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Full text of "Cuentos clásicos del norte. Primera serie. Traducción de Carmen Torres Calderón de Pinillos"

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CUENTOS  CLASICOS  DEL  NORTE 

PRIMERA  SERIE 


BIBLIOTECA 
INTERAMERICANA 

Obras  publicadas 

Benjamín    Hárrison:     Fida    Constituciorud  de 
los  Estados  Unidos. 

Edgar  Alian  Poe:     Cuentos  clásicos  del  norte: 
Primera  serie. 

Nathániel    Háwthome,    Washington     Irving, 
Edward  Everett  Hale:     Cuentos  clásicos  del 
norte:  Segunda  seri¿. 

En  -prensa 

Nícholas  Múrray  Bútler:    El  significado  de  la 

educación. 

En  preparación 

Wílliam  P.  Trent:     La  literatura  de  los  Estados 
Unidos. 

J.  Rússell  Smith:     El  comercio  y  las  indusfrias. 

Alexánder  Johnston:     La  historia  de  la  política 
de  los  Estados  Unidos. 


Con  el  título  de  INTERAMERICAN  LIBRARY.  «e 
editará  en  inglés  un  número  correspondiente  de  obras  im- 
portantes americanas,  traducidas  del  español  o  del  portu- 
gués, p^n  distribuirse  en  los  Estados  Unidos. 


BIBLIOTECA  INTERAMERICANA 

II 

Cuentos   Clásicos   del  Norte 

Primera  Serie 
Por 

Edgar  Alian  Poe 


Traducción  de 
Carmen  Torres  Calderón  de  Pinillos 


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Nueva  York 
Doubleday,  Page  &  Company 

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BIBLIOTECA  INTERAMERICANA 

Fundada  por  la  Dotación  de  Camegie  para  la  Paz  Interna- 
cional para  la  difusión  de  ideas  entre  los  pueblos  del  Nuevo 
Mundo,  mediante  la  traducción  y  publicación  de  obras  impor- 
tantes que  expresen  los  ideales  y  los  sentimientos  nacionales. 


Copyright,  1919,  por  la 

División  Interamericana 

de  la 

Asociación  Americana  para  la  Conciliación 

Internacional 

PÉter  H.  GÓldsmith,  Director 

407  West  117TH  Street,  Nueva  York 


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EDGAR  ALLAN  POE 

Edgar  Alian  Poe  nació  en  Boston,  Massachusetts,  el  19  de 
enero  de  1809,  durante  una  permanencia  temporal  de  sus 
padres,  que  eran  actores,  en  la  ciudad;  murió  en  Báltimore, 
Márj'land,  el  7  de  octubre  de  1869.  A  la  muerte  de  su  madre 
fué  adoptado  por  John  Alian,  de  Ríchmond,  Virginia,  quien 
le  hizo  educar  en  un  colegio  particular  de  Ríchmond  y  en  la 
Manor  House  School,  Stoke-Néwington,  Inglaterra,  hasta 
1820,  época  en  que  regresó  a  Ríchmond.  En  1826  ingresó 
a  la  University  of  Virginia.  Durante  su  breve  permanencia  allí 
hízose  famoso  por  sus  temerarias  hazañas  de  jugador  y  bebe- 
dor. Su  protector  le  asoció  a  sus  negocios  en  diciembre  de 
1826,  pero  el  joven  escapó  a  Boston  donde  trató  de  sostenerse 
con  sus  poesías,  de  las  cuales  el  primer  volumen,  publicado 
en  1827,  se  ritula:  Tamerlane  and  Other  Poems.  Acosado  por 
la  necesidad,  se  alistó  como  soldado  en  el  ejército  regular,  bajo 
el  nombre  de  Edgar  A.  Perry,  siendo  nombrado  sargento 
mayor  en  1829.  No  obstante,  su  padre  adoptivo  Alian  hizo 
que  le  dieran  de  baja  y  que  fuera  admitido  como  cadete  en 
West  Point.  No  agradándole  la  escuela,  procuró  intencional- 
mente  que  le  despidieran  en  183 1,  y  comenzó  una  vida  irregu- 
lar, vagando  de  ciudad  en  ciudad  y  dedicándose  a  la  literatura. 
En  1835  contrajo  matrimonio  con  Virginia  Clemm,  y  se  hizo 
cargo  de  la  dirección  del  Southern  Literary  Messenger  de  Rích- 
mond. Más  tarde  fué  director  de  varias  revistas,  fijando  su 
residencia  en  Nueva  York  en  1844.  La  publicación  de  The 
Raven  (1845)  consagró  su  fama  convirtiéndole  en  el  genio 
literario  de  la  época.  Después  de  la  muerte  de  su  mujer  en 
1847  comenzó  a  declinar  su  carrera,  y  murió  dos  años  más 
tarde  en  el  Washington  College  Hospital  en  estado  de  delirio. 
Sus  obras  más  importantes,  en  adición  a  las  mencionadas  en 
la  Introducción  de  esta  serie,  son:  Al  Wanuaf,  Tamerlane  and 
Minor  Poems  (1829);  Poems  (1831);  Tales  of  the  Grotesque  and 
Arabesque  (1840). 


SUMARIO 

pÁflIKA 

I^^^RODUccIÓN v 

El  Barril  de  Amontilado 3 

El  Escarabajo  de  Oro 17 

La  Ruina  de  la  Casa  de  Úsher 75 

LiGEiA 107 

La  Máscara  de  la  Muerte  Roja 135 

El  Crimen  de  la  Rué  Morgue 147 

El  Gato  Negro 201 

Un  Descenso  por  el  Maelstrom 219 


INTRODUCCIÓN 

I 

Los  cuatro  escritores  cuyas  obras  están  repre- 
sentadas en  esta  colección  son  idealistas  en  uno  u 
otro  sentido.  La  literatura  clásica  de  los  Estados 
Unidos  no  tiene  realistas,  y  el  realismo  es  ajeno 
hasta  ahora  al  temperamento  general  del  público 
norteamericano.  A  este  respecto  los  escritores 
de  que  tratamos  rivalizan  en  la  caracterización 
de  su  país.  Y  rivalizan  también  en  la  maestría 
de  su  arte:  los  tres  primeros  son  los  artistas  litera- 
rios más  hábiles  que  los  Estados  Unidos  han  pro- 
ducido hasta  la  fecha.  En  otros  respectos,  sin 
embargo,  difieren  ampliamente;  y  aquel  que  olvide 
la  diversidad  del  espíritu  que  hizo  brotar  el  genio 
de  la  república  del  norte  y  las  diversas  clases  de 
filosofía  que  produjo  su  historia,  encontrará  alguna 
dificultad  en  descubrir  la  nota  análoga  en  Irving, 
Poe,  Háwthorne  y  Hale. 

Es  fácil  observar  que  Washington  Irving  es  un 
artista  de  la  escuela  de  Áddison  y  Steele,  con 
algo  de  su  espíritu  festivo.  Poseía,  sin  embargo, 
cualidades  más  profundas  que  le  hacen  totalmente 
distinto  de  los  modelos  ingleses  ante  el  criterio 
de  los  Estados  Unidos.  Tenía,  ante  todo,  un  don 
especial,    compartido    únicamente   por    Fénimore 


vi  Introducción 

Cóoper  en  la  literatura  norteamericana,  para 
crear  personajes  legendarios  que  armonizaran  con 
el  ambiente,  hasta  el  punto  de  quedar  unidos 
para  siempre  al  cuadro,  Lóngfellow  no  dio  a  su 
Hiawatha  residencia  local;  pero  Rip  Van  Winkle 
e  Ichabod  Crane  han  quedado  fijos  en  la  perspec- 
tiva del  Hudson.  La  jocosidad  de  Irving  tiene 
también  cierta  tonalidad  más  vigorosa  que  puede 
advertirse  fácilmente  en  el  periódico  Spectator; 
en  la  historia  de  Kníckerbocker  y  en  sus  primeras 
obras,  inició  Washington  Irving  su  carrera  de 
autor  con  una  nota  de  exageración  y  de  audacia 
que  la  crítica  inglesa  probablemente  atribuiría 
gustosa  al  nuevo  mundo  más  bien  que  al  antiguo. 
En  las  dos  historietas  que  aparecen  en  esta  colec- 
ción se  revelan  síntomas  aun  más  notables  de  su 
punto  de  vista  norteamericano.  En  Rip  Van 
Winkle  maneja  lo  sobrenatural  en  tono  festivo 
y  ligero,  que  contrasta  con  el  aparato  de  somxbríos 
fantasmas  y  apariciones  de  Poe  y  Háwthorne,  pero 
que  se  adapta  mejor  quizá  al  temperamento  de  su 
país.  Los  norteamericanos  com.binan  fe  robusta 
con  jovial  escepticismo,  y  sonríen  a  pesar  de  que 
les  agrada  sentirse  convencidos  en  la  historia  del 
largo  sueño  de  Rip  Van  Winkle.  Quizá  es  rasgo 
característico  de  los  Estados  Unidos  que  la  narra- 
ción insista  en  el  transcurso  del  tiempo  y  que  la 
vida  nos  aparezca  patética  a  través  de  nuestra 
simpatía  por  Rip.  La  literatura  de  los  Estados 
Unidos,  aunque  voz  de  un  pueblo  nuevo,  ha  tenido 
siempre  los  acentos  y  el  espíritu  de  una  larga  ex- 
periencia,  la   lasitud   de  vivir.     Estos   acentos  y 


Introducción  vii 

este  espíritu  se  dejan  notar  marcadamente  en 
Poe  y  en  Háwthorne;  también  se  encuentran  en 
írving,  no  en  su  analogía  con  Áddison  sino  en  la 
especie  de  piedad  contenida  con  que  juzga  la  vida. 
Esta  definición  puede  aplicarse  de  igual  manera  a 
La  leyenda  del  valle  encantado;  pero  el  lector  necesi- 
ta tener  en  cuenta  en  esta  historieta  ciertos  rasgos 
locales,  no  del  todo  claros  aun  para  la  generalidad 
de  los  norteamericanos.  Ichabod  Crane  es  la 
caricatura  del  maestro  de  escuela  ambulante;  como 
David  Gánent  en  la  novela  de  Cóoper,  El  último 
de  los  mohicanos,  es  un  neoyorquino  bajo  el  disfraz 
del  fértil  buhonero  de  Connécticut  que  cuando  el 
negocio  va  mal  está  listo  para  enseñar  en  la  escuela 
o  para  dirigir  el  coro  de  la  iglesia  de  la  aldea. 
El  ejemplo  más  notable  de  este  tipo  en  la  vida 
real  fué  Amos  Bronson  Álcott,  el  gran  sacerdote 
del  trascendentalismo  que  comenzó  su  carrera 
como  buhonero,  usando  la  enseñanza  como  recurso 
secundario. 

II 

El  arte  de  írving  fué  en  cierto  modo  avanzado 
para  su  época.  Cóoper  no  llegó  nunca  a  la  delica- 
deza y  vigor  de  su  estilo,  ni  Poe  ni  Háwthorne 
pudieron  igualarla.  Estos  dos  escritores,  sin  embar- 
go, suplieron  la  habilidad  consumada  de  írving 
con  temas  más  profundos  y  estilo  más  serio.  A 
la  verdad,  aunque  careciendo  Háwthorne  de  la 
exquisita  flexibilidad  de  írving,  posee  cualidades 
supremas  de  dignidad,  y  a  veces  casi  de  majestad; 


viii  Introducción. 

en  tanto  que  Poe  se  asemeja  a  Fénimore  Cóoper 
en  haber  alcanzado  fama  de  gran  escritor  con  estilo 
poco  más  que  mediano.  El  hecho  de  que  Poe  no 
use  juegos  de  palabras  en  el  original  explica  el 
éxito  de  sus  cuentos  y  de  sus  poemas  en  la  tra- 
ducción; a  decir  verdad,  es  positivamente  mejor 
escritor  en  el  francés  de  Baudelaire  que  en  su 
propio  idioma.  Su  reputación  en  los  Estados 
Unidos  ha  quedado  por  consiguiente  establecida 
no  por  virtud  de  su  arte  de  estilista  sino  en  razón 
de  poseer  cierta  habilidad  especial  para  producir 
efectos  de  encanto  sobrenatural.  La  crítica  fran- 
cesa reconoció  antes  que  Baudelaire  cierta  afinidad 
entre  el  método  de  desarrollar  sus  cuentos  y  la 
demostración  matemática  de  un  teorema.  Este 
punto  se  ilustrará  mejor  por  la  comparación. 

En  matemáticas,  como  en  otras  cosas  que  se 
relacionan  con  la  vida,  es  posible  dar  mayor  im- 
portancia de  acuerdo  con  los  deseos  a  lo  particular 
o  a  lo  general.  La  aritmética  produce  una  sensa- 
ción de  realidad,  porque  se  refiere  a  cosas  definidas, 
pero  su  propio  realismo  es  una  barrera  para  la 
manifestación  completa  de  las  leyes  universales. 
"Si  una  manzana  cuesta  tres  centavos,"  dice  el 
libro  de  texto,  ''¿cuánto  costarán  dos  manzanas 
y  un  tercio?"  Pero  el  niño  sabe  que  las  manzanas 
no  se  venden  a  pedazos.  El  álgebra  puede  pro- 
poner la  misma  cuestión  sin  levantar  protestas 
en  el  realista;  la  substitución  de  un  signo  por  la 
manzana  hace  desaparecer  la  dificultad.  Pero 
hace  desaparecer  también  el  sentimiento  de  la 
realidad.     Si  los  personajes  de  Poe  son  inverosí- 


Introducción  ¡x 

miles  y  simbólicos,  es  porque  representan  única- 
mente signos  algebraicos,  la  ah  y  la  xy  del  teorema 
que  trata  de  demostrar.  Poe  se  interesa  principal- 
mente en  el  teorema.  Algunas  veces  lo  establece 
como  proposición  definida  como  en  Ligeia,  en 
que  la  cita  de  Jóseph  Glánvill,  que  sirve  de  prólogo, 
autoriza  la  doctrina  de  la  voluntad  que  se  desarrolla 
en  la  historia.  Con  más  frecuencia  el  teorema  no 
se  anuncia  formalmente,  pero  está  incluido  en  las 
primeras  frases  del  cuento.  Este  método  se 
observa  en  El  barril  de  amontillado,  donde  aparece 
primero  una  definición  de  la  venganza  perfecta 
que  después  se  ilustra  en  la  historia.  Otras  veces 
el  teorema  es  tan  solo  una  forma  o  un  matiz  como 
en  La  máscara  de  la  muerte  roja.  En  algunos 
cuentos,  como  en  El  escarabajo  de  oro^  el  interés 
reside  enteramente  en  la  demostración  o  análisis, 
mas,  por  lo  general,  prefiere  Poe  emplear  la  demos- 
tración matemática  como  medio  de  producir  el 
efecto  de  belleza.  El  elemento  de  raciocinio  es 
tan  poderoso  en  El  Descenso  en  el  Maelstróm^  y  en 
El  Crimen  de  la  Rué  Morgue^  como  en  El  Escarabajo 
de  oro;  pero  en  los  dos  primeros,  más  hermosos,  el 
raciocinio  contribuye  a  producir  efectos  artísticos 
de  temor  y  horror. 

En  sus  ensayos  sobre  la  Filosofía  de  la  composi- 
ción y  el  Principio  poético,  nos  ha  dado  Poe  una 
cuenta  clara  de  su  objeto  y  su  sistema  como  escri- 
tor. Aunque  se  refiere  a  sus  versos,  la  explicación 
es  exacta  también  con  respecto  a  su  prosa.  Trata 
ante  todo,  dice,  de  producir  un  efecto  de  belleza. 
Todos  los  medios  que  puedan  crear  este  efecto  son 


X  Introducción 

legítimos.  Muchas  veces  Poe  consiguió  su  objeto 
provocando  emociones  en  forma  romántica  y 
retórica;  pero  con  frecuencia  lo  obtuvo  también 
por  medio  de  la  manifestación  austera  de  verdades 
lógicas  o  científicas.  En  este  caso  nos  recuerda,  sin 
embargo,  que  la  verdad  es  un  medio  y  no  un  fin;  en 
el  arte  el  fin  es  la  belleza.  Sus  palabras  al  final 
del  Principio  poético  deben  tenerse  en  cuenta 
por  todo  lector  que  quiera  comprender  la  índole 
de  sus  escritos:  "Con  respecto  a  la  Verdad  — 
suponiendo  que  la  comprensión  de  una  verdad  nos 
lleve  a  percibir  cierta  armonía  que  antes  pasaba 
inadvertida  —  sentimos  inmediatamente  el  genuino 
efecto  poético;  pero  este  efecto  se  refiere  única- 
mente a  la  armonía  y  no  atañe  en  lo  menor  a  la 
verdad  que  sirvió  sólo  para  poner  de  manifiesto 
aquella  armonía." 

Si  este  método  deja  los  personajes  de  las  his- 
torias de  Poe  en  cierta  sombra  vaga  y  simbólica, 
no  debe  suponerse  por  ello  que  careciera  de  teoría 
respecto  al  manejo  adecuado  de  los  fantásticos 
caracteres  que  se  agitan  en  la  composición  de  sus 
argumentos  matemáticos.  Sus  personajes  son  a 
menudo  femeninos  y  generalmente  están  asociados 
en  alguna  forma  a  la  idea  de  la  muerte.  Con  tal 
frecuencia  se  repite  en  sus  cuentos  el  caso  de  una 
hermosa  mujer  muerta  o  una  hermosa  mujer 
moribunda,  que  una  de  las  críticas  más  usuales  de 
las  obras  de  Poe  es  afirmar  que  tenía  un  campo 
muy  estrecho  y  podía  desenvolver  sólo  uno  o  dos 
temas.  Carecía  ciertamente  de  la  fecundidad 
de  los  grandes  genios,  pero  aun  dentro  de  sus  dotes 


Introducción  zi 

reducidos  se  imponía  él  mismo  límites  más  estre- 
chos por  su  curiosa  teoría  acerca  de  los  caracteres 
más  apropiados  para  el  efecto  artístico.  Creía 
que  la  emoción  de  la  belleza  es  el  efecto  principal 
que  un  cuento  debe  producir;  la  belleza  es  más 
exquisita  en  la  mujer;  y  la  belleza  de  la  mujer  es 
más  conmovedora  en  presencia  de  la  muerte. 
Inclinábase,  en  consecuencia,  a  escribir  princi- 
palmente sobre  hermosas  mujeres  muertas  o  a 
punto  de  morir.  La  manifestación  definida  de 
esta  doctrina  se  encuentra  en  la  Filosojía  de  la 
composición,  cuando  habla  de  El  cuervo.  Dice 
que  al  escribir  este  poema  comenzó  con  la  intención 
de  representar  una  belleza  melancólica: 

"Me  pregunté:  Entre  todos  los  temas  melancó- 
licos, ¿cual  es  el  más  melancólico  de  acuerdo  con  el 
entendimiento  general  de  la  humanidad? — La  muer- 
te, fué  la  respuesta  evidente. — Y  ¿cuando,  insistí, 
es  más  poético  este  melancólico  tema?'' — Por  lo  que 
he  explicado  anteriormente  la  respuesta  aquí  es 
también  evidente: — Cuando  se  combina  más  estre- 
chamente con  la  belleza;  entonces  la  muerte  de  una 
mujer  hermosa  es  incuestionablemente  el  argu- 
mento más  poético  que  existe." 

Cito  este  pasaje,  no  para  justificar  la  estética 
de  Poe  sino  para  demostrar  su  método.  Este 
principio  expHca,  hasta  donde  es  posible,  por  qué 
escribió  Ligeia  y  La  ruina  de  la  casa  de  Usher. 
Aun  cuando  nunca  formuló  teoría  alguna  con  res- 
pecto a  los  personajes  masculinos  de  sus  poesías 
y  cuentos,  podemos  deducirla  sin  embargo  de  su 
práctica:  creía  evidentemente  que  el  argumento 


xíi  Introducción 

más  trágico  es  la  situación  de  un  hombre  robusto 
afrontando  el  temor  de  la  muerte.  Sobre  este 
tema  escribió  El  barril  de  aviontillado  y  El  Descenso 
en  el  Maelstróm. 

Se  dice  comúnmente  que  Poe  no  ha  sido  debida- 
mente apreciado  por  sus  compatriotas.  Induda- 
blemente se  le  ha  leído,  admirado  e  imitado  tanto 
en  los  Estados  Unidos  como  en  cualquiera  otra 
parte;  pero  es  cierto  que  los  norteamericanos 
vacilarían  en  llamarle  su  genio  más  notable  en 
literatura.  Es  interesante  para  cualquiera  que 
desee  comprender  el  espíritu  de  los  Estados  Unidos 
saber  por  qué  los  compatriotas  de  Poe,  a  pesar  de 
toda  su  admiración  por  su  arte,  no  lo  colocan  a 
tanta  altura  como  los  críticos  extranjeros.  No 
es  a  causa  de  la  condenación  puritana  de  su  em- 
briaguez: las  mismas  personas  a  quienes  sólo  a 
medias  agrada  Poe,  son  generalmente  fervientes 
partidarios  de  Róbert  Burns.  Ni  es  tampoco, 
como  lo  indican  críticos  más  sutiles,  en  razón  de 
que  Poe  escribe  a  menudo  sobre  crímenes  o  hechos 
perniciosos  considerándolos  simplemente  incidentes 
desagradables,  en  tanto  que  Háwthorne,  con  na- 
turaleza más  noble,  considera  las  faltas  como 
culpas;  esto  es,  no  como  tema  de  cuentos  sino 
como  un  problema  de  moral.  Esta  explicación 
pone  fuera  de  duda  el  hecho  evidente  de  que 
Poe  es  más  convencional  que  Háwthorne  en  su 
moralidad,  puesto  que  rara  vez  inicia  una  cues- 
tión perturbadora  en  ética  y  nunca  llega  como 
Háwthorne  a  conclusiones  radicales  y  de  sensa- 
ción.    La  razón  por  la  cual  Poe  es  mirado  todavía 


Introducción  xiii 

con  cierta  desconfianza  por  sus  compatriotas  es 
que  sus  ideales  residen  siempre  en  un  mundo  sim- 
bólico: siempre  trata  de  encontrar  una  puerta  de 
escape  para  huir  de  la  humanidad  y  del  lote  seña- 
lado al  hombre.  La  belleza  que  demuestra  me- 
diante el  raciocinio  no  es  una  interpretación  sino 
una  protesta  contra  la  vida.  Un  poeta  coloca 
naturalmente  su  mundo  ideal  como  crítica  de  las 
condiciones  entre  las  que  se  debate,  y  si  Poe  deseó 
criticar  en  esta  forma  a  los  Estados  Unidos  en  el 
segundo  tercio  del  siglo  diecinueve,  sus  compatrio- 
tas tendrían  que  sentirse  ahora  agradecidos;  pero 
su  rebelión  era  contra  la  vida  misma:  no  ofrecía 
más  solución  que  descarríos  y  muerte.  Para  el 
norteamericano  de  hoy  el  rechazo  de  Poe  por  la 
vida  es  una  especie  de  filosofía  opiada  que  debería 
compadecerse  tanto  como  cualquier  otro  hábito 
anormal. 

III 

Los  críticos  asimilan  a  menudo  a  Háwthorne 
con  Poe,  y  los  temas  graves  y  sombríos  de  ambos 
parece  que  debieran  relacionarlos.  Difieren  esen- 
cialmente, sin  embargo,  en  cuanto  a  propósitos 
y  método.  Háwthorne  no  es  poeta  por  naturaleza, 
aunque  su  prosa  sea  poética  y  todas  sus  obras  sean 
de  imaginación;  es,  ante  todo,  un  pensador,  un 
observador  de  la  vida,  un  psicólogo  en  arte  y  un 
escéptico  en  filosofía.  Parecerá  quizá  extraño 
dar  el  calificativo  de  escéptico  a  un  escritor  de 
espíritu  tan  generoso,  de  sentimientos  tan  leales 


xiv  Introducción 

como  Nathániel  Háwthorne;  pero  un  pequeño 
estudio  de  sus  obras  en  relación  con  las  ideas 
trascendentales  que  rodearon  su  adolescencia  y 
sus  primeros  años  viriles,  convencerá  al  observador 
de  que  la  conciencia  puritana  de  Háwthorne  le 
impulsaba  a  investigaciones  infatigables  de  la 
filosofía  que  pasaba  por  verdadera  entre  sus  asocia- 
dos. El  lector  que  no  haya  tenido  oportunidad 
de  conocer  las  doctrinas  de  Álcott  y  de  Emerson 
puede  encontrar  indudablemente  bastante  belleza 
y  elevación  en  Háwthorne  para  compensar  el 
estudio  de  sus  obras.  Aun  sin  conocer  las  doc- 
trinas que  él  ponía  en  duda,  podemos  admirar  su 
fantasía  en  La  imagen  de  nieve;  su  talento  en  pará- 
bolas tiernas  o  festivas  en  El  May-Pole  de  Merry 
Mount  y  El  experimento  del  doctor  Héidegger;  su 
profundo  patriotismo  en  El  anciano  campeón  y  las 
Leyendas  de  la  casa  provincial;  sus  dotes  incom- 
parables para  describir  una  conciencia  atormenta- 
da en  ^/  retrato  de  Edward  Rándolph  y  El  entierro 
de  Róger  Malvin.  Pero  la  orientación  intelectual 
de  la  mayor  parte  de  sus  obras  más  meditadas 
resultaría  obscura  a  menos  de  haber  leído  a  nuestro 
jovial  Emerson  o  a  nuestro  escritor  más  festivo 
aún,  Álcott.  La  doctrina  de  estos  autores  acerca 
de  la  confianza  en  sí  mismo,  de  la  necesidad  de 
vivir  en  el  presente  sin  respeto  servil  por  el  pasado, 
ha  tenido  inmensa  boga  en  los  Estados  Unidos, 
y  se  ha  reforzado  con  la  poderosa  influencia  de 
Walt  Whitman;  pero  Háwthorne  hizo  proyectar 
esta  doctrina  sobre  esbozos  fantásticos  como  El 
experimento  del  doctor  Héidegger  o  Féathertopy  y 


Introducción  xv 

sobre  novelas  más  largas,  como  si  hiciera  un 
análisis  de  laboratorio  respecto  de  su  verdad. 
Álcott  y  Emerson  creían  con  sublime  optimismo 
que  el  mal  se  cambia  al  fin  en  bien;  que  existe, 
según  la  frase  de  Emerson,  un  principio  de  sacarina 
en  todas  las  cosas.  Háwthorne  desarrolló  también 
esta  doctrina  en  cuentos  como  El  entierro  de  Róger 
Malvin.  Podrían  producirse  otros  ejemplos  toma- 
dos de  sus  demás  obras,  pero  hemos  dicho  ya  bas- 
tante probablemente  para  indicar  la  razón  por 
la  cual  la  altura  de  Háwthorne  como  pensador 
debe  apreciarse  a  través  del  estudio  del  pensa- 
miento de  la  Nueva  Inglaterra  de  su  tiempo. 

Háwthorne  representa  en  cierto  modo  no  sola- 
mente el  espíritu  de  la  Nueva  Inglaterra  sino  el 
de  los  Estados  Unidos:  es  un  fatalista  profundo. 
Aun  cuando  profese  una  fe  poderosa  en  el  libre 
albedrío  y  la  incredulidad  con  respecto  a  las  no- 
ciones de  necesidad  de  Emerson,  la  diferencia 
esencial  entre  ellos  es  que  Emerson  cree  en  suerte 
más  fehz  y  Háwthorne,  a  despecho  de  sí  mismo, 
se  forja  un  porvenir  sombrío. 

IV 

Muy  poco  es  necesario  decir  acerca  del  famoso 
cuento  de  Edward  Everett  Hale.  Esta  historia 
.se  comprende  por  todas  partes:  ha  sido  traducida 
ya  en  muchos  idiomas.  Escrita  hacia  el  final  de 
la  guerra  civil  parece  tener  especial  resonancia  en 
estos  momentos  en  que  muchos  ciudadanos  de  los 
Estados  Unidos  encuentran  dificultad  en  decidir 


xvi  Introducción 

a  qué  país,  a  qué  grupo  de  ideales,  deben  prestar 
fidelidad.  Este  problema  es  tal  vez  peculiar  de 
una  nación  que  —  no  deseamos  suponer  que  con 
excesiva  generosidad  —  ha  dado  acogida  cordial 
dentro  de  sus  fronteras  a  todos  los  ideales,  sin 
considerar  su  procedencia.  Con  especial  inquietud 
nos  preguntamos  ahora  si  podremos  amalgamar 
tal  cantidad  y  tal  diversidad  de  ideales.  Este 
problema  ha  existido  siempre  en  los  Estados  Unidos 
aunque  no  en  forma  tan  inmediata;  y  si  nuestra 
literatura  se  ocupa  en  gran  manera  de  ideas  y  de 
ideales  no  es  porque  seamos  de  descendencia  puri- 
tana ni  deseemos  conservar  una  moral  tradicional, 
sino  porque  sentimos  instintivamente  que  sólo 
por  la  discusión  de  nuestros  ideales  llegaremos 
alguna  vez  a  un  común  ideal  nacional.  Por  esta 
razón  Háwthorne  nos  parece  un  norteamericano 
moderno  en  un  plano  inferior  de  arte,  lo  mismo 
que  Hale.  Irving  floreció  antes  de  que  el  conflicto 
de  ideales  fuera  una  amenaza.  Poe  se  apartó  de 
nosotros  en  su  amor  de  lo  inverosímil,  rehusando 
en  absoluto  discutir  ideales  y  tendiendo  a  ellos  sin 
embargo  por  su  adoración  de  lo  bello,  que  es  uno 
de  los  ideales  que  alimentamos  al  presente. 

John  Érskine 

Profesor  de  inglés 
Febrero  de  1917  Columbia  University 


EL  BARRIL  DE  AMONTILLADO 


EL  BARRIL  DE  AMONTILLADO 

HABÍA  soportado  lo  mejor  posible  los  mil 
pequeños  agravios  de  Fortunato;  pero 
cuando  se  atrevió  a  llegar  hasta  el  ultraje, 
juré  que  había  de  vengarme.  Vosotros,  que  tan 
bien  conocéis  mi  temperamento,  no  supondréis  que 
pronuncié  la  más  ligera  amenaza.  Algún  día  me 
vengaría;  esto  era  definitivo;  pero  la  misma  deci- 
sión que  abrigaba,  excluía  toda  idea  de  correr  el 
menor  riesgo.  No  solamente  era  necesario  casti- 
gar, sino  castigar  con  impunidad.  No  se  repara 
un  agravio  cuando  la  reparación  se  vuelve  en  con- 
tra del  justiciero;  ni  tampoco  se  repara  cuando  no 
se  hace  sentir  al  ofensor  de  qué  parte  proviene  el 
castigo. 

Es  necesario  tener  presente  que  jamás  había 
dado  a  Fortunato,  ni  por  medio  de  palabras  ni  de 
acciones,  ocasión  de  sospechar  de  mi  buena  volun- 
tad. Continué  sonriéndole  siempre,  como  era 
mi  deseo,  y  él  no  se  apercibió  de  que  ahora  sonreía 
yo  al  pensamiento  de  su  inmolación. 

Fortunato  tenía  un  punto  débil,  aunque  en  otras 
cosas  era  hombre  que  inspiraba  respeto  y  aun 
temor.  Preciábase  de  ser  gran  conocedor  de 
vinos.  Muy  pocos  italianos  tienen  el  verdadero 
espíritu  de  aficionados.  La  mayor  parte  regula  su 
entusiasmo  según  el  momento  y  la  oportunidad, 

3 


4  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

para  estafar  a  los  millonarios  ingleses  y  austríacos. 
En  materia  de  pinturas  y  de  joyas,  Fortunato  era 
tan  charlatán  como  sus  compatriotas;  pero  tra- 
tándose de  vinos  antiguos  era  sincero.  A  este 
respecto  yo  valía  tanto  como  él  materialmente: 
era  hábil  conocedor  de  las  vendimias  italianas,  y 
compraba  grandes  cantidades  siempre  que  me  era 
posible. 

Fué  casi  al  obscurecer  de  una  de  aquellas  tardes 
de  carnaval  de  suprema  locura  cuando  encontré  a 
mi  amigo.  Acercóse  a  mí  con  exuberante  efusión, 
pues  había  bebido  en  demasía.  Mi  hombre  estaba 
vestido  de  payaso.  Llevaba  un  ceñido  traje  a 
rayas,  y  en  la  cabeza  el  gorro  cónico  y  los  cascabeles. 
Me  sentí  tan  feHz  de  encontrarle  que  creí  que  nunca 
terminaría  de  sacudir  su  mano. 

Díjele: 

— Mi  querido  Fortunato,  tengo  una  gran 
suerte  en  encontraros  hoy.  ¡Qué  bien  estáis! 
Pero  escuchad;  he  recibido  una  pipa  que  se  supone 
ser  de  amontillado,  mas  tengo  mis  dudas. 

— ¡Cómo! — repuso  él. — ¡Amontillado!  ¿Una 
pipa?     ¡Imposible!     ¡Y  en   mitad   del   carnaval! 

— Tengo  mis  dudas, — repliqué; — y  he  cometido 
la  bobería  de  pagar  el  precio  completo  del  amon- 
tillado antes  de  consultaros  sobre  este  punto.  No 
podía  encontraros  y  temía  perder  un  buen  ne- 
gocio. 

— ¿  Amontillado ! 

— ^Tengo  mis  dudas. 

— ¡Amontillado! 

— =-Y  necesito  aclararlas. 


El  Barril  de  Amontillado  5 

— ¡Amontillado! 

— Como  estáis  comprometido,  iré  a  buscar  a 
Luchresi.  Si  alguno  puede  decidirlo,  será  él.  El 
me  dirá     .     .     . 

— Luchresi  no  puede  distinguir  el  amontillado  del 
jerez. 

— ^Y  sin  embargo,  muchos  opinan  que  es  tan  buen 
catador  como  vos  mismo. 

— ¡Vamos,  venid! 

— ¿Adonde? 

— A  vuestros  sótanos. 

— No,  amigo  mío;  no  quiero  abusar  de  vuestros 
buenos  sentimientos.  Observo  que  estáis  com- 
prometido.    Luchresi     .     .     . 

— No  tengo  compromiso;  vamos. 

— No,  amigo  mío.  No  es  cuestión  solamente  del 
compromiso,  sino  del  severo  resfriado  que  os  aflige, 
según  veo.  Los  sótanos  son  húmedos.  Están 
incrustados  de  nitro. 

— ^Vamos  allá,  a  pesar  de  todo.  El  resfriado  no 
significa  nada.  ¡Amontillado!  Seguramente  que 
os  han  engañado.  Y  lo  que  es  Luchresi,  no  sabe 
distinguir  el  jerez  del  amontillado. — 

Hablando  así,  Fortunato  se  apoderó  de  mi  brazo; 
y  después  de  cubrir  mi  rostro  con  una  máscara  de 
seda  negra  y  ceñir  estrechamente  a  mi  cuerpo  un 
roquelaure,  permití  que  me  arrastrara  hacia  mi 
palazro. 

No  había  criados  en  la  casa;  todos  habían  salido 
a  divertirse  en  obsequio  a  la  ocasión.  Habíales 
dicho  que  no  regresaría  hasta  la  mañana  siguiente, 
a  la  vez  que  les  daba  órdenes  explícitas  de  no  aban- 


6  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

donar  el  palacio.  Sabía  yo  bien  que  dichas  órdenes 
eran  razón  suficiente  para  provocar  la  desaparición 
inmediata  de  todos  y  cada  uno  de  ellos  tan  pronto 
,como  hubiera  yo  vuelto  las  espaldas. 

Cogí  dos  antorchas  de  sus  candelabros  y  dando 
una  a  Fortunato  le  escolté  a  través  de  una  serie  de 
habitaciones  hasta  el  pasillo  que  conducía  a  los 
subterráneos.  Bajé  una  larga  escalera  de  caracol, 
recomendándole  tener  precaución  cuando  siguiera 
este  camino.  Llegamos  al  cabo  a  la  extremidad  infe- 
rior del  descenso,  y  nos  detuvimos  juntos  sobre  el 
húmedo  suelo  de  las  catacumbas  de  los  Montresor. 

La  marcha  de  mi  amigo  era  vacilante,  y  los 
cascabeles  de  su  gorro  repiqueteaban  a  cada  paso. 

— ¿La  pipa? — preguntó. 

— Está  más  allá, — respondí  yo; — pero  fijaos 
en  las  blancas  telarañas  que  relucen  en  los  muros 
de  estas  cuevas. — 

Volvióse  hacia  mí  y  me  miró  con  turbias  pupilas 
que  destilaban  el  reuma  de  la  embriaguez. 

— ¿Nitro? — inquirió,  al  fin. 

— ^Nitro, — afirmé.  — ¿  Cuánto  tiempo  hace  que 
tenéis  esta  tos? 

— ¡Ugh!  ¡ugh!  ¡ugh!  ,  .  .  ¡ugh!  ¡ugh!  ¡ugh!  .  .  . 
¡ugh! ¡ugh! ¡ugh!  .  .  .  ¡ugh! ¡ugh!  ¡ugh!  .  .  . ¡ugh! 
¡ugh!  ¡ugh!— 

Mi  pobre  amigo  se  encontró  incapaz  de  contestar 
durante  largos  minutos. 

— No  es  nada, — dijo  al  cabo. 

— ¡Vamonos! — exclamé  entonces  con  decisión, — ■ 
regresemos;  vuestra  salud  es  preciosa.  Sois  rico, 
respetado,  admirado,  amado;  sois  feliz,  como  lo  era 


El  Barril  de  Amontillado  7 

yo  en  otro  tiempo.  Sois  un  hombre  que  haría 
falta.  Para  mí  esto  no  significa  gran  cosa.  Re- 
gresemos; enfermaréis,  y  no  quiero  ser  el  responsa- 
ble.    Además,  allí  está  Luchresi 

■ — Basta, — declaró  Fortunato; — esta  tos  no  vale 
nada;  no  me  matará.  No  moriré,  por  cierto,  de  un 
resfriado. 

— Es  verdad,  es  verdad, — repliqué; — cierta- 
mente que  no  era  mi  intención  alarmaros  sin 
motivo;  pero  debéis  tomar  todas  las  precauciones 
necesarias.  Un  trago  de  este  Médoc  nos  preser- 
vará de  la  humedad. — 

Diciendo  estas  palabras  rompí  el  cuello  de  una 
botella  que  cogí  de  una  larga  hilera  de  sus  compa- 
ñeras que  yacían  entre  el  polvo. 

— Bebed, — dije,  presentándole  el  vino. 

Levantólo  hasta  sus  labios  mirándolo  amorosa- 
mente. Detúvose  luego  y  me  hizo  un  signo  fa- 
miliar con  la  cabeza  mientras  sus  cascabeles  repi- 
queteaban. 

— Brindo, — dijo, — por  los  muertos  que  reposan 
a  nuestro  rededor. 

— ¡Y  yo,  por  vuestra  larga  vida! — 

Tomó  mi  brazo  de  nuevo,  y  proseguimos. 

— Estas  catacumbas  son  extensas,— opinó. 

— Los  Montresor, — repuse, — eran  una  antigua  y 
numerosa  familia. 

— No  recuerdo  vuestras  armas. 

— Un  gran  pie  humano  de  oro  sobre  campo  de 
azur;  el  pie  destroza  una  serpiente  rampante  cuyas 
fauces  están  incrustadas  en  el  taco. 

— jY  el  lema.'' 


8  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

— Nemo  me  impune  lacessit. 

— ¡  Bien ! " — exclamó. 

El  vino  chispeaba  en  sus  ojos,  y  los  cascabeles 
vibraban.  Mi  propia  fantasía  se  exaltaba  con  el 
Médoc.  Pasábamos  entre  grandes  montones  de 
esqueletos  mezclados  con  barriles  y  toneles  en  lo 
más  profundo  de  las  catacumbas.  Me  detuve 
nuevamente  y  esta  vez  me  atreví  a  coger  el  brazo 
de  Fortunato  arriba  del  codo. 

— ¡El  nitro! — exclamé; — mirad,  aumenta  ahora. 
Cubre  las  paredes  como  musgo.  Nos  encontramos 
ahora  bajo  el  lecho  del  río.  Las  gotas  de  humedad 
escurren  entre  los  huesos.  Venid,  retroce- 
damos antes  que  sea  demasiado  tarde.  Vuestra 
tos.  .  .  . 

— ^No  vale  nada,  os  digo, — insistió  él.  — Prosiga- 
mos.    Pero  antes,  venga  otro  trago  de  Médoc. — 

Rompí  una  botella  de  Grave  y  se  la  pasé. 
Vacióla  de  una  vez.  Sus  ojos  relampaguearon 
con  brillo  feroz.  Rió,  y  arrojó  lejos  la  botella  con 
un  gesto  que  no  pude  comprender. 

Miréle  sorprendido.  Repitió  el  movimiento, 
algo  grotesco. 

— ¿No  comprendéis .f* — preguntó. 

— ^No,  por  cierto, — repliqué. 

— Entonces  no  pertenecéis  a  la  hermandad. 

— ¿  Cómo  ? 

— ^No,  sois  masón. 

— Sí,  sí, — aseguré, — sí,  sí. 

— ¿Vos.''     ¡Imposible!     ¿Masón? 

— Masón, — repliqué. 

— ^Un  signo, — dijo, — un  signo. 


El  Barril  de  Amontillado  9 

— ^Aquí  está, — respondí,  sacando  una  llana  de 
entre  los  pliegues  de  mi  roquclaure. 

— ¡Os  burláis! — exclamó,  retrocediendo  algunos 
pasos.     Mas  veamos  el  amontillado. 

— Sea  así, — repuse,  colocando  de  nuevo  la  herra- 
mienta debajo  de  mi  chaqueta,  y  ofreciéndole  otra 
vez  el  brazo,  sobre  el  cual  se  apoyó  pesadamente. 
Continuamos  la  ruta  en  busca  del  amontillado. 
Atravesamos  una  arquería  baja,  descendimos,  se- 
guimos adelante  y,  descendiendo  de  nuevo,  llega- 
mos a  una  profunda  cripta  donde  la  pesadez  del  aire 
ahogaba  nuestras  antorchas  sin  permitirlas  flamear. 

Al  fondo  de  esta  cripta  aparecía  otra  algo  menos 
espaciosa.  Sus  muros  estaban  cubiertos  de  restos 
humanos  alineados  hasta  la  altura  de  la  cabeza,  a 
la  manera  de  las  grandes  catacumbas  de  París. 
Tres  lados  de  la  cripta  interior  estaban  aún  decora- 
dos en  esta  forma.  En  el  cuarto,  los  huesos  se 
habían  arrojado  al  suelo  y  yacían  en  promiscuidad 
formando  en  cierto  sitio  un  montón  de  regular 
tamaño.  Dentro  del  muro,  puesto  así  al  descubier- 
to por  el  retiramiento  de  los  esqueletos,  apercibi- 
mos todavía  otra  cripta  o  nicho  interior  de  cuatro 
pies  de  profundidad  y  tres  de  anchura  por  seis  o 
siete  de  altura.  Parecía  no  haberse  construido 
con  propósito  alguno  especial,  sino  que  formaba 
simplemente  el  espacio  intermedio  entre  dos  de  los 
pilares  colosales  que  sostenían  el  techo  de  las  cata- 
cumbas; y  tenía  al  fondo  uno  de  los  muros  divi- 
sorios de  sólido  granito. 

En  vano  Fortunato,  levantando  su  moribunda 
antorcha,  trató  de  escudriñar  el  interior  del  escon- 


10  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

drijo.  Su  débil  luz  no  nos  permitió  inspeccionarlo 
en  su  totalidad. 

— Adelante, — dije  yo, — allí  está  el  amontillado. 
Y  en  cuanto  a  Luchresi. 

— Luchresi  es  un  ignorante, — interrumpió  mi 
amigo,  avanzando  con  pasos  vacilantes  mientras 
yo  seguía,  pisándole  los  talones.  Llegó  en  un  mo- 
mento hasta  el  fondo  del  nicho  y  al  encontrar- 
se detenido  por  la  roca,  quedó  estúpidamente 
asombrado.  Un  instante  más,  y  le  había  yo  en- 
cadenado contra  el  granito.  Había  dos  anillos  de 
hierro  a  distancia  de  dos  o  tres  pies  más  o  menos 
uno  de  otro,  horizontalmente.  De  uno  de  ellos 
pendía  una  cadena  corta  y  del  otro  un  candado. 
Arrojando  los  eslabones  sobre  su  cintura,  fué  para 
mí  labor  solamente  de  unos  cuantos  segundos 
asegurarle.  Estaba  demasiado  atónito  para  resis- 
tir.    Retirando  la  llave,  salí  fuera  del  escondrijo. 

— Pasad  la  mano  sobre  el  muro, — insinué; — no 
podéis  dejar  de  sentir  el  nitro.  En  verdad,  está 
eso  muy  húmedo.  Dejadme  implorar  una  vez 
más  vuestro  regreso.  ¿No?  Entonces,  positiva- 
mente, me  veré  obligado  a  abandonaros.  Pero 
antes  quiero  haceros  todas  las  pequeñas  atenciones 
que  estén  a  mi  alcance. 

— ¡El  amontillado! — profirió  mi  amigo,  sin  reco- 
brarse aún  de  su  estupor. 

— Es  verdad, — repliqué, — el  amontillado. 

Diciendo  estas  palabras,  me  dirigí  a  la  pila  de 
huesos  de  que  antes  he  hablado.  Arrojándolos  a 
un  lado,  descubrí  pronto  una  cantidad  de  piedras 
de  construcción  y  argamasa.     Con  estos  materiales 


£1  Barril  de  Amontíllado  11 

y  con  ayuda  de  mi  llana,  comencé  a  tapiar  vigoro- 
samente la  entrada  del  nicho. 

Apenas  habría  colocado  la  primera  hilera  en  mi 
labor  de  albañilería,  cuando  pude  notar  que  la 
embriaguez  de  Fortunato  había  desaparecido  casi 
por  completo.  La  primera  indicación  que  tuve 
de  esta  circunstancia  fué  un  sordo  y  lúgubre  la- 
mento que  partía  del  fondo  del  nicho.  No  era  el 
lamento  de  un  ebrio.  Hubo  luego  un  largo  y 
obstinado  silencio.  Coloqué  la  segunda  hilera,  y 
la  tercera,  y  la  cuarta,  y  oí  entonces  furiosas  sacu- 
didas a  la  cadena.  El  ruido  se  prolongó  por  varios 
minutos,  durante  los  cuales  abandoné  mi  trabajo 
para  escuchar  con  más  satisfacción,  y  me  senté 
encima  de  los  huesos.  Cuando  cesó  al  cabo  el 
chirrido,  cogí  de  nuevo  la  llana  y  continué  sin  in- 
terrupción la  quinta,  sexta  y  séptima  ringlera.  El 
muro  elevábase  entonces  casi  a  nivel  de  mi  pecho. 
Me  detuve  otra  vez  y  levantando  la  antorcha  sobre 
la  abertura,  arrojé  algunos  débiles  rayos  de  luz 
sobre  la  figura  encerrada  dentro. 

Una  explosión  de  agudos  y  penetrantes  gritos, 
brotando  súbitamente  de  la  garganta  de  la  enca- 
denada forma,  pareció  como  si  me  lanzara  violen- 
tamente hacia  atrás.  Por  breves  instantes  temblé, 
vacilé.  Desnudando  mi  puñal,  comencé  a  tentar 
el  fondo  del  nicho;  pero  un  momento  de  re- 
flexión me  tranquilizó.  Puse  la  mano  sobre  la 
sólida  construcción  de  las  catacumbas  y  me  sentí 
satisfecho.  Me  aproximé  nuevamente  al  muro,  y 
respondí  a  los  clamores  que  Fortunato  lanzaba. 
Híceles  eco,  los  sostuve,  los  sobrepujé  en  fuerza  y 


12  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

en   volumen.     Cuando    hice    esto,    los    gritos    se 
apagaron. 

Era  ya  la  media  noche  y  mi  tarea  iba  a  concluir. 
Había  completado  la  octava,  la  novena  y  la  décima 
hilera.  Terminaba  casi  la  última,  la  undécima; 
faltaba  colocar  una  piedra  solamente  y  la  argamasa 
para  asegurarla.  Luchaba  con  su  peso,  y  la 
había  colocado  a  medias  en  la  posición  deseada, 
cuando  partió  del  fondo  del  nicho  una  risa  débil 
que  puso  los  pelos  de  punta  sobre  mi  cabeza. 
Sucedióla  una  voz  lastimosa  que  con  dificultad 
pude  reconocer  como  la  del  noble  Fortunato.  La 
voz  decía: 

— ¡  Ah !  ¡  ah !  ¡  ah ! .  .  .  j  eh !  i  eh !  ¡  eh !  .  .  .  muy  buena 
broma  en  verdad,  una  broma  magnífica.  Reire- 
mos de  buena  gana  muchas  veces  acerca  de  esto 
en  el  palazzo  .  .  ,  j  eh !  ¡  eh !  ¡  eh !  .  .  .  nuestro  vino  .  .  . 
¡eh!  ¡eh! ¡eh! 

— ¡El  amontillado! — dije  yo. 

— ¡Eh!  ¡eh!  ¡eh! .  .  .  ¡eh!  ¡eh!  ¡eh! .  . .  sí,el amonti- 
llado. Pero¿  no  está  haciéndose  ya  muy  tarde  .^  ¿  No 
estarán  aguardándonos  en  el  palazzo  la  señora  de 
Fortunato  y  los  demás  ?     Vamonos  ya. 

— Sí, — dije  yo; — vamonos  ya. 

— i  Por  el  amor  de  Dios.,  Montresor! 

— Sí, — repetí; — ¡por  el  amor  de  Dios! — 

Mas  aguardé  en  vano  respuesta  a  estas  últimas 
palabras.     Me  impacienté.     Llamé  en  alta  voz: 

— ¡Fortunato! — 

No  obtuve  contestación.     Llamé  de  nuevo: 

Tampoco  hubo  respuesta.  Introduje  una  an- 
torcha por  la  abertura  que  quedaba  y  la  dejé  caer 


El  Barril  de  Amontillado  13 

dentro.  Sólo  respondió  un  repiqueteo  de  los 
cascabeles.  Mi  corazón  se  oprimió;  sin  duda  la 
humedad  de  las  catacumbas  era  la  causa.  Me 
apresuré  a  terminar  mi  labor.  Forcé  la  última 
piedra  hasta  colocarla  en  posición,  luego  la  aseguré 
con  argamasa.  Contra  la  nueva  obra  de  albañi- 
lería  elevé  la  trinchera  de  huesos.  Por  más  de 
medio  siglo  ningún  mortal  los  ha  removido  jamás. 
¡In  pace  requiescat! 


EL  ESCARABAJO  DE  ORO 


EL  ESCARABAJO  DE  ORO 

¡Hola!   ¡hola!     ¡Este   hombre   está   atacado   de  locura! 
Debe  haberle  picado  la  tarántula. 

— All  m  the  Wrong. 

MUCHOS  años  ha  contraje  íntima  amistad 
con  Mr.  Wílliam  Legrand.  Pertenecía  a 
una  antigua  familia  hugonote  y  había 
gozado  de  fortuna;  pero  una  serie  de  contratiempos 
le  redujo  más  tarde  a  la  miseria.  Para  evitar 
la  mortificación  consiguiente  a  sus  desastres  aban- 
donó Nueva  Orleans,  la  cuna  de  sus  antepasados, 
y  fijó  su  residencia  en  la  isla  de  SúlHvan,  cerca  de 
Chárleston,  en  Carolina  del  Sur. 

Esta  isla  es  muy  singular.  Está  formada  casi 
toda  de  arena,  y  tiene  alrededor  de  tres  millas  de 
longitud.  Su  anchura  no  excede  de  un  cuarto 
de  milla  en  toda  su  extensión.  Queda  separada 
del  continente  por  una  corriente  apenas  perceptible 
que  se  desliza  entre  un  yermo  de  cañas  y  légamo, 
guarida  favorita  de  las  aves  silvestres.  La  vege- 
tación, como  puede  suponerse,  es  escasa  y  raquíti- 
ca. No  hay  árboles  de  ninguna  clase.  Cerca  de  la 
extremidad  occidental,  hacia  el  fuerte  de  Moultrie, 
donde  existen  algunos  edificios  de  estructura  mise- 
rable ocupados  durante  el  verano  por  los  fugitivos 
del  polvo  y  las  fiebres  de  Chárleston,  puede  encon- 

17 


18  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

trarse  en  verdad  la  palmera  de  abanico;  pero  toda 
la  isla,  con  excepción  de  la  parte  occidental  y  de 
una  faja  blanca  y  endurecida  a  la  ribera  del  mar, 
está  cubierta  de  una  densa  maleza  del  mirto  blanco 
tan  apreciado  por  los  horticultores  de  Inglaterra. 
Estos  arbustos  alcanzan  a  menudo  una  altura  de 
quince  o  veinte  pies  y  forman  un  tallar  casi  im- 
penetrable, embalsamando  el  aire  con  su  fragancia. 
En  la  más  intrincada  espesura  de  aquel  soto,  no 
muy  alejada  de  la  extremidad  oriental  y  más 
remota  de  la  isla,  había  construido  Legrand  una 
pequeña  cabana  que  habitaba  en  la  época  en  que 
le  conocí  incidentalmente  por  primera  vez.  Pron- 
to este  conocimiento  se  convirtió  en  amistad, 
porque  el  recluso  tenía  muchas  cualidades  propias 
para  despertar  interés  y  estimación.  Lo  encontré 
bien  educado,  de  mentalidad  extraordinaria,  pero 
atacado  de  misantropía  y  sujeto  a  perniciosos 
accesos  alternados  de  entusiasmo  y  melancolía. 
Tenía  muchos  libros,  pero  rara  vez  hacía  uso  de 
ellos.  Su  principal  distracción  consistía  en  la 
caza  y  la  pesca  o  en  vagar  por  la  ribera  y  a  través 
de  los  mirtos  en  busca  de  conchas  o  ejemplares 
entomológicos,  cuya  colección  de  los  últimos  podía 
haber  causado  la  envidia  de  un  Swámmerdamm. 
En  estas  excursiones  le  acompañaba  generalmente 
un  negro  viejo,  llamado  Júpiter,  a  quien  había 
franqueado  antes  de  sus  desgracias  de  famiUa, 
pero  al  cual  ni  amenazas  ni  promesas  pudieron 
inducir  a  abandonar  lo  que  consideraba  su  derecho 
de  seguir  los  pasos  de  su  joven  "amo  Will."  No 
sería  extraño  que  los  parientes  de  Legrand,  juz- 


El  Escarabajo  de  Oro  19 

gándole  de  mente  algo  perturbada,  hubieran 
contribuido  a  infundir  a  Júpiter  esta  obstinación 
con  el  objeto  de  mantener  cierta  vigilancia  y  tutela 
sobre  el  vagabundo. 

En  la  latitud  de  la  isla  de  Súllivan  los  inviernos 
no  son  muy  severos  por  lo  general,  y  en  el  otoño  es 
muy  raro  que  se  sienta  la  necesidad  de  encender 
la  chimenea.  Sin  embargo,  a  mediados  de  oc- 
tubre de  1 8 —  ocurrió  un  día  de  frío  extraordinario. 
A  la  hora  precisa  del  ocaso  me  abría  yo  paso  entre 
las  siemprevivas  hacia  la  cabana  de  mi  amigo  a 
quien  no  había  visto  durante  varias  semanas,  pues 
que  en  aquel  entonces  residía  yo  en  Chárleston, 
a  nueve  millas  de  distancia  de  la  isla,  y  las  facili- 
dades para  el  viaje  de  ida  y  vuelta  estaban  muy 
lejos  de  aproximarse  a  las  del  tiempo  actual  Al 
llegar  a  la  choza  golpeé  la  puerta  como  de  costum- 
bre y,  no  obteniendo  respuesta,  busqué  la  llave 
en  el  sitio  donde  yo  sabía  que  la  ocultaban  de 
ordinario,  abrí  la  puerta  y  entré.  Un  buen  fuego 
ardía  en  el  hogar.  Era  una  novedad  que  nada 
tenía  por  cierto  de  desagradable.  Me  despojé  del 
abrigo,  acerqué  una  silla  de  brazos  a  los  crujientes 
leños,  y  me  dispuse  a  esperar  pacientemente  la 
llegada  de  Legrand. 

Llegó  poco  después  de  obscurecido  y  me  brindó 
la  bienvenida  más  cordial.  Júpiter,  sonriendo  de 
oreja  a  oreja,  se  precipitó  a  preparar  un  ave  de 
pantano  para  la  cena.  Hallábase  Legrand  en  uno 
de  sus  accesos — ¿de  qué  otro  modo  podría  llamar- 
los.?— de  entusiasmo.  Había  encontrado  un  bival- 
vo desconocido  que  representaba  un  género  nuevo; 


20  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

y  había  perseguido  y  cazado  además,  con  ayuda  de 
Júpiter,  un  escarabajo  que  juzgaba  absolutamente 
nuevo,  pero  acerca  del  cual  quería  tener  mi  opinión 
a  la  mañana  siguiente. 

— ¿Y  por  qué  no  ahora  mismo? — pregunté,  res- 
tregándome las  manos  sobre  la  llama  y  enviando  al 
diablo  in  mente  toda  la  tribu  de  escarabajos. 

— ¡  Ah !  ¡  Si  hubiera  podido  adivinar  que  estabais 
aquí! — exclamó  Legrand; — pero  hace  tanto  tiempo 
desde  que  nos  vimos  la  última  vez  que,  ¿cómo  iba 
a  prever  que  me  visitarais  precisamente  esta  noche? 

De   regreso   a  casa  encontré  al  teniente  G , 

el  del  fuerte,  y  neciamente  le  dejé  prestado  el 
insecto;  de  manera  que  es  imposible  que  lo  veáis 
hasta  mañana.  Quedaos  aquí  esta  noche  y  en- 
viaré a  Júpiter  a  buscarlo  al  amanecer.  jEs  la 
cosa  más  linda  de  la  creación! 

— ¿Qué?  ¿el  amanecer? 

— ¡No!  ¡Qué  ocurrencia!  ¡el  escarabajo!  Es 
más  o  menos  del  tamaño  de  una  nuez  grande  de 
nogal,  color  de  oro  brillante,  y  con  dos  manchas 
negras  como  azabache,  una  a  cada  lado  del  extremo 
superior  del  dorso,  y  otra,  algo  más  extensa,  al 
otro  extremo.     Las  antenas  son     .     . 

— ^No  tié  ná  d'etaño,^  amo  Will,  se  lo  digo 
a  uté,"  interrumpió  Júpiter.  "Er  bicho  é  toíto  de 
oro  macizo  por  adentro  y  ajuera,  menos  las  alas 
.  .  .  Nunca  en  mi  vía  tantié  un  animal  má 
pesao. 

— Bien;  supongamos  que  sea  así,  Jup, — replicó 


*E1  sonido  semejante  de  antenas  y  estaño  en  ínTlés  provoca  la  equivocación 
d^  negro  que  no  entiende  mucholde  requilorios  de  pronunciación. — La  Redacción. 


El  Escarabajo  de  Oro  21 

Legrand  con  más  gravedad  de  lo  que  requería 
el  caso,  a  mi  entender; — pero  esto  no  es  razón  para 
que  dejes  quemarse  la  cena.  El  color, — prosiguió 
volviéndose  a  mí, — es  bastante  para  justificar  la 
opinión  de  Júpiter.  Jamás  habréis  visto  reflejos 
metálicos  más  brillantes  que  los  que  sus  escamas 
emiten;  pero  no  podéis  juzgar  de  ello  hasta  maña- 
na. Entretanto  puedo  daros  alguna  idea  de  su 
forma. — 

Hablando  así,  sentóse  a  una  pequeña  mesa 
donde  había  tintero  y  plumas,  pero  no  se  veía 
nada  de  papel.  Buscó  en  los  cajones  sin  poder 
encontrar  ninguna  hoja. 

— 'No  importa, — dijo  al  fin; — esto  servirá  lo 
mismo. — 

Y  sacando  del  bolsillo  de  su  chaleco  algo  que 
me  pareció  una  hoja  sucia  de  papel  de  oficio, 
púsose  a  dibujar  un  boceto  a  pluma.  Mientras 
él  procedía,  permanecí  yo  en  mi  sitio  junto  al 
fuego,  pues  aun  sentía  frío.  Cuando  terminó  su 
trabajo  me  lo  alargó  sin  levantarse.  En  el  mo- 
mento en  que  lo  recibía,  dejóse  percibir  un  fuerte 
gruñido  seguido  de  arañazos  a  la  puerta.  Júpiter 
abrió,  y  un  enorme  terranova,  que  pertenecía  a 
Legrand  y  a  quien  había  yo  demostrado  gran  sim- 
patía en  mis  visitas  anteriores,  se  precipitó  dentro 
saltando  sobre  mis  hombros  y  llenándome  de 
caricias.  Cuando  terminaron  sus  cabriolas  miré 
el  papel  y,  a  decir  verdad,  me  sentí  no  poco  asom- 
brado al  ver  el  dibujo  de  mi  amigo. 

— Bien, — dije,  después  de  contemplarlo  por  al- 
gunos minutos; — esto  es  un  escarabajo  muy  extra- 


22  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

ño,  he  de  confesarlo;  completamente  nuevo  para 
mí;  jamás  he  visto  nada  semejante,  a  menos  de  ser 
un  cráneo  o  una  calavera,  que  es  lo  que  más  se 
acerca  a  lo  que  tengo  en  observación. 

— ¡Una  calavera! — repitió  Legrand  como  un  eco. 
— ¡Oh!  sí,  bien,  quizás  tenga  algo  de  esta  apariencia 
sobre  el  papel,  no  hay  duda.  Las  dos  manchas 
superiores  pueden  parecer  los  ojos,  ¿no."*  y  la  más 
grande  al  otro  extremo.,  la  boca;  y  luego,  el  con- 
junto es  de  forma  oval. 

— ^Tal  vez  sea  así, — dije; — pero  se  me  figura, 
Legrand,  que  no  sois  muy  buen  artista.  Necesito 
ver  yo  mismo  el  insecto  si  he  de  formarme  alguna 
idea  de  su  aspecto  particular. 

— Bien,  no  se  por  qué, — repHcó  algo  amostazado. 
— Dibujo  de  manera  aceptable,  al  menos  debería 
hacerlo  así;  he  tenido  buenos  maestros  y  me  lison- 
jeo de  no  ser  un  topo. 

— Pero,  querido  amigo,  entonces  estáis  tratando 
de  burlaros  de  mí, — repuse.  — Esto  es  un  cráneo 
muy  presentable;  en  verdad,  hasta  podría  decir 
una  calavera  excelente,  de  acuerdo  con  las  nociones 
más  elementales  de  los  ejemplares  de  esta  clase  en 
fisiología;  y  vuestro  escarabajo  debe  ser  el  escara- 
bajo más  peculiar  si  se  le  parece.  ¡Vaya!  Hasta 
podemos  arrojar  un  poquillo  de  terror  supersticioso 
a  su  respecto.  Se  me  imagina  que  podéis  llamar  a 
vuestro  insecto  scarabaus  capus  hominis  o  algo 
por  el  estilo;  hay  nombres  análogos  en  la  historia 
natural.  Pero  ¿dónde  están  las  antenas  de  que 
hablabais? 

— ¡Las  antenas! — exclamó  Legrand,  que  parecía 


El  Escarabajo  de  Oro  23 

irse  acalorando  sobre  el  asunto.  — Estoy  seguro  de 
que  podéis  descubrir  las  antenas;  las  he  dibujado 
tan  distintamente  como  aparecen  en  el  original,  y 
creo  que  esto  es  suficiente. 

— Bien,  bien, — repliqué; — probablemente  es  así, 
lo  cual  no  obsta  para  que  yo  no  las  vea; — y  sin 
más  comentario  le  alargué  el  papel  no  deseando 
excitar  su  enojo.  Sin  embargo,  estaba  muy  sor- 
prendido por  el  giro  que  tomaba  el  asunto;  su 
mal  humor  me  chocaba;  y  con  respecto  al  diseño 
del  insecto,  no  había  allí  antenas  positivamente 
y  el  conjunto  tenía  en  verdad  extraordinario  pare- 
cido al  dibujo  corriente  de  una  calavera. 

Recibió  el  papel  con  enfado  y  estaba  visiblemente 
a  punto  de  estrujarlo  y  arrojarlo  al  fuego  cuando 
una  ojeada  casual  al  dibujo  pareció  fijar  de  repente 
su  atención.  En  un  instante  enrojeció  su  rostro 
violentamente,  y  un  momento  después  palideció 
por  completo.  Durante  algunos  minutos  examinó 
el  diseño  con  minuciosidad  en  el  mismo  sitio  donde 
se  encontraba  sentado.  Al  cabo  se  levantó,  cogió 
una  bujía  de  la  mesa  y  fué  a  sentarse  sobre  un  arca 
en  el  rincón  más  alejado  de  la  habitación.  Allí 
hizo  de  nuevo  un  ansioso  escrutinio  del  papel 
revolviéndolo  en  todas  direcciones.  No  decía 
una  palabra,  sin  embargo,  y  su  conducta  me  llena- 
ba de  estupor;  pero  juzgué  prudente  no  exacerbar 
con  comentario  alguno  la  extravagancia  creciente 
de  sus  maneras.  Luego,  sacando  una  cartera  del 
bolsillo  de  su  chaqueta,  colocó  dentro  el  papel 
cuidadosamente  y  depositó  el  paquete  en  su  escri- 
torio que  cerró  con  llave.     Entonces  adquirieron 


24  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

sus  ademanes  mayor  compostura,  pero  su  entusias- 
mo primitivo  había  desaparecido  del  todo.  Sin 
embargo,  parecía  más  bien  abstraído  que  descon- 
tento. Conforme  avanzaba  la  noche  se  absorbía 
más  y  más  en  sus  meditaciones  de  las  cuales  no 
consiguieron  arrancarle  todos  mis  esfuerzos.  Ha- 
bía tenido  yo  la  intención  de  pasar  la  noche  en  la 
cabana  como  lo  acostumbraba  a  menudo,  pero 
observando  la  actitud  d€  mi  huésped,  pensé  que 
era  más  oportuno  despedirse.  No  me  instó  para 
que  permaneciera  en  su  compañía,  pero  estrechó 
mi  mano  al  partir  con  mayor  cordialidad  aún  que 
de  ordinario. 

Haría  un  mes  de  lo  que  he  relatado,  intervalo 
durante  el  cual  nada  había  sabido  de  Legrand, 
cuando  recibí  en  Chárleston  la  visita  de  su  asistente 
Júpiter.  Nunca  había  visto  al  buen  negro  tan 
trastornado  y  creí  que  algún  serio  desastre  hubiera 
ocurrido  a  mi  amigo. 

— ^Y  bien,  Júpiter, — díjele, — ¿de  qué  se  trata? 
¿Cómo  está  tu  amo? 

— Pá  decir  verdá,  patrón,  él  no  etá  tan  sano. 

— ¿Está  enfermo?  Lo  siento  mucho.  ¿Deque 
se  queja? 

— ¡Ahí  etá!  ¡Esoélopior!  Nunca  se  queja  de 
ná.     Pero  tá  mu  mal. 

— ¡Muy  mal,  Júpiter!  ¿Por  qué  no  me  dijiste  eso 
de  una  vez?     ¿Está  en  cama? 

— ^No,  señó;  eso  no.  Pero  no  se  sabe  por  onde 
anda.  Eso  é  lo  que  me  duele.  El  pobre  amo  Will 
m'etá  dando  mucho  dolore  de  cabeza. 

— ^Júpiter,  quisiera  entender  loque  estás  diciendo. 


El  Escarabajo  de  Oro  25 

Hablas  de  que  tu  amo  está  enfermo.     ¿No  te  ha 
dicho  lo  que  tiene? 

— ¡Güeno,  patrón!  No  hay  que  alterase  po 
eso.  Amo  Will  dice  que  no  tiene  ná. 
Pero  ¿por  qué  anda  poahí  con  la  cabeza  enterra 
entre  sus  hombros  y  blanco  como  una  visión.^ 
.  .  .  ¡Otra  cosa!  Siempre  etá  con  una 
chara. 

— ¿Una  qué,  Júpiter.'* 

— Sí;  una  chara,  y  una  pizarra  con  lo  número  má 
raros  que  se  ha  vito.  Le  digo  a  uté  que  me  asuta 
en  veces.  Necesito  mucho  ojo  con  sus  cosas. 
L'otro  día  se  m'escapó  a  la  madruga  y  se  jué  todo 
el  bendito  día.  Tuve  preparao  un  garrote  pá  dale 
una  güeña  soba  cuando  volviese;  pero  soy  tan 
zonzo  que  no  tuve  alma  dempués  de  tó.  .  .  . 
Parecía  tan  despeao  que  me  dio  lástima. 

— ¡Eh?  ¡Cómo?  jAh,  sí!  Bien,  teniendo  todo 
en  cuenta,  creo  que  es  mejor  que  no  seas  muy  se- 
vero con  el  pobre.  No  lo  disciplines,  Júpiter;  no 
me  parece  que  está  en  condiciones  de  resistirlo. 
Pero  ¿no  puedes  imaginar  qué  es  lo  que  ha  produ- 
cido su  enfermedad,  o  mejor  dicho,  este  cambio 
en  sus  maneras?  ¿Ha  sucedido  algo  desagradable 
después  que  no  nos  hemos  visto? 

— ^No,  patrón,  no  ha  sucedido  ná  dende  entonce. 
Me  paece  que  jué  antes  .  .  .  jué  el  mimo 
día  que  uté  etuvo. 

— ¡Cómo!  ¿'qué  quieres  decir? 

— Güeno,  patrón,  yo  digo  que  jué  la  cucaracha 


¡eso 


;E1  qué? 


26  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

— heL  cucaracha.  Seguro  que  esa  cucaracha  de 
oro  lo  picó  en  algún  lao  de  la  cabeza. 

— ^Y  ¿qué  motivo  tienes  para  pensar  eso,  Júpiter? 

— Esa  cucaracha  tiene  mu  güeñas  patas  y  mu 
güeña  boca.  Nunca  vide  un  bicho  más  condenao: 
muerde  y  patea  tó  lo  que  se  le  arrima.  Amo  Will 
la  cazó  primero,  pero  le  digo  que  tuvo  que  soltarla 
mu  prontito.  Y  entonce  creo  que  lo  mordió. 
A  mí  dio  miedo  la  boca  e  la  cucaracha  p'agarrarla, 
pero  la  pesqué  con  un  peaso  e  papel.  L'envolví 
con  el  papel  y  tamién  l'ise  come  papel.      Así  jué. 

— ^Y  ¿crees  entonces  que  el  insecto  picó  verda- 
deramente a  tu  amo  y  que  la  picadura  lo  ha  en- 
fermado ? 

— ^A  mí  no  é  que  me  paece.  .  .  .  Toy  se- 
guro. ¿Po  qué  soñó  tanto  con  el  oro  si  no  é 
poque  lo  picó  el  bicho  de  oro?  Yo  he  oído  dende 
antes  habla  de  estas  cucarachas  de  oro. 

— Pero  ¿cómo  sabes  que  sueña  con  oro? 

— ¿Que  cómo  sé?  Poque  habla  de  eso  cuando 
duerme.     Po  eso  toy  seguro. 

— Bien,  Júpiter,  quizá  tengas  razón;  pero  ¿a  qué 
circunstancia  afortunada  debo  el  placer  de  tu 
visita? 

— ¿Qué  dise,  patrón? 

— ¿Me  traes  algún  recado  de  Mr.  Legrand? 

— ^No,  patrón,  traigo  ete  paquete; — y  aquí 
Júpiter  me  entregó  una  carta  que  decía  así: 


Querido 

¿Por  qué  no  habéis  venido  en  tanto  tiempo?  Espero  que 
no  seréis  tan  bobo  de  ofenderos  por  mis  pequeños  arranques; 
no,  eso  no  es  posible. 


El  Escarabajo  de  Oro  27 

Desde  que  no  os  he  visto  tengo  grandes  motivos  de  ansiedad. 
Necesito  deciros  algo,  pero  apenas  sé  en  qué  forma  podría 
hacerlo  y  ni  siquiera  si  debería  decíroslo. 

No  he  estado  muy  bien  en  los  últimos  días  y  el  pobre  viejo 
Júpiter  me  ha  aburrido  más  de  lo  que  es  posible  soportar  con 
sus  ingenuas  atenciones.  ¿Lo  creeríais?  Había  preparado 
un  gran  palo  el  otro  día  para  castigarme  por  habérmele  esca- 
pado y  haber  pasado  la  jornada  solo,  en  las  colinas  de  la  isla. 
Creo,  en  verdad,  que  únicamente  mi  aspecto  de  enfermo  me 
salvó  de  la  azotaina. 

No  he  agregado  nada  a  mi  colección  desde  la  última  vez  que 
nos  vimos. 

Si  podéis  arreglarlo  sin  inconveniente,  venid  con  Júpiter. 
Venid.  Necesito  veros  esta  noche  para  un  asunto  de  impor- 
tancia.    Os  aseguro  que  es  de  la  mayor  importancia. 

Vuestro  afectísimo 

WÍLLIAM   LeGRAND. 

Algo  había  en  el  tono  de  la  carta  que  me  produjo 
gran  inquietud.  Su  estilo  difería  por  completo 
del  que  acostumbraba  Legrand.  ¿En  qué  estaría 
soñando?  ¿Que  nueva  extravagancia  se  había 
apoderado  de  su  excitable  cerebro?  ¿Cuál  podía 
ser  aquel  "asunto  de  gran  importancia"  que 
necesitara  él  definir?  Las  noticias  de  Júpiter  a 
su  respecto  no  auguraban  nada  bueno.  Temí 
que  quizá  el  peso  continuo  de  la  desgracia  hubiera 
al  fin  trastornado  la  mente  de  mi  amigo.  En 
consecuencia,  sin  un  instante  de  vacilación  me 
preparé  a  acompañar  al  negro. 

Al  llegar  al  embarcadero  advertí  una  hoz  y  tres 
azadas,  nuevas  en  apariencia,  colocadas  en  el 
fondo  del  bote  que  debíamos  ocupar. 

— ¿Qué  significa  esto,  Jup.? — pregunté. 

— Son  una  hoz  y  unas  azadas,  patrón. 


28  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

— ^No  cabe  duda;  pero  ¿qué  hacen  aquí? 

— Son  una  hoz  y  unas  azadas  que  amo  Will  me 
mandó  que  le  comprara  en  la  ciudad  y  que  por  má 
señas  he  tenío  que  largar  un  montón  de  plata  po 
eso. 

— Pero,  en  nombre  de  todo  lo  misterioso,  ¿qué 
va  a  hacer  "amo  Will"  con  azadas  y  con  hoces? 

— ¡Ah!  Eso  sí  que  no  sé  y  ¡el  diablo  cargue 
conmigo  si  el  amo  sabe  má  que  yo!  Pá  mí  que 
tó  é  por  la  cucaracha. — 

Viendo  que  no  podía  satisfacer  mi  curiosidad 
con  las  respuestas  de  Júpiter,  cuyo  intelecto  pare- 
cía completamente  absorbido  por  el  escarabajo, 
abordé  el  bote  y  nos  dimos  a  la  vela.  Empujados 
por  brisa  poderosa  y  favorable  arribamos  pronto  a 
la  pequeña  ensenada  al  norte  del  fuerte  de  Moultrie 
y  una  caminata  de  dos  millas  nos  condujo  a  la 
cabana.  Era  cerca  de  las  tres  de  la  tarde  cuando 
llegamos,  y  Legrand  nos  aguardaba  en  ansiosa 
expectación.  Oprimió  mi  mano  con  vivacidad 
nerviosa  que  me  alarmó  robusteciendo  las  sospe- 
chas que  habían  ya  acudido  a  mi  mente.  Su 
semblante  tenía  palidez  cadavérica  y  sus  ojos, 
hundidos  en  las  cuencas,  brillaban  con  lustre  sobre- 
natural. Después  de  algunas  preguntas  acerca 
de  su  salud  pregúntele,  no  sabiendo  cosa  mejor 
que  decir,  si  no  había  recuperado  aún  su  escarabajo 
del  teniente  G. 

— ¡Oh,  sí! — replicó,  enrojeciendo  violentamente. 
— Lo  recogí  al  siguiente  día.  Nada  podría  deci- 
dirme a  separarme  de  este  escarabajo,  ¿Sabéis 
que  Júpiter  tenía  razón  en  sus  apreciaciones? 


El  Escarabajo  de  Oro  29 

— ¿A  qué  respecto? — pregunté,  sintiendo  mi 
corazón  llenarse  de  tristes  presentimientos. 

— Suponiendo  que  era  un  insecto  de  oro 
verdadero. — 

Dijo  esto  con  aire  de  profunda  gravedad,  y  yo 
me  sentí  indeciblemente  contristado. 

— Este  insecto  hará  mi  fortuna, — continuó  con 
sonrisa  triunfante; — me  reinstalará  en  mis  pose- 
siones de  familia.  ¿Qué  de  extraño  tiene,  enton- 
ces, que  yo  lo  aprecie  en  grado  sumo?  Desde  que 
la  Fortuna  ha  creído  oportuno  concederme  sus 
dones  en  esta  forma,  sólo  me  resta  usar  de  ellos 
debidamente  para  llegar  a  la  riqueza  que  es  su 
culminación.     ¡Júpiter,  tráeme  el  escarabajo! 

— iQué!  ¿La  cucaracha,  patrón?  No  quío 
búscale  camorra  a  ese  bicho;  mejó  que  uté  mimo 
lo  agarre. — 

A  lo  cual  levantóse  Legrand  con  aire  grave  y 
majestuoso  y  me  presentó  el  insecto  que  sacó  de 
una  caja  de  cristal  en  que  lo  tenía  encerrado. 
Era,  en  verdad,  un  hermoso  escarabajo,  desconocido 
por  aquel  tiempo  a  los  naturalistas  y,  por  con- 
siguiente, un  gran  hallazgo  desde  el  punto  de  vista 
científico.  Tenía  dos  manchas  negras  en  el  extremo 
anterior  del  lomo  y  otra,  más  grande,  en  el  extremo 
posterior.  Las  escamas  eran  excesivamente  duras 
y  brillantes,  con  toda  la  apariencia  del  oro 
bruñido.  El  peso  del  insecto  era  notable  y,  to- 
mando todas  estas  cosas  en  consideración,  apenas 
podía  yo  reprochar  a  Júpiter  sus  opiniones  al 
respecto;  pero  lo  que  inclinaba  a  Legrand  a  asentir 
con  esta  idea  no  podía  comprenderlo,  por  vida  mía. 


30  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

— He  enviado  a  buscaros, — dijo  en  tono  grandi- 
locuente cuando  terminé  el  examen  del  insecto, 
— he  enviado  a  buscaros  porque  necesito  vuestros 
consejos  y  vuestra  asistencia  para  llevar  a  cabo 
los  designios  de  la  suerte  y  del  escarabajo.    .    .    , 

— Mi  querido  Legrand, — exclamé  interrumpién- 
dole,— seguramente  no  os  sentís  bien,  y  es  preferi- 
ble que  toméis  algunas  ligeras  precauciones.  Acos- 
taos, y  yo  permaneceré  aquí  algunos  días  hasta  que 
os  encontréis  mejor.     Estáis  febril  y.     ,     .     . 

— ^Tomadme  el  pulso, —  dijo  mi  amigo. 

Hícelo  así,  y  a  decir  verdad  no  encontré  la  más 
ligera  alteración. 

— Pero  podéis  estar  enfermo  aun  sin  tener  fiebre. 
Permitidme  recetaros  por  esta  vez.  En  primer 
lugar,  poneos  en  cama;  en  segundo.     .     .     . 

— Estáis  equivocado, — interrumpió.  — Me  en- 
cuentro tan  bien  como  puedo  estarlo  bajo  la  exci- 
tación que  me  aqueja.  Si  tenéis  realmente  algún 
interés  por  mí,  aliviaréis  esta  excitación. 

— ¿De  qué  manera  puedo  hacerlo? 

— Muy  fácilmente.  Júpiter  y  yo  vamos  a  em- 
prender una  expedición  a  las  colinas  de  la  isla,  y 
necesitamos  en  dicha  empresa  la  cooperación 
de  alguien  en  quien  podamos  confiar  absoluta- 
mente. Vos  sois  el  único  en  quien  yo  depositaría 
mi  confianza.  Ya  tengamos  éxito  o  fracasemos, 
desaparecerá  la  agitación  que  ahora  advertís  en  mí. 

— Deseo  muchísimo  complaceros  en  cualquier 
sentido, —  repliqué; — pero  ¿significa  esto  que  el 
infernal  escarabajo  tiene  alguna  conexión  con 
vuestra  expedición  a  las  colinas.'* 


El  Escarabajo  de  Oro  31 

— ^La  tiene. 

— En  tal  caso,  Legrand,  no  puedo  prestarme  a 
proceder  tan  absurdo. 

— Lo  siento,  lo  siento  mucho;  porque  tendremos 
que  ensayarlo  solos. 

— ¡Ensayarlo  solos!  ¡Este  hombre  está  loco 
seguramente!  Pero  ¡aguardad!  ¿Cuánto  tiempo 
os  proponéis  ausentaros.^ 

— Probablemente  toda  la  noche.  Saldremos  en 
este  instante  y  estaremos  de  vuelta  al  alba  en  todo 
caso. 

— ¿Y  me  prometéis,  por  vuestro  honor,  que  una 
vez  satisfecha  esta  fantasía  y  resuelto  a  vuestra 
satisfacción  el  asunto  del  escarabajo,  ¡gran  Dios! 
volveréis  a  casa  y  seguiréis  implícitamente  mis 
consejos  como  si  fuera  vuestro  médico  ? 

— Sí;  lo  prometo;  y  ahora  partamos  inmediata- 
mente porque  no  hay  tiempo  que  perder. 

Acompañé  a  mi  amigo  con  el  corazón  oprimido. 
Salimos  a  eso  de  las  cuatro,  Legrand,  Júpiter,  el 
perro  y  yo,  cargando  Júpiter  con  la  hoz  y  las  azadas 
que  insistió  en  llevar  él  mismo,  más  por  temor  de 
dejar  aquellos  instrumentos  al  alcance  de  su  amo 
que  por  exceso  de  actividad  o  complacencia,  a  lo 
que  pude  presumir.  Su  actitud  era  terriblemente 
suspicaz,  y  las  palabras  "condenado  insecto" 
fueron  las  únicas  que  se  escaparon  de  sus  labios 
durante  todo  el  trayecto.  Por  mi  parte  me  había 
encargado  de  dos  linternas  sordas,  mientras  Le- 
grand se  contentaba  con  el  escarabajo  que  llevaba 
atado  al  extremo  del  cordel  de  un  látigo,  haciéndolo 
girar  a  uno  y  otro  lado  con  aires  de  hechicero  con- 


32  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

forme  avanzábamos.  Cuando  pude  observar  esta 
última  y  evidente  muestra  de  la  aberración  mental 
de  mi  amigo  apenas  me  fué  posible  retener  las 
lágrimas.  Pensé,  sin  embargo,  que  era  mejor 
seguir  sus  fantasías  al  menos  por  el  momento 
hasta  que  se  presentara  la  oportunidad  de  adoptar 
medidas  más  enérgicas  con  probabilidades  de  éxito. 
Me  propuse  al  mismo  tiempo,  aunque  sin  resulta- 
do, sondearle  acerca  del  objeto  de  la  expedición. 
Habiendo  logrado  inducirme  a  acompañarle,  no 
parecía  desear  sostener  conversación  sobre  tópicos 
de  menor  importancia,  y  a  todas  mis  preguntas  se 
dignaba  responder  tan  sólo :     **  ¡Ya  veremos ! '* 

Cruzamos  en  un  esquife  el  canal  que  separaba 
la  isla  y,  ascendiendo  las  colinas  de  la  playa  del 
continente,  seguimos  en  dirección  noroeste  a  través 
de  una  comarca  excesivamente  salvaje  y  desolada 
donde  no  existía  traza  de  seres  humanos.  Legrand 
guiaba  con  decisión,  deteniéndose  únicamente 
de  vez  en  cuando  para  consultar  ciertas  señales 
que  en  apariencia  había  colocado  él  mismo  en  al- 
guna excursión  preliminar. 

De  esta  manera  avanzamos  durante  cerca  de 
dos  horas,  y  precisamente  a  la  caída  del  sol  pene- 
tramos en  una  región  infinitamente  más  lúgubre 
que  todo  lo  que  habíamos  atravesado  hasta  enton- 
ces. Era  una  especie  de  meseta  cerca  de  la  cima  de 
una  eminencia  casi  inaccesible,  cubierta  de  densa 
arboleda  desde  la  base  hasta  la  cumbre  y  sembrada 
de  enormes  peñascos  que  parecían  yacer  despren- 
didos sobre  el  terreno,  evitando  en  muchos  casos 
precipitarse  a  los  hondos  valles  debido  simplemente 


El  Escarabajo  de  Oro  33 

al  apoyo  de  los  árboles  contra  los  cuales  descansa- 
ban. Quebradas  profundas,  que  partían  en  di- 
versas direcciones,  prestaban  todavía  un  aire  de 
solemnidad  más  agreste  a  la  escena. 

La  plataforma  natural  hasta  donde  nos  había- 
mos encaramado  estaba  erizada  de  espesas  zarzas 
entre  las  cuales  descubrimos  pronto  que  habría 
sido  imposible  avanzar  sin  el  auxilio  de  la  hoz;  v 
Júpiter  procedió,  bajo  la  dirección  de  su  amo,  a 
abrirnos  una  senda  hasta  el  pie  de  un  enorme 
tulipán  que  se  levantaba  en  medio  de  seis  u  ocho 
robles  sobrepasando  a  todos  en  altura  y  humillando 
a  cuantos  árboles  había  yo  visto  hasta  entonces 
por  la  belleza  de  su  follaje  y  de  su  forma,  por  la 
magnitud  de  sus  ramas  y  por  la  majestad  de  su 
aspecto  en  general.  Cuando  llegamos  cerca  del 
árbol,  volvióse  Legiand  a  Júpiter  y  preguntóle  si 
sería  capaz  de  escalarlo.  El  viejo  titubeó  un  poco 
quedando  algunos  instantes  sin  responder.  Apro- 
ximándose al  fin  al  inmenso  tronco,  dio  la  vuelta 
pausadamente  alrededor  y  lo  examinó  con  minu- 
ciosa atención.  Cuando  terminó  su  escrutinio, 
dijo  sencillamente: 

— Claro,  patrón,  el  negro  Júpiter  se  trepa  a 
cualquier  árbol  que  le  da  la  gana. 

— Entonces,  arriba  cuanto  antes,  porque  pronto 
será  demasiado  tarde  para  ver  lo  que  necesitamos. 

— ¿Asta  onde  me  subo,  patrón? — preguntó 
Júpiter. 

— Sube  primero  por  el  tronco  y  luego  te  diré  de 
qué  lado  debes  ir.  ¡Ah!  .  .  .  ¡espera!  llévate 
al   insecto. 


34  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

— ¡La  cucaracha,  patrón!  ¿La  cucaracha  de 
oro? — gritó  el  negro,  retrocediendo  acongojado. 
¿Pá  qué  he  de  subir  la  cucaracha  arriba  del  árbol? 
¡Demonio  si  la  llevo! 

— Si  tienes  miedo,  Júpiter,  un  negro  grandazo  y 
viejo  como  eres,  de  coger  a  este  pequeño  animalito 
inofensivo,  llévalo  por  el  cordón;  pero  si  no  lo  subes 
contigo  en  alguna  forma,  me  veré  obligado  a  rom- 
perte la  cabeza  con  esta  azada. 

— ¿Qué  es  eso,  patrón?  ¿Poqués'enojaahora.f* — 
dijo  Júpiter  evidentemente  abochornado  hasta  la 
sumisión.  — Siempre  la  paga  el  pobre  negro  viejo. 
Yo  lo  dije  sólo  de  juego.  ¡Que  le  tengo  miedo  a 
la  cucaracha?    ¿Qué  mev'aser  a  mí  la  cucaracha? — 

Y  a  esto  cogió  cautelosamente  el  extremo  más 
alejado  del  cordón  y  manteniendo  al  insecto  tan 
apartado  de  sí  como  lo  permitían  las  circunstan- 
cias, preparóse  a  escalar  el  árbol. 

En  la  juventud,  el  tulipán  o  Liriodendron 
tulipiferum,  magnífico  habitante  de  las  selvas, 
tiene  el  tronco  singularmente  Uso  y  se  eleva  a 
menudo  a  gran  altura  sin  ramas  laterales;  pero  en 
su  edad  madura  la  corteza  se  vuelve  áspera  y 
nudosa  a  la  vez  que  aparecen  ramas  cortas  en  el 
tallo.  Así,  la  dificultad  de  la  ascensión  era  más 
aparente  que  real  en  el  presente  caso.  Abarcando 
el  enorme  cilindro  con  brazos  y  rodillas  tan  estre- 
chamente como  era  posible,  aferrándose  con  las 
manos  en  algunas  partes  salientes  mientras  afirma- 
ba en  otras  sus  pies  desnudos,  Júpiter  se  encaramó 
al  fin,  después  de  dos  o  tres  escapes  de  caída  in- 
minente,   en    la    primera    rama    ahorquillada    y 


El  Escarabajo  de  Oro  35 

pareció  considerar  su  tarea  virtualmente  llevada 
a  cabo.  El  peligro  de  la  empresa  estaba  vencido, 
en  efecto,  aun  cuando  se  hallaba  ahora  a  sesenta 
o  setenta  pies  de  altura  sobre  el  nivel  del  suelo. 

— ¿  Por  onde  voy  aora,  amo  Will  ? — preguntó. 

— Sigue  la  rama  más  grande  hacia  este  lado, — 
dijo  Legrand.  El  negro  obedeció  prontamente  y  al 
parecer  con  pequeño  esfuerzo,  ascendiendo  más  y 
más  alto  hasta  que  perdimos  de  vista  su  agachada 
figura  entre  el  espeso  follaje  que  la  envolvía.  A 
poco  oímos  su  voz  en  una  especie  de  alerta. 

— ¿Asta  onde  subo  aora? 

— ¿A  qué  altura  has  llegado? 

— Bien  arriba, — repHcó  el  negro; — ^ya  púo  ver 
el  sielo  po  entre  la  punta  del  árbol. 

— ^Nada  importa  el  cielo,  pero  atiende  a  lo  que 
voy  a  decirte.  Mira  hacia  abajo  del  árbol  y 
cuenta  las  ramas  de  este  lado  debajo  de  ti.  ¿Cuán- 
tas ramas  has  pasado? 

— Una,  do,  tré,  cuato,  sinco  ...  he  pasao 
sinco  ramas  de  este  lao,  patrón. 

— Entonces  sube  una  más. — 

Algunos  minutos  después  oímos  nuevamente  su 
voz  anunciando  que  había  llegado  a  la  séptima. 

• — Ahora,  Jup, — exclamó  Legrand  visiblemente 
agitado, — necesito  que  avances  sobre  esa  rama  lo 
más  lejos  que  puedas.  Si  encuentras  algo  extraño, 
avísamelo  inmediatamente. — 

En  aquel  momento  desaparecieron  las  pocas 
dudas  que  podía  aun  abrigar  acerca  de  la  demencia 
de  mi  amigo.  No  tenía  otra  alternativa  sino 
pensar  que  había  sido  atacado  de  locura,  y  llegué  a 


36  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

sentirme  verdaderamente  ansioso  pensando  en  el 
modo  de  hacerlo  regresar  a  la  casa.  En  tanto 
que  reflexionaba  sobre  lo  que  sería  más  conveniente 
intentar,  la  voz  de  Júpiter  dejóse  escuchar  de 
nuevo. 

— Mucho  critianos  se  asutarían  de  andar  po  eta 
rama.     Etá  seca  casi  todita. 

— ¿Dices  que  es  una  rama  seca,  Júpiter? — inte- 
rrogó Legrand  con  voz  trémula. 

— Sí,  patrón;  etá  seca  como  tranca  e  puerta. 
Como  que  lo  etoy  viendo     .     .     .     ¡tá  muerta! 

— ¿Qué  haré,  en  nombre  del  cielo? — exclajnó 
Legrand,  que  parecía  entregado  a  gran  desespera- 
ción. 

— ¡Haced  esto! — insinué  yo,  satisfecho  de  en- 
contrar la  oportunidad  de  colocar  una  palabra. 
— ¡Vaya!     ¡Venir  a  casa  y  acostaros!     Vamos  in- 
mediatamente, si  sois  buen  chico.     Se  hace  tarde, 
y  además  debéis  recordar  vuestra  promesa. 

— ¡Júpiter! — gritó  él,  sin  atenderme  en  lo  más 
mínimo.     — ¿  Me  oyes  r 

— Sí,  patrón;  l'oigo  mu  bien. 

— Entonces,  prueba  la  madera  con  tu  cuchillo  y 
fíjate  bien  si  la  rama  está  muy  seca. 

— Podrida,  patrón,  seguro, — contestó  el  negro 
después  de  un  momento;  pero  no  tan  podrida. 
Quién  sabe  si  pudiera  'vansá  má  aya  erando  solo. 
¡Así  sí,  digo! 

— ¡Solo!     ¿Qué  quieres  decir? 

— Güeno,  é  po  la  cucaracha.  E  mu  pesada.  Si 
la  boto  pa  'bajo,  la  rama  no  se  romperá  con  el 
peso  del  negro  ná  má. 


El  Escarabajo  de  Oro  37 

— ¡Canalla  infame! — gritó  Legrand,  muy  conso- 
lado al  parecer, — ¿qué  piensas  sacar  diciéndome 
esas  estupideces?  Ten  por  seguro  que  si  dejas 
caer  el  insecto  te  rompo  el  cuello.  ¡Mira,  Júpiter! 
¿  me  oyes  ? 

— Sí,  patrón;  no  hay  necesidad  de  cargarle  con 
tanto  grito  al  pobre  negro. 

— ¡  Bien !  ¡  Escucha  ahora !  Si  vas  por  esa  rama 
hasta  donde  creas  que  hay  seguridad  y  no  dejas 
caer  el  escarabajo,  te  regalaré  un  dólar  de  plata 
en  cuanto  llegues  al  suelo. 

— Voy,  patrón,  pierda  cuidao, — repuso  el  negro 
con  presteza; — etoy  casi  en  la  punta  de  la  rama. 

— ¡Casi  en  la  punta  de  la  ramal — exclamó  alegre- 
mente Legrand; — ¿dices  que  has  llegado  al  extremo 
de  esa  rama.^* 

— Pronto  etoy  en  la  mima  punta,  patrón.  .  .  . 
¡0-o-o-oh!  ¡Santísimo  Padre!  ¡Qué  es  eto  que 
hay  en  el  árbol? 

— ¡  Bien ! — grito  ?  Legrand  en  medio  de  extraor- 
dinario deleite.     — ¿Qué  es  ello? 

— ¿Qué!  ¡Una  calavera!  .  .  .  Alguno  que 
dejó  su  cabesa  en  el  árbol  y  los  gallinasos  le  han 
comió  toíto  el  peyejo. 

— ¿Una  calavera,  dices?  ¡Muy  bien!  ¿Cómo 
está  asegurada  contra  el  árbol?  ¿Qué  cosa  la 
sostiene  ? 

— Etá  juerte,  patrón;  vamo  a  ver.  ¡Vaya  qu'  é 
curioso!  Etá  clavada  al  árbol  con  un  clavo  gran- 
daso. 

— ^Ahora  bien,  Júpiter,  haz  exactamente  lo  que 
te  digo;  ¿me  oyes? 


38  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

— Sí,  patrón. 

— Fíjate  entonces;  busca  el  ojo  izquierdo  de  la 
calavera. 

— iju,  ju!  ¡Eso  sí  que  etá  güeno!  Nohayden- 
gún  ojo  en  la  calavera. 

— ¡Malhaya  sea  tu  estupidez!  ¿Sabes  siquiera 
distinguir  tu  mano  izquierda  de  tu  mano  derecha  ? 

— Claro  que  lo  sé  .  .  .y  mu  bien.  Mi 
mano  isquierda  é  la  que  está  agarrando  la  rama. 

— ¡  Sí,  por  cierto !  Eres  zurdo ;  y  tu  ojo  izquierdo 
está  al  mismo  lado  que  tu  mano  izquierda.  Ahora 
supongo  que  podrás  encontrar  el  ojo  izquierdo  de 
la  calavera  o  el  sitio  donde  estaba  el  ojo  izquierdo. 
¿Lo  encuentras? — 

Hubo  una  larga  pausa.  Al  fin  preguntó  el 
negro: 

— ¡Diga,  patrón!  ¿El  ojo  isquierdo  de  la  cala- 
vera etá  al  mimo  lao  que  la  mano  isquierda  de  la 
calavera.^  Poque  no  l'encuentro  manos  a  la 
calavera.  .  .  .  ¡No  importa!  Aquí  tengo 
ahora  el  ojo  isquierdo  .  .  .  aquí  etá  el  ojo 
isquierdo.     .     .     .     ¿Qué  ago  con  él? 

— Deja  caer  por  allí  al  insecto  hasta  donde  al- 
cance el  cordón;  pero  ten  mucho  cuidado  de  no 
dejar  escapar  el  otro  extremo. 

— Listo,  patrón.  Fasilito  pasó  la  cucaracha  por 
el  aujero  .  .  .  aora  ¡cuidao  con  el  bicho  aya 
abajo! 

Durante  todo  este  coloquio  nada  podía  descu- 
brirse de  la  persona  de  Júpiter;  pero  el  insecto, 
que  había  dejado  descender,  veíase  ahora  al  ex- 
tremo del  cordón,  brillando  como  un  globo  de  oro 


El  Escarabajo  de  Oro  39 

bruñido  a  los  últimos  rayos  del  sol  poniente  que 
iluminaban  todavía  débilmente  la  eminencia  en 
que  nos  encontrábamos.  El  escarabajo  oscilaba 
libremente  fuera  de  las  ramas  y,  de  soltarlo,  habría 
caído  a  nuestros  pies.  Legrand  cogió  la  hoz  al 
punto  y  desmontó  un  espacio  circular  de  tres  o 
cuatro  pies  de  diámetro,  exactamente  debajo  del 
insecto;  cumplido  lo  cual  ordenó  a  Júpiter  soltar 
el  cordón  y  descender  del  árbol. 

Clavando  en  el  suelo  una  estaca  con  gran  esmero, 
en  el  punto  preciso  donde  cayó  el  animal,  sacó  mi 
amigo  del  bolsillo  una  cinta  de  medida.  Asegu- 
rando uno  de  sus  extremos  al  tronco  por  el  sitio 
más  cercano  a  la  estaca,  la  desenrolló  hasta  al- 
canzar este  punto,  continuando  la  operación 
hasta  la  distancia  de  cincuenta  pies  siguiendo  la 
dirección  establecida  por  los  dos  puntos  del  tronco 
y  la  estaca.  Júpiter  abría  camino  en  la  maleza 
con  la  hoz.  Llegando  al  sitio  determinado  en 
esta  forma,  enclavó  de  nuevo  otra  estaca  y,  tomán- 
dola como  eje,  describió  un  círculo  de  cuatro  pies 
de  diámetro  aproximadamente.  Cogiendo  en- 
tonces una  azada  para  sí  y  dando  una  a  Júpiter 
y  otra  a  mí,  nos  encareció  ponernos  a  cavar  con 
la  mayor  actividad  posible. 

A  decir  verdad,  no  tenía  yo  especial  afición  por 
este  entretenimiento  en  ningún  caso,  y  habría 
declinado  gustoso  la  invitación  en  semejante  mo- 
mento, porque  la  noche  caía  y  me  sentía  muy  fati- 
gado con  todo  el  ejercicio  que  habíamos  llevado  a 
cabo;  pero  no  vi  modo  alguno  de  escapar,  temiendo 
alterar  la  ecuanimidad  de  mi  pobre  amigo  con  una 


40  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

negativa.  Si  hubiera  podido  contar  con  la  ayuda 
de  Júpiter,  no  habría  vacilado  en  intentar  el 
regreso  del  lunático  a  la  casa,  aun  cuando  fuera 
por  fuerza;  pero  sabía  muy  bien  las  disposiciones 
del  viejo  negro  para  esperar  que  quisiera  sostener- 
me, en  cualesquiera  circunstancias,  en  lucha  per- 
sonal contra  su  amo.  No  dudaba  yo  que  éste  se 
hubiera  contagiado  con  alguna  de  las  innumerables 
supersticiones  del  sur  con  respecto  a  dinero  en- 
terrado, y  que  tal  fantasía  se  confirmara  en  su 
mente  por  el  hallazgo  del  escarabajo  o,  quizá 
también,  por  la  obstinación  de  Júpiter  en  asegurar 
que  este  insecto  era  "un  animal  de  oro  verdadero.'* 
Una  mente  predispuesta  a  la  locura  pronto  se 
dejaría  arrastrar  por  tales  sugestiones,  especial- 
mente si  concordaban  con  ideas  favoritas  precon- 
cebidas, lo  que  me  hizo  recordar  que  el  pobre 
muchacho  llamaba  al  escarabajo  "la  base  de  su 
fortuna."  Encontrábame  tristemente  vejado  e  im- 
presionado, pero  al  fin  resolví  hacer  de  necesidad 
virtud  y  cavar  con  entusiasmo  para  convencer 
más  pronto  al  visionario,  con  demostración  ocular, 
de  la  falsedad  de  sus  opiniones. 

Encendimos  las  linternas  y  nos  pusimos  todos  a 
la  obra  con  ardor  digno  de  mejor  causa.  No  pude 
menos  de  pensar,  observando  el  resplandor  que 
iluminaba  nuestras  personas  e  instrumentos,  en 
el  grupo  tan  pintoresco  que  debíamos  formar, 
y  cuan  extraña  y  sospechosa  parecería  nuestra 
labor  a  cualquiera  que  por  casualidad  se  hubiera 
acercado  a  los  alrededores. 

Cavamos  de  firme  durante  dos  horas.     Apenas 


£1  Escarabajo  de  Oro  41 

j 

hablábamos;  y  nuestra  preocupación  príncípal 
consistía  en  los  ladridos  del  perro  que  tomaba 
interés  extraordinario  en  nuestros  procedimientos. 
Alcanzaron  por  último  tal  diapasón  que  temimos 
pudiera  dar  la  alarma  a  cualquier  vagabundo  en  las 
cercanías;  mejor  dicho,  tales  eran  las  aprensiones 
de  Legrand,  pues  en  cuanto  a  mí  habría  acogido  con 
placer  cualquiera  interrupción  que  me  permitiera 
hacer  regresar  a  casa  al  extraviado.  El  ruido  fué 
dominado  al  fin  muy  eficazmente  por  Júpiter  que, 
saliendo  del  agujero  con  aire  de  inflexible  determi- 
nación, ató  el  hocico  del  perro  con  uno  de  sus  tiran- 
tes, volviendo  luego  a  su  tarea  con  risa  ahogada  de 
satisfacción. 

Cuando  expiró  el  tiempo  indicado  habíamos  lle- 
gado a  una  profundidad  de  cinco  pies  sin  que  apa- 
recieran indicios  de  tesoro  alguno.  Siguió  una  pau- 
sa general  y  comencé  a  esperar  que  estuviéramos 
al  final  de  la  farsa.  Sin  embargo,  Legrand,  aunque 
visiblemente  desconcertado,  enjugó  pensativo  su 
frente  y  se  puso  de  nuevo  a  la  obra.  Habíamos 
excavado  completamente  el  círculo  de  cuatro  pies 
de  diámetro  y  ensanchamos  algo  aquel  límite 
ahondando  dos  pies  más  de  profundidad.  Nada 
apareció.  El  buscador  de  oro,  a  quien  compadecía 
yo  sinceramente,  trepó  al  fin  del  fondo  del  hoyo 
con  la  decepción  más  amarga  impresa  en  sus  faccio- 
nes y  procedió  pausadamente  y  a  más  no  poder  a 
endosar  su  chaqueta  que  había  arrojado  al  comen- 
zar su  labor.  Yo  no  hacía  observación  alguna. 
Júpiter  comenzó  a  reunir  las  herramientas  a  una 
señal  de  su  amo.     Hecho  esto,  y  quitada  la  morda- 


42  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

za  al  perro,  nos  encaminamos  a  casa  en  profundo 
silencio. 

Habríamos  andado  quizá  una  docena  de  pasos 
en  aquella  dirección  cuando  Legrand  se  dirigió 
violentamente  a  Júpiter  con  un  gran  juramento 
sacudiéndolo  por  el  cuello. 

— ¡Canalla! — exclamó,  silbando  las  palabras 
entre  sus  dientes  apretados.  — ¡Infernal  negro 
bellaco!  ¡Habla,  te  digo!  ¡respóndeme  al  instante 
sin  superchería!     ¿Cuál,  cuál  es  tu  ojo  izquierdo? 

— ¡Oh,  misericordia,  patrón!  ¿No  é  éte  mi  ojo 
isquierdo? — aulló  el  aterrorizado  Júpiter,  colocan- 
do la  mano  sobre  su  órgano  visual  derecho  y  man- 
teniéndola allí  con  pertinacia  como  si  temiera 
que  su  amo  intentara  arrancárselo. 

— ¡Así  me  lo  figuraba!  ¡Estaba  seguro  de  ello! 
¡hurra! — vociferó  Legrand,  dejando  escapar  al 
negro  y  ejecutando  una  serie  de  saltos  y  cabriolas 
con  gran  admiración  del  criado  quien,  levantán- 
dose de  donde  había  caído  arrodillado,  miraba 
enmudecido  de  su  amo  a  mí  y  de  mí  a  su  amo. 

— ¡Venid!  Tenemos  que  regresar, — dijo  éste 
último; — la  partida  no  está  terminada  aún. — 

Y  de  nuevo  nos  condujo  hasta  el  árbol  de  tulipán. 

— ¡Júpiter, — dijo  cuando  llegamos  al  pie, — ven 
acá!  ¿Estaba  clavado  el  cráneo  en  el  árbol  con 
la  cara  hacia  afuera  o  con  la  cara  contra  la  rama? 

— La  cara  etaba  pá  juera,  patrón;  así  que  los 
gallinasos  se  pudieron  come  los  ojos  con  descanso. 

— Bien;  entonces,  ¿soltaste  el  insecto  por  este  ojo 
o  por  éste? — ^preguntó  Legrand  tocando  ambos  ojos 
de  Júpiter. 


El  Escarabajo  de  Oro  43 

— ^Jué  por  ete  ojo,  patrón  ...  el  ojo  ís- 
quierdo  ...  el  mimo  que  uté  me  dijo; — ^y  el 
negro  señalaba  su  ojo  derecho. 

— ^Así  puede  arreglarse;  tenemos  que  ensayar 
otra  vez. 

Entonces  mi  amigo,  en  cuya  locura  veía  yo  ahora 
o  imaginaba  ver  ciertas  indicaciones  de  método, 
movió  la  estaca  que  marcaba  el  sitio  donde  cayó 
el  escarabajo  tres  pulgadas  al  oeste  de  su  primera 
posición.  Tomando  luego  como  antes  la  medida 
desde  el  punto  más  cercano  del  tronco  hasta  la 
estaca,  y  siguiendo  aquella  dirección  en  línea  recta 
hasta  la  distancia  de  cincuenta  pies,  quedó  indica- 
do un  sitio  separado  por  algunas  yardas  del  lugar 
en  donde  habíamos  verificado  la  excavación. 

Describiendo  ahora  un  círculo  algo  mayor  que  la 
primera  vez  alrededor  del  punto  así  indicado,  prin- 
cipiamos de  nuevo  a  trabajar  con  las  azadas.  Yo 
estaba  horriblemente  fatigado,  pero,  aun  sin  com- 
prender bien  lo  que  provocaba  tal  cambio  en  mis 
ideas,  no  sentía  ya  gran  aversión  por  la  tarea  que 
se  me  imponía.  Estaba  indeciblemente  intere- 
sado; más  aún,  excitado.  Había  algo  en  medio  de 
la  extravagancia  de  maneras  de  Legrand,  cierto  aire 
de  previsión,  de  deliberación  que  me  impresionaba. 
Ahondaba  con  empeño,  y  de  vez  en  cuando  me 
sorprendí  a  mí  mismo  buscando,  con  modo  que 
se  asemejaba  mucho  a  la  expectación,  el  fantástico 
tesoro  cuya  visión  había  trastornado  a  mi  infor- 
tunado compañero.  En  cierto  momento  en  que 
los  vagares  de  mi  imaginación  se  habían  apoderado 
de  mí  por  completo,  y  cuando  habríamos  trabajado 


44  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

quizá  hora  y  media,  tíos  interrumpieron  otra  vez 
violentos  ladridos  del  perro.  Su  inquietud  en  el 
primer  caso  había  sido  evidentemente  tan  sólo  el 
resultado  de  un  juego  o  de  un  capricho,  pero  ahora 
asumía  tono  más  grave  e  insistente.  Cuando 
Júpiter  intentó  amordazarlo  de  nuevo,  manifestó 
furiosa  resistencia  y  lanzándose  en  el  agujero 
púsose  a  cavar  frenéticamente  con  las  uñas.  En 
pocos  segundos  descubrió  un  montón  de  huesos 
humanos  que  formaban  dos  esqueletos  completos, 
entremezclados  con  varios  botones  de  metal  y  algo 
que  parecía  residuos  de  lana  apolillada.  Uno  o  dos 
golpes  de  azada  descubrieron  la  hoja  de  una  gran 
daga  española,  y  ahondando  un  poco  más  salieron 
a  luz  tres  o  cuatro  piezas  de  oro  sueltas. 

A  la  vista  de  las  monedas  apenas  pudo  Júpiter 
refrenar  su  alegría,  pero  el  aspecto  de  su  amo 
demostraba  profunda  decepción.  Insistió,  sin 
embargo,  para  que  continuáramos  los  esfuerzos, 
y  no  había  terminado  de  pronunciar  aquellas 
palabras  cuando  yo  tropecé  y  caí  hacia  adelante, 
con  la  punta  de  la  bota  cogida  en  un  gran  anillo  de 
hierro  que  yacía  medio  oculto  entre  la  tierra  re- 
movida. 

Trabajamos  entonces  ansiosamente,  y  jamás 
he  pasado  diez  minutos  de  excitación  tan  intensa 
como  aquéllos.  En  este  intervalo  descubrimos 
una  caja  oblonga  de  madera  que,  a  juzgar  por  su 
conservación  perfecta  y  maravillosa  solidez,  había 
sido  sometida  a  algún  proceso  de  petrificación, 
quizá  por  el  bicloruro  de  mercurio.  Aquella  arca 
tenía  tres  pies  y  medio  de  largo,  tres  pies  de  ancho 


El  Escarabajo  de  Oro  45 

y  dos  pies  y  medio  de  altura.  Estaba  fuertemente 
asegurada  con  bandas  de  hierro  forjado,  remacha- 
das y  formando  una  especie  de  tejido  que  cubría 
el  conjunto.  A  los  costados  de  la  caja,  cerca  de 
la  cubierta,  había  tres  anillos  de  hierro,  seis  en  to- 
tal, que  ofrecían  seguro  agarradero  para  que  seis 
personas  pudieran  levantarla  con  comodidad. 
Nuestros  mayores  esfuerzos  reunidos  alcanzaron 
apenas  a  remover  ligeramente  el  cofre  en  su  mis- 
mo sitio.  Al  momento  pudimos  comprobar  la 
imposibilidad  de  levantar  peso  tan  enorme.  Afor- 
tunadamente, la  única  cerradura  de  la  tapa  consis- 
tía en  dos  cerrojos  que  descorrimos  temblando  y 
palpitantes  de  ansiedad.  En  un  instante  brillaron 
ante  nuestros  ojos  tesoros  de  valor  incalculable. 
Al  caer  dentro  del  hoyo  los  rayos  de  las  linternas 
relampaguearon  chispas  y  dorados  resplandores 
que  partían  de  un  confuso  montón  de  oro  y  joyas 
deslumhrando  por  completo  nuestras  miradas. 
No  intentaré  describir  las  sensaciones  que  me 
acometieron  mientras  contemplaba  todo  aquello. 
El  asombro  predominaba  por  supuesto.  Legrand 
parecía  exhausto  por  la  emoción  y  pronunció  muy 
pocas  palabras.  El  rostro  de  Júpiter  revistió 
durante  algunos  minutos  palidez  tan  mortal  como, 
dada  la  naturaleza  de  las  cosas,  es  posible  asumir 
al  rostro  de  un  negro.  Parecía  estupefacto,  herido 
por  el  rayo.  A  poco  cayó  de  rodillas  en  el  agujero, 
y  enterrando  hasta  el  codo  en  el  oro  sus  desnudos 
brazos  permaneció  así  como  saboreando  la  volup- 
tuosidad de  un  baño.  Al  cabo,  con  un  profundo 
suspiro,  exclamó  como  en  soHloquio: 


46  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

— ¡Y  todo  eto  po  la  cucaracha  de  oro!  ¡la  linda 
cucaracha  de  oro!  ¡la  pobre  cucarachita  de  oro  que 
yo  maltrataba  como  un  bestia!  ¿No  tiene  ver- 
güensa  de  ti,  negro?     ¡Contesta! — 

Fué  necesario  al  fin  que  yo  hiciera  despertar  a 
amo  y  criado  a  la  necesidad  de  levantar  el  tesoro. 
Hacíase  tarde,  e  importaba  apresurarnos  para 
transportar  todo  a  la  casa  antes  del  amanecer. 
Era  difícil  decidir  loque  debía  hacerse,y  transcurrió 
mucho  tiempo  en  deliberación,  tan  confusas  se 
hallaban  nuestras  ideas.  Finalmente  ahgeramos 
la  caja  sacando  dos  terceras  partes  de  su  contenido 
y  sólo  entonces  logramos  con  bastante  trabajo 
sacarla  del  hoyo.  Ocultamos  entre  la  maleza 
los  artículos  extraídos  del  cofre  dejando  a  su  cui- 
dado al  perro  con  órdenes  estrictas  de  Júpiter 
de  no  abandonar  su  puesto  bajo  ningún  pretexto 
ni  abrir  la  boca  hasta  nuestro  regreso.  Luego 
nos  encaminamos  apresuradamente  a  la  casa 
llevando  la  caja,  y  llegamos  con  seguridad,  pero 
con  excesivo  trabajo,  a  la  una  de  la  mañana. 
Rendidos  de  cansancio  como  nos  encontrábamos 
era  humanamente  imposible  hacer  más  por  el 
momento.  Descansamos  hasta  las  dos  y  tomamos 
algún  alimento,  regresando  inmediatamente  a  las 
colinas  armados  de  tres  sólidos  sacos  que  por 
suerte  encontramos  en  la  casa.  Poco  antes  de  las 
cuatro  llegamos  a  la  excavación,  dividimos  el 
botín  en  partes  aproximadamente  iguales  y  de- 
jando los  hoyos  abiertos  nos  dirigimos  de  nuevo  a 
la  cabana  donde  depositamos  por  segunda  vez 
nuestra  dorada  carga  cuando  empezaban  justa- 


El  Escarabajo  de  Oro  47 

mente  a  brillar  hacia  el  oriente  sobre  la  copa  de 
los  árboles  los  primeros  y  débiles  rayos  del  alba. 

Nos  sentíamos  deshechos;  pero  la  intensa  agita- 
ción del  momento  nos  privaba  del  reposo.  Des- 
pués de  un  sueño  intranquilo,  que  se  prolongó  tres 
o  cuatro  horas,  nos  levantamos  como  si  lo  hubiéra- 
mos concertado  de  antemano  para  examinar  nues- 
tros tesoros. 

La  caja  había  estado  llena  hasta  el  borde,  y 
pasamos  todo  el  día  y  gran  parte  de  la  noche  si- 
guiente en  examinar  su  contenido.  No  había 
señales  de  orden  alguno  en  el  arreglo;  todo  se 
había  arrojado  a  la  ventura.  Separando  todo  por 
grupos  cuidadosamente  nos  encontramos  dueños 
de  un  tesoro  mucho  mayor  de  lo  que  creímos  al 
principio.  En  moneda  acuñada  había  más  de 
cuatrocientos  o  quinientos  mil  dólares,  a  lo  que 
pudimos  juzgar,  estimando  el  valor  de  las  piezas 
tan  aproximadamente  como  era  posible  según  las 
tablas  del  período  a  que  pertenecían.  No  había 
una  sola  partícula  de  plata.  Todo  era  oro  de  fecha 
antigua  y  de  gran  diversidad:  monedas  francesas, 
inglesas  y  alemanas,  algunas  guineas  inglesas 
y  algunas  fichas  de  las  cuales  jamás  habíamos 
visto  antes  ningún  ejemplar.  Había  varias  mo- 
nedas muy  grandes  y  muy  pesadas,  y  tan  gas- 
tadas que  no  pudimos  descubrir  las  inscripciones. 
Nada  de  moneda  americana.  Encontramos  más 
difícil  estimar  el  valor  de  las  joyas.  Había  dia- 
mantes, alg^imos  extraordinariamente  grandes  y 
hermosos,  ciento  diez  en  total,  y  ninguno  de  ellos 
pequeño;  dieciocho  rubíes  de  reflejos  admirables; 


48  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

trescientas  diez  esmeraldas,  todas  muy  bellas; 
veintiún  zafiros  y  un  ópalo.  Estas  piedras  habían 
sido  arrancadas  de  su  engaste  y  arrojadas  sueltas 
en  el  cofre.  Los  engastes,  que  encontramos  entre 
otras  piezas  de  oro  aparecían  desfigurados  a  marti- 
llazos como  para  evitar  su  identificación.  Además 
de  todo  esto,  había  gran  número  de  joyas  de  oro 
macizo:  cerca  de  doscientos  anillos  y  pendientes; 
ricas  cadenas,  treinta  de  ellas,  si  bien  recuerdo; 
ochenta  y  tres  crucifijos  muy  grandes  y  pesados; 
cinco  incensarios  de  oro  de  gran  valor;  una  mara- 
villosa ponchera  de  oro  ricamente  cincelada  y 
ornamentada  de  hojas  de  vid  y  figuras  de  bacanal; 
dos  empuñaduras  de  espada  exquisitamente  real- 
zadas, y  muchos  otros  artículos  menudos  que  no 
me  es  dado  recordar.  El  peso  de  estas  alhajas 
excedía  de  trescientas  cincuenta  Hbras  corrientes; 
no  habiendo  incluido  en  esta  apreciación  ciento 
noventa  y  siete  magníficos  relojes  de  oro,  tres  de 
los  cuales  valían  cada  uno  quinientos  dólares  por 
lo  menos.  Muchos  de  aquellos  relojes  eran  ex- 
tremadamente antiguos  e  inútiles  para  medir  el 
tiempo,  habiéndose  descompuesto  su  mecanismo 
en  mayor  o  menor  proporción;  pero  todos  estaban 
montados  en  ricas  joyas  y  en  cajas  de  gran  valor. 
Estimamos  esa  noche  en  millón  y  medio  de  dólares 
el  contenido  del  cofre;  pero  después  de  haber  dis- 
puesto de  las  joyas  y  adornos,  separando  algunas 
para  nuestro  uso  particular,  encontramos  que 
habíamos  tasado  muy  bajo  nuestros  tesoros. 

Cuando,    al    cabo,    concluido    el   inventario,    y 
apaciguada  en  cierto  modo  la  intensa  excitación 


El  Escarabajo  de  Oro  49 

de  los  primeros  momentos,  vio  Legrand  que  moría 
yo  de  impaciencia  por  la  solución  de  este  enigma 
extraordinario,  entró  en  la  relación  detallada  de 
todas  las  circunstancias  que  con  ello  se  relaciona- 
ban. 

— Recordaréis, — dijo, — aquella  noche  en  que  os 
alargué  el  bosquejo  que  hice  del  escarabajo.  Re- 
cordaréis asimismo  que  me  sentí  ofendido  ante 
vuestra  insistencia  en  decir  que  mi  dibujo  parecía 
una  calavera.  La  primera  vez  que  formulasteis 
aquella  aserción  creí  que  bromeabais;  pero,  re- 
memorando luego  las  manchas  peculiares  que  el 
insecto  tenía  en  el  lomo,  convine  conmigo  mismo 
en  que  tal  observación  tenía  en  efecto  alguna  apa- 
riencia de  razón.  Con  todo,  me  irritaba  la  fisga 
hecha  a  mis  habilidades  gráficas,  porque  en  general 
se  me  considera  buen  artista;  y  por  consiguiente, 
cuando  me  devolvisteis  la  tira  de  pergamino  estuve 
a  punto  de  estrujarla  y  arrojarla  al  fuego. 

— ¿La  hoja  de  papel,  queréis  decir? — indiqué. 

— No;  tenía  la  apariencia  de  papel,  y  yo  había 
creído  al  principio  que  lo  era;  pero  cuando  quise 
dibujar  en  ella  descubrí  al  momento  que  era  en 
realidad  un  trozo  de  pergamino  muy  fino.  Estaba 
completamente  sucio,  como  recordaréis.  Bien; 
en  el  momento  mismo  de  estrujarlo  y  arrojarlo 
al  fuego  cayeron  mis  ojos  sobre  el  dibujo  que 
habíais  estado  contemplando  y,  ¡juzgad  de  mí 
sorpresa  cuando  advertí,  en  efecto,  la  figura  de 
una  calavera  precisamente  en  el  mismo  sitio  en 
que  yo  creía  haber  dibujado  el  escorzo  del  insecto! 
Por  un  instante  quedé  tan   atónito   que   apenas 


50  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

podía  razonar  con  claridad.  Sabía  perfectamente 
que  mi  dibujo  era  muy  diferente  de  aquél  en  los 
detalles,  aun  cuando  existía  cierta  similaridad  en 
las  líneas  generales.  Entonces  cogí  una  bujía 
y  sentándome  al  otro  extremo  de  la  habitación 
procedí  al  escrutinio  minucioso  del  pergamino. 
Volviéndolo  del  otro  lado  descubrí  mi  propio 
dibujo  por  el  revés,  exactamente  tal  como  lo  había 
delineado.  Mi  primera  idea  en  aquel  momento 
fué  simplemente  de  sorpresa  ante  la  extraordinaria 
semejanza  del  diseño,  ante  la  extraña  coincidencia 
de  que,  sin  saberlo  yo,  hubiera  una  calavera  al 
otro  lado  del  pergamino  precisamente  debajo  de 
la  figura  de  mi  escarabajo  y  de  que,  no  sólo  en  sus 
líneas  sino  en  su  tamaño,  aquella  calavera  tuviera 
con  mi  dibujo  semejanza  tan  notable.  Decía 
que  la  singularidad  de  esta  coincidencia  me  dejó 
estupefacto  por  algunos  instantes.  Tal  es  el 
efecto  ordinario  de  ciertas  coincidencias.  La 
imaginación  lucha  por  establecer  alguna  relación, 
alguna  sucesión  de  causa  y  efecto;  y  en  la  incapa- 
cidad de  realizarlo  sufre  una  especie  de  parálisis 
temporal.  Mas,  al  recobrarme  de  este  estupor, 
despertóse  gradualmente  dentro  de  mí  una  con- 
vicción que  me  impresionó  más  hondamente  aún 
que  la  misma  coincidencia.  Positiva,  distinta- 
mente comencé  a  recordar  que  no  había  dibujo 
alguno  en  el  pergamino  cuando  hice  mi  diseño  del 
escarabajo.  Estaba  ahora  perfectamente  seguro 
de  ello;  porque  rememoré  que  había  vuelto  primero 
un  lado  del  pergamino  y  después  el  otro  en  busca 
del    sitio    más    limpio.     Si    la    calavera    hubiese 


El  Escarabajo  de  Oro  51 

estado  allí  era  imposible  que  hubiera  yo  dejado 
de  advertirlo.  Existía  un  misterio  que  me  en- 
contraba incapaz  de  explicar;  pero,  sin  embargo, 
desde  el  primer  momento  comenzó  a  brillar  débil- 
mente y  a  intermitencias,  como  una  luciérnaga 
en  las  celdas  más  remotas  y  secretas  del  pensa- 
miento, la  concepción  de  aquella  verdad  que  la 
aventura  de  anoche  ha  demostrado  con  tan  gran 
magnificencia.  Me  levanté  entonces,  y  poniendo 
en  lugar  seguro  el  pergamino  deseché  toda  reflexión 
sobre  el  asunto  hasta  que  pudiera  hallarme  a 
solas. 

Tan  luego  que  partisteis  y  que  Júpiter  se 
quedó  dormido  me  dediqué  a  una  investigación 
metódica  del  suceso.  En  primer  lugar  estudié  la 
forma  en  que  el  pergamino  había  llegado  a  mi 
poder.  El  sitio  en  que  descubrí  el  escarabajo  era 
en  la  costa  del  continente,  aproximadamente  a  una 
milla  al  este  de  la  isla  y  a  muy  corta  distancia  de 
la  señal  de  la  marea  alta.  Al  cogerlo  sentí  una 
aguda  picadura  que  me  obligó  a  dejarlo  caer. 
Júpiter,  con  su  prudencia  habitual,  antes  de  cazar 
al  insecto  que  había  volado  en  su  dirección,  buscó 
una  hoja  o  algo  por  este  estilo  que  le  permitiera 
cogerlo  con  seguridad.  En  aquel  momento  sus 
miradas  y  las  mías  cayeron  sobre  el  pedazo  de 
pergamino  que  entonces  creí  papel.  Estaba  medio 
enterrado  en  la  arena,  con  una  esquina  saliente. 
Cerca  del  paraje  donde  lo  encontramos  observé  los 
despojos  del  casco  de  algo  que  parecía  haber  sido 
la  falúa  de  algún  barco.  Los  restos  del  naufragio 
demostraban  hallarse  en  aquel  sitio  por  mucho 


52  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

tiempo,  pues  apenas  podía  descubrirse  su  seme- 
janza con  el  maderamen  de  los  buques. 

Bien;  Júpiter  recogió  el  pergamino,  envolvió 
al  insecto  dentro  y  me  lo  pasó.  Poco  después, 
regresando     a     casa,     encontramos     al     teniente 

G .     Le  mostré  el  escarabajo,  y  él  me  suplicó 

dejárselo  para  llevarlo  al  fuerte.  Obtenido  mi 
consentimiento,  lo  metió  en  el  bolsillo  de  su 
chaleco  sin  el  pergamino  en  que  había  estado  en- 
vuelto, el  cual  conservé  yo  en  las  manos  durante 
su  inspección.  Quizá  si  temió  que  cambiara  yo 
de  idea  y  prefirió  apoderarse  del  insecto  inmediata- 
mente; sabéis  bien  cuan  entusiasta  es  por  todo  lo 
que  se  refiere  a  la  historia  natural.  Al  mismo 
tiempo,  debo  haber  depositado  yo  inconsciente- 
mente el  pergamino  en  mi  faltriquera. 

Recordaréis  que  cuando  me  dirigí  a  la  mesa 
con  el  propósito  de  hacer  el  esbozo  del  insecto,  no 
encontré  papel  en  el  sitio  donde  lo  guardo  general- 
mente. Miré  en  el  cajón  y  tampoco  lo  había. 
Busqué  en  mis  bolsillos  esperando  encontrar 
alguna  carta  inútil,  y  mi  mano  tropezó  con  el 
pergamino.  Detallo  con  tanta  minuciosidad  la 
manera  precisa  en  que  este  documento  llegó  a  mi 
poder,  porque  aquellas  circunstancias  me  impresio- 
naron con  fuerza  singular. 

Indudablemente  me  creeréis  fantástico,  pero 
ya  había  establecido  yo  una  especie  de  conexión. 
Había  unido  dos  eslabones  de  una  gran  cadena. 
Un  barco  había  naufragado  en  una  costa,  y  no 
lejos  del  barco  había  un  pergamino,  no  un  papeiy 
con  el  dibujo  de  una  calavera.     Preguntaréis,  por 


El  Escarabajo  de  Oro  53 

supuesto,  que  dónde  existe  la  conexión.  Respondo 
que  el  cráneo  o  calavera  es  el  emblema  muy  cono- 
cido de  los  piratas.  En  todas  sus  escaramuzas 
enarbolan  una  bandera  que  ostenta  una  calavera. 

He  dicho  que  la  hoja  era  pergamino  y  no  papel. 
El  pergamino  es  durable,  casi  indestructible. 
Asuntos  de  poca  monta  rara  vez  se  consignan  en 
pergamino,  puesto  que  no  se  adapta  tan  bien 
como  el  papel  para  los  fines  ordinarios  del  dibujo 
o  la  escritura.  Esta  reflexión  prestaba  algún 
significado,  alguna  importancia,  al  diseño  de  la 
calavera.  Tampoco  dejé  de  observar  \3.  forma  del 
pergamino.  Aun  cuando  una  de  sus  esquinas 
aparecía  destruida  por  cualquier  accidente,  podía 
advertirse  que  era  oblonga  su  forma  original. 
Era  precisamente  la  clase  de  hoja  que  se  hubiera 
elegido  para  memorándum,  para  consignar  algo 
que  debiera  recordarse  mucho  tiempo  y  guardarse 
cuidadosamente. 

— Pero, — interrumpí  yo, — habéis  dicho  que  la 
calavera  no  estaba  en  el  pergamino  cuando  hicis- 
teis el  dibujo  del  escarabajo.  ¿Cómo  encontráis 
entonces  la  conexión  entre  el  barco  y  la  calavera, 
puesto  que  ésta,  según  admitís  vos  mismo,  debe 
haber  sido  dibujada,  Dios  sabe  cómo  y  por  quién, 
en  algún  período  subsecuente  al  diseño  que  hicisteis 
del  insecto.? 

— ¡Ah!  Ahí  yace  todo  el  misterio;  aunque  en 
este  punto  tuve  relativamente  poca  dificultad 
para  solucionar  el  enigma.  Mis  pasos  eran  seguros 
y  sólo  podían  conducir  a  un  resultado.  Razoné, 
por   ejemplo,    de   esta   manera:     Cuando    dibujé 


54  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

el  escarabajo,  no  había  calavera  visible  en  el  per- 
gamino. Al  terminar  mi  trabajo,  os  pasé  el 
dibujo  observándoos  fijamente  hasta  que  me  lo 
devolvisteis.  Por  consiguiente,  no  fuisteis  vos 
quien  hizo  el  diseño  de  la  calavera  ni  había  nadie 
presente  que  pudiera  hacerlo.  Luego,  no  apareció 
allí  por  acción  humana;  y  sin  embargo,  estaba  en 
el  pergamino. 

Al  llegar  a  este  punto  de  mis  reflexiones,  traté 
de  recordar  y  recordé  en  efecto,  con  entera  lucidez, 
todos  los  incidentes  que  ocurrieron  en  aquel 
período  de  tiempo.  La  temperatura  estaba  fría 
¡oh,  circunstancia  rara  y  feliz!  y  el  fuego  ardía 
en  la  chimenea.  Yo  me  sentía  acalorado  con  el 
ejercicio  y  me  senté  cerca  de  la  mesa;  pero  vos 
habíais  arrastrado  una  silla  al  lado  de  la  chimenea. 
En  el  preciso  instante  en  que  yo  os  había  dado 
el  pergamino  y  os  encontrabais  vos  a  punto  de 
inspeccionarlo,  entró  Wolf,  el  terranova,  y  se 
lanzó  sobre  vuestros  hombros.  Mientras  le  acari- 
ciabais con  la  mano  izquierda  tratando  de  alejarlo, 
vuestra  mano  derecha  que  sostenía  el  pergamino 
caía  descuidadamente  entre  vuestras  rodillas  y 
quedaba  muy  próxima  al  fuego.  Por  un  momento 
creí  que  la  llama  le  hubiera  alcanzado  y  estaba  a 
punto  de  preveniros;  pero  antes  de  que  yo  hablara 
habíais  recogido  la  hoja  y  os  dedicabais  a  exami- 
narla. Cuando  hube  considerado  todos  estos 
detalles,  no  tuve  la  menor  duda  de  que  el  calor 
había  sido  el  agente  que  trajo  a  luz  la  calavera 
que  figuraba  en  el  pergamino.  Sabéis  bien  que 
existen  y  han  existido  desde  tiempo  inmemorial 


El  Escarabajo  de  Oro  55 

ciertas  preparaciones  químicas  por  medio  de  las 
cuales  es  posible  escribir  sobre  papel  o  vitela  en 
forma  de  que  los  caracteres  se  hagan  visibles  sola- 
mente cuando  se  les  somete  a  la  acción  del  fuego. 
El  zafre,  hervido  a  fuego  lento  en  aqua  regia  y 
diluido  en  una  cantidad  de  agua  que  represente 
su  peso  cuatro  veces,  se  emplea  a  veces  con  este 
objeto:  resulta  una  tinta  verde.  El  régulo  de 
cobalto,  disuelto  en  espíritu  de  nitro,  produce 
tinta  roja.  Estos  colores  desaparecen  en  tiempo 
más  o  menos  largo  cuando  se  enfría  el  material  con 
que  se  ha  escrito;  pero  se  hacen  visibles  nueva- 
mente por  la  aplicación  del  calor. 

Procedí  luego  al  minucioso  escrutinio  de  la 
calavera.  Las  líneas  exteriores,  es  decir,  las  ex- 
tremidades del  dibujo  que  quedaban  más  próximas 
al  borde  de  la  vitela,  aparecían  mucho  más 
precisas  que  las  otras.  Era  evidente  que  la  acción 
del  calor  había  sido  imperfecta  o  desigual.  In- 
mediatamente encendí  fuego  y  sometí  todo  el 
pergamino  a  un  vivo  calor.  Al  principio,  el  único 
efecto  obtenido  fué  que  se  reforzaran  las  líneas 
débiles  de  la  calavera;  pero,  insistiendo  en  el 
experimento,  hízose  visible  en  la  esquina  de  la 
hoja,  diagonalmente  opuesta  al  sitio  en  que  apare- 
cía delineada  la  calavera,  una  figura  que  de  pronto 
imaginé  que  representaba  una  cabra.  Examen 
más  detallado  me  convenció,  sin  embargo,  de  que 
se  había  tratado  de  dibujar  un  cabrito. 

— ¡Ja!  ¡ja!  ¡ja! — exclamé  yo, — seguramente  que 
no  tengo  derecho  de  reírme  de  vos:  un  millón  y 
medio  de  dólares  es  asunto  demasiado  serio  para 


56  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

provocar  esta  clase  de  regocijo;  pero  no  pretende- 
réis con  esto  establecer  el  tercer  eslabón  de  vuestra 
cadena;  no  encontraréis,  supongo,  conexión  espe- 
cial entre  vuestros  piratas  y  una  cabra.  Los 
piratas,  como  sabéis,  nada  tienen  que  hacer  con 
cabras;  estos  animales  pertenecen  a  los  intereses 
agrícolas. 

— Pero  acabo  de  decir  precisamente  que  la  figura 
no  representaba  una  cabra. 

— Bien,  un  cabrito  entonces;  más  o  menos  la 
misma  cosa. 

— Más  o  menos,  pero  no  exactamente, — repuso 
Legrand.  — Quizá  habréis  oído  hablar  de  cierto 
capitán  Kidd.^  En  el  acto  consideré  la  figura  del 
animal  como  una  especie  de  retruécano  o  firma  en 
jeroglífico;  y  digo  firma,  porque  su  posición  en  la 
vitela  sugería  esta  idea.  La  calavera,  colocada  en 
el  extremo  diagonalmente  opuesto,  afectaba  asi- 
mismo el  aire  de  un  sello  o  emblema.  Pero  me 
encontré  tristemente  desorientado  por  la  ausencia 
de  algo  más,  del  cuerpo  de  mi  supuesto  documento, 
del  texto  que  debía  contener. 

— Presumo  que  esperabais  hallar  una  epístola 
entre  el  sello  y  la  firma. 

— Algo  de  eso.  El  hecho  es  que,  sin  poder  ex- 
plicarme la  razón,  sentí  el  presentimiento  irresisti- 
ble de  una  gran  fortuna  en  perspectiva.  Quizá  si 
era  más  bien  el  deseo  que  la  certidumbre;  pero 
¿querréis  creer  que  las  necias  palabras  de  Júpiter 
de  que  el  insecto  era  de  oro  macizo  tuvieron  gran 


•Analogía  de  sonido  y  ortografía  con  kid,  que  en  inglés  significa  cabrito.^ 
La  Redacción. 


El  Escarabajo  de  Oro  57 

•efecto  sobre  mi  imaginación?  Y  luego,  aquella 
serie  de  incidentes  y  coincidencias,  ¡era  todo  tan 
extraordinario!  ¿No  os  llama  la  atención  lo  ex- 
traño de  que  aquellos  acontecimientos  tuvie- 
ran lugar  en  el  miico  día  de  todo  el  año  que  estuvo 
suficientemente  frío  para  que  se  necesitara  encen- 
der fuego;  y  que  sin  el  fuego,  o  sin  la  intervención 
del  perro  en  el  momento  preciso  en  que  apareció, 
jamás  habría  yo  visto  la  calavera  ni  habría  sido, 
en  consecuencia,  el  posesor  de  tal  tesoro? 

— Pero  proseguid;  estoy  impaciente. 

— Bien;  habéis  oído,  por  supuesto,  los  mil  vagos 
rumores  acerca  de  tesoros  enterrrados  por  Kidd  y 
sus  asociados  en  alguna  parte  de  la  costa  del  At- 
lántico. Aquellos  rumores  debían  tener  alguna 
base,  en  realidad.  Y  el  hecho  de  que  existieran  y 
se  continuaran  por  tan  largo  tiempo  podía  expli- 
carse solamente,  a  mi  entender,  por  la  circunstan- 
cia de  que  el  tesoro  estuviera  todavía  sin  descubrir. 
Si  Kidd  hubiera  ocultado  su  botín  por  cierto  tiem- 
po, recuperándolo  más  tarde,  los  rumores  nunca 
habrían  llegado  hasta  nosotros  en  la  misma  e 
invariable  forma.  Observaréis  que  todas  las 
historias  se  refieren  a  buscadores  de  tesoros  y 
nunca  a  quienes  los  encuentran.  Si  el  pirata 
hubiera  recobrado  su  oro,  el  asunto  se  habría  ago- 
tado. Parecíame  que  cualquier  incidente,  la 
pérdida  del  memorándum  que  indicaba  su  situa- 
ción, por  ejemplo,  podía  haberle  privado  de  los 
medios  de  recobrarlo,  y  que  este  accidente  hubiera 
llegado  a  conocimiento  de  sus  adherentes  que  de 
otra  manera  jamás  habrían  sabido  nada  de  tal 


58  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

tesoro  oculto;  y  cuyas  inútiles  tentativas,  iniciadas 
al  acaso,  hubieran  hecho  nacer  y  convertido  en 
moneda  corriente  los  relatos  que  ahora  son  del 
dominio  universal.  ¿Habéis  oído  hablar  alguna 
vez  de  que  se  haya  descubierto  algún  tesoro  im- 
portante en  estas  costas? 

— ajamas. 

— Es  bien  sabido,  sin  embargo,  que  las  riquezas 
acumuladas  por  ese  Kidd  eran  inmensas.  Di  por 
sentado,  en  consecuencia,  que  la  tierra  las  escondía 
aún;  y  no  os  sorprenderá  el  oírme  decir  que  sentí 
la  esperanza,  que  casi  podría  llamarse  certidumbre, 
de  que  el  pergamino  hallado  de  manera  tan  extraña 
encerraba  la  dirección  extraviada  del  lugar  en  que 
habían  sido  depositadas. 

— Pero  ¿cómo  os  desenvolvisteis? 

— Acerqué  de  nuevo  la  vitela  al  fuego  después 
de  aumentar  la  potencia  del  calor,  pero  nada  apa- 
reció. Me  ocurrió  entonces  la  posibilidad  de  que 
la  capa  de  polvo  que  cubría  el  pergamino  tuviera 
algo  que  hacer  con  el  fracaso;  así,  lo  lavé  cuida- 
dosamente echándole  encima  un  poco  de  agua 
templada,  después  de  lo  cual  lo  coloqué  en  una 
vasija  de  estaño  con  la  calavera  hacia  abajo,  y  puse 
la  vasija  en  un  brasero  de  carbón  encendido.  Pasa- 
dos algunos  minutos,  cuando  la  vasija  estuvo  del 
todo  caliente,  levanté  la  hoja  y  con  indecible  alegría 
la  encontré  marcada  en  varios  puntos  con  algo  que 
semejaba  cifras  dispuestas  en  líneas.  Púsela  otra 
vez  al  fuego  y  la  dejé  permanecer  allí  por  un  minuto 
más.  Al  retirarla,  el  contenido  se  había  revelado 
por  entero  en  la  forma  que  podéis  ver  ahora. — 


El  Escarabajo  de  Oro  59 

Y  Legrand,  que  había  vuelto  a  calentar  el 
pergamino,  lo  sometió  a  mi  investigación.  Los  si- 
guientes caracteres  aparecían  allí  rudamente  traza- 
dos en  tinta  roja,  entre  la  calavera  y  la  cabra: 

S3ÍÍÍ305))6*;4826)4Í.)4Í);8o6*;48t8  ^6o))85;IÍ(;:í*  SfSj 
(88)5*t;46(;88*96*?;8)*í(;485);5*t2:*í  (;49S6*2(5*— 4)8  ^8*; 
4069285);  ófS)  4ÍÍ;I  (Í9;48o8i;8:8ÍI;48t85;4)  485tS288o6*8i 
(Í9;48;(88;4(í?34;48)4Í;i6i;:i88;í?; 

— Pues  me  encuentro  tan  a  obscuras  como  antes, 
— dije  yo,  devolviéndole  el  pergamino.  — ^Aun 
cuando  todos  los  tesoros  de  Golconda  me  aguardaran 
a  la  solución  de  este  enigma,  estoy  cierto  de  que 
me  sería  imposible  alcanzarlos. 

— Sin  embargo, — dijo  Legrand, — la  solución 
no  es  tan  difícil  como  puede  hacerlo  imaginar  la 
primera  y  rápida  inspección  de  estos  caracteres. 
Estos  signos,  como  es  fácil  adivinar,  constituyen 
una  clave,  es  decir,  tienen  un  significado;  mas,  por 
lo  que  sabemos  de  Kidd,  no  suponía  yo  que  fuera 
capaz  de  construir  cifras  muy  abstrusas.  Me 
persuadí  al  momento,  en  consecuencia,  de  que 
ésta  era  de  la  especie  más  sencilla,  pero  bastante 
complicada,  sin  embargo,  para  aparecer  completa- 
mente insoluble  a  la  ruda  comprensión  de  un 
marinero. 

— ¿Y  la  descifrasteis  en  verdad? 

— Muy  fácilmente;  he  tenido  ocasión  de  inter- 
pretar otras  mucho  más  abstrusas.  Las  circuns- 
tancias y  cierta  inclinación  de  temperamento  me 
han  hecho  interesarme  siempre  en  esta  clase  de 
enigmas;  y  no  hay  razón  para  creer  que  el  ingenio 


60  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

humano  bien  aplicado  no  pueda  resolver  enigmas 
de  cierta  naturaleza  inventados  por  otro  ingenio 
humano.  Así,  una  vez  que  hube  sacado  a  luz 
caracteres  conectados  y  legibles,  no  me  detuve  a 
pensar  en  la  simple  dificultad  de  traducirlos  en  toda 
su  importancia. 

En  el  caso  actual,  y  verdaderamente  en  cual- 
quier caso  de  escritura  secreta,  la  primera  cuestión 
es  resolver  el  idioma  de  la  clave;  porque  el  principio 
de  la  solución,  especialmente  tratándose  de  cifras 
sencillas,  depende  y  varía  según  el  espíritu  de  la 
lengua  en  que  están  redactadas.  En  general,  para 
aquel  que  intenta  la  solución,  no  hay  otra  alterna- 
tiva sino  ensayar,  guiándose  de  probabilidades, 
todos  los  idiomas  conocidos  hasta  que  tropiece 
con  el  verdadero.  Mas  toda  dificultad  quedaba 
eliminada  con  la  firma  en  la  clave  que  tenemos 
ante  los  ojos.  El  equívoco  con  la  palabra  Kidd 
es  apreciable  solamente  en  inglés.  A  no  ser  por 
esta  consideración,  habría  ensayado  primero  el 
español  y  el  francés,  por  ser  idiomas  en  que  un 
pirata  de  los  mares  españoles  hubiera  debido  escri- 
bir naturalmente  un  secreto  de  tal  naturaleza. 
Pero  en  este  caso  di  por  sentado  que  el  jeroglífico 
estaba  combinado  en  inglés. 

Observaréis  que  no  existe  división  entre  las 
palabras.  De  haberla,  la  tarea  habría  sido  fácil 
relativamente.  Habría  comenzado  entonces  por 
la  comparación  y  análisis  de  las  palabras  más  cor- 
tas, y  si  alguna  palabra  constaba  de  una  sola  letra 
como  era  muy  probable,  a  (un,  una)  o  /  (3'o), 
por    ejemplo,    habría    dado    inmediatamente    la 


El  Escarabajo  de  Oro 


61 


solución  por  vencida.  Mas  no  existiendo  separa- 
ción, mi  primer  movimiento  fué  deslindar  tanto 
los  signos  predominantes  como  los  menos  frecuen- 
tes. Contándolos  todos,  formulé  una  tabla  en 
esta  forma: 


Signos   8 

figuraban 

33  veces 

> 

26 

< 

4 

19 

< 

í) 

16 

( 

* 

13 

{ 

5 

12 

< 

6 

11 

♦ 

ti 

8 

< 

o 

6 

< 

2 

5 

( 

í 

•3 

4 

? 

3 

* 

ii 

2 

' 

— . 

I      " 

Ahora  bien,  en  inglés  la  letra  que  ocurre  más 
frecuentemente  es  la  e.  Luego,  la  sucesión  sigue 
este  orden  :aoidhnrstuycfglmwhkp  q  x  z. 
La  e  predomina  en  tan  vasta  escala  que  muy  rara 
vez  se  presenta  una  frase  independiente,  de  cual- 
quiera extensión,  en  que  esta  letra  no  sea  el  signo 
más  repetido. 

De  consiguiente,  tenemos  ancho  campo  desde 
el  principio  para  dar  forma  a  algo  más  que  una 
simple  hipótesis.  El  uso  general  que  puede  ha- 
cerse de  esta  tabla  es  evidente,  pero  en  este  caso 
tan  sólo  exigiremos  de  ella  servicios  muy  relativos. 
Como  el  signo  principal  es  8,  comenzaremos  dan- 
do por  sentado  que  corresponde  a  la  é"  del  alfabeto 


62  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

regular.  Para  comprobar  esta  suposición  veamos 
si  el  8  se  presenta  a  menudo  por  pares,  puesto  que 
la  e  se  escribe  doble  en  inglés  con  mucha  frecuencia, 
por  ejemplo  en  palabras  como  Tneety  fleety  speed, 
seeiiy  heen,  agree,  etc.  En  esta  clave  la  encontra- 
mos en  grupos  de  dos  no  menos  de  cinco  veces, 
a  pesar  de  que  el  jeroglífico  es  bien  corto. 

Supongamos  entonces  que  el  8  es  una  e.  Ahora 
bien,  entre  todas  las  palabras  del  idioma  inglés 
the  (el,  la,  los,  las)  es  la  más  usada;  veamos  si  hay 
repetición  de  tres  caracteres  colocados  en  el  mismo 
orden  en  que  el  último  sea  8.  Si  descubrimos  repe- 
tición de  tales  signos,  arreglados  en  esta  forma, 
probablemente  representan  la  palabra  the.  Ob- 
servando la  clave  descubriremos  nada  menos  que 
siete  grupos  en  esta  disposición,  siendo  los  carac- 
teres ¡48.  De  manera  que  podemos  asumir  que 
el  punto  y  como  representa  la  t,  el  4  representa  la  h, 
y  el  á*  representa  la  e,  estando  la  última  letra  per- 
fectamente comprobada.  Así  hemos  avanzado  un 
gran  paso. 

Por  el  hecho  de  haber  descubierto  esta  sola 
palabra  nos  hallamos  capaces  de  dilucidar  un 
punto  de  gran  importancia;  esto  es,  el  principio 
y  la  terminación  de  algunas  otras  palabras.  Es- 
tudiemos, por  ejemplo,  la  penúltima  vez  que  se 
presenta  la  combinación  ¡48  no  muy  lejos  del  final 
del  manuscrito.  Sabemos  ya  que  el  punto  y  como 
que  le  sigue  inmediatamente  es  el  principio  de  otra 
palabra,  y  de  los  seis  caracteres  que  suceden  a  este 
the  conocemos  cinco  nada  menos.  Traduciendo 
dichos  caracteres  a  las  letras  que  hemos  descubierto 


El  Escarabajo  de  Oro  63 

que  representan,  y  dejando  un  espacio  en  blanco 
para  el  signo  que  desconocemos,  resulta: 

t  eeth. 

Descartamos  al  momento  la  th  del  final,  como 
parte  independiente  de  la  palabra  que  comienza 
con  la  primera  í,  pues  recorriendo  el  alfabeto  entero 
en  busca  de  una  letra  que  se  adapte  conveniente- 
mente al  sitio  vacante,  nos  convencemos  de  que 
no  existe  en  el  idioma  palabra  de  que  esta  th 
pueda  formar  parte.     Quedamos  así  reducidos  a: 

t  ee, 

y  recorriendo  de  nuevo  el  alfabeto  como  antes,  si 
fuere  necesario,  llegamos  a  la  palabra  tree  (árbol) 
como  única  traducción  posible.  Entonces  encon- 
tramos que  hemos  ganado  otra  letra,  la  r,  represen- 
tada por  el  signo  (,  con  las  palabras  the  tree  (el 
árbol)  a  continuación. 

Mirando  a  poca  distancia  de  estas  palabras, 
tropezamos  de  nuevo  con  la  combinación  ;^8,  y  la 
empleamos  esta  vez  como  terminación  de  la  palabra 
que  la  precede  inmediatamente.  Así  ponemos 
en  claro  esta  disposición: 

the  tree  ;4(í?34  the, 

o,  substituyendo  las  letras  ya  conocidas,  encon- 
tramos que  dice: 

the  tree  thrJPjh  the. 


164  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

Ahora  bien;  si  dejamos  en  blanco  los  caracteres 
desconocidos  o  los  substituímos  con  puntos,  dice 
así: 

the  tree  thr  .  .  .  h  the, 

en  que  la  palabra  through  (siguiendo,  a  través  de, 
por  medio  de,  a  lo  largo  de)  salta  inmediatamente 
por  sí  misma.  Mas  este  nuevo  descubrimiento 
nos  da  tres  letras  más,  la  o,  la  w  y  la  gy  represen- 
tadas por  í,  ?  y  5. 

Estudiando  luego  minuciosamente  la  clave  en 
busca  de  combinaciones  de  los  caracteres  conocidos, 
encontramos  esta  disposición  no  muy  lejos  del 
principio: 

83(88,  o  sea  egree, 

que  corresponde  claramente  a  la  conclusión  de  la 
palabra  degree  (grado)  y  nos  da  una  nueva  letra, 
la  df  representada  por  el  signo  f . 

Cuatro  letras  más  allá  de  la  palabra  degree^ 
advertimos  la  combinación: 

;46(;88. 

Traduciendo  los  caracteres  conocidos  y  reem- 
plazando el  otro  con  un  punto  como  hicimos  antes, 
leemos  lo  siguiente: 

th.rtee, 

arreglo  que  sugiere  inmediatamente  la  palabra 
thirteen  (trece),  y  nos  procura  a  su  vez  dos  carac- 
teres, la  i  y  la  n,  representados  por  el  d  y  el  *. 


El  Escarabajo  de  Oro 


65 


Volviendo  ahora  al  principio  del  jeroglífico 
encontramos  la  combinación: 

53  «t. 

Traduciendo  según  el  método  empleado,  ob- 
tenemos: 

•good, 

lo  que  nos  prueba  que  la  primera  letra  es  una  J, 
y  que  las  dos  primeras  palabras  son  A  good  (Un 
buen). 

Es  tiempo  ya  de  arreglar  nuestra  clave  en 
forma  tabular,  según  lo  que  hemos  descubierto, 
para  evitar  confusión.     Resulta  así: 


5  representa  1 

a  a 

t 

'  d 

8 

'  e 

3 

'  g 

4 

'  h 

6 

'  i 

if.          «          « 

'  n 

í 

*  o 

(     ;;     ; 

'  r 

j 

•  t 

?     "     ' 

'  u 

Tenemos  representadas,  por  consiguiente,  nada 
menos  que  once  de  las  letras  más  importantes,  y 
es  inútil  proseguir  relatando  los  detalles  de  la 
solución.  Lo  que  he  dicho  basta  para  demostraros 
que  claves  de  esta  naturaleza  pueden  ser  descifra- 
das fácilmente,  y  daros  a  la  vez  una  idea  de  su 
desenvolvimiento   racional.     Podéis   estar   seguro 


66  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

de  que  el  ejemplar  que  tenemos  ante  los  ojos  per- 
tenece a  la  especie  más  sencilla  de  jeroglíficos. 
Sólo  me  resta  ahora  facilitaros  la  traducción  com- 
pleta de  los  caracteres  trazados  en  el  pergamino, 
tal  como  yo  la  he  solucionado.     Hela  aquí: 

Un  buen  vidrio  desde  el  hotel  del  obispo  en  el  asiento  del 
diablo  cuarenta  y  un  grados  trece  minutos  norte  nordeste 
tronco  principal  séptima  rama  este  tiro  por  el  ojo  izquierdo 
de  la  calavera  línea  recta  desde  el  árbol  siguiendo  el  tiro 
cincuenta  pies. 

— Pero  el  enigma  continúa  en  tan  mala  condición 
como  antes, — dije  yo.  — ¿Cómo  es  posible  extraer 
ningún  significado  a  toda  esta  jerga  de  asientos  del 
diablo,  calaveras  y  hoteles  de  obispos  ? 

— Hay  que  confesar, — repuso  Legrand, — que  el 
asunto  reviste  aspecto  grave,  si  se  le  considera  con 
mirada  superficial.  Así,  mi  primera  tentativa 
fué  dividir  esta  oración  en  las  frases  imaginadas 
naturalmente  por  el  autor  del  jeroglífico. 

— ¿Puntuarla,  queréis  decir.? 

— ^Algo  por  el  estilo. 

— Pero  ¿cómo  era  posible  realizarlo? 

— Reflexioné  que  el  escritor  había  corrido  las 
palabras  unas  tras  otras  sin  división  alguna 
intencionalmeyíte  para  aumentar  las  dificultades  de 
la  solución  y  que,  una  vez  en  este  terreno,  un  hom- 
bre no  muy  avisado  se  sentiría  predispuesto  vero- 
símilmente a  exagerar  la  precaución.  Cuando  en 
el  curso  de  su  composición  llegara  al  final  de  una 
frase  que  naturalmente  requiriese  un  punto  o  una 
pausa,  inclinaríase  más  bien  a  trazar  sus  caracteres 


El  Escarabajo  de  Oro  67 

más  juntos  allí  que  en  cualquiera  otra  parte.  Si 
observáis  el  manuscrito,  encontraréis  cinco  casos  de 
amontonamiento  mayor  de  lo  acostumbrado. 
Actuando  bajo  esta  sugestión,  hice  la  división 
como  sigue: 

Un  buen  vidrio  desde  el  hotel  del  obispo  en  el  asiento  del 
diablo — cuarenta  y  un  grados  trece  minutos — norte  nordeste- 
tronco  principal,  séprima  rama  este — tiro  por  el  ojo  izquierdo 
de  la  calavera — línea  recta  desde  el  árbol  siguiendo  el  tiro 
cincuenta  pies. 

— ^A  pesar  de  la  división  me  quedo  a  obscuras, — 
dije. 

— También  me  dejó  a  mí  a  obscuras  por  algunos 
días, — replicó  Legrand — durante  los  cuales  practi- 
qué pesquisas  diligentes  en  los  alrededores  de  la 
isla  de  Súllivan  tratando  de  averiguar  si  existía 
algún  edificio  conocido  por  el  nombre  de  "Hotel 
del  Obispo."  No  habiendo  obtenido  informe 
alguno  sobre  este  punto,  me  preparaba  a  extender 
la  esfera  de  investigación  procediendo  en  forma 
metódica  cuando  una  mañana  me  entró  en  la 
cabeza  repentinamente  la  idea  de  que  "Hotel  del 
Obispo"  podía  referirse  a  una  antigua  familia 
llamada  Bessop,'  que  desde  tiempo  inmemorial 
había  poseído  una  antigua  casa  solariega  a  cuatro 
millas  aproximadamente  hacia  el  norte  de  la  isla. 
Me  dirigí,  en  consecuencia,  a  aquella  posesión 
y  recomencé  mis  pesquisas  entre  los  negros  más 
viejos  del  lugar.     Al  fin  una  de  las  mujeres  más 


iNombre  análogo  en  letras  y  pronunciación  a  Bishop,  que  en  inglés  sig- 
niñca  obispo. — La  Redacción. 


68  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

ancianas  dijo  que  había  oído  hablar  de  un  sitio 
llamado  el  "Castillo  de  Bessop"  y  que  podía  guiarme 
hasta  allá,  pero  que  aquello  no  era  castillo  ni 
hostería  sino  una  roca  muy  escarpada. 

Ofrecí  pagarle  bien,  y  después  de  alguna  vacila- 
ción consintió  en  acompañarme  hasta  aquel  paraje. 
Lo  encontramos  con  gran  dificultad;  y  luego  que 
la  hube  despachado,  procedí  al  examen  del  lugar. 
El  castillo  consistía  en  un  amontonamiento  irregu- 
lar de  rocas,  entre  las  cuales  se  destacaba  una,  tanto 
por  su  altura  como  por  su  posición  aislada  y  su 
forma  artificial.  La  escalé  hasta  la  cumbre, 
sintiéndome  luego  completamente  desorientado 
acerca  de  lo  que  debería  emprender  a  continua- 
ción. 

— Mientras  me  hallaba  hundido  en  mis  refle- 
xiones cayeron  mis  ojos  sobre  un  estrecho  borde  en 
la  pared  oriental  de  la  roca,  quizá  a  una  yarda  más 
abajo  del  sitio  en  que  me  hallaba  colocado  en  la 
cima.  Este  borde  se  proyectaba  cerca  de  diecio- 
cho pulgadas  y  no  tenía  más  que  un  pie  de  ancho, 
mientras  que  un  nicho  labrado  en  el  peñasco  justa- 
mente sobre  aquella  parte  saliente  le  hacía  aseme- 
jarse rústicamente  a  uno  de  aquellos  asientos  de 
respaldar  cóncavo  que  usaban  nuestros  antecesores. 
No  tuve  la  menor  duda  de  que  aquel  era  el  "asiento 
del  diablo"a  que  aludía  el  manuscrito,  y  de  que  me 
apoderaba  así  de  todo  el  secreto  del  enigma. 

Comprendía  que  el  "buen  vidrio"  no  podía  refe- 
rirse a  otra  cosa  que  a  un  telescopio,  porque  la 
palabra  vidrio  rara  vez  se  emplea  por  los  marinos 
en  otro  sentido.     De  allí  deduje  inmediatamente 


El  Escarabajo  de  Oro  69 

que  era  necesario  usar  un  telescopio  y  que  existía 
determinado  punto  de  vista,  que  no  admitía  varia- 
ción^ desde  el  cual  debía  usarse.  Tampoco  vacilé 
un  momento  en  la  certidumbre  de  que  las  frases 
"cuarentay  un  grados  trece  minutos"  y  "norte  nor- 
deste," se  indicaban  como  la  dirección  en  que  había 
de  nivelarse  el  telescopio.  Excitado  en  gran  man- 
era por  estos  descubrimientos,  corrí  a  la  casa,  me 
procuré  un  anteojo  y  regresé  a  la  roca. 

Déjeme  caer  en  el  borde  saliente  y  encontré 
que  era  imposible  sentarse  a  no  ser  en  cierta  posi- 
ción particular.  Este  hecho  confirmó  miis  conje- 
turas. Procedí  a  emplear  el  telescopio.  Por  su- 
puesto los  "cuarenta  y  un  grados  y  trece  minutos" 
sólo  podían  aludir  a  la  altura  sobre  el  horizonte 
visible,  puesto  que  la  dirección  horizontal  estaba 
claramente  indicada  por  las  palabras  "norte  nor- 
deste." Establecí  esta  dirección  por  medio  de  una 
brújula  de  bolsillo;  y  enderezando  el  telescopio 
en  ángulo  de  cuarenta  y  un  grados  de  elevación, 
tan  aproximado  como  era  posible  calcular,  lo  moví 
cautelosamente  arriba  y  abajo  hasta  que  atrajo 
mi  atención  una  hendedura  circular  o  abertura  en 
el  follaje  de  cierto  árbol  elevado  que  sobresalía 
entre  todos  sus  compañeros  a  la  distancia.  En 
el  centro  de  esta  abertura  aparecía  una  mancha 
blanca  cuya  naturaleza  no  pude  discernir  de  pron- 
to, Ajustando  el  lente  del  telescopio,  miré  otra 
vez,  y  entonces  advertí  que  era  un  cráneo  humano. 

Ante  tal  descubrimiento  sentí  la  confianza  total 
de  haber  solucionado  el  enigma;  porque  la  frase 
"tronco  principal,  séptima  rama  este"  podía  referirse 


70  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

únicamente  a  la  posición  del  cráneo  en  el  árbol; 
en  tanto  que  "tiro  por  el  ojo  izquierdo  de  la  cala- 
vera" admitía  asimismo  sólo  una  interpretación  con 
referencia  a  la  manera  de  encontrar  el  tesoro  en- 
terrado. Comprendí  que  la  indicación  era  arrojar 
un  objeto  pesado  por  el  ojo  izquierdo  de  la  calavera, 
y  que  una  línea  recta  tirada  desde  el  punto  más 
cercano  del  árbol  siguiendo  el  tiro,  o  sea  el  sitio 
donde  el  proyectil  hubiera  caído,  y  extendida  a 
cincuenta  pies  de  distancia,  indicaría  un  lugar 
determinado;  y  en  aquel  lugar  determinado  pensé 
yo  que  era  por  lo  menos  posible  que  existiera  algún 
depósito  valioso. 

— ^Todo  esto  está  admirablemente  claro, — dije, 
— ^y  aun  cuando  muy  ingenioso,  es  sencillo  y  ex- 
plícito. ¿Qué  hicisteis  luego  de  haber  dejado  el 
"Hotel  del  Obispo?" 

— Bien;  anoté  cuidadosamente  los  detalles  del 
árbol  y  regresé  a  la  casa.  Apenas  abandoné  el 
"asiento  del  diablo,"  desvanecióse  la  abertura  circu- 
lar, y  no  pude  volver  a  encontrarla  por  más  que  me 
volviera  en  uno  u  otro  sentido.  Lo  que  representa 
para  mí  el  ingenio  mayor  en  todo  este  asunto  es  el 
hecho,  del  cual  he  llegado  a  convencerme  por  repe- 
tidos ensayos,  de  que  el  espacio  abierto  circular 
en  cuestión  no  es  visible  de  ningún  otro  punto 
sino  de  aquel  que  procura  el  estrecho  borde  sobre 
el  frente  de  la  roca. 

En  esta  expedición  al  "Hotel  del  Obispo"  estuve 
acompañado  de  Júpiter  quien  había  observado 
indudablemente  la  abstracción  de  mis  maneras 
en  las  últimas  semanas  y  tenía  gran  cuidado  de  no 


El  Escarabajo  de  Oro  71 

dejarme  solo.  Pero  al  día  siguiente  logré  escapar 
a  su  vigilancia  levantándome  muy  temprano  y  me 
largué  a  las  colinas  en  busca  del  árbol.  Después 
de  mucho  trabajo  logré  encontrarlo.  Cuando 
volví  a  casa  por  la  noche,  mi  criado  se  proponía 
administrarme  una  corrección.  El  resto  de  la 
aventura  lo  conocéis  tan  bien  como  yo. 

— Imagino, — dije, — que  en  la  primera  tentativa 
de  excavación  errasteis  el  sitio  por  la  estupidez 
de  Júpiter  de  hacer  caer  el  insecto  por  el  ojo  derecho 
de  la  calavera  en  vez  del  izquierdo. 

— Precisamente.  Este  error  nos  daba  una  di- 
ferencia de  dos  pulgadas  y  media  en  el  sitio  del 
tiro,  es  decir,  en  la  posición  de  la  estaca  que  que- 
daba cerca  del  árbol.  Si  el  tesoro  hubiera  estado 
enterrado  bajo  el  tiro,  la  diferencia  habría  sido  de 
poca  monta,  pero  aquel  punto  y  el  punto  más  cer- 
cano del  árbol  servían  sólo  para  establecer  una 
línea  de  dirección;  de  consiguiente,  el  error,  aunque 
insignificante  al  principio,  aumentaba  conforme 
avanzaba  la  línea,  de  manera  que  al  llegar  a  los 
cincuenta  pies  estábamos  completamente  fuera 
de  la  pista.  De  no  haber  tenido  mis  convicciones 
bien  sentadas  de  que  existía  un  tesoro  enterrado 
por  cualquier  parte  en  los  alrededores,  toda 
nuestra  labor  habría  sido  en  vano. 

— ¡Pero  vuestra  grandilocuencia  y  vuestras 
maneras  haciendo  revolotear  el  insecto  eran  tan 
extraordinarias!  Yo  estaba  seguro  de  que  habíais 
perdido  el  juicio.  Y  luego  ¿por  qué  insistir  en  que 
Júpiter  dejara  caer  el  escarabajo  en  vez  de  una 
bala  por  el  ojo  de  la  calavera? 


72  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

— ¡Ah!  Vamos,  si  he  de  hablar  con  franqueza; 
sentíame  algo  molesto  por  vuestras  evidentes  sos- 
pechas respecto  al  estado  de  mi  razón,  y  resolví 
castigaros  suavemente,  a  mi  manera,  tratando 
de  embrollaros  y  desconcertaros  un  poquillo. 
Por  esto  hacía  revolotear  al  escarabajo  y  ordené  a 
Júpiter  que  lo  arrojara  desde  el  árbol.  Una 
observación  vuestra  acerca  de  su  gran  peso  me 
sugirió  esta  última  idea. 

— Sí,  comprendo;  y  ahora  sólo  resta  un  punto 
por  dilucidar.  ¿Qué  hemos  de  creer  con  respecto 
de  los  esqueletos  hallados  en  la  excavación? 

— En  esta  materia  no  estoy  más  adelantado  que 
vos  mismo.  La  única  forma  plausible  de  expli- 
cación, aun  cuando  sea  horrible  pensar  en  atrocidad 
semejante,  es  que  Kidd  (dado  que  fuera  él  quien 
ocultó  este  tesoro,  lo  que  para  mí  está  fuera  de 
duda)  debió  tener  alguien  que  lo  ayudara  en  esta 
empresa.  Pero,  concluida  la  labor,  juzgó  quizá 
conveniente  eliminar  a  todos  los  testigos  del  se- 
creto. Probablemente  bastaron  dos  golpes  de 
azadón  mientras  sus  coadjutores  estaban  ocupados 
en  el  fondo  del  agujero;  quizá  si  necesitó  una  do- 
cena, ¿quién  podría  asegurarlo? 


LA  RUINA  DE  LA  CASA  DE  ÚSHER 


LA  RUINA  DE  LA  CASA  DE  ÜSHER 

Son  coeur  est  un  luth  suspendu; 
Sitót  qu'on  le  touche  il  résonne.^ 

BÉRANGER. 

DURANTE  todo  un  largo  día  de  otoño, 
triste,  pesado  y  sombrío,  de  aquellos  en 
que  cuelgan  las  nubes  opresivamente  bajas 
en  el  firmamento,  atravesaba  solo,  a  caballo,  un 
monótono  erial  para  encontrarme  al  fin,  conforme 
avanzaban  las  sombras  de  la  noche,  al  frente  de  la 
melancólica  casa  de  Üsher.  No  sé  por  qué,  pero 
a  la  primera  ojeada  al  edificio,  un  sentimiento  de 
tristeza  intolerable  se  apoderó  de  mi  espíritu. 
Digo  intolerable,  porque  esta  impresión  no  estaba 
siquiera  atenuada  por  aquella  sensación  casi 
agradable,  por  cuanto  poética,  con  que  general- 
mente recibe  el  cerebro  las  imágenes  naturales 
aunque  austeras  de  lo  desolado  y  lo  terrible.  Mira- 
ba la  escena  que  se  desarrollaba  ante  mis  ojos:  la 
casa  y  las  simples  líneas  del  paisaje  de  los  alrede- 
dores del  dominio,  los  muros  helados,  las  ventanas 
semejando  cuencas  vacías,  unos  cuantos  lozanos 
juncos  y  algunos  blancos  troncos  de  árboles  mori- 
bundos; mirábalo  todo  con  depresión  de  ánimo 


iSu  coTtízón  es  un  laúd  en  pendiente. 
Apenas  se  le  roza,  vibra. 

7S 


76  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

tan  profunda  que  sólo  puede  compararse  con  pro- 
piedad al  despertar  de  los  sueños  de  un  fumador  de 
opio,  al  amargo  ingreso  a  la  vida,  al  desgarramiento 
horrible  de  los  velos.  Sentíase  tal  frialdad,  tal 
desfallecimiento,  tal  angustia  del  corazón,  una 
melancolía  tan  irremediable  de  la  mente,  que 
ningún  estímulo  era  capaz  de  impulsar  la  imagina- 
ción hacia  la  idea  de  lo  sublime.  ¿Qué  era  aquello, 
me  detengo  a  pensar,  aquello  que  enervaba  tanto 
en  la  contemplación  de  la  casa  de  Üsher.''  Mis- 
terio insoluble;  ni  tan  siquiera  podía  luchar  con  las 
sombrías  fantasías  que  acudían  en  tropel  a  mi 
mente  cuando  trataba  de  investigarlo.  Me  veía 
obligado  a  volver  a  la  poco  satisfactoria  conclusión 
de  que  existe  indudablemente  cierta  combinación 
de  objetos  sencillos  que  tiene  la  facultad  de  afectar- 
nos en  tal  manera,  aun  cuando  el  análisis  de  esta 
facultad  resida  en  consideraciones  superiores  a 
nuestra  capacidad.  Era  muy  posible,  reflexionaba 
yo,  que  simplemente  un  arreglo  diverso  de  los 
detalles  de  la  escena,  de  los  toques  del  cuadro, 
fuera  suficiente  para  modificar  y  anular  quizá  por 
completo  su  cualidad  de  impresionar  tristemente; 
y  raciocinando  así,  encaminé  mi  cabalgadura  hacia 
la  margen  escarpada  de  un  negro  y  cárdeno  lago 
que  yacía  con  brillo  inmóvil  cerca  de  la  morada; 
miré  abajo,  y  pude  contemplar  en  el  fondo  con 
estremecimiento  más  vivo  aún  la  imagen  refleja  e 
invertida  de  las  grises  júnceas,  de  las  ramas  de  los 
árboles  semejando  espectros,  y  de  las  ventanas 
que  aparecían  como  cuencas  vacías. 

A  pesar  de  todo,  me  disponía   a  permanecer 


La  Ruina  de  la  Casa  de  Üsher  77 

algunas  semanas  en  aquella  mansión  fatídica. 
Su  propietario,  Róderick  Usher,  era  uno  de  los 
mejores  camaradas  de  mi  juventud;  pero  habían 
transcurrido  muchos  años  desde  nuestra  última 
entrevista.  Recientemente,  sin  embargo,  había 
recibido  una  carta  suya  en  una  lejana  comarca  del 
país,  la  cual  por  su  estilo  desatinadamente  apre- 
miante no  admitía  otra  respuesta  que  la  personal. 
La  misiva  dejaba  ver  gran  agitación  nerviosa. 
Hablaba  de  aguda  enfermedad  física,  de  ciertos 
desórdenes  mentales  que  le  oprimían,  y  de  su 
deseo  ardiente  de  verme  por  ser  su  mejor  y,  a 
decir  verdad,  único  amigo  íntimo,  esperando  que 
el  placer  de  mi  compañía  procurase  algún  alivio  a 
su  malestar.  La  manera  en  que  todo  esto  estaba 
redactado,  el  alma  que  ponía  visiblemente  en  su 
petición,  no  me  permitieron  vacilar,  y  cedí  al 
punto  a  sus  deseos,  que  sólo  consideraba  en  aquel 
momento  una  original  soHcitud. 

Aun  cuando  habíamos  estado  íntimamente  aso- 
ciados en  nuestra  juventud,  sabía  yo  en  realidad 
muy  poco  acerca  de  mi  amigo.  Su  reserva  habi- 
tual era  excesiva.  Tenía  noticia,  sin  embargo,  de 
que  su  famiha,  muy  antigua,  se  había  distinguido 
desde  tiempo  inmemorial  por  una  sensibilidad 
peculiar  de  temperamento  que  se  desplegaba  a 
través  de  las  edades  en  muchas  obras  de  arte 
exaltado,  manifestándose  últimamente  en  fre- 
cuentes donativos  de  muniíicente  y  discreta  cari- 
dad, como  también  en  apasionada  devoción  a  las 
complejidades  del  arte  musical  de  preferencia  a  sus 
bellezas   convencionales  y  fácilmente  comprensi- 


78  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

bles.  Conocía  además  el  hecho,  digno  de  tenerse 
en  cuenta,  de  que  los  vastagos  de  la  raza  de  Úsher, 
muy  respetada  en  todo  tiempo,  jamás  habían 
dado  vida  a  ninguna  rama  lateral  vigorosa;  en 
otras  palabras,  que  la  familia  entera  estaba  repre- 
sentada por  su  descendencia  directa  y  que  siempre 
había  acontecido  lo  mismo  con  pequeñas  y  tem- 
porales diferencias.  Esta  deficiencia,  consideraba 
yo,  enlazando  en  el  pensamiento  la  armonía 
perfecta  de  la  índole  de  aquella  circunstancia 
con  la  individualidad  característica  de  los  descen- 
dientes de  la  casa  de  Úsher,  y  calculando  la  posible 
influencia  que  la  falta  de  ramas  colaterales  podía 
haber  ejercido  en  un  lapso  de  varias  centurias  por 
la  consiguiente  transmisión  directa  de  padres  a 
hijos  del  patrimonio  junto  con  el  nombre,  era 
indudablemente  la  razón  de  haberse  identificado 
ambos  de  tal  suerte,  que  el  título  original  de  la 
propiedad  quedó  al  fin  absorbido  en  la  singular  y 
ambigua  denominación  de  "Casa  de  Úsher," 
que  parecía  incluir  a  la  vez,  en  la  mente  del  pueblo 
que  la  usaba,  el  nombre  de  la  familia  y  el  nombre  de 
la  mansión. 

He  dicho  que  mi  infantil  experimento  de  mirar 
al  fondo  del  estanque  tuvo  como  único  resultado 
agravar  más  aún  mi  primera  y  extraña  impresión. 
Es  indudable  que  la  conciencia  del  rápido  desarro- 
llo de  mi  superstición — ¿por  qué  no  llamarla  así? — 
sirvió  sólo  para  acrecentarla.  Tal  es,  como  lo 
sabía  hace  mucho  tiempo,  la  ley  paradójica  de 
todos  los  sentimientos  que  tienen  por  base  el 
terror.     Y  puede  muy   bien   haber  sido   ésta   la 


La  Ruina  de  la  Casa  de  Úsher  79 

única  causa  de  que,  al  levantar  mis  ojos  desde  la 
reflexión  del  lago  hasta  la  verdadera  mansión, 
brotara  en  mi  mente  una  fantasía  singular,  fan- 
tasía tan  ridicula  en  verdad,  que  debo  mencionarla 
siquiera  sea  para  demostrar  la  intensidad  de  las 
sensaciones  que  me  agitaban.  Había  trabajado 
tanto  mi  imaginación,  que  llegué  a  persuadirme 
de  que  flotaba  al  rededor  de  la  casa  y  sobre  el 
dominio  entero,  una  atmósfera  peculiar,  propia 
sólo  de  la  mansión  y  de  sus  cercanías,  atmósfera 
que  no  tenía  afinidad  alguna  con  el  ambiente  gene- 
ral sino  que  ascendía  de  los  árboles  marchitos,  del 
valle  gris,  del  taciturno  lago;  un  vapor  misterioso  y 
maligno,  tétrico,  pesado,  aplomado  y  apenas 
perceptible. 

Sacudiendo  de  mi  espíritu  aquello  que  debe 
haber  sido  un  sueño,  examiné  minuciosamente  el 
verdadero  aspecto  del  edificio.  Su  carácter  prin- 
cipal parecía  residir  en  su  gran  antigüedad.  El 
descoloramiento  producido  por  los  años  era  enorme. 
Hongos  microscópicos  cubrían  todo  el  exterior, 
colgando  desde  los  aleros  en  fino  tejido.  Sin 
embargo,  en  conjunto,  estaba  lejos  de  extraordi- 
naria destrucción.  Ningún  trozo  de  la  obra  de 
albañilería  había  sufrido;  y  parecía  incompatible 
la  perfecta  adaptación  de  sus  partes  con  la  ruinosa 
condición  de  las  piedras  por  separado.  Había 
allí  algo  que  me  hacía  recordar  la  aparente  inte- 
gridad de  ciertas  labores  antiguas  de  ebanistería 
consumiéndose  durante  largos  años  en  algún 
descuidado  artesonado  sin  recibir  jamás  un  soplo 
del  aire  exterior.     Fuera  de  estas  manifestaciones 


30  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

de  decadencia  general,  el  edificio  daba  pocas 
muestras  de  instabilidad.  Quizás  el  ojo  de  un 
observador  atento  habría  descubierto  una  hende- 
dura apenas  perceptible  que  se  extendía  en  zigzag 
sobre  el  muro  fronterizo,  desde  el  techado  hasta 
perderse  en  las  lóbregas  aguas  del  estanque. 

Notaba  yo  todas  estas  circunstancias  mientras 
seguía  una  corta  calzada  que  conducía  a  la  casa. 
Un  criado  que  me  aguardaba  tomó  mi  caballo,  y 
yo  penetré  bajo  la  gótica  arquería  del  vestíbulo. 
Un  lacayo  silencioso  y  de  paso  furtivo  me  condujo 
a  través  de  obscuros  e  intrincados  pasadizos  hasta 
el  estudio  de  su  amo.  Mucho  de  lo  que  veía  al 
pasar  contribuía,  sin  saber  cómo,  a  aumentar  las 
vagas  impresiones  de  que  he  hablado.  Aun  cuan- 
do más  o  menos  todos  los  objetos  que  me  rodeaban, 
los  tallados  y  artesonados,  las  sombrías  tapicerías 
de  los  muros,  la  negrura  de  ébano  del  piso,  y  los 
fantásticos  trofeos  heráldicos  que  vibraban  a  mi 
paso  me  eran  familiares  desde  la  infancia,  y  aun 
cuando  yo  no  vacilaba  en  reconocerlo  así,  sor- 
prendíame a  mí  mismo  el  extraño  efecto  que  pro- 
ducían en  mi  imaginación  estas  ordinarias  imá- 
genes. En  una  de  las  escaleras  encontré  al  médico 
de  la  familia.  Parecióme  que  su  rostro  tenía 
una  expresión  mezcla  de  baja  astucia  y  de  perple- 
jidad. Acercóse  a  mí  con  vacilación  y  siguió 
adelante.  El  lacayo  abrió  entonces  una  puerta  y 
me  introdujo  a  la  presencia  de  su  amo. 

La  cámara  en  que  me  encontraba  era  grande  y 
elevada.  Las  ventanas  largas,  estrechas  y  ojivales 
se  abrían  a  tanta  distancia  del  negro  pavimento 


La  Ruina  de  la  Casa  de  Úsher  81 

de  roble  que  eran  inaccesibles  desde  el  interior. 
Débiles  rayos  de  luz  filtrábanse  a  través  de  los 
enrejados  cristales  y  bastaban  para  hacer  visibles 
los  objetos  principales  situados  cerca  de  allí;  pero 
la  vista  se  afanaba  en  vano  por  descubrir  los  án- 
gulos lejanos  de  la  habitación  o  los  detalles  de  la 
obra  de  talla  de  los  artesonados  de  la  bóveda. 
Obscuras  draperías  pendían  de  los  muros.  La 
mueblería  era  profusa,  antigua,  incómoda,  y 
estaba  hecha  girones.  Libros  e  instrumentos  de 
música  diseminados  acá  y  allá  no  lograban  prestar 
vida  a  la  escena.  Sentí  que  respiraba  una  atmós- 
fera de  pesadumbre.  Un  ambiente  de  melancolía 
tenaz,  profunda  e  irremediable  flotaba  y  se  difun- 
día por  doquier. 

A  mi  entrada,  Úsher  se  levantó  de  un  sofá 
donde  yacía  completamente  acostado  y  me  saludó 
con  efusiva  vivacidad,  que  me  pareció  al  principio 
tener  mucho  de  la  exagerada  cordialidad  y  del 
esfuerzo  amable  del  hombre  de  mundo  ennuyé. 
Una  ojeada  a  su  semblante  me  convenció  pronto, 
sin  embargo,  de  su  sinceridad.  Nos  sentamos;  y 
durante  algunos  minutos,  en  tanto  que  él  guardaba 
silencio,  examinábale  yo  con  un  sentimiento  mezcla 
de  piedad  y  de  terror.  ¡Jamás  hombre  alguno 
ha  sufrido,  seguramente,  alteración  tan  terrible 
en  un  corto  espacio  de  tiempo  como  Róderick 
Úsher!  Con  dificultad  pude  admitir  la  identidad 
del  pálido  espectro  que  aparecía  ante  mis  ojos 
con  la  del  compañero  de  mi  temprana  juventud, 
aun  cuando  los  rasgos  de  su  fisonomía  habían  sido 
notables  en  todo  tiempo.     Cutis  de  palidez  cada- 


82  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

vérica;  grandes  ojos  incomparablemente  húmedos 
y  luminosos;  labios  algo  delgados  y  muy  descolori- 
dos, pero  de  bellísima  curva;  nariz  de  delicado 
perfil  hebreo  con  ventanillas  extraordinariamente 
movibles  para  esta  clase  de  tipo;  barba  finamente 
modelada,  que  acusaba  en  su  falta  de  prominencia 
la  falta  de  energía  moral;  cabello  tan  suave  y  tenue 
como  una  pluma;  facciones  todas  que,  acompaña- 
das de  un  desarrollo  poco  común  hacia  las  sienes, 
formaban  un  conjunto  que  no  podía  olvidarse  fácil- 
mente. Y  ahora  la  simple  exageración  del  carác- 
ter predominante  de  aquellos  rasgos  y  del  sello 
que  les  caracterizaba  había  provocado  cambios 
tan  profundos  que  me  hacían  dudar  de  la  personali- 
dad de  aquel  a  quien  me  dirigía.  La  palidez 
excesiva  de  la  piel  le  hacía  asemejarse  a  un  espec- 
tro; y  sobre  todo,  me  deslumhraba  el  brillo  mara- 
villoso de  sus  ojos,  produciéndome  casi  una 
especie  de  pavor.  El  cabello  plateado  había 
crecido  descuidadamente  y  en  su  tenuidad  flotaba 
más  bien  que  caía  alrededor  del  rostro,  en  forma 
tal,  que  me  era  imposible  asociar  su  arábigo  estilo 
con  la  idea  de  un  ser  humano. 

En  los  modales  de  mi  amigo  pude  notar  inme- 
diatamente cierta  incoherencia  y  vaguedad  que 
provenían,  según  me  apercibí  pronto,  de  continuos 
y  fútiles  esfuerzos  para  dominar  una  habitual 
trepidación  o  excesiva  agitación  nerviosa.  En 
realidad,  estaba  preparado  a  encontrar  algo  de  esta 
naturaleza,  no  sólo  por  su  carta  sino  por  reminis- 
cencias de  la  expresión  particular  de  sus  facciones 
juveniles  y  por  conclusiones  fáciles  de  deducir  de 


La  Ruina  de  la  Casa  de  Úsher  83 

su  temperamento  y  aspecto  físico  peculiares.  Sus 
ademanes  eran  alternativamente  fogosos  y  tacitur- 
nos. Su  voz  cambiaba  con  rapidez  desde  cierta 
trémula  indecisión,  cuando  la  vida  física  parecía 
completamente  agotada,  hasta  una  especie  de 
concisión  enérgica,  una  enunciación  firme,  áspera, 
pausada  y  sonora,  semejante  a  aquella  gutural 
pronunciación,  lenta,  equilibrada  y  vibrante,  que 
puede  observarse  en  el  ebrio  consuetudinario  o  en 
el  fumador  de  opio  impenitente  durante  el  período 
de  excitación  más  intensa. 

En  esta  forma  habló  del  objeto  de  mi  visita,  de 
su  deseo  ardiente  de  verme  y  del  solaz  que  aguar- 
daba de  mi  presencia.  Entró  al  cabo  en  lo  que 
consideraba  la  naturaleza  de  su  enfermedad.  Era, 
decía,  un  mal  de  constitución  y  de  familia,  algo 
para  lo  cual  desesperaba  de  encontrar  remedio; 
una  simple  afección  nerviosa,  añadió  inmediata- 
mente, que  sin  duda  pasaría  pronto.  Se  manifes- 
taba esta  afección  en  una  multitud  de  sensaciones 
extraordinarias.  Algunas  de  ellas  me  interesaron 
y  trastornaron  conforme  las  detallaba,  aun  cuando 
influían  quizá  para  este  resultado  los  términos 
que  empleaba  y  su  manera  de  narrarlas.  Sufría 
mucho  por  la  sensibilidad  morbosa  de  sus  sentidos; 
sólo  podía  tolerar  el  alimento  más  insípido;  podía 
usar  únicamente  vestiduras  de  determinada  clase 
de  tejido;  el  perfume  de  las  flores  le  oprimía;  la  luz 
más  débil  torturaba  sus  ojos;  y  sólo  le  era  dado 
resistir  sin  horror  sones  peculiares  arrancados  de 
ciertos  instrumentos  de  cuerda. 

Le  encontré  ciegamente  esclavizado  por  terrores 


84  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

anómalos.  "Pereceré  seguramente,"  decía,  "debo 
perecer  en  esta  deplorable  locura.  Así,  así,  y  no 
de  otra  manera  he  de  morir.  Tiemblo  ante  los 
acontecimientos  futuros,  no  tanto  en  sí  mismos 
como  en  sus  resultados.  Me  estremezco  al  pensa- 
miento de  cualquier  incidente,  siquiera  el  más 
trivial,  que  se  desarrolle  para  mí  en  medio  de  esta 
intolerable  agitación  de  espíritu.  En  verdad, 
no  odio  el  peligro  sino  en  su  efecto  absoluto,  el 
terror.  En  esta  lastimosa  y  debilitada  condición, 
siento  que  pronto  o  tarde  llegará  el  momento  en 
que  pierda  a  la  vez  la  razón  y  la  vida  en  lucha  con 
el  horrendo  fantasma,  terror." 

Me  di  cuenta  además,  a  intervalos  y  a  través  de 
cortadas  y  ambiguas  alusiones,  de  otro  rasgo  sin- 
gular de  su  estado  mental.  Hallábase  encadenado 
a  la  mansión  que  habitaba  por  ciertas  creencias 
supersticiosas  en  virtud  de  las  cuales  jamás  se 
había  atrevido  a  alejarse  durante  largos  años,  y 
que  se  basaban  en  determinada  influencia,  cuyo 
supuesto  poder  se  transmitía  en  forma  demasiado 
tenebrosa  para  repetirse  aquí;  influencia  que,  de- 
bido a  ciertas  peculiaridades  en  la  naturaleza  y 
estructura  de  la  morada  de  sus  antepasados,  había 
prevalecido  en  su  espíritu,  a  costa  de  largos  sufri- 
mientos, afirmaba  él;  efecto  provocado  por  la 
fisonomía  de  los  grises  muros  y  torrecillas  y  por  el 
tétrico  estanque  en  que  se  reflejaban,  que  había  al 
fin  echado  abajo  la  fuerza  moral  de  su  existencia. 

Admitía,  sin  embargo,  aunque  con  alguna  vaci- 
lación, que  gran  parte  de  aquella  melancolía 
particular  que  le  afligía  podía  atribuirse  a  causa 


La  Ruina  de  la  Casa  de  Úsher  85 

más  natural  y  palpable,  a  la  seria  y  larga  enferme- 
dad, y  probablemente  cercano  fin,  de  una  hermana 
tiernamente  amada,  su  única  compañera  por  largos 
años,  el  único  y  último  miembro  de  su  familia  en 
la  tierra.  "Su  muerte,"  decía  con  amargura  que 
jamás  olvidaré,  "le  dejaría  (a  él,  desesperado  y 
frágil)  único  descendiente  de  la  antigua  raza  de 
Üsher."  Mientras  hablaba  así,  Lady  Máde- 
line — que  así  se  llamaba  la  dama — atravesó  suave- 
mente un  ángulo  lejano  de  la  habitación  y  desa- 
pareció sin  haber  notado  mi  presencia.  La  miré 
con  profunda  extrañeza  no  desprovista  de  terror, 
y  estoy  todavía  lejos  de  expresar  mis  verdaderos 
sentimientos.  Una  sensación  de  estupor  me  opri- 
mía en  tanto  que  mis  ojos  seguían  sus  huellas. 
Cuando  al  fin  cerróse  una  puerta  tras  ella,  mis 
miradas  trataron  instintiva  y  ansiosamente  de 
escudriñar  el  continente  de  su  hermano;  pero  había 
enterrado  el  rostro  entre  sus  manos,  y  pude  sola- 
mente percibir  que  una  palidez  mayor  que  de 
ordinario  se  extendía  sobre  sus  enflaquecidos  dedos 
entre  los  cuales  brotaban  lágrimas  apasionadas. 

La  enfermedad  de  Lady  Mádeline  había  bur- 
lado largo  tiempo  la  ciencia  de  sus  facultativos. 
Una  apatía  continua,  una  gradual  decadencia  de 
su  constitución  y  frecuentes  aunque  pasajeras 
afecciones,  de  carácter  cataléptico  en  su  mayor 
parte,  formaban  la  diagnosis  habitual.  Al  princi- 
pio luchó  ella  contra  la  fuerza  del  mal  sin  guardar 
cama  definitivamente;  pero  en  la  noche  de  mi 
llegada  a  la  casa  sucumbió  al  poder  destructor  de 
la  enfermedad,  según  me  participó  su  hermano  con 


86  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

agitación  inenarrable;  y  supe  que  lo  que  había 
vislumbrado  de  su  persona  en  aquel  momento 
sería  probablemente  todo  lo  que  llegaría  a  conocer 
de  la  dama,  en  vida  por  lo  menos. 

Durante  los  días  subsiguientes  no  se  mencionó 
su  nombre  entre  nosotros  y  todo  aquel  tiempo 
estuve  ensayando  diversos  entretenimientos  para 
aliviar  la  melancolía  de  mi  amigo.  Pintábamos 
y  leíamos  juntos;  o  escuchaba  yo  como  en  sueños 
las  salvajes  improvisaciones  con  que  hacía  hablar 
a  su  guitarra.  Y  al  penetrar  de  esta  manera  más 
y  más  íntimamente  en  los  repliegues  de  su  alma, 
pude  apreciar  mejor  la  impotencia  de  mis  tentati- 
vas para  levantar  su  espíritu  de  la  lobreguez  en 
que  se  debatía;  la  que,  como  cualidad  positiva 
inherente,  se  extendía  a  todos  los  objetos  del  uni- 
verso físico  y  moral  en  incesante  radiación  de 
tinieblas. 

Conservaré  siempre  el  recuerdo  de  las  horas 
solemnes  que  pasé  a  solas  con  el  heredero  de  la  casa 
de  Üsher.  Fracasaría  si  intentara  dar  idea  exacta 
de  la  índole  de  los  estudios  y  trabajos  en  los  que 
me  extraviaba  o  me  conducía.  Un  idealism.o 
exaltado  y  exageradamente  inquieto  arrojaba  su 
luz  sulfúrea  sobre  todo  aquello.  Sus  largas  im- 
provisaciones de  endechas  resonarán  por  siempre 
en  mis  oídos.  Entre  otras  cosas,  recuerdo  espe- 
cialmente una  extraña  perversión  y  amplificación 
del  aire  exótico  del  último  vals  de  von  Wéber. 
De  las  pinturas  creadas  por  su  complicada  fantasía 
y  que  se  definían  toque  a  toque  en  cierta  vaguedad 
que  me  hacía  correr  escalofríos,  estremeciéndome 


La  Ruina  de  la  Casa  de  Úsher  87 

sin  saber  por  qué;  de  aquellos  cuadros  tan  vividos 
que  aun  se  conserva  su  imagen  ante  mí,  trataría  en 
vano  de  expresar  algo  más  que  una  pequeñísima 
parte  capaz  de  encerrarse  en  el  compás  de  la  pala- 
bra escrita.  Por  su  simplicidad  intensa,  por  la 
pureza  de  su  diseño,  atraían  aquellos  cuadros, 
y  sobrecogían  la  atención  de  manera  indecible. 
Si  algún  mortal  pintó  alguna  vez  la  idea,  aquel 
mortal  era  ciertamente  Róderick  Úsher.  Para 
mí,  en  las  circunstancias  que  me  rodeaban,  brotó 
al  fin  de  estas  extrañas  fantasías  que  imaginaba 
el  hipocondriaco  para  arrojarlas  sobre  la  tela,  una 
sensación  intensa  de  intolerable  pavor,  de  que 
no  era  sombra  siquiera  la  que  me  hacía  experimen- 
tar la  contemplación  de  las  tétricas,  en  verdad,  pero 
demasiado  concretas  imágenes  de  Fuseli. 

Una  de  las  fantásticas  creaciones  de  mi  amigo, 
que  no  procedía  con  tan  absoluto  exclusivismo  del 
espíritu  de  abstracción,  puede  describirse  siquiera 
débilmente  con  palabras.  Era  un  pequeño  cuadro 
representando  el  interior  de  una  bóveda  o  túnel 
inmensamente  largo  y  rectangular  con  muros 
bajos,  blancos  y  pulidos,  sin  interrupción  ni  de- 
talles. No  se  veía  orificio  alguno  en  toda  su 
extensión,  ni  podían  descubrirse  antorchas  ni  otro 
foco  alguno  de  luz  artificial;  y,  sin  embargo,  un 
torrente  de  luz  intensa  brillaba  por  todas  partes, 
bañando  el  conjunto  en  lúgubre  e  inadecuado 
esplendor. 

He  hablado  ya  de  la  condición  mórbida  de  sus 
nervios  auditivos  que  hacía  insoportable  toda 
música  al  paciente,  salvo  determinados  sones  de 


88  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

los  instrumentos  de  cuerda.  Quizá  si  los  estrechos 
límites  en  que  se  confinaba  él  mismo  al  tocar  la 
guitarra  eran,  en  gran  parte,  lo  que  daba  vida  a 
la  índole  fantástica  de  su  ejecución.  Mas  no  pue- 
de atribuirse  a  idéntica  causa  la  férvida  facilidad 
de  sus  improvisaciones.  Era  sin  duda  el  resultado, 
tanto  en  la  música  como  en  las  palabras  de  sus 
desordenadas  lucubraciones  (pues  que  a  menudo 
se  acompañaba  él  mismo  con  rimas  verbales  im- 
provisadas), de  aquella  intensa  concentración  y 
reacción  a  la  cual  aludía  anteriormente,  y  que  sólo 
es  dado  observar  en  momentos  determinados  de 
gran  excitación  artificial.  Puedo  recordar  fácil- 
mente las  palabras  de  una  de  aquellas  rapsodias. 
Sin  duda  me  impresionaron  con  mayor  viveza  con- 
forme la  escuchaba,  en  razón  del  encubierto  o 
simbólico  desarrollo  de  su  argumento  en  que  ima- 
ginaba yo  discernir  por  vez  primera  en  Usher  la 
plena  conciencia  del  bamboleo  de  su  elevada  razón 
en  su  santuario.  Los  versos,  que  se  titulaban 
El  palacio  hechizado,  decían  más  o  menos,  si  no 
exactamente,  como  sigue: 

En  el  más  fresco  de  nuestros  valles 

de  ángeles  buenos  solaz, 
en  cierto  tiempo  un  regio  palacio,  resplandeciente, 

erguía  su  faz. 
Era  en  los  dominios  del  rey  Pensamiento. 

Nunca  serafines 
desplegaron  las  alas 

sobre  morada  más  bella.^ 


»Sm  pretensiones  de  traducir  en  verso  las  bellísimas  rimas  de  Poe,  hemos 
procurado  expresar  en  simple  prosa  cadenciosa  la  idea  encerrada  en  esta  poesía 
y  deeiJertar  algo  de  la  emoción  buscada  por  el  autor. — La  Redacdón. 


La  Ruina  de  la  Casa  de  Usher  89 

Todo  esto  ocurría  en  remoto  pasado. 

Pendones  amarillos,  gloriosos,  dorados, 
en  su  cúspide  veíanse  flamear. 

Y  el  céfiro  gentil, 
que  en  aquel  tiempo  feliz  jugueteaba 

de  la  mansión  en  redor, 
por  las  almenas  soberbias  y  blancas 

como  alado  perfume  escapó. 


Peregrinos  transeúntes  de  aquel  feliz  valle» 

a  través  de  ventanas  translúcidas, 
veían  sombras  de  espíritus 

agitándose  armónicamente 
y  a  compás  de  templado  laúd, 

al  rededor  de  un  magnífico  trono 
donde  brillaba  el  monarca, 

nacido  en  la  púrpura  y  digno  de  tal  esplendor. 


Cubierta  de  rubíes  y  perlas 

la  puerta  del  palacio  estaba; 
y  por  ella  cruzaba  flotando, 

flotando  centelleante, 
una  multitud  de  Ecos 

cuyo  deber  grato  y  único 
era  entonar  con  voz  de  sin  par  melodía 

de  su  rey  el  talento  y  cordura. 


Pero  el  Mal,  de  tristezas  vestido, 

asaltó  del  monarca  el  estado. 
¡Ah!     ¡Lloremos,  que  jamás  lucirá  nuevo  día 

para  él,  desolado! 
Y  del  castillo  la  aureola  de  gloria, 

una  vez  floreciente  y  purpúrea, 
sólo  es  ya  de  antiguas  edades,  la  historía 

perdida,  enterrada. 


90  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

Los  viajeros  que  hoy  cruzan  el  valle 

ven  reflejarse  en  las  rojas  ventanas 
grandes  sombras  en  danza  fantástica 

girando  a  discorde  son. 
Y  por  la  lívida  puerta, 

al  igual  que  un  torrente  espantoso, 
para  siempre  una  turba  monstruosa 

precipítase  y  ríe:  ¡la  sonrisa  olvidó! 

Recuerdo  muy  bien  que  la  inspiración  de  esta 
balada  nos  llevó  a  cierto  orden  de  ideas  acerca 
de  las  cuales  expresó  Úsher  una  opinión  que  men- 
ciono aquí,  no  en  razón  de  su  novedad  pues  otros 
hombres  pensaron  ya  del  mismo  modo,^  sino  por  la 
tenacidad  con  que  él  la  sostenía.  Esta  opinión, 
en  tesis  general,  se  refería  a  la  sensibilidad  de  las 
plantas;  pero  en  la  desordenada  fantasía  de  mi 
amigo  asumía  carácter  más  atrevido  y  traspasaba, 
en  determinadas  condiciones,  las  leyes  del  reino 
inorgánico.  Me  faltan  palabras  para  expresar  la 
magnitud,  el  ardiente  abandono  de  su  convicción. 
Dicha  creencia,  sin  embargo,  se  relacionaba  (como 
aludí  anteriormente)  con  las  piedras  grises  de  la 
casa  de  sus  antepasados.  Las  condiciones  de 
sensibilidad  se  habían  tenido  en  cuenta,  imaginaba 
él,  en  el  arreglo  de  tales  piedras,  en  el  orden  de  su 
colocación,  así  como  en  la  disposición  de  los  hon- 
gos que  las  cubrían  y  de  los  marchitos  árboles  que 
se  conservaban  en  los  alrededores;  y,  sobre  todo, 
en  el  largo  tiempo  que  este  arreglo  se  había  res- 
petado y  en  su  reflexión  en  las  quietas  aguas  del 
estanque.     La  prueba  de  la  sensibilidad  de  aque- 

*Watsoa,  el  doctor  Pércival,  Spallanzani  y  especialmente  d  obispo  de 
Llándaff. 


La  Rtiina  de  la  Casa  de  Úsher  91 

líos  objetos  podía  encontrarse,  decía  (y  aquí  me 
estremecí  a  sus  palabras),  en  la  gradual  y  positiva 
condensación  de  una  atmósfera  propia  sobre  las 
aguas  y  los  muros  de  la  casa.  Sus  efectos  podían 
descubrirse  fácilmente,  añadió,  en  aquella  muda, 
pero  poderosa  y  terrible  influencia  que  había 
encauzado  por  varias  centurias  los  destinos  de  su 
familia,  y  le  había  convertido  a  él  en  lo  que  yo 
veía,  en  lo  que  era  en  la  actualidad. 

Nuestros  libros,  los  mismos  que  durante  largos 
años  habían  constituido  gran  parte  de  la  existencia 
mental  del  enfermo,  guardaban  como  puede  su- 
ponerse, estrecha  analogía  con  este  personaje  de 
leyenda.  Profundizamos  juntos  obras  como  el 
Ver-Vert  et  Chartreuse  de  Gresset;  el  Belphegor  de 
Machiavelli;  el  Heaven  and  Hell  de  Swédenborg;  el 
Suhterranean  Voyage  of  Nicholas  Klimm  de  Hól- 
berg;  la  Chiromancyy  por  Róbert  Flud,  por  Jean 
d'Indaginé  y  por  de  la  Chambre;  la  Journey  into 
the  Blue  Distance,  por  Tieck;  y  la  City  of  the  Sun 
por  Campanella.  Uno  de  nuestros  ejemplares 
favoritos  era  una  pequeña  edición  en  octavo  del  Di- 
rectorium  Inquisitorum,  por  el  dominicano  Eymeric 
de  Gironne;  y  había  ciertos  pasajes  de  Pomponius 
Mela  acerca  de  los  antiguos  sátiros  y  egipanes 
africanos  que  hacían  soñar  a  Usher  durante  horas 
enteras.  Su  principal  deleite  consistía,  sin  em- 
bargo, en  la  lectura  de  un  libro  gótico  en  cuarto, 
extremadamente  raro  y  curioso,  manual  de  una 
iglesia  abandonada,  el  Vigüics  Mortuorum  Chorum 
EcclesicB  Maguntincs. 

No  pude  dejar  de  recordar  el  salvaje  ritual  de 


92  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

aquella  obra  y  pensar  en  su  probable  influencia 
sobre  el  hipocondriaco,  el  día  en  que  después  de 
informarme  bruscamente  de  que  Lady  Mádeline 
había  fallecido,  me  manifestó  su  intención  de 
conservar  el  cadáver  durante  una  quincena  en 
alguna  de  las  numerosas  bóvedas  que  existían 
en  los  muros  del  edificio,  antes  de  proceder  a  su 
definitiva  inhumación.  La  razón  principal  que 
adujo  para  este  singular  procedimiento  era  de  tal 
naturaleza  que  no  me  dejaba  libertad  de  discutirla. 
Sentíase  el  hermano  inclinado  a  esta  resolución, 
según  explicó,  a  causa  de  los  extraños  síntomas  de 
la  enfermedad  de  la  difunta,  de  ciertas  interroga- 
ciones acres  e  importunas  de  parte  de  los  médicos 
y  de  la  situación  lejana  3'  a  la  intemperie  que  ocu- 
paba el  cementerio  de  la  familia.  No  negaré  que 
al  rememorar  el  siniestro  continente  del  personaje 
a  quien  encontré  en  la  escalera  el  día  de  mi  llegada 
a  la  casa,  se  me  pasaron  todos  los  deseos  de  opo- 
nerme a  aquello  que  después  de  todo  sólo  conside- 
raba inofensiva  y  de  ninguna  manera  extraordi- 
naria precaución. 

A  petición  de  Usher,  yo  mismo  le  ayudé  en  las 
disposiciones  para  el  entierro  temporal.  Después 
de  colocado  el  cuerpo  en  el  ataúd,  nosotros  solos 
lo  condujimos  al  lugar  de  su  descanso.  La 
bóveda  en  que  lo  depositamos,  cerrada  por  tan 
largo  tiempo  que  nuestras  antorchas  oscilaron  en 
su  pesada  atmósfera,  nos  dejó  poca  oportunidad 
para  pesquisas  minuciosas;  era  pequeña,  húmeda, 
y  estaba  absolutamente  desprovista  de  medio 
alguno  para  recibir  la  luz;  quedando  situada  a 


La  Ruina  de  la  Casa  de  Usher  93 

gran  profundidad  exactamente  debajo  de  la 
parte  del  edificio  que  correspondía  a  mi  cuarto  de 
dormir.  Aparentemente  se  había  usado  en  remo- 
tas épocas  feudales  como  calabozo  de  la*  peor 
especie,  y  en  los  últimos  tiempos  como  depósito 
de  pólvora  o  cualquiera  otra  substancia  combus- 
tible, pues  parte  del  pavimento  y  todo  el  interior 
de  un  largo  pasillo  abovedado  que  allí  conducía, 
estaban  cuidadosamente  revestidos  de  cobre.  La 
puerta,  de  hierro  macizo,  estaba  también  protegida 
de  manera  análoga.  Su  enorme  peso  producía 
un  chirrido  en  extremo  áspero  y  discordante  al 
girar  sobre  los  goznes. 

Después  de  depositar  nuestra  lúgubre  carga 
sobre  algunos  soportes  en  esta  mansión  de  horror, 
nos  volvimos  a  medias  hacia  el  ataúd  todavía 
sin  cerrar  para  contemplar  el  rostro  de  la  ocupante. 
Lo  primero  que  atrajo  mi  atención  fué  la  sorpren- 
dente semejanza  que  existía  entre  la  hermana  y  el 
hermano;  y  entonces  Usher,  adivinando  tal  vez 
mis  pensamientos,  murmuró  algunas  palabras 
por  las  cuales  comprendí  que  la  muerta  y  él  eran 
gemelos,  y  que  siempre  se  había  dejado  notar  entre 
ellos  cierta  simpatía  de  constitución  apenas  ex- 
plicable. Nuestras  miradas  no  se  detuvieron  largo 
tiempo  sobre  la  difunta,  porque  no  podíamos 
contemplarla  sin  terror.  El  mal  que  postró  a 
Lady  Mádeline  en  plena  madurez  de  su  juventud, 
dejóla,  como  sucede  en  todas  las  enfermedades  de 
carácter  esencialmente  cataléptico,  la  ironía  de 
un  débil  sonrosado  en  el  seno  y  en  el  semblante,  y 
aquella  lánguida  y  misteriosa  sonrisa,  tan  terrible 


94  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

en  los  dominios  de  la  muerte.  Colocamos  la  tapa 
en  su  sitio  fijándola  con  tornillos  y,  después  de 
asegurar  la  puerta  de  hierro,  volvimos  penosamente 
a  las  habitaciones  altas  de  la  casa,  tan  tétricas 
casi  como  el  lugar  que  acabábamos  de  abandonar. 

Después  de  algunos  días  de  amargo  pesar,  pre- 
sentóse un  cambio  notable  en  los  síntomas  del 
desorden  mental  que  afligía  a  mi  amigo.  Su 
manera  de  ser  cambió  enteramente.  Olvidaba  o 
descuidaba  sus  ocupaciones  ordinarias.  Vagaba 
de  pieza  en  pieza  con  paso  precipitado,  desigual 
y  sin  objeto.  Su  palidez  asumía  tonos  aun  más 
cadavéricos,  a  ser  posible;  pero  la  lumbre  de  sus 
ojos  habíase  extinguido  por  completo.  La  aspe- 
reza incidental  de  su  voz  no  se  dejaba  oír  ya  más; 
y  cierto  estremecimiento  convulsivo,  como  de 
excesivo  terror,  caracterizaba  habitualmente  su 
lenguaje.  En  ocasiones  parecíame  que  su  mente 
turbada  luchaba  sin  cesar  con  algún  opresor  se- 
creto, para  revelar  el  cual  necesitaba  apelar  a  todo 
su  valor;  pero  otras  veces  me  veía  obligado  a 
juzgar  todas  estas  manifestaciones  como  simples 
extravagancias  provocadas  por  su  locura,  porque 
notaba  que  se  quedaba  mirando  al  vacío  horas 
enteras  en  actitud  de  profunda  atención,  como  si 
escuchara  sonidos  imaginarios.  No  es  de  extra- 
ñar que  su  estado  me  aterrorizara,  me  contagiara. 
Sentía  ya  que  se  apoderaba  de  mí  por  grados  la 
influencia  desordenada  de  sus  fantásticas  y  per- 
turbadoras supersticiones. 

Al  retirarme  tarde  a  descansar  una  noche,  siete  u 
ocho  días  después  de  depositar  el  cuerpo  de  Lady 


La  Ruina  de  la  Casa  de  Úsher  95 

Mádeline  en  el  calabozo,  pude  apreciar  mejor  que 
nunca  el  alcance  de  tales  impresiones.  El  sueño 
había  huido  de  mis  párpados  mientras  las  horas 
transcurrían  una  tras  otra.  Intenté  raciocinar 
para  dominar  la  nerviosidad  que  se  había  apode- 
rado de  mi  espíritu;  procuré  convencerme  de  que 
gran  parte  si  no  todo  lo  que  sentía  era  debido  a  la 
inquietadora  influencia  de  la  lúgubre  mueblería 
de  la  habitación,  a  las  sombrías  y  desgarradas 
draperías  que,  torturadas  por  el  aliento  de  una 
tempestad  cercana,  batíanse  acá  y  allá  caprichosa- 
mente sobre  los  muros  y  susurraban  medrosa- 
mente entre  las  decoraciones  del  lecho.  Pero  mis 
esfuerzos  fueron  infructuosos.  Un  temblor  in- 
vencible se  apoderó  de  mí  gradualmente;  y  al  fin 
pesó  sobre  mi  corazón  una  alarma  aguda  e  infun- 
dada. Dominándola  con  pena  y  respirando  fuerte- 
mente me  enderecé  sobre  las  almohadas,  tratando 
ansiosamente  de  penetrar  la  intensa  obscuridad 
de  la  cámara;  y  escuché  entonces,  no  sé  cómo, 
a  menos  que  algún  espíritu  del  instinto  me  inci- 
tara, ciertos  ruidos  sordos  e  indistintos  que  venían 
a  largos  intervalos,  yo  no  sé  de  dónde,  entre  las 
pausas  de  la  tempestad.  Oprimido  por  un  intenso 
sentimiento  de  horror,  tan  extraordinario  como 
intolerable,  me  eché  encima  la  ropa  precipitada- 
mente, sabiendo  bien  que  no  podría  ya  dormir 
aquella  noche,  y  traté  de  reaccionar  contra  la 
condición  deplorable  en  que  me  encontraba,  dando 
paseos  forzados  de  un  extremo  a  otro  de  la  habita- 
ción. 

Había  dado  así  algunas  vueltas,  cuando  un  leve 


96  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

paso  en  la  escalera  contigua  atrajo  mi  atención. 
Reconocí  inmediatamente  a  Üsher.  Un  instante 
después  llamó,  en  efecto,  a  mi  puerta  con  suave 
golpear,  y  entró  llevando  una  lámpara  en  la  mano. 
Su  semblante  mostraba  palidez  cadavérica  como 
de  costumbre,  pero  había  además  cierta  especie  de 
hilaridad  insana  en  sus  ojos,  una  visible  histeria 
contenida  en  toda  su  actitud.  Su  aspecto  me 
aterró;  pero  todo  era  preferible  a  la  soledad  que 
había  soportado  largas  horas  y  llegué  hasta  felici- 
tarme de  su  presencia  como  un  alivio. 

— ¿  De  modo  que  no  habéis  visto  ? — dijo  ex  abrup- 
to, después  de  mirar  intensa  y  silenciosamente  en 
torno  suyo  por  algunos  instantes." — ¿No  habéis 
visto .^  Pero  ¡aguardad!  Ya  veréis." — Hablando 
así,  y  bajando  cuidadosamente  la  pantalla 
de  su  lámpara,  dirigióse  con  rapidez  a  una  de  las 
ventanas  y  la  abrió  de  par  en  par  ante  la  tempestad. 

La  impetuosa  furia  de  las  ráfagas  que  se  preci- 
pitaron en  la  habitación  nos  levantó  casi  por  los 
aires.  Era,  en  verdad,  una  noche  borrascosa  pero 
de  austera  belleza  y  singularmente  extraña  en  su 
hermosura  y  en  su  horror.  Verosímilmente  se 
había  levantado  un  torbellino  en  las  cercanías 
porque  se  presentaban  frecuentes  y  violentas 
alteraciones  en  la  dirección  del  viento;  y  la  densidad 
excesiva  de  las  nubes,  tan  bajas  que  parecían  pesar 
sobre  los  torreones  del  castillo,  no  impedía  notar 
la  velocidad  de  seres  vivientes  al  parecer,  con  que 
se  precipitaban  unas  contra  otras  de  todos  lados 
sin  desvanecerse  a  la  distancia.  Decía  que  su 
excesiva  densidad  no  impedía  que  apreciáramos 


La  Ruina  de  la  Casa  de  Úsher  97 

el  espectáculo,  aun  cuando  no  había  rastro  de  luna 
ni  de  estrellas,  ni  resplandor  alguno  de  relámpagos. 
Sin  embargo,  la  superficie  inferior  de  aquellas 
pesadas  masas  de  agitado  vapor,  así  como  todos 
los  objetos  terrestres  que  nos  rodeaban,  resplan- 
decían a  la  luz  sobrenatural  de  una  exhalación 
gaseosa,  débilmente  luminosa  y  perfectamente 
visible  que  circundaba  y  envolvía  toda  la  mansión. 

— ¡No  debéis  presenciar  este  espectáculo,  no  lo 
presenciaréis! — exclamé  dirigiéndome  a  Úsher  y 
estremeciéndome,  mientras  le  arrastraba  con  suave 
violencia  desde  la  ventana  hasta  un  asiento. 
^Estas  manifestaciones  que  os  perturban  son 
simplemente  fenómenos  eléctricos  bastante  co- 
munes, o  quizá  puedan  también  derivar  su  fantás- 
tico origen  de  los  pesados  miasmas  del  lago.  Cerre- 
mos esta  ventana;  el  aire  está  frío  y  es  peligroso 
en  vuestras  condiciones.  He  aquí  uno  de  vuestros 
romances  favoritos.  Yo  leeré  y  vos  escucharéis; 
y  pasaremos  juntos  esta  horrible  noche." — 

El  antiguo  volumen  que  había  cogido  era  el 
Mad  Trist  de  Sir  Láuncelot  Cánning;  pero  lo 
califiqué  de  favorito  de  Üsher  más  bien  bromeando 
tristemente  que  hablando  de  buena  fe,  porque  en 
verdad  nada  podía  encontrarse  en  su  verbosidad 
grosera  y  poco  imaginativa  que  pudiera  interesar 
el  elevado  y  espiritual  idealismo  de  mi  amigo. 
Fué,  con  todo,  el  primer  libro  que  pude  haber  a 
mano  inmediatamente;  y  alimenté  la  vaga  espe- 
ranza de  que  la  excitación  que  agitaba  en  aquel 
momento  al  hipocondriaco  encontrara  momentá- 
neo alivio — pues  que  la  historia  de  los  desórdenes 


98  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

mentales  está  llena  de  anomalías  semejantes — • 
en  las  descabelladas  incidencias  que  hubiere  de 
leer.  En  realidad,  a  juzgar  por  el  aire  extravagante 
de  ansiosa  atención  con  que  escuchaba  o  aparen- 
taba escuchar  la  fraseología  del  cuento,  podía 
congratularme  por  el  éxito  de  mi  plan. 

Habíamos  llegado  a  la  parte  bien  conocida  de 
esta  historia  en  que  Ethelred,  el  héroe  del  Trist, 
habiendo  intentado  en  vano  penetrar  pacífica- 
mente en  la  morada  del  ermitaño,  se  resuelve  a 
lograrlo  a  viva  fuerza.  Aquí,  si  bien  se  recuerda, 
la  narración  continúa  así: 

Entonces  Ethelred,  que  naturalmente  poseía  un  valeroso 
corazón  y  se  sentía  además  muy  potente  en  aquel  momento 
por  virtud  del  vino  que  había  bebido,  no  perdió  más  tiempo 
en  parlamentar  con  el  ermitaño,  que  usaba  en  verdad  de 
obstinado  y  malicioso  proceder;  sino  que,  sintiendo  la  lluvia 
que  caía  sobre  sus  hombros  y  temiendo  que  arreciara  la  tem- 
pestad, levantó  su  maza  y  a  grandes  golpes  abrió  pronto  en 
las  planchas  de  la  puerta  un  hueco  suficiente  para  su  mano 
armada  del  guantelete  y,  tirando  de  allí  fuertemente,  rompió 
y  desgajó  y  destrozó  todo  de  manera  tal  que  el  estrépito  de  la 
seca' y  resonante  madera  alarmó  a  todo  el  mundo  repercu- 
tiendo a  través  de  la  selva. 

Al  terminar  este  acápite  me  sobresalté  e  hice 
una  pausa  involuntaria;  porque  me  pareció — aun 
cuando  deduje  inmediatamente  que  era  ilusión  de 
mi  exaltada  fantasía — me  pareció,  digo,  que  de 
algún  remoto  rincón  de  la  casa  llegaba  a  mis 
oídos  el  eco  indistinto,  amortiguado  y  confuso 
ciertamente,  de  aquellos  sonidos  de  golpes  y  des- 
trucción que  Sir  Láuncelot  había  descrito  con  tanta 
minuciosidad.     Sin    duda    alguna   era    solamente 


La  Ruina  de  la  Casa  de  Úsher  99 

cualquiera  coincidencia  que  despertó  mi  atención 
entre  el  rechinar  de  las  vidrieras  y  los  ruidos  com- 
binados de  la  borrasca  todavía  en  aumento  en  el 
exterior;  nada  había  seguramente  en  el  rumor  que 
pudiera  interesarme  o  inquietarme.  Proseguí  la 
historia: 

Pero  el  soberbio  campeón  Ethelred,  al  atravesar  la  puerta, 
se  sintió  dolorosamente  sorprendido  e  irritado  de  no  encontrar 
rastro  alguno  del  astuto  ermitaño;  sino  en  su  lugar  un  dragón 
escamoso,  de  prodigioso  tamaño  y  lengua  ígnea  que  hacía 
de  centinela  delante  de  un  palacio  de  oro,  pavimentado  de 
plata;  y  pendiente  del  muro  veíase  un  escudo  de  brillante 
bronce  con  la  siguiente  leyenda  grabada: 

Quien  aquí  penetra  es  conquistador; 
Ganará  el  escudo  quien  mate  al  dragón; 

y  entonces  Ethelred,  levantando  su  maza,  hirió  en  la  cabeza  al 
dragón;  el  cual  se  desplomó  a  sus  plantas  rindiendo  su  pesti- 
lente aliento  con  tan  hórrido,  agudo  y  penetrante  alarido  que 
Ethelred  se  vio  precisado  a  cubrirse  los  oídos  con  las  manos 
para  defenderse  del  pavoroso  ruido  del  que  nada  análogo  había 
escuchado  hasta  entonces. 

Aquí  me  detuve  de  nuevo  bruscamente,  esta 
vez  con  sentimiento  de  profundo  estupor,  porque 
no  podía  caberme  la  menor  duda  de  que  en  el 
mismo  instante  había  oído  en  realidad,  aun  cuando 
me  fuera  imposible  indicar  la  dirección,  un  grito 
ahogado  y  aparentemente  lejano,  pero  áspero, 
prolongado  y  extraño;  un  sonido  discordante,  exac- 
ta reproducción  de  lo  que  mi  fantasía  había  ya 
evocado  como  el  sobrenatural  alarido  del  dragón 
descrito  por  el  romancero. 

Oprimido  como  me  sentía  por  mil  encontradas 


100  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

sensaciones  en  que  predominaban  la  angustia  y  un 
excesivo  terror  a  causa  de  la  segunda  y  más  ex- 
traordinaria coincidencia,  tuve  aún  la  presencia 
de  espíritu  necesaria  para  evitar  que  se  excitara 
con  cualquiera  observación  la  sensitiva  nerviosidad 
de  mi  compañero.  No  estaba  seguro  de  que  se 
hubiera  apercibido  de  aquellos  rumores,  a  pesar  de 
que  indudablemente  mostraba  extraña  alteración 
en  su  conducta  en  los  últimos  minutos.  Desde 
el  sitio  que  ocupaba  frente  a  mí  había  arrastrado 
su  silla  poco  a  poco  hasta  dar  cara  a  la  puerta  de 
entrada  de  la  habitación,  de  modo  que  apenas 
podía  yo  distinguir  parcialmente  sus  facciones, 
aunque  me  parecía  que  sus  labios  temblaban  como 
si  estuviese  murmurando  palabras  ininteligibles. 
Su  cabeza  había  caído  sobre  el  pecho;  pero  yo 
sabía  que  no  estaba  dormido,  pues  en  una  ojeada 
furtiva  a  su  perfil  descubrí  uno  de  sus  ojos  rígida- 
mente abierto.  El  movimiento  de  su  cuerpo 
difería  también  de  su  manera  habitual,  porque  se 
mecía  de  un  lado  a  otro  con  ondulación  suave, 
uniforme  y  constante.  Notando  todo  esto  con 
rapidez,  reasumí  la  narración  de  Sir  Láuncelot  que 
proseguía  así: 

Y  habiendo  escapado  el  campeón  en  esta  forma  a  la  furia 
tremebunda  del  dragón,  y  recordando  el  bronceado  escudo 
y  la  ruptura  del  encanto  que  allí  residía,  empujó  el  cuerpo  de 
la  fiera  lejos  de  su  paso  y  avanzó  valerosamente  sobre  el 
plateado  pavimento  del  castillo  hasta  el  lugar  donde  estaba 
el  escudo  pendiente  del  muro;  el  cual  no  aguardó,  en  verdad, 
que  el  héroe  hubiese  llegado,  sino  que  cayó  espontáneamente 
a  sus  pies  sobre  el  pavimento  de  plata  con  inmenso  estruendo 
V  horrísono  sonido  retumbante. 


La  Ruina  de  la  Casa  de  Úsher  101 

No  habían  terminado  mis  labios  de  proferir  estas 
palabras  cuando,  semejando  en  realidad  un  escudo 
de  bronce  que  cayera  pesadamente  en  aquel  mismo 
instante  sobre  un  pavimento  de  plata,  pude  oír  dis- 
tintamente una  metálica,  hueca  y  estridente 
aunque  ahogada  repercusión.  Completamente 
trastornado,  me  levanté  de  un  salto;  pero  el  me- 
surado balanceo  de  Usher  continuó  sin  interrup- 
ción. Me  abalancé  hacia  el  asiento  que  ocupaba. 
Sus  ojos  estaban  fijos  y  en  toda  su  figura  triunfaba 
una  rigidez  de  piedra.  Mas  tan  pronto  como  colo- 
qué una  de  mis  manos  en  su  hombro,  sentí  un 
fuerte  estremecimiento  en  todo  su  cuerpo;  una 
sonrisa  marchita  tembló  sobre  sus  labios;  y  vi 
que  hablaba  en  un  murmullo  bajo,  precipitado  e 
inintehgible,  como  inconsciente  de  mi  presencia. 
Inclinándome  muy  cerca  sobre  él,  pude  al  fin  beber 
la  horrenda  importancia  de  sus  palabras. 

— ¿No  lo  oís?  ...  Sí;  yo  lo  oigo  y  lo  había  oído. 
Muchos,  muchos,  muchos,  largos  minutos  .  .  .  mu- 
chas horas,  muchos  días  lo  he  oído  .  .  .  pero  no  me 
atrevía. .  .  ¡oh, misericordia!  ¡miserable  de  mí! ..  .no 
me  atrevía  .  .  .  ¡no  me  atrevía  a  hablar!  ¡La  hemos 
enterrado  viva  !  ¿No  decía  yo  que  mis  sentidos  son 
muy  agudos?  Ahora  os  digo  que  percibí  sus  pri- 
meros y  débiles  movimientos  en  el  hueco  ataúd. 
Los  oí . . .  hace  muchos,  muchos  días  . . .  pero  no  me 
atrevía  .  .  .  ¡No  teiiía  valor  de  hablar!  Y  ahora  .  .  . 
esta  noche . . .  Éthelred . . .  ¡  ha !  ¡ ha ! . . .  ¡  el  quebranta- 
miento de  la  puerta  del  ermitaño,  el  clamor  de 
muerte  del  dragón  y  el  estrépito  del  escudo!  .  .  . 
¡Digamos    mejor,    el   hendimiento   del    ataúd,  el 


102  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

chirrido  de  las  puertas  de  hierro  de  su  prisión, 
y  su  lucha  en  el  pasillo  revestido  de  cobre  de  la 
bóveda!  ¡Oh!  ¿dónde  escapar?  ¿Por  ventura 
no  estará  ella  aquí  dentro  de  poco?  ¿No  se  apre- 
surará a  vituperarme  por  mi  precipitación?  ¿No 
he  oído,  acaso,  sus  pasos  en  la  escalera?  ¿No  he 
escuchado  el  pesado  y  horrible  latir  de  su  corazón? 
¡INSENSATO!  Aquí  se  puso  en  pie  furiosamente 
y  gritó  sílaba  por  sílaba,  con  tal  fuerza  que  parecía 
iba  a  rendir  el  ánima:  ¡INSENSATO!  OS  DIGO 
QUE  ELLA  SE  ENCUENTRA  EN  ESTE 
INSTANTE  DELANTE  DE  LA  PUERTA! 

Como  si  la  energía  sobrehumana  de  su  enuncia- 
ción hubiese  tenido  el  poder  de  un  conjuro,  los 
enormes  bastidores  antiguos  a  que  señalaba  Üsher 
corrieron  hacia  atrás  suavemente  en  el  mismo 
instante  sus  pesadas  garras  de  ébano.  Era  efecto 
de  las  impetuosas  ráfagas;  pero,  delante  de  aquellas 
puertas  erguíase  la  alta  y  amortajada  imagen  de 
Lady  Mádeline  de  Úsher.  Había  sangre  en  sus 
blancas  vestiduras  y  señales  de  lucha  cruel 
en  toda  su  enflaquecida  figura.  Detúvose  por 
un  momento  temblando  y  bamboleándose  en  el 
umbral;  y  luego,  con  sordo  y  lúgubre  gemido  se 
desplomó  pesadamente  sobre  su  hermano  y,  en 
las  violentas  convulsiones  de  su  real  y  esta  vez 
postrera  agonía,  le  trajo  al  suelo  cadáver,  víctima 
de  los  terrores  que  él  mismo  se  había  anticipado. 

Huí  despavorido  de  aquella  cámara  y  de  aquella 
mansión.  La  tempestad  bramaba  todavía  en 
plena  furia  cuando  yo  me  encontré  cruzando  la 
antigua  calzada.     De  pronto  brilló  a  lo  largo  del 


La  Ruina  de  la  Casa  de  Úsher  103 

camino  una  luz  inusitada,  y  yo  me  volví  para  ave- 
riguar de  dónde  procedía  este  rayo  sobrenatural, 
pues  la  vasta  morada  y  sus  sombras  era  lo  único 
que  dejaba  tras  de  mí.  La  radiación  brotaba  de 
una  luna  llena  y  de  un  rojo  sangriento  en  su  ocaso, 
y  resplandecía  vivamente  sobre  aquella  hendedura 
apenas  perceptible  de  que  he  hablado  y  que  se 
extendía  en  ziszás  desde  la  techumbre  del  edificio 
hasta  su  base.  En  tanto  que  miraba,  la  hendedura 
se  ensanchó  rápidamente;  hubo  luego  una  ráfaga 
furiosa  del  remolino;  el  orbe  entero  del  satéhte 
estalló  al  mismo  tiempo  ante  mis  ojos;  mi  cerebro 
osciló  mientras  veía  los  potentes  muros  abriéndose 
en  dos  partes;  oyóse  un  prolongado  y  tumultuoso 
estruendo  semejante  a  millares  de  voces  de  las 
aguas;  y  el  profundo  y  tétrico  lago  que  yacía 
a  mis  pies  cerróse  sombría  y  silenciosamente  sobre 
los  fragmentos  de  la  Casa  de  Usher." 


LIGEIA 


LIGEIA 

La  voluntad  está  allí  yacente,  mas  no  muerta.  ¿Quién 
conoce  los  misterios  de  la  voluntad,  en  todo  su  poder? 
Porque  Dios  es  solamente  una  inmensa  voluntad  dominando 
todas  las  cosas  por  virtud  de  su  intensidad.  El  hombre  no 
es  vencido  por  los  ángeles,  ni  siquiera  por  la  muerte  com- 
pletamente, sino  en  razón  de  la  flaqueza  de  su  frágil 
voluntad. 

^JÓSEPH   GlÁNVILL. 

No  PODRÍA,  por  mi  ánima,  recordar  cómo, 
cuándo,  ni  dónde  exactamente  conocí  a 
Lady  Ligeia.  Han  transcurrido  muchos 
años  desde  entonces,  y  mi  memoria  se  ha  debilitado 
con  los  sufrimientos.  O  tal  vez  me  es  imposible 
rememorarlo  ahora  porque,  en  realidad,  la  per- 
sonalidad de  mi  amada,  su  raro  talento,  el  sereno 
y  singular  carácter  de  su  belleza  y  la  penetrante 
y  avasalladora  elocuencia  de  su  voz  velada  y  musi- 
cal se  abrieron  paso  hasta  mi  corazón  en  forma 
tan  rápida  y  furtiva  que,  sin  duda  alguna,  aquellos 
incidentes  pasaron  desapercibidos  o  ignorados. 
Creo,  sin  embargo,  que  la  encontré  por  primera 
vez  y  más  a  menudo  en  alguna  grande,  antigua 
y  decadente  ciudad  en  las  cercanías  del  Rhin. 
Seguramente  debo  haberla  oído  hablar  de  su  fami- 
lia; y  no  cabe  duda  de  que  se  remontaba  a  una 
gran  antigüedad.    ¡Ligeia!    ¡Ligeia!    Sumido  en 

107 


108  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

estudios  de  naturaleza  tal  que  debilitan  todas 
las  impresiones  del  mundo  exterior,  sólo  esta  dulce 
palabra  ¡Ligeia!  tiene  el  poder  de  hacer  brotar 
ante  mis  ojos,  por  medio  de  la  fantasía,  la  imagen 
de  aquella  que  ya  no  existe.  Y  ahora,  mientras 
escribo,  me  asalta  la  idea  de  que  jamás  llegué  a 
saber  el  nombre  de  familia  de  la  que  fué  mi  amiga 
y  mi  prometida,  y  llegó  a  convertirse  en  la  com- 
pañera de  mis  estudios,  y  más  tarde  en  la  esposa 
elegida  de  mi  corazón.  ¿Fué  aquello  una  humora- 
da de  mi  Ligeia?  ¿Exigió  acaso,  como  prueba  de 
la  intensidad  de  mi  afecto,  que  no  hiciera  yo  inves- 
tigación alguna  a  este  respecto?  ¿O  sería  quizás 
un  capricho  mío,  alguna  extraña  y  romántica 
ofrenda  en  el  altar  de  la  más  apasionada  devoción? 
Apenas  tengo  la  confusa  reminiscencia  del  hecho 
en  sí  mismo;  ¿cómo  puede  maravillar  que  haya 
olvidado  por  completo  las  circunstancias  que  lo 
originaron?  Realmente,  si  alguna  vez  el  espíritu 
que  se  denomina  Rouiance^  si  la  pálida  Astophet, 
de  alas  de  nebulosa,  diosa  del  Egipto  idólatra, 
presidió  alguna  vez,  como  aseguran,  los  matri- 
monios novelescos,  indudablemente  debió  reinar 
en  el  mío. 

Hay,  sin  embargo,  un  tema  predilecto  de  mi 
corazón  en  el  que  mi  memoria  jamás  falla.  Es 
éste  la  propia  Ligeia.  Era  de  alta  estatura,  algo 
cenceña  y  casi  flaca  en  sus  últimos  días.  Trataría 
en  vano  de  describir  la  majestad,  el  apacible  re- 
poso de  su  continente  y  la  incomparable  ligereza 
y  elasticidad  de  su  marcha.  Iba  y  volvía  como 
una  sombra.     Nunca  me  daba  cuenta  de  su  en- 


Ligeia  109 

trada  a  mi  cerrado  estudio  sino  por  la  música 
amada  de  su  voz,  dulce  y  queda,  cuando  colocaba 
su  marmórea  mano  sobre  uno  de  mis  hombros. 
Ninguna  doncella  igualó  jamás  la  hermosura  de  su 
semblante.  Era  la  irradiación  de  un  sueño  de 
opio,  una  aérea  y  espiritual  visión,  más  extraor- 
dinariamente divina  que  todas  las  fantasías  que 
poblaban  los  ensueños  de  las  hijas  de  Délos.  Sin 
embargo,  sus  facciones  no  se  definían  en  el  molde 
corriente  que  se  nos  ha  enseñado  falsamente  a 
admirar  en  las  clásicas  obras  del  paganism.o.  "No 
existe  belleza  exquisita,"  dice  Bacon,  Lord  Verú- 
lam,  hablando  con  sinceridad  de  las  diferentes 
formas  y  caracteres  de  belleza,  "sin  algo  de  ex- 
traordinario en  sus  proporciones."  Así,  aun 
cuando  yo  sabía  que  las  facciones  de  Ligeia  no  eran 
de  regularidad  clásica;  aun  cuando  podía  percibir 
que  su  belleza  era,  en  verdad,  "exquisita,"  y 
sentía  mucho  de  "extraordinario"  en  ella,  he 
procurado  en  vano  descubrir  en  qué  consistía  la 
irregularidad  y  determinar  mi  percepción  de  lo 
"extraordinario."  Examinaba  el  contorno  de  la 
alta  y  pálida  frente:  era  irreprochable;  y  ¡cuan 
fría  me  parece  esta  palabra  apHcada  a  su  divina 
majestad!  ¡La  piel  rivalizando  con  el  marfil  más 
puro,  la  requerida  amphtud  y  reposo,  la  encanta- 
dora prominencia  cerca  de  las  sienes;  y  luego,  las 
trenzas  color  plumaje  de  cuervo,  sedosas,  abundan- 
tes y  naturalmente  rizadas,  dignas  del  homérico 
epíteto  de  "jacintianas!"  Miraba  las  delicadas 
líneas  de  la  nariz;  y  sólo  en  los  graciosos  medallones 
hebreos  he  observado  semejante  perfección.     Te- 


lio  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

nían  la  misma  frescura  de  superficie,  idéntica 
tendencia  aquilina  apenas  perceptible,  las  mismas 
ventanillas  de  curva  armoniosa  que  dicen  de  la 
elevación  del  espirítu.  Contemplaba  la  dulce 
boca.  Allí  se  fijaba,  en  verdad,  el  triunfo  de  todo 
lo  divino:  la  soberbia  curva  del  labio  superior;  la 
suave  y  voluptuosa  indolencia  del  inferior;  los 
hoyuelos  que  regocijaban  y  el  color  que  hablaba; 
los  dientes  resplandeciendo  detrás  con  brillantez 
casi  asombrosa  y  reflejando  rayos  de  luz  inmacu- 
lada en  su  sonrisa  serena  y  plácida,  a  la  par  que 
incomparablemente  radiante  y  embriagadora 
entre  todas  las  sonrisas.  Observaba  la  forma  de  la 
barba;  y  encontraba  también  aquí  la  suave  ampli- 
tud, la  dulzura  y  majestad,  la  redondez  y  espiritua- 
lidad de  los  griegos;  y  el  contorno  que  el  dios 
Apolo  reveló  sólo  en  sueños  a  Cleomenes,  el  hijo 
del  ateniense.  Y  en  seguida  penetraba  en  los 
grandes  ojos  de  Ligeia. 

No  había  modelos  de  ojos  en  la  remota  antigüe- 
dad. Puede  ser  también  que  en  aquellos  ojos  de 
mi  amada  residiera  el  secreto  a  que  alude  Lord 
Verúlam.  Eran,  según  creo,  mucho  más  grandes 
que  los  ojos  ordinarios  de  nuestra  raza.  Eran 
también  más  redondos  que  los  más  redondos  entre 
los  ojos  de  gacela  de  la  tribu  de  Nourjahad.  Sin 
embargo,  sólo  a  intervalos,  en  momentos  de  in- 
tensa excitación,  se  notaba  esta  peculiaridad  en 
Ligeia.  Y  en  aquellos  momentos  su  belleza  apa- 
recía (quizá  únicamente  en  mi  exaltada  fantasía), 
como  la  hermosura  de  seres  ultraterrenales,  como 
la  hermosura  fabulosa  de  las  huríes  de  los  turcos. 


Ligeia  111 

Sus  pupilas  eran  del  negro  más  luciente,  y  lejos, 
en  contorno,  se  rizaban  las  larguísimas  pestañas 
de  azabache.  Las  cejas,  de  dibujo  ligeramente 
irregular,  eran  de  igual  color.  Lo  que  encontraba 
yo  de  "extraordinario"  en  los  ojos  de  Ligeia  con- 
sistía, sin  embargo,  en  algo  de  naturaleza  diferente 
de  la  forma,  el  color  o  la  brillantez;  algo  que,  des- 
pués de  todo,  me  veo  obligado  a  referir  a  la  ex- 
presión.  ¡Ah,  palabras  sin  significado,  tras  de 
cuya  vasta  amplitud  de  sonido  atrincheramos 
nuestra  ignorancia  de  lo  espiritual!  ¡La  expresión 
de  los  ojos  de  Ligeia!  ¡Cuánto  he  meditado  acerca 
de  esto  durante  horas  enteras!  ¡Cuánto  he  lucha- 
do por  evocarla  en  el  transcurso  de  toda  una 
noche  de  verano!  ¿Qué  era  aquello,  aquello  más 
profundo  que  el  manantial  de  Demócrito,  aquello 
que  había  lejos,  muy  lejos  dentro  de  las  pupilas  de 
mi  adorada?  ¿Qué  era  aquello?  Estaba  poseído 
de  la  pasión  de  escudriñarlo.  ¡Aquellos  ojos! 
¡aquellos  orbes  inmensos,  brillantes,  divinos!  Lle- 
garon a  convertirse  para  mí  en  las  estrellas  gemelas 
de  Leda,  y  yo  para  ellas  en  el  más  apasionado  de 
los  astrólogos. 

No  hay  sensación  más  irritante  entre  las  mil 
anomalías  de  la  mente  que  el  hecho,  a  que  jamás 
se  ha  prestado  atención  en  los  colegios,  según  creo, 
de  que  en  el  esfuerzo  para  rememorar  cualquiera 
cosa  olvidada  por  largo  tiempo,  llegamos  a  menudo 
hasta  el  borde  mismo  de  la  reminiscencia,  sin  poder 
al  cabo  traer  a  la  memoria  lo  que  deseamos.  Así, 
¡cuan  frecuentemente  durante  el  curso  de  un  in- 
tenso escrutinio  de  los  ojos  de  Ligeia,  sentía  que 


112  Cuentes  Clásicos  del  Norte 

me  aproximaba  al  conocimiento  pleno  de  su 
expresión,  lo  sentía  cerca,  pero  no  en  mi  poder 
aún,  y  al  fin  volvía  a  escaparse  por  completo!  Y 
(¡oh,  extrañeza!  ¡oh,  misterio  entre  todos!)  en- 
contraba en  los  objetos  más  comunes  del  universo 
un  círculo  de  analogías  con  esta  expresión.  Quiero 
decir  que  en  el  período  subsecuente  a  la  toma  de 
posesión  de  mi  espíritu  por  la  hermosura  de  Ligeia, 
que  reinaba  allí  como  en  un  trono,  experimentaba 
al  contacto  de  muchas  existencias  del  mundo  ma- 
terial un  sentimiento  semejante  al  que  me  produ- 
cían siempre  sus  inmensas  y  luminosas  pupilas. 
No  me  es  posible,  sin  embargo,  definir  ni  analizar 
este  sentimiento,  ni  siquiera  observarlo  con  clari- 
dad. Reconocía  su  expresión  algunas  veces, 
permitid  que  lo  repita,  en  el  rápido  desarrollo  de 
una  vid,  en  la  contemplación  de  una  falena,  una 
mariposa,  una  crisálida,  un  arroyo  de  agua  corrien- 
te. La  he  sentido  en  el  océano,  en  la  caída  de  un 
meteoro.  La  he  encontrado  en  la  mirada  de 
personas  de  mucha  edad.  Y  hay  en  los  cielos 
una  o  dos  estrellas,  una  especialmente,  de  sexta 
magnitud,  doble  y  cambiante,  que  se  encuentra 
cerca  de  la  estrella  mayor  de  Lira,  en  la  cual,  en 
medio  de  un  examen  telescópico,  me  di  cuenta 
también  de  este  sentimiento.  Me  he  sentido 
lleno  de  su  fuerza  al  escuchar  ciertos  sones  de 
instrumentos  de  cuerda,  y  muchas  veces  leyendo 
determinados  pasajes  de  algunos  Hbros.  Recuerdo 
muy  bien  un  trozo  de  una  obra  de  Jóseph  Glánvill 
que,  quizá  simplemente  en  razón  de  su  originaHdad 
(¿quién  podría  decirlo?),  nunca  dejaba  de  inspirar- 


Ligeia  113 

me  el  mismo  sentimiento.  *'La  voluntad  está  allí 
yacente,  mas  no  muerta.  ¿Quién  conoce  los 
misterios  de  la  voluntad  en  todo  su  poder?  Por- 
que Dios  es  solamente  una  inmensa  voluntad 
dominando  todas  las  cosas  por  virtud  de  su  intensi- 
dad. El  hombre  no  es  vencido  por  los  ángeles, 
ni  siquiera  por  la  muerte  completamente,  sino  en 
razón  de  la  flaqueza  de  su  frágil  voluntad." 

Un  lapso  de  varios  años  y  la  reflexión  consi- 
guiente me  han  permitido  trazar  una  remota  re- 
lación entre  este  pasaje  del  moralista  inglés  y  una 
faz  del  carácter  de  Ligeia.  Cierta  intensidad  de 
pensamiento,  acción  o  palabras  era  quizá  en  ella 
el  resultado,  o  el  indicio  por  lo  menos,  de  aquella 
enorme  fuerza  de  voluntad  que  durante  nuestras 
largas  relaciones  no  encontró  oportunidad  de 
demostrar  su  existencia  de  manera  más  palpable. 
Entre  todas  las  mujeres  que  he  conocido,  ella, 
la  exteriormente  tranquila,  la  siempre  plácida 
Ligeia,  era  presa  con  mayor  violencia  de  los  buitres 
tumultuosos  de  la  pasión  devoradora.  Y  sólo 
podía  yo  formarme  idea  del  alcance  de  aquella 
pasión  por  la  milagrosa  dilatación  de  sus  ojos  que 
a  la  vez  me  deleitaba  y  amedrentaba;  por  la 
mágica  melodía,  modulación,  claridad  y  dulzura 
de  su  voz,  muy  queda;  y  por  la  apasionada  energía 
de  las  ardientes  palabras  que  pronunciaba,  doble- 
mente conmovedoras  por  el  contraste  con  su 
manera  de  proferirlas. 

He  hablado  de  los  conocimientos  de  Ligeia:  eran 
inmensos,  como  jamás  pudiera  imaginarlos  en 
ninguna    mujer.     Era    profundamente    instruida 


114  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

en  los  idiomas  clásicos,  y  nunca  la  sorprendí  en 
falta  en  los  modernos  lenguajes  de  Europa,  hasta 
donde  mis  conocimientos  alcanzaban.  A  decir 
verdad,  ¿se  equivocó  alguna  vez  Ligeia  aun  en  los 
temas  más  admirados,  por  cuanto  más  abstrusos, 
de  la  jactanciosa  erudición  académica?  ¡Cuan 
maravillosa,  cuan  extraordinariamente  se  ha  de- 
finido para  mí  este  lado  de  su  naturaleza,  tan  sólo 
en  los  últimos  tiempos!  Decía  que  su  saber  era 
tan  vasto  como  jamás  pude  suponerlo  en  una  mu- 
jer; mas  ¿dónde  existe  el  hombre  que,  como  ella, 
haya  atravesado  triunfalmente  los  vastos  domi- 
nios de  la  ciencia  moral,  de  la  física  y  de  las  mate- 
máticas? Yo  no  comprendía  entonces  lo  que 
ahora  percibo  con  toda  claridad:  que  los  conoci- 
mientos de  Ligeia  eran  gigantescos,  asombrosos; 
sin  embargo,  sabía  bastante  de  su  supremacía 
moral  para  renunciar  a  mi  propio  criterio  con  in- 
fantil confianza  y  dejarme  guiar  por  ella  en  el  caó- 
tico mundo  de  las  investigaciones  metafísicas  en 
que  me  ocupaba  con  gran  interés  durante  los 
primeros  años  de  nuestro  matrimonio.  ¡Con  qué 
inmenso  triunfo,  con  qué  vivido  deleite,  con  cuánto 
de  todo  aquello  que  es  etéreo  en  la  esperanza,  sen- 
tía, al  inclinarse  ella  sobre  mí  en  los  estudios,  sin 
buscarla  ni  comprenderla,  aquella  deliciosa  mirada 
dilatándose  por  grados  ante  mis  ojos;  y  a  través 
de  cuyo  largo,  radiante  y  virgen  sendero  podría  al 
fin  alcanzar  la  meta  de  una  sabiduría  demasiado 
adorablemente  preciosa  para  no  estar  vedada  a  los 
mortales ! 

¡Imaginad  ahora  cuan  agudo  sería  el  pesar  con 


Ligeia  115 

que  contemplé  años  más  tarde  cómo  brotaron  alas 
a  mis  justas  esperanzas,  y  volaron  con  ella  a  la 
inmensidad!  Sin  Ligeia,  yo  era  como  un  niño 
extraviado  tentando  en  la  obscuridad.  Su  pre- 
sencia, las  lecturas  que  ella  acometía  sola,  ilumina- 
ban vividamente  los  innumerables  misterios  de  la 
ciencia  del  trascendentalismo  en  que  me  hallaba 
sumergido.  Faltándome  la  lumbre  radiante  de 
sus  ojos,  los  caracteres  antes  brillantes  y  dorados 
volvíanse  más  opacos  que  el  plomo  saturnino.  Y 
aquellos  ojos  brillaban  cada  vez  menos  y  con  menor 
frecuencia  sobre  las  páginas  que  yo  leía.  Ligeia 
estaba  enferma.  Los  extraños  ojos  refulgían  con 
resplandor  demasiado  glorioso;  los  pálidos  dedos 
adquirían  los  tonos  de  transparente  cera  de  la 
tumba;  y  las  azules  venas  de  su  elevada  frente 
hinchábanse  y  bajaban  impetuosamente  a  im- 
pulsos de  la  más  ligera  emoción.  Veía  que  la 
muerte  se  acercaba,  y  luché  desesperadamente  con 
el  inflexible  Azrael.  Y,  con  gran  estupor  de  mi 
parte,  noté  que  la  lucha  de  mi  apasionada  esposa 
era  aun  más  enérgica  que  la  mía.  Muchos  rasgos 
de  su  altivo  carácter  me  habían  dejado  la  im- 
presión de  que  la  muerte  no  aportaría  para  ella 
sus  habituales  terrores;  pero  no  era  así.  Las  pala- 
bras son  impotentes  para  dar  idea  exacta  de  la 
fortaleza  y  tesón  con  que  contendió  a  brazo  partido 
con  las  Sombras.  Yo  gemía  de  angustia  al  con- 
templar este  espectáculo.  Hubiera  querido  sua- 
vizar su  fin,  hubiera  querido  razonar;  pero,  en  la 
intensidad  de  su  ardiente  anhelo  de  vivir,  vivir, 
solamente  vivir,  ensayar  cualquier  solaz  o  razona- 


116  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

miento  habría  sido  la  locura  más  estupenda.  Sin 
embargo,  sólo  en  el  último  momento,  entre  las 
congojas  convulsivas  de  su  elevado  espíritu, 
se  conmovió  la  placidez  exterior  de  su  continente. 
Su  voz  hízose  más  y  más  débil,  más  y  más  velada; 
pero  no  quisiera  recordar  el  extraño  significado  de 
aquellas  palabras  tan  quedamente  pronunciadas. 
Mi  cerebro  se  extraviaba  mientras  escuchaba  ex- 
tasiado  una  melodía  sobrenatural,  hipótesis  y 
aspiraciones  que  jamás  conoció  antes  la  humanidad. 
No  podía  dudar  de  que  Ligeia  me  amaba;  y 
era  fácil  comprender  que  en  un  corazón  como  el 
suyo  el  amor  debía  reinar  con  pasión  extraordi- 
naria. Pero  sólo  en  su  muerte  me  impresionó 
plenamente  la  fuerza  de  su  sentimiento.  Oprimía 
mis  manos  durante  largas  horas  y  desplegaba  ante 
mí  los  tesoros  de  su  alma,  que  eran  ya  idolatría 
más  que  apasionada  devoción.  ¿Qué  había  hecho 
yo  para  merecer  la  bendición  de  tales  confesiones? 
Y  ¿qué  había  hecho  para  merecer  el  anatema  de 
perder  a  mi  adorada  en  la  hora  misma  de  recibir- 
las? No  puedo  soportar  detenerme  más  tiempo 
en  este  tema.  Séame  permitido  decir  tan  sólo 
que,  en  el  abandono  tan  femenino  de  Ligeia  en 
su  amor,  ¡ay  de  mí,  tan  poco  merecido,  tan  liberal- 
mente  ofrendado!  comprendí  al  fin  la  razón  de  su 
ardiente  y  salvaje  anhelo  por  aquella  vida  que 
ahora  se  le  escapaba  con  tanta  rapidez.  Esta 
violenta  aspiración,  este  extraordinario  deseo  de 
vivir,  solaviente  vivir,  es  lo  que  me  encuentro 
incapaz  de  describir,  no  tengo  frases  suficientes 
para  expresarlo. 


Ligeia  117 

A  las  doce  de  la  noche  en  que  Ligeia  desapareció, 
llamándome  perentoriamente  a  su  lado  con  la 
cabeza,  me  pidió  que  recitara  ciertos  versos  com- 
puestos por  ella  misma  no  hacía  muchos  días. 
Obedecí.     Los  versos  eran  como  sigue: 

¡He  aquí  finalmente  una  noche  de  gala, 

después  de  los  recientes  años  desolados! 
Un  tropel  de  ángeles,  envueltos  en  velos, 

ahogados  en  llanto, 
acude  al  teatro, 

para  ver  un  drama  de  esperanza  y  miedo, 
mientras  suspira  la  orquesta 

la  música  infinita  del  espacio. 


Bufones  en  lo  alto  con  disfraz  de  dioses 

gruñen  y  murmuran  agitándose 
en  continuo  y  veloz  revoloteo. 

Son  sólo  títeres  movidos 
por  seres  poderosos  e  informes 

que  cambian  a  su  antojo  el  escenario 
y  hacen  brotar  al  golpe  de  sus  alas  de  cóndor 

¡Invisible  Dolor! 


¡Oh,  el  drama  abigarrado! 

¡Estad  seguros  de  que  no  lo  olvidaréis! 
Con  su  Fantasma  siempre  perseguido 

por  una  muchedumbre  que  jamás  lo  alcanza, 
siguiendo  el  mismo  eterno  círculo 

que  conduce  al  punto  de  partida; 
un  drama  de  Locuras  y  Maldades 

y  que  tiene  al  Horror  por  desenlace. 


118  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

Pero  ¡ved!     ¡Entre  la  algazara  de  los  cómicos, 

y  desde  los  desiertos  bastidores, 
aparece  arrastrándose  una  forma 

color  rojo  de  sangre! 
La  forma  se  retuerce, 

se  retuerce  devorando  a  los  bufones 
que  padecen  angustias  espantosas; 

y  los  querubes  lloran 
ante  el  monstruo  que  se  goza  en  sangre  humana. 

Apáganse  las  luces. 

El  drama  ha  concluido. 
Sobre  las  temblorosas  formas  de  la  escena, 

con  rapidez  igual  que  una  borrasca, 
cae  el  telón:  un  paño  funerario. 

Y  los  espíritus  tristes  y  dolientes, 
al  levantar  el  vuelo, 

recuerdan  que  aquel  drama  trágico  es  "El  Hombre," 
y  su  héroe  se  llama 

Gusano,  el  Vencedor. 

**¡0h,  Dios  mío!"  sollozó  a  medias  Ligeia,  al- 
zándose y  levantando  los  brazos  a  lo  alto  con  movi- 
miento espasmódico,  al  terminar  yo  estas  líneas. 
**¡0h,  Dios!  jOh,  Padre  divino!  ¿Deberán  estas 
cosas  suceder  así?  ¿Nunca  ha  de  ser  vencido  este 
vencedor  ?  ¿ No  somos  carne  y  hueso  de  Ti  mismo  ? 
¿Quién,  quién  conoce  los  misterios  de  la  voluntad 
en  todo  su  poder  .^  El  hombre  no  es  vencido  por 
los  ángeles,  ni  siquiera  por  la  muerte  completa- 
mente, sino  en  razón  de  la  flaqueza  de  su  frágil 
voluntad." 

Entonces,  exhausta  por  la  emoción,  dejó  caer 
los  blancos  brazos,  y  se  dirigió  solemnemente  hacia 
su  lecho  de  muerte.     Y  cuando  lanzaba  sus  últimos 


Ligeia  119 

suspiros  brotó,  mezclado  con  ellos,  un  murmullo 
de  sus  labios.  Inclinando  mis  oídos  hasta  su 
boca,  distinguí  nuevamente  las  palabras  finales  del 
pasaje  de  Glánvill.  "  El  hombre  no  es  vencido  por 
los  ángeles,  ni  siquiera  por  la  muerte  completa- 
mente, sino  en  razón  de  la  flaqueza  de  su  frágil 
voluntad," 

Murió;  y  yo,  deshecho  hasta  el  polvo  por  el 
pesar,  no  pude  soportar  más  tiempo  el  desolado 
aislamiento  de  mi  morada  en  la  triste  y  decadente 
ciudad  de  los  alrededores  del  Rhin.  No  carecía 
de  lo  que  el  mundo  denomina  riquezas.  Ligeia  me 
había  traído  más,  mucho  más,  de  lo  que  representa 
el  ordinario  lote  de  los  mortales.  Por  consiguiente, 
después  de  algUnos  meses  de  viajes  fatigosos  y  sin 
objeto,  compré  e  hice  reparar  una  abadía,  que  no 
nombraré,  en  uno  de  los  más  agrestes  y  menos 
frecuentados  parajes  de  la  bella  Inglaterra.  El 
tétrico  y  fantástico  tamaño  del  edificio,  el  aspecto 
casi  salvaje  del  dominio,  los  numerosos  recuerdos 
melancólicos  y  de  antiguo  venerados  que  se  rela- 
cionaban con  la  posesión  tenían  mucho  de  común 
con  el  sentimiento  de  amargo  abandono  que  me 
llevaba  a  esta  remota  e  insociable  comarca  del 
reino.  Sin  embargo,  aun  cuando  el  exterior  de  la 
abadía,  con  su  marchito  verdor  colgando  por  todas 
partes,  sufrió  pequeña  alteración,  míe  complací, 
con  una  especie  de  perversidad  infantil,  y  tal  vez 
con  la  débil  esperanza  de  aliviar  mis  pesares,  en 
desplegar  en  el  interior  una  magnificencia  casi 
regia.  Tenía  desde  la  infancia  una  afición  especial 
a  esta  clase  de  locuras,  la  que  volvió  a  mí  como 


120  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

una  extravagancia  provocada  por  el  dolor.  jAy 
de  mí!  ¡Comprendo  ahora  cuánto  había  de  inci- 
piente insania  en  el  derroche  de  aquellas  exquisitas 
y  fantásticas  draperías,  en  las  solemnes  esculturas 
egipcias,  en  la  original  mueblería  y  cornisas,  en  los 
recamados  bizanos  disenos  de  los  tapices  de  oro! 
Había  llegado  a  esclavizarme  por  completo  en  los 
lazos  del  opio,  y  mis  obras  y  mis  órdenes  tomaban 
el  colorido  de  mis  sueños.  Mas  no  debo  detenerme 
a  detallar  tales  absurdos.  Permitidme  solamente 
hablar  de  la  cámara  por  siempre  maldita  a  la  que, 
en  un  momento  de  alienación  mental,  llevé  desde 
el  altar  como  mi  esposa,  como  la  sucesora  de  la 
inolvidable  Ligeia,  a  la  rubia,  de  ojos  azules,  Lady 
Rowena  Trevanion,  de  Tremaine. 

No  existe  la  más  pequeña  parte  de  la  arquitec- 
tura y  decoración  de  aquella  cámara  que  no  esté 
ahora  visible  ante  mis  ojos.  ¿Dónde  estaban  las 
almas  de  los  altivos  antepasados  de  la  familia  de 
mi  novia,  cuando  por  su  ansia  de  oro  permitieron 
atravesar  el  umbral  de  una  habitación,  decorada 
en  tal  manera,  a  una  doncella,  su  hija  muy 
amada?  He  dicho  que  recuerdo  minuciosamente 
los  detalles  de  aquella  cámara  (aunque  olvido  en 
forma  deplorable  los  asuntos  de  mayor  entidad), 
a  pesar  de  que  no  había  estilo  especial  ni  conexión 
alguna  en  su  caprichoso  arreglo,  que  pudiera  con- 
tribuir a  que  se  conserve  en  la  memoria.  La 
habitación,  situada  en  una  alta  torrecilla  del 
castillo  de  la  abadía,  era  de  forma  pentagonal 
y  de  gran  tamaño.  Ocupando  todo  el  frente  sur 
del  pentágono,  había  una  ventana  única,  una  lá- 


Ligeia  121 

mina  inmensa  de  cristal  pulido  de  Venecia,  un 
solo  trozo  de  vidrio  plomizo,  de  manera  que  los 
rayos  del  sol  o  de  la  luna,  al  atravesarla,  arrojaban 
un  resplandor  fantástico  sobre  los  objetos  del 
interior.  En  la  parte  superior  de  esta  enorme 
ventana  extendía  su  tejido  una  antigua  vid  que 
colgaba  de  los  macizos  muros  del  torreón.  El 
techo,  de  tétrico  roble,  era  excesivamente  alto, 
abovedado  y  primorosamente  esculpido  con  los 
tipos  más  extravagantes  y  grotescos  de  un  estilo 
mitad  gótico,  mitad  druídico.  Del  dibujo  central 
de  esta  sombría  cúpula  pendía,  de  una  cadena  de 
oro  de  largos  eslabones,  un  inmenso  incensario  del 
mismo  metal,  de  modelo  sarraceno,  y  con  muchas 
perforaciones  combinadas  en  tal  forma  que  oscilaba 
dentro  y  fuera  de  ellas,  como  dotada  de  serpentina 
vitalidad,  una  continua  sucesión  de  fuegos  de 
colores. 

Divanes  orientales  y  candelabros  dorados  veían- 
se por  varios  lados;  y  había  también  un  lecho,  el 
lecho  nupcial,  de  sólido  ébano  esculpido,  ejemplar 
indio,  muy  bajo,  y  con  un  dosel  semeja^ndo  una 
urna  funeraria.  En  cada  uno  de  los  ángulos  del 
cuarto  se  levantaba  un  gigantesco  sarcófago  de 
negro  granito,  extraído  de  las  tumbas  de  los  reyes 
frente  a  Lúxor,  y  con  su  antigua  cubierta  exor- 
nada de  esculturas  de  tiempo  inmemorial.  Pero 
en  la  tapicería  de  la  cámara,  sobre  todo,  se  mostra- 
ba, ¡ay  de  mí!  la  fantasía  capital  de  todo  aquello. 
Los  elevados  muros,  de  altura  gigantesca  y  casi 
desproporcionada,  estaban  revestidos  de  arriba 
abajo  en  amplios  pliegues  de  una  tapicería  pesada 


122  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

y  casi  sólida,  del  mismo  tejido  que  descollaba  como 
alfombra  en  el  pavimento,  como  cubierta  en  los 
divanes  y  en  el  lecho  de  ébano,  como  drapería  en  el 
dosel  y  como  magníficas  volutas  en  las  cortinas 
que  cubrían  parcialmente  la  ventana.  El  tejido 
era  de  la  más  rica  tela  de  oro.  Estaba  salpicado 
por  todas  partes,  a  intervalos  irregulares,  de  ara- 
bescos de  un  pie  de  diámetro,  laborados  sobre  la 
tela  en  dibujos  del  más  puro  negro  de  azabache. 
Pero  aquellas  figuras  ostentaban  su  verdadero 
estilo  arabesco  solamente  cuando  se  las  contem- 
plaba desde  cierta  línea  visual.  Por  una  disposi- 
ción bastante  generalizada  ahora,  pero  que  se 
remonta  a  un  período  de  gran  antigüedad,  se  las 
había  dotado  de  aspecto  cambiante.  Para  el  que 
entraba  en  la  habitación  tenían  simplemente  la 
apariencia  de  monstruosidades;  pero,  al  avanzar 
un  poco  más,  su  forma  cambiaba  gradualmente; 
y  paso  a  paso,  al  dar  la  vuelta  en  la  cámara,  veíase 
rodeado  el  visitante  de  una  sucesión  interminable 
de  los  horrendos  fantasmas  que  pueblan  las  supers- 
ticiones normandas,  o  que  toman  cuerpo  en  los 
ensueños  infernales  de  los  monjes.  El  efecto 
fantástico  se  acrecentaba  con  la  introducción  de 
una  corriente  de  aire  artificial  detrás  de  las  dra- 
perías,  que  prestaba  al  conjunto  lúgubre  e  in- 
quietadora animación. 

En  salones  semejantes,  en  cámara  nupcial  como 
la  que  acabo  de  describir,  pasé  con  la  castellana 
de  Tremaine  las  impías  horas  del  primer  mes  de 
matrimonio,  horas  que  transcurrieron  sin  mayores 
perturbaciones.     No  pude  dejar  de  apercibirme. 


Ligeia  123 

sin  embargo,  de  que  mi  mujer  temía  los  fieros  im- 
pulsos de  mi  carácter,  que  me  amaba  poco,  y 
trataba  de  esquivarme;  pero  esto  me  produjo 
más  bien  placer  que  cualquier  otro  sentimiento. 
La  detestaba  con  odio  demoniaco  más  que  humano. 
Mi  memoria  retrocedía  (¡oh!  ¡con  cuánta  intensi- 
dad de  pesar!)  a  Ligeia,  la  bien  amada,  la  augusta, 
la  bella,  la  desaparecida.  Gozaba  con  las  reminis- 
cencias de  su  pureza,  su  erudición,  su  elevación  de 
espíritu,  su  naturaleza  etérea,  su  apasionado  e 
idolátrico  amor.  Y  entonces  ardía  mi  espíritu 
plena  y  libremente  con  fuego  mayor  aún  que  el  que 
a  ella  la  consumía.  En  la  exaltación  de  mis 
sueños  de  opio  (porque  habitualmente  estaba  su- 
mido en  los  efectos  de  esta  substancia),  llamábala 
en  voz  alta  por  su  nombre  en  el  silencio  de  la 
noche,  o  en  los  lugares  más  recónditos  del  valle 
durante  el  día,  como  si  por  medio  de  mi  salvaje 
anhelo,  de  la  pasión  solemne,  del  ardor  nostálgico 
que  me  consumía  por  la  muerta,  pudiera  yo  vol- 
verla a  la  senda  que  había  abandonado  sobre  la 
tierra.  (¡Ah!  ¿era  posible  que  esto  fuera  para 
siempre?) 

Al  iniciarse  el  segundo  mes  de  matrimonio,  Lady 
Rowena  se  sintió  atacada  de  repentino  malestar, 
del  cual  se  recobraba  con  lentitud.  La  fiebre  que 
la  consumía  hacía  sus  noches  intranquilas;  y  en 
su  inconsciente  estado  de  media  vigilia,  hablaba 
de  ruidos,  de  movimientos  dentro  y  alrededor 
de  la  cámara  de  la  torrecilla;  lo  cual  deduje  yo 
que  no  tenía  otro  origen  que  el  desarreglo  de  su 
mente  o  quizá  la  influencia  fantasmagórica  de  la 


124  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

misma  habitación.  Al  fin  entró  en  convalescencia; 
luego  se  restableció  por  completo.  Pero,  apenas 
hubo  transcurrido  un  breve  período,  un  nuevo 
acceso,  más  violento  que  el  primero,  la  arrojó  de 
nuevo  en  el  lecho  del  dolor;  y  de  este  segundo  ata- 
que nunca  llegó  a  recobrarse  su  constitución, 
débil  en  todo  tiempo.  Su  enfermedad  asumió 
desde  entonces  caracteres  alarmantes  y  la  más 
severa  persistencia,  desafiando  la  ciencia  y  los 
desvelos  de  los  médicos.  Con  la  exacerbación  del 
malestar  crónico  que  la  aquejaba,  y  que  aparente- 
mente había  dominado  su  naturaleza  hasta  el 
punto  de  que  era  imposible  combatirlo  con  medios 
humanos,  observé  también  una  exacerbación 
análoga  en  la  irritación  nerviosa  de  su  tempera- 
mento, y  en  su  excitabilidad  por  causas  triviales 
de  temor.  Habló  de  nuevo,  ahora  más  a  menudo 
y  con  mayor  insistencia,  de  ruidos,  ligeros  ruidos, 
y  del  movimiento  inusitado  de  las  draperías,  a  que 
había  aludido  anteriormente. 

Una  noche,  a  fines  de  septiembre,  propuso  a  mi 
atención  este  angustioso  tema  con  más  énfasis  aún 
de  lo  acostumbrado.  Acababa  de  despertar  de  un 
sueño  agitado,  durante  el  cual  estuve  espiando, 
con  sentimiento  mezcla  de  ansiedad  y  de  temor, 
los  efectos  que  se  retrataban  en  su  adelgazado  sem- 
blante. Sentéme  al  lado  del  lecho  de  ébano,  sobre 
uno  de  los  divanes  de  la  India.  Ella  se  enderezó 
a  medias  y  habló,  en  ardiente  murmullo,  de  los 
sonidos  que  en  aquel  mismo  instante  oía,  pero  que 
yo  no  podía  escuchar,  de  los  movimientos  que  ella 
reía,  pero  que  yo  no  podía  percibir.     El  aire  so- 


Ligeia  125 

piaba  fuertemente  detrás  de  las  draperías  y  quise 
demostrarle  algo  que,  dejadme  confesarlo,  yo  mis- 
mo no  creía  por  completo:  que  aquellos  suspiros 
inarticulados  y  aquellas  suaves  variaciones  de  las 
figuras  sobre  el  muro  no  eran  sino  los  efectos  na- 
turales y  ordinarios  de  las  ráfagas  de  aire.  Pero 
una  palidez  mortal,  extendiéndose  sobre  su  rostro, 
vino  a  probarme  que  eran  infructuosos  mis  esfuer- 
zos para  tranquilizarla.  Parecía  que  estaba  a 
punto  de  desfallecer,  y  no  había  criados  al  alcance 
de  la  voz.  Recordé  el  sitio  donde  se  había  depo- 
sitado una  ánfora  de  vino  ligero  ordenado  por  los 
médicos,  y  me  apresuré  a  atravesar  el  aposento 
para  procurárselo.  Pero,  al  detenerme  debajo  de  la 
luz  del  incensario,  dos  circunstancias  de  naturaleza 
sorprendente  atrajeron  mi  atención.  Sentí  que 
algún  objeto  palpable  aunque  invisible  había 
pasado  ligeramente  cerca  de  mí;  y  observé  sobre 
la  dorada  alfombra,  en  el  centro  precisamente  del 
resplandor  suntuoso  del  incensario,  una  sombra, 
sombra  débil,  vaga,  angelical,  algo  semejante 
a  lo  que  podría  definirse  como  la  sombra  de  una 
sombra.  Pero  yo  estaba  aturdido  con  los  efectos 
de  una  dosis  exagerada  de  opio  y  no  me  preocupé 
de  estas  cosas,  ni  hablé  de  ellas  a  Rowena.  Ha- 
biendo encontrado  el  vino,  crucé  de  nuevo  la 
habitación,  llené  una  copa  y  la  aproximé  a  los 
labios  de  la  desfalleciente  señora.  Habíase  reco- 
brado un  tanto,  sin  embargo,  y  cogió  ella  misma 
el  vaso,  mientras  yo  me  hundía  en  un  diván  cercano 
con  los  ojos  fijos  en  su  semblante.  En  este  mo- 
mento oí  distintamente  un  paso  ligero  sobre  la 


126  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

alfombra  y  cerca  del  lecho;  y  un  segundo  después, 
en  el  acto  en  que  Rowena  levantaba  la  copa  hasta 
sus  labios,  vi  (o  quizá  soñé  que  veía),  vi  caer  dentro 
del  recipiente,  como  de  algún  surtidor  invisible  en 
la  atmósfera  del  cuarto,  tres  o  cuatro  grandes 
gotas  de  un  líquido  brillante  color  de  rubí.  Si 
yo  vi  esto,  no  lo  vio  Rowena.  Bebió  el  vino  sin 
vacilar,  y  yo  me  abstuve  de  hablarle  de  este  in- 
cidente que,  bien  considerado,  debe  haber  sido 
únicamente  el  resultado  de  una  exaltada  fantasía, 
en  mórbida  actividad  por  el  terror  de  la  dama, 
por  el  opio  y  por  la  hora. 

Pero  no  pudo  escapar  a  mi  propia  percepción  el 
hecho  de  que,  inmediatamente  después  de  la 
absorción  de  las  gotas  color  de  rubí,  sufrió  un 
rápido  acrecentamiento  el  malestar  de  mi  mujer; 
a  tal  punto  que,  tres  noches  más  tarde,  las  manos 
de  sus  camareras  la  preparaban  para  la  tumba; 
y  a  la  cuarta,  me  encontré  solo  con  su  amortajado 
cadáver,  sentado  en  aquella  cámara  fantástica 
que  la  recibió  como  mi  esposa.  Extravagantes 
visiones,  engendradas  por  el  opio,  revoloteaban 
como  sombras  a  mi  alrededor.  Mirábalas  con 
ojos  inquietos  posarse  sobre  los  sarcófagos  en  los 
ángulos  de  la  habitación,  sobre  las  cambiantes 
figuras  de  la  tapicería  y  entre  el  serpenteo  de  los 
fuegos  diversamente  coloreados  en  el  incensario 
que  pendía  en  el  centro  de  la  habitación.  Mis 
miradas  se  dirigieron  entonces,  recordando  los 
incidentes  de  una  de  las  noches  anteriores,  al 
espacio  debajo  de  los  rayos  del  incensario,  donde 
había  percibido  el  débil  reflejo  de  una  sombra. 


Ligeia  127 

No  estaba  allí  ahora,  sin  embargo;  y>  respirando 
con  más  libertad,  torné  mis  ojos  hacia  la  rígida  y 
pálida  figura  que  yacía  sobre  el  lecho.  Entonces 
se  apoderaron  de  mi  mente  millares  de  remembran- 
zas de  Ligeia,  y  sentí  en  el  alma,  con  la  violencia 
tumultuosa  de  una  inundación,  todo  el  agudo  e 
intolerable  dolor  con  que  la  había  visto  a  ella  así 
amortajada.  La  noche  transcurría;  y  en  tanto 
yo  continuaba  mirando  el  cuerpo  de  Rowena  con 
el  pecho  lleno  de  amargos  pensamientos  por  la 
única  y  supremamente  bien  amada. 

Sería  la  media  noche,  o  más  temprano  quizá,  o 
quizá  más  tarde,  porque  no  me  había  dado  cuenta 
del  tiempo  transcurrido,  cuando  un  suspiro  suave 
y  apagado,  pero  muy  distinto,  me  sorprendió  en 
medio  de  mi  ensueño.  Sentí  que  venía  del  lecho 
de  ébano,  del  lecho  mortuorio.  Escuché  en  una 
agonía  de  supersticioso  terror;  mas  no  hubo  repeti- 
ción del  sonido.  Esforcé  mi  visión  tratando  de 
descubrir  cualquiera  moción  del  cuerpo,  pero  no  se 
percibía  ni  la  más  ligera.  Sin  embargo,  no  podía 
engañarme.  Había  oído  el  rumor,  aunque  débil, 
y  mi  alma  se  había  despertado  dentro  de  mí. 
Deliberada  y  persistentemente  conservé  mi  aten- 
ción fija  sobre  el  cadáver.  Muchos  minutos 
transcurrieron,  sin  embargo,  antes  de  que  se  pre- 
sentara ninguna  circunstancia  que  pudiese  arrojar 
luz  sobre  el  misterio.  Hízose  al  fin  evidente  que 
un  ligerísimo,  muy  débil,  matiz  de  colorido  subía  a 
las  mejillas  y  a  lo  largo  de  las  pequeñas  venas 
hundidas  de  los  párpados.  Dominado  por  una 
especie  de  horror  o  pavor  inexplicable,  para  expre- 


128  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

sar  enérgicamente  el  cual  no  existen  palabras  su- 
ficientes en  el  lenguaje  humano,  sentí  que  mi  cora- 
zón cesaba  de  latir  y  que  mis  miembros  se  volvían 
rígidos  sobre  el  asiento.  Pero  el  sentimiento  del 
deber  contribuyó  al  fin  a  devolverme  mi  presencia 
de  ánimo.  No  podía  dudar  por  más  tiempo  de 
que  nos  habíamos  precipitado  en  los  preparativos, 
que  Lady  Rowena  vivía  todavía.  Era  necesario 
procurar  una  reacción  inmediata;  pero  la  torrecilla 
estaba  lejos  de  la  parte  de  la  abadía  habitada  por 
los  criados,  y  nadie  se  encontraba  al  alcance  de 
la  voz.  No  había  forma  de  llamarlos  sin  abando- 
nar la  habitación  por  algunos  m.inutos,  y  no  podía 
aventurarme  a  proceder  así.  De  consiguiente, 
luché  solo  en  mis  esfuerzos  para  atraer  el  espíritu 
todavía  en  suspenso.  Tras  corto  tiempo,  sin  em- 
bargo, pudo  notarse  que  se  presentaba  una  reci- 
diva: desapareció  el  color  de  las  mejillas  y  párpados 
dejando  una  palidez  mayor  aún  que  la  del  mármol; 
los  labios  se  recogieron  y  fruncieron  nuevamente 
en  la  expresión  lúgubre  de  la  muerte;  una  repulsiva 
y  viscosa  frialdad  extendióse  con  rapidez  en  toda 
la  superficie  del  cuerpo;  y  sobrevino  casi  instantá- 
neamente la  acostumbrada  e  inflexible  rigidez 
mortal.  Me  dejé  caer  estremeciéndome  en  el 
diván  del  cual  me  había  lanzado  tan  súbitamente, 
y  me  entregué  de  nuevo  a  la  apasionada  vigilia 
de  los  recuerdos  de  Ligeia. 

Una  hora  transcurrió  de  esta  manera  cuando 
(¿sería  posible!)  oí  por  segunda  vez  un  vago  rumor 
que  partía  del  lado  del  lecho.  Escuché  con  horror 
extremado.     El  sonido  dejóse  oír  de  nuevo:  era  un 


Ligeia  iz9 

suspiro.  Me  precipité  sobre  el  cuerpo,  y  vi,  vi 
distintamente  un  temblor  de  los  labios.  Un  mi« 
ñuto  después  abriéronse  descubriendo  una  hilera 
de  perlados  dientes.  La  admiración  luchaba 
ahora  en  mi  pecho  con  el  terror  que  antes  reinaba 
como  soberano.  Sentí  que  mi  vista  se  obscurecía, 
que  la  razón  se  me  escapaba;  y  debido  sólo  a  un 
violento  esfuerzo  pude  al  fin  reconquistar  el  do- 
minio de  mis  nervios  para  emprender  la  tarea  que 
el  deber  me  señalaba.  Mostrábase  ahora  una 
especie  de  brillo  parcial  sobre  la  frente,  las  me- 
jillas y  la  garganta;  un  calor  perceptible  se  apode- 
raba del  cuerpo;  y  dejábase  sentir  así  mismo  un 
ligero  latido  del  corazón.  La  dama  vivía;  y  con 
ardor  redoblado  me  dediqué  a  la  labor  de  resuci- 
tarla. Golpeé  y  humedecí  sus  sienes  y  sus  manos, 
e'hice  uso  de  todos  los  medios  que  la  experiencia  y 
mis  frecuentes  lecturas  sobre  medicina  pudieron 
sugerirme.  Pero  en  vano.  Súbitamente  el  color  se 
desvaneció;  cesaron  las  pulsaciones;  reasumieron 
los  labios  la  expresión  de  la  muerte;  y  un  instante 
después  el  cuerpo  tomó  la  helada  viscosidad,  el 
color  lívido,  la  rigidez  intensa,  la  depresión  de  las 
líneas  y  todas  las  horrendas  peculiaridades  del 
que  hubiera  sido  durante  varios  días  un  huésped 
de  la  tumba. 

Y  de  nuevo  me  sumergí  en  las  visiones  de  Ligeia; 
y  otra  vez  (¿qué  puede  maravillar  el  que  tiemble 
mientras  escribo?),  otra  vez  llegó  a  mis  oídos  un 
suspiro  desde  el  lecho  de  ébano.  Mas  ¿por  qué 
detallar  minuciosamente  los  horrores  indecibles 
de  aquella  noche?     ¿Por  qué  detenerme  a  relatar 


130  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

cómo,  una  y  otra  vez,  casi  hasta  el  amanecer, 
repitióse  este  horrendo  drama  de  la  vuelta  a  la 
vida;  cómo  cada  terrorífica  recidiva  era  aparente- 
mente seguida  por  una  muerte  más  inflexible  e 
irremediable;  cómo  cada  agonía  llevaba,  al  parecer, 
el  sello  de  una  lucha  con  algún  enemigo  invisible; 
y  cómo  cada  lucha  era  seguida  de  un  extraño 
cambio  en  la  apariencia  personal  del  cadáver! 
Dejadme  llegar  a  la  conclusión. 

La  m.ayor  parte  de  esta  horrible  noche  había 
transcurrido  en  esta  forma,  y  la  que  había  estado 
muerta  revivió  una  vez  más,  ahora  con  mayor 
fuerza  que  nunca,  aunque  se  levantaba  de  disolu- 
ción más  pavorosa  que  todas  las  anteriores  en 
su  desesperanza  al  parecer  irremediable. 

Yo  había  cesado  hacía  tiempo  de  moverme  y  de 
luchar  y  continuaba  rígidamente  sentado  en  el 
diván,  presa  desamparada  de  un  torbellino  de 
violentas  emociones,  de  las  cuales  el  extremado 
pavor  era  quizá  la  menos  terrible,  la  menos  de- 
vastadora. El  cada',  er,  repito,  conmovióse  de 
nuevo  y  más  vigorosamente  que  antes.  Los 
matices  de  la  vida  brotaron  con  insóHta  energía 
en  el  semblante;  los  miembros  se  suavizaron;  y, 
salvo  que  los  párpados  continuaban  apretada- 
mente unidos  y  que  los  vendajes  y  draperías 
funerarias  prestaban  todavía  su  sello  de  ultratumba 
a  la  figura,  podía  soñar  que  Rowena  había  escapado 
positivamente  de  las  garras  de  la  muerte.  Pero 
si  aun  no  hubiese  admitido  tal  idea,  era  imposible 
dudarlo  más  largo  tiempo  al  ver  que,  levantándose 
del  lecho,  vacilante,  con  débiles  pasos,  los  ojos 


Lígeia  131 

cerrados,  y  semejante  a  una  persona  en  un  acceso 
de  somnambulismo,  aquella  cosa  amortajada  avan- 
zó intrépida  y  palpablemente  hasta  el  centro  de 
la  habitación. 

No  temblé;  no  me  moví;  porque  una  multitud 
de  fantasías  inenarrables  relacionadas  con  el  aire, 
la  estatura,  el  continente  de  la  figura,  se  apoderó 
en  tropel  de  mi  cerebro,  paralizándome  y  convir- 
tiéndome en  piedra.  No  me  moví;  pero  contemplé 
la  aparición.  Había  un  desorden  insensato  en  mis 
pensamientos,  un  tumulto  imposible  de  aplacar. 
¿Podía  ser,  en  verdad,  la  viviente  Rowena  quien  se 
encontraba  frente  a  mí.^*  ¿Podía  absolutamente  y 
ser  Rowena,  la  rubia,  de  ojos  azules,  Lady  Rowena 
Trevanion,  de  Tremaine?  ¿Por  qué,  por  qué  lo 
había  de  dudar?  El  vendaje  estaba  apretada- 
mente colocado  cerca  de  la  boca;  pero  ¿podía 
aquella  no  ser  la  boca  de  la  viva  castellana  de 
Tremaine?  ¿Y  las  mejillas?  Había  rosas  como 
en  la  plenitud  de  la  vida;  sí,  en  rigor,  éstas  podían 
ser  las  lindas  mejillas  de  la  señora  de  Tremaine 
vuelta  a  la  vida.  ¿Y  la  barba,  con  sus  hoyuelos, 
como  en  plena  salud,  ¿podía  no  ser  suya?  Pero 
entonces,  ¿  habíase  vuelto  más  alta  después  de  su 
enfermedad  ?  ¡Qué  locura  tan  imposible  de  ex- 
presar se  apoderaba  de  mí  con  estos  pensamientos! 
¡Un  salto,  y  me  arrojé  a  sus  pies!  Estremecién- 
dose a  mi  contacto,  dejó  caer  de  su  cabeza  el 
vendaje  funerario  que  la  envolvía,  y  se  deslizaron 
en  la  iluminada  atmósfera  de  la  cámara,  pesadas 
masas  de  cabello  largo  y  desordenado,  ¡Era  más 
negro  que  el  ala  del  cuervo  a  la  media  noche  !    Y 


132  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

entonces,  abriéronse  suavemente  los  ojos  de  la 
figura  que  se  hallaba  delante  de  mí.  "¡Aquí, 
entonces,  en  verdad!"  proferí  en  un  gran  clamor. 
**^ Puedo  acaso  equivocarme?  ¿lo  podría  jamás.? 
¡Estos  son  los  redondos,  los  negros  y  extraños  ojos 
de  mi  perdido  amor,  de  Lady,  ¡oh!  de  Lady 
Ligeia!" 


LA  MASCARA  DE  LA  MUERTE  ROJA 


LA  MÁSCARA  DE  LA  MUERTE  ROJA 

1A  ** Muerte  Roja"  había  devastado  largo 
tiempo  la  comarca.  Jamás  epidemia  al- 
guna  habíase  mostrado  tan  horrenda  ni 
fatal.  La  sangre  era  su  distintivo  y  su  Avatar,  el 
horror  bermejo  de  la  sangre.  Producía  agudos 
dolores,  vértigos  repentinos,  y  luego,  abundante 
hemorragia  de  los  poros,  y  la  descomposición 
final.  Las  manchas  escarlata  en  el  cuerpo,  y 
especialmente  en  el  rostro  de  las  víctimas,  eran 
el  entredicho  fatal  que  las  arrojaba  lejos  de  la 
asistencia  y  simpatía  de  sus  semejantes.  Y  el 
ataque  de  la  peste — su  proceso  y  su  terminación — 
era  sólo  cuestión  de  media  hora. 

Pero  el  príncipe  Próspero  era  afortunado,  intré- 
pido y  sagaz.  Cuando  sus  dominios  se  encontra- 
ron despoblados  por  mitad,  convocó  a  su  presencia 
a  un  millar  de  alegres  y  vigorosos  amigos  entre 
los  caballeros  y  damas  de  su  corte,  y  retiróse  con 
ellos  a  la  reclusión  más  completa  en  una  de  sus 
almenadas  abadías.  Era  ésta  de  amplia  y  magní- 
fica estructura,  creación  de  la  propia  augusta  y 
excéntrica  fantasía  del  monarca.  Circundábanla 
fuertes  y  elevadas  murallas,  provistas  de  puertas 
de  hierro.  Una  vez  que  entraron  los  cortesanos, 
se  trajeron  hornos  y  pesados  martillos  y  quedaron 
soldados  los  cerrojos.     Habíase  resuelto  no  dejar 

135 


136  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

medio  de  ingreso  ni  salida  a  los  repentinos  impulsos 
de  frenesí  o  desesperación  de  los  que  se  hallaban 
dentro.  La  abadía  estaba  ampliamente  aprovi- 
sionada; y  con  tales  precauciones  los  cortesanos 
podían  desafiar  el  temor  al  contagio.  El  mundo 
exterior  podía  cuidar  de  sí  mismo.  Al  mismo  tiem- 
po era  locura  apesadumbrarse  o  pensar  en  ello. 
El  príncipe  había  previsto  todas  las  formas  de 
placer.  Había  bufones,  trovadores,  bailarines 
de  ballet,  músicos,  vino  y  belleza.  Todo  esto  y  la 
salvación  se  hallaban  dentro.  Fuera  quedaba  la 
"Muerte  Roja." 

Hacia  la  terminación  del  quinto  o  sexto  mes  de 
aislamiento,  y  mientras  la  peste  arrasaba  furiosa- 
mente afuera,  el  príncipe  Próspero  entretenía  a 
sus  amigos  con  un  baile  de  máscaras  de  inusitada 
magnificencia. 

Era  una  escena  voluptuosa,  en  verdad,  esta 
mascarada.  Pero,  ante  todo,  dejadme  describir 
los  salones  en  que  se  realizaba.  Eran  siete  cáma- 
ras, todo  un  departamento  imperial.  En  muchos 
palacios,  sin  embargo,  tales  piezas  forman  una 
serie  larga  y  recta  mientras  las  puertas  de  dobleces 
se  abren  contra  los  muros  a  cada  lado,  de  manera 
que  la  vista  pueda  abarcarlas  en  toda  su  extensión. 
Pero  aquí  todo  era  muy  distinto,  como  podía 
esperarse  de  la  afición  del  duque  por  lo  bizarro. 
Las  habitaciones  estaban  tan  irregularmente  dis- 
puestas que  la  visual  podía  abrazar  muy  poco  más 
de  una  al  mismo  tiempo.  Presentábase  una  curva 
aguda  cada  veinte  o  treinta  3'ardas,  y  a  cada  curva, 
el    aspecto   era   completamente   diferente.     A   la 


La  Máscara  de  la  Muerte  Roja  137 

derecha  y  a  la  izquierda,  en  el  centro  de  los  muros, 
una  estrecha  y  elevada  ventana  gótica,  daba  a  un 
pasillo  cerrado  que  seguía  las  revueltas  del  de- 
partamento. Estas  ventanas  eran  de  vidrios  de 
colores  en  combinación  con  el  tono  dominante  de 
la  decoración  de  la  cámara  sobre  la  cual  se  abrían. 
La  del  extremo  oeste,  por  ejemplo,  estaba  entapi- 
zada de  azul;  y  de  azul  vivido  eran  los  cristales  de 
las  ventanas.  La  segunda  pieza  estaba  decorada 
y  entapizada  de  púrpura,  y  aquí  los  cristales  eran 
color  de  púrpura.  La  tercera  cámara  era  verde, 
e  igual  color  ostentaban  las  ventanas.  La  cuarta 
estaba  amueblada  y  alumbrada  en  tono  anaran- 
jado; la  quinta  de  blanco;  la  sexta  de  violado.  La 
séptima  habitación  estaba  severamente  revestida 
de  tapicerías  de  terciopelo  negro  que  cubrían  el 
techo  y  caían  a  lo  largo  de  los  muros  en  pesados 
pliegues  sobre  una  alfombra  de  igual  color  e 
idéntico  tejido.  Pero,  en  esta  cámara  solamente, 
el  color  de  las  ventanas  no  correspondía  al  matiz 
de  la  decoración.  Los  cristales  eran  allí  escarlata, 
de  un  tono  vivo  de  sangre.  Ahora  bien;  en  nin- 
guna de  las  siete  habitaciones  había  lámpara  o 
candelabro  alguno  entre  la  profusión  de  adornos 
de  oro  esparcidos  acá  y  allá  o  pendientes  del  techo. 
No  se  veía  luz  de  ninguna  clase  que  emanara  de 
arañas  o  bujías  dentro  de  las  cámaras.  Pero  en 
los  corredores  que  rodeaban  la  serie,  veíase,  delante 
de  cada  ventana,  un  pesado  trípode  sustentando 
un  brasero  de  fuego  que  proyectaba  sus  rayos  a 
través  del  coloreado  cristal,  iluminando  alegre- 
mente la  habitación  y  produciendo  con  sus  reflejos 


138  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

multitud  de  graciosas  y  fantásticas  apariciones. 
Mas  hacia  el  lado  del  oeste,  o  sea  en  la  cámara 
negra,  el  efecto  del  fuego  que  corría  sobre  las  negras 
colgaduras,  penetrando  a  través  de  los  cristales 
teñidos  de  color  de  sangre,  era  extraordinariamente 
lúgubre,  y  daba  tan  sombrío  aspecto  a  la  figura 
de  los  que  entraban,  que  muy  pocos  de  la  compañía 
eran  suficientemente  intrépidos  para  traspasar 
sus  umbrales.  En  esta  pieza  había  también  un 
gigantesco  reloj  de  ébano  que  se  erguía  apoyado 
contra  el  muro  occidental.  Su  péndulo  oscilaba 
con  triste  y  pausado  movimiento;  y  cuando  las 
manecillas  habían  recorrido  todo  el  circuito  de  la 
esfera  y  la  hora  iba  a  sonar,  venía  desde  las  pro- 
fundidades bronceadas  del  reloj  un  sonido  alto 
y  claro  y  extremadamente  musical,  en  verdad, 
pero  de  entonación  y  énfasis  tan  peculiares  que, 
a  cada  lapso  de  una  hora,  los  músicos  de  la  orquesta 
se  veían  obligados  a  detenerse  instantáneamente 
en  su  ejecución  para  escuchar  el  sonido;  y  los 
bailarines  cesaban  en  sus  evoluciones;  todo  lo  cual 
provocaba  un  breve  desconcierto  en  la  alegre 
compañía;  pudiendo  observarse  que  mientras  los 
ecos  del  reloj  vibraban  todavía,  los  más  jóvenes 
palidecían,  y  los  de  mayor  edad  y  más  serenos 
pasaban  su  mano  por  la  frente  como  en  medio 
de  algún  confuso  ensueño  o  meditación.  Mas 
apenas  cesaba  la  vibración,  ligeras  carcajadas 
brotaban  por  todas  partes  en  la  asamblea;  los 
músicos  mirábanse  unos  a  otros  y  sonreían  de  su 
propia  nerviosidad  y  locura,  comprometiéndose 
mutuamente  en  voz  queda  a  que  la  próxima  cam- 


La  Máscara  de  la  Muerte  Roja  139 

panada  del  reloj  no  les  produciría  emoción  seme- 
jante; y  luego,  pasado  el  lapso  de  los  sesenta  minu- 
tos (que  representan  tres  mil  seiscientos  segundos 
del  Tiempo  que  vuela),  repetíase  el  sonido  del 
reloj,  y  repetíase  igual  desconcierto,  el  mismo 
temblor  y  meditación  de  una  hora  antes. 

Pero,  a  pesar  de  todo,  era  aquélla  una  brillante 
y  magnífica  fiesta.  La  estética  del  duque  era 
original.  Tenía  un  gusto  refinado  para  la  combina- 
ción de  efectos  y  colores.  Desdeñaba  la  decora- 
ción que  sólo  se  gobierna  por  la  moda.  Sus  ideas 
eran  atrevidas  y  desordenadas  y  sus  concepciones 
ostentaban  bárbaro  esplendor.  Algunos  le  ha- 
brían calificado  de  loco.  Sus  admiradores,  sin 
embargo,  sabían  que  no  era  así;  pero  se  hacía 
necesario  oírle,  verle,  y  palparle  para  estar  seguros 
de  que  se  encontraba  en  su  juicio. 

El  príncipe  había  dirigido  personalmente,  en  su 
mayor  parte,  la  decoración  fantástica  de  las  siete 
cámaras,  con  motivo  de  su  gran  festival;  y  había 
decidido  según  su  propia  inspiración  el  carácter 
de  la  mascarada.  A  buen  seguro  que  los  disfraces 
eran  extravagantes.  Mucho  brillo  y  relumbrón; 
mucho  de  agresivo  y  fantasmagórico;  mucho  de  lo 
que  de  entonces  acá  se  ha  observado  después  en 
Ernani.  Encontrábanse  figuras  arabescas  con 
miembros  y  accesorios  extraños.  Había  fantasías 
delirantes  como  las  creaciones  de  un  loco.  Había 
mucho  de  belleza,  mucho  de  ingenio,  mucho  de 
bizarría,  algo  de  terrorífico  y  no  poco  de  lo  que 
podía  inspirar  aversión.  Acá  y  allá  en  las  siete 
cámaras  discurrían  muchos  desvarios,  en  verdad; 


140  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

desvarios  que  serpeaban  entrando  y  saliendo, 
tomando  el  colorido  de  las  habitaciones  y  haciendo 
pensar  que  la  música  descabellada  de  la  orquesta 
era  el  eco  de  sus  pasos.  A  poco,  dio  la  hora  el 
reloj  de  ébano  colocado  en  el  salón  de  terciopelo. 
Y  entonces  todo  quedó  silencioso  y  en  suspenso, 
dejándose  oír  únicamente  la  voz  del  reloj.  Los 
desvarios  quedaron  rígidos  y  helados  en  su  in- 
movilidad. Mas  pronto  se  desvanecieron  los  ecos 
de  las  campanadas,  cuya  duración  había  sido 
apenas  de  un  instante;  y  una  risa  ligera,  velada 
a  medias,  flotó  tras  ellos  mientras  se  apagaban. 
Otra  vez  comienza  la  música,  viven  los  desvarios, 
y  más  risueños  que  nunca  se  deslizan  por  doquier, 
apropiándose  los  tintes  de  las  ventanas  coloreadas 
por  los  rayos  que  reflejan  las  trípodes.  Pero 
ninguna  de  las  máscaras  se  aventura  hasta  el 
séptimo  salón  hacia  el  occidente;  porque  la  noche 
avanza;  y  una  luz  más  bermeja  penetra  a  través 
de  los  rojos  cristales;  y  la  negrura  de  la  tétrica 
drapería  causa  pavor;  y  todo  aquel  que  huella  la 
negra  alfombra  de  la  cámara  escucha  resonar  las 
campanadas  del  reloj  de  ébano  con  sordo  estruendo 
y  énfasis  más  solemne  que  el  que  perciben  los  oídos 
de  los  que  se  entregan  a  la  alegría  en  habitaciones 
más  lejanas.  Pero  en  los  demás  salones  había 
densa  muchedumbre  y  batía  febrilmente  el  corazón 
de  la  vida.  Y  el  regocijo  remolineaba  sin  cesar, 
hasta  que  al  cabo  brotó  del  reloj  el  son  de  media 
noche.  Y  entonces  se  suspendió  la  música,  como 
he  dicho;  detuviéronse  las  evoluciones  de  los  baila- 
rines y  reinó  como  antes  una  medrosa  paralización 


La  Máscara  de  la  Muerte  Roja  141 

de  la  alegría.  Esta  vez  eran  doce  las  campanadas 
que  debía  dar  el  reloj ;  por  esto  aconteció  quizá  que, 
con  mayor  tiempo,  brotaran  más  recuerdos  en 
la  imaginación  de  algunos  pensativos  concurrentes 
a  la  fiesta.  Y  quizá  por  esto  aconteció  también 
que,  antes  de  que  el  eco  de  la  duodécima  campa- 
nada hubiérase  hundido  en  el  silencio,  muchas  per- 
sonas advirtieran  la  presencia  de  un  enmascarado 
que  no  había  llamado  hasta  aquel  momento  la 
atención  de  los  circunstantes.  Y  habiéndose  ex- 
tendido en  un  cuchicheo  el  rumor  de  su  aparición, 
levantóse  en  toda  la  sociedad  un  expresivo 
zumbido  o  murmullo  de  sorpresa  y  desaprobación, 
primero,  de  terror;  de  horror,  y  de  repulsión 
finalmente. 

Podría  suponerse  que  en  una  reunión  de  fantas- 
mas como  la  que  he  descrito,  ninguna  aparición 
ordinaria  tendría  el  poder  de  excitar  tal  sensación. 
En  verdad,  la  libertad  de  esta  mascarada  nocturna 
parecía  extraordinaria;  pero  el  personaje  en  cues- 
tión mostrábase  más  herodiano  que  el  propio 
Herodes;  y  había  traspasado  los  límites,  casi 
indefinidos,  del  decoro  del  príncipe.  Existen 
ciertas  cuerdas  que  no  pueden  tocarse  sin  emoción 
siquiera  sea  en  el  corazón  de  los  más  empedernidos. 
Aun  respecto  de  aquellos  completamente  abando- 
nados, para  quienes  la  vida  y  la  muerte  son  igual- 
mente burlescas,  hay  ciertos  temas  en  los  cuales  no 
es  permitido  bromear.  Toda  la  compañía  parecía 
profundamente  convencida  de  que  en  el  porte  y 
disfraz  del  extranjero  no  existía  ingenio  ni  opor- 
tunidad.    La  figura  era  alta  y  delgada,  y  estaba 


142  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

envuelta  de  arriba  abajo  en  atavíos  funerarios.  La 
máscara  que  ocultaba  su  semblante  tenía  tal  seme- 
janza con  el  aspecto  de  un  cadáver,  que  el  más 
minucioso  escrutinio  habría  tenido  dificultad  en 
descubrir  el  fraude.  Mas  todo  esto  podía  haberse 
aceptado,  ya  que  no  aprobado,  por  los  locos  invi- 
tados al  sarao;  pero  el  enmascarado  había  ido 
hasta  asumir  el  tipo  de  la  Muerte  Roja.  Sus 
vestiduras  estaban  manchadas  de  sangre;  y  el 
ancho  rostro  ostentaba  en  todas  sus  facciones  las 
señales  del  horrible  escarlata. 

Cuando  las  miradas  del  príncipe  Próspero  caye- 
ron sobre  este  atroz  fantasma,  que  con  lento  y 
solemne  movimiento,  como  para  caracterizar 
mejor  su  papel,  discurría  acá  y  allá  entre  los  con- 
currentes, viósele  convulso  en  el  primer  momento 
con  un  fuerte  estremecimiento  de  terror  o  de  repul- 
sión; pero  inmediatamente  su  faz  enrojeció  a 
impulsos  de  la  rabia. 

— ¿Quién  se  atreve? — preguntó  con  voz  enron- 
quecida a  los  cortesanos  que  le  rodeaban; — ¿  quién  se 
atreve  a  insultarnos  con  esta  grotesca  blasfemia.'' 
¡Cogedle  y  desenmascaradle!  ¡Veamos  a  quién 
hemos  de  colgar  mañana  desde  las  almenas  al 
levantarse  el  sol! — 

Encontrábase  el  príncipe  Próspero  en  la  cámara 
azul,  hacia  el  este,  cuando  profería  estas  palabras. 
Su  voz  repercutió  sonora  y  distintamente  en  las 
siete  salas,  pues  el  príncipe  era  hombre  osado  y 
vigoroso,  y  la  música  había  callado  a  un  movimien- 
to de  su  mano. 

Encontrábase  en  el  salón  azul  con  un  grupo  de 


La  Máscara  de  la  Muerte  Roja  145 

pálidos  cortesanos  a  su  alrededor.  Mientras 
pronunciaba  aquellas  palabras,  hubo  al  principio 
un  ligero  movimiento  del  grupo  hacia  el  intruso 
que  se  encontraba  al  alcance  en  aquel  momento; 
y  quien  entonces,  con  firme  y  deliberado  paso,  se 
aproximó  al  que  hablaba.  Pero,  debido  al  des- 
conocido pavor  que  la  insensata  arrogancia  del 
enmascarado  había  inspirado  a  toda  la  concurren- 
cia, ninguno  se  atrevió  a  poner  la  mano  sobre  él; 
de  modo  que  pudo  acercarse  sin  obstáculos  hasta 
una  yarda  de  distancia  de  la  persona  del  príncipe; 
y,  mientras  la  vasta  asamblea,  movida  como  por 
un  solo  impulso,  se  recogía  desde  el  centro  hasta 
los  muros  de  la  habitación,  dirigióse  el  enmascarado 
libremente,  con  el  mismo  paso  solemne  y  mesurado 
que  le  distinguió  desde  el  primer  momento,  del 
salón  azul  al  púrpura;  del  púrpura  al  verde;  del 
verde  al  anaranjado;  de  aquí  al  blanco;  y  siguió 
todavía  al  violado,  sin  que  se  hubiera  hecho  movi- 
miento alguno  para  detenerle.  Entonces  el  prín- 
cipe Próspero,  enloquecido  por  la  rabia  y  la  ver- 
güenza de  su  momentánea  cobardía,  atravesó 
precipitadamente  las  seis  cámaras  sin  que  nadie 
le  siguiera,  a  consecuencia  del  terror  mortal  que  les 
había  sobrecogido.  Llevaba  en  alto  una  daga 
desenvainada,  y  habíase  acercado  impetuosa- 
mente hasta  tres  o  cuatro  pies  de  la  figura  que 
huía,  cuando  al  llegar  ésta  al  extremo  de  la  cámara 
de  terciopelo,  volvióse  repentinamente  e  hizo 
frente  a  su  perseguidor.  Oyóse  un  agudo  grito;  el 
puñal  resbaló  centelleando  sobre  la  negra  alfombra 
en  la  cual,  un  instante  después,  caía  postrado  de 


144  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

muerte  el  príncipe  Próspero.  Entonces  algunos 
de  los  asistentes  a  la  fiesta,  reuniendo  el  salvaje 
valor  de  la  desesperación,  precipitáronse  a  la 
cámara  negra,  y  cogiendo  al  enmascarado,  cuya 
alta  figura  continuaba  erguida  e  inmóvil  en  la 
sombra  del  reloj  de  ébano,  sintiéronse  poseídos  de 
indecible  horror  al  encontrar  que  los  ornamentos 
de  la  tumba  y  la  máscara  de  cadáver  que  sacudían 
con  violenta  rudeza,  no  estaban  sostenidos  por 
forma  tangible  alguna. 

Y  entonces  se  reconoció  la  presencia  de  la  Muerte 
Roja.  Había  entrado  de  noche  como  un  ladrón. 
Y  uno  a  uno  se  desplomaron  en  los  salones  regados 
de  sangre  los  disipados  cortesanos,  muriendo  todos 
en  la  postura  desesperada  de  su  caída.  Y  la  vida 
del  reloj  de  ébano  terminó  con  la  del  último  de  la 
alegre  partida.  Y  el  fuego  de  los  trípodes  se  ex- 
tinguió. Y  la  Obscuridad  y  la  Ruina  y  la  Muerte 
Roja  conservaron  dominio  ilimitado  sobre  todo  el 
reino. 


EL  CRIMEN  DE  LA  RUÉ  MORGUE 


EL  CRIMEN  DE  LA  RUÉ  MORGUE 

El  canto  de  las  sirenas,  o  el  nombre  que  asumió 
Aquiles   para   ocultarse   entre   las   mujeres,   son 
cuestiones  dificiles  de  dilucidar,  en  verdad,  pero 
que  no  se  encuentran  fuera  de  toda  conjetura. 
— SiR  Thomas  Browne:  Um-Burial. 

LAS  facultades  mentales  llamadas  analíticas 
son  poco  susceptibles  de  análisis  en  sí 
mismas.  Las  apreciamos  puramente  en 
sus  efectos.  Sabemos,  entre  otras  cosas,  que 
cuando  se  poseen  en  capacidad  extraordinaria 
procuran  a  su  poseedor  intensos  goces.  De  igual 
manera  que  el  hombre  vigoroso  se  precia  de  su 
fuerza  física  deleitándose  en  ejercicios  que  pongan 
sus  músculos  en  acción,  el  analizador  se  gloría 
en  la  actividad  mental  que  desembrolla.  Deriva 
placer  aun  de  la  circunstancia  más  trivial  que 
ponga  en  juego  sus  talentos.  Es  aficionado  a  enig- 
mas, acertijos  y  jeroglíficos,  manifestando  en  las 
soluciones  un  grado  tal  de  sutileza  que  parece 
inexplicable  a  la  ordinaria  sagacidad.  El  resul- 
tado, obtenido  línicamente  por  el  espíritu  y  esencia 
del  método,  afecta  en  verdad  cierto  aire  de  adi- 
vinación. La  facultad  de  resolver  se  fortalece 
mucho,  verosímilmente,  con  el  estudio  de  las 
matemáticas,  especialmente  en  sus  ramos  superio- 
res, los  que  con  marcada  injusticia  y  solamente  a 

147 


148  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

causa  de  sus  operaciones  retrógradas  se  han  de- 
nominado analíticos  como  calificativo  de  excelen- 
cia. Sin  embargo,  el  cálculo  no  es  el  análisis 
propiamente  dicho.  Un  jugador  de  ajedrez,  por 
ejemplo,  ejercita  el  uno  sin  hacer  uso  del  otro. 
De  lo  que  se  desprende  que  el  juego  de  ajedrez  se 
desconoce  en  gran  manera  en  sus  efectos  mentales. 
No  escribo  ahora  un  tratado  sobre  la  materia,  sino 
unas  cuantas  observaciones  sin  propósito  definido, 
simplemente  para  que  sirvan  de  prólogo  a  una 
narración  original;  mas  aprovecharé  de  paso  la 
ocasión  de  asegurar  que  las  principales  facultades 
reflexivas  de  la  inteligencia  se  ejercen  más  eficaz  y 
decididamente  en  el  discreto  juego  de  damas  que 
en  la  frivolidad  laboriosa  del  ajedrez.  En  este 
último,  en  que  las  piezas  tienen  bizarros  y  diversos 
movimientos  con  valor  diferente  y  variable,  lo 
que  es  solamente  complejo  se  confunde  con  lo 
profundo,  error  bastante  común  en  realidad.  La 
atención  se  excita  poderosamente  en  este  juego. 
Si  se  distrae  por  un  momento,  se  comete  en  el  acto 
algún  descuido  que  se  traduce  en  perjuicio  o  en 
derrota.  Siendo  los  movimientos  permitidos  no 
sólo  múltiples  sino  envolventes,  la  posibilidad  de 
los  descuidos  se  multiplica;  y  en  nueve  casos  sobre 
diez  vence  aquel  que  tiene  mayor  facultad  de  con- 
centración, a  despecho  quizá  de  mayor  sutileza 
en  su  adversario.  En  el  juego  de  damas,  por  el 
contrario,  en  que  el  movimiento  es  único  y  tiene 
pequeña  variación,  las  probabiHdades  de  inadver- 
tencia disminuyen  y,  conservando  la  atención 
casi  libre,  se  obtienen  las  ventajas  con  relación  a 


El  Crimen  de  la  Rué  Morgue  149 

la  mayor  penetración.  Para  ser  menos  abstracto: 
supongamos  un  juego  de  damas  en  que  las  piezas 
se  hayan  reducido  a  cuatro  reinas  y  donde  verda- 
deramente no  pueda  esperarse  ninguna  inadver- 
tencia. Es  obvio  que  siendo  los  jugadores  de  igual 
fuerza  sólo  podrá  obtenerse  la  victoria  por  algún 
movimiento  recherchéy  resultado  de  algún  esfuerzo 
intelectual.  Privado  de  los  recursos  ordinarios,  el 
analizador  se  arroja  sobre  el  espíritu  de  su  ad- 
versario, se  identifica  con  él,  y  frecuentemente 
descubre  así  de  una  ojeada  el  único  recurso,  sencillo 
a  veces  hasta  el  absurdo,  por  medio  del  cual  puede 
inducirle  en  error  o  precipitarle  por  falta  de  cálculo. 
El  whist  ha  sido  famoso  largo  tiempo  por  su 
influencia  sobre  lo  que  llamamos  facultad  calcula- 
dora; y  muchos  hombres  de  mentalidad  superior 
se  han  deleitado  en  este  juego  mientras  esquivaban 
la  frivolidad  del  ajedrez.  Sin  duda  alguna  ningún 
otro  juego  ejercita  tanto  como  el  whist  la  facultad 
del  análisis.  El  mejor  jugador  de  ajedrez  en  todo 
el  mundo  no  puede  aspirar  a  ser  sino  el  mejor 
jugador  de  ajedrez;  mientras  que  la  habilidad  en  el 
whist  significa  capacidad  para  el  éxito  en  todas  las 
empresas  importantes  en  que  el  talento  compite 
con  el  talento.  Cuando  hablo  de  habilidad  me 
refiero  a  aquella  perfección  que  incluye  el  conoci- 
miento de  todas  las  fuentes  de  donde  puede  deri- 
varse cualquier  legítima  ventaja.  No  sólo  son 
éstas  múltiples  sino  multiformes,  y  a  menudo  resi- 
den en  repliegues  del  pensamiento  inaccesibles  por 
completo  a  la  ordinaria  comprensión.  Observar 
atentamente  es   recordar  con  claridad;  y  a  este 


150  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

respecto  el  reconcentrado  jugador  de  ajedrez  puede 
desempeñarse  muy  bien  en  el  whist,  pues  que  las 
reglas  de  Hoyle,  basadas  en  el  simple  mecanismo 
del  juego,  son  general  y  suficientemente  com- 
prensibles. De  manera  que  tener  retentiva  y 
proceder  "según  el  libro,"  son  las  cualidades  esti- 
madas comúnmente  como  la  suma  total  de  requisi- 
tos que  distingue  a  un  buen  jugador.  Pero  en 
materia  que  traspasa  los  límites  de  las  reglas  or- 
dinarias es  donde  se  comprueba  la  sutileza  del 
analizador.  Silenciosamente  reúne  su  capital  de 
observaciones  y  deducciones.  Quizá  hacen  lo 
mismo  sus  compañeros;  y  la  diferencia  en  los  resul- 
tados obtenidos  reside  en  la  calidad  de  la  observa- 
ción más  bien  que  en  la  fuerza  de  las  inducciones. 
Es  indispensable  el  conocimiento  de  aquella  que  se 
debe  observar.  Nuestro  jugador  no  se  encierra 
en  sí  mismo;  ni  porque  su  objetivo  sea  el  juego  des- 
deña las  inducciones  que  se  desprenden  de  los 
detalles  exteriores.  Examina  el  aspecto  de  su 
compañero,  comparándolo  cuidadosamente  con 
el  de  cada  uno  de  sus  adversarios.  Observa  el 
modo  de  arreglar  las  cartas  en  cada  juego;  descu- 
briendo a  menudo  triunfo  por  triunfo  y  figura  por 
figura  por  las  miradas  que  dirigen  los  jugadores  a 
cada  una  de  las  cartas.  Percibe  todos  los  cambios 
de  fisonomía  según  el  juego  adelanta,  formándose 
un  capital  de  ideas  con  las  diferentes  expresiones 
de  sorpresa,  de  triunfo  y  de  pesar  que  manifiestan 
los  jugadores.  Por  la  manera  de  recoger  las  cartas 
en  una  baza  deduce  si  la  persona  que  la  levanta 
puede  hacer  otra  en  el  mismo  palo.     Reconoce  la 


El  Crimen  de  la  Rué  Morgue  151 

jugada  fingida  por  el  aire  con  que  se  arrojan  las 
cartas  sobre  la  mesa.  Una  palabra  casual  o  inad- 
vertida; la  caída  o  voltereta  accidental  de  una 
carta,  con  la  ansiedad  consiguiente  o  la  negligencia 
para  ocultarla;  el  recuento  de  las  bazas  con  el  orden 
de  arreglo;  el  embarazo,  vacilación,  angustia  o 
trepidación,  todo  ofrece  a  su  percepción  aparente- 
mente intuitiva  indicaciones  sobre  el  verdadero 
estado  del  asunto.  Después  de  haberse  jugado  las 
dos  o  tres  primeras  vueltas,  encuéntrase  en  plena 
posesión  del  contenido  de  las  cartas  de  cada  jugador 
y  desde  aquel  momento  juega  las  suyas  con  abso- 
luta precisión,  como  si  el  resto  de  la  partida  jugara 
a  cartas  vueltas. 

La  facultad  analítica  no  debe  confundirse  con  la 
simple  ingeniosidad;  porque  si  bien  el  analizador 
es  ingenioso  necesariamente,  el  hombre  ingenioso 
es  a  menudo  incapaz  de  analizar.  La  facultad  de 
encadenar  y  combinar,  por  medio  de  la  cual  se 
manifiesta  generalmente  la  ingeniosidad,  y  a  la  que 
han  señalado  los  frenólogos,  erróneamente  a  mi 
entender,  un  órgano  separado  juzgándola  cualidad 
primitiva,  hase  encontrado  con  tanta  frecuencia  en 
aquellos  cuyo  cerebro  está  casi  en  los  confines  del 
idiotismo,  que  ha  atraído  la  atención  de  los  psicó- 
logos en  general.  Entre  la  ingeniosidad  y  la  habi- 
lidad analítica  existe  mucho  mayor  diferencia,  en 
verdad,  que  entre  la  fantasía  y  la  imaginación, 
aun  cuando  tienen  caracteres  de  estricta  analogía. 
Se  advertirá,  en  efecto,  que  el  ingenioso  es  siempre 
fantástico,  en  tanto  que  el  verdadero  imaginativo 
nunca  procede  sino  por  análisis. 


152  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

La  narración  que  sigue  representará  para  el 
lector  un  ligero  comentario  de  la  proposición  que 
acabo  de  sentar. 

Durante  mi  residencia  en  París,  en  la  primavera 
y  parte  del  verano  de  i8 — ,  conocí  a  Monsieur 
Auguste  Dupín.  Este  caballero  era  de  excelente, 
más  aún,  de  ilustre  familia;  pero,  debido  a  una  suce- 
sión de  acontecimientos  adversos,  había  llegado  a 
tal  extremo  de  pobreza  que  sucumbió  la  energía  de 
su  carácter  y  cesó  de  frecuentar  la  sociedad  y  de 
preocuparse  por  restaurar  su  fortuna.  Por  cortesía 
de  sus  acreedores  conservaba  todavía  en  su  poder 
una  pequeña  porción  de  su  patrimonio,  con  cuya 
renta  arreglábase  para  procurarse  lo  indispensable 
con  ayuda  de  la  más  estricta  economía,  prescin- 
diendo por  completo  de  todas  las  superfluidades. 
Los  libros  eran  su  único  lujo,  y  en  París  se  pueden 
conseguir  a  poco  costo. 

Nos  encontramos  por  primera  vez  en  una  obscura 
librería  de  la  rué  Montmartre,  donde  la  circuns- 
tancia de  buscar  ambos  el  mismo  raro  y  valioso 
ejemplar  nos  hizo  entrar  en  comunión  más  estrecha. 
Nos  buscamos  luego  una  y  otra  vez.  Yo  estaba 
profundamente  interesado  en  la  pequeña  historia 
de  familia  que  él  me  había  relatado  con  aquel 
candor  con  que  los  franceses  acostumbran  entre- 
garse, siempre  que  el  tema  tenga  relación  con  su 
persona.  Estaba  atónito  por  la  amplitud  de  sus 
conocimientos  y,  sobre  todo,  sentía  mi  alma  infla- 
marse al  contacto  del  ardiente  fervor  y  la  vivida 
frescura  de  su  imaginación.  Habiendo  fijado  mi 
residencia  en  París  con  cierto  objeto  determinado. 


El  Crimen  de  la  Rué  Morgue  153 

comprendí  que  la  sociedad  de  este  hombre  repre- 
sentaba para  mí  tesoros  inapreciables,  y  así  se  lo 
dije  francamente.  Arreglamos  al  cabo  que  viviría- 
mos juntos  durante  mi  permanencia  en  aquella 
ciudad;  y  como  mis  condiciones  monetarias  eran 
algo  más  desahogadas  que  las  suyas,  me  permitió 
tomar  a  mi  cargo  los  gastos  de  alquilar  y  amueblar, 
en  estilo  que  convenía  a  la  melancolía  fantástica 
de  nuestro  temperamento,  una  deteriorada  y  ex- 
travagante mansión  situada  en  una  parte  lejana 
y  desolada  del  Faubourg  Saint-Germáin,  la  cual 
se  encontraba  deshabitaba  hacía  largo  tiempo  a 
causa  de  supersticiones  que  no  nos  cuidamos  de 
inquirir,  y  vacilante  hasta  el  punto  de  amenazar  su 
ruina  total. 

Si  nuestra  manera  de  vivir  en  aquel  sitio  hubiera 
sido  conocida  en  la  sociedad,  nos  habrían  juzgado 
locos,  siquiera  calificaran  de  inofensiva  nuestra 
locura.  Nuestro  aislamiento  era  completo.  No 
recibíamos  visitantes.  A  decir  verdad,  había 
yo  guardado  cuidadosamente  el  secreto  de  mi 
retiro  a  mis  antiguos  compañeros;  y  en  cuanto  a 
Dupín,  hacía  muchos  años  que  había  dejado  de 
conocer  a  nadie  o  ser  conocido  en  París.  Existía- 
mos solamente  dentro  de  nosotros  mismos. 

Una  de  las  extravagancias  de  la  fantasía  de  mi 
amigo  (¿pues  qué  otro  nombre  podría  darle?)  era 
ser  un  enamorado  ferviente  de  la  Noche;  y  pronto 
caí  en  esta  originalidad,  como  en  todas  las  demás 
que  le  distinguían,  entregándome  con  perfecto 
abandono  a  sus  fantásticos  caprichos.  La  negra 
diosa  no  podía  acompañarnos  de  continuo;  pero 


154  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

nosotras  simulábamos  su  presencia.  A  las  pri- 
meras luces  de  la  mañana  bajábamos  las  grandes 
persianas  de  nuestra  vieja  morada;  encendíamos 
un  par  de  cirios  fuertemente  perfumados  que  arro- 
jaban solamente  rayos  muy  débiles  y  fantásticos; 
y  a  su  lumbre  sumergíamos  nuestras  almas  en  el 
ensueño,  leyendo,  escribiendo  o  conversando  hasta 
que  el  reloj  nos  anunciaba  el  advenimiento  de  la 
nueva  Obscuridad.  Entonces  salíamos  a  la  calle 
cogidos  del  brazo,  continuando  las  conversaciones 
del  día,  vagando  muy  lejos  hasta  una  hora  avan- 
zada, y  tratando  de  encontrar  entre  las  ardientes 
luces  y  las  sombras  de  la  populosa  ciudad  aquel 
refinamiento  de  excitación  mental  que  la  observa- 
ción tranquila  jamás  puede  procurar. 

En  tales  ocasiones  no  podía  dejar  de  percibir  y 
admirar  (aun  cuando  era  lógico  esperarlo  de  su 
poderosa  imaginación)  una  habilidad  analítica 
peculiar  en  Dupín.  Parecía  en  verdad  deleitarse 
en  ejercitarla,  si  no  precisamente  en  desplegarla; 
y  no  vacilaba  en  confesar  el  placer  que  aquello 
le  proporcionaba.  Jactábase  ante  mí,  con  risa 
baja  y  concentrada,  de  que  muchos  hombres  tenían 
para  él  ventanas  en  el  pecho;  haciendo  seguir  a  esta 
aserción  pruebas  directas  y  sorprendentes  de  su 
conocimiento  perfecto  de  mis  propias  impresiones. 
Su  manera  de  ser  en  tales  momentos  era  rígida  y 
absorta;  sus  ojos  adquirían  vaga  expresión;  en 
tanto  que  su  voz,  de  registro  poderoso  de  tenor, 
elevábase  a  un  tiple  que  hubiera  vibrado  áspera- 
mente si  no  fuera  por  su  enunciación  clara  y  per- 
fectamente deliberada.     Observando  sus  modales 


El  Crimen  de  la  Rué  Morgue  155 

en  estas  ocasiones,  varias  veces  me  puse  a  meditar 
en  la  antigua  filosofía  de  la  doble  personalidad,  y 
me  divertía  imaginar  un  doble  Dupín:  el  creador 
y  el  resolvente. 

No  supongáis,  por  lo  que  acabo  de  decir,  que 
pienso  descubrir  un  misterio  o  escribir  algún  ro- 
mance. Lo  que  he  manifestado  con  respecto  al 
francés  era  simplemente  el  fruto  de  una  imagina- 
ción exaltada  y  quizá  mórbida.  Pero  un  ejemplo 
dará  mejor  idea  de  la  índole  de  sus  observaciones 
en  los  momentos  a  que  me  refiero. 

Vagábamos  una  noche  por  una  calle  larga  y  sucia 
en  las  cercanías  del  Palais  Royal.  Ocupados  am- 
bos aparentemente  en  nuestros  propios  pensamien- 
tos, hacía  quince  minutos  por  lo  menos  que  no 
pronunciábamos  una  palabra.  De  repente  saltó 
Dupín  con  esta  frase: 

— Es  un  mozo  de  pequeña  estatura,  es  verdad,  y 
estaría  mejor  en  el  Théátre  des  Varietés. 

— No  hay  duda, —  repliqué  inconscientemente, 
sin  observar  de  pronto,  tan  absorto  me  encon- 
traba en  mis  reflexiones,  la  forma  extraordinaria 
en  que  Dupín  coincidía  con  mis  meditaciones.  Un 
instante  después  me  di  cuenta  de  ello  con  profundo 
estupor. 

— Dupín, —  dije  con  gravedad, —  esto  sobrepasa 
mi  comprensión.  No  vacilo  en  decir  que  estoy  estu- 
pefacto y  apenas  puedo  dar  crédito  a  mis  sentidos. 
¿Cómo  es  posible  que  supierais  que  estaba  pen- 
sando en  .  .  .  ? —  Y  me  detuve,  para  asegu- 
rarme por  completo  de  que  él  sabía  a  quién  me 
refería. 


156  Cuentos  Clásicos  del  Norte 
-.    .    .    en  Chantilly, —  concluyó.     — ¿Por 


qué  os  detenéis?  Estabais  diciéndoos  a  vos  mismo 
que  su  pequeña  figura  no  es  a  propósito  para  la 
tragedia. — 

Este  había  sido  precisamente  el  tema  de  mis 
reflexiones.  Chantilly  era  un  antiguo  remendón 
de  la  rué  Saint-Denis  que,  loco  por  la  escena, 
lanzóse  a  representar  el  role  de  Jerjes  en  la  tragedia 
de  Crébillon  del  mismo  nombre,  y  había  sido  puesto 
en  la  picota  del  pasquín  por  su  atentado. 

— Decidme,  por  Dios, — exclamé, —  el  método, 
si  alguno  puede  haber,  por  medio  del  cual  habéis 
podido  sondear  mi  alma  en  esta  circunstancia. — 

A  la  verdad,  estaba  yo  más  impresionado  de  lo 
que  quería  expresar. 

— El  frutero  fué, —  replicó  mi  amigo, —  quien  os 
trajo  a  la  conclusión  de  que  el  zapatero  remendón  no 
era  de  altura  suficiente  para  Jerjes  et  id  genus  omne. 

— i  El  frutero?  ¡Me  asombráis!  No  conozco 
ningún  frutero. 

— El  hombre  que  tropezó  con  vos  cuando  entrá- 
bamos a  esta  calle,  hará  tal  vez  quince  minutos. — • 

Recordé  entonces  que,  en  efecto,  un  frutero  que 
llevaba  en  la  cabeza  un  cesto  de  manzanas  casi  me 
arroja  a  tierra  por  casualidad  cuando  pasamos  de 
la  rué  C a  la  gran  avenida  en  que  en- 
tonces nos  hallábamos;  pero  no  podía  imaginar 
lo  que  esto  tenía  que  ver  con  Chantilly. 

No  había  un  átomo  de  charlatanería  en  Dupín. 

— Os  lo  explicaré, —  dijo, —  y  entonces  compren- 
deréis todo  con  claridad.  Trazaremos  el  curso  de 
vuestras  meditaciones  desde  el  momento  en  que 


El  Crimen  de  la  Rué  Morgue  157 

hablé  hasta  el  encuentro  con  el  frutero  en  cuestión. 
Los  eslabones  de  la  cadena  corren  así:  Chantilly, 
Orion,  el  doctor  Nichols,  Epicuro,  estereotomía, 
las  piedras  de  la  calle,  el  frutero. — 

Hay  pocas  personas  que  no  se  hayan  entretenido 
alguna  vez  en  seguir  los  temas  a  través  de  los  cuales 
su  mente  ha  llegado  a  originales  conclusiones. 
Esta  ocupación  resulta  a  menudo  muy  interesante; 
y  aquel  que  por  primera  vez  la  ensaya  se  sorprende 
por  la  distancia,  aparentemente  ilimitada  e  inco- 
herente, entre  el  punto  de  partida  y  la  meta. 
¡Cuál  sería  pues  mi  sorpresa  al  oír  hablar  al  francés 
de  esta  manera  y  no  poder  menos  de  reconocer 
que  decía  la  verdad!     El  continuó: 

— Hablábamos  de  caballos,  si  mal  no  recuerdo, 

en    el    momento    de    abandonar    la    rué    C . 

Éste  fué  el  último  tema  de  discusión.  Al  cruzar 
la  calle,  un  frutero,  con  un  gran  cesto  de  manzanas 
en  la  cabeza,  pasó  rápidamente  rozándonos  y 
echando  a  rodar  un  montón  de  piedras  de  pavimen- 
tación reunidas  en  un  sitio  donde  estaban  reparan- 
do la  calzada.  Os  detuvisteis  sobre  uno  de  los 
fragmentos,  resbalasteis  y  os  heristeis  ligeramente 
el  tobillo;  aparecisteis  después  algo  vejado,  mur- 
murasteis algunas  palabras,  volvisteis  a  mirar  a  la 
pila  de  piedras  y  luego  quedasteis  silencioso.  Yo 
no  puse  atención  particular  en  lo  que  hacíais;  pero 
la  observación  vino  después  como  una  especie  de 
necesidad. 

Permanecisteis  con  los  ojos  fijos  en  tierra, 
mirando  con  expresión  petulante  los  huecos  y 
grietas  del  pavimento,  de  manera  que  pude  deducir 


158  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

que  pensabais  en  piedras  hasta  que  llegamos  a  la 
pequeña  callejuela  llamada  Lamartine,  pavimen- 
tada por  vía  de  ensayo  con  zoquetes  sobrepuestos 
y  remachados.  Allí  vuestro  aspecto  se  animó,  y, 
al  advertir  el  movimiento  de  vuestros  labios,  no 
pude  dudar  de  que  pronunciabais  la  palabra 
"estereotomía,"  término  aplicado  con  mucha 
afectación  a  esta  clase  de  pavimento.  Sabía 
yo  que  no  podríais  pensar  en  estereotomía  sin 
recordar  la  atomía  y,  de  consiguiente,  la  doctrina 
de  Epicuro;  y  entonces,  rememorando  que  no  ha 
mucho  discutíamos  sobre  este  tema,  y  mencionaba 
yo  la  manera  tan  extraordinaria  como  poco  notada 
en  que  van  confirmándose  las  vagas  conjeturas  de 
este  noble  griego  acerca  de  la  reciente  cosmogonía 
de  las  nebulosas,  comprendí  que  no  podríais 
evitaros  de  lanzar  una  mirada  a  la  gran  nebulosa 
de  Orion,  y  ciertamente  esperaba  que  así  lo  haríais. 
Mirasteis  al  cielo;  y  entonces  estuve  seguro  de  que 
había  seguido  correctamente  vuestros  pensamien- 
tos. Pero  en  la  acerba  diatriba  que  apareció  en  el 
Musée  de  ayer  contra  Chantilly,  hacía  el  crítico 
algunas  alusiones  bochornosas  sobre  el  cambio  de 
nombre  del  zapatero  remendón  al  calzarse  el 
coturno,  y  citaba  una  línea  latina  que  hemos  co- 
mentado juntos  a  menudo  y  que  dice: 

Predidii  antiquum  litera  -prima  sonum. 

Os  había  dicho  alguna  vez  que  se  refería  a  Orion, 
que  antiguamente  se  escribía  Urión;  y  por  cierta 
mordacidad  relacionada  con  esta  explicación, 
estaba  seguro  de  que  no  la  habríais  olvidado.     Era 


El  Crimen  de  la  Rué  Morgue  159 

claro,  por  consiguiente,  que  habíais  de  combinar 
las  dos  ideas  de  Orion  y  de  Chantilly.  Pude  ob- 
servar que  las  combinabais  por  la  clase  de  sonrisa 
que  apareció  en  vuestros  labios.  Pensabais  en  la 
inmolación  del  pobre  remendón.  Hasta  aquel 
momento  habíais  conservado  vuestra  habitual 
manera  de  andar;  pero  os  vi  entonces  erguiros  en 
toda  vuestra  altura,  y  no  pude  menos  que  ex- 
perimentar la  certidumbre  de  que  recordabais  la 
diminuta  figura  de  Chantilly.  En  este  momento 
interrumpí  vuestras  meditaciones  para  observar 
que,  en  efecto,  es  un  mozo  muy  pequeño  Chantilly 
y  que  estaría  mejor  en  el  Théátre  des  Varietés. — 

Poco  tiempo  después  de  esta  conversación, 
leíamos  juntos  cierta  edición  de  la  Gazette  des 
Tribunaux,  cuando  atrajo  nuestra  atención  el 
artículo  siguiente: 

CRIMEN    EXTRAORDINARIO 

Esta  madrugada,  a  las  tres  más  o  menos,  los  habitantes  del 
Quartier  Saint-Roch  despertaron  de  su  sueño  por  una  serie  de 
alaridos  terroríficos  que  partían,  al  parecer,  de  una  casa  de 
la  rué  Morgue  que  se  sabía  ocupada  únicamente  por  Madame 
L'Espanaye  y  su  hija,  Mademoiselle  Camilla  L'Espanaye. 
Después  de  algún  retardo  ocasionado  por  tentativas  infructuo- 
sas para  penetrar  en  la  casa  por  los  medios  ordinarios,  se  logró 
forzar  la  puerta  de  entrada  con  una  palanca  de  hierro,  y  ocho 
o  diez  de  los  vecinos  entraron  acompañados  por  dos  gendarmes. 
A  este  tiempo  los  gritos  habían  cesado;  pero  mientras  la 
partida  se  precipitaba  por  las  escaleras  del  primer  piso, 
pudieron  escucharse  dos  o  más  voces  ásperas  en  iracunda 
disputa,  las  cuales  parecían  provenir  de  la  parte  más  elevada 
de  la  casa.  Cuando  el  grupo  llegó  al  segundo  descanso  de  la 
escalera,  había  cesado  el  ruido  y  todo  estaba  perfectamente 


160  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

tranquilo.  La  partida  se  diseminó  distribuyéndose  por  las 
diversas  habitaciones.  Al  llegar  a  un  vasto  aposento  en  el 
fondo  del  cuarto  piso,  cuya  puerta,  cerrada  por  dentro  con 
llave,  también  hubo  de  forzarse,  presentóse  un  espectáculo 
que  sobrecogió  de  espanto  y  estupor  a  todos  los  circunstantes. 

El  departamento  aparecía  en  el  más  espantoso  desorden, 
con  los  muebles  destrozados  y  desparpajados  en  todas  direc- 
ciones. Había  un  solo  lecho,  del  cual  se  habían  arrancado  los 
colchones  y  los  cobertores,  que  yacían  arrojados  en  medio  de 
la  habitación.  Sobre  una  silla  veíase  una  navaja  manchada 
de  sangre.  En  el  hogar  había  dos  o  tres  gruesos  mechones 
grises  de  cabello  humano,  manchados  asimismo  de  sangre,  y 
que  parecían  haber  sido  arrancados  de  raíz.  En  el  suelo  se 
encontraron  cuatro  napoleones,  un  pendiente  de  topacio, 
tres  grandes  cucharas  de  plata,  tres  más  pequeñas  de  metal 
d'Algery  y  dos  saquillos  de  cuero  que  contenían  cerca  de 
cuatro  mil  francos  en  oro.  Los  cajones  de  un  burean,  que 
había  en  una  de  las  esquinas,  estaban  abiertos  y  aparentemente 
habían  sido  saqueados,  aunque  quedaban  todavía  en  ellos 
muchos  objetos.  Se  descubrió  una  pequeña  caja  de  hierro 
bajo  los  cobertores  en  medio  del  aposento.  Estaba  abierta  y 
tenía  la  llave  en  la  cerradura.  No  encerraba  sino  unas  cuan- 
tas cartas  y  papeles  de  poca  importancia. 

No  se  encontraba  rastro  de  Mademoiselle  L'Espanaye; 
mas,  observándose  gran  cantidad  de  hollín  en  el  hogar,  hízose 
una  pesquisa  en  la  chimenea  y  ¡horror!  encontróse  allí  el  cuerpo 
de  la  hija  que  había  sido  atacado  cabeza  abajo,  haciéndose 
penetrar  a  viva  fuerza  por  la  estrecha  abertura  hasta  una 
distancia  considerable.  El  cadáver  estaba  caliente  todavía. 
Examinándolo,  se  encontraron  varias  excoriaciones  produ- 
cidas indudablemente  por  la  violencia  con  que  había  sido 
empujado  para  desembarazarse  de  él.  Veíanse  en  el  rostro 
profundos  arañazos  y  en  la  garganta  obscuras  marcas  y 
hondas  huellas  de  uñas,  como  si  la  joven  hubiera  sido  estran- 
gulada. 

Después  de  minuciosa  investigación  de  todos  y  cada  uno 
de  los  departamentos  de  la  casa,  sin  nuevo  resultado,  la 
partida  se  encaminó  a  un  pequeño  patio  embaldosado,  a  la 


El  Crimen  de  la  Rué  Morgue  161 

espalda  del  edificio,  donde  se  encontró  el  cadáver  de  la  anciana 
señora  con  la  garganta  cortada  en  forma  tan  terrible  que, 
al  tratar  de  levantarla,  cayó  la  cabeza  completamente  separa- 
da del  tronco.  El  cuerpo  y  la  cabeza  aparecían  horriblemente 
mutilados,  al  punto  que  el  primero  apenas  si  conservaba 
figura  humana. 

Hasta  ahora  no  se  descubre,  parece,  la  más  ligera  huella 
para  esclarecer  este  horrible  misterio. 

El  siguiente  día  trajo  el  periódico  estos  detalles 
adicionales: 

LA   TRAGEDIA    DE    LA    RUÉ    MORGUE 

Muchas  personas  han  sido  interrogadas  con  relación  a  este 
pavoroso  y  extraordinario  asunto;  mas  nada  se  ha  traslucido 
que  pueda  arrojar  alguna  luz  sobre  el  misterio.  Damos  a 
continuación  un  extracto  de  los  interrogatorios. 

Pauline  Dubourg,  lavandera,  declara  que  conocía  hace 
tres  años  a  ambas  víctimas,  habiendo  estado  todo  este  tiempo 
a  cargo  de  su  ropa.  La  anciana  señora  y  su  hija  parecían 
estar  en  buenos  términos,  muy  afectuosas  mutuamente.  Eran 
paga  excelente.  Nada  podía  decir  respecto  de  su  manera  de 
vivir  o  medios  de  fortuna.  Creía  que  Madame  L.  decía  la 
buenaventura  para  sostenerse.  Decíase  que  tenía  dinero 
ahorrado.  Nunca  encontró  a  otras  personas  en  la  casa  cuando 
venía  a  tomar  la  ropa  o  a  entregarla.  Estaba  segura  de  que 
no  tenían  criada  a  domicilio.  Parecía  no  haber  muebles  en 
la  casa,  con  excepción  de  los  del  cuarto  piso. 

Fierre  Moreau,  tabaquero,  declara  que  acostumbraba 
vender  pequeñas  cantidades  de  tabaco  a  Madame  L'Espanaye 
hacía  cerca  de  cuatro  años.  Había  nacido  en  la  vecindad  y 
vivido  siempre  en  el  mismo  barrio.  La  anciana  y  su  hija 
ocupaban  hacía  más  de  seis  años  la  casa  en  donde  se  encon- 
traron los  cadáveres.  Antes  estuvo  ocupada  por  un  joyero 
que  subarrendaba  los  cuartos  altos  a  varias  personas.  La 
casa  era  propiedad  de  Madame  L.  Habiéndose  disgustado  por 
el  abuso  de  posesión  de  su  arrendatario,  vino  ella  misma  a 


162  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

habitar  la  propiedad  sin  querer  alquilar  ningún  departamento. 
La  anciana  era  algo  pueril.  Los  testigos  habían  visto  a  la 
ioven  unas  cinco  o  seis  veces  durante  los  seis  años.  Ambas 
llevaban  una  vida  muy  retirada,  y  se  decía  que  tenían  dinero. 
Había  oído  en  la  vecindad  que  Madame  L.  decía  la  buena- 
ventura; pero  no  lo  creía.  Nunca  había  visto  a  nadie  atra- 
vesar la  puerta,  salvo  la  anciana  y  su  hija,  un  mandadero  una 
o  dos  veces,  y  un  médico  unas  ocho  o  diez  veces. 

Muchas  otras  personas  y  vecinos  testificaron  de  igual  ma- 
nera. A  nadie  se  indicaba  como  visitante  de  la  casa.  Ignorá- 
base si  existían  parientes  de  Madame  L.  y  de  su  hija.  Las 
persianas  de  las  ventanas  del  frente  rara  vez  se  alzaban. 
Las  de  la  parte  posterior  siempre  estaban  cerradas,  con  excep- 
ción del  gran  aposento  del  fondo  en  el  cuarto  piso.  La  casa 
era  un  buen  edificio,  no  muy  antiguo. 

Isidore  Muset,  gendarme,  declara  que  fué  llamado  a  la  casa 
a  eso  de  las  tres  de  la  mañana,  y  encontró  a  la  puerta  veinte  o 
treinta  personas  que  trataban  de  entrar.  La  puerta  se  forzó 
al  fin  con  una  bayoneta,  no  con  palanca  de  hierro.  Tuvieron 
poca  dificultad  para  abrirla  porque  era  de  dos  hojas  y  no 
estaba  asegurada  por  arriba  ni  por  abajo.  Los  alaridos  conti- 
nuaron hasta  que  se  abrió  la  puerta  y  luego  cesaron  repentina- 
mente. Parecían  gritos  de  una  o  varias  personas  en  extrema 
angustia;  eran  fuertes  y  arrastrados,  no  rápidos  ni  cortos. 
Los  testigos  se  dirigieron  arriba.  Al  llegar  al  primer  descanso 
de  la  escalera,  oyeron  dos  voces  en  disputa  acalorada  e  ira- 
cunda: la  una,  áspera  y  gruesa;  la  otra,  mucho  más  chillona, 
una  voz  extraña.  Pudo  distinguir  algunas  palabras  de  la 
primera  que  era  voz  de  un  francés.  Positivamente  no  era 
voz  de  mujer.  Pudo  distinguir  las  palabras  "sacre"  y 
"diable."  La  voz  chillona  pertenecía  a  un  extranjero.  No 
podría  asegurar  si  era  voz  de  hombre  o  de  mujer.  No  pudo 
entender  lo  que  decía,  pero  creía  que  el  idioma  era  el  español. 
El  testigo  describió  el  estado  de  la  habitación  y  de  los  cadá- 
veres conforme  a  nuestros  informes  de  ayer. 

Hejiri  Diival,  uno  de  los  vecinos,  y  platero  de  profesión, 
declara  que  fué  uno  de  los  que  primero  penetraron  en  la  casa. 
Corrobora  en  general  el  testimonio  de  Muset.     Tan  pronto 


El  Crimen  de  la  Rué  Morgue  163 

como  se  forzó  la  entrada,  cerraron  de  nuevo  la  puerta  para 
impedir  el  paso  a  la  multitud  que  se  aglomeraba  a  pesar  de  lo 
avanzado  de  la  hora.  La  voz  chillona  opina  el  testigo  que  era 
de  un  italiano.  Seguramente  no  era  de  francés.  No  podría 
afirmar  que  fuera  voz  de  hombre.  Podía  también  ser  de 
mujer.  No  conocía  el  italiano.  No  pudo  distinguir  las  pala- 
bras, mas  por  la  entonación  estaba  convencido  de  que  quien 
hablaba  era  un  italiano.  Conocía  a  Madame  L.  y  a  su  hija. 
Había  hablado  con  ambas  a  menudo.  Estaba  cierto  de  que 
la  voz  chillona  no  pertenecía  a  ninguna  de  las  víctimas. 

Odenhéimer,  restaurador.  Este  testigo  declaró  espontánea- 
mente. No  sabiendo  hablar  francés,  dio  su  testimonio  por 
medio  de  un  intérprete.  Es  natural  de  Ámsterdam.  Pasaba 
por  la  casa  en  el  momento  de  los  alaridos.  Se  prolongaron 
por  varios  minutos,  quizá  diez.  Eran  largos  y  agudos,  muy 
angustiosos.  Fué  uno  de  los  que  penetraron  en  la  casa. 
Corroboró  el  anterior  testimonio  en  todas  sus  partes,  menos 
una.  Estaba  cierto  de  que  la  voz  chillona  era  de  hombre, 
un  francés.  No  pudo  distinguir  las  palabras  pronunciadas. 
Eran  fuertes  y  rápidas,  desiguales,  aparentemente  lanzadas 
entre  el  temor  y  la  cólera.  La  voz  era  desapacible,  no  tanto 
chillona  como  desapacible.  No  podría  llamarse  voz  chillona. 
La  voz  gruesa  decía  a  menudo  "sacre,"  " diable,"  y  una  vez 
"  mon  Dieu!" 

Jules  Mignaud,  banquero,  de  la  firma  Mignaud  et  Fils, 
rué  de  Loraine.  Es  el  mayor  de  los  Mignaud.  Madame 
L'Espanaye  tenía  algunas  propiedades.  Había  abierto  cuenta 
en  su  casa  de  banca  en  la  primavera  del  año  .  .  .  (ocho 
años  antes).  Hacía  frecuentes  depósitos  de  pequeñas  sumas. 
No  había  girado  hasta  tres  días  antes  de  su  muerte,  que  retiró 
personalmente  cuatro  mil  francos.  Esta  suma  se  pagó  en  oro, 
y  un  empleado  la  trajo  hasta  la  casa. 

Adolphe  Le  Bon,  empleado  de  Mignaud  et  Fils,  declara 
que  el  día  en  cuestión,  a  eso  de  las  doce,  acompañó  a  su  resi- 
dencia a  Madame  L'Espanaye  llevando  los  cuatro  mil  francos 
en  dos  talegos.  Cuando  se  abrió  la  puerta,  apareció  Ma- 
demoiselle  L.,  y  le  recibió  uno  de  los  saquillos  mientras  la 
anciana  tomaba  a  su  cargo  el  otro.     Entonces  él  se  inclinó 


164  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

y  partió.  No  vio  a  nadie  en  la  calle  en  ese  momento.  Es  una 
calle  atravesada,  muy  solitaria. 

fVUliam.  Bird,  sastre,  declara  que  era  uno  de  la  partida  que 
penetró  en  la  casa.  Es  inglés.  Ha  vivido  dos  años  en  París. 
Fué  uno  de  los  primeros  que  subió  la  escalera.  Oyó  las  voces 
que  disputaban.  La  voz  gruesa  era  de  francés.  Pudo  dis- 
tinguir varias  palabras,  pero  no  las  recuerda  todas.  Percibió 
claramente  "sacre,"  y  "  mon  Dieu!"  Hubo  en  aquel  momento 
un  ruido  como  de  lucha  entre  varias  personas,  un  ruido  como 
de  raspar  y  empujar.  La  voz  chillona  era  muy  fuerte,  más 
fuerte  que  la  gruesa.  Seguramente  no  era  voz  de  ningún 
inglés.  Parecía  ser  de  alemán.  Quizá  si  era  voz  de  mujer. 
No  entiende  el  alemán. 

Habiéndose  llamado  por  segunda  vez  a  testificar  a  cuatro  de 
aquellas  personas,  declararon  que  la  puerta  del  aposento  donde 
se  encontró  el  cuerpo  de  Mademoiselle  L.  estaba  cerrada 
por  dentro  cuando  llegó  la  partida.  Todo  estaba  perfecta- 
mente silencioso;  no  había  lamentos  ni  ruidos  de  ninguna 
clase.  Cuando  se  forzó  la  puerta,  no  se  vio  a  nadie.  Las 
ventanas  de  ambos  cuartos,  el  del  fondo  y  el  del  frente,  esta- 
ban cerradas  y  aseguradas  fuertemente  por  dentro.  Una 
puerta  entre  las  dos  habitaciones  estaba  también  cerrada, 
pero  sin  llave.  La  puerta  que  conducía  del  aposento  del 
frente  al  pasadizo  estaba  cerrada,  con  la  llave  por  el  lado  de 
adentro.  Una  pieza  pequeña  en  el  frente  de  la  casa,  en  el 
cuarto  piso,  al  principio  del  pasadizo,  tenía  la  puerta  entrea- 
bierta. Esta  habitación  estaba  llena  de  lechos  viejos,  cajas 
y  trastos  por  el  estilo.  Todo  se  removió  y  examinó  cuidadosa- 
mente. No  quedó  una  pulgada  de  terreno  en  la  casa  que  no 
se  escudriñara  con  la  mayor  minuciosidad.  Las  chimeneas  se 
barrieron  de  arriba  abajo  con  escobas.  El  edificio  constaba 
de  cuatro  pisos  y  el  desván.  Una  puerta  corrediza  en  el 
techo  estaba  sólidamente  enclavada  y  no  parecía  haberse 
abierto  por  varios  años.  El  tiempo  transcurrido  entre  el 
momento  en  que  se  oyeron  las  voces  en  disputa  y  el  de  la 
ruptura  de  la  puerta  del  cuarto  se  fijaba  diversamente  por  los 
testigos.  Unos  lo  estimaban  en  tres  minutos,  mientras  otros  lo 
hacían  llegar  hasta  cinco.     La  puerta  se  abrió  con  dificult  id. 


El  Crimen  de  la  Rué  Morgue  165 

Alfonso  Cardo,  enterrador,  declara  que  reside  en  la  rué 
Morgue.  Es  español.  Fué  uno  de  la  compañía  que  penetró 
en  la  casa.  No  subió  las  escaleras.  Es  nervioso  y  temía 
las  consecuencias  de  una  emoción.  Oyó  las  voces  que  dispu- 
taban. La  voz  gruesa  era  de  francés.  No  pudo  distinguir 
lo  que  decía.  La  voz  chillona  pertenecía  a  un  inglés,  está 
seguro  de  ello.     No  conoce  el  inglés,  pero  juzga  por  el  acento. 

Alberto  Montani,  confitero,  declara  que  se  encontró  entre 
los  primeros  que  subieron  la  escalera.  Oyó  las  voces  en  cues- 
tión. La  voz  gruesa  era  de  un  francés.  Comprendió  varias 
palabras.  El  que  hablaba  parecía  amonestar.  No  pudo 
entender  .ninguna  palabra  de  la  voz  chillona.  Hablaba  de 
manera  rápida  y  desigual.  Cree  que  es  la  voz  de  un  ruso. 
Corrobora  el  testimonio  general.  Es  italiano.  Jamás  ha 
conversado  con  ningún  natural  de  Rusia. 

Varios  testigos  certificaron  en  su  segunda  declaración  que 
las  chimeneas  de  todos  los  aposentos  del  cuarto  piso  eran 
demasiado  estrechas  para  admitir  el  paso  de  un  ser  humano. 
Por  "escobas"  querían  significar  escobillones  cilindricos  como 
los  que  usan  los  desholhnadores.  Estos  escobillones  se  habían 
pasado  de  arriba  abajo  en  todos  los  tubos  de  chimenea  de  la 
casa.  No  hay  pasaje  en  la  parte  de  atrás  por  donde  pudiera 
haber  escapado  el  asesino  mientras  la  gente  subía  las  escaleras. 
El  cuerpo  de  Mademoiselle  L'Espanaye  estaba  tan  sólida- 
mente embutido  en  la  chimenea  que  apenas  lograron  bajarle 
los  esfuerzos  combinados  de  cuatro  o  cinco  personas. 

Paul  Dumas,  médico,  declara  que  fué  llamado  al  amanecer 
para  examinar  los  cuerpos.  Ambos  yacían  sobre  el  cañamazo 
del  lecho  en  el  aposento  donde  fué  encontrada  Mademoiselle 
L.  El  cuerpo  de  la  joven  tenía  muchas  magulladuras  y 
excoriaciones.  La  circunstancia  de  haber  sido  embutido  en 
la  chimenea  bastaría  para  explicar  estas  manifestaciones. 
La  garganta  estaba  horriblemente  lacerada.  Aparecían 
huellas  profundas  de  uñas  precisamente  debajo  de  la  barba, 
y  una  serie  de  placas  lívidas  producidas  a  no  dudarlo  por  la 
impresión  de  los  dedos.  El  rostro  estaba  terriblemente  amo- 
ratado y  los  ojos  salientes  de  sus  órbitas.  La  lengua  veíase 
mordida  en  su  mayor  parte.     Descubrióse  una  gran  contusión 


166  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

en  la  cavidad  del  estómago,  debida  aparentemente  a  la  presión 
de  una  rodilla.  Según  la  opinión  de  M.  Dumas,  Mademoiselle 
L'Espanaye  había  sido  estrangulada  por  una  o  varias  personas 
desconocidas.  El  cadáver  de  la  madre  aparecía  horriblemente 
mutilado.  Los  huesos  de  la  pierna  y  el  brazo  derecho  estaban 
cual  más  cual  menos  destrozados.  La  tibia  izquierda  hecha 
astillas,  lo  mismo  que  las  costillas  del  lado  izquierdo.  Todo 
el  cuerpo  estaba  espantosamente  magullado  y  amoratado. 
No  era  posible  explicarse  cómo  se  habían  inflingido  aquellas 
lesiones.  Quizás  alguna  pesada  clava  de  madera  o  una  barra 
de  hierro,  una  silla,  cualquier  arma  pesada  y  obtusa,  podría 
producir  tales  resultados,  manejada  por  un  hombre  en  extremo 
vigoroso.  Ninguna  mujer  podía  haber  causado  estas  heridas 
con  ninguna  clase  de  arma.  La  cabeza  de  la  víctima  estaba 
enteramente  separada  del  tronco  cuando  la  vio  el  testigo,  y 
mostraba  asimismo  grandes  magulladuras.  La  garganta 
había  sido  cortada  evidentemente  con  algún  instrumento  mu}' 
afilado,  una  navaja  con  toda  probabilidad. 

Alexandre  Etienne,  cirujano,  fué  llamado  a  la  vez  que  M. 
Dumas  para  examinar  los  cuerpos.  Corrobora  el  testimonio 
y  la  opinión  del  primero. 

Nada  nuevo  se  produjo  de  importancia,  aunque  varias 
otros  personas  fueron  interrogadas.  Jamás  se  había  cometido 
en  París  asesinato  tan  misterioso,  si  de  asesinato  se  trata, 
en  verdad,  en  este  caso.  La  policia  está  completamente  deso- 
rientada, lo  cual  es  muy  raro  en  asuntos  de  esta  naturaleza. 
No  existe,  sin  embargo,  la  menor  huella. 

La  edición  de  la  tarde  del  mismo  periódico  decía 
que  el  quartier  Saint-Roch  continuaba  en  gran  exci- 
tación, que  la  propiedad  había  sido  cuidadosamente 
registrada  y  que  se  habían  llevado  a  cabo  nuevos 
interrogatorios,  pero  sin  ningiín  éxito.  Una  nota 
de  última  hora  manifestaba,  sin  embargo,  que 
Adolphe  Le  Bon  quedaba  detenido  aun  cuando 
nada  aparecía  en  contra  suya  más  allá  de  los 
hechos  mencionados. 


El  Crimen  de  la  Rué  Morgue  167 

Dupín  se  mostraba  singularmente  interesado  en 
el  desenvolvimiento  de  este  proceso,  a  lo  que  podía 
yo  traslucir  por  su  actitud,  porque  no  hacía  comen- 
tario alguno.  Solamente  después  de  la  noticia  de 
la  prisión  de  Le  Bon  inquirió  mi  opinión  con  res- 
pecto de  los  asesinatos. 

Sólo  pude  convenir  con  todo  París  en  conside- 
rarlos un  misterio  insoluble.  No  veía  medio  por 
el  cual  pudiera  descubrirse  al  asesino. 

— No  debemos  juzgar  de  los  medios  por  este 
interrogatorio  superficial, —  dijo  Dupín.  — La  po- 
licía de  París,  tan  renombrada  por  su  perspicacia, 
es  astuta,  pero  nada  más.  No  hay  método  en  sus 
procedimientos,  salvo  el  método  del  primer  mo- 
mento. Hace  gala  de  grandes  disposiciones;  pero 
con  mucha  frecuencia  se  adaptan  tan  mal  al  objeto, 
que  nos  hace  recordar  a  Monsieur  Jordain  pidiendo 
su  robe-de-chambre,  pour  mieux  entendre  la  musique. 
Los  resultados  obtenidos  son  admirables  a  menudo, 
pero  se  deben  en  su  mayor  parte  a  simple  diligencia 
y  actividad.  Cuando  estas  cualidades  no  tienen 
aplicación,  sus  planes  fracasan  seguramente.  Vi- 
docq,  por  ejemplo,  tenía  buen  golpe  de  vista  y  era 
perseverante.  Pero,  careciendo  de  la  educación 
del  raciocinio,  erraba  continuamente  por  la  misma 
intensidad  de  sus  investigaciones.  Disminuía  su 
poder  visual  por  colocar  el  objeto  demasiado  cerca 
de  sus  ojos.  Podía  discernir  quizá  uno  o  dos 
puntos  con  extraordinaria  claridad,  pero  al  dedi- 
carse a  ellos  especialmente,  perdía  de  vista  el  tema 
en  conjunto.  Así  sucede  con  las  cosas  demasiado 
profundas.     Y  la  verdad  no  se  halla  siempre  en  el 


168  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

pozo.  En  efecto,  por  cuanto  de  la  experiencia  se 
desprende,  creo,  por  el  contrario,  que  se  encuentra 
invariablemente  en  la  superficie.  La  profundidad 
reside  en  los  valles  donde  nosotros  la  suponemos, 
y  no  en  la  cima  de  las  montañas  donde  la  verdad  se 
encuentra.  La  forma  y  el  origen  de  errores  de 
esta  clase  se  concibe  perfectamente  comparándola 
a  la  contemplación  de  los  cuerpos  celestes.  Mirar 
una  estrella  con  rápida  ojeada,  examinarla  en 
sentido  lateral  volviendo  en  aquella  dirección  la 
porción  exterior  de  la  retina  más  susceptible  que 
la  parte  interior  a  las  impresiones  débiles  de  luz, 
es  contemplar  la  estrella  distintamente,  apreciar 
mejor  su  brillo,  brillo  que  se  opaca  justamente  en 
proporción  cuando  dirigimos  de  lleno  las  miradas 
sobre  el  astro.  Mayor  número  de  rayos  hiere  la 
vista  en  este  caso;  pero  en  el  primero  hay  capaci- 
dad más  refinada  de  comprensión.  Por  causa  de 
profundidad  innecesaria  debilitamos  y  ponemos 
en  perplejidad  nuestra  mente;  siendo  posible, 
a  la  verdad,  que  la  misma  Venus  llegue  a  desvane- 
cerse en  el  firmamento  como  resultado  de  un  escru- 
tinio demasiado  sostenido,  demasiado  concentrado 
o  demasiado  directo. 

Tratándose  de  estos  asesinatos,  interroguémo- 
nos  nosotros  mismos  antes  de  formarnos  ninguna 
opinión.  Una  investigación  del  asunto  nos  servirá 
de  distracción — (yo  pensé  que  esta  expresión, 
aplicada  así,  resultaba  muy  curiosa), — y  además 
Le  Bon  me  hizo  un  servicio  en  cierta  ocasión  por 
el  cual  le  estoy  agradecido.  Iremos  a  ver  la  casa 
con  nuestros   propios   ojos.     Conozco   a   G , 


El  Crimen  de  la  Rué  Morgue  169 

el  prefecto  de  policía,  y  no  tendremos  dificultad 
para  obtener  el  permiso. — . 

Obtenida  la  autorización,  nos  encaminamos  in- 
mediatamente a  la  rué  Morgue.  Es  una  de  las 
callejuelas  miserables  que  se  encuentran  entre 
la  rué  Richelieu  y  la  rué  Saint-Roch.  Era  tarde 
cuando  llegamos,  pues  este  barrio  está  situado  a 
gran  distancia  del  que  nosotros  habitábamos. 
Encontramos  la  casa  con  facilidad,  porque  todavía 
contemplaban  muchas  personas  con  inútil  curiosi- 
dad las  cerradas  persianas  desde  el  lado  opuesto 
de  la  calle.  Era  una  de  aquellas  ordinarias  casas 
parisienses,  con  su  vestíbulo,  en  uno  de  cuyos  cos- 
tados veíase  la  garita  de  cristales  con  tablero 
corredizo  en  la  ventanilla  indicando  la  loge  du 
concierge.  Antes  de  entrar  seguimos  la  calle 
hacia  arriba,  dimos  vuelta  a  una  callejuela,  y  luego 
de  regreso  pasamos  por  la  espalda  del  edificio. 
Dupín  examinaba  entretanto  los  alrededores  a  la 
par  que  la  casa  con  atención  minuciosa,  a  la  cual 
no  encontraba  yo  el  objeto. 

Volviendo  sobre  nuestros  pasos,  nos  encontramos 
al  frente  del  edificio;  llamamos  y,  después  de  mos- 
trar nuestras  credenciales,  fuimos  admitidos  por 
los  agentes  de  guardia.  Subimos  al  aposento  don- 
de se  había  encontrado  el  cuerpo  de  Mademoiselle 
L'Espanaye,  y  donde  todavía  yacían  las  víctimas. 
Como  de  costumbre,  habíase  dejado  subsistir  el 
desorden  de  la  habitación.  No  vi  nada  más  allá 
de  lo  que  indicaba  la  Gazette  des  Tribunaux. 
Dupín  lo  escudriñaba  todo,  sin  exceptuar  los  cuer- 
pos de  las  víctimas.    Pasamos  en  seguida  a  las  otras 


170  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

piezas  V  al  patio,  acompañados  de  un  gendarme 
por  todas  partes.  Esta  pesquisa  nos  ocupó  hasta  el 
obscurecer,  hora  en  que  nos  retiramos.  De  regreso 
a  nuestro  domicilio,  mi  compañero  se  detuvo  un 
momento  en  las  oficinas  de  uno  de  los  diarios. 

He  dicho  que  mi  amigo  tenía  múltiples  geniali- 
dades, y  que  je  les  ménageais — esta  frase  no  tiene 
equivalente  en  inglés.  Por  ahora  su  capricho 
consistía  en  declinar  todo  tema  de  conversación 
sobre  el  asesino  hasta  las  doce  del  día  siguiente. 
De  súbito  me  preguntó  si  había  observado  algo 
peculiar  en  el  sitio  de  aquellas  atrocidades. 

Su  manera  de  recalcar  la  palabra  "peculiar" 
me  hizo  estremecer  sin  saber  por  qué. 

— ^No;  nada  -peculiar^ —  respondí;  — nada  más, 
por  lo  menos,  de  lo  que  ambos  leímos  en  el  periódico. 

— La  Gazette, —  replicó,  — no  ha  penetrado,  me 
figuro,  todo  el  horror  de  la  cosa.  Mas  descartad 
la  vana  opinión  del  periódico.  Me  parece  que  se 
considera  insoluble  este  misterio  por  la  misma 
razón  que  debía  hacer  que  se  le  juzgue  de  fácil 
solución.  Me  refiero  al  carácter  outré  que  le 
distingue.  La  policía  está  confundida  por  la 
aparente  ausencia  de  motivo;  no  por  el  asesinato 
en  sí  mismo,  sino  por  la  atrocidad  de  este  asesinato. 
Están  confundidos  también  por  la  aparente  imposi- 
bilidad de  conciliar  las  voces  oídas  en  la  discusión 
con  el  hecho  de  que  a  nadie  encontraron  arriba 
sino  el  cadáver  de  Mademoiselle  L'Espanaye, 
y  que  no  hubiera  forma  de  salida  sin  que  pudiera 
notarlo  la  gente  que  subía.  El  desorden  salvaje 
de   la   habitación;   el   cadáver   embutido   cabeza 


El  Crimen  de  la  Rué  Morgue  171 

abajo  en  la  chimenea;  la  espantosa  mutilación  del 
cuerpo  de  la  anciana;  todas  estas  consideraciones 
ya  mencionadas,  y  otras  que  no  necesito  mencio- 
nar, han  sido  suficientes  para  paralizar  la  potencia 
policiaca,  para  desorientar  completamente  la 
famosa  penetración  de  los  agentes  del  gobierno. 
Han  caído  en  el  grosero  y  común  error  de  confundir 
lo  inusitado  con  lo  abstruso.  Mas,  por  esta  misma 
desviación  del  plano  ordinario,  la  razón  descubre 
un  camino,  si  le  hay,  en  su  persecución  de  la  verdad. 
En  investigaciones  de  naturaleza  tal  como  las  que 
ahora  perseguimos,  no  debe  uno  preguntarse 
¿qué  ha  pasado?  sino  ¿qué  ha  pasado  que  antes  no 
había  sucedido?  En  efecto,  la  facilidad  con  que 
llegaré,  o  he  llegado  ya,  mejor  dicho,  a  la  solución 
del  misterio,  está  en  razón  directa  de  su  insolu- 
bilidad a  los  ojos  de  la  policía. — 

Miré  de  hito  en  hito  a  mi  amigo,  con  mudo  estu- 
por. 

— Estoy  aguardando, —  continuó,  lanzando  una 
ojeada  a  la  puerta  de  nuestro  departamento, 
— estoy  aguardando  a  una  persona  que  debe  haber 
estado  complicada  en  la  perpetración  de  esta  car- 
nicería aun  cuando  no  haya  sido  precisamente  el 
asesino.  Es  inocente,  según  toda  probabilidad, 
de  la  parte  más  grave  de  los  crímenes  cometidos. 
Confío  en  que  mis  deducciones  sean  exactas;  por- 
que allí  he  fundado  la  esperanza  de  conocer  el  enig- 
ma por  completo.  Espero  a  mi  hombre  aquí,  en 
este  cuarto,  en  cualquier  momento.  Es  posible 
que  no  venga;  pero  todas  las  probabilidades 
están  a  favor  de  su  venida.     Si  llega,  será  preciso 


172  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

detenerle.  He  aquí  pistolas;  ambos  sabremos  ma- 
nejarlas si  la  ocasión  lo  demanda. — 

Cogí  las  pistolas  sin  saber  casi  lo  que  hacía, 
y  sin  dar  crédito  a  mis  oídos,  mientras  Dupín 
proseguía  como  en  un  soliloquio.  He  hablado 
de  su  manera  abstraída  en  tales  ocasiones.  Su 
discurso  se  dirigía  a  mí;  pero  su  voz,  aun  cuando 
no  era  alta,  tenía  la  entonación  empleada  general- 
mente cuando  se  habla  con  alguna  persona  a  gran 
distancia.  Sus  ojos,  de  expresión  vaga,  fijábanse 
únicamente  en  el  muro. 

— ^Aquello  de  que  las  voces  que  disputaban, — 
decía,  — oídas  por  la  gente  que  subía  las  escaleras, 
no  eran  voces  de  mujer,  está  ampliamente  com- 
probado por  la  evidencia.  Esto  descarta  la  duda 
de  que  la  vieja  señora  hubiera  asesinado  primero 
a  su  hija  para  suicidarse  después.  Hablo  de  esto 
solamente  para  proceder  con  método;  porque  la 
fuerza  de  Madame  L'Espanaye  jamás  habría 
podido  llevar  a  cabo  la  tarea  de  encajar  el  cuerpo 
de  su  hija  en  la  chimenea,  como  fué  encontrado; 
y  la  naturaleza  de  las  heridas  en  su  propio  cuerpo 
excluye  toda  idea  de  atentado  contra  sí  misma. 
Luego,  ha  sido  cometido  el  asesinato  por  tercera 
persona;  y  la  voz  de  aquella  o  aquellas  personas,  es 
la  que  se  oía  en  la  discusión.  Permitidme  ahora 
hacer  notar,  no  precisamente  las  declaraciones 
respecto  de  aquellas  voces,  sino  lo  que  había  de 
peculiar  en  aquellas  declaraciones.  ¿Observasteis 
en  ello  algo  de  peculiar? — 

Insinué  que,  en  tanto  que  todos  los  testigos 
estaban  acordes  en  calificar  la  voz  gruesa  como 


El  Crimen  de  la  Rué  Morgue  173 

perteneciente  a  un  francés,  había  gran  diferencia 
de  opiniones  acerca  de  la  voz  chillona  o  desapaci- 
ble, como  la  definió  uno  de  los  testigos. 

— Esto  es  la  evidencia  en  sí  misma, —  dijo  Dupín, 
— pero  no  es  aún  la  peculiaridad  de  la  misma  evi- 
dencia. No  habéis  observado  nada  de  particular. 
Y,  sin  embargo,  había  algo  digno  de  ser  observado. 
Los  testigos,  como  habéis  notado,  estaban  de 
acuerdo  acerca  de  la  voz  gruesa:  su  testimonio  ha 
sido  unánime.  Pero  con  respecto  a  la  voz  chillona, 
la  peculiaridad  consiste,  no  en  que  estuvieran  en 
desacuerdo,  sino  en  que  cuando  trataron  de  des- 
cribirla un  itaUano,  un  inglés,  un  español,  un 
holandés  y  un  francés,  cada  uno  de  ellos  la  juzgó 
perteneciente  a  un  extranjero.  Todos  estaban 
seguros  de  que  no  era  la  voz  de  un  compatriota. 
Todos  la  comparan  a  la  voz  de  un  individuo  que 
se  expresara  en  idioma  desconocido.  El  francés 
supone  que  es  un  español  y  "hasta  podría  haber 
distinguido  algunas  palabras  si  supiera  español.^* 
El  holandés  asegura  que  era  la  voz  de  un  francés; 
pero  encontramos  que,  "no  sabiendo  francés  el  tes- 
tigo fué  interrogado  por  medio  de  Í7itérprete."  El 
inglés  opina  que  "era  voz  de  alemán,"  y  no  conoce 
el  alemán.  El  español  "está  seguro"  de  que  era 
un  inglés,  pero  "juzga  por  el  acento"  también, 
^' pues  no  sabe  inglés.''  El  italiano  cree  que  es 
la  voz  de  un  ruso,  pero  ^' jamás  ha  hablado  con 
ningún  ruso.'"  Más  aún;  otro  francés  difiere  de 
opinión  con  el  primero  y  está  seguro  de  que  la 
voz  era  de  italiano,  pero,  "jío  conociendo  este  idio- 
ma, deduce  por  el  acento,  lo  mismo  que  el  español.'* 


174  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

Ahora  bien;  ¿qué  voz  tan  singularmente  extraña 
es  ésta,  que  provoca  declaraciones  tan  contradic- 
torias? ¿En  qué  acentos  se  expresaba,  para  que 
naturales  de  las  cinco  principales  divisiones  de 
Europa  no  pudieran  percibir  nada  familiar  a  sus 
oídos  ?  Diréis  que  podía  ser  la  voz  de  un  asiático 
o  de  un  africano.  Ni  africanos  ni  asiáticos  abun- 
dan en  París;  mas,  sin  negar  esta  posibilidad, 
llamaré  solamente  vuestra  atención  a  tres  puntos. 
Uno  califica  la  voz  de  desapacible  más  bien  que 
chillona.  Otros  dos  la  definen  como  "rápida  y 
desigual."  Ninguna  palabra,  ningún  sonido  seme- 
jando palabras  ha  podido  discernirse  ni  ha  sido 
mencionado  por  los  testigos. 

— Yo  no  sé, — continuó  Dupín, — qué  clase  de  im- 
presión he  logrado  llevar  a  vuestra  mente;  pero 
no  vacilo  en  decir  que  las  deducciones  legítimas 
de  esta  parte  tan  sólo  del  testimonio,  con  referencia 
a  la  voz  gruesa  y  a  la  voz  chillona,  bastan  por  sí 
mismas  para  engendrar  la  sospecha  que  debe  en- 
caminar el  proceso  de  la  investigación  del  misterio. 
Digo  "deducciones  legítimas,"  pero  mi  idea  no 
queda  así  del  todo  definida.  Intento  expresar  con 
ello  que  estas  deducciones  son  las  únicas  razona- 
bles, y  que  la  sospecha  se  levanta  inevitablemente 
como  simple  resultado.  No  manifestaré  aún 
esta  sospecha.  Sólo  deseo  que  comprendáis  que 
en  mi  mente  ha  tenido  fuerza  suficiente  para  dar 
forma  definida,  cierto  giro  particular,  a  mis 
investigaciones  en  el  aposento. 

Transportémonos  ahora  con  la  imaginación 
a   dicho   aposento.     ¿Qué   debemos   buscar   ante 


El  Crimen  de  la  Rué  Morgue  175 

todo  allí?  El  medio  de  salida  empleado  por  los 
asesinos.  No  es  mucho  aventurar  si  aseguramos 
que  ninguno  de  nosotros  cree  en  acontecimientos 
sobrenaturales.  Madame  y  Mademoiselle  L'Es- 
panaye  no  habían  sido  asesinadas  por  espíritus. 
Los  malhechores  eran  de  carne  y  hueso,  y  escapa- 
ron como  seres  de  carne  y  hueso.  ¿Cómo,  en- 
tonces? Afortunadamente  sólo  hay  un  modo  de 
dilucidar  el  punto,  y  este  modo  tiene  que  llevarnos 
a  conclusiones  definidas.  Examinemos,  uno  por 
uno,  los  medios  posibles  de  salida.  Es  evidente  que 
los  asesinos  estaban  en  el  aposento  en  que  se  en- 
contró a  Mademoiselle  L'Espanaye,  o  al  menos  en 
el  cuarto  contiguo,  cuando  el  grupo  de  gente  subía 
las  escaleras.  Entonces,  sólo  tenemos  que  buscar 
las  salidas  de  ambas  habitaciones.  La  policía 
ha  sondeado  los  pisos,  los  techos  y  la  obra  de  alba- 
ñilería  de  los  muros  en  todas  direcciones.  No  era 
posible  que  escapase  a  su  vigilancia  ninguna  salida 
oculta.  Pero  no  confiando  en  sus  ojos,  examiné 
con  los  míos  propios.  No  existían  salidas  secretas. 
Las  dos  puertas  que  daban  acceso  a  los  cuartos  por 
el  pasadizo  estaban  cerradas  con  llave  y  tenían  la 
llave  por  dentro.  Volvamos  a  las  chimeneas. 
Estas,  aunque  de  anchura  ordinaria  en  los  pri- 
meros ocho  o  diez  pies  sobre  el  hogar,  no  admitirían 
hasta  la  salida  ni  siquiera  el  paso  de  un  gato  grande. 
Siendo  absoluta  la  imposibilidad  de  salida  por  los 
medios  indicados,  quedamos  reducidos  a  las  venta- 
nas. Por  las  del  cuarto  del  frente,  nadie  podría 
haber  escapado  sin  ser  visto  de  la  multitud  esta- 
cionada en  la  calle.     Los  asesinos  tienen  entonces 


176  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

que  haber  pasado  por  las  ventanas  de  la  pieza 
interior.  Llegados  a  esta  conclusión  de  manera 
inequívoca,  no  nos  conviene  como  razonadores 
descuidar  una  serie  de  imposibilidades  aparentes. 
Debemos  probar  únicamente  que  estas  aparentes 
"imposibilidades"  en  realidad  no  son  tales. 

Hay  dos  ventanas  en  la  habitación.  Una  de 
ellas  está  completamente  libre  de  muebles  y  del 
todo  visible.  La  parte  inferior  de  la  otra  queda 
oculta  por  la  cabecera  de  la  pesada  cuja  colocada 
exactamente  en  aquella  dirección.  La  primera 
ventana  se  encontró  firmemente  asegurada  por 
dentro.  Resistió  todo  el  empuje  de  los  que  trataron 
de  levantarla.  Habíase  abierto  con  barreno  un 
gran  hueco  a  la  izquierda  del  marco,  y  un  grueso 
clavo  estaba  profundamente  incrustado  allí  casi 
hasta  la  cabeza.  Examinando  la  otra  ventana,  se 
encontró  incrustado  un  clavo  semejante;  y  fracasó 
del  mismo  modo  una  vigorosa  tentativa  para  lev- 
antar el  bastidor.  La  policía  quedó  completamente 
satisfecha  de  que  la  escapatoria  no  había  tenido 
lugar  por  aquel  lado.  Y,  en  consecuencia,  se 
juzgó  inútil  retirar  los  clavos  y  abrir  las  ventanas. 

Mi  pesquisa  particular  fué  más  minuciosa  por 
la  razón  a  que  antes  he  aludido;  porque  yo  sabía 
que  aquél  era  el  punto  en  que  debía  probarse  que 
la  imposibilidad  aparente  no  existía  en  realidad. 
Comencé  a  deducirlo  así  a  posteriori.  Los  asesinos 
habían  escapado  indudablemente  por  una  de 
aquellas  ventanas.  Siendo  así,  no  era  posible 
que  aseguraran  por  dentro  los  bastidores  en  la 
forma  en  que  se  encontraron:  consideración  que, 


El  Crimen  de  la  Rué  Morgue  177 

en  razón  de  ser  tan  obvia,  detuvo  las  pesquisas  de 
la  policía  en  este  terreno.  Y  sin  embargo,  los 
bastidores  estaban  asegurados.  De  consiguiente, 
debían  tener  la  facultad  de  cerrarse  por  sí  mismos. 
No  había  forma  de  evadir  esta  conclusión.  Me 
dirigí  a  la  ventana  libre,  extraje  el  clavo  con  cierta 
dificultad,  y  procuré  levantar  el  bastidor.  Resis- 
tió todos  mis  esfuerzos  como  yo  me  lo  esperaba. 
Debía  existir  un  resorte  oculto,  estaba  seguro  aho- 
ra; y  esta  comprobación  de  mis  deducciones  me 
convenció  de  que  mi  raciocinio  era  correcto,  aun 
cuando  todavía  existieran  circunstancias  misterio- 
sas con  relación  a  los  clavos.  Una  pesquisa 
minuciosa  hízome  descubrir  el  resorte  oculto.  Opri- 
mílo,  y  satisfecho  con  mi  descubrimiento,  me 
abstuve  de  levantar  el  bastidor. 

Coloqué  nuevamente  el  clavo  en  su  sitio  y  me 
dediqué  a  observarlo  con  atención.  Una  persona 
que  pasara  a  través  de  esta  ventana  podía  haberla 
cerrado  de  nuevo  haciendo  jugar  el  resorte;  pero 
no  era  posible  volver  a  colocar  el  clavo  en  su  sitio. 
El  resultado  era  claro  y  estrechaba  de  nuevo  el 
campo  de  investigación.  Los  asesinos  debían 
haber  escapado  por  la  otra  ventana.  Suponiendo, 
en  tal  caso,  que  el  resorte  de  los  bastidores  funcio- 
nara de  igual  modo,  como  era  probable,  debía 
existir  alguna  diferencia  entre  los  clavos  o,  por 
lo  menos,  en  la  manera  de  colocarlos.  Encara- 
mándome en  el  cañamazo  del  lecho,  miré  atenta- 
mente por  encima  de  la  cabecera  la  segunda 
ventana.  Pasando  la  mano  por  detrás,  descubrí 
pronto  y  oprimí  el  resorte  que,  como  lo  había 


178  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

juzgado  de  antemano,  era  enteramente  igual 
a  su  compañero.  Busqué  entonces  el  clavo. 
Era  tan  grueso  como  el  otro  y  encajaba  apa- 
rentemente de  la  misma  manera,  hundido  hasta  la 
cabeza. 

Diréis  que  estaba  confundido;  pero  si  lo  creéis 
así  habéis  equivocado  la  naturaleza  de  mis  induc- 
ciones. Usando  una  frase  de  cazador,  diré  que 
no  había  "fallado"  una  sola  vez.  Ni  un  momento 
había  perdido  el  rastro.  No  había  grietas  en 
ningún  eslabón  de  la  cadena.  Había  seguido 
la  pista  al  secreto  hasta  su  resultado  final;  y  este 
resultado  era  el  clavo.  Tenía  en  todo  sentido, 
he  dicho,  la  misma  apariencia  que  su  compañero 
de  la  otra  ventana;  pero  esta  circunstancia  era 
nula  en  absoluto,  por  concluyente  que  pudiera 
parecer,  al  compararse  con  la  certidumbre  de  que 
allí,  en  aquel  punto,  desaparecían  las  huellas. 
Debe  haber  algo  raro  en  el  clavo,  pensé.  Lo 
palpé;  y  la  cabeza,  con  cerca  de  una  pulgada  de 
punta  quedó  entre  mis  manos.  El  resto  continua- 
ba en  el  agujero,  donde  se  había  roto.  La  fractura 
era  antigua,  porque  el  borde  estaba  cubierto  de 
orín,  y  procedía  evidentemente  de  algún  martillazo 
que  introdujo  a  medias  la  cabeza  en  el  borde  su- 
perior de  la  parte  baja  del  bastidor.  Coloqué  de 
nuevo  cuidadosamente  esta  cabeza  en  el  hueco 
de  donde  la  había  cogido,  y  su  semejanza  con  un 
clavo  perfecto  era  completa;  la  rotura  quedaba 
invisible.  Oprimiendo  el  resorte,  levanté  suave- 
mente el  bastidor  algunas  pulgadas;  la  cabeza  se 
alzó  con  el  marco  continuando  segura  en  su  puesto. 


El  Crimen  de  la  Rué  Morgue  179 

Cerré  la  ventana,  y  la  apariencia  del  clavo  resul- 
taba otra  vez  perfecta. 

Así,  el  enigma  estaba  resuelto.  El  asesino 
había  escapado  por  la  ventana  que  daba  sobre  el 
lecho.  Cayendo  espontáneamente  en  su  sitio,  o 
cerrada  quizás  a  propósito,  quedó  asegurada  por 
el  resorte;  y  la  firmeza  del  resorte  produjo  el  error 
de  la  policía  que  juzgó  provenía  del  clavo  la  resis- 
tencia, considerando  innecesario  pesquisas  ulte- 
riores. 

El  problema  siguiente  era  la  forma  de  descenso. 
Sobre  este  punto  me  encontraba  ya  satisfecho 
desde  nuestro  paseo  alrededor  del  edificio.  A 
cinco  pies  y  medio  más  o  menos  de  la  ventana  en 
cuestión  se  eleva  un  pararrayos.  Desde  este 
poste  habría  sido  difícil  para  cualquiera  alcanzar 
la  ventana,  no  digo  entrar.  Observé,  sin  em- 
bargo, que  las  persianas  del  cuarto  piso  eran  de 
aquella  clase  particular  que  los  carpinteros  pari- 
sienses llaman  ferradesy  forma  muy  poco  usada 
en  la  actualidad,  pero  que  se  ve  con  frecuencia  en 
las  casas  antiguas  de  Lión  y  de  Burdeos.  Son 
semejantes  a  una  puerta  ordinaria  de  una  sola 
hoja,  excepto  en  su  mitad  superior  hecha  en  forma 
de  celosía,  o  labrada  a  manera  de  enrejado;  ofre- 
ciendo así  excelente  apoyo  para  los  manos.  En 
esta  casa  las  persianas  tienen  muy  bien  tres  pies  y 
medio  de  anchura.  Cuando  las  divisé  desde  la 
parte  trasera  del  edificio,  estaban  ambas  abiertas 
hasta  la  mitad,  es  decir,  formando  ángulo  recto 
con  el  muro.  Es  probable  que  la  policía  haya  exa- 
minado como  yo  la  espalda  de  la  casa;  pero  de  ser 


180  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

así,  no  advirtió  la  gran  anchura  de  las  persianas, 
o  no  le  prestó  por  lo  menos  la  debida  consideración. 
En  efecto,  persuadidos  de  que  no  había  salida 
de  este  lado,  naturalmente  descuidaron  examen 
más  minucioso.  Era  claro  para  mí,  sin  embargo, 
que  la  persiana  correspondiente  a  la  ventana  situa- 
da a  la  cabecera  del  lecho  llegaría  a  cerca  de  dos 
pies  de  distancia  del  pararrayos,  si  se  dejaba 
caer  por  completo  sobre  el  muro.  Era  también 
evidente  que  poniendo  en  juego  un  grado  extraor- 
dinario de  vigor  y  de  audacia,  podía  efectuarse 
la  entrada  por  la  ventana  escalando  el  pararrayos. 
Una  vez  llegado  a  la  distancia  de  dos  pies  y  medio 
(suponiendo  que  la  persiana  estuviera  abierta  en 
toda  su  extensión),  podía  encontrar  el  ladrón 
sólido  apoyo  en  el  enrejado.  Demos  pues  por 
sentado  que  escaló  el  poste  afirmando  los  pies 
contra  el  muro,  y  que  lanzándose  de  allí  intrépida- 
mente hizo  oscilar  la  persiana  en  forma  de  cerrarla; 
y  suponiendo  que  la  ventana  estuviese  abierta, 
pudo  deslizarse  él  mismo  dentro  de  la  habitación. 

Deseo  que  tengáis  especialmente  presente  que 
me  refiero  a  un  grado  extraordinario  de  vigor  como 
requisito  esencial  para  el  éxito  de  hazaña  tan  difícil 
y  arriesgada.  Mi  designio  es  demostrar,  primero, 
que  la  cosa  era  realizable;  pero  segunda  y  principal- 
mente, necesito  impresionar  vuestra  mente  con 
el  carácter  extraordinario,  casi  sobrenatural,  de  la 
agilidad  que  era  capaz  de  llevarla  a  cabo. 

Diréis  indudablemente,  usando  lenguaje  le- 
gista, que  para  hacer  comprensible  el  caso,  de- 
bería más  bien  disminuir  que  acrecer  la  apreciación 


El  Crimen  de  la  Rué  Morgue  181 

de  la  fuerza  necesaria  para  ejecutarlo.  Este 
puede  ser  el  método  legista,  pero  no  es  el  del 
raciocinio.  Mi  objeto  final  es  descubrir  la  verdad. 
Mi  propósito  inmediato,  conduciros  a  poner  de 
acuerdo  aquel  vigor  extraordinario  a  que  acabo  de 
referirme,  con  la  voz  chillona,  desapacible  y 
desigual  sobre  cuya  nacionalidad  no  han  podido 
convenir  siquiera  dos  personas,  y  en  cuya  enuncia- 
ción no  ha  podido  discernirse  silabeo  alguno. — 

A  estas  palabras  cierta  vaga  e  informe  concep- 
ción de  la  idea  de  Dupín  revoloteó  en  mi  mente. 
Parecíame  encontrarme  al  borde  de  la  comprensión, 
como  sucede  a  veces  que  nos  sentimos  al  mismo 
borde  del  recuerdo  sin  llegar  al  fin  a  dar  forma  a 
las  reminiscencias.     Mi  amigo  continuó: 

— Observaréis, —  dijo, — que  he  tratado  el  asunto 
desde  la  manera  de  salida  hasta  la  de  acceso.  Mi 
intención  era  sugerir  que  ambos  se  habían  efec- 
tuado de  igual  forma  y  por  el  mismo  punto.  Vol- 
vamos ahora  al  interior  del  aposento.  Observe- 
mos aquí  el  aspecto  de  la  decoración.  Los  cajones 
del  tocador,  dicen,  habían  sido  saqueados,  aunque 
muchos  artículos  de  adorno  quedaban  todavía  allí. 
Esta  conclusión  es  absurda.  Es  simplemente 
una  proposición  bastante  necia  y  nada  más. 
¿Cómo  podían  saber  que  los  objetos  encontrados 
en  los  cajones  no  eran  todos  los  que  allí  se  hallaban 
de  ordinario?  Madame  L'Espanaye  y  su  hija 
llevaban  una  vida  muy  retirada,  no  recibían  visi- 
tas, salían  rara  vez,  tenían  en  suma  poca  oportuni- 
dad para  muchos  cambios  de  atavío.  Los  objetos 
que  se  encontraron  eran,  por  lo  menos,  de  tan  buena 


182  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

calidad  como  los  demás  que  usaban  aquellas  se- 
ñoras. Si  el  ladrón  hubiera  cogido  alguno,  ¿por 
qué  no  había  de  tomarlos  todos?  En  una  palabra, 
¿por  qué  abandonar  cuatro  mil  francos  en  oro 
para  embarazarse  con  un  paquete  de  trapos? 
El  oro  se  había  abandonado.  Casi  toda  la  suma 
indicada  por  Monsieur  Mignaud,  el  banquero,  fué 
encontrada  en  talegos  en  el  suelo.  Quiero,  por 
consiguiente,  que  descartéis  la  disparatada  idea 
de  motivo  engendrada  en  el  cerebro  de  la  policía  por 
aquella  parte  del  testimonio  que  habla  de  dinero 
entregado  a  las  puertas  de  la  casa.  Coincidencias 
diez  veces  más  notables  que  la  entrega  del 
dinero  y  el  asesinato  cometido  dentro  del  tercer 
día,  suceden  en  todos  los  momentos  de  nuestra 
vida,  sin  llamar  la  atención  siquiera  sea  superficial- 
mente. Las  coincidencias  representan  en  general 
grandes  tropiezos  en  la  vía  de  aquellos  pensadores 
que  no  están  acostumbrados  a  sondear  la  teoría 
de  las  probabilidades,  teoría  a  que  se  deben  los 
resultados  más  gloriosos  de  la  investigación  hu- 
mana para  mayor  gloria  de  la  ilustración.  En  el 
caso  actual,  si  el  oro  hubiese  desaparecido,  el 
hecho  de  haberse  entregado  tres  días  antes  habría 
sido  algo  más  que  coincidencia.  Habría  corrobo- 
rado la  idea  del  motivo.  Mas,  bajo  las  verdaderas 
circunstancias,  si  creemos  que  el  oro  fué  la  causa 
del  crimen,  tendríamos  que  juzgar  al  criminal  tan 
idiota  e  incapaz  como  para  abandonar  a  la  vez  su 
oro  y  su  motivo. 

Conservando   ahora    cuidadosamente    en    mira 
los   puntos   hacia   los  cuales   he  dirigido  vuestra 


El  Crimen  de  la  Rué  Morgue  183 

atención:  aquella  voz  peculiar,  aquella  extraordi- 
naria agilidad  y  la  chocante  ausencia  de  motivo 
en  un  crimen  tan  singularmente  atroz,  demos 
una  ojeada  al  asesinato  en  sí  mismo.  Tenemos 
aquí  una  mujer  estrangulada  por  la  fuerza  de  las 
manos  y  encajada  cabeza  abajo  en  una  chimenea. 
Los  asesinos  no  emplean  ordinariamente  tales 
medios.  Y  menos  aún,  disponen  de  los  cadáveres 
en*_^semejante  forma.  Convendréis  conmigo  en 
que  había  algo  excesivamente  outréy  algo  irrecon- 
ciHable  completamente  con  las  nociones  comunes 
del  impulso  humano  en  la  manera  de  arrojar  este 
cuerpo  por  la  chimenea,  aun  cuando  queramos 
suponer  al  autor  el  más  depravado  de  los  hombres. 
Pensad  asimismo  jcuán  enorme  debe  haber  sido 
la  fuerza  capaz  de  empujar  hacia  arriba  el  cadáver 
en  cavidad  tan  estrecha  que  apenas  fué  suficiente 
el  esfuerzo  reunido  de  varios  hombres  para  arras- 
trarlo hacia  abajo  ! 

Volvamos  luego  a  las  otras  manifestaciones  de 
este  vigor  maravilloso.  Había  en  el  hogar  made- 
jas, gruesas  madejas,  de  grises  cabellos  humanos 
arrancados  de  raíz.  Conocéis  la  fuerza  enorme 
que  requiere  arrancar  juntas  siquiera  veinte  o 
treinta  hebras  de  pelo.  Visteis,  lo  mismo  que  yo, 
las  madejas  a  que  se  alude.  Las  raíces  (¡repug- 
nante espectáculo!)  estaban  adheridas  a  frag- 
mentos de  piel  del  cráneo,  muestra  irrefutable  de 
la  fuerza  prodigiosa  que  se  había  desplegado  para 
arrancar  quizá  medio  millón  de  hebras  a  la  vez. 
El  cuello  de  la  anciana  no  solamente  se  había 
cortado,  sino  que  la  cabeza  estaba  separada  por 


184  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

completo  del  tronco:  el  instrumento  había  sido  una 
sencilla  navaja.  Observad  también  la  ferocidad 
brutal  de  estas  circunstancias.  No  digo  nada  de 
las  magulladuras  del  cuerpo  de  Madame  L'Espa- 
naye.  Morisieur  Dumas  y  su  digno  coadjutor 
Monsieur  Etienne,  han  declarado  que  fueron 
producidas  por  algún  instrumento  obtuso;  y  estos 
caballeros  tienen  muchísima  razón.  El  instru- 
mento obtuso  fué  evidentemente  el  enlosado  pavi- 
mento del  patio  donde  fué  arrojada  la  víctima 
desde  la  ventana  que  daba  sobre  el  lecho.  Esta 
idea,  por  sencilla  que  parezca,  escapó  a  la  policía 
por  la  misma  razón  que  no  advirtió  la  anchura  de 
las  persianas;  pues  que  la  circunstancia  de  los 
clavos  obstruyó  herméticamente  su  percepción 
acerca  de  la  posibilidad  de  que  las  ventanas  hu- 
bieran sido  abiertas  en  cualquier  forma. 

Si,  además  de  todo  esto,  reflexionamos  debida- 
mente en  el  desorden  peculiar  de  aquella  habita- 
ción, llegaremos  a  combinar  las  diversas  ideas  de 
una  agilidad  asombrosa,  una  fuerza  sobrehumana, 
una  ferocidad  brutal,  una  carnicería  sin  objeto, 
un  horror  que  toca  en  lo  grotesco,  absolutamente 
extraño  a  toda  humanidad,  y  una  voz  de  entona- 
ción extranjera  a  los  oídos  de  hombres  de  muchas 
naciones  y  desprovista  de  toda  pronunciación 
distinta  e  inteligible.  ¿Qué  resultado  se  des- 
prende ?  ¿  Qué  impresión  hace  todo  esto  en  vuestra 
mente.'' — 

Sentí  un  escalofrío  en  los  huesos  cuando  Dupín 
me  dirigió  esta  pregunta. 

— ¡Un  loco,  ha  sido  un  loco  el  autor  de  estos^ 


El  Crimen  de  la  Rué  Morgue  185 

asesinatos! —  exclamé;  — algún  maníaco  escapado 
de  cualquier  maison  de  santé  de  las  cercanías. 

— En  cierto  modo, —  replicó,  — vuestra  idea 
no  está  desprovista  de  razón.  Pero  la  voz  de  los 
locos,  aun  en  sus  más  furiosos  paroxismos,  jamás 
ha  concordado  con  la  descripción  de  la  voz  peculiar 
oída  arriba.  Los  locos  tienen  alguna  nacionalidad, 
y  su  lenguaje,  aunque  incoherente  en  su  fraseolo- 
gía, tiene  siempre  la  coherencia  del  silabeo.  Ade- 
más, el  pelo  de  los  locos  no  es  semejante  al  que 
tengo  entre  las  manos.  Desenredé  este  pequeño 
mechón  de  entre  los  dedos  rígidos  y  crispados  de 
Madame  L'Espanaye.  Decidme  lo  que  pensáis 
acerca  de  esto. 

— ¡Dupín! — exclamé,  completamente  enervado; 
— ¡este  pelo  es  de  lo  más  raro;  esto  no  es  cabello 
humano! 

— Ni  yo  he  dicho  que  lo  fuera, —  repuso  él; 
— pero  antes  de  decidir  este  punto  querría  que  mi- 
raseis el  pequeño  croquis  que  he  delineado  en  este 
papel.  Es  un  facsímile  de  lo  que  se  ha  descrito  en 
cierta  parte  del  testimonio  como  "obscuras  marcas 
y  profundas  huellas  de  uñas"  en  la  garganta  de 
Mademoiselle  L'Espanaye;  y  en  otra  declaración, 
la  de  Messieurs  Dumas  y  Étienne,  como  "una 
serie  de  manchas  amoratadas  producidas  evidente- 
mente por  la  impresión  de  los  dedos." 

— Observaréis —  continuó  mi  amigo,  extendien- 
do el  papel  ante  mis  ojos  sobre  la  mesa,  — que  este 
dibujo  da  la  idea  de  un  apretón  firme  y  fijo.  No 
hay  el  menor  deslizamiento  aparente.  Cada  dedo 
ha  conservado,  probablemente  hasta  la  muerte  de 


186  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

la  víctima,  la  espantosa  posición  en  que  se  había 
incrustado.  Procurad  ahora  colocar  vuestros  de- 
dos al  mismo  tiempo  en  las  respectivas  impresiones 
que  aparecen. — 

Procuré  en  vano  hacer  lo  que  me  indicaba. 

— Quizá  no  ensayamos  convenientemente  este 
punto, —  insistió  mi  amigo.  — El  papel  está  exten- 
dido en  una  superficie  plana  y  la  garganta  humana 
es  cilindrica.  He  aquí  un  trozo  de  madera  cuya 
circunferencia  es  más  o  menos  igual  a  la  del  cuello. 
Envolved  allí  el  dibujo  y  ensayad  de  nuevo. — 

Hice  como  me  decía;  pero  la  dificultad  era 
todavía  mayor  que  antes. 

— ¡Esto, —  exclamé,  — no  es  la  huella  de  una 
mano  humana! 

— Leed  ahora  este  pasaje  de  Cuvier, —  replicó 
Dupín. 

Contenía  una  relación  minuciosa  y  la  descrip- 
ción anatómica  general  del  gran  orangután  leonado 
de  las  islas  de  las  Indias  Orientales.  La  gigantesca 
estatura,  la  fuerza  y  agilidad  prodigiosas,  la  fero- 
cidad salvaje  y  las  propensiones  imitativas  de  este 
mamífero  son  bastante  conocidas  por  todos.  Com- 
prendí inmediatamente  todos  los  horrores  del 
asesinato. 

— La  descripción  de  los  dedos, —  dije  al  terminar 
lalectura, — corresponde  exactamente  a  este  dibujo. 
Es  evidente  que  sólo  un  orangután,  y  de  la  especie 
indicada,  podría  haber  impreso  las  huellas  que 
habéis  delineado.  El  mechón  de  pelo  rojizo  es 
idéntico  también  al  color  del  animal  descrito  por 
Cuvier.     Mas  no  llego  a  penetrar  los  detalles  de 


El  Crimen  de  la  Rué  Morgue  187 

este  horrible  misterio.  Además,  se  oyeron  dos 
voces  en  la  disputa,  y  una  de  ellas  era  incontesta- 
blemente la  de  un  francés. 

— Es  verdad;  y  recordaréis  una  expresión  que  los 
testigos  atribuyen  casi  unánimemente  a  esta  voz; 
la  exclamación  *'wow  Dieu!''  Esta  expresión, 
de  acuerdo  con  las  circunstancias,  ha  sido  justa- 
mente definida  por  uno  de  los  testigos,  Montani  el 
confitero,  como  reproche  o  amonestación  amistosa. 
Sobre  estas  dos  palabras  he  fundado,  de  consi- 
guiente, mis  mayores  esperanzas  para  la  solución 
completa  del  enigma.  Un  francés  conocía  el 
crimen.  Es  posible,  y  a  la  verdad  más  que  pro- 
bable, que  fuera  inocente  de  toda  participación 
en  la  sangrienta  hazaña  que  se  realizaba.  El 
orangután  puede  habérsele  escapado.  Puede  ha- 
berle perseguido  hasta  el  aposento;  pero  bajo  las 
terribles  circunstancias  que  sobrevinieron,  le  fué 
probablemente  imposible  capturarlo.  Está  to- 
davía perdido.  No  proseguiré  haciendo  conje- 
turas; no  tengo  derecho  de  darles  otro  nombre, 
puesto  que  los  ligeros  matices  de  reflexión  en  que 
están  basadas  arrojan  apenas  luz  suficiente  para 
mi  propia  comprensión,  y  no  puedo  pretender, 
de  consiguiente,  hacerlos  perceptibles  a  ninguna 
otra  persona.  Llamémoslas  conjeturas  y  hable- 
mos de  ellas  como  tales.  Si  el  francés  aludido  es, 
como  creo,  inocente  de  esta  atrocidad,  el  anuncio 
que  dejé  anoche,  al  regresar  a  casa,  en  las  oficinas 
de  Le  Monde,  periódico  dedicado  a  los  intereses 
marítimos  y  muy  buscado  por  los  marineros,  le 
traerá  verosímilmente  a  nuestra  morada. — 


188  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

Alargóme  un  papel  en  donde  leí  lo  siguiente: 

CAPTURADO 

En  el  Bois  de  Boulogne,  en  las  primeras  horas  de  la  mañana 
del  presente  (la  mañana  del  crimen),  un  gran  oran- 
gután leonado  de  la  especie  de  la  isla  de  Borneo.  El  propie- 
tario, que  se  asegura  ser  un  marinero  perteneciente  a  un 
buque  maltes,  puede  recoger  el  animal,  siempre  que  lo  identi- 
fique satisfactoriamente  y  pague  algo  por  su  captura  y  manu- 
tención.    Acudid  al  Número     ,  Rué    ,  Faubourg 

Saint-Germain, piso  tercero. 

— ¿Cómo  es  posible, — pregunté,  — que  sepáis 
que  el  hombre  es  un  marinero  y  que  pertenece  a 
un  buque  maltes.'' 

— No  lo  sé, —  repuso  Dupín.  — No  estoy  seguro 
de  ello.  Sin  embargo,  he  aquí  un  pequeño  frag- 
mento de  cinta  que,  a  juzgar  por  su  forma  y  su 
aspecto  grasoso,  se  ha  usado  evidentemente  para 
atar  el  cabello  en  esas  largas  queues  a  que  son  tan 
aficionados  los  marineros.  Mas  aún;  este  nudo 
pueden  hacerlo  muy  pocos  marineros,  siendo  pe- 
culiar de  los  malteses-  Recogí  la  cinta  al  pie  del 
pararrayos.  No  puede  haber  pertenecido  a  nin- 
guna de  las  víctimas.  Después  de  todo,  aun 
cuando  estuviere  equivocado  en  las  inducciones 
provocadas  por  esta  cinta,  respecto  de  que  el 
francés  sea  un  marinero  de  algún  buque  maltes, 
no  hay  ningún  mal  en  decirlo  en  el  anuncio.  Si 
estoy  equivocado,  él  supondrá  sencillamente  que 
voy  errado  por  cualquiera  circunstancia  que  no  se 
tomará  el  trabajo  de  inquirir.     Pero  de  acertar, 


El  Crimen  de  la  Rué  Morgue  189 

habré  conseguido  un  gran  triunfo.  En  efecto, 
sabedor  del  crimen  aunque  inocente,  naturalmente 
vacilaría  el  francés  en  acudir  al  anuncio  y  reclamar 
el  orangután.  Pero  razonará  así:  "Soy  inocente; 
soy  pobre;  mi  orangután  es  muy  valioso;  para 
cualquiera  en  mis  circunstancias  representa  una 
fortuna;  ¿por  qué  había  de  perderlo  por  vanas 
aprensiones  de  peligro.?  Está  allí,  a  mi  alcance. 
Ha  sido  encontrado  en  el  Bois  de  Boulogne,  a  gran 
distancia  del  lugar  de  los  asesinatos.  ¿Cómo  pue- 
de sospecharse  que  un  estúpido  animal  haya  come- 
tido el  crimen?  La  poHcía  ha  fracasado;  no  ha 
podido  encontrar  la  más  ligera  huella.  Aun 
cuando  siguieran  la  pista  al  animal,  sería  imposible 
que  probaran  mi  conocimiento  del  suceso  o  que 
me  implicaran  en  la  culpabilidad  por  haberlo 
sabido.  De  otro  lado,  me  conocen.  El  anunciador 
me  designa  como  dueño  del  animal.  No  sé  hasta 
qué  punto  puedan  llegar  sus  datos  acerca  de  mi 
persona.  Si  rehuyo  reclamar  una  propiedad  de 
tanto  valor  y  de  la  cual  se  me  conoce  como  dueño, 
haré  sospechoso  por  lo  menos  al  orangután.  No 
es  buena  diplomacia  atraer  la  atención  sobre  mí 
ni  sobre  el  animal.  Acudiré  al  anuncio,  recogeré 
mi  orangután  y  lo  tendré  encerrado  hasta  que 
haya  pasado  todo  el  alboroto." — 

En  este  momento  oímos  pasos  en  la  escalera. 

— ^Tened  al  alcance  vuestras  pistolas, — dijo 
Dupín; — pero  no  hagáis  uso  de  ellas  ni  las  mostréis, 
sino  cuando  os  dé  la  señal. — 

Se  había  dejado  abierta  la  puerta  de  la  casa, 
y  el  visitante  entró  sin  llamar,  avanzando  algunos 


190  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

peldaños  en  la  escalera.  Ahora,  sin  embargo, 
parecía  vacilar.  Luego,  le  oímos  descender.  Du- 
pín  se  dirigía  rápidamente  hacia  la  puerta  cuando 
advertimos  que  regresaba  de  nuevo.  No  retro- 
cedió ya,  sino  que  avanzó  por  el  contrarío  con 
decisión  y  golpeó  la  puerta  de  nuestro  aposento. 

— Adelante, —  dijo  Dupín,  en  tono  placentero  y 
jovial. 

Un  individuo  entró.  Era  un  marinero,  eviden- 
temente: alto,  grueso  y  musculoso,  y  con  cierto 
aspecto  de  intrepidez  no  del  todo  desprovisto  de 
atractivo.  Su  rostro,  muy  tostado  por  el  sol, 
estaba  medio  oculto  por  las  patillas  y  el  mustachio. 
Llevaba  un  gran  garrote  de  roble,  mas  no  parecía 
tener  armas  de  otra  clase.  Inclinóse  desmañada- 
mente, lanzándonos  un  "buenas  tardes," con  acento 
francés  que,  aunque  sonaba  un  poco  a  Neufchatel, 
revelaba  bastante  su  origen  parisién. 

— Sentaos,  amigo  mío, — dijo  Dupín.  — Su- 
pongo que  venís  por  el  orangután.  Mi  palabra, 
casi  os  envidio  su  posesión;  un  animal  muy  her- 
moso e  indudablemente  de  gran  valor.  ¿Qué  edad 
le  suponéis  .f* — 

El  marinero  respiró  largamente,  como  hombre 
que  se  ve  libre  de  peso  intolerable,  y  replicó  en 
tono  firme: 

— No  sabría  decirlo  con  exactitud;  pero  no  puede 
tener  más  de  cuatro  o  cinco  años.  ¿Lo  guardáis 
aquí? 

— Oh,  no;  no  tenemos  aquí  comodidad  para 
conservarlo.  Está  en  un  establo  de  la  rué  Du- 
bourg,  muy  cerca  de  este  barrio.     Se  os  entregará 


El  Crimen  de  la  Rué  Morgue  191 

mañana.     ¿  Estáis  dispuesto,  por  supuesto,  a  iden- 
tificar la  propiedad?" 

— Seguramente  que  sí,  señor. 

— Sentiré  separarme  del  animal, — dijo  Dupín. 

— ^No  imagino  que  os  hayáis  tomado  esta  moles- 
tia en  balde,  señor.  No  podría  esperarlo.  Estoy 
dispuesto  a  recompensar  el  hallazgo  del  animal, 
es  decir,  una  cosa  razonable. 

— Bien, —  replicó  mi  amigo,  — eso  está  muy  bien, 
seguramente.  ¡Dejadme  pensar!  ¿qué  pediré? 
¡Oh!  Voy  a  decíroslo.  Mi  recompensa  será  ésta. 
Vais  a  darme  todos  los  detalles  que  sepáis  acerca 
de  esos  asesinatos  de  la  rué  Morgue. — 

Dupín  pronunció  las  últimas  palabras  en  voz 
muy  baja  y  con  gran  tranquilidad.  Con  igual 
mesura  se  adelantó  también  hacia  la  puerta,  la 
cerró,  y  puso  la  llave  en  su  faltriquera.  Sacó 
luego  una  pistola  de  su  pecho  y  la  colocó  sobre  la 
mesa  sin  la  menor  precipitación. 

El  semblante  del  marinero  se  encendió  como  si 
le  acometiera  un  acceso  de  asfixia.  Levantóse 
y  aseguró  el  garrote;  pero  un  instante  después 
se  dejó  caer  sobre  la  silla,  temblando  violentamente 
y  con  aspecto  mortal.  No  pronunció  una  sola 
palabra.  Yo  le  compadecía  desde  el  fondo  de  mi 
corazón. 

— ^Amigo  mío, —  dijo  Dupín  en  tono  afectuoso, 
— os  alarmáis  sin  motivo,  realmente.  No  intenta- 
mos haceros  daño  alguno.  Yo  sé  perfectamente 
que  sois  inocente  de  las  atrocidades  de  la  rué 
Morgue.  No  negaré,  sin  embargo,  que  en  cierto 
modo  os  encontráis  complicado  en  ellas.     Por  lo 


152  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

que  os  he  dicho  comprenderéis  que  he  tenido  datos 
sobre  este  asunto,  datos  que  jamás  podríais  ima- 
ginar. Ahora  la  cosa  se  presenta  de  esta  manera. 
Nada  habéis  hecho  que  pudierais  haber  evitado; 
nada  ciertamente  que  os  haga  culpable.  Ni 
siquiera  sois  culpable  de  robo,  cuando  podríais 
haber  robado  impunemente.  Nada  tenéis  que 
ocultar,  ni  tenéis  razón  alguna  para  hacerlo.  De 
otro  lado,  todos  los  principios  de  honor  os  obligan 
a  confesar  lo  que  sabéis.  Un  hombre  inocente  se 
encuentra  ahora  en  prisión  acusado  de  un  crimen 
del  cual  vos  podéis  señalar  el  perpetrador. — 

El  marinero  había  recobrado  en  gran  parte  su 
presencia  de  ánimo  mientras  Dupín  pronunciaba 
estas  palabras;  mas  todo  el  aplomo  había  desapa- 
recido de  su  continente. 

— ¡Así  Dios  me  ayude! —  exclamó  tras  breve 
pausa.  — Os  diré  todo  lo  que  sé  de  este  asunto, 
mas  no  puedo  esperar  que  creáis  siquiera  la  mitad; 
loco  sería,  en  verdad,  si  tal  pensara.  Sin  embargo, 
soy  inocente,  y  mi  último  suspiro  será  muy  limpio 
si  muero  por  esta  causa. — 

Lo  que  dijo  en  substancia  fué  lo  siguiente.  Ha- 
bía realizado  últimamente  un  viaje  al  archipiélago 
indio.  Un  grupo,  del  cual  formaba  parte,  desem- 
barcó en  Borneo  y  siguió  al  interior  en  excursión 
de  placer.  El  y  un  camarada  cogieron  al  orangu- 
tán. Muerto  su  compañero,  pasó  el  animal  a  su 
exclusiva  propiedad.  Después  de  muchas  dificul- 
tades en  su  viaje  de  regreso,  ocasionadas  por  la 
intratable  ferocidad  de  su  cautivo,  logró  al  fin 
instalarlo  con  seguridad  en  su  propio  domicilio  en 


El  Crimen  de  la  Rué  Morgue  195 

París,  donde  tratando  de  evitar  la  desagradable 
curiosidad  de  los  vecinos,  lo  tuvo  cuidadosamente 
encerrado  hasta  que  se  recobrara  de  una  herida  en 
el  pie  causada  por  una  astilla  a  bordo  del  buque. 
Su  designio  posterior  era  venderlo. 

Volviendo  a  su  casa  después  de  una  fiesta  de 
marineros,  en  la  noche,  o  más  bien  en  la  mañana 
del  crimen,  encontró  al  animal  instalado  en  su 
propio  dormitorio,  en  donde  se  había  introducido 
forzando  la  puerta  de  un  pequeño  gabinete  con- 
tiguo en  el  cual  pensaba  su  amo  tenerle  segura- 
mente confinado.  Navaja  abierta  en  mano, 
se  hallaba  sentado  frente  al  espejo  ensayando  la 
operación  de  afeitarse  en  que  probablemente  sor- 
prendió alguna  vez  a  su  dueño,  mirando  por  el 
agujero  de  la  llave.  Aterrorizado  al  ver  arma 
tan  peligrosa  en  poder  de  animal  tan  feroz  y  tan 
apto  para  manejarla,  el  hombre  quedó  sin  saber 
que  hacer  durante  los  primeros  momentos.  Acos- 
tumbraba, sin  embargo,  dominar  al  orangután 
con  ayuda  de  un  látigo,  y  a  este  medio  recurrió 
en  aquella  circunstancia.  Apenas  el  animal  le 
divisó  lanzóse  a  la  puerta  del  aposento,  luego  a  las 
escaleras,  y  por  una  ventana,  desgraciadamente 
abierta,  se  arrojó  a  la  calle. 

El  francés  le  siguió  lleno  de  desesperación. 
El  orangután,  todavía  con  la  navaja  abierta  en  la 
mano,  deteníase  de  vez  en  cuando  para  mirar 
hacia  atrás  y  gesticular  a  su  perseguidor  hasta 
que  éste  llegaba  casi  a  alcanzarle.  Entonces 
echaba  a  correr  de  nuevo.  De  esta  manera  con- 
tinuó la  caza  por  largo  tiempo.     Las  calles  estaban 


194  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

desiertas  y  en  silencio  profundo,  pues  eran  cerca 
de  las  tres  de  la  mañana.  Atravesando  una  calle- 
juela a  espaldas  de  la  rué  Morgue,  llamó  la 
atención  del  fugitivo  una  luz  que  brillaba  en  la 
ventana  abierta  del  aposento  de  Madame  L'Es- 
panaye,  en  el  cuarto  piso  del  edificio.  Abalan- 
zándose hacia  la  casa,  advirtió  el  pararrayos,  lo 
escaló  con  agilidad  inconcebible,  se  asió  de  la 
persiana  que  caía  completamente  sobre  el  muro, 
y  por  este  medio  lanzóse  directamente  a  la  cabe- 
cera de  la  cuja.  Todo  esto  no  había  ocupado  el 
espacio  de  un  minuto.  El  orangután  empujó  otra 
vez  la  persiana  dejándola  abierta  cuando  se  intro- 
dujo en  la  habitación. 

El  marinero  quedó  a  la  vez  regocijado  y  perplejo. 
Tenía  ahora  la  esperanza  de  capturar  a  la  fiera, 
que  difícilmente  podría  escapar  de  la  trampa  en 
que  se  había  metido  a  no  ser  por  el  poste  que  en- 
contraría interceptado  a  la  salida.  De  otro  lado, 
había  muchos  motivos  de  ansiedad  al  pensar  en 
lo  que  podría  hacer  dentro  de  la  casa.  Esta  última 
reflexión  indujo  al  hombre  a  seguir  al  fugitivo. 
Un  pararrayos  no  es  difícil  de  escalar,  especial- 
mente para  un  marinero;  pero  cuando  llegó  ala 
altura  de  la  ventana,  que  quedaba  bastante  lejos 
hacia  la  izquierda,  vióse  obligado  a  detenerse;  lo 
más  que  pudo  hacer  fué  alzarse  un  poco  para  echar 
una  ojeada  al  interior  de  la  habitación.  Al  mirar, 
casi  perdió  su  punto  de  apoyo  a  impulsos  de  su 
excesivo  horror.  Entonces  fueron  aquellos  horri- 
bles alaridos  que  despertaron  a  todos  los  habitantes 
de  la  rué  Morgue.     Madame  L'Espanaye  y  su 


El  Crimen  de  la  Rué  Morgue  195 

hija,  en  traje  de  dormir,  estaban  aparentemente 
arreglando  algunos  papeles  en  la  caja  de  hierro  de 
que  antes  se  ha  hecho  mención,  y  que  habían 
rodado  hasta  el  medio  del  aposento.  Estaba 
abierta,  y  su  contenido  yacía  a  un  lado  en  el  suelo. 
Las  víctimas  estaban  sentadas  de  espaldas  a 
la  ventana;  y  por  el  tiempo  transcurrido  entre  el 
acceso  de  la  fiera  y  los  alaridos,  se  comprende  que 
no  notaron  su  presencia  en  el  primer  momento. 
El  golpe  de  la  persiana  pudo  atribuirse  al  viento, 
naturalmente. 

Cuando  el  marinero  alcanzó  a  mirar  adentro,  el 
gigantesco  animal  había  cogido  a  Madame  L'Es- 
panaye  por  el  cabello,  que  llevaba  suelto  como  si 
hubiera  estado  peinándose,  y  blandía  la  navaja 
ante  su  rostro  imitando  los  ademanes  de  un  bar- 
bero. La  hija  yacía  privada  de  movimiento:  se 
había  desmayado.  Los  gritos  y  la  lucha  de  la 
anciana,  durante  la  cual  le  fueron  arrancados  los 
cabellos,  convirtieron  en  ira  los  hasta  entonces 
pacíficos  propósitos  del  orangután.  Con  delibera- 
do empuje  de  su  brazo  musculoso  separó  casi  com- 
pletamente la  cabeza  del  tronco.  La  vista  de  la 
sangre  enardeció  su  ira  convirtiéndola  en  frenesí. 
Rechinando  los  dientes  y  echando  fuego  por  los 
ojos,  lanzóse  sobre  el  cuerpo  de  la  joven  e  incrustó 
sus  temibles  garras  en  la  garganta  de  Mademoiselle 
L'Espanaye  reteniendo  su  aliento  hasta  que  expiró. 
Sus  miradas  furtivas  y  salvajes  fijáronse  entonces 
en  la  cabecera  del  lecho  sobre  la  cual  pudo  distin- 
guir el  rostro  de  su  amo,  rígido  por  el  horror.  La 
furia  de  la  fiera,  que  no  dudaba  que  su  amo  llevaba 


196  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

aún  el  temible  látigo,  se  convirtió  instantánea- 
mente en  pavor.  Consciente  de  merecer  castigo, 
parecía  deseosa  de  ocultar  sus  sangrientas  hazañas 
y  se  removía  en  torno  del  aposento  en  agonía 
nerviosa  de  agitación,  echando  abajo  los  muebles 
y  destrozándolos  en  su  ir  y  venir,  y  arrancando  y 
tirando  al  suelo  los  cobertores  y  colchones  del 
lecho.  Por  último,  se  apoderó  primero  del  cuerpo 
de  la  hija  y  lo  embutió  en  la  chimenea  en  la  forma 
en  que  fué  encontrado;  y  luego,  del  de  la  vieja 
señora  arrojándolo  inmediatamente  por  la  ventana. 

Al  aproximarse  el  orangután  con  su  mutilada 
carga,  el  marinero  se  lanzó  despavorido  al  pararra- 
yos, y  precipitándose  más  que  deslizándose  hasta 
el  suelo  se  apresuró  a  regresar  a  su  domicilio, 
temiendo  las  consecuencias  de  aquella  carnicería, 
y  prescindiendo  con  satisfacción,  en  medio  de  su 
terror,  de  toda  preocupación  por  la  suerte  del 
animal.  Las  palabras  oídas  por  el  grupo  que  subía 
las  escaleras  eran  las  exclamaciones  de  horror  y 
espanto  del  francés,  mezcladas  a  los  alaridos  de- 
moniacos de  la  fiera. 

Queda  muy  poco  que  añadir.  El  orangután 
escapó  probablemente  por  el  pararrayos  momentos 
antes  del  forzamiento  de  la  puerta.  Debe  haber 
cerrado  la  ventana  al  salir.  Fué  capturado  des- 
pués por  su  mismo  dueño,  que  obtuvo  por  él  una 
fuerte  suma  en  el  Jardin  des  Plantes.  Le  Bon 
fué  puesto  en  libertad  inmediatamente  que  se 
relataron  estos  acontecimientos  en  el  despacho  del 
prefecto  de  policía,  acompañados  de  algunos 
comentarios  de  Dupín.     El  funcionario  de  policía, 


El  Crimen  de  la  Rué  Morgue  197 

a  pesar  de  sus  buenas  disposiciones  hacia  mi  amigo, 
no  pudo  ocultar  su  desagrado  por  el  giro  que  había 
tomado  este  asunto;  y  aun  se  dejó  arrastrar  a  una 
o  dos  frasecillas  sarcásticas  respecto  de  la  con- 
veniencia de  que  cada  cual  se  preocupe  de  aquello 
que  le  importe. 

— Dejadle  hablar, —  dijo  Dupín,  que  no  juzgó 
necesario  replicar.  — Dejadle  hacer  frases:  esto 
aligerará  su  conciencia.  Estoy  satisfecho  de 
haberle  derrotado  en  su  propio  terreno.  A  pesar 
de  todo,  su  fracaso  en  la  solución  de  este  misterio 
no  es  tan  sorprendente  como  él  se  imagina;  porque 
en  verdad  nuestro  amigo  el  prefecto  es  más  astuto 
que  profundo.  No  hay  cuerpo  en  su  sabiduría. 
Es  como  si  fuera  todo  cabeza  y  nada  de  miembros, 
como  los  retratos  de  la  diosa  Laverna;  o  a  lo  más, 
todo  cabeza  y  busto  como  el  bacalao.  Pero  es  una 
buena  persona,  después  de  todo.  Le  admiro 
especialmente  por  sus  golpes  maestros  de  inversión, 
a  lo  que  debe  su  reputación  de  habilidad.  Me 
refiero  al  método  que  practica  *'í/<?  nier  ce  qui  est, 
et  d'expliquer  ce  qui  n'est  pas." 


EL  GATO  NEGRO 


EL  GATO  NEGRO 

NO  ESPERO  ni  solicito  fe  para  la  narración 
tan  sencilla  como  extravagante  que  está  a 
punto  de  brotar  de  mi  pluma.  Locura 
sería  en  verdad  el  esperarlo,  pues  que  mis  pro- 
pios sentidos  rechazan  su  evidencia.  Sin  embargo, 
no  estoy  loco,  ni  estoy  soñando,  de  seguro.  Mas 
debo  morir  mañana  y  quiero  hoy  aligerar  el  peso 
de  mi  alma.  Mi  propósito  inmediato  es  presentar 
llana  y  sucintamente  a  los  ojos  del  lector,  sin  co- 
mentario de  ninguna  clase,  una  serie  de  simples 
acontecimientos  domésticos.  En  sus  consecuen- 
cias, estos  acontecimientos  me  han  aterrorizado, 
me  han  torturado,  me  han  deshecho.  A  pesar  de 
todo,  no  trataré  de  interpretarlos.  Para  mí  sólo 
han  representado  el  Horror;  para  muchos  otros 
serán  quizá  no  tanto  terribles  como  haroques.  Es 
posible  que  se  encuentre  después  algún  entendi- 
miento que  reduzca  mi  fantasma  a  los  límites 
de  lo  vulgar;  algún  entendimiento  más  sereno,  más 
lógico  y  mucho  menos  excitable  que  el  mío,  capaz 
de  percibir  en  las  circunstancias  que  expreso  lleno 
de  pavor,  simplemente  la  sucesión  ordinaria  de  las 
causas  y  efectos  más  naturales. 

Desde  mi  niñez  híceme  notar  por  la  docilidad  y 
ternura  de  mi  temperamento.  La  bondad  de  mi 
corazón  revestía  caracteres  de  delicadeza  tan  ex- 

201 


202  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

quisita,  que  me  hacía  el  blanco  de  las  burlas  de  mis 
compañeros.  Era  particularmente  afecto  a  los 
animales,  y  mis  padres  condescendían  con  esta 
inclinación  procurándome  gran  diversidad  de 
favoritos,  a  los  que  consagraba  la  mayor  parte 
de  mi  tiempo;  y  nunca  era  tan  feliz  como  cuando 
les  alimentaba  y  acariciaba.  Esta  peculiaridad  de 
mi  carácter  aumentó  en  la  adolescencia,  y  aun  en 
la  virilidad  derivaba  de  aquella  fuente  muchos  de 
mis  mejores  goces.  Apenas  necesito  explicar  a  los 
que  hayan  sentido  afección  por  algún  perro  fiel  e 
inteligente  la  intensidad  de  placer  que  produce 
este  sentimiento.  Existe  en  el  amor  generoso  y 
abnegado  de  un  irracional  algo  que  va  directamente 
al  corazón  de  aquel  que  haya  tenido  ocasión  de 
comprobar  a  menudo  la  ruin  amistad  y  la  lealtad 
tan  deleznable  del  hombre. 

Me  casé  joven  y  tuve  la  suerte  de  encontrar  en 
mi  mujer  inclinaciones  semejantes  a  las  mías. 
Observando  mi  afición  por  los  animales  domésticos, 
no  perdía  ella  ocasión  de  procurarse  los  más  lindos. 
Teníamos  pájaros,  peces  dorados,  un  perro  fino, 
conejos,  un  pequeño  mono  y  tm  gato. 

Era  éste  un  enorme  y  hermoso  animal,  entera- 
mente negro,  e  inteligente  hasta  un  grado  excep- 
cional. Al  ocuparnos  de  su  inteligencia,  mi  mujer, 
que  tenía  gran  fondo  de  superstición,  hacía  fre- 
cuentes alusiones  al  antiguo  concepto  popular 
que  considera  brujas  disfrazadas  a  todos  los  gatos 
negros.  No  que  prestara  ella  fe  a  esta  creencia; 
y  si  menciono  la  idea,  es  por  la  sencilla  razón  de  que 
la  recuerdo  ahora  de  pasada. 


El  Gato  Negro  203 

Plutón,  que  así  se  llamaba  el  gato,  era  el  prefe- 
rido entre  los  diversos  favoritos  y  mi  compañero 
habitual  de  juegos.  Solamente  yo  le  alimentaba, 
y  él  acostumbraba  seguirme  por  todas  partes  den- 
tro de  la  casa;  siéndome  difícil  evitar  que  hiciera 
lo  propio  también  por  las  calles. 

Nuestra  amistad  continuó  así  por  varios  años, 
durante  los  cuales,  y  a  impulsos  del  demonio 
Intemperancia  (me  ruborizo  al  confesarlo),  mi 
temperamento  y  mi  carácter  sufrieron  radical 
alteración  hacia  el  mal.  Día  por  día  hacíame  más 
taciturno  e  irritable,  y  guardaba  menos  considera- 
ción a  los  demás.  Aun  me  permitía  usar  con  mi 
mujer  un  lenguaje  destemplado,  llegando  después 
hasta  la  violencia  personal.  Mis  favoritos  hu- 
bieron de  sentir,  naturalmente,  este  cambio  de 
disposición.  No  solamente  les  descuidaba,  sino 
que  abusaba  de  ellos.  Todavía  conservaba  Plu- 
tón, sin  embargo,  ciertas  prerrogativas  que  me 
impedían  maltratarle,  como  lo  hacía  sin  escrúpulo 
de  ninguna  clase  con  el  mono,  los  conejos  y  aun 
el  perro,  cuando  por  cariño  o  por  casualidad  se 
atravesaban  en  mi  camino.  Pero  la  enfermedad 
avanzaba — ¡el  Alcohol  es  semejante  a  una  en- 
fermedad!— y  al  fin  hasta  Plutón  que  se  volvía 
viejo,  e  impertinente  en  consecuencia,  comenzó  a 
sufrir  los  efectos  de  mi  mal  temperamento. 

Una  noche  en  que  regresaba  a  casa  muy  embriag- 
ado, después  de  una  orgía  en  una  de  mis  guaridas 
habituales  en  la  ciudad,  se  me  ocurrió  que  el  gato 
evitaba  mi  presencia.  Cogíle  entonces ;  y,  en  su  ter- 
ror por  mi  violencia,  me  infirió  una  pequeña  herida 


204  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

mordiéndome  la  mano.  Instantáneamente  se  apo- 
deró de  mí  una  furia  demoniaca.  No  me  conocía 
a  mí  mismo.  Mi  alma  prístina  parecía  haber 
escapado  en  aquel  momento  de  mi  cuerpo;  y  una 
maldad  diabólica,  nutrida  por  la  ginebra,  estreme- 
cía todas  mis  fibras.  Saqué  un  cortaplumas  del 
bolsillo  de  mi  chaleco,  abríle,  y  deliberadamente 
arranqué  de  su  órbita  uno  de  los  ojos  del  animal. 
¡Me  avergüenzo,  me  quemo,  me  horrorizo,  al 
escribir  esta  abominable  atrocidad! 

Cuando  al  día  siguiente  volví  a  la  razón,  después 
de  haber  dormido  los  humos  de  la  orgía  nocturna, 
experimenté  un  sentimiento  mitad  de  horror  mitad 
de  remordimiento  por  el  crimen  cometido;  pero 
era  apenas  un  sentimiento  débil  y  equívoco  que 
no  llegó  a  conmover  mi  ánima.  Me  sumergí  de 
nuevo  en  los  excesos  y  ahogué  pronto  en  vino  la 
memoria  de  mi  hazaña. 

Al  mismo  tiempo  el  gato  se  recobraba  lenta- 
mente. El  hueco  vacío  del  ojo  presentaba,  es 
verdad,  terrible  aspecto;  pero  el  animal  no  parecía 
sufrir  ningún  dolor.  Iba  y  venía  por  la  casa  como 
de  costumbre;  mas,  como  era  de  esperarse,  huía 
aterrorizado  a  mi  aproximación.  Tenía  yo  todavía 
bastante  corazón  para  sentirme  apenado  por  esta 
evidente  prueba  de  desafecto  de  parte  de  un  ser 
que  tanto  me  había  amado  en  otro  tiempo.  Pero 
este  sentimiento  se  convirtió  pronto  en  irritación. 
Y  se  presentó  entonces,  para  confirmar  mi  de- 
pravación final  e  irrevocable,  el  espíritu  de  Per- 
versidad. De  este  espíritu  no  se  ocupa  la  filosofía. 
Sin  embargo,  no  estoy  tan  cierto  de  la  existencia 


El  Gato  Negro  205 

de  mi  alma  como  de  que  la  perversidad  es  uno  de 
los  impulsos  primitivos  del  corazón  humano:  una 
de  las  facultades  primordiales  e  indivisibles  que 
definen  la    orientación  del    carácter  del  hombre. 
¿Quién  no  se  ha  sorprendido  cien  veces  cometiendo 
alguna  acción  vil  y  torpe  por  la  sola  razón  de  que 
no  debería  hacerlo?     ¿No  existe  acaso  en  nosotros, 
cierta  perpetua  inclinación  a  violar  la  Ley^  contra 
todo  el  torrente  de  nuestro  buen  criterio,  y  sólo 
porque  comprendemos  que  tiene  razón  de  ser?     El 
espíritu   de   perversidad,   decía,   vino   a   poner  el 
colmo  a  mi  depravación.     Aquella  ansia  infatigable 
del  alma  de  vejarse  a  sí  misma,  de  violentar  su 
propia  naturaleza,  de  hacer  el  mal  por  puro  gusto, 
me  impulsaba  continua  y  tenazmente  a  consumar 
el  daño  que  había  inflingido  al  inofensivo  animal. 
Una  mañana,  a  sangre  fría,  pasé  un  lazo  a  su  cuello 
y  lo  colgué  de  la  rama  de  un  árbol;  lo  ahorqué  con 
lágrimas  que  corrían  de  mis  ojos  y  el  remordimiento 
más  amargo  que  laceraba  mi  corazón;  lo  ahorqué 
porque  sabía  que  me  había  amado  y  porque  sentía 
que  no  me  había  dado  motivo  de  ofensa;  lo  ahorqué 
porque   comprendía    que   al    hacerlo    así   cometía 
un    pecado,   un   pecado   mortal   que   exponía   mi 
alma  a  encontrarse,  si  tal  era  posible,  más  allá  de 
la  gracia  infinita  del  Dios  más  misericordioso  y  más 
terrible. 

En  la  noche  del  día  en  que  cometí  esta  crueldad, 
desperté  a  los  gritos  de  incendio.  Las  cortinas  de 
mi  cama  estaban  convertidas  en  llamas.  Toda  la 
casa  ardía.  Con  gran  trabajo  pudimos  escapar  de 
esta  conflagración  mi  mujer,  mi  criada  y  yo.    To- 


206  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

das  mis  riquezas  desaparecieron  repentinamente, 
y  desde  entonces  me  entregué  a  la  desesperación. 

Estoy  por  encima  de  la  flaqueza  de  establecer 
relación  alguna  de  causa  y  efecto  entre  el  desastre 
y  la  atrocidad  cometida.  Pero  refiero  una  cadena 
de  acontecimientos  y  no  quiero  dejar  ningún 
eslabón  incompleto.  Al  día  siguiente  del  incendio 
visité  las  ruinas.  Todos  los  muros,  con  excepción 
de  uno,  se  habían  desplomado.  El  que  continuaba 
en  pie  era  la  pared  no  muy  gruesa  de  una  habitación 
situada  en  el  centro  de  la  casa,  y  contra  la  cual 
descansaba  antes  la  cabecera  de  mi  lecho.  El 
estuco  había  resistido  allí  en  gran  parte  la  acción 
del  fuego,  hecho  que  atribuí  a  su  reciente  aplica- 
ción. Densa  muchedumbre  se  había  apiñado  cerca 
de  este  muro,  y  muchas  personas  parecían  exami- 
nar cierta  parte  con  viva  y  minuciosa  atención. 
Las  palabras  "¡extraño!"  "¡singular!"  excitaron 
mi  curiosidad.  Me  aproximé,  y  pude  observar 
la  figura  de  un  gato  gigantesco  grabado  como  al 
bajo  relieve  sobre  la  blanca  superficie.  La  im- 
presión se  había  fijado  allí  con  detalles  verdadera- 
mente maravillosos.  Veíase  una  cuerda  al  rededor 
del  cuello  del  animal. 

Cuando  se  presentó  por  primera  vez  ante  miá 
ojos  esta  aparición — pues  difícilmente  podía  con- 
siderarla de  otro  modo — mi  sorpresa  y  mi  terror 
fueron  extremados.  Pero  al  fin  vino  la  reflexión 
en  mi  ayuda.  Recordé  que  había  ahorcado  al 
gato  en  un  jardín  contiguo  a  la  casa.  A  la  voz  de 
fuego,  el  jardín  se  llenó  de  gente  inmediatamente; 
y  una  de  aquellas  personas  cortó  sin  duda  la  cuerda 


El  Gato  Negro  207 

de  que  pendía  el  animal,  arrojándolo  a  mí  aposento 
por  alguna  ventana  abierta.  Probablemente  esto 
se  hizo  con  el  propósito  de  despertarme.  El 
desplome  de  los  otros  muros  comprimió  segura- 
mente contra  el  estuco  fresco  a  la  víctima  de  mi 
crueldad;  y  la  cal  de  la  mezcla,  combinada  con  el 
amoniaco  del  cuerpo,  y  por  efecto  de  las  llamas, 
había  producido  la  figura  que  allí  aparecía. 

A  pesar  de  que  tranquilicé  prontamente  mi 
razón,  ya  que  no  mi  conciencia,  acerca  del  hecho 
sorprendente  que  acabo  de  manifestar,  no  dejó  por 
ello  de  hacer  profunda  impresión  en  mi  mente. 
Durante  largos  meses  no  pude  librarme  del  fan- 
tasma del  gato;  y  en  este  período  se  apoderó  tam- 
bién de  mi  espíritu  cierto  vago  sentimiento  que  se 
asemejaba  al  remordimiento  aunque  en  realidad 
no  lo  fuera.  Llegué  hasta  deplorar  la  pérdida 
del  animal  y  a  buscar  a  mi  alrededor,  en  los  abyec- 
tos lugares  que  frecuentaba  habitualmente,  otro 
favorito  de  la  misma  especie  y  hasta  cierto  punto 
de  apariencia  semejante  para  reemplazarle. 

Una  noche  en  que  me  hallaba  sentado,  medio 
embrutecido,  en  uno  de  aquellos  antros  de  infamia, 
atrajo  repentinamente  mi  atención  un  objeto  negro 
que  reposaba  en  lo  alto  de  uno  de  los  enormes  barri- 
les de  ginebra  o  de  ron  que  constituían  el  principal 
mueblaje  del  departamento.  Había  estado  miran- 
do fijamente  por  varios  minutos  la  parte  superior 
del  barril,  y  lo  que  causaba  mi  mayor  sorpresa 
era  la  circunstancia  de  no  haber  advertido  antes 
el  objeto  en  cuestión.  Acerquéme,  y  le  toqué. 
Era  un  gato  negro,  muy  grande,  tan  grande  como 


208  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

Plutón  y  semejante  a  él  en  todos  sus  detalles  con 
excepción  de  uno  solo.  Plutón  no  tenía  un  pelo 
blanco  en  ninguna  parte  del  cuerpo,  mientras  este 
gato  tenía  un  gran  grupo  de  manchas  blancas 
de  forma  indefinida  que  le  cubría  casi  todo  el 
pecho. 

Al  tocarle  yo,  se  levantó  prontamente,  comenzó 
a  hilar  de  contento,  se  restregó  contra  mi  mano, 
y  pareció  deleitarse  con  mi  atención.  Éste  era 
pues  el  ser  que  andaba  yo  tratando  de  encontrar. 
Inmediatamente  propuse  su  compra  al  tabernero, 
quien  manifestó  no  ser  su  dueño:  no  conocía 
al  gato;  jamás  lo  había  visto  antes. 

Continué  acariciándole,  y  cuando  me  preparaba 
a  regresar  a  mi  domicilio,  el  animal  mostró  disposi- 
ción de  acompañarme.  Le  permití  hacerlo  así, 
deteniéndome  de  vez  en  cuando  a  darle  palmaditas 
antes  de  proseguir.  Cuando  llegamos  a  la  casa  se 
domesticó  inmediatamente,  haciendo  al  punto 
grandes  migas  con  mi  mujer. 

Por  lo  que  a  mí  toca,  pronto  sentí  despertarse 
dentro  de  mí  cierta  antipatía  por  el  animal.  Era 
justamente  lo  contrario  de  lo  que  esperaba;  pero, 
no  sé  cómo  ni  por  qué,  su  evidente  afección  me 
repugnaba  y  me  hastiaba.  Poco  a  poco  este  sen- 
timiento de  tedio  y  repugnancia  se  convirtió  en 
odio  acerbo.  Evitaba  al  animal;  pero  cierta  sen- 
sación de  vergüenza  y  el  recuerdo  de  mi  crueldad 
anterior  me  impedían  maltratarlo.  Durante  va- 
rias semanas  no  lo  golpeé,  ni  lo  traté  con  violencia 
en  forma  alguna;  pero  gradualmente,  muy  gradual- 
mente, llegué  a  mirarlo  con  aversión  intolerable. 


El  Gato  Negro  209 

y  a  huir  en  silencio  de  su  odiosa  presencia  como  de 
un  hálito  pestilente. 

Lo  que  aumentó  indudablemente  mi  aversión 
por  el  animal  fué  el  descubrimiento,  a  la  mañana 
siguiente  de  haberle  traído  a  casa,  de  que,  a  seme- 
janza de  Plutón,  se  hallaba  privado  de  un  ojo. 
Esta  circunstancia,  sin  embargo,  lo  hizo  más 
caro  a  mi  mujer,  quien,  como  dije  antes,  poseía  en 
alto  grado  aquella  humanidad  de  sentimientos  que 
había  sido  en  otro  tiempo  uno  de  mis  rasgos  distin- 
tivos y  fuente  de  muchos  sencillos  y  puros  placeres. 

Con  mi  odio  por  el  gato  parecía  aumentar,  sin 
embargo,  su  predilección  por  mí.  Seguía  mis  pasos 
con  pertinacia  tal  que  sería  difícil  hacer  compren- 
der al  lector.  Dondequiera  que  me  sentase  se 
acurrucaba  bajo  la  silla  o  saltaba  sobre  mis  ro- 
dillas cubriéndome  de  sus  repugnantes  caricias. 
Si  me  levantaba  a  pasear,  se  metía  entre  mis  pies 
casi  haciéndome  caer;  o  clavando  en  mis  vestidos 
sus  largas  y  afiladas  garras,  se  encaramaba  de  este 
modo  hasta  mi  pecho.  En  tales  momentos,  aun 
cuando  hubiera  deseado  aplastarlo  de  un  golpe, 
sentíame  cohibido  para  hacerlo,  parte  por  el  re- 
cuerdo de  mi  crimen  anterior,  mas  principalmente, 
dejadme  confesarlo  al  fin,  por  el  terror  absoluto 
que  me  inspiraba  el  animal. 

Este  terror  no  era  precisamente  de  daño  físico; 
y  sin  embargo,  no  sabría  cómo  definirlo.  Me 
siento  casi  avergonzado  de  confesar  (sí,  aun  en 
esta  celda  de  criminal,  estoy  casi  avergonzado  de 
confesar)  que  el  espanto  y  el  horror  que  el  gato 
me  inspiraba  se  aumentaban  por  una  quimera  de 


210  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

lo  más  fantástica  que  es  posible  imaginar.  Mi 
mujer  me  había  llamado  la  atención  más  de  una 
vez  sobre  la  índole  de  la  mancha  de  pelo  blanco 
de  que  he  hablado,  y  que  constituía  la  única  dife- 
rencia visible  entre  este  extraño  animal  y  el  que 
yo  había  ahorcado.  El  lector  recordará  que  esta 
marca,  aunque  grande,  era  al  principio  indefinida; 
mas  por  pequeños  grados,  grados  casi  impercepti- 
bles, y  que  mi  razón  luchó  mucho  tiempo  por 
rechazar  como  fantasías,  había  asumido  al  fin 
rigurosa  claridad  de  líneas.  Representaba  ahora 
un  objeto  que  me  estremezco  de  nombrar;  y  por 
eso,  sobre  todo,  aborrecía  y  temía,  y  me  habría 
librado  del  monstruo  de  buena  gana,  si  me  hubiera 
atreiido;  representaba  ahora,  decía,  la  imagen  de 
algo  espantoso,  una  cosa  horrible,  ¡el  Patíbulo! 
— ¡oh,  lúgubre  y  funesta  máquina  de  horror  y  de 
crimen,  de  agonía  y  de  muerte! 

Y  me  encontraba  yo  verdaderamente  desven- 
turado, más  allá  de  los  límites  de  miseria  que  es 
dado  soportar  a  la  pobre  humanidad.  ¡Y  había 
de  ser  una  bestia  irracional,  a  cuyo  semejante 
destruí  con  menosprecio;  había  de  ser  una  bestia 
irracional  quien  me  causara  a  miy  a  mí,  un  hombre, 
formado  a  imagen  del  supremo  Dios,  este  sufri- 
miento intolerable!  ¡Ah!  ¡Ni  de  día  ni  de  noche 
volví  jamás  a  saborear  la  bendición  del  descanso! 
¡Durante  el  día  la  bestia  no  me  dejaba  solo  un 
momento;  y  en  la  noche  despertaba  a  cada  ins- 
tante de  sueños  de  terror  insuperable  para  sentir 
sobre  mi  rostro  el  ardiente  aliento  de  la  cosa^  y  su 
flácido  peso  oprimiendo  eternamente  mi  corazón 


El  Gato  Negro  211 

como  pesadilla  encarnada  que  no  tenía  el  poder 
de  sacudir! 

Bajo  la  presión  de  tortura  semejante  sucumbie- 
ron los  pocos  restos  del  bien  dentro  de  mí.  Los 
malos  pensamientos  eran  mi  sola  compañía,  los 
más  negros  y  depravados  pensamientos.  La 
acostumbrada  irritabilidad  de  mi  carácter  aumentó 
hasta  el  aborrecimiento  de  todas  las  cosas  y  de 
toda  la  humanidad;  mientras  mi  mujer,  sin  una 
queja,  era  ¡ay  de  mí!  la  víctima  diaria  y  paciente 
de  los  súbitos,  frecuentes  e  incontenibles  arranques 
de  furia  a  que  entonces  me  abandonaba  ciega- 
mente. 

Un  día  me  acompañaba  ella  en  algún  recorrido 
casero  por  los  sótanos  del  viejo  edificio  que  nuestra 
p>obreza  nos  compelía  a  habitar.  El  gato  me  se- 
guía por  las  escaleras,  y  haciéndome  casi  precipitar, 
me  exasperó  hasta  la  locura.  Cogiendo  un  hacha, 
y  olvidando  en  medio  de  mi  ira  el  terror  infantil 
que  hasta  entonces  había  detenido  mi  mano,  asesté 
un  golpe  al  animal,  que  le  habría  sido  fatal  instan- 
táneamente a  caer  como  yo  lo  deseaba.  Pero  la 
mano  de  mi  mujer  desvió  el  golpe.  Arrastrado 
por  su  intervención  a  ira  más  que  demoniaca, 
desasí  el  brazo  que  ella  me  sujetaba  y  hundí 
el  hacha  en  su  cabeza.  Cayó  muerta  en  el  sitio, 
sin  un  gemido. 

Cometido  el  horroroso  asesinato,  me  dediqué  sin 
tardanza  y  con  entera  deliberación  a  la  tarea  de 
ocultar  el  cadáver.  Sabía  bien  que  no  podría  sa- 
carlo fuera  de  la  casa,  ni  de  día  ni  de  noche,  sin 
correr  el  riesgo  de  ser  observado  por  los  vecinos. 


212  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

Diversos  proyectos  se  presentaron  a  mi  imagina- 
ción. A  veces  pensaba  en  cortar  el  cuerpo  en 
menudos  fragmentos  y  hacerlos  desaparecer  por 
medio  del  fuego.  Otras,  resolvía  cavar  una  sepul- 
tura en  el  suelo  del  sótano.  Luego,  deliberaba 
sobre  si  sería  conveniente  arrojarlo  al  pozo  del 
patio;  o  empacarlo  como  mercadería  en  un  cajón 
con  los  requisitos  acostumbrados,  y  buscar  un 
mozo  de  cuerda  que  lo  sacara  fuera  de  la  casa. 
Finalmente  di  con  lo  que  me  pareció  expediente 
mejor  que  todos  los  anteriores.  Determiné  em- 
paredarlo en  el  sótano,  como  se  dice  que  hacían 
con  sus  víctimas  los  monjes  de  la  edad  media. 

La  cueva  se  adaptaba  muy  bien  para  tal  objeto. 
Sus  muros  estaban  construidos  con  gran  solidez, 
y  recientemente  habían  sido  revocados  con  una 
mezcla  que  la  humedad  de  la  atmósfera  no  había 
dejado  endurecer.  Existía,  además,  en  uno  de  los 
muros  una  protuberancia  causada  por  cierta  falsa 
chimenea  u  hogar  que  se  había  rellenado  para 
nivelarla  con  el  resto  del  sótano.  No  puse  en  duda 
el  que  fácilmente  se  podría  remover  los  ladrillos 
en  aquel  sitio,  colocar  allí  el  cuerpo  y  disponer  el 
muro  en  su  forma  primitiva  de  manera  que  nadie 
pudiera  percibir  nada  sospechoso. 

Mis  cálculos  no  me  engañaron.  Con  ayuda  de 
una  barra  de  hierro  arranqué  fácilmente  los  ladri- 
llos, y  depositando  cuidadosamente  el  cadáver 
contra  la  pared  interior,  lo  mantuve  en  esta  posi- 
ción mientras  que,  con  poco  trabajo,  volvía  a  re- 
hacer el  muro  conforme  se  encontraba  anterior- 
mente.    Procurándome   argamasa,    arena   y   fila- 


El  Gato  Negro  213 

mentos  con  las  precauciones  posibles,  preparé  un 
compuesto  que  no  pudiera  distinguirse  del  enlucido 
antiguo  y  lo  coloqué  esmeradamente  sobre  el 
nuevo  enladrillado.  Al  concluir,  me  sentí  satis- 
fecho de  mi  obra.  El  muro  no  ofrecía  la  más  ligera 
señal  de  haberse  removido.  Recogí  los  fragmentos 
del  suelo  con  el  cuidado  más  minucioso.  Miré 
triunfante  en  tomo  y  me  dije  a  mí  mismo:  "¡  A.quí, 
por  lo  menos,  mi  labor  no  ha  sido  en  vano!" 

Me  preocupé  en  seguida  de  buscar  al  animal 
que  había  causado  tanta  desventura,  porque  al 
fin  había  resuelto  firmemente  deshacerme  de  él. 
Si  me  hubiera  sido  dado  encontrarle  en  aquel 
momento,  su  suerte  no  habría  sido  dudosa;  mas 
parecía  que  el  taimado  gato,  alarmado  por  la 
violencia  de  mi  cólera,  evitaba  afrontar  mi  actual 
disposición.  Es  imposible  describir  o  imaginar 
la  intensa  sensación  de  reposo  bienaventurado 
que  produjo  en  mi  pecho  la  ausencia  de  esta  detes- 
tada criatura.  Tampoco  apareció  en  la  noche; 
y  así,  por  una  vez  siquiera,  desde  su  llegada  a  la 
casa,  dormí  con  sueño  profundo  y  tranquilo; 
dormí,  ¡ay,  a  despecho  del  asesinato  que  pesaba 
sobre  mi  alma! 

Transcurrieron  el  segundo  y  el  tercer  día,  y  mi 
atormentador  no  se  presentó.  Respiré  de  nuevo 
como  hombre  libre.  ¡El  monstruo,  en  su  terror, 
había  abandonado  la  casa  para  siempre!  ¡No  lo 
vería  más!  ¡Mi  felicidad  era  suprema!  La  per- 
versidad de  mi  negro  crimen  me  molestaba  apenas. 
Tuvieron  lugar  algunos  interrogatorios  que  fueron 
contestados  fácilmente.     Aun  se  procedió  a  una 


214  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

pesquisa;  mas,  por  supuesto,  nada  pudieron  descu- 
brir.    Creía  ya  asegurada  mi  felicidad  futura. 

Hacia  el  cuarto  día  después  del  asesinato,  se 
presentó  en  la  casa  inopinadamente  un  grupo  de  la 
policía  y  procedió  de  nuevo  a  verificar  rigurosa 
investigación  en  el  edificio.  Seguro  como  me 
hallaba  de  que  mi  escondrijo  era  inescrutable, 
no  sentí  preocupación  alguna.  Los  oficiales  me 
ordenaron  acompañarles  en  su  pesquisa.  No 
dejaron  rincón  ni  esquina  sin  escudriñar.  Al  fin, 
por  tercera  o  cuarta  vez  bajaron  al  sótano.  Ni  uno 
sólo  de  mis  músculos  se  conmovió.  Mi  corazón 
latía  tranquilamente  como  el  de  aquel  que  duerme 
en  la  inocencia.  Paseé  la  cueva  de  un  extremo 
al  otro.  Había  cruzado  los  brazos  sobre  el  pecho 
y  vagaba  sin  inquietud  de  acá  para  allá.  La  poli- 
cía se  mostró  enteramente  satisfecha  y  se  preparaba 
ya  a  partir.  El  júbilo  era  demasiado  grande  en  mi 
corazón  para  poder  refrenarlo.  Me  quemaba  por 
decir  algo,  una  palabra  de  triunfo  siquiera,  para 
afirmar  más  aún  la  certeza  de  mi  inocencia. 

"Caballeros,"  dije  al  fin,  cuando  el  grupo  comen- 
zaba a  subir  las  escaleras,  "estoy  deleitado  al  ver 
que  vuestras  sospechas  se  han  desvanecido.  Os 
deseo  salud  y  un  poquillo  más  de  cortesía.  A  pro- 
pósito, caballeros,  ésta  es  una  casa  muy  bien  cons- 
truida." (En  mi  rabioso  deseo  de  decir  algo  con 
desenvoltura,  apenas  sabía  ya  lo  que  hablaba). 
"Hasta  diré  admirablemente  bien  construida.  Es- 
tos muros — ¿os  vais,  caballeros? — estos  muros 
están  edificados  con  gran  solidez;"  y  entonces,  por 
puro  frenesí  de  bravata,  golpeé  pesadamente  con 


El  Gato  Negro  215 

un  bastón  que  llevaba  en  la  mano  la  misma  cons- 
trucción de  ladrillos  tras  de  la  cual  se  encontraba 
el  cadáver  de  la  esposa  de  mi  alma. 

Pero  ¡así  me  libre  Dios  y  me  defienda  de  las  fauces 
del  Enemigo!  Apenas  la  repercusión  de  los  golpes  se 
ahogó  en  el  silencio,  cuando  ¡una  voz  contestó 
dentro  de  la  tumba!  Un  gemido,  ahogado  e  in- 
terrumpido primero  y  semejante  al  llanto  de  un 
niño,  que  pronto  se  elevó  convirtiéndose  en  grito 
largo,  fuerte  y  sostenido,  completamente  anormal 
y  nada  humano;  un  alarido,  un  chilHdo  lamentoso, 
mitad  de  horror  y  mitad  de  triunfo,  como  puede 
oírse  brotar  solamente  del  infierno,  reuniendo  el 
grito  de  agonía  de  los  condenados  y  la  exultación 
de  los  demonios  por  su  condenación. 

Sería  locura  hablar  de  mis  sentimientos.  Des- 
falleciente, retrocedí  titubeando  hasta  el  muro 
opuesto.  Por  un  momento  quedó  inmóvil  el 
grupo  en  las  escaleras  a  causa  de  su  extremo  horror 
y  espanto.  En  el  momento  inmediato  una  docena 
de  brazos  robustos  atacaba  el  muro.  Cayó  com- 
pletamente. El  cadáver,  ya  descompuesto,  y 
cubierto  de  grumos  de  sangre  coagulada,  permane- 
cía erguido  ante  los  ojos  de  los  espectadores.  So- 
bre su  cabeza,  con  la  roja  boca  distendida,  y 
echando  fuego  por  su  único  ojo,  estaba  la  asquerosa 
bestia  cuya  astucia  me  indujo  al  asesinato,  y  cuya 
voz  informe  me  entregaba  al  verdugo.  ¡Había 
emparedado  al  monstruo  dentro  de  la  tumba! 


UN  DESCENSO  POR  EL  MAELSTROM 


UN  DESCENSO  POR  EL  MAELSTROM 

Los  métodos  de  Dios,  tanto  en  las  manifesta- 
ciones de  la  naturaleza  como  en  las  de  su  provi- 
dencia, no  se  asemejan  a.\os  nuesiros ;  nilos  modelos 
que  forjamos  corresponden  en  manera  alguna  a 
la  inmensidad,  la  sublimidad  y  la  inescrutabilidad 
de  sus  obras,  más  profundas  aún  que  el  manantial 
de  Demócrito. 

— JÓSEPH   GlÁNVILL. 

HABÍAMOS  llegado  a  la  cima  de  la  roca 
más  elevada.     Durante  algunos  minutos 
pareció  el  viejo  demasiado  exhausto  para 
hablar. 

"No  hace  mucho,"  dijo  al  cabo,  "que  hubiera 
podido  yo  guiaros  en  esta  ruta  tan  bien  como  el 
más  joven  de  mis  hijos;  pero  hace  cerca  de  tres 
años  que  me  ocurrió  un  incidente  que  jamás  ha 
sucedido  a  mortal  alguno,  o  por  lo  menos,  el 
hombre  a  quien  le  aconteciera  no  ha  sobrevivido 
para  contarlo;  y  las  seis  horas  de  angustioso  terror 
que  sufrí  entonces  me  destrozaron  de  cuerpo  y 
alma.  Vos  me  creéis  un  anciano;  mas  no  lo  soy. 
Menos  de  un  día  fué  necesario  para  cambiar  en 
blancos  estos  cabellos  que  eran  negros  como  el 
azabache,  para  debihtar  mis  miembros  y  aflojar 
mis  nervios  hasta  el  punto  de  que  tiemblo  al  menor 
esfuerzo  y  me  asusto  de  una  sombra.     ¿Imagináis 

219 


220  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

que  apenas  puedo  mirar  desde  este  pequeño  acan- 
tilado sin  sentirme  desvanecido?" 

El  "pequeño  acantilado"  de  que  hablaba,  y 
sobre  cuyo  ápice  habíase  tendido  negligentemente 
a  descansar  de  manera  que  la  parte  más  pesada 
de  su  cuerpo  colgaba  fuera,  protegiéndose  única- 
mente contra  la  caída  con  uno  de  sus  codos  que 
apoyaba  en  su  escurridizo  borde;  este  "pequeño 
acantilado"  era  un  peñasco  que  se  elevaba  sobre 
un  escarpado  precipicio  de  rocas  negras  y  pulidas, 
a  mil  quinientos  o  mil  seiscientos  pies  sobre  el 
mundo  de  escollos  que  se  divisaba  abajo.  Nada 
me  habría  decidido  a  acercarme  a  media  docena 
de  yardas  de  su  margen.  En  realidad,  sentíame 
tan  profundamente  emocionado  por  la  peligrosa 
posición  de  mi  compañero,  que  me  tiré  al  suelo 
de  largo  a  largo,  prendido  de  los  arbustos  que  tenía 
cerca,  y  sin  atreverme  a  mirar  ni  tan  siquiera  el 
cielo,  mientras  luchaba  en  vano  conmigo  mismo  para 
persuadirme  de  que  las  propias  bases  de  la  mon- 
taña no  estaban  en  peligro  con  la  furia  del  viento. 
Pasó  largo  tiempo  antes  de  que  pudiera  raciocinar 
lo  suficiente  para  cobrar  el  valor  de  sentarme  y 
mirar  a  la  distancia. 

**  Debéis  desprenderos  de  esas  fantasías,"  decía 
el  guía,  "porque  os  he  traído  aquí  para  que  podáis 
gozar  del  mejor  punto  de  vista  para  apreciar  el 
suceso  a  que  antes  hice  alusión,  y  referiros  la  his- 
toria completa  mientras  contempláis  el  paraje  a 
que  se  refiere. 

"Nos  encontramos,"  continuó,  con  aquella 
peculiar  manera  que  le  distinguía,  "nos  encontra- 


Un  Descenso  por  el  Maelstrom  221 

mos  muy  cerca  de  la  costa  noruega,  a  los  sesenta  y 
ocho  grados  de  latitud,  en  la  gran  provincia  de 
Nordland,  y  en  el  funesto  distrito  de  Lofoden.  La 
montaña  sobre  cuya  cima  nos  encontramos  es  Hel- 
seggen,  la  Nebulosa.  Ahora  alzaos  un  poquillo, 
cogeos  de  la  hierba,  si  os  sentís  desvanecido,  así, 
y  mirad  el  mar  detrás  de  la  zona  de  vapor  que  nos 
rodea." 

Miré  aturdidamente,  y  pude  contemplar  una 
ancha  extensión  del  océano,  cuyas  aguas  tenían 
tal  color  de  tinta  que  me  hizo  recordar  inmediata- 
mente los  relatos  del  Mare  Tenebrarum  del  geó- 
grafo nubio.  La  mente  humana  no  podría  conce- 
bir paisaje  más  desolado.  A  derecha  e  izquierda, 
tan  lejos  como  la  vista  podía  abarcar,  extendíanse, 
semejando  los  baluartes  del  universo,  hileras  de 
pavorosas  rocas  negras  y  escarpadas,  cuyo  lúgubre 
aspecto  se  realzaba  poderosamente  con  el  bramido 
del  oleaje  que  estrellaba  contra  ellas  su  blanca  y 
fantástica  cresta,  aullando  y  lamentándose  por 
toda  la  eternidad.  Exactamente  frente  al  pro- 
montorio sobre  cuyo  ápice  nos  encontrábamos, 
y  a  distancia  de  cinco  o  seis  millas  en  el  mar,  podía 
distinguirse  una  isla  pequeña  y  blanquizca;  o 
hablando  con  más  propiedad,  podía  discernirse  su 
posición  por  la  violencia  de  la  marejada  que  la 
envolvía.  A  dos  millas  más  o  menos  en  dirección 
de  tierra,  levantábase  otro  islote  más  pequeño, 
horriblemente  escarpado  y  estéril,  y  circundado  a 
diversos  intervalos  por  un  hacinamiento  de  negras 
rocas. 

El  aspecto  del  océano,  en  el  espacio  comprendido 


222  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

entre  la  playa  y  el  islote  más  distante,  era  muy 
inusitado.  Aun  cuando  en  aquel  momento  sopla- 
ban ráfagas  de  viento  tan  violentas  hacia  tierra 
que  un  bergantín  al  largo,  muy  lejos,  se  mantenía 
con  todos  los  rizos  tomados,  y  su  casco  entero 
se  hundía  constantemente  fuera  de  la  vista,  no 
había,  sin  embargo,  el  menor  oleaje,  sino  simple- 
mente una  especie  de  rápido,  corto  y  enfurecido 
movimiento  del  agua  en  todas  direcciones,  tanto 
en  sentido  del  viento  como  hacia  cualquier  otro 
lado.  Apenas  se  veía  espuma,  excepto  en  la 
inmediata  proximidad  de  las  rocas. 

"La  isla  que  se  ve  a  la  distancia,"  resumió  el 
anciano,  "es  llamada  Vurrgh  por  los  noruegos. 
La  otra,  a  la  mitad  del  camino,  es  Móskoe. 
Aquélla,  a  una  milla  al  norte,  es  Ambaaren.  Más 
lejos  están  Islesen,  Hótholm,  Keíldhelm,  Suarven  y 
Búckholm.  Más  allá  todavía,  entre  Móskoe  y 
Vurrgh,  se  encuentran  Otterholm,  Flimen,  Sand- 
flesen  y  Stockolm.  Estos  son  los  verdaderos 
nombres  de  las  islas;  pero  la  razón  por  la  cual 
se  haya  pensado  en  denominarlas  todas  es  cosa 
que  vos  no  podréis  comprender  ni  la  comprendo 
yo  tampoco.  ¿Oís  algo  ahora?  ¿Notáis  algún 
cambio  en  el  agua?" 

Haría  diez  minutos  más  o  menos  que  nos  encon- 
trábamos en  lo  alto  de  la  roca  de  Helseggen,  hasta 
donde  habíamos  subido  por  el  interior  de  Lofoden, 
de  manera  que  no  pudimos  ver  el  mar  hasta  que 
se  ofreció  de  un  golpe  a  nuestros  ojos  desde  el  ápice. 
En  tanto  que  el  viejo  hablaba,  advertía  yo 
un  fuerte  ruido  que  iba  en  aumento,  semejante  al 


Un  Descenso  por  el  Maelstrom  223 

estruendo  de  un  enorme  rebaño  de  búfalos  en  al- 
guna pradera  americana;  notando  al  mismo  tiempo 
que  el  movimiento  que  los  marinos  denominan 
el  escarceo  del  océano,  convertíase  rápidamente  a 
nuestra  vista  en  una  corriente  que  se  dirigía  al 
este.  Ante  mis  propios  ojos  adquiría  esta  corriente 
monstruosa  velocidad.  Cada  minuto  aumentaba 
su  rapidez,  su  impetuosa  precipitación.  En  cinco 
minutos  el  océano  entero  hasta  Vurrgh  hallábase 
poseído  de  furia  desenfrenada  e  indomable;  pero 
sobre  todo  entre  Móskoe  y  la  costa  dominaba  el 
tumulto  mayor.  Allí  el  vasto  lecho  de  las  aguas 
hendíase  y  se  rasgaba  en  mil  canales  divergentes, 
estallaba  repentinamente  en  convulsión  frenética, 
hinchándose,  hirviendo,  silbando,  girando  en  vór- 
tices gigantescos  e  innumerables  y  precipitándose 
en  remolinos  hacia  el  este  con  rapidez  que  jamás 
asume  el  agua,  excepto  en  caídas  torrenciales. 

En  algunos  minutos  presentóse  un  cambio  radi- 
cal en  la  escena.  La  superficie  general  se  niveló 
algo  más,  desaparecieron  los  remolinos  uno  a  uno, 
mientras  se  marcaban  rayas  prodigiosas  de  espuma 
donde  nada  se  veía  un  momento  antes.  Estas 
rayas  al  fin,  extendiéndose  a  gran  distancia,  entra- 
ron a  su  vez  en  el  movimiento  giratorio  de  los 
remolinos  desaparecidos  y  formaron  la  base  de  un 
vórtice  mucho  más  vasto.  Súbitamente,  muy  de 
súbito,  todo  aquello  tomó  vida  definitiva  y  distinta 
en  un  circuito  de  más  de  una  milla  de  diámetro. 
El  extremo  del  remolino  se  marcaba  por  una  ancha 
faja  de  brillante  espuma;  pero  ni  una  sola  partícula 
se  deslizaba  entre  las  fauces  del  terrorífico  cañónt 


224  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

cuyo  interior,  hasta  donde  la  mirada  podía  son- 
dear, era  un  muro  de  agua,  liso,  negro  y  brillante, 
inclinándose  sobre  el  horizonte  en  un  ángulo  de 
cuarenta  y  cinco  grados  más  o  menos,  girando 
vertiginosamente  en  redondo  con  movimiento 
ondulatorio  y  circular,  y  lanzando  a  los  aires  una 
voz  pavorosa  mitad  alarido  mitad  bramido,  tal, 
que  ni  la  potente  catarata  del  Niágara  levanta 
jamás  al  cielo  en  su  agonía. 

La  montaña  temblaba  hasta  su  base,  y  la  roca 
se  bamboleaba.  Me  arrojé  de  cara  contra  el 
suelo  sujetándome  de  las  escasas  hierbas,  en  el 
exceso  de  mi  agitación  nerviosa. 

"Esto,"  dije  al  cabo  al  anciano,  "esto  no  puede 
ser  otra  cosa  que  el  gran  remolino  del  Maels- 
trom." 

"Así  le  llaman  a  veces,"  respondió  él.  "Nos- 
otros los  noruegos  le  llamamos  Móskoe-stróm,  por 
la  isla  que  está  a  mitad  de  su  camino." 

Los  relatos  ordinarios  respecto  de  este  vórtice  no 
me  habían  preparado  a  lo  que  presenciaba.  El  de 
Jonás  Ramus,  quizá  el  más  detallado  entre  todos, 
no  procura  la  concepción  más  débil  de  la  magni- 
ficencia y  horror  de  la  escena,  ni  de  la  intensa  y 
asombrosa  sensación  de  novela  que  confunde  al 
observador.  No  estoy  seguro  del  punto  de  dónde 
presenció  el  espectáculo  el  autor  aludido,  ni  del 
momento  en  que  aquello  se  realizó;  pero  segura- 
mente no  ha  sido  del  ápice  del  Helseggen,  ni 
durante  una  tempestad.  Hay,  sin  embargo,  cier- 
tos pasajes  en  su  descripción  que  pueden  citarse 
en  razón  de  los  detalles,  aunque  su  efecto  sea 


ün  Descenso  por  el  Maelstrom  225 

excesivamente  atenuado  para  dar  la  impresión  de 
esta  escena, 

"Entre  Lofoden  y  Móskoe,"  dice  el  escritor 
mencionado,  *'la  profundidad  del  agua  es  de  treinta 
y  seis  a  cuarenta  brazas;  pero  del  otro  lado,  hacia 
Ver  (Vurrgh),  esta  profundidad  disminuye  hasta 
el  punto  de  no  permitir  el  paso  de  un  buque  sin 
que  corra  el  riesgo  de  estrellarse  contra  las  rocas, 
lo  cual  sucede  aun  en  el  momento  de  mayor  calma. 
A  la  hora  del  flujo,  la  corriente  barre  la  zona  com- 
prendida entre  Lofoden  y  Móskoe  con  rapidez 
tumultuosa;  pero  el  estruendo  de  su  impetuoso 
reflujo  hacia  el  mar  podría  apenas  igualarse  por  la 
más  retumbante  y  temible  catarata;  escuchándose 
este  ruido  a  muchas  leguas  a  la  redonda,  y  siendo 
el  vórtice  o  remolino  tan  vasto  y  tan  profundo, 
que  si  algún  buque  entrara  dentro  de  su  radio 
de  atracción,  sería  cogido  inevitablemente  y  arras- 
trado hasta  el  fondo,  destrozándose  allí  contra 
las  rocas;  y  podrían  verse  los  fragmentos  arrojados 
de  nuevo  a  la  playa  al  volver  de  la  marea.  Pero 
estos  intervalos  de  tranquilidad  tienen  lugar  sola- 
mente en  el  buen  tiempo  y  a  la  vuelta  del  flujo  y  el 
reflujo,  prolongándose  alrededor  de  un  cuarto  de 
hora,  después  de  cuyo  tiempo  se  presenta  de  nuevo 
gradualmente  la  violencia  del  fenómeno.  Cuando 
la  corriente  es  más  tumultuosa  y  su  furia  se  aumen- 
ta con  alguna  tempestad,  es  peligroso  encontrarse 
dentro  de  una  milla  en  aguas  de  Noruega.  Barcas, 
yates  y  buques  de  mayor  calado  hanse  visto  arras- 
trados por  falta  de  cautela  para  mantenerse 
lejos    de    su    atracción.     Ha    sucedido    también 


226  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

frecuentemente  que  encontrándose  ballenas  cerca 
de  la  corriente,  hayan  sido  arrebatadas  por  su 
violencia;  y  es  imposible  describir  sus  bramidos  y 
resoplidos  en  aquel  momento  en  medio  de  sus 
esfuerzos  infructuosos  para  escapar.  Cierta  vez, 
un  oso,  tratando  de  atravesar  a  nado  de  Lofoden  a 
Móskoe,  fué  cogido  y  arrastrado  por  la  corriente, 
mientras  rugía  de  manera  horrible  que  pudo  oírse 
hasta  la  playa.  Gran  cantidad  de  pinos  y  abetos, 
después  de  haber  sido  absorbibos  por  el  remolino, 
vuelven  a  aparecer  arriba,  tan  destrozados  y 
batidos  que  parece  que  les  hubieran  brotado  cer- 
das. Esto  demuestra  claramente  que  el  fondo 
está  formado  de  agudas  rocas  entre  las  cuales  se 
estrellan  los  objetos  de  un  lado  a  otro.  La  corriente 
está  regulada  por  el  flujo  y  reflujo  del  mar  que 
cambia  constantemente  cada  seis  horas.  El  año 
1645,  temprano  en  la  mañana  del  domingo  de 
sexagésima,  rayaba  en  tal  furia  el  estruendo  e 
impetuosidad  del  fenómeno,  que  las  piedras  de 
algunas  casas  de  la  costa  cayeron  por  efecto  de  su 
violencia." 

Con  respecto  a  la  profundidad  del  agua,  no  veo 
cómo  haya  podido  especificarse  en  la  inmediata 
proximidad  del  vórtice.  Las  "cuarenta  brazas" 
deben  referirse  solamente  a  aquella  parte  del  canal 
cerca  de  las  playas  de  Móskoe  o  de  Lofoden.  La 
profundidad  en  el  centro  del  Móskoe-strom  debe 
ser  enormemente  mayor;  y  basta  para  comprobar 
este  hecho  la  ojeada  que  es  posible  lanzar,  siquiera 
lateralmente,  a  los  abismos  del  remolino  desde  el 
pico    más    alto    del    Helseggen.     Mirando    desde 


ün  Descenso  por  el  Maelstrdm  227 

aquella  altura  el  rugiente  Phlégeton  no  pude  evitar 
una  sonrisa  al  recordar  la  sencillez  con  que  el 
honrado  Jonás  Ramus  menciona,  como  algo  muy 
difícil  de  creer,  las  anécdotas  del  oso  y  las  ballenas; 
porque  me  parecía,  en  verdad,  la  cosa  más 
evidente,  que  los  buques  de  guerra  de  mayor  calado 
que  llegaran  a  encontrarse  dentro  de  esta  terrible 
vorágine,  podrían  resistirse  tanto  como  una  pluma 
en  el  huracán  y  serían  arrebatados  inmediatamente, 
sin  la  menor  duda. 

Las  hipótesis  para  explicar  este  fenómeno,  al- 
gunas de  las  cuales  me  parecían  suficientemente 
plausibles  en  lectura,  según  recuerdo,  se  me  pre- 
sentaban en  aquel  momento  a  la  imaginación  con 
aspecto  muy  diferente  y  poco  satisfactorio.  La 
idea  generalmente  aceptada  es  que  este  vórtice,  lo 
mismo  que  otros  tres  más  pequeños  en  las  islas  de 
Férroe,  "no  tiene  otra  causa  que  el  choque  de  las 
olas  al  levantarse  y  al  caer,  durante  el  flujo  y  el 
reflujo,  sobre  un  parapeto  de  rocas  y  bajíos  que 
confina  el  agua,  de  manera  que  se  precipitan  allí 
como  una  catarata;  y  de  consiguiente,  mientras 
más  sube  la  marea  más  profunda  es  la  caída,  y  el 
resultado  lógico  es  un  remolino  o  vórtice  cuya 
prodigiosa  succión  está  suficientemente  compro- 
bada por  menores  experimentos."  Estas  palabras 
son  de  la  Encyclopaedia  Britannica.  Kírcher 
y  otros  imaginan  que  en  el  centro  del  canal  del 
Maelstrom  hay  un  abismo  que  penetra  el  globo 
y  desemboca  en  alguna  región  remota,  el  golfo  de 
Botnia  se  ha  indicado  casi  definitivamente  en 
cierta  ocasión.     Esta  opinión,  frivola  en  sí  misma. 


228  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

era  a  la  que  más  se  inclinaba  mi  mente  mientras 
observaba  el  fenómeno;  y  al  mencionarla  al  guía, 
quedé  algo  sorprendido  de  oírle  decir  que  aun 
cuando  aquella  era  la  idea  casi  universalmente 
acogida  a  este  respecto  por  los  noruegos,  no  era 
la  suya,  sin  embargo.  Como  primera  proposición 
declaró,  a  pesar  de  todo,  su  incapacidad  de  com- 
prender el  fenómeno;  y  en  esto  convine  con  él, 
pues  aunque  concluyente  sobre  el  papel,  toda  ex- 
plicación resulta  ininteligible  y  aun  absurda 
entre  el  retumbar  del  abismo. 

"Habéis  observado  bastante  el  remolino  ahora,'* 
dijo  el  viejo,  "y  si  os  arrastráis  en  redondo  sobre 
la  roca  hasta  poneros  a  sotavento  para  que  llegue 
a  vuestros  oídos  algo  amortiguado  el  bramido  de 
las  aguas,  os  referiré  una  historia  que  os  convencerá 
de  que  tengo  motivos  para  saber  algo  del  Móskoe- 
strom.'* 

Me  coloqué  como  deseaba,  y  el  guía  comenzó: 
"Poseía  yo,  en  compañía  de  mis  dos  hermanos, 
una  embarcación  pequeña,  aparejada  en  goleta, 
con  capacidad  de  setenta  toneladas  más  o  menos, 
en  la  cual  teníamos  la  costumbre  de  ir  a  pescar 
entre  los  islotes  que  quedan  más  allá  de  Móskoe, 
cerca  de  Vurrgh.  En  todas  las  corrientes  violentas 
del  océano  se  encuentra  buena  pesca  en  su  opor- 
tunidad, siempre  que  se  tenga  el  valor  suficiente 
para  ir  a  buscarla;  pero  entre  todos  los  mozos  de 
la  costa  de  Lofoden,  éramos  nosotros  los  únicos  que 
salíamos  regularmente  a  pescar  a  las  islas,  como 
os  he  dicho.  El  sitio  acostumbrado  por  los  pesca- 
dores está  mucho  más  lejos,  allá  abajo,  hacia  el  sur. 


TTn  Descenso  por  el  Maelstrom  229 

Allí  se  encuentra  pesca  a  todas  horas  sin  gran 
peligro  y  es,  por  consiguiente,  el  lugar  preferido. 
Sin  embargo,  los  sitios  elegidos  por  nosotros,  aquí, 
entre  las  rocas,  ofrecían  no  sólo  la  más  delicada 
variedad  de  pesca,  sino  en  mucha  mayor  abundan- 
cia; de  manera  que  frecuentemente  conseguíamos 
en  un  solo  día  lo  que  otros  más  tímidos  en  el  oficio 
no  podían  reunir  en  toda  una  semana.  En  verdad, 
esto  representaba  para  nosotros  una  especulación 
desesperada,  en  que  el  riesgo  de  la  vida  era  la 
labor  y  el  ánimo  respondía  como  capital. 

"Guardábamos  la  goleta  en  una  ensenada  a 
cinco  millas  más  arriba  de  la  costa  respecto  del 
lugar  en  que  nos  encontramos;  y  en  el  buen  tiempo 
solíamos  aprovechar  de  los  quince  minutos  de 
calma  para  atravesar  el  canal  principal  del  Móskoe- 
stróm,  muy  lejos  del  vórtice,  y  ponernos  luego  al 
ancla  allá  por  Ótterham  o  Sandflesen,  donde  el 
reflujo  no  es  tan  violento  como  en  otras  partes. 
Acostumbrábamos  quedarnos  allí  hasta  que  se 
aproximaba  el  momento  de  la  nueva  marea,  que 
teníamos  en  cuenta  para  regresar.  Nunca  salía- 
mos a  esta  clase  de  expediciones  sin  contar  con 
viento  firme  para  el  regreso,  viento  que  estuviéra- 
mos seguros  no  había  de  fallar;  y  rara  vez  nos 
equivocamos  en  este  punto.  Dos  veces  solamente 
en  seis  años  nos  vimos  obligados  a  pasar  toda  la 
noche  al  ancla  a  causa  de  calma  chicha,  lo  que  es 
raro,  en  verdad,  en  estos  parajes;  y  otra  vez  tuvi- 
mos que  quedarnos  en  aquellos  sitios,  muertos  de 
hambre,  casi  una  semana,  debido  a  un  viento  hura- 
canado  que  comenzó   a  soplar  poco  después   de 


230  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

nuestro  arribo  y  que  ponía  el  canal  demasiado 
tempestuoso  para  pensar  en  atravesarlo.  En 
aquella  ocasión  hubiéramos  sido  arrebatados  por  el 
mar,  a  pesar  de  todo,  pues  los  remolinos  nos  arras- 
traban en  redondo  con  tal  violencia  que  hubimos 
de  encepar  el  ancla  y  comenzar  a  rastrearla;  hasta 
que,  afortunadamente,  entramos  en  una  de  las 
innumerables  corrientes  atravesadas  que  se  en- 
cuentran hoy  aquí,  mañana  allí,  la  cual  nos  arrastró 
a  sotavento  de  Flimen,  donde  pudimos  abordar. 

"No  podría  relataros  la  vigésima  parte  de  las 
dificultades  a  que  nos  veíamos  obligados  a  hacer 
frente  en  el  terreció;  es  mal  paraje  para  encon- 
trarse allí,  aun  en  el  buen  tiempo;  pero  nos  dába- 
mos maña  para  escapar  sin  accidentes  de  las 
garras  del  Móskoe-stróm,  aunque  en  ciertas  oca- 
siones tenía  el  corazón  en  la  boca  cuando  sucedía 
que  lleváramos  un  minuto  de  retraso  o  de  adelanto 
sobre  la  marea.  A  veces  el  viento  no  era  tan  fuerte 
al  partir  como  lo  habíamos  calculado,  y  entonces 
avanzábamos  menos  de  lo  que  habríamos  deseado, 
mientras  la  corriente  hacía  ingobernable  la  em- 
barcación. Mi  hermano  mayor  tenía  un  hijo  de 
dieciocho  años,  y  por  mi  parte,  tenía  yo  dos  ro- 
bustos mozos  hijos  míos.  Ellos  nos  habrían 
ayudado  muchísimo  en  algunas  ocasiones  para 
manejar  los  remos  y  luego  para  pescar;  pero,  aun 
cuando  nosotros  nos  arriesgáramos  voluntaria- 
mente, no  teníamos  alma  de  poner  en  peligro  a  los 
muchachos  porque,  hay  que  decirlo  de  una  vez, 
el  peligro  era  horrible;  ésta  es  la  verdad. 

"Dentro  de  pocos  días  se  cumplirán  tres  años 


Un  Descenso  por  el  Maelstrom  231 

desde  que  sucedió  lo  que  voy  a  relataros.  Era  el 
lo  de  agosto  de  i8 — ,  día  que  la  gente  de 
este  lado  del  mundo  jamás  olvidará,  porque  se 
desató  el  huracán  más  formidable  que  jamás  envió 
el  cielo,  Y  sin  embargo,  toda  la  mañana,  y  aun 
hasta  avanzada  la  tarde,  hubo  una  brisa  sudoeste, 
suave  y  constante,  mientras  brillaba  el  sol  en  todo 
su  esplendor;  de  manera  que  ni  los  marinos  más 
viejos  habrían  podido  pronosticar  lo  que  iba  a 
suceder. 

"Nosotros  tres,  mis  dos  hermanos  y  yo,  cruza- 
mos hacia  las  dos  de  la  tarde  en  dirección  a  las 
islas,  y  pronto  tuvimos  casi  llena  la  embarcación 
de  pescado  fino  que,  según  todos  pudimos  notarlo, 
abundaba  mucho  más  aquel  día  que  en  todas  las 
ocasiones  que  podíamos  recordar.  Eran  justa- 
mente las  siete,  por  mi  reloj,  cuando  levamos  ancla 
para  regresar,  contando  con  atravesar  la  peor 
parte  del  Stróm  en  el  intermedio  de  calma  de  las 
mareas,  que  sabíamos  tendría  lugar  a  las  ocho. 

"Salimos  con  viento  fresco  cuarto  estribor,  y 
durante  algún  tiempo  corrimos  el  largo  a  gran 
velocidad  sin  soñar  con  peligros,  porque  no  había 
en  realidad  la  más  pequeña  razón  para  preverlos. 
De  pronto,  nos  cogió  en  facha  una  ráfaga  que 
venía  del  Helseggen.  Era  esto  lo  más  inusitado, 
algo  que  jamás  nos  había  sucedido,  y  comencé  a 
sentirme  inquieto,  sin  saber  exactamente  el  por- 
qué. Pusimos  la  embarcación  al  viento,  pero  sin 
poder  absolutamente  avanzar  a  causa  de  los  remo- 
linos; y  estaba  ya  a  punto  de  proponer  que  regre- 
sáramos a  ponernos  al  ancla  cuando,  mirando  a 


232  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

popa,  observamos  todo  el  horizonte  cubierto  de 
una  nube  singular  de  color  de  cobre,  que  se  levan- 
taba con  aterradora  velocidad. 

"Al  mismo  tiempo  cayó  la  brisa  que  nos  había 
cogido  y  quedamos  en  calma  chicha,  impelidos 
por  la  corriente  en  todas  direcciones.  Este  estado 
de  cosas  no  duró,  sin  embargo,  lo  suficiente  para 
dejarnos  tiempo  de  meditar.  En  menos  de  un 
minuto  la  borrasca  estaba  sobre  nuestras  cabezas; 
en  menos  de  dos,  el  cielo  se  encapotó  completa- 
mente; y  con  esto,  y  la  espuma  que  volaba,  vol- 
vióse súbitamente  tan  obscuro  que  no  podíamos 
vernos  unos  a  otros  en  el  barco. 

"  Sería  locura  intentar  describir  huracán  tal  como 
el  que  se  desencadenó  aquel  día.  Las  más  viejos 
marinos  de  Noruega  jamás  habían  presenciado 
cosa  parecida.  Habíamos  dejado  diestramente 
correr  las  velas  antes  de  que  pudiera  cogerlas 
la  borrasca;  pero  a  la  primera  ráfaga  del  vendaval, 
ambos  mástiles  cayeron  por  la  borda  como  cortados 
de  un  golpe,  llevándose  consigo  el  palo  mayor  al 
más  joven  de  mis  hermanos  que  se  había  hecho 
atar  por  seguridad. 

"Nuestro  barco  era  tan  liviano  como  la  pluma 
más  tenue  que  jamás  hubiera  flotado  sobre  el  mar. 
Tenía  la  cubierta  completamente  corrida,  con  una 
pequeña  escotilla  cerca  de  la  proa,  la  que  siempre 
acostumbrábamos  cerrar  al  cruzar  el  Stróm  como 
precaución  contra  el  mar  agitado.  Pero  en  esta 
ocasión  pudimos  habernos  ido  a  pique  inmediata- 
mente, porque  en  ciertos  momentos  estábamos 
completamente  cubiertos  por  el  agua.     No  puedo 


Ün  Descenso  por  el  Maelstrom  233 

decir  cómo  escapó  entonces  mi  hermano  mayor, 
porque  jamás  tuve  oportunidad  de  averiguarlo. 
En  cuanto  a  mí,  tan  pronto  como  nos  armamos  a 
la  trinquetada,  me  tendí  de  plano  sobre  la  cubierta 
con  los  pies  en  la  estrecha  regala  de  la  borda  del 
combés  de  proa,  y  apretando  con  las  manos  una 
argolla  que  había  cerca  del  palo  de  trinquete. 
Simplemente  el  instinto  me  empujó  a  realizar 
todo  esto,  que  indudablemente  era  lo  mejor  que 
podía  hacer,  pues  estaba  demasiado  trastornado 
para  pensar. 

"Por  momentos  estábamos  completamente  inun- 
dados, como  decía,  y  todo  ese  tiempo  retenía  yo 
el  aliento  sujetándome  en  la  argolla.  Cuando 
no  pude  resistir  más,  me  levanté  sobre  las  rodillas, 
sosteniéndome  siempre  con  las  manos,  y  así  logré 
aclarar  un  poco  mis  ideas.  En  este  momento 
.nuestra  pequeña  embarcación  daba  una  sacudida, 
exactamente  como  un  perro  cuando  sale  del  agua, 
librándose  así  en  cierto  modo  de  las  olas.  Hacía 
yo  esfuerzos  por  salir  del  estupor  que  me  había 
dominado  y  determinar  lo  que  podríamos  hacer, 
cuando  sentí  que  alguien  me  cogía  del  brazo.  Era 
mi  hermano  mayor,  y  mi  corazón  saltó  de  alegría 
porque  estaba  cierto  de  que  había  perecido  entre 
las  olas;  pero  en  seguida  toda  mi  alegría  se  cambió 
en  horror  porque  él,  poniendo  su  boca  sobre  mi 
oído,  gritó  la  sola  palabra:     ¡Móskoe-stróm! 

"Nadie  puede  comprender  lo  que  sentí  en  aquel 
momento.  Me  estremecí  de  pies  a  cabeza  como  si 
padeciera  un  violento  acceso  de  calentura.  Sabía 
bien  lo  que  él  quería  decir  con  esta  sola  palabra; 


234  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

sabía  bien  lo  que  él  trataba  de  hacerme  compren- 
der. ¡Con  el  viento  que  nos  empujaba,  íbamos 
directamente  hacia  el  remolino  del  Stróm  y  nada 
podía  salvarnos! 

"Como  bien  comprendéis,  para  cruzar  el  canal 
del  Strom,  tomábamos  el  camino  muy  arriba  del 
remolino,  aun  en  tiempo  tranquilo,  y  luego  aguar- 
dábamos y  espiábamos  cuidadosamente  la  marea; 
pero  ¡ahora  íbamos  impelidos  derechamente  al 
abismo,  a  merced  de  semejante  huracán!  Es 
posible — pensé — que  lleguemos  allí  justamente  en 
el  intermedio  de  las  mareas,  y  entonces  habrá  al- 
gvma  esperanza;  pero  en  seguida  me  apostrofé  por 
mi  locura  de  soñar  con  esperanzas  de  ninguna 
clase.  Sabía  muy  bien  que  estábamos  perdidos, 
aunque  nuestra  embarcación  hubiera  sido  diez 
veces  más  grande  que  un  navio  de  noventa 
cañones. 

"Por  este  tiempo  el  primer  ímpetu  de  la  tempes- 
tad se  había  calmado,  o  quizá  no  lo  sentíamos  tanto 
porque  corríamos  delante  de  ella;  pero  en  todo 
caso,  las  aguas  que  al  principio  se  mantenían  bajas 
por  el  viento  y  continuaban  planas  y  espumantes, 
levantábanse  ahora  tan  altas  como  montañas. 
Un  cambio  singular  mostrábase  también  en  el 
cielo.  Alrededor,  en  todas  direcciones,  estaba 
todavía  tan  negro  como  la  pez,  pero  casi  sobre 
nuestras  cabezas  se  abrió  de  repente  una  grieta 
circular  de  firmamento  claro,  tan  claro  como  nunca 
lo  había  contemplado  antes,  y  de  brillante  azul 
profundo,  a  través  del  cual  aparecía  la  luna  llena 
con  un  resplandor  que  jamás  le  había  conocido. 


Un  Descenso  por  el  Maelstrom  235 

Alumbraba  todo  con  gran  claridad  a  nuestro  al- 
rededor, mas  ¡oh  Dios!  ¡qué  escena  la  que  ponía  al 
descubierto! 

"Hice  entonces  una  o  dos  tentativas  para 
hablar  a  mi  hermano;  pero  a  causa  de  algo  que 
yo  no  podía  comprender,  el  estruendo  había 
aumentado  de  manera  que  no  pude  hacerle  en- 
tender una  sola  palabra,  a  pesar  de  que  gritaba  en 
sus  oídos  con  toda  la  fuerza  de  mi  voz.  Entonces 
sacudió  la  cabeza,  pálido  como  un  muerto,  y 
levantó  uno  de  sus  dedos  como  si  dijera:  ¡Escucha! 

"Al  principio  no  pude  comprender  lo  que  quería 
decir,  mas  luego  un  horrible  pensamiento  me  asal- 
tó. Saqué  el  reloj  de  mi  faltriquera.  No  andaba. 
Miré  la  esfera  a  la  luz  de  la  luna,  y  rompí  a  llorar 
mientras  lo  arrojaba  a  lo  lejos  en  el  océano.  ¡Se 
había  parado  a  las  siete!  ¡Estábamos  atrasados 
respecto  de  la  mareay  y  el  remolino  del  Stróm  estaba 
en  plena  furia! 

"Cuando  un  barco  está  bien  construido,  debida- 
mente trincado  y  no  lleva  demasiado  lastre,  parece 
que  las  olas  se  deslizan  bajo  su  quilla  en  una  fuerte 
borrasca  mientras  las  corre  a  lo  largo,  lo  cual  pro- 
voca la  admiración  de  la  gente  de  tierra,  y  es  lo 
que  en  jerga  marina  se  llama  correr  las  olas. 

"Bien;  hasta  entonces  habíamos  corrido  el  mar 
con  bastante  habilidad;  pero  en  aquel  momento  nos 
cogió  un  gigantesco  golpe  de  agua  exactamente 
bajo  la  bovedilla,  y  nos  arrebató  conforme  se 
elevaba,  arriba,  arriba,  como  si  fuera  a  llegar  hasta 
las  nubes.  Jamás  hubiera  creído  que  una  ola 
pudiera  levantarse  a  tal  altura.     Y  luego  caímos 


236  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

con  un  ímpetu,  un  declive  y  una  sacudida  tal 
que  me  hizo  sentir  náuseas  y  vértigos  como  si  me 
precipitaran  en  sueños  de  lo  alto  de  una  gran  mon- 
taña. Pero  mientras  estuvimos  arriba  tuve  tiem- 
po de  arrojar  una  rápida  ojeada  alrededor,  y  esta 
ojeada  fué  más  que  suficiente.  Comprendí  en 
un  momento  nuestra  posición  exacta.  El  abismo 
del  Móskoe-strom  se  encontraba  a  un  cuarto  de 
milla  de  distancia;  pero  era  tan  semejante  en 
aquellos  momentos  al  Móskoe-stróm  de  todos  los 
días  como  puede  asemejarse  el  remolino  que  veis 
ahora  a  un  simple  canal  de  molino.  Si  no  hubiera 
sabido  donde  estábamos  y  lo  que  se  nos  esperaba, 
no  habría  reconocido  el  lugar.  Como  estaban 
las  cosas,  cerré  los  ojos  involuntariamente  por  el 
horror.  Mis  párpados  apretáronse  uno  contra 
otro  como  en  un  espasmo. 

"No  habrían  transcurrido  más  de  dos  minutos 
cuando  sentimos  amansarse  las  olas  súbitamente 
y  nos  encontramos  envueltos  en  espuma.  El  barco 
dio  una  media  vuelta  cerrada  sobre  babor  y  se 
disparó  como  un  rayo  en  su  nueva  dirección. 
En  el  mismo  instante  el  ruido  fragoroso  del  agua 
se  ahogó  completamente  en  una  especie  de  trémulo 
alarido,  semejante  al  que  se  podría  imaginar  lan- 
zado por  los  tubos  de  escape  de  un  millar  de  barcos 
dejando  todos  escapar  el  vapor  al  mismo  tiempo. 
Estábamos  entonces  en  el  cinturón  de  marejada 
que  rodea  siempre  al  remolino;  y  yo  pensaba,  por 
supuesto,  que  un  momento  más  nos  precipitaría 
en  aquel  abismo  que  podíamos  discernir  sólo 
de  manera  indistinta  a  causa  de  la  enloquecedora 


ün  Descenso  por  el  Maelstrom  237 

velocidad  con  que  éramos  arrastrados.  El  barco 
no  parecía  absolutamente  hundirse  en  las  aguas, 
sino  deslizarse  sobre  la  superficie  del  oleaje  como 
una  burbuja  de  aire.  Su  lado  de  estribor  daba 
al  remolino,  y  el  de  babor  ocultaba  a  nuestra  vista 
el  mundo  de  océano  que  habíamos  dejado  atrás 
Elevábase  como  un  gran  muro  movible  entre 
nosotros  y  el  horizonte. 

"Puede  parecer  extraño,  pero,  sin  embargo, 
yo  me  sentía  más  dueño  de  mí  cuando  nos  encon- 
tramos en  las  mismas  fauces  del  vórtice  que  cuando 
nos  aproximábamos  a  su  horror.  Habiendo  per- 
dido toda  esperanza,  me  libré  de  gran  parte  de 
aquel  terror  que  me  inutihzaba  al  principio. 
Sospecho  que  fué  la  desesperación  lo  que  templó 
mis  nervios. 

"Quizá  creeréis  que  soy  jactancioso,  pero  lo  que 
digo  es  la  pura  verdad.  Comencé  a  meditar  cuan 
magnífico  era  morir  de  esta  manera,  y  qué  gran 
locura  era  la  mía  en  detenerme  en  mezquinas  con- 
sideraciones sobre  mi  propia  vida  en  presencia  de 
esta  maravillosa  manifestación  del  poder  de  Dios. 
Creo  que  enrojecí  de  vergüenza  cuando  esta  idea 
atravesó  mi  espíritu.  Pasado  algún  tiempo,  me 
sentí  poseído  de  la  más  viva  curiosidad  acerca  del 
interior  del  remolino.  Y  sentí  positivamente  el 
deseo  de  explorar  sus  profundidades  aun  a  costa  del 
sacrificio  de  mi  vida  que  ello  implicaba;  siendo  mi 
principal  pesar  la  idea  de  que  jamás  podría  relatar 
a  mis  viejos  camaradas  de  la  costa  los  misterios 
que  hubiera  descubierto.  Indudablemente  eran 
éstas  extraña^  fantasías  para  ocupar  la  mente  de 


238  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

un  hombre  en  tal  situación;  y  he  pensado  después 
varias  veces  que  sin  duda  las  revoluciones  del 
barco  alrededor  del  remolino  me  habían  vuelto 
algo  tonto. 

"Otra  circunstancia  contribuyó  también  a 
devolverme  mi  sangre  fría;  y  fué  la  cesación  del 
viento  que  no  podía  alcanzarnos  en  esta  posición; 
pues,  como  vos  mismo  lo  podéis  apreciar,  el  cin- 
turón  de  marejada  está  considerablemente  más 
bajo  que  el  nivel  general  del  océano,  que  formaba 
entonces  sobre  nosotros  una  alta,  negra  y  enorme 
protuberancia.  Si  jamás  habéis  estado  en  el  mar 
en  ocasión  de  una  borrasca,  no  podéis  formaros 
idea  de  la  confusión  de  ideas  que  resulta  del  viento 
y  la  lluvia  combinados.  Ciegan,  ensordecen  y 
ahogan,  quitándoos  toda  facultad  de  acción  o  de 
reflexión.  Pero  entonces  nos  hallábamos  libres  en 
gran  parte  de  estas  molestias;  exactamente  como 
el  condenado  a  muerte  goza  en  su  prisión  de  las 
pequeñas  prerrogativas  que  le  estaban  prohibidas 
cuando  su  sentencia  era  todavía  incierta. 

"Imposible  sería  decir  cuántas  veces  recorrimos 
el  circuito  de  aquella  zona.  Corrimos  en  redondo 
quizás  una  hora,  volando  más  que  flotando,  y 
acercándonos  gradualmente  al  centro  del  remolino, 
y  luego  cada  vez  más  y  más  cerca  de  su  horrendo 
margen.  Durante  todo  este  tiempo  no  me  había 
desprendido  del  anillo.  Mi  hermano  estaba  a 
popa,  sujetándose  de  un  pequeño  barril  de  agua 
vacío,  atado  fuertemente  al  cuartel  de  la  bove- 
dilla, y  que  era  el  único  objeto  que  no  hubiera  sido 
barrido  por  el  mar  cuando  nos  cogió  el  primer  golpe 


Un  Descenso  por  el  Maelstrdm  239 

del  temporal.  Al  aproximarnos  al  borde  del  abis- 
mo, abandonó  su  punto  de  apoyo  y  trató  de  aco- 
gerse a  la  argolla,  de  la  cual,  en  la  agonía  de  su 
terror,  intentaba  separar  mis  manos,  como  si  no 
fuera  suficientemente  grande  para  prestarnos  a  los 
dos  seguro  apoyo.  Nunca  he  sentido  pesar  tan 
profundo  como  cuando  le  vi  acometer  este  acto, 
aunque  sabía  que  estaba  loco  al  intentarlo,  furio- 
samente insano  por  la  fuerza  de  su  terror.  No  me 
ocupé,  por  cierto,  de  disputarle  el  sitio.  Sabía 
demasiado  bien  que  lo  mismo  daba  que  tuviéramos 
o  careciéramos  de  un  punto  de  apoyo;  así,  le  aban- 
doné ^el  anillo  y  me  dirigí  a  popa  en  busca  del 
barril.  No  había  entonces  gran  dificultad  para 
realizar  esto,  porque  el  barco  volaba  en  redondo 
con  bastante  firmeza  y  equilibrio  sobre  su  quilla, 
oscilando  solamente  acá  y  allá  con  las  inmensas 
ondulaciones  y  remolinos  del  vórtice.  Apenas 
me  había  asegurado  en  mi  nueva  posición,  cuando 
dimos  un  violento  vuelco  a  estribor  y  nos  precipi- 
tamos en  el  abismo.  Murmuré  una  agitada  ple- 
garia y  creí  que  todo  había  terminado.  Como 
sentía  el  agobiador  mareo  del  descenso,  apreté 
instintivamente  mi  abrazo  al  barril,  y  cerré  los 
ojos.  Durante  algunos  segundos  no  me  atreví  a 
abrirlos,  esperando  la  destrucción  instantánea,  y 
me  maravillaba  de  no  sentirme  ya  en  luchas  mor- 
tales dentro  del  agua.  Pero  transcurrió  un  mo- 
mento, luego  otro.  Vivía  todavía.  La  sensación 
de  caída  había  cesado,  y  el  movimiento  del  buque 
se  parecía  mucho  al  anterior,  como  cuando  nos 
encontrábamos  en  el  cinturón  de  marejada,  con  la 


240  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

diferencia  de  que  ahora  se  notaba  más  tendido. 
Cobré  valor,  y  contemplé  otra  vez  la  escena. 

"Nunca  olvidaré  la  sensación  de  espanto,  de 
horror  y  admiración  con  la  cual  miraba  en  derre- 
dor. El  barco  parecía  colgado  como  por  arte  de 
magia  a  media  altura  sobre  el  interior  de  un  canal 
de  vasta  circunferencia  y  maravillosa  profundidad, 
cuyos  costados  perfectamente  lisos  podían  haberse 
confundido  con  el  ébano,  a  no  ser  por  la  rapidez 
vertiginosa  con  que  giraban  en  redondo,  y  por  el 
fantástico  y  radiante  esplendor  que  despedían  a 
los  rayos  de  la  luna  llena,  los  cuales,  desde  aquella 
abertura  circular  entre  las  nubes  que  antes  he  des- 
crito, bañaban  en  un  torrente  de  gloria  dorada  los 
negros  muros  yendo  a  perderse  entre  las  más 
remotas  profundidades  del  abismo. 

*'Al  principio  estaba  demasiado  confuso  para 
observar  nada  con  atención.  El  despliegue  gene- 
ral de  aterradora  grandeza  era  todo  lo  que  podía 
percibir.  Cuando  me  recobré  un  poco,  sin  embar- 
go, mis  miradas  se  dirigieron  instintivamente  hacia 
abajo.  En  aquella  dirección  me  era  posible  ob- 
tener una  perspectiva  libre  por  la  posición  en  que 
se  encontraba  la  goleta  sobre  la  inclinada  superficie 
del  vórtice.  El  barco  se  mantenía  casi  recto  sobre 
su  quilla;  es  decir,  la  cubierta  estaba  en  plano 
paralelo  con  el  agua,  pero  con  declive  de  más  de 
cuarenta  y  cinco  grados,  de  manera  que  parecía- 
mos acostados  sobre  la  extremidad  de  nuestros 
baos.  No  pude  menos  de  observar  que,  a  pesar 
de  todo,  apenas  tenía  mayor  dificultad  para  man- 
tenerme en  pie  y  caminar  en  esta  posición  que  si 


ün  Descenso  por  el  Maelstiom  241 

hubiéramos  estado  en  un  plano  horizontal;  lo 
que  era  debido,  supongo,  a  la  velocidad  de  nuestras 
revoluciones. 

"Los  rayos  de  la  luna  parecían  penetrar  hasta 
el  mismo  seno  del  profundo  golfo;  pero  no  pude 
ver  nada  distintamente  a  causa  de  una  espesa 
lluvia  en  que  todo  estaba  envuelto,  y  sobre  la  cual 
se  tendía  un  magnífico  arco  iris  semejando  el 
estrecho  y  vacilante  puente  que,  según  aseguran 
los  musulmanes,  es  la  única  vía  entre  el  Tiempo  y 
la  Eternidad.  Esta  lluvia  o  rocío,  era  ocasionada 
indudablemente  por  el  choque  de  los  grandes  muros 
al  confundirse  en  el  fondo;  pero  no  me  atrevo  a 
describir  el  alarido  que  brotaba  hasta  los  cielos 
desde  el  centro  de  aquella  profundidad. 

"Nuestro  primer  salto  en  el  abismo  desde  la 
zona  espumosa  arriba  nos  llevó  a  gran  distancia 
en  la  pendiente;  pero  el  descenso  posterior  no  se- 
guía la  misma  proporción  absolutamente.  Girába- 
mos y  girábamos  en  redondo,  no  con  movimiento 
uniforme,  sino  en  vertiginosas  sacudidas  y  oscila- 
ciones que  nos  arrojaban  a  veces  solamente  unas 
cincuenta  yardas,  mientras  nos  hacían  otras  re- 
correr casi  todo  el  circuito  del  remolino.  Nuestro 
progreso  hacia  abajo  en  cada  revolución  era  lento 
mas  perfectamente  perceptible. 

"Mirando  en  derredor  sobre  la  vasta  amplitud 
del  líquido  color  de  ébano  que  nos  sostenía,  pu- 
de notar  que  nuestro  barco  no  era  el  único  ob- 
jeto que  flotaba  en  el  ámbito  del  torbellino.  En- 
cima y  debajo  de  nosotros  veíanse  fragmentos 
de  buques,  grandes  masas  de  maderaje,  y  troncos 


242  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

de  árboles,  con  muchos  otros  pequeños  artículos, 
como  piezas  de  mueblería,  cajas  destrozadas, 
barriles  y  duelas.  He  aludido  antes  a  la  extraor- 
dinaria curiosidad  que  me  había  asaltado  en  lugar 
de  mis  terrores  primitivos.  Parecía  aumentar 
ésta  en  mí  a  medida  que  se  aproximaba  más  y  más 
mi  fatal  sentencia.  Comencé  entonces  a  observar 
con  extraño  interés  los  numerosos  objetos  que 
flotaban  en  nuestra  compañía.  Deho  haber  estado 
delirante,  porque  hasta  encontraba  distracción  en 
calcular  la  velocidad  relativa  de  su  variado  des- 
censo hacia  el  espumante  fondo.  Este  abeto — me 
sorprendí  diciendo  una  vez — será  ciertamente  el 
primero  que  dé  el  gran  salto  y  desaparezca;  que- 
dando luego  desconcertado  al  ver  que  los  despojos 
de  un  buque  mercante  holandés  le  tomaban  la 
delantera  y  se  sumergían  primero.  Al  fin,  después 
de  varios  cálculos  de  esta  naturaleza  y  de  advertir 
que  me  engañaba  en  todos  ellos,  este  hecho, 
el  hecho  repetido  de  mi  invariable  error,  me  inspiró 
una  serie  de  ideas  que  hicieron  nuevamente  tem- 
blar mis  miembros  y  batir  con  pesadez  mi  corazón. 
"No  era  un  nuevo  terror  lo  que  así  me  afectaba, 
sino  al  contrario  la  aurora  de  una  incipiente  y 
alentadora  esperanza.  Esta  esperanza  brotó  en 
parte  del  recuerdo  de  lo  que  en  otras  ocasiones 
había  presenciado,  y  en  parte  de  la  observación  del 
momento.  Rememoré  que  gran  cantidad  del 
material  flotante  regado  en  la  costa  de  Lofoden 
había  sido  absorbido  y  vuelto  a  arrojar  por  el 
Móskoe-strom.  En  su  mayor  parte  estaban  aque- 
llos despojos  horriblemente  destrozados,  tan  aplas- 


Un  Descanso  por  el  Maelstrom  243 

tados  y  ásperos  que  tenían  solamente  la  apariencia 
de  un  montón  de  astillas;  pero  recordé  también 
que  había  algunos  que  no  estaban  desfigurados  en 
absoluto.  Luego,  no  había  a  que  atribuir  esta 
diferencia,  a  menos  que  se  supusiera  que  los  frag- 
mentos destrozados  eran  los  únicos  que  habían  sido 
completamente  absorbidos;  y  que  los  otros,  sea  por 
haber  entrado  al  torbellino  en  un  período  avanzado 
de  la  marea  o  por  cualquiera  otra  razón,  habían 
descendido  tan  lentamente  después  de  su  absor- 
ción, que  no  llegaron  al  fondo  antes  del  momento 
en  que  cambiara  la  corriente  del  flujo  o  del  reflujo, 
según  las  circunstancias.  Concebí  por  último  la 
posibilidad  de  que  hubieran  sido  devueltos  de 
esta  manera  por  el  remolino  hasta  el  nivel  del 
océano,  sin  sufrir  la  suerte  de  los  que  entraron 
primero  o  fueron  absorbidos  con  mayor  rapidez. 
Hice,  además,  tres  importantes  observaciones. 
La  primera  fué  que,  como  regla  general,  mientras 
más  grandes  eran  los  cuerpos,  más  rápido  era  su 
descenso;  la  segunda  que,  entre  masas  de  igual 
volumen,  una  esférica  y  otra  de  cualquiera  otra 
forma,  la  superioridad  de  velocidad  para  descender 
correspondía  a  la  esférica;  y  tercera  que,  entre  dos 
cuerpos  de  igual  tamaño,  uno  de  ellos  cilindrico 
y  el  otro  de  cualquiera  otra  forma,  el  cilindrico  era 
absorbido  más  lentamente.  Desde  mi  salvamento, 
he  tenido  varias  conversaciones  sobre  este  tema 
con  un  viejo  maestro  de  escuela  del  distrito;  y 
supe  por  él  lo  que  significaban  las  palabras  es- 
férico y  cilindrico.  El  me  explicó  también,  aun 
cuando    después    haya    olvidado    la   explicación, 


244  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

cómo  lo  que  yo  observé  era  verdaderamente  la 
consecuencia  natural  de  la  forma  de  los  fragmentos 
flotantes;  y  me  mostró  cómo  sucedía  que  un  cilin- 
dro arrastrado  en  un  vórtice  ofrece  más  resistencia 
para  la  succión  y  es  absorbido  con  mayor  dificultad 
que  otro  cuerpo  de  igual  volumen  y  de  cualquiera 
otra  forma.^ 

"Hubo  una  circunstancia  que  hirió  mi  imagina- 
ción, haciéndome  adelantar  mucho  en  la  vía  de 
estas  observaciones  y  volviéndome  ansioso  de 
ponerlas  en  práctica;  y  fué  que  a  cada  revolución 
dejábamos  atrás  algo  semejante  a  un  barril  o  quizá 
la  verga  o  mástil  de  algún  buque,  mientras  muchos 
otros  objetos  que  habían  estado  a  nuestro  nivel 
cuando  abrí  los  ojos  por  primera  vez  a  las  mara- 
villas del  abismo,  encontrábanse  ahora  mucho  más 
arriba  de  nosotros  y  parecían  haber  avanzado  muy 
poco  de  su  primera  posición. 

"No  vacilé  más.  Resolví  atarme  fuertemente 
al  tonel  vacío  que  me  servía  de  apoyo  en  aquel 
momento,  y  lanzarme  con  él  al  agua.  Traté  de 
llamar  la  atención  de  mi  hermano  señalando  a 
los  barriles  que  flotaban  cerca  de  nosotros,  e  hice 
cuanto  estuvo  en  mi  poder  para  explicarle  lo  que 
intentaba  acometer.  Creo  que  al  fin  me  compren- 
dió; mas  fuera  éste  o  no  el  caso,  sacudió  la  cabeza 
desesperadamente  y  rehusó  abandonar  su  posición 
cerca  de  la  argolla.  Era  imposible  para  mí  llegar 
hasta  él;  la  ocasión  no  admitía  retardo;  y  así,  con 
amarga  lucha  le  abandoné  a  su  suerte,  atándome 
al  tonel  con  las  mismas  cuerdas  que  le  sujetaban  a 

1  Véase  Arquímedes:  De  Incidentibus  in  Fluido,  libro  2. 


Un  Descenso  por  el  Maelstrom  245 

la  bovedilla;  y  me  precipité  en  el  mar  sin  más 
vacilación. 

"El  resultado  fué  precisamente  el  que  esperaba. 
Como  soy  yo  mismo  quien  os  relata  esta  historia; 
como  veis  que  llegué  a  escapar;  y  como  conocéis 
ahora  la  forma  en  que  realicé  mi  salvación;  y 
debéis,  por  consiguiente,  anticiparos  todo  lo  que 
me  falta  decir,  llevaré  mi  historia  rápidamente 
a  su  conclusión.  Habría  pasado  una  hora  o  algo 
así  después  que  abandoné  la  goleta  cuando,  ha- 
biendo descendido  a  gran  distancia  debajo  del 
sitio  en  que  yo  me  encontraba,  dio  tres  o  cuatro 
giros  violentos  en  rápida  sucesión  y,  arrastrando  a 
mi  amado  hermano  en  su  seno,  se  precipitó  de  una 
vez  para  siempre  en  el  caos  de  espuma  del  abismo. 
El  barril  al  cual  me  había  yo  atado  hallábase  algo 
más  abajo  de  la  distancia  media  entre  el  fondo  del 
torbellino  y  el  punto  en  que  yo  salté  fuera  del 
barco,  cuando  se  presentó  un  gran  cambio  en 
la  índole  del  remolino.  La  pendiente  de  los  cos- 
tados se  volvió  cada  vez  menos  inclinada.  Los 
giros  hiciéronse  menos  y  menos  violentos.  Desa- 
parecieron poco  a  poco  la  espuma  y  el  arco  iris; 
y  el  fondo  del  abismo  pareció  elevarse  lentamente. 
El  cielo  estaba  claro,  el  viento  había  caído,  y  la 
luna  llena  se  ponía  radiantemente  en  el  oeste 
cuando  me  encontré  en  la  superficie  del  océano, 
en  frente  de  las  playas  de  Lofoden  y  sobre  el 
sitio  en  que  el  remolino  del  Móskoe-stróm  había 
existido.  Era  la  hora  de  calma  de  la  marea,  pero 
todavía  el  mar  se  elevaba  en  olas  como  montañas 
por  efecto  del  huracán.     Me  vi  arrastrado  violen- 


246  Cuentos  Clásicos  del  Norte 

tamente  hacia  el  canal  del  Stróm,  y  en  algunos 
minutos  me  arrebató  la  corriente  abajo,  hacia  la 
costa  donde  estaban  situadas  las  pesqueras  de 
mis  compañeros.  Un  bote  me  recogió  exhausto 
de  fatiga  y,  entonces  que  el  peligro  había  ya  pasado, 
mudo  por  el  recuerdo  de  su  horror.  Los  que  me 
recibieron  a  bordo  eran  mis  viejos  camaradas  y 
mis  compañeros  de  todos  los  días;  pero  no  me 
reconocieron,  como  tampoco  habría  yo  reconocido 
a  un  viajero  de  la  región  de  las  sombras.  Mi  pelo, 
que  había  sido  negro  como  el  ala  del  cuervo  el  día 
anterior,  estaba  tan  blanco  como  lo  veis  ahora. 
Dicen  también  que  ha  variado  toda  la  expresión 
de  mi  fisonomía.  Referíles  mi  historia;  no  la 
creyeron.  Ahora  os  la  relato  a  vos,  sin  esperanza 
de  que  le  prestéis  mayor  fe  de  la  que  acostumbran 
otorgarle  los  alegres  pescadores  de  Lofoden." 


PS       Poe,  Edgar  Alian 

260^        Cuentos  clásicos  del 

^5C3  norte 


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