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Full text of "Cuentos y chascarrillos andaluces, tomados de la boca del vulgo"

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HARVARD COLLEGE LIBRARY 




FHOM THE UBRARY OF 
^EORGE EDWARD RICHARDS 



/■ 






'% .3^ 



CUENTOS 



BASGÁRRIUOS AlALB 

TOMADOS DE LA BOCA DEL VULGO 

Coleccionados y precedidos de tu» 

ÍMT&ODUCGIÓM ERUDITA Y AI.60 FlLOSÓFlCi 

por 

FULANO, ZUTANO, MENOANG Y PERENSANO 



SEGUNDA EDICIÓN 



MADRID 

LIBRERÍA DE FERNANDO FÉ. 
C. SoH ^eráfdmú, k 

1898 



^ tJENTOS Y CHASCARRILLOS ANDALUCES 



o 



CUENTOS 



CHASCARRILLOS ANDALUCES 

TOMADOS DE LA BOCA DEL VULGO 

Coleccionados y precedidos de una 
INTRODUCCIÓN 

BXUDITA Y ALGO FILOSÓFICA 

por 

FUUNO, ZUTANO, MENGANO Y PERENaANO 



^^V/N'^^^^^N/V 



SEGUNDA EDICIÓN 



MADRID 

LIBRERÍA DE FERNANDO FÉ 
C. Sam ^erÓMtmü^ a 

1898 



HARVARD COLLEGE LliRARV 

THE 6IFT Of 

MRS. 6EeR«E E. RICHARM 

NOV. 1, Iflti 



%l 



b'^. .1^.3. 



2> 



Es propiedad de los autores. 
Qtieda hecho el depósito que marca la ley. 



Est. tlp. d« Ricardo Té, ealle d«l Olmo, núm. 4.— T«léf. 1.114. 



ADVERTENCIA PRELIMINAR 

DE ESTA SEGUNDA EDIQON 




>ODO lo que pudiéramos decir en 
defensa de esta Colección de 
cuentos y chascarrillos está 
dichoya en la Introducción que 
liemos publicado en la edición primera y 
que reproducimos ahora. Nada tenemos 
pues que añadir ni nada que alegar con- 
tra los ataques más ó menos duros de la 
critica. Diremos, sin embargo^ que el 
ptiblico nos ha tratado benévolamente^ ya 
que ha leído y comprado nuestro libro, 
moviéndonos á imprimirle de nuevo^ por 
iodo lo cual nos complácemeos en darle 
Jas gracias más encarecidas. 



INTRODUCCIÓN 




^ 



*A afición al fólk-lore va cundien- 
do por todas partes. Se coleccio- 
nan los romances, baladas y le- 
yendas, los raptos líricos del pue- 
blo, los refranes, los enigmas y acertijos, 
y los cuentos, anécdotas y dichos agudos 
que por tradición se han conservado. 

Como esta afición es muy contagiosa, 
nadie debe extrañar que se haya apode- 
rado de nuestro espíritu. 

De romances ó dígase de poesía épica 
popular en verso, se ha coleccionado ya 
mucho en España, y nada ó casi nada 
hay que añadir. D. Agustín Duran for- 
mó la más hermosa, rica y completa co- 
lección de romances castellanos, elevan- 
do con ella un monumento triunfal á 



nuestra literatura. Acaso no haya pueM 
en el mundo que, en esta clasi 
sía, presente nada que aventaje ó qu^ 
menos compita con nuestro Romancef 
Para colmo en este género de la riqua 
de nuestra península y para hacer r 
yor ostentación de ella, Garret ha reuj 
doy publicado los romances portugue? 
y D. Manuel Milá y Fontanals y D. 1 
Tiano Aguiló han reunido los c 

De seguidillas y coplas de fandaiu 
tenemos también excelentes colección) 
siendo sin duda la más importante de n 
das la de D. Emilio Lafuente Alcánta 

Sobre refranes se ha escrito y col4 
cionado mucho, señalándose recier 
mente en este género de trabajo dfl 
J. M, Sbarbi. 

Infatigables, atinados y diligentes % 
reunir y publicar producciones de to( 
clase de la musa vulgar y anónima, '. 
sido y son aún el Sr. D. Francisco I 
dríguez Marín, residente en Sevilla y9 
Sr. Machado, conocido por el seudónia^ 
de DemÓfilo. 

En lo tocante á cuentos vulgares | 
habido, no obstante, descuido. 



— IX — 



paña nada tenemos, en nuestro siglo, 
que equivalga á las colecciones de los 
hermanos Grimm y de Musaus en Ale- 
mania, de Andersen en Dinamarca, de 
Perrault y de la Sra. d^ Aulnoy en Fran- 
cia, y de muchos otros literatos en las 
mismas ó en otras naciones. 

En España, sin embargo, se han pu- 
blicado ya no pocos cuentos vulgares. 
No tenemos nosotros la pretensión de 
ser los primeros. Nuestra pretensión es 
más modesta. Sólo aspiramos á que se 
aumente, por virtud de nuestra diligen- 
cia, el tesoro escrito de los cuentos que 
el vulgo refiere y que pueden perderse 
cuando no se escriben.' 

Los cuentos vulgares son de varias 
clases, por más que sea difícil marcar los 
límites que separan unas clases de otras. 

Nosotros los dividiremos todos en tres 
clases distintas. A la primera pertenecen 
los cuentos de hadas ó de encantamen- 
tos, los cuales son sin duda los más bo- 
nitos de todos, pero son también los me- 
nos castizos. Los tales cuentos, desfigu- 
radas reliquias de antiguas y exóticas 
mitologías, y fragmentos tal vez de pri- 



miliv.is epopeyas, han venido emigran 
do desde la India, desde la Persia ó di 
de otros países del remoto Oriente; ha 
pasado por todas las naciones de Eui 
y en casi todas días se han naturalíz 
De aquí qiie apenas hay cuento de Pi 
rrault que no se contase en España ai 
tes de que Perrault le escribiera, y 
en cambio, apenas hay cuento de 
clase,' que en España pueda escribirse 
se escriba ahora, que no esté ya escril 
por un autor extrau¡ero como propio d 
su tierra, donde le ha recogido de . 
boca del vulgo. 

Otra clase de cuentos, sí cuentos pii< 
den llamarse, son hechos, lances, ané 
dotas ó dichos conservados por la trad 
ción en determinados lugares y tal vi 
desfigurados ó enriquecidos con adoru< 
por la imaginación del vulgo. De esl 
clase de cuentos, que nosotros titularf; 
mos leyendas y tradiciones locales, n 
sabemos que haya en España una extei 
sa colección. Muy de desear serla que e 
ta colección se formara y se publicara. 

Hay, por ultimo, cuentos de otra el 
se, que son los que nosotros nos hemí 



— XI — 



decidido á reunir, y cuyo principal ca- 
rácter distintivo es el de ser cómicos, jo- 
cosos ó chuscos. No hay nación que no 
posea rico caudal de tales cuentos, ins- 
pirados por el buen humor, ó sea por lo 
que llaman los ingleses humour^ ponien- 
do de moda la palabra, así en las nacio- 
nes donde la han importado, como en 
aquellas en cuyo idioma la palabra exis- 
tía ya, casi con la misma significación y 
sentido. En castellano, sin duda, no he- 
mos tenido que dar á la palabra humor 
el sentido que humour tiene en inglés. 
Creemos que desde antiguo, aun sin lle- 
var el calificativo de duenOj humor equi- 
valía entre nosotros á humour entre los 
ingleses. Hombre de humor, era como 
decir hombre gracioso, chistoso, agudo 
y alegre. Los vocablos que nos faltaban 
eran los derivados de humor, que se han 
introducido recientemente en nuestra 
lengua. Son estos vocablos humorismo y 
humorístico, a. 

Grande es la estimación que siempre 
y en todas partes se ha concedido á la 
literatura humorística. Hoy, que vivi- 
mos en una época triste, en una socie- 



dad revuelta y algo desquiciada y co 
los espíritus llenos de melancolía á 
sa, en gran parte, del ali 
que nos propinan los pensadores y 61í 
sofos pesimistas, lo jovial y alegre es mi 
de desear que nunca para remedio <¡ 
aquel mal, para triaca de aquel veneno 
para clara demostración de que el vulj 
no está, por dicha, tan aburrido y dest 
perado como se supone, y aún se dele! 
en inventar ó en guardar en la meraoi 
y en referir cosas de burlas y de risa. 

Los críticos han fijado su atencií 
ahora más que nunca, en las producci 
nes del humor alegre en los diferent 
pueblos de la tierra. 

En Londres, por ejemplo, se esti p 
blicando una serie de volúmenes elega 
lemente impresos é ilustrados con pt 
ciosas limtnas y viñetas, que se liCu 
Library of humuur . En esta coleccid 
donde cada tomo vendrá á tener 400 p 
ginas, van ya publicados el humor 1 
Francia, el de Alemania, el de Italia, 
de América, el de Holanda, el de Irla 
da, el de Rusia, el del Japón y el de E 
paña. 



— XIII — 



En el de España se insertan, por or- 
den cronológico y muy bien traducidos, 
fragmentos ó pasajes de las obras de 
nuestros singulares autores, desde el 
poema del Cid, hasta las novelas y ver- 
sos de los autores que hoy viven , como 
Pérez Galdós, Emilia Pardo Bazán, Pa- 
lacio Valdés, Campoamor y Leopoldo 
Alas. Contiene, además, el tomo de El 
humor de España no pocas produccio- 
nes anónimas, como son proverbios, can- 
tares del pueblo, anécdotas, chistes de 
los periódicos, y cuentos y chascarrillos 
vulgares. 

En la colección que nosotros vamos á 
ofrecer al público, nos limitaremos á un 
solo género, pero en extremo abundan- 
te; á los cuentos y chascarrillos, y no á 
los que se cuentan por todas partes, sino 
á los que hemos oído contar en Andalu- 
cía, distinguiéndose casi todos ellos por 
cierto color y cierta traza propios de 
aquella tierra. No es esto afirmar que 
todos nuestros cuentos sean de inven- 
ción andaluza. Difícil, casi imposible, se- 
ría averiguar el origen de cada uno. Sólo 
afirmamos que los cuentos y chascarri- 



^ 



líos que insertamos en este volumen, ¿ 
cuentan todos en Andalucía. Acaso pa 
sen de setenta los que varaos á coleccio 
nar aquí; pero como hay centenal 
centenares, es evidente que se nos que 
dan muchos en el tintero. Otros colee 
tores ó nosotros mismos, sí este tomo n 
desagrada al público, podrán ó podre 
mos aumentar la colección con nuevo 
volúmenes. 

En el presente hemos procurado e 
poner con fidelidad cada una de las hii 
torias, tales como el vulgo las refiere, 
hasta imitar, en lo posible, la natur: 
sencillez del estilo del vulgo. Nada, a 
solutamenle nada, es invención nuestri 
No faltan candidos autores que cali 
quen i la musa popular de casta, 
¿quién sabe? Acaso lo sea en el fondi 
Acaso no peque sino por lo franca y d 
provista de aquellos disimulos, plegut 
rías y circunloquios que encubren '. 
desnudez, y constituyen, ó si no const 
tuyen, contrahacen la decencia. 

De todos modos, 
seguro que hasta los cuentos más verdí 
del vulgo, son en el fondo menos coi 



XV — 



trarios á la moral que muchas atildadí- 
simas novelas, donde no hay frase, suce- 
so ni lance escabroso que no esté en- 
vuelto en un velo tupido de perífrasis 
poéticas y elegantes. En suma, los cuen- 
tos y chascarrillos vulgares, más que por 
inmoralidad, pecan á veces por rudeza y 
grosería. A fin de no escandalizar ó dis- 
gustar con dicho defecto, hemos supri- 
mido no pocos cuentos que ya teníamos 
redactados y que nos parecían graciosos. 
No hemos podido, sin embargo, resistir 
á la tentación de incluir en este tomo 
algunos de aquellos cuentos en que se 
nota con mayor ó menor intensidad el 
defecto ya mencionado. De esperar es 
que nos lo perdone el benigno lector, á 
quien humildemente nos encomenda- 
mos. Entiéndase, á fin de que se logre es- 
te perdón, que no componemos un libro 
para lectura, instrucción y recreo de se- 
ñoritas y de niños. Y entiéndase además 
que en este libro no tenemos la única 
pretensión de entretener y divertir, sino 
que también tenemos la pretensión de 
fijar y de guardar por escrito algo de lo 
que pudiéramos llamar la poesía épico- 



ándole ad^^| 
lue se sal^^l 

lor últimt). " 



cómica vulgar y difusa, prestándole ai 
cuada forma literaria para que Si 
del olvido. 

Nos importa advertir, por último, 
que el pueblo español, por lo mismo 
que es muy creyente y fervoroso ca- 
tólico, trata á veces con pasmosa con- 
fianza las cosas divinas, sin que en esta 
familiaridad haya irreverencia ni mucho 
menos malicia. Cuento hay que, iatq 
pretado por un espíritu pervertido! 
avieso, podría creerse compuesto i 
Voltaire, pero que en realidad es ínv^ 
ción de nuestro pueblo, el cual le in' 
tó con candor y no tuvo ni remotamei 
te al inventarle el propósito de ofena 
á Dios, ni á los santos, ni á los ángeb 
ni de contradecir ó impugnar en lo n 
dogmas y creencias de nal 



tros mayores. 

Es casi seguro que muchos de 1 
cuentos del vulgo andaluz que paree 
más volterianos, fueron compuestos ^ 
los claustros y en las sacristías, por g 
te de sotana y cuando había Inquisíci 
en nuestro país, y fueron oídos 
brados con risa por clérigos, frailes y 3 



— XVII — 

miliares del Santo Oficio. Juzgaban és- 
tos, y en nuestro sentir importa conser- 
var el mismo criterio, que la verdad ca- 
tólica y la pureza de la fe que la acepta 
y la conserva sin menoscabo, están tan 
altas, que no hay chiste que las hiera ó 
lastime. Y están tan arraigadas en la 
mente y en el corazón de los españoles 
que ni en lo antiguo se concebía ni se 
debe concebir ahora que haya chuscada 
que prevalezca contra ellas, ni chusco, 
narrador ó inventor áe cuentecillo que 
al componerle ó referirle haya tenido la 
menor intención antireligiosa. 

Todavía en abono de nuestro propó* 
sito de coleccionar cuentos vulgares, 
nos incumbe decir que los que coleccio- 
namos y publicamos ahora están inme- 
diatamente tomados de la boca del vulgo, 
pero que sería muy curioso é interesante 
reunir y coleccionar también otros cuen- 
tos vulgares de España, no de los que 
han recibido ya forma literaria y están 
en colección como la del Conde Luca- 
nor, del Infante D. Juan Manuel, la del 
Patrañuelo y la del Alivio de caminan- 
tes, de Juan de Timoneda, y como la 



hecha recientemente de cuentos tnalln 
quines por el Archiduque de Austtj 
Luis Salvador. Estas colecciones exislJ 
ya y lo curioso sería coleccionar la md 
titud de cuentos que han recibido taoj 
bien forma literaria y se halla» esparcid^ 
en las obras, en verso y prosa, de 
tros más ilustres autores clásicos. 

Los lacayos graciosos de las antiguj 
cornedias españolas, y especialmente l\ 
de Calderón y de Tirso, refieren a 
do cuentos y chascarrillos, como ] 
ejemplo, el tan celebrado y sabido t 
memoria por todo el mundo, del vidri 
ro que recibió de Tetuán centenares ^ 
monas. 

No tienen, por lo general, estos cue4 
tos más propósito que el de moverS 
risa; pero ocurren á veces casos i 
dichos chascarrillos vienen á aplicar 
resultando ó del mismo chascarrillo ó.é 
su aplicación una terrible moraleja. Vd 
ga para muestra el chascarrillo que ref 
re, si no lo recordamos mal, un grac¡o4 
de Tirso, acerca del hombre que ter 
un tumor, y que se gastaba a 
ro en médicos y en cirujanos, los cual 



— XIX — 



no acertaban á curarle. Cada día iba él 
empeorándose é iba el tumor creciendo 
hasta que un día el enfermo acertó á es- 
tar cerca de la muía del Doctor que le 
asistía. La muía era muy maliciosa y sacu- 
dió con tanto tino una coz al enfermo que 
le reventó el tumor y al fin le dejó sano. 
Ahora aplican por ahí este cuento á los 
asuntos de Cuba: los médicos que no 
aciertan con la curación son nuestros 
adalides y nuestros políticos y se supone 
que la muía maliciosa será á la postre la 
Gran República de los Estados Unidos, 
si bien contradice la exactitud de la apli- 
cación, entre otras cosas, que en la apli- 
cación la roula no sólo acaba por reven- 
tar el tumor de una coz, sino que á fuer- 
za de darnos coces, le produce antes, 
y luego le fomenta y casi le gangrena, 
pudriéndonos la sangre. 

Como quiera que ello sea, el estro vul- 
gar, que ha dado origen á muchos chas- 
carrillos, ha sido siempre estimado y 
aprovechado por nuestros más gloriosos 
ingenios. Sólo de las obras de Miguel de 
Cervantes Saavedra se podrían entresa- 
car no pocos de los mencionados chasca- 



rrillos, que él oyó contar y á los que dio 
forma imperecedera. Asi, pongamos por 
caso, la historia del deudor que escondió 
en un bastón hueco la cantidad que de* 
bia, á fin de burlar al acreedor; lance que 
da ocasión á una discreta sentencia de 
Sancho Pancha ; que ya estaba escrito, en 
tiempo del Emperador Augusto, por el 
soñsta griego Conon, y que fué reprodu- 
cido más tarde, en la Edad Media, como 
müagro de San Nicolás, en versos lati- 
nos. Y asi también el chascarrillo, que el 
mismo D. Ouijoto refiere, de la dama 
que, teniendo como pretendientes á sa- 
bios teólogos y jurisconsultos, eligió y 
concedió sus favores á un lego motilón, 
diciendo á quien por esto la motejaba 
que para lo que ella le quería sabía él 
más filosofía que Aristóteles. 

Sirva todo lo dicho como prueba del 
valer poético que tienen los chascarri- 
llos y del aprecio con que han sido mi- 
rados por nuestros clásicos, á pesar de la 
rudeza y de la groseria licenciosa que en 
dichos chascarrillos suele haber con fre- 
cuencia. 

Y si Tirso, Calderón y Cervantes, gus- 



— XXX — 

taron de los chascarrillos y se complaeie- 
ron en darles forma literaria sin que na- 
die por ello los condene, bien se nos de- 
be tolerar á nosotros, sin incurrir en cen- 
sura, ya que no merezcamos aplauso, que 
imitemos, aunque desmañadamente, sin 
la menor intención de ofender á Dios ni 
al. prójimo, á los autores ya nombrados, 
flor y nata de los ingenios españoles. 

Antes de concluir, no nos parece in- 
útil prevenirnos contra dos acusaciones 
que se nos pueden dirigir. 

Es una de ellas la de que tal vez haya 
en nuestra colección cuentos escritos ya 
y coleccionados por otros autores. Con- 
tra esto decimos y afirmamos que nos- 
otros los hemos tomado de boca del 
vulgo y que no hemos querido cansar- 
nos en buscar si alguien antes de nos- 
otros ha escrito los mismos cuentos. De 
esperar es que los escritos por nosotros 
tengan siempre alguna novedad en la 
escritura. 

La otra acusación que presentimos y 
de la que queremos defendernos, es de 
la abundancia de historias y lances que 
hay en nuestro libro, cuyo fundamento 



1 



es cierto vaporoso prodocto del si 
mano. A &□ de hacer sobre este punto 
nuestra apología, diremos que desde U 
edades más remotas dicho producto 1 
sido mirado ó mis bien oído o 
te de chistes y de gradas, conce 
sele á veces hasta cierta virtud adivi 
tona y agorera, así como al estoma 

El mismo venerable poeta Homero ij 
cree rebajarse escribiendo sobre el { 
y contándonos que el hijo de Júpiter* 
de Maya, dios de la elocuencia é inw 
tor de la lira, no se limitó á escomudí 
sino que lanzó otro agüero para e 
de entre las manos de Apolo, que, : 
ladrón de sus bueyes, le retenia cautil^ 

Lo diremos en griego para mayor ci 
ridad, y como documento fehaciente ^ 
que el numen de comerciantes y í 
queros se valía de tretas y hacia emis 
nes algo sucias: 



V dicho ya cuanto teníamos que de( 
para que se comprenda el objeto de e 
libro y para que no se nos culpe sín f 



- XXIll — 



damento de pecaminosas desenvolturas, 
ponemos punto á la Introducción y ro- 
gamos al público que reciba con indul- 
gencia y lea estos cuentos y chascarrillos, 
donde en nosotros sólo tendrá que aplau- 
dir ó que reprobar la forma, pues el fon- 
do es suyo. 




i 



LAS GAFAS 




|oMo se acercaba el día de San Isidro, 
multitud de gente rústica habia acu< 
dido á Madrid desde las pequeñas 
poblaciones y aldeas de ambas Castillas, y aun 
de provincias lejanas. 

Llenos de curiosidad circulaban los foras- 
teros por calles y plazas é invadían las tien- 
das y los almacenes para enterarse de todo, 
contemplarlo y admirarlo. 

Uno de estos rústicos entró por acaso en 
la tienda de un óptico en el punto de hallarse 
allí una señora anciana que quería comprar 
unas gafas. Tenía muchas docenas extendi- 
das sobre el mostrador; se las iba poniendo 
sucesivamente, miraba luego en un periódico> 
y decía: 

— Con éstas no leo. 



Siete ú ocho veces repitió la operación, 
hasta que al cabo, después de ponerse otras 
gafas, miró en el periódico, y dijo muy con- 
tenta: 

— Con éstas leo perfectamente. 

Luego las pagó y se las llevó. 

AI ver el rústico lo que habia hecho la se- 
ñora, quiso imitarla y empezó á ponerse ga- 
fas y á mirar en el mismo periódico; pero 
siempre decía: 

— Con éstas no leo. 

Así se pasó más de media hora; el rústico 
ensayó tres ó cuatro docenas de gafas, y como 
no lograba leer con ninguna, las desechaba 
todas, repitiendo siempre: 

—No leo con éstas. 

£1 tendero entonces le dijo: 

—¿Pero usted sabe leer? 

— Pues si yo supiera leer, ¿para qué habia 
de mercar las gafas? 




■' • ' ■ ■ * ■ •> •". j \i ...'/■./... . ' . . . . , ^ , . . ■ j ! . . . . I 

--• ' - J .. . ^ ., j . j ..1 ;'.'i t j j . i t . . .»! ., ,■ ,,/ j 

ELOCUENCIA VIZCAÍNA ; 

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>.pbi^P!9:ide Málaga^. m2M5,d<? ci.^ft aíUíSi 
))4,.:ftra.Hn. v.arói>,lka9 ^e safe^r.J 
/vktud^ ;y.; prfidicadpy, elpciientJpi- 
mo,iTjefiíji.aíd.eroás.íaoja|Qgi:e^ 5uave Qondi-: 
ción y tanta afabilida,(l.y llane;?» eft 3U trato,; 
que, lejos de enOfansfe gijstabaí de que sus- fa- 
miliares discutiesen cod é^.y hasta le embro- 

. ^ca.pl. obispo vizcaíno, y. sus familiares, al 
poner/por lais.njubes: su j elocuencia, Ja caliñ- 
cabaa de extrafLa' y única entre los hijos.de 
las Provincias IVáscDugadas, donde, según 
eUos, no hubo jamás hombre ^que. no fuese 
premioso de palabra ni clérigo que no pasase 
por un pprroiyjqueeü el.púlpito nose hicie- 
se un Wo<- —.; -^ . j - > .■ . j.. j .. .. i 

Movido él 'bondadoso- Prelado, de ;Su cris-^ 
tiana modestia y de.su ferviente patriotismo^ 



— 4 — 

sostenía lo contrarío, y llegaba á asegurar 
que lo menos había entre los presbíteros 
vizcaínos, sus contemporáneos, tres docenas 
que valían más que él por la ciencia, el arte 
y la inspiración con que enjaretaban ser- 
mones. 

Como pasaba el tiempo y no parecía por 
aquella diócesis ningún clérigo vizcaíno, la 
disputa se hacía interminable. £1 obispo no 
probaba su afirmación de un modo experí^ 
mental y práctico, y los familiares seguían 
erre que erre, negando á todos los vizcainoS) 
menos á Su Señoría Ilustrísima^ la capacidad 
para la oratoria sagrada. 

Acertó al cabo á venir á Málaga, en busca 
de amparo y protección, un clérigo guipuz- 
coano, que había estudiado con el obispo en 
el mismo Seminario y había sido allí grande 
amigo suyo. El obispo le recibió muy bien 
y le hospedó en su palacio. No tardó, cuando 
estuvo á solas con él, en hablarle de las dis- 
cusiones sin término que con sus familiares 
tenía, y luego le dijo: 

— Muy apropósito has venido por aquí 
para que, valiéndome de tí, demuestre yo la 
verdad de mi tesis. De hoy en ocho días ha- 
brá una gran función en la catedral y es me- 



nester que tú prediques y que el sermón sea 
tan hermoso y edifipante que eclipse, obscu- 
rezca y deje tamañitos cuantos yo he com- 
puesto hasta ahora. 

— ¿Pero cómo ha de ser eso — interrumpió 
el clérigo muy azorado, — cuando yo, bien lo 
sabes, sé tan poco de todo, y tengo tan corta 
habilidad que no me he atrevido jamás á su- 
bir al pulpito? 

— Dios es Todopoderoso y bueno — con- 
testó el obispo.— Pon en Dios tu esperanza, y 
no dudes de que por ti y por mi hará en esta 
ocasión un gran milagro. 

Confiando en la bondad divina y más ins- 
pirado que nunca el obispo, recatándose de 
todos y muy sigilosamente, escribió aquella 
misma noche una verdadera obra maestra, 
un dechado de perfección; lo mejor acaso 
que había escrito en su vida. 

A la mañana siguiente entregó el sermón 
al clérigo su amigo, y le excitó para que se 
le aprendiese muy bien de memoria. 

Con extraordinaria repugnancia y miedo, 
por recelar que no podría aprender el ser- 
món ó que le olvidaría después de aprendi- 
do, nuestro clérigo (¡tal era el afán con que 
aspiraba á complacer á su protector 1) tomó 



n dos días el sermón e 
y sin titubear ni pararse, le recitó como un ■ 
papagayo delante del obispo.' Empleó ésta 
otros dos días en enseñar al flamante predi-' 
cador la entonación, el gesto y el mÍHíoteo 
eorrespondielites á cuanto tenia que decir, 
' El obl^o quedó complacidisi'mo! catiflbú 
de admirable aquella' oi-adán pronunéiáda- ' 
por su amigo, y se prometió y léprtimatiólitt .M 
tritiufo estrepitoso. .•:■ -r 

Eti seguida anuiíció que el predücaáor'il 
i ser su palsaho, y lleno de org-ullopátriól 
co dijo á sus familiares; 

— Ya verán ustedes !o que es bueno. 1M 
tendrán ustedesqUe confesar queestehiimifl 
de sacerdote de mi tierra y de mí gente prig 
diCa mejoT que yo'; es un nuevo JuBt 
lomo, un raudal de elocuencia y un poíO 4 
sabiduría. En adelante no me embromar 
ustedes afirmando que, exceptuándome iím 
no hay vizcaíno que predique. ' 

Llenos de Impaciencia estaban todOS, a 
Siando oír predicar al vizcaíno. 

Llegaron por (¡n el día y la horade lafklH 
ción. La catedral estaba de bote ed bote. ^ 
obispo y loscanónigoiasistian eil el i 
todo el aparato y la pomp^ que requerid 



— 7 — 

las circunstancias. En el centro del templo y 
á no muy larga distancia de la cátedra del 
Espíritu Santo, se parecian las damas más 
devotas y elegantes de la ciudad, lindísimas 
muchas de ellas, todas con basquina y man- 
tillas de blondas y con rosas, claveles y otras 
flores en la cabeza. Hombres y mujeres del 
pueblo llenaban las naves. Era extraordinaria 
y muy general la curiosidad de oir al nuevo 
predicador, cuya buena reputación anticipada 
habia cundido por todas partes. 

Por fin, apareció en el pulpito nuestro viz- 
caíno y empezó su sermón con tal habilidad 
y gracia que la admiración, el asombro y el 
santo deleite henchían los corazones y los es- 
píritus de todo el auditorio. 

Pero ¡oh terrible desgracia! cuando el ser- 
món iba ya mediado, quiso la suerte, ó me- 
jor dicho, quiso la divina providencia que al 
vizcaíno^ que se le sabia tan bien de carreti- 
lla, se le fuese el santo al cielo. Trasudaba, se 
retorcia, se angustiaba y se desesperaba, y 
todo en balde, por que no podia volver á co- 
ger el hilo. Sin duda, iba á tener que bajar 
del pulpito con el sermón á medio acabar. El 
descrédito y la caída iban á ser espantosos. Y 
era lo peor que el sermón quedaba interrum 



— 8 — 



pido en ei momento de Bujor interés j más 
lastimoso: cmodo el p rcdicMior arabaha de 
ponderar los infortunios qoe Drás había en- 
viado sobre noestra oaciáxi, ó para probarla, 
ó para castigar sos mtxiios pecados^ por me- 
dio de seqoias^ epidemias» guerras j malos 



El Tízcaíno, Tiéadose en tamaño aparo, 
perdió por completo la cabeza, j dirigiéndo- 
se al obispo, qoe estaba en la slla episcopal, 
j hablándole con desenfib^ con fiíría j con 
la intimidiul archi£uniliar del antiguo coodis- 
cipolo, aunque por fortuna en idioma vas- 
cuence, alli completamente ignorado. Unzo 
Totos T reniegos, le denostó j le echó en 
cara que por culpa suya estaba pasando las 
penas derramadas, puesto en berlina j ame- 
nazado de tener que apelar á una retirada 
Tergonzosa. 

¿Quién sabe si fué milagro del Altísimo? 
Lo cierto es que de repente, cuando descar- 
gaba en su lengua nativa aquel diluvio de vi- 
tuperios sobre el obispo, el vizcaíno, con ilu- 
minación súbita j dichosa, volvió á recordar 
todo lo que del sermón le quedaba por decir. 
Inspirado además no menos dichosamente, 
exclamó: 



- 9 — 

— Hasta aquí Jeremías, en sus Trenos ó 
Lamentaciones. 

Y luego prosiguió recitando con fogosa ve- 
hemencia y con primor y acierto el resto del 
sermón hasta llegar á lo último. 

Cuantos le oyeron quedaron edificados y 
maravillados. £1 obispo demostró que había 
vizcaínos que predicaban por lo menos tan 
bien como él. Y no hubo nadie que no califi- 
case al clérigo de excelente predicador y 
además de tan erudito y versado en las Sa- 
gradas Escrituras que se las sabía de coro y 
las citaba en el texto original hebreo. 




LOS SANTOS DE FRANQA 




N una de las mejores poblaciones de 
la Mancha vi ría, no hace mucha 
tiempo, un ríco labrador, muy cha- 
pado á la antigua, cristiano viejo, honrado y 
querido de todo el mundo. Su mujer, rolliza 
y saludable, fresca y lozana todavía, á pesar 
de sus cuarenta y pico de años^ le había da- 
do un hijo único, que era muy lindo mucha- 
cho, avispado y travieso. 

Como este muchacho estaba mimadísimo 
por su padre y por su madre, era harto difí- 
cil hacer carrera con él. A pesar de su mu- 
cha inteligencia, á la edad de diez años leía 
con dificultad y al escribir hacia unos garra- 
patos ininteligibles. Lo único que el chico- 
sabia bien era la doctrina cristiana y que- 
rer y respetar al autor de sus días y á su 



-^ II -- 

señora mamá. El niño era tan gracioso y 
ocurrente, que tenia embobado á todo el ve- 
cindario. Cuantos le conocían le reian ios 
chistes y ponían su ingenio por*^ íás nubes, 
con lo cual al rico labrador se le caia la bsíba 
de gusto. ■' r- ■■ ■ 

— ^^i Qué lástima, decía, que' eáté' chibo se 
crie cerril en el pueblo, siYí hacer más que 
jugar al hoyuelo, á las chapasi al tóró y al 
salto de la comba con iodos los ^píílletesl Si 
yo lé envíase á un bueh colegio, eñ' unsrgran 
ciudad, sin duda que volvería hecho un po20 
de ciencia, seria lia gloria' y él apoyo de 'mi 
vejez y serviría y hontariá á su patria. ■ " 

Tanto caviló en esto bl labrador'/ que al 
fin, sobreponiéndose á la plena qué le causar- 
ba el separarse de su hijo, le envió á' qué es- 
tudiase» en París nada menos. - < 

Seis años estuvo por allí estudiámdó en uno 
de los mejores colegios primero 3r después 
en la Sorbona. ^ •' • ' 

' Como él era, naturalmente,; muy despeja- 
do; aprovechó mdcho, y volvió á casa de sus 
padres sabiendo cuánto hay que^saber, y ade- 
más elegantísimo y atildadísimo: hecho un 
verdadero dije; loque ahora llaman un dan- 
dy, uá gomoso. 



— 12 — 

El padre y la madre estaban más encanta- 
dos que nunca. Sólo no gustaban de cierto 
irreverente desenfado que el chico tenia y 
de que daba muestras á cada paso. 

Iba á entrar ó á salir por una puerta, y ex- 
clamando: 

— rSan Fason, San Complimanv San Cere- 
monia pasaba antes que su padre. 

Hablaba su padre y le interrumpía, y no le 
dejaba hablar, diciendo: 

—San Fason, San Compliman, San Cere- 
moni. 

Se ponían á la mesa y se servía antes que 
su padre y su madre, tomando lo mejor de 
cada plato y diciendo siempre: — San Fason, 
San Compliman, San Ceremoní. 

El padre disimuló al principio, ya que por 
todo lo demás el muchacho le embelesaba; 
pero, al caboi hubo de cargarse, perdió la 
paciencia, y dijo al chico con grande enojo: 

— Mira, hijo mío, vete muy enhoramala 
y no me invoques ni me mientes más en tu 
vida á esos santos de Francia, que serán muy 
milagrosos, pero que están infamemente mal 
criados. 




FECUNDIDAD DE LA UEMORIA 




L señor no estaba en casa, y el ne- 
grito que le servía, abrió la puerta 
á un forastero muy pomposo. 

— ¿Está en casa su amo de usted?— pre- 
guntó el forastero. 

— Ha salido, — contestó el negrito. 

— ¡Cuánto lo siento!— exclamó el foraste- 
ro.— No traigo tarjetas. 

— ¿Qué importa eso? No se apure: diga su 
nombre; el neguito tiene buena memoria y 
no le olvidará. 

—Pues bien: diga usted á su amo que ha 
estado aquí á visitarle Don Juan José María 
Diez de Venegas, Caballero Veinticuatro de 
la ciudad de Jerez. ¿Se acordará usted? 

— ^¿Y cómo no? — dijo el negrito. 

En efecto; cuando volvió su amo el negri- 
to le dijo: 



• ■ V. - 14 - 

— Zeñó, aqui han estado á visitar á su meí:- 
ced D. Juao, D. José, doña María, ^iecinnef 
ve negas, veinticuatro caballeros y la ciudad 
de Jerez. 




s?^5É;^3^;^5Ífí^ 




CONVERSIÓN DE UN HETERODOXO 



t. , 




|lvÍA en Sevil)a, hará más de dos si- 
glos, un clé;-igo tan sabio en Teolo- 
gía y tan gran predicador que era 
el paspio y la gloria de la ciudad, y tan afa- 
ble con sus iguales, tan modesto con los su- 
periores y tan llano y caritativo con la gpnte 
menuda, que se había ganado la voluntad de 
todp el mundo. 

El demoqio, que es envidioso y que todo 
lo atUasca, s^ ingenió de suerte que hizo que 
«1 tal clérigo, á fuerza de meditar y de cavir 
lar en las cosas divinas, viniese á caer en uno 
<le los más espantosos errores que pueden 
afligir á la pobre y limitada inteligencia hu- 
mana y qu^ pueden dar al traste con los me- 
recimientos y excelencias de un buen cris- 
tiano. 



— i6 — 

Se empeñó nuestro clérigo en considerar^ 
absurda que siendo Dios uno fuese también 
Trina. ¥ no sólo se empeñó en considerarla 
sino que se esforzó por demostrar su 
por difundirle y divulgarle con la mis 
ravillosa elocuencia que habla empleado a 
tes en sus piadosos sermones y homilías. 

No acertaremos á ponderar la profur 
pena y la consternación que se apoderaroB i 
del ánimo de los séniores inquisidor! 
arzobispo, de toda la clei'ccja y de c 
personas honradas y devotas había en 
lia, al enterarse de la tremenda caida ( 
aquel eminente teólogo y de la insolencia ir 
Ternal con que iba propagando por todad 
partes una herejía tan perversa com 
Arrio y la de Mahoma. 

Mucho lamentaron y lloraron el extravltf J 
de nuestro clérigo los numerosos amigos oonl 
que contaba y muy singularmente los MIlo* < 
res inquisidores; pero la obligación esti portl 
cima de todo, y más aún cuando se trata de'l 
la pureza de la fe. Una mígajilla de levadnntl 
puede Tcrmenlar toda la masa. Un ligero k 
mo de corrupción, una pequeña tlaguilapue^^ 
de inficionar y gangrenar el cuerpo sano de U^ 
I upública si no se ucude pronto al re 



— 17 — 

csmterizando la llaguita, ó digamos quemán- 
dólav 

: Como la llaguita era el clérigo susodicho^ 
era indispensable, laudable é inevitable que- 
marle vivo, si no se arrepentía y retractaba. 
Le encerraron, pues, en un calabozo de la in- 
quisición y empezaron con toda solemnidad 
á formar contra él el proceso. 

Poco había que hacer, porque el clérigo, 
no sólo estaba convicto, sino que se jactaba de 
su abominable doctrina. 

, Deseosos, sin embargo, de salvarle, los teó- 
logos más sutiles y dialécticos acudían al ca- 
labozo á discutir con el hereje, ya en forma 
silogística, ya en materia, ya valiéndose de la 
razón y elevándose á las más altas y metafísi- 
cas especulaciones, ya con argumentos de au- 
toridad y citas de la Sagrada Escritura, de los 
Santos Padres y de los Concilios, para ver si 
lograban que se convenciese de su nefando 
error y que al fin se retractase. Así se evita- 
da la de otra suerte inevitable chamusquina, 
que deploraban todos, por el entrañable ca- 
riño que profesaban al obcecado y simpático 
delincuente. 

• Este, excitado sin duda por el espíritu de 
contradicción, y aun, á lo que se sospecha, 

2 



— 18 — 

por el espíritu de tas tinieblas, resultaba mil 
terco, más contumazymásaferrado en su opi- 
nión, después de cada disputa. Y como s^la 
más que Lepe, y también mucho mis que lo- 
dos los que con él iban disputando, y como 
asimismo estaba dolado de una facundia gran- 
dilocuente y ciceroniana, á todos los arrolla- 
ba y venda, desbaratando y refutando cuan- 
tos argumentos adudan en contra y perma- 
neciendo siempre en sus trece. 

— iQué calamidadl— decía el ariobispo. 

— iQuécaso tan lastimosol— exclamaban en 
coro los canónigos y los beneficiados, 

— ¡Horror, horror, horror! — declan por Új- 
timo los inquisidores, suspirando tos uno», y i 
gimiendo los otros. Pero en ña, añadían, i 
hay más recurso. No hay más esperanza: e^ 1 
rup/io vpiirni phima: será menester qnemir J 
vivo á este prodigio de sabiduría. 

Todo est.iba dispuesto ya y sólo falt&baa i 
tres ó cuatro días para que con pompa solen- 
ne y ediScanle se verificara la quema, cua«- 
do cierto lego franciscano, que tenia famailB I 
bruto y de zaÜo, pidió con decidido empí 
licencia para ver al preso, afirmando y j 
notticando, con la mayor seguridad, que óllf 
convencería y lograrla que se retractase. 



— 19 — 

Aunque no era ocasión de risas ni de bur- 
las, porque los inquisidores estaban muy afli- 
gidos, todavía se rieron y se burlaron algo 
de la vanidosa y ridicula pretensión del lego. 
Tan extremada fué, no obstante, su preten- 
sión, que al cabo cedieron los inquisidores y 
se verificó la entrevista. 

—¿Cuántos Dioses hay? — preguntó el lego. 

— Uno — contestó el clérigo. 

— ¿Y personas? — volvió á preguntar el 
lego. 

—Una también— replicó el otro. 

— Pues nOi señor— dijo entonces el lego:— 
Las personas son tres, y sobre todo, como 
usted no tiene que mantenerlas lo mismo le 
importa que sean tres que trescientas. 

A razonamiento tan atinado el clérigo no 
tuvo nada que contestar, quedó plenamente 
convencido y prometió retractarse. 

Cuando por toda Sevilla se supo la victo- 
ria del lego, el pueblo entusiasmado le creyó 
un bendito siervo de Dios que, valiéndose 
de su gracia» había hecho aquel estupendo 
milagro. La plebe entusiasta paseó al lego en 
triunfo por calles y por plazas. Al clérigo he- 
reje arrepentido le pusieron en libertad. Los 
inquisidores, con lágrimas de alegría le abra- 



— 20 — 

zaban conmovidos. Se habían quitado de en- 
cima del corazón el enorme peso de tener 
que achicharrarle. 

El Sr. Arzobispo se holgó también lo que 
no es decible y mandó cantar en la catedral 
un solemne Te Deum. Hasta hay quien ase- 
gura que, para mayor regocijo, los seises bai- 
laron en aquella ocasión y tocaron las casta- 
ñuelas. 







MANIFESTACIONES DE DUELO 

DEL REY DE PORTUGAL 




N portugués contaba á un andaluz 
los extremos de doloroso senti- 
miento que hizo el Rey de Portu- 
gal por la muerte de la Señora Infanta, su 
linda hija. 

Extraordinarias eran las cosas que el por- 
tugués referia; pero el andaluz, en vez de 
maravillarse, decia siempre: 

— ¿y no hizo más que eso? 

Algo enojado el portugués de que el anda- 
luz no se maravillase, ponderaba cada vez 
más las manifestaciones de duelo de Su Ma- 
jestad Fidelísima. 

El andaluz, no obstante, permanecía indi- 
ferente y no se cansaba de repetir: 

—¿Y no hizo más que eso? 



— 23 — 

El «portugués perdió por ültímo la pacien- 
cia» y dijo para terminar: 

— Aindafiz mais: mandou que en todo o rei- 
no ninguem creese'en Deus en tres annos,para 
que Deus, nos tempes vendouros, sawa como u 
ten de conduzir con o Rei de Portugal, 




LA REINA MADRE 



I 




N un pequeño lugar de la provincia 
éie Córdoba vivía un pobre labrador, 
joven y guapo, cuya mujer era la 
más linda muchacha que había en cuarenta ó 
cincuenta leguas á la redonda. Fresca y ro- 
busta, estaba rebosando salud. Y tenia tan 
apretadas carnes que, según afirmaba su ma- 
rido^ era difícil, cuando no imposible, pelliz- 
carla. Su pelo era rubio como el oro, y sus 
mejillas parecian amasadas con leche y rosas. 

Marido y mujer se idolatraban. 

Hacia poco tiempo que estaban casados; 
siempre se estaban arrullando como dos tór- 
tolos, pero aún no tenían hijos. 

Ambos eran tan simpáticos, que contaban 



— 24 — 

con multitud de amigos en la vecindad y aun 
en todo el pueblo. 

Llegó el día en que el marido cumplía 
treinta años, y la mujer, de acuerdo con él, 
quiso celebrar la fiesta, agasajando á los ve- 
cinos más íntimos con un opíparo gau- 
deamus. 

Aunque ellos eran pobres, no carecían de 
recursos para satisfacer tan generoso deseo. 

Iba á terminar el mes de Noviembre y 
acababan de hacer la matanza de un cerdo. 
Tenían, pues, exquisitas morcillas y lomo 
fresco en adobo. Habían criado y cebado 
además una magnifica pava. La mujer la pre- 
paró diestramente, le rellenó el buche con 
los menudillos, con castañas, alfónsigos, pi- 
ñones y otros sabrosos condimentos y espe- 
cias, y la asó, ó más bien la frió en una enor- 
me cazuela. Ya todo preparado para la cena, 
que debía ser á las nueve de la noche, acu- 
dieron con puntualidad los convidados y fue- 
ron recibidos por los gallardos y amables es" 
posos, en la amplia cocina de la casa, que 
estaba en el piso bajo y que era también co- 
medor y estrado ó sala de recibimiento. La 
mesa se veía en el centro, cubierta de blan- 
cos y limpios manteles y aderezada con flores 



— 25 — 

y frutas. Un resplandeciente velón de Luce- 
ña, con los cuatro mecheros encendidos, da- 
ba luz á la mesa. Y dos candiles de hierro, col- 
eados de sendas tomizas, iluminaban el resto 
de la estancia, cuyas paredes tenían por ador- 
no cabezas disecadas de ciervos y de lobos, 
algunas escopetas de caza, dos jaulas de per- 
dices, una tablita con palilo y cimbel, y va- 
rios peroles y cacerolas de azófar > y cobre, 
<;ol gados de alcayatas, y tan fregados y lustro - 
«os que relucían más que venecianos espejos. 
. La chimenea era de campana, de suerte 
que el hogar avanzaba bastante, y en él esta- 
ba la comida' ya pronta, sobre el rescoldo, pa- 
ra que no se enfriase ni se quemase. 

El joven matrimonio no tenía criado ni 
<;riada. Ellos mismos se servían. 

La mujer había dejado apagar el fuego. So- 
lo había algunas brasas y cenizas, faltando el 
calor y la alegría de la llama. 

Aquella noche hacia mucho frío y caía abun- 
dante nieve en la calle. 

Los convidados habían llegado casi tiritan- 
do y con la ropa algo mojada. 

Para mayor regalo y deleite, decidió en- 
tonces la mujer encender un buen fuego. Fué 
al corral y trajo algunos palos de olivo, sar- 



— Jfi — 

mientos y pasta de orujo. Lo colocó todo a 
el hogar, muy bien dispuesto para que ai 
se; pero todo estaba húmedo y no ardía. 

La pobre mujer bregaba no poco, y e 
de, para hacer arder la lefia. Y como i 
nía esportilla ni fuelle con que agitar el ai 
se agachó y empezó i soplar ruriosamenM 
pero nada, no conseguía que la llarr 



sopló con triple furia,] 
aunque tenia buenos pulmones y salla de a 
bot^a como un vendabal, no ¡ograba su objet 

Apretó, por último, mucho más el sopU^ 
y con el violento esfuerzo que hizo, se 
travió el aire, y tomó una dirección e 
mente contraria. Por alguna parte habla d 
sahr, y el aire salió do súbito con tan tremei 
da sonoridad por muy distinto respiradero 
que retumbó en la estancia como un cafloni 
zo, aunque con acento can claro, tan 
ble y tan propio, que con nada podía conf 
dirse ni equivocarse. 

Lo3 tertulianos no pudieron mena 
aquella música estrepitosa y de comprendí 
el oculto instrumento que la producía. Aal ^ 
que, sin acertar á contenerse, prorrumpíerO 
en la más desaforada risa. 



— 27 — 

Fué entonces tan horrible la vergüenza de 
aquella excelente mujer, que exclamó deses- 
perada: ^iQjalá se abra la tierra y me trague 1 

{Oh estupendo prodigiol La tierra se abrió 
en efecto y se tragó á la mujer. 

La risa de los tertulianos se convirtió en 
asombro y en lamento. 

El marido desolado, nuevo Orfeo de aque- 
lla Euridice, buscaba á su mujer y no podía 
hallarla. 



II 



La mujer tragada por la tierra se encontró 
de repente á la puerta de una rica y populo- 
sa ciudad donde todo florecía, brillaba y era 
regocijado y ameno. 

Los habitantes discurrían por calles y pla- 
zas, vestidos con suma elegancia y con trajes 
caprichosos y fantásticos. Suaves músicas so- 
naban por donde quiera. Era día claro, el sol 
brillaba casi en el cénit. Sus rayos doraban el 
aire, reverberando en las pintorescas facha- 
das, en los muros, en las esbeltas torres y en 
las graciosas cúpulas y gigantescos cimborrios 
de casas, alcázares y templos. 

Se hallaba ya nuestra lugareña cordobesa 



— 28 — 

en el centro de la ciudad y en medio de una 
magniñca plaza, cuando la gente empezó á 
agruparse formando circulo en torno de ella^ 
con muestras de profundo respeto y de en- 
trañable cariño. 

Echaron luego los sombreros por el aire y 
empezaron á gritar con entusiasmo: 

— i Vi va la reina madre! ¡Viva la reina 
madre! 

Aparecieron de pronto muchos caballeros 
principales, soldados y gente de gala, y cier- 
tos ministros ó funcionarios, al parecer pala- 
ciegos, que venían con unas andas riquísimas 
y sobre las andas algo á manera de trono por- 
tátil ó silla gestatoria. 

Los más autorizados y pomposos de aque- 
llos personajes rodearon á nuestra heroína, 
haciéndole mil reverencias, genuflexiones y 
otras señales de acatamiento, la revistieron 
de una preciosa túnica rozagante y de un 
manto de tela de oro y colocaron una coro- 
na real sobre su cabeza. La levantaron des- 
pués hasta las andas, y sentada en la silla ges- 
tatoria, la llevaron en procesión al más her- 
moso palacio que en la ciudad habla, y donde, 
como es natural, el Rey habitaba. 

Subieron todos la monumental y amplia 



— 29 — 

escalera, entre dos filas de coraceros de la 
guardia, recorrieron luego con gran proso- 
popeya larga serie de áureos salones, en los 
cuales resonaba agradable música de instru- 
mentos de viento; y al fin se encontraron en 
el salón del trono, cuya disposición arquitec- 
tónica era inusitada y rarísima, porque la bó- 
veda, que formaba el techo, no era una me- 
dia naranja, sino dos, en medio de las cuales 
habia una estrechura, y en medio de la estre- 
chura, una hermosa claraboya redonda por 
donde entraba la luz cenital que todo lo ilu- 
minaba. 

Imposible sería describir aquí el lujo y la 
gala de los señores de la Corte y de los altos 
dignatarios que rodeaban el Trono y de la 
deslumbradora riqueza del Trono mismol 
Baste decir que en él estaba sentado, con co- 
rona y cetro, un joven Rey hermosísimo, ru- 
bio como las candelas, gracioso, robusto y ale- 
gre, el cual apenas vio entrar á nuestra he- 
roína cordobesa cuando descendió del trono 
y casi con lágrimas de alegría, y con acento 

conmovido y sonoro, exclamó estrechándola 
entre sus brazos y cubriéndole el rostro de 
besos: 

— ¡Oh adorada madre mía, en buena hora 



tal j c 



— JO — 

i mejor sükóu me concebiste en t 
3 y generosas entrañas y te dignaste lan- 
le ai mundo con tan poderoso aliento vi- 
1 tamaña superioridad y excelencia 
entre todos los de mi casta que no han podi- 
do menos de reconocerme por amo y seflor, 
de concederme el mero y el mixto imperio y 
de coronarme como Rey de toda esta ditata- 
da, aérea y vaporosa Pordesarquial 

Después de este cariñoso desahogo de su 
majestad retumbante, la reina madre fué por 
él espléndidamente obsequiada con un regio 
banquete, donde se sirvieron palominos en 
abundancia, condimentados con diferentes 
salsas, y de postres deliciosos y ligeros suspi- 
ros de canela. 

De sobremesa, y arrullada por una música 
dulce, la reina madre se quedó dormida. 

Cuando se despertó se halló de nuevo en 
su casa, en su cama y al lado de su marida. 

Cuanto había visto se le figuró entonces 
que era un sueño; pero pronto se convenció 
de que no había sido sueño, sino realidad. 

Fué á la despensa á tomar habichuelas pS^a 
ra guisarlas y almorzar aquel día. Más de di 
fanegas de esta semilla tenia en grandes oi 
xas, y habla sido tan frecuente su alíDientl| 



— 31 — 

<;ión de tan explosivo comestible que á él 
atribuía nuestra heroína el percance de la 
noche anterior. {Cuan grande no sería su sor- 
presa y cuan inesperado no sería su regocijo 
<:uando al ir á tomar las habichuelas, que es- 
taban eu las orzas, se encontró con que eran 
todas de oro finísimo! Para mayor claridad, 
-en cada orza había una planchita, de oro tam- 
i>ién y á modb de tarjeta, sobre la cual estaba 
■escrito con letras de diamante: El Rey de Por- 
4iesarquia, Emperador de la Eolia occidental, en 
prueba de agradecimiento á su querida reina 
fnadre. 

Inútil es encarecer el desahogo, el regalo 
y la opulencia con que de allí en adelante vi- 
vió el joven matrimonio de que trata esta his- 
toria. 



III 



Tenia la reina madre, ya que con este ti- 
tulo la conocemos, una amiga de la infancia 
á quien amaba de corazón. 

La amiga, sin embargo, era harto indigna 
<le tan noble cariño. Eran no pocas sus faltas, 
despuntando entre ellas las de ser en extre- 
mo envidiosa y codiciosa. 



— 32 — 

Aunque la reina madre la hacía participar 
de su buena ventura regalándola y agasaján- 
dola, ella enflaquecía de envidia y se iba po- 
niendo verdinegra y seca como un esparto. 

Con villana astucia é infame disimulo logró 
al cabo que la reina madre le explicase el orí- 
gen de su bienestar repentino. 

No bien lo supo dijo para sus adentros: 

— ¡Pues yo no he de ser menos! 

Y en efecto; convidó á la vecindad, prepa^ 
ró el festín, y cuando los convidados estuvie- 
ron reunidos, se agachó y se puso á soplar el 
fuego con no poco ímpetu; pero le sucedió 
al revés que á la reina madre. Levantó llama 
en el hogar, y aunque apretaba y se esforza- 
ba no conseguía que el instrumento sonase. 

Siguió apretando con violento y desespe- 
rado ahinco, y al cabo logró producir un so- 
nido tenue, lánguido, atiplado y miserable. 

Entonces dijo: 

^I Ojalá se abra la tierra y me trague! 

¡Oh prodigio no menor que el realizado 
con la reina madre! 

La tierra se abrió también y se tragó á su 
amiga. 

Hasta aquí fué el suceso semejante; pero 
después, ¡cuan diferente! 



— 33 — 

La amiga envidiosa y codiciosa se encontró 
en la capital de Pordesarquia, pero se quedó 
extramuros. Los guardias que defendían la 
puerta de la ciudad la llamaron ruin, plebeya 
y haraposa y no le dieron entrada. 

Un tropel de pordioseros, sucios y desha- 
rrapados, y de mendigos enfermos la cerca- 
ron, tratándola con furia y desprecio, y la lle- 
varon á un inmundo muladar. Allí estaba pos- 
trada una criaturita feísima, encanijada, dimi- 
nuta y enfermiza, que inspiraba compasión y 
asco. Este pequeño monstruo, este abomina- 
ble microbio se abalanzó á la amiga envidio- 
sa, se le colgó al cuello y la besó con su boca 
sin dientes, cubriéndola de apestosas babas. 

—¡Oh, ilusa madre mial— le dijo — aver- 
güénzate y humíllate al contemplar en mi el 
vil engendro de tu envidia y de tu codicia, 
por cuya virtud me has concebido en tus en- 
trañas de víbora. Yo soy tu viborezno. Pronto 
tendrás lo que mereces. 

Con la repugnancia y el susto la infeliz mu- 
jer cayó desmayada. Cuando volvió en sí se 
encontró en su casa de nuevo, pero se llenó 
de horror y tuvo ganas de huir de su casa. 
Mucha parte del muladar en que había visto 
á su hijo se había trasladado á su casa como 

3 



— 34 — 

por encanto. T en aquella basura buUian, her- 
vían y se agitaban millares de sapos y cule- • 
bras y un negro ejército de curianas y de es- 
carabajos peloteros que fabricaban y.arrastra- , 
ban hediondas bolitas. 

T aquí termina este cuento, que es muy 
moral, ya que el Dios Eolo supo premiar y 
premió la virtud y la sencillez de la reina ma- 
dre, y supo castigar y castigó como es justo 
los vicios vitandos de la envidia y de la co- 
dicia. 





El Sr. NICHTYERSTEHEN 




ON rico cargamento de vinos genero- 
sos, higos, pasas, almendras y limo- 
nes^ en la estación de la vendeja lle- 
gó á Hamburgo, procedente de Málaga, una 
goleta mercante española. El patrón, el pilo- 
to y el contramaestre sabían muy bien su 
oficio ó dígase el arte de navegar, pero de 
todas las demás cosas, menester es confesar- 
lo, sabían poco ó nada: tenían muy gordas las 
letras, como vulgarmente suele decirse. Por 
dicha, remediaba este mal y aún le trocaba 
en bien, un malagueño muy listo que iba á 
bordo como secretario del patrón y que ape- 
nas había ciencia ni arte que no supiese ó en 
la que por lo menos no estuviese iniciado, ni 



-36- 

idioma que no entendiese, escribiese y habla.- i 
se con corrección y soltuí 

Habla en el puerto gran multitud de bu- 
ques de todas clases y tamaños, resplaodaj 
cíendo entre ellos, llamando la atención j 
hasta eicitanda la admiración y la envidia d 
los españoles, un enorme y hermosísimo nJ 
vio, construido con tal perfección, lujo j e\m 
ganda que era una maravilla. 

Los espaciales naturalmente tt 
riosidad de saber quién era el dueño del i 
vio y encargaron al secretario que, sirvien 
de intérprete, se lo preguntase á algut)09 alen 
manes que hablan venido á bordo. 

Lo preguntó el secretario y dijo luego i~ 
sus paisanos y camaradas; 

—El buque es propiedad de un poderoso j 
comerciante y naviero de esta ciudad en quS' I 
estamos, el cual se llama el Sr. Nichtvor- \ 
ítehen. 

— |Cuán felix y cuan acaudalado ha do m 
ese caballero 1 — dijo el patrón envidian* \ 
dolé. 

Saltaron luego en tierra y se dieron á pa- 
sear por las calles, contemplando y celebran- 
do la grandeza y el esplendor de los edificios. 

A través de una reja preciosa de bronce ! 



— 37 — 

dorado y en el centro de un parque lleno de 
corpulentos y frondosos árboles, y cubierto el 
suelo de verde césped y de lindas flores, vie- 
ron uno de los más suntuosos palacios que 
habian visto en su vida. Encomendaron al 
secretario que preguntase quién era el amo 
del palacio y en él vivía. 

El secretario se dirigió á un transeúnte, le 
preguntó y volvió á sus amigos diciéndoles: 

— Quien habita en ese palacio y le posee 
es el mismo comerciante y naviero dueño del 
buque: el Sr. Nichtverstehen. 

Siguieron recorriendo las calles, muy dis- 
traídos en ver pasar muchedumbre de pue- 
blo, gran número de gente bien vestida, á 
pie, á caballo y en coche, y no pocas gallar- 
das mujeres, que les cautivaban la atención y 
aun los corazones. Una, sobre todo, los dejó 
embelesados, porque era un prodigio de her- 
mosura, joven y rubia, y tan majestuosa co- 
mo una emperatriz. Iba sentada en re- 
luciente lando abierto, del cual tiraban dos 
briosos caballos de la más pura sangre in- 
glesa. 

Deslumhrados ante la pomposa aparición 
de aquella mujer, que les pareció más divina 
que humana, ansiaron saber quién era. Fué 



d preguntarlo y volvió diciendo: 

— Es la mujer del comerciante y tinviero, 
dueño del buque y del palacio: es la señora 
de Nichtverstehen. 

Aunque los españoles somos por lo común 
pocoenvidiososy hasta magnánimos, no se ha 
de negar que, en esta ocasión y harto funda- 
do motivo habfa para ello, el patrón, el piloto 
y los demás de la goleta se morían de envidia. 

A fin de consolarse de no ser tan venturo- 
sos como el Sr. Nichtverstehen, lomaron dos 
cochecillos de punto y se fueron á pasear por 
los floridos alrededores de Hamburgo, 

Durante esie paseo en coche, crecieron Is 
admiración y la envidia de todos. Y la cosa, 
no era para menos. Vieron una magnifica fá- 
brica de tejidos. Preguntaron quién era el fa- 
bricante capitalista, y supieron por el mimiO 
conducto y medio que era el Sr. Nichtver- 

Admir^iron después una suntuosa quinta 
circundada de bosques y jardines, con colosa- 
les invernáculos, donde habla palmas gigan- 
tescas, heléchos arborescentes, naranjos, limo- 
neros, higueras de la India, orquídeas y mil 
, otras plantas de los climas calidos, y donde 
L bramaban, gruñían y cantaban, en grande! 



- 39 — 

jaulas, multitud de fieras y de aves. Con asom- 
bro Supieron que aquel regio y campestre re- 
tiro era también propiedad del Sr, Nichtver- 
stehen. ' 

—Debe de ser un potentado— exclamaba 
el piloto. ; 

— Lo que posee valdrá muchos millones de 
florines — añadía el patrón. 

-r- 1 Quién fuera como el señor Nichtver- 
stehen I— decían los demás en coro. 

Haciendo estas exclamaciones volvieron á 
entrar en la ciudad, se apearon y prosiguie- 
ron á pie su paseo formando grupo. 

De pronto se llenó la calle de gente. 

—¿Qué será? — decían. 

Era un entierro de mucho lujo. 

£1 secretario, según tenia ya de costum- 
bre, se dirigió á una persona de las que vio 
más cerca para enterarse y saber á quién lle- 
vaban á enterrar. 

Luego que se enteró, el secretario volvió á 
sus compañeros, y como era docto y senten- 
cioso y no sólo sabía alemán sino también la- 
tín, les dijo con mucha gravedad: 

— Sic transit gloria mundi. No hay que en- 
vidiar la opulencia, los deleites y el regalo. 
De nada le han valido todos sus millones al 



— 40 — 

Sr. Nichtverstehen. Era tan mortal como el 
más miserable pordiosero. Ahí le tenéis en- 
cerrado en ese féretro, y dentro de poco 
estará en el sepulcro y será pasto de gusa- 
nos (i). 

« ■ 



(z) Nichtvenlehen significa en alemán no entender. 




EL FAMOSO CANTOR MADüREIRA 




uÉ tan hábil este cantor y tenía una 
voz tan dulce y tan argentina que 
hizo el encanto de cuantos le oyeron 
durante su gloriosa pero no muy larga vida. 

Los portugueses estaban llenos de orgullo 
porque había pertenecido á su nación tan 
eminente artista. 

Así es que, después de su muerte, le ente- 
rraron como á todo el mundo; pero el entie- 
rro fué suntuoso y las exequias más suntuo- 
sas aún. En los Placeres, que aunque parezca 
extraño, asi se llama el cementerio de Lisboa, 
le erigieron un soberbio mausoleo; y en una 
lápida de mármol negro inscribieron con le- 
tras de oro el siguiente epitafio: 

Aquiyace 
o Senhor de Madureiray 



— 42 — 

o primer can^r do mundo, 

Morreu . 

Porem, non morreu, 

ChamouUie Detis a sua Capella, 

MandoU'lhe cantar, 

Niio quiz, 

RogoU'lhe que cantase , 

Entao cantón , 

E diz Deus: 

Vayan os anjos á merda 

que canta muito melhor 

o Senhor de Madureira, 




EL PORTUGUÉS FILÓLOGO 




ISRTO portugués^ muy docto en filo- 
logia, comparaba una vez la len- 
gua francesa con su propia lengua y 
decía entre otras cosas: 

— Eu acho muito natural que os francezes 
chamen ao vinho, vin; z,Q pao pain; é ao cha- 
peUf chapean; porem que ao pescozo chamen 
cu ¡é até indezentef 



^ 



EL PORTUGUÉS QUE LLEGÓ A CÁDIZ 




ENÍA por mar este portugués, y estaba 

tan mareado, que ni aun después de 

desembarcar se le pasó el mareo. 

Iba dando traspiés é imaginaba que brincaban 

las casas en torno suyo y que el suelo se 

movía. 

Entonces exclamó: 

— ¡Nao tremas térra, que eu nao te fa- 
zo malí 



••• 





EL GITANO TEÓLOGO 




*E fué á confesar un gitano ya de 
edad provecta y muy preciado de 
discreto. 

El Padre le preguntó si sabia la doctrina 
cristiana. 

~Pues no faltaba más sino que á mis años 
no la supiese— dijo el gitano. 

—Pues rece usted el Padrenuestro^dijo 
el confesor. 

— Mire usted. Padre — contestó el gitano — 
no me avergüence preguntándome cosas tan 
fáciles. Eso se pregunta á los niños de la doc- 
trina y no á los hombres ya maduros y que 
no tienen traza de ignorantes ó de tontos. En 
punto á religión yo sé cuanto hay que saber. 
Hágame preguntas difíciles, morrocotudas, y 
ya verá como contesto. 

—Bien está— dijo el Padre.— Pues en ton- 



_ 46*- 
ces responda usted: ¡Cómo es que, siendo 
Dios omnipotente y criador de cielos y tie- 
rra, consintió en hacerse hombre y en venir 
al mundo? 

El gitano contestó sin titubear: 

— Plus ahi vírá usíed. 

— Y si N. S. Jesucristo no hubiera venido 
á salvarnos — prosiguió el Padre — y si no hu- 
biera padecida pasión y muerte ¿qué hubie- 
ra sido de nosotros? 

— Hágase usted cargo— je^Wcd el gitano. 

Y el Padre se quedó turulato al oir con- 
testaciones tan llenas de sabiduría. 



"^pd- 



EL COCINERO DEL ARZOBISPO 




N los buenos tiempos antiguos, cuan- 
do estaba poderoso y boyante el 
Arzobispado, hubo en Toledo un 
Arzobispo tan austero y penitente, que ayu- 
naba muy amenudo y casi siempre comía de 
vigilia, y más que pescado, semillas y yerbas. 
Su cocinero le solía preparar para la cola- 
ción, un modesto potaje de habichuelas y de 
garbanzos, con el que se regalaba y deleitaba 
aquel venerable y herbívoro siervo de Dios, 
como si fuera con el plato más suculento, ex- 
quisito y costoso. Bien es verdad que el co- 
cinero preparaba con tal habilidad los gar- 
banzos y las habichuelas, que parecían, mer- 
ced al reñnado condimento, manjar de muy 
superior estimación y deleite. 



-48- 

Ocurrió, por desgracia, que el cocinero tu- 
vo una terrible pendencia con el mayordo- 
mo. Y como la cuerda se rompe casi siempre 
por lo más delgado, el cocinero salió despe- 
dido. 

Vino otro nuevo á guisar para el señor Ar- 
zobispo y tuvo que hacer para la colación el 
consabido potaje. Él se esmeró en el guiso, 
pero el Arzobispo le halló tan detestable, que 
mandó despedir al cocinero é hizo que el ma- 
yordomo tomase otro. 

Ocho ú nueve fueron sucesivamente en- 
trando^ pero ninguno acertaba á condimen- 
tar el potaje y todos tenían que largarse 
avergonzados, abandonando la cocina arzo- 
bispal. 

Entró, por último, un cocinero más avisa- 
do y prudentCi y tuvo la buena idea de ir á 
visitar al primer cocinero y á suplicarle y á 
pedirle, por amor de Dios y por todos los san- 
tos del cielOi que le explicara cómo hacia el 
potaje de que el Arzobispo gustaba tanto. 

Fué tan generoso el primer cocinero, que 
le confió con lealtad y laudable franqueza su 
procedimiento misterioso. 

£1 nuevo cocinero siguió con exactitud la; 
instrucciones de su antecesor, condimentó e 



— 49 — 

potaje é hizo que se le sirvieran al ascético 
Prelado. 

Apenas éste le probó, paladeándole con de- 
lectación morosa, exclamó entusiasmado: 

-^Gracias sean dadas al Altísimo. Al fin ha- 
llamos otro cocinero que hace el potaje tan 
bien ó mejor que el antiguo. Está muy rico 
y muy sabroso. Que venga aqui el cocinero. 
Quiero darle merecidas alabanzas. 

El cocinero acudió contentísimo. El Arzo- 
bispo le recibió con grande afabilidad y lla- 
neza, y puso su talento por las nubes. 

Animado entonces el artista, que era ade- 
más sujeto muy sincero, franco y escrupulo- 
so, quiso hacer gala de su sinceridad y de su 
lealtad y probar que sus prendas morales co- 
rrían parejas con su saber y aun se adelanta- 
l)an á su habilidad culinaria. 

El cocinero, pues, dijo al Arzobispo: 
— Excelentísimo señor: á pesar del profun- 
dísimo respeto que V. E, me inspira i me 
atrevo á decirle, porque lo creo de mi deber, 
C|ue el antiguo cocinero le estaba engañando 
y que no es justo que incurra yo en la misma 
falta. No hay en ese potaje garbanzos ni ha- 
\)ichuelas. Es una falsificación. En ese potaje 
liay albondiguitas menudas hechas de jamón 

4 



^ ^^ ^^ ■ — '.-. ,- ■■■- -•■ >T ^ - *r' :^'ií^ 



— 50 — 

y pechugas de pollo, y hay riñoncitos de aves 
y trozos de criadillas de carnero. Ya ve V. E. 
que le engañaban. 

£1 Arzobispo miró entonces de hito en hi- 
to al cocinero, con sonrisa entre enojada y 
burlona, y le dijo: 

—{Pues engáñame tú también, majadero! 




QUIEN NO TE CONOZCA QUE TE COMPRE 




O nos atrevemos á asegurarlo, pero 
nos parece y queremos suponer que 
el tío Cándido fué natural y vecino 
de la ciudad de Carmona. 

Tal vez el cura que le bautizó no le dio el 
nombre de Cándido en la pila, sino que des- 
pués todos cuantos le conocían y trataban le 
llamaron Cándido porque lo era en extremo. 
En todos los cuatro reinos de Andalucía no 
era posible hallar sujeto más inocente y sen- 
cillote. 

£1 tío Cándido tenia además muy buena 
pasta. Era generoso, caritativo y afable con 
todo el mundo. Como había heredado de su 
padre una haza, algunas aranzadas de olivar 
y una casita en el pueblo, y como no tenia 
hijos, aunque estaba casado, vivía con cierto 
desahogo. 



-sa- 
cón la buena vida que se daba si 
puesto muy lucio y muy gordo. 

Solia ir á ver su olivar, caballero en 
mosisimo burro que poseía; pero el t¡ 
dido era muy bueno, pesaba mucho, i 
ria fatigar demasiado al burro y gustaba i 
hacer ejercicio para no engordar má 
que había cornado la costumbre de hacer 1^ 
pie parte del camino, llevando e! burro detri 
asido del cabestro. 

Ciertos estudiantes sopistas le vieron pi 
un día en aquella disposición, Ó sea á 
cuando iba ya de vuelta para su pueblo. 

Iba el tío Cándido tan distraído que no 
paró en los estudiantes. 

Uno de ellos, que le conocía de vista y d 
nombre y sabia sus cualidades, informó dg 
ellas á sus compaíleros y los excitó á 
ciesen al tío Cándido una burla. 

El más travieso de ios estudiantes imaginé 
entonces que la mejor y l<i más provechoi 
serla la de hurtarle el borrico. Aprobar 
hasta aplaudieron los otros; y, puestos todcl 
de acuerdo, se llegaron dos en gran silencia 
aprovechándose de la profunda distracddl 
del cío Cándido, y desprendieron el cabesti 
de la jáquima. Uno de los estudiantes as 



— 53 - 

el burro^ y el otro estudiante, que se distin-^ 
guía por su notable desvergüenza y frescura, 
siguió al tio Cándido con el cabestro asido en 
la mano. 

Cuando desaparecieron con el burro los 
otros estudiantes, el que se había quedado 
asido al cabestro tiró de él con suavidadad. Vol- 
vió el tío Cándido la cara y se quedó pasma- 
do al ver que, en lugar de llevar el burro, lle- 
vaba del diestro á un estudiante. 

Éste dio un profundo suspiro y exclamó: 

—Alabado sea el Todopoderoso. 

—Por siempre bendito y alabado— dijo el 
tio Cándido. 

Y el estudiante prosiguió: 

— Perdóneme usted, tio Cándido, el enor- 
me perjuicio que sin querer le causo. Yo era 
un estudiante pendenciero, jugador, aficiona- 
do á mujeres y muy desaplicado. No adelan- 
taba nada. Cada dia estudiaba menos. Enoja- 
dísimo mi padre, me maldijo diciéndome: 
eres un asno y debieras convertirte en asno.: 

Dicho y hecho. No bien mi padre pronun- 
ció la tremenda maldición, me puse en cua- 
tro pies sin poderlo remediar y sentí que me 
salía rabo y que se me alargaban las orejas. 
Cuatro años he vivido con forma y condición 



— 54 - 

asnales, hasta que mi padre, arrepentído de 
so dureza, ha intercedido con Dios por mi, j 
en este mismo momento, gracias sean dadas 
á sil divina majestad, acabo de recobrar mi 
figura y condición de hombre. 

Mucho se maravilló el tío Cándido de aque- 
lla historia, pero se compadeció del estudian- 
tei le perdonó el daño causado y le dijo que 
se fuese á escape á presentarse á su padre y 
á reconciliarse con él. 

No se hizo de rogar el estudiante, y se lar- 
gó más que de prisa, despidiéndose del tío 
Cándido con lágrimas en los ojos y tratando 
de besarle la mano por la merced que le ha- 
bía hecho. 

Contentísimo el tío Cándido de su obra de 
caridad se volvió á su casa sin burro, pero no 
quiso decir lo que le había sucedido porque 
el estudiante le rogó que guardase el secreto, 
afirmando que si se divulgaba que él habia 
sido burro, lo volvería á ser ó seguiría dicien- 
do la gente que lo era, lo cual le perjudicaría 
mucho y tal vea impediría que llegase á to- 
mar la borla de Doctor, como era su pro- 
pósito. 

Pasó algún tiempo y vino el de la fería de 
Maireiia. 



— 55 — 

£1 tío Cándido fué á la feria con el intento 
de comprar otro burro. 

Se acercó á él un gitano, le dijo que tenia 
un burro que vender y le llevó para que le 
viera. 

Qué asombro no seria el del tío Cándido 
cuando reconoció en el burro que quería ven- 
derle el gitano al mismísimo que había sido 
suyo y que se había convertido en estudian- 
te. Entonces dijo el tio Cándido para si: 

— Sin duda que este desventurado, en vez 
de aplicarse, ha vuelto á sus pasadas travesu- 
ras, su padre le ha echado de nuevo la mal^ 
dición y cátale ahí burro por segunda vez. 

Luego, acercándose al burro y hablándole 
muy quedito á la oreja, pronunció estas pa- 
labras, que han quedado como refrán: 

— Quien no te conozca que te compre. 



^ 




EL PICAÍOR 



era lo mejor de lo mejor. Su vestir, 

sus trenes, todo llevaba el sello de k magn^ 

licencia. Su mesa no la hubiera desdeílado «| 

mismo Lüculo, aquel famoso patricio 

de quien se refieren, tales y tantas niaravi]l|| 

gastronómicas. Gustaba de tener siempre vi 

rios convidados, porque una plática discrefi 

y agradable recrea el ánimo y hasta ayi: 

para la buena digestión. 

Cierto día, ó dícbo con más exactitud, cia 
ta noche, pues habia obscurecido ya y «b 
ban encendidas las luces, con las que paree 
el espacioso comedor de don Juan un a; 
deoro. hallábanse éste y su familia scoisdos^ 



— 57 - 

la bien servida mesa y en disposición de em- 
pezar á comer, cuando de pronto y como llo- 
vido del cielo, apareció don Roque, antigua 
visita de la casa; pero que jamás había comi- 
do en ella. 

Entre ambos entablóse el diálogo siguiente: 

— |Oh, mi señor don Roque I A tiempo lle- 
ga usted. Siéntese, siéntese, y comerá con 
nosotros. 

—Ciertamente, lo haría con mil amores; 
pero todavía no hace hora y media que ter- 
miné mi comida. 

— Entonces, nada he dicho; mas créame 
que hubiera tenido una satisfacción. 

—Todo puede compaginarse, pues lo único 
sin remedio posible en el mundo es la picara 
muerte, que nos va llevando, llevando, hoy 
uno, mañana otro... Sin ir más lejos, esta ma- 
ñana misma estuve en el entierro de don Fa- 
cundo. iVamos, si era hombre capaz de vivir 
un siglo! I Tan gordo, tan colorado! Y toda- 
vía joven: yo calculo que tendría unos cua- 
renta ó quizá menos. ¿Qué le parece á usted? 

—A mí no me parece nada, pues no tuve 
el honor de conocer á ese don Raimundo, don 
Facundo, ó don Profundo, de que usted me 
habla, y que en paz descanse; ni creo que la 



) de Si 



veDga abora muy al J 



— SI, sedor, que viene; ¡vaya sí viene! La] 
decía porque lo ünico sin remedio c 
mundo es la muerte: to demás todo puedvV 
compaginarse y arreglarse, de mejor ó peorf 
manera; pero, en En, se arregla todo. Asl,l 
digo, que si bien no puedo tener el gusto á 
comer con ustedes, por haber comido ya, j 
caré de vez en cuando, y e 

— Como usted quiera, señor don Roque. 

Y el seflor don Roque dej6 pasar la sopa,V 
que no le gustaba, y después agarró un ti 
dar y trinchó media perdiz, que se comii: 
dos bocados. Después en cuatro más despabi- 
ló dos truchas, y en seguida comenzó á tra-J 
gar albondiguillas como quien echa ci 
correo. Y con los demás platos sucedió lo9 
mismo; las más suculentas tajadas si 
mió él: y como tragaba mucho y deprisa dejó 
á media ración á la familia y á los convidados. 

Cuando llegaron á los postre 
el café, mi señor don Roque tomó también dtt i 
todo, y ailn se sirvió dos tazas, mientras con | 
fruición saboreaba un soberbio habano, n 
rando des va 



— 59 — 

humo suave que en fragante nube, 
en leves ondas á perderse sube: 

como dijo Espronceda, persona que induda- 
blemente entendía de estas cosas y de algu- 
nas más. 

£1 señor don Roque, después que hulso lle- 
nado el buche y dejado medio sin comer á la 
familia, siempre picando y picando, se despe- 
día ya para retirarse, cuando don Juan, el 
dueño de la casa, le dijo con reposado acento: 

—Una palabra. Óigame usted, mi señor 
don Roque. En esta su casa comemos siem- 
pre á las ocho en punto; y cuando usted quie- 
ra honrarnos, hallará su silla y su cubierto 
puesto á la mesa... para comer, se entiende; 
pero lo que es para picar, vayase usted á la 
plaza de los toros. 



^ 



U8 INDIRECTAS DEL P. COBOS 



9 de frailes, j al frente 
de ellos un prior, ó abad, ó como se llame, 
que era hombre de talento, estudioso y de do 
comunes virtudes. Como de esto hace siglo 
y medio próximamente, supongo que el tal 
prior habrá muerto y que Dios le tendrá eo 
su santa gloria. Amén, y por allá nos aguarde 
muchos años. 

Pues como á nadie le faltan contraríedadet 
ni mortiñcaciones, aunque sea fraile y ptwj 
por añadidura, sufríalas también el de Sm]A4 
car de Barrameda. Una de ellas consistía M.~] 
no poder trabajar para cierta obra teológica, 
muy sutil y extensa y profunda, que desdo 
mucho tiempo atrás andaba meditando. Por- 
que las horas que su grave cargo le dejaba 



- 6i — 

libres, que eran las de la tarde, las malgasta- 
ba y perdía sin fruto alguno, y no ciertamen- 
te por pereza propia, sino por impertinencia 
del prójimo, ó de varios prójimos, que para 
el caso es lo mismo. Apenas se hallaba reco- 
gido en su celda, con la ancha mesa cubierta 
de libros foliados y registrados, de cuadernos, 
apuntes y otros papeles, cuando con la pun- 
tualidad de un cronómetro llegaba un señor 
de los más estirados y principales de la po- 
blación, y después otro, y luego un tercero, 
y tras él un cuarto, menos cuando venían de 
dos en dos ó los cuatro juntos. Estos señores 
formaban la tertulia del venerable prior, con 
quien solían tomar el rico chocolate acompa- 
ñado de tiernos bollitos, y charla que charla 
se pasaban allí las horas y las horas. Claro es 
que entretanto no adelantaba la redacción de 
la obra teológica un solo párrafo, ni una linea 
siquiera, lo que exasperaba al buen fraile, 
viendo pasar días, semanas y meses sin con- 
seguir expresar por escrito los doctos y cris- 
tianos pensamientos que le bullían dentro de 
la cabeza. En vano pretextaba leves indispo- 
siciones, ó guardaba casi absoluto silencio con 
la mira de alejar á los importunos visitantes, 
pues éstos no se iban, y al contrario, le abru- 



maban á preguntas y consejos higi 
medicinales : por donde resultaban todavía 
más importunos, pesados y empalagosos. 

El prior llegó A cargarse de verdad con 
aquellos postemas; pero no se atrevía, siendo 
señores tan virtuosos y principales, d despe- 
dirlos, ni todavía menos á molestarlos conal- 
gún desaire para que se fuesen y 1c dejasen 
libre su tiempo. Y si proseguían visitándole, 
como era de temer, el comenzado libro ni 
acabaría nunca. 

Revolviendo en su magin tales penunñei 
tos, llegó á comunicarlos cierto día con ( 
P. Cobos, que á la sazón estaba de turnodl 
empellando la portería del conventi 
tal P. Cobos hombre desenfadado, ingenioi 
alegre, que todo lo hallaba muy fácil y llal 
y que por nada del mundo se apuraba jar 
Para todo encontraba al punto salida y rein 
dio. Por lo que, al escuchar las quejas del 
prior, no pudo menos de sonreírse malicioss- 
mente dándose gotpecitos en la pan», que no 
era pequeña, y diciendo cuando le tocó hablar' 

— Pues, seílor, vaya un apuro. [Que lodos 
sean como esleí Déjelo su paternidad i ni 
cuidado; yo le aseguro que esos caballeroi'^ 
catlkplasniaE no volverán i molestarle. 



-63- 

— Pero tenga mucha circunspección, her 
mano, que son señores muy virtuosos y prin- 
cipales, y no es justo ni conveniente ofender- 
los. Quizá lo más prudente sería procurar 
alejarlos, no con aspereza ni de frente^ sino 
asi... vamos... con tiento... como quien no 
quiere la cosa... de una manera indirecta... 

— ¡Ya lo creo! Eso mismo estaba yo pen- 
sando. Su paternidad me conoce muy bien y 
hasta me adivina las ideas. Repito que lo me- 
jor es dejarlo á mi astucia; yo para estas co- 
sas tengo una maña... Vamos, de fijo que no 
vuelven. 

— Bien, bien. Pero no pierda de vista, her- 
mano, que esos señores son muy delicados y 
aun algo quisquillosos, por lo cual conviene 
proceder con mucho pulso... y dejando enten- 
der... asi... de una manera indirecta... 

— ^Vaya su paternidad descuidado, que en 
esto de las indirectas quizá no haya en el 
mundo quien pueda competir con el P. Cobos. 

Después de la mencionada plática pasáron- 
se ocho dias sin que ninguno de los visitan- 
tes apareciese por la celda del prior, que en 
aquel tiempo pudo trabajar y escribir á sus 
anchas; de modo, que la obra adelantaba rá- 
pidamente con grande alegría del autor. 



-64- 

Aunque se hallaba muy satisfecho al verse 
libre de las cuotídianas visitas, no dejó de ex- 
trañar que tan de repente hubiesen conclui- 
do, atribuyéndolo al ingenio y maña del pa- 
dre Cobos, por lo que solía murmurar frotán- 
dose de júbilo las manos: 

— ¡Es mucho hombre ese P. Cobos! Pare- 
ce francote y rudo, mas ya veo que es sutil 
como punta de aguja y un diplomático de los 
más finos. Pero, ¿de qué ardid se habrá valido 
para alejar á esos moscones? 

T aguijoneado por la curiosidad mandó lla- 
mar al P. Cobos y le rogó que le explicase la 
astucia y estratagema con que logró tan pron- 
to y feliz resultado. 

—Pues muy fácilmente, contestó con la 
mayor sencillez. ¿No me encargó su paterni- 
dad que les diese á entender de una manera 
indirecta... 

^-Cierto. Asi se lo recomendé. 

— Pues aquella misma tarde vinieron, como 
de costumbre, dos de los tertulianos, y les 
canté con mucha suavidad esta copla: cDe 
parte del prior les digo que son ustedes unos 
gorrones y unos postemas, que vienen á gas- 
tarle el chocolate y el tiempo, y que hagan 
el favor de no volver á poner aquí los piesji 



- 65— 

A los pocos minutos llegaron los otros dos 
tertulianos, les repetí la misma indirecta y se 
fueron. Y hasta se me figura que no vuelven. 
—¿Qué han de volver? ¡Jesús, Jesús y Je- 
sús I ¡Pues vaya unos miramientos! Mucha, 
pero muchísima razón tenéis, hermano: para 
indirectas no hay en el mundo otro P. Cobos. 



** 





!i) 



I 

I 



EL GLORIA PATRI 




|UENTAN que Godoy, cuando estaba 
en la cumbre del poder y en lo me- 
jor de su valimiento, protegió y 
favoreció pródigamente á sus antiguos cama- 
radas los guardias de corps. Á dos ó tres de 
ellos los envió de embajadores, á otros los 
hizo gobernadores y hasta virreyes, y no po- 
cos fueron de canónigos á diferentes cate- 
drales. 

Uno, que era algo místico y no sin razón 
presumía de teólogo, tuvo una canongia en 
Sevilla. 

Meses después de estar instalado en su ca- 
nongia, escribió á una señora intima suya, 
que vivía en Madrid. 

En la carta encarecía y ponderaba, como 
es justo, el esplendor y la hermosura de la 
gran ciudad del Bétis, contaba lo bien que le 



- 67 - 

iba en su nuevo empleo y residencia y afir- 
maba que no dejaba nunca de asistir á coro, 
rezando, cantando y alabando á Dios en com- 
pafiia de los otros canónigos. 

Luego añadía como cosa que le había cho- 
cado en extremo y que era digna de me- 
moria: 

— Aquí todo se reza en latín menos el Glo- 
ria Patri. 



I 



DOSA BISHODIE 



mfesarse una beala s 
con el Padre de que a¡ 
n latín y le rogó que II 
r algo en dicha lengua. 
— Pues digs usted el Padre Nuestro:] 
dijo el Padre. 

La beata empezó á rezar, trabucáad^ 
todo é inventando un latin Terdaderame^ 
fantástico é inaudito: 

El Padre la oyó con paciencia hasta qw 
beata llegó á decir: 

— Don Cotidiano, dofla Bishodie. 
Interrumpió entonces la oración y dljOifl 
Padre: 

—Todo lo comprendo, pero no caigo í 
quien pueda ser esta dolía BishOdie. 

-~Si, hija mia contestó el Padre: e 
sencillo; la mujer de Don Cotidiano. 




TOMANDO LAS ONCE 




ÑOS hace que en una fresca y espacio- 
sísima bodega de Sanlúcar de Ba- 
rrameda, acostumbraban á reunirse 
todos los días, en punto de las once, el dueño 
de la finca y cuatro ó seis amigos, todos ellos 
gente acomodada y que ya habia pasado de 
la primera juventud. 

Poco antes de aquella hora, la mujer del 
bodeguero, que, entre paréntesis, era una 
real moza, sobre una mesa de pino ordinario, 
tan limpia como una patena, colocaba dos 
platos llenos de aceitunas manzanillas, parti- 
das y en adobo, tres docenas de cañas, más 
que mediadas, de ámbar liquido, tapadas cada 
cual con su correspondiente rueda de salchi' 
chón de Vich, y tres roscas pequeñitas, de la 
última hornada, blandas como bizcochos y 
tostadas por las ó en las suegras. Arrimaba 



FARD COLLEGEl 



I 




FBOM THE UBBl 



CEORCK EDWA 



I 



■nu fiírr oi 
ASNA M. Hia 
1919 



I nula barbería llena 

: de U tkíta, porque 
' mientras más viejo. 

l^ia ñdo coattabaadis, 

< nos, T por último, ooa 

' lí solo, y relirado de 

, ^ultirsndo UD huerto 

íi afueras de la pobla- 

ínvidíado. saludaba á 

pocos amigos. Estos se 

mpre de ki£scAr¡e ¡a boea. 

irron llegando aquel dia 

rejas, siendo de loi ülti- 

3sa y el padre Almunia, 

iqiiia mayor del pueblo, 

tentado de la risa, con 

lar. Iba á la bodega todos 



— 72 — 

ser muy amigo del amo y su capellán; pero 
si no hacia gasto alguno de liquides ni de só- 
lidos, en cambio derrochaba el ingenio y so- 
lia ser el inventor de las inocentes bromas 
que, en aquella tertulia, se daban al gitano 
para oirle. 

Cada cual ocupó su sitio de siempre, el Pa- 
dre bendijo la mesa y comenzó el caneo y la 
sabrosa plática sobre mil asuntos pasados, 
presentes y futuros. 

£1 tío Marmolillo, como de costumbre, no 
desplegó los labios sino era para tragar de 
golpe el contenido de su caña ó una rueda de 
salchichón. 

A una señal del Padre Almunia, que no 
pasó inadvertida para el gitano, dijo el amo 
de la casa, encarándose con la buena moza 
que servia la mesa: 

—Josefa, tráete unas cañitas de la solera 
que me enviaron de Montilla el año pasado..., 
de la que regalé unas botellas al Padre Al- 
munia... ¿sabes? 

—Ya sé, señorito; deseguida vienen. 

— ¿A ver qué tal le parece á usted ese vino, 
Cristóbal? 

— cVamos á ver y á beber»— respondió 
éste. 



— 73 - 

El gitano se había ya jamao la partia de 
que iba á hacer el gasto por cuenta del cura 
y decidió no dar su brazo á torcer. 

Asi es que nada dijo del^ espejo ni de la na» 
riz del vitio, aunque uno y otro no le pare- 
cieran muy católicos. Vio que todos bebían, 
y allá fué al estómago su caña, como cubo 
vertido en sumidero. 

Todos los ojos estaban fijos en el tío Mar- 
molillo, que no obstante su firme propósito, 
hizo una mueca horrible. Garraspeó después 
con fuerza, se limpió los labios con un in- 
menso pañuelo de yerbas que sacó del mar- 
sellés, volvió á coger el. puro que habia de- 
jado en el borde de la mesa, dio dos chupa- 
das, sacudió la ceniza con el dedo meñique, 
y retrepándose en la silla^ dijo con mucha 
calma: 

—Dígame su ntersé, Pare Almunia, ¿apro- 
vecha el or sequío del señor D. Paco/^z desir 
misa? 

— ¡Hombre, no! ¿Por qué lo decía usted? 

— Lo isia porque si tiene pensamiento de 
celebrar er Santo sacrifisio con este vino, ü lo 
que sea, no va á poer rematar la sirimonia, 

— ¿Y por qué razón? 

— Porque anigual del cuerpo y la sangre 



— 74 — 



de Naestro Señor Jesucristo (aqui se descu- 
brió el gitano) ra á jayarse so wurci en el 
fondo der Cáliz on alcaparrón aUñso, 



• «« 




a._ 



EL ANIMAL PRODIGIOSO 




£SDE una pequeña aldea de Aragón 
vino á Madrid un hombre muy ob- 
servador, aunque rústico, y que por 
primera vez viajaba. 

Cuando volvió á su tierra, le rogaban to- 
dos que les contara lo que de más notable ha- 
bía visto. 

Contaba él infinitas cosas, muy menuda- 
mente y con gran exactitud y despejo; pero 
lo que más habia Mamado su atención y lo 
que más le habia sorprendido era un animal, 
que describía de esta suerte: 

—Imaginen ustedes un cochino enorme, 
doble mayor que un toro, con un rabo muy 
grueso y con un gancho en la punta del rabo. 
Con aquel gancho coge nueces, manzanas, 
naranjas, racimos de uvas, pedazos de pan y 



- 76 - 

otros comestibles, y luego, á escape, se lo 
mete todo en el trasero. 

Nadie en el lugar quiso creer en tan extra- 
ño fenómeno, pero el viajero juraba y perju- 
raba que le había visto y aun se enojaba de 
que no le diesen crédito sus paisanos. 

Resultó de esto una acalorada disputa. 

Un anciano muy prudente imaginó, para 
que resolviese la disputa y los pusiese en paz 
á todos, ir á consultar al cura párroco, que 
era letrado y tenia fama de entendido. 

Llegados á la presencia del cura, el viajero 
hizo nuevamente la descripción del animal 
prodigioso. 

£1 auditorio, apenas acabó, se puso á 
gritar: 

—i Es grilla! |Es grillla! 

Y el cura dijo entonces: 

— Qué ha de ser grilla: es un elefante. 





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LA K ARABA 




ABÍA en la feria de Mairena un co- 
bertizo formado con esteras viejas 
de esparto; la puerta tapada con no 
muy limpia cortina: y sobre la puerta un ró- 
tulo que decía con letras muy gordas: 

LA KARABA 

SE VÉ POR CUATRO CUARTOS 

Atraídos por la curiosidad, y pensando que 
iban á ver un animal rarísimo, traído del cen- 
tro del África ó de regiones ó climas más re- 
motos, hombres, mujeres y niños acudían á 
la tienda, pagaban la entrada á un gitano y 
entraban á ver la Karaba. 

—¿Qué diantre de Karaba es esta? dijo eno- 
jado un campesino. Esta es una muía muy 
estropeada y muy vieja. 

. — Pues por eso es la Karaba, dijo el gita- 
no: porque araba y ya no ara. 




LA.S aJíSTJLlSJ-A.3 



«Shi^rL di'a de difuntos salió muy de 

IV)j!^Sl noche anterior, según es costuní' 
bre en la noche de todos !os Sanios, se hnbl» 
regalado, comiendo puches con miel y mur 
chas castañas cocidas. 

Como era muy temprano y apenas clarea' 
ba el dia, la calle por donde iba la beata 
taba muy sola. Asi es que ella, sin reprimir- 
se! con el mis libre desahogo y hasta con' 
cierta delectación, lanzaba suspiros traidores 
y retumbantes, y cada vez que lanzaba uno, 
dccia sonriendo; 

— ¡Tomacastaflas! 

Proseguía caminando: soltaba otros 
piros y exclamaba siempre: 

— |Lns rastanasl iLas castaflasl 



— 79 — 

Un caballero, muy prendado de la beata, 
soHa seguirla, hacerse el encontradizo, oir 
misa donde y cuando ella la oía, y hasta darle 
agua bendita al entrar en la iglesia, para te- 
ner el gusto de tocar sus dedos. 

Iba aquel día el caballero tan silencioso y 
con pasos tan tácitos detrás de la bieata, que 
ella no le vio ni sospechó que viniese detrás, 
hasta que volvió la cara, poco antes de en- 
trar en el templo. 

—¿Hace mucho tiempo que viene usted 
detrás de mi? dijo muy sonrojada k linda 
beata. 

Y contestó el caballero: 

—Señora, desde la primera castaña. 



é.. 



NO PUEDE SER 




L señor marqués de Roblegordo 
había pasado la noche en el sun- 
tuoso baile que dio en su casa-pa- 
lacio el representante ó embajador de una 
Potencia de primer orden. Habia regresado 
á su domicilio al clarear el alba* se desnudó 
y lavó antes de entregarse al descanso, y á 
eso de las diez de la mañana dormía profun- 
damente con el tranquilo sueño de los justos. 
Pero á esa misma hora de las diez de la 
mañana sonó en la puerta un violento cam- 
panillazo: y como no acudiesen pronto á ver 
quién llamaba de tal manera, volvió á sonar 
con más fuerza la campanilla. Acudió, por fin, 
un criado que abrió la puerta, y hallóse fren- 
te á un hombre muy alto, muy seco, muy 
arrugado, muy pobre y casi tan negro como 



— 8i — 

el raído traje que llevaba encima. Este ex- 
traño visitante preguntaba con mucho em- 
peño por el señor marqués. 

— Si, señor, está en casa; pero se acostó 
muy tarde y se halla descansando. 

Insistió el visitante, y el criado firme en no 
permitirle entrar; mas fueron tan vivas sus 
instancias y se prolongaba tanto el diálogo, 
que acudió también el ayuda de cámara, 
quien, vencido al fin, y creyendo el asunto 
de mucha urgencia y sumo interés, hizo en- 
trar al desconocido, le preguntó su nombre 
y le dejó en una salita para que allí esperase. 
Al cabo de más de media hora, soñoliento y 
mal humorado apareció el marqués envuelto 
en elegante bata y dijo á mi héroe: 

— Aunque acabo de oír su nombre, es como 
si nada hubiese oído. ; Fernández!... ¿Quién 
no se llama Fernández? ¡Pues hay pocos Fer- 
nández en el mundo! 

— Tiene muchísima razón su excelencia, 
porque hay Fernández de Córdoba, Fernán- 
dez de Avila, Fernández de Molina, y ade- 
más... 

— Bueno, bueno: dejemos los Fernández, 
suprima usted el tratamiento, y veamos 
pronto qué se le ofrece. 



— 82 — 

— Muchas gracias: yo he venido á visitarle, 
por haber creído que usted me llamaba. 

—¿Qué yo le llamaba? |Pero, hombre de 
Dios, si no le conozco! ¡Si nunca le vi hasta 
hoyl 

— Es decir, que me llamaba de un modo 
indirecto. 

Y sacando del bolsillo un periódico y des- 
doblándolo, colocóse las gafas y leyó lo si- 
guiente: 

ccEI señor marqués de Roblegordo, para 
»viajar por naciones extranjeras, desea la 
»compañia de un joven soltero, que hable 
^italiano, francés, inglés y alemán, y que 
»sea persona de buena conducta. Se reciben 
»informes en casa de dicho señor marqués, 
acalle de Tal, núm. tantos, etc.» Y añadió: 
— ¿Tengo la honra de hablar con el señor mar- 
qués á quien se refiere el anuncio? 

— Sí, señor. 

—Pues yo, señor marqués, debo manifes- 
tarle que no quiero viajar por naciones ex- 
tranjeras, ni soy joven, ni soltero, ni entien- 
do esos laberintos de lenguas; y por consi- 
guiente, no puede ser que yo le acompañe 
en su viaje. 

—Pero, hombre de Dios... 



- 83 - 

— Nada, nada: le repito que no puede ser, 
que no puede ser. 

Y calándose el sombrero, le volvió la es- 
palda, dejándole estupefíicto. 



«« 




LA COL ¥ LA CALDERA 




N muchacho gallego, que estaba en 
Sevilla sirviendo en una tienda de 
comestibles, era intimo amigo de un 
gitano calderero, á quien siempre que con él 
salía á pasear, ponderaba la fertilidad de Ga- 
licia. Sus frondosos bosques; sus verdes pra- 
deras, cubiertas de abundante pasto, donde 
se crían y ceban hermosos becerros y lucias 
vacas que dan mantecosa leche; y la rica co- 
pia de flores, frutas y hortalizas que hay allí 
por donde quiera, valían mucho más, según 
el gallego, que los áridos cortijos, que las es- 
tériles llanuras sin árbol que les preste som- 
bra y sin chispa de hierba, y que los sombríos 
olivares y viñedos de Andalucía. 

Entusiasmado cierto día el galleguito, com- 
parando la ruindad y pequenez de las plan- 



•í 



-85- 

tas andaluzas con la lozanía y tamaño colosal 
de las de su tierra, llegó á hablar de una col 
que había crecido en un huertecillo cultivado 
por su padre. La col acabó por tener tales di- 
mensiones que, en el rigor del estío, venía 
una manada de carneros á sestear á su som- 
bra y á guarecerse de los ardientes rayos del 
sol. 

Mucho celebró y admiró el gitano la mag- 
nificencia de la col gallega y no pudo menos 
de confesar que el suelo andaluz era harto 
menos fértil y generoso en lo tocante á 
coles. 

— Por eso, decía el gitano, si los andaluces 
siguiesen mi consejo, descuidarían la agricul- 
tura y se dedicarían á la industria que em- 
pieza ya á estar muy en auge. Por ejemplo, 
en Málaga, donde hace poco tiempo que es- 
tuve yo para cierto negocio, vi, en la ferreria 
del Sr. Leria, una caldera que estaban fabri- 
cando, y que es verdaderamente un asombro. 
I Jesús! Yo no he visto nada mayor. Figúrese 
usté que en un lado de la caldera había unos 
hombres dando martillazos y los que estaban 
en el lado opuesto no oían nada. 

—¿Pero hombre, dijo el gallego, para qué 
iba á servir esa caldera tan enorme? 



— 86 - 

—Para qué había de servir, contestó el gi- 
tano: para cocer la col que su padre de usté 
ha criado en el huerto. 



«^« 



EL CONSONANTE 




BSEQUiABA y pretendía cierto elegan- 
te é inspirado poeta á una viuda gu^- 
pa, alegre y discretísima. 

A menudo iba á visitarla. Se entusiasmaba 
mucho, le echaba mil piropos, le declaraba 
su atrevido pensamiento y le rogaba no fuese 
con él dura de corazón. 

La viuda se sentía halagada, pero como no 
amaba al poeta y no quería ceder, aunque 
tampoco quería despedirle, le traía entrete- 
nido y embelesado, valiéndose para ello de 
mil retrecheras habilidades. 

Un día, el poeta, estando á solas con la 
viuda, se entusiasmó de tal suerte y habló 
con tan vehemente y fervorosa elocuencia, 
que lo más sonoro y ñorido de lo que tenia 
en las entrañas se le extravió y se le escapó 



— 88 — 

traidoramente por otras vías y conductos, 
retumbando como un trueno. 

Es indescriptible el sonrojo que tamaño 
percance causó al vate enamorado. Trató^ sin 
embargo, de disimular y de hacer creer que 
el ruido era de otro género y habla sido cau- 
sado por la silla en que se sentaba. 

Entonces movió la silla de mil suertes y la 
arrastró contra el suelo, procurando en balde 
producir un ruido algo semejante al que tan- 
to le avergonzaba. 

Viéndole la viuda en aquella inquietud j 
en aquella brega, tuvo compasión de él y le 
dijo con amable sonrisa: 

— No se canse usted, mi querido poeta: es 
imposible: no encontrara usted el consonante. 





EL CANTO GANGOSO 




A madre abadesa no consideraba que 
el canto era bastante devoto y senti- 
do cuando no era muy gangoso tam- 
bién, especialmente al terminar cada frase. 

Las novicias y las monjas jóvenes se obs- 
tinaban, sin embargo, en querer lucir la voz 
y en no ganguear. 

Cierto dia que estaban en el coro, cantaron 
sonoramente y sin que el aire pasase por las 
narices: 

... — ¡Per omnia scecula sceculorum/ 

Y notando la abadesa que no la obedecían, 
dijo gangueando y algo enojada: 

— i Niñas, un poco de más narices en el 
culorumt 



-^pd 



UN REFRÁN NAL APLICADO 




L Capitán general de Granada era 
viudo, ya muy viejo y lleno de acha- 
ques y dolencias de que solía lamen- 
tarse recordando sus mocedades verdes y lo- 
zanas. 

Por lo demás era difícil hallar más cumpli- 
do caballero, más aficionado al trato de gen- 
tes y más ansioso de complacer á todo el 
mundo y de ganar amigos. 

Todas las noches había tertulia en su casa 
é iban á ella los oficiales de la guarnición, los 
señoritos mejor educados de la ciudad y no 
pocos estudiantes forasteros de buena fa- 
milia. 

La noche se pasaba agradablemente en 
animada conversación y jugando al tresillo, 
para lo cual habia tres ó cuatro mesas. 

A veces se convertía la tertulia en concier- 



- QI — 

to ó en baile. Una señora anciana de título 
hacía los honores; acudían muchas señoras y 
señoritas y se cantaba ó se bailaba. 

Como el Capitán general era muy estima- 
do en la corte, S. M., sin que él lo preten- 
diese, quiso premiar sus altos merecimientos 
y servicios y le concedió el Collar de Car- 
los III. 

Nadie en Granada dejó de alegrarse con 
este motivo por lo muy simpático que era el 
Capitán general. 

La noche que se supo que había sido con- 
decorado, acudieron á su tertulia, ansiosos de 
darle la enhorabuena, más personas que de 
costumbre. 

Siguiendo el Capitán general la que he- 
mos dicho que tenia, de lamentarse de su an- 
cianidad y de sus males, dijo, en medio de un 
corro que le estaba felicitando: 

— Profunda es mi gratitud al gobierno de 
S. M. por la prueba que acabo de recibir de 
su benevolencia para conmigo; pero ¿de qué 
me sirven tantos honores y distinciones cuan- 
do estoy ya con un pie en el sepulcro? 

Un candoroso mayorazguito, que amaba 
en extremo y admiraba al Capitán general y 
que tenia siempre empeño de apoyar cuanto 



— 92 — 

decía, corroborando sus dichos, sentencias j 
razones con otras que á él le parecían venir 
muy á cuento, exclamó entonces, tomando 
con efusión entre sus manos la noble diestra 
del ilustre guerrero: 

— Sí, mi querido general, al asno muerto, 
la cebada al rabo. 




CDJBlJ^TijJ^lDJ^S 




N la misma tertulia del ya citado Ca- 
pitán general, se entretenían una 
noche las señoritas y caballeros jó- 
venes en ponerse charadas. 

Estaba allí un estudiante de leyes, que iba 
ya á graduarse de Licenciado, y que era gua- 
po y listo, si bien poco dichoso en amores. 

Entre las señoritas presentes, así por lo 
graciosa como por lo coqueta sobresalía doña 
Manolita. Nuestro estudiante la había reque- 
rido de amores, y ella, durante algún tiempo, 
le había querido ó había fingido quererle. 
Después le había dejado por otro. De aquí 
que el estudiante estuviese con ella, y no sin 
razón, algo fosco y rostrituerto. 

Le llegó su turno de poner una charada y 
le excitaron para que la pusiese. 



— 94 — 

£1 estudiante, encarándose con doña Ma- 
nolita, la puso en estos términos. 

— Mi primera y mi segunda, lo que es us- 
ted; mi tercera, lo que usted me dice; el 
todo, lo que yo siento. 

En vano se calentaban la cabeza todos los 
del corro. No pudieron adivinar la charada y 
se dieron por vencidos. £1 estudiante enton- 
ces explicó la charada de esta manera: 

— Mi primera y mi segunda, lo que es us- 
ted, infier: mi tercera, lo que usted me dice; 
no: y el todo, lo que yo siento; infierno. 

La charada fué muy aplaudida por los cir- 
cunstantes; pero doña Manolita tuvo alguna 
turbación y se sonrojó. Procuró, sin embar- 
go, mostrarse fría, tranquila é indiferente, y 
para ello puso también su charada, que fué 
como sigue: 

— Mi primera y mi segunda, una ninfa; mí 
tercera, un signo de música; mi cuarta, otro 
signo de música; y el todo, una cosa que h^ 
hecho muy bien en el día de hoy. 

£1 auditorio no fué más feliz con esta cha 

rada que con la del estudiante quejoso. Dofi 

Manolita tuvo también que explicarla y dijo 

— Mi primera y mi segunda, una ninfa 

Eco: mi tercera y mi cuarta, dos signos d 




— 95 — 

música; mi, do: y el todo, lo que he hecho 
muy bien hoy; he comido. 

Y doña Manolita recalcó el he comido para 
que todos, incluso el estudiante) comprendie- 
ran que no había perdido el apetito y que no 
le importaban nada los celos y las quejas de 
aquel pretendiente abandonado y burlado. 





B.A.C3-A.JBS 



batallón á un lugarejo yl 

sargento Pulido se lué en derecla^ 
I-a á casa de! Alcalde á pedirle ^ 
idones para el diu siguiente. 

El Alcalde dijo; 

— Póngalo usted por lisia i fin de que d 

El sargento escribió e 
lito la cantidad de raciones que ne>ce 
en punto a bagajes, ailadió luegoi i 
/Hi iiapilán: otro mulo, mi lemtnte: trts a 
tres iarricBs: total, cinco bestias. 



INTERPRETACIÓN DE UN TEXTO UTINO 




N la huerta de un convento de mon- 
jas y colegio de educandas, había 
unos cuantos perales que estaban 
cargados de exquisita fruta. 

Siempre que podian las novicias^ cuando 
el viejo hortelano se descuidaba y no las vi- 
gilaba, iban á los perales y se comían las 
peras. 

Enojada la madre abadesa, las reprendió 
calificando de hurto, y, por consiguiente, de 
acción muy fea lo que habían hecho. 

La más desenfadada y picotera de las no- 
vicias se atrevió á responder entonces: 

— Pues no será tan malo eso de quitar pe- 
ras, cuando en la iglesia cantamos casi de 
diario: qui temperas,., 

—Es cierto, replicó la madre abadesa, pero 
también añade el sagrado texto rerum tfices, 
raras veces. 



LAS DLTWAS BEL TÍO lABIOIlE 



^i^^WL Tío Tabique estaba muy malíK 

JlifUJffi liltiraa hora, rogó encarecidamente 
i Maria Antonia, quien iba á quedar muj 
pronto viuda, que fuese á üamar al alcaldei| 
al escribano y que no se volviera sin ello^ 
por amor de Dios. 

Mucho trabajo costó á la pobre gil 
rrear á casa del moribundo cañi a | 
de tanta suposición en el pueblo y á las qtJ 
tanto habla dado que hacer el Tío Tabiqu| 

[Pero quién es tan duro de entrañas i\ 
resista al ruego de un moribundol 

Entrados que fueron en la miserable «loj 
ba el alcalde y el escribano seguidos de &i 
ría Antonia, que berreaba coroo u 
cuando pide teta, el gitano entreabrió los ojl 



— 99 - 

líos lacrimosos y con voz de cañuto macha- 
cado dijo: 

—«Dios se lo premie á sus señorías... ten- 
gan la caria de allegarse á mi cama cada uno 
por Un lao, y asi el Señor les dé la gloría por 
la buena obra que conmigo hacen.3> 

Aquí el Tío Tabique se detuvo un momen- 
to para tomar resuello, mientras que los vi- 
sitantes le complacían sin explicarse aquel 
capricho... 

Al fin concluyó: 

— «La Virgen Santísima les dé alegría y 
onzas, porque, teniéndolos asi á mi vera, ca 
uno á un lao, muero como su bendito hijo 
entre.,, dos ¡airones.'» 

* 





EL NlSO Y EL TORDO 



i^^^gZL caballo alazán con sólo verlo estabí 
ffl^^% vendido.peroeltordo tenia mas re- 
Sn^sR sabios que el capilán de los gi!in'tiJB&. 

que forman en Málaga aLa partía de la [¡zne>i 
lan famosa en los anales de los Juzgados de..- 
lodas las instancias. 

Con ser asi, D. Ni comed es no era hombre 
de los que se ahogan en un charco: llamó á 
Paulilla, su hijo, y le previno que no bien 
llegase el Mayorazgo — tratante famoso de un 
pueblo vecino— que venía á mercar ei tron- 
co, rompiese á llorar diciendo al mismo 
tiempo: 

—lYono quiero que se venda el cab&llo 
tordo... yo no quiero que se venda el caballo 

Como D. Nicomedes habla previsto, al gi- 
tano le chocaron en seguida los llantos y rue- 
gos del muchacho. 



— lOI — 

—¿Dígame su mercé y por qué toma esa 
tarea el churumbelito?... «Yo no quiero que 
se venda el tordo... yo no quiero que se ven- 
da el tordo...!) 

— «Hombre, como es un animal tan noble 
y bien andado que se puede llevar un vaso 
de agua en la mano sin que se derrame 
cuando uno monta en esa buena bestia, tan 
agradecida al pienso que come, el muchacho 
siente que salga de casa, pero si á usted le 
conviene y lo paga bien, dispuesto estoy á 
vendérselo haciendo un sacrificio.]» 

Por fin, que, después de muchos dimes y 
diretes, el Mayorazgo cargó con la segunda 
edición de la jaca de Gonela y D. Nicomedes 
se quedó como gallina sin pepita. 

Dos días más tarde llamó el gitano de nue- 
vo á la puerta del caballero, y éste, entre son- 
riente y cuidadoso, salió á recibirle suponien- 
do de corrido á lo que venia. 

— ¿Vamos hombre, qué te trae por acá... 
en qué puedo servirte? 

—Pues venía, señor D. Nicomedes, venía... 
á que su mercé me emprestase á ^u pijotero 
niño pa poé vender el caballo tordo. 




l^hsj Argame un divé der sielol De ei 
O^^g ^^'^ ^' probelicfl. Enlre usté si 

y» mu turbio er sentlo y la vista casi quebrá, 
—¿Me conoce usté, sefirtn Visentcf 
—Sí, señora, que la conozco... Joaquina la 

de las linajerias. íVerdá? 



—La mesitia. 

— La paz de Dios si 



sa. ¿COI 



sigue . 



:nferm 






— Acabando, Antonio, acabando. Enlfl 
usté á ve si lo conose. 

— Mu güeñas tardes, Vísente. jCómo 
esos ánimos? ¡Me conose usté? 

— Si, señó Antonio. 



— 103 — 

—Compare. ¿Me conose usté por la voz? 

— Y por la fila, comparito... 

Y el gitano haciendo un esfuerzo supremo 
se incorporó en el camastro llamando á su 
mujer con voz ya casi imperceptible. 

— Ven acá, Asensión. Dime, mujé: ¿Esta- 
mos en Carnaval? 

*** 




/ 




DE LA VERGE 




las puertas del santuario de la Vji 
gen más venerada de Cataluña, prc 
guntaba uñ malagueño, derramai 
do la vista p6f el paisaje, al sacristán que I 
servía de cicerone: 

— Diga usted, compare, ¿de quién es aqu< 
lia viña tan hermosa? 

— De la Verge. 

—¿De la Virgen? 

— Sí, señor. 

— ¿Y el soto aquel de allá abajo? 

— De la Verge, 

— ¿Y el ganado... que...? 

— No se canse usted; cuanto abarca la vii 
ta es de la Verge, 

— Pus vamos á verla. 

Al salir del santuario fijóse el malaguefi 
«n un tristísimo cEcce Homo» metido e 



— IOS — 

una urna polvorienta junto á la pila del agua 
bendita, y, encarándose con la efigie, excla- 
mó en tono muy placentero: 

— iNo llores hombre, no te aflijas de ese 
moo, quen cuántico te farte tu mare vas á 
ser más rico que los Larios de mi tierral 




MILAGRO DE LA DIALÉCTICA 



gl»^.:. vuelca 3 su lugar cierto joven « 
9^S ludíante, muy atiborrado de doctriJ 
u^S[ nay con el entendimiento n 
zado que punta de lezna, quiso lucirsi 
tras almorzaba con su padre y su madre 1 
un par de huevos pasados por agua que hablÉ 
en un plato, escondió uno con ligereza, Lurf 
go preguntó á su padre: 

— ¡Cuántos huevos hay en el plato? 

El padre contestó: 

—Uno. 

El estudiante puso en el plato el otro qM 
tenia en la mano diciendo; 

— ¿Y ahora cuántos hayf 

El padre volvió á contestar. 

-Dos. 

— Pues entonces, replicó el estudiai 



— . 107 — 

que hay ahora y uno que había antes suman 
tres. Luego son tres los huevos que hay en 
el plato. 

El padre se maravilló mucho del saber de 
su hijo, se quedó atortelado y no atinó á des- 
enredarse del sofisma. El sentido de la vista 
le persuadía de que allí no había más que dos 
huevos; pero la dialéctica especulativa y pro- 
funda le inclinaba á afirmar que había tres. 

La madre decidió al fin la cuestión prácti- 
camente. Puso un huevo en el plato de su 
marido para que se le comiera; tomó otro 
huevo para ella, y dijo á su sabio vastago: 

— El tercero cómetele tú. 



^ 



EXmSA lAIIDTEIICliH ULITíR 



jMjiUj VRfi STS la primera guerra civil en- 
3||Bjg tre isabelinos y carlistas, mitiUt» 
&'tf^ en favor de los isabelinos una legión 
portuguesa, al mando de un general valeroso 
y grave. 

Ocurrió que los vecinos de un lugar acu- 
dieron al general espaílol, quejándose de que 
los soldados que estaban á sus órdenes les 
habían robado y se hablan comido muchas 
docenas de gallinas. Los soldados españoles, 
á ñn de disculparse de aquella falta que ru 
general les echaba en cara, afirmaron que los 
portugueses eran quienes la hablan cometido. 

Habló de esto el general espado! al gene- 
ral portugués, e! cual defeodiá con mucho 
calor á sus subordinados y echó la culpa i 
los espatlotes del latrocinio y de la glotonería. 



— 109 ^" 

£1 general español persistió, no obstante, 
en defender á los suyos y en culpar á los 
portugueses} resultando de aqui una^ discu- 
sión harto vehemente. 

Por último, el general portugués, lleno de 
indignación y furia, afirmó hasta la imposi- 
bilidad de que sus terribles soldados, tan vir- 
tuosos como sobrios y sufridos, robasen ga- 
llinas y mucho menos se las comieran: 

— Os portugtuzes, exclamó para terminar, 
nao comen gallinhas: os portuguezes comen ser- 
penteSf trementina, . . e merda/ 




I 



EL ERMITAÑO Y U PRINCESA 



^^^K ^*^''^^ andaban por el mundo, desru*! 
B Üifa^ briéndole y conquislindole todo. I 
hubo un hidalgo andaluz, tan enamorado, Citl-J 
prendedor y pendenciero que D. Juan Teno- 
rio, D. Miguel de Marafla y D. Félix de Moni 
temar, eran niños de teta en compartciól 

Peregrinó nuestro héroe por las Indiaf 
orientales y occidentales, peleó denodada.'] 
mente en Hungría contra los turi 
Italia contra los franceses, y en todas las n 
giones y climas tuvo desafíos por doceou 4 
aventuras amorosas á centenares; pero Ci 
bien á tan invicto guerrero v é. tan ii 
ble galán le llegó la hora de ser vem 
enamoró como un ionio de la princesa d 
Cachimira, que era la rnás hermosa y gallar 



— III — 

da mujer que hasta entonces se había visto 
sobre la tierra. 

Era además tan cruda y arisca como her- 
mosa, y por más que hizo el hidalgo seduc- 
tor no pudo conseguir que ella se le rin- 
diese. 

Desesperado entonces volvió él á su patria, 
se internó en lo más áspero y esquivo de Sie- 
rra Morena, y determinó acabar alli su de- 
sastrada vida, arrepentido de sus pecados y 
haciendo ruda penitencia. 

Cinco ó seis años hablan pasado ya, y nues- 
tro hidalgo, convertido en santo y ejemplar 
anacoreta, era asombro de los mortales, y hu- 
biera sido envidia de los ángeles si los ánge- 
les fuesen capaces de envidia. 

Los ángeles no son capaces de tan ruin pa^ 
sión, pero los demonios no cabe duda de que 
son envidiosos, y como tales se entristecían 
y rabiaban al contemplar los inauditos pro- 
gresos que en santidad y en perfección será- 
fica iba haciendo aquel venerable siervo de 
Dios, que antes habia sido un desalmado. 

Hubo, pues, junta general de diablos y en 
ella se arbitraron los medios de que conve- 
nia valerse para que el anacoreta cayese en 
tentación y volviese á las andadas. 



Ers uaa espantosa noche de ti 
lámpagos y nieve. Los vientos rugían desen- 
cadenados. En la gruta, donde el ermitaño 
se abrigaba y dormía, retumbaba la tempeS' 
tad. Él. sin embargo, no se mojaba, no 
ba y estaba relativamente con cierto b 
tar y reposo. 

De súbito, y en el momento mismo e 
el piadoso ermitaño se zurraba sin f 
con sus disciplinas, llamaron quedlto 

— iQuién esf— dijo el eroiitaflo. 

—Ábrame, Padre,— contestó una vo 
ce y lastimera. Tenga compasión de mi ^ 
déme abrigo y un rincón de su celda donde 
extender mi fatigado cuerpo y descansar al 
menos hasta que amaine la tempestad y >pa- 

El ermitaño, lleno de misericordia! abnó 
la puerta y dejó entrar al peregrino que veni» 
envuelto en negrísimo y misterioso capus. 

Ya dentro de la gruta, el peregrino dqó 
caer el capuz por el suelo, y á la luz de b 
lámpara que iluminaba aquel recinto, ei«t- 
mitaño vio, con sorpresa y con terror entre- 
verado de deleite, que tenia ante sua ojoi 
nada menos que á la princesa de Cacbimirl 



— 113 — 

por la que tanto tiempo había suspirado en 
balde. 

Ella estaba más linda, más lozana y más 
apetitosa que* nunca. A pesar de lo crudo de 
la estación, y salvo el capuz de que se había 
despojado, su traje era leve, fantástico y aé- 
reo, revelándose, á través de aquellas gasas y 
tules y por entre la airosa pleguería, la admi- 
rable perfección de las formas virginales y el 
suave color de frescas rosas que tenía su ter- 
sa tez y el limpio cutis de todo su cuerpo. 

El ermitaño no pudo resistir á tan podero- 
sos encantos. Se puso de hinojos á los pies 
de la princesa. Le declaró, desechado ya el 
santo temor de Dios, sus pensamientos más 
atrevidos, y ella al cabo, después de rubori- 
zarse, de titubear y poner algunas dificulta- 
des (¿qué había de hacer en aquella soledad?) 
cedió á todo y lo concedió todo. 

Imposible sería y muy escabroso además 
describir aquí el gozo, el placer y el desva- 
rio del ermitaño desde aquel punto hasta que 
rayó el alba, anunciándola con sus gorjeos los 
pajarillos. 

La princesa de Cachimira se alzó entonces 
del lecho de hojas secas en que estaba recos- 
tada y se convirtió en el más feo y abomina- 

8 



— 114 — 

ble demonio que han podido ver jamás ojos 
humanos. 

— ^Te engañé, — dijo con voz bronca y fe- 
róstica; no soy mujer: soy el propio Satanás. 

— Pues mira,— dijo el ermitaño, que no se 
arredraba ni se asustaba por tan poco— no me 
importa que seas Satanás, y con tal de que 
tú persistas en el mismo engaño, no dejes de 
volver por aquí cuando anochezca de nuevo. 





fflGIENE CONYUGAL 




-BSPués de cinco años y algunas se- 
manas de pelar todas las noches la 
pava por la reja y de repetirse lo 
menos cinco millones de veces que se ama- 
ban furiosamente, y que no podían vivir el 
uno sin la otra, y la otra sin el uno, Juan y 
Juana se ahorcaron, quiero decir, que se ca- 
saron. 

Ya él se había agenciado un destinillo de 
poco pelo, que ciertamente no daba para 
gastar galas y coche; pero sí para el indis- 
pensable garbanzo y pagar un mezquino tu- 
gurio ó cuarto cuarto con su entresuelo y 
todo, desde donde se veían cruzar la calle á los 
transeúntes tamaños como muñecos. £n cam- 
bio de tanta escalera y de tan enorme altura, 
tenia dicho cuarto mucha ventilación y cla- 
ras luces. Aunque era pobre y estrecha la 
inorada de los recién casados, al principio 



— ii6 — 

les pareció un paraíso; después, al cabo de 
algún tiempo, quedóse reducida á purgato- 
rio; y gracias si no descendió por fin á ser 
la propia imagen del infierno, como dicen al- 
gunos pesimistas que suele acontecer no po- 
cas veces. 

Era Juan un hombre delicado, de pecho 
angosto y piernas de alambre: de estos cuya 
débil naturaleza se pinta de un ^o rasgOi 
diciendo que son ccmuy poquita cosa:». En 
cambio, Juana era una mocetona robusta, 
morena, algo bigotuda, y con tan duras car- 
nes y estirado pellejo, que sob^e él y en cual- 
quiera parte de tan gentil persona podrían 
matarse pulgas á uñate, cual sobre liso már- 
mol. Como se casó verdaderamente enamo- 
rada/ y su temperamento no era frío y linfá- 
tico, sino apasionado y fosfórico, al poco 
tiempo de la boda su marido al sentarse lan- 
zaba un ay de satisfacción, y al levantarse te- 
nía que decir upa; esto es, que casi no podía 
tirar de los calzones. Por fortuna suya, con- 
taba en Toledo con un pariente canónigOT 
que le quería mucho, le mandaba á veces di- 
nero, y con frecuencia brindábale su casa 1 
mesa para que fuese á pasar con él una te 
porada. 



— 117 — 

Hallándose Juan tan endeble, pálido y fla- 
cucho, como expresado queda, y sintiendo 
hacia la tisis el natural horror que tal enfer- 
medad inspira, recordó á su tío el canónigo, 
pensó en irse á Toledo él solo, y como lo 
pensó lo hizo. Allí pasó un mes, tranquilo, 
regalado y contento: y fueron tales las sucu- 
lentas tajadas y los tragos de potencioso vino 
que se echó al estómago, que á su regreso á 
Madrid parecía otro hombre tan distinto del 
anterior, como es distinto el verano del in- 
vierno. Baste decir que su mujer, muy par- 
lanchína en ciertas ocasiones, solía decirle 
•con frecuencia: 

— Pero, Juanito, ¡qué arrogante has veni- 
do de Toledo! ¡Si parece que traes metidos 
en el cuerpo los doce Pares de Francia! ¡Ay, 
Juanito! 

Lástima grande que todo en el mundo 
tenga fin y término, inclusa la arrogancia de 
Juanito, que á las pocas semanas quedábase 
tan desmadejado y paliducho como antes. 
Pero conocido y probado el remedio, cor- 
tábase la enfermedad del modo ya citado, 
iiasta que de nuevo renacía. Ciertamente, no 
sentaba muy bien á Juanito el clima de la 
<:orte: estos aires del Guadarrama son funes- 



- ii8 — 

tos para los hombres endebles casados O 
mujeres robustas y volcánicas. De modo que, 
en poco más de dos aS os, fueron cinco los via- 
jes á Toledo; con lo que e! bueno del canóni- 
go iba cansándose ya de su sobrino, aunque 
admiraba su descomunal apetito y amplias 
tragaderas, conceptuándole merecedor, no 
del insignificante destinilto que en Madríj 
tenia, sino de ser padre guardián en 
vento de frailes Bernardos ó Jeróaimos, 



Cierto día de verano por la tarde hallaba 
el matrimonia asomado al balcón y n 
á la calle, que era de Xas menos céniricai| 
concurridas. En aquel momento n 
por ella un alma. Sólo dos perros, ó did 
con más exactitud, un perro y una perra, Jl 
gabán alegremente, aunque muy desigual 
en fortaleza y bríos; pues la hembra ei 
pulenta y retozona, mientras el macho ■ 
mejábase á los galgos del tío Lin¡ 
para ladrar se arrimaban á la pared por ll 
caerse. Queria el perro echar plantas c 
Tenorio cuadrúpedo; pero á cada etupují 
de su compaflera iba rodando por el Bueia,l 

No teniendo entonces Juana mi 
que hacer, prestaba suma atención al Jim 



— 119 — 

de entrambos canes, y reía, reía de buena fe 
como una bienaventurada. £1 marido llegó 
á cargarse con aquella risa, que juzgaba in- 
tempestiva y necia, y preguntó el motivo de 
semejante hilaridad. 
Y por toda respuesta exclamó Juana: 
— I Lástima es que ese perro no tenga en 
Toledo un tío canónigo I 



** 




DE CEREALES 




OR la época del cumplimiento de 
Iglesia se fué á confesar un zagal 
campesino, robusto, desmadejado y 
al parecer bobalicón. 

Hincóse de rodillas ante el confesonario, 
de medio lado, la cabeza baja y dos dedos 
metidos en la boca. 

— Vamos, hijo mío, confiesa tus pecados... 
le dijo el padre dándole una palmadita en el 
cogote para animarle. 

— |Me da mucha vergüenza, parel... 

— Anda, hombre, deséchala y al grano... 

— jAlgo de grano pué que haiga..., mire 
usted, yo soy medio tonto!... 

— Mejor; las almas sencillas son más agra- 
dables al Señor; de los inocentes es el reino 
de los cielos. Y luego que tus pecados serán 



— 121 — 

más veniales que los dé otros jóvenes avisa- 
dos. Decías que ibas á acusarte de algo que 
tiene que ver con el trigo ó la cebada..., va- 
mos, ¿qué te ocurre? 

— Pus me acuso de que ogaño, cuando la 
era, me truje de la de un vecino algunos sa- 
cos de trigo á la de mi pare... ¡Ya vé su mer- 
cé... ¡como soy medio torito!... 

— Hijo mío, el pecado es grave y revela 
que no eres tan simplón como pareces y de- 
claras. Dime, ¿y por qué no se te ocurrió tras- 
ladar los sacos de trigo de la era de tu padre 
á la del vecino? 

—¡Toma! Señor cura, porque eso se lla- 
maría ser tonto del too. 



5Viíí*^ 



^g^#afef 



SOPAS DE AJO 



I 



ML saludable rostro de su ilus[rlsiB| 
í recejaba una placidez sin limiies;! 
easo abdomen se movia de dfil 
tro afuera, en blando oleaje, y en lat labí^ 
encendidosy jugosos, como guinda de Príea 
madura, danzaba ta más condescendiente J 
amoro!» de todas las sonrisas. 

La pobre comunidad franciscana del ( 
rreccioaal de bLos Angelesi, habla ecbl 
el resto para obsequiar á su prelado. 

Sopas de huevo j menudillos de gallia 
para los que proporcionó la primera n 
una casera del marqués de Vinélleí! — de 
de la quinta cercana— é bija de confesión, el 
del prior. 

Mantecosas y fresquísimas truchas p 



— 123 — 

das en las profundas y cristalinas pozas del 
Bemberón, por Juanillo el Cabrero. 

Lomo en adobo de la matanza del doctor 
Rodríguez, gran cazador, que solía, durante 
el invierno, pasar alguna noche en el conven- 
to, y en todo el curso del año cuidaba de ad- 
ministrar la salud de los frailes, respondien- 
do á sus consultas desde la ciudad, ó visitán- 
dolos en caso extremo. 

Un par de perdices estofadas, de las que el 
señor obispo no dejó sino hojas de laurel y 
huesos mondados, y por último, largo acom- 
pañamiento de hojaldres rellenos de polvo de 
batata, cabello de' ángel, yemas de San Lean- 
dro y no sé cuántas confituras más. 

No hay para qué decir que los suculentos 
empapantes que dejo mentados se regaron 
con exquisito vino de los Moriles, de aquel ya 
cantado por Barahona de Soto y Quiñones 
de Benavente, y que tampoco faltaron en ca- 
lidad de urdimbres^ como traducía una pu- 
pilera qne yo tuve en Granada — picante sal- 
chichón de Vich, aceitunas partidas y rojos 
pimientos de Coin. 

£1 humo tibio del perfumado moka subía 
como nube de incienso á acariciar los mofle- 
tes del obispo, á quien todavía le quedaba un 



— 124 — 

rinconcillo en las profundidades insondables 
de la tripa, é iba rellenándolo con tiernas 
bizcotelas que zambullía en la taza. 

El prior, en pie delante de su ilustrisima, 
que comía sólo, rodeado de sus familiares y 
de la comunidad, á derecha é izquierda de la 
mesa, no quitaba la vista de aquel nuevo Elio- 
gábalo, y muy solícito respondia á sus pre- 
guntas. 

Por fin se atrevió el mísero fraile á tomar 
la alternativa, y en el tono más reverencioso 
dijo: 

— Con toda el alma siento— y la comuni- 
dad conmigo— no haber podido obsequiar á 
su ilustrisima con más ricos manjares, 
pero... 

— ¡Quiere usted callar!...— interrumpió el 
obispo — he cenado muy á mi gusto, y así por 
la calidad, cantidad y esmero en los guisos, 
de lomo, truchas y perdices, y la delicadeza 
de la repostería, deduzco que la comunidad 
debe de tratarse tal vez con más regalo que 
aquel que cuadra á su instituto. Veamos: ¿qué 
se come de ordinario en el convento? 

— ¡Señor!... respondió aterrado el misero 
prior, ¡por la tarde potaje todo el año, y para 
cenar, sopa de ajo! ■ 



— 125 — 

— ¡Hola, hola!... ¡Con su ajito y todo! re- 
plicó el obispo engullendo la última bizco- 
tela. 

*** 



if^ 




EL JESÚS DE LA MONTAÑA 




RA D. Pedro Zurita, ricacho del pue- 
blo, un volteriano cursi, de barberil, 
que digamos. Su mal ejemplo y con- 
ducta tenian preocupado al párroco D. Andrés, 
que era un sujeto bondadoso y excelente. 

— ¡Cuánto daría yo, exclamaba algunas ve- 
ces, por traer al buen sendero á nuestro don 
Pedro! 

—Pues nada más fácil, dijo el sacristán. Él 
atiende todos los consejos de usted. Digale 
usted que esta noche venga á la iglesia y 
rece un credo á N. P. Jesús. De lo demás yo 
me encargo. 

— Pero, hombre... ¿qué vas á hacer? 

—Nada: ya usted lo verá. Confíe usted 
en mí. 

Y como el sacristán era muy listo, el pá- 



— 127 — 

rroco dio los pasos convenientes y consiguió 
de D. Pedro la oferta de rezar no uno, sino 
tres credos ante el yesús de la Montaña^ pa- 
trono de la población. 

Dos lámparas ardían ante la divina imagen. 
La luz de la capilla era muy tenue. El sacris- 
tán se colocó en el lugar de la efigie, vestido 
con su misma túnica y coronado con su mis- 
ma corona de espinas de plata. 

Llegó D. Pedro, que en su fondo era un 
buen hombre, y rezó con devoción. Miró la 
cara del Jesús, y creyó que el Jesús lo mira- 
ba y hasta que movía los divinos ojos. El 
hombre se conmovió. 

—I Dios mío! exclamó en un arranque de 
elocuencia nacida del corazón, ¡Dios mío I 
perdonadme: yo os he ofendido y os ofendo 
todos los días y á tedas horas. Yo imploro 
toda vuesta misericordia, no vuestra justi- 
cia. Yo cambiaré de vida, y haré méritos 
para que me perdonéis. Mis culpas son gran- 
des; son extraordinarias. Sí, Jesús mío, aquí 
mismo, á vuestra presencia, en esta sagrada 
capilla... ¡me espanta decirlo!... han sido mis 
amores y mis devaneos con la esposa del sa- 
cristán... 

En este momento palideció la imagen 



— 128 — 

del y^esús de la Montaña, la cual dijo por lo 
bajo: 

— Si yo no estuviera haciendo este divino 
papel, te daba ahora mismo dos navajazos 
que te dejaban en el sitio. 






LEVABA el Padre cuarenta minutos 
de predicar sobre las virtudes y mé- 
ritos del glorioso San Antonio. Y 
como son poquísimos los sermones largos y 
gustosos, los oyentes comenzaron á mostrar- 
se cansados del panegírico. 

—«¿Dónde, hermanos míos, dónde coloca- 
ré yo á este santo admirable? ¿Lo pondré 
entre los ángeles? ¿Lo pondré entre los ar- 
cángeles? ¿Lo pondré entre los serafines? 
¿Dónde, dónde lo pondré?» 



— Padre, exclamó un oyente, póngalo us- 
ted en este sillón, porque yo me voy ahora 
mismo y queda desocupado. 




«>qJ®T 



CATA-CLISMO 




RAN las tres de la madrugada, 
velado D. Claudio y con espantosos 
dolores de vientre, ponia el grito 
en el cielo y pedia socorro. 

Su nuevo criado Ramón acudió á la alco- 
ba. £1 señor tenia un cólico cerrado. 

Era menester abrirle. 

En aquella época, el arte clismico estaba 
muy atrasado todavía. No se había inventado 
máquina alguna, por cuya virtud el verbo 
clismar y sus sinónimos pudiesen transfor- 
marse de activos en reflexivos. Sólo se em- 
pleaba el arma traidora que los frailes de 
San Juan de Dios esgrimían tan diestra- 
mente. 

Atascado D. Claudio y anhelando desaho- 
go, mandó á Ramón que, valiéndose de un 
arma de dicha clase que había en una alace- 



— 131 — 

na, interviniera con cierto liquido calmante 
y facilitara el desenlacé ansiado. 

Ramón preparó el liquido y cargó el arma. 
A la luz de un velón ñjó la mirada en el obs* 
curo blanco é hizo la puntería. 

Pero, I oh matavilla! Ramón, aterrorizado, 
lanzó un grito, dio hacia atrás tres ó cuatro 
pasos y cayó por tierra sin sentido. 

Asustado á su vez y sorprendido don Clau- 
dio, dijo á Ramón: 

—¿Qué te pasa, hombre? ¿Qué te pasa? 
. — ¡Ánimas benditas! contestó el criado! 
V. £. me miraba de tal suerte que pensé mo- 
rirme de espanto. 

D. Claudio comprendió entonces todo el 
misterio; y, para tranquilizar al criado, dijo 
con calma: 

. — Como eres nuevo en mi casa, no estás 
en las interioridades. Has de saber que yo 
soy tuerto, que tengo un ojo de cristal, que 
me le tragué anoche; y que ese ojo, que á 
mi me estorbaba y me estorba^ era el que te 
miraba. 

— Pues hagamos que salte y que sobreven- 
ga el cata-clismo, dijo Ramón perdiendo el 
miedo. 



31 



jm^s^^^sMíí^^^sm 



QUEJA INJUSTA DE UNA SUEGRA 



— contestó ella. 

— Pues entonces, mañana te pediré i tu 
madre. Pronto nos casaremos. 

— ¡Ay que guslol — dijo la muchacha. 

Aiitoñito era hombre de mucha condén- 
ela. No gustaba de engañar á nad¡e y menos 
aún á la mujer á quien adoraba. 

— Antes de casarnos, le dijo, conviene que 
sepas un grave defecto mío. Acaso no le con- 
formes con ser mi dulce esposa cuando lo 

— jPues qué defecto es el tuyof — pregun- 
tó la novia. 

Amoñito, ruborizándose mucho, lo con- 
testó: 



— 133 - 

— Soy corto de cuero. 

Le miró la novia con detención, halló que 
tenia cuero suficiente y reiteró la manifesta- 
ción de su beneplácito y de su deseo de ma- 
trimoniar. 

Pocos dias después les echó la bendición el 
cura. 

Al día siguiente de la boda, Antoñito reci- 
bió á solas á su madre politica que deseaba 
hablarle en áecreto. 

—Mamá ¿qué se le ofrece á usted?— le pre- 
guntó. 

—¿Qué se me ha de ofrecer, monstruo?— 
dijo ella. Usted ha callado sus achaques y ha 
hecho infeliz á mi hija. Llorando á lágrima 
viva me lo ha contado todo. Muy bien^ ga- 
llardamente se ha conducido usted mientras 
que estuvo despierto; pero, apenas dormido, 
iqué horror, cielos santos! Dice mi niña que 
ge creyó en Noche-buena porque no paraba 
de resonar la zambomba y en el reino de Pan- 
caya á causa de los perfumes. Si la niña hu- 
biera sabido lo que le aguardaba, no se hubie- 
ra casado con usted. Debió usted haber sido 
franco y confesar su defecto. 

^Pues bien le confesé, señora. Bien claro 
dije á la niña que yo era corto de cuero, y 



— 134 — 

siéndolo, como lo soy, apenas cierro los o}os 
de la cara se me abre el otro ojo y no hay 
medio de impedir que salgan por ¿1 truenos^ 
relámpagos y hasta granizos. 



NOBLES Y PLEBEYOS 




OR la linea férrea de Sevilla á Cádiz 
y en un coche de primera, que ape- 
nas en otra nación podría ñgurar 
como de segunda clase^ iban siete personas 
de muy distintas procedencias) señales y ca- 
taduras. Al salir de la estación del Prado de 
San Sebastián y mientras se divisó la esbelta 
Giralda hubo silencio en el vehículo; pero 
antes de llegar al puente de Dos Hermanas, 
atravesado sobre el Guadaira, salieron á pla- 
za cestos, esportillas y fiambreras, con provi- 
siones de comestibles y bebestibles, y cada 
cual procuró entretener el tiempo comiendo 
ó platicando, según su necesidad ó particula- 
res inclinaciones. Todos no, que entre ellos 
iba un inglés seco, larguirucho y con anteo- 
jos azules; honorable señor que ni se movió 
del rincón donde antes que nadie se habia 



— 136 — 

colocado, ni despegó los labios una sola vez 
durante el camino. Por lo cual sólo puede en: 
trar en este verídico relato como comparsa ó 
figura decorativa, por el estilo de los maceros 
en el Congreso de Diputados, que mientras 
éstos bullen, vociferan y se revuelven hechos 
unos energúmenos, ellos lo presencian todo 
mudos é impasibles, y hasta se duermen de 
pie lo mismo que las grullas. Los demás pa- 
sajeros eran un clérigo anciano ya y bastante 
obeso, un almibarado y elegante caballerete, 
que se decía natural de Valladoliz, pero con 
mucha familia en la capital andaluza, un sevi- 
llano legítimo y legítimo guasón, y una ma- 
dre, señora de mediana edad, que para disi- 
mular sus canas llevaba teñido el pelo de ru- 
bio, más dos hijas, ni bonitas ni feas, ni tam- 
poco notables por otra cosa que por su exce- 
siva impedimenta; esto es, por el increíble 
número de cajas de cartón, cestas, almohadi- 
llas, maletines de mano y toda clase de bultos, 
muy propios para ocupar sitio y molestar á 
los compañeros de viaje. 

Quejábase amargamente el clérigo de la 
falta total de su dentadura, diciendo que era 
el mayor de los males, y abriendo las quija- 
das mostraba la profunda cueva de su boca, 



— 137 — 

donde, en verdad, no le había quedado ni 
diente, ni colmillo, ni muela, ni hueso algu> 
no, pero si una lengua muy expedita, pues 
no cesaba de hablar, y cuando ya nadie le ha- 
cia caso, pasadas algunas horas, desenvainó el 
breviario y se puso á rumiar latines, como si 
él solo estuviese en el coche. Mas por lo 
pronto y en primer lugar el tema de su dis- 
curso fué la dichosa dentadura. 

— Desengáñense ustedes,— clamaba accio- 
nando como si predicase, no hay en el mun- 
do cosa peor; dolores y trabajos pasan los ni- 
ños para la dentición, y además peligros no 
pequeñosi pues algunos enferman y se mue- 
ren los pobrecitos: y luego ¿para qué? Para 
que más adelante, y andando el tiempo venga 
la caries, y el flemón, y el pasmo, y el mismí- 
simo demontre, y hoy una muela y mañana 
un diente, pasado un colmillo, vaya desapa- 
reciendo toda la herramienta y quedándose 
el hombre á lo mejor convertido por esta 
parte en un niño de pecho, j Tener hambre 
y no poder mascar á gusto 1 ¿Y el hablar? Yo 
tenia cierta elocuencia, según decían en mi 
pueblo; pero hace años que dejé el pulpito, 
convencido de que no logro pronunciar ni 
medianamente, porque se me sale el aire y 



- 138 - 

las palabras suenan ininteligibles y confusas 
No, pues en llegando á Cádiz, preciso 
esto se arregle: cabalmente llevo cari 
expresiva de reco oí en dación para el Sr. Nap 
váez, no el Presidente del Consejo de raíot 
tros, que me tiene tía cuidado y para naii 
me sirve, sino para Narváez el dentista, 
quien he de encargar que me ponga una dei 
tadura grande y fuerte como la de ut 
drilo; y si á mano viene, que tenga 
cuatro filas de huesos 7 se crucen y encajet 
bien unos en otros, por el estilo de la <\t 
gastan los perros de presa. Ya que me ha i 
costar los cuartos, que sea buena. ¿No leng 
razón? iCaracolesI Esto de no poder comí 
es demasiada penitencia. ¿No me compad 
cen ustedes? 

Y mientras se quejaba con semejanti 
lamentaciones, tragábase enormes bocada 
como quien echa cartas al correo. O eugult 
sin mascar, ó tenía de hierro las mandlbul 
y con ellas lo trituraba todo instantaneamfli 
te, pues en menos de media hora devora < 
trozo de salchichón como un braso, cinco 
seis huevos duros, un pedazo de queso, át 
panes grandes y un puñado de higos; toit 
remojado con cierto liquido, que no debiA 



— 139 — 

agua, según el aspecto y olor de la bota que 
lo contenia. Sus compañeros de viaje le con- 
templaban asombrados. ^ 

— Verdaderamente, Padre— dijole con tono 
socarrón el sevillano — que no tener dientes 
será para su merced una desgracia; mas para 
nosotros es una suerte no pequeña, pues si 
llega á tenerlos, de seguro nos devora á to- 
dos. No alcanzo á comprender qué falta pue- 
den hacerle los servicios de ese Peláez ó 
Narváez, ó como se apellide el tal dentista 
gaditano de que antes nos hablaba. Yo ten- 
go la dentadura sana y completa, y en dos ó 
tres dias no me atrevo á consumir lo que su 
merced ha engullido en veinte minutos. 

— ¡Ay, hijo mío — contestóle el presbítero 
tuteándole, según costumbre de muchos an- 
cianos con los mozos: — si me hubieses cono- 
cido en mis buenos tiemposl {Con decirte 
que dejé memoria en Aragón y Navarra, 
donde hay cada hombre que parece un bui- 
tre! ¿Y beber. Dios poderoso? No traga más 
ninguna alcantarilla en un invierno de llu- 
vias, que yo he tragado azumbres de vino. 
Pero, eso si, nunca perdía la brújula; que el 
perturbarse el conocimiento y salir diciendo 
disparates , cosa es indigna en cualquiera, y 



— I40 — 

mis aún en el sacerdote. La prudencia sobre 
todo. Mi difunto maestro y bienhechor el 
P. Sempronio, que esté en Gloria, repetia 
mochas reces esta máxima: 

Con r^U, peso y medida, 
pasarás aquesta vida. 

T no se me ha olvidado. Moderación y 
templanza. Y así vivirás largos años sobre la 
haz de la tierra. Precisamente ahora recuer- 
do que un dia en Calatayud... ¿Fué en Cala- 
tayud, ó en Daroca? Pero lo mismo da para 
el camero, digo, para el caso. T el caso es 
que de una sentada me cené un cordero, que 
bien tendría de romana sus dos arrobas y me- 
dia y luego... 

— ¡Jesucristo, que atrocidad I 

— ¿Qué ha de ser atrocidad, hombre? Si 
fué en caldereta! Aquel animalito era una 
bendición de Dios. 

— ^Y ¿cómo pudo su merced apurarlo todo? 
¿Le ayudaba alguien? 

— Me ayudé yo mismo, á fuerza de taru- 
gos de pan y jarros de* lo añejo. Y me quedé 
hecho un reloj. Ya no soy ni mi sombra. 
Pero en cuanto me arregle la boca Narváez... 



— 141 — 

— ¡Utrera! {Cinco minutosl — clamó una 
voz ronca en el andén. 

Bajó del coche el presbítero y á poco vol- 
vió con un papelón de exquisitas tortas. Las 
ofreció á sus compañeros, que agradecieron, 
mas no aceptaron el obsequio, y el tren pro-r 
siguió su marcha majestuosa. Entre tanto, 
la plática había cambiado de tema, y ahora 
llevaba la voz el almidonado señorito. 

—Pues, como iba diciendo, yo soy natural 
de Vaüadofíz, en cuya universidaz hice algu- 
nos estudios^ hasta que me cansaron... des- 
pués he pasado en Sevilla bastante tiempo. 
Me gusta Sevilla... hasta cierto punto ¿eh? 
Para ser una capital de provincia, ¿eh? Claro, 
que no puede compararse con Madrizj pero 
también tiene su poquito de aristocracia. Y 
esto hay que mirarlo despacio, pues no con- 
viene tratar con todo el mundo. ¡No faltaba 
másl Aún hay clases... ¿No le parece, eh? 

—I Ya lo jcreo, respondió con sorna el se- 
villano; y tantas como hay! Precisamente, 
acabo de terminar mi carrera, y estoy de cla- 
ses hasta la coronilla. Clase de griego, clase 
de árabe, clase de literatura española, de me- 
tafísica, de historia, clase de... 

—Hombre^ no hablo yo de esas clases acá- 



démicas, que me inipúrUn muy poco: ainn 
de las clases ó categorías por donde se divide 
la sociedad en nobles y plebeyos... jehí 

— ¡Ya! Eso es muy distinto. 

— Y tengo el honor de pertenecer á la pri- 
mera categoría, es decir, á la aristocracia. 
Como que mi escudo ostenta un león run- 
pante sobre campo de gules., , 

— jUn león ambulante... en un campo d» 
baúles? Pues estará gracioso— excUmá el curt 
que iba medio dormido, y empeló de Duevir 
á dar cabezadas. 

—Este señor clérigo ha de ser algo sordo f 
no se ha enterado bien. Pues sobre el escudo 
hay un casco adornado de lambrequines 

— Sepa usted, caballerito, que no soy sords 
—replicó el aludido con alguna aspereía, 
pues, con efecto, eia de oído torpe. — Sepa 
usted que lo escucho todo; lo mismo eso del 
Icón ambulante, que lo del barco de adoqui- 
nes con que nos sale ahora. 

Y el feliz comentador de la heráldica 4U 
media vuelta, reclinó !a cabeza sobre uit 
cogin, y de esta vez quedóse inmóvil y con 
la bocaza abierta respirando como un fuell«, 

El partidario de ios blasones se vló alg« 
desconcertado con esta nueva interprelaciód. 



- 143 - 

que hizo sonreír á las señoras; mas luego, 
encogiéndose desdeñosamente de hombros, 
prosiguió con su tema. 

— No todos tienen obligación de conocer 
la ciencia heráldica, aunque es tan útil como 
profunda. Iba diciendo que las personas es- 
clarecidas y de excelso linaje deben de vivir 
en la corte, donde están los reyes, los princi- 
pes y la grandeza: y no en una capital de 
provincia, por hallarse en tal caso dentro de 
un circulo mezquino... ¿eh? Y aunque sólo 
sea por aburrimiento, casi siempre concluye 
el noble avillanándose y tratando con la gen- 
tuza... ¿eh? 

— Ciertamente; eso está muy puesto en 
razón, y yo pienso lo mismo. £1 noble no debe 
rebajarse nunca. ¡Tratar con la plebe 1 {Pues 
no faltaba más? Hasta ahí podian llegar las 
bromas. {Carambita, pues si sólo de oirlo se 
me subleva el hipérbaton y me pongo trémulo! 

— ^Ya había yo conocido que es usted de 
prosapia ilustre y me lo confirma su gene- 
rosa indignación ante la sola idea de alternar 
con la canalla. A mi me apesta, ¿eh? Si yo 
hubiese nacido plebeyo tendría un disgusto 
atroz. Mas por fortuna, vengo en linea recta 
del solar de Zurrapantagoitia, de los Zurra- 



pantagoitias legítimos de Vizcaya, que t 
vez conozca usted de nombre por su 



— (Pues no los he de conocer? Y n 

Si apenas se habla de otra cosa eti el r 
que de los blasones, títulos, fueros y preeni 
nencias de esos señores Espantagoitias. Piq 
de que baya en Sevilla algunos de 

— Con el mismo apellido, no; pero h 
varios periionajes que son oriundos del mi 
solar y casa, y se honran con escudo de ai 
igual ó muy semejante. Vea usted: el E 
lentísimo Sr. Arzobispo metropolitano I 
primo carnal de mi señora abuela; el Eu 
lenlisimo señor Capitán general ( 
como el Presidente de la Audiei 
marqués del Pendón Verde; la condesa i 
Pájaro Fresco es cuñada de mi seflor padr 
de mis dos hermanas, una está casada ci 
Embajador pie ni potenciaría y caballero defl 
Real Maestranza de Ronda, con voz y prínd 
pal asiento en el capítulo; la otra c:< 
guardia noble del Pontlñce Pió IX, que lls^ 
el titulo de barón de Jcrusalen ; y adenfl 
tengo hermanos, primos y allegadt 
grandes de Esparta, generales, brigadie 
caballeros de Santiago, etc., etc. Se 



— 145 — 

que estoy bien emparentado, ¿eh? Y usted, 
atiene familia en Sevilla? 

— Si, señor; y ya que de alcurnias habla- 
mos, le diré que aún viven mi abuelo y mi 
padre: dos hombres de los que más ruido han 
hecho en el mundo. 

— ¡Pues, qué! ¿Han sido príncipes, emba- 
jadores ó... 

—Nada de eso; no van por ahí las aguas. Mi 
señor abuelo fué durante más de veintiocho 
años tambor de un regimiento; ya puede 
usted calcular si en todo ese tiempo habrá 
metido estruendo tocando marchasy redobles. 
En cuanto á mi señor padre, fué y es todavía 
maestro calderero; por cierto que en ponién- 
dose á trabajar con sus oñciales, la casa y la 
calle parecen una Babilonia, y hay que hablar 
á gritos porque nadie se entiende. En cuanto 
á los demás parientes, son bastante ilustres y 
numerosos; tengo dos hermanos, uno bode- 
gonero y otro secuestrador en despoblado; 
mi hermana la mayor guisa mondongo en la 
plazuela de la Alfalfa; la otra se casó con un 
gitano que vende y cambia y roba y esquila 
burros y está á lo que sale; mis tíos, que son 
el pregonero y el verdugo, continúan sin 
novedad; y también hubo en mi familia cua- 

10 



— 146 — 

tro ó cinco ahorcados, y hay ahora unos ocho 
ó nueve cumpliendo sus condenas con mucha 
honra en diferentes presidios. 

—i Jesús, qué gentuza! ¡Ay, qué familia tan 
indecente! 

— Pues, so tío embustero, si usted se ha 
llevado lo mejor, ¿qué me va á quedar á mi, 
sino las zurrapas? 

El cura, que parecía dormido y no lo estaba, 
la señora y sus hijas soltaron una carcajada 
colosal, viendo terminado el curioso diálogo 
con tan estupenda salida. Únicamente el 
inglés conservó su impasible seriedad, bien 
por no comprender nuestro idioma, ó por 
ser inglés legítimo de la propia Inglaterra. 

Con grande oportunidad sonó entonces el 
pito; contuvo el tren su marcha y á los pocos 
minutos paró en la estación de Jerez de la 
Frontera. El aficionado á los blasones y per- 
gaminos cambió de coche para librarse de la 
rechifla y ponderar á otros las excelencias de 
su estirpe y linaje; mientras el guasón del 
sevillano, el desganado presbítero y las seño- 
ras seguían hasta la hermosa Cádiz, haciendo 
sabrosos comentarios de la estupidez y vani- 
dad humanas. 



LOS EMIGRANTES 




L barco de vapor había tocado en va- 
rios puertos de España cuando aban- 
donó deñnitivamente la península 
dirigiéndose á Buenos Aires. El patrón, ya en 
alta mar, hizo que se presentasen sobre cubier- 
ta los numerosos emigrantes de diversas pro- 
vincias, contratados y enganchados por él 
para que fuesen á fundar una colonia en la 
República Argentina. 

Al pasar aquella revista, era su intento 
confirmar los datos que ya tenia y formar 
uno á modo de empadronamiento, inscri- 
biendo en él los nombres y apellidos de los 
colonos que llevaba y los oficios y meneste- 
res á los que cada cual pensaba y podía de- 
dicarse. Fué, pues, preguntando sucesiva- 
mente á todos. Uno decía que iba de carpin- 
tero; otro, de herrador; de zapatero, otro; de 
albañiles, seis ó siete; tres ó cuatro, de sas- 



— I4« — 

tres, y muchísimos, de jornaleros para las 
faenas del campo. 

Apoyado contra el quicio de la puerta de 
la cámara de popa estaba un mozo andaluz, 
alto, fornido, de grandes y negros ojos, de 
espesas patillas, negras también, y de muy 
gallarda presencia. Iba vestido con primor y 
aseo, con el traje popular de su tierra; pero 
su porte era tan majestuoso y era tan reposa- 
do y digno su aspecto, que, más que traba- 
jador emigrante, parecía príncipe disfrazado. 

Con gran curiosidad de saber á qué oficio 
se dedicaría aquel Gerineldos, el patrón se 
llegó á él y empezó el interrogatorio: 

—¿Como se llama usted, amigo? — le pre- 
guntó. 

Y contestó el mozo andaluz: 

— Para servir á Dios y á usted, yo me llamo 
Narciso Delicado, alias Poca-pena. 

—Y ¿de qué va usted á Buenos Aires? 

— Pues toma... ¿de qué he de ir? De po- 
blador. 

El patrón le miró sonriendo con benevo- 
lencia y no pudo menos de reconocer en su 
traza que el hombre había de ser muy á pro- 
pósito para tan buen oficio. 



MUERTE DULCE 




ICEN que los pecadores empederni- 
dos, y más todavía los grandes cri- 
minales, tienen un miedo espantoso 
á la muerte; mientras que los justos la espe- 
ran con tranquilidad, y aun suelen desearla 
para i rseá gozar el premio de sus virtudes en la 
eterna bienaventuranza. Algunas escepciones 
debe de sufrir esta regla, porque mi heroína 
no era malvada, ni siquiera viciosa, y casi, 
casi puedo asegurar que no tenía pecados, 
como no fueran pecadillos veniales, de los me- 
nos censurables y más ligeros; y sin embar- 
go, la sola idea del sepulcro la horrizaba y cau- 
saba escalofríos, poniéndole carne de galli- 
na y los pelos de punta. 

Esto de los pelos de punta parece impro- 
pio tratándose del bello sexo, que suele te- 



— 150 — 

nerlos muy largos y muy difíciles de erizarse; 
pero asi vulgarmente lo dicen, y no preten- 
do ahora desterrar modismos, ni reformar 
el diccionario. 

Doña Virginia Perpetua del Rosal, que asi 
se llamaba mi heroína, era una señorita de 
abolengo, solterona y cotorrona, y tan pe- 
queíia y enjuta de carnes, que más bien que 
mujer, parecía un muñequito. Si no en ella, 
en otra muy semejante debió de pensar el 
malicioso Arcipreste de Hita cuando escri- 
bió: De las propriedades que las duermas chi- 
cas han, con símiles tan adecuados y con tanta 
lozanía de ingenio. Por aspirar á lo mejor, se 
había quedado sin lo bueno mi señora doña 
Virginia Perpetua; y luego, aspirando á lo 
bueno se quedó sin lo mediano; y cuando 
con lo mediano iba ya conformándose, hubo 
de perderlo todo y quedarse sin nada. Es de- 
cir, que le pasó lo que á otras muchas hem- 
bras ambiciosas y fantásticas. A los quince 
años sueñan con un emperador, infante ó 
príncipe con manto de púrpura ó corona de 
oro y pedrería, montado en soberbio corcel 
y escoltado por séquito numeroso de brillan- 
tes caballeros. Mas el príncipe no parece por 
el mundo, y el tiempo corre y llega la joven 



— 151 — 

á los veinte años; entonces modera y rebaja 
algún tanto sus pretensiones matrimoniales, 
y aceptaría por esposo un general, un título 
de Castilla, ó un banquero archimillonario. 
Tampoco se presentan los generales, títulos 
ni banqueros, y también el tiempo infatiga- 
ble va pasando, pasando sin consideración 
alguna, y viene la primera cana, y entonces 
la orgullosa beldad quisiera casarse con un 
empleadillo de diez ó doce mil reales, y aun- 
que fuese con el mismo demonio con su rabo 
y sus cuernos. Esto, como queda dicho, le 
ocurrió á mi señora doña Virginia Perpetua. 
Y viéndose ya en la aborrecible categoría de 
solterona, metióse en un convento, no en 
clase de monja profesa, sino como señora de 
piso, según llaman á las seglares que viven 
en conventos pagando un tanto por su hos- 
pedaje. Pero en vez de divagar, conviene 
ceñirse al asunto. 

Y el asunto, ó por lo menos su raíz y fun- 
damento, es el terror invencible de Virginia, 
lo mucho que sufría su espíritu, no ya con la 
idea de su propia muerte, sino también con 
la de la muerte ajena. Sólo de ver pasar un 
entierro, emboscada tras de la espesa celosía, 
que es el observatorio de las hembras que en 



— 152 — 

clausura viven, experimentaba un susto me- 
diano y hasta mudaba de color, poniéndose 
tan amarilla como el que iba dentro de la 
caja« 

No le faltaban para su mortificación acha- 
ques y dolencias; que estas empedernidas 
solteronas, estas plantas sin riego, raras ve- 
ces alcanzan vigor y lozanía. Pero gracias á 
que en el empíreo debe de existir un colegio 
entero de abogados, ó una facultad completa 
de medicina. ¿Sentía dolor de muelas? Enco- 
mendábase á Santa Polonia. ¿Molestábala al- 
guna vez tenaz carraspera, infarto, angina ó 
dolor en la garganta? Pues al bendito San 
Blas con las súplicas y rezos para buscar el 
inmediato alivio. Cuando tuvo un ojo bastan- 
te malo y colorado como un tomate^ recurrió 
á Santa Clara, Santa Odilia y Santa Lucia, 
oculistas insignes; durante la epidemia del 
cólera morbo no dejó descansar á San Sebas- 
tián ni á San Caralampio; si tuvo tercianas, 
acudió á Santa Petronila; si quemaduras, al 
bendito mártir San Lorenzo; si había tor- 
menta )' estallaba un trueno, invocaba á gri- 
tos la protección de Santa Bárbara, y aun se 
me figura que si como era reclusa y beata, se 
hubiese dedicado á criar cerdos, no habría 



— 153 - 

dejado tranquilo á San Antón Abad, dispa- 
rándole cada día un aguacero de súplicas y 
peticiones. 

Mas aunque existan en el cielo todos estos 
santos y otros muchos, de los cuales cada uno 
tiene su especialidad terapéutica y milagro- 
sa, no sabía Perpetua que hubiese ninguno 
capaz de evitar á sus devotas el último tran- 
ce. Por lo cual encomendábase fervorosa- 
mente á Jesús y á la bendita Virgen, no para 
librarse de la postrera agonía, sino para que 
ésta fuese poco dolorosa y lo más tranquila 
posible; lo que se llama una buena muerte. 
T tanta era su ansiedad y tan ñjo estaba su 
pensamiento en este punto ñnal, que antes 
se hubiese caído una estrella del firmamento, 
que olvidarse de empalmar diariamente al- 
g^unas docenas de padre-nuestros pidiendo 
siempre lo mismo:— «Señor, dadme buena 
muerte]». 

Y como pobre porfiado saca mendrugo, á 
fuerza de rezar y pedir consiguió su objeto, 
que, después de todo, era inofensivo y en 
nada perjudicial á la fe católica ni á las rega- 
lías de Su Majestad. Porque cierta noche y 
después de las oraciones acostumbradas, ilu- 
minóse de súbito la celda con luz vivísima 



- 154 — 

como si hubieran encendido quince ó veinte- 
quinqués del último sistema, y al son armo- 
nioso de músicas invisibles apareció tocando 
apenas con los blancos pies en el suelo un 
ángel bajo la figura de hermosísimo y vigo- 
roso mancebo; con cuya vista excusado es 
decir que la avellanada solterona abrió más 
ojos que tiene el puente de Alcolea, no por 
nada, sino porque á todos nos gusta lo bonito. 
Y dijo el ángel: 

— £1 Señor ha escuchado tus súplicas, y 
me envía para que tú misma escojas el géne- 
ro de muerte que menos te aflija y espante. 
El que tú elijas, ese tendrás; yo te lo aseguro^ 

Y viendo ya pasada media hora larga sin 
que ella encontrase muerte á su gusto, ni aun 
dijese «esta boca es mía», embelesada y ab- 
sorta contemplándole , entabló el siguiente 
diálogo: 

— Vamos, vamos, que es tarde y tengo que 
hacer. Yo iré preguntando y tú me respon- 
derás. ¿Quieres morir de una aneurisma al 
corazón? 

— ¡Ay, no, ángel mío; que esas cosas del 
corazón deben de ser terribles! 

— ¿Y de calenturas? 
— Tampoco. 



— 155 — 

— ¿Y de resultas de una caída? 

— Tampoco. 

— ¿Y de repente? 

— Menos todavía. 

— ¿Y de viruelas? 

— jjesús, eso nol jse pone tan fea la carji! 

— ¿Y de una pulmonía? 

— Nunca; no lo permita el Señor. 

Y así fue enumerando la mar de enferme- 
dades y dolencias, sin que ella encontrase 
árbol donde ahorcarse, hasta que, ya algo 
amoscado, tuvo de golpe una idea chusca, y 
mirándola dulcemente añadió: 

— Vamos á ver, y acabemos este asunto: 
óyeme y piénsalo bien. ¿Quieres morir de 
parto? 

Y entonces, relamiéndose como gata golo- 
sa y fingiendo que se ruborizaba, contestó la 
solterona: 

— ¡Ay, ángel mío! Hágase en mí tu volun- 
tad... y pronto. 



** 




LA CONTRASEÑA 




OÑA Catalina, mi pupilera, estaba 
siempre muy débil y tenía que ali- 
mentarse amenudo en pequeñas do- 
sis, cumpliendo asi una prescripción facul- 
tativa. 

Por ello, no bien cayó el telón, cogió déla 
mano á Ciprianito y salieron, aprovechando 
el entreacto y acompañados de un amigo, á 
tomar emparedados en la pastelería vecina. 

El portero, con finísimos modales, alargó 
una contraseña á la ilustre matrona, y ella, 
después de pagar la ñneza con sonrisa de al- 
míbar, le preguntó: 

— ¿Y para el niño no tendrá usted la bon- 
dad de proporcionarme otra cartulina?... 

— ¡Oh, señora!... no hace falta... cuando 
ustedes vuelvan ya le reconoceré. 

— Da las .8[racias más expresivas á este ca- 



- 157 — 

ballero, hijo mío — exclamó la dama — tamba- 
leándose de emoción y con los ojos húmedos, 
— poique ofrece hacer contigo lo que no he 
podido conseguir jamás de tu padre. 




..: .«i. i 



UNA PREGUNTA 




RASE el tiempo de Semana Santa, y 
en un pueblo de Aragón , no tan 
grande como para ser llamado ciu- 
dad, ni tan pequeño como para calificarlo de 
aldea, celebraba la iglesia los oficios religio- 
sos correspondientes á tan memorables días. 
Para mayor lucimiento había costeado el mu- 
nicipio la venida de tres ó cuatro predicado- 
res famosos. Cada cual de ellos debía desarro- 
llar un tema desde el pulpito, trabajando en 
competencia. 

Los primeros sermones gustaron mucho á 
todos, y el mismo alcalde, frotándose de júbilo 
las manazas, solía exclamar: 

— Carillo nos cuestan; pero aunque costa- 
ran el doble, estarían los dineros muy bien 
empleados. ¡Rediós, qué voces, qué mano- 
teos, V cuántos latines saben estos curas! 



— 159 — 

Llegó el día de presentar á la considera- 
x:ión de los fieles el sangriento drama del 
-Calvario. Aunque el asunto era trilladísimo, 
y tal vez por esta razón misma, el orador es- 
forzábase para darle interés y novedad en 
cuanto fuese posible. Después de ponderar 
-el amor inmenso de Jesús hacia los hombres 
y la vil traición de Judas, que le entregó á 
-sus enemigos, entró de lleno en el asunto 
•con el relato de las injurias y malos trata- 
mientos sufridos por el Redentor con tanta 
liumildad y paciencia. A medida que hablaba, 
ibase entusiasmando con sus palabras mismas, 
le centelleaban los ojos, sonaba su voz como 
«na trompeta, y aunque hombre de gran es- 
tatura, todavía entonces parecía mayor cuan- 
tío at señalar con su largo brazo el banco 
donde estaban el alcalde^ los concejales y 
otros prohombres del pueblo, exclamaba im- 
petuosamente: 

— Por vuestros pecados, por vosotros, sí, 
por vosotros, los infames judíos prendieron á 
•Cristo y le ataron sin piedad y escupieron 
«u divino semblante. 

Por vosotros le dieron de bofetadas. 

Por vosotros le arrancaron sus vestidu- 
ras para mayor vergüenza y escarnio. 



— i6o — 

Por vosotros le azotaron, por vosotros 
pusieron clavada en su cabeza la corona de 
espinas. 

£1 alcalde, cargado ya de que el predicador 
le señalase á él, se levantó y con alta voz 
le dijo: 

—Y por usted, padre cura, ¿le dieron con- 
fites? 



** 





EL ÁNGEL 




I 

XLÁ por los años de cincuenta y tan- 
tos se hospedó en la mejor fonda de 
Málaga un inglés rico y que viajaba 
por gusto y no para remendarse los pulmo- 
nes con el aire de La Caleta, como la mayor 
parte de los que, de la rubia Albión, vienen á 
invernar á la morena y salerosa ciudad fenicia' 
A la falda de Gibralfaro permaneció el via- 
jero, como cosa de un mes, atracándose de 
sabrosos boquerones, fritos en forma de aba- 
nico, y de higos chumbos, de los que sin cul- 
tivo alguno brotan y se desarrollan, pletóri- 
cos de mieles y pipas, en los nopales que 
bordean las arroyadas del Camino Nuevo. 
También dejó transcurrir las horas muertas 
viendo en la playa tirar del copo á los ateza- 
dos jabegotes y en las calles y plazas cernir 

II 



— 102 — 

las bien moldeadas caderas á las mocitas ma- 
lagueñas que, por la mañana y tarde, entran y 
salen en las fábricas de hilados ó en los al- 
macenes propios para las faenas de la vendeja. 

No porque el inglés se aburriese un mo- 
mento en aquel paraíso, donde el cielo y el 
suelo son inmejorables, siquiera el entresuelo 
sea medianillo, sino porque el tiempo y el 
dinero, presupuestos para la expedición, iban 
ya pasando y mermándose bastante, y aún 
quedaba mucho por ver, decidió nuestro 
hombre despedirse de la vieja Alameda, de 
los risueños ventorrillos de La Caleta y de la 
adorada Virgen de la Victoria, poniendo el 
rumbo á la ciudad de las mil torres y de la Al- 
hambra. 

Decidido ya el viaje, ocurrió al inglés el 
más extravagante de todos los caprichos. 
Quería trabar relaciones, de cerca, con algu- 
no de los muchos bandidos en cuadrilla que 
pululaban por la Serranía de Ronda ^ por los 
Dientes de la Vieja, á orillas del Genil en las 
inmediaciones de Jauja y de Badalatosa, ó 
entre los olivares de Benamejí y de Lucena. 
Se le habla metido entre ceja y ceja la idea 
de dejarse robar, hasta cierto punto, y sin 
ser maltratado ni detenido en su viaje más 



— 103 ~ 

del tiempo que fuese preciso para efectuar 
el desbalijamiento. 

Dio cuenta de aquella solemne extrava- 
gancia al intérprete de la fonda, que á todas 
partes le acompañaba, y éste, discípulo sin 
duda aventajadísimo de un centro docente 
parecido á la Academia de Monipodio, encon- 
tró la cosa muy mollar. 

Caminante, que así se llamaba el intérpre- 
te, dijo al inglés que se comprometía á pro- 
porcionarle un ángel que le sirviera de guía 
y custodia durante el viaje, pudiendo asegu- 
rarle que iría indultaOy de forma que el pro- 
pio Juan Palomo, el Bizco del Borge ó el 
mismísimo José María, rey de Sierra More- 
na y cifra de los caballistas, se tendrían á raya 
de salir al camino, y sobre todo de pasar á ma- 
yores, en el momento que viesen á Manolito. 

No comprendió el inglés qué relación pu- 
diera haber entre la Corte Celestial y los 
bandoleros en cuadrilla, chocándole mucho 
el nombre que Caminante diera al guia. 

Entonces aquél le explicó que ángeles lla- 
man, en aquel país, á ciertos caballistas ó 
bandidos jubilados, que alcanzaron el in- 
dulto ó cumplieron la condena en presidios, 
y que acaban sus días acompañando á los 



— 164 — 

viajeros por los caminos, evitándolos malos 
pasoso defendiéndoles contra los salteadores. 

Esta conversación se mantuvo á los postres 
del almuerzo y aquella misma noche Cami- 
nante llevó al inglés al famoso «cafe de Siete 
RevueltasD donde conoció á Manolito. 

Era el tal un hombrecillo rayano en los 
dos duros y medio, de la estatura de un perro 
sentado, muy limpio y afeitadísimo, fuera de 
las patillas en forma de pellejos de breva. 
Hablaba poco y muy despacio, sin quitarse 
jamás el puro de la boca, ta que, no embar- 
gante vicio tan arraigado, conservaba fresca 
y limpia. 

En cosa de media hora nuestro inglés— 
que ya entendía bastante el castellano... que 
se habla en Málaga y algunas palabras del 
caló— por boca de Caminante, informó á Ma- 
nolito del caso. No hay para qué decir que 
ya estaba él al cabo de la calle, merced á una 
entrevista que había tenido aquella siesta con 
el intérprete. 

Conñrmó aquél las seguridades que éste 
diera al inglés, trazó luego con un lápiz sobre 
el mármol de la mesa el itinerario del viaje, 
marcando trochas, puentes, desfiladeros, ríos, 
arroyos, posadas y hasta las encinas, cantade 



- l65 - 

ros de cucos, y llegó por último á tratar de la 
dolorosdy como llaman los chulos madrileños 
á la cuenta, cuando la piden, en los viveros 
déla villa ó en la taberna, después de una 
juerga. 

Bastaba que Caminante hubiera mediado 
en aquel asunto para que Manolito no se 
mostrase exigente, así dijo, y comenzó á pe- 
dir. De cuenta del ceñor sería todo el gasto 
en la posada, para él y su bestia, como es na- 
tural y corriente. Luego, en concepto de 
dietas, honorarios ó como se conviniera en 
llamarlos, percibiría una onza de oro todos 
los días que durase la expedición, y mil rea- 
les más al dejar á su mercé sano y salvo en 
Grana, 

Carillo le pareció su antojo al inglés, pero 
como los servicios de Manolito eran también 
muy extraordinarios y no había dónde elegir 
quien le sustituyese en tan arriesgada empre- 
sa, después de ligeras vacilaciones y de dis- 
cutirse pormenores, el extranjero dijo que 
aceptaba. 

Con lo que es obvio que comenzó á reali- 
zar su capricho, saliendo ya del café medio 
robado. 



— i66 — 

II 

Caía la tarde. Manolito, con el retaco atra- 
vesado sobre el borrén delantero de la silla 

1 

arroya], se adelantó 'un poco para entrar el 
primero en un puentecillo asombrado por al- 
tos chopos, pero el caballo del inglés que ha- 
bla tomado ya querencia al otro, no se quedó 
atrás. 

El jinete tampoco trataba de refrenarlo, é 
iba distraído y silencioso, respirando con 
fruición la brisa vespertina, saturada de los 
sencillos y salutíferos perfumes de muchas 
hierbas montaraces. 

De pronto la jaca de Manolito, reparándo- 
se, dio una huida de costado, atropellando á 
la montura del inglés, quien en poco estuvo 
que no viniese al suelo de latiguillo. Casi si- 
multáneamente se escucharon el piñoneo de 
una arma de fuego y una voz bronca y firme 
que gritaba: 

— «¡Alto y á tierra!» 

Manolito no aguardó á que le repitiesen la 
orden. 

En cuanto al inglés, tardó un poco en 
obedecerla, presa de emoción, pues al fin te- 
nía ante los ojos á un bandido de cuerpo en- 



— 107 — 

tero, en el traje y hechuras que tantas veces 
le habían entusiasmado, ya malamente im- 
presos á la cabeza de romances callejeros, ya 
coloridos chillonamente en las cajas de 
pasas. 

Patillas de boca de hacha, completa vesti- 
menta cordobesa, buen caballo con arreos ala 
jerezana, descomunal trabuco naranjero... ni 
un pormenor de los legendarios faltaba al ca- 
pitán, quien en voz baja y con gran laconismo 
dio sus órdenes á otros dos bandidos, tam- 
bién jinetes, que le seguían. 

Echaron éstos pie á tierra, ordenando á 
los viajeros que los siguieran, apartándose un 
poco del camino. 

Ni el capitán de la cuadrilla, que se quedó 
de centinela á la entrada del puente, ni sus 
dos subordinados dieron muestras de cono- 
cer á Manolito. 

Este seguía impasible, y el inglés con cara 
de gran satisfacción no le perdía de vista. 

Ni uno ni otro opusieron la menor resis- 
tencia á que los bandidos les maniatasen y 
desabrocharan los pantalones para que les 
sirviesen de grillos. 

Tomadas tan oportunas precauciones, un 
ladrón se apartó de los prisioneros y se puso 



- i68 — 

de centinela junto á los cuatro caballos, mien- 
tras su camarada comenzó á oficiar de em- 
pleado de consumos. 

Los maletines del inglés y de Manolito, de 
las grupas de las monturas, con el retaco del 
ángel, se trasladaron á los caballos de los cua- 
drilleros. Hecho esto, comenzó el registrí> 
personal de pies á cabeza, y ni borra qued¿^ 
en los bolsillos de los pobres cautivos. 

Aquello no era lo tratado: se había conv& 

nido en que Manolito se opondría á que ^^ ' 
inglés fuese desposeído de sus alhajas, pape^ ^ 
les y ropa interior, y la broma iba ya siend^:^ 
muy pesada. 

No quería el viajero desprenderse del r^ " 
loj de bolsillo que valía poco, pero que él es^ 
timaba mucho por ser recuerdo de familia ^ 
así es que comenzó á defenderse como pudo, 
encogiéndose y dando al bandido encontro- 
nazos con los hombros y tratando de mor- 
derle, mientras en voz baja exclamaba de 
cuando en cuando: 

— ¡Má...nolito! ¡Má...nolito!... 
Como diciendo: «Bueno está lo bueno, y 
haga usted que termine ya la comedia.Ti> 

¡Que si quieres!... Manolito no se daba por 
entendido. 



— 169 — 

— I Que te cayes inglés, y estáte quieto, 
si no te voy á mechar la barriga con esta len- 
gua de vaca... no llames más á Manolito, 
Ipermazo! 

Dijo el de consumos, y el interpelado, á la 
vista de la temible navaja de muelles, enmu- 
deció, entregándose por completo. 

Con lo que el registro y saqueo termina- 
ron sin más incidentes. 

Entonces los ladrones, después de desatar 
á Manolito, montaron de nuevo, se reunie- 
ron al capitán y, metiendo espuelas, se per- 
dieron de vista, cruzando las camadas de los 
olivares. 

No hay para qué decir que el inglés, cuan- 
do el ángel le puso en libertad, en la lengua 
de Shakespeare, en la de Cervantes y en dos 
ó tres más, le puso como manto de semina- 
rista, afeándole en todos los tonos su inicuo 
proceder al dejarle indefenso y burlado. 

Trataba el ángel de calmarlo, mas con pa- 
cíficos ademanes y medias palabras que con 
razones, pero como viese que todo era inútil, 
^Izó también el gallo, y dijo muy alterado: 

— ¡Vaya... ya se me ajumó el pescao! Si su 
mercé no está satisfecho de mis servicios, me 
paga dos rubias á razón de cuarenta y ocho 



— 170 — 

horas que llevamos de viaje y busca otro que 
lo acompañe ó se va solo á Grana. El trato 
es trato y. yo no farté á él porque soy un ca- 
boyero, I estamos ? Yo me comprometí á de- 
fender á su mercé de ladrones de verdá, si alle- 
gaban á propasarse; y esos que mus hemos 
encontrao eran unos rateriyos de mala muer- 
te, unos sinvergüenzas, indirnos de que yo 
me diese dos puñalaitas con eyos... ¡por eso 
no me conocían! 




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LA CONFESIÓN REITERADA 




STABA un día el Padre Jacinto en el 
confesonario. Había oído ya los pe- 
cados de once ó doce penitentes, les 
había dado la absolución, se encontraba fati- 
gadisimo é iba á levantarse, cuando acudió á 
la rejilla una mujer muy guapa, pulcra y ele- 
gantemente vestida y al parecer de poco más 
de treinta años. 

Desde luego el Padre la halló simpática, y, 
movido su corazón por la simpatía, no quiso 
negarse á escucharla. 

La dama, hasta entonces no conocida del 
Padre, le dijo que permanecía soltera y que 
vivía con su anciana madre viuda, á quien 
amaba en extremo y se esmeraba en cuidar. 

Eran madre é hija señoras principales pero 
pobres, y vivían con recogimiento y en cierta 
estrechez decorosa. 



— 172 — - 

Todos los pecadillos que la dama confesó 
al Padre eran tan leves y veniales, y le fue- 
ron confesados por ella con tal candor y con 
gracia tan ¡nocente, que el Padre, en el fon- 
do de su alma, hubo de caliñcarla no sólo de 
graciosa y discreta, sino de casi santa. Creyó, 
pues, inútil el trabajo que ella se había to- 
mado en decir su confesión y el que se to- 
maba él en oiría. Aprobó, no obstante, y 
celebró aquel trabajo, hallándole grato y 
ameno. 

Eran tan pequeñitas las faltas de la dama 
que el Padre, á pesar de su severidad, apenas 
creía que debía imponerle más penitencia 
que la de rezar un padre-nuestro. 

Se disponía ya á imponérsela y á echarle 
la bendición, cuando la dama, después de lar- 
ga pausa y silencio, muy ruborizada y como 
quien vacila, dijo con voz dulce y temblorosa: 

— Padre, me avergüenzo de pensar que es- 
toy engañando á usted . Usted me creerá 
buena y virtuosa, pero es porque no le he 
dicho un pecado muy grave y mortal que 
pesa sobre mi conciencia y que la abruma. 
Menester será que yo se lo diga, aunque me 
apesadumbre y me cause extraordinario son- 
rojo. 



— 173 — 

— Sí, hija mía, al confesor no se le debe 
ocultar nada: habla con franqueza. 

— Pues ya que es menester ser franca, ha 
de saber usted que, hará ya doce ó trece 
años, cuando yo aún no había cumplido los 
dieciocho, estuve prendada de un primo mío, 
teniente de infantería. £1 también me amaba 
de corazón, pero ni él poseía más bienes que 
su carrera ni yo contaba con más riqueza que 
la paga de huérfana que había de perder ca- 
sándome. Aunque muy de veras lo deseába- 
mos, conociendo él y yo que el casamiento 
no podía ser, nos habíamos resignado sin per- 
der la esperanza de que viniesen para nos- 
otros mejores días y de que nos fuese más 
propicia la fortuna. En busca de ella y en 
cumplimiento de su deber, mi primo tuvo 
(]ue irse á Cuba, donde la guerra civil ardía 
entonces. La víspera de su partida, que debía 
ser por la mañana temprano, mi primo estuvo 
en casa á despedirse de mi madre y de mí. 

Estábamos entonces en Cádiz. 

Como mi madre había notado nuestra mu- 
tua inclinación y la desaprobaba porque no 
podía terminar bien, y porque soñaba para 
mí con mejor partido, nuestra despedida no 
pudo ser en su presencia todo lo expresiva y 



— 174 — 

cariñosa que mi primo y yo deseábamos. Y 
aquí empiezan mis deslices y mi culpa: yo 
consentí, cediendo á los ruegos de él, en vol- 
ver á verle aquella misma noche cuando mi 
madre estuviese dormida, y en hablarle, sa 
liendo á un balcón del entresuelito en que 
vivíamos. 

Abrí en efecto el balcón á altas horas de 
la noche y cuando mi madre dormía profun- 
damente. Mi primo estaba en la calle aguar- 
dando mi salida. La pálida luz de la luna ilu- 
minaba su hermosa cara. En la calle^ poco 
concurrida de ordinario, no parecía nadie á 
aquellas horas. Considerando muy incómodo 
hablarnos desde lejos, él, que era ágil, apo- 
yándose en una reja del cuarto bajo, se enca- 
ramó hasta el balcón, por más que yo lo re- 
pugnaba y mostraba disgusto y miedo. Ya 
puesto él en la parte exterior del balcón, te- 
mimos que alguien pasase y le viese. Hubiera 
sido un escándalo. A fin de evitarle, mi pri- 
mo, con la misma agilidad que había desple- 
gado para subir, saltó irreflexivamente por 
cima de la baranda y penetró en el cuarto, 
que era el mismo en que yo dormía. El terror 
que me inspiraba el paso que acabábamos de 
dar y la honda pena que él y yo sentíamos al 



- 175 — 

pensar que íbamos á separarnos para siem- 
pre, nos movió, sin la menor malicia y pre- 
meditación de mi parte, á abrazarnos y acari- 
ciarnos con suave abandono. Y como yo ver- 
tía muchas lágrimas, él las secaba con sus 
labios sobre mis mejillas. Luego, no sé como, 
natural y sencillamente, se encontraron y se 
unieron nuestras bocas. Y por último. Padre, 
¡qué vergüenza! aquello fué un delirio, un 
frenesí de amor, un deleite que me pareció 
como del cielo; una estrechísima unión de 
nuestros dos seres y una íntima fusión de 
nuestras dos almas, que duró hasta rayar la 
aurora. Mi primo tuvo entonces que irse. 
Nos hicimos mil juramentos de fidelidad. Yo, 
en el momento de partir él, aún le retenía y 
le apretaba entre mis brazos y me le comía 
á besos. Pero la separación fué inevitable. 
Mi primo salió parala Habana dos horas des- 
pués de haber cometido juntos él y yo tan 
horrible, dulce y largo pecado. Espantosa fué 
mi desventura. Sin duda fué castigo del cie- 
lo. Mi desdichado primo, á los pocos días de 
llegar á la Habana, murió de la fiebre ama- 
rilla. No acierto á ponderar el inmenso do- 
lor que se apoderó de mi alma. Mi único 
consuelo, lo confieso, era recordar que yo ha- 



— 176 — 

bia sido suya; retraer al pensamiento embe- 
lesado todo el encanto, toda la enajenación, 
todo el éxtasis celestial que embargó mis po- 
tencias y mis sentidos cuando me entregué 
á él por entero, sin que quedase prenda mía 
que yo no le diese. 

Suspiró la penitente, se humedecieron con 
lágrimas sus hermosos ojos y quedó en si- 
lencio. 

El padre Jacinto le rompió diciendo: 

— Grave y mortal fué tu pecado, hija mia, 
Pero lo peor y más grave es que le hayas 
tenido oculto durante trece años sin confe- 
sarle hasta ahora. 

— Pero Padre, dijo la dama, si yo acudo lo 
menos veinte veces al año al tribunal de la 
penitencia y jamás he dejado de confesar en 
él este pecado mío. 

El Padre echó sus cuentas y dijo: 

— Hace trece años; veinte por trece dos- 
cientos sesenta; pues hija, lo has confe- 
sado y te han absuelto doscientas sesenta 
veces. 

— Pues yo creo, Padre, replicó ella, que si 
me dura la vida, pasarán las veces de dos mil, 
porque el recuerdo de mi pecado me ena- 
mora y el referirle me encanta, y este ena- 



— 177 — 

moramiento y este encanto constituyen, sin 
duda, un pecado nueVo. 

— Sí, hija mía, le constituyen : Yo te absol- 
veré ahora. Procura tú olvidar tu pecado y 
no le cuentes más. 

— ¡Ay Padre, no puedo! 

— Entonces, ¿qué le hemos de hacer? Ven 
cuando gustes á contármele. Yo le oiré (pro- 
curando, añadió el Padre entre dientes, que 
á pesar de mis sesenta años no despierte en 
mi la envidia) y siempre te absolveré, por- 
que Dios es misericordioso. 




12 



ACERTIJO 




L muchacho había demostrado la más 
supina ignorancia del Ripalda; ni 
de los Mandamientos, ni del Credo, 
ni de los Artículos de la fe, respondió una 
palabra. £1 confesor, escandalizado, le dijo en 
agrio tono: 
— ¿Entonces qué es lo que tú sabes, hijo?... 
— ¿Yo, Padre?... lo que puede que no sepa 
su mercó... 

— ¿Sí, hombre? ¿Vamos á ver lo que tú sa- 
bes y yo ignoro? 

— ¿A qué no sabe usted, Padre, cuando 
Nuestro Señor Jesucristo tenía catorce años, 
para qué iba? 

— Hombre no caigo en ello, ni recuerdo 
que la Sagrada Escritura diga nada de eso. 
— ¿No?...Pues iba/rt los quince. 

♦ ♦♦ 




X Padre Postas fué un capuchino fa- 
moso por sus predicaciones. 
Las anécdotas y graciosos dichos, 
que de él se refieren, son innumerables. 

Le apellidaban el Padre Postas porque, 
cuando se entusiasmaba en sus sermones y 
quería ponderar la violencia y rapidez con 
que los demonios se llevan al infierno á los 
pecadores empedernidos, decía, ya que en- 
tonces no había aún ferrocarriles, que se los 
llevan en postas, y para explicarlo mejor, 
montaba á caballo en la delantera del pulpito, 
agitaba el cordón que ceñía sus hábitos como 
si fuese un látigo y le crujía y daba golpes 
diciendo: «arre, arre.D 

Se cuenta que una vez, hablando contra los 
juegos de azar y envite, á los que en secreto 



— iSo — 

era harto aficionado, se entusiasmó y mano- ' 
teó con tanta (una, que se le escapó unn ba- 
raja que llevaba escondida en la manga, y 
despa ñamad os los naipes salieron volando y,_ 
cayeron al suelo. Pero el Padre, nosólosal¡6¡ 
del apuro, sino que se.valió de aquel acciden- 
te para que fuese su plática más coomovedttí 
ra, porque dijocon gran presencia de espirituij 

— Ahi los tenéis; ellos son uno de 
trunientos más ingeniosos de que se vale Sa-J 
lanas para cautivar las alraas; ellos son la per4 
dición de las familias, etc. 

Predicando otro dia en favor del ayuno y"J 
censurando á las damas remilgadas y melin- 
drosas que no avunan porque padecen del 
estómago y se ponen ñacas, aseguró que él 
ayunaba de diario y que por la gracia de Dios 
estaba fuerte como un roble. Se remandó 
entonces la manga, enseSó desnudo el pode- 
roso brazo derecho, digno del propio Hércu» 
les; y mostrándosele al auditorio, exclama: 

— ¡Qué os parece? Ta veis que no estoy -i 

Mil cosas más pudiera yo contar del Padre 
Postas, pero no quiero cansar ni escandalíai 
á los lectores, los cuales suelen tener li 
veraa costumbre y peor inclinación de supo- 



— i8i — 

■*' , '..*,■'', ' ' •■••■.'■ . ' , _ 

nér picardía ó. tíialicia' hasta eñ las cosas más 

sencilTas é. inócenteV Mé' limitaré, pues,.á 
citar aquí ciertas frases del Padre Postaá, que 
son entre todas las suyas las que nfiás impre- 
sión me han hecho. 

Predicaba en la iglesia de Santa María de 
Gracia y decía en el exordio: 

— Pedir gracia en casa de María de Gracia 
es albarda sobre albarda. De ella necesito. 
Ave-María. 

Claro está que el de ella se refiere á la 
gracia y no á la albarda, y quien entienda lo 
contrario pecará de malicioso. 





VBASE tan malo, ruin, viejo, j 

' tadoymohosoelrelódelapoblaciiin, I 

1 más que reló parecía una 



Gracias al cuidado del campanero de la 
parroquia, Sr. Pepe Moreno, que llevaba 
treinta años de cuidarlo y arreglarlo cuando 
había sol, calculaban las vecinos, C( 
rencia de treinta ó cuarenla minutos más 6 J 
menos, la hora en que vivían. 

El Concejo acordó comprar un reló nue-') 



- i83 - 

vo. Cuando se colocó en la torre y el delega- 
do del fabricante dio instrucciones verbales 
y escritas sobre el^ modo de cuidarla, al se- 
ñor Pepe Moreno se le saltaron las lágrimas. 
Todo el júbilo del pueblo era pesadumbre 
en el campanero. 

—Señor cura de mi alma — le dijo al párro- 
co, — ya verá su merced como ninguno de los 
que hoy vivimos, ha de alcanzar la buena 
marcha de este reló. 

— I Pero hombre! ¿por que motivo? 

— Al tiempo, señor cura, al tiempo; su 
merced ya lo verá. 

Y, efectivamente; pasó un mes, adelantan- 
do unas veces y atrasando otras; se le alar- 
gaba el péndulo y se le acortaba el péndulo; 
pero lo que es la rigorosa exactitud de la 
máquina no se hallaba. 

— Señor cura, es inútil todo lo que se ha- 
ga — volvió á decir Pepe Moreno : — ni el 
mismo San Pedro que bajara del cielo para 
cuidar este reló, había de conseguir que mar- 
chase bien. 

— Dime el motivo. 

—Pues muy claro. Treinta años he cuida- 
do yo del reló viejo, que en paz descanse. 
Ya ve su merced si entenderé yo la cosa. 



— i84 — 

Pues juro por la salvación de mi alma que 
ningún reló nueito puede ser htienoü! 

£1 cura abrió desmesuradamente los ojos. 

— Aquí está el almanaque, padre cura: lea 
su merced las horas y minutos de las salidas 
y puestas de sol, y note la frecuencia con que 
varian : pues bien; mientras en fuerza de 
tiempo y de años no llegue el reló 2, enterar- 
se de estas triquiñuelas cogiéndole el tranqui- 
llo al sol, repito la imposibilidad de que ande 
con exactitud. 

El cura fingió darse por convencido y no 
se atrevió á hacer observaciones al campa- 
nero. 





LACONISMO 




AMA gozan los ingleses de callados y 
circunspectos; mas lo son principal- 
mente cuando se hallan en nuestra 
Península y no conocen bien nuestro idioma. 
La escasez de su vocabulario español y el fun- 
dado temor de soltar una barrabasada los con- 
tiene dentro de ciertos limites, por aquello 
de «quien poco habla, poco yerra.» 

Proyectaron varios jóvenes de Jerez una 
cacería, y para asistir á ella convidaron á 
Mr. Simpleton, recién llegado de su patria, 
Inglaterra. Para la excursión venatoria de- 
bían reunirse todos en la casa de uno de 
ellos, situada en la calle del Arenal, y estar 
allí muy á punto, con la idea de salir á las 
seis de la mañana. Pero dieron las siete y el 
inglés na habla parecido. 



— i86 — 

— ¡Bahl — dijeron los cazadores, — una hora 
de espera es bastante y aun demasiado. Des- 
pués de todo, Mr. Simpleton jamás ha toma- 
do en sus manos una escopeta, y en vez de 
ayuda nos serviría de estorbo. 

Y dicho esto se fueron. 



Media hora después concurrió á la cita 
Mr. Simpleton. Recibióle con toda cortesía 
un ama de llaves de edad provecta, única 
persona que había quedado en la casa. Entre 
ambos se entabló el diálogo siguiente: 

— Señor; la cita era para antes de las seis 
de la mañana, y usted viene á las siete y 
media. 

£1 inglés sacó y miró con mucha flema su 
reloj, parecido á un caldero, y contestó: 

— Prrecisamente. 

— Y como usted no acudió á la cita, los 
cazadores ya se han marchado. 

— Prrecisamente. 

— Siéntese usted y descanse. ¿Quiere usted 
tomar un bocadillo para desayunarse? 

— Prrecisamente. 



- i87 - 

A poco volvió el ama de llaves con una 
botella de manzanilla, un pan y un par de 
huevos fritos, que el inglés se tragó en dos 
bocados. 

— ¿Le gustan á usted los huevos? ¿Quiere 
usted otro par? 

— Prrecisamente. 

Y se repitió la misma operación, quedan- 
do medio vacía la botella. 

—Están muy buenos y muy frescos. ¿Le 
parece que le fría otro par? 
— Prrecisamente. 

Y se los tragó como los anteriores, y tam- 
bién acabó con el pan y la botella, que era 
de lo más añejo y sustancioso. £1 ama de 
llaves, cargada ya por la voracidad y el estri- 
billo del inglés, le dijo con aspereza: 

— Se acabaron los huevos. 

Y el inglés contestó muy tranquilo: 
— Prrecisamente. 

Y echando atrás la cabeza sobre el respal- 
do de la silla, se quedó dormido como un pa- 
triarca. Hubiese permanecido así hasta la 
noche, si á las dos horas no le hubiera des- 
pertado el ama de llaves, diciéndole: 

—Mr. Simpleton, para pasar el día dur- 
miendo incómodo sobre una silla, vale más 



— i88 — 

que se vaya usted á su casa, y alli con toda 
comodidad duerma sobre colchones. 

Y el inglés, apenas despabilado, cogió su 
sombrero, saludó al ama de llaves inclinando 
la cabeza^ y salió diciendo: 

— Prrecisamente. 



♦ « 





LA VIRGEN Y EL NIÑO JESÚS 




AQUiTA no era fea ni tonta. Pasaba 
en el lugar por muy despejada y 
graciosa; pero, como era pobre, no 
hallaba hidalgo que con ella quisiera casarse, 
y como se jactaba de bien nacida no se alla- 
naba á tomar por marido á ningún pelafustán 
ó destripaterrones. Paquita, en suma, llegó á 
los treinta años todavia soltera. 

Para un hombre, ó para una mujer casada, 
la mejor edad es la de treinta años. Puede 
considerarse como el punto culminante de la 
vída^ En nuestro sentir, sólo á la joven que 
llega á dicha edad sin hallar marido cuadra 
bien la sentencia del poeta: 

{Malditos treinta años, 
funesta edad de amargos desengaños! 



— 190 — 

En el fondo de su alma, Paquita deploraba 
mucho haberlos cumplido y no estar casada; 
pero, como era buena cristiana y piadosísima, 
buscaba y hallaba consuelo en la religión; 
decia: <rá falta de pan buenas son tortas» y 
trataba de suplir con el amor divino la caren- 
cia del amor humano. 

Con todo, no lograba conformarse con di- 
cha carencia á pesar de los grandes esfuerzos 
místicos que de continuo hacía. 

Impulsada por sus opuestos sentimientos, 
iba de diario á una hermosa capilla de la igle- 
sia mayor, donde, en elegante camarín, había 
una muy devota imagen de la Virgen del Ro- 
sario con un niño Jesús muy bonito en los 
brazos, 

Paquita, llena de fervorosa devoción, se 
encomendaba á la Virgen y le rezaba muchas 
salves y avemarias, rogándole que le diese 
conformidad para el celibato y que hiciese 
de ella una santa. Á veces, no obstante, rena- 
cía en su corazón el deseo de matrimonio. Se 
entusiasmaba, hablaba en voz alta y pedía 
marido á aquella divina Señora. 

El monaguillo, que era travieso y avispado, 
hubo de oir las jaculatorias de Paquita y de- 
terminó hacerle una burla. 



— 191 — 

• 

Subió al camarín cuando ella estaba en la 
capilla y se escondió detrás de la imagen. 
Paquita tuvo aquel día uno de los momentos 
de exaltación de que hemos hablado, y con 
emoción vivísima rogó á la Virgen que no 
la dejase soltera y sola en el mundo. 

El monaguillo, atiplando mucho la voz, dijo 
entonces: 

— |Te quedarás soltera! ¡te quedarás sol- 
tera! 

Creyó Paquita que era el niño Jesús quien 
le contestaba y exclamó con enojo: 

— -|Ea, cállate, niño, que estoy hablando 
con tu madre! 





V* ^^Sat *1kI* \Í-^ 



DI LOS ESGIRIEUTADOS RACEH LOS iflSAMS 




RA D. Calixto un caballerete cordo- 
bés, gracioso, bien plantado y con 
algunos bienes de fortuna. 

Muchas mocitas solteras de Sevilla, donde 
él estaba estudiando, se afanaban por ganar 
su voluntad y conquistarle para marido; pero 
la empresa era harto difícil. 

D. Calixto, y no sin fundamento, pasaba 
por un desaforado mariposón, seductor y p¡- 
caruelo. Iba revoloteando siempre de mu- 
chacha en muchacha, como las abejas y las 
mariposas revolotean de flor en flor, liban la 
miel y sólo por breves instantes se posan en 
algunas. 

La linda señorita doña Eufemia tuvo más 
maña y arte que otras y logró hacer en el 
corazón de nuestro héroe la herida amorosa 



— 193 — 

más profunda que hasta entonces había tras- 
pasado sus entretelas llegando á lo más vivo. 

Él, sin embargo, como travieso que era, si 
bien ponderaba á la niña su mucho amor y 
le pedia y aun le suplicaba que de aquel mal 
le curase, siempre hablaba de la cura, pero 
no del cura. 

Acudía á hablar por la reja con la señorita 
doña Eufemia; le aseguraba que tenia por 
culpa de ella, en su lastimado pecho, no uno 
sino media docena de volcanes en erupción; 
le rogaba que apagase sus incendios y que 
mitigase sus estragos, y lo que es de casa- 
miento no decía ni daba jamás palabra. 

Así se pasaban meses y meses; los novios 
pelaban la pava todas las noches sin faltar 
una; pero el asunto permanecía siempre sin 
adelantar, ni por el lado de la buena fín, ni 
tampoco por el lado de la mala. 

Cuando él excitaba á su novia para que no 
se hiciese de pencas y fuese generosa y se 
ablandase y cediese, ella, ó se enojaba porque 
él le faltaba al respeto y mostraba que no 
tenía por ella estimación, ó bien derramaba 
amargas lágrimas y exhalaba suspiros y que- 
jas considerándose ofendida. 

Con mil variantes, porque tenía fácil pala- 

13 



— 194 — 

bra y sabia decir una misma cosa de mil 
dos diversos, la niña solía contestar sobre 
poco más ó meaos lo que sigue: 

— iHuy, huy, Sr. D. Calixtol íque es lo 
que usted me propone? En el silencio de la 
noche, en la más profunda soledad, mítica 
estamos solos: Dios nos mira; Dios está pre- 
sente y no podemos n¡ debemos ofender á J 
Dios. Mí honra además está pura é inmacuF-fl 
todo; hasta por cima j 
usted ha logrado ins- 
|ué dirí.i usted de mí 
10 faltase á mi deber, 
decoro y me olvidase de 



lada; está por i 
del inmenso an- 



. yo 



1 lo n 






echase á rodar 
la honestidad y del recato con que me ha 
criado mi cristiana y severa madre? ¡Jesús, 
María y José! La cara se me caerla de ver- 
jrQenxa si yo fuese liviatia. Con sobrada razón 
me despreciarla usted entonces. Haria usted 
muy bien en abandonarme y en huir de m' 
como de una criatura depravada y viciosa. 

En fin, doña Eufemia, con estas y otras 
frases se defendía todas las noches muy lii 
damente, aunque, para no descontentar 
novio y retenerle cautivo, le otorgaba de v 
en cuando y en sazón oportuna, tal cual fa. 
vorcito, delicado, puro y semiplatóni 



— 195 — 

mo, por ejemplo, abandonarle una de sus 
blancas y suaves manos, para que él la besa- 
se, la acariciase y la tuviese apretada entre 
las suyas, llegando, en algunos momentos de 
muy fervorosa pasión, á acercar ella, por en- 
tre los hierros de la reja, la virginal y tersa 
frente, á fin de que él, sin detenerse mucho 
y al vuelo, pusiese en ella los labios, impri- 
miendo un ósculo casi místico, con vene- 
ración devota, como quien besa una re- 
liquia. 

En sumai doña Eufemia lo manejó todo 
tan bien que D. Calixto, cada día más deseoso 
y emberrenchinado, acabó por hablar del 
cura y por proponer el casamiento. 

Ella, que no deseaba otra cosa, se mostró 
llena de gratitud y de amor. 

A pesar de todo y á pesar de la grande im- 
paciencia que D. Calixto manifestaba, doña 
Eufemia redobló su austeridad y nunca quiso 
consentir en favores de más cuenta que los 
aquí mencionados hasta que al novio y á ella 
les echase el cura las bendiciones. 

Llegó al cabo el suspirado día. El cura se 
las echó. D. Calixto y doña Eufemia fueron 
marido y mujer. 

Aquella noche, muy tarde, casi ya de ma- 



— 196 — 

é 

drugada, D. Calixto dijo enternecidisimo á 
su adorada esposa: 

— Bien hiciste, dueño mío^ en no ceder á 
mis ruegos. Yo te adoro, pero, si hubieras 
cedido, hubiera dejado de adorarte, te hubie- 
ra despreciado y te hubiera plantado. 

Ella, al oír esto, hizo á su marido mil amo- 
rosas y conyugales caricias, murmurando pa- 
labras ininteligibles y como quien reza. Tal 
vez daba gracias al cielo por el triunfo que 
habían obtenido su honestidad y su recato. 

Hay, sin embargo, quien asegura que lo 
que ella dijo entre dientes y él no pudo en- 
tender fué: 

— Grandísimo tonto, pues por eso no cedí 
yo antes, porque ya había cedido á siete y 
los siete me habían plantado. 




\: 




PLATA MENUDA 




poco de crearse la Guardia civil, los 
paisanos dieron en motejar á los in- 
dividuos de la benemérita y llamán- 
dolos <ícNapoleones]!>, lo que daba ocasión, co- 
mo es consiguiente, á diarias pendencias y se- 
rios disgustos entre aquella milicia y el 
pueblo. 

Salían una siesta de la taberna dos gitanos 
ahitos de peleón y con gana de bronca. 

— Compare — dijo el uno al otro — ¿á que no 
se atreve usted á decirle «Napoleón» al cevil 
que se pasea en la acera de enfrente? 

— ¿Que no me atrevo? Ahora mismito; 
verá usted si se lo digo, y de moo y manera 
que tenga que aguantarse. 

—¿A que no? 

— ¿A que si? 

Y el gitano atravesó la calle haciendo eses 



— 198 — 

mayúsculas, se encaró con el guardia, y sa- 
cando una moneda, le preguntó: 

—¿Hace usted el favor de cambiarme este 
Napoleón? 

El civil desenvainó inmediatamente el 
chafarote y dio al gitano media docena de la- 
pos de plano que le dejaron como un vendo, 
arrimado á la pared con los brazos abiertos, 
y desapareció por una callejuela trasversal. 

Entonces el otro borracho atravesó tam- 
bién la calle dando quiebros, y poniéndose 
enfrente del apaleado, le preguntó: 

—Compare, le jace á usted farta más plata 
menúaf 

**^ 




EL REMO 




URRO Pérez había hecho dos cam- 
pañas de marinero, recorriendo me- 
dio mundo y enamorando á muchas 
mujeres. 

Determinó abandonar la vida pasada, ca- 
sarse y vivir como Dios manda. 

Pero no quería que su futura esposa supie- 
se una palabra de mar, de marina ni de ma- 
rineros. 

Echóse un remo al hombro, y comenzó á 
caminar tierra adentro. 

Llega al primer pueblo; ve una muchacha 
de buen porte, la saluda y le pregunta: 

—¿Sabe usted lo que es esto? 

—Un remo— contestó la mujer. 

Y curro Pérez marchó con la música á 
otra parte, pasando pueblos y pueblos y reci- 
biendo siempre la respuesta de que el remo 
era un remo» 



* 



— 200 — 

Por fin, tanto se internó y retiró de la cos- 
ta, que halló una doncella, arrogante moza 
por cierto, la cual dijo que el remo era un 
palo ó una viga, 

Y encantado mi hombre con el hallazgo de 
aquella perla anti-marítima y temiendo que 
se le escapase de entre las manos, arregló 
sus asuntos y se casó con ella al mes de ha- 
berla conocido. 

Llega la noche de la boda; pasa el matri- 
monio al tálamo, y la esposa se niega é en- 
trar en el lecho antes del marido. 

— Nada, nada— le decía,— tú primero.^Y 
el novio obedeció. 

La esposa continuaba firme, derecha é in- 
móvil á los pies de la cama. 

—Pero Maria, ¿no te acuestas? ¿Qué quie- 
res? ¿qué deseas? 

—Quiero y deseo saber— respondió ella 
toda medrosica y abochornada, — si me colo- 
co á babor ó á estribor. 







ÜN DIPLOMÁTICO EN CANUTO 




ALTÓ la lia que sujetaba el tablón al 
extremo del andamio; cabeceó 
aquél violentamente, y Frasquito 
Jiménez, desde una altura de un tercer piso, 
bajó á estrellarse contra las losas de la acera. 

Iban á dar las doce: la señora Micaela es- 
taría ya acomodando la comida en la cesta 
para traerla á la obra; Juanillo, con más 
hambre que un licenciado de la cárcel de Ca- 
bra y con muchos deseos de abrazar á su pa- 
dre, dando vueltas alrededor de la infeliz 
mujer. 

Urgia, pues, evitar la escena desgarradora 
del encuentro de la viuda y del huérfano con 
el cadáver, al que no podía tocarse hasta la 
llegada del juez. 



\, 



— 202 — 

¿Pero quién era el mozo que se prestaba, 
con tinoy á contener á la viuda^ haciéndole 
tragar la amarga noticia sorbo á sorbo? ¡y no 
había ya un minuto que perder!... 

Por fin, del corro de obreros que conferen- 
ciaban con el capataz, se destacó un zagalón 
á quien todos tenían por mozo muy discreto 
y hasta elocuente. El tal, á quien llamaban el 
dipuiadOy se ofrecía á desempeñar la escabro- 
sísima misión. 

El concurso, como gallina libre del pioji- 
llo, dio un voto de gracias al mozo y éste sa- 
lió disparado con rumbo á la casa del infeliz 
Frasquito. 

Al revolver de la primera esquina, el Di- 
putado tropezó con la viuda y el huérfano, 
que venían contentísimos. 

— Dios te guardei muchacho... ¿A dón- 
de vas? 

— Pues mismamente á buscarla á usted, 
seña Micaela. 

—¿Qué sucede? 

— ¡Pse... poca cosa!... que al señón Fras- 
quito se le ha caio la chaqueta dende el an- 
damio del tercero;... lya ve usté! 

—Lo que veo es que eres lila: quítate de 
delante, pelmazo. ¿Qué importa que se caye- 



7 






— 203 — • 

se la chaqueta manque fuera de lo alto del 
Giraldillo! 

— Arrepare usté, sefiá Micaela— replicó el 
Diputado con mucha flema — que su mario 
llevaba puesta aquella prenda. 




UN DESAFIO 




ESEABA el inglés encontrar un buen 
asno rucio enjaezado á la andaluza, 
para llevarlo y lucirlo allá en Edim- 
burgo. En feria de Mairena halló la prenda 
que ambicionaba, de la cual era dueño un 
honradísimo gitano. 

Nuestro inglés se enteró, por medio de 
personas de buena conciencia, de que el pre- 
cio del jumento, con inclusión de todos sus 
adornos y pertrechos, sería cuando más de 
cincuenta duros. 

Con este dato se dirigió al gitano, examinó 
de cerca el animal, dijo que le agradaba y 
preguntó el precio. 



— 205 — 

— Mira, inglés, este bicho no tiene precio; 
ni pesado en oro se paga lo que vale: si yo te 
lo vendo, me voy á morir de pena antes de 
tres dias, porque lo quiero más que á las ni- 
ñas de mis ojos; en toda Ingalaterra puedes 
tú encontrar... 

— ^Vamos, guitano, no ser pesado... dime el 
precio... 

— Pues por ser para tí, y por esta cruz de 
Dios, que lo menos, menos, menos en que te 
lo vendo, y no puedo bajar ni un ochavo, es 
en... diez mil reales... 

Irritado nuestro inglés con semejante de- 
manda, en vez de seguir la costumbre de! 
chalaneo y regateo andaluz, montó en cóle- 
ra, puso al vendedor de pillo, ladrón y tunan- 
te, y le dio un empujón que lo hizo caer al 
suelo. 

Levántase iracundo el gitano y suelta una 
bofetada al inglés. Quiere éste contestar á la 
demanda, pero el agresor huye más ligero 
que un galgo, y no hay modo de hallarlo en 
toda Marchena. El inglés jura que no ha de 
parar hasta vengarse de la ofensa recibida, y 
escribe una carta desafiando á su conten- 
diente. 

Este llora y tiembla con la idea del desafio 



— 206 — 

y se niega á aceptarlo, porque el inglés tira 
muy bien al florete, y con una pistola y á 
veinte pasos, va quitando uno á uno los siete 
puntos del siete de oros. 

Pero el sanedrín gitanesco opina que es un 
caso de honra, y determina que no hay más 
remedio que admitir el duelo. 

El pobre ciudadano acepta, pero con la 
condición de que sea á pistola, á quince pa- 
sos, tirando el inglés primero y habiendo de 
darle la bala en el sitio de su cuerpo que el 
gitano determine. 

£1 inglés consintió con grandísima satis- 
facción. 

Llega el momento del lance; cargan los pa- 
drinos las pistolas; la turba gitana llora y se 
lamenta del triste suceso; todos se hallan 
suspensos; se marcan los quince pasos de dis- 
tancia; quedan los combatientes en mangas 
de camisa, y el gitano dice: 

— jingles!... por la salud de tu madre y por 
lo que tú más quieras, ¿vuelves á jurar que 
me has de dar con la bala en el sitio que yo 
te señale? 

—Si: lo juro. 

Entonces, el gitano se colocó de perfil, di- 
ciendo: 



— 207 — 



. — Méteme la bala por el mismo ojo del c... 
— Vuélvete — replicó el inglés. 
— No, hijo de mi alma, la gracia está eo 
que me has de tirar por tabla. 



# ##^ 




EL TERCER SENTIDO 




RRODÍLLATE, hija mía, y reza el «Yo 
pecador»... Vamos, di tus culpas. 
— Acusóme padre que... ¡Ay, có- 
mo huele usted á tabaco!... 

— Vamos, hija, no te distraigas; decías 
que... 

— Decía que he levantado falsos testimo- 
nios, que mentí, que he desobedecido á mis 
mayores, que... I pero cómo huele usted á ta- 
baco, señor cura!... 

— Ya te he dicho que no divagues... las 
cosas santas han de tratarse santamente; el 
reo no debe juzgar al juez... y tú... vamos, 
continúa. 

— ¡Padre! Yo he sido muy pecadora; que- 
ría á mi novio locamente... estábamos solos; 
mi madre había salido, la siesta era calurosí- 



— 209 — ' 

sima, Pepe de fuego, yo... ¡pero señor cura, 
válgame Dios, cómo huele usted á tabaco! 

— ¡Jinojo, muchacha! desde.que tú entraste 
por la puerta de la iglesia me oliste á zorra 
y todavía no te lo he dicho. 



14 



K QUIÉN DEBE DARSE CRÉDITO 




LAMARON á la puerta. £1 mismo tio 
Pedro salió á abrir y se encontró 
cara á cara con su compadre Vi- 
centico. 

— Buenos dias, compadre. ¿Qué buen vien- 
to le trae á usted por aquí? ¿Qué se le ofrece 
á usted? 

—Pues nada... confío en su amistad de us- 
ted... y espero... 

— Desembuche usted, compadre. 

— La verdad, yo he podado los olivos, ten- 
go en mi olivar lo menos cinco cargas de 
leña que quiero traerme á casa y vengo á 
que me empreste usted su burro. 

— ¡Cuánto lo siento, compadre! Parece 
que el demonio lo hace. ¡Qué maldita casua- 
lidadl Esta mañana se fué mi chico á Có- 



— 211 — 

ba, caballero en el burro.' Hasta dentro de seis 
ó siete días no volverá. Si no fuera por esto 
podría usted contar con el burro como si 
fuese suyo propio. Pero, qué diablos, el burro 
estará ya lo menos á cuatro leguas de aquí. 

El picaro del burro, que estaba en la caba- 
lleriza, se puso entonces á rebuznar con gran- 
des bríos. 

El que le pedía prestado dijo con enojo: 

—No creía yo, tío Pedro, que usted fuese 
tan cicatero que para no hacerme este pe- 
queño servicio, se valiese de un engaño. El 
burro está en casa. 

—Oiga usted, replicó el tío Pedro." Quién 
aquí debe enojarse soy yo. 

— ¿Y por qué el enojo? 

— Porque usted me quita el crédito y se 
lo da al burro. 



BONDAD DE LA PLEGARIA 




L boticario del lugar era un filósofo 
racionalista y descreido. Apenas ha- 
bla acto piadoso que él no condena- 
se como superstición ó ridicula impertinen- 
cia. Contra lo que más declamaba, era contra 
el rezo en que se pide á Dios ó á los santos 
que hagan alguna cosa para cumplir nuestro 
deseo. La censura del boticario subía de pun- 
to cuando trataba de plegarias que iban acom- 
pañadas de promesas. 

Según es costumbre en los lugares, en la 
trastienda de nuestro boticario filósofo habia 
tertulia diaria. Allí se jugaba al tresillo, á la 
malilla y al tute, se leían los periódicos y se 
hablaba de religión, de política y de cuanto 
hay que hablar. 



— 213 — 

£1 señor cura asistía también en aquella 
tertulia, pero esto no refrenaba el prurito de 
impiedad del boticario, sino que le excitaba 
más en sus disertaciones á fin de que el se- 
ñor cura se lanzase á la palestra y disputase 
con él. 

El señor cura distaba no poco de ser muy 
profundo en teología, y cuando no se prepa- 
raba escribiendo de antemano lo que había 
de decir, como escribía los sermones, era 
mucho menos elocuente que el boticario, 
pero le aventajaba en dos excelentes cualida- 
des: tenia fe vivísima y gran dosis de sentido 
común para resolver cuanto la fe no resuelve. 

— Dios— decía el cura — no infringe ni tras- 
torna las leyes de la naturaleza, cediendo á 
nuestras súplicas y para satisfacer nuestros 
antojos. Para Dios no hay milagros improvi- 
sados. Desde la eternidad los previo todos y 
loS ordenó por infalible decreto. Y en este 
sentido, tan conforme con la ley divina y tan 
de acuerdo está con el orden prescrito desde 
ab eterno que salga mañana el sol como que 
no salga. Y en cuanto á las súplicas que los 
hombres dirigimos á Dios, siempre deben 
agradarle como no sean contrarias á la mo- 
ral, ya que dan testimonio de la fe que en Él 



214 — 

tenemos y de la esperanza y del amor que 
nos inspira. 

£1 boticario solía replicar al cura que era 
necedad pedir á Dios esto ó aquello, y que 
todo era lo mismo. En apoyo de su opinión 
refirió un día la siguiente historia: 

~Un caballero anciano tenia dos hijos. Ha- 
bía el uno comprado muchísimo trigo y con- 
taba con ganar grandes riquezas vendiéndole 
más caro porque fuese mala la futura cose- 
cha. Para que esto se lograse recomendaba 
á su padre que en sus oraciones pidiese á 
Dios que no lloviera. El otro hijo era labra- 
dor, había sembrado muchísima tierra de pan 
llevar y deseaba y esperaba hacerse poderoso 
si aquel año había abundante cosecha. Reco- 
mendaba, pues, á su padre que en sus oracio- 
nes pidiese á Dios buenas y oportunas lluvias. 
Como el padre amaba por igual á sus hijos, 
no sabía qué desear ni qué pedir. En tal es- 
tado de ánimo elevaba al cielo la única ple- 
garia que me parece razonable y que yo 
aplaudo. El padre decía: 

lOh, soberano Dios omnipotente! 
llueva ó no llueva me es indiferente. 

El señor cura replicó entonces: 

— El cuento de usted viene en mi apovo: 



— 215 - 

demuestra que una plegaria por el estilo, que 
equivale á no hacer ninguna plegaria, nace 
del egoísmo más grosero, porque si el padre, 
que amaba por igual á sus hijos, hubiese 
amado también al prójimo como debía, no 
hubiera juzgado indiferente que lloviera ó 
que no lloviera y en sus oraciones hubiera 
pedido á Dios buenas y oportunas lluvias. 




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^p'.^-^pi^m 



EL GITANO MORIBUNDO 




lERTAMBNTB que el -señó Frasquito 
era un barbián de la Persia y un 
bt^nó más fino que el oro, con más 
salero que todas las salinas de la Isla de San 
Fernando. Estas preciosas cualidades y raras 
excelencias no le libraron de caer enfermo, 
ni de que su enfermedad tomase tal rumbo 
como para reclamar al fin la pala y el azadón 
del sepulturero. Era ya muy anciano, y siem- 
pre había gozado robusta salud; si algunos 
días hubo antes pasado en cama, no fué por 
dolencia física, sino por borrachera monu- 
mental y solemne, de aquellas que sólo pasan 
durmiendo veinte horas seguidas. Y es cosa 
muy notoria, que al caer enfermo un hombre 
tan sano y ya viejo, cae para no volver á le- 



— 217 — 

yantarse. Asi lo comprendían cuantos le ro- 
deaban, empezando por los individuos de su 
familia. 

El señó Frasquito, que era hombre muy 
cabal, quiso hacer testamento. Mandó llamar 
á un escribano, antiguo conocido suyo, así 
como también á los testigos correspondien- 
tes, y después de las formalidades de costum- 
bre, dijo de golpe: 

—Dejo á cada uno de mis hijos trescientas 
fanegas de tierra. 

Creyó el escribano que el enfermo deliraba, 
y exclamó: 

— ¡Trescientas fanegas de tierral ¡Pero 
señó Frasquito, si el pegujal que usté tiene 
junto á San Juan de Alfarache alcanzará, si 
acaso, fanega y medial 

— Eso no importa, contestó el enfermo. 
—Pero, ¿de dónde va á sacar cada uno de 
sus hijos esas trescientas fanegas? 

- Que ajonden, que ajonden. 



También quiso el gitano acusarse de sus 
culpas, y por medio del arrepentimiento lo- 
grar la gloria eterna. Ya que tanta pobreza, 
fatigas y trabajos había sufrido en esta vida, 



— 2l8 — 

procuraba desquitarse en la otra, gozando de 
las delicias reservadas para los bienaventura- 
dos y los justos; aspiración muy natural, y no 
menos plausible. 

Llamaron á un cura para que le oyese en 
confesión: y á poco de comenzada ésta, admi- 
rábase el sacerdote de la inverosímil y ejem- 
plar virtud de aquel gitano. Amaba á Dios 
sobre todas las cosas, había honrado y respe 
tado á sus difuntos padres, santificado las 
fiestas, no deseó jamás la mujer de ningún 
otro, no hizo dado ni á una mosca, y por 
cuantos dineros hay en el mundo no hubiese 
levantado falso testimonio ni á su mayor ene- 
migo. Sólo le acusaba la conciencia de algu- 
no que otro exceso en materia de bebida, 
aunque sin riñas, blasfemias, ni escándalos; 
pues siempre desde la taberna se habia reti- 
rado á su casa para dormir en paz la mona. 

Pero antes de echarle la bendición y una 
leve penitencia, que otra cosa no merecía el 
virtuoso gitano , quedóse algo meditabundo 
el buen padre, y por fin dijo á su penitente: 

— Hombre, en verdad, en verdad, eres me- 
jor, mucho mejor de lo que yo pensaba. Per- 
dóname este mi juicio temerario. Ahora para 
concluir te suplico por tu salvación, que ha- 



— 219 — 

gas memoria -y recuerdes si alguna vez, aun- 
que sea una sola, hiciste algún robillo, algún 
hurto... es decir, si por fuerza ó maña te apo- 
deraste de lo ajeno... porque es muy grave 
pecado ese de ser ladrón. 

— Pero; Padre -^exclamó el gitano lleno de 
asombro: — ¿también los oñcios se confiesan? 



Al salir de la casa, advirtió el buen Padre la 
falta de su caja de rapé, que era de plata, muy 
capaz y regalo de una devota. Creyendo ha- 
bérsela dejado olvidada sobre una mesilla pró- 
xima á la cama del gitano, volvió á subir y pre- 
guntó á la mujer de éste si la había visto. La 
seña Cayetana cayó de seguida en la cuenta y 
se hizo cargo del negocio, por lo que metió 
una manó bajo la almohada del esposo mori- 
bundo, sacó la caja y exclamó devolviéndola 
á su dueño. 

— Ahí la tiene usté, señó cura; pero ¿ha vis- 
to usté un padre de familia tan bueno como 
éste? Siempre afanando por mor de sus hijos. 
¡Una jormiguita pa su casal jQué lástima de 

hombre! 

** 




LAS SARDINAS 



^^gcS uiia santa, pero yo estoy de sanli- 
1&st»S6 d:id hüsta \a puntii de los cabellos. 
Y lo malo es que jamás da motivo para mm 
yo me enfade, ni hallo pretexto para ai 
le ungtienlo de acebuclie. 

— Piles lo más fácjli compadre. Llevelefl 
tcd hoy una libra de Eurdinas; no le diga* 
ted como ha de adobarlas, y ya tiene un^ 
fundado motivo de camorra, porque i 
dirá siempre que las deseaba de un modo j 
verso de aquel en que se las presente. 

T nuestro hombre compró sus sardínaj 
diciendo a la esposa:— il/n ría, ahi está ef\ 
tHUtno, tomó la puerta sin responder i 
voces de la pobre mujer, que gritaba:- 
mo ¡as quieres* iCéma ¡as quiínsf 



— 221 

Marchóse á la taberna, y allí entre trago y 
trago, se refocilaban los compadres con el 
buen éxito de su diplomática agudeza. 

— ¡Ea! véngase usted conmigo, que deseo 
que presencie usted la fiesta, ya que de la 
cabeza de usted ha salido la invención. 

Llegan á la casa, y siendo tiempo de vera- 
no^ la mesa se hallaba puesta en el patio, de- 
bajo de una frondosa parra. 

Presenta María un plato de sardinas fritas, 
y el compadre se enoja manifestando que las 
quiere asadas. 

— Pues mira—dice la esposa, — aunque na 
me lo advertiste, separé unas cuantas para 
asarlas, y aquí las tienes... 

El hombre torció el gesto, refunfuñando 
que eran pequeñas para asadas y que lo más 
natural era haberlas guisado con tomates. 

—Me lo figuré, y por eso preparé también 
esta media docena con sus tomates, orégano 
y cebolla. 

— Pero caramba — añadió el marido, - si tú 
sabes que me agradan cocidas en agua, ¿por 
qué me las hicistes de tal modo? 

— ¿Pues no las había de hacer? Míralas, 
esposo mío, aquí están cocidas.... 

Pero es... pero... es... {Canastosl... que no 



— 222 — 

me entran por el ojo... y que yo más bien 
que estas porquerías que me presentas, qui- 
siera las sardinas crudas... 

—Si. prenda mía, aquí tienes las seis cru- 
das que dejé para el gato... 

— Se acabó — exclamó el hombre con ira; 
— no quiero sardinas... yo quiero... 

—¿Qué es lo que tú quieres? 

— ¡Mierda! — replicó el marido con ira — 
¡mierda! 

— Mírala, huélela y cómela, sin escrúpulo, 
que está fresquita— contestó la mujer levan- 
tando la hoja de parra que cubría la de una 
gallina que acababa de ensuciarse en el pico 
de la mesilla. 




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EL ALOJADO 




LEGÓ á la casa en el momento preci- 
so en que el patrón, su mujer y dos 
hijos empezaban á devorar una hu- 
meante cazuela de arroz con pollo, que pare- 
cía decir: |CóraemeI ¡Cómeme! 

El militar puso en un rincón su fusil, mo- 
chila y cartuchera, y se sentó en un ban- 
quillo. 

Como el patrón no tenía voluntad de con- 
vidarlo, quiso, por no pecar de muy grosero, 
darle siquiera conversación, preguntándole: 

— ¿Hacia dónde se camina? 

El soldado se encogió de hombros y dijo: 

— Aunque no tengo mucha gana, me arri- 
maré. 

Y, efectivamente, se arrimó, y con espan- 



— 224 — 

to y sorpresa del huésped, embauló cuchara- 
das como puños. 

A la mañana siguiente, antes de rajar el 
alba, llamó á la puerta del patrón, y le dijo: 

— Hacia Córdoba. 





LOS TRES FAVORES 




[AMosl ¡pronto! ¿que es lo que quie- 
res? 
— ^Yo, señor alcalde, lo que quie- 
ro... 7 me da vergüenza pedirlos... son tres 
favores. 

— ¡Tres favores I No es mala ración. Con 
uno se dan todo§ por contentos. Di y vere- 
mos si te concedo alguno. 

— Pues deseo que se me den dos fanegas 
de trigo del pósito... y que usía roe preste su 
muía para llevarlas á mi pegujal... 

—¡Vamos, gran tunante, y ahora vas á pe- 
dirme, sin duda, que te dé veinte ducados 
para la siembra! ¡Si no te quitas de mi pre- 
sencia, te voy á romper la cabeza de un tran- 
cazo!... 

—No se enfade usía; el tercer favor no es 
cosa de dinero...; el tercer favor es tan pe- 
quefio y tan miserable, que me da fatiga... 

«5 



— 226 — 

— ¿Pero cuál es el tercer favor?... 

— Señor alcalde, dijo el campesino levan- 
tando la manta que llevaba al hombro, el ter- 
cer favor es que usía admita el corto regalo 
de esta media docena de perdices. 




MENUDO 



I 




piscuRRÍAN por las calles de Sevilla, 
sin rumbo fijo y cada cual por su 
lado, dos gitanos chalanes ó tratan- 
tes de caballerías de los más finos en la clase. 
Iban á dar las dos de la tarde, no habían al- 
morzado y el hambre los apremiaba de veras, 
cuando quiso su buena fortuna que se trompe- 
zaran de manos á boca junto á los Caños de 
Carmona. 

Claro está que si tenían hambre y no ha- 
bían almorzado era por falta ^^ guita con que 
remontar el pandero del estómago. 

£a un dos por tres se franquearon los ca- 
flis, hicieron un escrupuloso reconocimiento 
en las insondables faltriqueras y resultó que 
juntaban entre los dos cabayeros unos doce 
cuartos. 

Tan miserable suma no mató sus esperan- 



— 228 — 

zas y, después de haber convenido en sumar 
el hambre como habían juntado el dinero, se 
echaron de nuevo en busca de la suerte, co- 
gidos del brazo, por las calles más extraviadas 
de la reina de Andalucía. 

Las cinco daban en la Giralda; los explora- 
dores tenían ya— como los perros del tío Ale- 
gría — que arrimarse á las paredes para toser, 
cuando uno de ellos, bamboleándose de emo- 
ción, señaló hacia un gran letrero escrito con 
cisco eri el blanco muro de una taberna que 
hacia esquina. 

El anuncio decía así: 
Menuo a rial la rasión con pan y vino, 

— Compare, mus hemos sarvao; vamos á 
armosá mejon quel zeñó gobernaor y en- 
toavía mos quearán unas motas pa dos deali- 
tos de peñascaró de Casaya. Adrento. 



II 



((Sobre una mesa de pintado pino:»... des- 
pués de mirar de arriba abajo á los comensa- 
les con el mayor desprecio, colocó el mozo 
del montañés la ración de menudoi que pa- 
recía por el color y lo espeso de la salsa arro- 
pe manchego, calamares en tinta ó cosa asi. 



V"' '■ 



— 229 — 

Los gitanos sacaron sendos abanicos de los 
de muelles, y después de dividir el bollo con 
el mayor entusiasmo, comenzaron á tirar es- 
tocadas al gisote. 

— iCompare... superior de verdal— decía 
el uno relamiéndose, mientras le chorreaba 
la tinta por la barba. 

— ¿Pero ques esto, comparito de mis sen- 
trañas? — y el otro cañi mostraba en la punta 
de su navaja un trozo informe de tejido de 
punto.— ¡Várgame un divé! que se me regor- 
vió tó el estruégamo como si me hubieran 
batió las tripas con el molinillo de un choco- 
latero. 

— Compare, pues eso, á lo que paese, es un 
peazo de carsetín, ni más ni menos. 

— iMoso! ¡mosol 

—¡Ya vaaal 

— ¿Qué ocurre? 

—Arrepare usted lo que mus jemos jayao 
•en el menuo. 

— ¿Y qué es eso? 

-*¡Na... un peaso de carsetín! 

— ¿Pus qué querían sus grandesas, jayarse 
por un rial... una capa ó un corte de pantalón? 



LA TROMPETERÍA 




NCONTRÁBASE el R. P. guardián de 
San Francisco, de Cádiz, acompaña- 
do de su lego, de visita en casa de 
una dama, gran bienhechora de la comuni- 
dad, que con sus cuantiosas limosnas habia 
contribuido á la adquisición del nuevo y mag- 
nífico órgano que se hallaba en el templo. 

El guardián elogiaba el mérito de la trom- 
petería, del registro, de los teclados y de los 
clarines, repitiendo, ensalzando y ponderando 
la dulzura de aquellos sonidos que solamente 
eran comparables á lo que nos figuramos de 
un coro de ángeles. 

— Porque yo le confieso á usted, señora — 
dijo el P. guardián— que aquellas trompetas... 

En este momento, del sillón en que se ha- 
llaba el lego (que en las visitas, como es sa- 
bido, permanecía mudo) salió un ruido sonó- 



■^^J^r TT^JÍ' f ■■-:»■■" 



— 231 — 

ro y seco...; un verdadero trompetazo... al 
cual no pudo hallar consonante ni la tos ni 
el arrastre del sillón del pobre donado. Éste 
se quedó más rojo que la grana; la señora 
agachó la cabeza, fingiendo no haber oído la 
tormenta, y al guardián un color se le iba y 
otro se le venia. 

Cuando llegaron al convento, el Padre des- 
ató su justísima ira contra el lego, diciéndole: 

— Todas las ^enas del infierno son pocas 
para el castigo que se merece; barbaridades 
como la que acaba de pasar deshonran á toda 
la Orden de N. P. San Francisco; dígole que 
no tiene educación, ni religión, ni ver- 
güenza... 

— ¡Perdón, perdón, Padre mío, no lo pude 
remediarl... 

—Si lo pudo remediar, hermano, porque 
en esos casos es lícito el degüello: haberlo 
degollado. 

—Eso intenté yo hacer, reverendo Padre; 
pero por más vueltas que le di, me fué im- 
posible hallarle el pescuezo. 




LA GIRALDA 




»UAN López consiguió de su coronel 
una licencia de ocho días, para pa- 
sarlos en Sevilla^ en casa de un su 
pariente, empleado en las oficinas del Gobier- 
no Civil. 

López, que nunca había salido de su aldea, 
gozó extraordinariamente al recorrer las her- 
mosas calles de la ciudad del Betis, al asistir 
al teatro y al presenciar una gran corrida de 
toros. 

Para postre dejó lo que más le maravillaba 
y sorprendía: la Giralda. 

Llegó al pie de la esbelta torre, y estando 
ausente el campanero, la esposa de éste, que 
se hallaba en los meses mayores de su emba- 
razo, tuvo que servirle de guía y cicerone. 

— Tendremos que ir despacio — dijo la po- 
bre mujer— porque ya ve usted cómo estoy... 






— 233 — 

— Si, señora, al paso que usted quiera... yo 
nada tengo que hacer en todo el día... 

Y subieron una rampa, y otra, y otra, y 
otras más; y ya casi á mediados del camino 
manifestó la compañera que tenia necesidad 
de sentarse y descansar un momento. 

Sentados ambos caminantes en uno de los 
balcones de la torre, preguntó López: 

—¿Falta mucho? 

La mujer, creyendo que aludía á la época 
del parto, contestó: 

—¡Faltará un mes! 

El soldado, al oir esta respuesta, echó á 
correr cuesta abajo, diciendo: 

—¡Un mes!... ¡Un mes! ¡Si me descuido! 
¡Y mi licencia vence pasado mañana! 



^f^ 



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LA VERDAD 




ICEN que en Olías, pueblecillo de la 
provincia de Málaga, por las malas 
costumbres que allí dejaron los mo- 
ros, llegó á ser hereditaria en los cristianos 
la costumbre de mentir. Y aumentó este vi- 
cio á tal extremo, que á mediados del si- 
glo XVI acordó el Concejo recurrir á Málaga 
en consulta de lo que debieran hacer, por ve- 
nir (decían en su memorial) muchos ¿graves 
daños á esta república é gran ofensa á Dios, 
nuestro Señor, de las muchas c malas mentiras 
que acá usan. 

Málaga acordó enviarles la verdad, Y des- 
pués de cruzarse papeles y mensajeros to- 
cantes al negocio y de otorgarse escrituras 
bastantes para el pago de los mil maravedís 
que habían de abonar en varios plazos los 



— 235 — 

moradores de Olías, Vinieron dos de sus con- 
cejales y varios vecinos, á los cuales se hizo 
entrega de la hermosa tinaja de barro mala- 
gueñOi en la cual iba encerrada la verdad. 

Cuando ésta llegó al pueblo, fué recibida 
con repique de campanas, cohetes, vítores y 
aplausos. £1 Ayuntamiento pleno dio poder 
al secretario para que procediese á la aper- 
tura del tesoro. Levantada su tapa y notado 
el mal olor que despedía (cosa que no extra- 
ñaron por saber que la verdad .también es 
amarga), el alcalde metió el dedo, lo aplicó 
luego á sus narices, y dijo: 

— ¡Señores, esto es mierda! ¡Huelan us- 
tedes! 

Y todos los presentes fueron oliendo, y 
unánimes y conformes, repetían: 

— ¡Esla verdad! ¡Es la verdad! ¡Es la verdad! 

Y, desde entonces existe la verdad en 
Olías. 



t 



EL GRABADO 




|o me propongo referir la historia de 
este arte. Si los egipcios, griegos y 
romanos supieron grabar mármo- 
les y piedras preciosas; si luego en la época 
del Renacimiento y bajo la protección ^ de 
Cosme de Médicis logró el platero florentino 
Masso Finiguerra copiar obras maestras de 
los más excelsos pinceles, reproduciéndolas 
sobre papel y vulgarizando sus bellezas; si 
más tarde italianos, franceses, ingleses y es- 
pañoles llevaron el grabado á la perfección 
con que hoy resplandece, allá se las hayan y 
con su pan se lo coman y Dios se lo premie; 
que yo no trato de ello, ni de sus invencio- 
nes y procedimientos, sino de otro procedi 
miento muy más primitivo, como que de se 
guro data desde los primeros hombres. 



— 237 — 

aunque el suceso es verdadero y real, pón- 
golo como cuento, y salga como saliere, y 
valga por lo que valga. 

Nadie negará el alto grado de civilización 
de que España goza. Cierto que poco ó nada 
inventamos para la ciencia, que vamos atra- 
sadillos en cuanto á industria y comercio, 
que respecta de la agricultura labramos la 
tierra á usanza de Noé, y que los maestros 
de escuela perecen de hambre, habiéndose 
querido comer alguno de ellos las disciplinas 
y cartones de lectura y el último discipulo 
que le quedaba; pero, en cambio, ya pueden 
venir todos los extranjeros del universo mun- 
do á ver si nos aventajan, igualan, ó siquiera 
nos siguen á cien leguas en la filosofía, in- 
dustria y ciencia tauromáquicas, tan útiles 
para la superior cultura como para la prospe- 
ridad de las naciones. 

Siendo nosotros los primeros taurómacos 
ele la creación, excusado es decir que los di- 
v-ersos lances de la lidia, así como las ingen- 
ties hazañas, venturas y desventuras de espa- 
das, picadores y chulos, suelen ser materia 
^omún y tema inagotable de nuestras con- 
'V'ersaciones. 

Hospedábame yo, durante la estación de 



— 238 — 

baños, en cierta fonda, y estaba mi cuarto pró- 
ximo al comedor, de donde una mañana salía 
tal estruendo de voces, gritos y puñetazos 
sobre la mesa, que pregunté á un criado: 

—¿Qué jaleo es este? ¿Quiénes son los que 
se pelean? 

— No es nada. Son cuatro militares, tres 
curas y dos comisionistas de comercio, que 
disputan mientras almuerzan. Parece que 
van á tragarse unos á otros; pero no llegará 
la sangre á la playa. 

Me figuré al pronto que discutirían con 
tanto calor y empeño alguna grave cuestión 
belicosa- dogmático-mercantil, y me engañé 
de medio á medio, porque aplicando el oído, 
escuché las frases de «escuela sevillana y es- 
cuela rondeña, empapar al toro en la capa, 
verónicas, paso de banderillas. Lagartijo y 
Frascuelo, berrendo, golletazo cochinoi me- 
dia luna, ceñido á la cabeza, varilarguero, et- 
cétera», con otros terminachos y expresio- 
nes no pertenecientes, en verdad, ala tauro- 
maquia, ni tampoco al lenguaje usual entre 
personas cultas. 

— ¡Válgame Dios!— pensaba yo entonces. 
— Si estos caballeros, ó lo que sean, tratan 
de tales asuntos, y de tal modo se expresan, 



— 239 — 

¿qué no dirá y hará lamente ordinaria, la que 
jamás abrió un libro y ve un semi-dios en 
cada torero? 



Y vamos á la gente ordinaria. Son cuatro. 
Parecen dos de ellos carniceros, uno zapate- 
ro y el otro pimpi, que así llaman en Cádiz á 
los ganchos de fondas y casas de huéspedes 
y corredores de damas. Estos suelen chapu- 
rrar varios idiomas y conducir ante los alta- 
res de Baco y Venus á los Ulises errabundos 
que desean depositar en ellos atrasadas ofren- 
das. Y digo lo de carniceros, zapatero y 
pimpi, no porque lo sepa y me conste, sino 
atendiendo sólo, á las respectivas estampas 
de sus personas. El cargo, profesión, oficio ú 
ejercicio imprimen á la larga cierto sello es- 
pecial en quien lo desempeña, y asi el ojo 
experto no confunde á un herrero con un 
barbero, ni á un cargador de muelle con un 
campesino, aunque ambos sean mal pergeña- 
dos, zafíos y toscos. En cierta ocasión extra- 
jeron del agua el cadáver de un ahogado: le 
rodeó un circulo de curiosos y ninguno sa- 
bia quién era el muerto; entonces un obser- 
vador, muy amigo mío, exclamó: 



—No sé su nombre, ni le he visto nui 
pero debe de ser guitairisCa, y según 1ucga| 
se supo, guitarrista era. jPor dónde lo adivi 
nú? Pues no hay cosa más fádl para quie: 
no lleva los ojos solEkmente por adorna, i 
RIO es facilísimo penetrar otras muchas C 
sasque parecen recónditos misterios 
canto llano y el a, b, c, de la inducción y \m 
experiencia. Pero voy al asunto y fuera diifl 
gresiones. 

Sentados mis cuatro personajes er 
gurio y ante sendas tazas de algo que pare- 
cía café, aunque fuese infusión de bellotas y 
achicoriiLs, ú otros menjurges por el estilO) 
disertaban sobre tauromaquia. Ya habíaí 
discutido méritos relativos de la gente <! 
coleta, examinando la destreza, arrojo y p 
ligro de arrestos y suertes, y ahora versab^ 
la plática sobre las causas y motivos de h 
bérsele a cada cual despertado aBcióa vellH 
mente por el toreo fino. 

— Yo — decía uno de ellos— no puedo aco^ 
darme de cuándo y cómo empecé i » 
inclinación por loa cuernos: mí padre 

□ también, y desde niiía me llevaba 
:idel siempreque habla corrida. Ade* 
í llamo Lucas de U Dehesa, v 






— 241 — 

carne de toro los lunes cuando la hay, tuve 
parte en el arriendo de la plaza y relaciones 
con dueños ó capataces de ganaderías, y por 
todo lo dicho, con lo dicho basta. 

—Y sobra también — añadió el carnicero 
segundo. — ^Yen cuanto á mí, aunque mi nom- 
bre no es Lucas, ni Dehesa mi apellido, soy 
de los Jiménez de Cádiz, que siempre fueron 
abonados á delantera, y en mi familia hubo 
diestros de fama, varilargueros y de á pie, y 
todos somos inteligentes en el arte, y mis- 
mamente de sólo ver salir á un toro ya sé lo 
que puede dar de sí y qué casta de pájaro es, 
y hasta soy capaz de escudriñarle la fe de 
bautismo. 

— Ante todo, conviene ponerse en la ra- 
zón—dijo gravemente el zapatero— que ni 
los toros son pájaros ni tienen fe de bautis- 
mo, aunque si cosa que lo valga, pues para 
distinguirlos se les apellida con diversos mo- 
tes; asi como en los pueblos á tal ó cual ve- 
cino le llaman el Cojo, el Nene, Rascaubres 
*) Chupacharcos. Y viniendo á mi propia per- 
ona y al motivo de mi afíción, declaro que 
ive la desgracia de enamorarme de un to- 
ro... ¡Jesús, qué barbaridad! quiero decir, 
su hermana, que era una hembra primó- 
lo 



— 242 — 

rosa, pelinegra, con un pecho como un altar 
mayor y un trapío y unos andares, que ya. 
Por donde iba pasando dejaba olor de clave- 
les y todos los pescuezos se volvían para mi- 
rarla; aquello era un escándalo de hermosu- 
ra. Y el caso es que la picara no me recibió 
mal, ni se hacía la sorda cuando yo la came- 
laba, y la gente nos tenia por novios; mas 
para abreviar, un día se me plantó en firme 
y me dijo muy seria que le apestaba el cerote 
y no quería nada con el tirapié, ni con la 
lezna y el martillo. Que no se casaría ella 
jamás sino con un torero de ley; que si la 
quería bien, me arrojase á torear, ecetra y 
ecetra, ¿Estaría yo metido en el querer, cuan- 
do la cosa me pareció muy sencilla y arrin- 
coné los trastos de mi oficio, y me dejé co- 
leta, y dentro de mi cuarto me ensayaba ca- 
peando á una silla y luego á una mesa y des- 
pués á un ropero muy grande para ir acos- 
tumbrando la vista al tamaño de la fiera? Y 
en un baratillo por muy pocos reales compré 
un sable atroz de caballería y pinté una ca- 
beza de toro en la pared, y me gastaba las 
mañanas y algunas tardes tirándole volapiés, 
hasta que hice un hueco mayor que una cal- 
dera, y milagro fué que no echase abajo la 



— Í43 — 
casa. ¡Qué sudar y qué fatigas, caballerosi 
Al fin llegó el día de lucirme en una fun- 
ción de novillos, \Qiié guapa estaba mi novia 
y qué guapo estaba yo con el vestido que me 
prestó su hermano! Por la mañana, cuando 
vi los animalitos en el encierro, rae parecie- 
ron cabras; por la tarde, al salir el primero á 
la arena, se me figuró un elefante. Creí que 
rae lo habían cambiado. jCómo iba yo á ma- 
tír semejante fenómeno? Porque me hablan 
dedicado el primero para que me estrenase. 
El corazón me daba atdabonaxos, como quien 
llama i una puerta. Cuando llegó el lance 
final, me acerqué medio muerto a la cabeza 



del i 






me pareció que lo hizo, y solté la muleta y 
la espada, y apreté á correr como el viento, 
y á cada paso sentíala caliente respiración 
de la fiera y algo asi como un cuerno entrán- 
dome por la espalda. La gente gritaba en 
coro inmenso: «iCoorre, que te pilla, que te 
ensarta, coorrelj Y yo corría, sintiendo no 
tener las i'einticuatro pezuñas de tos Doce 
Pires de Francia y todas las alas de los ánge- 
1 lesy arcángeles que están en la gloria para 
^^^úr más ligero. Se me resbaló un pie y salí 
^^HiUo lo menos seis ó siete varas. Cuando { 




d. P*"' .,40 •>' '"'' .ñii"*»" 

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— H5 — 

no el Pimpi, n¡ está bien el dedimi 

indo lo fuese. Cada uno es cítda ui 

van á buscar los princFpios, puede : 

[■ JO descienda de algún rey de los j 

imperador de la China. Conque, no m 

' la pata. 

Y viniendo á nuestro asunto, no dir 



■é cómi 



i aficioné á los toros, sino cómo se me 
I íjuitó la afición, ó me la quitaron, y creo que 
e la hubiesen quitado á cualquier;! otro. Yo 
[.'me tenia por entendido en la tauromaquia, 
l'j estaba tan lleno de entusiasmo, que la vls- 
t'pBra de la corrida, y aun dos días antes, no 
F^graba soasar, ni estaba quieto en un sitio, 
e picaran hítallones de pulgas; no 
[,^rmia por las noches; y si no hubiese teni- 
L^o p°t^ comprar la entrada, creo que habría 
ICbado, ó pedido limosna hasta juntar su im- 
■ fOrle, porque en este mundo lo primero es 
Rjlo primero, y nada más, y cartucho en el ca- 
el inralible, y antes hubiera fal- 
Ltado el sol, que mi persona en las gradas del 
tíodidOjó entre barreras, 6 en cualquier par- 
B,'^ desde donde pudiese presenciar todos los 
Bjnces de la lidia, sin que ningún perfil se me 
mpase. Concluida !a función, recordaba 
a par punto cuanto ea ella había sucedí- 



— 346 — 

do y tenia conversación para un trimestre. 
Hasta que el año pasado..; pero dejadme qu^ 
tome alguna respiración y me rasque un poco 
esta paletilla, que todavía me echa humo. - 

Aquí el insigne Pipipi suspendió su rela,to 
breves momentos, lió un cigarro tan, gruesp 
como el pulgar y prosiguió de esta manera: 

— Pues el año pasado, allá por la Virgen de 
Agosto, iban á lidiarse toros en el Puerto. El 
ganado, de lo mejor; los espadas, famosos y 
trabajando en competencia. ¿Cómo había de 
faltar yo á semejante corrida extraordinaria^ 
cuando no faltaba nunca, aunque fuese á una 
novillada de aficionados maletas? Yo vivía en 
Cádiz, y la maldita casualidad hizo que aquel 
mismo día de la función hubie^ también 
función en mi casa: á mi hermana le dieron 
las convulsiones, y tres hombres no bastába- 
mos para contenerla, á fin de que no se rom- 
piese los huesos. Pasó la mala hora, y dejan- 
do la enferma al cuidado de una vecina, volé 
al muelle. Pero ya había zarpado el último 
vaporcillo de los que hacen la travesía de Cá- 
diz al Puerto, no salía tren ninguno hasta dos 
horas después, y sólo pude encontrar para el 
pasaje un falucho tamaño como un zapato y 
tripulado por un chiquillo y el abuelo Sihión^ 



— 247 — 

que está medio loco y además borracho des- 
de la mañana á la tarde, y desde la tarde has- 
ta por la mañana, pues el viejo las empalma 
una con otra y lleva siempre el estómago he> 
cho una cantimplora de ese aguardiente ra- 
bioso á que los curdones dicen rajatablas. 

Aunque hablé antes con otros patrones, 
sólo el tío Simón se atrevió á lanzarse al 
charco, y eso, llevándome un ojo de la cara 
por la travesía, porque soplaba un Levanté 
capaz de tronchar los palos de una fragata. 
Preciso era tener los demonios en el cuerpo 
para meterse por gusto en una cascara de 
nuez entre aquel infierno de oleaje; iba el fa- 
lucho de bolina, con la quilla en el aire, y yo 
con las asaduras en la boca. A los pocos tum- 
bos y cambiazos, dijo mi estómago que no 
podía más, y abrí el buche y solté hasta la 
primera papilla que me dio mi difunta ma- 
dre, y luego sangre y madejas verdes^ y aun 
creo que eché también la campanilla y algu- 
nas vértebras del espinazo. Pero ya en tierra 
firme, logré serenarme y me encaminé á la 
plaza. Aunque se había lidiado el primer toro 
y estaban con el segundo, uno de los reven- 
dedores, conociendo mi empeño, me hizo pa- 
gar doble de lo que costaba la función com- 



— 248 — 
pleta; y cuando vencidos lan 
tes y dificultades iba á penetrar en el (emplí 
del arte tauromáquica, he aquí que ei 
misma puerta se arma repentinamente ui 
berio de bofetadas, palos y navajazos, 
ardía el alie; aquello fué una verdadera 
talla con sus heridos, contusos y prísíonefoi 
Intervino la guardia civil repartiendo i bulto' 
sablazos de plano, de los que me alcanzó u 
tan fuerte en mitad de las espaldas, que 
me figuró que el mundo entero se me había 
desplomado encima y cal como una ran 
la jeta contra el polvo. Además fui lli 
con otros á la prevención, donde pasé la no: 
che entre cucarachas, pulgas, chinches, rati 
mosquitos y demonios coronados; sMo faltai 
ba allí un lobo rabioso y alguna que otra 
lebra de cascabel para mayor gusto y entre- 
tenimiento. A la mañana siguiente me dieron 
libertad en vista de mi inocencia, y mohíno. 
y apaleado y con un dolor atroz en las pala' 
tillas, determiné regresar é 
advertí que me hablan robada el reloj dun 
te el tumulto. 

Tan derrengado mesentfa, queyade 
ta, estuve en cama sobre veinticuatro I 
Me lev,inté, me lavé, y al mudarme la ■ 



bía ^m 

i 



.■?~ ■\ 



— 249 — 

sa me preguntó mi hermana, mirándome las 
costillas: 

—Hombre, ¿de dónde sacaste ese grabado? 

—¿Qué grabado, mujer? 

— ^El que tienes en la espalda: es un rótulo 
muy bonito, y dice, dice... 

REAL FÁBRICA 

DE 

ARMAS BLANCAS 

TOLEDO 

— No hay que reirse, amigos míos, qiie 
sólo cuento la pura verdad. Aquel rótulo me 
duró estampado sobre el pellejo lo menos 
siete semanas. Buenos puños eran los del 
guardia que me soltó el viaje. Yo creo que 
debía ser pariente de Sansón. Si llega á dar- 
me en la cara, no me deja ni señal de haber 
tenido muelas. 

Y ahora os digo con toda formalidad. ¿Sa- 
chéis lo que merece quien malgasta su tiempo 
y su dinero y desatiende sus negocios para 
asistir á tales diversiones y bullangas? Pues 
un grabador de la benemérita guardia civil y 
un grabado como el mío. 



UN GRAN DENTISTA 




'ALÍA un toro muy poderoso, de esos 
que suelen echarse por la palomilla 
al picador sin desmontarlo. Anda- 
ban éstos huyendo el bulto de aqui por allá 
como alumnos de picadero, cambiando pistas, 
pero el público, que conoció en seguida el 
juego, jamándose la partía, comenzó á llover 
sobre los varilargueros atroces insultos, na- 
ranjas y botellas vacías. 

Por fin, el famoso Pinto, quitándose el 
ruedo de la cabeza, dedicó un estropajoso 
brindis á la gente del tendido, se pasó la 
mano por la bocaza, para humedecer la ga- 
rrocha y que no resbalase, y se fué al toro. 

Mugió éste, con los brazuelos trazó profun- 
dos surcos en la arena, espolvoreándose los 
flancos, humilló, y alzando inmediatamente la 



I^í.^w, 



— ,251 - 

tqmible cabeza, <x>rpo; si dijese, «allá voy», se 
lanzó sobre Pinto á la manera de un rio que 
quiebra las compuertas de la presa. 

Cabalgadura y jinete se derrumbaron co- 
mo la encina al último hachazo del leñador; 
se levantó una espesa nube de polvo á través 
de la que se veían revueltos, trapos, colori- 
nes, sangre y mondongos. 

El toro parecía labrador que en la era ma- 
neja el viergo, aventando con la cornamenta 
toda aquella masa informe y pintoresca. 

Pinto había llevado contra la barrera un 
golpe terrible en las encías de las que salta- 
ron algunos huesos de raíz. 

Por fin los peones, no sin grandes esfuer- 
zos, lograron llevarse al toro. Los mozos de 
plaza levantaron al picador, que se enjuagó 
la boca y el gaznate con aguardiente, regalo 
de un aficionado compasivo, y después de 
echarse la garrocha al hombro, salió andando 
hacia la cuadra, pegadito á la barrera, en 
busca de otro infeliz caballo, pues el caído no 
daba ya señales de vida. 

Como el toro había salido de la refriega 
con un gran desgarrón, por haberse corrido 
la vara fuera de sitio, el público silbaba y pe- 
dia que llevasen á la cárcel á Pinto. 



— 252 — 

Al entrar éste por la puerta del arrastra- 
dero, le gritó un espectador: 

— Córtate la coleta, morral, que ya estás 
muy viejo para esas suertes. 

—¿Viejo? — respondió Pinto, mirando me- 
lancólicamente hacia el tendido mientras se 
llevaba una mano á la boca. — ¿Viejo? y acabo 
de muar la entaura. 

^c ^c ^p 



/*► 




«^ 





POR NO PERDER EL RESPETO 




A señora Nicolasa, viuda del herra- 
dor, recibió una carta en que le 
participaban la imprevista y repen- 
tina muerte de su tío, el más rico tabernero 
de Córdoba. Convenía ir allí sin tardanza á 
recoger la herencia, antes que los entrantes 
y salientes de la casa lo hiciesen todo trizas 
y capirotes. 

Resuelta y activa, la viuda se puso el man- 
tón y sin perder tiempo se fué á ver al tío 
Blas, el cosario, para que la llevase á la anti- 
gua capital de los califas. 

— Oiga usté seña Nicolasa, yo estoy mal 
de salud, he tenido ciciones y aún no me he 
repuesto. Hasta dentro de siete ú ocho días 
no pienso salir para Córdoba. 

— Mucho me contraria lo que usted me 
dice — respondió la viuda. — ¿Cómo me las 



'i 



. ■ . - — -251 — 

1 

compondré? Yo necesito ir á Córdoba inme- 
diatamente. 

— Ya usted sabe— replicó el tío Blas — que 
yo quiero complacerla siempre. Hay un me- 
dio de que mañana mismo, ^ntes de rayar el 
alba, se ponga usted en camino. Puedo dar á 
usted dos mulos muy mansos y que andan 
mucho y una persona de toda mi conñanza 
para que la acompañe. 
' — ¿Y quíéií es ésa persona? 

— Pues mi nieto Blasillo. 

—I Jesús, María y José! ¿Qué no dirían las 
malas lenguas del lugar si yo me fuese sola 
por esos andurriales con un mozuelo de vein- 
te años á lo más^ y que, si mal no he repara- 
do, es guapote y atrevido? 

— Deje usté que digan lo que quieran, seña 
Nicolasa. ¿Quién está libre de malas lenguas 
y de testigos falsos? Hasta de Dios dijeron. 
Y por otra parte, créame usté, mi niño es un 
alma de Dios, mejor que el pan, incapaz de 
cualquier desacato. Con él irá usté más segu- 
ra que con un Padre capuchino. 

La viuda estaba decidida á ir á Córdoba y 
pasó por todo. 

— Iré con Blasillo— dijo por último. — Si 
murmuran, que murmuren. Yo confío en el 



— 255 - 

buen natural y en la cristiana crianza del mu- 
chacho, y confío más aún en mi gravedad y 
entereza. 

— Tiene usted razón que le sobra, seña 
Nicolasa. El chico es tan bueno, noble y tran- 
quilo que no será menester cjue usté se haga 
de pencas. 



La claridad del día iba extendiéndose por 
el cielo, se teñía el Oriente de un vago color 
de rosa que anunciaba la pronta salida del 
sol, y en la mitad del éter, como joya de oro 
sobre obscuro manto azul, resplandecía el lu- 
cero míguero. Corría un vientecillo fresco; 
los pajarillos cantaban; el rocío daba lustre 
y esmalte á la yerba nueva; blanqueaban los 
almendros en flor, y las nacientes hojas de 
los árboles deleitaban la vista con su tierna 
verdura. Era uno de los primeros días del 
mes de abril. 

La seña Nicolás^ había enviudado tempra- 
no y tendría á lo más veintiséis ó veintisiete 
abriles. Era alta y esbelta, aunque poco en - 
juta de' carnes. Su ademán decidido y su as- 
pecto señoril, grave y casi imperatorio, se 
hallaban en perfecta conformidad con la fama 
que tenía de honrada, severa, valerosa y so- 



t 

'. -vi. 

. .'i 

■ •• 

'■T" 

4. 



:í 



en UD poderoso mulo romo, sobre mu 
sas y cómodas jamugas, con blandos al 
dones» de pluma y con su tablilla para 
los piececitos. Iba con tanta majestad 
tan gallarda morena que parecía la 
reina de Sabá cuando caminaba hacia . 
lem para visitar á Salomón y poner á 
su sabiduría con enmarañados acertijo 

En el otro mulo, que llevaba el baú 
viuda y algunos encargos, Blasillo iba 
muy respetuoso y sin atreverse á hab 
adusta y floreciente matrona cuya cust 
había confiado su abuelo. 

Pasaron no pocas horas, callados si 
los dos caminantes y marchando los n 
buen paso. 

Estaban en medio de la campiña. X< 
por allí olivares, ni huertas, ni árbol qu 



»*• ^r\.9 



— 257 — 

tijo, sembradas unas, otras en barbecho ó en 
rastrojo. Lo sembrado verdeaba alegremente 
porque aquel año había llovido bien y los 
trigos estaban crecidos y lozanos. El suelo, 
formado de suaves lomas, hacia ondulaciones; 
y como no había árboles,, la vista se dilataba 
por grande extensión sin que nada lo estor- 
base. Aquello parecía un desierto. No sé des- 
cubría casa ni choza, ni rastro de albergue 
humano por cuanto abarcaba la vista. 

El sol casi culminaba ya en el meridiano, 
y nuestros viajeros, recibiéndole á plomo so- 
bre las cabezas, apenas proyectaban sombra. 
Ni en la vereda por donde iban, ni cerca ni 
lejos parecía bicho viviente. 

La seña Nicolasa empezó á sentir calor, 
fatiga y hambre, y mostró deseo de almorzar 
y descansar un poco. 

— Antes de diez minutos llegaremos— dijo 
Blasillo.— En cuántico subamos esa cuesteci- 
11a y estemos en lo alto de la loma, verá us- 
ted el arroyo que está del otro lado, y allí 
en medio de los álamos negros y de los mim- 
brones que crecen en la orilla, podremos al- 
morzar muy regaladamente, descansar tres ó 
cuatro horas y hasta echar una siesta. 

Todo ocurrió como Blasillo lo anunciaba. 

17 



— 258 — 

Llegaron al arroyo cuya agua era limpia y 
cristalina. Cubrían su margen tupido césped 
y silvestres flores. La espesura de los árboles 
formaba soto umbrío. En el follaje, por lo 
mismo que había poquísima arboleda por 
aquellos contornos, venía á guarecerse innu- 
merable multitud de pajarillos de varias cas- 
tas y linajes que animaban la esquiva soledad 
con sus trinos y gorgeos. 

Como el tío Blas era muy buen cristiano, 
muy recto y temeroso de Dios, muy seguro 
en sus tratos y persona de estrecha concien- 
cia, había, según suele decirse, leído la carti- 
lla á Blasillo yencargádole que no se des- 
mandase en lo más mínimo, que le sacase 
airoso y que no desmintiese con su conducta 
las alabanzas que había hecho de él á la joven 
viuda, aunque para este fin tuviese que lu- 
char con todos los enemigos del alma y ven- 
cerlos. 

Ala verdad, no necesitaba Blasillo de aque- 
llas amonestaciones. Siempre había contem- 
plado á la joven viuda con tan profunda ve- 
neración, que el discurso de su abuelo de 
nada servía para disuadirle de propósitos au- 
daces que jamás había formado. Antes bien, 
si Blasillo no hubiera sido tan bueno, el dis- 



3 



I 

^^Hlfrso del abui 
^^HeÉpertar en si 



- ^59 - 



il abuelo hubiera podido seivir para 
HeÉpei'tar en su alma candoro^ los propósitos 
susodichos. 

Como quiera que fuese, Blasillo distaba 
tanto de haberlos concebido que se puso más 
colorada que un pavo, cuando, con timidez 
que por dicha no deslustró su agilidad, su 
buena maña y la Tuerza de sus br.izos, recibió 
á la viuda, que se dejó caer en cHos para 
echar pie i tierra. Extendió allí Blasillo una 
limpia servilleta que sicó de las alforjas y 
colocó sobre ella los boquerones fritos, el 
pollo hambre, el blanco pan y las apetitosas 
chucherías que para la merienda llevaba. Ni 
faltaron cuchillos y tenedores ni vasos de 
bien fregado vidrio, en el mayor de los cua- 
les trajo Blasillo agua fresca del arroyo, re- 
Servando otros dos vasos mds pequeSos para 
el aílejo y generoso vino de MontiUa que ha- 
bía en su bota. 

La viudaysuacompañaatesesentaron amis- 
tosamente, él enfrente de ella, y comieron y 
bebieron con fruición y como dos principes. 

Blasillo. más silencioso que parlanchín, 

apenas desplegaba los labios; pero la viuda 

. hablaba y procuraba hacer hablar á Blasillo 

n preguntas y consideraciones. 



— 26o — 

Casi ya terminado el festín, y más animada 
la viuda, dijo á Blasillo: 

—Estoy contenta de tí. Estoy satisfecha. 
Tu abuelito te ha dado muy buena crianza. 
Pero, hablando con franqueza, bien es menes- 
ter que tenga yo todo el valor que tengo para 
fíarme, como me he nado, de un mozuelo 
como tú, y para venirme sola con él y sin 
amparo ninguno, á un sitio como éste, cuya 
soledad aterra. Ya ves tú... Ahora serán las 
doce del día. La tranquilidad y el silencio de 
estas horas y en estos lugares son casi tan 
medrosos como la tranquilidad y el silencio 
de la media noche. No parece sino que tú y 
yo estamos solitos en el mundo, ó por lo me- 
nos que no viven en él seres humanos y de 
bulto, prójimos nuestros, sino pajarillos que 
cantan y que no saben ni entienden lo que ^ 

nosotros somos ni lo que hacemos. Declaro ^ 

que, si yo no estuviera tan segura de mi y '^ 

de tí, me arrepentiría de lo hecho como del -^ 

más osado y peligroso disparate. 

— Pues mire su mercé, seña Nicolasa, «/ 

bien hace en no arrepentirse y mejor aún en -^ 

no creer disparate lo hecho. Ya me reco- — 

mendó el abuelo que me portase bien. Y no ^ 

era menester que me lo recomendase. Yo ^ 



-. ^.> ■ 



— 261 — 

soy quien soy, y conmigo va su mercé como 
bajo un fanal. 

— Lo sé, lo veo, hijo mío— replicó la viu- 
da. — Tú eres de los que no hay; algo de ex- 
traño y que no se estila. Y sin embargo... á 
pesar de tu excelente condición... ^quién sa- 
be?... ni aqui ni á mucha distancia de aquí 
hay criaturas de nuestra casta. Pero ¿podre- 
mos afirmar que en torno nuestro, sin que 
nosotros los veamos ni los sintamos, no haya 
duendes ó diablillos traviesos que nos hablen 
al oído y nos infundan malos pensamientos?... 
Si he de confesarte la verdad, yo tengo mie- 
do. Y no temo por tí ni por mí, si natural- 
mente seguimos siendo como somos. Temo 
por el misterio que nos rodea y en el cual 
tal vez se esconda no sé qué brujería ó he- 
chizo. 

—Pues nada, seña Nicolasa, sosiégúese us- 
ted y no tema. Aquí no hay diablo ni duende 
que valga. Contra todos ellos, si los hay, me 
defenderé yo y defenderé á su mercé, y su 
mercé y yo seguiremos siendo los mismos 
que antes, sin trastorno ni encantamento. 

Hubo una larga y silenciosa pausa. Luego 
exclamó la viuda: 

— Quiero suponer, hijo mío, que tú, á des- 



— 202 -r 

pecho de tu buen natural, movido por un po- 
der irresistible, te atrevieses ahora á perder- 
me el respeto. iQué apuro el míol ¿Qué re- 
curso me quedaba? Tú tienes mucha más 
fuerza que yo. 

—jPor los clavos de Cristo, seña Nicolasal 
No se aflija su mercé ni me aflija suponiendo 
cosas indignas é imposibles. 

— Y con tal de que no sean, ¿qué importa 
que yo las suponga? Supongámoslas, pues. 
¿Qué haría yo entonces? 

— Toma— contestó Blasillo, — gritar, que 
alguien acudiría. 

— Pero muchacho, ¿quién había de oirme? 
si estoy algo ronca y tengo la voz muy débil. 

Sobrevino otro largo rato de silencio. Lue- 
go dijo Blasillo: 

— Aunque fuera su mercé muda, seña Ni- 
colasa, y aunque viniese á tentarme una le- 
gión de demonios, en este desierto y á mi 
vera estaría su mercé tan libre de todo peli- 
gro y de toda ofensa como si se encontrase 
en medio de la plaza de nuestro lugar á la 
hora del mercado. 

La seña Nicolasa se mordió los labios, hizo 
una ligera mueca, no se sabe si de satisfac- 
ción ó de despecho, y calló durante largo 



^ 



I durmir i 









úlcim 



— Nada más fácil, — contestó Blasillo. 

7 sin añadir palabra, trajo la manta y los 
almohadones da las jamugas, los extendió en 
el suelo, preparando cama para la viuda y la 
invitó por señas á que se tendiese y durmie- 
se. Luego añadió: 

— Yo me retiraré para que quede su mer- 
cé á sus anchas, no sienta ruido y duerma 
tranquila y d gusto. 

—Oye, hijo mío, no te vayas muy lejos, 
que tendré miedo si me dejas sola. 

— Pues está bien. No me iré muy lejos. 

Acostóse la viuda, pero se cuenta que no 
se durmió, aunque cerrd los ojos y pareció 
dormida, y durmiendo, tan bonita ó más bo- 
nita que despierta. 

Pasó más de una hora. Blasillo, desde el 
punto no muy distante á donde se habla 
tirado» acudió de puntillas á ver si la v'i\ 
estaba aún durmiendo. La vio dormir, se 
tuvo inmóvil, mirando, mirando, reprimien- 
do el aliento, y se retiró para no desper- 
iete ú ocho veces repitió Biasillo la 



— 204 — 

misma operación. No hacia más que ir y ve- 
nir. Cada vez llegaba más cerca de la mujer 
dormida. La última vez, queriendo sin duda 
verla mejor y más despacio, se hincó de ro- 
dillas y se aproximó tanto á ella que, si hubie- 
se estado despierta, según sospechamos, aun- 
que no nos atrevemos á asegurarlo, hubiera 
sentido la respiración de Blasillo sobre su 
rostro y agitando los negros rizos de sus sie- 
nes, y hasta hubiera recelado que la boca de 
Blasillo iba al cabo á salvar la distancia cor- 
tísima que de la boca de ella la separaba. 

Pero no hubo nada de esto. Blasillo se re- 
tiró de nuevo. Y entonces, en el supuesto 
siempre de que la viuda pudiera estar des- 
pierta y fingir que dormía, la viuda hubiera 
podido oir un tenue y larguísimo suspiro. 

Al fin la viuda se recobró del sueño, fingido 
ó verdadero, volvió á montar en su mulo, 
aupada por el respetuoso Blasillo que la le- 
vantó en sus brazos, y en gran silencio y sin 
otra novedad que merezca referirse, llegó á 
Córdoba aquella misma noche. 

La seña Nicolasa tuvo tan buena suerte y 
estuvo tan hábil, que en menos de cuatro 
días despachó cuanto en Córdoba tenia que 
hacer. 



I^^tvr^ 



Blasillo, con sus mulos, la aguardó en una 
posada, según ella lo había exigido. 

Y luego que ella lo dispuso, Blasillo la 
acompañó y la llevó desde Córdoba al lugar 
en la misma forma y manera en que hasta 
Córdoba había ido. 

Hubo, no obstante, una notabilísima dife- 
rencia al volver. 

La seña Nicolasa se mostró á la vuelta más 
entonada y seria que á la ida. Al merendar 
en el sotillo, á la margen del arroyo que pro- 
mediaba el camino, habló poco. No recordó 
sus pasados recelos y temores, no los tuvo 
otra vez y no quiso dormir ó fingir que dor- 
mía. 

Por esto y porque los mulos, atraídos por 
la querencia, parecían tener alas y picaban 
prodigiosamente, el viaje de vuelta fué mu- 
cho más rápido que el de ida, y pronto se 
encontraron en el lugar los dos viajeros. 



Cuando al otro día fué la seña Nicolasa á 
ver al tío Blas para ajustar cuentas con él y 
pagarle, se entabló entre ellos el siguiente 
diálogo: 

— Estoy muy agradecida, tío Blas. Su nieto 



— 266 - 

de usted es un santo. Se ha portado muy 
bien conmigo. Me ha cuidado mucho y no 
me ha perdido el respeto. Estoy muy agra- 
decida. 

Lejos de mostrarse el tío Blas satisfecho 
de lo que la viuda le decía, la miró fosco y 
enojado y le dijo: 

— Pues yo, seña Nicolasa, no estoy agrade- 
cido ni mucho menos. Lo tratado fué que el 
niño no había de perderle á usted el respe- 
to y no se le ha perdido; pero no fué lo tra- 
tado que usted había de hacerle perder el 
juicio. Y usted se le ha hecho perder con mil 
retrecherías, de las que él no me ha hablado, 
pero de las que yo sospecho que usted se ha 
valido. El muchacho ha vuelto medio tonto. 
No come, ni duerme, ni habla, ni ríe. Está 
como si le hubieran dado cañazo. Si asi paga 
usted que el chico no le perdiese el respeto, 
más le valiera habérsele perdido. 

La desalmada viuda, en vez de afligirse al 
oir aquellas quejas y al saber la cruel trans- 
formación que se había realizado en Blasillo, 
no acertó á disimular su alegría y dijo al tio 
Blas. 

— Tio Blas, yo me confieso culpada. He 
provocado á Blasillo. Prendada de él, he di- 



V 



— 267 — 

cho y hecho diabluras procurando que me 
pierda el respeto. No me le ha perdido, pero 
en cambio yo he perdido el juicio por él, y 
ahora, aunque usted rabie y se enoje, me ale- 
gro de saber de boca de usted lo que yo sos- 
pechaba ya, que él también ha perdido el jui- 
cio por mí. Pero esto tiene fácil y pronto re- 
medio. Si Blasillo me perdona los seis ó siete 
años que tengo más que él, y si no forma 
mala opinión de mi por lo desenvuelta que 
anduve en el sotillo, y si entiende, como en- 
tienden todos en el lugar, que nadie me ha 
tocado al pelo de la ropa sino mi difunto ma- 
rido, que buen poso haya, acudamos al cura 
para que nos cure y para que sin perderme 
el respeto, él y yo recobremos el juicio que 
ambos hemos perdido. Aquí está mi mano. 
¿Querrá Blasillo tomarla? 

— I Pues no ha de querer, seña Nicolasa, 
pues no ha de quererl 

Y el tío Blas, muy contento, se desgañifa- 
ba gritando: 

— ¡Blasillo!. ..iBlasillo!...venacá muchacho. 
A las voces acudió Blasillo, que por di- 
cha estaba en casa. El tío Blas le dijo: 

— Mira hombre, aquí tienes á la seña Ni- 
colasa. Hazme el favor y hazle el favor de ser 



— 268 — 

ahora menos respetuoso con ella que durante 
el viaje y plantifícale media docena de besos 
en esa cara tan hermosa, donde ella está de- 
seando que se los des. Si con esto le pierdes 
un poquito el respeto á la seña Nicolasa y 
cometes un pecado, ya el cura te absolverá, 
la absolverá á ella y os echará á ambos las 
bendiciones. 

Blasillo no se hizo de rogar. Arremetió 
con la viuda, ya sin la menor timidez, le dio 
muchos más besos que los que el abuelo le 
recomendó que le diese, los recibió de ella 
en inmediato pago, y con el mismo brío y 
facilidad con que había levantado á la seña 
Nicolasa para subirla en el mulo, la levantó 
en el aire y la brincó y la chilló como pre- 
ciada y queridísima prenda suya. La seña Ni- 
colasa se reía de gusto, cerraba los ojos como 
si fuera á desmayarse y se alegraba de todo 
corazón de que Blasillo no le hubiese perdi- 
do el respeto, á fin de ser pronto toda de él 
con respeto y con todo. 




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— 270 — 

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No puede ser 8o 

La col y la caldera. 84 

El consonante 87 

El canto gangoso 89 

Un refrán mal aplicado; » 90 

Charadas 93 

Bagajes 96 

Interpretación de un texto latino 97 

Las últimas del tío Tabique 98 

El niño y el tordo too 

^Me conoces? zoa 

De la Verge X04 

Milagro de la dialéctica 106 

Extraña manutención militar xo8 

Eí ermitaño y la princesa xzo 

Higiene conyugal ■ X15 

De cereales xao 

Sopas de ajo xaa 

El Jesús de la montaña ; xaó 

San Antonio ; 129 

Cataclismo X30 

Queja injusta de una suegra 13a 

Nobles y plebeyos 135 

Los emigrantes 147 

Muerte dulce X49 

La contraseña 156 

Una pregunta X58 

El Ángel x6t 

La confesión reiterada X7X 

Acertijo 178 

El Padre Postas 179 

El reloj nuevo 182 



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