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Full text of "Discursos leidos ante la Real academia española en la pública recepción del doctor Don Marcelino Menéndez Pelayo el dia 6 de marzo de 1881"

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LS.H 
M54Í  6d 


Menéndez  y  Pelayo,  Marcelino 


Discursos  leidos  ante  la 
Real  academia  española  en  la 
pública  recepción  del  doctor 
Don  Marcelino  Menéndez  Pelayo 
el  dia  6  de  marzo  de  1331. 


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DISCURSOS 


leídos  ante 


LA   REAL  ACADEMIA    ESPAÑOLA 


EN    LA    PUBLICA    RECEPCIÓN 


DEL    DOCTOR 


DON  MARCELINO  MENÉNDEZ^PELAYO 


EL  DÍA  6  DE  MARZO  DE  iSSi 


MADRID 
IMPRENTA  DE  F.  MAROTO  É  HIJOS 

CALLE    DE    PELA.YO,    NUM.    34 

1881 


V 


- 


DISCURSO 


DEL    DOCTOR 


DON  MARCELINO  MENÉNDEZ  PELAYO 


ADVERTENCIA 

Corríjanse,  antes  de  comenzar  la  lectura  de  este  discurso,  las  siguientes  erra- 
tas, que  en  ¿1  se  han  deslizado,  por  descuido  mío,  al  corregir  las  pruebas: 
Página  33,  linea  última:  dice  grambo,  léase  grembo. 
Página  42,  linea  18:  dice  musa,  léase  mesa. 
Página  Ó2,  linea  primera:  dice  género,  léase  genio. 


SEÑORES: 


Si  fué  siempre  favor  altísimo  y  honra  codiciada  la  de 
sentarse  al  lado  vuestro;  si  todos  los  que  aquí  vinieron 
tras  larga  vida  de  gloria  para  sí  propios  y  para  las  letras, 
encontraron  pequeños  sus  méritos  en  parangón  con  el 
lauro  que  los  galardonaba,  y  agotaron  en  tal  ocasión  las 
frases  de  obsequio  y  agradecimiento,  ¿qué  he  de  decir  yo, 
que  vengo  á  aprender  donde  ellos  vinieron  á  enseñar,  y  que 
en  los  umbrales  de  la  juventud,  cubierto  todavía  con  el 
polvo  de  las  aulas,  no  traigo  en  mi  abono,  como  trajeron 
ellos,  ni  ruidosos  triunfos  de  la  tribuna  ó  del  teatro,  ni 
largos  trabajos  filológicos  de  los  que  apuran  y  acendran  el 
tesoro  de  la  lengua  patria?  Pero  no  temáis,  señores,  que 
ni  un  momento  me  olvide  de  quién  sois  vosotros  y  quién 
soy  yo;  y  si  de  mis  discípulos  nunca  me  tuve  por  maestro, 
sino  por  compañero,  ¿qué  he  de  juzgarme  en  esta  Acade- 
mia, sino  malo  y  desaprovechado  estudiante? 

Y  aumenta  mi  confusión  el  recuerdo  del  varón  ilustre 
que  la  suerte,  y  vuestros  votos,  me  han  dado  por  predece- 


8  DISCURSO 

sor.  Poco  le  conocí  y  traté  (y  eso  que  era  consuelo  y  re- 
fugio de  todo  principiante);  pero,  ¿cómo  olvidarlo  cuando 
una  vez  se  le  veía?  Enamoraba  aquella  mansedumbre  de 
su  ánimo,  aquella  ingénita  modestia,  y  aquella  sencillez  y 
candor  como  de  niño,  que  servían  de  noble  y  discreto  velo 
á  las  perfecciones  de  su  ingenio.  Nadie  tan  amigo  de  ocul- 
tar su  gloria  y  de  ocultarse.  Difícil  era  que  ojos  poco  aten- 
tos descubriesen  en  él  al  gran  poeta. 

Y  eso  era  antes  que  todo  y  sobre  todo,  aunque  el  vulgo 
literario  dio  en  tenerle  por  erudito,  bibliotecario  é  investi- 
gador, más  bien  que  por  vate  inspirado.  Otros  gustos, 
otra  manera  de  ver  y  de  respetar  los  textos,  una  escuela 
crítica  más  perfecta  y  cuidadosa,  han  de  mejorar  (no  hay 
duda  en  ello)  sus  ediciones,  hoy  tan  estimables,  de  Lope, 
Tirso,  Alarcón  y  Calderón:  libre  será  cada  cual  de  admitir 
ó  rechazar  sus  ingeniosas  enmiendas  al  Quijote;  pero  sobre 
los  aciertos  ó  los  caprichos  del  editor  se  alzará  siempre,  ra- 
diante é  indiscutida,  la  gloria  del  poeta.  Gloria  que  no  está 
ligada  á  una  escuela  ni  á  un  período  literario,  porque  Hart- 
zenbusch  sólo  en  los  accesorios  es  dramático  de  escuela,  y 
en  la  esencia  dramático  de  pasión  y  de  sentimiento.  Por 
eso  queda  en  pié,  entre  las  ruinas  del  Romanticismo,  la 
enamorada  pareja  aragonesa,  gloriosa  hermana  de  la  de 
Verona,  y  resuena  en  nuestros  oidos,  tan  poderoso  y  vi- 
brante como  lo  sintieron  en  su  alma  los  espectadores  de 
1836,  aquel  grito,  entre  sacrilego  y  sublime,  del  amador 
de  Isabel  de  Segura: 

En  presencia  de  Dios  formado  ha  sido. 
— Con  mi  presencia  queda  destruido. 


DE  D.  MARCELINO  MENENDEZ  PEÍ. AYO  g 

Y  al  lad^  de  Los  Amantes  de  Teruel  vivirán,  aunque  con 
menos  lozana  juventud  y  vida,  Doña  Mencía,  Alfonso  el 
Casto,  Un  si  y  un  no,  Vida  por  honra  y  La  ley  de  raza.  Podrá 
negarse  á  sus  dramas  históricos,  como  á  casi  todos  los 
que  en  España  hemos  visto,  color  local  y  penetración  del 
espíritu  de  los  tiempos,  ni  era  ésta  la  intención  del  autor; 
pero,  ¿cómo  negarles  lo  que  da  fuerza  y  eternidad  á  una 
obra  dramática,  lo  que  enamora  á  los  doctos  y  enciende  el 
alma  de  las  muchedumbres  congregadas:  la  expresión  ver- 
dadera y  profunda  de  los  afectos  humanos? 

La  vena  dramática  era  en  Hartzenbusch  tan  poderosa 
que  llegaba  á  ser  exclusiva.  Su  personalidad,  tímida  y  mo- 
desta, se  esfuma  y  desvanece  entre  las  arrogantes  figuras 
de  sus  personajes.  Por  eso  no  brilló  en  la  poesía  lírica 
sino  cuando  dio  voz  y  forma  castellanas  al  pensamiento  de 
Schiller  en  el  maravilloso  Canto  de  la  Campana,  el  más  re- 
ligioso, el  más  humano  y  el  más  lírico  de  todos  los  cantos 
alemanes. 

Reservado  queda  á  los  futuros  biógrafos  de  D.  Juan  Eu- 
genio Hartzenbusch  hacer  minucioso  recuento  de  todas  las 
joyas  de  su  tesoro  literario,  sin  olvidar,  ni  sus  delicadísi- 
mas narraciones  cortas,  entre  todas  las  cuales  brilla  el  pe- 
regrino y  fantástico  cuento  de  La  hermosura  por  castigo,  su- 
perior á  los  mejores  de  Andersen;  ni  sus  apólogos,  más 
profundos  de  intención  y  más  poéticos  de  estilo  que  los  de 
ningún  otro  fabulista  nuestro;  ni  los  numerosos  materia- 
les que  en  prólogos  y  disertaciones  dejó  acopiados  para 
la  historia  de  nuestro  teatro.  Yo  nada  más  diré:  hay  nom- 
bres que  abruman  al  sucesor,  y  esto,  que  en  boca  de  otros 
pudo  parecer  retórica  modestia,  es  en  mí  sencilla  muestra 


io     •  DISCURSO 

de  admiración  ante  una  vida  tan  gloriosa  y  tan  llena,  y  á 
la  vez  tan  mansa  y  apacible,  verdadera  vida  de  hombre  de 
letras  y  de  varón  prudente,  hijo  de  sus  obras  y  señor  de  sí, 
exento  de  ambición  y  de  torpe  envidia,  ni  ávido  ni  despre- 
ciador  del  popular  aplauso. 

¿Cómo  responder,  señores,  ni  aun  de  lejos,  á  lo  que  exi- 
gen de  mí  tan  gran  recuerdo  y  ocasión  tan  solemne?  Por 
eso  busqué  asunto  que  con  su  excelencia,  y  con  ser  simpá- 
tico á  toda  alma  cristiana  y  española,  encubriese  los  bajos 
quilates  de  mi  estilo  y  doctrina,  y  me  fijé  en  aquel  género 
de  poesía  castellana  por  el  cual  nuestra  lengua  mereció 
ser  llamada  lengua  de  ángeles.  Permitidme,  pues,  que  por 
breve  rato  os  hable  de  la  poesía  mística  en  España,  de  sus 
caracteres  y  vicisitudes,  y  de  sus  principales  autores. 

Poesía  mística  he  dicho,  para  distinguirla  de  los  varios 
géneros  de  poesía  sagrada,  devota,  ascética  y  moral,  con 
que  en  el  uso  vulgar  se  la  confunde,  pero  que  en  este  san- 
tuario del  habla  castellana  justo  es  deslindar  cuidadosa- 
mente. Poesía  mística  no  es  sinónimo  de  poesía  cristiana: 
abarca  más  y  abarca  menos.  Poeta  místico  es  Ben-Gabi- 
rol,  y  con  todo  eso,  no  es  poeta  cristiano.  Rey  de  los  poetas 
cristianos  es  Prudencio,  y  no  hay  en  él  sombra  de  misti- 
cismo. Porque  para  llegar  á  la  inspiración  mística  no  basta 
ser  cristiano  ni  devoto,  ni  gran  teólogo  ni  santo,  sino  que 
se  requiere  un  estado  psicológico  especial,  una  efervescen- 
cia de  .la  voluntad  y  del  pensamiento,  una  contemplación 
ahincada  y  honda  de  las  cosas  divinas,  y  una  metafísica  ó 
filosofía  primera,  que  va  por  camino  diverso,  aunque  no 
contrario,  al  de  la  teología  dogmática.  El  místico,  si  es 
ortodoxo,  acepta  esta  teología,  la  da  como  supuesto  y  base 


DE  D.  MARCELINO  MENENDEZ  PELAYO  n 

de  todas  sus  especulaciones,  pero  llega  más  adelante:  as- 
pira á  la  posesión  de  Dios  por  unión  de  amor,  y  procede  como 
si  Dios  y  el  alma  estuviesen  solos  en  el  mundo.  Este  es  el 
misticismo  como  estado  del  alma,  y  su  virtud  es  tan  pode- 
rosa y  fecunda,  que  de  él  nacen  una  teología  mística  y 
una  ontología  mística,  en  que  el  espíritu,  iluminado  por 
la  llama  del  amor,  columbra  perfecciones  y  atributos  del 
Ser,  á  que  el  seco  razonamiento  no  llega;  y  una  psicología 
mística,  que  descubre  y  persigue  hasta  las  últimas  raices 
del  amor  propio  y  de  los  afectos  humanos,  y  una  poesía 
mística,  que  no  es  más  que  la  traducción  en  forma  de  arte 
de  todas  estas  teologías  y  filosofías,  animadas  por  el  sen- 
timiento personal  y  vivo  del  poeta  que  canta  sus  espiritua- 
les amores. 

Sólo  en  el  Cristianismo  vive  perfecta  y  pura  esta  poesía; 
pero  cabe,  más  ó  menos  enturbiada,  en  toda  creencia  que 
afirme  y  reconozca  la  personalidad  humana  y  la  persona- 
lidad divina,  y  aun  en  aquellas  religiones  donde  lo  divino 
ahoga  y  absorbe  á  lo  humano,  pero  no  en  silenciosa  uni- 
dad, sino  á  modo  de  evolución  y  desarrollo  de  la  infinita 
esencia,  en  fecunda  é  inagotable  realidad.  Por  eso  no  es 
fruto,  ni  del  deísmo  vago,  ni  del  fragmentario  y  antropo- 
mórfico politeísmo.  Por  eso  los  griegos  no  alcanzaron  ni 
sombra  ni  vislumbre  de  ella.  Donde  los  hombres  valen 
más  que  los  dioses,  ¿quién  ha  de  aspirar  á  la  unión  extáti- 
ca, ni  abismarse  en  las  dulzuras  de  la  contemplación?  La 
excelencia  del  arte  heleno  consistió  en  ver  donde  quiera  la 
forma,  esto  es,  el  límite;  y  la  excelencia  de  la  poesía  mís- 
tica consiste  en  darnos  un  vago  sabor  de  lo  infinito,  aun 
cuando  lo  envuelve  en  formas  y  alegorías  terrestres. 


12     •  DISCURSO 

El  panteísmo  idealista  y  dialéctico  es  asimismo  incom- 
patible con  la  poesía,  por  seco,  árido  y  enojoso;  pero  no 
el  panteismo  naturalista  y  emanatista,  aunque  encierra  un 
virus  capaz  de  matar  en  germen  toda  inspiración  lírica,  so 
pena  de  grave  inconsecuencia  en  el  poeta.  Si  la  poesía  lí- 
rica es,  por  su  naturaleza,  íntima,  personal,  subjetiva,  como 
en  la  jerga  de  las  escuelas  se  dice,  ¿dónde  queda  la  indivi- 
dualidad del  que  se  reconoce  parte  de  la  infinita  esencia; 
dónde  ese  eterno  drama  que  en  la  conciencia  cristiana 
nace  de  la  comparación  entre  la  propia  flaqueza  y  miseria 
y  los  abismos  de  la  sabiduría  y  poder  de  Dios;  dónde  el 
triunfal  desenlace  traído  por  la  afirmación  categórica  del 
libre  albedrío  en  el  hombre,  y  de  la  bondad  inagotable  de 
un  Dios  que  se  hizo  carne  por  los  pecados  del  mundo? 
Fuera  del  Cristo  humanado,  lazo  entre  el  cielo  y  la  tierra, 
¿qué  arte,  qué  poesía  sagrada  habrá  que  no  sea  monstruosa 
como  la  de  la  India,  ó  solitaria  é  infecunda  como  la  de  los 
hebreos  de  la  Edad  Media? 

Esta  poesía,  aun  la  imperfecta  y  heterodoxa,  ora  tenga 
por  intérpretes  yoguis  indostánicos,  gnósticos  de  Alejan- 
dría, rabinos  judíos  ó  ascetas  cristianos,  no  es  ni  ha  po- 
dido ser  en  ningún  siglo  género  universal  y  de  moda,  sino 
propio  y  exclusivo  de  algunas  almas  selectas,  desasidas  de 
las  cosas  terrenas,  y  muy  adelantadas  en  los  caminos  de 
la  espiritualidad.  Se  la  ha  falsificado,  porque  todo  puede 
falsificarse;  pero,  ¡cuan  fria  y  pálida  cosa  son  las  imita- 
ciones hechas  sin  fé  ni  amor!  De  mí  sé  deciros,  que  cuan- 
do leo  ciertas  poesías  modernas,  con  pretensión  de  místi- 
cas, me  indigna  más  la  falsa  devoción  del  autor,  que  la 
abierta  incredulidad  de  otros,  y  echo  de  menos,  no  ya  las 


DE  D.  MARCELINO  MENENDEZ  PEÍ. AYO  i3 

desoladas  tristezas  de  Leopardi,  menos  amargas  por  el  pu- 
rísimo cendal  griego  que  las  cubre,  sino  hasta  los  gritos  de 
satánica  rebelión  contra  el  cielo  que  lanzaba,  con  rudeza 
sajona,  el  autor  de  La  Reina  Mab  y  del  Prometeo  desatado. 

Pero,  dejando  á  un  lado  tales  impotentes  remedos,  á 
cualquiera  se  le  alcanza  que  tampoco  bastan  la  mera  de- 
voción y  el  bien  intencionado  fervor  cristianos  para  pro- 
ducir maravillas  de  poesía  mística,  sino  que  el  intérprete 
ó  creador  de  tal  poesía  ha  de  ser  encumbrado  filósofo  y 
teólogo,  ó  á  lo  menos  teósofo,  y  hombre  que  posea  y  haya 
convertido  en  sustancia  propia  todo  un  sistema  sobre  las 
relaciones  entre  el  Criador  y  la  criatura.  Por  eso  no  dudo 
en  afirmar  que,  además  de  ser  rarísima  flor  la  de  tal  poe- 
sía, no  brota  en  ninguna  literatura  por  su  propia  y  espon- 
tanea virtud,   sino  después  de  larga  elaboración  intelec- 
tual, y  de  muchas  teorías  y  sistemas,  y  de  mucha  ciencia 
y  libros  en  prosa,  como  se  verá  claro  por  el  contexto  de 
este  discurso.   Y  no  se  crea  que  confundo  los  aledaños 
de  la  ciencia  y  del  arte,  ni  que  soy  partidario  de  lo  que 
llaman  hoy  arte  docente,  sino  que  creo  y  afirmo  que  los 
conceptos  que  sirven  de  materia  á  la  poesía  mística  son 
de  tan  alta  naturaleza,  y  tan  sintéticos  y  comprensivos, 
que,  en  llegando  á  columbrarlos,  entendimiento  y  fanta- 
sía, y  voluntad  y  arte  y  ciencia  se  confunden  y  hacen  una 
cosa  misma,  y  el  entendimiento  da  alas  á  la  voluntad,  y  la 
voluntad  enciende  con  su  calor  á  la  fantasía,  y  es  llama  de 
amor  viva  en  el  arte  lo  que  es  serena  contemplación  en  la 
teología.  Si  separamos  cosas  inseparables,  en  vez  de  las 
odas  de  San  Juan  de  la  Cruz,  tan  gran  teólogo  como  poeta, 
nos  quedará  el  vacío  y  femenil  sentimentalismo  de  los  ver- 


14     '  DISCURSO 

sos  religiosos  que  ahora  se  componen.  No  creamos  que  la 
ciencia  es  obstáculo  para  nada;  no  creamos,  sobre  todo, 
que  la  ciencia  de  Dios  traba  la  mano  del  que  ha  de  ensal- 
zar con  la  lengua  del  ritmo  las  divinas  excelencias. 

Y  dados  tales  precedentes,  á  nadie  asombrará  que  tarde 
tanto  en  asomar  la  poesía  mística  en  la  Iglesia  latina,  y 
que,  aun  entre  los  griegos,  no  tenga  más  antigüedad  que 
el  siglo  IV,  ni  más  intérprete  digno  de  la  historia  que  el 
neo-platónico  Sinesio,  discípulo  de  Hipatia,  amamantado 
con  todas  las  enseñanzas  paganas,  gnósticas  y  cristianas 
de  Alejandría;  discípulo  de  los  griegos  por  la  forma  hasta 
el  punto  de  invocar  con  amor  el  coro  de  las  vírgenes  les- 
bianas y  la  voz  del  anciano  de  Teos;  discípulo  de  Platón 
en  la  teoría  de  las  ideas  y  de  la  preexistencia  de  las  al- 
mas; pero  tan  poco  discípulo  de  ellos  en  lo  sustancial  é 
íntimo,  que  al  mismo  autor  del  Fedro  y  del  Simposio  le  hu- 
bieran sonado  á  música  extraña  y  desconocida  aquellos 
vagos  anhelos  de  tornar  á  la  fuente  de  la  vida,  de  romper 
las  ataduras  terrenales,  de  saciar  la  sed  de  ciencia  en  las 
eternas  fuentes  de  lo  absoluto,  y  de  ser  Dios  juntamente  con 
Dios,  no  por  absorción,  sino  por  abrazo  místico.  ¿Cómo 
habían  de  encajar  tales  ideas  en  la  concepción  plácida  y 
serena  de  la  vida,  ley  armoniosa  del  arte  antiguo?  Por  eso 
las  efusiones  de  Sinesio  abren  un  arte  y  un  modo  de  sen- 
tir nuevos.  La  melancolía  cristiana,  el  corazón  inquieto 
hasta  que  descanse  en  el  Señor,  encontraron  la  primera 
expresión  (y  ciertamente  una  de  las  más  bellas)  en  sus 
odas;  y  es,  por  ende,  el  Obispo  de  Tolemaida  poeta  más 
moderno  en  el  sentir  y  en  el  imaginar  que  el  mismo  San 
Gregorio  Nazianceno.  Cerca  del  nombre  de  Sinesio  debe- 


DE  D.  MARCELINO  MENENDEZ  PELAVO        ó 

mos  poner  el  del  sirio  San  Efrem,  que  con-  himnos  cató- 
licos mató  en  las  gentes  de  su  país  la  semilla  herética  der- 
ramada en  sus  versos  por  el  gnóstico  Harmonio,  aunque 
hoy  el  misticismo  de  San  Efrem  vive  para  nosotros  en  sus 
homilías  y  oraciones  en  prosa,  ricas  de  color  con  riqueza 
y  prodigalidad  orientales,  más  bien  que  en  sus  himnos, 
perdidos  todos  á  excepción  de  los  pocos  que  se  incorpora- 
ron en  la  liturgia  siria,  y  que  son,  por  la  mayor  parte, 
cantos  fúnebres  ó  ascéticos. 

Nada  semejante  en  la  Iglesia  latina.  Su  gran  poeta  es 
un  español,  un  celtíbero,  Aurelio  Prudencio,  el  cantor  del 
Cristianismo  heroico  y  militante,  de  los  eculeos  y  de  los 
garfios,  de  la  Iglesia  perseguida  en  las  catacumbas  ó 
triunfadora  en  el  Capitolio.  Lírico  al  modo  de  David,  de 
Píndaro  ó  de  Tirteo,  y  aún  más  universal  que  ellos,  en 
cuanto  sirve  de  eco,  no  á  una  raza,  siquiera  sea  tan  ilus- 
tre como  la  raza  doria,  ni  á  un  pueblo,  siquiera  sea  el 
pueblo  escogido,  sino  á  la  gran  comunidad  cristiana,  que 
había  de  entonar  sus  himnos  bajo  las  bóvedas  de  la  primiti- 
va basílica.  Rey  y  maestro  en  la  descripción  de  todo  lo  hor- 
rible, nadie  se  ha  empapado  como  él  en  la  bendita  eficacia 
de  la  sangre  esparcida  y  de  los  miembros  destrozados.  Si 
hay  poesía  que  levante  y  temple  y  vigorice  el  alma,  y  la 
disponga  para  el  martirio,  es  aquélla.  Los  corceles  que 
arrastran  á  San  Hipólito,  el  lecho  de  ascuas  de  San  Lo- 
renzo, el  desgarrado  pecho  de  Santa  Engracia,  las  llamas 
que  lamen  y  envuelven  el  cuerpo  y  los  cabellos  de  la  eme- 
ritense  Eulalia,  mientras  su  espíritu  huye  á  los  cielos  en 
forma  de  candida  paloma;  los  agudos  guijarros  que,  al 
contacto  de  las  carnes  de  San  Vicente,  se  truecan  en  fra- 


16    *  DISCURSO 

gantes  rosas;  el  ensangrentado  circo  de  Tarragona,  á  don- 
de descienden,  como  gladiadores  de  Cristo,  San  Fructuoso 
y  sus  dos  diáconos;  la  nivea  estola  con  que  en  Zaragoza 

sube  al  empíreo  la  mitrada  estirpe  de  los  Valerios eso 

canta  Prudencio,  y  por  eso  es  grande.  No  le  pidamos  ter- 
nuras ni  misticismos;  si  algún  rasgo  elegante  y  gracioso  se 
le  ocurre,  siempre  irá  mezclado  con  imágenes  de  martirio: 
serán  los  Santos  Inocentes  jugando  con  las  palmas  y  coro- 
nas ante  el  ara  de  Cristo,  ó  tronchados  por  el  torbellino 
como  rosas  en  su  nacer. 

En  vano  quiere  Prudencio  ser  fiel  á  la  escuela  antigua, 
á  lo  menos  en  el  estilo  y  en  los  metros;  porque  la  hirvien- 
te  lava  de  su  poesía  naturalista,  bárbara,  hematolatra  y  su- 
blime, se  desborda  del  cauce  horaciano.  Para  él  la  vida  es 
campo  de  pelea,  certamen  y  corona  de  atletas,  y  el  gra- 
nizo de  la  persecución  es  semilla  de  mártires,  y  los  nom- 
bres que  aquí  se  escriben  con  sangre  los  escribe  Cristo  con 
áureas  letras  en  el  cielo,  y  los  leerán  los  ángeles  en  el  día 
tremendo,  cuando  vengan  todas  las  ciudades  del  orbe  á 
presentar  al  Señor,  en  canastillos  de  oro,  cual  prenda  de 
alianza,  los  huesos  y  las  cenizas  de  sus  Santos. 

Quédese  para  otro  hacer  la  gloriosísima  historia  de  la 
poesía  eclesiástica  desde  sus  orígenes  hasta  el  nacimiento 
de  las  lenguas  vulgares.  Esta  poesía,  erudita  por  sus  au- 
tores, popular  porque  el  pueblo  latino  la  cantaba  junta- 
mente con  el  clero,  es  impersonal,  y,  por  tanto,  no  es  mís- 
tica, ni  expresión  de  un  alma  solitaria  y  contemplativa. 
El  poeta  no  habla  en  nombre  propio,  sino  de  la  multi- 
tud reunida  en  el  templo.  Sólo  cuando  el  autor  ha  sido  un 
Padre  de  la  Iglesia  como  San  Ambrosio,  ó  un  Pontífice 


DE  D.  MARCELINO  MENENDEZ  PELAYO  17 

instaurador  ó  reformador  del  canto  eclesiástico  como  nues- 
tro San  Dámaso  y  San  Gregorio  el  Magno,  ó  un  retórico 
famoso  como  Venancio  Fortunato,  consta  su  nombre,  y 
aun  en  estos  casos  el  alma  del  poeta  anda  tan  velada,  que 
bien  puede  retarse  al  más  sutil  analizador  de  estilos  á  que 
descubra  una  sola  fibra  de  ella  en  el  V exilla  regis  prodeunt, 
en  el  Jam  lucís  orto  sidere  ó  en  el  Lustra  sex  qui  jam  peregit. 
¿Qué  más?  Anónimas  son  hasta  la  fecha  la  mayor  oda  y 
la  mayor  elegía  del  Cristianismo:  el  Dies  irae  y  el  Stabat 
Mater;  y  ni  en  uno  ni  en  otro  creemos  escuchar  la  voz  ais- 
lada de  un  poeta,  por  grande  que  él  sea,  sino  que  en  los 
versos  bárbaros  del  primero  viven  y  palpitan  todos  los  te- 
rrores de  la  Edad  Media,  agitada  por  las  visiones  del  mile- 
nario, y  en  el  segundo  todas  las  dulzuras  y  regalos  que 
pudo  inspirar,  no  á  un  hombre,  no  á  una  generación,  sino 
á  edades  enteras,  la  devoción  de  la  Madre  del  Verbo. 

He  dicho,  y  la  historia  lo  confirma,  que  á  todo  poeta 
místico  precede  siempre  una  escuela  filosófica.  Obsérvase 
esto  aun  en  el  misticismo  heterodoxo.  Si  conociéramos  de 
otra  manera  que  por  fragmentos  las  obras  de  los  gnósticos 
de  Siria  y  de  Egipto,  aún  sería  más  palpable  la  demostra- 
ción; pero  bástanos  el  texto  de  la  Pistis  Sophia  ó  Sabiduría 
fiel,  y  el  de  algunos  evangelios  apócrifos,  y  lo  que  de  Va- 
lentino y  de  Bardesanes  nos  dejaron  escrito  sus  impugna- 
dores, para  deducir  que  los  himnos,  alegorías  y  novelas  de 
aquellos  sectarios  no  eran  más  que  una  traducción  en  forma 
popular  de  sus  respectivos  sistemas  emanatistas  ó  dualis- 
tas. Así  expusieron  la  eterna  generación  de  los  eones  en  el 
seno  del  Pleroma,  el  destierro  y  las  peregrinaciones  de  So- 
phia, último  anillo  de  la  dodecada,  y  su  redención  final  por 


18  .  DISCURSO 

el  Cristo;  así  difundieron  el  desprecio  á  la  materia,  que 
llamaban  una  mancha  en  la  vestidura  de  Dios. 

De  esta  poesía  herética  tenemos  una  muestra  en  Espa- 
ña: el  himno  de  Argirio,  conservado,  aunque  sólo  en  parte, 
por  San  Agustín  en  su  carta  á  Cerecio  (Epíst.  CCXXXVII 
de  la  edición  de  San  Mauro)  l.  Le  usaban  los  Priscilianis- 
tas  gallegos,  única  rama  gnóstica  que  se  arraigó  en  Occi- 
dente, y  dábanle  oculto  y  misterioso  sentido,  suponiéndole 
recitado  en  secreto  por  el  Salvador  á  los  Apóstoles.  Ha- 
blaba en  él  la  infinita  y  única  sustancia:  en  la  primera 
parte  de  cada  versículo,  como  naturaleza  divina;  en  la  se- 
gunda, como  naturaleza  humana.  Y  decían  de  esta  mane- 
ra, imitando  el  paralelismo  hebreo: 

I. — Quiero  desatar  y  quiero  ser  desatada  (esto  es,  de  los 
lazos  corpóreos). 

II. — Quiero  salvar  y  quiero  ser  salvada. 

III. — Quiero  engendrar  y  quiero  ser  engendrada. 

IV. — Quiero  cantar:  saltad  todos. 

V. — Quiero  llorar:  golpead  todos  vuestro  pecho. 

VI. — Quiero  adornar  y  quiero  ser  adornada. 

VIL — Soy  lámpara  para  tí  que  me  ves. 

VIII. — Soy  puerta  para  tí  que  me  golpeas. 

IX. — Tú  que  ves  lo  que  hago,  calla  mis  obras. 


t     I. — Solvere  voló  et  solví  voló. 

II  — Salvare  voló  et  salvari  voló. 

III  — Geuerari  voló 

IV. — Cantare  voló:  sáltate  cuncti. 

V. — Plangere  voló:  tundite  vos  omnes. 

VI. — Ornare  voló  et  ornari  voló. 

VII — Lucerna  sum  tibí,  Ule  qui  me  vides. 

VIII. — Janua  sum  libi,  quicumque  me  pulsas. 

IX  — Qui  vides  quod  ago,  tace  opera  mea. 

X. — Verlo  illusi  cmicta,  et  non  sum  illusus  in  totum. 


DE  D.  MARCELINO  MENENDEZ  PELAYO        ig 

X. — Con  la  palabra  engañé  á  todas  las  cosas,  y  no  fui 
engañada  del  todo. 

Aún  nos  queda  que  hacer  largo  camino,  camino  de  si- 
glos, antes  de  tropezar  con  la  mística  ortodoxa.  La  inspi- 
ración que  vamos  buscando  se  refugió  en  los  primeros 
siglos  de  la  Edad  Media  en  el  alma  de  los  judíos,  y  aun 
entre  ellos  no  la  atesoró  en  el  mayor  grado  el  más  ilustre  de 
sus  poetas,  el  que  logró  autoridad  casi  canónica  en  las  Si- 
nagogas, el  que  compuso  la-famosa  lamentación  que  será  can- 
tada en  todas  las  tiendas  de  Israel  esparcidas  por  el  mundo,  el 
aniversario  de  la  destrucción  de  Jerusalen,  el  Abul-Hassán  de 
los  árabes,  el  castellano  Judá-Leví,  aquél  de  quien,  entre 
burlas  y  veras,  dijo  Enrique  Heine  que  «tuvo  una  alma 
más  profunda  que  los  abismos  de  la  mar».  Con  ser  Judá- 
Leví  el  lírico  más  notable  de  cuantos  florecieron  desde 
Prudencio  hasta  Dante,  no  es  poeta  místico  en  todo  el  ri- 
gor del  término,  precisamente  por  ser  poeta  bíblico  y  sa- 
cerdotal en  grado  sumo. 

Más  independiente,  más  personal,  y  hasta  soñador  y 
melancólico  á  la  moderna,  es  Salomón-ben-Gabirol,  el 
Avicebrón  de  los  cristianos,  autor  de  la  Fuente  de  la  Vida. 
Su  poesía  no  es  más  que  una  forma  de  su  filosofía,  y  su 
filosofía,  la  más  audaz  que  ha  brotado  dentro  de  la  Sina- 
goga, es  un  emanatismo  alejandrino  con  reminiscencias 
gnósticas,  y  toques  y  vislumbres  de  otras  metafísicas  por 
venir,  expuesto  todo  ello  con  método  y  terminología  aris- 
totélicos, y  esforzándose  el  autor,  con  más  candidez  que 
dichoso  resultado,  en  concertar  sus  enseñanzas,  á  toda 
luz  panteísticas,  con  la  personalidad  divina  y  con  el  dog- 
ma de  la  Creación.   Así  proclama  la  unidad  de  materia, 


2o  DISCURSO 

como  si  dijéramos,  la  unidad  de  sustancia,  y  sólo  en  la 
forma  ve  el  principio  de  distinción  de  los  seres;  pero  ex- 
cluye á  Dios  de  la  composición  de  materia  y  forma,  afir- 
mando en  otra  parte  que  forma  y  materia  emanaron  de  la 
libre  voluntad  divina.  La  contradicción  dialéctica  es  evi- 
dente, pero  no  amengua  la  gloria  del  poeta.  Si  tan  po- 
bre filosofía  como  el  atomismo  de  Leucipo,  hermanado 
con  la  moral  de  Epicuro,  bastó  á  inspirar  la  nerviosa 
y  espléndida  poesía  de  Lucrecio,  ¿cómo  no  había  de  le- 
vantarse Gabirol  sobre  todas  las  antinomias  de  su  Makor 
Hayim,  él,  que  era  poeta  hasta  en  prosa,  y  sabía  interpre- 
tar simbólicamente  la  naturaleza,  como  buen  teósofo,  y 
recordar  el  verdadero  sentido  oculto  bajo  los  caracteres  y 
las  formas  sensibles,  que  son  como  letras  que  declaran  el 
primor  y  sabiduría  de  su  autor?  La  más  extensa  de  sus 
composiciones,  la  Corona  Real  (Keter  Malkuth),  encierra 
trozos  de  soberana  y  eterna  belleza,  porque  son  de  noble 
poesía  espiritualista,  independiente  de  las  especulaciones 
del  autor.  Esta  obra,  que  tiene  más  de  ochocientos  ver- 
sos, participa  de  lo  lírico  y  de  lo  didáctico,  de  himno  y  de 
poema  ~ty.  '¿-Jinbt;,  donde  la  ciencia  del  poeta  y  su  arran- 
que místico  se  dan  la  mano.  Permitidme,  no  que  extracte, 
sino  que  traduzca  algún  breve  trozo:  «Eres  Dios  (excla- 
ma el  poeta),  y  todas  las  criaturas  te  sirven  y  adoran 

Tu  gloria  no  se  disminuye  ni  se  acrecienta  porque  adoren 
en  Tí  lo  que  Tú  no  eres,  porque  el  fin  de  todos  es  llegar  á 
Tí.  Pero  van  como  ciegos,  pierden  el  camino  y  ruedan  al 
abismo  de  la  destrucción,  ó  se  fatigan  en  vano  sin  lograr 
el  fin  apetecido.  Eres  Dios,  y  sostienes  y  esencias  á  todas 
las  criaturas  con  tu  divinidad,  y  nadie  puede  distinguir  en 


DE  D.  MARCELINO  MENENDEZ  PELA  YO  21 

Tí  la  unidad,  la  eternidad  y  la  existencia,  porque  todo  es 
un  misterio  único,  y  con  nombres  distintos  todo  tiene  un 
solo  sentido.  Eres  sabio,  y  la  sabiduría  es  la  fuente  de  la 
vida  que  brota  de  Tí.  Eres  sabio,  y  la  sabiduría  fué  desde 
la  eternidad  tu  retoño  querido.  Eres  sabio,  y  de  tu  sabi- 
duría emanó  tu  voluntad  de  artífice  para  sacar  el  ser  de  la 
nada.  Y  á  la  manera  que  la  luz  se  difunde  en  infinitos  ra- 
yos por  todo  lo  creado,  así  manan  eternamente  las  aguas 
de  la  fuente  de  la  vida,  sin  que  su  caudal  se  agote,  sin 
que  Tú  necesites  instrumento  para  tus  obras.» 

¿Y  cómo  no  admirar  al  poeta  en  la  descripción  de  las  es- 
feras celestes,  hasta  que  penetra  en  la  décima,  en  la  esfera 
del  entendimiento,  que  es  el  cercado  palacio  del  Rey,  el  Ta- 
bernáculo del  Eterno,  la  tienda  misteriosa  de  su  gloria,  la- 
brada con  la  plata  de  la  verdad,  revestida  con  el  oro  de  la 
inteligencia  y  asentada  en  las  columnas  de  la  justicia?  Más 
allá  de  esa  tienda  sólo  queda  el  misterio,  el  principio  de  toda 
cosa,  ante  el  cual  se  humilla  el  poeta,  satisfecho  y  triun- 
fante por  haber  abarcado  con  su  mano  todas  las  existen- 
cias corpóreas  y  espirituales,  que  van  pasando  por  su  espí- 
ritu como  por  el  mar  las  naves. 

Quien  vivía  entregado  á  tan  altas  contemplaciones, 
¿cómo  había  de  mirar  el  mundo,  sino  como  cárcel  y  des- 
tierro? «Alma  noble  y  real  (dice  en  una  de  sus  composicio- 
nes breves),  ¿por  qué  tiemblas  como  una  paloma?  Esta 
vida  es  un  arco  tendido  y  amenazador.  El  tiempo  corto,  el 
fin  incierto.  Vuelve,  vuelve  á  tu  nido:  cumple  la  voluntad 
de  Dios,  y  sus  ángeles  te  guiarán  al  jardín  celeste»  \ 

1  Hay  una  excelente  traducción  alemana  de  las  poesías  de  Avicebrón,  hecha 
por  Geiger,  rabino  de  Breslau:  Salomo  Gebirol  u.  s.  Dichtungen  (Leipzig,  1S67).  La 
mayor  parte  de  ellas  pueden  verse  además  en  el  libro  del  Dr.  Miguel  Sachs,  Die 


22  DISCURSO 

La  filosofía  alejandrina  hizo  místicos  á  los  judíos,  y  al- 
gunos chispazos  de  este  misticismo  llegaron  á  los  árabes, 
con  ser  la  más  refractaria  de  todas  las  razas  á  la  especula- 
ción intelectual  y  á  la  meditación  de  las  cosas  divinas.  Ni 
un  solo  verso  místico  conozco  en  todo  lo  que  anda  traduci- 
do de  sus  poetas.  El  único  que  lo  fué  de  veras,  aunque  escri- 
biendo en  prosa,  es  el  insigne  filósofo,  astrónomo  y  médico 
guadijeño,  Abubeker-ben-Tofail  (siglo  XII),  autor  de  la  no- 
vela filosófica  que  Pococke  llamó  El  autodidacto,  obra  de 
las  más  extrañas  de  la  Edad  Media.  Si  á  la  grandeza  de  la 
invención  y  del  pensamiento  correspondiesen  el  desarrollo 
y  el  estilo,  que  desdichadamente,  y  para  el  gusto  de  lecto- 
res modernos  y  occidentales,  no  corresponden,  pocos  libros 
habría  en  el  mundo  tan  maravillosos  como  este  Robinsón 
filosófico,  en  que  el  protagonista  Hai,  nacido  en  una  isla 
desierta  y  amamantado  por  una  cabra,  crecido  y  formado 
sin  trato  ni  comunicación  con  racionales,  va  elaborando 
por  sí  mismo  sus  ideas,  procediendo  de  lo  particular  á  lo 
general,  de  lo  concreto  á  lo  abstracto,  del  accidente  á  la 
sustancia,  hasta  llegar  á  la  unidad  y  abismarse  en  ella,  y 
sacar  por  fruto  de  todas  sus  meditaciones  el  éxtasis  de  los 
so/íes  de  Pérsia  y  el  Nirvana  budhista.  El  autor,  que  perte- 
necía á  la  secta  llamada  de  los  contempladores,  escribió  su  li- 
bro para  resolver  el  problema  de  la  unión  del  entendimiento 
agente  con  el  hombre;  pero,  á  semejanza  de  su  maestro 


religiose  Poesie  der  luden  in  Spanien  (Berlín,  1845).  El  Keter  Malkuth  fué  tradu- 
cido al  latín  por  Francisco  Donato  (Poma  áurea  linguae  hebraicae,  Roma,  1618),  y 
al  castellano,  y  muy  bien,  aunque  en  prosa,  por  David  Nieto;  al  francés,  por 
Mardoqueo  Ventura,  etc. 

Las  condiciones  de  este  discurso  no  me  consienten  detenerme  en  otros  poetas 
hebreos  de  menos  cuenta,  como  los  dos  Ben-Ezras  y  Moisés-bar-Nachmán,  so- 
bre  los  cuales  puede  verse  á  Sachs. 


DE  D.  MARCELINO  MENENDEZ  PELAYO  z3 

Avempace  en  la  epístola  del  Régimen  del  solitario,  llega  á 
la  conclusión  mística  por  vía  especulativa  *,  por  la  exalta- 
ción de  las  fuerzas  naturales  del  entendimiento  humano, 
por  la  espontaneidad  racional  elevada  á  la  máxima  poten- 
cia, y  no  por  el  escepticismo  religioso,  que  hoy  diríamos 
tradicionalismo,  del  persa  Algazel.  «El  mundo  sensible  y 
el  mundo  divino  (escribe  Tofail)  son  como  dos  mujeres  en 
un  mismo  harem:  si  el  dueño  prefiere  á  la  una,  ha  de  irri- 
tarse forzosamente  la  otra.»  ¿Cómo  resolver  este  dualismo? 
Aniquilándose,  para  que  lo  múltiple  se  reduzca  á  la  uni- 
dad; y  mientras  la  aniquilación  no  se  cumple,  prolongan- 
do el  éxtasis  y  la  visión  por  todo  género  de  medios,  hasta 
materiales  y  groseros,  aturdiéndose  y  mareándose  con  vuel- 
tas á  la  redonda,  para  producir  el  vértigo.  «Ponía  el  soli- 
tario toda  su  contemplación  en  lo  Absoluto,  y  apartaba  de 
sí  todos  los  impedimentos  de  las  cosas  sensibles,  y  cerraba 
ios  ojos  y  tapiaba  los  oidos,  y  con  todas  sus  fuerzas  pro- 
curaba no  pensar  más  que  en  lo  Uno;  y  giraba  con  mucha 
rapidez,  hasta  que  todo  lo  sensible  se  desvanecía,  y  la  fan- 
tasía y  las  demás  facultades  que  tienen  instrumentos  cor- 
póreos caían  en  debilidad  y  abatimiento,  alzándose  pura 
y  enérgica  la  acción  de  su  espíritu,  hasta  percibir  al  Ser  ne- 
cesario 2,  la  verdadera  y  gloriosa  esencia. 

i  Él  lo  dice  bien  claro,  á  lo  menos  en  la  versión  latina  de  Pococke:  'Ad  hunc 
autcm  gradum  pervenitur  via  scientiae  speculativae  et  disquisitionis  cogitativae». 

2  Página  i  5  de  la  edición  de  Pococke:  •P/iilosophus  autodidactus  sive  Epístola 
Abi  Jaatar,  ebn  Thofail,  de  Hahi  ben  Jokdhan,  in  qua  oslenditur  quomodo  ex  infe- 
riorum  conlemplatione  ad  superiorum  notitiam  ratio  humana  ascenderé  possil.  Ex 
Arábica  in  latinan  linguam  versa.  Ab  Eduardo  Pocockio  A.  M.  ¿Edis  Christi  Alumno. 

Oxonii,excudebat  H.  Hall /6~7/.(De  mi  biblioteca.)  Hay  otra  edición  latina 

de  1700,  tres  traducciones  inglesas,  dos  alemanas,  una  holandesa  y  una  hebrea 
de  Moisés  de  Narbona,  acompañada  de  un  largo  comentario,  inédito  todavía. 
Vid.  Munck,  Melantes  de philosopliie  árabe  et  juive.  (París,  i85(j,  págs.  4.10  á  418.) 
Puede  notarse  cierta  lejana  analogía  entre  el  Autodidacto  y  el  Criticón  de  Gradan. 


24  DISCURSO 

¿Y  habrá  quien  pretenda  que  semejante  novela  pesimis- 
ta y  delirante,  ó  que  la  misma  Corona  Real  de  Gabirol,  con 
ser  resplandeciente  de  luz  y  de  poesía,  han  influido  de  un 
modo  directo  en  la  literatura  mística  de  los  cristianos? 
¿Cuándo  de  las  tinieblas  salió  la  luz?  Místicos  nuestros  hay 
que  son  hermanos  ó  hijos  de  Tofail;  pero  no  los  busquemos 
en  la  Iglesia  ortodoxa,  sino  en  las  sectas  quietistas,  en  Mi- 
guel de  Molinos  y  los  adoradores  de  la  nada,  en  los  alum- 
brados de  Llerena,  en  los  convulsionarios  jansenistas,  en 
los  tembladores  de  Inglaterra.  El  vértigo,  la  excitación 
producida  por  brutales  flagelaciones,  el  desprecio  de  la 
vida  activa,  la  contemplación  enervadora  y  malsana,  de 
ellos  son,  y  no  de  San  Buenaventura  ni  de  Gerson. 

Achaque  fué  de  la  erudición  de  otros  tiempos  poner  por 
las  nubes  el  influjo  de  árabes  y  judíos  en  la  cultura  de  Eu- 
ropa, y  hoy  quizá  hayamos  venido  á  caer,  por  reacción,  en 
el  extremo  contrario.  Agradecimiento  debemos,  sin  duda,  á 
los  árabes  como  trasmisores,  más  ó  menos  infieles,  de  una 
parte  del  saber  griego,  recibido  por  ellos  de  segunda  ma- 
no, de  intérpretes  persas  ó  sirios.  Y  no  sólo  en  las  ciencias 
astronómicas  y  físicas,  sino  en  la  misma  filosofía  primera, 
sirven  los  sectarios  del  Islam  de  anillo  que  traba  la  anti- 
gua cultura  con  la  moderna.  Tan  inexacto  es  decir  que 
Aristóteles  fuera  desconocido  en  las  escuelas  de  Occidente 
hasta  la  introducción  de  los  compendios  de  Avicena  y  de 
Algazel  en  el  siglo  XII,  como  imaginar  que  los  escolásticos 
anteriores  á  aquella  fecha  conociesen  del  Estagirita  otra 
cosa  que  el  Organon,  incompleto,  y  no  en  su  original,  sino 
en  la  traducción  de  Boecio.  Pero  no  fué  obstáculo  esta  ig- 
norancia de  Aristóteles  para  que  la  escolástica,  que  en  este 


DE  i).  MARCELINO  MENENDEZ  PELA.YO  25 

primer  período  no  pudo  tomar  de  él  más  que  las  formas  ló- 
gicas, se  desarrollase  rica  y  potente  en  todo  género  de  di- 
recciones ortodoxas  y  heterodoxas,  sin  que  deban  nada  á 
los  árabes,  ni  el  panteísmo  alejandrino  de  Escoto  Erígena, 
sabiamente  impugnado  por  nuestro  doctor  Prudencio  Ga- 
lindo  en  el  siglo  IX,  ni  el  realismo  de  Lanfranco,  enérgico 
adversario  del  heresiarca  Berenguer  en  el  XI,  ni  la  mara- 
villosa teodicea  de  San  Anselmo,  en  que  la  razón  va  con- 
firmando las  premisas  de  la  fe,  ni  el  audaz  y  descarado 
nominalismo  de  Gaunilón  y  del  antitrinitario  Roscelino, 
verdaderos  positivistas  á  la  moderna,  ni  el  conceptualismo 
de  Pedro  Abelardo,  ni  la  escuela  mística  de  Hugo  y  de  Ri- 
cardo de  San  Víctor.  Y  si  luego  se  dilata  por  los  campos 
de  la  escolástica  la  corriente  oriental,  es  para  traer  nue- 
vos errores  sobre  los  antiguos,  y  más  que  todos,  el  ave- 
rroismo,  ó  teoría  del  intellecto  uno,  perpetuo  fantasma  de  la 
Edad  Media  y  del  Renacimiento,  como  que  no  bastaron  á 
ahuyentarle  los  esfuerzos  de  Santo  Tomás,  de  Ramón  Lull 
y  de  Luis  Vives,  y  se  arrastró  oscuramente  en  la  escuela 
de  Padua  hasta  muy  entrado  el  siglo  XVII. 

Ni  necesitaron  los  escolásticos  que  moros  y  judíos  vi- 
niesen á  revelarles  las  dulzuras  de  la  contemplación  y  de 
la  unión  extáticas,  puesto  que,  aparte  de  las  muchas  luces 
que  podían  sacar  de  los  tratados  de  San  Agustín,  eran  lec- 
tura familiar  de  ellos  los  libros  De  mystica  Theologia  y  De 
divinis  nominibus  del  falso  Areopagita,  pseudónimo  de  al- 
gún platónico  cristiano  de  Alejandría;  libros  que  el  mismo 
Escoto  Erígena  (mucho  antes  que  filosofase  nadie  en  la 
raza  árabe)  tradujo  del  griego  y  comentó  é  hizo  familiares 
á  los  cortesanos  de  Carlos  el  Calvo.  Aquella  semilla  fruc- 

4 


26  DISCURSO 

tificó,  sobre  todo  en  la  abadía  de  San  Víctor,  cátedra  de 
Guillermo  de  Champeaux,  hasta  engendrar  la  escuela  mís- 
tica de  Hugo  y  Ricardo,  que  aspiran  á  la  intuición  de  las 
naturalezas  invisibles,  pero  no  por  los  documentos  de  la  ra- 
zón, ni  por  la  vana  sabiduría  del  mundo,  sino  por  un  proceso 
de  iluminación  divina,  con  varios  grados  y  categorías  de 
ascensión  para  la  mente;  en  suma,  un  verdadero  ontologis- 
nio.  A  difundir  tales  ideas,  especie  de  reacción  contra  las 
audacias  dialécticas  de  los  Abelardos  y  Roscelinos,  con- 
tribuyó el  mismo  San  Bernardo,  con  no  ser  filósofo  en 
el  riguroso  sentido  de  la  palabra,  pero  sí  teólogo  místico 
empapado  en  la  purísima  esencia  del  Cantar  de  los  Can- 
tares, y  orador  incomparable,  en  quien  una  dulzura  lác- 
tea y  suave  se  juntaba  con  un  calor  bastante  á  lanzar 
á  los  hombres  al  desierto  ó  á  la  cruzada. 

Y  cuando  llegó  el  siglo  XIII,  la  edad  de  oro  de  la  ci- 
vilización cristiana,  á  la  vez  que  la  teología  dogmática 
y  la  filosofía  de  Aristóteles,  purificada  de  la  liga  neo- 
platónica  y  averroista,  se  reducían  á  método  y  forma 
en  la  Snmma  TJieologica  y  en  la  Summa  contra  gentes,  la 
inspiración  mística,  ya  adulta  y  capaz  de  informar  un 
arte,  centelleaba  y  resplandecía  en  los  áureos  tercetos  del 
Paradiso,  sobre  todo  en  la  visión  de  la  divina  esencia  que 
llena  el  canto  XXVIII,  y  llegaba  á  purificar  é  idealizar 
los  amores  profanos  en  algunas  canciones  del  mismo  Dan- 
te, y  corría  por  el  mundo  de  gente  en  gente  llevada  por 
los  mendicantes  franciscanos,  desde  el  santo  fundador, 
que  si  no  es  seguro  que  hiciera  versos  (sea  ó  no  suyo  el 
himno  de  Frate  Solé),  fué  á  lo  menos  soberano  poeta  en 
todos  los  actos  de  su  vida  y  en  aquel  simpático  y  pene- 


DE  D.  MARCELINO  MENENDEZ  PELAYO       27 

trante  amor  suyo  á  la  naturaleza,  hasta  Fr.  Pacífico,  tro- 
vador convertido,  llamado  en  el  siglo  el  Rey  de  los  ver- 
sos, y  San  Buenaventura,  cuya  teología  mística,  aun  en 
ios  libros  en  prosa,  en  el  Breviloquium,  en  el  Itinerarium 
mentís  acl  Deiun,  rebosa  de  lumbres  y  matices  poéticos,  no 
indignos  algunos  de  ellos  de  que  Fr.  Luis  de  León  los 
trasladase  á  sus  odas.  Y  en  pos  de  ellos  Fra  Giacomino 
de  Verona,  el  ingenuo  cantor  de  los  gozos  de  los  bienaven- 
turados, y  el  Beato  Jacopone  da  Todi,  que  no  compuso  el 
Stabat,  dígase  lo  que  se  quiera  (porque  nadie  se  parodia  á 
sí  mismo),  pero  que  fué  en  su  género  frailesco,  beatífico 
y  popular,  singularísimo  poeta,  mezcla  de  fantasía  ar- 
diente, de  exaltación  mística,  de  candor  pueril  y  de  sáti- 
ra acerada,  que  á  veces  trae  á  la  memoria  las  recias  invec- 
tivas de  Pedro  Cardenal. 

¿Y  á  quién  extrañará  que  enfrente  de  toda  esta  literatu- 
ra franciscana,  cuyo  más  ilustre  representante  solía  llorar 
porque  no  se  ama  al  amor,  pongamos,  sin  recelo  de  quedar 
vencidos,  el  nombre  del  peregrino  mallorquín  que  compu- 
so el  libro  Del  Amigo  y  del  Amado?  ¡Cuándo  llegará  el  día 
en  que  alguien  escriba  las  vidas  de  nuestros  poetas  fran- 
ciscanos con  tanto  primor  y  delicadeza  como  de  los  de 
Italia  Ozanam!  Quédese  para  el  afortunado  ingenio  que 
haya  de  trazar  esa  obra,  tejer  digna  corona  de  poeta  y  de 
novelista,  como  ya  la  tiene  de  sabio  y  de  filósofo,  al  ilu- 
minado doctor  y  mártir  de  Cristo,  Ramón  Lull,  hombre 
en  quien  se  hizo  carne  y  sangre  el  espíritu  aventurero, 
teosófico  y  visionario  del  siglo  XIV,  juntamente  con  el 
saber  enciclopédico  del  siglo  XIII.  En  el  beato  mallor- 
quín, artista  hasta  la  médula  de  los  huesos,  la  teología,  la 


2S  DISCURSO 

filosofía,  la  contemplación  y  la  vida  activa  se  confunden 
y  unimisman,  y  todas  las  especulaciones  y  ensueños  ar- 
mónicos de  su  mente  toman  forma  plástica  y  viva,  y  se 
traducen  en  viajes,  en  peregrinaciones,  en  proyectos  de 
cruzada,  en  novelas  ascéticas,  en  himnos  fervorosos,  en 
símbolos  y  alegorías,  en  combinaciones  cabalísticas,  en  ár- 
boles y  círculos  concéntricos,  y  representaciones  gráficas 
de  su  doctrina,  para  que  penetrara  por  los  ojos  de  las  mu- 
chedumbres, al  mismo  tiempo  que  por  sus  oidos,  en  la  mo- 
nótona cantilena  de  la  Lógica  metrificada  y  de  la  Aplicado 
de  V art  general.  Es  el  escolástico  popular,  el  primero  que 
hace  servir  la  lengua  del  vulgo  para  las  ideas  puras  y  las 
abstracciones,  el  que  separa  de  la  lengua  provenzal  la  ca- 
talana, y  la  bautiza  desde  sus  orígenes,  haciéndola  grave, 
austera  y  religiosa,  casi  inmune  de  las  eróticas  livianda- 
des y  de  las  desolladuras  sátiras  de  su  hermana  mayor, 
ahogada  ya  para  entonces  en  la  sangre  de  los  Albigenses. 
Ramón  Lull  fué  místico  teórico  y  práctico,  asceta  y  con- 
templativo, desde  que  en  medio  de  los  devaneos  de  su  ju- 
ventud le  circundó  de  improviso,  como  al  antiguo  Saulo, 
la  luz  del  cielo;  pero  la  flor  de  su  misticismo  no  hemos  de 
buscarla  en  sus  Obras  rimadas  ',  que,  fuera  de  algunas  de 
índole  elegiaca,  como  el  Plant  de  nostra  dona  Santa  María, 
son  casi  todas  (inclusa  la  mayor  parte  del  Desconort)  expo- 
siciones populares  de  aquélla  su  teodicea  racional,  objeto 
de  tan  encontrados  pareceres  y  censuras,  exaltada  por 
unos  como  revelación  de  lo  alto,  y  tachada  por  otros  pun- 
to menos  que  de  herética  por  el  empeño  de  demostrar  con 

i     Las  ha  coleccionado  D.  Jerónimo  Roselló  en  un  grueso  volumen.  (Palma. 
1839,  imp.  de  Gelabert.) 


DE  I).  MARCELINO  MENENDEZ  PELAYO  29 

razones  naturales  todos  los  dogmas  cristianos,  hasta  la 
Trinidad  y  ia  Encarnación,  todo  con  el  santo  propósito  de 
resolver  la  antinomia  de  fe  y  razón,  bandera  de  la  impie- 
dad averroista,  y  de  preparar  la  conversión  de  judíos  y 
musulmanes,  empresa  santa  que  toda  su  vida  halagó  las 
esperanzas  del  bienaventurado  mártir. 

La  verdadera  mística  de  Ramón  Lull  se  encierra  en  una 
obra  escrita  en  prosa,  aunque  poética  en  la  sustancia:  el 
Cántico  del  Amigo  y  del  Amado,  que  forma  parte  del  libro  V 
de  la  extraña  novela  utópica  intitulada  Blcinquema,  donde 
el  iluminado  doctor  desarrolla  su  ideal  de  perfección  cristia- 
na en  los  estados  de  matrimonio,  religión,  prelacia,  ponti- 
ficado y  vida  eremítica;  obra  de  hechicera  ingenuidad  y  es- 
pejo fiel  de  la  sociedad  catalana  del  tiempo.  El  Cántico  está 
en  forma  de  diálogo,  tejido  de  ejemplos  y  parábolas,  tantos 
en  número  como  días  tiene  el  año,  y  su  conjunto  forma 
un  verdadero  Arte  de  contemplación.  Enseña  Raimundo  que 
«las  sendas  por  donde  el  Amigo  busca  á  su  Amado  son 
largas  y  peligrosas,  llenas  de  consideraciones,  suspiros  y 
llantos,  pero  iluminadas  de  amor».  Parécenle  largos  estos 
destierros,  durísimas  estas  prisiones:  «¿Cuándo  llegará  la 
hora  en  que  el  agua,  que  acostumbra  correr  hacia  abajo, 
tome  la  inclinación  y  costumbre  de  subir  hacia  arriba?» 
Entre  temor  y  esperanza  hace  su  morada  el  varón  de  de- 
seos, vive  por  pensamientos  y  muere  por  el  olvido;  y  para 
él  es  bienaventuranza  la  tribulación  padecida  por  amor. 
El  entendimiento  llega  antes  que  la  voluntad  á  la  presen- 
cia del  Amado,  aunque  corran  los  dos  como  en  certamen. 
Más  viva  cosa  es  el  amor  en  corazón  amante  que  el  relám- 
pago y  el  trueno,  y  más  que  el  viento  que  hunde  las  naos 


5o  DISCURSO 

en  la  mar.  Tan  cerca  del  Amado  está  el  suspiro,  como  de 
la  nieve  el  candor.  Los  pájaros  del  verjel,  cantando  al  alba, 
dan  al  solitario  entendimiento  de  amor,  y  al  acabar  los 
pájaros  su  canto,  desfallece  de  amores  el  Amigo,  y  este 
desfallecimiento  es  mayor  deleite  é  inefable  dulzura.  Por 
los  montes  y  las  selvas  busca  á  su  amor;  á  los  que  van 
por  los  caminos  pregunta  por  él,  y  cava  en  las  entrañas 
de  la  tierra  por  hallarle,  ya  que  en  la  sobrehaz  no  hay  ni 
vislumbre  de  devoción.  Como  mezcla  de  vino  y  agua  se 
mezclan  sus  amores,  más  inseparables  que  la  claridad  y  el 
resplandor,  más  que  la  esencia  y  el  ser.  La  semilla  de  este 
amor  está  en  todas  las  almas:  ¡desdichado  del  que  rompe 
el  vaso  precioso  y  derrama  el  aroma!  Corre  el  Amigo  por 
las  calles  de  la  ciudad,  pregúntanle  las  gentes  si  ha  perdi- 
do el  seso,  y  él  responde  que  puso  en  manos  del  Señor  su 
voluntad  y  entendimiento,  reservando  sólo  la  memoria 
para  acordarse  de  Él.  El  viento  que  mueve  las  hojas  le 
trae  olor  de  obediencia;  en  las  criaturas  ve  impresas  las 
huellas  del  Amado;  todo  se  anima  y  habla  y  responde  á  la 
interrogación  del  amor:  amor,  como  le  define  el  poeta,  «cla- 
ro, limpio  y  sutil,  sencillo  y  fuerte,  hermoso  y  espléndido, 
rico  en  nuevos  pensamientos  y  en  antiguos  recuerdos»;  ó 
como  en  otra  parte  dice  con  frase  no  menos  galana:  «her- 
vor de  osadía  y  de  temor».  «Venid  á  mi  corazón  (prosi- 
gue) los  amantes  que  queréis  fuego,  y  encended  en  él  vues- 
tras lámparas:  venid  á  tomar  agua  á  la  fuente  de  mis  ojos, 
porque  yo  en  amor  nací,  y  amor  me  crió,  y  de  amor  ven- 
go, y  en  el  amor  habito.»  La  naturaleza  de  este  amor  mís- 
tico nadie  la  ha  definido  tan  profundamente  como  el  mis- 
mo Ramón  Lull,  cuando  dijo  que  «era  medio  entre  creen- 


DE  D.  MARCELINO  MENENDEZ  PELAYO       3i 

cia  é  inteligencia,  entre  fé  y  ciencia».  En  su  grado  extático 
y  sublime,  el  Amigo  y  el  Amado  se  hacen  una  actualidad 
en  esencia,  quedando  á  la  vez  distintos  y  concordantes.  ¡Ex- 
traño y  divino  erotismo,  en  que  las  hermosuras  y  excelen- 
cias del  Amado  se  congregan  en  el  corazón  del  Amigo,  sin 
que  la  personalidad  de  éste  se  aniquile  y  destruya,  porque 
sólo  los  junta  y  traba  en  uno  la  voluntad  vigorosa,  infinita  y 
eterna  del  Amado!  ¡Admirable  poesía,  que  junta  como  en 
un  haz  de  mirra  la  pura  esencia  de  cuanto  especularon  sa- 
bios y  poetas  de  la  Edad  Media  sobre  el  amor  divino  y  el 
amor  humano,  y  realza  y  santifica  hasta  las  reminiscen- 
cias provenzales  de  canciones  de  mayo  y  de  alborada,  de 
verjeles  y  pájaros  cantores,  casando  por  extraña  manera  á 
Giraldo  de  Borneil  con  Hugo  de  San  Víctor!  ' 

Xo  os  parezca  profanación,  señores,  si  después  del  nom- 
bre de  Lulio,  á  quien  el  pueblo  mallorquín  venera  en  los 
altares,  traigo  el  nombre  de  un  poeta  erótico,  posterior 
en  más  de  un  siglo,  y  que  comparte  con  él  la  mayor  glo- 
ria de  la  literatura  catalana.  Lejos  de  mí  la  profana  mez- 
cla de  amores  humanos  y  divinos,  de  que  no  debe  vestirse 
ningún  cristiano  entendimiento;  pero  fuera  soberana  injus- 
ticia hablar  de  Ausías  March  con  la  misma  ligereza  que 
de  cualquier  otro  cantor  de  finezas  y  desvíos.  Y  por  otra 
parte,  el  amor  encendido,  apasionado  y  vehemente  á  la 
criatura,  el  amor  en  grado  heroico,  aun  cuando  vaya  er- 

i  El  Blanquerna  se  imprimió  por  primera  y  única  vez  en  Valencia,  por  Mo- 
sen  Juan  Bonlabii  (que  lastimosamente  modernizó  el  texto),  en  i52i;  edición 
rarísima.  Yo  poseo  (y  me  he- valido  de)  la  traducción  castellana  impresa  en  Ma- 
llorca (1749)  por  la  viuda  de  Frau  (Blanquerna,  maestro  de  la  perfección etc.), 

que  también  escasea  mucho.  El  traductor  es  anónimo.  Morel  Fatio,  en  el  to-. 
mo  VI  de  la  Romanía,  ha  dado  noticias  y  extractos  de  un  antiguo  códice  catalán, 
que  diliere  no  poco  del  texto  impreso  en  Valencia. 


•3¿  DISCURSO 

rado  en  su  objeto,  no  puede  albergarse  en  espíritus  mez- 
quinos y  vulgares,  sino  en  almas  nacidas  para  la  contem- 
plación y  el  fervor  místico.  El  mismo  Ramón  Lull,  que 
tan  altamente  especuló  del  amor  divino,  es  el  que,  cuando 
mozo,  se  abrasaba  en  las  llamas  de  la  pasión  mundana  y 
del  deseo,  hasta  penetrar  á  caballo,  en  seguimiento  de  su 
dama,  por  la  iglesia  de  Santa  Eulalia;  el  mismo  á  quien 
Dios  llamó  á  penitencia,  mostrándole  roido  por  un  cáncer 
el  pecho  de  Ambrosia  la  genovesa. 

Nada  de  legendario  y  fantástico  en  la  biografía  de  Au- 
sías  March.  Es  toda  ella  tan  sencilla  y  prosaica,  que  los 
que  se  han  detenido  en  la  corteza  de  sus  versos,  sin  pene- 
trar el  íntimo  sentido,  han  juzgado  mera  convención  poé- 
tica sus  amores,  y  hasta  fantástica  la  dama,  ó  han  creido, 
como  Diego  de  Fuentes,  que  al  celebrarla  no  quiso  el  poeta 
sino  «mostrar  con  más  levantado  estilo  la  fuerza  y  licor  de 
sus  versos».  Opinión  absurda,  porque  además  de  constar 
en  los  biógrafos,  y  hasta  en  un  pasaje  algo  embozado  del 
mismo  Ausías,  el  verdadero  nombre  de  la  ilustre  dama, 
que  él  suele  llamar  lirio  entre  cardos,  ¿quién  no  siente,  bajo 
la  ceniza  árida  y  escolástica  de  los  Cantos  de  amor,  el  res- 
coldo de  una  pasión  verdadera  y  profunda?  Sino  que  Au- 
sías, con  ser  imitador  del  Petrarca  en  algunos  pormeno- 
res, é  imitador  á  su  modo,  es  decir,  áspera  y  crudamen- 
te, no  se  parece  al  mismo  Petrarca,  ni  á  ningún  elegiaco 
del  mundo,  en  la  manera  de  sentir  y  expresar  el  amor.  Se 
le  encuentra  á  la  primera  lectura  monótono,  duro,  frío, 
pobrísimo  de  imágenes;  pero,  vencido  este  primer  disgus- 
to, pocas  personalidades  líricas  hay  tan  dignas  de  es- 
tudio. Si  existe  un  poeta  verdaderamente  psicológico,   es 


DE  D.  MARCELINO  MENENDEZ  PELAYO        33 

decir,  que  no  haya  visto  en  el  mundo  más  que  las  soleda- 
des de  su  alma,  Ausías  lo  es,  y  en  el  análisis  de  sus  afectos 
pone  fuerza  y  lucidez  maravillosas.  La  poesía  del  Petrar- 
ca parece  insustancial  devaneo  al  lado  de  esta  disección 
sutil  é  implacable  de  las  fibras  del  alma.  Llega  á  olvidarse 
uno  del  amor  y  de  la  dama,  y  á  ver  sólo  el  corazón  del 
poeta,  materia  del  experimento.  Ausías  no  se  cuida  del 
mundo  exterior,  y  cuando  quiere  decirnos  algo  de  él,  apa- 
rece torpe  y  desgarbado;  pero  el  mundo  del  espíritu  le  per- 
tenece, y  en  él  sabe  describir  hasta  los  átomos  impalpables. 
Decir  que  Ausías  desciende  de  la  poesía  italiana,  de  Dante 
y  de  Petrarca,  es  decir  una  vulgaridad,  que  puede  inducir 
á  error,  hasta  por  lo  que  tiene  de  cierta.  En  lo  sustancial, 
en  lo  que  da  carácter  propio  á  un  poeta,  Ausías  no  des- 
ciende de  nadie,  sino  de  sí  mismo  y  de  la  filosofía  escolás- 
tica, de  que  es  discípulo  fervoroso.  Sus  cantos  pueden  re- 
ducirse á  forma  silogística,  y  de  ellos  extraerse  una  psico- 
logía y  una  estética,  y  un  tratado  de  las  pasiones.  Ese  es 

el,  oro  fino  y  extremado 
En  sus  profundas  venas  escondido, 

que  dijo  Jorge  de  Montemayor;  y  por  eso  nuestros  anti- 
guos (y  entre  ellos  el  maestro  de  Cervantes)  tuvieron  á  Au- 
sías por  filósofo  tanto  ó  más  que  poeta.  Y  si  del  Petrarca 
dijo  Hugo  Foseólo  y  han  repetido  tantos: 

Che  amore  in  Grecia  mido,  nudo  in  Roma, 
D'un  velo  candidissimo  adornando, 
Rendea  nel  grambo  a  Venere  celeste, 


34  DISCURSO 

de  nuestro  valenciano  podemos  decir,  no  sólo  que  arropó 
al  amor  con  todo  género  de  candidos  cendales,  hasta  el 
punto  de  no  describir  nunca,  ni  por  semejas,  la  peregrina 
hermosura  de  su  dama,  sino  que  le  hizo  sentarse  en  los 
bancos  de  la  escuela  de  Santo  Tomás  y  de  Escoto,  y  apren- 
der de  coro  muchas  cuestiones  de  la  Summa,  como  el  me- 
jor discípulo  de  la  Sorbona. 

He  dicho  que  los  versos  de  Ausías  constituyen,  reuni- 
dos, una  verdadera  filosofía  del  amor  y  de  la  hermosura, 
que,  á  no  estar  dirigida  á  beldad  terrena,  merecería  ser 
aquí  largamente  analizada.  Ausías  tenía  grandes  condicio- 
nes de  poeta  místico;  pero  se  quedó  en  el  camino,  distraí- 
do por  el  amor  humano,  y  en  los  Cantos  de  Muerte  y  en  el 
Canto  Espiritual  apenas  pasó  de  ascético  y  moralista. 

Y  basta  de  Edad  Media,  porque  en  vano  he  recorrido 
los  poetas  del  mestér  de  clerecía,  desde  Gonzalo  de  Bercero 
hasta  el  Arcipreste  de  Hita  y  el  Canciller  Ayala,  y  nues- 
tros cancioneros  castellanos  y  portugueses,  desde  el  de  la 
Vaticana  hasta  el  de  Resende,  en  busca  de  algo  que  fuera 
místico  con  todo  el  rigor  de  la  frase;  y  he  encontrado  sólo 
versos  de  devoción,  piadosas  leyendas,  visiones  del  cielo  y 
del  infierno,  como  las  que  en  la  época  visigoda  bosqueja- 
ba en  las  soledades  del  Vierzo  el  ermitaño  San  Valerio, 
cariñosas  efusiones  á  la  Virgen,  y  á  vueltas  de  esto,  mu- 
chas cosas  que  serán  todo  menos  poesía,  dicho  sea  con 
toda  la  reverencia  debida  á  la  vetustez  del  lenguaje  y  al 
valor  histórico  de  aquellos  monumentos. 

Ensalcen  otros  la  Edad  Media:  cada  cual  tiene  sus  de- 
vociones. Para  España,  la  edad  dichosa  y  el  siglo  feliz  fué 
aquél  en  que  el  entusiasmo  religioso  y  la  inspiración  casi 


DE  D.  MARCELINO  MENENDEZ  PELAYÜ        35 

divina  de  los  cantores  se  auno  con  la  exquisita  pureza 
de  la  forma,  traída  en  sus  alas  por  los  vientos  de  Italia  y 
de  Grecia.  Siglo  en  que  la  mística  castellana,  silenciosa  6 
balbuciente  hasta  aquella  hora,  rotas  las  prisiones  en  que 
la  encerraba  la  asidua  lectura  de  los  Tauleros  y  Ruys- 
broeck  de  Alemania,  y  ahogando  con  poderosos  brazos  la 
mal  nacida  planta  de  los  alumbrados,  dio  gallarda  muestra 
de  sí,  libre  é  inmune  de  todo  resabio  de  quietud  y  de  pan- 
teísmo, y  corrió  como  generosa  vena  por  los  campos  de  la 
lengua  y  del  arte,  fecundando  la  abrasadora  elocuencia  del 
Apóstol  de  Andalucía,  el  severo  y  ascético  decir  de  San  Pe- 
dro de  Alcántara,  la  regalada  filosofía  de  amor  de  Fr.  Juan 
de  los  Angeles,  la  robusta  elocuencia  del  venerable  Grana- 
da, toda  calor  y  afectos  que  arrancan  lumbre  del  alma  más 
dura  y  empedernida,  el  pródigo  y  mal  represado  lujo  de 
estilo  de  Malón  de  Chaide,  la  serena  luz  platónica  que  se 
difunde  por  los  Nombres  de  Cristo  de  Fr.  Luis  de  León,  y 
la  alta  doctrina  del  conocimiento  propio  y  de  la  unión  de 
Dios  con  el  centro  del  alma,  expuesta  en  las  Moradas  te- 
resianas  como  en  plática  familiar  de  vieja  castellana  junto 
al  fuego.  ¿Quién  ha  declarado  la  unión  extática  con  tan 
graciosas  comparaciones  como  Santa  Teresa:  ya  de  las  dos 
velas  que  juntan  su  luz,  ya  del  agua  del  cielo  que  viene  á 
henchir  el  cauce  de  un  arroyo?  ¿Y  qué  diremos  de  aquella 
portentosa  representación  suya  de  la  esencia  divina,    «co- 
mo un  claro  diamante  muy  mejor  que  todo  el  mundo»,  ó 
como  un  espejo  en  que  por  subida  manera,  y  «con  espan- 
tosa claridad»,  se  ven  juntas  todas  las  cosas,  sin  que  haya 
ninguna  que   salga  fuera  de  su  grandeza?  Ni  Malebran- 
che  ni  Leibnitz  imaginaron  nunca  tan  soberana  ontología. 


•36  DISCURSO 

No  hubo  abstracción  tan  sutil  ni  concepto  tan  encumbrado 
que  se  resistiese  al  romance  de  nuestro  vulgo:  sépanlo  los 
que  hoy,  á  titulo  de  filosofía,  la  destrozan  y  maltratan. 
Esa  lengua  bastó  para  contener  y  difundir  el  pensamiento 
de  Platón  y  del  Areopagita,  en  cauce  no  menos  amplio  que 
el  de  la  lengua  griega,  y  ciertamente  que  no  halló  pobre  ni 
estrecha  la  nuestra  (y  valga  un  ejemplo  por  todos)  el  fraile 
que  supo  decir  (en  el  libro  I  de  los  Nombres]  que  «las  co- 
sas, demás  del  ser  real  que  tienen  en  sí,  tienen  otro  aún 
más  delicado,  y  que  en  cierta  manera  nace  de  él,  consis- 
tiendo la  perfección  en  que  cada  uno  de  nosotros  sea  un 
mundo  perfecto,  para  que  de  esta  manera,  estando  todos 
en  mí  y  yo  en  todos  los  otros,  y  teniendo  yo  su  ser  de  to- 
dos ellos,  y  todos  y  cada  uno  dellos  teniendo  el  ser  mío, 
se  abrace  y  eslabone  toda  aquesta  máquina  del  universo, 
y  se  reduzca  á  unidad  la  muchedumbre  de  sus  diferencias, 
y  quedando  no  mezcladas  se  mezclen,  y  permaneciendo 
muchas  no  lo  sean,  y  extendiéndose  y  como  desplegándo- 
se delante  los  ojos  la  variedad  y  diversidad,  venza  y  reine 
y  ponga  su  silla  la  unidad  sobre  todo».  El  filósofo  que  en 
nuestros  días  tuviera  que  explicar  esta  gallarda  concepción 
armónica,  diría  probablemente  que  «lo  objetivo  y  lo  subje- 
tivo se  daban  congrua,  y  homogéneamente,  dentro  y  debajo 
de  la  unidad,  y  en  virtud  de  ella,  en  íntima  unión  de  Todei- 
dad»;  y  se  quedaría  tan  satisfecho  con  esta  bárbara  alga- 
rabía, so  pretexto  de  que  los  viejos  moldes  de  la  lengua  no 
bastaban  para  su  altivo  y  alemanisco  pensamiento. 

Gala  y  carácter  de  este  misticismo  español  es  lo  delica- 
do y  agudo  del  análisis  psicológico,  en  que  ciertamente  se 
adelantaron  los  nuestros  á  los  místicos  del  Norte,  y  esto,  á 


DE  D.  MARCELINO  MENENDEZ  PELAYO  37 

mi  ver,  hasta  por  tendencias  de  raza  y  condiciones  del  ge- 
nio nacional,  visibles  en  la  historia  de  nuestra  ciencia.  Á 
nadie  asombre  el  que  Santa  Teresa  diera  por  firmísimo 
fundamento  de  sus  Moradas  la  observación  interior,  sin 
salir  de  ella  mientras  no  sale  de  la  ronda  del  castillo.  Toda 
la  filosofía  española  del  siglo  XVI,  sobre  todo  la  no  esco- 
lástica é  independiente,  está  marcada  con  el  sello  del  psi- 
cologismo,  desde  que  Luis  Vives,  en  su  tratado  De  anima 
et  vita,  anticipándose  á  cartesianos  y  escoceses,  volvió  pol- 
los fueros  de  la  silenciosa  experiencia  de  cada  cual  dentro  de  sí 

mismo  (tacita  cognitio experientia  cujuslibet  intra  seipsum], 

de  la  introspección  ó  reflexión  (mens  in  se  ipsam  reflexa),  hasta 
que  Gómez  Pereira  redujo  á  menudo  polvo  las  especies  inte- 
ligibles y  la  hipótesis  de  la  representación  en  el  conocimien- 
to, levantando  sobre  sus  ruinas  el  edificio  que  Hamilton 
ha  llamado  realismo  natural. 

La  importancia  dada  al  conocimiento  de  sí  propio,  la 
enérgica  afirmación  de  la  personalidad  humana,  aun  en  el 
acto  de  la  posesión  y  del  éxtasis,  salva  del  panteísmo,  no 
sólo  á  nuestros  doctores  ortodoxos,  sino  al  mismo  hereje 
Miguel  de  Molinos,  en  cuyo  budhismo  nihilista,  el  alma, 
muerta  para  toda  actividad  y  eficacia,  retirada  en  la  parte 
superior,  en  el  ápice  de  sí  misma,  abismándose  en  la  nada, 
como  en  su  centro,  espera  el  aliento  de  Dios,  pero  recono- 
ciéndose sustancialmente  distinta  de  él. 

Recuerdo  á  propósito  de  esta  distinción  unos  tercetos, 
tan  ricos  de  estilo  como  profundos  en  la  idea,  de  un  olvi- 
dado poeta  del  siglo  XVI,  á  quien  no  con  entera  injusticia 
llamaron  sus  contemporáneos  el  Divino;  porque  si  es  cierto 
que  suele  versificar  dura  y  escabrosamente,  también  lo  es 


38  DISCURSO 

que  piensa  tan  alto  como  pocos.  Hablo  del  capitán  Fran- 
cisco de  Aldana,  natural  de  Tortosa,  muerto  heroicamente 
en  la  jornada  de  África  con  el  rey  D.  Sebastián.  No  os  pe- 
sará oir  lo  que  pensaba  de  la  inmersión  del  alma  en  Dios,  y 
veréis  cuan  graciosas  y  adecuadas  comparaciones  se  le  ocu- 
rren para  vestir  de  forma  poética-el  intangible  pensamiento: 

Y  como  el  fuego  saca  y  desencentra 
Oloroso  licor  por  alquitara 

Del  cuerpo  de  la  rosa  que  en  él  entra, 

Así  destilará  de  la  gran  cara 
Del  mundo  inmaterial  varia  belleza, 
Con  el  fuego  de  amor  que  la  prepara. 

Y  pasará  de  vuelo  á  tanta  alteza  *, 
Que  volviéndose  á  ver  tan  sublimada, 
Su  misma  olvidará  naturaleza. 

Cuya  capacidad  ya  dilatada 
Allá  verá,  do  casi  ser  le  toca 
En  su  primera  causa  transformada. 

Ojos,  oidos,  pies,  manos  y  boca, 
Hablando,  obrando,  andando,  oyendo  y  viendo, 
Serán  del  mar  de  Dios  cubierta  roca. 

Cual  pece  dentro  el  vaso  alto,  estupendo 
Del  Océano,  irá  su  pensamiento 
Desde  Dios  para  Dios  yendo  y  viniendo. 

No  que  del  alma  la  especial  natura, 
Dentro  el  divino  piélago  hundida, 
Deje  en  el  Hacedor  de  ser  hechura, 

i     El  alma. 


DE  D.  MARCELINO  MENENDEZ  PELAYO  3g 

O  quede  aniquilada  y  destruida, 
Cual  gota  de  licor  que  el  rostro  enciende 
Del  altísimo  mar  toda  absorbida. 

Mas  como  el  aire  en  que  su  luz  extiende 
El  claro  sol,  que  juntos  aire  y  lumbre 
Ser  una  misma  cosa  el  ojo  entiende. 

Déjese  el  alma  andar  suavemente, 
Con  leda  admiración  de  su  ventura, 
Húndase  toda  en  la  divina  fuente, 
Y  del  vital  licor  humedecida, 
Sálgase  á  ver  del  tiempo  en  la  corriente. 

Ella  verá  con  desusado  estilo 
Toda  regarse  y  regalarse  junto 
De  un,  salido  de  Dios,  sagrado  Nilo. 

A  diferencia  de  otros  misticismos  egoístas,  inertes  y  en- 
fermizos, el  nuestro,  nacido  enfrente  y  -en  oposición  á  la 
Reforma  luterana,  se  calienta  en  el  horno  de  la  caridad, 
y  proclama  la  eficacia  y  valor  de  las  obras.  No  exclama 
Santa  Teresa,  como  la  discreta  Victoria  Colonna,  catequi- 
zada en  mal  hora  por  Juan  de  Valdés: 

Cieco  el  nostro  voler,  vane  son  V opre, 
Cadono  al  primo  vol  le  mortal  piume, 

sino  que  escribe  en  la  Morada  V:  «No,  hermanas,  no;  obras 

quiere  el  Señor y  ésta  es  la  verdadera  unión Y  estad 

ciertas,  que  mientras  más  en  el  amor  del  prójimo  os  vié- 


4'o  DISCURSO 

redes  aprovechadas,  más  lo  estaréis  en  el  amor  de  Dios.» 
Por  eso  Santa  Teresa  no  separa  nunca  á  Marta  de  María, 
ni  la  vida  activa  de  la  contemplativa. 

Todos  nuestros  grandes  místicos  son  poetas,  aun  escri- 
biendo en  prosa,  y  lo  es  más  que  todos  Santa  Teresa  en 
la  traza  y  disposición  de  su  Castillo  Interior;  pero  la  misma 
riqueza  de  la  materia  me  obliga  á  reducirme  á  los  que  es- 
cribieron en  verso,  y  á  prescindir  casi  de  la  doctora  avi- 
lesa.  Y  la  razón  es  llana:  entre  las  veintiocho  poesías  que 
en  la  edición  más  completa  se  le  atribuyen,  muchas  son 
de  autenticidad  dudosa,  y  ninguna  pasa  de  la  medianía, 
fuera  de  la  conceptuosa  letrilla,  que  ya  acude  á  vuestros 
labios  como  á  los  míos: 

Vivo  sin  vivir  en  mí, 
Y  tan  alta  vida  espero 
Que  muero  porque  no  muero. 

Estos  versos,  «nacidos  (como  escribe  el  P.  Yepes)  del 
fuego  del  amor  de  Dios  que  en  sí  tenía  la  Madre»,  son  el  más 
perfecto  dechado  del  apacible  discreteo  que  aprendieron 
de  los  trovadores  palacianos  del  siglo  XV  algunos  poetas 
devotos  del  siglo  XVI;  y  en  medio  de  lo  piadoso  del  asun- 
to, retraen  á  la  memoria  otros  más  profanos  acentos  del  co- 
mendador Escrivá  y  del  médico  Francisco  de  Villalobos: 

Venga  ya  la  dulce  muerte 
Con  quien  libertad  se  alcanza, 

dice  el  físico  del  Emperador. 


DE  D.  MARCELINO  MENENDEZ  PELAYO  41 

Y  Santa  Teresa  clama: 

Venga  ya  la  dulce  muerte, 
Venga  el  morir  tan  ligero, 
Que  muero  porque  no  muero. 

En  cuanto  al  célebre  soneto 

No  me  mueve  mi  Dios  para  quererte, 

que  en  muchos  devocionarios  anda  á  nombre  de  Santa 
Teresa,  y  en  otros  á  nombre  de  San  Francisco  Javier  (que 
apuntó  una  idea  muy  semejante  en  una  de  sus  obras  lati- 
nas), sabido  es  que  no  hay  el  más  leve  fundamento  para 
atribuirle  tan  alto  origen;  y  á  pesar  de  su  belleza  poéti- 
ca, y  de  lo  fervoroso  y  delicado  del  pensamiento  (que, 
mal  entendido  por  los  quietistas  franceses,  les  sirvió  de 
texto  para  su  teoría  del  amor  puro  y  desinteresado),  he- 
mos de  resignarnos  á  tenerle  por  obra  de  algún  fraile 
oscuro,  cuyo  nombre  quizá  nos  revelen  futuras  investiga- 
ciones. 

¿Quién  me  dará  palabras  para  ensalzar  ahora,  como  yo 
quisiera,  á  Fr.  Luis  de  León?  Si  yo  os  dijese  que  fuera  de 
las  canciones  de  San  Juan  de  la  Cruz,  que  no  parecen  ya 
de  hombre,  sino  de  ángel,  no  hay  lírico  castellano  que  se 
compare  con  él,  aún  me  parecería  haberos  dicho  poco. 
Porque  desde  el  Renacimiento  acá,  á  lo  menos  entre  las 
gentes  latinas,  nadie  se  le  ha  acercado  en  sobriedad  y  pu- 
reza; nadie  en  el  arte  de  las  transiciones  y  de  las  grandes 
lineas,  y  en  la  rapidez  lírica;  nadie  ha  volado  tan  alto  ni 


42  DISCURSO 

infundido  como  él  en  las  formas  clásicas  el  espíritu  mo- 
derno. El  mármol  del  Pentélico  labrado  por  sus  manos  se 
convierte  en  estatua  cristiana,  y  sobre  un  cúmulo  de  remi- 
niscencias de  griegos,  latinos  é  italianos,  de  Horacio,  de 
Píndaro  y  del  Petrarca,  de  Virgilio  y  del  himno  de  Aristó- 
teles á  Hermias,  corre  juvenil  aliento  de  vida  que  lo  trans- 
figura y  lo  remoza  todo.  Así,  con  piedras  de  las  canteras 
del  Ática  labró  Andrés  Chénier  sus  elegías  y  sus  idilios, 
jactándose  de  haber  hecho,  sobre  pensamientos   nuevos, 
versos  de  hermosura  antigua;  pero  bien  sabéis  que  el  pro- 
cedimiento tenía  fecha.  Error  es  creer  que  la  originalidad 
consista  en  las  ideas.  Nada  propio  tiene  Garcilasso  más 
que  el  sentimiento,  y  por  eso  sólo  vive  y  vivirá  cuanto 
dure  la  lengua.  Y  aunque  descubramos  la  fuente  de  cada 
uno  de  los  versos  de  Fr.  Luis  de  León,  y  digamos  que  Ja 
tempestad  de  la  oda  á  Felipe  Ruiz  se  copió  de  las  Geórgi- 
cas, y  que  La  vida  del  campo  y  La  profecía  del  Tajo  son  re- 
lieves de  la  musa  de  Horacio,   siempre  nos  quedará  una 
esencia  purísima,  qae  se  escapa  del  análisis;  y  es  que  el 
poeta  ha  vuelto  á  sentir  y  á  vivir  todo  lo  que  imita  de  sus 
modelos,  y  con  sentirlo  lo  hace  propio,  y  lo  anima  con  ras- 
gos suyos;  y  así  en  la  tempestad  pone  el  carro  de  Dios  ligero 
y  reluciente,  y  en  la  vida  retirada  nos  hace  penetrar  en  la 
granja  de  su  convento,  orillas  del  Tormes,  en  vez  de  lle- 
varnos, como  Horacio,  á  la  alquería  de  Pulla  ó  de  Sabinia, 
donde  la  tostada  esposa  enciende  la  leña  para  el   cazador 
fatigado.   ¡Poesía  legítima  y  sincera,  aunque  se  haya  des- 
pertado por  inspiración  refleja,  al  contacto  de  las  páginas 
de  otro  libro!  Hay  cierta  misteriosa  generación  en  lo  bello 
Tó/.or  ev  t<p  /.v'/iu  ,  como  dijo  Platón.  El  sentido  del  arte  ere- 


DE  D.  MARCELINO  MENENDEZ  PELAYO  43 

ce  y  se  nutre  con  el  estudio  y  reproducción  de  las  formas 
perfectas.  A.  Chénier  lo  ha  expresado  con  símil  felicísimo: 
el  de  la  esposa  lacedemonia,  que,  cercana  al  parto,  manda- 
ba colocar  delante  de  sus  ojos  las  más  acabadas  figuras  que 
animó  el  arte  de  Zeuxis,  los  Apolos,  Bacos  y  Helenas,  para 
que,  apacentándose  sus  ojos  en  la  contemplación  de  tanta 
hermosura,  brotase  de  su  seno,  henchido  de  aquellas  nue- 
vas y  divinas  formas,  un  fruto  tan  noble  y  tan  perfecto  co- 
mo los  antiguos  ejemplares  y  dechados.  Así  se  comprende 
que  Fr.  Luis  de  León,  con  ser- poeta  tan  sabio  y  culto,  tan 
enamorado  de  la  antigüedad  y  tan  lleno  de  erudición  y 
doctrina,  sea  en  la  expresión  lo  más  sencillo,  candoroso  é 
ingenuo  que  darse  puede,  y  esto  no  por  estudio  ni  por  arti- 
ficio, sino  porque  juntamente  con  la  idea  brotaba  de  su  al- 
ma la  forma  pura,  perfecta  y  sencilla,  la  que  no  entienden 
ni  saborean  los  que  educaron  sus  oidos  en  el  estruendo  y 
tropel  de  las  odas  quintanescas.  Es  una  mansa  dulzura, 
que  penetra  y  embarga  el  alma  sin  excitar  los  nervios,  y 
la  templa  y  serena,  y  le  abre  con  una  sola  palabra  los  ho- 
rizontes de  lo  infinito: 

Aquí  el  alma  navega 
Por  un  mar  de  dulzura,  y  finalmente 
En  él  así  se  anega, 
Que  ningún  accidente 
Extraño  ó  peregrino  oye  ni  siente. 

Ese  efecto  que  en  el  autor  hacía  la  música  del  ciego 
Salinas,  hacen  en  nosotros  sus  odas.  Los  griegos  hubie- 
ran dicho  de  ellas  que  producían  la  apetecida  soplirosyne 


44  DISCURSO 

(s-tb<ppó<juvir)),  aquella  calma  y  reposo  y  templanza  de  afec- 
tos, fin  supremo  del  arte: 

El  aire  se  serena 
Y  viste  de  hermosura  y  luz  no  usada, 
Salinas,  cuando  suena 
La  música  extremada 
Por  vuestra  sabia  mano  gobernada. 

Música  que  retrae  al  poeta  la  memoria 

De  su  origen  primera  exclarecida, 

y  le  mueve  á  levantarse  sobre  el  oro  y  la  belleza  terrena 
y  cuanto  adora  el  vulgo  vano,  y  traspasar  las  esferas  para 
oir  aquella  música  no  perecedera  que  las  mueve  y  gobierna 
y  hace  girar  á  todas;  música  de  números  concordes,  que 
oyeron  los  pitagóricos,  y  San  Agustín  y  San  Buenaven- 
tura, y  que  es  la  fórmula  y  la  cifra  de  la  estética  platónica. 
Todo  lleva  á  Dios  el  alma  del  poeta,  no  asida  nunca  á 
las  formas  sensibles,  ni  del  arte  ni  de  la  naturaleza  (con 
ser  de  todos  los  nuestros  quien  más  la  comprendió  y  amó), 
sino  ávida  de  lo  infinito,  donde  centellean  las  ideas  madres, 
cual  áureo  cerco  de  la  Verdad  suprema;  donde  se  ve  dis- 
tinto y  junto 

Lo  que  es  y  lo  que  ha  sido, 
Y  su  principio  cierto  y  escondido; 

donde  la  paz  reina  y  vive  el  contento,  y  donde  sestea  el 


DE  D.  MARCELINO  MENENDEZ  PELAYO  4$ 

buen  Pastor,  ceñida  la  cabeza  de  púrpura  y  de  nieve,  apa- 
centando sus  ovejas  con  inmortales  rosas,  producidoras 
eternas  de  consuelo, 

Con  flor  que  siempre  nace, 
Y  cuanto  más  se  goza,  más  renace. 

¿Y  será  hipérbole,  señores,  el  decir  que  tales  cantos 
traen  como  un  sabor  anticipado  de  la  gloria,  y  que  el  poe- 
ta que  tales  cosas  pensó  y  acertó  á  describir,  había  colum- 
brado en  alguna  visión  la  morada  de  grandeza,  el  templo 
de  claridad  y  de  hermosura,  la  vena  del  gozo  fiel,  los  repues- 
tos valles  y  los  riquísimos  mineros,  y  las  esferas  angélicas 

De  oro  y  luz  labradas, 
De  espíritus  dichosos  habitadas?  * 

Pero  aún  hay  una  poesía  más  angélica,  celestial  y  di- 
vina, que  ya  no  parece  de  este  mundo,  ni  es  posible  me- 
dirla con  criterios  literarios,  y  eso  que   es  más  ardiente 

i  Como  se  ve,  apenas  aludo  más  que  á  las  odas  Noche  serena,  A  Salinas,  A  Fe- 
lipe Ruiz,  Á  la  vida  del  Cielo,  que  son  las  que  tienen  el  carácter  místico  más  se- 
ñalado. En  otras,  v.  gr.,  la  del  Apartamiento,  hay  rasgos  de  misticismo,  y  en  una 
de  las  atribuidas  á  Fr.  Luis  de  León  por  el  Padre  Merino,  la  cual  no  suele  im- 
primirse en  las  ediciones  vulgares,  se  leen  estas  dos  bellísimas  estrofas,  que,  si 
no  son  del  gran  Maestro,  merecen  serlo: 

¡Oh  aires  sosegados, 
Ya  libres  de  las  voces  y  ruidos, 
Al  cielo  encaminados, 
Del  corazón  salidos 
Llevad  con  vuestras  ondas  mis  gemidos! 

Lleguen  á  la  presencia 
Del  uno  entre  millares  escogido: 
Lamentando  su  ausencia, 
En  tierra  del  olvido 
Queda  mi  corazón  de  amor  herido. 


45  DISCURSO 

de  pasión  que  ninguna  poesía  profana,  y  tan  elegante  y 
exquisita  en  la  forma,  y  tan  plástica  y  figurativa,  como 
los  más  sabrosos  frutos  del  Renacimiento.  Son  las  Can- 
ciones Espirituales  de  San  Juan  de  la  Cruz,  la  Subida  del 
monte  Carmelo,  la  Noche  oscura  del  alma.  Confieso  que  me 
infunden  religioso  terror  al  tocarlas.  Por  allí  ha  pasado 
el  espíritu  de  Dios,  hermoseándolo  y  santificándolo  todo: 

Mil  gracias  derramando, 
Pasó  por  estos  sotos  con  presura, 
Y  yéndolos  mirando, 
Con  sola  su  figura 
Vestidos  los  dejó  de  su  hermosura. 

Juzgar  tales  arrobamientos,  no  ya  con  el  criterio  retó- 
rico y  mezquino  de  Tos  rebuscadores  de  ápices,  sino  con  la 
admiración  respetuosa  con  que  analizamos  una  oda  de 
Píndaro  ó  de  Horacio,  parece  irreverencia  y  profanación. 
Y  sin  embargo,  el  autor  era  tan  artista,  aun  mirado  con 
los  ojos  de  la  carne,  y  tan  sublime  y  perfecto  en  su  arte, 
que  tolera  y  resiste  este  análisis,  y  nos  convida  á  exponer 
y  desarrollar  su  sistema  literario,  vestidura  riquísima  de 
su  extático  pensamiento. 

La  materia  de  sus  canciones  es  toda  de  la  más  ardorosa 
devoción  y  de  la  más  profunda  teología  mística.  En  ellas 
se  canta  la  dichosa  ventura  que  tuvo  el  alma  en  pasar  por 
la  oscura  noche  de  la  fe,  en  desnudez  y  purificación  suya, 
á  la  unión  del  amado;  la  perfecta  unión  de  amor  con  Dios 
cual  se  puede  en  esta  vida,  y  las  propiedades  admirables 
de  que  el  alma  se  reviste  cuando  llega  á  esta  unión,  y  los 


DE  D.  MARCELINO  MENENDEZ  PELAVO  47 

varios  y  tiernos  afectos  que  engendra  la  interior  comuni- 
cación con  Dios.  Y  todo  esto  se  desarrolla,  no  en  forma 
dialéctica,  ni  aun  en  la  pura  forma  lírica  de  arranques  y 
efusiones,  sino  en  metáfora  del  amor  terreno,  y  con  velos 
y  alegorías  tomados  de  aquel  divino  epitalamio  en  que  Sa- 
lomón prefiguró  los  místicos  desposorios  de  Cristo  y  su 
Iglesia.  Poesía  misteriosa  y  solemne,  y  sin  embargo,  lo- 
zana y  pródiga  y  llena  de  color  y  de  vida;  ascética,  pero 
calentada  por  el  sol  meridional;  poesía  que  envuelve  las 
abstracciones  y  los  conceptos  puros  en  lluvia  de  perlas  y 
de  flores,  y  que,  en  vez  de  abismarse  en  el  centro  del  alma, 
pide  imágenes  á  todo  lo  sensible,  para  reproducir,  aunque 
en  sombras  y  lejos,  la  inefable  hermosura  del  Amado.  Poe- 
sía espiritual,  contemplativa  é  idealista,  y  que  con  todo  eso 
nos  comunica  el  sentido  más  arcano,  y  la  más  penetrante 
impresión  de  la  naturaleza,  en  el  silencio  y  en  los  miedos 
veladores  de  aquella  noche,  amable  mas  que  el  alborada,  en  el 
ventalle  de  cedros,  y  el  aire  del  almena  que  orea  los  cabellos 
del  Esposo: 

Mi  amado,  las  montañas, 
Los  valles  solitarios  nemorosos, 
Las  ínsulas  extrañas, 
Los  ríos  sonorosos, 
El  silbo  de  los  aires  amorosos. 

La  noche  sosegada 
En  par  de  los  levantes  de  la  aurora, 
La  música  callada, 
La  soledad  sonora 


48  DISCURSO 

Detente,  Cierzo  muerto, 
Ven,  Austro  que  recuerdas  los  amores, 
Aspira  por  mi  huerto, 

Y  corran  tus  olores, 

Y  pacerá  mi  amado  entre  las  flores. 


Gocémonos,  amado, 

Y  vamonos  á  ver  en  su  hermosura 
El  monte  y  el  collado, 

Do  mana  el  agua  pura: 

Entremos  más  adentro  en  la  espesura. 

Y  luego  á  las  subidas 
Cavernas  de  las  piedras  nos  iremos 
Que  están  bien  escondidas, 

Y  allí  nos  entraremos, 

Y  el  mosto  de  granadas  gustaremos. 
Nuestro  lecho  florido 

De  cuevas  de  leones  enlazado, 

De  púrpura  teñido, 

En  paz  edificado, 

De  mil  escudos  de  oro  coronado. 

A  zaga  de  tu  huella, 
Los  jóvenes  discorren  el  camino, 
Al  toque  de  centella, 
Al  adobado  vino, 
Emisiones  del  bálsamo  divino. 

Por  toda  esta  poesía  oriental,  transplantada  de  la  cum- 
bre del  Carmelo  y  de  los  floridos  valles  de  Siona,  corre 
una  llama  de  afectos  y  un  encendimiento  amoroso,  capaz 


DE  D.  MARCELINO  MENENDEZ  PELAYQ  |g 

de  derretir  el  mármol.  Hielo  parecen  las  ternezas  de  los 
poetas  profanos  al  lado  de  esta  vehemencia  de  deseos  y  de 
este  fervor  en  la  posesión  que  siente  el  alma  después  que 
bebió  el  vino  de  la  bodega  del  Esposo: 

Apaga  mis  enojos, 
Pues  que  ninguno  basta  á  deshacellos, 

Y  véante  mis  ojos, 

Pues  eres  lumbre  de  ellos, 

Y  sólo  para  tí  quiero  tenellos. 


Quédeme  y  olvidóme, 
El  rostro  recliné  sobre  el  amado, 
Cesó  todo  y  déjeme, 
Dejando  mi  cuidado 
Entre  las  azucenas  olvidado. 

¿Y  aquel  otro  rasgo,  que  no  está  en  el  Cantar  de  los  Can- 
tares, y  que,  no  obstante,  es  admirable  de  verdad  y  de  sen- 
timiento: 

Cuando  tú  me  mirabas, 
Su  gracia  en  mí  tus  ojos  imprimían? 


Y  todo  esto  es  la  corteza  y  la  sobrehaz,  porque,  pene- 
trando en  el  fondo,  se  halla  la  más  alta  y  generosa  filosofía 
que  los  hombres  imaginaron  (como  de  Santa  Teresa  escri- 
bió Fr.  Luis),  y  tal  que  no  es  lícito  dudar  que  el  Espíritu 
Santo  regía  y  gobernaba  la  pluma  del  escritor.  ¿Quién  le 

7 


5o         •  DISCURSO 

había  de  decir  á  Garcilasso  que  la  ligera  y  gallarda  estrofa 
inventada  por  él  en  Ñapóles,  cuando  quiso  domar  por  aje- 
no encargo  la  esquivez  de  doña  Violante  Sanseverino,  ha- 
bía de  servir  de  fermosa  cobertura  á  tan  altos  pensamientos 
y  suprasensibles  ardores?  Y  en  efecto,  el  hermoso  comen- 
tario que  en  prosa  escribió  San  Juan  de  la  Cruz  á  sus  pro- 
pias canciones,  nos  conduce  desde  la  desnudez  y  desasi- 
miento de  las  cosas  terrenas,  y  aun  de  las  imágenes  y  apa- 
riencias sensibles,  á  la  noche  oscura  de  la  mortificación  de 
los  apetitos  que  entibian  y  enflaquecen  el  alma,  hasta  que, 
libre  y  sosegada,  llega  á  gustarlo  todo,  sin  querer  tener 
gusto  en  nada,  y  á  saberlo  y  poseerlo  todo,  y  aun  á  serlo 
todo,  sin  querer  saber  ni  poseer  ni  ser  cosa  alguna.  Y  no  se 
aquieta  en  este  primer  grado  de  purificación,  sino  que  en- 
tra en  la  vía  iluminativa,  en  que  la  noche  de  la  fe  es  su 
guía,  y  como  las  potencias  de  su  alma  son  fauces  de 
monstruo  abiertas  y  vacías,  que  no  se  llenan  menos  que  con 
lo  infinito,  pasa  más  adelante,  y  llega  á  la  unión  con  Dios 
en  el  fondo  de  la  sustancia  del  alma,  en  su  centro  más  profun- 
do, donde  siente  el  alma  la  respiración  de  Dios;  y  se  hace  tal 
unión  cuando  Dios  da  al  alma  esta  merced  soberana  que 
todas  las  cosas  de  Dios  y  el  alma  son  una  en  transforma- 
ción participante,  y  el  alma  más  parece  Dios  que  alma,  y 
aun  es  Dios  por  participación,  aunque  conserva  su  ser  na- 
tural unida  y  transformada,  «como  la  vidriera  le  tiene  dis- 
tinto del  rayo,  estando  de  él  clarificada».  Pero  no  le  crea- 
mos iluminado  ni  ontologista,  ó  partidario  de  la  intuición 
directa,  porque  él  sabrá  decirnos,  tan  maravillosamente 
como  lo  dice  todo,  que  en  esta  vida  «sólo  comunica  Dios 
ciertos  visos  entre-oscuros  de  su  divina  hermosura,  que 


DE  D.  MARCELINO  MENENDEZ  PELAYO  5i 

hacen  codiciar  y  desfallecer  al  alma  con  el  deseo  de  lo  res- 
tante». Ni  le  llamemos  despreciador  y  enemigo  de  la  razón 
humana,  aunque  aconseje  desnudarse  del  propio  entender, 
pues  él  escribió  que  «más  vale  un  pensamiento  del  hombre 
que  todo  el  mundo»,  y  estaba  muy  lejos  de  creer  perma- 
nente, sino  transitorio  y  de  paso,  aquel  éxtasis  de  alta 
contemplación,  del  cual  misteriosamente  cantaba: 

Éntreme,  donde  no  supe, 
Y  quédeme  no  sabiendo, 
Toda  ciencia  transcendiendo. 


Después  de  Fr.  Luis  de  León  y  de  San  Juan  de  la  Cruz 
fuera  injusto  no  hacer  alguna  memoria  de  Malón  de 
Chaide,  autor  del  hermoso,  aunque  algo  retórico,  libro  de 
La  Conversión  de  la  Magdalena.  Lástima  que  no  tengamos 
más  versos  suyos  que  los  pocos  que  intercaló  en  la  mis- 
ma Conversión,  si  bien  bastan  ellos  para  acreditarle  de  exi- 
mio poeta,  y  aún  más  que  las  traducciones  de  Psalmos,  las 
dos  canciones  originales: 


Óyeme,  dulce  Esposo, 
Vida  del  alma  que  en  la  tuya  vive.... 

Al  Cordero  que  mueve 
Con  el  candido  pié  el  dorado  asiento. 


En  el  estilo  y  en  el  gusto  se  parece  á  Fr.  Luis  de  León, 
y  ciertamente  se  le  acercaría  si  fuera  más  sobrio  y  recogi- 
do y  ahorrara  más  las  palabras,  porque  viveza  de  fantasía 


52      m  DISCURSO 

y  calor  de  alma  le  sobran.  Nunca  pasará  por  lírico  vulgar 
el  que  expresó  de  esta  manera  los  goces  etéreos: 

Cercante  las  esposas, 
Con  hermosas  guirnaldas  coronadas 
De  jazmines  y  rosas, 
Y  á  coros  concertadas 
Siguen,  dulce  Cordero,  tus  pisadas. 


Y  cuando  al  medio  día 
Tienes  la  siesta  junto  á  las  corrientes 
Del  agua  clara  y  fría, 
Del  amor  impacientes, 
Ciñen  en  derredor  las  claras  fuentes. 

Andas  en  medio  dellas, 
Dando  mil  resplandores  y  vislumbres, 
Como  el  sol  entre  estrellas, 
Y  en  las  subidas  cumbres 
De  los  montes  eternos  das  tus  lumbres  '. 


i  Los  velos  de  la  alegoría  que  dan  tan  misteriosa  y  augusta  oscuridad  á  las 
composiciones  de  San  Juan  de  la  Cruz  y  de  Malón  de  Chaide,  desaparecen  del 
todo  en  otros  místicos  nuestros,  más  didácticos  y  más  fríos:  en  el  autor  del  Es- 
tímulo del  Divino  Amor  (por  ejemplo),  ó  en  las  octavas,  por  otra  parte  robustas  y 
de  hondo  sentido,  que  se  atribuyen  al  trinitario  San  Miguel  de  los  Santos,  hijo 
y  patrono  de  la  ciudad  de  Vich.  Lope  de  Vega  dijo  de  ellas  que  «no  cabían  bajo 
de  potencia  humana»,  y  que  >eran  suma  de  la  perfección  espiritual».  En  ellas  es 
más  la  doctrina  que  el  arte,  pero  doctrina  estupenda,  y  tal  que  basta  á  levantar, 
y  aun  á  enfervorizar,  el  estilo,  enriquecido  con  prodigalidad  y  opulencia  de  ideas 
más  que  de  afectos: 

Con  esta  luz  ilustra  la  memoria 
De  imágenes  y  formas  ya  desnuda, 
Y  de  esta  vida  triste  y  transitoria 
A  la  firmeza  de  su  ser  la  muda: 
Con  la  lumbre  de  fe,  la  luz  de  gloria 


DE  I).  MARCELINO  MENENDEZ  PELA.YO  53 

Temo  que  este  discurso  se  va  prolongando  demasiado, 
y  por  eso  renuncio  á  hablar  de  otros  poetas  secundarios, 
aunque  ya  advertí  al  principio  que  la  verdadera  inspiración 
mística  es  cosa  rarísima,  aun  en  medio  de  aquella  maravi- 
llosa fecundidad  de  la  poesía  devota  que  ilustra  nuestros 
dos  siglos  de  oro,  y  sólo  rasgos  esparcidos  de  ella  encon- 
traréis en  esa  selva  de  Caucioneros  Sagrados,  Vergeles,  Jar- 
dines y  Conceptos  Sagrados,  con  que  tanto  bien  y  consuelo 
dieron  á  las  almas,  y  tanta  gloria  á  las  letras,  Fr.  Am- 
brosio Montesino,  Juan  López  de  Ubeda,  Fr.  Arcángel  de 
Alarcón,  Alonso  de  Bonilla,  el  divino  Ledesma,  Pedro  de 
Padilla,  el  maestro  Valdivielso  y  Lope  de  Vega,  superior 
á  todos  en  su  Romancero  Espiritual '.  ¡Cuan  grato  me  fuera 

Le  da  al  entendimiento  vista  aguda: 
Arde  la  voluntad  por  lo  que  ama 
Con  fuego  de  este  amor  en  viva  llama. 


La  voluntad  suprema  á  unirse  viene 
Toda  en  si  propia,  y  toda  amor  se  hace; 
Sube  más  alto  y  nada  le  detiene, 
Muere  mil  veces,  y  otras  mil  renace: 
Goza  lo  que  ama,  y  aunque  en  sí  lo  tiene. 
Su  cuidadoso  amor  no  satisface, 
Que  mientras  más  le  goza,  más  se  aumenta, 

Y  siempre  amando  más  se  queda  hambrienta. 

Mas  aunque  goza  á  Dios,  no  comprehende 
Lo  que  hay  en  Dios  ni  cómo  está  en  el  cielo. 
Que  el  ser  humano  y  flaco  no  lo  entiende 
Ni  puede  ver  á  Dios  en  mortal  velo: 
Goza  de  Dios  amando,  mas  pretende 
Conocerle  y  amarle  en  este  suelo, 

Y  unirse  por  amor  con  él,  de  modo 
Que  un  ser  humano  le  parezca  en  todo. 

El  alma  en  la  vida  unitiva:  octavas  impresas  en  La  Veu  de  Motuerrat,  5  de  Ju- 
lio de  1879.) 

1  En  las  Rimas  Sacras  de  Lope  hay  algunas  composiciones  que  pueden  pasar 
por  místicas,  especialmente  los  romances  cortos  que  principian: 

Estábase  el  alma 
Al  pié  de  la  sierra 


?4  DISCURSO 

detenerme   en  todos  esos  romances,  glosas,  villancicos, 
endechas  y  juegos  de  Noche-Buena,  y  mostrar  la  invasión 
del  elemento  popular  en  ellos,  y  la  infantil  devoción,  co- 
mo de  inocentes  que  juegan  ante  el  altar,  con  que  en  ellos 
se  disfrazan,  sin  daño  de  barras  ni  peligro  de  los  oyentes 
tan  buenos  cristianos  como  el  poeta,  los  más  augustos" 
misterios  de  nuestra  Redención,  en  raras  alegorías,  ya  del 
misacantano,  ya  del  juez  pesquisidor  ó  del  reformador  de 
Jas  escuelas,  ó  bien  se  parodian  á  lo  divino  romances  vie- 
jos, y  se  difunden,  con  el  tono  y  música  de  las  canciones 
picarescas,  ensaladillas  y  chanzonetas  al  Santísimo  Sacra- 
mento! ¡Bendita  sencillez!  ¿Dónde  te  has  ido?  Y  al  mismo 
género  pertenecen  nuestros  Autos  Sacramentales,  de  que 


Cantad,  ruiseñores, 
Al  alborada, 
Porque  vi-ene  el  Esposo 
De  ver  al  alma 


En  el  Cancionero  y  vergel  de  Jlores  divinas  de  Juan  López  de  Úbeda  sp  w 
osa  de  una  ranr,Vin  „;„;,.  Jez  ae  L  Deda  se  lee  un; 


losa  de  una  canción  vieja: 


Yo  me  iba  ¡ay  Dios  mío! 
A  Ciudad  reale; 
Errara  yo  el  camino 
En  fuerte  lugare 


—Vos  mi  cielo  sois. 
—Y  Vos  sois  mi  cielo. 
—Vos  sois  centro  mió. 
—Y  Vos  sois  mi  centro. 
— ¡Ay  Dios,  lo  que  os  amo! 
—Alma,  ¡ay  cuánto  os  quiero! 
—En  Vos  me  transformo. 
—Y  yo  en  Vos  me  quedo. 
—Tomad  Vos  mis  brazos. 
—Y  dadme  los  vuestros; 


DE  D.  MARCELINO  MENENDEZ  PELAYO  55 

quizá  debería  yo  tratar,  si  ya  no  lo  hubiese  hecho,  de  tal 
modo  que  apenas  deja  lugar  á  emulación,  el  malogrado 
González  Pedroso;  y  si  no  fuera  verdad,  por  otra  parte, 
que  los  Autos,  más  bien  que  poesía  mística,  son  traducción 
simbólica,  en  forma  de  drama,  de  un  misterio  de  la  teolo- 
gía dogmática,  y  deben  calificarse  de  poesía  teológica,  lo 
mismo  que  muchos  lugares  de  la  Comedia  de  Dante. 

Aun  en  los  tiempos  de  mayor  decadencia  para  nuestra 
literatura,  se  albergó  en  los  claustros,  guardada  como 
precioso  tesoro  y  nunca  marchita,  la  delicadísima  flor  de 
la  poesía  erótica  á  lo  divino,  conceptuosa  y  discreta,  ino- 
cente y  profunda,  la  cual,  no  sólo  en  el  siglo  XVII,  sino 
en  el  XVIII,  y  á  despecho  de  la  tendencia  enciclopedista 

Galán  de  mi  alma, 
Ccrcadme  de  flores. 
Que  de  amores  enferma, 
Muero  de  amores. 

El  Estímulo  del  Divino  Amor  se  ha  atribuido  por  algunos  á  Fr.  Luis  de  León, 
pero  el  estilo  no  parece  suyo.  Le  publicó  Rengifo  en  su  Arte  Poética  (Salaman- 
ca, i  592).  Es  poesía  enteramente  mística,  como  puede  juzgarse  por  estas  redon- 
dillas: 

Y  si  contemplar  pudieras 
Aquel  arquetipo  mundo. 
Ejemplar  de  este  segundo. 
¡Oh,  cuan  altas  cosas  vieras! 

Vieras  otra  esfera  hermosa, 
De  otras  lineas  rodeada, 

Y  á  cada  cosa  criada, 

En  Dios  vuelta  en  otra  cosa; 

En  su  eterno  entendimiento 
Vieras  á  todas  las  cosas, 
En  cualidad  más  hermosas 

Y  en  el  número  sin  cuento. 
En  un  círculo  infinito 

De  inmensa  capacidad, 
Cuyo  centro  es  la  deidad, 

Y  su  ser  incircunscrito,  etc. 

Vid.  Romancero  y  Cancionero  Sagrados  de  la  Biblioteca  de  Rivadeneyra.  y  la 
Floresta  de  Rimas  Antiguas  Castellanas  de  Bolh  de  Faber. 


56  '  DISCURSO 

y  heladora  de  la  época,  esparcía  su  divino  aroma  en  los 
versos  de  algunas  monjas  imitadoras  de  Santa  Teresa.  De 
las  que  alcanzaron  todavía  el  buen  siglo  sólo  os  citaré  á 
una,  Sor  Marcela  de  San  Félix,  y  á  ésta,  no  sólo  por  hija 
de  Lope  de  Vega,  sino  porque  dio  sus  versos  á  luz  un  com- 
pañero vuestro,  y  porque  es  gloria  de  la  que  podéis  llamar 
vuestra  casa,  como  monja  de  las  Trinitarias.  Así  el  ro- 
mance de  la  Soledad,  como  el  del  Pecador  arrepentido  y  el 
del  Afecto  amoroso,  únicos  suyos  que  conozco,  son  dignos 
del  padre  de  Sor  Marcela;  teniendo,  además,  un  senti- 
miento tan  íntimo  y  fervoroso  como  Lope  no  le  alcanzó 
nunca,  ni  siquiera  en  los  Soliloquios  de  un  alma  á  Dios,  que 
compuso  delante  del  Crucifijo.  Verdadera  poetisa  la  que 
acertó  á  decir  en  loor  de  la  soledad  mística: 

En  tí  gocé  de  mi  Esposo 
Las  pretendidas  caricias, 
Los  halagos  sin  estorbos, 
Los  regalos  sin  medida. 


En  tí  me  vi  felizmente, 
Muy  negada  y  muy  vacía 
De  criaturas  y  afectos, 
Cuanto  lejos  de  mí  misma. 

En  tí  le  pedí  su  unión 
Con  ansias  de  amor  tan  vivas, 
Que  no  sé  si  le  obligaron: 
El  lo  sabe  y  Él  lo  diga. 


DE  D.  MARCELINO  MENENDEZ  PELAYO  57 

¿Qué  virtud  no  se  alimenta 
Con  tus  pechos  y  caricias? 
¿Quién  deja  de  estar  contento 
Si  te  busca  y  te  codicia? 


Aún  es  mayor  el  movimiento  lírico  y  el  anhelo  amoroso 
en  otro  romancillo  corto: 

Sufre  que  noche  y  día 
Te  ronde  aquesas  puerta?, 
Exhale  mil  suspiros, 
Te  diga  mil  ternezas 


Porque  el  amor  fogoso 
Que  de  fuerte  se  precia, 
Por  más  que  le  acaricies, 
Con  nada  se  contenta. 
Todo  se  le  hace  poco, 
Si  á  conseguir  no  llega 
Todo  un  Dios  por  unión 
Donde  saciarse  pueda  '. 


Hermanos  de  tales  versos  se  dirían  los  de  la  sevillana 
Sor  Gregoria  de  Santa  Teresa,  por  más  que  falleciera 
en  1735.  Era  una  alma  del  siglo  XVI,  y  ni  del  prosaísmo 
del  suyo,  ni  del  conceptismo  del  anterior,  hay  apenas  hue- 
llas en  sus  romances  tiernos  y  sencillos. 

¡Cuan  extraña  cosa  debieron  de  parecer  á  los  discípulos 

1     Molins,  Sepultura  de  Cervantes,  1870.  págs.  2i3  y  sigs. 


58        *  DISCURSO 

de  Luzán  y  de  Montiano  aquellas  endechas  suyas  Del  pen- 
samiento! 

Aquel  profundo  abismo 
Del  Sumo  Bien  que  adoro, 
Donde  el  alma  se  anega, 
Y  es  su  dicha  mayor  el  irse  á  fondo 


Aquel  aire  delgado, 
Silbo  blando,  amoroso, 
Que  el  corazón  penetra 

Y  la  mente  levanta  á  unirse  al  todo 

Perdida  mi  memoria, 

Mi  entendimiento  absorto, 

Mi  voluntad  se  rinde, 

Y  dulcemente  en  mar  de  amor  zozobro. 

Y  yo  cambiaría  de  buena  gana  todas  las  sátiras  y  epís- 
tolas y  églogas  y  odas  pindáricas  que  los  preceptistas  de 
aquel  tiempo  hicieron,  por  algunos  pedazos  del  romance 
del  Pajarillo: 

¡Oh  tú,  que  con  blandas  plumas, 
Giras  el  vago  elemento, 
Sube  más  alto,  si  puedes, 
Y  serás  mi  mensajero. 
Darás  de  mis  tristes  penas 
Un  amoroso  recuerdo 
A  la  luz  inaccesible 


DE  D.  MARCELINO  MENENDEZ  PELAYO  5g 

Del  sol  de  Justicia  eterno. 
Díle  que  sus  resplandores 
Me  tienen  de  amor  muriendo, 
Porque  á  la  luz  de  mi  fe 
Descubro  sus  rayos  bellos, 
Y  en  ellos  me  engolfo  tanto 
Cuanto  en  ellos  más  me  ciego, 
Que  es  gloria  quedar  vencido 
Del  imposible  que  anhelo  ,. 

La  fama  de  Sor  Gregoria  de  Santa  Teresa  fué  grande  en 
su  tiempo,  con  ser  su  tiempo  tan  poco  favorable  á  efusio- 
nes místicas.  Don  Diego  de  Torres  escribió  largamente  su 
vida  y  virtudes,  y  á  él  debemos  la  conservación  de  las  poe- 
sías que  van  citadas. 

Aún  fué  mayor  el  nombre  de  la  portuguesa  Sor  María 
do  Ceo,  cuyas  obras  se  tradujeron  en  seguida  al  castella- 
no (1744).  Tenía,  sin  duda,  ingenio  no  vulgar  y  más  vigo- 
roso que  el  de  Sor  Gregoria,  y  más  hábil  para  concertar  un 
plan,  pero  afeado  con  todo  género  de  dulzazos  amanera- 
mientos. En  la  novela  alegórica  de  La  Peregrina,  y  en  las 
muchas  poesías  intercaladas  en  ella,  todas  relativas  al  via- 
je del  alma  en  busca  de  su  divino  Esposo;  en  el  auto  de  las 
Lágrimas  de  Roma,  y  en  las  alegorías  de  las  flores  y  piedras 
preciosas,  hay  brío  de  imaginación  y  hasta  talento  descrip- 
tivo y  felices  imitaciones  del  Cantar  de  Salomón  -;  pero 

1  Poesías  de  la  Venerable  Madre  Sor  Gregoria  Francisca  de  Sania  Teresa  (Pa- 
rís, Garnier,  1  856),  publicadas  por  Mr.  Latour. 

2  Obras  varias  y  admirables  de  la  Madre  María  do  Ceo,  religiosa  franciscana 
y  abadesa  del  convento  de  la  Esperanza  de  Lisboa.  (Madrid,  por  Antonio  Ma- 
rín, 1744-)  Dos  tomos  son  los  que  han  llegado  á  mis  manos;  quizá  se  publicó 
algún  otro  que  en  el  prólogo  del  segundo  se  anuncia. 


6o  DISCURSO 

todo,  aun  la  misma  dulcedumbre,  en  fuerza  de  repetida, 
empalaga. 

Con  estas  monjas  coexistió  y  debe  compartir  el  lauro  la 
americana  Sor  Francisca  Josefa  de  la  Concepción,  de 
Tunja,  en  Nueva  Granada  (fallecida  en  1742),  que  escri- 
bió en  prosa,  digna  de  Santa  Teresa,  un  libro  de  Afectos 
Espirituales,  con  versos  intercalados,  no  tan  buenos  como 
la  prosa,  pero  en  todo  de  la  antigua  escuela  ;,  y  á  veces 
imitados  de  la  Santa  Carmelitana. 

Fuera  del  claustro  y  de  las  almas  femeninas,  quizá  el  úl- 
timo anillo  de  nuestra  poesía  mística  sea  la  oda  A  un  pensa- 
miento de  D.  Gabriel  Álvarez  de  Toledo,  exhumada  por  el 
diligente  historiador  de  la  lírica  del  siglo  pasado,  á  quien 
no  he  de  nombrar,  puesto  que  se  sienta  entre  vosotros. 
Fué  Álvarez  hombre  de  largos  estudios,  dado  á  graves 
meditaciones,  autor  de  una  especie  de  Filosofía  de  la  His- 
toria, primer  bibliotecario  del  rey,  y  uno  de  los  fundado- 
res de  esta  Academia:  poeta  malogrado  por  el  siglo  infe- 
liz en  que  nació,  pero  no  tan  malogrado  que  no  nos  dejase 
rastrear  lo  que  pudo  ser,  por  los  dichosos  rasgos  esparcidos 
en  lo  poco  que  hizo.  Asombra  encontrar  entre  el  cieno  in- 
sulso de  los  versos  que  entonces  se  componían,  una  medi- 
tación poética  tan  alta  de  pensamiento  y  tan  firme  de  estilo 
(fuera  de  algún  prosaísmo)  como  la  citada.  Estoy  por  de- 
cir que  hasta  los  rasgos  conceptuosos  que  tiene  están  en 
su  lugar  y  no  la  desfiguran,  porque  no  son  vacío  alambi- 
camiento, sino  sutileza  en  el  pensar  del  poeta,  que  ve  en- 
tre las  cosas  extrañas  relaciones  y  analogías: 

1     Sentimientos  Espirituales  de  la  Venerable  Madre  Francisca  Josefa  de  la  Con- 
cepción de  Castillo escritos  por  ella  misma  de  orden  de  sus  confesores Santa 

Fe,  1S43. 


DE  D.  MARCELINO  MENENDEZ  PELA.YO  (n 

¿Qué  oculto  bien  es  éste 
Que  en  criaturas  tantas, 
En  ninguna  responde, 
Y  para  que  le  busque,  en  todas  llama. 


Todos  el  bien  procuran, 

Y  es  consecuencia  clara, 

El  que  en  sí  no  le  tienen, 

Pues  nadie  solicita  lo  que  alcanza. 

¿De  qué  le  sirve  al  ave 

Batir  la  pluma  osada, 

Si  la  pihuela  burla 

El  ligero  conato  de  sus  alas? 

Búscale,  pues  te  busca, 

Óyele,  pues  te  llama, 

Que  descansar  no  puedes, 

Si  en  su  divino  centro  no  descansas. 


Permitidme  acabar  con  tan  sabroso  dejo  esta  historia 
compendiada  de  un  modo  de  poesía  que  yace,  si  no  muer- 
to, por  lo  menos  aletargado  y  decaído  en  nuestro  siglo. 
Notaréis  que  he  estudiado  ese  género  frente  á  frente  y  en 
sí  mismo,  sin  enlazarle  con  la  historia  externa,  lo  cual  es- 
candalizará, de  seguro,  á  los  que  en  todo  y  por  todo  quie- 
ren ver  el  espejo  y  el  reflejo  de  la  sociedad  en  el  arte.  Mas 
yo  entiendo  que  contra  estas  enseñanzas,  buenas  y  útiles 
en  sí,  pero  absorbedoras  de  la  individualidad  y  valor  pro- 
pio del  artista,  á  poco  que  se  exageren,  conviene  reclamar 


62  •  DISCURSO 

la  independencia  del  género  poético,  y,  sobre  todo,  del  ge- 
nio lírico,  y  más  aún  del  que  no  arenga  á  la  multitud  en 
las  plazas,  ni  habla  en  nombre  de  una  idea  política  ó  so- 
cial, sino  de  su  propio  y  solitario  pensamiento,  absorto  en 
la  contemplación  de  las  cosas  divinas.  Cuando  tal  estado 
de  alma  se  dé,  el  poeta  será  más  ó  menos  perfecto  con  los 
recursos  y  las  formas  que  el  arte  de  su  tiempo  le  depare; 
pero,  creedlo,  será  lírico  de  veras.  Yo  tengo  tal  confianza 
en  la  virtualidad  y  poder  de  la  poesía  lírica,  que  por  igual 
me  hacen  sonreír  los  que  la  creen  sujeta  á  la  misma  ley  de 
triste  decadencia  que  aflige  á  otras  artes,  v.  g.,  la  escultu- 
ra y  el  teatro,  y  los  que,  por  el  extremo  contrario,  aplican- 
do torpemente  lo  que  llaman  ley  del  progreso,  juzgan  los 
cantos  de  nuestro  siglo  superiores  á  todos,  sólo  porque  ha- 
blan más  de  cerca  á  sus- aficiones  y  sentimientos.  Ne  quid 
nimis.  Dios  no  agotó  en  los  griegos  y  en  los  romanos  el 
ideal  del  arte;  y  en  cuanto  á  la  poesía  lírica,  podemos  es- 
perar confiadamente  que  vivirá,  como  dice  la  canción  ale- 
mana, mientras  haya  cielos  y  flores,  y  pájaros  y  alboradas, 
y  hermosura  y  ojos  que  la  contemplen,  y  vivirá  lozana  y 
robusta  en  tanto  que  la  raíz  del  sentimiento  humano  no 
se  marchite  ó  seque. 

Ni  creamos  que  morirá  la  poesía  mística,  que  siempre 
ha  de  tener  por  refugio  algunas  almas  escogidas,  aun  en 
este  siglo  de  duda  y  descreimiento,  que  nació  entre  revo- 
luciones apocalípticas,  y  acaba  en  su  triste  senectud,  de- 
jándonos en  la  filosofía  un  nominalismo  grosero,  y  en  el 
arte  la  descripción  menuda  y  fría  de  los  pormenores,  des- 
cripción por  describir,  y  sin  fin  ni  propósito,  y  más  de  lo 
hediondo  y  feo  que  de  lo  hermoso;  arte  que  hasta  ahora 


DE  D.  MARCELINO  MENENDEZ  PELAYO  63 

no  ha  encontrado  su  verdadero  nombre,  y  anda  profanan- 
do los  muy  honrados  de  realismo  y  naturalismo,  aplicables 
sólo  á  tan  grandes  pintores  de  la  vida  humana  como  Cer- 
vantes, Shakespeare  y  Velázquez. 

Más  duros  tiempos  que  nosotros  alcanzaron  nuestros 
abuelos:  ellos  vieron  cerrados  los  templos,  y  la  cruz  abati- 
da, y  perseguidos  los  sacerdotes,  y  triunfante  el  empiris- 
mo sensualista  y  la  literatura  brutal  y  obscena,  y  tenida 
toda  religión  por  farándula  y  trapacería.  Y  sin  embargo, 
todo  aquello  pasó,  y  la  cruz  tornó  á  levantarse,  y  el  espí- 
ritu cristiano  penetró  como  aura  vivífica  en  el  arte  de  sus 
adoradores,  y  aun  en  el  de  sus  enemigos:  y  ello  es  que  en 
el  siglo  XIX  se  han  escrito  la  Pentecoste  y  el  Nombre  de  Ma- 
ría; y  ¿qué  más  os  diré?  hasta  Leopardi,  por  su  insaciado 
anhelo  de  la  belleza  eterna  é  increada  y  del  bien  infinito, 
por  sus  vagas  aspiraciones  y  dolores,  y  hasta  por  su  pesi- 
mismo, es  un  poeta  místico  á  quien  sólo  faltó  creer  en 
Dios. 

No  desesperemos,  pues,  y  el  que  tenga  fe  en  el  alma  y 
valor  para  dar  testimonio  de  su  fe  ante  los  hombres,  cante 
de  Dios,  aun  en  medio  del  silencio  general,  que  no  falta- 
rán, primero,  almas  que  sientan  con  él,  y  luego  voces  que 
respondan  á  la  suya.  Y  cante  como  lo  hicieron  sus  mayo- 
res, claro  y  en  castellano,  y  á  lo  cristiano  viejo,  sin  filoso- 
fismos ni  nebulosidades  de  allende,  porque  si  ha  de  hacer 
sacrilega  convención  de  Cristo  con  Belial,  ó  fingir  lo  que 
no  siente,  ó  sacrificar  un  ápice  de  la  verdad,  vale  más  que 
se  calle,  ó  que  sea  sincero  como  Enrique  Heine  y  Alfredo 
de  Musset,  y  dé  voz  á  la  ironía  demoledora,  ó  describa  los 
estremecimientos  carnales  y  la  muerte  de  Rolla  sobre  el 


64  -DISCURSO  DE  D.  MARCELINO  MENENDEZ  PELAYO 
lecho  comprado  para  los  deleites  de  su  última  noche;  por- 
que cien  veces  más  aborrecibles  que  todas  las  figuras  de 
Caines  y  Manfredos  rebelados  contra  el  cielo,  son  las  de- 
votas imágenes  en  que  se  siente  la  risa  volteriana  del  es- 
cultor '. 

He  dicho. 


i  Por  razones  fáciles  de  comprender  no  he  hablado  de  los  escasos  poetas 
místicos  del  siglo  presente.  Séame  lícito,  no  obstante,  hacer,  aunque  en  forma 
de  nota,  una  excepción,  no  de  amistad,  sino  de  justicia,  en  favor  de  la  preciosa 
colección  de  Idilios  y  Cantos  Místicos  de  Mosén  Jacinto  Verdaguer,  alta  gloria  de 
la  literatura  catalana,  y  superior,  en  mi  concepto,  á  su  tan  celebrado  poema  de 
La  Atlántida.  Sin  hipérbole  puedo  decir  que  no  se  desdeñaría  cualquiera  de 
nuestros  poetas  del  gran  siglo  de  firmar  algunas  de  las  composiciones  de  ese 
volumen:  tal  es  el  fervor  cristiano,  y  la  delicadeza  de  forma  y  de  conceptos  que 
en  ellas  resplandece. 


CONTESTACIÓN 


EXCMO.   SEÑOR  DON   JUAN   VALERA 


Fácil  era  de  prever,  señores  Académicos,  y  bien  había 
yo  previsto,  la  grande  satisfacción  que  íbamos  á  tener  en 
este  día,  al  quedar  completamente  confirmado  por  el  bello 
discurso  que  acabamos  de  oir  el  acierto  con  que  procedi- 
mos en  la  elección  del  Sr.  Menéndez  Pelayo  para  ocupar 
un  puesto  en  esta  Real  Academia. 

No  era  menester,  ni  para  vosotros,  ni  para  cierto  círcu- 
lo, grande  ya  en  España  por  fortuna,  de  personas  aficio- 
nadas á  los  estudios  serios,  que  el  joven  que  hoy  se  sienta 
entre  nosotros  diese  de  nuevo  tan  brillante  prueba  de  su 
aptitud.  La  prueba  convenía,  no  obstante,  para  que  la 
convicción,  que  nos  ha  movido  á  elegirle  á  pesar  de  sus 
pocos  años,  penetrase  en  otro  círculo  más  extenso,  donde 
se  discurre,  se  vota  y  se  sentencia  sobre  méritos  litera- 
rios, donde  la  discreción  y  el  recto  juicio  abundan  sin  du- 
da, pero  donde  las  ardientes  contiendas  de  la  política  y  el 
perpetuo  afán  de  la  industria  y  de  los  intereses  materiales 
no  dejan  vagar  ni  reposo  para  examinar  con  detención  el 


68        .  CONTESTACIÓN 

valer  de  las  obras  de  ingenio,  sobre  todo  si  éstas  requie- 
ren, por  su  índole,  examen  más  profundo  que  somero. 

La  gente  que  pertenece  á  dicho  círculo  forma  á  veces 
equivocados  juicios,  porque  falla  algo  á  ciegas,  salvo  qui- 
zá sobre  una  clase  de  escritos,  cuya  lectura  se  hace  con 
rapidez  y  sin  esfuerzo  de  atención,  ó  sobre  otra  clase  de 
escritos,  que  no  es  necesario  leer,  porque  se  oyen  y  sirven 
de  espectáculo:  la  novela  y  el  drama. 

Proviene  de  aquí  que  todo  el  que  no  es  autor  dramático 
ó  novelista  tarde  más  en  llegar  con  su  nombre  y  con  su 
gloria  á  ese  círculo  más  extenso.  Cuando  lo  consigue,  sue- 
le ser  en  virtud  de  los  continuados  encomios  y  razones  de 
aquellos  sujetos  de  buen  gusto,  que  viven  en  el  círculo 
más  pequeño,  y  que,  apartados  de  la  política  y  de  otros 
negocios  útiles,  pero  que  distraen  de  estudios  y  lecturas, 
se  paran  á  considerar  y  á  pesar  las  excelencias  de  los  tra- 
bajos de  quien  por  primera  vez  sale  á  la  palestra  literaria. 

Algo  de  esto  ha  ocurrido  con  el  Sr.  Menéndez  Pelayo, 
el  cual  goza  ya  de  bastante  popularidad,  habiendo  sido,  al 
menos  en  parte,  reconocido  su  mérito;  pero  no  pocas  per- 
sonas tiran  á  rebajarle,  fundándose  en  vulgarísimos  erro- 
res que  será  bueno  desvanecer, 

Con  dificultad  se  concede  el  entendimiento.  El  entendi- 
miento se  escatima.  ¿Quién  no  es  avaro  para  darle?  Se 
diría  que  lo  que  da  cada  uno  es  como  si  á  sí  mismo  se  lo 
quitara.  La  memoria,  en  cambio,  se  prodiga  sin  pena,  co- 
mo si  no  hiciese  falta,  ó  como  si  no  importase  alta  supe- 
rioridad el  poseerla.  Hasta  los  mayores  enemigos  otorgan 
buena  memoria  á  quien  desean  denigrar  con  sátira  encu- 
bierta ó  implícita  en  la  alabanza.   Presumen  que  la  canti- 


DE  D.  JUAN'  V ALERA 

dad  de  memoria  que  conceden  la  sustraen  del  entendi- 
miento del  alabado,  cuyos  triunfos  se  explican  de  manera 
menos  honrosa,  negándole  originalidad  y  fantasía. 

En  lo  expuesto  me  fundo  para  no  admitir,  sin  reparos  y 
restricciones,  los  desmedidos  elogios  que  oigo  hacer  por 
ahí  de  la  portentosa  memoria  de  nuestro  nuevo  compa- 
ñero. 

Imposible  es  que  alguien  sea  erudito,  literato  ó  sa- 
bio, sin  buena  memoria.  Calidad  es  ésta  que  se  requiere 
para  cualquiera  de  dichos  oñcios  ó  profesiones;  pero  tam- 
bién se  requiere  buena  voz  para  ser  orador,  y  no  sabemos 
que  Estentor  perorase  más  gallardamente  que  Ulises.  Sin 
duda  que  el  Sr.  Menéndez  Pelayo  tiene  buena  memoria; 
pero  con  su  buena  memoria  se  hubiera  quedado,  si  no  po- 
seyese otras  facultades  más  altas,  por  cuya  virtud  su  buena 
memoria  le  vale.  El  pintor  necesita  buena  vista,  y  el  mú- 
sico, buen  oido;  pero  hay  hombres  que  tienen  vista  de 
lince,  y  no  pintan,  ó  pintan  mal,  lo  que  es  peor,  y  otros 
que  tienen  oidos  de  tísico,  y  no  cantan  ni  componen  ópe- 
ras ni  sinfonías;  y  de  la  propia  suerte  he  conocido' yo  y  co- 
nozco gran  número  de  personas  que  tienen  muchísima  más 
memoria  que  el  Sr.  Menéndez  Pelayo,  y  que  ni  llaman  la 
atención  ni  escriben  hermosos  libros  y  mejores  discursos. 
La  memoria  de  éstos  es  como  la  urraca,  que  roba  de  aquí 
y  de  acullá  multitud  de  cosas  inútiles,  y  las  amontona  en 
desorden,  y  para  nada  le  sirven;  y  la  memoria  del  Sr.  Me- 
néndez Pelayo  es  como  la  abeja,  que  también  toma,  pero 
toma  con  discernimiento  y  buen  tino,  la  más  pura  sustan- 
cia del  cáliz  de  las  flores;  y  ordenando  luego  lo  que  ha 
tomado,  y  prestándole  no  poco  de  su  generosa  y  natural 


7o       '  CONTESTACIÓN 

condición,  lo  convierte  en  miel,  con  la  cual  endulza  y  de- 
leita el  paladar  de  los  hombres,  y  en  cera,  con  cuyo  res- 
plandor los  ilumina,  y  hace  patente  la  misteriosa  belleza 
del  santuario  y  los  altares. 

Entendida  así  la  memoria,  ¿cómo  negar  que  es  nobilísi- 
ma y  útilísima  facultad  del  alma?  Tal  memoria  no  es  da- 
ble sin  la  energía  de  carácter,  sin  la  constancia,  sin  la  la- 
boriosidad, y  sin  otras  virtudes.  Y  aun  así,  no  bastaría  to- 
do ello  para  explicar  cómo  el  Sr.  Menéndez  ha  aprendido, 
ha  escrito  y  ha  enseñado  tanto,  siendo  tan  mozo,  si  no  le 
concediésemos  igualmente  singular  rapidez  para  compren- 
der las  cosas,  y  claro  y  ágil  entendimiento  para  clasificar- 
las y  ordenarlas,  pues  sólo  lo  bien  comprendido,  clasifica- 
do y  ordenado  se  conserva  allí,  no  se  borra  ni  se  confun- 
de, y  acude  con  prontitud  cuando  se  necesita. 

A  fin  de  ser  excelente  escritor  se  requiere  además,  sobre 
la  memoria  que  conserva  y  el  entendimiento  que  ordena, 
otra  facultad  que  crea  la  expresión  y  la  imagen  de  que  el 
pensamiento  se  reviste,  y  que  concierta  y  enlaza  las  pala- 
bras, por  arte  no  aprendido,  para  que  tejan  el  discurso  con 
nitidez,  elegancia  y  fuerza. 

Este  don  de  la  facundia  le  posee  en  grado  eminente  el 
Sr.  Menéndez  Pelayo.  Todos  sus  escritos  dan  de  ello  irre- 
cusable testimonio.  Casi  me  atrevo  á  decir  que  pecan  por 
lo  fáciles.  Tal  vez,  si  el  Sr.  Menéndez  Pelayo  fuese  pre- 
mioso, sería  más  sobrio,  más  enérgico,  más  original  en  su 
estilo.  Los  escritores  que  tienen  estilo  propio  no  suelen 
ser  los  más  disertos.  En  lo  que  se  hace  con  extremada  fa- 
cilidad no  se  pone  tanta  parte  del  alma,  no  va  tanto  de  lo 
hondo  y  esencial  de  nuestro  ser,  como  en  lo  que  cuesta 


DE  D.  JUAN  VALERA  71 

trabajo  y  en  lo  que  tenemos  que  emplear  todo  nuestro  em- 
puje y  ahinco. 

Por  su  facilidad,  así  como  por  el  grave  cúmulo  de  sus 
conocimientos,  el  Sr.  Menéndez  ha  puesto  hasta  hoy  me- 
nos de  lo  que  debiera  de  su  ser  en  las  obras  que  ha  escri- 
to. Yo  tengo  por  seguro  que,  si  bien  las  más  son  de  eru- 
dición y  de  crítica,  habría  en  ellas  otra  novedad  de  pen- 
samiento, miras  más  singulares  y  teorías  más  propias,  si 
el  Sr.  Menéndez  no  escribiese  tan  sin  esfuerzo.  Las  ideas 
salen  á  buscarle  en  tropel,  y  la  palabra  adecuada  para  ex- 
presarlas acude  ligera  y  solícita  á  su  labio  ó  á  su  pluma. 
Esto  le  impide  buscar  y  hallar  en  su  alma,  ó  el  manan- 
tial de  donde  brotan  ideas  nuevas,  ó  el  tesoro  donde  las 
más  peregrinas  y  sublimes  yacen  escondidas  y  olvidadas. 

Sin  embargo,  el  Sr.  Menéndez,  á  pesar  de  este  abando- 
no ó  descuido,  que  de  su  misma  facilidad  dimana,  da  ya 
muestras  de  ser  lo  que  llaman  ahora  un  pensador.  A  través 
del  conjunto  de  sus  escritos  se  distingue  y  señala  su  per- 
sona en  la  república  de  las  letras,  con  fisonomía  propia  y 
hasta  con  misión  determinada,  por  donde  acaso,  en  la  his- 
toria de  nuestro  desenvolvimiento  intelectual,  llegue  á 
marcar  período. 

En  España,  así  como  en  Italia  y  en  Francia,  al  nacer 
las  respectivas  lenguas-romances,  surgió  una  literatura 
propia  y  castiza,  á  mi  ver  ni  con  mucho  tan  original  como 
la  de  aquellos  pueblos  cuya  cultura  fué  primordial  y  no 
derivada.  La  civilización  del  Lacio  no  se  extinguió  jamás 
por  completo,  ni  aun  en  el  más  apartado  rincón  del  que 
fué  Imperio  de  Occidente,  dando  origen  á  completa  barba- 
rie. Los  siglos  más  tenebrosos  de  la  Edad  Media  más  pa- 


72     '  CONTESTACIÓN 

recen  crepúsculo  que  noche.  De  aquí  que  toda  literatura 
de  los  pueblos  neo-latinos,  hasta  en  su  más  inicial  desa- 
rrollo, semeje  renuevo,  brote  y  reverdecimiento  en  el  anti- 
guo tronco,  y  no  planta  nacida  de  raíz,  merced  al  espon- 
taneo vigor  de  la  tierra:  sea  un  reaparecer,  un  retoñar  de 
la  cultura  antigua,  nunca  muerta  del  todo.  Los  más  vie- 
jos cantares,  los  más  populares  romances  y  las  más  loca- 
les leyendas  distan  mucho  de  tener  la  nativa  sencillez,  el 
virginal  hechizo  y  la  vernal  frescura  de  los  himnos  del 
Rig-Veda  ó  de  las  rapsodias  de  la  guerra  troyana.  Lo  que 
se  designa  con  el  nombre  de  renacimiento  no  es,  pues,  sino 
la  prolongación  de  la  antigua  cultura,  restaurada  desde 
que  empezó  á  escribirse  algo  en  las  lenguas  vulgares  neo- 
latinas. Nuestras  literaturas,  lo  mismo  que  nuestros  idio- 
mas, son  vastagos  de  la  literatura  é  idioma  del  Lacio. 

Con  el  pleno  Renacimiento  se  estudió,  se  comprendió  y 
se  imitó  mejor  lo  antiguo.  De  aquí  la  distinción,  más  apa- 
rente que  real,  entre  la  poesía  pupular  y  la  erudita;  pero 
poco  á  poco  pasó  á  lo  popular  todo  lo  bueno  y  hermoso 
que  en  lo  erudito  se  había  introducido,  floreciendo  allí  y 
dando  fruto  cual  bien  logrado  ingerto.  Hay  quien  sostiene 
que  esta  imitación  de  lo  clásico,  del  siglo  XVI  en  adelan- 
te, quitó  originalidad  al  ingenio  de  los  españoles.  Yo  en- 
tiendo lo  contrario,  y  la  historia  literaria  viene  en  mi  apo- 
yo. Nuestro  teatro,  nuestros  mejores  romances,  nuestra 
más  elevada  poesía  lírica  y  nuestra  más  bella  prosa,  son 
posteriores  al  pleno  Renacimiento.  Posteriores  son  tam- 
bién ambos  Luises,  Cervantes,  Tirso,  Calderón  y  Lope. 
La  imitación  no  les  quitó  las  fuerzas  y  el  ser  propio.  Es 
más:  la  imitación  ya  existia.  Lo  que  puso  en  ella  el  pleno 


DE  D.  JUAN  VALERA  73 

Renacimiento  fué  la  habilidad  que  antes  no  se  empleaba. 
La  imitación  no  fué  mayor,  sino  más  juiciosa  y  feliz,  por 
ser  ya  los  modelos  mejor  estudiados.  Este  estudio,  por  úl- 
timo, y  esta  afición  á  lo  antiguo,  sirvieron  de  incentivo  y 
aguijonearon  la  inspiración  moderna. 

De  todos  modos,  nuestra  literatura,  aunque  rica  de  ele- 
mentos propios,  está  fundada  y  arraigada  en  el  clasicismo 
latino.  Tiene  además  de  común  con  la  de  muchas  nacio- 
nes otro  elemento  esencial,  venido  de  fuera:  la  religión 
cristiana.  El  genio  peculiar  de  cada  pueblo  ha  prestado 
después  rasgos  diversos  á  estos  elementos  importados,  y 
ha  creado  cosas  distintas;  pero  lo  fundamental  de  la  im- 
portación es  idéntico  siempre,  sobre  todo  en  los  pueblos 
neo-latinos.  El  mayor  ó  menor  valer  de  la  cultura  de  cada 
uno  dependerá,  en  primer  lugar,  del  mayor  ó  menor  valer 
de  su  genio  nacional,  que  algo  añade  de  su  condición  y 
naturaleza,  combina  los  elementos  y  organiza  el  conjun- 
to. De  esta  cuestión  de  primacía  no  me  incumbe  disertar 
aquí.  Supongamos  que  los  genios  de  los  tres  pueblos  son 
igualmente  activos  y  creadores.  En  tal  hipótesis,  no  se  me 
negará  que  la  mayor  abundancia  de  elementos  extraños 
que  han  concurrido  á  formar  el  habla,  la  literatura  y  la 
civilización  en  general  de  cualquiera  de  los  tres  pueblos, 
ha  de  haber  hecho  esta  civilización,  y  sobre  todo  esta  ha- 
bla y  esta  literatura,  más  ricas. 

Miradas  así  las  cosas,  y  comparando  nuestra  cultura 
con  la  de  Italia  y  la  de  Francia,  -salta  en  seguida  á  los 
ojos  una  gran  ventaja  en  la  nuestra.  En  el  habla  y  en  la 
literatura  de  España  entra  un  elemento  que  falta  casi  en 
los  demás  países  del  Occidente  de  Europa:  el  elemento 


;4  CONTESTACIÓN 

oriental-semítico,  traído  por  los  judíos  y  por  los  árabes,  y 
tal  vez  por   los  fenicios  y   cartagineses  en   más  remotas 
edades.  Pero  este  elemento,  si  en  la  parte  léxica  es  algo 
apreciable,  pues  acaso  cuente  sobre  mil  ó  mil  y  quinientos 
vocablos,  en  la  sintaxis  y  en  el  organismo  gramatical  ape- 
nas lo  es,  dígase  lo  que  se  quiera.  Nuestro  idioma  es  ario, 
es  latino,  y  propende  á  arrojar,  y  arroja  de  sí,  no  sólo  for- 
mas,  giros  y  frases,  sino  palabras  semíticas.   La  mayor 
parte  de  las  que  tienen  esta  procedencia  van  cayendo  en 
desuso  ó  anticuándose,  y  los  que  las  miramos  como  pri- 
mor, elegancia  y  riqueza  del  idioma,  á  quien  prestan  á  la 
vez  algo  de  peregrino  y  distinto  de  los  otros  romances, 
pugnamos  en  balde,  ó  por  traerlas  á  frecuente  empleo,  ó 
por  conservarlas  en  el  habla  del  día.   La  ciencia  rabínica 
y  mahometana  no  pudo  ejercer  en  la  nuestra  influjo  supe- 
rior sino  en  los  siglos  medios,  durante  los  cuales  nos  hizo 
representar  importante  papel.  Y  en  cuanto  al  influjo  ará- 
bigo y  judaico  en  nuestra  bella  literatura,  bien  puede  afir- 
marse que,  hasta  por  confesión  de   los   más  entusiastas 
arabistas  y  hebraístas  de  ahora,  fué  y  es  menor  de  lo  que 
en  otro  tiempo  se  ha  imaginado.  Xo  obstante,  y  aunque 
le  quitemos  importancia,  es  innegable  que  el  elemento  se- 
mítico, á  más  de  que  ha  de  formar  parte  de  la  sangre  que 
corre  por  nuestras  venas,  ha  entrado  en  nuestra  lengua  y 
en  nuestra  poesía  por  mucho  más  que  en  las  de  Italia  y 
que  en  las  de  Francia.  En  cambio,  Francia  é  Italia  cuen- 
tan con  un  elemento  más  rico,  más  fecundo  y  más  afín, 
con  el  cual  apenas  hasta  hoy  contamos  nosotros.  Este  ele- 
mento es  asimismo  más  esencial  y  fundamental. 

La  lengua  latina,  de  donde  la  francesa,  la  italiana  y  la 


DE  D.  JUAN  VALERA  7? 

española  proceden,  es  tan  antigua  en  su  raíz  ó  más  que  la 
helénica.  El  origen  inmediato  de  nuestros  idiomas  está  en 
el  latín,  y  no  hay  para  qué  ir  hasta  el  griego.  Yendo  hasta 
el  griego,  pasaríamos  de  una  rama  á  otra,  en  vez  de  acer- 
carnos al  tronco.  Pero  lo  que  acontece  con  el  idioma  no 
acontece  con  la  literatura.  En  lo  profano,  en  todo  aquéllo 
que  antes  se  designaba  y  comprendía  bajo  el  título  de  hu- 
manidades, esto  es,  en  todo  saber,  arte  y  disciplina,  que  no 
tienen  algo  de  revelado  y  sobrenatural,  Grecia  es  fecunda 
y  casi  única  madre  de  la  civilización  europea.  El  mismo 
Lacio  agreste  recibió  de  ella  todo  saber,  vencido  y  cautivo 
por  las  letras  cuando  la  venció  y  cautivó  por  las  armas. 
Salvo  pocos  gérmenes  informes  de  indígena  cultura,  y 
salvo  algo  propio  que  pudo  añadir  el  genio  de  los  antiguos 
pueblos  de  Italia,  griegos  de  origen  muchos  de  ellos,  todo 
fué  allí  imitación  elegante  y  erudita,  pero  imitación  al  ca- 
bo, del  saber  helénico:  epopeya,  teatro,  lírica,  filosofía, 
historia,  y  hasta  leyes. 

Los  helenistas  españoles,  sobre  ser  pocos,  ó  no  tuvie- 
ron disposición  para  ello,  ó  no  nacieron  en  ocasión  propi- 
cia. Lo  cierto  es  que  su  influjo  y  su  gloria,  como  tales  he- 
lenistas, se  han  encerrado  dentro  de  límites  harto  mezqui- 
nos. Los  más  célebres  lo  son  por  otras  aptitudes  y  traba- 
jos. Así  Arias  Montano,  el  Brócense,  Gonzalo  Pérez,  el 
Padre  Scío  de  San  Miguel,  Castillo  y  Ayensa  y  Conde.  El 
espíritu  de  Grecia  jamás  ha  sido  estudiado  y  comprendido 
bien  en  España,  sino  á  través  de  sus  imitadores  latinos. 
Las  huellas  del  helenismo  son,  en  toda  edad,  más  hondas 
en  Italia  y  en  Francia  que  en  España.  Nuestro  clasicismo 
español  rara  vez  ha  pasado  del  latín.  Con  frecuencia  se  ha 


76  CONTESTACIÓN 

contentado  con  estudiar  á  ios  italianos  y  á  los  franceses. 
Esto  nos  ha  perjudicado  mucho.  No  bebe  agua  limpia 
quien  la  toma  en  la  derivada  corriente,  á  la  que  se  han 
mezclado  el  caudal  de  otros  arroyos,  y  tal  vez  la  tierra  re- 
movida de  los  bordes,  sino  aquél  que  aplica  los  labios  al 
mismo  manantial  de  donde  brota  la  abundante  vena  con 
pureza  no  turbada.  Por  esto,  acaso,  si  bien  nuestras  letras 
brillan  por  la  pompa,  la  lozanía  y  la  gala  de  color  y  de 
adorno,  carecen  á  menudo  de  aquella  corrección  y  sobrie- 
dad, y  de  aquella  mesura  llena  de  buen  gusto  y  de  armo- 
nía, que  en  raras  ocasiones  obtiene  el  propio  instinto  como 
gratuito  don  del  cielo,  y  que  suelen  adquirir  y  poner  en 
sus  obras  los  que  estudian,  contemplan  y  comprenden,  con 
amor  y  entendimiento  de  hermosura,  los  inmortales  y  casi 
acabados  modelos  de  la. Grecia  antigua. 

Este  estudio,  lejos  de  destruir  la  originalidad  ó  de  me- 
noscabarla, la  ha  aumentado  y  corroborado  en  Francia  y 
en  Italia,  sobre  todo  desde  principios  de  este  siglo  ó  fines 
del  pasado,  dando  extraordinario  impulso  á  la  lírica,  gra- 
cias á  la  inspiración  de  Andrés  Chénier,  de  Hugo  Foseólo 
y  de  Leopardi. 

Lo  mismo  anhela  hacer  en  España  Menéndez  Pelayo. 
Para  ello  no  basta,  ni  él  posee  sólo,  la  erudición.  Nuestro 
nuevo  compañero  posee  igualmente  el  sentido  profundo  de 
la  belleza,  la  capacidad  instintiva  de  percibirla  y  hacerla 
suya,  y  el  amor  que  infunde.  Para  ser  amado  de  las  Mu- 
sas es  menester  amarlas  con  amor  entrañable,  y  él  las 
ama.  Para  que  ellas  inicien  en  sus  santos  y  dulces  miste- 
rios, y  muestren  los  recónditos  tesoros  que  ocultan  al  pro- 
fano vulgo,  es  menester  vencerlas  con  el  afecto  y  con  la 


DE  1).  .HAN   VALERA 

devoción.  Es  menester  que  las  Musas  juzguen  al  mortal 
digno  de  su  favor  y  confianza,  y  capaz  de  transplantar 
al  suelo  patrio,  con  esmero  y  sin  ajarlas,  las  delicadas  y 
mágicas  flores  que  ellas  cultivan. 

Lo  único  que  para  ésto  tal  vez  falta  al  Sr.  Menéndez 
Pelayo,  no  es  falta,  sino  sobra.  Su  prontitud  de  compren- 
sión y  de  producción  le  perjudica.  Comprende  y  expresa 
pronto,  y  de  aquí  algún  desaliño.  No  hay  en  él  aún  aque- 
lla escrupulosidad  respetuosa,  aquel  detenido  afán  que  de- 
biera. Su  Pegaso  pide,  más  que  espuela,  freno. 

A  pesar  de  estos  lunares,  los  versos  del  Sr.  Menéndez 
tienen  notorio  valor:  hay  en  ellos  carácter  propio;  y,  sin 
dejar  de  ser  españoles  y  castizos,  traen  á  nuestra  poesía 
nacional  extrañas  y  primorosas  joyas  con  que  nunca  ó  rara 
vez  antes  se  engalanaba. 

Si  como  poeta  no  es  popular  aún  el  Sr.  Menéndez,  me 
atrevo  á  pronosticar  que  lo  será  con  el  tiempo.  ¿Fueron, 
por  dicha,  populares  desde  el  principio  Boscán  y  Garci- 
lasso?  Así  Menéndez,  que  viene  á  aportar  un  nuevo  ele- 
mento á  nuestra  patria,  tiene  que  ser  al  principio  tan  poco 
popular  como  ellos.  Andrés  Chénier  goza  hoy  de  más  fama 
que  en  vida  y  que  poco  después  de  su  muerte,  á  pesar  de 
que  su  intervención  en  la  política,  su  oda  contra  Marat,  y 
su  fin  trágico,  debieron  realzar  su  mérito  literario  y  acre- 
centar su  brillo. 

Y  no  se  diga  que  quien  en  cierto  modo  reproduce  lo  an- 
tiguo, ni  piensa  ni  siente  como  en  el  día,  y  que  su  poesía 
es  anacrónica.  La  belleza  de  la  forma  es  inmortal:  no  pasa 
de  moda  nunca;  y  por  ella  las  antiguas  imágenes,  fábulas 
y  alegorías,  renacen  y  cobran  juvenil  frescura,  y  adquieren 


78        •  CONTESTACIÓN 

significación  más  alta,  cuando  una  fantasía  valiente  se 
hunde  en  el  seno  de  las  edades  remotas,  y  de  allí  las  trae 
á  la  vida  actual  y  á  la  luz  del  sol  que  hoy  nos  alumbra. 
No  de  otra  suerte  robó  Fausto  del  seno  de  las  Madres  á  la 
hija  de  Leda,  la  cual  apareció  tan  hermosa  y  deseable, 
como  en  el  momento  en  que,  desde  los  muros  de  Ilion, 
enamoraba  á  cuantos  la  veían,  al  ir  á  presenciar  la  lucha 
por  su  amor  entre  París  y  Menelao.  El  que  tiene  mente  y 
corazón,  y  mira  el  espectáculo  del  mundo,  de  la  historia 
en  su  largo  proceso,  y  de  la  vida  humana  con  sus  senti- 
mientos y  pasiones,  se  pone  en  medio  del  raudal  de  los  si- 
glos y  del  movimiento  incesante  de  las  inteligencias,  y 
cuanto  dice  es  tan  nuevo  como  puede  y  debe  ser,  aunque 
se  revista  de  forma  antigua,  si  hemos  de  llamar  forma  an- 
tigua á  la  forma  bella.  ■ 

Para  mí,  pues,  más  que  por  erudito,  más  que  por  gra- 
mático, más  que  por  humanista,  aunque  estas  condiciones 
le  hacían  idóneo  para  ser  Académico,  lo  cual,  no  sólo  es 
premio  y  distinción  honorífica,  sino  función  ó  empleo,  el 
Sr.  Menéndez  está  aquí  por  poeta.  Mientras  que  el  vulgo 
le  reconoce  y  proclama  como  tal,  en  lo  que  si  tarda  es  por 
lo  insólito  ó  inaudito  de  su  canto,  justo  es  que  le  reconoz- 
ca y  proclame,  no  la  Academia  Española,  que  no  debe  im- 
poner su  autoridad  ni  comprometerla,  sino  un  individuo 
de  su  seno,  que  espera  no  ser  desmentido,  ni  por  el  juicio 
de  la  posteridad,  ni  por  la  opinión  pública  ilustrada  de  la 
edad  presente.  Yo  no  le  califico  declarándole  superior  á 
éste  ó  al  otro  compatricio  y  contemporáneo  suyo.  Digo 
sólo  que,  si  escribe  con  más  cuidado,  será  más,  influirá 
más  y  valdrá  más  en  España,  que  en  Francia  Chénier  y 


DE  D.  JUAN  VALERA 
que  Foseólo  en  Italia.  Por  lo  pronto,  de  lo  que  menos  ca- 
rece es  de  inspiración.  Su  virtud  poética,  que  no  desmerece 
de  la  de  aquellos  dos  ilustres  extranjeros  que  he  citado, 
campea  y  da  clara  razón  de  sí  en  traducciones,  y  también 
en  obras  propias,  como  la  Epístola  á  Horacio,  la  Epístola  d 
sus  amigos  de  Santander,  la  Galerna,  y,  sobre  todo,  los  ver- 
sos amorosos  á  Lidia.  Si  esta  dama  no  es  fantástica,  y  no 
creo  que  lo  sea,  porque  no  hay  dama  fantástica  que  infun- 
da tan  verdadera  pasión,  bien  puede  andar  orgullosa  de 
haber  sido  cantada  con  ternura,  elegancia,  sencillez  y  pri- 
mor que  rara  vez  se  emplean. 

Del  género  de  estudios  y  gustos  del  Sr.  Menéndez  Pe- 
layo  han  salido  ciertas  opiniones  que  forman  sistema:  algo 
como  embrión  de  una  filosofía  de  la  historia.  Para  cifrar 
este  sistema  en  una  palabra,  me  atrevo  á  inventarla,  aun- 
que sea  larguísima,  y  le  llamo  el  pan-greco-latinismo.  L,2l 
soberbia  de  ingleses,  franceses  y  alemanes,  el  desdén  con 
que  miran  en  el  día  á  los  pueblos  del  Sur  de  Europa,  con- 
siderándolos irremisiblemente  decaídos,  cuando  no  radi- 
calmente inferiores,  y  la  conformidad  ruin  con  este  desdén 
de  muchos  sugetos  descastados,  que  desprecian  la  tierra  y 
la  casta  de  que  son  por  seguir  la  corriente  y  mostrarse  co- 
mo rarísima  excepción  de  la  regla,  han  contribuido  tam- 
bién, por  espíritu  de  protesta,  á  que  el  Sr.  Menéndez  se 
haga  pan-greco-latino.  El  abatimiento,  el  desprecio  de  nos- 
otros mismos  ha  cundido  de  un  modo  pasmoso;  y  aunque 
en  los  individuos,  y  en  algunas  materias,  es  laudable  vir- 
tud cristiana,  que  predispone  á  resignarse  y  á  someterse  á 
la  voluntad  de  Dios,  en  la  colectividad  es  vicio  que  postra, 
incapacita  y  anula  cada  vez  más  al  pueblo  que  le  adquiere. 


8o  CONTESTACIÓN 

Por  reacción  contra  este  vicio  ha  nacido  en  el  alma  del 
Sr.  Menéndez  cierto  injusto  y  airado  desdén  hacia  los  pue- 
blos del  Norte,  y  sobre  todo  hacia  los  alemanes,  cuyos  sa- 
bios, dicho  sea  de  paso,  son  los  que  mejor  nos  tratan,  los 
que  más  nos  estiman,  y  hasta  los  que  más  á  fondo  cono- 
cen ya  al  Sr.  Menéndez,  y  le  celebran,  y  llegan  á  reírle 
como  gracia  paradoxal  é  ingeniosa,  y  como  sátira  aguda, 
la  crueldad  con  que  suele  tratarlos.  Ha  nacido  también  en 
el  Sr.  Menéndez  la  creencia  de  que  los  pueblos  del  Medio- 
día de  Europa  son  los  hierofantes  de  la  humanidad,  la 
raza  civilizadora  por  excelencia:  siendo  extraño  que  coin- 
cida hasta  cierto  punto  en  tal  creencia  con  un  alemán  y 
con  un  impío.  Haeckel  supone  que  las  gentes  oíalas, 
antropiscas  y  negras  como  la  tizne,  que  salieron  en  ma- 
nadas de  la  Lemuria  y  del  centro  de  África,  no  se  hicie- 
ron parlantes,  discretas  y  progresivas,  hasta  que  pisaron 
las  orillas  de  este  sagrado  mar  Mediterráneo,  cuyo  litoral 
y  cuyas  islas  han  creado  las  nobles  castas  que  han  traído 
la  cultura,  la  libertad  y  el  progreso,  las  cuales  castas,  an- 
tes de  poner  la  hermosura  en  el  mármol  inerte  y  frío,  la 
han  puesto  en  sus  mismos  individuos,  blanqueándoles  la 
piel,  afilándoles  la  nariz,  y  haciéndolos  euplocamos,  esto  es, 
quitándoles  las  pasas  ó  los  cabellos  lacios,  y  rizándoles 
natural  y  lindamente  el  pelo.  Lo  cierto  es  que  las  regio- 
nes de  Europa  que  el  Mediterráneo  baña  con  sus  ondas, 
y  particularmente  las  tres  penínsulas  que  avanzan  en  su 
seno,  la  tierra  de  Pelops  y  ambas  Hesperias,  son  para  el 
Sr.  Menéndez  la  patria  de  la  inteligencia,  el  foco  de  donde 
toda  la  civilización  sana,  fecunda  y  alta,  ha  irradiado  y  se 
ha  difundido  por  el  mundo. 


DE  D.  JUAN  VALER  A  8i 

Todo  otro  foco  de  civilización,  ó  vive  de  reflejo  y  de  em- 
préstito del  legítimo  foco,  ó,  si  tiene  y  vierte  luz  propia, 
es  bastarda  y  deletérea. 

Nace  de  aquí  el  amor,  nace  de  aquí  la  devoción  fervo- 
rosa que  consagra  el  Sr.  Menéndez  al  gentilismo  heléni- 
co; y  nace  también  de  aquí  su  intolerante  catolicismo  des- 
de que  empieza  la  edad  moderna.  Desde  entonces  el  señor 
Menéndez  pone  sobre  todo  el  ser  de  católico.  Nada  bueno 
hay  que  no  informe  y  funde  esta  religión.  La  Reforma  lu- 
terana es  un  retroceso:  algo,  en  lo  espiritual,  como  lo  que 
la  invasión  de  los  bárbaros  y  la  caida  del  Imperio  Roma- 
no fueron  en  lo  temporal  siglos  antes.  El  predominio  de 
la  filosofía  alemana,  en  época  más  reciente,  fué  otra  inva- 
sión no  menos  funesta  contra  el  imperio  filosófico  de  los 
pueblos  latinos. 

Con  independencia  de  su  sistema,  y  por  cima  de  él, 
quizá  estará  en  el  alma  del  Sr.  Menéndez  la  fe  religiosa. 
No  me  incumbe  tratar  aquí  de  ella  ni  examinar  sus  quila- 
tes. Baste  la  afirmación,  para  mi  propósito  de  bosquejar 
un  retrato  literario,  de  que  el  ardiente  catolicismo  del  se- 
ñor Menéndez  cuadra  y  se  ajusta  con  su  sistema. 

Asimismo  se  ajusta  con  él  la  constante  preocupación 
del  Sr.  Menéndez  de  incluir  en  libros  y  discursos,  como 
parte  de  España,  todo  lo  que  á  Portugal  pertenece.  Para 
el  Sr.  Menéndez  el  genio  de  Portugal  es  el  mismo  que  el 
de  España.  La  ciencia  y  la  literatura  españolas  no  se  com- 
prenden por  completo  sin  contar  con  las  de  Portugal.  Por 
esto,  en  el  libro  del  Sr.  Menéndez  sobre  la  ciencia  en  nues- 
tro país,  en  su  Historia  de  los  heterodoxos,  y  en  la  obra  ti- 
tulada Horacio  en  España,  que,  bajo  tan  modesto  epígrafe, 


&  CONTESTACIÓN 

es  una  excelente  historia  crítica  de  nuestra  poesía  lírica, 
entran  sabios,  heterodoxos  y  poetas  portugueses. 

En  el  concepto  de  Historia  universal  de  nuestro  joven 
compañero,  Grecia  se  adelanta  y  funda  el  saber  de  Euro- 
pa, en  cuanto  tiene  de  humano.  Italia  une  luego  á  las  na- 
ciones, les  da  lenguaje  y  leyes,  las  prepara  para  recibir  el 
Cristianismo,  y  después,  en  nombre  del  Cristianismo,  si- 
gue civilizándolas  y  gobernándolas  durante  los  siglos  me- 
dios. El  papel  de  España,  esto  es,  de  Aragón,  Castilla  y 
Portugal,  no  es,  por  último,  menos  brillante. 

Hecha  ya  por  Grecia  é  Italia  la  educación  de  Europa, 
españoles  y  portugueses,  como  si  la  Providencia  hallase 
estrechos  los  límites  de  nuestro  continente  para  encerrar 
tan  gran  civilización,  y  á  fin  de  ensancharlos  ó  borrarlos 
los  suscitase,  abren  caminos  á  distantes,  inmensos  é  igno- 
rados países;  descubren  otro  mundo  en  que  difundirla,  y 
la  acrecientan  á  la  vez,  poniendo  la  base  de  toda  ciencia 
ulterior  en  el  concepto  del  planeta  que  habitamos,  magni- 
ficado y  completo  por  el  arrojo  é  inteligencia  de  nues- 
tros gloriosos  navegantes.  Éstos,  al  descubrir  la  América, 
nos  dan  asimismo  idea  experimental  de  las  sociedades  pri- 
mitivas; y  al  visitar  el  Asia,  nos  ponen  en  contacto  con 
las  antiquísimas  civilizaciones  y  sociedades  del  extremo 
Oriente,  preparando  la  mente  humana  para  que,  así  como 
ha  agrandado  en  el  espacio  el  mundo  conocido,  haga  re- 
troceder el  término  de  lo  no  explorado  en  el  tiempo.  Nues- 
tros misioneros,  además,  son  los  primeros  importadores 
de  idiomas,  poesía  y  saber  de  los  pueblos  asiáticos  y  ame- 
ricanos, y,  sobre  todo,  de  chinos,  japoneses  y  arios  de  la 
India  oriental,  por  donde  ensanchan  el  horizonte  de  los  co- 


DE  D.  JUAN  V ALERA 
nocimientos  europeos,  siembran  la  semilla  de  no  pocas 
ciencias  nuevas,  como  la  etnografía  y  la  lingüística,  y  en- 
riquecen con  exóticos  elementos   nuestra  imaginación  y 

nuestras  artes. 

La  parte  de  España  en  empresa  tan  noble  casi  es  supe- 
rior á  la  de  Grecia  y  á  la  de  Italia,  si  sólo  se  atiende  al  pri- 
mer impulso;  pero  el  predominio  de  España  es  efímero.  Su 
poder  y  su  virtud  pasan  á  otros  pueblos.  Lo  que  España 
empieza,  Francia,  Inglaterra  y  Alemania  lo  prosiguen  y  lo 
llevan  hasta  el  punto  que  alcanza  hoy.  Ellas  realizan  la 
ciencia  experimental  que  nosotros  inauguramos;  del  cono- 
cimiento de  este  planeta,  pasan  ellas  al  más  completo  co- 
nocimiento del  sistema  solar  y  del  universo  todo;  y  ellas 
esclarecen  y  divulgan,  con  método,  precisión  y  copia  de 
datos,  el  habla,  las  artes,  la  religión  y  la  filosofía  de  los 
iranios,  brahmanes  y  demás  pueblos  del  Asia  que  nos- 
otros visitamos  antes.  El  imperio  material  pasa  á  sus  ma- 
nos también.  La  raza  inglesa  prevalece  en  América  sobre 
la  española,  y  se  enseñorea  de  la  India.  Por  el  centro  del 
Asia  se  abren  paso  y  llevan  la  civilización  los  rusos. 

Nuestra  primacía  fué  corta.  En  todo  nos  sucedieron;  de 
casi  todo  nos  despojaron  los  pueblos  del  Norte. 

Si  fuésemos  á  investigar  aquí  las  causas  de  esta  rápida 
decadencia,  el  Sr.  Menéndez  y  yo  estaríamos  muy  discor- 
des Para  mí,  la  causa  fué  el  fanatismo  unánime  (la  uni- 
dad de  fanatismo)  que  en  hora  mala  se  apoderó  de  nos- 
otros. Los  otros  pueblos  no  eran  quizás  menos  fanáticos; 
pero  como  el  fanatismo  tomó  entre  ellos  diversas  y  opues- 
tas direcciones,  los  hombres  de  distintas  sectas  se  comba- 
tieron  unos  á  otros,  y,  no  pudiendo  destruirse,  se  allana- 


S4         a  CONTESTACIÓN 

ron  á  vivir  en  paz:  primero  á  tolerarse,  y  después  á  tener 
la  libertad,  fuente  y  condición  de  todo  progreso.  En  Espa- 
ña, en  los  siglos  XVI  y  XVII,  merced  á  lo  casi  unánime 
de  las  creencias,  no  hubo  guerras  civiles  religiosas,  ni  tan- 
ta sangre  derramada;  pero  hubo  una  compresión  larga  y 
continua,  que  acabó  por  marchitarlo  y  matarlo  todo.  Si 
personificásemos  á  las  naciones,  yo  me  fingiría  á  Inglate- 
rra, Francia  y  Alemania,  en  medio  de  sus  furores  religio- 
sos, como  á  tres  matronas,  que  caen  enfermas  con  fiebre 
agudísima,  acompañada  de  violento  delirio  y  de  todo  lina- 
je de  perversas  erupciones,  pero  que  al  fin  sanan,  convale- 
cen, desechan  el  mal  humor,  y  se  ponen  más  robustas 
que  nunca;  y  á  España  me  la  representaría  como  á  otra 
matrona,  que  no  tiene  más  que  una  calenturilla  lenta  y 
suave  (no  puede  hacerse  más  benigna  apología  del  régi- 
men inquisitorial),  pero  esta  calenturilla  persiste  tan  te- 
naz y  tan  sin  tregua,  que  estraga  la  salud  de  la  matrona, 
y  la  enflaquece  y  desmedra,  hasta  que  acaba  por  parecer 
un  esqueleto.  Así  España  al  terminar  la  vida  y  el  reinado 
de  Carlos  II.  Verdad  es  que  florecieron,  en  medio  de  aquel 
fanatismo,  las  letras  y  las  artes;  pero  á  la  manera  del 
tronco  de  un  árbol,  si  se  cubre  de  enredaderas,  hiedra  y 
otras  plantas  parásitas,  parece  más  verde,  lozano  y  visto- 
so, hasta  que,  oprimido  por  aquello  mismo  que  tanto  le 
adorna,  se  seca  y  se  consume. 

En  aquella  virtud  que  nos  animaba  y  engrandecía,  iba 
el  germen  corruptor  que  había  de  perdernos.  El  Sr.  Me- 
néndez  Pelayo,  con  todo  su  ingenio  y  erudición,  no  nos 
demostrará  que,  en  medio  del  resplandor  de  nuestras  ar- 
tes y  amena  literatura,  no  acabásemos  por  ser  inertes  para 


DE  D.  JUAN  VALERA  85 

toda  alta  cooperación  científica,  y  ciegos  y  sordos  para  ver 
y  oir  el  movimiento  de  las  ideas  y  el  extraordinario  pro- 
greso de  aquellos  siglos. 

Si  de  ésto  se  tratara,  nuestros  discursos  serían  una  con- 
troversia. El  mío  sería,  ó  procuraría  ser,  la  más  completa 
refutación  del  de  nuestro  joven  compañero. 

Por  fortuna,  el  Sr.  Menéndez  ha  elegido  asunto  dentro 
del  cual  estamos  en  perfecto  acuerdo.  No  me  toca  más 
que  ampliar  ó  comentar  ligeramente  lo  que  él  dice,  corro- 
borando sus  afirmaciones. 

En  medio  de  aquella  tiranía  mental  de  los  siglos  XVI 
y  XVII,  cuando  la  razón  de  Estado  y  el  fanatismo  unáni- 
me, fiero  sufragio  universal,  se  aunaron  para  obligar  á  to- 
dos los  españoles,  á  las  vencidas  minorías,  á  que  creye- 
sen, pensasen  y  sintiesen  lo  mismo,  haciendo  embusteros 
ó  hipócritas,  ó  matando  toda  iniciativa  de  pensamiento, 
algo  que  está  por  cima  de  toda  ley  se  eximió  de  la  tiranía, 
y  allí  fué  el  hombre  plenamente  libre  y  dueño  de  sí:  sus 
fueros,  sus  bríos;  stis  pragmáticas,  su  voluntad.  En  la  práctica, 
este  templo,  este  asilo,  donde  custodiaba  el  hombre  lo  que 
ahora  llamaríamos  sus  derechos  individuales  é  ilegislables, 
era  la  honra.  El  Rey  era  señor  de  vidas  y  haciendas.  Po- 
día matar  y  podía  confiscar.  En  lo  temporal,  la  Majestad 
humana  era  omnipotente,  como  en  lo  eterno  la  Majestad 
divina;  pero  la  honra  se  sustraía  á  su  pleno  poder.  Como 
dice  el  poeta  español,  espejo  de  su  siglo,  el  poeta  español 
por  excelencia  entonces,  la  honra 

Es  patrimonio  del  alma, 
Y  el  alma  sólo  es  de  Dios. 


86  •  CONTESTACIÓN 

De  la  misma  suerte,  en  lo  especulativo,  en  la  esfera  del 
pensamiento,  por  cima  del  discurso,  del  raciocinio  y  de 
otras  facultades,  hay  una  potencia  sublime,  intuitiva,  la 
inteligencia  simple,  que,  movida  por  el  entusiasmo,  y  al- 
zándose en  alas  del  amor,  busca  en  el  alma  misma,  donde 
hay  campos  sin  término  en  que  explayarse,  lugar  sacratí- 
simo en  que  ser  libre  y  soberana.  Allí,  en  el  centro  del 
alma,  adecuado  y  único  trono  de  esa  elevadísima  poten- 
cio suya,  asiste  Dios,  y  allí  el  alma  le  halla,  y,  por  inefa- 
ble misterio,  se  transforma  en  Dios,  sin  dejar  de  ser  el 
alma  individual  humana.  Los  espíritus  libres  de  los  espa- 
ñoles de  aquella  edad,  huyendo  de  la  compresión,  tal  vez 
sin  darse  cuenta,  buscaban  este  refugio.  Tal  vez  la  misma 
compresión  en  que  gemían  les  prestaba  más  fuerza,  más 
alcance  y  más  certera  dirección  para  penetrar  y  ahondar  en 
los  abismos  de  la  mente,  como  la  bala  que,  mientras  más 
forzada  está  dentro  del  tubo  de  hierro  que  la  oprime,  sale 
más  rectamente  disparada,  y  va  más  lejos,  no  bien  la  pólvo- 
ra se  inflama,  dilata  el  aire  y  la  empuja.  Por  esto  la  primera 
calidad  que  distingue  al  misticismo  español,  es  la  de  ser 
más  intenso  y  penetrante  que  los  otros.  Vuela  y  ahonda 
más,  y  se  extravía  menos.  Se  diría  que  toda  la  serena  clari- 
dad del  espíritu  se  guarda  para  él.  Como  hábiles  acróbatas 
que  fuesen  por  cuerda  sutil,  extendida  sobre  precipicios  es- 
pantosos, así  van  nuestros  místicos,  llenos  de  confianza  y 
denuedo,  á  buscar  á  Dios,  á  unirse  con  él,  á  poseerle  y  á  po- 
nerle en  todo  lo  creado,  sin  caer  en  el  panteísmo  egoteista  ó 
sujetivo,  y  sin  quitar  á  Dios  la  personalidad,  endiosando 
la  naturaleza.  La  realidad  del  Universo,  la  responsabili- 
dad de  nuestros  actos,  nuestro  ser  individual,  nuestro  li- 


DE  D.  JUAN  VA  LERA  87 

bre  albedrío,  todo  queda  á  salvo,  hasta  en  los  momentos 
de  más  íntima  unión  del  Criador  y  de  la  criatura.  Nues- 
tros grandes  místicos  jamás  tienen  el  egoísmo  negativo  é 
inerte  de  los  de  otros  países,  en  quienes  el  alma  se  aniquila, 
se  pierde  en  la  infinita  esencia,  y,  absorbida  en  el  Ser,  en 
el  Ser  se  reposa  y  aquieta  como  en  la  Nada.  En  nuestros 
grandes  místicos  sólo  en  un  instante  inapreciable  puede 
haber  aparente   aniquilamiento,   completa   efusión   de  lo 
finito  en  lo  infinito.  El  metal  en  la  fragua  parece  fuego  y 
no  metal;  pero  sale  de  allí  mejor  templado  y  con  propie- 
dades de  instrumento  idóneo  para  mil  operaciones  útiles. 
Así  también  el  alma  de  nuestros  místicos  sale  de  su  unión 
con  Dios  más  hábil  é  idónea  para  la  vida  activa.  Y  no  se 
enfría  como  la  herramienta  cuando  sale  de  la  fragua,  sino 
que  guarda  en  sí  aquel  fuego  de  amor  divino,  y  en  todo  le 
pone.  Dios  no  la  abandona.  El  alma  sigue  llena  toda  de 
Dios,  después  que  una  vez  le  ha  poseído,  y  le  lleva  y  le 
siente  en  su  centro,  y  le  siente  además  en  todos  los  seres, 
así  semejantes  suyos  como  no  semejantes,  animados  é  ina- 
nimados. Y  este  fuego,  que  saca  el  alma  y  que  no  pierde, 
es  fuego  de  caridad,  es  el  amor  por  amor  de  Dios,  que 
vence  en  violencia  y  en  útil  actividad  á  todo  otro  amor  de 
fundamento  profano.  Sin  creer  el  alma  que  todo  es  Dios, 
cree  que  todo  está  en  Dios,  y  que  Dios  está  en  todo,  y  lo 
respeta  y  lo  ama  todo,  y  aun  en  cierta  manera  lo  adora 
como  divino.  Nada  hay  feo,  ni  deforme,  ni  inmundo.  El 
sentimiento  de  la  presencia  divina  hermosea  la  fealdad  y 
limpia  la  material  impureza,  prestándoles  aquella  expre- 
sión que  Murillo  y  turbarán  sabían  dar  á  sus  frailes  más 
rotos,  sucios  y  demacrados. 


88      •  CONTESTACIÓN 

En  lo  práctico  de  la  vida  se  refleja  este  misticismo  ge- 
neroso, y  produce  maravillosas  obras.  Así  nuestros  misio- 
neros y  fundadores,  entre  los  que  descuellan  Juan  de  Dios, 
Antonio  de  Padua,  José  de  Calasanz,  Iñigo  de  Loyola  y 
Francisco  Xavier,  apóstol  de  Oriente.  Estos  hombres,  que 
la  Iglesia  pone  en  el  número  de  los  Santos,  y  la  más  des- 
creída filosofía  no  puede  menos  de  contar  entre  los  más 
ilustres  bienhechores  del  humano  linaje,  no  van  sólo  á  di- 
fundir por  el  mundo  la  fe  cristiana  y  á  enseñar  la  religión 
á  las  gentes,  sino  á  enseñarles  también  todas  las  artes, 
toda  la  superior  civilización  de  los  pueblos  de  Europa.  Y 
en  tan  gigantesco  propósito,  que  tanto  ha  influido  en  el 
progreso  de  la  humanidad,  divulgando  nuestro  saber  en- 
tre los  pueblos  bárbaros  y  salvajes,  y  trayendo  de  ellos  á 
Europa  cumplida  noticia  de  sus  lenguas,  ideas,  costum- 
bres, usos  y  leyes,  nadie  se  ha  señalado  más  que  la  Com- 
pañía de  Jesús,  creación  del  genio  español,  y  una  de  sus 
mayores  glorias.  Los  que  yo  juzgo  extravíos  de  la  Com- 
pañía, su  guerra  declarada  al  espíritu  del  siglo  y  su  lasti- 
mosa alianza  con  los  hombres  del  régimen  absoluto,  que 
tan  tiránico  y  feroz  fué  contra  ella  en  el  siglo  pasado,  no 
han  de  impedirnos  que  en  su  empezar  la  ensalcemos.  Para 
ponderar  sus  pacíficas  y  civilizadoras  conquistas,  que  aun 
en  vida  de  su  fundador  llegan  á  los  últimos  términos  de  la 
tierra,  no  hay  en  la  historia  real  encarecimiento  que  sa- 
tisfaga; y  tenemos  que  apelar,  á  fin  de  hallarle,  á  la  fábu- 
la vetustísima  de  la  expedición  triunfante  y  benéfica  de 
Osiris. 

Fundamento  de  todo  ello  fué  el  misticismo  español,  tan 
penetrante  y  tan  hondo,  y  del  cual  sale  el  alma  muy  infla- 


DE  D.  JUAN  VALERA  8cj 

mada  de  caridad,  y  muy  apta  y  alerta  para  las  luchas  de  la 
vida.  Y  no  se  entienda  que  sólo  al  llegar  el  alma  á  la  per- 
fección que  anhela  pasa  de  la  contemplación  á  la  actividad 
y  es  útil  al  prójimo.  Antes  al  contrario,  durante  toda  su 
peregrinación,  la  actividad  exterior  es  necesaria,  y  en  esto 
se  distingue  la  mística  ortodoxa  de  otros  misticismos  que 
requieren  ó  recomiendan  la  inercia.  Es  cierto  que  entre  la 
vida  activa  y  la  contemplativa,  Cristo  prefirió  la  contem- 
plativa, diciendo  que  María,  escogió  la  mejor  parte;  pero  al 
decir  la  mejor  parte,  dio  á  entender  que  la  vida  consta  de 
pensamiento  y  de  acción,  y  así  la  vida  mixta,  que  abraza 
lo  más  perfecto  que  hay  en  la  acción  y  en  la  contempla- 
ción, es  la  que  nuestros  autores  ponen  por  cima  de  las 
otras,  sosteniendo  que  la  contemplación  no  llegará  nunca 
á  ser  perfecta,  si  el  amor  de  Dios,  que  en  ella  se  emplea  y 
ejercita,  no  se  difunde  también  en  utilidad  de  nuestros  se- 
mejantes. De  aquí  que  para  distinguir  la  contemplación  de 
buen  espíritu  de  la  falsa  ó  de  espíritu  malo,  haya  una  re- 
gla general  infalible,  dada  por  el  divino  Maestro:  Por  los 
frutos  se  conocen  los  árboles  donde  nacen.  La  piedra  de  toque, 
pues,  que  sirve  de  contraste  y  aquilata  la  bondad  de  la 
vida  contemplativa,  está  en  las  obras.  Y  no  ya  en  lamerá 
contemplación,  pero  ni  en  los  grados  más  altos  de  este  as- 
censo del  alma  hacia  el  Ser  divino,  la  actividad  y  las  obras 
se  perdonan;  antes,  mientras  más  señalados  son  los  dones 
del  cielo,  hasta  cuando  se  descorre  el  velo  de  la  fe  y  viene 
á  haber  como  un  rompimiento  de  los  muros  de  esta  cárcel 
en  que  vivimos,  y  el  alma  ve  cara  á  cara  al  Bien  infinito  y 
se  une  á  él  con  abrazo  indisoluble,  no  es  para  que  se 
aquiete  y  descanse  en  tanto  regalo,  sino  para  que  tome 


CONTESTACIÓN 

fuerzas  y  prodigue  en  bien  del  prójimo  todas  las  virtudes, 
«in  lo  cual  el  alma,  á  pesar  de  los  favores  recibidos,  que- 
daría desmedrada  y  con  corto  merecimiento,  y  por  lo  mis- 
mo que  ya  ha  recibido  favores,  sería,  con  justicia,  tildada 
de  ingrata. 

Por  otra  parte,  la  contemplación,  la  visión  intelectual 
infusa,  el  punto  más  sublime  á  que  puede  llegar  el  alma 
durante  nuestra  vida  mortal  por  esta  senda  mística,  no 
puede  durar  más  que  un  pequeño  momento,  como  si  de  re- 
pente se  abriera  la  secretísima  puerta  del  abismo  del  alma 
y  su  luz  la  inundase  é  iluminase,  y  viese  ella  las  cosas 
todas  con  tal  claridad,  como  si  en  la  propia  esencia  divina 
las  viera.  Y  esta  visión,  aunque  pasa,  queda  esculpida  en 
la  memoria,  y  deja  tan  ilustrada  al  alma,  y  con  tales  de- 
seos de  merecer  nuevos  favores,  que  la  guía  y  la  induce  á 
hacer  obras  para  merecerlos  de  nuevo  y  agradecer  los  ya 
recibidos. 

Otra  excelencia  avalora  también  nuestro  misticismo.  El 
esfuerzo  poderoso  de  la  voluntad  para  buscar  á  Dios  en  lo 
más  íntimo,  en  el  ápice  de  la  mente,  lleva  al  alma  á  ob- 
servar y  penetrar  sus  ocultos  senos,  como  los  psicólogos 
más  pacientes  y  sutiles  tal  vez  no  lo  hacen:  por  donde  se 
halla  con  frecuencia,  por  propedéutica  de  la  mística,  una 
aguda  psicología,  un  estudio  claro  del  yo,  con  todos  sus 
afectos,  facultades  y  propensiones. 

El  misticismo,  sin  embargo,  tiene  siempre  inconvenien- 
tes y  peligros  gravísimos,  y  en  España  los  tuvo  mayores 
porque  fué  mayor  que  en  otros  países,  viniendo  á  degene- 
rar y  á  corromperse  pronto,  como  toda  nuestra  cultura. 
Los  medios  de  llegar  por  él  á  la  perfección  son  la  voluntad 


DE  D.  JUAN  VAJLERA  91 

y  la  inteligencia;  pero  la  inteligencia  no  va  lentamente 
analizando,  deduciendo  y  raciocinando,  sino  que,  arreba- 
tada por  el  amor,  se  remonta  á  la  intuición  de  un  vuelo, 
y  alcanza,  ó  cree  alcanzar,  la  verdad  en  el  éxtasis  y  en  el 
rapto.  De  aquí  que  cualquiera  persona,  por  simple  é  ig- 
norante que  fuere,  podrá  aspirar  á  la  unión  con  Dios, 
guiada  sólo  por  el  afecto  fervoroso. 

De  aquí  el  abandono  de  la  observación  paciente  de  los 
fenómenos,  la  inacción  del  natural  discurso  en  la  tarea  de 
averiguar  las  causas,  la  calificación  del  pensar  de  funesta 
manía,  y  el  abuso  y  la  perversión  de  aquella  sentencia,  tan 
hermosa  si  se  interpreta  y  se  aplica  bien,  de  que  los  que 
no  son  simples  por  naturaleza,  deben  serlo  por  gracia. 

Otros  grandes  escollos  del  misticismo  hicieron  zozobrar 
también  la  nave  del  ingenio  español. 

El  alma  que  busca  á  Dios  en  su  centro  debe  apartarse 
y  aislarse  de  los  sentidos,  borrar  las  impresiones  que  por 
ellos  recibe,  desnudar  la  memoria  y  hasta  despojar  de  imá- 
genes la  interior  fantasía,  para  que  la  inteligencia  pura,  en 
toda  su  admirable  simplicidad,  vea  á  Dios  y  como  que  se 
compenetre  y  confunda  con  él.  Larga  y  fatigosa  es  la  vía 
que  tiene  que  hacer  el  alma  para  llegar  á  este  término,  si 
término  puede  llamarse  lo  que  en  realidad  no  le  tiene. 
Para  nuestros  místicos  ortodoxos,  que  jamás  caen  en  el 
panteísmo,  no  es  posible  que  el  alma  se  transmute  en  la 
divina  naturaleza,  aunque  participe  de  ella,  por  donde  á 
los  que  á  tan  alto  grado  suben  los  llaman  deiformes  ó 
transformados  en  Dios.  Y  en  esto,  por  la  intensidad,  pol- 
la duración,  y  por  la  mayor  ó  menor  plenitud  de  la  gra- 
cia, de  la  caridad  y  demás  dones  con  que  la  participación 


ga  CONTESTACIÓN 

se  hace,  hay  grados  y  excelencias  hasta  lo  infinito,  que  los 
místicos,  en  su  sutilísima  y  profunda  ciencia,  declaran  y 
clasifican  como  pueden.  De  todos  modos,  aun  para  llegar 
al  más  ínfimo  de  estos  grados,  aun  para  llegar,  valiéndo- 
nos de  las  expresiones  figuradas  de  que  los  místicos  se  va- 
len, á  besar,  como  la  Magdalena,  los  pies  de  su  Redentor 
divino,  el  alma  tiene  que  hacer  muy  larga  peregrinación, 
durante  la  cual  el  amor  la  conduce;  pero  el  amor  puede  ex- 
traviarla, y,  aun  antes  de  extraviarla,  causarle  una  enfer- 
medad ó  dolencia,  si  muy  sublime,  muy  peligrosa  también, 
porque  el  alma,  atacada  de  mal  de  amores,  se  ve  como 
pendiente  entre  la  tierra  y  el  cielo;  desdeña  ya  las  cosas 
terrenales,  que  le  dan  fastidio,  y  no  logra  todavía  compren- 
der ni  gozar  las  divinas.  Tal  situación  es  de  mucho  peli- 
gro, porque  en  ella  el  alma  puede  fijarse  en  algún  ser  crea- 
do, y  consagrarle  toda  la  adoración  que  para  Dios  lleva 
consigo.  Tal  vez  así  se  explique  el  amor  refinado  y  meta- 
físico  por  la  mujer,  la  idolatría  del  caballero  por  su  dama 
y  la  del  poeta  por  la  beldad  que  inspira  sus  cantares;  lo 
cual,  aunque  nos  hechice  y  aunque  lisonjee  á  las  mujeres, 
no  es  sino  aberración  y  herejía  del  misticismo  legítimo  y 
ortodoxo.  Es  más;  como  entre  los  pueblos  antiguos,  aun- 
que en  todos  hubo  misticismo,  apenas  se  halla  rastro  de 
este  amor  idólatra  á  las  mujeres,  ni  tampoco  se  halla  en 
los  primeros  siglos  de  la  era  cristiana,  yo  me  inclino  á 
pensar  que  en  la  creación  de  este  misticismo  galante  entró 
por  mucho  la  veneración  supersticiosa  de  celtas  y  de  ger- 
manos hacia  las  mujeres,  influida  y  hermoseada  luego  por 
doctrinas  católicas.  Tal  vez  el  elemento  céltico  tenga  más 
parte  que  el  germánico  en  la  creación  de  esta  bella  y  sin- 


DE  D.  JUAN  V ALERA  g3 

guiar  herejía,  donde  la  mujer  amada  es  como  diosa  para 
el  caballero  ó  poeta  que  la  sirve,  á  quien  se  encomienda  de 
todo  corazón,  por  quien  hace  penitencia;  á  quien  debe,  ó 
cree  deber,  la  valentía  de  su  ánimo,  el  esfuerzo  de  su  bra- 
zo y  las  altas  inspiraciones  de  su  ingenio;  á  quien  consa- 
gra su  vida  y  rinde  culto;  por  quien  tiene  devoción  y  ver- 
dadera religión,  y  de  quien  dice,  no  por  encarecimiento 
poético,  sino  con  todas  veras  y  con  toda  la  trascendencia 
de  la  frase,  lo  que  Calisto  de  Melibea  cuando  le  pregunta 
Sempronio  si  es  cristiano:  —  «Yo  melíbico  soy,  é  á  Melibea 
adoro,  en  Melibea  creo,  y  á  Melibea  amo.» — Esta  mística 
adoración  de  la  mujer  tiene  por  un  lado  extraordinarias 
bellezas,  no  sólo  poéticas,  sino  morales.  Ella  inspiró, 
sin  duda, 

Al  dulce  vate,  de  caliope  labio, 
El  que  al  amor  desnudo  en  Grecia  y  Roma, 
De  un  velo  candidísimo  adornando, 
Volvió  al  regazo  de  la  Urania  Venus; 

pero,  por  otra  parte,  no  está  bien  que  de  la  exaltación 
apasionada  por  un  ser  finito  y  perecedero  se  haga  funda- 
mento de  toda  hazaña  y  de  toda  obra  buena.  Así  la  mujer 
amada  viene  á  ser  como  símbolo,  alegoría  ó  personifica- 
ción visible  de  la  misma  divinidad  ó  de  alguno  de  sus 
atributos.  La  mujer  amada  es  la  fuente  de  la  gracia,  la 
dispensadora  de  la  bienaventuranza,  la  creadora  de  toda 
virtud.  «Sus  ojos,  dice  Dante  de  Beatriz,  llueven  llamitas 
de  fuego,  animadas  de  un  espíritu  tan  gentil  que  crea  todo 
buen  pensamiento.»  Naturalmente  de  esta  elevación  de  la 


94  CONTESTACIÓN 

pasión  humana  amorosa,  hasta  una  potencia  y  un  valor 
divinos,  nacen  mil  ricas  ideas;  pero  también  suelen  nacer 
otras  altamente  perturbadoras  é  inmorales.  La  relación 
entre  dos  que  de  tal  suerte  se  aman  está  por  cima,  ora  lo 
disimulen  unos,  ora  otros  lo  dejen  entrever,  ora  otros  lo 
declaren  con  franqueza,  de  todo  lazo  social  y  religioso. 
Se  diría  que  un  sacramento  más  alto  invalida  ó  anula  el 
vínculo  que  la  ley  civil  ha  formado  y  que  la  religión  posi- 
tiva ha  santificado.  El  amor  místico  á  la  mujer  no  respeta 
nada.  Los  prototipos  de  este  amor,  en  la  Edad  Media,  ce- 
lebrados por  todos  los  trovadores  y  cantados  en  todas  las 
lenguas  de  Europa,  fueron  Lanzarote  y  Ginebra,  y  Tris- 
tán  é  Iseo,  llegando,  en  la  última  historia  amorosa,  á  po- 
nerse el  cielo  en  contra  del  marido  agraviado  y  en  favor 
de  los  malogrados  amantes,  sobre  cuyos  unidos  sepulcros 
nace  un  maravilloso  rosal,  siempre  cubierto  de  blancas 
rosas.  Y  no  se  diga  que  en  la  mayor  parte  de  los  casos 
este  amor  es  tan  sin  malicia  y  tan  del  espíritu  que  no  ofen- 
de ni  mancha.  Ciertamente  el  conde  Baltasar  Castiglione, 
en  su  Cortesano,  describe  este  amor  con  suma  elocuencia 
y  filosofía,  llamándole  amor  virtuoso,  para  distinguirle 
del  amor  vicioso;  pero,  en  gracia  de  la  misma  virtud  del 
amor,  da  anchuras  á  sus  límites,  en  mi  sentir  extremadas, 
llegando  á  consentir  cosas  al  virtuoso  que  al  vicioso  en 
manera  alguna  concede,  pues  afirma  que  la  dama,  «por 
contentar  á  su  servidor  en  este  amor  bueno,  no  solamente 
puede  y  debe  estar  con  él  muy  familiar,  riendo  y  burlan- 
do, y  tratar  con  el  seso  cosas  sustanciales,  diciéndole  sus 
secretos  y  sus  entrañas,  y  siendo  con  él  tan  conversable, 
que  le  tome  la  mano  y  se  la  tenga,  mas  aun  puede  llegar, 


DE  D.  JUAN  VALERA  <p 

sin  caer  en  culpa,  por  este  camino  de  la  razón,  hasta  be- 
salle».  Y,  para  cohonestar  tan  grato  y  amplio  permiso, 
trae  una  singular  teoría  del  beso,  suponiéndole  de  todo 
punto  espiritual  en  los  que  andan  divinamente  enamora- 
dos. El  razonamiento  de  Castiglione  no  me  convence,  á 
pesar  de  aquel  testimonio  de  Platón  con  que  le  ilustra  y 
trata  de  probar  que  el  beso  es  unión  de  almas,  ya  que  á 
Platón  se  le  vino  la  suya  á  los  dientes  una  vez  que  besó  á 
su  amiga;  pero,  aun  cuando  el  razonamiento  me  conven- 
ciera, todavía  la  adoración  galante  y  sacrilega  entre  dos 
seres  humanos,  aunque  tenga  más  brillante  poesía,  no  la 
tendrá  tan  sólida  y  sana  como  el  afecto  natural  de  la  es- 
posa á  su  esposo,  el  santo  cariño  del  hombre  á  la  madre 
de  sus  hijos,  y  el  respeto  que  inspira  la  honrada  y  virtuosa 
matrona.  Por  otra  parte,  esta  idolatría  alambicada  de  la 
mujer  casi  siempre  se  opone  á  la  conveniente  y  recta  esti- 
mación que  es  justo  que  de  ella  se  tenga.  Donde  el  misti- 
cismo la  endiosa  en  sus  fugaces  arrobos,  las  almas,  que 
no  todas  suelen  arrobarse,  ó  que  no  están  arrobadas  de 
continuo,  la  menosprecian  y  denigran.  No  hay  el  justo 
término  medio,  ni  el  puesto  digno  que  debe  ocupar  la  no- 
ble compañera  de  nuestra  vida,  quien  no  es  divinidad,  pero 
no  es  vil  esclava;  quien  no  es  breve  cielo,  pero  tampoco  es 
lodo  inmundo.  Cornelia,  Octavia  y  Porcia,  jamás  fueron 
amadas  místicamente  por  sus  maridos.  El  Cid  y  García 
del  Castañar  tampoco  aman  místicamente  á  sus  mujeres. 
Por  eso  son  ellas  más  respetables  y  simpáticas  que  la  ma- 
yor parte  de  las  damas  de  Calderón,  en  las  que  se  advierte 
que  el  amor  que  inspiran,  cuando  no  es  feroz  y  salvaje, 
como  en  No  hay  cosa  como  callar,  es  tan  pasado  por  alam- 


g6        •  CONTESTACIÓN 

bique,  que  se  evapora  la  verdadera  pasión,  y  sólo  quedan 
en  el  fondo  de  la  retorta,  ergotismo  escolástico,  discreteos 
y  sutilezas. 

Otras  varias  corrupciones  ha  habido  también  en  el  mis- 
ticismo de  España.  Tal  místico  no  ha  sabido  libertarse  de 
la  baja  sensualidad,  y  la  ha  puesto  en  sus  altos  amores; 
tal  otro,  á  fin  de  tener  libre  el  alma  de  esta  sensualidad, 
la  ha  satisfecho,  como  quien  se  aligera  de  un  peso  incó- 
modo para  su  peregrinación  en  busca  del  bien  infinito;  y 
tal  otro,  en  vez  de  amarlo  todo  por  amor  de  Dios,  lo  ha 
aborrecido  todo:  de  donde  el  menosprecio  de  cuanto  hace 
grata  la  vida,  apacible  y  amena  la  sociedad,  y  más  her- 
mosa, ó  si  se  quiere  menos  fea,  nuestra  forma  temporal  en 
este  globo  que  habitamos.  Fuerza  es  confesarlo:  el  desali- 
ño, la  zafia  rustiqueza  y  el  más  asqueroso  desaseo,  han 
sido  á  menudo  prendas  de  los  místicos.  Esto  ha  trascen- 
dido al  desenvolvimiento  total  de  España,  la  cual  ha  des- 
cuidado sus  intereses,  su  industria  y  las  artes  de  lujo  y 
deleite,  y  ha  caido  ó  ha  vivido  siempre  en  pobreza,  con  re- 
lación á  la  material  prosperidad  de  otras  naciones. 

En  el  amor  de  Dios  no  hay  el  exclusivismo  de  donde 
nace  la  rivalidad.  El  místico  ama  á  Dios  mientras  más  se- 
ñales ve  en  las  criaturas  de  que  por  Dios  son  amadas.  Le- 
jos de  tener  celos,  lo  que  desea  es  que  todas  las  criaturas 
le  amen  y  le  adoren  y  alcancen  su  gracia;  pero  á  veces, 
de  estas  finezas  del  amor  á  objeto  tan  soberano  proviene 
en  los  místicos,  y  singularmente  en  los  españoles,  una  pa- 
sión deplorable:  los  celos,  en  nombre  de  Dios  y  por  Dios, 
de  toda  infidelidad  que  sus  adoradores  puedan  hacerle;  el 
afán  de  vengar  esta  ofensa  y  de  castigar  este  adulterio  que 


DE  D.  JUAN  VALERA  97 

el  alma  humana  extraviada  é  infiel  hace  á  su  Esposo  y  Re- 
dentor divino.  De  esta  suerte,  y  por  espantosa  contradic- 
ción, en  las  puras  llamas  de  la  caridad  suele  encenderse 
el  furor  de  la  más  cruel  intolerancia,  y  aun  llegar  á  pren- 
derse fuego  á  las  hogueras,  en  que,  renovando  el  culto  de 
Moloch,  hemos  quemado  vivos  á  nuestros  hermanos. 

Por  esta  levadura  de  corrupción  vino  en  España  á  de- 
generar, en  la  práctica,  el  misticismo,  hasta  parar  á  fines 
del  siglo  pasado  en  el  lascivo  desenfreno  de  la  beata  Do- 
lores, y  en  el  siglo  presente  en  los  ridiculos  y  falsos  mila- 
gros de  alguna  monja  vulgar  y  trapacera. 

El  influjo  del  misticismo  en  nuestra  poesía  ha  sido  gran- 
de, si  bien  no  ha  dado  el  misticismo  exclusivo  asunto  á 
otro  género  que  no  sea  el  lírico.  El  Sr.  Menéndez  ha  des- 
lindado la  diferencia  que  hay  entre  la  poesía  devota,  reli- 
giosa y  ascética,  que  es  abundante  en  nuestro  país,  y  la 
puramente  mística,  que  es  poca. 

Esta  ha  florecido,  en  los  siglos  medios,  entre  los  judíos 
de  España,  sin  librarse  casi  nunca  de  la  nota  de  panteís- 
mo, pero  elevándose  á  la  mayor  sublimidad,  como  en  Ibn 
Gebirol,  por  ejemplo. 

Extraño  es  que  entre  los  mahometanos  españoles  no  se 
hayan  encontrado  aún  ni  rastros  de  misticismo  en  verso, 
siendo,  como  son,  tan  místicos  Ibn  Tofail  y  algunos  otros 
filósofos  y  prosistas. 

En  cuanto  á  nuestra  poesía  mística  cristiana,  ya  el  se- 
ñor Menéndez  ha  hecho  de  ella  interesante  historia  en  su 
bello  discurso.  ¿Qué  podré  yo  añadir? 

Casi  todos  nuestros  poetas,  y  muy  especialmente  en  los 
siglos  XVI  y  XVII,  edad  de  oro  de  nuestra  literatura,  han 


g8  •  CONTESTACIÓN 

escrito  rimas  sacras,  romances  á  lo  divino,  canciones,  glo- 
sas, letrillas,  villancicos  y  otras  clases  de  versos  devotos. 
Los  cancioneros  y  romanceros  espirituales  contienen  pre- 
ciosas joyas;  pero  en  ellas  no  hay,  por  lo  general,  misticis- 
mo. Sin  embargo,  el  influjo  del  misticismo  se  revela  allí 
con  frecuencia  en  cierta  santa  familiaridad  y  en  cierta  in- 
timidad entrañable  con  las  cosas  divinas,  como   de  per- 
sonas que   las  aman,  que  de  continuo   las  tratan,  y  que 
las  llevan  muy  arraigadas  en  el  corazón.  De  aquí  que  ave- 
ces, no  en  los  versos  pulidos  y  artificiosos,  no  en  los  es- 
critos por  el  estilo  más  elevado,  sino  en  las  letrillas  villa- 
nescas y  en  los  romancillos  pastoriles,  entre  el  candor  y 
la  sencillez  de  la  frase,  y  á  través  de  la  rústica  y  casi  in- 
fantil naturalidad  de  imágenes  y  pensamientos,  se  note 
dulce  sabor  como   de  bienaventuranza,  crea  respirar   el 
alma  y  hasta  inundarse  en  ambiente  del  cielo,  y  columbre 
súbitas  iluminaciones  de  algo  á  modo  de  ciencia  infusa, 
con  arranques  maravillosos  que  la  transportan  á  lo  más 
encumbrado  del  pensar  y  á  lo  más  hondo  del  sentir.  Ta- 
les efectos  no  pueden  menos  de  producirse  hasta  en   la 
mente  de  sujetos  descreídos,  si  estos  sujetos  entienden  y 
saben  penetrar  la  poesía,  al  leer  el  romancillo  de  Lope 
que  empieza: 

Estábase  el  alma 
Al  pié  de  la  sierra, 
Del  humano  engaño 
Perdida  y  contenta; 

la  canción  que  tiene  por  estribillo 


DE  D.  JUAN  VALERA 

Cantad,  ruiseñores, 
Á  la  alborada, 
Porque  viene  el  Esposo 
De  ver  al  alma; 

y  muchas  composiciones  más  que  pudiéramos  citar  de  Da- 
mián de  Vegas,  de  Fr.  Ambrosio  Montesino,  de  Valdi- 
vieso, de  Gregorio   Silvestre,   de   Luis  de  Ribera  y  de 

otros. 

Tampoco  Fr.    Luis  de  León,  aunque  siempre  religio- 
so, es  poeta  místico  sino  por  momentos.  Su  inteligencia 
se  extendía  sobre  todos  los  seres,  y  su  lira  tenía  todos  los 
tonos.  El  sentimiento  de  la  naturaleza  era  en  él  muy  vivo. 
Su  hermosura  le  enamoraba,  y  en  ella  buscaba  á  Dios, 
como  si  ella  fuera  el  espejo  en  que  Dios  se  mira  y  el  in- 
menso hieroglífico  donde  se  revelan  los  misterios  de  su 
bondad  y  de  su  poder  para  el  que  sabe  leerle.  Así  es  que 
fray  Luis  busca  á  Dios  por  efusión  del  alma  en  lo  creado; 
rara  vez   le  busca  por  introversión,  hundiéndose  en   su 
centro.    La  más  propia  inspiración  de  Fr.   Luis  se   cifra 
en  el  título  de  una  de  sus  odas,  que  dice:  En  loor  y  honra  de 
Dios,  nuestro  Señor,  tomando  ocasión  de  las  criaturas. 

¡Ay  orbes  celestiales, 
Cuan  bien  me  da  á  entender  vuestra  figura 
Los  rayos  divinales, 
La  gloria  y  hermosura 
Que  tiene  el  gran  pintor  de  esta  pintura! 

En  Fr.  Luis  hay  mucho  de  objetivo  para  ser  místico; 


[QO         •  CONTESTACIÓN 

más  bien  es  teósofo.  Es  asimismo  un  vate  asceta  y  peni- 
tente; pero  en  su  penitencia,  en  su  mortificación,  halla 
una  paz  santa  y  sublime,  una  tranquilidad  digna  sólo  del 
sabio,  y  un  noble  y  fecundo  reposo,  que  hacen  el  principal 
hechizo  de  sus  versos: 

No  busca  los  favores 
Que  al  ambicioso  traen  desvelado 
En  casas  de  señores, 
Mas  antes  retirado 
Goza  su  suerte  y  su  feliz  estado. 

No  tiene  desconsuelo, 
Ni  puede  entristecerle  cosa  alguna, 
Porque  es  Dios  su-  consuelo; 
Ni  la  varia  fortuna 
Con  su  mudable  rueda  le  importuna. 

La  casa  y  celda  estrecha 
Alcázar  le  parece  torreado, 
La  túnica  deshecha 
Vestido  recamado 
Y  el  duro  suelo  lecho  delicado. 

El  cilicio  tejido 
De  punzaduras  cerdas  de  animales, 
Que  al  cuerpo  trae  ceñido, 
Aparta  de  él  los  males 
Que  causa  el  ciego  amor  á  los  mortales. 


DE  D.  JUAN  VALERA  'OI 

La  disciplina  dura 
De  retorcido  alambre  le  da  gusto, 
Pues  cura  la  locura 
Del  estragado  gusto, 
Que  huye  á  rienda  suelta  de  lo  justo. 

Por  lo  demás,  mezclada  siempre  con  el  acetismo  cris- 
tiano y  con  el  vivo  sentimiento  amoroso  por  la  naturaleza, 
reluce  en  Fr.  Luis  la  plácida  serenidad  del  sabio  antiguo, 
algo  de  la  soberbia  independencia  del  estoicismo  gentílico, 
si  bien  templado  por  la  mansedumbre  cristiana: 

Dichoso  el  que  jamás  ni  ley,  ni  fuero, 
Ni  el  alto  tribunal,  ni  las  ciudades, 
Ni  conoció  del  mundo  el  trato  fiero; 

Que  por  las  inocentes  soledades, 
Recoge  el  pobre  cuerpo  en  vil  cabana, 
Y  el  ánimo  enriquece  con  verdades. 

Cuando  la  luz  el  aire  y  tierras  baña, 
Levanta  al  puro  sol  las  manos  puras, 
Sin  que  se  las-aplomen  odio  y  saña. 

Sus  noches  son  sabrosas  y  seguras; 
La  mesa  le  bastece  alegremente 
El  campo,  que  no  rompen  rejas  duras. 
Lo  justo  le  acompaña  y  la  luciente 
Verdad,  la  sencillez  en  pechos  de  oro, 
La  fe  no  colorada  falsamente. 
De  ricas  esperanzas  almo  coro 

Y  paz  con  su  descuido  le  rodean 

Y  el  gozo  cuyos  ojos  huye  el  lloro. 


roa  •  CONTESTACIÓN 

En  muchas  ocasiones  tal  vez  se  trasluce  algo  de  misti- 
cismo; pero,  ya  mezclado  con  la  moderación  en  los  deseos 
propia  del  sabio  antiguo,  ya  con  el  orgullo  noble  del  filó- 
sofo; por  manera  que  no  se  acierta  á  distinguir  bien  cuá- 
les han  sido  las  verdaderas  fuentes  de  su  inspiración,  ó  si 
todas  ellas  han  mezclado  sus  raudales  y  han  entrado  con 
ímpetu  y  de  consuno  en  el  corazón  del  poeta  para  dar  ser 
á  sus  mejores  estrofas.  Así,  por  ejemplo,  cuando  dice  al 
tirano  que  le  amenaza  con  hierro  y  fuego,  tal  vez  á  la  In- 
quisición que  le  perseguía: 

¿Qué  estás?  ¿No  ves  el  pecho 
Desnudo,  flaco,  abierto?  No  te  cabe 
En  puño  tan  estrecho 
El  corazón  que  sabe 
Cerrar  cielos  y  tierra  con  su  llave. 

Y  como  ejemplo  de  moderación: 

Quien  de  dos  claros  ojos 

Y  de  un  cabello  de  oro  se  enamora, 
Compra  con  mil  enojos 

Una  menguada  hora, 

Un  gozo  breve  que  sin  fin  se  llora. 

Dichoso  el  que  se  mide, 
Felipe,  y  de  la  vida  el  gozo  bueno 
A  sí  solo  le  pide, 

Y  mira  como  ajeno 

Aquello  que  no  está  dentro  en  su  seno. 


DE  D.  JUAN  VALER  A  io3 

Sin  embargo,  si  hemos  de  creer  al  P.  Fr.  Juan  Bautista 
Lisaca,  una  composición  en  redondillas,  titulada  Estímulo 
del  Divino  Amor,  es  obra  de  Fr.  Luis,  y,  en  este  caso,  fray 
Luis  ha  escrito  algo  completamente  mistico.  El  crítico  que 
en  1782  publicó  la  segunda  edición  de  Los  grados  del  amor 
de  Dios,  del  citado  Lisaca,  donde  el  Estímulo  va  incluido, 
halla  en  esta  composición  algunas  puerilidades,  y,  aunque 
sólida  doctrina,  un  modo  de  verterla  zonzo,  frío  y  cansa- 
do; pero,  á  mi  ver,  se  deja  arrastrar  de  las  preocupaciones 
literarias  de  su  época  al  formar  tan  duro  juicio.  El  Estí- 
mulo tiene  mérito,  sea  ó  no  de  Fr.  Luis,  y  quizá  en  los  de- 
fectos que  el  crítico  nota  estriben  sus  mayores  bellezas, 
porque  lo  natural  y  lo  espontaneo  del  estilo  hacen  resal- 
tar la  grandeza  del  asunto.  No  puede  negarse,  por  eso,  que 
el  prosaísmo  y  la  sequedad  deslucen  hartos  aciertos  y  pri- 
mores, y  afean  en  parte  el  Estímulo,  así  como  afean  los 
muchísimos  versos  con  que  el  P.  Lisaca  adorna  sus  Gra- 
dos del  amor  de  Dios,  lo  cual  consiste,  en  mi  sentir,  en  que 
aquellos  poetas  iban  ceñidos  á  la  ciencia  por  el  miedo  de 
extraviarse,  definiendo  y  explicando  con  rigor  dialéctico, 
encadenada  y  medrosa  la  imaginación,  abatido  el  vuelo  del 
entusiasmo,  y  sus  alas  oprimidas  por  la  pesadumbre  de 
doctrinas,  minuciosamente  determinadas  ya,  y  de  que  no 
era  lícito  apartarse.  ¿Qué  atrevimientos  dichosos  no  hu- 
bieran tenido,  á  qué  esferas  no  se  hubieran  elevado  nues- 
tros místicos,  exentos  de  este  temor?  Aun  así,  no  pocos, 
sobre  todo  en  el  siglo  XVI,  tuvieron  dichosos  atrevimien- 
tos, y  alcanzaron  peregrina  originalidad  en  verso  y  prosa. 
Entre  todos,  y  concretándonos  al  verso,  descuella  el  ami- 
go de  la  admirable  Doctora  Santa  Teresa,  su  predilecto 


104  CONTESTACIÓN 

hijo  espiritual,  San  Juan  de  la  Cruz,  dechado  de  perfec- 
ción en  este  género.  Toda  la  mística  teológica  está  cifrada 
en  los  versos  de  este  divino  poeta;  y  aunque  el  Sr.  Me- 
néndez  haya  dicho  bastante  de  él,  puede  añadirse  muchí- 
simo más,  y  algo  añadiré  yo,  seguro  de  que  asunto  tan  ex- 
tenso, tan  grave  y  tan  alto,  no  se  agota;  ni  puede  cansar, 
como  no  sea  por  la  impericia  pecadora  del  que  en  esta  oca- 
sión le  trata  y  expone. 

Si  hubiéramos  de  juzgar  sólo  los  versos  de  San  Juan  de 
la  Cruz  por  su  sentido  literal  y  por  la  belleza  de  la  forma, 
pronto  estaría  acabada  nuestra  tarea.  Los  versos  son  be- 
llísimos hasta  por  su  sencillez,  y  los  mejores,  á  modo  de 
idilio  ó  égloga,  donde  el  Esposo  y  la  Esposa,  enamorados 
ambos,  entienden  y  hablan  dulcemente  de  sus  amores;  pero 
bajo  la  corteza  de  esta  linda  alegoría,  donde  pone  el  poeta 
todas  las  galas  de  la  poesía  oriental,  y  hermosos  cuadros  y 
pinturas  de  la  vida  campestre,  hay  un  profundísimo  senti- 
do, que  el  Santo  desentraña  y  explica  con  elocuencia  ini- 
mitable en  los  tres  divinos  comentarios,  que  llevan  por 
título:  Noche  oscura  del  alma,  Declaración  del  cántico  espiritual 
y  Llama  de  amor  viva. 

Á  ñn  de  entenderlo  bien  es  menester  haberlo  sentido  y 
experimentado,  porque  es  psicología  experimental,  si  bien 
tan  alta,  que  se  eleva  y  trasciende  á  la  metafísica  ó  cien- 
cia primera  más  sublime  y  tenebrosa,  porque  ciega  y  crea 
tinieblas  la  opulencia  de  su  luz,  cuyas  verdades,  aunque 
logre  el  alma  percibirlas,  no  hay  lengua  humana,  por  elo- 
cuente que  sea,  que  atine  á  expresarlas  con  la  debida  cla- 
ridad. 

Toda  la  ciencia  y  todo  el  arte  de  la  mística  se  resumen 


DE  n.  JUAN  VALERA  to5 

y  contienen,  como  dice  el  doctor  seráfico  San  Buenaven- 
tura, en  estos  tres  puntos:  ¿Quién  soy  yo?  ¿Quién  es  Dios? 
¿Cómo  Dios  y  yo  seremos  una  misma  cosa?  Implica  lo 
primero  el  conocimiento  de  sí  mismo.  Lo  segundo,  un  es- 
tudio teológico  del  Ser  Supremo,  á  quien  no  conocemos 
bien  por  la  razón  y  debemos  verle  en  la  oscuridad  de  la  fé. 
Y  lo  tercero  se  logra  sólo  después  de  la  contemplación  so- 
breesencial,  alzándose  el  alma,  abstraída  de  toda  imagen 
y  de  toda  idea  que  no  sea,  Dios  mismo,  por  cima  de  su 
propia  esencia  creada,  y  subiendo  hasta  el  ser  increado  del 
alma,  que  es  su  centro.  El  centro  del  alma  Dios  es,  dice  el 
Santo.  Sólo  la  mente  introversa,  la  inteligencia  desnuda  y 
reconcentrada  en  lo  más  hondo,  en  el  abismo,  en  las  en- 
trañas del  espíritu,  puede  llegar  hasta  Dios  y  sentir  allí 
como  su  respiración.  Siente  el  alma  la  respiración  de  Dios, 
y  por  eso  dice  la  canción  en  tu  aspirar  sabroso:  punto  en  el 
cual  el  Santo  abandona  ya  el  comento,  exclamando  con  el 
bello  candor  de  su  estilo:  Veo  claro  que  no  lo  tengo  de  saber 
decir  y  parecería  menos  si  lo  dijese. 

Antes  de  subir  á  esta  contemplación  extática,  hay,  se- 
gún hemos  indicado  varias  veces,  una  prolija  y  penosa  pe- 
regrinación que  hacer,  cuyo  itinerario  y  trámites  traza  el 
Santo  en  su  precioso  libro,  titulado  Subida  del  Monte  Car- 
melo; lo  cual  es  llegar  á  un  término  en  que  la  voluntad  esté 
entera  con  Dios,  y  prescinda  hasta  de  la  devoción  sensible, 
y  se  halle  en  recogimiento  interior  y  en  desnudez  espiri- 
tual completa.  Se  da  entonces  una  abismal  nesciencia,  que 
llama  el  poeta  noche  oscura.  En  ella  quedan  vacías  del  todo 

Las  profundas  cavernas  del  sentido; 

14 


ioo  CONTESTACIÓN 

esto  es,  del  sentido  íntimo  del  espíritu,  lo  cual  significa 
que  en  el  entendimiento  no  queda  ciencia,  sino  fe;  ni  en  la 
memoria,  recuerdo,  sino  esperanza;  ni  en  la  voluntad,  afec- 
to alguno  humano,  sino  caridad  pura.  De  aquí  un  vacío 
inmenso,  unas  cavernas  profundas,  que  no  se  llenan  menos 
que  con  lo  infinito.  De  este  modo,  en  esta  noche  oscura, 

Estando  ya  la  casa  sosegada, 

ó  sea  domada  la  sensualidad  y  las  pasiones  y  apetitos  mor- 
tificados, sale  el  alma  en  busca  de  su  amor;  esto  es,  se 
alza  por  cima  de  su  propia  esencia  para  buscar  la  fuente 
de  que  procede.  De  esta  fuente  ha  hecho  el  poeta  una  can- 
ción especial,  que  comienza: 

¡Qué  bien  sé  yo  la  fuente  que  mana  y  corre, 
Aunque  es  de  noche! 

Esta  fuente  es  la  esencia  divina,  de  donde  emana  el 
Verbo  increado  por  generación  eterna;  Verbo  en  quien 
resplandece  y  se  manifiesta  cuanto  hay  oculto  en  el  Padre, 
y  en  quien  el  Padre  se  complace  eternamente,  y  donde  es- 
tán, como  arquetipos  perfectos,  y  eternamente  también,  y 
por  arte  ideal,  los  seres  todos  y  el  alma. 

Bien  se  ve  que  cada  frase  de  las  canciones  de  San  Juan 
de  la  Cruz  encierra  misterios  difíciles  de  explicar,  y  que  él 
expliea  en  sus  elocuentes  comentarios. 

El  alma  está  en  Dios,  y  Dios  está  en  el  centro  del  alma, 
porque  el  centro  del  alma  Dios  es.  Ahora  bien;  ¿cómo  no  es 
fácil  llegar  á  Dios,  cuando  le  tenemos  en  el  centro  del  al- 


DE  D.  JUAN  VALE  HA  io7 

ma?  ¿Cómo  no  encontrarle  allí  si  le  buscamos?  Porque  hay 
impedimentos  que  el  alma  ha  ido  allanando  ya,  si  bien  aún 
queda  algo  que  se  interpone  entre  Dios  y  ,1  alma.  Por  esto 
dice  la  canción: 

Rompe  la  tela  de  este  dulce  encuentro; 

y  la  llama  tela,  porque  está  ya  muy  espiritualizada,  ilustra- 
da y  adelgazada,  y  la  divinidad  se  trasluce  por  ella  cuan- 
do á  tanta  altura  sube  el  alma.  El  alma,  no  obstante,  aun- 
que la  trasluzca,  la  ve  y  la  comprende  de  un  modo  confu- 
so, por  donde  aspira,  al  menos,  á  verla  y  comprenderla 
por  fe,  y  de  aquí  lo  que  dice  la  canción,  figurando  la  fe 
bajo  la  apariencia  de  otra  fuente  distinta: 

¡Oh  cristalina  fuente, 
Si  en  esos  tus  semblantes  plateados, 
Formases  de  repente 
Los  ojos  deseados, 
Que  tengo  en  mis  entrañas  dibujados! 

Rota,  por  último,  la  tela,  y  llegada  la  unión,  apenas  hay 
palabra  que  baste  á  expresar  sus  inefables  misterios.  Por- 
que el  alma  «es  Dios  por  participación,  y,  aunque  no  tan 
perfectamente  como  en  la  otra  vida,  es,  como  dijimos, 
como  en  sombra  Dios.  Y  á  este  talle,  siendo  ella  por  me- 
dio de  esta  transformación  sombra  de  Dios,  hace  ella  en 
Dios  por  Dios  lo  que  él  hace  en  ella  por  sí  mismo;  porque 
la  voluntad  de  los  dos  es  una.» 

Apenas  va  aquí  un  átomo  de  la  sabiduría  mística  que 


io8  •  CONTESTACIÓN 

las  Canciones  de  San  Juan  de  la  Cruz  y  sus  Comentarios  en- 
señan. Juzgar  las  doctrinas  de  este  Santo,  el  más  subli- 
me, original  y  sutil  de  nuestros  místicos,  no  cabe  en  breve 
discurso,  sino  requiere  extenso  libro;  no  es  materia  para 
tratada  de  repente,  sino  después  de  larga  meditación  y 
prolijo  estudio.  Algo,  no  obstante,  teníamos  que  decir  del 
místico,  al  considerarle  como  poeta.  ¿Habíamos  de  parar 
mientes  sólo  en  la  forma?  ¿Quién  mira  la  fábrica  exterior 
de  cofrecillo  primoroso  de  oro  y  esmalte,  y  guarnecido  de 
candidas  y  relucientes  perlas,  sin  que  procure,  al  menos, 
internar  por  un  instante  la  mirada  en  los  arcanos  é  inesti- 
mables tesoros  que  custodia?  ¿Quién  tiene  el  pomo  en  la 
mano  y  no  aspira  el  aroma  embriagador  que  guarda,  y 
que  el  fuego  del  amor  divino  ha  destilado  de  lozanas  flo- 
res del  cielo? 

El  asunto  de  la  mística  es  tan  delgado  asunto,  que  es 
casi  inefable,  explicado  en  sentido  recto.  Así  los  prosistas 
que  de  la  mística  tratan  usan  términos  y  frases  de  la  es- 
cuela, y  acuden,  además,  á  símiles  y  figuras.  Los  poetas,  á 
quienes  la  terminología,  cuando  la  emplean,  les  hace  caer 
en  el  prosaísmo,  se  valen  de  lo  alegórico,  y  para  ello  to- 
man con  predilección,  por  modelo,  El  Cantar  de  los  Canta- 
res. Este  libro  tiene  tres  significaciones:  una  directa,  de 
amores  entre  el  rey  Salomón  y  la  Sulamita;  otra  profética 
y  religiosa,  que  es  el  lazo  entre  Cristo  y  su  Iglesia;  y  otra 
mística  y  hondamente  psicológica,  que  es  la  unión  de  Dios 
y  del  alma.  Como  El  Cantar  de  los  Cantares  es  bellísimo, 
de  cualquier  modo  que  se  le  considere,  ha  sido  parafra- 
seado ó  imitado  no  pocas  veces  en  nuestro  idioma;  pero 
no  siempre  dándole  todo  su  valer,  sino  concretándose  á  lo 


DE  D.  JUAN  V ALERA  iog 

profético  y  religioso,  ó  no  traspasando  en  ocasiones  los  lí- 
mites de  lo  literal,  como  ha  hecho  Ventura  de  la  Vega, 
en  su  por  otra  parte  preciosa  imitación,  que  es  joya  de  ní- 
tida elegancia. 

Las  imitaciones  de  San  Juan  de  la  Cruz  encierran  tam- 
bién, si  no  miramos  más  que  á  la  letra,  la  gala  y  la  vehe- 
mencia de  una  égloga  amatoria;  pero,  en  el  conjunto,  y  á 
través  de  cada  frase,  se  percibe  el  fondo  lleno  de  prodi- 
gios, cuya  contemplación  hace  olvidar  todo  afecto  terreno, 
todo  deleite  caduco  y  toda  pasión  de  esta  existencia  mor- 
tal. No  parece  sino  que  pinas  de  flores,  ventalles  de  cedro, 
escudos  de  oro,  alcázares  y  pompas  orientales,  ínsulas  ex- 
trañas, ríos  sonorosos,  valles  floridos,  lechos  de  púrpura  y 
cuantas  magnificencias  posee  el  rey  Salomón,  sólo  sirven 
para  velar  el  centro  del  alma  donde  en  realidad  pasan  las 
escenas  que  el  Santo  describe.  Allí  no  puede  llegar  ni  agi- 
tación del  mundo,  ni  rumor  ni  movimiento  de  seres  cor- 
porales, ni  sugestión  del  demonio,  ni  voz  de  ángeles,  los 
cuales  no  atinan  ya  á  dar  ni  á  explicar  al  alma  lo  que 
desea: 

Que  no  saben  decirme  lo  que  quiero. 

Allí  oscuro  silencio  y  sosiego  maravilloso.  Aquel  punto, 
si  punto  puede  llamarse  lo  que  está  fuera  del  espacio  y  del 
tiempo,  es,  según  Ruysbrochio  y  Suso,  citados  por  el  ilu- 
minado y  extático  Fr.  Miguel  de  la  Fuente,  más  alto  que 
el  último  cielo,  más  profundo  que  el  mar,  más  ancho  que 
el  universo  todo,  y  no  hay  criatura  de  las  espirituales  y 
celestiales  que  pueda  llenar  su  capacidad,   según  es  in- 


no  CONTESTACIÓN 

mensa,  sino  sólo  Dios,  que  es  la  esencia  de  su  esencia  y 
la  vida  de  su  vida.  Lo  cual  viene  confirmado  por  Blosio 
al  añadir  que  este  centro  del  alma  va  á  parar  á  cierto 
abismo,  que  se  llama  cielo  del  espíritu,  donde  está  el  rei- 
no de  Dios,  que  es  el  mismo  Dios  con  todas  sus  riquezas, 
dones  y  gracias.  De  suerte  que  este  centro  desnudo  está 
levantado  sobre  las  potencias  racionales,  y  en  eternidad 
inmóvil,  y  unido  con  su  principio,  que  es  Dios,  por  víncu- 
lo de  unión  perpetuo. 

En  conceptos  tan  atrevidos  tocan  ya  nuestros  místicos 
ortodoxos  al  borde  de  la  sima  del  panteísmo;  pero,  por  di- 
cha, allí  se  detienen  sin  caer.  Los  salva,  á  más  de  su  hu- 
milde sumisión  á  la  Iglesia,  el  vivo  sentimiento  del  ser  in- 
dividual; el  psicologismo  empírico,  que  no  consiente  que 
el  yo  ni  por  un  instante 'se  diluya  en  lo  infinito  como  gota 
de  agua  en  el  Océano;  y  el  amor  á  la  acción,  con  la  que 
tienen  siempre  despierta  la  conciencia  de  la  personalidad 
humana.  Bastan  estas  condiciones  para  dar  al  misticismo 
español  carácter  propio.  Por  lo  demás,  como  el  Sr.  Me- 
néndez,  en  su  Historia  de  los  heterodoxos,  lo  prueba,  contra 
lo  que  afirma  Rousselot,  la  influencia  de  los  grandes  mís- 
ticos alemanes  fué  importantísima  en  la  mística  española. 

El  Maestro  Eckart,  jefe  de  la  secta,  no  influyó  por  cier- 
to directamente.  Sólo  en  corto  número  sus  sermones  es- 
tán impresos,  desde  principios  del  siglo  XVI.  Sus  demás 
obras,  si  se  conservan,  aún  deben  de  estar  inéditas;  pero 
sus  discípulos  Tauler,  Suso  y  otros,  que  florecieron  en  el 
siglo  XIV,  fueron  muy  conocidos  en  España  por  traduc- 
ciones latinas,  y  algunos  por  traducciones  castellanas,  tal 
vez  desde  el  siglo  XV.  Los  místicos  de  los  Estados  de 


DE  1).  JUAN  V ALERA  tu 

Flandes,  Ruysbroeck  y  Blosio,  que  son  con  evidencia  de 
la  misma  escuela,  están  igualmente  traducidos  en  espa- 
ñol, y  citados  siempre  por  nuestros  autores  con  los  elogios 
más  extraordinarios.  Las  obras  de  Blosio,  sobre  todo,  fue- 
ron la  lectura  devota  favorita  de  tres  Reyes  españoles  su- 
cesivos: del  Emperador  Carlos  V,  de  Felipe  II  y  de  Feli- 
pe III.  No  es,  pues,  de  extrañar  que  los  místicos  alema- 
nes fuesen  imitados  por  los  nuestros.  Se  parecen  hasta  en 
el  propósito  de  escribir  cosas  tan  altas  y  difíciles  en  la 
lengua  vulgar,  y  no  en  la  lengua  latina,  con  lo  cual  pulie- 
ron y  perfeccionaron  sus  respectivos  idiomas,  haciéndolos 
flexibles  y  aptos  para  expresar  los  más  hondos  y  sutiles 
pensamientos,  si  bien  en  ocasiones  con  oscuridad  y  frase 
enrevesada,  de  lo  que  se  burlarían  los  profanos  de  aquella 
edad,  en  nuestro  país,  aunque  no  tanto,  ni  con  tanto  mo- 
tivo y  frecuencia,  como  ahora  se  burlan  de  los  traducto- 
res ó  imitadores  de  Krause.  También  los  místicos  alema- 
nes se  parecen  á  los  nuestros  en  ser  poetas.  Tauler  com- 
ponía canciones,  como  San  Juan  de  la  Cruz. 

Éste  fué  y  es  el  misticismo  puro,  que  puede  ponerse 
fuera  ó  independiente  de  toda  religión  positiva,  con  tal  de 
que  acepte  un  Dios  personal,  pero  no  al  modo  que  le  en- 
tienden algunos  fríos  y  superficiales  deístas,  creando  el 
mundo,  dándole  leyes  y  apartándose  de  él,  sino  presente 
en  todo,  y  vivificándolo  y  compenetrándolo  siempre.  Si 
Dios  está  en  todas  las  cosas  creadas,  de  donde  la  teosofía, 
que  le  busca  en  ellas,  Dios  está  en  el  alma  humana,  he- 
cha á  su  imagen,  por  manera  eminente,  por  lo  que  dice  el 
evangelista  San  Lucas  que  el  reino  de  Dios  está  dentro  de 
nosotros  mismos,  y  de  aquí  la  mística. 


na  CONTESTACIÓN 

La  mística,  no  obstante,  si  bien,  según  hemos  expuesto 
al  hablar  de  San  Juan  de  la  Cruz,  busca  á  Dios  en  el  cen- 
tro del  alma,  esto  es,  en  el  hombre  espiritual  é  íntimo, 
todavía  entiende  que  el  hombre  racional  y  hasta  el  hom- 
bre corporal  pueden  tener  visiones,  revelaciones  y  enlaces 
con  los  seres  sobrenaturales,  lo  cual  en  cierto  modo  es 
parte  de  la  mística,  aunque  viene  á  fundirse  con  lo  ascé- 
tico y  lo  devoto,  por  donde  apenas  hemos  dicho  nada  de 
ello.  Esto  ha  sido,  si  no  más  rica,  más  abundante  fuente 
de  inspiración  poética,  en  todas  las  literaturas  cristianas, 
no  concretándose  sólo  á  lo  lírico,  sino  extendiéndose  por 
lo  dramático  y  por  lo  épico  ó  narrativo.  En  nuestra  poe- 
sía, empieza  semejante  misticismo  casi  al  empezar  la  poe- 
sía. La  imitación  del  Cantar  de  los  Cantares  tiene  otro  sen- 
tido en  ella:  no  es  ya  la  unión  del  alma,  en  su  centro  des- 
nudo, con  la  pura  divinidad,  sino  su  unión  con  el  Verbo 
humanado,  la  aparición  á  los  ojos  del  cuerpo,  y  los  favo- 
res y  regalos  de  la  humanidad  de  Cristo  á  las  almas  devo- 
tas y  penitentes  que  le  imitan  y  aman  en  esta  vida  mortal. 
De  aquí  los  desposorios  místicos  de  algunas  Santas  con 
Jesús,  ya  por  medio  de  anillo,  ya  por  flecha  de  amor,  ya 
por  signos  ó  estigmas.  En  este  linaje  de  misticismo,  que 
ha  durado  hasta  nuestros  días,  están  inspirados  los  versos 
de  varias  monjas  devotas  y  de  noble  talento,  como  Sor 
María  del  Cielo  y  Sor  Gregoria  de  Santa  Teresa.  Nada  en 
estos  versos  que  pueda  llevar  al  panteísmo.  La  individua- 
lidad humana  de  Cristo  determina  al  Dios  que  estas  san- 
tas mujeres  adoran,  al  amante  celestial  á  quien  sus  suspi- 
ros se  dirigen: 

Jesús  amoroso, 


DE  D.  JUAN  V ALERA  n3 

Amante  divino, 

Objeto  del  alma; 
No  desprecies,  Señor,  mis  suspiros. 
Pastor  soberano, 

Mi  dueño,  rey  mío, 

Esposo  suave; 
No  desprecies,  Señor,  mis  suspiros. 
Vuélveme  tu  rostro 

Lleno  de  cariño, 

Que  vivo  muriendo; 
No  desprecies,  Señor,  mis  suspiros. 

Y  este  misticismo  es  tan  propio  de  las  almas  soñadoras 
de  las  mujeres  y  de  sus  tiernos  corazones,  que,  á  pesar  de 
la  incredulidad  de  nuestro  siglo,  se  ha  perpetuado  y  ha 
dado  muestras  de  sí  en  las  mejores  poetisas  contemporá- 
neas: en  El  amor  de  los  amores  de  Carolina  Coronado,  y  en 
bastantes  composiciones  de  los  últimos  años  de  doña  Ger- 
trudis Gómez  de  Avellaneda. 

Análogo  al  afecto  devoto  de  las  mujeres  por  Cristo  es  el 
de  no  pocos  monjes,  sacerdotes  penitentes  y  hasta  segla- 
res piadosos,  por  la  Virgen  María,  la  cual  ha  sido  manan- 
tial fecundo  de  inspiración  cristiana  en  todas  las  lenguas 
y  naciones  de  Europa.  La  poesía  lírica  y  épica  en  loor  de 
la  Virgen,  en  España  sólo,  es  tan  rica  y  notable,  que  el 
hablar  de  ella  crítica  é  históricamente  pudiera  dar  asunto 
á  un  libro  interesante  y  voluminoso.  Los  dos  idiomas  lite- 
rarios y  nacionales  de  nuestra  Península,  el  castellano  y 
el  portugués,  se  puede  decir  que  nacen  á  la  poesía,  cele- 
brando los  milagros  de  la  Virgen,  sus  apariciones  y  los  fa- 

'5 


1 14  CONTESTACIÓN 

vores  que  hace  á  sus  devotos,  en  Gonzalo  de  Berceo  y  en 
el  Rey  Sabio,  que  se  llamaba  su  trovador. 

Volviendo  ahora  nosotros  al  misticismo  del  hombre  ín- 
timo, diremos  que  casi  la  única  bella  muestra  poética  que 
de  él  puede  darse  en  España,  en  el  siglo  pasado,  está  en 
los  versos  que  el  Sr.  Menéndez  cita  de  D.  Gabriel  Alvarez 
de  Toledo,  uno  de  los  fundadores  de  esta  Academia. 

Varias  causas  externas  concurrieron  á  acabar  por  enton- 
ces con  el  misticismo  íntimo,  á  más  de  la  corrupción  y  ex- 
travíos en  que  había  llegado  á  caer.  Fué  la  primera  causa, 
en  el  orden  cronológico,  el  sensualismo  divulgado  y  puesto 
en  moda  por  Condillac.  Cuando  se  negaba  hasta  el  yo, 
¿cómo  había  de  buscarse  lo  absoluto  puesto  en  el  yo?  Fer- 
vorosos católicos  se  hicieron  sensualistas,  y  de  aquí  el  tra- 
dicionalismo, del  todo  contrario  al  misticismo  íntimo. 
¿Cómo  para  Bonald  ó  para  Donoso  Cortés,  que  niegan 
que  haya  en  el  alma  verdad  alguna  que  no  venga  de  reve- 
lación material  y  penetre  allí  por  los  sentidos,  ha  de  estar 
en  el  alma  Dios  mismo,  origen  de  todas  las  verdades? 

Otra  causa  destructora  del  misticismo  íntimo,  aun  den- 
tro del  corazón  de  los  más  sinceros  creyentes,  es  el  carác- 
ter social  y  político  que  ha  tomado,  en  el  siglo  presente, 
la  cuestión  religiosa.  El  pensador  cristiano  de  nuestros 
días  no  medita  tanto  en  la  verdad  metafísica,  ni  en  la  re- 
lación ó  unificación  del  alma  con  su  principio,  como  en  la 
vida  total  del  humano  linaje;  en  sus  destinos  y  en  su  fin 
colectivo.  La  teología  se  aplica,  más  que  á  la  metafísica 
pura,  á  las  ciencias  políticas  y  sociales;  más  que  á  la  psi- 
cología, á  la  historia;  y  busca  á  Dios,  más  que  en  el  apar- 
tamiento solitario  de  la  mente,  en  el  tumulto  y  marcha  or- 


DE  D.  JUAN  VA  LERA  „5 

denada  de  la  humanidad  á  través  de  las  edades.  De  aquí 
que  los  escritores  religiosos  de  ahora,  ya  son  liberales,  ya 
no  son  liberales,  pero  todos  son  políticos;  la  política  y  las 
ciencias,  que  con  ella  están  en  relación,  los  preocupan  so- 
bre todo.  Así  Bonald,  De  Maistre,  Buchez,  Bordas  De- 
moulín,  Graty,  el  P.  Ventura,  Balmes  y  el  marqués  de 
Valdegamas. 

La  poesía  religiosa  toma  también  este  carácter  social  y 
político,  y  produce  obras  bellas,  como,  por  ejemplo,  los 
coros  é  himnos  de  Manzoni  y  La  campana  de  Schiller.  La 
musa  religiosa  española  se  ha  hecho  política  de  la  misma 
suerte,  y  bien  se  pudieran  dar  aquí  estimables  muestras  de 
sus  creaciones. 

Entre  tanto,  el  misticismo  íntimo  hubo  de  refugiarse  en 
Alemania,  donde  desde  la  Edad  Media  con  tanto  fruto  se 
había  cultivado.  Allí  aparece  de  nuevo,  en  medio  del  sen- 
sualismo del  siglo  XVIII,  en  un  maravilloso  poeta,  en  No- 
valis;  y,  sin  duda,  apartándose  de  las  vías  cristianas,  in- 
fluye, no  poco,  en  la  creación  de  una  filosofía  panteista, 
pero  profunda,  la  cual,  partiendo  de  la  desapiadada  y  seve- 
ra crítica  de  Kant,  identifica  el  ser  y  el  conocer,  el  objeto 
y  el  sujeto,  y  Dios  y  el  alma. 

Algo  de  este  misticismo  heterodoxo  ha  penetrado  en 
España  con  las  doctrinas  de  Schelling,  Hegel  y  Krause, 
y  fácil  nos  sería  hacer  patentes  sus  huellas  en  nuestros  poe- 
tas contemporáneos,  si  no  temiésemos,  ó  bien  ofender  su 
modestia,  ó  bien  enojarlos,  porque  creyesen  que  los  acusa- 
mos de  heterodoxia,  cuando  tal  vez  alguno  de  ellos  esté 
presente. 

Por  otra  parte,  estos  apuntes,  que  no  me  atrevo  á  cali- 


u6  CONTESTACIÓN  DE  D.  JUAN  V ALERA 

ficar  de  discurso,  y  que  apenas  pueden  tocar  de  ligera  tan 
vasto  y  difícil  asunto,  son  ya  harto  extensos,  y  deben  ter- 
minar, y  terminan  aquí,  á  fin  de  que  la  fatigada  atención 
del  benévolo  auditorio  vuelva  con  placer  á  deleitarse  en  el 
recuerdo  de  la  brillantísima  disertación  de  nuestro  nuevo 
compañero. 


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