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Full text of "Desde mi belvedere"

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DE3DB  MI  BELVEDERE 


Colección    de    Escritores    Americanos 

dirigida  por  Ventara  García  Calderón 

III 


Desde  mi  belvedere 

(Edición  definitiva) 

»  i  f08 

ENRIQUE  JOSÉ  VARONA 

Con  una  semblanza  preliminar  por  Francisco 
García  Calderón  y  una  carta  autobiográfica 


CASA    EDITORIAL    MAUCCI 

Gran  medalla  de  oro  en  las  Exposiciones  de  Viena  de  1903,  Madrid  1907, 

Budapest  1907  y  gran  premio  en  la  de  Buenos  Aires  1910 

Calle  de   Mallorca,   núm.   166— BARCELONA 


ES     PROPIEDAD    DE    ESTA.    CASA     EDITORIAL 


Enrique    José   Varona 


Nos  sorprendía  en  una  democracia  frenética  la  acción*  de 
esle  patricio  que  opone  la  sensatez  del  Norte  a  la  intensa 
aventura    de   la    libertad. 

Su  cultura  sajona,  tolerante  y  prudente,  corrige  era  Cuba 
los  errores  do  los  partidos  y  el  romanticismo  desmesurado 
de  la  joven  república.  Porque  se  inclina  ante  su  dulce  ma- 
gisterio, le  ofrecen  sus  compatriotas,  apasionados  de  toda 
nobleza  espiritual,  funciones  públicas  que  él  acepta  resignado. 
Maestro  sin  adusla  cátedra,  director  de  hombres  sin  ambi- 
ción violenta,  sugiere  y  enseña  libremente,  venerado  pero  no 
siempre  seguido  en  las  brillantes  agitaciones  de  su  isRa 
encantada    y  próspera. 

Acumula  preeminencias  como  los  grandes  educadores  de 
nuestra  América  inquieta :  filósofo  y  periodista,  profesor  fy 
hombre  de  Estado,  crítico  y  creador  de  valores,  no  se  en- 
castilla en  un  solo  dominio  del  pensamiento  o  de  la  acción. 
De  su  laboratorio  de  ideas  desciende  al  foro  tumultuoso  e 
invoca  a  Artemisa  Agrotcra,  entre  los  libros,  dilectos  de 
su  biblioteca,  porque  se  ha  fatigado  en  los  comicios.  No  le 


ENRIQUE    JOSÉ    VARONA 

es  extraño  ningún  aspecto  del  drama  humano  ni  le  son  in- 
diferentes las  sonrisas  y  las  «lágrimas  de  las  cosas».  Pasea 
por  los  más  sutiles  órdenes  su  penetrante  curiosidad.  Sabe 
que  la  vida  del  hombre  is  a  tedious  one  y,  para  curar  su 
tristeza,  contempla  sin  acritud  la  operosa  mentira  del  uni- 
verso. 

Es  filósofo  de  generosa  doctrina,  un  positivismo  sin  limi- 
taciones dogmáticas  en  que  se  conciliaran  las  influencias 
de  Spencer,  de  Fouillée  y  de  Guyau.  Le  interesan  la  psico- 
logía y  la  moral  más  que  la  metafísica,  según  la  tradición 
de  los  pensadores  ingleses.  En  sus  artículos,  el  filósofo  se- 
cunda al  artista,  el  observador  que  acucia  leyes,  y  fórmulas 
al  armonioso  espectador.  Aparece  pronto,  en  medio  a  sus 
libres  reflexión^;,  la  idea  pura  a  que  ha  consagrado  horas 
de  austeridad.  «No  hay  quimera  igual,  dirá,  a  la  de  creer 
que  nuestros  juicios  puedan  nacer  puros  de  toda  mezcla 
de  afecto.  Ese  es  su  pecado  original  y  para  éste  no  hay 
aguas  purificadoras».  Si  el  otoño  le  angustia  con  la  gris 
caducidad  de  las  hojas,  piensa  que  «nada  persiste,  ni  aun 
la  idea»  y  que  «cuando  la  naturaleza  agita  ante  nosotros  su 
manto  multicolor»  olvidamos  nuestra  miseria  y  «quedamos 
ciegos  para  la  formidable  agitación  del  torbellino  que  nos 
arrastra  en  sus  espiras  infinitas».  En  el  tórrenle  d«  las  apa- 
riencias medita  como  Heráclito:  «de  las  entrañas  mismas  do 
la  humanidad  sube  un  clamor  eterno:  cuneta  fluunt,  todo 
pasa,  todo  huye».  Cuando  el  obelisco  habla  en  una  ciudad 
tentacular,  Nueva-York,  dice  su  mole  rígida  al  frenesí  de 
los  hombres  ambulantes :  «los  he  visto  cambiar  de  traje,  do 
moradas,  de  gestos,  de  lenguaje,  de  ideas.  No  los  he  visto 
cambiar  de  apetitos  ni  de  pasiones».  Un  desconsolado  pe- 
simismo se  levanta  de  acerbas  páginas  en  que  el  estilo  con- 
serva, sin  embargo,  su  gracia  ondulante  y  su  belleza.  Ama- 
blemente vuelve  el  observador  a  su  farmacia  recóndita  y  nos 


DESDE    MI    BELVEDERE 

da  luego  azucaradas  pastillas  en  que  va  envuelta  una  fe  me- 
nor y  una  limitada  esperanza.  Pero  no  hemos  olvidado 
su  lección.  «La  humarfidad  es  la  perennie  crucificada»,  re- 
petimos, y  buscamos  en  los  cielos  lejanos  la  sonrisa  de  un 
dios.  También  nos  agita  un  «insaciable  anhelo  de  perpetui- 
dad», una  «quimera  jamás  satisfecha  de  vida  sin  muerte». 

Ensayista  como  Rodó,  González  Prada  y  Cañé,  Varona  lleva 
a  sus  menudas  disertaciones,  frente  a  la  vida,  una  leve  ironía 
y  un  desencanto  sonriente.  De  allí  la  perpetua  claridad  de  s,u 
prosa  donde  en  vano  buscamos  la  criolla  retórica  o  las  tre- 
pidaciones de  la  pasión  infatigable.  Un  don  constante  de 
serenidad  nos  subyuga.  Guando  evoca  estatuas  y  esfinges, 
en  sus  cartas  a  ilustres  sombras,  en  sus  diálogos  de  suave 
vagar  intelectual,  pensamos  en  un  Renán  que  abandonara 
repentinamente  la  «almohada  de  la  duda»  porque  su  isla 
puede  morir.  Varona  ha  definido  su  actitud  intelectual:  es 
«un  átomo  tocado  de  la  manía  razonante».  Duda,  explica, 
analiza  con  implacable  lucidez.  En  breves  páginas  condensa 
prolongadas  meditaaiones.  Poetas  y  filósofos  le  acompañan 
en  su  amable  excursión  a  través  de  las  almas  y  los  libros. 
Desde  su  «belvederes  observa  la  vida  circundante,  claudica- 
ciones y  esperanzas,  crepúsculos  del  ideal,  inesperadas  reac- 
ciones del  instinto  domado.  No  lleva  a  su  mirador  la  indife- 
rencia de  las  estrellas  remotas,  de  Sirio  indiferente,  a  nues- 
tra turbación.  Le  inquieta  su  predilecta  democracia,  Cuba, 
que  ensaya  gallardamente  la  libertad.  Deplora  sus  extravíos 
con  patriótica  tristeza:  «nuestro  triste  pasado  se  ha  erguido 
de  súbito,  escribe,  para  lanzarnos  al  rostro  que  en  vano  he- 
mos pugnado,  nos  hemos  esforzado  y  hemos  sangrado  tanto. 
La  generación  de  cubanos  que  nos  precedieron  y  que  tan 
grandes  fueron  en  la  hora  del  sacrificio,  podrán  mirarnos 
con  asombro  y  láktiraá,  y  preguntarse  estupefacta  si  es  éste  el 
resultado  de  tsu  obra,  de  la  obra  en  que  puso  su  corazón  y 


8  ENRIQUE    JOSÉ    VARONA 

su  vida».  Varona  sueña  en  su  amada  república  ideal  y  sólo 
encuentra  la  sombría  prolongación  del  régimen  odioso :  «Cuba 
republicana  parece  hermana  gemela  de  Cuba  colonial».  De- 
nuncia el  despilfarro,  el  parasitismo  de  los  funcionarios,  el 
desdén  de  la  justicia,  la  dorada  mentira  de  las  elecciones,  el 
peligroso  culto  de  la  irresponsabilidad.  Con  discreta  ironía 
había  explicado  ya  a  Plutarco,  «fabricante  de  grandes  hom- 
bres», que  en  esta  Thule  de  América  la  historia  «no  es  his- 
toria sino  epopeya»,  los  hechos  «no  son  hechos  sino  hazañas». 
Del  exceso  de  tanto  bien,  pensaba,  nace  tanto  mal.  «Tantos 
superhombres  juntos  so  sienten  estrechos,  se  estorban  unos 
a  otros  y  en  cierto  modo  se  anulan  unos  a  otros.  Tantas 
cimas  iguales  hacen  el  efecto  de  una  línea  continua».  Varona 
político  no  sonríe  ya  ante  su  pueblo  desorbitado.  En  revistas 
y  discursos,  amonesta  virilmente  y  dice  su  íntima  inquietud. 
Artemisa  Agrolera,  la  «diosa  del  huso  de  oro»  a  quien  van 
sus  votos  dolientes,  enseñará,  al  fin,  a  su  «pueblo  sencillo» 
que  la  libertad  es  «un  medio  útil,  necesario,  indispensable, 
pero  sólo  un  medio  para  que  reine  y  a  todos  proteja  la  ley 
equitativa».  Si  Martí  creaba  con  suntuosas  metáforas  y  una 
formidable  energía,  la  libertad,  Varona  la  conserva  disertando 
ingeniosamente  bajo  altivas  palmeras,  en  la  violencia  del 
sol.  Y  del  océano  Urgente  se  levantan  nuevos  mitos  conso- 
ladores. 

Como  Hostos,  como  Rodó,  Varona  asocia  la  acción  y  la 
crítica,  y  abandona  su  ardua  soledad  si  Calibán  amenaza,  con 
su  "brutal  imperio,  a  pueblos  infantes.  No  lamentemos,  en 
tan  altos  espíritus,  esto  viaje  necesario  de  un  país  de  bellas 
quimeras  a  la  insegura  realidad.  En  un  continente  que  se 
organiza  no  cabe  el  orgullo  de  actitudes  exclusivas.  Rodó  es- 
cucha la  sutil  melodía  de  Ariel  y  propone  leyes  para  la  vida 
obrera;  Varona,  filósofo  y  ensayista,  es  vicepresidente  (de 
una   apasionada  democracia.    Ganan  estas   personalidades   en 


DESDE    MI    BELVEDERE 

interés  humano  lo  que  pierden  en  erudición  paciente  y  en 
sabia  limitación.  Y  cuando  el  nuevo  mundo  desorientado 
busca  razones  para  esperar,  vamos  hacia  estas  figuras  cpó- 
nimas  que,  como  los  héroes  de  antiguos  pueblos  legendarios, 
nos  enieñan  a  vfiv¡ir  y  a  pensar,  estudian  el  curso  de  los  as- 
tros y  la  avidez  de  los  6urcos,  fundan  ciudades,  civilizaciones 
y   religiones. 

Fkancisco   García   Calderón 

París,    1917. 


-♦<$►♦- 


Una  carta   autobiográfica 

Sr.  don  Ventura  García  Calderón 
París 
Muy   distinguido  señor  mío : 

Su  amabilidad,  sin  quererlo  usted,  me  ha  puesto  en  grande 
aprieto.  Porque  desea  usted  que  le  envíe  unasi  notas  auto- 
biográficas, y  he  solido  mostrarme  bastante  escépüeo  con 
los  escritos  de  esa  clase.  Pero  ¿qué  ho  de  hacerle?  apuraré 
el  pequeño  sorbo,   de  que  no  había  creído  beber. 

Nací  en  Puerto  Príncipe,  hoy  Camagüey,  poco  anles¡  de 
mediar  el  año  de  1849.  Mi  padre,  aunque  de  las  más  anti- 
guas cepas  del  país,  era  un  hombre  completjamente  mo- 
derno; por  su  espíritu,  por  su  variada  lectura,  y  por  la  ex- 
periencia que  le  habían  dado  sus  largos  viajes  por  América 
y  Europa.  Puso  tanto  cuidado  en  prepararme  para  el  cul- 
tivo mental,  que  al  mismo  tiempo  que  traducía  para  imí, 
del  inglés,  una  gramática  latina,  según  el  método  de  Ollen- 
dorf,  me  hacía  aprender  la  lengua  de  nuestros  vecinos  del 
Norte.  Lo  perdí  demasiado  pronto,  pero  han  perdurado  en 
mí  las  huellas,  si  no  de  su  carácter,  de  su  inteligencia  .es- 
crutadora.  Seguí  la   segunda  enseñanza   casi  hasta  el  bachi- 


12  ENRIQUE    JOSÉ    VARONA 

llcrato,  pero  me  casé,  e  interrumpí  por  entonces  mis  estu- 
dios sistemáticos.  Como  tenía  modo  de  vivir  con  indepen- 
dencia, me  entregué  a  mi  afición,  a  la  poesía  y  a  la  bella 
literatura.  Leí  enormemente ;  sin  orden  ni  concierto,  como  era 
natural.  Me  envolvió,  como  a  todos  los  míos,  la  vorágine 
de  la  guerra  de  los  diez  años,  en  que  casi  desapareció 
mi  fortuna  personal. 

Tuve  entonces  que  dedicarme  al  periodismo  y  a  la  en- 
señanza. Rehice  y  continué  mis  estudios,  canalicé  mis  lec- 
turas y  empecé  a  navegar  por  el  mar  de  los  sistemas. 
Había  aprendido  otras  lenguas  modernas,  que  me  prestaron 
no  pequeño  auxilio,  poniéndome  en  contacto  con  muy  di- 
versas maneras  de  pensar.  De  todo  ello  saqué  un  bien  que 
juzgo  inapreciable:  saber  que  así  como  hay  y  ha  habido 
distintos  modos  de  vivir  entre  los  hombres,  hay  y  ha  habido 
distintos  modos  de  entender  y  apreciar  la  vida.  Ya  ni  las 
religiones  ni  las  escuelas  filosóficas  pudieron  encerrarme 
en  un  círculo,  mágico,  sí,  pero  estrecho  al  cabo.  No,  no 
he  sido  el  hombre  ligio  de  ninguna.  He  cultivado  diversas 
ciencias,  especialmente  la  psicología;  y  he  conservado  y 
conservo,  como  don  precioso  de  mi  risueña  edad  infantil, 
el  amor  más  profundo  al  arte  inagotable,  al  arte,  o  lo  que 
se  nos  presenta  como  tal  en  la  naturaleza;  y  al  arte  en 
todas   las  invenciones   humanas. 

Por  deber,  y  no  por  afición  a  las  contiendas  políticas, 
he  servida  a  mi  patria  en  las  tremendas  luchas  por  la  inde- 
pendencia y  en  los  años  laboriosos  de  su  organización  como 
pueblo  moderno.  Hoy  contemplo  con  profunda  tristeza  la 
caída  de  sus  instituciones,  reducidas  a  mero  simulacro;  pero 
pongo  la  vista  en  lo  pasado,  y  me  consuelo  pensando  que, 
aunque  la  agonía  de  éste  es  muy  lenta,  aunque  parece  revi- 
vir a  intervalos,  no  resucita,  en  realidad;  y  al  cabo  los  hom- 
bres y  los   pueblos  van  hacia  adelante  y  se  encuentran  ¡un 


DESDE    MI    BELVEDERE  13 

día  en  campo  nuevo  y  ante  no  previstas  e  ilimitadas  perspec- 
tivas. 

No  sé  si  esto  es  una  nota  autobiográfica,  pero  quizás  diga 
a  usted  más  sobre  mí  que  la  relación  escueta  de  los  altibajos 
ü<%.    mi   vida    y   de   mi   pensamiento. 

Soy    de   usted,    con  la   más   sincera  estimación,   S.   S. 

Enrique    JosE   Varona 

Habana,  2   de  Julio,    1917. 


♦♦!♦♦" 


Para   disculparme 

A  manera  de  prefacio 


J'ai  devino  que  les  étres  n'é- 
taient  que  des  images  chan- 
geantes  dans  l'universelle  ¡Ilu- 
sión, et  j'ai  été  des  lors  enclin 
a  la  tristes.se,  k  la  douceur  et 
á  la  pitié.  ' 

Anatole   France 

Tengo  un  amigo  y  deudo,  persona  discreta,  culta  y 
afable,  cualidades  que  naturalmente  se  hermanan,  a 
quien  no  ha  de  gustar  el  título  de  mi  libro'. 

Mi  amigo  es  purista;  y  belvedere  trae  un  husmillo 
demasiado  exótico.  Pero  no  me  costará  tanto  es- 
fuerzo conseguir  que  se  disimule  el  vocablo,  en  gra- 
cia de  la  inocente  malicia  que  me  lo  ha  sugerido  y 
hecho  preferir,  como  lograr  qne  me  perdone  el  mi 
pecaminoso  que  le  antepongo.   . 

Mi  amigo  es,  al  menos  en  esta  materia,  de  la  es- 
cuela del  severo  M.  Brunetiére.  Para  ese  adusto 
moralista  el  pecado  más  nefando  es  la  egolatría.  Y 


16  ENRIQUE    JOSÉ    VARONA 

a  sus  ojos  son  ególatras  cuantos  prodigan  el  yo; 
y  los  posesivos  a  latieres  suyos;  signo  inequívoco,  a 
lo  que  parece,  de  sensual  delectación  en  el  excesivo 
amor  de  sí  mismo. 

Pero  me  figuro  que  el  mal,  si  mal  hay,  no  está  en 
el  pronombre,  sino  en  el  hombre.  De  mí  sé  decir  que 
lejos  de  usar  ese  posesivo  por  orgullo;,  la  uso<  por 
humildad.  Quiero  significar  con  él  que  cuanto  va 
c¡a  estas  páginas  es  lo  que  he  alcanzado  a  ojear, 
desde  el  pequeño  mirador  en  que  me  ha  colocado 
ía  suerte,  pasado  por  el  imperfecto  tamiz  de  mis 
nervios,  y  vaciado  luego  en  los  diminutos  moldes 
de  mi  fantasía.  Fragmentos,  trizas  del  vasto  mundo, 
deformadas  por  una  sensibilidad  ora  aguda,  ora  em- 
botada, siempre  instable,  como  que  voltea  a  todos 
los  soplos  de  la  emoción. 

Sutilizando  un  poco,  se  puede  advertir  que  lo  que 
así  doy,  sin  adobo  ni  condimento  de  falsa  modestia, 
es  lo  mismo  que  dan  todos  cuantos  hablan  o  escriben. 
No  basta  ocultar  en  lo  más  recóndito  el  yo,  sujeto 
a  error  y  deslumbramiento.  La  luz  de  lo  que  lla- 
mamos lo  objetivo  se  quiebra  y  desvía  ineludible- 
mente al  penetrar  en  cada  cerebro;  y  lo  mismo 
el  que  habla  en  primera  persona,  que  quien  jamás 
presume  hablar  de  sí  mismo,  todos  hacen  sufrir 
una  doble  o  triple  refracción  a  las  impresiones  que 
reciben  de  lo  externo,  antes  de  devolverlas  en  signos, 
que  son,  quiéranlo  o  no,  el  reflejo  de  su  sola  y 
propia  personalidad  fugitiva,  en  aquel  exclusivo  mo- 
mento  de   su   existencia   transitoria. 


DESDE    MI    BELVEDERE  17 

M.  Brunietiére  abomina  las  confesiones.  Me  atrevo 
a  insinuar  que  todo  libro  es  nna  confesión,  o  tío 
es  absolutamente  nada.  Flatus  vocis.  Y  aun  ese  poco 
de  viento  es  la  confesión  explícita  de  la  vacuidad  del 
espíritu  que  sonoramente  lo  lanza  al   mundo. 

Ahora,  si  se  me  pregunta  por  qué  me  confieso; 
me  sería  mucho  más  difícil  contestar  de  un  modo 
satisfactorio.  No  tengo  en  verdad  ningún  motivo  va- 
ledero. Este  libro  podría  perfectamente  no  ser  im- 
preso. Los  pequeños  artículos  que  lo  forman  po- 
drían correr  la  suerte  de  otros  innumerables,  salidos 
de  la  misma  pluma.  Pero  me  son  más  caros;  porque 
han  logrado  fijar,  en  forma  menos  imprecisa,  algún 
aspecto  delicuescente  de  la  vida  que  me  circunda 
y  me  arrastra;  algún  matiz  momentáneo  de  mi  es- 
píritu, en  el  instante  fugaz  en  que,  desde  la  cresta 
de  la  ola  movediza  de  la  conciencia,  pudo  contem- 
plar, a  la  iluminación  de  un  relámpago,  algo  del 
mar  inmenso,  donde  poco  después  había  de  confun- 
dirse, antes  de  zozobrar  para  siempre. 

Porque  en  ellos  me  parece  que  he  logrado  decir 
mejor  que  otras  veces  lo  que  he  sentido  hondamente 
cada  vez,  por  eso  los  publico  de  nuevo.  No  sabría 
disculpar  con  razones  de  mayor  peso  el  haber  pro- 
curado un  día  más  de  vida  a  estas  hoja»  efímeras. 

20  de  Judio,  1905.  1         1 
-♦<£♦♦ 


9 


Semana  de  Pasión 


«Life   time's   fool 


No  hay  contraste  más  profundo  y  doloroso  que  el 
que  nos  ofrece  la  naturaleza,  en  la  sucesión  cons- 
tante de  sus  períodos  de  sopor  invernal  y  rejuve- 
necimiento, y  la  vida  humana  con  su  decadencia] 
progresiva  e  incontrastable,  hasta  la  extinción  de- 
finitiva. En  la  una,  la  muerte  es  un  eslabón  de  la 
cadena  de  las  vidas.  En  la  otra,  todo  surge  piara  ex- 
tinguirse, todo  florece  para  marchitarse,  todo  arde 
para  apagarse,  todo  nade  paral  morir.  En  vano  que- 
remos asirnos  al  goce  fugitivo,  a  la  ilusión  alada, 
a  la  idea  que  se  desvanece,  al  efecto  que  se  trans- 
forma, a  la  pasión  que  galvaniza  un  instante  y  ani- 
quila por  años.  En  vano  queremos  detener  el  tiem- 
po, fijar  la  emoción  que  nos  embriaga;  en  vano  pe- 


20  ENRIQUE    JOSÉ    VARONA 

dimos  un  instante  de  reposo,  la  tregua  de  algunos 
días  para  sentirnos  felices  y  seguros  de  nuestra 
felicidad.  El  tiempo  vuelve  indiferente  hacia  nosotros 
su  rostro  multiforme,  donde  cada  hora  imprime  un 
nuevo  gesto;  y  se  aleja  condenándonos  al  vaivén 
constante,  a  la  instabilidad  perpetua,  al  cambio,  que 
es  lo  único  eterno. 

En  su  insaciable  anhelo  de  perpetuidad1,  en  su 
quimera  jamás  satisfecha  de  vida  sin  muerte,  el 
hombre  apela  a  la  imaginación,  para  dorar  sus  en- 
gaños con  el  resplandor  de  la  poesía  o  el  misticismo; 
y  crea  los  símbolos  que  son  la  vestidura  humíllele 
o  espléndida  de  los  sistemas  de  ideas  y  sentimientos 
que  llamamos  religiones.  Por  eso,  aunque  varios 
en  la  forma,  sus  mitos  son  semejantes  en  el  fondo; 
y  los  vemos  transformarse,  pasar  de  pueblo  a  pue- 
blo, de  siglo  a  siglo,  con  la  misma  oculta  significa- 
ción, con  igual   sentido   profundo. 

Hoy  las  matronas  y  vírgenes  cristianas  lloran  la 
muerte  y  celebrarán  mañana  la  resurrección  del 
Hombre-Dios.  Como  hace  siglos  las  doncellas  sirias 
sollozaban  sobre  el  cadáver  de  Adonis,  que  habían 
de  festejar,  con  himnos  de  júbilo,  restituido  a  la 
vida,  a  la  juventud,  a  la  belleza.  ¿Qué  importa  a ,las 
imaginaciones  místicas  qUe  sean  estas  escenas  con- 
sagradas, transformaciones  antropomórfico  de  algún 
Viejo  mito  solar?  Lo  que  las  cautiva,  lo  que  las 
atrae  es  que  prometen— también  al  hombre— nueva 
vida,  vida  eterna,  gozo  infinito  después  de  las  angus- 
tias de  la  pasión.  i 


DESDE    MI    BELVEDERE  21 

¡Ah!  para  ellas  dura  una  semana.  Y,  sin  embargo, 
nuestra  pasión  es  eterna.  La  humanidad  es  la  pe- 
renne crucificada.  Y  cada  uno  de  nosotros,  si  iejn 
alas  del  entusiasmo,  de  la  fe,  del  amor,  llega  alguna; 
yez  a  una  cumbre  resplandeciente,  a  un  Tabor  lu- 
minoso, donde  ha  podido  descubrir  perspectivas  de 
belleza  infinita  y  escuchar  concentos  de  inefable 
armonía,  ha  sido  para  rodar  después  despeñado 
a  un  abismo  insondable  de  miseria,  donde  en  la  obs- 
curidad de  una  noche  pavorosa,  sólo  le  queda  la 
conciencia  suficiente  para  contar  los  instantes  de  Su 
lenta  disolución,  que  lo  empuja  a  la  nada. 

Marzo,  89. 


•>♦$►♦- 


"No  smoking" 


Un  discreto  y  ameno  escritor,  ©1  señor  Hernández 
Miyares,  que  se  encuentra  de  paseo  en  la  ciudad 
imperial,  nos  ha  transmitido  sus  impresiones  neoyor- 
kinas.  Leyéndolas,  por  cierto  con  mucho  agrado,  di 
con  un  párrafo  en  que  el  criollismo  del  señor  Her- 
nández se  mostraba  mortificado,  porque  sus  ojos 
tropiezan  por  todas  partes  con  esta  recomendación 
fatídica:  No  smoking. 

Las  misteriosas  letras  de  fneigo,  que  vio  dibujarse 
sobre  el  muro  sombrío,  no  espantaron  tanto  al  re- 
calcitrante Baltasar,  como  al  escritor  cubano  estiel 
impertinente  No  fuméis,  que  a|>aga  el  cigarro  en 
su  boca  de  fumador  empedernido.  ¿No  fumar?  Pero 
eso  es  un  horrible  castigo  para  los  cubanos.  ¡Es 
como  obligarlos  a  nx>  andar  sino  de  frac.  Estol  dice 
el  señor  Hernández.  Y  comprendía  la  abominación 
del  anexionismo.  i 

Sin  duda  nuestro  viajero  recordaba,  y  la  boca 
se  le  hacía  agua,  la  sabrosa  llaneza  coa  que)  acá  se 


24  ENRIQUE    JOSÉ    VARONA 

fuma  en  todas  partes,  ten  la  cocina  y  en  el  comedor, 
en  ¡el  salón  y  en  la  alcoba,  antes  y  después  $e\  baño, 
antes  y  después  do  las  comidas,  en  los  ómnibus  y 
en  los  carros,  en  los  parques  y  teatros,  dando  |el 
brazo  a  una  señora  y  a  la  cabecera  de  un  enfermo. 
Esta;  atmósfera  humosa,  saturada  de  nicotina,  debe 
ser  tan  natural  al  pulmón  de  un  cubano,  como  su 
ambiente  acuoso  a  las  branquias  de  un  pez.  No  está 
probado  que  la  salamandra  viviera  en  el  fuego;  pero 
está  visto  que  nosotros  podemos  vivir  y  recrearnos 
en  el  humo.  Lord  Brassey  nos  hizo— ¡ay  sin  sospe- 
charlo!— el  más  delicado  elogio,  cuando  escribió  esta 
frase,  que  quizás  se  le  antojaba  epigramática :  Smo- 
king is  the  universal  ocwpation  in  this  land  of  in- 
dolence. 

Es  indudable  que  este  hábito  de  fumar  en  todos 
lados  y  sobre  todo  el  mundo  es  eminentemente  de- 
mocrático, y  aun  tiene  algo  de  ascético.  Establece 
la  igualdad  de  todos  los  ciudadanos  ante  la  morti- 
ficación. Es  enemigo  jurado  de  todo  privilegio.  Mi 
vecino  me  ahuma  y  yo  1q  ahumo.  Si  yo  huelot  {a 
tabaco,  ¿por  qué  no  ha  de  oler  también  el  que  se 
sienta  a  mi  lado?  El  fumar  forma  parte  de  nuestros 
derechos  inalienables.  Quizás  forme  el  todo.  Porque 
si  es  verdad  que  un.  simple  ejecutor  de  apremios, 
por  decreto  de  un  empleadillo,  puede  allanar  mi 
domicilio;  y  un  soldado  armado  de  pies  a  cabeza 
me  puede  llevar  al  vivac  porque  le  di  un  encontrón; 
y  el  fisco  puede  poner  en  entredicho  todos  mis  de- 
fechos civiles,  si   no  le  he  pagado  la  cédula;  y  el 


DESDE    MI    BELVEDERE  25 

gobierno,  cuando  le  viene  a  cuento,  me  viola  la 
correspondencia;  y  el  Estado  dispone  de  mi  ha- 
cienda sin  mi  intervención  y  riéndose  de  mis  pro- 
testas; y  la  venalidad  y  el  privilegio  hacen  irrisión 
do  cualquier  demanda  de  justicia  que  interpongo; 
al  menos  puedo  fumar,  sin  que  ningún  ujier  hosco 
me   grite:    «Guarde    reverencia.» 

Comprendo  que  nuestro  viajero  se  haya  indignado 
contra  ese  imperioso  consejo,  que  recuerda  tan 
inoportunamente  que  no  vive  uno  solo  en  el  mundo, 
y  que  no  se  puede  aficionar  a  saciedad1  el  aire  que 
otro  respira.  Y  me  explico  que,  si  alguna  vez  sor- 
prendió en  el  claustro  de  su  conciencia  tal  cual  ve- 
leidad de  anexionismo,  haya  abjurado  de  ella  con 
horror  en  el  smoking  room,  entre  las  aromáticas  es- 
piras de  humo  de  su  rico  habano.  Quizás  le  pare- 
cería que  un  misterioso  dedo  iba  trazando  con  ellas 
geroglíficos  de  extraña  significación,  caracteres  hie- 
ráticos  que  desarrollaban  un  dogma  singular,  refrac- 
tario a  nuestros  usos,  a  nuestras  ideas,  a  nuestra 
sangre,  a  nuestro  criollismo  bonachón  y  egoísta,  que 
gusta  de  salirse  con  la  suya,  aunque  se  apeste  al 
prójimo.  ( 

No  smoking.  Es  decir,  recuerda  que  todos  te  res- 
petan y  que  debes  respetar  a  todos.  Recuerda  que 
tu  vecino  del  momento  tiene  los  mismos  derechos  a 
tu  consideración,  que  tu  vecino  permanente.  Re- 
cuerda que  tus  gustos  no  deben  convertirse  en  el 
disgusto  del  que  te  acompaña.  Recuerda  qu&  la  má- 
xima primera  del  código  de  la  buena  sociedad  es: 


26  ENRIQUE    JOSÉ    VARONA 

no  molestes.  Y  recuerda:  que  el  hombre  bien  educa- 
do debe   considerarse   siempre  en  buena   sociedad. 

No  smoking.  Es  decir,  para  el  buen  concierto  de 
los  individuos  en  comunidad  no  hay  nada  insigni- 
ficante. La  lesión  del  derecho  más  pequeño  resulta 
enorme.  No  prives  a  nadie  de  su  aire  puro.  Respeta 
su  olfato.  No  Id  irrites  los  ojos.  Te  indignas  porque 
un  desconocido  te  ha  pisado  un  pie.  Pues  páensja 
que  con  idéntica:  razón  se  indigna  él  porque  leí  arrojas 
a  la  cara  una  bocanada  de  humo.  A  ti  te  parece  aro- 
mático, a  él  puede  parecerle  nauseabundo.  Te  mo- 
lestias si  te  salpican  de  lodo.  Otro  puede  molestarse 
porque  le  impregnas  la  ropa  de  olor  a  tabaco.  Te 
exasperas  porque  esa  buena  señora  sube  al  ómnibus 
con  su  falderillo.  Pues  a  la  buena  señora  tu  cigarro 
leí  produce  mareo.  Lo  conveniente  para  todos  es, 
ni  perro,  ni  cigarro,  ni  lodo,  ni  humo.  Piensa  siemprie 
qUe  la  presencia  de  otro  limita  tus  antojos,  en  la 
misma  proporción  que  tu  compañía  limita  los  suyos. 
No  se  ha  inventado,  ni  se  inventará  otra  fórmula  para 
andar  en  paz  y  sosiego  por  el  mundo. 

Dichoso  Robinson,  estaría  pensando  el  señor  Her- 
nández Miyares,  dichoso  Robinson,  que  es  el  único 
sajón  que  ha  podido  fumar  a  sus  anchas,  y  eso 
mientras  estuvo  solo  en  su  isla.  Porque  de  seguro, 
desde  que  fué  Friday  a  aumentar  la  población,  él 
mismo  tomaría  un  tizón  del  hogar,  y  escribiría  con 
gruesos  caracteres  de  tizne  por  las  paredes  de  su 
cabana:   No  smoking.  ¡ 

Julio,  1894*  ,  ,  ,  | 


Otra,  otra  infortunada 


«I  see,  a  man's  life  is  a  tedious  o   e.¡» 


La  sensación  más  horrible  de  aislamiento,  la  an- 
gustia más  asfixiante  de  soledad,  no  son  las  qtitej  se 
experimentan  en  lo  intrincado  de  unja  selva  0  lela 
las  entrañas  de  un  túnel,  sino  las  que  caen  aon  piesd 
enorme  sobre  nuestro  espíritu  en  medio  de  la  mul- 
titud afanosa  de  una  de  las  Babilonias  modernas. 

El  rumor  sordo  de  tantas  voces  extrañas,  la  inter- 
minable sucesión  de  tantos  rostros  desconocidos  e 
indiferentes,  al  andar  rápido  d£  tantas  figuras  que 
yan  a  perderse,  a  diluirse  en  la  masa  informa  que: 
avanza,  se  codea,  se  íes  truja  y  pasa  como  río  titf 
muchas  aguas,  quei  se  desliza  o  stei  precipita  hacia  el 
mar  inmenso,  nos  dejan  la  implosión  dtí  algo  ím> 


28  ENRIQUE    JOSÉ   VARONA 

personal  formado  por  millartes  de  personas,  del  ano- 
nadamiento de  la  voluntad  individual,  de  la  pasión 
personal,  en  ese  torbellino,  cuyas  moléculas  son  se- 
res sensibles  y  apasionados.  ¡Qué  pequeño  se  ve 
uno  a  sí  mismo,  simple  unidad  entre  centenares  de 
millares!  ¡qué  pobre  e  insignificante  la  emoción  que 
nos  sacude,  el  anhelo  que  nos  impulsa,  ante  esa  in- 
diferencia suprema  que  nos  envuelve  en  su  atmós- 
fera glacial!  La  indiferencia  de  los  que  no  nos  co- 
nocen, ni  nos  han  de  conocer  jamás.  La  del  tantos 
corazones  que  jamás  vibrarán  con  el  nuestro.  La  de 
tantas  almas  que  jamás  adquirirán  por  qué  se  di- 
buja una  sonrisa  en  nuestros  labios  o  empaña  una 
lágrima  nuestros  ojos.  El  hombre  que  pasa.  Es  algo 
infinitamente  más  triste  que  la  ola,  que  la  nube,  que 
el  pájaro,  que  todo  lo  que  se:  va  sin  dejar  humilla, 
en  el  perenne  fluir  de  la  naturaleza. 

Cuántos  dramas  punzantes,  cuántos  lúgubres  des- 
garramientos del  alma,  de  esos  que  refieren  ¡sin 
emoción  las  noticias  generales  de  los  periódicos,  se 
explican  por  ese  vertiginoso  sentimiento  de  ¡aban- 
dono de  que  puede  sentirse  poseído  un  ser  aislado, 
entre  el  tumulto  de  tantos  millones  de  vidas  extrañas, 
sin  ningún  suave  contacto  con  la  suya.  Así  discu- 
rría yo,  leyendo  algunas  líneas  de  un  papel  am'eri- 
ciano,  al  mismo  tiempo  que  llegaban  a  mi  oído  los 
últimos  rumores  de  la  gran  metrópoli  neoyorkina, 
ciuya  respiración  se  iba  apagando,  al  entregarse  al 
breve  reposo  de  las  altas  horas  de  la  nochfe. 

Estas  líneas  referían  con  laconismo  frío  la  patética 


DESDE     MI    BELVEDERE  29 

historia  de  una  joven  extranjera,  que  había  sido 
conducida  aquel  día  al  hospital  de  ©ellevue,  ieirt- 
venenada  por  su  propia  mano.  Era  muy  joven,  era 
muy  bella,  artista  y  enamorada,  no  de  un  hombre, 
sino  del  ideal.  Había  nacido  muy  lejos,  en  la  pe- 
queña ciudad  rusa  de  Voone,  de  raza  hebraica;  pero 
su  educación  había  sido  completamente  occidental, 
como  que  la  había  recibido  en  Dusseldorf,  en  Ale- 
mania. Vaivenes  de  fortuna  la  arrojaron  con  su 
madre,  viuda,  a  las  playas  americanas.  Allí  había 
paladeado  todas  las  amarguras  de  la  pobreza  en 
tierra  extraña  y  del  aislamiento  entre  el  hormigueo 
ansioso  de  la  multitud  innumerable.  Su  espíritu,  que 
no  encontraba  otros  afines  donde  espaciarse,  se  re- 
plegaba en  sí  mismo;  y  sólo  se  comunicaba  con  el 
mundo,  que  se  le  representaba  duro  y  hctetil,  por 
la  lectura  asidua  de  los  grandes  poetas.  Los  amigos 
cíe  la  niña  extranjera,  que  recorría  indiferente  las 
magníficas  avenidas  de  la  ciudad  imperial,  eran  Sha- 
kespeare, Shelley,  Byron,  Goethe,  Schiller,  Heine. 

De  su  poco  roce  con  la  realidad  y  de  su  perfecta 
compenetración  con  la  más  elevada  poesía  resultó 
el  refinarse  su  sensibilidad  hasta  adquirir  carac- 
teres morbosos.  Por  largo  tiempo  rehusó  prestar  oído 
a  muchos  galanes,  que  atraía  su  extraordinaria  be- 
lleza. En  todos  descubría  presto  la  parte  sórdida 
del  natural  humano.  Y  ¡esquivaba  su  contacto  como 
una  profanación.  Al  cabo,  un  joven,  Carlos  Mar- 
khof,  se  le  hizo  más  acepto,  y  en  el  pasado  mes  de 
Maj'o  le  entregó  su  mano. 


30  ENRIQUE    JOSÉ   VARONA 

Sobre  esta  nueva  y  decisiva  experiencia  de  la  vida, 
la  joven  ha  sido  muy  reservada.  Pero  muy  pronto 
se  la  vio  desviarse  de  su  esposo,  entregarse  a  Uu 
ocupación  favorita,  leer  y  componer  versos,  y  ma- 
nifestar agravada  su  anterior  naelancolía.  Estaba  con- 
denada a  la  soledad.  Quería  mi  compañero  para 
su  alma,  peregrina  entré  tantos  cuerpos  como  suben 
y  bajan  por  las  calles  interminables  de  la  ciudad 
inmensa.  No  lo  había  encontrado.  Entonces  resol- 
vió morir. 

Su  despedida  fueron  unos  versos  escritos  en  he- 
breo, que  se  encontraron  entre  las  hojas  de  uno 
de  sus  libros,  una  versión  alemana  de  Homero.  Son 
Un  rayo  de  luz  blanca  eme  baja  hasta  el  fondo  más 
sombrío  de  un  alma. 

«Está  helando,  i  Qué  deliciosa  es  la  sensación  del 
aire  frío!  Quisiera  poder  envolverme  y  perjderme 
en  el  torbellino  de  esta  blanca  tempestad. 

» Cuando  llegue  el  momento  supremo,  entonces  des- 
pertaré, pero  ¿a  qué?  Este  pensamiento  me  espanta. 
¿Cuál  íes  el  fin? 

»¡Oh!  ¿por  qué  habré  nacido  para  sufrir  esta 
mofa  de  la  vida?  Sólo  cuando  duermo,  vivo  real- 
mente. ¡Qué  no  pudiera  sostenerme  con  una  fuerte 
cadena!  ¡quisiera  poder  escalar  las  más  altas  cimas 
de  la  virtud,  lejos,  muy  lejos  de  toda  tentación.» 

La  pobre  Ida  Markhoff  fué  a  ponerse  al  abrigo 
de  toda  tentación  en  el  seno  frío  de  la  muerte.  Su 
Maldad  no  la  espantaba;  porque  más  fríos  habían 
sido  para  ella  tantos  corazones  helados,  tantos  ros- 


DESDE    MI    BELVEDERE  31 

Iros  glaciales.  No  tenía  aún  veinte  años,  y  ya  habíd 
visto,  como  la  Imógenes  del  poeta,  que  no  hay  peso 
más  abrumador  que  el  de  la  tediosa  vida  humana. 
I  see,  a  marís  Ufe  is  a  tedious  one. 

Nueva   York,   Agosto,   94. 


-♦♦$►♦- 


Anacronismo  pertinaz 


A  propósito  de  «Mis  duelos >: 


A> 


Sería  curioso  preguntar  ¿quién  defiende  el  duelo? 
Moralistas  y  legisladores  lo  han  condenado  a  porfía. 
Los  satíricos  lo  han  hecho  blanco  de  sus  epigramas. 
Hasta  los  duelistas  reniegan  de  él.  ¿Qué  le  queda? 
Antes  de  contestar,  sería  bueno  traer  a  la  memoria 
que  el  moralista  puede  llamarse  Proudhon  y  acep- 
tar un  reto  de  Félix  Pyat;  y  ese  legislador  puede 
entender  que  el  duelo  ilegítimo  en  un  paisano,  es 
necesario  en  un  militar;  y  aquel  satírico  es  capaz 
de  mandar  sus  padrinos  a  uno  que  le  mordió  su 
sátira  contra  el  duelo.  No  hay  que  fiarse. 

El  duelo,  como  otras  muchas  cosas  absurdas,  tiene 


34  ENRIQUE    JOSÉ    VARONA 

pocos  panegiristas  públicos  y  muchos  subditos  su- 
misos en  secreto.  Si  vamos  al  fondo,  al  verdadero 
fondo  del  asunto,  sacamos  en  consecuencia  que  el 
mayor  número  de  los  que  se  baten,  se  baten  por  pusi- 
lanimidad. El  caso  de  Proudhon,  al  que  he  aludido,  es 
inicua  prueba  de  ello.  Hombre  tan  despreocupado,  que 
combatió  tan  de  frente  rancios  abusos  y  arraigados 
privilegios,  a  La  segunda  vez  que  lo  desafió  Pyat,  con- 
fesó que  no  se  atrevía  a  resistir,  ein  ese  punto,  a  la 
opinión. 

Esta  franca  palinodia  quita  por  completo  el  antifaz 
sü  ídolo,  y  nos  lo  deja  ver  tal  cual  es.  No  se  va 
al  campo  por  enderezar  entuertos,  que  se  quedan 
torcidos,  ni  por  lavar  honras,  que  se  quedan  man- 
chadas, sino  porque  se  sepa  que  se  ha  ido  al  campo. 
Los  duelos  por  odio  son  cada  vez  más  raros;  y 
si  se  mira  con  cuidado  se  verá  que,  en  los  más  de 
estos  casos,  la  pasión  homicida  ha  sido  exacerbada 
por  la  publicidad,  por  el  escándalo.  Hay  quienes 
tienen  en  alto  precio  su  existencia,  y  se  van  a  dar 
de  estocadas  o  tiros  por  un  motivo^  fútil.  Es  que 
tienen  más  miedo  a  la  nota  de  cobardes,  que  a  las 
cuchilladas  o  los  fogonazos.  Si  fuera  posible  envol- 
ver los  duelos  en  el  más  profundo  secreto,  tapar 
todas  las  rendijas  para  que  no  se  traslucieran,  no 
diré  que  de  un  golpe  se  acabaran  los  desafíos,  pero 
sí  que  disminuían  de  golpe  lo  menos  el  noventa  por 
ciento. 

Precisamente  las   solemnidades   de  que  se  hacen 
preceder   y    los    rodean,    la  intervención    de  varías 


DESDE    MI    BELVEDERE  35 

personas,  las  discusiones,  las  actas,  que!  siempre  en- 
cuentran el  modo  de  deslizarse  al  bolsillo  de  algún 
periodista,  todo  ello  contribuye  a  la  publicidad  y 
es  ya  una  forma  de  publicidad1.  El  Argos,  llamado 
la  opinión,  tiene  ya  abiertos  algunos  de  sus  cien 
ojos,  y  con  eso  basta  para  fascinar  a  las  víctimas. 
Hay  que  inmolarse  al  qué  dirán.  Por  eso  mientras 
más  notoriedad  disfruta  la  persona,  por  su  jp¡ro- 
fesión,  por  su  sociedad  habitual  u  otra  circunstan- 
cia semejante,  más  en  riesgo  está  de  dejarse  arrastrar 
a  ese  insigne  depropósito.  Ya  se  ha  notado  que  en 
nuestros  días  la  epidemia  de  los  duelos  se  deba  par: 
ticularmenle  en  los  periodistas,  los  políticos  y  los 
militares. 

Los  duelos,  se  dice,  tienen  por  objeto,  defender  el 
honor,  son  lances  de  honor.  Y  aun  se  añade  que  el 
sentimiento  del  honor  es  cosa  moderna.  Si  se  en- 
tiende por  tal  el  que  va  a  depurarse  a  veinticinco 
pasos  de  la  boca  de  una  pistola,  con  asistencia  de 
cuatro  testigos  y  aun  de  algunas  docenas  de.  curio- 
sos, puede  muy  bien  ser.  Pero  si  el  honor  no  (es 
sino  la  medida,  más  o  menos  exacta,  del  valor  so- 
cial de  cada  individuo,  es  decir,  del  precio  que  la 
sociedad  atribuyte  a  su  persona  por  las  cualidades 
útiles  que  le  reconoce  o  supone,  ha  existido  siem- 
pre. Alcibiades,  que  no  se  inmuta  por  un  palo,  tenía 
honor.  Cuates  y  Carón,  abofeteados,  lo¡  tenían;  tam- 
bién; y  el  primero  denuncia  el  daño  para  que  el 
desprecio  público  lo  castigue,  y  el  segundo  mi  si- 
quiera (estima  que   le  han  inferido   daño.   Advierto 


36  ENRIQUE    JOSÉ    VARONA 

que  leí  castigo  del  desprecio  público  recayó  sobre 
Nicrodomas  que  fué  el  agresor,  no  sobre  Crates, 
que  fué  el  agredido.  }   , 

¿Por  qué  la  opinión,  dispensadora  de  los  diplo- 
mias  de  honor,  ha  de  exigir  que  el  agredido  se  con- 
vierta a  su  vez  en  agresor,  y  en  lugar  de  ser  uno, 
sean  dos  los  bru tales  o  violentos?  Es  uno  de  los 
muchos  casos  de  atavismo  que  se  pueden  señalar 
en  nuestra  época,  que  se  tiene  por  refinada.  Los 
siglos  de  violencia,  que  siguieron  a  la  disgregación 
del  imperio  romano,  han  dejado  esta  herencia  san- 
grienta. Es  una  costumbre1  bárbara  que  se  sobrevive, 
y  qué  hoy  se  mantiene  artificialmente  merced  a  la 
gran  publicidad  de  nuestros  tiempos.  Tiene  el  falso 
prestigio  de  lo  antiguo,  y  para  muchos  pueblos  nue- 
vos, como  el  nuestro,  el  de  ser  practicado  fuera  y 
lejos.  Sobre  el  instinto  heredado  se  ingerta  el  des- 
lumbramiento de  la  moda  de  París. 

Por  todo  esto  resulta  que,  aunque  el  duelo,  el  duelo 
serio,  va  de  capa  caída,  no  hay  que  creer  que  va 
de  vencida.  Los  lances  de  aparato,  que  bastan  para 
satisfacer  el  honor  con  aplauso  de  la  gallería,  se 
multiplican.  Y  nadie  sabe  si  lo  que  empieza  en  saí- 
nete acaba  en  tragedia.  No  dudo  que  se  puedan 
encontrar  remedios  sociales  contra  el  duelo,  como* 
la  Anti-duelling  Society  que  inventaron  los  ingleses, 
o  esa  resurrección  del  antiguo  tribunal  de  los  Ma- 
riscales, que  prestó,  según  dicen,  buenos  servicios 
en  Fraucia,  y  que  recomienda  M.  Tarde,  o  el  ju- 
rado   especial   para    la   protección   legal   del   honor 


DESDE    MI    BELVEDERE  37 

que  ha  preconizado  M.  Beaussira  Pero  entiendo  quo 
se  Le  ha  de  combatir,  sobre  todo,  en  su  mismo 
terreno,  en  el  terreno  de  la  opinión;  y  por  su  ver- 
dadero lado  flaco,  por  lo  que  tienel  de  absurdo  y 
muchas  veces  de  ridículo.  Para  esta  obra  de  recti- 
ficación juiciosa  de  tan  arraigado  extravío,  que  ha 
de  ser  lenta,  los  más  abonados  son  los  mismos  due- 
listas, cuando  por  suerte  pasan  a  la  categoría  de 
arrepentidos.  Si  se  deciden,  como  le  ha  pasado  al 
señor  Varona  Murías,  a  decir  sin  ambajes  todo  lo 
que  su  experiencia  personal  les  ha  enseñado  y  todo 
lo  que  piensan  de  ese  remedio  heroico  del  honor, 
a  que  tantas  yeoes  han  apelado,  su  testimonio  de 
calidad  no  puede  menos  de  hacer  impresión  en  los 
mismos  que  han  formado  su  cortejo  de  admiradores, 
y  donde  se  recluían  sus  discípulos.  Si  los  sacerdotes 
se  encargan  de  desacreditar  el  oráculo,  a  los  cre- 
yentes no  queda  más  remedio  que  dispersarse  y  bus- 
car por  otro   camino   la  salud. 

Confesiones  como  éstas  de  «Mis  duelos»  no  tendrán 
el  valor  literario  de  las  famosas  del  filósofo  de 
Ginebra,  pero  son  más  útiles  para  la  higiene  social. 

Noviembre,  94. 


'♦♦!♦♦- 


Mi  tarjeta 


Estamos  en  época  de  cambiar  civilidades.  A  falta 
de  buenas  obras  y  servicios  efectivos,  no  está  mal 
que  so  cambien  tarjetas.  Es  cómodo  y  cuesta  poco. 
Por  no  jgastar,  ni  siquiera  gastamos  palabras.  Se 
pone  iel  nombra  Esto  quiere  decir:  «Deseo  a  usted 
mil  felicidades».  Hay  quienes  añaden  algún  apodo 
rimbombante,  quiero  decir,  algún  título  de  marqués, 
sin  marca  que  defender,  o  de  conde,  sin  príncipe 
a  quien  acompañar,  y  esto  significa:  «Deseo  a  usted 
ventura,  y  córrase,  de  paso,  de  llamarse  a  secas 
Fulano  de  Tal.»  Por  si  alguno  se  corte  de  no  tener 
apéndice  qtie  añadir  a  su  nombre,  le  recomiendo 
el  expediente  de  Villiers  de  l'Isle  Adam,  que  des- 
pués del   suyo   agregaba  este  pomposo    estrambbte: 

Candidato  a  la  sucesión  de  los  reyes  de  Chipre  y 
ie  Jerusalén. 


40  ENRIQUE    JOSÉ    VARONA 

Como  el  cargo  de  candidato  está  al  alcance  de  todo 
el  mundo,  nadie  podrá  quedarse  sin  título,  sino  por 
su  gusto. 

Hay  también  el  gran  recurso  de  los  ex.  Aquí  en- 
tran los  ex-ooncejales,  ex-diputados,  ex-senadoras  y 
demás.  En  es  I  a  categoría  me  pareció  admirable  una 
tarjeta  que  cayó  en  mis  manos  ha  pocos  días,  y 
on  que  se  lee:  N.  iV.,  antiguo  funcionario  de  policía, 
cesante  (porque  sí). 

Como,  recurso  desesperado  quedan  los  títulos  de 
la  parentela,  a  que  se  puede  aludir  de  manera  más 
o  menos  discreta.  Por  modelo  puede'  tomarse  la 
tarjeta  que  asegura  cierto  escritor  haber  visto  en 
Pan  ticosa,  y  que  decía:  X.  de  Z.,  primo  del  conde 
de  K.  O  la  de  un  francés,  que  consignaba  este  de- 
talle histórico:  Hermano  del  general  Z,  herido  en 
Sebastopol. 

Esto  nos  indica  de  paso  que  la  tarjeta  puede  pres- 
tar más  de  un  servicio.  En  ocasiones,  co.'mo  esta  de 
fin  de  año,  hacemos  de  la  cartulina  que  lleva  nues- 
tro nombre  la  moneda  fiduciaria  del  afecto.  Por 
eso  sin  duda  se  ha  propuesto  ya  establecer  entre  la 
gente  é&  buen  tono  una  especie  de  clearing  house, 
que  lies  ahorrará  del  todo  la  molestia  de  intentar 
siquiera  la  visita.  Se  establecerá  un  depósito  central, 
a  donde  acudirá  el  lacayo  de  la  señora  Y,  por  ejem- 
plo, recogerá  las  tarjetas  depositadas  para  la  señora 
y  dejará  las   que  ella  envía   a  todas   sus  amistadas. 

Pues  parece  que  vamos  perdiendo  el  gusto  y  la 
aptitud  para  las  delicias  de  la  conversación  amena 


DESDE    MI    BELVEDERE  41 

y  chispeante,  que  dio  color  y  sabor  a  la  vida  ide 
sociedad  en  época  no  muy  remota,  ese  sistema  tiene 
positivas  ventajas.  Y  no  pierde  nada  de  su  mérito, 
ponqué  no  sea  tan  original  como  lo  supone  quizás 
5ii  inventor.  Sobre  las  grandes  ideas  pesa  siempre 
la  fatalidad  de  que  ya  se  le  han  ocurrido  antes  &. 
otro.  Eu  1770  un  consejero  del  Parlamento  de  Pa- 
rís colocó  dos  cajas  a  la  puerta  de  su  morada,  una 
vacía  con  este  rótulo:  «Para  las  tarjetas  que  me 
traigan»,  y  otra  atestada  de  tarjetas  suyas,  con  este 
aviso:   «Tomad  una». 

La  tarjeta  anuncio  es  muy  antigua.  No  necesitó 
de  los  americanos  para  venir  al  mundo.  En  esta 
clase  es  típica  la  de  un  señor  madrileño,  que  se 
ahorraba  avisos  en  los  periódicos  de  este  modoí: 
«X.  X.;  concejal,  Gran  Cruz  de  Carlos  III.— Calle  de... 
núm...  Casa  propia  (y  otras  varias).»  Mucho  más  mo- 
derna es  la  tarjeta  con  profesión  de  fe.  Sirva  de 
ejemplo  la  de  un  Mr.  Rousseau,  que  acotaba  su 
nombre  así:  Arquitecto,  cuya  familia  no  desciende 
del  filósofo  impío. 

Los  inventores  de  la  tarjeta  dicen  que  fueron  los 
chinos.  El  invento  es  adecuado  a  esos  grandes  sim- 
bolistas, que  presentan  a  sus  deidades  ofrendas  pin- 
tadas, y  hacen  rezar  a  una  especie  de  molino,  de 
donde  salen  las  oraciones  impresas  en  tiras  de  papel. 
La  realidad  se  esconde  tanto,  que  bien  podemos 
decir  que  todo  es  signo.  Vaya,  pues,  la  tarjeta  a 
llevar  nuestra  felicitación;  que  su  eficacia  dependerá 

siempre  del  espíritu    con   que   se   envíe  y   con  que 

i 


42  ENRIQUE    JOSÉ    VARONA 

se  reciba.  El  nombre,  que  se  destaca  en  negro  sobre 
la  blanquísima  cartulina,  saludará  a  éste  con  frial- 
dad, a  ése  con  respeto,  a  aquél  con  afecto,  al  otro 
con  efusión;  y  arrancará  aquí  un  mohín,  allá  una 
sonrisa,  avivará  quizás  una  chispa  en  los  ojos,  y 
tal  vez,  tal  vez  encenderá  el  rubor  en  alguna  mejilla. 
Es  que  ten  vano  se  alejan  los  hombres,  y  ponen 
entre  corazón  y  corazón  la  barrera  de¡  costumbres 
artificiales.  El  cemento  de  la  vida  social  son  los 
afectos;  y  lo  que  da  preicio  y  verdadera  significa- 
ción a  las  relaciones  sociales,  cualquiera  que  sea 
su  formia,  y  a  los  actos  que  las  simbolizan,  es  la  teimo- 
ción  que  los  anima.  Un  saludo  siempre  es  una  señal 
de  asociación,  un  santo  y  seña  de  benevolencia  mu- 
tua, una  promesa  de  concordia.  Dos  cabezas  que 
se  inclinan,  son  dos  manos  que  están  prestas  a  jun- 
tarse. Saludémonos,  pues,  siquiera  sea  de  lejos,  aun- 
que no  sea  sino  una  vez  al  año.  Recibe,  lector  amigo, 
íni  tarjeta. 

31   de  Diciembre,  94.  , 


'♦«♦♦- 


Dreyfus 


Vivimos  ahora  tan  de  prisa  y  solicitan  a  laj  Vez 
nuestra  curiosidad  tantos  sucesos,  grandes  y  piequfci- 
fios,  fútiles  e  importan  tes,  que  se  necesita  nna  sa- 
cudida muy  intensa  para  detener  algunos  momentos 
nuestra  atención.  Antes,  en  la  penumbra  de  la  vida 
monótona,  bastaba  un  rayo  de  luz  para  atraer  los 
ojos.  Hoy,  cu  el  pleno  fulgor  de  la!  publicidad!  moi- 
derna,  so  requiero  poco  menos  que  la  descarga  eléc- 
trica, para  hacernos  volver  la  cabeza. 

Dos  lastimosas  tragedias  han  tenido  por  escenario 
á  Francia,  en  estos  últimos  tiempos.  Últimos,  si  as 
que  ya  seis  meses  no  son  algo  remoto.  La  una  puso 
espanto  en  los  corazones,  y  despertó  en  muchos 
indignación,  conmiseración  en  iodos.  La  otra,  aun  más 
triste,  ha  pasado  poco  notada  para  la  ge|nenailid'aid 
le  las  gentes. 


44  ENRIQUE    JOSÉ    VARONA 

Gala  Caraot  en  Lyon,  pierio rado  el  ¡vientre  por  el 
puñal  de  un  fanático  furioso;  y  la  sociedad  fran- 
cesa y  la  sociedad  universal  «"lie  los  hombres  civili- 
zados sintieron  la  herida.  La  demencia  visible  del 
pigmeo  que  se  lanzaba  de  frente  contra  el  orden 
social,  con  el  ímpetu  ciego  de  la  fiera  hipnotizada, 
no  bastó  para  servirle  de  escudo;  y  el  Briareo,  que 
se  llama  el  Estado  lo  pulverizó  entre  los  dedos.  Ese 
fué  el  epílogo  poco  interesante  de  una  catástrofe  es- 
truendosa. 

No  ha  muchos  días  colocaban  en  París  ante  cinco 
mil  soldados  y  concurso  innumerable  de  pueblo  a 
un  hombre  joven,  pero  encanecido,  de  ojos  profundos, 
que  brillaban  con  fuego  extraño.  Vestía  el  uniforme  y 
tes  insignias  militares.  Llevaba  ceñida  la  espada!.  Las 
vestía  y  la  ceñía  por  última  vez.  Siete  hombres, 
reunidos  en  secreto,  lo  habían  declarado  indigno 
de  llevarlas;  y  sin  necesidad  del  hierro  candente 
de  las  edades  harteras,  habían  marcado  su  frente 
con  el  estigma  indeleble  de  traidor.  Olro  hombre 
¿e  acercó  al  reo  y  con  lentitud  tremenda  fué  arran- 
cándole una  a  una  sus  insignias,  uno  a  uno  los  bo- 
tones blasonados  de  su  traje,  y  le  desciñó  por  úl- 
timo la  espada,  que  hizo  brillar  siniestramente  des- 
nuda, para  romperla  luego  con  horror.  Pero  no  era 
ese  el  espectáculo  más  extraño.  El  hombre  encane- 
cido se  erguía  más  a  cada  ademán  del  victimario, 
y  con  voz  entera  y  vibrante  los  acompañaba  con  un 
solo  grito:  «¡Viva  Francia!»  Cuando  su  espada  cayó 
al   polvo   hecha   pedazos,   sobre  los    aullidos  de   la 


DESDE    MI    BELVEDERE  45 

multitud  furiosa,  sobre  el  ronco  y  siniestro  redoble 
de  los  tambores,  resonó  aún  su  acento  profundo,  que 
exclamaba:    «Soy  inocente». 

Esa  exhibición  siniestra  deja  la  impresión  de  los 
cuadros  más  lúgubres  de  la  historia.  Hay  algo  es- 
pantoso en  la  visión  de  ese  hombre  a  quien  pe 
deja  intacto  el  cuerpo,  y  se  le  tortura  el  espíritu. 
Nadie  le  toca  las  carnes,  pero  le  arrancan  a  girones 
el  honor.  El  sayón  no  lo  azota,  pero  las  palabras  in- 
famantes lo  hieren,  como  puñales  envenenados,  en 
su  nombre,  en  su  reputación,  en  sus  afectos.  El  ver- 
dugo no  le  monta  a  horcajadas  en  los  hombros, 
no  le  talonea  los  costados;  pero  un  hombre,  en 
nombre  de  un  pueblo,  le  pisotea  su  dignidad.  ¡Y  la 
turba  ciega  pedía  frenética  su  sangre,  cuando  ese 
hombre  va  a  vivir  atormentado  por  las  furias  de 
esos  recuerdos  de  ignominia!  El  0 restes  moderno  no 
es  menos  trágico  que  el  antiguo.  No;  tos  mucho 
más  trágico.  Porque  este  hombre,  ayer  ciudadano 
respetable,  servidor  devoto  de  su  patria,  hoy  de- 
gradado, aherrojado,  excomulgado,  lapidado,  no  se 
ha  sometido,  no  ha  abrazado  el  ara  de  ningún  dios 
como  suplicante;  sino  que  ha  permanecido  erecto 
bajo  el  peso  abrumador  de  la  acusación,  de  la  sen- 
tencia y  del  desprecio  público,  y  ha  protestado  su 
inocencia. 

Sus  jueces  lo  han  declarado  culpable  por  unani- 
midad. Su  defensor,  no  menos  íntegro,  no  menos 
francés  que  los  jueces,  ha  continuado  sosteniendo, 
después  del  veredicto,  que  es  inocente.  No  se  puede 


46  ENRIQUE    JOSÉ    VARONA 

pensar,  sin  frío  ¡en  ¡el  alma,  en  la  falibilidad  del 
juicio  humano,  en  las  dificultadles  a  veces  insupe- 
rables de  la  prueba  judicial,  en  las  seducciones  ocul- 
tas del  sentimiento  exacerbado  por  el  espíritu  die 
clase,  por  los  prejuicios  del  patriotismo,  por  el  te- 
mor de  ser  o  parecer  débil;  y  resulta  clara  y  se 
muestra  exigente  la  convicción  de  que  la  sociedad 
no  debe  rodearse'  nunca  de  misterio  para  juzgar  a 
uno  de  sus  miembros.  Cuando  la  colectividad  entra 
en  litigio  con  el  individuo,  por  lo  mismo  que  ella  íes 
omnipotente  y  él  impotente,  le  debe,  al  menos,  partir 
el  sol  por  igual,  y  acusarlo  y  oir  sus  descargos 
a  la  plena  luz  del  día. 

Si  Dreyfus  es  criminal,  su  crimen  es  horrendo. 
Pero  la  grandeza  misma  de  la  patria  ultrajada,  ven- 
dida por  el  hijo  indigno,  exigía  que  no  pudiese  flotar 
la  sombra  de  una  duda  sobre  la  majestad  de  su  jus- 
ticia. Se  discurre  con  horror  sobre  las  consecuen- 
cias de  la  traición,  sobre  los  males  sin  cuento  que 
la  venialidad  o  la  debilidad  o  la  pasión  de  un  hombre 
puede  desatar  sobre  millones  de  seres  humanos,  uni- 
dos a  él  por  los  vínculos  de  la  sangre  y  del  las  leyes. 
Pero,  nadie  sabe  a  ciencia  cierta  de  cjíié  se  le  acusa, 
cómo  se  le  ha  probado  el  crimen,  cómo  se  ha  de- 
fendido, qué  le  haln  imputado,  qué  lía  alegado.  Y 
al  pasar  de  nuevo  por  los  ojos  las  imágenes  vagas 
de  su  horrible  suplicio,  del  hombre  encanecido  mi- 
rando con  ojos  cavernosos  la  consumación  pública 
de  su  ignominia,  sin  encorvari.se,  sin  doblarse,  ape- 
ando   a   una    verdad   oculta   que   parecía   yelr   con 


DESDE    MI    BELVEDERE  47 

fijeza  ten  lo  profundo  de  su  conciencia,  no  es  posible 
que  deje  de  acudir  al  espíritu  sobrecogido  esta  pre- 
gunta temerosa:  ¿Y  si  es  inocente? 

Enero,  1895. 


■><$►♦- 


El  naufragio  de  "El  Elba" 


5"» 


Los  que  no  se  han  visto  nunca  entre  una  multi- 
tud poseída  de  terror  súbito,  no  pueden  darse  cuenta 
víabal  de  las  tremendas  pasiones  que  dormitan  en  el 
fondo  del  ser  humano.  El  único  espectáculo  seme- 
jante es  el  que  presentan  los  pueblos  enfermos,  cuan- 
do se  producen  en  ellos  algunas  de  esas  convulsiones 
que  revelan,  de  cuándo  en  cuando,  la  diátesis  que 
los  mina.  En  uno  y  otro  caso  el  poderoso  resorte 
comprimido,  el  egoísmo  feroz  mal  enfrenado,  pol- 
la vida  normal,  salta  con  violencia,  recupera  en  un 
instante  su  terrible  ascendiente,  y  se  despoja  sin 
miramientos  de  su  máscara  engañosa.  El  hombre, 
íuclve  a  ser  la  fiera  primitiva,  aguijada  hasta  el 
frenesí   por  el    terror  de  la   muerte. 


50  ENRIQUE    JOSÉ    VARONA 

A  pocas  millas  de  la  costa  de  Holanda,  envuelto 
en  J,a.  niebla  untuosa  del  mar  del  Norte,  navegaba 
una  madrugada  del  último  Febrero,  uno  de  los  co- 
losales trasatlánticos  del  Lloyd  alemán,  atestado  de 
pasaje  para  América.  Reinaba  a  bordo  la  calma 
pesada  de  las  horas  del  sueño  profundo,  agravada 
por  el  frío  intenso.  De  pronto  la  enorme  máquina  se 
sacude  estremecida,  y  cruje  como  si  se  desgarrara 
toda  al  choque  de  una  lanza  monstruosa.  En  el 
silencio  del  mar  tranquilo  suena  como  la  irrupción 
de  una  súbita  catarata.  La  aguda  proa  d'e  otro  barco 
que  llegaba  en  la  sombra  se  había  hundido  en  el 
flanco  de  «El  Elba»,  abriéndole  enorme  brecha,  por 
donde  se  precipitaban  las  olas  para  arrasarlo  todo. 
Un  clamor  inmenso,  formado  por  mil  gritos  de  es- 
panto, surge  del  buque  herido.  Los  pasajeros,  sor- 
prendidos en  su  sueño,  locos  por  el  pavor  del  pe- 
ligro inminente  y  mal  entrevisto,  se  precipitan  en 
desorden,  sin  saber  a  dónde  acudir.  Los  tripulantes, 
desconcertados,  que  no  oyen  ninguna  voz,  ni  señal 
de  mando,  corren,  como  por  instinto,  a  lojs  botes 
de  salvamento.  Los  cables,  agarrotados  por  el  frío, 
resisten  como  si  quisieran  ser  cómplices  del  hado 
siniestro.  Sólo  dos  botes  para  trescientas  cincuenta 
personas. 

Entonces  comienza  lo  espantoso.  El  barco  se  va 
hundiendo  por  segundos.  El  mar  sel  engolfa  en  sus 
cavidades  cada  vez  con  más  ímpetu.  Gritos  ahogados 
suben  de  las  partes  profundas  ya  inundadas.  La 
multitud  se  apiña  en  el  puente  en  busqa  de  las  es- 


DESDE    MI    BELVEDERE  51 

calas,  que  están  ya  ocupadas.  Los  que  van  a  descol- 
garse; por  la  borda,  encuentran  manos  quei  los  re- 
chazan. Una  lucha  general  se  entabla,  lucha  ciega, 
frenética,  como  que  ha  de  ser  de  instantes,  porque 
un  instante  es  la  vida  o  la  mueiie.  Hay  que  salvarse 
y  el  que  está  delante  estorba,  impide.  Todos  son 
enemigos.  ¡Ay  del  más  débil!  Por  alcanzar  un  sal- 
vavidas, por  llegar  a  un  bote  se  forcejea,  se  estruja, 
se  pisotea.  Los  hombres  que  han  logrado  ocupar 
ya  uno  de  los  botes  arrojan  al  agua  los  niños,  porque 
aumentan  .el  peso.  A  un  hombre  que  llega  a  nado, 
le  gritan:  «Esta  embarcación  está  reservada  para 
,as  mujeres».  Y  no  había  ninguna  en  ella.  Se  dirige 
a  la  otra,  y  tiene  que  abrirse  hueco  a  la  fuerza.  El 
combate  íes  tan  desesperado  en  los  botes  como  en 
el  vapor.  Y  el  golpe  de  gente  furiosa  que  invade  uno 
es  tanto,  que  zozobra  al  mismo  tiempo  que  se  hundía 
el  buque  colosal  con  su  carga  de  desesperados  de- 
lirantes. A  precio  de  tantos  horrores  compraron  su 
vida  los  veinte  que  escaparon  del  naufragio. 

Esta  escena  pavorosa  deja  nublados  los  ojos  y  el 
alma  aterida.  Parece  que  se  interrumpe  por  un  ins- 
tante la  fuente  misma  de  la  simpatía  humana,  al 
ver  en  toda  su  desnudez  el  egoísmo  brutal  que 
forma  la  médula  de  nuestros  sentimientos;  y  que 
nos  sentimos  también  feroces  y  encarnizados  con- 
tra nuestros  semejantes.  Esa  lucha  frenética  de  pocos 
minutos  por  conservar  algunos  instantes  la  vida, 
quizás  sólo  la  esperanza  de  vivir,  presenta,  bajo  un 
foco   de  luz   intensa,   en  escenario    de  unos   cuantos 


52  ENRIQUE    JOSÉ    VARONA 

metros  cuadrados,  la  imagen  reducida  de  las  socie- 
dades de  hombres,  pugnando  también  con  dientes 
y  garras,  en  el  relámpago  fugaz  de  su  existencia, 
tambaleándose  sobre  el  abismo,  a  punto  de  hundirse 
en   el  golfo   tenebroso  de  la  nada. 

IJay  que  haber  visto  de  cerca  esos  oíros  combates, 
no  por  más  sordos  y  disimulados  menos  homici- 
das y  crueles,  que  se  libran  los  'hombres,  cuando 
.legan  las  horas  del  miedo  y  se  relajan  los  vínculos 
de  la  solidaridad  social,  para  comprender  cuan  te- 
rribles dramas  se  desarrollan  cuando  los  pueblos 
temen  un  naufragio.  Es  como  si  en  cada  corazón 
pusilánime  o  espantado  resonase  el  grito  profundo 
\le  «sálvese  el  que  pueda».  Las  manos  convulsas  se 
apoderan  de  cualquier  arma;  y  todo  parede  lícito 
para  herir  o  resguardarse. 

Es  verdad  que  esas  son  las  horas  también  de  los 
grandes  heroísmos  y  de  las  grandes  abnegaciones. 
Pero  ¡qué  triste  es  pensar  que  todavía,  después  de 
slgíos  de  cultura  moral,  esos  ejemplos  gloriosos  se 
han  de  levantar  sobre  un  pedestal  amasado  con  tan- 
tas miserias! 

Marzo,    1895. 


-♦♦!♦♦' 


Poe  y  Baudelaire 


La  Revue  Blanche  de  París  ha  publicado  algunas 
cartas  inéditas  de  Edgard  Poe,  las  cuales  constituyen 
ano  de  los  más  curiosos  documentos  que  puedian 
escudriñarse,  para  buscar  la  solución  del  alma  enig- 
mática del  extraordinario  poeta  americano.  Quizás 
para  los  espíritus  vaciados  en  el  molde  común— 
tJie  httppy  many— estas  cartas,  lejos  do  arrojar  nue- 
va luz  en  las  profundidades  de  ese  corazón  anheloso, 
torturado  por  las  exigencias  de  la  fantasía,  lo  hagan 
aparecer  más  insondable  y  obscuro.  Poe  encontró, 
sin  saberlo,  un  alma  gemela  de  la  suya,  que  se  em- 
peñó en  revelar  al  inundo  su  genio,  y  lo  consiguió  al 
cabo  de  perseverantes  esfuerzos.  Pero  lo  que  hizo 
Baudelaire  para  la  gloria  literaria  del  poeta,  si&tá 
difícil  que  haya  quien  lo  haga  para  su  vida. 


54  ENRIQUE    JOSÉ    VARONA 

La  más  rara  afinidad  de  gustos  y  temperamentos 
permitió  al  exquisito  "escritor  francés  asimilarse  la 
substancia  mental  de  su  modelo,  y  reproducirla  en 
una  lengua  tan  refinada  y  sutil  como  la  del  mara- 
villoso escritor  norteamericano.  Baudélaire  ha  con- 
fesado que  muchas  veldes  descubrió  los  asuntos  poé- 
ticos, que  bullían  confusos  e  indeterminados  en  su 
cerebro,  modelados  en  forma  precisa  y  perfecta  en 
xas  obras  de  Edgard  Poe.  Esta  concordancia  cabal 
de  dos  espíritus  creador&s,  que  resonaban  armónica- 
mente en  dos  instrumentos  de  timbre  diverso,  pro- 
dujo una  traducción  que  ha  llegado  a  ser  clásica  en 
el  idioma  francés,  y  que  dio  a  las  obras  del  poeta  de 
Baltimore  carta  de  ciudadanía  en  dos  literaturas. 

Leyendo  estas  confidencias,  que  ahora  salen  a  la 
Indiscreta  luz  de  la  curiosidad  malévola,  se  me  ha 
ocurrido  preguntar:  ¿habrá  quien  pueda  hacer  esa 
otra  versión,  infinitamente  más  difícil,  de  una  exis- 
tencia indómita  e  indomada,  incapaz  de  doblarse 
bajo  el  yugo  del  convencionalismo  tiránico,  al  idio- 
ma de  las  existencias  vulgares,  que  se  dejan  ir  al 
hilo  de  la  corriente  de  la  rutina,  incapaces  de  com- 
prender lo  insólito,  pero  capacíes  siempre  de  malde- 
cirlo e  infamarlo?  El  que  no  haya  sentido  nunca 
)a  resistencia  tremenda  que  pueden  oponer  las  tela- 
rañas férreas  de  las  preocupaciones  absurdas  que 
se  creen  La  quinta  esencia  de  la  razón,  de  la  igno- 
rancia endiosada  que  se  tiene  por  sabiduría  infusa, 
de  la  hipocresía  taimada  que  quiere  engañarse  a  sí 
misma  con  sus  aires  de  santidad,  del  vicio  que  llega  a 


DESDE    MI    BELVEDERE  55 

ignorarse,  a  desconocerse,  a  fuerza  de  ser  habitual, 
ése  no  .podrá  comprender  jamás  los  martirios  sin 
nombre  do  estos  parias  de  genio,  condenados  a  ir 
y  sentirse  solos  en  medio  de  la  multitud,  que  gie 
codea  y  estruja  sin  conocerse.  La  suma  de  maldad 
estúpida  que  segregan  y  amasan  los  mediocres,  des- 
lumhrados y  atontados  por  el  brillo  de  lo  superior, 
sea  genio,  sea  heroísmo,  forma  una  montaña  incon- 
mensurable que  cierra  sin  esperanza  el  horizonte,  y 
ño  deja  sospechar  siquiera  que  hay   un  plus  ultra. 

La  vida  de  Poe  es  para  la  generalidad  el  libro 
de  los  siete  sellos.  ¿De  qué  sirve  que  se  la  escriba 
o  interpreto  un  Baudelaire?  La  de  éste,  segunda  edi- 
vión  más  dolorosa  de  la  de  su  Sosias  espiritual!, 
necesitaría  también  de  comentador,  al  alcance  de 
los  idiotas  que  razonan.  Es  verdad  que  hay  graves 
doctores  y  maestros  definido  res  que  acudirán  so- 
lemnemente con  su  aplicación  ya  hecha:  desequili- 
brados, degenerados.  ¡Es  pasmosa  la  sabiduría  que 
puede  esconderse  debajo  de  un  birrete!  Pero  los 
que  leemos  sin  birrete,  sólo  para  dejamos  guiar 
por  manos  expertas  en  los  senderos  maravillosos 
del  mundo  del  arte,  no  conocemos  aún  la  balanza 
bastante  sensible  para  determinar  los  granos  que 
se  han  de  añadir  a  la  locura  para  componer  el  genio, 
o  que  se  han  de  sustraer  al  genio  para  que  ¡nos 
quede  la  locura. 

Quizás  Edgard  Poe  y  Baudelaire  fueron  ^genera- 
dos. Su  existencia  atropellada  y  tumultuosa  re¡veLa 
estigmas  tremendos.  Pero  si  la  degeneración  conduce 


50  ENRIQUE    JOSÉ.    VARONA 

a  esa  fantasía  sutil,  que  ellos  poseyeron,  capaz  de 
encontrar  un  súnbolo  profundamente  poético  en  los 
asuntos  y  objetos  más  trivial  -s.  duplicando,  exten- 
diendo así  la  significación  de  las  cosas;  si  lleva  a 
vsa  perfección  no  igualada  de  estilo,  que  es  también, 
a  su  manera,  una  creación  poética,  y  por  la  cuaj 
las  palabras  adquieren  nuevo  color  y  vida  más  in- 
tensa, entonces  todos  los  grandes  escritores  han  sido 
degenerados,  o  éstos  de  que  trato  han  sido  grandes 
escritores,  a  pesar  de  la  degeneración.  Y  en  uno 
y  otro  caso,  la  explicación  ¿a  dónde  se  ha  ido? 

No  pretendo  resolver  el  punto.  Es  muy  intrincado. 
Sólo  he  querido  hacer  notar  que  resulta  cómodo,  muy 
eómodo,  poner  un  mole  denigrante  o  muchos  motes 
a  todo  lo  que  no  cabe  en  nuestras  medidas,  a  todo 
lo  (pie  excede  de  nuestra  estatura.  ¿Hay  nada  más 
impertinente  que  la  bondad  sencilla?  ¿más  molesto 
(pie  la  abnegación?  ¿más  insólenle  y  más  perturbador 
que  el  heroísmo?  ¿más  deslumbrante  y  vertiginoso 
que  el  genio?  ' 

Si  yo  estoy  hecho  a  mi  mazmorra,  y  puedo  andar 
a  pasos  cortos  con  mis  grillos,  y  respiro  pasable- 
mente bien  mi  atmósfera  mefítica,  y  me  contento 
con  La  luz  cenicienta  que  se  filtra  por  mi  claraboya, 
¿no  es  estupendo  que  otro  me  venga  a  empujar, 
pretendiendo  que  es  grato  correr  y  dilatar  los  pul- 
mones en  la  cima  de  la  montaña  y  extender  la  vista 
por  el  horizonte  infinito  bañado,  inundado  de  "luz 
meridiana?  ¿No  sería  posible  dar  gusto  a  estos  lo- 
cos, y  soltarlos  en  el  Continente  Antartica,  que  está 


DESDE    MI    BELVEDERE  57 

por  poblar?  Así  al  menos  nos  dejarían  vivir  en  paz. 
practicando  y  saboreando  la  filosofía  d<e  Tien-Ki-Chi, 
letrado   chino. 

Abril,    1895. 


El  centenario  del  Tasso 


En  esta  semana  ha  conmemorado  Italia  el  tercer 
centenario  de  la  muerte  del  infortunado  autor  de  La 
Gernsakmme  Liberata.  No  menos  qu¡e  Roma,  se  apres- 
taban Bergamo  y  Ferrara  a  solemnizar  con  grandes 
fiestas  el  25  de  Abril;  y  toda  la  Península  las  acom- 
pañaba, con  aplausos  y  adhesiones,  en  su  patriótico 
empeño.  Una  vez  más  la  estéril  y  tardía  admiración 
vl«  la  posteridad  pone  do  lo  rosamente  de  relieve  el 
contraste  entre  los  merecimientos  del  genio  y  la 
recompensa   obtenida   por    sus   esfuerzos. 

Los  apasionados  de  los  versos  divinos  del  poeta  y  la 
turba  de  curiosos  habrán  ido  en  peregrinación  a 
la  mazmorra  de  Santa  Ana,  donde  gimió  dautivo, 
y  a  la  celda  de  San  Onofrei,  donde  murió  sin  cleñir 
el  laurel  ambicionado  y  ya  conseguido.  Allí  habrán 


60  ENRIQUE    JOSÉ    VARONA 

podido  contemplar  las  reliquias  que  revelan  las  tor- 
turas desgarradoras  que  laceraron  el  alma  inquieta 
y  turbada  de  ese  hijo  postumo  del  Renacimiento. 
Y  más  de  uno  habrá  recordado  el  drama  melancó- 
lico de  su  vida,  emponzoñada  por  su  misma  gloria, 
juguete  de  la  fatalidad  encarnada  en  su  tempera- 
mento, arruinada  por  el  desacuerdo  de  su  espíritu 
luminoso  con  el  espíritu  de  la  época  de  reacción 
sombría   en  que1  le  tocó  florecer. 

Quizás  .alguno  de  los  visitantes,  al  contemplar  la 
máscara  que  conserva,  después  de  trescientos  años, 
las  facciones  del  poeta;  ante  esas  mejillas  maderadas 
por  el  dolor,  ante  esas  órbitas  hundidas,  donde  se 
escondieron  unos  ojos  espantados  por  la  profunda 
visión  de  los  abismos  internos,  sintiera  anhelos  de 
preguntarle:— Poeta,  ¿bajo  qué  peso  abrumador  se 
rindió  tu  espíritu  soberano?  ¿fueron  tu  suplido  las 
pequeñas  mordeduras  de  los  pequeños  dientes  blan- 
cos, que  apiernas  desgarran,  pero  envenenan  irremi- 
siblemente la  herida?  ¿fueron  los  ímpetus  de  tu 
mente  exaltada,  que  le  reconocía  dijgno  do  un  destino 
superior?  ¿fueron  las  mil  contrariedades  mezquinas 
de  l.u  posición  de  gentil  hombre  de!  compañía,  de 
poeta  de  corte,  sin  más  salario  que  las  mercedes 
de  un  príncipe  tornadizo?  ¿fué  el  contraste  entre  el 
mundo  de  cortesía  ideal,  de  heroísmo  noble,  jgpje 
creó  tu  fantasía,  y  el  pequeño  círculo  de  intrigan- 
tes astutos,  de  parásitos  audaces,  que  te  miraba 
de  reojo  como  estorbo  inútil,  y  que  sabía  hacer 
caudal  de  tus  menores  excentricidades  para  perderte? 


DESDE    MI    BELVEDERE  61 

Muy  duro  debía  ser  embeberse  conversando  con  tus 
paladines  sin  tacha,  para  despertar  al  lado  de  un 
Alfonso  de  Esto;  y  más  duro  encontrar  en  el  que 
te  complacías  en  piularle  como  fiel  trasunto  de  tu 
¿iodofredo,  un  mal  alumno  del  príncipe  de  Maquia- 
velo. 

Y  quizás  entonces  le  parecería  que  los  carnosos 
labios  sin  color  se  separaban  sin  ruido,  y  le  con- 
t oslaban:— Mucho  anhelé  y  sufrí,  en  Ferrara,  al- 
ternativamente mimado  y  desdeñado,  en  el  cometr- 
¿io  de  un  duque  egoísta,  de  princesas  demasiado 
frivolas  o  demasiado  austeras,  de  cortesanos  con 
orgullo  y  sin  dignidad,  de  leguleyos  diplomáticos 
(pie  removían  el  cielo  y  la  tierra  para  alar  o  desalar 
una  intriga  sin  consecuencia.  Mucho  anhelé  y  sufrí, 
viendo  que  había  de  acuñar  el  oro  puro  de  mis 
versos  en  moneda  falta,  a  fin  de  pagar  favores  mer- 
cenarios; y  que  en  recompensa  de  la  fama  eterna 
que  les  aseguraba  en  mis  poemas,  mis  falsos  Mecenas 
ni  me  aseguraban  el  reposo  del  cuerpo,  el  ozio  lette- 
\ato,  que  demandaban  mis  facultades  para  producir 
).on  provecho,  ni  la  dignidad,  que  demandaba  mi 
espíritu,  como  recompensa  y  estímulo  de  sus  es- 
fuerzos. 

—Allí  probé  todas  las  amarguras  de  la  pobreza  en 
medio  del  fausto,  del  ansia  de  libertad  en  la  servi- 
dumbre, del  ingenio  soberano  rodeado  de  pedantes 
estultos,  del  idealismo  alado  y  fulgente  preso  en  las 
redes  de  los  intereses  mezquinos  de  una  mísera  corte 
señorial;  sintiéndome  con   rubor  como  astro   conde- 


62  ENRIQUE    JOSÉ    VARONA 

nado  a  ser  satélite  de  otro  satélite.  Mas  no  f nerón 
estos  los  golpes  que1  abatieron  mi  cuerpo  y  rindieron 
mi  espíritu.  Porque  salí  de  Ferrara  y  erré  por  Italia; 
busqué  refugio  y  paz  en  Sorrenío,  y  bullicio  y  glo- 
ria en  Roma;  y  por  todas  partes  me  siguió  invisible 
ti  fantasma  implacable  que  me  acechaba.  Mi  mal 
)ba  conmigo;  porque  era  yo  un  desterrado  en  mi 
patria  y  un  extemporáneo  en  mi  siglo.  Era  la  mía 
la  Italia  de  Petrarca  y  Ariosto,  de  Ficino  y  Lorenzo 
de  Médicis,  de  Sadolet  y  León  X,  y  me  encontraba 
en  la  Italia  d¡e  Berni  y  Speroni,  de  Bellarmino  y 
Alfonso  de  Este,  de  Silvio  Antoniano  y  Gregorio  XIII. 
Mi  espíritu  se  había  nutrido  en  los  tiempos  en  que 
se  dulcificaba  el  ascetismo  cristiano  con  la  miel 
Ae  Platón;  y  se  encontraba  en  los  tiempos  en  que  se 
plantaba  una  cruz  sobre  el  obelisco  de  Heliópolis. 

Para  esos  tiempos  y  esos  hombres  escribí  mi  poe- 
ma, último  canto  de  la  musa  del  Helicón,  que  de- 
ponía el  laurel,  para  ceñirse  di  stelli  immortali  áurea 
corona.  Pero  sus  oídos  estaban  sordos  a  esa  melodía, 
y  sus  ojos  se  ofuscaban  con  el  resplandor  de  ese 
cintillo  de  astros.  Con  hábito  de  críticos  y  alma  de  in- 
quisidores torturaron,  dilaceraron,  dislocaron,  des- 
coyuntaron mi  obra  divina.  Asieron  torpemente  por 
sus  alas  diáfanas  mi  poesía  sutil,  y  se  las  estruja- 
ron y  quebraron  para  aj lisiarle  un  sayal  de  penitente. 
¿Hay  nombre  para  este  martirio?  ¡Desdichados,  in- 
comparablemente desdichados,  únicos  desdichados  los 
que  nacen  demasiado  tarde  o  demasiado  presto! 

Y  el  romero   curioso   quizás  se  alejaría  pensando 


DESDE    MI    BELVEDERE  63 

en  la  triste  ironía  de  esta  fiesta,  en  que,  a  los  tres 
siglos  completos,  se  celebra  la  memoria  de  aquel 
a  quien  desconoció  su  siglo;  que  le  ofreció  al  cabo 
una  corona  de  laurel,  sólo  porque  se  había  prestado 
a  mutilar  y   profanar   su  obra. 

Mayo,   1895. 


Un  desquite 


Entre  la  ruidosa  confusión  de  un  escándalo,  trom- 
peteado por  los  millarets  de  bocas  de  bronce  de  la 
prensa  de  ambos  hemisferios,  se  ha  hundido  de 
súbito  uno  de  los  hombres  más  originales  de  la  ori- 
ginalísima  sociedad  londinense;  hombre  que  es  al 
mismo  tiempo  uno  de  los  ingenios  más  sutiles,  pe- 
netrantes, irónicos  y  paradójicos  de  esa  tierra  clá- 
sica del  humor,  y  un  maravilloso   artífice  de  estilo. 

Muchos  años  hacía  que  estaba  trabado  un  duelo 
mortal  entre  ese  escritor  brillante  y  desdeñoso  y 
el  público  anónimo,  la  turba  semi-culta,  adoradora 
ciega  de  lo  convencional,  que  se  revolvía  indignada 
cuando  oía  silbar  por  encima  de  sus  cabezas  el  látigo 
de  esa  sátira,  que  más  se  proponía  vilipendiar  con 


66  ENRIQUE    JOSÉ    VARONA 

el  adenián  insolente  que  castigar  con  el  golpe.  Real 
o  fingido,  el  desprecio  de  Osear  Wilde  por  el  cant, 
señor  absoluto  del  alma  de  la  libre  Inglaterra,  era 
un  crimen  de  lesa  nación,  que  no  le  podían  perdonar 
los  innumerables  a  quienes  agraviaba  diariamente 
con  su  traje,  con  sus  maneras,  con  su  tren  de  vida, 
con  sus  teorías  literarias  y  sociales,  con  el  chis- 
porroteo acre  de  su  vena  cáustica,  con  la  dura  gra- 
nizada de  sus   paradojas  mefistofélicas. 

Pocos  satíricos  han  sabido  dejar  veneno  más  sutil 
en  las  leves  picaduras  de  su  aguijón.  Con  un  mohín, 
que  podía  pasar  por  sonrisa,  dejaba  caer  sus  epigra- 
mas, sin  volverse  a  mirar  donde  caían.  ¿Lo  perdo- 
naría a  él  nunca  el  público,  a  quien  había  dicho  una 
vez:  «Tu  tolerancia  es  pasmosa.  Todo  lo  perdonas, 
excepto  el  genio?»  No  habrían  de  olvidar  ciertamente 
los  periodistas,  que  han  heredado  por  lo  menos 
el  temperamento  irritable  de  los  antiguos  vates,  su 
sarcástica  apreciación  del  moderno  periodismo.  «Jus- 
tifica su  existencia,  escribe  en  uno  de  sus  diálogos, 
por  el  gran  principio  darwinista  de  la  supervivencia 
de  los  más  vulgares,  the  survival  of  the  vulgar  est.» 
Y  como  si  esto  fuera  poco,  establece  así  la  diferencia 
entre  el  periodismo  y  la  literatura:  «Los  periódicos 
son  ilegibles  y  las  obras  literarias  no  son  leídas.» 
Journalism  is  unreadable,  and  literature  is  not  read. 

No  he  de  arriesgarme  por  los  meandros  escabro- 
sos de  su  proceso.  No  sé,  ni  quiero,  si  es  reo  de  todas 
las  abominaciones  que1  le  achacan  o  siquiera  de  al- 
gunas. Lo  que  sí  veo  es  la  saña  con  que  han  acudido 


DESDE    MI    BELVEDERE  67 

al  desquite  todos  sus  agraviados.  La  multitud  ha  car- 
gado sobre  él  y  lo  ha  aplastado.  Al  elefante  ha  pa- 
recido poco  una  de  sus  patas  enormes,  y  con  todo 
ju  cuerpo  se  ha  acostado  sobre  la  libélula.  La  prensa 
inglesa  se  ha  arremolinado  en  torno  del  pretorio,  y, 
cubriéndose  el  rostro  con  el  manto,  ha  clamadoi  a  una 
voz:  crucifícalo.  La  prensa  francesa  le  ha  formado 
toro  estridente,  no  por  indignación  contra  el  artista 
demasiado  socrático,  sino  por  viejo*  rencor  contra 
el  deslustrado  puritanismo  británico.  El  rumor  for 
midable  que  ha  venido  después  ya  se  explica,  y  no 
necesitaba  tanto. 

Es  peligroso  jugar  con  las  fieras,  aun  enjauladas, 
aun  encadenadas.  Osear  .Wilde  confiaba  demasiado 
en  la  fascinación  de  su  ingenio  asombroso.  Presumía 
quizás  que  el  círculo  de  chispas  multicolores  y  des- 
lumbrantes, que  trazaba  en  torno  suyo  con  sus  fra- 
ses eléctricas,  lo  preservaría,  por  una  especie  de 
supremo  encanto.  Pero  al  taumaturgo  no  basta  la 
confianza  plena  en  sí  mismo,  si  la  tiene,  necesita  la 
fe  de  los  espectadores,  que  es  la  que  realiza  las 
cuatro  quintas  partes  del  milagro.  El  flaco  de  Wilde 
es  que  se  le  descubría  sin  gran  esfuerzo  la  afecta- 
ción. La  máscara  no  adhería  bastante  al  rostro.  In- 
glaterra ha  sufrido  satíricos  tal  vez  más  implacables, 
más  despiadados,  como  el  deán  Swift;  pero  eran  o 
parecían  sinceros.  El  excesivo  refinamiento  del  jefe 
de  los  estetas,  el  artístico  desdén  en  que  se  envol- 
vía como  en  un  manto  de  púrpura  pálida,  no  le  de- 
jaban poner  en  su  obra  sino  una  parte  mínima  de  su 


68  ENRIQUE    JOSÉ    VARONA 

alma.  Es  ün  Próspero  qute  parece  desconfiar  de  sus 
encantamientos  y  hasta  reárele  de  ellos.  Ni  Ariel, 
ni  Caliban  le  sirven  a  gusto,  ni  él  los  manda  con 
suficiente  imperio.  No  se  sabia  si  tiene  convicciones, 
y  quizás  le  parezca  de  muy  mal  tono  tenerlas.  El 
mismo  hombre,  que  dice  haber  tomado  como>  norma 
el  objeto  que  asigna  Goethe  a  la  vida:  self-develop- 
ment,  compone  un  'ensayo  para  probar  la  importancia 
de  no  hacer  nada.  Es  un  aristócrata  que  escribe  a 
vedes  como  socialista;  un  crítico  que  se  burla  de 
la  crítica;  y  un  escritor  que  sostiene  que  hay  el 
arte  de  hablar,  pero  no  el  de  escribir. 

Emerson  ha  enseñado  a  la  gente  de  su  raza  que 
quien  quiera  ser  libre  debe  no  conformarse.  Y  Osear 
Wilde  aprueba  y  practica  el  aforismo.  Pero  los  in- 
gleses, en  cuya  historia  y  en  cuya  vida  social  juegan 
tanto  papel  los  no-conformistas,  les  exigen  ante  todo, 
para  aceptarlos,  que  lo  sean  de  veras.  ¿Quién  se 
encuentra  capaz  de  aquilatar  lo  que  es  de  veras 
este  escritor,  que  se  complace  en  desfigurarse  y 
transformarse?  Aun  para  no  testar  conforme  con  los 
demás  se  necesita  estar  uno  conforme  consigo  mismo. 
Y  el  supremo  dilettantismo  de  estos  escépticos  pon 
amor  al  arte  consiste  en  presen  tarea  a  los  ojos  del 
lector  .sorprendido'  cual  nuevos  Proteos  del  pensa- 
miento y  la  fantasía. 

El  público  inglés  no  parece  haber  tomado  por  lo 
serio  el  espíritu  de  independencia  de  Osear  Wilde, 
pero  sí  su  impertinencia  de  gran  maestro,  su  des- 
dén de  lo  vulgar  y  su  ironía  lacerante,  más  cruel 


DESDE    MI    BELVEDERE  69 

¿fue  la  invectiva  más  sangrienta.  Sufría  su  incontes- 
table superioridad  de  artista,  pero  con  ©1  sordo  ren- 
cor del  que  está  dispuesto  a  sublevarse  en  la  pri- 
mera oportunidad.  Estamos  presenciando  con  qué 
cruel  regocijo  la  ha  aprovechado. 

Aunque  adorador  de  las  deidades  helénicas,  .Wilde 
había  constituido  en  regla  de  su  vida  desdeñar  a 
las  Euménides,  encargadas  de  traer  a  la  razón  a  los 
infractores  de  las  reglas.  He  aquí  que  las  Euménides 
se  le  han  aparecido  bajo  los  redingotes  de  un  jurado 
de  burgueses,  y  lo  han  excomulgado.  Tremendo  cas- 
tigo para  un  esteta. 

Mayo,    1895. 


"H 


Rarezas 


En  el  número  de  Junio  de  la  Contemporary  Beview 
publica  Mr.  Harry  Quilter  un  artículo,  en  que  ana- 
liza la  parte  capital  que  corresponde  a  la  prensa 
en  la  corrupción  del  gusto  literario  en  Inglaterra. 
Mr.  Quilter  es  un  crítico  puritano  que  dice  cosas, 
a  primera  vista  extrañas,  pero  que  no  lo  son  sino 
porque  nos  hemos  ido  desacostumbrando  a  oirías. 
A  fuerza  de  leer  periódicos,  y  de  leerlos  de  prisa, 
vamos  perdiendo  de  vista  su  influencia  real  en  nues- 
tro modo  de  sentir  y  pensar.  Y  es  nada  menos  que 
la  influencia  de  la  gota  sobre  la  piedra. 

La  sugestión  del  periódico  favorito,  aunque  menos 
intensa  que  la  de  las  personas  con  quienes  entramos 
en  contacto,  es,  en  cambio,  más  prolongada,  puede 
ser  más  duradera,  y  hasta  cierto  punto  más  temible, 


72  ENRIQUE    JOSÉ    VARONA 

por  lo  mismo  que  se  disimula  más.  Los  elogios  cons- 
tantes a  las  obras  de  autor  determinado  o  de  tal  o 
cual  escuela  acaban  por  establecer  una  presunción 
o  disposición  favorable  en  el  espíritu  del  lector  in- 
dependiente, y  la  convicción  más  profunda  en  el 
espíritu  del  lector  maleable  y  sumiso.  Y  aquí  se 
propone  el  gran  problema:  ¿cuántos  por  mil  son 
'os  lectores  independientes?  ¿serán  dos?  ¿será  uno? 
cserá  una  fracción  de  la  unidad?  Averigüelo  quien 
pueda.  Lo  que  sí  puede  asegurarse  es  que  son  muy 
contados,  muy  pocos  los  que  se  toman  el  trabajo  de 
pensar  por  cuenta  propia.  ¿Qué  digo?  los  que  se 
toman  el  trabajo  de  pensar.  El  mayor  número  de  los 
¿enebros  que  andan  por  ahí,  debajo  de  cráneos  muy 
sólidos,  son  meras  pantallas  por  donde  desfilan  las 
imágenes  y  las  ideas,  como  procesiones  de  sombras 
chinescas.  La  lámpara  está  fuera,  y  a  cada  lámpara 
acompaña  su  maese   Pedro. 

Los  críticos,  que  funcionan  de  maese  Pedros,  se 
dan  o  no  se  dan  cuenta  de  su  poder;  pero  lo  tienen; 
y  es  indudable  que  la  boga  de  más  de  una  secta  li- 
teraria es  obra  suya,  no  menos  que  obra  de  sus 
autores.  Muchos  ingenios  distinguidos  hubieran  aban- 
donado a  tiempo  la  senda  torcida,  sin  las  compla- 
cencias de  una  crítica  poco  escrupulosa  o  imbuida 
a  su  vez  de  preocupaciones  externas.  La  luz  de  la 
.ampara-crítico    puede   ser    también    luz   refleja. 

Mas  no  es  mi  propósito  tomar  por  mi  cuenta,  ni 
desde  mi  punto  de  vista,  como  lo  he  hecho  en  los 
párrafos   precedentes,   la    tesis    de  Mr.    Quilter.    La 


DESDE    MI    BELVEDERE  73 

lectura  de  su  artículo  me  ha  sugerido  ideas  aun 
más  raras  que  -las  suyas,  más  fuera  de  uso.  Leyéndolo, 
me  he  puesto  a  pensar  en  la  influencia  deletérea 
<pic  pueden  ejercer  los  periódicos  en  el  carácter! 
moral   de  sus    lectores   habituales. 

Confieso  que,  aunque  paso  entre  la  media  docena 
de  mis  casi-amigos  por  hombre  de  ideas  muy  ra- 
dicales, la  verdad  es  que  no  he  logrado  desarrai- 
gar de  mi  espíritu  ciertas  ideas  añejas,  de  que  hablo 
muy  poco  por  temor  de  que  me  confirmen  de  ex- 
travagante. Mr.  Quilter  va  a  tener  la  culpa  de  que 
me  ponga  en  evidencia.  Creo,  y  lo  digo  casi  corrido, 
que  una  de  las  bases  del  carácter  moral  es  la  sin- 
ceridad. Me  duele  pensar  que  esa  aseveración  se 
¿stá  pudriendo  de  puro  vieja.  Los  antiguos  enseñaban 
ipie  Pitágoras  dividía  el  campo  entero  de  la  virtud 
en  dos  grandes  provincias:  Decir  verdad  y  hacen 
bien.  Figúrense  ustedes.  ¡Pitágoras!  Y  figúrense  us- 
tedes también  lo  que  se  ha  mentido  antes  y  después 
de  ese  venerable  filósofo. 

Así  y  todo,  es  decir,  vieja  y  todo,  tengo  esa  idea. 
Entiendo  que  ni  §e  respeta  a  sí  mismo,  ni  respeta  a 
los  demás  el  que,  a  sabiendas,  lo  induce  a  error. 
Se  me  antoja  que  no  poseemos  la  palabra  para  ocul- 
l»ar,  sino  para  declarar  nuestros  pensamientos.  Me 
figuro  que  se  empequeñece  el  hombre  que  no  se 
atreve  a  decir  a  otro  lo  que  cree.  Y  pienso  que, 
sin  orgullo  ni  presunción,  cada  mío  debe  empeñarse 
cu  conservar  su  estatura.  El  que  me  obliga  a  ocul- 
tar o  disimular  mi  pensamiento  es  mi  tirano.  El  que 


74  ENRIQUE    JOSÉ    VARONA 

me  fuerza  a  recortar  mis  ideas,  para  ajustarías  a  las 
suyas,  me  martiriza  más  qUe  aquél  que  tajaba  los 
miembros  de  sus  víctimas  para  amoldarlos  a  su 
lecho.  Voy  tan  lejos,  o  tan  hacia  atrás,  por  esta 
senda,  que  tengo  por  preferible  un  pregonero  de 
vicios  a  un  simulador  de  virtudes.  Entre  don  Juan 
y  Tartufo  el  abominable  es  el  hipócrita.  El  uno 
hiere,  pero  no  engaña;  el  otro  hiere  y  engaña,  hiere 
v  envenena  la  herida. 

La  prensa  mendaz  fomenta  el  espíritu  de  mentira. 
Ningún  otro  degrada  más  a  los  pueblos.  Amo  la  li- 
bertad, sobre  todo  porque  enseña  al  hombre  a  ser 
hombre.  Para  mí  ser  hombre  no  significa  dar  tajos 
y  mandobles,  ni  jurar  en  el  arroyo,  ni  acogotar  al 
rival  en  la  taberna  o  enviarle  los  padrinos  en  el 
club;  sino  tener  el  corazón  a  la  altura  de  su  pen- 
samiento, para  llamar  siempre  a  lo  bueno,  bueno, 
y  a  lo  malo,  malo.  Engañar  al  pueblo,  dándole  lo 
jalso  por  verdadero,  es  peor  que  envenenarle  «el 
pian  y  el  agua;  es  inficionarle  su  atmósfera  moral. 
No  hay  interés  que  disculpe  hacer  granjeria  de  la 
xUentira;  ni  el  interés  de  partido,  ni  el  de  secta,  ni 
&.  interés  patriótico,  ni  el  humano.  Porque  ultrajan 
¿ai  patria  y  la  humanidad  los  que  creen  servirlas; 
con  imposturas.  Mísera  nación,  la  que  no  sea  capaz 
de  soportar  una  verdad  que  le  duela,  le  a,margue, 
la1  hiera  o  la  desgarre!  ¡Pobre  humanidad,  la  que 
no  sea  capaz  de  fortificarse  con  la  confesión  sincera 
de  sus  pequeneces  y  miserias! 

Mas  no  quiero   extremar  la  sorpresa   del  lector. 


DESDE    MI    BELVEDERE  75 

Después  de  todo,  estas  son  opiniones  personales  mías, 
y  yo  mismo  las  encuentro  a  veces  un  tantico  excén- 
tricas.  ¡Esos  ingleses  puritanos  y  ese  Mr.  Quilter...! 

Agosto,   1895. 


/^^^WA^^Aí 


Días  después 


La  naturaleza  es  horrible  en  su  indiferencia.  Lo 
mismo  pulveriza  la  flor  espléndida  y  el  insecto  na- 
carado, que  el  águila  caudal  y  al  hombre,  coronado 
de  presunción,  homo  sapiens !  En  el  perenne  y  mis- 
terioso combate  que  se  libran  la  creación  y  la  des- 
trucción, la  victoria  es  siempre  del  más  fuerte.  Todo 
organismo  para  vivir  necesita  destruir  olro  organismo. 
Esta  es  la  terrible  ley  que  llamamos  de  vida.  Y  es 
ley  de  muelle. 

El  hombre  no  se  cuida  de  su  inmensa  labor  des- 
tructora. Los  organismos  innumerables  e  invisibles, 
que  hacen  de  él  su  presa,  tampoco  se  cuidan  de  sus 
alegrías,  ni  de  sus  dolores,  de  sus  designios,  ni  de 
sus  pasiones.  Son  tan  indiferentes  en  su  incons- 
ciencia, como  el  hombre  consciente  lo  es  para  todo 
lo  que  está  o  cree  que  está  debajo  de  él.  Lo  mismo 


78  ENRIQUE    JOSÉ    VARONA 

atacan  y  destruyen  al  infante  que  empieza  a  bal- 
bucear, que  al  anciano  decrépito  que  olvida  la  pa- 
labra, lo  mismo  al  varón  engreído  en  su  robustez, 
que  a  la  joven  matrona  que  lleva  en  su  seno  la 
esperanza   de  las   nuevas   generaciones. 

El  mundo  fuera  un  inmenso  campo  de  carnicería, 
donde  en  medio  de  tinieblas  densas,  se  librara  eter- 
namente el  combate  salvaje  de  la  vida,  si  no  lo 
alumbrase  con  su  luz  funesta  ese  sol  mortecino,  que 
llamamos  la  conciencia.  ¡Cuan  compasiva  fué  para 
los  animales  inferiores  la  filosofía  orgullosa  que  ha 
querido  ver  ien  ellos  meros  autómatas!  ¡Conciencia!, 
es  decir,  dolor.  Y  en  tí  hombre,  además,  pavor, 
desolación  por  nuestra  impotencia,  por  nuestro  ais- 
lamiento, por  nuestra  soledad.  ¿Para  qué  sirve  la 
conciencia?  Para  sentirnos  morir.  Para  ver  morir. 
Para  asistir  con  espanto  en  nuestro  espíritu  al  gra- 
dual hundimiento,  al  paulatino  desvanecimiento  de 
nuestras  creencias,  de  nuestros  deseos,  de  nuestros 
afectos.  Para  seguir  con  espanto  en  el  espíritu  ajenóla 
desaparición  lenta  o  rápida  de  cuanto  nos  lo  hizo  caro. 

Dicen  que  estamos  los  hombres  unidos  por  la  con- 
ciencia. ¡Quimera  engañosa!  Separados  eterna,  irre- 
ductiblemente por  la  conciencia.  Todo  puede'  fun- 
dirse, siquiera  un  instante,  en  la  naturaleza,  menos 
dos  espíritus.  Hay  dos  manos  que  se  estrechan,  dos 
bocas  que  se  besan,  pero  allá,  más  allá,  en  el  fondo 
misterioso  de  cada  ser  humano  está  una  conciencia 
que  no  s©  une,  que  no  se  entrega  por  completo, 
que  en  el  instante  inmediato  puede  estar  separada 


DESDE    MI    BELVEDERE  79 

de  la  otra  por  toda  la  inmensidad  dei  un  abismo  sin 
límites.  Y  para  mayor  tormento,  para  más  horror, 
lo  sentimos! 

Si  hubiera  algo  compasivo  en  el  mundo,  el  hom- 
bre debería  ser  ciego,  irremisiblemente  ciego  de  es- 
píritu. ¿A  qué  anhelar,  si  cuanto  toco  se  va  ¡en 
polvo?  ¿A  qué  amar,  si  todo  es  efímero?  Efímero 
el  cuerpo,  efímera  la  belleza,  efímero  el  afecto,  efí- 
mera la  pasión.  Y,  sobre  todo,  ¿a  qué  concebir  y 
amar  lo  permanente,  si  todo  es  pasajero?  De  las  en- 
trañas mismas  de  la  humanidad  sube  un  clamor 
eterno:  cuneta  fluunt,  todo  pasa,  todo  huye;  velut 
unda  supervenit  ímdam,  una  ola  sigue  a  otra,  un 
amor  a  otro  amor,  una  vida  a  otra  vida.  Pero,  ¿por 
qué  he  de  sentirlo,  por  qué  bJe  de  verlo,  por  qué 
he  de  saberlo?  ¿A  qué  la  conciencia  de  lo  finito  con 
la  ilusión  de  lo  infinito? 

En  medio  de  Atenas  se  elevaba  un  altar  vacío,  sin 
deidad,  ni  símbolo.  Estaba  dedicado  a  la  Compasión. 
Los  suplicantes,  que  lo  cercaban  en  tropel,  levan- 
taban sus  palmas  al  aire  vano.  Imagen  tremenda 
de  la  mísera  y  engañada  humanidad,  que  busca  inútil- 
mente la  conmiseración  donde  menos  está,  en  la  fría 
i  impasible  naturaleza,  que  no  conoce  ni  el  amor, 
ni  el  odio,  ni  la  desesperación,  ni  la  esperanza.  Tran- 
quila o  revuelta,  su  corriente  incesante  todo  lo  arras- 
tra, todo  lo  arrebata  y  todo,  no.  se  sabe  dónde,  lo 
lepulta.  i 

Sólo  el  hombre  compadece  al  hombre.  Mas  la 
compasión  también  es  dolor;  dolor  estéril,  como-  to- 


80  ENRIQUE    JOSÉ   VARONA 

dos,  porque  no  hay  más  que  un  bálsamo  verdadero, 
la  inconsciencia.  La  inconsciencia  imperfecta  que  nos 
trae  ese  deficiente  anestésico,  el  tiempo ;  o  la  incons- 
ciencia plena,  en  que  nos  envuelve  la  única  con- 
soladora, la  muerte.  l 

Cuando  en  el  hogar  queda  vacío  un  puesto  irreem- 
plazable, cuando  en  la  fila  de  los  amigos  se  abre 
ün  hueco  que  no  ha  de  llenarse,  cuando  de  la  le- 
gión de  los  que  glorifican,  la  humanidad1  cae  uno 
que  no  se  levantará;  ¡cómo  maldecimos,  cómo  exe- 
cramos la  muerte!  ¡Cuan  horrible  nos  parece  su 
faz  lívida!  Y  es  verdad,  la  muerte  es  horrible,  mas 
no  para  el  que  se  va,  sino  para  los  que  se  quedan. 
El  caro  desaparecido,  ya  no  siente,  ¡dicha  suprema! 
¡dicha  única!  y  en  cambio  su  recuerdo  nos  está 
lacerando  las  entrañas;  sin  otra  esperanza  que  la 
de  hacernos  estólidamente  a  la  soledad,  que  nos 
parecía  insoportable;  o  la  de  dejarnos  vencer,  sin 
darnos  cuenta,  por  la  artera  cobardía  del  olvido. 

25  de  Agosto  de  1895. 


-♦*. 


»l 


Reflexiones  de  un  elevado 


Las  teorías  que  nos  enseñan  a  considerar  las  so- 
ciedades como  grandes  y  complicados  organismos 
difícilmente  hubieran  brotado  en  el  cerebro  de  pen- 
sadores, que  viviesen  en  el  campo  o  en  pequeñas 
ciudades.  Pero  se  concibe  fácilmente  que  hayan  sido 
/jroducto  de  la  imaginación  de  hombres,  que  se  sien- 
Asa  arrebatados  por  el  torbellino  de  alguna  de  las 
gigantescas    Babcles   modernas. 

Nada,  en  efecto,  se  asemeja  más  a  una  inmensa; 
máquina  consciente.  En  ellas  la  analogía  con  el  con- 
junto de  órganos  concertados  que  constituye  los  seres 
vivos  salta  a  los  ojos.  Se  ven  funcionar  los  órganos, 
y  se  siente  vibrar  y  se  oye  pasar  la  incesante  cir- 
culación, en  que  van  confundidos  hombres  y  cosas, 


G 


82  ENRIQUE    JOSÉ    VARONA 

lo  más  basto  que  produce  la  naturaleza  y  lo  más 
refinado  que  inventa  el  artista,  los  materiales  en 
bruto  que  demanda  la  industria,  y  los  producios 
extraños  que  exige  la  sensibilidad  estragada. 

El  individuo  más  dueño  de  sí  se  siente  empeque- 
ñecido, al  encontrarse  arrebatado  por  ese  torrente. 
El  hombre  se  reduce  a  átomo.  Es  menos  que  el  en- 
fermo en  el  .hospital,  que  se  convierte  en  número; 
menos  que  el  soldado  ¡en  el  ejército,  que  es  una 
simple  unidad.  Allí  ni  se  le  cuenta  siquiera.  Es  un 
glóbulo  wque  va  o  viene,  como  cualquier  otra  |del 
enorme  raudal  circulatorio.  ¿Quién  pone  número  a 
los  átomos?  Cada  uno  es  cualquiera.  Cada  cual  pcüpa 
ol  menor  espacio  posible.  El  otro  y  el  ptrot  y  cien  y 
mil  son  semejantes,  que  van,  ^sin  que  nadie  sepa, 
ni  se  preocupe  por  saber,  a  dónde.  Ese  rostro  que 
ahora  se  \ie,  no  se  volverá  a  ver  más.  ¿A  qué  fi- 
jarse en  él?  Los  hay  tristes,  los  hay  alegres,  los 
hay  mohínos,  los  hay  malévolos  y  hasta  estúpidos. 
Y  ¿qué?  Son  aspectos  diversos  de  lo  más  trivial 
que  existe,  una  faz  humana.  Al  día  ¡se  van  tantos 
millares ! 

Es  ciertamente  una  gran  lección  de  humildad1.  Por 
supuesto,  para  los  humildes.  Porque  si  hay  algo 
incurable  en  el  mundo  es  la  vanidad  humana.  Y 
estoy  cierto  de  que  un  vanidoso,  en  medio  de  tanta 
gente  atareada  y  despreocupada  de  todo  lo  que  no  sea 
su  particular  preocupación  del  momento,  ese  va- 
nidoso todavía  creerá  que,  siquiera  en  ese  abreve 
instante,   ha   sido   el   objeto  preferente   de  atención 


DESDE    MI    BELVEDERE  83 

de  todo  ¡aquel  mundo,  que  ha  adivinado  y  reconocido 
su  mérito  excelso. 

Todo  esto  se  me  ocurre),  cuando  voy  por  los  eleva- 
dos de  íesta  ciudad.  Me  parece  imposible  que  la  disgre- 
gación de  las  almas  llegue  más  lejos,  en  medio 
vle  esta  pasmosa  aglomeración  de  cuerpos.  Me  he 
visto  en  lugares  bien  remotos  de  toda  habitación  hu- 
mana, he  atravesado  solo  bosques  seculares  en.  los 
confines  ¡del  Camagüey,  he  cruzado  sin  compañía 
por  aquellas  sabanas  en  que  el  horizonte  tiene  las 
lejanías  del  océano,  nunca  míe  ha  penetrado  tan 
íntimamente  la  sensación  de  la  soledad,  como  eln 
estos  viajes  cotidianos.  Nunca  me  he  sentido  tan 
solo. 

Es  verdad  que  la  multitud1  me  produce  siempre 
este  mismo  efecto.  Pero  la  multitud  en  movimiento, 
la  masa  humana,  deseoímpuesta  ein  sus  moléculas, 
efectuando  con  monótona  regularidad  su  función  cir- 
culatoria, me  abisma  aun  más  en  esa  intensa  sensa- 
ción de  aislamiento.  Mi  personalidad  quiere  afir- 
ñwse,  pero  el  terreno  se  le  desliza  debajo,  y  poco 
a  poco  voy  sintiendo  su  anulación,  su  inmersión, 
su  desaparición  en  el  plasma  social.  Soy  también 
parte  de  la  masa.  Parle  ínfima,  infinitesimal.  Me 
siento  átomo. 

Por  desgracia  soy  un  átomo  tocado  de  la  manía 
razonante.  Y  por  allí  vuelve  a  surgir  mi  individua- 
lidad, para  hacerme  sentir  más  mi  aislamiento.  Qui- 
siera ser  como  uno  de  tantos  que  van  a  desempe- 
ñar su  porcioncita  minúscula  de  una  función  per- 


84  ENRIQUE    JOSÉ    VARONA 

fe  ótame  n  te  insignificante  y  perfectamente  necesaria, 
sin  preocuparse  poco  ni  mucho  de1  los  otros  que*  van 
a  desempeñar  la  suya,  tan  pequeña  y  tan  forzosa. 
Ser  un  globulito  más  o  menos  rojo,  que  va  de  canal 
en  canal  hasta  parar  a  un  capilar  que  se  mide  por 
milímetros,  a  llevar  su  granito  útil  a  cualquier^ 
ignorada  parte  de  la  periferia  de  un  cuerpo,  para 
nutrirla,  o  a  sacar  su  granito  nocivo  para  limpiarla 
y  sanearla.  Pero  con  ser  esto,  como  cualquier  O'trot, 
todavía  rae  distraigo  de  mis  diez  mil  millonésima 
parte  de  función,  preguntándome!  si  tese  otro  glo- 
bulito, que  va  cerca,  será  feliz  o  desgraciado,  si  es- 
tará o  no  satisfecho  con  su  suerte,  y  sobre  todo 
si  se  sentirá  como  yo  oprimido  por  la  idea  del  la 
indiferencia  glacial  de  todos  esos  otros  globulilos, 
que  van  tan  afanosos  a  su  tarea  de  penja  o  jde 
placer. 

Mi  único  modo  de  escapar,  de  alguna  suerte,  a  la 
dolorosa  obsesión  de  esos  pensamientos  es  refugiar- 
me en  la  idea  de¡  que,  aunque  no  la  sienta  en  acción, 
la  ley  de  afinidad  existe  para  los'  glóbulos  hombres 
como  para  los  glóbulos  sangre.  Sólo  que  la  nuestra 
obra  por  modo  más  sutil,  y  atrae  a  través  del  espacio 
y  aun  a  través  del  tiempo.  Mientras  haya  un  espíritu 
que  pienso  al  unísono,  siquiera  alguna  vez,  mientras 
haya  un  corazón  que  lata  con  el  mismo  ritmo,  si- 
quiera algunos  instantes,  no  estamos  solos.  Podemos 
estar  confundidos  con  extraños  y  ser  éstos  innume- 
rables. Pero  allá,  cerca  o  lejos,  habrá  oirOs  ¡hom- 
bres que  piensen  como  nosotros,  que  deseen  lo  que 


DESDE    MI    BELVEDERE  85 

nosotros,  que  sufran  o  se  regocijen  con  los  mismos 
dolores  o  las  mismas  alegrías,  y  aquí,  cerca  o  lejos, 
nuestro  espíritu  sentirá  el  dulce,  el  inefable  con- 
suelo de-  la  compañía,  de  la  unión,  de  la  concordia. 

Esta  es  la  más  hermosa  palabra  del  vocabulario 
humano.  Ella  demuestra,  desentrañando  su  sentido, 
que  el  hombre  es  un  ser  incompleto.  Para  sentirse 
completo  necesita  del  hombre.  Un  solo  corazón  no 
basta  para  estar  concorde;  se  hace  necesario  al  menos 
i  tro  corazón.  Según  el  mito  profundo  de  Platón,  ¡el 
hombre  fué  formado  doble.  Después  quedó  separado 
en  dos  mitades,  que  andan  siempre  buscándose,  para 
volver,  aunque  de  manera  imperfecta,  a  su  antigua 
unión,  y  realizar  en  ella  la  harmonía  de  sus  senti- 
mientos e  ideas,  la  concordia. 

Por  experiencia  propia  aconsejo,  pues,  a  los  que 
se  sientan  aquejados  por  la  melancolía  que  me  do- 
mina, cuando  voy  y  vengo,  entre  millares  de  per- 
sonas atareadas,  en  los  trenes  de  los  elevados  de 
Nueva  York,  que  se  dejen  de  ,p*ensar  a  dónde  van, 
qué  hacen,  qué  piensan  o  qué  sienten  aquellos  píe- 
me jan  tes  suyos,  que  no  parecen  darse  cuenta  si- 
quiera de  nuestra  existencia.  Y  que  en  cambio  se 
pongan  a  pensar  eU  los  mitos  de  Platón.  Si  mo 
los  conocen,  y  ello  nada  tiene  de  particular,  ya  les 
he  dado  a  conocer  uno,  que  es  muy  substancioso. 

Nueva  York,  Noviembre,   1895. 


SI 


La  estatua  de  Heine 


Los  habitantes  de  la  gran  metrópoli  americana 
andan  estos  días  enzarzados  en  una  grave  dificultad, 
que  amenaza  dividirlos  no  menos  hondamente  que  las 
rivalidades  de  la  pandilla  Tammany  Hall  y  la  liga 
anü-Tammany.  Entre  los  huéspedes  de  bronce  de 
¿entra!  Park  ¿recibirá  también  hospedaje  el  poeta 
Heine?  ¿Serán  seis  o  serán  siete  los  hijos  tie  las 
Musas  que  asomen  sus  caras  melancólicas  entre  los 
bosq'uecillos  y  praderas  del  gran  parque  neoyor- 
kino  ? 

Grandes  cosas  se  han  dicho  en  pro,  y  grandes  cosas 
se  han  dicho  en  contra.  ¡Quién  verá  la  sonrisa  iró- 
¡nica  del  maleante  poeta,  allá  en  las  etéreas  isljas 
afortunadas  por  donde  vaga  su  sombra  serena  leí 
?nmortal!  De  seguro  que  si  se  tratara  de  instalan 
otro  hipopótamo  en  la  Meaiagerie  o  de  armar  ¡un 
esqueleto   de  mastodonte   en   el  Museo,   la  votación 


88  ENRIQUE    JOSÉ    VARONA 

hubiera  sido  unánime.  Pero  Heine  conocía  demasiado 
bien  los  caracteres  de  la  especie  Philister,  para  que 
le  extrañe  ahora  este  desquite  postumo  contra  |el 
censor  zumbón,  que  tanto  hubo  de  lacerarla  en  su 
tiempo. 

Los  topos  son  enemigos  natos  de  los  linces.  La 
vulgaridad  vestida  de  ropa  talar  y  coronada  de;  bi- 
rrete es  implacable  con  el  genio.  Muchos  años  han 
pasado,  y  todavía  los  filisteos  alemanes  no  han  podido 
perdonar  a  ese  Sansón,  con  su  calva  erizada  de 
versos  punzan  les.  No  hay  rencor  más  tenaz  que  el 
de  los  hipócritas;  y  Heine  amotinó  y  atrahílló  en 
contra  suya  a  lodos  los  enmascarados  de  la  com- 
parsa social.  ¡Cuántos  antifaces  dorados  arrancó  y 
mantos  corazones  podridos  disecó!  Compuso  con 
sangre  y  hiél,  con  su  sangre  y  con  su  hiél,  un  licor 
acerbo,  y  lo  hizo  apurar  a  la  ralea  de  los  perversos, 
de  los  egoístas,  de  los  rastreros.  Todavía  el  amargor 
/es  tuerce  la  boca,  y  quieren  escupir  sobre  la  fama 
del  poeta.  ' 

Ni  su  genio  ni  su  largo  martirio  han  proyectado 
bastante  luz  para  deslumhrar  los  ojos  de  zahori 
de  sus  inquisidores  de  ultratumba.  Se  han  levantado 
fervorosos  e  indignados,  con  el  celo  de  Ezequiel 
en  los  labios,  para  protestar  contra  la  glorificación 
de  ese  enemigo  de  la  familia,  de  la  patria  y  de  la 
religión.  A  cada  uno  de  estos  nombres  sacrosantos, 
se  han  erguido  puros,  patriotas,  creyentes,  han  ex- 
tendido las  manos  y  han  pronunciado:  anathema.  ¡Y 
todo  contra  un  busto  o  una  estatua  de  bronce! 


DESDE    MI    BELVEDERE  89 

Estos  puritanos  purísimos,  candidos,  inmaculados, 
sine  labe  concepti,  que  han  tronado  con  tan  santa, 
indignación,  no  han  sentido  cómo  transfiguraba  13! 
ridículo  sus  rostros  de  profetas,  en  máscaras  ide 
histriones.  El  ridículo,  que  íes  el  gran  vengador, 
el  gran  justiciero.  Tanto  ruido  de  plazuela  y  tanto 
chapoteo  en  el  fango  y  tanta  salpicadura  dei  cierno 
¿para  qué?  y  ¿contra  qué?  Un  pedazo  de  bronce  ta- 
llado en  figura  humana  sobre  un  pedestal  de  granito 
o  de  yeso— lo  mismo  da— ¿es  eso  la  gloria?  Si  qui- 
Láis  la  estatua  ¿extinguís  la  fama?  Si  no  ponéis  el 
busto,  ¿desterráis  de  la  memoria  el  nombre  y  del 
oído  la  música  divina  de  los  versos?  ¡Necios!  La 
gloria  del  poeta  se  cierne  en  el  mundo  ideal  ¡del 
arte,  que  enriqueció;  en  donde  no  penetran  las  vo- 
ces estentóreas  de  los  charlatanes  de  la  crítica,  a 
¿onde  no  llegan  los  rayos  falsificados  de  las  excomu- 
niones farisaicas.  El  monumento  imperecedero,  que 
la  trasmite  a  las  edades  futuras,  son  sus  versos, 
¿ame  ya  de  la  carne,  y  sangre  ya  de  la  sangre  de 
ía  lengua  alemana.  Desarraigad,  si  podéis,  las  raíces 
con  que  se  ha  entrelazado  la  obra  de  Heine  en  ese 
granito  viviente,  que  es  el  idioma  de  un  pueblo; 
aventad  de  la  fantasía  de  los  alemanes  las  imágenes 
de  que  la  ha  poblado  el  poeta;  haced  que  ceseu 
las  palpitaciones  del  corazón  alemán,  que  acompaña 
el  ritmo  de  sus  cantos;  y  entonces  y  sólo  entonces 
habréis  puesto  la  coraza,  como  fatídico  apagador, 
sobre  su  gloria.  ' 

Los  grandes  artistas   de  la  palabra   son  los  que 


90  ENRIQUE    JOS£    VARONA 

dejan  obras  más  duraderas.  Las  obras  maestrías  dje 
kt  pintura  helénica  no  viven  ein  la  tela,  ni  en  Ja 
tabla;  perduran  en  las  descripciones  de  los  literatos 
griegos.  Pudiera  desaparecer  hasta  la  última  estatua 
mutilada  de  las  que  esculpieron  aquellos  cinceles 
divinos.  El  polvo  de  las  edades  pudiera  enterrar 
hasta  el  último  capitel  y  el  último  friso  de  esas  rui- 
nas, habitadas  por  el  genio  solemne  de  la  belleza 
antigua.  El  espíritu  del  arte  helénico  seguiría  viviendo 
cu  los  versos  inmortales  de  sus  poetas.  Y  si  se  lle- 
gara a  borrar  de  la  memoria  de  los  hombres  hasta 
¿ai  lengua  maravillosa  en  que  los  cantaron  o  los  es- 
cribieron, aun  así  no  habría  muerto  ese  espíritu, 
porque  duraría  y  florecería  en  los  pensamientos  y 
concepciones  que  aquellos  poetas  animaron  con  so- 
plo imperecedero,  para  que  habitaran  ya  por  siem- 
pre en  la  mente  conmovida  de  las  generaciones  por 
venir. 

¿Importa  algo  que  no  conozcamos  las  facciones 
de  Hesiodo,  de  Píndaro  o  de  Esquilo?  ¿Aumentan 
su  gloria  las  figuras  convencionales  que!  los  repre- 
sentan, para  satisfacer  la  necesidad  de  los  símbolos 
palpables  que  parece1  sentir  el  alma  humana?  Su 
gloria  estriba  en  la  parte  de  su  alma  que  se  ha 
encarnado  en  la  nuestra;  y  para  borrarla  habría 
4ue  amasar  de  nuevo  y  dar  otra  forma  a  nuestra 
alma. 

En  este  pleito  risible,  lo  que  importaría  realmente 
decidir  es  si  Heine  fué  o  no  gran  poeta.  Si  lo  fué, 
íunque  no  se  le  erija  estatua  en  el  Parque  Centra}! 


DESDE    Mt    BELVEDERE  91 

de  Nueva  York,  ni  en  parte  alguna,  seguirá  conmo- 
viendo corazones  y  agitando  espíritus.  Si  no  loi  fué, 
aunque  su  estatua  haga  centinela  en  el  Malí,  no  se 
elevará  mucho  su  cabeza  por  encima  de  la  «Je  Ha- 
Heck,  que  aguarda  sentado  en  ese  hermoso  paseo 
que  le  llegue  su  turno  de  inmortalidad. 

Los  florentinos,  al  decorar  una  dé  las  calles  de  su 
gloriosa  ciudad  con  las  estatuas  de  Dante,  Giotto, 
Petrarca,  Boccaccio,  Ghiberti,  Maquiavelo,  Miguel  Án- 
gel, quisieron  honrarse  ellos  mismos,  recordando  al 
mundo  la  pléyade  luminosa  qUe  había  alumbrado  el 
cielo  de  su  ciudad  artística,  dentro  del  corto  espacio 
de  dos  siglos.  No  soñaron  con  que  podían  aumentar 
así  el  renombre,  ni  los  merecimientos  de  esos  ar- 
tistas soberanos.  Los  buenos  vecinos  de!  sangre  njfcs 
o  menos  filisteo-alemana,  que  creen  que  van  a  con- 
tribuir a  la  gloria  de  un  nombre  eme  aborrecen  por 
instinto,  consintiendo  en  que  se  ponga  su  busto  ¡en 
un  paseo,  carecen  del  buen  gusto  de  los  florentinos. 

En  cuanto  a  los  apasionados  del  poeta1,  no  debían 
tampoco  enojarse  demasiado  con  sus  contradictores. 
Heine  ha  resistido  ya  y  ha  vencido  todas  las  pruebas. 
De  la  escoria  de  sus  inauditos  sufrimientos,  se  alzó 
con  las  alas  abiertas  su  gran  espíritu,  parla)  iri  a  con- 
solar, con  el  lenguaje  encantado  de  la  verdadera 
poesía,  a  todos  los  que,  en  medio  de  las  miserias 
de  la  vida  vulgar,  se  sienten  atormentados  por  la  nos- 
talgia del  ideal. 

Donde  quiera  que  un  alma  triste  evoque  los  Ver- 
áos  olel  poeta  que  se  sintió  peregrino  en  su  patria, 


92  ENRIQUE    JOS£    VARONA 

extraño  mine  los  suyos,  herido  por  manos  amadas, 
ultrajado  por  la  suerte  y  abandonado  dei  todos,  me- 
nos de  su  inspiración,  allí  se  levanta  el  verdadero 
monumento  que  perpetúa  su  memoria. 

Heine  es  un  gran  poeta,  porque  representa  un 
estado  de  alma  humana.  Gomo  GoetbJe,  su  compa- 
triota., representa  otro  diverso.  Como  representa  otro 
su  compañero  Schiller.  No  tan  sereno  como  el  tino, 
menos  ideal  que  el  otro.  ¿Y  qué?  Por  ¡eso  mismo 
necesario  y  típico  dentro  die  su  literatura.  Y  lla- 
mado, como  ellos,  y  por  ser  grande  como  tallos,  a 
traspasar  los  linderos  de  una  literatura  nacional, 
a  entrar  en  el  grupo  de  los  poetas  universales. 

En  él  está,  por  derecho  propio,  aunque  al  cabo 
su  figura,  sentada  o  erguida,  no  adorne  una  alameda 
cerca  o  lejos  de  la  aguja  de  Cleppatra. 

Nueva   York,    Diciembre,    1895. 


-♦<♦♦- 


n 


Lo  que  piensa  el  obelisco 


Todo  era  glacial  aquella  tarde.  Detrás  de  los  enor- 
mes cristales,  cerca  del  calentador  que  crugía  de 
cuando  en  cuando,  la  blanca  perspectiva  que!  se  es- 
paciaba ante  mis  ojos  me  atería  el  espíritu.  Nada 
zmllía  a  mi  alrededor.  El  edificio  colosal  se  había 
itio  yaciando  poco  a  poco  del  enjambre!  rumoroso 
<jue  lo  llenaba.  Parecíame,  sin  embargo,  que  el  aire 
helado  y  sutil,  que  debía  silbar  fuera,  vaheaba  so- 
bre mi  rostro,  y  me  hacía  estremecer. 

No  podía  separar  la  vista  del  gran  monolito,  que 
¿staba  allí,  a  pocos  pasos,  inmóvil  y  erguido  sobro 
centenares  de  esqueletos  de  árboles,  que  se  sacu- 
dían, dejando  caer  en  largos  canalones  la  nieve  cuaj- 
ada en  sus  ramas  sin  hpjas.  Se  me  antojaba  que 
corrían  fugaces  escalofríos  por  la  piel  rugosa  de 
Aquella  mole,  hecha  por  siglos  a  los  ardores  del  sol 


94  ENRIQUE    JOSÉ    VARONA 

africano  y  al  hálito  abrasado  del  desierto.  Erigido 
por  la  vanidad  humana  en  un  suelo  de  clima  casi 
tropical,  la  vanidad  humana  lo  había  trasplantado 
a  un  suelo  de  clima  casi  boreal.  Me  figuraba  que 
el  frío  de  mi  alma  debía  morder  sus  entrañas  de 
piedra. 

Lo  veía  allí,  como  espectro  de  edades  remotísimas, 
evocado  por  la  universal  desolación  de  la  naturaleza, 
privada  del  calor  fecundante;  para  ser  testigo  de  otra 
vida  en  otro  mundo  diverso.  El  que  vio  desfilar, 
grave  y  mudo,  las  pompas  guerreras  de  los  Thutmes 
y  de  los  Ramses,  reyes,  hijos  de  dioses,  y  dioses  vi- 
sibles ¡ellos  mismos,  miraba  ahora  la  procesión  in- 
terminable, abigarrada  y  brillante,  de  otros  hombres 
que  obedecen  a  reyes  impalpables  y  reverencian  a 
dioses  invisibles. 

Lia  tierra  estaba  muerta;  pero  el  hombír¡e¡  hormi- 
gueaba vigoroso  en  su  superficie  helada.  En  torno, 
delante  del  obelisco,  pasaban  veloces  magníficos  tri- 
neos, arrastrados  por  soberbios  tríos  de  corceles  con 
vistosos  penachos,  y  atestados  de  mujeres  y  hom- 
bres arrebujados  en  pieles,  deslizándose  sin  parar, 
uno  y  otro  y  otro  y  mil,  a  cual  más  ¡brilftintiei. 
a  cual  más  rico,  a  cual  más  rápido,  aguijados  por 
no  sé  cuál  imperioso  afán  de  ir  adelante,  de  .prisa, 
en  pos  de  algo  inaccesible  que  se  dibujaba  en  Ja 
¿Manca  lontananza;  sin  duda  para  desvaniecerse,  pues 
la  carrera  silenciosa  no  paraba  jamás. 

Y  sin  poderlo  evitar,  prestaba  yo  mis  pensamientos 
exóticos  al  inerte  obelisco,  y  me  parecía  que  los  ex- 


DESDE    MI    BELVEDERE  95 

¿ranos  signos  que  tatúan  sus  caras  hablaban,  y  do- 
cían  :  [  ' 

«Yo  he  visto  multitudes  afanosas,  con  brazos  y  piéis 
desnudos,  en  la  tierra  que  el  limo  del  sagrado  Nilo 
fertiliza;  yo  las  he  visto,  en  fila  inacabable,  ir  abru- 
madas a  depositar  su  carga,  como  una  ofrenda,  ante 
si  déspota  que  temían  y  veneraban,  para  levantar 
monumentos  imperecederos  a  su  soberbia  mortal. 
Apenas  caía  uno  en  el  camino  arenoso,  otro  ocupaba 
ej  hueco;  y  la  tarea  y  el  afán  np  cesaban  nunca.  A 
no  ser  por  el  tamaño,  hubiera  confundido  aquellos 
hombres  con  la  diminuta  hormiga,  que  pasa  así  la 
existencia,  colaborando  en  obras  gigantescas  e  inú- 
tiles. ; 

»He  visto  después  precipitarse  sobre  ellos,  como 
tromba  impetuosa,  hordas  de  gente  extraña,  que  pu- 
sieron el  alfanje  en  sus  manos,  y  los  arrastraron  a 
una  nueva  tarea  de  esfuerzo  y  de  sangre,  para  le- 
vantar otros  monumentos  en  que  inscribieron  en  otra 
lengua  otros  nombres.  Pasaron  predicando,  saqueando 
y  matando,  y  siguieron  a  otras  comarcas  paria  p¡r¡e- 
diciar,  saquear  y  matar.  Y  su  obra  de  destüucción 
y  'edificación  no  sle  'detenía  nunca. 

»No  sé  cuántos  años,  ni  cuántos  siglos  pasaron.  A 
mis  pies  veía  siempre  sucederse,  como  las  olas  de 
ün  mar  sin  orillas,  las  generaciones  de  hombres,  siem- 
pre encorvados  en  una  carrera  sin  fin,  para  ir  a 
rematar  una  obra  interminable 

»Un  día  su  afán  insensato  s'e  volvió  contra  mí.  Me 
arrancaron  del  suelo  ¡e!n  que  se  amasó  la  roca  que 


ENRIQUE    JOSÉ    VARONA 

me  forma,  y  me  trajeron  a  una  reglón  ¡extraña, 
donde  todo  es  diverso.  ¿Qué  iba  a  ver  en  torno  mío? 
Cuando  empecé  a  familiarizarme  pon  estos  hom- 
bres nuevos,  cuando  supe  interpretar  el  rumor  de 
trueno  subterráneo  que  sale  de  esas  inmensas  col- 
menas que  desde  aquí  descubro,  y  las  trepidaciones 
*  producidas  a  su  paso  por  esos  monstruos  empena- 
chados de  humo  que  vuelan  siu  alas  entre  la  tierra 
y  el  cielo,  el  espectáculo  de  esta  marca  humana 
que  viene  a  romperse  contra  mi  base  inmoble  nada 
me  dijo  que  ya  no  supiera. 

» Estos  hombres  no  van  descalzos,  ni  se  humillan 
ante  un  tirano  amasado  de  su  mismo  barro,  ni  en- 
sangrientan la  tierra  por  una  quimera  irisada!  y  ful- 
gurante; pero  van,  sin  embargo,  más  premiosos,  con 
ínás  ahinco,  con  mayor  fatiga,  devorando  el  espacio, 
recortando,  mutilando,  abreviando  el  tiempo,  al  mis- 
mo fin  incógnito;  erigiendo  trofeos  más  altaneros,  que 
han  de  caer  no  obstante;  amontonando  edificios  más 
altos,  que  se  derrumbarán  al  cabo;  engarzando,  en- 
cadenando poblaciones  para  formar  ciudades— pro- 
vincias, que  se  derrumbarán  al  fin  en  ruinas;  que- 
riendo hacer  más  y  más  pronto  y  mejor  que  los  pa- 
sados, y  haciendo  a  la  postre  lo  mismo:  afanar, 
afanar,  desvariar,  pretender  volar,  y  al  cabo  en  un 
instante  desaparecer. 

>He  visto,  sí,  millones  de  hombres  en  millares  de 
años;  los  he  visto  cambiar  de  traje,  de  moradas, 
de  gestos,  de  lenguaje,  de  ideas.  No  los  he  visto  cam- 
biar de  apetitos,  ni  de  pasiones.  ¿De  qué  les  sirve 


DESDE    MI    BELVEDERE  97 

correr,  deslizarse,  precipitarse,  volar  con  tan  rego- 
cijado ímpetu,  sin  querer  parar;  si  no  pueden  pa- 
rar cuando  quisieran?» 

Caía  la  noche,  y  los  últimos  reflejos  de  la  tarde 
fría  se  quebraron  en  chispas  sobre  el  gorro  de  zinc 
dorado  que  cubre  el  ápice  del  obelisco.  Me  pareció 
«pie  pestañeaba  el  ojo  triste  de  un  cíclope  melancó- 
Jco.    . 

Nueva  York,   Marzo,  96. 


'♦»*• 


9? 


La  bandera  de  la   patria 


Al  amanecer  del  día  veintiséis,  las  banderas  cuba- 
nas flotaban  sobre  una  pequeña  parte  de  la  ciudad, 
entre  despierta  y  dormida.  El  viento  recio  del  nordes- 
te azotaba  la  enseña  gloriosa,  que  desenvolvía  altiva 
sus  pliegues  sobre  el  último  baluarte  de  la  domina- 
ción española  en  América.  El  cielo  estaba  plomizo, 
lloviznaba  a  intervalos,  había  vapor  de  lágrimiais  en 
la  atmósfera  húmeda.  Sin  embargo,  la  bandera  dje 
la  patina  sonreía  serena  sobre  el  amodorramiento 
matinal  y  la  melancólica  pesadez  de  la  naturaleza. 
Se  elevaba  gallarda  sobre  la  ciudad  aun  silenciosa, 
¿orno  flor  de  esperanza  sobre  campo  desolado  que 
ha  bebido  sangre. 

Poco  a  poco  el  carmín  y  el  azul  de  las  banderas 


100  ENRIQUE    JOSÉ    VARONA 

iban  poniendo  nuevas  manchas  de  luz  y  alegría 
sobre  el  fondo  obscuro  de  esa  primera  mañana  de 
invierno.  Era  como  el  romper  sucesivo  de  gigantes- 
ras  orquídeas,  que  desataban  sus  largas  pétalos  ¡azu- 
les y  blancos  sobre  todas  Jas  azoteas,  en  lo  ¡alta 
de  los  miradores,  en  lo  más  empinado  de  las  torres. 
Era  como  una  marea  de  ondas  cerúleas  y  rojizas 
que  avanzaban  más  y  más  hacia  el  Este. 

Sordo  rumor  comenzó  a  subir  de  las  calles  ton- 
tuosas,  primero  como  zumbido  de  enjambre  lejano, 
luego  como  trueno  de  la  tierra  estremecida,  al  fin 
como  tempestad  ensordecedora  de  aclamaciones,  que 
se  elevan  de  millares  de  pechos,  para  corear  un  him- 
no triunfal  a  la  bandera  de  la  libertad,  que  resplan- 
decía en  lo  alto.  Era  el  pueblo  que  despertaba  y  se 
sentía  libre.  Como  un  Encelado,  que  echa  a  un  lado 
la  montaña  que  .había  gravitado  por  siglos  sobre 
su  pecho,  sacudía  sus  poderosos  miembros  entume- 
cidos y  lanzaba  su  voz  profunda,  que  apagaba  los 
mugidos  del  mar  tajado  por  las  grandes  alas  jdel 
viento  del  Septentrión. 

Mis  ojos  no  se  fatigaban  de  niirar  ese  gjoriosoí 
alumbramiento  de  una  vida  nueva,  que  surgía  dJe 
entre  la  obscuridad  y  el  llanto  dje  un  pasado  ho- 
rrible, simbolizada  por  esa  bandera  que  ascendía 
de  todos  los  ámbitos  de  la  capital,  cubierta  de  niebla, 
como  de  un  Tabor  envuelto  aún  en  la  sombra.  Esa 
era,  ésa,  la  que  hasta  ¡entonces  sólo  había  visto  yo 
decorar  las  moradas  tristes  de  los  proscritos,  en  los 
largos  años  de  peregrinación  por  el  desierto  de  la 


DESDE    MI    BELVEDERE  101 

tierra  extraña.  Esa  la  que  daba  sombría  a  los  túmu- 
los, en  cuyo  derredor  nos  congregábamos  en  oitro 
suelo  a  llorar  a  los  mártires  de  la  patria.  Esa  la 
bordada  con  recelo  en  lo  más  retirado  de  la  casa 
por  la  doncella  intrépida,  y  la  ungida  por  las  lágri- 
mas silenciosas  de  la  madre,  que  la  enviaba  ja  es- 
condidas al  hijo  que  había  de  defenderla,  como  un 
'alismán,  en  desigual  combate.  Esa  la  ,que  tres  ge- 
neraciones habían  visto  flotar  solamente  en  sus  sue- 
ños generosos  de  libertad  y  patria,  la  que  para  tantos 
héroes  sólo  había  significado  deber  y  martirio,  la 
que  únicamente  se  había  desplegado,  al  silbar  de 
íias  balas  y  al  fulgurar  de  los  aceros,  sobre  campos 
Je  muerte.  Y  allí  se  alzaba  ahora,  sobre  la  orgullosa 
ti udiad  que  se  llamaba  inexpugnable,  en  la  majestad 
do  su  gloria  tranquila,  surcando  de  luz  el  espacio 
ton  cada  ondulación  de  sus  brillantes  franjas,  pro- 
clamando el  triunfo  de  la  abnegación  y  el  patrio- 
tismo y  la  eficacia  portentosa  de  una  causa  justa. 

Y  al  verla  hermanada  con  el  pabellón  soberbio 
de  la  Gran  República,  que  ha  sido  el  heraldo  y  cam- 
peón de  la  libertad  de  América,  al  verla  flotando 
a  la  par  de  la  luminosa  bandera  de  los  Estados 
Unidos,  volvía  a  mi  espíritu,  como  evocación  de  un 
pasado  ya  muerto,  el  recuerdo  lejano  de  uno  de  los 
días  más  tristes  de  mi  vida  de  colono  sin  patria. 

Era  el  alba  de  un  4  de  Julio.  Míe  encontraba  en; 
un  'hotel  de  la  metrópoli  neoyorkina.  Fragor  conti- 
nuo de  rápidos  chasquidos,  que  repercutían  en  todas 
direcciones,   me   hizo    sallar   del  lecho;   corrí   a  la 


102  ENRIQUE    JOSÉ    VARONA 

estrecha  ventana,  y  sentí  tal  deslumbramiento,  que 
apenas  podía  darme1  cuenta  de  lo  que  contemplaba. 
La  calle  inmensa  parecía  flamear  toda  entera,  en  la 
gloria  tricolor  de  la  enseña  nacional.  De  cada  tina 
de  millares  de  ventanas  salía  un  brazo  rígido  que 
hacía  flotar  al  viento  la  bandera,  qtie  había  conso- 
lidado la  Unión  y  emancipado  al  siervo.  Abajo,  en 
fila  interminable,  los  coches,  los  carros,  los  ómnibus, 
ía  hacían  pasar  en  sucesión  vertiginosa.  En  todas 
partes  brillaba,  con  profusión  indecible,  desde  el 
hotel  suntuoso,  hasta  la  humilde  tiendecilla.  Un  niño 
limpia-botas  la  había  plantado  con  orgullo  en  el 
pobre  cajón,  que  contenía  sus  útiles  de  trabajo.  Me 
pareció  que  el  alma  del  pueblo  gigante  florecía  a  mi 
vista,  en  ese  símbolo  radioso  de  su  poder  y  su  li- 
bertad. Y  sentí  encogerse  espasmódicamente  dentro 
de  mi  pecho  el  alma  de  Cuba,  que  no  tenía  bandera... 
Y  aquí  está  ahora,  después  de  tantos  años  de  la- 
bor de  sangre,  empapada  por  esta  lluvia  sutil,  como 
por  las  lágrimas  de  un  pueblo  entero;  aquí  lefctá 
triunfante,  alzada  por  el  heroísmo  silencioso  de  tan- 
tas generaciones  que  por  ella  han  sufrido  el  martirio. 
Y,  en  ese  rumor  profundo  que  se  eleva  de  las  olea- 
fas  del  pueblo,  escucho  una  voz,  que  claramente! 
dice:  «Sube,  sube,  bandera  de  la  patria;  fulgura' 
como  sol  que  disipa  las  sombras  del  terror  y  la 
ignominia;  abre  tus  pliegues,  como  alas,  que  cobijen 
corazones  amansados  por  el  dolor  y  ensanchados 
por  el  triunfo  merecido;  tiende  tus  franjas,  como 
iris   perenne   de   paz   y  bonanza,   sobre  esta   tierra 


DESDE    MI    BELVEDERE  103 

manchada  por  el  crimen  y  purificada  por  ©1  sacri- 
ficio. Sube,  sube,  bandera  de  Cuba,  y  que  ese  girón 
sangriento,  que  ostentas  como  símbolo  de  nuestro 
martirio,  restañe  para  siempre  la  sangro  do  las  he- 
ridas de  la  patria.»  ( 

27  de  Diciembre,  1898. 


*&♦' 


i*r 


Una   evocación 


Al  mediar  la  noche  del  tres  de  Febrero  del  corriente 
año,  celebraron  con  febril  regocijo  los  habitantes 
de  Buenos  Aires  una  extraña  fiesta. 

En  un  recodo  del  paseo  de  Palermo,  al  resplan- 
dor intenso  de  focos  eléctricos  y  en  medio  de  mul- 
ticoloras luces  de  Bengala,  gran  concurso  de  pueblo 
formó  círculo  en  torno  de  un  vetusto  edificio',  aten- 
to a  la  obra  que  iba  a  realizar  un  grupo  de  inge- 
nieros. A  la  última  campanada  de  las  doce,  respon- 
dió una  tremenda  explosión,  y  a  ésta,  formidablle 
alarido,  que  pareció  repercutirse  por  todos  los  ám- 
bitos de  la  ciudad  cercana.  La  casa  había  sido  vo- 
lada con  dinamita.  Un  ejército  de  obreros,  armados 
&c  picos  y  cuerdas,  cayó  sobre  los  escombros  aun 
Vitubcantes,  y  a  pocot  dejó  raso  el  suelo,  donde  la 
multitud  empezó  a  banquetear,  entre  gritos  de  júbilo 
v   hurras   ensordecedores. 


106  ENRIQUE    JOSÉ    VARONA 

¿Qué  significaba  esa  algazara  len  medio  de  la  no- 
che, que  parecía  convertir  a  los  honrados  ribereños 
del  Plata  en  romeros  del  sábado  de  WaLpurgis,? 
¿Qué  nueva  Bastilla  habían  derribado  esos  pacíficos 
insurrectos,  amparados  por  la  Ley  y  con  el  auxilio 
de  la  fuerza  pública? 

Aquella  vieja  casa  sombría  era  la  quinta  del  tirano 
Rosas.  Allí  había  ido  a  reposar  de  sus  faenas  san- 
grientas el  Tiberio  argentino,  y  a  preparar  sus  re- 
medos siniestros  de  las  abdicaciones  y  reelecciones 
de  Octavio  Augusto.  Por  allí  había  circulado  la  hues- 
te de  sus  sicarios,  el  tropel  de  cortesanos  que  tem- 
blaban ante  sus  bufones  galoneados  y  constelados 
de  condecoraciones,  y  qiie  iban  a  hacer  coro  a  las 
grotescas  antífonas  del  padre  Lozano.  Por  allí  habían 
rondado  sus  gauchos  salvajes;  y  por  entre  ellos 
había  'discurrido,  como  la  sombra  rósea  de  Beatriz 
entro  las  almas  del  Purgatorio,  aquella  Manuelita, 
que  fué  como  el  iris  que  flotó  sobre  aquel  inmenso 
lago   de  sangre. 

No  es  en  verdad  lo  menos  dramático  de  la  vida 
del  terrible  dictador,  el  papel  que  en  ella  tuvieron 
Jas  mujeres  de  su  familia.  Su  esposa,  como  otra 
Josefina,  aunque  de  modo  mucho  más  activo,  pre- 
paró el  camino  de  su  encumbramiento,  agitando  fac- 
ciones, antes  de  que  las  domeñara  su  marido.  La 
hermana  de  Rosas,  Agustina,  reinaba  en  Buenos  Aires 
por  su  belleza,  mientras  él  mantenía  doblegada  ¡la 
república  por  el  terror.  Y  su  hija  Manuelita,  triste, 
bella  y  dulce,  giraba  incesantemente  en  torno  de  ese 


DESDE    MI    BELVEDERE  107 

astro  siniestro,  dotada  del  misterioso  poder  'de  agitar 
la  única  fibra  sensible  en  el  pecho  de  un  hombre 
de  granito.  La  reliquia  de  más  precio  en.  la  aban- 
donada quinta  era  precisamente  la  acacia  centenaria, 
a  cuya  sombra  gustaba  Manuclita  de  dormir  la  sies- 
ta, teniendo  acurrucado  a  sus  pies  a  Biguá,  mestizo 
idiota,  que  compartía  con  don  Euscbio  de  la  Santa 
Federación  el  alto  honor  de  desarrugar  con  sus  truha- 
nerías el  ceño  del  tirano. 

Pocos  meses  hace  que  murió  en  Londres  esa  mu- 
jer tan  famosa,  que  se  ha  llevado  a  la  tumba  las 
confidencias  lúgubres  de  uno  de  los  hombres  más 
extraordinarios  de  la  historia  de  la  América  Latina 
en  nuestro  siglo.  Si  ella  las  hubiese  confiado  a  su 
Vrez  a  la  posteridad,  ¡qué  documento  nos  hubiera 
dejado  para  reconstruir  la  visión  del  mundo,  pintada 
en  la  retina  espiritual  de  quien  pudo  contemplar 
desde  tan  alto  y  hasta  tan  bajo  las  almas  de;  sus 
semejantes!  El  pensamiento  de  esos  grandes  des- 
\ireciadores  de  la  vida;  de  la  dignidad  y  de  las  va- 
lidades humanas,  como  lo  fueron  el  romano  Sylla 
y  el  argentino  Rosas,  si  se  nos  revelara,  sería  el  más 
maravilloso  tratado  de  moral  ascética  que  pudiera 
escribir  la  pluma  desengañada  de  un  Kempis  se- 
¿lar.  Indiferentes  a  las  torturas  físicas  o  morales  que 
imponían,  derramaron  la  sangre  fríamente  y  fría- 
mente humillaron  las  almas;  y  lo  vieron  todo  tan 
pequeño,  insignificante  o  vil,  que  bajaron  de  la  cús- 
pide de  la  grandeza,  y  no  hicieron  el  menor  esfuerzo 
oor  remontarla.  ! 


108  ENRIQUE    JOSÉ    VARONA 

Se  comprende  muy  bien  rjue,  cuando  se  han  ma- 
nejado los  hombres  como  cosas,  se  caiga  fácilmente 
en  eso  estado  mental  tremendo,  que  pudiera  llamarse 
el  hastío  del  esfuerzo.  Se  necesita  estimar  a  los  de- 
más, para  darse  uno  valoi,  para  darse  precio,  a  sí 
mismo.  Ser  uno  entre  iguales,  aunque  no  sean  muy 
aitos,  ensancha  el  espíritu  y  lo  fortalece.  Ser  único 
sobre  muchos  infinitamente  pequeños,  amengua,  achi- 
ca y  hasta  anula  una  personalidad  vigorosa.  Un  ambi- 
cioso estólido  podrá  seguir  siendo  siempre  ambicioso, 
aunque  domine  desde  muy  alto  infinitas  almas  pos- 
tríadas. Con  un  poco  de  elevación  de  espíritu,  es 
imposible  que  la  ambición  coronada  por  el  éxito 
no  se  disuelva  lentamente  en  el  más  profundo  desen- 
canto, en  el  más  incurable  desprecio  de  esa  misma 
grandeza,  que  se  persiguió  a  costa  de  inaudito  em- 
peño, sin  reparar  en  los  medios  y  por  sobre  todos 
los   obstáculos. 

Sylla,  puesto  que  lo  cité,  se  cansa  de  malar  hom- 
bres y  de  envilecerlos,  y  se  desprende  voluntaría- 
mente  del  poder  que  nadie  le  disputaba  ya,  para 
obscurece rse  o  para  no  tener  que  ver  la  obscuridad 
de  las  almas  ajenas.  Rosas,  vencido  en  un  encuentro 
insignificante,  disponiendo  de  fuerzas  numerosas,  ab- 
dica sin  trabajo,  se  destierra,  y  pasa  largos  ¡años 
hasta  llegar  a  la  senectud,  sin  la  menor  veleidad 
de  tender  la  mano  para  volver  a  asir  la  omnipotencia 
de  que  disfrutó  a  sus  anchas,  y  que  le  permitió  ver 
cómo  puede  arrastrarse  el  animal,  que  tanto  se  en- 
vanece de  su  actitud  erguida. 


DESDE    MI    BELVEDERE  109 

Al  cumplirse  cuarenta  y  siete  años  de  la  llamada 
uiatalla  de  Monte  Caseros,  trata  el  pueblo  argentino 
de  raer  de  la  superficie  de  la  tierra  los  últimos  ¡es- 
combros de  la  qasa  del  tirano;  y  el  suceso  recibió 
nas  aclamaciones  frenéticas  de  una  multitud  inmensa, 
que  parecía  sentirse  libre  de  terrible  obsesión.  Si, 
según  las  añejas  creencias,  rondasen  los  espíritus 
stis  habituales  moradas,  cómo  sonreiría  la  máscara 
neroniana  del  dictador,  al  recordar  que  medio  siglo 
antes  resonaban  en  torno  de  esos  muros  otras  muy 
distintas  aclamaciones;  y  al  pensar  que  cuando  pedía 
al  plebiscito  la  sanción  de  sus  tropelías  no  se  en- 
contraban en  toda  la  república  más  de  cuatro  votos, 
que  osaran  negársela  en  la  sombra  del  anónimo. 

Abril,    1899. 


'♦♦>♦- 


ih 


A  barrer 


En  materia  de  barrido  es  indúdablei  que  estamos 
mejor  que  antes.  Se  barren  mucho  las  calles  de  la 
Habana,  y  las  barren  bastante  bieín.  Da  gusto  ver 
f?sas  cuadrillas  de  gente  atareada,  que  se  toma  tanto 
impeño  en  la  limpieza  pública.  A  mí,  al  menos,  me 
la  gasto,  y  un  puntico  de  pena.  Porque,  sin  quererlo, 
He  acuerdo  de  que  ha  sido  necesario  que  vengan 
de  fuera  a  hacernos  barrer.  Pues  claro  está  que  si 
nosotros,  motu  projirio,  nos  hubiéramos  empeñado 
más  en  remover  nuestro  polvo  y  quitar  nuestro  lodo, 
no  hubiera  tenido  el  vecino  que  venir  a  enseñarnos 
esos  rudimentos  de  mía  virtud,  que  no  es  teóloga} 
ni  cardinal,  pero  que  también  fortalece  el  cuerpo 
y  refresca  el  espíritu. 

Como  las  asociaciones  de  ideas  suelen  parecer* 
tan   caprichosas,    quizás    alguien   se  sorprenderá    al 


112  ENRIQUE    JOSÉ    VARONA 

saber  que  tanto  movimiento  de  escobas  rae  hace  pen- 
sar casi  siempre  en  los  chinos.  No  por  asociación  de 
contraste,  sino  porque  los  discípulos  del  cauto'  Con- 
i'uoio  y  del  sagaz  Meneio  tienen  un  proverbio  que 
dice:  «Si  cada  cual  barriera  decante  de  su  puerta, 
las  calles  estarían  limpias».  Y  esto,  que  puede  ser 
una  explicación,  tan  buena  como  otra,  de  la  prover- 
bial suciedad  de  las  calles  de  sus  ciudades-hormigue- 
ros, me  sirve  a  mí  para  largas  meditaciones  acérela 
de  todo  lo  que  pudiera  hacer  el  esfuerzo  individual 
para  remover  impurezas,  mientras  nos  acostumbra- 
mos al  esfuerzo  colectivo,  y  lo  que  es  más,  para 
facilitarlo. 

¡Si  nos  decidiéramos  a  barrer,  cada  uno  delante! 
de  su  puerta!  Por  supuesto,  que  ya  no  pienso  en  Jas 
calles  tortuosas  por  donde  andamos  o  nos  llevan. 
Ya  esas,  bien  o  suficientemente  bien,  las  barren  en 
cuadrilla,  por  cuenta  de  la  bolsa  común.  Pero  ¡es 
que  nos  queda  tanto  por  limpiar!  Y  sería  lástima 
que  hubieran  de  ser  otros  los  que  nos  forzaran  la 
mano  para  obra  tan  útil  y  decorosa. 

Año  nuevo,  dijimos  el  primer  día  de  este  pasado 
Enero,  vida  nueva.  No  soy  de  los  muy  creyentes 
en  el  milagro  de  que  los  pueblos  cambien  así  de 
piel  completa,  como  los  ofidios.  Por  eso  me  Confor- 
maría con  que  fuéramos  soltando  escama  a  escama, 
hasta  encontrarnos,  dentro  de  suficiente  número  de 
Años,  bien  lustrosos,  flamantes  y  gayados;  con  ves- 
tido nuevo,  en  una  palabra,  y,  a  ser  posible,  aunque 
lardase  algo  más,  con  alma  nueva.  Pero  confieso  que, 


DESDE    MI    BELVEDERE  113 

por  más  que  busco,  no  hallo  ninguna  escama.  Qui- 
zás se  las  lleven  los  barrenderos,  apenas  caen. 

Podrá  ser  defecto  dle  mi  vista;  mas  miro  y  remiro, 
por  dentro  y  por  fuera,  y  todo  me  parece  lo  mismo. 
Somos  tan  descontentadizos  y  estamos  tan  descon.- 
lentos  como  antes;  pero  cada  cual  lo  está  de  los  de- 
más, no  de  sí  mismo.  ¿No<  nos  convendría,  por  acaso,, 
un  ligero  examen  de  conciencia?  No  basta  que  a 
ano  lo  quiten  las  ligaduras,  es  preciso  sentirse  uno 
mismo  suelto.  Si  no,  es  difícil  hasta  el  intentar  mo- 
verse, y  echar  a  andar.  Pues  bien,  se  me  antoja  que 
el  hábito  de  las  trabas  nos  ha  dejado  de  tal  modo 
jík  impresión  de  ellas,  que  no  damos  un  paso  por 
creernos  atados;  y  después  nos  sorprendemos,  dis- 
gustamos y  hasta  indignamos  de  que  nadie  lo  dé. 
Pensemos  que  los  demás  sienten  lo  que  nosotros, 
y  no  seremos  tan  exigentes.  Acabemos  de  conven- 
ciernos  do  que  podemos  hacer  muchas  cosas  que 
antes  no  podíamos,  y  resolvámonos  a  dar  el  ejem- 
plo. Es  más  práctico  que  esperar  a  qU,e  otros  lo  den. 

Todo  lo  que  uno  puede  hacen*  por  sí  mismo  O'  aso- 
ciándose con  olros^  ¿por  qué  esperar  que  se  lo  den 
hecho?  Nuestro  más  viejo  resabio,  y  por  tanto  el  más 
arriesgado,  es  el  de  contar  con  una  providenelia 
visible,  casi  doméstica,  siempre  a  la  mano,  que  debe 
preparar  el  cauce  para  nuestra  vida,  sacarnos  do 
lodos  los  apuros,  y  hasta  distribuirnos  nuestra  por- 
ción congrua  de  felicidad.   Y  como  no  vemos  abrir 


8 


114  ENRIQUE    JOSÉ    VARONA 

el  surco,  ni  nadie  nos  saca  en  hombros,  si  hemos 
yaído  en  algún  garlito,  ni  nos  traen  la  dicha  a  domi- 
cilio; echamos  pestes  contra  alguien  que  debe  ser 
íl  culpable,  y  sobre  todo  contra  un  sistema  político 
y  un  gobierno  que  no  dicta  leyes  para  que  todo  nos 
salga  bien  y  estemos  satisfechos.  Me  figuro  que  si 
nos  propusiéramos  arar  nosotros  mismos  nuestro 
campo,  y  salir  de  aprietos  con  nuestro  ingenio  o  es- 
fuerzo, y  cortarnos  a  nuestra  medida  el  bienestar 
que  nos  sea  dable  adquirir,  nos  quejaríamos  menos 
y  adelantaríamos   y    ganaríamos   más. 

En  la  raíz  de  ¡este  descontento  crónico  encuentro 
ese  hábito,  que  ya  es  en  nosotros  segunda  natura- 
leza, de  esperarlo  todo  de  fuera.  Es  que  nos  lo  deben, 
pensamos;  porque  somos  dignos  de  todo.  ¿Debió  caer 
sólo  para  los  israelitas  vagabundos  el  maná  y  para 
las  Dánaes  emparedadas  la  lluvia  de  oro?  Si  las 
cosas  no  nos  resultan  bien,  la  culpa  es  de  quien 
debe  enderezarlas,  para  que  disfrutemos  de  ellas. 
Nosotros  las  queremos   derechas. 

No  sé  cómo  lo  pasaría  el  qlue  se  atreviera  a  lle- 
garse quedito  a  nuestro  oído  y  nos  advirtiese:— Pero 
quizás  no  seamos  merecedores  de  todo  ese  bien; 
imizás  no  baste  querer  lo  mejor  para  obtener!!^ ; 
quizás  nos  sobren  vanidad  para  corregirnos  e  igno- 
rancia de  lo  necesario  para  enderezar  lo  torcido; 
quizás  sea  efecto  de  nuestra  pereza  u  obra  de  nuestra 
mala  educación  lo  que  nos  parece  producto  de  la 
negligencia  de  ese  otro,  con  quien  contamos  a  título 
de  suficiencia  nuestra  y  sin  su  consentimiento. 


DESDE    MI    BELVEDERE  115 

Como  no  lo  sé,  no  digo  lo  que  le  pasaría.  Mas 
sin  extremar  tanto  la  materia,  ni  poner  el  gesto 
tan  avinagrado,  vuelvo  a  mi  tesis,  mucho;  más  ino- 
cente y  menos  mortificante,  de  que  debía  cada  cual 
hacer  por  escobar  los  rezagos  del  caduco  régimen 
anterior,  que  hayan   quedado  a  su  puerta. 

Entonces,  presentando  marcial  y  gallardamente 
nuestra  escoba,  podríamos  decir  al  de  al  lado:— -Ve- 
cino, yo  por  mi  parte  barro,  ¿quiere  usted  barrer? 

Mayo,  1899. 


'♦»♦- 


El  centenario  de  Balzac 


Algo  atrás  ha  quedado  la  celebración  del  cente- 
íario  de  Balzac.  El  mundo  no  va  más  de  prisa;  pero 
a  la  humanidad  parece  que  le  han  nacido  alas  en  los 
pies.  No  sabe  a  dónde  vuela,  mas  es  lo.  cierto  que 
vuela,  pidiendo  a  cada  instante  la  mayor  suma  y 
la  mayor  intensidad  de  sensaciones.  Vivir  mucho  no 
quiere  decir  ya  vivir  largos  años,  sino  sentir  mucho. 
Se  quiere,  pues,  vivir  mucho  y  de  carrera. 

Gracias  que,  de  cuando  en  cuando,  haya  lugar  para 
volver  la  cara  atrás,  y  recordar  que  tal  día  hizo 
tantos  años  que  nació  o  murió  alguno  de  esos  hom- 
bres excepcionales,  que  se  impusieron  la  tarea  de 
sentir,  inventar,  creer  u  obrar  por  los  demás  y 
para  los  demás.  Se  festeja  la  fecha  recordada  con 
palabras  sonoras,  banquetes  y  fuegos  de  artificio, 
y  sejslgue  de  largo  a  gran  velocidad. 

Del  centenario  de  Balzac  han  quedado,  para  mié- 


118  ENRIQUE    JOSÉ    VARONA 

moría,  una  conferencia  de  M.  Brumetiéne  en  el  tea- 
tro de  Tours,  un  estudio  de  Mr.  Arthur  Symons  etn  la 
Fortnightly  Bevieiv,  varios  artículos  de  periódico,  y 
una  edición  especial  en  inglés  de  algunas  de  sus  no- 
velas, traducidas  por  Miss  Katherine  Préscott  Wor- 
meley. 

No  había  dejado  de  extrañarme  que  los  franceses, 
que  publicaron  tan  lindas  ediciones  selectas  en  los 
lentenarios  de  Diderot  y  Voltaire,  no  hubieran  he- 
cho ahora  lo  mismo,  tratándose  de  un  escritor  no 
menos  eximio  y  no  menos  abundante.  Pero,  pensán- 
dolo bien,  y  sobre  todo,  después  dé  coinoeler  la  se- 
lección de  Miss  Wormeley,  hte  comprendido  que  no 
les  faltaba  razón.  Cabe  penetrarse  del  espíritu  y 
conocer  la  manera  de  aquellos  dos  grandes  escri- 
tores, agrupando  algunas  de  sus  obras  más  carac- 
terísticas. Diderot  está  todo  él  en  El  sueño  de  d'Alem- 
hert,  El  sobrino  de  Ramean,  la  Conversación  de  un 
filósofo  con  la  Mariscóla  de  ***,  en  algunos  de  sus 
Salones.  Voltaire  se  revela  siempre  el  mismo  en 
Cándido  o  en  Micromcgas,  ein  el  Affaire  Calas  o  en 
La  fábula  de  las  abejas,  en  la  tragedia  Brutus  o  en 
unos  versos  efímeros  como  Adieux  a  la  me.  La 
obra  de  Balzac  'es  un  todo  orgánico,  que  no  sufre 
desarticulación. 

En  la  mente  del  gran  autor,  cada  una  de  sus  no- 
velas viene  a  ser  una  escena  de  esa  múltiple,  infi- 
nita comedia  social,  que  sé  había  propuesto  abarcar, 
si  no  en  su  integridad,  en  las  líneas  generales  que 
¿erraran  su  pieriferia.  Aisladas  podrán  ser,  como  Ib 


DESDE    MI    BELVEDERE  119 

son  muchas,  muy  interesantes  para  el  lector  de  oca- 
sión, que  va  a.  pedir  a  la  obra  de  arte  un  rato  de 
divagar,  o  una  suma  de  sensaciones  pasajeras  más 
o  menos  sutiles.  Pero  no  producen,  no  pueden  pro- 
ducir la  vista  de  conjunto  a  que  el  artista  aspiraba, 
ni  menos  pueden  revelar  la  poderosa  personalidad 
del  vidente  que,  colocado  en  el  centro  del  torbe- 
llino humano,  era  capaz  de  seguir  la  trayectoria 
de  una  vida  y  otro  y  otra,  verlas  cortarse,  chocar, 
acelerarse,  retardarse,  sin  que  su  vista  se  confun- 
diera, sin  que  se  deslumhrara,  sirviéndose  de  cada 
existencia  para  explicar  la  mutua,  compleja  acción 
de  todas;  y  desarrollar  el  desenlace  fatal  a  que 
iban  impelidas  por  las  fuerzas  ciegas  del  instinto 
y  la   pasión. 

Pocas  veces,  en  la  historia  del  arte  literario,  se  habrá 
visto  aparecer,  en  época  más  rica  para  la  observa- 
ción, observador  más  agudo  y  penetrante,  más  con- 
vencido al.  mismo  tiempo  de  su  poder  y  más  deci- 
dido a  emplearlo  en  servicio  de  su  obra.  Balzac,  si  no 
destruye  por  completo,  reduce  a  valor  muy  relativo 
la  doctrina  de  la  inconsciencia  de  los  grandes  ar- 
tistas. <La  observación  ha  llegado  a  ser  un  instinto 
en  mí,  decía,  la  facultad  de  penetrar  en  ¡el  alma, 
sin  descuidar  el  cuerpo...  Salirme  de  mi  propia  ma- 
nera de  vivir,  ser  otra  persona  distinta  de  mí,  por 
una  especie  de  embriaguez  de  las  facultades  intelec- 
tuales, y  entretenerme  a  voluntad  en  este  juego,  ha 
sido  mi  recreo.» 

Este  análisis  de  su  facultad  de  rehacer  sus  per- 


120  ENRIQUE    JOSÉ    VARONA 

sonajcs,  descrito  en  tan  pocos  rasgos,  tiene  un  valor 
extraordinario.  Nos  explica  su  modo  de  operar,  que 
es  el  de  todos  los  artistas  que  llamamos  creadores. 
El  no  usa  la  palabra  rehacer,  soy  yo  quien  la  em- 
pleo de  propósito.  Balzac  experimentaba,  sufría  la 
alucinación  peculiar  de  los  compositores  de  per- 
sonajes y  dramas;  la  que  hacía  sentir  a  Flaubert 
los  síntomas  del  envenenamiento  de  madama  Bovary. 
Por  eso  creía  verlos  tales  como  eran  o  debían  ser; 
se  sentía  transfundido  en  el  alma  de  esos  seres  fic- 
ticios. En  realidad;  lo  que  hacía  era  recomponer  en 
su  mente  personajes  que  había  observado  en  el  mun- 
do, que  habían  pasado  junto  a  él,  de  quienes  co- 
noció fragmentos  de  su  vida  o  rasgos  de  su  carácter 
o  los  lincamientos  de  su  fisonomía.  Con  esos  ele- 
mentos daba  forma  a  seres  que  eran  creaciones  suyas 
y  al  mismo  tiempo  represen tacioues  y  tipos  de  los 
nombres   de  su  época  y  su   país. 

Como  que  ¿él  instrumento  que  empleaba  era  de 
admirable  precisión,  pues  su  inteligencia  y  su  fan- 
tasía no  oodían  ser  más  extraordinarias,  y  como 
los  materiales  sobre  que  operaba  fueron  tan  abun- 
dantes y  variados  y  estaban  dolados  de  interés  per- 
manente, su  obra  resulta  de  valor  excepcional.  Por 
iO  mismo,  no  debe  ser  vista,  ni  conviene  que  se  la 
estudie  en  fragmentos. 

Predomina  en  ella  un  concepto  fundamental  de  la 
vida,  quie,  en  su  trágica  sencillez,  recuerda  aquellla 
fuerza  tremenda  que  se  cierne  sobre  el  mundo,  se- 
gún la  manera  de  sentir  y  comprender  la  existencia 


DESDE     MI     BELVEDERE  121 

que  tuvieron  los  antiguos.  La  passion  est  toute  Vhu- 
manité.  Cada  esciena  de  las  que  trazó  aquella  pluma 
febril  es  una  demostración  de  ese  principio. 

No  es  del  momento  dilucidar  si  es  más  verda- 
dero que  otros;  si  la  complejidad  infinita  del  mun- 
do, aun  reducida  a  la  humanidad,  es  capaz  de  ser 
contenida  en  tan  escueta  fórmula.  Pero  ese  con- 
cepto explica  la  obra  del  gran  novelista,  y  hace 
comprender  la  necesidad  de  abarcarla  en  su  con- 
junto, para  darle  toda  su  importancia.  El  brillante 
es  uno  solo,  mas  hay  que  ver  las  mil  facetas  en  que 
está  tallado,  para  admirar  los  reflejos  y  cambiantes 
numerosos  de  la  luz  que  lo  baña.  Una  sola  ¡ley 
doblega  a  la  triste  humanidad,  la  del  dolor;  pero 
son  infinitos  los  aspectos  de  nuestra  miseria.  Para 
comprender  a  quien  intentó  mostrarlos  todos,  hay 
que  seguirlo  en  cada  estación  de  la  vía  dolorosa  que 
recorrió,  y  fijarse  en  cada  uno  de  los  cuadros  que 
[¡os  va  señalando  al  paso.  Es  otro  angustioso*  viaje 
¿or  la  selva  obscura,  sin  necesidad  de  bajar  a  las 
i'egiones  infernales. 

Junio,    1899. 


-♦<$►♦" 


Il¿ 


Educación  popular 


Gracias  a  un  periódico  de  esta  ciudad,  leí  el  otro 
día  una  carta,  entre  enigmática  y  zumbona,  en  que 
se  míe  excitaba  a  decir  algo  sobre  educación  popular. 
La  epístola  contiene  algunas  insinuaciones  curiosas 
y  algunas  otras  obscuras.  Por  eso  no  estoy  seguro 
de  haberla  entendido  bien;  y  a  no  ser  por  la  seriedad 
del  periódico  y  el  lugar  preferente  que  le  concedió, 
la  hubiera  lomado  toda  por  pura  broma. 

Sea  de  ello  lo  que  fuere,  como  el  asunto  en  sí  no 
tiene  nada  de  cómico,  antes  bien,  mucho  de  triste, 
haré  como  si  la  petición  se  encaminara  a  buscar  una 
respuesta.  Hay  casos  en  que  vale  más  pasarse  de 
candido  y  no    de  listo. 

Se  me  ocurre  a  veces  que  estamos  necesitados! 
no  sólo  de  educación  popular,  sino  de  .educación 
total.  En  ocasiones  me  parece  que  somos  una  co- 


124  ENRIQUE    JOSÉ    VARONA 

iectividad  social  bastante  mal  educada.  Pero  todo 
ello  sólo  a  veces  y  en  ocasiones.  Las  más,  me  reclino 
blandamente  en  esa  suave  satisfacción  de  uno  mis- 
mo, que  tantos  llaman  amor  patrio.  Entoneles  tjno 
siento  seguro  de  que  somos— plural  de  soy— un  de- 
chado de  perfecciones ;  y  convengo  en  que  hay  que 
reformar  la  educación...   de  los  demás. 

Puestos  a  reformar,  es  claro  que  se  debe  empezar: 
por  la  base.  Sobre  todo  en  materias  de  educación, 
hay  que  comenzar  por  el  principio  y  dejarlo  bien 
rematado.  Se  impone  el  método  de  las  matemáticas: 
subir  los  escalones  de¡  uno  en  uno,  no  de  dos  en  dos, 
y  menos  de  cuatro  en  cuatro. 

Este  es  un  descubrimiento  muy  viejo,  como  otros 
muchos,  y,  como  otros,  bastante  desatendido.  Hade 
buenos  siglos  que  lo  preconizaba  uno  de  los  seudot- 
evangelistas,  el  autor  del  Evangelio  de  la  Infancia. 
En  uno  de  sus  capítulos  da  Jesús  esta  bella  lección 
á  su  maestro.  Quiso  el  futuro  Cristo  ir  a  la  esduela, 
y  fué  conducido  a  ella.  «Cuando  el  maestro  vio  a 
Jesús,  escribió  un  alfabeto  y  le  dijo  que  pronunciara 
Aleph.  Cuando  Jesús  lo  hubo  hecho,  le  dijo<  que 
pronunciara  Bcth.  El  señor  Jesús  le  dijo:— Dime  pri- 
mero lo  que  significa  Aleph,  y  entonces  pronunciaré 
Beth.* 

Ahora  bien,  parece  muy  claro  que  la  base  de  la 
educación  social  está  en  la  preparación  que  reciban 
para  la  vida  las  clases  populares.  Si  hemos  de  empe- 
zar por  Aleph  antes  de  pasar  a  Beth,  pongamos 
manos    a    educar    al    pueblo.  A  primera  vista,   sin 


DESDE    MI    BELVEDERE  125 

Iluda,  esto  se  ve  claro.  Lo  malo  es  que,  a  segunda 
vista,  ya  se  ve  un  poco  borroso. 

No  se  educa  con  preceptos,  sino  con  ejemplos.  Hace 
millares  de  años  que,  de  la  boca  de  sus  sacerdotes, 
ie  sus  profetas,  de  sus  moralistas,  de  sus  manda- 
rines, de  sus  magistrados,  de  sus  tribunos  y  hasta 
de  sus  empresarios  de  espectáculos,  descienden  blan- 
damente sobre  los  pueblos,  como  los  incesantes  y 
apresurados  copos  de  tina  gran  nevada  sin  viento, 
los  más  saludables  consejos  para  ablandar  el  cora- 
zón, morigerar  la  conducta  y  rectificar  al  cabo  la 
vida.  Y  toda  esa  lluvia  bienhechora  se  desliza  y  cae 
por  tierra,  sin  dejar  sino  algunas  gotas  adheridas 
a  la  ropa,  gotas  que  un  movimiento  maquinal  sacude, 
o   que   se    evaporan   y  desaparecen. 

Lo  vque  labra  en  la  conciencia  es  la  acción  que  se 
ve  repetir  y  que  se  repite.  La  acción  del  que  uno 
estima,  a  sabiendas  o  no,  superior.  Cada  individuo 
imita  al  otro  que  admira;  cada  clase  a  la  que  está 
encima.  La  educación  desciende  de  arriba  hacia  aba- 
jo. En  los  buenos  tiempos  de  la  monarquía,  el  rey 
educaba  a  la  corle,  la  corte  a  la  nobleza  de  espada, 
la  nobleza  de  espada  a  la  noblleza  togada,  la  no- 
bleza togada  a  la  clase  media,  la  clase  media  al 
pueblo.  La  educación,  que  no  era  muy  buena  en 
«0  alto,  resultaba  pésima  en  lo  bajo,  porque  cada 
copia  se  asemejaba  menos  a  un  original  que  nada 
tenía  de  excelente.  Pero  de  todos  modos,  el  hecho 
es  el  hecho;  y  mientras  haya  hombres  y  clases 
sociales— lo  que  va   para  largo,— se  repetirá  inflexi- 


126  ENRIQUE    JOSÉ    VARONA 

bl emente  el  mismo  fenómeno.  De  suerte  que  para 
sanear  los  sótanos,  hay  que  tener  .muy  limpias  y 
ventiladas  las  galerías  superiores.  Lo  que  pasa  en 
éstas  se  halla  a  la  vista  de  todos;  y  es  una  lección 
objetiva  de  cada  instante  para  millares  y  millares 
de  alumnos  que,  la  reciben  sin  darse  cuenta  del  apren- 
dizaje. Mientras  se  juegue  en  el  club,  se  jugará  en 
la  taberna.  Mientras  combatan  al  florete  los  caba- 
ñeros, pelearán  los  jaques  a  cuchilladas. 

Lo  que  digo  de  la  educación  en  este  sentido  tan 
amplio,  que  es  el  eme  le  corresponde,  habría  de 
repetirlo  de  la  instrucción.  Grande  y  urgente  nece- 
sidad tenemos  de  instruir  a  nuestro  pueblo;  pero  la 
instrucción  es  también  como  el  agua:  corre  de  la 
Jima  a  la  falda.  Cuando  Francia,  después  de  sus 
tremendos  desastres,  se  aplicó  con  renovado  ardor 
a  su  obra  de  regeneración,  muchos  eminentes  y  no- 
bles espíritus,  a  su  cabeza  Renán,  pidieron  que  la 
reforma  de  la  enseñanza  empezara  por  los  estu- 
dios superiores.  Muchas  razones  abogaban  en  su 
favor,  pero  la  profunda  y  decisiva  es  que,  para 
enseñar,  lo  primero  que  se  necesita  son  maestros, 
¿m  maestro  es  un  guía;  el  guía  mejor  es  el  que 
tía  ido  más  lejos  y  con  más  frecuencia  por  el  camino 
que  ha  de  enseñar  a  recorrer.  El  que  ha  explorado 
más  y   ha  'descubierto   más  amplios   horizontes. 

¿Por  dónde,  pues,  debemos  empezar  nosotros,  si 
jueranos,  como  debemos;  educar  e  instruir  a  nues- 
tras clases  ineducadas  e  iletradas?  ¿Por  arriba?  ¿Por 
el  medio?  ¿Por  debajo?  ¿Dónde  está  núes  trio  Aleph? 


DESDE    MI    BELVEDERE  127 

Como  la  carta  a  que  me  he  referido  no  me  pedía 
soluciones,  que  hubiera  sido  ponerme  en  grande 
aprieto,  hago  lo  que  puedo  planteando  el  problema, 
como  mejor  se  me  alcanza.  Dicen  que  problema  bien 
planteado  está  ya  medio  resuelto.  Vamos  a  ver,  pues, 
Á  desentrañamos  la  dignificación  de  Aleph,  y  en- 
tonces  podremos   pasar   a   Beth. 

Junio,   1899. 


w5 


D'Annunzio  y  la  crisis  actual 


Recuerdo  que  hablando  cierta  vez  con  Mme.  Chalía 
del  renacimiento  de  la  ópera  italiana,  que  había 
tenido  su  más  cabal  expresión  en  esos  dos  talentos 
'an  juveniles  y  al  mismo  tiempo  tan  vigorosos,  Mas- 
cagni  y  Leoncavallo,  me  deslicé,  sin  sentirlo,  al  cam- 
po de  la  literatura;  donde,  por  entonces,  cuando  se 
hablaba  de  Italia  y  su  nueva  escuela,  todo  lo  domi- 
naba, como  la  sombra  de  un  coloso,  el  genio:  a  la 
vez  sombrío  y  resplandeciente  de  D'Annunzio. 

Para  mí  Jo  característico  de  la  producción  de  este 
siglo  en  el  campo  de  las  artes  es  la  rapidez  con  que 
¿r¿  suceden  y  renuevan  las  escuelas.  No  tomo  esta 
palabra  en  un  sentido  pedantesco,  sino  como  un 
signo   cómodo   para    expresar  las  obras   que  pueden 


9 


130  ENRIQUE    JOSÉ    VARONA 

formar  grupo;  sin  darle  otra  importancia  que  la  que 
tenga  para  la  clasificación.  Esa  renovación  'demues- 
tra la  intensidad  de  la  vida  moderna,  qrue  hace  va- 
riar tanto  el  gusto.  El  viento  huracanado  de  nues- 
tra época  gasta  las  modas,  como  si  fueran  bujías 
de  cera.  Esto  constituye  una  gran  ventaja  para  los 
talentos  originales,  pero  íes  asfixiante,  para  los  me- 
diocres. En  el  mero  círculo  de  la  novela,  y  en  la 
sola  tierra  italiana,  ¡cuántos  cambios  entre  Ugo  Fos- 
eólo   o    Manzonni    y    Gabriel©  D'Annunzio! 

Sin  embargo,  debajo  de  las  simples  alteraciones 
de  forma  o  procedimientos,  no  sería  difícil  descu- 
brir una  transformación  profunda  que  procede  de 
un  modo  mucho  más  lento.  El  arte  también  sufre,  y 
era  natural  que  sufriera,  la  influencia  de  este  gran 
movimiento  que  nos  arrastra,  como  la  poderosa  co- 
rriente del  golfo,  a  otro  hemisferio  apenas  entre- 
visto, a  otro  mundo  diversamente  constituido  en  lo 
social,  no  sé  si  para  menor  o  mayor  tormento^  del, 
pobre  átomo   que  es  el  individuo. 

He  citado,  como  cité  en  aquella  conversación,  el 
nombre  del  gran  novelista  italiano,  porque  de  todas 
las  formas  literarias  la  novela  es  la  que  descubre 
mejor  el  cambio  a  que  aludo;  y  en  las  obras  de  ese 
artista  insigne,  el  cual  por  su  temperamento  parece 
que  debía  serle  refractario,-  se  puede  señalar  uno 
de    sus    aspectos    más    importantes. 

En  nuestros  días,  todo  tiende  a  socializarse,  si  se 
me  permite  la  expresión.  Quiero  decir  que  la  preocu- 
pación de  lo  social  predomina  sobre  lo  meramente 


DESDE     MI    BELVEDERE  131 

individual.  No  es  la  primera  vez  que  ocurre»  así; 
y  en  cierto  modo  pudiera  llamarse  esto  mía  regne- 
jión,  si  no  coincidiera  ahora  el  refinamiento  más 
exquisito  de  la  conciencia  personal  con  esa  intensa 
manifestación  de  la  conciencia  colectiva.  Quizás  el 
aspecto  más  trágico  de  la  historia  de  la  humanidad 
sea  éste  que  ahora  nos  presenta  al  individuo  cons- 
ciente de  su  inmersión  en  el  agregado,  en  la  masa, 
donde  tiende  a  desaparecer.  En  las  épocas  del  comu- 
nismo primitivo  la  conciencia  individual  era  rudi- 
mentaria; hoy  ha  alcanzado  un  grado  pasmoso  de 
desarrollo.  Esta  es  la  causa  radical  del  malestar 
profundo  de  las  sociedades  civilizadas  coetáneas.  Es- 
tamos en  plena  crisis  del  individualismo,  y  somos 
individualistas  hasta  la  médula  de  los  huesos. 

Quizás  al  decir  somos  he  estado  pensando  más  de 
lo  que  debiera  en  mí  mismo.  Hay  quienes  sostienen 
con  gran  autoridad  que  los  pueblos  de  nuestra  raza 
guardan  mucho  del  sello  comunista  de  su  primitiva 
organización.  Pero  de  todos  modos  es  indudable  que 
el  trabajo  mental  de  los  últimos  siglos  había  sido 
en  dirección  contraria,  y  que  nuestras  instituciot- 
nes  y  nuestra  producción,  unas  y  otra  en  el  sentido 
más  alto,  se  habían  vaciado  en  el  molde  individua- 
lista. 

Resulta  por  tanto  un  curioso  problema  el  de  un 
artista  que,  por  su  educación  y  carácter,  está  im- 
pregnado de  individualismo,  en  frente  de  los  fenó- 
menos que  hoy  se  producen,  y  que  está  obligado  a 
reproducir  en  sus  obras,  para  que  sean  interesantes. 


132  ENRIQUE    JOS©   VARONA 

El  efecto,  en  una  palabra,  ele  la  revelación  impo- 
nente del  predominio  de  la  fuerza  social  en  esa  sen- 
sibilidad sobreaguda,  hecha  a  considerar  el  indivi- 
duo como  el  centro  del  mundo. 

No  es  difícil  predecir  que  el  resultado  tiene  que 
ser  ese  pesimismo,  que  trata  de  consolarse,  de  en- 
gañarse al  memos,  con  la  exaltación  y  la  adoración 
de  las  formas  bellas,  el  cual  constituye  el  desolado 
fondo  de  las  obras  del  portentoso  estilista  italiano. 
Desde  el  momento  en  que  el  interés  no  va  a  con- 
centrarse en  algunos  individuos,  por  quienes  poda- 
mos apasionarnos,  porque  el  individuo  va  siendo 
cada  vez  más  una  cantidad  despreciable,  quedan  sólo 
-us  grandes  líneas  que  encierran  el  conjunto,  y  los 
efectos  de  masa;  y  se  vuelven  de  súbito,  por  un  ca- 
mino disimulado,  al  arte  por  el  arte.  Los  personajes 
van  tomando  más  y  más  papel  secundario,  y  vuelve 
a  adquirir  importancia  el  escenario,  y  cobrjan  valor 
artístico  inusitado  los  grandes  grupos  humanos  que 
*?n  él  se  mueven.  > 

Otra  gran  novelista  italiana,  Matilde  Serao,  acaba 
Üe  insinuar  que  d'Annunzio  va  perdiendo  en  la  fa- 
cultad de  hacerse  simpático;  aunque  reconoce  en  él, 
sin  atenuaciones,  al  «profeta  de  la  belleza»  en  Italia. 
Cuando  un  verdadero  artista  deja  romper  el  hilo 
que  ponía  en  contacto  su  corazón  con  los  otros  co- 
razones, sin  que  pueda  atribuirse  el  hecho  a  eclip- 
se de  su  genio,  es  porque  una  gran  causa  externa 
obra   para   producir   esa   extraña  desviación. 

Mucho  me  temo  que,  mientras  dure  la  crisis  actual, 


DESDE    MI    BELVEDERE  133 

y  ha  de  ser  muy  larga,  se  presente  más  de  un  caso 
semejante.  Y  como  no  todas  las  obras  que  vayan 
apareciendo  han  de  tener,  para  subsistir,  la  admira- 
ble forma  que  caracteriza  las  de  d'Annunzio,  muchas, 
innumerables  han  de  ser  las  que  vayan,  como  las 
hojas  de  otoño,  a  confundirse  en  el  polvo  coln  las 
ij'iic  las   precedieron    en   su   arrebatado   giro. 

Agosto,    1899. 


♦  ♦>♦- 


U.T 


amare 


La  segunda  crucifixión 


La  abominación  consumada  en  Rennes  ha  espan- 
tado al  mundo,  y  aterrado  a  los  franceses  que  no 
están  intoxicados  por  el  orgullo  o  el  odio.  Han  sen- 
tido que  les  apretaban  a  los  labios  un  cáliz  de  in- 
famia, y  han  tenido  que  apurar  su  licor  aicerbo, 
hasta  las  heces.  Cargan  sobre  sí  el  peso  abrumador 
de  la  iniquidad  que  no  han  cometido,  y  de  que, 
sin  embargo,  son  responsables.  Indignados  e  impo- 
tentes, devoran  en  silencio  la  ignominia  que  no  me- 
recen. Porque  los  hijos  de  un  mismo  pueblo  comul- 
gan, quiéranlo  o  no,  con  la  misma  hostia,  esté  ama- 
sada de  gloria   o   de  infamia. 

La  vida  social  no  es  menos  trágica  que  la  del 
mdividuo.  La  tremenda  ley  de  la  solidaridad  de  los 
miembros  de  un   agregado  humano  se  revela  a  ve- 


136  ENRIQUE    JOSÉ    VARONA 

ees  cu  catástrofes  morales,  que  hunden  en  el  propio 
abismo  a  culpables  e  inocentes.  Sus  caminos  too 
parecen  menos  misteriosos  que  los  de  esa  fuerza 
ciega  que  precipita  al  hombre  aislado  de  caída  en 
'  caída,  contra  todo  el  poder  de  su  voluntad,  que 
13  es  al  cabo  sino  el  flaco  deseo  de  resistir  a  lo  inevi- 
table. Juguete  son  del  vértigo,  que  sopla  no  sabemos 
de  dónde,  lo  mismo  los  pueblos  que  los  hombres. 
La  vacilante  luz  de  la  razón  sólo  sirve  para  alumbrar 
A  medias  el  espantable  derriscadero  eme  los  atrae 
y  sepulta. 

En  medio  de  esas  tormentas  fulminantes,  lo  más 
(¡ue  puede  hacer  el  individuo,  el  átomo,  es  alzar 
su  voz  entre  el  tronido  de  los  elementos,  no  para  so- 
meterse a  su  furia,  como  un  rey  Lear  desolado, 
sino  para  oponer  su  protesta  a  las  cataratas  desbor- 
dadas de  la  iniquidad.  La  voz  de  la  justicia  en  los 
labios  de  un  profeta  podrá  ser  ahogada  de  momento 
por  el  bramido  de  los  aquilones  que  desatan  la  llu- 
via y  desgarran  la  nube  en  que  arde  el  rayo;  pero 
cuando  ellos  han  pasado,  su  eco  misterioso  se  le- 
vanta, loma  alas,  y  repercute  por  todos  los  ámbitos 
del  espacio.  El  profeta  habla  desde  el  seno  del  hu- 
racán a  la  región  serena  que  está  más  allá  de  su 
arrebatado  curso.  Es  un  sembrador  que  lanza  el 
grano  de  la  verdad,  para  que  vaya  a  caer  a  lo  lejos, 
hi  la  semen  lera  del  porvenir.  Su  obra  puede  pa- 
recer estéril,  porque  no  fructifica  a  la  vista;  pero 
va  germinando  en  lo  profundo,  y  en  su  día  rom- 
perá en  tallo  y  flor,  del  duro  seno  de  la  tierra.  Sin 


DESDE    MI    BELVEDERE  137 

ella  la  humanidad,  como  el  agua  inmóvil  de  inmensa 
marisma,    sólo   fermentaría   para   corromperse. 

Del  cuadro  sombrío  y  doloroso  que  ha  presentado 
la  Francia  coetánea,  la  Francia  del  anti-semitismo 
y  de  la  autocracia  militar,  se  destaca  un  grupo  ba- 
lado en  luz,  compuesto  de  algunos  hombres  ínte- 
gros y  magnánimos.  Aunque  pese  también  sobre  ellos 
la  carga  de  iniquidad,  por  ellos  será  removida  de  los 
hombros  de  su  patria.  En  ellos  está  la  chispa  que 
será  faro  mañana.  Por  ellos  surgirá  de  nuevo  limpia 
y  luminosa  el  alma  de  la  gran  nación,  que  tanto  ha 
sufrido  por  humanizar  el  mundo.  Ese  ha  sido  el 
grupo  de  aquellos  valientes,  a  quienes  la  ignara  es- 
tulticia de  los  ambiciosos  de  bastarda  popularidajd 
ña  querido  denigrar  con  el  mote  de  intelectuales.  En 
ellos,  en  efecto,  se  ha  acendrado  lo  más  puro  del 
intelecto  francés,  y  los  ha  preservado  del  contagio 
de  la  cobardía  vocinglera,  cine  se  arremolina  en  tor- 
no de  los  barateros  del  crimen;  de  esos  que  invocan 
la  gloria  de  la  patria,  cuando  la  prostituyen  y  des- 
honran. 

La  lucha  titánica  de  esos  hombres,  como  Anatole 
France  o  Zola,  sin  más  arma  que  su  pluma,  contra 
el  tórrenle  desbordado  de  lodos  los  prejuicios  de  un 
pueblo  ciego  de  fanatismo,  contra  la  poderosa  liga 
de  los  intereses  de  una  clase  omnipotente  en  el 
Fslado.  contra  la  fuerza  de  resistencia  de  la  rutina, 
empedernida  en  el  fetichismo  de  la  cosa  juzgada, 
está  ya  sirviendo  para  rescatar  de  su  ignominia  pa- 
sajera la  conciencia  de  una  gran  nación.  Su  entereza 


138  ENRIQUE    JOSÉ    VARONA 

moral  es  de  Un  subidos  quilates,  que  basta  para 
contrapesar  la  enorme  cobardía  de1  tantos  que  hacen 
profesión  de  valor.  Mientras  los  fuertes  de  oficio 
temblaban,  esos  meros  intelectuales  descubrían  el 
pecho  y  se  iban  de  cara  al  peligro  a  desafiar  al  mino- 
tauro  enfurecido.  Admirable  fué  Voltaire,  defendien- 
do al  hugonote  Calas  desde  su  apacible  retiro  de 
Ferney;  estos  herederos  de  su  generoso  espíritu  lo 
ion  todavía  más,  porque  han  estado  siempre  en  lo 
más  recio  de   la   batalla. 

Parece  muy  sencillo  decir  la  verdad.  Pero  cuando 
un  pueblo  entero,  tocado  de  demencia,  la  aborrece 
*¡n  saberlo,  y  'entroniza  en  su  lugar  la  mentira,  el 
salir  a  proclamarla  es  hazaña  infinitamente!  más  ries- 
gosa que  ir  a  purgar  las  soledades  primitivas  de 
monstruos  y  quimeras.  Hoy  no  se  levantan  pública- 
mente piras  para  quemar  a  esos  contradictores  in- 
sensatos; pero  se  les  persigue  con  el  ostracismo  mo- 
:»al,  se  les  lapida  la  honra,  se  les  viste  el  sambenito 
fie  la  infamia,  y  se  les  imprime  en  la  frente,  como  con 
fcn  hierro  enrojecido,  el  estigma  de  traidores.  Tarde 
o  temprano  llega  la  hora.de  la  reparación;  pero 
mientras  tanto  sangra  el  cuerpo  y  desfallece  con- 
vulso el  espíritu. 

Por  eso  me  parecen  tan  grandes  esos  franceses,  que 
cuando  todo  su  pueblo  aullaba :  «crucifiquemos  al 
judío»,  contestaban  impertérritos:  «purifiquemos  al 
inocente».  El  judío  ha  sido  crucificado  de  nuevo.  No 
importa;  por  esos  amantes  de  la  justicia  ha  quedado 
Ja  purificada  la  inocencia.  Y  mañana  su  patria  re- 


DESDE    MI    BELVEDERE  139 


¿onocerá  que  esos  pocos  han  sido  los  que  han  acu- 
mulado  el   precio   de  su  rescate. 


Septiembre,   1899. 


-♦♦!♦♦- 


l*r< 


Diez  de  Octubre 


Miradas  a  distancia,  las  grandes  fechas  históricas 
son  como  las  cimas  más  empinadas  de  las  alterosas 
cordilleras;  parecen  perdidas  y  solitarias  en  la  in- 
mensidad del  éter.  Sin  embargo,  no  son  sino  el  re- 
mate d©  una  gradual  ascensión,  el  punto  elevado 
y  casi  indeciso  que  separa  dos  inmensas  vertientes, 
opuestas,  aunque  contiguas,  unas  ein  iel  espacio,  otras 
en  el  tiempo. 

El  diez  de  Octubre  de  1868  marca  en  la  historia 
de  América  uno  de  esos  altos  puntos,  quei  sirven 
de  límite  a  dos  épocas.  El  núcleo  de  hombres  re- 
sueltos que,  a  la  luz  incierta  de  una  madrugad^ 
tropical,  se  reunió  en  la  Demajagua,  para  declaran 
que  había  llegado  la  hora  de  la  independencia  de 
Chiba,  y  para  afirmar  su  resolución  de  defendeiila 
p.  costa  de    todos   los   sacrificios,   incluso   el   de  su 


142  ENRIQUE    JOSÍi    VARONA 

vida,  apareciera  un  día,  a  los  ojos  del  historiador, 
tan  extraordinario,  como  el  de  aquellos  aventure- 
ros del  mar  que,  al  posar  la  planta  en  la  misteriosa 
isla  de  Guanahaní,  abrieron  una  nueva  ruta  al  co- 
mercio de  las  ideas  y  productos  de  Europa,  o  como 
el  de  esos  peregrinos,  que  al  llegar  a  la  playa  glacial 
de  Plymouth,  consagraron  un  continente  a  la  liber- 
tad de  conciencia. 

Bien  pocos  eran  unos  y  otros;  pero  los  impulsaba 
una  fuerza  inmensa.  Su  esfuerzo  era  la  resultante 
de  un  trabajo  anterior  colosal.  Colón  y  sus  compa- 
ñeros rompieron  la  brecha  que  ¡necesitaba  ya  Jai 
emergía  expansiva  de  la  civilización  ¡de  occidente. 
Miles  Standish  y  los  suyos  abrieron  el  primer  cauce 
a  la  impetuosa  corriente  de  ideas,  que  iba  a  rege- 
nerar esa  civilización.  Céspedes  y  sus  amigos  vi- 
nieron, siglos  después,  a  socavar  el  dique  que  se- 
paraba los  dos  raudales  nacidos  de  aquellos  tíos 
grandes  sucesos.  \ 

Si  se  considerase  la  empresa  de  Céspedes  como 
un  hecho  aislado,  parecería  obra  de  la  temeridad, 
vecina  a  la  demencia.  A  pesar  solo  las  circunstan- 
cias externas,  todas  las  probabilidades  estaban  en 
contra  suya.  Contaba  con  pocos  hombres,  pocas  ar- 
mas y  escasos  recursos.  Al  poder  que  intentaba  de- 
rrocar le  sobraba  cuanto  a  él  le  faltaba.  Esto  era 
lo  superficial.  Lo  profundo  era  la  obra  de  disgrega- 
ción lenta,  pero  continua,  de  cuanto  España  había 
representado  y  representaba  en  América.  Su  domi- 
nación en  las  Antillas  parecía  sólida,  y  estaba  car- 


DESDE    MI    BELVEDERE  143 

comida;  carcomida  por  el  diente  invisible  del  ana- 
cronismo latente,  que  era  su  espíritu.  España  estaba 
en  el  corazón  de  América,  en  las  últimas  décadas 
del  siglo  diez  y  nueve,  viviendo  con  su  sangre  y 
su  cerebro  de  los  siglos  ya  muertos,  de  los  siglos 
de   la  conquista   y   la  colonización. 

Eli  torno  suyo,  enfrente,  había  crecido,  se  babía  agi- 
gantado otro  pueblo  con  un  espíritu  totalmente  diver- 
so; flexible,  apto  a  todo  cambio,  dispuesto  a  todo  pro- 
greso, capaz  de  la  más  rápida  adaptación;  su  antítesis, 
on  todo  lo  que  determina  el  buen  éxito  en  las  épocas 
de  transformación,  como  la  actual.  El  choque  de 
¿sos  dos  pueblos,  que  encarnaban  dos  tendencias 
tan  radicalmente  diversas,  era  inevitable;  y  ese  cho- 
que tenía  que  determinar  una  nueva  orientación 
de  los  sucesos,  que  constituyen  la  vida  de  las  so- 
ciedades; por  lo  menos  en  este  continente,  que  había 
de  ser,  como  fué,  su  escenario. 

La  lucha  entre  España  y  la  Unión  Americana  es- 
taba iniciada,  casi  desde  los  albores  del  siglo.  Cada 
girón  del  imperio  español,  que  desgarraba  el  vien- 
to de  las  revoluciones,  entraba  en  la  órbita  de  in- 
fluencia de  la  gran  nación  que  se  consolidaba  en  el 
Norte,  y  contribuía  a  que  se  aproximara  más  el  mo- 
mento del  conflicto  final.  Cuando  Céspedes  sacó  la 
espada  para  cortar  el  último  eslabón  de  la  cadena 
que  unió  a  España  y  América,  eso  golpe  sonó  como 
la  primera  campanada  de  la  hora  decisiva.  En  el  reloj 
del  tiempo  los  años  son  segundos.  A  nosotros  nos  ha 
tocado  oir  la  última  vibración.  Nosotros  hemos  pre- 


144  ENRIQUE    JOSÉ   VARONA 

senciado  el  choque  fulminante.  Pero  el  golpe  inicial, 
que  ha  hecho  posible  el  maguo  suceso,  se  dio  en 
la  Demajagua  aquel  diez  de  Octubre. 

Al  considerar  así  el  papel  histórico  de  Céspedes 
y  los  demás  iniciadores  de  la  revolución  cubana, 
en  nada  se  empequeñece  su  importancia  para  nues- 
tro pueblo.  Todo  lo  contrario'.  Ningún  acaecimiento 
histórico  adquiere  sus  verdaderas  proporciones,  sino 
jonsiderado  en  relación  con  los  demás  y  en  el  con- 
junto de  los  que  componen  la  vida  de  la  humanidad, 
en    un   período    marcado   del   tiempo. 

La  revolución  cubana,  iniciada  en  18G8  y  terminada 
treinta  años  después,  además  de  su  significación  ca- 
pital para  el  pueblo  que  la  ha  realizado,  tiene  la 
que  le  imprime  ser  un  suceso  de  la  más  alta  im- 
portancia en  la  historia  de  América;  en  la  pugna  y 
contienda  de  las  razas  que  han  traído  a  este  conti- 
nente la  civilización  occidental;  en  el  conflicto  de 
uleas  trasplantado  a  nuestro  hemisferio  a  bordo  de 
la  «Santa  Marisa»  y  en  el  puente  de  la  «Flor  de  Mayo». 

Considerada  así,  envuelve  una  gran  lección  para 
nuestra  raza.  La  pone  frente  a  frente  a  una  de  esas 
inevitables  encrucijadas,  a  que  llegan  los  pueblos, 
como  los  individuos.  España  ha  sucumbido  en  Amé- 
rica, porque  no  ha  sabido  adaptarse  a  las  nuevas 
condiciones  que  la  vertiginosa  civilización  coetánea 
iba  creando  en  torno  nuestro.  Si  sus  descendientes 
quieren  subsistir,  y  deben  quererlo,  como  factor  apre- 
dable  e  importante  de  esta  civilización  en  esta  parle 
del   mundo   que   ocupan   con   buenos    títulos,   deben 


DESDE    MI    BELVEDERE  145 

despojarse  cuan  lo  unios  del  manto  de  plomo  del 
tradicionalismo,  que  sus  hábitos  de  raza  las  pegan 
a  Jas  carnes,  y  entrar  con  nuevo  espíritu  en  Ja 
nueva  liza. 

Céspedes  y  sus  continuadores  trabajaron  y  se  sa- 
crificaron para  que  Cuba  no  se  quedara  rezagada, 
como  hubiera  quedado,  si  subsistía  el  régimen  que 
España  representaba.  Derrocado  ese  régimen,  se 
abrían  para  Cuba  más  amplios  horizontes,  que  le 
ofrecían  nueva  vida,  vida  mejor.  ¡Ay  de  los  que  no 
vean  que  para  conseguirla  necesitamos  renovar,  re- 
generar el  espíritu  con  que  liemos  de  ir  a  su  con- 
quista! 

Octubre,  1899. 


-♦♦>♦- 


10 


va-7 


Ironía  de  la  suerte 


No  ha  muchos  días  narraban  los  periódicos  nor- 
teamericanos las  ceremonias  con  que  celebró  la  Uni- 
versidad de  Chaiiollesville,  en  Virginia,  la  erección 
de  un  monumento  al  más  egregio  de  sus  alumnos, 
Edgard  Alian  Poe.  ( 

No  he  logrado  leer  el  obligado  panegírico  del  poe- 
ta, pronunciado  por  Mr.  Hamilton  W.  Mabie  en  el 
mismo  recinto,  que  atravesó,  como  un  meteoro,  el 
bello  adolescente.  Y  a  fe  que  me  pesa;  porque  hay 
un  punto  escabroso,  que  no  ha  de  ser  lo  memos 
picante  en  ese  discurso,  y  que  desde  luego  tiene  que 
suscitar  el  mayor  interés.  Este  mismo  hijo  intelectual, 
cuya  figura  melancólica  se  ofrece  ahora  esculpida 
en  bronce  a  la  admiración  de  sus  hermanos  postu- 
mos, ¿se  les  ofrece  también  como  ejemplo?  Porque 
el   alma  parens  del  poeta  errabundo  y  descarriado 


148  ENRIQUE    JOSÉ    VARONA 

no  tuvo  para  él  entrañas  muy  maternales.  La  que 
ahora  acoge  su  efigie  con  honores  solemnes,  como 
reclamando  para  sí  algunos  rayos  de  su  nimbo  de 
gloria,  lo  expulsó  ignominiosamente  de  su  regazo, 
niño  aún;  y  fué  la  primera  en  empujarlo  por  'la 
tseabrosa  pendiente,  en  cuyo  fondo  cayó  al  fin,  que- 
brantado su  gallardo  cuerpo,  rotas  en  trizas  las  alas 
luminosas  de  su  espíritu  soberano. 

Las  puertas  que  se  cerraron  implacablemente  para 
el  vivo,  se  abren  hoy  de  par  en  par  ante  el  muerto. 
Tardío  desquite  de  la  suerte,  ofrecido  al  cabo  die 
tan  largo  tiempo  al  genio,  que  viene  a  reinar  después 
de  morir  donde,  por  tantos  años,  fué  el  suyo  nombre 
de  escándalo,  pronunciado  con  temeroso  horror  por 
aquellos  sesudos  camaradas  que  llegaron,  sin  tro- 
piezos ni  caídas  aparentes,  al  sancta  del  doctorado. 

Ante  esta  insigne  reparación,  que  ha  necesitado 
casi  todo  el  siglo  para  consumarse,  no  es  posible 
ahuyentar  el  recuerdo  de  las  infames  diatribas  que 
persiguieron  en  vida  al  poeta  infortunado,  ni  sobre 
Lodo  el  del  coro  de  ponzoñosas  homilías  con  que  fué 
saludada  su  espantable  muerte.  La  santa  indignación 
de  los  virtuosos  de  oficio  tronó  desde  el  Sinaí  de  los 
pulpitos;  los  dosificadores  de  la  moral  pública  hi- 
ciaron  la  anatomía  de  sus  pecados  en  las  columnas 
:le  los  periódicos;  hasta  el  infiel  albacea,  encargado 
de  salvar  para  la  posteridad  sus  tesoros  literarios, 
erigió  una  picota  al  frente  de  sus  obras,  para  clavar 
allí,  obediente  a  su  pura  conciencia  á&  juez  severo 
y  vestido  de  limpio,  la  honra  del  amigo,  que  ya  no 


DESDE    MI    BELVEDERE  149 

podía  conjurar  sus  escrúpulos  con  el  talismán  de  su 
genio.  De  las  cuatro  plagas  del  horizonte  volaron,  en 
negro  enjambre,  los  cuervos,  para  graznar  sobre 
el  cadáver  su  fatídica  antífona:  «Ya  no  nos  escan- 
dalizarás más,   no,   nunca   más». 

La  posteridad  no  se  había  atrevido  antes  de  ahora 
a  coronar  en  público  al  mayor  poeta  de  la  América 
anglo-sajona.  En  un  ángulo  escondido  del  Museo 
Metropolitano  de  Nueva  York,  una  alterosa  figura, 
blanca  y  fría,  extiende  casi  maquinalmehte  su  brazo 
mórbido,  para  colocar  una  guirnalda  de  laurel  sobre 
Vi  frente  demacrada  de  un  busto  en  alto  relieve, 
lis  la  Poesía,  correctamente  vestida  de  amplia  tú- 
nica de  mármol,  que  parece  recatarse  para  brin- 
dar esa  modesta  ofrenda  al  que,  por  amarla  con 
amor  intenso  y  exclusivo,  sacrificó  la  juventud,  la 
fortuna,  ia  posliza  estimación  del  mundo  y  hasta. 
el  don  excelso  de  su  divina  inteligencia. 

Digno  de  atención  sería  descubrir  a  qué  obede- 
ce el  cambio  de  ideas  que  permite  a  una  universi- 
dad, tan  genuinamente  americana,  honrar  ya  con 
publicidad  y  aparato  al  que  arrojó  de  sus  aulas;  y 
cuyo  espíritu  parecía  vagar  con  el  signo  que  el  dios 
del  Génesis  puso  en  la  frente  del  errante  primogé- 
nito de  Adán.  ¿Qué  ha  podido  reconciliar  la  opinión 
de  los  pseudo-purilanos  con  el  gran  poeta  que  tanto 
los  despreciaba?  ¿Ha  sido  la  consagración  universal 
cíe  su  genio  por  el  testimonio  unánime  del  mundo, 
cautivo  del  singular  hechizo  die  sus  obras  porten- 
tosas? ¿O  es  el  espíritu  de  tolerancia  y  humanidad 


150  ENRIQUE    JOS$    VARONA 

que,. se  infiltra  cada  vez  más  en  las  grandes  comu- 
nidades modernas,  y  que  sopla  al  cabo  con  alfas) 
tan  libres  sobre  la  frente  de  la  gran  democracia) 
americana? 

Prefiero  esta  segunda  respuesta;  porque  son  visi- 
bles los  signos  de  esa  transformación  de  la  conciencia 
pública  en  los  Estados  Unidos.  Bien  poco  hace  que 
.tiurió  ese  gran  pugilista  de  ideas  que  fué  Ingersoll; 
y  sus  adversarios,  los  que  más  duramente  habían 
sentido  los  golpes  de  su  maciza  dialética,  saludaron 
con  respeto  al  luchador  vencido  por  la  muerte.  Los 
ministros  de  todas  las  sectas,  que  él  había  comba- 
tido con  la  tenacidad  característica  de  su  raza,  tu- 
vieron jpalabras  de  elogio  para  la  sinceridad  del 
pensador.  Los  creyentes  reconocían,  su  vínculo  de 
humanidad  con   el   agnóstico. 

Las  ciudades  americanas,  por  donde  paseó  Poe 
Su  alma  exaltada  y  su  imaginación  divina,  BaMi- 
more,  Richmond,  Boston,  Filadelfia  y  la  misma  Nueva 
York,  eran  entonces  poblaciones  pequeñas,  en  com- 
paración de  lo  que  han  llegado  a  ser.  El  veneinjo 
oculto  de  la  vida  del  poeta  fué  la  atmósfera  social 
enrarecida,  que  tuvo  que  respirar  en  ellas.  La  mirada 
escrutadora  de  tantos  ojos  hostiles  que  lo¡  rodeaban 
£an  de  cerca  le  producía  el  efecto  de  verdaderos! 
basiliscos,  que  estuviesen  examinando  al  microsco- 
pio sus  menores  faltas.  Se  sentía  como  emparedado 
dentro  de  esas  vidas  tan  próximas.  Cada  vez  estaba 
más  lejos  de  los  que  tenía  más  cercanos,  y  buscaba 
el  medio  de  escapar  a  su  contacto  por  medio  de  las 


DESDE    MI    BELVEDERE  151 

peligrosas  alucinaciones  de  la  embriaguez,  que  había 
de  matarlo. 

El  poeta  murió  aplastado  por  una  sociedad  que 
pesaba  demasiado  sobre  su  frágil,  etéreo  organismo. 
Esa  sociedad,  que  ha  crecido  y  se  ha  engrandecido 
y  refinado,  le  erige  hoy  estatuas.  Son  monumentos 
expiatorios  que,  como  siempre,  se  levantan  demasiado 
tarde;  pero  que  vale  más,  de  todos  modos,  que  se 
levanten.  Son  una  ironía  del  destino,  en  que  se 
deslíen  algunos  granos  de  consuelo,  no  para  el 
desagraviado,  sino  para  los  qne  contemplan  fel 
desagravio. 

Octubre,   1899. 


'♦«►♦- 


\S2 


Humorismo   y   tolerancia 


Dicen,  por  lo  menos  dice  Pauw,  que  en  Atenas 
había  im  tribunal  encargado  de  juzgar  los  chistes. 
Es  verdad  que  Xicola'i  lo  ha  contradicho,  y  hasta 
ha  puesto  de  embustero  a  Panw.  Querella  de  eruditos. 
De  todos  modos  éste  sería  el  caso  de  repetir:  se  non 
é  vero,  c  ben  trouato,  porque  el  rasgo  es  bien  ático. 
Si   Atenas  no   tuvo  el   tribunal,   merecía  tenerlo. 

Ante  esos  jueces,  duchos  en  el  arle  de  desentrañar 
la  gracia  aun  bajo  la  peluca  blanca  de  un  magis- 
trado inglés,  llevaría  yo  un  atestado  de  cierta  escena, 
que  tuvo  lugar  hace  poco  en  la  Cámara  de  los  Co- 
munes; seguro  de  obtener  en  su  favor  el  sufragio 
unánime  de  los  sesenta  peritos.  Porque  no  menor 
número  era  el  de  los  jueces,  eme  podía  reunir  en 
cada  ocastón  aquella  ciudad  de  las  Musas  y  las 
Risas. 


154  ENRIQUE    JOSS    VARONA 

Los  diputados  irlandeses  no  han  tenido  empacho 
en  atestiguar  públicamente  su  simpatía  por  los  boers; 
V  alguno  de  ellos,  como  Mr.  Redmond,  ha  procurado 
que  sus  sentimientos  sean  bien  conocidos  por  los 
belicosos  campesinos,  que  están  haciendo  frente  con 
tanta  audacia  y  fortuna  al  formidable  poder  britá- 
nico. Con  este  motivo  un  diputada  leal,  Mr.  Seton 
Krarr,  llamó  la  atención  del  gobierno  de  Su  Graciosa 
Majestad,  y  uno  de  los  más  poderosos  ministros, 
Mr.  Balfour,  que  ha  solido  filosofar  en  sus  horas 
perdidas,  se  dignó  llamar  a  capítulo  al  efusivo  ir- 
landés. Esta  vez  era  un  ministro  el  que  interpelaba! 
a  un  representante;  y  el  incidente  dio  lugar  a  una 
de  las  justas  agudezas  más  divertidas  de  que  hay 
memoria  en  los   graves   anales  parlamentarios. 

El  diálogo  fué  corto,  y  merece  trasladarse  con  toda 
fidelidad  posible: 

Mr.  Balfour.— Se  ha  dado  el  caso  de  que  un 
miembro  de  esta  Cámara  ha  dirigido  sus  expre- 
siones de  simpatía  a  los  enemigos  en  armas  del 
Imperio. 

Mr.  Redmond.— Al  enviar  mi  testimonio  de  sim- 
patía al  Transvaal,  no  he  hecho  más  que  seguir  el 
ejemplo  del  emperador  Guillermo.  (Bisas  en  todos 
los  bancos  de  la  Cámara). 

Mr.  Balfour.— No  sabía  que  hubiese  usted  tomado 
tal  modelo.  (Aplausos).  Pero  al  menos,  el  emperador 
Guillermo  no  es  subdito  británico,  ni  miembro  del 
Parlamento.   (Carcajada  general). 

Mr.   Redmond   (Muy   serio).— Cierto;   pero  es   co- 


DESDE    MI    BELVEDERE  155 

ronel  del  ejército  inglés.  (Un  trueno  de  risotadas 
sacude  la  sala). 

Mr.  Balfour  (Sentándose  y  con  tono  de  gran  in- 
diferencia).—No  es  la  primera  vez  que  ciertos  dipu- 
tados de  esta  cámara  han  prometido  su  apoyo  a  los 
enemigos  de  S.  M. ;  pero  ese  apoyo  no  ha  sido 
nunca  sino  moral  (Sonrisas  y  aplausos).  Tengo  mo- 
tivos para  creer  que  en  esta  ocasión  sucederá  como 
en  las  otras.  Pienso  que  la  Cámara  no  tiene  por  qué 
dar  grande,  importancia  al  incidente.  (Cae  el  telón 
entre  aplausos  ruidosos  y  prolongados). 

Aunque  Mr.  Balfour  es  autor  de  un  libro  sobre 
la  duda  filosófica,  dudo  que  nunca  se  haya  elevado 
más  en  las  alturas  de  la  serenidad,  que  tan  bien 
sienta  a  los  espíritus  especulativos.  Como  no  creo 
que  los  grandes  humoristas,  sus  compatriotas,  hayan 
logrado  idear  una  escena  de  más  subido  valor  có- 
mico, que  ésa,  cortada  en  plena  realidajd,  y  trans- 
mitida por  los  estenógrafos,  todavía  viva  y  palpi- 
tante, a  todos  los  lectores  del  munido.  Su  gran  mérito 
consiste  para  mí  en  que  abre  una  dilatada  perspec- 
tiva sobre  el  alma  de  un  pueblp,  que  representa! 
papel  tan  prominente  en  los  deslinos  actuales  de 
la  humanidad. 

El  humorismo  es  planta  que  prende  en  suelos  muy 
diversos,  pero  en  ninguno  se  extiende  y  florece 
como  en  el  británico.  Casi  parece  un  atributo  de 
raza.  El  inglés  es  el  hombre  del  humor,  como  el  fran- 
cés el  hombre  del  esprit.  Pero  nótese  que  el  esprit 
se  va  todo  en  superficie,  y  el  humor  todo  en  profun- 


156  ENRIQUE    JOSÉ    VARONA 

didad.  Aquél  es  un  rayo  de  luz  que  juega  sobre  la 
delicada  película  nacarina  de  una  pompa  de  jabón; 
este  ©s  un  haz  de  sol  que  va  a  buscar,  para  encen- 
derlo, el  espejo  del  agua  escondida  en  el  obscuro 
fondo  de  una  cisterna.  El  esprit  es  un  juglar,  que 
hace  voltear  las  palabras  en  vez  de  bolas  de  colores, 
y  ríe  para  hacer  reír.  El  humor  es  un  satirizante, 
disfrazado  de  clown,  que  pone  a  la  vista  el  fondo 
de  las  cosas,  el  reverso  de  las  medallas,  y  ríe  para 
hacer  pensar.  El  esprit  es  jocoso  y  el  humor  mielan- 
cólico.  El  uno  es  hijo  del  ingenio,  que  se  siente  libro 
y  vuela;  el  otro  es  hijo  de  la  fuerza,  que  siente,  sin 
embargo,  las  limitaciones  naturales,  y  saie  que  ha 
de  luchar  con   obstáculos. 

El  humorismo  del  pueblo  inglés  es  una  de  las 
manifestaciones  de  la  conciencia  de  su  fuerza.  En 
él  entra  por  mucho  el  bíceps,  el  famoso  bíceps  anglo- 
sajón. Esos  pugilistas  bromean  de  antemano  con 
los  golpes  que  asesta  el  deslino,  atleta  sin  rival, 
champion  del  mundo.  Por  eso  es  uno  de  los  caminos 
que  los  lleva  a  la  tolerancia,  prenda  tan  general 
entre  ellos  como  el  humorismo.  Es  verdad1  que  su 
tolerancia  tiene  una  punta  de  desdén.  La  condes- 
cendencia de  la  giganta  Glumdalclitch  con  el  ho- 
múnculo Gulliver.  Pero  de  todos  modos  ya  es  mucho1, 
intre  hombres,  que  el  fuerte  oiga  con  reposo  las 
invectivas  del  débil,  y  aun  le  consienta  que  }¡e  dis- 
pare sus  pelotillas  de  papel  mascado  a  las  antiparras. 
Hércules  se  contentó  con  recoger  en  ,su  piel  de  león 
el  ejército  de  pigmeos  que  lo  asaltaba,  y  llevársel|o 


DESDE    MI    BELVEDERE  157 

lomo  presente  curioso  a  Euristhieiiies.  Pero  eso  per- 
tenece a  la  fábula.  Y  es  grato  ver  en  la  realidad  que 
los  poderosos  sepan   hacer  verdadera  la  ficción. 

El  desenlace  de  la  escena  de  la  Cámara  de  los 
Comunes,  que  he  referido,  no  es  menos  típico  que  el 
diálogo  que  lo  precedió;  y  envuelve  una  lección  más 
alta.  No  es  poco  hostilizar  meramente  con  la  ironía 
al  que  se  puede  sujetar  con  la  fuerza;  pero  es  mucho 
inclinarse,  aunque  sea  aparentando  desdén,  ante  la 
libertad  de  pensar  y  sentir,  aun  siendo  en  contra 
nuestra  y  por  lo  mismo  que  es  en  contra  nuestra. 

Noviembre,    1899. 


-♦♦>♦ 


>ar9 


A   una   esfinge  chipriota 


Yo  te  he  visto,  posada  em  una  di©  las  acroteirasj 
áel  viejo  sarcófago,  vuelta  la  grupa  al  huésped  de 
algunos  días  que  fué  allá  a  rendir  su  última  jomada, 
a  dormir  su  último  sueño;  vuelto  ed  rostro  impasible, 
agitado  apenas  por  la  sonrisa  lúgubre  de  tus  labios 
lie  piedra,  al  transe  unte  que  se  paraba  mudo  a 
contemplarte,  o  se  alejaba  con  indefinible  terror,  pe¡r- 
beguido  por  la  mirada  inmóvil  de  tus  ojos  entor- 
nados. 

A  través  de  las  anchas  vidrieras,  se  veía  caer  en 
menudos  copos  la  nieve.  Caía  sin  tregua,  sin  rumor, 
como  si  el  cielo  quisiera  arrebujar  la  tierra  soño- 
lienta en  un  frío  manto  de  silencio  y  olvido. 

Yo  te  había  visto  antes  muchas  veces.  Tallada  en 
madera,  esculpida  ien  mármol,  fundida  en  bronce. 
Pero  nunca  te  habías  revelado  a  mi  espíritu,  como 


160  ENRIQUE    JOS£    VARONA 

en  ese  bloque  de  calcáreo  gris,  en  tu  papel  de  guar- 
dián de  da  muerte  y  tentadora  de  la  funesta  curio- 
sidad de  la  vida. 

Allí  estabas,  en  el  pedestal  más  adecuado;  presi- 
diendo indiferente  a  la  descomposición  de  la  mate- 
ria; proponiendo  al  espíritu  el  pavoroso  enigma  del 
perenne  renacimiento  del  dolor  en  la  naturaleza. 

Más  de  ¡veinticinco  siglos  hace  que  la  mano  de  un 
Artista  errabundo,  venido  a  tu  Chipre  risueña  del 
Egipto  próximo  o  de  la  Asiría  lejana,  te  hizo  surgir 
de  la  piedra,  símbolo  de  su  anhelo  angustioso  de 
penetrar  el  gran  misterio,  expresión  corporal  de  sus 
terrones,  al  volver  la  vista  al  mundo  caliginoso  de 
Ais  sombras. 

Ante  ti  estuve  yo,  también  errante  y  angustiado, 
pensando  que  la  fría  incredulidad  de  nuestro  siglo 
decrépito  ha  podido  despojarte  de  tu  dignidad  de 
símbolo;  pero  no  ha,  podido  contestar  la  fatídica 
pregunta,  que  parece  resonar  todavía  en  tus  labios 
eternamente  mudos. 

Fuera  de  la  gran  sala,  llena  ele  las  relit¡uLas  inertes 
del  pasado  remoto,  caía  silenciosamente  la  nieve, 
y  era  glacial  el  hálito  de  los  lagos  y  los  bosques. 

Tú  asististe  al  gran  espectáculo  de  la  fusión  de 
los  pueblos  y  de  la  transfiguración  de  sus  ideas 
cardinales.  Tú  viste  mezclarse  las  razas  y  las  creen- 
cias, y  presenciaste  las  metamorfosis  de  los  dioses. 
En  los  bajo  relieves  de  esa  misma  tumba  donde 
eslás  posada  en  tu  serenidad  desdeñosa,  ¿quién,  si 
no  tú,  podría  decirnos  si  esa  figura,  que  parece  des- 


DESDE    MI    BELVEDERE  161 

vanecierso  al  roce  invisible  de  las  alas  del  tiempo, 
vs  Astarté  que  muere  o  Afrodita  que  nace?  Tocaban 
las  riberas  encantadas  en  tu  isla  las  naves  fenicias 
y  las  barcas  jónicas;  y  en  aquel  suelo  se  verificó 
a  tu  vista  el  desposorio  del  arte  oriental  y  el  arle 
úelénico.  Tú  contemplabas  apática  las  grandes  obras 
del  amor  y  la  ilusión.  Y  sonreías,  con  tus  labios 
sarcásticos,  pensando  en  esa  labor  infinita,  que  pa- 
noe  tener  por  objeto  perpetuar  la  miseria,  en  el 
fondo   de  un   mundo  de  formas   tan  bellas. 

Cuando  yo  estaba  ante  tí,  como  clavado  al  suello 
por  el  peso  de  mis  pensamientos,  moría  un  año 
en  su  lecho  de  hielo.  La  nieve  ponía  sus  blancos  fes- 
tones en  las  anchas  vidrieras.  La  melancolía  de  la 
naturaleza  armonizaba  con  tu  hosco  aspecto  y  mj 
espíritu  desolado. 

Yo  te  preguntaba,  sin  articular  sonidos,  por  qué 
la  primera  manifestación  de  la  vida  es  el  dolor,  y 
la  pena  la  prístina  revelación  de  la  conciencia.  Que- 
ría decirte  que  esa  ley  funesta  hace  pesar  sobre  el 
Aiundo  sensible  una  maldición  injusta.  Pero  tu  son- 
risa enigmática  heló  mi  palabra  interior,  y  rompió 
el  sortilegio  misterioso  en  que  me  envolvía  tu  pre- 
sencia. Pude  al  fin  alejarme;  pero  tú  quedabas  rei- 
nando en  mi  recuerdo,  dura,  sombría,  indiferente 
e  irónica. 

Cuando  salí  de  aquel  recinto,  poblado  por  las 
memorias   d»    las    edades    muertas,   la    nieve  ¿íabía 


11 


162  ENRIQUE    JOSÉ    VARONA 

acabado  de  extender  su  albo  sudario  sobre  la  tierra. 

Muchos  días  han  pasado.  Muere  ahora  otro  año. 
Pero  aquí  brilla  el  sol  en  un  cielo  sm  nubes,  y  sobre 
Ja  tierra  'verde  y  florida  no  cae  en  blandos  copos 
la  nieve.  Y,  sin  embargo,  vives  en  mi  espíritu,  aterido 
de  frío;  vives,  como  en  aquel  cuadro  que  parecía 
hecho  para  tu  calma  glacial.  Porque1,  cuando  se  ha 
contemplado  una  vez  tu  faz,  que  parece  interrogar 
al  tiempo  que  no  descansa  y  a  la  eternidad  muda, 
ya  no  se  la  olvida.  Y  la  sed  de  curiosidad  que  encien- 
des no  se  apaga.  < 

Esfinge,  misterio,  ironía,  misterio  de  la  vida,  iro- 
nía del  des-lino,  dicen  que  tú  conoces  la  clave  del 
enigma  del  bien  fugaz  y  del  mal  perenne;  dicen 
que  sabes  el  shibboleth,  a  cuyo  conjuro  se  disipa 
la  noche  de  la  conciencia  humana.  Así  lo  dicen; 
pero  tus  labios  de  piedra,  abiertos  sólo  para  tu  lú- 
gubre sonrisa,  no  han  pronunciado,  ni  pronunciarán 
jamás   palabra   alguna. 

Diciembre,   27,    1899. 


-♦«►♦- 


163 


A  la  nueva  estatua  del  Parque 


Parecía  que  el  firmamento  había  derramado  sobre 
\a  ciudad  todos  sus  astros,  desde  los  más  blancas 
hasta  los  más  rojos,  como  el  carbunclo  que  brilla 
en  el  corazón  de  Scorpio.  El  Parque  era  una  in- 
mensa fragua  ten  ignición.  En  su  centro,  sobre  el 
pedestal  tanto  tiempo  desierto,  se  erguía  una  ma- 
trona de  bronce,  enhiesto  el  brazo  que  sostiene  un 
sol. 

Perdido  entre  la  multitud  que  avanzaba  por  lentas 
sacudidas,  vi  la  aparición,  a  trechos  sombría,  a  tre- 
chos luminosa,  y  en  la  cima,  resplandeciente.  Traté 
de  acercarme;  y  te  reconocí  al  cabo,  oh  Libertad, 
sol  de  las  conciencias,  vencedora  de  las  tinieblas  del 
alma. 

Te  reconocí,  o  te  adiviné;  porque  era  para  mí 
indudable  que  sólo  tú  debías  presidir  aquella  fiesta; 


161  ENRIQUE    JOSÉ    VARONA 

,a  fiesta  de  un  pueblo,  emancipado,  por  la  virtud 
suprema  que  reside  en  tu  amor. 

Y  al  contemplarte  en  aquel  sitio,  sobre  aquel  pe- 
destal, sentí  intensa  sacudida,  y  en  pos  un  gran 
deslumbramiento;  como  si  el  vertiginoso  tropel  de 
los  recuerdos  pugnara  en  mi  espíritu,  por  abrir 
campo  a  la  inabarcable,  luminosa  perspectiva  del 
futuro. 

Te  vi  vuelta  la  espalda  a  la  vieja  ciudad,  como 
queriendo  decir  eterno  adiós  al  pasado.  Te  vi  sobre 
aquel  alto  zócalo,  que  había  mantenido  soberbio  el 
símbolo,  que  fué  encarnación  de  los  días  de  la  es- 
pada y  el  cetro;  como  para  demostrar,  aun  en  aque- 
lla hora,  que  el  mañana  tiene  su  raíz  en  el  ayer; 
y  que  en  la  flor  más  espléndida  se  acendran  Jos 
jugos  del  suelo   impuro. 

En  ese  instante,  Diosa  fecunda  en  dulces  prome- 
sas, me  parecieron  más  perceptibles,  si  no  más  ex- 
plicables, las  contradicciones  que  pugnan  en  tu  hen- 
chido seno;  de  donde  pueden  nacer  o  venturas  sin 
cuento,   o   interminables    desventuras. 

Creí  comprender  cuan  vana  quimera  es  pensar, 
que  basta  substituir  un  símbolo  a  otro,  para  que 
muera  una  ¡edad  y  surja  la  nueva,  tan  completamente 
diversa,  tan  limpia  y  pura  de  toda  sombra  de  la 
anterior,  como  la  bella  Melusina,  al  desprendersie 
de   su  deforme  envoltura  de  sierpe. 

Para  los  hombres,  como  para  los  pueblos,  el  tiem- 
po es  una  cadena  que  va  soldando  eslabones  a  esla- 
bones ;  y  éste  que  se  desliza  en  nuestras  manos  asido 


DESDE    MI    BELVEDERE  165 

está  al  anterior,  el  cual  viene  en  pos  de  otros  y  otros 
infinitos,  pendientes  en  el  insondable  abismo,  que 
hemos  dejado  a  la  espalda.  Aspiramos  a  tener  alas 
en  los  pies;  y  es  noble  y  legítima  nuestra  aspiración; 
pero  no  debemos  olvidar  la  vieja  cadena,  si  no  que- 
remos, al  'empezar  a  remontar  el  vuelo,  sentirnos 
fijos  y  adheridos  a  la  dura  tierra  por  inconmensu- 
rable peso. 

Tú,  Libertad  fulgurante,  nos  enseñas,  en  esta  nue- 
va forma  que  te  ha  dado  el  arte  moderno,  que 
avanzas,  derramando  luz  a  torrentes.  Y  los  rayos 
de  lu  mágica  antorcha  parecen  decirnos  que  tu  ma- 
yor enemigo,  el  monstruo  que  tratas  de  domeñar,  es 
la  ignorancia. 

Ignorancia  de  lo  que  dejamos  en  pos  de  nuestros 
pasos;  ignorancia  de  las  fuerzas  con  que  contamos 
al  presente;  ignorancia  de  lo  próximamente  asequi- 
ble, de  aquello  de  que  es  capaz  y  de  que  nos 
hace  dignos  nuestro  esfuerzo,  y  de  lo  que  es  en 
definitiva  irrealizable. 

Logra  tú,  Diosa  a  la  par  tierna  y  severa,  logra 
tú  apartar  a  mi  pueblo  de  ese  terrible  escollo.  Bien 
lo  merece;  porque  te  ha  amado  mucho,  y  por  ti 
ha   penado  y   pugnado   mucho. 

Enséñale  a  no  olvidar;  porque  lo  pasado  es  maes- 
Lro  insubstituible;  y  enséñale  a  considerar  los  erro- 
res de  otros  tiempos  como  parte  de  su  herencia^ 
de  que  debe  purgarse,  si  quiere  transmitir  otra  más 
noble  a  las  generaciones  venideras.  Enséñale,  ade- 
más, que  nacer  débil  es  ley  natural;  pero  que  la  na- 


166  ENRIQUE    JOSÉ    VARONA 

turaleza  da  al  organismo  tierno  los  medios  de  robus- 
tecerse, si  logra  adaptarse,  y,  cuando  se  trata  de 
Un   organismo   consciente,   si  sabe  adaptarse. 

Y  enséñale  sobre  todo  que  poseerte  es  el  bien 
sumo,  cuando  se  sabe  lo  que  tu  posesión  significa. 
Poseerte,  oh  Libertad,  es  la  dignidad  suprema,  pero 
es  también  la  responsabilidad  suprema.  Tú  pones 
en  las  manos  de  los  pueblos  la  balanza  de  su  destino; 
ie  entregas  a  la  par  las  pesas  de  los  bienes  y  las 
pesas  de  los  males;  y  cuando  así  lo  han  hecho,  te 
apartas,  para  que  sean  ellos  los  que  carguen  los 
platillos.  Tú  te  ciernes  en  lo  alto^  y  miras  con  in- 
terés de  madre.  Pero  no  tocas  el  brazo  que  distribuye 
las  pesadas. 

Tú  estás  en  lo  alto,  y  alumbras. 

25  de  Mayo,   1902. 


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A  Paul  de  Kock 


Permíteme,  sombra  regocijada,  que  turbe  por  bre- 
tes momentos  tu  larga  siesta.  Soy  portador  de  una 
nueva,  que  ha  de  contribuir  no  poco  a  entretener 
tu  buen  humor  de  ultratumba.  Pues  supongo,  que 
allá  en  el  Hades  misterioso  tu  espíritu  continúa 
dirigiendo  al  vasto  hormiguero  humano  la  misma 
mirada  benévola  y  burlona,  con  que  veías  desfilar  a 
los  atareados  subditos  del  rey  burgués  delante  de 
tu  ventana  del   boulevard  S.  Martin. 

En  los  campos  de  rollizas  y  encaracoladas  berzas, 
que  sin  duda  prefieres  a  los  prados  de  asfódelo  del 
mundo  supralunar,  no  sé  si  conservarás  tu  figura 
alegre  y  bonachona  de  rentista  regordete,  a  quien 
no  espesan  la  sangre  las  digestiones  difíciles;  mas 
estoy  seguro  de  que  guardas  el  mismo  maleante  in- 


168 


ENRIQUE    JOSÉ    VARONA 


teres  por  las  bizqueras  morales,  que  tan  sabroso 
pasto  de  risa  ofrecen  a  los  que  estamos  seguros  de 
ía    perfecta    focalización    de   nuestros   ojos. 

La  sombra  trágica  que  se  proyectó  sobre  tu  cuna, 
sólo  pareció  dejar  en  tu  alma  aversión  profunda 
por  las  estériles  agitaciones  de  la  política.  En  la  pro- 
longada tranquilidad  de  tu  vida  sin  aventuras,  tuviste 
a  tus  anchas  vagar  y  espacio  para  familiarizarte  con 
todas  las  muecas  de  la  máscara  humana;  y  aprendiste 
a  repetirlas,  para  provocar  en  el  infinito  número 
de  los  aburridos  la  sonora  explosión  de  la  carcajada 
desopilante. 

Indiferente  al  menosprecio  de  los  críticos  titulares, 
alejado  de  los  cenáculos  en  que  se  acuñaba  la  mo- 
neda legítima  del  buen  gusto,  sin  ambición  de  esti- 
lista ni  aspiración  a  la  agudeza  recóndita,  preferiste 
hacer  reir  a  hacer  llorar;  sin  otra  filosofía  a  la 
vista  que  la  convicción  de  que  los  hombres  tienen 
demasiados  motivos  de  melancolía,  para  no  sentirse 
agradecidos  de  veras  al  que  los  mueve  a  risa,  a 
costa  de  los    traspiés   ajenos. 

Las  pequeñas  ridiculeces  que  sorprendiste  con  tu 
pequeña  linterna,  Diógenes  de  las  huertas  de  vi- 
llorrio y  de  las  alcobas  en  la  trastienda,  no  son  las 
úlceras  profundas  que  los  novísimos  médicos  so- 
ciales ponen  al  descubierto,  para  afligirnos,  ya  que 
no  para  curarnos.  No  te  la  dabas  de  Galeno.  Sabías 
lo  que  eras,  caricaturista  de  los  entresuelos  de  la 
sociedad  coetánea;  y  cabe  sospechar  que  estabas 
contento  de  lo  que  eras. 


DESDE     MI     BELVEDERE  169 

Tus  compatriotas  te  leían:  aunque  los  pontífices 
y  augures  de  su  literatura  afectaban  desdeñarte.  Tam- 
bién te  leían"  los  extraños;  y  del  extranjero  te  lle- 
gaban las  satisfacciones  que  te  negaba  la  refinada 
pulcritud  de  los  tuyos.  Tus  chistes  parece  que  se 
clarificaban  al  pasar  por  el  filtro  de  la  traducción. 
De  seguro  que  no  hubo  para  ti  testimonio  más  alto 
de  aprecio,  que  el  que  te  ofreció,  desde  el  otro  lado 
del  estrecho,  aquel  bon  vivant  del  Major  Pendennis, 
cuando  aseguraba  que  durante  treinta  años  no  había 
leído  otras  novelas  que  las  tuyas,  y  que  positiva- 
mente lo  hacían  reír.  Fun  is  good. 

Ciertamente,  si  tu  modestia  no  hubiese  corrido 
parejas  con  tu  vena  humorística,  habrías  tenido  más 
.te  un  motivo  para  desvanecerte.  La  leyenda  se  apo- 
ieró  en  vida  tuya  de  tu  persona  y  de  tus  obras.  Se 
contaba  de  un  Padre  Santo  de  Roma,  que  escondía 
ios  doceavos  en  que  se  imprimían  tus  narraciones 
droláticas  tras  los  infolios  de  la  Summa.  Y  se  hizo 
¿élebre  la  pregunta  de  un  soberano  europeo  a  un 
su  visitante  francés:  «Vous  venez  de  París  et  vous 
cu' vez  savoir  des  nouvelles.  Commcnt  se  porte  Paul 
de  Kock?» 

Pero;  es  seguro  que  por  mucho  que  cosquillea- 
ran tu  amor  propio  estas  leyendas,  sabrías  pa- 
sarlas a  su  debida  columna  en  el  activo  de  tus 
adquisiciones.  El  estudio  asiduo  de  ios  lies  menta- 
les es  un  gran  preservativo  contra  esa  degenera- 
ción de  la  célula  cerebral  que  se  llama  la  vani- 
dad.   Y    por   eso   estoy   cierto    de  que    mi    noticia  de 


170  ENRIQUE    JOSÉ    VARONA 

hoy  no  te  ¡ensoberbecerá  más  que  esas  anécdotas  de 
antaño. 

Habrás  de  saber,  padre  fecundo  de  Chamberí  y 
de  Du  Burg,  que  se  te  prepara  un  homenaje  pos- 
tumo, cual  no  lo  ha  recibido  ninguno  de  los  reyes 
legítimos  de  esa  larga  dinastía  de  los  sumos  satiri- 
zantes, que  empieza  con  los  Aristófanes  y  los  Lu- 
cianos y  sigue  con  los  Rabelais  y  los  Cervantes 
hasta  los  Swift  y  los  Thackeray.  De  tus  obras,  pero 
de  tus  obras  traducidas  al  inglés,  está  preparando 
cierto  editor  de  Boston  una  edición,  que  será  única 
en  los  fastos  de  la  tipografía.  Hará  una  tirada  es- 
pecial, de  un  solo  ejemplar,  cuyo  costo  es  de  dos- 
cientos mil  dollars.  Hará  otra  tirada  especial,  de 
un  solo  ejemplar,  que  costará  ciento  cincuenta  mil. 
Y  otra  de  diez  ejemplares,  los  cuales  sólo  valdrán 
la  suma,  que  ya  parece  pequeña,  de  cincuenta  mil 
dollars  cada  uno. 

La  impresión  será  eli  verdadero  pergamino,  por 
medio  de  una  prensa  de  mano,  fabricada  en  1630, 
con  tipos  del  viejo  estilo  Caslpn,  y  con  tal  lujo 
de  iluminaciones,  que  no  las  habrán  poseído  igua- 
les, ni  parecidas,  las  vitelas  en  que  primero  se  es- 
tamparon los  suspiros  amorosos  de  la  Sulamita  y 
las  desengañadas  confesiones  del  rey  Gohelet,  para 
quien  todo  era   vanidad. 

¿No  es  cierto,  sombra  placentera,  que  la  noticia 
valía  la  pena  de  importunarme?  ¡Serán  de  ver  los 
ojos  con  que  harás  guiños  a  la  sombra  afanada  de 
tu  compatriota  y  coetáneo,  el  gran  autor  de  la  Co- 


DESDE    MI    BELVEDERE  171 

media  Humana,  que  casi  no  ha  pasado  de  las  edi- 
ciones a  tres  y  medio  francos  el  volumen!  Fun  is 
good. 

Junio,   1902. 


'♦<»♦* 


A  Mr.  Fletcher,  psicólogo  y  quiromancista 


35   W.  42d  St—  New  York 


Su  anuncio  de  usted  en  el  Herald  dominical  mo  ha 
áado  materia  para  divertidas  reflexiones.  Gracias. 
Es  un  primer  i'rulo  de  la  recóndita  sabiduría  de  usted, 
habilidoso  señor;  y  recogido  a  distancia,  sin  ne- 
cesidad de  exhibir  ante  sus  ojos  de  zahori  mis  manos 
demasiado  cosquillosas. 

No  es  usted  modesto,  señor.  ¿Ni  por  qué  había  de 
serlo  quien  lleva  toda  la  ciencia  humana  en  el  hueco 
de  la  mano?  Usted  mismo  lo  asegura:  negocios,  sa- 
lud, matrimonio,  divorcio,  procesos,  cambios  de  for- 
tuna, cuanto  levanta  o  postra  el  ánimo  de  los  flacos 
mortales  y  aguija  su  ansiosa  curiosidad,  de  todo 
sabe  usted,  de  todo  entiende,  y  sobre  todo  puede 
aconsejar  con  tino  que  no  yerra. 

Nada  es  bastante  difícil  para  usted,  oh  varón  pro- 


171  ENRIQUE    JOSÉ    VARONA 

digioso.  Así  lo  dice  su  anuncio  con  laconismo  y  cla- 
ridad, que  no  pueden  menos  de  sembrar  la  convic- 
ción en  el  espíritu  de  tantos  como  andan  por  el 
mundo  atortelados,  porque  se  les  vuelven  dificulta- 
des hasta  los   dedos   de  la  mano. 

Seguro  estoy  de  que  el  timbre  de  su  puerta  no 
cesa  de  retiñir.  Desde  aquí  me  parece  ver  la  in- 
terminable procesión  de  sus  clientes,  y  adivino  la 
írra  reprimida  que  roe  las  entrañas  del  doctor  del 
piso  bajo,  cuya  campanilla,  Doctor' s  bell,  permanece 
muda  todo  el  santo  día,  sin  contar  la  noche  pecadora. 
Hubiera  consagrado  sus  vigilias,  como  usted,  a  la, 
quirognomia  y  quiromancia;  hubiérase  sumido  en 
los  profundos  senos  del  psiquismo,  y  hoy  podría 
disputar  a  usted  las  palmas  dadivosas  de  sus  pla- 
cientes, quizás  preferibles  a  las  palmas  académicas. 

Natural  es  que  así  resulte.  Usted  no  receta  pil- 
doras amargas  ni  cápsulas  biscosas;  no  prescribe 
ascéticos  ayunos,  ni  hace  sobar  las  carnes  flaccidas, 
ni  trae  a  sus  enfermos  en  trajín  perpetuo  de  las  sa- 
lutíferas playas  a  las  cumbres  no  menos  salutíferas. 
Su  ceño  de  usted1  no  anuncia  sentencias  espantables, 
ni  amenaza  en  sus  manos  la  reluciente  cuchilla  con 
tajos  mortales,  en  busca  de  abscesos  las  más  veces 
'maginarios.  Sobre  usted  y  su  ciencia  consoladora 
no  se  han  publicado  las  tremendas  revelaciones  de 
ese  tremendo  doctor  Veressa'ief,  que  trae  sin  som- 
bra a   los    Galenos   de  ambos    hemisferios. 

Usted  es  sabio  y  benévolo.  Sus  doctrinas  tienen  un 
abolengo   treinta    veces    secular.    Al   mismo    tiempo 


DESDE    MI    BELVEDERE  175 

es  usted  sencillo,  porque  conoce  la  enorme  potencia 
de  Jas  dos  fuerzas  que  tiene  a  su  servicio:  el  mis- 
tirio  y  la  ilusión.  Cuando  siente  usted  temblar  la 
mano  que  posa  sobre  la  suya  agasajadora,  deja  us- 
ted de  escudriñar  ese  mapa  viviente,  prescinde  us- 
ted de  anillos  de  Venus,  líneas  de  Apolo  y  montes 
de  Saturno,  y  con  mirada  plácida,  que  sosiega  al 
más  zahareño,  comienza  a  dispensar  bienandanzas 
a  granel. 

La  pobre  doncella  de  labor,  que  ha  ido  a  con- 
sultar su  fortuna,  oye  con  deleito  la  buena  nueva; 
se  ve  del  brazo  con  un  Vanderbilt  inédito,  que  la  in- 
troduce leu  el  sancta  sanctorum  de  los  cuatrocien- 
tos de  la  fama.  El  azogado  y  desarrapado  Gallegher, 
que  tiende  a  usted  su  pequeña  mano  ya  encallecida, 
al  conjuro  mágico  do  las  fatídicas  palabras,  infla  el 
pecho  bajo  un  blanco  pelo  constelado  de  brillantes, 
y  se  siente  arbitro  de  las  tabernas  de  la  metrópoli, 
señor  de  sus  escuadras  de  polizontes  colosos,  czar  de 
sus  ventrudos  aldermen,  semidiós  de  los  poderosos 
huéspedes    del    Capitolio    de    Mbany. 

¡Qué  varita  de  virtudes  tuvo  nunca  el  maravilloso 
poder  de  su  dedo  do  usted,  recorriendo  los  signos 
cabalísticos  de  una  palma,  que  acaba  de  dejar  el 
rudo  contacto  de  la  escoba  o  el  mazo,  cuando  no  de 
alguna  que  sólo  ha  sentido  el  tenue  roce  de  la  seda 
o  la  blanda  caricia  de  las  felpudas  pieles!  ¿Dónde 
hubo  horóscopos  en  que  se  pusiera  tanta  fe  como 
en  las  sentencias  inapelables  de  su  boca  inspirada? 
El  mundo  se  ha  ido  siempre  tras  los  profetas  que 


176  ENRIQUE    JOS?.    VARONA 

le  han  pronosticado  el  milenario ;  por  la  misma  razón 
por  la  cual  ha  lapidado  siempre  a  los  videntes  que 
le  han  anunciado  catástrofes.  Es  verdad  que  hasta 
ahora  las  profecías  calamitosas  se  han  realizado 
las  más  de  las  veces;  y  en  materia  de  paraísos  te- 
rrestres no  sé  de  otro  que  se  haya  descubierto,  sino 
aquel  Paradise  of  Fools,  que  contempló  aún  vacío 
el  futuro  tentador  de  Adán,  y  donde  ya  no  se  cabe 
tú  de  pie. 

Por  lo  mismo,  dirá  usted,  tiene  más  precio  mi  ha- 
bilidad, y  puedo  y  debo  considerarme  un  benefactor 
público.  Quince  minutos  de  riqueza,  de  poderío,  de 
ventura,  de  ensueño  realizado,  los  doy  de  un  modo 
infalible  con  el  filtro  de  mis  palabras.  Y  nadie  ha 
venido  a  quejarse  después.  Claro.  ¿De  qué  se  que- 
darán? ¿Acaso  dan  más,  ni  tanto,  los  otros  doctores 
que  andan  por  el  mundo,  vendiendo  salud  para  el 
cuerpo  y  el  alma,  grandezas  en  esta  vida  y  bienaven- 
turanza en  la  otra? 

Sobra  a  usted  razón:  como  sobraría  necedad  al 
que  pretendiera  motejarlo  de  charlatán  o  apodarlo 
con  nombre  parecido.  ¿Quién  es  capaz  de  definir 
dónde  empieza  y  dónde  acaba  la  charlatanería?  Y 
cobre  todo,  ¿  a  quién  aprovecha  más,  el  embaidor  o  al 
embaído  ? 

Mientras  se  resuelve,  si  se  resuelve,  esta  sutil  cues- 
tión, continúe  usted  descubriendo  manos  ásperas  y 
desenguantando  manos  suaves;  y  siga  leyendo  en 
todas  promesas  de  villas  y  castillos,  en  la  tierra  o 
en  las  nubes.   Y  si  tropieza  usted  por   calles  o  es- 


DESOE    MI    BELVEDERE  177 

caleras  con  sabios  más  doctorados,  más  togados  y 
más  cmbirnetados,  que  lo  midan  a  usted  de  pies 
a  cabeza  con  los  ojos  y  parezcan  darle  del  codo, 
como  diciendo :  «yo  vendo  ciencia» ;  salude  usted 
cortésmenle  y  contaste,  sin  jactancia  y  sin  empacho: 
«yo   vendo  quimeras». 

Junio,    1902. 


'♦♦!♦♦- 


12 


\"V9 


A  un  mi  amigo,  artista 


¿Recuerda  usted  nuestra  última  visita  al  Museo 
Metropolitano?  Me  parece  ver  a  usted  a  mi  lado, 
contemplando  conmigo  los  pies  maravillosos  de  la 
Salomé  del  escultor  Story.  Esos  pies  que  acaban 
de  bailar  una  verdadera  danza  de  la  muerte,  y  que 
reposan,  finos,  gráciles,  siniestros.  Hablábamos  de 
esa  noble  escuela  de  escultura  americana,  que  basta 
para  demostrar  ella  sola  la  profunda  idealidad  dje 
Un  pueblo,  que  los  observadores  superficiales  tildan 
de  prosaico  y   positivo. 

Acababa  usted  de  llegar  de  Filadelfia,  y  me  refería 
la  impresión  de  asombro  que  le  habían  producido 
las  Casas  Consistoriales.  Particularmente  se  dete- 
nía usted  en  enumerarme  las  heroicas  figuras  del 
portal;  y  me  contaba  los  extraños  rumores  que  cir- 


180  ENRIQUE    JOSÉ,   VARONA 

rulaban  acerca  de  su  autor,  Menninger,  desaparecido 
en  pleno  renombre.  Sabíase  que  no  había  muerto; 
pero  pocos  conocían  su  paradero,  quizás  nadie,  y 
menos  la  causa  misteriosa,  por  la  cual  había  renun- 
ciado al  mundo   y   a  la  gloria. 

Todo  ello  me  ha  venido  a  la  memoria,  al  desco- 
rrerse en  estos  días,  ante  una  escena  incomparable- 
mente trágica,  una  parte  del  velo  que  ocultaba  hacía 
muchos  años  la  vida  del  artista. 

Menninger,  como  usted  sabe,  estaba  en  la  plenitud 
de  la  vida  y  de  su  actividad  productora,  cuando  fué 
elegido  para  ejecuta r  las  estatuas  filadelfianas,  ese 
trabajo  que  lo  colocó  definitivamente  entre  los  gran- 
des escultores  de  su  país.  Su  posición  social,  aun 
sin  esta  consagración  de  su  talento,  era  envidiable.  Sn 
fortuna  le  había  permitido  cultivar  sus  aptitudes  y 
.disfrutar  de  los  encantos  de  la  más  refinada  civili- 
zación  en  los  centros  artísticos  de   Europa. 

Ni  en  él3  ni  en  torno  suyo,  parecía  faltar  nada 
de  lo  que  constituye,  o  parece  constituir  la  dicha 
humana:  era  rico,  famoso,  se  sentía  rebosando  de 
vigor  mental,  estaba  rodeado  de  amigos  y  admira- 
dores. De  pronto  el  artista  cierra  su  estudio,  y,  sin 
decir  adiós  ni  a  deudos  ni  a  íntimos,  emprende  un 
viaje  misterioso,  de  que  no  regresa.  Sólo  su  ban- 
quero certificaba  que  estaba  vivo;  aunque,  obede- 
ciendo a  estricta  consigna,  se  negaba  a  revelar  el 
lugar  de  su  destierro. 

Porque,  en  efecto,  el  artista  se  había  desterrado 
para  siempre  de  la  sociedad  y  del  comercio  de  los 


DESDE    MI    BELVEDERE  181 

hombres.  Había  huido  a  una  nueva  Tebaida,  a  una 
floresta  casi  desierta  de  New  Jersey,  en  el  lindero 
de  dunas  extensas  y  solitarias.  Allí  hnbía  levantado 
con  sus  manos  una  cabana  de  sencillas  tablas  y  allí 
se  había  recluido  con  algunos  cuadros,  algunos  libros, 
Un  retrato  y   un   perro. 

Los  raros  habitantes  de  aquellos  lugares  que  erra- 
ban a  veces  hasta  la  proximidad  de  su  ermita,  solían 
descubrirlo  sentado  a  la  sombra  de  los  escasos  pinos 
que  la  sombreaban,  puesto  el  oído  al  grave  y  triste 
rumor  del  mar  distante,  contemplando  el  cielo  o> 
mirando  fijamente  al  fiel  compañero,  echado  a  sus 
plantas. 

El  nuevo  Timón,  más  feliz  en  esto  que  el  del  gran 
poeta,  había  conservado  un  perro  a  quien  amar... 
I  do  ivish  thou  ivert  a  dog,  That  I  might  love  thee 
something.  Pero  poco  a  poco  esta  fue  su  única  com- 
pañía. Las  pinturas  fueron  desapareciendo  de  la  ca- 
bana, y  tras  ellas,  los  libros.  El  espíritu  del  solitario 
iba  cortando  una  a  una  las  amarras  que  lo  mantenían 
asido  al  mundo.  Así  destruía  los  hilos  que  podían 
ponerlo  en  comunicación  con  lo  que  oíros  habían 
sentido,  con  lo  que  otros  habían  anhelado.  Sin  duda 
juzgaba  suficiente  alimento  para  su  alma,  que  se 
atrofiaba,  su  propio  dolor  o  su  propio  desengaño. 

No  ha  mucho,  en  uno  de  los  últimos  días  del 
pasado  Julio,  un  campesino  de  las  cercanías  observó 
una  gran  columna  de  humo  negro  que  flotaba  si- 
niestra sobre  la  cabana  del  anacoreta.  Corrió  a  ella 
y    encontró    que    empezaba    a   incendiarse;    penetró 


182  ENRIQUE    JOSÉ    VARONA 

desolado,  y  sobre  el  pobre  lecho,  que  ocupaba  una 
pequeña  alcoba  en  el  fondo,  descubrió  ya  inerte  el 
cuerpo  demacrado  del  artista  y  en  su  diestra  crispada 
una  pistola... 

Apagado  a  tiempo  el  fuego,  nada  se  encontró  que 
revelase  el  motivo  de  la  catástrofe.  El  trágico  desen- 
gañado no  creyó  necesario  despedirse  de  un  mundo 
que  ya  no  existía  para  él.  Ni  una  línea,  ni  una  pa- 
labra. ¿No  cree  usted,  amigo  mío,  que  hay  pocos 
ejemplos  auténticos  de  mayor  desasimiento  de  las 
cosas  humanas? 

Es  difícil  concebir  nada  más  patético  que  ese  pro- 
longado y  completo  aislamiento  voluntario  de  un 
espíritu  superior,  tan  rico  en  un  tiempo  de  cuanto 
juzgamos  valioso  para  el  hombre;  como  no  sea  ese 
desprecio  total  de  todo  lo  que  dejaba  en  pos  de  sí. 
Esta  sombra  que  se  va  del  ese  modo,  desdeñosa  y 
altiva,  llevándose  consigo  su  secreto,  como  algo  tan 
suyo  que  a  nadie  interesa  y  a  nadie  concierne,  re- 
viste grandeza  dramática   pocas   veces  igualada. 

Toda  esta  lenta  agonía,  en  la  disolución  paulatina 
de  un  alma  que  se  niega  con  resolución  estoica  y 
tranquilidad  perfecta  el  pan  de  la  comunicación  es- 
piritual ¿ha  sido  una  expiación?  Las  pocas  noticias 
que  se  han  recogido  después  de  la  tragedia  no  con- 
sienten fácilmente  esa  hipótesis.  En  los  tiempos  en 
que  Menninger  era  algo  más  accesible  a  sus  vecinos 
que  lo  fué  posteriormente,  los  que  se  le  acercaban 
lo  encontraban  siempre  sereno  y  afable.  No  los  bus- 
caba, pero  no  los  repelía;  y  algunas  veces  franqueaba 


DESDE     MI     BELVEDERE  183 

el  umbral  de  su  choza  a  los  niños  ele  aquellos  lu- 
gares. 

Poco  a  poco  se  fué  .compenetrando  más  con  la 
soledad,  y  quiso  vivir  exclusivamente  con  sus  pen- 
samientos. Usted  que  tanto  admiró  la  obra  del  ar- 
tista, de  seguro  presiente  que  este  es  un  caso  típico 
de  esa  enfermedad  implacable  que  mina  ciertas  na- 
turalezas excepcionales;  y  recordará  a  Leopardi,  el 
desterrado  de  Recanati,  el  que  supo  cantar  con  voz 
üivina  los  tormentos  del  asco  del  mundo. 

Enfermedad,  ciertamente;  y  que  por  lo  mismo 
debe  movernos  a  honda,  angustiosa  lástima.  Sí,  amigo 
mío,  lástima  de  los  que  la  padecen  y  también,  tam- 
bién, de  los  que  son  causa  de  que  se  padezca. 

Agosto,   1902. 


^♦«♦♦- 


Una  página  que  olvidó   Voltaire 


Voltaire,  que  conocía  tan  a  maravilla  a  sus  com- 
patriotas, ¿es  un  buen  tipo  del  francés?  La  exacta 
ponderación  de  sus  dotes  mentales,  su  escepticis- 
mo superficial  y  juguetón,  su  ironía  casera,  agra- 
dable y  poco  venenosa,  son  ciertamente  rasgos  fá- 
ciles de  encontrar  entre  los  suyos.  Pero  la  serenidad, 
a  que  se  solía  elevar  sin  esfuerzo  su  juicio,  y  sobre 
todo  esa  gran  virtud,  médula  del  hombre  verda- 
deramente humano,  la  amable  tolerancia  que  inspira 
sus  mejores  obras  no  parecen  cualidades  caracterís- 
ticas de  la  mayoría  de  sus   compatriotas. 

Ciertamente.  El  francés  suele  ser  escéptico,  pero 
no  tolerante.  No  es  fanático,  cual  otros  pueblos  que 
se  le  aproximan  por  la  sangre  y  la  geografía;  pero, 
con  el  chiste  en  la  punta  de  la  lengua  y  presto  a  tran- 
quilizar su  conciencia  con  una  canción  burlona,  sabe 


186  ENRIQUE    JOSÉ    VARONA 

estrujar  al  que  no  piensa  a  su  gusto,  y  ocha  jal 
gendarme  encima  del  que  pretende  salirse  un  tanto 
del  molde  que  esté  de  moda. 

En  el  Siéclc  de  Louis  XIV  hay  un  capítulo  casi 
al  final,  que  podría  pasar,  sin  gran  esfuerzo,  por  una 
crónica  parisiense  de  estos  días  de  violencias  legales 
contra  las  monjas  recalcitrantes.  Refiere  muy  seria- 
mente el  doloroso  burlador  la  expedición  de  dos- 
cientos guardias,  marcialmente  dirigida  contra  las 
religiosas  de  la  abadía  de  Port-Royal  de  París,  las 
cuales  se  habían  negado  a  firmar  cierto  formularlo, 
donde  se  condenaban  proposiciones  de  un  libera  que 
no  habían  leído.  Por  este  enorme  delito  fueron  apre- 
hendidas e  internadas  en  diversos  conventos  del 
reino.  : 

En  cambio,  a  las  más  humildes  de  espíritu  que  se 
resignaron  a  firmar,  aun  sin  haber  leído,  como  cier- 
ta Sor  Perdreau  y  cierta  Sor  Passart,  las  acribillaron 
con  coplas  satíricas. 

Las  últimas  correspondencias  de  M.  Cornely,  en 
que  se  refieren  los  incidentes,  semi-dramáticos  y 
semi-cómicos,  del  cierre  de  las  escuelas  de  las  con- 
gregaciones francesas,  pareoen  reminiscencias  de  esos 
pasajes  de  Voltaire.  Si  es  que  no  preferimos  consi- 
derar éstos  como  ediciones  anticipadas  de  las  co- 
rrespondencias  de  M.    Cornely. 

También  ahora  se  ha  movilizado  la  guardia  muni- 
cipal contra  religiosas,  que  creen  obedecer  a  su  con- 
ciencia, desobedeciendo  leyes,  cuyas  sutilezas  esca- 
parían   a  cerebros    algo   mejor  organizados.    Lugar 


DESDE    MI    BELVEDERE  187 

lia  habido,  como  Landemau,  donde  se  ha  concentrado 
un  verdadero  cuerpo  de  ejército:  tres  brigadas  de 
la  gendarmería  y  doscientos  soldados  de  línea,  para 
forzar  la  puerta  de  una  escuela. 

Para  que  el  paralelo  sea  más  picante  y  de  paso 
más  instructivo,  en  el  caso  de  las  religiosas  janse- 
nistas bastó  una  palabreja  deslizada  por  Clemen- 
te IX  en  la  fórmula  que  habían  de  firmar  las  rafrac- 
tarias,  para  acallar  sns  escrúpulos,  ponerles  la  plu- 
ma en  las  manos  y  hacerlas  volver  en  paz  de  su 
destierro.  Y  en  el  caso  actual,  ha  bastado  que  M.  Corn- 
il autorice  a  distinguir  entre  las  congregaciones] 
que  han  creído  proceder  de  buena  fe  y  las  que  no, 
para  que  el  resultado  de  tan  grande  inquietud  y  con- 
moción haya  sido  que  permanezcan  en  sus  respec- 
tivos establecimientos  noventa  y  cinco  por  ciento1 
y  más  de.  los  individuos  de  las  congregaciones  ame- 
nazadas. 

La  musa  satírica  de  los  franceses  tendrá  asunto,  si 
no  fresco,  rejuvenecido;  mas  no  por  eso  ha  dejado 
de  soplar  un  viento  de  pasiones  iracundas  sobre 
el  país,  ni  de  avivarse  odios  mal  extintos.  Porque 
ahora,  como  en  los  tiempos  del  Rey  Sol,  no  bastan 
la  civilidad,  ni  el  refinamiento  para  amansar  la  fiera 
de  la  intolerancia,  que  es  mía  de  las  formas  más 
odiosas  de  la  presunción  humana. 

Sin  embargo,  'entre  Port-Royal  y  Landernau  se  colo- 
can la  agonía  de  un  régimen  político  de  siglos,  leí 
espantoso  drama  de  la  Revolución,  la  conquista  de 
Europa  por  los   ejércitos  y  las   ideas  de  la  nueva 


188  ENRIQUE    JOSÉ    VARONA 

Francia,  una  centuria  más  de  pasmosos  cambios  en 
las  instituciones  políticas,  en  la  vida  industrial,  en 
las  teorías  científicas,  en  los  sistemas  filosóficos; 
es  decir,  el  siglo  diez  y  ocho,  demoJedor,  y  el  diez 
y  nueve,  constructor!  Y  al  cabo,  al  cabo,  como  si  estu- 
viéramos presenciando  una  maravillosa  sucesión  de 
vistas  disolventes,  donde  acabábamos  de  ver  la  si- 
lueta de  un  radical  francés  de  la  aurora  del  veinte, 
nos  encontramos  con  el  agrio  gesto*  de  un  Le  Tellier 
de  las  postrimerías   del  diez  y  siete. 

Naturalmente  no  pretendo  decidir  aquí  si  los  tres- 
cientos establecimientos,  que  resultan  ahora  las  ove- 
jas negras  del  rebaño  de  los  siete  mil  perseguidos 
al  principio,  tenían  o  no  razón,  procedían  o  no  de 
buena  fe.  Desde  tan  lejos  resulta  difícil  dirimir  esas 
querellas.  Creo  que  debían  obedecer  la  ley  de  su 
país.  Es  un  principio  que  no  sufre  excepción.  Pero 
creo  también  que  un  poco  de  humanidad  y  un 
mucho  de  tolerancia  hubieran  evitado  el  inútil  es- 
cándalo que,  por  segunda  vez  en  pocos  años,  han 
hecho  dar  a  un  gran  país  las  facciones  ensoberbeci- 
das que  lo  dividen  y  conmueven.  La  prueba  está  en 
fas  atenuaciones  introducidas  a  última  hora  por  el 
gobierno,  y  que  han  empezado  a  serenar  el  hori- 
zonte. 

El  que  ama  la  libertad,  que  es  paladión  de  la 
dignidad  personal,  sufre  al  registrar  hechos  de  esta 
especie.  Porque  advierte  que  es  inútil  que  cambie 
la  jornia  de  las  instituciones,  mientras  no  se  refor- 
men  los   sentimientos    fundamentales.    La   igualdad, 


DESDE    MI    BELVEDERE  189 

antes  de  estar  escrita  en  la  ley,  debe  estar  escrita 
(  ji  la  conciencia.  Y  pues  estamos  por  igual  sujetos  al 
error,  ¿cómo  discernirnos  un  privilegio  de  infalibi- 
lidad? Y  lo  que  ©s  aún  peor,  ¿cómo  perseguir,  en 
nombre  de  ese   privilegio? 

Agosto,   1902. 


-♦♦!♦♦' 


w 


Mi  postal 

A   Meleagro  de  Gadara,   Sofista,   Poeta  y  Colector 


Días  geniales,  marcados  con  blanca  señal  en  el 
gran  encerado  de]  tiempo,  fueron  sin,  duda  aque- 
llos que  dedicaste  a  la  sabrosa  tarea  de  escoger  las 
flores  más  lindas,  gallardas  y  fragantes  del  antiguo 
lerjel  de  la  musa  helénica,  para  entrecogerlas  en  una 
guirnalda  inmortal. 

Afortunado  inventor  de  las  antologías,  florilegios, 
ramilletes,  haces  y  mazorcas  de  pensamientos  ex- 
quisitos, deja  que  te  salude  mi  bárbaro  agradecido. 

Merced  a  ti,  poeta  cosmopolita  y  ecléctico',  hemos 
logrado  ver  de  trapillo,  en  las  horas  de  plácido  aban- 
dono o  juguetona  trisca,  a  las  solemnes  ninfas  del 
Pindó;  y  heñios  podido  beber  algunos  sorbos  refri- 
gerantes de  la  heliconia  fuente  en  la  manuable  taza 
de  Diógenes. 


192  ENRIQUE    JOSÉ    VARONA 

Gran  pérdida  hubiera  hecho  el  mundo,  si  so  hu- 
biese extinguido  sin  eco  la  voz  sonora  que  cantó  las 
hazañas  del  airado  hijo  de  Peleo  o  las  inacabables 
aventuras  del  artificioso  Ulises.  ¿Quién  nos  compen- 
saría de  no  haber  oído  los  lamentos  prof éticos  del 
titán  encadenado  en  los  abruptos  picachos  que  sirven 
de  lindero  a  dos  mundos?  ¡Cuántos  Villiemain  (de 
menos  tendríamos,  si  se  hubieran  reducido  a  polvo 
los  pergaminos  que  han  guardado  las  genealpgías 
ditirámbicas  de  los   vencedores  píticos  y  olímpicos! 

Pero  sin  ti,  coleccionador  emérito  y  benemérito, 
tal  vez  hubiéramos  perdido  más.  Perdóneme  la  le- 
gión sagrada  de  los  comentadores,  exégetas,  filólogos 
y  traductores.  Sin  ti,  no  hubiéramos  concebido  a 
tus  compatriotas  más  o'  menos  adoptivos,  sino  cal- 
zados del  alto  coturno  y  dando  al  vientoi  la  pur- 
púrea clámide. 

Tú  nos  has  libertado  de  la  obsesión  de  las  acti- 
tudes académicas.  Tú,  amable  perseguidor  de  ma- 
riposas, nos  has  enseñado  que  los  descendientes  de 
los  seniidioses  y  los  héroes  gemían  por  sus  pe- 
queños dolores  y  reían  sus  pequeños  goces,  como  los 
que  no  descendemos  de  los  Heráclides  o  los  Atridas. 
Por  ti  sabemos  cómo  sufrían  la  yida  y  cómo  espe- 
raban la  muerte;  cómo  engañaban  las  horas  fugaces 
entre  la  aurora  y  el  ocaso,  y  las  amables  lecciones 
o  los  agridulces  desengaños  que  les  dejaba  jugando 
la  poesía  casera,  desterrada  de  las  pompas  oficiales. 

Cuan  admirable  te  me  presentas,  cuando  considero 
las  dificultades  de   tu   empresa.  Todas   esas  poesías 


DESDE    MI    BELVEDERE  193 

fugitivas,  que  detuviste  al  vuelo  para  fijarlas  en  tu 
maravillosa  colección,  revoloteaban  en  pequeñas  ban- 
dadas por  mil  lugares  diversos  y  remotos,  prendidas 
aquí  al  zócalo  de  las  estatuas,  colgando  allá  de  las 
estelas  funerarias,  subidas  al  frontón  de  un  tem- 
plo, comprimidas  en  los  rollos  de  un  pergamino 
o  zumbando  en  la  memoria  de  un  sofista  trashumante. 

No  tuviste  por  auxiliares  la  prensa,  que  multiplica 
las  reproducciones  de  una  misma  obra,  y,  como 
la  naturaleza  con  sus  gérmenes,  confía  en  que  algu- 
nos ejemplares  se  salvarán  de  la  universal  destruc- 
ción; ni  el  correo,  que  vence  en  velocidad  a  Iris  y 
en  ubicuidad  a  Hermes.  Tus  ayudantes  fueron  tu 
paciencia,  tu  buen  gusto  y  tu  amor  a  la  gaya  doc- 
trina,  por   ti    verdaderamente   gaya. 

Y  lo  más  pasmoso  es  que  tú,  su  inventor  de  genio, 
no  alcanzaste  el  álbum,  ni  presumiste  sus  singulares 
transformaciones. 

Los  colaboradores  de  tu  obra  habían  vivido  antes 
de  ti  y  en  muy  diversos  puntos  del  mundo  helénico. 
En  un  momento  dado,  conmovidos  por  la  belleza, 
de  una  Niobe  inconsolable,  por  la  desaparición  sú- 
bita de  una  beldad  temprana,  por  los  aprestos  ri- 
sueños de  un  himeneo  o  los  solemnes  de  un  sacri- 
ficio, encerraban  en  dos  o  tres  dísticos  un  pensa- 
miento tan  patético  o  tan  bellamente  ingenuo,  que 
merecía  quedar  vibrando  en  los  oídos  de  la  huma- 
nidad. 


13 


194  ENRIQUE    JOSÉ,   VARONA 

Pero  la  vecina  invisible  del  gi neceo  próximo  no  les 
había  enviado  sus  tabletas  de  marfil  ungidas  de!  blanda 
cera  para  que  le  improvisaran  un  epigrama  lauda- 
torio. Los  helenos  no.  eran  galantes,  ni  repentistas. 
Escribían  sus  versos  para  que  los  esculpieran  jen 
mármol;  y  no  sospechaban  que*  habías  del  veinir  tú 
detrás  a  recogerlos,  para  darles  mayor  duración, 
fijándolos  en  materia  mucho  más  frágil.  El  destino 
tiene  caprichos  como  ésos. 

Pero  íes  lo  cierto  que  los  recogiste.  Y  lo  es  tam- 
bién que  todo  buen  ejemplo  tiene  imitadores.  Tu 
juitología  fué  continuada,  empatada  y  alargada.  Tu 
antología  fué  comentada.  Tu  antología  fué  impresa 
Y  cuando  los  bárbaros  llegaron  a  entender  de  letras 
y  creyeron  tener  literatura,  quisieron  tener  también 
sus  antologías.  ? 

Como  andando  el  tiempo  todo  se  democratiza,  lle- 
garon días  en  que  los  meros  ciudadanos  desearon 
poseer  sus  florilegios  particulares  y  personales,  y  se 
inventó  el  álbum.  Pero  el  álbum  forma  volumen,  es 
pesado  y  no  se  reparte  por  entregas  a  domicilio.  He 
aquí  por  qué,  oh  Meleagro-,  los  ingeniosos  bárbaros 
del  siglo  veinte,  que  para  ti  sería  veintiuno,  hanj 
inventado  una  especie  de  téseras  de  cartulina,  que 
se  envían  a  domicilio  para  solicitar  la  inspiración 
remolona  o  dormida  de  los  epigramatislas  coetá- 
neos. 

¡Cuánto  hubiera  facilitado  este  feliz  invento  tu 
agradable  y  fructuosa  labor!  ¿Qué  nos  falta  en  estos 
días  faustos  de   la  tarjeta  que  va  y   viene  por  la 


DESDE    MI    BELVEDERE  195 

posta,   para   tener   a    porrillo  colecciones,  coimoi  la 

tuya,    guirnaldas    de    agudos,    sencillos    y  hechice- 
ros   poemitas   en    unos    cuantos   versos    lapidarios? 

No   serán   ciertamente   los    Simónides,   ni  los   Cali- 
macos. 

Septiembre,  1902. 


«97 


A  John  Ruskin,  inmortal 


Apenas  escrito  el  vocativo  de  esta  carta  para  Ul- 
tratumba, me  he  sentido  del  todo  temeroso.  No  veo 
oien  si  la  Lomarás,  sombra  ilustre,  por  una  impacn- 
tinencia  o  por  una  irreverencia. 

Fuiste,  en  tu  vida  mortal,  demasiado  severo  con 
tus  coetáneos.  Quizás  por  lo  demasiado  complaciente 
(fue  eras  a  veces  con  los  pasados,  sobre  todo  si 
habían  vivido  antes  del  siglo  decimosexto.  Dígalfo, 
si  no,  aquel  Guido  Guinicelli,  de  quien  has  rever- 
decido los  laurelies,  ya  que  no  los  versos,  decla- 
mándolo uno  de  los  prototipos  a  que  se  conformaba 
cu  ahna  exquisita. 

Mas  me  alienta  la  esperanza  de  que  habrás  cam- 
biado de  ánimo,  al  cambiar  de  morada.  Te  supongo 
de  humor  más  acomodaticio,  trocada  esta  tierra  don- 
de tan  satisfecho  estabas  de  la  armonía  de  las  cosas 


198  ENRIQUE    JOSÉ   VARONA 

y  tan  poco  del  desconcierto  de  los  hombres,  por  las 
afortunadas  islas  empíreas,  donde  de  seguro  habitas. 
No  debe  rezar,  con  los  que  hacen  el  viaje  irreversible, 
la  sentencia  del  poeta  latino. 

Desde  esas  alturas,  leerás  fácilmente  en  mi  espí- 
ritu, y  verás  que  no  abrigo  la  extraña  y  risible  in- 
tención de  turbar  tu  ecuanimidad  celestial.  Ni  siquiera 
se  me  ocurre  que  pueda  sorprenderte  en  uno  de 
esos  momentos  en  que  tu  temple,  según  tu  propia 
confesión,  tenía  más  de  la  corrosiva  acritud  de  Swift, 
que  de  la  moderada  suavidad  de  Marmontel. 

Trato,  por  el  contrario,  de  que  veas  que  not  te  fal- 
caba razón  para  pensar  como  piensabas,  acerca  de 
la  beatífica  imbecilidad  de  muchos  que  sacan  di- 
ploma de  doctos,  con  licencia  en  forma,  para  enseñar 
su  estulticia.  Al  mismo  tiempo,  tu  espíritu,  tan  radical 
y  profundamente  religioso,  encontrará  en  lo  que 
voy  a  referirte  nueva  ocasión  de  aquilatar  la  vanidad 
más  que  etérea  de  toda  gloria  humana,  y  lo  hueco 
de  todo  renombre,  aunque  sean  gloria  tan  resplan- 
deciente y  renombre   tan  dilatado  como   los  tuyos. 

De  las  numerosas  obras  qne  escribiste,  para  pro- 
vecho vy  deleite  de  los  hombres,  a  quienes  has  en- 
señado el  arte  nuevo,  y  sin  embargo  no  recóndito, 
de  embellecer  la  vida  más  humilde,  quizás  era  tu 
preferida  aquella  profunda  disertación  en  que  nos 
desentrañas  los  tesoros  que  ofrece  y  regala,  con 
munificencia  regia,  la  buena  lectura.  Of  Kings1  trea- 
suries,  la  llamaste. 

Después  de  habernos  enseñado  a  mirar  en  torno 


DESDE    MI    BELVEDERE  199 

nuestro,  para  que  supiéramos  apropiarnos  todas  y 
cada  una  de  las  bellezas  que  siembra  con  prodigali- 
dad infatigable  la  natura,  lo  mismo  en  el  escondido 
islote  formado  por  los  brazos  de  un  humilde  ria- 
chuelo, que  en  las  gigantescas  moles  nevadas,  que 
se  alzan  como  atalayas  de  la  tierra^  después  de  ha- 
bernos amaestrado  en  la  interpretación  del  alma  de 
tas  viejas  edades,  tal  como  la  ha  retenido  la  piedra 
que  labró  el  arquitecto  o  la  tela  que  coloreó  el  pin- 
tor, quisiste  enseñarnos  a  leer  en  el  espíritu  y  el 
corazón  de  los  grandes  pensadores. 

Pudiste  creer  entonces,  sin  vana  inmodestia,  que  ha- 
bías asegurado  larga  sucesión  de  lectores  inteligentes, 
a  tus  libros,  ni  míenos  profundos  ni  menos  bellos,  del 
gran  siglo  en  que  viviste.  A  tu  vista  se  reproducían  las 
ediciones  de  tus  obras,  a  uno  y  otro  lado  del  At- 
lántico; y  los  extranjeros  escribían  libros  acerca  de 
tus  doctrinas,  que  presentaban  como  el  evangelio 
artístico  de  tu  patria. 

Pues  .oye  lo  que  acaba  de  ocurrir  en  ella,  no 
mucho  tiempo  después  do  perdenle,  y  cuando  todavía 
vibran  las  prensas  perfeccionadas,  arrojando  al  mun- 
do páginas  de  ésas  en  que  le  legaste  lo  mejor  de 
tus   nobles   pensamientos. 

En  la  ultrainglesa  ciudad  de  Liverpool,  un  perió- 
dico, dedicado  especialmente  a  la  enseñanza,  pro- 
movió no  ha  mucho  un  certamen  literario,  cuyo  tema 
debió  excitar  suavemente  tu  contento,  si  por  enton- 
ces tuviste  vuelta  la  vista  hacia  la  isla  nativa,  pe- 
destal de  tu  fama.  Pedía  que  se  disertara,  como  tan- 


200  ENRIQUE    JOSÉ    VARONA 

tas  veces  lo  hiciste  tú,  con  maestría  insuperable, 
sobre    «Las   montañas    y   su   belleza». 

Como  ves,  el  asunto  era  genuinamente  ruskiniano. 
Tan  ruskiniano,  que  un  lector  y  amante  tuyo  hubo 
de  convencerse  de  que  era  inútil  empeñarse  en  decir 
mediocremente  lo  que  ya  habías  dicho  tú  de  un  modo 
casi  divino,  cual  en  ti  se  hubiesen  fundido  los  ojos 
de  un  alpinista  y  el  poder  plástico  del  gran  escultor 
del  mundo.  Con  este  convencimiento,  tu  admirador 
se  limitó  a  copiarle,  y  envió  tranquilo  su  copia,  tan 
seguro  del  premio,  como  de  que  siendo  ya  tus  obras 
patrimonio  de  la  humanidad,  no  habías  de  tenerle 
a  mal,  que  él  explotase  un  pequeño  filón  de  la 
abundante  mina. 

Pero  el  desenlace  no  ha  sido  ruskiniano,  sino  ra- 
belesiano.  Tu  copropietario  no  contaba  con  el  sutil 
husmeo  e  infalible  criterio  de  los  pedantes.  El  ju- 
rado, ¡oh  Ruskin!,  te  concedió  cuarenta  y  un  pun- 
tos, de  cien  que  era  el  máximum.  Cuarenta  y  un 
puntos  a  John  Ruskin  y  noventa  y  uno  a  Mr.  X.  X., 
vencedor  del  pind  arico  concurso.  Las  trompetas  de 
la  fama  se  han  encargado  de  anunciar  al  mundo  tu 
derrota  y  el   cretinismo   soberano  de  tus  jueces. 

Porque  ese  jurado  de  magníficos  idiotas  razonó 
su  dictamen.  Tu  tesis,  maestro  inmortal  de  toda  una 
generación  de  artistas,  está  escrita  en  estilo  duro 
y  sin  flexibilidad;  tus  descripciones  carecen  de  vida 
y  tienen  demasiado  sabor  periodístico!  Por  poco  te 
arrojan  de  una  vez  al  anónimo  montón  reporteril. 

La  lección,  si  lección  hay,  es  sólo  para  los  críticos 


DESDE    MI    BELVEDERE  201 

y  jueces  literarios.  En  tu  serenidad  olímpica,  poco 
lia  de  punzarte  el  chasco  do  tu  gratuito  altor  ego. 
Pero  no  dejará  de  bosquejarse  una  plácida  sonrisa 
en  tu  boca  melancólica  y  bondadosa,  al  volver  a  per- 
cibir desde  allá  arriba  la  sombra  (pie  proyecta  sobre 
cj  mundo  de  la  inteligencia  la  montaña  colosal  de  la 
pedantería   humana. 

Octubre,    1902.  i 


-♦«►♦- 


ve  ¿ 


A  Baba  Bharati,  varón  santo 

En   New  York 


Todopoderoso  es  Krishna,  y  Krishha  es  el  amor. 
Se  muestra,  y  el  corazón  más  empedernido  florece, 
inspira,  y  la  lengua  más  torpe  se  desata  en  raudaji 
de  palabras   suaves,    que   ablandan  las    almas. 

Bien  venido  seas  a  estas  tierras  de  Occidente,  hom- 
bre de  mucha  fe,  que  haces  prodigios.  Vienes  de 
donde  el  sol  se  levanta,  y  nos  traes  el  oro  de  tus  doc- 
trinas, el  incienso  de  tus  oraciones,  la  mirra  de  tus 
virtudes. 

Tú  has  hecho  penitencia  entre  los  santos  de  Rad- 
Uakund,  en  la  floresta  de  Brindaban,  cuyo  solemnle 
murmullo  adormece  y  pacifica  el  alma.  Tú  te  has 
bañado  en  las  aguas  maravillosas  del  Lago  de  Rhada, 
que  da  a  los  corazones  el  temple  divino  del  amor 
puro.  Tú  has  desarmado  con  tu  resignación  y  la 
fortaleza  de  tu  confianza  en  el  Señor  a  los  tigres 
que  yerran,  buscando  su  presa,  en  las  vastas  sola- 


201  ENRIQUE    JOSÉ    VARONA 

dades  de  los  Himalayas.  Tú  lias  visto  cara  a  cara 
i  Krislma,  tres  voces  santo,  y  lias  contemplado  la 
reverberación  de  su  amor  sobre  el  mundo;  y  has 
amado  en  el  mundo  el  amor  de  Krislma. 

Fiiiste  ermitaño  entre  los  eremitas  y  asceta  en 
medio  de  los  ascetas.  Pero  te  recluíste,  para  conocer 
mejor  la  grey  de  los  hombres  olvidados  de  la  san- 
tidad; y  mortificaste  tu  cuerpo,  para  que  las  ca- 
denas del  apetito  no  lograsen  nunca  aprisionar  tu 
espíritu.  ¡  , 

Vuelves  ahora  al  mundo;  como  el  nauta,  que  es- 
tuvo algunos  años  cobrando  fuerzas,  al  abrigo^  de 
bien  defendido  puerto,  se  lanza  de  nuevo  al  mar, 
donde  rugen  y  azotan  las  hirvientes  tempestades. 
Te  arrojas  a  las  playas  desconocidas  de  este  hemis- 
ferio, donde  viene  a  declinar  el  sol;  porque  a  tu 
lelo  evangélico  resulta  ya  estrecho  el  mundo  de 
los  fieles  de  Krishna. 

Admiro  tu  alto  espíritu,  apóstol  del  amor;  y  en  mi 
ceguedad  de  incrédulo  tiemblo,  al  pensar  en  las 
espantables   luchas   que    te   aguardan. 

Otro  vidente,  de  tiempos  más  viejos,  fué  arrojado 
a  una  caverna,  donde  hambreaban  leones  furiosos. 
Tú  te  lanzas  a  un  anfiteatro,  donde  a  primera  vista 
no  encontrarás  gladiadores,  ni  fieras.  Pero,  a  poco 
que  prestes  el  oído,  oirás  como  sube  y  crece  y  se 
dilata  rumor  profundo  de  ayes  y  maldiciones,  do 
amenazas  y  blasfemias,  revelador  de  pugna  más  ho- 
rrenda,  porque  es   invisible. 

¿Oyes  ese  tribuno  que  arenga  una  turbamulta  elec- 


DESDE    MI    BELVEDERE  205 

trizada  por  sus  ademanes  y  sus  palabras?  ¡Cómo  te 
regocijan  sus  prime  ras  frases,  todas  do  miel!— «Her- 
manos», llama  a  sus  oyentes,  «compañeros  del  alma, 
que  compartís  conmigo  el  pan  del  infortunio,  esas 
manos  que  tendéis  hacia  mí,  unidlas,  unidlas  estre- 
chamente, para  que  os  sostengáis  fraternalmente  unos 
a  otros  por  la  áspera  cuesta  de  nuestro  Calvario». 

Escucha  algo  más.  Esas  manos,  que  ahora  une 
el  arrebatado  tribuno,  va  a  separarlas  dentro  de 
poco,  para  que  blandan  el  hierro  o  la  tea,  para  que 
arrojen  la  máquina  infernal,  para  que  descarguen 
la  piqueta  demoledora.  Su  confraternidad  está  en- 
cerrada en  fronteras  más  elevadas,  que  las  cimas 
de  tus  montañas ;  porque  están  levantadas  blo/rue  a 
bloqne  sobre  el  espíritu  mezquino  de  clase,  sobre  la 
ignorancia  de  las  leyes  sociales,  sobre  la  concupis- 
cencia y  el  vicio,  que  no  son  menos  fieros,  potrque 
no  sean  imputables  a  sus  víctimas. 

Mira  acá  ese  hombre  de  afables  maneras,  que  se 
insinúa  entre  los  grupos,  para  calmarlos,  para  qui- 
tarles suavemente  las  armas  homicidas.  Ya  se  te 
ensancha  el  pecho,  porque  encuentras  un  justo,  según 
tu  corazón  y  tu  espíritu.  Espera  un  poco.  Ese  justo 
los  desarma  ahora,  porque  quiere  hacer  de  su  man- 
sedumbre escabel  para  sus  plantas.  Si  mañana  en- 
tiende que  los  necesita  armados  y  airados,  ya  lo  verás 
abatir  ante  ellos  la  barrera  de  las  leyes,  abrtir  a  su 
ímpetu  ciego  todas  las  compuertas,  y  mirar  sin  es- 
panto la  inundación  que  avanza,  como  espere)  que 
su  barca  flote  sobre  las  olas  embravecí  dais. 


206  ENRIQUE    JOSÉ    VARONA 

Tu  evangelio  ^s  de  amor.  ¿Esperas  sembrar  tu 
simiente  en  estas  sociedades,  minadas  por  el  odio 
torvo  o  la  ambición  hipócrita?  Tu  palabra  es  luz. 
¿Crees  cme¡  no  tratarán  de  apagarla,  cuantos  fundan 
su  medro  en  la  obscuridad,  que  envuelve  las  con- 
ciencias de  aquellos  a  quienes  han  convertido  en  ins- 
trumento de  su  fortuna? 

Aquellos  tigres  que  amagaban  saltar  sobre  ti  son 
menos  feroces  que  estos  corderos,  que  vuelven  tran- 
quilos a  la  querencia  pasando  sobre  charcos  dfe 
sangre.  Aquellos  rugían  y  confiaban  su  terrible  ame- 
naza a  todos  los  ecos  del  bosque.  Estos  balan;  pero 
no  te  fíes  de  sus  pérfidos  balidos,  aunque  parezca 
¿me  resuenan  en  ellos  las  dulces  voties  de  patria 
y  humanidad. 

Vienes  a  predicar  la  paz  a  los  que  viven  por  la 
guerra.  Pides  que  abran  sus  corazones  a  quienes 
no  se  atreven  a  mirar  en  los  abismos  de  su  .alma. 
Ensalzas  el  amor  ante  hombres  que  sólo  respiran 
odio. 

Vuelve  a  tu  floresta  encantada,  yogui.  Tus  visio- 
nes, tus  éxtasis  no  son  la  preparación  requerida  para 
lanzarte  a  teste  torbellino  desencadenado  de  pasiones 
antihumanas.  El  arco  colosal  de  Rama  sería  impo- 
tente ante  el  brazo  que  lanza  la  dinamita. 

Mas  perdona,  santo  anacoreta.  Había  olvidado  que 
antes  de  ser  apóstol  habías  sido  periodista. 

Noviembre,   1902. 


>*1 


Enero 


En  las  blandas  alas  de  la  ilusión  se  deja  conducir 
el  hombre  a  través  de  la  linca  indefinida,  intermi- 
nable del  tiempo.  Nuestra  pequeña  cárcel,  la  tierra, 
gira  en  'estrecha  órbita;  y  en  su  avance  y  regreso 
sucesivos  va  pasando  alternativamente  de  las  nieves 
de  Enero  a  las  flores  de  Mayo;  de  las  flores  ide 
Mayo  a  las  nieves  de  Enero. 

Y  el  hombre  cree  candidamente  eme  también  para 
él  vuelven  a  florecer  las  rosas  y  a  cantar  los  rui- 
señores; espera  que  en  sus  lagares  correrá  el  zumo 
nuevo  de  las  nuevas  vides;  aguarda  los  villancicos 
que  saludarán  la  futura  renovación  de  su  vida. 

Como  no  ve  envejecer  la  tierra,  nada  quiere  saber; 
del  diente  invisible  que  va  desmigajando  su  alma, 
a  medida  que  él  se  desliza  por  la  recta  infinita:  del 
tiempo.  Y  sin  embargo  las  nieves  de  antaño  no  vuel- 


208  ENRIQUE    JOSÉ    VARONA 


ven  para  el;  ni  son  tan  frescas  las  flores  de  la  pró- 
xima primavera,  como  lo  fueron  las  de  la  pasada. 


«Tu    torni   ben,    tu    torni, 
Ma    teco    altro    non    torna.» 


No  renueva  sus  moldes  la  vieja  artista  naturaleza. 
Ya  sus  obras  más  exquisitas  nos  parecen  amaneradas. 
Siempre  las  mismas  rosas,  siempre  los  mismos  pám- 
panos, y  siempre  al  cabo  el  mismo  blanco  sudario 
sobre  la  tierra   aletargada. 

Para  ayudar  a  nuestro  propio  engaño,  hemos  en- 
í  asillado  el  tiempo,  y  a  cada  pequeña  porción  damos 
un  nombre,  que  repetimos  de  trecho  en  trecho,  para 
alentarnos  con  la  ilusión  de  que  hemos  vuelto  atrás 
y  empezamos  de  nuevo  la  ruta.  Ahora  es  Enero.  Mas 
¿quién  nos  dará  los  ojos  de  Adán  para  ver,  juvenil- 
mente, la  juventud  del  año? 

El  viejo  entre  los  viejos,  Jano,  anterior  a  los 
hombres  y  a  los  dioses,  nos  aguarda,  en  ésta  que 
queremos  llamar  entrada,  con  su  rostro  de  efebo 
dirigido  hacia  atrás  y  su  rostro  de  anciano  vuelto 
hacia  adelante.  La  cara  fresca  de  ojos  sin  nubes 
es  la  que  necesitaríamos  nosotros  para  mirar  el  ca- 
mino que  ante  nuestras  plantas  se  prolonga;  y  en- 
contrarlo llano,  alfombrado  de  fresca  grama,  som- 
breado de  laureles  perennemente  verdes. 

Ver  quisiéramos  a  pocos  pasos  el  regocijado'  coro 
de  las  horas,  asidas  de  las  manos  para  la  danza  li- 
gera, buscándose  unas  a  otras  con  la  mirada  jubi- 


DESDE    MI    BELVEDERE  209 

losa,  exuberantes  de  lozanía  y  plenitud  de  vida; 
como  quienes  siguen  las  huellas  de  la  luminosa  au- 
rora, que  desata  las  ligaduras  del  sueño  a  las  plan- 
tas, a  las  bestias  y  a  los  hombres. 

Mas  ¡ay!  la  ronda  que  acertamos  a  ver  no  es  la 
de  esas  ninfas  de  alas  invisibles,  de  gayadas  vesti- 
duras, que  antes  nos  arrebataban  en  sus  rápidos 
giros.  Las  que  evoca  el  dios  ceñudo  que  preside  al 
nuevo  Entero,  van  torvas  y  enlutadas,  escondiendo 
en  los  pliegues  del  manto  instrumentos  de  tortura. 
Sus  labios  parecen  pronunciar  la  ineludible  sen- 
tencia del  reloj  agorero  de  Urrugne:  vulnerant  omnes ; 
ultima  necat. 

Sí,  cada  una  hace  al  pasar  su  herida:  quien  en 
el  pecho,  como  estocada,  quien  en  la  espalda,  como 
latigazo,  quien  en  la  frente,  como  estigma.  El  alma 
cuenta  las  cicatrices,  y  mira  con  sonrisa  irónica  la 
puerta  falsa  que  entorna  Enero  sobre  la  inmensidad 
del  tiempo.  Por  allí  pasarán  de  frente  nuestras  mi- 
serias y  de  soslayo  nuestras  ilusiones. 

Más  allá  del  umbral  tropezaremos  de  nuevo  con 
la  multitud  afanosa  que  dejamos  a  la  espalda.  Ellos 
también  han  pasado  por  el  postiguillo,  en  busca  del 
ynismo  año  nuevo,  que  ha  de  resultar  tan  viejo,  de 
ra  misma  vida  nueva  que  ha  de  ser  al  fin  aquelüa 
ieshilachada  y  rota  por  el  uso. 

Por  allí  van  los  buenos  amibos  que  esconden  la 
mano,  si  ven  que  damos  un  traspiés.  Los  lisonjeros 


14 


210  ENRIQUE    JOSÉ    VARONA 

ingenuos,  que  llevan  cosida  a  la  ropa  la  tarifa.  Los 
celosos  del  bien  público,  que  vilipendian  a  su  her- 
mano, si  no  piensa  su  hermano  como  ellos.  Los  fa- 
náticos de  conveniencia,  que  incendian  una  ciudad, 
para  /verse  grandes  siquiera  en  su  sombra,  proyec- 
tada por  las  llamas.  Los  que  enmudecen  cuando 
zumba  la  calumnia  en  torno  de  su  valedor;  porque 
no  quieren  pasar  los  rendidos  a  la  gratitud.  Los  que 
aplauden  cuando  crucifican  a  un  justo,  porque  hay 
que  ahogar  el  orgullo  antes  de  que  asome.  Por  allí 
van  los  charlatanes  de  la  ciencia,  los  monederos! 
falsos  de  la  virtud,  los  barateros  del  patriotismo.  No, 
el  ¡año  nuevo  no  nos  librará  de  esa  incontable  caterva. 
Quedarían  demasiados  huecos  en  el  mundo. 

Pues  la  tierra  envejece  o  envejecen  los  ojos  con. 
que  la  miramos,  que  todo  al  cabo  es  lo  mismo* ;  y 
pues  el  hombre  no  deja  la  vieja  piel  en  el  antro  del 
viejo  año,  resignémonos  a  seguir  tegiendo  y  des  te- 
giendo la  tela  de  nuestra  vida,  así  en  el  presente 
Enero  como  en  los  que  le  sucedían.  De  cuantos 
horóscopos  podamos  brujulear  en  estos  días  pra- 
léticos,  el  más  cierto  es  que  poco  importa  la  cifra 
con  que  designemos  el  ¡año;  cada  uno  de  ellos  trae 
su  semana  de  pasión;  ¡sólo  que  para  unos  hombres 
comienza  antes  que  para  otros,  y  hay  quienes  no 
la  interrumpen  de  Enero  a  Enero.  Los  esbirros  y 
verdugos  son  las  pasiones  humanas,  y  éstas  sí  dis- 
frutan de  juventud  eterna. 

Puede  que  algún  lector,  al  llegar  aquí,  piense  que, 
para  repetir  verdades  tan  manoseadas  y  tan  triist 


DESDE    MI    BELVEDERE  211 

no  vale  la  pena  de  escribir  una  página  de  almana- 
que. Es  muy  probable  que  tenga  razón.  Pero  piense 
también  que  cada  cual  da  lo  que  tiene;  y  que  son 
muchos  los  que,  al  detenerse  a  ver  cómo  voltean 
por  el  aire  tenue  las  hojas  de  vario  matiz  que  (el 
tiempo  arranca  de  su  libro  exfoliador,  repiten  con  el 
ciego  inmortal: 

«Thus  with  the  year 
Seasora  return.  but  not  to  me  returns 
The    day.» 

Enero,   1903. 


*v> 


El  idilio  de  un  vampiro 


¿Qué  es  la  revolución  1  se  preguntaba  Carlyle,  des- 
pués de  haber  evocado,  como  en  siniestra  pesadilla, 
las  convulsiones  de  la  sociedad  francesa  desquiciada 
¿or  los  terroristas.  Y  se  contestaba:  Es  la  locura 
que  habita  en  los  Corazones  de  los  hombres.  H  is  the 
Madness  that  dwells  in  the  hearts  of  men. 

Sí,  era  la  locura,  pero  no  de  un  hombre,  sino  de 
millares,  de  millones,  de  todo  un  pueblo.  La  locura 
convertida  en  tempestad  deshecha,  que  arrastraba 
en  torbellino  de  sangre  las  vidas  de  los  mortales  mí- 
seros, como  débiles  hojas  secas  de  una  floresta  en 
otoño.  La  locura,  que  ponía  un  velo  carmesí  sobre 
los  ojos  y  conducía  ¡a  los  hombres,  sonámbulos  dlel 
fanatismo,  sin  el   menor  alto¿  sin  la  menor  vacila- 


214  ENRIQUE    JOSÉ    VARONA 

ción,  a  perpetrar  los  crímenes  más  horribles,  con 
los  nombres  de  amor  y  fraternidad  en  los  labios.  La 
tremenda  locura  del  doctrinario,  que  santifica  sus 
pasiones  criminales,  porque  las  envuelve  en  el  res- 
plandor intenso  de  una  idea  que  toma  la  fuerza  for- 
midable de  la  obsesión.  Entonces  se  siente  el  odio 
como  una  .religión,  y  el  crimen  monstruoso*  llama 
a  sí  con  la  atracción  del  deber.  Entonces  es  preferiblie 
vivir  entre  lobos  hambrientos  y  sierpes  venenosas 
a  vivir  entre  los  hombres.  En  todo  el  vasto  mundo 
no  hay  alimaña  feroz  comparable  al  fanático. 

Sin  embargo,  durante  esos  períodos  de  general* 
demencia,  si  no  hay  hombres  más  crueles  e  indi- 
ferentes al  dolor  que  los  fanáticos,  lo  hay  más  viles, 
más  fríamente  dañinos  y  ponzoñosos;  los  que!  tra- 
fican con  el  fanatismo  de  los  otros.  Los  cfue  a  sangre 
fría  avientan  sus  pasiones;  los  que  siembran  en  sus 
espíritus  perturbados  la  simiente  maldita  de  la  ca- 
lumnia en  que  no  creen,  para  convertirlos  en  instrlu- 
mento  de  logro;  los  envenenadores  de  la  conciencia 
pública,  que  mienten  a  sabiendas,  para  hacer  d¡e  su 
mentira  la  muleta  que  enfurece  a  la  fiera,  y  de  esa 
furia  y  de  los  destrozos  quie  ocasiona  la  fuente 
impura  de  su   fortuna. 

Entre  tesos  logreros,  qne  chapoteaban  en  la  san- 
gre humana,  y  pregonaban  su  mercancía  de  difa- 
mación obscena,  subidos  sobre  montones  de  ca- 
dáveres, ninguno,  durante  'el  crepúsculo  y  en  .pleno 
Üía  del  Terror,  se  empinó  más  alto,  ni  aulló  con  voz 
jiás  estentórea  sus  juramentos  canallescos,  para  se- 


DESDE    MI    BELVEDERE  215 

nalar  víctimas  a  la  multitud  delirante,  que  el  libelista 
Jacques  Rene  Hébert,  le  Pére  Duchesne.  Hébert,  le 
sac  á  ordures  del  periodismo,  como  lo  llama  Taine, 
más  brutal,  cha va can o  y  perverso  que  Marat,  no 
vra  un  fanático,  sino  un  mero  explotador  de¡  las 
pasiones  furiosas  del  pueblo. 

Aquel  hombre,  burgués  de  nacimiento,  de  manos 
tan  cuidadas  como  su  traje,  que  había  hecho  desfilar 
en  la  carreta  infamante  de  su  hoja,  que  olía  a  car- 
nero y  muladar,  al  conde  de  Artois,  al  príncipe  de 
Conde,  al  arzobispo  de  París,  al  rey  y  la  reina,  a 
ios  miembros  de  la  Asamblea  legislativa,  a  los  de 
la  fracción  de  Brissot,  a  los  generales  de  la  Repú- 
blica, a  la  comisión  de  los  Doce,  a  Chabot,  a  Bazire, 
a  Mme.  Roland,  a  Fabre  d'Eglantine,  a  Danton,  a 
Robcspierre,  se  limitaba  a  ejercer  a  conciencia  un 
oficio  lucrativo. 

Las  pacientes  investigaciones  de  los  historiadores 
de  la  nueva  escuela  francesa,  han  rastreado  los  por- 
menores íntimos  de  la  vida  de  más  de  un  terrorista; 
los  cuales  han  servido  para  poner  más  al  descu- 
bierto la  estupenda  complejidad  de  esta  máquina  tan 
sutil  que  llamamos  el  alma  humana.  Fouquier.Tinvi- 
ile,  el  fiscal  sanguinario  que  debíamos  suponer  per- 
seguido por  más  espectros  lívidos  que  King  Richard 
en  su  tienda,  era  un  excelente  padre  de  familia, 
preocupado  siempre  de  su  bienestar,  y  que  sólo 
este  desvelaba. 

El  desaforado  Pére  Duchesne  no  salía  de  una  cloa- 
ca para  lanzar  a  diestro  y  siniestro  sus  inmundas 


216  ENRIQUE    JOSÉ    VARONA 

patochadas,  sino  de  un  saloncito  limpio  y  apacible, 
donde  acababa  de  mecer  en  sus  rodillas  el  primer 
fruto  de  una  unión  idílica.  Mino.  Hébert,  la  Mere 
Duchesne,  era  una  mujer  sensible,  nada  varonil,  que 
adoraba  a  su  marido,  y  había  formado  para  él  un 
hogar  envidiable.  En  carta  a  una  de  sus  cuñadías, 
decía:  «Si  M.  Hébert  es  bastante  bueno  para  colocar 
su  felicidad  en  mi  posesión,  soy  yo,  señorita,  la  que, 
sin  ningún  mérito,  puedo  certificar  que  soy  per- 
fectamente feliz  con  él,  que  no  cesa  de  darme  dia- 
riamente nuevas  pruebas  de  su  ternura.  De  ella 
llevo  en  mi  seno-  una  preciosa  "prenda,  hace  tres 
meses.  El  quiere  que  se  me  parezca,  y  yo  lo  quiero 
se m r jante  a  su  padre.'» 

Esto  se  estampaba  pocos  días  antes  de  las  matan- 
zas da  Scpliembie;  ese  padre,  modelo  del  hijo  por 
nacer,  era  el  jefe  de  los  rabiosos,  de  los  hebertistas, 
el  que  había  de  recibir  una  corona  cívica,  por  su 
.lonslanle  excitación  al  pillaje,  al  asesinato,  con  for- 
mas judiciales  o  sin  ellas;  el  mismo  que  había  de 
ser  a  su  vez  lanzado  al  cadalso  por  la  voz  sarcástoca 
de  Saint  Jusl,  que  lo  llamaba  malvado  traficante 
de  su  pluma  y  su  conciencia  y  reptil  que  se  arrastra 
al  sol;  y  que  fué  realmente  a  la  guillotina,  chorreando 
aún  con  la  sangre  de  sus  víctimas,  como  un  verda- 
dero reptil,  trémulo,  que  se  enrosca  para  tratar  de 
huir  el  golpe  que  lo  aplasta. 

Y  esc  monstruo  era  realmente  bueno  con  su  mujer 
y  con  su  hija  pequeñita,  a  las  que  hacía  dulce  la 
vida,  mientras   removía   con   la  pluma   un   pantano 


DESDE     MI     BELVEDERE  217 

infecto,  de  donde  subían,  cada  voz  más  espesos,  va- 
pores  de   sangre   caliente. 
Tiene   razón   Carlyle:    We  Uve  in   a  fertile   ivorld. 

Marzo,    1903. 


-♦«►♦' 


Un  poeta  del  Ghetto 


Largo  rato  estuve  detenido,  cierta  larde,,  hace  ya; 
buen  número  de  años,  frente  a  un  viejo  lienzo  de 
pared,  que  sostenía  malamente  los  restos  herrum- 
brosos de  una  reja,  en  uno  d'e  los  rincones  ¡más 
apartados  de  la  capital  de  España.  Aquellas  pocas 
piedras  y  aquel  poco  de  hierro  era  cuanto  quedaba 
entonces   de  la    judería  de   Madrid. 

Mi  pensamiento  me  llevaba  muy  atrás  en  el  tiem- 
po; y  al  recordar  la  mísera  condición  de  los  ha- 
oitantes  de  aquel  lugar  maldito,  secuestrados  más 
que  por  sus  altos  muros  por  la  aversión  fiera  de  sus 
convecinos,  que  en  vano  habían  nacido^  sobre  la  mis- 
ma tierra  y  bajo  el  mismo  sol,  me  sentía  interior- 
mente halagado,  en  mi  incontestable  superioridad 
de  hombre  moderno,  por  la  idea  de  que  ya  no  era 
posible  que  turbase  mi  mente  la  visión  de  las  es- 


220  ENRIQUE    JOSÉ    VARONA 

cenas  de  matanza  y  pillaje  que  flotaban,  como  fan- 
tasmas de  siniestros  aquelarres,  sobre  los  barrios  de 
judíos  de  Toledo,  de  Burgos,  de  Valencia  o  de  Cór- 
doba. Al  conjuro  mágico  de  la  declaración  de  los 
derechos  del  hombre,  el  espíritu  humano  se  había 
limpiado  de  su  costra  secular  de  odio  e  iniquidad; 
y  en  ras  manos  del  hombre  no  había  de  coagularse 
más  la  sangre  de  Abel. 

No  habían  transen  rrido  muchos  años  después  de 
la  tarde  de  esas  consoladoras  reflexiones,  cuando 
empiezo  en  Europa  la  agitación  antisemítica,  fomen- 
tada por  hombres  perfectamente  barnizados  de  cul- 
tura, periodistas,  oradores,  poetas  y  hasta  teólogos. 
El  judío  era  de  nuevo  la  víctima  emisaria,  cargada 
con  los  pecados  de  nuestra  civilización.  Vestido  es- 
taba del  vellocino  de  oro,  y  debía  ser  trasquilado 
antes  de  ser  inmolado.  De  la  predicación  se  pasó 
a  las  persecuciones,  al  despojo,  al  destierro;  y  ya 
se  ha  llegado  otra  vez  al  degüello  y  al  saqueo.  El 
siglo  veinte  ha  dado  la  mano  al  siglo  catorce;  y  a 
ios  clamores  de  espanto  de  las  aljamas  de  Toledo 
responden,  en  coro  infernal,  los  lamentos  de  las  al- 
jamas de  Kischineff.  Mefistófeles,  con  la  máscara  de 
Robespierre,  lleva  por  todo  lo  alto*  la  batuta. 

¿Cómo  no?  ¿Acaso  la  predicación  di©  un  día  y  otro 
día  gotea  en  vano  sobre  el  alma  del  pueblo,  amasada 
de  miseria,  de  codicia  y  concupiscencia?  ¿No  es  el 
judío  la  sanguijuela  hidrópica  de  oro?  ¿No  es  el 
aliado  natural  del  enemigo  de  más  allá  de  la  fron- 
tera? ¿No  corrompe  a  la  virgen  cristiana?  ¿No  cru- 


DESDE    MI    BELVEDERE  221 

tífica  al  niño  bautizado?  Toda  la  perversa  retórica 
do  los  demagogos  antisemitas  se  ha  empleado  en 
glosar  los  versos  del  canciller  de  Castilla: 

«Allí  vienen  judíos,  que  están  aparejados, 
para    beber  la   sangre   de   los   pueblos   cuitados.» 

Y  los  pueblos  cui  lados  están  siempre  dispuestos 
a  creer  con  mayor  fe  lo  más  abominable,  lo  que 
ennegrezca  más  la  naturaleza  humana,  y  endurezca 
más  unos  contra  otros  los  corazones  de  los  hom- 
bres, y  los  lance  unos  contra  otros  o  unos  sobre 
otros,  para  responder  al  canibalismo  ideado  con  el 
canibalismo  efectivo.  Después  se  canta  un  tedeum, 
y  se  pide,  con  lágrimas  de  enternecimiento,  paz  en 
la  tierra  a  los  hombres  de  buena  voluntad. 

Un  nuevo  y  doloroso  éxodo  ha  comenzado  para  los 
descendientes  de  Israel,  que  desde  las  playas  inhos- 
pitables de  Europa  se  desbordan,  como  río  de  re- 
vueltas aguas,  sobre  las  costas  de  Norte  América. 
Por  decenas  de  millares  se  cuentan  los  judíos  que 
han  huido  de  Austria  Hungría,  de  Alemania  y  de 
Rusia,  y  se  encuentran  hacinados  en  las  húmedas 
y  sombrías  casas  de  vecindad  del  Ghetto  de  Nue- 
va York. 

Una  visita  a  esas  zahúrdas  miserables  deja  frío 
en  el  alma  por  mucho  tiempo  y  el  eco  en  los  oídos 
de  la  más  extraña  jerga,  en  que  puedan  expresarse 
el  dolor  y  la  desesperación  humanos.  Los  judíos 
recién  llegados  a  la  ciudad  imperial   hablan  una  es- 


222  ENRIQUE    JOSÉ    VARONA 

pede  de  germanía,  en  que  se  mezclan  y  amalgaman 
vocablos  alemanes  y  hebreos  o  rusos  y  hebreos, 
según  los  casos,  y  a  que  se  da  el  nombre  de  yiddish. 
Esta  jerga,  importada  de  sus  tierras  nativas,  prie- 
d  omina  en  <el  Ghetto,  y  se  mantiene  por  lo  menos  en 
la  segunda  gene-ración  de  inmigrantes. 

Nada  parece  a  primera  vista  menos  literario  que 
vsa  bárbara  jerigonza;  pero  tal  es  la  fuerza  de  exr 
presión  del  dolor  verdadero,  de  tal  modo  necesita 
el  alma  doliente  exhalarse  en  quejas  rítmicas,  para 
mover,  siquiera  por  la  simpatía  del  movimiento  mu- 
sical, las  otras  almas,  que  del  seno  de  esos  condenados 
en  vida,  de  esa  perdida  gente,  se  han  elevado  sus- 
piros armoniosos,  voces  de  poetas,  que  han  reper- 
cutido en  el  corazón  de  sus  endurecidos  compatriotas 
de  más  allá  de  los  mares. 

Entre  los  'escritores  en  dialecto  yiddish  del  solo 
Ghetto  neoyorkino  hay  varios  que  han  alcanzadoi  no- 
toriedad, como  Bloomgarden  o  Zunser;  pero  recien- 
temente ha  sobresalido  entre  ellos  uno,  que  parece 
destinado  a  la  celebridad.  Se  llama  Morris  Rosem- 
feld,  y  su  acento,  aun  a  través  de  las  traducciones, 
es  tan  hondamente  patético,  que  hace  recordar  jal 
punto  los  trenos  de  los  grandes  poetas  de  la  miseria, 
como  Thomas  Hood  o  Elizabeth  Browning.  El  canto 
de  la  máquina  de  coser  no  llega  a  la  excelencia  artís- 
tica del  canto  de  la  camisa;  pero,  en  su  airada  se- 
quedad, punza  las  fibras  de  la  conmiseración,  como 
ai  las  inflexibles  agujas  se  hubiesen  tornado  dedos 
de  hierro  en  la  mano  del  poeta. 


DESDE    MI    BELVEDERE  223 

Las  poesías  del  cantor  del  Ghetto  acaban  de  ser 
traducidas  al  alemán  por  E.  M.  Lilien,  y  publicadas 
en  Berlín  con  ilustraciones  que  suplen  el  texto  con 
gu  terrible  simbolismo.  Al  mismo  tiempo  se  anuncia 
una  versión  francesa,  a  la  par  de  otra  rusa,  que  se 
deberá  a  la  pluma  de  cincelador  de  Máximo  Gorki. 

La  ferocidad  humana  no  envejece.  Quede  al  menos 
a  sus  víctimas  el  consuelo  de  convertir  sus  lamentos 
en  imprecaciones  tales  que  hagan  de  cuando  en  cuan- 
do estremecerse  a  los  verdugos.  La  miseria  y  el 
dolor  siguen  pululando  a  la  vista  de  los  indiferentes 
y  empedernidos.  Que  alguna  vez  al  menos  una  voz 
de  poeta  les  haga  subir  al  rostro  palidez  fugaz,  al 
oir,  como  un  eco  de  moribundo  que  se  extingue,  la 
queja  de  los  descoloridos  labios  de  la  costurera: 

Oh    godl   that    bread   should   be   so   dear, 
and    fiesh   and    blood   so    cheap!    (*) 

Julio,  1903. 


(*)     ¡Dios    de    bondad  I,    ¡que    el    pan    cueste    tan    caro, 
y   la    carne   y   la   sangre   tan    batatas ! 


vn/-\/\^v^A  4Sm  ^n 


A  miss  Virginia  Pope 

1,934  Broadway,  New  York    ! 


Señorita : 

Una  inoportuna  misiva  más,  no  ha  de  aumentar 
mucho  el  número  de  las  que  recibirá  usted1  cada  día. 
Esto  de  las  cartas  de  gente  desconocida  es  una  de 
las  forzosas  molestias  adscrílas  a  la  notoriedad  en 
nuestros  tiempos.  Téngamelo  uslcd  en  cuenta;  y  sea 
benévola  con  un  bípedo  implume,  aunque  imperti- 
nente, ya  que  lo  es  usted  tanto  con  los  bípedos  plu- 
mados. ? 

Soy,  señorita,  un  admirador  distante  y  discreto 
de  su  ingeniosa  sensibilidad.  La  llamo  así,  porque 
me  parece  lo  característico  de  su  persona,  nada 
vulgar,  la  amalgama  feliz  de  la  agudeza  de  espíritu 
y  la  propensión  a  padecer  con  los  males  ajenos,  por 
extraños  que  nos   sean.   Usted  se  siente  unida,  por 

15 


226  ENRIQUE    JOSÉ    VARONA 

vi  vínculo  sutil  del  dolor,  a  todo  loi  que  vive!;  y  lio 
pudiendo  poner  remedio  a  cuanto  padece  y  agoniza 
¿entre  las  rudas  manos  de  la  naturaleza  insensible 
y  del  hombre  indiferente,  se  ha  dedicado  a  aliviar 
los  males  de  esos  pequeños  seres  inofensivos,  a  quie- 
nes privamos  de  libertad  por  el  delito  de  ser  bellos 
y   trinar  melodiosamente.    /  Wee,   hclpless   thing ! 

Es  usted  enfermera  y  curandera  de  aves  cautivas. 

Curandera  digo,  sin  ninguna  intención  de  rebajar 
su  mérito,  ni  sus  buenas  obras.  Curandera,  puesto 
que  usted  ejerce  el  noble  oficio  de  curar,  y  lo  realza 
ejerciéndolo  en  pro  de  cria turi tas  sin  defensa,  con- 
taminadas y  lisiadas  por  el  contacto  con  el  hombre. 

No  va  usted  a  buscarlas  al  bosque  o  la  pradera. 
No  pone  usted  anuncios  en  las  peñas;  ni  se  ha  gra- 
duado de  doctora  en  Nefeloeoccygia.  Viendo  la  du- 
reza de  corazón  del  gorila  repulido  que  domina] 
y  tiraniza  el  inundo,  y  se  solaza  sin  piedad  a  costa 
de  lps  demás  seres  sensibles,  sintió  usted  ablandarse 
el  suyo,  y  nacer  su  bella  vocación  de  hermana  de 
¡a  caridad  de  los  pájaros. 

Uno  de  sus  biógrafos  nos  ha  contado  cómo  em- 
pezó usted  a  interesarse  por  esos  diminutos  cautivos, 
viéndoles  hacinados  en  las  grandes  pajarerías  de 
Boston,  ciento  y  más  en  una  sola  jaula,  sucios,  aban- 
donados, mustios,  aleteando  sin  vigor,  piando  sin 
alegría.  Esos  hijos  del  aire  puro,  emponzoñándoise  con 
las  miasmas  de  ¡estas  mazmorras  en  gue  se  confina 
el  hombre,  debieron  parecer  a  usted1  una  odiosa 
demostración  del  abuso  de  la  fuerza. 


DESDE    MI    BELVEDERE  227 

No  podía  usted  devolverles  la  libertad;  pero  quiso 
usted  consagrarse  a  devolver  la  salud  a  cuantos 
atrajese  a  sus  manos  tiernas  y  delicadas.  De  aquí 
surgió  la  idea  original  de  ese  sanatorio  de  aves, 
en  que  ha  asumido  usted  el  papel  de  providencia 
para  el  mundo  alado;  al  mismo  tiempo  que  empjren- 
.  dio  usted  su  cruzada  para  obligar  a  los  iinportadoneis 
Üe  pájaros  a  humanizar  i©  higienizar  el  tratamiento 
que  daban  a  su  delicada  mercancía.  El  resultado 
de  sus  esfuerzos  ha  sido  altamente  satisfactorio.  La 
administración  se  cuida  ya  de  que  los  canarios  es- 
i:lavosi  expedidos  de  Alemania  por  centenares  de 
millares  para  los  puertos  de  la  gran  República,  lle- 
guen saludables.  Es  un  primer  paso  en  el  camino 
de  su  emancipación.  , 

No  se  sonreirá  usted  de  esto  que  digo,  como  algún 
lector  accidental  de  mi  carta;  usted  que  sabe  cuánto 
lia  tenido  y  tiene  que  sufrir  el  ave  bajo  el  poder 
del  hombre,  usurpador  de  la  monarquía  universal. 
La  ignorancia,  la  voracidad  y  la  crueldad  humanas 
han  corrido  sin  freno,  haciendo  víctimas  en  ese  reino 
ligero  y  bullicioso. 

Ya  hoy  vamos  sabiendo  que  hay  una  solidaridad 
.iatural  infinitamente  más  amplia  que  la  humana, 
y  que  los  pájaros  sueltos  y  libres  por  el  vasto  es- 
pacio nos  pueden  ser  y  nos  son  en  alto  grado  útiles; 
y  nuestro  egoísmo  nos  ha  llevado  a  dictar  leyes, 
para  ponerlos  a  cubierto  de  la  bestial  enemiga  del 
rapaz  o  la   estólida  ojeriza  del  patán, 

Pero  usted,  señorita,  va  más  lejos.  Usted  deniues- 


228  ENRIQUE    JOSÉ    VARONA 

tra  que  hay  un  deber  de  humanidad  hacia  esas  lindas 
alimañas,  que  aprisionamos  para  deleite)  de  nuestros 
ojos  y  recreo  de  nuestros  oídos.  Al  hacerlas  parásitos 
nuestros,  a  ellas,  con  alas  como  las  de  la  alondra 
y  ojos  como  los  del  neblí,  les  hemos  multiplicada 
las  causas  de  lesión,  enfermedad  y  prematura  muer- 
te ;  y  lo  menos  que  podemos  hacer  en  compensación, 
es  poner  a  su  servicio  nuestra  experiencia  y  nuestra 
ciencia,  aunque  deficientes  y  contrahechas,  para  res- 
taurar algo  de  lo  mucho  que  por  nuestro  capricho! 
pierden.  ¡  » 

Usted  sabe  que  no  faltará  quien  tilde  desdeñosa- 
mente de  sensiblería  ociosa  lo  que  he  llamado!  sen- 
sibilidad avisada.  Pero  usted  no  sólo  va  más  lejos, 
s'ino  que  ve  más  lejos.  Usted  sabe  que  no  pierde  de 
lista  al  hombre,  al  interesarse  y  afanarse  pon  al- 
gunas de  sus  víctimas.  Usted  sabe  que  hay  que  tomar 
todas  las  avenidas,  para  llegar  a  poner  cerco  al 
corazón  empedernido  de  este  orgulloso  antropoide  re- 
formado, que  aprendió  a  reírse,  para  disimular  me- 
jor su  ferocidad  nativa. 

Necesario  es  amansar  al  hombre,  adiestrándolo 
a  tener  lástima  del  asno  que  le  lleva  la  Carga,  del 
buey  que  le  abre  el  surco  y  del  pájaro  que  le  regala 
el  oído,  para  que  acabe  de  aprender  a  tener  com- 
pasión de  su  semejante,  que  lo  ayuda  a  soportar 
la  miseria  de  la  vida. 

Soy,  señorita,  su  más  respetuoso  servidor. 

Agosto,    1903. 


A  Vercingetórix 


EN     LA     GLORIA 


En  la  sublime  región  donde  moras,  heroico  man- 
cebo, supongo  tu  nombre  resonante  bien  conocido; 
$  me  parece  señalar  más  por  menudo  tus  títulos 
y  dirección.  Dada  la  afluencia  de  recién  llegados 
en  'estos  últimos  tiempos,  los  carteros  deben  tener 
más  que  trillado  el  camino  del  barrio  del  los  héroes. 

Tu  altiva  sombra  ha  debido  vagar  en  estos  días  por 
lugares  más  accesibles  para  nosotros  los  simples 
mortales,  atraída  por  la  natural  curiosidad  de  ver 
tu  marmórea  efigie  y  de  oir  el  erudito  disclursbi, 
con  que  la  ha  saludado  M.  des  Essarts,  y  la  (bé- 
lica oración,  en  qfue  el  general  André  ha  tomado 
tu  nombre  para  santo  y  seña  de  encarnizadas,  íaun- 


230  ENRIQUE    JOSÉ    VARONA 

que  incruentas  batallas.  Pero  no  he  creído  discreto 
ir,  en  esa  singular  ocasión,  a  turbar  tu  ánimo  sus- 
penso, después  de  tantos  siglos  de  reposo»,  entre  el 
regocijo  y  el   asombro. 

He  preferido  quei  estuvieses  de  regreso  en  tus 
departamentos  del  Walhalla;  pues  no  creo  que  los 
héroes  galos  hayan  dei  estar  menos  bien  hospedados 
que  sus  parientes  los  germanos.  He  querido  darte 
tiempo  para  meditar  en  las  vicisitudes  de  la  for- 
tuna infralunar,  y  para  que  saboreases  el  inopi- 
nado desquite  que  ha  venido  a  ofrecerte,  después 
de  muerto,  la  que  tan  esquiva  se  te  mostró  en  vida. 

Sí,  jlustre  vencido,  hoy  triunfas.  En  vez  do  seguir, 
con  afectada  impavidez,  el  carro  de  Julio  César, 
como  el  trofeo  más  preciado  de  su  victoria,  te  elevas 
erguido  sobre  tu  corcel  do  batalla,  blandiendo  la 
espada  y,  para  colmo  de  dicha,  hollando  con  los 
cíaseos  de  tu  bridón  el  cuerpo  exánime  de  un  ro- 
mano.  La  posteridad   te  desagravia. 

Nuestro  sentimiento  exquisito  de  la  equidad  pro- 
testa así,  al  cabo  dei  dos  mil  años,  contra  el  ciego 
rigor  de  los  hados.  Roma  te  venció,  es  cierto*;  pero 
tú  merecías  haber  vencido  a  Roma.  Y  lo  que  ¡no 
pudo  lograr  tu  esfuerzo.,  lo  realiza  hoy  el  genio 
de  un  gran  artista.  Quizás  hubiera  sido  más  pi- 
cante dar  al  cadáver  que  atropellas  las  facciones  del 
acicalado  César.  Así  nuestra  restauración  de  la  his- 
toria hubiera  sido  más  completa;  y  so  habría  de- 
mostrado más  claramente  que  lo  ideal  acaba  siempre 
por  domeñar  lo  real. 


DESDE    MI    BELVEDERE  231 

Después  de  tus  efímeros  triunfos,  presenciados  por 
los  mismos  sitios  donde  hoy  se  eleva  tu  estat|ua 
soberbia,  vinieron  las  noches  tristes  del  asedio  sufrido 
ejn  Alesia;  los  combates  desesperados  e  infructuosos; 
la  decepción  tremenda  del  socorro  ja  a  la  vista,  de 
la  Galia  entera  desplomándose  en  vano  contra  la 
táctica  y  la  ciencia  militar  de  los  invasores;  la  asam- 
blea de  los  tétricos  sitiados  en  que  te  ofreciste  como 
víctima  expiatoria ;  la  capitulación  al  frente  de  ochen- 
ta mil  hombres,  Sedán  anticipado  en  las  lejanías  del 
tiempo;  la  humillación  ante  César  impasible,  que 
no  dedica  en  su  diario  de  campaña  más  de  dos  pa- 
labras a  su  tremenda  caída:  Vercingetorix  deditur ! 

¿Qué  importa?  Una  obrera  infatigable  ha  estado 
trabajando  siglo  tras  siglo,  para  prepararte  tu  pos- 
tumo despique.  La  imaginación  se  ha  apoderado  de 
las  páginas  secas  y  frías  de  tu  desdeñoso  vencedor, 
de  las  breves  menciones  de  los  historiógrafos,  adu- 
ladores de  Roma,  y  ha  tegido  en  torno  de  tu  imagen 
una  inmortal  guirnalda  de  hazañas,  ha  sorprendido 
en  las  profundidades  sombrías  de  lo  pasado  el  se- 
creto de  tus  altos  designios,  ha  leído  en  tu  alma 
u.  través  de  la  tumba,  y  te  ha  ungido  preciursior^ 
profeta   y   mártir   del    patriotismo   francés. 

Ya  lo  está  viendo.  Era  Francia,  que  nació  de  las 
ruinas  que  fuiste  escalonando  a  tu  paso,  de  entre 
las  cenizas  que  acumulaste  para  privar  do  recursos 
al  invasor,  que  los  llevaba  consigo;  esta  Francia) 
que  surgió  en  virtud  del  nuevo  espíritu  sembrado 
allí  por  tus  enemigos,  la  misma  que  recibió  su  san- 


232  ENRIQUE    JOSÉ    VARONA 

gre,  sus  costumbres,  sus  leyes,  sus  instituciones,  hoy 
te  encomia  y  glorifica,  en  una  lengua  formada  con  los 
detritus  del  idioma  de  tus  vendedores.  ¿Qué  más 
puede  apetecer  tu  sombra  impalpable,  si  en  el  mundo 
cimerio  conserva  todavía  interés  por  los  movedizos 
afectos  del  hombre? 

Mas  me  figuro  que,  a  este  extraño  vocablo  de 
Francia,  tu  corazón  de  galo  se  sobresalta,  como  si 
temiese  que  la  ruidosa  apoteosis  de  Clermont  hu- 
Jiera  sido  un  sueño,  ya  a  punto  de  desvanecerse. 
Tranquilízate.  Clermont  es  la  misma  Gergovia,  de 
donde  fuiste  expulsado  por  tus  deudos,  y  de  donde 
saliste  para  decretar  la  leva  en  masa  contra  el  in- 
vasor, como  lo  hizo  muchos  siglos  después  un  latino 
hebreo  forrado  en  ,galo;  a  donde  volviste  para  re- 
peler y  derrotar  las  cohortes  romanas;  y  de  donde 
partiste  de  nuevo  para  correr  la  misma  suerte  de 
otro  dux  o  imperator  de  los  pueblos  de  la  que 
fué  Galia  y   ahora   es  Francia. 

No  puedes  quejarte.  Tus  admiradores  han  olvi- 
dado tu  Sedán  y  sólo  recuerdan  tu  Tours.  Han  olvi- 
dado su  sangre,  sus  tradiciones,  y  sólo  sienten  bullir 
en  sus  pechos  tu  espíritu  indomable.  Del  galo  ven- 
cido han  hecho  un  francés  triunfante.  Milagro,  nada 
sorprendente,  realizado  por  esa  gran  fuerza  que  ani- 
ma a  los  hombres  y  a  los  puebtlos_,  la  imaginación 
simbólica,  que  nos  permite  desdeñar  los  hechos, 
reírnos  de  la  historia,  y  construir  con  retazos  de 
ilusión  una  realidad  más  inconmovible  que  la  base 
granítica  de  la  tierra.  No  es  la  verdad  lo  que  haya 


DESDE    MI    BELVEDERE  233 

podido  suceder,  sino  lo  que  nos  empeñamos  en  creer 
que  ha  sucedido.  > 

No  frunzas  el  ceño,  Vereingetórix;  mira  a  tus  pies, 
vencedor  del  romano.  ' 

Noviembre,    1903. 


-♦<*►♦' 


%%$ 


El  arte  de  la  vida 


Después  do  tan  largas  horas  opacas,  húmedas,  ani- 
madas apenas  por  las  ráfagas  de  viento  que  lanzaban 
de  través  la  lluvia,  saben  bien  estas  ráfagas  de  sol, 
que  a  ratos  ponen  grandes  manchas  de  lnz  en  el  piso 
y  los  mtiebles.  No  es  todavía  la  bonanza;  pero  ya  va 
disipándose  el  ceño  del  tiempo;  y  poco  a  poco  parece 
que  se  desarropa  y  desentumió  el  ánimo.  También  co- 
rren fugaces  las  nubes  que  envolvían  mis  pensamien- 
tos, y  se  van  haciendo  claros  cada  vez  mayories  en 
la  obscuridad  soñolienta  en  que  flotaba  mi  espíritu. 

En  esta  correspondencia  siempre  efectiva,  aunque 
no  percibida  siempre,  entre  la  naturaleza  cambiante 
y  Ja  mente  movediza  está  el  secreto  de  un  arte 
exquisito  de  que  todos  pudieran  gozar,  aunque  sean 
tan  pocos  los  que  disfruten  de:  él  a  conciencia,  si 
nos  cuidáramos  más  de  cultivarlo.  El  arte  de  sentir 


236  ENRIQUE    JOSÉ    VARONA 

c  interpretar  las   emociones  que  brinda   la  vida,   ail 
que  sabe  verla  por  sus  mil  diversas  facetas. 

Lo  que  más  ennegrece  la  existencia  de  la  genera- 
lidad de  las  personas,  o  la  reviste  de  exasperante 
monotonía,  es  el  estrecho  horizonte  en  que  la  man- 
tienen encerrada,  por  falta  de  cultivo  de  su  capa- 
cidad de  simpatizar.  No  todos  simpatizamos  con 
todo.  Pero  si  se  registra  bien  el  fondo  de  nuestra 
sensibilidad,  será  muy  difícil  que  no  encontremos 
algún,  filón  que  explotar,  para  interesarnos  por  algún 
aspecto  del  vasto  y  movible  escenario  en  que  somos 
a  la  vez  actores  y  espectadores.  Hay  quien  restringe 
su  simpatía  al  hombre  y  a  lo  que  de  él  depende; 
hay  quien  se  estremece  de  placer  o  pena  donde  quiera 
que  descubre  alguna  palpitación  de  vida;  hay  quien 
experimenta  como  una  difusión  de  su  espíritu  a 
través  de  todo  lo  que  existe,  animado  o  inerte,  y 
se  siente  florecer  en  el  capullo  que  desencoge  sus 
sedosos  pétalos,  y  rodar  suavemente  con  la  pulida 
guija  que  ¡el  riachuelo  arrastra  al  mar  insondable.  , 

Wordsworth  ha  expresado  así,  maravillosamente, 
sus  sensaciones  juveniles  ante  los  grandes  espec- 
táculos naturales: 


«For    nature    then 
to  me  was  all  in  all.  I  cannot  paiut 
what   then,  I    was.   The  sounding   cataract 
haunted  me  like  a  passion:  the  tall  rock, 
the  mountain,  an  the  deep  and  gloomy  wood, 
their  colours  and  their  forms,  were  then  to  me 
an   appetite,   a   íeeling  and   a    love.» 


DESDE    MI    BELVEDERE  237 

La  naturaleza,  dice  el  poeta,  me  penetraba  y  poseía; 
era  mi  todo.  No  sabría  pintar  lo  que  era  yo  entonces. 
El  rumor  de  la  sonante  catarata  llenaba  mis  oídos 
como  apasionada  obsesión;  la  erguida  roca,  la  mon- 
taña, el  bosque  profundo  y  sombrío,  sus  colores  j 
sus  formas,  eran  entonces  para  mí  apetito^  senti- 
miento y  amor. 

Mas  no  es  necesario  ser  un  gran  poeta,  ni  encon- 
trarse ante  la  plena  majestad  de  las  bellezas  del  pai- 
saje, para  hallar  en.  nuestro  mundo  exterior  mil 
pequeñas  fuentes  de  emoción  poética,  que  pueden 
convertirse  al  cabo  en  un  raudal  copioso  y  profundo, 
que  fertilice  la  vida.  Del  corazón  más  árido  puede 
brotar  esa  agua  cristalina,  si  se  le  toca  desde  tem- 
prano  y   en  cada  momento  oportuno. 

Una  distinguida  escritora  norteamericana,,  Miss  Ag~ 
nes  Repplier,  maestra  cumplida  en  esa  interesante 
disciplina,  ha  dicho  con  tino  y  precisión  singulares, 
que  la  facultad  de  disfrutar  de  lo  bueno  y  lo  bellp 
tu  torno  nuestro  debe  cultivarse  como  una  'de  las 
bellas  artes.  Y  su  doctrina  se  enlaza,  no  sé  si  a  sa- 
biendas o  sin  saberlo,  con  la  de  otra  escritora  de  su 
mismo  origen,  famosa  en  el  mundo  artístico!  con  el 
nombre  de  Vernon  Lee,  para  quien  el  gusto  por 
las  bellas  formas  y  la  expresión  patética  no  es  pos- 
terior, sino  anterior  a  las  obras  del  artista.  Esto  es 
decir  de  otro  modo  que  el  arte  está  en  la  vida  y 
en  la  naturaleza,  antes  de  tomar  forma,  más  o  menos 
simbólica,  en  la  estatua,  el  cuadro  o  el  poema. 

Suena  esta  opinión,  en  el  primer  momento,  como 


238  ENRIQUE    JOSÉ    VARONA 

una  verdad  trivial,  de  sentido  común;  pero  si  vamos 
al  fondo,  y  miramos  después  en  derredor,  advertire- 
mos que  la  tendencia  general  es  a  convertir  el  arte 
en  una  región  superior,  en  una  especie  de  cima  casi 
inaccesible,  a  donde  sólo  pueden  elevarse  algunos 
escogidos.  No  sé  hasta  qué  punto  debemos  consi- 
derar como  responsables  a  los  mismos  artistas  de 
este  errorj,  que  redunda  al  fin  en  perjuicio  suyo. 

Mientras  más  se  abra  a  la  generalidad  la  fuente 
de  las  emociones  estéticas,  mayor  será  cada  día!  el 
número  de  los  que  sepan  apreciar  y  gustar  la  obra 
de  arte.  Pero  lo  importante  íes  recordar  que  esa 
fuente  no  mana  de  los  museos,  de  las  colleíocáoinjes, 
de  las  bibliotecas,  que  son,  por  el  contrario<,  los 
grandes  depósitos  artificiales  a  donde  van  a  confluir 
sus  aguas.  El  manantial  está  en  cada  alma  humana. 
Puede  fluir  y  fluye  al  contacto  con  el  mundo  y  la 
vida;  si  sabemos  revestirlos  de  interés;  si  no  nos 
endurecemos  o  dejamos  que  nos  endurezcan  el  cora- 
zón, fomentando  las  pasiones  mezquinas;  si  evita- 
mos la  constante  subordinación  de  nuestras  sensa- 
ciones, que  son  los  hilos  que  nos  unen  al  gran  todo, 
al  provecho  actual  de  la  persona.  Hay  que  ¡aprender 
A  salir  de  sí,  para  que1  se  enriquezca  'de.  veras  nuestro 
espíritu.  '  ■ 

Sobre  cuántas  vidas  brumosas,  monótonas,  esté- 
riles, luciría  un  sol  claro>  y  fecundante,  si  no  se  las 
hubiera  dejado  consumirse  y  ahilarse,  como  planta  es- 
cuálida d!e  palmera,  en  la  indiferencia  y  la  inacción! 

22   de   Noviembre,    1903    (después   del   temporal). 


»* 


Heredia 


«Y  la  estrella  de  Cuba  eclipsada 
para  un  siglo  de  horror  queda  ya». 


Ochenta  años  han  transcurrido,  desdo  que  la  voz 
proféticia  del  poeta  excelso  gemía  así  sobre  los  males 
presentes  y  venideros  de  su  patria  sin  ventura.  Y 
ahora,  al  cumplirse  el  primer  centenario  de  su  na- 
cimiento, ahora  que  ha  comenzado  su  ascensión  por 
nuestro  cielo  el  astro  de  la  libertad  a  que  consagró 
Heredia  culto  perenne,  cumple  volver  la  vista  atrás, 
y  reconocer  cómo  su  acendrado  amor  a  Cuba  iluminó 
su  mirada,  y  cómo  se  cumplió,  por  nuestro  mal,  el 
pavoroso  augurio.  :  .    *  í 

Casi  un  siglo  de  horror  ha  causado»  a  Cuba  la  pro- 
/ongación  del  estado  político,  que  encendió  en  el 
pecho  del  generoso  adolescente  una  llama  de  indig- 
nación que  sólo  había  de  extinguirse  en  la  tumba. 

La  sangre,  que  él  vio  arrancar  con  el  látigo  sajante 
a  la  espalda  desnuda  del  africano,  corrió  después  a 
raudales  de  las  venas  de  los  señores  de  la  tierra. 
El  cadalso  y  la  proscripción  proyectaron  su  sombra 
horrenda  sobre  todos  los  hogares  cubanos.  La  expío- 


240 


ENRIQUE    JOS£    VARONA 


tación  despiadada  de  la  riqueza  del  país  por  un  fisco 
insaciable  cegó  las  fuentes  del  bienestar  al  mayor 
número.  Un  régimen  económico,  inicuo  y  torpe,  fo- 
mentó la  corrupción  de  las  costumbres,  haciendo 
aceptos  el  contrabando,  el  soborno,  el  fraude,  el 
cohecho;  haciendo  sospechosa  la  justicia,  contami- 
nada en  el  santuario  mismo  de  la  propia  conciencia. 
Guerras  sangrientas  acabaron  la  obra  infanda  di© 
disolución  moral,  agostando  la  flor  de  nuestra  juven- 
tud, dispersando  y  destruyendo,  casi  por  completo 
la  clase  que  era  el  nervio  de  la  población  cubana. 
Y  la  tiranía,  para  despedirse  dignanionte  del  pjais 
que  había  sido  su  presa,  llamó  en  auxilio  de  sus 
toldados  al  hambre,  la  desnudez  y  la  peste,  para 
dejarle,  como  legado  de  raza,  la  miseria  fisiológica 
y  el  cretinismo   mental. 

Este  es  el  terrible  balance  de  una  centuria  de 
nuestra  dolorosa  historia.  Cuando<  ha  llegado  para 
nosotros  el  día  de  la  emancipación  que,  desde  sus 
albores,  perseguía  el  poeta  en  sus  sueños  de  digni- 
dad y  gloria,  en  sus  frustrados  esfuerzos  de  cons- 
pirador y  guerrero,  sólo  hemos  podido  contemplar  en 
torno  nuestro  campos  eriales,  cadáveres  y  escom- 
bros, y  en  nuestro  ánimo  enervado  la  desconfianza 
de  nuestras  fuerzas  y  el  temor  paralizante  de  lo 
porvenir. 

Mayor  debe  ser,  por  lo  mismo,  nuestro  filial  em- 
peño de  reanimar  y  levantar  la  patria  que  hemos 
recibido  casi  exangüe  en  los  brazos.  El  recuerdo 
amoroso  y  agradecido  de  nuestros  egregios  precur- 


DESDE    MI    BELVEDERE  241 

sores  en  la  magna  empresa  de  salvar  a  Cuba,  debe 
ser  uno  de  los  más  activos  estímulos  de  nuestra 
voluntad;  y  entre  ellos  se  eleva,  ceñida  con  el  doble 
nimbo  del  genio  y  del  infortunio,  la  sombra  melancó- 
lica del  gran  Heredia. 

Del  estudio  asiduo  y  atento  do  su  producción  li- 
teraria se  desprende  que  el  poeta  concebía  la  liber- 
tad de  Cuba,  como  ha  debido  siempre  concebirse, 
como  obra,  ante  todo,  de  saneamiento-  moral.  Todo 
régimen  político  puede  justificarse  y  defenderse,  se- 
gún las  circunstancias  de  lugar  y  tiempo,  excepto 
aquellos  que  empequeñecen  y  degradan  al  indivi- 
duo e  inficionan  y  corrompen  el  cuerpo  social.  Se 
puede  y  a  las  veces  se  debe  acatar  la  ley  severa, 
la  ley  estricta,  que  limita  actividades  que  pueden 
tornarse  perniciosas  por  el  desenfreno;  no  se  debe 
admitir  la  tolerancia  para  el  vicio,  para  la  relaja- 
ción de  las  costumbres,  para  el  despotismo  domés- 
tico, para  la  corrupción  profesional,  en  cambio  del 
yugo  férreo  puesto  a  las  nobles  aspiraciones,  de  la 
mordaza  para  el  pensamiento,  de  la  mutilación  del 
espíritu,  del  emparedamiento  de  la  actividad  anhe- 
losa de  ejercitarse  en  el  mejoramiento  social.  Se 
puede  vivir  en  un  campo  fortificado;  no  se  debo 
vivir  en  una  sentina. 

Desde  la  niñez,  tuvo  Heredia  reiteradas  ocasiones 
de  conocer  la  laceria  moral  del  país,  tan  bello  como 
infortunado,    donde    le    tocó    nacer.    Su    experiencia 


16 


242  ENRIQUE    JOSÉ    VARONA 

de  la  vida  se  maduró  presto,  y  su  excelso  espíritu 
y  noble  corazón  se  encendieron  en  anhelo  inextin- 
guible de  sacudir  de  un  letargo  que  podía  ser  letal 
a  sus  compatriotas,  y  de  aguijarlos,  con  el  ejemplo 
de  los  pueblos  que  en  torno  suyo>  luchaban  por  la 
independiencia,  a  derrocar  un  régimen  de  gobierno 
asfixiante  para  todo  intento  de  regeneración  y  pro- 
greso. 

Cantó  en  lengua j«  no  oído  hasta  entonces  en  Cuba 
cuanto  hay  de  tierno  y  bello  en  los  sentimientos 
humanos,  cuanto  hay  de  grandioso  en  la  naturaleza, 
cuanto  hay  de  sublime1  en  las  obras  y  el  espíritu 
del  hombre.  Y  sus  versos  armoniosos  volaron  por 
todo  el  país,  como  enjambre  de  ideas  fulgurantes, 
que  iban  a  punzar  las  almas  dormidas  y  a  llenar 
con   imperecedero   susurro    las   conciencias. 

Mil  ecos  resonantes  despertaron  a  su  mágica  evo- 
cación; mas  entre  ¡el  concierto  de  voces  cadenciosas 
que  le  han  hecho  coro,  todavía  se  eleva  la  suya, 
pura  y  potente,  dominando  el  rumor  tempestuoso 
de  un  siglo  de  combate  y  martirio,  para  recordarnos, 
con  acento  divino,  que  él  primero  de  los  deberes 
del  cubano,  en  los  días  de  esclavitud,  como  en  los 
de  libertad,  es  pugnar  y  esforzarse  sin  descanso  por- 
que no  coexistan  len  su  patria,  redimida  por  el  sa- 
crificio, 1 

las   bellezas   del    físico   mundo, 
los  horrores  del  mundo  moral. 

Diciembre,    1903. 


Hfc> 


El  hombre  del  perro 


En  los  casos  ele  parasitismo  resulta  que  ol  que 
parece  inferior  en  realidad  es  el  superior.  El  pará- 
sito, hombre,  animal  o  planta,  vive  a  expensas  de  lo 
que  otro  elabora.  Toma  para  sí,  a  su  sabor,  una 
parte  del  producto  del  trabajo  ajeno.  Gasta  la  savia 
o  la  fuerza  muscular  de  otro  ser.  El  es  el  señor; 
el  otro  el  esclavo. 

En  los  casos  de  domesticidad  parecen  trocados 
los  papeles.  La  hormiga  es  el  amo;  el  pulgón,  el 
siervo.  El  hombre  hace  trabajar  para  sí  al  buey,  al 
asno,  al  caballo;  sobre  todo  al  hombre.  Pero  se  dan 
casos  en  que  el  doméstico  somete,  sin  aparentarlo, 
al  domesticador,  lo  guía  y  lo  esclaviza.  Toma  el  des- 
quite,   en   representación    de   la   clase. 


244  ENRIQUE    JOSÉ    VARONA 

Estas  profundas  reflexionéis  y  otras  más  ocupaban 
ini  mente  el  otro  día,  mientras  contemplaba  de  sos- 
layo un  hermoso  terranova,  que  llevaba  tras  sí  a  un 
hombre  todo  jadeante.  ¡Soberbio  animal,  en  verdad! 
Ostentaba  su  sedoso  manto  de  lustrosas  guedejas  ne- 
gras, con  la  misma  majestad  con  que  una  dama  ele- 
gante deja  caer  de  los  torneados  hombros  su  salida 
de  teatro,  que  la  cubre  toda  como  túnica  talar.  Agi- 
taba la  cabeza  con  desembarazo  y  satisfacción;  y 
sus  menores  movimientos  revelaban  su  pujanza.  Iba 
de  prisa,  sin  dignarse  volver  los  ojos  al  pobre  hom- 
bre, a  quien  apenas  bastaban  las  dos  manos  para 
asirse  a  la  cuerda  con  que  lo  arrastraba  su  imperioso 
dueño. 

Cuando  éste  se  detenía  para  reírse  sardónicamente 
de  algún  gosquecillo  qne  pasaba  con  el  rabo  entre 
las  piernas,  el  buen  hombre  hacía  alto,  se  atrevía 
a  desembarazar  una  de  las  manos,  y  se  esponjaba 
la  sudorosa  f rente.  Cuando  el  perra  sentía  ganas  de 
desperezarse,  y  daba  algunos  saltos  de  felino,  el 
cirineo  se  agarrada  desesperadamente  a  la  cuerda, 
y  danzaba  a  compás.  Cuando  el  noble  paseante  se 
recostaba  familiarmente  contra  un  árbol,  o  lo  tra- 
taba más  familiarmente  aún,  restregándose  contra 
él,  su  sumiso  compañero  le  hacía  guardia  con  res- 
peto. Nunca  lacayo  presenció  con  más  tiesa  com- 
postura los  pasatiempos   de  su  señor. 

Confieso  que  por  mirar  el  despreocupado  can  y 
admirar  su  vigorosa  prestancia,  apenas  me  habíí 
fijado    en    su    hombre.    Aprovechando    un    moinenk 


DESDE    MI    BELVEDERE  245 

de  solaz  que  se  permitía  el  perro  entre  las  hierbas, 
puse  de  pasada  la  vista  en  su  seguidor.  Iba  bien 
puesto;  tenía  la  traza  de  persona  correcta  y  decente; 
y  si  hubieran  cortado  en  aquel  momento  la  cuerda 
que  lo  ataba  al  hermoso  animal,  hubiera  recuperado 
su  verdadera  calidad,  y  hubiera  sido  uno  de  tantos 
caballeros  como  tomaban  el  fresco  matinal  en  aquel 
paseo.  '  I 

Lo  mejor  de  aquella  esciena  tan  entretenida  era 
que  el  hombre  no  parecía  disgustado  en  lo  más 
mínimo  por  su  ruda  faena.  Creía  exhibir  su  perro, 
sin  darse  cuenta  de  que  su  perro  era  el  que  lo  exhibía 
a  él.  Creía  recrearse,  sin  advertir  que  el  recreo  era 
para  el  can,  y  para  él  la  fatiga. 

Después  de  todo,  y  bien  mirado  el  caso,  de  esta 
hechura  son  casi  todos  los  regocijos  humanos;  y 
la  satisfacción  de  este  sudoroso  servidor  de  su  perro 
tenía  tantos  quilates  y  era  de  tan  buena  ley  como 
cualquier  otra.  Lo  importante  y  lo  substancial  y  subs- 
tancioso es  sentirse  uno  satisfecho.  El  hombre  del 
perro  se  sentía  feliz;  sin  dársele  un  ardite  de  lo  que 
pudiera  pensar  el  primer  presumido  de  observador 
que  se  topase  al   paso. 

Si  hubiera  leído  en  mi  pensamiento,  habría  muy 
bien  podido  decirme:  «Bu^no,  señor  mío,  usted  parece 
que  encuentra  un  si  es  no  es  ridículo  que  un  mozo 
de  mi  porte  y  puños  ande  afanado  al  cabo  de  esta 
cuerda,  conducido  a  donde  le  venga  en  ganas  a  un 
perro;  corriendo  si  él  corre,  saltando  si  él  salta,  y 
hecho  un  poste  si  él  determin¡a  estarse  quedo.  Pero 


246  ENRIQUE    JOSÉ    VARONA 

¿qué  se  le  alcanza  a  usted  del  gusto  que  rafe  da  ver 
mi  perro  tan  rollizo,  lustroso  y  contento?  ¿qué  en- 
tiende usted  del  cosquilleo  que  rae  corre  nuca  abajo, 
cuando  oigo  exclamar  a  un  transeúnte:  ¡famosa  bes- 
tia! Yo  llevo  un  perro,  como  otros  llevan  un  cri- 
santemo en  el  ojal  o  un  penacho  en  el  sombrero.» 

» Supongamos,  señor  censor  de  gustos  ajenos,  su- 
pongamos que  mi  compañero  fuera  un  hombre,  un 
amigo.  Porque  no  viera  usted  la  cuerda  ¿creería 
usted  que  andaba  yo  más  libre?  Cuando  dos  van 
juntos,  uno  arrastra  al  otro.  Uno  guía  y  otro  es 
guiado.  Uno  manda  y  otro  obedece.  Sí,  yo'  voy  tras 
mi  perro  y  donde  quiera  mi  perro;  pero  al  menos 
tengo  la  convicción  de  que  éste  no  me  está  escudri- 
ñando con  la  vista,  para  ver  si  el  cuello  de!  mi  ame- 
ricana se  ha  deslustrado;  no  lleva  la  cuenta  de  mis 
palabras,  para  anotar  si  cometo  un  solecismo;  ni 
pas^  por  el  crisol  mis  pensamientos,  a  ver  si  los 
encuentra  en  falta  y  tiene  luego  ocasión  de  ponerme 
en  ridículo  o  de  hacerme  desmerecer  en  el  con- 
cepto público.  Y,  sobre  todo,  estoy  seguro  de  que 
si  rae  caigo  al  agua,  se  lanza  sin  titubear  detrás 
de  mí  para  salvarme.» 

Confieso  que  la¡  idea  de  que  el  hombre  del  perro 
pudiera  hablarme  en  esos  o  parecidos  términos,  me 
desconcertó  por  breve  rato;  e  hizo  que  apretase 
el  paso  para  perderlo  de  vista.  Peroi  a  poco  se  fue- 
ron haciendo  borrosas  esas  ideas,  y  sólo  quedó  ante 
mí  la  imagen  cómica  del  hermoso  bruto  y  su  apén- 
dice humano.  i 


DESDE    MI    BELVEDERE  247 

No  formé  ningún  silogismo;  sin  embargo,  concluí 
lie  un  modo  categórico,  que  es  natural  ser  el  perro 
de  un  hombre,  mas  no  así  ser  el  hombre  de  íun 
perro.  Y  con  eso  volvió  al  fiel  mi  espíritu. 

Enero,    1904.  , 


-♦♦$►♦ 


té 


A  Artemis  Agrotera 

C/o  Mr.  Augustus  Saint  Gaudens 
Torre   de   Madison   Square  Garden. — New  York 


Diosa: 

Desde  tu  inaccesible  altura,  condesciende,  por  una 
vez  siquiera,  a  preslar  oído  a  las  palabras  impor- 
tunas de  un  mortal. 

Mis  plegarias  silenciosas  se  han  elevado  muchas 
veces  hacia  ti,  deidad  serena  y  resplandeciente,  cuán- 
do, en  los  tediosos  años  del  destierro,  mis  ojos  su- 
plí cantes  le  saludaban,  cual  símbolo  de  inmortal  be¡- 
lleza  y  de  suprema  esperanza. 

Cuántas  veces,  cuando  la  nieve  cubría  las  calles 
con  su  manto  de  blanca  felpa  y  colgaba  su  vellón 
de  los  árboles  ateridos,  y  el  bullicio  de  la  metrópoli 
inmensa  parecía  ensordecerse  en  la  atmósfera  he- 
lada, te  he  visto  radiosa,  en   tu  virginal  desnudez, 


250  ENRIQUE    JOSÉ    VARONA 

prosiguiendo  tu  carneara  inmóvil,  por  la  región  tran- 
quila, a  donde  no  llegaban  ni  los  silbidos  del  bóreas 
tempestuoso,  ni  el  sordo  tumulto  de  las  pasiones 
de  los  hombres. 

Y  cuántas,  al  sacudirse  la  tierra  del  sopor  inver- 
nal, al  escarcharse  de  hojillas  apenas  verdes  las 
ramas,  al  aletear  de  los  pájaros  piadores,  y  al  pre- 
cipitarse con  nuevos  bríos  por  parques  y  avenidas 
el  río  humano,  crecido  con  la  savia  de  la  nueva 
primavera,  te  he  contemplado,  cerniendo  te  en  re- 
posado vuelo  sobre  la  ciudad  atronadora,  persiguien- 
do con  invisible  jauría  tu  invisible  caza. 

¡Oh  Artemis  Agro  lera!,  cierna  cazadora,  cuan  re- 
montada te  me  aparecías,  sobre  aquel  torbellino  de 
movimiento  y  vida  afanosa,  señalando,  en  el  éter 
excelso,  con  la  aguda  punta  de  tu  flecha  perenne, 
mente  extendida,  el  misterioso  blanco  del  ideal. 

En  los  días  en  que  la  ciudad  imperial  era  una! 
inmensa  agora,  y  los  ciudadanos  corrían  frenéticos 
a  la  caza  del  voto,  que  los  empuja  al  palacio  consis- 
torial o  al  capitolio  de  Albany,  me  preguntaba  yo, 
diosa  justiciera,  cómo  habías  podido  dejar  las  011- 
dulosas  colinas  deificas  por  los  enormes  bloques 
rectangulares  de  la  isla  de  Manhattan,  y  trocar  las 
riberas  floridas  de  juncos  del  Meleto  por  las  escar- 
padas  márgenes    del    Hudson. 

Recordaba  las  palabras  del  aeda,  que  te  llama 
amiga  del  arco,  de  la  caza,  de  los  coros,  de  las  flo- 
restas y  de  «las  ciudades  habitadas  por  liombres 
justos».  Y  me  decía  que  el  ruido  estridente  y  diseor- 


DESDE    MI    BELVEDERE  251 

dan  te  de  las  bocinas  que1  anunciaban  el  triunfo  de 
la  demagogia  beoda  e  insolente,  no  debía  ser  el  ta- 
ñido y  la  algarada  que  tanto  te  regocijaban  por  los 
boscajes  del  Taygeto. 

Pero  recordaba  luego,  diosa  infatigable,  que  taíri- 
bién  dice  el  poeta  que  tus  flechas  persiguen  las  ali- 
mañas feroces^  y  purga  do  ellas  la  fecunda  tierra. 
Y  me  parecía  que  tu  arco  fulgurante,  desde  la  cima 
alterosa  que  apenas  tocas  con  ligero  pie,  disparaba 
lluvia  de  saetas  contra  el  tigre  de  Tammány,  más 
fiero  y  dañino  que  el  jabalí  de  Erymanto. 

Entonces  te  transfigurabas  a  mis  ojos;  y  veía  en 
ti  la  Artemis  Soleara,  que  cierra  su  carcaj,  porque 
ya  no  infestan  el  mundo  monstruosos  vestiglos,  y 
en  él  viven  los  hombres,  aleccionados  por  el  doloTj 
en  paz  y  concordia. 

Años  han  pasado  ya,  deidad  de  mi  destierro,  des- 
de que  no  te  admiran  mis  ojos,  embebecidos  en 
tu  belleza  remota;  pero  con  la  vista  interna,  bendi- 
ción de  la  soledad,  según  dice  un  poeta,  cuya  lengua 
debes  haber  aprendido,  con  la  vista  interna  te  con- 
templo a  mis  solas  y  cada  vez  más  te  reverencio. 

Te  reverencio  y  te  Hamo,  cazadora  incansable; 
porque  en  torno  mío  hierven  las  mismas  pasiones, 
que  me  hacían  temblar  por  la  libertad  y  la  dignidad 
humanas  en  aquella  tierra  de  mi  refugio.  Oigo  las 
mismas  voces  de  apetito  insaciable;  y  Veo  pasar 
al  demagogo  cínico,  arrastrado  por  el  mismo  venda- 
bal   de  palabras  mentirosas. 

Mas  no,  no  quiero  que  vengas  con  tus  arreos  de 


252  ENRIQUE    JOSÉ    VARONA 

■  -.»■ 

cazadora;  todavía  tienen  allí  larga  tarea  tus  dardos. 
Ven,  hermana  y  compañera  de  Apolo  Musageta;  ven 
tal  como  te  be  visto  en  los  ex-votos  deíficos,  ¡con 
sendas  antorchas  en  las  manos,  esparciendo  rayos 
de  luz,  para  expulsar  los  endriagos  de  las  mentes 
tenebrosas.  Ven,  no  a  castigar,  sino  a  alumbrar,  Ar- 
temis  Selasforos. 

Este  mío  es  un  pueblo  sencillo,  a  quien  embaucan 
logreros  que  se  dicen  sus  amigos.  Tráenos  luz,  diosa 
que  portas  antorchas;  infúndenos  el  amor  al  trabajo 
perseverante,  diosa  del  huso  de  oro;  enséñanos  que 
la  libertad  es  un  medio  útil,  necesario,  indispensa- 
ble, pero  sólo  un  medio  para  que  reine  y  a  todos 
proteja  la  ley  equitativa,  diosa  que  te  complaces  en 
morar  en  las  ciudades  habitadas  por  hombres  justos. 

Febrero,    1904. 


^♦♦>4- 


El   caso  Nietzsche 


«He  aquí  la  nueva  ley,  ¡oh  hermanos  míos!,  que 
yo  promulgo  para  vosotros:  Haceos  duros.»  Así  ha- 
blaba Zaralrustra;  y  el  doctor  Miehaut  no  ha  de- 
jado que  se  lo  repita  dos  voces.  Recordó  la  antigua 
amenaza,  «con  la  vara  que  mides  serás  medido;  y 
ya  que  no  pudo  vapulear  en  vida  al  Zaratrustra  <!■' 
ultra  Rhin,  no  le  ha  dejado  hueso  sin  moler  después 
de  muerto. 

El  doctor  Miehaut  es  médico,  como  el  doctor  Max 
Nordau,  y  alienista,  como  el  doctor  Max  Nordau; 
y  si  no  su  discípulo,  es  su  émulo  decidido.  El  alie- 
nista alemán,  según  se  recordará,  metió  en  su  clí- 
nica a  casi  todos  los  poetas  franceses  coetáneos,  y 
escribió  un  libro  que  produce  visiones  de  aquelarre. 
El  alienista  f canees  no  ha  querido  quedarse  atrás; 
y,  para  empezar  ha  tendido  sobre  la  mesa  anatómica 


254  ENRIQUE    JOSÉ    VARONA 

el  cuerpo  del  gran  poeta  alemán  Nietzsche;  y  ha 
demostrado  con  la  punta  del  escalpelo,  noi  sótoi  que 
murió  loco,  pues  eso  ya  lo  sabíamos,  sinoi  que  todas 
sus  obras  son  lucubraciones  de  un  cerebro,  cuyas 
neuronas  estaban  bailando  la  perpetua  zarabanda 
de  una  noche   de  Walpurgis. 

Los  admiradores  de  Nietzsche,  cada  día  más  nume- 
rosos, deben  estar  indignados  y,  lo  que  es  peor, 
asustados.  Su  estupendo  filósofo,  su  poeta  sublime, 
desde  que  empezó  a  escribir,  estaba  ya  acometido 
de  la  implacable  neurosis  que  anegó  por  fin  su  in- 
teligencia en  la  sombra  completa  de  la  parálisis  ge- 
neral progresiva.  Hay  más,  su  mismo  prurito  de 
escribir,  scribendi  cacoethes,  es  un  síntoma  delator 
de  los  estragos  ya  manifiestos  de  la  insidiosa  dolen- 
cia. A  cualquier  asilo  de  enajenados  podrían  ir  sus 
amigos  y  sectarios,  a  escuchar  los  agudos  pensamien- 
tos, las  fulgurantes  paradojas,  las  osadas  imágenes, 
las  atrevidas  teorías,  que  les  parecían  producto  del 
genio. 

No  hay  por  donde  pasar.  Cuando  Nietzsche  es- 
cribió, con  el  título  de  Aurora,  sus  reflexiones  so- 
bre los  prejuicios  morales,  ya  había  comenzado  a 
sentir  los  zarpazos  del  temible  mal.  Tranquilícense 
los  nioralistas  titulares.  La  famosa  transmutación 
de  todos  los  valores  no  significa  sinoi  que  ya  su  au- 
tor tenía  trocadas  todas  las  conexiones  entre  cilin- 
dros, ejes  y  prolongaciones  protoplásmicas,  y  en 
consecuencia  todo  lo  ve[a  cabeza  abajo. 

Conste  que  para  hacer  esta  afirmación  categórica 


DESDE    MI    BELVEDERE  255 

descanso  en  el  diagnóstico  retrospectivo  del  doctor 
Michaut.  No  pongo  nada  de  más,  sino  lo  pintoresco 
y  exacto  del  lenguaje.  Ahora  bien,  como  el  poeta  fi- 
lósofo dictó  esa  ruidosa  obra  en  la  primavera  de  1880, 
y  el  ataque  de  apoplegía,  con  que  comenzó  su  enfer- 
medad para  los  profanos,  ocurrió  en  Diciembre  de 
1888,  resulta  que  el  período  de  su  mayor  actividad 
literaria  cae  de  lleno  en  el  de  los  progresos  de  su 
demencia;  y  el  estudio  de  sus  producciones  más 
considerables  debe  pasar  desde  ahora,  de  las  pá- 
ginas de  la  historia  de  la  civilización  en  el  siglo  xix, 
a  los  documentos  que  acompañen  los  casos  clínicos 
notables  en  los   tratados  de  neuropatía. 

Las  pruebas  que  nos  da  el  doctor  Michaut  están 
vaciadas  en  el  molde  de  las  de  su  ilustre  predecesor 
Max  Nordau,  y  son  por  igual  decisivas  y  convincen- 
tes. Nietzsche  padecía  de  jaqueca;  y  en  vano  ape- 
laba para  calmarla  a  la  antipirina,  fenacetina,  neu- 
ralgina  y  demás  iuas  con  que  la  química  alemana 
ha  enriquecido  la  farmacopea.  Casi  la  cuarta  parte 
del  año  se  pasaba  Zaratnistra  con  espantosos  do- 
lores lancinantes  en  uno  de  los  ojos.  Naturalmente, 
durante  las  otras  tres  cuartas  partes,  el  recuerdo 
y  el  temor  de  ese  tormento  habían  de  perturbarle 
el   trabajo  cerebral. 

Otro  síntoma  aun  más  grave,  y  de  orden  más 
subjetivo:  desde  que  compuso  el  libro  mencionado, 
Nietzsche  cesa  de  citar  a  otros  autores.  Confiesoí 
que  el  síntoma  me  parece  espeluznante.  ¿Cómo  no 
ver  allí  manifiesto   el  primer  indicio  del  delirio  de 


256  ENRIQUE    JOSÉ    VARONA 

grandeza,  que  había  de  culminar  luego  e¡n  Zaratrus- 
tra?  El  escritor  debe  ser  modesto,  respetuoso!  con  sus 
ilustres  predecesores,  sumiso  a  sus  doctrinas,  admi- 
rador de  sus  luces  sobrenaturales.  No  debe  poner 
la  pluma  en  el  papel  sino  para  emplear  estas  fór- 
mulas consagradas:  «Según  dice  el  eximio  X.»;  «en 
opinión  del  eminente  J.»;  «a  juicio  del  insupera- 
ble Z.»;  «como  nos  enseña  el  indiscutible  &.»  Un 
escritor  que  presume  tener  ideas  propias,  o  que 
lo  da  a  entender,  es  un  orate.  Esto  es  el  abecé  de  la 
patología  mental. 

Además,  Nietzsche  abandona  el  estilo  periódico, 
y  se  ciñe  a  expresarse  por  sentencias  cortas,  prodiga 
los  aforismos.  Veo  bien  clara  la  interpretación  histo- 
psicológica  de  ese  terrible  fenómeno,  y  me  atrevo 
a  someterla  al  doctor  Michaut.  El  eretismo  de  las 
expansiones  terminales  de  las  neuronas  del  paciente 
no  era  normal;  a  lo  mejor  se  quedaban  contraídas; 
no  podía  verificarse  la  asociación  de  las  ideas,  se 
rompía  la  ilación  del  discurso.  Por  eso  Nietzsche 
no  era  capaz  de  pensar  sino  a  borbotones.  Apren- 
damos a  desconfiar  de  los  hombres  sentenciosos; 
pongamos  en  cuarentena  a  todo  autor  de  aforismos. 
Si  pudiéramos  examinar  al  microscopio  las  arboriza- 
dones  de  sus  cilindros  ejes,  las  veríamos  encogidas 
y  casi  paralizadas.  Esos  infelices  están  en  camino 
del  manicomio. 

Para  colmo  de  males  y  de  pruebas,  el  doctor  Mi- 
chaut hace  notar  que  Nietzsche  usa  y  abusa  de  los 
neologismos.   Temblemos.   No  es  la  casa  del  vecino 


DESDE    MI    BELVEDERE  257 

La  que  arde,  ¡sino  la  propia.  Cada  vez  que  se  ¡nos 
resbale  la  lengua,  y  empleemos  un  vocablo  de  menos 
de  cien  años,  llamemos  por  teléfono  al  doctor,  aunque 
no  sea  el  doctor  Mich.au t.  Es  un  caso  de  amnesia. 
Los  neologismos  de  Nietzsche  demuestran  el  trabajo 
de  desorganización  a  que  estaba  sometida  su  ter- 
cera circunvolución  frontal  izquierda. 

No  prosigo,  por  temor  de  llevar  la  intranquilidad  al 
ánimo  del  lector.  .Conocer  los  síntomas  de  las  en- 
fermedades constituye  más  bien  mi  peligro  que  un 
aviso.  Además,  con  lo  dicho  basta  para  comprender 
la  razón  con  que  el  alienista  francés  ha  podido  resu- 
mir su  luminoso  ¡estudio  sobre  la  locura  del  poeta 
alemán,  afirmando  que  en  vez  de  la  cansada  fórmula: 
Así  hablaba  Zaratrustra,  leamos:  Así  hablaba  un 
paralítico  general.  La  ciencia  es  algo  ruda;  no  co- 
noce las  atenuaciones. 

Marzo,   1904. 


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Los  ciegos  gobernadores 


No  es  este!  el  título  de  un  apólogo  esópico,  ni  me- 
nos leyenda  de  alguna  caricatura  de  actualidad.  Los 
gobernadores  del  día,  por  regla  general,  se  gastan 
rayos  X,  en  vez  de  rayos  visuales. 

Sobre  todo  en  día  de  elecciones. 

Los  ciegos  gobernadores  o  los  gobernadores  ciegos 
constituyen  un  rasgo  muy  curioso  de.  la  curiosa  his- 
toria del  Japón.  Cuentan  las  crónicas  del  Reino  Flo- 
rido que,  a  fines  del  siglo  décimo,  las  costumbres 
del  pueblo  se  habían  dulcificado  mucho,  gracias  sin 
duda  a  la  difusión  del  budismo,  y  qule  se  apoderó 
de  los  corazones  gran  lástima  hacia  los  maltratados 
por  la  naturaleza,  especialmente  los  ciegos. 

Fueron  éstos  recogidos  por  tedias  las  islas,  y  con- 
ducidos a  un  monasterio,  desde  donde;  se  descubría 
un  paisaje  maravilloso.  El  lago  Biwa1  bañaba  la  co- 


260  ENRIQUE    JOSÉ    VARONA 

lina  en  que  leí  edificio  tenía  asiento,  y  enviaba  las 
ondas  de  suave  luzjxflejada  en  su  bruñida  super- 
ficie bacía  todas  aquellas  retinas  insensibles.  Allí 
fueron  doctrinados  los  ciegos;  y  después  se  los  nom- 
bró   gobernadores   de   diversas   provincias. 

Esto  pasaba  en  la  misteriosa  Cipango,  mucho  an- 
tes de  Marco  Polo.  Lástima  que  los  anales  japoneses 
no  nos  digan  al  pormenor  las  grandes  cosas  que 
debieron  verse  en  agüellas  comarcas,  cuyos  jefes 
no  veían. 

Desde  luego  debieron  ser  eminentes  justicieros. 
Hasta  los  niños  saben  que  la  justicia  ha  de  ser  ciega. 
Parece  que  éste  íes  el  único  medio  de  que  puedaj 
mantenerse  en  el  fiel  la  balanza.  Esos  jueces,  que 
no  podían  quitarse  la  venda,  escapaban  así  a  mu- 
chas tentaciones.  Las  Frinés  japonesas,  las  peque- 
ñas giteishas,  vestidas  de  púrpura,  ensayaríaU  en 
vano  los  sortilegios  de  sus  mienudos  gestos  y  la  son- 
risa de  sus  labios  iluminados  al  carmín,  ante  aquellos 
ojos  inmóviles,  insensibles  a  la  belleza  de  las  for- 
mas y  los  colores.  Las  dádivas  de  los  cohechadoires 
de  oficio  perdían,  para  ellos,  un  grande  atractivo, 
el  reflejo  fascinador  del  metal  brillante. 

Libres  estaban  de  contemplar  la  gesticulación  tea- 
tral del  abogado,  pagado  para  defender,  como  pu- 
diera haberlo  sido  para  acusar.  De  todos  los  medios 
de  sieducción  del  ihombre,  la  voz,  cuando  no  se  alia 
al  ademán  estudiado,  a  la  actitud  afectada,  a  la 
palidez  fingida,  a  las  lágrimas  traicioneras,  es  el 
menos  hipócrita.  Casi  todo  el  arte  mentirosoí  de  las 


DESDE    MI    BELVEDERE  261 

piezas  de  convicción  adulteradas  perdía  su  eficacia 
con  aquellos  oidores,  que  no  podían  ser  veedores. 
Como  tenían  menos  asideros,  menos  fácilmente  ha- 
brían de  caer  ien  las  redes  de  los  cazadores  titulares 
de  jueces  incautos  o  mansos. 

Reducidos  a  la  contemplación  de  su  mundo  in- 
terno, su  concepto  general  del  hombre  había  de  ser 
menos  mezquino  que  el  de  aquellos  a  quienes  no 
pueden  ocultarse  todas  las  deformidades  humanas. 
Rodeados  de  la  pompa  del  poder,  estaban  exentos 
de  fijarse  en  su  pueril  aparato.  Eran  actores,  que  no 
tenían  que  ver  por  detrás  las  bambalinas.  Escapaban 
al  espectáculo  triste  o  miserable  de  las  genuflexio- 
nes a  su  paso;  surían  el  ósculo  en  la  mano,  mas  no 
podían  descubrir  la  mirada  ¡envidiosa  que  seí  filtraba 
a  través  de  los  párpados  entornados;  y  si  sorpren- 
dían algún  cuchicheo  de  mofa  o  menosprecio,  no 
sabían  que  los  zumbones  estaban  prosternados  en 
actitud   de   adoración    en   torno   suyo. 

No  podían  substraerse  al  olor  de  la  sangre,  que 
los  compasivos  japoneses  derramaban  tan.  copiosa- 
mente como  los  refinados  helenos  o  los  duros  ger- 
manos; pero  al  menos  no  miraban  las  cabezas  cor- 
tadas, que  las  damiselas,  sus  compatriotas,  conser- 
vaban como  valiosas  preseas.  Así,  de  la  ferocidad  del 
homo  rex  no  tenían  noticias  sino  por  un  sentido*,  y 
éste  bien  poco  intelectual. 

Cuando  les  vestían  la  armadura  de  bronce  y  lada 
y  colocaban  sobre  su  máscara  natural  la  careta 
horripilante,  al  salir,  rodeados  de  samurais  curtidos 


262  ENRIQUE    JOSÉ    VARONA 

por  las  hazañas  de  la  guerra  civil  inacabable,  para 
poner  ¡en  paz  a  los  daimiós  demasiado  levantiscos,  si 
detrás  de  sus  pasos  dejaban  marcada  su  presencia 
escombros  humeantes  y  cadáveres  mutilados,  nada 
habían  visto  los  gobernadores  mutilados,  nada  ha- 
bían visto  los  gobernadores  ciegos.  Y  podían  muy 
bien  comparar  su  acción  destructora  a  la  de  los 
elementos  naturales,  que  purifican  la  atmósfera,  des- 
cuajando bosques,  fulminando  peñones  y  arrastrando 
en  la  hinchada  corriente  hombres  y  alimañas.  No 
tenían,  como  otros,  necesidad  de  cerrar  los  ojos, 
para  no  medir  el  costo  de  sus  sangrientos  beneficios. 

Sí,  es  lástima  que  no  hayan  quedado  memorias! 
exactas  de  la  administración  y  gobierno  de  esos 
altos  funcionarios  sin  vista.  Así  podríamos  compa- 
rarlos con  los  ¡actos  de  los  gobernadores  qtie¡  ven 
por  sus  ojos,  o  que,  al  menos,  así  lot  creen.  Porque:, 
después  de  todo,  no  es  seguro  que  vean  cuantos  llevan 
ojos  en  la  cara,  y  hay  muchos  lazarillos  que;  van  tjah  a 
obscuras,  como  los  ciegos  a  que1  pretenden  servir! 
de  guías.  i 

Existe  no  sé  si  un  cuadro  o  un  grabado,  pues  sólo 
he  visto  la  reproducción,  del  gran  artista  japonés 
Hokusai,  que  representa  once  ciegos,  vadeando  un 
río.  Adelantan  con  precaución,  en  fila  india,  asidos 
unos  a  otros,  torciendo  el  cuerpo,  tanteando  con  el 
palo,  sumergiendo  apenas  el  pie;  pero  adelantan! 
sin  caerse,  y  el  que  va  delante  parece  ya  tocar  la 
tierra  enjuta  de  ¡la  orilla.  Se  me  ocurre  que  así  irían 
gobernados  y   gobernantes,   cuando   éstos  eran  cié- 


DESDE    MI    BELVEDERE 


263 


gos;  puesto  que  así  van  todavía,  en  el  Japón  y  más 
allá  del  Japón,  pasando  el  vado  de  la:  vida,  los  que 
gobiernan,  figurándose  qtie  ven,  y  los  gobernados 
perpetuamente  en  tinieblas. 

Marzo,    1904.  1 


-♦♦>♦ 


>./ 


Rusos  y  japoneses 


El  ruido  que  hacían  esos  diablillos  ora  como  el 
do  cuatro  escuadrones  do  caballería  a  escape  por 
un  camino  pedregoso.  ¡Qué  galopes,  qué  escarceos, 
qué  vociferaciones  y  aúllos,  y,  sobre  todo,  qué  con- 
tundir de  garrotes  y  qué  granizada  de  peladillas! 

Pues  no  sumaban  más  de  seis  por  cada  banda; 
pero  suplían  el  número  exiguo  con  el  coraje,  pintado 
en  los  rostros  puerilmente  feroces,  y  con  la  grita, 
que  atronaba  la  calle.  Los  garrotes,  vistos  de  cerca, 
no  eran  sino  palos  de  escoba;  pero  lois  esgrimían  con 
tanta  furia  aquellos  astrosos  soldadillos,  que  sonaban 
como  estacas  en  manos  de  jayanes.  Los  guijarros  sí 
eran  tales,  hechos  y  derechos,  y  amagaban  desca- 
labraduras  a  diestro   y  siniestro. 

Cuando  desemboqué  en  la  calle,  ocupada  toda  por 


266  ENRIQUE    JOSÉ    VARONA 

los  encarnizados  contendientes,  di  de  manos  a  boca 
con  un  policía  recostado  en  el  guardacantón  de  la 
esquina,  el  cual  miraba  con  cara  de  risa  y.  ojos  chis- 
peantes la  divertida  y  tumultuosa  escena.— ¿Qué  pa- 
sa?, le  pregunté,  entre  sorprendido  y  alarmado. — 
Nada,  me  contestó,  con  cierto  dejo  de  desdén;  unos 
muchachos  que  juegan  a  rusos  y  japoneses. 

Como  en  esto  rebotó  una  piedra  bastante!  cerda 
de  nosotros,  el  policía  se  incorporó,  dio  media  vuelta, 
y  se  alejó  contoneándose  y  haciendo  oscilar  su  ma- 
ciza porra,  no  sin  echarme,  por  despedida,  una  mi- 
rada de  reojo,  que,  traducida  a  lenguaje  fonético, 
decía  sin   ambajes:    «¡Vaya  un  mentecato!» 

Pudo  en  mí  más  la  curiosidad  que  el  susto,  y  me 
adelanté  algunos  pasos,  para  ver  mejor  a  los  arris- 
cados guerreros.  Acerté  a  estar  del  lado  del  los  ru- 
sos, ia  quienes  mandaba  un  rapaz  mestizo,  muy  ateza- 
do, que  voceaba  por  seis,  e  imprecaba  en  términos 
estrictamente  soldadescos,  lo  mismo*  a  enemigos  que 
a  amigos.  El  jefe  de  los  japonesas  era  un  chiquillo 
blanco  y  pelirrojo,  hecho  una  pólvora,  y  tan  roto 
como  arrogante  y  deslenguado.  A  empellones  dirigía 
éste  el  combate,  pues  los  suyos  parecían  a  punto 
de  cejar. 

Fuese  por  decidir  más  pronto  la  contienda  o  poi- 
que escaseaba  ya  el  parque,  en  ese  momento  arre- 
metieron ambos  generales  uno  contra  otro!,  a  puño 
limpio;  ^y  esto  fué  señal  para  que,  estrechadas  y 
confundidas  las  filas,  se  enredaran  rusos  y  japoneses, 
a  pescozones,  patadas  y  mordiscos.  Buscaba  yo¡  con 


DESDE    MI    BELVEDERE  267 

los  ojos  quien  m!e  auxiliaste  en  la  difícil  empresa 
de  separar  a  los  frenéticos  contendientes,  Cuando 
acertaron  a  presentarse  calle  arriba  dos  coches  de 
alquiler,  que  venían  regateando,  y  a  redoblados  gol- 
pes de  timbre  pedían  que  se  les  despejara  la  pista. 
Casi  tenían  encima  las  dos  catapultas,  cuando  los 
muchachos  se  dieron  cuenta  del  peligro,  y  se  dis- 
persaron como  bandada  de  gorriones  al  paso-  de  un 
tren.  '  . 

Acertó  a  pasar  junto  a  mí  uno*  de  los  pocos  fugi- 
tivos que  no  corrían,  limpiándose  la  cara  polvorien- 
ta con  la  mano  algo  más  sucia,  y  renqueando  un  poco 
de  la  pierna  derecha.  Volvía  con  frecuencia  la  ca- 
beza atrás,  y  todavía  de  los  ojillos  le  saltaban  chis- 
pas.— Ya  no  te  quedarán  más  ganas  de  pelear,  le 
dije  en  tono  chancero-  Frunció  el  ceño  al  oirme-, 
y  con  vocecita  destemplada,  me  contestó:— Al  pri- 
mero que  me  encuentre,  lo  reviento... — ¡Peno,  ¿qué 
te  han  hecho,  hombre?— Son  rusos,  me  contestó, 
dándome  un  quiebro  de  hombro,  como  para  poner 
fin  al  impertinente  coloquio. 

Son  rusos,  claro.  No  saben  más  los  japoneses 
auténticos,  ni  necesitan  saber  más.  Son  rusos,  les 
decir,  'están  en  frente^  en  vez  de  estar  al  lado;  y 
damos  sobre  ellos,  como  ellos  sobre  nosotros,  pon- 
qué los  rifles  se  disparan  hacia  adelante,  y  no  hacia 
atrás. 

Son  rusos,  claro.  El  blanco  ¡de  mis  piedras,  el  saco 
de  arena  para  mis  puños;  ¿a  cara  que  estrppleiar, 
el  cuerpo  que  moler;  uno  ,que  me  estorba,  porcfuie 


268  ENRIQUE    JOSÉ    VARONA 

está  allí;  que  me  provoca,  porque  se  me  pone  de- 
lante; uno  a  quien  odio  ¿sin  conocerlo,  porque  anda 
con  otros  y  no  conmigo' ;  y  a  quien  derrengaré,  si 
me  deja,   antes   que  me  derriengue. 

Todo  esto  y  algo  más  me  decía  el  enfurruñado 
pilludo,  con  su  lacónica  respuesta.  Y,  pensándolo 
bien,  ¿no  es  ello  natural?  Esos  son  los  entendimien- 
tos que  se  siembran  y  cultivan;  y  la  herencia  ayuda 
aquí  a  la  selección.  Los  pequeños  combatientes  de 
hoy  serán  los  electores  de  mañana.  No  se  llamarán 
entonces  rusos  o  japoneses,  sino  ¡liberales  o  con- 
servadores, azules  o  rojos,  lopistas  o  martinistas. 
Pero  se  combatirán  con  igual  saña  sin  conocerse, 
a  puñadas  o  puñaladas,  a  tiros,  a  calumnias,  como 
haya  lugar,  como  se  haga  más  daño;  en  el  cujerpo, 
bueno;  en  la  honra,  mejor;  en  la  honra  y  el  cuerpo, 
mucho  mejor.  No  piensas  como  yo,  no  me  ayudas, 
eres   mso;  y,  si  me  dejan,   te  extermino. 

Y  ya  lo  creo  que  lo  dejan.  No  hacemos  otra  cosa 
que  dejarlo.  La  prensa  lo  aplaude,  el  orador  lo 
exalta,  el  jefe  de  partido  lo  premia.  Y  la  gente 
experta,  los  listos,  los  que  tienen  mundo,  dicen  al 
que  se  lastima,  desde  lo  alto  de  su  incontestable  su- 
perioridad:—Pero,  bendito  sea  Dios,  ¿de  qué  se  sor- 
prende usted?  Si  eso  es  la  política;  si  la  política 
no  tiene  entrañas;  al  que  no  se  quiere  efuitar  del 
puesto  por  las  buenas  hay  que  echarlo  a  rodar  por 
las  malas.  Esa  es  la  política,  hombre.  ¡Ni  que  ca- 
yera usted  de  la  luna! 

Bueno;  pues  esa  es  la  política:  rusos  y  japoneses. 


DESDE    MI    BELVEDERE  269 

Hacen  bien  en  practicarlo  desde  temprano  nuestros 
futuros  electores.  Así  no  los  cogerá  diesprievenidois 
la  pedrea. 

Abril,    1904. 


-♦♦>♦' 


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A  Plutarco 

Fabricante   de   Grandes    Hombres 


Clarísimo  varón: 

Aunque  tu  fama  anda  ya  por  el  mundo  algo  des- 
medrada y  paliducha,  se  debe  más  a  la  mal|ci¡aj 
y  descreimiento  de  los  hombres  actuales,  que  a  su 
buen  juicio.  Por  mi  parte,  gigo  pensando  que  los 
productos  de  tu  antigua  fábrica  ,son  exeelentes;  y 
los  prefiero  con  mucho  a  Jos  de  los  innumerables 
émulos  tuyos,  que,  en  mis  días,  tienen  taller  abierto-, 
para  proveer  el  mercado  de  hombres  ilustres  por 
medida. 

Por  pensarlo  así,  me;  he  decidido  a  escribirte,  a 
ver  si  me  socorres,  y  conmigo  a  mis  conciudadanos, 
en  la  apretada  necesidad  en  que  nos  encontramos, 
No  te  impaciientes,  figurándote  que  se  trata  de  que 
nos  remitas  algunas  parejas  de  hombres  egregios. 
No,  no  necesitamos  que  sacudas  el  polvo  de  tus 
anaqueles.  Por  el  contrario,  aquí  los  tenemos  a  po- 


272  ENRIQUE    JOSÉ    VARONA 

rrillo,  hasta  por  exportar;  y  si  te  hicieron  falta 
algunas  docenas,  podemos  cedértelos,  con  descuento 
sobre  el  precio   de  catálogo. 

Te  diré  en  puridad,  para  tu  gobierno.,  que  este 
artículo  se  ha  desacreditado  un  poco,  por  el  exceso 
de  producción,  que  tiene  abarrotadas  las  plazas  y 
trinando  a  los  fabricantes.  Con  los  procedimientos 
modernos,  no  cuesta  más  inflar  un  personaje,  que 
una  pompa  de  jabón.  Todo  lo  que  se  necesita  son, 
unas  cuartillas  de  papel,  un  vocabulario  abundante 
de  epítetos  empenachados,  dos  docenas  de  papana- 
tas y  un  empresario  hábil,  a  quien  tenga  cuenta 
la  operación. 

Precisamtente  lo  difícil  hoy  es  dar  un  paso,  sin 
tropezar  con  un  grande  hombre.  Nosotros,  míseros 
consumidores,  estamos  reventando  de  empacho  de 
ellos.  Y  aquí  tienes  que  se  m'e  ha  venido  a  la  mano 
el  objeto  principal  del  mi  epístola, 

Vivo,  insigne  beoeio,  yo  que  me  permito*  impor- 
tunarte, vivo  en  una  isla  de  que  no  tuviste  noticia, 
mucho  más  acá  de  la  última  Thiüe.  Esta  isla  tiene 
íama  de  fértil;  y  aunque  no  muy  poblada,  com- 
pensan sus  habitantes  la  falta  de  cantidad  con  la 
sobra  de  calidad.  Somos  pocos,  pero  todos  ilustres. 
Nuestra  historia  no  es  historia,  sino  epopeya.  Nues- 
tros hechos  no  son  "hechos,  sino  hazañas.  Excepto  la 
talla,  todo  en  nosotros  es  grande,  todo  admirable,  todo 
mayor  de  la  ordinaria  marca. 

A  tu  perspicacia  y  experiencia  no  puede  ocultarse 
que  del  exceso    de   tanto  bien   nace  nuestro,  mal. 


DESDE    MI    BELVEDERE  273 

Tantos  superhombres  juntos  se  sienten  estrechos, 
se  estorban  unos  a  otros;,  y  en  cierto  modo  se  anulan 
unos  a  otros.  Tantas  cimas  iguales  hacen  el  efecto 
de  una  línea  continua.  Nuestra  común  grandeza  re- 
sulta monótona.  Si,  de  algún  modo,  noi  se  introduce 
entre  nosotros  algo  que  forme  contraste,  vamos  a 
morir  de  hipertrofi(a  de  todas  las  células  que  com- 
ponen nuestro  tejido  social. 

Como  eres  tan  perito  en  hombres^  que  los  sabías 
bcrtilloneiar  muchos  siglos  antes  de  Bertillon,  se  me 
ha  ocurrido  acudir  a  tu  ciencia;  a  ver  si  nos  man- 
das unas  cuantas  remesas  de  individuos  perfecta- 
mente mediocres.  Por  lo  mismo  que  tu  especialidad 
son  los  grandes  hombres,  has  de  saber  distinguir 
a  maravilla  la  gente  común,  la  de  poco  más  o  me- 
nos, que  es  la  que  nos  hace  falta. 

Queremos,  buen  Plutarco,  hombres  laboriosos*,  que 
no  pregonen  a  todos  los  vientos  su  laboriosidad 
como  virtud  excelsa;  gente  que  labre  su  huerta,  y 
no  crea  que  se  le  deben  recompensas  públicas  por 
labrarla;  que  ame  su  patria,  y  no  entienda  que  un 
sentimiento  tan  natural  merece  estatuas;  que  la  de- 
fienda llegado  el  caso,  y  no  espere  que  se  le  con- 
sagre héroe  por  haber  cumplido  un  deber  rudimen- 
tario; que  sirva  con  celo  a  la  república,  y  se  vea; 
recompensado  por  la  prosperidad  general  de  que 
forma  parte  la  siiya,  sin  'esperar  que  le  paguen  en 
orivilegios  lo  que  es  deuda  de  todo  ciudadano.  No 


18 


274  ENRIQUE    JOSÉ    VARONA 

más  que  eso  queremos;  pero  lo  queremos  con  gran 
apremio,  porque  la  carencia  es  mucha. 

Si  nos  puedes  servir,  siquiera  con  algunas  mues- 
tras,  pos   dejarás   eternamente   obligados. 

Te  deseo  grata  compañía,  buena  conversación  y 
sutiles  disquisiciones. 

Habana,  19  de  Junio,  1904. 

Posdata.  Si  te  decides  a  complacerme,  mira  si  en- 
cuentras por  ahí  de  repuesto  un  Filopoemen  de  mar- 
lia  menor.  Dices  del  tuyo,  en  alguna  parte,  que 
sabía  no  sólo  mandar  según  las  leyes,  sino  a  las 
mismas  leyes,  cuando  la  necesidad  pública  lo  re- 
quería. No  pretendo  que  el  nuestro  sepa  tanto;  sino 
que  acierte  a  servirse  de  las  leyes,  para  evitar  que 
otros  se  crean  superiores  a  ellas,  y  por  tanto'  exen- 
tos del  deber  de  cumplirlas. 

Después  de  todo,  dicen  por  ahí,  y  ya  se  decía  en 
tu  tiempo,  que  la  ley  sólo  se  ha  Hecho  para  los 
pequeños.  Razón  de  más,  para  procurar  nosotros 
que  venga  esa  remesa  de  hombres  no  grandes,  no 
ilustres,  no  excelsos;  sino  modestos,  pobr¡es  de  es- 
píritu, subditos  de  la  ley.  Porque  éstos,  y  sólo  éstos, 
son  los  que  hacen  innecesarios  a  los  Filopoemen  com- 
pletos o  recortados. 

No  te  importuno  más,  no  sea  qne  algún  malicioso 
pretenda  sacar  a  mi  posdata  más  jugo  que  a  mi 
carta. 

Jaire. 


nr 


Una  transfiguración  de  Rosina  y  Querubín 


Obra  maestra  de  penetración  psicológica,  en  el 
teatro,  es  el  estado  de  alma  en  que  coloca  Beaumar- 
chais  a  Rosine,  entre  el  desvío  negligente  de  su  ma- 
rido, vividor  «blasé»,  y  la  tenue,  indefinida  seduc- 
ción de  Cliérubin,  boquirrubio  enamorado  de  la  vida. 

Rosine  ama  al  Conde;  sus  calaveradas  la  mortifi- 
can en  su  corazón  y  en  su  legítima  presunción  fe- 
menil. Su  languidez  y  su  principio  dtei  despego  a 
la  monotonía  de  su  existencia  regalada  y  cada  vez 
más  solitaria  nacen  sobre  todo  de  la  conducta  do 
su  marido;  después  quizás,  y  sólo  quizás,  de  la 
e¡dad  peligrosa  a  que  se  aproxima.  Si  alguien  fuera 
a  decirle  que  la  adoración  muda  del  efebo,  sólo 
con  ella  tímido,  añade  algunos  granos  a  su  melan- 
colía, mezcla  un  matiz  vago  de  «saudade»,  de  «so- 


276  ENRIQUE    JOSÉ    VARONA 

ledad»,  a  su  tristeza  de  esposa  desatendida,  su  sor- 
presa sería  tan  grande  como  su  inquietud  y  su  dis- 
gusto. 

El  alma  de  Rosinie  es  compleja,  como  todas  las 
almas;  pero  nada  sabe  ella  de  esa  complejidad.  Quien 
lo  sabe  es  Beaumarchais,  que  toca  diestramente  to- 
dos sus  registros,  y  nos  hace  asistir  fugaz  de  un 
alma  de  gran  señora  del  siglo  dieciocho,  que  repite 
tantas  otras,  fugaces  o  duraderas,  de  almjas  de  mu- 
jeres de  todos  los  tiempos. 

Chérubin,  adolescente  arrebatado  por  el  anhelp 
y  el  vértigo  del  sentir,  en  quien  bulle  la  savia  fresca 
de  l¡a  primera  mocedad,  es  el  principal  resorte  de 
esa  crisis;  y  como  Rosine  pertenece  a  todas  las 
épocas.  Chérubin  fué  Hipólito  cuando  Rosine  era 
Fedra.  Chérubin  se  ha  transfigurado  en  el  poeta 
y  esteta  Eugene  Marchbanks,  ahora  que  Rosine  se 
encarna  en  Cándida,  esposa  del  grande  orador  so- 
cialista,  Reverendo   James   Mayor  Morell. 

Esto  es,  al  menos,  lo  que  he  descubierto  en  una 
pieza  muy  recálente  del  celebrado  autor  dramático 
irlandés  Beruard  Shaw;  y  confieso  que  mi  descu- 
brimiento me  ha  encantado.  Es  un  regalo  mental 
poder  cotejar  así  unos  mismos  personajes  de  la 
comedia  humana  en  las  diversas  encarnaciones  que 
recorren. 

Ante  todo  debo  declarar  que  los  críticos  han  visto 
otra  cosa  y  aun  otras  cosas  en  la  comedia  de  Shaw; 
y  que  no  pretendo  achacar  al  escritor  coetáneo  nin- 
gún  propósito   expreso,   y  memos  exclusivo,   de  re- 


DESDE    MI    BELVEDERE  277 

surrección  de  los  deliciosos  tipos  de  Beaumarchais. 
Hay  algo  que  me  dice  que  han  actuado  en  el  doble 
fondo  de  su  espíritu,  donde  ejerce  su  actividad  la 
rememoración  inconsciente.  El  aire  de  familia  de 
ciertas  situaciones  y  aun  de  ciertas  expresiones  re- 
sulta para  mí  visible.  Pero  eso  es  consecuencia  del 
dato  fundamental  idéntico,  no  obra  de  meditación 
deliberada. 

Cuando  Chérubin,  disfrazado  de  muchacha  cam- 
pesina, recibe  en  la  frente  un  beso  de  la  Condesa, 
que  no  lo  ha  reconocido,  tiene  ocasión  poco  después 
de  exclamar:  «M'ennuyer!  jemporte  á  mon  front  du 
bonheur  pour  plus  de  cent  années  de  prison»  (1). 
Marchbanks,  reclinado  en  el  regazo  de  Cándida,  que 
lo  trata  maternalmente,  cuando  ella,  al  ver  su  ex- 
presión de  beatitud,  le  pregunta  si  desea  algo  más, 
le  responde:  «No:  I  have  come  into  heaven,  where 
svant  is  unknown»  (2).  Chérubin,  como  temeroso  de 
({uc  se  borre  la  impresión  divina  del  ósculo  fortuito, 
*met  son  chapean  et  s'enfuit»  (3).  Marchbanks,  tam- 
bién con  su  beso  en  la  frente,  «flies  out  into  the 
night  (4). 

En  realidad  en  la  obra  de  Beaumarchais  y  en  la 
de   Shaw  hay   tres   personajes   colocados   en  situa- 


(i)     i  Aburridme  I  Llevo  en  la  frente  ventura  para  más  de  cien  años 
de   prisión. 

(2)  No:  he  penetrado  en  el  cielo,  donde  no  se  conoce  el  deseo. 

(3)  Se  cala  el  sombrero  y  escapa  huyendo. 

(4)  Huye,  precipitándose  en  las  tinieblas. 


278 


ENRIQUE    JOSÉ    VARONA 


ción  semejante,  y  hay  un  estudio  de  psicología  fe- 
menina que  descansa  en  esa  situación;  pero  lo  uno 
y  lo  otro  sirven  a  fines  dramáticos  distintos.  La 
Rosine  del  siglo  xx  ha  nacido  en  la  clase  media, 
más  cerca  del  pueblo  que  de  la  aristocracia,  y  no 
so  hastía  por  falta  de  ocupación  útil  eh  las  largas 
horas  inactivas  que  proporciona  el  lujo  de  una  ser- 
vidumbre numerosa.  La  sorda  sensación  de  vacío 
que  a  vecéis  la  sofoca  levemente  proviene  de  su 
edad,  treinta  y  tres  años,  y  del  egoísmo  inconsciente, 
tan  tranquilo,  como  dominante,  del  Reverendo  Mo- 
rell.  Este  ama  a  su  esposa,  que  sabe  entretener  en 
torno  suyo  la  atmósfera  que  conviene  a  su  espíritu 
poseído  de  su  superioridad;  y,  si  la  desatiende  un 
tanto  en  la  vida  real  y  un  mucho  en  la  vida  mental, 
es  arrastrado  por  su  incesante  actividad  de  propa- 
gandista aplaudido  y  solicitado.  Chérubin  es  ahora 
un  poetia  de  las  nuevas  escuelas,  postrado  a  veces 
por  la  neurastenia,  elevado  a  ratos  por  las  alas  na- 
cientes de  su  genio;  y  que  con  tanta  facilidad  cree 
su  amor  correspondido  conio>  desconocido. 

El  drama  moral,  mejor  dicho,  el  principio  de  dra- 
ma moral  que  tiene  por  escenario  el  espíritu  de  Ro- 
sine y  de  Cándida,  sí  es  el  mismo  en  la  comedia 
francesa  y  en  la  inglesa;  aunque  una  y  otra  venzan 
en  el  conflicto  pasional  por  medios  muy  distintos. 
Rosine,  porque  el  arrepentimiento  del  Conde,  aun- 
que transitorio,  basta  para  sujetarla  en  las  redes 
de  sus  hábitos  de  vida;  Cándida  por  la  conciencia 
de  su  fuerza  serena,  de  su  ¿rapel  de  providencia  do- 


DESDE    MI    BELVEDERE  279 

méstica  del  hombre  que  se  juzga  tan  fuerte  y  ella 
ve  tan  débil. 

Mr.  Bernard  Shaw  ha  sido  clasificado  entilé  los 
discípulos  de  Ibsen;  y  hay,  sin  embargo,  quienes 
han  visto  en  esta  obra  suya  el  propósito  de  contrariar 
las  tendencias  del  maestro,  poniendo  en  contraste 
a  Cándida  y  Nora.  Entiéndase  desde  luego  la  Nora 
de  la  redacción  primitiva  del  drama  ibseniano,  la 
Nora  que  se  va,  no  la  que  se  queda.  Este  es  ¡otro 
aspecto  de  la  comedia  de  Shaw,  que  ahora  no  me 
interesa. 

Mi  objeto  ha  sido  indicar  que,  sin  designio  delibe- 
rado de  imitación,  el  «canevas»  pasional  sobre  qne 
está  bordada  «Cándida»,  pues  así  se  llama  también 
la  pieza,  viene  a  ser  en  el  fondo  el  mismo  que  sirvió 
a  Beaumarchais  para  una  de  sus  famosas  gemelas: 
«Le  mariage  de  Fígaro». 

Septiembre,    1904. 


-♦♦>♦- 


J^ 


Nueva  York 


Observaciones  de  dos  viajeros 


Por  circunstancias  que  no  son  del  caso  referir, 
llegaron  a  mis  manos,  en  un  hotel  do  Nueva  York, 
las  notas  en  que  habían  registrado  sus  impresiones 
de  la  gran  cosmópolis  dos  viajeros,  al  parecer  ob- 
servadores. 

Me  entretuvo  en  leerlas  y  cotejarlas;  y  se  me 
ocurrió  escoger  aquellas  en  que  habían  discurrido 
sobre  los  mismos  temas,  y  ponerlas  unas  al  lado 
de  ,ptras,  para  esparcimiento  y  provecho  del  lector 
aficionado   a  ver  por  ojos  ajenos. 

Téngase  presente  que  ni  comento,  ni  moralizo. 
Confronto  y  copio.  Para  distinguir  a  nuestros  via- 
jeros, llamaré  al  uno  A  y  al  otro  B. 


282  ENRIQUE    JOSÉ    VARONA 


Estoy  en  pleno  reinado  de  Churriguera.  Por  huir 
de  la  antigua  uniformidad  de  sus  edificios,  los 
neoyorkinos,  o  sus  arquitectos,  se  han  dedi- 
cado a  copiar  todos  los  estilos,  a  mezclarlos, 
a  sobreponerlos;  y  una  casa  que  empieza  en 
el  arte  helénico,  pasa  por  el  egipcio  y  acaba 
en  el  piel  roja.  Esta  es  la  negación  del  arte. 


B 


Esta  ciudad  realiza  ©1  sueño  del  sincretismo  ar- 
tístico. ¡Qué  unidad  y  qué  variedad!  El  tipo 
utilitario  antiguo  se  ha  ido  modificando,  y  se 
ha  llegado  a  las  ideas  más  atrevidas  con  una 
seguridad  de  concepto  y  de  ejecución  que  pas- 
man. Las  pirámides  son  juegos  de  niños,  al 
lado  de  estos  edificios  colosales,  cuyas  pro- 
porciones permiten  la  más  rica  variedad  de 
estilo,  sin  confusión  ni  disparidad.  Estoy  de 
lleno  en  el  arte  moderno,  en  el  arte  nuevo. 


¿Osa    esta   gente   flemática,   sin   sangre    en   las   ve- 
nas, preconizar  la  excelencia  de  su  clima?  The 


DESDE    MI    BELVEDERE  283 

glorious  clime  of  New  York.  ¡Qué  sarcasmo ! 
Todavía  no  reza  el  calendario  la  llegada  del 
otoño,  y  está  la  ciudad  envuelta  en  una  niebla 
pegajosa,  que  da  escalofríos  aun  vista  detrás 
de  cristales.  Este  hacinamiento  confuso  de  blo- 
ques macizos  parece  todavía  más  apretado,  más 
caótico,  envuelto  en  esa  humosa  funda,  en  que 
se  pierden  todos  los  contornos.  Ayer  hizo  calor 
sofocante;  hoy,  frío  húmedo.  Comprendo  que 
aquí  vivieran  rollizos  y  contentos  búfalos  y 
mastodontes,,   no   seres    humanos. 


B 


Ayer  bajaba  yo'  por  la  Quinta  Avenida,  a  la  al- 
tura del  Parque  Central.  Una  ligera  neblina 
flotaba  sobre  los  árbolles  y  los  edificios,  ci- 
ñéndolos  de  una  gasa  gris  pieria,  y  haciendo 
más  aéreas  y  delicadas  sus  líneas.  El  pano- 
rama era  un  encanto  para  la  vista  y  más  para 
la  imaginación.  Nada  preciso,  nada  chocante. 
La  perspectiva  se  dilataba  de  un  modo  casi 
fantástico,  convirtiendo  la  atronadora  metró- 
poli en  una  ciudad  de  ensueño.  De  pronto 
cayó  la  niebla,  como  un  telón  de*  teatro;  el  sol 
inundó  en  cascada  de  luz  la  avenida;  y  la 
ciudad  inmensa  se  elevó  ante  mi  vistaj  como 


284  ENRIQUE    JOSÉ    VARONA 

en  la  gloria  de  una  resurrección.  ¡Espectáculo 
maravilloso ! 


Esta  mezcla  de  bazar  y  falansterio,  que  llaman 
aquí  hoteles,  aunque  me  deja  todavía  lugar 
para  irritarme,  me  entontece,  y  me  llevará 
a  la  imbecilidad.  Es  la  reducción  dtí  la  vida; 
a  un  simple  mecanismo.  Es  la  anulación  de  la 
personalidad.  Yo  no  soy  yo,  sinoi  un  número, 
el  708.  El  número,  que  soy  yo,  habla  por  una 
bocina  a  un  oído  invisible,  y  oye  una  voz 
aflautada  que  sale  de  labios  impalpables.  Un 
mozo,  que  es  otro  número*,  y  a  quien  probable- 
mente no  veré  más,  entra  sin  saludar  ni  pro- 
nunciar palabra,  y  me  trae  lo  qud  pedí  en 
el  vacío.  Todo  esto  tiene  el  sello*  característico 
de  las  comedias  de  magia,  todo  parece  ficticio. 
Entro,  salgo,  como,  duermo;  nadie  sel  fija  en 
mí,  nadie  me  Conoce,  ni  tengo  tiempo  de  cono- 
cer a  nadie.  Voy  a  acabar  por  creer  que  soy 
esa  abstracción,  esa  cifra  con  que  me  designan 

en  la  oficina  del  hotel;  y  que  el  mundo  es  un 
problema  de  matemáticas.  ¿Cómo  no  ha  de 
hacer  estragos  la  neurastenia?  Así  se  para  en 
la  plena  demencia. 


DESDE    MI    BELVEDERE  285 


B 


Mal  año  para  Aladino  y  su  lámpara.  La  invención, 
de  Las  invenciones  os  el  hotel  americano.  Con- 
cluyeron los  enojos,  las  molestias  y  desazones 
de  la  vida  doméstica.  No  más  batallas  con  el 
criado  perezoso,  embustero,  mirón  y  parlan- 
chín. No  más  pequeños  cuidados  que  mal- 
gastan la  vida.  Todo  en  orden,  todo  a  tiempo, 
todo  al  salto.  No  más  tiranía  del  cuerpo,  con- 
trariado a  cada  paso  en  sus  hábitos.  El  tiempo 
pleno  para  la  vida  del  espíritu,  para  la  vida 
íntegra.  Sólo  aquí  se  realiza  la  verdadera  in- 
dependencia personal.  Entro  cuando  quiero  o 
lo  necesito,  salgo  lo  mismo.  Nadie  me  atisba, 
nadie  se  preocupa.  Sé  que  otros  existen,  por- 
que tienen  cuidado  de  mi  cuarto,  de  mi  ropa, 
de  mis  comidas,  de  mis  boletas  para  el  teatro 
o  el  ferrocarril.  ¡Qué  completo  y  qué  libre  me 
siento!  La  vida  me  parece  más  agradable,  y 
mis   ideas   son    cada   vez   más    lúcidas. 


Singular  libertad  la  de  este  país.  Un  polizonte 
rechoncho,  un  Falstaff  sin  espada,  ni  espue- 
las, un  Falstaff  sin  penacho,  levanta  la  mano 


286  ENRIQUE    JOSÉ    VARONA 

carnosa,  y  millares  de  o  viejas  con  americana 
y  sombrero  de  empleita  se  detienen  con  los 
ojos  sumisos,  o  siguen  len  procesión,  sin  saber 
ni  tratar  de  saber  por  qué  o  para  qué,  mu- 
ñecos de  cuerda  que  obedecen  a  la  presión  de 
un  resort|a.  Esto  es  más  cfue  la  obediencia 
pasiva,  es  la  obediencia  automática.  Su  blasón 
nacional  debía  ser  una  porra  de  plata  en  cam- 
po de  gules. 


B 


La  disciplina  de  este  pueblo,  dueño  de  sí  mismo, 
revela  el  secreto  de  su  constante  progreso.  Por 
encima  de  cada  individuo  autónomo,  indepen- 
diente, se  siente  la  presión  igual  de  la  ley, 
de  la  regla  abstracta.  El  funcionario  alto  o  bajo, 
que  la  representa,  íestá  investido  de  to¡da  su 
fuerza,  por  una  especie  de  pacto  tácito,  y  co- 
lectivo, y  nadie  la  pone  en  tela  de  juicio.  Así 
van  en  multitudes,  por  calles  y  plazas,  los 
habitantes  de  este  país,  sin  estorbarse  nunca; 
y  realizan  las  inayores  empresas,  sin  q;ue  el 
apetito  o  los  intereses  particulares  sirjvaii  de 
obstáculo  a  la  acción  general.  Me  parece  ver 
delante  de  todos  y  cada  .uno,  no  una  columna 
de  fuego,  que  los  ofusque,  sino  unas  tablas 
de  la  ley,  que  los  alumbre  y  guíe*. 


DESDE    MI    BELVEDERE  287 


No  he  visto  gente  más  atareada.  Se  afanan  de  la 
mañana  a  la  tarde  y  de  la  tarde  a  la  mañana. 
¿Qué  tiempo  les  queda  para  ¡disfrutar  de,  la 
vida? 

B 

Esto  se  llama  sacar  partido  de  nuestra  breve 
existencia.  La  vida  aquí  se  centuplica  por  la 
diversidad  y  complejidad  de  sensaciones  que 
sabe  recibir  el  hombre  en  un  solo  día.  Se 
alarga  el  vivir,  por  corto  que  sea,  viviendo  tan 
intensamente.  I 


Soy  un  hombre  exento  de  prejuicios;  pero  en  esta 
tierra  todo  parece  hecho  aposta  para  chocar 
a  la  gente  sensata. 

B 

Estoy    curado    hace   tiempo    de    todo    snobismo.    Sé 
mirar  y  admirar.  Mas  se  necesitaría  ser  ciego, 
para  no  ver  que  aquí  todo  es  pasmoso. 
Quizás   continuará. 

Octubre,    1904.  } 


& 


Los  igorrotes 


Uno  de  los  grandes  atractivos  de  la  feria  mundial 
de  St.  Louis  es  la  exhibición  da  las  Filipinas 

¡Cómo  se  divierte  el  pueblo  con  los  igorrotes! 
Por  centenares  se  agrupan  mujeres  y  hombres,  ni- 
ños y  anciano  para  ver,  durante  horas  enteras, 
media  docena  de  hombrecitos,  color  de  adobe  sucio, 
puestos  en  cuclillas,  formando  semicírculo,  y  mi- 
rando en  torno  con  ojos  abotagados  y  expresión  do 
beatífica  estupidez. 

Los  dos  espectáculos  son  bien  jnteresaintes  y  un 
tanto  melancólicos. 

La  turba  de  los  espectadores,  tan  diferentes  en 
tipos,    en    trajes   y   maneras,   se  presenta   del   todo 


19 


290  ENRIQUE    JOSÉ    VARONA 

unificada,  arrasada,  por  decirlo  así,  por  etl  mismo 
sentimiie¡nto  dominante,  absorbente,  de  infantil  cu- 
riosidad, de  deseo  truhanesco  de  divertirse  con  aque- 
llos animal ej  os  qtie  parecen  hombres,  algo  más  que 
los  simios  del  jardín  zoológico. 

El  buen  labrador  del  remoto  peste,  anguloso»,  necio, 
con  su  mirada  de  halcón,  rodeado  de  toda  la  familia, 
desde  la  suegra  apergaminada  hasta  el  rapaz  mofle- 
tudo y  coloradote,  se  codea  con  el  dandy  del  este 
lejano,  que  ase  familiarmente  del  brazo  a  una  blon- 
da señorita,  vestida  de  blanco  inmaculado,  la  cual 
deja  filtrar  su  mirada  atisbadora  por  entre  los  pár- 
pados que  el  cant  manda  entornar,  mientras  la  son- 
risa indiscreta  se  burla  de  sus  órdenes.  La  plebeya 
fornida,  con  su  gran  papalina  de  percal  azul  listado, 
se  abre  hueco  por  entre  un  reverendo  con.  alzacuello 
y  fun  mocetón  de  casaca  (encarnada  y  galoneada, 
caporal  lo  menos  de  la  banda  inglesa.  Detrás  de  un 
grupo  de  hombres  rubicundos  en  mangas  de  ca- 
misa, que  exhiben  tirantes  multicolores,  se  alza  la 
silueta  de  un  piel  roja  macilento,  envuelto  en  una 
manta  pringosa  y  desgarrada.  Pero  todos,  en  ese 
abigarrado  montón  de  gente  jubilosa,  con  el  mismo 
aire  de  plebe  en  circo. 

Ninguno  separa  la  vista  del  redondel  formado  por 
los  igorrotes;  y  por  poco  eme  alguno  de  éstos  cam- 
bie de  postura,  y,  al  desperezarse,  muestre  más  al 
descubierto  algo  de  su  desnudez,  las  risotadas  parten 
como  voladores,  para  formar  un  trueno  formidable 
que  sacude  todo  el  concurso.  Las  palmadas  y  los 


DESDE    MI    BELVEDERE  291 

hurras  lo  refuerzan;  mientras  los  hombrecillos  co- 
ior  de  adobe  se  miran  entre  sí  y  sonríen  cprnoi  ale- 
lados. 

¡  Qué  bien  se  divierte  el  hombre  con  la  ridiculez  y  la 
infelicidad  humanas!  Porque,  a  la  verdad,  esos  po- 
bres diablos  son  perfectamente  ridículos  y  perfec- 
tamente infelices,  unos  apenas  ceñidos  los  lomos 
con  un  colgajo  de  tela  basta;  otros  en  piernjasi, 
descalzos,  sin  camisa  y  con  chaquet;  otros  con  los 
pies  entumidos  dentro  de  unos  borceguíes,  que!  no 
suplen  la  falta  de  calcetines  y  pantalones;  todos  ti- 
ritando bajo  los  latigazos  de  un  vientecillo  frío  y 
húmedo,  que  viene  de  la  próxima  laguna. 

Al  menos  los  macacos  y  ti  tí  es  de  la  casa  de  fieras 
se  divierten  a  la  diabla  con  los  curiosos  que  los 
hurgan ;  chillan  como  urracas;  les  enseñan  los  dientes 
y,  como  pueden,  les  disparan  su  manotazo  o  su 
mordisco.  Pero  estos  bípedos  no  saben  sino  estarse 
quedos,  hacerse  guiños  y  reírse  cual  si  les  diesen 
cuerda.  Cuando  el  pueblo,  deseoso  de  mayor  y  más 
entretenida  diversión,  los  excita  lanzándoles  puña- 
dos de  centavos;  se  incorporan,  y  empiezan  a  za- 
randearse perezosa  y  desmañadamente,  levantando; 
apenas  los  pies  del  suelo,  acompañando  unai  lenta 
canturía  monótona  y  lastimera  con  la  percusión,  de 
una  suerte  de  panderos,  que  suenan  a  metal  rajado. 
Entonces  sus  movimientos  sin  gracia,  sus  rostros  sin 
expresión  ofrecen  un  espectáculo  todavía  más  dolo- 
roso; y  entoneles  es  cuando  el  pueblo  aplaude;  más 
eordialmente,   y   su   risa   inextinguible  celebra   poía 


292  ENRIQUE    JOSÉ    VARONA 

estrépito  la  pintoresca  bufonada  con  que  se  exalta 
y  regodea. 

Cierto,  iel  pueblo  es  un  rey  bonachón,  a  quién  place 
infinitamente  jugar  con  títeres  humanos.  No  pone 
en  ello  malicia;  y,  con  tal  de  divertirse,  tanto  le  da 
que  un  viejo  ande  ante  él  de  cabeza,  o  que  un  chico 
haga  piruetas  en  lo  alto  de  una  pértiga  en  equilibrio 
sobre  la  nariz  de  su  padre.  Mientras  más  y  más  es- 
túpidamente se  zarandean  los  igorrotes,  más  les  re- 
toza a  los  espectadores  el  alma  en  el  cuerpo  y  la 
risa  en  la  boca. 

Guando  visité  la  exposición  de  Filipinas,  pjor  ex- 
ceso tal  vez  de  humor  atrabiliario,  mirando  alterna- 
tivamente al  respetable  público  y  a  sus  juglares  im- 
provisados bien  poco  respetables,  se  me  antojaba 
tener  delante  un  concurso  de  gatos,  que  hubiesen! 
logrado  aprisionar  una  lechigada  de  ratónenlos,  y 
los  hubieran  encerrado  en  círculo,  para  entretenerse 
inocentemente  con  su  atortolamiento,  sus  pequeños 
saltos  y  sus  inútiles  escapadas.  Y  pensaba  yo: 

¡Cómo  se  divertirían  los  gatos  con  los  ratojnciUos ! 

Noviembre,    1904. 


-♦♦>♦' 


&s 


Fin  de  otoño 

Et  nous  écouterons,  frólant  les  feuilles  rousses, 
Le  pas  prcssé 
De  l'année  emportant  nos  heures  les  plus  douces 
Vcrs  le   Passé. 


En  este  día  brumoso,  efn  que  el  sol  lanza  a  inter- 
valos rayos  mortecinos,  y  el  nordeste  friolero  nos 
envía  ráfagas  intermití  utes,  siento  el  espíritu  pie- 
rezoso  y  encogido,  como  si  lo  congelara  este  sopljo 
pasajero  de  invierno. 

Melancólico  fin  de  otoño,  que  anuncia  el  próximo 
fin  del  año!  Su  vaga  tristeza  me  envuelve,  y  tifie 
de  gris  mis  pensamientcs.  Me  parecen  más  resonantes 
las  sordas  pisadas  del  tiempo;  y  su  ruido  fatídico  me 
hace  perceptible,  en  alucinación  dolorida,  el  con- 
tinuo desmoronamiento   de   las   cosas. 

De  lo  profundo  de  los  tiempos  pasados  llega  a 
nosotros  la  voz  desengañada  del  filósofo',   que;  dejó 


294  ENRIQUE    JOSÉ   VARONA 

rezumarse  toda  la  amargura  de  la  experiencia  hu- 
mana en  estas  dos  palabras,  más  siniestras  que  las 
del  festín  babilónico:  pajita  rei.  Sí,  todo  fluye,  todo 
declina  y  cae,  todo  se  desgasta  y  pasa. 

Lo  humano  obedece  a  la  inflexible  ley  del  cam- 
bio; y  también  lo  extrahumano.  Todo  es  transitorio. 
Cuanto  el  hombre  apetece  y  deifica,  cuanto  admira 
en  sí  o  en  la  naturaleza,  todo  es  instable.  La  ju- 
ventud se  marchita,  la  belleza  se  deslustra  y  defor- 
ma. Nada  persiste,  ni  aun  la  idea. 

Bajo  la  misma  etiqueta  mentirosa,  mis  pensamien- 
tos son  del  todo  diversos  de  los  de  los  hombres  dfe 
ayer.  Lo  que  llamo  yo  justicia,  lo  que  llamo  derecho, 
lo  que  llamo  libertad,  sólo  tienen  de  común  el  nom- 
bre, con  lo  que  así  denominaron  nuestros  antecief 
sores.  Ni  aun  por  las  pasiones  son  iguales  los  hom- 
bres de  dos  épocas  distintas.  No  entiende  un  moderno 
por  amor,  lo  que  entendía  un  heleno  contemporáneo 
de  Sócrates  y  Platón. 

Por  suerte  el  insaciable  apetito  de  ser  y  perma- 
necer, que  nos  domina,  distrae  nuestra  mente  tor- 
nadiza de  esa  contemplación  lastimosa.  No  siem- 
pre resbala  entre  nubes  pandas  un  sol  descolorido, 
ni  silba  el  viento  irónico,  revolviendo  el  mar,  que 
gime  sordamente.  Basta  al  hombre  que  el  (üelo  son- 
ría sobre  su  cabeza,  o  que  el  hervor  juvenil  caliente 
su  corazón,  para  juzgar  eterno  el  instante  fugitivo, 
inmortal  el  fuego  fatuo  que  lo  alienta. 

Si  perdurasen  estos  momentos  de  clarividencia  ¡qué 
horrible  fuera  en  su  totalidad  la  vida  humana!  Pero 


DESDE    MI    BELVEDERE  295 

La  naturaleza  agita  ante  nosotros  su  m!anto  multi- 
color, y  tras  él  nos  vamos  deslumhrados.  Conscien- 
tes o  inconscientes  del  engaño  supremo,  fijamos  la 
vista  en  lo  actual,  punto  luminoso  que  nos  hipnotiza, 
y  quedamos  ciegos  para  la  formidable  agitación  del 
torbellino  que  nos  arrastra  en  sus  espiras  infinitas. 

Por  todos  los  medios  a  nuestro  alcance,  procura- 
mos favorecer  la  obra  de  la  ilusión,  reina  risueña  y 
piadosa  de  nuestro  espíritu.  Cuando  llega  esta  época 
del  año,  que,  hasta  en  nuestros  climas,  favoritos  del 
calor  y  la  luz,  cambia  a  ratos  la  faz  del  mundo, 
tendiendo  un  velo  de  muerte  sobre  todo  loi  que 
poco  antes  resplandecía  con  los  colores  de  la  vida, 
el  hombre  busca,  en  la  región  fantástica  de  las  creen- 
cias, símbolos  que  le  hablen  de  renovación  y  felici- 
dad perdurable;  y  saluda  con  fiestas  alegres  la  lle- 
gada amenazadora  del  invierno. 

En  estos  días,  gratos  para  los  niños,  los  que  ha- 
cen revivir  para  los  pequeños  las  añejas  leyendas, 
los  mozos  y  los  viejos  que  sonríen  con  bondad  algo 
irónica,  al  verlos  tender  las  manos  inocentes  hacia! 
el  invisible  donador,  que  vendrá  a  colmar  sus  deseos, 
no  piensan  que  ellos  también,  con  ojos  suplicantes 
y  manos  extendidas,  solicitan  del  huésped  incóg- 
nito, que  avanza  sin  rumor,  del  porvenir  encarnado 
en  el  nuevo  año,  los  juguetes  maravillosos,  porque 
suspiran  todos  los  mortales:  la  esperanza  y  el  ol- 
vido. La  esperanza,  que  nos  hace  sentir  como  tan- 
gibles sus  promesas  de  salud,  de  prosperidad,  |de 
dicha,  de  larga  vida,  larga  ya  que  no   puede:  siejn 


296  ENRIQUE    JOSÉ    VARONA 

perenne;  el  olvido,  que  nos  oculta  piadosamente 
la  faz  ceñuda  de  la  experiencia,  reveladora  impor- 
tuna de  la  fragilidad  de  esos  irisados  ensueños. 

18   de   Diciembre,    1904. 


*<»♦- 


A  M.  Thalamas 


Profesor  de   Historia. — Versailles 


V? 


Muy  señor  mío  y  colega:  ! 

He  seguido  con  mucho  interés  los  curiosos  inci- 
dentes a  que  ha  dado  lugar  el  acceso  de  franqueza 
de  que  se  vio  usted  acometido,  en  su  clase  del  liceo 
Gondorcet.  Víctima,  por  desgracia,  de  la  misma  diá- 
tesis, a  que  parece  usted  sometido,  era  natural  que 
pusiese  toda  mi  atención  en  el  desarrollo  de  esa 
pequeña  tempestad  en  una  garrafa  de  agua. 

Como  no  hay  mejor  nadador  que  eil  que  está  en 
la  orilla,  debo  confesarle,  que,  a  ratos,  me  ha  pare- 
cido usted  un  tanto  sencülote,  naif,  oomo>  dicen  uste- 
des. A  estas  alturas  y  en  la  patria  de  Renán,  se  ne- 
cesita gran  dosis  de  candor,  para  creer  en  la  liber- 
tad de  la  ciencia  y  confiar  en  los  derechos  de  la 
crítica.   ¿Cómo   olvida   usted  que   liemos   convenido 


298  ENRIQUE    JOSÉ   VARONA 

en  que  la  ciencia  ha  hecho  bancarrota?  Pregúntelo 
usted,  si  lo  duda,  a  M.  Brunetiér©,  su  paisano.  Y 
en  cuanto  a  la  crítica,  es  cosa  averiguada  que  se 
juzga  con  el  corazón  a  con  la  bolsa,  no¡  con  la  in- 
teligencia. 

Por  lo  que  veo,  usted  parte  todavía  de  la  idea' 
de  que  nada  es  más  sano  que  la  verdad,  y  de  que 
los  hombres  se  dejan  arrastrar  por  cierta  natural 
inclinación  a  perseguirla  y  poseerla.  En  un  pjro- 
fesor  de  historia,  resulta  ésta  una  ilusión  muy  res- 
petable, pero  bastante  extraña.  Porque,  si  algo  nos 
enseña  lo  pasado,  es  que  la  verdad  contiene  en  sí 
una  virtud  ponzoñosa^  y  que  los  hombres  corren 
tras  ella,  porque  están  seguros  de  no  alcanzarla. 

¿No  ha  leído  usted  un  viejo  cuento  español,  puesto 
en  excelente  francés  por  el  amable  Laboulaye,  con 
el  título  de  La  mensonge  et  la  vérité1?  Vale  la^pena. 
Pero  aunque  no  lo  haya  leído,  el  libro  que  hojea  Usted 
constantemente  viene  a  ser  un  comentario  perpetuo 
del  epitafio  puesto,  según  reza  el  cuento,  sobrje  la 
tumba  de  la  malograda: 

Aquí  yace  la  verdad, 
a  quien  el  mundo  cruel 
mató    sin    enfennedad,    etc.» 

Permítame  decírselo.  Ahora  que  estoy  limpio  de 
calentura,  no  vuelvo  de  mi  asombro,  al  ver  cómo 
uarted  la  emprende  quijotescamente  con  ciertos  fan- 
tasmas, dueños  de  la  imaginación  popular.  No  co- 
nocía usted,  sin  duda,  el  temple  de  la  coraza  de  un 


DESDE    MI    BELVEDERE  299 

trasgo.  Se  imaginaba  usted  que  iba  a  atravesarlo  de 
una  estocada,  descabezarlo  de  un  tajo  y  hendido 
de  >yi  revés.  Y  ha  estado  usted  haciendo  molinetes 
contra  el  aire. 

«For  it  is,  as  the  air,  invulnerable.» 

Como  se  expresó  cuerdamente  Marcellus,  ein  otro 
celebre  caso  de  fantasmagoría. 

Todo  lo  que  usted  dijo  a  sus  indignados  discípulos 
es  de  sentido  común.  Por  lo  mismo  se  necesita  vivir 
en  las  nubes  para  creerse  autorizado  a  decirlo.  En 
efecto,  a  mí,  que  no  soy  francés,  me  puede  usted! 
persuadir,  con  la  mayor  facilidad,  de  que  Juana  de 
Arco  no  sabía  táctica.  Si  no  fuese  por  no  parecer 
inmodesto,  añadiría  que  me  lo  sospechaba  desde 
antes.  Pero  un  francés,  un  francés  genuino,  no  in- 
ficionado por  la  falsa  crítica  de  ultra;  Rin,  ni  man- 
chado por  el  sambenito  de  judaismo,  debe  creer,  y 
cree  a  pies  juntillas,  que  la  heroica  doncella  de 
Orleans  sabía  táctica  y  estrategia  y  el  trivio  y;  el 
cuadrivio. 

No  hay  términos  medios  con  el  patriotismo.  Todo 
héroe  lo  es  de  cuerpo  entero.  Quiero  decir  que  su 
heroísmo  lo  penetra  y  empapa,  como  fluido  sutilísi- 
mo, y  no  deja  intersticio  en  su  cuerpo  que  no  ocupe; 
y  por  eso  lo  transforma,  limpiándolo'  de  todas  las 
impurezas  de  la  humanidad  y  dotándolo  de  todas 
las  virtudes  corpóreas  e  incorpóreas.  Y  lo¡  más  pe- 
regrino es  que  ni  siquiera  se  necesita  que  el  héroe 
haya  existido.  ¿Puede  usted  darme  noticias  de  Gui- 
llermo  Tlell?   Usted,    historiador  y  todo,   no  podrá 


300  ENRIQUE    JOSÉ    VARONA 

dármelas  fidedignas ;  mas  no  por  eso  Guillermo  y  su 
arco,  su  hijo  y  su  manzana,  y  el  sombrero  de  Gessleri 
por  añadidura,  dejan  de  sea'  realidades  más  indes- 
tructibles que  el  Jungfrau. 

Ha  sido  usted  acusado  de  falta  de  tacto  y,  lo  que 
«?s  más  serio,  castigado  por  dio.  Ya  lo>  sabrá  usted1 
de  hoy  en  adelante.  Hay  que  ponerse  guantes  paral 
manejar  las  leyendas.  Mejor  dicho,  hay  que  andarse 
con  mucho  tiento  en  eso  de  sacudir  las  telarañas  do 
la  mente  popular.  Las  telarañas  se  quedan  intactas, 
y  el  crítico  impertinente  y  su  plumero  están  ex- 
puestos a  saltar  por  la  ventana. 

El  salto  de  usted  no  ha  sido  de  mayores  conse- 
cuencias. De  un  liceo  a  otro.  Dése  por  bien  servido, 
y  tres  puntos  en  la  lengua. 

Lo  pongo  aquí  a  mi  carta,  deseando  a  usted  buen 
año,  y  a  mí  seguir  tan  cuerdo  y  avisado. 

Su  más  s.  s.  i 

Enero,   3,    1905. 


-♦♦!♦♦- 


->»\ 


ya»B^a^^éT*BLiuauwMuaHHi**HLt^ukijAttMni»a«H»iaiT™r: 


The  milk  of  human  kindness 


Cierto;  tel  hombre  se  humaniza.  Sus  manos  apare- 
cen cada  vez  más  limpias  do  las  viejas  manchas  de 
sangre.  Lady  Macbeth  encontraría  ya  fácilmente  per- 
fumes mejores  que  los  de  Arabia  para  sahumar  la 
suya,  tremina  por  la  obsesión  del  golpe  mortal. 

Conforta  vivir  en  estos  tiempos,  en  que  la  sensi- 
bilidad floréele  en  nuestros  corazones,  como  las  gar- 
denias y  crisantemos  en  nuestros  ojales.  Antes  un 
hombre  bonachón,  manso,  incapaz  do  verter  sangre 
y  capaz  de  verter  lágrimas  era  algo  insólito,  algo 
como  un  Juan  Jacobo  sentimental  en  un  aduar  de 
apaches.  Hoy  los  sensibles  se  llaman  legión;  y  hasta 
tenemos  la  amable  secta  de  los  pacifistas  y  sus 
primos  los  tolstoistas,  que  nos  empujan  suavemente 
hacia  la  futura  edad  de  oro  de  la  paz  universal.  Así 
sea. 


302  ENRIQUE    JOSÉ    VARONA 

La  leche  de  la  ternura  humana  de  que  habió  leí 
poeta,  lubrifica  nuestras  relacionas  con  los  mismos 
animales.  Poco  nos  falta  para  llegar  a  donde  llegó 
por  anticipación  el  poverino  de  Asís,  y  sentirnos 
hermanos  del  ave  en  el  aire,  del  pez  en  el  agua  y 
del  lirio  en  el  víalle.  Nuestro  hermano  el  sol  ¡no 
alumbrará  dentro  de  poco  sino  escenas  idílicas.  Por 
de  contado  idílicas  no  a  lo  Teócrito,  sinoi  a  lo  Me- 
léndez:    Paced,   mansas    ovejas... 

Las  señales  están  bien  visibles.  Ya  no  sacamos  el 
patíbulo  a  la  plaza,  sino  lo  escondemos  detrás  de 
los  muros  de  la  prisión.  Ya  el  verdugo  no  se¡  monta 
a  horcajadas  sobre  el  reo,  ni  le  golpea  el  pechó¡ 
con  los  talones,  para  despedir  simbólicamente  a  pun- 
tapiés el  alma  que  salía  dificultosamente!  por  la  boca 
contraída  del  ahorcado.  Ahora  un  fmicionarjo'  co- 
rrectamente vestido  toca  un  botón,  y  fulmina  al 
criminal  en  la  silla  en  que  lo  acomoda  la  sociedad 
severa,  pero  compasiva.  Y  entrevemos  la  época  pró- 
xima, en  que  ese  funcionario  sea  un  experto  cirujano, 
que  se  limite  a  propinar  al  sentenciado  una  decisiva 
inyección   hipodérmica. 

Todavía  sacrificamos  los  animales,  de  que  nece- 
sitamos para  alimentarnos,  como  sacrificamos  a  los 
reos,  .que  no  necesitamos  para  nada.  Pero  lo  ha- 
cemos con  más  secreto,  con  más  limpieza,  con  más 
rapidez  y  ocultando  mejor  la  sangre.  Aquí  está  el 
toque.  Los  mataderos  modernos,  donde  los  hay,  tie- 
nen el  aspecto  más  inofensivo.  Cuando  las  opera- 
ciones para  privar   de  la  vidJa   al  animjal   lleguen. 


DESDE    MI    BELVEDERE  303 

a  ser  todas  mecánicas,  como  ya  lo  son  casi  todas  en 
algunos  de  los  grandes  degolladeros  de  cerdos  de 
Chicago,  el  espectador  no  tendrá  tiempo  de  darse 
cuenta  de  la  carnicería  que  se  verifica  en  torno 
suyo.  No  se  suprime  la  efusión  de  sangre,  pero  se 
suprime  la  vista  de  la  sangre.  Después  de  este  rasgo, 
¿quién  puede  negar  que  cada  día  somos  más  sen- 
sibles? 

Si  alguien  lo  pretendiera,  le  recomiendo',  para  di- 
sipar sus  dudas,  la  lectura  de  un  libro  muy  inte- 
resante, muy  instructivo  y  muy  edificante  que  ha 
publicado  M.  Cunisset-Carnot,  gran  cazador  delante 
del  Eterno.  Se  llama  el  libro,  calificado  de  charmant 
por  otro  Nemrod  moderno,  Fldneries  d'un  chasseur ; 
y  vale  la  pena  do  ser  leído  hasta  por  los  más  ex- 
traños al  arte   cinegético. 

M.  Cunisset-Carnot  ha  cazado  mucho.  La  mon- 
tería no  tiene  para  él  secretos,  y  la  caza  menor  le 
es  familiar  en  todos  sus  aspectos.  Si  no  lo  vemos 
ta'n  ducho  en  volatería,  es  porque  los  rifles  han 
hecho  inútiles  los  neblíes.  Pues  he  a|quí  que  este 
veteratno  de  los  acechos  y  batidas  nos  confiesa  que 
ha  renunciado  por  completo  a  cazar  con  perros. 
M.  Cunisset-Carnot  es  un  hombre  moderno.  Las  fa- 
tigas y  penalidades  de  su  ejercicio  favorito  le  han 
endurecido  el  cuerpo,  pero  no  el  corazón.  Las  emo- 
ciones palpitantes  del  atisbo,  de  la  espera,  de  los 
planes,  de  las  estratagemas,  de  la  persecución,  de 
la  carrera  y  de  la  victoria  no  han  logrado  embotar 
su  sensibilidad.  M.  Cunisset-Carnot  ama  los  ciervos, 


304  ENRIQUE    JOSÉ    VARONA 

las  liebres  y  los  conejos.  Los  ama  y  los  persigue. 
Los  ama  y  los  mata.  Un  filósofo  sutil  a  la  moderna 
nos  diría  quizás   que  los  mata  porque  los  ama. 

Pero,  si  se  resigna  a  la  muerte  final  de  la  pieza, 
no  le  es  indiferente  la  manera  de  llegar  a  ese  re- 
sultado funesto,  aunque  inevitable.  El  corazón  se 
le  parte,  al  considerar  los  trances  espantosos  por 
donde  pasa  la  infeliz  bestia  acosada  por  la  jauría. 
Nadie  los  ha  pintado  con  más  vivos  colones,  con 
simpatía  más  profunda.  Parece  que  su  alma  se  subs- 
tituye a  la  del  pobre  ^animal  jadeante,  que  siente 
por  momentos  acortarse  la  distancia  entre  él  y  sus 
furiosos  perseguidores,  que  oye  los  fatídicos  ladridos 
cada  vez  más  próximos,  que  tJdae  ya  el  corazón 
en  las  fauces,  que  tiembla  con  todo  el  cuerpo,  que 
flaquea  y  cale,  para  no  más  levantarse,  para  ser  acri- 
billlado,  lacerado,  desgarrado  por  los  agudos  dientes 
de  aquellas  fieras  al  servicio  del  hombre.  M.  Cunisset- 
Carnot,  nos  lo  dice  él  mismo,  no>  puede  «representar 
un  papel  en  eíse  suplicio,  ni  aun  soportar  su  vista». 

No;  M.  Cunisset-Carnot  no  caza  ya  con  pernos; 
sólo  caza  a  tiro. 

Octubre.    1905. 


-♦«♦^ 


»r 


De  sobremesa 

ENTREMÉS   HISTÓRICO  (*) 

Personajes 

Nerva,  emperador  augusto. 

Junio  Máurico,  patriota  irreductible,  viro  nihil  fir- 
mius,  nihil  verius,  decía  su  amigo   Plinio. 

Veyento,   sicario   de    Domiciano,   rallié  al   nuevo 
régimen. 

Flavio   Josefo,   judío    romanizado. 

Epafrodita,  liberto. 


(*)     Autoridades :  dos  contemporáneos.  Caius  Plinius  secundus :  Epís- 
tola;,   L.    iv,    22;   Aurelius   Victor:   «Historias   romanas   breviarium»,   xit 


20 


306  ENRIQUE    JOSÉ    VARONA 


En   Roma,   año    97   D. 

El  triclinio  del  Emperador.  En  torno  del  una  gran 
mesa  redonda  de  limonero,  maravillosamente  bru- 
ñida, un  estibadio  semicircular.  En  uno  de  sus  ex- 
tremos Nerva;  algo  más  bajo  Veyento,  oon  la  ca- 
beza reclinada  en  el  regazo  del  Emperador;  en  el 
otro  extremo  Máurico;  en  el  centro  Josefo  y  Epa- 
frodita.  Están  en  el  primer  servicio. 


VEYENTO 

Levanta  una   copa   de   vino   mulso 

A  la  salud  del  divino  Nerva,  por  quien  el  imperio 
floréete  en  paz  y  justicia. 

Los  comensales  apuran  sus  copas. 


JOSEFO 

Quiebra  delicadamente  con  su  cuchara  la  punta  de  un  huevo  de  pavo  real 

En  verdad,  César,  que  tu  corazón  debe  estar  hen- 
chido de  gozo.  Nunca  ha  disfrutado  el  mundo  da 
un  despertar  más  risueño,  después  de  la  noche  ca- 
liginosa en  que  lo  envolvió  el  último  retoño  dege- 
nerado  del  gran  tronco   de  los   Flavios. 


DESDE    MI    PELVEDERE  307 


EPAFRODITA 


Después  de  sorberse  una  ostra,  y  teniendo  otra  a  la  altura  de  la  boca, 
con  el  mayor,  el  índice  y  el  pulgar  en  forma  de  trípode 

¡La  humanidad  de  Nietrvá  ha  realizado  ese  portento. 
Tú  mismo,  Josefo,  eres  testimonio'  vivo  de  su  be- 
nevolencia y  ecuanimidad;  tú,  favorito  de  la  casa 
FJavia. 


JOSEFO 

En  los  tiempos  de  Vespiasiano  y  Tito.  Yo  me  aparté 
del  monstruo  con  horror. 


MÁURICO 

Ligeramente    irónico 

¿Te  apartaste,  o  te  escondiste?  Domiciano  gustaba 
poco  de  los  judíos,  y  veía  con  ceño  a  los  hombres 
de  letras.  Y  su  cieño  era  como  el  de  Júpiter;  presa- 
giaba el  rayo. 

VEYENTO 

Por  el  favor  de  los  dioses  y  la  voluntad  omnipo- 
tente del  divino  Nerva,  todos  aquí  demostramos  vi- 
siblemente que  la  discordia  ha  huido  de  Roma,  gra- 
cias a  la  humana  y  sabia  policía  de  qtiien  no  mira 


308  ENRIQUE    JOSÉ    VARONA 

a  nuestras  espálelas,  sino  las  obras  de  nuestro  corazón 
y   nuestras  manos. 

MÁURICO 

Con   sequedad 

Generalizas  demasiado,  Yeycnlo.  Hay  muchos  en 
Roma,  que,  sin  tenor  dos  caras  como  Jano,  pueden 
mirar  impertérritos  su  pasado  y  su  porvenir. 

JOSEFO 

Nadie  olvida,  ilustre  Máurico,  que  tú  has  arriesgado 
la   vida   por   la   libertad. 

NERVA 

Blandamente 

La  magnanimidad  en  acciones  y  palabras  es  alto 
don  de  los  inmortales;  pero  aun  los  menos  bien 
dotados  pueden  ser  útiles  en  la  república.  Atendamos 
a  las  obras.  Si  la  época  de  Domiciano  fué  tan  horri- 
ble, se  debió  ante  todo  a  la  inquisición  pertinaz  de 
las  opiniones  e  intenciones,  que  ofrecía  cosecha  abun- 
dante de  beneficios  a  los  envidiosos  j  delatores, 
y  frutos  de  sangre  a  los  perseguidos. 


DESDE    MI    BELVEDERE  309 

EPAFRODITA 

Con  una  granada  abierta  en  la  mano 


Bendigamos  a  la  deidad  propicia,  que  nos   ha  li- 
bertado del  poder  inicuo  de  los  Mes  salinos. 


VEYENTO 

¿Lo  recuerdas.  Epaí'rodita?  Catullo  Messalino  fué 
el   mal   genio   de   Domiciano. 

MÁ  ÚRICO 

Si  es  que  Domiciano  no  fué  el  mal  genio  ¡de 
Messalino.  A  la  sombra  pro  lee  lora  del  déspota  nace, 
crece  y  prospera  la  delación.  Cuando  le  falta,  desapa- 
rece... o  se  transforma  en  la  untuosa  lisonja  o  Ja 
adulación   desfachatada. 

JOSEFO 

Messalino  elevó  el  arte  del  delator  a  la  categoría 
de  institución  pública.  Nada,  ni  nadie,  escapaba  a 
su  proterva  suspicacia.  Ni  la  familia  del  César  servía 
de  muro  contra  sus  insidias.  No  salvó  a  Flavio  Sa- 
bino su  mérito,  ni  a  Flavio  Clemente  su  insignifi- 
cancia. S 


310  ENRIQUE    JOSÉ   VARONA 

EPAFRODITA 

Triturando   un   grano   con  los   dientes 

Con  íntimo  regocijo  ée  su  imperial  primo,  a  quien 
no  pesaba  ciertamente  encontrar  pretextos  para  po- 
dar el  árbol  demasiado  frondoso  dd  la  gefnte  Flavia!. 

JOSEFO 

El  hálito  de  su  boca  era  mortífero.  Recoge  las  cuatro 

esquinas  de  su  servilleta,  las   anuda,  formando  bolsa.  SllS    pérfidas 

insinuaciones  perdieron  al  historiador  Hermógenes 
Tarsense  y  al  poeta  Helvidio  el  joven,   introduce  en  la 

servilleta  dos  langostinos,  de  un  rojo  dorado.  Persiguió  de  muer- 
te a  Cocdeiano  por  piadoso,  y  a  Pomposiano  por  su- 
persticioso. Pone  en  la  bolsa  un  puñado  de  aceitunas  blancas  y  otro 
de  aceitunas   negras.    TrOCÓ    Cttl    propósitos    criminales     IOS 

chistes  de  Eli  o  Lamia;  e  hizo  armas  contra  Salustio 

LÚCUllO  de  SUS  ingieniosas  invenciones.  Echa  en  la  ser- 
villeta una  ciruela  de  Esmirna,  por  Lamia,  y  otra  por  I.úcullo. 

VEYENTO 

No  olvidemos  que  la  cólera  de  los  dioses  loi  hirió 
en   vida,   privándolo   de  la  vista. 

MÁURICO 

No  por  eso  dejaría  de¡  ver  la  legión  incontable  (de 
los  espectros  dei  sus  víctimas. 


DESDE    MI    BELVEDERE  311 


EPAFRODITA 


El  cielo,  al  cabo,  se  le  mostró  piadoso,  pues  Je 
permitió  escapar,  en  el  refugio  de  la  tumba,  del  cas- 
tigo a  que  lo  destinaban  sus  crímenes  abominables. 


NERVA 


Amigos,   no  dejaría  de  ser  interesante  saber   qué 
pasaría  a  Messalino,  si  aún  viviera. 


MÁURICO 

Fijando   la   vista   en   Veyento 

¿Qué  le  pagaría?  ¡Dioses  inmortales!  Comería  con 
nosotros. 

Finís 

Noviembre,    1905. 


-H$>^ 


Simeta  y  Julia  Torres 


3*¿ 


El  famoso  colaborador  de  Karl  Marx,  Fr.  En- 
gels,  calificaba  todas  las  religiones  do  absurdos  pre- 
históricos; tal  vez  para  significar  que  en  ningún  otro 
grupo  de  ideas  sistemáticas,  de  los  que  ocupan  la 
mente  humana,  se  encuentra  mayor  número  de  su- 
pervivencias. Nuevas  o  viejas  las  manifestaciones 
religiosas  contienen  siempre,  en  efecto,  considera- 
ble número  de  elementos  que  nos  ponen  en  contacto 
con  el  pasado  más  remoto,  con  la  medrosa  infancia 
de  la  humanidad. 

Aun  en  las  más  depuradas,  en  las  más  penetradas 
de  racionalismo,  si  analizamos  no  pocas  partes  dle 
su  ritual,  nos  damos  de  improviso  con  fórmulas,  ges- 
tos y  ceremonias  que  corresponden  a  las  creencias 
primitivas  y  al  primitivo  modo  de  interpretar  las 
relaciones  del  hombre,  amilanado  por  su  incurable 


314  ENRIQUE    JOSÉ    VARONA 

ignorancia,  con  la  naturaleza  misteriosa  y  omnipo- 
tente que  lo  oprimía  y  aniquilaba. 

Naturalmente,  si  buscamos  ©1  sentimiento  religioso, 
no  ¡en  la  conciencia  4e  las  personas  cultas,  sino  en 
la  mente  espantadiza  del  gran  número  de  los  eme 
viven  a  su  lado  todavía  en  pleno  fetichismo,  todo 
lo  que  hallamos,  y  no  sólo  partes,  corresponde  a  esa 
mentalidad  absolutamente  primitiva.  Y  así  se¡  da  el 
curioso  fenómeno  de  que,  mientras  los  elementos  su- 
periores de  la  creencia  religiosa  se  han  transformado, 
y  se  puede  seguir  su  evolución,  esa  base  profunda, 
que  corresponde  al  pleno  salvajismo,  plermanede  inal- 
terable a  través  del  las  edades. 

Hoy,  ¡como  hace  tres  siglos,  como  tyace  diez;  como 
hace  treinta,  los  sortilegios,  los  encantos,  lois  amu- 
letos, las  formas  todas  de  la  hechicería,  representan 
la  expresión  íntima,  espontánea  y  perfectamente 
arraigada  de  la  conciencia  religiosa  del  mayor  nú- 
mero de  los  hombres,  de  un  extremo  a  otro:  de  Ja 
tierra,  pasando  por  toda  la  escala  de  laí  civilización. 
Los  teólogos,  los  moralistas  y  los  sabios  deben  sen- 
tirse, para  sus  adentros^  muy  satisfechos  del  resul- 
tado de  su  magna  labor. 

En  todo  esto  pensaba  yo,  al  enterarme1,  días  pa- 
sados, del  descubrimiento  de  un  laboratorio^  de  be- 
bedizos en  la  vecina  villa  de  Guanabaicoa.  El  caso 
no  tiene  nada  de  anómalo,  ni  de  exclusivo.  Entre 
nosotros  abundan  Jos  hechiceros  o  brujos;  pero  hay 
países  donde  pululan  más  y  los  hay  donde  se  en- 
cuentran m'enos;  lo  que  no  hay  es  donde  falten  por 


DESDE    MI    BELVEDERE  315 

completo.  Sólo  qtuei  (esta  vez  el  hallazgo  produjo  al- 
gún ruido.  La  fama  es  caprichosa;  y  ahora  lia  querido 
recompensar  del  susto  a  Julia  Torres,  nuestra  Me- 
dra; cazuelera,  dándole  algunos  días  de  notoriedald. 

Entre  los  útiles  de  esta  profesional  de  sortilegios 
se  descubrió  una  curiosísima  pieza  literaria,  digna 
de  un  rato  de  atención.  Se  llama  la  «oración  del 
ánima  sola» ;  y  su  texto  prueba  su  antigüedad  ve- 
nerable, por  las  ideas  que  contiene,  por  las  muti- 
laciones que  ha  sufrido,  y  por  las  adaptaciones  a 
nuestro  medio  social  que  patentiza.  Puede  que  sea 
el  resultado  de  la  yuxtaposición  de  dos  fórmulas  dis- 
tintas de  encanto;  pero  resulta  indudable  que  la 
parte  principal,  como  si  dijéramos  el  fragmento  me- 
jor conservado,  es  una  vieja  fórmula  de  sortilegio 
para  precaverse  de  las  veleidades  de  un  amante  ol- 
vidadizo y  para   castigarlo  de  consuno. 

Nada  más  fácil  que  comprobarlo,  a  la  luz  de  un 
texto  famoso,  no  en  la  historia  de  la  hechicería, 
sino  en  la  historia  de  una  de  las  literaturas  ¡más 
refinadas  con  que  se  deleita  el  hombre  culto.  Pon- 
qué lestos  conceptos,  que  ahora  inspiran  burla  y 
menosprecio,  merecieron,  hade  más  de  veintidós  si- 
glos, ser  recogidos  d¡e  la  boca  de  sus  contemporá- 
neos 'por  un  poeta  exquisito,  y  fijados  en  versos 
que  ha  conservado  religiosamente  la  posteridad.  Ju- 
ba Torres  no  puede  aspirar  a  la  gloria  del  su  remota 
antepasada  Simeta;  sin  embargo,  salmodia  todavía 
frases  que  parecen  un  eco  de  las  que  lanzaba  a  los 
vientos  de  la  noche,  entre  los  aullidos  de  los  pie- 


316  ENRIQUE    JOSÉ    VARONA 

rros  amedrentados  por  el  espectro  terrible  de  la 
sombría  ;H coate,  la  amante  desdeñada  del  mindioi 
Delfis.  Sólo  que  los  sortilegios  dé  Simeta  fueron 
traducidos  en  un  lenguaje  verdaderamente  encanta- 
dor por  Teócrito,  que  seguramente  creía  en  ellos; 
y  hoy  si  es  fácil  dar  con  espíritus  fuertes,  no  lo  es 
dar  con  Teócritos.  Julia  Torres,  desde  luego,  no 
tendrá  esa  suerte. 

Pero  no  deja  de  ser  una  satisfacción,  al  menos 
desde  el  punto  de  vista  literario,  pensar  que,  cuando 
cualquiera  de  las  fieles  de  Julia  Torres  barbotaba 
con  fervor:  «que  no  haya  negra,  ni  china,  ni  mu- 
lata, ni  blanca,  ni  hombre,  ni  mujer  que  lo  detenga» ; 
traducía  al  lenguaje  y  a  las  costumbres  criollas  un 
verso  tan  típico  como  aquel  en  que  Simeta  clamaba 
porque  no  hubiese  mujer  ni  hombre  que  mantuviese 
lejos  de  ella  a  Delfis:  eite  guiña,  eite  kai  aner.  Con 
estilo  más  clásico  pedía  Simeta  que  el  ingrato  volase 
transportado  hacia  ella,  como  los  coréeles  de  Ar- 
cadia, furioso^  c|on  el  jugo  del  hippomanes;  pero 
con  no  menos  ahinco,  aunque  menos  poéticamente, 
piden  las  neófitas  de  Julia:  «que  corra  como  perro 
rabioso;  que  venga  donde  yo  estoy.» 

Aunque  pudieran  parecerlo,  éstas  no  son  meras 
coincidencias.  Revelan  la  transmisión  profunda  de 
un  mismo  estado  de  ánimo,  a  través  del  tiempo  y 
del  ¡espacio.  Nos  hacer  ver  cuan  tenue  es  todavía 
la  capa  de  brillante  laca  que  pone  la  civilización 
sobre  la  mentalidad  humana,  cuyo  tegido  interno 
está  compuesto  por  Jas  fibras  resistentes  de  gne- 


DESDE    MI    BELVEDERE  317 

juicios  y  sentimientos  ultra  seculares.  Supersticio- 
nes, dice  con  indiferencia  desdeñosa  el  hombre  culto. 
Pero  les  que  la  superstición  forma,  en  el  obscuro 
fondo  do  la  generalidad  de  las  conciencias,  la  aH- 
madura  granítica,  la  roca  viva,  apenas  cubierta  por 
el  poco  de  mantillo  en  que  germinan  las  grandes  ideas 
emancipadoras. 

Marzo,   1906. 


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>\9 


Ibsen 


El  historiador  de  las  ideas  de  nuestra  época  ten- 
drá por  fuerza  que  abordar  un  problema  que  me 
parece  muy  interesante:  la  influencia  ejercida  por  el 
pran  poeta  noruego  Henrik  Ibsen  en  la  literatura 
occidental.  En  realidad  es  un  caso  poco  frecuente. 
Ibsen  ha  escrito  en  una  de  las  lenguas  menos  difun- 
didas de  Europa;  tan  poco  difundida  que  no  jeís 
siquiera  la  lengua  popular  de  su  país.  El  fondb  de 
sus  obras,  sobre  todo  de  las  más  personales,  y  lo 
que  hay  de  más  típico  en  sus  piezas  dramáticas  es 
peculiarmente  noruego,  y  está  inspirado  por  la  hon- 
da preocupación  del  autor  de  censurar  y  corregir 
a  sus  paisanos. 

Sin  embargo,  a  la  par  de  la  acción  enérgica  ejerci- 
tada sobre  sus  compatriotas  de  las  ciudades,  sólo 
igualada  por  la  de  Bjórnson,  su  huella  en  los  es- 
píritus de  los    dramáticos   contemporáneos  es   tan 


320  ENRIQUE   JOSÉ    VARONA 

visible,  ^gue  ha  merecido  designarse  con  el  nombre 
peculiar  de  ibsenismo. 

A  mi  juicio,  prescindiendo  de  causas  secundarias, 
la  explicación  debe  buscarse  en  el  temple  moral  en 
que  se  formó;  temple  que  dio  impulso  y  dirección 
a  las  grandiosas  manifestaciones  de  su  genio  poético. 
En  esos  pequeños  pueblos  del  norte  de  Europa,  y 
muy  especialmente  en  Noruega,  la  intensidad  de  la 
vida  moral  es  tanta,  que  resulta  casi  inintjcijigiMe 
para  nosotros,  con  nuestra  concepción  tan  distinta 
de  la  existencia.  La  sombría  religión  luterana,  aun 
reducida  al  mero  mecanismo  mental  que  tanto  indig- 
naba a  Ibsen,  ha  impregnado  el  pensamiento  de  sus 
compatriotas,  y  ha  convertido  en  objeto  constante 
de  sus  preocupaciones  los  enigmas  torturantes  del 
destino  del  hombre  y  de  su  manera  de  afrontar  la 
vida. 

En  Noruega  se  ve  con  frecuencia  surgir  del  pue- 
blo predicadores  laicos,  remedo  de  los  antiguos  pro- 
fetas, que  hacen  fermentar  las  ideas  y  promueven 
una  agitación  reformadora  más  o  menos  permanente, 
en  todo  semejante  a  los  reviváis  de  los  países  de 
lengua  inglesa.  Su  apostolado  es,  desde  luego,  pura- 
mente religioso.  Ibsen,  y  lo  mismo  puede  decirsje 
de  su  gran  émulo,  ha  sido  uno  de  estos  profetas, 
pero  racionalista,  y  dotado  de  un  instrumento  de 
acción  incomparable  en  sus  facultades  poéticas.  A 
ellos,  tanto  como  a  la  exégesis  alemana,  se  debe  el 
cambio  completo  de  orientación  de  la  conciencia 
religiosa  de  los  noruegos  de  las  ciudades. 


DESDE    MI    BELVEDERE  321 

Desde  las  poesías  de  su  primera  época,  escritas  en 
su  país  natal,  ya  se  descubre  en  su  obra  el  pro- 
pósito de  sacudir  el  alma  de  su  pueblo,  y  de  obli- 
garlo a  medirse  con  la  esfinge,  que  sale  al  paso 
de  todo  hombre  consciente.  Allí  están,  como>  en  es- 
corzo, los  temas  que  después  han,  de  desenvolverse 
ricamente  ten  sus  poemas,  en  sus  dramas  patrióticos, 
en  sus  dramas  sociales.  Allí  está  el  terrible  interro- 
gador, que  no  se  cree  obligado  a  contestar  lo  que 
no  debe  contestar.  Allí  se  presentan  los  dos  sím- 
bolos, que  pareoen  encerrar  lo  más  patético  de  §u 
filosofía  de  la  existencia  humana.  El  ceñudo  minero, 
que  se  abre  su  vía  dolorosa,  a  fuerza  de  brazos,  entre 
las  tinieblas  resonantes.  El  buho  espantado  de  la 
sombra,  que  sabe  que  ha  de  vivir  en  la  noche;  el 
pez  a  quien  horroriza  el  agua,  destinado  a  flotar 
sin  término  entre  las  ondas. 

Cuando  comenzó  Ibsen  su  larga  peregrinación  fue- 
ra de  su  patria,  ya  su  genio  poético  estaba  maduro, 
y  no  hizo  sino  sazonar  los  gérmenes  con  que  iba 
fecundado.  En  sus  dos  grandes  poemas  dramáticos, 
JBrand  y  Peer  Gynt,  se  descubre  a  las  claras  la 
razón  del  extraordinario  efecto  producido  por  su 
obra,  no  sólo  entre  los  suyos,  sino  entre  los  extra- 
ños. Son  por  el  asunto,  por  los  personajes,  por  la 
inspiración  y  por  la  lección  inmediata,  genuinamente 
noruegos.  Pero  su  alcance  poético  es  esencialmente 
humano.  El  fanatismo  que  puede  elevar  al  hombre 


21 


322  ENRIQUE    JOSÉ    VARONA 

sobre  su  ingénita  flaqueza,  pero  a  costa  do  desecarle 
y  petrificarle  el  corazón,  no  tiene  por  único  marco 
las  plomizas  rocas  que  sombrean  las  dormidas  aguas 
de  los  fiords  de  Noruega.  En  todas  partes  el  mayor 
número  vive  esquivando  la  dura  necesidad  de  escoger 
y  de  resolverse  por  sí  mismo,  en  ^perpetua  e  ignora- 
da abdicación  de   su  personalidad. 

En  sus  dramas  sociales  sólo  el  escenario  y  los 
personajes  son  noruegos.  Ibsen  agita  una  y  otra 
vez  el  tremendo  problema,  el  problema  universal  del 
individuo,  bloque  formado  fatalmente  por  la  heren- 
cia, desbrozado  a  golpes  de  mazo  por  la  influencia 
incontrastable  de  su  medio  social,  y  que  pugna 
sin  embargo  por  afirmarse,  por  ser  uno,  por  sen- 
tirse libre,  por  labrarse  en  estatua  hija  de  su  inspi- 
ración y  de  su  esfuerzo.  En  Hamlet,  que  es  cada 
hombre,  ha  encontrado  un  maravilloso  intérprete 
de  los  vaivenes  de  su  conciencia  y  de  su  destino 
en  ese  Hamlet  poeta. 

Pero  no  bastaría  esta  tendencia  filosófica  de  su 
obra  para  explicar  su  extraordinaria  resonancia.  Es 
que  la  sinceridad  con  que  se  afirma  la  vigorosa  per- 
sonalidad mental  de  Ibsen  es  tanla,  que  ha  logrado 
ejercer  verdadera  fascinación  sobre  cuantos  se  han 
puesto  en  contacto  con  ella.  Ibsen  ha  sido  llamado 
el  poeta  de  la  duda.  Pero  nadie  ha  dudado  con  más 
viril  franqueza.  El  ha  dicho  que  hay  dudas  cojas. 
La  suya  se  tenía  firme  y  erguida  sobre  sus  pies, 
y  miraba  cara  a  cara  el  torbellino  de  esta  edad, 
sin  confianza  en  lo  pasado,  sin  fe  en  lo  porvenir, 


DESDE     MI     BELVEDERE  323 

donde  «la  nueva  verdad  no  sigue  siendo  verdadera 
y  la  antigua  belleza  ha  dejado  de  ser  bella». 

Porque  fué  poeta;  porque  la  vasta  visión  dolorosa 
del  mundo  moderno,  que  contempló  obstinadamen- 
te, supo  encontrar  expresión  maravillosa  en  el  mundo 
simbólico  que  creó;  porque  fué  un  espíritu  de  tem- 
ple perfecto,  y  su  don  de  poesía  fué  el  arma  má- 
gica con  que  libró  sus  combates  contra  la  rutina, 
contra  la  hipocresía,  contra  la  mentira,  contra  la 
vergüenza  de  los  compromisos  mentales,  de  las  ab- 
dicaciones del  carácter;  por  eso  Ibsen  llegó  a  ser 
uno  entre  los  pocos  que  han  evangelizado  en  nuestros 
tiempos. 

Mayo,   1906. 


F I N 


»^ 


♦  ♦  ♦>  ♦  ♦  ♦  ♦  ♦♦♦  ♦  ♦♦♦  ♦$♦  *  ♦  ♦  ♦  ♦  ♦  ♦  ♦  ♦> 


ÍNDICE 


Pdgs. 

Enrique   José   Varona 5 

Una    carta   autobiográfica 11 

Para  disculparme .  15 

Semana    de   Pasión 19 

«No  smoking» 23 

Otra,   otra  infortunada 27 

Anacronismo    pertinaz 33 

Mi    tarjeta 39 

Dreyfus 43 

El  naufragio  de  «El  Elba» 49 

Poe  y  Baudelaire .  53 

El  centenario  del  Tasso 59 

Un  desquite 65 

Rarezas 71 

Días    después .  77 

Reflexiones  de  un  elevado 81 


326  ÍNDICE 

I  i  Págs. 

La  estatua  de  Heine 87 

Lo   que  piensa  el  obelisco 93 

La  bandera  de  la  patria 99 

Una  evocación 105 

A  barrer 111 

El  centenario  de  Balzac 117 

Educación   popular ,  123 

D'Annunzio  y  la  crisis  actual 129 

La  segunda  crucifixión 135 

Diez  de  Octubre .  141 

Ironía    de   la    suerte 147 

Humorismo   y  tolerancia 153 

A  una  esfinge  chipriota .....;.  159 

A   la  nueva   estatua  del   Parque 163 

A    Paul   de   Kock 167 

A   Mr.  Fletcher,   psicólogo  y  quiromancista.     .     .     .     .  173 

A  un  mi  amigo,  artista 179 

Una  página  que  olvidó  Voltaire 185 

Mi    postal 191 

A    John   Ruskin,    inmortal 197 

A  Baba  Bharati,  varón  santo 203 

Enero 207 

El    idilio    de    un   vampiro 213 

Un  poeta  del   Ghetto 219 

A    miss    Virginia    Pope 225 

A    Vercingetórix 229 

El  arte  de  la  vida 235 

Heredia 239 

El  hombre  del  perro 243 


ÍNDICE  327 

Págs. 

A  Arlemis  Agrotera 249 

El  caso  Nietzsche t 253 

Los    ciegos   gobernadores 259 

Rusos    y   japoneses 265 

A  Plutarco 271 

Una  transfiguración  de  Rosina  y  Querubín 275 

Nueva    York .'    .  281 

Los    igorrotes .  289 

Fin   de  otoño .  293 

A    II   Thalamas 297 

The  milk  of  human  kindness 301 

De  sobremesa 305 

Simeta    y    Julia    Torres 313 

Ibsen ...  .  .     .  319 


-♦«♦♦- 


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