto de oro
verdadero. —
Dijo esto con aire de profunda gravedad, y yo
me sentí indeciblemente contristado.
— Este insecto hará mi fortuna, — continuó con
sonrisa triunfante; — me reinstalará en mis pose-
siones de familia. ¿Qué de extraño tiene, enton-
ces, que yo lo aprecie en grado sumo? Desde que
la Fortuna ha creído oportuno concederme sus
dones en esta forma, sólo me resta usar de ellos
debidamente para llegar a la riqueza que es su
culminación. ¡Júpiter, tráeme el escarabajo!
— iQué! ¿La cucaracha, patrón? No quío
búscale camorra a ese bicho; mejó que uté mimo
lo agarre. —
A lo cual levantóse Legrand con aire grave y
majestuoso y me presentó el insecto que sacó de
una caja de cristal en que lo tenía encerrado.
Era, en verdad, un hermoso escarabajo, desconocido
por aquel tiempo a los naturalistas y, por con-
siguiente, un gran hallazgo desde el punto de vista
científico. Tenía dos manchas negras en el extremo
anterior del lomo y otra, más grande, en el extremo
posterior. Las escamas eran excesivamente duras
y brillantes, con toda la apariencia del oro
bruñido. El peso del insecto era notable y, to-
mando todas estas cosas en consideración, apenas
podía yo reprochar a Júpiter sus opiniones al
respecto; pero lo que inclinaba a Legrand a asentir
con esta idea no podía comprenderlo, por vida mía.
30 Cuentos Clásicos del Norte
— He enviado a buscaros, — dijo en tono grandi-
locuente cuando terminé el examen del insecto,
— he enviado a buscaros porque necesito vuestros
consejos y vuestra asistencia para llevar a cabo
los designios de la suerte y del escarabajo. . . ,
— Mi querido Legrand, — exclamé interrumpién-
dole,— seguramente no os sentís bien, y es preferi-
ble que toméis algunas ligeras precauciones. Acos-
taos, y yo permaneceré aquí algunos días hasta que
os encontréis mejor. Estáis febril y. , . .
— ^Tomadme el pulso, — dijo mi amigo.
Hícelo así, y a decir verdad no encontré la más
ligera alteración.
— Pero podéis estar enfermo aun sin tener fiebre.
Permitidme recetaros por esta vez. En primer
lugar, poneos en cama; en segundo. . . .
— Estáis equivocado, — interrumpió. — Me en-
cuentro tan bien como puedo estarlo bajo la exci-
tación que me aqueja. Si tenéis realmente algún
interés por mí, aliviaréis esta excitación.
— ¿De qué manera puedo hacerlo?
— Muy fácilmente. Júpiter y yo vamos a em-
prender una expedición a las colinas de la isla, y
necesitamos en dicha empresa la cooperación
de alguien en quien podamos confiar absoluta-
mente. Vos sois el único en quien yo depositaría
mi confianza. Ya tengamos éxito o fracasemos,
desaparecerá la agitación que ahora advertís en mí.
— Deseo muchísimo complaceros en cualquier
sentido, — repliqué; — pero ¿significa esto que el
infernal escarabajo tiene alguna conexión con
vuestra expedición a las colinas.'*
El Escarabajo de Oro 31
— ^La tiene.
— En tal caso, Legrand, no puedo prestarme a
proceder tan absurdo.
— Lo siento, lo siento mucho; porque tendremos
que ensayarlo solos.
— ¡Ensayarlo solos! ¡Este hombre está loco
seguramente! Pero ¡aguardad! ¿Cuánto tiempo
os proponéis ausentaros.^
— Probablemente toda la noche. Saldremos en
este instante y estaremos de vuelta al alba en todo
caso.
— ¿Y me prometéis, por vuestro honor, que una
vez satisfecha esta fantasía y resuelto a vuestra
satisfacción el asunto del escarabajo, ¡gran Dios!
volveréis a casa y seguiréis implícitamente mis
consejos como si fuera vuestro médico ?
— Sí; lo prometo; y ahora partamos inmediata-
mente porque no hay tiempo que perder.
Acompañé a mi amigo con el corazón oprimido.
Salimos a eso de las cuatro, Legrand, Júpiter, el
perro y yo, cargando Júpiter con la hoz y las azadas
que insistió en llevar él mismo, más por temor de
dejar aquellos instrumentos al alcance de su amo
que por exceso de actividad o complacencia, a lo
que pude presumir. Su actitud era terriblemente
suspicaz, y las palabras "condenado insecto"
fueron las únicas que se escaparon de sus labios
durante todo el trayecto. Por mi parte me había
encargado de dos linternas sordas, mientras Le-
grand se contentaba con el escarabajo que llevaba
atado al extremo del cordel de un látigo, haciéndolo
girar a uno y otro lado con aires de hechicero con-
32 Cuentos Clásicos del Norte
forme avanzábamos. Cuando pude observar esta
última y evidente muestra de la aberración mental
de mi amigo apenas me fué posible retener las
lágrimas. Pensé, sin embargo, que era mejor
seguir sus fantasías al menos por el momento
hasta que se presentara la oportunidad de adoptar
medidas más enérgicas con probabilidades de éxito.
Me propuse al mismo tiempo, aunque sin resulta-
do, sondearle acerca del objeto de la expedición.
Habiendo logrado inducirme a acompañarle, no
parecía desear sostener conversación sobre tópicos
de menor importancia, y a todas mis preguntas se
dignaba responder tan sólo : ** ¡Ya veremos ! '*
Cruzamos en un esquife el canal que separaba
la isla y, ascendiendo las colinas de la playa del
continente, seguimos en dirección noroeste a través
de una comarca excesivamente salvaje y desolada
donde no existía traza de seres humanos. Legrand
guiaba con decisión, deteniéndose únicamente
de vez en cuando para consultar ciertas señales
que en apariencia había colocado él mismo en al-
guna excursión preliminar.
De esta manera avanzamos durante cerca de
dos horas, y precisamente a la caída del sol pene-
tramos en una región infinitamente más lúgubre
que todo lo que habíamos atravesado hasta enton-
ces. Era una especie de meseta cerca de la cima de
una eminencia casi inaccesible, cubierta de densa
arboleda desde la base hasta la cumbre y sembrada
de enormes peñascos que parecían yacer despren-
didos sobre el terreno, evitando en muchos casos
precipitarse a los hondos valles debido simplemente
El Escarabajo de Oro 33
al apoyo de los árboles contra los cuales descansa-
ban. Quebradas profundas, que partían en di-
versas direcciones, prestaban todavía un aire de
solemnidad más agreste a la escena.
La plataforma natural hasta donde nos había-
mos encaramado estaba erizada de espesas zarzas
entre las cuales descubrimos pronto que habría
sido imposible avanzar sin el auxilio de la hoz; v
Júpiter procedió, bajo la dirección de su amo, a
abrirnos una senda hasta el pie de un enorme
tulipán que se levantaba en medio de seis u ocho
robles sobrepasando a todos en altura y humillando
a cuantos árboles había yo visto hasta entonces
por la belleza de su follaje y de su forma, por la
magnitud de sus ramas y por la majestad de su
aspecto en general. Cuando llegamos cerca del
árbol, volvióse Legiand a Júpiter y preguntóle si
sería capaz de escalarlo. El viejo titubeó un poco
quedando algunos instantes sin responder. Apro-
ximándose al fin al inmenso tronco, dio la vuelta
pausadamente alrededor y lo examinó con minu-
ciosa atención. Cuando terminó su escrutinio,
dijo sencillamente:
— Claro, patrón, el negro Júpiter se trepa a
cualquier árbol que le da la gana.
— Entonces, arriba cuanto antes, porque pronto
será demasiado tarde para ver lo que necesitamos.
— ¿Asta onde me subo, patrón? — preguntó
Júpiter.
— Sube primero por el tronco y luego te diré de
qué lado debes ir. ¡Ah! . . . ¡espera! llévate
al insecto.
34 Cuentos Clásicos del Norte
— ¡La cucaracha, patrón! ¿La cucaracha de
oro? — gritó el negro, retrocediendo acongojado.
¿Pá qué he de subir la cucaracha arriba del árbol?
¡Demonio si la llevo!
— Si tienes miedo, Júpiter, un negro grandazo y
viejo como eres, de coger a este pequeño animalito
inofensivo, llévalo por el cordón; pero si no lo subes
contigo en alguna forma, me veré obligado a rom-
perte la cabeza con esta azada.
— ¿Qué es eso, patrón? ¿Poqués'enojaahora.f* —
dijo Júpiter evidentemente abochornado hasta la
sumisión. — Siempre la paga el pobre negro viejo.
Yo lo dije sólo de juego. ¡Que le tengo miedo a
la cucaracha? ¿Qué mev'aser a mí la cucaracha? —
Y a esto cogió cautelosamente el extremo más
alejado del cordón y manteniendo al insecto tan
apartado de sí como lo permitían las circunstan-
cias, preparóse a escalar el árbol.
En la juventud, el tulipán o Liriodendron
tulipiferum, magnífico habitante de las selvas,
tiene el tronco singularmente Uso y se eleva a
menudo a gran altura sin ramas laterales; pero en
su edad madura la corteza se vuelve áspera y
nudosa a la vez que aparecen ramas cortas en el
tallo. Así, la dificultad de la ascensión era más
aparente que real en el presente caso. Abarcando
el enorme cilindro con brazos y rodillas tan estre-
chamente como era posible, aferrándose con las
manos en algunas partes salientes mientras afirma-
ba en otras sus pies desnudos, Júpiter se encaramó
al fin, después de dos o tres escapes de caída in-
minente, en la primera rama ahorquillada y
El Escarabajo de Oro 35
pareció considerar su tarea virtualmente llevada
a cabo. El peligro de la empresa estaba vencido,
en efecto, aun cuando se hallaba ahora a sesenta
o setenta pies de altura sobre el nivel del suelo.
— ¿ Por onde voy aora, amo Will ? — preguntó.
— Sigue la rama más grande hacia este lado, —
dijo Legrand. El negro obedeció prontamente y al
parecer con pequeño esfuerzo, ascendiendo más y
más alto hasta que perdimos de vista su agachada
figura entre el espeso follaje que la envolvía. A
poco oímos su voz en una especie de alerta.
— ¿Asta onde subo aora?
— ¿A qué altura has llegado?
— Bien arriba, — repHcó el negro; — ^ya púo ver
el sielo po entre la punta del árbol.
— ^Nada importa el cielo, pero atiende a lo que
voy a decirte. Mira hacia abajo del árbol y
cuenta las ramas de este lado debajo de ti. ¿Cuán-
tas ramas has pasado?
— Una, do, tré, cuato, sinco ... he pasao
sinco ramas de este lao, patrón.
— Entonces sube una más. —
Algunos minutos después oímos nuevamente su
voz anunciando que había llegado a la séptima.
• — Ahora, Jup, — exclamó Legrand visiblemente
agitado, — necesito que avances sobre esa rama lo
más lejos que puedas. Si encuentras algo extraño,
avísamelo inmediatamente. —
En aquel momento desaparecieron las pocas
dudas que podía aun abrigar acerca de la demencia
de mi amigo. No tenía otra alternativa sino
pensar que había sido atacado de locura, y llegué a
36 Cuentos Clásicos del Norte
sentirme verdaderamente ansioso pensando en el
modo de hacerlo regresar a la casa. En tanto
que reflexionaba sobre lo que sería más conveniente
intentar, la voz de Júpiter dejóse escuchar de
nuevo.
— Mucho critianos se asutarían de andar po eta
rama. Etá seca casi todita.
— ¿Dices que es una rama seca, Júpiter? — inte-
rrogó Legrand con voz trémula.
— Sí, patrón; etá seca como tranca e puerta.
Como que lo etoy viendo . . . ¡tá muerta!
— ¿Qué haré, en nombre del cielo? — exclajnó
Legrand, que parecía entregado a gran desespera-
ción.
— ¡Haced esto! — insinué yo, satisfecho de en-
contrar la oportunidad de colocar una palabra.
— ¡Vaya! ¡Venir a casa y acostaros! Vamos in-
mediatamente, si sois buen chico. Se hace tarde,
y además debéis recordar vuestra promesa.
— ¡Júpiter! — gritó él, sin atenderme en lo más
mínimo. — ¿ Me oyes r
— Sí, patrón; l'oigo mu bien.
— Entonces, prueba la madera con tu cuchillo y
fíjate bien si la rama está muy seca.
— Podrida, patrón, seguro, — contestó el negro
después de un momento; pero no tan podrida.
Quién sabe si pudiera 'vansá má aya erando solo.
¡Así sí, digo!
— ¡Solo! ¿Qué quieres decir?
— Güeno, é po la cucaracha. E mu pesada. Si
la boto pa 'bajo, la rama no se romperá con el
peso del negro ná má.
El Escarabajo de Oro 37
— ¡Canalla infame! — gritó Legrand, muy conso-
lado al parecer, — ¿qué piensas sacar diciéndome
esas estupideces? Ten por seguro que si dejas
caer el insecto te rompo el cuello. ¡Mira, Júpiter!
¿ me oyes ?
— Sí, patrón; no hay necesidad de cargarle con
tanto grito al pobre negro.
— ¡ Bien ! ¡ Escucha ahora ! Si vas por esa rama
hasta donde creas que hay seguridad y no dejas
caer el escarabajo, te regalaré un dólar de plata
en cuanto llegues al suelo.
— Voy, patrón, pierda cuidao, — repuso el negro
con presteza; — etoy casi en la punta de la rama.
— ¡Casi en la punta de la ramal — exclamó alegre-
mente Legrand; — ¿dices que has llegado al extremo
de esa rama.^*
— Pronto etoy en la mima punta, patrón. . . .
¡0-o-o-oh! ¡Santísimo Padre! ¡Qué es eto que
hay en el árbol?
— ¡ Bien ! — grito ? Legrand en medio de extraor-
dinario deleite. — ¿Qué es ello?
— ¿Qué! ¡Una calavera! . . . Alguno que
dejó su cabesa en el árbol y los gallinasos le han
comió toíto el peyejo.
— ¿Una calavera, dices? ¡Muy bien! ¿Cómo
está asegurada contra el árbol? ¿Qué cosa la
sostiene ?
— Etá juerte, patrón; vamo a ver. ¡Vaya qu' é
curioso! Etá clavada al árbol con un clavo gran-
daso.
— ^Ahora bien, Júpiter, haz exactamente lo que
te digo; ¿me oyes?
38 Cuentos Clásicos del Norte
— Sí, patrón.
— Fíjate entonces; busca el ojo izquierdo de la
calavera.
— iju, ju! ¡Eso sí que etá güeno! Nohayden-
gún ojo en la calavera.
— ¡Malhaya sea tu estupidez! ¿Sabes siquiera
distinguir tu mano izquierda de tu mano derecha ?
— Claro que lo sé . . .y mu bien. Mi
mano isquierda é la que está agarrando la rama.
— ¡ Sí, por cierto ! Eres zurdo ; y tu ojo izquierdo
está al mismo lado que tu mano izquierda. Ahora
supongo que podrás encontrar el ojo izquierdo de
la calavera o el sitio donde estaba el ojo izquierdo.
¿Lo encuentras? —
Hubo una larga pausa. Al fin preguntó el
negro:
— ¡Diga, patrón! ¿El ojo isquierdo de la cala-
vera etá al mimo lao que la mano isquierda de la
calavera.^ Poque no l'encuentro manos a la
calavera. . . . ¡No importa! Aquí tengo
ahora el ojo isquierdo . . . aquí etá el ojo
isquierdo. . . . ¿Qué ago con él?
— Deja caer por allí al insecto hasta donde al-
cance el cordón; pero ten mucho cuidado de no
dejar escapar el otro extremo.
— Listo, patrón. Fasilito pasó la cucaracha por
el aujero . . . aora ¡cuidao con el bicho aya
abajo!
Durante todo este coloquio nada podía descu-
brirse de la persona de Júpiter; pero el insecto,
que había dejado descender, veíase ahora al ex-
tremo del cordón, brillando como un globo de oro
El Escarabajo de Oro 39
bruñido a los últimos rayos del sol poniente que
iluminaban todavía débilmente la eminencia en
que nos encontrábamos. El escarabajo oscilaba
libremente fuera de las ramas y, de soltarlo, habría
caído a nuestros pies. Legrand cogió la hoz al
punto y desmontó un espacio circular de tres o
cuatro pies de diámetro, exactamente debajo del
insecto; cumplido lo cual ordenó a Júpiter soltar
el cordón y descender del árbol.
Clavando en el suelo una estaca con gran esmero,
en el punto preciso donde cayó el animal, sacó mi
amigo del bolsillo una cinta de medida. Asegu-
rando uno de sus extremos al tronco por el sitio
más cercano a la estaca, la desenrolló hasta al-
canzar este punto, continuando la operación
hasta la distancia de cincuenta pies siguiendo la
dirección establecida por los dos puntos del tronco
y la estaca. Júpiter abría camino en la maleza
con la hoz. Llegando al sitio determinado en
esta forma, enclavó de nuevo otra estaca y, tomán-
dola como eje, describió un círculo de cuatro pies
de diámetro aproximadamente. Cogiendo en-
tonces una azada para sí y dando una a Júpiter
y otra a mí, nos encareció ponernos a cavar con
la mayor actividad posible.
A decir verdad, no tenía yo especial afición por
este entretenimiento en ningún caso, y habría
declinado gustoso la invitación en semejante mo-
mento, porque la noche caía y me sentía muy fati-
gado con todo el ejercicio que habíamos llevado a
cabo; pero no vi modo alguno de escapar, temiendo
alterar la ecuanimidad de mi pobre amigo con una
40 Cuentos Clásicos del Norte
negativa. Si hubiera podido contar con la ayuda
de Júpiter, no habría vacilado en intentar el
regreso del lunático a la casa, aun cuando fuera
por fuerza; pero sabía muy bien las disposiciones
del viejo negro para esperar que quisiera sostener-
me, en cualesquiera circunstancias, en lucha per-
sonal contra su amo. No dudaba yo que éste se
hubiera contagiado con alguna de las innumerables
supersticiones del sur con respecto a dinero en-
terrado, y que tal fantasía se confirmara en su
mente por el hallazgo del escarabajo o, quizá
también, por la obstinación de Júpiter en asegurar
que este insecto era "un animal de oro verdadero.'*
Una mente predispuesta a la locura pronto se
dejaría arrastrar por tales sugestiones, especial-
mente si concordaban con ideas favoritas precon-
cebidas, lo que me hizo recordar que el pobre
muchacho llamaba al escarabajo "la base de su
fortuna." Encontrábame tristemente vejado e im-
presionado, pero al fin resolví hacer de necesidad
virtud y cavar con entusiasmo para convencer
más pronto al visionario, con demostración ocular,
de la falsedad de sus opiniones.
Encendimos las linternas y nos pusimos todos a
la obra con ardor digno de mejor causa. No pude
menos de pensar, observando el resplandor que
iluminaba nuestras personas e instrumentos, en
el grupo tan pintoresco que debíamos formar,
y cuan extraña y sospechosa parecería nuestra
labor a cualquiera que por casualidad se hubiera
acercado a los alrededores.
Cavamos de firme durante dos horas. Apenas
£1 Escarabajo de Oro 41
j
hablábamos; y nuestra preocupación príncípal
consistía en los ladridos del perro que tomaba
interés extraordinario en nuestros procedimientos.
Alcanzaron por último tal diapasón que temimos
pudiera dar la alarma a cualquier vagabundo en las
cercanías; mejor dicho, tales eran las aprensiones
de Legrand, pues en cuanto a mí habría acogido con
placer cualquiera interrupción que me permitiera
hacer regresar a casa al extraviado. El ruido fué
dominado al fin muy eficazmente por Júpiter que,
saliendo del agujero con aire de inflexible determi-
nación, ató el hocico del perro con uno de sus tiran-
tes, volviendo luego a su tarea con risa ahogada de
satisfacción.
Cuando expiró el tiempo indicado habíamos lle-
gado a una profundidad de cinco pies sin que apa-
recieran indicios de tesoro alguno. Siguió una pau-
sa general y comencé a esperar que estuviéramos
al final de la farsa. Sin embargo, Legrand, aunque
visiblemente desconcertado, enjugó pensativo su
frente y se puso de nuevo a la obra. Habíamos
excavado completamente el círculo de cuatro pies
de diámetro y ensanchamos algo aquel límite
ahondando dos pies más de profundidad. Nada
apareció. El buscador de oro, a quien compadecía
yo sinceramente, trepó al fin del fondo del hoyo
con la decepción más amarga impresa en sus faccio-
nes y procedió pausadamente y a más no poder a
endosar su chaqueta que había arrojado al comen-
zar su labor. Yo no hacía observación alguna.
Júpiter comenzó a reunir las herramientas a una
señal de su amo. Hecho esto, y quitada la morda-
42 Cuentos Clásicos del Norte
za al perro, nos encaminamos a casa en profundo
silencio.
Habríamos andado quizá una docena de pasos
en aquella dirección cuando Legrand se dirigió
violentamente a Júpiter con un gran juramento
sacudiéndolo por el cuello.
— ¡Canalla! — exclamó, silbando las palabras
entre sus dientes apretados. — ¡Infernal negro
bellaco! ¡Habla, te digo! ¡respóndeme al instante
sin superchería! ¿Cuál, cuál es tu ojo izquierdo?
— ¡Oh, misericordia, patrón! ¿No é éte mi ojo
isquierdo? — aulló el aterrorizado Júpiter, colocan-
do la mano sobre su órgano visual derecho y man-
teniéndola allí con pertinacia como si temiera
que su amo intentara arrancárselo.
— ¡Así me lo figuraba! ¡Estaba seguro de ello!
¡hurra! — vociferó Legrand, dejando escapar al
negro y ejecutando una serie de saltos y cabriolas
con gran admiración del criado quien, levantán-
dose de donde había caído arrodillado, miraba
enmudecido de su amo a mí y de mí a su amo.
— ¡Venid! Tenemos que regresar, — dijo éste
último; — la partida no está terminada aún. —
Y de nuevo nos condujo hasta el árbol de tulipán.
— ¡Júpiter, — dijo cuando llegamos al pie, — ven
acá! ¿Estaba clavado el cráneo en el árbol con
la cara hacia afuera o con la cara contra la rama?
— La cara etaba pá juera, patrón; así que los
gallinasos se pudieron come los ojos con descanso.
— Bien; entonces, ¿soltaste el insecto por este ojo
o por éste? — ^preguntó Legrand tocando ambos ojos
de Júpiter.
El Escarabajo de Oro 43
— ^Jué por ete ojo, patrón ... el ojo ís-
quierdo ... el mimo que uté me dijo; — ^y el
negro señalaba su ojo derecho.
— ^Así puede arreglarse; tenemos que ensayar
otra vez.
Entonces mi amigo, en cuya locura veía yo ahora
o imaginaba ver ciertas indicaciones de método,
movió la estaca que marcaba el sitio donde cayó
el escarabajo tres pulgadas al oeste de su primera
posición. Tomando luego como antes la medida
desde el punto más cercano del tronco hasta la
estaca, y siguiendo aquella dirección en línea recta
hasta la distancia de cincuenta pies, quedó indica-
do un sitio separado por algunas yardas del lugar
en donde habíamos verificado la excavación.
Describiendo ahora un círculo algo mayor que la
primera vez alrededor del punto así indicado, prin-
cipiamos de nuevo a trabajar con las azadas. Yo
estaba horriblemente fatigado, pero, aun sin com-
prender bien lo que provocaba tal cambio en mis
ideas, no sentía ya gran aversión por la tarea que
se me imponía. Estaba indeciblemente intere-
sado; más aún, excitado. Había algo en medio de
la extravagancia de maneras de Legrand, cierto aire
de previsión, de deliberación que me impresionaba.
Ahondaba con empeño, y de vez en cuando me
sorprendí a mí mismo buscando, con modo que
se asemejaba mucho a la expectación, el fantástico
tesoro cuya visión había trastornado a mi infor-
tunado compañero. En cierto momento en que
los vagares de mi imaginación se habían apoderado
de mí por completo, y cuando habríamos trabajado
44 Cuentos Clásicos del Norte
quizá hora y media, tíos interrumpieron otra vez
violentos ladridos del perro. Su inquietud en el
primer caso había sido evidentemente tan sólo el
resultado de un juego o de un capricho, pero ahora
asumía tono más grave e insistente. Cuando
Júpiter intentó amordazarlo de nuevo, manifestó
furiosa resistencia y lanzándose en el agujero
púsose a cavar frenéticamente con las uñas. En
pocos segundos descubrió un montón de huesos
humanos que formaban dos esqueletos completos,
entremezclados con varios botones de metal y algo
que parecía residuos de lana apolillada. Uno o dos
golpes de azada descubrieron la hoja de una gran
daga española, y ahondando un poco más salieron
a luz tres o cuatro piezas de oro sueltas.
A la vista de las monedas apenas pudo Júpiter
refrenar su alegría, pero el aspecto de su amo
demostraba profunda decepción. Insistió, sin
embargo, para que continuáramos los esfuerzos,
y no había terminado de pronunciar aquellas
palabras cuando yo tropecé y caí hacia adelante,
con la punta de la bota cogida en un gran anillo de
hierro que yacía medio oculto entre la tierra re-
movida.
Trabajamos entonces ansiosamente, y jamás
he pasado diez minutos de excitación tan intensa
como aquéllos. En este intervalo descubrimos
una caja oblonga de madera que, a juzgar por su
conservación perfecta y maravillosa solidez, había
sido sometida a algún proceso de petrificación,
quizá por el bicloruro de mercurio. Aquella arca
tenía tres pies y medio de largo, tres pies de ancho
El Escarabajo de Oro 45
y dos pies y medio de altura. Estaba fuertemente
asegurada con bandas de hierro forjado, remacha-
das y formando una especie de tejido que cubría
el conjunto. A los costados de la caja, cerca de
la cubierta, había tres anillos de hierro, seis en to-
tal, que ofrecían seguro agarradero para que seis
personas pudieran levantarla con comodidad.
Nuestros mayores esfuerzos reunidos alcanzaron
apenas a remover ligeramente el cofre en su mis-
mo sitio. Al momento pudimos comprobar la
imposibilidad de levantar peso tan enorme. Afor-
tunadamente, la única cerradura de la tapa consis-
tía en dos cerrojos que descorrimos temblando y
palpitantes de ansiedad. En un instante brillaron
ante nuestros ojos tesoros de valor incalculable.
Al caer dentro del hoyo los rayos de las linternas
relampaguearon chispas y dorados resplandores
que partían de un confuso montón de oro y joyas
deslumhrando por completo nuestras miradas.
No intentaré describir las sensaciones que me
acometieron mientras contemplaba todo aquello.
El asombro predominaba por supuesto. Legrand
parecía exhausto por la emoción y pronunció muy
pocas palabras. El rostro de Júpiter revistió
durante algunos minutos palidez tan mortal como,
dada la naturaleza de las cosas, es posible asumir
al rostro de un negro. Parecía estupefacto, herido
por el rayo. A poco cayó de rodillas en el agujero,
y enterrando hasta el codo en el oro sus desnudos
brazos permaneció así como saboreando la volup-
tuosidad de un baño. Al cabo, con un profundo
suspiro, exclamó como en soHloquio:
46 Cuentos Clásicos del Norte
— ¡Y todo eto po la cucaracha de oro! ¡la linda
cucaracha de oro! ¡la pobre cucarachita de oro que
yo maltrataba como un bestia! ¿No tiene ver-
güensa de ti, negro? ¡Contesta! —
Fué necesario al fin que yo hiciera despertar a
amo y criado a la necesidad de levantar el tesoro.
Hacíase tarde, e importaba apresurarnos para
transportar todo a la casa antes del amanecer.
Era difícil decidir loque debía hacerse,y transcurrió
mucho tiempo en deliberación, tan confusas se
hallaban nuestras ideas. Finalmente ahgeramos
la caja sacando dos terceras partes de su contenido
y sólo entonces logramos con bastante trabajo
sacarla del hoyo. Ocultamos entre la maleza
los artículos extraídos del cofre dejando a su cui-
dado al perro con órdenes estrictas de Júpiter
de no abandonar su puesto bajo ningún pretexto
ni abrir la boca hasta nuestro regreso. Luego
nos encaminamos apresuradamente a la casa
llevando la caja, y llegamos con seguridad, pero
con excesivo trabajo, a la una de la mañana.
Rendidos de cansancio como nos encontrábamos
era humanamente imposible hacer más por el
momento. Descansamos hasta las dos y tomamos
algún alimento, regresando inmediatamente a las
colinas armados de tres sólidos sacos que por
suerte encontramos en la casa. Poco antes de las
cuatro llegamos a la excavación, dividimos el
botín en partes aproximadamente iguales y de-
jando los hoyos abiertos nos dirigimos de nuevo a
la cabana donde depositamos por segunda vez
nuestra dorada carga cuando empezaban justa-
El Escarabajo de Oro 47
mente a brillar hacia el oriente sobre la copa de
los árboles los primeros y débiles rayos del alba.
Nos sentíamos deshechos; pero la intensa agita-
ción del momento nos privaba del reposo. Des-
pués de un sueño intranquilo, que se prolongó tres
o cuatro horas, nos levantamos como si lo hubiéra-
mos concertado de antemano para examinar nues-
tros tesoros.
La caja había estado llena hasta el borde, y
pasamos todo el día y gran parte de la noche si-
guiente en examinar su contenido. No había
señales de orden alguno en el arreglo; todo se
había arrojado a la ventura. Separando todo por
grupos cuidadosamente nos encontramos dueños
de un tesoro mucho mayor de lo que creímos al
principio. En moneda acuñada había más de
cuatrocientos o quinientos mil dólares, a lo que
pudimos juzgar, estimando el valor de las piezas
tan aproximadamente como era posible según las
tablas del período a que pertenecían. No había
una sola partícula de plata. Todo era oro de fecha
antigua y de gran diversidad: monedas francesas,
inglesas y alemanas, algunas guineas inglesas
y algunas fichas de las cuales jamás habíamos
visto antes ningún ejemplar. Había varias mo-
nedas muy grandes y muy pesadas, y tan gas-
tadas que no pudimos descubrir las inscripciones.
Nada de moneda americana. Encontramos más
difícil estimar el valor de las joyas. Había dia-
mantes, alg^imos extraordinariamente grandes y
hermosos, ciento diez en total, y ninguno de ellos
pequeño; dieciocho rubíes de reflejos admirables;
48 Cuentos Clásicos del Norte
trescientas diez esmeraldas, todas muy bellas;
veintiún zafiros y un ópalo. Estas piedras habían
sido arrancadas de su engaste y arrojadas sueltas
en el cofre. Los engastes, que encontramos entre
otras piezas de oro aparecían desfigurados a marti-
llazos como para evitar su identificación. Además
de todo esto, había gran número de joyas de oro
macizo: cerca de doscientos anillos y pendientes;
ricas cadenas, treinta de ellas, si bien recuerdo;
ochenta y tres crucifijos muy grandes y pesados;
cinco incensarios de oro de gran valor; una mara-
villosa ponchera de oro ricamente cincelada y
ornamentada de hojas de vid y figuras de bacanal;
dos empuñaduras de espada exquisitamente real-
zadas, y muchos otros artículos menudos que no
me es dado recordar. El peso de estas alhajas
excedía de trescientas cincuenta Hbras corrientes;
no habiendo incluido en esta apreciación ciento
noventa y siete magníficos relojes de oro, tres de
los cuales valían cada uno quinientos dólares por
lo menos. Muchos de aquellos relojes eran ex-
tremadamente antiguos e inútiles para medir el
tiempo, habiéndose descompuesto su mecanismo
en mayor o menor proporción; pero todos estaban
montados en ricas joyas y en cajas de gran valor.
Estimamos esa noche en millón y medio de dólares
el contenido del cofre; pero después de haber dis-
puesto de las joyas y adornos, separando algunas
para nuestro uso particular, encontramos que
habíamos tasado muy bajo nuestros tesoros.
Cuando, al cabo, concluido el inventario, y
apaciguada en cierto modo la intensa excitación
El Escarabajo de Oro 49
de los primeros momentos, vio Legrand que moría
yo de impaciencia por la solución de este enigma
extraordinario, entró en la relación detallada de
todas las circunstancias que con ello se relaciona-
ban.
— Recordaréis, — dijo, — aquella noche en que os
alargué el bosquejo que hice del escarabajo. Re-
cordaréis asimismo que me sentí ofendido ante
vuestra insistencia en decir que mi dibujo parecía
una calavera. La primera vez que formulasteis
aquella aserción creí que bromeabais; pero, re-
memorando luego las manchas peculiares que el
insecto tenía en el lomo, convine conmigo mismo
en que tal observación tenía en efecto alguna apa-
riencia de razón. Con todo, me irritaba la fisga
hecha a mis habilidades gráficas, porque en general
se me considera buen artista; y por consiguiente,
cuando me devolvisteis la tira de pergamino estuve
a punto de estrujarla y arrojarla al fuego.
— ¿La hoja de papel, queréis decir? — indiqué.
— No; tenía la apariencia de papel, y yo había
creído al principio que lo era; pero cuando quise
dibujar en ella descubrí al momento que era en
realidad un trozo de pergamino muy fino. Estaba
completamente sucio, como recordaréis. Bien;
en el momento mismo de estrujarlo y arrojarlo
al fuego cayeron mis ojos sobre el dibujo que
habíais estado contemplando y, ¡juzgad de mí
sorpresa cuando advertí, en efecto, la figura de
una calavera precisamente en el mismo sitio en
que yo creía haber dibujado el escorzo del insecto!
Por un instante quedé tan atónito que apenas
50 Cuentos Clásicos del Norte
podía razonar con claridad. Sabía perfectamente
que mi dibujo era muy diferente de aquél en los
detalles, aun cuando existía cierta similaridad en
las líneas generales. Entonces cogí una bujía
y sentándome al otro extremo de la habitación
procedí al escrutinio minucioso del pergamino.
Volviéndolo del otro lado descubrí mi propio
dibujo por el revés, exactamente tal como lo había
delineado. Mi primera idea en aquel momento
fué simplemente de sorpresa ante la extraordinaria
semejanza del diseño, ante la extraña coincidencia
de que, sin saberlo yo, hubiera una calavera al
otro lado del pergamino precisamente debajo de
la figura de mi escarabajo y de que, no sólo en sus
líneas sino en su tamaño, aquella calavera tuviera
con mi dibujo semejanza tan notable. Decía
que la singularidad de esta coincidencia me dejó
estupefacto por algunos instantes. Tal es el
efecto ordinario de ciertas coincidencias. La
imaginación lucha por establecer alguna relación,
alguna sucesión de causa y efecto; y en la incapa-
cidad de realizarlo sufre una especie de parálisis
temporal. Mas, al recobrarme de este estupor,
despertóse gradualmente dentro de mí una con-
vicción que me impresionó más hondamente aún
que la misma coincidencia. Positiva, distinta-
mente comencé a recordar que no había dibujo
alguno en el pergamino cuando hice mi diseño del
escarabajo. Estaba ahora perfectamente seguro
de ello; porque rememoré que había vuelto primero
un lado del pergamino y después el otro en busca
del sitio más limpio. Si la calavera hubiese
El Escarabajo de Oro 51
estado allí era imposible que hubiera yo dejado
de advertirlo. Existía un misterio que me en-
contraba incapaz de explicar; pero, sin embargo,
desde el primer momento comenzó a brillar débil-
mente y a intermitencias, como una luciérnaga
en las celdas más remotas y secretas del pensa-
miento, la concepción de aquella verdad que la
aventura de anoche ha demostrado con tan gran
magnificencia. Me levanté entonces, y poniendo
en lugar seguro el pergamino deseché toda reflexión
sobre el asunto hasta que pudiera hallarme a
solas.
Tan luego que partisteis y que Júpiter se
quedó dormido me dediqué a una investigación
metódica del suceso. En primer lugar estudié la
forma en que el pergamino había llegado a mi
poder. El sitio en que descubrí el escarabajo era
en la costa del continente, aproximadamente a una
milla al este de la isla y a muy corta distancia de
la señal de la marea alta. Al cogerlo sentí una
aguda picadura que me obligó a dejarlo caer.
Júpiter, con su prudencia habitual, antes de cazar
al insecto que había volado en su dirección, buscó
una hoja o algo por este estilo que le permitiera
cogerlo con seguridad. En aquel momento sus
miradas y las mías cayeron sobre el pedazo de
pergamino que entonces creí papel. Estaba medio
enterrado en la arena, con una esquina saliente.
Cerca del paraje donde lo encontramos observé los
despojos del casco de algo que parecía haber sido
la falúa de algún barco. Los restos del naufragio
demostraban hallarse en aquel sitio por mucho
52 Cuentos Clásicos del Norte
tiempo, pues apenas podía descubrirse su seme-
janza con el maderamen de los buques.
Bien; Júpiter recogió el pergamino, envolvió
al insecto dentro y me lo pasó. Poco después,
regresando a casa, encontramos al teniente
G . Le mostré el escarabajo, y él me suplicó
dejárselo para llevarlo al fuerte. Obtenido mi
consentimiento, lo metió en el bolsillo de su
chaleco sin el pergamino en que había estado en-
vuelto, el cual conservé yo en las manos durante
su inspección. Quizá si temió que cambiara yo
de idea y prefirió apoderarse del insecto inmediata-
mente; sabéis bien cuan entusiasta es por todo lo
que se refiere a la historia natural. Al mismo
tiempo, debo haber depositado yo inconsciente-
mente el pergamino en mi faltriquera.
Recordaréis que cuando me dirigí a la mesa
con el propósito de hacer el esbozo del insecto, no
encontré papel en el sitio donde lo guardo general-
mente. Miré en el cajón y tampoco lo había.
Busqué en mis bolsillos esperando encontrar
alguna carta inútil, y mi mano tropezó con el
pergamino. Detallo con tanta minuciosidad la
manera precisa en que este documento llegó a mi
poder, porque aquellas circunstancias me impresio-
naron con fuerza singular.
Indudablemente me creeréis fantástico, pero
ya había establecido yo una especie de conexión.
Había unido dos eslabones de una gran cadena.
Un barco había naufragado en una costa, y no
lejos del barco había un pergamino, no un papeiy
con el dibujo de una calavera. Preguntaréis, por
El Escarabajo de Oro 53
supuesto, que dónde existe la conexión. Respondo
que el cráneo o calavera es el emblema muy cono-
cido de los piratas. En todas sus escaramuzas
enarbolan una bandera que ostenta una calavera.
He dicho que la hoja era pergamino y no papel.
El pergamino es durable, casi indestructible.
Asuntos de poca monta rara vez se consignan en
pergamino, puesto que no se adapta tan bien
como el papel para los fines ordinarios del dibujo
o la escritura. Esta reflexión prestaba algún
significado, alguna importancia, al diseño de la
calavera. Tampoco dejé de observar \3. forma del
pergamino. Aun cuando una de sus esquinas
aparecía destruida por cualquier accidente, podía
advertirse que era oblonga su forma original.
Era precisamente la clase de hoja que se hubiera
elegido para memorándum, para consignar algo
que debiera recordarse mucho tiempo y guardarse
cuidadosamente.
— Pero, — interrumpí yo, — habéis dicho que la
calavera no estaba en el pergamino cuando hicis-
teis el dibujo del escarabajo. ¿Cómo encontráis
entonces la conexión entre el barco y la calavera,
puesto que ésta, según admitís vos mismo, debe
haber sido dibujada, Dios sabe cómo y por quién,
en algún período subsecuente al diseño que hicisteis
del insecto.?
— ¡Ah! Ahí yace todo el misterio; aunque en
este punto tuve relativamente poca dificultad
para solucionar el enigma. Mis pasos eran seguros
y sólo podían conducir a un resultado. Razoné,
por ejemplo, de esta manera: Cuando dibujé
54 Cuentos Clásicos del Norte
el escarabajo, no había calavera visible en el per-
gamino. Al terminar mi trabajo, os pasé el
dibujo observándoos fijamente hasta que me lo
devolvisteis. Por consiguiente, no fuisteis vos
quien hizo el diseño de la calavera ni había nadie
presente que pudiera hacerlo. Luego, no apareció
allí por acción humana; y sin embargo, estaba en
el pergamino.
Al llegar a este punto de mis reflexiones, traté
de recordar y recordé en efecto, con entera lucidez,
todos los incidentes que ocurrieron en aquel
período de tiempo. La temperatura estaba fría
¡oh, circunstancia rara y feliz! y el fuego ardía
en la chimenea. Yo me sentía acalorado con el
ejercicio y me senté cerca de la mesa; pero vos
habíais arrastrado una silla al lado de la chimenea.
En el preciso instante en que yo os había dado
el pergamino y os encontrabais vos a punto de
inspeccionarlo, entró Wolf, el terranova, y se
lanzó sobre vuestros hombros. Mientras le acari-
ciabais con la mano izquierda tratando de alejarlo,
vuestra mano derecha que sostenía el pergamino
caía descuidadamente entre vuestras rodillas y
quedaba muy próxima al fuego. Por un momento
creí que la llama le hubiera alcanzado y estaba a
punto de preveniros; pero antes de que yo hablara
habíais recogido la hoja y os dedicabais a exami-
narla. Cuando hube considerado todos estos
detalles, no tuve la menor duda de que el calor
había sido el agente que trajo a luz la calavera
que figuraba en el pergamino. Sabéis bien que
existen y han existido desde tiempo inmemorial
El Escarabajo de Oro 55
ciertas preparaciones químicas por medio de las
cuales es posible escribir sobre papel o vitela en
forma de que los caracteres se hagan visibles sola-
mente cuando se les somete a la acción del fuego.
El zafre, hervido a fuego lento en aqua regia y
diluido en una cantidad de agua que represente
su peso cuatro veces, se emplea a veces con este
objeto: resulta una tinta verde. El régulo de
cobalto, disuelto en espíritu de nitro, produce
tinta roja. Estos colores desaparecen en tiempo
más o menos largo cuando se enfría el material con
que se ha escrito; pero se hacen visibles nueva-
mente por la aplicación del calor.
Procedí luego al minucioso escrutinio de la
calavera. Las líneas exteriores, es decir, las ex-
tremidades del dibujo que quedaban más próximas
al borde de la vitela, aparecían mucho más
precisas que las otras. Era evidente que la acción
del calor había sido imperfecta o desigual. In-
mediatamente encendí fuego y sometí todo el
pergamino a un vivo calor. Al principio, el único
efecto obtenido fué que se reforzaran las líneas
débiles de la calavera; pero, insistiendo en el
experimento, hízose visible en la esquina de la
hoja, diagonalmente opuesta al sitio en que apare-
cía delineada la calavera, una figura que de pronto
imaginé que representaba una cabra. Examen
más detallado me convenció, sin embargo, de que
se había tratado de dibujar un cabrito.
— ¡Ja! ¡ja! ¡ja! — exclamé yo, — seguramente que
no tengo derecho de reírme de vos: un millón y
medio de dólares es asunto demasiado serio para
56 Cuentos Clásicos del Norte
provocar esta clase de regocijo; pero no pretende-
réis con esto establecer el tercer eslabón de vuestra
cadena; no encontraréis, supongo, conexión espe-
cial entre vuestros piratas y una cabra. Los
piratas, como sabéis, nada tienen que hacer con
cabras; estos animales pertenecen a los intereses
agrícolas.
— Pero acabo de decir precisamente que la figura
no representaba una cabra.
— Bien, un cabrito entonces; más o menos la
misma cosa.
— Más o menos, pero no exactamente, — repuso
Legrand. — Quizá habréis oído hablar de cierto
capitán Kidd.^ En el acto consideré la figura del
animal como una especie de retruécano o firma en
jeroglífico; y digo firma, porque su posición en la
vitela sugería esta idea. La calavera, colocada en
el extremo diagonalmente opuesto, afectaba asi-
mismo el aire de un sello o emblema. Pero me
encontré tristemente desorientado por la ausencia
de algo más, del cuerpo de mi supuesto documento,
del texto que debía contener.
— Presumo que esperabais hallar una epístola
entre el sello y la firma.
— Algo de eso. El hecho es que, sin poder ex-
plicarme la razón, sentí el presentimiento irresisti-
ble de una gran fortuna en perspectiva. Quizá si
era más bien el deseo que la certidumbre; pero
¿querréis creer que las necias palabras de Júpiter
de que el insecto era de oro macizo tuvieron gran
•Analogía de sonido y ortografía con kid, que en inglés significa cabrito.^
La Redacción.
El Escarabajo de Oro 57
•efecto sobre mi imaginación? Y luego, aquella
serie de incidentes y coincidencias, ¡era todo tan
extraordinario! ¿No os llama la atención lo ex-
traño de que aquellos acontecimientos tuvie-
ran lugar en el miico día de todo el año que estuvo
suficientemente frío para que se necesitara encen-
der fuego; y que sin el fuego, o sin la intervención
del perro en el momento preciso en que apareció,
jamás habría yo visto la calavera ni habría sido,
en consecuencia, el posesor de tal tesoro?
— Pero proseguid; estoy impaciente.
— Bien; habéis oído, por supuesto, los mil vagos
rumores acerca de tesoros enterrrados por Kidd y
sus asociados en alguna parte de la costa del At-
lántico. Aquellos rumores debían tener alguna
base, en realidad. Y el hecho de que existieran y
se continuaran por tan largo tiempo podía expli-
carse solamente, a mi entender, por la circunstan-
cia de que el tesoro estuviera todavía sin descubrir.
Si Kidd hubiera ocultado su botín por cierto tiem-
po, recuperándolo más tarde, los rumores nunca
habrían llegado hasta nosotros en la misma e
invariable forma. Observaréis que todas las
historias se refieren a buscadores de tesoros y
nunca a quienes los encuentran. Si el pirata
hubiera recobrado su oro, el asunto se habría ago-
tado. Parecíame que cualquier incidente, la
pérdida del memorándum que indicaba su situa-
ción, por ejemplo, podía haberle privado de los
medios de recobrarlo, y que este accidente hubiera
llegado a conocimiento de sus adherentes que de
otra manera jamás habrían sabido nada de tal
58 Cuentos Clásicos del Norte
tesoro oculto; y cuyas inútiles tentativas, iniciadas
al acaso, hubieran hecho nacer y convertido en
moneda corriente los relatos que ahora son del
dominio universal. ¿Habéis oído hablar alguna
vez de que se haya descubierto algún tesoro im-
portante en estas costas?
— ajamas.
— Es bien sabido, sin embargo, que las riquezas
acumuladas por ese Kidd eran inmensas. Di por
sentado, en consecuencia, que la tierra las escondía
aún; y no os sorprenderá el oírme decir que sentí
la esperanza, que casi podría llamarse certidumbre,
de que el pergamino hallado de manera tan extraña
encerraba la dirección extraviada del lugar en que
habían sido depositadas.
— Pero ¿cómo os desenvolvisteis?
— Acerqué de nuevo la vitela al fuego después
de aumentar la potencia del calor, pero nada apa-
reció. Me ocurrió entonces la posibilidad de que
la capa de polvo que cubría el pergamino tuviera
algo que hacer con el fracaso; así, lo lavé cuida-
dosamente echándole encima un poco de agua
templada, después de lo cual lo coloqué en una
vasija de estaño con la calavera hacia abajo, y puse
la vasija en un brasero de carbón encendido. Pasa-
dos algunos minutos, cuando la vasija estuvo del
todo caliente, levanté la hoja y con indecible alegría
la encontré marcada en varios puntos con algo que
semejaba cifras dispuestas en líneas. Púsela otra
vez al fuego y la dejé permanecer allí por un minuto
más. Al retirarla, el contenido se había revelado
por entero en la forma que podéis ver ahora. —
El Escarabajo de Oro 59
Y Legrand, que había vuelto a calentar el
pergamino, lo sometió a mi investigación. Los si-
guientes caracteres aparecían allí rudamente traza-
dos en tinta roja, entre la calavera y la cabra:
S3ÍÍÍ305))6*;4826)4Í.)4Í);8o6*;48t8 ^6o))85;IÍ(;:í* SfSj
(88)5*t;46(;88*96*?;8)*í(;485);5*t2:*í (;49S6*2(5*— 4)8 ^8*;
4069285); ófS) 4ÍÍ;I (Í9;48o8i;8:8ÍI;48t85;4) 485tS288o6*8i
(Í9;48;(88;4(í?34;48)4Í;i6i;:i88;í?;
— Pues me encuentro tan a obscuras como antes,
— dije yo, devolviéndole el pergamino. — ^Aun
cuando todos los tesoros de Golconda me aguardaran
a la solución de este enigma, estoy cierto de que
me sería imposible alcanzarlos.
— Sin embargo, — dijo Legrand, — la solución
no es tan difícil como puede hacerlo imaginar la
primera y rápida inspección de estos caracteres.
Estos signos, como es fácil adivinar, constituyen
una clave, es decir, tienen un significado; mas, por
lo que sabemos de Kidd, no suponía yo que fuera
capaz de construir cifras muy abstrusas. Me
persuadí al momento, en consecuencia, de que
ésta era de la especie más sencilla, pero bastante
complicada, sin embargo, para aparecer completa-
mente insoluble a la ruda comprensión de un
marinero.
— ¿Y la descifrasteis en verdad?
— Muy fácilmente; he tenido ocasión de inter-
pretar otras mucho más abstrusas. Las circuns-
tancias y cierta inclinación de temperamento me
han hecho interesarme siempre en esta clase de
enigmas; y no hay razón para creer que el ingenio
60 Cuentos Clásicos del Norte
humano bien aplicado no pueda resolver enigmas
de cierta naturaleza inventados por otro ingenio
humano. Así, una vez que hube sacado a luz
caracteres conectados y legibles, no me detuve a
pensar en la simple dificultad de traducirlos en toda
su importancia.
En el caso actual, y verdaderamente en cual-
quier caso de escritura secreta, la primera cuestión
es resolver el idioma de la clave; porque el principio
de la solución, especialmente tratándose de cifras
sencillas, depende y varía según el espíritu de la
lengua en que están redactadas. En general, para
aquel que intenta la solución, no hay otra alterna-
tiva sino ensayar, guiándose de probabilidades,
todos los idiomas conocidos hasta que tropiece
con el verdadero. Mas toda dificultad quedaba
eliminada con la firma en la clave que tenemos
ante los ojos. El equívoco con la palabra Kidd
es apreciable solamente en inglés. A no ser por
esta consideración, habría ensayado primero el
español y el francés, por ser idiomas en que un
pirata de los mares españoles hubiera debido escri-
bir naturalmente un secreto de tal naturaleza.
Pero en este caso di por sentado que el jeroglífico
estaba combinado en inglés.
Observaréis que no existe división entre las
palabras. De haberla, la tarea habría sido fácil
relativamente. Habría comenzado entonces por
la comparación y análisis de las palabras más cor-
tas, y si alguna palabra constaba de una sola letra
como era muy probable, a (un, una) o / (3'o),
por ejemplo, habría dado inmediatamente la
El Escarabajo de Oro
61
solución por vencida. Mas no existiendo separa-
ción, mi primer movimiento fué deslindar tanto
los signos predominantes como los menos frecuen-
tes. Contándolos todos, formulé una tabla en
esta forma:
Signos 8
figuraban
33 veces
>
26
<
4
19
<
í)
16
(
*
13
{
5
12
<
6
11
♦
ti
8
<
o
6
<
2
5
(
í
•3
4
?
3
*
ii
2
'
— .
I "
Ahora bien, en inglés la letra que ocurre más
frecuentemente es la e. Luego, la sucesión sigue
este orden :aoidhnrstuycfglmwhkp q x z.
La e predomina en tan vasta escala que muy rara
vez se presenta una frase independiente, de cual-
quiera extensión, en que esta letra no sea el signo
más repetido.
De consiguiente, tenemos ancho campo desde
el principio para dar forma a algo más que una
simple hipótesis. El uso general que puede ha-
cerse de esta tabla es evidente, pero en este caso
tan sólo exigiremos de ella servicios muy relativos.
Como el signo principal es 8, comenzaremos dan-
do por sentado que corresponde a la é" del alfabeto
62 Cuentos Clásicos del Norte
regular. Para comprobar esta suposición veamos
si el 8 se presenta a menudo por pares, puesto que
la e se escribe doble en inglés con mucha frecuencia,
por ejemplo en palabras como Tneety fleety speed,
seeiiy heen, agree, etc. En esta clave la encontra-
mos en grupos de dos no menos de cinco veces,
a pesar de que el jeroglífico es bien corto.
Supongamos entonces que el 8 es una e. Ahora
bien, entre todas las palabras del idioma inglés
the (el, la, los, las) es la más usada; veamos si hay
repetición de tres caracteres colocados en el mismo
orden en que el último sea 8. Si descubrimos repe-
tición de tales signos, arreglados en esta forma,
probablemente representan la palabra the. Ob-
servando la clave descubriremos nada menos que
siete grupos en esta disposición, siendo los carac-
teres ¡48. De manera que podemos asumir que
el punto y como representa la t, el 4 representa la h,
y el á* representa la e, estando la última letra per-
fectamente comprobada. Así hemos avanzado un
gran paso.
Por el hecho de haber descubierto esta sola
palabra nos hallamos capaces de dilucidar un
punto de gran importancia; esto es, el principio
y la terminación de algunas otras palabras. Es-
tudiemos, por ejemplo, la penúltima vez que se
presenta la combinación ¡48 no muy lejos del final
del manuscrito. Sabemos ya que el punto y como
que le sigue inmediatamente es el principio de otra
palabra, y de los seis caracteres que suceden a este
the conocemos cinco nada menos. Traduciendo
dichos caracteres a las letras que hemos descubierto
El Escarabajo de Oro 63
que representan, y dejando un espacio en blanco
para el signo que desconocemos, resulta:
t eeth.
Descartamos al momento la th del final, como
parte independiente de la palabra que comienza
con la primera í, pues recorriendo el alfabeto entero
en busca de una letra que se adapte conveniente-
mente al sitio vacante, nos convencemos de que
no existe en el idioma palabra de que esta th
pueda formar parte. Quedamos así reducidos a:
t ee,
y recorriendo de nuevo el alfabeto como antes, si
fuere necesario, llegamos a la palabra tree (árbol)
como única traducción posible. Entonces encon-
tramos que hemos ganado otra letra, la r, represen-
tada por el signo (, con las palabras the tree (el
árbol) a continuación.
Mirando a poca distancia de estas palabras,
tropezamos de nuevo con la combinación ;^8, y la
empleamos esta vez como terminación de la palabra
que la precede inmediatamente. Así ponemos
en claro esta disposición:
the tree ;4(í?34 the,
o, substituyendo las letras ya conocidas, encon-
tramos que dice:
the tree thrJPjh the.
164 Cuentos Clásicos del Norte
Ahora bien; si dejamos en blanco los caracteres
desconocidos o los substituímos con puntos, dice
así:
the tree thr . . . h the,
en que la palabra through (siguiendo, a través de,
por medio de, a lo largo de) salta inmediatamente
por sí misma. Mas este nuevo descubrimiento
nos da tres letras más, la o, la w y la gy represen-
tadas por í, ? y 5.
Estudiando luego minuciosamente la clave en
busca de combinaciones de los caracteres conocidos,
encontramos esta disposición no muy lejos del
principio:
83(88, o sea egree,
que corresponde claramente a la conclusión de la
palabra degree (grado) y nos da una nueva letra,
la df representada por el signo f .
Cuatro letras más allá de la palabra degree^
advertimos la combinación:
;46(;88.
Traduciendo los caracteres conocidos y reem-
plazando el otro con un punto como hicimos antes,
leemos lo siguiente:
th.rtee,
arreglo que sugiere inmediatamente la palabra
thirteen (trece), y nos procura a su vez dos carac-
teres, la i y la n, representados por el d y el *.
El Escarabajo de Oro
65
Volviendo ahora al principio del jeroglífico
encontramos la combinación:
53 «t.
Traduciendo según el método empleado, ob-
tenemos:
•good,
lo que nos prueba que la primera letra es una J,
y que las dos primeras palabras son A good (Un
buen).
Es tiempo ya de arreglar nuestra clave en
forma tabular, según lo que hemos descubierto,
para evitar confusión. Resulta así:
5 representa 1
a a
t
' d
8
' e
3
' g
4
' h
6
' i
if. « «
' n
í
* o
( ;; ;
' r
j
• t
? " '
' u
Tenemos representadas, por consiguiente, nada
menos que once de las letras más importantes, y
es inútil proseguir relatando los detalles de la
solución. Lo que he dicho basta para demostraros
que claves de esta naturaleza pueden ser descifra-
das fácilmente, y daros a la vez una idea de su
desenvolvimiento racional. Podéis estar seguro
66 Cuentos Clásicos del Norte
de que el ejemplar que tenemos ante los ojos per-
tenece a la especie más sencilla de jeroglíficos.
Sólo me resta ahora facilitaros la traducción com-
pleta de los caracteres trazados en el pergamino,
tal como yo la he solucionado. Hela aquí:
Un buen vidrio desde el hotel del obispo en el asiento del
diablo cuarenta y un grados trece minutos norte nordeste
tronco principal séptima rama este tiro por el ojo izquierdo
de la calavera línea recta desde el árbol siguiendo el tiro
cincuenta pies.
— Pero el enigma continúa en tan mala condición
como antes, — dije yo. — ¿Cómo es posible extraer
ningún significado a toda esta jerga de asientos del
diablo, calaveras y hoteles de obispos ?
— Hay que confesar, — repuso Legrand, — que el
asunto reviste aspecto grave, si se le considera con
mirada superficial. Así, mi primera tentativa
fué dividir esta oración en las frases imaginadas
naturalmente por el autor del jeroglífico.
— ¿Puntuarla, queréis decir.?
— ^Algo por el estilo.
— Pero ¿cómo era posible realizarlo?
— Reflexioné que el escritor había corrido las
palabras unas tras otras sin división alguna
intencionalmeyíte para aumentar las dificultades de
la solución y que, una vez en este terreno, un hom-
bre no muy avisado se sentiría predispuesto vero-
símilmente a exagerar la precaución. Cuando en
el curso de su composición llegara al final de una
frase que naturalmente requiriese un punto o una
pausa, inclinaríase más bien a trazar sus caracteres
El Escarabajo de Oro 67
más juntos allí que en cualquiera otra parte. Si
observáis el manuscrito, encontraréis cinco casos de
amontonamiento mayor de lo acostumbrado.
Actuando bajo esta sugestión, hice la división
como sigue:
Un buen vidrio desde el hotel del obispo en el asiento del
diablo — cuarenta y un grados trece minutos — norte nordeste-
tronco principal, séprima rama este — tiro por el ojo izquierdo
de la calavera — línea recta desde el árbol siguiendo el tiro
cincuenta pies.
— ^A pesar de la división me quedo a obscuras, —
dije.
— También me dejó a mí a obscuras por algunos
días, — replicó Legrand — durante los cuales practi-
qué pesquisas diligentes en los alrededores de la
isla de Súllivan tratando de averiguar si existía
algún edificio conocido por el nombre de "Hotel
del Obispo." No habiendo obtenido informe
alguno sobre este punto, me preparaba a extender
la esfera de investigación procediendo en forma
metódica cuando una mañana me entró en la
cabeza repentinamente la idea de que "Hotel del
Obispo" podía referirse a una antigua familia
llamada Bessop,' que desde tiempo inmemorial
había poseído una antigua casa solariega a cuatro
millas aproximadamente hacia el norte de la isla.
Me dirigí, en consecuencia, a aquella posesión
y recomencé mis pesquisas entre los negros más
viejos del lugar. Al fin una de las mujeres más
iNombre análogo en letras y pronunciación a Bishop, que en inglés sig-
niñca obispo. — La Redacción.
68 Cuentos Clásicos del Norte
ancianas dijo que había oído hablar de un sitio
llamado el "Castillo de Bessop" y que podía guiarme
hasta allá, pero que aquello no era castillo ni
hostería sino una roca muy escarpada.
Ofrecí pagarle bien, y después de alguna vacila-
ción consintió en acompañarme hasta aquel paraje.
Lo encontramos con gran dificultad; y luego que
la hube despachado, procedí al examen del lugar.
El castillo consistía en un amontonamiento irregu-
lar de rocas, entre las cuales se destacaba una, tanto
por su altura como por su posición aislada y su
forma artificial. La escalé hasta la cumbre,
sintiéndome luego completamente desorientado
acerca de lo que debería emprender a continua-
ción.
— Mientras me hallaba hundido en mis refle-
xiones cayeron mis ojos sobre un estrecho borde en
la pared oriental de la roca, quizá a una yarda más
abajo del sitio en que me hallaba colocado en la
cima. Este borde se proyectaba cerca de diecio-
cho pulgadas y no tenía más que un pie de ancho,
mientras que un nicho labrado en el peñasco justa-
mente sobre aquella parte saliente le hacía aseme-
jarse rústicamente a uno de aquellos asientos de
respaldar cóncavo que usaban nuestros antecesores.
No tuve la menor duda de que aquel era el "asiento
del diablo"a que aludía el manuscrito, y de que me
apoderaba así de todo el secreto del enigma.
Comprendía que el "buen vidrio" no podía refe-
rirse a otra cosa que a un telescopio, porque la
palabra vidrio rara vez se emplea por los marinos
en otro sentido. De allí deduje inmediatamente
El Escarabajo de Oro 69
que era necesario usar un telescopio y que existía
determinado punto de vista, que no admitía varia-
ción^ desde el cual debía usarse. Tampoco vacilé
un momento en la certidumbre de que las frases
"cuarentay un grados trece minutos" y "norte nor-
deste," se indicaban como la dirección en que había
de nivelarse el telescopio. Excitado en gran man-
era por estos descubrimientos, corrí a la casa, me
procuré un anteojo y regresé a la roca.
Déjeme caer en el borde saliente y encontré
que era imposible sentarse a no ser en cierta posi-
ción particular. Este hecho confirmó miis conje-
turas. Procedí a emplear el telescopio. Por su-
puesto los "cuarenta y un grados y trece minutos"
sólo podían aludir a la altura sobre el horizonte
visible, puesto que la dirección horizontal estaba
claramente indicada por las palabras "norte nor-
deste." Establecí esta dirección por medio de una
brújula de bolsillo; y enderezando el telescopio
en ángulo de cuarenta y un grados de elevación,
tan aproximado como era posible calcular, lo moví
cautelosamente arriba y abajo hasta que atrajo
mi atención una hendedura circular o abertura en
el follaje de cierto árbol elevado que sobresalía
entre todos sus compañeros a la distancia. En
el centro de esta abertura aparecía una mancha
blanca cuya naturaleza no pude discernir de pron-
to, Ajustando el lente del telescopio, miré otra
vez, y entonces advertí que era un cráneo humano.
Ante tal descubrimiento sentí la confianza total
de haber solucionado el enigma; porque la frase
"tronco principal, séptima rama este" podía referirse
70 Cuentos Clásicos del Norte
únicamente a la posición del cráneo en el árbol;
en tanto que "tiro por el ojo izquierdo de la cala-
vera" admitía asimismo sólo una interpretación con
referencia a la manera de encontrar el tesoro en-
terrado. Comprendí que la indicación era arrojar
un objeto pesado por el ojo izquierdo de la calavera,
y que una línea recta tirada desde el punto más
cercano del árbol siguiendo el tiro, o sea el sitio
donde el proyectil hubiera caído, y extendida a
cincuenta pies de distancia, indicaría un lugar
determinado; y en aquel lugar determinado pensé
yo que era por lo menos posible que existiera algún
depósito valioso.
— ^Todo esto está admirablemente claro, — dije,
— ^y aun cuando muy ingenioso, es sencillo y ex-
plícito. ¿Qué hicisteis luego de haber dejado el
"Hotel del Obispo?"
— Bien; anoté cuidadosamente los detalles del
árbol y regresé a la casa. Apenas abandoné el
"asiento del diablo," desvanecióse la abertura circu-
lar, y no pude volver a encontrarla por más que me
volviera en uno u otro sentido. Lo que representa
para mí el ingenio mayor en todo este asunto es el
hecho, del cual he llegado a convencerme por repe-
tidos ensayos, de que el espacio abierto circular
en cuestión no es visible de ningún otro punto
sino de aquel que procura el estrecho borde sobre
el frente de la roca.
En esta expedición al "Hotel del Obispo" estuve
acompañado de Júpiter quien había observado
indudablemente la abstracción de mis maneras
en las últimas semanas y tenía gran cuidado de no
El Escarabajo de Oro 71
dejarme solo. Pero al día siguiente logré escapar
a su vigilancia levantándome muy temprano y me
largué a las colinas en busca del árbol. Después
de mucho trabajo logré encontrarlo. Cuando
volví a casa por la noche, mi criado se proponía
administrarme una corrección. El resto de la
aventura lo conocéis tan bien como yo.
— Imagino, — dije, — que en la primera tentativa
de excavación errasteis el sitio por la estupidez
de Júpiter de hacer caer el insecto por el ojo derecho
de la calavera en vez del izquierdo.
— Precisamente. Este error nos daba una di-
ferencia de dos pulgadas y media en el sitio del
tiro, es decir, en la posición de la estaca que que-
daba cerca del árbol. Si el tesoro hubiera estado
enterrado bajo el tiro, la diferencia habría sido de
poca monta, pero aquel punto y el punto más cer-
cano del árbol servían sólo para establecer una
línea de dirección; de consiguiente, el error, aunque
insignificante al principio, aumentaba conforme
avanzaba la línea, de manera que al llegar a los
cincuenta pies estábamos completamente fuera
de la pista. De no haber tenido mis convicciones
bien sentadas de que existía un tesoro enterrado
por cualquier parte en los alrededores, toda
nuestra labor habría sido en vano.
— ¡Pero vuestra grandilocuencia y vuestras
maneras haciendo revolotear el insecto eran tan
extraordinarias! Yo estaba seguro de que habíais
perdido el juicio. Y luego ¿por qué insistir en que
Júpiter dejara caer el escarabajo en vez de una
bala por el ojo de la calavera?
72 Cuentos Clásicos del Norte
— ¡Ah! Vamos, si he de hablar con franqueza;
sentíame algo molesto por vuestras evidentes sos-
pechas respecto al estado de mi razón, y resolví
castigaros suavemente, a mi manera, tratando
de embrollaros y desconcertaros un poquillo.
Por esto hacía revolotear al escarabajo y ordené a
Júpiter que lo arrojara desde el árbol. Una
observación vuestra acerca de su gran peso me
sugirió esta última idea.
— Sí, comprendo; y ahora sólo resta un punto
por dilucidar. ¿Qué hemos de creer con respecto
de los esqueletos hallados en la excavación?
— En esta materia no estoy más adelantado que
vos mismo. La única forma plausible de expli-
cación, aun cuando sea horrible pensar en atrocidad
semejante, es que Kidd (dado que fuera él quien
ocultó este tesoro, lo que para mí está fuera de
duda) debió tener alguien que lo ayudara en esta
empresa. Pero, concluida la labor, juzgó quizá
conveniente eliminar a todos los testigos del se-
creto. Probablemente bastaron dos golpes de
azadón mientras sus coadjutores estaban ocupados
en el fondo del agujero; quizá si necesitó una do-
cena, ¿quién podría asegurarlo?
LA RUINA DE LA CASA DE ÚSHER
LA RUINA DE LA CASA DE ÜSHER
Son coeur est un luth suspendu;
Sitót qu'on le touche il résonne.^
BÉRANGER.
DURANTE todo un largo día de otoño,
triste, pesado y sombrío, de aquellos en
que cuelgan las nubes opresivamente bajas
en el firmamento, atravesaba solo, a caballo, un
monótono erial para encontrarme al fin, conforme
avanzaban las sombras de la noche, al frente de la
melancólica casa de Üsher. No sé por qué, pero
a la primera ojeada al edificio, un sentimiento de
tristeza intolerable se apoderó de mi espíritu.
Digo intolerable, porque esta impresión no estaba
siquiera atenuada por aquella sensación casi
agradable, por cuanto poética, con que general-
mente recibe el cerebro las imágenes naturales
aunque austeras de lo desolado y lo terrible. Mira-
ba la escena que se desarrollaba ante mis ojos: la
casa y las simples líneas del paisaje de los alrede-
dores del dominio, los muros helados, las ventanas
semejando cuencas vacías, unos cuantos lozanos
juncos y algunos blancos troncos de árboles mori-
bundos; mirábalo todo con depresión de ánimo
iSu coTtízón es un laúd en pendiente.
Apenas se le roza, vibra.
7S
76 Cuentos Clásicos del Norte
tan profunda que sólo puede compararse con pro-
piedad al despertar de los sueños de un fumador de
opio, al amargo ingreso a la vida, al desgarramiento
horrible de los velos. Sentíase tal frialdad, tal
desfallecimiento, tal angustia del corazón, una
melancolía tan irremediable de la mente, que
ningún estímulo era capaz de impulsar la imagina-
ción hacia la idea de lo sublime. ¿Qué era aquello,
me detengo a pensar, aquello que enervaba tanto
en la contemplación de la casa de Üsher.'' Mis-
terio insoluble; ni tan siquiera podía luchar con las
sombrías fantasías que acudían en tropel a mi
mente cuando trataba de investigarlo. Me veía
obligado a volver a la poco satisfactoria conclusión
de que existe indudablemente cierta combinación
de objetos sencillos que tiene la facultad de afectar-
nos en tal manera, aun cuando el análisis de esta
facultad resida en consideraciones superiores a
nuestra capacidad. Era muy posible, reflexionaba
yo, que simplemente un arreglo diverso de los
detalles de la escena, de los toques del cuadro,
fuera suficiente para modificar y anular quizá por
completo su cualidad de impresionar tristemente;
y raciocinando así, encaminé mi cabalgadura hacia
la margen escarpada de un negro y cárdeno lago
que yacía con brillo inmóvil cerca de la morada;
miré abajo, y pude contemplar en el fondo con
estremecimiento más vivo aún la imagen refleja e
invertida de las grises júnceas, de las ramas de los
árboles semejando espectros, y de las ventanas
que aparecían como cuencas vacías.
A pesar de todo, me disponía a permanecer
La Ruina de la Casa de Üsher 77
algunas semanas en aquella mansión fatídica.
Su propietario, Róderick Usher, era uno de los
mejores camaradas de mi juventud; pero habían
transcurrido muchos años desde nuestra última
entrevista. Recientemente, sin embargo, había
recibido una carta suya en una lejana comarca del
país, la cual por su estilo desatinadamente apre-
miante no admitía otra respuesta que la personal.
La misiva dejaba ver gran agitación nerviosa.
Hablaba de aguda enfermedad física, de ciertos
desórdenes mentales que le oprimían, y de su
deseo ardiente de verme por ser su mejor y, a
decir verdad, único amigo íntimo, esperando que
el placer de mi compañía procurase algún alivio a
su malestar. La manera en que todo esto estaba
redactado, el alma que ponía visiblemente en su
petición, no me permitieron vacilar, y cedí al
punto a sus deseos, que sólo consideraba en aquel
momento una original soHcitud.
Aun cuando habíamos estado íntimamente aso-
ciados en nuestra juventud, sabía yo en realidad
muy poco acerca de mi amigo. Su reserva habi-
tual era excesiva. Tenía noticia, sin embargo, de
que su famiha, muy antigua, se había distinguido
desde tiempo inmemorial por una sensibilidad
peculiar de temperamento que se desplegaba a
través de las edades en muchas obras de arte
exaltado, manifestándose últimamente en fre-
cuentes donativos de muniíicente y discreta cari-
dad, como también en apasionada devoción a las
complejidades del arte musical de preferencia a sus
bellezas convencionales y fácilmente comprensi-
78 Cuentos Clásicos del Norte
bles. Conocía además el hecho, digno de tenerse
en cuenta, de que los vastagos de la raza de Úsher,
muy respetada en todo tiempo, jamás habían
dado vida a ninguna rama lateral vigorosa; en
otras palabras, que la familia entera estaba repre-
sentada por su descendencia directa y que siempre
había acontecido lo mismo con pequeñas y tem-
porales diferencias. Esta deficiencia, consideraba
yo, enlazando en el pensamiento la armonía
perfecta de la índole de aquella circunstancia
con la individualidad característica de los descen-
dientes de la casa de Úsher, y calculando la posible
influencia que la falta de ramas colaterales podía
haber ejercido en un lapso de varias centurias por
la consiguiente transmisión directa de padres a
hijos del patrimonio junto con el nombre, era
indudablemente la razón de haberse identificado
ambos de tal suerte, que el título original de la
propiedad quedó al fin absorbido en la singular y
ambigua denominación de "Casa de Úsher,"
que parecía incluir a la vez, en la mente del pueblo
que la usaba, el nombre de la familia y el nombre de
la mansión.
He dicho que mi infantil experimento de mirar
al fondo del estanque tuvo como único resultado
agravar más aún mi primera y extraña impresión.
Es indudable que la conciencia del rápido desarro-
llo de mi superstición — ¿por qué no llamarla así? —
sirvió sólo para acrecentarla. Tal es, como lo
sabía hace mucho tiempo, la ley paradójica de
todos los sentimientos que tienen por base el
terror. Y puede muy bien haber sido ésta la
La Ruina de la Casa de Úsher 79
única causa de que, al levantar mis ojos desde la
reflexión del lago hasta la verdadera mansión,
brotara en mi mente una fantasía singular, fan-
tasía tan ridicula en verdad, que debo mencionarla
siquiera sea para demostrar la intensidad de las
sensaciones que me agitaban. Había trabajado
tanto mi imaginación, que llegué a persuadirme
de que flotaba al rededor de la casa y sobre el
dominio entero, una atmósfera peculiar, propia
sólo de la mansión y de sus cercanías, atmósfera
que no tenía afinidad alguna con el ambiente gene-
ral sino que ascendía de los árboles marchitos, del
valle gris, del taciturno lago; un vapor misterioso y
maligno, tétrico, pesado, aplomado y apenas
perceptible.
Sacudiendo de mi espíritu aquello que debe
haber sido un sueño, examiné minuciosamente el
verdadero aspecto del edificio. Su carácter prin-
cipal parecía residir en su gran antigüedad. El
descoloramiento producido por los años era enorme.
Hongos microscópicos cubrían todo el exterior,
colgando desde los aleros en fino tejido. Sin
embargo, en conjunto, estaba lejos de extraordi-
naria destrucción. Ningún trozo de la obra de
albañilería había sufrido; y parecía incompatible
la perfecta adaptación de sus partes con la ruinosa
condición de las piedras por separado. Había
allí algo que me hacía recordar la aparente inte-
gridad de ciertas labores antiguas de ebanistería
consumiéndose durante largos años en algún
descuidado artesonado sin recibir jamás un soplo
del aire exterior. Fuera de estas manifestaciones
30 Cuentos Clásicos del Norte
de decadencia general, el edificio daba pocas
muestras de instabilidad. Quizás el ojo de un
observador atento habría descubierto una hende-
dura apenas perceptible que se extendía en zigzag
sobre el muro fronterizo, desde el techado hasta
perderse en las lóbregas aguas del estanque.
Notaba yo todas estas circunstancias mientras
seguía una corta calzada que conducía a la casa.
Un criado que me aguardaba tomó mi caballo, y
yo penetré bajo la gótica arquería del vestíbulo.
Un lacayo silencioso y de paso furtivo me condujo
a través de obscuros e intrincados pasadizos hasta
el estudio de su amo. Mucho de lo que veía al
pasar contribuía, sin saber cómo, a aumentar las
vagas impresiones de que he hablado. Aun cuan-
do más o menos todos los objetos que me rodeaban,
los tallados y artesonados, las sombrías tapicerías
de los muros, la negrura de ébano del piso, y los
fantásticos trofeos heráldicos que vibraban a mi
paso me eran familiares desde la infancia, y aun
cuando yo no vacilaba en reconocerlo así, sor-
prendíame a mí mismo el extraño efecto que pro-
ducían en mi imaginación estas ordinarias imá-
genes. En una de las escaleras encontré al médico
de la familia. Parecióme que su rostro tenía
una expresión mezcla de baja astucia y de perple-
jidad. Acercóse a mí con vacilación y siguió
adelante. El lacayo abrió entonces una puerta y
me introdujo a la presencia de su amo.
La cámara en que me encontraba era grande y
elevada. Las ventanas largas, estrechas y ojivales
se abrían a tanta distancia del negro pavimento
La Ruina de la Casa de Úsher 81
de roble que eran inaccesibles desde el interior.
Débiles rayos de luz filtrábanse a través de los
enrejados cristales y bastaban para hacer visibles
los objetos principales situados cerca de allí; pero
la vista se afanaba en vano por descubrir los án-
gulos lejanos de la habitación o los detalles de la
obra de talla de los artesonados de la bóveda.
Obscuras draperías pendían de los muros. La
mueblería era profusa, antigua, incómoda, y
estaba hecha girones. Libros e instrumentos de
música diseminados acá y allá no lograban prestar
vida a la escena. Sentí que respiraba una atmós-
fera de pesadumbre. Un ambiente de melancolía
tenaz, profunda e irremediable flotaba y se difun-
día por doquier.
A mi entrada, Úsher se levantó de un sofá
donde yacía completamente acostado y me saludó
con efusiva vivacidad, que me pareció al principio
tener mucho de la exagerada cordialidad y del
esfuerzo amable del hombre de mundo ennuyé.
Una ojeada a su semblante me convenció pronto,
sin embargo, de su sinceridad. Nos sentamos; y
durante algunos minutos, en tanto que él guardaba
silencio, examinábale yo con un sentimiento mezcla
de piedad y de terror. ¡Jamás hombre alguno
ha sufrido, seguramente, alteración tan terrible
en un corto espacio de tiempo como Róderick
Úsher! Con dificultad pude admitir la identidad
del pálido espectro que aparecía ante mis ojos
con la del compañero de mi temprana juventud,
aun cuando los rasgos de su fisonomía habían sido
notables en todo tiempo. Cutis de palidez cada-
82 Cuentos Clásicos del Norte
vérica; grandes ojos incomparablemente húmedos
y luminosos; labios algo delgados y muy descolori-
dos, pero de bellísima curva; nariz de delicado
perfil hebreo con ventanillas extraordinariamente
movibles para esta clase de tipo; barba finamente
modelada, que acusaba en su falta de prominencia
la falta de energía moral; cabello tan suave y tenue
como una pluma; facciones todas que, acompaña-
das de un desarrollo poco común hacia las sienes,
formaban un conjunto que no podía olvidarse fácil-
mente. Y ahora la simple exageración del carác-
ter predominante de aquellos rasgos y del sello
que les caracterizaba había provocado cambios
tan profundos que me hacían dudar de la personali-
dad de aquel a quien me dirigía. La palidez
excesiva de la piel le hacía asemejarse a un espec-
tro; y sobre todo, me deslumhraba el brillo mara-
villoso de sus ojos, produciéndome casi una
especie de pavor. El cabello plateado había
crecido descuidadamente y en su tenuidad flotaba
más bien que caía alrededor del rostro, en forma
tal, que me era imposible asociar su arábigo estilo
con la idea de un ser humano.
En los modales de mi amigo pude notar inme-
diatamente cierta incoherencia y vaguedad que
provenían, según me apercibí pronto, de continuos
y fútiles esfuerzos para dominar una habitual
trepidación o excesiva agitación nerviosa. En
realidad, estaba preparado a encontrar algo de esta
naturaleza, no sólo por su carta sino por reminis-
cencias de la expresión particular de sus facciones
juveniles y por conclusiones fáciles de deducir de
La Ruina de la Casa de Úsher 83
su temperamento y aspecto físico peculiares. Sus
ademanes eran alternativamente fogosos y tacitur-
nos. Su voz cambiaba con rapidez desde cierta
trémula indecisión, cuando la vida física parecía
completamente agotada, hasta una especie de
concisión enérgica, una enunciación firme, áspera,
pausada y sonora, semejante a aquella gutural
pronunciación, lenta, equilibrada y vibrante, que
puede observarse en el ebrio consuetudinario o en
el fumador de opio impenitente durante el período
de excitación más intensa.
En esta forma habló del objeto de mi visita, de
su deseo ardiente de verme y del solaz que aguar-
daba de mi presencia. Entró al cabo en lo que
consideraba la naturaleza de su enfermedad. Era,
decía, un mal de constitución y de familia, algo
para lo cual desesperaba de encontrar remedio;
una simple afección nerviosa, añadió inmediata-
mente, que sin duda pasaría pronto. Se manifes-
taba esta afección en una multitud de sensaciones
extraordinarias. Algunas de ellas me interesaron
y trastornaron conforme las detallaba, aun cuando
influían quizá para este resultado los términos
que empleaba y su manera de narrarlas. Sufría
mucho por la sensibilidad morbosa de sus sentidos;
sólo podía tolerar el alimento más insípido; podía
usar únicamente vestiduras de determinada clase
de tejido; el perfume de las flores le oprimía; la luz
más débil torturaba sus ojos; y sólo le era dado
resistir sin horror sones peculiares arrancados de
ciertos instrumentos de cuerda.
Le encontré ciegamente esclavizado por terrores
84 Cuentos Clásicos del Norte
anómalos. "Pereceré seguramente," decía, "debo
perecer en esta deplorable locura. Así, así, y no
de otra manera he de morir. Tiemblo ante los
acontecimientos futuros, no tanto en sí mismos
como en sus resultados. Me estremezco al pensa-
miento de cualquier incidente, siquiera el más
trivial, que se desarrolle para mí en medio de esta
intolerable agitación de espíritu. En verdad,
no odio el peligro sino en su efecto absoluto, el
terror. En esta lastimosa y debilitada condición,
siento que pronto o tarde llegará el momento en
que pierda a la vez la razón y la vida en lucha con
el horrendo fantasma, terror."
Me di cuenta además, a intervalos y a través de
cortadas y ambiguas alusiones, de otro rasgo sin-
gular de su estado mental. Hallábase encadenado
a la mansión que habitaba por ciertas creencias
supersticiosas en virtud de las cuales jamás se
había atrevido a alejarse durante largos años, y
que se basaban en determinada influencia, cuyo
supuesto poder se transmitía en forma demasiado
tenebrosa para repetirse aquí; influencia que, de-
bido a ciertas peculiaridades en la naturaleza y
estructura de la morada de sus antepasados, había
prevalecido en su espíritu, a costa de largos sufri-
mientos, afirmaba él; efecto provocado por la
fisonomía de los grises muros y torrecillas y por el
tétrico estanque en que se reflejaban, que había al
fin echado abajo la fuerza moral de su existencia.
Admitía, sin embargo, aunque con alguna vaci-
lación, que gran parte de aquella melancolía
particular que le afligía podía atribuirse a causa
La Ruina de la Casa de Úsher 85
más natural y palpable, a la seria y larga enferme-
dad, y probablemente cercano fin, de una hermana
tiernamente amada, su única compañera por largos
años, el único y último miembro de su familia en
la tierra. "Su muerte," decía con amargura que
jamás olvidaré, "le dejaría (a él, desesperado y
frágil) único descendiente de la antigua raza de
Üsher." Mientras hablaba así, Lady Máde-
line — que así se llamaba la dama — atravesó suave-
mente un ángulo lejano de la habitación y desa-
pareció sin haber notado mi presencia. La miré
con profunda extrañeza no desprovista de terror,
y estoy todavía lejos de expresar mis verdaderos
sentimientos. Una sensación de estupor me opri-
mía en tanto que mis ojos seguían sus huellas.
Cuando al fin cerróse una puerta tras ella, mis
miradas trataron instintiva y ansiosamente de
escudriñar el continente de su hermano; pero había
enterrado el rostro entre sus manos, y pude sola-
mente percibir que una palidez mayor que de
ordinario se extendía sobre sus enflaquecidos dedos
entre los cuales brotaban lágrimas apasionadas.
La enfermedad de Lady Mádeline había bur-
lado largo tiempo la ciencia de sus facultativos.
Una apatía continua, una gradual decadencia de
su constitución y frecuentes aunque pasajeras
afecciones, de carácter cataléptico en su mayor
parte, formaban la diagnosis habitual. Al princi-
pio luchó ella contra la fuerza del mal sin guardar
cama definitivamente; pero en la noche de mi
llegada a la casa sucumbió al poder destructor de
la enfermedad, según me participó su hermano con
86 Cuentos Clásicos del Norte
agitación inenarrable; y supe que lo que había
vislumbrado de su persona en aquel momento
sería probablemente todo lo que llegaría a conocer
de la dama, en vida por lo menos.
Durante los días subsiguientes no se mencionó
su nombre entre nosotros y todo aquel tiempo
estuve ensayando diversos entretenimientos para
aliviar la melancolía de mi amigo. Pintábamos
y leíamos juntos; o escuchaba yo como en sueños
las salvajes improvisaciones con que hacía hablar
a su guitarra. Y al penetrar de esta manera más
y más íntimamente en los repliegues de su alma,
pude apreciar mejor la impotencia de mis tentati-
vas para levantar su espíritu de la lobreguez en
que se debatía; la que, como cualidad positiva
inherente, se extendía a todos los objetos del uni-
verso físico y moral en incesante radiación de
tinieblas.
Conservaré siempre el recuerdo de las horas
solemnes que pasé a solas con el heredero de la casa
de Üsher. Fracasaría si intentara dar idea exacta
de la índole de los estudios y trabajos en los que
me extraviaba o me conducía. Un idealism.o
exaltado y exageradamente inquieto arrojaba su
luz sulfúrea sobre todo aquello. Sus largas im-
provisaciones de endechas resonarán por siempre
en mis oídos. Entre otras cosas, recuerdo espe-
cialmente una extraña perversión y amplificación
del aire exótico del último vals de von Wéber.
De las pinturas creadas por su complicada fantasía
y que se definían toque a toque en cierta vaguedad
que me hacía correr escalofríos, estremeciéndome
La Ruina de la Casa de Úsher 87
sin saber por qué; de aquellos cuadros tan vividos
que aun se conserva su imagen ante mí, trataría en
vano de expresar algo más que una pequeñísima
parte capaz de encerrarse en el compás de la pala-
bra escrita. Por su simplicidad intensa, por la
pureza de su diseño, atraían aquellos cuadros,
y sobrecogían la atención de manera indecible.
Si algún mortal pintó alguna vez la idea, aquel
mortal era ciertamente Róderick Úsher. Para
mí, en las circunstancias que me rodeaban, brotó
al fin de estas extrañas fantasías que imaginaba
el hipocondriaco para arrojarlas sobre la tela, una
sensación intensa de intolerable pavor, de que
no era sombra siquiera la que me hacía experimen-
tar la contemplación de las tétricas, en verdad, pero
demasiado concretas imágenes de Fuseli.
Una de las fantásticas creaciones de mi amigo,
que no procedía con tan absoluto exclusivismo del
espíritu de abstracción, puede describirse siquiera
débilmente con palabras. Era un pequeño cuadro
representando el interior de una bóveda o túnel
inmensamente largo y rectangular con muros
bajos, blancos y pulidos, sin interrupción ni de-
talles. No se veía orificio alguno en toda su
extensión, ni podían descubrirse antorchas ni otro
foco alguno de luz artificial; y, sin embargo, un
torrente de luz intensa brillaba por todas partes,
bañando el conjunto en lúgubre e inadecuado
esplendor.
He hablado ya de la condición mórbida de sus
nervios auditivos que hacía insoportable toda
música al paciente, salvo determinados sones de
88 Cuentos Clásicos del Norte
los instrumentos de cuerda. Quizá si los estrechos
límites en que se confinaba él mismo al tocar la
guitarra eran, en gran parte, lo que daba vida a
la índole fantástica de su ejecución. Mas no pue-
de atribuirse a idéntica causa la férvida facilidad
de sus improvisaciones. Era sin duda el resultado,
tanto en la música como en las palabras de sus
desordenadas lucubraciones (pues que a menudo
se acompañaba él mismo con rimas verbales im-
provisadas), de aquella intensa concentración y
reacción a la cual aludía anteriormente, y que sólo
es dado observar en momentos determinados de
gran excitación artificial. Puedo recordar fácil-
mente las palabras de una de aquellas rapsodias.
Sin duda me impresionaron con mayor viveza con-
forme la escuchaba, en razón del encubierto o
simbólico desarrollo de su argumento en que ima-
ginaba yo discernir por vez primera en Usher la
plena conciencia del bamboleo de su elevada razón
en su santuario. Los versos, que se titulaban
El palacio hechizado, decían más o menos, si no
exactamente, como sigue:
En el más fresco de nuestros valles
de ángeles buenos solaz,
en cierto tiempo un regio palacio, resplandeciente,
erguía su faz.
Era en los dominios del rey Pensamiento.
Nunca serafines
desplegaron las alas
sobre morada más bella.^
»Sm pretensiones de traducir en verso las bellísimas rimas de Poe, hemos
procurado expresar en simple prosa cadenciosa la idea encerrada en esta poesía
y deeiJertar algo de la emoción buscada por el autor. — La Redacdón.
La Ruina de la Casa de Usher 89
Todo esto ocurría en remoto pasado.
Pendones amarillos, gloriosos, dorados,
en su cúspide veíanse flamear.
Y el céfiro gentil,
que en aquel tiempo feliz jugueteaba
de la mansión en redor,
por las almenas soberbias y blancas
como alado perfume escapó.
Peregrinos transeúntes de aquel feliz valle»
a través de ventanas translúcidas,
veían sombras de espíritus
agitándose armónicamente
y a compás de templado laúd,
al rededor de un magnífico trono
donde brillaba el monarca,
nacido en la púrpura y digno de tal esplendor.
Cubierta de rubíes y perlas
la puerta del palacio estaba;
y por ella cruzaba flotando,
flotando centelleante,
una multitud de Ecos
cuyo deber grato y único
era entonar con voz de sin par melodía
de su rey el talento y cordura.
Pero el Mal, de tristezas vestido,
asaltó del monarca el estado.
¡Ah! ¡Lloremos, que jamás lucirá nuevo día
para él, desolado!
Y del castillo la aureola de gloria,
una vez floreciente y purpúrea,
sólo es ya de antiguas edades, la historía
perdida, enterrada.
90 Cuentos Clásicos del Norte
Los viajeros que hoy cruzan el valle
ven reflejarse en las rojas ventanas
grandes sombras en danza fantástica
girando a discorde son.
Y por la lívida puerta,
al igual que un torrente espantoso,
para siempre una turba monstruosa
precipítase y ríe: ¡la sonrisa olvidó!
Recuerdo muy bien que la inspiración de esta
balada nos llevó a cierto orden de ideas acerca
de las cuales expresó Úsher una opinión que men-
ciono aquí, no en razón de su novedad pues otros
hombres pensaron ya del mismo modo,^ sino por la
tenacidad con que él la sostenía. Esta opinión,
en tesis general, se refería a la sensibilidad de las
plantas; pero en la desordenada fantasía de mi
amigo asumía carácter más atrevido y traspasaba,
en determinadas condiciones, las leyes del reino
inorgánico. Me faltan palabras para expresar la
magnitud, el ardiente abandono de su convicción.
Dicha creencia, sin embargo, se relacionaba (como
aludí anteriormente) con las piedras grises de la
casa de sus antepasados. Las condiciones de
sensibilidad se habían tenido en cuenta, imaginaba
él, en el arreglo de tales piedras, en el orden de su
colocación, así como en la disposición de los hon-
gos que las cubrían y de los marchitos árboles que
se conservaban en los alrededores; y, sobre todo,
en el largo tiempo que este arreglo se había res-
petado y en su reflexión en las quietas aguas del
estanque. La prueba de la sensibilidad de aque-
*Watsoa, el doctor Pércival, Spallanzani y especialmente d obispo de
Llándaff.
La Rtiina de la Casa de Úsher 91
líos objetos podía encontrarse, decía (y aquí me
estremecí a sus palabras), en la gradual y positiva
condensación de una atmósfera propia sobre las
aguas y los muros de la casa. Sus efectos podían
descubrirse fácilmente, añadió, en aquella muda,
pero poderosa y terrible influencia que había
encauzado por varias centurias los destinos de su
familia, y le había convertido a él en lo que yo
veía, en lo que era en la actualidad.
Nuestros libros, los mismos que durante largos
años habían constituido gran parte de la existencia
mental del enfermo, guardaban como puede su-
ponerse, estrecha analogía con este personaje de
leyenda. Profundizamos juntos obras como el
Ver-Vert et Chartreuse de Gresset; el Belphegor de
Machiavelli; el Heaven and Hell de Swédenborg; el
Suhterranean Voyage of Nicholas Klimm de Hól-
berg; la Chiromancyy por Róbert Flud, por Jean
d'Indaginé y por de la Chambre; la Journey into
the Blue Distance, por Tieck; y la City of the Sun
por Campanella. Uno de nuestros ejemplares
favoritos era una pequeña edición en octavo del Di-
rectorium Inquisitorum, por el dominicano Eymeric
de Gironne; y había ciertos pasajes de Pomponius
Mela acerca de los antiguos sátiros y egipanes
africanos que hacían soñar a Usher durante horas
enteras. Su principal deleite consistía, sin em-
bargo, en la lectura de un libro gótico en cuarto,
extremadamente raro y curioso, manual de una
iglesia abandonada, el Vigüics Mortuorum Chorum
EcclesicB Maguntincs.
No pude dejar de recordar el salvaje ritual de
92 Cuentos Clásicos del Norte
aquella obra y pensar en su probable influencia
sobre el hipocondriaco, el día en que después de
informarme bruscamente de que Lady Mádeline
había fallecido, me manifestó su intención de
conservar el cadáver durante una quincena en
alguna de las numerosas bóvedas que existían
en los muros del edificio, antes de proceder a su
definitiva inhumación. La razón principal que
adujo para este singular procedimiento era de tal
naturaleza que no me dejaba libertad de discutirla.
Sentíase el hermano inclinado a esta resolución,
según explicó, a causa de los extraños síntomas de
la enfermedad de la difunta, de ciertas interroga-
ciones acres e importunas de parte de los médicos
y de la situación lejana 3' a la intemperie que ocu-
paba el cementerio de la familia. No negaré que
al rememorar el siniestro continente del personaje
a quien encontré en la escalera el día de mi llegada
a la casa, se me pasaron todos los deseos de opo-
nerme a aquello que después de todo sólo conside-
raba inofensiva y de ninguna manera extraordi-
naria precaución.
A petición de Usher, yo mismo le ayudé en las
disposiciones para el entierro temporal. Después
de colocado el cuerpo en el ataúd, nosotros solos
lo condujimos al lugar de su descanso. La
bóveda en que lo depositamos, cerrada por tan
largo tiempo que nuestras antorchas oscilaron en
su pesada atmósfera, nos dejó poca oportunidad
para pesquisas minuciosas; era pequeña, húmeda,
y estaba absolutamente desprovista de medio
alguno para recibir la luz; quedando situada a
La Ruina de la Casa de Usher 93
gran profundidad exactamente debajo de la
parte del edificio que correspondía a mi cuarto de
dormir. Aparentemente se había usado en remo-
tas épocas feudales como calabozo de la* peor
especie, y en los últimos tiempos como depósito
de pólvora o cualquiera otra substancia combus-
tible, pues parte del pavimento y todo el interior
de un largo pasillo abovedado que allí conducía,
estaban cuidadosamente revestidos de cobre. La
puerta, de hierro macizo, estaba también protegida
de manera análoga. Su enorme peso producía
un chirrido en extremo áspero y discordante al
girar sobre los goznes.
Después de depositar nuestra lúgubre carga
sobre algunos soportes en esta mansión de horror,
nos volvimos a medias hacia el ataúd todavía
sin cerrar para contemplar el rostro de la ocupante.
Lo primero que atrajo mi atención fué la sorpren-
dente semejanza que existía entre la hermana y el
hermano; y entonces Usher, adivinando tal vez
mis pensamientos, murmuró algunas palabras
por las cuales comprendí que la muerta y él eran
gemelos, y que siempre se había dejado notar entre
ellos cierta simpatía de constitución apenas ex-
plicable. Nuestras miradas no se detuvieron largo
tiempo sobre la difunta, porque no podíamos
contemplarla sin terror. El mal que postró a
Lady Mádeline en plena madurez de su juventud,
dejóla, como sucede en todas las enfermedades de
carácter esencialmente cataléptico, la ironía de
un débil sonrosado en el seno y en el semblante, y
aquella lánguida y misteriosa sonrisa, tan terrible
94 Cuentos Clásicos del Norte
en los dominios de la muerte. Colocamos la tapa
en su sitio fijándola con tornillos y, después de
asegurar la puerta de hierro, volvimos penosamente
a las habitaciones altas de la casa, tan tétricas
casi como el lugar que acabábamos de abandonar.
Después de algunos días de amargo pesar, pre-
sentóse un cambio notable en los síntomas del
desorden mental que afligía a mi amigo. Su
manera de ser cambió enteramente. Olvidaba o
descuidaba sus ocupaciones ordinarias. Vagaba
de pieza en pieza con paso precipitado, desigual
y sin objeto. Su palidez asumía tonos aun más
cadavéricos, a ser posible; pero la lumbre de sus
ojos habíase extinguido por completo. La aspe-
reza incidental de su voz no se dejaba oír ya más;
y cierto estremecimiento convulsivo, como de
excesivo terror, caracterizaba habitualmente su
lenguaje. En ocasiones parecíame que su mente
turbada luchaba sin cesar con algún opresor se-
creto, para revelar el cual necesitaba apelar a todo
su valor; pero otras veces me veía obligado a
juzgar todas estas manifestaciones como simples
extravagancias provocadas por su locura, porque
notaba que se quedaba mirando al vacío horas
enteras en actitud de profunda atención, como si
escuchara sonidos imaginarios. No es de extra-
ñar que su estado me aterrorizara, me contagiara.
Sentía ya que se apoderaba de mí por grados la
influencia desordenada de sus fantásticas y per-
turbadoras supersticiones.
Al retirarme tarde a descansar una noche, siete u
ocho días después de depositar el cuerpo de Lady
La Ruina de la Casa de Úsher 95
Mádeline en el calabozo, pude apreciar mejor que
nunca el alcance de tales impresiones. El sueño
había huido de mis párpados mientras las horas
transcurrían una tras otra. Intenté raciocinar
para dominar la nerviosidad que se había apode-
rado de mi espíritu; procuré convencerme de que
gran parte si no todo lo que sentía era debido a la
inquietadora influencia de la lúgubre mueblería
de la habitación, a las sombrías y desgarradas
draperías que, torturadas por el aliento de una
tempestad cercana, batíanse acá y allá caprichosa-
mente sobre los muros y susurraban medrosa-
mente entre las decoraciones del lecho. Pero mis
esfuerzos fueron infructuosos. Un temblor in-
vencible se apoderó de mí gradualmente; y al fin
pesó sobre mi corazón una alarma aguda e infun-
dada. Dominándola con pena y respirando fuerte-
mente me enderecé sobre las almohadas, tratando
ansiosamente de penetrar la intensa obscuridad
de la cámara; y escuché entonces, no sé cómo,
a menos que algún espíritu del instinto me inci-
tara, ciertos ruidos sordos e indistintos que venían
a largos intervalos, yo no sé de dónde, entre las
pausas de la tempestad. Oprimido por un intenso
sentimiento de horror, tan extraordinario como
intolerable, me eché encima la ropa precipitada-
mente, sabiendo bien que no podría ya dormir
aquella noche, y traté de reaccionar contra la
condición deplorable en que me encontraba, dando
paseos forzados de un extremo a otro de la habita-
ción.
Había dado así algunas vueltas, cuando un leve
96 Cuentos Clásicos del Norte
paso en la escalera contigua atrajo mi atención.
Reconocí inmediatamente a Üsher. Un instante
después llamó, en efecto, a mi puerta con suave
golpear, y entró llevando una lámpara en la mano.
Su semblante mostraba palidez cadavérica como
de costumbre, pero había además cierta especie de
hilaridad insana en sus ojos, una visible histeria
contenida en toda su actitud. Su aspecto me
aterró; pero todo era preferible a la soledad que
había soportado largas horas y llegué hasta felici-
tarme de su presencia como un alivio.
— ¿ De modo que no habéis visto ? — dijo ex abrup-
to, después de mirar intensa y silenciosamente en
torno suyo por algunos instantes." — ¿No habéis
visto .^ Pero ¡aguardad! Ya veréis." — Hablando
así, y bajando cuidadosamente la pantalla
de su lámpara, dirigióse con rapidez a una de las
ventanas y la abrió de par en par ante la tempestad.
La impetuosa furia de las ráfagas que se preci-
pitaron en la habitación nos levantó casi por los
aires. Era, en verdad, una noche borrascosa pero
de austera belleza y singularmente extraña en su
hermosura y en su horror. Verosímilmente se
había levantado un torbellino en las cercanías
porque se presentaban frecuentes y violentas
alteraciones en la dirección del viento; y la densidad
excesiva de las nubes, tan bajas que parecían pesar
sobre los torreones del castillo, no impedía notar
la velocidad de seres vivientes al parecer, con que
se precipitaban unas contra otras de todos lados
sin desvanecerse a la distancia. Decía que su
excesiva densidad no impedía que apreciáramos
La Ruina de la Casa de Úsher 97
el espectáculo, aun cuando no había rastro de luna
ni de estrellas, ni resplandor alguno de relámpagos.
Sin embargo, la superficie inferior de aquellas
pesadas masas de agitado vapor, así como todos
los objetos terrestres que nos rodeaban, resplan-
decían a la luz sobrenatural de una exhalación
gaseosa, débilmente luminosa y perfectamente
visible que circundaba y envolvía toda la mansión.
— ¡No debéis presenciar este espectáculo, no lo
presenciaréis! — exclamé dirigiéndome a Úsher y
estremeciéndome, mientras le arrastraba con suave
violencia desde la ventana hasta un asiento.
^Estas manifestaciones que os perturban son
simplemente fenómenos eléctricos bastante co-
munes, o quizá puedan también derivar su fantás-
tico origen de los pesados miasmas del lago. Cerre-
mos esta ventana; el aire está frío y es peligroso
en vuestras condiciones. He aquí uno de vuestros
romances favoritos. Yo leeré y vos escucharéis;
y pasaremos juntos esta horrible noche." —
El antiguo volumen que había cogido era el
Mad Trist de Sir Láuncelot Cánning; pero lo
califiqué de favorito de Üsher más bien bromeando
tristemente que hablando de buena fe, porque en
verdad nada podía encontrarse en su verbosidad
grosera y poco imaginativa que pudiera interesar
el elevado y espiritual idealismo de mi amigo.
Fué, con todo, el primer libro que pude haber a
mano inmediatamente; y alimenté la vaga espe-
ranza de que la excitación que agitaba en aquel
momento al hipocondriaco encontrara momentá-
neo alivio — pues que la historia de los desórdenes
98 Cuentos Clásicos del Norte
mentales está llena de anomalías semejantes — •
en las descabelladas incidencias que hubiere de
leer. En realidad, a juzgar por el aire extravagante
de ansiosa atención con que escuchaba o aparen-
taba escuchar la fraseología del cuento, podía
congratularme por el éxito de mi plan.
Habíamos llegado a la parte bien conocida de
esta historia en que Ethelred, el héroe del Trist,
habiendo intentado en vano penetrar pacífica-
mente en la morada del ermitaño, se resuelve a
lograrlo a viva fuerza. Aquí, si bien se recuerda,
la narración continúa así:
Entonces Ethelred, que naturalmente poseía un valeroso
corazón y se sentía además muy potente en aquel momento
por virtud del vino que había bebido, no perdió más tiempo
en parlamentar con el ermitaño, que usaba en verdad de
obstinado y malicioso proceder; sino que, sintiendo la lluvia
que caía sobre sus hombros y temiendo que arreciara la tem-
pestad, levantó su maza y a grandes golpes abrió pronto en
las planchas de la puerta un hueco suficiente para su mano
armada del guantelete y, tirando de allí fuertemente, rompió
y desgajó y destrozó todo de manera tal que el estrépito de la
seca' y resonante madera alarmó a todo el mundo repercu-
tiendo a través de la selva.
Al terminar este acápite me sobresalté e hice
una pausa involuntaria; porque me pareció — aun
cuando deduje inmediatamente que era ilusión de
mi exaltada fantasía — me pareció, digo, que de
algún remoto rincón de la casa llegaba a mis
oídos el eco indistinto, amortiguado y confuso
ciertamente, de aquellos sonidos de golpes y des-
trucción que Sir Láuncelot había descrito con tanta
minuciosidad. Sin duda alguna era solamente
La Ruina de la Casa de Úsher 99
cualquiera coincidencia que despertó mi atención
entre el rechinar de las vidrieras y los ruidos com-
binados de la borrasca todavía en aumento en el
exterior; nada había seguramente en el rumor que
pudiera interesarme o inquietarme. Proseguí la
historia:
Pero el soberbio campeón Ethelred, al atravesar la puerta,
se sintió dolorosamente sorprendido e irritado de no encontrar
rastro alguno del astuto ermitaño; sino en su lugar un dragón
escamoso, de prodigioso tamaño y lengua ígnea que hacía
de centinela delante de un palacio de oro, pavimentado de
plata; y pendiente del muro veíase un escudo de brillante
bronce con la siguiente leyenda grabada:
Quien aquí penetra es conquistador;
Ganará el escudo quien mate al dragón;
y entonces Ethelred, levantando su maza, hirió en la cabeza al
dragón; el cual se desplomó a sus plantas rindiendo su pesti-
lente aliento con tan hórrido, agudo y penetrante alarido que
Ethelred se vio precisado a cubrirse los oídos con las manos
para defenderse del pavoroso ruido del que nada análogo había
escuchado hasta entonces.
Aquí me detuve de nuevo bruscamente, esta
vez con sentimiento de profundo estupor, porque
no podía caberme la menor duda de que en el
mismo instante había oído en realidad, aun cuando
me fuera imposible indicar la dirección, un grito
ahogado y aparentemente lejano, pero áspero,
prolongado y extraño; un sonido discordante, exac-
ta reproducción de lo que mi fantasía había ya
evocado como el sobrenatural alarido del dragón
descrito por el romancero.
Oprimido como me sentía por mil encontradas
100 Cuentos Clásicos del Norte
sensaciones en que predominaban la angustia y un
excesivo terror a causa de la segunda y más ex-
traordinaria coincidencia, tuve aún la presencia
de espíritu necesaria para evitar que se excitara
con cualquiera observación la sensitiva nerviosidad
de mi compañero. No estaba seguro de que se
hubiera apercibido de aquellos rumores, a pesar de
que indudablemente mostraba extraña alteración
en su conducta en los últimos minutos. Desde
el sitio que ocupaba frente a mí había arrastrado
su silla poco a poco hasta dar cara a la puerta de
entrada de la habitación, de modo que apenas
podía yo distinguir parcialmente sus facciones,
aunque me parecía que sus labios temblaban como
si estuviese murmurando palabras ininteligibles.
Su cabeza había caído sobre el pecho; pero yo
sabía que no estaba dormido, pues en una ojeada
furtiva a su perfil descubrí uno de sus ojos rígida-
mente abierto. El movimiento de su cuerpo
difería también de su manera habitual, porque se
mecía de un lado a otro con ondulación suave,
uniforme y constante. Notando todo esto con
rapidez, reasumí la narración de Sir Láuncelot que
proseguía así:
Y habiendo escapado el campeón en esta forma a la furia
tremebunda del dragón, y recordando el bronceado escudo
y la ruptura del encanto que allí residía, empujó el cuerpo de
la fiera lejos de su paso y avanzó valerosamente sobre el
plateado pavimento del castillo hasta el lugar donde estaba
el escudo pendiente del muro; el cual no aguardó, en verdad,
que el héroe hubiese llegado, sino que cayó espontáneamente
a sus pies sobre el pavimento de plata con inmenso estruendo
V horrísono sonido retumbante.
La Ruina de la Casa de Úsher 101
No habían terminado mis labios de proferir estas
palabras cuando, semejando en realidad un escudo
de bronce que cayera pesadamente en aquel mismo
instante sobre un pavimento de plata, pude oír dis-
tintamente una metálica, hueca y estridente
aunque ahogada repercusión. Completamente
trastornado, me levanté de un salto; pero el me-
surado balanceo de Usher continuó sin interrup-
ción. Me abalancé hacia el asiento que ocupaba.
Sus ojos estaban fijos y en toda su figura triunfaba
una rigidez de piedra. Mas tan pronto como colo-
qué una de mis manos en su hombro, sentí un
fuerte estremecimiento en todo su cuerpo; una
sonrisa marchita tembló sobre sus labios; y vi
que hablaba en un murmullo bajo, precipitado e
inintehgible, como inconsciente de mi presencia.
Inclinándome muy cerca sobre él, pude al fin beber
la horrenda importancia de sus palabras.
— ¿No lo oís? ... Sí; yo lo oigo y lo había oído.
Muchos, muchos, muchos, largos minutos . . . mu-
chas horas, muchos días lo he oído . . . pero no me
atrevía. . . ¡oh, misericordia! ¡miserable de mí! .. .no
me atrevía . . . ¡no me atrevía a hablar! ¡La hemos
enterrado viva ! ¿No decía yo que mis sentidos son
muy agudos? Ahora os digo que percibí sus pri-
meros y débiles movimientos en el hueco ataúd.
Los oí . . . hace muchos, muchos días . . . pero no me
atrevía . . . ¡No teiiía valor de hablar! Y ahora . . .
esta noche . . . Éthelred . . . ¡ ha ! ¡ ha ! . . . ¡ el quebranta-
miento de la puerta del ermitaño, el clamor de
muerte del dragón y el estrépito del escudo! . . .
¡Digamos mejor, el hendimiento del ataúd, el
102 Cuentos Clásicos del Norte
chirrido de las puertas de hierro de su prisión,
y su lucha en el pasillo revestido de cobre de la
bóveda! ¡Oh! ¿dónde escapar? ¿Por ventura
no estará ella aquí dentro de poco? ¿No se apre-
surará a vituperarme por mi precipitación? ¿No
he oído, acaso, sus pasos en la escalera? ¿No he
escuchado el pesado y horrible latir de su corazón?
¡INSENSATO! Aquí se puso en pie furiosamente
y gritó sílaba por sílaba, con tal fuerza que parecía
iba a rendir el ánima: ¡INSENSATO! OS DIGO
QUE ELLA SE ENCUENTRA EN ESTE
INSTANTE DELANTE DE LA PUERTA!
Como si la energía sobrehumana de su enuncia-
ción hubiese tenido el poder de un conjuro, los
enormes bastidores antiguos a que señalaba Üsher
corrieron hacia atrás suavemente en el mismo
instante sus pesadas garras de ébano. Era efecto
de las impetuosas ráfagas; pero, delante de aquellas
puertas erguíase la alta y amortajada imagen de
Lady Mádeline de Úsher. Había sangre en sus
blancas vestiduras y señales de lucha cruel
en toda su enflaquecida figura. Detúvose por
un momento temblando y bamboleándose en el
umbral; y luego, con sordo y lúgubre gemido se
desplomó pesadamente sobre su hermano y, en
las violentas convulsiones de su real y esta vez
postrera agonía, le trajo al suelo cadáver, víctima
de los terrores que él mismo se había anticipado.
Huí despavorido de aquella cámara y de aquella
mansión. La tempestad bramaba todavía en
plena furia cuando yo me encontré cruzando la
antigua calzada. De pronto brilló a lo largo del
La Ruina de la Casa de Úsher 103
camino una luz inusitada, y yo me volví para ave-
riguar de dónde procedía este rayo sobrenatural,
pues la vasta morada y sus sombras era lo único
que dejaba tras de mí. La radiación brotaba de
una luna llena y de un rojo sangriento en su ocaso,
y resplandecía vivamente sobre aquella hendedura
apenas perceptible de que he hablado y que se
extendía en ziszás desde la techumbre del edificio
hasta su base. En tanto que miraba, la hendedura
se ensanchó rápidamente; hubo luego una ráfaga
furiosa del remolino; el orbe entero del satéhte
estalló al mismo tiempo ante mis ojos; mi cerebro
osciló mientras veía los potentes muros abriéndose
en dos partes; oyóse un prolongado y tumultuoso
estruendo semejante a millares de voces de las
aguas; y el profundo y tétrico lago que yacía
a mis pies cerróse sombría y silenciosamente sobre
los fragmentos de la Casa de Usher."
LIGEIA
LIGEIA
La voluntad está allí yacente, mas no muerta. ¿Quién
conoce los misterios de la voluntad, en todo su poder?
Porque Dios es solamente una inmensa voluntad dominando
todas las cosas por virtud de su intensidad. El hombre no
es vencido por los ángeles, ni siquiera por la muerte com-
pletamente, sino en razón de la flaqueza de su frágil
voluntad.
^JÓSEPH GlÁNVILL.
No PODRÍA, por mi ánima, recordar cómo,
cuándo, ni dónde exactamente conocí a
Lady Ligeia. Han transcurrido muchos
años desde entonces, y mi memoria se ha debilitado
con los sufrimientos. O tal vez me es imposible
rememorarlo ahora porque, en realidad, la per-
sonalidad de mi amada, su raro talento, el sereno
y singular carácter de su belleza y la penetrante
y avasalladora elocuencia de su voz velada y musi-
cal se abrieron paso hasta mi corazón en forma
tan rápida y furtiva que, sin duda alguna, aquellos
incidentes pasaron desapercibidos o ignorados.
Creo, sin embargo, que la encontré por primera
vez y más a menudo en alguna grande, antigua
y decadente ciudad en las cercanías del Rhin.
Seguramente debo haberla oído hablar de su fami-
lia; y no cabe duda de que se remontaba a una
gran antigüedad. ¡Ligeia! ¡Ligeia! Sumido en
107
108 Cuentos Clásicos del Norte
estudios de naturaleza tal que debilitan todas
las impresiones del mundo exterior, sólo esta dulce
palabra ¡Ligeia! tiene el poder de hacer brotar
ante mis ojos, por medio de la fantasía, la imagen
de aquella que ya no existe. Y ahora, mientras
escribo, me asalta la idea de que jamás llegué a
saber el nombre de familia de la que fué mi amiga
y mi prometida, y llegó a convertirse en la com-
pañera de mis estudios, y más tarde en la esposa
elegida de mi corazón. ¿Fué aquello una humora-
da de mi Ligeia? ¿Exigió acaso, como prueba de
la intensidad de mi afecto, que no hiciera yo inves-
tigación alguna a este respecto? ¿O sería quizás
un capricho mío, alguna extraña y romántica
ofrenda en el altar de la más apasionada devoción?
Apenas tengo la confusa reminiscencia del hecho
en sí mismo; ¿cómo puede maravillar que haya
olvidado por completo las circunstancias que lo
originaron? Realmente, si alguna vez el espíritu
que se denomina Rouiance^ si la pálida Astophet,
de alas de nebulosa, diosa del Egipto idólatra,
presidió alguna vez, como aseguran, los matri-
monios novelescos, indudablemente debió reinar
en el mío.
Hay, sin embargo, un tema predilecto de mi
corazón en el que mi memoria jamás falla. Es
éste la propia Ligeia. Era de alta estatura, algo
cenceña y casi flaca en sus últimos días. Trataría
en vano de describir la majestad, el apacible re-
poso de su continente y la incomparable ligereza
y elasticidad de su marcha. Iba y volvía como
una sombra. Nunca me daba cuenta de su en-
Ligeia 109
trada a mi cerrado estudio sino por la música
amada de su voz, dulce y queda, cuando colocaba
su marmórea mano sobre uno de mis hombros.
Ninguna doncella igualó jamás la hermosura de su
semblante. Era la irradiación de un sueño de
opio, una aérea y espiritual visión, más extraor-
dinariamente divina que todas las fantasías que
poblaban los ensueños de las hijas de Délos. Sin
embargo, sus facciones no se definían en el molde
corriente que se nos ha enseñado falsamente a
admirar en las clásicas obras del paganism.o. "No
existe belleza exquisita," dice Bacon, Lord Verú-
lam, hablando con sinceridad de las diferentes
formas y caracteres de belleza, "sin algo de ex-
traordinario en sus proporciones." Así, aun
cuando yo sabía que las facciones de Ligeia no eran
de regularidad clásica; aun cuando podía percibir
que su belleza era, en verdad, "exquisita," y
sentía mucho de "extraordinario" en ella, he
procurado en vano descubrir en qué consistía la
irregularidad y determinar mi percepción de lo
"extraordinario." Examinaba el contorno de la
alta y pálida frente: era irreprochable; y ¡cuan
fría me parece esta palabra apHcada a su divina
majestad! ¡La piel rivalizando con el marfil más
puro, la requerida amphtud y reposo, la encanta-
dora prominencia cerca de las sienes; y luego, las
trenzas color plumaje de cuervo, sedosas, abundan-
tes y naturalmente rizadas, dignas del homérico
epíteto de "jacintianas!" Miraba las delicadas
líneas de la nariz; y sólo en los graciosos medallones
hebreos he observado semejante perfección. Te-
lio Cuentos Clásicos del Norte
nían la misma frescura de superficie, idéntica
tendencia aquilina apenas perceptible, las mismas
ventanillas de curva armoniosa que dicen de la
elevación del espirítu. Contemplaba la dulce
boca. Allí se fijaba, en verdad, el triunfo de todo
lo divino: la soberbia curva del labio superior; la
suave y voluptuosa indolencia del inferior; los
hoyuelos que regocijaban y el color que hablaba;
los dientes resplandeciendo detrás con brillantez
casi asombrosa y reflejando rayos de luz inmacu-
lada en su sonrisa serena y plácida, a la par que
incomparablemente radiante y embriagadora
entre todas las sonrisas. Observaba la forma de la
barba; y encontraba también aquí la suave ampli-
tud, la dulzura y majestad, la redondez y espiritua-
lidad de los griegos; y el contorno que el dios
Apolo reveló sólo en sueños a Cleomenes, el hijo
del ateniense. Y en seguida penetraba en los
grandes ojos de Ligeia.
No había modelos de ojos en la remota antigüe-
dad. Puede ser también que en aquellos ojos de
mi amada residiera el secreto a que alude Lord
Verúlam. Eran, según creo, mucho más grandes
que los ojos ordinarios de nuestra raza. Eran
también más redondos que los más redondos entre
los ojos de gacela de la tribu de Nourjahad. Sin
embargo, sólo a intervalos, en momentos de in-
tensa excitación, se notaba esta peculiaridad en
Ligeia. Y en aquellos momentos su belleza apa-
recía (quizá únicamente en mi exaltada fantasía),
como la hermosura de seres ultraterrenales, como
la hermosura fabulosa de las huríes de los turcos.
Ligeia 111
Sus pupilas eran del negro más luciente, y lejos,
en contorno, se rizaban las larguísimas pestañas
de azabache. Las cejas, de dibujo ligeramente
irregular, eran de igual color. Lo que encontraba
yo de "extraordinario" en los ojos de Ligeia con-
sistía, sin embargo, en algo de naturaleza diferente
de la forma, el color o la brillantez; algo que, des-
pués de todo, me veo obligado a referir a la ex-
presión. ¡Ah, palabras sin significado, tras de
cuya vasta amplitud de sonido atrincheramos
nuestra ignorancia de lo espiritual! ¡La expresión
de los ojos de Ligeia! ¡Cuánto he meditado acerca
de esto durante horas enteras! ¡Cuánto he lucha-
do por evocarla en el transcurso de toda una
noche de verano! ¿Qué era aquello, aquello más
profundo que el manantial de Demócrito, aquello
que había lejos, muy lejos dentro de las pupilas de
mi adorada? ¿Qué era aquello? Estaba poseído
de la pasión de escudriñarlo. ¡Aquellos ojos!
¡aquellos orbes inmensos, brillantes, divinos! Lle-
garon a convertirse para mí en las estrellas gemelas
de Leda, y yo para ellas en el más apasionado de
los astrólogos.
No hay sensación más irritante entre las mil
anomalías de la mente que el hecho, a que jamás
se ha prestado atención en los colegios, según creo,
de que en el esfuerzo para rememorar cualquiera
cosa olvidada por largo tiempo, llegamos a menudo
hasta el borde mismo de la reminiscencia, sin poder
al cabo traer a la memoria lo que deseamos. Así,
¡cuan frecuentemente durante el curso de un in-
tenso escrutinio de los ojos de Ligeia, sentía que
112 Cuentes Clásicos del Norte
me aproximaba al conocimiento pleno de su
expresión, lo sentía cerca, pero no en mi poder
aún, y al fin volvía a escaparse por completo! Y
(¡oh, extrañeza! ¡oh, misterio entre todos!) en-
contraba en los objetos más comunes del universo
un círculo de analogías con esta expresión. Quiero
decir que en el período subsecuente a la toma de
posesión de mi espíritu por la hermosura de Ligeia,
que reinaba allí como en un trono, experimentaba
al contacto de muchas existencias del mundo ma-
terial un sentimiento semejante al que me produ-
cían siempre sus inmensas y luminosas pupilas.
No me es posible, sin embargo, definir ni analizar
este sentimiento, ni siquiera observarlo con clari-
dad. Reconocía su expresión algunas veces,
permitid que lo repita, en el rápido desarrollo de
una vid, en la contemplación de una falena, una
mariposa, una crisálida, un arroyo de agua corrien-
te. La he sentido en el océano, en la caída de un
meteoro. La he encontrado en la mirada de
personas de mucha edad. Y hay en los cielos
una o dos estrellas, una especialmente, de sexta
magnitud, doble y cambiante, que se encuentra
cerca de la estrella mayor de Lira, en la cual, en
medio de un examen telescópico, me di cuenta
también de este sentimiento. Me he sentido
lleno de su fuerza al escuchar ciertos sones de
instrumentos de cuerda, y muchas veces leyendo
determinados pasajes de algunos Hbros. Recuerdo
muy bien un trozo de una obra de Jóseph Glánvill
que, quizá simplemente en razón de su originaHdad
(¿quién podría decirlo?), nunca dejaba de inspirar-
Ligeia 113
me el mismo sentimiento. *'La voluntad está allí
yacente, mas no muerta. ¿Quién conoce los
misterios de la voluntad en todo su poder? Por-
que Dios es solamente una inmensa voluntad
dominando todas las cosas por virtud de su intensi-
dad. El hombre no es vencido por los ángeles,
ni siquiera por la muerte completamente, sino en
razón de la flaqueza de su frágil voluntad."
Un lapso de varios años y la reflexión consi-
guiente me han permitido trazar una remota re-
lación entre este pasaje del moralista inglés y una
faz del carácter de Ligeia. Cierta intensidad de
pensamiento, acción o palabras era quizá en ella
el resultado, o el indicio por lo menos, de aquella
enorme fuerza de voluntad que durante nuestras
largas relaciones no encontró oportunidad de
demostrar su existencia de manera más palpable.
Entre todas las mujeres que he conocido, ella,
la exteriormente tranquila, la siempre plácida
Ligeia, era presa con mayor violencia de los buitres
tumultuosos de la pasión devoradora. Y sólo
podía yo formarme idea del alcance de aquella
pasión por la milagrosa dilatación de sus ojos que
a la vez me deleitaba y amedrentaba; por la
mágica melodía, modulación, claridad y dulzura
de su voz, muy queda; y por la apasionada energía
de las ardientes palabras que pronunciaba, doble-
mente conmovedoras por el contraste con su
manera de proferirlas.
He hablado de los conocimientos de Ligeia: eran
inmensos, como jamás pudiera imaginarlos en
ninguna mujer. Era profundamente instruida
114 Cuentos Clásicos del Norte
en los idiomas clásicos, y nunca la sorprendí en
falta en los modernos lenguajes de Europa, hasta
donde mis conocimientos alcanzaban. A decir
verdad, ¿se equivocó alguna vez Ligeia aun en los
temas más admirados, por cuanto más abstrusos,
de la jactanciosa erudición académica? ¡Cuan
maravillosa, cuan extraordinariamente se ha de-
finido para mí este lado de su naturaleza, tan sólo
en los últimos tiempos! Decía que su saber era
tan vasto como jamás pude suponerlo en una mu-
jer; mas ¿dónde existe el hombre que, como ella,
haya atravesado triunfalmente los vastos domi-
nios de la ciencia moral, de la física y de las mate-
máticas? Yo no comprendía entonces lo que
ahora percibo con toda claridad: que los conoci-
mientos de Ligeia eran gigantescos, asombrosos;
sin embargo, sabía bastante de su supremacía
moral para renunciar a mi propio criterio con in-
fantil confianza y dejarme guiar por ella en el caó-
tico mundo de las investigaciones metafísicas en
que me ocupaba con gran interés durante los
primeros años de nuestro matrimonio. ¡Con qué
inmenso triunfo, con qué vivido deleite, con cuánto
de todo aquello que es etéreo en la esperanza, sen-
tía, al inclinarse ella sobre mí en los estudios, sin
buscarla ni comprenderla, aquella deliciosa mirada
dilatándose por grados ante mis ojos; y a través
de cuyo largo, radiante y virgen sendero podría al
fin alcanzar la meta de una sabiduría demasiado
adorablemente preciosa para no estar vedada a los
mortales !
¡Imaginad ahora cuan agudo sería el pesar con
Ligeia 115
que contemplé años más tarde cómo brotaron alas
a mis justas esperanzas, y volaron con ella a la
inmensidad! Sin Ligeia, yo era como un niño
extraviado tentando en la obscuridad. Su pre-
sencia, las lecturas que ella acometía sola, ilumina-
ban vividamente los innumerables misterios de la
ciencia del trascendentalismo en que me hallaba
sumergido. Faltándome la lumbre radiante de
sus ojos, los caracteres antes brillantes y dorados
volvíanse más opacos que el plomo saturnino. Y
aquellos ojos brillaban cada vez menos y con menor
frecuencia sobre las páginas que yo leía. Ligeia
estaba enferma. Los extraños ojos refulgían con
resplandor demasiado glorioso; los pálidos dedos
adquirían los tonos de transparente cera de la
tumba; y las azules venas de su elevada frente
hinchábanse y bajaban impetuosamente a im-
pulsos de la más ligera emoción. Veía que la
muerte se acercaba, y luché desesperadamente con
el inflexible Azrael. Y, con gran estupor de mi
parte, noté que la lucha de mi apasionada esposa
era aun más enérgica que la mía. Muchos rasgos
de su altivo carácter me habían dejado la im-
presión de que la muerte no aportaría para ella
sus habituales terrores; pero no era así. Las pala-
bras son impotentes para dar idea exacta de la
fortaleza y tesón con que contendió a brazo partido
con las Sombras. Yo gemía de angustia al con-
templar este espectáculo. Hubiera querido sua-
vizar su fin, hubiera querido razonar; pero, en la
intensidad de su ardiente anhelo de vivir, vivir,
solamente vivir, ensayar cualquier solaz o razona-
116 Cuentos Clásicos del Norte
miento habría sido la locura más estupenda. Sin
embargo, sólo en el último momento, entre las
congojas convulsivas de su elevado espíritu,
se conmovió la placidez exterior de su continente.
Su voz hízose más y más débil, más y más velada;
pero no quisiera recordar el extraño significado de
aquellas palabras tan quedamente pronunciadas.
Mi cerebro se extraviaba mientras escuchaba ex-
tasiado una melodía sobrenatural, hipótesis y
aspiraciones que jamás conoció antes la humanidad.
No podía dudar de que Ligeia me amaba; y
era fácil comprender que en un corazón como el
suyo el amor debía reinar con pasión extraordi-
naria. Pero sólo en su muerte me impresionó
plenamente la fuerza de su sentimiento. Oprimía
mis manos durante largas horas y desplegaba ante
mí los tesoros de su alma, que eran ya idolatría
más que apasionada devoción. ¿Qué había hecho
yo para merecer la bendición de tales confesiones?
Y ¿qué había hecho para merecer el anatema de
perder a mi adorada en la hora misma de recibir-
las? No puedo soportar detenerme más tiempo
en este tema. Séame permitido decir tan sólo
que, en el abandono tan femenino de Ligeia en
su amor, ¡ay de mí, tan poco merecido, tan liberal-
mente ofrendado! comprendí al fin la razón de su
ardiente y salvaje anhelo por aquella vida que
ahora se le escapaba con tanta rapidez. Esta
violenta aspiración, este extraordinario deseo de
vivir, solaviente vivir, es lo que me encuentro
incapaz de describir, no tengo frases suficientes
para expresarlo.
Ligeia 117
A las doce de la noche en que Ligeia desapareció,
llamándome perentoriamente a su lado con la
cabeza, me pidió que recitara ciertos versos com-
puestos por ella misma no hacía muchos días.
Obedecí. Los versos eran como sigue:
¡He aquí finalmente una noche de gala,
después de los recientes años desolados!
Un tropel de ángeles, envueltos en velos,
ahogados en llanto,
acude al teatro,
para ver un drama de esperanza y miedo,
mientras suspira la orquesta
la música infinita del espacio.
Bufones en lo alto con disfraz de dioses
gruñen y murmuran agitándose
en continuo y veloz revoloteo.
Son sólo títeres movidos
por seres poderosos e informes
que cambian a su antojo el escenario
y hacen brotar al golpe de sus alas de cóndor
¡Invisible Dolor!
¡Oh, el drama abigarrado!
¡Estad seguros de que no lo olvidaréis!
Con su Fantasma siempre perseguido
por una muchedumbre que jamás lo alcanza,
siguiendo el mismo eterno círculo
que conduce al punto de partida;
un drama de Locuras y Maldades
y que tiene al Horror por desenlace.
118 Cuentos Clásicos del Norte
Pero ¡ved! ¡Entre la algazara de los cómicos,
y desde los desiertos bastidores,
aparece arrastrándose una forma
color rojo de sangre!
La forma se retuerce,
se retuerce devorando a los bufones
que padecen angustias espantosas;
y los querubes lloran
ante el monstruo que se goza en sangre humana.
Apáganse las luces.
El drama ha concluido.
Sobre las temblorosas formas de la escena,
con rapidez igual que una borrasca,
cae el telón: un paño funerario.
Y los espíritus tristes y dolientes,
al levantar el vuelo,
recuerdan que aquel drama trágico es "El Hombre,"
y su héroe se llama
Gusano, el Vencedor.
**¡0h, Dios mío!" sollozó a medias Ligeia, al-
zándose y levantando los brazos a lo alto con movi-
miento espasmódico, al terminar yo estas líneas.
**¡0h, Dios! jOh, Padre divino! ¿Deberán estas
cosas suceder así? ¿Nunca ha de ser vencido este
vencedor ? ¿ No somos carne y hueso de Ti mismo ?
¿Quién, quién conoce los misterios de la voluntad
en todo su poder .^ El hombre no es vencido por
los ángeles, ni siquiera por la muerte completa-
mente, sino en razón de la flaqueza de su frágil
voluntad."
Entonces, exhausta por la emoción, dejó caer
los blancos brazos, y se dirigió solemnemente hacia
su lecho de muerte. Y cuando lanzaba sus últimos
Ligeia 119
suspiros brotó, mezclado con ellos, un murmullo
de sus labios. Inclinando mis oídos hasta su
boca, distinguí nuevamente las palabras finales del
pasaje de Glánvill. " El hombre no es vencido por
los ángeles, ni siquiera por la muerte completa-
mente, sino en razón de la flaqueza de su frágil
voluntad,"
Murió; y yo, deshecho hasta el polvo por el
pesar, no pude soportar más tiempo el desolado
aislamiento de mi morada en la triste y decadente
ciudad de los alrededores del Rhin. No carecía
de lo que el mundo denomina riquezas. Ligeia me
había traído más, mucho más, de lo que representa
el ordinario lote de los mortales. Por consiguiente,
después de algUnos meses de viajes fatigosos y sin
objeto, compré e hice reparar una abadía, que no
nombraré, en uno de los más agrestes y menos
frecuentados parajes de la bella Inglaterra. El
tétrico y fantástico tamaño del edificio, el aspecto
casi salvaje del dominio, los numerosos recuerdos
melancólicos y de antiguo venerados que se rela-
cionaban con la posesión tenían mucho de común
con el sentimiento de amargo abandono que me
llevaba a esta remota e insociable comarca del
reino. Sin embargo, aun cuando el exterior de la
abadía, con su marchito verdor colgando por todas
partes, sufrió pequeña alteración, míe complací,
con una especie de perversidad infantil, y tal vez
con la débil esperanza de aliviar mis pesares, en
desplegar en el interior una magnificencia casi
regia. Tenía desde la infancia una afición especial
a esta clase de locuras, la que volvió a mí como
120 Cuentos Clásicos del Norte
una extravagancia provocada por el dolor. jAy
de mí! ¡Comprendo ahora cuánto había de inci-
piente insania en el derroche de aquellas exquisitas
y fantásticas draperías, en las solemnes esculturas
egipcias, en la original mueblería y cornisas, en los
recamados bizanos disenos de los tapices de oro!
Había llegado a esclavizarme por completo en los
lazos del opio, y mis obras y mis órdenes tomaban
el colorido de mis sueños. Mas no debo detenerme
a detallar tales absurdos. Permitidme solamente
hablar de la cámara por siempre maldita a la que,
en un momento de alienación mental, llevé desde
el altar como mi esposa, como la sucesora de la
inolvidable Ligeia, a la rubia, de ojos azules, Lady
Rowena Trevanion, de Tremaine.
No existe la más pequeña parte de la arquitec-
tura y decoración de aquella cámara que no esté
ahora visible ante mis ojos. ¿Dónde estaban las
almas de los altivos antepasados de la familia de
mi novia, cuando por su ansia de oro permitieron
atravesar el umbral de una habitación, decorada
en tal manera, a una doncella, su hija muy
amada? He dicho que recuerdo minuciosamente
los detalles de aquella cámara (aunque olvido en
forma deplorable los asuntos de mayor entidad),
a pesar de que no había estilo especial ni conexión
alguna en su caprichoso arreglo, que pudiera con-
tribuir a que se conserve en la memoria. La
habitación, situada en una alta torrecilla del
castillo de la abadía, era de forma pentagonal
y de gran tamaño. Ocupando todo el frente sur
del pentágono, había una ventana única, una lá-
Ligeia 121
mina inmensa de cristal pulido de Venecia, un
solo trozo de vidrio plomizo, de manera que los
rayos del sol o de la luna, al atravesarla, arrojaban
un resplandor fantástico sobre los objetos del
interior. En la parte superior de esta enorme
ventana extendía su tejido una antigua vid que
colgaba de los macizos muros del torreón. El
techo, de tétrico roble, era excesivamente alto,
abovedado y primorosamente esculpido con los
tipos más extravagantes y grotescos de un estilo
mitad gótico, mitad druídico. Del dibujo central
de esta sombría cúpula pendía, de una cadena de
oro de largos eslabones, un inmenso incensario del
mismo metal, de modelo sarraceno, y con muchas
perforaciones combinadas en tal forma que oscilaba
dentro y fuera de ellas, como dotada de serpentina
vitalidad, una continua sucesión de fuegos de
colores.
Divanes orientales y candelabros dorados veían-
se por varios lados; y había también un lecho, el
lecho nupcial, de sólido ébano esculpido, ejemplar
indio, muy bajo, y con un dosel semeja^ndo una
urna funeraria. En cada uno de los ángulos del
cuarto se levantaba un gigantesco sarcófago de
negro granito, extraído de las tumbas de los reyes
frente a Lúxor, y con su antigua cubierta exor-
nada de esculturas de tiempo inmemorial. Pero
en la tapicería de la cámara, sobre todo, se mostra-
ba, ¡ay de mí! la fantasía capital de todo aquello.
Los elevados muros, de altura gigantesca y casi
desproporcionada, estaban revestidos de arriba
abajo en amplios pliegues de una tapicería pesada
122 Cuentos Clásicos del Norte
y casi sólida, del mismo tejido que descollaba como
alfombra en el pavimento, como cubierta en los
divanes y en el lecho de ébano, como drapería en el
dosel y como magníficas volutas en las cortinas
que cubrían parcialmente la ventana. El tejido
era de la más rica tela de oro. Estaba salpicado
por todas partes, a intervalos irregulares, de ara-
bescos de un pie de diámetro, laborados sobre la
tela en dibujos del más puro negro de azabache.
Pero aquellas figuras ostentaban su verdadero
estilo arabesco solamente cuando se las contem-
plaba desde cierta línea visual. Por una disposi-
ción bastante generalizada ahora, pero que se
remonta a un período de gran antigüedad, se las
había dotado de aspecto cambiante. Para el que
entraba en la habitación tenían simplemente la
apariencia de monstruosidades; pero, al avanzar
un poco más, su forma cambiaba gradualmente;
y paso a paso, al dar la vuelta en la cámara, veíase
rodeado el visitante de una sucesión interminable
de los horrendos fantasmas que pueblan las supers-
ticiones normandas, o que toman cuerpo en los
ensueños infernales de los monjes. El efecto
fantástico se acrecentaba con la introducción de
una corriente de aire artificial detrás de las dra-
perías, que prestaba al conjunto lúgubre e in-
quietadora animación.
En salones semejantes, en cámara nupcial como
la que acabo de describir, pasé con la castellana
de Tremaine las impías horas del primer mes de
matrimonio, horas que transcurrieron sin mayores
perturbaciones. No pude dejar de apercibirme.
Ligeia 123
sin embargo, de que mi mujer temía los fieros im-
pulsos de mi carácter, que me amaba poco, y
trataba de esquivarme; pero esto me produjo
más bien placer que cualquier otro sentimiento.
La detestaba con odio demoniaco más que humano.
Mi memoria retrocedía (¡oh! ¡con cuánta intensi-
dad de pesar!) a Ligeia, la bien amada, la augusta,
la bella, la desaparecida. Gozaba con las reminis-
cencias de su pureza, su erudición, su elevación de
espíritu, su naturaleza etérea, su apasionado e
idolátrico amor. Y entonces ardía mi espíritu
plena y libremente con fuego mayor aún que el que
a ella la consumía. En la exaltación de mis
sueños de opio (porque habitualmente estaba su-
mido en los efectos de esta substancia), llamábala
en voz alta por su nombre en el silencio de la
noche, o en los lugares más recónditos del valle
durante el día, como si por medio de mi salvaje
anhelo, de la pasión solemne, del ardor nostálgico
que me consumía por la muerta, pudiera yo vol-
verla a la senda que había abandonado sobre la
tierra. (¡Ah! ¿era posible que esto fuera para
siempre?)
Al iniciarse el segundo mes de matrimonio, Lady
Rowena se sintió atacada de repentino malestar,
del cual se recobraba con lentitud. La fiebre que
la consumía hacía sus noches intranquilas; y en
su inconsciente estado de media vigilia, hablaba
de ruidos, de movimientos dentro y alrededor
de la cámara de la torrecilla; lo cual deduje yo
que no tenía otro origen que el desarreglo de su
mente o quizá la influencia fantasmagórica de la
124 Cuentos Clásicos del Norte
misma habitación. Al fin entró en convalescencia;
luego se restableció por completo. Pero, apenas
hubo transcurrido un breve período, un nuevo
acceso, más violento que el primero, la arrojó de
nuevo en el lecho del dolor; y de este segundo ata-
que nunca llegó a recobrarse su constitución,
débil en todo tiempo. Su enfermedad asumió
desde entonces caracteres alarmantes y la más
severa persistencia, desafiando la ciencia y los
desvelos de los médicos. Con la exacerbación del
malestar crónico que la aquejaba, y que aparente-
mente había dominado su naturaleza hasta el
punto de que era imposible combatirlo con medios
humanos, observé también una exacerbación
análoga en la irritación nerviosa de su tempera-
mento, y en su excitabilidad por causas triviales
de temor. Habló de nuevo, ahora más a menudo
y con mayor insistencia, de ruidos, ligeros ruidos,
y del movimiento inusitado de las draperías, a que
había aludido anteriormente.
Una noche, a fines de septiembre, propuso a mi
atención este angustioso tema con más énfasis aún
de lo acostumbrado. Acababa de despertar de un
sueño agitado, durante el cual estuve espiando,
con sentimiento mezcla de ansiedad y de temor,
los efectos que se retrataban en su adelgazado sem-
blante. Sentéme al lado del lecho de ébano, sobre
uno de los divanes de la India. Ella se enderezó
a medias y habló, en ardiente murmullo, de los
sonidos que en aquel mismo instante oía, pero que
yo no podía escuchar, de los movimientos que ella
reía, pero que yo no podía percibir. El aire so-
Ligeia 125
piaba fuertemente detrás de las draperías y quise
demostrarle algo que, dejadme confesarlo, yo mis-
mo no creía por completo: que aquellos suspiros
inarticulados y aquellas suaves variaciones de las
figuras sobre el muro no eran sino los efectos na-
turales y ordinarios de las ráfagas de aire. Pero
una palidez mortal, extendiéndose sobre su rostro,
vino a probarme que eran infructuosos mis esfuer-
zos para tranquilizarla. Parecía que estaba a
punto de desfallecer, y no había criados al alcance
de la voz. Recordé el sitio donde se había depo-
sitado una ánfora de vino ligero ordenado por los
médicos, y me apresuré a atravesar el aposento
para procurárselo. Pero, al detenerme debajo de la
luz del incensario, dos circunstancias de naturaleza
sorprendente atrajeron mi atención. Sentí que
algún objeto palpable aunque invisible había
pasado ligeramente cerca de mí; y observé sobre
la dorada alfombra, en el centro precisamente del
resplandor suntuoso del incensario, una sombra,
sombra débil, vaga, angelical, algo semejante
a lo que podría definirse como la sombra de una
sombra. Pero yo estaba aturdido con los efectos
de una dosis exagerada de opio y no me preocupé
de estas cosas, ni hablé de ellas a Rowena. Ha-
biendo encontrado el vino, crucé de nuevo la
habitación, llené una copa y la aproximé a los
labios de la desfalleciente señora. Habíase reco-
brado un tanto, sin embargo, y cogió ella misma
el vaso, mientras yo me hundía en un diván cercano
con los ojos fijos en su semblante. En este mo-
mento oí distintamente un paso ligero sobre la
126 Cuentos Clásicos del Norte
alfombra y cerca del lecho; y un segundo después,
en el acto en que Rowena levantaba la copa hasta
sus labios, vi (o quizá soñé que veía), vi caer dentro
del recipiente, como de algún surtidor invisible en
la atmósfera del cuarto, tres o cuatro grandes
gotas de un líquido brillante color de rubí. Si
yo vi esto, no lo vio Rowena. Bebió el vino sin
vacilar, y yo me abstuve de hablarle de este in-
cidente que, bien considerado, debe haber sido
únicamente el resultado de una exaltada fantasía,
en mórbida actividad por el terror de la dama,
por el opio y por la hora.
Pero no pudo escapar a mi propia percepción el
hecho de que, inmediatamente después de la
absorción de las gotas color de rubí, sufrió un
rápido acrecentamiento el malestar de mi mujer;
a tal punto que, tres noches más tarde, las manos
de sus camareras la preparaban para la tumba;
y a la cuarta, me encontré solo con su amortajado
cadáver, sentado en aquella cámara fantástica
que la recibió como mi esposa. Extravagantes
visiones, engendradas por el opio, revoloteaban
como sombras a mi alrededor. Mirábalas con
ojos inquietos posarse sobre los sarcófagos en los
ángulos de la habitación, sobre las cambiantes
figuras de la tapicería y entre el serpenteo de los
fuegos diversamente coloreados en el incensario
que pendía en el centro de la habitación. Mis
miradas se dirigieron entonces, recordando los
incidentes de una de las noches anteriores, al
espacio debajo de los rayos del incensario, donde
había percibido el débil reflejo de una sombra.
Ligeia 127
No estaba allí ahora, sin embargo; y> respirando
con más libertad, torné mis ojos hacia la rígida y
pálida figura que yacía sobre el lecho. Entonces
se apoderaron de mi mente millares de remembran-
zas de Ligeia, y sentí en el alma, con la violencia
tumultuosa de una inundación, todo el agudo e
intolerable dolor con que la había visto a ella así
amortajada. La noche transcurría; y en tanto
yo continuaba mirando el cuerpo de Rowena con
el pecho lleno de amargos pensamientos por la
única y supremamente bien amada.
Sería la media noche, o más temprano quizá, o
quizá más tarde, porque no me había dado cuenta
del tiempo transcurrido, cuando un suspiro suave
y apagado, pero muy distinto, me sorprendió en
medio de mi ensueño. Sentí que venía del lecho
de ébano, del lecho mortuorio. Escuché en una
agonía de supersticioso terror; mas no hubo repeti-
ción del sonido. Esforcé mi visión tratando de
descubrir cualquiera moción del cuerpo, pero no se
percibía ni la más ligera. Sin embargo, no podía
engañarme. Había oído el rumor, aunque débil,
y mi alma se había despertado dentro de mí.
Deliberada y persistentemente conservé mi aten-
ción fija sobre el cadáver. Muchos minutos
transcurrieron, sin embargo, antes de que se pre-
sentara ninguna circunstancia que pudiese arrojar
luz sobre el misterio. Hízose al fin evidente que
un ligerísimo, muy débil, matiz de colorido subía a
las mejillas y a lo largo de las pequeñas venas
hundidas de los párpados. Dominado por una
especie de horror o pavor inexplicable, para expre-
128 Cuentos Clásicos del Norte
sar enérgicamente el cual no existen palabras su-
ficientes en el lenguaje humano, sentí que mi cora-
zón cesaba de latir y que mis miembros se volvían
rígidos sobre el asiento. Pero el sentimiento del
deber contribuyó al fin a devolverme mi presencia
de ánimo. No podía dudar por más tiempo de
que nos habíamos precipitado en los preparativos,
que Lady Rowena vivía todavía. Era necesario
procurar una reacción inmediata; pero la torrecilla
estaba lejos de la parte de la abadía habitada por
los criados, y nadie se encontraba al alcance de
la voz. No había forma de llamarlos sin abando-
nar la habitación por algunos m.inutos, y no podía
aventurarme a proceder así. De consiguiente,
luché solo en mis esfuerzos para atraer el espíritu
todavía en suspenso. Tras corto tiempo, sin em-
bargo, pudo notarse que se presentaba una reci-
diva: desapareció el color de las mejillas y párpados
dejando una palidez mayor aún que la del mármol;
los labios se recogieron y fruncieron nuevamente
en la expresión lúgubre de la muerte; una repulsiva
y viscosa frialdad extendióse con rapidez en toda
la superficie del cuerpo; y sobrevino casi instantá-
neamente la acostumbrada e inflexible rigidez
mortal. Me dejé caer estremeciéndome en el
diván del cual me había lanzado tan súbitamente,
y me entregué de nuevo a la apasionada vigilia
de los recuerdos de Ligeia.
Una hora transcurrió de esta manera cuando
(¿sería posible!) oí por segunda vez un vago rumor
que partía del lado del lecho. Escuché con horror
extremado. El sonido dejóse oír de nuevo: era un
Ligeia iz9
suspiro. Me precipité sobre el cuerpo, y vi, vi
distintamente un temblor de los labios. Un mi«
ñuto después abriéronse descubriendo una hilera
de perlados dientes. La admiración luchaba
ahora en mi pecho con el terror que antes reinaba
como soberano. Sentí que mi vista se obscurecía,
que la razón se me escapaba; y debido sólo a un
violento esfuerzo pude al fin reconquistar el do-
minio de mis nervios para emprender la tarea que
el deber me señalaba. Mostrábase ahora una
especie de brillo parcial sobre la frente, las me-
jillas y la garganta; un calor perceptible se apode-
raba del cuerpo; y dejábase sentir así mismo un
ligero latido del corazón. La dama vivía; y con
ardor redoblado me dediqué a la labor de resuci-
tarla. Golpeé y humedecí sus sienes y sus manos,
e'hice uso de todos los medios que la experiencia y
mis frecuentes lecturas sobre medicina pudieron
sugerirme. Pero en vano. Súbitamente el color se
desvaneció; cesaron las pulsaciones; reasumieron
los labios la expresión de la muerte; y un instante
después el cuerpo tomó la helada viscosidad, el
color lívido, la rigidez intensa, la depresión de las
líneas y todas las horrendas peculiaridades del
que hubiera sido durante varios días un huésped
de la tumba.
Y de nuevo me sumergí en las visiones de Ligeia;
y otra vez (¿qué puede maravillar el que tiemble
mientras escribo?), otra vez llegó a mis oídos un
suspiro desde el lecho de ébano. Mas ¿por qué
detallar minuciosamente los horrores indecibles
de aquella noche? ¿Por qué detenerme a relatar
130 Cuentos Clásicos del Norte
cómo, una y otra vez, casi hasta el amanecer,
repitióse este horrendo drama de la vuelta a la
vida; cómo cada terrorífica recidiva era aparente-
mente seguida por una muerte más inflexible e
irremediable; cómo cada agonía llevaba, al parecer,
el sello de una lucha con algún enemigo invisible;
y cómo cada lucha era seguida de un extraño
cambio en la apariencia personal del cadáver!
Dejadme llegar a la conclusión.
La m.ayor parte de esta horrible noche había
transcurrido en esta forma, y la que había estado
muerta revivió una vez más, ahora con mayor
fuerza que nunca, aunque se levantaba de disolu-
ción más pavorosa que todas las anteriores en
su desesperanza al parecer irremediable.
Yo había cesado hacía tiempo de moverme y de
luchar y continuaba rígidamente sentado en el
diván, presa desamparada de un torbellino de
violentas emociones, de las cuales el extremado
pavor era quizá la menos terrible, la menos de-
vastadora. El cada', er, repito, conmovióse de
nuevo y más vigorosamente que antes. Los
matices de la vida brotaron con insóHta energía
en el semblante; los miembros se suavizaron; y,
salvo que los párpados continuaban apretada-
mente unidos y que los vendajes y draperías
funerarias prestaban todavía su sello de ultratumba
a la figura, podía soñar que Rowena había escapado
positivamente de las garras de la muerte. Pero
si aun no hubiese admitido tal idea, era imposible
dudarlo más largo tiempo al ver que, levantándose
del lecho, vacilante, con débiles pasos, los ojos
Lígeia 131
cerrados, y semejante a una persona en un acceso
de somnambulismo, aquella cosa amortajada avan-
zó intrépida y palpablemente hasta el centro de
la habitación.
No temblé; no me moví; porque una multitud
de fantasías inenarrables relacionadas con el aire,
la estatura, el continente de la figura, se apoderó
en tropel de mi cerebro, paralizándome y convir-
tiéndome en piedra. No me moví; pero contemplé
la aparición. Había un desorden insensato en mis
pensamientos, un tumulto imposible de aplacar.
¿Podía ser, en verdad, la viviente Rowena quien se
encontraba frente a mí.^* ¿Podía absolutamente y
ser Rowena, la rubia, de ojos azules, Lady Rowena
Trevanion, de Tremaine? ¿Por qué, por qué lo
había de dudar? El vendaje estaba apretada-
mente colocado cerca de la boca; pero ¿podía
aquella no ser la boca de la viva castellana de
Tremaine? ¿Y las mejillas? Había rosas como
en la plenitud de la vida; sí, en rigor, éstas podían
ser las lindas mejillas de la señora de Tremaine
vuelta a la vida. ¿Y la barba, con sus hoyuelos,
como en plena salud, ¿podía no ser suya? Pero
entonces, ¿ habíase vuelto más alta después de su
enfermedad ? ¡Qué locura tan imposible de ex-
presar se apoderaba de mí con estos pensamientos!
¡Un salto, y me arrojé a sus pies! Estremecién-
dose a mi contacto, dejó caer de su cabeza el
vendaje funerario que la envolvía, y se deslizaron
en la iluminada atmósfera de la cámara, pesadas
masas de cabello largo y desordenado, ¡Era más
negro que el ala del cuervo a la media noche ! Y
132 Cuentos Clásicos del Norte
entonces, abriéronse suavemente los ojos de la
figura que se hallaba delante de mí. "¡Aquí,
entonces, en verdad!" proferí en un gran clamor.
**^ Puedo acaso equivocarme? ¿lo podría jamás.?
¡Estos son los redondos, los negros y extraños ojos
de mi perdido amor, de Lady, ¡oh! de Lady
Ligeia!"
LA MASCARA DE LA MUERTE ROJA
LA MÁSCARA DE LA MUERTE ROJA
1A ** Muerte Roja" había devastado largo
tiempo la comarca. Jamás epidemia al-
guna habíase mostrado tan horrenda ni
fatal. La sangre era su distintivo y su Avatar, el
horror bermejo de la sangre. Producía agudos
dolores, vértigos repentinos, y luego, abundante
hemorragia de los poros, y la descomposición
final. Las manchas escarlata en el cuerpo, y
especialmente en el rostro de las víctimas, eran
el entredicho fatal que las arrojaba lejos de la
asistencia y simpatía de sus semejantes. Y el
ataque de la peste — su proceso y su terminación —
era sólo cuestión de media hora.
Pero el príncipe Próspero era afortunado, intré-
pido y sagaz. Cuando sus dominios se encontra-
ron despoblados por mitad, convocó a su presencia
a un millar de alegres y vigorosos amigos entre
los caballeros y damas de su corte, y retiróse con
ellos a la reclusión más completa en una de sus
almenadas abadías. Era ésta de amplia y magní-
fica estructura, creación de la propia augusta y
excéntrica fantasía del monarca. Circundábanla
fuertes y elevadas murallas, provistas de puertas
de hierro. Una vez que entraron los cortesanos,
se trajeron hornos y pesados martillos y quedaron
soldados los cerrojos. Habíase resuelto no dejar
135
136 Cuentos Clásicos del Norte
medio de ingreso ni salida a los repentinos impulsos
de frenesí o desesperación de los que se hallaban
dentro. La abadía estaba ampliamente aprovi-
sionada; y con tales precauciones los cortesanos
podían desafiar el temor al contagio. El mundo
exterior podía cuidar de sí mismo. Al mismo tiem-
po era locura apesadumbrarse o pensar en ello.
El príncipe había previsto todas las formas de
placer. Había bufones, trovadores, bailarines
de ballet, músicos, vino y belleza. Todo esto y la
salvación se hallaban dentro. Fuera quedaba la
"Muerte Roja."
Hacia la terminación del quinto o sexto mes de
aislamiento, y mientras la peste arrasaba furiosa-
mente afuera, el príncipe Próspero entretenía a
sus amigos con un baile de máscaras de inusitada
magnificencia.
Era una escena voluptuosa, en verdad, esta
mascarada. Pero, ante todo, dejadme describir
los salones en que se realizaba. Eran siete cáma-
ras, todo un departamento imperial. En muchos
palacios, sin embargo, tales piezas forman una
serie larga y recta mientras las puertas de dobleces
se abren contra los muros a cada lado, de manera
que la vista pueda abarcarlas en toda su extensión.
Pero aquí todo era muy distinto, como podía
esperarse de la afición del duque por lo bizarro.
Las habitaciones estaban tan irregularmente dis-
puestas que la visual podía abrazar muy poco más
de una al mismo tiempo. Presentábase una curva
aguda cada veinte o treinta 3'ardas, y a cada curva,
el aspecto era completamente diferente. A la
La Máscara de la Muerte Roja 137
derecha y a la izquierda, en el centro de los muros,
una estrecha y elevada ventana gótica, daba a un
pasillo cerrado que seguía las revueltas del de-
partamento. Estas ventanas eran de vidrios de
colores en combinación con el tono dominante de
la decoración de la cámara sobre la cual se abrían.
La del extremo oeste, por ejemplo, estaba entapi-
zada de azul; y de azul vivido eran los cristales de
las ventanas. La segunda pieza estaba decorada
y entapizada de púrpura, y aquí los cristales eran
color de púrpura. La tercera cámara era verde,
e igual color ostentaban las ventanas. La cuarta
estaba amueblada y alumbrada en tono anaran-
jado; la quinta de blanco; la sexta de violado. La
séptima habitación estaba severamente revestida
de tapicerías de terciopelo negro que cubrían el
techo y caían a lo largo de los muros en pesados
pliegues sobre una alfombra de igual color e
idéntico tejido. Pero, en esta cámara solamente,
el color de las ventanas no correspondía al matiz
de la decoración. Los cristales eran allí escarlata,
de un tono vivo de sangre. Ahora bien; en nin-
guna de las siete habitaciones había lámpara o
candelabro alguno entre la profusión de adornos
de oro esparcidos acá y allá o pendientes del techo.
No se veía luz de ninguna clase que emanara de
arañas o bujías dentro de las cámaras. Pero en
los corredores que rodeaban la serie, veíase, delante
de cada ventana, un pesado trípode sustentando
un brasero de fuego que proyectaba sus rayos a
través del coloreado cristal, iluminando alegre-
mente la habitación y produciendo con sus reflejos
138 Cuentos Clásicos del Norte
multitud de graciosas y fantásticas apariciones.
Mas hacia el lado del oeste, o sea en la cámara
negra, el efecto del fuego que corría sobre las negras
colgaduras, penetrando a través de los cristales
teñidos de color de sangre, era extraordinariamente
lúgubre, y daba tan sombrío aspecto a la figura
de los que entraban, que muy pocos de la compañía
eran suficientemente intrépidos para traspasar
sus umbrales. En esta pieza había también un
gigantesco reloj de ébano que se erguía apoyado
contra el muro occidental. Su péndulo oscilaba
con triste y pausado movimiento; y cuando las
manecillas habían recorrido todo el circuito de la
esfera y la hora iba a sonar, venía desde las pro-
fundidades bronceadas del reloj un sonido alto
y claro y extremadamente musical, en verdad,
pero de entonación y énfasis tan peculiares que,
a cada lapso de una hora, los músicos de la orquesta
se veían obligados a detenerse instantáneamente
en su ejecución para escuchar el sonido; y los
bailarines cesaban en sus evoluciones; todo lo cual
provocaba un breve desconcierto en la alegre
compañía; pudiendo observarse que mientras los
ecos del reloj vibraban todavía, los más jóvenes
palidecían, y los de mayor edad y más serenos
pasaban su mano por la frente como en medio
de algún confuso ensueño o meditación. Mas
apenas cesaba la vibración, ligeras carcajadas
brotaban por todas partes en la asamblea; los
músicos mirábanse unos a otros y sonreían de su
propia nerviosidad y locura, comprometiéndose
mutuamente en voz queda a que la próxima cam-
La Máscara de la Muerte Roja 139
panada del reloj no les produciría emoción seme-
jante; y luego, pasado el lapso de los sesenta minu-
tos (que representan tres mil seiscientos segundos
del Tiempo que vuela), repetíase el sonido del
reloj, y repetíase igual desconcierto, el mismo
temblor y meditación de una hora antes.
Pero, a pesar de todo, era aquélla una brillante
y magnífica fiesta. La estética del duque era
original. Tenía un gusto refinado para la combina-
ción de efectos y colores. Desdeñaba la decora-
ción que sólo se gobierna por la moda. Sus ideas
eran atrevidas y desordenadas y sus concepciones
ostentaban bárbaro esplendor. Algunos le ha-
brían calificado de loco. Sus admiradores, sin
embargo, sabían que no era así; pero se hacía
necesario oírle, verle, y palparle para estar seguros
de que se encontraba en su juicio.
El príncipe había dirigido personalmente, en su
mayor parte, la decoración fantástica de las siete
cámaras, con motivo de su gran festival; y había
decidido según su propia inspiración el carácter
de la mascarada. A buen seguro que los disfraces
eran extravagantes. Mucho brillo y relumbrón;
mucho de agresivo y fantasmagórico; mucho de lo
que de entonces acá se ha observado después en
Ernani. Encontrábanse figuras arabescas con
miembros y accesorios extraños. Había fantasías
delirantes como las creaciones de un loco. Había
mucho de belleza, mucho de ingenio, mucho de
bizarría, algo de terrorífico y no poco de lo que
podía inspirar aversión. Acá y allá en las siete
cámaras discurrían muchos desvarios, en verdad;
140 Cuentos Clásicos del Norte
desvarios que serpeaban entrando y saliendo,
tomando el colorido de las habitaciones y haciendo
pensar que la música descabellada de la orquesta
era el eco de sus pasos. A poco, dio la hora el
reloj de ébano colocado en el salón de terciopelo.
Y entonces todo quedó silencioso y en suspenso,
dejándose oír únicamente la voz del reloj. Los
desvarios quedaron rígidos y helados en su in-
movilidad. Mas pronto se desvanecieron los ecos
de las campanadas, cuya duración había sido
apenas de un instante; y una risa ligera, velada
a medias, flotó tras ellos mientras se apagaban.
Otra vez comienza la música, viven los desvarios,
y más risueños que nunca se deslizan por doquier,
apropiándose los tintes de las ventanas coloreadas
por los rayos que reflejan las trípodes. Pero
ninguna de las máscaras se aventura hasta el
séptimo salón hacia el occidente; porque la noche
avanza; y una luz más bermeja penetra a través
de los rojos cristales; y la negrura de la tétrica
drapería causa pavor; y todo aquel que huella la
negra alfombra de la cámara escucha resonar las
campanadas del reloj de ébano con sordo estruendo
y énfasis más solemne que el que perciben los oídos
de los que se entregan a la alegría en habitaciones
más lejanas. Pero en los demás salones había
densa muchedumbre y batía febrilmente el corazón
de la vida. Y el regocijo remolineaba sin cesar,
hasta que al cabo brotó del reloj el son de media
noche. Y entonces se suspendió la música, como
he dicho; detuviéronse las evoluciones de los baila-
rines y reinó como antes una medrosa paralización
La Máscara de la Muerte Roja 141
de la alegría. Esta vez eran doce las campanadas
que debía dar el reloj ; por esto aconteció quizá que,
con mayor tiempo, brotaran más recuerdos en
la imaginación de algunos pensativos concurrentes
a la fiesta. Y quizá por esto aconteció también
que, antes de que el eco de la duodécima campa-
nada hubiérase hundido en el silencio, muchas per-
sonas advirtieran la presencia de un enmascarado
que no había llamado hasta aquel momento la
atención de los circunstantes. Y habiéndose ex-
tendido en un cuchicheo el rumor de su aparición,
levantóse en toda la sociedad un expresivo
zumbido o murmullo de sorpresa y desaprobación,
primero, de terror; de horror, y de repulsión
finalmente.
Podría suponerse que en una reunión de fantas-
mas como la que he descrito, ninguna aparición
ordinaria tendría el poder de excitar tal sensación.
En verdad, la libertad de esta mascarada nocturna
parecía extraordinaria; pero el personaje en cues-
tión mostrábase más herodiano que el propio
Herodes; y había traspasado los límites, casi
indefinidos, del decoro del príncipe. Existen
ciertas cuerdas que no pueden tocarse sin emoción
siquiera sea en el corazón de los más empedernidos.
Aun respecto de aquellos completamente abando-
nados, para quienes la vida y la muerte son igual-
mente burlescas, hay ciertos temas en los cuales no
es permitido bromear. Toda la compañía parecía
profundamente convencida de que en el porte y
disfraz del extranjero no existía ingenio ni opor-
tunidad. La figura era alta y delgada, y estaba
142 Cuentos Clásicos del Norte
envuelta de arriba abajo en atavíos funerarios. La
máscara que ocultaba su semblante tenía tal seme-
janza con el aspecto de un cadáver, que el más
minucioso escrutinio habría tenido dificultad en
descubrir el fraude. Mas todo esto podía haberse
aceptado, ya que no aprobado, por los locos invi-
tados al sarao; pero el enmascarado había ido
hasta asumir el tipo de la Muerte Roja. Sus
vestiduras estaban manchadas de sangre; y el
ancho rostro ostentaba en todas sus facciones las
señales del horrible escarlata.
Cuando las miradas del príncipe Próspero caye-
ron sobre este atroz fantasma, que con lento y
solemne movimiento, como para caracterizar
mejor su papel, discurría acá y allá entre los con-
currentes, viósele convulso en el primer momento
con un fuerte estremecimiento de terror o de repul-
sión; pero inmediatamente su faz enrojeció a
impulsos de la rabia.
— ¿Quién se atreve? — preguntó con voz enron-
quecida a los cortesanos que le rodeaban; — ¿ quién se
atreve a insultarnos con esta grotesca blasfemia.''
¡Cogedle y desenmascaradle! ¡Veamos a quién
hemos de colgar mañana desde las almenas al
levantarse el sol! —
Encontrábase el príncipe Próspero en la cámara
azul, hacia el este, cuando profería estas palabras.
Su voz repercutió sonora y distintamente en las
siete salas, pues el príncipe era hombre osado y
vigoroso, y la música había callado a un movimien-
to de su mano.
Encontrábase en el salón azul con un grupo de
La Máscara de la Muerte Roja 145
pálidos cortesanos a su alrededor. Mientras
pronunciaba aquellas palabras, hubo al principio
un ligero movimiento del grupo hacia el intruso
que se encontraba al alcance en aquel momento;
y quien entonces, con firme y deliberado paso, se
aproximó al que hablaba. Pero, debido al des-
conocido pavor que la insensata arrogancia del
enmascarado había inspirado a toda la concurren-
cia, ninguno se atrevió a poner la mano sobre él;
de modo que pudo acercarse sin obstáculos hasta
una yarda de distancia de la persona del príncipe;
y, mientras la vasta asamblea, movida como por
un solo impulso, se recogía desde el centro hasta
los muros de la habitación, dirigióse el enmascarado
libremente, con el mismo paso solemne y mesurado
que le distinguió desde el primer momento, del
salón azul al púrpura; del púrpura al verde; del
verde al anaranjado; de aquí al blanco; y siguió
todavía al violado, sin que se hubiera hecho movi-
miento alguno para detenerle. Entonces el prín-
cipe Próspero, enloquecido por la rabia y la ver-
güenza de su momentánea cobardía, atravesó
precipitadamente las seis cámaras sin que nadie
le siguiera, a consecuencia del terror mortal que les
había sobrecogido. Llevaba en alto una daga
desenvainada, y habíase acercado impetuosa-
mente hasta tres o cuatro pies de la figura que
huía, cuando al llegar ésta al extremo de la cámara
de terciopelo, volvióse repentinamente e hizo
frente a su perseguidor. Oyóse un agudo grito; el
puñal resbaló centelleando sobre la negra alfombra
en la cual, un instante después, caía postrado de
144 Cuentos Clásicos del Norte
muerte el príncipe Próspero. Entonces algunos
de los asistentes a la fiesta, reuniendo el salvaje
valor de la desesperación, precipitáronse a la
cámara negra, y cogiendo al enmascarado, cuya
alta figura continuaba erguida e inmóvil en la
sombra del reloj de ébano, sintiéronse poseídos de
indecible horror al encontrar que los ornamentos
de la tumba y la máscara de cadáver que sacudían
con violenta rudeza, no estaban sostenidos por
forma tangible alguna.
Y entonces se reconoció la presencia de la Muerte
Roja. Había entrado de noche como un ladrón.
Y uno a uno se desplomaron en los salones regados
de sangre los disipados cortesanos, muriendo todos
en la postura desesperada de su caída. Y la vida
del reloj de ébano terminó con la del último de la
alegre partida. Y el fuego de los trípodes se ex-
tinguió. Y la Obscuridad y la Ruina y la Muerte
Roja conservaron dominio ilimitado sobre todo el
reino.
EL CRIMEN DE LA RUÉ MORGUE
EL CRIMEN DE LA RUÉ MORGUE
El canto de las sirenas, o el nombre que asumió
Aquiles para ocultarse entre las mujeres, son
cuestiones dificiles de dilucidar, en verdad, pero
que no se encuentran fuera de toda conjetura.
— SiR Thomas Browne: Um-Burial.
LAS facultades mentales llamadas analíticas
son poco susceptibles de análisis en sí
mismas. Las apreciamos puramente en
sus efectos. Sabemos, entre otras cosas, que
cuando se poseen en capacidad extraordinaria
procuran a su poseedor intensos goces. De igual
manera que el hombre vigoroso se precia de su
fuerza física deleitándose en ejercicios que pongan
sus músculos en acción, el analizador se gloría
en la actividad mental que desembrolla. Deriva
placer aun de la circunstancia más trivial que
ponga en juego sus talentos. Es aficionado a enig-
mas, acertijos y jeroglíficos, manifestando en las
soluciones un grado tal de sutileza que parece
inexplicable a la ordinaria sagacidad. El resul-
tado, obtenido línicamente por el espíritu y esencia
del método, afecta en verdad cierto aire de adi-
vinación. La facultad de resolver se fortalece
mucho, verosímilmente, con el estudio de las
matemáticas, especialmente en sus ramos superio-
res, los que con marcada injusticia y solamente a
147
148 Cuentos Clásicos del Norte
causa de sus operaciones retrógradas se han de-
nominado analíticos como calificativo de excelen-
cia. Sin embargo, el cálculo no es el análisis
propiamente dicho. Un jugador de ajedrez, por
ejemplo, ejercita el uno sin hacer uso del otro.
De lo que se desprende que el juego de ajedrez se
desconoce en gran manera en sus efectos mentales.
No escribo ahora un tratado sobre la materia, sino
unas cuantas observaciones sin propósito definido,
simplemente para que sirvan de prólogo a una
narración original; mas aprovecharé de paso la
ocasión de asegurar que las principales facultades
reflexivas de la inteligencia se ejercen más eficaz y
decididamente en el discreto juego de damas que
en la frivolidad laboriosa del ajedrez. En este
último, en que las piezas tienen bizarros y diversos
movimientos con valor diferente y variable, lo
que es solamente complejo se confunde con lo
profundo, error bastante común en realidad. La
atención se excita poderosamente en este juego.
Si se distrae por un momento, se comete en el acto
algún descuido que se traduce en perjuicio o en
derrota. Siendo los movimientos permitidos no
sólo múltiples sino envolventes, la posibilidad de
los descuidos se multiplica; y en nueve casos sobre
diez vence aquel que tiene mayor facultad de con-
centración, a despecho quizá de mayor sutileza
en su adversario. En el juego de damas, por el
contrario, en que el movimiento es único y tiene
pequeña variación, las probabiHdades de inadver-
tencia disminuyen y, conservando la atención
casi libre, se obtienen las ventajas con relación a
El Crimen de la Rué Morgue 149
la mayor penetración. Para ser menos abstracto:
supongamos un juego de damas en que las piezas
se hayan reducido a cuatro reinas y donde verda-
deramente no pueda esperarse ninguna inadver-
tencia. Es obvio que siendo los jugadores de igual
fuerza sólo podrá obtenerse la victoria por algún
movimiento recherchéy resultado de algún esfuerzo
intelectual. Privado de los recursos ordinarios, el
analizador se arroja sobre el espíritu de su ad-
versario, se identifica con él, y frecuentemente
descubre así de una ojeada el único recurso, sencillo
a veces hasta el absurdo, por medio del cual puede
inducirle en error o precipitarle por falta de cálculo.
El whist ha sido famoso largo tiempo por su
influencia sobre lo que llamamos facultad calcula-
dora; y muchos hombres de mentalidad superior
se han deleitado en este juego mientras esquivaban
la frivolidad del ajedrez. Sin duda alguna ningún
otro juego ejercita tanto como el whist la facultad
del análisis. El mejor jugador de ajedrez en todo
el mundo no puede aspirar a ser sino el mejor
jugador de ajedrez; mientras que la habilidad en el
whist significa capacidad para el éxito en todas las
empresas importantes en que el talento compite
con el talento. Cuando hablo de habilidad me
refiero a aquella perfección que incluye el conoci-
miento de todas las fuentes de donde puede deri-
varse cualquier legítima ventaja. No sólo son
éstas múltiples sino multiformes, y a menudo resi-
den en repliegues del pensamiento inaccesibles por
completo a la ordinaria comprensión. Observar
atentamente es recordar con claridad; y a este
150 Cuentos Clásicos del Norte
respecto el reconcentrado jugador de ajedrez puede
desempeñarse muy bien en el whist, pues que las
reglas de Hoyle, basadas en el simple mecanismo
del juego, son general y suficientemente com-
prensibles. De manera que tener retentiva y
proceder "según el libro," son las cualidades esti-
madas comúnmente como la suma total de requisi-
tos que distingue a un buen jugador. Pero en
materia que traspasa los límites de las reglas or-
dinarias es donde se comprueba la sutileza del
analizador. Silenciosamente reúne su capital de
observaciones y deducciones. Quizá hacen lo
mismo sus compañeros; y la diferencia en los resul-
tados obtenidos reside en la calidad de la observa-
ción más bien que en la fuerza de las inducciones.
Es indispensable el conocimiento de aquella que se
debe observar. Nuestro jugador no se encierra
en sí mismo; ni porque su objetivo sea el juego des-
deña las inducciones que se desprenden de los
detalles exteriores. Examina el aspecto de su
compañero, comparándolo cuidadosamente con
el de cada uno de sus adversarios. Observa el
modo de arreglar las cartas en cada juego; descu-
briendo a menudo triunfo por triunfo y figura por
figura por las miradas que dirigen los jugadores a
cada una de las cartas. Percibe todos los cambios
de fisonomía según el juego adelanta, formándose
un capital de ideas con las diferentes expresiones
de sorpresa, de triunfo y de pesar que manifiestan
los jugadores. Por la manera de recoger las cartas
en una baza deduce si la persona que la levanta
puede hacer otra en el mismo palo. Reconoce la
El Crimen de la Rué Morgue 151
jugada fingida por el aire con que se arrojan las
cartas sobre la mesa. Una palabra casual o inad-
vertida; la caída o voltereta accidental de una
carta, con la ansiedad consiguiente o la negligencia
para ocultarla; el recuento de las bazas con el orden
de arreglo; el embarazo, vacilación, angustia o
trepidación, todo ofrece a su percepción aparente-
mente intuitiva indicaciones sobre el verdadero
estado del asunto. Después de haberse jugado las
dos o tres primeras vueltas, encuéntrase en plena
posesión del contenido de las cartas de cada jugador
y desde aquel momento juega las suyas con abso-
luta precisión, como si el resto de la partida jugara
a cartas vueltas.
La facultad analítica no debe confundirse con la
simple ingeniosidad; porque si bien el analizador
es ingenioso necesariamente, el hombre ingenioso
es a menudo incapaz de analizar. La facultad de
encadenar y combinar, por medio de la cual se
manifiesta generalmente la ingeniosidad, y a la que
han señalado los frenólogos, erróneamente a mi
entender, un órgano separado juzgándola cualidad
primitiva, hase encontrado con tanta frecuencia en
aquellos cuyo cerebro está casi en los confines del
idiotismo, que ha atraído la atención de los psicó-
logos en general. Entre la ingeniosidad y la habi-
lidad analítica existe mucho mayor diferencia, en
verdad, que entre la fantasía y la imaginación,
aun cuando tienen caracteres de estricta analogía.
Se advertirá, en efecto, que el ingenioso es siempre
fantástico, en tanto que el verdadero imaginativo
nunca procede sino por análisis.
152 Cuentos Clásicos del Norte
La narración que sigue representará para el
lector un ligero comentario de la proposición que
acabo de sentar.
Durante mi residencia en París, en la primavera
y parte del verano de i8 — , conocí a Monsieur
Auguste Dupín. Este caballero era de excelente,
más aún, de ilustre familia; pero, debido a una suce-
sión de acontecimientos adversos, había llegado a
tal extremo de pobreza que sucumbió la energía de
su carácter y cesó de frecuentar la sociedad y de
preocuparse por restaurar su fortuna. Por cortesía
de sus acreedores conservaba todavía en su poder
una pequeña porción de su patrimonio, con cuya
renta arreglábase para procurarse lo indispensable
con ayuda de la más estricta economía, prescin-
diendo por completo de todas las superfluidades.
Los libros eran su único lujo, y en París se pueden
conseguir a poco costo.
Nos encontramos por primera vez en una obscura
librería de la rué Montmartre, donde la circuns-
tancia de buscar ambos el mismo raro y valioso
ejemplar nos hizo entrar en comunión más estrecha.
Nos buscamos luego una y otra vez. Yo estaba
profundamente interesado en la pequeña historia
de familia que él me había relatado con aquel
candor con que los franceses acostumbran entre-
garse, siempre que el tema tenga relación con su
persona. Estaba atónito por la amplitud de sus
conocimientos y, sobre todo, sentía mi alma infla-
marse al contacto del ardiente fervor y la vivida
frescura de su imaginación. Habiendo fijado mi
residencia en París con cierto objeto determinado.
El Crimen de la Rué Morgue 153
comprendí que la sociedad de este hombre repre-
sentaba para mí tesoros inapreciables, y así se lo
dije francamente. Arreglamos al cabo que viviría-
mos juntos durante mi permanencia en aquella
ciudad; y como mis condiciones monetarias eran
algo más desahogadas que las suyas, me permitió
tomar a mi cargo los gastos de alquilar y amueblar,
en estilo que convenía a la melancolía fantástica
de nuestro temperamento, una deteriorada y ex-
travagante mansión situada en una parte lejana
y desolada del Faubourg Saint-Germáin, la cual
se encontraba deshabitaba hacía largo tiempo a
causa de supersticiones que no nos cuidamos de
inquirir, y vacilante hasta el punto de amenazar su
ruina total.
Si nuestra manera de vivir en aquel sitio hubiera
sido conocida en la sociedad, nos habrían juzgado
locos, siquiera calificaran de inofensiva nuestra
locura. Nuestro aislamiento era completo. No
recibíamos visitantes. A decir verdad, había
yo guardado cuidadosamente el secreto de mi
retiro a mis antiguos compañeros; y en cuanto a
Dupín, hacía muchos años que había dejado de
conocer a nadie o ser conocido en París. Existía-
mos solamente dentro de nosotros mismos.
Una de las extravagancias de la fantasía de mi
amigo (¿pues qué otro nombre podría darle?) era
ser un enamorado ferviente de la Noche; y pronto
caí en esta originalidad, como en todas las demás
que le distinguían, entregándome con perfecto
abandono a sus fantásticos caprichos. La negra
diosa no podía acompañarnos de continuo; pero
154 Cuentos Clásicos del Norte
nosotras simulábamos su presencia. A las pri-
meras luces de la mañana bajábamos las grandes
persianas de nuestra vieja morada; encendíamos
un par de cirios fuertemente perfumados que arro-
jaban solamente rayos muy débiles y fantásticos;
y a su lumbre sumergíamos nuestras almas en el
ensueño, leyendo, escribiendo o conversando hasta
que el reloj nos anunciaba el advenimiento de la
nueva Obscuridad. Entonces salíamos a la calle
cogidos del brazo, continuando las conversaciones
del día, vagando muy lejos hasta una hora avan-
zada, y tratando de encontrar entre las ardientes
luces y las sombras de la populosa ciudad aquel
refinamiento de excitación mental que la observa-
ción tranquila jamás puede procurar.
En tales ocasiones no podía dejar de percibir y
admirar (aun cuando era lógico esperarlo de su
poderosa imaginación) una habilidad analítica
peculiar en Dupín. Parecía en verdad deleitarse
en ejercitarla, si no precisamente en desplegarla;
y no vacilaba en confesar el placer que aquello
le proporcionaba. Jactábase ante mí, con risa
baja y concentrada, de que muchos hombres tenían
para él ventanas en el pecho; haciendo seguir a esta
aserción pruebas directas y sorprendentes de su
conocimiento perfecto de mis propias impresiones.
Su manera de ser en tales momentos era rígida y
absorta; sus ojos adquirían vaga expresión; en
tanto que su voz, de registro poderoso de tenor,
elevábase a un tiple que hubiera vibrado áspera-
mente si no fuera por su enunciación clara y per-
fectamente deliberada. Observando sus modales
El Crimen de la Rué Morgue 155
en estas ocasiones, varias veces me puse a meditar
en la antigua filosofía de la doble personalidad, y
me divertía imaginar un doble Dupín: el creador
y el resolvente.
No supongáis, por lo que acabo de decir, que
pienso descubrir un misterio o escribir algún ro-
mance. Lo que he manifestado con respecto al
francés era simplemente el fruto de una imagina-
ción exaltada y quizá mórbida. Pero un ejemplo
dará mejor idea de la índole de sus observaciones
en los momentos a que me refiero.
Vagábamos una noche por una calle larga y sucia
en las cercanías del Palais Royal. Ocupados am-
bos aparentemente en nuestros propios pensamien-
tos, hacía quince minutos por lo menos que no
pronunciábamos una palabra. De repente saltó
Dupín con esta frase:
— Es un mozo de pequeña estatura, es verdad, y
estaría mejor en el Théátre des Varietés.
— No hay duda, — repliqué inconscientemente,
sin observar de pronto, tan absorto me encon-
traba en mis reflexiones, la forma extraordinaria
en que Dupín coincidía con mis meditaciones. Un
instante después me di cuenta de ello con profundo
estupor.
— Dupín, — dije con gravedad, — esto sobrepasa
mi comprensión. No vacilo en decir que estoy estu-
pefacto y apenas puedo dar crédito a mis sentidos.
¿Cómo es posible que supierais que estaba pen-
sando en . . . ? — Y me detuve, para asegu-
rarme por completo de que él sabía a quién me
refería.
156 Cuentos Clásicos del Norte
-. . . en Chantilly, — concluyó. — ¿Por
qué os detenéis? Estabais diciéndoos a vos mismo
que su pequeña figura no es a propósito para la
tragedia. —
Este había sido precisamente el tema de mis
reflexiones. Chantilly era un antiguo remendón
de la rué Saint-Denis que, loco por la escena,
lanzóse a representar el role de Jerjes en la tragedia
de Crébillon del mismo nombre, y había sido puesto
en la picota del pasquín por su atentado.
— Decidme, por Dios, — exclamé, — el método,
si alguno puede haber, por medio del cual habéis
podido sondear mi alma en esta circunstancia. —
A la verdad, estaba yo más impresionado de lo
que quería expresar.
— El frutero fué, — replicó mi amigo, — quien os
trajo a la conclusión de que el zapatero remendón no
era de altura suficiente para Jerjes et id genus omne.
— i El frutero? ¡Me asombráis! No conozco
ningún frutero.
— El hombre que tropezó con vos cuando entrá-
bamos a esta calle, hará tal vez quince minutos. — •
Recordé entonces que, en efecto, un frutero que
llevaba en la cabeza un cesto de manzanas casi me
arroja a tierra por casualidad cuando pasamos de
la rué C a la gran avenida en que en-
tonces nos hallábamos; pero no podía imaginar
lo que esto tenía que ver con Chantilly.
No había un átomo de charlatanería en Dupín.
— Os lo explicaré, — dijo, — y entonces compren-
deréis todo con claridad. Trazaremos el curso de
vuestras meditaciones desde el momento en que
El Crimen de la Rué Morgue 157
hablé hasta el encuentro con el frutero en cuestión.
Los eslabones de la cadena corren así: Chantilly,
Orion, el doctor Nichols, Epicuro, estereotomía,
las piedras de la calle, el frutero. —
Hay pocas personas que no se hayan entretenido
alguna vez en seguir los temas a través de los cuales
su mente ha llegado a originales conclusiones.
Esta ocupación resulta a menudo muy interesante;
y aquel que por primera vez la ensaya se sorprende
por la distancia, aparentemente ilimitada e inco-
herente, entre el punto de partida y la meta.
¡Cuál sería pues mi sorpresa al oír hablar al francés
de esta manera y no poder menos de reconocer
que decía la verdad! El continuó:
— Hablábamos de caballos, si mal no recuerdo,
en el momento de abandonar la rué C .
Éste fué el último tema de discusión. Al cruzar
la calle, un frutero, con un gran cesto de manzanas
en la cabeza, pasó rápidamente rozándonos y
echando a rodar un montón de piedras de pavimen-
tación reunidas en un sitio donde estaban reparan-
do la calzada. Os detuvisteis sobre uno de los
fragmentos, resbalasteis y os heristeis ligeramente
el tobillo; aparecisteis después algo vejado, mur-
murasteis algunas palabras, volvisteis a mirar a la
pila de piedras y luego quedasteis silencioso. Yo
no puse atención particular en lo que hacíais; pero
la observación vino después como una especie de
necesidad.
Permanecisteis con los ojos fijos en tierra,
mirando con expresión petulante los huecos y
grietas del pavimento, de manera que pude deducir
158 Cuentos Clásicos del Norte
que pensabais en piedras hasta que llegamos a la
pequeña callejuela llamada Lamartine, pavimen-
tada por vía de ensayo con zoquetes sobrepuestos
y remachados. Allí vuestro aspecto se animó, y,
al advertir el movimiento de vuestros labios, no
pude dudar de que pronunciabais la palabra
"estereotomía," término aplicado con mucha
afectación a esta clase de pavimento. Sabía
yo que no podríais pensar en estereotomía sin
recordar la atomía y, de consiguiente, la doctrina
de Epicuro; y entonces, rememorando que no ha
mucho discutíamos sobre este tema, y mencionaba
yo la manera tan extraordinaria como poco notada
en que van confirmándose las vagas conjeturas de
este noble griego acerca de la reciente cosmogonía
de las nebulosas, comprendí que no podríais
evitaros de lanzar una mirada a la gran nebulosa
de Orion, y ciertamente esperaba que así lo haríais.
Mirasteis al cielo; y entonces estuve seguro de que
había seguido correctamente vuestros pensamien-
tos. Pero en la acerba diatriba que apareció en el
Musée de ayer contra Chantilly, hacía el crítico
algunas alusiones bochornosas sobre el cambio de
nombre del zapatero remendón al calzarse el
coturno, y citaba una línea latina que hemos co-
mentado juntos a menudo y que dice:
Predidii antiquum litera -prima sonum.
Os había dicho alguna vez que se refería a Orion,
que antiguamente se escribía Urión; y por cierta
mordacidad relacionada con esta explicación,
estaba seguro de que no la habríais olvidado. Era
El Crimen de la Rué Morgue 159
claro, por consiguiente, que habíais de combinar
las dos ideas de Orion y de Chantilly. Pude ob-
servar que las combinabais por la clase de sonrisa
que apareció en vuestros labios. Pensabais en la
inmolación del pobre remendón. Hasta aquel
momento habíais conservado vuestra habitual
manera de andar; pero os vi entonces erguiros en
toda vuestra altura, y no pude menos que ex-
perimentar la certidumbre de que recordabais la
diminuta figura de Chantilly. En este momento
interrumpí vuestras meditaciones para observar
que, en efecto, es un mozo muy pequeño Chantilly
y que estaría mejor en el Théátre des Varietés. —
Poco tiempo después de esta conversación,
leíamos juntos cierta edición de la Gazette des
Tribunaux, cuando atrajo nuestra atención el
artículo siguiente:
CRIMEN EXTRAORDINARIO
Esta madrugada, a las tres más o menos, los habitantes del
Quartier Saint-Roch despertaron de su sueño por una serie de
alaridos terroríficos que partían, al parecer, de una casa de
la rué Morgue que se sabía ocupada únicamente por Madame
L'Espanaye y su hija, Mademoiselle Camilla L'Espanaye.
Después de algún retardo ocasionado por tentativas infructuo-
sas para penetrar en la casa por los medios ordinarios, se logró
forzar la puerta de entrada con una palanca de hierro, y ocho
o diez de los vecinos entraron acompañados por dos gendarmes.
A este tiempo los gritos habían cesado; pero mientras la
partida se precipitaba por las escaleras del primer piso,
pudieron escucharse dos o más voces ásperas en iracunda
disputa, las cuales parecían provenir de la parte más elevada
de la casa. Cuando el grupo llegó al segundo descanso de la
escalera, había cesado el ruido y todo estaba perfectamente
160 Cuentos Clásicos del Norte
tranquilo. La partida se diseminó distribuyéndose por las
diversas habitaciones. Al llegar a un vasto aposento en el
fondo del cuarto piso, cuya puerta, cerrada por dentro con
llave, también hubo de forzarse, presentóse un espectáculo
que sobrecogió de espanto y estupor a todos los circunstantes.
El departamento aparecía en el más espantoso desorden,
con los muebles destrozados y desparpajados en todas direc-
ciones. Había un solo lecho, del cual se habían arrancado los
colchones y los cobertores, que yacían arrojados en medio de
la habitación. Sobre una silla veíase una navaja manchada
de sangre. En el hogar había dos o tres gruesos mechones
grises de cabello humano, manchados asimismo de sangre, y
que parecían haber sido arrancados de raíz. En el suelo se
encontraron cuatro napoleones, un pendiente de topacio,
tres grandes cucharas de plata, tres más pequeñas de metal
d'Algery y dos saquillos de cuero que contenían cerca de
cuatro mil francos en oro. Los cajones de un burean, que
había en una de las esquinas, estaban abiertos y aparentemente
habían sido saqueados, aunque quedaban todavía en ellos
muchos objetos. Se descubrió una pequeña caja de hierro
bajo los cobertores en medio del aposento. Estaba abierta y
tenía la llave en la cerradura. No encerraba sino unas cuan-
tas cartas y papeles de poca importancia.
No se encontraba rastro de Mademoiselle L'Espanaye;
mas, observándose gran cantidad de hollín en el hogar, hízose
una pesquisa en la chimenea y ¡horror! encontróse allí el cuerpo
de la hija que había sido atacado cabeza abajo, haciéndose
penetrar a viva fuerza por la estrecha abertura hasta una
distancia considerable. El cadáver estaba caliente todavía.
Examinándolo, se encontraron varias excoriaciones produ-
cidas indudablemente por la violencia con que había sido
empujado para desembarazarse de él. Veíanse en el rostro
profundos arañazos y en la garganta obscuras marcas y
hondas huellas de uñas, como si la joven hubiera sido estran-
gulada.
Después de minuciosa investigación de todos y cada uno
de los departamentos de la casa, sin nuevo resultado, la
partida se encaminó a un pequeño patio embaldosado, a la
El Crimen de la Rué Morgue 161
espalda del edificio, donde se encontró el cadáver de la anciana
señora con la garganta cortada en forma tan terrible que,
al tratar de levantarla, cayó la cabeza completamente separa-
da del tronco. El cuerpo y la cabeza aparecían horriblemente
mutilados, al punto que el primero apenas si conservaba
figura humana.
Hasta ahora no se descubre, parece, la más ligera huella
para esclarecer este horrible misterio.
El siguiente día trajo el periódico estos detalles
adicionales:
LA TRAGEDIA DE LA RUÉ MORGUE
Muchas personas han sido interrogadas con relación a este
pavoroso y extraordinario asunto; mas nada se ha traslucido
que pueda arrojar alguna luz sobre el misterio. Damos a
continuación un extracto de los interrogatorios.
Pauline Dubourg, lavandera, declara que conocía hace
tres años a ambas víctimas, habiendo estado todo este tiempo
a cargo de su ropa. La anciana señora y su hija parecían
estar en buenos términos, muy afectuosas mutuamente. Eran
paga excelente. Nada podía decir respecto de su manera de
vivir o medios de fortuna. Creía que Madame L. decía la
buenaventura para sostenerse. Decíase que tenía dinero
ahorrado. Nunca encontró a otras personas en la casa cuando
venía a tomar la ropa o a entregarla. Estaba segura de que
no tenían criada a domicilio. Parecía no haber muebles en
la casa, con excepción de los del cuarto piso.
Fierre Moreau, tabaquero, declara que acostumbraba
vender pequeñas cantidades de tabaco a Madame L'Espanaye
hacía cerca de cuatro años. Había nacido en la vecindad y
vivido siempre en el mismo barrio. La anciana y su hija
ocupaban hacía más de seis años la casa en donde se encon-
traron los cadáveres. Antes estuvo ocupada por un joyero
que subarrendaba los cuartos altos a varias personas. La
casa era propiedad de Madame L. Habiéndose disgustado por
el abuso de posesión de su arrendatario, vino ella misma a
162 Cuentos Clásicos del Norte
habitar la propiedad sin querer alquilar ningún departamento.
La anciana era algo pueril. Los testigos habían visto a la
ioven unas cinco o seis veces durante los seis años. Ambas
llevaban una vida muy retirada, y se decía que tenían dinero.
Había oído en la vecindad que Madame L. decía la buena-
ventura; pero no lo creía. Nunca había visto a nadie atra-
vesar la puerta, salvo la anciana y su hija, un mandadero una
o dos veces, y un médico unas ocho o diez veces.
Muchas otras personas y vecinos testificaron de igual ma-
nera. A nadie se indicaba como visitante de la casa. Ignorá-
base si existían parientes de Madame L. y de su hija. Las
persianas de las ventanas del frente rara vez se alzaban.
Las de la parte posterior siempre estaban cerradas, con excep-
ción del gran aposento del fondo en el cuarto piso. La casa
era un buen edificio, no muy antiguo.
Isidore Muset, gendarme, declara que fué llamado a la casa
a eso de las tres de la mañana, y encontró a la puerta veinte o
treinta personas que trataban de entrar. La puerta se forzó
al fin con una bayoneta, no con palanca de hierro. Tuvieron
poca dificultad para abrirla porque era de dos hojas y no
estaba asegurada por arriba ni por abajo. Los alaridos conti-
nuaron hasta que se abrió la puerta y luego cesaron repentina-
mente. Parecían gritos de una o varias personas en extrema
angustia; eran fuertes y arrastrados, no rápidos ni cortos.
Los testigos se dirigieron arriba. Al llegar al primer descanso
de la escalera, oyeron dos voces en disputa acalorada e ira-
cunda: la una, áspera y gruesa; la otra, mucho más chillona,
una voz extraña. Pudo distinguir algunas palabras de la
primera que era voz de un francés. Positivamente no era
voz de mujer. Pudo distinguir las palabras "sacre" y
"diable." La voz chillona pertenecía a un extranjero. No
podría asegurar si era voz de hombre o de mujer. No pudo
entender lo que decía, pero creía que el idioma era el español.
El testigo describió el estado de la habitación y de los cadá-
veres conforme a nuestros informes de ayer.
Hejiri Diival, uno de los vecinos, y platero de profesión,
declara que fué uno de los que primero penetraron en la casa.
Corrobora en general el testimonio de Muset. Tan pronto
El Crimen de la Rué Morgue 163
como se forzó la entrada, cerraron de nuevo la puerta para
impedir el paso a la multitud que se aglomeraba a pesar de lo
avanzado de la hora. La voz chillona opina el testigo que era
de un italiano. Seguramente no era de francés. No podría
afirmar que fuera voz de hombre. Podía también ser de
mujer. No conocía el italiano. No pudo distinguir las pala-
bras, mas por la entonación estaba convencido de que quien
hablaba era un italiano. Conocía a Madame L. y a su hija.
Había hablado con ambas a menudo. Estaba cierto de que
la voz chillona no pertenecía a ninguna de las víctimas.
Odenhéimer, restaurador. Este testigo declaró espontánea-
mente. No sabiendo hablar francés, dio su testimonio por
medio de un intérprete. Es natural de Ámsterdam. Pasaba
por la casa en el momento de los alaridos. Se prolongaron
por varios minutos, quizá diez. Eran largos y agudos, muy
angustiosos. Fué uno de los que penetraron en la casa.
Corroboró el anterior testimonio en todas sus partes, menos
una. Estaba cierto de que la voz chillona era de hombre,
un francés. No pudo distinguir las palabras pronunciadas.
Eran fuertes y rápidas, desiguales, aparentemente lanzadas
entre el temor y la cólera. La voz era desapacible, no tanto
chillona como desapacible. No podría llamarse voz chillona.
La voz gruesa decía a menudo "sacre," " diable," y una vez
" mon Dieu!"
Jules Mignaud, banquero, de la firma Mignaud et Fils,
rué de Loraine. Es el mayor de los Mignaud. Madame
L'Espanaye tenía algunas propiedades. Había abierto cuenta
en su casa de banca en la primavera del año . . . (ocho
años antes). Hacía frecuentes depósitos de pequeñas sumas.
No había girado hasta tres días antes de su muerte, que retiró
personalmente cuatro mil francos. Esta suma se pagó en oro,
y un empleado la trajo hasta la casa.
Adolphe Le Bon, empleado de Mignaud et Fils, declara
que el día en cuestión, a eso de las doce, acompañó a su resi-
dencia a Madame L'Espanaye llevando los cuatro mil francos
en dos talegos. Cuando se abrió la puerta, apareció Ma-
demoiselle L., y le recibió uno de los saquillos mientras la
anciana tomaba a su cargo el otro. Entonces él se inclinó
164 Cuentos Clásicos del Norte
y partió. No vio a nadie en la calle en ese momento. Es una
calle atravesada, muy solitaria.
fVUliam. Bird, sastre, declara que era uno de la partida que
penetró en la casa. Es inglés. Ha vivido dos años en París.
Fué uno de los primeros que subió la escalera. Oyó las voces
que disputaban. La voz gruesa era de francés. Pudo dis-
tinguir varias palabras, pero no las recuerda todas. Percibió
claramente "sacre," y " mon Dieu!" Hubo en aquel momento
un ruido como de lucha entre varias personas, un ruido como
de raspar y empujar. La voz chillona era muy fuerte, más
fuerte que la gruesa. Seguramente no era voz de ningún
inglés. Parecía ser de alemán. Quizá si era voz de mujer.
No entiende el alemán.
Habiéndose llamado por segunda vez a testificar a cuatro de
aquellas personas, declararon que la puerta del aposento donde
se encontró el cuerpo de Mademoiselle L. estaba cerrada
por dentro cuando llegó la partida. Todo estaba perfecta-
mente silencioso; no había lamentos ni ruidos de ninguna
clase. Cuando se forzó la puerta, no se vio a nadie. Las
ventanas de ambos cuartos, el del fondo y el del frente, esta-
ban cerradas y aseguradas fuertemente por dentro. Una
puerta entre las dos habitaciones estaba también cerrada,
pero sin llave. La puerta que conducía del aposento del
frente al pasadizo estaba cerrada, con la llave por el lado de
adentro. Una pieza pequeña en el frente de la casa, en el
cuarto piso, al principio del pasadizo, tenía la puerta entrea-
bierta. Esta habitación estaba llena de lechos viejos, cajas
y trastos por el estilo. Todo se removió y examinó cuidadosa-
mente. No quedó una pulgada de terreno en la casa que no
se escudriñara con la mayor minuciosidad. Las chimeneas se
barrieron de arriba abajo con escobas. El edificio constaba
de cuatro pisos y el desván. Una puerta corrediza en el
techo estaba sólidamente enclavada y no parecía haberse
abierto por varios años. El tiempo transcurrido entre el
momento en que se oyeron las voces en disputa y el de la
ruptura de la puerta del cuarto se fijaba diversamente por los
testigos. Unos lo estimaban en tres minutos, mientras otros lo
hacían llegar hasta cinco. La puerta se abrió con dificult id.
El Crimen de la Rué Morgue 165
Alfonso Cardo, enterrador, declara que reside en la rué
Morgue. Es español. Fué uno de la compañía que penetró
en la casa. No subió las escaleras. Es nervioso y temía
las consecuencias de una emoción. Oyó las voces que dispu-
taban. La voz gruesa era de francés. No pudo distinguir
lo que decía. La voz chillona pertenecía a un inglés, está
seguro de ello. No conoce el inglés, pero juzga por el acento.
Alberto Montani, confitero, declara que se encontró entre
los primeros que subieron la escalera. Oyó las voces en cues-
tión. La voz gruesa era de un francés. Comprendió varias
palabras. El que hablaba parecía amonestar. No pudo
entender .ninguna palabra de la voz chillona. Hablaba de
manera rápida y desigual. Cree que es la voz de un ruso.
Corrobora el testimonio general. Es italiano. Jamás ha
conversado con ningún natural de Rusia.
Varios testigos certificaron en su segunda declaración que
las chimeneas de todos los aposentos del cuarto piso eran
demasiado estrechas para admitir el paso de un ser humano.
Por "escobas" querían significar escobillones cilindricos como
los que usan los desholhnadores. Estos escobillones se habían
pasado de arriba abajo en todos los tubos de chimenea de la
casa. No hay pasaje en la parte de atrás por donde pudiera
haber escapado el asesino mientras la gente subía las escaleras.
El cuerpo de Mademoiselle L'Espanaye estaba tan sólida-
mente embutido en la chimenea que apenas lograron bajarle
los esfuerzos combinados de cuatro o cinco personas.
Paul Dumas, médico, declara que fué llamado al amanecer
para examinar los cuerpos. Ambos yacían sobre el cañamazo
del lecho en el aposento donde fué encontrada Mademoiselle
L. El cuerpo de la joven tenía muchas magulladuras y
excoriaciones. La circunstancia de haber sido embutido en
la chimenea bastaría para explicar estas manifestaciones.
La garganta estaba horriblemente lacerada. Aparecían
huellas profundas de uñas precisamente debajo de la barba,
y una serie de placas lívidas producidas a no dudarlo por la
impresión de los dedos. El rostro estaba terriblemente amo-
ratado y los ojos salientes de sus órbitas. La lengua veíase
mordida en su mayor parte. Descubrióse una gran contusión
166 Cuentos Clásicos del Norte
en la cavidad del estómago, debida aparentemente a la presión
de una rodilla. Según la opinión de M. Dumas, Mademoiselle
L'Espanaye había sido estrangulada por una o varias personas
desconocidas. El cadáver de la madre aparecía horriblemente
mutilado. Los huesos de la pierna y el brazo derecho estaban
cual más cual menos destrozados. La tibia izquierda hecha
astillas, lo mismo que las costillas del lado izquierdo. Todo
el cuerpo estaba espantosamente magullado y amoratado.
No era posible explicarse cómo se habían inflingido aquellas
lesiones. Quizás alguna pesada clava de madera o una barra
de hierro, una silla, cualquier arma pesada y obtusa, podría
producir tales resultados, manejada por un hombre en extremo
vigoroso. Ninguna mujer podía haber causado estas heridas
con ninguna clase de arma. La cabeza de la víctima estaba
enteramente separada del tronco cuando la vio el testigo, y
mostraba asimismo grandes magulladuras. La garganta
había sido cortada evidentemente con algún instrumento mu}'
afilado, una navaja con toda probabilidad.
Alexandre Etienne, cirujano, fué llamado a la vez que M.
Dumas para examinar los cuerpos. Corrobora el testimonio
y la opinión del primero.
Nada nuevo se produjo de importancia, aunque varias
otros personas fueron interrogadas. Jamás se había cometido
en París asesinato tan misterioso, si de asesinato se trata,
en verdad, en este caso. La policia está completamente deso-
rientada, lo cual es muy raro en asuntos de esta naturaleza.
No existe, sin embargo, la menor huella.
La edición de la tarde del mismo periódico decía
que el quartier Saint-Roch continuaba en gran exci-
tación, que la propiedad había sido cuidadosamente
registrada y que se habían llevado a cabo nuevos
interrogatorios, pero sin ningiín éxito. Una nota
de última hora manifestaba, sin embargo, que
Adolphe Le Bon quedaba detenido aun cuando
nada aparecía en contra suya más allá de los
hechos mencionados.
El Crimen de la Rué Morgue 167
Dupín se mostraba singularmente interesado en
el desenvolvimiento de este proceso, a lo que podía
yo traslucir por su actitud, porque no hacía comen-
tario alguno. Solamente después de la noticia de
la prisión de Le Bon inquirió mi opinión con res-
pecto de los asesinatos.
Sólo pude convenir con todo París en conside-
rarlos un misterio insoluble. No veía medio por
el cual pudiera descubrirse al asesino.
— No debemos juzgar de los medios por este
interrogatorio superficial, — dijo Dupín. — La po-
licía de París, tan renombrada por su perspicacia,
es astuta, pero nada más. No hay método en sus
procedimientos, salvo el método del primer mo-
mento. Hace gala de grandes disposiciones; pero
con mucha frecuencia se adaptan tan mal al objeto,
que nos hace recordar a Monsieur Jordain pidiendo
su robe-de-chambre, pour mieux entendre la musique.
Los resultados obtenidos son admirables a menudo,
pero se deben en su mayor parte a simple diligencia
y actividad. Cuando estas cualidades no tienen
aplicación, sus planes fracasan seguramente. Vi-
docq, por ejemplo, tenía buen golpe de vista y era
perseverante. Pero, careciendo de la educación
del raciocinio, erraba continuamente por la misma
intensidad de sus investigaciones. Disminuía su
poder visual por colocar el objeto demasiado cerca
de sus ojos. Podía discernir quizá uno o dos
puntos con extraordinaria claridad, pero al dedi-
carse a ellos especialmente, perdía de vista el tema
en conjunto. Así sucede con las cosas demasiado
profundas. Y la verdad no se halla siempre en el
168 Cuentos Clásicos del Norte
pozo. En efecto, por cuanto de la experiencia se
desprende, creo, por el contrario, que se encuentra
invariablemente en la superficie. La profundidad
reside en los valles donde nosotros la suponemos,
y no en la cima de las montañas donde la verdad se
encuentra. La forma y el origen de errores de
esta clase se concibe perfectamente comparándola
a la contemplación de los cuerpos celestes. Mirar
una estrella con rápida ojeada, examinarla en
sentido lateral volviendo en aquella dirección la
porción exterior de la retina más susceptible que
la parte interior a las impresiones débiles de luz,
es contemplar la estrella distintamente, apreciar
mejor su brillo, brillo que se opaca justamente en
proporción cuando dirigimos de lleno las miradas
sobre el astro. Mayor número de rayos hiere la
vista en este caso; pero en el primero hay capaci-
dad más refinada de comprensión. Por causa de
profundidad innecesaria debilitamos y ponemos
en perplejidad nuestra mente; siendo posible,
a la verdad, que la misma Venus llegue a desvane-
cerse en el firmamento como resultado de un escru-
tinio demasiado sostenido, demasiado concentrado
o demasiado directo.
Tratándose de estos asesinatos, interroguémo-
nos nosotros mismos antes de formarnos ninguna
opinión. Una investigación del asunto nos servirá
de distracción — (yo pensé que esta expresión,
aplicada así, resultaba muy curiosa), — y además
Le Bon me hizo un servicio en cierta ocasión por
el cual le estoy agradecido. Iremos a ver la casa
con nuestros propios ojos. Conozco a G ,
El Crimen de la Rué Morgue 169
el prefecto de policía, y no tendremos dificultad
para obtener el permiso. — .
Obtenida la autorización, nos encaminamos in-
mediatamente a la rué Morgue. Es una de las
callejuelas miserables que se encuentran entre
la rué Richelieu y la rué Saint-Roch. Era tarde
cuando llegamos, pues este barrio está situado a
gran distancia del que nosotros habitábamos.
Encontramos la casa con facilidad, porque todavía
contemplaban muchas personas con inútil curiosi-
dad las cerradas persianas desde el lado opuesto
de la calle. Era una de aquellas ordinarias casas
parisienses, con su vestíbulo, en uno de cuyos cos-
tados veíase la garita de cristales con tablero
corredizo en la ventanilla indicando la loge du
concierge. Antes de entrar seguimos la calle
hacia arriba, dimos vuelta a una callejuela, y luego
de regreso pasamos por la espalda del edificio.
Dupín examinaba entretanto los alrededores a la
par que la casa con atención minuciosa, a la cual
no encontraba yo el objeto.
Volviendo sobre nuestros pasos, nos encontramos
al frente del edificio; llamamos y, después de mos-
trar nuestras credenciales, fuimos admitidos por
los agentes de guardia. Subimos al aposento don-
de se había encontrado el cuerpo de Mademoiselle
L'Espanaye, y donde todavía yacían las víctimas.
Como de costumbre, habíase dejado subsistir el
desorden de la habitación. No vi nada más allá
de lo que indicaba la Gazette des Tribunaux.
Dupín lo escudriñaba todo, sin exceptuar los cuer-
pos de las víctimas. Pasamos en seguida a las otras
170 Cuentos Clásicos del Norte
piezas V al patio, acompañados de un gendarme
por todas partes. Esta pesquisa nos ocupó hasta el
obscurecer, hora en que nos retiramos. De regreso
a nuestro domicilio, mi compañero se detuvo un
momento en las oficinas de uno de los diarios.
He dicho que mi amigo tenía múltiples geniali-
dades, y que je les ménageais — esta frase no tiene
equivalente en inglés. Por ahora su capricho
consistía en declinar todo tema de conversación
sobre el asesino hasta las doce del día siguiente.
De súbito me preguntó si había observado algo
peculiar en el sitio de aquellas atrocidades.
Su manera de recalcar la palabra "peculiar"
me hizo estremecer sin saber por qué.
— ^No; nada -peculiar^ — respondí; — nada más,
por lo menos, de lo que ambos leímos en el periódico.
— La Gazette, — replicó, — no ha penetrado, me
figuro, todo el horror de la cosa. Mas descartad
la vana opinión del periódico. Me parece que se
considera insoluble este misterio por la misma
razón que debía hacer que se le juzgue de fácil
solución. Me refiero al carácter outré que le
distingue. La policía está confundida por la
aparente ausencia de motivo; no por el asesinato
en sí mismo, sino por la atrocidad de este asesinato.
Están confundidos también por la aparente imposi-
bilidad de conciliar las voces oídas en la discusión
con el hecho de que a nadie encontraron arriba
sino el cadáver de Mademoiselle L'Espanaye,
y que no hubiera forma de salida sin que pudiera
notarlo la gente que subía. El desorden salvaje
de la habitación; el cadáver embutido cabeza
El Crimen de la Rué Morgue 171
abajo en la chimenea; la espantosa mutilación del
cuerpo de la anciana; todas estas consideraciones
ya mencionadas, y otras que no necesito mencio-
nar, han sido suficientes para paralizar la potencia
policiaca, para desorientar completamente la
famosa penetración de los agentes del gobierno.
Han caído en el grosero y común error de confundir
lo inusitado con lo abstruso. Mas, por esta misma
desviación del plano ordinario, la razón descubre
un camino, si le hay, en su persecución de la verdad.
En investigaciones de naturaleza tal como las que
ahora perseguimos, no debe uno preguntarse
¿qué ha pasado? sino ¿qué ha pasado que antes no
había sucedido? En efecto, la facilidad con que
llegaré, o he llegado ya, mejor dicho, a la solución
del misterio, está en razón directa de su insolu-
bilidad a los ojos de la policía. —
Miré de hito en hito a mi amigo, con mudo estu-
por.
— Estoy aguardando, — continuó, lanzando una
ojeada a la puerta de nuestro departamento,
— estoy aguardando a una persona que debe haber
estado complicada en la perpetración de esta car-
nicería aun cuando no haya sido precisamente el
asesino. Es inocente, según toda probabilidad,
de la parte más grave de los crímenes cometidos.
Confío en que mis deducciones sean exactas; por-
que allí he fundado la esperanza de conocer el enig-
ma por completo. Espero a mi hombre aquí, en
este cuarto, en cualquier momento. Es posible
que no venga; pero todas las probabilidades
están a favor de su venida. Si llega, será preciso
172 Cuentos Clásicos del Norte
detenerle. He aquí pistolas; ambos sabremos ma-
nejarlas si la ocasión lo demanda. —
Cogí las pistolas sin saber casi lo que hacía,
y sin dar crédito a mis oídos, mientras Dupín
proseguía como en un soliloquio. He hablado
de su manera abstraída en tales ocasiones. Su
discurso se dirigía a mí; pero su voz, aun cuando
no era alta, tenía la entonación empleada general-
mente cuando se habla con alguna persona a gran
distancia. Sus ojos, de expresión vaga, fijábanse
únicamente en el muro.
— ^Aquello de que las voces que disputaban, —
decía, — oídas por la gente que subía las escaleras,
no eran voces de mujer, está ampliamente com-
probado por la evidencia. Esto descarta la duda
de que la vieja señora hubiera asesinado primero
a su hija para suicidarse después. Hablo de esto
solamente para proceder con método; porque la
fuerza de Madame L'Espanaye jamás habría
podido llevar a cabo la tarea de encajar el cuerpo
de su hija en la chimenea, como fué encontrado;
y la naturaleza de las heridas en su propio cuerpo
excluye toda idea de atentado contra sí misma.
Luego, ha sido cometido el asesinato por tercera
persona; y la voz de aquella o aquellas personas, es
la que se oía en la discusión. Permitidme ahora
hacer notar, no precisamente las declaraciones
respecto de aquellas voces, sino lo que había de
peculiar en aquellas declaraciones. ¿Observasteis
en ello algo de peculiar? —
Insinué que, en tanto que todos los testigos
estaban acordes en calificar la voz gruesa como
El Crimen de la Rué Morgue 173
perteneciente a un francés, había gran diferencia
de opiniones acerca de la voz chillona o desapaci-
ble, como la definió uno de los testigos.
— Esto es la evidencia en sí misma, — dijo Dupín,
— pero no es aún la peculiaridad de la misma evi-
dencia. No habéis observado nada de particular.
Y, sin embargo, había algo digno de ser observado.
Los testigos, como habéis notado, estaban de
acuerdo acerca de la voz gruesa: su testimonio ha
sido unánime. Pero con respecto a la voz chillona,
la peculiaridad consiste, no en que estuvieran en
desacuerdo, sino en que cuando trataron de des-
cribirla un itaUano, un inglés, un español, un
holandés y un francés, cada uno de ellos la juzgó
perteneciente a un extranjero. Todos estaban
seguros de que no era la voz de un compatriota.
Todos la comparan a la voz de un individuo que
se expresara en idioma desconocido. El francés
supone que es un español y "hasta podría haber
distinguido algunas palabras si supiera español.^*
El holandés asegura que era la voz de un francés;
pero encontramos que, "no sabiendo francés el tes-
tigo fué interrogado por medio de Í7itérprete." El
inglés opina que "era voz de alemán," y no conoce
el alemán. El español "está seguro" de que era
un inglés, pero "juzga por el acento" también,
^' pues no sabe inglés.'' El italiano cree que es
la voz de un ruso, pero ^' jamás ha hablado con
ningún ruso.'" Más aún; otro francés difiere de
opinión con el primero y está seguro de que la
voz era de italiano, pero, "jío conociendo este idio-
ma, deduce por el acento, lo mismo que el español.'*
174 Cuentos Clásicos del Norte
Ahora bien; ¿qué voz tan singularmente extraña
es ésta, que provoca declaraciones tan contradic-
torias? ¿En qué acentos se expresaba, para que
naturales de las cinco principales divisiones de
Europa no pudieran percibir nada familiar a sus
oídos ? Diréis que podía ser la voz de un asiático
o de un africano. Ni africanos ni asiáticos abun-
dan en París; mas, sin negar esta posibilidad,
llamaré solamente vuestra atención a tres puntos.
Uno califica la voz de desapacible más bien que
chillona. Otros dos la definen como "rápida y
desigual." Ninguna palabra, ningún sonido seme-
jando palabras ha podido discernirse ni ha sido
mencionado por los testigos.
— Yo no sé, — continuó Dupín, — qué clase de im-
presión he logrado llevar a vuestra mente; pero
no vacilo en decir que las deducciones legítimas
de esta parte tan sólo del testimonio, con referencia
a la voz gruesa y a la voz chillona, bastan por sí
mismas para engendrar la sospecha que debe en-
caminar el proceso de la investigación del misterio.
Digo "deducciones legítimas," pero mi idea no
queda así del todo definida. Intento expresar con
ello que estas deducciones son las únicas razona-
bles, y que la sospecha se levanta inevitablemente
como simple resultado. No manifestaré aún
esta sospecha. Sólo deseo que comprendáis que
en mi mente ha tenido fuerza suficiente para dar
forma definida, cierto giro particular, a mis
investigaciones en el aposento.
Transportémonos ahora con la imaginación
a dicho aposento. ¿Qué debemos buscar ante
El Crimen de la Rué Morgue 175
todo allí? El medio de salida empleado por los
asesinos. No es mucho aventurar si aseguramos
que ninguno de nosotros cree en acontecimientos
sobrenaturales. Madame y Mademoiselle L'Es-
panaye no habían sido asesinadas por espíritus.
Los malhechores eran de carne y hueso, y escapa-
ron como seres de carne y hueso. ¿Cómo, en-
tonces? Afortunadamente sólo hay un modo de
dilucidar el punto, y este modo tiene que llevarnos
a conclusiones definidas. Examinemos, uno por
uno, los medios posibles de salida. Es evidente que
los asesinos estaban en el aposento en que se en-
contró a Mademoiselle L'Espanaye, o al menos en
el cuarto contiguo, cuando el grupo de gente subía
las escaleras. Entonces, sólo tenemos que buscar
las salidas de ambas habitaciones. La policía
ha sondeado los pisos, los techos y la obra de alba-
ñilería de los muros en todas direcciones. No era
posible que escapase a su vigilancia ninguna salida
oculta. Pero no confiando en sus ojos, examiné
con los míos propios. No existían salidas secretas.
Las dos puertas que daban acceso a los cuartos por
el pasadizo estaban cerradas con llave y tenían la
llave por dentro. Volvamos a las chimeneas.
Estas, aunque de anchura ordinaria en los pri-
meros ocho o diez pies sobre el hogar, no admitirían
hasta la salida ni siquiera el paso de un gato grande.
Siendo absoluta la imposibilidad de salida por los
medios indicados, quedamos reducidos a las venta-
nas. Por las del cuarto del frente, nadie podría
haber escapado sin ser visto de la multitud esta-
cionada en la calle. Los asesinos tienen entonces
176 Cuentos Clásicos del Norte
que haber pasado por las ventanas de la pieza
interior. Llegados a esta conclusión de manera
inequívoca, no nos conviene como razonadores
descuidar una serie de imposibilidades aparentes.
Debemos probar únicamente que estas aparentes
"imposibilidades" en realidad no son tales.
Hay dos ventanas en la habitación. Una de
ellas está completamente libre de muebles y del
todo visible. La parte inferior de la otra queda
oculta por la cabecera de la pesada cuja colocada
exactamente en aquella dirección. La primera
ventana se encontró firmemente asegurada por
dentro. Resistió todo el empuje de los que trataron
de levantarla. Habíase abierto con barreno un
gran hueco a la izquierda del marco, y un grueso
clavo estaba profundamente incrustado allí casi
hasta la cabeza. Examinando la otra ventana, se
encontró incrustado un clavo semejante; y fracasó
del mismo modo una vigorosa tentativa para lev-
antar el bastidor. La policía quedó completamente
satisfecha de que la escapatoria no había tenido
lugar por aquel lado. Y, en consecuencia, se
juzgó inútil retirar los clavos y abrir las ventanas.
Mi pesquisa particular fué más minuciosa por
la razón a que antes he aludido; porque yo sabía
que aquél era el punto en que debía probarse que
la imposibilidad aparente no existía en realidad.
Comencé a deducirlo así a posteriori. Los asesinos
habían escapado indudablemente por una de
aquellas ventanas. Siendo así, no era posible
que aseguraran por dentro los bastidores en la
forma en que se encontraron: consideración que,
El Crimen de la Rué Morgue 177
en razón de ser tan obvia, detuvo las pesquisas de
la policía en este terreno. Y sin embargo, los
bastidores estaban asegurados. De consiguiente,
debían tener la facultad de cerrarse por sí mismos.
No había forma de evadir esta conclusión. Me
dirigí a la ventana libre, extraje el clavo con cierta
dificultad, y procuré levantar el bastidor. Resis-
tió todos mis esfuerzos como yo me lo esperaba.
Debía existir un resorte oculto, estaba seguro aho-
ra; y esta comprobación de mis deducciones me
convenció de que mi raciocinio era correcto, aun
cuando todavía existieran circunstancias misterio-
sas con relación a los clavos. Una pesquisa
minuciosa hízome descubrir el resorte oculto. Opri-
mílo, y satisfecho con mi descubrimiento, me
abstuve de levantar el bastidor.
Coloqué nuevamente el clavo en su sitio y me
dediqué a observarlo con atención. Una persona
que pasara a través de esta ventana podía haberla
cerrado de nuevo haciendo jugar el resorte; pero
no era posible volver a colocar el clavo en su sitio.
El resultado era claro y estrechaba de nuevo el
campo de investigación. Los asesinos debían
haber escapado por la otra ventana. Suponiendo,
en tal caso, que el resorte de los bastidores funcio-
nara de igual modo, como era probable, debía
existir alguna diferencia entre los clavos o, por
lo menos, en la manera de colocarlos. Encara-
mándome en el cañamazo del lecho, miré atenta-
mente por encima de la cabecera la segunda
ventana. Pasando la mano por detrás, descubrí
pronto y oprimí el resorte que, como lo había
178 Cuentos Clásicos del Norte
juzgado de antemano, era enteramente igual
a su compañero. Busqué entonces el clavo.
Era tan grueso como el otro y encajaba apa-
rentemente de la misma manera, hundido hasta la
cabeza.
Diréis que estaba confundido; pero si lo creéis
así habéis equivocado la naturaleza de mis induc-
ciones. Usando una frase de cazador, diré que
no había "fallado" una sola vez. Ni un momento
había perdido el rastro. No había grietas en
ningún eslabón de la cadena. Había seguido
la pista al secreto hasta su resultado final; y este
resultado era el clavo. Tenía en todo sentido,
he dicho, la misma apariencia que su compañero
de la otra ventana; pero esta circunstancia era
nula en absoluto, por concluyente que pudiera
parecer, al compararse con la certidumbre de que
allí, en aquel punto, desaparecían las huellas.
Debe haber algo raro en el clavo, pensé. Lo
palpé; y la cabeza, con cerca de una pulgada de
punta quedó entre mis manos. El resto continua-
ba en el agujero, donde se había roto. La fractura
era antigua, porque el borde estaba cubierto de
orín, y procedía evidentemente de algún martillazo
que introdujo a medias la cabeza en el borde su-
perior de la parte baja del bastidor. Coloqué de
nuevo cuidadosamente esta cabeza en el hueco
de donde la había cogido, y su semejanza con un
clavo perfecto era completa; la rotura quedaba
invisible. Oprimiendo el resorte, levanté suave-
mente el bastidor algunas pulgadas; la cabeza se
alzó con el marco continuando segura en su puesto.
El Crimen de la Rué Morgue 179
Cerré la ventana, y la apariencia del clavo resul-
taba otra vez perfecta.
Así, el enigma estaba resuelto. El asesino
había escapado por la ventana que daba sobre el
lecho. Cayendo espontáneamente en su sitio, o
cerrada quizás a propósito, quedó asegurada por
el resorte; y la firmeza del resorte produjo el error
de la policía que juzgó provenía del clavo la resis-
tencia, considerando innecesario pesquisas ulte-
riores.
El problema siguiente era la forma de descenso.
Sobre este punto me encontraba ya satisfecho
desde nuestro paseo alrededor del edificio. A
cinco pies y medio más o menos de la ventana en
cuestión se eleva un pararrayos. Desde este
poste habría sido difícil para cualquiera alcanzar
la ventana, no digo entrar. Observé, sin em-
bargo, que las persianas del cuarto piso eran de
aquella clase particular que los carpinteros pari-
sienses llaman ferradesy forma muy poco usada
en la actualidad, pero que se ve con frecuencia en
las casas antiguas de Lión y de Burdeos. Son
semejantes a una puerta ordinaria de una sola
hoja, excepto en su mitad superior hecha en forma
de celosía, o labrada a manera de enrejado; ofre-
ciendo así excelente apoyo para los manos. En
esta casa las persianas tienen muy bien tres pies y
medio de anchura. Cuando las divisé desde la
parte trasera del edificio, estaban ambas abiertas
hasta la mitad, es decir, formando ángulo recto
con el muro. Es probable que la policía haya exa-
minado como yo la espalda de la casa; pero de ser
180 Cuentos Clásicos del Norte
así, no advirtió la gran anchura de las persianas,
o no le prestó por lo menos la debida consideración.
En efecto, persuadidos de que no había salida
de este lado, naturalmente descuidaron examen
más minucioso. Era claro para mí, sin embargo,
que la persiana correspondiente a la ventana situa-
da a la cabecera del lecho llegaría a cerca de dos
pies de distancia del pararrayos, si se dejaba
caer por completo sobre el muro. Era también
evidente que poniendo en juego un grado extraor-
dinario de vigor y de audacia, podía efectuarse
la entrada por la ventana escalando el pararrayos.
Una vez llegado a la distancia de dos pies y medio
(suponiendo que la persiana estuviera abierta en
toda su extensión), podía encontrar el ladrón
sólido apoyo en el enrejado. Demos pues por
sentado que escaló el poste afirmando los pies
contra el muro, y que lanzándose de allí intrépida-
mente hizo oscilar la persiana en forma de cerrarla;
y suponiendo que la ventana estuviese abierta,
pudo deslizarse él mismo dentro de la habitación.
Deseo que tengáis especialmente presente que
me refiero a un grado extraordinario de vigor como
requisito esencial para el éxito de hazaña tan difícil
y arriesgada. Mi designio es demostrar, primero,
que la cosa era realizable; pero segunda y principal-
mente, necesito impresionar vuestra mente con
el carácter extraordinario, casi sobrenatural, de la
agilidad que era capaz de llevarla a cabo.
Diréis indudablemente, usando lenguaje le-
gista, que para hacer comprensible el caso, de-
bería más bien disminuir que acrecer la apreciación
El Crimen de la Rué Morgue 181
de la fuerza necesaria para ejecutarlo. Este
puede ser el método legista, pero no es el del
raciocinio. Mi objeto final es descubrir la verdad.
Mi propósito inmediato, conduciros a poner de
acuerdo aquel vigor extraordinario a que acabo de
referirme, con la voz chillona, desapacible y
desigual sobre cuya nacionalidad no han podido
convenir siquiera dos personas, y en cuya enuncia-
ción no ha podido discernirse silabeo alguno. —
A estas palabras cierta vaga e informe concep-
ción de la idea de Dupín revoloteó en mi mente.
Parecíame encontrarme al borde de la comprensión,
como sucede a veces que nos sentimos al mismo
borde del recuerdo sin llegar al fin a dar forma a
las reminiscencias. Mi amigo continuó:
— Observaréis, — dijo, — que he tratado el asunto
desde la manera de salida hasta la de acceso. Mi
intención era sugerir que ambos se habían efec-
tuado de igual forma y por el mismo punto. Vol-
vamos ahora al interior del aposento. Observe-
mos aquí el aspecto de la decoración. Los cajones
del tocador, dicen, habían sido saqueados, aunque
muchos artículos de adorno quedaban todavía allí.
Esta conclusión es absurda. Es simplemente
una proposición bastante necia y nada más.
¿Cómo podían saber que los objetos encontrados
en los cajones no eran todos los que allí se hallaban
de ordinario? Madame L'Espanaye y su hija
llevaban una vida muy retirada, no recibían visi-
tas, salían rara vez, tenían en suma poca oportuni-
dad para muchos cambios de atavío. Los objetos
que se encontraron eran, por lo menos, de tan buena
182 Cuentos Clásicos del Norte
calidad como los demás que usaban aquellas se-
ñoras. Si el ladrón hubiera cogido alguno, ¿por
qué no había de tomarlos todos? En una palabra,
¿por qué abandonar cuatro mil francos en oro
para embarazarse con un paquete de trapos?
El oro se había abandonado. Casi toda la suma
indicada por Monsieur Mignaud, el banquero, fué
encontrada en talegos en el suelo. Quiero, por
consiguiente, que descartéis la disparatada idea
de motivo engendrada en el cerebro de la policía por
aquella parte del testimonio que habla de dinero
entregado a las puertas de la casa. Coincidencias
diez veces más notables que la entrega del
dinero y el asesinato cometido dentro del tercer
día, suceden en todos los momentos de nuestra
vida, sin llamar la atención siquiera sea superficial-
mente. Las coincidencias representan en general
grandes tropiezos en la vía de aquellos pensadores
que no están acostumbrados a sondear la teoría
de las probabilidades, teoría a que se deben los
resultados más gloriosos de la investigación hu-
mana para mayor gloria de la ilustración. En el
caso actual, si el oro hubiese desaparecido, el
hecho de haberse entregado tres días antes habría
sido algo más que coincidencia. Habría corrobo-
rado la idea del motivo. Mas, bajo las verdaderas
circunstancias, si creemos que el oro fué la causa
del crimen, tendríamos que juzgar al criminal tan
idiota e incapaz como para abandonar a la vez su
oro y su motivo.
Conservando ahora cuidadosamente en mira
los puntos hacia los cuales he dirigido vuestra
El Crimen de la Rué Morgue 183
atención: aquella voz peculiar, aquella extraordi-
naria agilidad y la chocante ausencia de motivo
en un crimen tan singularmente atroz, demos
una ojeada al asesinato en sí mismo. Tenemos
aquí una mujer estrangulada por la fuerza de las
manos y encajada cabeza abajo en una chimenea.
Los asesinos no emplean ordinariamente tales
medios. Y menos aún, disponen de los cadáveres
en*_^semejante forma. Convendréis conmigo en
que había algo excesivamente outréy algo irrecon-
ciHable completamente con las nociones comunes
del impulso humano en la manera de arrojar este
cuerpo por la chimenea, aun cuando queramos
suponer al autor el más depravado de los hombres.
Pensad asimismo jcuán enorme debe haber sido
la fuerza capaz de empujar hacia arriba el cadáver
en cavidad tan estrecha que apenas fué suficiente
el esfuerzo reunido de varios hombres para arras-
trarlo hacia abajo !
Volvamos luego a las otras manifestaciones de
este vigor maravilloso. Había en el hogar made-
jas, gruesas madejas, de grises cabellos humanos
arrancados de raíz. Conocéis la fuerza enorme
que requiere arrancar juntas siquiera veinte o
treinta hebras de pelo. Visteis, lo mismo que yo,
las madejas a que se alude. Las raíces (¡repug-
nante espectáculo!) estaban adheridas a frag-
mentos de piel del cráneo, muestra irrefutable de
la fuerza prodigiosa que se había desplegado para
arrancar quizá medio millón de hebras a la vez.
El cuello de la anciana no solamente se había
cortado, sino que la cabeza estaba separada por
184 Cuentos Clásicos del Norte
completo del tronco: el instrumento había sido una
sencilla navaja. Observad también la ferocidad
brutal de estas circunstancias. No digo nada de
las magulladuras del cuerpo de Madame L'Espa-
naye. Morisieur Dumas y su digno coadjutor
Monsieur Etienne, han declarado que fueron
producidas por algún instrumento obtuso; y estos
caballeros tienen muchísima razón. El instru-
mento obtuso fué evidentemente el enlosado pavi-
mento del patio donde fué arrojada la víctima
desde la ventana que daba sobre el lecho. Esta
idea, por sencilla que parezca, escapó a la policía
por la misma razón que no advirtió la anchura de
las persianas; pues que la circunstancia de los
clavos obstruyó herméticamente su percepción
acerca de la posibilidad de que las ventanas hu-
bieran sido abiertas en cualquier forma.
Si, además de todo esto, reflexionamos debida-
mente en el desorden peculiar de aquella habita-
ción, llegaremos a combinar las diversas ideas de
una agilidad asombrosa, una fuerza sobrehumana,
una ferocidad brutal, una carnicería sin objeto,
un horror que toca en lo grotesco, absolutamente
extraño a toda humanidad, y una voz de entona-
ción extranjera a los oídos de hombres de muchas
naciones y desprovista de toda pronunciación
distinta e inteligible. ¿Qué resultado se des-
prende ? ¿ Qué impresión hace todo esto en vuestra
mente.'' —
Sentí un escalofrío en los huesos cuando Dupín
me dirigió esta pregunta.
— ¡Un loco, ha sido un loco el autor de estos^
El Crimen de la Rué Morgue 185
asesinatos! — exclamé; — algún maníaco escapado
de cualquier maison de santé de las cercanías.
— En cierto modo, — replicó, — vuestra idea
no está desprovista de razón. Pero la voz de los
locos, aun en sus más furiosos paroxismos, jamás
ha concordado con la descripción de la voz peculiar
oída arriba. Los locos tienen alguna nacionalidad,
y su lenguaje, aunque incoherente en su fraseolo-
gía, tiene siempre la coherencia del silabeo. Ade-
más, el pelo de los locos no es semejante al que
tengo entre las manos. Desenredé este pequeño
mechón de entre los dedos rígidos y crispados de
Madame L'Espanaye. Decidme lo que pensáis
acerca de esto.
— ¡Dupín! — exclamé, completamente enervado;
— ¡este pelo es de lo más raro; esto no es cabello
humano!
— Ni yo he dicho que lo fuera, — repuso él;
— pero antes de decidir este punto querría que mi-
raseis el pequeño croquis que he delineado en este
papel. Es un facsímile de lo que se ha descrito en
cierta parte del testimonio como "obscuras marcas
y profundas huellas de uñas" en la garganta de
Mademoiselle L'Espanaye; y en otra declaración,
la de Messieurs Dumas y Étienne, como "una
serie de manchas amoratadas producidas evidente-
mente por la impresión de los dedos."
— Observaréis — continuó mi amigo, extendien-
do el papel ante mis ojos sobre la mesa, — que este
dibujo da la idea de un apretón firme y fijo. No
hay el menor deslizamiento aparente. Cada dedo
ha conservado, probablemente hasta la muerte de
186 Cuentos Clásicos del Norte
la víctima, la espantosa posición en que se había
incrustado. Procurad ahora colocar vuestros de-
dos al mismo tiempo en las respectivas impresiones
que aparecen. —
Procuré en vano hacer lo que me indicaba.
— Quizá no ensayamos convenientemente este
punto, — insistió mi amigo. — El papel está exten-
dido en una superficie plana y la garganta humana
es cilindrica. He aquí un trozo de madera cuya
circunferencia es más o menos igual a la del cuello.
Envolved allí el dibujo y ensayad de nuevo. —
Hice como me decía; pero la dificultad era
todavía mayor que antes.
— ¡Esto, — exclamé, — no es la huella de una
mano humana!
— Leed ahora este pasaje de Cuvier, — replicó
Dupín.
Contenía una relación minuciosa y la descrip-
ción anatómica general del gran orangután leonado
de las islas de las Indias Orientales. La gigantesca
estatura, la fuerza y agilidad prodigiosas, la fero-
cidad salvaje y las propensiones imitativas de este
mamífero son bastante conocidas por todos. Com-
prendí inmediatamente todos los horrores del
asesinato.
— La descripción de los dedos, — dije al terminar
lalectura, — corresponde exactamente a este dibujo.
Es evidente que sólo un orangután, y de la especie
indicada, podría haber impreso las huellas que
habéis delineado. El mechón de pelo rojizo es
idéntico también al color del animal descrito por
Cuvier. Mas no llego a penetrar los detalles de
El Crimen de la Rué Morgue 187
este horrible misterio. Además, se oyeron dos
voces en la disputa, y una de ellas era incontesta-
blemente la de un francés.
— Es verdad; y recordaréis una expresión que los
testigos atribuyen casi unánimemente a esta voz;
la exclamación *'wow Dieu!'' Esta expresión,
de acuerdo con las circunstancias, ha sido justa-
mente definida por uno de los testigos, Montani el
confitero, como reproche o amonestación amistosa.
Sobre estas dos palabras he fundado, de consi-
guiente, mis mayores esperanzas para la solución
completa del enigma. Un francés conocía el
crimen. Es posible, y a la verdad más que pro-
bable, que fuera inocente de toda participación
en la sangrienta hazaña que se realizaba. El
orangután puede habérsele escapado. Puede ha-
berle perseguido hasta el aposento; pero bajo las
terribles circunstancias que sobrevinieron, le fué
probablemente imposible capturarlo. Está to-
davía perdido. No proseguiré haciendo conje-
turas; no tengo derecho de darles otro nombre,
puesto que los ligeros matices de reflexión en que
están basadas arrojan apenas luz suficiente para
mi propia comprensión, y no puedo pretender,
de consiguiente, hacerlos perceptibles a ninguna
otra persona. Llamémoslas conjeturas y hable-
mos de ellas como tales. Si el francés aludido es,
como creo, inocente de esta atrocidad, el anuncio
que dejé anoche, al regresar a casa, en las oficinas
de Le Monde, periódico dedicado a los intereses
marítimos y muy buscado por los marineros, le
traerá verosímilmente a nuestra morada. —
188 Cuentos Clásicos del Norte
Alargóme un papel en donde leí lo siguiente:
CAPTURADO
En el Bois de Boulogne, en las primeras horas de la mañana
del presente (la mañana del crimen), un gran oran-
gután leonado de la especie de la isla de Borneo. El propie-
tario, que se asegura ser un marinero perteneciente a un
buque maltes, puede recoger el animal, siempre que lo identi-
fique satisfactoriamente y pague algo por su captura y manu-
tención. Acudid al Número , Rué , Faubourg
Saint-Germain, piso tercero.
— ¿Cómo es posible, — pregunté, — que sepáis
que el hombre es un marinero y que pertenece a
un buque maltes.''
— No lo sé, — repuso Dupín. — No estoy seguro
de ello. Sin embargo, he aquí un pequeño frag-
mento de cinta que, a juzgar por su forma y su
aspecto grasoso, se ha usado evidentemente para
atar el cabello en esas largas queues a que son tan
aficionados los marineros. Mas aún; este nudo
pueden hacerlo muy pocos marineros, siendo pe-
culiar de los malteses- Recogí la cinta al pie del
pararrayos. No puede haber pertenecido a nin-
guna de las víctimas. Después de todo, aun
cuando estuviere equivocado en las inducciones
provocadas por esta cinta, respecto de que el
francés sea un marinero de algún buque maltes,
no hay ningún mal en decirlo en el anuncio. Si
estoy equivocado, él supondrá sencillamente que
voy errado por cualquiera circunstancia que no se
tomará el trabajo de inquirir. Pero de acertar,
El Crimen de la Rué Morgue 189
habré conseguido un gran triunfo. En efecto,
sabedor del crimen aunque inocente, naturalmente
vacilaría el francés en acudir al anuncio y reclamar
el orangután. Pero razonará así: "Soy inocente;
soy pobre; mi orangután es muy valioso; para
cualquiera en mis circunstancias representa una
fortuna; ¿por qué había de perderlo por vanas
aprensiones de peligro.? Está allí, a mi alcance.
Ha sido encontrado en el Bois de Boulogne, a gran
distancia del lugar de los asesinatos. ¿Cómo pue-
de sospecharse que un estúpido animal haya come-
tido el crimen? La poHcía ha fracasado; no ha
podido encontrar la más ligera huella. Aun
cuando siguieran la pista al animal, sería imposible
que probaran mi conocimiento del suceso o que
me implicaran en la culpabilidad por haberlo
sabido. De otro lado, me conocen. El anunciador
me designa como dueño del animal. No sé hasta
qué punto puedan llegar sus datos acerca de mi
persona. Si rehuyo reclamar una propiedad de
tanto valor y de la cual se me conoce como dueño,
haré sospechoso por lo menos al orangután. No
es buena diplomacia atraer la atención sobre mí
ni sobre el animal. Acudiré al anuncio, recogeré
mi orangután y lo tendré encerrado hasta que
haya pasado todo el alboroto." —
En este momento oímos pasos en la escalera.
— ^Tened al alcance vuestras pistolas, — dijo
Dupín; — pero no hagáis uso de ellas ni las mostréis,
sino cuando os dé la señal. —
Se había dejado abierta la puerta de la casa,
y el visitante entró sin llamar, avanzando algunos
190 Cuentos Clásicos del Norte
peldaños en la escalera. Ahora, sin embargo,
parecía vacilar. Luego, le oímos descender. Du-
pín se dirigía rápidamente hacia la puerta cuando
advertimos que regresaba de nuevo. No retro-
cedió ya, sino que avanzó por el contrarío con
decisión y golpeó la puerta de nuestro aposento.
— Adelante, — dijo Dupín, en tono placentero y
jovial.
Un individuo entró. Era un marinero, eviden-
temente: alto, grueso y musculoso, y con cierto
aspecto de intrepidez no del todo desprovisto de
atractivo. Su rostro, muy tostado por el sol,
estaba medio oculto por las patillas y el mustachio.
Llevaba un gran garrote de roble, mas no parecía
tener armas de otra clase. Inclinóse desmañada-
mente, lanzándonos un "buenas tardes," con acento
francés que, aunque sonaba un poco a Neufchatel,
revelaba bastante su origen parisién.
— Sentaos, amigo mío, — dijo Dupín. — Su-
pongo que venís por el orangután. Mi palabra,
casi os envidio su posesión; un animal muy her-
moso e indudablemente de gran valor. ¿Qué edad
le suponéis .f* —
El marinero respiró largamente, como hombre
que se ve libre de peso intolerable, y replicó en
tono firme:
— No sabría decirlo con exactitud; pero no puede
tener más de cuatro o cinco años. ¿Lo guardáis
aquí?
— Oh, no; no tenemos aquí comodidad para
conservarlo. Está en un establo de la rué Du-
bourg, muy cerca de este barrio. Se os entregará
El Crimen de la Rué Morgue 191
mañana. ¿ Estáis dispuesto, por supuesto, a iden-
tificar la propiedad?"
— Seguramente que sí, señor.
— Sentiré separarme del animal, — dijo Dupín.
— ^No imagino que os hayáis tomado esta moles-
tia en balde, señor. No podría esperarlo. Estoy
dispuesto a recompensar el hallazgo del animal,
es decir, una cosa razonable.
— Bien, — replicó mi amigo, — eso está muy bien,
seguramente. ¡Dejadme pensar! ¿qué pediré?
¡Oh! Voy a decíroslo. Mi recompensa será ésta.
Vais a darme todos los detalles que sepáis acerca
de esos asesinatos de la rué Morgue. —
Dupín pronunció las últimas palabras en voz
muy baja y con gran tranquilidad. Con igual
mesura se adelantó también hacia la puerta, la
cerró, y puso la llave en su faltriquera. Sacó
luego una pistola de su pecho y la colocó sobre la
mesa sin la menor precipitación.
El semblante del marinero se encendió como si
le acometiera un acceso de asfixia. Levantóse
y aseguró el garrote; pero un instante después
se dejó caer sobre la silla, temblando violentamente
y con aspecto mortal. No pronunció una sola
palabra. Yo le compadecía desde el fondo de mi
corazón.
— ^Amigo mío, — dijo Dupín en tono afectuoso,
— os alarmáis sin motivo, realmente. No intenta-
mos haceros daño alguno. Yo sé perfectamente
que sois inocente de las atrocidades de la rué
Morgue. No negaré, sin embargo, que en cierto
modo os encontráis complicado en ellas. Por lo
152 Cuentos Clásicos del Norte
que os he dicho comprenderéis que he tenido datos
sobre este asunto, datos que jamás podríais ima-
ginar. Ahora la cosa se presenta de esta manera.
Nada habéis hecho que pudierais haber evitado;
nada ciertamente que os haga culpable. Ni
siquiera sois culpable de robo, cuando podríais
haber robado impunemente. Nada tenéis que
ocultar, ni tenéis razón alguna para hacerlo. De
otro lado, todos los principios de honor os obligan
a confesar lo que sabéis. Un hombre inocente se
encuentra ahora en prisión acusado de un crimen
del cual vos podéis señalar el perpetrador. —
El marinero había recobrado en gran parte su
presencia de ánimo mientras Dupín pronunciaba
estas palabras; mas todo el aplomo había desapa-
recido de su continente.
— ¡Así Dios me ayude! — exclamó tras breve
pausa. — Os diré todo lo que sé de este asunto,
mas no puedo esperar que creáis siquiera la mitad;
loco sería, en verdad, si tal pensara. Sin embargo,
soy inocente, y mi último suspiro será muy limpio
si muero por esta causa. —
Lo que dijo en substancia fué lo siguiente. Ha-
bía realizado últimamente un viaje al archipiélago
indio. Un grupo, del cual formaba parte, desem-
barcó en Borneo y siguió al interior en excursión
de placer. El y un camarada cogieron al orangu-
tán. Muerto su compañero, pasó el animal a su
exclusiva propiedad. Después de muchas dificul-
tades en su viaje de regreso, ocasionadas por la
intratable ferocidad de su cautivo, logró al fin
instalarlo con seguridad en su propio domicilio en
El Crimen de la Rué Morgue 195
París, donde tratando de evitar la desagradable
curiosidad de los vecinos, lo tuvo cuidadosamente
encerrado hasta que se recobrara de una herida en
el pie causada por una astilla a bordo del buque.
Su designio posterior era venderlo.
Volviendo a su casa después de una fiesta de
marineros, en la noche, o más bien en la mañana
del crimen, encontró al animal instalado en su
propio dormitorio, en donde se había introducido
forzando la puerta de un pequeño gabinete con-
tiguo en el cual pensaba su amo tenerle segura-
mente confinado. Navaja abierta en mano,
se hallaba sentado frente al espejo ensayando la
operación de afeitarse en que probablemente sor-
prendió alguna vez a su dueño, mirando por el
agujero de la llave. Aterrorizado al ver arma
tan peligrosa en poder de animal tan feroz y tan
apto para manejarla, el hombre quedó sin saber
que hacer durante los primeros momentos. Acos-
tumbraba, sin embargo, dominar al orangután
con ayuda de un látigo, y a este medio recurrió
en aquella circunstancia. Apenas el animal le
divisó lanzóse a la puerta del aposento, luego a las
escaleras, y por una ventana, desgraciadamente
abierta, se arrojó a la calle.
El francés le siguió lleno de desesperación.
El orangután, todavía con la navaja abierta en la
mano, deteníase de vez en cuando para mirar
hacia atrás y gesticular a su perseguidor hasta
que éste llegaba casi a alcanzarle. Entonces
echaba a correr de nuevo. De esta manera con-
tinuó la caza por largo tiempo. Las calles estaban
194 Cuentos Clásicos del Norte
desiertas y en silencio profundo, pues eran cerca
de las tres de la mañana. Atravesando una calle-
juela a espaldas de la rué Morgue, llamó la
atención del fugitivo una luz que brillaba en la
ventana abierta del aposento de Madame L'Es-
panaye, en el cuarto piso del edificio. Abalan-
zándose hacia la casa, advirtió el pararrayos, lo
escaló con agilidad inconcebible, se asió de la
persiana que caía completamente sobre el muro,
y por este medio lanzóse directamente a la cabe-
cera de la cuja. Todo esto no había ocupado el
espacio de un minuto. El orangután empujó otra
vez la persiana dejándola abierta cuando se intro-
dujo en la habitación.
El marinero quedó a la vez regocijado y perplejo.
Tenía ahora la esperanza de capturar a la fiera,
que difícilmente podría escapar de la trampa en
que se había metido a no ser por el poste que en-
contraría interceptado a la salida. De otro lado,
había muchos motivos de ansiedad al pensar en
lo que podría hacer dentro de la casa. Esta última
reflexión indujo al hombre a seguir al fugitivo.
Un pararrayos no es difícil de escalar, especial-
mente para un marinero; pero cuando llegó ala
altura de la ventana, que quedaba bastante lejos
hacia la izquierda, vióse obligado a detenerse; lo
más que pudo hacer fué alzarse un poco para echar
una ojeada al interior de la habitación. Al mirar,
casi perdió su punto de apoyo a impulsos de su
excesivo horror. Entonces fueron aquellos horri-
bles alaridos que despertaron a todos los habitantes
de la rué Morgue. Madame L'Espanaye y su
El Crimen de la Rué Morgue 195
hija, en traje de dormir, estaban aparentemente
arreglando algunos papeles en la caja de hierro de
que antes se ha hecho mención, y que habían
rodado hasta el medio del aposento. Estaba
abierta, y su contenido yacía a un lado en el suelo.
Las víctimas estaban sentadas de espaldas a
la ventana; y por el tiempo transcurrido entre el
acceso de la fiera y los alaridos, se comprende que
no notaron su presencia en el primer momento.
El golpe de la persiana pudo atribuirse al viento,
naturalmente.
Cuando el marinero alcanzó a mirar adentro, el
gigantesco animal había cogido a Madame L'Es-
panaye por el cabello, que llevaba suelto como si
hubiera estado peinándose, y blandía la navaja
ante su rostro imitando los ademanes de un bar-
bero. La hija yacía privada de movimiento: se
había desmayado. Los gritos y la lucha de la
anciana, durante la cual le fueron arrancados los
cabellos, convirtieron en ira los hasta entonces
pacíficos propósitos del orangután. Con delibera-
do empuje de su brazo musculoso separó casi com-
pletamente la cabeza del tronco. La vista de la
sangre enardeció su ira convirtiéndola en frenesí.
Rechinando los dientes y echando fuego por los
ojos, lanzóse sobre el cuerpo de la joven e incrustó
sus temibles garras en la garganta de Mademoiselle
L'Espanaye reteniendo su aliento hasta que expiró.
Sus miradas furtivas y salvajes fijáronse entonces
en la cabecera del lecho sobre la cual pudo distin-
guir el rostro de su amo, rígido por el horror. La
furia de la fiera, que no dudaba que su amo llevaba
196 Cuentos Clásicos del Norte
aún el temible látigo, se convirtió instantánea-
mente en pavor. Consciente de merecer castigo,
parecía deseosa de ocultar sus sangrientas hazañas
y se removía en torno del aposento en agonía
nerviosa de agitación, echando abajo los muebles
y destrozándolos en su ir y venir, y arrancando y
tirando al suelo los cobertores y colchones del
lecho. Por último, se apoderó primero del cuerpo
de la hija y lo embutió en la chimenea en la forma
en que fué encontrado; y luego, del de la vieja
señora arrojándolo inmediatamente por la ventana.
Al aproximarse el orangután con su mutilada
carga, el marinero se lanzó despavorido al pararra-
yos, y precipitándose más que deslizándose hasta
el suelo se apresuró a regresar a su domicilio,
temiendo las consecuencias de aquella carnicería,
y prescindiendo con satisfacción, en medio de su
terror, de toda preocupación por la suerte del
animal. Las palabras oídas por el grupo que subía
las escaleras eran las exclamaciones de horror y
espanto del francés, mezcladas a los alaridos de-
moniacos de la fiera.
Queda muy poco que añadir. El orangután
escapó probablemente por el pararrayos momentos
antes del forzamiento de la puerta. Debe haber
cerrado la ventana al salir. Fué capturado des-
pués por su mismo dueño, que obtuvo por él una
fuerte suma en el Jardin des Plantes. Le Bon
fué puesto en libertad inmediatamente que se
relataron estos acontecimientos en el despacho del
prefecto de policía, acompañados de algunos
comentarios de Dupín. El funcionario de policía,
El Crimen de la Rué Morgue 197
a pesar de sus buenas disposiciones hacia mi amigo,
no pudo ocultar su desagrado por el giro que había
tomado este asunto; y aun se dejó arrastrar a una
o dos frasecillas sarcásticas respecto de la con-
veniencia de que cada cual se preocupe de aquello
que le importe.
— Dejadle hablar, — dijo Dupín, que no juzgó
necesario replicar. — Dejadle hacer frases: esto
aligerará su conciencia. Estoy satisfecho de
haberle derrotado en su propio terreno. A pesar
de todo, su fracaso en la solución de este misterio
no es tan sorprendente como él se imagina; porque
en verdad nuestro amigo el prefecto es más astuto
que profundo. No hay cuerpo en su sabiduría.
Es como si fuera todo cabeza y nada de miembros,
como los retratos de la diosa Laverna; o a lo más,
todo cabeza y busto como el bacalao. Pero es una
buena persona, después de todo. Le admiro
especialmente por sus golpes maestros de inversión,
a lo que debe su reputación de habilidad. Me
refiero al método que practica *'í/<? nier ce qui est,
et d'expliquer ce qui n'est pas."
EL GATO NEGRO
EL GATO NEGRO
NO ESPERO ni solicito fe para la narración
tan sencilla como extravagante que está a
punto de brotar de mi pluma. Locura
sería en verdad el esperarlo, pues que mis pro-
pios sentidos rechazan su evidencia. Sin embargo,
no estoy loco, ni estoy soñando, de seguro. Mas
debo morir mañana y quiero hoy aligerar el peso
de mi alma. Mi propósito inmediato es presentar
llana y sucintamente a los ojos del lector, sin co-
mentario de ninguna clase, una serie de simples
acontecimientos domésticos. En sus consecuen-
cias, estos acontecimientos me han aterrorizado,
me han torturado, me han deshecho. A pesar de
todo, no trataré de interpretarlos. Para mí sólo
han representado el Horror; para muchos otros
serán quizá no tanto terribles como haroques. Es
posible que se encuentre después algún entendi-
miento que reduzca mi fantasma a los límites
de lo vulgar; algún entendimiento más sereno, más
lógico y mucho menos excitable que el mío, capaz
de percibir en las circunstancias que expreso lleno
de pavor, simplemente la sucesión ordinaria de las
causas y efectos más naturales.
Desde mi niñez híceme notar por la docilidad y
ternura de mi temperamento. La bondad de mi
corazón revestía caracteres de delicadeza tan ex-
201
202 Cuentos Clásicos del Norte
quisita, que me hacía el blanco de las burlas de mis
compañeros. Era particularmente afecto a los
animales, y mis padres condescendían con esta
inclinación procurándome gran diversidad de
favoritos, a los que consagraba la mayor parte
de mi tiempo; y nunca era tan feliz como cuando
les alimentaba y acariciaba. Esta peculiaridad de
mi carácter aumentó en la adolescencia, y aun en
la virilidad derivaba de aquella fuente muchos de
mis mejores goces. Apenas necesito explicar a los
que hayan sentido afección por algún perro fiel e
inteligente la intensidad de placer que produce
este sentimiento. Existe en el amor generoso y
abnegado de un irracional algo que va directamente
al corazón de aquel que haya tenido ocasión de
comprobar a menudo la ruin amistad y la lealtad
tan deleznable del hombre.
Me casé joven y tuve la suerte de encontrar en
mi mujer inclinaciones semejantes a las mías.
Observando mi afición por los animales domésticos,
no perdía ella ocasión de procurarse los más lindos.
Teníamos pájaros, peces dorados, un perro fino,
conejos, un pequeño mono y tm gato.
Era éste un enorme y hermoso animal, entera-
mente negro, e inteligente hasta un grado excep-
cional. Al ocuparnos de su inteligencia, mi mujer,
que tenía gran fondo de superstición, hacía fre-
cuentes alusiones al antiguo concepto popular
que considera brujas disfrazadas a todos los gatos
negros. No que prestara ella fe a esta creencia;
y si menciono la idea, es por la sencilla razón de que
la recuerdo ahora de pasada.
El Gato Negro 203
Plutón, que así se llamaba el gato, era el prefe-
rido entre los diversos favoritos y mi compañero
habitual de juegos. Solamente yo le alimentaba,
y él acostumbraba seguirme por todas partes den-
tro de la casa; siéndome difícil evitar que hiciera
lo propio también por las calles.
Nuestra amistad continuó así por varios años,
durante los cuales, y a impulsos del demonio
Intemperancia (me ruborizo al confesarlo), mi
temperamento y mi carácter sufrieron radical
alteración hacia el mal. Día por día hacíame más
taciturno e irritable, y guardaba menos considera-
ción a los demás. Aun me permitía usar con mi
mujer un lenguaje destemplado, llegando después
hasta la violencia personal. Mis favoritos hu-
bieron de sentir, naturalmente, este cambio de
disposición. No solamente les descuidaba, sino
que abusaba de ellos. Todavía conservaba Plu-
tón, sin embargo, ciertas prerrogativas que me
impedían maltratarle, como lo hacía sin escrúpulo
de ninguna clase con el mono, los conejos y aun
el perro, cuando por cariño o por casualidad se
atravesaban en mi camino. Pero la enfermedad
avanzaba — ¡el Alcohol es semejante a una en-
fermedad!— y al fin hasta Plutón que se volvía
viejo, e impertinente en consecuencia, comenzó a
sufrir los efectos de mi mal temperamento.
Una noche en que regresaba a casa muy embriag-
ado, después de una orgía en una de mis guaridas
habituales en la ciudad, se me ocurrió que el gato
evitaba mi presencia. Cogíle entonces ; y, en su ter-
ror por mi violencia, me infirió una pequeña herida
204 Cuentos Clásicos del Norte
mordiéndome la mano. Instantáneamente se apo-
deró de mí una furia demoniaca. No me conocía
a mí mismo. Mi alma prístina parecía haber
escapado en aquel momento de mi cuerpo; y una
maldad diabólica, nutrida por la ginebra, estreme-
cía todas mis fibras. Saqué un cortaplumas del
bolsillo de mi chaleco, abríle, y deliberadamente
arranqué de su órbita uno de los ojos del animal.
¡Me avergüenzo, me quemo, me horrorizo, al
escribir esta abominable atrocidad!
Cuando al día siguiente volví a la razón, después
de haber dormido los humos de la orgía nocturna,
experimenté un sentimiento mitad de horror mitad
de remordimiento por el crimen cometido; pero
era apenas un sentimiento débil y equívoco que
no llegó a conmover mi ánima. Me sumergí de
nuevo en los excesos y ahogué pronto en vino la
memoria de mi hazaña.
Al mismo tiempo el gato se recobraba lenta-
mente. El hueco vacío del ojo presentaba, es
verdad, terrible aspecto; pero el animal no parecía
sufrir ningún dolor. Iba y venía por la casa como
de costumbre; mas, como era de esperarse, huía
aterrorizado a mi aproximación. Tenía yo todavía
bastante corazón para sentirme apenado por esta
evidente prueba de desafecto de parte de un ser
que tanto me había amado en otro tiempo. Pero
este sentimiento se convirtió pronto en irritación.
Y se presentó entonces, para confirmar mi de-
pravación final e irrevocable, el espíritu de Per-
versidad. De este espíritu no se ocupa la filosofía.
Sin embargo, no estoy tan cierto de la existencia
El Gato Negro 205
de mi alma como de que la perversidad es uno de
los impulsos primitivos del corazón humano: una
de las facultades primordiales e indivisibles que
definen la orientación del carácter del hombre.
¿Quién no se ha sorprendido cien veces cometiendo
alguna acción vil y torpe por la sola razón de que
no debería hacerlo? ¿No existe acaso en nosotros,
cierta perpetua inclinación a violar la Ley^ contra
todo el torrente de nuestro buen criterio, y sólo
porque comprendemos que tiene razón de ser? El
espíritu de perversidad, decía, vino a poner el
colmo a mi depravación. Aquella ansia infatigable
del alma de vejarse a sí misma, de violentar su
propia naturaleza, de hacer el mal por puro gusto,
me impulsaba continua y tenazmente a consumar
el daño que había inflingido al inofensivo animal.
Una mañana, a sangre fría, pasé un lazo a su cuello
y lo colgué de la rama de un árbol; lo ahorqué con
lágrimas que corrían de mis ojos y el remordimiento
más amargo que laceraba mi corazón; lo ahorqué
porque sabía que me había amado y porque sentía
que no me había dado motivo de ofensa; lo ahorqué
porque comprendía que al hacerlo así cometía
un pecado, un pecado mortal que exponía mi
alma a encontrarse, si tal era posible, más allá de
la gracia infinita del Dios más misericordioso y más
terrible.
En la noche del día en que cometí esta crueldad,
desperté a los gritos de incendio. Las cortinas de
mi cama estaban convertidas en llamas. Toda la
casa ardía. Con gran trabajo pudimos escapar de
esta conflagración mi mujer, mi criada y yo. To-
206 Cuentos Clásicos del Norte
das mis riquezas desaparecieron repentinamente,
y desde entonces me entregué a la desesperación.
Estoy por encima de la flaqueza de establecer
relación alguna de causa y efecto entre el desastre
y la atrocidad cometida. Pero refiero una cadena
de acontecimientos y no quiero dejar ningún
eslabón incompleto. Al día siguiente del incendio
visité las ruinas. Todos los muros, con excepción
de uno, se habían desplomado. El que continuaba
en pie era la pared no muy gruesa de una habitación
situada en el centro de la casa, y contra la cual
descansaba antes la cabecera de mi lecho. El
estuco había resistido allí en gran parte la acción
del fuego, hecho que atribuí a su reciente aplica-
ción. Densa muchedumbre se había apiñado cerca
de este muro, y muchas personas parecían exami-
nar cierta parte con viva y minuciosa atención.
Las palabras "¡extraño!" "¡singular!" excitaron
mi curiosidad. Me aproximé, y pude observar
la figura de un gato gigantesco grabado como al
bajo relieve sobre la blanca superficie. La im-
presión se había fijado allí con detalles verdadera-
mente maravillosos. Veíase una cuerda al rededor
del cuello del animal.
Cuando se presentó por primera vez ante miá
ojos esta aparición — pues difícilmente podía con-
siderarla de otro modo — mi sorpresa y mi terror
fueron extremados. Pero al fin vino la reflexión
en mi ayuda. Recordé que había ahorcado al
gato en un jardín contiguo a la casa. A la voz de
fuego, el jardín se llenó de gente inmediatamente;
y una de aquellas personas cortó sin duda la cuerda
El Gato Negro 207
de que pendía el animal, arrojándolo a mí aposento
por alguna ventana abierta. Probablemente esto
se hizo con el propósito de despertarme. El
desplome de los otros muros comprimió segura-
mente contra el estuco fresco a la víctima de mi
crueldad; y la cal de la mezcla, combinada con el
amoniaco del cuerpo, y por efecto de las llamas,
había producido la figura que allí aparecía.
A pesar de que tranquilicé prontamente mi
razón, ya que no mi conciencia, acerca del hecho
sorprendente que acabo de manifestar, no dejó por
ello de hacer profunda impresión en mi mente.
Durante largos meses no pude librarme del fan-
tasma del gato; y en este período se apoderó tam-
bién de mi espíritu cierto vago sentimiento que se
asemejaba al remordimiento aunque en realidad
no lo fuera. Llegué hasta deplorar la pérdida
del animal y a buscar a mi alrededor, en los abyec-
tos lugares que frecuentaba habitualmente, otro
favorito de la misma especie y hasta cierto punto
de apariencia semejante para reemplazarle.
Una noche en que me hallaba sentado, medio
embrutecido, en uno de aquellos antros de infamia,
atrajo repentinamente mi atención un objeto negro
que reposaba en lo alto de uno de los enormes barri-
les de ginebra o de ron que constituían el principal
mueblaje del departamento. Había estado miran-
do fijamente por varios minutos la parte superior
del barril, y lo que causaba mi mayor sorpresa
era la circunstancia de no haber advertido antes
el objeto en cuestión. Acerquéme, y le toqué.
Era un gato negro, muy grande, tan grande como
208 Cuentos Clásicos del Norte
Plutón y semejante a él en todos sus detalles con
excepción de uno solo. Plutón no tenía un pelo
blanco en ninguna parte del cuerpo, mientras este
gato tenía un gran grupo de manchas blancas
de forma indefinida que le cubría casi todo el
pecho.
Al tocarle yo, se levantó prontamente, comenzó
a hilar de contento, se restregó contra mi mano,
y pareció deleitarse con mi atención. Éste era
pues el ser que andaba yo tratando de encontrar.
Inmediatamente propuse su compra al tabernero,
quien manifestó no ser su dueño: no conocía
al gato; jamás lo había visto antes.
Continué acariciándole, y cuando me preparaba
a regresar a mi domicilio, el animal mostró disposi-
ción de acompañarme. Le permití hacerlo así,
deteniéndome de vez en cuando a darle palmaditas
antes de proseguir. Cuando llegamos a la casa se
domesticó inmediatamente, haciendo al punto
grandes migas con mi mujer.
Por lo que a mí toca, pronto sentí despertarse
dentro de mí cierta antipatía por el animal. Era
justamente lo contrario de lo que esperaba; pero,
no sé cómo ni por qué, su evidente afección me
repugnaba y me hastiaba. Poco a poco este sen-
timiento de tedio y repugnancia se convirtió en
odio acerbo. Evitaba al animal; pero cierta sen-
sación de vergüenza y el recuerdo de mi crueldad
anterior me impedían maltratarlo. Durante va-
rias semanas no lo golpeé, ni lo traté con violencia
en forma alguna; pero gradualmente, muy gradual-
mente, llegué a mirarlo con aversión intolerable.
El Gato Negro 209
y a huir en silencio de su odiosa presencia como de
un hálito pestilente.
Lo que aumentó indudablemente mi aversión
por el animal fué el descubrimiento, a la mañana
siguiente de haberle traído a casa, de que, a seme-
janza de Plutón, se hallaba privado de un ojo.
Esta circunstancia, sin embargo, lo hizo más
caro a mi mujer, quien, como dije antes, poseía en
alto grado aquella humanidad de sentimientos que
había sido en otro tiempo uno de mis rasgos distin-
tivos y fuente de muchos sencillos y puros placeres.
Con mi odio por el gato parecía aumentar, sin
embargo, su predilección por mí. Seguía mis pasos
con pertinacia tal que sería difícil hacer compren-
der al lector. Dondequiera que me sentase se
acurrucaba bajo la silla o saltaba sobre mis ro-
dillas cubriéndome de sus repugnantes caricias.
Si me levantaba a pasear, se metía entre mis pies
casi haciéndome caer; o clavando en mis vestidos
sus largas y afiladas garras, se encaramaba de este
modo hasta mi pecho. En tales momentos, aun
cuando hubiera deseado aplastarlo de un golpe,
sentíame cohibido para hacerlo, parte por el re-
cuerdo de mi crimen anterior, mas principalmente,
dejadme confesarlo al fin, por el terror absoluto
que me inspiraba el animal.
Este terror no era precisamente de daño físico;
y sin embargo, no sabría cómo definirlo. Me
siento casi avergonzado de confesar (sí, aun en
esta celda de criminal, estoy casi avergonzado de
confesar) que el espanto y el horror que el gato
me inspiraba se aumentaban por una quimera de
210 Cuentos Clásicos del Norte
lo más fantástica que es posible imaginar. Mi
mujer me había llamado la atención más de una
vez sobre la índole de la mancha de pelo blanco
de que he hablado, y que constituía la única dife-
rencia visible entre este extraño animal y el que
yo había ahorcado. El lector recordará que esta
marca, aunque grande, era al principio indefinida;
mas por pequeños grados, grados casi impercepti-
bles, y que mi razón luchó mucho tiempo por
rechazar como fantasías, había asumido al fin
rigurosa claridad de líneas. Representaba ahora
un objeto que me estremezco de nombrar; y por
eso, sobre todo, aborrecía y temía, y me habría
librado del monstruo de buena gana, si me hubiera
atreiido; representaba ahora, decía, la imagen de
algo espantoso, una cosa horrible, ¡el Patíbulo!
— ¡oh, lúgubre y funesta máquina de horror y de
crimen, de agonía y de muerte!
Y me encontraba yo verdaderamente desven-
turado, más allá de los límites de miseria que es
dado soportar a la pobre humanidad. ¡Y había
de ser una bestia irracional, a cuyo semejante
destruí con menosprecio; había de ser una bestia
irracional quien me causara a miy a mí, un hombre,
formado a imagen del supremo Dios, este sufri-
miento intolerable! ¡Ah! ¡Ni de día ni de noche
volví jamás a saborear la bendición del descanso!
¡Durante el día la bestia no me dejaba solo un
momento; y en la noche despertaba a cada ins-
tante de sueños de terror insuperable para sentir
sobre mi rostro el ardiente aliento de la cosa^ y su
flácido peso oprimiendo eternamente mi corazón
El Gato Negro 211
como pesadilla encarnada que no tenía el poder
de sacudir!
Bajo la presión de tortura semejante sucumbie-
ron los pocos restos del bien dentro de mí. Los
malos pensamientos eran mi sola compañía, los
más negros y depravados pensamientos. La
acostumbrada irritabilidad de mi carácter aumentó
hasta el aborrecimiento de todas las cosas y de
toda la humanidad; mientras mi mujer, sin una
queja, era ¡ay de mí! la víctima diaria y paciente
de los súbitos, frecuentes e incontenibles arranques
de furia a que entonces me abandonaba ciega-
mente.
Un día me acompañaba ella en algún recorrido
casero por los sótanos del viejo edificio que nuestra
p>obreza nos compelía a habitar. El gato me se-
guía por las escaleras, y haciéndome casi precipitar,
me exasperó hasta la locura. Cogiendo un hacha,
y olvidando en medio de mi ira el terror infantil
que hasta entonces había detenido mi mano, asesté
un golpe al animal, que le habría sido fatal instan-
táneamente a caer como yo lo deseaba. Pero la
mano de mi mujer desvió el golpe. Arrastrado
por su intervención a ira más que demoniaca,
desasí el brazo que ella me sujetaba y hundí
el hacha en su cabeza. Cayó muerta en el sitio,
sin un gemido.
Cometido el horroroso asesinato, me dediqué sin
tardanza y con entera deliberación a la tarea de
ocultar el cadáver. Sabía bien que no podría sa-
carlo fuera de la casa, ni de día ni de noche, sin
correr el riesgo de ser observado por los vecinos.
212 Cuentos Clásicos del Norte
Diversos proyectos se presentaron a mi imagina-
ción. A veces pensaba en cortar el cuerpo en
menudos fragmentos y hacerlos desaparecer por
medio del fuego. Otras, resolvía cavar una sepul-
tura en el suelo del sótano. Luego, deliberaba
sobre si sería conveniente arrojarlo al pozo del
patio; o empacarlo como mercadería en un cajón
con los requisitos acostumbrados, y buscar un
mozo de cuerda que lo sacara fuera de la casa.
Finalmente di con lo que me pareció expediente
mejor que todos los anteriores. Determiné em-
paredarlo en el sótano, como se dice que hacían
con sus víctimas los monjes de la edad media.
La cueva se adaptaba muy bien para tal objeto.
Sus muros estaban construidos con gran solidez,
y recientemente habían sido revocados con una
mezcla que la humedad de la atmósfera no había
dejado endurecer. Existía, además, en uno de los
muros una protuberancia causada por cierta falsa
chimenea u hogar que se había rellenado para
nivelarla con el resto del sótano. No puse en duda
el que fácilmente se podría remover los ladrillos
en aquel sitio, colocar allí el cuerpo y disponer el
muro en su forma primitiva de manera que nadie
pudiera percibir nada sospechoso.
Mis cálculos no me engañaron. Con ayuda de
una barra de hierro arranqué fácilmente los ladri-
llos, y depositando cuidadosamente el cadáver
contra la pared interior, lo mantuve en esta posi-
ción mientras que, con poco trabajo, volvía a re-
hacer el muro conforme se encontraba anterior-
mente. Procurándome argamasa, arena y fila-
El Gato Negro 213
mentos con las precauciones posibles, preparé un
compuesto que no pudiera distinguirse del enlucido
antiguo y lo coloqué esmeradamente sobre el
nuevo enladrillado. Al concluir, me sentí satis-
fecho de mi obra. El muro no ofrecía la más ligera
señal de haberse removido. Recogí los fragmentos
del suelo con el cuidado más minucioso. Miré
triunfante en tomo y me dije a mí mismo: "¡ A.quí,
por lo menos, mi labor no ha sido en vano!"
Me preocupé en seguida de buscar al animal
que había causado tanta desventura, porque al
fin había resuelto firmemente deshacerme de él.
Si me hubiera sido dado encontrarle en aquel
momento, su suerte no habría sido dudosa; mas
parecía que el taimado gato, alarmado por la
violencia de mi cólera, evitaba afrontar mi actual
disposición. Es imposible describir o imaginar
la intensa sensación de reposo bienaventurado
que produjo en mi pecho la ausencia de esta detes-
tada criatura. Tampoco apareció en la noche;
y así, por una vez siquiera, desde su llegada a la
casa, dormí con sueño profundo y tranquilo;
dormí, ¡ay, a despecho del asesinato que pesaba
sobre mi alma!
Transcurrieron el segundo y el tercer día, y mi
atormentador no se presentó. Respiré de nuevo
como hombre libre. ¡El monstruo, en su terror,
había abandonado la casa para siempre! ¡No lo
vería más! ¡Mi felicidad era suprema! La per-
versidad de mi negro crimen me molestaba apenas.
Tuvieron lugar algunos interrogatorios que fueron
contestados fácilmente. Aun se procedió a una
214 Cuentos Clásicos del Norte
pesquisa; mas, por supuesto, nada pudieron descu-
brir. Creía ya asegurada mi felicidad futura.
Hacia el cuarto día después del asesinato, se
presentó en la casa inopinadamente un grupo de la
policía y procedió de nuevo a verificar rigurosa
investigación en el edificio. Seguro como me
hallaba de que mi escondrijo era inescrutable,
no sentí preocupación alguna. Los oficiales me
ordenaron acompañarles en su pesquisa. No
dejaron rincón ni esquina sin escudriñar. Al fin,
por tercera o cuarta vez bajaron al sótano. Ni uno
sólo de mis músculos se conmovió. Mi corazón
latía tranquilamente como el de aquel que duerme
en la inocencia. Paseé la cueva de un extremo
al otro. Había cruzado los brazos sobre el pecho
y vagaba sin inquietud de acá para allá. La poli-
cía se mostró enteramente satisfecha y se preparaba
ya a partir. El júbilo era demasiado grande en mi
corazón para poder refrenarlo. Me quemaba por
decir algo, una palabra de triunfo siquiera, para
afirmar más aún la certeza de mi inocencia.
"Caballeros," dije al fin, cuando el grupo comen-
zaba a subir las escaleras, "estoy deleitado al ver
que vuestras sospechas se han desvanecido. Os
deseo salud y un poquillo más de cortesía. A pro-
pósito, caballeros, ésta es una casa muy bien cons-
truida." (En mi rabioso deseo de decir algo con
desenvoltura, apenas sabía ya lo que hablaba).
"Hasta diré admirablemente bien construida. Es-
tos muros — ¿os vais, caballeros? — estos muros
están edificados con gran solidez;" y entonces, por
puro frenesí de bravata, golpeé pesadamente con
El Gato Negro 215
un bastón que llevaba en la mano la misma cons-
trucción de ladrillos tras de la cual se encontraba
el cadáver de la esposa de mi alma.
Pero ¡así me libre Dios y me defienda de las fauces
del Enemigo! Apenas la repercusión de los golpes se
ahogó en el silencio, cuando ¡una voz contestó
dentro de la tumba! Un gemido, ahogado e in-
terrumpido primero y semejante al llanto de un
niño, que pronto se elevó convirtiéndose en grito
largo, fuerte y sostenido, completamente anormal
y nada humano; un alarido, un chilHdo lamentoso,
mitad de horror y mitad de triunfo, como puede
oírse brotar solamente del infierno, reuniendo el
grito de agonía de los condenados y la exultación
de los demonios por su condenación.
Sería locura hablar de mis sentimientos. Des-
falleciente, retrocedí titubeando hasta el muro
opuesto. Por un momento quedó inmóvil el
grupo en las escaleras a causa de su extremo horror
y espanto. En el momento inmediato una docena
de brazos robustos atacaba el muro. Cayó com-
pletamente. El cadáver, ya descompuesto, y
cubierto de grumos de sangre coagulada, permane-
cía erguido ante los ojos de los espectadores. So-
bre su cabeza, con la roja boca distendida, y
echando fuego por su único ojo, estaba la asquerosa
bestia cuya astucia me indujo al asesinato, y cuya
voz informe me entregaba al verdugo. ¡Había
emparedado al monstruo dentro de la tumba!
UN DESCENSO POR EL MAELSTROM
UN DESCENSO POR EL MAELSTROM
Los métodos de Dios, tanto en las manifesta-
ciones de la naturaleza como en las de su provi-
dencia, no se asemejan a.\os nuesiros ; nilos modelos
que forjamos corresponden en manera alguna a
la inmensidad, la sublimidad y la inescrutabilidad
de sus obras, más profundas aún que el manantial
de Demócrito.
— JÓSEPH GlÁNVILL.
HABÍAMOS llegado a la cima de la roca
más elevada. Durante algunos minutos
pareció el viejo demasiado exhausto para
hablar.
"No hace mucho," dijo al cabo, "que hubiera
podido yo guiaros en esta ruta tan bien como el
más joven de mis hijos; pero hace cerca de tres
años que me ocurrió un incidente que jamás ha
sucedido a mortal alguno, o por lo menos, el
hombre a quien le aconteciera no ha sobrevivido
para contarlo; y las seis horas de angustioso terror
que sufrí entonces me destrozaron de cuerpo y
alma. Vos me creéis un anciano; mas no lo soy.
Menos de un día fué necesario para cambiar en
blancos estos cabellos que eran negros como el
azabache, para debihtar mis miembros y aflojar
mis nervios hasta el punto de que tiemblo al menor
esfuerzo y me asusto de una sombra. ¿Imagináis
219
220 Cuentos Clásicos del Norte
que apenas puedo mirar desde este pequeño acan-
tilado sin sentirme desvanecido?"
El "pequeño acantilado" de que hablaba, y
sobre cuyo ápice habíase tendido negligentemente
a descansar de manera que la parte más pesada
de su cuerpo colgaba fuera, protegiéndose única-
mente contra la caída con uno de sus codos que
apoyaba en su escurridizo borde; este "pequeño
acantilado" era un peñasco que se elevaba sobre
un escarpado precipicio de rocas negras y pulidas,
a mil quinientos o mil seiscientos pies sobre el
mundo de escollos que se divisaba abajo. Nada
me habría decidido a acercarme a media docena
de yardas de su margen. En realidad, sentíame
tan profundamente emocionado por la peligrosa
posición de mi compañero, que me tiré al suelo
de largo a largo, prendido de los arbustos que tenía
cerca, y sin atreverme a mirar ni tan siquiera el
cielo, mientras luchaba en vano conmigo mismo para
persuadirme de que las propias bases de la mon-
taña no estaban en peligro con la furia del viento.
Pasó largo tiempo antes de que pudiera raciocinar
lo suficiente para cobrar el valor de sentarme y
mirar a la distancia.
** Debéis desprenderos de esas fantasías," decía
el guía, "porque os he traído aquí para que podáis
gozar del mejor punto de vista para apreciar el
suceso a que antes hice alusión, y referiros la his-
toria completa mientras contempláis el paraje a
que se refiere.
"Nos encontramos," continuó, con aquella
peculiar manera que le distinguía, "nos encontra-
Un Descenso por el Maelstrom 221
mos muy cerca de la costa noruega, a los sesenta y
ocho grados de latitud, en la gran provincia de
Nordland, y en el funesto distrito de Lofoden. La
montaña sobre cuya cima nos encontramos es Hel-
seggen, la Nebulosa. Ahora alzaos un poquillo,
cogeos de la hierba, si os sentís desvanecido, así,
y mirad el mar detrás de la zona de vapor que nos
rodea."
Miré aturdidamente, y pude contemplar una
ancha extensión del océano, cuyas aguas tenían
tal color de tinta que me hizo recordar inmediata-
mente los relatos del Mare Tenebrarum del geó-
grafo nubio. La mente humana no podría conce-
bir paisaje más desolado. A derecha e izquierda,
tan lejos como la vista podía abarcar, extendíanse,
semejando los baluartes del universo, hileras de
pavorosas rocas negras y escarpadas, cuyo lúgubre
aspecto se realzaba poderosamente con el bramido
del oleaje que estrellaba contra ellas su blanca y
fantástica cresta, aullando y lamentándose por
toda la eternidad. Exactamente frente al pro-
montorio sobre cuyo ápice nos encontrábamos,
y a distancia de cinco o seis millas en el mar, podía
distinguirse una isla pequeña y blanquizca; o
hablando con más propiedad, podía discernirse su
posición por la violencia de la marejada que la
envolvía. A dos millas más o menos en dirección
de tierra, levantábase otro islote más pequeño,
horriblemente escarpado y estéril, y circundado a
diversos intervalos por un hacinamiento de negras
rocas.
El aspecto del océano, en el espacio comprendido
222 Cuentos Clásicos del Norte
entre la playa y el islote más distante, era muy
inusitado. Aun cuando en aquel momento sopla-
ban ráfagas de viento tan violentas hacia tierra
que un bergantín al largo, muy lejos, se mantenía
con todos los rizos tomados, y su casco entero
se hundía constantemente fuera de la vista, no
había, sin embargo, el menor oleaje, sino simple-
mente una especie de rápido, corto y enfurecido
movimiento del agua en todas direcciones, tanto
en sentido del viento como hacia cualquier otro
lado. Apenas se veía espuma, excepto en la
inmediata proximidad de las rocas.
"La isla que se ve a la distancia," resumió el
anciano, "es llamada Vurrgh por los noruegos.
La otra, a la mitad del camino, es Móskoe.
Aquélla, a una milla al norte, es Ambaaren. Más
lejos están Islesen, Hótholm, Keíldhelm, Suarven y
Búckholm. Más allá todavía, entre Móskoe y
Vurrgh, se encuentran Otterholm, Flimen, Sand-
flesen y Stockolm. Estos son los verdaderos
nombres de las islas; pero la razón por la cual
se haya pensado en denominarlas todas es cosa
que vos no podréis comprender ni la comprendo
yo tampoco. ¿Oís algo ahora? ¿Notáis algún
cambio en el agua?"
Haría diez minutos más o menos que nos encon-
trábamos en lo alto de la roca de Helseggen, hasta
donde habíamos subido por el interior de Lofoden,
de manera que no pudimos ver el mar hasta que
se ofreció de un golpe a nuestros ojos desde el ápice.
En tanto que el viejo hablaba, advertía yo
un fuerte ruido que iba en aumento, semejante al
Un Descenso por el Maelstrom 223
estruendo de un enorme rebaño de búfalos en al-
guna pradera americana; notando al mismo tiempo
que el movimiento que los marinos denominan
el escarceo del océano, convertíase rápidamente a
nuestra vista en una corriente que se dirigía al
este. Ante mis propios ojos adquiría esta corriente
monstruosa velocidad. Cada minuto aumentaba
su rapidez, su impetuosa precipitación. En cinco
minutos el océano entero hasta Vurrgh hallábase
poseído de furia desenfrenada e indomable; pero
sobre todo entre Móskoe y la costa dominaba el
tumulto mayor. Allí el vasto lecho de las aguas
hendíase y se rasgaba en mil canales divergentes,
estallaba repentinamente en convulsión frenética,
hinchándose, hirviendo, silbando, girando en vór-
tices gigantescos e innumerables y precipitándose
en remolinos hacia el este con rapidez que jamás
asume el agua, excepto en caídas torrenciales.
En algunos minutos presentóse un cambio radi-
cal en la escena. La superficie general se niveló
algo más, desaparecieron los remolinos uno a uno,
mientras se marcaban rayas prodigiosas de espuma
donde nada se veía un momento antes. Estas
rayas al fin, extendiéndose a gran distancia, entra-
ron a su vez en el movimiento giratorio de los
remolinos desaparecidos y formaron la base de un
vórtice mucho más vasto. Súbitamente, muy de
súbito, todo aquello tomó vida definitiva y distinta
en un circuito de más de una milla de diámetro.
El extremo del remolino se marcaba por una ancha
faja de brillante espuma; pero ni una sola partícula
se deslizaba entre las fauces del terrorífico cañónt
224 Cuentos Clásicos del Norte
cuyo interior, hasta donde la mirada podía son-
dear, era un muro de agua, liso, negro y brillante,
inclinándose sobre el horizonte en un ángulo de
cuarenta y cinco grados más o menos, girando
vertiginosamente en redondo con movimiento
ondulatorio y circular, y lanzando a los aires una
voz pavorosa mitad alarido mitad bramido, tal,
que ni la potente catarata del Niágara levanta
jamás al cielo en su agonía.
La montaña temblaba hasta su base, y la roca
se bamboleaba. Me arrojé de cara contra el
suelo sujetándome de las escasas hierbas, en el
exceso de mi agitación nerviosa.
"Esto," dije al cabo al anciano, "esto no puede
ser otra cosa que el gran remolino del Maels-
trom."
"Así le llaman a veces," respondió él. "Nos-
otros los noruegos le llamamos Móskoe-stróm, por
la isla que está a mitad de su camino."
Los relatos ordinarios respecto de este vórtice no
me habían preparado a lo que presenciaba. El de
Jonás Ramus, quizá el más detallado entre todos,
no procura la concepción más débil de la magni-
ficencia y horror de la escena, ni de la intensa y
asombrosa sensación de novela que confunde al
observador. No estoy seguro del punto de dónde
presenció el espectáculo el autor aludido, ni del
momento en que aquello se realizó; pero segura-
mente no ha sido del ápice del Helseggen, ni
durante una tempestad. Hay, sin embargo, cier-
tos pasajes en su descripción que pueden citarse
en razón de los detalles, aunque su efecto sea
ün Descenso por el Maelstrom 225
excesivamente atenuado para dar la impresión de
esta escena,
"Entre Lofoden y Móskoe," dice el escritor
mencionado, *'la profundidad del agua es de treinta
y seis a cuarenta brazas; pero del otro lado, hacia
Ver (Vurrgh), esta profundidad disminuye hasta
el punto de no permitir el paso de un buque sin
que corra el riesgo de estrellarse contra las rocas,
lo cual sucede aun en el momento de mayor calma.
A la hora del flujo, la corriente barre la zona com-
prendida entre Lofoden y Móskoe con rapidez
tumultuosa; pero el estruendo de su impetuoso
reflujo hacia el mar podría apenas igualarse por la
más retumbante y temible catarata; escuchándose
este ruido a muchas leguas a la redonda, y siendo
el vórtice o remolino tan vasto y tan profundo,
que si algún buque entrara dentro de su radio
de atracción, sería cogido inevitablemente y arras-
trado hasta el fondo, destrozándose allí contra
las rocas; y podrían verse los fragmentos arrojados
de nuevo a la playa al volver de la marea. Pero
estos intervalos de tranquilidad tienen lugar sola-
mente en el buen tiempo y a la vuelta del flujo y el
reflujo, prolongándose alrededor de un cuarto de
hora, después de cuyo tiempo se presenta de nuevo
gradualmente la violencia del fenómeno. Cuando
la corriente es más tumultuosa y su furia se aumen-
ta con alguna tempestad, es peligroso encontrarse
dentro de una milla en aguas de Noruega. Barcas,
yates y buques de mayor calado hanse visto arras-
trados por falta de cautela para mantenerse
lejos de su atracción. Ha sucedido también
226 Cuentos Clásicos del Norte
frecuentemente que encontrándose ballenas cerca
de la corriente, hayan sido arrebatadas por su
violencia; y es imposible describir sus bramidos y
resoplidos en aquel momento en medio de sus
esfuerzos infructuosos para escapar. Cierta vez,
un oso, tratando de atravesar a nado de Lofoden a
Móskoe, fué cogido y arrastrado por la corriente,
mientras rugía de manera horrible que pudo oírse
hasta la playa. Gran cantidad de pinos y abetos,
después de haber sido absorbibos por el remolino,
vuelven a aparecer arriba, tan destrozados y
batidos que parece que les hubieran brotado cer-
das. Esto demuestra claramente que el fondo
está formado de agudas rocas entre las cuales se
estrellan los objetos de un lado a otro. La corriente
está regulada por el flujo y reflujo del mar que
cambia constantemente cada seis horas. El año
1645, temprano en la mañana del domingo de
sexagésima, rayaba en tal furia el estruendo e
impetuosidad del fenómeno, que las piedras de
algunas casas de la costa cayeron por efecto de su
violencia."
Con respecto a la profundidad del agua, no veo
cómo haya podido especificarse en la inmediata
proximidad del vórtice. Las "cuarenta brazas"
deben referirse solamente a aquella parte del canal
cerca de las playas de Móskoe o de Lofoden. La
profundidad en el centro del Móskoe-strom debe
ser enormemente mayor; y basta para comprobar
este hecho la ojeada que es posible lanzar, siquiera
lateralmente, a los abismos del remolino desde el
pico más alto del Helseggen. Mirando desde
ün Descenso por el Maelstrdm 227
aquella altura el rugiente Phlégeton no pude evitar
una sonrisa al recordar la sencillez con que el
honrado Jonás Ramus menciona, como algo muy
difícil de creer, las anécdotas del oso y las ballenas;
porque me parecía, en verdad, la cosa más
evidente, que los buques de guerra de mayor calado
que llegaran a encontrarse dentro de esta terrible
vorágine, podrían resistirse tanto como una pluma
en el huracán y serían arrebatados inmediatamente,
sin la menor duda.
Las hipótesis para explicar este fenómeno, al-
gunas de las cuales me parecían suficientemente
plausibles en lectura, según recuerdo, se me pre-
sentaban en aquel momento a la imaginación con
aspecto muy diferente y poco satisfactorio. La
idea generalmente aceptada es que este vórtice, lo
mismo que otros tres más pequeños en las islas de
Férroe, "no tiene otra causa que el choque de las
olas al levantarse y al caer, durante el flujo y el
reflujo, sobre un parapeto de rocas y bajíos que
confina el agua, de manera que se precipitan allí
como una catarata; y de consiguiente, mientras
más sube la marea más profunda es la caída, y el
resultado lógico es un remolino o vórtice cuya
prodigiosa succión está suficientemente compro-
bada por menores experimentos." Estas palabras
son de la Encyclopaedia Britannica. Kírcher
y otros imaginan que en el centro del canal del
Maelstrom hay un abismo que penetra el globo
y desemboca en alguna región remota, el golfo de
Botnia se ha indicado casi definitivamente en
cierta ocasión. Esta opinión, frivola en sí misma.
228 Cuentos Clásicos del Norte
era a la que más se inclinaba mi mente mientras
observaba el fenómeno; y al mencionarla al guía,
quedé algo sorprendido de oírle decir que aun
cuando aquella era la idea casi universalmente
acogida a este respecto por los noruegos, no era
la suya, sin embargo. Como primera proposición
declaró, a pesar de todo, su incapacidad de com-
prender el fenómeno; y en esto convine con él,
pues aunque concluyente sobre el papel, toda ex-
plicación resulta ininteligible y aun absurda
entre el retumbar del abismo.
"Habéis observado bastante el remolino ahora,'*
dijo el viejo, "y si os arrastráis en redondo sobre
la roca hasta poneros a sotavento para que llegue
a vuestros oídos algo amortiguado el bramido de
las aguas, os referiré una historia que os convencerá
de que tengo motivos para saber algo del Móskoe-
strom.'*
Me coloqué como deseaba, y el guía comenzó:
"Poseía yo, en compañía de mis dos hermanos,
una embarcación pequeña, aparejada en goleta,
con capacidad de setenta toneladas más o menos,
en la cual teníamos la costumbre de ir a pescar
entre los islotes que quedan más allá de Móskoe,
cerca de Vurrgh. En todas las corrientes violentas
del océano se encuentra buena pesca en su opor-
tunidad, siempre que se tenga el valor suficiente
para ir a buscarla; pero entre todos los mozos de
la costa de Lofoden, éramos nosotros los únicos que
salíamos regularmente a pescar a las islas, como
os he dicho. El sitio acostumbrado por los pesca-
dores está mucho más lejos, allá abajo, hacia el sur.
TTn Descenso por el Maelstrom 229
Allí se encuentra pesca a todas horas sin gran
peligro y es, por consiguiente, el lugar preferido.
Sin embargo, los sitios elegidos por nosotros, aquí,
entre las rocas, ofrecían no sólo la más delicada
variedad de pesca, sino en mucha mayor abundan-
cia; de manera que frecuentemente conseguíamos
en un solo día lo que otros más tímidos en el oficio
no podían reunir en toda una semana. En verdad,
esto representaba para nosotros una especulación
desesperada, en que el riesgo de la vida era la
labor y el ánimo respondía como capital.
"Guardábamos la goleta en una ensenada a
cinco millas más arriba de la costa respecto del
lugar en que nos encontramos; y en el buen tiempo
solíamos aprovechar de los quince minutos de
calma para atravesar el canal principal del Móskoe-
stróm, muy lejos del vórtice, y ponernos luego al
ancla allá por Ótterham o Sandflesen, donde el
reflujo no es tan violento como en otras partes.
Acostumbrábamos quedarnos allí hasta que se
aproximaba el momento de la nueva marea, que
teníamos en cuenta para regresar. Nunca salía-
mos a esta clase de expediciones sin contar con
viento firme para el regreso, viento que estuviéra-
mos seguros no había de fallar; y rara vez nos
equivocamos en este punto. Dos veces solamente
en seis años nos vimos obligados a pasar toda la
noche al ancla a causa de calma chicha, lo que es
raro, en verdad, en estos parajes; y otra vez tuvi-
mos que quedarnos en aquellos sitios, muertos de
hambre, casi una semana, debido a un viento hura-
canado que comenzó a soplar poco después de
230 Cuentos Clásicos del Norte
nuestro arribo y que ponía el canal demasiado
tempestuoso para pensar en atravesarlo. En
aquella ocasión hubiéramos sido arrebatados por el
mar, a pesar de todo, pues los remolinos nos arras-
traban en redondo con tal violencia que hubimos
de encepar el ancla y comenzar a rastrearla; hasta
que, afortunadamente, entramos en una de las
innumerables corrientes atravesadas que se en-
cuentran hoy aquí, mañana allí, la cual nos arrastró
a sotavento de Flimen, donde pudimos abordar.
"No podría relataros la vigésima parte de las
dificultades a que nos veíamos obligados a hacer
frente en el terreció; es mal paraje para encon-
trarse allí, aun en el buen tiempo; pero nos dába-
mos maña para escapar sin accidentes de las
garras del Móskoe-stróm, aunque en ciertas oca-
siones tenía el corazón en la boca cuando sucedía
que lleváramos un minuto de retraso o de adelanto
sobre la marea. A veces el viento no era tan fuerte
al partir como lo habíamos calculado, y entonces
avanzábamos menos de lo que habríamos deseado,
mientras la corriente hacía ingobernable la em-
barcación. Mi hermano mayor tenía un hijo de
dieciocho años, y por mi parte, tenía yo dos ro-
bustos mozos hijos míos. Ellos nos habrían
ayudado muchísimo en algunas ocasiones para
manejar los remos y luego para pescar; pero, aun
cuando nosotros nos arriesgáramos voluntaria-
mente, no teníamos alma de poner en peligro a los
muchachos porque, hay que decirlo de una vez,
el peligro era horrible; ésta es la verdad.
"Dentro de pocos días se cumplirán tres años
Un Descenso por el Maelstrom 231
desde que sucedió lo que voy a relataros. Era el
lo de agosto de i8 — , día que la gente de
este lado del mundo jamás olvidará, porque se
desató el huracán más formidable que jamás envió
el cielo, Y sin embargo, toda la mañana, y aun
hasta avanzada la tarde, hubo una brisa sudoeste,
suave y constante, mientras brillaba el sol en todo
su esplendor; de manera que ni los marinos más
viejos habrían podido pronosticar lo que iba a
suceder.
"Nosotros tres, mis dos hermanos y yo, cruza-
mos hacia las dos de la tarde en dirección a las
islas, y pronto tuvimos casi llena la embarcación
de pescado fino que, según todos pudimos notarlo,
abundaba mucho más aquel día que en todas las
ocasiones que podíamos recordar. Eran justa-
mente las siete, por mi reloj, cuando levamos ancla
para regresar, contando con atravesar la peor
parte del Stróm en el intermedio de calma de las
mareas, que sabíamos tendría lugar a las ocho.
"Salimos con viento fresco cuarto estribor, y
durante algún tiempo corrimos el largo a gran
velocidad sin soñar con peligros, porque no había
en realidad la más pequeña razón para preverlos.
De pronto, nos cogió en facha una ráfaga que
venía del Helseggen. Era esto lo más inusitado,
algo que jamás nos había sucedido, y comencé a
sentirme inquieto, sin saber exactamente el por-
qué. Pusimos la embarcación al viento, pero sin
poder absolutamente avanzar a causa de los remo-
linos; y estaba ya a punto de proponer que regre-
sáramos a ponernos al ancla cuando, mirando a
232 Cuentos Clásicos del Norte
popa, observamos todo el horizonte cubierto de
una nube singular de color de cobre, que se levan-
taba con aterradora velocidad.
"Al mismo tiempo cayó la brisa que nos había
cogido y quedamos en calma chicha, impelidos
por la corriente en todas direcciones. Este estado
de cosas no duró, sin embargo, lo suficiente para
dejarnos tiempo de meditar. En menos de un
minuto la borrasca estaba sobre nuestras cabezas;
en menos de dos, el cielo se encapotó completa-
mente; y con esto, y la espuma que volaba, vol-
vióse súbitamente tan obscuro que no podíamos
vernos unos a otros en el barco.
" Sería locura intentar describir huracán tal como
el que se desencadenó aquel día. Las más viejos
marinos de Noruega jamás habían presenciado
cosa parecida. Habíamos dejado diestramente
correr las velas antes de que pudiera cogerlas
la borrasca; pero a la primera ráfaga del vendaval,
ambos mástiles cayeron por la borda como cortados
de un golpe, llevándose consigo el palo mayor al
más joven de mis hermanos que se había hecho
atar por seguridad.
"Nuestro barco era tan liviano como la pluma
más tenue que jamás hubiera flotado sobre el mar.
Tenía la cubierta completamente corrida, con una
pequeña escotilla cerca de la proa, la que siempre
acostumbrábamos cerrar al cruzar el Stróm como
precaución contra el mar agitado. Pero en esta
ocasión pudimos habernos ido a pique inmediata-
mente, porque en ciertos momentos estábamos
completamente cubiertos por el agua. No puedo
Ün Descenso por el Maelstrom 233
decir cómo escapó entonces mi hermano mayor,
porque jamás tuve oportunidad de averiguarlo.
En cuanto a mí, tan pronto como nos armamos a
la trinquetada, me tendí de plano sobre la cubierta
con los pies en la estrecha regala de la borda del
combés de proa, y apretando con las manos una
argolla que había cerca del palo de trinquete.
Simplemente el instinto me empujó a realizar
todo esto, que indudablemente era lo mejor que
podía hacer, pues estaba demasiado trastornado
para pensar.
"Por momentos estábamos completamente inun-
dados, como decía, y todo ese tiempo retenía yo
el aliento sujetándome en la argolla. Cuando
no pude resistir más, me levanté sobre las rodillas,
sosteniéndome siempre con las manos, y así logré
aclarar un poco mis ideas. En este momento
.nuestra pequeña embarcación daba una sacudida,
exactamente como un perro cuando sale del agua,
librándose así en cierto modo de las olas. Hacía
yo esfuerzos por salir del estupor que me había
dominado y determinar lo que podríamos hacer,
cuando sentí que alguien me cogía del brazo. Era
mi hermano mayor, y mi corazón saltó de alegría
porque estaba cierto de que había perecido entre
las olas; pero en seguida toda mi alegría se cambió
en horror porque él, poniendo su boca sobre mi
oído, gritó la sola palabra: ¡Móskoe-stróm!
"Nadie puede comprender lo que sentí en aquel
momento. Me estremecí de pies a cabeza como si
padeciera un violento acceso de calentura. Sabía
bien lo que él quería decir con esta sola palabra;
234 Cuentos Clásicos del Norte
sabía bien lo que él trataba de hacerme compren-
der. ¡Con el viento que nos empujaba, íbamos
directamente hacia el remolino del Stróm y nada
podía salvarnos!
"Como bien comprendéis, para cruzar el canal
del Strom, tomábamos el camino muy arriba del
remolino, aun en tiempo tranquilo, y luego aguar-
dábamos y espiábamos cuidadosamente la marea;
pero ¡ahora íbamos impelidos derechamente al
abismo, a merced de semejante huracán! Es
posible — pensé — que lleguemos allí justamente en
el intermedio de las mareas, y entonces habrá al-
gvma esperanza; pero en seguida me apostrofé por
mi locura de soñar con esperanzas de ninguna
clase. Sabía muy bien que estábamos perdidos,
aunque nuestra embarcación hubiera sido diez
veces más grande que un navio de noventa
cañones.
"Por este tiempo el primer ímpetu de la tempes-
tad se había calmado, o quizá no lo sentíamos tanto
porque corríamos delante de ella; pero en todo
caso, las aguas que al principio se mantenían bajas
por el viento y continuaban planas y espumantes,
levantábanse ahora tan altas como montañas.
Un cambio singular mostrábase también en el
cielo. Alrededor, en todas direcciones, estaba
todavía tan negro como la pez, pero casi sobre
nuestras cabezas se abrió de repente una grieta
circular de firmamento claro, tan claro como nunca
lo había contemplado antes, y de brillante azul
profundo, a través del cual aparecía la luna llena
con un resplandor que jamás le había conocido.
Un Descenso por el Maelstrom 235
Alumbraba todo con gran claridad a nuestro al-
rededor, mas ¡oh Dios! ¡qué escena la que ponía al
descubierto!
"Hice entonces una o dos tentativas para
hablar a mi hermano; pero a causa de algo que
yo no podía comprender, el estruendo había
aumentado de manera que no pude hacerle en-
tender una sola palabra, a pesar de que gritaba en
sus oídos con toda la fuerza de mi voz. Entonces
sacudió la cabeza, pálido como un muerto, y
levantó uno de sus dedos como si dijera: ¡Escucha!
"Al principio no pude comprender lo que quería
decir, mas luego un horrible pensamiento me asal-
tó. Saqué el reloj de mi faltriquera. No andaba.
Miré la esfera a la luz de la luna, y rompí a llorar
mientras lo arrojaba a lo lejos en el océano. ¡Se
había parado a las siete! ¡Estábamos atrasados
respecto de la mareay y el remolino del Stróm estaba
en plena furia!
"Cuando un barco está bien construido, debida-
mente trincado y no lleva demasiado lastre, parece
que las olas se deslizan bajo su quilla en una fuerte
borrasca mientras las corre a lo largo, lo cual pro-
voca la admiración de la gente de tierra, y es lo
que en jerga marina se llama correr las olas.
"Bien; hasta entonces habíamos corrido el mar
con bastante habilidad; pero en aquel momento nos
cogió un gigantesco golpe de agua exactamente
bajo la bovedilla, y nos arrebató conforme se
elevaba, arriba, arriba, como si fuera a llegar hasta
las nubes. Jamás hubiera creído que una ola
pudiera levantarse a tal altura. Y luego caímos
236 Cuentos Clásicos del Norte
con un ímpetu, un declive y una sacudida tal
que me hizo sentir náuseas y vértigos como si me
precipitaran en sueños de lo alto de una gran mon-
taña. Pero mientras estuvimos arriba tuve tiem-
po de arrojar una rápida ojeada alrededor, y esta
ojeada fué más que suficiente. Comprendí en
un momento nuestra posición exacta. El abismo
del Móskoe-strom se encontraba a un cuarto de
milla de distancia; pero era tan semejante en
aquellos momentos al Móskoe-stróm de todos los
días como puede asemejarse el remolino que veis
ahora a un simple canal de molino. Si no hubiera
sabido donde estábamos y lo que se nos esperaba,
no habría reconocido el lugar. Como estaban
las cosas, cerré los ojos involuntariamente por el
horror. Mis párpados apretáronse uno contra
otro como en un espasmo.
"No habrían transcurrido más de dos minutos
cuando sentimos amansarse las olas súbitamente
y nos encontramos envueltos en espuma. El barco
dio una media vuelta cerrada sobre babor y se
disparó como un rayo en su nueva dirección.
En el mismo instante el ruido fragoroso del agua
se ahogó completamente en una especie de trémulo
alarido, semejante al que se podría imaginar lan-
zado por los tubos de escape de un millar de barcos
dejando todos escapar el vapor al mismo tiempo.
Estábamos entonces en el cinturón de marejada
que rodea siempre al remolino; y yo pensaba, por
supuesto, que un momento más nos precipitaría
en aquel abismo que podíamos discernir sólo
de manera indistinta a causa de la enloquecedora
ün Descenso por el Maelstrom 237
velocidad con que éramos arrastrados. El barco
no parecía absolutamente hundirse en las aguas,
sino deslizarse sobre la superficie del oleaje como
una burbuja de aire. Su lado de estribor daba
al remolino, y el de babor ocultaba a nuestra vista
el mundo de océano que habíamos dejado atrás
Elevábase como un gran muro movible entre
nosotros y el horizonte.
"Puede parecer extraño, pero, sin embargo,
yo me sentía más dueño de mí cuando nos encon-
tramos en las mismas fauces del vórtice que cuando
nos aproximábamos a su horror. Habiendo per-
dido toda esperanza, me libré de gran parte de
aquel terror que me inutihzaba al principio.
Sospecho que fué la desesperación lo que templó
mis nervios.
"Quizá creeréis que soy jactancioso, pero lo que
digo es la pura verdad. Comencé a meditar cuan
magnífico era morir de esta manera, y qué gran
locura era la mía en detenerme en mezquinas con-
sideraciones sobre mi propia vida en presencia de
esta maravillosa manifestación del poder de Dios.
Creo que enrojecí de vergüenza cuando esta idea
atravesó mi espíritu. Pasado algún tiempo, me
sentí poseído de la más viva curiosidad acerca del
interior del remolino. Y sentí positivamente el
deseo de explorar sus profundidades aun a costa del
sacrificio de mi vida que ello implicaba; siendo mi
principal pesar la idea de que jamás podría relatar
a mis viejos camaradas de la costa los misterios
que hubiera descubierto. Indudablemente eran
éstas extraña^ fantasías para ocupar la mente de
238 Cuentos Clásicos del Norte
un hombre en tal situación; y he pensado después
varias veces que sin duda las revoluciones del
barco alrededor del remolino me habían vuelto
algo tonto.
"Otra circunstancia contribuyó también a
devolverme mi sangre fría; y fué la cesación del
viento que no podía alcanzarnos en esta posición;
pues, como vos mismo lo podéis apreciar, el cin-
turón de marejada está considerablemente más
bajo que el nivel general del océano, que formaba
entonces sobre nosotros una alta, negra y enorme
protuberancia. Si jamás habéis estado en el mar
en ocasión de una borrasca, no podéis formaros
idea de la confusión de ideas que resulta del viento
y la lluvia combinados. Ciegan, ensordecen y
ahogan, quitándoos toda facultad de acción o de
reflexión. Pero entonces nos hallábamos libres en
gran parte de estas molestias; exactamente como
el condenado a muerte goza en su prisión de las
pequeñas prerrogativas que le estaban prohibidas
cuando su sentencia era todavía incierta.
"Imposible sería decir cuántas veces recorrimos
el circuito de aquella zona. Corrimos en redondo
quizás una hora, volando más que flotando, y
acercándonos gradualmente al centro del remolino,
y luego cada vez más y más cerca de su horrendo
margen. Durante todo este tiempo no me había
desprendido del anillo. Mi hermano estaba a
popa, sujetándose de un pequeño barril de agua
vacío, atado fuertemente al cuartel de la bove-
dilla, y que era el único objeto que no hubiera sido
barrido por el mar cuando nos cogió el primer golpe
Un Descenso por el Maelstrdm 239
del temporal. Al aproximarnos al borde del abis-
mo, abandonó su punto de apoyo y trató de aco-
gerse a la argolla, de la cual, en la agonía de su
terror, intentaba separar mis manos, como si no
fuera suficientemente grande para prestarnos a los
dos seguro apoyo. Nunca he sentido pesar tan
profundo como cuando le vi acometer este acto,
aunque sabía que estaba loco al intentarlo, furio-
samente insano por la fuerza de su terror. No me
ocupé, por cierto, de disputarle el sitio. Sabía
demasiado bien que lo mismo daba que tuviéramos
o careciéramos de un punto de apoyo; así, le aban-
doné ^el anillo y me dirigí a popa en busca del
barril. No había entonces gran dificultad para
realizar esto, porque el barco volaba en redondo
con bastante firmeza y equilibrio sobre su quilla,
oscilando solamente acá y allá con las inmensas
ondulaciones y remolinos del vórtice. Apenas
me había asegurado en mi nueva posición, cuando
dimos un violento vuelco a estribor y nos precipi-
tamos en el abismo. Murmuré una agitada ple-
garia y creí que todo había terminado. Como
sentía el agobiador mareo del descenso, apreté
instintivamente mi abrazo al barril, y cerré los
ojos. Durante algunos segundos no me atreví a
abrirlos, esperando la destrucción instantánea, y
me maravillaba de no sentirme ya en luchas mor-
tales dentro del agua. Pero transcurrió un mo-
mento, luego otro. Vivía todavía. La sensación
de caída había cesado, y el movimiento del buque
se parecía mucho al anterior, como cuando nos
encontrábamos en el cinturón de marejada, con la
240 Cuentos Clásicos del Norte
diferencia de que ahora se notaba más tendido.
Cobré valor, y contemplé otra vez la escena.
"Nunca olvidaré la sensación de espanto, de
horror y admiración con la cual miraba en derre-
dor. El barco parecía colgado como por arte de
magia a media altura sobre el interior de un canal
de vasta circunferencia y maravillosa profundidad,
cuyos costados perfectamente lisos podían haberse
confundido con el ébano, a no ser por la rapidez
vertiginosa con que giraban en redondo, y por el
fantástico y radiante esplendor que despedían a
los rayos de la luna llena, los cuales, desde aquella
abertura circular entre las nubes que antes he des-
crito, bañaban en un torrente de gloria dorada los
negros muros yendo a perderse entre las más
remotas profundidades del abismo.
*'Al principio estaba demasiado confuso para
observar nada con atención. El despliegue gene-
ral de aterradora grandeza era todo lo que podía
percibir. Cuando me recobré un poco, sin embar-
go, mis miradas se dirigieron instintivamente hacia
abajo. En aquella dirección me era posible ob-
tener una perspectiva libre por la posición en que
se encontraba la goleta sobre la inclinada superficie
del vórtice. El barco se mantenía casi recto sobre
su quilla; es decir, la cubierta estaba en plano
paralelo con el agua, pero con declive de más de
cuarenta y cinco grados, de manera que parecía-
mos acostados sobre la extremidad de nuestros
baos. No pude menos de observar que, a pesar
de todo, apenas tenía mayor dificultad para man-
tenerme en pie y caminar en esta posición que si
ün Descenso por el Maelstiom 241
hubiéramos estado en un plano horizontal; lo
que era debido, supongo, a la velocidad de nuestras
revoluciones.
"Los rayos de la luna parecían penetrar hasta
el mismo seno del profundo golfo; pero no pude
ver nada distintamente a causa de una espesa
lluvia en que todo estaba envuelto, y sobre la cual
se tendía un magnífico arco iris semejando el
estrecho y vacilante puente que, según aseguran
los musulmanes, es la única vía entre el Tiempo y
la Eternidad. Esta lluvia o rocío, era ocasionada
indudablemente por el choque de los grandes muros
al confundirse en el fondo; pero no me atrevo a
describir el alarido que brotaba hasta los cielos
desde el centro de aquella profundidad.
"Nuestro primer salto en el abismo desde la
zona espumosa arriba nos llevó a gran distancia
en la pendiente; pero el descenso posterior no se-
guía la misma proporción absolutamente. Girába-
mos y girábamos en redondo, no con movimiento
uniforme, sino en vertiginosas sacudidas y oscila-
ciones que nos arrojaban a veces solamente unas
cincuenta yardas, mientras nos hacían otras re-
correr casi todo el circuito del remolino. Nuestro
progreso hacia abajo en cada revolución era lento
mas perfectamente perceptible.
"Mirando en derredor sobre la vasta amplitud
del líquido color de ébano que nos sostenía, pu-
de notar que nuestro barco no era el único ob-
jeto que flotaba en el ámbito del torbellino. En-
cima y debajo de nosotros veíanse fragmentos
de buques, grandes masas de maderaje, y troncos
242 Cuentos Clásicos del Norte
de árboles, con muchos otros pequeños artículos,
como piezas de mueblería, cajas destrozadas,
barriles y duelas. He aludido antes a la extraor-
dinaria curiosidad que me había asaltado en lugar
de mis terrores primitivos. Parecía aumentar
ésta en mí a medida que se aproximaba más y más
mi fatal sentencia. Comencé entonces a observar
con extraño interés los numerosos objetos que
flotaban en nuestra compañía. Deho haber estado
delirante, porque hasta encontraba distracción en
calcular la velocidad relativa de su variado des-
censo hacia el espumante fondo. Este abeto — me
sorprendí diciendo una vez — será ciertamente el
primero que dé el gran salto y desaparezca; que-
dando luego desconcertado al ver que los despojos
de un buque mercante holandés le tomaban la
delantera y se sumergían primero. Al fin, después
de varios cálculos de esta naturaleza y de advertir
que me engañaba en todos ellos, este hecho,
el hecho repetido de mi invariable error, me inspiró
una serie de ideas que hicieron nuevamente tem-
blar mis miembros y batir con pesadez mi corazón.
"No era un nuevo terror lo que así me afectaba,
sino al contrario la aurora de una incipiente y
alentadora esperanza. Esta esperanza brotó en
parte del recuerdo de lo que en otras ocasiones
había presenciado, y en parte de la observación del
momento. Rememoré que gran cantidad del
material flotante regado en la costa de Lofoden
había sido absorbido y vuelto a arrojar por el
Móskoe-strom. En su mayor parte estaban aque-
llos despojos horriblemente destrozados, tan aplas-
Un Descanso por el Maelstrom 243
tados y ásperos que tenían solamente la apariencia
de un montón de astillas; pero recordé también
que había algunos que no estaban desfigurados en
absoluto. Luego, no había a que atribuir esta
diferencia, a menos que se supusiera que los frag-
mentos destrozados eran los únicos que habían sido
completamente absorbidos; y que los otros, sea por
haber entrado al torbellino en un período avanzado
de la marea o por cualquiera otra razón, habían
descendido tan lentamente después de su absor-
ción, que no llegaron al fondo antes del momento
en que cambiara la corriente del flujo o del reflujo,
según las circunstancias. Concebí por último la
posibilidad de que hubieran sido devueltos de
esta manera por el remolino hasta el nivel del
océano, sin sufrir la suerte de los que entraron
primero o fueron absorbidos con mayor rapidez.
Hice, además, tres importantes observaciones.
La primera fué que, como regla general, mientras
más grandes eran los cuerpos, más rápido era su
descenso; la segunda que, entre masas de igual
volumen, una esférica y otra de cualquiera otra
forma, la superioridad de velocidad para descender
correspondía a la esférica; y tercera que, entre dos
cuerpos de igual tamaño, uno de ellos cilindrico
y el otro de cualquiera otra forma, el cilindrico era
absorbido más lentamente. Desde mi salvamento,
he tenido varias conversaciones sobre este tema
con un viejo maestro de escuela del distrito; y
supe por él lo que significaban las palabras es-
férico y cilindrico. El me explicó también, aun
cuando después haya olvidado la explicación,
244 Cuentos Clásicos del Norte
cómo lo que yo observé era verdaderamente la
consecuencia natural de la forma de los fragmentos
flotantes; y me mostró cómo sucedía que un cilin-
dro arrastrado en un vórtice ofrece más resistencia
para la succión y es absorbido con mayor dificultad
que otro cuerpo de igual volumen y de cualquiera
otra forma.^
"Hubo una circunstancia que hirió mi imagina-
ción, haciéndome adelantar mucho en la vía de
estas observaciones y volviéndome ansioso de
ponerlas en práctica; y fué que a cada revolución
dejábamos atrás algo semejante a un barril o quizá
la verga o mástil de algún buque, mientras muchos
otros objetos que habían estado a nuestro nivel
cuando abrí los ojos por primera vez a las mara-
villas del abismo, encontrábanse ahora mucho más
arriba de nosotros y parecían haber avanzado muy
poco de su primera posición.
"No vacilé más. Resolví atarme fuertemente
al tonel vacío que me servía de apoyo en aquel
momento, y lanzarme con él al agua. Traté de
llamar la atención de mi hermano señalando a
los barriles que flotaban cerca de nosotros, e hice
cuanto estuvo en mi poder para explicarle lo que
intentaba acometer. Creo que al fin me compren-
dió; mas fuera éste o no el caso, sacudió la cabeza
desesperadamente y rehusó abandonar su posición
cerca de la argolla. Era imposible para mí llegar
hasta él; la ocasión no admitía retardo; y así, con
amarga lucha le abandoné a su suerte, atándome
al tonel con las mismas cuerdas que le sujetaban a
1 Véase Arquímedes: De Incidentibus in Fluido, libro 2.
Un Descenso por el Maelstrom 245
la bovedilla; y me precipité en el mar sin más
vacilación.
"El resultado fué precisamente el que esperaba.
Como soy yo mismo quien os relata esta historia;
como veis que llegué a escapar; y como conocéis
ahora la forma en que realicé mi salvación; y
debéis, por consiguiente, anticiparos todo lo que
me falta decir, llevaré mi historia rápidamente
a su conclusión. Habría pasado una hora o algo
así después que abandoné la goleta cuando, ha-
biendo descendido a gran distancia debajo del
sitio en que yo me encontraba, dio tres o cuatro
giros violentos en rápida sucesión y, arrastrando a
mi amado hermano en su seno, se precipitó de una
vez para siempre en el caos de espuma del abismo.
El barril al cual me había yo atado hallábase algo
más abajo de la distancia media entre el fondo del
torbellino y el punto en que yo salté fuera del
barco, cuando se presentó un gran cambio en
la índole del remolino. La pendiente de los cos-
tados se volvió cada vez menos inclinada. Los
giros hiciéronse menos y menos violentos. Desa-
parecieron poco a poco la espuma y el arco iris;
y el fondo del abismo pareció elevarse lentamente.
El cielo estaba claro, el viento había caído, y la
luna llena se ponía radiantemente en el oeste
cuando me encontré en la superficie del océano,
en frente de las playas de Lofoden y sobre el
sitio en que el remolino del Móskoe-stróm había
existido. Era la hora de calma de la marea, pero
todavía el mar se elevaba en olas como montañas
por efecto del huracán. Me vi arrastrado violen-
246 Cuentos Clásicos del Norte
tamente hacia el canal del Stróm, y en algunos
minutos me arrebató la corriente abajo, hacia la
costa donde estaban situadas las pesqueras de
mis compañeros. Un bote me recogió exhausto
de fatiga y, entonces que el peligro había ya pasado,
mudo por el recuerdo de su horror. Los que me
recibieron a bordo eran mis viejos camaradas y
mis compañeros de todos los días; pero no me
reconocieron, como tampoco habría yo reconocido
a un viajero de la región de las sombras. Mi pelo,
que había sido negro como el ala del cuervo el día
anterior, estaba tan blanco como lo veis ahora.
Dicen también que ha variado toda la expresión
de mi fisonomía. Referíles mi historia; no la
creyeron. Ahora os la relato a vos, sin esperanza
de que le prestéis mayor fe de la que acostumbran
otorgarle los alegres pescadores de Lofoden."
PS Poe, Edgar Alian
260^ Cuentos clásicos del
^5C3 norte
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